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El Alambre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


(Mansegura).


Siempre que ocurría algo superior a la comprensión de los vecinos de Paramelle, preguntaban, como a un oráculo, al tío Manuel el Viajante, hoy traficante en ganado vacuno. ¡Sabía tantas cosas! ¡Había corrido tantas tierras! Así, cuando vieron al señorito Roberto Santomé en aquel condenado coche que sin caballos iba como alma que el diablo lleva, acosaron al viejo en la feria de la Lameiroa. El único que no preguntaba, y hasta ponía cara de fisga, era Jácome Fidalgo, alias Mansegura, cazador furtivo injerto en contrabandista y sabe Dios si algo más: ¡buen punto! Acababa el tal de mercar un rollo de alambre, para amañar sus jaulas de codorniz y perdiz, y con el rollo en la derecha, su chiquillo agarrado a la izquierda, la vetusta carabina terciada al hombro, contraída la cara en una mueca de escepticismo, aguardaba la sentencia relativa a la consabida endrómena. El viejo Viajante, ahuecando la voz, tomó la palabra.

—Parecéis parvosa. Os pasmáis de lo menos. ¡Como nunca somástedes el nariz fuera de este rincón del mundo! ¡Si hubiésedes cruzado a la otra banda del mar, allí sí que encontraríades invenciones! Para cada divina cosa, una mecánica diferente: ¡hasta para descalzar las hay!

Con estas noticias no se dio por enterado el grupo de preguntones. Quién se rascaba la oreja, quién meneaba la cabeza, caviloso. Fidalgo tuvo la desvergüenza de soltar una risilla insolente, que rasgó de oreja a oreja su boca de jimio. Con sorna, guardándose el alambre en el bolsillo de la gabardina, murmuró:

—Máquinas para se descalzar, ¿eh? ¿Y no las hay también para…?

Soltó la indecencia gorda, provocando en el compadrío una explosión de risotadas, y chuscando un ojo añadió socarronamente:


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Bromita

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Había un compañero de oficina, un señor Picardo, que nos divertía infinito —díjome el cesante, sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo—. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.

Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada mañana para desesperar al santo varón.

Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oía en la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.

—Verá usted lo que todos opinan…

—A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.

¿Su criterio? Eso no se lo consentíamos. Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle, medio loco, defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le aturdíamos y no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate barato. Picardo era calvo, engurruminado, pequeñito; no tenía cejas, y cuando tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al irritarse poníase colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos guiñábamos el ojo.


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

De un Nido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Teniendo que ir a Madrid para la gestión de un asunto importante, de ésos en que se atraviesan intereses considerables y que obligan a pasarse meses limpiando el polvo a los bancos de las antesalas con los fondillos del pantalón, me informé de una casa de huéspedes barata, y en ella me acomodé en una sala «decente», con vistas a la calle de Preciados.

Intentaron los compañeros de mesa redonda que se estableciese entre nosotros esa familiaridad de mal gusto, ese tiroteo de bromas y disputas que suele degenerar en verdadera importunidad o en grosería franca. Yo me metí en la concha. El único huésped que demostraba reserva era un muchacho como de unos veinticuatro años, muy taciturno, que se llamaba Demetrio Lasús. Llegaba siempre tarde a la mesa, se retiraba temprano, comía poco, de través; bebía agua, respondía con buena educación, pero no buscaba la cháchara ni aparecía jamás preguntón ni entrometido, y estas cualidades me infundieron simpatía.

Sólo yo en una ciudad donde no conocía a nadie; separado de la familia, a la cual siempre he sido apegadísimo, mis necesidades afectivas se revelaron en el cariño que cobré a aquel mozo apenas le vi espontanearse y logré que entrase en mi cuarto, contiguo al suyo, dos o tres veces para aceptar un café que yo hacía en maquinilla. Me contó su historia: aspiraba a un destino, se lo tenían ofrecido, pero era preciso armarse de paciencia. Mi olfato me dijo que la historia no estaba completa, y que detrás de aquellas revelaciones quedaba mucho que saber; pero discretamente me di por contento y ofrecí servicios. Dinero, no, y lo sentía; que a ser rico, a no tener cinco hijos, el mayor de diez años, creo que me despojo de mi caudal para remediar la situación, asaz apurada, de Demetrio…


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Anacronismo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el asilo de dementes de Z. me enseñaron, hace bastantes años ya, la fotografía de un alienado que acababa de morir, lamentando que yo no hubiese podido verle vivo y oír sus predicaciones.

La historia de Celso era que se había cogido, mejor diré cazado, en una cueva montés, donde llevaba vida salvaje mortificando su cuerpo con extravagantes y asperísimas penitencias. El retrato estaba hecho al día siguiente de su ingreso en el manicomio.

Lo contemplé largo rato, sorprendida de la típica y espiritual belleza que resplandecía en los rasgos de tan extraña figura. La tarjeta le presentaba de medio cuerpo arriba, desnudo, con el cabello y la barba crecidos desmesuradamente. Su cara era muy larga, su nariz fina y angosta; su cráneo prolongado y abovedado recordaba la traza de los pórticos ojivales; sus ojos, hundidos en las cuencas, expresaban una abstracción profunda. Sobre la tetilla izquierda se percibía el tatuaje de una cruz apoyada en una esfera que simbolizaba sin duda el mundo. Estaba la anatomía de Celso seca y consumida como la de una momia, y me recordó la plumada feliz con que ha sido descrito San Pedro de Alcántara, diciendo que parecía hecho de raíces de árboles.

Me enteraron de que esta flacura y demacración se debía al ayuno que Celso rigurosamente practicaba, y a que no bebía más agua de la que cupiese en el hueco de la mano. Y cuando pregunté qué significaba la zona oscura que se advertía desde la mitad de las costillas hasta donde empezaba el paño femoral, me respondieron que era la huella del horrendo cilicio de púas de hierro que le quitaron trabajosamente antes de recluirle en la celda.

—No se puede V. figurar —añadieron— las barbaridades que hacía con su cuerpo el pobre hombre. Tenía en las rodillas dos durezas de un centímetro de grueso, formadas por el hábito de permanecer de rodillas sobre un peñasco horas y horas, hasta que caía desmayado de debilidad.


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Cornada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Una corrida en un pueblo, al estrenarse plaza, es un acontecimiento y da que hablar para el año todo; y si se trata de una ciudad del Norte, en la cual no existe ni ambiente ni verdadera afición, el alboroto es mayor aún. Cada cual se cree en el caso de echárselas de entendido, y se arman apuestas y polémicas sin fin.

Tal sucedía en Nublosa, donde desde hacía tiempo se venía procurando atraer en verano gente forastera, y con igual objeto se celebraban festejos, aumentando gradualmente las atracciones y soñando con terminar la famosa plaza mudéjar, de ladrillo, admiración y envidia de las demás ciudades de la región. Merced a la liberalidad de un indiano, don Tomás Corretén, terminose la plaza en menos de dos años; y como el generoso nublosense, que tanto amaba a la ciudad que le vio nacer, falleciese al poco tiempo de haber asegurado la construcción de la plaza con unos cuantos miles de duros, los diarios publicaron necrologías sentidísimas, y se habló de erigirle un monumento.

Dejaba don Tomás una viuda joven y no mal parecida: en opinión general, el mejor partido de Nublosa, pues el indiano la había instituido heredera de su capital, en perjuicio de los sobrinos y demás parentela.

—¡Lo que es la suerte de las personas! —repetían en tono enfático las comadres, recordando que aquella Carmela Méndez, hija de un empleadillo, en otros tiempos iba a la compra con una toquillita al pescuezo y echando los dedos por las botas rotas—. ¡Y ahora, gran casa, cercada de jardín, construida por el indiano en lo mejor de Nublosa; coche reluciente de barniz, forrado de seda, con lacayos enlutados; treinta mil duros de renta, una vida de abadesa; cocinera, capellán!…


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Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Presentido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Corría el tren violentamente, cuneando, a causa de las desigualdades y asperezas de la vía, y su trepidación anhelante era como el resuello de un monstruo antediluviano a quien persiguiesen enemigos invisibles y que huyese de ellos a través de la desolación solitaria de los campos enormes. Hay en la marcha, entre las sombras de la noche sin estrellas —hecho tan vulgar— algo profundamente terrorífico, que solo no percibimos en fuerza de la costumbre.

Pero el viajero, arrollado en su manta y reclinado sobre su almohada de camino, notaba sin querer, en medio de su insomnio de modorra, la sensación oscura y angustiosa del miedo. ¿Miedo a qué? Ni él mismo lo sabía. Percibía la aproximación del peligro como se puede percibir, al entrar en una caverna, la presencia de los murciélagos colgados de sus paredes, de la cual avisan, no los sentidos corporales, sino algo que va más allá del sentido, un instinto indefinible, profundo, radicado en lo hondo del ser…


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Publicado el 7 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Esqueleto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al saber Mariano Gormaz cómo su amigo Carlos Marañón se encontraba recluido en una de esas que por ironía del lenguaje se llaman casas de salud, corrió a visitarle, ansioso de ver si cabía esperanza. Regresaba Mariano de un largo viaje al extranjero, y el cariño que profesaba a Carlos se despertó violentamente con las tristes noticias. ¡Loco! ¡Loco! Imposible. Sería pasajero achaque, melancolía originada por desengaños amorosos, quebrantos en la hacienda, alguno de esos golpes que momentáneamente pueden ofuscar la razón más clara y firme… Seguro se creía Mariano de que al acercarse al amigo lograría disipar las nieblas que le oscurecían el cerebro, arreglar los asuntos origen de su preocupación y traerle de nuevo a la vida de los que andan por el mundo al parecer muy cuerdos, aunque Dios sabe lo que se diría a mirarlo despacio y bien…

Con estos propósitos franqueó Mariano la verja del hotelito, cruzó el jardín, y en una sala alhajada con alarde de buen gusto, que adornaban grabados ingleses representando escenas de Hamlet y del Quijote —los dos ilustres dementes de la literatura—, encontró al enfermo. Iba a estrecharle en sus brazos; pero Carlos le acogió mostrando la frialdad, la extinción de los afectos que caracteriza ciertos períodos de los trastornos mentales.

Al yerto «Hola, Mariano» del loco, respondió el cuerdo con extremos y muestras de ternura y alegría; su terror era que Carlos ni aun le reconociese. Y como si aquel calor derritiese el hielo, empezó Carlos a responder a las demostraciones, a pagar las caricias, y su faz demacrada se animó con ese reflejo de actividad psíquica, que es la hermosa luz de la conciencia.


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Publicado el 7 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

En Coche-cama

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A pesar de lo que voy a referir, mi amigo Braulio Romero es hombre que tiene demostrado su valor. Ha dado de él pruebas reiteradas y públicas, no solo en varios y serios lances, que le acarreó su puesto de gerente de un periódico agresivo, sino en la campaña de Cuba, en que anduvo como corresponsal siendo muy joven. Y, sin embargo, lo que me refirió una tarde que paseábamos por el umbroso parque de un balneario, ya lleno de soledad y de hojas secas de plátano, aplastadas sobre la arena —porque esto pasaba muy entrado el otoño—, es de esos casos de insuperable miedo, que aniquilan momentáneamente la voluntad y hasta cohíben la inteligencia, por clara que nos la haya dado Dios. Y Romero la tenía despierta y brillante, y, según queda dicho, el corazón bien colgado, sin sombra de apocamiento. Pero las circunstancias disponen…

—Hay una hora en que nadie deja de sentir el frío del terror —repetía él, como si quisiese excusarse, más ante sí mismo que ante mí—. ¡Y el terror es cosa muy mala! Bajo su influjo, parece que se trastornan y confunden todas las nociones de lo real. Un peligro es un peligro, y conociendo su extensión, lo arrostramos con el alma serena; el terror, en cambio, cuando no se razona, nos echa a pique. Y lo peor no es que nos quite la facultad de discurrir y de luchar; lo peor es que nos hace dudar de nosotros mismos para toda la vida. Desde aquel lance, yo he perdido la fe que tenía en un individuo para mí antes muy interesante, que se llama Braulio Romero, y a quien ya considero un fantoche…


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Publicado el 7 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Hacia los Ideales

Emilia Pardo Bazán


Cuento


He aquí el relato de Torralba:

El automóvil tuvo que pararse en un recodo solitario y tétrico, que por un lado faldeaba la montaña y por otro colgaba sobre un precipicio. Hasta reparar la avería allí estábamos clavados. La tarde caía, y en las cimas lejanas, resplandores rojos y de oro encendido hacían más visible la oscuridad que iba invadiendo el valle. Era una hora de melancolía, de vagos recelos.

Empezaba el mecánico a trabajar, cuando surgieron dos figuras, al pronto nada alarmantes.

No las habíamos visto, porque las violentas revueltas del camino facilitan estas sorpresas. Salieron como de una caja de juguete. Eran señoritos bien trajeados, de edad como de diecisiete a dieciocho, a lo sumo. Uno de ellos mostraba una pelusilla de algodón sobre el labio superior, y la pelusilla era rubia, igual a las sortijas del pelo; el otro ostentaba ya un bozo naciente, marcado, negro como la endrina. Sus ojos brillantes, sus facciones bien delineadas, su tez fresca, su boca, en que como granizo blanqueaba la dentadura, prevenían en su favor. Sin embargo, los rostros de los dos chicos tenían expresión fiera. Fruncían el ceño y avanzaban en agresiva actitud.

Yo, con calma, pregunté qué se les ocurría.

—Robarles a ustedes —contestaron con la mayor formalidad los recién venidos.

Y al mismo tiempo que hacían tan franca declaración, extraían del bolsillo sendos revólveres y nos apuntaban, en postura clásica, dirigido el cañón a nuestro entrecejo.

No es jactancia; en vez de sentir terror, estuve a pique de soltar la risa… Las cataduras simpáticas de los bandidos, su achiquillamiento, me sugerían una idea extraña, pero no absurda. Avanzando hacia los supuestos salteadores, exclamé:


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Publicado el 7 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Notas del Mismo

Gabriel Miró


Cuento


Todas las tardes de los domingos, algunas mujeres recién peinadas y mudadas que se hastían de conversar en sus portales, se dicen: «¿Por qué no nos marchamos, paseando, al cementerio?...» «Es verdad; vamos paseando, paseando...». Y andan muy despacio esas mujeres; de ellas viejas, de ellas mozas y aún niñas que miran y atienden insaciables, porque las grandes hablan, maldicientes, del vestido que estrenó la hija de una amiga; y burlan de la frente del marido de una vecina y de su holganza; y dicen de un hombre que entra a deshora en la casa, sin cuidado del otro... Las viejas mascullan palabras; las solteras talludas se reían demasiadamente, y las rapazas beben la ponzoña del cuento infame que les presenta una turbia imaginación de las hembras malsinadas en intimidades placenteras.

El camino del cementerio es ancho y sube mansamente, entre viejos sauces de fronda lacia, por un otero pedregoso.

Confidencia o cansancio, detiene y espesa al grupo. Le sigue un hombre que viste luto de rigor. Es Sigüenza, aquel apartadizo que recorrió los parajes leprosos levantinos. Detrás y honda queda la ciudad, rubia y resplandecientes sus vidrieras de sol.

Exhala como un vaho de silencio, de abandono y tristeza que sólo percibimos en las tardes de fiesta.

Por los senderos abiertos en la sembradura nueva y en los campos labrados, salen gentes que van a merendar bajo el cobertizo de casucas ahumadas y sombrías, de cuyo dintel cuelga una rama vieja.


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Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

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