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textos no disponibles fecha: 30-08-2018


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El Plantador de Malata

Joseph Conrad


Novela corta


Capítulo I

En el despacho de redacción del primer periódico de una gran ciudad colonial dos hombres charlaban. Ambos eran jóvenes. El más corpulento de ellos, rubio y envuelto en una apariencia más urbana era el redactor jefe y copropietario del importante periódico.

El otro se llamaba Renouard. Que algo ocupaba su mente era evidente en su fino rostro bronceado. Era un hombre esbelto, relajado, activo. El periodista continuó con la conversación.

—De manera que ayer estuviste cenando en la casa del viejo Dunster.

Empleó la palabra viejo no con el trato entrañable que a veces se da a los íntimos, sino en toda la sobriedad de su sentido. El tal Dunster era viejo. Había sido un notable estadista colonial, pero ahora se hallaba retirado de la vida política tras una gira por Europa y una prolongada estancia en Inglaterra, durante la cual había tenido en efecto muy buena prensa. La colonia se enorgullecía de él.

—Sí, cené allí —dijo Renouard—. El joven Dunster me invitó justo cuando yo salía de su oficina. Pareció ser una idea repentina, y sin embargo no puedo dejar de sospechar alguna intención detrás de ella. Fue muy insistente. Juró que a su tío le agradaría mucho verme. Dijo que éste había mencionado últimamente que haberme otorgado la concesión de Malata había sido el último acto de su vida oficial.

—Muy enternecedor. El amigo se pone sentimental de vez en cuando con el pasado.

—En realidad no sé por qué acepté —continuó el otro—. El sentimentalismo no me conmueve con mucha facilidad. El viejo Dunster fue, desde luego, cortés conmigo, pero no se informó siquiera de mi progreso con las plantas de la seda. Probablemente olvidó que tal cosa existiera. Debo admitir que había más gente allí de la que esperaba encontrar. Una reunión bastante grande.


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80 págs. / 2 horas, 20 minutos / 52 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Príncipe Román

Joseph Conrad


Cuento


—Unos sucesos que ocurrieron hace setenta años tal vez puedan parecer demasiado remotos como para mencionarlos en una simple conversación. No hay duda de que para nosotros el año 1831 es una fecha histórica, uno de esos años letales en los que, una vez más, nos vimos obligados a decir Vae victis ante la pasiva indignación y la evidente simpatía del resto del mundo, y, calcular el precio en unidades de dolor. Nunca se nos dieron bien los cálculos, ni en la prosperidad ni en la adversidad, es una lección que aún tenemos pendiente para enfado de nuestros enemigos, que nos han puesto el apodo de «incorregibles»…

El hombre que acababa de hablar era de nacionalidad polaca, una nacionalidad que, más que vivir, sobrevive e insiste en pensar, respirar, hablar, desear y sufrir recluida en una tumba junto a un millón de bayonetas, cercada a tres bandas por los tres grandes imperios.

La conversación giraba en torno a la aristocracia. ¿Cómo había surgido un tema tan desacreditado para la época? Sucedió hace algunos años y la precisión de la escena se ha desvanecido, pero recuerdo que el tema ya casi había dejado de considerarse un ingrediente en las reuniones sociales. Para ser sincero, creo que habíamos llegado a él tras intercambiar algunas ideas sobre el patriotismo, un sentimiento que nuestro delicado perfil humanitario consideraba una reliquia de la barbarie. Aunque tampoco se puede decir que ese gran pintor florentino que al morir cerró los ojos pensando en su ciudad, ni San Francisco, que con su último aliento bendijo a la ciudad de Asís, fueran bárbaros. Hace falta cierta grandeza de espíritu para entender el patriotismo como corresponde, o al menos cierta honestidad de sentimientos, una noción imposible para un pensamiento moderno incapaz de comprender la gloriosa simplicidad de una emoción que nace en la naturaleza pura de las cosas y de los hombres.


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26 págs. / 47 minutos / 193 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Regreso

Joseph Conrad


Novela corta


El metro procedente de la City emergió impetuosamente del interior del oscuro túnel y se detuvo entre chirridos bajo la sucia luz crepuscular de una estación del West End de Londres. Cuando se abrieron las puertas salió de los vagones una multitud de hombres. Llevaban sombreros de copa, abrigos negros, botas relucientes, manos enguantadas con las que transportaban finos paraguas y diarios matutinos parecidos a trapos sucios de color blanquecino, rosáceo o verdusco y tenían rostros de una sana palidez. Entre ellos salió también Alvan Hervey, con un puro entre los labios. Una pequeña mujer vestida de un negro desvaído corrió a lo largo de todo el andén y se metió a toda prisa en el vagón de tercera antes de que el metro reanudara la marcha. El golpe de las puertas al cerrarse sonó violento y rencoroso como una carga de artillería, y una gélida ráfaga de viento envuelta en el humo del barrio recorrió el andén de parte a parte e hizo detenerse a un anciano con una bufanda que tosió con violencia. Nadie se tomó ni siquiera la molestia de volverse hacia él.

Alvan Hervey cruzó el torniquete. Entre las desnudas paredes de aquella lúgubre escalera los hombres subían con prisa y sus espaldas se parecían todas entre sí, como si a todos los hubiesen vestido de uniforme. Es cierto que sus rostros eran distintos, pero aun así guardaban cierta semejanza, como si se tratara de una multitud de hermanos que por desagrado, indiferencia, prudencia o dignidad, hiciesen caso omiso unos de otros, pero cuyos ojos, brillantes o fatigados, aquellos ojos que apuntaban hacia lo alto de las mugrientas escaleras, aquellos ojos marrones, negros o azules no fueran capaces de evitar una idéntica expresión ensimismada e insulsa, presuntuosa y vacía.


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72 págs. / 2 horas, 7 minutos / 122 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Il Conde

Joseph Conrad


Cuento


«Vedi Napoli e poi mori».

La primera vez que conversamos fue en el Museo Nacional de Nápoles, en una de las salas de la planta baja en la que se expone la famosa colección de esculturas de bronce encontradas en Herculano y Pompeya, ese maravilloso legado del arte antiguo cuya delicada perfección nos ha sido preservada de la catastrófica furia de un volcán.

Fue él quien comenzó la charla a propósito del célebre Hermes yacente. Lo habíamos estado contemplando juntos y dijo lo que suele comentarse sobre esa pieza tan admirable. Nada demasiado profundo. Su gusto era en realidad más natural que cultivado. Resultaba evidente que había visto muchas cosas delicadas en su vida y que las apreciaba: pero no usaba la jerga del dilettante o del connoisseur, una tribu odiosa, por otra parte. Hablaba como un hombre de mundo inteligente, el perfecto caballero al que nada perturba.

Nos conocíamos de vista desde hacía ya varios días. Estábamos alojados en el mismo hotel —un lugar razonable, no exageradamente de moda— y yo me había percatado ya de su presencia en el vestíbulo un par de veces. Supuse que se trataba de un cliente antiguo y respetable. La reverencia del conserje del hotel era lo bastante deferente y él respondía con una cortesía familiar. Para los criados era II Conde. En esos días se produjo cierto episodio sobre el parasol de un hombre —de seda amarilla con forro blanco— que los camareros habían descubierto junto a la puerta del comedor. Nuestro portero, un hombre con un uniforme cubierto de reflejos dorados, lo reconoció y escuché que se dirigía a uno de los ascensoristas para que alcanzara corriendo al Conde y se lo diera. Tal vez fuera el único conde alojado en el hotel, o simplemente que su fidelidad a la casa le hubiese conferido la distinción de ser el Conde par excellence.


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20 págs. / 35 minutos / 94 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Karain: un Recuerdo

Joseph Conrad


Cuento


I

Lo conocimos en aquella época imprevisible en la que nos contentábamos con mantener la vida y las posesiones. Ninguno de nosotros, hasta donde yo sé al menos, tiene ya propiedad alguna y sé que muchos han perdido negligentemente sus vidas, pero estoy seguro de que a los pocos que sobrevivieron no les falla tanto la vista como para no ver más de una insinuación de revueltas indígenas en el Archipiélago Oriental en medio de la nebulosa respetabilidad de los periódicos. Se puede ver brillar el sol entre las líneas de esos párrafos escuetos, los rayos del sol y el temblor de las olas del mar. Un nombre desconocido despierta los recuerdos, las frases impresas perfuman de una manera sutil la contaminada atmósfera de hoy con su fragancia intensa, como de brisas marinas que renacen bajo las estrellas de noches pasadas; en el alto borde del acantilado, en la oscuridad, brilla como una piedra preciosa un fuego de señales; los grandes árboles avanzan desde los bosques como centinelas inmensos y se inclinan vigilantes e inmóviles por encima de los soñolientos estuarios; retumba el rompiente de las playas vacías y las aguas se espuman en los arrecifes sobre la superficie de todo ese esplendoroso mar; esparcidos bajo la luz vertical del mediodía se observan los verdes islotes como si se tratara de una guarnición de esmeraldas engarzadas en el acero de un escudo.


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55 págs. / 1 hora, 36 minutos / 61 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Laguna

Joseph Conrad


Cuento


El hombre blanco, apoyado con los dos brazos sobre el techo de popa, le comentó al timonel:

—Pasaremos la noche en el claro de Arsat. Es tarde.

El malayo gruñó sin más y permaneció con la mirada fija en el río. El hombre blanco apoyó la barbilla y contempló la estela. Al final de la recta avenida selvática dividida por el intenso resplandor del río, el sol brillaba diáfano y cegador cerniéndose sobre las aguas que destacaban discretamente como una franja de metal. La selva, sombría y tranquila, se alzaba silenciosa a ambos lados de la corriente. A los pies de aquellos árboles altos como torres crecían palmas de nipa con racimos de hojas enormes y pesadas que colgaban sobre los reflujos de oscuros remolinos en medio del fango de la ribera. En la inmovilidad de aquel aire, todo árbol, rama, hoja, hilo de enredadera y hasta pétalo de flor parecía sumergido como bajo un encantamiento en aquella ausencia total de movimiento. En aquel río no se movía absolutamente nada, con única excepción de los ocho remos que se elevaban con la sincronía de un relámpago y caían a la vez en un único chapoteo, mientras a derecha e izquierda del timonel se iba abriendo un luminoso semicírculo. Las aguas removidas por los remos se cubrían de una espuma confusa y murmurante. La canoa de aquel hombre blanco iba remontando las aguas en medio de aquel pequeño disturbio producido por ella misma como si estuviese cruzando el umbral de una tierra de la que hubiese desaparecido para siempre toda memoria del movimiento.


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18 págs. / 32 minutos / 245 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Por Culpa de los Dólares

Joseph Conrad


Cuento


Capítulo I

Mientras pasábamos el rato cerca de la orilla, como hacen los marineros ociosos en tierra (era en la explanada frente a la comandancia de un importante puerto de Oriente), un hombre vino hacia nosotros desde la fachada principal de las oficinas, dirigiéndose oblicuamente a los escalones de desembarque. Atrajo mi atención porque entre el movimiento de gente con trajes de dril blanco en la acera por la que él andaba, su ropa, la túnica y el pantalón habituales, hechos de franela gris clara, le hacía destacar.

Tuve tiempo de observarlo. Era rechoncho, pero no grotesco. Su cara era redonda y suave, su tez muy clara. Cuando se acercó más distinguí un pequeño bigote que las muchas canas hacían más claro. Y tenía, para ser un hombre rechoncho, una buena barbilla. Al pasar a nuestro lado intercambió saludos con el amigo con el que me encontraba y sonrió.

Mi amigo era Hollis, el tipo que había corrido muchas aventuras y había conocido gente tan singular en esa zona del (más o menos) maravilloso Oriente en sus días de juventud. Dijo: «Ése es un buen hombre. No quiero decir bueno en el sentido de listo o habilidoso en su oficio. Quiero decir un hombre realmente bueno».

Me giré inmediatamente para mirar al fenómeno. El «hombre realmente bueno» tenía una espalda muy ancha. Lo vi haciendo señas a un sampán para que se acercara a su lado, subir en él y partir en dirección a un grupo de barcos de vapor de la zona anclados cerca de la costa.

Dije: «Es un marino, ¿verdad?».


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 42 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Un Guiño de la Fortuna

Joseph Conrad


Novela corta


Cada vez que salía el sol me encontraba mirándolo de frente. El barco se deslizaba con suavidad sobre un mar en calma y, después de sesenta días de travesía, estaba deseando llegar a mi destino: una hermosa y fértil isla tropical. Sus habitantes más entusiastas la llamaban «La perla del océano», de modo que muy bien podemos llamarla también nosotros «la Perla». Un nombre apropiado, una perla que destila toda su dulzura sobre el mundo.

Lo último no es más que una manera velada de decir que allí se cultiva una caña de azúcar de primera calidad. La población de la Perla vive en realidad de la caña. Se podría decir que allí el pan de cada de día es el azúcar. Yo iba hacia allí en busca de un cargamento y con la esperanza de que la última cosecha hubiese sido buena para que el cargamento fuera lo más voluminoso posible.

Mi segundo de a bordo, el señor Burns, fue el primero que avistó tierra, y yo me quedé extasiado desde el primer segundo frente a aquella imagen azul y pinacular, de una transparencia fascinante sobre el azul del cielo, una especie de emanación natural de la isla que se alzaba para saludarme en la distancia. A unas sesenta millas de la costa, la visión de la Perla es un fenómeno muy particular. Yo no pude evitar preguntarme, medio en broma, medio en serio, si acaso lo que aguardaba en aquella isla iba a ser tan maravilloso como aquella visión ensoñada que tan pocos marinos han tenido el privilegio de contemplar.


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88 págs. / 2 horas, 35 minutos / 61 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

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