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de Théophile Gautier

»Los rubios cabellos de la condesa, cuyos esponjosos bucles, como si hubieran sido alzados por un soplo de aire, descubrían su frente pura, y sus sienes transparentes formaban como una aureola, donde la luz brillaba con chispas de oro.

»Junto a ella, en una silla, se agitaba al viento un gran sombrero de paja, adornado con largas cintas negras semejantes a la del vestido, y yacía un par de guantes de piel de Suecia que no se había puesto. Al verme, Prascovia cerró el libro que estaba leyendo las poesías de Mickiewicz— y me hizo un saludo de bienvenida con la cabeza; estaba sola, circunstancia favorable y rara. Me senté frente a ella en el asiento que me designó. Uno de esos silencios penosos cuando se prolongan reinó durante unos minutos entre nosotros. No encontré, para salir del paso, ninguna de las banalidades propias de la conversación; tenía la cabeza confusa, olas de fuego me subían del corazón a los ojos, y mi amor me gritaba: “No pierdas esta ocasión suprema”.