El trasatlántico resopló y se detuvo.
Cesó el rumor de las conversaciones de los viajeros, los rechinamientos de las máquinas, el vocerío de la maniobra.
El cielo estaba raso; las olas se movían sin cambiar de sitio, al
parecer, como montañas de plata y de esmeralda que tiemblan. Caía la
tarde.
El infinito del cielo y el infinito del mar se perdían en dos líneas de luz y nácar.
¡Ahora, parado el buque, comprendíamos mejor nuestra insignificancia,
nuestra pequeñez, nuestro aislamiento; la incertidumbre del humano
destino! La tripulación formó sobre cubierta... Los pasajeros, con el
sombrero en la mano, y las pasajeras, con la cabeza envuelta en blondas,
tules y pañuelos obscuros, se agruparon también.
Apareció por una escotilla el capellán: era grueso y sonrosado, el
pelo blanquísimo, de aspecto bondadoso. Sus dedos regordetillos movían
nerviosamente las hojas de su breviario.
Salieron detrás dos hombres, dos marineros, que subían un saco de
lona. Eran muy recios; uno de ellos, colosal. Encontraban ligera la
carga y la traían con ademanes de cariñoso cuidado y de respeto.
Este saco afectaba una forma estrecha, larga, elegante, de líneas
humanas. A no dudar, contenía un cadáver, y un cadáver de mujer.
Salto después el capitán del buque, segundo de sus subalternos. Todos
con la cabeza descubierta y todos tristes. No con la tristeza que
imponía el ceremonial, sino con la de un dolor sincero.
Dando el brazo al capitán, y arrastrado por éste, como un autómata,
como un sonámbulo, venía un hombre joven, de gallarda figura, moreno,
robusto; verdadero tipo del trabajo triunfante. Sin duda que era uno de
esos grandes obreros del siglo, que transforman las soledades en
poblados, que traen ríos de lejos, que unen mares y que tallan en
facetas este diamante que se llama Mundo.
Al verle se estremecieron todos.
—¡Pobrecillo!
—¡Desgraciado!
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