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La Atalaya del Primo

E.T.A. Hoffmann


Cuento


A mi pobre primo le ha tocado la misma suerte que al famoso Scarron. Como éste, mi primo ha perdido por completo el uso de sus pies a causa de una pertinaz enfermedad y precisa impelerse de la cama a un sillón cargado de cojines y del sillón a la cama con la ayuda de unas firmes muletas y del brazo vigoroso de un huraño inválido de guerra, que hace a su gusto de enfermero. Pero mi primo presenta aún otra similitud con aquel francés, un peculiar sentido del humor cuya forma se aparta de la vía habitual del ingenio francés, y que se verifica en la literatura francesa pese a la escasez de la producción de aquél. Como Scarron, mi primo escribe obras literarias; como Scarron, está dotado de un talante especulativo y practica a su manera una burla fantástica. Pero para mayor gloria del escritor alemán, ha de decirse que él nunca consideró necesario aliñar sus pequeños platos picantes con «asa fétida» para estimular el paladar de sus lectores alemanes, que no la toleran bien. Le es suficiente con la noble especia que, a la vez que estimula, reconforta. A la gente le gusta leer lo que escribe; debe de ser bueno y divertido, yo no entiendo de eso. En cambio me deleitaba la conversación de mi primo y me parecía más agradable escucharlo que leerlo. Pero precisamente esta pasión irrefrenable por la literatura causó a mi primo una negra desgracia; la más grave enfermedad no sería capaz de detener el veloz giro de la rueda de la fantasía, que gira siempre en su interior generando más y más cosas nuevas. Así llegamos a que me narraba muchas historias amenas que él, a pesar de los múltiples dolores que sufría, inventaba. Pero el malvado demonio de la enfermedad había cortado el camino que tenía que seguir la idea para aparecer reflejada sobre el papel. Tan pronto como mi primo quería escribir algo, no sólo sus dedos le negaban el servicio, sino que la idea misma moría y se desvanecía.


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31 págs. / 55 minutos / 78 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Voz de El-Lil - Howard

Robert E. Howard


Cuento


Muskat, como muchos otros puertos, da cobijo a los vagabundos de numerosas naciones que traen consigo sus peculiaridades y sus costumbres tribales. Los turcos se mezclan con los griegos y los árabes discuten con los hindúes. Las lenguas de medio Oriente resuenan en el ruidoso y maloliente bazar. Por lo tanto, no me pareció incongruente oír, al inclinarme sobre una barra atendida por un eurasiático sonriente, las notas musicales de una canción china sonando claramente a través del zumbido perezoso del tráfico nativo. Ciertamente no había nada tan sorprendente en esos tonos suaves como para provocar que el gran inglés que tenía a mi lado se sobresaltase, jurase y derramara su whisky con agua sobre mi manga.

Se disculpó y censuró su torpeza con rotundas obscenidades, pero noté que estaba alterado. Me interesaba como siempre me ha interesado su tipo; era un individuo gallardo, de más de seis pies de altura, hombros anchos, cintura estrecha, miembros pesados, el luchador perfecto, de rostro moreno, ojos azules y pelo tostado. Su estirpe es antigua en Europa, y su misma figura traía a la mente borrosos personajes legendarios —Hengist, Hereward, Cedric—, viajeros y luchadores natos salidos del molde bárbaro original.

Aún más, noté que estaba de humor parlanchín. Me presenté, pedí bebidas y esperé. El sujeto me dio las gracias, murmuró entre dientes, se bebió su licor apresuradamente y rompió a hablar de forma brusca.

—Usted se preguntará por qué un hombre adulto se siente tan repentinamente afectado por algo de tan poca monta… Bueno, reconozco que ese maldito gong me ha dado un susto. Es ese idiota de Yotai Lao, que trae sus espantosos pebetes y sus budas a una ciudad decente… Por medio penique sobornaría a algún fanático musulmán para cortarle esa garganta amarilla y hundir su maldito gong en el golfo. Y le contaré por qué odio ese chisme.


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31 págs. / 55 minutos / 60 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Botella de Perrier

Edith Wharton


Cuento


Dos días de traqueteo por endiabladas rutas en un cochecillo voluntarioso pero renqueante y otros dos a lomos de una montura alquilada de temperamento poco sociable habían llevado al joven Medford, de la Escuela Americana de Arqueología de Atenas, a cuestionarse el motivo por el que su excéntrico amigo inglés, Henry Almodham, habría elegido vivir en el desierto.

Ahora lo comprendía.

Justo en ese momento se encontraba apoyado sobre el pretil de la cornisa de la antigua edificación, entre fortaleza cristiana y palacio árabe, que había sido el pretexto esgrimido por Almodham. O uno de ellos. Abajo, en un patio interior y a medida que descendía el sol, empezaba a levantarse un vientecillo que, con su repiqueteo como de lluvia, se abría paso entre el palmeral llevando frescor a los peregrinos del desierto. Una vieja higuera, enorme y exuberante, se contorsionaba sobre un blanco aljibe, succionando vida de la que parecía ser la única fuente de humedad entre aquellos muros. Más allá, a uno y otro lado, se extendía el misterio de las arenas, doradas como promesas, lívidas como amenazas, según las cubriese o descubriese el sol.

El joven Medford, cansado del viaje desde la costa y abrumado por aquella primera e íntima impresión de la omnipresencia del desierto, sintió un súbito estremecimiento y se apartó de la baranda. Indudablemente era un refugio privilegiado para un erudito misógino. Pero uno había de ser, por fuerza, ambas cosas.

«Echemos un vistazo a la casa», se dijo Medford a sí mismo, como si le urgiese tomar contacto con algo realizado por la mano del hombre para recuperar la sensación de seguridad.


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32 págs. / 56 minutos / 108 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Ensayo Sobre la Intolerancia

John Locke


Filosofía, Tratado, Tratado político


En la cuestión de la libertad de conciencia que durante estos años ha sido tan debatida entre nosotros, una cosa que ha confundido principalmente el asunto, mantenido la disputa y aumentado la animosidad, ha sido, según pienso, que ambos bandos, con igual celo e igual desacierto, han tratado de extender demasiado sus pretensiones: el uno ha predicado la obediencia absoluta, y el otro, la libertad universal en materias de conciencia, sin determinar las cosas que pueden aspirar a la libertad, o sin mostrar los límites de la imposición y la obediencia.

Para aclarar el camino voy a proponer como fundamento de la discusión esta proposición que no podrá ser cuestionada ni negada, a saber:

Que toda la confianza, toda la fuerza y toda la autoridad que se depositan en el magistrado le son concedidas con el solo propósito de que las use para el bienestar, la preservación y la paz de la sociedad que tiene a su cargo; y que, por lo tanto, esta y sólo esta ha de ser la norma y medida según la cual debe ajustar y proporcionar sus leyes y modelar y enmarcar su gobierno. Pues si los hombres pudiesen vivir juntos apacible y tranquilamente sin estar unidos bajo ciertas leyes, no habría necesidad de magistrados ni de política, cosas que sólo fueron hechas para proteger a los hombres del fraude y de la violencia entre unos y otros; de tal manera que lo que fue el motivo de erigir el gobierno debería ser la norma y medida de su modo de proceder.


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32 págs. / 56 minutos / 330 visitas.

Publicado el 16 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Muerte de Olivier Bécaille

Émile Zola


Cuento


I

Morí un sábado a las seis de la mañana, tras tres días de enfermedad. Mi pobre mujer llevaba unos instantes rebuscando ropa en una maleta cuando, al levantar la cabeza y verme rígido, con los ojos abiertos y sin un soplo, acudió, creyendo que se trataba de un vahído, tocándome las manos, inclinándose sobre mi rostro. Tras lo cual, fue presa del pánico, se puso a tartamudear y estalló en lágrimas: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Está muerto!».

Yo podía oírlo todo, aunque débilmente, como si los sonidos llegaran de muy lejos. Tan sólo mi ojo izquierdo aún percibía una luminosidad confusa, una luz blanquecina en la que se fundían los objetos; el ojo derecho se hallaba totalmente paralizado. Era un síncope de todo mi ser, como si un rayo me hubiera fulminado. Mi voluntad estaba muerta, ni una sola fibra de mi cuerpo me obedecía. Y, en medio de este vacío, flotando sobre mis miembros inertes, sólo subsistía mi pensamiento, ralentizado y plomizo, pero dotado de una perfecta claridad de percepción.

Mi pobre Marguerite lloraba, arrodillada ante el catre, repitiendo con tono desgarrado: «¡Está muerto, Dios mío! ¡Está muerto!».


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32 págs. / 56 minutos / 316 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Espadas del Mar del Norte

Robert E. Howard


Cuento


I

—¡Salud!

Las vigas manchadas de hollín se estremecieron con aquel profundo bramido. Copas de asta brindaban y las empuñaduras de las espadas golpeaban la mesa de roble. Había dagas clavadas en los numerosos trozos de carne y, bajo los pies de los comensales, perros lobo peludos y demacrados se peleaban por los restos.

A la cabecera de la mesa se sentaba Rognor el Rojo, azote de los Mares Estrechos. El ciclópeo vikingo se mesó pensativamente la barba bermeja, mientras paseaba sus grandes y arrogantes ojos por la sala, abarcando la escena que le era familiar: cientos de guerreros festejaban, servidos por mujeres de cabello amarillo y mirada atrevida y por esclavos temblorosos; tesoros de las tierras del Sur circulaban profusa y descuidadamente: raros tapices y brocados, balas de seda y especias, mesas y bancos de fina caoba, curiosas armas engastadas y delicadas obras de arte competían con trofeos de caza, cuernos y cabezas de animales del bosque. Así proclamaban los vikingos su dominio sobre hombres y bestias.

Las naciones del Norte estaban ebrias de victoria y conquista. Roma había caído; francos, godos, vándalos y sajones habían saqueado las más bellas posesiones del mundo. Y ahora estas razas defendían a duras penas sus trofeos, frente a los pueblos aún más salvajes y feroces que se arrojaban sobre ellas desde las nieblas azuladas del Norte. Los francos, ya asentados en la Galia y con signos visibles de latinización, se encontraban con las grandes y estilizadas galeras de los noruegos guerreando en sus ríos; los godos, más al Sur, sentían el peso de la reciente furia de sus allegados; y los sajones, empujando a los britanos al oeste, se veían asediados por un enemigo aún más fiero desde la retaguardia.

Al este, al oeste y al sur, hasta los confines del mundo, llegaban los grandes barcos vikingos coronados por cabezas de dragón.


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32 págs. / 56 minutos / 56 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Ernestine o el Nacimiento del Amor

Stendhal


Cuento


ADVERTENCIA

Una mujer de gran inteligencia y cierta experiencia aseguraba un día que el amor no nace tan de repente como dicen.

«Me parece —decía— que le veo siete épocas totalmente diferenciadas al nacimiento del amor». Y, para demostrar lo que decía, contó la anécdota siguiente. Estábamos en el campo, diluviaba y nos pareció estupendo que lo hiciera.

En un alma del todo indiferente, en una joven que viva en un castillo aislado y en un lugar rural remoto, la más leve extrañeza exacerba mucho la atención. Por ejemplo, un cazador joven a quien divisa de improviso en el bosque, cerca del castillo.


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32 págs. / 57 minutos / 124 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Kottō: Curiosidades Japonesas con Diversas Telarañas

Lafcadio Hearn


Cuento, leyenda


La leyenda de Yurei-Gaki

Cerca de la aldea de Kurosaka, en la provincia de Hōki, hay una cascada llamada Yurei-Gaki, o Cascada de los Fantasmas. El porqué de este nombre lo desconozco. Al pie de la cascada se alza un pequeño santuario sintoísta consagrado a la deidad local, a la cual los lugareños llaman Taki-Dairnyōjin; enfrente del santuario hay una pequeña caja de madera para las ofrendas —saisen bako— en la que los creyentes depositan sus óbolos. Y esa caja de ofrendas tiene su historia.

Una fría tarde invernal, hace ya treinta y cinco años, las mujeres y las muchachas empleadas en cierta asatoriba, una fábrica de cáñamo, en Kurosaka, se reunieron en torno al gran brasero de la sala de hilar una vez finalizada su jornada de trabajo y se entretuvieron contando historias de fantasmas. Llevaban ya una docena de relatos cuando la mayoría de ellas comenzaron a sentirse incómodas; una muchacha chilló para intensificar el placer del miedo:

—¡Imaginad tener que ir esta noche, en completa soledad, a la cascada de Yurei-Gaki!

Esta sugerencia provocó un griterío general seguido de un estallido de risas nerviosas…

—Le daré todo el cáñamo que he hilado hoy a la que vaya hasta allí —propuso burlona una del grupo.

—¡Yo también! —exclamó otra.

—¡Y yo! —dijo una tercera.

—¡Y todas nosotras también! —afirmó una cuarta.

Entonces, de entre las hilanderas, una tal Yasumoto O-Katsu, la mujer del carpintero, se puso en pie. A la espalda llevaba a su hijo, un pequeño de dos años, que dormía plácidamente envuelto en un chal ceñido al cuerpo de su madre.

—Escuchad —dijo O-Katsu—, si accedéis a darme todo el cáñamo que habéis hilado hoy, iré a Yurei-Gaki.


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32 págs. / 57 minutos / 135 visitas.

Publicado el 4 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Historias de Fantasmas de Chapelizod

Joseph Sheridan Le Fanu


Cuento


Créame usted que no existe un pueblo antiguo, especialmente si ha conocido mejores tiempos, que no se adorne con leyendas de terror. Las mismas posibilidades tendría de encontrar un queso podrido sin ácaros, o una casa vieja sin ratas, o una ciudad antigua y en ruinas sin una auténtica población de duendes. Y aunque a los habitantes de este tipo no se les puede conducir ante las autoridades policiales, sin embargo, puesto que su conducta afecta directamente a la comodidad de los súbditos de su Majestad, no puedo por menos que considerar una grave omisión que hasta ahora no se le hayan proporcionado al público datos estadísticos sobre su número, actividad, etc., etc. Estoy persuadido de que una comisión que investigara, informando de ello, sobre la fuerza numérica, hábitos, lugares que frecuentan, etc., etc., los agentes sobrenaturales residentes en Irlanda, sería mucho más inofensiva y entretenida que la mitad de las comisiones por las que paga el país; y todo lo más resultaría igual de poco instructiva. Digo todo esto más por un sentido del deber, y para liberar mi mente de una importante verdad, que por cualquier esperanza de que esta sugerencia vaya a adoptarse. Pero estoy seguro de que mis lectores deplorarán conmigo el hecho de que la capacidad general de credulidad, y el ocio aparentemente ilimitado, de las comisiones parlamentarias de investigación nunca se hayan aplicado a este tema, y que la acumulación de estas informaciones se haya confiado al trabajo gratuito e inconstante de aquellos individuos que, como yo mismo, tienen otras ocupaciones que atender. Y todo lo anterior, sin embargo, no es sino una digresión previa.


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Publicado el 26 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Pamplona

Victor Hugo


Viajes


11 de agosto.

Estoy en Pamplona y no sabría explicaros lo que me pasa. No había visto jamás esta ciudad, y me parece que reconozco cada calle, cada casa, cada puerta. Toda la España que vi en mi infancia se me aparece aquí como el día en que vi pasar la primera carreta de bueyes. Se borran treinta años de mi vida; vuelvo a ser el niño, el chiquito francés, como me llamaban. Todo un mundo que dormía en mí se despierta, revive y hormiguea en mi memoria. Yo lo creía casi borrado, y está más resplandeciente que nunca.

Esto es, realmente, la verdadera España. Veo plazas porticadas, pavimentos de mosaicos de guijarros, balcones con toldos, casas pintadas a franjas, que me hacen palpitar el corazón. Me parece que era ayer. Sí, yo entré ayer bajo esa gran puerta cochera que da a una escalerilla; el otro domingo compré, yendo de paseo con mis jóvenes camaradas del seminario de nobles, no sé qué tortas picantes (rosquillas) en esta tienda de cuyo frontón cuelgan dos pellejos de macho cabrío para poner vino; yo he jugado a la pelota a lo largo de esta pared, detrás de una iglesia vieja. Todo eso es para mí cierto, real, distinto, palpable.

Hay algunos zócalos de fachadas pintados imitando mármoles extravagantes que me enamoran. He pasado dos horas deliciosas frente a frente de un viejo postigo verde a pequeños recuadros que se abre en dos mitades, de modo que forma una ventana si se abre la mitad y un balcón si se abre por completo. Ese postigo estaba hace treinta años, sin que yo me diera cuenta de ello, en un rincón de mi pensamiento. Y he dicho: ¡Toma! ¡Éste es mi viejo postigo!


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33 págs. / 57 minutos / 349 visitas.

Publicado el 23 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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