I. LA VENGANZA DE AMINA
Cinco minutos después, el barón y Cabeza de Hierro, lejos ya de los
esplendores de aquellas salas maravillosas, se encontraban nuevamente
reunidos en un húmedo subterráneo, situado bajo la torre pentagonal. En
lugar de las refulgentes lámparas venecianas, una lucecilla alumbraba
apenas aquella especie de sentina, que debía de asemejarse mucho a las
horribles mazmorras abiertas cinco o seis metros debajo del suelo donde
agonizaban los esclavos cristianos del presidio de Trípoli, tan célebre
en aquellos tiempos.
El mísero catalán había sido sorprendido mientras digería una copiosa
cena, servida en el mismo lugar donde había tomado el haschis, y sin
recibir explicación alguna fue brutalmente empujado hasta la cueva de la
torre, donde se encontraba ya el caballero de Santelmo.
Aquel cambio de situación fue tan rápido que el pobre diablo creyó
que acababan de administrarle una segunda dosis de narcótico. Antes de
covencerse de que estaba despierto tuvo que pellizcarse varias veces.
—Señor barón —exclamó, mirando en torno a él con ojos compungidos—,
¿por qué nos han traído aquí? ¿Dónde estamos? ¡Decidme que estoy ebrio o
que aquel maldecido brebaje me ha trastornado el cerebro! ¡No, no es
posible que nos hayan traído a esta horrible prisión!
—No sueñas, ni estás borracho tampoco —respondió el barón—. Ambos estamos despiertos y todo lo que ves es realidad.
—¡Por San Jaime bendito! ¿El que se han vuelto locos esos negros para
arrojarnos en esta ratonera? ¡Yo me quejaré a la señora, para que los
mande azotar! ¡Si ella supiera lo que nos pasa!
—Por orden suya te encuentras aquí, infeliz Cabeza de Hierro.
—¿Acaso se ha arrepentido de habernos salvado?
—Empiezo a creerlo.
—¿Acaso la habéis visto?
—Sí; he cenado en su compañía.
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