Es la que voy a contar
una historia en la cual no sé si soñé lo que me pareció ver, o si, al
contrario, vi efectivamente algo semejante a una pesadilla. Esto,
traducido a más claro lenguaje, significa que no estoy enteramente
seguro de los hechos que voy a recordar.
Vivía yo en Madrid, en compañía de una de mis hermanas, casada con un
negociante. Me preparaba a una lucida carrera, pero no ponía gran afán
en mis estudios; teníamos con qué vivir, y yo era perezoso y paseante en
corte.
Una mañana, en el mismo centro de la Puerta del Sol, lugar nada
novelesco, vi a una mujer que me atrajo desde el primer instante. Era
chiquita, pálida, muy esbelta y fina, y sus ojos, negrísimos, miraban de
un modo especial, hondo, sugestivo. Se fijaron en mí un segundo, y al
punto los veló con las tupidas pestañas, enigmáticamente. No sería yo
español neto si no la hubiese seguido, y si no me creyese, de un modo
fulminante, enamorado hasta las cachas.
Fui tras ella por algunas calles, céntricas todas, hasta llegar a la casa donde vivía.
Al pronto, se hizo la indiferente, como si no me viese, ni se
enterase de mi persecución. Y en el portal —donde me atreví a entrar—,
se volvió, me miró otra vez, de un modo trágico por lo intenso, y
metiéndose en el ascensor, me hizo una seña que no supe interpretar, un
poco de unto de plata desató la lengua de la portera, y me hizo saber
que la dama se llamaba Julia, que vivía con su tío, señor muy rico y
bastante viejo, y que ambos eran de fuera de Madrid; de Andalucía o
Valencia.
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