Salí de Bolsa y fuíme directamente á casa de Emilia. Mi Nana, como
yo la llamaba, dormía en un sillón de su gabinete. También las doradas
ascuas de la chimenea parecían dispuestas á dormir entre cenizas. Yo
había olvidado la baja de los Ferros, y de este modo ninguno cumplía su
misión. Ni yo calculaba, ni calentaba la lumbre y Emilia dormía. Los
tres estábamos cansados de nuestro destino.
Poco después Emilia se sentaba al lado del balcón, la avivada lumbre
producía llamas rojas, azules y blancas, girones de fuego que se
precipitaban por la chimenea y subían hacia el cielo como las almas de
los justos y las blasfemias de los impíos.
En la calle, la tristeza de una tarde de invierno con la fúnebre luz
de un cielo nublado, y el temeroso andar de las gentes, que marchan
preservando su cabeza de la lluvia y sus pies del barro, muchedumbre que
produce un ruido característico, sólo semejante al del motín que nace y
balbucea un grito.
Emilia limpiaba el empañado cristal con un pañuelo, y por el trozo
limpio y transparente miraba á la calle sin ocuparse de mí. Las llamas
en la chimenea parecía que me hacían una mueca burlona y luégo ascendían
por el tubo de hierro hablando entre sí en voz baja como si comentasen
riendo la pena mía, y yo miraba la mujer y la lumbre, las dos ingratas
con quienes pasamos nuestros inviernos, las que hacemos objeto de
nuestra poesía, y ellas cuidan nuestro cuerpo y no se cuidan de nuestra
alma.
—Vamos, hombre, siéntate.
—¿Dónde?
—Aquí enfrente. Así verás á la vecina, esa jamona que te preocupa.
—Mira que á mí...
—Pues no es tan fea.
—Pero no me gusta.
—Parece que estés triste. ¿Has tenido algún contratiempo?
—Ninguno.
—Pues, sé que la Bolsa baja.
—Mejor; ahora me conviene.
—Que sea enhorabuena... Tú siempre sales ganando.
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