Blanca

Tomás Carrasquilla


Cuento



Dedicatoria

A las Damas de Medellín

I

Es entre monumento y parque. Alzase imponente; se extiende blanqueando sobre el pretil de un granado. La caja en que le vino a papá El Médico Práctico es la base; el primer cuerpo, el molde de hojalata, alto y estriado, en que mamá funde budines y natillas; el segundo, un tarro de salmón; forma el cimborio una tacita de porcelana boca abajo; y por remate y coronamiento de tan estupenda construcción, se yergue, blanca, estirada, las manitas puestas, el rostro al cielo, la "Virgen María" de terracota, regalo de "Maximito hermoso". Espesuras de cogollo de hinojo, cármenes de fucsias y de heliotropios, macetas en cascarones de huevo rodean el grandioso monumento.

Aún no está satisfecho el genio creador que lo levanta. Como Salomón el Templo Santo, quiere embellecerlo con todas las riquezas imaginables. Corre al jardín, y, sin temer espinas ni gusanos, troncha con los dientes ratonescos capullos de rosa imperial, y desguaza con aquellas manitas que con las flores se confunden, copos de caracucho blanco y de albahaca. Vuela al corral, y recoge cuanto plumón dejaron gallinas caraqueñas y palomas. Jadeante, las mejillas encendidas, volandero el cabello, cogido el delantal con ambas manos, por no perder un ápice del riquísimo botín, torna a la obra, y frisos, cresterías, cornisones surgen en aquel rapto de inspiración.

¡Y qué obra! Tiene todo el encanto de lo torcido, de lo confuso, de lo revuelto, el sello disparatado de la estética infantil. A los divinos ojos de la Virgen jamás se levantó santurio más hermoso. En el gran patio, o mejor, en el prado de la cocina, junto a la tapia que lo separa del jardín-baño, pasa aquello. El sol de agosto, sazonando frutos, reventando gérmenes, difunde la vida y la alegría. Son las dos, y las proyecciones de sombra de los madroños y naranjos que se alinean del lado occidental, se van extendiendo por el limpio, recién recortado césped, como la calma en el espíritu después de la exaltación.

Tras los árboles, invadiendo por completo la tapia divisoria, casi derribándola, apasionado, escandaloso como este nuestro carácter antiqueño, se desparrama en furiosa eflorescencia un curasao solferino. No fuera para mirado a ojo abierto, si algo menos violento no se interpusiese: a más de los nombrados, otros árboles menores enfilan adelante. Y es de ver cómo pululan en el esqueleto de los azucenos aquellos gusanos de felpa negra bordados de corales; y cómo el mirto se gloría con lo clásico del fruto y del follaje artístico, y el azahar de la India, con los copos virginales que recargan el aire de oriental fragancia. Por ellos trepan y con ellos se entrelazan el norbio, el cundeamor y el recuerdo y otras varias sutiles enredaderas de nombre incierto y altisonante.

Formando escuadra con la ancha faja de árboles floridos, se extiende y ondula de poste a poste, a lo largo del corredor, un cortinaje de bellísima, que aquí cuelga en tallos, allá se abullona en ramilletes, para luégo recogerse en guirnaldas. Colonia rumorosa de insectos enreda y explota con insana codicia aquella Capua de mieles y perfumes; en tanto que las mariposas loquean en el aire, besan a sus hermanas vegetativas, ponen en juego sus cambiantes, y, como el anhelo humano, se largan voltarias, caprichosas, en pos de nuevos ideales.

La niña, una vez terminada la magna obra, celebra la consagración, como si dijéramos. De rodillas, las manos puestas como la virgencita reza con atragantamiento de fervor el Bendita sea tu pureza; repítelo más apurada todavía; sigue con el padrenuestro; luégo, con frases y palabras sueltas de oraciones y jaculatorias, ensarta un disparatorio, cuyos vacíos inarticulados llena con una monserga que sólo María puede entender. No le basta esto: cual si alguno de los ángeles de Jacob la poseyese, se desata en desvarío cómico-celestial. "¡Virgen María queridita! ¡Virgen linda de mamacita y de papá! ¡Virgen María de Pepito y de 'Maximito hermoso', de Alberto, de bebé y de Carlitos!". Tan pronto alza la voz en una octava y la emite metálica y vibrante; tan pronto la quiebra en ruidos secos linguo-palatinales o la modula en zumbidos de caricia; a veces canta, a ratos murmura, por momentos conversa, y, sea apurada o vacilante, declama siempre. En la improvisación menciona a todos los de la casa, sin olvidar a Pedro, el asistente, sin olvidar a sus amigas ni mucho menos a Cheres, su madrina.

Almamía, el amigo íntimo, el de los juegos delicados y caprichosos, el de la blancura de algodón boricado, el de las manitas de felpa, se le acerca con volteretas y movimientos de trapo; hace el arco, ronca, y, pasándole el lomo por los bracitos, le pone el hocico y el bigote hirsuto en las mejillas. Ella lo carga, lo estrecha, y con él cargado, prosigue su plegaria.

En el corredor trasiega la niñera con el bebé en los brazos, dándole biberón, sin parar mientes en la algarabía ni en las fiestas de la niña. Es la planchadora la que, al ir a avivar la hornilla, oye aquello. Sale y se encanta. "¡Vean esto, por Dios! Lo que yo le vivo diciendo a misiá Ester: esta niña no se cría". Y corre en busca de la señora para que venga y admire. Ester, medias y aguja en la mano, aparece en el corredor, levanta la cortina de la bellísima, y se asoma al patio. Permanece un instante silenciosa, y luégo, con esa voz, ese acento fingido de mimo tan tonto como sublime de las madres, exclama: "Mi Reina, te vas a asoliar! ¿Para qué escogió ese punto tan malo para hacer el altar?… Tan bella, tan devota de su 'Virgen María'. Mi blanquita, mi grandeza, mi terciopelo precioso". Porque esta niña era unas veces divinidad incomparable, otras palomita de la gloria, otras agua de azúcar, fuera de los mil dictados a cual más inaudito que inventaba la madre en su locura.

De Dios y ayuda necesitaron señora y sirvientas para que la niña trasladara el altar al corredor. Con esa volubilidad de la niñez, deja Blanquita el santuario, y dando zapatetas, mostrando aquellos calzones con rodilleras y arrugados en las corvas, corre por el patio persiguiendo un gorrión que se ha posado en la rama de un hicaco. "Voy a traerle arrocito", grita entusiasmada. Y en un instante está en la cocina, mete la mano en los esponjados granos que muele la cocinera, los echa en el delantal y torna al patio. El pájaro se ha ido; pero en el tejado de la casa colindante brinca, negro y neurósico, un gallinazo, y la niña le grita: "¡Bajá, cochinito, pa que te comás el arroz". Y larga una carcajada de burla, al ver aquella ave tan triste, tan desamparada. "Bajáte que yo sí te doy". Parece que el ave recelosa no la entiende: da un aletazo y se lanza. Suelta la niña los granos, y, tendiendo la mirada por el cielo, exclama: "Miren lo lindo que está el cielo, barrido, barrido. ¡Miren lo lindo!… Allá está Carlitos con la Virgen". Y cerraba los ojos, deslumbrados por aquel azul reverberante

II

No tuvo el encanto de la media lengua, porque antes de cumplir un año articulaba con claridad admirable. Inventaba los verbos y los participios más extraños, rara vez usaba el pronombre de primera persona y sus declinaciones, así como tampoco la inflexión verbal correspondiente, sino que se llamaba a sí misma "La Niña". "La Niña tiene la bata rotada; La niña está librando (leyendo); álcenla, cárguenla". Su voz timbrada, armoniosa, con ese acento de la niñez que parece el capullo del habla, se adaptaba, sin embargo, a todas las modulaciones. Era una ocarina articulada y acariciadora de una belleza indecible. El alborear de aquella inteligencia, de aquel sentimiento, auguraba un carácter complexo, hondo, artístico, delicadamente femenil. Apenas si le gustaban las muñecas: lo predilecto, lo atrayente para ella eran los animales, las flores, los astros y, en general, la naturaleza; y por sobre todo esto aparecía el ideal: "La Virgen María".

Mamá la tenía en su cabecera con los ojos llenos de lágrimas y el corazón chuzado y de coronita; ella la había visto en la Catedral con su manto azul rodeada de muchachitos; ella la veía en la Vera-Cruz, como una señora de verdad, tan linda, tan preciosa, con aquel niño cargado; ella la veía en todas partes; mamá le había dicho que las estrellas y la luna eran el manto de la Virgen; las flores del jardín todas eran para la Virgen María, porque ella las había visto en los ramos de las iglesias y en el oratorio de mamá. La Virgen, la que le traía los niños a las señoras, y que si se los volvía a quitar era para guardárselos en el Cielo cobijaditos con su manto, como había hecho con Carlitos; la Virgen, la que le había traído el bebé a mamá, ese bebé que era un muñeco que comía y que chillaba y que no era un muñeco; esa Virgen a quien ella, y Albertico, y mamá rezaban por la mañana y por la noche; a quien ella quería ¡tánto, tánto!

Aquel corazoncito para todos alcanzaba. A mamá mucho amor; mucho a papá últimamente; con su hermanito mayor tenía intermitencias; con bebé se enloquecía; pero su afecto, la nata y espuma de su ternura, de sus coqueterías eran para Pepito, el abuelo, para Máximo, el tío, el más fanático, el más tocado de idolatría por esta muñeca, que vino a ser en la familia el blanco y el centro de todos los afectos. Alberto II, inquieto, brusco, voluntarioso, cuyas pasiones hípicas lo arrastraban a grandes atropellos, empalagaba un tanto a Blanca con sus cariños de lienzo gordo, con sus juegos en que la echaba por tierra y le ensuciaba el vestido, punto éste de enorme gravedad, que la limpieza, la pulcritud parecían en esta niña parte integrante de su sér. Cuando se le antojaba que la bata estaba ensuciada, eran el llanto y el gemir desconsolado. El comer era un martirio, porque se le volvía un desafuero chorrear la servilleta o el delantal. Pero esto era nada para lo que sufría la niña cuando su hermano le aseguraba, por hacerla rabiar, que la Virgen no la quería. Corría entonces a la madre, y, anegada en llanto, exponía siempre su querella en esta forma: "Alberto la molestó". Y Alberto soltaba la carcajada, porque era ésta la gracia que más le celebraba. Carlos, el hermanito muerto ocho años antes de venir ella al mundo, era para la niña la tradición gloriosa de la familia; le llamaba, lo nombraba con frecuencia, lo hacía figurar en sus juegos, cual si estuviese a su lado en cuerpo y alma. A pesar de su blandura no dejaba de ser turbulenta a las veces, sobre todo cuando se las había con el gato; cuando contemplaba los terneros y los pájaros, parecía que la acometieran ansias de correteo, de trisca y de vuelo.

Eran especiales sus facultades artísticas para la declamación. Maravillaba tánta memoria en esa cabecita rubia, de toques grises como la seda sin cardar, cuyos bucles en tirabuzones se esfumaban en nimbo de gloria. Y qué rayos de dulzura despedían sus ojos claros de un azul etéreo, indefinible. Obra como ésta no la prodiga naturaleza: las líneas rehenchidas de aquella escultura de carne tierna diseñaban ya la mujer antioqueña, alta, esbelta, de movimientos lánguidos y cadenciosos; el cuello y el pecho ondulaban en esponjes de paloma cuando arrulla; la boquita, de labios un tanto gruesos pero correctos, se plegaba con el mimo y la monería que sólo la inocencia sabe producir, mostrando unos dientecitos que parecían miajas de la pulpa del coco; movía esas manos pompas, de palmas sonrosadas, con la gentileza, la maña y la travesura de una gatita; y cuando, inclinada la cabeza, proyectaba aquellas pestañas crespas, largas y de color atortolado, hubiera servido de modelo para una Virgen niña.

III

Aquel espíritu que flotaba sobre las aguas en los días del Génesis parecía ahora apacentarse, como en remanso espejado, en el hogar de Alberto Rivas. Sentíase por doquiera, refulgía en las conciencias y en los semblantes, y cual si su providencia fuese especial para aquella familia, derramaba, al par que la salud y la fortuna, sus dones y sus frutos. Ester era una perpetua oblación; a cada golpe del reloj, hablaba con Dios en el lenguaje mudo del fervor, y le ofrecía sus felicidades, como le ofreciera en otro tiempo sus desgracias.

Nacida en la cumbre social, arrullada por los halagos de la opulencia, por los cuidados de amantísimos padres, despertó a la vida por un choque que, dejándola por tierra, proyectó en su juventud una sombra tenebrosa: la muerte de su madre. Vino luégo otra mujer a ocupar aquel puesto. El corazón de Ester se sublevaba. En su bondad, se reprochaba a sí propia aquel sentimiento de antipatía, aquel tributo al barro miserable.

Casada a los diecisiete años con el hombre a quien amaba desde los nueve, creyó alcanzar la dicha, y todos la diputaban por la novia venturosa. Cómo no, si Alberto Rivas reunía cuanto puede apetecerse.

La estatura prócer, el porte garrido y arrogante, el rostro agitanado de perfil enérgico y de ojos de árabe, el brío y regocijo del carácter, las seducciones de la alcurnia y del dinero, el prestigio de los viajes, ese refinamiento, esas mil monadas que constituyen el buen tono, hacían de "el negro Rivas", el popular "negro", el gran partido de Medellín. Empero, bajo las áureas urdimbres que deslumbran, bajo alfombras de rosas que embriagan bien puede solaparse la lepra que lacera. El sentido moral dormía en Alberto Rivas. El placer era su meta; amó por el placer; por el placer se unió a aquella niña inocente y pura cuya belleza moral superaba a la física. Tras la embriaguez vino el cansancio, el desvío. Las enfermedades de Ester completaron la obra.

En la primera época del matrimonio, fluctuaba la joven entre el desencanto y la sorpresa. No sabía si amaba al marido como había amado al novio, pero indudablemente ella tenía una noción muy distinta del amor. La maternidad vino a revelarle la felicidad conyugal, a dejársela entrever apenas, que a los seis meses de nacido murió su primogénito; vino luégo otro hijo débil, enfermizo, para quien temía la misma suerte. Estos frutos seguidos prometían la cosecha sin tregua de la fecundidad antioqueña. Mas no fue así: naturaleza pareció resistirse; y para aquella esposa tan joven, tan sana, principió una etapa de dolor callado, de agonía moral. Cuanto una mujer delicada y casta puede sufrir con la intervención médica; las humillaciones, las miserias de una esposa enferma; las dudas que surgen en su espíritu cuando se cree burlada en la más santa de sus aspiraciones; el temor, sugerido por un corazón que adivina, de que su compañero ha de ver en ella un sér inútil, despreciable, repugnante; los alarmas de la conciencia al pensar en la disipación del esposo; el ver al único hijo, enfermo, en manos mercenarias y extrañas; el forzado abandono de los deberes domésticos; todas estas penas, complexas, tenaces, realzadas por una sensibilidad exquisita, las sufrió Ester, sola, aislada, allá en los profundos de su alma, durante siete años.

No podía Dios desoír los íntimos clamores de una alma atribulada. Un día se inició la salud en el hijo, y, cual si de ella dependiese la de su madre, tornó Ester a la vida, lozana, radiante de belleza, como en gloriosa resurrección, y vino Blanca. En ella cifraba Ester su dicha; cuanta ternura comprimida acendraba el corazón de esta madre le parecía poco para aquella hija predilecta de sus entrañas.

El retorno a la salud y a la belleza de la esposa, la aparición de Blanquita no fueron parte a devolver al extraviado esposo el prístino entusiasmo. Aún no tenía un mes la parvulilla y ya Alberto emprendía su tercer viaje a Europa. Dieciocho meses lo engolfaron metrópolis y balnearios, para volver a su tierra con la nostalgia de la ajena. Regalos suntuosos para la esposa y para los hijos, muebles, artísticas chucherías de alto precio para la casa; todo aquello lo estimó Ester en un principio como fineza de esposo y de padre, mas pronto su experiencia, la intuición de su amor le enseñaron cuánto más vale la dádiva de un corazón que todas las riquezas del mundo. No importaba: tenía a sus hijos: si con su Alberto no le bastaba en antes, con su Blanca, ese presente con que Dios la favoreciera, tenía ahora para cobrarse con creces la indiferencia, la algidez mortecina del esposo. Qué importaba que el Club y el sport lo absorbiesen, que pasara las noches fuera de casa, que recibiera cartas y fotografías parisienses, que sirenas plebeyas de acá lo hechizasen con su canto: ¡qué importaba, si ella sobre la coraza de su virtud llevaba aquel talismán, aquella pureza, aquel armiño del Cielo! Quejarse, manifestar siquiera en el semblante las ocultas heridas de su dignidad, era regatearle a Dios el galardón aquél inmerecido. Qué importaba… y sin embargo, cuántas veces la frente inmaculada de la niña recibía, al par que el beso, las lágrimas de su madre; cuántas, la frase amante y delicada de la esposa, al dirigirse al infiel a quien adoraba, moría ahogada por un sollozo que estallaba de lo más profundo de su alma. Qué importaba… y sin embargo, cuántas veces en la alta noche, de rodillas en su lecho de esposa abandonada, pedía a Dios, no la vuelta del esposo, sino el revocamiento de un castigo que en su conciencia creía inminente para el culpable, para ella, para sus hijos inocentes.

Si el padre no apreciaba aquella hija, aquel tesoro, si prefería a las fruiciones santas los miserables devaneos, el abuelo, el tío, la madrina, los amigos, todos, competían con la madre en aquel afecto entrañable, que más que afecto semejaba idolatría.

Faltaba en aquel concierto la nota cariñosa de la abuela: Alberto había perdido a sus padres tiempo hacía; Ester era hija de primeras nupcias; pero su padre (Pepito, que le decían sus dos nietos) amaba él solo a Blanca por los otros abuelos que faltaban.

IV

Se ha dicho que los matemáticos, a fuer de imbuídos en abstracciones numéricas, tienen carácter reseco y enfadoso. Máximo Santalibrada (único hermano de Ester por padre y madre) desmentía el aserto, y no porque fuera ingeniero a medio untar. Era un mozo ingenuo, con una de esas delicadezas vestidas de niñerías, de frivolidades; risueño, alborotado, travieso; era una grandeza de espíritu esmaltada de pequeñeces, un corazón. Acababa de llegar de Norte-América cuando nació Blanca, y él mismo se ofreció como padrino. Mercedes, la hermana menor de Alberto, fue su compañera de pila. ¿Sería esta circunstancia germen de amor en el corazón de la joven? Ella misma lo ignoraba; ella misma no sabía definirse; pero es lo cierto que tuvo que confesarse a sí propia al fin y al cabo que amaba a Máximo. Corría el tiempo, y Mercedes, a pesar de las muchas ocasiones que de tratar a Máximo tenía, nada lograba descubrir en él que revelase siquiera inclinación por ella, nada, ni siquiera coqueteos de muchacho. Varios adoradores se le presentaron: a ninguno hizo caso: algo le decía interiormente: espéra, espéra.

Era una morena acanelada, de ojos adormidos de una tristeza vaga y extática; el cabello espeso y alborotoso; alta, lánguida, de movimientos rítmicos más provocativos que majestuosos; redondo, negro, como dibujado con tinta china, lucía un lunar en la mejilla. Era una niña nerviosa, mimada, impresionable. Según su fe de bautismo, contaba dieciocho años; moralmente apenas tendría nueve. Demasiado espigada ya para habércelas con muñecas de trapo o de cartón, se le iban las horas en juegos con su ahijada, muñequita de carne y hueso. La adoraba, no sólo por esa ternura que inspira la niñez ni por aquella especial que inspiraba el angelito, ni por el instinto materno tan pronunciado en Mercedes, sí que también, y quizá más que por todo, porque veía en la niña algo como un vínculo que la unía a su amado. ¿No era Blanca ahijada y sobrina de ambos? ¿No tenía cariño entrañable por los dos? Para el corazón de la joven era esto argumento irrefutable. Ello estaba como en la atmósfera. Blanquita misma llegó a sentirlo.

Un domingo, después de misa de ocho, se hallaban en el corredor, Ester, los padrinos y la ahijada. Mercedes le arreglaba a ésta una canastica de flores; Máximo, que había estado bobeando con la niña toda la mañana, entró en juicio, repantigóse en una mecedora, levantó la cabeza hacia el cielo del corredor como si contase los portaletes, y dando golpecitos con los dedos en los brazos de la silla, a guisa de acompañamiento, se puso a silbar el Dúo de los paraguas. Hallaríase en los astros, en Norte-América, en cualquier parte, menos en la casa. Blanquita se entretenía en hojearle el devocionario a su madrina, admirando los registros. De repente toma uno, el primero que halla a mano, lo pone entre las flores, se acerca de lado a Máximo, lo sacude, lo vuelve a la realidad, y, con una chuscada, con un gesto de risa contenida que le alumbraba la carita, le dice al oído en un secreto susurrado, aparatoso, que todos oyeron: "Esto es que te manda Cheres". Y le pone el regalo en las rodillas. La niña lo hizo de tal modo, que Máximo, a pesar de su aplomo, no deja de inmutarse un tanto; Mercedes baja los ojos encendida; y el diablillo agrega con mucho dengue: "Papá y mamá son novios; 'Maximito hermoso' y Cheres son novios también; la Niña quiere que sean novios". Y volviéndose a Ester: "¿No es cierto, mamacita, que Cheres y 'Maximito hermoso' van a ser novios?". Sin esperar la respuesta, y a carcajada tendida, corre saltando hasta el extremo opuesto del corredor, torna hasta la mitad, y, escondiendo la carita tras los tallos fibrosos de una iraca que desparramaba sus plumajes tropicales por encima de un aparato a estilo rústico, y señalando con el dedo a sus padrinos, grita con tono burlesco: "¡Hi, hi, hi, son novios, son novios!". Suena la campanilla del contraportón, y aparece el abuelo. La niña se le aboca, lo ase con un bracito por una pierna, y, siempre señalando, repite: "¡Véalos, Pepito!; véalos: ¡son novios, son novios!". Máximo estaba lo que se llama corrido; Mercedes palidecía; Ester, viendo que ya no era posible disimular, exclama: "¡Esta sí es la muchacha!"… Pepito, que se da cuenta, sonríe maliciosamente, quiere decir algo y nada dice. Máximo siguió pensativo, y ni siquiera hizo caso cuando Blanquita fue a recitarle al abuelo el Blas y Blasa que el mismo Máximo le había enseñado. A poco se despidió, y, pensando en el significativo rubor de Mercedes y en su propia inesperada turbación, esta pregunta surgió en su mente: "¿Por qué no?".

La escena, como todo lo relativo a Blanquita, fué en la casa muy comentada, y todo ello aumentaba el entusiasmo y la admiración por aquella muñeca, con quien todos chocheaban.

V

Todos no: Alberto continuaba indiferente a los grandes acontecimientos de la casa: por entonces sólo lo preocupaba el sport rodado: era el número uno de los ciclistas de la ciudad. Cuando, con el traje del caso, pedido especialmente a Europa, volaba por esas calles, fantástico, transfigurado, saludando, gorra en mano, a sus muchas admiradoras, parecía "el Negro Rivas" un fin de siglo convertido en meteoro. ¡Ah, Negro elegante y cachaco! Pero ¡oh brevedad de los tabores humanos! Un día lo llevaron a la casa en guandos. ¿Cómo fué aquello? Nunca se ha averiguado bien. Hubo golpe en la rodilla, y ya se sabe… líquido! Desde que oyó a los médicos la palabra aterradora, todo lo vió entenebrecido; humores negros, esplines de lo más británico, neurosis franco-antioqueña le acometieron en gavilla. Pero no hubo remedio: tuvo que encamarse. Aquí de mis deberes, se dijo Ester; y principió una de esas venganzas inconscientes de la esposa amante y abnegada, de la mujer antioqueña, que tiene el talento en el corazón.

Y como si obraran de concierto, por un acuerdo tácito de sus almas, Ester y Blanca se unieron para consumar aquella venganza. Apenas si salía la niña del cuarto de papacito; en todo quería intervenir; metía sus manitas para ayudar a mamá y a los médicos a hacer las ligaduras; traía la servilleta cuando le llevaban las comidas; anunciaba la visita del facultativo; le ofrecía a Alberto cigarrillo y le acercaba el cenicero; acariciábale el cabello y los bigotes; lo cobijaba como a un niño y a cada paso se le oía: "Papacito ¿está aliviado? ¿Quiere que la Niña cierre la ventana para que se duerma?". Y aquella vocecita daba el tono de la caricia, del halago, de la tierna compasión. En su solicitud, todo lo refería a papacito; quería rodearlo, envolverlo en lo que ella más amaba; traíale a la cama las flores, los abanicos-anuncios que le regalaban en las boticas, su favorito Almamía, las estampitas de la Virgen. Hablábale de los palomos, de los gansos y del chivito de la casa de El Poblado; le tocaba en la guitarrita de pino que le había regalado Pedro, el asistente; denigraba la bicicleta, esa bicicleta fea y malcriada, esa descarada que había tumbado a papacito; lo obsequiaba con barras de caramelo, metiéndoselas en la boca para que chupara; regañaba a Alberto II por los estrépitos, por el taconeo que no dejaban dormir a papacito; quería que éste librara cada rato en unos papeles muy grandes que tenían viejos y animales pintados; lo imponía de la salida y de la entrada de la yegua rucia y del caballo alazán; y cuando en la calle se sentía ruido de carros, corría a cerrar la ventana para que a papacito no le dieran las viruelas.

Fue una escena enternecedora y cómica la aplicación del termo-cauterio. Blanquita vio los preparativos, con esa curiosidad de lo desconocido, peculiar de la niñez; pero cuando los puntos de fuego iban calcinando la rodilla enferma y empezó a sentirse en la alcoba ese olor de carne chamuscada, la niña prorrumpe en un grito vehemente de pánico y conmiseración: "¡No maten a papacito, no lo maten por Dios! ¡Pobrecito!". Y loca, arrebatada, se abalanza sobre aquellos "descarados" que acababan con papá. Y cuál se vieron los médicos y Ester para consolarla. De ahí en adelante había que sacarla del cuarto con cualquier pretexto, cuando se trataba de la chamusquina.

Todos los conocimientos que "Maximito hermoso" le había trasmitido, los rezos que mamá le enseñaba, los cantos de la dentrodera, los cuentos de la planchadora, todo se lo ofrecía a papá como fuente de distracción; y, acomodada en la silla del asiento de peluche con "floritas pegadas" que le había comprado Pepito, principiaba muy satisfecha: "Esta era una señora que tenía dos muchachitas, una buena y otra mala… ". O bien, poniéndose en pie, con la cabeza ladeada, los bracitos caídos, ajustándose en todo a los preceptos de Máximo, declamaba:

"No hay burlas con el amor. ¡Tontería! Cuando Calderón lo dijo Estudiado lo tendría… … … … … … … … … … .."

Todo esto, sin contar el hechizo de la infancia, esa poesía, esa delicia indefinible de la travesura, esos ex abruptos, esas desproporciones de una inteligencia, cuando asimila, cuando busca la relación de las cosas, cuando se abre a la investigación. Y ¡cuidado si Blanquita era investigadora! Más que la belleza y la gracia infantil, más que la blandura de aquel corazoncito, maravillaba tánta inteligencia en aquella criatura que aún no había cumplido cuatro años. Como bien podía decirse que Alberto no la había tratado, las manifestaciones de ese carácter fueron para él otras tantas novedades.

Sus amigos de casino, de sport, de jolgorio, poco más le acompañaban: si al principio le visitaron unos cuantos, pronto se vio reducido al círculo de la casa, y, como no tenía el dulce vicio de la lectura, si se exceptúa la de periódicos europeos, pasaba las negras horas de reclusión con su mujer y con su hija.

El primer mes que estuvo reducido a la cama, parecióle aquello insoportable, imposible; del segundo en adelante, cuando ya le permitieron los médicos estirarse en una silla, todavía llevaba en su espíritu algunas nubes negras; y cuando con el cuerpo principiaba a hacer pininos, iba despuntando por allá en esas obscuridades un alborcillo plácido y tranquilo que lentamente se iba avivando y difundiendo una emoción nueva, enteramente desconocida para él. Tenía notas melancólicas, tal vez tristes; pero, así y todo, lo vivificaba, le infundía calor, ánimo, aliento; descubríale horizontes, lontananzas que nunca contemplara en su vida, cual si el hombre moral se viese de improviso en alta cumbre que dominase extenso, dilatado panorama. En aquel corazón donde antes pulularan larvas, cizaña, flores de envenenados efluvios, brotaba poco a poco, como a influjo de mágica primavera, una eflorescencia de dulces, de elevados sentimientos. Cual emanaciones fecundantes, aquellos sentimientos se elevaron a su cabeza, y formando corrientes, condensándose, resolviéronse en agitado torbellino. Por varios días se encontró en completo estado de turbación, y en sus insomnios, aquel cerebro fermentado hervía como la almáciga cuando el jugo de la madre tierra la hace reventar. Eran tan puros, tan luminosos los vapores que se alzaron de aquel corazón, que el intelecto de Alberto Rivas tuvo un instante de clarividencia. Replegado, sobrecogido en sí mismo pensó, y por la vez primera contempló el mundo, se contempló a sí propio con miradas de reflexión; tendió la vista al pasado, y todo aquello que en antes lo halagara, todo aquel cúmulo de sucesos en que puso su encanto, se le iba antojando pálido, tedioso, mentido. Tornando al presente encontraba a Ester, a su hijo, su familia, su casa y, por sobre todo, a su Blanca, a su hija, destacada, luminosa, como en tranquila noche de verano la estrella salvadora del marino. El hogar se le definió; la noción del deber se le impuso, y, como si la conciencia hubiese abierto un dique, una ola saludable de remordimiento lo inundó por completo. Alberto se sintió redimido, esposo y padre.

VI

Once meses después del percance del ciclista —que ya no volaba en ruedas— nació bebé. Este sí que podía llamarse el hijo del amor.

Blanquita estaba trastornada: en su cabeza se anudaban en maraña de confusiones, Carlitos, bebé y la "Virgen María". ¿Era bebé el mismo Carlitos que le guardaba la "Virgen María" a mamá? ¿Era otro Carlitos nuevo? ¿Estaba Carlitos allá en el Cielo arropadito con el manto de la Virgen, o era el mismo que dormía en la cuna, con la gorrita, la camisita blanca y los pañales cosidos por la Virgen y traídos por ella misma en aquel canasto tan bonito la misma noche que trajo a bebé? ¡Confusión de ideas! A todos preguntaba, a todos requería; la niña comparaba las distintas versiones, y más y más se ofuscaba. Al fin, "Maximito hermoso" se lo explicó todo con circunstancias de tiempo, de lugar y de persona, con detalles de ociosidad artístico infantil que asombraban a la niña. Sí era un Carlitos nuevo.

Era aquello un poema teológico, una a modo de cosmogonía de muñecas, de pajaritos, de ángeles, dictada en más de una conferencia. "El niño Máximo ha vuelto al estado de l'inocencia", decía la dentrodera, al oírle los disparatorios con que él se embelesaba, embelesando a Blanquita. La leyenda aquella tenía efectos estupendos. En el patio se oyó una música muy bella; papá y mamá fueron a abrir, y ahí estaba la Virgen con un envoltorio bajo el manto de estrellas y de luna; dos angelitos alumbraban con faroles; otro tenía el paraguas; otro tocaba la campanita; una docena más atrás, cornetas y tambores; y unos pajaritos muy lindos hacían pío, pío. La Virgen, calladita, se entró a la alcoba; se arrimó a la cuna; puso adentro a bebé con mucha maña, y el canasto de ropa sobre un taburete; y se salió, calladita como había entrado; y ella y los ángeles, y los pajaritos se volvieron volando para el Cielo. Blanquita, que no era pródiga en sus besos, se los daba entusiasmada a aquel maestro tan sabio, tan enterado de todas las cosas de la Virgen María. Fue entonces cuando él le regaló la de terracota y un devocionario tamaño como una galleta para que librara en misa.

Quería que le dieran a bebé para cargarlo, para estrecharlo entre sus brazos, para comérselo a besos. Era un desbordamiento, una locura de ángel. Aquel bebé con sus piesitos tan chirringos, con sus uñitas como las lentejuelas rosadas que le había regalo Cheres, y que chillaba como Almamía cuando se lo trajo la planchadora; la Virgen María que traía y guardaba muchachitos; aquel Carlitos del Cielo, vinieron a ser para la niña como un delirio. Una mañana, a tiempo que Ester la peinaba, dijo con aire de pleno convencimiento: "Mamacita, la Niña estuvo con la Virgen y con Carlitos". —"Sí, sí, mi ángel, los has visto en la Cruz", dijo Ester, creyendo que se refería a la estatua de la Virgen del Perpetuo Socorro venerada en esta iglesia. "Esa nó, mamacita: la Niña los vio durmida, en el Cielo, y la Virgen María la cobijaba con su manto como a Carlitos". (Porque Blanquita, para expresar que soñaba, decía que había visto).

En ella se recrudeció la ternura, la devoción, el afecto por la Virgen. Entró en tal estado de fervor y misticismo que sus temas, sus juegos revestían el carácter religioso: todo era administraciones, misa, altares, procesión y Mes de María. Unas veces era sacerdote, otras campanero, monaguillo con frecuencia. También Almamía desempeñaba diversos papeles, lo que daba lugar a grandes conflictos, porque a las veces se le antojaba a Blanquita que el turpial de papá, que estaba en su jaula adosada a la pared del patio principal, por allá muy arriba, o que el canario de mamacita, cuya jaula colgaba de la ventana del costurero, tomaran participación en sus fiestas religiosas, pues en su instinto estético se le figuraban estas dos aves canoras y sus elevadas prisiones, algo así como el coro que había visto en las iglesias, a donde la llevaban con frecuencia.

Bien se comprendía que Blanquita era mujer de esta época de las fiestas religiosas, del embolismo de devoción y de cofradía que por ahora nos acomete; y si ella se chiflaba por este lado, no le iba Máximo en zaga en esotra chifladura literaria en carne viva que padece esta nueva Atenas de caja de fósforos italianos. Sí señor; Máximo era uno de tantos, y para Blanquita componía poemas regionalistas al par que decadentes, cuentos de la montaña y hasta discursos en que salía a figurar aquello de la dura cerviz, del gran carácter, del hogar cristiano, de esta nuestra influencia antioqueña, avasalladora, definitiva en los destinos del mundo…

Como se ha visto, el hogar de Alberto Rivas estaba en el cenit de la felicidad. Ester sentía estremecimientos nerviosos de dicha. Su marido suyo, enteramente suyo, reconciliado con Dios, dedicado a ella, a sus hijos, a su familia, reñido con el Club, activo y metódico en sus trabajos; las horas de vagar para su casa, dando la bendición a sus hijitos cada noche, rezando el rosario con frecuencia, acompañándola en sus contadas visitas. Parecía más joven y más bella; sencilla y desprendida, le halagaban ahora los bienes de fortuna, el gusto y la elegancia de su casa. En ella se recluía, como temerosa de que en otra parte pudiera evaporarse tanta ventura. Y Ester, de suyo tan hacendosa y ordenada, tan pulcra, tan fanática por el aseo, como buena medellinense, estaba ahora más exagerada con aquella vivienda tan cómoda que Alberto había hecho refeccionar con todo el lujo y las invenciones modernas.

Todo esto era para Ester un sueño, un milagro, obrado únicamente por ministerio de Blanca, que la abnegada esposa ninguna parte se atribuyó en la providencial mudanza.

Pepito, para quien no se habían ocultados las íntimas penas de su hija, y que nunca le había hecho a ella la más mínima alusión a este respecto, estaba rejuvenecido con la transformación de aquel hogar. Reverdecía en sus nietos y en Máximo y Mercedes, a quienes ya veía casados —que el matrimonio de los padrinos de Blanca al fin se había arreglado definitivamente con aplauso universal.

VII

Blanquita a pesar de la traslación de la santa casa de la Virgen al Loreto de la sombra, seguía en el patio contemplando el cielo tan barrido. Más que barrido parecía lavado, bruñido: la luz con que Dios alumbra nuestro valle se prodigaba en un derroche de gloria; las zonas luminosas de todas aquellas paredes recién enlucidas, eran de una blancura incandescente; el follaje de árboles y trepadoras, los frutos, las flores, el césped, heridos por aquel resistero, semejaban una vegetación de talco, uno de esos paisajes con incrustaciones de nácar que lucen en el fondo de algunos pisapapeles de cristal.

La niña bajó de los cielos a la tierra. Junto a la base de un poste del corredor, en la juntura de dos ladrillos, había repuntado como por encanto un hormiguero, aún no debelado por la escoba del asistente. Verlo y sentarse a contemplarlo, todo fue uno. "¡Mírenlas qué tan formales, cómo llevan su comidita!", exclama entusiasmada no bien parecen unos cuantos de esos titancitos laboradores agobiados con un átomo blanco, apenas perceptible, del pétalo de una rosa. "¡Lo que comen es floritas!… ¡Qué tan lindo!". Y cual si con la admiración se le acabase el entusiasmo hormiguero, corre al santuario, quita la Virgen, la carga en el delantal y la da a Ester para que se la ponga en la repisa del Divino Rostro, donde había que colocársela siempre "para que no estuviera solita".

" La Niña quiere coser", dice Blanquita, acercándose al cesto de medias que repasaba Ester, "quiere coser con naranjita, así como usté, mamacita". Pero no hubo lugar a la costura, porque de pronto siente que unas manos misteriosas le tapan los ojos y que una voz cavernosa del otro mundo le dice: "¡Que te come el tigre, que te come!". Y el tigre le comía el pelo, y las mejillas, y el pecho, y los bracitos. La víctima zapatea de gusto, lanzando aquellas carcajadas argentinas que más que de las cosquillas del besuqueo eran de alegría, de aquella como atracción psíquica que sobre ella ejercía "Maximito hermoso". "No me trajites los pajaritos", le dice ella con mucho mimo, apenas Máximo se ha sentado, y, metiéndosele entre las piernas y colgándosele a dos manos de la nuca, agrega con fingido enfado: "No te quiero Maximote feo". — "¿A qué sí?", exclama él; y, tomándola por las axilas, la alza en vilo y la recuesta contra la pared. "Por fin sale de la muchacha", prorrumpe Ester entre alarmada y satisfecha. Blanquita se retuerce de contento. "¿Qué te dijo Cheres anoche? ¿Qué resolvió por fin que cantáramos en el cumpleaños?" pregunta Ester sin levantar los ojos del zurcido. Máximo, sin atender a la pregunta, baja a Blanquita, y este tío de los tíos se pone muy orondo a hacer con ella el Aserrín aserrán, las maderas de San Juan, con todo y canto. "¡Este sí es el más bobo que yo he visto! Es más niño que Blanca. Míra; si con los sobrinos te pones así, ¡con los hijos habrá que hacerte rancho aparte!". El le soplaba al oído a la niña, y la niña iba repitiendo como un fonógrafo: "Madre cursilona… chiflada… esculta… remendona y perecida… que no sabe hacer… sino oficios… de negra sirvienta… ". Ester pregunta, provoca, incita al hermano de todos modos para hacerlo conversar, pero el tal como si no oyera. Después de repasar con la niña todas las boberías, de haber comprado carne, matado el pajarito sin cola, enumerádole los nombres de los dedos; después de hacerla andar para ver si aún torcía el zapatico izquierdo —único defecto que encontraban en aquel ángel y que Pepito estaba empeñado en corregir— pasa con toda formalidad a la clase de recitación.

Se trataba de enseñarle a la niña a declamar, con toda la mímica y expresión del caso, unos versos que su padrino le había compuesto para que felicitase a Pepito en su próximo cumpleaños. La niña, paradita en un taburete, con la quietud exagerada que solía gastar en las ocasiones solemnes, fijos los ojos en "Maximito hermoso", que hacía de figurante, iba repitiendo las palabras imitando los gestos, el movimiento de las manos, sugestionada, hipnotizada por aquel influjo omnipotente de su maestro.

Y no era tan sólo Blanquita la del ensayo: Ester y Mercedes también querían obsequiar al venerable viejo, grande amigo de la música, con algún bambuco o con algún trozo selecto de ópera cantado a dúo. Tampoco Alberto quería quedarse atrás en aquella fiesta que él mismo había promovido: iba a estrenar oficialmente el landó con su tronco de caballos ingleses, y en ellos se ocupaba. Como la familia del suegro no cabía toda en el carruaje, había determinado no usarlo para conducirla a casa, sino que, en cuanto terminase la comida, entre cinco y media y seis, darían Pepito, Blanca y él una vuelta por la Quebrada-arriba, pasarían por el Parque de Bolívar, y, siguiendo por la Carretera del Norte y por la Plaza de Berrío, tornarían a casa donde ya estarían en escena las cantoras.

No era aquello solamente el natalicio del abuelo: era el brote, el alarde de una felicidad que necesita manifestarse. Todos a cual más tenían especial empeño en excederse a sí mismos en aquel triunfo de la dicha, en aquella orgía del afecto. Blanca, la que volvió la paz al noble abuelo, la ventura a sus padres; la que enlazó los corazones de sus padrinos, era el geniecillo providente que tenía en sus manos los hilos todos de aquella dicha solidaria. Como alma de la fiesta la proclamaba la familia.

La de Rivas, culta y refinada si las hay, preparaba de acuerdo con las modistas, con las grandes cocineras de la ciudad, con floricultores y tapiceros, todos los refinamientos posibles en Medellín para la celebración de este cumpleaños.

La víspera todo estaba preparado. Mercedes y Máximo acudieron esa noche a casa de Alberto, ella para dar los últimos perfiles al canto, él para presidir la répétition générale, que decía Alberto, la muestra que llamaba Cheres, en que Blanquita iba a interpretar el genio creador de "Maximito hermoso". En el comedor, escenario de la fiesta, iba a verificarse el ensayo. Los presentes ocupaban el asiento que en la comida debía corresponderles. La servidumbre toda, desde la planchadora hasta Almamía, esperaba ansiosa. A falta de Pepito, ocupa el puesto de honor una almohada que Máximo ha declarado por su padre. El está a la diestra; en el extremo opuesto, entre Alberto I y Cheres, la niña de pie en su silla, donde pueda oír a la novia, que es el apunte, y ver al novio, que es el figurante. "¡Silencio!", manda éste con tono imponente de dómine, y hace una señal.

Blanca cómicamente pensativa, en actitud petulante de arrobo, con mohín picaresco en la boquita, acentuando los hoyuelos de las mejillas, infladas suavemente las narices, parece que invocara; lanza luégo un suspiro de su pecho, sacude con blandura la cabeza, revuelve en torno la mirada, tiéndela al frente, y, cual si de esos ojos emanase con el candor del ángel la travesura del diablillo, fíjalos en la almohada, y, a la señal de Máximo, principia:

"Soy la Princesa Blanca —tú me lo has dicho— De tal tengo los mimos, tengo el capricho; Yo soy un angelito blanco y hermoso; De ángel tengo lo dulce, lo candoroso.

"Blanca también es mi alma, y en mi pureza Vístome de lo blanco con la belleza: Blancos son mis zapatos, bata y sombrero, Blancos como el cariño con que te quiero.

"Yo soy lo más precioso que verse pudo (Como todos lo dicen, ya no lo dudo) Y para complacerte tánto me esfuerzo, Que, mira el zapatico… ¡ya no lo tuerzo!

"Tú eres Pepito mío, viejito amado, El papacito tierno, bello, adorado En la cabeza llevas tú la blancura, Y en el cano bigote y en tu alma pura.

"Tal contento produce tu alegre fiesta Que a celebrarla el Cielo mismo se apresta: La Virgen, que guardado tiene a Carlitos, Va a mandar a la tierra sus pajaritos.

"Mi almita blanca supo que hoy es tu día, Y a tu alma, que es tan blanca como la mía, Un beso manda: agáchate, pues, Pepito, Que tu Blanca querida te dé el besito.

"Pero nó, que me raspas con tus mejillas; Nó, que con los bigotes me haces cosquillas; Ha de ser en la frente donde te beso, Y parezca, al besarte con embeleso, Mi boca, que en tus blancas canas se posa, Como cuando en la espuma cae una rosa".

Dijo, y fue a acercarse a la almohada, pero la explosión de besos, de caricias, no la dejó llegar. Albertico casi la sofoca en su entusiasmo; a Alberto I se le saltaban las lágrimas. Ella se vuelve a su maestro con mucho mimo, y le pregunta: "¿Y sí vienen mañana los pajaritos?". Porque la venida de ellos era el premio que Máximo le tenía ofrecido, y era esto lo que más preocupada la traía.

VIII

¡Con qué solemne júbilo rasgan el aire las campanas de San Francisco! Es María que congrega a sus hijas a celebrar su natalicio; y al reclamo de la Madre acuden presurosas las doncellas todas de Medellín. Mercedes es de las primeras en llegar. En su alma límpida, serena, de novia y de huérfana, hay un dejo de tristeza que la enternece y la conturba: ya nunca más volverá a tomar parte en esta hermosa festividad de las vírgenes: en el año venturo, corona menos inmaculada, si más santa, ceñirá su frente. No puede más, no puede: aunque la vea todo Medellín llora con ese llanto que no es posible ocultar; recibe a su Dios; eleva su hacimiento de gracias; despídese de su Madre y la pide su bendición con el lenguaje de las lágrimas, que en su emoción no le es dado ajustarse a las palabras consagradas de las preces ni hallarlas por lo pronto.

A las doce estaba en casa de Alberto para peinar a Ester y ayudarle en los últimos retoques. En acabando de colocar unas macetas en la antesala, admiraban el efecto, la perspectiva poética, cándida, deliciosa que ofrecía aquella serie de piezas. En cada puerta, doble cortina calada de dos paños; iracas, cinco de abriles, drácenas, jardineras de vistosas flores, pareadas a uno y otro lado, como recogiendo y abullonando aquellos encajes, daban la nota selvática sobre aquel fondo vago, transparente, de espumas; y allá, en el último término, entre un círculo de alternanteras y coleos recortados a la inglesa, se veía el baño. "¡Qué bonito!", exclama Mercedes. "Parece el monumento de la Catedral".— "Eso mismo dijo Pedro", replica Ester muy satisfecha con aquella aprobación. "Lo que quiero es que papá pase por aquí para ir al baño: no ves que parece que va como por arcos de triunfo. No se le ha de pasar al viejito un día sin su baño antes de comer… Y ahora que me acuerdo: tengo unos jabones finísimos". Y ambas fueron a buscarlos, y los llevaron al tocadorcito del baño.

Este, oval, diáfano, remansado, semeja enorme lente. Dos fucsias simétricamente plantadas campan en el centro de aquellas espesuras artificiosas; extienden sus ramajes, cuelgan sus flores purpurinas y las dibujan en la quieta superficie.

Las dos cuñadas pasan al comedor; nada falta: tras el cristal de los artísticos aparadores relumbran porcelanas y electroplatas; en las rinconeras ostentan los cacharros sus campos y arabescos de oro, sus pinturas al fuego, el rococó de sus relieves; Baccarat ha enviado sus primores de muselina, sus copas de gasa; Pomona, sus grosuras; Flora, lo más selecto de su reino; y hasta el sol parece que acrecentara su belleza para filtrarse por los vidrios de colores de la ancha reja.

Blanquita enreda, mariposea e indaga por todas partes: "¿Mandará la Virgen los pajaritos a la fiesta? ¿No los mandará?".

A las dos párte la comisión de Alberto I, Alberto II y Blanca para traer a Pepito con su familia.

Justificando la estrofa de Máximo, Blanca lo estaba por dentro y por fuera: los zapatos, la tela, los encajes y aquel enorme sombrero de resplandor, cubierto, erizado de tules y de plumas: todo era blanco.

Al fin termina su toilette y aparece la madre de Blanquita. Llevara una diadema en su frente, y fuera aquella Ester que salvó al pueblo judío. Lo egregio y clásico del tipo; ese color trigueño que los pintores atribuyen a María; los ojos garzos, rasgados, que vierten la humildad y la caricia; esa boca que destila la dulzura; el cuerpo escultural de curvas ideales; el andar reposado y majestuoso todo bíblico.

Traje y peinado contribuyen a la realeza. El cabello castaño que se embomba en quiebras naturales hacia la frente, que se afloja desmayado por la nuca vellosa, se recoge en la coronilla en nudo sobresaliente y gracioso. Seda amarfilada envuelve aquella escultura en una bata Princesa: ciñe espalda y caderas; flota ampulosa en elegante cola; cae suelta, deshecha en encajes por delante; ancha cinta tornasolada en verde y rosa desteñidos se enlaza sobre el pecho y desciende cortada en forma de tijereta, como para besar aquellos pies menudos que pisaron siempre firmes la senda de la virtud.

En una mesa de la sala estaban los presentes con que la familia de Alberto iba a obsequiar a Pepito. En vez de enviárselos a su casa, como es costumbre, querían entregárselos a su llegada. A tiempo que Ester abre una de las puertas que da al corredor, entran los esperados. Hija y padre se confunden en un abrazo. El viejo se enjuga los ojos y se cala las gafas para examinar aquellas bagatelas tan valiosas a su corazón. Todos se agolpan en redondo de la mesa, todos hablan, todos se mueven, todos se agitan.

Blanquita corretea como una loca. Sale al patio; ve un colibrí que revuela junto a una maceta florecida, y salta exclamando: "¡Ya vino un pajarito! ¡Qué tan lindo!". El colibrí, rumoroso, intangible, se flecha por el zaguán interior y traspasa el muro de curasao. La niña, transportada, se escurre por la última alcoba.

La alegre confusión continúa en la sala. De repente se oye un alarido de dolor, de espanto. Todos se precipitan en tropel. La niñera, convulsa, desencajada, brotados los ojos, mesándose el pelo, apenas puede articular: "¡Corran por Dios!".

Máximo, disparado, se lanza al jardín. Sobre el baño flota como enorme margarita el sombrero blanco.

Se arroja al agua. Saca algo blanco, flácido, desmadejado.

Enloquecido, fuera de sí, lo sacude, lo zarandea, le insufla su aliento, su vida…

¡Todo en vano!…

El colibrí, en tanto, revoloteaba rumoroso entre las fucsias.


Publicado el 20 de junio de 2018 por Edu Robsy.
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