El Réprobo

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta



I

—Yo he conocido un hombre—dijo el doctor Lagos—que quiso ir voluntariamente al infierno. Y debo añadir que no sentía la menor duda sobre la existencia del infierno, por ser creyente fervoroso.

Esto fué hace más de treinta años, cuando empezaba yo a ejercer la profesión de médico. Ún viejo doctor, amigo de mi familia, me cedió, al retirarse, su clientela, en los extramuros de una ciudad histórica, que no juzgo necesario nombrar, situada en el centro de España.

Dicha ciudad vive aún como en aquellos tiempos, hermosa y adormecida, casi sin recibir otras impresiones exteriores que la llegada diaria de unos cuantos viajeros, los cuales, Baedeker en mano, vienen a admirar su catedral del siglo XII, sus templos parroquiales, que empezaron por ser mezquitas o sinagogas; sus palacios del siglo XVI, convertidos en casas de vecindad; sus callejuelas tortuosas, iluminadas al cerrar la noche por bombillas eléctricas, que parecen anacronismos, y lámparas de aceite parpadeantes frente a los altares colocados en sus esquinas. Además, tiene un alcázar, con torres encaperuzadas de pizarra, que ocupa lo más alto de la colina por cuyas laderas se extiende su caserío.

Abajo, en el valle, junto a las caídas del río que lo cruza, existen varias fábricas que empezaron por ser simples molinos. Otras nuevas industrias, activadas por el vapor, se unieron a las primitivas, y en torno de todas ellas la población obrera, compuesta de más mujeres que hombres, ha ido agrandando considerablemente el antiguo suburbio.

Por encima de las casas de un solo piso descuellan varios edificios viejos, conventos en su mayoría, que vivieron tres o cuatro siglos aislados por sus vastas huertas. Estas se transformaron, siendo primeramente solares de construcción y luego barriadas de gente pobre. Dichos edificios religiosos, que parecen islotes entre el oleaje de casitas feas y baratas, sólo guardan pequeños jardines claustrales, que sirven para dar luz y aire a su interior.

Le describo la ciudad de hace treinta años. No sé cómo será ahora. He trabajado y he viajado mucho desde entonces; he obtenido algunos triunfos en mi carrera, como usted sabe; nunca me imaginé en aquellos tiempos que llegaría a ser profesor de la Escuela de Medicina en Madrid...; en fin, que no he vuelto jamás allá.

Varias veces he pasado en tren por su estación, viendo de lejos el barrio de abajo, donde empecé el ejercicio de la Medicina; pero nunca sentí el deseo de retrasar mi viaje echando pie a tierra. Es preferible recordar los lugares de nuestra juventud a verlos por segunda vez. Equivale esto a ir al encuentro de la desilusión, y demasiadas veces nos sale ella al paso sin que nosotros la busquemos.

Debo confesar que a los pocos meses de ejercer mi carrera en aquel suburbio obrero gozaba un renombre de sabio, llegando los ecos de mi gloria hasta la ciudad. Esto fué simplemente un efecto de contraste. Aquellas buenas gentes, acostumbradas a mi viejo y rutinario antecesor, se asombraron al ver que un médico de veintitantos años de edad sabía realizar las mismas curas que el otro y usaba, además, nuevos procedimientos, admirados popularmente como si fuesen artes mágicas.

Cuando pasaba por las calles de mi barrio, las mujeres salían a las puertas para saludarme y los hombres se quitaban la gorra reverentemente. Yo era el Progreso, la Ciencia, todas las palabras solemnes y con mayúscula que veían en los periódicos obreros, o que sonaban en sus oídos con badajeo de campana majestuosa cuando oradores llegados de Madrid organizaban mítines para atacar a los reaccionarios «de arriba», o sea a los vecinos de la ciudad cuyas familias venían viviendo durante siglos y siglos en torno a la catedral y al palacio del obispo. Los niños me seguían con la cara en alto para no perder un instante la contemplación de mi rostro grave... Recordaba yo (y perdone usted la similitud) al pálido Dante, con su ropón de escarlata, cuando iba por las calles de Florencia y el vulgo marchaba tras él, admirándolo como a un hombre que había estado en el otro mundo y conocía sus secretos.

Una tarde vino en mi busca una mujer casi vieja para pedirme por favor que visitase a su sobrino. A juzgar por su aspecto, ocupaba una posición intermedia entre la trabajadora y la señora. Se expresaba con más mesura que las hembras de mi clientela; tenía en palabras y gestos cierta unción, que yo llamé «clerical». Debía de haber pasado la mayor parte de su vida a la sombra de una iglesia.

Así era, pues habitaba una casucha de dos pisos anexa al convento de monjas de Nuestra Señora del Lirio, el edificio más antiguo del barrio. Su sobrino era el organista de las monjas, según me dijo en el primer instante. Luego rectificó con cierto rubor:

—El pobrecito Rafael hace tres años que ya no entraba en el convento. Es por su mala salud, ¿sabe usted?... Además, tuvo ciertas desavenencias con las «señoras». Pocos se ven libres en este mundo de malas interpretaciones y de calumnias. ¡El Señor nos proteja!... Pero nadie podrá negar que los Valdés hemos pertenecido al convento muchos años; tal vez siglos. Mi hermano Rafael fué siempre su organista. Mi padre y mi abuelo, también...

Y Rafaelito, mi sobrino, que se crió en el convento como una niña, puso sus dedos en el teclado a la edad en que otros van todavía agarrados a las faldas de su madre.

Luego me explicó la razón de su visita. Los Valdés habían tenido siempre médico propio y gratuito: el de las monjas. Pero el viejo doctor, que de tarde en tarde bajaba a este barrio para visitar a las «señoras» del convento, no parecía entender gran cosa en la enfermedad que sufría el joven organista. Para él, todo era asunto de nervios excitados, de constitución raquítica. Recetaba unos específicos, siempre los mismos, y repetía las mismas palabras de consuelo, apresurándose a marcharse.

Doña Antonia, la tía de Rafael Valdés, había oído hablar, en su trato con las mujeres del barrio, de mi fama como doctor, y venía maternalmente a pedirme auxilio. Juzgó necesario mencionar su pobreza, conmoverme preliminarmente para que fuese parco en mis honorarios. Vivían casi de limosna. Gracias a que las «señoras» eran buenas, y después de ocurrida «aquella historia» toleraban que siguiesen ocupando la casa del organista. Pero aun así, la manutención de los dos seres era un problema difícil que la pobre mujer iba resolviendo día a día. Algunas damas de la ciudad la ayudaban con sus donativos. Rafaelito copiaba música cuando lo permitía su salud; mediocre ingreso, pero siempre era algo. Además, ella hacía costura para fuera, después de haber atendido a los menesteres más groseros de la casa: lavar la ropa, fregar el suelo, hacer sus compras en las tiendas más pobres, confundida con las obreras, algunas de las cuales la miraban con simpática conmiseración, creyéndola una víctima de las venganzas de «los de arriba».

Cuando comprendió por mis exclamaciones y ademanes despectivos que a mí me preocupaba poco la recompensa, la pobre mujer derramó lágrimas, intentando besarme una mano.

Fui a la casa del organista, especie de verruga arquitectónica, con refuerzos de hierro en sus muros agrietados, que se apoyaba sobre la masa del convento, avanzando el maderamen de un alero completamente negro, cual si fuese de carbón. Esta casa era el único edificio de la callejuela. Todo el lado opuesto lo ocupaban las tapias de dos jardines, algo abandonados, pertenecientes a otros caserones vetustos. Las plantas trepadoras se desbordaban sobre estas paredes, cayendo en cascadas verdes; les viejós árboles, cargados de pájaros y nidos, cabeceaban a la menor brisa, dando a los habitantes de la casa del organista una sensación de paz campestre, envolviéndolos en su quietud rumorosa.

Vi al enfermo. No tenía más allá de veinte años. Era un organismo débil, cuya anemia parecía más aguda a causa de una incesante vida imaginativa que perturbaba su reposo.

Quiero evitar a usted ciertas explicaciones profesionales y el uso de la terminología médica. Al ponerse en pie para saludarme pude examinarlo mejor. Mediana estatura; carencia de músculos; una delgadez enfermiza; una piel blanca, fina, igual a la de las mujeres por su delicadeza y su color; ademanes tímidos, encogidos; pero adiviné a través de su modestia una voluntad tenaz para la consecución de aquello que desease: la voluntad de los niños enfurruñados, sorda a todo consejo y que no ceja hasta imponerse.

Su rostro era de facciones menudas y regulares; el pelo, rubio oscuro, lo llevaba muy alborotado y crespo sobre el cráneo, con esa abundancia que parece privilegio de los músicos; una barba rala y débil apuntaba sus dorados cañones por no haberse afeitado el joven en los últimos días. Era miope y llevaba ante sus ojos unas gafas de grueso cristal. Se despojó de ellas maquinalmente al saludarme, como si las considerase equivalentes a un sombrero. Pude ver sus pupilas de verde pálido, con una lenteja estriada de oro en su centro. Estos ojos, grandes, húmedos, apasionados y al mismo tiempo inocentes, habrían podido ser la alegría y el orgullo de muchas señoritas.

Volvió a calarse las gafas, y sus gruesos cristales achicaron dichas pupilas, enturbiando su color. Lo vi semejante a Schubert, a causa de los mencionados anteojos: un Schubert sin la gordura jocunda y la mirada bondadosa del autor de los lieders; enfermizamente pálido, con cierto tic doloroso en el rostro, sugiriendo al observador la imagen de un arco siempre en tensión, pronto a disparar la flecha silbante de sus crisis nerviosas.

Le hice preguntas sobre su estado, mientras iba paseando mis ojos curiosos por el pobre salón de los Valdés.

En el lugar de honor, un piano; en la pared opuesta, un armonio; los dos instrumentos muy viejos, con la madera algo carcomida, anunciando de antemano que de su interior sólo podían salir voces débiles por el cansancio de los años, pero afinadas y precisas, con esa maestría exquisita obra del tiempo.

Sobre el piano, una gran estampa multicolor con marco de oro: la de Nuestra Señora del Lirio, imagen milagrosa guardada en el inmediato convento. Esparcidos en las paredes, todos los Papas que habían reinado durante la vida de los postreros habitantes de la casa, desde Pió IX, en litografía negra, hasta los últimos pontífices, rebosando salud a causa de los colores chillones del cromo.

Otros retratos más modestos se injerían en esta serie papal, muchos de ellos simples grabados de periódico: Bach, Beethoven, Haydn, Mozart.

Doña Antonia, manteniéndose en pie junto a nosotros, iba describiendo los raros y contradictorios síntomas de la enfermedad de su sobrino: inapetencia, languideces inexplicables, catarros, y al mismo tiempo, una irritabilidad, cuyas consecuencias soportaba la pobre señora, crisis nerviosas que le hacían caer al suelo de repente, con los ojos extraviados y la boca llena. de espuma.

Ya sabía bastante, y quise distraer al enfermo hablando de su arte. Era un sensitivo, ligado a la música desde que se dió cuenta de que vivía. Un mundo sin música le habría parecido inhabitable, muriendo inmediatamente como un organismo falto de atmósfera.

La música era a un mismo tiempo su razón de existir y su eterno suplicio. Estas crisis que le hacían rodar sobre la estera de la pieza en que estábamos ocurrían siempre en mitad o al final de la ejecución de ciertas obras musicales. El joven organista se introducía de tal modo en su interior, que la sonata o la sinfonía iba cayendo sobre él como un palacio que se derrumba, haciéndole seguir su misma suerte, aplastándolo bajo sus últimas notas.

Señalé el retrato de Beethoven, y Valdés me contestó, con una pobre sonrisa que revelaba miedo y admiración:

—Es demasiado vigoroso para mí. Su vino me enloquece. Yo sólo llego hasta Mozart. Es lo más fuerte que puedo resistir.

Su tía intervino, añadiendo un nuevo detalle a sus informes. Este señor Beethoven, del que había oído hablar tanto a su hermano, era fatal para Rafaelito. Siempre que lo encontraba en el suelo inánime o retorciéndose entre alaridos, una partitura de dicho maestro estaba abierta sobre el piano.

Quedó el joven músico en éxtasis ante el retrato que yo había señalado. Otra vez los mismos ojos de miedo y admiración. Pensé en los devotos de ciertos dioses bárbaros, que inspiran fervor por su majestad, pero a los cuales no conviene ver, pues con su presencia deslumbran y matan.

Él se mantenía, como los otros, frente a la misteriosa cortina del templo, sin osar levantarla, resistiéndose a la tentación. Adoraba a todas horas al ídolo oculto, con el respeto que infunden las cosas prohibidas, y al mismo tiempo evitaba verle.

II

Doña Antonia me hablaba siempre del «disgusto de las señoras» y de «aquella historia»..., sin añadir detalles precisos; pero gracias a las indiscreciones de algunas mujeres del barrio que conocían el suceso, con todos los errores e imperfecciones del comentario popular, y a las confidencias del mismo Rafael Valdés, pude ir penetrando en el pasado, hasta reconstituir, a mi modo, lo ocurrido en el convento.

Visité su iglesia blanca, dorada, «bonita», éste era su elogio más exacto. Como el convento recibía antaño mandas frecuentes de personas devotas, las monjas habían dedicado la mayor parte de ellas, en el último siglo, al embellecimiento de su propiedad. Total: que la iglesia, que era primitivamente de arquitectura gótica, oscura y venerable, se transformó en un templo de estilo corintio, desapareciendo bóvedas y ojivas de piedra bajo blancas escayolas, capiteles chorreando oro e imitaciones de mármoles coloridos. Los corredores y locutorios del piso bajo, abiertos al público, ofrecían igualmente una blancura uniforme, nítida, de una limpieza desesperante, que parecía repeler todo adorno imaginativo.

En su interior, inaccesible a los laicos, aún era más vistosa esta blancura vulgar. Muchas ojivas habían sido muradas, teniendo sólo en cuenta las necesidades de la vida diaria, y se decía que debajo de las diversas capas de su enjalbegado estaban ocultas, tal vez para siempre, grandes pinturas al fresco.

La única piedra antigua limpia de este blanqueo desesperante era la de los arcos y columnillas de un claustro que ocupaba la parte céntrica del edificio, y en cuyo rectángulo descubierto crecían los lirios y azucenas de cuatro arriates formando un pequeño jardín. En el centro de sus dos senderos, trazados en cruz, se abría un pozo con brocal de piedra y arco de hierro trabajado a martillo, teniendo un medallón en lo alto que encerraba el emblema de María.

En otro tiempo, cuando este santo edificio no había perdido aún su aspecto tradicional y los muros eran de piedra, las bóvedas ojivales y las capillas oscuras, con una pátina venerable, algunas de sus religiosas dieron mucho que hablar a los vecinos de la ciudad, y no menos quehacer al obispo y a sus allegados más hábiles en asuntos teológicos y estrategias para vencer al Malo. Se apareció el demonio con frecuencia en varias de las monjas, aumentando rápidamente el número de las poseídas como por obra de contagio. Rodaban por el suelo, pataleando, los brazos retorcidos, mientras expresaban con palabras balbucientes los espectáculos, unas veces infernales y otras torpemente libidinosos, que el Maligno les hacía contemplar.

Ahora resultaban imposibles las visitas del diablo. Los habían expulsado para siempre aquellos adornos arquitectónicos, que parecían de confitería; aquella blancura de cal, frecuentemente renovada. Se comprende que el demonio deje ver su figura roja, sus patas de sátiro, su cara barbuda, maligna y cornúpeta, sobre un fondo de sillares de piedra roídos por centenares de años, oscurecidos por el humo de los cirios y el suspirar de numerosas generaciones de orantes. Es la pantalla apropiada, la única, en que se puede proyectar la cinematografía infernal. Mas esta visión no era posible sobre paredes enjalbegadas dos o tres veces al año por unas monjas rústicas y animosas, con las haldas recogidas para no mancharse en los cubos llenos de cal, empuñando, infatigables, cañas largas rematadas por brochas.

Después que el demonio abandonó para siempre el blanco convento, la vida de éste fué deslizándose dos o tres siglos en una calma regular y monótona, como si ya no hubiese en el mundo nada de extraordinario y la única razón de existencia de los seres sobre la Tierra fuese rezar a horas determinadas; cantar gozos en honor de la Virgen y los santos; mantener una limpieza escrupulosa en el edificio, más que en las personas; ir a la caza de pecados por la llanura yerma de una vida sin incidentes, para poder decir algo al confesor; preocuparse de lo que piensa la superiora y las simpatías o antipatías entre las hermanas; fabricar dulces o labores; comer, dormir y volver a empezar lo mismo al día siguiente.

La única novedad en esta vida monacal, blanca, pura y monótona como las paredes, la representaron tres generaciones de Valdés, organistas del convento. Entraban en él por tradición, con la misma libertad que el capellán de la casa. Eran hombres que se habían casado y vivían como laicos en el pequeño edificio adherido al convento; pero la herencia del cargo les confería tácitamente cierto carácter eclesiástico compatible con la clausura.

Estos varones, que llegaban del mundo profano y volvían a él todos los días, eran para las monjas la vida pecadora, en lo que tiene de más glorioso y seductor. Los pobres artistas seguían una existencia casi tan monótona y regular como la de ellas; sólo de tarde en tarde subían a la ciudad; rara vez habían ido más lejos; pero leían periódicos, estaban enterados vagamente de lo que ocurría en el mundo, y, sobre todo, traían en sus personas, sin saberlo, el poder demoníaco y voluptuoso de la música.

A veces, don Rafael, el padre del último organista, sorprendía a su auditorio durante los oficios con unas melodías nuevas, que las pobres monjitas admiraban como si fuesen ecos de los himnos entonados por los coros angélicos al pie del trono de Dios. Su ritmo era más dulce que el de las músicas viejas introducidas en el convento por otros organistas, que casi habían tomado una importancia ritual. Acariciaban sus oídos con voluptuosos roces; representaban para ellas algo así como un avance de las futuras sinfonías celestiales.

La curiosidad las impulsaba finalmente a hacer preguntas a don Rafael sobre el origen dé tales obras. ¿Eran suyas?... El modesto organista se escandalizaba ante la suposición de tal paternidad. No; eran fragmentos de Donizetti, de Mercadante, de Verdi, de otros músicos gloriosos que deleitaban en aquellos momentos al mundo profano. Y las santas mujeres no mostraban escándalo al saber que estos compositores de óperas sólo habían escrito alguna que otra obra religiosa. Todos habían nacido en Italia, donde vivía el Padre Santo, y ello era suficiente para que no sintiesen sospecha alguna de pecado en esta música de encubierta sensualidad, que despertaba en su interior nuevos sentimientos.

Había sido casado don Rafael unos pocos años, y vivía con su hermana y el hijo, único producto de dicho matrimonio. Las monjas se preocupaban de él, manteniéndose al tanto de todo lo que ocurría en su casa, como si entre ésta y el convento existiese una comunicación directa. El organista era un motivo de orgullo para la comunidad. Ninguno de los otros conventos poseía organista propio, contentándose con los servicios de algún artista de alquiler, al que llamaban los días extraordinarios.

Ricos bienhechores, devotos de Nuestra Señora del Lirio, habían proveído en otro tiempo, con sus dádivas, para que el convento tuviese «música propia», como decían las monjas. La desamortización de los bienes eclesiásticos y la tibieza creciente de los fieles habían disminuido mucho las rentas de la comunidad; pero todas las superioras prefirieron hacer economías en otros servicios para mantener en su puesto a los Valdés y que siguieran ocupando la casa reservada al organista desde dos siglos antes. Así todos los días las monjas podían cantar desde su coro, a pleno órgano, acompañadas por el «maestro» de la casa. Otras veces, mientras rezaban con la frente inclinada, el Valdés que existía en aquel entonces se iba entregando a las agilidades musicales, estremeciendo el ámbito de la iglesia con una mezcla de improvisaciones propias y remembranzas de músicas ajenas.

Asistían con preferencia los devotos a las ceremonias religiosas en la iglesia de Nuestra Señora del Lirio. Todos los dias resultaban en ella de gran fiesta por obra del organista, mientras en los demás conventos el oficio común era simplemente rezado, y únicamente en solemnidades extraordinarias sonaba gangosamente el órgano.

La superiora y las religiosas más importantes que deliberaban con ella sobre la vida de la comunidad eran designadas con el título de las «señoras» por el último Valdés. Y las «señoras», al verle viudo, solo, melancólico, con la carga de un niño pequeño, mostraban por éste un interés maternal.

—Don Rafael, tráiganos a Rafaelito.

El hijo del organista, que sólo tenía cuatro años, era introducido en el torno lo mismo que un paquete de ropas o un cesto de comestibles traído de fuera. Giraba el cilindro hueco sobre su eie, y el niño, caía entre las monjas, disputándoselo todas ellas para darle besos y correr por los claustros llevándolo en brazos. Rafaelito parecía resucitar con su presencia la maternidad anquilosada de estas santas mujeres. Lo encontraban semejante por su hermosura a todos los angelitos medio desnudos que están sentados en nubes al pie de las Vírgenes.

Al principio lloraba el niño, de miedo, al recibir tantas caricias. Luego, la abundancia de dulces, elaborados en el convento y puestos a su libre disposición, provocó sus sonrisas; y, finalmente, sus mandatos de pequeño tirano. Las religiosas prudentes tenían que cortar la alegré generosidad de sus hermanas más jóvenes. Rafaelito iba a morir de una indigestión. A poco rato de haber pasado la frontera giratoria del torno tenía cara y manos sucias de confitura.

Una de las monjas, hábil costurera, se permitió una invención que hizo torcer el gesto, en el primer instante, a las madres más viejas y rígidas; pero acabó por verse celebrada con un regocijo pueril por toda la comunidad. Había confeccionado un traje de novicia para Rafaelito, v éste, vestido de monja, pudo pasear por el jardín del claustro con una torpeza graciosa, enredándose sus pies en los bordes del hábito, arrancándose de pronto las tocas con infantil sofocación. Este pequeño mundo rió del disfraz, con el incentivo de que tal vez pudiera ser dicha invención un pecado voluntario, cuya importancia no llegaban ellas a comprender.

Consultó el caso la superiora con don Jorge, capellán del convento, sacerdote viejísimo, desdentado, que movía su cabecita rosada al hablar cual si tuviese un muelle temblón en el cuello; hombre de cortos estudios, de gran bondad natural y de exacto juicio para apreciar la poca importancia de las consultas que le hacían aquellas santas mujeres.

Rió lo mismo que ellas al ver en una de sus entradas en el convento al hijo del organista vestido de monjita. Luego se puso serio, mostrando cierta inquietud.

—Está bien, pero que no se entere nadie de la broma. Sobre todo, que no lo sepa don Justo.

Dicho nombre tenía la virtud de poner serio a don Jorge, interrumpiendo su temblor de los momentos tranquilos. Don Justo era un canónigo encargado por el obispo de visitar los conventos y que mostraba una predilección inquisitiva por el de Nuestra Señora del Lirio, con gran terror de su capellán.

Cuando Rafaelito fué tan crecido que ya no pudo caber en el torno, las «señoras» siguieron llamándole, y entró en la clausura por la puerta, lo mismo que un sacerdote. Pero sus apariciones se hicieron menos frecuentes. Tenía que seguir sus estudios musicales; sólo vivía para ellos, y su padre y maestro le obligaba muchas veces a abandonar el piano por miedo a que una laboriosidad excesiva perjudicase su salud.

De todos modos, el sexo y los años del hijo del organista no impidieron que siguiese entrando en el convento. Las «señoras» le abrían la puerta para evitarse la molestia de recibirlo en el locutorio. La barrera de la clausura continuaba no existiendo para él.

Muerto su padre, la comunidad no se reunió siquiera para reemplazarlo: Rafaelito era el organista de la casa, por su nacimiento y sus méritos. Las monjas más jóvenes lo consideraron superior al difunto don Rafael. Otras más viejas sonreían maternalmente al escuchar esta afirmación, como si les correspondiese gran parte del mérito de un artista al que habían tenido en sus brazos.

Don Jorge se mostraba algunas veces intranquilo al encontrarse con Rafaelito dentro del convento.

—Esto no es prudente, madre superiora. Bien sé que lo han criado ustedes como si hubiese nacido en la casa... Pero ya es un hombre; ya se afeita. ¿Qué dirá don Justo si se entera?

Mas la madre superiora y su séquito familiar se escandalizaban ante estas palabras. ¡Un niño!... ¡Un verdadero ángel! Y lo veaín, no obstante los anteojos que empezaba a usar y su cabellera rubia y crespa, lo mismo que cuando corría entre las azucenas y lirios del jardín claustral con una torpeza de pato, vestido de monjita.

La comunidad empezó a fijarse en la música de su joven organista. Con frecuencia sentíanse las monjas interesadas por algo nuevo que el órgano iba desenvolviendo en el ambiente de la iglesia, saturado de perfumes rancios de cirio, de incienso y de flores.

Eran unas melodías ligeras, de ritmo alegre; música juvenil, poco vigorosa, de suave melancolia, que cantaba a su modo ingenuamente.

El monástico auditorio las buscaba semejanzas con diversas músicas que habían impresionado su inocente sensibilidad. Unas monjas evocaban las melodías cristalinas, discretas y tenues que cantan los viejos relojes de música; otras hacían memoria de las pastorelas regocijadas e ingenuas que animaban las misas de Nochebuena.

Las religiosas más venerables, movidas por la curiosidad, formulaban la misma pregunta que veinte o treinta años antes habían hecho al otro Valdés, cuando ellas aún eran jóvenes, en compañía de muchas hermanas que ya habían muerto:

—¿Quién es el autor de esa música tan dulce?...

Y Rafaelito se ruborizaba, bajando los ojos detrás de sus redondeles de cristal, acabando por contestar tímidamente :

—Es mía.

III

Se vió de pronto el compositor algo olvidado. Un gran suceso acababa de trastornar aquella vida lejos del mundo, que se iba desarrollando siempre igual, cual manso arroyo, entre los muros del convento.

Damas de origen noble habían figurado en otras épocas como religiosas de su comunidad: segundonas de gran familia, dedicadas por sus padres a la vida conventual sin consultar previamente su vocación. Había que seguir las tradiciones de la familia.

Mas los rumbos de la vida eran otros ahora, y la población monástica estaba compuesta de mujeres de origen más humilde: antiguas campesinas dadas a la devoción, que por influencia de ciertas señoras devotas, protectoras del convento, habían acabado por entrar en él, mostrando cierto orgullo al verse elevadas sobre su propia familia y sus convecinas por esta nueva condición de monjas profesas. Otras habían sido domésticas de casas ricas, y aceptaban la reclusión monjil como un privilegio que las ennoblecía, libertándolas de servir a los demás, de las durezas de una labor sin honores, para ser únicamente criadas de Dios.

Unas pocas monjas se consideraban de origen superior, por haber nacido en familias de viejos funcionarios del Estado radicadas para siempre en la ciudad. La superiora tomaba cierto aire de nobleza al recordar que su padre fué administrador general de cierto conde residente en Madrid, lo que le confería un origen casi aristocrático.

En medio de este mundo cayó repentinamente la señorita Genoveva de Oliva, nombre mundano que trocó después por el de sor María del Lirio. Me la imagino, teniendo en cuenta las descripciones de los que la conocieron. Era hija de un caballero empobrecido, que llevó hasta sus últimos momentos vida de gran señor; uno de esos calaveras simpáticos, expansivos e inconscientes, que siembran la ruina en torno de ellos sin darse cuenta de lo que hacen; que aman mucho a sus hijos y los roban alegremente, derrochando no sólo la herencia que podrían dejarles, sino, además, lo que les corresponde por testamento de otros. Este señor de Oliva, perteneciente a una de las familias más antiguas de la ciudad, había pasado gran parte de su existencia en Madrid, con su esposa, rica dama a la que empobreció, y luego, al quedar viudo, en Paris, en Londres, en todas las ciudades que interesaban su curiosidad insaciable. Hijos e hijas, deseosos de emanciparse de este progenitor terriblemente alegre, se habían ido casando, después de sacarle cada uno, como pudo, su parte de la herencia materna.

Genoveva, por ser la más pequeña, le siguió en las últimas peregrinaciones de su vida. Al principio fué pensionista en aristocráticos colegios del extranjero; después pasó en su casa de París largas soledades, mientras papá continuaba sus aventuras de galán eternamente joven.

Al verse huérfana volvió a España, buscando el amparo de su familia. Tenía hermanas que eran ricas por su matrimonio, y hermanos que desempeñaban cargos públicos de alguna importancia; pero todos sentían únicamente interés por los hogares que habían creado, y se pasaban como fardo molesto a esta hermana pobre, sin otro porvenir que el de un casamiento problemático.

Yo creo que no era fea ni hermosa; lo que se llama una mujer «distinguida», con el interés físico de la juventud, atrayente y culta en sus conversaciones a causa de sus viajes y de su educación en el extranjero. Todos los que me hablaron de ella hicieron especial mención de que era muy alta, de grandes ojos negros y una tez pálida, algo aterciopelada, como la de los frutos sazonados.

Amó a un hombre y llegó a creer que se casaría con él. Este hombre la abandonó por otra mujer, grotescamente fea, pero millonaria. La señorita de Oliva cayó enferma después de tal desengaño, y durante su convalecencia en casa de unos parientes establecidos en dicha ciudad, cuna de su familia, influida tal vez por el ambiente, adoptó la más romántica de las resoluciones.

La juventud de ahora piensa de muy distinto modo que la de aquella época, y eso que no es considerable la cantidad de años transcurridos. Entonces todavía perduraba la influencia de La favorita, de Donizetti, y de tantas novelas y obras teatrales que ofrecían como único final digno de un amor desgraciado la vida del convento. Los tenores hacían llorar cantando el Spirto gentil con hábito blanco de fraile; el terrible don Alvaro, víctima de «la fuerza del Destino», se refugiaba igualmente en un monasterio. Todas las amorosas olvidadas se vestían de monja en el último acto de la obra o en los postreros capítulos del volumen.

Además, Genoveva de Oliva estaba cansada de ir de casa en casa, llevando una vida parasitaria, teniendo que sufrir profundos tormentos morales al verse más abajo de sus parientes ricos y a una altura molesta sobre la domesticidad, que la despreciaba por pobre. Toda su familia alabó tal resolución, dándole facilidades para su entrada en el convento.

Habían figurado antaño los Olivas como grandes protectores de la comunidad de Nuestra Señora del Lirio. Ella iba a ser un personaje importantante en aquella santa casa, por la fuerza de la tradición y los méritos de su persona. Resurgió en su memoria cuanto había leído sobre abadesas nobles y canonesas reales, gobernando como grandes señoras sus pequeños reinos místicos.

Con la generosidad del que se libra para siempre de una obligación penosa, contribuyó la familia a todos los gastos de su ingreso en la vida claustral, dando al acto una solemnidad desusada. Hasta de Madrid y otras ciudades llegaron parientes de la profesa.

Su corto noviciado, que le puso en contacto con la verdadera vida del convento, la había hecho dudar. Se dió cuenta de la rusticidad de muchas de sus compañeras, antiguas criadas o campesinas. Al otro lado de las rejas del locutorio le parecieron más vulgares y de limitado intelecto las contadas monjas que se creían de un origen superior. Pero ¡la admiraban tanto todas ellas, a causa de su nombre, de su educación y de sus viajes!...

Un optimismo algo vanidoso le dió la certeza de que dominaría a aquellas pobres mujeres, reformándolas hasta elevarlas a su nivel intelectual. Iba a verse atendida y celebrada, después de varios años de sufrir desprecios en silencio. Además, su orgullo le impidió retroceder. ¿Cuál sería su suerte, de continuar en aquel mundo, donde el dinero era la más victoriosa de las fuerzas, y ella, por no tenerlo, se había visto postergada?...

Por coquetería femenil aún surgió en su interior una última resistencia. Sintió escalofríos al pensar que iban a cortarle su hermosa cabellera, la más preciada de las galas para toda señorita pobre de aquella época. Aún estaba lejos la moda del pelo corto o de llevar la cabeza completamente trasquilada como un muchacho. Estos caprichos de la vida presente no permiten tal vez que las jóvenes de nuestro tiempo comprendan los escrúpulos de una igual suya de entonces. La resistencia a perder su cabellera casi la hizo desistir de su monjío; mas, al fin. debió decirse que la paz y el bienestar de su existencia futura bien merecía tal sacrificio, y se sometió finalmente a esta siega capilar, que era para ella la ceremonia más penosa de la llamada «toma de velo».

No se sintió defraudada, al principio, en las ilusiones que le había hecho concebir la vida claustral. Sor María del Lirio ejerció una dominación sonriente, amable, sobre toda la comunidad. La superiora recordaba con frecuencia a las antiguas damas de la familia de Oliva que habían sido protectoras de esta santa casa, y las relaciones que con dicha familia sostenía aquel conde al que había servido su padre como administrador. Todo lo cual significaba para ella un parentesco indiscutible con la reciente profesa.

Las otras santas mujeres parecían absortas ante la sabiduría de su nueva hermana. Se extasiaron oyéndola tocar romanzas de una languidez melancólica en el viejo armonio guardado en el coro; vieron con asombro cómo trazaba con un pedazo de carbón, sobre las blancas paredes, los retratos de las monjas que tenían el perfil más característico. Además, cantaba con una voz sonora, arrogante, de tonos graves; una voz de contralto que parecía escandalizar los ecos del convento, despertándolos de su largo sueño, en los lugares menos frecuentados.

Creyeron las monjas haber caído en una nueva existencia al escuchar los relatos de sor María del Lirio sobre las fiestas aristocráticas de Madrid o las maravillas de Londres y París, urbes fabulosas de las que sólo habían conocido hasta entonces los nombres. ¡Qué no había visto aquella noble señorita, que las trataba a todas con alegre confianza, como si fuesen compañeras de colegio que abandonarían juntas algún día aquel edificio, y no religiosas encerradas en él para siempre!...

Encontrando largo y excesivamente grave su nombre monjil, consideró más poético que la llamasen sor Lirio. Un día conmovió a las madres venerables de la comunidad recitando unos versos a la Virgen, tristes y lacrimosos. escritos por ella al verse abandonada, cuando se inició su deseo de refugiarse en un convento. ¡También ¡poetisa!...

Sus aficiones la pusieron en relación con el organista. Le habló primeramente a través de las rejas de un locutorio; luego lo encontró en el interior del convento, cuando era llamado por la superiora. Imitando a las otras monjas, trataba a este joven con cierta confianza maternal. Tenía cinco o seis años más que él, y su carácter de religiosa parecía aumentar esta diferencia de edad.

Al principio encontró su música agradable, pero endeble y enfermiza. Luego la apreció mejor, como si al amoldarse ai ambiente conventual le pareciese más vigoroso este último eco de la vida externa. Aquella prioridad algo vanidosa que la colocaba en todo momento sobre sus compañeras, expansionándose bajo las más diversas formas, buscó instintivamente una colaboración con el organista.

Una mañana presentó al joven organista únos papeles llenos de renglones desiguales. Eran versos: varios himnos a Nuestra Señora del Lirio. Rafael podía escoger uno y escribir la música... Semanas después, las monjas cantaban desde el coro, acompañadas majestuosamente por el órgano, esta obra de sor Lirio y de Valdés, enorgulleciéndose cada una de ellas al entonar las estrofas de dicha obra, creyéndola suya por haber presenciado su nacimiento dentro de la casa.

Los ecos de tantos sucesos nuevos llegaron a oídos de don Justo, el visitador del convento. Tal vez fueron otras comunidades, más tranquilas y oscuras, las que le hicieron conocer insidiosamente la gran revolución que se estaba desarrollando en Nuestra Señora del Lirio.

El canónigo visitador era un varón de austeras costumbres, bondadoso a su manera, con una bondad estrecha y ruda, incapaz de tolerar el pecado, por venial que fuese. Su virtud casi llegaba a hacer amables los vicios: tan áspera se mostraba siempre.

De una piedad excesivamente masculina, la religión era para él asunto de hombres. Una de las más grandes superioridades del catolicismo sobre otros dogmas, consistía, según él, en que nunca había admitido sacerdotisas. Aceptaba las monjas porque así lo quería la Iglesia; pero cuantas menos fuesen, mejor. Estas auxiliares femeninas las consideraba un cargamento inútil, embarazante, quebradizo, en la barca de la Iglesia. Libre de su peso, navegaría mejor.

Era el devoto casto, predispuesto contra el trato femenino aun en asuntos de piedad. La mujer, para la casa, para educar a los hijos cristianamente, para obedecer en todo al marido y perpetuar la especie. Visitaba los conventos por deber, procurando que las esposas del Señor se mantuviesen dentro de una disciplina rígida, sin iniciativa alguna, como las esclavas de un harén severamente organizado. La menor novedad le encolerizaba con una indignación semejante a la del Nuncio y los inquisidores españoles del siglo XVI, que llamaban «monja andariega» a Teresa de Jesús, dándole otros apodos no menos despectivos.

Se indignó don Justo, sermoneando duramente a la superiora, después de una larga visita al convento de Nuestra Señora del Lirio. Le fué antipática esta joven de buena familia, que hablaba francés, inglés e italiano, pintaba, cantaba y hacía versos. Con tales habilidades, debía haberse quedado en su mundo.

—Un convento no es un hotel de moda —dijo— ni un colegio de niñas aristocráticas. Aquí se entra para rezar, para guardar silencio fuera de los ejercicios, para pensar mucho en Dios, para no acordarse del mundo y, sobre todo, para obedecer lo que mande la superiora. Y ésta debe, igualmente, no permitir la menor infracción mundana de las santas reglas de la casa.

Lloró la venerable madre bajo tal reprimenda, y la existencia monástica de sor Lirio sufrió una violenta transformación. Ya no pudo vivir a su capricho dentro del convento. Tuvo que obedecer ciegamente y sufrir castigos a la menor rebeldía.

La superiora continuó amándola; pero se acordaba con miedo de las protestas del canónigo. Otras monjas, al ver castigado al ídolo de la casa, dieron expansión a la envidia que dormitaba en el fondo de su pensamiento. Sor Lirio aprendió a disimular con la rapidez y la habilidad propias del carácter femenino. Empezaba para ella la verdadera vida monacal.

El terrible don Justo volvió, igualmente, sus iras contra el organista. Se había enterado de sus entradas en el convento. Al oír que la superiora recordaba sus tiempos infantiles, hablando de él como si hubiese nacido en el claustro, don Justo se indignó.

—No sea usted simple. La inocencia extremada resulta un pecado. Ese organista es ya un hombre, y aquí sólo pueden entrar los que necesitan imprescindiblemente hacerlo para cumplir sus funciones... ¡Que no lo vea más!

Y sor Lirio y el organista ya no volvieron a encontrarse en el interior del convento.

IV

No extrañará usted—continuó el doctor Lagos—que en mi relato existan vacíos y que dé grandes saltos entre unos sucesos y otros.

Yo conocí a Rafael Valdés en los últimos años de su vida. Además, muchas personas que me contaron episodios de esta historia nunca pudieron verlos de cerca, por vivir fuera del convento. Los adivinaron por relatos incompletos y por inducción.

Transcurrió mucho tiempo. Los dos jóvenes sentían deslizar su existencia dentro del mismo edificio, bajo la misma techumbre; pero sin verse, presintiéndose mutuamente a través de las rejas del coro durante los oficios.

Ella miraba con disimulo al órgano, escuchando, arrobada, las sonoras melodías que los dedos de Valdés hacían surgir, como una tempestad armónica, por los tubos de metal. Él intentaba reconocer su voz entre las demás del coro femenino.

Al fin, acabaron por juntarse otra vez.

Uno de los deseos de la superiora y de toda su comunidad era poder adornar el refectorio con un cuadro de Nuestra Señora del Lirio, copia de otro, antiguo y famoso, existente en la capilla más vieja de la iglesia. Pero esto no pasaba de ser una ilusión irrealizable. Los pintores se hacían pagar muy caro, y el convento no recibía ahora las limosnas de otras épocas. Era preciso resignarse.

Sor Lirio, que perseguía disimuladamente todas las ocasiones de mantenerse aislada, dueña de sus actos, libre del roce con aquellas compañeras vulgares, se ofreció a realizar la magna empresa. Ella copiaría el cuadro de la Virgen si le daban los medios, bajando todas las tardes a la iglesia. Permanecía ésta cerrada al público después de los oficios matinales. Sólo en fiestas extraordinarias era accesible a los fieles pasada la hora del mediodía.

La superior a dudó un momento. Pensaba en el temible visitador; pero esto no podía ser pecado ni contravenir reglas de la casa. Religiosos de santa vida habían sido excelsos pintores, y de ello hablaban las historias. Un episodio glorioso para la comunidad sería que una de sus monjas repitiese lo que habían hecho tantos artistas entrados en religión.

Bajó todas las tardes sor Lirio a la iglesia, sentándose ante un caballete con un lienzo rectangular, que iba cubriendo lentamente de colores. Una puertecita abierta en la sacristía facilitaba el tránsito del convento a la iglesia. La superiora y otras monjas venían a presenciar este trabajo diario. Las llenaba de admiración ver cómo la joven pasaba al lienzo gris aquella pintura venerable, algo olvidada ahora de los fieles, sin más creyentes fervorosos que los del barrio; pero que antaño había obrado enormes prodigios.

Veía aumentada su importancia la superiora al descender a la iglesia. Había leído, no recordaba dónde, cómo los Papas de otros tiempos iban a la Capilla Sixtina o las «estancias» del Vaticano para presenciar en silencio el trabajo de famosos artistas. Ella se creía en una situación análoga, y las madres del capítulo que la escoltaban eran en tal momento los cardenales de su séquito.

Luego, influida por las mismas lecturas, reconocía que su visita diaria retrasaba el trabajo. Los artistas necesitaban soledad y silencio para que Dios baje hasta ellos en forma de inspiración. Y se imponía voluntariamente la penitencia de no descender a la iglesia más que una vez por semana, para ver cómo sor Lirio iba continuando su obra.

Pudo trabajar aquélla tardes enteras completamente sola, en el silencio de la iglesia desierta. Una manga de sol atravesaba la atmósfera penumbrosa, trazando un gran redondel de color blanco acaramelado en torno a ella y su lienzo. El latir de las cosas, en apariencia inanimadas, la envolvían en esta calma profunda de templo cerrado. Crujían las maderas misteriosamente. En los momentos de absoluto silencio sonaba como un trabajo de zapa lejanísima la perforación incesante de las carcomas. Persistían en la atmósfera un olor de piedra mohosa, de madera agusanada, de cirios apagados, de ramilletes secos.

Miraba algunas veces sor Lirio con inquieta curiosidad ciertas losas sepulcrales, sin ninguna inscripción, que cortaban el pavimento moderno de rectángulos blancos y negros. Otras láminas de mármol con escudos heráldicos y rótulos borrosos se dejaban ver en la penumbra de las capillas laterales o junto al altar mayor, ocupando la parte baja de los muros. Eran enterramientos de nobles señores de la ciudad que habían querido reposar eternamente en el convento protegido por ellos. Tal vez algunos pertenecieron a la familia de los Olivas. Las losas sin nombre cubrían los restos de innumerables religiosas.

Esto alarmó en las primeras tardes a la pintora, influida por el misterio que la soledad y el silencio parecen comunicar a las cosas inertes. Luego dió al olvido sus inquietudes. Hacía más de medio siglo que aquella iglesia no admitía cadáveres. Sólo le rodeaban esqueletos mondos e invisibles; menos aún: huesos sueltos, polvo, nada.

Las cosas vivas la sorprendían de pronto con inesperados estrépitos. Sonaba un ruido de precipitadas carreras: las ratas. Inmediatamente, el gato de la comunidad, que seguía todas las tardes a sor Lirio, saltaba como un tigre, introduciéndose, sediento de sangre, entre los maderos carcomidos de la armazón interna de los altares.

Era un gato lustroso, blanco y bermejo. Tenía la obesidad de las bestias acariciadas por numerosas manos y mantenidas preferentemente con azúcar. Las rayas rojas de su vestimenta natural brillaban algunas veces como si transparentasen un farol interior. Sus párpados, al abrirse desmesuradamente redondos, descubrían dos esmeraldas con una lenteja de oro en su centro, y en dichas pupilas parecía brillar una inteligencia misteriosa, astuta, maligna. Esto último lo sé por el pobre Valdés, que en sus postreros tiempos se acordaba del gato con una emoción supersticiosa. Nunca me lo dijo; pero el pobre joven estaba seguro de que era el mismo demonio quien había adoptado tal forma.

Algunas tardes no estaba sor Lirio completamente sola. Mucho antes de que ella se dedicase a copiar el cuadro, acostumbraba Rafael entrar en la iglesia a las mismas horas para ejercitarse en el manejo del órgano. Eran las más tranquilas para tales estudios, aquellas en que se sentía más ágil, más «inspirado». Parecía leer de otro modo la música bajo la manga amarillenta del sol vespertino, que, entrando por una ventana alta, se posaba sobre la partitura, sobre las teclas de marfil, sobre sus propias manos, blancas, algo femeninas, pero de un enorme vigor digital. Luego la luz solar iba bajando lentamente hasta el suelo de la Iglesia, para envolver a la pintora y a su obra.

Acabó el organista por seguir el mismo camino que el diario rayo de sol.

Las tardes en que estaba seguro de que no bajaría la superiora, licenciaba a un viejo casi imbécil que desde los tiempos de su padre estaba encargado de dar aire al órgano, y el cual le tuteaba por haberlo conocido desde pequeño.

—Hoy no trabajamos más. Mañana venga para la misa de ocho.

Y descendía por la escalerilla del órgano hasta la iglesia, donde estaba sor Lirio.

Como era tímido, balbucía en su presencia, ruborizándose. Hubiese querido expresar muchas cosas, y sólo se atrevía a decir:

—Bajo para acompañarla un poco, para que no tenga miedo en esta soledad. Yo es otra cosa; yo me he criado aquí.

Lo miraba la monja con una ironía suave, burlándose un poco de aquel protector balbuciente y dulce, más joven y más débil que ella. Era sor Lirio la que podía protegerlo a él...

Y aquí, amigo mío, me veo obligado a dar otro salto en mi relato. ¿Cómo voy a describirle aquellas tardes numerosas, con sus conversaciones que nadie escuchó, con sus actos que nadie pudo presenciar?...

Hablaba la monástica pintora —según me dijo Rafael—de lo que había visto en sus viajes, y el organista iba conociendo de este modo la Opera de París, el Covent Garden de Londres, la Scala de Milán, todos los grandes teatros de música cuyos nombres habían sonado siempre de un modo mágico en su oído. Pensaba con admiración y un poco de envidia que él, hombre libre y dueño de sus acciones, no conocería nunca lo que aquella mujer, reclusa para siempre, y esto le impulsaba a venerar en sor Lirio una nueva superioridad.

La copia del cuadro resultó larguísima. Nadie en el convento se extrañó de ello. Calculaban el tiempo con arreglo a la importancia del trabajo, ¡y éste era tan admirable para aquellas pobres mujeres!...

El gato rojo fué el único compañero del organista y la monja. Al caer la tarde, cuando el redondel de luz empezaba a oscurecerse, perdiendo su nitidez amarillenta de ámbar, la pintora abandonaba paleta y pinceles para seguir a Rafaelito, que le iba mostrando las curiosidades de la iglesia: imágenes, pinturas, losas sepulcrales..., ¡qué sé yo!

Tengo por seguro que ella marchaba delante, superando con su aventajada estatura al débil organista, tratándolo con una protección afectuosa, como si los sexos se hubiesen trocado y ella fuese el hombre. Muchas veces el gato los perdió de vista. Tal vez los ocultaba momentáneamente un altar; tal vez se habían metido en la solitaria sacristía... Sonaban ruidos semejantes al chasquido de las maderas que se agrietan; susurros análogos a los trotecitos de las ratas. Pero el gato continuaba inmóvil. Conocía la procedencia humana de tales ruidos; y si, al fin, se movía del suelo, era para elevarse sobre sus patas estiradas, con el lomo en arco, hirsutos los pelos rojos de su espina dorsal, y abría la boca erizada de rígidos bigotes, mostrando sus dientes en punta. Esta risa mefistofélica y sin eco parecía reflejarse en sus ojos verdes y dorados, brillantes con una malignidad diabólica.

Al fin, el cuadro quedó terminado. No pudo prolongarlo más tiempo la pintora. Ya no pasaba horas enteras libre de trato con la comunidad. La superiora y las monjas más influyentes, al estar la copia casi terminada, bajaban todos los días para ver los últimos toques, creyendo que su presencia no podía espantar ya a la inspiración.

Unos meses después, amigo mío, ¡el pecado abominable! ¡La obra del demonio!..., estallando inesperadamente con una realidad trágica en este ambiente santo y calmoso.

Sor Lirio cayó enferma, y su mal resultaba inexplicable: largos desmayos, crisis nerviosas, terribles vómitos, llantos y delirios, durante los cuales profería palabras que obligaron muchas veces a la superiora a ordenar el alejamiento de las religiosas jóvenes. La buena madre empezó a temer que el diablo hubiese vuelto al convento, como en otros siglos, para poseer a la más apetecible de las monjas, atormentándola cruelmente al instalarse en su interior. Llamaron al viejo médico de la comunidad, y éste pareció desorientado, como el que ve un camino abierto y teme meterse en él por considerarlo demasiado fácil, prefiriendo vagar sin rumbo por otros más abruptos que le son desconocidos. Pero llegó un momento en que ya no pudo dudar más, aceptando la verdad, aquella verdad evidente, pero tan extraordinaria, que se había negado a admitirla al principio.

La superiora quedó absorta por la sorpresa. Juntaba las manos, mirando al cielo, y sólo sabía repetir:

—¡Dios mío! ¿Qué es esto?... ¡Virgen del Lirio, ampáranos!

Y a tales exclamaciones unía una pregunta muda y aterradora, formulada interiormente: «¿Qué va a decir don Justo, el visitador?»

Antes de que éste se enterase, algo no menos terrible vino a añadirse a la primera sorpresa. Una mañana encontraron a sor Lirio tendida en su pobre lecho, completamente blanca, con una palidez mortal y bañada en sangre.

Esta mujer enérgica quiso suprimir, a su modo, con la brutalidad contundente de las hembras primitivas y sin pensar en su propia suerte, la causa de aquel escándalo que parecía enloquecer a la pobre superiora, siempre amable y tolerante con ella. Su iniciativa no pudo ser más funesta. A los pocos días murió.

Don Justo, enterado de todo, estuvo presente en su agonía, haciendo esfuerzos por salvar su alma.

—¿Te arrepientes de tus enormísimos pecados?...

Asintió la moribunda, silenciosamente, con movimientos de cabeza. Se arrepentía de todo; era una buena creyente, y rogaba a Dios y a los vivos que la perdonasen. Había preferido morir antes que manchar con un pecado visible e irremediable el santo prestigio de aquella casa.

El visitador quiso más. Necesitaba que abominase del copartícipe de su impureza, que hiciese visible con un acto de contrición el horror que este hombre le inspiraba.

Aquí la moribunda pareció reanimarse. Tuvo fuerzas para hablar, moviendo al mismo tiempo su cabeza negativamente:

—No, no. ¡Pobrecito mío!... ¡Él, tan bueno!... Yo soy la culpable... Lo amo... Le debo la única alegría de mi vida.

Y no quiso decir más.

Ordenó don Justo un rápido entierro. Había que salir cuanto antes de esta situación que él juzgaba abominable, de acuerdo con sus escrúpulos religiosos, y la monja fué sepultada sin ninguna ceremonia fúnebre.

Cuando todo quedó terminado, el visitador dijo a la superiora con voz áspera:

—Pida a Dios que la perdone por su tolerancia y su inocencia excesivas. Esa desdichada ha muerto sin arrepentirse de su pecado. Seguramente, se halla a estas horas en el infierno.

V

Quedó el convento sin organista propio. El mismo que servía a otras comunidades accidentalmente vino a Nuestra Señora del Lirio en días de gran fiesta, cuando su auxilio resultaba imprescindible.

Rafael Valdés siguió habitando la misma casa que sus ascendientes. La superiora no quiso expulsarlo de ella. ¡De qué iba a vivir aquel desdichado! Además, las lágrimas de doña Antonia, nacida, igualmente, junto al convento, enternecían a las «señoras».

Llegaron noticias de lo ocurrido a las otras comunidades de la ciudad por obra de esa comunicación misteriosa que ha existido siempre entre las asociaciones claustrales. Pueden ignorar los grandes sucesos que se desarrollan en el mundo profano; pero, gracias a una telegrafía que bien podría llamarse monacal, se enteran hasta de los más pequeños sucesos ocurridos en los otros conventos, no obstante los obstáculos aisladores de muros, rejas y tornos.

Dicho escándalo, limitado al conocimiento de varias comunidades, no trascendió al mundo exterior. A las gentes del suburbio no les podía interesar gran cosa que el organista de las monjas de Nuestra Señora del Lirio hubiese dejado de ejercer su arte. Sólo algunos vecinos de marcada predisposición anticlerical comentaron el suceso, atribuyéndolo a venganzas misteriosas de los reaccionarios de la ciudad. Rafael no se trataba con las gentes del barrio. Además, seguían viéndolo instalado, como siempre, en aquella casa propiedad de las monjas.

Por efecto de cierta falta de solidaridad que muestran algunas veces las mujeres cuando tienen que decidirse entre una de su sexo o un hombre, todas las religiosas, empezando por la superiora, defendían al organista al comentar el suceso. «Ella» había sido la culpable, por su diabólica educación en el extranjero, por aquella maldita tendencia a las novedades pecaminosas.

Sor Lirio había tentado a Rafaelito. ¡Infeliz muchacho! Lo veían aún vestido de monjita y lamentaban su desgracia con una piedad maternal. Nunca lo volverían a aceptar como organista; pero lo dejaban tranquilo en la secular vivienda de los Valdés.

Fué en esta época cuando su tía vino a buscarme, creyendo mi intervención más eficaz que la del viejo médico de las monjas; e interesado por el aspecto y la sensibilidad extremada y enfermiza del joven artista, lo visité con frecuencia.

Debo añadir que muchas de mis visitas fueron interesadas. Aquella sala modesta de Rafael Valdés representaba para mí un islote de reposo musical en medio de la vulgaridad de mi existencia diaria. Hablábamos de su arte, y animado por mis palabras, el pobre solitario sentábase al piano para interpretar sus clásicos, los que no llegaban a perturbarle, los más suaves, y únicamente, en contadas ocasiones, se atrevió con el «vino fuerte» de Beethoven.

Mi presencia parecía ejercer una coacción autoritaria sobre sus desórdenes nerviosos. No perderé tiempo hablando a usted de sus enfermedades. Sufría muchas, y, en realidad, sólo tenía una: su raquitismo originario, que era incapaz de vencer el tumulto de sus nervios. Además, ¡los recuerdos de su vida pasada!...

Acabó por hablarme de ellos; pero de una manera tímida, con cierto recato pudoroso, evitando nombrar a la monja. Solamente una tarde, al caer el sol —la hora en que palidecía años antes el redondel de luz ambarina en el suelo de la iglesia y ella abandonaba los pinceles—, me dijo, mostrando la estampa de la patrona del convento, que ocupaba el sitio de honor en su salón:

—No puedo mirarla sin acordarme de sor Lirio. Cada vez la veo en mis recuerdos más parecida a la Virgen.

En primavera se celebraba la fiesta de dicha imagen, y toda la ciudad descendía a nuestro barrio para presenciar el desfile de la procesión. Durante el resto del año los devotos creían más en la Virgen de Lourdes y otras imágenes de fama moderna. Sólo en el día de su fiesta volvería la Virgen del Lirio a recobrar la fama milagrosa que había gozado en otras épocas.

Valdés y su tía me invitaron a ver la procesión desde una ventana de su casa. Pasaría cerrada ya la noche, al regresar la Virgen a su iglesia, después de haber marchado lentamente por todas las calles de nuestra barriada. Para el convento era este día el más importante del año.

De los jardines situados enfrente surgía una respiración primaveral, todavía más intensa al humedecerse la atmósfera con la frescura del crepúsculo. Árboles y plantas trepadoras estaban cubiertos de hojas tiernas de un verde amarillento. Empezaban a abrirse las primeras flores.

Las tapias musgosas, manchadas de lepra vegetal amarilla o verde, se animaban al anochecer con una vida inusitada. Normalmente quedaban sumidas en la sombra al extinguirse la tarde, sin otra luz que la de una lámpara eléctrica colgante en la entrada de la calle o la blanca sábana de la luna, que se iba escurriendo a lo largo de ella. En esta noche, única del año, eran rojas, con temblores de sangre fresca, como si reflejasen un incendio. La procesión daba a estos muros durante media hora una existencia extraordinaria y febril, al desfilar entre ellos para meterse en la iglesia de las monjas.

Vi pasar los niños de las escuelas del barrio detrás de sus banderas, y largas filas de cirios llevados por devotos; luego, cánticos solemnes y lentos de las cofradías; una música militar se fué aproximando, y delante de ella se mostró la imagen tradicional, llevada en andas. Unos niños vestidos de ángeles derramaban en el suelo rosas deshojadas. Los sacerdotes, con pesadas dalmáticas de oro y una vela en la diestra, cantaban gravemente.

El pobre organista se arrodilló a mi lado. Sollozaba. Sus ojos, temblones a causa de sus lágrimas, estaban fijos en los ojos vidriosos de la imagen.

—¡Gran Señora, acuérdate de ella!... ¡No la abandones en aquel sitio de horror!... Llevaba tu nombre... Hiciste que se pareciese a ti, como los mortales pueden parecerse a los que viven en el Cielo. ¡Piedad para ella!...

Casi tuve que adivinar tales palabras, articuladas débilmente, entre suspiros. Pasó la imagen. Contemplamos algunos instantes su dorso cubierto con un manto de oro y pedrería. Luego, ya no la vimos. Tornaba a entrar en su iglesia.

Quedó muda de pronto la ruidosa música de cobres, y de la puerta invisible del templo llegó hasta nosotros el estallido melódico del órgano, acompañando una especie de marcha triunfal entonada por centenares de voces: niños, hombres, mujeres. La comunidad, desde lo alto de su coro, se unía a este canto dulce y majestuoso; un canto de entusiasmo, de esperanza, de amor.

—¡El himno!—gritó el organista, incorporándose con una agilidad febril—. ¡Nuestro himno!...

Pero fué para rodar por el suelo como una bestia herida, los ojos extraviados, la boca espumante, agitando sus extremidades cual si una fuerza misteriosa lo hubiese fulminado, despojándole de su verticalidad humana, haciéndole retorcerse con reptilescas contorsiones.

VI

Aún vivió cerca de un año. Me di cuenta de su firme voluntad de morir. Apelaba a infantiles tretas para ocultarme su propósito.

En vano le receté medicamentos. Doña Antonia se esforzaba silenciosamente, realizando economías inverosímiles para poder adquirirlos, y el enfermo los hacía desaparecer para no tomarlos.

Adiviné también un sinnúmero de imprudencias ocultas que el joven organista realizaba metódicamente, con un deseo firme de quebrantar su existencia: lavados de agua helada en días de fiebre; absorción de alimentos que yo le había prohibido..., ¡qué es lo que no hizo para morir!

Su juventud, a pesar de ser débil, se defendió mucho tiempo; pero, al fin, hubo de caer vencida ante este tenaz deseo de morir. No puedo decirle verdaderamente de qué murió. ¡Han pasado tantos años desde entonces y he visitado tantos miles y miles de enfermos!...

Lo que recuerdo es la última tarde en que vino a buscarme doña Antonia, llorosa y con ademanes desesperados. Rafaelito se moría; pero esta convicción terrible no era la mayor pena de la pobre mujer. Algo más extraordinario la tenía aterrada, entrecortando su voz con el balbuceo del espanto.

Me suplicó que fuese a su casa inmediatamente. Don Jorge, el capellán de las monjas, que conocía a su sobrino desde su infancia, estaba junto a él, pugnando en vano por conseguir que se confesase. Rafaelito pertenecía a una familia de artistas cristianos que habían servido a Dios a su modo. Era tan creyente como todos ellos, y, sin embargo, se negaba a escuchar al sacerdote. No quería admitir los consuelos de la religión; ¡lo mismo que si fuese un hereje!...

Apenas entré en la casa oí la voz de don Jorge. A pesar de su bondad, hablaba el clérigo con un tono de cólera, irritado por lo inexplicable de esta resistencia del enfermo.

—Pero ¿tú eres católico?... Piensa, desgraciado, que tu obcecación impía va a llevarte al infierno... ¡Toda una eternidad de suplicios!

Usted, amigo mío, no cree, seguramente, en el infierno; yo, tampoco. La negativa de Rafael Valdés nada tendría de extraordinaria en nosotros. Pero él era creyente; diré más: creyente hasta la simpleza, con la inocencia de un artista que ha concentrado todas sus facultades en la música, sin pensar en lo que pueda existir más allá de ella.

Creía con fe absoluta en la vida eterna, tal como la había visto representada en los cuadros religiosos. Imaginábase el cielo con la Santa Trinidad en la cúspide, la Virgen en un trono aparte; más abajo, las legiones de santos y bienaventurados, y en último término, el inmenso mar de cabezas de los justos que consiguen, después de su muerte, una felicidad siempre igual, éxtasis interminable con acompañamiento de melodías sin fin. El infierno era para él de inextinguible fuego —un fuego más intenso que el conocido por los hombres, sólo comparable al del centro de la tierra—, con calderas hirvientes y demonios espantosos, cuya fealdad era un resumen de las bestias más horripilantes, sometiendo a toda clase de suplicios la muchedumbre caída en sus cavernas, infinitamente más numerosas que la de los elegidos...

¡Y, sin embargo, él quería ir al infierno!... Temblaba ante la posibilidad de que la misericordia divina lo desviase de su negro camino.

Cansado de su propia resistencia y no sabiendo ya qué decir al cura, guardó un mutismo absoluto, manteniéndose con la cabeza baja, haciendo sólo de tarde en tarde movimientos negativos.

Don Jorge se marchó. Su modestia le hizo reconocerse impotente para la conquista definitiva de esta alma. Iba a buscar en la ciudad el auxilio de otros santos varones, capaces de ablandar a los herejes más impenitentes.

Antes de salir lanzó una última mirada de asombro al réprobo. ¿Cómo un Valdés, un organista nacido a la sombra del convento podía insistir tan duramente en su impiedad?...

Murió el pobre muchacho al otro día. Sólo a mí me comunicó su secreto con voz balbuciente.

Ella había muerto condenada. Don Justo lo había dicho... Ya que no quiso salvarse, él debía seguir su misma suerte.

Una luz de esperanza y de amor pasó por los ojos del réprobo en el momento de morir. Pensaba en ella. Iba a encontrarla otra vez... en el infierno.


Publicado el 14 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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