El Papa del Mar

Vicente Blasco Ibáñez


Novela



Parte 1. La ciudad de las tres llaves

Capítulo 1. El Caballero Tannhauser

Ella dudó un instante mientras exploraba mentalmente su pasado. Luego se apresuró a decir sonriendo, como si le regocijasen sus propias palabras:

—Lo conozco. Usted es el caballero Tannhäuser, que tuvo amores con Venus.

Esto fue en el «Select Hotel» a las ocho de la noche. Claudio Borja, que la había observado de lejos durante la comida, abandonó su mesa para apostarse junto al hall, y al verla llegar preguntó en español:

—¿No es usted la señora de Pineda?… Tuve el honor de que me presentase en Madrid… Tal vez no se acuerda usted.

Pero ella no lo había olvidado, y después de reír unos instantes pareció pedirle perdón con sus ojos por esta alegría espontánea.

Los dos evocaron en su memoria cómo se habían visto por primera vez. Fue luego de una comida en casa del señor Bustamante, senador español que explotaba por vanidad personal las relaciones entre los pueblos hispanoamericanos.

Los comensales habían hablado en el salón de sus personajes predilectos en la literatura y en la Historia. Cada uno iba manifestando qué héroe hubiese querido ser.

Estela, la hija del dueño de la casa, joven de ademanes encogidos y voz tímida, sentía no haber sido la Ofelia de Shakespeare; su padre, el solemne don Arístides, dudaba entre Licurgo y el cardenal Jiménez de Cisneros; un viejo general optaba por Julio César.

Todos desearon conocer el personaje predilecto de la hermosa Rosaura Salcedo, viuda de Pineda, rica dama argentina, en cuyo honor daba Bustamente su banquete; pero esta señora, de paso en Madrid, que residía gran parte del año en París o viajaba por el resto de Europa, se negó modestamente a revelar su heroína. No tenía ninguna. Estaba contenta de ser lo que era. Y casi todas las señoras presentes, exuberantes en deseos no cumplidos y envidias no satisfechas, rencorosas contra la mediocridad de su situación, la miraron fijamente, notándose en su sonrisa algo turbio y verdoso, semejante al color de la bilis.

La aprobaban con amargura. «¡Qué más podía desear! ¡Qué no había recibido de la suerte!» Su riqueza resultaba enorme: una riqueza americana de millones y millones. Además, era libre, podía cumplir todos sus gustos y su belleza se renovaba incesantemente, como una primavera sin término, gracias al lujo y a una higiene costosa.

Después de ella le llegó el turno a Claudio Borja, que el señor Bustamante consideraba como de su propia familia, por ser huérfano de un compañero de su juventud. Muchos creían a este joven sin ocupación determinada, pero poseedor de una apreciable fortuna, el futuro esposo de Estela Bustamante.

Claudio Borja, cual si desafiase con sus palabras a la respetable concurrencia, afirmó enérgicamente que lamentaba no haber sido el caballero Tannhäuser.

Algunos, para alardear de sus lecturas, se apresuraron a reconocer muy acertado tal deseo. Tannhäuser era un poeta errante, un caballero cantor, y Borja hacía versos.

—No —dijo el joven—; si lo envidio es porque tuvo amores con Venus.

Un silencio de asombro y de incomprensión al mismo tiempo. Al fin, acabaron por reír, reconociendo que Borja tenía cosa raras, como todos los que escriben para el público.

—Es natural que no lo haya olvidado —siguió diciendo la hermosa argentina, mientras avanzaban juntos hacia el salón del hotel—. Un hombre que da esa respuesta es alguien. Aquella noche no pudimos hablarnos. ¡El señor Bustamente acapara tan afectuosamente a sus invitados!… A los pocos días me marché de Madrid. Tal vez fue al día siguiente. No lo sé con certeza. Para mí, el pasado cuenta muy poco; sólo pienso en el mañana. Pero le aseguro que muchas veces me he acordado de usted. Siempre que oigo música de Wagner surge en mi memoria la cara de un joven que vi una sola vez en mi vida, y me pregunto: «¿Qué habrá sido del Tannhäuser de Madrid? ¿Se habrá unido con Ofelia, cansado de esperar la llegada de Venus?»

Y la hermosa dama volvió a reír, mirando a su acompañante. Sintióse molestado éste por la risueña e irónica amabilidad de la señora de Pineda; pero al mismo tiempo la convicción de haber vivido en su memoria cerca de dos años, como un personaje familiar, cuando se creía totalmente olvidado, halagó su vanidad.

Cuando penetraron en el hall los envolvió una atmósfera vibrante de música y saturada de humo de tabaco rubio, con ligero perfume de opio. Sillones y divanes estaban ocupados por gentes de lengua inglesa; la oleada diaria de viajeros que pasa veinticuatro horas en Aviñón, ve el castillo de los Papas, la fontana de Vaucluse, cantada por Petrarca, y continúa su descenso por la Provenza, hacia la Costa Azul.

Se detuvo Rosaura ante dos cuadritos puestos en la entrada del salón al nivel de la mirada de los transeúntes. Uno de ellos contenía una llave pequeña; el otro, una carta de papel amarillento y tinta rojiza. Borja por ser más antiguo en el hotel, explico a la viuda la historia de ambos objetos.

Este edificio era un palacio del siglo XVII. Las antiguas cocheras servían ahora de garajes. La revolución que anexionó a Francia, en 1792, la antigua ciudad de los Papas, lo había convertido en hospedería. Llevaba más de un siglo de existencia como hotel, y el patio de honor, donde frenaban ahora automóviles de todas las naciones de Europa, había resonado durante ochenta años con el cascabeleo y las ruedas chirriantes de diligencias y sillas de posta. La llave guardada en uno de los pequeños cuadros era la de una habitación en el último piso que había ocupado cierto capitán de Artillería llamado Buonaparte, protegido por el omnipotente Robespierre.

—Debió de ser antes del sitio de Tolón cuando vagaba desorientado, sin saber cómo empezar su carrera. Tal vez imaginó aquí su único libro, La cena de Beucaire, especie de novela política. Beucaire está muy cerca.

La carta había sido escrita por el mariscal de la Corte napoleónica al dueño del hotel. El emperador recordaba con frecuencia cierto guiso de codornices que había comido en su juventud, viviendo en Aviñón, y el gran personaje palatino pedía la receta para que la utilizase el cocinero de las Tullerías.

Rosaura miró la envejecida carta con el ceño fruncido, y dijo gravemente:

—De seguro que a Napoleón no le gustó el plato en París. Nadie sabe guisar tan sabrosamente como la juventud y la pobreza.

Una pequeña orquesta acompañaba las conversaciones de los huéspedes, eternos viajeros acostumbrados a pasar la noche en el hall de un hotel fuese cual fuese su latitud terráquea, sin sentir la curiosidad de salir a la calle. El día se ha hecho para ver museos y monumentos interesantes; la noche, para comer, puesto de smoking o traje escotado, y escuchar un poco de música, fumando, hojeando revistas o conversando con personas conocidas en un hotel semejante, al otro lado del planeta.

La argentina y el joven español ocuparon dos sillones de cuero, bajos y profundos. Era el momento de explicar cada uno por qué estaba allí.

Ella había llegado a media tarde en su automóvil. No podía recordar cuántas noches llevaba pasadas en este hotel. Era un sitio inevitable de descanso en sus viajes de París a la Costa Azul, donde tenía una villa suntuosa, con frondosos jardines, junto al Mediterráneo.

—Todos me conocen aquí. Soy una clienta que llega varias veces por año. Duermo y parto al día siguiente, tan de prisa, tan distraída, que ni siquiera me había fijado en estos cuadritos que acaba usted de enseñarme… Ahora va a ser lo mismo. Me marcharé mañana, como todos estos ingleses o norteamericanos que duermen una noche en Aviñón y levantan su vuelo al día siguiente. Mañana por la tarde estaré en mi casa, viendo el mar a través de naranjos y palmeras. Y usted, ¿qué hace aquí?…

Borja, que llevaba dos semanas en el hotel, dudó un poco antes de contestar coloreándose ligeramente su rostro afilado, de morena palidez. Al fin balbució, como si temiese la repetición de aquella risa femenina acariciante, musical, pero irónica:

—He venido de Madrid para hacer estudios… Preparo un libro. Me interesa desde hace años la historia de cierto compatriota mío… , un Papa de Aviñón… , don Pedro de Luna. Pero usted, señora, no debe sentir interés por estas cosas. ¡Son tan antiguas!

Ella lo miró lo mismo que cuando examinaba la carta del mariscal de la Corte napoleónica. Su voz volvió a sonar reposada y grave:

— A mí me interesa todo lo que supone trabajo y voluntad; a mí me interesa toda persona que tiene un ideal y procura realizarlo.

Quedaron los dos en silencio. Por un azar, cesaron al mismo tiempo las diversas conversaciones, y en el ambiente de tabaco oloroso vibró, agrandada por el repentino silencio, la melodía lánguida de los dos violines, el violonchelo y el piano, entonando una romanza amor.

Claudio creyó verse bajo una luz completamente nueva. Después de dos semanas de soledad, la presencia de esta mujer, en la que había pensado más de una vez, como si perteneciese a un mundo superior y misterioso, parecía proporcionarle un nuevo sentido para examinarse a sí mismo. Una especie de relámpago mental concentraba toda su existencia anterior, extendiéndola en su memoria con el zig-zag instantáneo y deslumbrante de las exhalaciones eléctricas.

No era más que un visionario, predispuesto a adorar cosas absurdas siempre que fuesen interesantes. Se creía nacido sin voluntad, e indudablemente por esto deseaba escribir la historia de aquel don Pedro de Luna, la voluntad más tenaz de su época y tal vez de todos los tiempos. Vivía entre fantasmas, sintiendo muchas veces la añoranza de no ser niño para que le siguieran contando las historias maravillosas que embellecieron los primeros años de su existencia. No había conocido, como la mayor parte de los humanos, el ambiente seguro de la familia, la sonrisa protectora de los padres, semejante a la de las divinidades que defendieron a los primeros hombres.

De su padre sabía más por don Arístides Bustamante que por sí mismo. Fue un ingeniero nacido en una pequeña ciudad del antiguo reino de Valencia, un levantino parco en palabras, que parecía compensar su falta de exuberancia verbal con una actividad tenaz y entusiástica para la implantación de inventos extranjeros en su país. Una parte de su vida la había pasado viajando por Europa y América. Importó industrias, creó un pequeño ferrocarril, y la aparición del automóvil le hizo olvidar sus antiguas empresas. En todas ellas buscaba el placer de la creación, el orgullo de triunfo más que la ganancia monetaria. Sin embargo, a su muerte, el amigo Bustamante, notable abogado, consiguió desenmarañar sus negocios, vendiendo, transigiendo, permutando, hasta dejar saneada para el huérfano una fortuna de más de un millón de pesetas.

El ingeniero Borja, durante una de sus estadías en París, se sintió interesado por cierta señorita, a la que había conocido años antes en Gibraltar, Estrella Toledo. Descendiente de una antigua familia de judíos sefarditas, que mostraba cierto interés por todo lo de España. Ocupado en negocios de invenciones, este hombre, que sólo había tratado mujeres en casos de extrema necesidad y pasajeramente, se sintió enamorado, a su modo, de la señorita Toledo, tal vez porque hablaba su mismo idioma. Carecía de preocupaciones religiosas, y, por otra parte, la joven, educada a la inglesa en Gibraltar y moldeada luego por la vida en París, tampoco daba importancia a las diferencias de dogma y de raza.

Borja se casó con Estrella Toledo después de consultar el asunto con un primo suyo por la línea maternal, don Baltasar Figueras, con el que había jugado de pequeño, y que ocupaba actualmente un sitial de canónigo en el coro de la catedral de Valencia.

Este varón, de costumbres metódicas y tranquilas, sin otro sensualismo que el de la mesa, amaba su cargo porque le permitía ser archivero de la catedral, dedicándose al ojeo y caza de datos históricos en la selva intrincada de miles de legajos que él era el primero en abrir. Todos los años cobraba piezas importantes, descubrimientos que luego hacia públicos en revistas poco leídas o en volúmenes impresos a veinticinco o cincuenta ejemplares cuando más.

Figueras, que, aparte de las horas dedicadas a la comida y al sueño, vivía en los siglos XIV y XV, dio su aquiescencia a dicho matrimonio. Había encontrado en sus estudios muchas judías españolas casadas con personajes. Lo importante para él era que las gentes fuesen buenas y creyesen en Dios. Además, según decía su primo, esta señorita Toledo no llegaba al matrimonio completamente desnuda; tenía sus bienes y una parentela rica, lo que no es de despreciar.

La esposa de Borja, criatura dulce, que sabia mantenerse a cierta distancia de su marido, como las hembras sumisas del tiempo de las Doce Tribus, se fue de la vida poco después de haber dado a luz a Claudio. El ingeniero no supo qué hacer de su hijo único. Lo dejó en Valencia, donde había muerto la madre; pero cuando el niño tuvo seis años le pareció que debía sacarlo de este ambiente de provincia, de la sociedad silenciosa de un sacerdote ocupado siempre en el examen de papeles antiguos y de sus amas de gobierno, piadosas mujeres que únicamente le enseñaban oraciones y milagros de santos. Además, en París le era más fácil verlo, por ser dicha capital el punto de intersección de sus continuos viajes.

Claudio pasó de la calle de Caballeros, en Valencia, vía antigua de silenciosos caserones, a un hotelito de Passy, cerca del Bosque de Bolonia, con un pequeño jardín, que él juzgaba admirable porque tenía una estatua blanca vestida de musgo y media docena de árboles con los troncos igualmente forrados de verde metálico destilando humedad.

En este hotel vivía un hermano de su madre, Salomón Toledo, tenido por todos los Toledos de los diversos puertos del Mediterráneo como el loco de la familia. Los ricos comerciantes, que se repartían los negocios entre ellos con una solidaridad de tribu rapaz, mostraban desprecio y temor ante este pariente satisfecho de no ser rico, y que les hablaba altivamente, no obstante sus millones.

Se había movido la vida de Claudio Borja como un péndulo entre estos dos parientes que sirvieron de límites opuestos al campo de su infancia y su juventud: el canónigo de Valencia, don Baltasar, y su tío Salomón, el de París. Cuando vio a éste por primera vez, aún debía de ser joven. Era alto, algo cargado de espaldas, con una cabeza de judío hermoso que hacía recordar la de Cristo en las pinturas religiosas: la nariz extremadamente aguileña, la tez de un moreno pálido, la barba rizosa en doble punta, las crenchas de su cabellera brillantes, onduladas, cayendo a ambos lados de su rostro.

El tío Salomón, vestido siempre de oscuro, llevaba sobre los hombros una ligera capa de caspa, y en su traje brillaban con leve reflejo grasiento solapas, mangas y rodilleras. La casa ofrecía igual aspecto de abandono. Salomón leía tanto como el canónigo de Valencia. Sus habitaciones estaban inundadas por cataratas de libros que aprecian derrumbarse de los estantes, sobre mesas y sillas. Una israelita entrada en años, siempre gimiente al acordarse del sol de Tánger en los días fríos de París, era su ama de gobierno, y respetaba el sagrado revoltijo de los libros, comunicándolo a muebles, ropas y demás objetos de la casa.

La vieja Sefora persistía aún como imagen de firmes contornos, en la memoria de Claudio. Era seca de cuerpo, con la inaudita delgadez de las mujeres judías cuando se libran de la obesidad, y llevaba siempre un pañuelo multicolor anudado sobre su cabellera de rizos menudos y apretados en forma de pasas. Aventuras y violencias de la vida africana habían introducido, indudablemente, en su familia algo de sangre negra. Tenía la tez de cobre como una mulata, y esto, unido a su extrema flacura, le daba cierto aspecto de bruja a medio tostar escapada de una hoguera de la Inquisición. Claudio recordaba especialmente las palmas de sus manos de color violeta, semejante a las de ciertos animales trepadores.

Acostumbrada a larguísimos silencios con su estudioso amo, conoció de pronto el dulce placer de la charla, pasando horas y horas con el pequeño Claudio montado en sus rodillas, comunicándole todo lo que ella había podido aprender sobre el pasado del pueblo elegido de Dios y más aún sobre su porvenir.

Había servido en su juventud a venerables rabinos de Marruecos, grandes talmudistas, conocedores del libro santo, fuera del cual nada existe digno de respeto. Uno de ellos la había recomendado a Salomón, y admiraba no menos a éste, aunque nunca se dignó mostrarle la más pequeña chispa de su sabiduría.

—Tu tío, goy, es cabalista. Estudia la cábala, que es la almendra del Talmud. Conoce el lenguaje de los seres que no se dejan ver.

Ella le llamaba siempre goy (cristiano), y, no obstante la religión del pequeño, se complacía en describirle el gran triunfo del pueblo de Israel, tal como lo relataba el Talmud.

Para Claudio, este libro valía tanto como Las mil y una noches. Su imaginación de niño melancólico le hacia desear incesantemente nuevos relatos maravillosos que lo alejasen por unas horas de la realidad.

Era un hambriento de cuentos, incapaz de hartura. En casa del canónigo, apenas veía al ama de gobierno sentada y haciendo calceta, ponía los codos en sus rodillas pidiendo que le relatase una vida de santo con muchos martirios horribles aplicados por los paganos, muchas apariciones del demonio, muchos gemidos de almas en pena. En París no se cansaba de rogar a Sefora que le relatase los prodigios y las enormes fiestas de la llegada del Mesías, con la victoria final del pueblo de Dios.

Su precocidad no había dejado pasar inadvertida cierta sonrisa de conmiseración de su tío al sorprender a la vieja criada relatando estos cuentos maravillosos del Talmud. Luego, siendo ya hombre, se había explicado tal sonrisa. Existían dos Talmudes, y el más famoso, el llamado de Babilonia, era una recopilación popular, en la que habían colaborado todas las clases de la raza hebrea, durante el segundo siglo del cristianismo.

Hombres eminentes como Hillel, Akiba y otros rabinos célebres, depositaban en dicho libro pensamientos de sublime dulzura evangélica. El pueblo había incluido extravagancias y supersticiones entre sus anhelos de gloria y de triunfo. Siempre acosados y humillados, soñaban estos eternos perseguidos con los desquites de la venganza y del poder, consignándolos en las páginas del Talmud entre las exageraciones de una imaginación oriental.

Claudio lamentaba que las historias de Sefora fuesen actualmente para él simples cuentos de vieja. ¡Ay, quién pudiera contárselas otra vez!… Deseaba verse siempre niño y olvidar los relatos maravillosos del día anterior para oírlos de nuevo con reforzada virginidad.

Sefora le describía a Jehová teniendo a ambos lados sus dos animales favoritos: un cuervo y un león. Las dimensiones de este cuervo era fácil imaginarlas. Un sapo del tamaño de un pueblo de sesenta casas se veía sorbido con toda facilidad por una serpiente. Luego, el cuervo, de un solo picotazo, se tragaba a ambos animales.

Cuando el león no estaba al lado del Señor, vivía en la selva de Elai, y no había nada, ni aun la misma voz de Jehová, que pudiera compararse con su rugido. Un emperador de Roma, deseoso de conocer a este animal extraordinario, exigía a los rabinos, bajo pena de muerte, que lo trajesen a su presencia. El rabino Josuá iba a buscarlo en la mencionada selva para conducirlo a Roma. Cuando estaban a cuatrocientas millas el león lanzó un rugido, uno nada más; pero de tal potencia, que todas las mujeres encinta abortaron y los muros de Roma se vinieron abajo. A trescientas millas volvió a rugir, y de tal modo conmovió la atmósfera, que a todos los romanos se les partieron los dientes, y el emperador cayó rodando de su trono, pidiendo a gritos que se llevasen otra vez a la bestia a su guarida.

El gran placer de Jehová era estudiar el Talmud en compañía de los ángeles, y durante sus descansos llamaba a Leviatán, rey de las bestias del mar, para entretenerse jugueteando con él. Sólo la sabiduría de famosos rabinos había podido apreciar las dimensiones de dicho animal. Temiendo el Señor que se reprodujese, lo había castrado, dando muerte a la hembra y guardándola en conserva para el banquete del pueblo elegido.

Un ida que el rabino Sifra viajaba por el mar, vio un pez enorme, cuya cabeza, adornada con cuernos, ostentaba en la frente este rótulo: «Soy la criatura más pequeña del Océano.» No obstante tal afirmación, el rabino se dio cuenta de que medía unas trescientas leguas de largo. En esto apareció Leviatán y se tragó el inmenso animal como si fuese un gusano.

Su mirada es de un brillo irresistible, cada una de sus pupilas contiene trescientos toneles de aceite, y de él se ha dicho: «Sus ojos son ventanales de la mañana.» Muchas veces la navegación, al ver su dorso cubierto de arena, sobre la cual crecen cañaverales y árboles, lo tomaron por una isla, saltando a ella para guisar su comida; pero la bestia, al sentir el calor del fogón, se agitaba, enviando por el aire hombres, leños y calderos.

—Cuando venga el Mesías, goy —continuaba la vieja—, los judíos dominarán a todos los pueblos de la Tierra. Su victoria resultará tan enorme que serán precisos siete años para quemar las armas de los vencidos. Todas las riquezas del mundo vendrán a manos de los nuestros, y el tesoro del Rey—Mesías será tan enorme, que se necesitarán trescientas bestias de carga para llevar solamente las llaves de sus millones de arcas repletas de dinero.

Recibiría el israelita más humilde dos mil ochocientos esclavos; pero finalmente, todos los pueblos, después de su enorme derrota, abrirán los ojos, pidiendo la circuncisión y la túnica de los prosélitos, quedando el mundo entero poblado de judíos.

—Entonces, goy, la tierra producirá sin trabajo tortas con miel, vestidos de lana y un trigo tan hermoso, que uno de sus granos será tan gordo como los dos riñones del buey más grande.

Tras estos relatos del Talmud, producto del orgullo delirante y la sed de dominación de un pueblo atropellado durante siglos y siglos, la vieja describía el banquete de la Humanidad entera para celebrar el triunfo del Mesías.

Este banquete de miles de millones de convidados se compondría de tres platos: pescado, carne y ave. El pez servido sería el famoso Leviatán. El ángel Gabriel lo pescaría clavándole un arpón en la nariz. Además, el cuerpo de su hembra estaba guardado y salado desde el principio de la creación para dicho festín.

El segundo plato lo proporcionaría Behemot, el buey de las selvas, antiguo como el mundo, que, a pesar de su ancianidad, se mantiene tierno como un novillo. Todos los idas devora la hierba de mil montañas, y este pasto se renueva durante la noche. Los buenos creyentes, para afirmar algo grave, juraban por su parte del buey Behemot; tal era su convicción de que no les faltaría un pedazo de su rica carne el ida del gran banquete. Como tercero y último plato, iba a ser servido un gallo silvestre, que, según la descripción hecha por las Aggadas o Relatos del Talmud, apoya sus patas en la tierra, mientras su cresta se pierde en las nubes.

Una vez lo vio el rabino Chanina, desde un navío, en alta mar. Sólo estaba hundido en el agua un poco más arriba de los espolones y su cabeza tocaba el cielo. Esto les hizo creer que el ave gigantesca se hallaba sobre un promontorio submarino, lo que permitiría a los viajeros aprovechar tal ocasión de bañarse sin peligro; pero una voz celeste avisó al rabino que el hacha de un carpintero había caído allí mismo siete años antes y aún no había llegado al fondo. Uno de sus huevos, al desprenderse del nido, hizo pedazos trescientos cedros gigantescos, y su yema inundó y destruyó sesenta pueblos. Cuando se le ocurre abrir sus alas, eclipsa con ellas el sol.

Antes de dar muerte a las tres bestias, el Señor las haría pelearse, para regocijo de los miles de millones de convidados. El combate de una ballena, un toro y un gallo no es espectáculo que puede verse con frecuencia.

El pan, sostén de la vida, figuraría, igualmente, en el gran festín de los elegidos. Las cumbres de las montañas iban a producir un trigo extraordinario, siendo cada uno de sus granos tan grande como una pareja de bueyes. Dios enviaría un viento para que separase la paja del grano, triturando éste como una muela, y sobre las laderas se esparciría, lo mismo que nieve, la más pura de las harinas. En cuanto al vino, todos lo tendrían con profusión, tinto, clarete y blanco. Cada tonel iba a ser del tamaño de un navío, y para los postres crearía Jehová peras y manzanas tan grandes como una medida capaz de contener setecientos veinte huevos.

Borja reconocía la influencia de Sefora en su formación interior. Tal vez debía también a su madre dicha predisposición a lo extraordinario y lo maravilloso. Esta había atravesado la vida como pálida imagen, guardando secreto su desorden imaginativo, mientras su hermano Salomón podía expansionarlo en las lecturas de la llamada ciencia cabalística.

Durante los últimos años de su padre, Claudio volvió a España para hacer sus estudios cerca del canónigo Figueras. El ingeniero quería que su hijo fuese español y se educase en su país; luego, al ser hombre, lo enviaría a recorrer el mundo. Cuando quedó huérfano y hubo terminado su bachillerato, se trasladó a Madrid, cerca de su tutor Bustamante.

Como no sentía predilección por ninguna carrera y empezaba a escribir versos, dicho señor lo envió a la Universidad para que fuese abogado. En España, todo el que no sabe a qué dedicarse y muestra aficiones literarias debe hacerse abogado. Nadie puede explicar esto, pero así es.

A los veintitrés años fue Claudio licenciado en Derecho y fingió ejercitarse en las prácticas forenses como agregado al bufete del señor Bustamante. El ilustre jurisconsulto, que tenía pleitos valiosos gracias a sus influencias de antiguo ministro, nunca encontraba a Borja en su despacho; sólo lo veía en su propia casa como invitado a alguna de las comidas dadas por él en honor de personajes hispanoamericanos.

Olvidó el joven la Jurisprudencia apenas terminados sus estudios universitarios, los cuales representaban para él varios años de labor monótona y desesperante. Vivía ahora dedicado a la lectura; buscaba la amistad con escritores profesionales, preocupándose únicamente del libro y del teatro; mas en la satisfacción de tales aficiones se mostraba un tanto arisco y con tendencias a la soledad. Cuando algunos escritores jóvenes, de vida menesterosa, necesitaban pedirle auxilio, tardaban a veces muchos días en dar con él. Se alejaba de Madrid para pasar varias semanas en capitales de provincia, donde no conocía a nadie. Buscaba el rancio encanto de sus callejas solitarias, con vetustos y majestuosos caserones; pasaba las horas en su catedral silenciosa, entre mendigos deformes y sucios, como los antiguos leprosos, que venían a ocupar el mismo sitio durante veinte o treinta años, junto a su portada. La cancela de ésta, al abrirse chirriando, lanzaba en la plazoleta desierta una bocanada húmeda con rumores de órgano, olor de incienso y graves cantos del capitulo reunido en el coro.

Reconocía Borja en su interior dos personalidades completamente separadas: la que todos veían y otra que sólo él podía definir. En ciertas tertulias de café donde se hablaba a gritos de literatura y de política, lo consideraban un muchacho simpático, de vida independiente y gran talento. Sus versos no estorbaban a los otros poetas ni podían excitar envidias. Además, por ser rico, representaba un auxilio seguro en momentos de penuria. En casa de Bustamante era, para los amigos del hombre ilustre, el futuro marido de Estelita.

Algunas madres de familia lo trataban con previsora amabilidad, por si algún día cambiando el rumbo de sus afectos, dejaba para otro mortal la dicha de ser yerno de don Arístides y volvía su predilección hacia alguna de sus propias hijas. Todas las señoritas de este pequeño mundo lo consideraban muy distinguido y de aspecto muy interesante.

Era pálido, de un rubio apagado. Sus ojos, algo redondos y de distraída fijeza, tenían un brillo mate y amarillento, semejante al del ámbar. No obstante su bigotillo recortado a estilo británico, muchos reconocían en él cierta semejanza con algunos de los personajes pintados en el Entierro del conde de Orgaz. Su cabeza recordaba numerosos retratos hechos por el Greco. La herencia física de su madre había dado a este tío moreno de hombre de Levante cierta gracia oriental, enfermiza y afinada, reflejo tal vez de su vida interior, profundamente imaginativa.

Borja no revelaba a nadie la creación incesante de episodios fantásticos que embellecían su existencia interna. Ya no tenía quien le relatase cuentos, como en su niñez; pero ahora se los contaba a sí mismo, fabricándolos nuevos, por el vigor de una fantasía incansable. Todo cuanto le rodeaba pareciale mediocre e indigno de él. Quería libertarse de tal esclavitud, y para ello se echaba a volar por todos los cielos falsos y seductores que la Humanidad inventó con el deseo de hermosear la vida. Sentíase enamorado de personajes que nunca habían existido o de los cuales no quedaba en el mundo la más pequeña partícula original; tan remotos eran.

Los seres irreales, los que habían nacido de la imaginación humana, le atraían con preferencia a los personajes históricos, revestidos de materia. Durante mucho tiempo estuvo enamorado de Helena, por lo mismo que dudaba de que hubiese existido. La creía nacida de la imaginación de Homero o de los poetas errantes que habían inventado la obra homérica. Y lo que más le encantaba de esta mujer casi irreal era que, sin haber nacido tal vez, vivía miles y miles de años hasta llegar a nuestra época, donde otro gran poeta, Goethe, la acoplaba con Fausto, un imaginativo de anhelos insaciables y sobrehumanos, con el cual se reconocía Borja cierto parentesco.

Luego, ascendiendo en sus deseos imaginativos incapaces de hartura, como todo lo que se despega de la realidad, amó a Venus, la más alta y compleja de las manifestaciones de la belleza. Nunca había visto la antigüedad clásica como los otros hombres, serena, majestuosa, alegre, con una sonrisa extrahumana. A él le placía lo atormentado, los rudos contrastes, una concepción romántica de belleza y fealdad, de alegría y dolor. Sólo aceptaba los dioses clásicos, los de los primeros siglos de civilización mediterránea, Cuando podía verlos deformados a través del cristal de la Edad Media. El Olimpo era más bello en plena noche, Cuando el diablo tomaba asiento entre los antiguos dioses, bajo una luz humosa de cirios cristianos. El viejo Pan, con sus jocundas tropas de faunos, sólo empezaba a interesarle a partir del momento en que la superstición lo convertía en Satanás seguido de legiones de trasgos, y las antiguas bacanales campestres se transformaban en el impío aquelarre del sábado.

El dulce Virgilio de las Geórgicas era, durante la Edad Media, un hechicero, un mago que fabricaba amuletos para librar a Nápoles de las moscas obrando otros prodigios que siglos después hubieran resultado suficientes para hacer morir a un hombre entre llamas.

La Venus adorada por Borja no era la de los pintores clásicos, desnuda sobre las espumas mediterráneas o sentada en nubes blancas y duras como el mármol, bajo incesante lluvia de flores. Era la Venus que había conocido el poeta Tannhäuser, la que vivía durante la Edad Media en grutas de rosada luz o en ásperas montañas como el Venusberg, atrayendo a los hombres con la tentación de su carne inmortal, representando la voluptuosidad y el pecado en medio de repiques de campanas, cantos graves de procesiones y la marcha convergente de ejércitos de peregrinos hacia Roma para implorar humildemente el perdón de sus culpas.

Esta Venus no se mostraba desnuda, y por debajo de su túnica griega asomaba un pie en forma de garra, tres uñas curvas con uniones membranescas, una extremidad semejante a las patas de las aves de presa, revelación de su origen infernal. Su cortejo de ninfas era, en realidad, una banda de brujas con músicas y cantos de aquelarre. Sistros y liras los remplazaban con castañuelas y panderetas, instrumentos de sabático regocijo. Ciertos padres de la Iglesia no podían leer ni balbucir el nombre de Venus sin que un estremecimiento de horror los agitase de la cabeza a los pies.

Esta Venus medieval era doble. Una segunda persona se había encarnado en su belleza. Los rabinos, enterados de lo que ocurrió en el Paraíso, conocían la existencia de una mujer temible, cuya vida ha de durar tanto como el mundo. Esta mujer es Lilit.

Cuando Adán se apartó de Eva después del pecado, Lilit cohabitó con él, dando nacimiento sus cópulas malditas a todos los espíritus diabólicos, lémures, larvas y fantasmas que pueblan la Tierra. Miles de años después, la inmortal Lilit fue una de las esposas favoritas del rey Salomón.

Durante largos siglos imperó sobre el mundo como gran princesa de los súcubos. Era ella la que tentaba con nacaradas desnudeces a los ascetas en sus pobres chozas del desierto; ella la que perturbaba con lúbricas pesadillas el sueño de los monjes castos; la que daba rumor de música voluptuosa al viento que sopla en las cumbres desiertas; la que ponía una ninfa de carne marfileña y velos verdes en cada fuente, una dama blanca peinándose en guedejas de oro en cada torre encantada, un gentilhombre de capa roja, penacho enhiesto y patas de macho cabrío en todo camino de la selva, para presentarse al viandante con una pluma y un pergamino en sus manos, ofreciendo amor, gloria y riqueza a cambio de una firma.

El poema dramático de Wagner, resumen de diversas leyendas nórdicas, era para Borja el alma de la Edad Media circunscrita en palabras. Nada faltaba en él; los trovadores, hambrientos de belleza, sin la cual la vida no vale la pena de ser vivida; las muchedumbres de peregrinos ansiosos de lavarse del pecado afluyendo a Roma desde los cuatro puntos del horizonte; Tannhäuser, el eterno descontento, suspirando por lo que no tiene y olvidándolo cuando lo consigue, para solicitar de nuevo lo que abandonó; Venus, la tentación, la voluptuosidad, el pecado; y el Santo Padre, sucesor omnipotente de los antiguos Césares, indignándose al saber que un mortal ha sido compañero de lecho de la terrible Lilit, reina de las abominaciones, negándose a absolver réprobo, colocándolo con su interdicción por encima de todos los hombres, haciendo de él un ser excepcional de grandiosa y lóbrega majestad, tétricamente hermoso como un ángel caído.

¡Ay!… Borja admiraba al cantor errante, envidiando su felicidad maldita. Era un enamorado sin esperanza de Venus Lilit, que ya no se digna mostrarse a los simples mortales.

Capítulo 2. La Viuda del "Rey de los Campos"

Mientras Borja condensaba en un instante toda su vida anterior, tenía los ojos fijos en la dama argentina.

Había admirado su belleza al conocerla en casa de Bustamante, pero aquí en el hotel la veía de más cerca, sin las joyas y adornos, que aquella noche daban a su hermosura un brillo deslumbrador. Recordaba aún cierto collar de diamantes que había excitado la admiración y la envidia de las otras mujeres. Ahora sólo llevaba uno de perlas, de fulgor discreto sobre su carne, que aprecia tener la misma transparencia láctea. Su vestido, de elegante sencillez, era el único que había guardado su doncella en la maleta del automóvil para que la señora pudiese bajar al comedor cuando pernoctara en un hotel. Se adivinaba en toda su persona el tocado rápido de una viajera que ha llegado al caer la tarde y después del baño se acicala a toda prisa para ser vista únicamente por los otros compañeros de hospedaje y reanudar la marcha a la mañana siguiente. Olía a carne fresca recién sumergida, a jabón, a rápidas vaporizaciones de perfumes.

Claudio fue detallando con los ojos su hermosura, para explicarse la fuerza atractiva que parecía rodearla, como una aureola. Lo que inmediatamente llamaba la atención era la blancura de su tez, que hacía recordar la de la perla, la del marfil, la de todas las materias albas y luminosas que poseen un suave brillo interior. Nunca la había alterado con pinturas. Dedicaba indudablemente al mantenimiento de su belleza horas enteras, pero dicho trabajo lo disimulaba con discreta habilidad; sólo un poco de rojo en los labios, una ligerísima aureola azul en torno de los párpados, una sutil línea negra en sus comisuras.

Borja reconoció que lo más atractivo en ella, a pesar de las proporciones estatuarias de su cuerpo, era su sonrisa, una ligera sonrisa que parecía vagar sobre sus labios, así como la mirada húmeda, dulce y melosa de sus ojos, con los párpados algo oblicuos.

La vio en su imaginación coronada de violetas, como la afrodita de los cantores griegos, cuando las Horas se la llevaron al Olimpo arrebatándola al Mediterráneo, entre cuyas espumas acababa de nacer. Se fijó en su cabellera corta y rubia, sin ningún adorno, con el descuido de un arreglo rápido ante el espejo para bajar al comedor; pero esta visión no fue más que de sus ojos. Al mismo tiempo la contemplaba en su pensamiento con un tocado de diosa. Indudablemente estaba coronada de violetas, como Afrodita. Su olfato percibía dicho perfume.

Siguió hablando a la señora de Pineda de un modo maquinal. Tenía la certeza de no estar diciendo cosas absurdas ni inconvenientes pero ignoraba la significación de sus palabras. Describía tal vez su existencia en Aviñón, sus ilusiones, lo que pensaba decir en aquel libro que concretaba por el momento todos los esfuerzos de su voluntad. También podía ser que estuviese hablando de sus amigos de Madrid y de la noche en que se conocieron. Mientras tanto, lo más valioso de su interior se abstraía y concentraba para resucitar todos sus recuerdos sobre el pasado de esta mujer.

El señor Bustamante había hablado muchas veces en su presencia de la señora Pineda, viuda rica de Buenos Aires. Poseía estancias enormes, rebaños que parecían incontables, varias casas en la capital de su país, y sin embargo, su esposo se creyó pobre al morir, por haber poseído antes mayores riquezas. Admirador de los capitalistas de América, no creía Bustamante ofender a esta gran señora al relatar en público las particularidades de su existencia; antes bien, se imaginaba con ello aumentar su mérito, dando a su historia cierto interés novelesco.

Rosaura Salcedo pertenecía a lo que puede llamarse aristocracia colonial, unas cuantas docenas de apellidos repitiéndose en el transcurso de siglo y medio, cantidad de tiempo que significa al otro lado del Atlántico una remota antigüedad. Los Salcedos habían sido ricos cuando la riqueza estaba representada en América por terrenos sin límites, con bueyes casi salvajes guardados por gauchos no menos rudos, y de estos rebaños inmenso sólo podían aprovecharse las pieles y el sebo, destinados a la exportación. La carne de las reses era para las nubes de cuervos monstruosamente engordados por el interminable festín de la Pampa.

Las familias de Buenos Aires comían los frutos traídos de su chacra en las inmediaciones de la ciudad. Vivían con sencillez patriarcal y al mismo tiempo en un aislamiento aristocrático, cruzándose siempre entre ellas matrimonialmente. En verano iban a sus estancias, amenazadas muchas veces por las incursiones de los indios. La llegada de un buque de vela con noticias de Europa era un acontecimiento.

Describía Bustamante el brusco cambio de este mundo colonial, pobre en dinero, abundante en alimentos y de limitadas aspiraciones. Dicha revolución la habían realizado el fusil de tiro rápido, el alambre, el vapor y el frigorífico.

Los soldados del país, al avanzar por el interior, así que disparaban el primer tiro de fusil cargado por la boca, tenían que batirse con el indio que se les venia encima usando sus mismas armas, la lanza y el machete, con lo cual resultaban interminables las guerras. Ante la carabina de repetición, huyó el indio declarándose vencido y los blancos pudieron posesionarse de la Pampa inmensa. Esto había sido casi en nuestros días, después de 1870.

El propietario puso cercas a sus tierras gracias al alambre, y sus muros casi invisibles crearon los caminos, obligando al gaucho errabundo y bandolero a marchar en determinada dirección, lo que afirmó el orden público y garantizó la propiedad.

Trajo el vapor hasta el mar dulce de río de la Plata buques de todas las banderas, con una ligereza que multiplicó sus viajes, y a la vez se introdujo tierra adentro sobre carriles que acortaron las distancias. Los vecinos de Buenos Aires pudieron crear parques de recreo en sitios donde poco antes galopaban tribus de indios belicosos. Cada éxodo de emigrantes acampó una jornada de ferrocarril más lejos del grupo llegado con anterioridad. Nacieron docenas de ciudades en llanuras consideradas tan remotas como los puertos europeos. De las planicies sin límites, pobladas por hombres de todas las naciones, empezaron a descender hasta la costa oleadas de trigo y de maíz.

La invención del frigorífico acabó de consolidar esta prosperidad. Ya no valió dinero la ganadería únicamente por sus lanas, sus cueros y sus grasas. La carne pudo ser artículo de exportación; y este simple invento de un francés estudioso, Claudio Tellier, muerto en París pobremente en una calle de la orilla izquierda del Sena, sirvió para crear la incontable familia de los millonarios argentinos, nacionales y extranjeros.

No aprovechó la familia Salcedo tal revolución económica, quedándose para siempre dentro de la antigua vida colonial. Cuando se centuplicó el valor de estancias y ganados, apenas les quedaban a ellos tierras ni animales. Habían intervenido en las luchas políticas del país por entusiasmo romántico, consumiendo en ellas la mayor parte de su fortuna. Eran hombres desinteresados, generosos, algo fanfarrones, predispuestos a la guerra y la aventura por el amor al peligro; las mismas cualidades del antiguo conquistador muerto pobre.

El padre de Rosaura, varón hermoso y bravo, sólo se preocupaba de ser tenido por muy caballero, de que le admirasen los de su bando político y temieran los adversarios su valor y su audacia. Siendo aquélla todavía niña, lo mataron en un duelo, uno de esos duelos de América del Sur entre tiradores de pistola que han consumido mucha pólvora en sus estancias para no aburrirse, y que preside la muerte indefectiblemente. Siempre cae uno, a veces caen los dos, y si ambos contendientes salen ilesos, es por raro azar.

Rosaura, hija única, creció al lado de su madre, dama en la que parecían revivir las energías y méritos de las antiguas criollas, muy señoras en su salón y hábiles al mismo tiempo en el manejo de su estancia, mientras los maridos cabalgaban lejos, en revoluciones y guerras civiles. Realizó esfuerzos milagrosos para que el prestigio de su familia no se hundiese en medio de la ascensión general de los otros hacia la gran riqueza. La consideraban pobre, pero muy señora, y los nuevos millonarios de origen extranjero buscaron su amistad, no obstante ser cosa sabida que la madre y la hija trabajaban ocultamente en su domicilio, cosiendo y bordando para ciertos establecimientos de Buenos Aires que los habían tenido en otra época como parroquianos importantes. Con esta labor se proporcionaban un nuevo ingreso para los gastos de su casa.

Cuando Rosaura tenía dieciocho años, la vio Pineda por primera vez. Bustamante se entusiasmaba al hablar de este español, describiéndolo como un conquistador nacido con tres siglos de retraso. Era hombre de negocios, comerciante de tierras, pero en proporciones enormes, con una amplitud y una audacia sólo posibles en un mundo nuevo.

—Durante uno de sus viajes a Europa —decía don Arístides con patriótico orgullo—, Pineda, a quien llamaban el rey de los campos, visitó la Bolsa de Londres, y al ver una pizarra en la que se inscribían ofertas de negocios en los lugares más diversos de la Tierra, escribió con tiza: «Se venden tres mil leguas cuadradas de terreno.» Todos creyeron que era broma. ¿Un hombre solo podía poseer una extensión mayor que la de muchas naciones?… Y sin embargo, así era. Nuestro compatriota aún llegó a disponer de terrenos más vastos. Había comprado la mayor parte de la República del Paraguay. Todas las selvas casi vírgenes a un lado y otro del Alto Paraná y del río Paraguay, hasta las entrañas del Brasil, eran suyas. En las llanuras argentinas, el ferrocarril marchaba horas y horas entre campos de su propiedad; y si se detenía en una estación también era de su pertenencia el pueblo reciente o el inmenso solar con calles y plazas marcadas a cordel sobre el cual había de levantarse el pueblo futuro.

Esta propiedad inaudita que, fraccionada en porciones enormes, se extendía por todas partes, no era inmutable y sólida. Parecía vivir, agitándose como un monstruo en formación. Cada veinticuatro horas cambiaba de aspecto restringiéndose cual si fuese a desaparecer o dilatándose con el súbito estiramiento de larguísimos tentáculos. Pineda compraba y vendía, compraba y vendía. Consideraba perdido su tiempo cuando en el curso de una jornada no había recibido enormes cantidades con una mano para entregarlas con la otra. Un notario a sus órdenes trabajaba en su mismo despacho, haciendo solamente escrituras de compra o venta para él.

—Yo lo compro todo —decía con arrogancia—. El precio importa poco; sobre eso acabaremos siempre por entendernos. Lo único que me interesa es fijar los plazos y condiciones del pago.

Todos los bancos le ayudaban para que siguiese dirigiendo con una audacia metódica y organizadora esta zarabanda de millones. Compraba en bloques centenares de leguas para lotearlas y venderlas a plazos, siendo sus mejores clientes los emigrantes que desembarcaban en la Argentina deseosos de trabajar. También hacia suyos por escritura inmensos territorios en el corazón de América, cerca de los ríos navegables, poblados únicamente por el tigre de piel de oro con redondeles oscuros, por boas enormes o diminutas víboras enroscadas en las corolas de las flores silvestres, por familias errabundas de indios llevando pendientes de plomo en sus orejas, lo que hacía llegar éstas más abajo de sus hombros, míseros restos de una primitiva y triste Humanidad.

Estas compras audaces eran, según él, dinero que colocaba en alcancía para el porvenir. La vaca y el hombre en busca de nuevos pastos vendrían con el tiempo a instalarse en dichas tierras, y él las vendería, aumentando su precio mil por uno. Todo fructificaba bajo su mano. Era semejante su influencia a la de ciertos abonos que dan proporciones colosales a plantas y frutos. Bastaba que un terreno pasase a propiedad de Pineda, para que a las veinticuatro horas valiese doble o triple. Conocía como nadie los trazados de nuevas líneas férreas, de nuevas conducciones de agua, de caminos en proyecto. Los propietarios colindantes, apenas lo tenían por vecino, consideraban aumentado el valor de sus bienes.

Fue en su época de mayor poderío cuando conoció a Rosaura. La madre de ésta hizo una visita al rey de los campos en sus oficinas de la avenida de Mayo, más grandes y con más empleados que algunos ministerios argentinos.

No resultaba fácil ver a Pineda, pero la señora tenía confianza en el prestigio de su propio nombre. Además, esta dama bondadosa guardaba la tradicional vanidad de los criollos, acostumbrados a mirar como inferiores a cuantos vienen a establecerse en su país. Todo el que no hablaba en español era gringo para ella, y a los españoles —a pesar de que se mostraba orgullosa del origen español de su familia— los apodaba gallegos, como lo había oído a sus ascendientes. Nada tenia de extraordinario que el gallego Pineda, con todos sus millones, se apresurase a recibir en su despacho a la señora viuda de Salcedo… Y así fue.

La dama necesitaba un consejo. Su hija poseía como única herencia paternal un trozo de terreno, insignificante por su pequeñez en un país donde se cuenta por leguas; pero la adquisición hecha por el español de enormes campos inmediatos y la posible construcción de un ferrocarril daban a esta parcela un valor inesperado. Representaba algunos miles de pesos, que podían mejorar modestamente la situación de la familia, y ella venia a pedir al multimillonario que comprase su terreno o le aconsejase qué cantidad debía pedir a otros, deseosos de adquirirlo.

Pineda la escuchó distraído, fijos sus ojos en Rosaura, que lo miraban también, pero con una indiferencia cortés. Luego la joven examinaba entre sonriente y aburrida las particularidades de aquel despacho, amueblado suntuosamente a la inglesa.

Había venido acompañando a su madre por obra del azar, porque debían hacer luego una visita juntas. Le molestaba esta conversación sobre campos y miles de pesos, e igualmente el ruido de las oficinas inmediatas, el tecleo de las máquinas de escribir, las discusiones entre los empleados y gentes rústicas, con poncho y altas botas, llegadas de las tierras del interior.

Pineda cesó de mirar a Rosaura para prometer a su madre el estudio inmediato del asunto, no obstante sus muchas ocupaciones. Antes de veinticuatro horas daría una contestación, y pidió permiso para llevarla él mismo a casa de la señora de Salcedo. No quería que dos damas como ellas volviesen a este lugar de negocios.

El multimillonario tenía cuarenta años y había pasado su existencia ocupado en la conquista del dinero, no sólo por los goces materiales que éste procura, sino, además, por conseguir la potencia dominadora de la riqueza. Le faltaba tiempo para saborear las delicias del verdadero lujo. No había conocido otros amores hasta entonces que los fáciles y pagados. El trabajo, por otra parte, mantenía en él una segunda juventud, algo tosca, pero vigorosa.

Era llegado el momento de que su inaudita fortuna recibiese una consagración social. De vivir en Europa, tal vez habría pensado adquirir por matrimonio un titulo nobiliario. Aquí le parecía un término digno de su carrera casarse con una Salcedo. De este modo, en el Jockey Club, donde había conseguido entrar por sus millones, se vería rodeado de parientes. Además, ¡aquella Rosaura de tentadora juventud, que parecía haber dejado un reguero de perfumes al pasar por su despacho, alta, blanca, rubia, balanceando su esbeltez con un paso de diosa!…

Al día siguiente, la señora Salcedo lo vio entrar en su salón, enguantado y puesto de chaqué, mirando con timidez los retratos y muebles algo anticuados de esta pieza, que le parecía oler a libros viejos: las historias del país desde los tiempos coloniales. El español pudo alabarse de haber proporcionado a dicha señora la mayor sorpresa de su vida. Quedó tan absorta al oír que el multimillonario solicitaba casarse con Rosaura, que le rogó repitiese su oferta, creyendo haberle entendido mal. Al fin, turbada por la emoción, pidió tiempo para responder. Necesitaba hablar a su hija.

Esta mostró menos asombro. No se le había ocurrido que aquel hombre de negocios, grave y algo maduro fuese capaz de una pasión amorosa; pero siempre tuvo fe en su destino, y estaba segura de que un día u otro algún millonario se ofrecería como esposo.

Varias veces había sentido interés por ciertos jóvenes de su misma clase social; pero todos eran pobres, necesitaban crearse una fortuna, y ella sólo podía escoger un marido rico. Amaba la plata por ver a todas horas con qué respeto casi divino la consideraban las gentes. Apreciaba, además, el dinero como un complemento de la belleza. Ella tenía derecho a poseer millones. Era una deuda del Destino, que debía cobrar indefectiblemente un día u otro.

Aceptó con más prontitud que su madre la demanda del español, y a los pocos meses se casó con él, conociendo de golpe todas las satisfacciones, vanidosas de un lujo sin límites. El rey de los campos encontró estrecho el escenario de América para ostentar las magnificencias de que rodeaba a su mujer, y, abandonando los negocios, la trajo a Europa. Cuantos imaginan y fabrican en París costosos objetos para adorno de la belleza femenina vieron elevarse en el cielo de la moda un nuevo astro: madame de Pineda. Encargaba los trajes a docenas; se cubría de joyas tan inauditamente valiosas, que muchos las consideraban falsas en el primer momento, necesitando que les dijesen el nombre de la célebre millonaria para creer en su autenticidad.

Los países jóvenes, de riqueza extraordinaria, caminan a grandes saltos, crecen con rudos estirones, como plantas fecundadas por abonos violentos. Cada ocho o diez años sufren una crisis económica por avanzar demasiado aprisa; se asfixian con la violencia de su carrera; necesitan dejarse caer en el suelo para respirar o retroceden en busca del asiento que despreciaron antes. Los que no han previsto esta parada se estrellan con el impulso de su velocidad.

La Argentina sufrió de pronto una de sus parálisis financieras, con lo que el rey de los campos, que marchaba siempre delante, con los ojos cerrados, confiando en su buena suerte, se vio, como muchos decían, con un pie sobre el abismo. Había seguido comprando inmensas extensiones, todo lo que le ofrecían, mientras por otro lado cesaba la venta de tierra a causa de haber disminuido la emigración. Escaseaba el dinero de Europa por culpa de una miserable guerra surgida allá en los Balcanes, entre pueblos insignificantes. Una sequía exterminaba a miles de vacas y novillos. Las estancias parecían campos de batalla con el horizonte abullonado de negro por los bultos de los animales muertos. Nubes de langosta oscurecían el sol en mañanas radiantes, devorando el trigo. Las siete vacas flacas después de las siete gordas: el período de interminables calamidades que se inicia inesperadamente en todos los países de abundancia paradisíaca.

Batalló Pineda tres años contra la mala suerte. Como lo compraba todo, preocupándose únicamente de la forma del pago, o sea, de los plazos, debía muchos millones a los bancos del país. Estos tuvieron que formar un comité liquidador, especie de Gobierno provisional, para la administración y venta de sus campos, grandes como Estados. La preocupación mayor de Pineda fue que Rosaura no se enterase de su verdadera situación manteniéndola al margen de la crisis. Cuando, avisada por las murmuraciones de sus amigas, quería saber si los apuros de su esposo eran ciertos, éste la tranquilizaba con un optimismo hábilmente fingido. Debía continuar su vida de siempre. Era una ligerísima nube, un eclipse pasajero. Podía gastar lo mismo que antes. Y conoció la voluptuosidad amarga del sacrificio al pagar cuentas enormes que le presentaban de parte de su esposa, teniendo que ir después a discutir ásperamente con la Junta de banqueros u otros acreedores más modestos, y por lo mismo, más temibles.

El rey de los campos murió de pronto, sin ninguna enfermedad preliminar. Muchos creyeron en un suicidio disimulado. Se iba del mundo antes de ver consumada su derrota. La viuda de Pineda (una viuda de veinticinco años) miró a su alrededor con ojos de asombro, como si despertase de un ensueño color de rosa. Se asustó al tener que conversar por primera vez con los directores de aquella inmensa oficina donde había conocido a su esposo, con banqueros, abogados y representantes de casas europeas que le hablaban de millones debidos de hipotecas cuantiosas. Le infundían pavor tantos centenares de leguas de terreno, como si fuesen desiertos, que ella debía atravesar a pie y sola. Nunca había recibido tantas visitas de hombres que fingían no verla, mientras le hablaban de cosas monótonas y enojosas. Ninguno sonreía ni le dedicaba cumplimientos galantes, como los otros que había conocido en los salones o la visitaban en su palco del teatro Colón.

Su soledad se agrandó con la muerte de su madre. Parecía que la pobre señora, orgullosa del triunfo matrimonial de su hija, hubiese querido seguir al yerno en su derrota. Sólo le quedaron a Rosaura un niño y una niña hijos tardíos de Pineda, que hicieron desear a éste nuevas riquezas precisamente cuando empezaba a iniciarse su ruina. Eran tan pequeños, que su vista en vez de animar a la madre, le hacía caer en profundo desaliento, derramando lágrimas. «¿Qué sería de ellos? ¿Cómo salvarlos?… ¡Yo, que no sé nada de estos negocios de los hombres!»

Pero la fortuna, que muestra en los pueblos jóvenes una inconstancia de viento caprichoso, cambió repentinamente de orientación por ser en dichos países los años favorables más numerosos que los malos. Se reanudaron los negocios, circuló otra vez el dinero; de la gran masa que sólo quería vender, empezaron a surgir adivinadores del futuro dispuestos a comprar, y, poco a poco, fue restableciéndose la vida antigua.

Una mañana Rosaura se vio rica otra vez, sin que pudiera explicarse la causa inicial de tan milagrosa transformación. Del mismo modo se había acostado tiempo antes creyéndose una de las mujeres más poderosas del país, para despertar pobre al día siguiente. Los bancos vendieron la mayor parte de sus territorios, fueron pagadas las deudas con rebajas considerables, como se hace en las quiebras de las naciones, y, al fin, después de un año de disputas, arreglos y juntas de abogados, llamados allá doctores, que cobraron por sus trabajos cuentas únicamente comparables a indemnizaciones de guerra, la viuda se vio al frente de una gran fortuna. Sólo era débil recuerdo de la omnipotencia de su esposo; pero, de todos modos, conservaba a Rosaura su altura entre las millonarias del país; tres estancias, varias casas en la capital, numerosos paquetes de acciones prometedoras de dividendos seguros y, sobre todo, la solidez de dichos bienes no sujetos a las fluctuaciones de la especulación.

Europa la atraía, y, especialmente, París. Los médicos de Buenos Aires conocen una enfermedad puramente argentina, que se ensaña siempre con las mujeres. Muchas languidecen sin motivo justificado. Ninguna contrariedad las aqueja en su fortuna ni en su familia, y, sin embargo, están tristes, sus ojos se humedecen, se aburren en medio de las abundancias del bienestar; sus nervios, en desorden, les hacen imaginarse toda clase de dolencias. El médico, después de largo examen, sonríe, y dice al esposo:

—Lo que tiene su señora es la enfermedad de París.

Como Rosaura no necesitaba permiso para este viaje, lo emprendió inmediatamente. Además guardaba cierto rencor contra las gentes de su mundo. No podía olvidar los comentarios desdeñosos con que la envidia había acogido su casamiento, a causa del humilde origen de Pineda, ni tampoco la alegría de muchas amigas al creerla pobre otra vez y para siempre. Una parienta modesta (la parienta venida a menos, sumisa y hacendosa, que existe en casi todas las familias) la acompañó a Europa para cuidar de sus dos pequeñuelos.

Volvió a ser ornamento principal del pequeño mundo americano de lengua española que vive en París preocupado de no faltar en manera alguna a las respetables leyes del chic, siguiendo las modas escrupulosamente, comentando con orgullo de raza, y al mismo tiempo con envidia, las riquezas y gastos de sus compatriotas más elevados. Tuvo un hotel cerca de la avenida del Bosque, una villa de la Costa Azul para los meses invernales, y el verano lo repartió entre Deauville y Biarritz. Era casi imposible leer las crónicas de los diarios sin tropezar con el nombre de la bella argentina madame de Pineda.

Unos amigos españoles, a los que conoció en Biarritz, despertaron su deseo de visitar España. De ella habían salido sus ascendientes por la doble línea de padre y madre; de ella era Pineda, al que debía su fortuna. Atravesó el país en automóvil, visitando con una curiosidad que a los pocos días se convirtió en molestia, las pequeñas ciudades, decadentes y adormecidas, de las que habían salido sus abuelos, pobres gentes llegadas al virreinato del Río de la Plata cuando dicho país, entre blancos, indios y negros, tenia menos habitantes que cualquier ciudad mediana de ahora.

Debieron de ser los primitivos Salcedos gente ruda y buena, de sentimientos caballerescos, mucho honor, mucha religión y pocos cuidados higiénicos. Ella había visto aún de niña cómo hombres y mujeres vivían en las estancias lo mismo que el soldado en plena guerra. Las nubes de mosquitos y otras plagas sanguinarias hacían oportuno el mantenimiento de una costra de grasa sobre la epidermis. Tal vez a causa de esto, los nietos de los millonarios que habían obtenido su riqueza en la Pampa llegaban a los más complicados refinamientos en el cuidado de sus personas. Era una compensación de familia.

Rosaura dedicaba tres o cuatro horas matinales al cultivo de su belleza corporal. Diariamente pasaban ante su lecho masajistas, esculpidoras de la carne, cuidadoras de las manos y los pies, directoras de institutos de belleza, que decían poseer valiosos secretos para el mantenimiento de una frescura primaveral en las partes del cuerpo ocultas bajo el vestido, pero que se dejan adivinar por sus contornos.

Fue en Madrid donde estuvo más tiempo. Don Arístides Bustamante, que había conocido a la rica argentina en Biarritz, creyó un deber patriótico el acapararla, siendo guía en los museos y en las excursiones a las ciudades históricas más próximas. Lo mismo hacía con todos los personajes llegados de América, célebres por los cargos políticos que habían desempeñado en su país o dignos de atención por sus apellidos y su riqueza.

Abominando de la vida política a causa de la ingratitud de sus amigos, había buscado el iberoamericanismo como fresco bosquecillo de refugio, en el que podía respirar ampliamente su vanidad. Era el grave abogado de abundancia verbal, monocorde e inagotable como un arroyo lóbrego, que, al dedicarse a la política ya algo maduro, llega a ser ministro una sola vez. Pasaba las tardes en la Cámara de Diputados, siendo de los primeros que al pronunciar un discurso algún personaje importante, llegaba a él con la mano tendida, diciendo: «Ha estado usted muy bien de palabra.» Y le parecía que no era posible formular un elogio mayor.

El jefe de su partido, después de hacerlo ministro una vez, ya no había pensado más en él, como si con ello hubiese pagado una deuda y se considerase libre de nuevos compromisos. Bustamante no olvidaba con la misma facilidad este suceso, que parecía haber partido su existencia en dos secciones, una de sombra y otra de luz, como la cumbre de una montaña divide dos vertientes. La historia propia, la de su patria, la de los otros pueblos, la vida entera de la Humanidad, todo lo contemplaba partido por el meridiano de su ministerio. Cuando le hablaban de un suceso en España o en el Japón, decía, luego de reflexionar: «Eso ocurrió antes de mi subida al poder», o «Recuerdo que fue después de haber sido yo ministro.» Hasta la literatura la dividía con arreglo a tan memorable suceso, y la fecha de la aparición de un libro o del estreno de una obra teatral la fijaba según los años transcurridos antes o después.

Nunca había estado en América; mas luego de hablar con varios presidentes de repúblicas pequeñas, expulsados por una revolución y numerosos diplomáticos que habían solicitado su cargo para vivir en Europa, lejos del amado país, se creía de una competencia indiscutible para razonar sobre los acontecimientos y problemas iberoamericanos.

Iba almacenando en su memoria las crónicas domésticas de las familias más ricas y notables de toda la América «hispano-parlante», como él decía: llevaba la cuenta de matrimonios, enfermedades y muertes; gozaba intenso deleite detrás de su máscara grave cuando alguien recién llegado de allá le contaba, bajo promesa de secreto, sucesos o escándalos molestos para otros compatriotas que habían pasado por aquel mismo salón unos meses antes. Creía en el talento político y la inspiración poética de todos los personajes, generales o doctores, que desde la frontera de Tejas al cabo de Hornos se carteaban con el ilustre presidente de la Fraternidad Hispanoamericana. Con esto cumplía un deber de hombre bien nacido, pues los otros, a su vez, le consideraban uno de los personajes españoles más eminentes.

—Nuestro porvenir está en América —decía el ex ministro a todas horas, pensando que tal afirmación consolidaba su propia importancia.

Nunca había podido adivinar Borja el carácter de dicho porvenir. No era económico, pues a la modesta producción española le resultaba imposible abastecer los mercados de diecinueve naciones. Político, tampoco. Nadie podía soñar en una reconquista de las antiguas colonias. El solemne personaje no daba explicaciones y seguía repitiendo con la voz misteriosa de un oráculo: «Nuestro porvenir está en América »

A la millonaria argentina la recibió y agasajó con una generosidad egoísta. Era la reina de Saba, bella y deslumbrante, que venia del país de las riquezas a saludar al Salomón del hispanoamericanismo. La Fraternidad presidida por él dedicó a la rica señora una de sus comidas mensuales con guitarreos, cantos andaluces, bailes de diversas provincias y zambra final de parejas gitanas.

Luego en una comida más íntima, en casa del señor Bustamante, se habían visto por primera vez Rosaura y el caballero Tannhäuser. Y ahora, transcurridos dos años, volvían a encontrarse inesperadamente en un hotel de Aviñón.

Borja hacia esfuerzos mentales para seguir recordando todo lo oído por él, fragmentariamente, sobre la vida de esta mujer. Alguien había sonreído con malicia al hablar de ella y de un tal Urdaneta, personaje también americano que residía casi siempre en París. Tal vez Bustamante había dicho esto. Bien podía ser otro, pues la señora Pineda era un tema de conversación a causa de su riqueza, su hermosura y su elegante fausto, para todas las gentes de lengua española que pasaban por París. Algo más había oído; algo que no podía recordar, pero seguramente interesante…

La dama quería saber cómo se le había ocurrido escribir un libro, un poema en prosa, sobre don Pedro de Luna, el papa español de Aviñón.

Borja tuvo que volver a remontar el curso de su propia historia. Se vio de pequeño, cuando vivía en Valencia al lado del canónigo Figueras. El ama del sacerdote lo llevaba a oír misa en la inmediata parroquia de San Nicolás. Mientras permanecía de rodillas, su mirada, después de vagar sobre imágenes y altares cubiertos de oro, iba a posarse en un retrato oval del Papa Calixto III, vestido de rojo, con un becoquín de púrpura ribeteado de armiño cubriendo su cabeza.

Se había llamado Borja, lo mismo que él, y empezó de simple beneficiado en esa iglesia. El pequeño no podía explicarse cómo un clérigo de una parroquia de Valencia había emprendido el viaje a Roma para llegar a ser Papa en su ancianidad. Además, dejaba abierto el camino del Pontificado a un sobrino suyo, el famoso Rodrigo de Borja (Alejandro VI, tercer Papa español), padre de una numerosa familia que italianizó su apellido, convirtiéndolo en Borgia.

Esta inexplicable ascensión de Alfonso de Borja, el clérigo de la parroquia de San Nicolás, aún parecía inaudita, después de cinco siglos. La vieja ama del canónigo explicaba al niño que un hombre puede llegar a serlo todo cuando tiene fe en Dios y concentra sus esfuerzos en un deseo. El Pontífice representado en el cuadro oval había repetido desde su infancia: «Yo seré Papa, yo seré Papa»… , y lo había sido. Su historia portentosa dejaba un refrán en la vida valenciana, que decía traducido al castellano: « Si quieres ser Papa, métetelo en la cabeza.»

Al ser hombre, sintió Claudio Borja la curiosidad de conocer el verdadero motivo histórico de esta carrera que le parecía inexplicable, y sus rebuscas sobre el primer Borgia le hicieron encontrarse con don Pedro de Luna, enorme como un coloso tallado en el bloque de una montaña.

La viuda de Pineda lo escuchó con interés. En un salón de su casa de París, en una terraza de su villa de la Costa Azul habría encontrado fastidiosas estas explicaciones del joven Tannhäuser; pero ¡en el ambiente de Aviñón, ciudad que había atravesado siempre con lamentable prisa, proponiéndose volver a ella para vivir unos cuantos días junto a sus murallas atractivamente románticas!…

De pronto le inspiraron envidia aquellos viajeros inmóviles en sus asientos, escuchando la música o conversando sordamente, en espera de la hora de acostarse, para visitar al otro día el castillo de los papas, los baluartes de la ciudad, el puente roto sobre el Ródano.

—Es vergonzoso —dijo— que yo no conozca Aviñón después de haber pasado tantas veces por él. Una mañana me detuve para visitar el Palacio de los papas. Iba con Urda… , con un amigo mío; pero nos cansamos de tantos salones sin muebles, de escuchar al guía, y nos fuimos… Con usted es diferente. Usted explica muy bien las cosas. Además, ese Santo Padre que a usted lo entusiasma también empieza a interesarme mucho. Siempre me han gustado las gentes de carácter fuerte, los hombres de voluntad que saben lo que quieren y lo quieren de veras.

Prometió ir al día siguiente con Borja a conocer el Palacio fortificado de los pontífices. Tal vez en la misma tarde continuaría su viaje. Lo mismo podría prolongar este descanso dos o tres idas más. Su doncella y su chófer estaban acostumbrados a las irregularidades y caprichos de su manera de viajar.

Nada tenía que hacer en la Costa Azul; nadie la esperaba. Había llegado la primavera, y las gentes que pasan el invierno junto al Mediterráneo se hallaban ya lejos. Borja expresó con timidez una duda que venía preocupándole desde mucho antes:

—Sí que parece extraordinario que una señora como usted vuelva en esta época a la Costa Azul, cuando todos los de su clase se han marchado. Sólo por un motivo importante y urgente…

Rosaura lo miró como si quisiera sondear su pensamiento. Luego dijo con afectada simplicidad.

—He querido olvidar la vida de París, no ver gente, pasar las horas sin pensar en nada, mirando al Mediterráneo.

Y sin percatarse de la incoherencia entre este deseo y su nueva afirmación, añadió:

—Estaba en París demasiado sola. Me aburría.

Capítulo 3. La Gran Cautividad De Babilonia

Siguiendo las indicaciones de su acompañante, Rosaura echó la cabeza atrás para abarcar con su vista la altura del monumento.

Un lado de la plaza estaba ocupado por una construcción enorme, robusta, asentada sobre el suelo con majestuosa pesadez, dejando adivinar la amplitud extraordinaria de sus muros. Todo era en este palacio—castillo de forma rectangular, de líneas rígidas, con esquinas que habían sido verticales y aparecían ahora dentelladas por las roeduras del tiempo o las huellas de los proyectiles de piedra que arrojaron las bombardas durante los sitios.

La arquitectura civil de la Edad Media no había producido en el interior de las ciudades nada semejante. Su masa formidable ocupaba una superficie de más de seis mil metros cuadrados con muros macizos y desnudos, verdaderos muros de fortaleza, sin las rasgaduras luminosas y coloreadas de los ventanales con vidrios. Las cortinas de piedra tendidas de una torre a otra tenían arcos prolongadísimos que empezaban a ras del suelo, remontándose audazmente hasta cerca de los matacanes y las almenas. Pero dichos arcos, estrechos como un hierro de lanza, los cegaba un segundo muro. Eran obras salientes de refuerzo, pilares unidos por ojivas, que parecían añadir nueva robustez al palacio—fortaleza. El sol y la atmósfera habían teñido de suave rojo muros, alamedas y torres.

—Es el color de Aviñón —dijo Borja—; el color de sus templos, murallas y puentes, de todo lo que en esta tierra fue construido con piedra. Parece reflejar una interminable puesta de sol; recuerda el tono de las hojas otoñales.

Luego llamó la atención de su acompañante sobre la amplitud de su plaza, obra de don Pedro de Luna. Durante cuatro años y medio se había defendido en este palacio con su pequeña guarnición de españoles, y al triunfar por algún tiempo, hizo destruir los edificios inmediatos, como si presintiese los nuevos asedios a que iban a someterle sus enemigos.

Las casas actuales eran posteriores al reinado de los Papas de Aviñón, vistosos palacios del Renacimiento, construidos por los legados que enviaba Roma para gobernar la ciudad. A un lado de la plaza, junto a la colina sobre el Ródano, llamada el Peñasco Doms, estaba la catedral, con su campanario rematado por una imagen cubierta de oro; torre posterior a la que aprovecharon los enemigos del Papa Luna para batir el palacio vecino con sus bombardas.

Otra vez la viuda argentina y su acompañante volvieron a fijar sus ojos en la extensa fachada del castillo. No era posible mirar otra cosa. Su enormidad parecía absorber todos los edificios próximos. La catedral de Doms, que no era grande, se achicaba aún más pegada al palacio. Rosaura lo admiró como si lo viese por primera vez. Le parecía más gigantesco estando al lado de Claudio Borja, «que sabia explicar muy bien las cosas.»

—Yo he leído un poco.——dijo con modestia—; lo que puede leer una mujer de mi clase; libros de entretenimiento aconsejados por la moda, zonceras casi siempre, lo reconozco. Muchas veces, al pasar por aquí, se me ha ocurrido la misma pregunta: «¿Por qué hubo papas en Aviñón?… .» Va usted a burlarse de mi ignorancia y de que no haya hecho el menor esfuerzo por esclarecerla. Usted se irá convenciendo, amigo Borja, de que acompaña a una mujer indigna de su sabiduría.

Claudio rió de esta hipócrita y sonriente humildad, apresurándose a disculparla. La misma pregunta se hacían muchos al hablar de Aviñón y muy pocos procuraban conocer el motivo de tal hecho histórico.

—El mundo no era entonces como ahora —siguió diciendo—; no existía Francia en su forma actual; tampoco existía España; y en cuanto a Italia, no era más que un conglomerado de pequeños estados en incesante ebullición. Príncipes y barones feudales vivían de las rapiñas de una continua guerra. El Papa, señor de grandes territorios en torno a Roma, se veía despojado por las familias nobles del país.

Mientras el Santo Padre era venerado por el resto de la Cristiandad, los romanos sólo veían en él a un señor como los otros obedeciéndole si era poderoso, menospreciándole cuando un pequeño soberano lograba vencerlo. Familiarizados con los papas por haberlos visto simples hombres antes de su elevación, no parecían temer gran cosa los rayos de sus excomuniones.

La ciudad de Roma era uno de los lugares más inseguros de la Tierra.

En sus calles se batían casi a diario las bandas de los Orsinis y los Colonnas, familias rivales, en eterna disputa por la posesión de la antigua urbe, majestuosa como un cementerio, casi despoblada, con más ruinas que edificios enteros. A veces, los dos grupos rivales pactaban momentáneo acuerdo para imponer duras humillaciones a un tercer contendiente, que era el Papa. No había altura en el campo romano que no estuviese ocupada por un castillo de barón bandolero. Atravesar las cercanías de Roma en el siglo XIV para ver al Pontífice resultaba tan peligroso como ir hasta Jerusalén en busca del Santo Sepulcro. Los peregrinos eran asaltados y robados por las bandas feudales, quedando muchas veces prisioneros hasta que llegaba el rescate exigido por el señor.

Dentro de la capital del orbe cristiano se vivía como en una selva, entre emboscadas y astucias mortales, con las armas en la mano a todas horas y la casa bien cerrada. Los de un bando tenían su fortaleza en el castillo de San Angelo; los otros se habían atrincherado en el Capitolio.

Estas guerras interminables destruían los majestuosos recuerdos de la antigua civilización romana con una barbarie mayor que la de las invasiones venidas del Norte. Los barones echaban abajo arcos de triunfo, termas, columnatas de los palacios de los Césares, para construirse torres y casa almenadas en las callejuelas de la Roma medieval. Los capiteles de marmórea hojarasca, las lápidas cubiertas de inscripciones, los fragmentos de estatuas, todo servía de sillares para estas fortalezas urbanas.

Aparecían los papas ante el resto de la Cristiandad como si viviesen en Roma; pero sólo estaban dentro de ella cortas temporadas, durante las grandes ceremonias que hacían necesaria su presencia, o en momentos de tregua, cuando las dos facciones, por cansancio, deponían las armas. Consideraban más prudente instalarse en el castillo de algunos de sus sobrinos, que la influencia papal había convertido en gran señor, o en pequeñas ciudades agradecidas al Santo Padre por la enorme muchedumbre de viajeros que atraía su presencia. Aún perduraba en Italia la separación entre güelfos y gibelinos, aceptando una parte del país con malicioso regocijo todos los infortunios que pudiera sufrir el Papa. Uno de los más enérgicos, al que suponían por su tenaz voluntad ser de remoto origen español, Bonifacio VIII, se veía insultado y hasta abofeteado en su propio castillo de Agnani a causa del abandono en que lo dejaron sus compatriotas.

Defendiendo los derechos de la Iglesia, emprendía una guerra tenaz contra Felipe el Hermoso, rey de Francia. En vano lo excomulgaba, atrayendo sobre su cabeza las iras del Cielo. El monarca tenía a su lado como ministro un jurisconsulto de Tolosa, Guillermo de Nogaret, meridional que, por su audacia, aparece en la Historia como un precursor de Dantón y otros personajes de la revolución francesa.

Nogaret tomaba la ofensiva, pasando a Italia como representante de su rey, y auxiliado por los Colonnas, tenaces enemigos del pontífice, asaltaba con sus bandas la ciudad de Agnani, sorprendiendo a Bonifacio VIII en su castillo. El pueblo encontró muy interesante ver al Santo Padre tratado como un soberano cualquiera, y favoreció con su indiferencia esta invasión del retiro papal. En vano el enérgico Pontífice pretendió intimidar a los invasores recibiéndolos con la tiara puesta y sus vestiduras de gran ceremonia. Nogaret, que era unpatarín nieto de albigenses de Tolosa, perseguidos cien años antes por la Inquisición papal, se dio el gusto de insultar a un Pontífice cara a cara. Uno de los Colonnas, perseguido cruelmente por Bonifacio hasta el punto de verse esclavo de los corsarios mahometanos, lo abofeteó con su guantelete de acero.

Murió el Papa de cólera y vergüenza; su carácter enérgico no pudo sobrellevar tal humillación. Hubo que nombrarle sucesor en medio de la anarquía italiana, y los cardenales designaron a Beltrán de Got, prelado francés, arzobispo de Burdeos, el primero de los papas de Aviñón.

—Antes de él, que tomó el nombre de Clemente Quinto —dijo Borja—, habían existido otros papas de origen francés. Pero lo raro del caso fue que el arzobispo de Burdeos dependía del rey de Inglaterra, no del monarca de Francia. Usted sabrá, indudablemente, que Francia estaba dividida entonces, y los ingleses ocupaban una parte considerable de su suelo, manteniendo la guerra llamada de los Cien Años. Esta Guerra, que durante tres cuartos de siglo fue de un resultado incierto, sólo se decidió con la aparición e intervención de la extraordinaria Juana de Arco.

Borja fue describiendo a su acompañante la vida azarosa de este primer Papa que nunca vivió en Roma. A su coronación, en Lyon, asistían los reyes de Francia, de Aragón y de Mallorca. Felipe el Hermoso y el duque de Bretaña llevaban las bridas del caballo papal. Tal era la concurrencia, que un muro viejo cargado de espectadores se derrumbó, matando al duque de Bretaña y a uno de los hermanos del Papa.

El audaz Nogaret procuró explotar la fuerza de la Iglesia en beneficio de su rey al ver establecido al Papa en una ciudad de Francia. Quería apoderarse de los bienes de los templarios, y para ello necesitaba el apoyo del Pontífice. Este, no queriendo legitimar tal injusticia, huyó a su diócesis de Burdeos. Pero allí quedaba bajo el dominio del rey de Inglaterra, que procuró también explotar su presencia.

Clemente V, gravemente enfermo, tuvo que volver un año después a los estados del rey de Francia, lo que le hizo ceder a las pretensiones de Nogaret, ansioso de remediar los apuros del erario real confiscando los tesoros de los templarios. Poseían éstos ricos establecimientos en Oriente y Occidente; eran los banqueros universales de pueblos y reyes. Al fin se vio obligado a autorizar la persecución y supresión de dicha Orden, y para no vivir más tiempo bajo la influencia de Felipe y su consejero, pensó en el condado Venaissino, que pertenecía a la Iglesia desde un siglo antes por cesión de los condes de Tolosa, y en cuyo límite estaba la ciudad de Aviñón. Carpentras. capital del condado, era pequeña comparada con dicha ciudad junto al caudaloso y navegable Ródano, y fue a instalarse en un convento de dominicos, construido sobre una isla frente a Aviñón.

Este alojamiento lo consideraba circunstancial. Su deseo era volver a Roma; pero los desórdenes de la urbe cristiana, cada vez mayores, hacían imposible el viaje. Muy al contrario, los cardenales italianos que habían quedado allá vinieron poco a poco a establecerse en torno al Papa, considerando más tranquila y segura la vida en Aviñón. Muchos celebraron en estilo poético la suerte de que los pontífices hubiesen heredado el condado de Venaissino. De este modo, «la barca de San Pedro podía amarrar tranquilamente, después de tantas tempestades, al abrigo de un peñasco sobre el Ródano.»

Al morirse Clemente V, los cardenales elegían al obispo de Aviñón, que tomó el nombre de Juan XXII. Este continuó habitando como Papa su palacio episcopal; pero cada año se veía más lejana la posibilidad de que la Santa Sede pudiese volver a Roma, viviendo en ella tranquilamente. A partir del segundo Papa, empezaron las construcciones parciales que habían de formar más adelante el imponente conjunto del palacio de Aviñón. Dicho palacio tuvo que ser al mismo tiempo una fortaleza. Resultaba insegura la vida en aquellos siglos, y los Papas no se veían a cubierto del peligro general. La guerra de los Cien Años tenia largas treguas, que obligaban a licenciar las tropas mercenarias, costosas de mantener, y estas bandas de guerreros a sueldo, al verse sin ocupación, se dedicaban al bandidaje, saqueando poblaciones, exigiendo tributos a los pequeños soberanos.

Los mismos papas que hacían una fortaleza de su vivienda levantaron alrededor de Aviñón sus hermosos baluartes, útiles para aquella época, graciosos ahora y de aspecto frágil como un juguete.

—El más célebre —continuó Borja— por su magnificencia fue Clemente VI, cuarto Papa de Aviñón, llamado por algunos el trovador con tiara. Era un noble del Mediodía de Francia, que imponía respeto por su natural majestad y sus gustos de príncipe letrado. «Mis antecesores no supieron ser papas», decía este gran señor.

Borja se imaginaba cómo debió de ser el castillo en tiempos de Clemente VI. Ahora sólo quedaba la osamenta, la piedra enrojecida de sus fachadas y la piedra blanca de sus vastos salones, con sólo algunos fragmentos de pinturas que equivalían a piltrafas de la antigua carne, jugosa y multicolor.

Se había acostumbrado la mayor parte de la Cristiandad a ver los papas instalados junto al Ródano. Este retiro circunstancial adquiría cada año un carácter más estable. Los cardenales agrandaban los caserones de Aviñón que les ofrecía el Pontífice con el título delibreas, convirtiéndolos en palacios suntuosos. La ciudad parecía nadar en oleadas de dinero.

Pocas veces se vieron tan ricos los papas. Algunos de ellos, hábiles administradores, habían organizado los ingresos de la Iglesia, obligando a clérigos y obispos a enviar puntualmente su tributo. Aviñón pertenecía ya a los papas. Al principio fue propiedad de la famosa reina Juana de Nápoles, la mujer más elegante, más graciosa en palabras y ademanes, y de costumbres más disolutas que se encuentran en la historia de aquellos siglos. Cambió varias veces de esposo. Casada con Andrés de Hungría, fue asesinado éste por un amante de ella. Luis, rey de Hungría, marchó contra Juana para vengar la muerte de su hermano, y al mismo tiempo con el propósito de hacerse dueño de Nápoles. Juana, que era también condesa de Provenza, huyó de esta tierra. como si buscase el amparo espiritual de los papas, instalados en su ciudad de Aviñón. En vista de que el rey húngaro pedía su castigo a Clemente VI, compareció Juana ante el Pontífice rodeado de toda su Corte.

—Yo me he imaginado muchas veces la escena —dijo Borja—. Esta mujer seductora por su hermosura, por su lujo y hasta por sus pecados y aventuras, presentándose ante un Padre Santo artista y ante sus cardenales, muchos de ellos ordenados de diácono solamente, y que llevaban una vida de príncipes… Pero esto lo verá usted mejor cuando estemos en el gran Salón de Audiencia. La reina Juana, instruida y de fácil palabra, se enseñoreó al momento de la asamblea. Igual habría convencido de su inocencia a una reunión de verdaderos ascetas, aunque fuese autora de crímenes mayores. Los napolitanos, irritados por las demasías del invasor, pidieron a Juana que reconquistase su trono, y como necesitaba dinero para reclutar soldados mercenarios y alquilar galeras en Marsella, vendió Aviñón a los papas en ochenta mil florines, suma que equivaldría hoy a unos cuatro millones de francos… , pero en oro. Pintores italianos y franceses cubrían de frescos los muros de las salas pontificias. Talleres de orfebres cincelaban sin descanso objetos de culto, recamados de piedras preciosas, u objetos de uso personal para los papas. Los muros de piedra desaparecían bajo vistosos tapices. El sacro tesoro de Roma —urnas preciosas conteniendo reliquias, ropas de altar, imágenes áureas— había sido traído a Aviñón, por creerlo aquí más seguro. Dentro de la fortaleza crecía un jardín con fuentes de mármol, paseos cubiertos y fingidas perspectivas para agrandar su tamaño. La curiosidad de estos pontífices meridionales había reunido en jaulas todas las bestias raras que se conocían entonces: leones, tigres, dromedarios, avestruces, osos.

El generoso Clemente VI adquiría con tal abundancia las ropas primorosamente bordadas, los tapices, los muebles, que muchos de tales encargos, después de ser admirados en el momento de su llegada, quedaban recluidos por falta de sitio en los desvanes del palacio. Los papas sucesivos mantuvieron su lujo con las magnificencias que había olvidado el Pontífice gran señor.

Desde las terrazas almenadas podían ver todos ellos el crecimiento de su ciudad de Aviñón. El recinto amurallado comprendía, además del caserío, vastos jardines adosados a los conventos, cada vez más numerosos, y a los palacios de los cardenales en incesante desdoble. Más de cien torres se elevaban sobre los tejados.

Abajo, en las callejuelas estrechas, bullía a todas horas un pueblo súbitamente enriquecido y orgulloso de la inesperada importancia de Aviñón, centro del mundo. Uno de sus barrios era todo de posadas. Llegaban clérigos y laicos de remotas naciones. En sus plazas sonaban todas las lenguas de Europa. La muchedumbre, además de recibir el dinero de los fieles, gozaba las delicias de un continuo espectáculo, siendo su existencia semejante a la del antiguo populacho romano.

Unas veces llegaba una peregrinación procedente de países lejanos: hombres y mujeres cubiertos de polvo, asombrando al vulgo con el exotismo de sus trajes, rostros y voces. En otras ocasiones se presentaba un rey con su cortejo o el mismo emperador del Sacro Romano Imperio, ganoso de visitar al Padre Santo en su nueva capital. Y desfilaban jinetes vestidos de hierro, sobre caballos encaparazonados y engualdrapados con blindajes de escamas, cual si fuesen bestias mitológicas. Las puntas de sus lanzas rozaban los balconajes extremadamente salientes, prolongación de cada vivienda sobre la húmeda calle, siempre en fresca penumbra. El metal vibrante de las trompetas buscaba en lo alto el metal volteador de las campanas. En muchas ocasiones, rey o emperador recibía la Rosa de Oro, regalo del Papa, y era costumbre que el soberano pasease a caballo por las calles de Aviñón, mostrando al pueblo la joya en su diestra. Los monarcas cristianos, cuando alcanzaban un triunfo sobre los enemigos de Dios, enviaban sus despojos a Aviñón como un presente.

Un día sus vecinos vieron pasar cien moros a pie, con alquiceles blancos, llevando de la diestra cien caballos andaluces cargados de armas y de joyas. El rey de Castilla, después de su victoria del Salado sobre los sarracenos, enviaba al Papa del Ródano una parte de su botín. En otra ocasión contemplaron una embajada del Gran Kan de Tartaria, cuyos enviados provocaban sus risas a causa de sus mantos y turbantes.

Las damas de Aviñón obtenían una celebridad universal por su lujo costoso y sus artes de tocador para aumentar la belleza. Algunos cardenales italianos y franceses, que nunca creían llegado el momento de ordenarse sacerdotes, rivalizaban en amoríos con los señores laicos del país Venaissino o con los hombres de armas del Pontífice, los cuales obedecían al jefe militar del condado (casi siempre parientes del Papa), que tenía el título de rector.

—Entonces aún estaba entero el famoso puente sobre el Ródano. Ahora sólo le quedan cuatro arcos de los dieciocho que tuvo cuando lo fabricó San Benezet, un pastorcito que, según la leyenda, soñó desde pequeño con la construcción de este puente colosal, apoyado en las islas del Ródano para llegar hasta Villeneuve, ciudad fronteriza, en la orilla perteneciente a Francia. De sol a sol, el pueblo aviñonés bailaba la farandola al son de pitos y tamboriles en las islas verdes, bajo la sombra de sus audaces arcos. Todo el mundo conoce la canción antigua:

Sur le port d'Avignon
tout le monde y danse en rond.

También era continuo el espectáculo en las estrechas calles de la ciudad. Desfilaban procesiones de frailes vistiendo diversos hábitos. Orquestas numerosas acompañaban a los cantores de la Corte pontificia. La ciudad atraía a todos los músicos de aquel tiempo. Ser cantor o instrumentista del Papa de Aviñón representaba un certificado de valor internacional. Los devotos se aglomeraban en las plazas para escuchar a predicadores famosos venidos de todas partes: tan estrecho resultaba el ámbito de los templos.

En esta ciudad de verdes alrededores la vida sólo era molesta cuando soplaba el mistral. Petrarca se lamentó muchas veces de este viento frío y huracanado. Las gentes de su época inventaron un refrán en latín de la Edad Media, exagerando los desórdenes climatéricos de Avenio, antiguo nombre de Aviñón: Avenio ventosa, cum vento fastidiosa, sine vento venenosa.

Una calamidad mayor que el mistral hizo repetidas apariciones en el curso del siglo XIV: la peste, tan mortífera y repetida, que mereció el título histórico de la Gran Peste, exterminando, según los cronistas de entonces, la tercera parte de la población de Europa. No sólo se ensañó en la Corte papal. Italia vio sus ciudades casi desiertas. En Florencia la mortandad fue inaudita, y Boccaccio, el futuro canónigo, para entretener a las damas y los caballeros refugiados como él, en un jardín aislado, compuso las alegres novelas de suDecameron.

La ciudad de las tres llaves (la del cielo, la de la tierra y la del infierno), atributos pontificios que figuraban en el escudo aviñonés. volvía a reanudar su existencia amplia y ostentosa apenas se alejaba dicha calamidad.

El populacho iba ricamente vestido con los despojos de la Corte papal. La servidumbre del Palacio y las de los cardenales reflejaban en su indumento el lujo de sus señores. La gran ostentación de los personajes de la Corte eran las peleterías preciosas.

—Pontífices y cardenales aparecen en los retratos con las esclavinas guarnecidas de marta. Los papas, cuando no llevan la tiara, van tocados con un becoquín de púrpura, que adornan, igualmente bandas de armiño.

Su mesa era bárbara, como la de todos los grandes señores de aquella época; pero con una abundancia que exigía enormes gastos. Las bodegas pontificales de Aviñón adquirían renombre. En la orilla del Ródano, al pie de un castillo. poseían las generosas viñas de Châteauneuf—du—Pape, cuyo vino es todavía famoso. Los colectores de los impuestos, cuando salían a cobrarlos por las diócesis, llevaban el encargo de remitir al intendente papal los mejores productos de cada país para embellecimiento de su mesa.

—La cocina de entonces tenía especialidades que ahora nos parecen repugnantes. Los colectores de Bretaña y otras regiones del Océano enviaban pedazos de ballena, cetáceo que abundaba mucho en el golfo de Gascuña y el Cantábrico. La ballena era entonces plato muy apreciado hasta en las mesas reales. Otras veces remitían peces del Atlántico, distintos a los del Mediterráneo. Nada significaba la duración del viaje y las malas condiciones del transporte. El paladar estaba habituado al sabor y el olor de una pesca extraída quince días antes. De aquí el empleo del limón para refrescar momentáneamente este alimento algo corrupto, uso que, por rutina, ha llegado hasta nosotros, empleándolo sin objeto en los peces frescos. Una gran masa de desterrados políticos ansiosos de justicia aumentaba el vecindario de Aviñón. Como no existían casas bastantes para dicha afluencia internacional, ocupaban los pueblos inmediatos y en días de fiesta venían a engrosar la muchedumbre de sus calles. Los más eran italianos, antiguos güelfos que buscaban el amparo del Papa, o gibelinos a los que perseguían nuevas facciones, empujándolos hacia la Santa Sede, cuya influencia habían combatido.

—Hijo de uno de estos proscritos fue Petrarca, cuyo recuerdo va usted a encontrar por todas partes: en el palacio, en las calles de Aviñón, en la célebre fontana de Vaucluse. ¿Usted no conoce Vaucluse?… Debe hacer este pequeño viaje. La fuente del poeta es tan célebre como el Papa aviñonés.

El joven italiano, venido a Aviñón cuando todavía era niño, desarrollaba las primeras ramas de su gloria al abrigo del Pontificado del Ródano, viviendo de sus liberalidades e insultándolo al mismo tiempo porque difería su vuelta a Roma. Como había recibido órdenes menores, aceptaba de los Papas ricos beneficios y canonicatos, sin pensar nunca en ocupar dichos cargos.

—La vida eclesiástica de entonces era muy diferente a la que ahora conocemos. Los más de los cardenales no pasaban de ser simples diáconos librándose con ello de las obligaciones del sacerdocio: decir misa, leer diariamente su breviario, etcétera. De ese modo podían entregarse por completo a sus asuntos políticos o mundanos. Muchos pontífices se ordenaban de sacerdotes al día siguiente de su proclamación y cantaban misa por primera vez.

Italia, que había repelido a los papas con sus desórdenes y revueltas, ansiaba ahora hacerlos volver por una conveniencia egoísta. El dinero de la Cristiandad había cambiado de rumbo. Ya no iba a Roma, y chorreaba, más abundante que nunca, sobre la ciudad de Aviñón.

Al ser proclamado el magnífico Clemente VI, una delegación del pueblo de Roma venía a saludarle. Petrarca residente en Aviñón, se agregaba a ella y esto le hacía contraer amistad con uno de los diputados, joven de palabra ardorosa, gran imaginación y una audacia sin límites, llamado Cola di Rienzo, hijo de un tabernero.

El Papa trovador se dio cuenta de los servicios que podía prestar este tribuno a los pontífices en la desordenada Roma, y le concedió un título honorífico. Tal vez las palabras de Clemente VI le impulsaron a realizar el gran ensueño de su existencia.

De vuelta a su ciudad, oprimida por el bandidaje feudal, organizó una conspiración, apoderándose del Capitolio con el apoyo del pueblo y del legado del Papa. Rienzo, constante lector de la Historia antigua, se proclamó tribuno de la Sacra República Romana por la voluntad del muy clemente Jesucristo. Hizo cosas buenas, expulsando a los magnates, venciendo a los barones bandidos, restableciendo el orden después de tantos años de anarquía. El Papa, desde Aviñón, sostuvo su autoridad. Petrarca, entusiasmado por tal resurgimiento de la Roma antigua, dirigió al tribuno su célebre canción Spirto gentil.

Mas el héroe, excesivamente imaginativo, creía en la importancia sobrenatural de su persona, y se entregó a desórdenes y extravagancias que disminuyeron su prestigio. Dio consejos a todos los soberanos de la Tierra como si fuesen inferiores a él; ordenó a las ciudades italianas, con menosprecio de su independencia, que acudiesen a Roma para cimentar una alianza; exigió continuos impuestos para sostener sus tropas y costear fiestas enormes organizadas por su fantasía teatral. El hijo del tabernero se bañó públicamente en una vasija de bronce, que pasaba por ser el baño del emperador Constantino, y a continuación se hizo armar caballero con exagerada pompa.

Creyéndose invencible, habló al Papa como a un igual, despreciando su apoyo, y Clemente VI lo abandonó. Lo mismo hicieron las ciudades de Italia, celosas de su poder e irritadas de su orgullo. El pueblo acabó por atacarlo, y tuvo que huir, refugiándose en Praga, cerca del emperador Carlos IV, el cual lo entregó al Papa, que lo había declarado sedicioso y herético.

Borja hizo una pausa, y prosiguió:

—En una torre de este palacio donde vamos a entrar cree el vulgo, equivocadamente, que permaneció el tribuno preso durante varios años. Lo indiscutible es que Rienzo vivió cautivo hasta la muerte de Clemente VI. El gran Papa había perdido su fe en este orador de voluntad cambiante y ambiciones inseguras. Hasta se cree que le hubiese ahorcado de no intervenir Petrarca, muy apreciado por él como poeta.

Inocencio VI, al sucederle, fijó su atención en Rienzo, que se consumía olvidado en un calabozo. Fue un español quien hizo pensar al nuevo Pontífice en el ex tribuno. Los pequeños soberanos de Italia y sus turbulentas ciudades habían aprovechado la ausencia de los papas para roer la tierra de sus estados. Apenas mantenían aquellos una autoridad sobre Roma, más nominal que efectiva. Los cardenales hablaban de reconquistar con las armas los bienes de la Santa Sede, pero ni ellos ni los pontífices eran hombres para conseguirlo.

Uno de los cardenales extranjeros residentes en Aviñón se comprometió a devolver a la Iglesia su patrimonio terrenal, creando un ejército en Italia y poniéndose a su frente: el español Carrillo de Albornoz, que en su juventud había sido hombre de guerra. Como arzobispo de Toledo, siguió al monarca de Castilla contra los moros, batiéndose cuerpo a cuerpo en la batalla del Salado, donde salvó personalmente la vida de su rey, dándole tal hazaña enorme influencia en la Corte. Huyendo luego de las persecuciones de don Pedro el Cruel, heredero del reino, se refugió en la Corte de Aviñón, cerca del brillante Clemente VI, quien le hizo cardenal.

Albornoz, gran conocedor de los hombres, hábil para explotar sus virtudes o sus defectos, pidió que el olvidado Rienzo fuese sacado de su encierro y le siguiera a Roma con el título de senador. Mientras él combatía a los tiranuelos de Italia, Rienzo, apoyándose en el pueblo romano, reanudó su lucha contra los barones que desolaban el país, obteniendo varios triunfos. Mas el ídolo popular estaba quebrantado por su primera caída. Una parte de Roma protestó de sus leyes severas y sus gastos fastuosos. Los Colonnas aprovecharon tal descontento para sublevarse contra el dictador y éste, sorprendido, intentó huir del Capitolio; pero sus mismos partidarios al reconocerlo, lo mataron, y el inconstante populacho arrastró su cadáver, quemándolo después y aventando sus cenizas.

Hábil capitán y político, continuó Albornoz su guerra de conquista, apoderándose de todas las ciudades pertenecientes al Papado: unas, por asedio y asalto; otras, por negociaciones felizmente conducidas. Desde Bolonia, su residencia predilecta, dirigió esta campaña, cuyo éxito le fue creando numerosos enemigos en la Corte pontificia. Bajo la influencia de cardenales envidiosos, Inocencio VI estorbó sus triunfos con recomendaciones inoportunas y fatales.

El ingrato Pontífice llegó un día a insinuar dudas sobre la probidad con que Albornoz había manejado los dineros de la guerra, y le pidió cuentas. El cardenal de Toledo envió a Aviñón como respuesta una carreta tirada por bueyes llena de cerrojos, candados y cadenas de las ciudades conquistadas. «Estas son mis cuentas, Padre Santo.»

Al morir en Bolonia dejaba establecido y dotado el famoso Colegio Español de dicha ciudad, y su entierro resultó algo nunca visto. Jamás príncipe ni Pontífice alguno fue llevado a la tumba con pompa tan grandiosa. Sus restos viajaron de Bolonia a España siempre en hombros y a pequeñas jornadas. Esta conducción fúnebre duró meses. Todo convento encontrado al paso designaba un grupo de monjes para que se uniese a la comitiva. Cuando el cadáver llegó a Toledo, en cuya catedral iba a ser enterrado, el cortejo fúnebre constaba de miles y miles de religiosos, todos llevando cirios encendidos; un verdadero ejército que estremecía el aire con sus estrofas funerarias. Cuantos bienes dejó libres el cardenal español los consumió este viaje extraordinario hacia su tumba.

La conquista de los estados papales había aumentado las quejas y peticiones de los italianos. El pueblo de Roma, arrepentido de sus revueltas que repelieron a los papas e indignado al ver cómo el dinero de los fieles lo disfrutaba otra ciudad, extremó sus peticiones para que la Santa Sede abandonase las orillas del Ródano, volviendo a las del Tíber.

Dicha propaganda encontró el más elocuente e infatigable de sus apóstoles dentro de la misma Corte pontificia. Era Petrarca.

Cardenales de vida suntuosa, funcionarios pontificios de alegres costumbres, le tenían por amigo y protegido, haciéndole partícipe de las dulzuras y abundancias de su existencia. Esto no le impedía escribir contra las venalidades e impurezas del Pontificado de Aviñón, como si la vida de los papas residentes en Roma hubiese sido más ejemplar. La disolución de las costumbres, mal común de aquella época, hacía quejarse a los ascetas y los prelados virtuosos, pidiendo una severa reforma eclesiástica.

Encontró Petrarca una imagen que hizo circular por el mundo, entusiasmando con ella a sus compatriotas. La Iglesia vivía esclava, lo mismo que el pueblo judío en tiempos de Nabucodonosor.

El Pontificado de Aviñón era la gran cautividad de Babilonia.

Capítulo 4. El Castillo de los Papas

Subieron los peldaños algo roídos de una escalinata de piedra, atravesaron el arco profundo de la puerta principal, y otra más pequeña abierta a su derecha les dio acceso a un vasto salón con muros de sillería y techo abovedado que aún conservaba restos de viejas pinturas. Era el antiguo cuerpo de guardia del palacio, ahora antesala para los visitantes. Un mujer detrás de un mostrador ofrecía tarjetas postales, fotografías, volúmenes históricos, la pequeña e inevitable biblioteca que existe a la entrada de todo monumento.

Lentamente se fue amalgamando el grupo de curiosos venidos de diversas partes de la Tierra para visitar la antigua residencia de los papas. La bella criolla reconoció a muchos compañeros de hotel, vistos en la noche anterior. Poco después entraron algunas norteamericanas jóvenes, tal vez estudiantes que hacían una excursión por Europa; varios matrimonios franceses, gentes del Mediodía, admirando con patriótica vanidad las enormes dimensiones de este castillo tan celebrado por los poetas provenzales; dos sacerdotes protestantes, con plastrón negro cubriendo su camisa y una Guía abierta entre sus manos como si fuese un libro de oraciones; un gentleman atlético, de cara redonda y afeitada, mirando ávidamente a todos lados en busca del extraordinario espectáculo que esperaba de esta visita, y un cura italiano, flacucho, de nariz picuda, cuyo perfil, según Borja, recordaba el de Dante, pero a través de un espejo deformatorio.

—Va usted a ver, querida señora, algo tan digno de interés como la antigua morada de los papas: el guía que la muestra.

Y señaló discretamente a un hombre con quepis negro ribeteado de rojo y un bastoncito en su diestra, que permanecía sentado junto a la entrada del cuerpo de guardia. Tenía el aspecto de un trabajador que reposa y siente al mismo tiempo perturbado su descanso por la certeza de que muy pronto tendrá que reanudar su actividad.

Rosaura lo reconoció. Era el mismo que la había guiado en su incompleta visita al palacio. Su charla tuvo la culpa de que renunciase al resto de dicha visita.

—Pero ¡si es un hombre insustituible!… —protestó Claudio, sonriendo—. Muchas veces juzgamos a las personas equivocadamente por el estado de nuestro humor. Tal vez hoy le parezca más grata su compañía.

Saludó de lejos al empleado, y éste, después de contestar quitándose el quepis, fijó su atención en la dama elegante que acompañaba al español. Era un meridional de cabeza y bigotes canos, enjuto de carnes, con una sonrisa mixta de bondad y de burla.

—Óigalo bien —continuó Borja—. Es un poeta, algo desorientado y de primaria instrucción, pero indudablemente un poeta a su modo. Su padre fue modesto felibre de los de Mistral; un obrero de la poesía. Usted sabe que felibre es el nombre de los poetas provenzales. El hijo, al desempeñar su empleo, procura ser el alma parlante de estas piedras. Yo he venido repetidas veces sólo por oírlo.

Viendo el guía que los visitantes ya no compraban más postales ni cuadernos de grabados, se levantó del poyo estirando perezosamente sus brazos.

—Por aquí, señoras y señores.

Se había transfigurado. Dos veces por la mañana y dos por la tarde conducía a los forasteros a través de patios, escaleras y salones, enseñándoles este castillo, que era para él algo así como el Partenón de la Provenza. Sabía de memoria lo que era conveniente decir en cada rincón y ante cada piedra; mas ciertos días, en mitad de sus recitaciones maquinales, le acometía un irresistible deseo de improvisar, e iba añadiendo repentinos bordados de su imaginación a la pieza de tela pálida y monótona desenrollada ordinariamente.

Marchó hacia el gran patio del palacio con alegre petulancia, moviendo su bastoncito, canturriando entre dientes. Iniciaba sus funciones lo mismo que los cómicos viejos, que tosen de fatiga detrás de los bastidores y al salir ante el público se sienten remozados por una heroica juventud.

En mitad del patio agrupó en torno a él sus heterogéneos oyentes, empezando la declamación diaria. Unos le conocían de fama, por informes de viajeros anteriores; otros presentían algo extraordinario en este hablador sonriente que saludaba a las señoras con movimientos de rancia cortesía. Señaló las particularidades de las bóvedas de la entrada, todas de rara labor, explicando a continuación cómo era el palacio exteriormente en sus primeros tiempos. Las casas tocaban casi sus muros. Un circuito de estrechas callejuelas lo separaba sólo del resto de la ciudad. Fue el último Papa de Aviñón quien arrasó estas construcciones, para que el palacio pudiera defenderse mejor en caso de asedio, y obra suya era también la vasta plaza abierta ante la fachada principal.

—He nombrado, señoras y señores, a Benedicto Trece, el gran Papa Luna, compatriota de algunas personas presentes.

Y se inclinó haciendo un saludo con la diestra, fijos sus ojos en Rosaura y Claudio. Todo el grupo los miró igualmente, y los dos se sintieron avergonzados por esta curiosidad general. A continuación el hijo del felibre se lanzó a describir las bellezas de su palacio, el monumento más hermoso de la Tierra.

—Cielo azul, aire puro, la sinfonía majestuosa del mistral, y sobre todo esto, el color dorado de la piedra, que, según los trovadores, proporcionaba con sus reflejos nuevo fuego a las miradas de las damas. Como dijo Petrarca…

Borja estaba esperando las últimas palabras, y tocó en un brazo a su acompañante. La había hablado con anticipación de la cita que surgía continuamente en sus discursos. Todas sus afirmaciones y descripciones las apoyaba en versos de Petrarca que éste no había escrito nunca o eran traducidos por él de tal modo que resultaban indignos de su autor.

Muchos oyentes rieron sin saber por qué. Encontraban gracioso lo que había dicho Petrarca, por lo mismo que no lo entendían. El cura italiano apoyó sus palabras con movimientos de cabeza, sonriendo al mismo tiempo, para dar a entender que todo lo sabía antes de venir a Aviñón. Aún quedaban en el patio varias bombas de piedra, esféricas y macizas, talladas por canteros: proyectiles de las que emplearon los enemigos del Papa Luna en el asedio de su palacio.

El grupo se estrechó y prolongó para serpentear por puertas y pasadizos. Algunas salas guardaban los restos de una decoración muy posterior a la época de los papas aviñonenses, obra de legados pontificios que gobernaron la ciudad hasta fines del siglo XVIII como representante de Roma. En el piso bajo de la torre del Vigía las paredes estaban pintadas con grandes trofeos al fresco, de banderas, cañones y lanzas.

Descendieron a la Sala de Audiencia, la pieza más enorme del palacio, con ancha bóveda de atrevidas proporciones para la época de su construcción. Todas las puertas, mayores o menores que daban acceso a dicha sala de honor se hallaban más altas que el piso, uniéndose a éste por medio de escalinatas que iban ensanchándose según descendían. El monótono gris de la piedra había sido dulcificado en otros tiempos por los pintores papales. Ricos tapices, cuya belleza describían los cronistas, adornaban los muros, ahora escuetos. Aún se veían veinte figuras de profetas en el doble espacio triangular de dos segmentos de la bóveda. También se notaban rasgos borrosos de pintura entre los dos ventanales del fondo.

Esta pieza vasta y desnuda, esqueleto de un salón célebre en otros tiempos por su magnífico decorado policromo, tenía la sonoridad extraordinaria de las cavidades vacías y lisas. La piedra parecía temblar agrandando de un modo considerable los sonidos. Toda voz era desfigurada y luego ensordecida por una escala descendente de ecos.

Borja recordó a la reina Juana de Nápoles. Aquí, sin duda, había comparecido ante Clemente VI, majestuoso como un emperador, para defenderse de sus acusadores. En el fondo, entre las dos ventanas, debió de elevarse el trono del Pontífice; más abajo estaban los cardenales, que habían dejado en el gran patio las mulas adornadas de plata y oro, los pajes y hombres de armas de sus séquitos principescos. Sillones góticos de alto respaldo, cuyo roble estaba calado a buril lo mismo que las agujas de una catedral y con mullidas almohadas de damasco, se alineaban a lo largo de los muros para asiento de los purpúreos senadores de la Iglesia y para los jurisconsultos vestidos de negro que aconsejaban al Padre Santo en sus dudas canónicas.

El resto del salón lo ocupaban los personajes secundarios de la Corte pontificia y las damas aviñonesas sobrinas de cardenales o emparentadas con el Papa, ansiosas de contemplar a esta mujer que había preocupado a toda la Cristiandad por su elegancia, sus amoríos o sus aventuras políticas. Y en el espacio libre ante la sede papal, la reina destronada de Nápoles, la hermosa Juana, vehemente en sus palabras, pronta a un llanto que parecía aumentar su hermosura, vestida con refinada discreción para comparecer ante esta asamblea eclesiástica, esparciendo al mover sus brazos una atmósfera de perfumes traídos por las caravanas de ultramar, de carne amorosa, de pecado inconsciente.

Los venerables jueces y el gran señor con tiara olvidaban al diablo que parecía marchar, invisible, detrás de la cola de su manto real. Sólo veían una pobre mujer, víctima de su belleza y su nacimiento, una pecadora calumniada más allá de sus faltas y merecedora de perdón. Era Friné compareciendo por segunda vez ante un areópago de hombres maduros y enseñoreándose de ellos con el influjo de su hermosura; una Friné elocuente que se valía de la palabra y mantenía oculta su desnudez bajo el misterio tentador de ricas vestimentas.

Rosaura se excusó antes de hacer una pregunta. Ella había leído poco; tal vez se equivocaba; pero creía recordar que esta reina elegante y bella había muerto, ya vieja, a manos de sus enemigos, sofocada bajo un colchón.

—Así es, y el objeto que causó su muerte resulta un símbolo en la vida de esta gran amorosa, liberal de su cuerpo, como decían los antiguos. Si la destronaron y asesinaron fue por mantenerse fiel al Papado de Aviñón cuando se inició el Gran Cisma.

Tuvieron que correr los dos al verse solos en la Sala de Audiencias. El hijo del felibre había desaparecido por una de las escalerillas, haciendo molinetes con su bastón. Marchaba como un pastor al frente del rebaño humano que parecía perseguido con sus trotes y murmullos, agrandados por el eco.

Se unieron al grupo en la gran escalera de honor, cuya amplitud extraordinaria permitía el ordenado descenso de los majestuosos séquitos papales. Un ventanal en el último rellano daba sobre la plaza del castillo. Ahora carecía de vidrios y maderas. Podía soplar el mistral su aliento tempestuoso a través de las dos columnillas centrales que lo partían en tres arcos lanceolados. En otros tiempos, el Pontífice bendecía desde él a la muchedumbre aglomerada abajo.

Otra vez el guía se lanzó a ensalzar el mágico poder de estas piedras que reflejaban llamas en los ojos femeniles, declamando nuevos versos de Petrarca. El clérigo italiano repitió sus cabezazos de aprobación; muchos volvieron a reír. El norteamericano grande y de cara afeitada se mantenía junto a él para no perder palabra.

—Es un truvador… , un verdadero truvador —dijo a los que estaban cerca, en un francés balbuciente, guiñando un ojo, no se sabía con certeza si por entusiasmo o por burla.

Y sacando del bolsillo trasero de su pantalón un estuche de piel con media docena de cigarros habanos, extraordinariamente largos y gruesos, dio uno al guía.

—Gracias gentleman; lo fumaré a la noche. Ahora puede enturbiarme la voz.

Entraron en la Gran Capilla, la pieza más vasta del piso alto. Para remediar su desolada desnudez habían colocado en medio de ella una reproducción de la tumba del cardenal Albornoz en la catedral de Toledo. Las murallas tenían como adorno otros vaciados en yeso que representaban cabezas de personajes en relación con los papas aviñonenses y con el Gran Cisma, sacados todos ellos de lápidas y tumbas.

Borja se fijó especialmente en el rostro de Carlos IV de Bohemia, rey de Praga, que llegó a ser emperador de Alemania, y cuyo hijo Segismundo convocó el famoso Concilio de Constanza, acabando con el cisma, aunque sin llegar a vencer nunca al tenaz Pedro de Luna. Carlos IV, barbudo, con anchos pómulos y la nariz algo respingada, tenía una expresión de eslavo simpático. Un pequeño cuadro contenía autógrafos del mismo Papa Luna y una copia de su retrato, guardado en el archivo de la Corona de Aragón.

No pudo continuar su examen. Empezó a extenderse por la vasta cámara un cántico que parecía sobrehumano. Era semejante al coro de voces humanas de ciertos órganos modernos de las iglesias. En realidad, sonaba una voz única; pero los diferentes ecos de la piedra hacían surgir de los rincones nuevas y nuevas voces, fundiéndose todas ellas hasta formar una armonía dulce, vagarosa, semejante, por su estructura, a las ramas diversas de un árbol, que se esparcen y multiplican, pero teniendo un mismo origen: el tronco común. Y el tronco de este canto era la voz del hijo del felibre, una voz de tenorino, que amplificaba la sonoridad repitiéndola en diversos tonos, como si rodase por un horizonte infinito.

El norteamericano de los cigarros sonreía, fijos sus ojos en el cantor con admirativa protección. Mientras tanto, aquél seguía entonando sus estrofas provenzales a Magalí con el entusiasmo de un hombre del Mediterráneo, apasionado, falso e ingenuo, todo al mismo tiempo. Cuando se extinguieron los últimos ecos, saludó agradeciendo los aplausos algo irónicos de la concurrencia.

—Fíjese —dijo Borja en voz baja—; no se sabe con certeza quién se ríe de quién. Estos hombres de fervor meridional son desconcertantes; nadie puede marcar dónde termina su entusiasmo exagerado y empieza una burla falsamente bonachona.

Algunos le felicitaron por su canción y su eterna alegría.

—Es que yo soy un idealista —dijo con gravedad—. No tengo envidia a Rothschild ni a Rockefeller; me río de los grandes millonarios. Viven menos alegremente que yo. No son idealistas.

Ascendieron por una pequeña escalera de caracol al último piso de cierta torre, desde cuyas ventanas se veía todo Aviñón y la campiña circundante. Aquí lanzaba siempre el hijo del felibre la más vehemente y larga de sus oraciones.

Emprendía su declamación de una manera automática, como el que desea terminar cuanto antes; pero su voz se iba caldeando; sus brazos acompañaban con movimientos vehementes la emisión de las palabras, y cada vez añadía nuevas imágenes a sus descripciones. Dio nombres a todos los edificios asomados sobre la monotonía de las techumbres modernas: la torre del Municipio, llamada de Jaquemart por las figuras de bronce que golpean sus campanas con martillos; los otros campanarios, más ligeros, de parroquias y monasterios, que habían guardado las tumbas de la época pontificia hasta fines del siglo XVIII, cuando Aviñón dejó de ser estado de los papas de Roma y, arrastrada por sus habitantes afectos a la Revolución, se incorporó a la primera República francesa. Una de estas torres, rematada por un triángulo de hierro, era la de un convento, ya secularizado, donde había existido la tumba de Laura de Noves, amada de Petrarca.

Abandonando con sus ojos la ciudad, iba describiendo las bellezas de una tierra que los amigos de su padre llamaban la Ática provenzal. Una montaña, enorme en este país relativamente llano, cerraba gran parte del horizonte. Los bosques oscurecían dos tercios de sus declives. La cúspide era de rocas desnudas. pero dicha calva se cubría la mitad del año con un casquete de nieves.

—Es el monte Ventoso, señoras y señores, y a la derecha, donde termina su vertiente, está Vaucluse, con su fontana inmortal, retiro del gran Petrarca, el cual cantó, como podría hacerlo el divino Apolo, su límpida corriente:

Chiara, fresche e dolci acque.

Repitió en italiano los versos del solitario de Vaucluse, y aunque los más no los entendieron, todos escuchaban graves y atentos, sin reír como al principio de la visita.

Aquel diablo de hombre, entusiasta y marrullero a la vez, parecía haberles contagiado su fervor provenzal. Señalaba con la diestra bellezas ocultas en el horizonte que nadie podía distinguir; pero él se encargaba de hacerlas ver mediante sus descripciones. En el lado opuesto al Ventoso alzábase la cadena de las Alpillas, montañuelas cuya altura no pasaba de unos centenares de metros; pero de formas raras, con pitones rocosos semejantes a los pináculos de una catedral. Más lejos, el invisible pueblo de Vaux, coronado de castillos de caliza blanca; el famoso templete de la reina Juana; la abadía de Montmajor, con almenas y torres como una fortificación; el pueblecito de Maillane, y junto a él, la granja que había habitado Mistral. Como si el nombre del poeta le enardeciese, elevó la voz chispeando en sus ojos un brillo extraordinario.

—Aquí, el canto de los ruiseñores en los olivares; el coro de las cigarras bajo el tomillo y el romero, incensarios silvestres de la soledad; el vuelo poderoso de las codornices y el balanceante y tenue de las mariposas de púrpura o de oro; el arrullo acariciador de las tórtolas; las serenatas de guitarras frente a los palacios provenzales, cuyas piedras parecen cantar.

Y entusiasmado por sus propias palabras, se puso el bastón ante el pecho lo mismo que si fuese un laúd, acariciando cuerdas invisibles con los dedos de su mano derecha.

—O truvador! …  Truvador! —Volvió a suspirar a sus espaldas el norteamericano.

Avanzaron por corredores excavados en el grueso de los muros. Tenían éstos un espesor de varios metros, y las necesidades del servicio diario o de la defensa habían hecho que los perforasen lo mismo que en las Pirámides y otras obras remotas construidas en bloque. Ascendieron por escaleras abiertas igualmente en los muros. Formada la comitiva en hilera, los mas de sus individuos veían al nivel de su rostro los pies del que marchaba delante.

En una de estas subidas, Rosaura vaciló sobre sus altos tacones, cayendo contra Claudio, que iba detrás de ella. Este la sostuvo, y sus manos se estremecieron al sentir el contacto de unas piernas firmes, esbeltas, de finura sedosa. Fue tal su emoción, que después de este accidente pareció haber olvidado el lugar donde se hallaba, no comprender lo que decían en torno de él. Sólo tuvo ojos para la silueta femenina que le precedía en su camino.

Al pasar los altibajos entre varias cámaras, él tropezó también, rozando ligeramente a su acompañante. Tal vez fue a causa de su turbación o de un instinto reflexivo que lo empujó a repetir el perturbador contacto. Ahora se explicaba la influencia dominadora de atracción y deseo que parecía esparcir esta mujer. Las hermosas brujas de sus ensueños, Venus y Lilit, volvieron a despertar en su memoria.

La voz del truvador y un ligero golpe de codo de su acompañante lo sacaron de tal abstracción. El guía hablaba con los ojos fijos en Borja, como si preparase algún párrafo en su honor. Estaban en un salón de paredes blancas, adornado con nueve retratos.

—Estos son los Pontífices aviñonenses, señoras y señores. Siete de ellos gobernaron la Iglesia universal sin discusión alguna. El octavo y el noveno sólo se vieron obedecidos por una parte de la Cristiandad, y aunque se ha discutido mucho sobre ellos, fueron tan Papas como los otros.

El era católico y provenzal. Evitaba mezclarse en disputas religiosas; pero no consentiría jamás que se pusiera en duda la legitimidad de dos pontífices de Aviñón, sobre todo, del último, Benedicto XIII, el gran Papa Luna, después que Mistral lo había cantado en uno de sus poemas. Por algo era hijo de felibre.

Y señaló uno por uno a los pontífices, asignándoles una particularidad para que sus oyentes los viesen mejor. El primero, Clemente V arzobispo de Burdeos, no era del país. A continuación reinaban Juan XXII, obispo de Aviñón, y venían tras él cinco más, todos lemosines o provenzales: Benedicto XII, que empezó la construcción del palacio, llamado el Cardenal Blanco, porque vestía siempre el hábito de su Orden; Clemente VI, Papa protector de artistas y amigo de suntuosidades, el más famoso de todos; Inocencio VI, administrador como nadie de los bienes de la Iglesia; Urbano V antiguo prior de la abadía de San Víctor, en el puerto de Marsella, que volvió a Roma cediendo a las súplicas de los italianos y a las visiones de ciertas santas, teniendo que regresar a Aviñón por serle imposible su permanencia en Italia; finalmente, Gregorio XI, que se plegaba a idénticas sugestiones, repetía el viaje y moría en Roma, dando motivo, sin quererlo, al llamado Gran Cisma de Occidente.

Luego señalaba los dos últimos retratos.

—Este es Clemente Séptimo, el primer Papa de la llamada obediencia de Aviñón, pariente de los reyes de Francia, que quiso tomar el mismo nombre del gran Clemente Sexto. Este otro, el español don Pedro de Luna, último Papa de Aviñón, muerto en Peñíscola (España), sosteniendo hasta el último momento la legitimidad de su pontificado.

Y saludó a Borja y a su acompañante con la misma reverencia que si les prestase homenaje como herederos del mencionado Papa.

Ellos no vieron su saludo, ocupados en mirar el retrato de un pequeño sacerdote sentado en un sillón de alto respaldo, con esclavina y gorro de terciopelo rojo ribeteado de armiño. Su rostro era de un moreno que recordaba el color de la corteza del pan; sus ojos, pequeños y luminosos, tenían una agudeza taladrante. Este rostro, según Borja, revelaba a un verdadero aragonés. Sólo así podía haber sido el más testarudo de los aragoneses, y eso que según explicó a la criolla, los hijos de Aragón gozan tal fama de tenaces, que pueden clavar un clavo en la pared empleando su cabeza como martillo.

Continuó la comitiva marchando por este gran palacio que treinta años antes servía aún de cuartel. Los frescos que no habían desaparecido enteramente iban surgiendo del enjalbegado de los muros gracias a un hábil trabajo de restauración.

La sala inferior de una torre que había sido capilla conservaba enteras las pinturas de sus paredes. Eran escenas religiosas y profanas, con figuras blancas y rubias sobre el fondo azul: el famoso azul ultramar, traído de Asia por las caravanas, tan caro en aquella época, que los papas adelantaban dinero para su adquisición por no poder comprarlo los artistas.

Siguieron caminando a lo largo de balconajes exteriores, con almenas, que coronaban las murallas. Estos matacanes eran de tal longitud, que los defensores del castillo podían arrojar vigas de varios metros sobre los asaltantes. Por encima de las techumbres, entre dos torres, vieron una pirámide de piedra, estrecha y alta, formada de pequeños escalones: la antigua chimenea de las cocinas papales. Dichas cocinas, enormes y ahumadas, las habían creído algunos arqueólogos, en la época del romanticismo, cámaras de la Inquisición, donde los papas daban tormento a sus enemigos.

En otra torre encontraron una pieza adornada por Clemente VI con pinturas representando las bellezas del campo. Eran estos frescos a modo de una aurora de Renacimiento, ensalzando la alegría de vivir. Ninfas medio desnudas surgían, chorreantes, de un arroyo, huyendo ante la proximidad de los cazadores; un ciervo corría acosado en las praderas; pájaros colorinescos aleteaban sobre las copas de los árboles; campesinos y campesinas iban arrancando de sus ramas hermosas frutas; en viveros cuadrados nadaban ventrudos peces de plata.

Toda la vida libre de la Naturaleza había sido fijada sobre estas murallas extraordinariamente anchas sin más respiraderos que angostos ventanales. Los papas, aislados en su fortaleza, podían deleitarse gracias a dichas pinturas con un simulacro de la hermosura del campo. Pretendían consolar de tal modo sus nostalgias por la perdida juventud, cuando aún eran desconocidos, y se dedicaban libremente a los ejercicios corporales, a cabalgar por cuestas y llanuras. a la caza y a la pesca.

Los visitantes más ágiles o animosos subieron por una larguísima escalera a las techumbres del palacio—fortaleza. El hijo del felibre quedó abajo con los más viejos de sus oyentes. No iba él a emprender tal ascensión cuatro veces por día.

—Contemplarán ustedes cosas inolvidables —dijo con cierta malicia, mientras parecía empujarlos hacia lo alto con la punta de su expresivo bastón.

Borja vio otra vez cerca de su rostro el adorable bulto de Rosaura, que ascendía delante de él. Percibió su perfume tentador. Las revueltas de aquella escalera estrecha provocaron nuevos contactos, aumentando su turbación.

Todos respiraron un aire que parecía de montaña al llegar a la terraza final. El paisaje era más amplio y claro que el descrito por el guía junto a las ventanas de una de las torres. Desde allí podían ver el ancho Ródano de corriente impetuosa, peinando sus espumas en los estribos del puente roto de San Benezet, que aún guardaba la vieja capilla de éste sobre uno de sus machones.

La ribera de enfrente, interminable en apariencia, era una isla. Se adivinaba por los mástiles de varias chalanas invisibles asomando sobre árboles y juncales. Más allá, nuevas masas de verdura, y el terreno empezaba a levantarse en colinas formando la verdadera orilla opuesta. En ella terminaban en otros siglos los dieciocho arcos del puente de San Benezet, admirado como el mas largo del mundo. Una gran torre cuadrada, obra de Felipe el Hermoso, defendía la salida del puente de un ataque por la parte de Provenza. Detrás empezaba la Francia de la Edad Media.

Más allá de dicha torre vieron extenderse el caserío secular del pueblo de Villeneuve, con su corona de fortalezas ruinosas. En la época próspera de la Corte papal había sido una prolongación de Aviñón. Los cardenales que no encontraban alojamiento en la ciudad se establecían en Villeneuve. Los refugiados políticos, los servidores de los séquitos señoriales, la muchedumbre de las grandes naciones pasaban también el larguísimo puente para instalarse en la población inmediata.

Vieron casi a sus pies anchos y extensos muelles. Antes del ferrocarril era Aviñón un puerto importante. Las barcazas se amarraban en filas interminables para transportar al Mediterráneo los productos del interior o subir hasta el corazón de Francia las materias desembarcadas en Marsella. Ahora sólo algunos lanchones tirados por remolcadores subían el Ródano con lentitud, entre islas de arena dorada largas como peces, que el descenso del río hacía emerger.

Un sol tibio y dulce de primavera, un cielo añil limpio de nubes, un viento fuerte pero tolerable, que Borja consideraba como nieto bien educado del salvaje mistral, alegraron a los visitantes, después de su largo paseo a través de las salas y galerías de piedra iluminadas por estrechos ventanales. Todos sintieron el regocijo de una embriaguez pulmonar semejante a la que se paladea en las grandes cumbres.

Rosaura se ocupó en defender la parte baja de su vestido de las irreverencias del viento, empeñado en levantarla, y como tenía ambas manos dedicadas a dicho trabajo, era propensa al vértigo de las alturas, buscó protección y apoyo en Borja. Este, que había viajado mucho por Europa, empezó a manifestar un entusiasmo especial ante el paisaje de Aviñón, con su Ródano de pequeñas olas bermejas, sus colinas cubiertas de viñas, sus castillos ruinosos en las cumbres. Por su gusto hubiese permanecido allí el día entero contemplando la graciosa majestad de la antigua Babilonia papal. Esto le habría permitido igualmente sentir por más tiempo en todo un lado de su cuerpo el contacto estremecedor de otro cuerpo, apoyado con un abandono del que tal vez no se daba cuenta.

Siguiendo a sus momentáneos compañeros que ya habían visto bastante, descendieron por el pétreo caracol de escalones. Rosaura bajaba delante de él, y sólo pudo ver ahora su blanca nuca, los rizos de su cabellera, corta como la de un paje, y el gracioso gorrito que la cubría.

Cerca de la puerta del palacio encontraron al hijo del felibre saludando uno por uno a sus antiguos oyentes. Tenía el quepis en su diestra, y al moverlo producía dentro de él ruidos metálicos. Toda mano antes de alejarse, arrojaba una pieza de uno o dos francos y eltruvador sonreía, agradecido.

Puso Rosaura con discreta ligereza, en el fondo del quepis, un billete de veinte francos, y el guía creyó caso de conciencia no dejarla seguir adelante sin expresar su agradecimiento con algo extraordinario.

—Dijo Petrarca al Pontífice: «Padre Santo, el color de oro de estas piedras, el cielo puro reflejándose en el Ródano, los verdes campos de Aviñón, las aguas frescas de Vaucluse, ruiseñores, mariposas, serenatas, todo junto, nada vale lo que la sonrisa y los ojos dulces de una dama.»

Hizo acto seguido una genuflexión, como si pretendiera arrodillarse ante la hermosa señora; pero no pudo dar fin a su homenaje por tener que presentar el quepis a otros que venían detrás.

Borja se mostró irritado contra este hombre de inagotable exuberancia verbal.

—¡Embustero! No hace más que inventar disparates, poniéndolos en boca de Petrarca a de sus papas.

La hermosa viuda rió, como si le complaciese el enfado de su compañero.

—¡Pobre hombre! Déjelo en paz. No me negará que es un guía interesante y poético. ¡Y yo, que guardaba un recuerdo tan falso de su persona!… Cualquiera diría que está usted celoso de él.

Atravesaron la bóveda de entrada, viéndose otra vez en la extensa plaza abierta por don Pedro de Luna.

Imitó Borja irónicamente las palabras y gestos del guía.

—Yo soy un idealista; soy más feliz que Rothschild y Rockefeller. Ninguno de ellos es idealista como yo… Y a continuación, el soñador presenta su quepis para que le echen dos francos.

Rosaura lo miró con ojos graves. Su rostro fue igual al que había visto Claudio la noche antes frente a la carta del mariscal de Napoleón pidiendo las codornices de su juventud.

—Para ser idealista —dijo lentamente—, para poder soñar, es preciso antes poder vivir… ¡Y nuestra vida nos obliga a tantas abdicaciones!…

Capítulo 5. El hijo de Micer Petracco

Dejaron atrás los baluartes rosados de Aviñón y el automóvil corrió a través de la campiña por un camino orlado de álamos.

Se alejaban de la cuenca del Ródano, y el vehículo subía insensiblemente el declive de las colinas que limitan su valle fluvial. Iban hacia el nacimiento del Sorges, afluente del Ródano que se pierde cerca de Aviñón, a la célebre fontana de Vaucluse, origen de este curso acuático, siempre claro y frío.

Borja habló a la señora de Pineda del hijo de mícer Petracco, como él llamaba al gran lírico italiano. Había nacido en Arezzo por un azar de la vida política de su padre, educándose luego en la tierra papal de Aviñón.

Micer Petracco (Pietro di Parenzo) era un notario de Florencia que se vio obligado a huir de su ciudad en 1301, lo mismo que su amigo Dante. Pertenecían los dos a la facción democrática del partido güelfo, llamada de los blancos, y al triunfar los negros, o sea, la facción aristocrática, éstos quemaron sus casas, confiscaron sus bienes y los condenaron a perpetuo destierro. Muchos proscritos se juntaron en Arezzo para preparar una revolución, y en este destierro nació, tres años después, Francisco Petracco, o sea, el hijo de Petracco, nombre que se fue transformando en Petrarco y, finalmente en Petrarca.

Abandonó el notario de Florencia a Dante y sus otros compañeros de proscripción para trasladarse a la ciudad de los papas, donde eran muchos los desterrados italianos. La escasez de casas en Aviñón y la carestía de la vida le obligaron a instalarse en Carpentras, y aquí fue donde su hijo empezó sus estudios, teniendo por compañeros a varios jóvenes que alcanzaron después altos cargos en la Corte papal, sirviéndole de protectores. Su padre quiso hacer de él un hombre de leyes; pero Petrarca, entusiasmado por la literatura antigua, prefirió la gloria de ser un humanista, orgullo de sus maestros.

—Su primer amor lo concentró en la Roma antigua, ansiando verla otra vez señora del mundo. Por esto atacó a los papas de Aviñón, no obstante recibir sus mercedes. Le parecía intolerable verlos a orillas del Ródano, mientras la antigua urbe iba cayendo en ruinas, despoblada por interminables guerras feudales.

El poeta, al ser hombre, vivió en Aviñón, figurando en la Corte de los pontífices. Como muchos intelectuales de su tiempo, había recibido las órdenes menores para gozar prebendas eclesiásticas, sin los deberes del sacerdocio. Vivió siempre con la libertad de un laico, cobrando al mismo tiempo las rentas de las canonjías y beneficios con que le favorecieron los papas. Gracias a tal auxilio pudo llevar una vida no ostentosa, pero sí abundante y cómoda. Su jardín de Vaucluse y su gran biblioteca fueron los dos lujos de su existencia.

Empeñado en hacer vivir la literatura latina, copiaba él mismo o costeaba copias de los autores más célebres del pasado, llegando a reunir centenares de volúmenes, lo que resultaba inaudito en aquella época. Su amistad con el joven cardenal Orsini, antiguo camarada en la escuela de Carpentras, le permitió vivir entre los lujos y suntuosidades de los príncipes de la Iglesia.

—Fue también —siguió diciendo Borja— admirable viajero, no obstante los enormes riesgos que era preciso arrostrar en aquella época, aun en los caminos más frecuentados, pues las tropas mercenarias se dedicaban al bandidaje durante las treguas de la guerra. Dos camaradas de Petrarca murieron asesinados por bandoleros al ir de Aviñón a Roma. Papas y reyes tenían que esperar circunstancias favorables para trasladarse de un lugar a otro, y se rodeaban de tantas precauciones al emprender un viaje como si partiesen a una expedición militar.

Petrarca, que no era rico, viajó más que ningún hombre de su tiempo. Necesitaba de pronto huir de Aviñón y también de Laura, cuyo recuerdo le seguía a todas partes. Así corrió Italia, Francia y los Países Bajos. En otra ocasión visitó embarcado, la costa mediterránea de España, pasó por Gibraltar y no paró hasta Inglaterra.

—Para hacer el elogio de la familia de Orange, que le interesaba mucho por lo que diré luego, como oranga significa naranja, la compara en uno de sus escritos con las hermosas naranjas de Murcia.

El enamorado poeta pensaba, como Homero, que sólo se disipa la propia ignorancia a fuerza de remover el cuerpo y el espíritu, yendo de un lado a otro. Fue el Viernes Santo de 1327 cuando ocurrió el suceso más importante de su existencia, al entrar él en la iglesia de Santa Clara, de Aviñón. Allí encontró a Laura de Noves, joven noble, de púdica hermosura, rubia con ojos claros. Ella y el poeta cruzaron sus miradas, y esto sirvió para unirlos el resto de su existencia.

—Esta Laura de Noves era la esposa de un rico señor de Aviñón, Hugo de Sade, ascendiente del célebre marqués de Sade el novelista monstruoso. La heroína del amor más ideal y desinteresado que se conoce aparece, por un capricho de la vida, emparentada con el más demente de los libertinos… Usted sabrá que Laura tuvo nueve hijos de su marido y fue, indiscutiblemente, una esposa fiel.

Rosaura, que le escuchaba con atención, hizo un gesto de incredulidad.

—Nunca he podido comprender eso, y creo que a todos les pasa lo que a mí. Va más allá de nuestras ideas modernas. Amarse durante tantos años, vivir los dos en la misma ciudad, ser ella una mujer casada de experiencia, libre de sus actos, y no haber nada… , ¡absolutamente nada!

La viuda sonrió, mostrando al mismo tiempo cierta confusión por la audacia de sus insinuaciones.

—No hay que olvidar —contestó Borja— el espíritu de aquel tiempo. Petrarca fue casi un contemporáneo de la época caballeresca. Su alma era semejante a la de los paladines de los relatos heroicos que corrían el mundo rompiendo lanzas por su dama y sólo obtenían de ella un guante o una cinta. Vivió en el período del amor idealista y desinteresado.

Después de hablar así, con cierto entusiasmo, el joven sonrió, casi lo mismo que su acompañante.

—Debo añadir que la vida se permite jocosas venganzas con los que pretenden sustraerse a sus mandatos. Mientras Petrarca cantaba a Laura, su dulce amiga, quejándose de sus desdenes y de su fidelidad matrimonial, sostenía relaciones materiales con una mujer de Aviñón, de la que tuvo dos hijos, Juan y Francisca. Juan siguió la carrera de su padre. Clemente Sexto le dio un canonicato en Verona (por favorecer al poeta), dispensándole la edad pues sólo tenía nueve años. Francisca vivió en Florencia al lado de Boccaccio gran amigo de Petrarca, mientras éste rodaba por el mundo o escribía en su retiro de Vaucluse.

Después de remontar el automóvil varias cuestas empezó descender perdiendo de vista sus ocupantes el valle del Ródano y el caserío de Aviñón. erizado de torres. Otro valle se extendía ahora ante ellos, con pueblecitos agazapados al pie de colinas que sustentaban restos de castillos. En el fondo, obstruyendo gran parte del horizonte, vieron la pirámide inmensa del monte Ventoso.

—Una nueva Laura se ha descubierto —continuó Borja— que parece más verosímil y aceptable que la dama casada de los nueve hijos. Fue un abate de la familia Sade quien lanzó y afirmó la versión de que Laura había sido una señora de su parentela. Otros creen que la amada del poeta fue Laura de Baux, de la familia de Orange, que vivía en un castillo cerca de Vaucluse. Se mantuvo soltera, y sus gustos literarios, su figura romántica concuerdan más con el poeta. Laura de Noves murió de la peste que tantas víctimas produjo en la ciudad papal. Laura de Baux, joven, de salud frágil, murió de consunción (nombre que daban entonces a la tisis) estando ausente su cantor. Pero sea una o sea otra, hay que agradecer la resistencia que opuso siempre a sus deseos. De haber cedido al poeta, no tendríamos ahora sus canciones de amor ni sus sonetos.

Petrarca la describía tal como la vio por primera vez, bien fuese el Viernes Santo en una iglesia de Aviñón o bien en el castillo inmediato a Vaucluse: «Más blanca y más fría que la nieve en los lugares que el sol no ha tocado en muchos años; con una cabellera rubia, al lado de la cual el oro y los topacios parecen vencidos; vistiendo larga túnica de seda verde bordada de violetas.» Cantaba fervorosamente «la iglesia donde ella ora, los bosques y las rocas que la ven pasar, el río donde baña su cuerpo».

—Es en el arte un precursor de la escuela de la Naturaleza, de la descripción literaria que quinientos años después adoptó el naciente romanticismo. Es Platón expresándose por medio del verso. En sus canciones habla del mundo de las aguas, de las montañas y las selvas, como un poeta moderno. La fuente de Vaucluse es para él un personaje viviente. Su amor a la Naturaleza le hizo permanecer alejado de las calles de Aviñón, en el lugar donde vamos ahora, bastándonos para el viaje menos de cien minutos de automóvil, pero que en aquel tiempo exigía casi una jornada.

Su casita junto al río Sorges, llena de libros y de recuerdos de la Roma clásica, estaba al pie de una colina rocosa, debajo del castillo del obispo de Cavaillón, señor del lugar. Más allá de su jardín poseía una pequeña isla de piedras. en la cual había aposentado a las Musas, ya que las arrojaban de todas partes. Pero las ninfas del Sorges, descendiendo de lo alto de las peñas, azotaban a las Musas con sus inundaciones. Las mil vírgenes acuáticas se vengaban de que Petrarca prefiriese a nueve solteronas viejas.

Varias veces abandonó este retiro. Al instaurar Rienzo la República romana, el poeta, entusiasmado, emprendía un viaje para reunirse con aquél. Pero antes de llegar a Roma se enteró del fracaso del tribuno y de su fuga, deteniéndose en Parma. Otra noticia más terrible vino a buscarlo en el suelo italiano. Laura había muerto, y su cuerpo, tan hermoso y casto, reposaba en una iglesia de Aviñón.

—Volvió a Vaucluse para amar un fantasma. De todo cuanto lo rodeaba: peñas. árboles y acuáticos murmullos, resurgieron imágenes y recuerdos, saliendo a su encuentro como melancólicos amigos. Otra vez abandonó su casita, el día en que, paseando por la orilla del Sorges, vio llegar un mensajero del Senado de Roma.

La vieja ciudad deseaba coronarlo en su Capitolio, con una pompa algo teatral que recordase la de los antiguos triunfos romanos. Esta gran consagración era al hombre político, al patriota elocuente, al partidario de la unidad de Italia, más que al poeta.

—Aún el mismo poeta se vio glorificado por la parte más olvidada ahora de su obra. Lo aclamaron por sus méritos de humanista, por sus poesías latinas, especialmente por su poema África, escrito en dicha lengua, o sea, por lo que nadie de nosotros lee y hace siglos está olvidado. Su Cancionero, sus Triunfos, todos sus versos italianos, de sincero apasionamiento, que parecen escritos por un lírico de nuestros días, los consideraron entonces pueril diversión de erudito, frívolos jugueteos de su imaginación entre una epístola ciceroniana y una égloga a lo Virgilio. Esto demuestra la poca consistencia de los juicios literarios. Los hombres de su época no creyeron jamás en la existencia de Laura; fue para ellos un ser fingido al que dedicaba el tonsurado Petrarca los arrebatos de un amor puramente cerebral. Iguales entretenimientos se permitían con otras damas irreales los clérigos y prelados de entonces aficionados a los versos.

Nunca quiso decir el poeta el verdadero apellido de Laura. Si sus amigos más íntimos llegaron a convencerse, finalmente, de la existencia real de ésta, fue por revelaciones fragmentarias que Petrarca les hizo, casi siempre contra su voluntad.

Empezó a rodar el automóvil por la orilla de un río pequeño, claro, verde, de profunda nitidez, como ciertos espejos antiguos. Luego se deshizo entre casas: el pueblo de Vaucluse. Al salir de nuevo a la campiña, siguiendo su marcha junto al curso fluvial, cada vez más amplio, un ruido de cascada invisible surgió del fondo del paisaje uniéndose a los murmullos de la arboleda, balanceante bajo la brisa.

Era una caída de agua que Borja llamaba discreta, pues en vez de ahogar los rumores del campo, se fundía con ellos en una concreción casi musical. Como el automóvil marchaba lentamente por el angosto camino, sin estrépito alguno, todos los ruidos aéreos, vegetables y acuáticos resultaban perceptibles para sus ocupantes. El río se deslizaba en sentido inverso, con ansiosa velocidad, cual si tirase de su curso del derrumbamiento de una lejanísima cascada. Era blanco y luciente, lo mismo que el acero, en los espacios donde estaba tocado por la luz solar; verde y profundo en los rincones de sombra, bajo la bóveda formada por los árboles y matorrales de sus riberas.

Se detuvo el vehículo, por no poder ir más allá, junto a la puerta rústica de un restaurante al aire libre, entre el camino y la orilla. Esta lengua de tierra con verdes cenadores, mesas y asientos de junco ostentaba un rótulo en su entrada: El jardín de Petrarca. También existía junto a dicha puerta una especie de bazar portátil, cuyos objetos estaban adornados, invariablemente, con la misma cabeza que figuraba en muchas fotografías y tarjetas postales; perfil narigudo y majestuoso, tocado con capuchón de punta colgante y corona de laureles: el poeta, rey de este lugar.

Echaron pie a tierra, para seguir su marcha por un sendero que ascendía entre matorrales. Aquí empezaba la subida a la fontana de Vaucluse. Claudio explicó que en épocas de nivel ordinario surge el río en dicho lugar. Las aguas nacen en mansos surtidores circundados de espumas. Su nivel es el mismo de la fuente de Vaucluse cuando ésta tiene sus aguas bajas e inmóviles.

Continuaron ascendiendo entre grupos de vegetación, siempre verde y fresca por una perpetua humedad. Fueron quedando debajo de ellos y a sus espaldas los nacimientos ordinarios del río. Ahora avanzaban junto a un cauce en rudo declive, completamente seco, con montones caóticos de rocas. Servía de lecho a la cascada de Vaucluse, cuando la fuente sube de nivel y se desborda en tumulto, hasta llegar al sitio donde empieza en tiempos de sequía el curso normal del Sorges. Estas rocas negras, cubiertas de líquenes, las encontraba Borja parecidas a dorsos de elefantes hundidos en el cauce del torrente. Entre los peñascos oscuros se extendían como mallas de una red los blancos arabescos del sedimento calizo depositado por las aguas.

Se vieron de pronto sobre el borde superior de la fontana, laguna casi redonda en el fondo de un embudo de piedra. Este agujero enorme tenía a un lado de la arista del derramamiento de la cascada, ahora en seco, y en el opuesto, una montaña vertical, semejante al acantilado de una costa. Dicha pared de roca, siempre en la penumbra, desde el agua adormecida abajo hasta las inmediaciones de la cresta terminal, sólo tenía en su parte más alta un ribete de piedra gris, dorada por el sol. Parecía recta a primera vista, pero en realidad formaba un ángulo entrante, y sobre los intersticios de sus rocas habían nacido algunas higueras, al azar de los vientos cargados de gérmenes.

En el fondo del embudo la sombra era eterna. Se espesaba y aclaraba al ocultarse o surgir el sol; pero hasta en las horas de mayor luz mantenía su color de crepúsculo tranquilo. La fuente parecía un ojo azul, aureolado de verde en sus orillas, donde el agua resultaba menos profunda. Borja la apreció como una pupila inmóvil de la Tierra, guardadora de igual misterio que la Esfinge, el Himalaya o los ríos padres, Ganges y Nilo.

Silencio profundo. Únicamente sonaban lejanísimos los cantos del Sorges al escaparse al mismo nivel de estas aguas hundidas y muertas. El círculo acuático se hallaba ahora a veinte metros de profundidad, bajándose hasta él por la cuenca de piedra en declive.

Arrojó el joven varios fragmentos de roca a este redondel azul. Sonaba a continuación un ruido amortiguado como si el silencio absorbiese las vibraciones del choque en vez de agrandarlas. Luego descendía la piedra, habiendo perdido la mayor parte de su gravedad, balanceándose como un péndulo, llevada de un lado a otro, cual si no pudiera abrirse paso en el espesor de las aguas sin fondo.

Comparó Borja este embudo líquido con el globo de un ojo humano y el nervio visual que lo prolonga. El ojo era la superficie circular, y después de ella existía una especie de tubo gigantesco, un desaguadero hundiéndose oblicuamente en la corteza terrestre, sin que nadie conociese su término. Las gentes del país contaban que objetos arrojados en fuentes de Suiza habían resurgido a la luz por este conducto subterráneo. Era, indudablemente, la boca de escape de un río que se deslizaba siempre oculto, centenares de kilómetros. Al experimentar una crecida se elevaba con vertiginosa rapidez, lo mismo que una caldera hirviente, cayendo rocas abajo en forma de cascada para agigantar más allá el caudal del tranquilo Sorges.

Cansados de arrojar piedras, se sentaron en dos rocas sueltas, donde empezaba el declive del embudo, teniendo a sus pies la charca sin fondo. Sentíanse intimidados por la soledad del lugar, por el agua misteriosa que parecía surgir de una arteria rota del planeta, por la sombra y el silencio. Borja admiró esta penumbra milenaria. Tal vez las paredes de la cascada, ahora en seco, no las había tocado nunca el sol. Era una sombra que databa del principio del mundo en su forma presente.

Ella había mostrado cierto miedo al sentarse. Un paso en falso, el deslizamiento de una piedra, podía hacerlos caer a los dos en la sima acuática, y aunque tuvieran la suerte de quedarse en uno de los salientes sumergidos, que eran a modo de pequeñas playas cubiertas de piedrecitas, debía resultar terrible el contacto con aquella agua frígida, jamás caldeada por el sol. Luego quedó en muda contemplación, dejándose ganar por el augusto silencio.

Borja también permaneció abstraído ante el gran redondel azul, que cautivada su mirada con el mismo poder mágico del fuego en las noches invernales. Rosaura se había sentado detrás de su amigo, obedeciendo las indicaciones de éste dictadas por una galante precaución. De tal modo, si resbalaba, le serviría el joven de sostén. Al volverse de pronto hacia ella, hizo Borja un gesto de asombro, y luego sonrió. ¡Ah mujer!… Había abierto su cartera de mano para mirarse en un espejito; se arreglaba los rizos caídos sobre sus orejas, avanzaba la boca, frunciendo en forma de redondel, para renovar con un lápiz rojo la pintura de sus labios.

Terminado este acicalamiento se levantó del pedrusco. Sentía frío; pesaban sobre ella el silencio feroz y la penumbra de este lugar, que parecía de un mundo todavía sin habitantes. El le dio una mano, ayudándola a descender entre arboledas charoladas por eterna frescura, con hiedras exuberantes en torno a sus troncos o extendiendo sobre la tierra su oscuro follaje. Animados por la soledad, se imaginaban que este sendero les pertenecía y el último en pasar por él había sido el enamorado solitario de Vaucluse, seis siglos antes.

Rosaura sabía algo de Petrarca gracias a ciertas noticias fragmentarias y a las explicaciones de su acompañante; pero este viaje le había proporcionado una repentina admiración por el poeta, y juraba dedicarse a la lectura de sus libros, aún de aquellos escritos en latín, completamente olvidados, según Borja.

—¡Sentirse amada idealmente! —dijo pensativa—. Un hombre que se contentase con besar la mano y no exigiera materialidades, que muchas veces nos resultan molestas e inoportunas… ¡Verse adorada sin interés, con una pasión casta y sincera!…

—Pero usted olvida —interrumpió el joven— los hijos que tuvo el poeta y los hijos que tuvo también Laura de Noves con su marido, si es que verdaderamente fue ella.

—No importa; esos obstáculos valen menos que usted se imagina, y no resultan incompatibles con el enamoramiento de que le hablo. Ustedes los hombres sólo buscan…  eso. Sin ello no conciben el amor. Las mujeres pensamos de otra manera. Somos menos sensuales que ustedes se figuran, y, en cambio, aspiramos a muchas cosas que ustedes no comprenden.

Entraron en El jardín de Petrarca, y el dueño acudió presuroso, abandonando la conversación con el chófer de Rosaura, un español que estaba a su servicio desde que ella llegó a Europa.

Recordó Borja las descripciones de Petrarca sobre la abundancia de la caza y la pesca en su retiro campestre. Truchas y perdices figuraban con frecuencia en su mesa rústica. El dueño del restaurante que consideraba la fama del poeta como algo anexo a la gloria de su establecimiento, contestó con gesto triste:

—Eso fue en aquella época. Las truchas hace siglos que desaparecieron; pero les serviré unos cangrejos a la americana, que todos encuentran excelentes, y las perdices serán sustituidas por un pollo tiernísimo.

Almorzaron en la misma orilla del Sorges, sirviendo de coro a su conversación una caída de agua próxima que refrescaba al pasar el vivero de los cangrejos. Sobre el mantel blanco y rosado quedó erguida una botella del vino más famoso del país, el Château—neuf—du—Pape, grueso, generoso, de gran fuerza alcohólica. Al deslizarse con roce aterciopelado por el paladar del imaginativo Borja, le hizo ver una gran capa pontifical de púrpura oscura, bordada de múltiples flores en realce, toda ella majestuosa y flexible a la vez, adaptándose al cuerpo con envolvente caricia. Rosaura, seducida por el murmullo de las aguas y la frescura de la sombra, después de su reciente viaje desde París, a lo largo de monótonas y polvorientas carreteras, envidió el retiro de Petrarca, juzgándolo un lugar paradisíaco.

——Siento la tentación de construir una casita aquí. Viviría lejos del mundo, no escribiría versos, pues soy una pobre ignorante; pero le aseguro que sabría paladear tan bien como el poeta las bellezas de este sitio. ¡Qué feliz debió de ser al lado de este río pensando en su Laura!…

Hizo Borja un gesto de incredulidad. ¡Si las buenas épocas pudiesen durar eternamente!… Mas los años pasan, y con ellos la juventud y la voluntad de vivir. El hermoso panorama de Vaucluse fue ensombreciéndose para Petrarca. Repetidas veces volvió a él, encontrándolo en cada viaje más triste, más solitario. Laura ya no era más que un fantasma. Sus amigos y protectores de Aviñón habían muerto o se habían alejado. Hasta un vecino del pueblo que le servía de doméstico largos años, y sin saber leer manejaba sus libros, ayudándole por instinto en las eruditas rebuscas, moría también.

—Su hija vivía en Florencia y lo llamaba. Su hijo Juan le había dado muchos disgustos con los escándalos de su juventud licenciosa, acabando por morir prematuramente. Además, los papas de Aviñón se decidían a trasladarse a Roma, realizando al fin el ideal patriótico al que había dedicado Petrarca la mayor parte de su existencia… Y abandonó Vaucluse para siempre, instalándose en la italiana Arqua por que tenía cierta semejanza con este lugar a causa de sus aguas y sus arboledas. Había dejado aquí su amor, su juventud, la mejor parte de su vida: aquí había escrito sus obras más famosas.

Para olvidar su vejez, se dedicaba ardientemente al trabajo, llegando a emplear hasta cinco secretarios a un mismo tiempo en su retiro de Arqua. Y una tarde, como el soldado que muere en pie apoyado en su lanza, lo encontraron inánime en su biblioteca, caído sobre un libro. Tal vez en esta agonía rápida y solitaria, su último pensamiento fue para Vaucluse y su célebre fontana.

Rosaura le hizo callar con exagerada indignación:

—Borja. ¡por Dios!, no hable de la muerte. Deje vivo a Petrarca. Los poetas no deben morir. Y vivamos nosotros también, gozando la hermosura de la hora presente, en absoluto olvido de lo que pueda venir luego.

Comieron con una alegría de vagabundos que encuentran una posada en su camino. El propietario del Jardín de Petrarca saludó confuso al oír los elogios que una señora tan elegante dedicaba a su pobre cocina. Borja miró con asombro la botella de Château—neuf. Ya estaba vacía, y aún no les habían servido el pollo asado. Pidió otra, a pesar de la risueña protesta de su acompañante.

—No, Claudio; sea usted prudente. Este vino es muy fuerte y nos va a embriagar.

El dueño del restaurante, confiando el servicio a dos muchachas, empezó a conversar con el chófer, que comía en una mesa lejana, oculta por unos árboles.

—Es una gran señora —le dijo el español— ¡Y tan generosa, tan sencilla con los de su casa!…

Dulcemente turbados por el ambiente y el vino de los pontífices, miraban Rosaura y Claudio alrededor de ellos, cual si quisieran fijar para siempre en su memoria las bellezas del rumoroso paisaje. Más allá del rectángulo de sombra proyectado por un toldo a rayas trazaban los árboles sobre el asfalto del suelo manchas inquietas de oro, luminoso. Todos ellos habían sido invadidos por las plantas trepadoras, manteniendo sus troncos ocultos bajo un forro vegetal. Se inclinaban sobre el río, que era azul en su parte media y verde en las orillas, por el reflejo de los apretados matorrales.

Un peñasco en mitad de la corriente cortaba su alborotado curso, haciéndolo derrumbarse en caídas espumosas por ambos lados de su negra masa. Estos raudales entonaban una melopea interminable, que servía de fondo armonioso a las otras voces de la Naturaleza. Al recobrar más abajo su transparencia, se formaban en el agua nítida pequeños remolinos, semejantes a flores de cristal. También surgían de su fondo enjambres de burbujas blancas, volando cual si fuesen mariposas del río. En los remansos desaparecía el lecho bajo masas de plantas acuáticas con hojas verdes y prolongadas, iguales a las del laurel.

Borja se creyó galvanizado por una energía extraordinaria, sintiendo al mismo tiempo la comezón de la inquietud. Estaban solos. Su compañera parecía otra mujer, con los ojos muy brillantes, la risa de tono varonil y una confianza descuidada en sus palabras, cual si los dos perteneciesen al mismo sexo. Cierta dualidad interior, surgida siempre en los momentos críticos de su existencia, le hacía dudar. Una voz que él solo podía oír le daba consejos: «Vas a hacer una tontería. Vas a perder una amistad agradable. Te avergonzarás al darte cuenta de tu acción ridícula.»

De pronto se vio cogiendo por encima de la mesa una mano de Rosaura e intentando besarla.

—¡No, Borja! —protestó ella, súbitamente grave—. No sea niño. Va usted a hablarme de amor, de la felicidad de vivir aquí juntos… , ¡música conocidísima!, lo que podría decirme el último necio del mundo en que vivo… ¡Y usted se cree un hombre de talento!… Suelte mi mano. Un beso en la mano no significa nada; me los dan a cientos como saludo, lo mismo que a las otras mujeres. Pero aquí no lo tolero. Aquí significa otra cosa.

Y sacó su mano con rudo tirón de entre las dos que la acariciaban.

—Usted no me creerá —contestó él humildemente— y, sin embargo, todo lo que se diga ahora no puede ser más cierto. ¿Se imagina que sólo nos conocemos desde que la vi en Madrid?… Error; yo la conozco desde que empecé a pensar. La he visto siempre, la he estado esperando toda mi vida, y ahora que al fin cruza usted mi camino, se burla de mi admiración, me cree uno de tantos que la habrán buscado únicamente por el deslumbramiento de su belleza.

Ella rió de la seriedad con que el joven profería tales palabras.

—Tome su café, Claudio —dijo maternalmente—. Pasemos tranquilos este día tan hermoso. No crea que me ofenderé si deja de hacerme la corte. Al contrario: deseo que hablemos como dos buenos amigos. Tráteme lo mismo que si fuese un camarada.

Pero Borja, enardecido por sus propias palabras, no pudo tranquilizarse.

—¡Cuánto ha tardado usted en llegar! —prosiguió—. La conozco mejor que usted misma. Eternamente será joven, y, sin embargo, tiene miles y miles de años. Es tan antigua como el mundo, tan remota como la vida.

Aquí Rosaura empezó a reír y le hizo un saludo irónico.

—¡Qué galanterías tan nuevas! Vieja… , antigua… , miles de años… Muchas gracias; es usted muy amable.

El joven continuó, como si hablase para sí mismo :

—La he visto en los libros, en los cuadros, en todo lo que soñaron los hombres para concretar la suprema hermosura. Usted es Venus, es Helena, es la gracia y la tentación que embellecen la vida. Usted no envejecerá nunca; tiene la inmortalidad de los dioses.

Ella agitó su cabeza con graciosos movimientos de aprobación.

—Eso está mejor. Se ha enmendado usted y dice cosas más agradables. Puede seguir…

Una música vulgar, alegre, de ritmo frívolo, rasgó de pronto el rumoroso coro de las aguas y las hojas. El Jardín de Petrarca poseía un piano eléctrico, como todos los merenderos establecidos en las inmediaciones de las ciudades, y su dueño creyó llegado el momento de hacerlo funcionar al ver que sus dos únicos clientes habían terminado el almuerzo.

Los pies de Rosaura empezaron a moverse al compás de esta música regocijada y mediocre, golpeando el suelo con sus altos tacones.

—Vamos a bailar —dijo.

Y Borja se vio danzando en el espacio asfaltado, junto a una orilla del río de Petrarca. En su brazo derecho se apoyaba con abandono voluptuoso el talle de la criolla. Esta había echado su busto atrás, como si temiese algún atrevimiento de su danzarín. Al mismo tiempo le complacía la posibilidad del peligro, por el gusto de rechazarlo.

Era ella la que dirigía los movimientos de su compañero. Amaba el baile. En París frecuentaba los tes donde se danza, y Claudio se había mantenido casi siempre en tales fiestas como un lejano y tranquilo curioso.

Se dejó conducir por esta mujer, que le parecía de esencia superior. Así debieron de guiar las antiguas diosas a los pobres mortales cuando se dignaban descender hasta sus brazos.

Otra vez resurgió en él aquella audacia que era motivo de remordimiento y vergüenza para una segunda mitad de su vida interior. Como si experimentase un desvanecimiento, bajó la cabeza, besando tímidamente la blanca carne del cuello femenino que dejaba visible el escote.

—¡No; eso, no! —dijo Rosaura, librando su cintura del brazo varonil—. Se acabó el baile. Es usted un niño incorregible, con el que no se puede vivir tranquila.

Luego, como si se arrepintiese de la voz irritada con que había dicho tales palabras, añadió sonriendo:

—Tendré que escribirle a la hija del señor Bustamante, para que sepa cómo es en realidad su futuro esposo.

Este recuerdo hizo más daño a Claudio que todas las protestas de la dama. Perdió en un momento la dulce turbación de su embriaguez: lo vio todo de un color lívido. El paisaje quedó velado por densa bruma.

Ella acabó por sentir lástima ante su desaliento.

—No sea inocente. Reconocerá usted que una mujer como yo, completamente libre y que lleva una existencia algo… movida, no va a estar esperando a que usted llegue, como dice usted que me ha estado esperando a mí. Créame: nadie espera a nadie; es el azar el que lo arregla todo. Para que me deje en paz y continuemos siendo amigos, le diré que en mi vida de viuda existe un hombre… , un hombre que muchos conocen. Tal vez usted lo conoce también, y el deseo de sustituirlo es el que le impulsa a tales audacias, que ofenderían a otras mujeres menos conocedoras de la vida que yo.

La última suposición de Rosaura ofendió a Borja, al mismo tiempo que le sorprendía dolorosamente. El ignoraba la existencia de tal hombre; él no quería sustituir a nadie; él la amaba sin preocuparse de su historia.

—Está bien; no vuelva a hablarme de su amor… Me extraña que no conozca este episodio de mi existencia cuando tanto se han preocupado de él, sin necesidad, mis amistades de París y de otras partes… Seamos como esos camaradas que se estiman mucho, viven lo mismo que hermanos y respetan mutuamente sus secretos.

A partir de este momento, la conversación entre los dos fue triste y lenta. En vano ella pretendió alegrar a Borja con sus risas y sus correteos. Quiso embarcarse en una lancha automóvil llamada La bella Laura, que hacía pequeñas excursiones por el Sorges. El dueño del restaurante explicó que su motor lo estaba reparando un mecánico de Aviñón.

—Entonces, vámonos —dijo, haciendo señas a su chófer, sentado ya en el pescante del automóvil, frente a la portada del restaurante—. Usted, Petrarca mío, está de mal humor, y conviene que pierda de vista un paisaje hermoso que ahora parece detestar. En Aviñón será usted otro. Me contará cosas interesantes de su compatriota Luna y de la pelea entre los papas, con otras historias completamente nuevas para mí.

Volvieron a la ciudad por el mismo camino. Borja permaneció silencioso al principio, o contestó con breves palabras a las preguntas de su compañera. Luego, como si la proximidad del cuerpo adorable sentado junto a él, con el que le ponían en íntimo contacto los vaivenes del vehículo, resucitase las vehemencias de su deseo, volvió a hablar de aquél amor que él consideraba sobrehumano, revistiéndolo de fantasías históricas y literarias.

Venus Lilit le contestó gravemente, mostrando en su tono algo agresivo un propósito de terminar para siempre con tales peticiones :

—¡Ah español! ¿Es que una mujer no puede ir a ninguna parte con un hombre sin que éste le hable de amor, exigiendo ser correspondido, lo mismo que un sultán que ha puesto sus ojos en una odalisca? ¿Es imposible que vivan en plácida tranquilidad, como dos amigos?… Le hablo muy seriamente, Claudio. Ha sido para mí una suerte encontrarlo en Aviñón. Me cuenta usted cosas muy interesantes; su conversación me hace olvidar otras preocupaciones; pero si continúa molestándome con esas tonterías de niño caprichoso, mañana a primera hora me marcho a la Costa Azul… , y no me verá más.

Capítulo 6. El nacimiento del Cisma

El nacimiento del Cisma Rosaura siguió con sus ojos a un grupo de viajeros, que atravesando la plaza del palacio subía por la escalinata de éste. Eran las diez de la mañana. -Gente para nuestro amigo el felibre- dijo sonriendo. El «idealista» va a empezar sus discursos ante los ventanales y entonará su canción a Magalí en la Gran Capilla. Borja acogió con un gesto de indiferencia el recuerdo del guía verboso. Estaba ocupado en explicar a su compañera cómo el sexto y el séptimo Papa se alejaron de Aviñón, dando origen sin quererlo, el último de los dos, a la larga pelea eclesiástica llamada el Gran Cisma de Occidente. Habían salida del hotel, por creer más oportuno el joven hablar de todo esto frente al palacio o paseando por los jardines que embellecen ahora el peñasco de Doms, árido y feo en otros siglos, situado entre la vivienda de los Pontífices y el Ródano. Las Grandes Compañías, tropas de mercenarios licenciados, representaban un peligro para los Pontífices. Saqueaban abadías y pueblos, y la ciudad del Ródano, famosa por sus riquezas, era el principal objeto de sus asechanzas. Para defenderla se veían obligados los Papas a mantener un ejército extraordinario, gastando además gran parte de sus rentas en construir fortalezas. Así habían surgido del suelo los hermosos baluartes de Aviñón. -El famoso Duguesclin—continúo—, héroe do la historia francesa, que fue algo bandido, como todos los hombres de armas de entonces, venía con sus tropas a situarse en las inmediaciones de esta ciudad. El pretexto era solicitar para él y sus soldados la bendición del Papa, pero exigiendo encima un tributo enorme, una especie de rescate, merced al cual se comprometía a seguir adelante sin daño para el Pontífice, y éste tuvo que aceptar tan costosa humillación. Por culpa de las Grandes Compañías se sentían los Papas tan inseguros junto al Ródano como en Italia. Del otro lado de los Alpes seguían llegando reclamaciones y consejos de los que deseaban la traslación de las Santa Sede a Roma. Petrarca, ya anciano, repetía desde su retiro de Arqua las mismas imprecaciones de su juventud. Los escritores italianos le hacían coro, calumniando las costumbres de la corte de Aviñón y la conducta de los papas. Al fallecer Clemente VI, el más famoso de ellos, a causa de una dolencia corriente, todos en Italia propalaban que su muerte era debida, a una enfermedad vergonzosa. Las campanas del cardenal Albornoz habían pacificado los Estados de la Iglesia. El Papa podía vivir en Roma con tranquilidad, según afirmaban los romanos. La futura Santa Brígida, una condesa sueca que hablaba siempre en nombre de Dios y había visitado el purgatorio y el infierno para describirlos en sus libros, se unía a este coro de protestas. —Amaba a Italia como una turista de nuestro tiempo; veía en Roma o en Nápoles, lo que le hacía considerar la causa de los italianos como propia. Urbano V no pudo resistirse a esta continua sugestión venida del otro lado de los Alpes, y decidió transferir la Santa Sede a Roma. Quiso además aprovechar la circunstancia de que Duguesclin había pasado a España para hacerle la guerra a don Pedro el Cruel y entronizar a su hermano bastardo don Enrique de Trastamara, lo que purgó el Mediodía de Francia de las famosas Compañías. Sin esto el viaje hubiera resultado peligroso. El séquito papal llevaba valiosos objetos del tesoro de los Pontífices y respetables cantidades de dinero. Los aventureros habrían solicitado otra vez la bendición del Papa, guardándolo preso para apoderarse de sus riquezas.

Al llegar Urbano V a Marsella, los más de sus cardenales se resistieron a seguirle hasta Roma; poro acabaron por obedecer cuando les anunció que elegiría a otros. El viaje lo hizo por mar sin grandes dificultades, viéndose recibido en la Ciudad Eterna con entusiasmo por unos y con hostilidad o hipocresía por otros, según favorecía o estorbaba el regreso del Pontífice sus ambiciones e intereses. Pronto se convenció de lo ilusorias que eran las seguridades ofrecidas por los italianos. Tuvo que levantar tropas para reprimir varias insurrecciones en las ciudades papales. Visconti y otros príncipes del Norte, que habían sido mantenidos a distancia por Albornoz, empezaron a invadir los Estados de la Iglesia. Varios soberanos de la cristiandad visitaron a Urbano V en su residencia de Roma: la reina Juana; el emperador de los griegos Juan Paleólogo; Lusignan, rey de Chipre; el emperador de Alemania Carlos IV, que sirvió de diácono al antiguo Papa de Aviñón al decir éste su misa ante el altar de los Pontífices en San Pedro, tantos años olvidado. Dichas visitas y el entusiasmo de los romanos, ansiosos de ver llegar los tributos de la cristiandad, no impidieron que el Papa pensase con frecuencia en las desgracias de su país y en su segura y tranquila ciudad del Ródano. La llamada Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que había quedado adormecida, iba a recomenzar do un modo fatal para los franceses, no cambiándose su curso hasta medio siglo después, con la intervención de Juana de Arco. Decidió Urbano V volver a Aviñón, a pesar de las declamaciones de Petrarca, de los ruegos de los romanos y de las visiones de Santa Brígida, la cual le anuncio su muerte inmediata si abandonaba a Italia. —La segunda mitad del siglo XIV y la primera del XV- dijo Claudio - fue una época dirigida por visiones mujeres que se consideraban inspiradas por Dios. La mayoría de los hombres se dejó guiar por los consejos y exhortaciones de estas videntes. Santa Brígida tuvo como imitadoras a la varonil Catalina., hija de un tintorero de Siena, y a su propia hija Catalina, que fue luego santificada, como su madre, con el nombre de Santa Catalina de Suecia. En la época del Papa Luna, otra mujer, Santa Coleta, interviene en el cisma para defender la legitimidad de este Pontífice, y años después, aparece la más extraordinaria de todas ellas, la célebre Juana de Arco.

Santa Brígida gozaba de gran popularidad en Italia. La «condesa sueca», como la llamaban los italianos, era rica, gastaba mucho en sus viajes, y a la gente del país le placían los santos con dinero. Parienta de la dinastía reinante en Suecia, la casaron en su juventud con otro gran señor del país, igualmente místico, lo que no les impidió tener nueve hijos. Al regresar de una peregrinación a Santiago de Compostela, los dos acordaron separarse para siempre. Él se hizo monje y ella continuó sus viajes de carácter religioso, seguida de toda su numerosa prole.

Vivió en Jerusalén y otras poblaciones de Oriente, más sus lugares predilectos fueron Nápoles y Roma. Escribió libros relatando sus visiones. Estuvo en el infierno sin moverse de la tierra, gracias a una imaginación potente y desarreglada, en la que se nota la influencia del poema del Dante. Sus libros fueron considerados heréticos en el momento de su aparición, y únicamente años adelante, cuando la andariega condesa fue santificada por los Papas de Roma, se vieron limpios de tal pecado. — Era una santa terrible, que parecía guardar la muerte en su bolsillo para distribuirla a su gusto. La reina Juana la recibió en su corte en atención a su linaje. Uno de los hijos de Brígida era un hermoso mancebo, tal vez blanco y rubio como casi todos los de su raza, y la caprichosa reina, ahita sin duda de napolitanos morenos, fijó sus ojos un el doncel escandinavo. La mística condesa adivinó inmediatamente los deseos de la reina: «Señor, antes de que mi hijo caiga en el pecado, llévatelo a una vida más santa.» Y su hijo murió a los pocos días. Los mismos buenos deseos le inspiraba Urbano V al abandonar la ciudad de Roma. Santa Brígida le anunció una pronta muerte si regresaba a Aviñón, y así fue. Es verdad que alguna vez había de morir, y su frágil salud, unida a lo penoso del viaje, no hacían aventurada la profecía.

Ochenta y seis días después de llegar a su antiguo palacio de Aviñón murió Urbano V, y su cadáver fue llevado al monasterio de San Víctor, en Marsella, del cual había sido abad. Un día bastó al cónclave para nombrar nuevo Papa, Gregorio XI. Sólo tenía treinta y nueve años, y su padre, un señor laico, pudo ver sucesivamente a SU hermano y a su hijo Pontífices. Este hermano había sido el famoso Clemente VI. Él mismo pudo ser Papa, de querer ingresar a la vida eclesiástica, pero se negó a ello y fue su hijo quien ascendió al trono pontificio. Como muchos de los príncipes de la Iglesia, no era más que cardenal diácono, y en los días siguientes a su elección lo ordenaron sacerdote, lo consagraron obispo y lo coronaron finalmente con el nombre de Gregorio XI. Siguiendo la costumbre de los Papas de Aviñón, recorrió las calles de la ciudad al frente de una gran cabalgata, llevando en su cabeza la famosa tiara de San Silvestre y montado en un corcel cuya brida sostenía el duque de Anjou, hermano del rey de Francia.

Inmediatamente empezaron a llegar embajadores italianos para pedirle que volviese a Roma, afirmando que la ciudad entraría en orden con sólo su presencia. La peste apareció por tercera voz en Aviñón, causando grandes estragos, y Gregorio XI tuvo que abandonar su palacio, instalándose en Villeneuve. Además, las Compañías saqueaban los pueblos inmediatos, robando a las multitudes devotas que venían en búsqueda de la bendición papal, lo que obligó al Pontífice a repetir los anatemas de su antecesor contra dichas bandas do soldados ladrones.

Catalina, la hija del tintorero de Siena, se presentó en Aviñón, enviada por los florentinos para un asunto de su República. Las comadres de Siena no podían creer en su importancia. La habían visto de pequeña; era la Benincasa, la hija de Mona Lapa, la hermana de unos pobres tintoreros que habían hecho quiebra; pero más allá de su país, en Florencia, en Roma, era ya célebre por sus éxtasis proféticos. Mujer de gran voluntad y de un lenguaje rudo y atrevido, se decía enviada por Dios para realizar la gran empresa de su época, el retorno de la Santa Sede a Roma. La corte aviñonesa la recibió hostilmente. Cardenales y altos funcionarios miraron con desprecio a esta plebeya andariaga y verbosa. Las damas pertenecientes a familia papal, las sobrinas de cardenales o esposas e hijas de burgueses ricos de Aviñón, pasaron por la antecámara del Pontífice para ver de cerca, con irónica curiosidad, a esta mujer mal vestida y de ademanes varoniles, tan diferente a ellas, que arrastraban al andar sedas, brocados y armiños, dejando una estela de perfumes. —Respondió la vidente a sus burlas con rudezas. Tenía algo de las cantineras heroicas que de pronto se ven entre las damas de una corte por haber ascendido sus maridos a generales. A ella lo que le interesaba era hablar a solas con el Pupa, varón irresoluto, en el que hacían honda mella sus consejos, algo insultantes, de hembra enérgica enviada por Dios.

En 1376, Gregorio XI se decidía irrevocablemente volver a Roma, y nadie pudo retardar dicho viaje. En vano su padre se tendió a través de la puerta de la cámara papal para impedir que partiese. El Pontífice, marchando como un hipnotizado, pasó sobre él. Al montar frente al palacio, su caballo se encabritó y no quiso avanzar, teniendo sus escuderos que buscarlo otro. Las gentes de Aviñón decían a gritos que tal viaje era contra la voluntad de Dios, fue inútil que el rey de Francia enviase a su hermano para retener al Papa. Éste se embarcó en Marsella, donde le aguardaban treinta y dos galeras y otros barcos auxiliares que los caballeros de San Juan de Jerusalén habían puesto a su disposición. Resultó horrible la travesía, como si verdaderamente marchase la flota contra los elementos, sublevados por una voluntad extrahumana. Navegó siempre con tempestad, teniendo que hacer largas escalas en Villefranche, Genova, Liorna, Piombino y otros puertos de la costa italiana. Algunas de las naves naufragaron a la vista del Pontífice, ahogándose muchos personajes de su séquito. Al fin, después de dos meses y medio de navegación, llegó el Papa a Ostia, remontó el Tíber con sus maltrechas galeras e hizo una entrada solemne en Roma. Pronto pudo convencerse de que esta pompa era ficticia y encubría igual inseguridad que el otro recibimiento hecho a su antecesor. Le habían engañado sobre la aparente sumisión de la aristocracia¡a romana. Los bannerets, jefes feudales de los doce distritos de la ciudad, acostumbrados a mandar como señores absolutos en sus jurisdicciones, habían depositado a los pies del Papa sus banderas, como signo de vasallaje, pero esto no era más que un simulacro. Siguieron gozando de su jurisdicción despótica y desobedeciendo al Papa siempre que les convino. Las poblaciones de los Estados pontificios se sublevaron ¡igualmente bajo la influencia de sus pequeños tiranos.

Gregorio XI tuvo que vivir de otro modo que en la tranquila Aviñón para pacificar estas revueltas y sostener en pie el fantasma de una fingida autoridad. Sintiéndose enfermo de muerte, adivino los peligros a que iba a quedar expuesta la Iglesia después de su desaparición, si el cónclave se celebraba en Roma. Los bannerets decían a gritos que estaban decididos a no aceptar un Papa que no fuese romano, o al menos italiano. Así volverían a su ciudad las riquezas monopolizadas por la «Babilonia del Ródano».

Alarmado el Pontífice, quiso volverse a Aviñón, como lo había hecho su predecesor, y ordenó secretamente los preparativos del viaje. Se mostraba arrepentido de haber dado fe a consejos de «mujeres visionarias», lamentando públicamente tal debilidad, pero la muerte lo sorprendió antes de que pudiera marcharse de Roma. Para remediar los peligros más inmediatos, había firmado una Bula en la que ordenaba a los cardenales residentes junto a él que eligiesen un Papa con la mayor celeridad, sin esperar a sus colegas que se habían quedado en Aviñón, reuniéndose, para ello donde se considerasen más seguros, en Roma o fuera de ella. Pronto se vio que los temores del difunto eran ciertos. Los romanos detenían a los cardenales a la salida de las iglesias para gritarles con tono amenazante: «Nombrad un Papa romano, o al menos italiano, pues nuestra ciudad está viuda desde hace sesenta y ocho años.»

Otros, más francos, decían: «Desde que murió Bonifacio VIII Francia se atraca de un oro que pertenece a Roma. Ha llegado nuestro turno, y queremos hartarnos del oro francés.»

Cuando, pasada la novena reglamentaria, se abrió el cónclave, el 7 de Abril de 1378, la ciudad estaba en plena revuelta. En las inmediaciones del palacio papal se aglomeraba una enorme muchedumbre, todo el populacho romano y servidores de personajes feudales que atizaban la insurrección, obedeciendo a sus señores.

Los cardenales, al dirigirse al cónclave, tenían que pasar entre sus amenazas. «Si no nos dais un Papa romano o italiano moriréis todos», clamaban millares de voces.

Apenas los conclavistas empezaron sus deliberaciones, una diputación de los bannerets vino a decirles: «Elegid cuanto antes un Papa italiano, o si no, el pueblo hará vuestras cabezas más rojas que vuestros capelos.»

En vano algunos cardenales protestaron contra estas imposiciones. «Con vuestras amenazas, señores romanos, no conseguiréis más que viciar nuestra elección, y en tal caso, en vez de un Papa tendréis un intruso.» La revuelta creció fuera del palacio. Todas las campanas de Roma tocaron a rebato; empezaron a llegar grupos con armas, y finalmente las puertas del palacio fueron derribadas, penetrando las turbas en los salones del cónclave.

—Hay que tomar en cuenta—prosiguió Borja—cómo eran muchos de estos príncipes eclesiásticos, de vida muelle y grandes riquezas, acostumbrados a verse obedecidos y a no correr peligro alguno. Los más se asustaron al oír que la muchedumbre romana rompía las puertas, profiriendo amenazas de muerte. Once cardenales eran franceses, cuatro italianos y uno español, Pedro de Luna.

Éste, en su primera juventud, había hecho la guerra con Castilla contra don Pedro el Cruel. Era tenaz y valeroso, a pesar de la pequeñez de su cuerpo, y fue el único cardenal que no huyó, saliendo al encuentro del populacho agresivo.

Aterrados los conclavistas por el peligro, no sabían qué hacer. El griterío y el avance de las masas amotinadas no les permitía deliberar con tranquilidad. Creyeron salir del paso con una fingida entronización para engañar momentáneamente al pueblo y reunirse en otra parte. Para ello echaron la capa pontificia sobre los hombros de uno de los cuatro conclavistas italianos, el cardenal de San Pedro, que era de una extrema ancianidad. El octogenario, asustado, empezó a dar gritos: «Yo no soy el Papa… No quiero ser Papa.» Entonces acordaron rápidamente nombrar a Bartolomé de Prignano, arzobispo de Bari, que no era cardenal, y a quien muchos de ellos apenas conocían. Les bastaba que fuese italiano. Y después de tan precipitado acuerdo cada príncipe de la Iglesia se fue por donde pudo, refugiándose los más en el castillo de San Angelo, mientras el pueblo invadía los salones del cónclave, robando todos los muebles, las ropas y otros objetos do los electores papales. Sólo al día siguiente, después de varias entrevistas y muchas promesas, doce cardenales se decidieron a salir del citado castillo para entronizar a Prignano, que tomó el nombre de Urbano VI. -Es indudable-continuó Borja- que a pesar de los vicios do esta elección forzada, los cardenales, deseosos de no recomenzar otra por miedo al populacho, se habrían resignado a obedecer al Papa de origen dudoso. Pero Urbano VI, un napolitano que hasta entonces había sido hombre razonable, perturbado por su inesperada elevación, empezó a proceder como un loco violento.

Trataba a sus cardenales y allegados con inexplicable brutalidad, llegando algunas veces a levantar la mano contra ellos. Mientras vivió Catalina de Siena, ésta y la otra Catalina, hija de Santa Brígida, le impusieron cierta prudencia con sus exhortaciones. Años después, al verse libre de tal vigilancia, se entregó a los arrebatos sanguinarios de su demencia, llegando a ordenar el tormento y la muerte de algunos cardenales nombrados por Él, a causa de creerlos vendidos a sus enemigos.

Cinco meses después de dicha elección, los mismos conclavistas que habían nombrado a Urbano VI, no pudiendo sufrir más tiempo sus tiranías, extravagancias e insultos, abandonaron Roma para reunirse en el castillo de Fundi el 20 de Septiembre, declarando nula la elección de Prignano y votando en su lugar al cardenal Roberto de Ginebra, un francés, que tomó el nombre de Clemente VII. Así empezó el Gran Cisma do Occidente. Todos los cardenales acudieron a Fundi, absolutamente todos, hasta los italianos. Sólo faltó uno de estos cuatro, el octogenario cardenal de San Pedro, por haber muerto poco después del cónclave, sin duda a consecuencia del susto que le hizo sufrir la invasión de los amotinados.

Como Urbano quedaba sin un solo cardenal, creó veintiséis (varios de los cuales fueron luego sus víctimas), y tomó a su servicio como tropas mercenarias, muchas bandas de las que robaban y cautivaban a los viajeros en los caminos.

Clemente VII y sus cardenales, que eran todos los anteriores al cisma, decidieron volverse a Aviñón, don-do habían quedado cinco de sus colegas después de la partida do Gregorio XI. El Papa de Aviñón fue reconocido por Francia, España, Portugal, Escocia, Sabaya y el reino de Nápoles-Provenza. El Norte de Europa, por antagonismo con el Sur, reconoció al Papa de Roma. Existía también una razón política. Inglaterra y Alemania temieron que si triunfaba el Papa de Aviñón, los reyes de Francia acabarían por ser emperadores, reivindicando la herencia de Carlomagno. -EI vulgo-siguió diciendo Borja- ha tomado la costumbre de llamar antipapas a los dos últimos Pontífices que residieron en Aviñón, pero la Iglesia no ha decidido nada formalmente sobre esto. Nunca ha dicho de un modo terminante si de los dos Papas que existieron al mismo tiempo en Roma y Aviñón, uno sólo fue vicario de Jesucristo o si los dos se repartieron durante cierto número de años la carga de gobernar al pueblo cristiano. Muchos historiadores no creen que se debe interpretar como decisión dogmática el hecho de que los nombres de los dos Papas que vivieron en Aviñón durante el cisma no figuren en el catálogo usual de los soberanos Pontífices. Ningún acto de la autoridad apostólica los ha designado nunca con el nombre de antipapas. Los concilios de Pisa y de Constanza, que se reunieron para acabar con el cisma, destronando a la vez al Pontífice de Aviñón y al de Roma, los atacaron duramente por su conducta, pero jamás les llamaron antipapas. Los designaban siempre con el título de «Papa en su obediencia de Aviñón» o «Papa en su obediencia de Roma»: In sua obedientia Papa. La Iglesia ha creído prudente no acordarse mucho de aquel triste período de controversias e indisciplina. Además, lo que se pleiteaba era la validez de una elección, sin tocar ni de lejos las cuestiones dogmáticas. Todos eran igualmente observadores de la doctrina cristiana. Yo he oído decir a mi tío el canónigo y a otros varones de su interna clase, que resultaría temerario presentar la elección violenta de Urbano VI, en medio del desorden y las amenazas, como algo decisivo e inapelable que no pudo permitir meses después la elección libre y tranquila de otro Papa por el mismo colegio cardenalicio.

Como no eran sólo cardenales franceses los que habían elegido en Fundi a Clemente VII, uniéndose a ellos los cardenales nacidos en Italia, Catalina de Siena, partidaria del Papa de Roma, insultó a éstos últimos llamándolos «malos italianos».

Para dicha santa el cisma era un asunto de nacionalidad. La Iglesia, a pesar de ser universal, debía ser regida siempre por italianos, exclusivismo que ha acabado por triunfar; pero en el siglo XIV los eclesiásticos eran más libres y todo al cisma gira en torno al derecho que tenían los católicos, fuese cual fuese su país, para ocupar el Pontificado.

La vuelta del Papa a Aviñón reanimó la ciudad, que había empezado a decaer. Volvieron los soberanos a visitarlo en su palacio del Ródano. Hasta el rey de Armenia pasó con su cortejo por las calles de Aviñón para rendir homenaje a Clemente VII. Tenía éste treinta y seis años, cuando los cardenales fugitivos de Roma lo eligieron en Fundi.

Por las mujeres de su familia estaba emparentado con el rey de Francia. Era de carácter intrépido y al mismo tiempo hábil y conciliador. El cruel Urbano VI, al verse Pontífice por el miedo de los cardenales, le distinguió con un odio extraordinario. Sabía, que de haberse verificado la elección pacíficamente, el cardenal Roberto de Ginebra hubiera sido el Papa electo. A causa de su juventud y de sus costumbres de prócer, una vez lo llamó en público «rufián». Murió Urbano VI, once años después de su discutible elección, en plena demencia persecutoria. Algunos de sus cardenales desaparecieron misteriosamente. Una vez se le vio pasear por un salón, leyendo con tranquilidad su libro de oraciones, mientras abajo sonaban los gritos de otros dos cardenales atormentados por orden suya.

El fallecimiento de Urbano VI en 1389 fue una ocasión inesperada para restablecer la paz eclesiástica. El rey de Francia y la Universidad de París se apresuraron a enviar emisarios Roma para que no se reuniese nuevo cónclave, suprimiendo de este modo el cisma. Pero los cardenales improvisados por Urbano VI temían perder sus investiduras si se unificaba la Iglesia, y se apresuraron a votar un nuevo Papa, que tomó el nombre de Bonifacio IX. -En adelante, los cardinales de una obediencia y de otra eligieron los Papas con rapidez, cuando aún no estaba enterrado el antecesor. Los de Roma dieron el ejemplo, y esto prolongó el cisma. Clemente VII fallecía en su palacio do Aviñón a los diez y seis años de Pontificado. Pidió que lo enterrasen junto a uno de sus cardenales, Pedro de Luxemburgo, que había vivido como un asceta, no obstante estar emparentado con todos los reyes de su tiempo. Dicho santo, extremadamente joven, muerto a consecuencia de las privaciones que se impuso, ordenó que lo enterrasen en el cementerio de los pobres de Aviñón, pero tales multitudes acudieron a rezar sobre su tumba y tales prodigios obró desde ella, que sus restos acabaron por ser trasladados a un templo erigido en su honor.

-Éste fue uno de los varios santos para los cuales no ofreció duda alguna la legitimidad de los papas de Aviñón en tiempos del cisma, y que manteniéndose bajo su obediencia realizaron grandes milagros.

Al morir Clemente VII, sus cardenales hicieron lo mismo que los de Roma, apresurándose a nombrar nuevo Papa. La corona de Francia, envió una embajada a Aviñón para pedir que el cónclave se suspendiese, restableciendo de este modo la deseada unidad; pero llegó demasiado tarde, como cinco años antes le había ocurrido en Roma.

Los conclavistas aviñoneses no dudaron un momento en designar a su elegido, fijándose todos en el llamado cardenal de Aragón, español famoso por su entereza de carácter, sus estudios canónicos, su dialéctica infatigable, sus costumbres austeras. En una época que era espectáculo corriente ver a los príncipes eclesiásticos llevando la misma vida licenciosa de los señores laicos, el cardenal de Aragón no dio nunca el más leve motivo de escándalo por sus costumbres privadas. Se mantuvo dentro de las reglas virtuosas que la Iglesia impone a sus hombres, y eso que él era simple cardenal diácono para dedicarse con más libertad a los negocios de la política papal, y sólo se ordenó de sacerdote al día siguiente de su elevación al Pontificado. Desde los primeros momentos del cisma fue uno de los propagandistas más vigorosos de la legitimidad del papado aviñonés. Viajó por España logrando que los reyes de Castilla, Navarra y Aragón, que al principio se habían mantenido neutrales en la gran disputa eclesiástica, reconociesen finalmente a Clemente VII. Si éste había sido pariente de la dinastía reinante en Francia, una mujer de la familia del cardenal de Aragón, doña María de Luna, era reina, por estar casada con don Martín, monarca de Sicilia y heredero de las coronas de Aragón, Cataluña y Valencia. Veintiún cardenales, casi todos ellos anteriores al nacimiento del cisma, nombrados por un Papa único e indiscutible, tomaron parte en dicha elección. Veinte designaron unánimemente a Pedro de Luna, que tenía entonces sesenta y seis años. Sólo hubo un voto en contra, indudablemente el del propio elegido, que no quiso votarse a sí mismo y se resistió hasta el último momento a aceptar el Pontificado. El nuevo Papa tomó el nombre de Benedicto XIII. Era el primer español que iba a preocupar al mundo, desde los tiempos de la antigua Roma, aleccionada por el español Séneca y gobernada por el español Trajano. Borja hizo una pausa en su relato y añadió: —Ya estamos en presencia de nuestro hombre.

Parte 2. La guerra de los tres Papas

Capítulo 1. De cómo el llamado "Papa de la Luna" se defendió cuatro años y medio en su palacio de Aviñón, acabando por vencer a los sitiadores

Atravesaron la plaza longitudinalmente, dejando atrás el palacio y ascendieron por una nueva cuesta orlada, de plantas floridas altos árboles. El antiguo peñasco de Doms, de cuya aridez se burlaba Petrarca, era ahora un jardín.

Sin interrumpir su marcha, continuó Borja describiendo al héroe de su libro. Era sobrio y virtuoso en medio de la corrupción general del clero. Llegaba a la silla de los Pontífices con gran fama de polemista, muy versado en el Derecho canónico. Su vida irreprochable le hacía destacarse con singular relieve sobre los hombres de su época.

—Hasta sus adversarios reconocían los defectos de este varón tenaz como simples excesos de magníficas cualidades. Su habilidad política degeneró en retorcida astucia, su energía se mostraba inflexible, hasta convertirse en terco empeño. La independencia de su carácter, su celosa dignidad personal, se transformaron muchas veces en un orgullo insoportable para los que le rodeaban.

Nacido en Illueca, cerca de Calatayud, pertenecía a una de las más nobles familias de Aragón. Borja había visitado el castillo de Illueca, solar de los Luna, situado casi en la frontera entre Aragón y Castilla.

Como una lejana influencia mediterránea, este caserón de gruesos muros almenados, con saeteras y bocas para las bombardas, se mostraba embellecido por ancha faja de azulejos árabes, procedentes sin duda de Valencia. Su barniz luminoso en las horas de sol equivalía a una sonrisa sobre la faz ruda del castillo. Pedro de Luna empezaba por ser soldado en su juventud. Como el emplazamiento de la fortaleza paternal le hacía interesarse en los asuntos de Castilla, había combatido contra don Pedro el Cruel, siendo compañero y guía de don Enrique de Trastamara cuando éste, después de su derrota, en Nájera, atravesó disfrazado todo Aragón, hacia la frontera de Francia.

Después de tal fracaso, el joven Luna dedicaba por completo al estudio, descollando en el Derecho canónico, ciencia que enseñó en la Universidad de Montpellier. Su nacimiento, su fama de canonista y la pureza de sus costumbres le hicieron avanzar en rango dentro de la Iglesia. Fue arcediano de Valencia, canónigo de otras catedrales en Cataluña y Aragón, y finalmente arzobispo de Palermo. Gregorio XI, el último Papa de Aviñón antes del cisma, lo elevó al cardenalato, y cuentan que, al darle el capelo, conociendo su recio carácter y su tenacidad, que podían degenerar en temibles defectos, le dijo bondadosamente: «Cuidad, don Pedro, que vuestra luna no se eclipse nunca.»

En el momento de su elección pontifical se negó repetidas veces a aceptar la tiara, dándose cuenta de que la hora era propicia, a los hombres flojos y acomodaticios para transigir con el otro Papa residente en Roma, al que llamaban en Aviñón «el intruso», llegando a un acuerdo, fuese como fuese, para la unidad de la Iglesia. Pero los veinte cardenales vieron en este compañero de voluntad férrea el único que podía conseguir dicha unión venciendo a los adversarios.

-Existía un rudo contraste -continuó Borja- entre su alma y su aspecto físico. Era pequeño, de apariencia débil, enfermiza, y sin embargo, pocos hombres han poseído su vigor. Murió a los noventa y cuatro años, fue incansable para el trabajo y se mostró invencible en la discusión hasta una extrema vejez pudiendo recordar las más intrincadas y lejanas cuestiones sin el auxilio de notas. En plena ancianidad, cuando se veía abandonado de los suyos, habló públicamente siete horas seguidas, haciendo la historia completa del cisma, sin que tal esfuerzo alterase su voz. Todos los retratos de su época lo presentan con ojos de escrutadora fijeza, sondeadores de la persona que tienen enfrente, la nariz muy aguileña y algo desviada. Este hombre que durante treinta años preocupó a Europa se nutría como un niño enfermo, mostrando únicamente preferencia por los platos ligeros y poco consistentes.

Antes de ser elegido Papa, juró, como los demás cardenales de Aviñón, hacer toda clase de sacrificios para terminar el cisma. Lo mismo juraban los cardenales de Roma al proceder a una elección papal. De una parte y de otra todo eran promesas generosas y nobles compromisos para dar fin a la guerra entre los dos Pontífices; más cada bando, al pedir la unidad a gritos, exigía que el opuesto diese el buen ejemplo empezando por renunciar al Papado.

Como Luna se había mantenido en los primeros tiempos del cisma lejos de las disputas eclesiásticas, limitándose a viajar por España para que sus reinos se decidiesen a favor del Papa aviñonés, todos acogieron su ascensión al Pontificado como señal indudable de que iban a terminar las divisiones de la Iglesia.

En París, Barcelona, Toledo y otras ciudades fue celebrado el advenimiento de Benedicto XIII con solemnes procesiones a las que asistieron los reyes. La Universidad de Paris, que ejercía entonces tanta influencia como los soberanos, mostró igual confianza en el antiguo profesor de Montpellier. Nadie ponía en duda abnegación. Era un Papa limpio de simonía y de nepotismo. En vez de acaparar dinero valiéndose de malas artes, daba con generosa largueza el que había heredado de su familia. Sus sobrinos fueron de un modo indudable hijos de sus hermanos, diferenciándose en esto de los sobrinos de otros Papas y cardenales, Rodrigo de Luna, el hombre de espada del nuevo Pontífice, que le acompañó en todas sus aventuras belicosas, era verdaderamente hijo de una hermana suya.

Los teólogos de la Sorbona de París empezaron a expresarse con cierta impaciencia al ver que transcurrían los meses y Benedicto XIII no renunciaba a su tiara.

Mostró Francia en esta cuestión del doble Papado una patriotería semejante a la de Italia al iniciarse el cisma. Mientras que los Papas de Aviñón fueron franceses, la corte de Francia y la Universidad de Paris acogieron con paciencia todas las lentitudes y dilaciones en la resolución del conflicto. Clemente VII, el antecesor de don Pedro, pudo reinar diez y seis años frente a su adversario de Roma, sin que le diesen prisa para la terminación del cisma. Pero Luna era español, y al poco tiempo empezó a sentirse empujado rudamente por los teólogos de Paris, con cierto desacato para su autoridad. Él mismo se quejó repetidas veces en conversaciones y en escritos del rigor con que le trataban, «tal vez por no ser francés».

Hubo entusiasmo en Francia durante los primeros meses de su Pontificado, porque sólo se tenía en cuenta, las condiciones especiales de su persona. Luego fueron muchos los que empezaron a acordarse de que el nuevo Papa era el primer español que ocupaba la Santa Sede; y esto, unido a sus extraordinarias energías, le hizo ser mirado con inquietud y hostilidad. Tal vez iba a realizarse una afirmación paradójica de Petrarca al combatir al Papado de Aviñón. «La sede pontificia, que estuvo siempre a orillas del Tíber -decía el poeta-, se halla ahora junto al Ródano, y nuestros nietos tendrán que buscarla en las riberas del Tajo.» Benedicto XIII empezó a dar algunos cardenalatos vacantes a prelados españoles de toda su confianza. Además, como si presintiese el porvenir, hizo que su sobrino Rodrigo reclutase en España ballesteros y hombres de armas para formar una pequeña guardia de soldados leales, no mercenarios, y que el Pontificado viviese independiente de la protección de los reyes.

Un concilio nacional se reunió en la Santa Capilla de Paris para tratar el asunto del cisma. Benedicto XIII tenía grandes amigos y no menos enemigos en el seno de la Universidad. Dos hombres de ciencia influían en la marcha de este cuerpo poderoso; Pedro de Ailly, que llegó a cardenal en los últimos años del cisma y sostuvo al principio con entusiasmo la causa del Papa do Aviñón, y el teólogo Gerson.

-Pedro de Ailly- dijo Borja- escribió sobre numerosas materias, pero su mayor mérito ante los tiempos modernos es haber resumido la geografía de su época en el libro De Imago Mundi, uno de los pocos volúmenes que Cristóbal Colón llevaba con él. Gerson, discípulo de Ailly, gozó la honra de ser tenido por algún tiempo como el autor probable de la anónima Imitación de Cristo. Este teólogo poderoso, unas veces se mostraba a favor de Benedicto, otras en contra, según las fluctuaciones de su fortuna, hasta que organizó el famoso concilio de Constanza, contribuyendo más que nadie a la derrota final del Pontífice.

La asamblea reunida en la Santa Capilla de Paris examinó las «vías», o sea los procedimientos, para terminar con la existencia de dos Papas a la vez. Muchos defendieron la llamada «vía de convención», confiando en que ambos Pontífices, por medio de una entrevista, podrían llegar a la unidad de la Iglesia. La mayoría votó por la «vía de cesión», creyendo preferible que los dos adversarios empezasen por renunciar a sus tiaras y luego un gran concilio elegiría el Papa definitivo.

Francia envió embajadas a Aviñón y Roma para que los dos Papas renunciasen; más como era de esperar, no aceptaron la «vía de cesión». Cada uno temía ser engañado si abdicaba el primero, creyendo que el otro, al verse solo, se mantendría con nueva fuerza en su puesto, insistiendo en su legitimidad.

Benedicto XIII recibió dos embajadas, la primera llamada «de los tres duques», por figurar a su cabeza los duques de Berri, de Borgoña y de Orleáns. Después la «embajada de los tres reyes», por estar representados en ella los monarcas de Francia, de Inglaterra y de Castilla.

Enrique III de Castilla, después de aceptar su intervención en dicha embajada, se mostró malhumorado, adivinando que en realidad todos estos trabajos iban dirigidos contra Benedicto XIII por ser español. En los reinos de Navarra y Aragón la misma sospecha había irritado el amor propio nacional, poniendo a sus reyes en guardia contra, las gestiones iniciadas en Paris.

Ninguna de las dos embajadas obtuvo éxito en Roma ni en Aviñón. El Papa de Roma se mostraba tan intransigente como Benedicto XIII, y sin embargo sobre este ejercieron una presión más ruda la corte de Francia y la Universidad de Paris, indudablemente por considerarlo bajo su dependencia.

-¿Por qué he de ser yo el primero en renunciar -preguntaba Luna-, cuando represento la legitimidad, más que el intruso que vive en Italia?…

El «intruso» era para muchos cortesanos y teólogos de Paris este Papa español que había surgido inesperadamente al final de una serie de Pontífices de Aviñón, todos franceses. Pero también contaba al mismo tiempo con amigos decididos en la corte de Francia, siendo el más importante de ellos el duque de Orleáns, hermano del rey. Desde que fue a Aviñón formando parte de la «embajada de los tres duques», se mostraba muy devoto de Benedicto, y continuó siendo su más firme sostenedor hasta el momento en que lo asesinaron.

En medio de estas peleas sordas, que ya duraban cuatro años, o sea desde su elevación al Pontificado -entonces las negociaciones marchaban con mucha lentitud-, tuvo Luna unas semanas de alegría y confianza, y el pueblo de Aviñón gozó de un espectáculo ostentoso, como en los mejores tiempos de Clemente VI. Don Martín, rey de Sicilia, acababa de heredar la corona de Aragón, y mientras su flota descansaba en Marsella, hizo un viaje a la ciudad papal, llevando como séquito todos los guerreros de sus galeras y los señores de su corte. Otra vez desfilaron por las calles de Aviñón huestes cubiertas de hierro sobre caballos acorazados como hipogrifos. El vecindario admiró a Benedicto como un pariente de monarca tan poderoso, viendo en su ejército un sostén de la autoridad papal.

-Este don Martín, llamado «El humano» por sus gustos y costumbres -continuó Borja-, es una de las figuras más originales de aquella época. Sus pueblos le apodaban «el Capellán» a causa de su afición a las letras divinas y de su gusto por las ceremonias religiosas. Yo he visto el palacio que se hizo construir dentro del monasterio de Poblet, en Cataluña, para vivir en la amable sociedad de frailes doctos durante sus temporadas de descanso. Le gustaba cantar ante el facistol. Carlomagno hacia lo mismo, y entre los emperadores do Bizancio, hubo algunos que se levantaban antes del alba, temblando de frío, para actuar como chantres en la capilla de su palacio. En aquellos tiempos no había ópera, y los grandes señores amantes de la música se refugiaban en el canto litúrgico, hablando de dicho arte con monjes y canónigos.

No obstante ser don Martín extremadamente gordo, a causa de sus costumbres sedentarias y su afición a la buena mesa, ofreció majestuoso aspecto al hacer su entrada sobre un corcel de guerra. El Papa le dio la Rosa de Oro, y siguiendo las tradiciones de la ciudad, la paseó a caballo por las ralles entre aclamaciones de la muchedumbre. Transcurridas unas semanas, se fue a su tierra para ceñirse la corona aragonesa, y otra vez reaparecieron inquietudes e imposiciones, después de tan brillante visita.

Benedicto XIII hizo frente a las amenazas veladas y las órdenes algo despectivas que le dirigían desde Paris para que fuese el primero en renunciar.

-¡Antes la muerte!- contestaba el aragonés.

La asamblea del clero reunida en París decidió sustraerse a la obediencia de Benedicto XIII, y el 1o de Septiembre de 1398 un comisario real y un pregonero avanzaron por el puente de San Benezet, viniendo del territorio francés, o sea de Villeneuve, para detenerse junto a la capilla del citado santo, que aún existe en uno de los arcos intactos.

Allí era el límite de la ciudad aviñonesa, y el pregonero gritó la ordenanza de sustracción con la cara vuelta hacia el palacio de los Papas, para notificar a Benedicto XIII que Francia le abandonaba.

Al darle sus familiares tal noticia, la acogió con serena firmeza.

-San Pedro -dijo- nunca tuvo en su patrimonio a Francia, y esto no le impidió ser el más grande de los Papas.

Sus enemigos de París contaban con una defección, que iba a dejarle casi solo. El Sacro Colegio aviñonés se componía de diez y siete cardenales franceses, cuatro españoles y uno italiano. Los diez y siete pasaron el Ródano al día siguiente abandonando al Papa, y fueron a instalarse en Villeneuve, llevándose hasta la bula que servía a los secretarios de Benedicto para sellar los documentos pontificios.

Tampoco esto amedrentó a Luna. «Resistiré hasta la muerte, siguió diciendo». Y su confesor y consejero, el Maestro Vicente Ferrer, predicador de genial elocuencia, muy amado por el pueblo aviñonés, pronunció un sermón en idéntico sentido.

-Guardad vuestros baluartes- decía el Papa a los vecinos de Aviñón—, que yo respondo de lo demás.

Pocos días después, uno de los caudillos inquietos y aventureros que tanto abundaban en aquella época, llamado Maingre, o por otro nombre Boucicaut, pariente del famoso mariscal del mismo apellido invadió, al frente de sus bandas el territorio del Papa.

No osaba el rey de Francia atacar con sus tropas francamente a Benedicto, temiendo indisponerse con los monarcas de Castilla, Aragón y Navarra. Éstos podrían indignarse al ver a un compatriota suyo perseguido. Más por mediación de los cardenales franceses en rebeldía, se valió de Maingre, caudillo ansioso de botín y nuevas tierras.

Era «Rector» ó jefe militar del Estado Papal el abad de Issoire, hombre de Iglesia que antes lo había sido de armas.

Al frente de un pequeño destacamento de jinetes recorría los alrededores de Aviñón. Cuando tropezó con las fuerzas invasoras de Boucicaut. Mataron éstas al abad de una lanzada, apresaron a los hombres de su escolta, y después de tal choque empezó la guerra.

Una gran parte del vecindario aviñonés, influenciada por los cardenales, empezó a conspirar contra el Papa. Su defección imposibilitó la resistencia en todo el recinto amurallado de la ciudad. Los defensores de la torre que cerraba el puente de San Benezet tuvieron que retirarse después de varias semanas de continuos asaltos, volando antes dicha fortaleza. A sus espaldas, los aviñoneses enemigos del Papa habían entregado a los sitiadores una parte de las murallas.

-Un nuevo instrumento de guerra acababa de aparecer, la bombarda, ó sea la primera pieza de artillería. Europa la conoció por mediación de España, lo mismo que el papel, sin el cual la imprenta habría resultado un descubrimiento insignificante.

La pólvora y el papel, inventos chinos, los conocieron los árabes en el siglo IX, cuando derrotaron en Samarcanda a un gran ejército del emperador de la China que pretendía desalojarlos de su conquista, haciéndole gran número de prisioneros.

Los árabes de España, establecieron las primeras fábricas de papel en Europa y emplearon el cañón en los asedios de las ciudades uno o dos siglos antes de que se les ocurriera a los cristianos, jinetes vestidos de hierro, adoptar dicha arma.

Un plazo casi igual transcurrió entre la aparición de la bombarda y el uso de las armas de fuego portátiles.

En los siglos XIV y XV sólo se empleaba el cañón, pesado y de manejo difícil, en los sitios de las fortalezas, mientras los hombres conocían únicamente como arma portátil de tiro, la ballesta y el arco…

Fue aquí donde hizo una de sus primeras apariciones el cañón, para, combatir al tenaz don Pedro de Luna.

Se detuvieron en una meseta del jardín, viendo a sus pies la catedral y el palacio. Borja señaló los diversos edificios que circundaban la plaza. También describió la torre de la catedral tal como era en aquellos tiempos, sin la imagen dorada que ahora le servía de remate, con almenas y defensas salientes. Todas las iglesias de construcción sólida acababan en aquel siglo por convertirse en fortalezas.

Sobre las alturas circundantes se situaban los enemigos del Papa, creyendo apoderarse de él con un sitio de breves días. La ciudad entera se mostraba ahora contra Benedicto. Aún le quedaban muchos partidarios; pero éstos, intimidados, permanecían en silencio. Las tropas de Boucicaut gritaban en las calles que el rey de Francia había depuesto al español por «hereje», y además le llamaban «patarin», que era el apodo de los antiguos albigenses. Todos pretendían ridiculizar el ilustre apellido del Papa llamándole «Pedro de la Luna y del Sol».

Los aviñoneses enemigos del Pontífice convencían a sus compatriotas tibios o neutrales, afirmando que el rey de Francia iba a cerrar el puente, sitiando por hambre a Aviñón si no tomaban todos partido contra el español. Gritaba el populacho: « ¡Mueran los catalanes!», por creer de Cataluña a todos los servidores, soldados y amigos del Pontífice. Algunos de los cardenales rebeldes, dando al olvido juramentos y beneficios, corrían las calles de Aviñón a caballo y con espada al cinto, seguidos de hombres de armas que vociferaban: « ¡Viva el Sacro Colegio!»

-Y Pedro de Luna- continúo Borja- empezó una resistencia que iba a durar cuatro años y medio. Había previsto la posibilidad de tener que defenderse en su Palacio, reuniendo discretamente todo lo necesario para la resistencia, víveres, máquinas de guerra, municiones, artilleros, y sobretodo hábiles ballesteros que pidió en pequeños grupos a los diversos colectores de rentas eclesiásticas en Cataluña y Aragón. Eran unos trescientos hombres los que se encerraron en este palacio, dispuestos a morir. He leído una lista de ellos, escrita por un contemporáneo, en las que se mencionan sus calidades de prelados, clérigos o simples combatientes. La mayoría fueron aragoneses, catalanes, valencianos, castellanos y navarros. Figuran también en la lista siete franceses, seis ingleses y cinco alemanes. Un catalán, Armando Vich aparece mencionado con este título: «Presbítero bombardero».

Las ventanas quedaron cegadas con muros, abriendo en ellos angostas aspilleras, que vomitaban proyectiles sobre los sitiadores. Los cinco cardenales, con los aba-des y obispos encerrados en el palacio, vigilaban a la guarnición, arengándola.

El mismo Pontífice, que al empezar el sitio tenía setenta años, acordándose sin duda de las guerras de su juventud, se presentaba en los lugares de mayor peligro, animando a sus defensores con promesas de indulgencias y otros premios más terrenales.

Respondían los soldados del palacio con bombardas, ballestas y hondas al ataque de los sitiadores. Éstos habían ocupado los edificios inmediatos, muchos de ellos viviendas cardenalicias con altas torres, desde las cuales podían hacer un fuego nutrido de cañón.

Había guardado el Papa enorme cantidad de leña en su palacio; más los sitiadores, valiéndose del llamado «fuego griego», incendiaron tal depósito, dejando a la guarnición en la imposibilidad de cocer sus alimentos.

Hubo que derribar pisos para aprovechar sus vigas como leña. Además, los víveres escaseaban; los sitiados sólo tenían trigo en abundancia, faltaban el vino y las medicinas. La única bebida era agua de las cisternas mezclada con vinagre.

Empezaron las enfermedades a diezmar la guarnición; pero el alma heroica del viejo irreductible, animaba su resistencia.

Parecía no dormir nunca. Durante la noche, los mercenarios soeces de Boucicaut, como permanecían a corta distancia del palacio, gritaban entre blasfemias: «Llevaremos a vuestro Pedro de la Luna preso a París, con una cadena en el pescuezo.» El enérgico aragonés, sin temor a los flechazos, se asomaba entre dos almenas, llevando en una mano un cirio encendido, en la otra una campanilla de plata, y solemnemente maldecía a Boucicaut y sus mercenarios, lanzando sobre todos ellos la excomunión.

Este desprecio a la muerte casi le fue fatal. Estando junto a una ventana examinando los trabajos del enemigo, una bala de piedra de las que arrojaban las bombardas vino a chocar en el quicio, y sus cascos hirieron al Papa, en un hombro.

Era, la fiesta de San Miguel, y por respeto al arcángel, Benedicto prohibió a su artillería que contestase.

Dos meses duró esta primera parte del sitio, y durante ellos no cesaron los ataques. Los tiros más peligrosos venían de las techumbres y el campanario de la inmediata catedral de nuestra Señora de Doms.

Los ballesteros enemigos dominaban a corta distancia una parte de los tejados y patios del palacio, hiriendo a los de la guarnición que se mostraban en dichos lugares. No obstante tales ventajas, convencidos los sitiadores de que nunca podrían tomar a viva fuerza este edificio, apelaron a trabajos de zapa.

Excavaron minas a partir de las iglesias y palacios próximos, y los sitiados fueron a su encuentro valiéndose de contraminas, para continuar los combates subterráneamente. Luego intentaron sorprender la fortaleza entrando por sus albañales. Un pariente de Boucicaut, con más de setenta hombres de armas, guiado por un burgués de Aviñón, se introdujo en la alcantarilla que iba de las cocinas del palacio a los fosos de la ciudad. Llevaban hachas, tenazas, martillos para romper los obstáculos, cuerdas para atar a los vencidos, sacos para el dinero y las joyas pontificias, así como pendones con la flor de lis, que esperaban clavar en las almenas, avisando de tal modo a los sitiadores que el castillo era ya del rey de Francia.

Surgieron los asaltantes del subterráneo, esparciéndose por las cocinas. La expedición empezaba con éxito; pero un criado los descubrió, dando el grito de alarma, e inmediatamente empezaron a sonar trompetas, corriendo de todas partes los defensores, dormidos hasta poco antes, por haber pasado la noche en vela. Benedicto XIII no perdió su serenidad.

-Combatid con valor-dijo al que le traía la noticia-. Los tenéis en vuestro poder y no se escaparán.

La lucha fue breve. Sólo contados asaltantes consiguieron huir por la alcantarilla, y el resto, unos cincuenta y seis, quedaron prisioneros en las torres del palacio.

Se cansaron los vecinos de Aviñón de las brutalidades y las jactancias sin resultado de Boucicaut. Había prometido a las damas de la ciudad hacerlas bailar antes de una semana en los salones del Papa, e iban ya transcurridos varios meses sin conseguir ventaja alguna. Al fin prescindieron de él, retirándole su título de «capitán de Aviñón», y continuaron bajo el mando de los cardenales más enemigos del Pontífice el asedio de la fortaleza, pero convencidos ahora de que el llamado «Papa de la Luna» disponía de una fuerza moral y unos recursos materiales muy superiores a los que ellos habían imaginado.

En todos los países de la obediencia de Benedicto XIII se produjo un movimiento de reprobación al ver al Papa agredido en su propia casa. En el mismo condado Venaissino empezaron a sublevarse a favor de su libertad, el señor de Sault, al frente de quinientos jinetes, corría el país, llegando hasta las cercanías de las puertas de Aviñón para gritar: « ¡Viva el papa Benedicto!» Dentro de la ciudad se realizaba un cambio de opiniones, siendo cada vez más numerosos los vecinos partidarios de Luna.

Un abogado llamado Cario preparó un movimiento popular a favor del Papa sitiado. Su conspiración fue descubierta, y los cardenales franceses lo condenaron a ser decapitado y descuartizado, colocando sus brazos y sus piernas en distintas puertas de Aviñón y en una de los plazas su cabeza, y sus entrañas metidas en un cesto, para intimidar con la vista de tan horribles despojos a los parciales de Benedicto.

Aunque los ataques contra el palacio habían cesado, continuaba su estrecho bloqueo. Los defensores sólo comían pan, y el vino era reemplazado por vinagre con agua. Cuando los ballesteros podían matar en las techumbres algunos pajarillos, dicha caza representaba un gran regalo para la mesa del Pontífice.

Había producido en España gran indignación este ataque. El rey don Martín protestó con tono amenazador, pero nadie quiso aceptar la responsabilidad del atentado. El rey de Francia afirmaba que todo era obra del revoltoso Boucicuat y de los cardenales, sin intervención alguna do la corte de París.

Los cabildos de Valencia y Barcelona se agitaron belicosamente para auxiliar a un Papa que años antes había ejercido cargos en sus catedrales. Don Martín juzgó preferible dejar a la iniciativa eclesiástica la expedición naval para socorrer a Luna.

-En aquellos tiempos- continúo Borja- el poder de los reyes era muy lento y tenía que luchar con numerosas dificultadas suscitadas por los fueros o el régimen feudal. Por primera vez en la Historia se vio una flota de guerra de carácter eclesiástico y organizada popularmente. Las iglesias de Valencia y Cataluña contribuyeron con importantes cantidades a los gastos do la expedición. Muchos sacerdotes que no podían dar nada se ofrecieron a ir como soldados. El jefe de la flota fue un canónigo pavorde de la catedral de Valencia, llamado Pedro de Luna, como el Papa.

Se reunieron en Barcelona todos los buques de esta marina pontificia. Eran veintiséis, entre galeras, galeotas y fustas, y después de navegar por el Mediterráneo, remontaron el Ródano a fuerza de remo hasta el puerto de Arlés.

Los cardenales, alarmados, hicieron fortificar el puente de Aviñón, interceptando el Ródano con una cadena de hierro. Pero el río tenía las aguas tan bajas, que la flota, por ser de buques de mar, no pudo ir más allá de Lansac, en las inmediaciones de Tarascón. Allí permaneció anulada mucho tiempo, enviando mensajeros secretos al sitiado palacio y esperando en vano una subida de las aguas que la permitiese seguir adelante. Expiró el plazo por el que habían sido fletados los buques, y éstos fueron regresando, uno tras otro, a Barcelona, sin poder hacer más. De todos modos, dicho auxilio sirvió para alentar a los defensores del Pontífice, disminuyendo el número de sus enemigos.

Continuó sin embargo el asedio meses y meses. La guarnición del castillo papal sólo tenía ahora que combatir con el hambre, dedicándose a la caza de gatos y ratas para hacer más variada su alimentación, puramente de pan. Los gorriones eran destinados a la mesa do Benedicto, el cual «gustaba más de este bocado que si fuese caza mayor».

Cuatro años y medio duró el bloqueo. La tenacidad de Luna acababa por fatigar y desconcertar a sus enemigos, los más rebeldes de sus cardenales habían muerto durante el asedio, mientras sus partidarios aumentaban en la ciudad y en todo el condado Venaissino. La corte francesa parecía avergonzada de haber preparado o tolerado este ataque sin éxito. En las siete naciones que vivían bajo la obediencia del papado de Aviñón era grande el escándalo.

Don Pedro creyó llegado el momento de abandonar su encierro, burlando el cerco de sus enemigos. En el claustro de la catedral de Nuestra Señora de Doms existía una antigua puerta del palacio, murada desde muchos años antes. Como esta parte del edificio no la vigilaban los sitiadores, fue fácil arrancar de dicha puerta unos cuantos sillares en la noche del 11 de Marzo do 1403. Cuatro hombres salieron por dicha abertura. Uno de ellos, el más pequeño de cuerpo, iba vestido de fraile cartujo, y llevaba una barba casi de dos palmos, completamente blanca. Era Benedicto XIII. Había colocado sobre su pecho una hostia consagrada y en una de las mangas del hábito traía oculta una carta autógrafa del rey de Francia reprobando la conducta de sus enemigos. Los tres acompañantes eran: su médico el mallorquín Francisco Ribalta, su camarero valenciano Juan Romaní, y Francisco de Aranda-, donado de la cartuja de Porta-Coeli, en Valencia, su confidente y su fiel compañero durante la vida errante y abundantísima en cambios de fortuna que el Pontífice iba a emprender.

El último Papa de Aviñón abandonó para siempre el palacio construido por sus antecesores. Nunca volvería a pisar esta ciudad durante los veinticuatro años que aún le quedaban de vida.

En el mesón de San Antonio, cerca de una de las puertas, esperaba al Pontífice el condestable Jaime de Prades, gran señor aragonés, que con pretexto de una embajada del rey don Martín había venido a Aviñón para preparar esta fuga, y con él otros señores aragoneses y franceses sostenedores de Benedicto.

Cuando al rayar el alba se abrieron las puertas de la ciudad, el Papa y sus acompañantes salieron de ello por un portal inmediato al río.

En su orilla les esperaba una barca de catorce remeros, patroneada por un monje de Montmajor, experto en la navegación del Ródano.

Fue tal el gozo de uno de los soldados que acompañaron al Papa hasta la ribera, que al alejarse la embarcación, sin esperar a que ésta se perdiese de vista, dijo a varios pescadores que habían presenciado el embarque: -Id a avisarles a los que el Gran Capellán se ha ido, para que se indigeste el almuerzo.

Inmediatamente se difundió por toda la ciudad la noticia de la evasión. La barca papal remontó el río Durance, atracando en su margen derecha, frente a Castelrenard, que era tierra provenzal, gobernada por Luis de Anjou, fiel amigo de Benedicto.

Al instalarse en la fortaleza de Castelrenard, los íntimos del Papa le aconsejaron que no demorase más tiempo cierto arreglo de su persona. Durante el cautiverio había dejado crecer su barba, muy luenga y blanquísima, lo que parecía aumentar la natural majestad de su persona. Más para los enemigos y aún para muchos amigos, era esto una grave derogación de las costumbres de la Iglesia latina, pues le daba cierto aspecto de patriarca griego.

Benedicto, irónico a sus horas y de buenísimo humor por el éxito de su evasión, se entregó al barbero del monarca provenzal para que le afeitase el rostro y le cortase los cabellos, diciéndole: -Mis enemigos habían jurado «hacerme la barba», y eres tú, amigo mío, quien va a conseguirlo.

El rey Luis pidió como regalo estos cabellos blancos, recuerdo del largo aislamiento del Pontífice y de su defensa tenaz.

Todo cambió en el curso de pocas horas. Los vecinos de Aviñón se echaron a la calle dando vivas al papa Benedicto. El pueblo nombró diputados para que fuesen A Castelrenard y le entregasen las llaves de su ciudad. La bandera del Papa quedó izada en torres y palacios. Una procesión interminable recorrió las calles, marchando al frente doscientos niños que llevaban en alto las armas de Benedicto XIII, una media luna con las puntas hacia abajo sobre fondo rojo. Don Pedro no quiso volver nunca a la ciudad ingrata. Al visitar las otras poblaciones del condado salieron a recibirle procesiones de doncellas y niños, mientras los hombres le servían de escolta triunfal.

El arrepentimiento de los cardenales fue tan humilde que debió inspirar repugnancia al tenaz aragonés. A las pocas horas de su fuga imploraron la intercesión de Luis de Anjou para que los reconciliase con su Pontífice. Éste se vengó de todos sus enemigos perdonándolos magnánimamente. Solo impuso a los aviñoneses la obligación de reparar las brechas abiertas en su palacio por la artillería, y les hizo sufrir la vergüenza de pasar triunfante en sus viajes por los alrededores de la ciudad sin concederles el honor de entrar en ella.

Uno de los príncipes eclesiásticos, el cardenal de Dijón, al presentarse ante Benedicto, se prosternó en medio de una calle de Castelrenard, hincando sus rodillas en el fango, y empezó a acusarse a gritos de haber pecado gravemente, proclamando la falsedad do todas sus acusaciones contra el Pontífice, escrita en momentos de ofuscación.

-Nuestro Papa- siguió diciendo Borja- triunfó sobre todos sus enemigos. Su fuga del palacio había bastado para este cambio prodigioso.

Se hallaban los dos en lo más alto del jardín, junto a una fuente rústica, donde nadaban peces dorados y rojos bajo una capa de polvo flotante traída por el viento.

Algo más lejos, acodados en una barandilla de hierro, vieron a sus pies el Ródano, burbujeante de luz solar, los arcos del «puente roto», las islas arenosas o verdes, la orilla opuesta con sus viñas y arboledas, las torres blancas de piedra sobre el caserío medieval de Villeneuve.

Rosaura contempló en silencio el paisaje. Luego dijo sonriendo a su acompañante:

-Ya se fue Don Pedro de Luna para siempre de Aviñón. ¿No le parece, Claudio, que ha llegado la hora de que también nos vayamos nosotros?…

Capítulo 2. Las navegaciones de la flota papal

Estaban los dos ante una fortaleza de sillares grises oscurecidos por el tiempo. Eran muros robustos y ásperos uniendo torres que tenían en su parte superior grandes ventanas ojivales, completamente abiertas. Una fila de almenas que no habían sido construidas como adorno arquitectónico —verdaderas almenas de guerra— seguía las líneas altas y bajas de torreones y murallas. Esta fortaleza era un templo. Las ojivas de las dos torres principales las ocupaban varias campanas inmóviles.

Rosaura y Claudio acababan de visitar la iglesia de la antigua abadía de San Víctor: tres naves góticas con sepulcros. También habían descendido a sus criptas, que databan de los primeros siglos del cristianismo, cuando San Víctor murió mártir de los habitantes paganos de Marsella.

A sus espaldas se extendía el Puerto Viejo, repleto de embarcaciones, algunas de formas arcaicas. En su boca funcionaba un gigantesco transbordador, deslizándose de una orilla a otra, sobre las aguas que en pasados siglos estaban obstruidas por una cadena. Más allá del Puerto Viejo se extendía, siguiendo la costa, en un espacio de kilómetros y kilómetros, la sucesión de puertos nuevos, donde venían a anclar grandes transatlánticos y buques de carga de todos los mares del planeta.

Borja describió a su acompañante el aspecto que ofrecía en otros siglos este mismo suelo pisado por ellos. Todos los depósitos de pescado seco, tonelerías y almacenes oliendo a sal que circundaban la iglesia de San Víctor habían sido hasta el siglo XVIII dependencias de la abadía del mismo nombre.

Cuando llegó la Revolución, los monjes de San Víctor se habían convertido en canónigos, pertenecientes todos ellos a la nobleza de Provenza, y su cargo les daba el título de conde. La abadía de San Víctor fue enormemente rica en la época de los papas de Aviñón. El pueblo de Vaucluse y los castillos que usted vio en sus alrededores eran de esta comunidad. Aquí vino a instalarse don Pedro de Luna después de abandonar su Palacio.

Como la abadía ocupaba una altura junto a la boca del puerto y eran frecuentes los ataques de piratas, sus monjes la convirtieron en fortaleza. Al abrigo de sus fosos y muros la rica comunidad había levantado grandes edificios, cultivando además extensos huertos frutales.

Benedicto XIII, instalado en los salones del abad, iba recibiendo a los grupos de arrepentidos que llegaban de distintos países de su obediencia, así como a sus leales partidarios. Uno de los primeros en presentarse fue el duque de Orleáns, hermano del rey de Francia, amigo siempre fiel, que había favorecido su fuga del palacio sitiado.

Todos los cardenales sediciosos venían a San Víctor a implorar su perdón. La Universidad de París, dentro de la cual contaba más enemigos que adictos, no podía resistirse a la corriente general en favor del Papa Luna, y enviaba también a Marsella una diputación de maestros de la Sorbona, llevando al frente como orador al célebre Gerson.

Las felicitaciones de la Universidad eran humildes. El austero Gerson comparó en su discurso al Pontífice español con David y con Judas Macabeo, asegurándose que era objeto de ternura para todos cuantos tenían la dicha de conocerlo. Benedicto, evadiéndose del palacio de Aviñón, era otro Jonás escapando del vientre de la ballena. Pedro de Luna, en vez de escuchar al demonio que le aconsejaba venganza, «vertía sobre la Universidad el rocío de sus gracias, a la manera del astro cuyo nombre ostentaba, la luna, que produce el rocío, según afirman los filósofos antiguos».

El Papa triunfador, después de tal discurso, dio a Gerson las rentas de un rico curato en París, repartiendo otras mercedes entre sus doctos acompañantes.

Un plan audaz preocupaba a Benedicto. Para dar término a la división de la Iglesia, había decidido ir en busca de su adversario, aunque tuviese que llegar para ello hasta la misma Roma. La vía de cesión propuesta por muchos no quería admitirla. Uno de los dos Papas debía ser forzosamente legítimo; y como él estaba seguro de poseer dicha legitimidad, se creía triunfante por adelantado si lograba organizar un acto público en el que se viesen frente a frente el Papa de Roma y él.

—Hay que carearse con el intruso —decía a sus allegados.

Como para conseguir tal entrevista era preciso un viaje que en aquella época resultaba largo y no exento de peligros, el Papa, desde sus salones de San Víctor, empezó a dar órdenes a toda la Cristiandad de su obediencia, lo mismo que si fuese un almirante.

Amaba el mar, viendo en él un camino francamente libre, sin los obstáculos que podían oponerle la parcialidad y el egoísmo de los hombres. Su carácter recio sentíase atraído por la majestuosa fuerza de los elementos. Necesitaba reunir una flota, y escribió al rey de Aragón especialmente, para que le enviase galeras de Cataluña y de Valencia. Él poseía dos buques que llevaban la cruz en el remate de sus mástiles y una media luna blanca invertida sobre fondo rojo pintada en sus banderas. Caballeros de San Juan de Jerusalén, habituados a la vida del mar le aconsejaban en los preparativos de su expedición.

—También algunos corsarios españoles del Mediterráneo —dijo Borja—, por simpatía de nacionalidad y por convenirles un protector tan poderoso habían venido a Marsella, entrando al servicio del Pontífice. Las costumbres de aquellos tiempos eran otras que las nuestras. Ser corsario no resultaba extraordinariamente deshonroso. Los guerreros más heroicos de tierra adentro eran también ladrones siempre que se les presentaba ocasión. Honrados navegantes, si montaban un buque armado y encontraban otro más pequeño con valioso cargamento, rara vez se resistían a la irresistible tentación de hacerlo suyo.

Don Pero Niño, almirante del rey de Castilla, navegaba por el Mediterráneo con una escuadra de galeras en persecución de algunos corsarios de Cádiz: Juan de Castrillo, Pero Lobete, Nicolás Giménez, que causaban grandes daños en las costas de España. Al saber que uno de ellos bordeaba cerca de Marsella, marchó en su busca, persiguiéndolo hasta el interior del puerto; pero tuvo que desistir de batirlo por haberse agregado a la flota que preparaba el Padre Santo.

Benedicto XIII, admirador de los héroes del mar, sentó a su mesa a don Pero Niño, que años después, haciendo la guerra a los ingleses en el Atlántico, desembarcaba en Inglaterra, quemando la ciudad de Plymouth.

Un ruido de campanas llegó a la ribera del Puerto Viejo. Otras campanas contestaron desde la orilla oriental, y la actividad en los buques y los muelles empezó a decrecer, apagándose sus rumores.

—Son las doce, Borja, y nos espera la bouillabaisse. Estos paseos instructivos me dan un apetito extraordinario. Además, siento impaciencia por volver a nuestro restaurante de anoche. ¡Qué interesante!

La rica criolla celebraba con un entusiasmo pueril todos los lugares que le iba haciendo conocer el español. Fatigada de la vida de París, de los restaurantes ceremoniosos y escandalosamente caros, de la suntuosidad convencional y monótona, en último término, que constituye la existencia diaria de unos cuantos miles de privilegiados, conocía ahora el regocijo de la novedad. Era un placer semejante al de ciertos personajes que bajo la protección de la Policía visitan de noche las tabernas y otros antros donde se reúnen las últimas clases del populacho. Su estómago ahíto de platos refinados parecía reanimarse ante los guisos que Borja le iba ofreciendo. Estos le recordaban algunas veces otros de su adolescencia confeccionados por cocineras emigrantes recién llegadas a Buenos Aires.

Se dirigieron hacia el final del Puerto Viejo por callejuelas pendientes y muelles que olían a pescado fresco. En varias ocasiones tuvo ella que agarrarse a un brazo de Claudio para saltar sobre arroyuelos de agua sucia que arrastraban valvas de ostras, agallas de peces, pequeños erizos. Este olor salido de pescadería recién barrida excitaba su apetito, evocando al mismo tiempo el recuerdo de otras comidas que habían hecho juntos.

—¿Ha olvidado, Claudio, nuestro almuerzo de Vaucluse?… Estuvo usted algo incorrecto; pero se lo he perdonado al pensar en los cangrejos a la americana y el Château—neuf—du—Pape. Además, ¡aquella agua tan cantora! ¡Aquella frescura rumorosa!… Reconocerá que soy una mujer romántica: poesía de la Naturaleza… , y cangrejos con salsa picante. Pero la vida es esto: una mezcla de cosas contradictorias .. ¿Y nuestros almuerzos en aquel pequeño restaurante cerca del Palacio, para huir de la cocina monótona y avarienta de nuestro hotel?

Recordaba ahora todos los detalles de su existencia en la ciudad papal durante cuatro días. Después habían venido a Marsella, con la repentina decisión que pueden permitirse los que poseen un gran automóvil esperando a todas horas sus órdenes.

Como Borja tenía el proyecto de venir a esta ciudad, ella lo trajo en su vehículo. A su doncella la había enviado por ferrocarril a su casa de la Costa Azul para que le remitiese a Marsella cuantos telegramas y cartas encontrase allá.

Siguió alabando Rosaura el aspecto y los méritos de estos restaurantes del Puerto Viejo que le hacía conocer su acompañante. Algunos eran parecidos a los del golfo de Nápoles por el continuo desfile de cantores juglares y ebrios de graciosas charlas situados ante las mesas de sus terrazas. Además, la rica señora encontraba muy interesante a los camareros sirviendo las mesas en mangas de camisa, a determinados parroquianos con rudo aspecto de hombre de mar que comían algunas veces conservando calado su sombrero y a ciertas damas de amplio chambergo exageradamente adornado de plumas, muy perfumadas y pintadas, que a través de sus voluptuosos olores, dejaban pasar, como aguda punta de estilete, un agresivo hedor de ajo.

Nunca se hubiera atrevido a sentarse sola en tales lugares. Al lado de Borja mostraba una curiosidad insaciable de verlo todo, de comerlo todo. La noche anterior había devorado un sinnúmero de moluscos del Mediterráneo, cuya existencia ignoraba, y una bouillabaissedistinta a la conocida en los restaurantes elegantes: un plato para marinos, que la obligó a beber frecuentemente vino de Cassis. Ahora mostraba cierta impaciencia estomacal por verse otra vez ante la misma mesa de mantel blanco y áspero, sintiendo en su olfato el perfume de la langosta, de la escorpena, de otros peces que, revueltos con variados moluscos, entraban en la confección del gran plato mediterráneo.

—Siga hablando, Borja. Cuénteme cómo el Papa Luna navegó hacia la Ciudad Eterna en su flota. Esto me hará olvidar el hambre hasta que lleguemos a nuestra bouillabaisse.

Y el joven continuó su relato de los ensueños y trabajos del Pontífice tenaz en la abadía, que iba quedando a sus espaldas. Nueve meses había morado en ella preparando su expedición. El conde de Saboya le ofrecía Niza como lugar de descanso. El mariscal Boucicaut (pariente del que lo había tenido sitiado en Aviñón) gobernaba en nombre de Francia la ciudad de Génova y las plazas inmediatas. Mónaco, Ventimiglia y Albenga le brindaban también seguridades. En Pisa, gentes importantes prometían su apoyo, y lo mismo en Florencia. Además, dentro de los estados de la Iglesia existían numerosos soldados sueltos de las antiguas compañías gasconas y bretonas, acostumbrados a guerrear por los papas, y sólo esperaban su presencia para engancharse como mercenarios. Venecia, siempre bien enterada por sus hábiles embajadores de lo que ocurría en el mundo, parecía segura de que el Papa español iba a llegar hasta Roma, apoderándose de su adversario.

Para todo esto necesitaba mucho dinero, y lo pedía a su pariente el rey don Martín, exigiendo también adelantos en el pago de los tributos eclesiásticos a sus colectores de España y Francia. Muchos obispos amigos suyos rivalizaban en esplendidez al enviarle subsidios. Todos los vasos sagrados y alhajas de la cámara apostólica eran pignorados o vendidos, produciendo dicha operación más de veinte mil florines de oro puro, cantidad enorme en aquella época.

Las galeras enviadas por Barcelona y Valencia se unieron a la de Luna, completándose su flota con otros buques pertenecientes a los caballeros de San Juan y algunas naves de antiguos corsarios, limpios ya de pecados por la penitencia y la bendición pontificia. Benedicto XIII abandonó a Marsella, entrando en Niza en los últimos días de diciembre de 1404. Desde allí lanzó varias bulas anunciando a la Cristiandad su viaje a Italia para hacer entrar en razón a su adversario Inocencio VII, que él llamaba simplemente Cosme Megliorato, por nombre de familia, y otras veces, el intruso.

Estando en Niza se avistaba con el joven rey de Sicilia, hijo de don Martín, y otros príncipes amigos suyos para que le proporcionasen tropas de tierra. El era el Papa del mar y había improvisado una flota; pero necesitaba que los soberanos le diesen quinientos hombres de desembarco, quinientos bacinetes, como los llamaban en el lenguaje de entonces, por la forma de sus cascos. Mas, a pesar de las promesas recibidas en Niza, nunca llegaron los quinientos bacinetes.

Este primer fracaso no amenguó su tenacidad. En todos los puertos era recibido con grandes manifestaciones de respeto y adhesión. Las autoridades de Mónaco le ofrecían las llaves de la ciudad y de su castillo; en Albenga, pueblo y clero iban en procesión hasta la galera pontificia, llevando al Papa a un gran banquete en el convento de predicadores; en Saona salía a recibirlo el cardenal Luis Fiesco, del bando romano, quien abjuraba públicamente del cisma urbanista, reconociendo al Papa de Aviñón. Y éste, dando al olvido antiguas injurias, lo perdonaba, restituyéndole el capelo.

—La mayoría de los cardenales —siguió diciendo Borja—, acostumbrados a su lujo y temiendo perderlo, mostraron en este larguísimo conflicto una falta absoluta de carácter, una facilidad vergonzosa para pasar de un bando a otro, según veían agrandarse o empequeñecerse las probabilidades de triunfo de cualquiera de los dos papas. Lo importante para ellos era encontrarse al lado del que venciese y no perder su posición. Hubo uno que recibió el apodo de el cardenal Tricapeli, porque en el curso de su vida cambió tres veces de Papa, haciéndose conferir a cada evolución un nuevo capelo.

Este viaje fue muy lento, como todo lo de aquella época. La flota papal, salida de Marsella en diciembre de 1404, llegaba a mediados de mayo del año siguiente al puerto de Génova. Gran número de barcas adornadas con ramas de laurel salieron al encuentro de la nave del sucesor de San Pedro: tal era su impaciencia por darle muestras de su vasallaje. Las altas dignidades eclesiásticas, el clero llevando las reliquias guardadas en sus templos, todo el vecindario puesto de rodillas esperaban en tierra la bendición del Papa, saludándolo después con inmensas aclamaciones.

Una larga procesión desfiló por las calles, adornadas con flores y ramajes. Detrás del clero marchaban los más importantes varones de Génova vestidos de rojo, los cinco cardenales acompañantes del Pontífice montando caballos con purpúreas gualdrapas y una mula de blanco pelaje que, según usanza de los pontífices de Aviñón, era cabalgada por un sacerdote llevando el Santísimo Sacramento. Al final, sobre un corcel del mismo color y bajo palio bordado de oro, avanzaba Benedicto XIII, jinete de aspecto majestuoso, a pesar de su pequeña estatura. El mariscal Boucicaut, el podestá, los magistrados de Génova, vestidos de blanco, daban escolta al Pontífice, y cerraba la procesión una guardia de honor que era casi un ejército, compuesta de los soldados que guarnecían la ciudad y de los hombres de armas de Luna desembarcados de su flota.

Nunca Papa alguno se vio recibido con tal aparato, ni aun en la misma Roma, según afirmación de los contemporáneos. Una orquesta de flautas y otros instrumentos marcaba el grave paso de la imponente comitiva. Tres días duraron las fiestas, interrumpiéndose todos los trabajos. Un doctor de la ciudad arengó a Benedicto, haciéndole saber el orgullo que sentía Génova al ser la puerta por la que penetraba en Italia el verdadero Pontífice para suprimir el cisma.

Inmediatamente envió emisarios a Inocencio VII, proponiéndole una reunión de todas las potencias italianas, ante las cuales comparecerían los dos para explicarse frente a frente. El Papa de Roma contestó a sus enviados que no quería prestarse a ningún arreglo, y Benedicto XIII, al denunciar al mundo su conducta, invocó contra el antipapa y sus anticardenales el auxilio de todos los cristianos, justificando con esto la marcha sobre Roma que iba a emprender. Inocencio, convencido de la inminencia del avance, huyó de la Ciudad Eterna, temiendo verse traicionado por los que lo rodeaban, mientras su adversario seguía en Génova dando recepciones suntuosas a cuantos personajes religiosos y laicos venían a ofrecerle su apoyo.

—Don Pedro, de gran sobriedad en su mesa y vestido igualmente con modestia, era espléndido en los festines para los otros, y hacía en ellos valiosos regalos. Además, le gustaban los actos solemnes, y mientras estuvo en Génova, procesiones y banquetes alternaron con bailes populares y pomposas revistas de tropas. Al consagrar en dicha ciudad a cincuenta prelados, arzobispos, obispos y abades, regalaba a cada uno de ellos un anillo de oro con piedras preciosas. Por encargo suyo venían a Génova los personajes de vida más santa o más sabios de los países sometidos a su obediencia. Pedro de Ailly, hecho arzobispo por él, predicaba frecuentemente. La que fue luego Santa Coleta lo seguía desde Niza para recibir de sus manos el velo de la Orden que deseaba reformar. Un predicador de palabra apocalíptica sucedía al sabio Ailly, orador académico. Era maestro Vicente, famoso en todo el sur de Europa, y que años después fue llamado San Vicente Ferrer.

Todo parecía ayudar al triunfo de Benedicto. Su rival, Inocencio, estaba deshonrado por la avidez y las malas costumbres de un sobrino que gobernaba en su nombre. El pueblo de Roma saqueaba sus habitaciones y sus archivos. Gran número de barones italianos se disponían a ofrecer sus servicios al Papa de Aviñón. En Provenza se alistaban tropas para el ejército que había de llevarlo a la Ciudad Eterna.

De pronto todo cambió. Vióse el Papa sin dinero para esta empresa, superior a sus recursos. Había organizado una flota con la ayuda del clero español y no podía acudir de nuevo a él para crear un ejército. Además, acababa de surgir en Toscana una guerra, cerrando momentáneamente el camino de Roma.

Aún se irguió frente a Luna un enemigo más temible, el espectro lívido que tantas veces había cortado en el siglo XIV las combinaciones de los hombres: la peste.

Una epidemia empezó a cebarse en el vecindario de Génova, haciendo muchas víctimas entre los personajes de la Corte papal. El anciano Pontífice se retiró a Saona, perseguido por la muerte; luego, a Niza, a Frejus, a Tolón, hasta que la terrible calamidad que mataba los hombres a millares lo encerró de nuevo en la abadía de San Víctor. Para el recio aragonés, incapaz de dejarse vencer por los obstáculos de los hombres o las cóleras de la Naturaleza, dicho retroceso sólo representaba un descanso. Su flota lo esperaría anclada en el puerto de Marsella. Estaba seguro de emprender muy pronto una segunda expedición contra el intruso de Roma para discutir con él frente a frente.

—También nosotros hemos llegado a nuestra abadía — dijo Rosaura, interrumpiendo a su acompañante.

Entraron en el restaurante, situado en un muelle del Puente Viejo. Las mesas exteriores estaban resguardadas por rejas de madera pintadas de verde, y unos cajones de igual color sustentaban copudos arbustos. En la misma acera, varios puestos de venta de ostras, otros mariscos y peces crudos esparcían un olor de mar caldeado por el sol, de aguas adormecidas entre peñascos.

Se instalaron en una mesa del primer piso, viendo debajo de ellos la enorme y cuadrada lámina de este puerto antiguo, con sus orillas ocultas por hileras de buques, amarrados flanco contra flanco como bestias estabuladas.

Rosaura encontró el restaurante más agradable aún que en la noche anterior. El puerto burbujeante de luz entre los negros mástiles inmóviles, el ir y venir de numerosas lanchas sobre su luminosa superficie parecieron excitar su alegría. Al mismo tiempo, los olorosos cargamentos amontonados en los muelles le hicieron recordar sus viajes, el tránsito por los puertos de la América del Sur o por otros menos ruidosos del Oriente europeo, vistos en una excursión a Constantinopla.

—Esto es otra cosa que Vaucluse; pero también el almuerzo va a resultar memorable. ¡Qué panorama tan hermoso!… Dé usted prisa a esa gente, Claudio, para que nos sirvan en seguida.

La presencia de la deseada bouillabaisse los mantuvo en silencio largo rato. Temblaba sobre el mantel la mancha purpúrea de los vasos de grueso cristal llenos de vino de Cassis. La vista del agua azul y el optimismo que proporciona una buena comida les hizo desear a los dos luengos viajes, horizontes ilimitados, contemplando la Tierra entera como algo paradisíaco, que sólo podía guardar desgracias y peligros para los otros.

Claudio habló con entusiasmo de los países que visitaría después, siguiendo la vida errabunda del Papa Luna. Pensaba ir a Perpiñán, en la frontera española. Allí se había iniciado la caída definitiva de este hombre tenaz que nunca se consideró vencido. Luego, atravesando a Cataluña y el principio del reino de Valencia, llegaría a Peñíscola, promontorio fortificado en medio del mar, unido solamente a la tierra firme, en días tranquilos, por una lengua de arena que invaden las olas cuando soplan vientos de tormenta. Allí había permanecido largos años el viejo Pontífice, entre el azul del cielo y el azul del Mediterráneo, abandonado de todos y representando, sin embargo, una amenaza, hasta después de su muerte, para la tranquilidad del Papa de Roma.

Describió Borja la vida pintoresca y abundante en peligros de los pescadores que ocupaban ahora esta fortaleza papal; los campos de la costa cubiertos de naranjos, el aire luminoso impregnado de olores salinos y perfumes de azahar.

Rosaura, con la taza humeante de café ante ella y envuelta en el humo rubio de su cigarrillo, lo miraba, entornando los ojos dulcemente burlones.

—¡Ah… truvador!… ¡ Truvador!

Los dos rieron al acordarse de aquel visitante norteamericano del palacio de Aviñón, cuyo acento imitaba Rosaura; pero el regocijo irónico de ésta era superficial. Sus ojos parecían reflejar sinceramente una visión ilusoria de remotos y desconocidos paisajes.

Claudio, como si adivinase sus deseos, continuó hablando:

—Usted debería venir allá conmigo; usted no conoce esa parte de España: es el jardín de las Hespérides. ¡Y tan interesante el castillo donde murió Luna a los noventa y cuatro años, haciendo frente a sus adversarios hasta el último momento!… En el Mediterráneo no hay nada que se le parezca. Únicamente la abadía de Mont—Saint—Michel, en el Atlántico, puede compararse con Peñíscola. Yo he estado una vez allá, y me emocioné al encontrar aún sobre sus puertas el escudo con la media luna invertida, cincelado por los tallistas del Pontífice. ¿Por qué no viene usted?… ¿Qué va a hacer sola en la Costa Azul?…

Iba creciendo en el interior de ella este mismo deseo, adivinado por su acompañante… Esperaba impacientemente las noticias de su doméstica. Aquella mañana, al levantarse, había pensado con delicia en la posibilidad de que le reexpidiese una carta o un telegrama, que tal vez la obligaría a desandar su camino, regresando a París. Y ahora, bajo la influencia del ambiente, viendo el mar, cuya inmensidad convida al viaje; escuchando a este compañero, que hacía revivir ante sus ojos las cosas inertes, rechazaba de pronto la idea de volver a París, le infundía tedio la posibilidad de verse sola en su casa, ante el Mediterráneo desierto.

La vida resulta alegre para los que se dejan arrastrar por ella sin oponer resistencia. Los días de Aviñón y los de Marsella parecían a Rosaura ligeros y repletos de interés. No había seguido sus pasos el demonio del aburrimiento que tanto la perseguía en los últimos meses. Consideraba ahora como gran contrariedad tener que separarse en Marsella de este joven que días antes no era en su memoria más que una pálida imagen … ¿Por qué no acompañarlo en sus peregrinaciones, hasta que los relatos perdiesen para ella todo interés? Cosas menos explicables había hecho otras veces por buscar un poco de distracción … Además ¡el dulce fuego de aquella comida saturada de especias, consistente en las mejores carnes que produce el mar, fosfóricas y excitantes… ! ¡El vino rojo oscuro de la Provenza marítima, bebida de corsarios y de mercaderes audaces que comerciaron con los países de Las mil y una noches… !

Era conveniente dejarse llevar por la aventura, y, al fin, hizo un movimiento afirmativo con su cabeza contestando a los ruegos de Borja. Iría a España con él. Vería el solitario castillo del mar, acompañando de este modo al Papa errabundo hasta el sitio de su muerte. ¡Convenido!… Y sus diestras se estrecharon con largo apretón por encima de la mesa.

Sólo hablaron ya de este viaje, olvidando por el momento a Luna y a sus andanzas. Veían las crestas de los Pirineos, la cima nevada del Canigó, y al otro lado de esta barrera internacional, las planicies de Cataluña, el Ebro divisorio, los naranjos de Valencia, una roca coronada por una fortaleza avanzando en el Mediterráneo, lo mismo que un navío de gigantes.

Sonreían al salir del restaurante como dos enamorados, aunque no se cruzaban entre ellos otras palabras que las de un entusiasmo geográfico por los países que iban a visitar. Otra vez anduvieron por aceras húmedas y oliendo a sal, entre puestos de venta repletos de diversos moluscos.

—Deme el brazo, Borjita —dijo ella con voz infantil, como si pidiera auxilio— Me siento un poco turbada… Además, ¡este suelo tan resbaladizo! Creo que he bebido demasiado. Los almuerzos pintorescos con que usted me obsequia resultan matadores.

Marchó con más seguridad por las aceras de la Cannebiere, amplias y secas. Ella quería ir al hotel inmediatamente. Lo evocaba como un lugar de refugio. Continuaron por la amplia avenida, en cuya parte alta estaba su hotel, el mejor de Marsella. Cuando se hallaban próximos a su gran puerta se fijaron los dos al mismo tiempo en un señor que salía apresuradamente hablando con un empleado, subía a un coche y se alejaba hacia el extremo final de la avenida.

Ambos creyeron haber visto al señor Bustamante; pero cuando desapareció empezaron sus dudas. Rosaura consideraba fácil la explicación de este error.

—No es extraño que veamos fantasmas después de un almuerzo tan tremendo… Creo que no volveré a comer hasta mañana.

Claudio dudó igualmente de dicha visión. Había recibido dos semanas antes, estando en la ciudad papal, una carta de su tutor. El gran iberoamericano no le hablaba de ningún viaje próximo. Escribía únicamente para comunicarle la interesante noticia de que su jefe, el personaje político que le había hecho ministro, volvía a fijarse en su persona, reservándole un altísimo puesto digno de sus méritos internacionales: una embajada cuando volviese a ocupar el Poder, lo que sería pronto, pues el Gobierno actual, usado por el desgaste de su funcionamiento, iba a retirarse, cediendo el paso al otro partido de turno, en espera de su hora. El gran hombre no decía más. Indudablemente, este viajero que acababan de ver no era Bustamante.

Entraron en el hotel, y al salir del ascensor, llegados al piso primero, se encontraron solos en mitad de un pasillo silencioso.

Iban a separarse. Sus habitaciones estaban en las dos fachadas opuestas del edificio. La de Rosaura, elegante y costosa, daba a la Cannebiere. Borja se había instalado en un cuarto más modesto, con las ventanas sobre una calle estrecha y antigua. Se despidieron sonriéndose, como si existiese entre ellos la complicidad de una vida íntima, hábilmente disimulada en público, que volvía a exteriorizarse apenas quedaban solos. Claudio le besó una mano, preguntando ansiosamente cuándo volverían a verse.

Eran las dos; tal vez algo más. Ella necesitaba descansar un poco. A las cinco tomarían el té en el hall del hotel. Luego pasearían en carruaje por el Prado y la Cornisa.

—Hasta las cinco——dijo el joven—. Piense en mí… No olvide nuestro viaje.

Tenía cogida aún la diestra de ella, y la llevó otra vez a sus labios.

Rosaura. familiar y confiada por obra de su turbación optimista, se alarmó un poco al notar este segundo beso en su mano.

Inmediatamente dio un grito y tuvo que echarse atrás. La boca que acariciaba su diestra se había remontado de pronto, en apasionada agresión, pegándose a la suya con un beso largo, ávido, succionante. Pero ella era fuerte, a pesar del aspecto desmayado que fingía algunas veces para dar nueva gracia a su persona. Guardaba el vigor adquirido en su infancia al vivir en las vastísimas propiedades de parientes y amigos, ejercitándose en todos los deportes de una existencia amazonesca. Le bastó un empellón para repeler a su acompañante, que parecía arrepentido y avergonzado de esta insólita audacia.

—¿Y usted pretende que viajemos juntos?… —dijo con voz temblona de cólera—. ¡Ni a España ni a ninguna parte!… No cuente conmigo.

Luego se alejó con paso enérgico y murmullos de protesta, cual si le volviese la espalda para siempre.

Capítulo 3. Maestro Vicente

Ella bajó a las cinco. Se aburría en su habitación, completamente sola. Ni siquiera tenía el recurso de conversar con aquella doméstica que la acompañaba siempre en sus viajes.

Al sentarse junto a un velador, no le produjo extrañeza ver cómo se aproximaba Borja con aire humilde y suplicante. La estaba esperando para implorar su perdón. Como ella sabía de antemano lo que él pensaba decir, cortó sus palabras con un ademán de reina clemente:

—No hable. Todo queda olvidado si promete que no volverá a repetirse. En realidad, no se repetirá, pues es difícil que tenga usted ocasión para ello. Ya no hay nada de este viaje de que hablamos durante el almuerzo. ¡Qué disparate viajar con un hombre tan poco seguro!…

Claudio hizo un gesto de resignación. Lo aceptaba todo a cambio de verse perdonado. Por el momento, lo más importante era que no le repeliese con aquel gesto ceñudo que transformaba su rostro, haciendo de ella otra mujer.

—Tome asiento; pida una taza de té —continuó Rosaura—, y para que no vuelva a las andadas, prosiga sus historias interesantes e instructivas. Yo soy el sultán de Las mil y una noches y usted es Scheherezada. No negará que tengo cierta instrucción, aunque no lo parezca en el primer momento. Dejamos a nuestro don Pedro huyendo de la peste, refugiado en la abadía de San Víctor y preparando una nueva expedición hacia Roma. ¿Qué pasó después?…

Borja, a pesar de su entusiasmo por los episodios históricos que iban a componer su próximo libro, tuvo que esforzarse para cumplir este deseo. Hubiese preferido seguir hablando de lo ocurrido arriba tres horas antes, explicar su conducta, conseguir que Rosaura, perdiendo su enojo, sintiese otra vez el deseo de aquel viaje a España, que podía prolongar la intimidad amistosa de los dos. Pero la impaciencia de ella le obligó a una inmediata evocación de los hechos pasados.

Un día, el Papa Luna recibió en su retiro de Marsella la noticia de que el intruso de Roma había muerto. Ya llevaba con éste dos adversarios fuera de combate: Bonifacio IX e Inocencio VII. El Papa de Aviñón, casi octogenario, mostraba una energía juvenil preparándose para batallar con el nuevo rival que le opusiera Roma.

Los cardenales de la obediencia romana se mostraron en un principio dispuestos a no elegir otro Papa. Era el medio más rápido de terminar el cisma. Pero los romanos, necesitados de que la sede pontificia estuviese en su ciudad para atraer el dinero de los fieles, empezaron a proferir amenazas contra el Sacro Colegio, y éste, reuniéndose en cónclave, designó al veneciano Ángel Corario, casi tan viejo como Benedicto, varón de vida ascética, con un deseo sincero de terminar el cisma.

Este nuevo Pontífice, que tomó el nombre de Gregorio XII, tenía hermanos y sobrinos, y pronto fue víctima de la influencia de su familia, ansiosa de aprovechar una suerte tan inesperada.

Nombró una comisión de cardenales, presidida por un sobrino suyo, para que visitase a Benedicto XIII, organizando la entrevista que éste deseaba con el Papa de Roma. Tal iniciativa alegró a toda la Cristiandad. Iba a terminar el cisma.

Antonio Corario, sobrino del Papa romano, fue recibido solemnemente en la abadía de San Víctor, y después de varias entrevistas quedó convenida la forma del encuentro. Los dos pontífices se verían en Saona, ciudad de Italia dominada en aquel momento por los franceses. Esto representaba una protección más segura para ambas cortes papales que si tuviese Gobierno propio. Todo quedó previsto para que no surgiesen incidentes. El puerto de Saona fue dividido en dos secciones para las galeras de ambos pontífices. Como había dos castillos, se asignaron respectivamente, a uno y a otro de los papas. Se pactó también que ninguna de ambas partes proferiría las palabras antipapa, intruso, anticardenal, etc., que habían venido prodigándose hasta entonces.

Benedicto partió inmediatamente para Niza, designando esta ciudad como punto de reunión a sus cardenales. La peste había aparecido en Marsella, y el viejo Papa necesitaba alejarse.

Fue en el monasterio de San Honorato, situado en las islas de Lerín, frente a Cannes, donde Luna organizó su flota para ir otra vez hacia Italia. Ahora sólo llevaba seis galeras; sus recursos no le permitían mayores gastos. Sin embargo, desembarcó en Saona con gran pompa, recordando este recibimiento el que había tenido en Génova dos años antes.

Llegaba a Saona el 14 de septiembre, con antelación a la fecha marcada para la conferencia. En cambio, Gregorio XII no llegó nunca. Su hermano y su sobrino dominaban a este asceta de buenas intenciones, pero falto de carácter. Temían que si se avistaba con Benedicto, acabase éste por convencerlo, haciéndose sentir la influencia de su espíritu enérgico y su recia dialéctica. El mejor procedimiento era demorar la entrevista con toda clase de excusas.

Gregorio XII había salido de Roma para aproximarse a su adversario, con gran júbilo de la Cristiandad, que consideraba ya indudable la unión. Seguido de toda su Corte llegó a Viterbo, mucho después a Siena, y en noviembre empezó a alegar motivos para no ir hasta Saona. Dijo que carecía de naves para presentarse dignamente en el citado puerto, donde Benedicto le aguardaba con su pequeña flota. Los genoveses se apresuraron a ofrecerle cuantos buques pudiera necesitar, y no dio contestación.

Después alegó que le faltaba dinero para seguir adelante. Aquí el clero de su obediencia se mostró escandalizado. Todas las iglesias habían remitido fondos para un viaje que consideraban providencial, pero el hermano y el sobrino del Papa se guardaron el dinero.

La Cristiandad se enteró con asombro de los pretextos de uno y otro pontífices; deseosos de no encontrarse; pero en justicia fue el Papa de Roma quien rehuyó con más tenacidad todas las soluciones ofrecidas a ambos para una entrevista. Benedicto, cansado de permanecer inútilmente en Saona, fue a pasar la Navidad en Génova, donde le recibieron con el mismo entusiasmo que la primera vez.

Acabó Gregorio XII por designar la villa de Pietra Santa como el lugar más a propósito para sus conferencias con el Papa español, y éste se embarcó el último día del año 1407 con rumbo a Porto Venere, distante solamente quince leguas de dicha población. Gregorio tampoco fue a Pietra Santa. Lo consideraba muy cerca de la costa, y tenía miedo al Papa del mar. Sin embargo, la entrevista iba a realizarse en un pueblo de tierra adentro, y Pedro de Luna no llevaba con él más que una bombarda y doscientos cincuenta hombres, entre ballesteros y soldados de coraza. Tal escolta no resultaba extraordinaria en aquellos tiempos inseguros, pues cualquier soberano al ir de una ciudad a otra, necesitaba llevar un pequeño ejército.

Empezaron a reír los fieles de estas idas y venidas de los dos pontífices, envolviendo injustamente a ambos en el mismo menosprecio. Es verdad que Benedicto se negaba con obstinación a alejarse de la costa; pero, de todos modos, accedía a penetrar en Italia hasta un pueblo del interior. Gregorio a ningún precio quería acercarse al mar. Un escritor contemporáneo comparaba los dos papas a un animal acuático y un animal terrestre. El animal marítimo no quería avanzar sobre el suelo, y el terrestre evitaba la proximidad del agua.

Cansados los cardenales de Gregorio XII de su miedo y sus indecisiones, buscaron una solución a este conflicto interminable, que provocaba las burlas de los enemigos de la Iglesia, abandonando en masa a su Pontífice.

—Parecía haber llegado el momento del triunfo para Benedicto Trece. Los cardenales de Roma, separados de su Papa, empezaban a mostrarse propicios a solucionar el cisma reconociendo al de Aviñón. Sólo faltaba el pequeño suceso que surge a tiempo para decidir las cosas en litigio. Este suceso vino, mas fue en contra de Luna. La fatalidad le asestó un golpe del que nunca se repuso. Tenía grandes enemigos dentro de la Sorbona de París; pero en las asambleas del clero francés le habían defendido valerosos partidarios, salvándolo hasta entonces de las asechanzas de aquéllos. Además, contaba en la Corte con el apoyo del duque de Orleáns, su más firme sostén en Francia…

Y precisamente en el momento en que la balanza del Destino empezaba a inclinarse a su favor, el duque de Orleáns moría asesinado en París. La lucha de éste con Juan Sin Miedo, duque de Borgoña, era una de tantas guerras civiles de la Francia de entonces, desgarrada interiormente, mientras los ingleses poseían gran parte de su territorio. Ambos duques acordaron hacer paces, y se juraron amistad ante la hostia consagrada en una misa que mandaron decir para celebrar su reconciliación. Poco después, las gentes del duque de Borgoña preparaban una emboscada nocturna en la rue Vieille du Temple, asesinando al duque de Orleáns.

Su desaparición dejó en libertad a todos los enemigos que el Papa español tenía en París. Dos edictos del rey anunciaron a ambos pontífices que si no se unían antes de la fiesta próxima de la Ascensión, se declararía neutral Francia, abandonando el campo de Benedicto.

Éste se indignó al ver que le atribuían injustamente la continuación del cisma, cuando él había cumplido todos sus compromisos para una entrevista conciliatoria. Y como su carácter altivo no toleraba atropellos, contestó amenazando con excomunión a «los hijos de la iniquidad que hablaran de rebelarse contra la autoridad apostólica con apelaciones temerarias».

La Corte de Francia declaró entonces culpable de alta traición a Luna y a todos los que propalasen sus excomuniones, y la asamblea del clero francés saludó con aplausos la separación de la obediencia de Benedicto. Su Bula excomulgatoria la acribillaron a puñaladas. Muchos de sus partidarios en Francia fueron encarcelados o asesinados. Algunos canónigos de Nuestra Señora de París afectos al viejo Pontífice tuvieron que huir. El ilustre Pedro de Ailly se vio acusado por su amistad con Benedicto, y a duras penas pudo salvarse de la cárcel.

Alemania, Hungría y Bohemia, por influencia del rey de Francia, volvieron a la neutralidad. Los cardenales de Benedicto le abandonaron, como los del otro Sacro Colegio habían abandonado al Papa de Roma, acordando convocar ambos grupos un Concilio.

Todo se conjura contra Luna. En unas semanas había cambiado su situación. Hasta le fue imposible continuar en Génova, pues el mariscal Boucicaut, gran amigo suyo hasta entonces, recibió órdenes de París para apoderarse de él y guardarlo en una prisión.

Afortunadamente, el Papa del mar contaba con las seis galeras de su pequeña flota, y éstas levaron anclas una madrugada, llevándose a Benedicto XIII con su Corte, que sólo se componía ya de cuatro cardenales: uno italiano, otro español y dos franceses.

El viaje de retorno fue cruel. La hostilidad de Italia y de Francia salió a su encuentro al tocar en los pueblos. No pudo desembarcar en Porto Fino, la población intentó atacarle. En Noli tuvo que alojarse fuera de la ciudad, en un convento de frailes Menores, mientras sus marineros ponían a secar sus ropas mojadas por la tormenta. Descansó con más reposo en Villefranche, por hallarse en tierras del conde Saboya. De las islas de Lerín y del puerto de San Rafael se vio repelido; tampoco pudo refugiarse en su amada abadía de San Víctor, por considerar Marsella lugar poco seguro. El temporal venía siguiendo sus naves, y al fin tuvo que buscar como un naufrago las costas del Rosellón, desembarcando en Port—Vendre, cerca de Perpiñán. Aquí estaba en tierra fiel, por pertenecer Perpiñán al rey de Aragón.

Así acabó su viaje hacia la Ciudad Eterna, que había empezado de un modo triunfal. Ya no podía infundir miedo al Papa de Roma, que meses antes temía verle entrar repentinamente en su Palacio. Ahora los dos se encontraban en la misma situación. Los cardenales de uno y otro bando iban a reunirse en Pisa para deponerlos, creyendo conseguir de tal modo la unidad definitiva de la Iglesia.

Benedicto protestó de la convocatoria en Pisa de este Concilio, completamente ilegal desde el punto de vista canónico. La Iglesia se hallaba constituida monárquicamente, el Papa era un rey, y sin su iniciativa resultaba imposible la convocación de concilios. Los cardenales obraban de un modo revolucionario contra las tradiciones eclesiásticas. Su reunión iba a ser semejante a una asamblea constituyente de los tiempos actuales, después de un destronamiento. Además, la lógica de Benedicto resultaba incontestable. De los dos pontífices, uno forzosamente debía ser el legítimo; ¿con qué derecho deponían a ambos, atropellando al que fuese verdadero representante de Dios?…

Luna, que había batallado con tres papas, emprendió su combate animosamente contra la reunión de Pisa, a la que llamaba conciliábulos, y como si aún tuviese bajo su mando las siete naciones de la obediencia de Aviñón, ordenó que se reuniese en Perpiñán un verdadero Concilio para hacer frente al de los revoltosos.

A este Concilio asistieron más de trescientos personajes eclesiásticos, arzobispos, obispos, abades, jefes de Órdenes militares y religiosas; pero le faltaba la universidad. Su gran mayoría se compuso de castellanos, aragoneses y navarros. Francia sólo representada por los Estados de Foix y de Armagnac. Hubo algunos loreneses, provenzales, saboyanos y los representantes de cuatro universidades.

Benedicto, que ya era octogenario, habló varias horas seguidas, asombrando a sus oyentes. Su elocuencia y su energía parecían crecer según iban en aumento sus años y las dificultades.

Después de Luna, el hombre más notable del Concilio fue el maestro Vicente, predicador internacional, admirado por las multitudes, oído con verdadero respeto en las asambleas religiosas y políticas.

—Este maestro Vicente, que después fue San Vicente Ferrer —dijo Borja—, salió de Valencia, su ciudad natal, para predicar en todos los pueblos que ahora se llaman latinos. Su elocuencia reflejaba las grandes preocupaciones de su tiempo: la proximidad del fin del mundo, el temido Juicio de Dios, la necesidad de luchar contra la carne y el pescado. Además, España, en aquellos siglos, tenía diversas religiones. No todos los españoles eran católicos; los había judíos, arraigados en sus pueblos natales, fuese cual fuese el gobernante, y también mahometanos en gran número; moros vencidos que seguían cultivando la tierra o haciendo funcionar sus telares bajo el dominio de los reyes cristianos.

Se dedicaba el maestro preferentemente a la conversión de los judíos, pero nunca llegó su afán de proselitismo más allá de los límites de una dulce y pacífica persuasión. Era enemigo de violencias, y al ver cómo el populacho cristiano asaltaba los barrios de los hebreos, llamados juderías, para robar y asesinar a sus habitantes, protestaba contra tales crímenes, indignos de la causa de Dios.

Su apostolado obtuvo grandes éxitos. En muchas ciudades de España, juderías enteras pedían el bautismo después de escuchar sus sermones. Es verdad que estos mismos judíos, años después, cuando ya había desaparecido la influencia del orador, recobraban en su mayor parte las antiguas creencias; pero de todos modos, las predicaciones del maestro Vicente aportaron a la gran masa cristiana del pueblo español una enorme cantidad de hebreos conversos, esta amalgama étnica que aún se nota actualmente.

Importantes rabinos acabaron por aceptar sus razonamientos, ingresando en la Iglesia católica para ocupar altos cargos eclesiásticos. Uno de estos rabinos ilustres, que al bautizarse tomó el nombre de Pablo de Santa María, fue gran amigo y partidario del Papa Luna, llegando a la alta dignidad de arzobispo de Burgos.

Maestro Vicente, fraile dominico de la Orden de predicadores y doctor en Teología, no sólo era estimado por los hombres de su tiempo. Las muchedumbres de entusiasmo meridional, estremecidas por su elocuencia, lo declaraban santo en vida, atribuyéndole toda clase de hechos maravillosos.

—No hay en la historia de los santos —continuó Borja— uno solo que haya realizado tantos milagros como mi compatriota San Vicente. Son prodigios de cuento oriental y forman una lista que asciende a más de mil.

Siendo aún muy joven, el prior de su convento, en Barcelona, le prohibía que realizase nuevos milagros, por creer que su abundancia perjudicaba el prestigio de la Iglesia; y el santo, siempre humilde, se apresuraba a obedecer. Días después, al pasar junto a una casa en construcción, un albañil que lo miraba desde lo alto de los andamios, con la curiosidad que inspiran los taumaturgos, daba un paso en falso, cayendo al vacío.

—Padre Vicente —dijo—, ¡sálveme!

Y el religioso extendió un brazo, ordenando que se mantuviese en el aire, mientras él iba en busca de su prior para pedirle que le permitiese hacer milagros. Le dio el prior dicho permiso, solicitado de rodillas; y volviendo al lugar del suceso, dijo al pobre albañil, flotando en la atmósfera: «Baja poco a poco, sin hacerte daño.» El trabajador le obedeció, hasta poner el pie en tierra dulcemente sin ningún choque mortal.

Otra vez, predicando en el Mercado de Valencia, interrumpía el sermón, quedando en éxtasis, como si contemplase algo muy lejano. Veía a una viuda rodeada de pequeñuelos llorosos, dentro del mísero desván.

Iban a morir de hambre. Las gentes del Mercado, al enterarse de tal visión, quisieron saber dónde vivían para socorrerlos con sus vituallas. «Seguid a mi pañuelo», dijo el predicador. Y sacando de una manga de su hábito el pedazo de tela, lo lanzó al aire.

Se desplegó, agitando sus puntas como las alas de una mariposa, y todos siguieron su revoloteo a través de calles y encrucijadas, hasta que lo vieron introducirse por el ventano de una guardilla… Y la hambrienta familia empezó a gritar de asombro ante la inundación de hortalizas, panes, cuartos de viandas y cestos de frutas que los devotos del predicador fueron esparciendo en su mísero refugio.

¿Qué no contaban las gentes de él?… Los obstáculos del tiempo y del espacio, las leyes de la gravitación, el ritmo vital del organismo humano, todo se dejaba trastornar a gusto del santo hombre… Una madre demente descuartizaba a su hijo; pero el maestro iba juntando sobre una mesa los pedazos de la criatura, y al bendecirlos saltaba el muchacho entero, yendo en busca de sus camaradas para jugar. El diablo huía de los pueblos ante su aproximación; enemigos mortales se reconciliaban luego de oír sus predicaciones; éstas eran escuchadas muchas veces a cuarenta leguas de distancia.

Miles de devotos le seguían, formando la Compañía del maestro Vicente. Renunciaban a sus bienes para marchar a pie, lo mismo que el futuro santo. Entraban en pueblos y ciudades, desnudos de cintura arriba, disciplinándose sin una queja, como fantasmas ensangrentados. Sólo se escuchaba en el profundo silencio el ruido de las disciplinas y una voz quejumbrosa entonando ciertos versos valencianos ingenuos e incorrectos, escritos por el mismo santo a la gloria de Jesús y de su Madre.

Después de la procesión, el apóstol predicaba en la plaza más amplia del pueblo, llegando los oyentes hasta las afueras.

Algunas veces el maestro y su muchedumbre devota llegaban a pequeños lares faltos de alimentos; pero el santo repetía los prodigios de Jesús, y unos cuantos panes y una bota de vino se multiplicaban bajo su bendición, hartándolos a todos.

Don Pedro de Luna lo había conocido joven, cuando daba sus primeras lecciones en la Universidad de Lérida y él era legado del Papa de Aviñón, viajando por España para conseguir que sus diversos estados saliesen de su neutralidad reconociendo a Clemente VII.

De carácter dulce y costumbres pacíficas, maestro Vicente se sintió atraído y subyugado por este gran señor de energía indomable. Cuando Luna fue Papa lo llamó a Aviñón, haciendo de él su confesor. Al ver a Benedicto XIII dispuesto a defenderse en su Palacio por medio de las armas, le pidió permiso para retirarse. Él no podía aceptar la guerra, ni aún para sostener lo que consideraba legítimo. Y se apartó durante algunos años del Papa, viajando como incansable predicador por las naciones de su obediencia.

Tenía un hermano, también de santas costumbres, llamado Bonifacio. Al principio fue legista, siguiendo con ello la tradición de la familia, pues el padre de ambos había sido notario en Valencia. Tuvo mujer e hijos, y al enviudar se hizo religioso, llegando a prior de la cartuja de Porta Coeli, cerca de Valencia, y, finalmente, a superior de la Orden de los cartujos.

—Si no lo declararon santo, como a maestro Vicente, fue, sin duda, por considerar que eran demasiados dos santos en una misma familia. Benedicto tuvo gran confianza en el talento y la lealtad del antiguo abogado, encargándole misiones peligrosas. Cuando se evadió del Palacio de Aviñón disfrazado de fraile, el hábito que vestía era de Bonifacio Ferrer.

Reconoció el Concilio de Perpiñán la legitimidad del Pontificado de Benedicto y nombró una comisión para que fuese a Pisa a protestar contra el carácter sedicioso de dicho Concilio, no convocado por ningún Papa. Esta comisión llegó a su destino con una tardanza que no podía resultar más inoportuna. Sus individuos se vieron en peligro de muerte.

—El hombre del Concilio de Pisa —continuó Borja— fue Pedro de Ailly, que había abandonado para siempre a Benedicto XIII. En realidad, dicho Concilio resultó imponente por el número y la representación de sus individuos. Casi todos los cardenales de la obediencia de Roma y la obediencia de Aviñón figuraban en él. Además, todas las iglesias de Europa (menos la de España, Escocia y algunos estados franceses del Sur) estaban representadas. También asistían los defensores armados de la Cristiandad, el gran maestre de Rodas con diecisiete comendadores, los jefes de la Orden del Santo Sepulcro y de la Orden Teútonica, embajadores de casi todos los reyes, príncipes y repúblicas de Occidente y un número considerable de arzobispos y obispos.

El primer acto de la asamblea fue declarar contumaces a Gregorio XII y Benedicto XIII, exonerándolos del Pontificado. Luego se hicieron públicas las actas de acusación contra ellos.

El Papa de Roma, cuyo reinado había sido breve, lo declaraban indigno por la rapacidad de su familia y sus intrigas para no perder la tiara.

Como Benedicto era de puras costumbres, se había abstenido de proteger escandalosamente a sus sobrinos y vivía con parquedad, no gastando más que el dinero propio o el de las iglesias de España fieles a él, lo acusaron de unos delitos característicos de aquella época, que ahora hacen sonreír.

El señor de Luna —así lo llamaban— era culpable de hechicería y de tratos con el demonio. Varios frailes y hasta obispos lo declararon, sin dar pruebas terminantes, precediendo sus afirmaciones, siempre con un se dice.

Según ellos, el Papa de Aviñón había mostrado una extraña indulgencia en favor de ciertos herejes, siendo su energía y su tenacidad obra de dos demonios que tenía a sus órdenes, tan pequeños ambos que los llevaba a todas partes metidos en una bolsita. Desde su advenimiento al solio pontificio había hecho buscar empeñadamente una obra de magia en tres tomos, encontrando al fin dos de ellos en España y comprando el tercero en tierra de mahometanos. Todas las noches se colocaba bajo la almohada estos volúmenes.

Había recompensado con un curato en la diócesis de Córdoba a cierto clérigo que le proporcionó otro libro compuesto por un judío, en el cual se demostraba el carácter mágico de los milagros de Jesús. Pero como Luna era nigromante inexperto, no sabía utilizar tales obras, y allá donde descubría magos, aunque estuviesen en la cárcel, los mandaba buscar para interrogarlos. Tenía tratos con un ermitaño que se gloriaba de darle finalmente las llaves de Roma merced al apoyo de tres demonios: el dios de los vientos, el príncipe de las sediciones y el descubridor de los tesoros ocultos.

Los brujos de Provenza le ayudaban para obtener una victoria decisiva sobre sus adversarios. El deán de Tours declaraba haber sorprendido en Porto Venère a un caballero de San Juan de Jerusalén, de origen misterioso y luenga barba negra, muy favorecido por Benedicto, haciendo evocaciones mágicas para mejor servicio de su Pontífice. Al catalán Eximenis, ilustre escritor nombrado por el Papa Luna patriarca de Jerusalén, lo acusaban de haber enseñado a éste el arte de interrogar a los demonios.

Francisco de Aranda, confidente fiel que le acompañó la noche de su fuga del palacio de Aviñón y le seguía a todas partes, era un hechicero irresistible que disponía a su gusto de las potencias infernales. Un monje de Florencia declaraba ante el Concilio de Pisa que cierto nigromante florentino llamaba inútilmente a los espíritus en los últimos tiempos. Al fin se le aparecía uno para decirle que todos ellos estaban ocupadísimos y no podían acudir a sus requerimientos a causa de que Francisco de Aranda los había reunido en Génova para que sirviesen a Benedicto XIII. Durante la última permanencia de éste en Niza, un rayo había caído en una torre cerca de su vivienda, y esto fue porque el Pontífice se hallaba ocupado en evocaciones mágicas. Finalmente, empleaban como testigos a la tempestad que se había levantado en el golfo de Génova cuando Benedicto estuvo en Italia por última vez. La tormenta iba siguiendo a sus galeras, pero a cierta distancia, lo que era demostración de que las potencias infernales le protegían en sus viajes.

Esta acusación grotesca fue leída con solemnidad ante el Concilio, y a continuación sus venerables miembros desligaron al mundo cristiano de la obediencia «a Pedro de Luna y Ángel Corario, llamados hasta ahora Benedicto XIII y Gregorio XII, por ser cismáticos notorios y endurecidos herejes.»

Hubo grandes procesiones, repiques de campanas, y el pueblo de Pisa quemó en público un par de monigotes con mitras de pergamino, que representaban a los dos pontífices depuestos.

Diez días después llegó a Pisa la embajada del Papa de Aviñón, nombrada por el Concilio de Perpiñán. La muchedumbre la saludó con silbidos. Una docena de cardenales (no el concilio) se dignó recibirla en una iglesia. Bonifacio Ferrer, varón sencillo y leal, se admiró de lo poco que se preocupaban de Benedicto XIII tantos cardenales y prelados reunidos en Pisa, que un año antes le eran adictos, debiéndole todas sus dignidades.

Cuando el orador de la embajada empezó su discurso: « Somos los nuncios del Santísimo Padre el Papa Benedicto XIII », se levantó tan espantosa gritería, que le fue imposible hablar más.

Al salir no pudieron montar a caballo por temor de ofrecer demasiado blanco a los proyectiles del populacho. Pidieron salvoconducto para avistarse con el depuesto Gregorio XII, y el gobernador de Bolonia les contestó que si caían en sus manos los haría quemar vivos. Cuando regresaban a Cataluña, donde vivía Benedicto XIII, supieron que el Concilio había creído realizar la unidad de la Iglesia nombrando un nuevo Papa, que sólo vivió once meses, Alejandro V.

Con éste resultaban tres los pontífices, en vez de dos. Era todo lo que había conseguido la asamblea en Pisa.

—Otro que no fuera Benedicto XIII se habría aterrado al escuchar el relato de sus embajadores agredidos en todas partes, desalentados por su vencimiento; pero el octogenario Pontífice, avezado al combate, parecía crecerse a medida que se agrandaban los obstáculos. Lucharía contra el tercer Papa con la misma tenacidad que había combatido al segundo.

Entro solemnemente en Barcelona, rodeado de una gran pompa pontificial, como en sus mejores tiempos de Aviñón, a caballo y bajo palio, llevando las bridas de su corcel los personajes más importantes de Cataluña. Dictó excomuniones contra todos los cardenales de su obediencia, arzobispos y obispos, franceses e italianos que habían tomado parte en la elección de Pisa, y maldijo a los doctores de la Sorbona de París, «reunión de malvados que, loca y temerariamente, usurpa el nombre de Universidad».

Como si no se diese cuenta del vacío que se iba formando en torno a su persona, por la traición de unos o la muerte de otros, se dedicó en 1409 a escribir un libro demostrando que él era el único Papa legítimo, obra que circuló en coplas por toda Europa.

Este anciano invencible, olvidado de sus años, iba viendo caer a sus enemigos. Parecía que las leyes del tiempo no existiesen para él. Alejandro V moría antes de cumplir el año de su pontificado, y el Concilio de Pisa le nombraba un sucesor, Juan XXIII, hombre enérgico como Luna, pero de historia inaceptable en un Pontífice. La longevidad de Benedicto desafiaba la vida de sus contrincantes. Ya llevaba muertos o gastados cuatro adversarios: Bonifacio IX, Inocencio VII, Gregorio XII y Alejandro V. El nuevo Papa, Juan XXIII, más joven que él, iba a caer igualmente antes que Luna cediese su tiara.

Se mostró insensible a las deposiciones decretadas por sus enemigos. «Ningún cisma ha terminado con la abdicación del verdadero Papa», respondía a todos los requerimientos para que renunciase.

Una nueva desgracia le afligió, acogiéndola con serenidad inquebrantable. Mientras iba de un lado a otro defendiendo su tiara, la ciudad de Aviñón se había mantenido fiel a su obediencia. Rodrigo de Luna era rector del condado con una guarnición de españoles. El rey de Francia, que había reconocido el Papa nombrado en Pisa, quiso tomar a Benedicto XIII su refugio de Aviñón, para que nunca pudiese volver, y una pequeña tropa, llevando al frente una trompeta, avanzó por el puente sobre el Ródano para notificar a los habitantes de la ciudad que debían abandonar al señor de Luna. Rodrigo cargó sobre el grupo de enviados y los hizo prisioneros, rompiendo la trompeta. Empezó después de este choque el sitio del Palacio papal, que debía durar año y medio, no terminando hasta noviembre de 1411.

Siempre pronto el vecindario de Aviñón a unirse con el más fuerte, obedeció al rey de Francia, aclamando al Papa de Pisa, Alejandro V y, pasados algunos meses, a su heredero, Juan XXIII. En vano trajeron los sitiadores la gran bombarda de Aix, que era célebre por sus dimensiones, y otras bombardas de las ciudades de Provenza y del mismo condado de Venaissino. El fuerte Palacio de los papas se mostró inexpugnable, como en el primer sitio sostenido por Benedicto. Es más, su intrépida guarnición hacía salidas nocturnas, sorprendiendo en su lecho a importantes personajes enemigos, hasta en la ciudad de Villeneuve, situada en tierra francesa, llevándoselos como prisioneros.

Benedicto, desde Barcelona, estaba en relación con los defensores de su palacio, valiéndose de mensajeros secretos. Algunos de ellos, clérigos o legistas del reino de Aragón fueron sorprendidos por los sitiadores y decapitados.

Juan XXIII proclamó una cruzada contra los defensores del Palacio de Aviñón, prometiendo indulgencias a todos los que tomasen las armas o diesen dinero para la conquista de dicha fortaleza.

Descorazonados después de tantos meses sin recibir socorro, diezmados por el hambre y las enfermedades, los españoles hablaron de rendirse. El populacho de Aviñón quería sacrificarlos a todos como animales en el matadero; pero los capitanes franceses directores del asedio, reconociendo que éste podía resultar interminable, negociaron una capitulación condicional. Rodrigo de Luna se comprometió a abandonar la fortaleza si en el término de cincuenta días no recibía auxilio. Mientras tanto, los sitiadores debían entregarles diariamente cinco corderos, ocho barriles de vino viejo de una arroba cada uno, y, además, pescado y huevos en días que fuesen de vigilia. Transcurrió el plazo, sin que el Papa de Aviñón pudiese socorrer a sus parciales, y el rector del condado salió del Palacio con todos los honores de guerra, al frente de su tenaz guarnición española.

Con esto finalizó la verdadera historia del Palacio de los Papas de Aviñón. Tal era el odio y el miedo que los llamados catalanes inspiraron a los aviñonenses en sus dos defensas, que atribuyeron a Rodrigo de Luna un incendio ocurrido en dicho edificio dos años después de haberlo abandonado, cuando no quedaba en toda la ciudad un solo partidario de Benedicto XIII.

Otro infortunio aún mayor cayó sobre el anciano Pontífice, que había establecido su Corte en Barcelona. La peste causaba grandes estragos en la mencionada ciudad; pero él no quiso huir ante su amenaza, como lo había hecho en Marsella y Génova. Hubiérase dicho que la desafiaba, cansado de luchar y de vivir.

La epidemia respetó a este viejo pequeño y enjuto, parecía sostenerse por un esfuerzo de su poderosa voluntad, mientras se iba ensañando en personajes de su Corte y acababa por matar a su más poderoso sostén, el rey don Martín.

Cabizbajo y lloroso lo acompañó el Papa hasta la tumba. Don Martín moría sin sucesión. Su hijo único había perecido poco antes en Sicilia. Seis pretendientes hacían valer sus derechos a la Corona; pero de ellos sólo dos representaban fuerzas importantes: el conde de Urgel, catalán, y el infante de Castilla don Fernando, llamado de Antequera por haber vencido en dicha ciudad a un ejército del rey moro de Granada.

Defendían los catalanes la candidatura del conde de Urgel, hombre de buen corazón, pero de carácter violento, influido por las ambiciones de su madre. Los aragoneses y una gran parte del pueblo valenciano simpatizaban con don Fernando de Antequera, político sagaz y heroico guerrero, que en aquel momento era regente del reino de Castilla y no había querido ceder a las sugestiones de muchos que le aconsejaban usurpase el trono de su pequeño sobrino.

Los tres antiguos reinos que formaban la Corona de Aragón parecían dispuestos a una guerra civil. Se peleaban al encontrarse los partidarios de uno y otro candidato. El arzobispo de Zaragoza era asesinado en un camino.

Benedicto, valiéndose del maestro Vicente, de su hermano Bonifacio y otros, trabajaba por una avenencia general, pensando que el reino de Aragón era el más firme apoyo de su Pontificado. Al fin, convenían todos en dar al conflicto una solución democrática, hecho aislado y prematuro en la historia de aquellos tiempos. El nuevo rey iba a ser elegido por nueve diputados que votarían el pueblo, tres por cada uno de los reinos de Aragón, Cataluña y Valencia. Los valencianos designaban a maestro Vicente, su hermano Bonifacio y un anciano legista. Entre los tres de Aragón figuraba Francisco de Aranda, el confidente de Benedicto, al que los enemigos de éste atribuían, por su aspecto desaliñado y su gran barba, habilidades mágicas y tratos con los espíritus infernales para sostener a dicho Pontífice. Los de Cataluña eran defensores de la candidatura del conde de Urgel. Se reunieron todos ellos en Caspe, villa aragonesa, cuyo castillo fue declarado neutral, quedando su guarnición bajo las órdenes de los nueve diputados.

Durante muchos días la atención de España y otros reinos de la Cristiandad estuvo fija en Caspe. Era la primera vez que delegados del pueblo iban a elegir un rey libremente, siendo todos ellos hombres de origen modesto, religiosos o legistas.

Los partidarios de uno y otro candidato se mantenían a distancia de Caspe, con sus gentes de armas. Iban y venían sin éxito embajadores de ellos para conferenciar con los nueve compromisarios. Estos observaban una reserva prudente. Nadie podía adivinar sus predilecciones. Benedicto XIII, desde lejos, mostraba igual mutismo.

Maestro Vicente creía en el diablo y en sus malas artes, lo mismo que los miembros del Concilio de Pisa

Todos, en aquella época, lo veían con frecuencia interviniendo en los asuntos menudos de la vida corriente y más aún en los negocios generales. Algunos, ansiando saber quién sería el rey de Aragón, buscaron a un nigromante para que evocase al diablo que conoce muchas veces las cosas del futuro lo mismo que Dios. Más el diablo, al comparecer ante el hechicero, confesó su impotencia en todo lo que se refiere al llamado Compromiso de Caspe. Le inspiraba irresistible pavor un hombre que vivía ahora en dicha población: el milagroso maestro Vicente, y éste le había ordenado no acercarse a ella en dos leguas a la redonda, para que le fuese imposible oír las discusiones de los compromisarios ni perturbarlas con sus malas artes.

—El futuro santo —continuó Borja— conocía al demonio de larga fecha y sabía descubrirlo a través de los más extraordinario disfraces. Cuatro años antes asistiendo al Concilio de Perpiñán, se fijó en un ermitaño de grandes barbas, con la capucha sobre los ojos, que permanecía sentado cerca de Benedicto XIII, sin que nadie lo conociera, y daba al Pontífice insidiosos consejos. No tardó en adivinar maestro Vicente que era uno de los diablos ocupados en la prolongación del cisma, y le ordenó que se marchase. El demonio, viéndose descubierto, dijo: «Cállate, traidor. me marcho de aquí porque no tengo otro remedio; pero pronto tendrás noticias mías.» Y al día siguiente el abad de un monasterio próximo, gran amigo del santo, moría de una dolencia inexplicable… Pero volvamos a Caspe.

Cuando, terminadas las discusiones, llegaba el momento de nombrar el futuro rey, maestro Vicente, aunque no les correspondía a los delegados valencianos ser los primeros en la votación, se apresuró a manifestar cuál era su candidato, decidiéndose por don Fernando de Antequera, y la mayoría de sus compañeros hizo lo mismo.

Sin duda, era también el candidato de Benedicto. En su juventud se había batido éste como soldado por don Enrique de Trastamara, ascendiente de don Fernando. Además, estableciendo una dinastía castellana en Aragón, podía contar con el apoyo de los dos reinos.

—Muchos catalanes —continuó Borja— no han perdonado aún a San Vicente Ferrer que abusase de su prestigio, imponiendo a un castellano en la elección de Caspe.

Maestro Vicente, que en aquellos tiempos, en que no existía aún la nación española, empleaba con frecuencia la palabra españoles al dirigirse a sus oyentes, intentó realizar de tal modo la unión nacional.

—Dicha unión no fue un hecho hasta el siglo siguiente. La dinastía castellana que entró a reinar en Aragón se catalanizó en ideas y costumbres, y luego se italianizó con Alfonso Quinto, que iba a pasar la mayor parte de su existencia en el reino de Nápoles, conquistado por él. Pero de todos modos, maestro Vicente fue un precursor de la patria única, el primero que intentó crear la España tal como existe ahora.

Borja quiso decir algo de la famosa disputa entre doctores cristianos y rabinos célebres, organizada por Benedicto y el gran predicador en la ciudad de Tortosa, para que discutieran el cristianismo y el judaísmo, debate nunca visto hasta entonces; pero no pudo hablar más.

Lanzó una exclamación de asombro, abandonando al mismo tiempo su silla de junco. También Rosaura, advertida por su grito, se estremeció de sorpresa mirando hacia la puerta del salón.

Vieron los dos al señor Bustamante, un Bustamante verdadero, que entraba seguido de Estela y otra señora, tía de ésta, la cual hacía oficios de madre y regentaba en Madrid la casa del gran hombre.

Capítulo 4. Aparece por primera vez el General—Doctor

El señor Bustamante se mostró menos sorprendido que Borja. Sólo al reconocer a la viuda de Pineda hizo un gesto de asombro, y, después de saludarla, dijo al joven:

—Veo que has recibido pronto el telegrama que te enviamos desde Barcelona. No esperaba que vinieses de Aviñón hasta la noche.

Borja balbució para ocultar su confusión y hacer creer al mismo tiempo que había recibido el despacho.

Mientras tanto, la hija y la cuñada de don Arístides tomaban asiento a ambos lados de Rosaura, y aquél, olvidando por un momento a Claudio, dedicó toda su atención a la rica señora americana.

—¿Cómo iba yo a suponer que vería en Marsella a mi distinguida y hermosa amiga, cuando me la imaginaba en París? ¡Qué sorpresa!… Lástima que nuestro encuentro sea breve.

Rosaura, por un secreto instinto, sin percatarse del verdadero móvil de tal precaución, evitó mencionar el número de los días pasados en la ciudad papal. Hablaba de su encuentro con Borja como si hubiese sido veinticuatro horas antes. El estudioso joven iba a quedarse en Marsella tomando notas para su libro, y ella, cansada de París, continuaría su viaje a la Costa Azul.

Bustamante, después de preguntar a la viuda por la salud de varios personajes sudamericanos amigos de los dos, creyó llegado el momento de hablar a Borja de cosas serias, dejando que las mujeres conversasen aparte, en torno a la mesita de té.

—Debo explicarte mi viaje —dijo en voz baja—. Ha sido una decisión repentina… Tú habrás visto en mi última carta que se preparan sucesos importantes. El jefe ha pensado en mí. Quiere que sea embajador en el Vaticano así que subamos al Poder, y esto sólo puede tardar unos meses, tal vez unas semanas. Se necesita allá un hombre de talento diplomático que posea, además, un nombre célebre en el extranjero, especialmente en América, y por eso ha pensado en mí. Vamos a reformar el Concordato con el Papa en un sentido liberal.

Aprobó Borja con movimiento de cabeza, sonriendo al mismo tiempo de un modo ambiguo. Dudaba de esta reforma que enorgullecía de antemano al futuro embajador como si fuese cosa hecha.

—Tú conoces a mi gran amigo Enciso de las Casas. Lleva veinte años de ministro plenipotenciario de su país ante la Santa Sede. Conoce mucho a Roma; todos los cardenales son amigos suyos y comen en su casa. Sabes también que muchas veces me ha invitado a ir con mi familia a pasar unos días en su magnífico palacio. He ido demorando la visita; pero ahora la juzgo urgente: me servirá de exploración. La semana próxima da Enciso una gran fiesta para inaugurar su sala de pintores místicos. Al mismo tiempo celebrará con un banquete su ingreso en la Academia de los Arcades. Y todos en casa nos hemos decidido de pronto a tal viaje, aceptando la hospitalidad del ilustre americano, gloria de los países que hablan nuestra lengua al otro lado del Océano… Así podré estudiar el escenario en que voy a moverme.

Borja conocía de nombre a Enciso de las Casas. Era un millonario de la América del Sur, que se había instalado en Roma por sus aficiones literarias. Para mayor prestigio de su persona, desempeñaba gratuitamente la representación de su país en el Vaticano, y todavía le costaba mucho dinero la pompa de tales funciones diplomáticas ad honorem. La viuda de Pineda había frecuentado su palacio al pasar por Roma, y cuando le hablaban de Enciso sonreía con bondad: «Una excelente persona; un padre de familia, riquísimo y devoto, que no se cansa de escribir libros y quiere añadir a sus glorias de diplomático honorario cierta despreocupación de bohemio.»

Otros americanos del Sur, por envidia o rivalidad, se mostraban crueles con él, presentándolo como un grafómano incansable. Todos los años publicaba un volumen sobre las antiguas ciudades italianas o el Papado en la Edad Media, describiendo con inocente aplomo lo que numerosos autores habían relatado antes que él, creyendo de buena fe ser el primero que hablaba de tales materias.

Siempre tenía dos o tres cardenales amigos que frecuentaban su casa con una alegría desenvuelta de personajes laicos. Familias nobles y arruinadas formaban el coro ostentoso de sus banquetes y recepciones. El repetía con fruición unos apellidos históricos tantas veces mencionados en sus propios libros y esto le consolaba en parte de las contribuciones que le imponían valiéndose de pretextos indirectos. Dichas gentes patricias, venidas a menos, le hacían comprar antigüedades, le recomendaban vinos y alimentos italianos, se movían en torno a él como procuradores y corredores de los más inesperados negocios.

Una familia de remota nobleza le había vendido el palacio que ocupaba en Roma por un precio que hacía sonreír hipócritamente a sus iguales, envidiosos de tan magnífica combinación. Un guardia noble del Papa y un camarero de capa y espada acababan de sacar de la Cancillería pontificia dos títulos de conde para ser en lo futuro dignos yernos de Enciso de las Casas.

El personaje seudorromano procedente de la otra orilla del Atlántico sentíase unido a Bustamante por la gratitud. Don Arístides lo había llevado a Madrid para que diese varias conferencias, y el ministro plenipotenciario, vistiendo un frac cuya parte izquierda estaba enteramente cubierta de condecoraciones y con otras más pendientes de su cuello, leyó durante tres noches una serie de descubrimientos históricos, que muchos de los oyentes conocían de larga fecha, sobre la Florencia de los Médicis, la política naval de Venecia o los artistas del Renacimiento.

Animaba el ilustre Bustamante a los auditores adormecidos o impedía los comentarios insolentes de la juventud. Borja se acordaba de haber asistido a una de las tales conferencias. «Hay que estrechar las relaciones hispanoamericanas —decía don Arístides—. Debemos ser patriotas además de corteses.» Y una vez más repetía su grito: «El porvenir de España está en América.»

—Pasaremos en Roma unas semanas —continuó el gran hombre— Por su gusto, mi amigo Enciso me tendría allá siempre. Pero volveré como embajador, y los ministros de toda nuestra América en la Roma católica celebrarán que España haya enviado un hombre de mi categoría para apoyarlos en sus asuntos.

Después de dar tales noticias olvidó su propia importancia para fijarse en su familia. Estela, su hija, había acogido con entusiasmo el viaje. Conocía Roma a través de las novelas que describen las persecuciones de los cristianos. Sentía un deseo vehemente, que su padre llamaba romántico, por ver el Coliseo, en cuya arena morían los primeros mártires bajo las zarpas y los colmillos de las fieras; por visitar las ruinas de los palacios que habitaron Nerón y otros césares, los cuales se le aparecían imaginativamente como personajes de ópera bajando de un carro de oro falso entre muchedumbres de coristas y figurantes.

Su tía doña Natividad, la viuda de Gamboa, sólo hacía el viaje por ver al Papa y comprar una buena cantidad de rosarios bendecidos para repartirlos entre sus amistades. Tía Nati, como la llamaba Estela, era un personaje familiar que hacía sentir su influencia en la casa de Bustamante, aunque éste no le reconociese otro papel que el de ama de gobierno ennoblecida por el parentesco.

Era pobre y no tenía más medios de subsistencia que el amparo de su cuñado. Creía en la injusticia del Destino y se consolaba de ella odiando sordamente a todos los que parecían dichosos. A Claudio Borja lo toleraba con sonrisa agridulce por considerarlo futuro esposo de Estela. A ésta parecía amarla, pero restringiendo su afecto al pensar que sólo era sobrina y no podía dirigirla con el mismo despotismo que si hubiese sido hija suya. A su cuñado Bustamante lo menospreciaba en silencio. El gran hombre, que era de carácter generoso, la dejaba en libertad para los gastos de la casa; pero esto no impedía que ella, cada vez que don Arístides parecía contento con un éxito político o una satisfacción personal de abogado, levantase los ojos al cielo protestando contra las desigualdades de la suerte: «¡El pobre Gamboa!… ¡Valiendo mucho más que él!»

Gamboa, cuya fisonomía era ya semejante al perfil de una moneda borrosa para los pocos que se acordaban de él, seguía viviendo en la memoria de su viuda con todos los prestigios de un héroe magnífico y desgraciado. Don Arístides lo describía en sus ratos de buen humor como una víctima del carácter dominante de su esposa, pobre abogado sin iniciativas, que vegetó siempre en las capas más hondas de su mundo profesional. Doña Nati había pasado los años matrimoniales echándole en cara esta mediocridad que la mantenía a ella en una posición humillante junto a su hermana. Luego, al quedar viuda, vio en Gamboa a un gran hombre nunca comprendido, superior en todos conceptos a Bustamante, cuyo talento no podía reconocer por haberlo mirado siempre de cerca. La improbabilidad de que volviese a ser ministro era el más dulce consuelo de su vida fracasada, y al verlo ahora de pronto casi embajador, volvía otra vez sus ojos a lo alto con expresión de protesta.

Esto no le impidió aceptar alegremente el inesperado viaje a Roma. Además, su cuñado prometía llevarla meses después al palacio de la Embajada de España para que recibiese las visitas al lado de Estela, tan inexperta, tan poquita cosa, como si aún llevase la falda corta de su niñez.

Tía Nati era alta, abundante en carnes, muy morena, de grandes ojos negros (lo único apreciable que conservaba de su juventud), la boca algo abultada, con un poco de vello en el labio superior, y una nariz ancha, de ventanas redondas y oscuras, que le daban cierto aspecto de insolencia, como si estuviese a todas horas sorbiendo aire por ellas ruidosamente.

Guardaba fresco en su memoria, pasados los cincuenta años, todo lo que le dijeron los hombres cuando sólo tenía veinte, y estaba segura de que el Destino la había tratado con la misma injusticia que al pobre Gamboa. La presencia de una mujer hermosa, con todos los refinamientos de la elegancia, provocaba en ella un gesto despectivo.

—¡Si yo hubiese querido oír a los hombres!… ¡Si hubiese sido rica para poder gastar!

La viuda de Pineda representaba uno de sus odios más vehementes. Su paso por Madrid, tan celebrado por Bustamante, figuraba entre sus recuerdos luctuosos. Todos los hombres, incluso su cuñado, le habían parecido animales despreciables siguiendo a esta mujer con irresistible deseo. Sólo le reconocía en público el mérito de tener unos cuantos años menos que ella. (Unos cuantos eran más de veinte.) También la irritó el verse todos los días en la obligación ineludible de envidiar sus alhajas, sus vestidos y otros detalles de una elegancia incesantemente renovada.

El tiempo y la ausencia amortiguaban este mal recuerdo, y ahora inesperadamente, cuando se sentía quebrantada por un viaje de ferrocarril que había venido a sacudir su existencia sedentaria, lo primero que encontraba al llegar a Marsella era a la mujer odiosa, tan celebrada por el bobo de su cuñado y por su misma sobrina.

—¡Qué casualidad encontrarla aquí, y en compañía de Claudio!… ¡Quién podía esperar esto!

Y sonrió con una expresión que dilataba aún más los agujeros de su nariz y hacía asomar entre sus labios de oscuro rosa unos dientes brillantes, algo amarillentos, como el marfil viejo.

Estela dio explicaciones a la gran señora sobre su viaje. Habían llegado al hotel poco después de mediodía. Tía Nati, a causa tal vez de su cansancio, olvidaba en el vagón un bolso, que contenía objetos importantes: sus pobres alhajas, recuerdo de los tiempos de Gamboa; las llaves de los equipajes de los tres, dinero y papeles confiados por Bustamante. Este, al notar dicha pérdida, había tomado un carruaje para volver a la estación, encontrando, afortunadamente, el objeto abandonado.

Permanecieron en el hall esperando la hora de la comida. Estela miraba a Claudio con una timidez y un deseo en los ojos que hacían recordar la expresión apasionada y miedosa de ciertas bestezuelas de movimientos ligeros, sumisas y dulces. Borja la sonreía también, pero sin hacer nada por aproximarse a ella.

Mostró Bustamante una movilidad juvenil, hablando a unos y a otros como si estuviera en un salón de su casa y necesitase atender a todos sus invitados. Cambió repetidas veces de asiento acabando por colocarse entre Claudio y la hermosa viuda de Pineda, y esto hizo que aquél quedase junto a su hija.

Pudo escuchar Rosaura una parte de la conversación de los dos jóvenes mientras fingía oír a don Arístides. Borja contaba tranquilamente a su novia su vida en Aviñón, excusándose por la tardanza en contestar a algunas cartas de ella. ¡Había estudiado tanto!… ¡Era tan interesante lo que llevaba visto!…

La presencia de Estela despertó en él cierto remordimiento por su conducta reciente. Se habían separado en Madrid mes y medio antes. Él le escribía con regularidad en el curso de su viaje como un esposo de afectos tranquilos cuenta a su mujer todo lo que ve. Durante dos semanas le escribió desde Aviñón una carta cada tres días, recogiendo en la oficina de Correos las que ella le enviaba desde Madrid… Después… , después no había escrito, y ni siquiera se acordó de la existencia de dicha oficina. Tal vez a estas horas una o dos cartas de la hija de Bustamante estaban esperando allá que Claudio fuese a recogerlas.

Sus ojos establecieron una comparación entre Estela y la hermosa criolla. Viéndolas sentadas una junto a otra, Borja recordó cierta precaución de los jardineros al cortar las rosas grandes. Siempre dejan cerca de ellas un botón sin abrir, que parece aumentar, por la fuerza del contraste, la belleza majestuosa de la otra flor.

La pobre Estela era el capullo al lado de la rosa soberbia, una esperanza indecisa todavía sin realidad. Tenía el fresco atractivo de la juventud: ojos vivos, sonrisa dulce, una cabellera de rubio ceniciento, un cuerpo primaveral indeterminado en sus formas, que apenas si se diferenciaban de las de un muchacho esbelto. Podía ser hermosa gracias a una última evolución; podía quedarse estacionada, tal como era actualmente, y al llegar su madurez e iniciarse su decadencia, hacer creer en una belleza esplendorosa que nunca había existido.

Estela le rogó que se agregase a su tutor, yendo con ellos a Roma; pero Claudio se opuso con cierta rudeza. Por el momento le era imposible. Necesitaba quedarse en Marsella. Después volvería a España, siguiendo el mismo derrotero que el Papa Luna en su último viaje, no parando hasta Peñíscola.

Como si se arrepintiese de su brusquedad, prometió finalmente ir a Roma, pero más adelante, cuando don Arístides fuese embajador. Esto representaría para él una buena ocasión de poder ver ciertas cosas que no son mostradas al común de los visitantes. ¡Qué no llegaría a conseguir don Arístides siendo embajador de España en el Vaticano!…

El gran hombre, por su parte, contestaba con negativas corteses a una invitación de la viuda de Pineda.

—Imposible, mi distinguida amiga… Verdaderamente dolorido de no poder aceptar su valiosa oferta. Con mucho gusto pasaríamos unos días en su magnífica posesión de la Costa Azul, de la que he oído contar maravillas; pero el amigo Enciso nos espera antes del jueves próximo. Ese día lo hacen arcade, y se celebra el gran banquete. Debemos continuar nuestro camino mañana a primera hora, y por eso hemos dejado el equipaje en la estación. Cuando volvamos por aquí, dentro de poco, me permitiré hacer esa visita, si está usted en su palacio mediterráneo. Entonces seré todo un embajador, y usted, mi excelente amiga, tendrá que llamarme excelencia, según las costumbres de la alta diplomacia.

Y el personaje rió del ambicionado cargo, con la falsa modestia de un poderoso que se digna prescindir para sus íntimos de las grandezas terrenales que le enorgullecen.

Entraron juntos en el comedor, ocupando la misma mesa. Doña Natividad, durante la comida, se mostró menos ácida en palabras e intenciones. Bustamante había observado que era siempre más tolerable con un tenedor en la diestra. La alimentación parecía amansarla, ejerciendo en ella un influjo semejante al de la música sobre las fieras de los tiempos mitológicos.

Pidió detalles a Rosaura acerca de las modas y las últimas costumbres de París. Esto le serviría, cuando volviese a Madrid, para deslumbrar a sus amistades, dando a entender que había vivido en trato continuo con gentes del llamado gran mundo. Mostró un envidiable talento de modista malograda, haciendo preguntas que desconcertaron a la criolla.

—No sé —decía ésta modestamente—. Yo me limito a comprar las cosas, si me gustan. Ignoro cómo se hacen. Soy muy torpe.

Cuando tía Nati consideró saciada su curiosidad sobre vestidos, le preguntó por la salud y el crecimiento de sus dos hijos.

—Deben de ser ya grandecitos. ¿Dónde están ahora?… ¿Los ve usted con frecuencia?…

Insistió en hablar de los hijos de Rosaura. Ella no había tenido ninguno, y apreciaba su esterilidad orgullosamente, como si esto le proporcionase un extraordinario remozamiento, igualándola con la otra.

Después de la comida; al sentarse de nuevo en el hall, la energía hostil de tía Nati se desvaneció repentinamente. Sintió de golpe el cansancio de los días anteriores de viaje, quedando inmóvil en su sillón, con los ojos muy abiertos y redondeados fijos en la rica dama, pero sin decir una palabra más. Parecía dormir interiormente, acogiendo de cuando en cuando con movimientos de cabeza afirmativos lo que hablaban Rosaura y Estela, sin que llegase a entenderlo, no obstante ser una prolongación de la misma plática sobre modas y otras elegancias de París.

Bustamante, gran fumador de cigarros habanos, remitidos por sus amigos de allá, encendió uno de ellos colocándose lejos de las señoras, en compañía de Claudio Borja, el cual nunca había querido aceptar estos barrotes de tabaco que le ofrecía su tutor.

Regocijado por el optimismo que proporciona una buena digestión y la perspectiva de dormir en mullida cama después de dos noches de tren, don Arístides trató al joven con una camaradería familiar, como si los dos fuesen de la misma edad. Su mirada maliciosa recordó a Borja la de algunos señores viejos que al final de un banquete, paladeando el café y la copa de licor, le habían dicho: «Ahora estamos entre hombres, joven hablemos un poco de mujeres.»

Mostraba igual animación que cuando recibía en Madrid la visita de algún americano y éste le contaba intimidades y escándalos de otros compatriotas amigos suyos. Designó con la vista a su distinguida y bella amiga y fue pidiendo aclaraciones de cómo la había encontrado en Aviñón, viniendo de París.

—¿Viajaba sola? ¿No venía con ella un personaje americano llamado don Rafael Urdaneta?

Y al saber que Rosaura volvía sola a la Costa Azul, sonrió con expresión de suficiencia, como si adivinase el motivo de esta soledad.

—Deben de estar en una de sus peleas. Me han contado que riñen ahora frecuentemente. Muchos creen que eso va a terminar pronto.

Borja mostró impaciencia por saber quién era el tal Urdaneta, nombre que había oído algunas veces, y el presidente de la Fraternidad Iberoamericana pareció escandalizado de tanta ignorancia.

—Un gran hombre en su país, un exponente representativo de las virtudes y defectos de nuestra raza. ¡Lástima que el escenario en que le obligó a moverse su nacimiento sea tan pequeño! De haber surgido en una de las repúblicas grandes, hablarían de él todos los periódicos de la Tierra. Un héroe de otros tiempos el general—doctor.

Calló un instante, y temiendo que el joven considerase hiperbólicas sus palabras, se apresuró a añadir:

—Urdaneta no es de los nuestros; más no por eso dejo de verlo tal como es. Resultaría injusto afirmar que no ama a España. Cuando estuvo en Madrid organicé fiestas en su honor. Sus mayores entusiasmos fueron para las corridas de toros y las bailadoras andaluzas. Como me di cuenta de que se aburría, me contestó con franqueza: «Vea, doctor: esto es igual que mi tierra; más en grande, pero igualito. Como dicen allá: «Arroz con papas o papas con arroz, da lo mismo.» No vale la pena cruzar el mar para ver idénticas cosas.» A él le gusta París, Londres, Berlín… , sobre todo París. Ha dormido tantas veces a la intemperie y sufrido tales privaciones, haciendo la guerra en las selvas, que necesita a modo de compensación vivir en ciudades de millones de habitantes, ver mujeres cubiertas de alhajas y tener un frac sobre el cuerpo todos los días a la siete de la tarde.

Luego le contó la existencia de este hombre enérgico y cínico, amante de la gloria y escéptico al mismo tiempo, incansable derrochador de dinero, orgullo y calamidad de la pequeña República en que había nacido.

Dicho país, como otros de América, escasos en población y metidos en continuas guerras, tenía su clase dominante dividida en dos grupos: el de los generales, centauros hábiles en el manejo del machete, crueles e iletrados, con cierta habilidad para tañer la guitarra e improvisar versos cuando eran jóvenes, y el de los doctores o licenciados, varones graves, de rebuscada palabra y tono solemne, que vestían chaqué negro hasta dentro de sus casas, a pesar de la calurosa temperatura, y pretendían gobernar al país en nombre del poder civil.

Se había colocado Urdaneta sobre los dos partidos, haciéndose general en una revolución y tomando el grado de doctor en la Universidad de una República vecina.

Sus partidarios lo designaban por antonomasia con el título de el general—doctor. No podía existir otro. Era un mago, un brujo, que parecía disponer de la voluntad de los hombres, seduciéndolos con su palabra. Le bastaba salir a caballo por los campos, seguido de unos cuantos amigos, para verse a las pocas semanas al frente de todo un ejército, que decía a gritos, con la fe del fanático: «¡Viva el general—doctor! »

Bustamante lo describía físicamente. Este hombre hermoso tenía una belleza de otras edades. En Europa seguía con fidelidad todas las modas varoniles; pero muchos se lo imaginaban llevando coraza y casco, al mismo tiempo que lo veían con pechera brillante, corbata blanca y frac. La única innovación masculina que no había querido admitir era la de rasurarse el rostro o mantener sobre el labio superior un pequeño bigote. Conservaba la barba entera, una barba rizosa, ondulada, de negro azuleante, que descendía hasta su pecho. Tal adorno capilar, que había sido común algunos años antes, llamaba ahora la atención en restaurantes y salones, atrayendo hacia él las miradas femeninas. Parecía llevar en torno a su persona un ambiente de fiereza cortés, de brutalidad viril. Disimulaba su falta de escrúpulos y su atropelladora ansia de vivir empleando toda clase de fórmulas galantes o de afirmaciones caballerescas en su trato con mujeres y hombres.

Vivía en Europa, derrochando el dinero como un príncipe de Oriente, y su país se encargaba de costear dicha prodigalidad. Nunca había querido ser presidente de su República. Esto le habría obligado a permanecer en ella, teniendo que contentar a sus partidarios, perdiendo su prestigio fabuloso al ser visto de cerca. El general—doctor prefería convertir en presidentes a pobres hombres que le eran adictos, con la obligación de atender todas las peticiones que él les hiciera desde París. Algunas veces resultaban tan enormes, que el Gobierno no podía aceptarlas. En otras ocasiones, sus favorecidos pretendían emanciparse, obrando por cuenta propia al verlo lejos.

Urdaneta, en tales casos, apelaba al recurso de la intervención. Salía de su hotelito de París, muy cerca del Bosque de Bolonia, como el que va a una partida de caza; desembarcaba en las costas de su patria, y dos mil o tres mil hombres corrían inmediatamente hacia él, dando vivas al general—doctor, contentos de que empezase una guerra más.

Justificaba su desembarco en nombre de la libertad y del progreso. El Gobierno quería llevar al país a una vergonzosa reacción y él no podía tolerarlo. Cuando eran gentes populares las que habían negado obediencia, pretendiendo que la nación viviese libre de su tutela, hablaba Urdaneta en nombre del orden y de la propiedad, sacros principios que los demagogos ponían en peligro desde el Poder. De un modo o de otro, todo se resolvía con una campaña rápida y una entrada triunfante en la capital del victorioso caudillo, llegando siempre a tiempo para salvar a su patria. Y Urdaneta, después de hacer presidente a otro amigo de confianza, se volvía a Europa como modesto ciudadano, no queriendo aceptar la dirección suprema del país.

En vano sus enemigos habían pretendido matarlo a traición, o acariciaban la esperanza de hacerlo prisionero y fusilarlo, en uno de sus desembarcos. Parecía que una influencia mágica lo guardase. Las gentes morían por él o le salvaban de toda clase de asechanzas. Cuando alguien de su intimidad se entendía con los enemigos era descubierto por la astuta vigilancia de otros fieles y muerto a machetazos.

—En Europa —dijo Bustamante— es costumbre reírse de estas revoluciones pequeñas de América y de los caudillos que las dirigen. Efectivamente, resultan grotescas vistas a distancia y desde lugar seguro. Contempladas de cerca son otra cosa y ponen serio al hombre más burlón. Se matan como si fuesen chinches; la vida humana no tiene valor para unas gentes cuyo estado perfecto es llevar el rifle en la diestra, sin reconocer ningún respeto divino ni humano. ¡Los hombres que han muerto por el general—doctor! ¡Los que lleva fusilados!… Esto no impedirá que cuando veas a Urdaneta te sientas seducido por él, como cualquiera de sus partidarios. Es un gentleman, mejor dicho,. un caballero a la antigua, sentimental, de una amabilidad casi pegajosa, capaz de los mayores sacrificios por personas que acaba de conocer; pero detrás de todo eso se adivina algo inquietante que no deja vivir a su lado con entera tranquilidad… Gasta sin tasa, hace partícipe de sus despilfarros a los que están cerca, es gran convidador y algo distraído para apreciar lo que es suyo y lo que pertenece a los demás. Cuando el Gobierno de allá no puede enviarle dinero, lo pone a contribución buscando negocios en Europa y en los Estados Unidos. Vende toda clase de concesiones a bancos particulares, cede minas de plata y pozos de petróleo que nunca ha visto y muchas veces son fantasías de las gentes de aquel país, grandes inventores de cuentos como todos los indios.

Mostró Borja cierta impaciencia. Ya había oído bastante de Urdaneta. Podía reconocerlo después de tal descripción. El quería saber algo más. ¿Qué relaciones eran las suyas con la viuda de Pineda?

Don Arístides adoptó un tono de tolerancia y bondad.

—Era inevitable que acabasen contrayendo relaciones amorosas (llamémoslas así), por ser ambos los personajes más importantes y celebrados entre las gentes de habla española que residen en París. Nuestra hermosa amiga representa la elegancia, la riqueza sólida; Urdaneta, la aventura heroica, el dinero desordenado y con intermitencias, como el agua de ciertas fuentes.

La argentina había empezado por reírse un poco del general—doctor, como si perteneciese a una casta humilde. Tenía el orgullo de su vasto país, limpio de revoluciones, en eterna paz y abundancia. La republiqueta de aquel hombre, del que todos hablaban era menos grande que la más exigua provincia de la Argentina. Pero al tratar ella a Urdaneta en las tertulias y fiestas de París, acababa por sentir su influencia y se rendía a él como tantas otras mujeres de la alta sociedad, artistas y cocottes célebres, seducidas por sus generosidades pecuniarias o sus arrogancias de varón seguro de su fuerza.

Rosaura había ocultado discretamente estas relaciones pero ni ella ni su amante podían vivir a todas horas a cubierto de los curiosos. Además, el enardecimiento pasional de los primeros meses acabó por hacerles cometer muchas imprudencias. Mientras permanecían en París les era fácil disimular su intimidad; mas luego emprendían largos viajes juntos, que acababan por hacerse públicos merced a las indiscretas noticias de los periódicos o a las revelaciones de otros viajeros. Rosaura parecía no haber amado nunca hasta entonces: tal era su entusiasmo.

—Luego ha persistido este amor, pero en otra forma, sin paz ni confianza, con una continua sucesión de celos, disputas y nuevas reconciliaciones. Nuestra amiga empezó hace tiempo a ver a Urdaneta bajo una nueva luz. No puede sentir la misma seducción heroica que las europeas ante el hermoso general—doctor. Esta señora es de allá y aprecia mejor las cosas. Creo que cuando riñen le echa en cara la pequeñez grotesca de su republiqueta, extrañándose de que intente igualarse con ella por el hecho de que sus dos países están en América. «Yo soy de una República grande; yo soy argentina.» Hasta me han dicho, y no sé si creerlo que en alguna de tales disputas al hombre de la republiqueta se le va la mano, apurada su paciencia y la hermosa criolla huye de él por algún tiempo. Luego vuelve; pues, según parece, gusta de los caracteres fuertes, de los hombres verdaderamente masculinos, y acepta a su héroe con todos sus defectos. Se mantienen en realidad como muchos matrimonios legalmente constituidos. Él, cansado de su dicha, comete infidelidades; ella vive en continuos celos o fingiendo un desprecio que no siente, se pelean, se abandonan, se buscan después. Urdaneta, por su voluntad, sería hace tiempo el esposo legítimo de ella. Un casamiento con la rica criolla afirmaría su situación financiera. Pero la viuda sabe lo que puede sufrir su fortuna con tal matrimonio, conoce el poder de la plata por ser de un país donde ejerce más influencia que en otros, no quiere verse arruinada, y prefiere continuar esta situación ilegal que todos le perdonan.

Cierto ruido de sillas hizo que el gran hombre callase, volviendo los ojos hacia donde estaban las señoras.

Tía Nati había sentido aflojarse los resortes de su voluntad, y siempre con los ojos muy abiertos, dejó caer su cabeza sobre el pecho, aumentando la fuerza de su respiración. Estela dio excusas. Las dos estaban muy cansadas, y doña Nati, a causa de sus años, no podía resistir las fatigas del largo viaje.

Esta alusión a su edad pareció despertarla, comunicándole una viveza agresiva; pero al fin se plegó a los deseos de la joven, ansiosa de retirarse a sus habitaciones.

Se despidieron de Rosaura. La criolla, por su parte, también se mostraba impaciente, mirando de reojo un abultado sobre que el portero del hotel había dejado minutos antes sobre el velador. Las tres mujeres se besaron, manifestando deseos de verse pronto, aunque la señora de Pineda y tía Nati no sentían gran prisa de volver a encontrarse. La invitación quedaba aceptada: visitarían a la argentina en su casa de la Costa azul, cuando don Arístides fuese de embajador a Roma.

—Ahora, a dormir —dijo Estela a su tía—. Piense que mañana a las nueve hemos de continuar nuestro viaje.

Rosaura, al quedar sola, se apresuró a abrir el sobre colocado sobre la mesa. Tal era su impaciencia, que ni se acordó de los dos amigos que seguían conversando en el fondo del hall sin perderla de vista.

Fueron saliendo del sobre grande cartas más pequeñas, tarjetas postales, toda la correspondencia llegada a su villa de la Costa Azul durante su viaje y que le reexpedía la doncella.

Miró ávidamente la letra de los sobres. Echó a un lado otros con la dirección impresa, que parecían contener catálogos de modas, anuncios de perfumistas y de joyeros. Examinó por ambas caras varias tarjetas postales. Luego hizo un gesto de desaliento… Nada.

El célebre abogado, que se tenía por muy hábil para adivinar las más intrincadas situaciones gracias a su inducción dijo en voz queda:

—Sin duda está esperando una carta de Urdaneta pidiéndole perdón para reconciliarse una vez más, y la carta no llega. Casi estoy seguro de que ha reñido con el general—doctor.

Capítulo 5. El alba del Protestantismo

Era cerca de mediodía cuando Rosaura bajó al salón del hotel. Borja la esperaba hojeando sin interés diarios y revistas algo atrasados que llenaban una mesa, y se apresuró a saludarla.

Había despedido en la estación a don Arístides y su familia. El tiempo era malo. Empezaba a soplar el mistral, modificando la fisonomía de Marsella.

Los dueños de los cafés de la Cannebière parecían capitanes de buque ordenando una maniobra. Sus tripulaciones de camareros amarraban los toldos con cabrias y cuerdas iguales a las de los barcos de vela; luego aseguraban con puntales las mamparas de vidrio de las terrazas, para que no las derribase el huracán. Sobre las aguas oscuras del Puerto Viejo danzaban con iguales vaivenes las embarcaciones grandes y pequeñas. El viento extraía polvo y papeles de los rincones de las calles, haciéndolos girar en espiral. Sonaban como disparos los golpes de las persianas al cerrarse. Y toda esta violencia instantánea de ciclón contrastaba con la augusta serenidad del cielo, intensamente azul, barrido de nubes.

Rosaura había despertado muy tarde, después de pasar una mala noche. Atribuía a este cambio atmosférico la excitación de sus nervios. Su rostro ojeroso y afilado, de intensa palidez, revelaba las horas de insomnio. El mistral venía a aumentar su nerviosidad.

—¡Qué fastidio permanecer aquí encerrada el día entero!… Envidio al señor Bustamente y a su familia, que huyeron a tiempo. Me dan ganas de hacer lo mismo. Aunque este huracán dura a veces tres días, prefiero arrostrarlo en el camino. Sólo necesito seis horas de automóvil para verme en mi casa.

Borja se apresuró a tranquilizarla con su optimismo. Tal vez era un falso mistral y terminaría a media tarde. Debían despreciar su furia yendo a cierto restaurante, famoso por sus platos de la antigua Provenza.

Salieron del hotel, pero al pisar la acera de la Cannebière la bella criolla se estremeció, volviendo inmediatamente atrás. Había recibido una fría bofetada en pleno rostro, sintiéndose a continuación envuelta por los anillos glaciales del vendaval. Creyó que alguien le arrancaba el sombrero de su cabellera. Tuvo que llevarse ambas manos a las hinchadas faldas, que, no obstante su estrechez, pretendían subirse hasta su pecho. La sorpresa le hizo gritar, y creyó que el viento llenaba su boca con una bola de algodón helado. Borja la siguió en este retroceso, riendo de su alarma.

—¡Imposible salir! —dijo ella— Prefiero el aburrimiento del hotel. Almorzaré aquí, y usted me acompañará. Por fortuna, escuchándole transcurre el tiempo sin que una lo sienta.

Volvieron a instalarse junto a un velador del hall, y al poco rato, Borja, sin saber cómo, aludió a la mala noche que ella había pasado. Era indudable, porque sufría grandes contrariedades. Tal vez esperaba noticias que no llegaban. Bien podría ser que la molestasen penas de amor.

Rosaura pareció irritarse al oír tales suposiciones, y miró al joven con hostilidad.

—¿Se imagina usted que no tengo otros asuntos en mi vida que acordarme de los hombres? ¿Ha olvidado que soy madre de dos hijos, en los que pienso a todas horas?…

Calló un momento, para añadir con energía:

—Oiga, Borja: si quiere que continuemos siendo amigos, no me hable de amor, refiriéndose a otros ni pensando en usted. Adivino en qué pararían nuestras conversaciones si las continuásemos. Escucharía su declaración número no sé cuantos, pues resulta imposible estar a solas con usted sin que inmediatamente hable de amor y de nuestra futura felicidad, que yo me empeño en no aceptar. ¡Qué español ardoroso!… Piense en Estela, en su futura esposa, eso le tranquilizará. ¡Si hubiese podido ver usted mi interior cuando estábamos anoche aquí!… No he hecho nada malo, y, sin embargo, sentía remordimiento al estar junto a su novia, ese pobrecito ángel, y al recordar que usted, grandísimo hipócrita, me ha declarado su amor muchas veces desde que nos encontramos en Aviñón… Seriamente, Claudio, no quiero avergonzarme más por cosas que no he pensado hacer nunca, y si usted, al verse solo conmigo, ha de seguir lo mismo que antes, es mejor que se vaya.

Luego perdió su agresiva seriedad, para añadir sonriendo:

—O se aleja usted en seguida, o me promete hablar tranquilamente, como un compañero. ¿Conviene el trato?… Está bien: puede usted seguir aquí, pero no permanezca por eso silencioso y de mal humor. Hable, cuénteme cosas interesantes. Diga qué le pasó a nuestro don Pedro al ver desde su refugio, en el reino de Aragón, cada vez más numerosos sus enemigos y teniendo que luchar contra dos papas rivales. Deseo saber en qué paró esa guerra de los tres pontífices.

Borja empezó a hablar con menos entusiasmo que otras veces. Un nuevo personaje había surgido en el norte de Europa con el propósito de dar fin al cisma. Era joven y laico. Segismundo, rey de Bohemia, hijo del emperador Carlos IV, que a su vez se veía elegido por los señores de Alemania para ostentar la corona imperial.

—El ser rey de romanos o emperador de Alemania —continuó— era un cargo honorífico, una herencia puramente teatral del antiguo poder de los Césares, que en realidad había terminado con Carlomagno. Los emperadores de Alemania, en aquellos siglos, eran fuertes si tenían dinero y soldados propios; cuando no se podían proporcionar estos elementos para imponer respeto, sus mismos electores, príncipes alemanes, se reían de ellos, e iban de un lado a otro como huéspedes aparatosos y mendicantes. Segismundo sólo poseía un reino, la Hungría, pues su dominación sobre Bohemia fue aparente muchos años: pero supo inspirar confianza a los que lo rodeaban y vio un motivo de gloria personal en la extinción del cisma, imponiendo su autoridad laica a los tres grupos de pontífices y cardenales en que estaba dividida la Iglesia.

Los pueblos de la Cristiandad se mostraban fatigados después de treinta y siete años de cisma. Cada uno de los pontífices abusaba de las naciones bajo su obediencia, pidiéndoles incesantemente dinero para esta guerra eclesiástica. Los cardenales eran los que más habían favorecido al principio tal división con sus nuevas elecciones de pontífices y sus resistencias a un acuerdo definitivo. Esto les servía para obtener nuevos empleos y riquezas. Pero tan largo desorden había acabado por quebrantar la fe de los creyentes. Las muchedumbres se acostumbraban a burlarse de los diversos papas y sus ruidosas querellas. En varios países empezaron a surgir doctores de palabra ardiente proclamando la necesidad de una reforma profunda, no solamente en la organización de la Iglesia, sino también en sus doctrinas, volviendo a la sencillez evangélica de los tiempos de Jesús.

El miedo a la herejía triunfante hizo que los príncipes eclesiásticos buscasen la unión sinceramente, después de tantos años de egoísmo. La amenaza de una revolución religiosa los impulsó a una concordia inmediata.

De acuerdo con Juan XXIII, el Papa elegido en Pisa, Segismundo convocó una asamblea universal de la Iglesia en la ciudad de Constanza. Acudieron a ella tres colegios de cardenales casi completos: el de Gregorio XII, o sea, el Papa de Roma, que huido de dicha ciudad andaba vagabundo por Italia; el de Juan XXIII, elegido por el Concilio de Pisa, y todos los cardenales que habían abandonado a Benedicto XIII.

Precisamente los antiguos amigos de Luna iban a ser por su ciencia y su palabra los más importantes oradores del nuevo Concilio. Centenares de arzobispos, obispos y abades fueron llegando a dicha ciudad por los caminos terrestres o navegando sobre las aguas del Rin y del lago de Constanza. Entre esta multitud de altos dignatarios de la Iglesia se hacían notar los doctores de la Universidad de París, siendo los más influyentes Pedro de Ailly y Gerson.

Los eclesiásticos reunidos en Constanza llegaron a ser dieciocho mil. A ellos había que añadir los cortejos del emperador y los príncipes laicos, la muchedumbre de tenderos ambulantes, de vagabundos en busca de colocación, de cantores juglares y prostitutas venidas a esta asamblea religiosa, semejante a una gran feria. De los diversos estados de Alemania, así como de Italia y Francia, acudieron cerca de mil mujeres públicas. Además, según los cronistas de la época, muchas damas de condición equívoca seguían con lujoso aparato a cardenales y a otros personajes.

Juan XXIII fue el primero en llegar. Había convocado el concilio cediendo a las instancias de Segismundo, pero acudía de mala voluntad, presintiendo un peligro al saber que le esperaban en Constanza sus más encarnizados adversarios.

Se mostraban furiosos contra él los iniciadores del Concilio de Pisa, al darse cuenta de la astucia con que se había aprovechado de dicha reunión para hacerse nombrar Papa, después de la temprana muerte de Alejandro V. Era de inteligencia despierta y carácter violento, sin dominio sobre sus palabras en horas de enfado. Al pasar por las montañas del Tirol, volcó el coche papal, y Juan XXIII rodó sobre la nieve, lo que le hizo lanzar varias interjecciones de su aventurera juventud. Las pobres gentes del país se asustaron al ver que el Sanro Padre juraba por el demonio. Al llegar a las cercanías de Constanza y ver la ciudad desde lo alto de una colina, exclamó: «He aquí la trampa para cazar zorros.»

Más de cien mil personas y treinta mil caballos debían ser mantenidos diariamente en Constanza. La Nochebuena de 1414 se presentó el personaje más importante: el emperador Segismundo. Su llegada fue por el lago, y una muchedumbre inmensa esperó cerrada ya la noche y soportando un frío riguroso a que la barca regia atracase al pie de los muros de la ciudad.

Celebró Juan XXIII la misa de medianoche en la catedral, ocupando Segismundo un magnífico trono, rodeado de todos sus príncipes y altos dignatarios. Luego se vistió éste una dalmática de diácono, y llevando en su cabeza la corona imperial subió al púlpito para cantar el evangelio de la Natividad. Finalmente, el Papa le entregó una espada bendita, para que se sirviese de ella en defensa de la Iglesia, y después de tal ceremonia el Concilio de Constanza pudo entrar funciones.

En seguida se dio cuenta el antiguo corsario Baltasar Cossa de cuál iba ser su destino por haberse entregado a dicha asamblea, confiando en las palabras de Segismundo. Sus rivales Pedro de Luna y Angel Corario habían sido declarados herejes en Pisa y despojados de sus tiaras. A él le iba a ocurrir lo mismo.

Los trabajos del concilio resultaron muy largos. Sus venerables individuos no tenían en cuenta para nada el tiempo. Las sesiones numerosas fueron separadas por intervalos enormes. Tenían que esperar contestaciones y comparecencias, para las cuales daban a veces plazos de cien días. Sin embargo, los miembros del Concilio no se aburrieron durante tan luengas esperas. Como abundaban en Constanza príncipes y señores acostumbrados a combatir, eran frecuentes los torneos. El teatro hizo su aparición, siendo varias la compañías ambulantes que representaban dramas sacros, con intermedios jocosos. Resonaba la ciudad bajo un incesante concierto de marchas guerreras y canciones de amor. Se habían reunido en ella mil setecientos músicos de clarín, pífano, flauta y viola.

Cediendo a las insinuaciones amenazantes del Concilio, el Papa Juan hizo una promesa de dimisión para devolver la paz a la Iglesia; pero algunos días después, mientras se celebraban grandes juntas en el centro de Constanza, un hombre ya viejo, vestido de palafrenero, montado en un mal rocín, con el rostro cubierto y una ballesta colgante de la silla, cruzó las calles guiado por un niño, que le condujo hasta las puertas de la ciudad sin saber quién era. Así escapó de Constanza Juan XXIII, para librarse de sus enemigos que le exigían una renuncia inmediata y absoluta.

La fuga del Pontífice causó tal sorpresa y pánico, que muchos dieron por terminado el Concilio. Los comerciantes empezaron a empaquetar sus mercancías; los palafreneros de cardenales y príncipes prepararon sus caballos; pero Ailly y Gerson, con la ayuda del emperador, supieron impedir la desbandada general, convenciendo a los miembros del Concilio de que éste podía continuar sin el Papa, y en las sesiones siguientes establecieron el revolucionario principio de la superioridad de una asamblea general de la Iglesia sobre el heredero de San Pedro.

—Esto fue un triunfo —continuó Borja— para la tenacidad galiciana que representaban ambos teólogos. La Iglesia iba a regirse parlamentariamente, como diríamos ahora. La asamblea de los fieles resultaba superior al Papa, dejándole un papel de monarca constitucional… Pero más adelante, los sostenedores del poder pontificio acabaron por dominar al Concilio, y el nuevo Papa Martín Quinto, nombrado por éste, continuó la tradición monárquica absoluta de la Iglesia.

Como el fugitivo Juan XXIII se negaba a regresar a Constanza, el Concilio lo juzgó luego de oír su acta de acusación en la que se iban relatando todos los pecados del antiguo corsario Baltasar Cossa: «malvado, impúdico, mentiroso y rebelde; mal hizo con sus padres, envenenador de Alejandro V, al que había sucedido; culpable de fornicación con la mujer de su hermano, con religiosas, doncellas, casadas y de otros crímenes contra la castidad; vendedor de indulgencias y de empleos para guardarse su producto; avaro, simoníaco… » Y así continuaba la acusación contra el tercero de los papas, abarcando setenta y cuatro delitos, consignados con toda clase de detalles.

El 29 de mayo de 1415, el Concilio lo deponía y una diputación iba a buscarlo en la ribera alemana del lago de Constanza, donde se había refugiado, para notificarle su sentencia. Humildemente Juan XXIII la acató, recorriendo el yerro cometido al huir del Concilio, y se resignó para siempre a su desgracia. Tres años vivió prisionero en Alemania, sufriendo ultrajes y consolándose de tan amarga situación componiendo versos latinos sobre la inestabilidad de las cosas humanas. Cuando el Concilio nombró Papa, años después, a Martín V, al pasar éste por Florencia, vio arrodillarse a un anciano que le prestaba juramento como Pontífice legítimo, queriendo vivir y morir bajo su dependencia. Martín V, conmovido por tal espectáculo, concedió al antiguo Juan XXIII el primer puesto de su Sacro—Colegio, con el título de cardenal—obispo de Túsculo; pero el agraciado tardó poco en morir.

Obtuvo el Concilio de Constanza una nueva victoria. El errabundo Gregorio XII, abandonado por casi todos los países de su obediencia y que no sabía dónde refugiarse, abdicó igualmente su tiara desde la villa de Viterbo, y el Concilio le nombró cardenal—obispo de Porto. Dos años después moría en Recanati, diciendo: «No he conocido al mundo, ni el mundo me ha conocido a mí.»

Para agradecer su renuncia, el Concilio lo declaró el Pontífice más legítimo de los tres. Era el Papa de Roma, y la asamblea libre de la Iglesia, al hacer esto, obedeció a la misma influencia geográfica que había motivado el cisma. El futuro Pontífice elegido por el Concilio sería, forzosamente, italiano, para que no se repitiesen las disensiones.

—De los tres papas —dijo Borja— ya no quedaba en pie más que uno: Benedicto Trece; pero con éste iban a poder muy poco el ensoberbecido Concilio y el jactancioso Segismundo, propenso a querer asustar con las amenazas de su fuerza algo ficticia y poseedor de cierta habilidad para conseguir, por medio de intrigas, lo que le era imposible obtener autoritariamente.

Claudio olvidó esta querella de los tres papas para evocar la figura de un simple doctor, que, sin ser cardenal ni prelado, dejó su nombre heroico unido para siempre al recuerdo de dicho Concilio.

—No sólo eran mercaderes, artesanos, músicos, cómicos y aventureros los que habían venido a engrosar la muchedumbre de Constanza. Antes que llegase el emperador, las gentes se agolpaban en las plazas de la ciudad o en los muelles del lago para escuchar la fogosa oratoria de un eclesiástico de cuarenta años, alto de cuerpo, el rostro pálido y enjuto. Era de vida austera. y se mantenía pobremente, a pesar de su amistad con los grandes señores de Bohemia, su país. Se llamaba Juan Huss, y por sus estudios y su elocuencia había llegado a rector de la Universidad de Praga y confesor de la ex reina Sofía, cuñada de Segismundo.

Amaba el Evangelio en toda su pureza, deseando que la Iglesia, corrompida y dividida, se ajustase de nuevo a sus enseñanzas. Otro clérigo, llamado Wiclef, había surgido, antes que él, en Inglaterra, proclamando la regresión de la Iglesia al primitivo espíritu evangélico, la supresión de la vida escandalosa y los abusos de los príncipes eclesiásticos; una reforma completa en las costumbres y en el dogma.

Wiclef había muerto en su patria sin que su persona sufriese persecuciones; pero sus libros fueron condenados a las llamas en varias ciudades de Europa. Juan Huss, su discípulo y continuador, se veía excomulgado, y sus obras eran igualmente arrojadas al fuego en Praga.

Apeló Huss de esta sentencia ante Juan XXIII, y provisto de un salvoconducto del emperador Segismundo, emprendió la marcha hacia Constanza, seguido de numerosos discípulos, con la pretensión de hablar públicamente en el Concilio. No obstante las preocupaciones que le acarreaban la lucha con sus enemigos y el afán de sostener su autoridad, recibió Juan XXIII benévolamente al doctor bohemio, suspendiendo las censuras que pesaban sobre él, bajo la condición de que se abstuviese de predicaciones.

No era el momento oportuno para que un orador como Huss, acostumbrado a perorar todos los días en la cátedra o al aire libre ante enormes muchedumbres se mantuviese silencioso. Además, un hombre sincero que se imagina poseer la verdad prefiere la muerte al mutismo.

Siguió Juan Huss predicando como antes en las plazas de Constanza, y las autoridades eclesiásticas lo aprehendieron, manteniéndolo en un calabozo a las órdenes del Concilio. En su sesión quinta confió éste a una comisión de cardenales y varios doctores el examen de las doctrinas de Huss, siendo presidente de ella el célebre Pedro de Ailly, ahora cardenal de Cambray.

Cinco semanas se prolongó el duelo entre un hombre completamente solo y los ricos dignatarios de la Iglesia, empeñados en hacerle abjurar cuarenta y dos proposiciones extraídas de los libros de Wiclef, que figuraban como suyas. El heroico predicador contestó siempre que estaba dispuesto a tal abjuración, con entera humildad, si le demostraban antes que sus doctrinas eran erróneas. Ailly y algunos otros jueces miraban con simpatía y lástima al obstinado Huss.

—Juan —decía Ailly—, entregaos simplemente y sin reserva alguna al Concilio, que os tratará con humanidad e indulgencia.

Le dieron a entender que podía formular una abjuración, aunque fuese simulada; pero Huss repelió tal propuesta, diciendo: «La mentira amargaría mis últimos instantes.»

—El Concilio —continuó Borja—, por lo mismo que se había constituido de un modo revolucionario, colocándose sobre el Pontífice que lo convocó y arrogándose una autoridad universal sobre la Iglesia, se mostraba severo e inquieto con los innovadores. Sentía el ansia dominadora de los gobiernos provisionales surgidos de una revolución, que temen en seguida a los exaltados y necesitan castigarlos para consolidar de tal modo su prestigio ante los elementos conservadores.

Ailly y los demás jueces, después de tan largas controversias, se apartaron tristemente del acusado, presintiendo cuál iba a ser su fin. Como Segismundo le había concedido un salvoconducto, resultaba vergonzoso para él que este hombre venido a Constanza bajo su protección fuese ejecutado. Para evitarse tal vileza, hizo que varios señores checos visitasen a maestro Juan en su prisión, pidiéndole que abjurase. Uno de ellos, para convencerlo, dijo que no debía creerse él solo más sabio que todo el Concilio; a lo que repuso el predicador: «Si el último de sus miembros me opone textos mejores que los míos me retractaré inmediatamente.»

Al celebrarse, el 6 de julio, la decimoquinta sesión del Concilio, Juan Huss fue conducido entre soldados a la catedral de Constanza. Segismundo, que había suscrito un documento garantizando la seguridad de su persona, ocupaba un trono rodeado de los dignatarios de su Corte. La muchedumbre llenó el resto del templo. En mitad de éste había una tarima, y sobre ella, una mesa con los ornamentos sacerdotales preparados para la ceremonia de la degradación.

Hubo misa solemne, letanías cantadas, y un obispo predicó sobre la necesidad de aplastar la herejía en su germen, alabando al emperador Segismundo, destinado por Dios para extirpar a un mismo tiempo el cisma y la herejía. Y terminó su sermón diciendo que suprimir a un herético era obra de piedad.

Después de amenazar el Concilio con severas penas a todo el que interrumpiese la discusión, hizo leer las herejías de Wiclef enseñadas por Juan Huss. Éste se defendió con vehemencia apelando a Cristo, y no quiso abjurar. Entonces le obligaron a ponerse de rodillas para que escuchase su sentencia arrojándolo de la Iglesia y degradándolo como sacerdote.

Siete obispos le revistieron los ornamentos sacerdotales como si fuese a celebrar la misa. Al ponerle el alba, dijo maestro Juan:

—Cuando Cristo fue conducido de Herodes a Pilato lo cubrieron con un vestido blanco para burlarse de él.

Le exhortaron los obispos por última vez a que se retractase, y Huss contestó dirigiéndose a la multitud:

—No quiero mentir ante la cara de Dios, ofendiendo a mi conciencia y a la verdad. Retractarme sería engañar a muchedumbres enormes que escucharon mis predicaciones, anunciando la palabra divina.

Los obispos le pusieron un cáliz en las manos y se lo arrebataron a continuación gritándole:

—Judas, ya que abandonaste el consejo de la paz para tomar el de los judíos, te quitamos el cáliz de salud.

A lo que contestó el excomulgado:

—Dios Todopoderoso, por el cual sufro, no me quitará el cáliz de salud que espero beber hoy mismo en su reino.

Uno por uno le fueron arrebatados los ornamentos sacerdotales, entre terribles maldiciones del rito. Como los obispos debían terminar por la supresión de su tonsura, discutieron entre ellos como podrían hacerlo, si con navaja o tijera, y Huss gritó al emperador Segismundo:

—Ved cómo mis enemigos no llegan a entenderse siquiera sobre el modo de deshonrarme.

Luego de borrar su tonsura le pusieron en la cabeza una corona de papel de dos pies de alto, en la que estaban pintados tres horribles demonios arrebatando su alma, con la siguiente inscripción: «Este es el heresiarca.»

—¡Abandonamos tu alma a Satán! —gritaron los obispos.

Huss juntó sus manos, levantó los ojos al cielo y repuso:

—Señor mío Jesucristo, que llevasteis una corona de espinas más dolorosa que la mía, por amor de Vos, yo, pobre pecador, llevo humildemente esta corona más ligera, aunque infamante.

Terminada la degradación, el Concilio lo abandonó al brazo secular. Según una antigua costumbre de la Iglesia, horriblemente hipócrita, maestro Juan fue entregado al emperador con la siguiente recomendación: «No sea condenado a muerte, sino a perpetua cautividad.»

Segismundo, como todos los soberanos de entonces, sabía que estas palabras misericordiosas no eran más que una fórmula ritual, e interpretando su verdadero sentido, dijo al preboste de Constanza:

—Coged al maestro Juan Huss y quemadlo por hereje.

El preboste ordenó a sus gentes que lo condujesen a la hoguera tal como estaba, sin quitarle los dos hábitos superpuestos de paño negro que vestía a causa del frío de la prisión, su calzado, su ceñidor, su cuchillo, ni otras cosas que llevaba sobre él.

Al salir de la catedral vio cómo ardían en medio de la plaza todos sus libros, quema que le hizo sonreír.

Marchaba rodeado de guardias tranquilamente, con las manos libres, hablando a la muchedumbre. Detrás de él iba un ejército, más de tres mil soldados, y casi todo el vecindario de Constanza. Durante el trayecto se oyó muchas veces la voz del maestro Juan, gritando con fuerza:

—Jesucristo, hijo de Dios vivo, miserere nobis!

Cuando llegó al lugar del suplicio se hincó de rodillas tres veces ante el enorme montón de leña, volviendo a repetir la misma invocación. Quiso predicar al pueblo, y le negaron el permiso. Fue atado a un poste, en lo más alto de la pira, con una cadena al cuello. Sus pies descansaban en un taburete, y la mayor parte de su cuerpo desaparecía entre los leños y la paja, que le llegaban hasta la barba.

Todavía en esta posición los representantes del emperador lo invitaron a retractarse y salvar su vida. Huss por toda respuesta empezó a predicar sobre su inocencia, y aquéllos dieron la orden de prender fuego.

Como los verdugos habían derramado mucha pez sobre la hoguera, ésta ardió con instantánea combustión. En medio de las llamas se le oyó cantar: Jesu Christe, Fili Dei vivi, miserere nobis; pero no pudo repetir tales palabras, pues el humo lo asfixió.

Algunos personajes eclesiásticos admiraron noblemente su heroísmo… Eneas Silvio Piccolomini, que había de ser Pío II (el único Papa novelista), dijo que la muerte de Huss recordaba la de los filósofos antiguos de ánimo más fuerte.

Sus cenizas y huesos fueron arrojados al Rin para evitar que sus admiradores guardasen dichos restos como reliquias.

Implacable el Concilio en la persecución de los reformadores del dogma, decretó igualmente que se desenterrasen en Inglaterra los restos de Wiclef para quemarlos, ya que no era posible hacerle morir en el mismo suplicio que Juan Huss. Uno de los más ardorosos discípulos del maestro Juan, el elocuente Jerónimo de Praga, fue quemado algún tiempo después en la misma ciudad de Constanza.

En torno a la muerte de Huss se han forjado tradiciones interesantes. Cuando el mártir estaba atado en lo alto de la pira, vio cómo se acercaba una viejecita fanática llevando con trabajo su haz de leña para la quema del hereje. O sancta simplicitas!, exclamó el mártir. Antes de morir dijo algo más importante: «Hoy quemáis un ganso; pero de mis cenizas nacerá un cisne que no podréis quemar.»

Huss, en lengua bohemia, significa ganso, y el cisne era Lutero, que apareció un siglo después. Borja sonrió, añadiendo con una expresión de tolerancia:

Creo que la tal profecía fue inventada en tiempos de Lutero; pero aunque así sea, resulta digna del precursor quemado en Constanza. La Historia no valdría la pena de ser leída si la despojásemos de tantas frases elocuentes que nunca fueron dichas por los personajes a quienes se atribuyen, de tantas coincidencias portentosas buscadas luego de ocurridos los hechos. Perdería su enorme interés de novela vivida.

Era ya la una de la tarde cuando entraron en el comedor del hotel. La tristeza gris de este local cerrado, en cuyas ventanas temblaban los vidrios al impulso de las ráfagas exteriores, les hizo recordar su almuerzo del día antes, frente al Mediterráneo, viendo los veleros del Puerto Viejo, los vapores que avisaban su salida con mugidos de sirena, los muelles oliendo a mariscos y a frutas, el amplio horizonte azul que inspira la tentación del viaje.

Empezó Borja a hablar otra vez de los campos de olivos y naranjos en la costa mediterránea de España. Evocó a Peñíscola avanzando en el mar como un navío de piedra, y antes, mucho antes de este término de su viaje, las construcciones ciclópeas y romanas de Tarragona, las pinedas rumorosas y los bosques de alcornoques de las montañas catalanas, y al lado de acá de los Pirineos, la antigua ciudad española de Perpiñán, con su catedral y sus elegantes fortalezas de ladrillos color de rosa.

Insistía el joven en tales descripciones mirando fijamente a la criolla, deseoso de que dijera algo y temiendo al mismo tiempo sus palabras. Al fin ella habló:

—Todo eso tan bello lo verá usted solo, Borja. No lo acompaño. Ahora me doy cuenta de mi locura al afirmar que haríamos juntos tal excursión. ¡Las cosas que se prometen a los postres de un buen almuerzo… ! En vano insistió él en sus insinuaciones. Era un viaje de dos semanas nada más. Vería una España completamente desconocida. Rosaura ignoraba cómo era la costa española del lado del Mediterráneo, país que dio origen a tantas leyendas maravillosas en tiempos de los primeros navegantes, cretenses, fenicios y griegos. Ella continuó moviendo su cabeza negativamente:

—¡Qué horror, ir a España con un hombre… ! Anoche, al conversar aquí con la familia de don Arístides, reía interiormente ante la suposición de hacer juntos tal viaje… , ¡tan absurdo me parecía! Doña Nati, esa bruja respetabilísima me hizo recordar lo que son nuestros países. Encontraríamos allá muchas doña Nati. Usted no es más que un amigo; pero tengo la certeza de que se permitirían las más atrevidas suposiciones. No, Claudio, por nada del mundo lo acompaño… Además usted representa otro peligro. Se mantiene modosito, bien educado, y de pronto muestra unos atrevimientos que merecen bofetadas… Sí, ya sé que es el amor; pero a mí no me basta que una persona me hable de amor para tolerarle cosas que considero faltas de respeto.

Borja protestó con vehemencia, afirmando la seriedad y la cordura de su conducta en el futuro viaje.

—Le doy mi palabra… , le juro que no tendrá motivo de queja. Usted me ha enseñado nuevas reglas de vida. Creo ahora que un hombre y una mujer pueden ser amigos e ir a todas partes sin que su plácida amistad la perturben malos deseos. Sea usted lógica; acuérdese de lo que me dijo al volver de la fontana de Vaucluse: «¿No pueden dos personas de sexo diferente vivir como simples camaradas guardando cada uno aparte sus secretos y sus afectos?»

Rosaura le escuchó, sonriendo pasivamente, como si careciese de fuerzas para discutir con él, contestando frases cortadas a sus preguntas tenaces.

—Veremos… No sé qué hacer .. Tal vez acepte… Lo pensaré de aquí a mañana.

El tuvo miedo a este plazo, que le parecía muy largo, e insistió para obtener una respuesta inmediata.

—Bueno; sí… Haremos el viaje.

Dijo ella esto con voz floja, sin entusiasmo, como si deseara terminar cuanto antes la conversación.

Después del almuerzo aún permanecieron juntos media hora en el hall. Rosaura acabó por subir a sus habitaciones. Iba a entregarse a la lectura de un volumen de versos de Petrarca, comprado el día anterior, y tal vez, si al anochecer aflojaba el mistral, saldría con Claudio a pasear por las calles más céntricas. El podía entretenerse visitando a varios libreros de lance que le habían ofrecido obras raras sobre la historia y las costumbres de Aviñón en tiempo de sus papas.

Pasó la tarde manejando volúmenes antiguos, recibiendo en la garganta el polvo de sus cortes y lomos, hablando con libreros entusiastas de la antigua Provenza, que unían a la rapacidad del comerciante fervores de bibliófilo y de arqueólogo.

Cuando al anochecer volvió a su hotel, el portero le entregó una carta.

—Es de la señora del número dos. Salió a media tarde en su automóvil, y me encargó que se la diese al entrar

Borja abrió el sobre con dedos trémulos, para leer unas cuantas líneas escritas, sin duda, apresuradamente.

Se marchaba Rosaura a su casa de la Costa Azul, dándole a entender de un modo terminante su deseo de no verse seguida. Volverían a encontrarse alguna vez. ¡Adiós! El mundo es menos grande de lo que creen las gentes. Podía continuar su viaje solo. Era mejor para sus estudios.

Y tal fue la cólera del joven al leer esto último, que lo aprobó. Sí; era mejor olvidar su encuentro de Aviñón. Era mejor seguir su existencia de siempre, libre de una mujer que pertenecía a otro mundo.

Parte 3. En el Arca de Noé

Capítulo 1. Yo te hice lo que eres y tu me envías al desierto

Se detuvo en Perpiñán, como si le faltasen fuerzas para ir más allá de la frontera, abandonando el país de vivía Rosaura.

Una parte de la noche la pasó en el hotel, escribiendo una carta de varios pliegos. La había empezado con el firme propósito de romperla después de escrita. Era una necesidad literaria de colocar sobre el papel lo que había venido pensando desde Marsella, para leérselo luego a sí mismo. Mas, una vez terminada la carta, se acostó, dejándola sobre la mesa. La rompería al día siguiente.

Al despertar volvió a leerla, la metió en un sobre y acabó echándola al correo, dirigida a madame Pineda, en su casa de la Costa Azul.

Tuvo Borja el presentimiento de que en los días sucesivos no iba a hacer otra cosa, marcando las etapas de su viaje con una sucesión de cartas abultadas o simples tarjetas postales, según la importancia de los sitios donde le dejase el tren.

Se había apresurado a huir de Marsella, juzgándola inhabitable a causa de sus propios recuerdos. ¿Adónde ir en esta ciudad sin tropezarse con ella? Habían vivido bajo el mismo techo, en todos los restaurantes frecuentados por él, existía una mesa sobre cuyo borde había visto las manos, el busto adorable y la cabeza de Rosaura. Era preferible trasladarse a otros países donde ella no hubiese estado nunca.

En vano se alejó; la hermosa criolla iba con él, y hasta sus evocaciones históricas servían para resucitarla. Por obra de un capricho imaginativo que unas veces lo irritaba y otras le hacía sonreír, era imposible que pensase en don Pedro de Luna, en Aviñón o en el Gran Cisma sin que la argentina surgiese al mismo tiempo en sus recuerdos. El último Papa aviñonés y la señora de Pineda marchaban juntos por las avenidas de su memoria.

Permaneció dos días en Perpiñán, resucitando el pasado en torno al Castillet, graciosa fortaleza de ladrillos rosados; de la catedral, llena de recuerdos españoles; del antiguo castillo que ocupa la cumbre de una colina junto a la ciudad.

Se había desarrollado en ésta el episodio más culminante de la historia del cisma.

Segismundo acordaba con el rey de Aragón y los representantes de los otros monarcas españoles una entrevista para tratar la manera de someter al Papa Luna. El emperador, orgulloso de haber conseguido la renuncia de los otros dos pontífices, imaginaba empresa fácil hacer lo mismo con el tercero.

Una vez quemado Juan Huss, crédulo mártir que había tenido fe en salvoconducto imperial, Segismundo se consideró libre para ir en busca del rey de Aragón. La entrevista debía celebrarse en Niza; pero una grave enfermedad de don Fernando impidió tan largo viaje, y decidieron que fuese en Perpiñán, dentro del territorio de Aragón.

Despidió el Concilio de Constanza con grandes honores a su defensor laico. El cardenal presidente lo bendijo y publicó decretos amenazando con excomunión al que impidiese o contrariase su viaje. Además, durante su ausencia se celebraría todos los domingos en la ciudad de Constanza, una solemne procesión para atraer sobre su persona las bendiciones del Cielo.

Todos los miembros del Concilio se daban cuenta de que lo más difícil iba a ser la sumisión del Papa español; pero la consideraban necesaria, y algunos de ellos, jugando con el apellido del tenaz Pontífice, decían en sus sermones, según el gusto oratorio de la época, que la Iglesia sólo podía recobrar su integridad con un eclipse total de luna.

El antiguo Papa de Aviñón dirigía los pueblos de su obediencia desde Barcelona y Zaragoza. Otras veces viajaba por los territorios del reino aragonés, siendo recibido en las poblaciones con gran pompa. Su energía indomable se ejercitaba en toda suerte de actividades. Contestaba a las críticas de sus enemigos, excomulgaba a los que habían huido de él, y aún tenía tiempo para intervenir en los antagonismos religiosos dentro de los reinos españoles, donde se habían quedado moros y judíos, mezclados con los cristianos victoriosos, en campos y ciudades.

Publicaba una Bula absolviendo de su apostasía a fray Anselmo Turmeda, monje catalán, estudioso y de carácter movedizo, que se había hecho mahometano en Túnez, escribiendo un libro sobre la superioridad de esta religión comparada con el cristianismo. Sintiendo la nostalgia de su patria, se ofrecía años después al rey de Aragón para preparar en Túnez una conquista de los cristianos. Y el Papa, queriendo dar ayuda a tal empresa, absolvía al famoso renegado en su dudosa conversión. Finalmente, Turmeda —uno de los personajes más novelescos de aquella época— se sentía de nuevo atraído por el mahometismo. Necesitaba volver a su hogar, a sus mujeres e hijos, y murió en Túnez como un buen musulmán, respetado por su sabiduría. Borja había visto su tumba en una calle del mercado de dicha ciudad, al final del zoco de los talabarteros.

Interesaba igualmente los judíos de España al Pontífice batallador intentando atraerlos al cristianismo por medio de pacíficas discusiones. Un rabino convertido por el maestro Vicente Ferrer, llamado Josué Mallorquí, se avistó con el Papa en Alcañiz, prometiéndole convencer a todos sus correligionarios, no por miedo de la Biblia, sino valiéndose del Talmud. El Pontífice y maestro Vicente designaron la ciudad de Tortosa como lugar de la discusión, y en febrero de 1414 se iniciaban las conferencias, presididas al principio por el mismo Papa y luego por el general de los dominicos.

Sesenta y nueve sesiones se celebraron hasta el mes de noviembre. En todas las ciudades importantes de Aragón y Castilla fueron colocados grandes pergaminos con letras rojas y doradas, invitando a los rabinos y los doctores católicos a esta disputa religiosa. Nunca se había visto hasta entonces un acto de tal naturaleza, especie de anticipación de los congresos modernos.

Los más célebres talmudistas de España y gran número de teólogos acudieron a la controversia. Al leer Borja ciertos relatos de la época, había adivinado entre líneas que los oradores cristianos no llevaron la mejor parte en la discusión. Pero, de todos modos hubo rabinos que sintieron miedo al pensar en lo que les podría ocurrir fuera de dicho congreso, y antes que terminasen sus sesiones, catorce de ellos abjuraron de sus creencias. Los más elocuentes y ardorosos, Rabbi—Ferrer y Rabbi—Albo, se mantuvieron fieles a su religión, a pesar de los razonamientos de maestro Vicente.

Se marchó a Tortosa mucho antes el Papa Luna para encontrarse con el rey de Aragón. Este, bajo la influencia de Segismundo y del Concilio de Constanza, le había escrito encareciéndole la oportunidad de que renunciase a su tiara, como lo habían hecho sus dos adversarios. La entrevista fue en Morella. Maestro Vicente acudió también a dicha ciudad, capital del antiguo Maestrazgo de los templarios, y predicó, según el gusto de la época, explicando las fases de la luna como símbolo de la vida de Benedicto XIII.

No dudaba el futuro santo de la legitimidad de éste. Había escrito y predicado sobre la incorrecta elección de Urbano V de Roma, origen del cisma. Pero aunque estaba convencido de que su Pontífice era el verdadero, quería que renunciase, sacrificando su derecho en bien de la unidad de la Iglesia.

Tributó el rey don Fernando al anciano Papa los mayores honores durante sus entrevistas en Morella. Él, un hijo suyo y los principales magnates de su Corte le sirvieron mientras comía, como si fuesen sus domésticos.

El rey sostuvo su halda lo mismo que un paje, y al ver que Benedicto usaba vajilla de estaño, como penitencia por los males que el cisma hacía sufrir a la Iglesia, le regaló la suya, toda de oro.

El Pontífice, de vida sobria, y su Corte errante de cardenales y prelados aceptaron durante varios días los banquetes del rey. Según la moda de entonces, empezaban éstos con una gran abundancia de frutas y constaban de numerosos platos de aves y venados, siendo los vinos de Castilla. Después, cuando se quitaban las mesas de los estrados, llamados andamios, los cuales tenían diversas alturas, según la categoría de las personas que los ocupaban, eran servidos los postres de dulce, llamados conservas, y vinos aliñados con especias.

Todos los obsequiados reales, en estas conferencias de Morella, no influyeron sobre la voluntad del octogenario. Declaró que era demasiado viejo para ir a Constanza, como pretendían sus enemigos y le aconsejaba don Fernando. Que vinieran los doctores de Constanza a buscarlo a España, país de su obediencia, siendo, como era, en aquellos momentos el único Papa existente. En cuanto a aceptar la vía de cesión, como lo habían hecho sus dos rivales, contestó que hablaría de ello en presencia de sus enemigos… Y el rey y el Papa se dijeron adiós, para no volver a verse hasta Perpiñán.

Esta entrevista en la ciudad vecina a los Pirineos, donde estaba ahora Borja, tomó el aspecto de un suceso universal. El Concilio de Constanza se vio olvidado por algún tiempo. La Cristiandad dejó de ocuparse de él para fijar en Perpiñán toda su atención.

Fueron presentándose, con diversos aspectos, los personajes que iban a solucionar este conflicto, cuya duración se prolongaba treinta y ocho años. Llegó primero maestro Vicente con las turbas silenciosas de flagelantes que lo seguían en sus viajes. Luego se presentó el Papa del mar con sus dos galeras, último vestigio de la gran flota que le había seguido años antes hasta las costas de Italia.

También llegó embarcado don Fernando, rey de Aragón. Su falta de salud le hacía preferir los viajes por agua. A las conferencias de Morella había ido desde Zaragoza, por el Ebro y otros ríos afluentes, en una barca de fondo plano adornada con payeses y una tienda en la popa que le servía de casa. En los viajes terrestres ocupaba una litera, sufriendo con resignación sus movimientos. El antiguo guerrero se sentía débil y deseaba que le librasen de intervenir en los asuntos públicos. Su hijo, el futuro Alfonso V, conquistador de Nápoles, se ocupaba ya del gobierno de sus estados.

Lo dejó la flota aragonesa en el puerto de Colliure, y de allí lo llevaron en andas a Perpiñán. Sufría de cálculos en los riñones, y meses antes, hallándose en Valencia, había quedado inánime a causa de un ataque biliar, hasta el punto de que su hijo lo creyó muerto, colocándole un cirio en las manos para exponerlo ante su Corte, vestida ya de luto. El monarca, casi resucitado y próximo a una muerte verdadera, miraba con horror la continuación del cisma, parecía dispuesto a aceptar todo lo que pudiera terminarlo, aunque fuese a costa de abdicaciones injustas y dolorosos sacrificios.

Finalmente, se presentó Segismundo con un séquito de príncipes, hombres de armas, dieciséis prelados y más de cien doctores. La escolta imperial constaba de cuatro mil jinetes.

La de Benedicto XIII sólo se componía de trescientos hombres de armas, mandados por su sobrino Rodrigo, además de muchos caballeros sanjuanistas que le eran constantemente afectos. Miles de señores catalanes, valencianos y aragoneses, fieles también a Luna en todo momento, acudieron para presenciar esta entrevista de carácter universal.

Tres cortes iban a reunirse: la pontificia, la del emperador y la del rey de Aragón. Dos reinas asistían igualmente a la conferencia: doña Margarita, viuda de don Martín, y doña Violante, esposa del enfermo don Fernando. Además, habían llegado los condes de Foix, de Armagnac, de Saboya, de Lorena y de Provenza; los embajadores del Concilio de Constanza; los enviados de la Universidad de París, que eran su preboste, y tres doctores de la Sorbona; el gran maestre de Rodas; el arzobispo de Reims, representando al rey de Francia; el obispo de Worcester y sus doctores, enviados del rey de Inglaterra; el gran canciller de Hungría y el protonotario del rey de Navarra.

El arzobispo de Burgos, don Pablo de Santa María, antiguo rabino convertido por maestro Vicente, era embajador del rey de Castilla. También fueron llegando doctores y maestros en diversas facultades de todos los centros de enseñanza existentes en Europa. Las universidades de Montpellier y Tolosa, fieles a Benedicto hasta los últimos momentos, enviaron lo mejor de su profesorado. Hasta un rey moro cautivo vino a presenciar este acto, que tanto interesaba a los pueblos de Europa.

Segismundo se detuvo en Narbona, fuera de los dominios del rey de Aragón, creyendo poder influir desde lejos sobre el Papa español— Empezó por enviarle una embajada con orden de no besar sus pies, limitándose a darle el tratamiento de serenísimo y poderosísimo Padre. Maestro Vicente, que había llegado a Perpiñán con el propósito de dar fin al cisma, fuese como fuese, intervino para conseguir que el Papa recibiera a dichos embajadores, sin creer por ello desconocida su autoridad. Benedicto escuchó a los enviados de Segismundo, contestándoles que «haría lo que fuese necesario para el bien de la Iglesia.»

Tuvo que darse por satisfecho el emperador con esta ambigua promesa, y entró solemnemente en Perpiñán el 17 de septiembre de 1416. Desde el Concilio que había celebrado Benedicto en esta ciudad años antes, sus vecinos se habían acostumbrado a los recibimientos ostentosos. Todas las calles estaban entoldadas y los edificios cubiertos de tapices. Bandas de danzarines y esgrimidores iban al frente de la comitiva, alegrando a la multitud con bailes y juegos de destreza.

Salió el futuro Alfonso V a recibir al emperador, seguido de la Corte aragonesa, lujosamente vestida. Como presente de su padre había enviado a Segismundo un corcel castellano, grande, hermoso, ricamente guarnecido, y cabalgando en él entró el emperador en Perpiñán.

Describían los cronistas de la conferencia los trescientos hombres de armas de su escolta; los cuarenta pajes y los seis trompeteros, llevando en sus instrumentos pendones con las armas del Imperio, que le precedieron en su entrada. Delante de Segismundo iba un caballero llevando un espadón de dos manos, con la punta hacia arriba, porque entraba en tierra no sujeta a él, y cuatro ballesteros de maza. A continuación desfilaron veinticinco caballos de respeto llevados del diestro y varios ministriles con instrumentos de metal, que venían sonando muy graciosamente.

Su séquito de caballeros alemanes y húngaros comió con él al llegar al alojamiento preparado por el monarca aragonés. Un sillón de brocado sobre siete gradas, delante de una gran mesa, era para él, y más abajo, otras mesas estaban puestas para sus caballeros. Durante cincuenta días don Fernando albergó al emperador y a su Corte, dando a todos «aves y pescados de muy diversas maneras, vinos castellanos, griegos y malvasías en tal abundancia, que los extranjeros se maravillaban de la desmesurada generosidad del rey de Aragón». Los caballeros de la Corte aragonesa combatieron en torneos con los del emperador. Un barón del rey de Apolonia, célebre por sus fuerzas, se batía con el hijo del conde de Pallás en Narbona, y el joven español derribaba al alemán.

Al día siguiente de su llegada, Segismundo se presentó al Papa después de oír misa, y Benedicto desplegó para recibirle la antigua magnificencia de la Corte de Aviñón. Habitaba el Papa el castillo de Perpiñán. El emperador estaba instalado en el convento de los franciscanos; el rey de Aragón, en el de los agustinos, y maestro Vicente, en el de los dominicos.

En aquel tiempo de míseras y escasas posadas, los conventos equivalían a nuestros modernos palaces, y eran el único albergue digno de soberanos y próceres.

Recibió el Papa al emperador en el salón más grande de la fortaleza de Perpiñán, vestido de rojo y con un gorro de igual color ribeteado de armiño. Dos cardenales diáconos condujeron a Segismundo hasta el pie del trono papal, y el Pontífice se incorporó para saludarlo, llevándose una mano a su becoquín. Habló el emperador con gran reverencia, llamándole Santísimo Padre, agradeciendo el honor con que lo había recibido y declarando que nadie como él podía dar la unión a la Iglesia, para lo cual venía en su busca. Después dobló una rodilla ante el trono, besó las dos manos del Pontífice, y éste, a su vez, besó al emperador en la boca, abrazándolo.

Fue Segismundo, en la misma tarde, a ver al rey de Aragón en su alojamiento, manifestando sus esperanzas de convencer a Benedicto después de tan cordial entrevista.

Don Fernando estaba cada vez más enfermo. Había pedido a los jurados de Valencia que le enviasen cuanto antes a la mora bailadora de Mislata, una curandera residente en las cercanías de dicha ciudad, que le había atendido en su última crisis. También despachó mensajeros a Mallorca para que trajeran a cierto hombre famoso por su poder mágico para ahuyentar las enfermedades. En aquella época los grandes señores de la Tierra se curaban así.

Visitó después el emperador a las dos reinas, acompañado por Alfonso, heredero de la corona, el cual le servía de intérprete, ya que sólo podía expresarse en latín. En todas estas visitas se mostró Segismundo muy confiado y jactancioso.

Después de su entrevista con Benedicto, creía a este tercer Papa más fácil aún de reducir que los otros dos, destituidos en Constanza. Los que conocían a Luna no participaban de su optimismo, falto de lógica. Se había negado tenazmente a abdicar siendo tres los pontífices, y no iba a transigir ahora viéndose Papa único.

Cuando empezaron a celebrase las conferencias en el antiguo palacio de los reyes de Mallorca se dio cuenta Segismundo de que estaba en presencia de un hombre extraordinario. Había oído hablar a muchos del carácter tenaz del Pontífice, de su dialéctica cerrada e invulnerable; pero la realidad fue más allá de sus suposiciones.

Tenía don Pedro de Luna en aquel entonces ochenta y ocho años. Sólo quedaba en su cuerpo la materia necesaria para el sostenimiento de sus funciones vitales. La cara pálida, de aguileña nariz, parecía transparente por lo exangüe. Una extremada delgadez empequeñecía aún más su estatura, que nunca había sido aventajada. Al mismo tiempo, sus ojos reflejaban el ardor de una vida intensa. Su voz sorprendía por su extraordinaria y constante sonoridad, surgiendo horas y horas, sin quebranto, de aquel cuerpo en apariencia débil. La firmeza de sus raciocinios, la claridad de su inteligencia, resultaban asombrosas. Este anciano casi nonagenario acababa por hacer enmudecer en las discusiones canónicas a jóvenes y ardorosos doctores.

Fue en Perpiñán donde dio la muestra más sobrehumana de su tenacidad, de la fe en sí mismo, que parecían desafiar todas las leyes del tiempo. Habló en latín durante siete horas ante el emperador, los príncipes, los embajadores y todas las delegaciones enviadas por las universidades más célebres de Europa.

Un silencio de respeto y de asombro acogió su palabra autoritaria. Nadie la cortó con rumores de impaciencia o de cansancio. Hasta sus mayores enemigos reconocían interiormente la superioridad de este hombre, por sus virtudes privadas, su inteligencia y su carácter, sobre todos los pontífices que habían sido sus adversarios, sobre los doctores famosos y los cardenales tránsfugas que lo combatían en los concilios… Pero había nacido en un extremo de Europa, era un español, y los mismos reyes de su tierra natal lo iban a abandonar.

En este discurso de tantas horas relató la historia entera del cisma como él solo podía contarla. Era ya el único viviente que había presenciado su origen. Todos los que lo escuchaban habían adquirido sus actuales cargos después de aquel cónclave tumultuoso de Roma, en el que figuró él como cardenal. Muchos ni siquiera habían nacido en tal fecha. Y después de relatar los numerosos incidentes de esta lucha eclesiástica que duraba un tercio de siglo, llegó a la parte más interesante de su defensa, expresándola con una fuerza y una lógica invencibles, puestos sus ojos en los enemigos que lo escuchaban.

—Vosotros decís que soy un Papa dudoso. No hablemos de ello; lo acepto. Pero antes de ser Papa yo era cardenal, y cardenal indiscutible, de la santa Iglesia de Dios, pues me dieron la investidura antes del cisma.

—Soy el único de los cardenales anteriores al cisma que aún vive. Si, como decís vosotros todos los papas elegidos después del cisma son dudosos, todos los cardenales que ellos han nombrado son dudosos igualmente. Y como los cardenales son los que nombran los papas, yo solo, cardenal auténtico, soy el único que puede designar un papa auténtico.

—Yo soy también el único que puede conocer verdaderamente las cuestiones de legitimidad en este cisma, el único que estuvo presente en el cónclave que dio origen a él. La solución para los males presentes de la Iglesia soy yo solo el que puede legítimamente aplicarla; la dignidad de la Iglesia y mi propia dignidad así lo exigen.

—Suponiendo que no sea yo el único Papa legítimo, soy el único cardenal legítimo y puedo nombrarme por segunda vez a mí mismo. Y si no queréis que el Papa sea yo, no por eso conseguiréis evitar que yo sea el único que puede nombrar otro Papa, y ningún Papa legítimo será designado sin mi aquiescencia, ya que soy indiscutiblemente el único cardenal legítimo.

Siguió el invencible anciano razonando de este modo mientras fijaba sus ojos en los diversos grupos de la gran asamblea. Los enemigos bajaban la cabeza impresionados por su argumentación incontestable. Sus amigos lo miraban con entusiasmo sintiéndose reconfortados. Mas la reconciliación resultaba imposible e inútiles todos los argumentos de este formidable polemista. Segismundo, hombre del Norte, no podía aceptar un Papa español. Además, reconocer al Papa de Aviñón era indisponerse con el Concilio de Constanza, dirigido por enemigos de este Pontífice y por antiguos amigos desleales, que aún resultaban más feroces.

Borja, al recordar este momento decisivo en la vida del Papa Luna, pensaba siempre lo mismo:

«Su argumentación fue sólida, rectilínea, incontestable como la verdad. Pero, ¡ay! el mundo vive casi siempre regido por intereses y no por verdades.»

Hubo prelados y doctores que llegados a Perpiñán como adversarios de Benedicto, se sintieron convencidos por sus razonamientos e intentaron defenderlo. Algunos obispos franceses enemigos del Concilio de Constanza, por ver en él una asamblea ilegitima sublevada contra los papas. se unieron a los amigos de Benedicto para pedir la reunión de un nuevo concilio; pero, enterado Segismundo, se presentó inesperadamente en la casa donde se juntaban dichos personajes, haciendo abortar la empresa.

El emperador se mostraba cada vez más arrogante, ganando a unos por medio de promesas y a otros valiéndose de amenazas. Exigió casi con violencia al anciano Pontífice una renuncia pronta, sincera, sin reservas, y el aragonés, incapaz de tolerar imposiciones, le contestó en el mismo tono.

Don Fernando, siempre acostado y doliente, no podía intervenir entre el Papa y Segismundo. Sus funciones de mediador las había delegado en maestro Vicente, que también estaba enfermo a causa de las privaciones y penitencias de su ascetismo.

Este fraile tímido, que había abandonado en Aviñón a su Papa por no verlo entregado a la guerra, tuvo que avistarse con un soberano algo fanfarrón, vanidoso por sus recientes triunfos en Constanza, propenso a formular amenazas que no podía cumplir. El futuro San Vicente Ferrer creyó de buena fe en las terribles venganzas que prometía el emperador, y procuró no comunicarlas al monarca enfermo o a su hijo Alfonso para que la altivez de éstos, justamente ofendida, no provocase una guerra. Además, los hombres influyentes del Concilio de Constanza le escribían con frecuencia, acabando por quebrantar su fe en el Papa Benedicto. Continuaba no dudando de su legitimidad; pero le pedía humildemente que renunciase.

Las imposiciones del joven emperador acabaron por exacerbar el carácter poco sufrido del Pontífice. Abundaban en Perpiñán sus adeptos, todos hombres de espada e indignados igualmente contra Segismundo. Surgieron riñas entre unos y otros. El conde de Armagnac, cuya familia fue partidaria de Benedicto hasta después de su muerte, tuvo una pelea con el gran maestre de Rodas, y éste murió pocos días después. Segismundo empezó a encontrar insegura su residencia en Perpiñán por miedo a los catalanes, como él llamaba a todos los sostenedores de Benedicto. Estos, cada vez más numerosos en la ciudad, hablaban públicamente de dar una lección al emperador.

Tal fue la inquietud de Segismundo, que abandonó de pronto Perpiñán para retirarse a Narbona anunciando que reduciría a Benedicto por la fuerza, para lo cual prometió volver muy pronto al frente de sus ejércitos.

Hizo reír esta amenaza a los hombres de guerra, pues todos sabían que Segismundo era más rico en palabras que en soldados y dinero; pero maestro Vicente, monje de paz, creyó en ella, mostrándose aterrado.

Tenía sesenta y cinco años, siendo más viejo en apariencia que el Papa, casi nonagenario. Había predicado en su vida seis mil sermones de tres horas cada uno, y vivía en continua penitencia. Lo mismo que en el momento crítico del sitio de Aviñón, cayó enfermo, permaneciendo en su celda del convento de Predicadores.

Benedicto XIII se consideraba en una situación favorable. Los reyes de Aragón, Castilla, Navarra y Escocia le seguían fieles después de esta fuga del emperador, y con ellos varios señores poderosos del sur de Francia. Sólo existía un Papa en aquellos momentos, y era él. Sus dos adversarios habían desaparecido.

Tenía enfrente al Concilio de Constanza; pero este concilio se había creado numerosas enemistades, y su firme tenacidad acabaría por triunfar de él. Muchos de sus miembros se mostraban irreducibles enemigos suyos sabiendo que era incapaz de dejarse manejar por nadie durante su Pontificado; pero todos acabarían aceptándole por conseguir pronto la unión, teniendo además en cuenta su edad avanzadísima.

Cuando el enérgico Pontífice se consideraba próximo otra vez a una victoria definitiva, recibió el golpe mortal de su amigo más íntimo y constante, del maestro Vicente, y éste realizó tal acción de buena fe, obedeciendo a su alma aterrada por el fracaso de las negociaciones y la cólera del emperador.

Levantándose inesperadamente de su lecho de enfermo, anunció que iba a predicar en una fiesta a la que asistirían el Papa; los príncipes venidos a Perpiñán para las conferencias, los cardenales, los embajadores, una multitud enorme. Cuando apareció en el púlpito, pálido, exangüe, con los ojos ardientes de fiebre, un estremecimiento circuló por el auditorio. Todos presintieron que de su boca iba a surgir algo decisivo para la cuestión que venía debatiéndose tantos años.

La voz del predicador resonó como una campana en el profundo silencio al lanzar el tema de su sermón : «Osamentas desecadas, oíd la palabra de Dios.» Y empezó a censurar la conducta tenaz de Benedicto XIII, que hasta pocos días antes había sido para él un verdadero Vicario de Jesucristo. Olvidaba centenares de sermones a favor de dicho Pontífice; toda una vida de apostolado para conseguir la unión de los creyentes bajo la indiscutible legalidad del Papa Luna. La asistencia lo escuchaba con estupor. Benedicto no hizo un solo gesto, y siguió mirando fijamente al que había sido su más íntimo consejero.

El rey don Fernando amaba a don Pedro de Luna; pero su respeto por maestro Vicente era muy superior a todos sus afectos antiguos. Además, estaba enfermo, consideraba próxima su muerte, y en tal situación seguía a ojos cerrados los consejos de un hombre tan milagroso.

Por instigación del futuro San Vicente, el rey aragonés se mostró casi tan violento como el emperador. Hizo saber al Papa, por mediación de una Comisión, que él y los reyes de Navarra y de Castilla abandonarían inmediatamente su obediencia si no renunciaba al Pontificado ante el Concilio de Constanza, lo mismo que sus antagonistas.

Acogió el irreducible Luna dicha imposición con un silencio altivo, y poco después se dirigió al inmediato puerto de Colliure, donde lo esperaban sus dos galeras. Menospreciado y atacado por los que habían sido hasta el día antes sus partidarios más fieles, renegó de los hombres y fue en busca del mar.

Aún le quedaba en el mundo un pedazo de tierra que era suyo, absolutamente suyo: la pequeña península de Peñíscola con su abrupta fortaleza. Allí podría vivir al amparo del Mediterráneo, sin reyes que pretendiesen atropellar su libertad por exigencias de la ambición o de la política; allí sostendría su derecho, que él consideraba más indiscutible que nunca, frente al cielo, frente al mar, siendo su tenacidad una lección y un remordimiento para sus adversarios.

Se alarmó el rey elegido en Caspe al conocer la marcha inesperada del Pontífice. Una embajada de grandes señores y jurisconsultos de su Corte salió al galope hacia Colliure para rogar a Benedicto que volviese a Perpiñán, donde buscarían juntos una solución que los mantuviese amigos.

El Papa Luna, a cambio de la renuncia de su tiara, se vería reconocido como el primero de los cardenales, sería legado a látere para todas las naciones que habían vivido bajo su obediencia, seguiría gobernando como segundo Papa los países que siempre lo sostuvieron. El emperador y todos los reyes representados en Perpiñán conseguirían que el Concilio de Constanza le confiriese cuantos honores y dignidades quisiera en agradecimiento a su abdicación.

Llegó la embajada a Colliure cuando las dos galeras levaban anclas, izando su velamen. El Papa del mar, erguido en la popa de su nave, acogió con desdeñoso silencio el mensaje real dicho a gritos por uno de los emisarios.

Como Benedicto continuaba en pie y mudo en el alcázar de su galera, otra vez pidieron contestación los enviados de don Fernando.

Sólo cuando el buque empezaba a alejarse habló el Pontífice, dando como respuesta una frase extraída de los libros santos:

—Decid esto a vuestro rey: «Yo te hice lo que eres, y tú me envías al desierto.»

Capítulo 2. Donde los cuervos del Concilio entran en el Arca de Noé y se habla de ciertas Hostias doradas, rellenas de miel y de arsénico

Al abrir Borja la pequeña ventana de su habitación vio el mar casi a sus pies, teñido de rosas por los arreboles del amanecer.

Estaba en Peñíscola. Quince días había necesitado para llegar a ella, deteniéndose en todas las ciudades donde vivió el Papa Luna durante el último período de su agitada historia.

No sentía prisa de llegar al término de su viaje. En Peñíscola moría el nonagenario Pontífice y terminaba él su libro. Más allá iba a crearse en su existencia un vacío que le inspiraba cierto miedo.

De Barcelona, de Tarragona y de Tortosa había ido enviando cartas a la viuda de Pineda en su residencia de la Costa Azul. No tenía esperanza de ver contestado este monólogo epistolar. Escribía por escribir, sintiendo la necesidad de exponer en largas cartas, o en pocas líneas, trazadas apresuradamente sobre una tarjeta postal, sus impresiones del momento, sus nostalgias al verse solo, algunas veces una amargura discreta y tímida por lo que él llamaba la fuga de Marsella.

En esta correspondencia de vagabundo prescindía siempre de mencionar sus señas para que ella le contestase. ¿Qué podría escribirle? Alguna carta amable y falta de espontaneidad; la carta de una señora del gran mundo que al tomar la pluma teme una maligna interpretación de sus palabras. Juzgaba más consolador para él escribir sin esperanza de respuesta, como si se dirigiese a las mujeres fantasmas que había adorado imaginariamente en su primera juventud.

Al llegar a Peñíscola pensó instalarse en la inmediata ciudad de Benicarló. En ella podía encontrar una modesta fonda, frecuentada por viajantes de comercio y corredores de vinos del país, verdadero Palace comparada con las casas de Peñíscola. Mas los contados kilómetros que separaban ambas poblaciones, a través de marismas y entre naranjales, cuyos ribazos convertían los caminos en barrancos, le decidieron a instalarse en la antigua población papal, arrostrando las escaseces y la monotonía de este promontorio sin más habitantes que pescadores y pobres labriegos.

El médico y el secretario del Municipio, deseosos de tener un compañero de conversación procedente de Madrid, le buscaron alojamiento en la casa del único tendero de comestibles, representante, en este rincón olvidado, de los altos intereses de la industria y el comercio.

Dos días llevaba Borja nada más en el último refugio del Papa Benedicto y se imaginaba haber vivido sin salir de él una suma considerable de meses. Conocía a Peñíscola por la visita hecha años antes. Al volver la encontraba igual, como si el tiempo no existiese para sus edificios y sus habitantes.

Le gustaba salir de su recinto amurallado, pasar la lengua arenosa que la une a la costa y desde allí abarcar en una ojeada los anillos superpuestos de sus baluartes, el caserío apretado y en escalones, de una blancura luminosa, y sobre la cúspide su robusto castillo de torres desmochadas. En él había vivido durante ocho años el abandonado Pontífice insistiendo en su legitimidad, haciéndose temer hasta el último momento por los mismo que fingían despreciarlo.

Este promontorio se convertía en una isla cuando el Mediterráneo empezaba a encresparse, cubriendo con el avance de sus murallas lívidas y cóncavas, empenachadas de espuma, la faja de arena que lo une con la tierra firme. En tiempo de bonanza toda la flota pescadora de Peñíscola, barcos embreados y de gruesas bordas, se ponía en seco, formando doble fila sobre dicho istmo.

Borja recordaba sus viajes, comparando este peñón fortificado con el Mont—Saint—Michel, en Bretaña, o la roca de Gibraltar. Comprendía la irresistible atracción que ejerció sobre los navegantes desde los primeros tiempos en que el hombre, ahuecando el tronco de un árbol, se dejó llevar por las olas. Tenía en su centro una fuente de agua dulce muy abundante, y otras fuentes secundarias surgían de sus orillas rocosas. Los navegantes podían hacerse fuertes dentro de él, sin miedo a que les faltase el elemento más necesario para la vida.

Según la tradición, los fenicios habían llamado Tiriche a Peñíscola, por encontrarla semejante a su ciudad de Tiro, aglomerada también sobre un peñón. Griegos y cartagineses se establecían aquí para mantener seguros los géneros que les servían de moneda en sus transacciones con los indígenas de Iberia y guardar igualmente los minerales comprados en el interior, remontando el Ebro. La leyenda cristiana hacia desembarcar en estas rocas a varios discípulos del apóstol Santiago, cuyos restos estaban en la Iglesia de Peñíscola, nadie sabia dónde. Don Jaime, rey de Aragón, al conquistar a Valencia, daba Peñíscola a los templarios, y cuando desaparecían éstos, el fuerte castillo del mar pasaba a la Orden de Montesa, recién creada por los monarcas aragoneses para que pelease con los moros de Andalucía, guardando la frontera valenciana.

El maestre de Montesa, señor de toda la costa y las tierras interiores, llamadas actualmente el Maestrazgo, cedía a Benedicto XIII Peñíscola y su castillo. Al Papa del mar le placía hacer largos descansos en esta fortaleza, semejante a un navío de piedra, cuando iba de Valencia a Barcelona o descendía desde Zaragoza o las riberas del Mediterráneo.

Confiaba su defensa a hombres de espada que le eran adictos; grababan los canteros en portadas y muros las armas del Pontífice: un menguante lunar con las puntas abajo, las dos llaves, y como remate la tiara cónica de San Silvestre. Los antiguos encargados del guardamuebles y el guardarropas en el castillo de Aviñón colgaban tapices, tendían alfombras, colocaban credencias, sitiales, aparadores y mesas en los abovedados salones de piedra oscura. Parecía que el vigoroso anciano adivinaría el futuro al prepararse este retiro, desde el cual iba a hacer frente a todos, sosteniendo su derecho con aragonesa tenacidad.

Mientras el cañón fue de corto alcance, esta península, casi isla, resultó inexpugnable. Felipe II había añadido baluartes a las fortificaciones medievales reparadas por el Papa Luna. Un escudo enorme de dicho monarca adornaba aún la puerta principal de la ciudad.

En la guerra de Sucesión las tropas francesas y españolas partidarias de Felipe V habían sufrido, encerradas en Peñíscola, un largo bombardeo, que arrasó la población, desapareciendo todos los edificios de arquitectura gótica, antiguos alojamientos de la mermada Corte del Pontífice. Ahora las casas eran pobres y sin estilo; viviendas de nítida blancura exteriormente, míseras y negras en su interior; hogares de pobres gentes que habían de ganar su subsistencia pescando o cultivando los terrenos blanduchos de la costa.

Borja, al dar la vuelta al peñón en una barca, había apreciado sus maravillas marítimas. Una espléndida flora se dejaba entrever, con temblores verdes, rojos y nacarados, en el fondo de las aguas. Grandes rebaños de salmonetes pastaban en estas praderas submarinas, conservando en su interior hasta después de haber sido despojados de sus entrañas, el saborcillo amargo y la pulpa verde de las hierbas devoradas. El langostino, regio ornato del Mediterráneo, pululaba con transparencia de cristal en las cuevas profundas del peñón o se extendían en bandas por las llanuras herbáceas y en declive que forman el gran parque subacuático en torno a Peñíscola.

Las barcas de pesca y los laúdes de cabotaje no necesitaban enviar sus tripulaciones al interior del pueblo para hacer provisión de agua dulce. Les bastaba atracar al pie de uno de los baluartes que aún mantiene el escudo del Papa Luna grabado en sus piedras. Entre el muro y las rocas del suelo surgía una fuente, y los navegantes, desde la cubierta del barco, podían llenar sus toneles. En esta muralla marítima un gran arco tapiado marcaba el sitio por donde las galeras del citado Papa podían penetrar en la población, quedando al amparo de la primera línea de fortificaciones.

Una fuente de agua salada existía dentro de Peñíscola entre las varias de agua dulce, siendo llamada El Bufador a causa de sus gigantescos soplidos. El peñón estaba socavado por varias cavernas, siendo todo él a modo de una esponja pétrea. En las cuevas más angostas se refugiaban los peces para reproducirse al abrigo de las agitaciones exteriores. En la bóveda del socavón más grande existía un agujero, a modo de tubo de chimenea, que venia a terminar en una plazoleta del pueblo. Los días de tormenta penetraban las olas tumultuosamente en la gruta submarina, empujándose unas a otras en su avance y su reflujo, y estos choques elevaban una gruesa columna de agua salada por el respiradero de El Bufador rociando a los transeúntes desprevenidos.

Todas las calles ascendían en forma de escalera: una sucesión de mesetas empedradas de guijarros azules, tan pulidos por la lluvia, que resultaba peligroso marchar sobre ellos. Aglomerado el vecindario de marineros y labradores dentro de una fortaleza, las calles eran angostas y las casas carecían de espaciosos corrales.

Los despojos de la pesca y el estiércol de las reducidas cuadras mantenían una perpetua nube de moscas. Y al final de esta pirámide de edificios blancos, con su doble anillo de baluartes que parecían sustentarla lo mismo que los aros de un tonel sostienen sus duelas, se alzaba el castillo, designado por las gentes del país con el apodo viril de El Macho, a causa de su robustez.

Se imaginaba Claudio los primeros meses de la vida de Luna en esta especie de isla, desconocida hasta poco antes y hacia la cual iban a volver sus ojos tantas gentes. Apenas sus dos goletas, procedentes de Colliure, hubieron anclado, llegó por tierra otra embajada de don Fernando para exigirle nuevamente que presentase su abdicación.

Luna contestó con ironía a los enviados del monarca. Si él no era Papa verdadero, en tal caso resultaban nulos todos los actos de su Pontificado. Y él había ceñido su corona al rey de Aragón, había casado a la reina de Castilla, llevaba cumplidos durante más de veinte años innumerables actos papales. Declarándolo Pontífice falso, indigno de obediencia, iban a disolverse la legitimidad de muchas familias reinantes y la vida espiritual de sus pueblos. Pero tales palabras no fueron oídas.

Maestro Vicente continuaba en Perpiñán trabajando por la extinción completa del cisma. Había reanudado las relaciones entre el enfermo rey de Aragón y el emperador, que aún vivía en Narbona. Ambos monarcas y los demás soberanos representados en Perpiñán acordaron finalmente la sustracción de obediencia a Benedicto. Después de tal acto, que dejaba al Papa Luna sin fieles, el Concilio de Constanza se consideró vencedor, celebrando la noticia con vuelos de campanas y grandes fiestas.

Gerson envió un mensaje al futuro San Vicente Ferrer saludándolo, en nombre del Concilio, como salvador de la Iglesia, a quien se debía verdaderamente la extinción del cisma. Le pidieron que fuese a Constanza para tributarle grandes homenajes; pero maestro Vicente renunció la invitación. No era sólo por modestia; le dolía haber dado el golpe mortal al protector de su juventud, al amigo de los mejores años de su existencia.

Una vez terminadas las negociaciones de Narbona, huyó de los soberanos que habían seguido sus consejos, volviendo a reanudar la vida de apóstol errante. La situación de Francia en su lucha con Inglaterra era más critica que nunca. Los franceses habían sido derrotados en Azincourt, y él creyó que debía intentar la misión piadosa de restablecer la paz entre ambos pueblos. Seguido de sus penitentes, cubiertos de polvo, se lanzó a través de Francia, hasta que algunos años después, estando en la Corte de Bretaña por haberlo llamado la reina, gran devota suya, murió en Vannes, conservándose sus restos en la catedral de dicha ciudad.

El decreto del rey de Aragón, sustrayéndose a la obediencia de Benedicto XIII, no pudo aplicarse con la rapidez que esperaba el monarca. Prelados y cabildos intentaron resistirse a dicha orden, y hubo que apelar a públicas amenazas de encarcelamiento. Aun así, en Barcelona, Valencia y otras ciudades los canónigos se ausentaron el día en que fue leído el decreto.

Muchos por miedo o por afán de ascender aprovecharon la situación, renegaron del Papa Luna, extremando sus ataques contra él para hacerse gratos a la Corte. También fueron muy numerosos los que callaron, guardando en el fondo de su alma un afecto por el Papa español, que poco a poco, volvió a mostrarse en años posteriores.

Considerábase ofendido don Fernando por la altivez del viejo Pontífice y la franqueza aragonesa con que le había echado en cara su falta de gratitud. Como verdaderamente sentía vergüenza por esto último, procuraba consolarse a sí mismo extremando entonces las medidas contra el solitario de Peñíscola.

Amenazó en un decreto a todos los que siguieran al lado de él, desempeñando cargos en su Corte. Esto aceleró la desbandada en torno a Benedicto. Sólo un pequeño grupo de viejos amigos pertenecientes a diversas nacionalidades se mantuvieron fieles: Fernando de Aranda, al que había nombrado cardenal; el arcediano de Alcira, maestro Esteve, doctor francés que muchos apellidaban el Filósofo del Papa, y algunos otros.

Tropas del rey acampaban en la costa, vigilando el istmo de Peñiscola para que nadie entrase ni saliese en la población, impidiendo que sus moradores fuesen surtidos de víveres. Entonces fue cuando el indomable anciano ordenó que excavasen una escalera en la roca, por la parte opuesta a la costa, dando al mar libre.

Borja había visto sus escalones desiguales tallados en el peñón. Las gentes del país, predispuestas a dar un carácter extraordinario a todos los actos del Papa Luna, afirmaban que esta escalera había sido terminada en una sola noche. Sus dos galeras y otros barcos enviaban por dicho camino, hasta lo alto de El Macho, cargamentos de víveres.

Murió el rey de Aragón cuando iba camino de Castilla, a pesar de su enfermedad, para conseguir que la Corte de dicho reino no vacilase en separarse de Benedicto; tan profundo era el odio que le había inspirado la resistencia de su antiguo amigo.

Cambió la situación en tomo a Peñiscola al desaparecer don Fernando. Su hijo, Alfonso V, rey letrado, que había de sufrir durante el resto de su vida la atracción de Italia, dejando casi olvidados sus estados españoles, mostró sincero respeto por el Pontífice conocido desde su niñez, y cuya fuerza de carácter admiraba. Disminuyó la vigilancia frente a Peñíscola, y los víveres empezaron a entrar con toda libertad en la plaza.

El Concilio de Constanza se quejó de esta conducta del joven rey, y Alfonso V dijo que era obra de humanidad dar refresco a un personaje venerable refugiado en un rincón del mar.

Después de la deposición de Benedicto, los antiguos reinos de su obediencia habían enviado representantes al Concilio de Constanza. Las cuatro naciones que figuraban en él se aumentaron hasta siete al llegar los embajadores de Aragón, Castilla y Navarra.

Segismundo volvió a Constanza después de año y medio de ausencia. Orgulloso de su triunfo en Perpiñán, había olvidado a los padres del Concilio, entreteniéndose en las Cortes de Francia e Inglaterra, de las cuales acabó por salir malparado y entre burlas a causa de su petulancia, sus amoríos y su falta crónica de dinero.

Pedía préstamos a cabildos y ciudades, derrochando inmediatamente miles de florines de oro. Creyéndose jefe de la Cristiandad, vestía de negro, lo mismo que toda su gente, con cruces cenicientas y una leyenda en ellas: «Dios omnipotente y misericordioso», siendo dicho luto por el cisma. Al mismo tiempo, se mostraba gran aficionado a banquetes, mujeres, danzas y borracheras; hacia regalos a las damas de Aviñón y de París, y no pagaba a sus domésticos y proveedores. Después de vivir en París a costa del rey de Francia, pasó a Londres, firmando un tratado con el monarca de Inglaterra contra los franceses, a cambio de dinero y de un barco para volver al continente.

Al entrar en Constanza con honores de vencedor, creyó que el cisma estaba ya terminado y no había más que elegir un nuevo Papa. Lo mismo opinaban muchos personajes del Concilio; pero los embajadores aragoneses recién llegados protestaron al escuchar las palabras: «Sede apostólica vacante.» El Concilio olvidaba que aún existía Benedicto XIII en su refugio de Peñíscola, y nadie lo había depuesto.

Lo único que habían hecho en Constanza era declararlo herético y cismático, citándolo a que compareciese; pero como tales edictos sólo se fijaban en las puertas de la catedral, se acordó nombrar una comisión para que fuese a España a colocarlos, si era posible, en la misma puerta del castillo de Peñíscola, publicándolos además, durante los oficios divinos en las vecinas poblaciones, especialmente en la catedral de Tortosa.

Dos monjes benedictinos: uno de Lieja, llamado Sotoc, y otro inglés, de nombre Planche, acompañados de varios notarios, emprendieron el viaje para presentarse en la fortaleza del Papa del mar.

No era tan desesperante la situación de éste como la creían sus enemigos. De los antiguos países de su obediencia sólo le quedaba Escocia que por odio a Inglaterra se mantuvo fiel hasta dos años antes de su muerte, y el conde Armagnac, en el sur de Francia, que lo veneró hasta después de muerto. Pero aparte de ambos países, eran muchos los grupos y las personalidades ilustres que seguían de lejos con simpática atención la resistencia del Pontífice.

Los que se mantenían junto a él llamaban a Peñíscola el Arca de Noé y databan sus cartas familiares In Arca Noe. Según anciano Papa, toda la Iglesia vivía refugiada en esta roca del Mediterráneo, como toda la humanidad lo había estado en el Arca de Noé sobre el oleaje tempestuoso del Diluvio.

Pudieron entrar los dos benedictinos en Peñíscola gracias a la mediación de Alfonso V. Así como al Concilio de Pisa lo llamaba siempre el tenaz Pontífice conciliábulo, al de Constanza sólo le concedía el titulo de congregación. Únicamente por deferencia al rey se decidió Benedicto a recibir a los «pretensos nuncios de la Congregación Constanza» que estaban esperando en Tortosa su venia para seguir adelante.

A pesar de tal desprecio, hizo un alarde de soberanía y pompa cortesana para recibirlos, como si aún estuviese en su palacio de Aviñón. Rodrigo de Luna, con doscientos ballesteros, salió a buscarlos en el istmo arenoso, al pie de las murallas de Peñíscola. No les vendaron los ojos, como era costumbre hacerlo con los emisarios enemigos al entrar en una fortaleza. El sobrino del Papa quiso que se diesen cuenta del valor defensivo de este promontorio cerrado por todas partes.

Benedicto los aguardaba en el gran salón del castillo, adornado con tapices. Ocupaba su trono, ostentando en la cabeza la tiara de San Silvestre, que era la de los pontífices de Roma, y había sido llevada a Aviñón. A ambos lados estaban los pocos cardenales de su obediencia que aún se mantenían fieles, algunos prelados que no habían querido cumplir las órdenes del rey don Fernando, perdiendo sus diócesis por seguir a Benedicto, y todos los funcionarios religiosos y laicos que completaban la Corte pontificia.

Al ver entrar escoltados por sus ballesteros a los dos benedictinos a los dos benedictinos, que vestían hábitos negros, y a sus notarios con ropas de igual color, dijo el Papa, dirigiéndose a los suyos:

—Ya están aquí los cuervos del Concilio.

Uno de los benedictinos, al exponer semanas después el resultado de su misión ante el Concilio de Constanza, dijo haber contestado a tales palabras:

—Cuervos somos, y por eso venimos al olor de la carne muerta.

Pero tal respuesta la consideraron todos fabricada con posterioridad.

Los cuervos del Concilio requirieron a Benedicto para que renunciase su tiara, haciendo leer a los notarios todos los derechos promulgados contra él en Constanza.

Soportó el anciano con majestuosa inmovilidad la lluvia de injurias y anatemas que los enemigos hacían caer sobre él, dentro de su propia casa. En algunos momentos le fue imposible mantenerse silencioso, viendo puesta en duda su fe.

—¡Yo hereje! —murmuró mirando al cielo.

Cuando los enviados dieron fin a sus lecturas, golpeó con ambas manos los brazos de su trono, y dijo enérgicamente:

—No; la Iglesia no está en Constanza; la verdadera Iglesia está aquí.

Y designando la sede que le servia de asiento, repitió una vez más su frase:

—Ésta es el Arca de Noé.

Los dos benedictinos se volvieron a Constanza para dar cuenta de la ineficacia de su viaje, y el concilio procedió a la deposición de Benedicto XIII con mayor solemnidad y ceremonias más minuciosas que las empleadas para acabar con sus dos adversarios.

Una comisión de obispos salió a las puertas de la catedral de Constanza para citar a gritos a «Pedro de Luna, llamado Benedicto XIII»; y como el empleado no se presentó, lo declararon contumaz, siguiendo su proceso.

Buscaron testigos contra él en los países sometidos al Concilio, o sea en casi toda la Cristiandad, y nadie se atrevió a declarar contra su vida privada o contra la notoria honradez con que había administrado los bienes de la Iglesia. Todos reconocían en voz baja sus costumbres austeras, su desprecio al dinero, su odio al nepotismo, pues nunca había favorecido a sus sobrinos con dádivas extraordinarias. El único cargo grave contra el. Pontífice de Peñíscola era «su obstinación en no renunciar al Papado».

Todavía perdió mucho tiempo el Concilio, declarando contumaz otra vez a Benedicto y fijándole nuevos plazos para que se presentase. Necesitaba, antes de exonerarlo, dar carácter de legalidad a cuanto había hecho como Papa, institución de fiestas religiosas, casamientos de príncipes, bulas, privilegios a las iglesias— El Concilio debía reconocer como suya toda la obra pontificia de Luna, para que no resultase ilegítima después de su condenación, trastornando la vida de varias naciones.

El 26 de julio de 1417 una tropa de heraldos a caballo y con trompetas circuló por las calles de Constanza desde las primeras horas invitando al pueblo a orar. El Concilio se había reunido en la catedral, con asistencia del emperador. Al principio de la sesión, un grupo de cardenales, prelados y escribanos abrió la gran puerta de par en par, y saliendo al rellano de la escalinata, hizo que uno de sus heraldos gritase por tres veces el mismo llamamiento:

—Que Pedro de Luna, conocido de muchos con el nombre de Benedicto Trece, comparezca por si o por procurador.

El hombre apelado desde las riberas del lago de Constanza seguía en Peñíscola, viendo a sus pies las azules ondulaciones del Mediterráneo.

Después de este llamamiento inútil se promulgó el decreto por el cual se declaraba «al llamado Benedicto Trece escándalo de la Iglesia universal, sostenedor del cisma, despojándolo de todos sus títulos, grados y dignidades, relevando a los fieles de los juramentos y obligaciones con él, excomulgándolos si le obedecían como a Papa y le prestaban auxilio, consejo o protección». Acto seguido se cantó el tedéum, se echaron a vuelo las campanas, y Segismundo hizo que un grupo de sus caballeros fuese anunciando por toda la ciudad, a son de trompeta, la sentencia de deposición.

Cuando Pedro de Luna recibió en Peñíscola la noticia de todo esto, alzó los hombros y continuó creyéndose tan Papa como antes.

Al verse el Concilio en la situación de sede vacante, procedió a elegir un nuevo Pontífice. No era empresa fácil. Las siete naciones que lo componían se agitaron al impulso de las pasiones políticas y las vanidades patrióticas. Finalmente, la influencia unida de los delegados españoles y alemanes nombró a un italiano, el cardenal Otón Colonna, que tomó el nombre de Martín V, hombre de pocos estudios, pero de ingenio natural, amigo de todo el mundo, conciliador y algo indolente.

Como la mayor parte de los cardenales de entonces, no era más que diácono, y en los días siguientes a su elección papal hubo que ordenarlo de sacerdote y hacerlo obispo.

Los doctores de Constanza fingían no acordarse del anciano de Peñíscola; pero a través de su silencio, asomaba con frecuencia la preocupación que les infundía el tenaz Luna. Un predicador, al celebrar en Constanza el triunfo de Martín V, comparó a la Iglesia vencedora con la mujer vestida de sol que aparece en el Apocalipsis, teniendo a la luna debajo de sus pies y la cabeza coronada por doce estrellas. La luna era el Papa de Peñiscola, y las estrellas los doce soberanos que se habían adherido al Concilio.

Martín V cuando se disolvió la asamblea eclesiástica a la que debía su tiara, no tuvo otra preocupación que Benedicto XIII. Era para él a modo de un espectro que se le aparecía en sueños, recordándole que su autoridad no estaba reconocida por todo el mundo cristiano.

A pesar de las aclamaciones que el nuevo Papa recibió en Constanza, su situación resultaban insegura. La Iglesia había vivido un tercio de siglo entre disputas, y no era trabajo fácil y rápido restablecer su unidad. Como italiano, había rehusado las ofertas de Segismundo para vivir en Alemania y la de los franceses para seguir en Aviñón.

Quería instalarse en Roma y al mismo tiempo reconocía los peligros de la gran urbe católica, interrumpiendo su viaje para alojarse en Florencia. Aún en esta ciudad, escogida por él, lo maltrataba la grosería popular, a causa de los gastos que el mantenimiento de su corte imponía a los florentinos. Al pie de los balcones de su palacio los niños entonaban una canción cuyas estrofas terminaban así:

Papa Martino
no vale un quattrino.

La actitud del rey de Aragón era otra de sus obsesiones. Alfonso V había reconocido los acuerdos de Constanza, pero negándose a hacer nada contra la persona del venerable amigo de su adolescencia retirado en Peñiscola.

Valiéndose del arzobispo de Tarragona, consiguió el nuevo Papa que cierto número de cardenales y prelados que aún se mantenían fieles a Benedicto lo visitasen en su fortaleza para rogarle una vez más que abdicase. En nombre de Martín V le prometieron que éste anularía todas las sentencias dadas contra él, manteniéndolo en una situación de segundo jefe de la iglesia y asegurándole rentas enormes.

Este hombre irreducible, que acababa de cumplir noventa años, contestó repitiendo lo que había dicho en Perpiñán ante el emperador y después a los enviados del Concilio de Constanza:

—Un Papa verdadero no renuncia. Soy el único cardenal anterior al cisma, el único que no es dudoso y puede hacer una elección legítima… Y yo me elijo a mí mismo.

Cuatro cardenales nombrados por él lo abandonaron. Entonces Benedicto, inquebrantable como la roca que habitaba, los depuso por indignos, y todos los años, al llegar el Jueves Santo, lanzaba contra ellos el anatema, a pesar de que tres habían muerto mucho antes.

Los rápidos fallecimientos de estos amigos desleales hacían que el anciano insinuase a sus íntimos la posibilidad de que el Papa de Italia no fuese extraño a su muerte.

Para acabar con él de una vez envió Martín V a los estados del rey de Aragón a uno de sus más íntimos confidentes, el cardenal Adimari, que por ser arzobispo de Pisa fue conocido en España con el nombre del cardenal Pisano. El objeto de su viaje era cortar de raíz el cisma en la tierra donde aún se mantenía; suprimir a Benedicto, fuese como fuese, de acuerdo con las doctrinas políticas de aquellos tiempos, que llegaban a reconocer como legitimo el crimen de Estado.

Pronto se convenció Adimari de que era imposible vencer a Luna en su país. El clero no osaba rebelarse contra el Papa elegido en Constanza; mas tampoco quería proceder con hostilidad contra su venerable compatriota. La fuerza de carácter del viejo Pontífice y su firme protesta le daban una aureola de heroísmo y martirio. Además, el legado papal, olvidando que era extranjero, procedía arbitrariamente, con resoluciones despóticas, creando en torno a su persona un ambiente de animosidad.

De acuerdo con el rey de Aragón y ayudado por los más íntimos amigos de Benedicto, hizo a éste tentadoras promesas. Si se sometía a Martín V dejarían en su poder mientras viviese todos los libros y los bienes de la Sede Apostólica que se había llevado de Aviñón y guardaba en Peñiscola; gobernaría como soberano el país donde quisiera establecer su residencia; recibiría una pensión de cincuenta mil florines anuales, cantidad enormisima en aquel entonces; todos los beneficios y títulos dados por él serían reconocidos, y se aceptarían otras proposiciones que quisiera hacer, siempre que fuesen de acuerdo con la unidad de la Iglesia.

Hasta su sobrino Rodrigo Luna, algo quebrantado por la desgracia, le aconsejó que cediese. Amigos más jóvenes y vigorosos que don Pedro parecían acobardados y encontraban tentadora la proposición. El anciano repitió una vez más que era el Papa legítimo y no podía recibir regalos ni mercedes de sus enemigos. Seguía esperando su triunfo en medio de la soledad y el abandono.

Entonces el cardenal Adimari creyó llegado el momento de hacer desaparecer a un enemigo que sobrevivía con extraordinaria longevidad, siendo esto para sus partidarios clara prueba de la certeza de sus derechos.

Borja había leído en el Archivo de la Corona de Aragón una carta de uno de los familiares del Papa de Peñíscola, escrita en lemosin, contando la tentativa de envenenamiento perpetrada en el nonagenario.

Como todos los hombres de edad avanzadísima, castos y frugales en la mesa, don Pedro era gran aficionado a los dulces. Después de las comidas se retiraba a una torrecilla de un solo piso, desde cuyos ventanales veía el Mediterráneo como si estuviese en la popa de una galera. Allí, ocupando un sitial, contemplaba la inmensidad azul, combinando expediciones marítimas contra sus enemigos como si la muerte no pudiera venir nunca a buscarlo.

Al lado de él, sobre una mesa, colocaban varias cajas de dulces, regalo de comunidades religiosas que se mantenían ocultamente en su obediencia, considerándolo siempre Pontífice legítimo. Dichas cajas sólo las tocaba su camarero de confianza, guardándolas luego bajo llave.

Este camarero era un antiguo canónigo de la Seo de Zaragoza, nacido en Cariñena, llamado micer Domingo Dalava, al que había conocido Benedicto estudiante en Tolosa. Las cajas favoritas del Papa eran dos: una de dulce de membrillo, otra de ciertas hostias doradas por ambos lados, que contenían una mezcla de miel y de frutas.

Fray Paladio Calvet, monje benito del convento de Bañolas, se entendía con el camarero Dalava, proporcionándole una cantidad de arsénico que, según manifestó después, al darle tormento, le había sido entregada por el mismo legado. Ambos individuos practicaron orificios en el dulce de membrillo introduciendo por ellos una dosis considerable de veneno, y abrieron igualmente las dos caras de las hostias para depositar el arsénico en su interior.

Comió el viejo solitario sus dulces, como siempre, sintiendo al poco rato los síntomas del envenenamiento. Su médico y todos sus familiares creyeron que iba a morir; pero este hombre extraordinario, que parecía hallarse por encima de los peligros que afectan a los demás mortales, se salvó después de unas cuantas horas de vómitos y desmayos. Tal vez la gran abundancia del tóxico depositado en los dulces hizo que este organismo débil y frugal se resistiese a asimilarlo, expeliéndolo. A los pocos días, Benedicto estaba restablecido, sin que nadie sospechase el envenenamiento ni hubiera examinado los dulces.

Fue el camarero Dalava quién se traicionó a sí mismo con una revelación imprudente que puso de manifiesto su delito. La tentativa de envenenamiento era tan manifiesta y de tan claro origen, que todos se indignaron, hasta los muchos enemigos que el Papa de Peñíscola tenía en su país.

Cuando circuló la noticia del crimen se hallaba el cardenal Pisano en Lérida presidiendo un Sínodo convocado por él para someter a su voluntad el clero del reino de Aragón. Los más de los sinodales se habían mostrado hostiles al legado hasta las primeras sesiones, y al recibir la noticia del envenenamiento de don Pedro de Luna fue tal su indignación, que aquél tuvo que huir a Barcelona. Ante Alfonso V protestó el cardenal de que lo supusieran instigador de dicho atentado; pero el rey estaba convencido igualmente de su culpabilidad, y le respondió con dureza.

Por otra parte, Rodrigo de Luna, que había tenido tratos con él al principio de su viaje para llegar a un arreglo, indignado por esta vil asechanza, lo buscó en Barcelona con intención de matarlo, y el legado tuvo que huir perseguido hasta la frontera por el sobrino de Benedicto y algunos de sus hombres.

La instrucción del proceso no dejó duda alguna sobre la culpabilidad del enviado de Martín V. El camarada Dalava acusó al fraile que le había proporcionado el veneno; éste dijo haberlo recibido del cardenal de Pisa, e igualmente aparecieron complicados en el crimen un arcediano de Teruel y otros dos presbíteros aragoneses.

Nada decían los papeles de aquel tiempo de la suerte de estos últimos, por hallarse en los estados el rey de Aragón. El fraile benito era sentenciado por envenenador y nigromante y lo quemaban vivo en el istmo arenoso de Peñíscola, con arreglo a los procedimientos penales de aquella época.

Después de esta tentativa, los enemigos del Papa Luna lo dejaban en paz. Su aislamiento hacía recordar el respeto supersticioso que inspiran las personas tenidas por invulnerables.

Sobre su cuerpo nonagenario no hacían mella los años ni las asechanzas de los hombres. Parecía que el Papa navegante fuese a ser eterno como el mar.

Capítulo 3. De cómo la Señora de Pineda, al aburrirse en la Costa Azul, hizo un pequeño rodeo en su camino para volver a París

Una ancha avenida de colores descendía hasta el Mediterráneo. Era una sucesión de mesetas floridas rojas, azules, violeta, amarillo oro, que venían a terminar en las rocas de la costa.

Más allá del arranque de esta cascada multicolor, un vasto jardín esparcía sus frondas, tamizando el azul del mar y el cielo a través de sus columnatas de troncos, que entrecruzaban, como lianas, rosales serpenteantes. Sobre su eterno fondo verde resaltaba la blancura marmórea de fontanas y estatuas.

El sol descendiendo hasta el suelo en jirones de luz, despertaba una vida de inquietos murmullos. Flotaban las mariposas en el espacio como flores de la atmósfera; sonaba un lejano e insistente arrullo de palomas invisibles; en los tazones de las fuentes huían los peces de oro y bermellón, perseguidos por sus propias sombras color de ébano.

Resultaba tan enorme la abundancia floral. que el jardín parecía de otro planeta, donde la vegetación fuese toda de pétalos y perfumes. La tierra, cuidada como un objeto de lujo, nutrida con abonos potentes y en perpetua humedad, daba proporciones monstruosas a las plantas, haciéndoles exhalar perfumes picantes o perfumes ardorosos. Miles de pájaros cantaban hasta que se extinguía la luz, con una insistencia discordante y alegre, embriagados por la atmósfera exageradamente primaveral. En el fondo del ancho desgarrón que partía el jardín, más allá de la avenida en forma de cascada de flores, asomaba un fragrnento del Mediterráneo, cabrilleante bajo el sol, casi siempre solitario, como un lago de azul y de oro que prolongase esta propiedad hasta el infinito.

Rosaura venia a sentarse todas las tardes en dicha meseta terminal, a espaldas de su magnifica casa, debajo de los ventanales salientes del cerrado comedor.

Los primeros días habían sido para ella de regocijo y entusiasmo. Se lamentó de los absurdos de la moda; hizo burla de la esclavitud de los que viven y se mueven con arreglo a las iniciativas de otros. Nunca había permanecido en su lujosa quinta durante la primavera. Cuando empezaba su jardín a dejar morir las forzadas y anémicas flores del invierno, cubriéndose con otras más espontáneas y magníficas, ella tenia que volverse a París por no quedar sola; seguía la corriente de todos los que abandonan en abril las riberas de la Costa Azul, como un establecimiento que ha perdido su elegancia.

Admiraba ahora su propiedad, creyendo verla por primera vez. Todos los días encontraba un banco preferido, un rincón con bóvedas de rosas, cuya existencia nunca había llegado a sospechar. Seguía horas enteras las caprichosas evoluciones de unos peces chinos que, después de corta admiración en el momento de comprarlo, había dejado perderse entre las rocas de sus fuentes. Observaba con regocijo infantil la natación a sacudidas de estos pequeños monstruos, sus ojos telescópicos, sus largos faldellines transparentes de bailarinas que llevaban detrás de ellos con lento arrastre.

A pesar de tales alegrías, la vida de Rosaura no era cómoda. Esta gran casa necesitaba la numerosa servidumbre que tenía durante el invierno. Las familias de dos jardineros procuraban torpemente atender al servicio, y ella se creía una alojada en su propia vivienda. Se había instalado en su dormitorio, dejando el resto del edificio en un abandono de casa cerrada. Los salones, el gran comedor y otras piezas conservaban sus fundas en muebles y lámparas, bajo la penumbra verde filtrada por las persianas.

No obstante las molestias de esta instalación provisional, la encontraba agradable, felicitándose de su escapada de París. El correo le iba trayendo cartas o postales de Borja, que ella leía y releía sentada en su terraza, con el mar enfrente y la cascada floral a sus pies.

«¡Pobre muchacho! Vamos a ver qué dice hoy.»:

Así se expresó los primeros días. Luego, al adivinar la carta del joven español por la letra del sobre, la dejaba a un lado, mirando con inútil ansiedad el resto de su correspondencia. No llegaba nunca la carta que ella estaba esperando, desde Marsella. Tal silencio desdeñoso hería su orgullo y empezaba a dar una monotonía abrumadora a este aislamiento de que se había rodeado voluntariamente.

Olvidando su repentino entusiasmo por el jardín, pasó las tardes fuera de él. Su automóvil la llevó por la Costa Azul, buscando amigas y diversiones. En los hoteles de Niza donde se baila a la hora del té, sólo vio parejas de gente joven y desconocida. Casi todas sus amistades se habían ido a París, a Londres, a Nueva York. En los salones del Casino de Montecarlo encontró también una muchedumbre indiferente: viajeros que se detenían una tarde nada más, continuando luego su marcha; jugadores ensimismados en sus combinaciones; aventureras ávidas de un buen encuentro. Sus amigas tampoco estaban aquí.

Para entretenerse, empezó a jugar, perdiendo con desesperante repetición. Esto exacerbó aún más su nerviosismo. Podía perder grandes cantidades sin riesgo para su fortuna; pero en el momento presente la pérdida le parecía una falta de respeto, una grosería de la suerte. Además, nadie gusta de perder y ella estaba acostumbrada a la adulación, al éxito en todas las acciones de su vida.

Volvió otra vez a pasar las tardes en su jardín, encontrándolo ahora de una belleza monótona. Estaba sola, y todo cuanto la rodeaba parecía recordarle con dolorosa inoportunidad que la vida es unión, mutuo apoyo, atrayentes afinidades. Palomas de nítidas blancura, con una cola redonda de pavo real, insistían en sus arrullos, y al pasar ella junto a su jaula, grande como una casa, las veía picoteándose dulcemente. ¡Animales estúpidos! Las copas de los árboles temblaban con el aleteo invisible y los agudos cantos de enjambres de pájaros atraídos por la frondosidad de este oasis. En los tazones de las fuentes se perseguían los peces con la agresiva insistencia del ardor sexual. Pasaba en insomnio largas horas de la noche, oyendo a través de una ventana entreabierta los trinos de varios ruiseñores escondidos en un olivar cercano. ¡Y el hombre de París sin escribir!…

Su vanidad femenil la afligía con un dolor insistente a causa de este silencio. Su orgullo maltratado hasta evocó el recuerdo de algunas mujeres matadoras de hombres, cuyos retratos había visto en los periódicos. Ahora estaba segura de no haber amado nunca a Urdaneta. Lo encontraba grotesco, lo mismo que a su pequeño país. ¿Cómo una mujer de su clase había podido creerse enamorada de tal general—doctor, bruto heroico sediento de goces, muy peligroso, además por su afición al dinero, que arrojaba después a puñados, como ella había leído que hacían los piratas en sus orgías?…

La apreciación de los sacrificios que llevaba hechos por mantenerse fiel a Urdaneta aumentaba su cólera. Por él había arrostrado la pérdida de una parte de su prestigio de viuda rica, acostumbrada a vivir en la más alta sociedad. Podía haberse casado con un príncipe falto de dinero, con un personaje político, ostentando títulos sonoros, viviendo en una Embajada ante una Corte famosa, tal vez gobernando indirectamente un país por medio de su esposo. Todo lo había despreciado a causa de Urdaneta, añadiendo a su sacrificio el propio descrédito.

En París conocían sus relaciones, y tampoco eran un secreto allá en su tierra. Y este hombre, por la monotonía de la costumbre, había terminado mirándola como si fuese su esposa legítima aburriéndose un poco de su felicidad, dejándose llevar por los caprichos de la variación, siéndole infiel con actrices, con profesionales célebres o extranjeras de paso. Las mujeres sentían el atractivo de masculinidad soberbia y dominadora. Les interesaba su barba rizosa, su aspecto de guerrero a la antigua: un guerrero de ciudad asaltada, con todos los horrores del saqueo y la violación.

Rosaura era también de carácter fuerte, y tal vez por ello se habían mantenido las relaciones entre los dos, a través de disputas furiosas, rompimientos y reconciliaciones. Siempre lo habían visto volver avergonzado y suplicante. Era una satisfacción para su orgullo contemplar a este hombre, temible en su país, pidiéndole perdón con aspecto de niño arrepentido. Pero esta vez no venía hacia ella con la misma prontitud. Su última disputa en París, al descubrir Rosaura una nueva infidelidad de Urdaneta, había sido la más ruidosa. El juró no buscarla más. Estaba harto de sus celos; eran cinco años de esclavitud. Ella se había alegrado de buena fe ante su promesa, de no volver. Luego transcurrieron los días sin alterarse el silencio que siguió a la ruptura.

Acabó Rosaura por sentir extrañeza ante la tenacidad con que el general—doctor cumplía su amenaza, y para vencerlo juzgó oportuno alejarse, segura de que vendría, como otras veces, a implorar su perdón. Salió de París convencida de que en la Costa Azul iba a encontrar un telegrama, una carta de aquel hombre, unido de tal modo a su destino, que le era difícil vivir sin él. Al mismo tiempo procuraba no analizar sus verdaderos sentimientos, temerosa de verse en presencia de una predilección sexual y nada más.

Pasó el tiempo sin que la viuda supiese nada de Urdaneta. Tal silencio acabó por preocuparla a todas horas. Dos apreciaciones enteramente diversas compartían su pensamiento. Sentiase celosa al pensar que aquel hombre vivía en París como siempre, yendo a los tes donde abundan las señoras, a los teatros, a los restaurantes nocturnos, mientras ella permanecía recluida en la Costa Azul. Indudablemente estaba continuando su historia amorosa con aquella mujer que había sido la causa de su rompimiento. Otras veces, con un optimismo vanidoso, se imaginaba que Urdaneta la había seguido y se mantenía oculto cerca de ella para presentarse inesperadamente.

De un momento a otro iba a hacer sonar el timbre eléctrico de la puerta de su jardín. Tal vez esperaba en Montecarlo o Niza para hacerse el encontradizo, reanudando de este modo las antiguas relaciones, con cierto miramiento para su dignidad. Y volvía a correr tarde y noche los hoteles de Niza donde se danza; los salones de Montecarlo, siempre llenos de gente extraña, sin encontrar más que alguna que otra amiga retardada como ella en la fuga primaveral.

Deseó, con toda la vehemencia de su carácter, conocer la verdad, e inventó pretextos para justificar el envío de su doncella a París. Le encargó como asunto de importancia varias compras que podía haber hecho por medio de una carta. A continuación le dio orden de averiguar discretamente si el general permanecía en París y qué vida llevaba, cosa fácil por conocer la doncella a la servidumbre de Urdaneta.

Algo calmada por esta precaución, esperó unos días más. Las cartas de Borja continuaban llegando, y ella las leía como si fuesen relatos de viajes lejanísimos por tierras que no vería nunca, inspirándole igual curiosidad que los cuentos leídos en su niñez.

Escribió la doncella con discreta concisión. Don Rafael seguía en París haciendo la vida de siempre.

Almorzaba y comía fuera de su casa, volvía al amanecer, se divertía mucho. Su ayuda de cámara no había querido decirle ciertas cosas, considerando que ella estaba al servicio de la señora; pero sonreía marrulleramente: « ¡Ah los hombres!»

Rosaura quedó reflexionando, con un gesto ceñudo que anunciaba siempre sus decisiones enérgicas. Ni amor ni celos, ni pensar más en él. Todo había terminado.

Este despecho violento la hizo acordarse de sus dos hijos con una maternidad delirante. Sintió inquieta su conciencia por creer que había pensado poco en ellos hasta entonces: Iba a ser madre en adelante: una madre joven y muy chic, dedicada en absoluto a sus hijos, manteniéndose en digna y elegante viudez. Luego, como si resolviese un negocio ruinoso, buscó salir rápidamente de su actual situación. Tal vez el otro reía en París al saberla enclaustrada en su casa de la Costa Azul. Debía continuar su existencia de siempre, para que el general—doctor, visto ahora desde lejos como un personaje ridículo, se diese cuenta de lo poco que representaba para ella.

Dio a su chófer la orden de partir en la mañana siguiente, quedando indecisa cuando éste le preguntó adónde iban. Su primer impulso fue dirigirse a Italia. Había recibido una carta el día antes de cierta amiga inglesa residente en Florencia. Era la mejor época para visitar dicha ciudad. Luego pensó en la corta distancia entre Florencia y Roma. Enciso daba fiestas en su palacio para celebrar su ingreso en la Academia de los Arcades. Don Arístides estaba en Roma con su familia. Se aterró al verse imaginariamente rodeada de todo este mundo que le hablaría del general—doctor.

Una carta de Borja fechada en Tarragona llegó a sus manos en aquel momento. Iba ya camino de Peñíscola, final de su viaje. Otra vez murmuró, pensativa: « ¡Pobre muchacho!»

Recordando al fatuo e infiel Urdaneta, le inspiraba nuevo interés el joven español por la fuerza del contraste. Borja habría sabido apreciarla mejor. Pero inmediatamente le pareció ilógica toda comparación entre los dos hombres. Veía a Claudio sin ninguna posibilidad de amores con ella. Era demasiado joven. Tal vez, considerando bien las cosas, sólo existía entre los dos una diferencia de cuatro o cinco años; pero Rosaura, sin saber por qué, la apreciaba como un obstáculo infranqueable.

La simpatía protectora con que se acordaba de él tenia algo de maternal. Excusó sus atrevimientos viéndolos como algo lejanísimo ya sin importancia. Eran cosas de jovenzuelo inexperto. Además, recordaba con cierta gratitud la facilidad con que la había obedecido siempre al exigirle respeto, la confusión casi infantil que sucedía a sus audacias.

Al pensar otra vez en su situación presente, resolvió volver cuanto antes a París. Deseaba que aquel pequeño mundo que tantas veces había comentado sus relaciones con Urdaneta se enterarse de que ya no existía nada entre los dos. Había llegado el momento de preocuparse de sus hijos. Tendría en su casa notables profesores para su educación. Sólo la verían en automóvil con ellos dos y la parienta que los acompañaba siempre.

Se le ocurrió de pronto que antes de volver a París podía visitar los países de que le hablaba Borja en sus cartas; sorprender a éste en el promontorio del Mediterráneo donde había muerto aquel Pontífice terco, cuya historia le interesaba lo mismo que una novela.

Fue recordando los días pasados en Aviñón y Marsella como los mejores desde su salida de París. Luego reconoció que era absurdo ir en busca de aquel joven imaginativo que sólo le inspiraba un afecto amistoso, y por su parte parecía experimentar la misma atracción pasional que sentían otros hombres en su presencia. La falta de lógica en dicho viaje lo hacía más atractivo para ella. Sólo representaba unos centenares de kilómetros añadidos a su regreso a París, detalle insignificante para Rosaura, que había ido en automóvil varias veces de un lado a otro de Europa.

Podía perder unos cuantos días siguiendo la costa española del Mediterráneo. Luego volvería por el mismo camino hasta Aviñón, tomando allí la carretera de París. Además, ella no había visto nunca esta parte de España, donde crece el arroz y se puede marchar entre naranjos kilómetros y kilómetros. Le habían hablado de los malos caminos de la costa mediterránea y no tenía a su lado a la doncella para que la sirviese en los hoteles mediocres. Podía llamarla, pero consideró inútil hacerla venir de París, cuando ella iba a regresar allá después del corto rodeo por España. ¡Adelante!

Rió al imaginarse la sorpresa que le daría al pobre caballero Tannahauser. Las mismas dificultades de su viaje se convertían en atractivos. Le gustaba de tarde en tarde encontrar los obstáculos y rudezas de su niñez, cuando era pobre y pasaba temporadas en estancias a estilo antiguo, donde la vida era aún elemental. Creía útil hacer experiencias, como decían algunas amigas suyas multimillonarias de los Estados Unidos, prontas a acoger con una sonrisa los trabajos y penurias que las sorprendían en sus viajes.

Fue directamente hasta Perpiñán sin pasar por Marsella. Muchos nombres de ciudades la hicieron acordarse de los relatos de Borja. Su don Pedro de Luna había vivido en ellas. Volvió a entrar, poco a poco, en el ambiente que la había rodeado mientras escuchaba al joven español.

Iba ahora a su encuentro, contando los días y las horas que la separaban de él, pareciéndole el camino demasiado largo. Luego reía de su impaciencia, encontrándola absurda. «Cualquiera diría que voy en busca de un amante. ¡Pobre Borja! ¡Qué orgullo para él, si se enterase!»

Le complacía imaginarse su sorpresa al verla llegar, y al mismo tiempo agrandaba en su imaginación los obstáculos existentes entre los dos. «¡Es tan joven!… ¡Además, su noviazgo con Estelita, la hija del solemne Bustamante, futuro embajador!»

Preguntó por Borja en el Hotel Ritz de Barcelona, recordando el membrete de las diversas cartas que había recibido de dicha ciudad. Don Claudio, según le manifestó el gerente, estaba en Tarragona. No había perdido ella la pista. Iba a continuarla, como buena baquiana, siguiendo las huellas, lo mismo que los gauchos viejos que aún había visto de niña en la Pampa.

También le hablaron de Borja en el hotel de Tarragona. Tuvo que hacer alto, porque aún le quedaban más de cien kilómetros para llegar a Peñíscola y empezaba a atardecer. Además, el camino era muy duro.

—¿Peor que los que he encontrado hasta aquí? —dijo ella con cierto asombro.

Bajó la cabeza el dueño del hotel y abrió los brazos con mudo gesto que parecía reflejar la impotencia humana ante cosas de imposible remedio.

El edificio estaba adosado a un antiguo convento convertido en cuartel. Ocupó la mejor habitación, que olía aún a pintura fresca, y al abrir la ventana del cuarto de baño vio el muro de un jardín inmediato, con manchas leprosas de musgo. Sobre sus bordes festoneados de hierbas floridas se elevaban dos palmeras polvorientas. Las rejas del cuartel le enviaron de golpe un estrépito de muchedumbre invisible, joven y gritona— Los soldados debían de estar en los patios, como colegiales a la hora del asueto. Se llamaban unos a otros con toda la fuerza de sus pulmones. Varios músicos hacían ejercicios en sus instrumentos aisladamente, sin oírse unos a otros, añadiendo su cacofonía enrevesada al humano griterío. Un olor punzante de salud excesiva e intensamente varonil obligó a Rosaura a cerrar la ventana.

Por la parte de la calle monopolizaba la puerta del cuartel toda la acera, cubriéndola con un toldo rayado y colocando en sus bordes cajones verdes de los que surgían rododendros y bojes. A todas horas, unos sillones de junco estaban ocupados por oficiales, y el transeúnte debía deslizarse entre ellos y el centinela que paseaba con el fusil al hombro.

Salió Rosaura del hotel cuando empezaba la noche, deseosa de ver un poco la ciudad, y su paso produjo una gran emoción en la juventud con uniforme sentada a la puerta del cuarto. Tenientes y capitanes se miraron asombrados. «¡Qué mujer!» Nunca habían visto nada semejante en aquella tranquila ciudad provincial. Sólo pudieron compararla a las protagonistas de ciertas novelas eróticas que ellos habían admirado como un compendio de todas las elegancias y voluptuosidades imaginables. Era la gran señora extranjera, hermosa, rica, envuelta en perfumes, que había cruzado su imaginación mientras leían en el cuarto de banderas o se recreaban con salaces fantasías tendidos en su lecho de la casa de huéspedes.

Rosaura vio al poco rato pobladas de militares jóvenes todas las calles que iba siguiendo. Unos marchaban paralelos a ella por la acera de enfrente; otros venían a su encuentro, y al pasar murmuraban en voz baja palabras de admiración. Faltaba poco para que los más audaces la saludasen, poniéndose a sus órdenes, al verla sola y forastera. Tal vez iban a ofrecerse para enseñarle las bellezas de la ciudad… «¡Ah, no!» Le parecían simpáticos; pero renunciaba a toda conversación con ellos, y se apresuró a regresar al hotel.

Mientras comía, vuelta de espalda a las ventanas, vio en un espejo de enfrente gorras con adornos dorados que se juntaban en la puerta para verla, se alejaban y volvían a mostrarse poco después. Dos oficiales comían en la misma sala, y esto sirvió de pretexto para que otros viniesen a saludarlos, formando un grupo que habló en voz alta, esforzándose por decir cosas graciosas que llamaran la atención de la extranjera y la hiciesen reír, desarrugando su ceño hostil.

Se acostó muy temprano, pensando en la jornada siguiente. Era la última noche de su viaje. Duraba ya tres días, y ella se había acostumbrado a madrugar.

Cuando tambores y trompetas tocaron diana en el cuartel, ya estaba ella vestida, tomando un café apenas tibio. Al salir el sol, su automóvil rodaba lejos de Tarragona. Sonrió pensando en aquellos militares jóvenes que la habrían recordado durante la noche, y horas después, al llegar a su cuartel iban a enterarse de que el fantasma del crepúsculo se había desvanecido para siempre con la luz del nuevo día.

Más allá de Tortosa cambió el aspecto del paisaje. Ya no eran viñas y olivares, como en el campo de Tarragona, alrededor de arcos y tumbas romanas. Empezó a encontrar huertos de naranjos, algo espaciados, como las avanzadas de un ejército. Nunca los había visto en esta forma, empezando su ramaje casi a ras del suelo, copudos y de no gran altura, redondeándose como enormes esferas verdes sobre la tierra rojiza.

Entraba en el reino de Valencia, jardín del Mediterráneo, que tantas veces le había descrito Claudio Borja. Su chófer, después de salvar las revueltas de la carretera en ambos declives de la cuenca del río Ebro, dejaba correr ahora el automóvil con la confianza que inspiran los caminos rectilíneos, de largas perspectivas.

Los naranjos estaban en flor. Bosques de algarrobos, oliendo a miel calentada, compartían con las viñas el terreno aún no invadido por los naranjales. Pasaron por una ciudad de casas blancas y azules, con bellas iglesias. Tenía un aspecto de vida fácil, de cosechas ricas y abundante dinero. Varios buques de vela estaban anclados en su puerto. Era Vinaroz. Poco después atravesaron otra población de aspecto semejante. Aquí, según la carta que Rosaura iba consultando, había que abandonar la carretera.. Estaban en Benicarló y les faltaba poco para llegar al término de su viaje.

Vieron a lo lejos, unido a la costa, como un buque encallado, blanco y enorme, el promontorio de Peñíscola, ceñido de baterías, coronado de torres y murallas. El caserío, oprimido por los círculos de piedra, iba escalonándose hasta la cúspide.

La última parte del camino, que parecía insignificante por su brevedad fue la más penosa. El poderoso vehículo tuvo que marchar lentamente, jadeando al mismo tiempo por sus esfuerzos, para no quedar inmovilizado en un terreno blando que se hundía bajo las ruedas. Más que camino era un barranco, que aún guardaba charcas verdosas de la lluvia caída muchos días antes. Sobre sus costados de talud se extendían filas de naranjos, asomaban palmeras, y las cercas estaban cubiertas de flores.

Habían hermoseado los hombres la tierra, batiéndose con el agua muerta de las marismas hasta transformarlas en campos; pero nadie se preocupaba del camino. Además, iba éste hacia una población donde no existen carros y la mayor parte de su tráfico se hace por mar o a lomo de caballerías.

Avanzó el automóvil titubeante, con tremendos balanceos, igual que una máquina de guerra marchando sobre escombros. Al salir a la costa, frente al promontorio de Peñíscola, se lanzó a todo correr por la playa y el istmo arenoso. Aunque el suelo era blando, se deslizaba sin vaivenes, silenciosamente, lo mismo que si tuviese bajo sus ruedas una alfombra gruesa. A ambos lados de la lengua arenisca estaban puestas a secar grandes redes, marcándose sobre el suelo amarillento la trama de sus hilos color vino.

Las tripulaciones de dos barcas negras descargaban lo que habían pescado durante la noche. Sus hombres, con el pantalón subido hasta cerca de las caderas iban trasladando a la orilla unos cestos brillantes bajo el sol, con reflejos de plomo recién fundido. Grupos de mujeres examinaban ávidamente su interior. Los que contenían langostinos, grandes, con una transparencia blanca y densa de cristal mate, eran colocados aparte, como materia preciosa.

Llegó el automóvil confiadamente hasta la puerta de la primera muralla. Numerosas mujeres, en torno a un lavadero, golpeaban ropas húmedas, volviendo a colocarlas bajo el chorro clarísimo de una fuente surgida de las rocas. Todas abandonaron su trabajo dando gritos, y a esta algazara se unieron las voces de numerosos muchachos. El carruaje debía detenerse allí. Era imposible su entrada en una población de calles pendientes y angostas que sólo permitía el paso de machos y asnos con sus cargas. Dos hombres siguiendo a sus caballerías, que llevaban herramientas agrícolas, salieron en el mismo instante de este pueblo de pescadores para cultivar sus parcelas de campo en la costa de enfrente.

Aunque las mujeres y chiquillos gritaban en un dialecto mezcla de valenciano y catalán, Rosaura y su chófer entendieron las indicaciones. Un modesto parador, situado junto a la gran puerta coronada por el escudo ostentoso de Felipe II, tenia ante cobertizo dos carros procedentes de alguna población inmediata, los cuales también habían hecho alto fuera de las murallas.

Rosaura, al echar pie a tierra, se vio rodeada de ojos curiosos que la contemplaban a cierta distancia, con la timidez hostil que inspiran los forasteros. A pesar de su palidez y sus ojeras de cansancio, aquellas pobres mujeres acogieron su presencia como si perteneciese a otra Humanidad y se hubiera extraviado en su camino, llegando engañada hasta allí.

—¡Virgen soberana! —Decían—. ¡Qué señora tan guapa!… Parece una reina.

Algunas viejas, más audaces por privilegio de su edad, se acercaban a ella, titubeando antes de contestar a sus preguntas en castellano, haciéndoselas repetir por conocer escasamente dicho idioma, y porque las desorientaba el acento argentino de Rosaura. No podían adivinar quién era este don Claudio Borja por el que preguntaba la señorona. Una de las más jóvenes descubrió el misterio.

—Es el madrileño —dijo a las otras; y añadió, dirigiéndose a Rosaura—: Suba, siñora; suba siempre delante de osté, y en el castillo le encontrará.

Sus amigas parecieron felicitarla con largas risotadas por la facilidad con que hablaba el castellano y su exacto conocimiento del único forastero existente en la población.

Siguió adelante Rosaura, precedida de un grupo de chiquillos, mientras las mujeres volvían a trabajar en el lavadero o se agrupaban en torno al automóvil, admirando su tamaño, comparándolo con otros que habían visto, haciendo preguntas al chófer para enterarse de quién era su dueña.

Se dio cuenta la criolla de que algo invisible corría por las calles empinadas de la población, avisando a todos el suceso extraordinario de su presencia. Asomaban a ventanas y puertas cabezas de mujeres mal peinadas a esta hora matinal, pues era en la tarde, después de realizados los trabajos domésticos, cuando procedían al arreglo de su persona. Los chicuelos persistían en marchar junto a ella, con la cara levantada para verla mejor. De las casas iban surgiendo otros y otros, que se unían a la comitiva infantil. No hablaban, no pedían nada, la seguían con los ojos fijos en su rostro, presintiendo un misterio, asombrados de su falta de semejanza con las mujeres que veían todos los días, aspirando deleitosamente el perfume de su cuerpo.

Pasó junto a una charca azul rodeada en parte, de muros. Era El Bufador. Ahora sus aguas dormían tranquilas, libres del soplido tempestuoso del peñón, que las eleva en forma de surtidor por encima de las casas cercanas. El pavimento de las calles era de losas resbaladizas. A trechos se formaban en él grandes manchas negras e inmóviles; pero éstas adquirían vida al acercarse sus pasos, elevándose con zumbante revoloteo. Las moscas, señoras del pueblo, al ser repelidas de la calle, se introducían en cuadras y habitaciones.

Continuó subiendo, confiada en el instinto de los que marchaban a la cabeza de su escolta infantil. Al ver a un hombre de rostro curtido por el sol y el agua del mar, barba corta y dura, ancho de espaldas y paso balaceante —un tipo de patrón de barca retirado—, le preguntó si iba en buena dirección para llegar al castillo.

Era el alcalde, que descendía hacia la única puerta del pueblo, avisado, sin duda, de esta llegada extraordinaria. Hizo un esfuerzo para agrupar en su mente todo el castellano que sabía como personaje oficial, y contestó:

—Va usted muy bien. Además, vaya por donde vaya, llegará siempre al castillo.

Luego añadió con ingenuo orgullo, como si proclamase una ventaja de su población sobre todas las grandes capitales del mundo de las que había oído contar maravillas:

—No tenga miedo, señora. En Peñíscola no se pierde nadie.

Al separarse de él hizo esfuerzos Rosaura para ocultar su risa. Verdaderamente nadie podía perderse en una media docena de calles y callejuelas encerradas entre murallas y ascendiendo todas hacia la cúspide del peñón.

El alcalde no osó acompañarla; le parecía un atrevimiento. Con estas grandes señoras no sabe nunca un hombre sencillo lo que está bien y lo que está mal. Pero algunos metros más allá vio aparecer ante ella un campesino llevando sobre el pañuelo que envolvía su frente una gorra con galón dorado y en su diestra un bastón, del que colgaban dos borlas negras. Era el alguacil. Obedeciendo las indicaciones de su jefe, empezó a dar gritos y a mover el bastón para asustar al infantil enjambre. «¿No veían que estaban molestando a la señora?… ¡Qué iban a decir en el extranjero de la educación del vecindario de Peñíscola!» Y Rosaura tuvo que interceder para que no alejase con sus amenazas a esta escolta silenciosa cuyo único delito consistía en marchar pegada a ella tocando los más atrevidos los botones y el paño de su gabán.

En la entrada del castillo tuvo que pedir al rústico emisario de la autoridad el apoyo de su mano callosa. El suelo de la poterna y de la antigua plaza de armas estaba tan pulido por el roce, tan lavado por las lluvias, que parecía de cristal mate y azulado. Era preciso buscar las grietas donde se mantenía la tierra y crecían pequeñas hierbas para que los pies no resbalasen. El alguacil, con el deseo, sin duda, de infundirle ánimos, le habló de algunos visitantes que se habían roto brazos o piernas a consecuencia de sus caídas en este mismo lugar.

Dejaron atrás un vasto espacio rodeado de murallas, al que daban las puertas de antiguas dependencias de la fortaleza. Estas construcciones servían ahora de pajares o estaban abandonadas. El castillo había sufrido tres largos bormbardeos en los dos últimos siglos, y sólo se mantenía completo lo que fue construido en bóveda, las obras bajas y achatadas, que en el lenguaje militar se llamaban a prueba de bomba.

Ascendieron por una escalera de piedra azul, igualmente resbaladiza. El alguacil marchaba delante, hablándole con palabras que ella necesitaba adivinar. Detrás, la insistente chiquillería empezó a esparcirse por la fortaleza aprovechándose de esta visita extraordinaria, pues en días normales su llave estaba guardada en el Ayuntamiento. Comprendió Rosaura que aquel hombre le hablaba del señor madrileño como si lo conociese mucho. De pronto empezó a gritar, presintiendo su proximidad:

—¡Don Claudio, una visita!… ¡Una visita!

Escuchaba Borja, desde poco antes, un rumor creciente que parecía inexplicable en el silencio de la fortaleza abandonada. Como los sonidos más insignificantes adquirían exagerado valor en esta calma profunda, creyó que algo comparable a una muchedumbre amotinada se había deslizado a través de la poterna, extendiéndose escaleras arriba, por los baluartes y el interior de las torres. Al ruido de los vencejos que aleteaban en torno a las murallas se unieron los gritos de los muchachos llamándose entre ellos y una voz masculina gritando a pulmón su nombre. ¿Qué visita podía buscarle en Peñíscola? Asomándose entre dos almenas, vio al alguacil y vio…

No podía ser. ¡Imposible! Poco antes había mirado su reloj: las nueve y media de la mañana. La hora no era de apariciones. Además, juzgaba imposible la existencia de fantasmas a la luz de un sol radiante, en aquella cumbre circundada de mar, bajo un cielo de intenso azul, sin una nube… Y sin embargo, la tenía allí, cerca de él. Resultaba absurdo, pero le pareció igualmente temerario dudar de lo que estaba viendo.

Ella rió de su estupefacción con carcajadas que hicieron circular graciosas ondulaciones a lo largo de su cuello, como si una perla subiese y bajase al otro lado de la blanca epidermis.

—No ponga esa cara… Baje, salude a los amigos… No es para tanto.

Y continuó sus risas, satisfecha del asombró con que la acogía Borja. Cuando estuvo junto a ella le fue dando explicaciones sobre su viaje. Venía a cumplir su palabra. Le prometió en Marsella venir a Peníscola con él, y allí estaba. Era una entrevista de unas horas nada más. Inmediatamente reanudaría su viaje, volviéndose a París. Un pequeño rodeo en su camino.

Todavía no repuesto de la primera sorpresa, la escuchó Borja como si no comprendiese sus palabras. Todo lo que iba diciendo la hermosa criolla seguía manteniéndole en un mundo absurdo. ¡Venir de tan lejos para permanecer aquí unas horas nada más!… ¡Volverse de Peñíscola a París, y llamar a esto un pequeño rodeo en su viaje!… Tuvo miedo de estar soñando, de que —se desvaneciese la inesperada visita, volviendo a verse caído en su anterior soledad.

No; ella estaba a su lado, la respiraba; la veía pálida y un poco marchita por el cansancio del viaje, pero más suya, más íntima que la última vez que se habían hablado en el hotel de Marsella.

Rosaura no le dejó tiempo para sumirse en sus pensamientos.

—Enséñeme todo esto. Hágame los honores del último palacio de nuestro don Pedro. No permanezca ahí erguido y mudo como un poste.

Obedeciendo a esta voz dulce y autoritaria, la guió por todo el castillo, disculpando su ruinoso abandono como si fuese culpa suya. Cincuenta años antes aún había servido de base de operaciones a las tropas del Gobierno, de cuando perseguían a los carlistas en el Maestrazgo. No valía nada como fortaleza ante los cañones modernos, pero resultaba inexpugnable para las bandas del pretendiente don Carlos, faltas de artillería.

Entraron en el salón más grande, con techo abovedado, ventanales góticos y muros de piedra. Indudablemente fue aquí donde Luna recibió con aparato pontifical a los dos enviados de Constanza. Las paredes de sillares estarían cubiertas de ricas tapicerías traídas de Aviñón. Pero después del Papa Luna habían pasado por esta sala las numerosas guarniciones sucedidas durante cinco siglos. Todavía quedaban en los muros soportes de tablas, sobre las cuales colocaban sus efectos los últimos soldados treinta años antes. Al fin, la fortaleza había sido desguarnecida para suprimir el absurdo espectáculo de unos centinelas que paseaban por sus baluartes, bostezando de aburrimiento, convencidos de la inutilidad de sus funciones.

Junto a la puerta de este salón de audiencia se mantenía un rótulo escrito con tinta: Segunda compañía, primer batallón. Títulos iguales los fueron encontrando en las puertas de otras dependencias. Un edificio ruinoso había sido la basílica papal.. Otro conservaba aún dobles ojivas en sus muros sin techo, amenazados de derrumbamiento. En él estuvieron las habitaciones del Pontífice y de su exigua Corte.

Quedaba poco que ver en su interior. Habían sido muy numerosas las muchedumbres militares que lo emplearon como albergue, enjalbegando con cal las paredes, rascándolas para nuevos blanqueamientos, hasta arrancar los últimos vestigios de sus antiguas y artísticas pinturas.

Sólo quedaban en Peñíscola, del Papa Luna, un báculo de cristal de roca con piedras preciosas y otros objetos de menos valor, guardados en la sacristía de la iglesia parroquial.

Rosaura se asomó con inquietud a las bocas de dos mazmorras, en cuyo fondo eran depositados los presos colgantes de una cuerda. Debían de ser obra de los templarios, constructores de la fortaleza, utilizándose después con arreglo a las bárbaras costumbres judiciales de aquellos tiempos.

Respiró con deleite al salir a los paseos almenados, viendo la extensión ilimitada del Mediterráneo. Borja señaló las dos líneas de la costa que se perdían en el infinito a ambos lados del castillo. La de su derecha, baja, verde, toda de viñas, algarrobos. olivos y naranjales, iba hacia Castellón y Valencia. A su izquierda. los caseríos blancos de dos ciudades: Benicarló y Vinaroz; las tierras bajas de la desembocadura del Ebro, y, en último término, las montañas de Tarragona.

Luego contemplaron ante ellos el mar intensamente azul, con ondulaciones suaves y largas, y en esta llanura de incesante movimiento, ciertos redondeles de color más claro, con orla de espumas, cual si surgiese por ellos algo burbujeante que repelía el agua salada.

Explicó Borja que eran fuentes de agua dulce en pleno mar, iguales a las otras que manaban dentro del peñón. Los primeros navegantes cretenses, fenicios o cartagineses, se transmitían como un secreto precioso la existencia de estos manantiales marítimos en distintos puntos del Mediterráneo. Podían llenar sus ánforas y odres sin verse obligados a un desembarco peligroso. La necesidad de agua dulce los impulsaba muchas veces a realizar expediciones tierra adentro, expuestos a recibir el flechazo de un arco emboscado o la pedrada mortal de un hondero de Iberia.

La turba de chicuelos había desaparecido. Se oían sus gritos cada vez más lejos en las calles del pueblo. El alguacil los había expulsado de la fortaleza. Ahora, una cabra blanca y rojiza iba detrás de los dos en su paseo por las murallas.

Borja la había visto todos los días. Un vecino del castillo la dejaba dentro de éste para que se alimentase con sus hierbas. Admiró Rosaura sus movimientos gimnásticos para alcanza el pasto de las ruinas. Con sus patas juntas se inclinaba sobre el vacío, rumiando las flores de una mata surgida más allá de las almenas. Así se mantenía en equilibrio, teniendo debajo los muros inferiores de la fortaleza, la montaña vertical sobre el mar, los peñascos salientes del promontorio, batidos por las rítmicas ondulaciones azules.

Claudio quiso mostrarle una torrecilla de un solo piso, con el escudo de Luna sobre su puerta ojival. Era la parte del castillo más saliente sobre el mar, y, según Borja, se aislaba en ella el tenaz Pontífice durante sus horas de meditación. Aquí tal vez le colocaban, luego de su comida meridiana, aquellas cajas de dulces descritas en el proceso de su envenenamiento.

Paseó Rosaura por esta habitación de piedra con estrechas y rasgadas ventanas, desde las cuales podía atalayarse el mar libre. Claudio describía el nonagenario, enjuto como una momia, mirando al horizonte fijamente, cual si alcanzase a ver la ribera opuesta, la costa de Italia, donde siempre había tenido un adversario que combatir.

No pensaba en la muerte, ni aun después de su envenenamiento. La vida le parecía falta de sentido al desarrollarse sin acción. Todavía, tres años antes de fallecer, proyectaba a solas expediciones marítimas, la organización de una flota igual o mayor que la que le había llevado a las costas de Génova; un desembarco en Civitavecchia, seguido de una marcha sobre Roma, donde aún le quedaban amigos y eran muchos los descontentos.

Su soledad parecía suprimir los obstáculos, presentándole como factibles las empresas más absurdas. Hombres fieles le servían de emisarios, viajando por Francia e Italia para intentar la realización de sus planes.

Martín V, el Papa de Constanza, no se engañaba al mostrarse inquieto mientras existiese el anciano refugiado en Peñíscola. Hacía éste ocultas proposiciones al castellano de Civitavecchia para efectuar un desembarco en dicha ciudad. Intentaba establecer relaciones, para una expedición marítima, con el marido de Juana II de Nápoles, que había sido lugarteniente de su gran amigo Luis de Anjou.

Aún tenía sus dos galeras ancladas en Port Fangos, puerto cada vez más solitario en el delta del Ebro. Era el Papa del mar y estaba seguro de reunir toda una flota de galeras y galeotas, como en otros tiempos, pidiendo apoyo a los mareantes de Barcelona, Valencia y Mallorca, agrandando su marina pontificia con los caballeros errantes del Mediterráneo, que vivían de piratería y otras malas artes, como los paladines terrestres disimulaban atropellos y robos con su heroísmo.

Este anciano, que bendijo a todos los reyes de su época, cuyos pies habían besado estos y otros personajes poderosos, se sobrevivía años y años en una roca olvidada, junto al Mediterráneo. Sus amigos desleales eran ahora grandes personajes de la Iglesia. Los teólogos que al predicar sermones en su honor habían fabricado tantas imágenes del Papa de la luna; pero de pronto recordaban con asombro e inquietud que aún no había muerto.

La prolongación de su existencia era considerada como una prueba de su legitimidad. Numerosos enemigos suyos que aún eran jóvenes iban desapareciendo, arrebatados por la muerte. Él continuaba viviendo, y su vigor sobrenatural, su tenacidad incansable, le hacían esperar algo milagroso que surgiría a última hora, imponiendo el triunfo de la verdad y la justicia.

Rosaura interrumpió a Borja con voz titubeante:

—Tal vez voy a decir un despropósito; pero este hombre que sobrevive en un peñón solitario, mirando al mar, acordándose de sus glorias ya muertas, viéndose cada vez más solo y no dudando nunca de sí mismo, me recuerda a Napoleón y la isla de Santa Elena, que fue para muchos una simple roca.

Borja aprobó, sonriendo benévolamente:

—Si; tal vez existe cierta semejanza, sobre todo en su muerte. Los dos, luego de procurar al mundo e inspirar temores desde su retiro, se extinguieron en silencio, momentáneamente olvidados.

Capítulo 4. En el arenal donde quemaron al fraile por "envenenador y nigromante"

Los amigos que tenía Borja en Peñíscola, el médico y el secretario municipal, subieron a la fortaleza atraídos por la noticia de esta visita. A los pocos minutos buscaron un pretexto para retirarse, satisfecha ya su curiosidad.

Sentíanse intimidados en presencia de esta gran señora, a la que no sabían qué decir. Balbucían, a pesar de la sonrisa y las miradas amables con que acompañaba ella sus preguntas. Los dos se preocuparon de buscar el sitio donde podría almorzar la elegante forastera. No debía ser dentro de Peñíscola. Consideraban imposible que se sentase a la mesa en una de las casas del pueblo, sin otro horizonte que la pared de enfrente, en una calle angosta, y teniendo que sufrir los enjambres pegajosos de insectos.

Resultaba mejor para dicha instalación la lengua de arena ocupada por los pescadores. Y partieron ambos para disponer lo necesario, deseosos al mismo tiempo de verse a solas y poder comentar dicha visita. Iban a apoderarse de los langostinos más grandes que hubiesen traído las barcas. En Peñíscola era inadmisible una comida sin estos mariscos, célebres en toda España.

Rosaura y Claudio pasearon por los baluartes del castillo, contemplando el mar. Luego descendieron lentamente por las calles en cuesta hacia el istmo arenoso.

Eran las once. Como aún faltaba para la hora del almuerzo, Borja empezó a hablar de la muerte de su héroe.

—Don Pedro falleció en un secreto absoluto. Transcurrieron siete meses antes que los vecinos de Peñíscola y el resto del mundo se enterasen de su muerte. Por justas deducciones ha venido a saberse que el enérgico Papa murió el veintinueve de noviembre de mil cuatrocientos veintidós, cuando había cumplido noventa y cuatro años. Hasta después de muerto sufrió persecuciones, pasando por trágicas aventuras. Su cuerpo, momificado por la edad, se mantuvo incorrupto. El cadáver no era más que piel y huesos. Lo enterraron en la basílica del castillo, y sus admiradores dijeron que surgía del sepulcro una suavísima fragancia. Sus sobrinos lo trasladaron después a la casa solariega de Illueca, convirtiendo en capilla el aposento donde había nacido. Allí permaneció su cadáver más de dos siglos, guardado en una urna, completamente entero, como el de muchos santos, con una lámpara ardiendo día y noche lo mismo que en los altares.

Un prelado extranjero, al pasar por Illueca, en el siglo XVI, protestó del culto tributado a los restos del famoso antipapa. Benedicto XIII era ya entonces un antipapa, un simple ambicioso. La historia del cisma había sido modificada para siempre a gusto de sus enemigos triunfantes en Roma. La capilla quedó cerrada hasta principios del siglo XVIII, cuando estalló la guerra de Sucesión entre los partidarios de Austrias y Borbones.

—Los descendientes de Luna eran del bando austríaco, como todos los de la antigua corona de Aragón. El vecindario de Illueca defendió su castillo contra las tropas de Felipe Quinto, nieto de Luis Catorce, compuestas en su mayor parte de franceses. Yo he visto aún en la entrada del castillo de Illueca una pieza de artillería, grotesca, fabricada por aquellas pobres gentes: un cañón de madera con aros de hierro, teniendo por montaje dos ruedas de carro. Los franceses, enfurecidos por dicha resistencia, mataron a la mayor parte de los defensores y saquearon el edificio.

Esto no fue una excepción en aquella guerra, abundante en incendios intencionados de ciudades y bárbaras represalias que parecían de otros siglos. La soldadesca abrió la capilla, creyendo que ocultaban algún tesoro, y al encontrar por toda riqueza la momia intacta, la hizo pedazos con las culatas de sus fusiles, arrojándola en un barranco cercano.

—Parecía que el eterno destino de este hombre extraordinario fuera verse atacado por los franceses hasta tres siglos después de muerto. Unos labradores recogieron su cabeza, llevándola al administrador de la familia Luna. Hoy la guardan en una arquilla los condes de Saviñán, que habitan un pueblo inmediato. Yo la he tenido en mis manos: sorprende por su pequeñez cuando se piensa en la enormísima voluntad que se cobijó dentro de ella. Guarda su epidermis y restos de sus ojos, como las cabezas de los faraones en el museo de El Cairo. Se la reconoce por la exagerada curva de su nariz aguileña, desviada, lo mismo que en sus retratos.

Después de este suceso, los enemigos de Luna atribuyeron una nueva profecía de San Vicente Ferrer. Éste, según ellos, indignado en Perpiñán por la tenacidad del Pontífice, había dicho: «Para castigo de su orgullo, algún día jugarán los niños con su cabeza a guisa de pelota.»

Como murió de viejo, sin otra enfermedad que su vetustez, en pleno uso de su inteligencia, creó dos días antes de su fallecimiento cuatro cardenales, para que el Papado legítimo de Aviñón no terminase con él. Este colegio cardenalicio debía elegir un sucesor, continuando así la no interrumpida cadena de pontífices verderamente herederos de San Pedro. Dichos cardenales de Peñíscola designados in extremis fueron dos aragoneses, Julián de Loba y Jimeno Dahe, y dos franceses, un religioso llamado Domingo de Bonnefoi, prior de la cartuja Monet Alegre, y Juan Carder, que andaba en aquellos momentos por el sur de Francia sosteniendo la causa de Benedicto XIII.

Los tres cardenales residentes en Peñíscola mantuvieron en secreto la muerte de don Pedro durante siete meses, fingiendo que el Papa vivía aún, publicando en los días señalados las acostumbradas indulgencias, sirviéndose de su propio sello para expedir documentos pontificios y cartas en su nombre. Hasta los vecinos de Peñíscola ignoraban dicho fallecimiento, no extrañando la ausencia del Pontífice por haber pasado éste los últimos meses de su vida sin salir del castillo. Mientras tanto, los tres cardenales —según afirmó después su compañero Garrier— se repartieron el oro y la plata del tesoro pontificio, los anillos con piedras preciosas, los vasos sagrados, libros, ornamentos y alhajas de la capilla papal y hasta reliquias de santos. Además, aprovecharon los siete meses de secreto para ponerse en relación con Alfonso V que había abandonado sus reinos de España, dejando como gobernadora de ellos a su esposa doña María, y andaba por Italia haciendo la guerra para consolidar la conquista de Nápoles. Una relación misteriosa se estableció entre el promontorio de Peñíscola y el castillo del Huevo, al otro lado del Mediterráneo, en la bahía de Nápoles, donde vivía el monarca aragonés.

—Pero hablemos de Juan Carrier —continuó Borja— personaje interesante por sus aventuras, clérigo inquieto, de voluntad no común, que fue a modo de una caricatura de Benedicto Trece, repitiendo en pequeño los últimos actos del Pontífice. Este Juan Carrier, nacido en Tolosa, se había distinguido entre los franceses partidarios de Luna, coleccionando cuantos escritos se compusieron a favor o en contra de él, lo que le hizo ser considerado como notable erudito en las cuestiones del cisma.

Benedicto XIII le confería varios cargos eclesiásticos, y al quedar aislado en Perpiñán, lo nombró su vicario general en los estados del conde de Armagnac. El reino de Escocia fue el último en abandonar su obediencia, dos años antes de .su muerte, quedándole después de esto como único soberano amigo el conde de Armagnac, poderoso señor vasallo de Francia, pero que procedía como un verdadero rey.

Sostuvo Martín V una lucha tenaz con los condes de Armagnac, abundante en triunfos, derrotas, conciliaciones y nuevas peleas, hasta mucho después de muerto el Pontífice de Peñíscola. Tal era la actividad de Carrier en su vicariato general, que el Papa de Roma tuvo que ordenar una especie de cruzada contra él.

Por instigaciones de su legado, muchos señores y algunas ciudades de Francia hicieron la guerra a Carrier, que se había refugiado en un castillo inexpugnable de la familia de Turena. Como la situación del vicariato de Benedicto XIII resultaba semejante a la de su Pontífice refugiado en Peñíscola, Carrier dio a dicho castillo el nombre de Pegniscolette, y lo mismo hicieron los sitiadores.

El legado acumuló bombardas y huestes en torno a la segunda Peñíscola. Martín V excomulgó al conde de Armagnac por haber prestado apoyo a Carrier, y éste, para no causar mayores perjuicios a su protector, se escapó de Pegniscolette, emprendiendo el camino de España para ver a su Pontífice.

Cuando llegó al célebre promontorio del Mediterráneo, en 1423, recibió de golpe tres noticias. Hacía un año que Benedicto XIII había muerto; a él lo había nombrado cardenal de San Esteban dos días antes de su fallecimiento, y como sucesor suyo reinaba en Peñíscola un nuevo Papa, llamado Clemente VIII.

Los tres cardenales se habían constituido en cónclave, y después de varios meses de inútiles deliberaciones, acabaron por nombrar Pontífice al canónigo de Valencia don Gil Sánchez Muñoz. Poseedor de numerosos bienes, había desempeñado este canónigo misiones importantes de Benedicto XIII en los últimos años de su Pontificado.

Tenia en su familia amigos íntimos del rey de Aragón, y era muy vil pecador, según dijo Carrier, lo que no significa tal vez otra cosa que haber mostrado cierta afición por las mujeres, pecado común del clero rico en aquellos tiempos.

—Este inquieto Carrier, que no deja de ser gracioso algunas veces al indignarse contra sus adversarios, afirma con toda gravedad en uno de sus escritos que, al ser nombrado Pontífice Clemente octavo, o sea, el canónigo Gil Muñoz, se extendió en el salón del cónclave un olor muy fétido, viéndose durante la noche vagar por las terrazas del castillo de Peñíscola un espantoso macho cabrío.

Rosaura se acordó de la cabra que rumiaba los hierbajos de las murallas. A pesar de su aspecto dulce, debía de ser descendiente del macho cabrío infernal que celebró con su aparición el triunfo del canónigo pecador.

—Tal vez —contestó Borja, sonriendo—. En esta prolongación del reino papal de Luna se mezclaron cosas ridículas. El Pontificado de Clemente octavo fue grotesco, mas no por ello indigno de ser tenido en cuenta. Una cosa que dura ocho años no es para despreciarla.

Al proclamarse en Peñíscola el nuevo Pontífice, se alarmó el reino de Aragón. Todos habían mirado con respeto la desgracia y la lenta vejez de Benedicto XIII; pero originó asombro y luego cólera la noticia de que un nuevo Papa completamente desconocido iba a prolongar la discordia en la Cristiandad.

Siguiendo sus propios impulsos, la reina gobernadora ordenó a todas las poblaciones de la costa que estableciesen un bloqueo en torno a Peñíscola, y hasta preparó tropas para que se apoderasen de la plaza; pero los tres cardenales y el Papa elegido sabían más que ella y sus consejeros de Aragón. Llegaron del castillo del Huevo órdenes del conquistador de Nápoles para que dejasen en paz al Pontífice elegido en Peñíscola y a su Corte.

Alfonso V sostenía una lucha diplomática con el Papa de Roma, reacio a acatar y legitimar su conquista de Nápoles. Al rey de Aragón le convenía mantener en sus estados un cisma que inquietase a Martín V.

No era segura la situación de éste. El Concilio de Constanza, después de haber prometido una reforma general de las costumbres de la Iglesia, se había disuelto sin hacer otra cosa que nombrarlo a él y suprimir a sus tres antecesores. Los husitas, partidarios de Juan Huss y Jerónimo de Praga, habían tomado las armas para vengar a estos mártires y sostener las doctrinas de Wiclef. Su caudillo, Juan de Ziska, obtenía continuas victorias sobre los sostenedores del Papa.

—Una parte considerable de la Iglesia se mostraba descontenta del Pontífice elegido en Constanza. Para evitar los peligros de tal animosidad, Martín Quinto tuvo que convocar un nuevo Concilio en Basilea, pero murió antes que éste inaugurase sus sesiones. Eugenio Cuarto, su sucesor, se vio depuesto por dicho Concilio, y en su lugar fue nombrado Félix Quinto. A éste lo declararon finalmente antipapa; pero todo lo dicho demuestra cuán insegura fue la situación de Martín Quinto durante su Pontificado.

Se entendió al fin el rey de Aragón con el Papa de Roma, y Gil Muñoz, obedeciendo las órdenes de aquél, renunció a su Pontificado de Peñíscola, que ya llevaba ocho años de duración.

—La lentitud con que circulaban las noticias en aquel tiempo, los largos plazos que eran necesarios en todos los asuntos, la falta de periódicos y de comunicaciones rápidas, daban una larga existencia a lo que hoy se resolvería en pocas semanas. Gil Muñoz se mostraba también deseoso de abandonar su Pontificado. La Santa Sede de Peñíscola apenas tenia rentas y el rico canónigo se arruinaba siendo Papa. Mas al llegar el momento de su abdicación, Gil Muñoz y sus cardenales mostraron una altivez verdaderamente española. Ya que cedían, debía ser con toda clase de honores. Además, veneraban la memoria de Benedicto Trece, reconociendo que nadie podía compararse con él, y rivalizaron para mantener hasta el último momento la legitimidad de su causa.

El modesto Pontífice de Peñíscola y sus cardenales no aceptaron nada que pudiera interpretarse como tácito reconocimiento de que Benedicto XIII había sido un usurpador. Su Pontificado era legítimo, y legítima igualmente la sucesión de Gil Muñoz, o sea, Clemente VIII. Lo único que podía hacer éste era renunciar a su legitimidad indiscutible para bien de la Iglesia.

—En el gran salón abovedado que hemos visto se reunieron el veintiséis de julio de mil cuatrocientos veintinueve Clemente octavo y toda su corte. Uno de los tres cardenales que lo habían elegido, el francés Bonnefoi, vivía preso desde tres años antes en un calabozo del castillo por lo que diré luego. El aragonés Dahe también ocupaba una mazmorra, pero sólo desde las últimas semanas, por haberse mostrado contrario, con una tenacidad digna de Benedicto, a cumplir las órdenes del rey, acatando a Martín Quinto.

No obstante estas dos ausencias, la Corte pontificia conservaba tres cardenales: Julián de Loba, el único de los presentes nombrado por el Papa Luna; Gil Sánchez Muñoz, el Joven, sobrino de Clemente VIII —pues éste, para mostrarse verdadero Papa, empezó por proteger a su familia— y otro cardenal creado pocos días antes, que se llamaba Francisco Rovira. Los altos funcionarios eran veintidós, aragoneses y valencianos los más, y algunos franceses e italianos.

El cardenal De Foix, enviado de Martín V, presenció con todo su séquito esta ceremonia, que iba a ser el último acto de la célebre y tenaz resistencia del Papa Luna.

Revestido Clemente VIII con las insignias de su famoso antecesor, ocupó por última vez el trono papal. Con una firmeza solemne declaró que revocaba todas las sentencias y excomuniones que Benedicto XIII o él mismo hubiesen podido fulminar contra el cardenal Otón Colonna y lo habilitaba para recibir la dignidad de Papa. Si él había aceptado la sucesión de Benedicto, era con la esperanza de poder realizar dicha unión, y «por esto libremente, en honor de Dios y de la Iglesia, sin ser inducido por dádivas ni promesas, renunciaba a la dignidad pontifical.» Y pronunciando la fórmula de abdicación descendió del trono, se ocultó en una habitación in mediata y volvió a mostrarse poco después en simples hábitos de canónigo de Valencia.

Procedieron entonces los cardenales a la elección de un nuevo Pontífice votando por unanimidad a Otón Colonna, o sea, a Martín V.

Al día siguiente el antiguo Papa con sus cardenales fue a San Mateo, capital del Maestrazgo, donde vivía el cardenal De Foix, y éste, por su parte, en nombre de Martín V, los absolvió de las censuras que les había impuesto el Pontífice romano, admitiéndolos en el gremio de su Iglesia. Gil Muñoz y su pequeña corte entregaron al legado papal las dos joyas más valiosas que los pontífices de Aviñón se habían llevado de Roma y Benedicto XIII había guardado en Peñíscola: el Liber Censuum, volumen que contenía los títulos de propiedad de la Iglesia, y la famosa tiara de San Silvestre, toda de metal, con círculos de piedras preciosas.

—Esta tiara era cónica, como un embudo invertido. La forma ovoidal que tiene actualmente la tiara pontificia fue inventada cuando la famosa de San Silvestre desapareció para siempre, algunos años después de ser llevada de Peñíscola a Roma. El legado de Martín Quinto la trasladó con gran pompa a la Ciudad Eterna, depositándola en el tesoro de San Juan de Letrán, como un resto glorioso de la supuesta donación de Constantino.

Aunque muchos dudaban de tan remoto origen, era tradición que todos los papas la habían llevado en su cabeza desde los primeros tiempos del cristianismo triunfante. Medio siglo después entraron ladrones en el tesoro de la basílica de Letrán, llevándose la histórica tiara, sin que nadie haya sabido más de ella.

Terminadas estas ceremonias de reconciliación, un secretario de Alfonso V, que le había servido de embajador en Roma, restableciendo la paz entre su rey y el Papa Martín, era nombrado obispo de Valencia, y el legado de dicho Pontífice le colocaba la mitra en la iglesia del castillo de Peñíscola. Este nuevo prelado, Alfonso de Borja, jurisconsulto, hábil en las negociaciones diplomáticas, iba a ser años Papa veinticinco años después, con el nombre de Calixto III.

—¿Asi empezó la familia Borja su carrera? —Preguntó Rosaura.

—Así empezó. Sin las negociaciones de paz que terminaron con la renuncia de Gil Muñoz en Peñíscola, no habría pasado Alfonso de Borja de ser un consejero íntimo del rey de Aragón y de Nápoles. También a Gil Muñoz lo hizo obispo el Papa romano, dándole la mitra de Mallorca.

—¿Y los cardenales que estaban presos en las mazmorras?

Claudio se apresuró a satisfacer esta curiosidad de la dama, igual a la que podía sentir leyendo una novela.

—Los dejaron libres cuando el legado pontificio tomó posesión del castillo.

Al aragonés Dahe únicamente lo habían encerrado unas semanas, para que no se opusiera a que la reconciliación fuese unánime. El viejo cartujo Bonnefoi parecía un espectro después de su cautividad de tres años en un calabozo de piedra que únicamente tenía un exiguo ventanillo sobre el mar. Estaba demacrado, casi ciego y en una miseria tal que sus libertadores procuraron que nadie lo viese. Su delito consistía en haberse puesto de acuerdo con Juan Carrier, que protestaba desde Francia, no queriendo aceptar la legitimidad de la elección de Clemente VIII.

—Este Carrier representa una prolongación extravagante del cisma, como sólo era posible en aquella época de agitaciones eclesiásticas e indisciplina general. Hasta los concilios se reunían prescindiendo de los papas. Todos se consideraban con derecho a buscar la unión de la Iglesia, valiéndose de procedimientos a su modo.

Temiendo que Gil Muñoz lo metiese en un calabozo de Peñíscola si manifestaba francamente su rebeldía, se descolgó Carrier una noche a lo largo de una cuerda, desde lo alto del castillo, y huyó a Francia para refugiarse en el condado de Armagnac. Hizo celebrar por un clérigo, al que llamaban su capellán, la misa del Espíritu Santo, llamó a un notario y a varios testigos para que firmases un acta, y en nombre propio, ya que a los otros cardenales de Peñíscola los consideraba simoníacos, nombró un Papa, cuya identidad mantuvo oculta.

Este Papa designado por Carrier se supone que fue un sacerdote francés de la Guyana, agregado a la iglesia de Rodez. Durante mucho tiempo guardó en absoluto el nombre del misterioso personaje, mas no por ello disimulaba su existencia, y en los estados del conde de Armagnan empezó otra vez una guerra de tres papas, Martín V de Roma, Clemente VIII de Peñíscola y el tercer Pontífice sin nombre, rodeado de un interés novelesco, y en cuya representación hablaba el hombre de Pegniscolette.

Carrier se veía perseguido por los legados de Martín V y al mismo tiempo por el Papa de Peñíscola, que le excomulgó, quitándole el capelo. El conde de Armagnac, Juan IV, que se había mantenido fiel a Luna hasta el último instante, escuchaba al inquieto Carrier y le ofrecía un apoyo para su Pontífice incógnito, igual al que el rey de Aragón había prestado a Benedicto XIII.

Tal era la confusión del conde de Armagnac en tal asunto, que no sabia cómo decidirse a favor de uno de los tres papas, Martín V, Clemente VIII, o Benedicto XIV, pues éste era el nombre que había tomado finalmente el Papa de Carrier, en honor al Pontífice muerto en Peñíscola. Creía de buena fe dicho conde soberano que el asunto principal del cisma aún se hallaba pendiente, y se le ocurrió un medio infalible para averiguar la verdad.

Juana de Arco había llegado en aquel momento al apogeo de su sorprendente historia. Acababa de salvar a la ciudad de Orleáns, consagrando en Reims a Carlos VII como rey de Francia. Esta humilde campesina que triunfaba de los ingleses y oía voces sobrenaturales aconsejándole lo que debía hacer, era la persona indicada para disipar las oscuridades del cisma, y por eso Armagnac le envió una carta que decía así:

«Querida señora: Existen tres pretendientes al Papado; uno vive en Roma, se hace llamar Martín V y le obedecen todos los reyes cristianos; otro habita en Peñíscola y se hace llamar Clemente VIII; el tercero no se sabe donde vive, tan sólo el cardenal de San Esteban y unos pocos lo conocen, y se hace llamar Benedicto XIV.» Y le pedía que suplicase a nuestro Señor Jesucristo para que por medio de ella hiciese saber cuál de los tres era el verdadero Pontífice y poder obedecerle.

La célebre doncella de Orleáns recibió esta carta en Compiègne cuando, vestida de hierro, se disponía a montar a caballo al frente de sus hombres de armas. Quedó al principio en suspenso no sabiendo qué contestar. Sus voces jamás le habían hablado de este asunto. Nacida en 1412, había oído conversar, al tener uso de razón, del Gran Cisma de occidente como de una calamidad ya remota. La resistencia tenaz de Pedro de Luna en Peñíscola, preocupó a España, a Italia y los estados del sur de Francia, sin llegar nunca hasta la Lorena, su país. Todo lo más que había podido saber durante sus primeros años era la reunión de un Concilio en la ciudad de Constanza. A Muñoz y a Carrier nunca los había oído nombrar.

Con el deseo de no mostrarse descortés, dictó una respuesta al conde de Armagnac, diciendo que por el momento estaba ocupada en hacer la guerra; pero luego de su triunfo definitivo, cuando volviese ella a París, podía enviarle otro mensaje. Entonces le haría saber con certeza quién debía seguir, «según el consejo de mi director y soberano dueño, el Rey del mundo.»

—Todo esto —dijo Claudio— que visto desde nuestra época resulta algo pueril, sirvió como nueva arma a los perseguidores de la extraordinaria Juana, los cuales la acusaron, antes de quemarla en Ruán, de haberse mezclado en la vida interior de la Iglesia dudando de la legitimidad de Martín Quinto y prometido declarar en un plazo determinado quién era el verdadero Papa. Su cortesía, que la impulsó a contestar una carta, fue explotada como argumento para hacerla perecer en un brasero.

Rosaura y Claudio empezaron a pisar la arena de la playa. Junto a la puerta de piedra con el gran escudo de Felipe II esperaban los dos nuevos amigos de Borja. Habían hecho todo lo necesario para que pudiesen comer en el istmo. Un viejo marinero, experto en guisos de pescado, estaba trabajando para ellos dentro del parador.

En vano Rosaura insistió en invitarlos. Su timidez y su cortesía los impulsaba a alejarse. Eran las doce, y en sus casas los esperaban para comer. Volverían después; todo lo dejaban bien preparado. Y se alejaron en compañía del alcalde, que había hecho igualmente una corta aparición para convencerse de que nada faltaba a los forasteros.

Al quedar solos, juzgó Rosaura preferible comer en mitad de la lengua arenosa, lejos del lavadero, cuyas piedras olían a jabón fuerte, lejos también del parador con sus carros detenidos ante la puerta y su establo lleno de caballerías, que se azotaban incansablemente con la cola para espantar los insectos.

Avanzó el automóvil hasta la parte media del arenal, quedando junto a una fila de barcas negras de brea, con el mástil un poco inclinado hacia la proa.

La silenciosa chiquillería de la población había desaparecido. Aquí se vieron rodeados por los hijos de los pescadores, grumetes de piel tan bronceada, que parecían salidos de una toldería indígena de América; gatos de barca con el pantalón a media pierna, camiseta rayada y una gorra vieja con visera, todos de ojos ardientes, voz ronca y la fuerte dentadura oscurecida por el tabaco.

Empezaron pidiendo cigarrillos a Borja. Era para ellos el mejor regalo que puede recibir un mortal. Claudio cometió la imprudencia de arrojarles unas pesetas, y la playa silenciosa se estremeció con estruendo de pelea. Los pescadores y sus mujeres se habían retirado a sus casas para comer. Sólo quedaba en el arenal la chiquillería de la flota de Peñíscola, en plena libertad, y comenzaron a batirse entre ellos, disputándose a golpes la posesión de las monedas.

Se empujaban en su furia, cayendo arracimados sobre aquella pareja de señores generosos. Semejantes a los árabes, consideraban el título de tío como el más honorífico que puede darse a una persona digna de respeto. Colgándose muchos de ellos del brazo del tíopara agarrarle las monedas antes que saliesen de su mano.

—¡Tía, a mí!… ¡A mí, tía guapa!

Y Rosaura les arrojó igualmente puñados de pesetas, riendo al ver cómo rodaban por la arena, agitando pies y manos. Uno de ellos echó varios zarpazos a su diestra, rasgando el guante que la cubría, clavando en ella sus uñas; tan grande era su impaciencia.

—¡Ah demonio! ¡ Toma, toma!

Corrió detrás de él dándole cachetes, pero éstos equivalían a una caricia para aquellos pequeños delfines, y volvieron a rodearla, gritando: «¡A mí! ¡A mí, tía!»

Tan grande fue el alboroto que atrajo la intervención de la autoridad, sentada a la puerta del parador, con su gorra dorada y su bastón de borlas negras. Otra vez vio Rosaura al alguacil, pero ahora los enemigos del orden eran menos obedientes y más talludos que los chiquillos que la habían seguido por las calles de la población.

Repartió unos cuantos golpes con la vara de justicia, y los gatos de barca, al recibirlos, procuraron ocultar su dolor, saltando y riendo, mientras gritaban: «¡No me ha hecho daño… , no me ha hecho daño!» Al fin, cansados de aguantar palos y fingir insensibilidad, fueron alejándose en diversos grupos, según sus amistades, haciendo cada cual el recuento de las pesetas conquistadas.

Ya no los vieron más que desde lejos, atisbándolos panza abajo, detrás de las barcas, por si se repetía el derrame metálico, sin atreverse a nuevos avances, como si el alguacil hubiese trazado en torno a los forasteros un infranqueable tabou.

Al quedar solos Rosaura y su acompañante, admiraron la bravía hermosura de esta playa, tan distinta a las que habían conocido en sus viajes veraniegos. Junto al límite de las últimas ondulaciones, donde la arena conservaba la humedad con brillo de espejo, vio saltar la dama un sinnúmero de insectos pequeños blancos casi transparentes. Eran las llamadas pulgas de mar.

Varias barcas se movían ancladas a corta distancia del istmo. Otras se iban deslizando por el límite del horizonte con sus velas de ala de gaviota. Ella admiró la placidez de este panorama marítimo, su silencio meridiano.

No había en toda la lengua de arena otros seres que ellos dos y el chófer. El suelo brillaba como polvo de oro bajo la luz vertical del sol. Temblaban las líneas de los objetos a causa de la evaporación de la arena. En este silencio se transmitían los menores ruidos a inauditas distancias. La caída de un remo, los gritos procedentes de las calles de la población, un carro lejanísimo marchando por los caminos de las marismas, adquirían a esta hora solar una sonoridad más extraordinaria que la de las horas nocturnas.

—¿Y fue en este sitio tan hermoso donde quemaron al fraile que quiso matar al Papa Luna? —preguntó Rosaura.

Sí; aquí habían quemado al fraile por envenenador y nigromante, como le llamaban en el proceso. Viciana, historiador del siglo XVI, aún había visto en dicho arenal un mojón de cal y canto marcando el lugar del suplicio.

—Ahora no queda ni memoria del rústico monumento expiatorio. Peñíscola ha sufrido tres sitios, que modificaron sus alrededores.

Al oír que la rica señora envidiaba la existencia de estas gentes de mar, Borja habló de las tempestades que pasan sus olas de un lado a otro del istmo, obligando a los barcos de Peñíscola a refugiarse en los puertos inmediatos de Benicarló y Vinaroz. Muchas veces la tormenta no les daba tiempo para guarecerse, y se mantenían haciendo frente a la tempestad, lo que originaba numerosos naufragios. ¡Cuántos de estos grumetes que gritaban: «¡Tío, a mí!», acabarían muriendo ahogados!…

La llegada del alguacil con el marinero que había guisado la comida interrumpió su conversación. Colocaron una mesa y dos sillas sobre la arena, a corta distancia de donde venían a extinguirse las últimas ondulaciones en delgadas curvas semejantes al cristal. Una vela tendida entre dos barcas les daba sombra.

Admiró la dama esta rústica instalación, y su entusiasmo fue en aumento al volver el marinero con una gran fuente ocupada toda ella por una pirámide de langostinos asados. Nunca los había visto tan enormes, ni pudo sospechar que dicho marisco poseyera tal perfume. Surgía de ellos un olor semejante al de las violetas.

Dio el guisandero explicaciones en valenciano, rogando a Borja que las tradujese a la señora. Hablaba con desprecio de los miserables cocineros de tierra firme, dignos de toda clase de tormentos, que hierven la langosta y los langostinos, dando a su preciosa carne un sabor de ropa mojada. Los cocineros del mar saben que estos animales preciosos sólo deben servirse asados o fritos. Su olor y su sabor se concentran con la acción directa del fuego.

Estos langostinos de caparazón delgadísimo podían comerse enteros a pesar de su tamaño extraordinario. Sus patas y envolturas crujían fácilmente bajo los dientes, confundiéndose con la carne firme y sabrosa oliendo a flor.

Como Rosaura había pasado la mitad del día sin otro alimento que el café tomado en Tarragona, empezó a comer ávidamente. Se acordaba del almuerzo en la fontana de Vaucluse y del otro, no menos agradable, en el Puerto Viejo.

—Este es mejor Borja. Su bouillabaisse de Marsella no puede compararse con el plato que acaban de traernos. Sabe usted obsequiar magníficamente a sus amigos; lo reconozco.

Tuvo que moderar él su entusiasmo, hablando de los peligros de un atracón. La primera vez que estuvo en Peñíscola quedó tan ahíto de langostinos, que al volver a Madrid no pudo soportar en varios meses su vista y su olor. Luego señaló un lugar de la costa donde se esbozaban las blancuras del caserío de Vinaroz.

Rosaura no ignoraba seguramente quién había sido el duque de Vendôme. Ella movió la cabeza sin dejar de comer. Conocía la plaza de Vendôme en París y la rue de la Paix inmediata. Allí estaban los joyeros, los costureros y hasta los zapateros de gran lujo que la tenían por clienta.

—Pues en aquella población que usted ve murió el mariscal Luis de Vendôme, soldadote grosero, pariente de los reyes de Francia, general de vida licenciosa, aborrecido por su primo Luis Catorce, el cual tuvo, sin embargo, que mantenerlo al frente de sus ejércitos, porque algunas veces conseguía victorias ruidosas no obstante sus descuidos. Al dirigir la guerra de Secesión en España, se quedó en Vinaroz con su corte especial de rufianes y rameras que lo acompañaban a todas partes. Nada tenía que hacer en esta costa, pero se instaló en ella por los langostinos solamente, y una indigestión lo mató en pocas horas.

Su tumba, con inscripciones enfáticas en latín, la había visto Borja en la iglesia de Vinaroz, pero no contenía ya más que sus entrañas. Su cuerpo lo habían llevado al panteón de Infantes en El Escorial.

Claudio no consiguió aterrarla con este ejemplo. Por una sola comida no iba a morir como el glotón Vendôme. Y sólo abandonó la enorme fuente de langostinos al ver que el marinero llegaba con otra semejante, provocando sus protestas y las del joven español. ¿Cómo podrían devorar este nuevo envío más que suficiente para todos los huéspedes de un gran hotel?…

Quedaron tan hartos que apenas pudieron probar los otros platos traídos por el guisandero, todos bien especiados, con arreglo a la gastronomía marinera, para que despertasen en el paladar un deseo de continuo beber.

Explicó Borja la procedencia del vino de color granate oscuro colocado sobre la mesa. Llevaba el nombre de la vecina ciudad de Benicarló. En los últimos tiempos de la navegación a vela, bergantines y fragatas lo cargaban para América, vendiéndolo especialmente en Buenos Aires. Era el vino llamado en la Argentina Carlón, del que había oído hablar Rosaura a sus abuelos; el único que gustaba a los viejos criollos, haciéndoles dar este nombre desfigurado de Benicarló a todos los vinos tintos llegados del país.

Ya no hizo más viajes el guisandero, luego que hubo dejado sobre la mesa una cafetera llena hasta los bordes de líquido denso, intensamente negro, con tanta achicoria como café, tal como les gustaba a las gentes de mar.

Conversaban los dos sobre lo que podían hacer aquella misma tarde. Borja consideraba conveniente ir a pasar la noche en Castellón, capital de la provincia, donde encontrarían hoteles cómodos y limpios. El viaje no era largo. En menos de dos horas podían llegar a dicha ciudad, aunque el camino estuviese en mal estado. Además, las noches eran de luna. Ella diría al día siguiente lo que pensaba hacer; si seguir hasta Valencia, adonde iba él, o regresar a París después de haber satisfecho su curiosidad de conocer a Peñíscola.

—No sé —contestó Rosaura con voz de cansancio—. Me parece bien que vayamos a esa ciudad que usted dice… Pero ya que nos queda tiempo, quisiera dormir un poco. He comido tan bien, que siento ahora sueño… , mucho sueño. ¡Me levanté tan temprano!…

Quiso dormir en el arenal, acariciada por la frescura del mar. Recordó las veces que había hecho lo mismo siendo niña, en sus excursiones por las estancias, a la sombra de un ombú todo leña, envuelta en un poncho y la cabeza inclinada en los jaeces de su caballo, mientras éste iba pastando libremente.

Interrumpió el chófer su gran banquete de mariscos para traer el asiento mayor del automóvil, que iba a servir de cama a la señora; otro más pequeño como almohada y una manta de viaje. Ella se tendió en este lecho improvisado, incorporándose dos veces para convencerse de que en tal postura no dejaba descubierta ninguna intimidad de su cuerpo.

Borja sin abandonar su asiento, dormitó un poco con los codos apoyados en la mesa.

La exagerada abundancia de comida atrajo a varios perros. Devoraban los grandes langostinos caídos en la arena como si fuesen desperdicios sin valor alguno. Lamían en silencio las salsas picantes de los platos. Husmeaban despectivamente las frutas del país que habían rodado de la mesa.

Despertó el joven presintiendo la proximidad de alguien que le contemplaba mientras dormía. Sus dos amigos de Peñíscola, después de muchas vacilaciones y de pasear el istmo de un extremo a otro, habían acabado por acercarse.

El primer movimiento de Claudio fue mirar hacia donde estaba la señora de Pineda, con una inquietud celosa, temiendo que se hubiese destapado durante su sueño. Seguía envuelta en la manta de cintura abajo y su busto se movía acompasadamente con el ritmo de una respiración tranquila.

Eran más de las tres de la tarde; mejor dicho, faltaba poco para que diesen las cuatro. Borja les habló del equipaje que dejaba en su alojamiento de Peñíscola, rogando que se lo enviasen a Castellón por ferrocarril.

Mirando el cielo y el mar, le pareció que debía de ser más tarde que la hora indicada por sus amigos. Se había adormecido en pleno sol, bajo un cielo azul, procurando mantenerse a la sombra de la vela. Ahora el mar era gris, las nubes cubrían las montañas y el sol estaba oculto, como si ya hubiese empezado a iniciarse el crepúsculo.

Llegó el alcalde hacia ellos, con su paso balanceante de patrón de barca.

Miró a un lado y a otro, cual si husmease el tiempo, y movió la cabeza. Luego creyó oportuno dar un consejo:

—Don Claudio, si piensan ir a Castellón, váyanse pronto. El cielo amenaza tormenta.

Capítulo 5. ¡Santa Bárbara Bendita!...

Volvió el automóvil a cabecear en el camino de las marismas, dando saltos violentos sobre sus muelles. Atravesaron Benicarló siguiendo la carretera que va a Castellón y Valencia. Eran las cinco de la tarde, y parecía que estuviese próximo el anochecer.

Dudaba Borja sobre la conveniencia de continuar el viaje, pero su compañera se mostró más animosa, en vista del buen estado del camino. Mucho antes que cerrase la noche habrían llegado a Castellón. Y siguieron adelante.

Quince minutos después los inmovilizó un ligero incidente. Una de las ruedas había sido atravesada por un clavo perdido entre el polvo de la carretera.

Mientras trabajaba el chófer, hablaron de los inconvenientes de la más modernas de las locomotoras terrestres. El ferrocarril parecía haber librado para siempre a los viajeros de las aventuras del camino, cuando el descubrimiento del automóvil volvía a ponerlos en contacto con los vagabundos y los carreteros, con las malas posadas y las pésimas comidas, resucitando rudezas e incomodidades de otros siglos. El automóvil más caro y lujoso, al avanzar desafiando al tiempo y al espacio, perdía su fuerza de bestia mitológica con deplorable facilidad. Bastaba un clavo herrumbroso desprendido de la herradura de un asno para que se inmovilizase en mitad de un camino con desmayo de fiera herida. Marchando a gran velocidad, el mismo clavo miserable hacía estallar una rueda, produciendo el vuelco mortal.

Empezaron a caer gotas de lluvia, trazando hondos redondeles en el polvo de la carretera. Los dos volvieron a meterse en el carruaje, mientras el chófer daba fin a su reparación.

Para distraer Rosaura el mal humor que despertaba en ella este accidente, quiso hacer hablar a su compañero.

—¿Y Juan Carrier?… No me ha contado usted en qué paró este imitador de Benedicto Trece.

—El cardenal de San Esteban terminó sus días oscuramente en el castillo de Foix. En mil cuatrocientos treinta y tres se habían dejado aprehender por los señores de Languedoc, obedientes a Martín Quinto, aburrido de su resistencia ineficaz. Murió en un calabozo sin retractarse, firme en su protesta contra el Papa de Roma, y por haber sido excomulgado lo sepultaron sin ceremonia al pie de una roca. No por ello terminó el cisma completamente. Desaparecido Carrier, persistió una secta llamada de los Trainers, con números adeptos en las tierras del conde de Armagnac, los cuales, pasado medio siglo, todavía esperaban el triunfo del misterioso Benedicto Catorce, que nadie sabia quién era, y su entrada solemne en Roma.

Recordó Borja a cierto clérigo de Toledo, algo exaltado en sus opiniones que le había hecho conocer un gran secreto. Carrier y el Papa elegido por él dejaban reglamentada la sucesión del verdadero Pontificado, y éste venía promulgándose a través de los siglos, manteniendo las tradiciones de Aviñón y de Peñíscola. El grupo de fieles que hacia funciones de colegio cardenalicio se reunía en el misterio, como una sociedad secreta, para nombrar al Santo Padre.

—El último Papa, según me dijo el clérigo toledano, fue un canónigo de Tolosa, y por regla general todos los pontífices secretos eran franceses… Yo no lo creo, pero reconozco que sería muy interesante la existencia de esta Iglesia misteriosa dentro de la Iglesia universal, de estos papas anónimos sucediéndose durante cinco siglos, en espera del momento propicio para apoderarse en Roma de la Santa Sede y restablecer el curso de la antigua legitimidad atropellada.

Rodó otra vez el automóvil, pero bajo una lluvia torrencial que iba esfumando el horizonte y no dejaba ver más allá de unas pocas docenas de metros. El hermoso vehículo perdió en un instante su lujosa brillantez. Los vidrios quedaron empañados con el vaho de la lluvia, cortando a trechos su opacidad el deslizamiento de las gotas. Se había convertido el polvo calizo de la carretera en un barro blancuzco que salpicaba el carruaje con manchas semejantes a las del yeso. Era la tormenta rápida y brutal de las orillas del Mediterráneo.

Este cielo extremadamente oscuro hizo recordar a Rosaura las lluvias de Buenos Aires, prolongándose durante horas y horas, haciendo gritar con sus latigazos claraboyas y techos de cinc, bajo un cielo tan negro que los vecinos tienen que encender luces en plena mañana.

También aquí, en esta tierra de sol la lluvia caía de golpe, en masas más que en regueros, como si el cielo fuese un lago desfondado. Una oscuridad semejante a la de los eclipses solares parecía enlutar los campos.

El chófer, desconocedor del camino y cegado momentáneamente por la lluvia, hacía marchar su enorme vehículo con cierta lentitud. Resbalaba éste en las curvas rápidas, no esperadas por su conductor. Rosaura empezó a arrepentirse de su decisión.

—Reconozco que hemos hecho una tontería no quedándonos en esa ciudad inmediata a Peñíscola.

Contestó Borja haciendo gestos afirmativos; pero la dama con un repentino optimismo empezó a burlarse de sus inquietudes. En peores trances se había visto al viajar por Europa. ¡Adelante! La lluvia tal vez terminase pronto. En los países de clima dulce, estas tormentas son estruendosas y rápidas, algo semejante a loa arrebatos de cólera, tardíos, pero temibles de las personas bondadosas.

No encontraban a nadie en el camino. Los campos y las casas inmediatas a la carretera parecían no haber tenido nunca habitantes.

Rosaura pegaba su rostro a un cristal para convencerse de que el camino seguía al nivel de los campos o por encima de ellos. Mientras fuese así no sentía inquietud. Lo terrible iba a presentarse si la carretera se deslizaba por terrenos bajos… Y esto fue lo que ocurrió media hora después.

Vieron ante ellos una especie de río de aguas rojas; una laguna prolongadísima, con pequeños islotes de barro. Era el camino. Hubo que seguir por él, confiando en la suerte, no sabiendo lo que podían encontrar en el fondo de la turbia superficie que se deslizaba en pequeñas ondulaciones, atraída por otros terrenos más bajos. Resultaba grotesco y triste el avance de la poderosa máquina por este camino acuático. Se inclinaba el vehículo como si fuese a volcar. Unas ruedas se remontaban sobre obstáculos ocultos, mientras las opuestas se hundían. Otras veces quedaba inmóvil, clavado en el fango invisible, y era preciso apelar a su mayor fuerza para que siguiese adelante, dando mugidos de cansancio.

—¡Qué camino! —exclamaba ella— Y esto va a ser interminable… No se le ve el fin.

Contrastando con la suciedad de la corriente fangosa, extendían los naranjales, a ambos lados del camino, sobre taludes de tierra carmesí, sus bolas verdes y enormes moteadas de azahar. Por encima de la arboleda se veía, lejanísimo, un campanario con montera de tejas verdes y azules.

Azotaba la lluvia con violencia creciente el techo del vehículo. La luz era de un gris sucio y opaco. Iba desapareciendo el paisaje, cual si cayesen sobre él nuevos telones de neblina. En algunos fosos invisibles se hundió el coche de tal modo, que el agua empezó a entrar por debajo de sus portezuelas.

—¡Esto no puede ser!… —seguía protestando Rosaura— ¡Ay, si llegásemos a ese pueblo del campanario lindo!…

Experimentó el automóvil una sacudida más brusca. Los dos no oyeron en realidad nada extraordinario; los latigazos de la lluvia sobre el techo hacían zumbar sus oídos; pero ambos tuvieron la percepción de que algo se había roto con un chasquido de hierro que se parte.

Algo falló, efectivamente, en el funcionamiento del vehículo. Siguió avanzando, pero con un movimiento cabeceante de buque sin rumbo. El chófer, al mismo tiempo que manejaba con una energía convulsiva la rueda de la dirección, hizo gestos reveladores de su impotencia. Adivinaron que su esfuerzo resultaba inútil; el automóvil no le obedecía, marchando al azar.

Asi hubiese continuado por el centro del arroyo, pero el conductor, con sus últimos esfuerzos, consiguió ladearlo, y fue a chocar contra uno de los taludes, clavando su trompa en el fango rojo.

Los dos viajeros casi dieron con sus cabezas en los vidrios de enfrente, y una vez repuestos de la sacudida, se miraron indecisos: «¿Qué hacer ahora?… »

Sentíanse miserables y desarmados bajo la tormenta, en un camino desconocido, con el horizonte cerrado por la lluvia, entre dos murallas de tierra y plantas espinosas, sobre cuyos bordes asomaban los campos de naranjos. Nada quedaba en ellos de los viajeros de una hora antes, seguros de su fuerza para vencer la distancia y acortar el tiempo.

Borja se echó fuera del carruaje, hundiéndose en el agua que corría por el camino. Casi instantáneamente empezó a chorrear su rostro, y sintió descender por su pecho fríos raudales.

Había adivinado el chófer la causa de este accidente, y la explicó con cierta confusión, como si fuese culpa suya— Acababa de romperse uno de los muelles delanteros. Imposible seguir adelante. Si intentaba avanzar, el vehículo, falto de dirección, iría otra vez contra un ribazo o un árbol, con peores consecuencias. Tampoco era posible repararlo bajo la lluvia, en aquel lugar inundado. El señor Borja y la señora debían buscar un refugio, sin preocuparse de él. Su deber era quedarse el automóvil.

Claudio, saltando sobre el agua corriente y los islotes de barro, encontró un camino transversal que subía hasta el nivel de los campos. Lo remontó encorvado bajo la lluvia, viendo a corta distancia, entre naranjales, una casita que debía de ser blanca en días serenos y ahora era gris por la humedad. Una de sus ventanas estaba entreabierta, asomándose a ella las caras curiosas de tres niños.

Desaparecieron como si los asustase la presencia del forastero, y en el lugar que dejaron vacío se mostró una mujer llevando pañuelo oscuro en su cabeza, blanca de tez, a pesar de la curtidumbre del sol, carillena, con una seriedad monjil en sus ojos dulces y su boca de labios apretados.

Bona dona!.., bona dona! —exclamó Borja en valenciano, como si pidiese socorro a una buena mujer.

Ella hizo un gesto afirmativo, adivinando su petición, y abandonó la ventana para abrir inmediatamente la puerta de la casa. Luego quedó inmóvil bajo su dintel, colocándose ambas manos en forma de bóveda sobre sus ojos para librarlos de la lluvia.

Claudio volvió corriendo al vehículo en busca de Rosaura.

—¡Nos hemos salvado! Va a resultar terrible para usted ir hasta la casa, pero no hay otro remedio.

La ayudó a descender del carruaje, guiándola en sus saltos sobre el barro y el agua para llegar hasta el camino del naranjal. En vano pretendió llevarla en sus brazos.

—No podrá, Borja. Peso más que usted se cree. ¿Y qué va a evitar con ese esfuerzo, que ya resulta inútil?

Se convenció el joven al mirarla. ¡Miseria humana! En un instante la majestuosa Venus se había convertido en una pobre mujer, igual a las de las tribus prehistóricas, víctimas de todos los ultrajes de la Naturaleza. La lluvia la había envuelto sin ningún respeto, bastando unos segundos para que su cabellera, en desmayadas mechas, expeliese gotas por debajo del gorro de viaje, mientras otras gotas se iban desprendiendo de la punta de su nariz. Sentía bajar el agua en fríos regueros desde su cuello a sus pies. Estos se habían hundido en el barro, y tuvo que hacer grandes esfuerzos para no perder sus zapatos.

En mitad del camino rojo que ascendía a la casa sintió descalzo uno de sus pies. Borja quiso arrodillarse para ponerle el zapato, pero ella lo tenía ya en una mano y siguió marchando sin más que la media de seda, recibiendo salpicaduras de fango en lo alto de sus piernas.

—¡Qué horror!… . ¡Qué tristeza!… —murmuraba al avanzar, compadeciéndose a sí misma por su aspecto, cada vez más deplorable.

Los hizo entrar apresuradamente en su casa la buena mujer. Una cocina servia de habitación común ocupando la mayor parte del edificio; otra pieza era un dormitorio matrimonial, y la tercera, más exigua a juzgar por sus camas, estaba ocupada por los tres niños. Todo ofrecía un aspecto de pobreza limpia, de mediocridad campesina, respetuosa, obediente, resignada a cultivar la tierra ajena.

—Pasen —dijo la mujer en valenciano—. Pasen usted y su señora. Voy a encender fuego.

Al poco rato ardía en la chimenea una fogata improvisada y defectuosa, como ocurre casi siempre en los países de sol, donde el frío resulta un accidente terrible y pasajero. La leña era de naranjo y no estaba seca. Sus troncos chirriaban con burbujeamientos de savia y de goma. Las llamas eran de un rojo oscuro, con más humareda que luz.

Enfriados por la lluvia que empapaba sus ropas y aún corría por sus carnes, se aproximaron los dos viajeros a esta fogata con una delicia animal, poniendo sus manos y sus pies junto a las llamas, como si deseasen sentirse quemados.

Dio explicaciones la mujer, siempre en valenciano, mirando a Rosaura, como si ésta pudiese entenderla. Sus niños habían visto venir el auto por el camino hondo. En días de tormenta les gustaba contemplar el campo mojado y reluciente. Ella vivía sola; es decir con sus tres hijos y con el abuelo de ellos, que estaba casi ciego y desvariaba algunas veces.

Su marido había muerto aún no hacía un año. La viuda continuaba en la pequeña propiedad, esforzándose por cultivarla lo mismo que el difunto; pero no sabía si el dueño de la tierra querría prorrogar el arriendo.

—¡Ay señora! Felices las que tienen vivo a su marido para que corra con la dirección de la casa.

Y miró a Rosaura, que empezaba a adivinar confusamente lo que decía en aquella lengua, ininteligible para ella.

—Nos toma por marido y mujer —dijo a Borja en un momento que la viuda se ausentó.

Reía la suposición, considerándola graciosamente absurda.

—Déjela —contestó Claudio, sonriendo también—. Esta pobre sólo puede considerar casados a un hombre y una mujer que viajan juntos. No la saque de su error. ¡Quién sabe si nos retiraría su estimación al saber que no somos matrimonio, poniéndonos en la puerta bajo la lluvia!… Fíjese en lo que nos rodea.

La viuda había colocado sobre la mesa un velón de bronce de cuatro picos, encendiendo las cuatro luces, lujo que nunca habían visto sus hijos, agrupados junto a la lumbre, mirando tímidamente a estos extranjeros traídos por la tempestad.

Borja mostró a Rosaura dos cuadros que adornaban la cocina, rabiosamente coloreados, procedentes de la primera época de la reproducción al cromo. En uno de ellos se mostraba a Jesús, dulzonamente hermoso, con la barba y la cabellera untuosas, como si exhalasen un perfume inofalteable, abriéndose las vestiduras y enseñando en mitad del pecho un corazón rodeado de llamas. En el otro vieron a un hombre moreno y barbudo, con boina blanca, capa roja, el collar del Toisón de Oro sobre el pecho de su levita azul y ambas manos apoyadas en un sable de Caballería. Era el pretendiente don Carlos, aspirante a rey absoluto, por el que se habían batido medio siglos antes la mayor parte de los hombres de esta tierra del Maestrazgo. Las dos estampas estaban algo oscurecidas por el tiempo y las motas que habían ido depositando las moscas sobre su barniz.

Volvió poco después la animosa viuda, quitándose de la cabeza un saco de harpillera que había contenido abono para sus naranjos y llevaba ahora colocado en forma de capuchón.

Venia de hablar con el chófer en el camino hondo. En vano le había rogado que abandonase el automóvil. Podía dormir en el pajar de la casa; nadie vendría a robarle su carruaje; la gente de los alrededores era buena. Pero el mecánico se negó con la tenacidad escandalizada del que escucha una proposición contraria a su deber. Debía mantenerse allí, y únicamente solicitaba de la señora que le permitiese cabecear durante la noche un inquieto sueño en el interior del carruaje.

Después de estas noticias, que sólo Borja podía entender, empezó a ocuparse de la cena de los viajeros. Ofreció a Rosaura ropas interiores guardadas en un armario de su dormitorio. Eran gruesas, pero muy limpias y perfumadas con romero. Tal vez molestarían a la señora, acostumbrada a prendas de mayor finura; mas ella lo ofrecía todo de buena voluntad.

Acariciada por el fuego, que la iba entibiando interiormente, se negó Rosaura a aceptar esta oferta, traducida por Claudio. A la mañana siguiente tendría secas sus ropas, y pensaba acostarse lo antes posible si la dueña de la casa le cedía una cama que había entrevisto al quedar abierto por breves momentos el dormitorio más grande.

Tuvieron que aceptar los dos todas las atenciones de una hospitalidad a uso antiguo, que se preocupaba ante todo del estómago de sus huéspedes. En vano recordaron su hartazgo de mediodía. La viuda insistió: « Siempre es bueno comer, sobre todo después de una mojadura.»

Sus dos hijo mayores, llevando también en sus cabezas sacos de abono en forma de capuchón, salieron de la casa, satisfechos de poder marchar bajo la lluvia. Iban a otra vivienda de las inmediaciones donde la madre conocía la existencia de un jamón salado y blanducho, llamado pernil en el país.

Un nuevo personaje se movió en la cocina: el padre del difunto, llamado por todos el Agüelo.

La edad y el hábito de encorvarse sobre la tierra años y años para cultivarla habían doblegado su cuerpo. Era enjuto, con abundantes arrugas concéntricas alrededor de ojos y boca. Sus pupilas, amarillentas y lacrimosas, tenían la fijeza de la ceguedad. Saludó a los forasteros en castellano, pronunciando lentamente sus palabras con un acento algo grotesco. Y satisfecho de haber dado muestra de su sabiduría fue hacia la puerta, entreabriendola.

—Llueve —dijo con tono de oráculo—; llueve, pronto va a tronar.

Admiró Borja la adivinación de este hombre falto de vista. Una segunda tormenta se iba aproximando. Sobre el horizonte gris y brumoso por la lluvia avanzaban nubes intensamente negras, cortadas por el zigzag de lejanas exhalaciones.

Volvieron los niños, con el pernil envuelto en papeles mojados, y la madre fue arrojándolo a trozos en una sartén que empezaba a chirriar sobre el fuego.

—Usted y su señora deben comer algo, para entrar en calor —insistió la mujer—. También guardo un vino rancio de mi pobre marido.

Era ya completamente de noche. Una de las ventanas, que sólo tenia cerrados los cristales, se iluminó con lívido resplandor, y a continuación sonó un trueno. La viuda se apresuró a cerrar las maderas de la ventana, abandonando la sartén.

—¡Qué noche nos espera, Señor! —dijo juntando sus manos, como si empezase una oración—. En esta época las tormentas son aquí las peores del año.

Se vieron obligados los dos huéspedes a sentarse ante la mesa, cubierta con grueso mantel. Platos de loza del país, fabricada en Alcora, se mostraban flanqueados por tenedores de madera y pedazos de pan de corteza oscura y miga amarillenta, hecho en la casa. El jamón blanducho se había endurecido con la fritura del aceite; pero era tan salado, que ambos tuvieron que beber el vino del difunto para refrescar sus paladares. Este vino, grueso y áspero, abundante en alcohol los reanimó con momentáneo calor.

Rosaura se imaginaba haber entrado en un rancho de su país, huyendo del mal tiempo. La necesidad la obligó a resignarse a una atmósfera cada vez más densa de humo de leña verde y olor punzante de aceite frito. Los objetos parecían esfumarse a través de esta niebla. Hizo esfuerzos para reprimir su tos, y se pasó varias veces el pañuelo por los ojos. Así debió de ser la vida en las viviendas de la Pampa durante los tiempos coloniales.

Con gusto habría salido de la casa; pero afuera arreciaba la lluvia y los truenos eran cada vez más frecuentes. Sonó uno encima de la techumbre, viéndose antes su eléctrico fulgor a través de las rendijas de las ventanas. La viuda volvió a juntar sus manos implorando con voz temblorosa:

Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita
con papel y agua bendita…

Esta oración la había aprendido cuando empezaba a balbucir y era el resultado de varios siglos de experiencia devota. Bastaba decir tales palabras para que el rayo se alejase por la intervención de la santa.

El abuelo se acercó lentamente a la mesa, con la humildad de un can que aprovechaba las sobras, y sus manos titubeantes buscaron los pedazos de jamón frito, cesando de hablar para engullirlos. También se apoderó de aquel vino que su nuera sólo dejaba salir a la mesa en días extraordinarios.

Al atardecer había comido su cena frugal de siempre; pero ya no se acordaba de ella, seducido por el olor de esta otra que parecían despreciar los ricos huéspedes. La viuda olvidó un momento su miedo a la tempestad para imponer respeto al viejo, tratado por ella como si fuese un niño más en la casa.

—¡Agüelo, no moleste a estos señores! —dijo con voz dura.

Se indignó el cegato ante la suposición de que los señores pudiesen escucharle con molestia. Tenían mucho gusto en oírle. Les estaba contando cosas que no podían haber visto, por ser jóvenes.

Hablaba y hablaba como si reanudase un relato empezado muchos días antes, sin percatarse de que sus oyentes eran nuevos. La nuera había escuchado un sinnúmero de veces la misma historia. Sus tres hijos miraban a los forasteros con ojos soñolientos. El más pequeño se apelotonaba contra su madre cada vez que la casa empezaba a temblar bajo el estrépito de la tormenta. Tampoco prestaban atención a lo que decía su abuelo.

—… Y entonces, al acercamos los liberales, ya saben ustedes, los soldados del Gobierno de Madrid, don Pascual nos dijo: «¡Arriba, muchachos! ¡Viva la religión!» Y nos abrimos paso, no parando hasta Morella.

Borja dio explicaciones en voz baja a Rosaura. Este don Pascual era un escribano del vecino pueblo de Alcalá de Chisvert, un cabecilla realista, apellidado Cucala, que había sostenido la última guerra civil en el Maestrazgo, llevando a sus órdenes gran parte de la juventud rústica del país. El viejo era uno de sus partidarios todavía viviente.

Avanzaba con cierto titubeo a través de sus recuerdos, evocándolos sin ilación.

—Si hablo bien el castellano es porque hice la guerra y vi muchos piases. Estuve en Aragón y en otras partes, donde las gentes no hablan como aquí. Yo llevaba en el pecho un escapulario con el Corazón de Jesús y un letrero que decía: «Detente, bala… » y nunca me tocó una bala, ni un arañazo siquiera. Otros llevaban el mismo escapulario y murieron; pero como me explicó un capellán que venia con nosotros, eran hombres perversos que el Señor no iba a proteger después de tantos pecados.

Su nuera le interrumpió con inquietud, temiendo, tal vez, que su charla incesante pudiese atraer el rayo:

—¡Calle, agüelo! ¡Calle y rece!

Repitió esta recomendación incongruente como si para ella el rezo sólo pudiera ser en silencio. Se veía que la pobre viuda oraba asi por un leve movimiento de sus labios. Cuando un trueno era más fuerte y horrísono, levantaba la voz, repitiendo su invocación a Santa Bárbara.

Calló definitivamente el vejete, como si produjese un efecto narcótico en su interior aquel vino admirado. Los dos forasteros también permanecían en silencio. Después de pasada la primera excitación de esta aventura del viaje, parecían deprimidos por el cansancio.

Interrumpiéndose a cada trueno, empezó la viuda a dar explicaciones sobre el modo de pasar la noche. La casa era pequeña y había que resignarse a su exigüedad. Desde la muerte de su esposo, ella dormía sola en la habitación matrimonial; los niños se acostaban en la otra pieza; el abuelo se arreglaba una cama con pieles de cordero y mantas en el banco de ladrillos de la cocina. Viviendo su hijo hacia lo mismo. Le placía dormir así, porque le recordaba sus tiempos juveniles, cuando iba con don Pascual.

Esta noche la viuda no tendría más que trasladarse al cuarto de sus hijos, cediendo a los señores su habitación. Y levantándose, abrió la puerta de dicha pieza, viéndose sus paredes blancas de cal, unas cuantas estampas de santos y la cama, que era el mejor mueble de la casa, enorme, hinchadísima por numerosos colchones, dando, sin embargo, a los ojos una sensación de compacta dureza.

Mientras desaparecía en el interior del cuarto para convencerse de que todo estaba en orden, Rosaura salió de su postración, mirando con inquietud a su acompañante, al mismo tiempo que le hablaba en voz baja:

—¡Qué disparate! ¡Pero esto no puede ser!… Debe usted decir la verdad.

De buena fe se mostró reacio a lo que ella solicitaba. Era ya demasiado tarde. No sabría cómo formular tal explicación. Temía, además, que esto complicase el hospedaje. A la pobre mujer le era imposible instalarlos por separado. Se vería obligada a dormir en las sillas con sus tres niños…

Además, ¿no podían estar los dos dentro de aquella habitación —como estaban ahora en la cocina—sentados y dormitando, hasta que llegase el alba? … Una mala noche acaba por terminar aunque parezca larguísima. No iban a quedarse solos como en un desierto. A corta distancia de ellos dormía toda la familia. «En la guerra como en la guerra.» Nadie conocería este error de la devota campesina, que podía prestarse a malignas interpretaciones. Ni su mismo chófer sabría nada.

Ella contestó con signos negativos casi imperceptibles, mirándolo fijamente. No le daba miedo Claudio. Ya no era una niña para asustarse ante las audacias de los hombres. Sabía defenderse. Mas, a pesar de esto, insistió en su protesta. Era que esta noche dudaba de ella, a causa su cansancio y su desaliento. Le inspiraba desconfianza su sensualismo adormecido; pensó en las últimas semanas de vida casta y tranquila. ¿Quién puede adivinar las terribles sorpresas que llevamos dentro de nosotros, las bromas crueles que se permite la Naturaleza, tratándonos como un juguete?

—Yo le doy mi palabra… —insistió él en voz baja—. Se lo juro… Duerma en la cama como si estuviese sola. Yo permaneceré en una silla, en el suelo, no importa dónde. Piense que soy un caballero.

Y le temblaba la voz al hacer tales promesas.

Rosaura deseó salir cuanto antes de la cocina. Sus ojos lagrimeaban, heridos por el humo. Su tos era cada vez más violenta. Borja la estaba viendo seguramente con una fealdad que nunca había podido sospechar. Todo esto hizo que volviese su rostro hacia el dormitorio con una mirada que adivinó la dueña de la casa.

Se puso en pie para seguir a ésta, pero antes de alejarse todavía insistió en sus recomendaciones.

—¡Quédese aquí! ¡Invente cualquier pretexto! ¡No me siga!

Permaneció Borja cinco minutos solo junto a la mesa. El abuelo había colocado sus pieles y sus mantas sobre el banco de la cocina, y se acostó quitándose únicamente las alpargatas, lanzando suspiros que parecían de voluptuosidad.

—¡Mejor que un capitán general! —dijo a través de sus encías desdentadas.

La viuda iba de un lado a otro, como extrañando la permanencia del joven en aquel lugar.

—Señor, entre cuando quiera —dijo—. Su señora está en la cama, pero vestida. Dice que le da miedo acostarse como las otras noches con esta tempestad. No lo extraño; a mí me pasa lo mismo.

Marchó Borja con timidez hacia la puerta. Luego abrió resueltamente, volviendo a cerrarla tras él.

La dueña de la casa oyó durante unos instantes las exclamaciones de la señora y las palabras de su marido, que parecían musitar excusas.

Al darse cuenta del derroche de luz que estaba haciendo, se apresuró a apagar los cuatro mecheros del velón. Sin duda, estos señores con aspecto de ricos iban a entregarle una buena recompensa al día siguiente; mas no por ello debía olvidar sus economías habituales.

No quedó más luz que la de los leños de naranjo, cada vez más débil. Empezaban los troncos a carbonizarse; se partían, esparciendo ceniza blanca al lanzar sus últimos fulgores.

Continuaban los truenos sobre el tejado, conmoviendo las paredes, haciendo trepidar las ventanas. Las rendijas de éstas aparecían instantáneamente pintadas de azul eléctrico por las exhalaciones. Sonaba quejumbrosa en la penumbra la voz de la viuda a continuación de cada relámpago: «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita… »

Creyó oír que hablaban fuerte dentro de su dormitorio. Tal vez la habían llamado, y quedó indecisa, avanzando la cabeza. Le pareció escuchar un ruido de muebles, luego otro más sordo: sin duda, un empujón en la pared.

Se imaginó estar viendo su pasado. Todas sus disputas con el difunto, por celos o por simple nerviosidad, eran en la noche, después de acostar a los niños.

Avanzó con lentitud hacia la puerta, colocando el rostro junto a su cerradura para preguntar dulcemente:

—¿Quieren ustedes algo?…

Unos murmullos; después, silencio absoluto. Volvió a instalarse cerca del hogar, en un sillón de brazos hecho de madera de algarrobo, con asiento de esparto trenzado: el mueble más lujoso de la cocina. Este nuevo asiento pareció facilitar la llegada del sueño que rondaba desde mucho antes en torno a ella.

Siguió barbotando a cada trueno su salvadora: «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita… », y acabó por dormirse, oyendo cada vez más lejos los ruidos de la tormenta, no prestando atención a otros más próximos que parecían venir de su antiguo dormitorio matrimonial.

Un profundo silencio la despertó repentinamente. La cocina estaba a oscuras. En el hogar sólo quedaban unos pequeños redondeles de luz, como si entre los tizones se mantuviesen ocultos varios gatos de ojos infernales. Miró en torno con extrañeza al no escuchar más que la respiración del abuelo, débil como la de un niño.

Abandonando su asiento, fue de puntillas hasta la puerta de su habitación. El matrimonio dormía. Luego se convenció de que no dormía. Llegaba hasta ella un leve murmullo de voces suaves y lejanísimas. Tal vez se hablaban al oído, dulcemente, como ella con su difunto esposo al finalizar los placenteros armisticios que seguían a sus disputas. Este recuerdo, ahora doloroso, extinguió su curiosidad y la hizo retirarse.

Fue a tientas hasta una de las ventanas, abriéndola de par en par. Entró por ella una luz láctea; cubriendo su cara y su busto, haciéndola semejante a una imagen de mármol.

Se había alejado la tormenta. Una luna redonda y clarísima circundada de estrellas parecía correr en el cielo por entre nubes oscuras como la tinta, con ribetes de plata. En realidad, eran las nubes las que se deslizaban en tropel, unas veces por debajo de ella, otras cubriéndola con un momentáneo eclipse, del que parecía salir más luminosidad.

Surgía del camino hondo un resplandor de aurora. El chófer, al notar el descenso del agua, había encendido sus faros, empezando la recomposición de la avería. El choque metálico de sus herramientas era el único ruido de la noche.

Luego la mujer contempló su huerto. Brillaban los naranjos con un barniz lunar. Cada uno de ellos sobre su redondo manto verde se había colocado otro de resplandor lácteo y escurridizo.

Saturaba el ambiente un perfume de jardín saqueado. El suelo estaba cubierto de flores que parecían pateadas por una trompa de jinetes nocturnos. La tormenta había arrancado los pétalos del azahar y la tierra empezaba a oler a ramillete de novia descompuesto, con el fuerte perfume de la putrefacción vegetal. Reflejaban los charcos, en su espejo tranquilo, las gotas inquietas de las estrellas.

De pronto, una ráfaga, último arrastre del lejano manto de la tempestad, hacia temblar las copas de este jardín irreal.

Los naranjos dejaban caer de su follaje, punteado de luz, una lluvia de piedras preciosas. Luego quedaban inmóviles y la luna volvía a vestirlos de plata.

De cada hoja colgaba un diamante.


Publicado el 10 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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