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Algunas Casas Encantadas

Ambrose Bierce


Cuento


La Isla de los Pinos

Durante muchos años, cerca de la ciudad de Gallipolis, Ohio, vivió un anciano llamado Herman Deluse. Poco se sabía de su vida, porque él no quería ni hablar de ella ni aguantar a los demás. Era creencia extendida entre sus vecinos que había sido pirata, aunque nadie sabía si ello se debía a que no existían más pruebas que su colección de garfios de abordaje, sus alfanjes y sus viejas pistolas de serpentín. Vivía completamente solo en una pequeña casa de cuatro habitaciones que se desmoronaba a pasos agigantados y en la que no se realizaba más reparación que la que exigían las condiciones meteorológicas. Se elevaba en medio de un gran pedregal cubierto de zarzamoras, con unas, cuantas parcelas cultivadas del modo más primitivo. Ésas eran sus únicas propiedades visibles, suficientes para vivir, pues sus necesidades eran pocas y elementales. Siempre disponía de dinero contante y sonante, y todas las compras que hacía en las tiendas de la plaza del pueblo las pagaba en efectivo, sin comprar más de dos o tres veces en el mismo sitio hasta que había pasado un lapso considerable de tiempo. Sin embargo, esta distribución tan equitativa de su patrimonio no recibía ningún elogio; la gente la consideraba un intento ineficaz de ocultar su riqueza. Que el anciano guardaba enterrada en algún lugar de su destartalada vivienda una enorme cantidad de oro adquirido de forma deshonrosa, era algo que ninguna persona sincera, al tanto de los hechos de la tradición local y con un sentido de la proporción de las cosas, podía poner en duda sensatamente.


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27 págs. / 47 minutos / 240 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Isla de las Voces

Robert Louis Stevenson


Cuento


Keola, que estaba casado con Lehua, hija de Kalamake, vivía con su suegro, el hombre sabio de Molokai. No había nadie en la isla más astuto que aquel profeta; leía los astros y adivinaba las cosas futuras mediante los cadáveres y las criaturas malignas: iba solo a las partes más altas de la montaña, a la región de los duendes, y allí preparaba trampas para capturar a los espíritus de los antiguos.

Todo esto hacía que no hubiera nadie más consultado en todo el reino de Hawaii. Las personas sensatas compraban, vendían, contraían matrimonio y organizaban su vida de acuerdo con sus consejos; y el rey le llamó dos veces a Kona para buscar los tesoros de Kamehameha. Tampoco había otro hombre más temido: entre sus enemigos, unos se habían consumido en la enfermedad por el poder de sus encantamientos, y otros se habían esfumado en cuerpo y alma, hasta el punto de que la gente buscaba en vano el más mínimo resto suyo. Se rumoreaba que poseía el arte y el don de los antiguos héroes. Se le había visto de noche en las montañas, caminando sobre los riscos; se le había visto atravesar los bosques donde crecían los árboles más altos, y su cabeza y sus hombros sobresalían por encima de sus copas.

Este Kalamake era un hombre de extraña apariencia. Procedía de las mejores estirpes de Molokai y Maui, sin mezcla de ninguna clase, y sin embargo tenía la piel más blanca que ningún extranjero; su cabello era del color de la hierba seca, y sus ojos, enrojecidos, estaban casi ciegos, de manera que “ciego como Kalamake, que ve más allá del mañana”, era una de las expresiones favoritas de las islas.


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27 págs. / 47 minutos / 388 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Horla

Guy de Maupassant


Cuento


8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.


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27 págs. / 47 minutos / 149 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Tercera Parte

Edith Wharton


Cuento


1

¿No se ha sentido nunca inquieto ante la alta fachada con persianas echadas de una vieja casa italiana? ¿Esa impávida máscara, uniforme, muda y engañosa como el semblante de un cura tras el cual continúan zumbando los secretos escuchados en el confesionario? Hay casas que proclaman la actividad que albergan; son la clara y expresiva cutícula de una vida que fluye próxima a la superficie. Pero el palacio en su callejón o la villa oculta entre cipreses en su colina resultan impenetrables como la muerte. Los ventanales asemejan ojos ciegos, y el portón, una boca cerrada. En el interior tal vez podría brillar el sol, oler a fragantes arrayanes… O podría percibirse algún latido de vida recorriendo las arterias de la colosal estructura. O una soledad mortal en cuyo seno se hospedan los murciélagos, entre las desencajadas piedras, donde las llaves se oxidan en las cerraduras de puertas sin franquear…

2

Desde la galería con sus desvaídos frescos, mirando hacia la avenida flanqueada por una escalera de sombras de ciprés, divisé el escudo ducal y los desportillados jarrones de la verja. El mediodía caía de plano sobre los jardines, sobre las fuentes, sobre los pórticos y las grutas. Al pie de la terraza, donde un liquen color cromo había tapizado la balaustrada como si se tratase de laminae de oro, se sucedían los viñedos inclinándose hacia el fértil valle encajado entre montañas. Las lomas más bajas aparecían salpicadas de blancas aldeas, como estrellas cubriendo de lentejuelas una noche de verano. Y algo más allá, cadenas de azulados montes, livianos contra el cielo de gasa. El aire de agosto era débil, pero ligero y vivificante en contraste con la enrarecida atmósfera de las estancias por las que me habían conducido. Sentí su frescor y acogí agradecida el calor del sol.

—Los aposentos de la duquesa están al otro lado —dijo el anciano.


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Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Gato del Brasil

Arthur Conan Doyle


Cuento


Es una desgracia para un joven tener aficiones caras, grandes expectativas de riqueza, parientes aristocráticos, pero sin dinero contante y sonante, y ninguna profesión con que poder ganarlo. El hecho es que mi padre, hombre bondadoso, optimista y jactancioso, tenía una confianza tal en la riqueza y en la benevolencia de su hermano mayor, solterón, lord Southerton, que dio por hecho el que yo, su único hijo, no me vería nunca en la necesidad de ganarme la vida. Se imaginó que, aun en el caso de no existir para mí una vacante en las grandes posesiones de Southerton, encontraría, por lo menos, algún cargo en el servicio diplomático, que sigue siendo espacio cerrado de nuestras clases privilegiadas. Falleció demasiado pronto para comprobar todo lo equivocado de sus cálculos. Ni mi tío ni el estado se dieron por enterados de mi existencia, ni mostraron el menor interés por mi porvenir. Todo lo que me llegaba como recordatorio de ser el heredero de la casa de Otswell y de una de las mayores fortunas del país, eran un par de faisanes de cuando en cuando, o una canastilla de liebres. Mientras tanto, yo me encontré soltero y paseante, viviendo en un departamento de Grosvenor-Mansions, sin más ocupaciones que el tiro de pichón y jugar al polo en Hurlingham. Un mes tras otro fui comprobando que cada vez resultaba más difícil conseguir que los prestamistas me renovasen los pagarés, y obtener más dinero a cuenta de las propiedades que habría de heredar. Vislumbraba la ruina que se me presentaba cada día más clara, más inminente y más completa.


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27 págs. / 47 minutos / 137 visitas.

Publicado el 26 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Vida de Castruccio Castracani de Lucca

Nicolás Maquiavelo


Biografía


VIDA DE CASTRUCCIO CASTRACANI DE LUCCA DEDICADA POR EL AUTOR A SUS ÍNTIMOS AMIGOS ZANOBI BUONDELMONTI Y LUIS ALAMANNI

Parece, queridísimos Zanobi y Luis, a quien bien lo considera, cosa maravillosa que casi todos o la mayoría de los que en este mundo han realizado grandes empresas, sobresaliendo entre sus contemporáneos, tengan nacimiento y origen bajo y oscuro, procurándose con toda clase de trabajos lo que les negó la fortuna; porque casi todos, o fueron expuestos a las fieras, o tuvieron padres tan humildes que, por avergonzarse de ellos, presumieron ser hijos de Júpiter o de cualquier otro dios. Todos conocen de esto numerosos ejemplos, y no cansaré al lector citándolos, por ser innecesario. Presumo que la fortuna desea mostrar así al mundo ser ella y no la prudencia la que hace los grandes hombres, empezando a probar su poder cuando la prudencia nada influye, y es por tanto preciso reconocer que de aquélla depende todo.

Fue Castruccio Castracani de Lucca uno de los que, conforme al tiempo en que vivió y a la ciudad donde vio la luz, realizó más grandes cosas, sin ser de más notorio e ilustre nacimiento que los demás, como diremos al referir su vida, que juzgo debe quedar grabada en la memoria de los hombres, por encontrar en ella actos de valor y fortuna de grandísimo ejemplo; y la dedico a vosotros por ser, de cuantos conozco, los que mejor estimáis las grandes acciones.

La familia de Castracani, extinguida hoy por la inestabilidad de las cosas humanas, figuraba entre las nobles de la ciudad de Lucca. A ella perteneció un tal Antonio, de estado eclesiástico, que llegó a ser canónigo de San Miguel, en Lucca, y a quien, en prueba de consideración, llamaban maese Antonio. Tuvo éste una hermana que casó con Buonaccorso Cenami, y que, al morir su marido, fue a vivir con su hermano, decidida a no contraer nuevo matrimonio.


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27 págs. / 48 minutos / 473 visitas.

Publicado el 20 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Miedo que Acecha

H. P. Lovecraft


Cuento


I. La sombra en la chimenea

Los truenos estremecían el aire la noche que fui a la mansión deshabitada, en lo alto de la Montaña de las Tempestades, a buscar el horror oculto. No iba solo, porque la temeridad no formaba parte entonces de ese amor a lo grotesco y lo terrible que ha adoptado por carrera la búsqueda de horrores extraños en la literatura y en la vida. Venían conmigo dos hombres fieles y musculosos a quienes había mandado llamar cuando llegó el momento; hombres que desde hacía mucho tiempo me acompañaban en mis horribles exploraciones por sus aptitudes singulares.

Salimos del pueblo secretamente a fin de evitar a los periodistas que aún quedaban, después del tremendo pánico del mes anterior: la muerte solapada y pesadillesca. Más tarde, pensé, podrían ayudarme; pero en ese momento no les quería a mi alrededor. Ojalá me hubiese impulsado Dios a dejarles compartir esa búsqueda conmigo, para no haber tenido que soportar solo el secreto tanto tiempo, por temor a que el mundo me creyese loco, o enloqueciese todo él ante las demoníacas implicaciones del caso. Ahora que me he decidido a contarlo, no sea que el rumiarlo en silencio me convierta en un maníaco, quisiera no haberlo ocultado jamás. Porque yo, sólo yo, sé qué clase de horror se ocultaba en esa montaña espectral y desolada.


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Publicado el 17 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Ellos

Rudyard Kipling


Cuento


Una vista llamaba a otra; una cima a su compañera, hacia la otra mitad del condado, y como responder a la invitación no requería mayor esfuerzo que el de tirar de una palanca, encomendé el camino a mis ruedas y me dejé llevar. Las llanuras del este, tachonadas de orquídeas, daban paso al tomillo, las encinas y la hierba gris de los promontorios cretáceos del sur, y éstos a los fértiles trigales y a las higueras de la costa, donde el ritmo regular de la marea me acompañó a mano izquierda por espacio de veinte kilómetros sin interrupción; y al girar tierra adentro, entre un cúmulo de bosques y colinas redondeadas, abandoné definitivamente todos los límites conocidos. Una vez pasada esa aldea concreta que se conoce como madrina de la capital de Estados Unidos, encontré pueblos perdidos donde las abejas, las únicas criaturas despiertas, zumbaban entre los tilos de veinticuatro metros de altura que descollaban sobre las grises iglesias normandas; milagrosos arroyos que se zambullían bajo puentes de piedra construidos para soportar un tráfico más pesado del que jamás volverían a padecer; graneros diezmales más grandes que sus iglesias; y una vieja herrería que proclamaba a los cuatro vientos su antigua condición de sala de los caballeros templarios. Y encontré gitanos en unas eras, donde aulagas, brezo y helechos combatían entre sí a lo largo de un kilómetro y medio de calzada romana; y un poco más adelante espanté a un zorro rojo que retozaba como un perro bajo el crudo sol.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Relato de Ciertos Sucesos Extraños en la Calle Aungier

Joseph Sheridan Le Fanu


Cuento


Esta historia mía no es para escribirse. Si se cuenta, como a veces he hecho a petición general, junto a la lumbre después de una buena cena una noche de invierno con el viento frío rugiendo fuera y todos bien calentitos y confortablemente instalados, puede resultar bastante bien si yo no me alabo a mí mismo quién lo va a hacer en mi lugar. Pero es un riesgo hacerlo como me piden que lo haga. La pluma, la tinta y el papel son vehículos muy fríos para lo maravilloso, y el «lector» es decididamente un animal más crítico que el «oyente». Pero si logran convencer a sus amigos para que la lean una vez caída la noche, después de que la charla junto a la lumbre lleve un buen rato versando sobre emocionantes relatos llenos de terror y misterio, en una palabra, si me aseguran los mollia tempora fandi, me pondré a trabajar enseguida para contarles con la mejor disposición lo que tenga que contar. Pues bien, presupuestas estas condiciones, no voy a desperdiciar más palabras y paso ya a contarles la historia en cuestión.

Mi primo (Tom Ludlow) y yo estudiábamos medicina juntos. Creo que él habría tenido bastante éxito de haberse dedicado a esta profesión; pero el pobre chico prefirió la iglesia y murió joven, víctima de un contagio contraído en el noble desempeño de su labor sacerdotal. Por lo que aquí interesa, baste con saber que era de carácter tranquilo, pero franco y alegre, y muy escrupuloso en la observancia de la verdad; por cierto, bastante distinto a mí, que soy de un temperamento excitable y nervioso.


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Publicado el 24 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Vittoria Accoramboni

Stendhal


Cuento, Crónica


Para desgracia mía y del lector, esto no es una novela, sino la traducción fiel de una historia muy seria escrita en Padua en diciembre de 1585.

Hace algunos años me encontraba en Mantua, buscando esbozos y cuadros pequeños al alcance de mi pequeña fortuna, pero quería que fueran de pintores anteriores al año 1600; por aquel entonces terminaba de eclipsarse la originalidad italiana, que ya había estado en grave peligro con la toma de Florencia en 1530.

En vez de cuadros, un viejo aristócrata tan rico como avaro me propuso venderme, a precio muy alto, unos viejos manuscritos que el tiempo había teñido de amarillo; le pedí que me dejara hojearlos; me lo permitió, añadiendo que se fiaba de mi honestidad para que no recordara las anécdotas sabrosas que leyera, si no compraba los manuscritos.


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27 págs. / 48 minutos / 97 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2018 por Edu Robsy.

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