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El Diario de un Loco

Lu Sin


Cuento


Dos hermanos, cuyos nombres me callaré, fueron mis amigos íntimos en el liceo, pero después de una larga separación, perdí sus huellas. No hace mucho supe que uno de ellos estaba gravemente enfermo y, como iba en viaje hacia mi aldea natal, decidí hacer un rodeo para ir a verlo. Sólo encontré en casa al primogénito, quien me dijo que era su hermano menor el que había estado mal.

—Le estoy muy agradecido de que haya venido a visitarlo —dijo—. Pero ya está sano desde hace algún tiempo y se marchó a otra provincia, donde ocupa un puesto oficial.

Buscó dos cuadernos que contenían el diario de su hermano y me lo mostró riendo. Me dijo que a través de ellos era posible darse cuenta de los síntomas que había presentado su enfermedad, y que él creía que no había ningún mal en que los viera un amigo. Me llevé el diario y al leerlo comprendí que mi amigo había estado atacado de “delirio de persecución”. El escrito, incoherente y confuso, contenía relatos extravagantes. Además, no aparecía en él fecha alguna y sólo por el color de la tinta y las diferencias de la letra se podía comprender que había sido redactado en diferentes sesiones. Copié parte de algunos pasajes no demasiado incoherentes, pensando que podrían servir como elementos para trabajos de investigación médica. No he cambiado una palabra a este diario, salvo el nombre de los personajes, aunque se trate de campesinos completamente ignorados del mundo. En cuanto al título, conservo intacto el que su autor le dio después de su curación.

2 de abril de 1918

I

Esta noche hay luna muy hermosa.

Hacía más de treinta años que no la veía, de modo que me siento extraordinariamente feliz. Ahora comprendo que he pasado estos treinta últimos años en medio de la niebla. Sin embargo, debo tener cuidado: de otra manera, ¿por qué el perro de la familia Chao me iba a mirar dos veces?


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Diente de Ballena

Jack London


Cuento


En los primeros días de las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa—misión del pueblecito de Rewa y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir «País grande», y es la mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y desertores de barcos balleneros.

La devoción y la fe progresaban muy poco, nada, y algunas veces los al parecer convictos arrepentíanse de un modo lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Había jefes como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habían comido cientos de seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre.

Vivía en Takiraki, y registraba cuidadamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de doscientos cincuenta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Fantasma y el Ensalmador

Joseph Sheridan Le Fanu


Cuento


Al revisar los papeles de mi respetado y apreciado amigo Francis Purcell, que hasta el día de su muerte y por espacio de casi cincuenta años desempeñó las arduas tareas propias de un párroco en el sur de Irlanda, encontré el documento que presento a continuación. Como éste había muchos, pues era coleccionista curioso y paciente de antiguas tradiciones locales, materia muy abundante en la región en la que habitaba. Recuerdo que recoger y clasificar estas leyendas constituía un pasatiempo para él; pero no tuve noticia de que su afición por lo maravilloso y lo fantástico llegara al extremo de incitarle a dejar constancia escrita de los resultados de sus investigaciones hasta que, bajo la forma de legado universal, su testamento puso en mis manos todos sus manuscritos. Para quienes piensen que el estudio de tales temas no concuerda con el carácter y la costumbres de un cura rural, es conveniente resaltar que existía una clase de sacerdotes, los de la vieja escuela, clase casi extinta en la actualidad, de costumbres más refinadas y de gustos más literarios que los de los discípulos de Maynooth.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Pagano

Jack London


Cuento


Nos conocimos bajo los efectos de un huracán. Aunque los dos íbamos en la misma goleta, no me fijé en él hasta que la embarcación se había hecho pedazos bajo nuestros pies. Sin duda, lo había visto anteriormente con los demás marineros canacos, pero sin prestarle ninguna atención, cosa muy explicable, pues la Petite Jeanne rebosaba de gente. Había zarpado de Rangiroa con una dotación de once individuos —ocho marineros canacos y tres hombres de raza blanca: el capitán, el segundo y el sobrecargo—, seis pasajeros distinguidos, cada cual con su camarote, y unos ochenta y cinco que viajaban en cubierta y eran indígenas de las islas Tuomotú y Tahití. Esta muchedumbre de hombres, mujeres y niños llevaba consigo un número proporcionado de colchonetas, mantas y fardos de ropa.

La temporada perlera de Tuamotú había terminado y todos los que habían trabajado en ella regresaban a Tahití. Los seis pasajeros que disponíamos de camarote éramos compradores de perlas. Había entre nosotros dos americanos, un chino (el más blanco que he visto en mi vida) que se llamaba Ah Choon, un alemán y un judío polaco. Yo completaba la media docena.

La temporada fue tan próspera, que ni nosotros ni los ochenta y cinco pasajeros de cubierta teníamos motivos para quejarnos. Las cosas nos habían ido bien y todos estábamos deseando llegar a Papeete para descansar y divertirnos.

No cabía duda de que la Petite Jeanne iba excesivamente cargada. Sólo desplazaba setenta toneladas, y la cantidad de gente que llevaba a bordo era diez veces la que debía llevar. Las bodegas reventaban de copra y madreperla, y el cargamento había invadido incluso la cámara donde se efectuaban las transacciones comerciales.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Palacio de la Alhambra

Washington Irving


Cuento


En mayo de 1829, acompañado por un amigo, miembro de la Embajada rusa en Madrid, capital de España, inicio el viaje que había de llevarme a conocer las hermosas regiones de Andalucía. Las amenas incidencias que matizaron el camino se pierden ante el espectáculo que ofrece la región más montañosa de España, y que comprende el antiguo reino de Granada, último baluarte de los creyentes de Mahoma.

En un elevado cerro, cerca de la ciudad, se ha construido la antigua fortaleza rodeada de gruesas murallas y con capacidad para albergar una guarnición de cuarenta mil guerreros.

Dentro de ese recinto se levantaba la residencia de los reyes: el magnífico palacio de la Alhambra. Su nombre deriva del término Aljamra, la roja, porque, la primitiva fortaleza llamábase Cala—al—hamra, es decir, castillo o fortaleza roja.

Sobre sus orígenes no están de acuerdo los investigadores. Para unos la fortaleza fue construida por los romanos; para otros, por los pueblos ibéricos de la comarca y luego ocupada por los árabes al conquistar el territorio de la península.

Expulsados los moros de España, los reyes cristianos residían en ella por breves temporadas. Después de la visita de Felipe V, el palacio cayó en el más completo abandono.

La fortaleza quedó a cargo de un gobernador con numerosa fuerza militar y atribuciones especiales e independiente de la autoridad del capitán general de Granada.

Para llegar a la Alhambra es necesario atravesar la ciudad y subir por un accidentado camino llamado la “Cuesta de Gomeres”, famosa por ser citada en cuantos romances y coplas corren por España.

Al llegar a la entrada de la fortaleza, llama la atención una grandiosa puerta de estilo griego, mandada construir por el emperador Carlos V.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Pantano de la Luna

H.P. Lovecraft


Cuento


Denys Barry se ha esfumado en alguna parte, en alguna región espantosa y remota de la que nada sé. Estaba con él la última noche que pasó entre los hombres, y escuché sus gritos cuando el ser lo atacó; pero, ni todos los campesinos y policías del condado de Meath pudieron encontrarlo, ni a él ni a los otros, aunque los buscaron por todas partes. Y ahora me estremezco cuando oigo croar a las ranas en los pantanos o veo la luna en lugares solitarios.

Había intimado con Denys Barry en Estados Unidos, donde éste se había hecho rico, y lo felicité cuando recompró el viejo castillo junto al pantano, en el somnoliento Kilderry. De Kilderry procedía su padre, y allí era donde quería disfrutar de su riqueza, entre parajes ancestrales. Los de su estirpe antaño se enseñoreaban sobre Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero aquellos días ya resultaban remotos, así que durante generaciones el castillo había permanecido vacío y arruinado. Tras volver a Irlanda, Barry me escribía a menudo contándome cómo, mediante sus cuidados, el castillo gris veía alzarse una torre tras otra sobre sus restaurados muros, tal como se alzaran ya tantos siglos antes, y cómo los campesinos lo bendecían por devolver los antiguos días con su oro de ultramar. Pero después surgieron problemas y los campesinos dejaron de bendecirlo y lo rehuyeron como a una maldición. Y entonces me envió una carta pidiéndome que lo visitase, ya que se había quedado solo en el castillo, sin nadie con quien hablar fuera de los nuevos criados y peones contratados en el norte.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Príncipe Fatal y el Príncipe Fortuné

Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont


Cuento infantil


Había una vez una reina que tuvo dos hijos. A un hada, buena amiga de la reina, le habían pedido que fuera la madrina de los príncipes y que les hiciera algún don.

—Le concedo al mayor —dijo— todo tipo de desventuras hasta la edad de veinticinco años, y le pongo por nombre Fatal.

Al escuchar esas palabras, la reina lanzó grandes gritos y conjuró al hada a que cambiara aquel don.

—No sabes lo que pides —le dijo el hada a la reina—; si no es desventurado, será perverso.

La reina no se atrevió a decir nada más, pero le rogó al hada que le permitiera elegir un don para su segundo hijo.

—Es posible que lo elijas todo al revés —contestó el hada—; pero no importa, estoy dispuesta a concederte lo que me solicites para él.

—Deseo —dijo la reina —que triunfe siempre en todo cuanto quiera hacer; es la forma de hacerle feliz.

—Bien podrías engañarte, —dijo el hada—; por lo tanto, no le concedo ese don sino hasta los veinticinco años.

Le pusieron nodrizas a los dos pequeños príncipes, pero desde el tercer día, la nodriza del primogénito tuvo fiebre; le pusieron otra que se rompió una pierna al caerse; a una tercera se le retiró la leche tan pronto como el príncipe Fatal empezó a mamar de ella; y como corrió el rumor de que el príncipe le traía mala suerte a todas sus nodrizas, ninguna quiso alimentarlo, ni aproximarse a él. La pobre criatura, hambrienta, gritaba, pero nadie se apiadaba de él. Una robusta campesina, que tenía un número considerable de hijos y muchas dificultades para darles de comer, se ofreció para cuidar de él a condición de que le dieran una fuerte suma de dinero; y como el rey y la reina no querían al príncipe Fatal, le dieron a la nodriza lo que solicitaba, y le dijeron que se llevara el niño a su pueblo.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Silencio Blanco

Jack London


Cuento


—Carmen no durará más de un par de días.

Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancar a bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal.

—Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo —dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal—. Se extinguen y mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase mal llamándose Cassiar, Siwash o Husky? ¡No, señor! Échale una ojeada a Shookum, es…

¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi alcanzaron la garganta de Mason.

—Conque sí, ¿eh?

Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba amarilla le goteaba por los colmillos.

—Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a Carmen antes de que acabe la semana.

—Yo añadiré otra apuesta contra ésa —contestó Malemute Kid, dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse . Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece, Ruth?

La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas comida para seis días para ellos y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía, y observaban con envidia cada bocado.


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Encender una Hoguera

Jack London


Cuento


Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era un día despejado y, sin embargo, cubría la superficie de las cosas una especie de manto intangible, una melancolía sutil que oscurecía el ambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le preocupaba. Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días desde que lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchos más antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por el horizonte para ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

En la Cripta

H.P. Lovecraft


Cuento


Dedicado a C.W. Smith, que sugirió la idea central

Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación entre lo hogareño y lo saludable que parece impregnar la sicología de la multitud. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y chapucero enterrador de pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún lector esperará otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco. Dios sabe, empero, que la prosaica historia que la muerte de George Birch me permite contar tiene, en sí misma, ciertos elementos que hacen que la más oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y cambió de negocio en 1881, aunque nunca comentaba el asunto si es que podía evitarlo. Tampoco lo hacía su viejo médico, el doctor Davis, que murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y daños fueron resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado durante nueve horas en el mortuorio cementerio de Peck Valley, logrando salir sólo mediante toscos y destructivos métodos. Pero mientras que esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros aspectos sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su final. Se confió a mí porque yo era médico, y porque probablemente sentía la necesidad de hablar con alguien después de la muerte de Davis. Era soltero y carecía completamente de parientes.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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