Prólogo
A juzgar por los pocos
 retratos conservados en el Cháteau de Lourps, la familia Floressas des 
Esseintes había estado formada en otros tiempos por fornidos guerreros 
de rostros imponentes. Encerrados en viejos marcos que apenas daban 
cabida a sus anchas espaldas, constituían un espectáculo amedrentador 
con sus ojos que taladraban, los mostachos de largas guías y los pechos 
que colmaban las enormes corazas que lucían.
Esos eran los fundadores de la familia; los retratos de sus 
descendientes faltaban. En verdad, había un claro en este abolengo 
pictórico, en el cual sólo un lienzo hacía de puente, sólo un rostro 
unía el pasado con el presente. Era un rostro extraño, taimado, de 
facciones pálidas y contraídas; los pómulos estaban marcados por acentos
 rosados de colorete, el cabello estaba aplastado y atado con una sarta 
de perlas, y el cuello flaco, pintado, salía de los almidonados pliegues
 de una gorguera.
En ese retrato de uno de los amigos más íntimos del duque d'Epernon y
 del marqués d'O, ya se evidenciaban los vicios de un linaje menguante y
 el exceso de linfa en la sangre. Desde entonces, la degeneración de 
esta antigua casa había seguido, a las claras, un curso regular: 
paulatinamente los hombres se habían ido; haciendo menos viriles; y con 
el paso de los últimos doscientos años, como para completar este proceso
 ruinoso, los des Esseintes habían optado por casarse entre ellos, 
agotando así el poco de vigor que hubiera podido quedarles.
Ahora, de esta familia que otrora fue tan vasta que ocupaba casi 
todos los dominios existentes en Île-de-France y la Brie, sólo un 
descendiente sobrevivía, el duque Jean des Esseintes, frágil joven de 
treinta años que padecía anemia, muy ojeroso, de mejillas consumidas, 
ojos fríos de un azul acerado, nariz respingada pero recta, y manos 
delgadas, transparentes.
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