I
Debe ser rubia, tener los ojos azules, una figura sentimental
—dijo Santiago.
—Te equivocas —replicó Anselmo—; debe ser morena, con brillantes
ojos negros, cabellos de azabache, abundantes y sedosos…
—No —interrumpió Genaro—; ni lo uno ni lo otro. Pelo castaño,
ojos garzos, pálida, hermosa, elegante, esbelta.
—¿De quién se trata? —preguntó Rafael, entrando en la habitación
de la fonda donde discutían sus tres amigos.
—Ven aquí, Rafael —dijo Santiago—; nadie mejor que tú puede
sacarnos de esta duda. Aunque has llegado al pueblo hace pocos
días, de seguro habrás observado que enfrente de tu casa vive una
mujer acompañada de dos criados viejos, verdaderos Argos que la
guardan y la vigilan, sin permitir que nadie se aproxime a su
morada. Ninguno de nosotros ha alcanzado la suerte de ver a tu
vecina, y hablábamos del tipo que imaginábamos debía tener. Tú, sin
duda, la habrás visto, y podrás decirnos cuál acierta de los
tres.
—Sé, en efecto, que enfrente de mi casa vive una mujer que, como
vosotros, supongo será joven y hermosa —contestó Rafael—; de noche
llegan hasta mí las dulces melodías que sabe arrancar de su arpa o
los suaves acentos de su voz; pero en cuanto a haberla visto, os
aseguro que jamás he tenido esa suerte, y sólo he logrado
vislumbrar una vaga sombra detrás de las persianas de sus balcones.
Hasta ahora me he ocupado muy poco de ella; la muerte de mi tío, su
recuerdo, que me persigue sin cesar en esa casa que él habitó y que
heredé a su fallecimiento, todo contribuye a que no busque gratas
sensaciones; así es que apenas me he asomado a la ventana desde que
llegué, y cuando lo hago es como mi misteriosa vecina, detrás de
las persianas; así observo sin que nadie pueda fijarse en mí.
—¿De modo que no te es posible decirnos nada respecto a ella?
—preguntó Anselmo.
—Nada —contestó Rafael.
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