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El Árbol

H.P. Lovecraft


Cuento


«Fata viam invenient.»

En una verde ladera del monte Menalo, en Arcadia, se halla un olivar en torno a las ruinas de una villa. Al lado se encuentra una tumba, antaño embellecida con las más sublimes esculturas, pero sumida ahora en la misma decadencia que la casa. A un extremo de la tumba, con sus peculiares raíces desplazando los bloques de mármol del Pentélico, mancillados por el tiempo, crece un olivo antinaturalmente grande y de figura curiosamente repulsiva; tanto se asemeja a la figura de un hombre deforme, o a un cadáver contorsionado por la muerte, que los lugareños temen pasar cerca en las noches en que la luna brilla débilmente a través de sus ramas retorcidas. El monte Menalo es uno de los parajes predilectos del temible Pan, el de la multitud de extraños compañeros, y los sencillos pastores creen que el árbol debe tener alguna espantosa relación con esos salvajes silenos; pero un anciano abejero que vive en una cabaña de las cercanías me contó una historia diferente.

Hace muchos años, cuando la villa de la cuesta era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Calos y Musides. La belleza de su obra era alabada de Lidia a Neápolis, y nadie osaba considerar que uno sobrepasaba al otro en habilidad. El Hermes de Calos se alzaba en un marmóreo santuario de Corinto, y la Palas de Musides remataba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Calos y Musides, y se asombraban de que ninguna sombra de envidia artística enfriara el calor de su amistad fraternal.


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5 págs. / 9 minutos / 189 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Burlado

Jack London


Cuento


Aquél era el final. Subienkow había recorrido un largo camino de amargura y horrores, guiado, como una paloma, por el instinto que lo llevaba hacia las capitales de Europa, y allí, en el punto más lejano, en la América rusa, el sendero acababa. Estaba sentado en la nieve con los brazos atados a la espalda, esperando la tortura. Miró con curiosidad al enorme cosaco que, tendido de bruces sobre la nieve, gemía de dolor frente a él. Los hombres habían acabado con el gigante y se lo habían entregado a las mujeres. Sus gritos atestiguaban que ellas habían excedido en crueldad a los varones.

Subienkow miró y se estremeció. No temía a la muerte. En el largo camino de Varsovia a Nulato había arriesgado la vida demasiadas veces para temerle ahora al simple hecho de morir. Lo que sí le asustaba era la tortura. Era una afrenta a su espíritu. Una afrenta, no por el dolor que tuviera que soportar, sino por el triste espectáculo que le haría ofrecer ese dolor. Sabía que rogaría, que suplicaría, que imploraría como lo habían hecho el Gran Iván y los que le habían precedido. Y eso le repugnaba. Con valor y serenidad, con una sonrisa y una chanza… así había que morir. Pero perder el control, dejar que el dolor de la carne afectara su espíritu, chillar y escandalizar como un simio, rebajarse a la categoría de bestia… eso era lo terrible.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Castillo de la Bella Durmiente

Pierre Loti


Cuento


Con frecuencia he lanzado una llamada de auxilio a mis amigos desconocidos para que me ayudaran a socorrer las penurias humanas, y siempre han escuchado mi voz. Hoy se trata de socorrer árboles, nuestros viejos robles de Francia que la barbarie industrial se empeña en destruir por todas partes, y vengo a implorar: «¿Quién quiere salvar de la muerte a un bosque, con un castillo feudal en el centro, un bosque cuya edad ya no conoce nadie?»

Viví en este bosque doce años de mi infancia y primera juventud; todos sus peñascos me conocían, y todos sus robles centenarios, y todos sus musgos. El terreno pertenecía por entonces a un anciano que no venía jamás, que vivía enclaustrado en otro lugar, y que en aquellos tiempos yo me representaba como una especie de invisible personaje de leyenda. El castillo estaba confiado a un administrador, rústico solitario y algo huraño, que no le abría la puerta a nadie; no se visitaba, no entraba nadie en él; yo ignoraba lo que podían ocultar las altas fachadas sin ventanas y me limitaba a mirar de lejos sus grandes torreones; mis paseos infantiles por el bosque se detenían al pie de las terrazas musgosas, envueltas en la oscuridad verdosa de los árboles.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Gato que Caminaba Solo

Rudyard Kipling


Cuento infantil


Sucedieron estos hechos que voy a contarte, oh, querido mío, cuando los animales domésticos eran salvajes. El Perro era salvaje, como lo eran también el Caballo, la Vaca, la Oveja y el Cerdo, tan salvajes como pueda imaginarse, y vagaban por la húmeda y salvaje espesura en compañía de sus salvajes parientes; pero el más salvaje de todos los animales salvajes era el Gato. El Gato caminaba solo y no le importaba estar aquí o allá.

También el Hombre era salvaje, claro está. Era terriblemente salvaje. No comenzó a domesticarse hasta que conoció a la Mujer y ella repudió su montaraz modo de vida. La Mujer escogió para dormir una bonita cueva sin humedades en lugar de un montón de hojas mojadas, y esparció arena limpia sobre el suelo, encendió un buen fuego de leña al fondo de la cueva y colgó una piel de Caballo Salvaje, con la cola hacia abajo, sobre la entrada; después dijo:

—Límpiate los pies antes de entrar; de ahora en adelante tendremos un hogar.

Esa noche, querido mío, comieron Cordero Salvaje asado sobre piedras calientes y sazonado con ajo y pimienta silvestres, y Pato Salvaje relleno de arroz silvestre, y alholva y cilantro silvestres, y tuétano de Buey Salvaje, y cerezas y granadillas silvestres. Luego, cuando el Hombre se durmió más feliz que un niño delante de la hoguera, la Mujer se sentó a cardar lana. Cogió un hueso del hombro de cordero, la gran paletilla plana, contempló los portentosos signos que había en él, arrojó más leña al fuego e hizo un conjuro, el primer Conjuro Cantado del mundo.

En la húmeda y salvaje espesura, los animales salvajes se congregaron en un lugar desde donde se alcanzaba a divisar desde muy lejos la luz del fuego y se preguntaron qué podría significar aquello.

Entonces Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Herbert West: Reanimador

H.P. Lovecraft


Cuento


1. De la oscuridad

De Herbert West, amigo mío durante el tiempo de la universidad y posteriormente, no puedo hablar sino con extremo terror. Terror que no se debe totalmente a la forma siniestra en que desapareció recientemente, sino que tuvo origen en la naturaleza entera del trabajo de su vida, y adquirió gravedad por primera vez hará más de diecisiete años, cuando estábamos en tercer año de nuestra carrera, en la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic de Arkham. Mientras estuvo conmigo, lo prodigioso y diabólico de sus experimentos me tuvieron completamente fascinado, y fui su más intimo compañero. Ahora que ha desaparecido y se ha roto el hechizo, mi miedo es aún mayor. Los recuerdos y las posibilidades son siempre más terribles que la realidad.


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40 págs. / 1 hora, 10 minutos / 226 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Aflicción de un Viejo Presidiario

Pierre Loti


Cuento


Es una historia muy breve que Yves me contó una noche tras haber ido a la rada a conducir con su lancha cañonera un cargamento de condenados hasta el buque que salía hacia Nueva Caledonia.

Entre ellos se encontraba un presidiario muy viejo (setenta años por lo menos) que llevaba consigo, con toda ternura, un pobre gorrión en una jaula pequeña. Para matar el tiempo, Yves había entablado conversación con aquel viejo que, al parecer, no tenía mal aspecto y que estaba unido por una cadena a un joven grosero, burlón, que llevaba gafas de miope sobre una fina nariz descolorida.

El viejo trotamundos, detenido por quinta o sexta vez por vagabundeo y robo, decía:

—¿Cómo arreglárselas para no robar una vez que se ha comenzado; cuando no se tiene un oficio; cuando la gente no te quiere en ningún sitio? Hay que comer ¿no? Mi última condena fue por un saco de patatas que había cogido en un campo, con un látigo de carretero y una calabaza. Y yo me pregunto: ¿no podrían haberme dejado morir en Francia, en lugar de enviarme allá tan lejos, tan viejo como soy?

Y feliz al ver que alguien aceptaba escucharlo con compasión, a continuación le había mostrado a Yves lo más precioso que tenía en este mundo: una jaulita y un gorrión. Un gorrión domesticado, que conocía su voz y que durante cerca de un año, en la cárcel, había vivido subido a su hombro. ¡Ah! ¡No había sido sin esfuerzo como había conseguido el permiso para llevárselo consigo a Nueva Caledonia! Y luego, hubo que hacerle una jaula adecuada para el viaje; conseguir madera, un poco de alambre viejo y un poco de pintura verde para pintarlo todo y que estuviera bonito.

Aquí, recuerdo textualmente las palabras de Yves:

—¡Pobre gorrión! Como comida tenía en su jaula un trocito de ese pan gris que se da en las cárceles. Pero parecía encontrarse contento pese a todo; daba saltitos como cualquier otro pájaro.


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3 págs. / 5 minutos / 62 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Polaris

H.P. Lovecraft


Cuento


El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí brilla durante todas las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte gimen y maldicen, y los árboles del pantano, con las hojas rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En lo alto tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva pesadamente por detrás de esos árboles empapados de vapor que el viento de la noche balancea. Antes de romper el día, Arcturus parpadea rojozo por encima del cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice resplandece espectral allá, en el oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo, fija en el mismo punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y vigilante que pugna por transmitir algún extraño mensaje, aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir. Sin embargo, cuando el cielo se nubla, consigo conciliar el sueño.

Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los horribles centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las nubes, y luego el sueño.


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4 págs. / 8 minutos / 239 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Algunas Notas sobre Algo que No Existe

H.P. Lovecraft


Biografía


Para mí, la principal dificultad al escribir una autobiografía es encontrar algo importante que contar. Mi existencia ha sido reservada, poco agitada y nada sobresaliente; y en el mejor de los casos sonaría tristemente monótona y aburrida sobre el papel. Nací en Providence, R.I. —donde he vivido siempre, excepto por dos pequeñas interrupciones— el 20 de agosto de 1890; de vieja estirpe de Rhode Island por parte de mi madre, y de una línea paterna de Devonshire domiciliada en el estado de Nueva York desde 1827.

Los intereses que me llevaron a la literatura fantástica aparecieron muy temprano, pues hasta donde puedo recordar claramente me encantaban las ideas e historias extrañas, y los escenarios y objetos antiguos. Nada ha parecido fascinarme tanto como el pensamiento de alguna curiosa interrupción de las prosaicas leyes de la Naturaleza, o alguna intrusión monstruosa en nuestro mundo familiar por parte de cosas desconocidas de los ilimitados abismos exteriores.

Cuando tenía tres años o menos escuchaba ávidamente los típicos cuentos de hadas, y los cuentos de los hermanos Grimm están entre las primeras cosas que leí, a la edad de cuatro años. A los cinco me reclamaron Las mil y una noches, y pasé horas jugando a los árabes, llamándome «Abdul Alhazred», lo que algún amable anciano me había sugerido como típico nombre sarraceno. Fue muchos años más tarde, sin embargo, cuando pensé en darle a Abdul un puesto en el siglo VIII ¡y atribuirle el temido e inmencionable Necronomicon!


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7 págs. / 13 minutos / 333 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Aurore y Aimée

Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont


Cuento infantil


Había una vez una dama que tenía dos hijas. La mayor, que se llamaba Aurore, era bella como el día, y tenía un carácter bastante bueno. La segunda, que se llamaba Aimée, era tan bella como su hermana, pero era maligna, y sólo tenía talento para hacer el mal. La madre había sido también muy bella, pero empezaba a dejar de ser joven y eso le causaba bastante pesar. Aurore tenía dieciséis años y Aimée doce; por lo que la madre, que temía parecer vieja, abandonó la región donde todo el mundo la conocía, y envió a su hija Aurore al campo, porque no quería que se supiera que tenía una hija tan mayor. Conservó con ella a la más joven; se fue a otra ciudad, y le decía a todo el mundo que Aimée sólo tenía diez años y que la había tenido antes de los quince. No obstante, como temía que su engaño fuera descubierto, envió a Aurore a una región lejana, y el que la conducía la abandonó en un gran bosque en el que se había quedado dormida mientras descansaba. Cuando Aurore despertó, y se vio sola en el bosque, se puso a llorar. Era casi de noche, se levantó e intentó salir del bosque; pero en lugar de encontrar su camino, se extravió aún más. Por fin, vio a lo lejos una luz y tras dirigirse hacia ella, encontró una casita. Aurore llamó a la puerta; una pastora le abrió y le preguntó qué quería.

—Mi buena señora, —le dijo Aurore— le ruego por caridad que me permita dormir en su casa, pues si permanezco en el bosque, seré devorada por los lobos.

—Con mucho gusto, hermosa joven, —le respondió la pastora—pero dígame, ¿cómo es que se encuentra en el bosque tan tarde?

Entonces Aurore le contó su historia y le dijo:

—¡Qué desgraciada soy por tener una madre tan cruel! ¡Más me habría valido morir al venir al mundo, en lugar de vivir para ser maltratada de esta forma! ¿Qué le he hecho al buen Dios para ser tan desgraciada?


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Bâtard

Jack London


Cuento


Bâtard (“bastardo” en francés) era un demonio. Esto era algo que se sabía por todas las tierras del Norte. Muchos hombres lo llamaban «Hijo del Infierno», pero su dueño, Black Leclère, eligió para él el ofensivo nombre de Bâtard. Y como Black Leclère era también un demonio, los dos formaban una buena pareja. Hay un dicho que asegura que cuando dos demonios se juntan, se produce un infierno. Esto era de esperar, y esto fue lo que sin duda se esperaba cuando Bâtard y Black Leclère se juntaron. La primera vez que se vieron, siendo Bâtard un cachorro ya crecido, flaco y hambriento y con los ojos llenos de amargura, se saludaron con gruñidos amenazadores y perversas miradas, porque Leclère levantaba el labio superior y enseñaba sus dientes blancos y crueles, como si fuera un lobo. Y en esta ocasión lo levantó, y sus ojos lanzaron un destello de maldad, al tiempo que agarraba a Bâtard y lo arrancaba del resto de la camada, que no cesaba de revolcarse. La verdad es que se adivinaban el pensamiento, porque tan pronto como Bâtard clavó sus colmillos de cachorro en la mano de Leclère, le cortó éste la respiración con la firme presión de sus dedos.

—Sacredam —dijo en francés, suavemente, mientras se quitaba con un movimiento de la mano la sangre que, rápida, había brotado tras la mordedura, y dirigía la vista al cachorrillo que jadeaba sobre la nieve, tratando de recuperar la respiración.

Leclère se volvió hacia John Hamlin, el tendero de Sixty Mile Post.

—Por esto es por lo que más me gusta. ¿Cuánto? ¡Oiga usted, M'sieu! ¿Cuánto quiere? ¡Se lo compro ahora mismo! ¡Inmediatamente!


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19 págs. / 34 minutos / 70 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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