I
— ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! ¡Que he de acabar contigo!
— ¡Ay, ay, ay, yo mío! ¡Perdón, mamá, yo teré bueno!
— ¿Qué tienes, amor mío? Tus dulces ojos se llenan de lágrimas, y tus
mejillas de azucena y rosa toman el tinto carmesí de los claveles.
— ¡Cómo no sentir el rostro encendido de indignación y los ojos
arrasados en lágrimas al ver tratar tan cruelmente a ese inocente niño!
— Tienes razón, purísimo numen de mis cuentos.
— Esa mujer tiene entrañas de fiera y no de madre.
— ¡Madre! No profanemos este santo nombre, suponiendo que esa mujer
le lleva. La que así maltrata a un ángel de Dios, no puede ser madre:
las que lo son, pueden maltratar a sus hijos de palabras, pero de obra
no los maltratan jamás. Oye, amor mío, oye.
— Mis hermanos y yo nos llegábamos muchas veces a mi padre haciendo pucheritos.
— ¿Qué es eso? — nos preguntaba mi padre.
— ¡Gem!, ¡Gem! ¡Que madre nos ha pegado! — le contestábamos.
¡Pobrecitos! — nos decía mi padre sonriendo— ¿A ver, a ver cuantos huesos os ha roto?
Mi madre, que lo oía desde allá dentro, exclamaba:
— ¡Los he de matar! ¡Los he de matar!
— Sí, sí — decía mi padre por lo bajo— , latigazo de madre, que ni hueso quebranta ni saca sangre.
Estos recuerdos me hacen pensar muchas veces en las madres matonas, que son todas las que tienen hijos.
¡Ah, sí! Las madres matan... la mejor gallina del gallinero para
hacer un buen caldo a sus hijos en cuanto a éstos duele un poco la
cabeza.
¡Pobres madres! ¡Santas madres, que para el mal no tenéis más que
lengua, y para el bien tenéis manos, y alma, y corazón, y vida, y aun
esto os parece poco!
Verás hasta dónde llega la maldad de las madres.
— ¡Pícaro, bribón, que tú me has de quitar la vida!
— Déjele usted vecina, que ya sabemos lo que son niños.
Leer / Descargar texto 'La Madrastra'