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textos no disponibles fecha: 20-10-2016


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Blandine y Pointu

Jules Renard


Cuento


—¿Qué edad tiene usted, Blandine?

—Treinta y siete años, señor. No soy de la última nidada de agosto.

—¿Dónde nació usted?

—En Lormes, en la Nièvre.

—¿Pasó allí la infancia?

—Sí, señor. Primero guardé ocas. Luego guardé ovejas. Más tarde guardé vacas. Después una prima mía me colocó como criada en París. Tuve más de veinte patrones antes que usted. El señor Rollin no me pagaba. Si es cierto que hay malos criados, también hay malos patrones.

—¿Dónde están sus informes?

—Los tiro. De no hacerlo, tendría montones de esos papeles sucios que no sirven para nada. Sólo guardo mi partida de nacimiento y mi libreta de ahorros.

—¿Cuánto tiene en la Caja de ahorros?

—Novecientos francos, señor.

—¡Caray! Es usted más rica que yo. ¿Ha vuelto usted con frecuencia al pueblo?

—Una vez, señor.

—¿A casa de sus padres?

—No, señor. Mi madre murió al nacer yo.

—¿Y su padre?

—Mi padre debe estar muerto también.

—¡Cómo debe estar muerto también! ¿No lo sabe?

—Me temo que así sea. Cuando fui estaba ya muy viejo y muy enfermo. Debe estar muerto. Sí, seguramente está muerto.

—¿No le escribe usted nunca?

—Me molesta escribir a través de extraños.

—¿Y nadie le envía noticias del pueblo?

—Nadie tiene mi dirección. Como cambio con frecuencia de patrón…

—¿Tiene hermanos y hermanas?

—Tengo un hermano mayor y un montón de medio hermanos y medio hermanas, cinco o seis, hijos de la segunda esposa de mi padre. Todos trabajan en las granjas de los pueblos vecinos. Son aún más palurdos que yo y no han visto nunca el sol.

—¿Y no se preocupan por usted?

—No me conocen. Fue mi tío el que me crió.

—¿Y su tío se ocupa de usted?


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Catalina

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Mi deliciosa y solitaria villa, situada a orillas del Marne, con su cercado y su fresco jardín, tan umbrosa en verano, tan cálida en invierno; mis libros de metafísica alemana; mi piano de ébano de sonidos puros; mi bata de flores apagadas, mis confortables zapatillas; mi apacible lámpara de estudio, y toda esta existencia de profundas meditaciones, tan gratas a mi gusto por el recogimiento. Una hermosa tarde de verano decidí sacudirme el encanto de todas estas cosas tomándome unas semanas de exilio.

Así fue. Para relajar el espíritu de aquellas abstractas meditaciones, a las que por demasiado tiempo —me parecía— había consagrado toda mi juvenil energía, acababa de concebir el proyecto de realizar algún viaje divertido, en el que las únicas contingencias del mundo fenomenal distraerían, por su frivolidad misma, el ansioso estado de mi entendimiento en lo que concierne a las cuestiones que, hasta entonces, lo habían preocupado. Quería… no pensar más, dejar descansar la mente, soñar con los ojos abiertos como un tipo convencional. Semejante viaje de recreo no podía —así lo creí— sino ser útil a mi querida salud, pues la realidad es que yo me estaba debilitando sobre aquellos temibles libros. En resumen, esperaba que semejante distracción me devolvería al perfecto equilibrio de mí mismo y, al regreso, apreciaría sin dudar las nuevas fuerzas que esta tregua intelectual me procuraría.

Queriendo evitar en aquel viaje cualquier ocasión de pensar o de encontrarme con pensadores, no hallaba sobre la superficie del globo —salvo países completamente rudimentarios—, no hallaba sino un único país cuyo suelo imaginativo, artístico y oriental no hubiera dado nunca metafísicos a la Humanidad. Con estos datos reconocemos, ¿no es cierto?, la Península Ibérica.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Cuento de Final de Verano

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


En provincias, a la caída del crepúsculo sobre las pequeñas ciudades —hacia las seis de la tarde, por ejemplo, al acercarse el otoño— se diría que los ciudadanos buscan lo mejor que pueden aislarse de la inminente gravedad de la noche: cada cual entra en su concha al presentir todo aquel peligro de estrellas que podría inducir a «pensar». En consecuencia, el singular silencio que se produce entonces parece emanar, en parte, de la atonía acompasada de las figuras sobre los umbrales. Es la hora en que el crujido molesto de las carretas va apagándose por los caminos. Entonces, en los paseos —«clases de Buenas Maneras»— suena, más nítidamente por los aires, sobre el aislamiento de los tresbolillos, el estremecimiento triste de las altas frondosidades. A lo largo de las calles, entre sombras, se intercambian saludos rápidos, como si el regreso a sus anodinos hogares compensara de los pesados momentos (¡tan vanamente lucrativos!) de la jornada vivida. Y, de los reflejos deslucidos del atardecer sobre las piedras y los cristales; de la impresión nula y melancólica de la que el espacio está imbuido, se desprende una tan incómoda sensación de vacío, que uno se creería entre difuntos.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Discurso Provenzal

Marqués de Sade


Cuento


Durante el reinado de Luis XIV, como es bien sabido, se presentó en Francia un embajador persa; este príncipe deseaba atraer a su corte a extranjeros de todas las naciones para que pudieran admirar su grandeza y transmitieran a sus respectivos países algún que otro destello de la deslumbrante gloria con que resplandecía hasta los confines de la tierra. A su paso por Marsella, el embajador fue magníficamente recibido. Ante esto, los señores magistrados del parlamento de Aix decidieron, para cuando llegara allí, no quedarse a la zaga de una ciudad por encima de la cual colocan a la suya con tan escasa justificación. Por consiguiente, de todos los proyectos el primero fue el de cumplimentar al persa; leerle un discurso en provenzal no habría sido difícil, pero el embajador no habría entendido ni una palabra; este inconveniente les paralizó durante mucho tiempo. El tribunal se reunió para deliberar: para eso no necesitan demasiado, el juicio de unos campesinos, un alboroto en el teatro o algún asunto de prostitutas sobre todo; tales son los temas importantes para esos ociosos magistrados desde que ya no pueden arrasar la provincia a sangre y fuego y anegarla, como en el reinado de Francisco I, con los torrentes de sangre de las desdichadas poblaciones que la habitan.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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