Cuentos

Vicente Blasco Ibáñez


Cuentos, colección



Un hallazgo

—Yo, señor —dijo Magdalena, el trompeta de la cárcel—, no soy ningún santo; me han condenado muchas veces por robos: unos, verdad; otros, «acumulados». Al lado de usted, que es un caballero y está preso por escribir cosas en los papeles, soy un miserable .. Pero crea que esta vez me veo aquí por bueno.

Y llevándose una mano al pecho e irguiendo la cabeza con cierto orgullo, añadió:

—Robitos nada mas. Yo no soy valiente; yo no he derramado una gota de sangre.

Así que apuntaba el amanecer, la trompeta de Magdalena sonaba en el gran patio, adornando su toque de diana con regocijadas escalas y trinos. Durante el día, con el bélico instrumento colgando de su cuello o acariciándolo con una punta de la blusa para que perdiese el vaho con que lo empañaba la humedad de la cárcel, iba por todo el edificio, antiguo convento en cuyos refectorios, graneros y desvanes amontonábanse con sudorosa confusión cerca de un millar de hombres.

Era el reloj que marcaba la vida y el movimiento a esta masa de carne varonil en perpetua ebullición de odios. Rondaba cerca de los rastrillos para anunciar con sonoros trompetazos la entrada del «señor director» o la visita de las autoridades: adivinaba en el avance de las manchas de sol por las blancas paredes del patio la proximidad de las horas de comunicación, las mejores del día, y pasándose la lengua por los labios, aguardaba impaciente la orden para prorrumpir en alegre toque, que hacía rodar por las escaleras el rebaño prisionero corriendo, ansioso, a los locutorios, donde zumbaba una turba mísera de mujeres y niños: su hambre insaciable le hacía ir y venir por las inmediaciones de la antigua cocina, en la que humeaban las ollas enormes con nauseabundo hervor, doliéndose de la indiferencia del jefe, siempre tardo en ordenar la llamada del rancho.

Los presos «de sangre», héroes del puñal, que habían matado por competencias de bravura o celos amorosos y formaban una aristocracia desdeñosa de los simples ladrones, tomaban al trompeta como paciente juguete en sus ratos de tedio.

—¡Hincha! —le ordenaba brevemente algún hombretón, orgulloso de sus delitos y su valentía.

Y Magdalena cuadrábase con militar rigidez, cerraba la boca e inflaba los carrillos aguardando que dos bofetadas, dadas al mismo tiempo con ambas manos, deshinchasen ruidosamente el globo rojo de su cara. Otras veces, los temibles personajes ensayaban el vigor de sus brazos sobre el cráneo de Magdalena, desnudo por la calvicie de repugnantes enfermedades y reían del daño que las protuberancias del recio hueso causaban a sus puños. El trompeta prestábase a estos martirios con un encogimiento de perro humilde, y creía vengarse repitiendo aquellas palabras que eran para él un consuelo:

—Yo soy bueno; yo no soy valiente. Robitos nada más...; pero de sangre, ni una gota.

A las horas de comunicación presentábase su mujer, la famosa Peluchona, hembra brava que le infundía gran miedo. Era la amante de uno de los bandidos más temibles de la cárcel. Traía a éste la comida diariamente, procurando su regalo con toda clase de viles trabajos. El trompeta, al verla, alejábase del locutorio, temiendo las arrogancias de aquel desalmado, que aprovechaba la ocasión para humillarlo con algún golpe en presencia de su antigua compañera. Muchas veces sobreponíase a su miedo un sentimiento de curiosidad y ternura, y avanzaba tímidamente, buscando más allá de los tupidos enrejados la cabeza de un niño que acompañaba a la Peluchona.

—Es mi hijo, señor —decía con humildad—; mi Tonico, que ya no me conoce ni se acuerda de mí. Dicen que no se me parece. Tal vez no sea mío... ¡Ya ve usted, con la vida que ha llevado siempre su madre, viviendo cerca de los cuarteles, lavando la ropa a los soldados!... Pero nació en casa: lo tuve en mis brazos cuando pasaba enfermedades, y esto tira tanto como la sangre.

Volvía a rondar temeroso, cual si preparase uno de sus hurtos, por cerca del locutorio, para ver a su Tonico, y cuando podía contemplarlo un instante, se apagaban sus cóleras de cordero rabioso ante la cesta repleta con que la mala hembra obsequiaba a su amante.

Magdalena resumía toda su existencia en dos hechos: había robado y había viajado mucho. Los robos eran insignificantes: de ropas o de monederos cogidos en la calle, por no tener ánimos para empresas mayores. Sus viajes habían sido forzados, siempre a pie, por las carreteras de España, marchando en un rosario de presos, entre los charolados o blancos tricornios que custodiaban la «conducción».

Después de ser «educando» en la banda de cornetas de un regimiento, habíase lanzado a esta vida de continuo encierro, con breves periodos de libertad, en los que se encontraba desorientado, sin saber qué hacer, deseando tornar cuanto antes a la cárcel. Era la cadena perpetua, pero cumplida «a pedazos», como él decía.

No organizaban los polizontes una batida de gente peligrosa que no figurase en ella Magdalena, manso ratón cuyo nombre mencionaban los periódicos como el de un temible criminal. Incluíanlo en las conducciones de vagabundos sospechosos, sin delito conocido, que la autoridad enviaba de provincia a provincia, con la esperanza de que reventasen de fatiga en los caminos, y así había corrido a pie toda la Península: desde Cádiz a Santander, desde Valencia a La Coruña. ¡Con qué entusiasmo recordaba sus viajes! Hablaba de ellos como si fuesen alegres expediciones, lo mismo que un estudiante sopista de la antigua Tuna, conviniendo sus relatas en cursos de geografía pintoresca. Recordaba con famélico regodeo la abundante leche de Galicia, los embutidos rojos de Extremadura, el pan castellano, las manzanas vascas, los vinos y sidras de los países atravesados por él con el petate a la espalda, cambiando todos los días de guardianes: unos, bondadosos e indiferentes: otros, malhumorados y crueles, que hacían temer cuatro tiros disparados más allá de la cuneta de la carretera, y luego el papel justificando la muerte con un intento supuesto de fuga. Evocaba con cierta nostalgia las montañas cubiertas de nieve o las rojizas y resquebrajadas por el sol; la marcha lenta por la blanca carretera, que se perdía en el horizonte como cinta interminable; los altos bajo los árboles, en las tórridas horas del mediodía; las tormentas que de pronto los azotaban en los caminos; los barrancos desbordadas que obligaban a acampar a cielo raso; la llegada en plena noche a ciertas cárceles de pueblo, viejos conventos o iglesias abandonadas, donde cada uno buscaba un rincón seco, sin aires exteriores, para tender el petate; el viaje interminable, con la calma de una marcha sin objeto; las largas detenciones en lugarcillos de vida monótona, para los cuales era un acontecimiento la presencia de la cuerda de presos, acudiendo los muchachos al pie de las rejas para hablar con ellos, mientras paseaban a corta distancia las rapazas, a impulsos de una curiosidad malsana, para oir sus cantos y sus palabras obscenas.

—Unos viajes muy divertidos, señor —continuaba el ladrón—; para los que teníamos buena salud y no nos caíamos en el camino, era lo mismo que ir de estudiantina. Algún palo que otro; pero ¡quién hace caso de eso!... Ahora apenas hay conducciones: a los presos los llevan enjaulados en el ferrocarril. Además, yo «estoy de causa» y tengo que vivir encerrado.... ¡encerrado por bueno!

Y volvía a lamentarse de su mala suerte, relatando la última hazaña que lo habla traído a la cárcel.

Un domingo de julio sofocante; una tarde en que las calles de Valencia parecían desiertas bajo el sol ardoroso y un viento de hoguera que venía de las tostadas llanuras del interior. Toda la gente estaba en la corrida de toros o en las orillas del mar. Magdalena se vió solicitado por su amigo Chamorra, antiguo camarada de encierro y viajes, que ejercía sobre él cierta superioridad. ¡Una mala alma el tal Chamorra! Ladrón, pero de los que van a todo, no retrocediendo ante la necesidad de hacer sangre, llevando la navaja pronta en compañía de las ganzúas. Se trataba de «limpiar» cierta habitación a la que había puesto el ojo el temible sujeto. Magdalena se excusó modestamente. Él no era para tanto: no servía. Subir a una azotea y recoger la ropa puesta a secar: apoderarse con rápido tirón del bolso de una señora y salir corriendo... bueno; ¡pero fracturar puertas, arrostrando el misterio de una habitación en la que podían estar los dueños...!

Mayor miedo que este encuentro posible le inspiraba el mal gesto de Chamorra, y acabó por obedecerle. Bueno va: iría como ayudante, para cargar con los fardos pero dispuesto a huir a la más leve alarma. Y no quiso aceptar una faca vieja que le ofrecía el compañero: él era consecuente.

—Robitos, muchos; pero de sangre, ni una gota.

Entraron a medía tarde en la estrecha escalerilla de una casa sin portera y con los vecinos ausentes. Chamorra conocía a su víctima: un artesano acomodado, que debía de guardar buenos ahorros. Seguramente que estaba con su mujer en la playa o viendo los toros. Arriba, la puerta de la habitación cedió fácilmente, y los dos camaradas comenzaron a trabajar en la penumbra de los balcones entornados. Chamorra violentó las cerraduras de dos cómodas y un armario. Dinero en plata, dinero en calderilla, unos billetes enrollados en el fondo de un estuche de abanico, el aderezo de la boda, un reloj. El golpe no era malo. Su mirada ansiosa vagó por la habitación, queriendo apoderarse de todo lo aprovechable. Lamentaba la inutilidad de Magdalena, inquieto de miedo, los brazos caídos, yendo de un lado a otro sin saber qué hacer.

—Coge los colchones —ordenó—. Siempre darán algo por la lana.

Y Magdalena, ansioso de acabar cuanto antes, penetró en la alcoba oscura, pasando a tientas una cuerda por debajo de colchones y sábanas. Luego, ayudado por su amigo, hizo un rollo con todo, precipitadamente, echándose a la espalda el voluminoso fardo.

Salieron sin ser vistos, y marcharon hacia las afueras, a una casucha de Arrancapinos, donde Chamorra tenía su guarida. Éste marchaba delante, dispuesto a huir a la primera señal de peligro; Magdalena lo seguía trotando, casi oculto bajo el fardo temiendo de un momento a otro sentir en su testuz, la mano de la Policía.

Al examinar en el lejano corral el producto del robo, Chamorra mostró una arrogancia de león, entregando a su compañero algunas pesetas en calderilla. Con esto tenia bastante por el momento. Lo hacía por su bien, pues era muy derrochador. Otra vez le daría más.

Luego desliaron el fardo de colchones, y Chamorra se arqueó, con los puños en los costados, riendo estrepitosamente. ¡Qué hallazgo!... ¡Qué regalo!

Magdalena también rió, por primera vez en toda la tarde. Sobre los colchones reposaba un niño pequeño, sin otra ropa que una camisita, los ojos cerrados, la cara congestionada, moviendo angustiosamente el pecho al sentir la primera caricia del aire libre. Magdalena recordó la vaga sensación que había percibido, durante su marcha, de algo vivo que se agitaba a sus espaldas en la gruesa envoltura. Un débil y sofocado gangueo le perseguía en su fuga... La madre había dejado al pequeño durmiendo en la fresca oscuridad de la alcoba, y ellos, sin saberlo, cargaron con él al llevarse la cama.

Los ojos espantados de Magdalena interrogaron al compañero. ¿Qué hacer con el chiquillo?... Pero aquella mala alma rió lo mismo que un demonio.

—Para ti; te lo regalo. Cómetelo con patatas.

Y se fué con todo el producto del robo. Magdalena quedó dudando, mientras levantaba al niño en sus brazos. ¡Pobrecito!... Lo mismo que su Tono, cuando le dormía con el arrullo de sus canciones; lo mismo que cuando estaba enfermo y apoyaba la cabecita en su pecho, mientras él lloraba, temblando por su vida. Iguales piececltos sonrosados y tiernos; iguales carnes mantecosas, de una piel fina, suave como la seda... El niño había cesado de llorar, fijando con extrañeza sus ojos en el ladrón, que le acariciaba como una nodriza.

—¡Ajó, pobrecito! ¡Ajó, rey... Niño Jesús! Mírame: soy tu tío.

Pero Magdalena cesó de reír, pensando en la madre, en su dolor desesperado cuando volviese a la casa. La pérdida de su pequeña fortuna sería lo de menos para ella. ¡El niño! ¿Dónde encontrar el niño? Conocía a las madres: la Peluchona era la peor de las hembras, y él la había visto llorar y rugir ante su pequeño en peligro.

Miró al sol, que comenzaba a descender en un majestuoso ocaso veraniego. Aún tenía tiempo para llevar el niño a su casa, antes de que volviesen sus padres. Y si tropezaba con ellos, mentiría, afirmando haber encontrado al chícuelo en medio de la calle; saldría del mal paso como pudiese. Adelante: nunca se había sentido tan audaz.

Llevando el niño en brazos pasó tranquilamente por las mismas calles que había corrido antes con el trote del miedo. Subió la escalerilla sin encontrar a nadie. Arriba, igual soledad. La puerta estaba abierta aún, con la cerraja forzada. Dentro, las piezas en desorden, con los muebles rotos, los cajones en el suelo, las sillas volcadas y las ropas esparcidas, le infundieron una impresión de terror semejante a la del asesino que vuelve a contemplar el cadáver de su víctima mucho después del crimen.

Dió a la criatura el último beso y la dejó sobre el jergón de la cama.

—¡Adiós, bonico!

Pero al llegar cerca de la escalera oyó pasos, y en el rectángulo de luz difusa de la puerta se marcó la silueta de un hombre corpulento, sonando a la vez con temblores de susto el agudo chillido de una voz femenil:

—¡Ladrones!... ¡Socorro!

Magdalena intentó huir abriéndose paso con la cabeza baja, como una rata asustada; pero se sintió agarrado por unas manos de ciclope, acostumbradas a batir el hierro, y de un empujón rodó escalera abajó.

Aún guardaba en su rostro señales de las heridas al chocar con los peldaños y de los golpes que le dieron los enfurecidos vecinos.

—Total, señor: robo con fractura; me saldrán no sé cuántos años... Todo por ser bueno. Pero ni siquiera me guardan consideración viéndome «de causa» por un robo de mérito. Todos saben que el autor fué Chamorra, al que no he visto más... y se ríen de mí, por tonto.

El último león

Apenas se reunió la junta del respetable gremio de los blanquers en su capilla, inmediata a las torres de Serranos, el señor Vicente pidió la palabra. Era el más viejo de los curtidores de Valencia. Muchos maestros, siendo aprendices, lo habían conocido igual que ahora con su bigote blanco en forma de cepillo, la cara hecha un sol de arrugas, los ojos agresivos y una delgadez esquelética, como si todo el jugo de su vida se hubiese perdido en el diario remojón de los pies y los brazos en las tinas del curtido.

Él era el único representante de las glorias del gremio, el último superviviente de aquellos blanquers, honra de la historia valenciana. Los nietos de sus antiguos camaradas se habían pervertido con el progreso de los tiempos: eran dueños de grandes fábricas con centenares de obreros, pero se verían apurados si les obligaban a curtir una piel con sus manos blandas de comerciantes. Sólo él podía llamarse blanquer, trabajando diariamente en su casucha, cercana a la casa gremial; maestro y obrero a un tiempo, sin otros auxiliares que los hijos y los nietos; el taller a la antigua usanza, con un dulce ambiente de familia, sin amenazas de huelga ni disgustos por la cuantía del jornal.

Los siglos habían elevado el nivel de la calle, convirtiendo en cueva lóbrega la blanquería del señor Vicente. La puerta por donde entraban sus abuelos se había empequeñecido por abajo, hasta convertirse poco menos que en una ventana. Cinco escalones descendentes comunicaban la calle con el piso húmedo de la tenería, y en lo alto, junto a un arco ojivo. vestigio de la Valencia medieval, ondeaban como banderas las pieles puestas a secar, esparciendo el insoportable hedor del curtido. El viejo no envidiaba a los «modernos» en sus despachos de comerciantes ricos. De seguro que se avergonzaban al pasar por su callejón y verlo a la hora del almuerzo, tomando el sol, arremangado de brazos y piernas, mostrando sus flacos miembros teñidos de rojo, con el orgullo de una vejez fuerte que le permitía batallar diariamente con las pieles.

Valencia preparaba las fiestas del centenario de uno de sus santos famosos, y el gremio de los blanquers, como los otros gremios históricos, quería contribuir a ellas. El señor Vicente, con el prestigio de los años, impuso su voluntad a todos los maestros. Los blanquers debían quedar como lo que eran. Todas las glorias de su pasado arrinconadas en la capilla habían de figurar en la procesión. Ya era hora de que saliesen a luz, ¡cordones! Y su mirada, vagando por la capilla, parecía acariciar las reliquias del gremio: los atabales del siglo XIV, grandes como tinajas, que guardaban en sus parches los roncos clamores de la revolucionaria Germania; el gran farolón de madera tallada, arrancado de la popa de una galera: el pendón de la blanquería, de seda roja, con bordados de un oro verdoso por los siglos.

Todo había de salir en las fiestas, sacudiendo la polilla del olvido: ¡hasta el famoso león de los blanquers!

Los «modernos» prorrumpieron en una risa impía. ¿El león también?... Sí; también el león. Para el señor Vicente era una deshonra gremial tener olvidada a la gloriosa fiera. Los antiguos romances, las relaciones de fiestas que se guardaban en el archivo de la ciudad, los ancianos que habían alcanzado la buena época de los gremios con sus fraternales camaraderías, todos hablaban del león de los blanquers; pero nadie de ahora lo conocía, y esto significaba una vergüenza para el oficio, un robo a la ciudad.

Su león era una gloria tan respetable como la Lonja de la Seda o el pozo de San Vicente. Bien adivinaba él la resistencia de los «modernos». Temían cargar con el «papel» de león. ¡No tembléis, Jóvenes! Él, con su fardo de años, que pasaban de setenta, reclamaba este honor. Le pertenecía de derecho: su padre, su abuelo, sus innumerables tatarabuelos, todos habían sido leones, y él sentíase capaz de ir a las manos con los que intentasen disputarle el cargo de fiera, tradicional en su familia.

¡Con qué entusiasmo narraba el señor Vicente la historia del león y de los heroicos blanquers! Un día, los piratas berberiscos de Bujía desembarcaban en Torreblanca, más allá de Castellón, y robaban la iglesia, llevándose la Custodia. Era esto poco antes de los tiempos de San Vicente Ferrar, pues el entusiasta curtidor no tenía otro medio de explicar la historia que dividiéndola en dos periodos: antes y después del santo... La gente, que apenas si se conmovía con los frecuentes desembarcos de piratas, enterándose como de una desgracia inevitable del rapto de muchachas pálidas de negros ojazos y de chicuelos rollizos, con destino al harén, prorrumpió en un alarido de dolor al conocer el sacrilegio de Torreblanca.

Las iglesias de la ciudad se cubrieron de paños negros: las gentes andaban por las calles aullando de dolor, golpeándose con disciplinas. ¿Qué estarían haciendo aquellos perros con la hostia bendita? ¿Que sería de la pobre e indefensa Custodia?... Entonces fue cuando los valientes blanquers entraron en escena. ¿No estaba la Custodia en Bujía? ¡Pues a Bujía por ella! Razonaban como héroes acostumbrados a zurrar diariamente las pieles, y no veían inconveniente en zurrar a los enemigos de Dios. Armaron por su cuenta una galera, metióse en ella todo el oficio, con su vistoso pendón; y los otros gremios, y la ciudad entera siguieron el ejemplo, fletando otros buques.

El señor Justicia despojóse de la gramalla roja para cubrirse de hierro de pies a cabeza; los señores regidores abandonaron los bancos de la «Cámara dorada», abroquelando sus panzas con escamas relucientes como las de los pescados del golfo; los cien ballesteros de la Pluma que escoltaban a la Señera llenaron de flechas sus aljabas, y los Judíos del barrio de la Xedrea hicieron magníficos negocios vendiendo todo su hierro viejo, sin perdonar lanza roma, espada mellada o coselete herrumbroso, a cambio de buenas y sonoras piezas de plata.

¡Y allá van las galeras valencianas, con las velas gibosas por el viento, escoltadas por un tropel de delfines que jugueteaban en la espuma de sus proas!... Cuando los moros las vieron de cerca echáronse a temblar, arrepentidos de su irreverencia con la Custodia, y eso que eran unos perros de entraña dura. ¿Valencianos y llevando al frente a los animosos blanquers? ¡Cualquiera los hacía cara!

La batalla duró varias días con sus noches, según el relato del señor Vicente. Llegaban nuevas remesas de moros; pero los valencianos, devotos y fieros, ¡mata que mata! Y comenzaban ya a sentirse fatigados de tanto despanzurrar infieles, cuando cátate que de una montaña vecina baja un león andando sobre sus patas traseras, igual que una persona decente, y llevando con gran reverencia en las delanteras la ansiada Custodia, la Custodia robada de Torreblanca.

La fiera la entregó ceremoniosamente a uno de los blanquers, seguramente a un abuelo del señor Vicente, y así se explicaba éste que su familia guardase durante siglos el honor de representar al amable animal en las procesiones de Valencia.

Después sacudió la melena, dio un rugido, y a este quiero y al otro también, a zarpadas y mordiscos, en un instante limpió el campo de infame morisma.

Los valencianos volvieron a embarcarse, llevando la Custodia como un trofeo. El «prior» de los blanquers saludó al león, ofreciéndole cortésmente la casa gremial, junto a las torres de Serranos, que podía considerar como suya. Muchas gracias; la fiera estaba acostumbrada al sol de África, y temía los cambios de temperatura.

Pero el oficio no era ingrato, y para perpetuar el buen recuerdo del amigo con melenas que tenía al otro lado del mar, siempre que en las fiestas de Valencia salía la bandera de los blanquers, marchaba tras ella un abuelo del señor Vicente, al son de los tambores, cubierto de pieles, con una carátula, que era el «vivo retrato» del respetable león, y llevando en las manos una Custodia de madera, pobre y mezquina, que hacía dudar del valor intrínseco de la de Torreblanca.

Gentes aviesas e irrespetuosas osaban afirmar que todo era mentira en aquel suceso, con gran indignación del señor Vicente. ¡Envidias! ¡Mala voluntad de los otros oficios, que no podían ostentar una historia tan gloriosa! Allí estaba como prueba la capilla gremial, y en ella el farol de popa de la nave, que los maliciosos sin conciencia afirmaban que era de muchos siglos después, y los atabales del gremio, y la gloriosa bandera, y las pieles apolilladas del león de los blanquers, en las que se habían enfundado todos sus antecesores, olvidadas ahora detrás del altar, bajo las telarañas y el polvo, pero que no por esto dejaban de ser tan respetables y verídicas como los sillares del Miguelete.

Y, sobre todo, estaba su fe, ardiente, incontradecible, capaz de acoger como una ofensa de familia la más leve irreverencia contra el león africano, ilustre amigo del gremio.


* * *


La procesión se verificó en una tarde de Junio. Los hijos, las nueras y los nietos del señor Vicente le ayudaron a embutirse en el «traje» de león, sudando angustiados con sólo el contacto de aquellas lanas teñidas de rojo. «Padre, que se va usted a asar.» «Abuelo, que se derretirá dentro de ese uniforme.»

Pero el viejo, insensible a las advertencias de la familia, agitaba con orgullo las apolilladas melenas, pensando en sus ascendientes; y se probaba la terrorífica carátula, un embudo de cartón que Imitaba, con un parecido remoto, las mandíbulas de la fiera.

¡Qué tarde de triunfos! Las calles repletas de gente; los balcones adornados con tapices, y sobre ellos filas de sombrillas multicolores defendiendo del sol las caras bonitas; el suelo cubierto de mirto y arrayán, una alfombra verde y olorosa, cuyo perfume parecía ensanchar los pulmones.

Abrían la marcha los «banderolas», con barbas de cáñamo, corona mural y dalmáticas listadas, llevando en alto los valencianos estandartes con enormes murciélagos y tamañas L L junto al escudo; después, al son de las dulzainas, trotaban las comparsas de indios bravos, pastorcillos de Belén, catalanes y mallorquines; luego pasaban los enanos, con monstruosas cabezotas, repiqueteando las castañuelas al compás de una marcha morisca; tras ellos, los gigantones del Corpus, y por fin, las banderas de los gremios: una fila interminable de banderas rojas oscurecidas por los años, y tan altas que los santirulicos de sus remates sobrepasaban los primeros pisos.

«¡Plom! ¡Rotoplom!», gruñían los tambores de los blanquers, instrumentos de una sonoridad bárbara, tan grandes, que con su peso hacían marchar encorvados a los que golpeaban sus parches. «¡Plom! ¡Rotoplom!», sonaban roncos, amenazadores, con salvaje gravedad, como si aún marcasen el paso de los tercios revolucionarios de las Germanías saliendo al encuentro del joven caudillo del emperador, aquel don Juan de Aragón, duque de Segorbe, que sirvió a Víctor Hugo de modelo para el romántico personaje de su Hernani. «¡Plom! ¡Rotoplom!» La gente corría, se empujaba para ver mejor el paso de los blanquers, prorrumpiendo en risas y gritos. ¿Qué era aquello?... ¿Un mono?... ¿Un salvaje?... ¡Ay! La fe del pasado hacia reír.

Los jóvenes del oficio, despechugados y en mangas de camisa, llevaban por turno la pesada bandera, haciendo suertes de equilibrio sosteniéndola en la palma de una mano o sobre los dientes, al compás de los redobles.

Los maestros ricos llevaban los cordones de honor, las bridas de la bandera, y detrás de ellos marchaba el león, el glorioso león de los blanquers, que va nadie conocía, y no marchaba de cualquier modo, sino dignamente, como lo aconsejaban las venerables tradiciones, como el señor Vicente había visto marchar a su padre, y éste al abuelo, siguiendo el ritmo de los tambores, haciendo una reverencia a cada paso tan pronto a la derecha como a la izquierda, agitando la Custodia a guisa de abanico, como una fiera cortes y bien criada que sabe los respetos debidos al público.

Los labriegos venidos a la fiesta abrían los ojos con asombro; las madres le señalaban con un dedo para que se fijasen en él sus chiquitines; pero éstos, enfurruñados, se abrazaban a sus cuellos, ocultando la cabeza para soltar lagrimones de terror.

Cuando la bandera hacía un alto, el glorioso león defendíase con las patas traseras de la nube irrespetuosa de pilletes que le rodeaba, intentando arrancar algunas guedejas de su apolillada melena. Otras veces la fiera miraba a los balcones para saludar con la Custodia a las muchachas bonitas, que se reían del mamarracho. Hacía bien el señor Vicente: por muy león que se sea, hay que mostrarse galante con el bello sexo.

El público abanicábase para encontrar una frescura momentánea en la ardorosa atmósfera; los horchateros iban entre la muchedumbre profiriendo gritos, llamados de todas partes y sin saber adónde acudir; los portadores dé la bandera y los tamborileros se limpiaban el sudor a la puerta de todos los cafetines y acababan por meterse en ellos para refrescar.

Pero el león siempre en su puesto. Se le reblandecía el cartón de las mandíbulas: caminaba con cierta pereza, apoyando la Custodia en las lanas del vientre, sin ganas ya de hacer la reverencia al público.

Los del oficio aproximábanse a él con gesto zumbón:

Cóm va això, so Visènt?

V el so Visènt rugía indignado desde el fondo de su embudo de cartón. ¿Cómo había de ir? Muy bien: él era capaz de seguir dentro de sus lanas, sin faltar al papel, aunque la procesión durase tres días. Eso de cansarse era para los jóvenes. E irguiéndose a impulsos del orgullo, continuaba haciendo la reverencia y marcando el paso con el vaivén de su Custodia de palo.

Tres horas duro el desfile. Cuando el pendón del oficio volvió a la catedral, comenzaba a anochecer.

«¡Plom! ¡Rotoplom!». La gloriosa bandera de los blanquers volvía a su casa gremial detrás de los tambores. El arrayán de las calles había desaparecido bajo el peso de la procesión. Ahora el suelo estaba cubierto de gotas de cera, hojas de rosa y chispas de talco. El litúrgico perfume del incienso flotaba en el ambiente. «¡Plom! ¡Rotoplom!». Los tambores estaban cansados; los chavales forzudos portadores de la bandera jadeaban, sin ganas ya de intentar proezas de equilibrio; los respetables maestros agarrábanse a los cordones del pendón como si éste los remolcase, quejándose de las botas nuevas y de sus juanetes; pero el león, el fatigado león (¡ah fiera fanfarrona!), que a veces parecía próximo a tenderse en el suelo, todavía se encabritaba para asustar al paso con un rugido a los matrimonios burgueses que tiraban de una ristra de chiquillos boquiabiertos y deslumbrados por la procesión.

¡Mentira! ¡Pura fachenda! El señor Vicente sabia cómo se encontraba dentro de sus pieles. Pero a nadie obligan a «hacer» de fiera, y el que se presta a ser león debe serlo hasta el fin.

En su casa, al caer sobre el sofá como un fardo de lanas, le rodearon hijos, nueras y nietos, apresurándose a despojarle de la carátula. Apenas reconocieron su cara, congestionada y roja, que parecía manar agua por todos los surcos de sus arrugas.

Intentaron quitarle las lanas, pero otra cosa le urgía a la fiera, pidiéndola con voz sofocada. Quería beber, se asfixiaba de calor. Inútil fué que la familia protestase, hablando de enfermedades. ¡Cordones! Él necesitaba beber en seguida. ¿Y quién osa resistir a un león enfurecido?...

Le trajeron del café más cercano mantecado en copita azul; un mantecado valenciano, de melosa dulzura e intenso perfume, destilando gotas de zumo ojanco de su torcida caperuza

Pero ¡mantecaditos a un león!... «¡Haaam!». Se lo tragó de golpe, ¡y como si nada! La sed, el calor, le agobiaban de nuevo, y rugía pidiendo otros refrescos.

La familia, por economía, pensó en la horchata de un cafetín cercano. A ver, que le trajesen un jarro lleno. Y el señor Vicente bebió y bebió, hasta que fué innecesario quitarle las pieles. ¿Para qué? Una pulmonía doble acabó con él en pocas horas. El glorioso y peludo «uniforme» de la familia le sirvió de mortaja.

Así murió el león de los blanquers, el último león de Valencia.

Y es que la horchata resulta mortal para las fieras. ¡Veneno puro!

El lujo

—La tenía sobre mis rodillas —dijo el amigo Martínez—, y comenzaba a fatigarme la tibia pesadez de su cuerpo de buena moza.

Decoración... la de siempre en tales sitios. Espejos de empañada luna con nombres grabados, semejantes a las telarañas; divanes de terciopelo desteñido, con muelles que chillaban escandalosamente; la cama, con teatrales colgaduras, limpia y vulgar como una acera, impregnada de ese lejano olor de ajo de los cuerpos acariciados; y en las paredes, retratos de toreros, cromos baratos con púdicas señoritas oliendo una rosa o contemplando lánguidamente a un gallardo cazador.

Era el aparato escénico de la celda de preferencia en el convento del vicio; el gabinete elegante, reservado para los señores distinguidos; y ella, una muchachota dura, fornida, que parecía traer el puro aire de los montes a aquel pesado ambiente de casa cerrada, saturado de colonia barata, polvos de arroz y vaho de palanganas sucias.

Al hablarme acariciaba con infantil complacencia las cintas de su bata: una soberbia pieza de raso, de amarillo rabioso, algo estrecha para su cuerpo, y que yo recordaba haber visto meses antes sobre los fláccidos encantos de otra pupila muerta, según noticias, en el hospital.

¡Pobre muchacha! Estaba hecha un mamarracho: los duros y abundantes cabellos peinados a la griega con hilos de cuentas de vidrio; las mejillas lustrosas por el roclo del sudor, cubiertas de espesa capa de velutina; y como para revelar su origen, los brazos de hombruna robustez, morenos y duros, se escapaban de las amplias mangas de su vestidura de corista.

Al verme seguir con mirada atenta todos los detalles de su extravagante adorno creyóse objeto de admiración, y echó atrás su cabeza con petulante gesto.

¡Criatura más sencilla!... Aun no habían entrado en ella las costumbres de la casa, y decía la verdad, toda la verdad, a los señores que deseaban saber su historia. La llamaban Flora, pero su nombre era Mari-Pepa. No era huérfana de coronel o de magistrado, ni contaba las novelas enrevesadas de amores y desventuras que urdían sus compañeras para justificar su presencia allí. La verdad, siempre la verdad; a ella la colgarían por franca. Sus padres eran labriegos acomodados de un pueblecillo de Aragón; campos propios, dos mulas en la cuadra, pan, vino y patatas abundantes todo el año; y por las noches, los mejores mozos del pueblo llegaban en rondalla bajo su ventana para ablandarle el corazón copla tras copla y llevarse con su moreno cuerpo de moza fuerte los cuatro bancales heredados del abuelo.

—Pero ¿qué quieres, hijo?... Me encontraba mal entre aquellas gentes: tanta rudeza no era para mí. Yo he nacido para señorita. Di: ¿por qué no

he de serlo? ¿No parezco tan buena como cualquiera otra?...

Y frotaba contra mi cuello su cabeza de amorosa dócil, de esclava sumisa a todos los caprichos a cambio de estar bien adornada.

—Aquellos gañanes —continuó— me causaban repugnancia. Me escapé con el estudiante, ¿sabes?, con el hijo del alcalde, y rodamos por el mundo, hasta que me abandonó, y vine a parar aquí, esperando algo mejor. Ya ves que la historia es corta...; no me quejo de nada, estoy contenta.

Y para demostrar su alegría, la infeliz cabalgaba sobre mis piernas, paseaba sus duros dedos por mi cabeza, despeinándome, y canturriaba el tango de moda torpemente, con su fuerte voz de campesina.

Confieso que sentí deseos de hablarle «en nombre de la moral», ese anhelo hipócrita que todos tenemos de propagar la virtud cuando estamos hartos y con el deseo muerto.

Ella alzó los ojos, asombrada al verme grave, predicándola, como un misionero que ensalzase la castidad con una cortesana sobre las rodillas; su mirada iba incesantemente de mi rostro austero a la inmediata cama. Era el buen sentido sublevado ante la incoherencia entre tanta virtud y los excesos de momentos antes.

De repente pareció comprender, y una carcajada hinchó su carnoso cuello.

—¡Asaúra!... Pero ¡qué gracia tienes! ¡Y con qué «sombra» sabes decir esas cosas! Pareces el cura de mi pueblo...

—No, Pepa; te hablo seriamente. Creo que eres una buena muchacha; no sabes dónde te has metido, y te lo aviso. Has caído muy bajo, pero mucho. Estás en lo último. Dentro del mismo vicio la mayoría de las mujeres se resisten y se niegan a las caricias que os exigen en esta casa. Aún puedes salvarte. Tus padres tienen para vivir; tú no has venido aquí empujada por la miseria. Vuelve a tu casa; lo pasado se olvidará: puedes mentir, inventar cualquier historia para justificar tu huida, y ¿quién sabe?... Cualquiera de los mozos que te cantaban se casará contigo, tendrás hijos y serás una mujer hornada.

La muchacha se ponía seria al con vencerse de que hablaba formalmente. Poco a poco fue resbalando de mis rodillas hasta quedar en pie, mirándome fijamente, como si de pronto viese una persona extraña y una muralla invisible se hubiese levantado entre los dos.

—¡Volver a mi casa! —dijo con duro acento—. Muchas gracias; sé bien lo que es eso. Levantarse antes de que amanezca, trabajar como una negra, ir al campo, llenarse de callos las manos. Mira, mira cómo las tengo aún.

Y me hacía tocar las durezas que abultaban las palmas de sus fuertes manos.

—Y todo esto, ¿a cambio de qué? ¿De ser honrada?... ¡Pa ti! No soy tonta ¡Toma, para los honrados!

Y acompañó estas palabras con unos cuantos ademanes indecorosos, aprendidos en su tertulia con las compañeras.

Después, canturriando, fué a mirarse en un espejo y saludó con una sonrisa la cabeza enharinada y cubierta de perlas falsas que asomaba a la turbia luna, contrayendo su boca pintada de rojo como la de un clown.

Cada vez más aferrado a mi papel de virtuoso, seguí sermoneándola desde mi asiento, envolviendo en sonoras palabras esta hipócrita propaganda. Hacía mal; debía pensar en el futuro. El presente no podía ser malo ¿Qué era ella? Menos que una esclava: un mueble: la explotaban, la robaban, y después... después sería peor: el hospital, las enfermedades asquerosas...

Pero otra vez su brutal carcajada me interrumpió.

—¡Vaya, chico déjame en paz!

Plantándose ante mí me envolvió en una mirada de inmensa compasión.

—¡Pero. hijo, qué tonto eres! ¿Crees que puedo volver a aquella vida de perros habiendo probado ésta?... No; yo he nacido para el lujo.

Y abarcando con una mirada de devota admiración los sillones cojos, el diván desteñido y aquella cama por donde pasaba todo el mundo, comenzó a pasear, gozándose en el fru-fru de su cola al arrastrarse por el suelo, acariciando con las manos los pliegues de aquella bata que aún parecía conservar el calor del cuerpo de la otra.

La rabia

De toda la contornada acudían los vecinos de la huerta a la barraca de Caldera, entrando en ella con cierto encogimiento, mezcla de emoción y de miedo.

¿Cómo estaba el chico? ¿Iba mejorando?... El tío Pascual, rodeado de su mujer, sus cuñadas y hasta los más remotos parientes, congregados por la desgracia, acogía con melancólica satisfacción este interés del vecindario por la salud de su hijo. Sí: estaba mejor. En dos días no le había dado aquella «cosa» horripilante que ponía en conmoción a la barraca. Y los taciturnos labradores amigos de Caldera, las buenas comadres vociferantes en sus emociones, asomábanse a la puerta del cuarto, preguntando con timidez: «¿Cóm estás?».

El único hijo de Caldera estaba allí, unas veces acostado, por imposición de su madre, que no podía concebir enfermedad alguna sin la taza de caldo y la permanencia entre sábanas; otras veces sentado, con la quijada entre las manos, mirando obstinadamente al rincón más oscuro del cuarto. El padre, frunciendo sus cejas abultadas y canosas, paseábase bajo el emparrado de la puerta al quedar solo, o a impulsos de la costumbre iba a echar un vistazo a los campos inmediatos, pero sin voluntad para encorvarse y arrancar una mala hierba de las que comenzaban a brotar en los surcos. ¡Lo que a él le importaba ahora aquella tierra, en cuyas entrañas había dejado el sudor de su cuerpo y la energía de sus músculos!... Sólo tenía aquel hijo, producto de un tardío matrimonio, y era un robusto mozo, trabajador y taciturno como él; un soldado de la tierra, que no necesitaba mandatos y amenazas para cumplir sus deberes; pronto a despertar a medianoche, cuando llegaba el turno del riego y había que dar de beber a los campos bajo la luz de las estrellas; ágil para saltar de su cama de soltero en el duro banco de la cocina, repeliendo zaleas y mantas y calzándose las alpargatas al oír la diana del gallo madrugador.

El tío Pascual no le había sonreído nunca. Era el padre al uso latino; el temible dueño de la casa, que, al volver del trabajo, comía solo, servido por la esposa, que aguardaba en pie, con una expresión sumisa. Pero esta máscara grave y dura de patrono omnipotente ocultaba una admiración sin límites hacia aquel mozo que era su mejor obra. ¡Con qué rapidez cargaba un carro! ¡Cómo sudaba las camisas al manejar la azada con un vigoroso vaivén que parecía romperle por la cintura! ¿Quién montaba como él las jacas en pelo, saltando gallardamente sobre sus flancos con sólo apoyar la punta de una alpargata en las patas traseras de la bestia?... Ni vino, ni pendencias, ni miedo al trabajo. La buena suerte le había ayudado con un número alto al llegar la quinta, y para San Juan pensaba casarse con una muchacha de una alquería cercana, que traería con ella algunos pedazos de terreno al venir a la barraca de sus suegros. La felicidad; una continuación honrada y tranquila de las tradiciones de familia; otro Caldera, que, al envejecer el tío Pascual, seguiría trabajando las tierras fecundadas por los ascendientes, mientras un tropel de pequeños Calderitas, más numerosos cada año, jugarían en torno del rocín enganchado al arado, mirando con cierto temor al abuelo, de ojos lagrimeantes por la ancianidad y concisas palabras, sentado al sol en la puerta de la barraca.

¡Cristo! ¡Y cómo se desvanecen las ilusiones de los hombres!... Un sábado, al volver Pascualet de casa de su novia, cerca de medianoche, un perro en una senda de la huerta; una mala bestia silenciosa que surgió de un cañar, y en el mismo instante que el mozo se agachaba para arrojarle una piedra, hizo presa en uno de sus hombros. La madre, que le aguardaba en las noches de noviazgo para abrirle la puerta, prorrumpió en gemidos al contemplar el lívido semicírculo con la huella roja de los dientes, y anduvo por la barraca preparando cataplasmas y bebedizos.

El muchacho rió de los miedos de la pobre mujer: «¡Calle, mare, calle!». No era la primera vez que le mordía un perro. Guardaba en el cuerpo lejanas señales de su época de niño, cuando andaba por las huertas apedreando a los canes de las barracas. El viejo Caldera habló desde la cama, sin mostrar emoción. Al día siguiente iría su hijo a casa del veterinario para que le chamuscase la carne con un hierro candente. Así lo mandaba él, y no había más que hablar. El muchacho sufrió la operación impasible, como un buen mozo de la huerta valenciana. Total, cuatro días de reposo, y aun así, su valentía para el trabajo le hizo arrostrar nuevos dolores, ayudando al padre con los brazos doloridos. Los sábados, al presentarse después de puesto el sol en la alquería de su novia, le preguntaban siempre por su salud. «¿Cómo va lo del mordisco?». Él encogía los hombros alegremente ante los ojos interrogantes de la muchacha, y acababan los dos por sentarse en un extremo de la cocina, permaneciendo en muda contemplación o hablando de las ropas y la cama para su matrimonio sin osar aproximarse, erguidos y graves dejando entre sus cuerpos el espacio necesario «para que pasase una hoz» según decía riendo el padre de la novia.

Transcurrió más de un mes. La esposa de Caldera era la única que no olvidaba el accidente. Seguía con ojos de ansiedad a su hijo. ¡Ay Reina soberana! La huerta parecía abandonada de Dios y de su santa Madre. En la barraca del Templat, un niño sufría los tormentos del Infierno por haberle mordido un perro rabioso. Las gentes de la huerta corrían aterradas a contemplar a la pobre criatura: un espectáculo que la Infeliz madre no osaba presenciar, pensando en su hijo. ¡Si aquel Pascualet, alto y robusto como una torre, iría a tener la misma suerte del desdichado niño!...

Un amanecer, el hijo de Caldera no pudo levantarse de su banco de la cocina y la madre le ayudó a pasar a la gran cama matrimonial, que ocupaba una parte del estudi, la mejor habitación de la barraca. Tenía fiebre; se quejaba de agudos dolores en el sitio de la mordedura; extendíase por todo su cuerpo un intenso escalofrío haciéndole rechinar los dientes y empañando sus ojos con una opacidad amarillenta. Llegó sobre la vieja yegua trotadora don José, el médico más antiguo de la huerta, con sus eternos consejos de purgantes para toda clase de enfermedades y paños de agua de sal para las heridas. Al ver al enfermo torció el gesto. ¡Malo, malo! Aquello parecía cosa mayor: era asunto de los padres graves de la Medicina que estaban en Valencia y sabían más que él. La mujer de Caldera vio a su marido enganchar el carro y obligar a Pascualet a subir a él. El muchacho, repuesto ya de su dolencia, sonreía afirmando no sentir más que un ligero escozor. Cuando regresaron a la barraca el padre parecía más tranquilo. Un médico de la ciudad había dado un pinchazo al chico. Era un señor muy serio, que infundía ánimo a Pascualet con buenas palabras al mismo tiempo que lo miraba fijamente, lamentando que se hubiese tardado en buscarlo. Durante una semana fueron los dos hombres todos los días a Valencia, pero una mañana el mozo no pudo moverse. Reapareció con más intensidad aquella crisis que hacía gemir de miedo a la pobre madre. Chocaba los dientes, lanzando un gemido que cubría de espuma las comisuras de su boca; sus ojos parecían hincharse, poniéndose amarillentos y salientes como enormes granas de uva; se incorporaba, retorciéndose a impulsos de interno martirio, y la madre se colgaba de su cuello con alaridos de terror, mientras Caldera, atleta silencioso, cogíale los brazos con tranquila fuerza, pugnando por mantenerle inmóvil.

Fill meu!, fill meu! —lloraba la madre.

¡Ay, su hijo! Apenas si lo reconocía viéndolo así. Parecíale otro, como si sólo quedase de él la antigua envoltura, como si en su interior se hubiese alojado un ser infernal que martirizaba esta carne surgida de sus maternales entrañas, asomándose a los ojos con lívidos fulgores.

Después llegaba la calma, el anonadamiento. y todas las mujeres del contorno, reunidas en la cocina, deliberaban sobre la suerte del enfermo, abominando del médico de la ciudad y de sus diabólicos pinchazos. Él era quien le había puesto así; antes de que el muchacho se sometiese a su curación estaba mucho mejor. ¡Bandido! ¡Y el Gobierno sin castigar a estas malas personas!... No existían otros remedios que los antiguos, los «probados», los que eran producto de la experiencia de gentes que por haber vivido antes sabían mucho más. Un vecino partió en busca de cierta bruja, curandera milagrosa para mordeduras de perros y serpientes y picadas de alacranes; otra trajo a un cabrero viejo y cegato, que curaba por la gracia de su boca, sólo con hacer unas cruces de saliva sobre la carne enferma. Los bebedizos de hierbas de la montaña y los húmedos signos del pastor fueron interpretados como señales de inmediata curación al ver al enfermo inmóvil y silencioso por unas horas, mirando al suelo con cierto asombro, como si percibiese en su interior el avance de algo extraño que crecía y crecía, apoderándose de él. Luego, al repetirse

la crisis, surgía la duda entre las mujeres, discutiendo nuevos remedios. La novia se presentaba con sus ojazos de virgen morena húmedos de lágrimas, avanzando tímidamente hasta llegar junto al enfermo. Se atrevía por primera vez a cogerle de la mano, enrojeciendo bajo su tez de canela por esta audacia. «Cóm estás?». Y él, tan amoroso en otros tiempos, se desasía de su presión cariñosa, volviendo los ojos para no verla, queriendo ocultarse, como avergonzado de su situación. La madre lloraba. ¡Reina de los cielos! Estaba muy malo: iba a morir, ¡Si al menos pudiera saberse cuál era el perro que le había mordido, para cortarle la lengua, empleándola en un emplasto milagroso, como aconsejaban las personas de experiencia!...

Sobre la huerta parecían haberse desplomado todas las cóleras de Dios. Unos perros habían mordido a otros; ya no se sabía cuáles eran los temibles y cuáles los sanos ¡Todos rabiosos! Los chicuelos permanecían recluidos en las barracas, espiando por la puerta entreabierta los inmensos campos con mirada de terror; las mujeres iban por los tortuosos senderos en compacto grupo, inquietas, temblorosas, acelerando el paso cuando tras los cañares de las acequias sonaba un ladrido; los hombres contemplaban con recelo a los perros domésticos, fijándose en su babear jadeante o en sus ojos tristes; y el ágil galgo compañero de caza, el gozque labrador guardián de la vivienda, el feo mastín que marchaba atado al carro para cuidar de él durante la ausencia del dueño, eran puestos en observación o sacrificados fríamente detrás de las paredes del corral sin emoción alguna.

«¡Ahí van! ¡Ahí van!», gritaban de barraca en barraca, anunciando el paso de una tropa de canes, rugientes, famélicos, con las lanas o los pelos sucios de barro, los cuales corrían sin encontrar reposo, perseguidos día y noche con la locura del acosamiento en la mirada. La huerta parecía estremecerse, cerrando las puertas de las viviendas y erizándose de escopetas. Partían tiros de los cañares, de los altos sembrados, de las ventanas de las barracas; y cuando los vagabundos, repelidos y perseguidos por todos lados, iban en su loco galope hacia el mar, como si los atrajera el aíre húmedo y salobre batido por las olas, los carabineros acampados en la ancha faja de arena echábanse los mausers a la cara, recibiéndolos con una descarga. Retrocedían los perros, escapando entre las gentes que marchaban a sus alcances escopeta en mano, y quedaba tendido alguno de ellos al borde de una acequia. Por la noche, la rumorosa lobreguez de la vega rasgábase con lejanos fogonazos y disparos. Todo bulto movible en oscuridad atraía una bala: los sordos aullidos en torno de las barracas eran contestados a escopetazos. Los hombres sentían miedo de su mutuo terror y evitaban encontrarse.

Apenas cerrada la noche, quedaba la huerta sin una luz, sin una persona en sus sendas, como si la muerte se enseñorease de la lóbrega llanura, verde y sonriente a las horas de sol. Una manchita roja, una lágrima de luz temblaba en esta oscuridad. Era de la barraca de Caldera, donde las mujeres, sentadas en el suelo, en torno del candil, suspiraban despavoridas, aguardando el alarido estridente del enfermo, el castañeteo de sus dientes, las ruidosas contorsiones de su cuerpo al enroscarse, pugnando por repeler los brazos que lo sujetaban.

La madre se colgaba del cuello de aquel furioso, que infundía miedo a los hombres. Apenas lo reconocía: era otro, con sus ojos fuera de las órbitas, su cara lívida o negruzca, sus ondulaciones de bestia martirizada, mostrando la lengua jadeante entre borbotones de espuma, con las angustias de una sed insaciable. Pedía morir con tristes aullidos; golpeaba su cabeza en las paredes; intentaba morder, pero aun así, era su hijo y ella no sentía el miedo que los demás. Su boca amenazante deteníase junto a aquel rostro macilento mojado en lágrimas: Mare!, mare! La reconocía en sus cortos momentos de lucidez. No debía temerle; a ella no la mordería jamás. Y como si necesitara hacer presa en algo para saciar su rabia, clavábase los dientes en los brazos, ensañándose hasta hacer saltar la sangre.

Fill meu!, fill meu!, gemía la mujer; y le limpiaba la mortal espuma de la boca, llevándose después el pañuelo a los ojos, sin temor al contagio. Caldera en su gravedad sombría, no prestaba atención a los ojos amenazadores del enfermo, fijos en él con impulsiva acometividad. Al padre no lo respetaba; pero enérgico varón, arrostrando la amenaza de su boca, sujetábalo en la cama cuando intentaba huir, como si necesitase pasear por el mundo el horrible dolor que devoraba sus entrañas.

Ya no surgían las crisis con largos intervalos de calma. Eran casi continuas, y el enfermo se agitaba, desgarrado y sangriento por sus mordiscos la cara negruzca, los ojos temblones y amarillos, como una bestia monstruosa distinta en todo a la especie humana. El viejo médico ya no preguntaba por el enfermo. ¿Para qué? Todo había terminado. Las mujeres lloraban sin esperanza. La muerte era segura; sólo lamentaban las largas horas, los días, tal vez, que le quedaban al pobre Pascualet de atroz martirio.

Caldera no encontraba entre sus parientes y amigos hombres valerosos que le ayudasen a contener al enfermo. Todos miraban con terror la puerta del estudi, como si tras ella se ocultase el mayor de los peligros. Andar a escopetazos por senderos y acequias era cosa de hombres. El navajazo se podía devolver; la bala se contesta con otra; pero, ¡ay!, aquella boca espumante que mataba con un mordisco... ¡Aquel mal sin remedio que enroscaba a los hombres en interminable agonía, como una lagartija partida por el azadón!...

Ya no conocía a su madre. En los últimos momentos de lucidez la había repelido con amorosa brusquedad ¡Debía irse!... ¡Que no la viese!... ¡Temía hacerla daño! Las amigas arrastraron a la pobre mujer fuera del estudi, manteniéndola sujeta, lo mismo que al hijo, en un rincón de la cocina. Caldera, con un supremo esfuerzo de su voluntad moribunda, ató el enfermo a la cama. Temblaron sus gruesas cejas con parpadeo de lágrimas al apretar la soga, sujetando al mozo sobre aquel lecho en el que había sido engendrado. Sintió lo mismo que si lo amortajasen y le abrieran la fosa. Se agitaba entre sus recios brazos con locas contorsiones; tuvo que hacer un gran esfuerzo para vencerlo bajo las ligaduras que se hundían en sus carnes... ¡Haber vivido tantos años, para verse al fin obligado a este trabajo! ¡Crear una vida, y desear que se extinguiese cuanto antes, horrorizado por tanto dolor inútil!... ¡Señor Dios! ¿Por qué no acabar pronto con aquel pobrecito, ya que su muerte era inevitable?...

Cerró la puerta del estudi, huyendo del rugido estridente que espeluznaba a todos; pero el jadear de la rabia siguió sonando en el silencio de la barraca, coreado por los ayes de la madre y el llanto de las otras mujeres agrupadas en torno del candil, que acababa de ser encendido.

Caldera dió una patada en el suelo. ¡Silencio las mujeres! Pero por vez primera vióse desobedecido, y salió de la barraca huyendo de este coro de dolor.

Descendía la noche. Su mirada fué hacia la estrecha faja amarillenta que aún marcaba en el horizonte la fuga del día. Sobre su cabeza brillaban las estrellas. De las viviendas, apenas visibles, partían relinchos, ladridos y cloqueos, últimos estremecimientos de la vida animal antes de sumirse en el descanso. Aquel hombre rudo sintió una impresión de vacío en medio de la Naturaleza, insensible y ciega para los dolores de las criaturas. ¿Qué podía importarles a los puntos de luz que lo miraban desde lo alto lo que él sufría en aquellos momentos?... Todas las criaturas eran iguales: lo mismo las bestias que perturbaban el silencio del crepúsculo antes de adormecerse, que aquel pobrecito semejante a él, que se enroscaba atado en el más atroz de los martirios. ¡Cuántas ilusiones en su vida!... Y de una dentellada, un animal despreciable, tratado a patadas por el hombre, acababa con todas ellas, sin que en el Cielo ni en la Tierra existiese remedio...

Otra vez el lejano aullido del enfermo llegó a sus oídos a través de la ventanilla abierta del estudi. Las ternuras de los primeros tiempos de la paternidad emergieron del fondo de su alma. Recordó las noches pasadas en claro en aquel cuarto, paseando al pequeño. que gemía con los dolores de la infancia. Ahora gemía también, pero sin esperanza, en los tormentos de un Infierno anticipado, y al final... la muerte.

Hizo un gesto de miedo, llevándose las manos a la frente como si quisiera alejar una idea penosa. Después pareció dudar... ¿Por qué no?...

—¡Pa que no pene! ¡Pa que no pene!

Entró en la barraca, para volver a salir inmediatamente con su vieja escopeta de dos cañones, y corrió al ventanillo como si temiera arrepentirse, introduciendo el arma por su abertura.

Otra vez oyó el angustioso jadear, el choque de dientes, el aullido feroz pero muy próximos, como si estuviese él junto al enfermo. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, vieron la cama en el fondo de la lóbrega habitación, el bulto que se revolvía en ella, la mancha pálida del rostro apareciendo y ocultándose en desesperadas contorsiones.

Tuvo miedo al temblor de sus manos, a la agitación de su pulso, él, hijo de la huerta, sin otra diversión que la caza, acostumbrado a abatir los pájaros casi sin mirarlos.

Los alaridos de la pobre madre le hicieron recordar otros lejanos, muy lejanos, veintidós años antes, cuando daba a luz su único hijo sobre aquella misma cama.

¡Acabar así!... Sus ojos, al mirar al cielo, lo vieron negro, intensamente negro, sin una estrella, oscurecidos por las lágrimas... «¡Señor! ¡Pa que no pene! ¡Pa que no pene!». Y repitiendo estas palabras, se afirmó la escopeta en el hombro, buscando las llaves con dedo tembloroso... ¡Pam! ¡Pam!

El sapo

—Veraneaba yo en Nazaret—dijo el amigo Orduña—. un pueblecito de pescadores cercano a Valencia. Las mujeres iban a la ciudad a vender el pescado; los hombres navegaban en sus barquitas de vela triangular, o tiraban de las redes en la playa; los veraneantes pasábamos el día durmiendo y la noche en la puerta de nuestras casas, contemplando la fosforescencia de las olas o abofeteándonos al percibir el zumbido de los mosquitos, tormento de las horas de descanso.

El médico, un señor viejo, rudo y burlón, venia a sentarse bajo el emparrado de mi puerta, y juntos pasábamos la noche, con el botijo o la sandía al lado, hablando de su clientela, gente marítima o terral, crédula, ruidosa e insolente en sus expansiones, dedicada a la pesca y al cultivo de los campos. A veces reíamos al recordar la enfermedad de Visanteta, la hija de la Soberana, vieja vendedora de pescado que justificaba su apodo por el volumen y la estatura, así como por la arrogancia con que trataba a las compañeras de mercado, imponiéndoles su voluntad a fuerza de peleas. La mejor muchacha del pueblo la tal Visanteta; pequeñita, maliciosa, de gran labia, sin otra belleza en su cara morena que la de la juventud; pero con unos ojos punzantes y una gracia para mostrarse tímida, débil e interesante que enloquecía a los mozos del pueblo. Su novio era Carafosca, valeroso pescador, capaz de navegar sobre un madero. Olas adentro, le admiraban todos por su audacia; en tierra, metía miedo por su mutismo provocador y la facilidad con que desnudaba la faca acometedora. Feo, pesado y agresivo, como las enormes bestias que de tarde en tarde aparecían en las aguas de Nazaret devorando toda la pesca, iba las tardes de domingo al lado de su novia, camino de la iglesia, y cada vez que la muchacha alzaba la cabeza para hablarle entre remilgos y ceceos de niña mimada y doliente, Carafosca esparcía en torno de él los bizcos ojos con expresión de reto, como desafiando al pueblo entero, a los campos, a la playa y al mar, a que viniesen todos a disputarle su Visanteta.

Un día circuló por Nazaret la más estupenda noticia. La hija de la Soberana tenía un animal en el cuerpo. Se hinchaban sus entrañas, la lenta deformación revelábase al través de zagalejos y faldas; su cara perdía color, y unas bascas angustiosas, acompañadas de vómitos, ponían en conmoción su barraca, haciendo prorrumpir a la madre en desesperados lamentos y correr azoradas a las vecinas. Muchos sonrieron al hablar de esta dolencia. ¡Que se lo contasen a Carafosca!... Pero los incrédulos cesaron en sus malicias y sospechas al ver a éste triste y desesperado por la enfermedad de su novia, implorando su curación con el fervor de un alma simple, para lo cual entraba en la pequeña iglesia del pueblo, él, que había sido siempre un pagano, blasfemador de Dios y de los santos.

Sí, era una enfermedad extraña y horrible. La gente, en su predisposición a creer en toda clase de dolencias extraordinarias y raras, sabía ya con certeza qué era aquello. Visanteta tenía un sapo en la barriga. Habla bebido agua en una charca del cercano río, y la mala bestia, pequeña, casi imperceptible, habíase colado en su estómago, creciendo desmesuradamente. Las buenas vecinas, trémulas de asombro, acudían a la barraca de la Soberana para examinar a la chica. Todas con cierta solemnidad, palpaban el hinchado abdomen, buscando en su tirante superficie el relieve de la oculta bestia. Algunas, más viejas y experimentadas, sonreían con expresión triunfante. Estaba allí, bajo su mano sentían las palpitaciones de su vida, se movía... sí, ¡se movía! Y tras grave deliberación, acordaban los remedios para expulsar al incómodo huésped. Daban a la chica cucharadas de miel de romero para que la mala bestia acudiese golosa, y cuando más tranquila estaba en su regodeo, ¡cataplum! una inundación de jugo de cebolla con vinagre que la hiciese salir a todo galope. Al mismo tiempo le aplicaban al vientre milagrosos emplastos, para que el aspo, sin un momento de calma, escapase despavorido: estopas mojadas en aguardiente y saturadas de incienso; marañas de cáñamo embreado del calafateo de las barcas; hierbas del monte; simples pedazos de papel con números, cruces y el sello de Salomón, vendidos por un curandero de la ciudad. Visanteta creía morir con estos remedios que entraban por su boca. Estremecíase por las escalofríos del asco, se arqueaba en horribles náuseas, como si fuese a expeler las entrañas, pero el odioso sapo no se dignaba asomar una de sus patas; y la Soberana ponía el grito en el cielo. ¡Ay su hija!... Jamás lograrían tales remedios echar fuera al perverso animal; era mejor dejarlo tranquilo y que no martirizase a la chica; darle mucho de comer, que no se nutriera solo con el jugo de su Visanteta, cada vez mas paliducha y débil.

Y como la Soberana era pobre, todas las amigas, a impulsos de la compasiva solidaridad de la gente popular, se dedicaron al sustento de Visanteta para que el sapo no la molestase. Las pescadoras, al volver de la plaza, le traían pastelillos comprados en establecimientos de la ciudad donde sólo entran señores; en la playa, al repartirse la pesca, apartaban alguna pieza jugosa de las que sirven para una sopa suculenta; las vecinas con puchero a la lumbre sacaban en tazas la flor del caldo, llevándolas lentamente, para que no se derramase, a la barraca de la Soberana; las jícaras de chocolate presentábanse en la tarde una tras otra.

Visanteta resistíase ante el enorme obsequio. ¡No podía más! ¡Estaba harta! Pero la madre avanzaba el peludo hocico con expresión imperiosa. «¡A comer he dicho!» Debía pensar en lo que llevaba dentro... Y sentía un afecto oscuro e indefinible por aquella bestia misteriosa albergada en las entrañas de su hija. Se la imaginaba, la veía; era su orgullo.

Gracias a ella, el pueblo tenía los ojos puestos en la barraca, la tertulia de vecinas era continua, y la Soberana no encontraba mujer en su camino que no la detuviese para pedirle noticias.

Sólo una vez había llamado al médico, viéndole pasar ante la puerta, pero sin deseo, sin esperanza alguna. ¿Qué podía hacer aquel pobre señor contra un animal tan tenaz?... Y a!

oir que, no contento con las explicaciones de ella y de su hija y los audaces toqueteos por encima de las ropas, hablaba de un reconocimiento interior, la fiera matrona casi lo puso en la puerta. ¡Descarado! En seguida iba a darse el gusto de ver a su chica de este modo, la pobrecita, tan vergonzosa y tan buena, que enrojecía sólo al pensar en tales proposiciones...

Los domingos por la tarde iba Visanteta a la iglesia figurando a la cabeza de las Hijas de María. Su vientre voluminoso era mirado con admiración por las muchachas. Todas la preguntaban ávidamente por el sapo, y Visanteta respondía con languidez. Ahora la dejaba tranquila. Habla crecido mucho al comer bien; se agitaba algunas veces, pero le hacía menos daño. Una tras otra ponían sus manos todas ellas para sentir los movimientos de la bestia invisible, y admiraban la superioridad de su amiga. El cura, santo varón de piadosa sencillez, fingía no enterarse de la femenil curiosidad, y pensaba con asombro en las cosas que hace Dios para poner a prueba a sus criaturas. Después, al finalizar la tarde, cuando el coro entonaba con voces suaves los gozos en loor de Nuestra Señora del Mar, cada una de aquellas vírgenes ponía su pensamiento en la misteriosa bestia, pidiendo fervorosamente que la pobre Visanteta se viese libre de ella cuanto antes.

Carafosca también gozaba de cierta popularidad por las dolencias de su novia. Le llamaban las mujeres, le detenían los pescadores viejos para preguntarle por el animal que martirizaba a la muchacha. «Pobreta!, pobreta!» mugía con acento de amorosa conmiseración. No decía más, pero sus ojos revelaban un deseo vehemente de cargar cuanto antes con Visanteta y su sapo, pues éste le inspiraba cierto afecto por ser cosa de ella.

Una noche, estando el médico en mi puerta, vino a buscarle una mujer con dramáticas aspavientos. La hija de la Soberana estaba muy enferma, debía ir corriendo en su auxilio. El médico levantó los hombros. «¡Ah, sí; el sapo!» Y no mostraba deseos de moverse. Inmediatamente llegó otra, con gestos más vehementes aún. ¡La pobre Visanteta! ¡Iba a morir! Sus gritos se oían en toda la calle. La mala bestia se la estaba comiendo las entrañas...

Seguí al doctor, arrastrado por la curiosidad que ponía en conmoción a todo el pueblo. Al llegar a la barraca de la Soberana, tuvimos que abrirnos paso a través de un compacto grupo de mujeres que obstruía la puerta, derramándose por el interior. Un grito angustioso, un alarido de desgarramiento, venia de lo más hondo de la vivienda por encima de las cabezas curiosas o aterradas. El vozarrón de la Soberana contestaba con aclamaciones suplicantes. ¡Su hija! ¡Ay, Señor, su pobre hija!...

La llegada del médico fué acogida con un coro de exigencias de las comadres. La pobre Visanteta revolvíase furiosa, no pudiendo sufrir tanto tormento, con los ojos extraviados y las facciones desencajadas. Había que operarla, abrir sus entrañas, echar fuera cuanto antes aquel demonio verde y viscoso que la estaba devorando.

El médico siguió adelante, sin hacer caso, y antes de que yo llegase junto a él sono su voz en el repentino silencio, con brusquedad malhumorada:

—¡Pero, Señor, si lo que tiene esta chica es que va a...!

Antes de que terminase, todos adivinaron en la brutalidad de su acento lo que iba a decir. Conmovióse la aglomeración de mujeres con el empuje de la Soberana, como las olas del mar bajo el vientre de una ballena. Avanzó sus manos hinchadas, de uñas amenazantes, barbotando injurias, mirando al médico con ojos homicidas. ¡Ladrón! ¡Borracho! ¡Fuera de su casa!... La culpa era del pueblo, que mantenía a un hombre sin religión. ¡Iba a comérselo! ¡Debían dejarla!... Y se debatía furiosa entre las amigas, pugnando por librarse de ellas y arañar al médico. A sus alaridos vengativos uníase el balido débil de Visanteta protestando entre los ayes que le arrancaba el dolor. ¡Mentira! ¡Que se fuese aquel mal hombre! ¡Boca de infierno! ¡Todo mentira!...

Pero el médico iba de un lado a otro pidiendo agua, pidiendo trapos, arrebatado e imperioso en sus órdenes, sin prestar atención a las amenazas de la madre y a los lamentos de la hija, cada vez más fuertes y desgarradores. De pronto rugió como si la matasen, y hubo un remolino de curiosidad en torno del médico, invisible para mí. ¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mala persona! ¡Calumniador!... Pero las protestas de Visanteta ya no sonaban aisladas. A su voz de victima inocente, que parecía pedir justicia al Cielo, unióse el vagido de unos pulmones que aspiraban el aire por vez primera.

Ahora las amigas de la Soberana tuvieron que contenerla para que no cayese sobre su hija. ¡Iba a matarla! ¡Perra! ¿De quién era aquello?... Y bajo el terror de las amenazas, la enferma, que aún suspiraba «¡mentira!, ¡mentira!», acabó por hablar. Un mozo de la huerta, al que no había visto más; un descuido al anochecer...; ella ya no se acordaba. ¡No se acordaba!... E insistía en esta falta de memoria como si fuese una excusa irrebatible.

Se aclaró el gentío. Todas las mujeres sentían el ansia de propalar la noticia. Al salir nosotros, la Soberana, avergonzada y llorosa, pretendió arrodillarse ante el médico, queriendo besar una de sus manos. «¡Ay don Antóni... ¡Don Antóni!» Le pedía perdón por sus insultos; desesperábase al pensar en los comentarios del pueblo. ¡Lo que a ellas les aguardaba!...

Al día siguiente, los muchachos que cantaban tirando de las redes inventarían nuevas coplas. ¡La canción del sapo! Su vida iba a ser imposible... Pero más le aterraba aún el recuerdo de Carafosca. Conocía bien a aquel bruto. A la pobre Visanteta la mataría apenas saliese a la calle; ella tendría igual suerte, por ser su madre y no haberla vigilado. «¡Ay don Antòni!». Le pedía de rodillas que viese a Carafosca. Él, que era tan bueno y sabía tanto, debía convencerle con sus palabras, hacerle jurar que no las molestaría, que se olvidaría de ellas.

El médico acogió estas súplicas con la misma indiferencia que las amenazas, y contestó con brusquedad. Ya decidiría; era asunto delicado. Pero una vez en la calle, levantó los hombros con resignación: «Vamos a ver a ese animal.»

Lo sacamos de la taberna y comenzamos a pasear los tres por la oscura playa. El pescador parecía intimidado al verse entre dos personas tan importantes. Don Antonio le habló de la superioridad indiscutible de los hombres desde los primeros la Creación; del desprecio con que deben ser miradas las hembras por su falta de formalidad; de su inmenso número y lo fácil que resulta escoger otra cuando la que tenemos nos da un disgusto..., y acabó por contar rudamente lo ocurrido.

Carafosca dudaba, como si no comprendiese bien las palabras. Peco a poco, en su espesa inteligencia, iba abriéndose camino la certidumbre. Redèu, redèu! Y se daba furiosos rasguñones por debajo de la gorra, y se llevaba después las manos a la cintura como si buscase la temible faca.

El médico quiso consolarlo. Debía olvidar a Visanteta: nada de hacer el guapo queriendo matarla. Encontraría otras mejores. Aquella mosquita muerta no merecía que un buen mozo como él fuese a presidio. El verdadero culpable era ciertamente aquel labrador desconocido; pero... ¡y ella! ¡Y la facilidad con que... se descuidaba, no acordándose después!...

Paseamos mucho rato en penoso silencio, sin otra novedad que los rasguñones que Carajosca se daba en la cabeza y la faja. De pronto nos sorprendió con el bramido de su voz, hablándonos en castellano, para mayor solemnidad:

—¿Quieren que les diga una cosa?... ¿Quieren cue les diga una cosa?

Nos miraba con ojos agresivos, lo mismo que si tuviera enfrente al odiado y desconocido mozo de la huerta y fuese a caer sobre él. Adivinábase que su torpe pensamiento acababa de adoptar una resolución firmísima... ¿Qué cosa era aquélla? Podía hablar.

—Pues les digo —articulo con lentitud, como si fuéramos enemigos a los que deseaba confundir—, les digo... que ahora la quiero más.

En nuestro asombro, no sabiendo qué contestar, le dimos la mano.

Compasión

A las diez de la noche, el conde de Sagreda entró en su Círculo del bulevar de los Capuchinos. Gran movimiento de los criados para tomarle el bastón, el sombrero de innumerables reflejos y el gabán de ricas pieles, que, al separarse de sus hombros, dejó al descubierto la pechera de inmaculada nitidez, la gardenia de una solapa, todo el uniforme negro y blanco, discreto y brillante, de un gentleman que viene de comer.

La noticia de su ruina era conocida en el Círculo. Su fortuna, que quince años antes había despertado cierta resonancia en París, desparramándose fastuosamente a los cuatro vientos, estaba agotada. El conde vivía de los restos de su opulencia, como esos náufragos que subsisten sobre los despojos del buque, retardando entre angustias la llegada de la última hora. Los mismos criados que se agitaban en torno de él como esclavos de frac, conocían su desgracia y comentaban sus apuros vergonzosos; pero ni el más leve reflejo de insolencia turbaba el agua incolora de sus ojos, petrificada por la servidumbre. ¡Era tan gran señor! ¡Había tirado su dinero con tanta majestad!… Además, era un noble de veras, con esa nobleza secular cuyo rancio tufillo inspira cierta gravedad ceremoniosa a muchos ciudadanos cuyos abuelos hicieron la Revolución. No era un conde polaco de los que se dejan entretener por señoras, ni un marqués italiano que acaba haciendo trampas en el juego, ni un gran señor ruso que muchas veces vive de los fondos de la Policía; era un hidalgo, un grande de España. Tal vez alguno de sus abuelos figuraba en El Cid, en Ruy Blas o cualquiera otra de las piezas heroicas que se dan en la Comedia Francesa.

El conde entró en los salones del Círculo alta la frente, arrogante el paso, saludando a los amigos con una sonrisa fina y alegre, mezcla de altivez y frivolidad.

Estaba próximo a los cuarenta años. pero aún era el beau Sagreda, como lo habían bautizado mucho tiempo antes las damas noctámbulas de Maxims y las madrugadoras amazonas del Bosque. Algunas canas en las sienes y un triángulo de ligeras arrugas junto al vértice de los párpados revelaban el esfuerzo de una existencia demasiado rápida con la máquina vital a toda presión. Pero los ojos aún eran juveniles, intensos y melancólicos; unos | ojos que le hacían ser llamado el Moro por sus amigas y amigos. El vizconde de La Tremisiniére, premiado por la Academia como autor de un estudio sobre uno de sus abuelos, compañero de Conde, y muy apreciado por los anticuarios de la orilla izquierda del Sena, que le colocaban todos los lienzos malos de sus almacenes, le llamaba Velásques, satisfecho de que la color morena y ligeramente verdosa del conde, el negro y empinado bigote y los ojos graves, le proporcionaban ocasión de lucir sus grandes conocimientos en pintura española.

Todos en el Círculo hablaban de la ruina de Sagreda con discreta compasión. ¡El pobre conde! ¡No caerle una herencia nueva! ¡No encontrar una millonaria americana que se prendase de su persona y sus títulos!… Había que hacer algo para salvarlo.

Y él marchaba entre esta compasión muda y sonriente, sin percatarse de ella, abroquelado en su altivez, tomando por admiración lo que era simpatía dolorosa, obligado a penosos fingimientos para conservarse en el mismo ambiente de años antes, creyendo engañar a los demás, sin otro resultado que engañarse a sí mismo.

Sagreda no se hacía ilusiones acerca del» futuro. Todos los parientes que podían sacarle a flote con un testamento oportuno lo habían hecho ya muchos años antes, saliéndose de la escena del mundo. Nadie quedaba allá abajo que pudiera acordarse de su nombre. Sólo tenía en España vagos parientes, nobles personajes unidos a él por vínculos históricos más que por afectos de sangre. Le hablaban de tú, pero no debía esperar de ellos otro auxilio que buenos consejos y amonestaciones por sus locas prodigalidades… Todo acabado. Quince años de intenso brillo habían consumido el rico bagaje con que un día llegó Sagreda a París. Los cortijos de Andalucía, con sus vacadas y yeguadas, habían cambiado de dueño sin conocer apenas a este amo fastuoso y siempre ausente. Tras ellos habían pasado a manos extrañas inmensos trigales de Castilla, arrozales de Valencia, caseríos de las provincias del Norte, toda la hacienda principesca de los antiguos condes de Sagreda, a más de las herencias de varias tías solteronas y devotas y de los fuertes legados de otros parientes muertos de vejez en sus vetustos caserones.

París y las estaciones elegantes de verano habían devorado en unos cuantos años esta fortuna de siglos. El recuerdo de unos amores ruidosos con nos actrices de moda; la sonrisa nostálgica de una docena de mundanas de precio; la fama olvidada de unos cuantos desafíos; cierto prestigio de jugador temerario y sereno, y una reputación de esgrimidor caballeresco e intransigente en materias de honra, era todo lo que restaba al beau Sagreda después de su ruina.

Vivía del antiguo prestigio, contrayendo nuevas deudas con ciertos proveedores que fiaban en un restablecimiento de su fortuna al acordarse de otras crisis. «Su suerte estaba echada», según se decía el conde. Cuando. no pudiera más, anclaría a una resolución extrema. ¿Matarse?… ¡Nunca! Los hombres como él sólo se suicidan por deudas de juego o de honor. Abuelos suyos, nobles y gloriosos, habían debido enormes sumas a gentes que no eran sus iguales, sin pensar por esto en matarse. Cuando los acreedores le cerrasen sus puertas y los prestamistas le amenazaran con el escándalo ante los tribunales, el conde de Sagreda, haciendo un esfuerzo, se arrancaría de la dulce existencia de París. Sus ascendientes habían sido soldados y colonizadores. El iría a engancharse en la Legión extranjera de Argelia o se embarcaría para la América conquistada por sus abuelos, siendo jinete pastor en las soledades del sur de Chile o en las infinitas llanuras de la Patagonia.

Mientras llegaba el temido momento, esta vida azarosa y cruel, que le obligada a continuas mentiras, era el período mejor de su existencia. De su último viaje- a España, para liquidar ciertos restos del patrimonio, había vuelto con una mujer, una señorita de provincia, cautivada por el prestigio del gran señor, y en cuyo afecto ferviente y sumiso entraba la admiración casi tanto como el amor. ¡Una mujer!… Sagreda abarcaba por primera vez toda la significación de esta palabra. como si hasta entonces no la hubiese comprendido. La compañera del presente era una mujer; las hembras nerviosas y descontentadizas, de sonrisa pintada y artificios voluptuosos, que habían llenado su novelesca existencia anterior, pertenecían a otra Humanidad.

¡Y cuando llegaba la verdadera mujer se iba para siempre el dinero!… ¡Y cuando se presentaba la desgracia venía con ella el amor!… Sagreda, lamentando la fortuna perdida, pugnaba por mantener su boato. Vivía como siempre, en la misma casa, sin disminuir sus gastos, haciendo a su compañera iguales regalos que a las amigas de otros tiempos, gozando una satisfacción casi paternal ante la. sorpresa infantil y las ingenuas alegrías de la pobre muchacha, aturdida por las fastuosidades de París.

Sagreda se hundía, ¡se hundía!; pero con la sonrisa en los labios, contento de sí mismo, de su vida actual, de este dulce ensueño, que iba a ser el último y se prolongaba milagrosamente. La fortuna, que le había maltratado en los últimos años, devorando - los restos de su hacienda en Montecarlo, en Ostende y en los grandes círculos del bulevar, parecía ahora ayudarle, apiadada por su nueva existencia. Todas las noches, después de comer en un restaurante de moda con su compañera, dejaba a ésta en el teatro y se dirigía a su Círculo, único lugar donde le esperaba la suerte. No era un gran juego. Simples partidas de ecarte con íntimos amigos, compañeros de juventud, que continuaban la existencia alegre, con el bagaje de una gran fortuna o habían cristalizado su existencia en un matrimonio rico, conservando de los antiguos hábitos la costumbre de frecuentar el Círculo honorable.

Apenas se sentaba el conde, con las cartas en la mano, frente a uno de estos amigos, la suerte parecía soplar sobre su cabeza, y ellos no se cansaban de perder, invitándole a una partida todas las noches, como si le aguardasen por riguroso turno. Las ganancias no eran para enriquecerse: unas noches, diez luises; otras, veinticinco; algunas llegó Sagreda a retirarse con cuarenta monedas de oro en el bolsillo. Pero merced a este ingreso casi diario iba reparando las grietas de su existencia señorial, que amenazaba venirse abajo, y mantenía a su amiga en un ambiente de amorosa comodidad, recobrando al mismo tiempo la confianza en su porvenir. ¿Quién sabe lo que le esperaba?…

Al ver en uno de los salones al vizconde de La Tremisiniére, le sonrió con expresión de amistoso reto.

—¿Una partida?…

—Como usted quiera, querido Velásques.

—A cinco francos los siete puntos, para no exagerar. Estoy seguro de ganarle. La suerte viene conmigo.

Comenzó la partida bajo la discreta luz de las bujías eléctricas en el confortable silencio de las mullidas alfombras y los cortinajes espesos.

Sagreda ganaba siempre, como si su buena fortuna se complaciese en sacarle vencedor de las más desgraciadas combinaciones. Ganaba sin tener juego. Nada importaba que careciese de triunfos y que sus cartas fuesen desfavorables: las de su contrincante eran siempre peores, y el éxito venía milagrosamente a continuación de todas las jugadas.

Tenía ya ante él veintidós luises. Un compañero de club, que vagaba aburrido de salón en salón, vino a detenerse junto a los jugadores, interesándose en la partida. Primeramente se mantuvo en pie junto a Sagreda; luego fue a colocarse detrás del vizconde, que parecía molesto y nervioso por la vecindad.

—¡Pero eso es una locura!—exclamó de pronto el curioso—. Usted no juega su juego, vizconde. Aparta usted los triunfos y sólo hace uso de las cartas malas. ¡Qué tontería!

No pudo decir más. Sagreda dejó sus cartas sobre la mesa. Estaba intensamente pálido, con una palidez verdosa. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, miraron al vizconde. Después se levantó.

—He comprendido—dijo con frialdad—. Permítame que me retire.

Luego, con mano nerviosa, empujó hacia su amigo el montón de monedas de oro.

—Esto es de usted.

—¡Pero, querido Velásquez!… ¡Pero, Sagreda!… ¡Permítanle usted, conde, que le explique!…

—¡Basta, caballero! Repito que he comprendido.

Por sus ojos pasó una punta de luz, el mismo brillo que habían visto sus amigos en ciertas ocasiones, cuando tras breve disputa o una palabra molesta levantaba su guante con arcaico ademán de reto.

Pero este gesto hostil sólo duró un instante. Luego sonrió con una amabilidad que daba frío.

—Muchas gracias, vizconde. Estos son favores que no se olvidan nunca… Le repito mi agradecimiento.

Y saludó como un gran señor, alejándose erguido, lo mismo que en los días más hermosos de su opulencia.


* * *


Con el gabán de pieles abierto sobre el plastrón inmaculado, el conde de Sagreda caminaba por el bulevar. La gente sale de los teatros; las mujeres revolotean de una acera a otra; pasan los automóviles con su interior iluminado, dejando una rápida visión de plumas, joyas y blancos escotes; gritan los vendedores de periódicos; en lo alto de las fachadas se inflaman y se extinguen los enormes anuncios eléctricos.

El grande de España, el hidalgo, el nieto de los nobles caballeros del Cid y Ruy Blas, marcha contra la corriente, abriéndose paso a empujones, queriendo ir más aprisa, sin saber adonde va, sin darse cuenta del lugar donde se halla.

Contraer deudas… Bueno. La deuda no deshonra al caballero. ¡Pero recibir limosna!… En sus horas de negros pensamientos nunca tembló ante la idea de infundir desprecio por su ruina, de ver alejarse a sus amigos, de descender a las últimas capas, perdiéndose en el subsuelo social. ¡Pero inspirar compasión!…

Inútil la comedia. Los íntimos, que le sonreían como en otros tiempos, habían penetrado el secreto de su pobreza, y se asociaban a impulsos de la conmiseración para darle por turno una limosna, fingiendo jugar con él. E igualmente poseían el penoso secreto los demás amigos, y hasta los criados, que se inclinaban a su paso con el respeto de la costumbre. Y él, pobre engañado, iba por el mundo con sus aires de gran señor, "rígido y solemne en su extinta grandeza, como el cadáver del caudillo legendario que, después de muerto, pretendía ganar batallas montado en su caballo.

¡Adiós, conde de Sagreda! El heredero de adelantados y virreyes puede ser soldado sin nombre en una legión de desesperados y de bandidos; puede ser aventurero en tierras vírgenes, matando para vivir; puede hasta presenciar impávido el naufragio de su nombre y su historia ante la mesa de un tribunal… pero vivir de la compasión de los amigos!…

¡Adiós para siempre, últimas ilusiones! El conde ha olvidado a su compañera, que le aguarda en un restaurante de noche. No se acuerda de ella; como si jamás la hubiese visto, como si nunca hubiese existido. No piensa en nada de lo que embellecía su vida horas antes. Marcha a solas con su vergüenza, y cada uno de sus pasos parece sacar del suelo una cosa muerta, una influencia ancestral, una preocupación de raza, un orgullo de familia, altiveces, selecciones, honores y fierezas que dormitaban en él, y al despertar angustian su pecho y perturban su pensamiento.

¡Cómo habrán reído a sus espaldas con lastimera compasión!… Ahora camina con mayor apresuramiento, como si ya supiera a donde dirigir sus pasos, y la inconsciencia de la emoción le hace murmurar irónicamente, cual si hablase a alguien que marcha tras él y del que desea huir:

—¡Muchas gracias… , muchas gracias!

Cerca de la madrugada, dos disparos de arma de fuego ponen en conmoción a los habitantes de un hotel vecino a la Gare Saint-Lazare, uno de esos establecimientos equívocos que ofrecen abrigo fácil a los conocimientos amorosos iniciados en plena calle. Los criados encuentran en una habitación a un señor vestido de frac, con una abertura en la bóveda del cráneo, por la que se escapan piltrafas sanguinolentas, retorciéndose como un gusano sobre el raído tapiz. Sus ojos, de un negro mate, aun tienen vida. Nada queda en ellos de la dulce imagen de la compañera. Su ultimo pensamiento, cortado por la muerte, es para la amistad, terrible en su lástima; para la ofensa fraternal de una compasión generosa y frívola.


Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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