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textos no disponibles fecha: 22-10-2016


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La Venus de Ille

Prosper Mérimée


Cuento


Bajaba yo la última pendiente del Canigó, y, aunque el sol ya se había puesto, aun podía distinguir en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la cual me encaminaba.

—¿Sabe usted —le dije al catalán que me servía de guía desde la víspera—, sabe usted, indudablemente, dónde vive el señor De Peyrehorade?

—¡Si lo sabré! —exclamó—. Conozco su casa tanto como la mía, y de no ser ahora tan oscuro, se la mostraría desde aquí. Es la más hermosa de Ille. Tiene dinero, sí, el señor De Peyrehorade, y va a casar tan bien a su hijo, que éste será más rico aún que él.

—¿Se llevará a cabo pronto ese casamiento? —le pregunté.

—¿Pronto? Puede que ya estén encargados los violines para la boda. ¡Tal vez se celebre esta noche, mañana, pasado mañana, qué sé yo! Es en Puygarrig donde se realizará, puesto que es a la señorita de Puygarrig a quien desposa el hijo. ¡Será algo espléndido, sí!

Yo iba recomendado al señor De Peyrehorade por mi amigo, el señor De P… Me había dicho éste que se trataba de un anticuario muy instruido, de una gentileza a toda prueba, y que sería para él un placer enseñarme todas las ruinas que había en Ille en diez leguas a la redonda. Por lo tanto, contaba yo con él para visitar los alrededores de la ciudad, que sabía eran muy ricos en monumentos antiguos, principalmente de la Edad Media; pero este casamiento, del que oía hablar por vez primera, estropeaba todos mis planes.

«Voy a ser un aguafiestas» me dije. Pero como se me esperaba en casa del anticuario, a quien ya me había anunciado el señor De P…, era necesario que me presentase.

— Apostemos, señor —me dijo el guía—, ya que estamos en la llanura, apostemos un cigarro a que adivino lo que va a hacer usted en casa del señor De Peyrehorade.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Fresas

Émile Zola


Cuento


I

Una mañana de junio, al abrir la ventana, recibí en el rostro un soplo de aire fresco. Durante la noche había habido una fuerte tormenta. El cielo parecía como nuevo, de un azul tierno, lavado por el chaparrón hasta en sus más pequeños rincones. Los tejados, los árboles cuyas altas ramas percibía por entre las chimeneas, estaban aún empapados de lluvia, y aquel trozo de horizonte sonreía bajo un sol pálido. De los jardines cercanos subía un agradable olor a tierra mojada.

—Vamos, Ninette, —grité alegremente— ponte el sombrero… Nos vamos al campo.

Aplaudió. Terminó su arreglo personal en diez minutos, lo que es muy meritorio tratándose de una coqueta de veinte años. A las nueve, nos encontrábamos en los bosques de Verrières.

II

¡Qué discretos bosques, y cuántos enamorados no han paseado por ellos sus amores! Durante la semana, los sotos están desiertos, se puede caminar uno junto al otro, con los brazos en la cintura y los labios buscándose, sin más peligro que el de ser vistos por las muscarias de las breñas. Las avenidas se prolongan, altas y anchas, a través de las grandes arboledas, el suelo está cubierto de una alfombra de hierba fina sobre la que el sol, agujereando los ramajes, arroja tejos de oro. Hay caminos hundidos, senderos estrechos muy sombríos, en los que es obligatorio apretarse uno contra el otro. Hay también espesuras impenetrables donde pueden perderse si los besos cantan demasiado alto.

Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la savia ardiente de la primavera. En el misterio del soto uno vuelve a ser niño.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Lavanderas Nocturnas

George Sand


Cuento


He aquí, en mi opinión, la más siniestra de las visiones del miedo. Es también la más difundida pues creo que se encuentra en todos los países.

En torno a las charcas estancadas y a los manantiales límpidos; en los brezales como a orillas de las fuentes umbrías; en los caminos hundidos bajo los viejos sauces como en la llanura abrasada por el sol, durante la noche se oye la paleta precipitada y el chapoteo furioso de las lavanderas fantásticas. En determinadas provincias se cree que evocan la lluvia y atraen la tormenta al hacer volar hasta las nubes, con su ágil paleta, el agua de las fuentes y de los pantanos. Pero aquí hay una confusión. La evocación de las tormentas es monopolio de los brujos conocidos como «conductores de nubes». La auténticas lavanderas son las almas de las madres infanticidas. Golpean y retuercen incesantemente un objeto que se asemeja a ropa mojada pero que, visto desde cerca, no es sino el cadáver de un niño. Cada una tiene el suyo o los suyos, si ha sido varias veces criminal. Hay que evitar observarlas o molestarlas; porque, aunque tuviera usted seis pies de alto y músculos en proporción, lo agarrarían, lo golpearían en el agua y lo retorcerían ni más ni menos que como un par de medias.

Todos hemos oído con frecuencia la paleta de las lavanderas de noche resonar en el silencio de las charcas desiertas. Pero no hay que engañarse. Se trata de una especie de rana que produce ese ruido formidable. Es muy triste haber hecho ese pueril descubrimiento y no poder esperar ver la aparición de esas terribles brujas retorciendo sus harapos inmundos, en la bruma de las noches de noviembre, a la pálida luz de una pálida luna creciente reflejada por las aguas.

Sin embargo, yo tuve la emoción de escuchar un relato sincero y bastante aterrador acerca de este tema.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Señoritas

George Sand


Cuento


Les demoiselles o señoritas del Berry nos parecen primas de las milloraines normandas que el autor de La Normandie merveilleuse describe como seres de estatura gigantesca. Se mantienen inmóviles y su forma, poco definida, no permite reconocer ni sus miembros ni su rostro. Cuando alguien se acerca a ellas, huyen dando una serie de saltos irregulares muy rápidos.

Las señoritas o damas blancas son de todos los países. No creo que sean de origen galo, sino más bien de la Francia de la Edad Media. Sea como fuere, contaré una de las leyendas más completas que he podido recoger a propósito de ellas.

Un gentilhombre del Berry, llamado Jean de la Selle, vivía el siglo pasado en su castillo situado al fondo de los bosques de Villemort. La zona, triste y salvaje, se alegra un poco en la linde con los bosques, allí donde el terreno seco, plano y cubierto de robles, se inclina hacia praderas que humedecen una serie de pequeños lagos hoy mal cuidados.

Ya en el tiempo del que hablamos, las aguas empapaban los prados del señor de la Selle, dado que el buen gentilhombre no poseía suficiente fortuna como para hacer sanear sus tierras. Poseía una gran extensión, pero de escasa calidad y de pequeño rendimiento.

Sin embargo, él vivía contento gracias a sus gustos modestos y a su carácter tranquilo y jovial. Los campesinos de sus tierras y de los alrededores lo tenían por un hombre de bondad extraordinaria y de rara delicadeza. Decían de él, que antes de perjudicar lo más mínimo a un vecino, fuera quien fuese, se dejaría quitar la camisa del cuerpo y su caballo de entre las piernas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Amantes de Toledo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Émile Pierre

¿Habría sido justo, pues, que Dios
condenara al Hombre a la Felicidad?

Un alba oriental enrojecía las graníticas esculturas del frontón de la Oficial de Toledo, y entre ellas el «Perro que lleva una antorcha encendida en la boca», escudo del Santo Oficio.

Dos higueras frondosas daban sombra a la puerta de bronce: más allá del umbral, cuadriláteros peldaños de piedra salían de las entrañas del palacio, enredo de profundidades calculadas sobre sutiles desviaciones del sentido de subida y bajada. Aquellas espirales se perdían, unas en las salas de consejo, las celdas de los inquisidores, la capilla secreta, los ciento sesenta y dos calabozos, el huerto y el dormitorio de los familiares; otras en largos corredores, fríos e interminables, hacia diversos retiros…, los refectorios, la biblioteca.

En una de aquellas habitaciones, —en la que el rico mobiliario, las tapicerías de cuero cordobés, las plantas, las vidrieras soleadas, los cuadros, contrastaban con la desnudez de otras habitaciones—, se mantenía de pie durante aquel amanecer, con los pies desnudos en sus sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, con las manos juntas, y los grandes ojos fijos, un anciano delgado, de gigantesca estatura, vestido con la túnica blanca con cruz roja, la larga capa negra sobre los hombros, la birreta negra sobre el cráneo y el rosario de hierro a la cintura. Parecía haber rebasado los ochenta años. Pálido, quebrantado por las mortificaciones, sangrando, sin duda, bajo el cilicio invisible del que no se separaba jamás, observaba una alcoba en la que se encontraba, preparado y festoneado de guirnaldas, un lecho opulento y mullido. Aquel hombre se llamaba Tomás de Torquemada.

A su alrededor, en el inmenso palacio, un amedrentador silencio caía de las bóvedas, silencio formado por mil soplos sonoros del aire que las piedras no dejaban de helar.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Bandidos

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Henri Roujon

¿Qué es el Tercer Estado? Nada.
¿Qué debe ser? Todo.
—Sully, después Sieyes

Pibrac, Nayrac, dos subprefecturas gemelas unidas por un camino vecinal construido bajo el régimen de los Orleáns, testimoniaban, bajo un cielo maravilloso, una perfecta unión de costumbres, negocios y maneras de ver.

Como en cualquier lugar, el pueblo se caracterizaba por sus pasiones; como en todas partes, la burguesía conciliaba el aprecio general con el suyo propio. Todos, pues, vivían en paz y alegría en estas afortunadas localidades, hasta que una tarde de octubre ocurrió que el viejo violinista de Nayrac, hallándose corto de fondos, abordó, en el camino real, al sacristán de Pibrac y, aprovechándose de la oscuridad, le pidió con tono perentorio algún dinero.

Asustado, el hombre de las Campanas, sin reconocer al violinista, accedió graciosamente; pero, de vuelta a Pibrac, contó su aventura de tal manera que, en las imaginaciones enfebrecidas por su relato, el viejo músico de Nayrac se convirtió en una banda de ávidos ladrones que infestaban el Midi y asolaban el camino real con sus crímenes, incendios y depredaciones.

Astutos, los burgueses de los dos pueblos habían exagerado los rumores, de la misma manera que cualquier buen propietario se ve obligado a aumentar los defectos de las personas que tienen aspecto de ansiar sus capitales. ¡No porque hubieran sido engañados! Ellos habían consultado las fuentes. Habían interrogado al sacristán tras haber bebido. Este se contradijo, y ahora ellos sabían la verdad del asunto mejor que nadie… Sin embargo, burlándose de la credulidad de las masas, nuestros dignos ciudadanos se guardaban el secreto para ellos solos, como les gusta guardar todo lo que tienen; tenacidad que, ante todo, es el signo distintivo de las gentes sensatas e instruidas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Estafadores

Marqués de Sade


Cuento


Siempre existió en París una clase de individuos, extendida por todo el mundo, cuyo único oficio es el de vivir a costa de los demás: no hay nada tan habilidoso como las múltiples maniobras de estos intrigantes, no hay nada que no inventen, nada que no tramen para atraer, de una manera o de otra, a la víctima a sus malditas redes; mientras que el grueso de su ejército trabaja en la ciudad, unos destacamentos revolotean por sus alrededores, se desparraman por los campos y viajan sobre todo en los transportes públicos; una vez expuesta esta triste situación de forma inamovible, volvemos a la inexperta joven a la que pronto lloraremos cuando la veamos en tan perversas manos. Rosette de Flarville, hija de un buen burgués de Ruán, a fuerza de súplicas acababa al fin de obtener el permiso de su padre para ir a pasar el carnaval en París a casa de un tal señor Mathieu, tío suyo, rico usurero que vivía en la calle Quicampoix. Rosette, aunque un poco lerda, tenía no obstante dieciocho años cumplidos, una figura encantadora, era rubia, con grandes ojos azules, una piel resplandeciente y su seno, bajo una leve gasa, anunciaba a todo buen conocedor que lo que la muchacha guardaba a cubierto valía por lo menos tanto como lo que se podía ver…


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Fuegos Fatuos

George Sand


Cuento


Los flambeaux, flambettes o flamboires, también llamados fuegos fatuos, son esos meteoros azulados que todo el mundo ha encontrado por la noche o ha visto danzar sobre la superficie inmóvil de las aguas pantanosas. Se dice que esos meteoros son inertes por sí mismos, pero la menor brisa los agita y toman aspecto de movimiento que divierte o inquieta la imaginación según ésta esté predispuesta a la tristeza o a la poesía.

Para los campesinos son almas en pena que les piden oraciones, o almas perversas que los arrastran en una carrera desesperada y los llevan, después de mil rodeos insidiosos, a lo más profundo del pantano o del río. Como al lupeux o al trasgo, se les oye reír cada vez más claramente a medida que se adueñan de su víctima y la ven aproximarse al desenlace funesto e inevitable. Las creencias varían mucho respecto a la naturaleza o la intención más o menos perversa de los fuegos fatuos. Algunos se contentan con perderte y, para lograr su fin, no les importa adoptar diversos aspectos.

Se cuenta que un pastor que había aprendido a hacer que le fueran favorables, los hacía ir y venir a su antojo. Bajo su protección todo marchaba bien para él. Sus animales disfrutaban y por lo que a él respecta, no estaba nunca enfermo, dormía y comía bien en verano como en invierno. No obstante, lo vieron de repente ponerse delgado, macilento y melancólico. Cuando le preguntaron acerca de la causa de su desazón, contó lo siguiente:

Una noche que se encontraba en su cabaña con ruedas, cerca de su redil, fue despertado por un gran resplandor y por grandes golpes sobre el techo de su habitáculo.

—¿Qué ocurre? —dijo, muy sorprendido de que sus perros no le hubieran advertido.


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Markheim

Robert Louis Stevenson


Cuento


—Sí —dijo el anticuario—, nuestras buenas oportunidades son de varias clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son honrados —y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más fuerza las facciones del visitante—, y en ese caso —continuó— recojo el beneficio debido a mi integridad.

Markheim acababa de entrar, procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.

El anticuario rió entre dientes.

—Viene usted a verme el día de Navidad —continuó—, cuando sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.

El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó:

—¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego!

Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una sombra de horror.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

No Confundirse

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Henry de Bornier

Clavando no se sabe dónde sus globos tenebrosos
—C. Baudelaire

En una mañana gris de noviembre, caminaba yo apresuradamente por los muelles. Una fría llovizna humedecía la atmósfera. Negros transeúntes se entrecruzaban, protegidos con deformes paraguas.

El amarillento Sena acarreaba sus gabarras que semejaban desmesurados abejorros. En los puentes, el viento hacía volar bruscamente los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con actitudes y contorsiones cuya contemplación resulta siempre tan penosa para un artista.

Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada la víspera, acosaba mi imaginación. La hora de la cita me apremiaba: decidí protegerme al abrigo de un tejadillo desde donde podría, con mayor comodidad, llamar a algún coche.

En el mismo instante vi, justamente a mi lado, la entrada de un macizo edificio, de aspecto burgués.

Había surgido de entre la bruma como una pétrea aparición, y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho sombrío y fantástico que lo envolvía, tuve que reconocer, inmediatamente, que tenía un cierto aire de cordial hospitalidad que apaciguó mi espíritu.

—¡Seguro —me dije—, que los habitantes de esta mansión son gente sedentaria! Este sitio invita a detenerse: ¿está abierta la puerta?

Así pues, entré con una sonrisa, la más educada posible, con aspecto satisfecho, el sombrero en la mano —incluso meditaba un madrigal para la dueña de la casa—, y me encontré, al mismo nivel, ante una especie de sala con una techumbre de cristal, por la que entraba la lívida luz del día.

En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.

Había mesas de mármol repartidas por todas partes.

Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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