La Araña Negra

Vicente Blasco Ibáñez


Novela



Libro Primero

Prólogo

I

—No es ésta la mejor hora para hacer visitas. En este colegio se guardan muy bien las reglas, señor; no sé si la madre directora podrá recibirle pero a pesar de esto preguntaré.

Y el hermano Andrés, al decir estas palabras, se llevaba indolentemente una mano a su puntiagudo y mugriento gorro de seda, como queriendo medir con justo patrón un saludo que no fuera descortés, pero tampoco amable; uno de esos saludos que se guardan para las personas misteriosas que no se sabe de dónde vienen ni lo que quieren. Y sonreía con la expresión de un cancerbero, abriendo aquella bocaza frailuna, oscura, maloliente, de profundidad interminable y adornada en su entrada con tres dientes gastados, retorcidos y amarillentos como las fichas de un dominó de café.

Aquel portero de religioso colegio, en su juventud lego de las disueltas órdenes religiosas, defensor después del Altar y el Trono a las órdenes de Cabrera, criado de los jesuitas en Francia y en España y empleado por fin de la pensión del Corazón de Jesús, miraba al recién llegado con la recelosa y hostil curiosidad propia de quien ha pasado casi toda su vida entre gente inquieta y aficionada a la sospecha, que cree la desconfianza un sentimiento natural y el espionaje un deber ineludible. Se veía en el hermano Andrés, con un poco de observación y a pesar de los estragos que la edad había hecho en su cuerpo flacucho, al antiguo lego, tosco, brutal, de puños tan férreos como su estómago y dispuesto lo mismo a barrerle la celda al padre prior como a empuñar el trabuco carlista; pero su posterior roce con los jesuitas habíale creado una nueva personalidad que se adaptaba sobre su antiguo natural como el traje sobre el cuerpo y en virtud de aquella cepilladura loyolesca sabía sonreír con mansedumbre evangélica, mirar a todas partes con los ojos fijos en el suelo y dar a su voz una entonación meliflua y humilde que hacía exclamar a más de una de las ricas devotas que visitaban el colegio: «Este hermano Andrés es un santo varón».

Y al santo no le caía muy en gracia aquel caballero, apeándose a la puerta del colegio de un carruaje con cierto misterioso recato, había entrado de sopetón en su portería. Había en él algo que alarmaba su olfato amaestrado en la sacristía y en las partidas carlistas, algo que el hermano Andrés había ya rotulado en su imaginación con el terrible título de tufillo liberal.

«Este hombre no es de los nuestros» —se decía el seráfico portero mirándole al sesgo con desconfianza—, y, efectivamente, todo en él se diferenciaba del aspecto de los asiduos visitantes del colegio. Estos eran buenas gentes que nunca hablaban alto, que decían al entrar ¡Ave María! que preguntaban con cierta veneración por la reverenda madre superiora y de paso dirigían una sonrisa al conserje hermano en Cristo; que inclinaban la cabeza ante las innumerables estampas de santos de todas clases y tamaños que colgadas de las paredes de la portería convertían ésta en una verdadera corte celestial al cromo barato, y el recién llegado no decía una palabra sin mirar a los ojos de aquel a quien se dirigía; tenía un acento enérgico y vibrante que no se esforzaba en disimular, mostraba en sus ademanes una noble franqueza, había preguntado con desfachatez revolucionaria por la señora directora y al fijarse en los bienaventurados de vivos colorines que adornaban el cuarto, ¡horror de los horrores! al hermano Andrés le había parecido que a los labios del incógnito apuntaba una fugaz y amarga sonrisa.

Además, aquel rostro moreno de facciones pronunciadas, aquellos bigotes gruesos de un color rubio oscuro con reflejos metálicos y aquella frente surcada por una arruga vertical, signo en ciertos caracteres enérgicos lo mismo de cólera que de contrariedad, por un no sé qué misterioso afirmaban cada vez más al religioso portero en la creencia de que aquel hombre que por su aire marcial parecía un antiguo militar no tenía nada de común con el Sagrado Corazón, con las monjas ni con sus visitantes.

«¿Si será alguno de esos revolucionarios arrepentidos que ahora han subido al poder?» —y esa consideración que mentalmente se hacía el portero, era la que le impulsaba a mostrarse fríamente amable y no contestar con aquella insolente sequedad que guardaba siempre para los impíos poco temibles.

—Voy a ver si dan permiso para que usted pase, y entretanto puede usted descansar aquí.

Esto lo dijo el portero tras el largo silencio transcurrido después de las palabras con que recibió al recién llegado.

Nada contestó éste, y el hermano, que había tomado de las monjas la curiosidad femenil, no se resolvió a moverse sin practicar algún sondeo en aquel incógnito, que él calificaba de misterioso.

—¿Y qué nombre tendré que anunciar a la madre superiora?

—Es inútil; no me conoce.

—¿Creo que no vendrá usted por asuntos de ninguna señorita de las que están aquí a pensión?

—Vengo a ver a la señorita María Álvarez y Baselga, que hace tres años está en este colegio.

—Perdone usted, señor; aquí no hay ninguna señorita Álvarez.

—¡Cómo…! —exclamó con sorpresa el desconocido, mirando fijamente al portero.

—Usted se referirá sin duda —continuó éste tomando un aire de compungido servilismo—, a la señorita María Quirós de Baselga, condesa de Baselga.

Al oír estas palabras, el rostro de aquel hombre se transfiguró rápidamente, su habitual expresión noble y franca trocóse en reconcentrada y feroz, y con voz temblona por la cólera, gritó:

—Eso de Quirós es mentira; la señorita Álvarez, esa niña…

Pero calló como si comprendiera lo ridículo que resultaba discutir sobre apellidos con un portero curioso, y mirando a éste con aire de superioridad, le dijo:

—Estoy perdiendo un tiempo precioso para mí. Anuncie usted inmediatamente a la señora directora que hay un caballero que desea hablarla.

El hermano Andrés obedeció saliendo de la portería no sin antes saludar a aquel hombre que tal aire de imposición sabía mostrar, y abriendo la mampara de pintados cristales se internó en el patio del colegio.

El incógnito sentóse en el conventual sillón de cuero del conserje y esperó, dejando vagar su mirada sobre los mamarrachos artísticos que recibían el homenaje del fanatismo.

Reinaba la calma propia de un edificio que, a pesar de encontrarse en la parte más céntrica de una ciudad, aunque no muy grande, bastante populosa, tenía la defensa que le proporcionaba el estar enclavado al extremo de una calleja sin salida que en su entrada de embudo recogía los ruidos propios de la vida y de la agitación para irlos disminuyendo y conducirlos amortiguados hasta las puertas del colegio donde se extinguían como temerosos de salvar los umbrales de aquella casa dedicada a las oraciones y a una educación tan religiosa como extravagante.

Cuando el distraído incógnito, saliendo momentáneamente de su ensimismamiento fijaba su mirada en la pequeña ventana de cristales algo empañados y orlada de estampitas que en la fachada se abría al lado de la gran puerta del colegio, veía a continuación de la mercenaria berlina, la callejuela en toda su extensión, solitaria, monótona y fría como la plegaria de una religiosa, y allá, a su término, el cruzar rápido de carruajes, el encuentro de transeúntes y todos los detalles propios de una vía concurrida, o más bien, de la arteria principal de una ciudad de provincia.

De vez en cuando, sobre el confuso rumor que se producía en la gran calle y que llegaba al colegio como el rugido de un mar lejano, dominaban gritos estridentes que se repetían con metódica precisión.

Era el vocear de los vendedores de papeles públicos. Desde la portería no podían precisarse las palabras del oral anuncio, pero el desconocido lo había oído momentos antes y sabía lo que significaba.

Era la hoja extraordinaria que anunciaba cómo en la madrugada del día anterior el general Pavía había penetrado en el palacio de la Representación Nacional para disolver a viva fuerza las Cortes Constituyentes de la República.

El golpe de Estado tan esperado por los elementos conservadores se había realizado; la República no había caído aún de nombre, pero estaba muerta de hecho y el país buscaba ya con mirada indiferente cuál era el nuevo amo que iba a proporcionarle el soldado de fortuna, burlesco héroe del 3 de Enero.

Cada vez que sobre el popular rumor alzábase el estridente chillido de uno de los voceadores, el desconocido pestañeaba como queriendo alejar una idea dolorosa que venía a turbarle en sus meditaciones harto graves.

No tardó el portero en volver. Sus pasos tardos y acompasados sonaron al otro lado de la mampara de cristales, ésta se abrió y el hermano Andrés, asomando medio cuerpo, dijo con su eterna sonrisa:

—Cuando el caballero guste puede seguirme.

Levantóse el interpelado, precedido de aquél, atravesó el patio y dejando a un lado la gran escalera, obra maestra de pasados siglos, propia de aquel viejo caserón, con su gruesa baranda de labrada piedra, sus berroqueños follajes, sus leones rampantes roídos por el tiempo, sosteniendo escudos borrosos y sus peldaños gastados y angulosos como encías viejas, subieron una escalerilla de construcción moderna y poco extensa que conducía al entresuelo, donde estaban la habitación y el despacho de la madre superiora y el salón para recibir a los visitantes.

El que ahora entraba en el colegio fue conducido al despacho, pieza que a más del indispensable crucifijo gigantesco, cromos devotos y estanterías con libros empolvados encuadernados en pergamino, ostentaba varios grandes cuadros, el uno fiel retrato del pontífice, puesto en seráfica actitud, y los otros representando imágenes de santos, bulas concediendo indulgencias y labores caligráficas de las educandas.

Cuando quedó solo el visitante, sentóse en una butaca y esperó mirando fijamente el blanco retrato del Papa. Un ligero roce consiguió muy pronto sacarle de tal contemplación, y volviendo la cabeza un poco le pareció columbrar por los resquicios que quedaban entre un pesado cortinaje y el hueco de la puerta, blancas tocas, ojos de mujeres y bocas que cuchicheaban suavemente.

La fugaz visión desapareció, el desconocido engolfóse otra vez en sus contemplaciones y por tres o cuatro veces volvió a mirar a la puerta, viendo siempre alguien en acecho, sólo que en una ocasión no fueron tocas monjiles lo que distinguió, sino una negra sotana y unos ojos de ave de rapiña que desaparecieron con la rapidez de las fantasmagorías del sueño…

El incógnito sonrió pensando en la revolución que había causado en el convento su llegada y que tal vez habría hecho más misteriosa con sus palabras el mastuerzo del portero.

De pronto la cortina se levantó y entró en el despacho la superiora: una buena moza que, a pesar de hallarse ya lejos de los cuarenta, ostentaba con cierta satisfacción femenil su carne fofa, pero blanca, tersa y sonrosada a juzgar por los abultados carrillos y llevaba con majestad, no exenta de coquetería, su blanca toca y sus gafas de oro.

Hablaba con gran corrección, pero a las cuatro palabras demostraba su origen francés, pues ciertas letras no podían pasar por su lengua sin ser graciosamente desfiguradas por aquella esposa del Señor.

—Dios guarde a usted, caballero —dijo al entrar—. Siéntese usted y diga en qué pueden servirle en esta santa casa destinada a educar a las jóvenes en el temor de Dios.

Y la buena madre, después de decir con gran calma estas palabras, sentóse majestuosamente en su poltrona, interponiendo entre ella y el visitante la mesa de trabajo cargada de papeles, de rosarios y de un sin número de baratijas religiosas, y clavó en aquél sus gafas deslumbrantes.

El caballero acercó un poco la silla a la mesa como para hablar más bajo, y con voz no muy segura, comenzó:

—Señora —(aquí la religiosa hizo un mohín de disgusto, como rechazando tan mundano tratamiento).

—Señora —volvió a decir aquel hombre como para demostrar que no retiraba la palabr—. Tengo gran prisa por terminar el asunto que aquí me arrastra, y en usted consistirá el verse pronto libre de mi presencia que de seguro la distrae de más graves ocupaciones.

—Diga usted lo que desea —contestó impasible la superiora.

—Acontecimientos imprevistos me obligan a salir de España. No sé cuándo volveré; tal vez nunca, tal vez muy pronto. Una reciente tempestad ha caído sobre mí y otros muchos, y voy lejos, aunque proponiéndome volver así que cese lo que hoy me empuja. En tal situación, señora, antes de partir a un destierro en el que tal vez pierda la vida, vengo aquí a cumplir el más santo de los deberes, el deber de padre, que es el que con más fuerza conmueve mi corazón. En fin, señora, vengo a ver a mi hija; déjeme usted que la dé un beso y me voy al momento.

Y aquel hombrón todo músculos y energía que en ciertos momentos miraba con una fiereza que no por ser noble imponía menos, al decir estas palabras hablaba con voz cada vez más temblona, y al final tiró con cierta violencia de sus grandes bigotes y se rascó en la frente como si con esto quisiera ocultar que sus ojos se ponían lacrimosos a causa de la emoción.

La superiora continuaba en tanto impasible con el aire de una persona que oye cosas que no entiende.

El desconocido tomó tal expresión por una muestra de extrañeza, y dijo, sonriendo con melancolía:

—No extrañe usted, señora, que casi me ponga a llorar. Aquí donde usted me ve, me he conmovido muy pocas veces y eso que en más de una he visto la muerte de cerca. Pero ya puede usted considerar lo que es un padre que en muchos años no ve a su hija y… además no sé si el beso que ahora la dé será el último.

Y el caballero, que luchaba por serenarse, pareció sentir nuevo enternecimiento.

Entretanto la monja despegó los labios y dijo con la solemnidad de una antigua Sibila:

—Debo manifestar a usted que no entiendo lo que dice ni a qué hija se refiere.

El interpelado se incorporó en su asiento con nervioso arranque, manifestando en su mirada la mayor extrañeza; pero después pareció reflexionar, y sonriendo, dijo:

—Es verdad; usted dispense, señora. En mi cariñoso aturdimiento he olvidado manifestar a usted a quién quiero ver y cuál de sus educandas es mi hija. Mi hija es…

—Ante todo, caballero —dijo la superiora interrumpiéndole—. Es la primera vez que veo a usted y por tanto excusado es preguntarle si ha sido usted el que ha traído a este colegio la señorita en cuestión.

—No la he traído yo.

—Ni la habrá conducido aquí alguien por encargo expreso de usted.

—No, señora.

—Pues ninguna de las educandas de la casa se encuentra en tal caso. Todas están aquí por la voluntad y disposición de sus padres o de las personas encargadas de su vigilancia.

—Señora, acabemos, y a ver si logramos entendernos. Yo vengo en busca de María Álvarez y Baselga, que es mi hija.

La monja hizo como quien repasa su memoria con gran detenimiento, y después dijo con sequedad:

—No hay aquí ninguna educando de tal nombre.

—Señora —contestó el caballero con voz que iba inflamándose y tomando una entonación enérgica—, no perdamos el tiempo y vayamos rectamente al asunto. Aquí está la joven de quien hablo y necesito verla; si es que para entendemos debemos ir discutiendo apellidos le preguntaré ya que así usted lo quiere, en vez de por la señorita Álvarez por la señorita Quirós.

Y al nombrar este apellido, recalcó las letras con cierta amargura despreciativa.

—Eso es diferente —dijo la superiora—. Aquí está como educanda hace tres años, la señorita María Quirós y Baselga, condesa de Baselga, pero ignoro con qué derecho quiere usted verla.

—Soy su padre.

—Su padre murió hace mucho tiempo.

—¡Mentira! —exclamó el hombre con iracunda voz—. Aquel no era más que un miserable, un autómata que para sus fines particulares movieron los…

Pero al llegar aquí se detuvo como si el lugar en que estaba y el sexo y clase de la persona a quien se dirigía le hicieran variar de tono.

—Perdone usted, señora —continuó—, este rapto de cólera hijo de mi carácter arrebatado. Hace dos días que estoy fuera de mí y en algunos instantes me tengo por próximo a la locura. Créame usted, señora directora, créame pues le aseguro por mi conciencia de hombre honrado, de hombre que jamás ha mentido, que esa niña de quien usted habla, es mi hija. Usted tal vez me conozca, tal vez haya oído hablar de mí. Si la persona que trajo aquí a María, ¡a mi hija querida! ha hecho ciertas revelaciones de familia de seguro que mi nombre no le será a usted desconocido.

Se detuvo un momento para estudiar el efecto que sus palabras causaban en la superiora, y al verla impasible, dijo con cierta satisfacción propia del que ostenta un nombre que no tiene por qué ocultar:

—Yo, señora, soy Esteban Álvarez, ex-comandante del ejército y uno de los pocos que huyen de su patria por no ver la deshonra consumada en la madrugada de ayer.

Y el que así se revelaba, bajó un instante la cabeza como para devorar la amargura que le causaban sus últimas palabras; momento que aprovechó la monja para fijarse rápidamente en el cortinaje que se había agitado ligeramente y dirigir una mirada a alguna persona oculta, a la que parecía decir: «¡Qué tal! ¿Me engañaba yo?»

Cuando don Esteban volvió a fijar su vista en los espejuelos de la superiora, ésta con cierta desdeñosidad no exenta de evangélica lástima, dijo calmosamente:

—Efectivamente conocía su nombre, señor Álvarez. ¿Y quién lo ignora en España? Por desgracia hasta el fondo de las santas moradas en que se rinde culto a Dios, llega el infernal rumor del hervidero revolucionario y se conoce de oídas a los hombres impíos que olvidando los más preciosos sentimientos, declaran la guerra al cielo y a sus servidores, dirigen a las hordas armadas para destruir lo tradicional y venerando de nuestra patria y después en ese centro de escándalos que llaman las Cortes, tienen el satánico atrevimiento de negar la existencia del que es autor del mundo y algún día ha de juzgarnos. ¡Señor Álvarez, le conozco, le conozco bastante! Ojalá que su nombre no fuera tan popular, que con ello ganaría su alma y tendría más segura su salvación.

—No se trata de eso, señora —dijo don Esteban que había oído con impaciencia—. Deje usted a un lado todas esas apreciaciones nacidas de sus ideas políticas y religiosas y que yo respeto. No le he preguntado si usted conocía mi nombre por la fama que mis actos peores o mejores le han dado, sino por haberlo oído en sus conversaciones con la persona que aquí trajo a mi María.

—La condesita de Baselga fue traída a este colegio por su tía, la señora baronesa de Carrillo.

—Justo. ¿Y nada le ha dicho a usted de mí esa señora?

—No creo que la baronesa, persona devota y temerosa de Dios como pocas y perteneciente a una de las familias más ilustres, haya tenido nunca relación con los hombres de la República.

Estas palabras con acento melifluo causaron a don Esteban el efecto de un latigazo e incorporándose en el asiento contestó:

—Valiente jesuitaza es la tal señora, y en cuanto a que yo haya podido tener relación con ella, cosas hay que tal vez usted no ignore (aunque finja lo contrario) y que nos ligan muy de cerca. En fin, señora, terminemos. Hágame usted el inmenso favor de que pueda ver a mi hija un solo instante.

—Aquí no tiene usted ninguna hija y extraño mucho que un hombre como usted, a menos de haberse vuelto loco, venga en circunstancia tan crítica para su seguridad, cuando tal vez le buscan para castigarle por sus excesos, a perturbar la tranquilidad de esta santa casa.

—Tiene usted razón, señora —dijo don Esteban con tristeza—. Me encuentro en circunstancias muy críticas y esto es lo que más debe moverla a acceder a mis deseos. En la madrugada de ayer cuando vi mis ilusiones deshechas y que todos huían olvidando su deber creí volverme loco y mi único pensamiento fue defender lo que tanto nos había costado alcanzar: esa República que ustedes maldicen y en cuya caída pueden reclamar parte pero cuando me convencí de que la resistencia era imposible, de que estaba próximo a perder mi libertad y que lo más racional era la fuga, mi ferviente deseo consistió en ver a mi hija, al único ser que me liga a este mundo y por eso exponiéndome a la venganza de rencorosos enemigos que me odian por mis pasadas hazañas y me temen a causa de lo mucho que aún puedo hacer para que reviva la República, exponiéndome, digo, a tantos peligros, he abandonado Madrid, no para huir rectamente a Francia como aconseja la conveniencia, sino para venir antes a esta ciudad a contemplar, sin duda por última vez, al ser inocente cuyo recuerdo llena mi existencia y derrama dulce calma en mi ánimo cuando me encuentro amargado por las luchas de la vida. Mi mayor felicidad sería lograr que mi hija, ¡mi María!, me acompañase en el destierro que me aguarda, que fuese mi sostén en la vejez prematura que las circunstancias me preparan; pero sé muy bien, señora, que esto no lo lograré, pues ni usted me dará mi hija, ni yo a los ojos de la sociedad tengo derecho para reclamarla; pero ya que esto es imposible, señora, no ya como a directora de este establecimiento, como mujer de tierno corazón, como ser que aun recordará las tiernas caricias del hombre que la dio la existencia, la pido que antes de que yo parta, me deje besar a la pobre niña víctima en su nacimiento de un miserable engaño y sobre la cual un oculto poder que no quiero nombrar, porque con ello heriría la susceptibilidad de usted, parece que arroja una maldición. Señora, ¿quiere usted concederme lo que le pido?

Calló don Esteban y esperó ansiosamente la contestación de la religiosa; pero ésta no parecía apresurarse en hablar, por lo que aquel pobre padre añadió para reforzar sus anteriores palabras:

—Señora; en nombre de ese ser ideal, todo amor y bondad que continuamente tienen ustedes en los labios, en nombre de Dios, no niegue usted tan mezquino favor a un hombre que lo pide cuando más abrumado está por la desgracia.

La superiora como mostrándose ofendida de que don Esteban introdujera a Dios en la conversación, se incorporó en su asiento y con voz acompasada después de envolver a su interlocutor en una mirada de olímpico desdén, dijo por fin:

—Este colegio, caballero, tiene reglas estrictas aprobadas por la superioridad, de las que no puede salir y a las que yo no faltaré nunca.

—¿Acaso esas reglas pueden privar que un padre dé un beso a su hija?

—Ya le he dicho a usted antes que no es padre de ninguna educanda ni menos de la señorita Quirós por quien pregunta, y como tampoco le tengo a usted por pariente ni por amigo de la familia, de aquí que me vea obligada a negarle lo que pide, pues nuestras reglas prohiben que las educadas sean visitadas por personas extrañas.

—¡Yo persona extraña! —exclamó don Esteban con indignación—. ¡Yo considerado como un desconocido cuando vengo en busca de mi hija! Señora… acabemos ya, pues la paciencia me falta y me siento capaz, cegado por la indignación, hasta de faltar a las conveniencias que un caballero debe siempre a una señora, aunque ésta se muestre cruel tan sólo por obedecer los mandatos de la negra institución que la dirige y de la que es miserable ruedecilla sin conciencia ni voluntad en sus actos. Por última vez, señora; déjeme usted ver a mi hija.

Estas postreras palabras las dijo don Esteban en actitud humilde, suplicante, con los ojos casi llorosos y extendiendo sus brazos como si rogase.

Conmovía aquella hermosa figura varonil, en actitud tan tierna, pero en el rostro de la superiora no se notó la más leve emoción y contestó con su seco acento:

—También yo digo que acabemos, caballero. Se acerca la hora de comer para las educandas, tengo que presidir la mesa y mi presencia es necesaria arriba para otros asuntos. Creo que no podrá usted quejarse de la calma con que he estado oyendo sus palabras, mezcla confusa de halagos e insultos. Le perdono a usted y le ruego se marche, pues me urge quedar libre.

—¿Marcharme yo? ¿Y sin ver a mi hija? Señora, eso jamás lo haré.

Y don Esteban se afirmó en su asiento, como si pretendiera clavarse en él, y quedó en actitud provocativa, retando con la vista a la superiora a que lo arrojase del colegio.

Pronto abandonó tal actitud, para caer en una dulce abstracción. Llegaron a su oído, lejanas, amortiguadas y sueltas, algunas notas de armónium que sirvieron como de preludio a un coro de voces infantiles que estalló, a juzgar por lo lejano que sonaba, en el otro extremo del edificio.

La monástica calma que reinaba en el colegio permitía apreciar en sus detalles aquella agradable confusión de voces frescas, y aunque algo desentonadas y rebeldes a las reglas del canto, ingenuas y agradables, que evocaban en la imaginación grupos de atractivas cabecitas rubias o morenas y ramilletes de inocentes bocas entreabiertas por el indefinido anhelo propio de las soñadoras.

Don Esteban escuchaba con tal atención y arrobamiento, que su rostro había adquirido gran semejanza con el de los místicos que representa la pintura sagrada en los momentos de amoroso éxtasis.

En cada una de aquellas voces creía encontrar la de su hija, y tan pronto saltaba su imaginación de una a otra sin saber por qué, como acababa confundiéndose y dudando de su cariño de padre, que no le revelaba por el eco producido en el corazón cuál de los sonidos procedía de su adorada niña.

De pronto aquel hombre experimentó un rudo estremecimiento, una conmoción nerviosa que le sacó del rápido éxtasis, arrojándole nuevamente a la realidad.

Pensó en que su hija, aquel ser que llenaba de continuo su pensamiento, estaba allí, bajo el mismo techo que él, y que un ser sin sensibilidad, la monja que tenía enfrente, era el único obstáculo que se oponía a que él fuera a estrechar su tesoro entre sus brazos.

Esta última consideración conmovió su temperamento sanguíneo, terrible en las explosiones de ira. La sangre, agolpándose tempestuosamente en la cabeza, coloreó fuertemente su rostro, sus ojos brillaron con reconcentrado fuego, y con voz algo enronquecida dijo a la directora:

—Señora… No soy hombre que vuelvo atrás en mis propósitos. Me he propuesto ver a mi hija y la veré, por encima de todos los obstáculos que usted y las demás monjas opongan.

Y don Esteban, levantándose, dirigióse con marcial continente hacia la puerta, mientras la monja, haciendo la señal de la cruz sobre su frente, como si fuese a morir, y con un espanto teatral digno de mejor escenario, fue a cortarle el paso, interponiéndose entre él y la salida.

Ya llegaba el militar junto a la monja, ya extendía su brazo rígido y potente como un ariete para separar a la importuna de su camino, cuando la pesada cortina se levantó y entró en el despacho otra monja, o más bien dicho un hábito tieso y unas tocas mirando el suelo, bajo las cuales presentíase, aunque no con mucha certeza, que existía una cabeza y algo semejante a una inteligencia.

—Reverenda madre —dijo una voz gangosa que surgió por bajo de las tocas, tan lejana y apagada como si saliera de una caverna—, don Tomás acaba de llegar y desea verla.

—Que pase el buen padre.

La superiora dijo estas palabras después de examinar con una rápida ojeada a su enfurecido interlocutor y conocer que éste había experimentado una pasajera calma en su ira con el anuncio de la visita.

«El talento de nuestro director —pensó la superiora—, me sacará pronto de este compromiso».

II

Entró en el despacho don Tomás, arrastrando con tanta humildad sus hábitos clericales, que su tierna mirada parecía pedir perdón a la alfombra, porque la rozaba con los bajos de la sotana.

Su edad, unos cincuenta años; su estatura más que regular, su defecto físico saliente, un arqueo de espaldas que casi llegaba a ser joroba, y su rostro el de un hombre que en su juventud tuvo el pelo rojo y ahora, por causa de las canas, lo ostentaba de un color indefinido y sucio; sus mejillas chupadas, su boca contraída por una eterna sonrisa, mezcla de la mansedumbre del esclavo y de la abnegación del mártir, pero que en ciertos momentos desaparece para que pase con la rapidez del relámpago una expresión altiva, sarcástica y soberbia, que parece indicar que sobre aquellos labios está en su casa, pues representa el verdadero carácter del individuo.

En cuanto a los ojos, eran fieles imitadores de la boca, pues miraban con la dulzura de la paloma… cuando no tenían la misma expresión cruel, avarienta y cobarde del milano ladrón.

Saludó varias veces don Tomás con cierta cortedad, llevándose el mugriento sombrero de teja a la picuda nariz, hizo dos o tres genuflexiones, invocó la gracia de Dios para aquella santa casa y todos los presentes, y fue a sentarse en una silla inmediata a la que antes había ocupado don Esteban.

Este permanecía en pie en medio del despacho, mirando fijamente a don Tomás, que ponía su vista en todas partes menos en el rostro del militar.

Le conocía perfectamente don Esteban. Era el mismo cura que al entrar en el despacho había entrevisto tras el portero, atisbando en compañía de las monjas. Sin duda había seguido escuchando toda la conversación y entraba ahora como un recién llegado para auxiliar a la superiora.

«Maniobra jesuítica —se decía don Esteban—, buena para algunos imbéciles, pero que no sirve para mí. Este hombre debe ser de la célebre Compañía. Ahora veremos por dónde sale».

—Vaya, vaya —dijo en esto don Tomás, con su voz meliflua y humilde, al mismo tiempo que golpeaba acompasadamente una mano en otra bondadosamente—. He venido a interrumpir a ustedes y lo siento mucho. Ha sido una verdadera inoportunidad el llegar a estas horas. Lo único que me consuela es que el asunto no será de gran interés, ya que la buena madre me ha permitido la entrada.

—Mire usted, caballero —contestó don Esteban plantándose frente al cura con el aplomo de un soldado—. Ni cuanto esta señora y yo hemos hablado, ni el asunto que aquí me ha traído, le importan a usted nada, así es que hará muy bien en no mezclarse en ello. Por lo demás, le advierto que a mí no me gustan comedias en la vida, que las farsas las conozco inmediatamente, que usted ha oído escondido tras esa cortina, todo cuanto hemos hablado y que yo veré a mi hija a pesar de la oposición de esa señora y de la hipocresía de usted. Y den aún gracias que no me propongo llevármela, pues si en ello me empeñara, tenga por seguro que lo lograría aunque hubiera de pasar por encima de usted, de esa monja y de todas las gentes que encierra esta santa casa.

—Conozco muy bien a don Esteban Álvarez —contestó el cura con su eterna sonrisa—, para no dudar que sabe cumplir cuanto se propone, y más si es contra los respetos que se deben a las personas sagradas.

—Veo que no le es desconocido mi nombre y que no me equivocaba al creer que usted nos oía desde la puerta.

—Señor don Esteban —contestó el cura cambiando repentinamente su aspecto encogido y humilde por el aire de un hombre de mundo algo escéptico—. Con usted no valen engaños, cosa de que me alegro mucho, pues tampoco a mí me place la mentira. No he espiado tras esa cortina intencionadamente como usted cree; pero sí debo manifestarle que he oído sus últimas palabras y a lo que usted viene aquí.

—Sabe usted amoldarse a todos los caracteres —dijo don Esteban con rudeza—. Es usted un perfecto jesuíta.

—¡Jesuita!, ¡jesuíta! —exclamó el cura con un asombro angelical—. En España no hay jesuítas; los arrojaron ustedes el año 68.

—Eso no importa, saben disfrazarse muy bien tales parásitos, y si usted no lo es, merece serlo. Pero en fin, esto nada me importa. ¡Adelante! ¿Decía usted…?

—Que por deberes de mi ministerio hace tiempo que le conozco a usted de nombre. He sido por algún tiempo el confesor de la baronesa de Carrillo… No haga usted por eso mala cara. Mi dirección espiritual data de corta fecha; yo no conocía a la señora baronesa en la época que usted tuvo con ella y su sobrina la condesa asuntos de que no hay por qué hablar ahora. Continuando en lo que le decía, debo manifestarle que conozco sus pretensiones sobre la señorita Quirós, que se educa en este colegio por encargo de su tía la baronesa, su empeño en pasar por padre suyo y el cariño que dice profesarle, y por tanto, comprendo esta situación y me felicito de haber llegado en ocasión para servir de intermediario entre usted, víctima ciego de su arrebatado carácter y esta santa mujer que, esclava de sus deberes, no quiere faltar a las leyes del establecimiento que dirige.

La santa mujer, al oír que don Tomás en vez de apoyarla enérgicamente comenzaba por ceder, le dirigió una mirada, mezcla de sorpresa y reproche, a la que él contestó con otra rápida e intensa, que demostraba autoridad y parecía decir: «Confía en mí; de este modo lograremos más que con una ruda oposición».

—Según eso, ¿usted está dispuesto a influir para que yo vea a mi hija?

—Sí, señor; y al ruego de usted uno el mío para que la reverenda madre permita que venga aquí la señorita de Quirós. ¿Accede usted a ello, madre directora?

Esta, cada vez mas asombrada y bajo la fascinación de aquel hombre que parecía ejercer sobre ella una gran influencia, contestó haciendo con la cabeza un signo afirmativo.

—Ahora mismo —continuó el cura—, verá usted a esa señorita. Va usted a cumplir su deseo, pero antes, en interés a su bienestar y tranquilidad de corazón, le ruego que desista de su empeño y se retire.

—¿Qué quiere usted indicarme con tan extraño consejo?

—Que esa señorita le odia a usted, pues se estremece de espanto al solo nombre de don Esteban Álvarez.

—¡Imposible! ¿Temblar una hija ante el nombre de su padre? Eso es absurdo; alguna infame maniobra de los jesuítas, de ustedes, miserables, que pretenden robarme cuanto amo en el mundo. ¡A ver… pronto… venga aquí mi hija! Ahora más que nunca necesito verla.

Don Esteban dijo estas palabras con tal entonación, que la superiora temiendo volviera a repetirse la escena de momentos antes, hizo sonar el timbre de su mesa, ordenando a la hermana que se presentó en la puerta, que fuera en busca de la señorita Quirós.

Pasaron algunos minutos sin que ninguno de los tres pronunciara una palabra. Don Esteban, cruzando el despacho en paseo precipitado, la faz contraída y la vista fija en el suelo; la superiora, inmóvil, y don Tomás, pasándose de vez en cuando su repugnante pañuelo de hierbas por la cara y aprovechando tal telón para dirigir a aquella rápidas miradas de inteligencia.

Sonaron ligeros y menudos pasos al otro lado del portier; levantóse éste, y entró en el despacho, con desenvoltura encantadora, una niña de ocho años, morena, de grandes ojos, de nariz un tanto gruesa, y llevando con cierta gracia ingenua el ingrato y desgarbado uniforme del colegio.

Saludó con un respetuoso mohín a la monja y al capellán y se quedó mirando fijamente a don Esteban como si quisiera adivinar quién era aquel desconocido.

Este no se pudo contener. Sonrió con el dulce entusiasmo de un iluminado que en sus desvarios ve la gloria, y abalanzándose a la niña con los brazos abiertos dejó escapar las palabras de cariño que a borbotones acudían a sus labios.

—¡Hija mía! Cada vez eres más semejante a tu pobre madre.

La niña, al sentir el abrazo rudo y cariñoso a la vez, el cosquilleo de los bigotes y el besuqueo de aquella boca ávida, miró a su directora y al confesor del colegio como preguntándoles quién era aquel hombre.

—Señorita —dijo don Tomás poniendo por primera vez serio su rostro y dando a sus palabras cierta intención—, al señor lo conoce usted perfectamente. Es don Esteban Álvarez.

Fue algo más que emoción lo que aquella niña experimentó al oír tal nombre. Su cuerpecito tembló nerviosamente como si estuviera en presencia de un gran peligro, su rostro tornóse pálido, y despojándose rápidamente de aquellos brazos que la oprimían, dio un salto de algunos pasos mirando a todas partes como si no supiera por dónde huir.

—¡Cómo! ¿Qué es esto? —exclamó con extrañeza don Esteban—. ¿Huyes de mí? ¿Huyes de tu padre?

—¡Mi padre! —dijo la niña con pasmo que la obligaba a balbucear—. ¡Qué horror! Usted no es mi padre. Usted es don Esteban Alvarez, el verdugo de mi mamá, el ángel malo de mi familia.

Don Esteban mostró en los primeros momentos un asombro cercano al de imbecilidad. Miró a su alrededor como si dudara de lo que había oído y dio algunos pasos hacia la niña; pero ésta, exhalando un grito de miedo, fue a refugiarse tras la superiora.

Este grito pareció volver a la realidad al angustiado padre. Miró con todo el furor propio de tan dramática situación al cura y a la religiosa, y rugió:

—¡Infames! Habéis hecho más aún de lo que yo creía. Auxiliados por una familia fanatizada no sólo me habéis separado de mi hija sino que la enseñáis a que se horrorice ante el nombre de su padre. ¿Qué espantosas mentiras habéis dicho a esa infeliz niña? ¿Qué tremendas calumnias habéis dejado caer sobre mi pasado? ¡Canalla vil! Hace un momento os despreciaba, pero ahora me causáis asco y temor; siento ansia de vengarme aplastándoos, y ¡por Cristo! que no saldré de aquí, sin que sepáis quién soy, y cómo respondo a las maquinaciones del jesuitismo contra mi persona.

Y don Esteban, agitándose como un loco y hablando atropelladamente, agarró una silla, y levantándola como una pluma, se abalanzó sobre el cura y la monja.

Esta había perdido ya su presencia de ánimo y temblaba, pero el clérigo no se inmutó y fue retrocediendo hacia la pared, únicamente para ganar tiempo y poder decir antes de que descargara sobre su cabeza el primer golpe:

—Piense usted que los suyos han caído del poder, que el gobierno le persigue, y que si da usted un escándalo la servidumbre del colegio llamará a la policía, y resultarán inútiles todas sus precauciones para huir.

A las primeras palabras ya se detuvo don Esteban como si adivinara todo el resto. Aquel cura había sabido desarmar tanta indignación recordando hábilmente un peligro.

Como rendido por la realidad bajó lentamente su silla, recogió su sombrero, pasóse una mano por los ojos como si despertara de un sueño cruel, y se dirigió lentamente a la puerta:

Cuando llegó a ésta volvióse pausadamente y abarcando en una mirada a la niña y a los dos seres sombríos, dijo:

—Confieso que sois muy fuertes y que se necesita gran energía para luchar con vosotros. ¡Adiós sabandijas infames! ¡Adiós jesuíta! Derrama sin piedad tu saliva venenosa sobre mi historia; sigue tejiendo la negra tela de araña alrededor de esa familia cuya fortuna desea tu orden, y escarnéceme e insúltame cuanto quieras, que día llegará en que pueda devolverte golpe por golpe. Hoy el porvenir es tuyo, pues viene la reacción a hacer de la desdichada patria blanda cama para que te revuelques a su sabor. Mucha guerra os hice al triunfar la revolución, pero veo que aquella no ha causado gran mella en vosotros, y os juro que no seré tan blando el día en que nuevamente estén los sucesos de nuestra parte. ¡Adiós miserables! Seres sin piedad ni corazón, insensibles a todo sentimiento. Si tú eres la esposa de Dios y ese su representante, yo os digo que Dios es un mito, pues si existiera tendría méritos suficientes para ingresar en un presidio.

—En cuanto a tí, hija mía —continuó don Esteban con acento enternecido, algún día te acordarás con pena de este infeliz que ahora te causa espanto. Tal vez dentro de algunos años cuando te veas víctima de estas gentes que hoy te rodean, llames en tu auxilio a tu padre y éste no podrá acudir por haber muerto ya, o encontrarse lejos de la patria e imposibilitado de volver a ella.

Y el infortunado, al decir esto último, rompió a llorar y como si no quisiera dar tal prueba de flaqueza ante sus enemigos, salió corriendo de la habitación después de lanzar a su hija una postrera mirada de cariño.

Al pasar frente a la portería dio un rudo empujón al hermano José que quiso acercársele con su ademán obsequioso, y montando en el carruaje de alquiler que aguardaba a la puerta del colegio, gritó al cochero:

—¡A la fonda!

Al apearse don Esteban y atravesar el patio del hotel oyó que le llamaban y volviéndose tropezó con Benito, su antiguo asistente, después ayuda de cámara y en el momento compañero de aventuras políticas.

—Arriba en el cuarto aguardan, don Esteban. Son varios correligionarios de esta ciudad que desean saber por usted la actitud que deben tomar.

—¿Cómo han sabido que estamos aquí?

—No lo sé. ¡Qué diablos! Cree uno que no lo conocen, y donde menos lo espera… En fin, que esto nos demuestra la necesidad de marcharnos a Francia cuanto antes. Esta tarde a las cuatro sale el vapor para Marsella.

—Arréglalo todo para embarcarnos a tal hora, y alejémonos pronto de aquí. Ahora vamos a ver qué quieren esos amigos aunque yo no tengo hoy la cabeza para estas cosas.

Cuando don Esteban entró en su habitación levantáronse de sus asientos para saludarle respetuosamente tres hombres de rostro honrado y enérgico que por sus trajes demostraban pertenecer a esa clase de pequeños industriales que son el principal nervio del país y el primer elemento de toda revolución.

Venían a cambiar impresiones, a recibir órdenes, a ofrecer su vida y la de algunos centenares de amigos en defensa de la forma de gobierno que acababa de caer. Habían sabido, por un compañero que reconoció a don Esteban al bajar del tren, que el célebre agitador se hallaba en la ciudad y deseaban ponerse a sus órdenes si es que el antiguo revolucionario quería desenvainar la espada vengadora contra los pretorianos del 3 de Enero.

Aquellos honrados patriotas demostraban en su palabra defectuosa, pero firme, una completa confianza. Aun no era tarde; la reacción había triunfado en Madrid, pero todavía podía desvanecer tal victoria una protesta armada en las provincias y para ello nada mejor que iniciarla en una capital de importancia.

Don Esteban oía con agrado aquellas valientes proposiciones y por única contestación decía con triste acento:

—No puede ser: es ya muy tarde. Juzgamos por nuestro entusiasmo al país y éste se halla frío e indiferente.

Cuando los revolucionarios agotaron todos sus argumentos para convencer a don Esteban, éste les dijo:

—Es inútil que ustedes insistan. Saben hace ya mucho tiempo que estoy dispuesto a todas horas a dar mi vida por las doctrinas que profeso; pero en esta circunstancia no me arriesgaré a nada porque conozco perfectamente la situación. Nuestra República ha caído en medio de la mayor indiferencia del país; triste es confesarlo, pero entre nosotros debemos guiarnos ante todo por la verdad. Nació cuando menos lo esperábamos y más por las desavenencias de nuestros enemigos los progresistas que por nuestro propio esfuerzo; se implantó sin ser precedida de esas tremendas pero saludables convulsiones revolucionarias, y ha sido semejante a esas criaturas exiguas y débiles que al venir al mundo no producen a sus madres los dolores de un laborioso parto, pero que en cambio carecen de vida y llevan en su sangre la más espantosa anemia. Creedme, ciudadanos, no nos empeñemos en dar vida a un feto abortado. La República vino cuando la nación estaba ya cansada por las repetidas e infructuosas agitaciones de los partidos y lo que hoy desea el país es paz y por esto se irá indudablemente con aquel que se la dé. ¿Quién sabe si, guiada por tal deseo, aceptará dentro de poco la restauración monárquica? Afortunadamente, el espíritu republicano y federal existe cada vez más arraigado en el pueblo español y algún día fructificará dando resultados más firmes y duraderos. En resumen, amigos míos, guarden ustedes sus energías sin límites para el porvenir y no expongan en el presente, sin esperanza alguna, unas vidas que son preciosas y de las que necesita nuestro partido.

Los tres revolucionarios, si no convencidos, mostráronse anonadados por la certeza de tales observaciones, y se despidieron de don Esteban tristes por no poder realizar sus nobles deseos.

Algunas horas después don Esteban Álvarez y su fiel acompañante salían de la fonda en un carruaje cerrado, dirigiéndose al puerto donde se preparaba a levar anclas el vapor que semanalmente salía para Marsella.

III

—¡Qué escándalo, padre mío!

Estas fueron las primeras palabras que, elevando los ojos al cielo y poniendo las manos juntas en dulce actitud, pronunció la directora del colegio apenas don Esteban salió de su despacho y la niña fue internada nuevamente en el colegio.

—Efectivamente, reverenda madre —contestó el cura—, ese hombre es un pecador empedernido que para atacar a los representantes de Dios no vacila en insultar al rey de cielos y tierra.

—Decir que Dios… Vamos; que el cielo me libre de repetir, ni aun de recordar tanta blasfemia.

—¡Y atacar tan calumniosamente a nuestra compañía!

—A la Compañía de Jesús, reverendo padre; a esa inmortal institución del más grande de los santos: del glorioso que supo crear con su orden la más firme columna del catolicismo y del Santo Padre.

—Es abominable. Ese infeliz tiene a Satanás en el cuerpo…

—Y a Voltaire en la lengua.

El reverendo padre acogió con una amable sonrisa ese rasgo de erudición de la religiosa, y tras eso quedaron ambos silenciosos, como en un asunto importante, pero que ninguno de los dos quería ser primero en exponer.

—Ese hombre —dijo por fin la superiora, no pudiendo resistir más tiempo el silencio—, es un ser peligroso que algún día puede introducirse en la noble familia de Baselga, como ya lo hizo en otros tiempos, y matar la santa influencia que sobre ella ejerce la Compañía.

—Eso no puede ser reverenda madre; don Esteban Álvarez no volverá nunca a España.

—Padre mío, las aministías políticas son frecuentes en este país, y aunque ahora se vea perseguido ese hereje, pronto podrá volver a España.

—Eso sólo sucedería si nuestro hombre fuera culpable sólo de delitos políticos; pero ya arreglaremos las cosas, de modo que aparezca complicado en delitos comunes para los que no haya indultos y que forzosamente conduzcan a un presidio. Esto le mantendrá alejado de España mientras viva.

—No es eso fácil, padre.

—¡Santa mujer! Para la Compañía no hay nada difícil. Don Esteban Álvarez meses antes de la caída de Don Amadeo, mandó partidas republicanas en los montes de Cataluña, y ya sabemos que en España esa guerra irregular de guerrillas siempre es causa de atropellos, de los que bien pueden sacarse responsabilidades criminales para hacerlas caer sobre quien convenga. Nosotros tenemos en todas las esferas buenos amigos que nos sirven, y además los sucesos políticos no pueden marchar mejor. Esto va, reverenda madre, y pronto quedará desvanecido el andrajo de revolución que aun nos cubre. Dentro de poco, o triunfan los carlistas, cada vez más poderosos en el Norte, o surge victoriosa la restauración borbónica en la persona de don Alfonso. Nosotros jugamos en ambas partes, ayudaremos a las dos causas, y resulte quien quiera victoriosa, los amos seremos siempre nosotros; ved, pues, si podemos lograr que ese hombre peligroso no vuelva a España.

—Admiro vuestro talento padre.

—No, hija; entusiasmaos ante la grandeza de la institución de la que formamos parte. Deseando extender la gloria de Dios, trabajamos sin descanso con el santo propósito de que el mundo entero adore su poderío tomándonos a nosotros como intermediarios. Grande es la empresa, inmensos medios se necesitan para ella y por esto no hay misión más noble ni meritoria a los ojos de la divinidad que la que ahora os toca desempeñar dando a Dios el alma tierna de una joven y al tesoro de la Compañía una respetable fortuna que nos pertenece y que hace tiempo vamos persiguiendo.

—Padre mío: humilde sierva soy del Señor, pero haré cuanto pueda por dirigir las aficiones de esa niña a la más santa de las vidas, y que su fortuna venga a aumentar el tesoro de la gran empresa… para la mayor gloria de Dios.

—El os premiará, hija mía. Mucho tenemos que batallar para alcanzar la conquista del mundo y que en él se inaugure el verdadero reino de Dios; pero lo lograremos, reverenda madre, lo lograremos porque nuestro ejército es invencible; los años pasan sobre él sin hacer mella, los huecos que la muerte causa en sus filas se llenan inmediatamente y camina sin descanso lentamente a la sordina, siempre con el mismo derrotero y a la conquista de idéntico fin. La impiedad no supone obstáculos y los saltamos, escudados en nuestros santos fines no reparamos en los medios, nuestras armas invulnerable son el oro, cebo eterno de los mortales y la persuasión dulce y embriagadora cuyo secreto poseemos; todo cuanto el diablo inventó para halagar las pasiones de los hombres lo empleamos para la mayor gloria de Dios y seguimos adelante tranquilamente y confiados, más que en nuestro propio valor en los estatutos de la orden que la hace inmortal. ¿Qué importa que nosotros, soldados de Cristo y del Papa, pasemos rápidamente por la esfera de la vida sin darnos cuenta exacta de las conquistas que realizamos, si sobre nuestras tumbas queda siempre ese ejército invencible, esa sublime Compañía, eterno fénix que renace sobre las cenizas y que no descansará hasta el día del triunfo?

—¡Oh! Seguid, padre mío, seguid —dijo la superiora, a través de cuyas gafas se escapaba el brillo del entusiasmo—. Decidme esas palabras que me llenan de vida.

—Tened fe en el porvenir de nuestra orden y cumplid con entusiasmo la misión que ella os confíe. El mundo será nuestro. Las primeras fortunas de la tierra irán entrando poco a poco en nuestro tesoro. La confesión, el continuo consejo en el seno de las familias y la dirección espiritual realizarán tales milagros. Poco a poco nos apoderaremos en todos los países de las principales fuentes de producción; llegará un día en que el comercio y la industria de la tierra serán nuestros y entonces sonará la trompeta apocalíptica y comenzará el reinado de Dios. El Papa será el rey del mundo, la Compañía de Jesús estará como ahora encargada de dirigir al Santo Padre, y esos reyes, manada de imbéciles a quienes los revolucionarios atacan con razón, serán al frente de sus Estados simples gobernadores obedientes a la autoridad pontifical y al mandato de la Compañía. Cada nación por grande que sea, equivaldrá a una provincia del inmenso estado de la Iglesia, ideal gigantesco que un día soñó el gran Gregorio VII y que realizaremos nosotros los hijos de San Ignacio. Acabará esa escandalosa doctrina que se llama democrática; la libertad morirá porque los pueblos han de ser cual los arbolillos de jardín, que son más hermosos al crecer guiados por la férrea mano del hortelano; eso que llaman progreso desaparecerá de entre los humanos; el hombre no creerá satánicamente, cual hoy, que lleva en su cabeza una cosa que titula razón y con la que quiere explicarse todo lo existente; el pentamiento universal, será la adoración a Dios y a sus representantes los compañeros de Jesús y el mundo ofrecerá el hermoso espectáculo de una vasta congregación de devotos dirigidos espiritual y materialmente por nosotros, ¿Os agrada el cuadro? ¿Sentís renacer vuestra fe al pensar que trabajáis por tan santa causa?

La religiosa hizo con la cabeza enérgicas señales de aprobación y don Tomás añadió cambiando su anterior tono de apóstol por el insinuante y dulce que le era peculiar:

—Pues para la sublime obra, la Compañía necesita dinero, mucho dinero. Cumplid, pues, vuestro encargo. Que la condesita de Baselga tome el hábito de religiosa y que sus millones ingresen en el tesoro que hace tres siglos venimos reuniendo… ad majorem Dei gloría…

Parte Primera. El Conde de Baselga

I. Un defensor del absolutismo

En la madrugada del 1 de julio de 1822, cuatro batallones de la Guardia Real salieron a la callada de Madrid y se trasladaron al Pardo, donde, con aire omnipotente, dispusieron que su amado rey el señor don Fernando VII recobrase todos sus derechos de monarca absoluto y que cayera el régimen constitucional nacido año y medio antes con la sublevación de Riego en las Cabezas de San Juan.

Fue aquello una chiquillada valiente que costó la vida a muchos infelices y en la que se dieron a conocer don Luis Fernández de Córdova y otros futuros generales que entonces eran simples tenientes o más bien dicho, pollos militares recién salidos del cascarón.

En aquella jornada preparada en honor del absolutismo monárquico, sonó por primera vez el nombre de don Fernando Baselga, conde de Baselga, que era un rapaz recién salido de la escuela militar, vivo de genio, despierto de mollera en lo tocante a travesura, gran amigo de los placeres y con el alma un poco atravesada, según decían sus compañeros; pero a quien se le dispensaban sus faltas, que no eran pocas, en gracia al alegre carácter y a la distinción caballeresca que sabía dar hasta a sus actos más ruines.

El subteniente Baselga, de la Guardia Real, era una esperanza para aquella corte de Fernando que se sentía molestada bajo la influencia liberal de la situación y deseaba el restablecimiento del absolutismo, lo que significaba la vuelta de aquellos tiempos de Godoy y Carlos IV, donde cada mañana se comentaban los escándalos palaciegos ocurridos en la noche anterior, sucesos capaces de ruborizar a un cuerpo de guardia y se rendía homenaje al querido de la reina, la que por su parte cambiaba de amante cada semana.

¡Aquellos fueron los buenos tiempos! y no los que habían sobrevenido después de 1820, en aquella inaudita época constitucional donde los mismos revolucionarios que trastornaron a la nación en las Cortes de Cádiz, aquellos plebeyos insolentes y deslenguados, enemigos de Dios y de la propiedad, como eran Arguelles Martínez de la Rosa, García Herrerros, y otros no menos nombrados, pisaban las alfombras del regio palacio con el carácter de ministros e iban a deslucir con sus casacas mal cortadas aquel brillante golpe de vista que presentaban los salones del rey, repletos de dorados uniformes, faldas de vistosos colorines y sotanas rojas o moradas.

Cuando el joven subteniente se hacía estas consideraciones, sentíase acometido de un furor sin límites. Aquello no era corte; el palacio real no pasaba de ser un campamento del pueblo, la ola democrática lo invadía todo y era preciso que los buenos servidores del rey se agrupasen a su lado para barrer a todos los negros y devolver al palacio su antiguo esplendor.

El condesito de Baselga experimentaba la misma desesperación del artista convencido de que posee condiciones para hacerse inmortal y que, sin embargo, no encuentra medios para darse a conocer del mundo.

El joven subteniente tenía la firme persuasión de que él podía ser el más brillante adorno de una corte, y se desesperaba al pensar que por culpa de los liberales, allí no había bailes, saraos, ni ninguna de las grandes diversiones de los antiguos tiempos, pues el rey se pasaba la mayor parte del año en sus posesiones campestres huyendo de los motines, asonadas y manifestaciones con acompañamiento de pedradas y palos que siempre venían a terminar frente a las ventanas de Palacio.

¡Si él hubiera nacido en otros tiempos…!

Ya se lo había dicho el revoltoso y viejo conde de Montijo el mismo que el año ocho acaudillaba, vestido de chalán y con el nombre de el tío Pedro, el motín de los lacayos y tragineros contra el favorito Godoy.

—Muchacho tú hubieras hecho una gran carrera, de vivir en la corte de Carlos IV.

Él no era ambicioso, no quería medrar; únicamente deseaba divertirse, y divertirse mucho, y para ello necesitaba un escenario digno de sus facultades, una corte donde menudearan las fiestas, las damas fueran traviesas, se tuviera alguno que otro duelo, y desde el rey para abajo todos fueran galanteadores.

Para eso había entrado él en la Guardia Real, y como tenía la completa seguridad, por informes fidedignos, de que Fernando pensaba de igual modo y se veía obligado a reprimirse por culpa de los vencedores liberales, de aquí que profesara a éstos un odio más vivo e inextinguible que el que pudieran inspirarle sus tradiciones de rancia nobleza.

Por esto olvidando momentáneamente el vino, la baraja y unas relaciones nada platónicas que más por amor propio que por pasión había contraído con una duquesa casi cincuentona, dama de honor de la reina, hízose hombre serio, metióse a conspirador y entendiéndose con su compañero de armas, el inquieto Córdova que era quien se avistaba continuamente con el rey y estaba en el secreto de la gorda que se preparaba contra los liberales, encontróse a los veintiún años convertido en terrible sedicioso, aunque no dejando por esto de ser tan superficial como de costumbre.

Aquel condesito de Baselga era un hermoso ejemplar de la especie de fatuos dañinos; y honraba tanto en lo físico como en lo moral a su privilegiada clase demostrando que en la nobleza no todas las familias degeneran a pesar de los incesantes cruzamientos entre individuos de idéntica sangre.

Su familia tan cargada de blasones y pergaminos como escasa en peluconas, habíase mantenido hasta entonces pegada al terruño en lo más aislado de Castilla la Vieja, odiando a la corte y considerando únicamente como iguales a los individuos de aquella nobleza rústica, que no doblaba el espinazo ante los favoritos de los reyes, nobleza que guardaba encerradas en sus casas solariegas las tradiciones de los feudales tiempos y que se comía sus cosechas al calor de la blasonada chimenea, teniendo por única ocupación la caza y por exclusivo esparcimiento la diaria misa mayor, las vísperas y alguno que otro rosario.

La guerra de la Independencia por un lado y las Cortes de Cádiz por otro, removieron toda la nación; los franceses a cañonazos y los diputados con leyes y decretos sacaron de su marasmo a clases que permanecían tan quietas como la momia de un Faraón en lo más hondo de la Pirámide, y aquellos restos semifeudales de la nobleza castellana fueron arrojados de sus vetustos caserones por el azar de las circunstancias y entraron en plena vida para contaminarse como todas las otras clases con el ambiente social.

Entonces, como tronco que arranca y arrastra el torrente de una inundación, el joven conde de Baselga fue desgajado del riñón de Castilla donde había crecido y llegó a Madrid contando como único capital el puñado de duros que cada seis meses le enviaba el cura de su pueblo como administrador de sus reducidos bienes señoriales y especialmente aquellas prendas físicas que, según testimonio de los expertos en achaques de corte, le harían ir muy lejos.

Sus progenitores habían muerto al terminar la guerra; su padre a consecuencia de fatigas experimentadas en la lucha contra los franceses, pues había querido organizar una guerrilla y de la campaña sólo había sacado escasa gloria, muchas penalidades y bastantes golpes, y su madre a causa de los numerosos sustos que la habían producido las continuas fugas y ocultaciones para no caer en manos de los invasores.

El condesito no tenía a los dieciséis años otro arrimo y amparo que el del duque de Alagón, gran señor de la corte con el que le unía un lejano parentesco, pero en esto le favoreció la suerte, pues llegó a Madrid en 1815 o sea cuando estaba en su período álgido la reacción, cuando el pueblo era feliz gritando: ¡vivan las cadenas y la Inquisición!, y España entera adoraba una trinidad tan respetable como la católica, compuesta por Fernando el Deseado, el ex-aguador Chamorro, bruto con suerte que tenía el privilegio de provocar la carcajada real relatando chuscadas del Matadero y el citado duque de Alagón, personaje respetable y necesario para la felicidad del Estado, cuyas funciones consistían en llevar la cuenta de los conventos de monjas que esperaban la visita de S. M. y acompañar al monarca en sus excursiones nocturnas a casa Pepa la Naranjera o alguna otra notabilidad manolesca que tenía el privilegio de distraer el fastidio de aquel a quien los predicadores de la época ponían en parangón con Dios.

Bajo la poderosa protección de tan digno personaje hizo el joven conde sus estudios.

Cerca de cuatro años invirtió en abrir un resquicio en su mollera a un escrúpulo de matemáticas y un poquillo de táctica y estrategia, pero como en aquel entonces tener un padrino como el duque de Alagón, equivalía casi a ser pariente del Espíritu Santo, pronto ingresó en la Guardia Real con el grado de subteniente y fue presentado al rey y a las principales damas de la corte.

No fue pequeño el efecto que causó en palacio, atendida la insignificancia de su posición. El monarca, que a la sazón andaba muy preocupado con la Constitución que acababa de jurar y las crecientes pretensiones de los liberales, desarrugó, sin embargo, el entrecejo y le dispensó una sonrisa y algunas chuscadas de su repertorio, con las cuales demostraba conocer las aventuras del joven subteniente, y en cuanto a las damas de la corte, señoronas de carne hinchada, mascarilla de colorete y peinado de tres pisos, le dedicaron las más insinuantes sonrisas y recogieron sus pomposos vestidos para que se sentara a su lado aquel nuevo manjar sano y apetitoso que llevaba en su interior la energía vital de cien generaciones libres de la anemia de las capitales y fortalecidas por la vida del campo.

En verdad que Baselga merecía tan afectuoso recibimiento.

Era el más hermoso animal que en muchos años había entrado en la corte para satisfacción del capricho femenil de las grandes damas.

Su esqueleto podía figurar por su tamaño y fortaleza en un museo y sobre sus huesos de gigante llevaba un apretado tejido de músculos y nervios capaz de desarrollar la fuerza del atleta y refractario a la enfermedad y a la fatiga. Su rostro tenía una expresión ceñuda que al sonreír se convertía en maligna; llevaba con mucha gracia el recortado bigote y las patillas a la rusa en moda entre los militares de entonces y a tantos encantos físicos se unían los de una educación distinguida, pues manejaba el sable como un cosaco, bebía sin caer, como un arriero, miraba con desprecio a todo hombre que no llevaba uniforme y jugaba con privilegio de ganar siempre, ya que todas sus fullerías sabía sostenerlas después como un matachín con la punta de su espada.

Los cuartos que le enviaba el cura, su corta paga, algún que otro socorro que le dispensaba su protector el de Alagón y las trampas en el juego, le permitían vivir con más boato que muchos de sus compañeros de armas y hasta se susurraba entre éstos que la duquesa madura cuidaba de su brillante aspecto renovándole el uniforme cada tres meses, con el fin de que se presentara como el oficial más elegante y apuesto de la Guardia.

Sus calaveradas y rasgos de carácter eran uno de los temas obligados en las tertulias elegantes, y hasta absolutistas tan ceñudos y malhumorados como el duque del Infantado y el padre Cirilo Alameda, reían a carcajadas al saber que Baselga se disfrazaba de majo e iba a las Cortes para tener el gusto de arrojar a los diputados cortezas de naranja, o se emboscaba al anochecer con algunos compañeros en la Plaza de Palacio, embozado hasta los ojos y con el sable desnudo, para emprenderla a cintarazos con los mozuelos y mujeres que se colocaban bajo las ventanas del regio alcázar llamando a Fernando «feo narizotas, cara de pastel».

Todas estas hazañas las consumaba el joven subteniente como en muestra de agradecimiento al rey y al duque de Alagón y para desahogar la rabia que sentía contra aquellos liberales que, con sus costumbres puritanas, impedían que fuera la corte lo que en los buenos tiempos y que en ella pudiera lucirse un descendiente de los héroes de la reconquista que se llamaba don Fernando de Baselga.

La fama de los despropósitos que continuamente cometía el calavera subteniente fue haciéndose tan grande, que llegó a oídos de Fernando, y éste, que entonces se ocupaba en urdir la conspiración número mil y tantas contra la Constitución que voluntariamente había jurado, en uno de los conciliábulos que a altas horas de la noche celebraba en su alcoba con Alagón, Infantado y el joven Córdova, habló a éste de la necesidad de interesar en el plan a Baselga.

—Señor —contestó Córdova con el desprecio que los hombres de genio guardan para los fatuos—, ese hombre será útil para cuando demos el golpe; pero, entretanto, puede comprometernos.

—No importa; háblale de mi parte. Es un bruto que sabrá animar a la gente y te evitará descender a ciertos trabajos.

El joven subteniente a quien el soberano había agraciado con tan hermosa calificación, recibió con el mayor placer las indicaciones de su compañero de armas, y estuvo a punto de desmayarse de satisfacción al saber que S. M., había pensado en él para tan delicada empresa.

Desde aquel momento se olvidó de todo para dedicarse exclusivamente a la vida de conspirador.

¡Qué actividad la suya! ¡Con qué elocuencia sabía hablar a sus compañeros para decidirles a que desenvainaran su espada contra el gobierno! A los amigotes de riñas y francachelas pintábales con arrebatada oratoria la necesidad que había de cortar a los liberales esto, aquello y lo de más allá; a los que sentían sus mismas aficiones entusiasmábalos describiendo lo que sería la corte así que la Guardia echara abajo la maldecida Constitución, y a los que se mostraban tímidos e irresolutos intentaba atemorizarlos diciéndoles con aire de matoncillo que así que triunfase la buena causa se procuraría hacer en las horcas una buena cuelga de aquellos que en los momentos de peligro no querían defender los sagrados derechos del rey.

Pronto tuvo Baselga terminados sus trabajos de preparación, y no debió hablar mal de ellos Córdova al rey, pues éste dirigía bondadosas sonrisas al subteniente siempre que lo veía en Palacio.

Por fin, llegó el momento de dar el golpe.

Con motivo de ciertas manifestaciones de desagrado que el pueblo hizo al rey, en 30 de Junio, cuando se retiraba a Palacio, después de asistir a la clausura reglamentaria de las Cortes, hubo sablazos y culatazos entre la Guardia y la milicia nacional, con el consabido acompañamiento de corridas y cierre de puertas.

Baselga comenzaba a estar en su elemento, y varias veces propuso a sus compañeros el dar allí mismo el grito de ¡viva el rey absoluto! y volviendo a las Cortes, fusilar a todos los diputados.

Quería acelerar el movimiento con un acto disparatado, y ya que no pudo lograrlo en aquel momento, por la tarde lo consiguió, pues a las puertas del mismo palacio real, y por consejo suyo, unos cuantos soldados hicieron fuego por la espalda sobre don Mamerto Landeburu, capitán de la compañía de Baselga y a quién éste odiaba por sus ideas liberales.

Después de un crimen de tal importancia realizado al grito de ¡viva la monarquía absoluta! ya no cabían vacilaciones.

La milicia nacional, la guarnición de Madrid afecta al gobierno y el pueblo caerían inmediatamente sobre los agresores y la conspiración quedaría desbaratada, lo que obligó a tomar a los conspiradores una resolución definitiva.

Cuatro batallones de la Guardia Real salieron aquella misma noche de Madrid, mandados por oficiales jóvenes y de poca graduación, pues el que más era capitán.

El conde Baselga iba al frente de medio batallón, contento de la aventura y con todo el empaque de un ilustre caudillo.

II. El 7 de julio

Al anochecer del día 7 de julio, entre las gentes de alta estofa reunidas en los salones del palacio real, reinaba una alegría no exenta de zozobra.

Se esperaban graves acontecimientos para dentro de muy breves horas.

El rey, bajo frivolos pretextos, mantenía a su lado a los ministros liberales; los cortesanos comenzaban a tratar a éstos más como vencidos y prisioneros que como gobernantes, y fuera de las doradas cámaras, en las antesalas, escalinatas y patios, vociferaban los soldados de la Guardia que no habían seguido a sus compañeros en la insurrección, y permanecían allí para guardar la persona del soberano.

Aquellos pretorianos, actores indispensables de la tragedia que se preparaba, eran tratados como canónigos por la servidumbre de Palacio, que se extremaba en llenar sus estómagos para que así adquirieran nuevas fuerzas y supieran batirse firmemente con los liberales.

Los platos humeantes, recién salidos de los fogones, los fiambres costosos, las frutas raras, los helados exquisitos y los vinos, que hacía ya muchos años dormían en las bodegas de Palacio bajo espesa capa de telarañas y polvo, salían a borbotones por la puerta de las cocinas en brazos de diligentes pinches, y eran distribuidos entre aquellos mocetones uniformados, tan gallardos como brutales, que con el fusil bajo el brazo recogían el regalo del rey y lo partían alegremente con sus amigas, alegres mujercillas que habían llegado de los barrios más extremos de Madrid al olor de la fiesta.

Las antecámaras estaban convertidas en comedor, y cada rincón o hueco de escalera era un burdel.

La licencia soldadesca se posesionaba a sus anchas del regio alcázar, y el rey y sus cortesanos lo veían, pero callaban.

Convenía acariciar y sufrir antes de la pelea a aquellos perros de presa que iban a ser arrojados contra la Constitución.

A intervalos aparecía en los tejados del Palacio una gran linterna roja que se movía con señales de telegrafía misteriosa, y a la que contestaba allá a lo lejos con idénticos movimientos otra del mismo color desde las alturas del Pardo, que ocupaban los batallones insurrectos.

Aquello, según las gentes enteradas de los secretos de Palacio, era la señal convenida entre el rey y sus pretorianos para que éstos cayeran sobre los liberales que defendían Madrid, y que se mostraban descuidados y muy ajenos de esperar ataque alguno.

La contestación que marcaba el farol del Pardo, produjo en los regios salones la más grata impresión.

Los cortesanos se felicitaban mutuamente, y los frailes y clérigos estrechaban las manos de los grandes de España y generales de salón, dándose plácemes por el próximo triunfo que devolvería a las clases tradicionales sus antiguos privilegios desterrando de la nación los demonios de la libertad y del progreso.

—¡Van a venir! —decía con gozo un obeso canónigo a un acartonado gentilhombre.

—Pronto tendremos absoluto a nuestro señor don Fernando.

—¡Absoluto! —exclamaba con alegría casi frenética y frotándose las manos el esférico prebendado—. ¡Absoluto! Eso es; y que podamos arrojar lejos de nosotros la polilla liberal.

Fernando, en tanto, rodeado de sus inseparables duques de Alagón y del Infantado y de otros cortesanos íntimos, celebraba con su chusca risa de canalla la mala jugada que les preparaba a los liberales.

Los cuatro batallones de la Guardia no anduvieron perezosos en cumplir lo prometido por medio de aquel extraño telégrafo óptico.

Seis días de inacción, de crueles indecisiones, y de ver que en toda España nadie se levantaba a secundar el movimiento, conforme el rey había prometido, destruyeron un tanto la disciplina militar e introdujeron el desorden en las filas.

Córdova hacía esfuerzos para que no se malograra aquella empresa de la que él era el alma.

Los liberales por una extraña apatía habían dejado a los guardias que permaneciesen tanto tiempo sublevados en los alrededores de Madrid; pero era de esperar que de un momento a otro cayeran sobre ellos, aplastándoles con el peso de su superioridad, y por esto los directores del movimiento decidieron tomar la ofensiva presentándose inesperadamente en la capital y poniendo de su parte la gran ventaja de la sorpresa.

El condesito de Baselga ayudó mucho a Córdova en la tarea de decidir a los compañeros a caer sobre Madrid.

Aquel matoncillo de corte deseaba con ansia tomar parte en una función de guerra y hacer contra la libertad algo más serio que darse de sablazos con los milicianos en la plaza de Palacio o de bofetadas con los patriotas que aplaudían en la tribuna de las Cortes.

El deseo de los más levantiscos se impuso a la cautela de los más prudentes, y los cuatro batallones emprendieron la marcha a las diez de la noche.

Baselga mandaba una compañía, y muchas veces volvió la cabeza durante la marcha para contemplar el ciento de altas gorras de pelo que en correctas líneas se movían detrás de él entre el bosque de cañones de fusil que brillaban al fulgor misterioso de un cielo sin luna, pero poblado de estrellas.

Allá abajo debía estar Madrid, el antro donde se guarecía el monstruo liberal que aquellos caballeros andantes del absolutismo iban a exterminar; y los guardias miraban ansiosamente hacia adelante como queriendo entrever los contornos de la población en la semioscuridad de la noche.

Cuando los cuatro batallones llegaron a las tapias de Madrid, apoderándose fácilmente de un portillo y entraron en la capital.

Cambió entonces el aspecto de aquellas fuerzas. Algunos de los reclutas de la Guardia, entusiasmados por el buen resultado de la sorpresa, gritaron: ¡viva el rey neto! pero las escasas voces fueron ahogadas por los veteranos, soldadotes duchos en la guerra que llevaban sobre su pecho, en forma de cruces, el recuerdo de las más célebres campañas de la Independencia y a quienes la gente llamaba los barbones de Ballesteros por la gran afición que demostraban a dejarse crecer los pelos de la cara.

Había que caer por sorpresa sobre los liberales, era preciso no avisarles con gritos ni disparos, y por esto los batallones, a la desfilada y rozando las casas, fueron deslizándose a lo largo de las calles.

Aquellos paladines de la legitimidad monárquica avanzaban con la vil cautela del asesino que va a caer sobre el enemigo descuidado.

Pronto cesó tal situación. Al volver la cabeza del primer batallón una esquina, encontróse frente a una patrulla liberal que recorría vigilante la ciudad. Sonó un tiro, después una descarga y los vivas a la Constitución y al absolutismo se confundieron con el tremendo rugido de la fusilería.

Había ya empezado el combate y Madrid despertó de su sueño.

La milicia corrió a las armas, elevóse en las calles un rumor semejante al bostezo de la fiera que despierta sorprendida por el primer tiro de los cazadores, y en los puntos más céntricos de la capital fueron reuniéndose los batallones de la milicia nacional y los patriotas armados que deseaban luchar por la libertad.

La plaza Mayor era el punto cuya posesión más interesaba a los insurrectos realistas y allí se dirigió la Guardia Real en varias columnas y siguiendo distintas rutas.

Baselga, sin separarse de Córdova, al que profesaba tanto respeto como admiración, púsose al frente de los quinientos hombres que iban a atacar la plaza por el callejón llamado del Infierno y denodadamente comenzó a avanzar.

Aquel truhán palaciego era valiente y tenía la audacia del bandido cuando se ve en peligro.

El tiroteo que se inició en la calle de la Luna había puesto en guardia a los defensores de la plaza Mayor, y al extremo de aquella angosta y oscura callejuela, bajo el amplio arco que daba acceso a la plaza, destacábanse, al rápido resplandor de los fogonazos, los enormes chacós de los milicianos terminados en orondos pompones y las figuras bizarras, aunque poco militares, de aquellos tenderos, abogados y oficinistas, que en días tranquilos jugaban a soldados con infantil complacencia y que en aquella noche, por uno de esos fenómenos raros que surgen en la historia cuando menos se les espera, se disponían a morir como héroes.

La espesa granizada de balas de fusil rugía en la estrecha garganta de la callejuela, salpicando las paredes, acribillando puertas y ventanas y derribando a los acometedores de los cuales muchos avanzaban apoyados a los muros y amparándose en sus huecos y salientes, mientras que otros, situados en el centro de la angosta vía, hacían fuego a pecho descubierto o desafiaban a la muerte, siguiendo adelante sin otra defensa ante su pecho que la punta de la bayoneta.

Baselga atacó con el ardor de un granadero. En el primer empuje se vio próximo a la sombría arcada, cuyas negras fauces se iluminaban con el instantáneo relampagueo de la fusilería; casi llegó a tocar con la punta de su espada aquellos grupos de azules capotes, charreteras encarnadas y gigantescos morriones que cubrían, como animada barricada, la entrada de la plaza; pero inmediatamente tuvo que retroceder, pues se encontró solo. Ninguno de aquellos guardias de tan reconocida bravura había conseguido avanzar tanto.

Los audaces estaban tendidos en el suelo y los demás se replegaban al fondo de la callejuela hostigados por las incesantes descargas de fusilería.

El condesito volvió a donde estaban los suyos y allí encontró a Córdova que, con el rostro contraído por el furor y los ojos saltando de sus órbitas, arengaba a los soldados y se disponía a cargar a la bayoneta, forzando de este modo la entrada de la plaza.

Formóse la columna. Agitando sus espadas pusiéronse al frente los oficiales y aquella masa de hombres y de hierro que por bajo era monstruo de innumerables y veloces piernas y por arriba confusa aglomeración de bayonetas y colosales gorras de pelo, partió con arrolladora furia sobre el montón de milicianos que servía de inexpugnable muralla a la arcada y que esperaba el ataque con el frío y terco valor del hombre pacífico a quien el entusiasmo convierte en soldado.

La granizada de plomo no detuvo al monstruo de hierro en su precipitada carrera, el suelo de la calle tembló bajo tan uniformes y aceleradas pisadas, y sobrevino el choque, brutal, ensordecedor y furioso como el tremendo topetazo de dos bestias prehistóricas.

Las bayonetas de una y otra parte se cruzaron, buscando con rabia los enemigos pechos, los fusiles, todavía humeantes, voltearon sobre las cabezas esgrimidos como mazas de combate, y a las respiraciones jadeantes acompañaron rugidos de rabia, gemidos de dolor y vivas a la libertad y al absolutismo.

El brutal encuentro duró sólo algunos instantes. Pugnaron ambas masas por repelerse mutuamente; las filas de la milicia parecieron abrirse un tanto con los movimientos de la lucha y un gran número de guardias, aprovechando el claro, introdujéronse en la plaza con la audacia del que comienza a sentirse vencedor.

Un nuevo obstáculo vino a cerrarles el paso. Allí estaban hasta entonces inactivos los jinetes de Almansa, aquel terrible regimiento de caballería cuyos soldados y oficiales eran el núcleo de todas las sociedades secretas, y el principal elemento de las algaradas revolucionarias y que ostentaban el lema de Libertad o Muerte.

Cayó el tropel de caballos con arrolladora furia sobre la manga de guardias que iba introduciéndose en la plaza y éstos viéronse arrollados y obligados a retroceder.

Aquellos terribles liberales sabían pegar recio con sus sables, y cuantos intentaron oponerse a la carga cayeron acuchillados por los centauros de la revolución.

Deslizábanse los viejos soldados por entre los grupos de caballos pugnando por llegar al centro de la plaza; pero por todas partes encontraban cerrado el paso y tenían que retroceder esquivando con el fusil un diluvio de tajos y estocadas.

Baselga había sido de los primeros en penetrar en la plaza y quiso resistir antes que ser empujado por la caballería nuevamente al callejón.

A los sablazos de los jinetes contestó con toda su habilidad de consumado espadachín; pero en una de las ocasiones que levantó su espada, un sable resbalando a lo largo de ésta cayó sobre su hombro derecho arrancándole media charretera y rompiéndole la clavícula.

Cayó inútil el brazo a lo largo del cuerpo, su mano abandonó la espada y se consideró próximo a perecer entre aquel torbellino de hombres, caballos y sables que vertiginosamente le envolvía.

Afortunadamente para él la fuga de los guardias lo arrastró y con toda la vaguedad de un sueño vino a recordar cuando volvió a encontrarse en el fondo de la callejuela, lo que le había ocurrido en la plaza y cómo salió de ella entre empujones, golpes y bayonetazos esquivados, por aquella arcada tan valientemente defendida por los milicianos.

Baselga, al verse con los suyos que habían vuelto a rehacerse, recobró su habitual energía y para demostrar con cierta pueril complacencia que no hacía gran caso de la herida, creyó muy propio proferir algunas interjecciones contra aquella gentecilla de la milicia que tan dura era de pelar y con tanta tenacidad defendía su alabada Constitución.

Para ser unos tenderillos —como decía Baselga despreciativamente—, se batían muy bravamente aquellos milicianos que juzgaban la Constitución del 12 como el arca santa en cuyo interior se encerraba el tesoro de todas las verdades y la suprema felicidad.

Ni por un instante decaía el entusiasmo de los defensores de la plaza Mayor y nadie se hubiera imaginado horas antes que aquellos batallones de la milicia a los que daban cierto aspecto ridículo los honrados burguesillos de rostro bonachón y abdomen prominente haciendo esfuerzos por tomar dentro de su uniforme un aire marcial, pudieran llegar a tal grado de heroísmo.

Mezclados entre los milicianos que vivaqueaban desde el anochecer en la plaza, figuraban los principales personajes de la revolución, los que gozaban de más grande popularidad.

Riego, vestido de paisano y presentándose como un simple diputado, animaba a los milicianos con marcial elocuencia e interrumpía su peroración para coger el fusil de un herido y dispararlo contra los asaltantes.

El general Morillo, el héroe de las guerras de América, con aquel gesto avinagrado que le era característico, dirigía la defensa sin bajar de su caballo presentando fácil blanco a los tiros de los asaltantes.

El jefe de la milicia era el brigadier Palarca, aquel médico toledano que en la guerra de la Independencia abandonó la curación de enfermos para matar franceses y que a fuerza de seguir la original táctica de las guerrillas llegó a convertirse en un completo y popular caudillo y poco después en ardiente liberal.

Estos tres personajes mezclados con un sinnúmero de generales, diputados, periodistas y oradores de club, que eran la representación más genuina de aquella época revolucionaria, constituían el núcleo de la defensa, siendo como el alma de aquel gigante de hierro y fuego que alargaba sus brazos relampagueantes y estremecedores por todas las avenidas de la plaza.

La defensa en vez de decrecer con el tiempo, iba en aumento conforme transcurrían las horas, pues los liberales recibían nuevos refuerzos de los extremos de la capital.

Las columnas de la Guardia Real, lejos de manifestar debilidad al ver aumentado el peligro, redoblaban su empuje semejante al toro que se enfurece pugnando por derribar con la testa un resistente obstáculo.

Pronto tuvieron los sediciosos que luchar con un nuevo y terrible enemigo.

Los guardias desde el fondo de las tres calles por donde dirigían sus ataques, vieron rodar bajo las arcadas bultos informes e inanimados que arrastraban los defensores de la plaza produciendo sordo ruido.

Al poco rato ya no fue la fusilería únicamente la que barrió las calles. Un fogonazo más intenso que los anteriores enrojeció las sombras, sonaron detonaciones ensordecedoras y la metralla rasgó rugiendo el espacio para ir a incrustarse en aquellas masas de carne que se amontonaban, preparándose a un nuevo ataque.

Los cañones daban una terrible superioridad a los liberales y los guardias reconocían que era preciso apoderarse de ellos o resignarse a morir despedazados por aquella lluvia de hierro.

Preparáronse a hacer el último esfuerzo y ser a morir si necesario era antes que retroceder y ser barridos por aquel vendaval de plomo. Había que hacer callar a las bocas de bronce aunque tuvieran que obstruirlas con sus propios cuerpos.

Sin otro guía que la desesperación, rugiendo de rabia, en completo desorden y viendo abiertos a cada instante nuevos claros en sus filas, partieron veloces las columnas como si quisieran aplastar aquellas barricadas de hombres y cañones.

Estos redoblaron sus rugidos y pronto tuvieron junto a sus fauces de bronce el tropel de desesperados que buscaban la muerte aclamando al rey que a aquellas horas estaba en su palacio si no tranquilo bastante descansado.

Aquella lucha furiosa hasta llegar a la demencia tomó un carácter tan grandioso como el de los combates homéricos.

Los continuos fogonazos raspaban en lívidas fajas la densa oscuridad y a su instantáneo resplandor destacábanse los movedizos contornos de aquel gigantesco montón de hombres tenaces en su idea de permanecer firmes o de avanzar.

Con la fantástica y atropellada rapidez de las visiones del delirio, vislumbrándose en los instantáneos focos de luz que producía la pólvora, las casacas azules de los guardias con sus rojas franjas sobre el pecho a modo de alamares, las amplias levitas de los milicianos, las rojas charreteras en desorden, los rostros contraídos por el furor o ennegrecidos por la pólvora con la horripilante expresión de una imagen dantesca, las gorras granaderas y los morriones pugnado y entremezclándose y más encima un bosque centelleante de espadas y bayonetas, machetes y escobillones de artillería que se agitaban buscando la presa sobre quien caer.

Los cañones hacían fuego a quemarropa. Cada vez que rugían trazábase en la apretada masa de hombres un surco rojizo, retrocedía aquella con instintivo movimiento y en el claro que existía por un momento, tendidos en el suelo o pugnando por sostenerse, como espectros de una pesadilla, veíanse seres mutilados y horribles que se retorcían con las contorsiones de infernal dolor.

Aquello ya no era el combate de soldados civilizados, era la apoteosis de la guerra, desprovista de toda conveniencia y mostrándose en su salvaje desnudez. La pasión política y la desesperación convertía a los combatientes en fieras. Un poeta al describir la nocturna batalla la hubiera comparado en tal momento a un canto con estrofas de hierro y fuego entonado en loor de la brutalidad de los hombres.

No podía durar por mucho tiempo aquella hecatombe tan espantosa.

La Guardia más por irreflexivo espíritu de conservación que por miedo, retrocedió recibiendo por la espalda el fuego de sus enemigos; pero como avergonzada de su fuga apenas se reconcentró al extremo de las calles, volvió otra vez al ataque con furia todavía creciente.

Aquellos jóvenes oficiales, calaverillas de la guerra que habían efectuado la insurrección de la Guardia con la misma ligereza que una aventura amorosa, comprendían ya la terrible situación en que voluntariamente se habían colocado, veían claramente el compromiso terrible contraído con sus soldados a quienes llevaban a la muerte y con su rey que aguardaba al triunfo, y se arrojaban decididos sobre el enemigo pensando más en la muerte que en la victoria.

Hay que hacer justicia a aquellos jóvenes fanáticos del realismo absoluto, que acometieron la loca aventura del 7 de julio y ensalzar el valor heroico que desplegaron por tan despreciable causa.

El condesito de Baselga estaba fuera de sí.

Sentíase avergonzado y loco de rabia al pensar lo que dirían al día siguiente las duquesas de la corte sabiendo que los tenderos de la milicia, habían derrotado a los valientes y dorados mozalbetes de la Guardia; y esta idea horripilante le arrastraba al suicidio.

Ya no pensaba en penetrar en la plaza; tan sólo quería morir abrazado a uno de aquellos cañones que tanto daño causaban y que vinieran después las hermosuras cortesanas y hasta el mismo rey a contemplar el cadáver de tan glorioso mártir del absolutismo.

Guiado por tal idea, mostrábase bravo entre los bravos, marchando el primero en la columna a pesar de que sólo con gran dificultad podía mover su brazo derecho.

La metralla pasaba rozándole y hacía caer a los que más cerca estaban; pero ni una sola vez se desviaba para tocar a aquel insensato que le llamaba a gritos. Los rugidos de las cañones parecían a Baselga sarcásticas carcajadas de la muerte que se burlaba de un amante tan porfiado.

Varias veces llegó a tocar con su brazo casi inútil el bronce de aquellos cañones, y otras tantas retrocedió arrastrado por el reflujo de los asaltantes, que sólo por algunos instantes podían permanecer batiéndose cuerpo a cuerpo y recibiendo las descargas a quemarropa.

En más de una ocasión la bayoneta de un miliciano pudo atravesar su pecho con solo un ligero empuje; pero los defensores de la portalada le respetaron, admirando su valor y tal vez compadecidos de su juventud.

Iba ya acercándose el amanecer, las sombras eran cada vez menos densas y la Guardia, extenuada por tan gigantescos esfuerzos y cada vez más combatida por sus enemigos, convencióse de que era inútil su empeño.

Apenas esta convicción se extendió por las filas, aquellos bravos batallones, en los que figuraban los más aguerridos veteranos del ejército español, declaráronse en fuga.

Comenzaba el cielo a empaparse con la claridad de los rápidos crepúsculos del verano; esa luz azulada y vaga propia del amanecer, coloreaba los objetos, y los guardias, como horrorizados del desolador aspecto del campo de batalla, y aun del que ellos mismos presentaban, desordenáronse y apelaron a la fuga con dirección al palacio real en busca de asilo, como los facinerosos de las épocas de fanatismo que, huyendo de la justicia, se acogían al sagrado de las iglesias.

Los oficiales intentaron detenerlos; pero se vieron desobedecidos, arrollados, arrastrados por aquella vertiginosa corriente de hombres, y pronto los batallones, pocas horas antes de tan brillante aspecto, corrieron azorados, revueltos y en espantoso desorden, perseguidos de cerca por los defensores de la plaza Mayor.

Al entrar en la calle del Arenal, aguardábales una tremenda sorpresa.

Las fuerzas liberales que ocupaban la Puerta del Sol, acababan de recibir tres cañones del Parque y enviaron un certero golpe de metralla a aquel tropel de fugitivos.

Baselga marchaba de los últimos, avergonzado de tal huida y corría tan sólo para detener a sus soldados, que eran sordos a las voces de mando.

Cuando sonaron los metrallazos desde la Puerta del Sol, vio caer a dos soldados que iban delante, y al mismo tiempo sintió en una pierna un golpe semejante al de un tremendo garrotazo.

Miró… y estaba lleno de sangre. Algo entre angustia y asfixia subió de su estómago a la cabeza, parecióle que el suelo tiraba de él, y tambaleándose como un borracho, fue a tenderse con dolorosa voluptuosidad en el umbral de una gran puerta.

A través de la nube sangrienta que empañaba sus ojos, vio Baselga pasar por el centro de la calle con la rapidez de una tromba a los batallones de la Milicia y del ejército liberal, que, con la bayoneta calada, iban en persecución del enemigo.

Después, todo quedó a su alrededor desierto y silencioso.

Un rápido y creciente entumecimiento invadía el cuerpo de Baselga, y sus facultades se amortiguaban gradualmente.

Cuando estaba ya próxima a extinguirse en él la noción del ser, le pareció que alguien tiraba de sus hombros y lo arrastraba.

«¿Será esto la muerte que llega?» —pensó el destrozado realista.

E inmediatamente su cerebro quedó inmóvil, sumergiéndose en la sombra.

III. La casa misteriosa

Desde principios del siglo, llamaba la atención de los vecinos de la calle del Arenal y aun de los que no siéndolo pasaban a menudo por dicha calle, un gran caserón situado frente al antiguo convento de San Felipe Neri que tenía ese aspecto enigmático y terrible de los edificios sobre los que pesa una leyenda terminada en su correspondiente maldición.

Ancha puerta eternamente cerrada y casi revestida con las pellas de barro que sobre ella iban arrojando sucesivas generaciones de muchachos; largos y panzudos balcones aprisionando entre el labrado hierro de sus balaustradas espesas capas de polvo y telarañas que se extendían hasta cubrir las rotas vidrieras; paredes pintadas al fresco con escenas mitológicas y atrevidos aleros con canalones terminados en boca de dragón que en los días de lluvia arrojaban un verdadero diluvio sobre los transéuntes: éstos eran los detalles más llamativos y principales de aquella fachada que bajo la máscara de su decrepitud inspiraba horror a todos los vecinos.

En las rendijas de la gran puerta crecían bosques en miniatura que movían mansamente sus verdes cabelleras al pasar un transeúnte por cerca de aquella, y las ninfas y dioses olímpicos pintados en el muro, estaban descoloridos por la lluvia y los vientos y ostentaban con ademán triste unas carnes enfermizas y amarillentas que habían surgido muchos años antes sobradamente rosadas del pincel de un artista italiano.

Allí se encerraba un misterio; algo sobrenatural, algo gordo; que haría sin duda, estremecer de horror hasta erizar el cabello; pero aunque resulte triste el confesarlo, no andaban muy conformes las tradiciones del barrio acerca del terrible suceso ocurrido en aquella enigmática escena.

En tal caserón, lo mismo podía haber vivido algún maldito hereje que vendiendo su alma al demonio fue arrastrado por éste a la hora de la muerte con rayos, truenos y nubes de azufre a estilo de comedia de magia, que algún marido que terminara las adúlteras relaciones de su esposa dando de puñaladas a la amorosa pareja, y marchando después a un convento, no sin antes dejar bien cerrada la casa para que nadie pisara más el lugar del espantoso crimen.

Todas las leyendas de aquellos tiempos de fanatismo, credulidad y afición a lo absurdo, podían haber ocurrido en el caserón, incluso la de haber servido de fábrica a monederos falsos, que era lo que opinaba un barbero de la vecindad, hombre de cierta despreocupación y de eterno sentido práctico, que en punto a sus suposiciones se adelantaba algunos años a sus contemporáneos.

Sea cual fuere la historia de aquel caserón por todos desconocida y que a causa de esto cada cuál lo relataba a su modo, lo cierto es que en el barrio y en las gradas del fronterizo convento de San Felipe, lugar del célebre mentidero, era objeto de muchas conversaciones y de cierta preocupación respetuosa. Las viejas al pasar junto a él, hacían la señal de la cruz, los muchachos sólo en un arranque de audacia se atrevían a ensuciar su frontera arrojándola pellas de barro, y al cerrar la noche, más de un transeúnte al acercarse al tétrico edificio lo contemplaba con recelo y apresurado paso.

Por desgracia para los espíritus inquietos y amigos de novelería, pronto cesó aquel misterio, pues una mañana aparecieron abiertos los antiguos balcones mientras que por el ya franqueable portón entraban y salían a cada momento para arreglar las diligencias propias de una instalación laboriosa, unos cuantos criados entre los que se distinguían dos enormes negros y un vejete de aspecto tan ruin como repulsivo que miraba a todos con airecillo de superioridad.

Ocurrió esto a mediados de 1819, cuando la primera reacción anticonstitucional estaba ya próxima a terminar y los absolutistas se iban alarmando en vista de las muchas conspiraciones liberales que se descubrían y las inequívocas muestras de revolución que se notaban en las provincias.

Estaba entonces la curiosidad de las gentes más excitada que nunca, así es que a los pocos días ya sabían los vecinos de la calle del Arenal, quién era la persona atrevida que iba a habitar una casa de tan malos antecedentes.

Era la baronesa de Carillo, joven señora americana, viuda de un alto funcionario, muerto en Méjico por los insurrectos, y que venía a España para salvar su vida y la de muchas peluconas que constituían su fortuna, de los riesgos que pudieran correr entre el torbellino de la revolución.

Esto lo supieron los vecinos de boca de uno de aquellos negrazos a costa de pagar algunos vasos de vino en la taberna más cercana, y también lograron tener la certeza de que la tal señora era muy buena católica, y temerosa de Dios, pues en su viaje la había acompañado un sacerdote y eran muchos los curas que la visitaron en todas las poblaciones de importancia que atravesó en su viaje desde Cádiz a Madrid.

Esta última circunstancia tranquilizó a los curiosos vecinos y desterró de su ánimo toda sospecha de complicidad diabólica.

Una señora que estaba en tal intimidad con las gentes de la Iglesia, no podía tener ninguna relación con los malos espíritus que hasta poco antes, habían habitado aquella misteriosa casa.

Los sucesos públicos que a poco sobrevivieron, el ruidoso triunfo de la revolución y las agitaciones propias de un pueblo que al verse en posesión de su libertad experimentaba idéntica impresión que con un muchacho con zapatos nuevos, borraron muy pronto en los vecinos de la calle del Arenal la curiosidad que les producía todo lo que se relacionaba con el célebre caserón y sus habitantes.

Las algaradas continuas, los motines a diario, los frecuentes paseos nocturnos del retrato de Riego a la luz de las antorchas y las agitadas sesiones de los clubs patrióticos, eran motivo de pública preocupación y más que suficientes para que la gente se olvidara de los chismes y enredos de vecindad que poco antes constituían su delicia y eran el tema obligado de conversación.

Poco a poco en el transcurso de año y medio, el misterioso caserón de la calle del Arenal, a pesar de que su puerta sólo se abría varias veces cada día y de que la señora que la habitaba tenía cierto empeño en dejarse ver poco, se convirtió en una casa vulgar incapaz de llamar la atención de nadie.

Si los compadres del barrio no hubiesen estado tan ocupados en los asuntos politicos y en vez de asistir por las noches a las tumultuosas sesiones de La Fontana de Oro, a oír los revolucionarios discursos de Alcalá Galiano, o a las Juntas organizadoras de la Milicia Nacional, hubiesen permanecido, como antaño, tomando el fresco a las puertas de sus casas, de seguro que hubiesen visto algo digno de ser comentado y discutido.

Casi todas las noches el postigo de la gran puerta se abría lenta y silenciosamente, casi al mismo tiempo que por la parte de Palacio aparecían en la calle dos hombres altos y recios que, a pesar de estar ya bien entrada la primavera de 1822, iban embozados en largas capas, semejantes a las usadas por los majos del Matadero.

Los dos embozados caminaban con afectada naturalidad hasta llegar a la casa, pues así que estaban junto al entreabierto portón, miraban a todos lados rápidamente y con alarma, acabando por desaparecer en la negra abertura que inmediatamente quedaba cerrada.

Aquellos dos hombres y alguno que otro cura, de aire humilde y sonrisa seráfica, eran los únicos visitantes de la señora de la casa.

Aunque en el calle no dominara, por causa de las circunstancias, el mismo espionaje que antes, no por esto faltaban comadres curiosas que se hicieran pronto cargo de tales visitas.

Una vez conocidas éstas, la curiosidad se interesó en averiguar más, y pronto hizo un gran descubrimiento.

En una corta temporada que la familia real residió en los jardines de Aranjuez, las nocturnas visitas quedaron interrumpidas.

La consecuencia que la curiosidad sacó de tal hecho, fue inmediata. Los dos embozados pertenecían a la corte y eran, sin duda, condes o duques que se rozaban con las personas reales.

Dos años antes, cuando el grito nacional era ¡vivan las caenas! y la aspiración de todo buen español ser un gran servil tal descubrimiento hubiera bastado a aplacar la curiosidad de las vecinas, pues el deseo de saber lo que no las importaba, podía hacerlas dar con sus huesos en la Galera; pero no en balde se estaba en pleno período revolucionario y dominaba el deseo de conocer todos los secretos de los de arriba para hacerlos públicos y que el pueblo supiera qué clase de gentes eran aquellos nobles que se tenían por seres privilegiados.

Noches enteras pasaron las buenas vecinas tras las ventanas y rejas, espiando a los dos embozados, por si lograban distinguir sus rostros.

Pero fue inútil su intento, y no consiguieron distinguir la más pequeña parte de sus caras, cubiertas por las alas del sombrero, el embozo de la capa y la sombra de la noche.

La casualidad vino a satisfacer, por fin, los deseos de las curiosas.

Una noche (pocos días antes de la sublevación de la Guardia Real), el postigo se abrió como siempre y los embozados aparecieron al extremo de la calle, justamente cuando por la parte de la Puerta del Sol llegaba un mozalbete, a quien la sobra de alcohol hacía andar en zig-zag y que daba rienda suelta a su buen humor cantando con largos intervalos y algún relincho la copla liberal de 1813:

Un realista en un mesón, llamaba porque le abrieran, y tanto y tanto llamó que le abrieron… la cabeza.

Los dos embozados, al ver aquel inoportuno transeúnte, procuraron evitar su encuentro marchando por el centro de la calle; pero el borracho con la tenacidad imprudente propia de los que están en tal estado, puso especial empeño en manejar sus poco obedientes pies, de modo que fuera a tropezar con aquéllos.

Yendo de un lado a otro de la calle, los unos por evitar el encuentro y el otro buscándolo, vinieron por fin a chocar.

El mozalbete dio con su barriga un fuerte golpe al más alto, y elevó su aguardentosa cara a la altura de su embozo, pugnando por deshacer éste, al mismo tiempo que exclamaba con ronca voz:

—¿Quién eres tú? Si tienes mucho frío, ven a echar unas copas.

El importuno se vio pronto sacudido por los dos embozados, que, sin preocuparse de que dejaban sus rostros al descubierto, le agarraron con sus manos, y después de moverlo en todas direcciones, le arrojaron al suelo.

El borracho cayó sentado, conmoviendo el suelo con sus posaderas, y en tan cómica actitud permaneció mucho rato, siguiendo con vista asombrada a los dos embozados, el más alto de los cuales reía estrepitosamente, procurando ahogar las carcajadas con el embozo.

Cuando ambos hubieron penetrado en el viejo caserón, el borracho, sin abandonar su acritud, rascóse la frente, como quien duda, y al fin murmuró, con la satisfacción del que se despoja del peso de un secreto:

—Que me maten si esos no son Narizotas y su alcahuete.

Las vecinas que habían presenciado en sus escondites la anterior escena, oyeron estas palabras, que fueron para ellas una completa revelación.

Efectivamente; de los dos personajes, el más bajo tenía todo el aire del duque de Alagón, favorito de Su Majestad y autor de servicios semejantes a los que el jefe de los eunucos presta al Gran Sultán, y en cuanto al más alto, era sin duda, el ser privilegiado cuyo retrato, por la gracia de Dios, figuraba en todas las monedas.

En la puerta de dicha casa fue donde cayó herido el conde de Baselga.

IV. El señor Antonio

De ser poeta el gallardo subteniente de la Guardia Real, el tiempo que permaneció sin volver a la vida le hubiera proporcionado tema suficiente para componer un poema describiendo las vaporosas fantasías de la nada.

Hubo un instante en que, perdió la noción de ser; pero este estado negativo desapareció, y del mismo modo que se sale de un sueño, no para despertar, sino para entrar en el ensueño, Baselga comenzó a sentir y a pensar, sin volver por esto a la vida real, pues entró de lleno en las nerviosas fantasías del delirio.

Sus oídos zumbaban como si fueran cañones conmovidos por ensordecedores disparos; le parecía que su cuerpo se hundía en un lecho de espuma de jabón, cuya profundidad no tenía término, y por encima de sus ojos que veían estando cerrados, destilaba una interminable procesión de Seres vaporosos de color azulado y formas grotescas, a fuerza de ser extravagantes, que en la confusa memoria del subteniente despertaban el recuerdo de los célebres cartones dibujados por Goya, inagotable almacén de raras imaginaciones.

Algunas veces entre aquel extravagante desfile de visiones, contorneábanse rostros conocidos, aunque desfigurados por diabólicas sonrisas y ¡cosa rara! siempre eran aquellas fantásticas caras las de seres que tenían motivos más que suficientes para odiar a Baselga. Dos o tres muchachos de la Guardia, a quienes el subteniente había señalado con su sable por quejarse de sus fullerías en el juego, desfilaron haciendo visajes de alegría por encima de sus cerrados ojos, y tras ellos, pálido, ensangrentado y llevando en los labios el nombre de su mujer y de sus hijos, pasó el desgraciado Landaburu, aquel mismo capitán a quien por sus ideas liberales había echo asesinar Baselga el día en que los batallones iniciaron su sublevación en la plaza de Palacio.

Aquellos fantasmas despertaban en el ánimo del atolondrado subteniente algo semejante a un remordimiento y los contemplaba con miedo como temiendo su venganza ahora que él se encontraba débil e incapaz de defensa.

Pronto experimentó algo que le hizo estremecer y dar gritos de miedo y de dolor. Los terribles fantasmas le rodearon, con sus invisibles manos comenzaron a arañar en sus heridas, excavando hondo como si buscasen algo, y cuando se cansaron de ver correr la sangre, las oprimieron con sus pesados brazos, causando al infeliz un dolor que le estremecía de pies a cabeza.

Un calor insufrible se apoderó de todo su cuerpo; a Baselga le pareció que el cerebro hervía dentro del cráneo y que éste iba a estallar de un momento a otro, y tornó a abismarse en la sombra del no ser.

Cuando volvió a recobrar cierta noción de existencia, no fue para delirar, pues abrió los ojos y se convenció de que estaba en el uso de sus facultades, aunque éstas estuviesen amortiguadas de un modo alarmante.

Lo primero que vieron sus ojos fueron otros, grandes, saltones y de un blanco amarillento, que le miraban muy de cerca y que correspondían a un rostro negro como el carbón, adornado con una boca de labios hinchados y coronado por una cabellera crespa y enmarañada.

Baselga, como buen realista y católico, era supersticioso, y lo primero que a su debilitado cerebro se le ocurrió pensar fue que había muerto y que aquella cara negra y horrible que casi rozaba la suya era la del diablo en persona.

Pronto se tranquilizó, reparando, a continuación de tal rostro, el cuello de una casaca galoneada propia de un servidor de casa grande, pues repasando rápidamente en su memoria las leyendas piadosas y los cuentos de cuartel en que el diablo aparece bajo las mas distintas formas, recordó que éste en sus raptos de buen humor sólo, había descendido a disfrazarse de fraile, pero nunca se le había ocurrido vestirse de lacayo.

No tardó en salir de dudas, pues la cara negra habló, y arrastrando las sílabas con ese acento meloso de los americanos, preguntó al subteniente:

—¿Cómo se siente el niño?

A Baselga no se le ocurrió hablar y por toda contestación se sonrió de modo lúgubre.

—Hace bien el niño en no hablar —continuó el negrazo con acento cariñoso—. Los hombres malos le han hecho mucho daño y en casa todos temíamos que iba a morir. Yo y el negro Juan fuimos los que bajamos a por el niño esta mañana cuando estaba casi muerto en la puerta.

El subteniente, impulsado por el reconocimiento, quiso incorporarse para dar la mano al negro; pero inmediatamente sintió agudas y estremecedoras punzadas en el hombro y la pierna, donde tenía las heridas.

Fijó su atención en estas partes de su cuerpo y notó que las tenía oprimidas con fuertes vendajes que le causaban cierta angustia.

—No se mueva el niño; —dijo el negro con su acento indolente—. No se mueva, y si quiere algo pídalo que yo se lo traeré.

Separóse el negro al decir esto de la cama y entonces notó Baselga que junto a ésta y sobre una mesita ardía un quinqué con una pantalla verde, objeto que entonces era de reciente novedad y que sólo se permitían usar las gentes acomodadas.

Aquella luz acabó de traer al herido a la realidad.

—¿Qué hora es? —preguntó con voz desfallecida después de hacer un gran esfuerzo.

—El reloj de San Felipe ha dado las nueve hace muy poco.

—¿Desde cuándo estoy aquí?

—Desde esta mañana, señor. La niña, desde el balcón, vio caer a su merced junto a la puerta y nos mandó bajar para que le entráramos en casa y no lo remataran los hombres malos. Toda esta noche pasada hemos estado oyendo los tiros, la niña no ha dormido, y el negro Pablo, que soy yo, quería ir, como en Méjico, a disparar contra los enemigos del rey.

Estas palabras acabaron de despertar los recuerdos en la memoria de Baselga, hasta entonces embotada. Aquello de enemigos del rey hizo hervir en el subteniente la pasión de conspirador absolutista y rápidamente acudieron a su mente los recuerdos de todo lo ocurrido en la noche anterior y al amanecer de aquel mismo día.

Baselga experimentó ansiosamente el deseo de saber cuál había sido la suerte de sus compañeros de armas, y preguntó con voz angustiada:

—¿Qué ha ocurrido en Madrid desde que caí herido?

—No sé, ciertamente, cuál ha sido la suerte de la Guardia. Negro Pablo no ha salido de casa en todo el día, porque la señora no ha querido que fuera yo en busca de un médico. El señor Antonio ha sido el encargado de traer al cirujano esta mañana y al volver le he oído hablar con la niña de graves sucesos que han ocurrido en la Plaza de Palacio. Lo único que sé de cierto, es que los hombres malos pasan a grandes grupos por la calle, cantando y dando vivas a eso que llaman libertad.

—No hay duda —murmuró Baselga, dejando caer la cabeza con desaliento—, esos tenderillos nos han vencido.

En aquel momento, amortiguados y como si provinieran de larga distancia, llegaron hasta la alcoba centenares de voces que con bastante discordancia cantaban el himno de Riego y daban vivas a la Constitución.

Era el pueblo liberal que todavía celebraba con alegres manifestaciones el triunfo de la mañana.

Baselga, a pesar de su debilidad y postración, se agitó como para huir de aquellas voces que llegaban hasta él con sonido debilitado por muros y cortinajes, y cerró los ojos.

—Señor —dijo el negro—. La niña y el señor Antonio me han encargado les avisara apenas recobrara usted los sentidos.

—¿Quién es la niña? —preguntó Baselga con extrañeza.

—Es mi ama, niña Pepita, la señora baronesa de Carrillo, viuda del gobernador de Acapulco.

—¿Y ese señor Antonio? ¿Quién es?

—Es el señor; pero digo mal… no es el señor, pero poco le falta. Es como si dijéramos el amo de todos los que aquí vivimos menos de la señorita.

—Será el administrador.

—Administrador, no, señor; pero sí una cosa parecida. Algunas veces —continuó el negro, sonriéndose con cierta malignidad—; da consejos terminantes a la niña, que ésta sigue aún contra su gusto.

—¿Es joven tu ama?

—Casi como usted, y crea que si aquí se dejara ver tanto como en Méjico, había de encontrar a cientos los adoradores.

—Es guapa, ¿eh? —dijo Baselga, que a pesar de su triste estado comenzaba a preocuparse de niña Pepita, llevado de sus eternas aficiones galantes.

—Pronto la verá usted y podrá juzgar. Muchas señoras miro cuando salgo por Madrid; pero pocas he encontrado que puedan comparársele.

—Bueno; la veré y daré con justicia mi opinión.

Baselga, después de decir esto con displicencia, cerró los ojos como para indicar al negro su cansancio y ladeó un poco la cabeza, huyendo del reflejo de la luz.

El negro Pablo quedóse un rato mirándolo con estúpida fijeza y únicamente se movió cuando le pareció oír pisadas que lentamente se acercaban.

Fuése el negro a la puerta de la alcoba, y sacando la cabeza por entre los cortinajes, reconoció al recién llegado.

—Señor Antonio —dijo con voz queda—, el niño se ha despertado ya. He hablado con él y ahora mismo acaba de cerrar los ojos.

Apartóse el negro y entró en la alcoba el señor Antonio.

Su figura era extraña, y atendida la época resultaba un espantoso anacronismo.

Ocurría aquella escena a mediados de 1822. Las modas igualitarias y democráticas inventadas por la Revolución Francesa hacía ya bastantes años que imperaban en España, y sin embargo, aquel hombre vestía como en los tiempos de Carlos III, que, sin duda, fueron los de sus mocedades.

Llevaba el pelo largo, recogido con una cinta sobre la nuca y trenzado en coleta, y su traje componíase de casaca chupa y calzones de paño negro, raído, manchado y polvoriento; camisa con girindola, medias de color indefinible y zapatos con hebillas, holgados como pantuflas.

Tenía el rostro apergaminado y surcado por innumerables arrugas que al menor gesto titilaban y se ponían en movimiento semejantes al oleaje de un mar alborotado, y sus ojos hundidos y pequeños apenas si marcaban la pupila verde, inmóvil y gatuna, tras el empañado cristal de unas enormes gafas con pesado armazón de plata.

En el porte de aquella persona original, percibíanse detalles que a primera vista conocíase eran característicos, y de éstos los más notables eran el gran pañuelo de hierbas asomando siempre sus mugrientas puntas por entre los faldones de la casaca; el rosario, de cuentas gastadas por el uso, escapando su extremo por uno de los bolsillos de la chupa, mientras que del otro colgaba, sirviendo de cadena del reloj, una rastra de medallitas terminada en esa cifra cabalística que designan los devotos con el título de Nombre de María.

El señor Antonio, tal vez por ser pequeño de estatura y falto de carnes, no andaba encorvado humildemente como muchos de su clase; pero a falta de tal rasgo de servil amabilidad, disponía de una sonrisa, que aunque afeaba más aquel rostro chato, propio de una momia, le daba cierto tinte de seráfica inocencia.

Baselga, que al notar la presencia del recién llegado había abierto los ojos, contempló con atención a aquel personaje de exterior tan raro, mientras que éste le miraba dulcemente con sus ojos claruchos de un modo que parecía pedirle perdón por la molestia que le causaba.

El señor Antonio, después de vacilar, se decidió a ser el primero en hacer uso de la palabra, y buscando en los registros de su voz el tono más melifluo y humilde, preguntó:

—¿Cómo se siente usted, caballero?

—Mal, muy mal —contestó Baselga, a quien causaban gran incomodidad los apretados vendajes.

—No lo extraño. Ha perdido usted esta mañana mucha sangre y además, las heridas son de consideración. A pesar de esto, tengo la satisfacción de manifestarle que su vida no corre peligro.

—¿Ha visto bien mis heridas el cirujano?

—Perfectamente. Es un hombre tan cristiano como inteligente, amigo de la casa e interesado en salvar la vida de todo buen defensor del rey y nuestra sacratísima religión. Cuando le extraía las balas esta mañana, murmuraba oraciones para que Dios librara pronto a usted de aquel espantoso delirio, en el cual creía ver fantasmas que le arañaban las heridas.

Baselga recordó entonces sus atroces pesadillas de las cuales aun quedaba rastro en su memoria. Las manipulaciones del cirujano le habían parecido en estado tan anormal, crueles tormentos de seres fantásticos.

—Hay que reconocer —continuó el señor Antonio—, que Dios ha querido poner hoy a prueba la paciencia de los suyos destruyendo la obra de los buenos.

—¿Es usted de los nuestros? —preguntó Baselga mirando ya con cierta simpatía a aquel hombre que por su aspecto extraño le había sido antipático a primera vista.

—¿Y quién no lo es, caballero oficial? —contestó el vejete con enfática solemnidad—. Todo buen español debe ser enemigo de esos hombres desaforados, sin conciencia ni respeto a las leyes divinas y humanas, que no tienen más santos ni santas que Riego y la Constitución, que quieren la perdición de la Iglesia y de sus sagrados e inviolables derechos, que han arrojado a los buenos padres jesuítas que nuestro señor don Fernando VII había vuelto a España para que labrasen nuestra felicidad, y que si Dios no lo remedia acabarán igualmente con el rey, pues a nombre de esa libertad que siempre tienen en los labios, aspiran a que desaparezca todo lo antiguo y más digno de veneración. ¡Locos! ¡Infelices! ¡Mentecatos! ¿Pues no hay entre ellos quienes hablan de eso que llaman democracia y hasta quieren poner en práctica aquí las infernales doctrinas de aquellos bandidos que hicieron el noventa y tres de Francia? ¡Imbéciles! Como si las naciones pudieran existir sin reyes que las gobiernen y frailes que las eduquen.

Y el vejete que hablando al principio en tono natural había ido exaltándose poco a poco, paseaba nerviosamente al decir las últimas palabras y cada uno de los epítetos que dirigía a los liberales lo marcaba con iracundas patadas que daba contra el suelo como si bajo de sus pesados zapatos tuviera a la Fontana de Oro, y a todos los clubs revolucionarios que funcionaban en Madrid.

Baselga comenzaba a mirar con admiración a aquel hombre.

El subteniente, a pesar de todo su entusiasmo monárquico, era incapaz de hilvanar un párrafo realista de elocuencia tan conmovedor como aquel, y confesaba su pequeñez intelectual ante el vejete que poco antes le parecía despreciable.

El señor Antonio era, sin duda, un sabio tan eminente como el canónigo Ostólaza u otro de los frailes de la camarilla de Fernando, y el condesillo de Baselga comprendía que podía recibir de sus labios enseñanzas con que deslumbrar, el día en que se encontrara restablecido, a sus compañeros de batallón.

Estuvo el subteniente mucho rato silencioso por si el viejo quería seguir hablando sin tener él la imprudencia de interrumpirle el curso de la peroración, y en vista de que no decía nada más contra la situación política, se abrevió a preguntarle con la cortedad de un discípulo al dirigirse a su maestro:

—Diga usted, ¿qué ha ocurrido esta mañana al llegar los batallones de la Guardia a la plaza de Palacio?

—Un cosa inaudita. Los campeones de la Fe han sido derrotados y acuchillados por esos herejes. Dios, como antes he dicho, ha querido probarnos. Los batallones llegaron a la plaza, y allí se detuvieron. Sus perseguidores, los liberales, llegaron poco después y también descansaron las armas impuestos por ese respeto que inspira la mansión de los reyes. Entraron en tratos Morillo y los demás generales del gobierno con el rey nuestro señor para ajustar las condiciones con arreglo a las cuales habían de rendirse los guardias, pero éstos, no queriendo pasar por tal deshonra, volvieron a tomar las armas y bajando al Campo del Moro huyeron de enemigos tan superiores en número.

—Y entonces ¿qué sucedió? —preguntó Baselga con ansiedad.

—La caballería liberal y sobre todo el maldito regimiento de Almansa, cuyos individuos son todos francmasones o comuneros, aprovechándose del terreno llano, cargó a los cuatro batallones, y antes de que pudieran éstos formar el cuadro los acuchilló a su gusto, dejando el campo sembrado de cadáveres.

—¿Y el rey? —volvió a decir el subteniente con impaciencia—. ¿Qué hacía el rey?

—El señor don Fernando asomado a un balcón de su palacio azuzaba a los liberales contra los guardias, gritando: —¡A ellos, hijos míos! ¡Qué se escapan!¡No dejéis uno con vida!

—Eso es una gran canallada —dijo Baselga irreflexivamente dejándose llevar de su indignación.

El señor Antonio quedóse mirándolo fijamente por algún tiempo, y al fin, dijo con frialdad y calma:

—Caballero: el rey no se equivoca nunca, ni obra jamás como un canalla. Es un representante de Dios en la tierra, y sus actos son indiscutibles. Hay que analizar bien los hechos para atreverse a calificarlos. ¿Quién le asegura a usted que don Fernando no veía en lontananza amenazada su existencia por los vencedores liberales y únicamente para congraciarse con ellos, dio aquellos gritos? ¿Valen unas palabras sin importancia, la existencia de un rey? Nuestro monarca tiene el deber de vivir para que sea feliz su pueblo, e hizo muy bien en asegurar su existencia con unas palabras que esos liberales podrán interpretar como gusten, pero que no tienen importancia.

El ínclito Baselga quedó aplastado por aquella lección de realismo, y miró al vejete aún con más admiración.

—Además, caballero —continuó el señor Antonio—, en todos los asuntos hay que guiarse por los consejos de la sabiduría ¿Cree usted que los padres jesuítas son los hombres más sabios del mundo?

Baselga no tenía motivos para contestar; pues en su corta vida nunca había tratado a ningún discípulo de Loyola; pero recordando elogios que muchas veces había oído, y guiándose por sus aficiones reaccionarias, creyó muy del caso hacer un gesto como extrañándose de que hubiera quien pusiera en duda tan terminante verdad.

—Celebro que usted lo reconozca —dijo el vejete—. Pues bien, los jesuitas enseñan que para lograr un fin no hay que reparar en los medios, y el señor don Fernando no ha hecho más que seguir tan sabia máxima al obrar esta mañana del modo que ya he dicho.

El herido asintió a tales razonamientos, y como aunque le gustaban mucho las palabras del vejete, sentía cada vez más imperiosamente la necesidad de descansar, deseó que acabara pronto aquella conferencia para él fatigosa, y cerró los ojos.

—Comprendo que usted necesita mucho descanso, pues su estado, aunque no peligroso, es bastante grave. Me retiro, pues, y le advierto que apenas necesite el más leve auxilio, aquí tiene a Pablo que está por completo a su servicio y que dormirá a la puerta de su alcoba.

El negro afirmó las palabras del señor Antonio con una estúpida sonrisa. Baselga, que comenzaba a sentir invadido su cuerpo por una atroz calentura, preguntó con interés:

—¿Ha dicho el cirujano cuánto tiempo tendré que permanecer de este modo?

—¿Tiene usted mucha prisa en abandonar esta casa?

—Siento impaciencia por ir a participar de la misma suerte que aquellos de mis compañeros que no hayan muerto.

—Pues siento decir a usted que tendrá que resignarse a permanecer mucho tiempo aquí, aun cuando se encuentre bueno, a menos que quiera morir en un cadalso.

—¡Un cadalso…! ¿Tan cruelmente piensan los liberales castigar nuestra sublevación?

—Es que usted no es sólo reo de insurrección, sino de haber ocasionado la muerte de su capitán, a las mismas puertas del palacio real.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Señor conde de Baselga —dijo el vejete, irguiéndose con cierta majestad—, cuando se forma parte de instituciones poderosísimas, aunque sólo sea como humilde átomo, se sabe mucho y se tiene conocimiento de todos los hechos de importancia y de quiénes son sus autores. Yo sé quién es usted, conozco su vida hace algún tiempo y además los grandes servicios que ha prestado a la buena causa de Dios y el Rey.

El desmesurado amor propio de Baselga sintióse halagado por aquellas palabras de tan entusiasta realista, y, a pesar de su calentura, vio con dolor que el buen viejo se alejaba.

—¡Buenas noches! —le dijo, haciendo un ceremonioso saludo—; que usted descanse. Y en cuanto a ti, Pablo, ya sabes que estás aquí para obedecer las órdenes de este caballero.

Estaba ya el señor Antonio en la puerta de la alcoba, cuando Baselga, incorporándose cuanto pudo, le dijo, procurando reproducir el tono galante que había aprendido en los salones del regio palacio:

—Salude usted en mi nombre a la señora de la casa, y hágala patente mi profundo agradecimiento por su auxilio.

Volvióse el señor Antonio y dijo con expresión respetuosa:

—La señora baronesa de Carrillo, a pesar de su juventud y hermosura, es tan católica como juiciosa, y está aún más interesada que nosotros en defender los sagrados privilegios del rey.

V. Niña Pepita

Era ya el octavo día que Baselga estaba en aquella cama, que a pesar de ser mullida, monumental y de interminable anchura, resultaba para el joven potro inquisitorial que le producía las mayores desazones.

Nunca había permanecido él tanto tiempo acostado, y su sangre juvenil, a pesar de estar debilitada, enardecíase con aquella larga inercia, impulsando al subteniente a adoptar locas resoluciones. Varias veces estuvo tentado de abandonar la cama, a pesar de las heridas.

El cirujano que le asistía estaba maravillado. Nunca había visto una encarnadura tan privilegiada como la de aquel hermoso animal, para quien las heridas graves eran insignificantes rasguños, a juzgar por la facilidad con que se cicatrizaban y la poca molestia que le producían.

A los ocho días Baselga estaba ya poco menos que bueno, y su único mal consistía en la gran debilidad que experimentaba a causa de la mucha sangre que perdió.

La herida del hombro estaba casi cicatrizada, y la de la pierna, aunque no tan adelantada, la tenía ya próxima a curarse.

Baselga, obligado a permanecer inmóvil, distraía su fastidio dejando vagar su imaginación por el espacio de las ilusiones, y como la política sólo ocupaba en las aficiones del subteniente un lugar secundario, claro está que su pensamiento había de reconcentrarse en el objeto de todos sus apetitos; la mujer, y que esta mujer había de ser la baronesa de Carrillo, aquella niña Pepita, de que hablaba el negro tantas veces como se acercaba a la cama y de cuya hermosura hacía los más hiperbólicos elogios.

El joven, a excepción de los ratos que hablaba de política y de los sucesos del día con el señor Antonio, pasaba todo el tiempo conversando con el negro Pablo, sondeándole y excitando su afición a charlar para ir recogiendo entre la hojarasca de una palabrería bárbara e insustancial, detalles interesantes sobre la vida y el modo de ser de aquella beldad desconocida que ocupaba su pensamiento.

Conocía ya el subteniente hasta en sus menores detalles la historia de la baronesa y la clase de belleza que poseía.

Guiándose por las revelaciones del negro sabía que niña Pepita era morena, que sus ojos negros tenían un mirar tan pronto grave como picaresco, y que su cuerpo poseía toda la majestad de una reina de teatro.

Su vida era vulgar, aunque salpicada de alguno que otro lance novelesco.

Su padre fue el barón de Carrillo, criollo descendiente de uno de los compañeros de Hernán Cortés y que gozaba en Méjico de una fortuna sin limites consistente en tierras que se encargaban de hacer productivas, animados por las caricias del látigo, innumerables cuadrillas de esclavos.

Solterón huraño e incorruptible, aquel noble americano parecía nacido únicamente para las intrigas y las luchas que creaban el fanatismo religioso y el deseo de cimentar el poder universal de la Iglesia. Los jesuítas disponían a capricho de su persona y bienes, pues el barón de Carrillo cifraba todo su anhelo en aparecer como el soldado de la intolerancia más decidido y audaz de cuantos seguían el estandarte de Loyola.

Al expulsar Carlos III de España y sus dominios la negra polilla jesuítica, el de Carrillo por inspiración propia o siguiendo los consejos de los dueños de su conciencia, protestó con las armas en mano contra la pragmática del rey e inició una revolución de fanáticos en la que le siguieron los ignorantes indios de tres rancherías. Pero el movimiento no tomó cuerpo y los jesuítas viéronse arrojados de Méjico, mientras que el barón, vencido por las tropas del gobierno, fue encerrado en una fortaleza y contempló confiscada por la justicia, toda su enorme fortuna.

Aunque el tribunal encargado de juzgarlo le consideró como traidor al rey, por ciertas consideraciones le perdonó la vida y como premio a su afección por los jesuítas fue condenado a eterna prisión, así como a la pérdida de todos sus bienes.

La calma de la cárcel y el fastidio que produce la soledad, arraigaron en aquel hombre adusto, fanático y casi autómata, un afecto hasta entonces desconocido; pues el barón con la salud profundamente quebrantada y casi próximo a la muerte, se enamoró como un loco de la hija del comandante de la fortaleza donde vivía encerrado. La muchacha correspondió a su pasión y el resultado de tales relaciones fueron un casamiento y la venida al mundo de niña Pepita, que no conoció a sus padres, pues éstos murieron cuando tenía poco mas de dos años.

La hija única del barón de Carrillo quedaba pobre y casi desamparada, pues la inmensa fortuna de su padre al ser confiscada por el Estado, se había deshecho en manos de éste; pero a pesar de ello nada faltó a la niña cuyo progenitor era considerado por muchos como un mártir de la causa de Dios.

Un poder superior parecía velar por el bienestar de aquella niña de cuya educación se encargó un señor Antonio García, comerciante de Veracruz, hombre cristiano y honrado —según decían sus amigos—, y que manejaba en su tráfico enormes capitales que nadie sabía de dónde procedían, así como tampoco persona alguna podía averiguar dónde iban a depositarse las pingües ganancias que le producía su incesante comercio.

El ocuparse tal persona y algunas más de idéntica clase y profesión de la suerte de la criatura, hizo pensar y aun decir a ciertos incrédulos, que el jesuitismo no había desaparecido de Méjico, pues aunque los Padres con sotana habían sido barridos por la pragmática de Carlos III, aún quedaban allí los jesuítas de hábito corto valiéndose del inmenso poder de su tétrica asociación para monopolizar el comercio y toda clase de industrias; pero tales palabras no pasaron de insignificantes murmuraciones y la baronesa de Carrillo creció siempre amparada por oculta protección, hasta que a los dieciséis años se casó o la casaron con el nuevo gobernador de Acapulco, noble español, algo ya entrado en años, tan licencioso y calavera en la juventud como devoto en la madurez, y a quien el gobierno envió a Méjico para que robando con su alto cargo a indígenas y europeos pudiera tapar las brechas que en su fortuna habían hecho el vicio y la disipación.

Acapulco era entonces puerto de gran importancia, del que partían los convoyes marítimos a Filipinas, y el gobernador, su joven esposa, y aquellos comerciantes misteriosos que habían amparado a ésta en su infancia, supieron exprimir bien el jugo de tal feudo que derramaba por los abiertos poros, de tributos, derechos de aduana y gabelas, chorros interminables de peluconas.

Por desgracia para niña Pepita llegaron los tiempos en que a los indígenas les pareció muy pesado vivir unidos a una nación que les explotaba dispensándoles el gran favor de tenerlos en perpetua barbarie y comenzó la insurrección a levantar cabeza obligando al gobernador de Acapulco a ejercer de guerrero saliendo a campaña en busca de los rebeldes.

Algunos años permaneció indeciso el éxito de la lucha; pero por fin la fortuna púsose de parte de los insurrectos, y como el esposo de la baronesa había demostrado su religiosidad y buen celo realista fusilando a cuantos revolucionarios caían en sus manos, le tocó a su vez desempeñar el papel de víctima, y al caer prisionero de sus enemigos fue macheteado de suerte que su cadáver, al ser encontrado, sólo pudo identificarse por algunos indicios.

Quedó la bella Pepita viuda a los veintiséis años, sin familia libre, y como no era prudente permanecer más tiempo en aquel país, donde la revolución ganaba por instantes y se corría peligro de que se cumpliera el refrán de lo mal ganado se lo lleva el diablo, la baronesa púsose en camino para España, llevando en su compañía la fortuna adquirida en Acapulco y aquel señor Antonio, su eterno protector, que abandonó los negocios por la misma razón que su protegida.

Esta historia fue conociéndola Baselga a trozos, por boca de aquel negro que la relataba de un modo incoherente y teniendo el joven necesidad de llenar con su imaginación algunos claros que resultaban en lo narrado.

El romántico nacimiento de niña Pepita —como llamaba el negro a su ama siguiendo la costumbre de los de su raza—, el país de donde procedía y el afán de lo desconocido, excitaban en el condesito el deseo de ver de cerca a aquella hermosura de un género para él completamente nuevo, pues toda su crónica amorosa reducíase a las duquesas y marquesas de Palacio, señoras elegantes y distinguidas, pero de edad ya algo madura, gastadas como meretrices apenas se mostraban con intimidad y afligidas por dolencias que dejaban en sus cuerpos indelebles rastros.

Aquella mujer, en cuya casa estaba, había de ser algo muy diverso a las ya por él tratadas; en su amor encontraría algo nuevo y original que hasta entonces ignoraba, y esto le hacía desear con ansia el conocerla.

Baselga amaba ya a una mujer sin haberla visto; si es que amor puede llamarse la brutal pasión con mezcla de curiosidad que dominaba a aquel atleta a pesar de su postración física.

Había además en aquella mujer un nuevo atractivo y era algo de misterioso en su vida, pues el condesito que tenía en su memoria el catálogo de todas las mujeres jóvenes, hermosas y elegantes que residían en Madrid y que sabía al dedillo sus nombres y aun las familias a que pertenecían, no recordaba haber visto nunca en el paseo del Prado, en el teatro del Príncipe ni en ningún otro punto de reunión de la sociedad distinguida, aquella baronesa de Carrillo que por otra parte no debía tener gran deseo de ocultarse del mundo, pues habitaba una casa con honores de palacio en una de las calles más céntricas de la capital.

Cavilando Baselga continuamente sobre la incógnita hermosura pasóse los días de su curación y tan preocupado llegó a estar, que en sus diarias conversaciones con el señor Antonio ya no se cuidaba de hablar de política ni de preguntar por la situación del rey y la suerte de Córdova y demás compañeros de la Guardia, pues hábilmente quería hacer recaer siempre la plática sobre la señora de la casa; pero el astuto vejete, que miraba al subteniente desde una altura inmensa, sabía desbaratar con una sola palabra todas las artimañas preparadas por aquél para hacerle hablar.

El señor Antonio tenía buen cuidado en decir al joven todos los días que la señora baronesa se interesaba por su salud, que deseaba su pronto restablecimiento y que ya tendría el gusto de saludarlo tan pronto como se lo permitieran las conveniencias sociales; pero en el resto de la plática no nombraba más a su señora, y además, adivinando los pensamientos del joven, procuraba que éste tampoco trajera su recuerdo a la conversación.

Llegó por fin el día en que el cirujano, después de examinar minuciosamente las heridas, viéndolas perfectamente cerradas y limpio de calentura al paciente, le permitió que se levantase de aquel lecho que tanto le atormentaba.

Baselga no tardó en aprovechar el permiso, y calándose una bata del señor Antonio que le presentó el negro, salió de la cama para dar algunos pasos vacilantes por la habitación e ir, por fin, rendido por tal esfuerzo y la falta de costumbre, a sentarse en un sillón colocado junto a la única ventana de aquella estancia.

A través de los verdosos cristales veíase un patio de paredes negruzcas, cuyo extremo superior estaba bañado por el sol refulgente propio de una mañana de verano.

El subteniente, obligado por el cansancio a permanecer en aquel sillón, distinguía, mirando arriba, un pedazo de cielo azul impregnado de esa luz viva y deslumbradora que embellece hasta los lugares más tristes y la hermosura de la naturaleza penetraba hasta el fondo de su pecho, produciéndole gran alegría y despertando en su cerebro un mundo de risueñas ideas.

Baselga se sentía feliz. Experimentaba la misma impresión que el náufrago que, después de luchar con las impetuosas olas y sentir bajo sus pies el abismo, pisa el firme suelo de la playa y se considera a salvo.

Sus heridas, la proximidad de la muerte y la terrible tragedia del 7 de Julio, le parecían terribles ensueños de la noche anterior; su debilidad de convaleciente era lo único que le recordaba tales sucesos; pero en cambio sentía su pecho repleto de la satisfacción que le causaba la vida, encontraba el mundo más hermoso que nunca, mostrábase orgulloso de su juventud y de su fuerza, y en su imaginación revolvía mil planes de futura felicidad.

Parecía que uno de los rayos de aquel sol que brillaba allá arriba se había deslizado en el interior del cráneo de Baselga, para dar a todas sus ideas un color de rosa.

No pudiendo resistir el joven su satisfacción, y deseoso de demostrarse a sí mismo que la debilidad de la convalecencia no había de causarle tan gran cansancio, se levantó del sillón, irguióse con arrogancia como si estuviera en una formación de la Guardia frente a Palacio, y con paso que quiso hacer marcial, encaminóse a un gran espejo que ocupaba casi un lienzo de pared y se miró en él de pies a cabeza.

¡Vamos! Había que reconocer que la cara no estaba del todo mal. La tez la tenía descolorida y el pelo estaba enmarañado; pero esto le daba cierto aire interesante y romántico muy propio para causar impresión en una mujer de carácter novelesco.

Baselga satisfecho de su rostro, bajó su vista para examinar su cuerpo y… ¡gran Dios! no pudo contener un grito de sorpresa y de furor al verse en tan ridicula catadura.

La bata del señor Antonio ya le había parecido, al ponérsela tan desteñida, sucia v mugrienta como todos los trajes del vejete; pero ahora contemplaba en el espejo lo mal que caía sobre su cuerpo y sentía impulsos de romperla en menudos pedazos.

Aquella pieza confeccionada para un cuerpo poco robusto, resultaba estrecha y corta puesta sobre las carnes del gigantesco condesito, y éste no podía ver sin sentir escalofríos de rabia; sus piernas robustas y vellosas que asomaban por bajo de la bata para ocultar sus extremos en unas pantuflas viejas tan grandes que a cada momento se escapaban de sus pies.

¡Dios de Dios! ¡Cuán ridículo estaba! Ahora lo único que le faltaba es que a la linda baronesa de Carrillo, se le ocurriera entrar a visitarlo para burlarse gentilmente viéndole en tal facha.

Solamente la idea de que esto pudiera ocurrir, le helaba la sangre al fatuo subteniente, que sólo temía en el mundo al ridículo ante las mujeres; pero aun vino a hacer más grande su terror el oír de repente cierto roce de cortinas y el sonido de una carcajada femenil a duras penas contenida.

El condesito quedó como petrificado, y durante algunos momentos no se atrevió a moverse ni a volver su vista hacia la puerta; pero no tardó en revivir en él su instinto de conquistador, y rápido cual un relámpago lanzóse a la entrada de la alcoba, tras cuyo tapiz le observaban indudablemente.

Cuando llegó a tal punto y levantó la cortina, no encontró a nadie, pero pudo oír el rumor de unos pasos ligeros que se alejaban y aun le pareció distinguir en la puerta fronteriza a la que él ocupaba, el extremo de una flotante falda azul que desapareció con la rapidez de momentánea visión.

Baselga no dudó ya. La hermosa baronesa era quien le había observado tras aquel cortinaje y esto le puso de un humor infernal.

Nunca, ni aun en los días de mayor desesperación, había llegado él a imaginarse que una mujer hermosa debía contemplar al más guapo de la Guardia en el mismo traje de un avaro de saínete, envuelto en viejos trapos manchados de grasa y con las piernas al aire.

Después de tal suceso, ¿cómo iba él a enamorar a una mujer que había tenido que reírse al verle en tan grotesca catadura?

Baselga, enterrado en su monumental sillón, pasó junto a aquella ventana un día de perros, y cuando el negro Pablo entró con su pucherete de enfermo, sintió la necesidad de desahogar su rabia y casi estuvo tentado de tirarle los platos a la cabeza.

Para colmo de tristezas, el joven, al dar algunos pasos por la estancia, notó que su pierna derecha, aquella en que había recibido el casco de metralla, no funcionaba con regularidad y al andar le obligaba a balancearse sin gracia alguna.

Estaba cojo y el descubrimiento hay que decir que espantó a aquel valiente.

El que no había temblado durante el terrible combate de la plaza Mayor, se horrorizó de pensar que su hermoso físico acababa de ser afeado por un defecto visible.

No era muy de notar aquella cojera. Algún descuido de la curación, algún tendón interesado por la herida; pero lo cierto es que el subteniente ya no podría andar con aquella gallardía que tanto le distinguía en la corte.

Otro detalle para que se malograra la conquista de aquella Pepita que era su continua preocupación.

Acabó esto por poner a Baselga de un humor endiablado, y después de rasgar de dos manotazos la mugrienta bata del viejo se metió en cama al anochecer, echando maldiciones a la Constitución de 1812, a Riego y a todo liberal, como si en ellos residiera la culpa de lo ocurrido en aquel aciago día.

Soñando en faldas azules que se escapaban ligeras, en carcajadas burlonas, en batas sucias que le oprimían como corazas de hierro y en batallones de guerreros cojos, pasó el joven toda la noche presa de nerviosa inquietud, y cuando un rayo de sol le despertó traspasando los vidrios de la ventana y posándose en sus ojos, lo primero que éstos vieron en una silla cercana, fue algunas prendas de ropa interior de fino hilo y un uniforme nuevo y vistoso de oficial de la Guardia Real.

Baselga para convencerse de que no soñaba, saltó inmediatamente de la cama, y cuando tocando aquellas prendas flamantes y ricas se convenció de que estaba despierto, sintióse dominado por infantil alegría y comenzó a ponérselas con la satisfacción del muchacho que viste por primera vez su traje de hombre.

Cuando el condesito acabó de abrocharse su casaca azul, fue a mirarse en el gran espejo y experimentó una alegría sólo comparable por lo grande, al disgusto del día anterior.

Sin salir de la habitación encontró todo lo necesario para lavarse y acicalarse y con fruición deleitante usó de aquellos artículos de perfumería puestos sobre una consola dorada y que eran reconocidos por el joven como procedentes de un tocador femenil.

En Baselga, el estómago era el órgano que más parte tomaba en todas las impresiones; así es, que cuando el negro entró con un enorme canjilón de chocolate y una pirámide de bollos de Jesús, devoró el contenido de los dos platos en un santiamén, y después con aire satisfecho encendió un cigarrillo y se preparó a preguntar al criado algo sobre su señorita.

Pero el negro Pablo le ahorró tal trabajo; pues con aire confidencial, dijo casi al oído del subteniente:

—Hoy va a tener usted una visita. Niña Pepita vendrá a verle.

—¿Cómo lo sabes?

He oído cómo se lo decía al señor Antonio preguntándole si estaba ya aquí el uniforme que hace unos días encomendó. El otro uniforme tuvimos que tirarlo, pues estaba roto y sucio de sangre.

—¿Y sabes si tardará mucho la visita?

—No puedo asegurarlo. Niña Pepita tiene mucho que hacer por las mañanas. Ahora está en misa y después tendrá que hablar con los padres que vienen a verla casi todos los días.

—¿Qué padres son esos?

—Niña Pepita conoce muchos curas; ellos y dos señores que vienen algunas noches, son las únicas visitas de la casa.

El subteniente iba a preguntarle más; pero en esto se oyó un lejano campanillazo y el negro recogió apresuradamente los platos y salió diciendo:

—La señora vuelve de misa. Ya está ahí.

Baselga quedó paladeando la alegría que le causaba saber que de un momento a otro iba a presentarse allí aquella mujer que, aunque desconocida, era la señora de sus pensamientos.

Algunas veces acudió a su memoria el recuerdo de lo ocurrido en la mañana anterior, y esto le hizo experimentar cierta turbación, pero inmediatamente renacía su antigua osadía de conquistador y ansiaba la llegada de la incógnita beldad.

La impaciencia devoraba al condesito. Habían dado ya las nueve en el reloj de San Felipe y la baronesa no venía; y no fue esto lo peor, sino que la campana fue marcando las diez y las once sin que la deseada beldad diera señales de vida.

El subteniente estaba con el oído atento, y cada ruido de pasos lejanos que llegaba a su habitación, le parecía ser la baronesa que se acercaba; pero al sufrir nuevas decepciones aumentaba su impaciencia.

Levantóse del sillón repetidas veces, entretúvose en golpear con los nudillos los vidrios de la ventana tarareando cuantas marchas militares conocía y acabó por plantarse ante el espejo y abismarse en su propia contemplación que era lo que más le distraía.

No estaba mal. El nuevo uniforme le caía a las mil maravillas y únicamente se notaba en él la falta de charreteras. Pero… ¡al fin! ¡Para ostentar el disintivo de simple subteniente…!

Hacíase estas reflexiones por centésima vez ante el espejo, cuando oyó aquellos mismos pasos ligeros del día anterior que rápidamente se aproximaban.

Ahora sí que era ella.

Baselga estiró su casaca, agitó sus piernas para limpiar el blanco pantalón de arrugas y se apoyó en la dorada consola, tomando una actitud estudiada y escogida entre todas las posturas que puede tomar un hombre interesante.

Levantóse la cortina y entró la baronesa de Carrillo haciendo un graciosoo saludo.

Baselga, no se sintió cegado por tanta hermosura como sucede a los héroes de las novelas, ni cayó de rodillas a los pies de la dama. Limitóse a examinar rápidamente a la baronesa con ojos de experto conocedor, la encontró soberbia y contestó al saludo con una respetuosa reverencia.

Niña Pepita no era hermosa sino guapa. Era alta y maciza de carnes, sin carecer por esto de esbeltez. Su tipo de belleza no había que buscarlo en los perfiles ideales de una Venus griega, sino en aquellas figuras bizarras, carnosas y excitantes que llenas de vida y de fuego salieron del pincel de Rubens.

Su rostro moreno y con tendencia a la graciosa redondez, tenía el tinte ligeramente moreno de la perla, y sus dos principales adornos eran unos ojos grandes, negros, tan pronto soñadores como interrogantes, y una boca fresca, sonrosada y de labios algo gruesos, siempre entreabierta para ostentar la dentadura admirable. Una nariz que en su extremo se levantaba con cierta audacia, y algunos graciosos hoyuelos que aún se marcaban más al sonreír, completaban aquel rostro que a poco de ser observado ofrecía una mezcla extraña de aficiones a la alegría y a la devoción.

Baselga, aunque inclinado, miraba con el rabillo del ojo la mujer que tenía delante, y hacía de toda ella un detenido inventario desde la negra cabellera agolpado sobre ambas sienes en escalonados rizos según la moda de la época, hasta los pequeños, pero robustos pies que asomaban sus zapatitos de tafilete bajo la falda que era de las llamadas de medio paso.

El vestido de seda color de rosa, estrecho, escurrido, rígido con el talle bajo el pecho, conforme a la moda entonces dominante, dejaba adivinar un tesoro de embriagadoras formas, y Baselga, que sentía renacer en su interior la bestia carnal, miraba con ojos casi saltones la deliciosa y atrevida curva de un pecho espléndido, y las magnificencias que parecían vibrar a cada paso bajo aquella falda semejante a una tela mojada según la fidelidad con que se amoldaba a los contornos.

Aquella buena moza parecía no saber lo que era cortedad, ni haber experimentado rubor más que cuando a ella le conviniera; así es, que miraba con cierta lástima al subteniente que, a pesar de toda su fama de calavera, estaba turbado y balbuciente como un colegial al hacer su primera declaración.

La baronesa tomó asiento en el sillón ocupado hasta poco antes por Baselga, y le indicó que se sentara a su lado.

El condesito vaciló. Iba a descubrir su cojera si no andaba con tiento, y por esto movióse con embarazo aun conociendo que haría una figura muy ridicula.

—Ande usted con franqueza —dijo la baronesa riendo como una loca—. Ya sé que ha tenido usted la desgracia de quedarse cojo y no es caso de que sufra por ocultarme un defecto.

El escopetazo era tremendo y Baselga quedó como dudando si había oído tales palabras.

¿Qué mujer era aquella que con tal frescura se expresaba?

El condesito reconoció que ante aquella beldad que pretendía conquistar, él quedaba muy pequeño y que para nada le valdrían sus experimentadas artes de calavera.

VI. Galantería y devoción

Cuando Baselga hubo tomado asiento frente a la dama y tan cerca de ella que sin esfuerzo alguno podía pisar uno de aquellos pies que con algo más importante asomaban bajo la falda demasiado recogida, quedó silencioso un buen rato, no sabiendo cómo expresarse con una mujer tan excesivamente despreocupada.

La baronesa, por su parte, seguía contemplando con aire burlón al gallardo subteniente y esperaba con calma sus palabras.

—¡Cuánto tengo que agradecer a usted, bella dama! —dijo por fin el joven rompiendo aquel abrumador silencio—. A usted debo la vida, pues sin su auxilio es probable que a estas horas no existiría ni tendría la dicha de haberla conocido.

—No he hecho más que cumplir con mi deber, galante conde. Yo soy tan realista y entusiasta por la buena causa como usted y puede creerme que siento que la sociedad no permita a las mujeres ciertos desahogos; pues de lo contrario, sería capaz de salir espada en mano a batirme con esa canalla liberal.

—Estaría usted graciosísima en atavío militar —dijo Baselga, sonriéndose y recobrando su peculiar aplomo.

—No tanto como usted, que siempre que entra en Palacio se lleva prendidos muchos corazones de los botones de su uniforme. Pero… ¿qué hace usted? Despacio, conde; no me pise el pie, que eso es costumbre de muy mal gusto, indigna de un seductor de tanto renombre.

Baselga quedó nuevamente desconcertado por aquella franqueza, y ruborizándose como una niña, permaneció callado algunos minutos, mientras que Pepita le contemplaba con la superioridad de la mujer que tiene un frío imperio sobre sus pasiones y que sabe jugar con fuego sin quemarse.

—Baronesa —dijo por fin el subteniente buscando palabras para salir del paso—. A juzgar por sus palabras usted me conoce hace algún tiempo.

—¿Quién no conoce en Madrid al conde de Baselga, la más gallarda figura de la Guardia Real, el hombre adorado por las damas más encopetadas de la corte?

—Parece, baronesa, que se burla usted de mi al hablar en ese tonillo.

—Todo pudiera ser, señor Matamoros. ¡Eh! ¿Va usted acaso a desafiarme?

—Hermosa baronesa. Usted está autorizada para burlarse cuanto quiera de mí, para tratarme como un perro, para hacerme pedazos si quiere, porque yo le debo la vida y aunque no…

—Usted nada me debe —interrumpió la baronesa—. Lo que por usted he hecho, es un servicio propio entre correligionarios y… nada más. Pero, continúe usted. Estábamos en el preludio de la declaración. Continúe usted y procure no turbarse como sucede a los cómicos sin experiencia.

—Búrlese usted cuanto quiera, pero óigame. Decía yo que aunque no le debiera la vida, podría usted disponer de mi persona como de la de un esclavo, porque yo ya no soy dueño de mis acciones, porque yo…

—¡Yo… la amo! —dijo Pepita riendo como una loca y levantándose del sillón para remedar la actitud de Baselga, que era la de un actor amanerado.

—No está mal, señor conde —continuó, mirando burlonamente al joven—. Para ser un militar poco versado en literatura, según creo, sabe usted decir cosas muy bonitas; ahora sólo le falta comparar su amor al trino de un pájaro, al murmullo de una fuente o al susurro de un bosque, y que me maten si no parece usted el galán de una comedia de D. Pedro Calderón.

Baselga volvió a quedar anonadado por la sempiterna ironía de aquella mujer, y únicamente supo decir con voz balbuciente:

—¿Se burla usted?

—¡Qué me he de burlar! Lo que estoy es admirada de la facilidad con que usted se enamora y de la manera original y distinguida con que sabe expresar su pasión. ¡Ah, gran calavera! Por eso tiene usted tanto partido entre las mujeres; con tan dulces palabras y algún pisotón que haga ver las estrellas, no hay beldad que se le resista. ¿Es así como usted conquista a las duquesas de la corte?

Y la baronesa al decir esto se paseaba por la estancia lanzando carcajadas sonoras y deteniéndose algunas veces frente al espejo para echar sobre su persona una furtiva mirada.

Baselga estaba asombrado. Nunca había llegado a imaginarse una mujer como aquella y se sentía humillado ante el genio burlesco de la baronesa que le dejaba cortado y balbuciente.

Las continuas heridas que Pepita abría en su amor propio, excitaban aún más su naciente pasión; pero esto no evitaba que se sintiera avergonzado por su derrota y que permaneciera en su asiento encogido y tal vez deseando que se abriera la tierra y lo tragara para no servir más de diversión a la burlona baronesa.

Cuando ésta se cansó de reír, acercóse algo sofocada al cabizbajo subteniente y con acento cariñoso le dijo tocándole en un hombro.

—¿Se ha enfadado usted acaso? Reconozco que he sido cruel; pero… ¿qué quiere usted? Este carácter maldito me obliga muchas veces a indisponerme aun con las personas que más estimo. Vaya, todo acabó; perdóneme usted, y en prueba de reconciliación y perpetua amistad, permito que bese usted mi mano.

Y la baronesa avanzó una mano de piel satinada, tibia y con graciosos hoyuelos, de la que se apoderó rápidamente el condesito llevándola con avidez a su boca.

No fueron uno ni dos los besos que le dio Baselga, y poco a poco los labios se deslizaron al antebrazo, y aun hubieran llegado más arriba a no soltarse Pepita merced a un fuerte tirón, quedándose en guardia con la diestra levantada y en actitud graciosamente amenazante.

—Cuidadito, Baselga —dijo la hermosa con tono entre irritado y dulce—. Mire usted que puedo enfadarme y entonces soy terrible.

Y Pepita, como para demostrar que era verdad lo que decía, dio al joven una cariñosa bofetada que le supo a gloria.

—Ahora, siéntese usted —dijo la joven volviendo a ocupar el sillón—, y hablemos como buenos y tranquilos amigos. ¿De dónde le ha venido esa rápida pasión que parece haberse creado con solo mi presencia?

—Baronesa; yo la amo hace ya muchos días.

—¿Sin haberme visto hasta ahora? Mire, eso sólo puede pasar en las novelas; y si sigue usted por ese camino, volveré a reírme. ¿Sabe usted acaso quién soy yo?

—Sí; una mujer enloquecedora a quien amo y debo la vida.

—La vida se la deberá usted al cirujano; pues yo, como antes he dicho, no he hecho más que socorrer a un héroe de mi mismo partido. Porque yo, sépalo usted bien, aunque parezca una mujer superficial, mordaz y casquivana, soy muy realista, muy católica, y muy enemiga de esa canalla liberal. Para mí, después de Dios y de su representante en la tierra el Papa, sólo hay una persona sagrada que es el rey.

—Y para mí también —se apresuró a decir Baselga para estar en consonancia con su adorada, que hablando de tales cosas se ponía tan seria como un diplomático.

—Ya sé que es usted un decidido defensor del absolutismo y de ello ha dado buenas pruebas. ¡Lástima grande que tan buen muchacho tenga el feo vicio de hacer el amor a la primera mujer que encuentra!

—Eso no es verdad. Yo la hago el amor a usted porque la adoro.

—¡Hombre! No diga usted disparates. Usted me ha visto por primera vez hace poco rato, e inmediatamente sin tomarse ni tiempo a respirar, me ha espetado su declaración que tiene aprendida de memoria y que suelta a todas cuantas ve.

—No es cierto. Yo no he amado nunca; yo, es el primer día que me siento dominado por la pasión.

—Cuénteselo usted a su abuela. ¿Conque no ha amado usted nunca? ¿Y dónde se deja a cierta airosa manola de la ribera de Curtidores?

—Eso ha sido un entretenimiento sin consecuencias y del cual apenas si me acuerdo.

—Pero no olvidará a usted a la duquesa de León, dama de la reina y que tanto cuidado se toma porque sea usted el oficial más rumboso y bien vestido de la Guardia.

—Está usted tan enterada de mi vida —dijo Baselga sonriéndose—, como yo mismo. ¿Es que hace tiempo me espía usted? Esto casi me haría creer que mi humilde persona es objeto de interés y que usted…

El condesito se detuvo indeciso como si no se atreviera a terminar su pensamiento; pero la baronesa lanzando nuevamente su sonora carcajada, exclamó:

—¡Habrase visto mayor mamarracho! Sin duda ha llegado a imaginarse, lo que menos, que yo le amo hace mucho tiempo en secreto y que procuro enterarme de su vida. Pues hijo, está usted en el mayor engaño y ahora me he convencido de que es verdad lo que las gentes dicen de usted…

—¿Y qué dicen de mí? —preguntó Baselga con acento de susceptibilidad herida.

—Pues que el condesito de Baselga es un buen muchacho aunque muy ignorante y muy fatuo.

El subteniente se ruborizó hasta las orejas, e hizo un gesto con el que parecía decir: «Eso no lo dirá ningún hombre delante de mí».

En aquel momento sonaron las doce en el reloj de San Felipe, y cada una de las campanadas parecía que iba borrando del rostro de Pepita aquella expresión burlona y mundanal que la caracterizaba.

Púsose seria, alzó los ojos al Santísimo sacramento del altar, y a continuación rezó tres padresnuestros que fueron contestados por Baselga aunque no con tanta devoción.

El joven estaba admirado y no sabía cómo calificar aquella mujer que tan pronto se colocaba en actitudes provocativas marcando sus espléndidas formas, como rezaba padrenuestros; y que entre dos carcajadas hablaba del monarca con tanta seriedad que daba a entender un fanatismo realista a toda prueba.

Comenzaba el subteniente a experimentar cierto respeto ante aquella hermosura que tenía el ambiente misterioso de las diabólicas apariciones de las leyendas.

Pero no duró mucho tiempo la actitud estática de la baronesa, pues su rostro volvió a adquirir la habitual expresión y mirando burlonamente al joven, dijo:

—Quedamos en que usted decía…

—Baronesa: yo no decía nada; usted es la que de un modo gracioso me llamaba ignorante y fatuo.

—Y lo es usted; pues sus actos se encargan de demostrarlo. Sólo a un ente superficial se le ocurre hacer el amor a una mujer a quien no conoce. Bien andaría el mundo si todas las mujeres que recogen por compasión o por deber a un herido, hubieran de enamorarse de él. Vamos a ver, ¿quién soy yo? ¿Sabe usted algo de mi vida?

—Baronesa: creo conocer la historia de usted.

—Indudablemente, el negro Pablo le habrá distraído durante su curación relatándole un cúmulo de majaderías. Es un charlatán a cuya lengua impondré correctivo. Pero aunque usted crea conocer mi vida, eso no impide que sea una chiquillada el hacerme el amor a primera vista. Además, usted no se ha fijado en que hay desigualdad de edades, porque yo tengo cuatro o cinco años más que usted.

—El amor no reconoce edades.

—Ya lo sé —repuso la baronesa riendo con crueldad—; y por eso ama usted a la duquesa de León que ya pasa de los cuarenta.

El recuerdo de la duquesa trajo sin duda a la memoria de Pepita, los uniformes que aquella regalaba a Baselga y fijándose en el que ahora llevaba éste, preguntó:

—¿Qué le parece a usted ese uniforme?

—¡Ah! baronesa. Es una atención más que tengo que agradecer a la hermosa protectora que ha salvado mi vida.

Nada de agradecimiento, pues el tal regalo ha sido por puro egoísmo, estimable conde. Para recibir la visita de una dama, había de encontrarse usted presentable y ayer, permítame que le diga, que estaba espantosamente ridículo con aquella bata sucia y estrecha.

El joven ruborizóse al recordar la grotesca aventura, y Pepita, como para consolarle, añadió:

—Hoy está usted muy guapo. De seguro que la duquesa se extasiaría contemplando a su lindo adorador. Pero ¡calle! Falta una prenda que de seguro ese imbécil de Pablo ha olvidado. Voy por ella.

Y la baronesa, antes de que Baselga pudiera oponerse, salió corriendo de la habitación exhibiendo una vez más con el menudo y acelerado paso, sus excitantes formas.

El condesito estaba tan anonadado por las continuas zurras que a su amor propio había dado aquella mujer con su inagotable ironía, que al quedarse solo no pensó en nada, pues parecía que la más absoluta estupidez se había apoderado de su cerebro.

No tardó en oírse el paso ligero de Pepita, que entró en la habitación agitando sobre su cabeza dos magnificas charreteras de oro.

Baselga, apenas las miró, dijo con la seriedad propia del militar que teme cometer una grave falta:

—Baronesa, eso no me sirve. Yo no soy más que subteniente y esas charreteras son de capitán.

—Póngaselas usted y calle.

—Pero, baronesa, eso sería faltar a mis deberes, exponiéndome a un castigo, y yo no quiero hacerme reo usurpando una categoría que no tengo.

—Es usted muy tenaz, y si tan testarudo se muestra en hacerme el amor, casi acabará por rendirme. Vamos a ver; si yo le hubiera dejado hablar al hacerme su declaración, ¿no habría acabado por llamarme reina de belleza, como siempre dicen los adoradores ramplones en tales casos? Pues bien: yo, la reina, tengo a bien hacer a usted capitán.

—Baronesa —dijo Baselga poniéndose serio—; las cosas del Ejército son demasiado graves para jugar con ellas.

—Y usted es un fatuo testarudo con el que no se puede hablar. ¿Cree usted que yo hago las cosas a ciegas? ¿O es que acaso ha llegado usted a imaginarse que sólo conocen al rey los oficiales de la Guardia Real?

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Quiero decir que nuestro señor, el rey Don Fernando VII, en premio a su heroico comportamiento en la jornada del día 7 le nombra a usted capitán; gracia que le será reconocida el día en que los buenos servidores de S. M. barran de España eso que llaman Constitución. Yo, en representación de la augusta persona, confiero a usted tal empleo.

El condesito fue a protestar de aquello que le parecía de mal gusto, o una de las muchas bromas a que tan aficionada se mostraba la baronesa: pero vio en el rostro de ésta tal expresión de seriedad, que se tranquilizó, y más cuando Pepita dijo para acabar de disipar sus dudas:

—Póngase usted las charreteras, señor capitán, que yo seré responsable de cuantos perjuicios puedan sobrevenirle por eso que usted cree usurpación de empleo.

Y luego añadió con expresión de orgullo y altivez.

—Obedeciéndome a mí obedece usted al rey.

Baselga, subyugado por aquella mujer original que tan pronto reía y bromeaba con gran descoco como hablaba de política y tomaba aires de soberana, obedeció sus órdenes y colocó las charreteras sobre sus hombros ayudado por Pepita que más de una vez rozó sus robustos pechos con el brazo del joven.

No debió ser éste manco ni corto de genio, por cuanto la hermosa, tomando aquella actitud de ofendida sonriente que tan bien la cuadraba, exclamó levantando su manecilla:

—Cuidado, don Fernando. Mire usted que si me enfado de veras, va usted a acordarse por mucho tiempo.

—Baronesa, es usted irresistible y aunque me amenazara con los mayores castigos me sería imposible permanecer quieto.

—Yo encontraré un remedio para su impresionabilidad. Me voy y hasta mañana en que podrá salir de esta habitación y comer con nosotros, no me verá usted.

—¿Y será usted capaz de dejarme solo tanto tiempo?

—Hijo mío, aunque usted me crea una mujer superficial y casquivana, tengo muchas ocupaciones y no puedo disponer a mi antojo del tiempo. La comida me espera y después tengo que recibir algunas visitas.

—¿Y se va usted así? ¿Sin dejarme la más leve esperanza?

—¿Qué es lo que usted quiere, hermoso condesito?

—Linda baronesa: oír de su boca que no le soy indiferente; saber que me ama.

—Mire usted, Baselga; es usted muy niño y aunque yo no sea una abuela, allá va un consejo. Para conquistar el corazón de una mujer, lo de menos es amar; lo importante, es hacer méritos para ser amado.

—¿Y podré yo conseguir el realizar esos méritos que me realcen a sus ojos?

—Veremos… tal vez. Lo mismo puede usted conseguirlo mañana que nunca.

Y Pepita, después de hacer al condesito uno de sus saludos irónicos, salió de la estancia riendo como una loca.

VII. Sigue la conquista

Nunca había estado Baselga en un estado moral tan raro.

Si aquello no era amor, sería que tal pasión no existe en el mundo.

El gentil militar no pensaba ya ni en el rey, ni en la Guardia, ni en los liberales; su única y constante idea era Pepita, aquel encantador diablazo con faldas, y tan enamorado estaba, que… ¡caso asombroso! hasta perdía las ganas de comer, pues su estómago no podía ya, como en pasados tiempos, engullirse un pollo grandecito de una sentada y absorber tres cuartillos de vino de otros tantos tragos.

El condesito languidecía, se encontraba más abatido que cuando huía perseguido por los defensores de la plaza Mayor, y hasta llegó, en el colmo de su desesperación amorosa, a intentar el escribir unos versos describiendo la inmensidad de su pasión.

Al bravo defensor del absolutismo le causaba algún rubor el pensar que en un rapto de locura había estado a punto de escribir versos lo mismo que uno de aquellos pobres diablos periodistas u oradores del partido liberal, a los que él, como buen realista, que apenas si sabía leer y escribir, profesaba un odio sin límites; ni arrancándole la carne con tenazas le hubieran hecho confesar delante de personas tamaña debilidad, y lo único que le consolaba es que, después de borronear muchos pliegos de papel no encontrando un consonante a baronesa, ni sabiendo a ciencia cierta si los versos habían de medirse a palmos o a dedos, acabó por hacer trizas su engendro poético, arrojando los menudos pedazos de papel al vaso de noche.

Y la verdad era que Baselga no tenía motivo para mostrarse desesperado, pues sus asuntos amorosos, si no marchaban tan bien como deseaba su voluntad, tampoco iban del todo mal.

Por de pronto, el cirujano le había permitido que saliera de aquella alcoba, en la que tan malos ratos había pasado, y se paseaba por la casa pudiendo distraer su imaginación tirando del rabo o haciendo otras diabluras a los hermosos loros parlanchines, que sobre artísticas perchas estaban en el saloncito, donde Pepita pasaba la mayor parte del día.

Además, comía en compañía de su adorada y del señor Antonio, y tenía la inmensa satisfacción de comprender cada vez mejor el genio raro de aquella baronesa original que se burlaba de él, se complacía en martirizarle y apenas le veía un poco amoscado, sabía desvanecer el enfado con alguna palabrita dulce o algún bofetón cariñoso.

Cada una de aquellas comidas era para Baselga motivo de alegrías y de pesares; pero estas diversas impresiones iban tan seguidas y mezcladas, que cuando el joven quedaba solo, no sabía si sonreír de felicidad o entristecerse.

En la mesa, que era grande y semejante a las de conventual refectorio, tenía la dicha de sentarse a un extremo frente a Pepita y en amable vecindad con sus lindos pies, mientras que el señor Antonio, siempre grave y ensimismado, ocupaba el otro extremo como para demostrar que pertenecía a una clase inferior y que no osaba faltar a la sagrada ley de castas, digna de respeto entre buenas gentes realistas.

Venía a mediodía algún convidado con sotana, que era el que merecía todos los honores, y que con su presencia quitaba a la reunión de los dos jóvenes el alegre carácter que solía tener.

En los primeros días de su restablecimiento, notó Baselga que el número de clérigos convidados eran grande, siendo aquéllos cada vez diferentes, y tampoco le cayó en saco roto la afición que tales señores tenían a mirarlo como un bicho raro y la maña con que sabían sondearlo, haciendo que expusiera sus opiniones políticas, sin que él se diera inmediata cuenta de ello.

Afortunadamente el desfile de negras sotanas y caras austeras o astutas, cesó muy pronto y sólo de tarde en tarde aparecía a la hora de comer alguno de aquellos pájaros, que eran de mal agüero para el amor de Baselga.

¡Cuán feliz era éste cuando a la hora de comer sólo se reunían torno de la mesa Pepita y el sombrío administrador!

La baronesa era un encantador diablillo que mortificaba al joven, haciéndole al mismo tiempo concebir risueñas esperanzas.

Se burlaba lindamente cuando con palabras alambicadas pretendía expresarla su amor; a cada uno de sus floreos estúpidos aprendidos en los salones de Palacio, respondía arrojándole a las narices bolitas de pan; contestaba a los continuos pisotones por bajo de la mesa con alguna graciosa coz; le recordaba su cojera, defecto que hacía salir de quicio al condesito, y cuando ya había puesto bien a prueba su voluntad y estaba una vez más convencida de su amorosa paciencia, le llamaba ¡hijo mío! con aquel tono zalamero que producía en el pecho de Baselga extrañas vibraciones, le tiraba cariñosamente de las patillas, y hasta algunas veces le permitía que le besara la mano.

Cuando Pepita no estaba de mal humor permitíale estar en su saloncito mientras ella hacía alguna labor, rezaba oraciones o tocaba el piano, y allí se pasaba el joven las horas muertas recorriendo con la vista una y otra vez todos los detalles de aquel hechicero cuerpo desde los pies a la cabeza o quedándose como hipnotizado al escuchar a la baronesa que con su voz pastosa y sonora de contralto cantaba danzas mejicanas o sentimentales romanzas italianas en que el poeta hablaba siempre de amor, de besos y de morir.

Aquella habitación que parecía impregnada por el perfume de Pepita, era para Baselga como un oasis delicioso en el desierto de su vida. Las paredes rameadas por el pincel de pintor churrigueresco, los cuadros de santos y santas, el retrato oscuro en el que el difunto gobernador de Acapulco ostentaba su rostro avinagrado y los dos loros chillones y aleteadores, eran testigos cada día, de fogosas declaraciones repetidas por centésima vez síempre con idénticas palabras, de irónicas carcajadas que parecían no tener fin, de audaces tentativas del condesito que quería prevalerse de la fuerza de sus músculos y de soberbias bofetadas con acompañamiento de sonrisas que terminaban siempre el conflicto.

Baselga estaba cada vez más desesperado.

Pensando a todas horas en Pepita y su rara conducta, el menguado cerebro del condesito acabó por sacar la consecuencia de que la baronesa le amaba. Y si no… vamos a ver. Si a Pepita le era antipática su persona, ¿por qué sufría aquella pasión tenaz y viéndole ya curado no le plantaba con muy buenas palabras en la puerta? ¿Por qué quería tenerle en su casa y no le permitía salir ni aun de noche, diciéndole que le buscaban con gran empeño por Madrid los revolucionarios, con los cuales había ido a palos tantas veces antes de la sublevación de la Guardia? ¿Por qué, en fin, tras las crueles burlas y los golpes, que aunque dados con acompañamiento de sonrisas no eran por esto menos pesados se cuidaba tanto de desenojarlo con palabras cariñosas o con alguna que otra concesión?

El joven haciéndose tales reflexiones se convenció de que la baronesa le amaba y que debía esperar a que ésta modificase su conducta extravagante.

Pronto tuvo ocasión Baselga de convencerse que, al menos una vez, su cerebro había pensado con cierta cordura y que nada perdía en esperar.

El verano hacía sentir sus rigores con ese encono que guarda siempre para la coronada villa, población privilegiada por la naturaleza, pues el invierno la dedica sus más crueles y mortíferos fríos, y el estío sus más abrasantes e irresistibles calores.

En el interior de aquel caserón se respiraba una atmósfera pesada y sofocante y era preciso buscar el viento de la calle que tenía un poco más de frescura y pureza.

Aquella noche Pepita observó con su adorador una magnanimidad sin precedentes, pues en vez de despedirse de él al poco rato de terminada la cena y rezado el rosario, como ocurría siempre, enviándolo a su cuarto a que charlase con el señor Antonio hasta la hora de acostarse, le invitó a pasar al saloncito, en el que sólo entraba de día, y puesta ya en el camino de las concesiones, le permitió asomarse al balcón.

Eran ya más de las nueve, la luna alumbraba el otro lado de la calle, dejando envuelta en la oscuridad la fachada de la casa y transitaba poca gente, pues era noche en que por ciertas agitaciones políticas del momento la gente bullanguera estaba aplaudiendo en los clubs patrióticos a los oradores más fogosos. No había, pues, peligro de que Baselga fuera reconocido por algún transeúnte.

Pepita estaba adorable puesta de pechos al balcón y contemplando con soñolienta mirada aquel trozo de cielo azul que parecía un toldo tendido entre los tejados de ambos lados.

Desde aquel balcón no se veía la luna, pero su luz daba un tinte blanquecino al azulado éter, sobre el cual los titilantes astros destacaban sus cuerpos de inquieto brillo, semejantes a las pupilas de un niño martirizadas por extraordinario resplandor.

Era una de esas noches en que se siente con más fuerza que nunca el deseo de vivir y en las que debe ser mas dolorosa y desesperante la llegada de la muerte; noches en que la inspiración, despertada por el tibio aliento de la naturaleza, sale de la mansión de lo desconocido y desciende sobre el cerebro humano, o en que el amor se infiltra en la sangre para conmover los cuerpos jóvenes y exuberantes de vida con agudos pinchazos de pasión que hacen desesperarse hambrienta la bestia carnívora que todos llevamos dentro de nuestro ser.

Baselga se encontraba a sí propio desconocido. Sentía una dulce embriaguez y un abandono voluptuoso y hasta le parecía que iba a caer nuevamente en el feo vicio de hacer versos.

Aquel viento caliente que cada vez que abría la boca se colaba hasta el fondo de su pecho, le enardecía la sangre y le producía igual efecto que si estuviera en una de las alegres francachelas con sus compañeros de batallón apurando a docenas las botellas.

En la agradable oscuridad que envolvía al balcón, percibía el opaco perfil de aquel rostro encantador y sentía impulsos de morder sus labios frescos y sensuales y la barbilla partida por delicioso hoyuelo.

Su olfato aspiraba con delicia el perfume embriagador que exhalaba aquel cuerpo robusto, incitante y de artística exuberancia cubierto por un vestido de verano de traidora sutilidad, pues al más ligero roce dejaba adivinar la tersa finura de aquellos miembros ocultos como misterioso tesoro.

Baselga se apoyaba cada vez con más fuerza sobre el hermoso busto y una de sus manos, deslizándose por la barandilla, fue a buscar otra de las de Pepita, oprimiéndola con fuerza así que la encontró.

La baronesa faltando a su costumbre no protestó, dejó hacer a su adorador y hasta le pareció a éste que aquella mano tibia y satinada correspondía a sus amorosos apretones, sin que por esto la dueña dejara de mirar al cielo.

—¡Si supieras cuánto te amo! —murmuró Baselga con voz tenue al mismo tiempo que doblaba su cabeza descansándola sobre el hombro de Pepita.

Esta salió entonces de su celeste contemplación y volviendo los lindos ojos miró al condesito de soslayo con expresión de cariño.

—¡Oh! ¿Me amas? ¿Me amas? —preguntó el joven con entusiasmo creyendo adivinar la expresión de aquella mirada.

Pepita parecía poseída por la misma embriaguez que su adorador, y éste, siguiendo su instinto o como queriendo aprovecharse de aquella excitación que la contemplación de la naturaleza producía en la hermosa, rodeó con su brazo la gentil cintura atrayendo a la baronesa sobre su pecho.

Pero aquella caricia produjo en Pepita un efecto semejante a una descarga eléctrica.

Conmovióse todo su cuerpo con rápido estremecimiento, agitó su cabeza como si despertara de un pesado sueño y se separó del joven con rudo empuje, yendo a colocarse al otro extremo del balcón, en la actitud sombría propia de una mujer ofendida.

—Fernando —dijo con voz vibrante por la cólera después de contemplar con cierto ceño al condesito—. Eres un hombre enfadoso por lo tenaz y acabaré por aborrecerte si persistes en tu conducta.

—Señora, yo…

—Háblame de tú, como antes lo has hecho. ¿No te satisface esta concesión? Tuteémonos ya que nos amamos.

—¡Por fin!… ¡Oh, felicidad! ¿Tú me amas?

—Sí, te amo; ¿para qué seguir ocultando tanto tiempo mi pasión? Te amo; pero no te acerques tanto, no pretendas arrancarme por la fuerza una sola caricia porque te aborreceré.

—¿Por qué tan esquiva?

—Respeta los caprichos de mi carácter. Soy una loca, pero conviene que sepas que aquel hombre que por mí quiera ser amado, tendrá que considerarse siempre inferior a mi persona y obedecerme en todo. Si yo me diera por vencida y cayera trémula, pasiva y sin voluntad en tus brazos, yo tendría que ser tu esclava en vez de tu señora.

—Yo seré a tu lado todo cuanto quieras: tu esclavo, tu servidor en cuerpo y alma; dispón de mí como gustes, pero no huyas, no me arrojes lejos de ti, me abraso… ten compasión de mi amor.

Y Fernando adelantó algunos pasos; pero Pepita fue retrocediendo hasta llegar a un extremo del largo balcón y levantando su diestra, dijo con voz que tenía algo de rugido:

—¡Si avanzas más te abofeteo como a un esclavo! ¿Crees tú que a mí se me conquista por el sistema aprendido en el cuerpo de guardia? ¿Te figuras que a una mujer como yo se la domina con cuatro suspiros y oprimiéndola la cintura? Soy dueña absoluta de mis pasiones y me avergonzaría de que estas me dominaran alguna vez. Yo mando en mi voluntad sin que ésta logre dominarme nunca, y aunque te amo, me creería deshonrada si cayera en tus brazos sin darme exacta cuenta de ello. Yo seré tuya cuando me plazca y no cuando lo quiera el amor.

—¿Qué debo hacer pues?

—Esperar.

—Es imposible, me devora la impaciencia. Además, tu eres muy loca, y ¿quién me garantiza que mañana me querrás lo mismo que hoy?

—¡Imbécil! Una mujer como yo sólo ama una vez, y el hombre que logra interesarla, puede estar seguro de su fidelidad.

—¿Y tú me amas así?

—Mucho antes de que tú cayeras herido a la puerta de esta casa y de que lograras conocerme, ya tu nombre había llegado a mis oídos, y mi curiosidad me había arrastrado a conocerte personalmente. Te conozco muy bien, y el amor no realza a mis ojos tu persona. Sé que eres un inocente lleno de fatuidad, que te crees irresistible por tu fama de espadachín y algunas fáciles conquistas, pero a pesar de todo hay en ti algo que para mi te distingue de los demás hombres y te amo, no tengo inconveniente en manifestártelo, te amo.

—¡Ángel mío! —exclamó Baselga, halagado por aquel te amo tan encantador y avanzando nuevamente.

—¡No te acerques o te golpeo! Si quieres que te aborrezca, no tienes más que desobedecer mis mandatos. Esta situación es insostenible para ti, que eres impaciente, y para mí, que la encuentro ridicula. Retírate, que en tu habitación te aguardará Antonio. Habla con él de política, intenta distraerte y espera, procurando no ser importuno.

—¿Y cuándo seré feliz? ¿Cuándo podré llamar mía a la mujer que me ama?

—No tengas prisa y consuélate con la esperanza de que he de ser tuya antes que de otro. El día en que me encuentres más fría, más desapasionada, más dueña de mi voluntad, entonces será cuando me arrojaré en tus brazos. La hora de mi caída no la habéis de determinar ni tú ni el amor; he de señalarla yo misma; yo, a quien de hoy en adelante, obedecerás con la fidelidad pasiva de un ser sin voluntad.

VIII. Una sorpresa

Llegó por fin para el impaciente Baselga la hora de su felicidad, que fue aquella en que se contempló dueño de la mujer ansiada.

Después de la nocturna escena en el balcón, transcurrieron muchos días sin que la baronesa se mostrara dispuesta a acceder a los deseos del condesito; pero por fin, éste se consideró dichoso viendo, cuando menos lo esperaba, caer en sus brazos el ansiado tesoro de belleza.

Sentada al piano e interrumpiendo el canto de una de aquellas romanzas italianas, fue como Pepita declaró a Baselga con una mirada llena de voluptuosidad y hechiceras promesas, que estaba dispuesta a ser suya.

Aquella fue la primera vez que el audaz joven logró acercarse a Pepita sin miedo a sus bofetadas, y desde entonces pudo considerarse dueño absoluto de la mujer, cuya imagen tantas noches le había robado el sueño.

Los dos amantes se entregaban a su pasión sin recelos ni preocupaciones, y casi puede decirse que hacían una vida marital.

Los criados y especialmente los dos negros nada parecían comprender, y en cuanto al señor Antonio, como miraba siempre al suelo, le era fácil dejar de ver las muestras continuas de cariño que se daban los arrulladores pichones.

Baselga estaba en sus glorias. Jamás en sus ensueños de libertino había soñado una mujer como aquella, y a veces en los instantes de mayor placer llegaba a dudar si estaba despierto, o era víctima de fantástica ilusión.

Aquel Hércules del absolutismo, en materia de amores había estado reducido hasta entonces a conquistas sin importancia, y ahora que su buena estrella le deparaba tanta felicidad, experimentaba la misma impresión que el ebrio de baja estofa que al verse dueño de abundante depósito de fino néctar, quisiera tener cien bocas para beber más aprisa.

El amor de aquel calavera novel y de aquella mujer casquivana conocedora del mundo, no tenía nada de la dulce placidez de las pasiones sublimes, pues estaba reducido a un delirio carnal, pero tan fuerte y arrollador que casi llegaba a la locura.

Baselga mostrábase cada vez más confuso en lo tocante a su querida. Antes de realizar la conquista (que de tal, sólo tenía el nombre), creía que lograría conocer el verdadero carácter de Pepita; pero conforme iba ganando su confianza y penetraba en los secretos, materia de cariñosas confidencias, encontrábase más desorientado no sabiendo al fin en qué concepto tener a su amada.

A todas horas mostrábase dominante y celosa de que su voluntad imperara sobre las de todos cuantos la rodeaban.

Si Baselga en sus raptos de entusiasmo amoroso había prometido ser su esclavo, ahora veía realizado su ofrecimiento, pues Pepita procedía con él, así que se veía desobedecía, casi del mismo modo que con los dos negros.

Pero fuera de este rasgo dominante, todos los demás de su carácter eran tan ligeros, variables e indecisos, que acusaban un desarreglo cerebral.

Entregábase al placer con el instinto carnívoro propio de una fiera insaciable, y cuando más dominada parecía por la locura apasionada, cambiábase rápidamente la expresión de su rostro, sus ojos arrojaban lágrimas y con voz quejumbrosa comenzaba a condolerse de sus grandes pecados y a pedir a la Virgen y a todos los santos que la perdonasen.

Unas veces llamaba a Fernando, gritando como una loca, su ángel bueno, su Dios y le besaba en la boca y en los ojos acabando por morderle la nariz; y otras le arrojaba de su lado con varonil empuje, le amenazaba iracunda y le decía que en su cuerpo se encerraba el diablo que quería tentarla y hacerla suya para arrastrarla al infierno.

Dos o tres veces que Baselga valiéndose de su intimidad con Pepita intercaló en su conversación soeces juramentos de cuartel en que las cosas de la religión no salían muy bien libradas, la joven tornóse pálida mostrando una indignación sin límites, y en cambio, cuando por la falta más pequeña daba de puñetazos a los infelices negros, blasfemaba como una furia sin que al parecer le importara un ardite, lo que pudieran pensar de ella en el cielo.

El condesito estaba asombrado por aquel carácter original que cada vez se hacía más raro; pero como al fin su voluntad no era de las que podían sostener grandes resistencias ni su cerebro de los que se entregaran a largas observaciones, optó pronto por la pasividad y se entregó por completo a aquella mujer que hacía de él cuanto quería.

¡Cuán feliz se consideraba el ínclito don Fernando! Los celos era lo único que de vez en cuando como tétrica sombra turbaba su dicha, pero como no tenía ningún fundamento para dudar de la fidelidad de aquella mujer, tales pensamientos se desvanecían rápidamente y apenas si conseguían tener fruncido su entrecejo breves minutos.

Pepita salía poco de casa y todo el día y gran parte de la noche lo pasaba a su lado, procurando endulzar aquella reclusión forzosa a que lo obligaba la vigilancia de los liberales.

Por miedo a las murmuraciones de los criados y por no hacer demasiado ridicula la posición del señor Antonio en la casa, Baselga se retiraba todas las noches a su cuarto antes de las doce, pero durante las horas que seguían a la de la cena y después de bien rezado el rosario, los dos amantes agitados por todos los caprichos de una concuspicencia nunca harta, daban abundante pasto a la bestia carnal que se agitaba furiosa dentro de sus cuerpos.

Algunas veces, la nocturna entrevista no se verificaba, con gran disgusto del joven.

Pepita alegaba para ello indisposiciones momentáneas o actos de devoción que había de hacer en determinados días, y el condesito tenía que darse por satisfecho con tales explicaciones e ir a pasar la velada con el señor Antonio que siempre con cierta superioridad se ocupaba de cuestiones tan atractivas, como hablar contra Carlos III o su ministro el conde de Aranda y sobre los graves males que producía a la patria el general descreimiento sostenido por la masonería.

Una noche de aquellas en que Pepita se encerró a las nueve en sus habitaciones, Baselga encontróse al poco rato cansado por la monótona charla del vejete, y deseando salir de su habitación y dar un paseo por la casa, pretextó una apremiante necesidad física para abandonar al señor Antonio, quien pareció mostrar alguna contrariedad por la salida del joven.

Las habitaciones principales estaban ya a oscuras, pero el joven habituado a pasar por ellas, avanzó con resolución aunque tropezando de vez en cuando con algún mueble.

Baselga sintióse acometido de pronto por una curiosidad digna de un amante. ¿Qué haría Pepita en aquellos instantes? ¿Pensaría en él? ¿Estaría rezando a sus santos favoritos cuyo catálogo era interminable?

Apenas se hizo tales preguntas tomó una resolución algo indigna de su caballerosidad, pero propia de un amante apasionado.

Con el intento de espiar a su amada, dirigióse a tientas hacia el célebre saloncito inmediato al cual se encontraba el dormitorio de la hermosa; pero al llegar al corredor que conducía a aquél, encontró cerrada la puerta.

Miró por la cerraja y a lo lejos vio amortiguada por la densa sombra interpuesta, una gran faja de luz que marcaban los entreabiertos cortinajes del saloncillo.

El corazón del condesito latió con violencia; no por considerar que allá dentro envuelta en aquella luz estaba la mujer amada, sino porque le pareció escuchar el amortiguado eco de una voz que no era la suya, pues tenía el timbre hombruno y aun cierta gangosidad que no le era desconocida.

Algún tiempo pasó escuchando, con una oreja aplicada al ojo de la cerraja y haciendo los mayores esfuerzos por percibir aquella conversación muchas veces interrumpida y que llegaba hasta él como el susurro de una lejana fuente.

¡Oh desesperación! Aquellos sonidos confusos perdían al llegar a él su contorno de palabras y no podía adivinar su significado. La voz hombruna le ponía fuera de sí. No cabía duda: Pepita se libraba de él algunas noches para encerrarse con un hombre.

Esta idea hizo renacer en su pecho todos los celos infundados y sin objeto que tantas veces le habían atormentado, y por primera vez sintió, con la vehemencia propia de su carácter algo salvaje, la pasión que ha sido autora muchas veces de las más célebres venganzas.

Siguiendo los impulsos de su voluntad, hubiera derribado a patadas aquella puerta penetrando como un torbellino destructor en el cuarto de Pepita; pero aunque parezca extraño, hay que decir que aquel gigantazo tenía cierto respeto y no poco miedo a su amada; de tal modo había conseguido esclavizarlo.

Esto le hizo revestirse de paciencia, y siguió escuchando a pesar de que con ello experimentaba en su parte moral horribles tormentos.

Fuese realidad o fantasía de su imaginación acalorada por los celos, lo cierto es que de pronto llegaron a sus oídos alborozadas carcajadas, y hasta le pareció que con ellas iba mezclado su nombre. Entonces ya no quiso escuchar más.

La puerta tembló, conmovida por tremenda patada que hizo cesar el murmullo de aquellas voces.

Baselga, por la fuerza de la costumbre, se llevó la mano al costado buscando la espada, y al notar que no la tenía, pensó en sus robustos puños; capaces de echar abajo una pared.

—Abre, Pepita —mugió con su vozarrón, enronquecido por la ira—. ¡Abre, o echo la puerta abajo!

Durante algunos instantes la más profunda calma contestó a tales palabras; pero por fin oyéronse pasos varoniles en el largo corredor, y la puerta se abrió, delineándose en la oscuridad la figura de un hombre de aventajada estatura.

Apenas se presentó éste, Baselga se arrojó sobre él, y agarrándole por los hombros con sus férreas manos, de dos soberbios empujones y chocando a cada paso con las paredes del pasadizo lo arrastró al saloncillo.

Cuando el apretado grupo que formaban aquellos dos hombres, agitándose, tropezando con los muebles y llevándose tras de sí los cortinajes, llegó semejante a veloz proyectil al centro del saloncillo, Baselga prorrumpió en un juramento, y manifestando una sorpresa sin límites soltó a su contrincante, que de seguro guardaba indelebles señales de sus manos.

A la luz del rojo fanal que pendía del florón del techo, acababa de reconocer a su pariente y protector el duque de Alagón.

Pero la anterior sorpresa no valió nada en comparación con la que experimentó al volver la vista y ver sentado frente a Pepita, que le miraba sonriendo irónicamente, un personaje de gran nariz, ojos maliciosos y chuscos, cabeza poco poblada y labios abultados y colgantes, que reía con cierto aire canallesco al ver la original entrada de los dos hombres.

—¡Señor! —murmuró Baselga con la mayor confusión haciendo una gran reverencia.

Entretanto, el duque de Alagón se rascaba los hombros en actitud compungida, como para borrar las huellas que en ellos habían dejado los dedos de Baselga, y su amo, sin cesar de reírse, le dijo con voz algo gangosa:

—Duque, ¡vaya un pedazo de bruto que tienes por pariente! Este jayán te paga los beneficios a coscorrones.

—Señor —dijo el joven con humildad—, perdóneme S. M. este arrebato.

—Necesitado estás de perdón, pues tal manera de presentarse es impropia de un oficial de mi Guardia, y más en casa de una señora. ¿Es así como corresponde a la hospitalidad de la baronesa de Carrillo? Baselga hubiera querido desaparecer como por ensalmo, pues estaba pasando uno de los ratos más malos de su vida. Verse amonestado duramente por su rey y puesto en ridículo ante la mujer querida, constituía una situación demasiado fuerte para aquel realista y enamorado.

—Di, incorregible calavera —continuó el soberano—. ¿Te parece bien venir a estorbar los negocios de tu rey con tales escándalos?

—Señor —contestó Baselga que buscaba una ocasión de lucir su realismo a toda prueba—. Si yo hubiera sabido que aquí se encontraba mi rey y señor, me hubiera guardado de entrar sin ser llamado.

—Así lo creo, y terminemos esta cuestión que tanto disgusto me causa.

Te veo con charreteras de capitán, lo que demuestra que no has andado tardo en gozar el premio que te concedí a instancias de esta linda señora por tu heroísmo en el 7 de Julio.

—Señor, vuestra majestad es muy magnánima conmigo.

—Ahora sólo te falta justificar ese ascenso con nuevas hazañas. Con vuestra desgraciada sublevación me habéis puesto en tremendo compromiso; los liberales me martirizan más que nunca y necesito de buenos servidores como tú, que vayan a ponerse al frente de los fieles vasallos que en varias provincias se baten, formando las bandas de la Fe.

—Su majestad —dijo el conde con cierta fiereza—, me tiene a sus órdenes como firme servidor. Mi sangre y mi espada están a su disposición.

—Bueno; retírate y mañana recibirás órdenes mías. Procura en adelante tener la cabeza menos ligera, y no comprometer con irreflexivos ímpetus el honor de una respetable dama.

El rey, en señal de despedida, tendió su mano al capitán, que con cara compungida, después de hincar una rodilla en tierra, la besó contritamente. ¡Pícara imaginación! ¿Pues no le pareció poco rato después al loco Baselga, que aquella mano tenía algo del perfume del gentil cuerpo de Pepita?

El conde salió de la estancia acompañado del de Alagón, y entonces Fernando inclinándose con cierto garbo manolesco sobre la baronesa que durante la anterior escena no había cesado de reír, exclamó:

—¡Chica! No has tenido mal gusto. Ese condesito es un animal, propio para tu carácter. Vais a formar una adorable pareja de locos; cada uno de género distinto.

—Le tengo alguna voluntad; tal vez por lo fácilmente que se amolda a todos mis caprichos. Es un matachín tan valeroso como inocente, lo que no impide que se tenga por un calavera consumado.

—Sin embargo, creo que después de esta escena, no va a tener gran fe en ti y que te será difícil hacerle tu marido.

—Ya se encargarán de ésto los buenos Padres.

—Buenos ayudantes tienes. ¿Qué no se logrará con su apoyo? A ellos debo la dicha de conocerte.

—Nuestra majestad está esta noche muy galante.

—Mi majestad lo que está es muy aburrido de ver que para que me des un beso es necesario pedírtelo.

Sonó un beso tan fuerte, prolongado y escandaloso, que casi lo hubiera oído Baselga.

Cuando los dos nobles llegaron al extremo del corredor que poco antes habían pasado furiosamente agarrados y topando con las paredes, el capitán se paró para decir con ansiedad a su ilustre pariente:

—Pero tío, ¿qué es esto?

—Sobrino, cosas en las que harás muy bien en no mezclarte, si es que quieres ser fiel cortesano y buen realista. Y ahora que estamos sólos, te advierto que si no fuera porque la violenta escena de antes no ha tenido más testigos que el rey y esa señora, a pesar de ser mi pariente y de toda tu fama de espadachín, te batirías mañana conmigo.

—Algo imprudente he estado, lo confieso; pero sepa usted que esa mujer me pertenece.

—Lo sé perfectamente, y también lo sabe el rey.

—¿El rey…? Pues entonces ¿a qué viene aquí?

—Sobrino —dijo Alagón dando a su voz un tono misterioso—. A ti se te puede decir, pues eres de casa. La señora baronesa de Carrillo tiene un talento político de primer orden, y el rey viene aquí muchas noches a que le dé consejos sobre los actuales conflictos.

Aquella noche el conde no pudo dormir tranquilo. Tanta satisfacción le causaba ser amado por una mujer a quien el rey pedía consejo y que era casi un ministro universal con faldas…

IX. La confesión

Al anochecer del día siguiente, Baselga supo por boca de su amada, que en el salón de visitas le esperaba el padre Claudio, deseoso de hablar con él de asuntos muy graves.

—¿Quién era el padre Claudio?

Entre la inmensa banda de tétricas sotanas que por turno iban pasando por los salones del vetusto caserón o se sentaban a la mesa de Pepita Carrillo, el padre Claudio constituía una brillante excepción y tal vez por esto era recibido con más grandes honores.

Rodeado de tantos rostros huraños o forzadamente amables, pero siempre con el sello especial de la idiotez disimulada o de la astucia encubierta, el de aquel cura destacábase luminoso, atrayente y como esparciendo efluvios de una dulzura evangélica.

Era el padre Claudio muy joven para tener tan gran imperio sobre los que le rodeaban, pero sin duda este ascendiente se lo proporcionaban su hermosura física, su exterior simpático y el encanto dulce y persuasivo de su conversación.

Su cabeza de fino cutis y cabello corto, ensortijado y aplastado sobre la frente, recordaba la de aquellos elegantes romanos del tiempo del Imperio; su figura era de proporciones artísticas y los pies y manos por su pequeñez y delicadeza, casi hacían creer que la flamante y bien cortada sotana ocultaba el cuerpo de una fina damisela.

Hablaba con voz dulce y reposada y todas sus palabras tenían un carácter tan vaporoso, que las hacían casi semejantes a los perfumes agradables que exhalaban las vestiduras del elegante sacerdote.

Había devotas que oyendo las palabras del padre Claudio, quedaba extasiadas en la contemplación de su tez fresca y transparente y de sus cabellos de un rubio apagado, pero brillante, comparándolo mentalmente con el ángel Miguel y demás elegantes de la corte celestial.

Sólo un detalle venía a afear aquel rostro, completo modelo de bondad y hermosura angélica. Los que le trataban con cierta confianza sabían que su frente se contraía en ciertos momentos con coléricas arrugas y que sus ojazos azules, cándidos y casi inmóviles, en muchas ocasiones dejaban pasar por su fondo rápidos chispazos de una ira tan intensa que asombraba y permitían adivinar en sus pupilas, en los instantes de alegría, una ambición que por lo inmensa causaba miedo.

Semejantes a esos mares tranquilos y risueños, cuna de belleza y de poesía que cuando se alteran con el viento de la tempestad son más terribles que el Océano, aquellos ojos imponían cuando despojándose de su falsa expresión transparentaban las pasiones que se agitaban en el cercano cerebro.

El padre Claudio, era un hombre terrible que unía con pasmosa habilidad la bondad con el odio, la sencillez con la astucia y la humildad con una ambición sin límites.

Aquel dandy de sotana, era semejante a las pequeñas víboras de las selvas índicas que escogen siempre por nido la corola de una flor.

Para él nada había imposible, ni retrocedía ante obstáculo alguno. Todo cuando le era útil lo tenía inmediatamente por moral y de aquí que reparara poco en los fines de sus empresas fijando únicamente su atención en los medios, pues tenía cierta preocupación de artista en su modo de obrar.

Aborrecía el ruido, el escándalo y los procedimientos brutales tanto como era partidario de la cautela, la sagacidad y los golpes rápidos y silenciosos.

Para el padre Claudio, el rey de la naturaleza no era el león sino la serpiente y le inspiraba más admiración el avance traidor, rastrero y espeluznante de ésta que el ataque brutal, pero franco e instintivo de aquél.

Pertenecía a la misma categoría que Nerón y demás delincuentes artistas que encubrieron sus más tremendos crímenes bajo un manto de belleza.

El padre Claudio era capaz de asesinar con tal que la hoja del puñal estuviera cubierta de rosas.

Esta quinta esencia de maldad, le hacía ser más respetado y temido por sus compañeros y subordinados, y por otra parte sus prendas físicas y aquel carácter de apóstol que tan a la perfección le disfrazaba, valíanle una admiración sin límites entre sus amigos devotos que ponían sus conciencias bajo la absoluta dirección del hermoso padre.

En casa de Pepita, don Claudio imperaba como un soberano; el señor Antonio mostraba ante él una servil humillación que ni al más adulador lacayo podía tener a su alcance, y hasta la casquivana baronesa no osaba en su presencia dejar la menor libertad a su estrafalario carácter, y acogía con aspecto contrito las dulces reprimendas que el padre tenía a bien dirigirla.

También en Baselga causaba gran impresión aquel cura elegante que apenas si tendría seis años más que él.

El condesito admiraba la finura de sus ademanes, su carácter simpático y su gran ilustración; pero aun había en su persona una cosa que le subyugaba más y era que en ciertos momentos tenía el empaque de un caudillo, y el oficial de la Guardia profesaba admiración y respeto a todos esos hombres especiales que son enérgicos sin manifestarlo y parecen nacidos para mandar.

Tres o cuatro veces había comido con el padre Claudio en casa de Pepita, y casi sintió tanto como ésta el que no fuesen más frecuentes las visitas del cura, pues le era tan simpática su conversación sencilla, pero amena, como enojosa la presencia de los otros clerigotes por lo regular groseros y bruscos en sus palabras y modales.

Cuando Baselga entró en el salón de visitas, el padre Claudio se levantó del sillón que ocupaba en un rincón oculto bajo la sombra.

El quinqué colocado sobre un ligero velador tenía puesta de tal modo la pantalla que bañaba con viva y rojiza luz medio salón dejando la otra parte envuelta en la más densa oscuridad.

Besó el capitán aquella mano blanca, fina y casi femenil que le tendió el cura con graciosa amabilidad, y se sentó obedeciendo su indicación junto a la lámpara que hacía resaltar todos los detalles salientes de su rostro enérgico.

Sacó el padre Claudio de una petaca de oro cubierta de filigranas dos cigarillos casi microscópicos, que olían a perfumes de tocador más que a tabaco, y después que vio arrojar al militar las primeras bocanadas de humo, dio principio a la conversación.

—Señor conde, vengo de parte del rey, que según creo, se dignó hace poco tiempo anunciaros que os comunicaría pronto sus órdenes.

—Así es, padre Claudio. S. M. me honra distinguiéndome entre sus más fieles vasallos.

—El señor don Fernando (que Dios guarde) —y al decir esto el cura, a pesar de encontrarse casi invisible en la sombra, se inclinó por la fuerza de la costumbre—, desea auxiliar por cuantos medios pueda a los buenos españoles que en Navarra, en Aragón y en Cataluña luchan por los santos derechos del Altar y el Trono, y para esto necesita del apoyo de todos sus leales servidores.

—Dispuesto estoy a obedecer sus órdenes. Mi vida es suya por completo.

—El rey tiene la certeza de ello, y por esto le designa a usted para que sea portador de varios encargos que envía a los defensores de la Fe, y al mismo tiempo ordena que se una usted a esas legiones de esforzados defensores de la legitimidad, con la seguridad de que allí será más útil su espada que en otro cualquier lugar.

—Dispuesto estoy a obedecer. ¿Cuándo tengo que partir?

—Mañana al romper el día. Debe usted agradecer al soberano esta determinación respecto a su persona. Aquí peligra su vida, y la policía por un lado y los patriotas por otro buscan a usted, tanto en Madrid como fuera de él, ganosos de castigarle como a uno de los principales promovedores de la jornada del 7 de Julio. ¿Se acuerda usted del teniente Goiffeaux?

—Sí; un buen muchacho francés que pertenecía a mi mismo batallón. Es grande amigo mío, ¿qué ha sido de él?

—La semana pasada fue ajusticiado en la plaza de la Cebada como autor del asesinato perpetrado a las puertas de Palacio en 18 personas del capitán Landáburu. Calcule qué sería de usted si fuera descubierto por esos furiosos liberales que tienen al conde de Baselga por el principal autor del hecho.

El joven capitán, a pesar de su carácter tan enérgico como ligero, no pudo menos de sentirse impresionado por el trágico fin de su amigo y quedó durante algunos instantes silencioso y como en profunda reflexión. Por fin, rompió el silencio para preguntar:

—¿Y qué misión es la que me confiere el rey cerca de los caudillos de la Fe?

—Su majestad desea que usted sea portador de cincuenta mil duros pertenecientes a la asignación que le da el gobierno liberal, y que él, con un desprendimiento digno del mayor elogio, destina a la formación de nuevas partidas realistas en el Alto Aragón, que nos liberen pronto de la maldecida Libertad. Usted se pondrá al frente de las que se vayan creando, y de seguro que con una brillante campaña hará méritos para ser recompensado largamente por el soberano el día en que triunfe la buena causa.

Baselga, a quien el combate de la plaza Mayor, su amistad con Córdova y hasta el roce con Pepita, habían hecho bastante ambicioso, soñaba desde poco tiempo antes con la gloria guerrera, así es que recibió con el mayor gozo aquel tácito nombramiento de caudillo del absolutismo.

—Padre Claudio —dijo con arrogancia y transparentando en sus ojos el entusiasmo que le dominaba—. Si habla vuestra reverencia con el rey, dígale que podrá tener servidores que valgan más que yo; pero tan entusiastas y decididos al sacrificio, ninguno. Iré donde me mandan y volveré vencedor más pronto o más tarde, pues de lo contrario seré un mártir más entre los innumerables que han dado su vida por la buena causa.

—¡El Dios de los ejércitos irá contigo y te protegerá! —dijo don Claudio con cierto aire de inspirado, y extendiendo su mano de dama, dio la bendición al capitán.

El sacerdote, durante la anterior conversación, había estado desde el fondo de la oscuridad observando aquel rostro brutal, pero franco, en el que tan claramente se transparentaban las internas impresiones, y con exacto conocimiento de la situación creyó muy del caso la reciente invocación bíblica, que acabó de entusiasmar al inculto cruzado del fanatismo.

Baselga quedó como reflexionando bajo el peso de aquella santa bendición, y el clérigo, dijo al poco rato:

—Mañana saldrá usted de Madrid al amanecer precedido de un hombre de confianza que vendrá a buscarle y fuera de las puertas encontrará un carruaje de camino bajo cuyos asientos y en onzas de oro, estarán los cincuenta mil duros. El mismo hombre le dará cartas del rey para sus defensores en Aragón. De preparar a usted para que salga de Madrid sin ser reconocido, se encargará el respetable administrador de la señora baronesa, quien le afeitará cuidadosamente y le dará unos hábitos de sacerdote que ya tiene en su poder.

—Haré cuanto indica vuestra reverencia.

—Mucha prudencia al atravesar las calles de Madrid, y piense usted que son muchos los que le buscan, que usted es muy conocido y que un sacerdote en estos abominables tiempos revolucionarios, inspira tanta sospecha como en otras épocas veneración.

—No tema usted. Sabré fingir perfectamente, solo por darles un chasco a esos aborrecidos liberales.

Quedaron después de esto callados un largo espacio los dos hombres, y al fin, el condesito fue el primero en romper el silencio, preguntando con interés:

—¿Sabe ya la señora baronesa mi próxima partida?

La conoce perfectamente, pues ella ha sido la más interesada en proporcionarle ocasiones donde lucir su heroico valor y legítima gloria.

Baselga que hasta entonces había permanecido obsesionado por la ilusión de convertirse en un célebre caudillo, comenzaba a recordar apasionadamente a Pepita cuya imagen se le aparecía ahora más seductora que nunca.

La idea de alejarse en breve de la mujer adorada aumentaba el valor de su hermosura, y el placer de sus caricias aparecía centuplicado en la imaginación de Baselga.

¡Abandonarla cuando en su ser no se había saciado la terrible hambre amorosa, que su belleza provocaba! Aquel libertino defensor de los reyes y los curas, sentía cierta desesperación y aun se mostraba inclinado a maldecir las circunstancias que le arrancaban de las delicias del amor, y le arrojaban rápidamente del cielo al suelo.

Don Claudio siempre recatándose en la sombra, contemplaba fijamente al capitán y en la sonrisa que vagaba por sus labios comprendíase la facilidad con que iba leyendo en la frente de aquél, todos sus pensamientos.

—Señor conde —dijo el cura carobiando con gran maestría el tono de su voz que de ligera y meliflua, se trocó en grave—. Dentro de pocas horas va usted a partir para cumplir una importante misión y poner en práctica lo que, al ceñir espada, juró usted como cristiano y caballero.

Baselga, que pensando en su próxima y dolorosa separación de la mujer amada tenía la frente apoyada en una mano, levantó la cabeza como sorprendido al oír aquellas palabras dichas en tono solemne.

—Va usted a entrar —continuó don Claudio siempre con la misma entonación—, en esa vida accidentada y abundante en peligros propia del valiente que tiene que luchar contra superiores y temibles enemigos. Grandes serán las aventuras de que estará erizada su próxima existencia; aunque el Señor tiene contados los días de sus criaturas, nadie sabe en el mundo cuál será la última hora de su vida, y hay que temer a la muerte.

—¡Padre! —dijo Baselga con arrogancia—. Yo no la temo y eso que no ha mucho me vi casi en su brazos. Soldado soy y mi destino es morir en el campo de batalla: otra clase de muerte, la consideraría deshonrosa.

—Está muy bien lo que usted dice; pero considere que no todo es morir, que más allá de la tumba existe otra vida y que conforme a la doctrina que enseña la Santa Madre Iglesia hay que pensar en tener la conciencia lo más limpia de pecados que sea posible, para cuando hayamos de comparecer ante el tribunal de Dios. El buen católico antes de morir descarga su pecho del peso de sus culpas, en el regazo del confesor. Usted va a cumplir una noble misión en la que tal vez le busque la muerte. ¿Se encuentra el alma de usted limpia de culpas?

Baselga quedó asombrado por estas palabras y miró con gran confusión al sacerdote que poco a poco había ido arrastrando su sillón hacia el que ocupaba el capitán, y que ahora avanzaba su cabeza de modo que destacara su artístico perfil sobre el foco de luz del quinqué.

El condesito estaba tan aturdido, como muchacho que en la escuela es sorprendido por el maestro en flagrante delito, y no encontraba palabras para contestar.

Excitado por la mirada bondadosa y angelical del cura se decidió al fin a hablar y al principio no consiguió más que embrollarse en un sinnúmero de confusas palabras.

—Yo… padre… la verdad… ando bastante descuidado en materias de religión. Creo en Dios, en Jesucristo, en el Papa y en todo lo que manda la Iglesia; en otros tiempos me sabía todo el catecismo de memoria, pero ahora… ya ve usted… los amigos, la vida militar, las locuras de la juventud… en fin, que hace mucho tiempo no me he confesado y que, de morir en este momento, el diablo tendría mucho que hacer con mi alma.

—A tiempo está usted, hijo mío, de conjurar el peligro. En mí que soy indigno representante de Dios encontrará usted el medio de librarse del peso de tantas faltas.

—Yo quisiera confesarme, pero… ¿en este sitio? ¿En un salón de visitas?

—Dios está en todas partes y en todas también puede su sacerdote oír la confesión de un pecador. Acérquese usted más… así está bien. Y ahora si tiene usted verdadero fervor para reconciliarse con Dios, ábrame su pecho y no tema en revelarme la verdad, sin miedo a la enormidad de los pecados, pues el Supremo Hacedor no quiere que el culpable agonice bajo el peso de sus faltas sino que viva y se arrepienta.

Estuvo Baselga por mucho rato cabizbajo, ensimismado y como contrayendo todos los pliegues de su memoria para que no quedara trasconejado el recuerdo de las más pequeñas de sus faltas, pero cuando ya se disponía a hablar, le interrumpió don Claudio para decirle:

—Supongo que no irá usted a imitar a ciertas devotas viejas que tienen como pecados nimiedades insignificantes y ridículos escrúpulos. Aquí más que confesor y penitente, somos dos hombres, y, por tanto, hemos de hablar con franqueza e ir derechamente a la verdadera importancia de las cosas. Empiece usted hermano y diga todo aquello que considere realmente como pecado.

Baselga hizo un poderoso esfuerzo para romper los lazos con que el amor propio y la vergüenza sujetaban su lengua y con el rostro teñido de rubor comenzó así:

—Padre; me acuso de haberme valido de mi habilidad en el juego para robar con malas artes el dinero de mis compañeros.

—Mala cosa es el juego; pero como culpables son igualmente todos los que se dejan dominar por vicio tan reprochable, no cayó usted en pecado mortal al explotar la simpleza de los que confían su suerte a la baraja. Adelante, hijo mío.

—Me acuso, de haber hecho uso de mi espada sin razón alguna contra personas a quienes antes había ofendido, derramando su sangre injustamente.

—Gran pecado es atentar contra la vida del prójimo, mas, sin embargo, todo aquel que lleve espada, se tenga por caballero y ostente un nombre ilustre, tiene el deber de velar por su prestigio personal y no incurrir nunca en la nota de cobardía. Además, así como la Providencia veló por la vida de usted, podía haber ocurrido todo lo contrario, en cuyo caso tanto se exponía usted como su contrincante a morir en el lance. No es, pues, muy grave este pecado. ¡Animo hijo! ¿Cuáles son los otros?

—Yo fui el que instigó a los soldados a dar muerte en la plaza de Palacio al capitán Landáburu y confieso que el recuerdo de su mujer viuda y de sus hijos huérfanos me ha quitado el sueño muchas noches.

—Digno de execración es siempre el asesinato; pero hay que convenir en que aquel hecho nada tuvo de tal. La muerte violenta de Landáburu fue uno de tantos incidentes propios de épocas de agitación, y sin duda aquel desgraciado fue destinado por Dios para servir de triste ejemplo a sus compañeros en política y hacerles ver prácticamente cuán terrible es el fin de los hombres que se separan de las buenas doctrinas. Landáburu era un impenitente revolucionario a quien usted conocía muy bien; ¿quién sabe si Dios quiso castigarle por sus malos pensamientos y lo escogió a usted como ejecutor de sus venganzas? No es, pues, tan enorme este pecado. Adelante, hijo mío, adelante.

Baselga estaba encantado por la bondad de aquel sacerdote que todo lo encontraba bien; que en vez de las reprimendas esperadas, le dirigía amables sonrisas y que demostraba un empeño paternal por desvanecer todos los remordimientos en el pecho del penitente.

Con un confesor tan de manga ancha que sabía desmenuzar los pecados de modo que perdieran su carácter horrible dejándolos reducidos a simples faltas, se podía hablar con entera tranquilidad, y por esto el condesito, cobrando cada vez más confianza, repasó por completo todo lo grave de su pasado y al fin llegó a sus amores con la baronesa.

Al pensar en tal aventura su lengua se detuvo. El capitán creía circunstancia indispensable en todo galanteador caballeresco, guardar eternamente el secreto de sus amores; así es que no se mostró propicio a revelar lo ocurrido en aquella casa entre Pepita y él; tanto más cuanto que el padre Claudio era amigo de la baronesa.

El sacerdote que con mirada atenta seguía contemplando al joven, pareció adivinar nuevamente los pensamientos que se agitaban bajo su frente, y para desvanecer todo escrúpulo dijo así:

—Hace usted mal, si es que piensa ocultarme por miras particulares algún suceso importante de su vida. Engañándome a mí engaña usted a Dios y de poco puede servir a su alma una confesión incompleta e inspirada en miras egoístas. Todas las preocupaciones mundanales deben expirar al pie del confesionario; para el representante de Dios no ha de guardarse secretos, tanto más cuando lo que usted diga aquí quedará como encerrado en una tumba. ¡Vamos! decídase usted, hijo mío, y ya que se ha propuesto implorar la protección de Dios descargando su conciencia de culpas, no oculte ni una sola de éstas.

El condesito, impresionado por aquella voz dulce y atractiva decidióse a hablar, aun faltando a su condición de amante reservado y silencioso. Además, pensó en que Pepita se confesaba igualmente con don Claudio y que, como buena católica, le habría revelado todo lo ocurrido.

Así que Baselga se decidió a decir la verdad, dejó escapar un verdadero chaparrón de palabras, que fue la relación completa y detallada de todo lo ocurrido entre él y la baronesa desde el día en que se conocieron hasta la hora presente.

El cura escuchaba con aparente atención las palabras del penitente pero un profundo observador hubiera adivinado en él la distracción que le causaba oír por segunda vez la relación de sucesos que ya le eran conocidos.

Cuando Baselga acalorado en la descripción de su última conquista, deslizaba algún detalle de color algo subido y se detenía como avergonzado, el clérigo le animaba con un gesto de benevolencia, y el joven seguía adelante en su relación, encontrando cierto placer en revelar a un hombre (aunque éste fuese un cura) toda la felicidad que había gozado.

Cuando el condesito terminó de hablar, vio con cierto recelo que don Claudio se ponía muy serio por primera vez y aun se alarmó más al oír que con voz algo irritada, le decía:

—Después de lo que usted acaba de decirme es casi imposible que yo le de la absolución.

—¡Cómo! ¿Qué dice usted padre mío?

—Usted, llevado de sus antiguos hábitos de galanteador irreflexivo ha abusado de la generosa hospitalidad que le dispensó una mujer, que aunque a primera vista parezca algo ligera, es modelo de virtudes. La baronesa ha perdido su honor en los brazos del hombre a quien salvó la vida y éste obraría con una deslealtad nunca vista e impropia de un caballero si se negara a reparar el mal que causó.

Baselga quedó anonadado bajo aquella severa reprimenda.

—Va usted a partir —continuó el sacerdote—, dentro de breves horas, y Dios sólo sabe dónde podrán arrastrarle los azares de la guerra. El corazón de usted es ligerísimo, su facilidad amorosa grande en extremo, y caso probable que cuando termine la guerra usted haya dado su afecto a otra mujer y olvidado a la baronesa, en cuyo caso ¿cuál será la suerte de esa desgraciada señora, modelo de virtudes, pero a quien el amor ha hecho pecar?

—¡Oh! no, padre. Yo nunca olvidaré a Pepita: la amo mucho.

—El amor cuando no está santificado por la bendición del sacerdote es fugaz pasión que el menor vaivén de la vida hace desaparecer. No basta que usted quiera a Pepita, es necesario afirmar esa pasión con algo más serio que los juramentos de amor.

—¿Y qué puedo hacer yo, padre mió? —dijo Baselga, a quien las palabras del cura habían conmovido.

—Hoy casi nada. La orden del rey le obliga a partir dentro de breves horas y no hay tiempo para que usted legitime por medio del casamiento canónico sus amores con la baronesa.

—Entonces, ¿cuál ha de ser mi conducta para que vuestra reverencia me dé la absolución?

—Ya que es imposible por el momento el borrar las anteriores faltas con el matrimonio, jure usted ante Dios que está en el cielo y en todo lugar, que dará su mano y su nombre a la mujer amada tan luego termine la comisión que ahora le encarga su majestad.

—Dispuesto estoy a jurarlo, padre mío.

Entonces Baselga por indicación del cura, púsose en pie y extendió su diestra a un antiguo cuadro que representaba a Cristo macilento y negruzco, fue repitiendo el juramento que palabra por palabra le dictó don Claudio, y al final de cuya fórmula pedía para sí todos los tormentos del infierno y los dolores de la tierra si dejaba de cumplir lo prometido.

El mastuerzo que con tanto valor sabía batirse en las calles de Madrid, sentíase ahora conmovido por las palabras que le hacía pronunciar el hábil capellán y le faltó poco para derramar lágrimas de alegría cuando le dijo don Claudio con acento melifluo:

—Hermano; de rodillas.

Oyó Baselga latinajos que no entendía y con ademán compungido recibió la bendición de aquella mano fina y aristocrática que después besó contritamente.

—Ahora —dijo don Claudio levantando del suelo al capitán—, a luchar como un héroe por la santa causa de la Iglesia y del rey.

—Lucharé hasta morir —contestó el joven con resolución que no daba lugar a dudas.

—¿No es verdad que se siente usted mejor después de la confesión?

—Me encuentro poseído de un bienestar inmenso.

—El pecador que tiene fe en Dios siempre experimenta tan grata impresión después de desahogar su pecho de culpas.

—Ya hemos terminado —continuó el cura después de un breve silencio—, retírese usted a hacer sus preparativos de viaje y avístese con el señor Antonio que ya ha recibido las instrucciones necesarias. Además autorizo a usted para que cuando vea a la señora baronesa, le revele cuanto aquí ha ocurrido. Es una santa mujer que experimentará una alegría sin límites al saber que usted ha jurado ser su esposo tan pronto como lo permitan las circunstancias.

—¡Adiós, padre! —dijo el capitán con algún enternecimiento—. Que el cielo permita nos volvamos a ver pronto.

—¡Adiós, hijo mío! Que el Señor proteja a usted.

Y aquel Pedro el Ermitaño del realismo español, estrechó con cariño la mano del cruzado que iba a defender en los montes la tiranía del monarca y el restablecimiento de la Inquisición.

Cuando los pasos de Baselga hubieron dejado de sonar en la habitación vecina, el cura sonrióse con aire satisfecho, y dirigiéndose a la puerta del salón contraria a aquella por la que había salido el joven, levantó el pesado cortinaje, preguntando con voz meliflua:

—¿Está usted contenta, Pepita?

—Mucho, padre mío. ¡Cuánto tengo que agradecer a usted!

Y la baronesa, diciendo estas palabras, entró en el salón. Sus mejillas estaban coloreadas por la alegría y en toda ella conocíase el vivo placer que le había causado la anterior escena.

—Esto es un servicio más que usted tendrá que agradecer a la poderosa Compañía que la protege desde la cuna.

—Lo agradezco con toda mi alma, padre Claudio, y crea vuestra reverencia que siento no corresponder con más fuerza a tan grandes y continuos favores.

—Con que tenga usted al rey mucho tiempo hechizado con sus gracias y disponga un poco de su voluntad, nosotros nos damos por satisfechos.

—Eso hago y eso haré tan bien como me sea posible. Mis ilusiones se realizan y desde la cumbre a que me elevan los favores de la orden, podré servir mejor a los intereses de la Compañía. Únicamente me faltaba un marido y éste ya lo tengo gracias a la sabiduría de vuestra reverencia que tan acertadamente sabe dirigir las conciencias. Querida predilecta del rey, pero teniendo que vivir oculta por no poder presentarme en sociedad como una viuda forastera, problemática y sin amistades, me es imposible servir tan bien a la orden como lo haré el día en que figure en la corte como la esposa de un hombre que ha prestado grandes servicios a la causa del rey. Baselga es un necio, pero tiene algo de héroe y si no lo matan conseguirá abrirse paso y llegar a los más altos puestos. Yo necesitaba un marido de tal clase y vuestra reverencia me lo asegura valiéndose de su profundo talento que a todos convence. ¡Cuán agradecida debo estar a la orden que me protege!

—Baronesa: el que trabaja para la mayor gloria de Dios se ve colmado siempre por el Altísimo de inmensas felicidades.

X. 1823

En 1823 cambió por completo la decoración para liberales y serviles que con tanta saña venían combatiéndose hacía tres años.

Al rey que decía a sus súbditos «marchemos todos francamente y yo el primero por la senda constitucional», mientras ocultamente favorecía con dinero y con hombres las sublevaciones absolutistas en los montes de Cataluña y Navarra, le parecía todavía insuficiente el armar tropeles de fanáticos, que combatieran en favor del Altar y el Trono, y solicitó el auxilio de la Francia que envió a España al duque de Angulema con sus cien mil hijos de San Luis.

Fue aquella una época de desbordamiento y de impudor. Nunca se ha visto un pueblo más propenso a la mudanza, a la traición y a la desvergüenza.

Largos años de tiranía habían corrompido el sentido moral de nuestro pueblo; la revolución sólo había servido para hacerlo más bullangero, y ni una sola de las ideas democráticas que los oradores predicaban en los clubs, conseguía penetrar en aquella juventud que todavía era hija legítima y directa de la generación de Pan y Toros.

Los que antes iban con gran fervor a las procesiones o eran cofrades del Rosario de la Aurora, asistían ahora a los clubs, cantaban a grito pelado en las calles los himnos en moda u organizaban las manifestaciones cívicas. He aquí toda la reforma que la revolución consiguió hacer en el pueblo español.

El rey, a pesar de la Constitución y de todos los esfuerzos de exaltados y comuneros, seguía siendo la personificación del país; lo que el monarca hacía los súbditos lo imitaban y como Fernando VII era canallesco, desvergonzado y traidor, el pueblo no conocía ni aun de oídas el pudor político y cuando aún repetía el eco sus gritos de ¡viva la Constitución! volvía la hoja rápidamente para pedir a gritos el triunfo del rey neto y la vuelta de los felices tiempos en que funcionaba la Inquisición, los jesuitas dirigían el gobierno y el amo de España mostraba el sobrehumano talento que le había dado Dios para presidir corridas de toros.

La política en los últimos tiempos de aquella época constitucional, estaba reducida a una serie de vergonzosos engaños. La agonía del trienio liberal puede definirse diciendo que fue una espantosa traición.

Fernando engañaba a los liberales y mientras firmaba cuantos manifiestos le ponían delante y en los cuales se entonaban himnos laudatorios a la Constitución, solicitaba con gran urgencia el auxilio de las bayonetas francesas; Morillo hacía traición a sus compañeros los generales La Bisbal y Ballesteros; La Bisbal le imitaba y Ballesteros por no ser menos, uníase a los invasores para derribar al gobierno que confiaba en el apoyo de sus espadas.

La Constitución era una enferma atacada de rápida tisis y los hombres, dueños del poder, semejaban embrollada consulta de médicos pedantes, ocupados en discutir el nombre y etimología de los medicamentos que pensaban emplear, mientras la paciente se moría a toda prisa.

No faltaban liberales entusiastas dispuestos a dar su sangre por aquella Constitución que tantas veces habían jurado sostener, pero estaban en minoría y sus esfuerzos se perdían entre la indiferencia y el envilecimiento del pueblo.

El heroico Mina resucitaba en Cataluña la epopeya de la Independencia luchando con escasas fuerzas contra las hordas realistas y las legiones invasoras, pero su sublime tenacidad tenía el pálido reflejo de un rayo de sol en el fondo de putrefacta laguna.

Aquella revolución moría como mueren todas las formas de gobierno que no llegan a ser populares. Sólo la clase media había abierto sus ojos a la luz de la libertad.

El pueblo, llevando todavía en su mente el recuerdo de los privilegios señoriales y de las rapiñas de la Iglesia, estaba tan ciego, que tomaba sus armas para defender la causa de los nobles y de los curas.

Pudo muy bien el gobierno constitucional organizar una tenaz defensa que hiciera más lenta la marcha del tropel de alguaciles que Francia nos enviaba para reponer el absolutismo en su primitivo ser y estado.

Con esto no se habría salvado la libertad, pero habría caído con más honra y los Borbones de la nación vecina no se hubieran engreído y puesto al nivel de Bonaparte por una guerra en la que los reclutas de la restauración no dispararon dos veces sus fusiles.

Pero los liberales adoptaron sus resoluciones con demasiada lentitud, confiaron su defensa a militares de dudosa fe política y cuando vinieron a apercibirse de sus desaciertos, vieron sus órdenes desobedecidas y que la traición de sus generales dejaba libre el paso al chaparrón de la venganza absolutista que iba a caer sobre ellos con furor terrible.

El final del período liberal tuvo algo de la rapidez del vértigo y mucho de la vaguedad del sueño.

El avance de las bayonetas francesas hizo salir de Madrid a toda prisa a ministros y periodistas, diputados y milicianos formando inmensa caravana que semejante al vagabundo pueblo de Israel, llevaba como arca santa la chusca persona de Fernando VII. Éste se reía interiormente de la candidez de aquellos revolucionarios tan respetuosos siempre con el mismo hombre que les daba la muerte. Todos ellos sabían que el mismo monarca era quien movía el ejército invasor que venía pisándoles los talones y ni a uno solo de los fugitivos se le ocurrió encargar a su fusil la misión de librar a España del monstruo que pocos meses después había de ensangrentarla con horribles venganzas.

El más vergonzoso relajamiento se había apoderado de nuestro pueblo, y, como si quisiera poner su adoración al nivel de su vileza, tributaba homenajes a los seres más abyectos.

El país que doce años antes había admirado a Mina y al Empecinado, se entusiasmaba ahora con las proezas de cuatro bandidos que vestían el sayal frailuno, y con la cruz en una mano y el trabuco en otra, iban sembrando el incendio y la muerte, queriendo exterminar a los negros hasta la cuarta generación. Los mismos que habían aplaudido a Argüelles y Muñoz Torrero, miraban ahora como dechados de sabiduría a los pedantes y covachuelistas que componían la Regencia de Urgel.

El Trapense, una fiera con hábito, era el héroe de la situación. Creíase que su trabuco tenía el poder de hacer milagros, y cuando el fraile guerrillero, llevando a la grupa a la hermosa aventurera Josefina Comeford, penetró en Madrid, el mismo pueblo que tres años antes había tirado de la carretela en que iba Riego, se arrojó bajo las herraduras del caballo con la misma entusiástica indiferencia del indio que desea ser aplastado por el carro del ídolo y ganar el cielo.

Una bendición de aquella mano era una dicha que muchos solicitaban. La mano del Trapense estaba, sin duda, santificada por Dios, pues nunca la abatía el cansancio. Prueba de ello, era la rapidez y limpieza con que degolló uno tras otro, sin interrupción, setenta y seis soldados constitucionales que fueron hechos prisioneros en la toma de la Seo de Urgel.

Barrido de Madrid y de Sevilla, el gobierno liberal, siempre fugitivo y vagando, con rumbos inciertos, fue a refugiarse en Cádiz. La Constitución de 1812, semejante al hijo pródigo, después de correr grandes aventuras, volvía decaída y derrotada a morir en el mismo punto donde nació.

Allí fueron a buscarla sus implacables enemigos, y el ejército de Angulema, en unión de algunas de las hordas realistas que le precedían, a guisa de avanzadas, estableció el sitio de Cádiz.

Los muros de la inmortal ciudad volvieron a conmoverse con el estampido de los cañones franceses; pero entre el sitio de 1810 y el de 1823, hubo tanta diferencia como la que existe desde el drama a la comedia.

Ni Angulema era Soult, ni aquellos liberales, fugitivos, desilusionados, y que se batían por «el qué dirán» y por dar a su bandera cierta gloria antes de plegarla, podían compararse con los gaditanos de 1810 que, después de asistir a las sesiones de las célebres Cortes, empuñaban el fusil con la mente llena de sublimes pensamientos e iban a morir en las trincheras.

En el último sitio de Cádiz se luchaba sin ánimo de triunfar y únicamente por cumplir con el deber. Todos los personajes que estaban encerrados en Cádiz, sabían cuál iba a ser su suerte y la aguardaban pacientemente. Argüelles pensaba en la próxima emigración; el canónigo Villanueva se entretenía escribiendo sonetos y letrillas contra Angulema y los absolutistas; el marino Valdés se convencía de que era inútil pensar en revivir la célebre defensa por él organizada en 1810, y entretanto, Fernando distraía sus ocios remontando cometas de varias formas y colores en el tejado de la Aduana, sistema de telegrafía óptica que enteraba a los sitiadores de cuanto en la plaza ocurría.

La toma del Trocadero fue la única operación que honró militarme a los invasores; pero aquel simple acto de guerra, que resultaba una bagatela para las legiones de Napoleón, fue pregonado por la Fama del realismo como una hazaña al lado de la cual las proezas de Aníbal y de Alejandro quedaban oscurecidas.

La restauración borbónica, tan mezquina en Francia como en España, necesitaba aumentar la importancia de los hechos para adquirir ese prestigio que tan necesario es a los tiranos.

Por desgracia para la causa realista, la gloria le volvió la espalda, y para que el mundo no se apercibiera de tal desdén, se veía obligada a falsificar los hechos. Ni más ni menos que esos amantes desdeñados en cuya boca los más insignificantes favores de la mujer ansiada se convierten en comprometedoras y decisivas concesiones.

XI. Cómo termina un calavera

Entre el tropel de esbirros de la tiranía, que como un cinturón de hierro y bocas de fuego rodeaba los muros de Cádiz, figuraba el conde de Baselga, realista decidido y hombre de gran porvenir, del cual se ocupaban periódicos tales como La Atalaya de la Alancha, El Regenerador y otros papeluchos redactados por furibundos frailes, citando al capitán de la Guardia como un modelo de fieles defensores del despotismo.

¡Quién podía saber con certeza el número de barbaridades que el ilustre Baselga había cometido desde Agosto de 1822 hasta aquel momento, defendiendo en los montes con más aire de bandido que militar la causa de Rey y de la Religión!

Al frente de las guerrillas compuestas de fanáticos y de gente perdida había pasado más de un año en los montes de Aragón, operando unas veces con entera independencia y otras a los órdenes de Bessieres, el aventurero francés que en 1822 era sentenciado a muerte por conspirador republicano y en 1823 se distinguía mandando a los feroces feotas, nombre que los liberales daban a los defensores del absolutismo por llamarse con énfasis soldados de la Fe.

Con gran disgusto de Baselga, las necesidades de la guerra le habían llevado de Aragón a Valencia, y de este último punto tuvo que salir para Andalucía, no pudiendo dirigirse a Madrid, donde ya funcionaba con el carácter de gobierno la reaccionaria regencia formada en Urgel.

El conde ansiaba ardientemente ver a Pepita, cuyo recuerdo no se apartaba de su memoria, y ya que le era imposible cumplir su deseo, consolábase escribiéndole largas cartas siempre que le era posible, y en las cuales, con toda la corrección de que era susceptible su rudeza y pasando por alto los homicidios ortográficos, describía una vez más la constante grandeza de su pasión.

Cuando a principios de Julio llegó aquel paladín del absolutismo a las inmediaciones de Cádiz con sus feroces hordas, más para entorpecer que para ayudar las operaciones de bloqueo que ejecutaban los franceses, el administrador de Correos de Puerto de Santa María le entregó una carta, cuya procedencia adivinó antes de abrirla.

El corazón le latió agitadamente, pues en las letras desiguales y arrebatadas de la cubierta, le pareció ver la nerviosa mano de Pepita manejando la pluma con loca precipitación.

Era la primera carta que recibía de la mujer querida desde que se separó de ella.

Al principio, Baselga sólo se fijó en las palabras cariñosas y apasionadas, en las promesas de eterno amor, en aquellos requiebros melosos y aniñados propios de la imaginación de una criolla; pero después sus ojos, que saltaban apresuradamente de renglón en renglón con el ansia de leer de un golpe toda la carta, paráronse sorprendidos en unas palabras misteriosas, cuyo significado no lograba comprender.

Pepita hablaba de circunstancias que hacían visible su deshonra, de sucesos acaecidos después de su partida que echaban un borrón sobre su buen nombre; aludía con cierto misterio al último mes de Abril, y terminaba anunciando que el buen padre Claudio enviaba al campamento sitiador de Cádiz un hombre de confianza para que tratase con él de un asunto grave. «De tu resolución —decía Pepita—, del acuerdo que tú tomes, depende que yo viva o muera. La pérdida definitiva de mi honor acabará mi existencia».

Baselga leyó una y otra vez la carta, deletreó todas sus palabras, y al fin se quedó tan ignorante y confuso como al principio.

¿Qué peligros para el honor de Pepita serían aquellos? El fogoso militar, pensando que la mujer amada pudiera encontrarse en apurada situación, soñaba ya en villanos enemigos y acariciaba la espada en su cinto, y en el cerebro la descabellada idea de partir inmediatamente con dirección a Madrid, para emprenderla a estocadas contra todos cuantos turbasen la tranquilidad de la hermosa baronesa.

El ver incluido en la carta el nombre del padre Claudio, excitaba aun más la curiosidad del condesito, pues éste reconocía que el afable sacerdote no se iba a mezclar en asuntos de poca monta ni a tomarse por éstos la molestia de enviar emisarios a Cádiz.

Dos días pasó Baselga dominado por una constante preocupación y a tal punto llegó ésta, que por las noches los oficiales franceses y algunos guerrilleros que habían organizado una timba en el campamento, en la cual tallaba el conde por derecho propio, le ganaron cuanto dinero puso en la banca, sin que el antiguo fullero se le ocurriera sacar a plaza sus indiscutibles habilidades.

En la tercera noche, Baselga, que arruinado ya, había pasado de banquero a la simple calidad de mirón, fue avisado por su asistente de que fuera de la tienda le esperaba un caballero que decía acababa de llegar de Madrid.

Júzguese con qué rapidez acudiría el joven al llamamiento y cuál sería su sorpresa al conocer que el enviado del padre Claudio no era otro que el señor Antonio, el vejete realista que completaba su antiguo traje con un gran sombrero de los que se llevaban a principios de siglo, llamados de medio queso.

El conde experimentó la mayor alegría al ver al eterno acompañante de su amada. Hasta le pareció que en él había algo que evocaba la seductora imagen de Pepita y que su mugrienta casaca exhalaba el mismo perfume de su hechicero cuerpo. Quien haya estado enamorado comprenderá inmediatamente tan extraña aberración.

No fueron pocas las preguntas que apresuradamente disparó Baselga sobre el vejete, pero éste con gran calma le agarró suavemente por uno de sus brazos y le fue alejando de la tienda.

—Si le parece a usted, señor conde —dijo el señor Antonio—, pasearemos por sitio donde no nos puedan oír, pues tengo que comunicarle cosas graves.

Dirigiéronse los dos hombres a los límites del campamento y comenzaron a pasear a lo largo de una de las trincheras, cuidando de no acercarse demasiado a un centinela que contemplaba curiosamente las idas y venidas de aquella pareja cuyas sombras dilataba fantásticamente la luna sobre el suelo.

—Comenzaré por indicarle —dijo el viejo—, que yo no vengo enviado aquí por mi señora sino por el reverendo padre Claudio.

—Lo sabía desde anteayer.

—¿Le ha escrito a usted mi señora? —preguntó con sorpresa el vejete—. Lo ignoraba; pero ya nos lo recelábamos el bueno del padre y yo. La pobre baronesa… ¡le quiere a usted tanto!

Y el señor Antonio quedóse cabizbajo al decir estas palabras como si lamentara en el fondo de su pecho que su ama se hubiese enamorado de semejante perillán.

—Yo —continuó el viejo con acento triste—, conozco a la señora baronesa casi desde que nació, y aunque cometa una censurable irreverencia, digo que la amo como si fuese hija mía. Juzgue usted cuál será mi dolor hoy que la veo deshonrada.

—¡Deshonrada…! ¿Por quién?

—Usted lo sabe mejor que nadie. La señora, corazón sencillo e ingenuo, se dejó engañar por un hombre audaz que cayó moribundo a la puerta de su casa y el premio de su cristiana caridad ha sido la deshonra.

—¡Señor Antonio! Mida sus palabras que ya sabe usted quién soy yo y qué genio gasto. La señora baronesa me ama tanto como yo a ella, pero esto no autoriza a nadie para que hable de deshonra ni ponga mi honor en duda.

—Es ya inútil todo fingimiento. Lo sé todo, y así como yo, cuantos entran en nuestra casa de Madrid. La pasión carnal que usted encendió en el pecho de la señora la hizo caer; y hoy el fruto del pecado atestigua su deshonra.

—¡Fruto de deshonra! —exclamó el joven con tanta extrañeza como miedo—. ¿Qué quiere usted decir, señor Antonio? ¡Por Dios! expliquese usted.

—La señora baronesa ha tenido una niña hace tres meses. Usted es su padre.

Ante esta lacónica respuesta Baselga no supo lo que le pasaba. De un golpe penetró en el misterio que envolvían las palabras de la carta de Pepita y quedó asombrado, pues todo lo esperaba menos aquella noticia.

—¡Ya ve usted —continuó el viejo—, cuan dolorosa es la situación de mi señora! ¡Una dama modelo de virtudes y de recato, una señora considerada hasta por el mismo rey a causa de su profundo talento, caer de repente de tan envidiable altura para ponerse al nivel de una mujer perdida! Señor conde; la infeliz nada dice contra usted, le ama tanto que no se queja; pero si usted es cristiano, si en su corazón ya que no el amor, la compasión ocupa algún vacío, ya sabe usted cuál es el deber que tiene que cumplir. Usted es caballero y a su consideración de honrado dejo el asunto.

Baselga estaba demasiado impresionado por la noticia para fijarse en tales palabras que llegaban a sus oídos como un murmullo sin sentido.

Aquella solución de sus amores le tenía anonadado. Por una extraña malogía, pensando en la deshonra de Pepita surgió en su memoria el recuerdo de la última noche que pasó en su casa, de la confesión con el padre Claudio y del terrible juramento que éste había hecho prestar ante la imagen del Crucificado.

La idea de faltar a lo jurado cruzó rápidamente como soplo diabólico por su cerebro, pero inmediatamente la sola posibilidad del perjurio produjo un escalofrío al caudillo de la Fe.

El señor Antonio contemplaba con atención al joven y comprendiendo las impresiones que le agitaban, continuó:

—Yo vengo aquí enviado por el respetable padre Claudio con el solo objeto de recordarle un juramento sagrado que usted hizo en cierta noche y saber si está dispuesto a cumplirlo. Nada sabe la baronesa de este paso que damos, pero el respetable sacerdote como su director espiritual y yo como su más antiguo servidor y amigo de su padre, tenemos el deber de explorar el ánimo del que es causa de su deshonra para obrar en consecuencia, manifestando antes a usted que si no está dispuesto a cumplir sus promesas jamás volverá a ver a mi señora, pues ésta se encerrará en un convento a llorar sus culpas.

No queremos tanto el padre Claudio como yo, que continúen esas relaciones escandalosas e inmorales que arrojan negra mancha sobre el blasón de una casa digna de toda clase de respetos.

La terrible amenaza de no ver más a Pepita fue lo que más impresión causó en el ánimo de Baselga.

Hay que confesar que éste, durante su año de campaña, no se había olvidado de Pepita, sin dejar por esto de hacer de las suyas en cuantos pueblos entraba y veía la hermosura femenil con digna representación; pero a pesar de tales recuerdos hacía tiempo que del cerebro del militar se había borrado la idea de casarse. De sus amores guardaba constantemente el recuerdo de la hermosura de Pepita y el grato sabor de los placeres, pero la confesión y el juramento con el padre Claudio, se había perdido en su memoria, hasta aquel momento en que surgían con nueva e imponente fuerza.

El conde tenía que decidir entre su libertad de célibe y su amor, y estaba demasiado impresionado para no inclinarse por este extremo.

—Señor Antonio —dijo después de reflexionar largo rato—. Los caballeros nunca dudan en reparar el mal que hayan hecho y más si el amor va unido a sus generosos sentimientos. Diga usted al padre Claudio que tan pronto como nos apoderemos de Cádiz y yo presente mis respetos al rey, iré a Madrid para casarme inmediatamente con la baronesa.

El viejo al escuchar estas palabras hizo las más grandes demostraciones de alegría y exclamó enternecido:

—¡Oh! ¡Gracias señor conde! No esperaba yo menos de usted. Le pido con toda mi alma que me perdone las palabras que hace poco le dirigí. Reconozco que estuve sobradamente fuerte y que me deje arrastrar por una ira injustificada; pero… la baronesa es el ser en quien he depositado todo mi cariño de anciano, y cuanto a ella atañe produce en mí más impresión que mis propios negocios.

Una vez convenida entre los dos hombres la resolución del grave asunto, Balselga sintió gran curiosidad por conocer detalladamente la existencia de su amada durante el largo año de separación, y el señor Antonio se vio bastante apurado para contestar por completo el diluvio de preguntas que Baselga dejó caer sobre su persona.

La baronesa había procurado ocultar su estado durante el tiempo que le fue posible, y las frecuentes dolencias que experimentaba su organismo atribuíalas al disgusto que le causaba la escasez de noticias de su Fernando y el no saber tampoco a dónde dirigirle una carta. Pero por fin llegó un día en que le fue imposible ocultar por más tiempo su estado disimulándolo Con dolorosos artificios y confesó entre lágrimas y rubores su triste deshonra, ante el padre Claudio y el administrador, que eran las únicas personas de su confianza.

El parto se había verificado en el mes de Abril, y la niña, que en honor al padre había sido bautizada con el nombre de Fernanda, gozaba de buena salud.

Baselga escuchaba con embeleso la relación del vejete.

En sus sentimientos, después de pasada la primera impresión y los efectos de la lucha entre el amor y la libertad celibataria, causaba honda sensación la idea de ser padre.

¡A quién no produce alegría la paternidad!

El condesito sentíase orgulloso de haber dado al mundo un nuevo ser, y lleno de satisfacción pensaba que aquella obra era suya y muy suya.

Para apoyar tal certeza buscaba en los rincones de su memoria el recuerdo de la época en que Pepita cayó en sus brazos, y con ayuda de los dedos iba contando los meses desde Julio a Abril, y al encontrar que eran nueve justos, se convencía de que su paternidad era cierta.

Aquella última aventura de su vida de calavera, le causaba un placer nunca experimentado, a pesar de su desenlace de comedia vulgar que nada tenía de novelesco y original.

En cuanto al silencio que Pepita había guardado desde Abril hasta el presente mes de Julio, el señor Antonio se encargaba de justificarlo explicando la carencia de noticias acerca del paradero del conde.

Éste no encontraba ni un solo motivo capaz de turbar su felicidad y estaba dispuesto a cumplir su juramento. Tan pronto como terminasen sus compromisos de guerrillero realista, iría en busca de su hija y se casaba, sí señor, se casaba con una viuda, pero joven y hermosa, aunque esta resolución arrancara una carcajada burlona a todos sus antiguos compañeros de libertinaje.

Parte Segunda. El padre Claudio

I. Los negocios de la Orden

Fue bastante cruel en la capital de España el invierno de 1825. Los temporales sucedíanse con alarmante frecuencia; cuando no llovía, nevaba y un viento frío y huracanado limpiaba las calles de transeúntes, encargándose al mismo tiempo de llenar los cementerios esparciendo pulmonías a granel.

Parecía que la naturaleza deseaba imitar con sus furores los actos de la triunfante reacción.

A las cuatro de la tarde de uno de aquellos días, o sea cuando las sombras nocturnas comenzaban ya a invadir las calles cubiertas por espesa capa de nieve, un hombre con sotana, de pie tras los vidrios de un balcón perteneciente a una casa vieja con honores de palacio, contemplaba un grupo de voluntarios realistas que parados en el centro de la calle entonaban la Pitita bonita con el piopom… canción insustancial y ridicula que había venido a sustituir al marcial himno de Riego y que era el canto de guerra de los defensores del absolutismo.

Aquellos bravos voluntarios de la reacción no hacían mucho caso del frío, sin duda a causa de la gran cantidad de vino que calentaba su estómago y con sus ademanes grotescos, sus discusiones incoherentes, su canto monótono y sus movimientos inseguros, parecían causar gran placer al cura, que sonriente les atisbaba tras el balcón.

Era joven el curioso ensotanado, y sin embargo al primer golpe de vista tenía el aspecto de un hombre que ha llegado a la decrepitud. Su cabeza enorme que aun parecía más grande sosteniéndose al extremo de un cuello flaco y prolongado, tenía grandes manchas de calvicie, pues sólo a trechos ostentaba manojos de cabello, áspero e hirsuto, iguales a punzantes brochas de rojo esparto; su rostro estaba surcado de arrugas que por lo inmóviles y petrificadas semejaban las huellas que las continuas lluvias dejan en las cariátides de una fachada, y sus ojillos verdosos, hundidos y chispeantes, así como su boca de delgados labios, tenían una expresión que causaba miedo por lo mismo que era eternamente sonriente.

Adivinábase en aquel cuerpo flacucho, largo y un tanto encorvado, un cúmulo de malos instintos y una gran propensión a encontrar el placer en la contemplación del dolor.

Se veía en él inmediatamente el ser nacido para el mal, que de niño se divierte en atormentar a cuantos le rodean, que de hombre prepara con la fruición de un artista el ataque contra sus semejantes y que al llegar a la vejez muere poseído de desesperación por no haber tenido mano suficiente para estrujar el mundo entre los dedos.

Era uno de esos ambiciosos insaciables que sienten la nostalgia de la gloria. Pero su gloria es el triste y fatídico prestigio de los grandes criminales.

Ante la imagen de Nerón, era capaz de sentir el mismo desconsuelo que César delante de la estatua de Alejandro cuando se lamentaba de ser desconocido a la misma edad que el caudillo macedónico era ya célebre.

Gozaba con la degradación humana: le gustaba en extremo que el hombre apareciera al nivel del irracional y de aquí se sintiera idénticas impresiones que un filarmónico en un concierto, contemplando a los realistas ebrios que en medio de la calle gesticulaban grotescamente como monos.

Era malvado, y por eso aspiraba a la destrucción de todo cuanto de grande y noble había en el mundo; pero era cobarde y por esto había ingresado en la Compañía de Jesús.

Formando parte de la inmensa y misteriosa falange creada para combatir al progreso y a la dignidad humana, podía hacer uso de todas sus infames cualidades sin miedo al castigo. La solidaridad jesuítica le ponía a salvo y si le atacaban, miles de sotanas negras saldrían inmediatamente en su defensa. Además en ninguna otra parte como en el mundo creado por Loyola, podían apreciar sus brillantes facultades de bandido.

Detrás del jesuita, que seguía derecho tras las vidrieras, existía un espacioso salón que apenas si lograban alumbrar la mezquina claridad del crepúsculo que penetraba por el balcón y la luz da una gran lámpara con pantalla verde que estaba en lo más hondo de la habitación, colocada sobre una gran mesa de caoba groseramente tallada y de patas macizas, igual a las que aún hoy se ven en el atrio de las iglesias sirviendo de despacho a las juntas de cofradías.

A lo largo de las paredes y alzándose hasta tocar el techo, estaban puestos en fila grandes armarios repletos de libros encuadernados en pergamino y de ventrudas carpetas, todo clasificado y rotulado escrupulosamente a juzgar por las pequeñas tarjetas pendientes de libros y legajos con números y letras que formaban jeroglíficos enrevesados solamente comprensibles para su autor.

Tal era la abundancia de escritos en aquella estancia que parecía que por ella había pasado una inundación de papeles dejando su rastro en todas partes.

En el suelo y sobre las sillas veíanse montones de pliegos y cuadernos cubiertos de renglones apretados y alrededor de la mesa la avalancha de papeles aún era mayor, pues se erguían formando gruesas columnas que amenazaban desplomarse sobre la escribanía cubierta de capas de seca tinta y rematada por un busto de San Ignacio.

El lienzo de pared que se extendía detrás de la mesa era el único desnudo de armarios y legajos, pero estaba ocupado por un gran mapa de España hecho a mano y una gran parte del cual quedaba envuelto en la sombra.

El jesuita siempre de espaldas a la habitación con las manos metidas en los bolsillos de la sotana y chupando el residuo de un cigarrillo de papel, seguía contemplando la calle sin que lograran hacerle volver la cabeza las diabluras de un gatazo blanco, gordo y lustroso como un canónigo, que saltaba sobre un ancho brasero cuando no se entretenía en arañar estridentemente los hilos de la alambrera.

De pronto un hermoso coche que por su forma moderna y elegante parecía impropio de aquel tiempo en que todavía imperaba la pesada y antigua carroza, penetró en la calle con ligereza ahogándose el ruido de sus ruedas en la espesa alfombra de nieve.

El jesuita lo reconoció inmediatamente.

—¡Su reverencia que llega! —murmuró, e inmediatamente se retiró del balcón para ir a ocupar su asiento junto a la mesa, no sin antes dar una patada al gato por puro gusto de hacer daño.

Púsose inmediatamente a escribir en un papel colocado en el centro de la gran cartera de badana y así estuvo mucho tiempo sin levantar la cabeza, hasta que por fin oyó rumor de pasos cerca de la puerta.

Entonces levantó el rostro fingiendo admirablemente una expresión de sorpresa.

Quien entró fue el padre Claudio. Arrojó su sombrero y manteo sobre una silla, dirigió como saludo al escribiente una sonrisa protectora propia de un superior distinguido pero amable, y fue a sentarse al lado del brasero con aire mujeril, subiéndose un poco la sotana y mostrando sus ajustados zapatos con hebillas de oro y sus medias de seda negra que comprimían las pantorrillas de líneas correctas y artísticas como las de una dama.

Después de remover las brasas y de acariciar al gato que fue a frotarse cariñosamente contra sus piernas, fijó su vista en el otro jesuita que desde la llegada de su reverencia se había quedado inmóvil y con la cabeza baja como si esperara para seguir trabajando la orden de su superior.

—¿Has trabajado mucho?

—Así, así, reverendo padre. Mi voluntad es más grande que mis fuerzas. ¿Despachaste ya el correo?

—En ello estoy, reverendo padre. Tengo ya escritas las contestaciones a las cartas recibidas ayer. No son tantas como en otros días.

—¿Llegó ya el correo de hoy?

—El hermano portero del Seminario lo trajo hace una hora. He examinado todas las cartas y aguardo vuestras órdenes para contestar.

—Bien; procedamos con orden. Primero las contestaciones a las cartas de ayer.

—Aquí están escritas y sólo esperan vuestra firma. Las copias están puestas ya en cifra en el libro de memorias.

—¿Qué le dices al superior de nuestra casa en Zaragoza?

—Lo que vuestra reverencia me indicó. Que es imposible enviarle un ochavo y que él es quien debe procurarse lo necesario para que la Orden sea rica y poderosa en Aragón y enviar además aquí cuanto pueda.

—Esa es la verdad. Los jesuitas cuando se establecen en un punto, es para sacar de los buenos devotos los medios para proseguir su campaña en bien de Dios y de la Religión y no para gastar en provecho del pueblo el dinero que la Orden atesora después con tan grandes esfuerzos. Nosotros solo somos esponjas que chupamos el zumo del país en que nos establecemos para exprimirlo después sobre nuestra caja de Roma. ¡Medrada estaría nuestra Orden si en vez de atesorar derramara su dinero en los países donde está establecida! El que piensa lo contario no es buen hijo de nuestro santo padre Ignacio.

—Lo mismo creo yo, reverendo padre —apuntó servilmente el amanuense.

—Creo, hermano Antonio, que habrás escrito en tono fuerte al superior de Aragón.

—Así es, reverendo padre.

—Muy bien. Ya pensaremos en reemplazar a ese padre por otro que sea más activo e inteligente y que no nos venga pidiendo auxilios a pretexto de los grandes daños que en nuestras antiguas posesiones causaron los revolucionarios durante su gobierno, y de la pobreza de los devotos para contribuir a su reparación. Adelante, a ¿quién más has escrito?

—Conforme a la lista que vuestra reverencia me entregó y a sus indicaciones, he contestado al alcalde corregidor de Murcia.

—Es un caballero honrado, ferviente, defensor de Dios y del rey y digno de nuestra estimación, por el afecto que siempre ha demostrado a la Orden. ¿No nos felicitaba porque el señor don Fernando había decretado nuestro restablecimiento, poniendo las cosas de la Orden, tal como se encontraban antes de la maldita revolución del 20?

—Sí, reverencia. Yo le he contestado, dándole gracias por el afecto que demuestra y rogándole cuide de favorecer y dar protección en todas ocasiones a los padres que hemos enviado a dicha provincia.

—Está bien. ¿Cuáles son las otras contestaciones?

—A James Clark, en Gibraltar, excitándole a que vigile cada vez más a los emigrados liberales y que vea el modo de impulsarlos a que intenten un desembarco en las costas de España.

—Sí; eso sería de muy buen efecto. El rey fusilaría unos cuantos de esos miserables que tanto daño nos han hecho, y los que aún piensan ocultamente en el restablecimiento de la libertad, acabarían de desengañarse y se arrojarían en nuestros brazos.

—Clark, pide dinero para seguir sus trabajos.

—Di mañana al padre Echarri que le remita diez onzas.

—Al librero Suárez, de Barcelona, le he dicho que puede enviar los dos mil ejemplares de Triunfos recíprocos de Dios y de Fernando VII.

—Es una buena obra, escrita por un fraile, que aunque no de nuestra Orden nos es muy adicto. Conviene hacerle circular, pues de este modo el pueblo odiará cada vez más a los liberales y estará por completo sumiso a la paternal autoridad de Fernando y a nuestra santa dirección. Avisa al padre Echarri para que envíe el importe de los libros y los reparta en las escuelas y entre los voluntarios realistas que sepan leer… Afortunadamente, éstos no son muchos.

—Al superior de Jaén le he excitado para que no deje de la mano el negocio de la condesa de la Fuente y que procure que el testamento se haga cuanto antes.

—Muy bien. Esa buena condesa es vieja y achacosa; su fortuna asciende a cuatro millones y justo es que nosotros seamos sus herederos, ya que durante muchos años hemos estado encargados de la administración de su casa.

—A D. José López, el secretario del obispo de Oviedo, le he escrito recomendándole que vigile bien al deán. Al deán le he encargado que no pierda de vista a D. José López.

—Muy bien. ¿Y qué más?

—A D. Nazario Erzilla, canónigo de la catedral de Oviedo, le he dicho que siga observando atentamente al deán y al secretario del obispo.

—Perfectamente. Con tres agentes distintos no es posible el engaño ni los informes falsos.

—He incitado a nuestro comisionado en Sevilla a que siga en los cafés y tabernas hablando pestes del gobierno y haciendo la apología de Riego y la Constitución.

—Eso es lo que conviene, y harás bien en escribir mañana mismo de un modo idéntico a todos nuestros agentes asalariados en las principales capitales. Conviene que, hablando como furibundos revolucionarios, echen el anzuelo, pues tal vez algunos de los que aún son admiradores de la muerta Constitución, en el calor del entusiasmo se delaten sin conocerlo. Es útil en la actual situación dar trabajo a las comisiones militares permanentes que no saben ya a quién enviar a la horca.

—Al marqués del Pino, de Córdoba, le he contestado diciendo que vuestra reverencia no olvida su pretensión y que interpondrá en Roma su influencia para que Su Santidad le conceda los honores de camarero secreto de capa y espada.

—Has hecho bien. Nada me cuesta halagar con tales nimiedades la frivolidad de ciertos seres. Además, el marqués es gran amigo nuestro y hace poco decidió a una prima suya a que hiciese testamento en nuestro favor.

—Al Patilludo le he escrito al cortijo de Sierra Morena, que ya conoce vuestra reverencia, amenazándole con nuestro desagrado si no es más puntual en enviar la mitad del producto de sus operaciones. Diez coches de posta han sido robados en el pasado mes; en ellos iba gente rica, la mayor parte indianos que habían desembarcado en Cádiz, y sin embargo, ha tenido la desvergüenza de enviarnos solamente cien peluconas.

—¿Le has escrito en tono fuerte?

—No he ido corto en amenazas.

—Así debe hacerse. Ese canalla debe saber que nuestra protección no se vende barata y que, si no envía más dinero, cualquier día haremos que el Superintendente de Policía del reino le envíe a sus guaridas de Sierra Morena una partida de caballería, y entonces no le valdrá el haberse batido contra los liberales a las órdenes del conde de Baselga… ¿Qué más hay?

—He escrito al comandante de los realistas de Haro manifestándole nuestra satisfacción por el acierto con que sabe castigar a los emigrados liberales paseando por las calles a sus esposas emplumadas, montadas en un borrico y con un cencerro al cuello, entre la rechifla y las pedradas de los buenos cristianos: igualmente doy las gracias, en nombre de Dios, al prior de los capuchinos de Castellón por el acierto con que ha sabido conquistar el alma de la esposa de un ex diputado que está en Londres, haciendo que olvide a este maldito, que deje de escribirle y que entre en una casa de religiosas, y he dicho a Antonio Ullastres, zapatero de Barcelona, que ha hecho muy bien en dar informes desfavorables en el expediente de depuración del general Castaños, pues aunque éste en el año 17 fusiló por orden del rey a un general hereje como Lacy, después no se ha mostrado muy obediente a la causa del altar y el trono y transigió, aunque encubiertamente, con el gobierno de la revolución.

—¿No hay nada más?

—Nada, reverencia. Aquí tengo apartadas todas las contestaciones que sólo esperan vuestra firma o vuestro nombre de guerra. No son tantas como en otros días.

—Ya habrás hecho en el resumen diario de trabajos el extracto de la correspondencia.

—Sí, reverendo padre. He procurado corregirme de los defectos que en mí habéis notado y el resumen va tan conciso como claro, sin confusiones ni ambigüedades.

—Haces bien, pues en tal trabajo consiste tu porvenir. Dicho resumen va dirigido a nuestro general en Roma y queda sepultado en nuestros archivos, donde existen las biografías secretas y retratos morales de cuantas personas de alguna significación existen en el mundo. Es un arma invencible que ningún rey ni potestad de la tierra posee, y juzga tú si con su ayuda podemos tener por segura nuestra victoria sobre el universo. Conviene, pues, que el diario informe vaya redactado con claridad y exactitud notables, tanto más cuanto que la mayor parte de las personas que nos escriben envían también a Roma copia de sus documentos y allí unos y otros sufren el consiguiente cotejo. Si logras hacerte notar por tu veracidad y exactitud, tu suerte está ya hecha; pero si en los informes faltas a la verdad, ya sabes cual será tu castigo. Nunca podrás figurar como un verdadero hijo de Loyola ni pronunciarás el juramento en cadáver viviente me convierto.

El hermano Antonio pareció conmoverse un tanto por esta amenaza, y como si quisiera cambiar la conversación, cogió de un extremo de la mesa algunas cartas abiertas.

—Estas son, reverendo padre, las cartas llegadas esta tarde. ¿Quiere su reverencia que le indique el contenido?

—Habla y después me dirás los informes de nuestros agentes en Madrid.

—Esta carta es del superior del colegio de Vitoria. En la ciudad se habla mucho contra un hermano coadjutor que, según dicen, intentó forzar a la hija de un militar desterrado y pendiente de depuración. La familia dice pestes contra el coadjutor y nuestra Orden, y el superior pregunta qué es lo que debe hacerse… ¿Qué contestamos?

Reflexionó un breve espacio el padre Claudio y después dijo a su secretario, que se preparaba a tomar notas de las respuestas:

—Ese escándalo es demasiado importante para dejarlo sin remedio. El prestigio de nuestra Orden exige una inmediata reparación. Al hermano coadjutor que lo envíen al colegio de Sevilla, y allí que esté durante quince días arrodillado a la hora de comer frente a todos sus compañeros, con un cartel al cuello que diga Lascivo. En cuanto a la familia de la muchacha, recomienda a la Comisión Militar permanente de Vitoria, que la vigile de cerca, y a la primera ocasión oportuna, envíe el padre a presidio o lo ahorque si le parece mejor. Así aprenderán esos impíos a no llevar en lenguas a la Compañía de Jesús.

—El agente de Salamanca, escribe que a nuestro amigo, el boticario don Leandro, lo han metido en la cárcel como autor de la muerte de tres domésticas que en diversas épocas han desaparecido de su casa. El boticario solicita la protección de la Orden y jura que es inocente.

—Nada tendría de particular que fuese verdadero el asesinato de esas muchachas. El tal don Leandro es un tuno redomado, pero hay que confesar que nadie le va a la mano en la confección de venenos. ¡Con qué lentitud y disimulo matan! ¿No es verdad, hermano Antonio?

Y el hermoso jesuíta al decir estas palabras, sonreía tan malignamente, que su rostro tenía la misma expresión de esos diablos berroqueños que horripilantes y sarcásticos surgieron en los frisos de las catedrales bajo el cincel de los escultores de la Edad Media. El amanuense le imitó con una de sus más fúnebres sonrisas, y así permanecieron largo rato, como recreándose en el recuerdo de hechos pasados.

—Favoreceremos a don Leandro —dijo al fin el padre Claudio—, pues no es racional que nos privemos de tan hábil y sumiso proveedor. Mañana recuérdame, cuando vaya a Palacio, que debo hablar con D. Tadeo Calomarde, para que como ministro de Gracia y Justicia, mande al corregidor de Salamanca que ponga en libertad al boticario.

—La casa Gómez de Cádiz, anuncia que ha vendido a buen precio la partida de café que nos enviaron de Puerto Rico.

—Envía la carta al padre Echarri, nuestro administrador.

—El agente de Jabea, dice que el alijo de tabaco se ha llevado a cabo sin otra novedad que la de tender de un trabucazo a un guardia de la costa. La ganancia de esta operación pasará en su concepto de seiscientas onzas.

—Avisa también al padre Echarri, que siempre experimenta un santo gozo cuando ve aumentar el tesoro de la Orden.

—El superior del colegio de Granada, se queja de la propaganda que unos frailes dominicos hacen en aquella ciudad contra nuestra Orden. La semana pasada predicaron un sermón en el que pintaban a los jesuítas como intrigantes, sin conciencia, más amigos de los negocios que de la religión, y deseosos de avasallar al mundo.

El padre Claudio al oír esto perdió la calma. Su sonrisa desapareció y un relámpago de ira pasó por sus ojos.

—Esos frailuchos —dijo con voz algo temblorosa por la cólera—, son una canalla soez y grosera que nos hace cruda guerra, y a los que necesitamos amordazar. ¿Por qué nos combaten? ¿No los dejamos tranquilos? Durante largos siglos han estado todos ellos, y especialmente los dominicos, monopolizando un instrumento tan valioso como la Inquisición, y explotando toda Europa. Ya que han tragado bastante, que nos dejen ahora hacer nuestro agosto a los hijos de Loyola, pues lo contrario es ser soberbios, y Dios no quiere, más que servidores humildes y pobres como nosotros.

—Esa es la verdad, reverendo padre —dijo el secretario que no perdía ocasión de adular a su superior—. Vuestra reverencia habla con la elocuencia de un Bossuet.

—Yo sabré poner remedio a la osadía frailuna haciendo que toda Esparta odie a esos seres que uno de los malditos escritores de la Revolución definió graciosamente, diciendo que eran «groseros animales que asomaban la cabeza por una ventana de paño pardo».

Quedóse el jesuíta pensativo como combinando un plan contra aquellos competidores que disputaban a la Orden la explotación del fanatismo, y después dijo al secretario con resolución:

—Antonio, mañana llamarás al gacetista Martínez.

—Reverendo padre, ese sujeto es un borracho del que no puede sacarse partido. Aún no ha hecho las letrillas satíricas que le encargamos contra los absolutistas templados que aconsejan al rey la clemencia con los liberales. Y eso que el padre tesorero se las pagó por adelantado.

—Cállate y no repliques —dijo el superior dirigiendo una altanera mirada al amanuense—. Llamarás a Martínez, y le encargarás que sin perder tiempo escriba un folleto, diciendo que la Compañía de Jesús ha tenido más sabios, oradores y publicistas, que todas las órdenes religiosas juntas, y que los frailes (especialmente los dominicos) son gentecilla borracha, disoluta, avarienta, mujeriega y todo cuanto de malo existe. Martínez es un exclaustrado que abandonó el hábito por su mala conducta, así es, que estará bien enterado de las hazañas de sus antiguos colegas.

—Está bien, reverendo padre. Pero ruego a vuestra reverencia que se acuerde de lo que nos ocurrió hace dos años en tiempos de la revolución, cuando le encargamos aquel folleto en el que a nombre de la libertad se pedía la santa guillotina, el amor libre y la comunión de bienes; todo para desacreditar a los liberales. Cobró el folleto por adelantado, se lo bebió en unas cuantas borracheras y esta es la hora que aún no lo ha escrito.

—En vez de llamarlo a él, avístate con su querida, la Pepa, y dale el importe del escrito. Ella es mujer capaz de acelerar la redacción del libro, dando al autor una paliza diaria hasta que lo acabe. Toma nota del asunto, despáchelo mañana mismo, y a ver si la semana que viene está ya el manuscrito en la imprenta. ¡Lástima que ese perdido tenga una pluma sangrienta de la que tanto necesitamos! Vamos a otro asunto.

—No queda más que esta carta, que es del arzobispo de Valencia.

—¿Qué quiere su ilustrísima?

—Pregunta qué es lo que debe hacerse con Ripoll, el maestro de escuela de Ruzafa.

—Grande hereje es ese maestro, y no parece sino que el diablo hable dentro de su cuerpo. Figúrate, hermano Antonio, que en todos los tonos y con la firmeza del que asegura una verdad indiscutible, afirma que la Santísima Trinidad es una farsa que la misa es un sainete, que todas las religiones son falsas y malas, sin exceptuar la católica; que el hombre no debe creer en otra cosa que en su propia razón y no sé cuántos disparates más, que apoya siempre con testimonios sacados de las endiabladas obras de Voltaire, Rousseau y demás filosofastros que formaron la endiablada Enciclopedia. ¡Bien marcharía la religión y medrados estaríamos nosotros si el pueblo creyera lo mismo que ese maestro hereje!

—El arzobispo se muestra admirado por el valor y la fuerza de voluntad del preso.

—¿Qué es lo que hace?

—Los presos, en la cárcel de Valencia, están subyugados por la humildad y los buenos sentimientos que demuestra el hereje. A sus perseguidores, los hijos de la Fe, les devuelve palabras cariñosas por insultos; con discursos halagadores anima a los presos a que sepan sobrellevar su suerte y a no encenagarse en el vicio, y varias veces se ha despojado de sus ropas en el rigor del invierno para cubrir las desnudeces de empedernidos criminales.

—En muchas ocasiones he visto, con sorpresa, cómo alguno de esos herejes, enemigos del rey y de la Religión, procedían tan santamente. Misterio es éste que me llama mucho la atención, y aún me hace creer que quien tan meritorias obras hace, es el diablo que se alberga en su cuerpo, y que con tales demostraciones quiere atraerse a los incautos y a los asombrados.

—Así será, reverendo padre. Vuestra sabiduría descubre siempre la verdad.

—¿Y pregunta algo su ilustrísima?

—Sí. Consulta a vuestra reverencia de qué modo ha de proceder para castigar a ese impío. Los buenos católicos de Valencia quieren aprovechar tan buena coyuntura para restablecer la Inquisición, quemando vivo al maestro en medio de la plaza del Mercado, y el arzobispo desea saber si puede hacerse tal fiesta en honor de Dios, sin peligro de que se queje el gobierno de su majestad.

—Difícil es eso. Nuestra aliada Francia, a quien debemos la caída de la Constitución, no quiere consentir, a pesar de todo su realismo, que vuelvan los felices tiempos de la Inquisición. Un auto de fe, en una capital tan importante como Valencia, motivaría grandes protestas de las potencias de la Santa Alianza.

—¿Qué es, pues, lo que debo contestar?

—Dile al arzobispo que se contente con ahorcar al impío Ripoll. Lo importante es librar a la sociedad de un monstruo que tan descaradamente blasfema de la religión y atenta contra los derechos de la Iglesia; lo de menos es que muera achicharrado o pendiente de una cuerda. ¿No tiene el arzobispo constituida una especie de Inquisición con el título de Junta de Fe? Pues que esa Junta se convierta en tribunal y que juzgue al maestro condenándolo a muerte. Di a su ilustrísima que no tema las reclamaciones del gobierno y que cuente con nuestra valiosa protección. Si los embajadores se quejan ya sabremos arreglar el asunto. Organizaremos otra conspiración como la de aquel Bessieres (que santa gloria haya) y diremos a las potencias extranjeras que es necesario dejar al pueblo amante del rey y de la religión que desahogue sus instintos contra los liberales y los impíos, pues de lo contrario se corre el peligro de que se subleven a cada momento los voluntarios realistas.

—Reverendo padre, vuestro inmenso talento se manifiesta en todos los asuntos.

Aquella nueva muestra de adulación rastrera, causó grata impresión al padre Claudio que permaneció durante algunos minutos silencioso, como gozándose en sus ideas.

—Además —dijo al amanuense cual si le acometiera súbita inspiración—, los buenos católicos de Valencia pueden cumplir sus deseos. La horca puede compaginarse con la hoguera. Dí al arzobispo de Valencia que ahorque a Ripoll primeramente y después que arroje su cadáver en un tonel pintado de llamas. Será quemado aparentemente, pues el tal tonel vale tanto como la hoguera del Santo Oficio. Por algo se ha dicho que con la intención basta… Pasemos ahora a los informes de nuestros agentes en Madrid.

II. La policía jesuítica

—¿Qué agentes son los que han venido hoy? —preguntó el padre Claudio a su alter ego o más bien a su socius como se dice en el lenguaje usado entre los hijos de Loyola.

—Esta tarde sólo he recibido la visita de tres: el camarero de Palacio, el oficial del ministerio de Gracia y Justicia y el empleado de la embajada de Francia.

—Empieza por el último. ¿Cuáles son sus informes?

El amanuense consultó las abiertas páginas de un grueso cuaderno en el cual anotaba las delaciones de los espías de la Compañía, y después de consultar las últimas notas con una rápida ojeada, contestó:

—El embajador piensa pedir mañana una audiencia al rey para quejarse en nombre de su gobierno del carácter brutal que reviste la restauración absolutista. Hoy a la hora del almuerzo ha dicho a algunos amigos que le acompañaban, que está harto de las barbaridades de los realistas españoles y que Mr. Chateaubriand le ha escrito autorizándole para que manifieste al rey, que Francia se cree ya deshonrada por haber favorecido con su ejército una reacción que pone a España en cultura y humanidad, más abajo que el imperio de Marruecos.

—Eso es una exageración propia de un poeta como el ministro francés —dijo el jesuíta sonriendo con expresión de desprecio.

—El embajador ha dicho, además —continuó el hermano Antonio consultando de vez en cuando las notas—, que aunque su gobierno no le ordenara tal comisión, él la haría por propia voluntad muy gustoso; pues se conduele de la brutalidad de los victoriosos realistas. Además, ha dicho que de todo cuanto sucede es culpable la Compañía de Jesús y que no ha de parar hasta que acabe con el prestigio y la influencia que hoy ejerce la Orden.

—¡Eso ha dicho el botarate francés! —exclamó el padre Claudio sonriendo de un modo que causaba miedo—. Ya voy cansándome de sus continuas fanfarronadas y comprendo que es preciso librarnos de él. A ver Antonio, cómo buscas inmediatamente en el archivo la nota del embajador.

Levantóse el secretario de su asiento y colocándose casi en el centro de la habitación, paseó su mirada rápidamente por los grandes estantes, agobiados bajo el inmenso peso de papeles y libros.

Después con la seguridad del can que ha olfateado el rastro, dirigióse a uno de los estantes, y sin consultar las colgantes etiquetas, sacó una abultada carpeta. ¡Ya estaba seguro aquel ratón de archivo de no equivocarse!

Descargó el pesado paquete sobre la mesa, hojeó los diversos cuadernos que contenía, y separó uno, cuya cubierta tenía este lema: Nota relativa al barón de La Tour-Royal, embajador de Francia.

—Aquí está —dijo el hermano Antonio, enseñando el legalo a su superior.

—Busca la página referente al carácter, y lee.

Pasó el secretario algunas hojas, y encontrando al fin lo que buscaba, comenzó a leer.

—Carácter del anotado. Enérgico, pundonoroso y susceptible. Como en su mocedad se batió en la Vendeé contra la Revolución, guarda ciertas costumbres militares y es incapaz de tolerar ninguna ofensa. Se ha batido muchas veces. Es hombre temible. Cree mucho en el rey y poco en Dios. Antes de la Revolución fue de los nobles que aplaudían las impiedades de Voltaire.

—No dice más, reverendo padre —añadió el lector.

—Dice bastante —contestó el padre Claudio—. Ahora mira en la sección de documentos útiles, tal vez encontrarás en ella dos cartas adheridas que nos serán de gran provecho en esta ocasión.

El hermano Antonio volvió a buscar, y al poco rato tenía en la diestra dos pequeños pliegos.

—Aquí están, reverendo padre.

—Mira la firma, y verás si son de la señora baronesa de La Tour-Royal.

—Efectivamente, reverendo padre. A lo que veo son dos cartas de amor.

—Así es. La esposa del embajador hace más de un año que tiene por amante a un gallardo oficial de la Guardia, y a él van dirigidas las tales cartas. El oficial es antiguo penitente de un padre de la Orden, y éste logró arrancárselas. Mañana las enviarás con persona de confianza y en sobre cerrado, a ese embajador tan lenguaraz, para que se convenza de su deshonra.

El secretario miró a su superior con la expresión de un discípulo ante el maestro. Con ser él un malvado sin escrúpulos ni preocupaciones, reconocíase pequeño ante el padre Claudio.

—Ahora veremos —continuó éste—, si el embajador de Francia sigue haciéndonos daño. Nuestros informes nunca mienten. Ese hombre tiene un carácter belicoso e incapaz de sufrir la más leve mancha en su honor. Se ha batido en varias ocasiones, y ahora se batirá otra vez con ese militar elegante que posee a su mujer. Si le mata el oficial, nos libramos para siempre de tan enojoso enemigo, y si él mata al amante de su esposa, el suceso causará el suficiente escándalo para que el gobierno francés le releve del cargo y lo llame a París. De un modo o de otro nos libramos de ese enemigo de los defensores de Dios.

El secretario había quedado como embelesado por la diabólica astucia del superior, pero éste no podía permanecer inactivo mucho tiempo.

—¿No tienes más noticias de la embajada? Pues a otro asunto. A ver lo que dijo el empleado de Gracia y Justicia.

—No son gran cosa sus revelaciones en comparación con las de otros días.

—¿Qué hace Calomarde?

—Nada entre dos aguas, y quiere estar bien con tirios y troyanos para hacer mejor su santa voluntad.

—Obra mal el bueno de don Tadeo siguiendo esa conducta. Eso de halagar al mismo tiempo a unos y a otros para explotarlos mejor a todos, sólo lo podemos hacer los jesuítas, y el que quiera imitarnos corre peligro de que le declaremos la guerra.

—Calomarde se permite ya tener voluntad propia y olvida que fue vuestra reverencia quien lo elevó al ministerio.

—Es un hijo ingrato. Nos sirve de buena voluntad, pero algunas veces olvida su deber. Habrá que echarle una buena reprimenda.

—Hoy mismo ha dado dos excelentes canonicatos a unos paisanos suyos, dejando para otra vacante que se presente a un recomendado de vuestra reverencia. Además en la confiscación de los bienes de los emigrados liberales se queda la mayor parte de los productos de las ventas y sólo nos envía a nosotros miserables cantidades, y esto a regañadientes. A pesar de portarse mal, se ha hecho tan desvergonzado, que en su despacho ha tenido el atrevimiento de decir que estando bien con el rey, le importa muy poco quedar mal con los jesuítas.

—¿Eso ha dicho? —exclamó con sorpresa el padre Claudio.

—Así lo ha asegurado nuestro agente, que es hombre incapaz de mentir.

—Ya arreglaremos las cuentas al ministro favorito de S. M. Saca del archivo la nota referente a la vida y actos de don Tadeo, y en la sección de documentos útiles encontrarás la carta dirigida al obispo de Sigüenza acusándole recibo de los tres mil duros a cambio de la mitra. Bien es verdad que don Tadeo destinó de dicha cantidad treinta mil reales para nuestra Orden por gastos de comisión; pero esto no consta en la carta, y ademas, el bueno del ministro se guardará mucho de decirlo. ¡Bonita sera la cara que haga S. M. mañana al enseñarle yo el documento en que el ministro favorito se delata tan claramente! Cuando el rey le eche una filípica que le ponga las orejas coloradas, don Tadeo adivinará de dónde procede el golpe, y en adelante será mas cauto y tratará con más respeto a nuestra Orden.

—¿Busco ahora la carta, reverendo padre?

—No; mañana me la darás cuando vaya a Palacio a la hora de misa. ¿Qué más hay en el ministerio?

—Nada que nos interese.

—Pasemos, pues, a las revelaciones del camarero de Palacio. Es buena persona, muy temeroso de Dios y de sus representantes, y estoy por decir que es el mejor de nuestros agentes.

—Soy de la misma opinión.

Y el hermano Antonio, después de halagar otra vez con tales palabras la vanidad de su superior, consultó las notas y comenzó a decir:

—Las noticias de Palacio son como de costumbre abundantes, aunque no de gran importancia. ¿Por dónde le parece a vuestra reverencia que comencemos?

—Di primero todo lo referente al rey.

—S M. se muestra algo preocupado por la actitud de Francia y demás potencias de la Santa Alianza, las cuales no le dejan respirar ni obrar con libertad, pues como de costumbre da una ley contra los liberales, llueven sobre él amenazadoras notas diplomáticas, en las que los soberanos le aseguran que van a dejarlo solo si se obstina en extremar la reacción. Aún se preocupa más de la falta de buenos espadas desde que Pedro Romero se retiró del arte a causa de sus achaques y de la decadencia que viene notándose en el ganado que se presenta en la plaza de Madrid.

El hermano Antonio miró de reojo al padre Claudio, y viendo que se sonreía despreciativamente, creyó muy del caso el imitarle.

—Anoche —continuó el amanuense— habló en su tertulia de la necesidad de remediar prontamente esa decadencia que deshonra a la nación, y apuntó la idea de establecer en Sevilla una escuela de tauromaquia. Calomarde se atrevió a hacerle algunas objeciones, y el rey consintió en dejar la realización de tal proyecto para más adelante.

—¿No hay nada referente a la vida secreta?

—Sí, reverendo padre. El rey muestra ahora gran afición por una manola que vive cerca de la puerta de Toledo y es hija del tío Quitapellejos, honrado dependiente del Matadero. El duque de Álagón le acompaña muchas noches a la casa de esa rústica beldad. Esta nueva conquista es en Palacio desconocida para todos menos para nuestro agente, que ha logrado descubrirla a fuerza de paciencia y astucia.

—Desconocida es tal aventura, pues ni aún yo tenía noticias de ella ¿Y qué hace el rey con la condesa de Baselga?

—La baronesa de Carrillo pasa en la corte todavía, para los que se precian de conocer los regios secretos, como la querida predilecta de S. M.; pero lo cierto es que don Fernando (q. D. g.); parece hastiado de ella, pues sólo acude a sus citas de tarde en tarde, y más por la fuerza de la costumbre que la del amor.

—Mala noticia es ésta —dijo el padre Claudio, poniendo la cara seria—. Pepita, gracias a sus relaciones con el rey, nos presta grandes servicios. Nosotros tenemos gran influencia en el ánimo de S. M.; pero aquello que éste no nos concede, lo alcanza la baronesa cuando tiene a su regio amante ebrio de lujuria entre sus brazos ¿Qué haremos si el rey abandona definitivamente a la hermosa señora de Baselga y va en busca de las manolas del Matadero?

—La noticia es tanto más grave cuanto que nuestro agente asegura que don Fernando está cada vez más enloquecido por la hermosa hija del matarife, y muchos días espera con impaciencia la noche para dirigirse a su casa.

—Lo comprendo; es la pasión senil. El último amor de un viejo, o sea la lujuria más terca y persistente. Será necesario poner en juego toda la linda locura de Pepita, y que invente nuevas gracias para atraerse al rey.

—Será inútil, reverendo padre; pues Pepita, según los informes, está también cansada del soberano y busca distracción a su tedio llamando a su casa, siempre que su marido está de servicio en Palacio, a un guapo mozo que figura como agregado a la embajada inglesa y que se llama el baronet sir Walace.

El padre Claudio, a pesar del imperio que tenía sobre sus sensaciones, mostró algún asombro ante aquella revelación que no esperaba, y murmuró con enfado:

—Ya hace tiempo que creo con razón que con mujeres nada puede hacerse. Esa Pepita es una…

Y el hermoso jesuíta largó una palabra tan castellana y clásica como poco culta. Después dijo con voz más fuerte:

—Hace mucha falta en aquella casa el señor Antonio. Cuando el general de nuestro instituto me envió desde Roma la orden para que el viejo volviera a América, donde podría servir mejor nuestros intereses, presentí que pronto nos sería muy necesaria su presencia. Si él estuviera en casa de la baronesa, ni entraría ese inglés ni Pepita hubiera dejado escapar al veleidoso rey: pero está casi sola, su marido es un imbécil que no ve y oye más que cuanto su mujer quiere, y ya dice el refrán que la cabra apenas se ve suelta siempre tira al monte. Lo vuelvo a repetir, esa Pepita es una perdida digna de que la abandonemos y aun de que digamos a su marido todo cuanto hace, para que éste, que es un barbarote, la estrangule sin misericordia.

Y al decir esto el padre Claudio, brillaba en sus ojos aquella chispa maligna que transfiguraba su rostro de un modo horrible, poniéndolo en armonía con su oculto pensamiento.

—Nada se pierde —añadió el jesuíta cuando pasó el primer ímpetu de su rabia—, en echar un buen sermón a Pepita que la lleve nuevamente a la buena senda. Es una loca tan inclinada a la devoción como a prostituirse, y tal vez tocando sus aficiones religiosas la arrastremos nuevamente a sufrir pacientemente las caricias del rey que en verdad no deben ser muy gratas para una mujer joven y hermosa.

—Difícil lo veo, reverendo padre. La baronesa está tan entusiasmada con el inglés, que según las revelaciones de nuestro agente, en el baile que hubo anteanoche en Palacio, iban los dos ocultándose tras los cortinajes de los balcones, buscando siempre huecos oscuros y solitarios.

—La baronesa es una mujer caprichosa nacida para cometer estupendas locuras, pero con una gran dosis de ambición. Mientras fue en Madrid una desconocida, nos obedeció fielmente, cifrando todo su empeño en agradar al rey; pero desde que conoció al conde Baselga y se casó con él, viéndose al poco tiempo dama de Palacio y uno de los más lindos adornos de la corte, ha dado por satisfecha su ambición y hoy únicamente piensa en satisfacer sus pasiones sin trabas de ninguna especie y a gusto de su variable voluntad. Mañana hablaré con ella y le haré entender que, si por creerse satisfecha no quiere servirnos, nosotros tenemos medios para deshacer lo que ella considera hoy como felicidad arrojándola en la desgracia.

—En estas notas, reverendo padre, hay algo muy interesante respecto al marido de la baronesa o sea el conde Baselga.

—Habla hermano, Antonio.

—Nuestro agente sorprendió el otro día algunas palabras de la conversación que en la antecámara de la reina sostenía la duquesa de León con otra dama de honor.

—¿Qué tiene que ver en el anterior asunto la duquesa de León?

—Vuestra reverencia olvida, sin duda, que la tal duquesa, antes que el de Baselga conociera a doña Pepita, era su querida y hasta se cree que corría con todos los gastos del gallardo militar e incluyendo la confección de sus uniformes.

—Es verdad; no recordaba tal antecedente que de seguro figura en nuestra nota acerca de la duquesa de León. ¿Y cuáles eran las palabras de ésta?

—Aunque nuestro agente no escuchó toda la conversación comprendió inmediatamente que las dos damas trataban del conde de Baselga. La duquesa hablaba de un antiguo amante que ahora se mostraba frío e indiferente por culpa de su esposa que le tenía sujeto con sus embelesos y que, en cambio, le hacía traición no con un amante, ni con dos. Cuando nuestro agente se acercó más, la duquesa hablaba misteriosamente de venganza, de abrir los ojos al mentecato y de terribles pruebas de que podía disponer.

—Eso es muy grave —dijo el padre Claudio—. Pepita puede oír nuestros consejos y volver a atrapar al rey, en cuyo caso sería un tremendo inconveniente el que su marido conociera los deslices de la baronesa, pues el tal Baselga es un gañán algo idiota que no conoce eso que en el mundo llaman honor, pero que por amor propio es capaz de no consentir como amante de su esposa ni aun al mismo rey.

Quedóse reflexionando un buen rato el padre Claudio, y al fin añadió:

—La duquesa de León es un gran peligro. La conozco bien y sé que es una mujer terca capaz de cumplir cuanto diga. Además, esas viejas libidinosas, cuando se enamoran de un hombre, no se retroceden ante ningún obstáculo. Si ella ha hablado de pruebas, es porque las tiene o piensa adquirirlas, pronto… Afortunadamente, la duquesa es penitente mía y podré dentro de pocos días su conciencia desde el confesonario.

Calló el jesuíta por algún tiempo, y al fin añadió con aire de hombre preocupado:

—Sin embargo, no dejan de interesarme esas pruebas de que habla la duquesa. ¿Adivinas tú cuáles pueden ser, hermano Antonio?

—No, reverendo padre. Doña Pepita no es mujer capaz de haber escrito cartas a sir Walace ni al lindo frailecito de la Merced, que es el amante que tuvo antes del inglés y cuyas relaciones tan hábilmente supo estorbar vuestra reverencia. No existiendo cartas, no sé qué pruebas pueda tener la duquesa de León.

—Hay otra prueba más terrible y concluyente que una persona astuta como lo es la duquesa podía aprovechar si nosotros no estuviéramos alerta.

—¿Cuál es, reverendo padre?

—El testimonio de la mujer que asistió a Pepita en su parto, la cual puede citar la fecha cierta en que éste se verificó.

—Reverendo padre: esa mujer ya sabéis que es mi madre. Ella hace cuanto yo quiero y nunca traicionará los intereses de la Compañía.

—En ello confío. Ya sabes que buscamos a tu madre para tan delicada misión confiando en tu palabra, y tampoco debes olvidar que a mí me debes cuanto eres y que así como puedo encumbrarte más alto de lo que te imaginas, puedo arrojarte al suelo y aniquilarte como un insecto si es que haces traición a la Orden.

—Lo sé, padre mío, lo sé perfectamente —dijo el secretario sonriendo con afectada humildad.

Reflexionó el padre Claudio y añadió con tono imperativo:

—Dirás mañana a nuestro agente en Palacio que vigile de cerca a la duquesa de León, procurando penetrar en sus propósitos. Yo buscaré el medio de que me revele su pensamiento, y al mismo tiempo procuraré extinguir en el conde Baselga toda sospecha, si es que esa alegre vieja ha intentado ya excitar sus celos y su instinto receloso. Pasemos a otros asuntos. ¿Qué más se dice en Palacio?

—En el cuarto del Infante don Carlos se conspira y tanto su esposa doña Francisca como el obispo de León, preparan una sublevación en Cataluña, en la que entrarán todos los realistas descontentos de la política que actualmente sigue don Fernando.

—Me voy convenciendo de que estos realistas son gente más levantisca e ingobernable que los mismos liberales… Pero más vale así, pues hay que reconocer que don Carlos, príncipe piadoso amante de Dios y obediente en todas ocasiones al clero y a la Compañía de Jesús, sería más buen rey que don Fernando que, aunque adicto a la religión y sumiso a nuestros consejos, se ve tentado de continuo por el demonio de la carne y deja plantados a lo mejor a los representantes del Altísimo para irse tras la primera falda bien contorneada que encuentra al paso.

—Don Carlos haría la felicidad de España.

—Prohibo, hermano Antonio, que te permitas tener opiniones políticas. Eso es indigno de un hombre que ha prometido dejar a sus superiores que discurran por él. Sin embargo, en esta ocasión te digo que estás en lo cierto. Don Carlos rey, sería para nosotros tan ventajoso como tener un individuo de nuestra Orden en el trono; pero su corona es hoy por hoy problemática y no es caso de que vayamos a exponer lo cierto por lo dudoso. ¿Manda actualmente don Fernando? Pues permanezcamos a su lado y dejemos conspirar a esos furibundos realistas; que si algún día llega su triunfo, tiempo tendremos para ponernos al lado de don Carlos y ser los primeros en recoger mercedes. Hermano Antonio no olvides nunca esta política, que es la que debe seguir todo buen jesuíta.

El secretario acogió la lección con aire de gratitud y creyó del caso dar a su rostro una expresión de asombro, que interpretaba la admiración producida por las palabras de su maestro.

—Las noticias de Palacio han terminado ya, reverendo padre, y a los trabajos del día sólo hay que añadir la plática que he tenido esta tarde con el brigadier Chapetón, presidente de la comisión militar permanente de Madrid.

—¿Ha venido aquí ese bárbaro?

—Sí. Quería visitar a vuestra reverencia y saber de propios labios si estabais satisfecho de su conducta, y me ha dicho con aire de satisfacción propio del que cumple con su deber, que si en el mes pasado ahorcó siete liberales en la plaza de la Cebada en el presente piensa que lleguen a una docena, además de que tiene en lista unos doscientos individuos parientes hasta de sexto grado y amigos de vista de los emigrados revolucionarios, los cuales a la mayor brevedad serán enviados a los presidios de África.

—Chapetón es un partidario tan decidido de la causa de Dios y del rey, que el gobierno debía citarlo como modelo digno de imitación a esas comisiones de las provincias que sólo envían cada mes un liberal a la horca. ¡Lástima que tan perfecto campeón de la Fe sea un poco imbécil y no se le pueda confiar otro trabajo que el exterminio de los revolucionarios!

—El brigadier desea que vuestra reverencia le recomiende al rey y que éste en vista de sus nobles servicios a la causa del absolutismo le conceda un ascenso, una gran cruz o cualquiera otra distinción.

—Puede contar con ello. Hoy somos nosotros los dueños de la situación y cuanto indicamos se realiza inmediatamente.

El jesuita al decir esto inclinó la cabeza sobre el respaldo del sillón y con los ojos cerrados permaneció algunos instantes sonriendo, como el que paladea risueñas y halagadoras ideas.

—Hermano Antonio —dijo de pronto el jesuita esterneciéndose para sacudir el dulce sopor que le había acometido—. A ti te lo digo todo porque tengo confianza en tu discreción y me siento inclinado a tratarte con franqueza. Los asuntos de nuestra Orden en España no pueden ir mejor. Después de la caída de la Constitución, el rey se ha arrojado por completo en nuestros brazos y esta tarde misma al volver de su diario paseo, y en uno de los salones de Palacio, ha dicho ante la turba cortesana, en la que figuraban generales de los dominicos, de los franciscanos y de otros institutos religiosos, que sólo tiene confianza en los jesuitas, que sólo fía en nuestra fidelidad y que si antes de 1820 hubiéramos sido nosotros sus consejeros de gobierno, seguramente que no hubiera triunfado la revolución. ¿No es eso suficiente motivo para mostrarse satisfecho? ¿No te sientes orgulloso de pertenecer a una Orden que tanta admiración inspira a su rey?

—¡Oh! seguramente, reverendo padre.

Y el secretario al decir esto no mentía, pues sus mejillas cadavéricas coloreadas por un fugaz rubor, demostraban que estaba su soberbia por tales palabras.

—Comienza ya —continuó el padre Claudio—, a brillar para nuestra Orden aquellos felices días del reinado de Carlos II en que éramos dueños de la nación y movíamos a nuestro gusto los resortes del Estado. Ya no nos veremos obligados a asustar a los reyes como lo hicimos con el impío Carlos III, enemigo de nuestra preponderancia, organizando el motín de Esquilache y enviándole anónimos en que le amenazábamos de muerte. Nadie nos arrojará de aquí; somos los amos y ya no tendremos que esgrimir pistolas ni puñales como lo hicimos en Portugal con el rey José y en Francia con Enrique III y Enrique IV. ¿Para qué…? Hoy los reyes en vez de nuestros mortales enemigos son nuestros lacayos, viven la vida que nosotros les damos y están sujetos a nuestra voluntad. En el régimen absolutista el rey es un sol cuyos rayos llegan hasta el antro más oscuro de la nación, y sin embargo, la luz de ese sol nosotros la mantenemos… nosotros que trabajamos en la densa sombra.

Y el padre Claudio al decir esto reía sarcásticamente. Su secretario le imitaba; pero esta vez no era por adulación sino porque le producía inmenso placer la completa victoria del aborto de Loyola.

—Nada puede oponerse a nuestro sobrehumano poder —continuó el jesuita levantándose de su asiento impulsado por la fiebre del entusiasmo y repeliendo al gatazo que hasta entonces había estado enroscado sobre sus piernas—. ¿Ves a don Tadeo Calomarde que se cree omnipotente sólo porque el rey le aprecia a causa de su actividad de ardilla? Pues que procure que yo no levante mi omnipotente mano, pues de un revés lo arrojaré del ministerio cuando quiera y se verá pobre y desgraciado si es que no va a morir en la horca como otros favoritos regios. ¡Y qué digo Calomarde! El mismo don Fernando caería, si alguna vez se mostrara rebelde a nuestros mandatos y no quisiera adoptar las dulces insinuaciones de la Orden. En las arcas de la Compañía hay dinero suficiente para comprar un reino y para armar un ejército ante el cual el de Jerjes parecería miserable pelotón: y en cuanto a gente que nos defendiera, demasiado sabes que en España tenemos hoy más de la que podamos desear. Mira, Antonio; mira una vez más y podrás convencerte de que España es nuestra.

Al padre Claudio, el entusiasmo y la contemplación de la grandeza que su persona representaba, poníanle nervioso y le hacían pasearse por la habitación con la impetuosidad de una fiera que encuentra pequeña su jaula.

Al decir sus últimas palabras, cogió el gran quinqué que estaba sobre la mesa y levantándolo al nivel de su cráneo, bañó en luz el colosal mapa de España que ocupaba la pared libre de armarios.

—Pasea bien tus ojos por ese mapa —continuó diciendo a su secretario—, y verás cómo España semeja un pedazo de firmamento en el que las cruces negras brillan tan compactas e innumerables como las estrellas del cielo.

Efectivamente, sobre aquel mapa destacábanse un sinnúmero de crucecillas negras de varios tamaños, que parecían esparcidas a la ventura, pero que ocupaban los mismos sitios que las ciudades, los pueblos y los lugares sin importancia, en los mapas ordinarios. Bajaban serpenteando a lo largo de las costas, saltaban a las cercanas islas, extendíanse sobre las tortuosas cordilleras, enseñoreábanse de las provincias del centro y hasta ocupaban las Canarias y las Antillas que en cuadro aparte figuraban a un extremo del mapa.

Estaban tan inmediatas las cruces, que sus aspas casi se tocaban unas con otras y formaban como una negra red que envolvía el territorio español, dándole el aspecto de un insecto enredado en fúnebre telaraña.

El padre Claudio con la cabeza erguida y la soberbia expresión de un general ante su ejército, abarcó de una mirada la colosal obra de su Orden, y sonriendo después con aire satisfecho, continuó:

—Ya sabes tú lo que representan todas estas cruces. Cada una de ellas equivale a un miembro que desde aquí puedo yo mover a mi voluntad, así como a mí y a todos los vicarios que están al frente de una nación nos maneja el general desde Roma, y como a éste lo impulsa Dios. Las cruces más grandes, representan ciudades de importancia donde hay colegios y casas profesas que hacen una continua propaganda en favor de la Orden; las medianas son poblaciones de menor importancia donde tenemos misiones permanentes; y las más pequeñas equivalen a lugares y villorrios en los que no nos faltan amigos fieles y obedientes a nuestros mandatos. España entera tiene su centro y su eje en esta habitación. Para moverla y que se alce en este u otro sentido el mismo día y a la misma hora, sólo es necesario que tú tomes la pluma y yo te dicte. ¿Hay alguien que posea tan inmenso poder? Quién es más dueño de España, ¿don Fernando VII o nosotros? ¡Ah! Si todos los reyes comprendieran de lo que la Orden es capaz y lo sujetos que los tiene, no nos concederían tanta estimación ni nos protegerían. ¿Ves cuánto se afana el infante don Carlos por quitarle la corona a su hermano? Pues todo cuanto haga será inútil si nosotros permanecemos impasibles, y en cambio dentro de un mes ocuparía el trono si así conviniera a los intereses de la Orden: para esto bastaría que yo hiciese un llamamiento a nuestros innumerables agentes.

La contemplación de su propio poder pareció calmar al padre Claudio, que recobrando su aspecto habitual, frío y sonriente, volvió a dejar el quinqué sobre la mesa, y fue a sentarse junto al brasero, mientras su secretario le miraba con admiración.

—Reverendo padre —dijo tras una larga pausa el hermano Antonio—. Cada vez me siento más orgulloso de pertenecer a la Orden de nuestro santo padre San Ignacio, y cuando os oigo hablar con acento tan inspirado, me miro con asombro, pues me parece que yo, miserable gusanillo, crezco al compás de vuestras palabras hasta convertirme en un gigante.

El padre Claudio se sonrió por aquella lisonja, y dijo a su secretario con tono protector.

—Crecerás, no lo dudes, crecerás, hermano Antonio, pero es preciso, como antes te dije, que permanezcas fiel a nuestra Orden y que jamás me hagas traición a mí, que soy tu superior. Tienes condiciones para brillar en nuestra sociedad. Eres astuto, conoces a los hombres, sabes aprovecharte de sus debilidades no reparas en los medios, y sobre todo, el bien y el mal son indiferentes a tus ojos, pues uno y otro valen lo mismo y deben emplearse en una empresa siempre que así convenga. Con tales condiciones se puede formar un excelente jesuita, y tú lo serás. Sólo te falta despojarte de ciertas preocupaciones mundanas. Todavía eres hombre y te falta algo para convertirte en un completo hijo de Loyola, que debe ser máquina inconsciente para los mandatos de los superiores, e inteligencia despierta para cuantos se encuentran a un nivel más bajo.

—Reverendo padre —dijo con humildad el jesuita.— Yo hago cuanto puedo y siento no tener más voluntad para aprovechamiento, de vuestras notables lecciones.

—Si me sigues e imitas en todos mis actos, puedes llegar a ser como mi sombra, y algún día cuando la Orden me llame a más altos destinos, ocupar tú la dirección de España que hoy desempeño. Yo siento simpatía por ti, ¿por qué he de ocultarlo?, en tus actos veo mi propia personalidad como en un fiel espejo, y reconozco que tus facultades son iguales a las mías para ayudar a la conquista del mundo en nombre de Dios, que es el fin que persigue nuestra Orden. Únicamente hay en tí defectos que afean tu mérito y que yo corregiré.

—Decid, padre mío; os escucho ansioso.

—Eres desordenado hasta el punto de que parezca que has declarado una cruda guerra al método. En esta misma habitación tienes una clara muestra de tu defecto culminante. Los papeles más importantes están archivados con el orden más caprichoso y extravagante y documentos preciosos ruedan a cada momento sobre sillas y mesas, sin método alguno. Tú te entiendes y sabes guiarte en tal dédalo, pero esto no impide que te agites en un caos incomprensible para los demás, por lo mismo que tú eres su único creador. Te parecerá nimia tal vez esta observación, pero has de saber que en un jesuita lo más esencial es un orden rígido e inmutable, al cual debe sujetar su persona y sus actos. Su vida debe ser semejante al reloj de la alta torre, que lo mismo en los días serenos que en medio de la tempestad, deja oír sus horas impasible y con igual indiferencia. El desorden es indicio de carácter propio, y el jesuita debe perder todo lo que le sea personal y le emancipe de las reglas de la Orden. Mírame, estudia mis actos, y verás cómo la pulcritud y el orden que siempre acompañan a la verdadera astucia, facilitan mucho el éxito de las empresas.

El hermano Antonio escuchaba atentamente la lección de su superior, quien continuó con su acostumbrado aire de protección:

—Además, tu terrible defecto al par que te hace desmerecer como buen secretario, te pierde como campeón de nuestra Orden. Como eres desordenado, gustas de los golpes ruidosos y de efecto, y muchas veces atacas antes de hora, lo que facilita la defensa del enemigo. Tu odio es terrible, pero tiene el tremendo inconveniente de que puede ser leído en tu rostro mucho antes de que estalle. Imítame a mí que me encubro ante el contrario bajo la forma más agradable. Si cuantos me rodean me conocieran bien, temblarían en el instante que yo sonriera más placenteramente.

Quedó unos instantes silencioso el lindo padre acariciando con aire distraído al gato que había vuelto a colocarse sobre sus piernas, y de repente agarró una de las patas delanteras del felino y extendiéndola, dijo al secretario:

—Aquí tienes la verdadera imagen del perfecto jesuita. Este animal acaricia con su fina mano, toma un aire humilde que atrae y cuando menos se espera hace valer sus afiladas uñas que oculta cuidadosamente. Nosotros somos los gatos que nos tendemos humildemente a los pies de la sociedad, pidiéndola su calor y su protección; el que se deje acariciar por nosotros que tenga por seguro el arañazo.

El secretario púsose a reflexionar sobre la metáfora de su maestro, pero cuando estaba en lo mejor de sus reflexiones fue llamado a la realidad por tres rudos golpes de timbre que sonaron dentro de la casa, aunque algo lejanos.

—¡Tres toques! —dijo el padre Claudio—. Una carta es. Antonio marcha a recogerla inmediatamente, pues traída a estas horas, debe tratar de asuntos interesantes.

III. El lobo de París al lobo de Madrid

—Carta es, reverendo padre —dijo el secretario al volver a entrar en el salón.

—Acaba de traerla el portero de nuestro colegio y dice que aún no hace un cuarto de hora se la ha entregado el correo de Burgos, el cual ha llegado con retraso a causa de las nieves que obstruyen el paso del Guadarrama.

—¿De dónde viene la carta?

—A juzgar por el sobre, procede de París.

—Ya hacía tiempo que no teníamos noticias de nuestros hermanos de Francia. A ver, hermano Antonio, rompe el sobre, y dame su contenido.

El padre Claudio acercó su sillón a la luz y recibiendo el pliego que su secretario le tendía respetuosamente, paseó rápidamente su vista por él.

Estaba escrito en latín con caracteres menudos y erizados de caprichosos rasgos.

Decía así:

A. M. D. G.

El vicario General de Francia al Vicario General de España; Salud y la bendición de Cristo.

Respetable hermano: Conviene a los intereses de nuestra Orden que a la mayor brevedad enviéis informes completos acerca de la vida de don Ricardo Avellaneda y una relación detallada de todos los bienes que posee en España en concepto de legítimo administrador de su hija María, único fruto de su difunta esposa.

El señor Avellaneda fue de los españoles que en 1808 se unieron a Napoleón y su hermano José Bonaparte y a quienes el pueblo llamaba afrancesados. Desempeñó altos cargos en la corte del rey intruso y cuando éste tuvo que huir a Francia, él siguió a su soberano y desde entonces vive en París no queriendo volver a España a pesar de las amnistías, por miedo a los insultos de liberales y reaccionarios. Su mujer fue patriota y se separó de él por no seguirle en la traición. Como los cuantiosos bienes eran de esta señora que hizo bastantes donativos para el sostenimiento de las tropas españolas, las llamadas Cortes de Cádiz respetaron su fortuna y no la confiscaron como hicieron con otras familias afrancesadas.

Dichos bienes ascienden a unos quince millones de francos según nuestros informes.

Enteraos vos ahí para ver si estamos engañados y decidnos el resultado de vuestras gestiones.

El asunto es de gran interés para nuestra Orden, pues se trata de que los quince millones ingresen en nuestro tesoro. Tan gran fortuna sólo tiene derecho a percibirla una niña que en la actualidad cuenta ocho años de edad y que nació aquí cuando la esposa del señor Avellaneda se decidió a hacer paces con su marido y vivir con él en París.

La señora de Avellaneda murió hace un par de años, su esposo esta algo resentido en su parte moral, y al paso que va pronto caerá en completa imbecilidad. En cuanto a la niña, tiene aficiones a la vida monástica, que nosotros nos encargaremos de fomentar. Hemos conseguido introducir en la casa a uno de nuestros hermanos, que es español, el cual ejerce gran influencia sobre la hija, y es probable que también logre conquistar al señor Avellaneda.

El día en que la joven sea mayor de edad y pueda disponer, con arreglo a las leyes, de su colosal fortuna, estará ya en un convento, y entonces la Compañía será su heredera, pues María, al abrazar la vida monástica, renunciará antes sus bienes terrenales a favor nuestro. Vuelvo a recomendaros la urgencia en los informes que os pedimos, pues ya veis que el asunto es de importancia. Que el corazón de Jesús sea con vos y os conceda largos años de vida.

Fabian Renard (S.J.)

Cuando el padre Claudio hubo terminado la lectura de la carta, quedóse pensativo y murmuró:

—No es mal golpe el que preparan nuestros hermanos de París. Quince millones de pesetas son un bocado que aquí en España sólo muy de tarde en tarde se ofrece a nuestra voracidad.

El jesuíta dio después la carta a su secretario para que a su vez la leyera, y cuando hubo terminado, le dijo:

—Buscarás mañana mismo esos informes que se nos piden de París.

—No es tarea fácil, reverendo padre. En nuestro archivo sólo hay notas muy incompletas sobre el señor Avellaneda, pues éste figuró en España cuando nuestra Orden estaba expulsada, y marchó al extranjero antes de nuestra restauración.

—Irás mañana, en nombre mío, al ministerio de Hacienda y el señor López Ballesteros nos proporcionará los datos que deseamos acerca del valor y calidad de los bienes de Avellaneda. En cuanto a la carta del vicario de Francia debes unirla a la nota del señor Avellaneda, pues tal vez algún día tengamos los jesuítas de España relaciones íntimas con dicho señor. Si los sesenta millones de reales llegan a escaparse en Francia de nuestras garras, aquí los buscaremos hasta apoderarnos de ellos.

El secretario se levantó para buscar en el archivo; pero en el mismo instante volvió a sonar la campanilla de antes, sólo que ahora dio cinco toques con diferentes intervalos. Aquello era una especie de telegrafía acústica que comprendieron perfectamente los dos jesuitas.

—Es una visita —murmuró el padre Claudio— ¿Quién podrá ser a estas horas? Hermano Antonio, sal a recibir al que llega. Debe ser un amigo, ya que lo deja pasar nuestro portero.

IV. Los pesares de Baselga

—El señor conde de Baselga —dijo Antonio, volviendo a entrar en el despacho.

Más allá de la puerta sonaban pasos ruidosos y desiguales que se acercaban rápidamente acompañados del metálico retintín de unas espuelas. Al fin, don Fernando Baselga entró cojeando en la habitación.

El campeón del 7 de julio estaba algo desfigurado. Tres años habían sido suficientes para robarle mucha de su antigua gallardía, y tanto la cojera como una prematura obesidad, encubrían con cierto aire de pesadez su antiguo aspecto marcial.

Atento siempre a presentar un continente interesante, el gallardo soldado del absolutismo, que tanto se distinguía en paradas, ejercicios y guardias, marchando con varonil contoneo al frente de su compañía, no podía ahora conformarse con la necesidad de marchar cojeando a la vista de las damas palaciegas y de sus mismos subordinados, así es, que cuando Fernando VII, restablecido en su trono de monarca absoluto, quiso premiar los servicios de tan excelente partidario dándole las charreteras de comandante, Baselga solicitó la merced de pasar a servir en la caballería de la Guardia, con la esperanza de que, puesto su airoso cuerpo sobre un inquieto corcel, nadie notaría aquel tremendo defecto físico, que aún le hacía odiar más encarnizadamente a los liberales.

Cuando el comandante, después de besar reverentemente la mano del padre Claudio y accediendo a las indicaciones de éste, se sentó frente a él al amor del brasero, paseó sus ojos con curiosidad por toda la habitación, demostrando a la vista de tan gran cantidad de papeles el asombro propio del que tiene la lectura y escritura por necesidades de último orden y sólo muy de tarde en tarde hace uso de ellas.

—Ante todo —dijo Baselga, después de satisfacer un poco su curiosidad—, debo pedir a usted, padre mío, mil perdones por la libertad que me tomo al venir a buscarle a este sitio sin su permiso.

—Querido hijo; usted ya sabe el cariño que, tanto yo como toda la Orden le profesamos, y que puede buscarme en todas partes así como necesite de mi humilde persona.

—He estado en la casa profesa a preguntar por usted, manifestando que tenía alguna urgencia en verle, y el padre Echarri me ha encaminado a esta casa, en la que sólo admite usted las visitas de muy contadas personas; distinción que, en el caso presente, me honra sobremanera.

—Los negocios son muchos, querido conde; el tiempo muy limitado, y hay que aislarse un poco para huir de las estorbosas visitas de los importunos. Por esto ocupo esta casa, antigua mansión de los marqueses de Orduña, personas devotísimas que en el siglo pasado la cedieron a nuestra Orden. Cuando don Carlos III (a quien Dios perdone) nos expulsó de España, esta casa quedó cerrada, guardando el archivo que ahora ve usted y que no lograron descubrir los alcaldes del rey, pues eran pocas las personas que conocían su existencia, así como tampoco que fueran jesuítas los que vivían en el viejo palacio. Aquí han vivido y trabajado mis antecesores en la dirección de la Orden, y aquí estoy yo, que rodeado de tan preciosos documentos y evocando los pasados recuerdos, trabajo con más fe y me siento más fuerte y hasta con mayor confianza en las bondades de Dios.

Permanecieron silenciosos los dos interlocutores después de tales palabras; Baselga mirando con atención la parte de los armarios a donde llegaba la luz de la lámpara, y el jesuíta contemplando con aire interrogador al comandante, como esperando que éste manifestase el objeto de la visita.

Por fin, el padre Claudio notó que Baselga miraba con cierto recelo al hermano Antonio, el cual había vuelto a sentarse junto a la mesa y escribía con la indiferencia de un autómata.

El jesuíta comprendió que la presencia del secretario estorbaba al conde, y dijo con acento de superioridad benévola:

—Hermano Antonio, retiraos que ya habéis trabajado hoy bastante. Salió el secretario después de saludar con dos reverentes cortesías, y apenas se hubieron perdido sus pasos a lo lejos, Baselga dio un suspiro, que tenía algo de mugido, y con expresión infantil exclamó, inclinando su gigantesco cuerpo sobre el jesuíta:

—¡Padre mío! Soy muy desgraciado.

—¡Desgraciado usted! —dijo el jesuíta con extrañeza—. Señor conde, eso es insultar a Dios, que le concedió a usted toda clase de felicidades. Es usted esposo de una mujer modelo de virtudes, tiene una hija encantadora que es su propio retrato, la paz del cielo reina en su casa, goza en Palacio de una envidiable posición, ¿qué más puede usted desear?

—No me quejo de mi suerte —contestó Baselga con aire contrito—. Dios me ha dado mucho más de lo que yo merezco. Mi infelicidad no consiste en mi mayor o menor fortuna sino en mi esposa, que parece empeñada en hacerme desgraciado.

—¿Falta acaso a sus deberes la señora condesa? —preguntó el jesuíta con cierta alarma.

—No, padre mío. Pepita es honrada y aunque alguien quiera hacerme sospechar de su fidelidad, no tengo el menor dato para dudar de ella.

—¿Cuál es, pues, la causa de su pena?

—Pepita no me ama.

—¿No le ama su esposa? ¡Ella que tantas veces ha asegurado que sentía una loca pasión por usted! ¿Cómo puede ser eso?

—Hace usted bien en extrañarse. También experimento yo igual impresión cuando considerando el pasado, contemplo ese cambio radical que hoy me entristece. Es verdad que Pepita me amaba mucho antes y que correspondía con agrado a mi cariño, pero hoy me acoge en todas ocasiones con el más terrible desvío, y comprendo que ya no soy para ella el mismo que en otros tiempos. Su antiguo amor ha desaparecido.

—Permítame usted, conde, que le indique que muchas veces un exceso de amor puede hacer ver desvío en donde no existe. El amor es pasión desigual que aunque no se desvanece se amortigua con el roce, y además la esposa cristiana debe profesar a su marido una pasión tranquila y cercana a la pureza, pues el amor tempestuoso e insaciable sólo es propio de impúdicas cortesanas. Debe usted pensar además que la señora condesa tiene una pequeña hija, la linda Fernanda, y que forzosamente el lugar que ésta ocupa en el corazón de la madre priva al esposo de una parte de cariño.

—¡Ay, padre mío! ¡Cuán satisfecho estaría yo con que el desvío que noto en Pepita fuera motivado por su cariño a nuestra hija! Pero desgraciadamente la pequeñuela es víctima igualmente del desvío de mi esposa y apenas si de vez en cuando logra recibir de ella una mirada. La infeliz niña no tiene otro amor que el mío y yo soy quien con más asiduidad cuida de ella. Pepita hace más de un año que está preocupada a todas horas por un pensamiento desconocido. No sé cuál pueda ser la causa de tal preocupación, pero de seguro que no somos ni mi hija ni yo.

—Eso es grave —murmuró el padre Claudio involuntariamente, mostrándose después como arrepentido de que se le hubieran escapado tales palabras.

—¡Y tan grave, padre mío! —respondió inmediatamente Baselga—. En mi ánimo nunca había arraigado la sospecha, pero hoy casi me siento inclinado a dudar de la que lleva mi nombre.

—¿No se ha quejado usted nunca a su esposa por tal desvío?

—Más de una vez; pero ella se vale de la superioridad que ejerce sobre mí y a todas mis palabras responde burlas que me enardecen la sangre.

—¿Tan escaso dominio ejerce usted sobre la condesa?

—Padre Claudio, es deshonroso para un hombre de mi clase confesar tan vergonzosa debilidad, pero debo manifestarle que Pepita ejerce sobre mí tan completa dominación, que en punto a libre voluntad estoy yo al lado de ella a más bajo nivel que el último de sus criados. Cuando la declaré mi amor me impuso por condición el que abdicara mi voluntad poniéndome por completo a merced de la suya, y desde entonces soy un infeliz esclavo de sus caprichos y carezco de libertad aun para quejarme. No sé cómo es, pero yo que como usted sabe muy bien, no tengo miedo de nada, y no me atemorizo ante el más grande peligro, en presencia de Pepita enojada tiemblo como un niño y sólo sé hablar para formular excusas y pedir perdón.

El padre Claudio oyendo las expresiones de aquel infantil gigante, pensaba interiormente en que Pepita era una buena discípula que honraba a sus maestros y muy digna de vestir la sotana jesuítica por la habilidad con que sabía dominar ajenas voluntades.

Pero otro sentimiento era el que en aquel instante agitaba al discípulo de Loyola.

Consideraba la debilidad de aquel gigantazo, rendido ridiculamente cual otro Hércules por el amor, y a la vista de aquella pusilanimidad sonreía soberbiamente apreciando mejor su propia voluntad férrea e inquebrantable que le hacía vivir independiente de las seducciones mujeriles.

El padre Claudio era incapaz de caer nunca víctima de un amor apasionado. Tenía una castidad casi salvaje, pues en aquel cerebro ocupado por completo por una ambición sin límites, no quedaba el más pequeño rincón para ningún tierno afecto.

Podría el hermoso padre, agitado por el aguijón de la carne, ceder ante las seducciones de elegantes devotas, pero enamorarse hasta abdicar la propia voluntad, era imposible.

Un hombre como él necesitaba para sus fines de una completa independencia. Para sostenerse en las alturas a que le empujaba su soberbia, era preciso estar libre de pasiones que con su peso le arrastrasen al abismo del descrédito. Una mujer era un bagaje pesado que podía causar su perdición.

No amaba el jesuita porque con esto tendría que pasar a ser esclavo el que ansiaba llegar a dueño del mundo. De aquí que el padre Claudio considerase con el desprecio que se guarda para los seres ínfimos a los que acudían a él en demanda de consejos, dominados por despótica pasión.

Pero el jesuita después de recrearse en la superioridad que le daba su falta de afectos, goce que se transparentó rápidamente en sus ojos con una llamarada de satánica soberbia, creyó del caso acudir a sus intereses y con acento meloso dijo a aquel campeón del fanatismo cuya conciencia tenía bajo sus órdenes:

—¡Vamos, hijo mío! Veo que todas sus sospechas carecen de fundamento. Algo hay de cierto en cuanto usted manifiesta, y es que la condesa, a juzgar por las anteriores revelaciones, le trata con algún desvío; pero la mujer es ser caprichoso y variable que muchas veces sin motivo alguno cambia inesperadamente de conducta y aborrece las cosas por un momento para quererlas después con más grande pasión. Pepita es algo voluble; la conozco hace mucho tiempo, sé apreciar sus excesos de imaginación que la arrastran a locos caprichos; pero fundándome en esto mismo, puedo asegurarle que su amor apasionado de otros tiempos renacerá cuando menos lo espere, y entonces usted podrá considerarse nuevamente como un ser feliz. No hay, pues, motivo para que usted sospeche de su fidelidad, de lo que yo me congratulo mucho.

Calló el jesuita y estudió atentamente el rostro de Baselga para apreciar el efecto que le causaban sus palabras, pero quedóse intranquilo al ver que el conde seguía con el semblante fosco y como preocupado por una dolorosa idea que no se atrevía a exponer:

—¡Cómo, hijo mío! —dijo entonces el jesuita con acento dulce y atrayente—. ¿No está usted convencido de la inocencia de la condesa? ¿No la cree usted fiel a sus deberes de esposa?

El comandante permaneció silencioso algunos instantes como si dudase en expresar su pensamiento, pero al fin se decidió.

—Padre mío —dijo con voz lenta y como haciendo grandes esfuerzos de voluntad para hablar—. Mucho me cuesta decirle lo que realmente pienso de mi esposa, pero al fin para ello he venido aquí y debo hablar aunque esto me produzca gran dolor, pues por primera vez me atrevo a tener voluntad y a hablar contra la que lleva mi nombre.

—Hable usted, hijo mío, sin ningún reparo. Para quitarle todo escrúpulo le oiré en confesión como en otro tiempo hice.

—Sí así será mejor. Dirigiéndome al sacerdote me será menos difícil el hablar que si lo hiciera al amigo.

Y Baselga, con voz algo temblorosa, y poseído del respeto que le inspiraba el joven jesuíta, comenzó a relatar sus relaciones con la duquesa de León desde la época en que comenzaron hasta el mes de julio de 1822 en que los sucesos políticos le hicieron conocer a la que ahora era su esposa.

El padre Claudio le escuchaba con atención a pesar de que cuanto decía lo tenía por muy sabido, y únicamente de vez en cuando mostraba alguna impaciencia al notar que el conde se separaba de lo importante del relato para hacer digresiones con el solo objeto de justificar sus deslices amorosos a los ojos del sacerdote.

—No veo, señor conde —dijo el jesuíta cuando el comandante hubo terminado de referir sus amores con la duquesa—, qué relación hay entre esa pasión pecadora y la fidelidad de su esposa. Hasta ahora sólo encuentro que ésta es la más indicada para sospechar de la fidelidad de usted.

Bajó Baselga la cabeza como abrumado por el peso de la encubierta recriminación y dijo humildemente:

—Es verdad, padre mío; mi esposa, si se fija en mi vida pasada, tiene motivos para sospechar y no estar segura de mi fidelidad conyugal; pero también yo, si atiendo a las palabras de personas que dicen quererme bien, puedo convencerme de que Pepita falta a sus deberes.

—¿Quiénes son esas personas? ¿Acaso la citada duquesa?

—La misma, padre mío. Hace pocas horas he hablado con ella en Palacio, y con sus palabras ha logrado encender en mi alma un verdadero infierno.

—¿Le ha dado a usted pruebas de la infidelidad de su esposa?

—¡Ah!, ¡ojalá! Así al menos saldría pronto de dudas y no sufriría esta cruel zozobra que me consume.

—¿Qué es, pues lo que la duquesa ha dicho?

—Hace muchos días que se goza en atormentarme cada vez que me encuentra en las antecámaras de Palacio. La primera vez que nos vimos después de mi casamiento, creí que iba a ser víctima de una escandalosa explosión de celos, pues la duquesa es una mujer rara y despreocupada cuyo carácter varonil creo que usted conocerá, pero muy al contrario de lo que yo esperaba, me acogió con vulgar amabilidad y hasta con un aire de fría indiferencia que… ¡por qué no he de confesarlo! produjo cierta impresión en mi dignidad de antiguo amante.

Sonrió el padre Claudio al escuchar estas palabras dichas con ingenuidad, le imitó Baselga con risa algo estúpida, y siguió adelante en su revelación:

—Me habló de mi mujer con indiferencia y me aseguró que su deseo era verme feliz, pues ya se había curado de los antiguos amores dándome expertos consejos para que fuera feliz en mi nuevo estado. Esta bondad me impulsó en adelante a no rehuir su trato, y la duquesa y yo siempre que nos encontrábamos, hablábamos con el amigable cariño de dos viejos que, fríos y desapasionados, recuerdan las calaveradas de sus buenos tiempos. Poco a poco y casi sin que yo lo notara, la duquesa fue cambiando de táctica en sus conversaciones. Yo no recuerdo cómo fue, pero lo cierto es que comenzó a introducir en mi ánimo la sospecha y a hacerme pensar que mi esposa podía muy bien engañarme siendo, como era, joven, hermosa y de carácter alegre. Me habló de la vida un tanto misteriosa que llevaba antes de casarse conmigo, de sus entrevistas políticas con el rey, de cierto fraile que hace algunos meses venía con frecuencia a nuestra casa, y hasta de mi hija ¡de la pobre niña! y tal entonación diabólica supo dar a sus palabras, al parecer inocentes, que la sospecha penetró en mi alma, y tan fuertemente se arraigó en ella, que por más que lucho y me esfuerzo no la puedo arrancar.

—Señor conde. Me parece que es usted víctima de una excitación nerviosa o más claramente dicho de una loca preocupación, pues en todo cuanto me manifiesta no hay nada de particular ni que autorice a poner en duda la virtud de Pepita.

—No he terminado aún. Hace dos días, la duquesa se atrevió a decirme claramente que mi esposa me engañaba y que ella tenía razones para creerlo. Calcule usted el efecto que esto causaría en mí que cada vez estoy más enamorado de mi esposa. Hubiera dado cualquier cosa porque la duquesa se hubiera convertido en hombre para poder arrojarla por una ventana. Tal fue la rabia que experimenté. Pero debo estar en las garras del diablo ya que después del odio la curiosidad se apoderó de mi alma, y en vez de enfurecerme con mi antigua amante, descendí hasta suplicarle encarecidamente que me diera pruebas para creer en sus palabras.

—¿Y las ha dado? —preguntó con alarma el padre Claudio.

—No, padre mío. Pero hace poco acaba de prometerme que encontrará el medio de que vea yo por mis propios ojos como soy un marido infeliz. Dice que tiene en su poder las pruebas y que sólo espera una ocasión propicia para mostrármelas. Esa mujer conoce sin duda esta impaciencia que me devora y se propone atormentarme haciendo que se prolongue por mucho tiempo. Crea usted, padre mío, que daría parte de mi vida por saber ciertamente esta misma noche si son ciertas las palabras de la duquesa, pues la zozobra me agita hasta el punto de privarme del sueño y tenerme en un estado semejante a la locura. ¿Será cierto lo que dice la duquesa? ¿Qué le parece a usted, padre Claudio? Yo estoy sumido en una confusión que me abruma. En ciertos momentos me siento inclinado a creer en la inocencia de Pepita; pero en otros el recuerdo de su frialdad y del despego con que nos trata a mí y a mi hija, me acomete rápidamente y entonces adquiero el convencimiento de que tiene un amante y lo busco por todas partes. Mire usted si los celos y las dudas me tienen loco, que he llegado a sospechar del mismo rey.

Y el furibundo realista, como si se sintiera súbitamente avergonzado por esta confesión, calló, al mismo tiempo que el jesuíta le decía adoptando un aire paternal:

—No hace usted bien en dudar tan a tontas y a locas de su esposa, pues ésta merece más consideración de parte de su marido que no tiene ningún motivo para creerla infiel. Y si no vamos a cuentas, señor conde. ¿Qué dato medianamente serio tiene usted para dudar de Pepita? Todas sus sospechas, se basan en las pérfidas insinuaciones de una mujer que desea vengarse de pasados desdenes y que para ello agota su ingenio dándose maña en infundir sospechas; empresa fácil, tratándose de un hombre tan crédulo y susceptible como lo es usted.

Y a este tenor siguió hablando el jesuíta, aguzando su ingenio para probar a Baselga cuán desacertadamente obraba al creer en las palabras de su antigua amante.

Todo cuanto iba encaminado a desfavorecer las sospechas en el ánimo del conde no parecía causar a éste gran efecto, así es que el padre Claudio prefirió halagar la tendencia a creer en su desgracia que mostraba aquél, y le pareció salir mejor del asunto terminando su discurso de este modo:

—En fin, señor conde, usted ha venido a buscarme y a consultarme sus penas y esto basta para que yo me interese en ellas y procure con toda mi alma que usted salga cuanto antes de ese estado anormal en que se encuentra. ¿Qué es lo que usted desea? ¿Saber con certeza si su mujer le es fiel? Pues solamente le ruego que en adelante no dé más oídos a las pérfidas insinuaciones de la duquesa, que yo me encargo de averiguar lo que haya de verdad en el asunto, y demasiado sabe usted que a mí me sobran medios para esta clase de negocios. Restablecer la paz en los hogares de las buenas familias cristianas es mi deber y si me ayuda la bondad de Dios, es muy posible que dentro de poco pueda decirle con entera franqueza lo que haya de verdad en el asunto, aunque confío que de todas las pesquisas, la virtud de la condesa, groseramente calumniada, saldrá pura y sin mancha.

—¡Gracias!, ¡muchas gracias! —dijo Baselga estrechando una mano al jesuíta—. Eso es lo que yo deseaba de usted y ahora me siento más tranquilo; pues confío en que pronto podré saber la verdad.

Permanecieron los dos hombres por algún tiempo hablando de cosas indiferentes, tales como de la salud del rey, de la persecución de los liberales y de las disposiciones de Calomarde, y al fin Baselga se levantó comprendiendo que con su presencia estorbaba al padre Claudio en sus importantes trabajos.

—¡Qué Dios sea con usted, señor conde! —dijo el jesuíta levantándose y dando su mano a besar—. Confíe en que muy pronto cumpliré sus deseos y le pagaré esta visita yendo a su propia casa a revelarle cuanto sepa.

El padre Claudio tiró del viejo cordón de una campanilla y a su cascado timbre que sonó en lejana habitación, acudió el hermano Antonio, el cual apareció en la puerta, no sin antes anunciar su llegada con fuertes pasos, como para borrar toda sospecha en el ánimo de su superior de que hubiera podido estar oyendo la conversación.

—Hermano, acompañad al señor conde.

Salieron de la estancia el militar y el lego, y volvió a sentarse el padre Claudio, quedando profundamente pensativo.

Algunos minutos después, los pasos del secretario que volvía le sacaron de su meditación.

—¿Quiere algo su reverencia? —preguntó con humildad el jesuíta desde la puerta.

—Antonio —dijo el padre Claudio con voz algo fosca—. No sé por qué me temo que en el asunto que lleva entre manos la duquesa de León, nos va a traicionar tu madre.

—¿Por qué dice eso vuestra reverencia?

—La duquesa asegura que ya tiene pruebas para advertir a Baselga de su deshonra, y como ya sabes, tu madre es en este asunto el testigo de mayor fuerza.

—Esto no prueba que mi madre vaya a hacernos traición.

—¡Bah! Tú conoces perfectamente el afecto y la adhesión sin límites que ella profesa a la duquesa. Fue doncella de ésta y la tercera en todas las escandalosas aventuras que la dicha dama corrió en su juventud, y además debe estarle agradecida por la protección que tanto a ti como a ella os dispensó. Recuerda que aun no hace diez años tu madre era casi una ramera vagabunda que arrastraba por las calles de Madrid a un píllete repugnante y sarnoso hijo de padre desconocido, que eras tú, y que la señora duquesa, en un arranque de su carácter caprichoso que tan pronto la arrastra al bien como al mal, dio a tu madre los medios para que pudiera ejercer de partera y a ti te hizo ingresar en nuestra santa casa, no parando hasta lograr que yo fijara en tu persona la atención. Tu madre está profundamente agradecida, y de seguro que la menor indicación de la duquesa la recibirá como una orden. Cree que estoy grandemente arrepentido de que el secreto del parto de Pepita lo confiásemos a una mujer como tu madre.

—Reverendo padre, mi madre no hablará. Me quiere demasiado para comprometer con tal imprudencia mi porvenir dentro de la Orden.

—Que así sea es lo que yo deseo. De todos modos nada perderás en verla mañana mismo y aconsejarla que haga por creerse ella misma que la hija de los condes de Baselga nació en el mes de Abril de 1823 y no en el de Junio. Si revelara la verdad, el conde de Baselga sabría que esa niña que considera como a hija no tiene nada de su sangre.

—Mañana mismo veré a mi madre y lograré que ésta sea muda hasta para la duquesa. Entre ésta y el hijo, a mí es a quien prefiere.

—Yo veré también a primera hora a Pepita. Tiempo es ya que vuelva a sentar la cabeza y se convenza de que yo no consiento por mucho tiempo que se emancipe de la Orden. El que entra en nuestra familia y goza de los beneficios del jesuitismo, nunca puede ya recobrar su libertad. Acuérdate siempre de esto, hermano Antonio. Los lazos con que el hijo de San Ignacio se une a la Orden, sólo pueden desligarse con la pérdida de la vida.

V. La víbora y el lobo

Estaba Pepita Carrillo en las primeras horas de la mañana siguiente, leyendo en aquel gabinete donde se habían desarrollado las primeras escenas de sus amores con Baselga, cuando uno de los dos negros que la servían de criados entró a anunciarle la visita del padre Claudio.

Como en aquella época la chimenea francesa era un mueble desconocido y hasta en el real Palacio se empleaban los más vulgares medios de calefacción, la condesa de Baselga se calentaba junto a un gran brasero, leyendo al mismo tiempo la vida del santo del día en un tomo del Flos Sanctoram, mientras que de vez en cuando con aire distraído, mojaba un bizcocho en una jicara de chocolate puesta sobre la inmediata mesilla y lentamente lo llevaba a su boca.

Cuando el criado iba a retirarse después de anunciar la visita, la condesa cesó de leer y con el rostro contraído por furibunda expresión, preguntó al negro:

—¿Todavía no ha vuelto?

—No, ama mía. Desde ayer por la mañana, en que desapareció, nada hemos podido averiguar sobre su paradero.

—¿Habéis avisado a la policía?

—Hace un momento he llevado la carta de la señora condesa a la comisaría, y me han dicho que harán cuanto puedan por atrapar al negro Juan.

—Ese bergante debe haberse emborrachado en alguna taberna y allí estará durmiendo la mona. Flojos serán los latigazos que va a llevarse apenas lo encuentren. Los de ayer le parecerán delicias comparados con los que le dé apenas lo traigan. Sois todos unos canallas dignos de la horca.

Y la baronesa después de desahogar de tal modo su malhumor contra el negro Pablo y el fugitivo, dio orden para que pasara adelante el jesuíta e instintivamente fue a mirarse en un espejo arreglando rápidamente su peinado bastante descuidado a aquellas horas.

Puesta aún frente al espejo, vio entrar al padre Claudio que dejó su sombrero sobre una silla, y sonriente como de costumbre, fue a sentarse junto al brasero.

—¡Gracias a Dios! —dijo Pepita riendo graciosamente—, que vuestra reverencia se digna visitar esta casa.

—Mis negocios son muchos, hija mía, para que yo pueda dedicar ni una sola hora a visitar las personas a quienes quiero bien. Y por cierto que me conduelo mucho de no poder ser más asiduo en venir a esta casa, pues de lo contrario evitaría algunos males.

—¿Qué quiere decir vuestra reverencia?

El jesuita en vez de contestar miró a la puerta con cierta zozobra, y después dijo en voz baja:

—¿Está el conde en casa?

—Salió hace más de una hora. Según me han dicho los criados vinieron a buscarlo muy temprano. Sin duda le ocupan mucho los asuntos de la Guardia. Puede vuestra reverencia hablar con entera confianza.

Pepita interesada por el aspecto un tanto misterioso del jesuita, experimentaba grandes deseos de que hablara y había ido a sentarse frente a él.

—Puesto que estamos solos —dijo el padre Claudio—, hablemos con entera franqueza. Hace tiempo que nos conocemos Pepita, y por tanto, inútil es todo fingimiento.

La condesa asintió a estas palabras con movimientos afirmativos de cabeza y el padre Claudio continuó hablando:

—Vamos a ver, ¿cuánto tiempo hace que el rey no ha venido a visitarla? La hermosa quedóse algo pensativa y después dijo con un gracioso acento de indiferencia.

—Pues… la verdad: no lo recuerdo ciertamente. Creo que hace más de un mes que el señor don Fernando no se acuerda de mí, y yo, por mi parte, si he de hablar con franqueza, debo decir que me place mucho tal ausencia, pues el rey, a pesar de toda su majestad, es un hombre que cada vez me resulta más antipático.

Y Pepita al decir las últimas palabras reía como una loca sin parar mientes en la seriedad del jesuita.

Este lanzó una severa mirada a la alegre condesa y dijo con voz lenta como para que ésta le entendiera mejor:

—No son ésas las instrucciones que yo tuve a bien el dar a usted atendiendo a los intereses de la Orden. Usted debía tener al rey sujeto a su voluntad y no dejar que fuera a ponerse a los pies de otras mujeres.

—¿Pero qué he de hacer yo, reverendo padre? ¿He de ir acaso como una ramera a mendigar sus caricias y a decirle, ámame porque así le conviene al padre Claudio? No, reverendo padre; han pasado ya aquellos tiempos en que podía hacer sin deshonra cuanto la Orden me exigía; pues hoy la dignidad me impide obrar como en pasadas épocas cuando no tenía una hija, ni llevaba un nombre tan limpio y honroso cual es el de Baselga.

Pepita, al decir esto, miraba descaradamente al jesuita como retándole a que arguyera algo contra sus palabras, pero éste se limitó a mirarla con desprecio y decir en voz baja:

—¡Siempre farsante! ¡Siempre amiga de mentir!

Quedó un tanto desconcertada la condesa con estas palabras, pero rápidamente recobró su aplomo y dijo con tono compungido como de niña a quien regañan injustamente:

—¿Por qué dice usted eso, padre mío? ¿Cree usted acaso que no debo velar por el buen nombre de mi esposo? Imposible parece que sea usted quien me aconseje lo contrario.

—Lo que parece imposible —dijo el jesuita con voz algo temblona por la ira—, es que sea usted embustera hasta el punto de venir alardeando de virtud, con una persona que ha tanto tiempo la conoce. ¿A qué hablarme de su hija? ¿Acaso no sé yo tan bien como usted que su padre no es Baselga, sino el señor don Fernando? ¿Y a qué decirme que no puede seguir faltando al hombre que le ha dado su mano, si yo sé perfectamente que después del rey han sido ya varios los que han sostenido con usted adúlteras relaciones? Tales excusas son inútiles, para librarse de los santos compromisos que con nosotros tiene usted contraídos.

La condesa pareció quedar anonadada por estas palabras y sólo supo disculparse con voz temblorosa:

—No es verdad padre mío. A usted le han informado mal. Mi único amante ha sido el rey.

—¡Embustera como de costumbre! ¿No recuerda usted al lindo frailecillo que yo alejé de esta casa v que compartía con usted locos placeres mezclados con actos de devoción? ¿Cree usted acaso que yo no conozco a un baronet agregado a la embajada inglesa que se llama sir Walace?

El jesuíta vio que estas últimas palabras producían en la condesa un tremendo efecto y continuó diciendo con acento cada vez más severo.

—Nuestra Orden lo sabe todo y desde mi despacho tengo yo noticia exacta de cuanto hace la señora de Baselga, mujer ingrata que paga los beneficios con desaires, olvidando sin duda que los mismos que la encumbraron tienen poder para arrojarla al precipicio. Tiene usted amantes, falta a cada momento a sus deberes de esposa ¿y aún se atreve usted a hablarme de honor para eludir el cumplimiento de las dulces obligaciones que le han impuesto la Orden? ¿Dónde están aquellas promesas de eterna adhesión que usted nos hacia en otro tiempo? ¿Qué se ha hecho del agradecimiento que demostraba, cuando gracias a nuestros esfuerzos la baronesa aventurera Pepita Carrillo, se convirtió primero en poderosa manceba del rey y después en esposa del conde de Baselga?

Cada una de las palabras del jesuíta, dichas lento e intencionadamente, causaban tal impresión en el ánimo de la hermosa, que ésta quedó mucho tiempo cabizbaja y pensativa, no atreviéndose a mirar de frente al airado acusador. Por fin pareció adoptar una resolución y levantando el rostro, fijó sus ojos en los del padre Claudio, diciéndole con aspereza:

—¿Qué es lo que usted desea de mí?

—Así la quiero ver a usted: franca y resuelta sin apelar a escandalosas mentiras. La Orden necesita que usted vuelva a atraer al rey para que no perdamos nuestra antigua influencia. A usted le sobran medios para ello; estoy convencido de que el rey la ama y que si la abandona momentáneamente, es sólo porque nota desvío y frialdad. Hoy don Fernando, en busca de una mujer sumisa a sus caprichos, desciende hasta los barrios más bajos y de seguro que volverá al lado de usted en cuanto sepa que no encontrará una mujer fría e indiferente que se entrega por deber y no sabe fingir pasión. ¿Está usted dispuesta a obedecer a la Orden siendo para el rey lo que era en otros tiempos?

—No —contestó resueltamente la condesa.

En el rostro del jesuíta pintóse una mezcla de asombro y de rabia, pero esto sólo fue momentáneamente, pues sus labios volvieron a mostrar la acostumbrada sonrisa.

—¿Dice usted que no…? ¿Y por qué?

—Porque yo amo a un hombre y he jurado con toda mi alma serle fiel y no mentir con otro la pasión que por él siento.

—De seguro que ese hombre no será su esposo.

—Es verdad. Pero el que no sea mi esposo, no impide que yo esté loca por él.

—¿Ese afortunado mortal será sin duda sir Walace?

—El mismo. Le amo hasta el punto de que yo misma me asusto ante la inmensidad de mi pasión.

—¡Hermosa frase! —dijo irónicamente el jesuita—. Sin duda usted decía lo mismo hace pocos meses y también se asustaba ante la inmensidad del amor que profesaba al frailecito.

Pepita acogió estas palabras con una graciosa sonrisa, y en tono do broma contestó:

—Tal vez. Debo confesar que al hombre que nombra vuestra reverencia, también lo amé mucho.

—Lo mismo dirá usted dentro de poco de ese inglés a quien tanto cariño profesa y que no tardará en ser sustituido.

—Todo puede ser. Conozco bien mi carácter, y sé que mis pensamientos son tan mudables, que ni yo misma mando en ellos.

El padre Claudio, a pesar de su sangre fría, mostróse un tanto asombrado ante la cínica franqueza de Pepita.

—Acabemos pronto, hija mía —dijo adoptando aquel tonillo dulce, insinuante y familiar que guardaba para las grandes ocasiones— ¿Cuándo le digo al rey que lo espera impaciente y que piensa en él a todas horas? ¿Cuándo quiere recibirle?

—Nunca —contestó Pepita haciendo un mohín de desprecio—. El tal don Fernando es un ente repugnante, y por añadidura algo viejo. Yo estoy ya en los treinta, y a mi edad sólo se siente simpatía por la juventud hermosa y robusta.

—¡Franca confesión de prostituta! —murmuró el padre Claudio.

El jesuita quedóse perplejo como buscando el medio mejor para vencer a la terca condesa, que contestaba a todas sus indicaciones con cinismos, y sonriendo cada vez más placenteramente, la preguntó:

—¿Cree usted que su marido cuando se enfada es terrible?

—Ya lo creo, mi marido…

—Dígalo usted con franqueza. El señor conde es un bruto.

—Eso es. Le conoce usted muy bien.

—Él la ama a usted cada vez con pasión más fogosa.

—Así es, y debo confesar a vuestra reverencia que me incomoda con sus caricias. Es un infeliz digno de que se le quiera, yo soy la primera en reconocerlo, pero tiene la desgracia de estar unido a una mujer loca como yo lo soy y a quien gustan todos los hombres menos el legítimo. Sus caricias me causan náuseas, y hay momentos en que me aburre, hasta el punto en que me dan tentaciones de revelárselo todo y gritarle: «¡Márchate animal! En otro tiempo creí que te amaba, pero hoy estoy convencida de que puedo querer a todos, menos a ti… y al rey». Cada vez que le veo acariciar mi hija, me escarabajea en la lengua el deseo de decirle que es tan hija suya como del Gran Turco, sólo por el placer de ver la cara de idiota que pondría.

—Muy bien, hija mía. ¿Y qué le parece a usted que haría el conde si se convenciera de que su mujer le engaña? ¿Hasta dónde llegaría su cólera cuando supiera que sus compañeros se burlan a sus espaldas y le tienen por un marido digno de lástima?

La condesa se estremeció, y por su rostro extendióse momentáneamente palidez, mientras que el jesuíta cada vez más sonriente, decía con acento melifluo:

—¿Cómo le parece a la señora condesa que su marido procederá cuando lo sepa todo? ¿Dando de puñaladas como los protagonistas de las comedias, o estrangulando como un gañán?

Pepita era cobarde y además impresionable a causa de su temperamento nervioso. Las palabras del padre Claudio, dichas con una calma que aterraba, lograba desvanecer su afectada serenidad, y su imaginación reproducía con exactitud las amenazas que el jesuita apenas si indicaba. La condesa se vio ya lívida y estrangulada, con el rostro golpeado y la amoratada lengua asomando en los dientes, o tendida sobre un charco de sangre y destrozado el pecho a puñaladas, teniendo al lado como imagen de la venganza al iracundo Baselga, poseído de un furor gigantesco.

Estos fantasmas que pasaron rápidamente por su imaginación le produjeron un terror que el jesuita adivinaba mientras permanecía silencioso y lento, deseando prolongar la agitación de la rebelde adepta.

Esta no tardó en ir recobrando su serenidad, y deseosa de tranquilizarse a sí misma, dijo al jesuita con tono triunfante:

—Afortunadamente. No hay pruebas que demuestren a mi esposo cual es mi conducta.

—Las hay, Pepita, y la persona que las posee tiene interés en mostrárselas al conde.

—¿No será usted esta persona?

—No; pero algún ascendiente tengo sobre ella y puedo hacer o evitar que el conde sepa toda la verdad.

Sonrió la condesa al oír estas palabras, y el jesuita adivinó que aquella mujer experta dudaba de la veracidad de sus amenazas.

—¿Cree usted que lo que digo es una mentira inventada por mi para lograr mi objeto?

—Todo pudiera ser; ya sabe vuestra reverencia que nos conocemos hace tiempo.

—Pues bien, hagamos la prueba, si a usted le parece bien. Niéguese usted a obedecer mis indicaciones, que yo permaneceré inactivo, dejando que la persona que posee las pruebas las entregue al conde, y antes de veinticuatro horas tal vez éste se convencerá de hasta dónde llega su deshonra.

Dijo esto el padre Claudio con tanta firmeza, que Pepita se persuadió de que sus amenazas eran ciertas, y reflexionó largo rato sobre la resolución que le convenía adoptar.

Estaba Pepita demasiado ligada a la tenebrosa Orden y había tomado gran parte en sus tramas para dudar del poder de los jesuítas. El padre Claudio era la cabeza visible de la Orden, y desobedecerle era lo mismo que ponerse en pugna con la institución más poderosa de su época, que sabría vengarse de un modo tan oculto como seguro.

La hermosa condesa tembló ante la perspectiva de crearse tan tremendos enemigos, y de tal modo perdió la serenidad, que mirando al impasible padre Claudio con aire propio de quien pide compasión, le dijo humildemente:

—Estoy dispuesta a cumplir las órdenes de vuestra reverencia.

—Así la quiero ver, hija mía. Permanezca usted siempre fiel a nuestro glorioso instituto, y no dude que Dios y nosotros nos encargaremos de darla toda clase de felicidades. ¿Está usted dispuesta a recibir al rey?

—Le recibiré cuando quiera vuestra reverencia.

—Bueno. Ya avisaré oportunamente a la señora condesa. Por de pronto anuncio a usted que he de poder poco o el conde no sabrá nada de los deslices de su esposa.

Pepita inclinó la cabeza y ocultándola entre sus manos, comenzó a llorar. El padre Claudio la contempló con la indiferencia del que esta acostumbrado a tal clase de arranques, y únicamente preguntó al poco rato por pura cortesía.

—¿Qué le ocurre a usted, Pepita?

—Soy muy desgraciada, padre mío.

—¡Desgraciada!… Todos lo somos en este mundo; pero usted es de las que menos derecho tienen a quejarse, pues las felicidades de la tierra le sonríen y alcanza honores que otras le envidian.

—¡Vaya un honor! ¡Ser la querida de un rey, gotoso, feo y de carácter antipático! ¡Ay, Jesús mío!… ¡Soy muy desgraciada!… ¡Y pensar que yo he nacido para amar a un hombre que nunca se fija en mí!…

Y al decir esto, Pepita levantó la hermosa cabeza, que bañada por las lágrimas, resultaba más interesante, y con sus ojazos empañados por el llanto, lanzó una diabólica mirada al bello jesuíta.

No se necesitaba ser tan sagaz como el padre Claudio para comprender la significación de aquello. Además, no era la primera vez que la hermosa condesa pretendía inflamar con tan claras indirectas al almibarado padre.

La esclava del jesuita quería convertirse en dominante señora, y para ello pretendía encender en él una pasión. Apoderándose de la parte de hombre que encerraba aquel negro hábito, podía dominar la parte de autómata teocrático que ocultaba.

Pero el jesuita comprendía la importancia de las amorosas demostraciones, sabía que aquello no significaba más que el deseo de arrojarse en brazos de un hombre joven que era dueño de su voluntad para librarse de las caricias de un ser que le repugnaba a pesar de su condición regia, y como esto no convenía a los planes del padre Claudio, de aquí que éste para librarse de la tentación que le ofrecía aquel cuerpo hermoso, al par que exuberante de robustez y vida, se apresurase a desaparecer.

Púsose en pie, tomó el sombrero y se despidió de Pepita, diciéndole con tonillo jovial, aunque algo autoritario:

—Conque quedamos en que usted será obediente y buena hija de nuestra Orden. ¡Buenos días! y que el Sagrado Corazón le guarde.

Salió el jesuita rápidamente de la habitación, y Pepita, secándose las lágrimas con dos rudos estregones, fijó su centelleante mirada en la puerta, y dijo con voz colérica:

—¡Imbécil! Huye como el casto José de una mujer hermosa. No quiere comprometerse por miedo a que dominen su voluntad. ¡Monstruo! Sin duda en los novicios de la Orden encontrará consuelo para sus pasiones.

VI. Fiat Lux

A las ocho de la mañana el conde de Baselga andaba con paso indeciso por las calles de la coronada villa.

Si las gentes de poca monta que a aquellas horas iban a sus quehaceres a paso apresurado y soplándose las manos para ahuyentar el frío, se hubieran fijado en el marcial comandante de caballería de la Guardia, les habría llamado indudablemente la atención el desorden con que llevaba el uniforme y la nerviosidad que se marcaba en su rostro pálido y cejijunto.

A aquellas horas otros militares se dirigían al regio Palacio o a los cuarteles para cumplir sus deberes, erguidos y sonrientes, y a su lado el conde ofrecía el aspecto de un hombre que ha pasado la noche en tormentosa orgía y que se retira a su domicilio ebrio y luchando con el alcohol y el cansancio que entorpecen todos sus miembros.

Pero Baselga, en vez de dirigirse a su casa, se alejaba de ella, y no iba ebrio, sino dominado por una indecisión que le hacia sufrir cruelmente, obligándole a vagar por las calles.

La noche anterior había salido del despacho del padre Claudio dispuesto a no ocuparse más del asunto de su esposa, dejando a cargo del jesuita el averiguar lo que hubiese de verdad en las pérfidas insinuaciones de la duquesa de León. Pero ¿quién es capaz de cortar el curso de los celos una vez se apoderan éstos del corazón del hombre?

Baselga, como de costumbre, no pudo dormir en toda la noche. La posibilidad de que su esposa le engañase y que él fuese objeto de oculta mofa entre las gentes de Palacio y sus compañeros de armas, le producía tan extremada excitación, que en algunos momentos creía volverse loco.

Toda la noche la pasó de claro en claro, y cuando poco después de amanecer un criado le entregó una carta que acababa de dejar en el patio un mandadero público, sin saber por qué se apresuró a levantarse de la cama y a leerla.

Bien recordaba Baselga el contenido del papel que ahora estrujaba furiosamente en lo más hondo de un bolsillo.

Iba sin firma; pero el conde conocía de antiguo aquellas letras enrevesadas agrupadas con arreglo a una ortografía fantástica que tenía para su uso la duquesa de León.

«Tengo ya las pruebas. Ven cuando quieras que desde este momento te aguardo. Marido infeliz, tarda cuanto quieras en convencerte».

¡Ira de Dios! Una carta así era para encender la sangre de cualquier cristiano o moro, y más si era tan ardiente y pronta a entrar en ebullición como la del enérgico Baselga.

Con la rapidez de una exhalación se vistió éste y se arrojó a la calle, marchando en línea recta hacia el caserón solariego de la duquesa que estaba en los alrededores de Palacio; pero cuando se encontraba ya muy cerca de él, retrocedió, pues como todos los que se ven próximos a la desgracia tuvo miedo de llegar y saber toda la verdad.

Ocurre siempre al que está próximo a convencerse de algo que le produce inmenso dolor, que semejante al náufrago que al hundirse para siempre en el abismo busca instintivamente algo sólido a que asirse, en el convencimiento de su desgracia apela a la duda y antes de recibir el golpe procura retardarlo, consolándose con la posibilidad de que no resulte cierto el mal que le amaga.

Esto mismo sucedía a Baselga. El día anterior y aún momentos antes de salir de su casa, sentía una impaciencia sin límites por convencerse de su deshonra y el no conocer ésta con certeza le producía inmenso desasosiego; pero ahora que podía ver y tocar su deshonra, ahora que una mujer celosa y desdeñada se ofrecía a mostrarle su desgracia y con toda claridad, sentía miedo de seguir adelante y hubiera dado diez años de su vida o su caballo favorito y hasta se hubiera hecho liberal únicamente porque el padre Claudio le saliera al paso gritándole:

—¡No sigas, hijo mío! No es necesario que vayas a visitar a la duquesa de León. Todo lo he averiguado y tu mujer es inocente.

El se hubiera convencido o no. Lo más regular es que al día siguiente hubiera vuelto a sus antiguos celos, a sospechar más tenazmente de su esposa y a desear las pruebas de su deshonra; pero al menos por el momento se habría librado del terrible trance de saber la verdad, experimentando un bienestar semejante al que producen ciertos medicamentos que calman momentáneamente los sufrimientos aunque inflamando más las heridas.

Esto parece absurdo; pero es perfectamente humano.

Baselga seguro ya de convencerse de la culpabilidad de su esposa, por extraña observación quería forjarse la esperanza de que ésta resultase inocente, así como el día anterior cuando aún era problemática su infidelidad se empeñaba en tenerla por culpable.

Buscaba afanosamente en su imaginación todas las probabilidades que racionalmente podían aceptarse para creer a Pepita inocente y casi se inclinaba a tenerla por un dechado de virtud y fidelidad. Porque… vamos a ver: ¿no podía ser muy bien que aquella duquesa a quien él conocía perfectamente y que era una dama alegre, poco escrupulosa y tan amiga de amoríos como de intrigas, furiosa de que su antiguo amante la abandonase, hubiese forjado una calumnia con visos de verdad para vengarse de él y perder a una mujer más hermosa y más joven que ella? Esto también podía ser y era probable que se pretendiera exagerar cualquier ligereza insignificante, propia del vivo carácter de Pepita para hacer ver lo que no existía.

Pero apenas la imaginación de Baselga formulaba tales optimismos, la duda le mordía cruelmente y tal era la fuerza con que la sospecha se apoderaba de él, que hasta le parecía que algunos transeúntes le miraban con ojos compasivos como adivinando su desgracia.

El recuerdo de la noche en que sorprendió al rey en íntima conversación con Pepita, el desvío que ésta le mostraba desde poco después de casarse y algunas palabras sin importancia que muchas veces se escapaban en su conversación, pero que ahora eran apreciadas por su instinto celoso como claros indicios de culpabilidad, pasaron rápidamente por la imaginación de Baselga y acabaron de convencerle de que su esposa había atentado contra su honor y se había burlado de él, haciéndolo su marido para ocultar mejor sus devaneos.

Pensando en esto último, la susceptibilidad de Baselga, ya de suyo irritable, se excitó hasta un límite inconcebible, y semejante al desesperado que tiene prisa en acabar su existencia, murmuró sombríamente:

—¡Lo que haya de ser, que sea pronto! ¡No tardes en convencerte de tu deshonra!

Emprendió Baselga apresuradamente la marcha hacia el palacio de la duquesa, y al atravesar el anchuroso patio, recibió un respetuoso saludo del portero, que cesó de barrer y siguió con ojos asombrados la ascensión del señor conde por la vetusta y anchurosa escalera, no pudiendo explicarse cómo el antiguo amante de su señora, de quien ésta hablaba pestes delante de los criados, volvía a la casa tan inesperadamente y a tales horas.

Cuando Baselga entró en las antesalas de la duquesa, a pesar de su preocupación, detúvose algo sorprendido al ver sentado en un banco, con rostro macilento y ojos hinchados, a un sujeto a quien él conocía mucho.

Era el negro Pablo, el mismo que Pepita hacía buscar en aquellos instantes por la policía.

Tenía todo el aspecto de un hombre que ha estado ebrio por mucho tiempo y que todavía lucha con la postrera y abrumadora influencia del alcohol.

Al otro extremo de la antecámara, y como evitando todo contacto con el embriagado negro, estaba una mujer vestida con limpia pobreza, pero en cuyo rostro demacrado leíase una larga serie de padecimientos.

La sorpresa de Baselga al encontrar el negro, fue más grande que la que éste experimentó al verse ante su antiguo amo.

Apoyándose sobre los pies vacilantes e inseguros, irguió el negro su gigantesco cuerpo, y con estropajosa lengua comenzó a murmurar algunas excusas que ni él mismo pudo entender.

Baselga, dominado como estaba por un loco furor, necesitaba descargarlo contra alguien; así es que aprovechó la ocasión que le deparaba la presencia del negro, y levantó la mano para golpearle; pero en el mismo instante y cuando la mujer se levantaba ya asustada, como buscando por dónde huir, abrióse una puerta inmediata y asomó un colosal peinado a la moda y después un rostro que en otro tiempo habría sido hermoso, pero que ahora, para presentarse, necesitaba una gruesa máscara de colorete.

—¡Ah! ¡Estás ahí! Entra, conde; tenemos mucho que hablar.

VII. El jesuíta pierde la partida

Estaba el padre Claudio de vuelta de casa de los condes de Baselga, sentado a la gran mesa de su despacho y manejando un sinnúmero de papelotes con una atención posible únicamente en un hombre como él, para quien la vida sólo era un eterno y enrevesado negocio.

Cuando su reverencia papeleaba, ya se sabía en la casa que quedaba como aislado del mundo, y el portero o cualquiera de los novicios escogidos que servían en la casa en calidad de ayudantes, se guardaban muy bien de entrar a estorbarle, aunque fuera para darle un recado del Papa o del mismo general de la Compañía, que es como si dijéramos del vicepresidente del cielo.

El hermano Antonio, era el único que, por ser como el alter ego de su reverencia, tenía el privilegio de entrar en el despacho estando el padre ocupado, aunque con la condición de no hacer ruido ni dirigirle pregunta alguna.

Justamente aquella mañana el socius del padre Claudio faltó a la consigna escandalosamente, pues entró en el despacho sin recatarse de hacer ruido y arrojando furiosamente su sombrero de tela sobre una silla, fue audazmente a colocarse junto a la mesa donde respirando jadeante comenzó a limpiarse con un sucio pañuelo de hierbas, el sudor que a pesar de la fría estación, corría por sus mejillas más arreboladas que de costumbre.

El padre Claudio al notar la sombra que sobre los papeles proyectaba el cuerpo del recién llegado, levantó rápidamente la cabeza y con las cejas fruncidas y gesto avinagrado, dijo al irreverente secretario:

—¿Qué hay? ¿Por qué entras de un modo tan irrespetuoso?

El hermano Antonio fue a hablar y tantas cosas parecía querer decir de una vez, que no sabía por dónde iniciar su discurso; pero al fin exclamó con voz trémula:

—Reverendo padre, todo se ha perdido.

—¿Qué se ha perdido?

—El asunto de la condesa de Baselga.

El jesuita irguió su cuerpo nerviosamente al oír esto. La zozobra que le era cosa casi desconocida se pintó en su rostro y dijo lanzando al secretario una mirada terrible.

—¿Has visto a tu madre como te encargué?

—De ello vengo y he podido saber que la duquesa de León nos ha ganado la mano y que el conde de Baselga lo sabe ya todo.

El padre Claudio quedóse por algunos instantes fatalmente impresionado por tal noticia, pero no tardó en recobrar su serenidad y dijo al azorado Antonio:

—Calma, hermano. Te desconozco al verte tan impresionado por una mala noticia. Recobra la calma y dime clara y brevemente el resultado de tu comisión.

—Cuando fui a casa de mi madre, ésta había salido ya hacía más de dos horas, según me dijeron unas vecinas. Por los informes de éstas comprendí que había ido a casa de la duquesa de León y allí me dirigí apresuradamente. A la misma puerta la encontré cuando ella salía y juzgue vuestra reverencia cuál sería mi sorpresa y mi irritación, al ver que comenzaba a llorar apenas le indiqué la necesidad de que no dijera una palabra de lo mucho que sabía sobre el parto de la condesa de Baselga. Entre lágrimas y suspiros me contó la escena que había ocurrido momentos antes en las habitaciones de la duquesa y yo quedé tan irritado como sorprendido de la habilidad y paciencia con que esta mujer sabe preparar sus venganzas. Figúrese vuestra paternidad que para convencer al conde de las infidelidades de su mujer, no sólo se ha valido de mi madre (de la que ahora me convenzo que puede disponer a su antojo), sino que durante mucho tiempo por medio de su mayordomo ha estado conquistando a uno de los dos negros que doña Pepita trajo de Méjico, incorregible borrachín que por dinero y por convites ha consentido en huir de su casa para ir a la de la duquesa y allí servir de testigo a las afirmaciones de ésta. El conde ha ido hace pocas horas a casa de la duquesa…

—¿El conde?… —interrumpió con extrañeza el jesuita.

—Sí, reverendo padre. El conde ha acudido obedeciendo un aviso que le envió la duquesa de buena mañana.

—¡Parece imposible! —murmuró el padre Claudio—. ¡Y yo que creía ser dueño de su voluntad!

—Los celos, reverendo padre, cambian mucho a los hombres. Él le prometió a usted anoche permanecer impasible dejando a vuestra reverencia el encargo de averiguar la conducta de su esposa; pero han sobrevenido las pérfidas insinuaciones de la duquesa y ésta ha podido más que los consejos del director espiritual.

—Continúa, hermano Antonio.

—La duquesa con gran abundancia de detalles ha relatado a Baselga todas las aventuras de su esposa, y para evitar toda duda ha empleado como testigos a mi madre y al negro. El conde ha sabido que doña Pepita era la querida del rey antes de casarse y que después ha seguido siéndolo, y la duquesa no ha querido tampoco que ignorara las relaciones con el frailecito y con el baronet de la embajada inglesa. La paternidad de la niña tampoco ha quedado en el misterio y ésta es la más cruel puñalada que ha sufrido el conde, pues hay que confesar que amaba a la niña con delirio. Para demostrar que ésta es hija del rey y que nació dos meses después de lo que Baselga creía, la duquesa se valió de mi madre que declaró el día y la hora en que asistió a doña Pepita en el parto, diciendo que si la partida de bautismo aparecía escrita en abril o sea dos meses antes, era por obra de la influencia de la condesa que compró al cura de la parroquia. Ha sido una suerte que ni mi madre ni la duquesa, que son dos imprudentes, hayan mezclado para nada el nombre de nuestra Orden en las revelaciones, ni hayan dicho que fue vuestra reverencia quien arregló todo lo referente al bautizo. En cuanto a las actuales relaciones con sir Walace, el negrazo se ha encargado de decir la verdad. Primero tuvo cierto reparo de hablar ante su amo, al que teme con razón; pero esa duquesa de tal modo se ha apoderado de su ánimo, que al fin le hizo hablar, y el muy villano, deseoso de vengarse de su antigua ama que, como a todos los criados, lo trataba a latigazos, ha contado con todos sus pelos y señales, cómo siempre que el conde estaba de guardia o de servicio en Palacio, entraba en la casa el arrogante baronet y hasta le ha entregado una carta lacónica, pero comprometedora, que la condesa le había dado para que la llevase a la embajada inglesa.

—¿Y el conde? —preguntó con encubierta ansiedad el padre Claudio—. ¿No sabes lo que hizo el conde al convencerse de su deshonra?

—Mi madre, cuando habló conmigo, estaba todavía asustada por la terrible explosión de cólera de Baselga. Cuando el conde se convenció de que su esposa le hacía traición, salió casi corriendo de casa de la duquesa murmurando maldiciones y amenazas con todo el aspecto de un loco.

—¡Esto es grave! —murmuró el padre Claudio, y presa de nerviosa agitación levantóse del asiento y comenzó a pasear con aire meditabundo.

—¿Cuánto tiempo hace —preguntó al hermano Antonio—, que el conde salió de casa de la duquesa?

—No lo sé ciertamente; pero calculo que pronto hará una hora.

—No hay tiempo que perder. ¿Está enganchado el coche?

—Sí, reverendo padre. Es ya la hora en que vuestra reverencia acostumbra a ir a Palacio.

—No se trata de eso. Voy inmediatamente a casa de Pepita. El conde es un bárbaro, como ya te dije, capaz de toda clase de violencias cuando se encuentra furioso. ¿Quién sabe si a estas horas estará haciendo alguna de las suyas?

—Malos celos tiene el señor de Baselga, pero creo que no haría mal vuestra reverencia en dejar a doña Pepita completamente sola en manos de su esposo. Es una rebelde que desde que está en lo alto, desprecia a la Orden que tanto la ha favorecido y se niega a obedecerla.

—¿Quién te mete a ti a dar consejos? Pepita ha vuelto al redil y nos conviene defenderla para que siga prestándonos buenos servicios. Además en sus tormentosas explicaciones con el conde, puede ser que para sincerarse delate nuestra complicidad en sus relaciones con el rey, con lo que cesaríamos de dirigir la voluntad del conde. Es preciso que yo vaya pronto allá y el corazón de Jesús quiera que no llegue tarde.

VIII. La cólera de Baselga

No era operación trivial el peinado de una dama en aquella época.

En todos tiempos ha sido el tocado de las cabezas femeninas empresa dificultosa que ha necesitado mucho tiempo y no pocas meditaciones, pero en la última época del reinado de Fernando VII, la tiránica moda llevó el peinado a la más estupenda exageración en punto a complicado y gigantesco.

Pepita estaba ante el espejo de su gabinete ocupada en arreglar sus cabellos con el mayor arte posible, cuando oyó agitados pasos en la habitación vecina y poco después la puerta de la estancia, que estaba entornada, tembló al recibir un fuerte empujón, y girando rápidamente, fue a chocar contra la pared con atronadora violencia.

Volvió la bella condesa su cabeza asustada por tal estrépito y vio parado en medio de la puerta al gigantesco Baselga que tenía un aspecto poco tranquilizador.

Pepita estaba tan acostumbrada a tratar despreciativamente a su esposo y tan grande era su convencimiento del dominio que ejercía sobre su voluntad, que no se inmutó al notar la expresión horrible de aquel rostro ceñudo en el cual destacábanse horriblemente los ojos centelleantes, sanguinolentos y que parecían próximos a salirse de sus órbitas.

Hizo la hermosa un mohín que lo mismo podía expresar sorpresa que desprecio, volviendo a mirarse en el espejo, dijo con su tono meloso e indolente:

—Pero hijo mio, ¿qué te sucede para que tan descortesmente penetres en el gabinete de tu mujer? Las costumbres del cuartel te roban tu antigua buena crianza, y será preciso que tu esposa te eduque como si fueras un niño.

El conde pareció no oir estas palabras. Tal seducción ejercía aquella mujer sobre su ánimo que, a pesar de la indignación que le dominaba y de los terribles proyectos de venganza que se había forjado desde casa de la duquesa a la suya, se detuvo como asombrado cual si por primera vez viera a su esposa y quedara subyugado por el incentivo de sus gracias.

Baselga, a pesar de su carácter enérgico, por no decir brutal, carecía de una voluntad firmísima y la indecisión se apoderaba continuamente de su ánimo.

Algunos momentos antes pensaba en asombrosas venganzas y se sentía con ímpetu para exterminar no ya a Pepita, sino a todo el género humano; pero desde el momento que contempló a su esposa, sintióse de nuevo víctima de aquel predominio que esta sabía ejercer sobre su carácter y permaneció un buen rato como atontado, mientras que la hermosa mejicana seguía peinándose tranquilamente.

La calma de su esposa y el desdén que ésta manifestaba, sacaron a Baselga de su contemplación de idiota y avanzando al centro del gabinete, dejóse caer sobre un diván, diciendo con voz cavernosa:

—Pepita; tenemos mucho que hablar. Siéntate aquí y mirémonos frente a frente.

—Habla cuanto quieras —contestó la hermosa con su tonillo indolente—, habla que ya te oigo y no es necesario que deje de peinarme para escucharte.

Baselga se incorporó y con la mirada centelleante y la misma actitud que si estuviera mandando su escuadrón, gritó imperativamente a su esposa:

—¡A sentarse… y pronto! Yo lo mando.

Volvió su cabeza la mujer con aire de asombro al ver que el antiguo esclavo se rebelaba, demostrando tener voluntad; pero fue para ella tan extraña la expresión que vio en su rostro, que obedeciendo a un impulso de conservación, abandonó su peinado y fue a sentarse en el extremo del diván que le indicaba Baselga.

—Ahora —dijo éste con terrible calma—, que los dos nos encontramos frente a frente, vamos a repasar nuestra pasada vida para que yo me convenza mejor de que he sido un imbécil y usted señora una tremenda…

Y Baselga dio a su esposa un calificativo tan justo como duro cuya crudeza disculpaba su inmensa indignación.

Pepita estaba asombrada y no sabía dónde aquello iría a parar; pero como sobre su conciencia pesaban motivos suficientes para tener miedo a su esposo y como éste se mostraba por primera vez con voluntad propia y en toda la plenitud de su carácter feroz, de aquí que la alegre condesita, a pesar de su despreocupación y su descoco comenzara a perder la serenidad.

—Señora: lo sé todo. No son ya un misterio para mi los deshonrosos amoríos que usted ha sostenido antes y después de nuestro casamiento y aún los que hoy tiene con cierto individuo de la embajada inglesa al que muy pronto ajustaré las cuentas.

La condesa, a pesar del imperio que tenía sobre sí misma no pudo menos de estremecerse, detalle que no pasó desapercibido para Baselga.

—Hace usted bien en temblar. A un hombre como yo no se le engaña impunemente, pues antes quiero morir o matar que ser objeto de burla para nadie.

—Te han engañado, Fernando mío —dijo Pepita con tono zalamero—. Todo eso que dices de amantes y de deshonra son tremendas mentiras, que sin duda te han imbuido personas que desean mi perdición.

—¿Me han engañado, infame? ¿Vas a llevar tu cinismo hasta el punto de negar lo que he visto casi por mis propios ojos? Bien sabes tú que mientes. Para demostrarme lo contrario, sería necesario que me convencieses de que no existe un baronet, llamado sir Walace, agregado a la embajada inglesa y de que es falsa esta carta escrita de tu letra y en la cual le das una cita para esta misma noche en que he de entrar de guardia en Palacio.

Y al decir esto, Baselga arrojó en el regazo de su esposa el papel que poco antes le había entregado el negro en casa de la duquesa.

Pepita no lo miró. ¡Para qué! Demasiado lo conocía ella, y estaba convencida desde el primer instante de aquella escena de que su esposo lo sabía todo.

—¿No contestas? Atrévete ahora, infame, a negar que no eres la querida de Walace, así como también de la persona a quien hasta hace poco respetaba tanto como Dios, y que ahora no sé si mirar con desvío o con odio. ¡Ah, mujer miserable! ¡Ah, infame ramera! ¡Cómo te habrás reído con el rey, con ese inglés, y aun con cierto joven fraile, de la mansedumbre de tu ignorante esposo! ¡Ira de Dios! ¡Qué de burlas habréis dirigido contra el imbécil marido que tan ciego estaba!

El conde, diciendo esto, se había levantado y se paseaba como una fiera enjaulada por el reducido gabinete. Sus mejillas, a fuerza de palidecer, tomaban un tinte cadavérico, y en cambio sus ojos estaban inflamados y ribeteados de rojo cual si fuesen de cristal y transparentasen dos grandes coágulos de sangre.

Recordando el infeliz Baselga su deshonra, e imaginándose el ridículo papel que por tanto tiempo había desempeñado, él, que dos años antes se batía por una mala mirada, indignóse hasta el punto de parecer un loco; sus dientes rechinaron, una oleada de densa sombra pasó rápidamente ante su vista, y sintió una necesidad tan imperiosa de desahogar su furor, que alargó instintivamente su fuerte diestra, y al pronunciar las últimas palabras, descargó un tremendo bofetón sobre Pepita.

La fresca mejilla se amorató bajo tan fuerte golpe, la huella de la mano quedó marcada en la tersa tez, y la condesa, a pesar de ser fuerte y robusta, vaciló, llegando casi a doblarse sobre el asiento.

Pepita, llevándose las manos a la parte dolorida, púsose a llorar silenciosamente, y el conde pareció que despertaba de un horrible sueño.

Nunca Baselga se hubiese creído capaz de golpear a una mujer, al contemplar su obra, sintió tal desesperación, que casi estuvo tentado de pedir mil perdones a aquella mujer que tanto le había ofendido.

En uno de sus brutales arranques, llevóse la diestra a la boca para morderla furiosamente, como en castigo a su desacato, y siguió paseando por el gabinete, mientras que la condesa lloraba con aire resignado, sin prejuicio de pensar en su interior que una bofetada era poca cosa si con ella sola lograba salir de tan tremenda situación.

Por mucho tiempo permanecieron callados los dos esposos, y paseando el conde agitadamente, fue borrándose poco a poco de su cerebro la expresión de lástima que le había producido su propio desacato, y nuevamente los celos y la indignación excitaron su carácter violento hasta el punto de que volvió a reanudar el penoso diálogo con su esposa.

—No llore usted. Las mujeres que faltan a sus deberes deben tener el suficiente valor para sufrir las consecuencias de sus crímenes, y ya que son malvadas, que lo sean de veras sosteniendo toda la responsabilidad que sobre su conciencia se han echado.

Luego añadió, riendo sarcásticamente:

—Yo la creía a usted de más valor. Hasta hace poco estaba sometido a su voluntad, teniéndola por una mujer de gran entereza; pero ahora veo que es usted un tiranuelo sin energía, que ni aun tiene la grandiosidad de sostener sus crímenes. La creía a usted de más valor y me alegraba. Quería ver si usted, defendiendo sus crímenes, mostraba gran energía, hasta el punto de fingir un ánimo varonil, para entonces hacerme yo la ilusión de que trataba con un hombre y exterminarla, que es lo único que usted merece.

Al hablar de exterminio, Baselga se acercó a su esposa, y ésta incorporóse asustada, gritando con temblorosa voz:

—Fernando mío, ¡por Dios! Perdóname; piensa que tienes una hija y que yo soy su madre.

Dudó algunos instantes Baselga entre extender sus brazos contra aquella mujer o separarse de ella, y por fin, al oír que hablaba de su hija, prorrumpió en una interminable carcajada, de sonido tan raro, que crispaba los nervios.

—¿Conque yo tengo una hija? ¿Por ella te he de respetar?

—Sí, Fernando mío; piensa en tu hija y en que yo soy su madre, y así me perdonarás. Te han engañado, han mentido para perderme… esa carta es falsa… yo no conozco a ese inglés… yo no conozco a nadie… ¿Quieres que traiga aquí a tu hija?

—No la traigas —gritó con voz tonante el conde—. La pobre criatura es inocente y no debe pagar las faltas de nadie. Si la trajeras sería capaz de estrellarla contra la pared con toda tranquilidad, pues no hay en su sangre una sola gota de la mía.

—¿Que no es tu hija? —exclamó Pepita con un asombro que le hubiera envidiado la más consumada actriz.

—Mira, Pepita; no sigas mintiendo o de lo contrario no respondo de mí. Te he dicho que lo sé todo y así es la verdad. Esa criatura no es hija mía. Ahí están para atestiguarlo la mujer que te asistió en el parto, la cual confiesa que la niña nació dos meses después de la fecha que tú me anunciaste. Tú sabrás quién es su padre, pues no se habrá borrado aún de tu memoria el recuerdo del hombre a quien te entregaste después de mi partida.

Pepita al conocer que su esposo estaba tan bien enterado, experimentó mayor turbación y sólo supo decir con la inconsciencia de un autómata.

—Mentira; todo lo que te han dicho es una falsedad. Alguien me quiere perder.

—Sí; alguien te pierde, pero es tu misma desvergüenza. Mira esa carta que aún tienes sobre las rodillas, examina bien la letra y después atrévete a negar que la has escrito tú misma para un amante que hace tiempo absorbe tus sentidos hasta el punto de olvidarte de tu esposo y de tu hija.

La condesa, no sabiendo qué contestar, apeló a la suprema razón de la mujer y volvió a llorar ocultando el rostro entre las manos.

Mucho tiempo pasó Baselga paseando por la habitación con aire meditabundo y al fin se paró ante su mujer exclamando con voz cavernosa.

—Señora; es necesario que esto concluya. Sé bien que ante los ojos de Dios, que es enemigo del pecado, tengo yo derecho a exterminar a la mujer que tan vergonzosamente ha mancillado mi honor; pero un valiente no se ensucia jamás con la sangre de un ser débil. Hace poco me sentía capaz de estrangularla entre mis manos, pero ahora me felicito de no haber adoptado tan extrema resolución que vendría a añadir nueva vergüenza a mi deshonra. Otra será mi venganza y cual corresponde a un caballero que tiene derecho a llevar alta la frente.

Dijo Baselga estas últimas palabras con tanta firmeza, que Pepita levantó asustada la cabeza y preguntó con ansiedad.

—¿Qué piensas hacer?

—Hoy mismo, señora, quedaremos separados y buscaré a ese inglés, al que usted tanto ama, para cambiar algunas balas o darnos de estocadas, pero antes iré a Palacio, pues nuestro divorcio no ha de quedar en el misterio, ni un conde de Baselga ha de abandonar a su esposa, sin que todo el mundo sepa la causa. Hablaré con la reina Amalia para que sepa la conducta de su esposo y la de una dama de su servidumbre de honor, y usted, señora, no podrá ya volver a Palacio y la alta sociedad le repudiará de su seno. Sé perfectamente que entre las gentes de Palacio hay muchas señoras que sólo de tal tienen el nombre y que proceden con sus maridos tan infamemente como usted con el suyo; pero eso no aminorará la pena que yo la destino, pues en ciertas esferas el escándalo es lo que mata y las más culpables y dignas de castigo son las que más se apresuran a abrumar con su desprecio a la compañera de pecado que no ha sabido impedir que fueran conocidas sus faltas. Soy joven; hasta hace poco era un imbécil, pero el dolor y la venganza han operado en mí una transformación y hoy veo claro cuanto me rodea, y conozco que para un carácter altanero y soberbio como el de usted, el peor castigo es verse abandonada de todos y despreciada por las mismas mujeres cuyos celos y envidias provocaba hasta hace poco. Todo Madrid sabrá que la señora baronesa de Carrillo es una prostituta sin vergüenza, una mujer infame, que su marido, el conde de Baselga, la ha abandonado por conservar limpio su honor y quiere que todo el mundo lo sepa.

Efectivamente; debía ser para Pepita muy terrible el castigo que le prometía su esposo, por cuanto temblaba y mostraba más miedo que momentos antes cuando Baselga la golpeaba.

Éste miraba fijamente a su esposa, adivinando el efecto que en ella causaban sus palabras, y para hacer mayor su tormento, añadió con cierta complacencia:

—Todo Madrid sabrá quién es usted y la escupirá en el rostro. Las altas damas de Palacio le negarán la entrada en sus casas, y cuando la encuentren en la calle si se dignan fijar en usted sus ojos, será para dirigirla miradas de desprecio; los hombres si la hablan será para decirla palabras capaces de ruborizar a la pecadora más perdida; toda persona virtuosa y de honor huirá de usted, y hasta los buenos padres de la Compañía, esos santos varones que dirigían su conciencia, se negarán en adelante a ser el sostén de una ramera con título de baronesa.

—¡No! ¡Esos no!… —exclamó Pepita involuntariamente al oír el nombre de la Orden, y fue a seguir hablando, pero de pronto palideció y bajando la cabeza sumióse en el silencio.

La condesa al ver incluido entre sus castigos el desprecio de los jesuítas, experimentó la involuntaria tentación de hablar, y hasta su lengua fue a decir que ellos eran los principales causantes de su infidelidad conyugal, pero en tal instante el recuerdo del misterioso Poder de la Orden y de lo que ésta era capaz para castigo de los imprudentes, pasó rápidamente por su imaginación y creyó prudente callar, exponiéndose a un castigo problemático como era el manifestado por su esposo para librarse del castigo de la Compañía que era más cierto.

—¿Cómo que no? —preguntó Baselga apenas su esposa dijo tales palabras—. ¿Duda usted acaso de que los jesuítas abandonaran a una esposa adúltera e infame? La Compañía de Jesús es una religión de hombres virtuosos y humildes, que sienten horrible antipatía contra el crimen y la deshonestidad, y que la abandonarán a usted apenas se convenzan de sus terribles faltas. ¿Ve usted al buen padre Claudio siempre tan atento y deferente? Pues tengo la seguridad de que apenas sepa que es usted una esposa adúltera, se llenará de santo horror, y su indignación no tendrá límites cuando yo le cuente que usted ha sido la querida del rey, logrando con sus infernales tentaciones que el monarca ungido de Dios cayese en el pecado.

Si la condesa no hubiera tenido el rostro oculto entre sus manos, tal vez se la hubiera visto sonreír sarcásticamente mientras su esposo hablaba de las virtuosas indignaciones del padre Claudio.

La rabia que sentía el violento Baselga, aquel afán de venganza brutal que no podía desahogar por miramientos de sexo, producían en el gigantesco comandante una angustia terrible, que al fin le obligó a dejarse caer sobre un sillón, donde permaneció mucho tiempo con los ojos entornados y respirando jadeante como si fuera víctima de mortal congoja.

Pepita, a pesar de que hacía tiempo miraba con indiferencia a su esposo, sentía hacia él cierta atracción desde que lo vio tan magnífico e imponente durante la terrible y brutal explosión de su rabia, y además necesitaba calmar su enojo por medio de caricias. Por esto comenzó a mirar con inquietud al conde, que parecía próximo a ser víctima de una congestión que pusiera en peligro su existencia.

Mucho rato permaneció Baselga inmóvil y como abstraído, hasta que por fin dio señales de ir serenándose, y abriendo sus ojos los fijó en su esposa con extrañeza.

—¿Aún está usted aquí? ¿Quiere usted acaso continuar mintiendo por más tiempo y engañarme con sus miserables embelesos? Salga usted inmediatamente de aquí y que no la vea durante las pocas horas que permaneceré en esta casa, de lo contrario podría caer nuevamente en la tentación de tomarme la justicia por mi mano. Diga usted a mis asistentes que preparen mi equipaje para poder salir hoy mismo de esta casa.

Con tal imperio dijo Baselga estas palabras, que la condesa se vio forzada a obedecer, y a paso lento se dirigió hacia la puerta; pero al llegar a ésta se detuvo, y adoptando una actitud resuelta, volvió al centro de la habitación.

Baselga la miró con cierto asombro.

—Yo no puedo permitir, que tú te vayas —dijo, mirando a su esposo con la misma expresión incitante que horas antes había empleado con el padre Claudio.

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir eso?

—He dicho que no te vas y no te irás.

—¿Y quién puede impedir que yo te abandone?

—¡Yo! o más bien dicho, mi amor.

—¡Tu amor! —exclamó Baselga con extrañeza, e inmediatamente rompió a reír con lúgubres carcajadas.

—¡Conque me amas, Pepita mía! —dijo con acento sarcástico.— No es mala la treta para abusar una vez más del marido bonachón, del bestia ridículo de quien tantas veces te has reído. Sin duda, temes las consecuencias del castigo con que te he amenazado, y te propones evitarlas intentando resucitar en mi pecho el ascendiente que hasta hace poco tuviste.

—Di lo que quieras; insúltame cuanto gustes, llámame perdida, golpéame, como a un perro, que todo esto no impedirá que te ame tanto como el primer día que nos conocimos.

Aquella mujer era una actriz tan perfecta, que su marido llegó a dudar de la falsedad de sus palabras.

Tal pasión se retrataba en sus ojos y con tanta ingenuidad hablaba, que Bnselga, atropellando la lógica de los hechos y lo decisivas que eran las pruebas que tenía para considerar a Pepita como a una mujer malvada y viciosa, creyó por un momento que ésta había ido al deshonor arrastrada por su carácter caprichoso y que todavía le amaba, por lo que él se sentía dispuesto a perdonarla.

Tanto adoraba a su esposa aquel hombre tan brutal como sencillo.

Pepita, como de costumbre, adivinaba el efecto que sus pérfidas palabras producían en el ánimo del conde, y no queriendo desaprovechar tan favorable ocasión, apeló a todos sus recursos escénicos, y dijo con la entonación melancólica de una mujer que ve sus ilusiones próximas a desvanecerse:

—Yo, Fernando mío, te amo y te he amado siempre. Reconozco, si así lo quieres, que he sido traidora, que he faltado a la fe jurada; pero esto no me impide el considerar como la mayor de las desgracias verme alejada de ti, que eres mi mayor ilusión. ¿Qué ganará tu honor con que nos separemos públicamente y el mundo sepa mis faltas y tu deshonra? Quedaremos los dos solos, abandonados, como si estuviéramos en el centro de un desierto; yo seré muy desgraciada porque te amo y tu sufrirás gran pena porque me adoras, Fernando; yo así lo reconozco, a pesar de que tú haces cuanto puedes por ocultar tu pasión. El tiempo es un buen remedio para borrar de la memoria los recuerdos penosos, y no pasarán muchos meses, sin que dando al olvido el pasado, volvamos a amarnos como en más felices tiempos. ¿Qué ganas con huir de esta casa?

—Lo que tú temes —dijo el conde con expresión sarcástica—, es el escándalo y el desprecio público que caerán sobre ti apenas publique yo tu deshonra.

—No, esposo mío; lo que yo temo es verme alejada de ti. Si tal sucediera, cree que la vida sería para mí terrible carga.

Dio la condesa tal acento de sencillez a estas palabras, que Baselga se sintió ya casi desarmado. Una infame y deshonrosa conformidad comenzaba a apoderarse de su ánimo.

Los primeros impulsos de su terrible furor se habían desvanecido ya, y casi se sentía inclinado a transigir con su deshonra. Amaba a Pepita como a nadie, y comenzaba ya a pensar en lo pesada y monótona que sería para él la vida así que se viera alejado de su esposa y tuviera que mirarla en la calle como una mujer extraña y de posesión imposible.

La astuta condesa, que sabía la mágica Influencia que ejercían sus gracias corporales sobre aquel gigante, que en su corpachón encerraba los insaciables apetitos de un sátiro, apeló a las seducciones de obra para reforzar sus cariñosas palabras, y reclinándose en el diván dejó que algo más que sus lindos pies asomaran por bajo la desordenada falda, al mismo tiempo que hacía ondular su incitante pecho al impulso de una respiración agitada y angustiosa.

No tardó Baselga en fijarse en tan seductores detalles, y mientras parecía reflexionar, fijos sus ojos en los encantos de Pepita, ésta le decía con el tonillo zalamero que tanto efecto causaba en sus adoradores.

—¿Qué ganarías, hijo mío, con huir de mí? Yo comprendo que he sido muy malvada y debes castigarme. Lo deseo, lo exijo, y me consideraré feliz si extremas conmigo tu venganza hasta el punto de que quedes tranquilo y vuelvas a ser el mismo de antes. Estando junto a mí podrás desahogar tu justa rabia, tratándome como un ser odioso, mirándome con completa indiferencia. Este, Fernando mío, será mi mayor castigo, porque yo te amaba antes mucho; pero ahora te quiero hasta el delirio. Eres soberbio y sublime como un león cuando te enfadas, y te aseguro que hace un instante cuando me abofeteabas sentía tentaciones de besarte. Ninguna mujer hubiera dejado de adorarte al verte amenazante y magnífico como un dios. Pégame cuanto quieras, condéname a los mayores castigos que puedas imaginar; pero ámame, pues de lo contrario, yo misma me daré muerte.

Sólo le faltaba aquello al sencillo Baselga para que inmediatamente su terrible furor viniera al suelo como un castillo de naipes.

Quería permanecer algún tiempo afectando un odio irreconciliable; pero en su interior estaba ya resuelto a perdonar, y por esto, instintivamente y sin darse exacta cuenta, avanzó algunos pasos hacia su esposa sin poder ocultar en su rostro la impresión que sentía favorable para Pepita.

Esta, que fingiéndose distraída por su apasionamiento, se fijaba en cuanto hacía su esposo, comprendió que había ya ganado su afecto, y continuó hablando para asegurarse por completo su tranquila pasividad.

—No dudes en permanecer unido a tu esposa. Tú amas la gloria, aspiras a ser un personaje en el ejército, cosa muy justa, y nada te perjudicaría tanto en tu carrera como un escándalo que redundaría en desprestigio de las personas reales. Piensa que si permanecieras como hasta hoy cumpliendo con tus deberes y no haciendo nada que pudiera desagradar al rey, llegarías a general dentro de pocos años.

Detúvose Pepita algunos momentos como para estudiar el efecto que sus palabras causaban en el conde, y creyendo que la promesa de un porvenir glorioso en su carrera le deslumbraba, acabando de desvanecer todos sus escrúpulos, continuó:

—Además, ¿por qué has de ser tú de diferente carácter que la mayor parte de los que contigo se codean en los salones del Palacio? Tú dices que conoces bien a las gentes palaciegas; pero ni con mucho tienes formado un exacto concepto de su carácter y sus costumbres. ¿Si supieras cuántos ciegos voluntarios hay entre los cortesanos? ¿Si vieras los muchos que ven más de lo que les conviene y sin embargo callan? Es porque saben vivir y comprenden que a la sombra de un trono hay que pasar por muchas cosas para poder medrar. Imítalos tú, Fernando mío, y no te empeñes en diferenciarte de los demás a título de algunas preocupaciones que sólo alcanzan crédito entre la canalla popular. Permanece al lado de tu esposa y no te opongas a los caprichos del rey, que yo me encargo de que dentro de pocos años seas general. Nada puede costarte este pequeño sacrificio. Cuando eras soltero ¿no consentías que ese vejestorio que lleva el título de duquesa de León, atendiera a todas tus necesidades a pesar de ser esto deshonroso? Pues confórmate ahora a ser un poco complaciente y algo ciego, y piensa que, a pesar de lo que diga la gente, ser querida de un rey es un honor que no todas alcanzan. Debes pensar en que podemos encumbrarnos bajo la protección del monarca y en que muchos envidiarán tu suerte, pues quisieran tener una esposa que manejase a su gusto la voluntad del amo de España.

La condesa no pudo seguir. Había avanzado demasiado haciendo a su esposo tal proposición, y no tardó en sufrir las consecuencias.

Aquellas cínicas palabras causaron a Baselga el efecto de otros tantos latigazos.

Quedóse como asombrado por la audacia de su esposa, y pareció dudar de la realidad de lo que oía.

La vergonzosa proposición penetrando hasta lo más recóndito del corazón de Baselga, removió los restos que en él quedaban de dignidad y de honor.

El pasado surgió luminoso y terrible ante la interna vista del conde, y un intenso rubor se extendió como una oleada de fuego por sus mejillas, hasta entonces pálidas.

Baselga que rara vez se acordaba de sus antepasados y que a pesar de sus preocupaciones políticas y sociales, no se cuidaba de hacer alarde de los méritos de sus ascendientes, al escuchar tan infamantes propuestas, vio desfilar por su imaginación las figuras de sus progenitores tristes, cabizbajas y llorosas, como condoliéndose de aquella tremenda ofensa que se ofería a su descendiente.

La impresión era demasiado fuerte para un hombre tan enérgico e irascible como Baselga.

Sintió que la sangre subía en ardorosa erupción al interior de su cerebro produciéndole terribles escalofríos; sus ojos se oscurecieron distinguiendo únicamente en la densa sombra que ante ellos se extendió millares de chispas azuladas que bailoteaban con la infernal y caprichosa ligereza de los duendes en el aquelarre; los brazos avanzaron con arrollador e instintivo impulso y los crispados dedos agarraron algo carnoso, suave y tibio estrujando con bárbara complacencia, la finura de su superficie.

Era la garganta de Pepita.

Cuando ésta sintió sobre su cuello aquellas férreas tenazas movidas por feroz impulso, gritó agitada por el instinto de conservación, pero la voz clara y vibrante pugnando por salir, se extinguió antes de llegar a los labios convirtiéndose en un rugido horrible que tenía mucho del estertor de la agonía.

A pesar de la robustez del cuerpo de la condesa, Baselga oprimiéndole el cuello con salvaje complacencia la levantó hasta separar sus pies del suelo y la agitó en el espacio zarandeándola como el verdugo que en la horca se apresura a poner fin a la vida del sentenciado.

Aquella escena tenía un carácter tan horrible como repugnante.

El conjunto que formaban aquellos dos cuerpos tan terriblemente unidos, agitábase furiosamente por la habitación. La condesa en el estertor de la agonía agitábase desesperadamente queriendo librarse de la argolla de hierro que la estrangulaba, y agitando furiosamente los pies en el vacío, tan pronto golpeaba los muebles, como daba furiosas patadas en las piernas de su esposo. Éste, pugnando instintivamente por librarse de tales golpes y de los arañazos que en su rostro hacían las hermosas manos de la condesa, iba de un lado a otro de la habitación con su pesada carga sin dejar de oprimirla la garganta lanzando al mismo tiempo espantosos juramentos y rugidos con los que desahogaba la salvaje ansia de destrucción, que de él se había apoderado.

Esta extraña situación sólo duró algunos momentos. De pronto el cuerpo de Pepita se estremeció de los pies a la cabeza, un suspiro horrible que semejaba un rugido salió de sus labios, y el conde sintió al mismo tiempo algo húmedo, caliente y repugnante, que chocaba contra su rostro.

La nueva sensación le trajo a la realidad, y como si sintiera un asombro sin límites ante su propia obra, soltó el cuello de la condesa, cuyo cuerpo cayó inerte y sin vida sobre la alfombra.

En la mirada de Baselga se retrató un asombro abrumador. Llevóse la mano a su rostro y la contempló llena de sangre, y al alzar la mirada asustóse al verse retratado en el frontero espejo de un modo horrible. Su figura tenía la expresión siniestra de un asesino, y su rostro estaba desfigurado por una máscara de negruzca sangre que hacía brillar con más intenso fulgor sus ojos, semejantes a los de un león cuando va a despedazar la bestia ya inmolada a sus furores.

Entonces fue cuando se dio exacta cuenta de lo que había ocurrido, y cuando se convenció de que acababa de dar muerte a su esposa.

Baselga no experimentó ninguna sensación al darse cuenta de su delito.

Era tan grande el hecho, que por su misma inmensidad no cabía el arrepentirse de él inmediatamente, y cayó en un estado de estúpida inercia, contemplando con la cabeza baja y estúpida fijeza, el cadáver de Pepita, cuyos labios amoratados y henchidos de sanguinolenta espuma, daban un siniestro carácter a su rostro, que aún parecía más hermoso con la palidez de la muerte.

Baselga no pudo darse cuenta de cuánto tiempo permaneció en la imbécil contemplación. De pronto oyó sonar pasos en el corredor vecino, y levantando la cabeza, vio entrar precipitadamente en el gabinete a un sacerdote.

Era el padre Claudio.

Mucho dominio tenía el hermano jesuíta sobre sus impresiones, y no eran pocas las escenas terribles que había presenciado en su vida, pero a pesar de esto, al abarcar con una rápida mirada el cuadro que ante sus ojos se ofrecía, no pudo impedir el volver atrás instintivamente.

Vio a Pepita, tendida en el suelo con las ropas en desorden, impresas en el cuello las cárdenas señales de unos dedos, y junto a ella, impasible, pero amenazante, la tremenda figura de Baselga, por cuyo rostro corría la sangre, destilando gota a gota por el extremo de sus patillas.

Aquel espectáculo tan horrible como inesperado, logró conmover al sectario de Loyola, y al mismo tiempo que se desvanecía su eterna sonrisa, su rostro tornábase pálido por primera vez en su vida.

Era que sentía miedo ante el iracundo Baselga y temía que la condesa antes de morir hubiese revelado a su esposo la gran participación que la Orden tenía en muchas de sus faltas.

IX. La moral jesuítica

Al día siguiente entraba el padre Claudio en su despacho, donde, como de costumbre, estaba el hermano Antonio encorvado sobre la gran mesa, ocupado en la inmensa labor que producían los informes y anotaciones secretas de la terrible Compañía.

El jefe de los jesuítas al entrar en aquella vasta pieza, que era como el templo erigido en honor del poderío de la Orden, exhaló un suspiro de satisfacción semejante al del peregrino que vuelve a su hogar después de un largo viaje.

El secretario, a pesar de su habitual impasibilidad, levantó su cabeza, y con aire de ansiosa interrogación, contempló a su superior.

—Por fin —exclamó el padre Claudio—, me veo aquí tranquilo y libre ya de tremendos compromisos. ¡Ay hermano Antonio, si supieras cuánto he tenido que trabajar por culpa de la ligera condesita a quien Dios tenga en su gloria y de la duquesa de León, con la cual cargue el diablo! Supongo que ya tendrás noticia de lo ocurrido en la casa de los condes de Baselga.

—Sí, reverendo padre. Recibí vuestro recado en el que me manifestabais el triste fin que ha tenido doña Pepita.

—¿Y qué se dice por Madrid del terrible suceso?

—Nada de particular, reverendo padre. La gente cree que la condesa ha muerto de un accidente repentino, y que su esposo está desconsolado sin que haya quien pueda inspirarle la resignación suficiente para sobrellevar la pérdida.

—Veo que no lo hemos hecho del todo mal y que he logrado evitar que el escándalo haga presa del tal suceso. Bastante me ha costado, pues a pesar de los grandes medios de que dispone la Orden, he tenido que agitarme mucho para poder conseguir el arreglo de este asunto.

—¿Y qué dice el conde, reverendo padre?

—El conde es ya uno de los nuestros, la independencia de su voluntad se ha desvanecido para siempre, y en adelante será un instrumento inconsciente de nuestra Orden, y tendrá que obedecer nuestros mandatos so pena de caer en manos de la justicia humana.

—¿Se ha ligado acaso a nuestra Orden con alguno de nuestros votos?

—Ha hecho más todavía. Ha firmado un papel con el que somete su porvenir y su honra en nuestras manos. Toma, hermano Antonio, lee este papel y guárdalo cuidadosamente en la nota referente al conde de Baselga. Con tal declaración su suerte esta en nuestras manos y podemos manejarlo como un instrumento que obedecerá ciegamente cuanto la Compañía se digna mandarle.

El padre Claudio sacando del bolsillo de su sotana un pliego cuidadosamente doblado, lo entregó a su secretario, quien leyó rápidamente lo siguiente:

«Yo el abajo firmante, D. Fernando de Baselga, conde de Baselga, gentilhombre de Palacio y comandante de la guardia real de caballería, declaro con espontánea voluntad y ante la presencia de Dios que nos ha de juzgar a todos y que me castigará si miento, que he dado muerte violenta a mi esposa doña Josefa Carrillo, baronesa de Carrillo, estrangulándola en un rapto de furor. No intento disculpar mi crimen y por si algún día le place a la divina Providencia el descubrirme y castigarme, escribo la presente declaración de mi puño y letra, y la firmo confiándome a la misericordia de Dios.

Fernando de Baselga».

El hermano Antonio, así que terminó la lectura del documento fijó la vista en su superior y con acento de admiración que procuraba extremar para hacerse más grato al padre Claudio, exclamó:

—¡Cuán grande es vuestra reverencia y qué sabia y expertamente sabe procurar por los intereses de la Orden! ¿Cómo ha logrado vuestra paternidad, apoderarse de la persona del conde?

—Cuando contemplé el terrible espectáculo que se había desarrollado en casa de Baselga, pensé inmediatamente en nuestra máxima, de que es preciso sacar del mal todo el bien posible, y me propuse, ya que la suerte de Pepita no tenía remedio, el hacer todo lo posible para que no lo perdiésemos todo. ¿Qué hubiéramos ganado, con dejar al conde de Baselga completamente abandonado en tal terrible situación, permitiendo que su crimen se descubriera y que la justicia humana se ensañara con él como en un vulgar asesino? ¿Hubiera resucitado por esto Pepita? ¿Y por otra parte si el conde hubiese sido juzgado por los tribunales no nos habríamos expuesto a que siendo averiguadas las causas del crimen hubiese aparecido nuestra complicidad en los devaneos de la condesa? Por esto he creído más acertado el proteger a Baselga, no descuidando de paso el hacer de él un agente de la Compañía. Sé muy bien que al presente sus servicios no nos serán de gran utilidad, pues es casi un imbécil, pero como perro de presa no tiene precio, y el día en que la revolución vuelva a levantar la cabeza y necesitemos hombres que defiendan con valor los privilegios de la Iglesia y de nuestra Orden, el conde será un excelente combatiente lo mismo que si por la fuerza de las circunstancias tuviéramos que dar nuestro apoyo a los que ya piensan en sustituir al rey don Fernando, por el infante don Carlos.

—Efectivamente, reverendo padre, el conde es un excelente solado y de seguro que algún día tendremos que recurrir a su espada y quién sabe si con el tiempo llegará a ser el campeón armado de la Compañía de Jesús. Pero cuénteme vuestra reverencia si con ello no falto al respeto que se merece, cómo fue lo que sucedió cuando visteis al conde ante el cadáver de su esposa.

El padre Claudio que había ocupado su sillón habitual, frunció el ceño ante aquella muestra de curiosidad que deba su subordinado y que tan contraria era a las reglas de la Orden; pero sentía, a pesar de su carácter gran deseo de relatar lo que le había ocurrido, pues la enormidad de aquella tragedia inesperada había trastornado por completo su carácter y modo de ser.

—Satisfaré tu indiscreta curiosidad, aunque sólo sea por una vez. El conde estaba en un estado casi rayando al idiotismo y cuando yo ante el cadáver de su esposa le increpé lleno de santa indignación llamándole asesino, pareció no entenderme ni darse exacta cuenta de la enormidad de su crimen; pero de repente, y cuando más extremaba yo mis acusaciones salió de su ensimismamiento y llorando como un niño, el infeliz se arrojó a mis plantas pidiendo a gritos que le salvara de aquella situación terrible en que le ponía el resultado de su furor. Las consideraciones que antes he expuesto, pasaron rápidamente por mi imaginación y determiné salvarle, pero antes le exigí que para ponerse bien con Dios y pedirle perdón por su crimen escribiera este documento que te acabo de entregar.

—¿Y qué hicisteis para salvarle cuando el importante documento estuvo en vuestro poder?

—Lo primero era evitar que se supiera cómo la condesa había muerto a manos de su esposo, y yo mismo fui a buscar a uno de nuestros hermanos de hábito corto, el famoso doctor Rodríguez, a quien como tú sabes, hemos convertido merced a nuestra influencia y poder, en una eminencia científica, a pesar de su ignorancia y de que yo antes me dejaría morir que permitirle me tomara el pulso.

—¿Y qué hizo el doctor Rodríguez?

—Me obedeció como un buen hermano apenas me presenté en su casa y me siguió a la de la condesa, donde a pesar del gran imperio que sobre sus impresiones tiene y de su reconocida dureza de corazón, no pudo menos de conmoverse. Te digo que el espectáculo que ofrecía el cuerpo de la condesa tendido en medio de su gabinete, era para aterrorizar al hombre más feroz.

A pesar de esta afirmación, el padre Claudio hablaba con completa tranquilidad, y su voz meliflua no se alteraba con el recuerdo de aquella sangrienta escena.

Realmente el jesuíta no tenía de qué condolerse. El negocio no había sido del todo malo. Bien era verdad que la Compañía con la muerte de Pepita había perdido uno de sus más útiles auxiliares, pero este accidente había servido para ligar más a la Orden a un Hércules que podía prestar en adelante muy buenos servicios.

El hermano Antonio tampoco se conmovía gran cosa. Aquella relación de un suceso espantoso estaba en armonía con sus malvadas aficiones, y parecía oírla con deleite y hasta con gustosa impaciencia, pues fijaba sus ojos en el rostro de su superior para adivinar las palabras. En algunos pasajes del relato revolvíase nerviosamente en su asiento y agitaba su cabeza como olfateando el espacio. Había en él mucho de la fiera que dilata su hocico al husmear en El viento las emanaciones de sangre.

El socius estaba horrible escuchando con tanto placer la descripción del repugnante aspecto que ofrecía el cadáver de la condesa y el padre Claudio contemplaba con agrado el espíritu infernal que se trasparentaba tras los ojuelos del mastín ensotanado que le servía de secretario.

—Era necesario como antes te he dicho —continuó el lindo jesuíta—, hacer ver que Pepita había muerto naturalmente, y el doctor Rodríguez, una vez repuesto de su primera impresión determinó que la muerte de la condesa fuese a causa de una congestión cerebral. El tinte violáceo que la extrangulación había dejado en el hermoso rostro, daba algún fundamento a la suposición de tal enfermedad.

—¿Y el conde? ¿Qué hacía entre tanto, reverendo padre?

—Lloraba como un niño y se mostraba tan débil que casi no podía andar sin descansar a cada instante su cabeza sobre mi pecho. Cuando volví yo con el doctor Rodríguez, tuvimos que separarlo a viva fuerza del cadáver de su esposa, al que estaba abrazado como un loco dándole furiosos besos.

—¿Y de qué modo acabó vuestra paternidad por dar un carácter natural al suceso?

—Sabes que a mí, aunque humilde siervo del Señor, me sobran los medios para salir triunfante de todos los conflictos, y en el de ayer he tenido pericia suficiente para no dejar un solo cabo suelto ni despreciar el menor detalle que delatase la verdad de todo lo ocurrido. Lo primero y más urgente era el dar un aspecto de fallecimiento natural al cadáver de Pepita e inmediatamente pusimos manos a la obra el doctor y yo. Baselga nos dejaba hacer mirándonos con estúpida indiferencia y todo su empeño consistía en acercarse al cadáver, lo que nosotros procurábamos evitar.

—¿Y los criados? ¿Dónde estaban? ¿Qué decían?

El hermano Antonio hizo estas preguntas con el acento de un genio postergado que pilla a un colega en grave falta de distracción.

—Hermano secretario —dijo el superior con aire de ofendido—, eres un ignorante tan presuntuoso, que algunas veces te olvidas de tu posición miserable hasta el punto de querer elevarte al mismo nivel de tus superiores. La culpa la tengo yo que te concedo libertades que no mereces y te relato por pura condescendencia cosas que no debías saber. Porque te he dicho algunas veces que siguiendo como hasta el presente podrías algún día ocupar altos puestos en la Orden, te has engreído y abusas de mi confianza; pero ten presente que así como puedo elevarte puedo convertirte en polvo, y casi me dan tentaciones de abandonar al que se muestra como un soberbio e incorregible charlatán.

Bajó la cabeza el socius anonadado por tal reprimenda y apresuró a desvanecer con un nuevo rasgo de rastrera adulación el mal efecto que en su superior habían causado sus palabras.

—Reverendo padre, perdón, en nombre del dulcísimo Jesús, de cuanto haya podido decir en ofensa de vuestra reverencia. No soy yo quien he hablado, sino el demonio que muchas veces me impulsa a ser soberbio y olvidar mi humilde posición. Perdón padre mío, perdón que yo con toda mi alma me arrepiento de mí soberbia.

Y el secretario se puso de rodillas ante su superior, imitando la actitud de un niño que tiembla ante el castigo.

Aquello podía resultar degradante, rastrero y vergonzoso para la dignidad de un hombre, pero debía gustar mucho al padre Claudio, por cuanto de su rostro se borró la ceñuda expresión de desagrado y se dignó extender su blanca y cuidada diestra sobre la mugrienta cabeza del socius, diciéndole con su dulce voz al mismo tiempo que le bendecía:

—Levántate, hermano; yo te perdono en nombre de Dios, a quien has ofendido dudando de mi pericia. Porque por centésima vez te repito que los actos que nuestra Orden realiza responden a la inspiración del Eterno, y por lo tanto, peca el que pone en duda su eficacia, pues así como Dios no se equivoca nunca, jamás pueden equivocarse los directores de la Compañía que es la gloriosa milicia de Cristo. Tú dices que eres creyente y por esto siempre debes creer en nuestra santa institución. Así confío que será per ommia secula seculorum.

Amén —contestó el secretario con acento contrito, y levantándose del suelo, volvió a ocupar su asiento.

El padre Claudio, como si estuviera conmovido por tan edificante escena y no quisiera perder tan buena ocasión para estar algún rato en comunicación con Dios, cruzó ambas manos con expresión seráfica, y llevándolas a su boca de femenil contorno al mismo tiempo que entornaba graciosamente los ojos, quedóse en perfecto recogimiento y como abstraído en la contemplación de celestiales visiones.

El hermano Antonio no era hombre capaz de dejarse engañar por tales éxtasis y conocía que lo que se proponía el padre Claudio era desesperar con la larga oración, su impaciencia por saber todo lo ocurrido en casa la condesa.

Habituado el socius a la obediencia, esperó pacientemente que su superior terminase la oración, y cuando ésta acabó, no hizo la menor demostración de curiosidad, seguro de que de este modo el padre Claudio continuaría su relato.

El secretario conocía perfectamente a su superior, pues éste siguió diciendo:

—Lo primero que hicimos fue colocar a la condesa en su lecho. El doctor Rodríguez tiene gran práctica en el manejo de los cadáveres y aprovechando que el de la condesita estaba todavía caliente, y manejándolo sin ninguna contemplación y sin fijarse en el crujido de los huesos, cada uno de los cuales hacía palidecer a Baselga, consiguió darle el aspecto de un cuerpo que no está contraído por los horrorosos espasmos de una muerte violenta. El rostro de Pepita tornábase por instantes de un color espantoso. El color cárdeno habíase convertido en negruzco, los ojos parecían próximos a saltar de las órbitas, y la lengua asomaba rígida por entre los labios; pero Rodríguez no es manco para esta clase de trabajos, a los que más de una vez lo hemos dedicado, y con todo el cuidado de un artista fue transformando y retocando aquella espantosa fisonomía. Los ingredientes del tocador de la condesa, hábilmente usados, nos prestaron un gran servicio. La blanca pasta que en los saraos había embellecido el rostro de Pepita, sirvió en tal ocasión para cubrir las repugnantes manchas de sus mejillas; otros afeites lograron dar una palidez dulce a sus amoratados y sanguinolentos labios; cerramos sus ojos, arreglamos sus espeluznados cabellos, y cuando subimos el embozo de la cama hasta no dejar al descubierto más que una parte de la cabeza, quedamos satisfechos contemplando nuestra obra. La condesa no tenía a la vista la más leve señal de haber muerto violentamente.

El hermano Antonio creyó del caso hacer un gesto de admiración para adular a su superior, y éste siguió diciendo con expresión de hombre satisfecho:

—Entonces fue cuando llamé a los criados. Estos se hallaban en la antesala confusos y alarmados, pues ya momentos antes había yo salido para manifestarles que su señora estaba muy grave y enviar a uno de ellos a la botica con una receta que a toda prisa escribió Rodríguez y en la cual pedía los primeros medicamentos que se le ocurrieron. Cuando manifesté a toda aquella chusma que su dueña acababa de morir y les mostré su cuerpo en la cama, hubo los llantos y lamentaciones propios del caso; pero yo no les dejé mucho tiempo entregados a los arranques de mercenario dolor, pues fui enviando a cada uno a cumplir las comisiones necesarias en aquella situación. Al poco rato las campanas de la parroquia tocaban a muerto, en Palacio se sabía ya por orden mía el inesperado fallecimiento de la condesa de Baselga víctima de una congestión cerebral y teníamos ya en la casa un lujoso ataúd, un hábito y todo lo necesario para el tocado fúnebre de la difunta. Mientras todo esto se hacía por mis disposiciones, Rodríguez lavaba al conde la sangre que aún tenía en el rostro, hacía desaparecer de éste los arañazos que le había hecho Pepita y extendía la partida de defunción con todos los requisitos de legalidad.

—¿Y quién amortajó a la condesa?

—El doctor y yo. Llegaron al poco rato a la casa, gentes encargadas del fúnebre servicio, pero yo tanto a ellas como a los criados los despedí diciendo que la condesa momentos antes de espirar se habían confesado conmigo manifestándome con gran empeño que no quería que su cuerpo fuese profanado por manos mercenarias, por lo que rogaba al doctor y a mí que la vistiéramos el hábito de religiosa de la Virgen de la Merced, y la colocásemos en el ataúd.

—Admiro el talento de vuestra paternidad.

—Vestimos al cadáver el tal hábito, cubrimos su cabeza con la blanca toca y cuando la colocamos en el ataúd presentaba un aspecto tal, que el más hábil observador no hubiera adivinado la terrible tragedia que se ocultaba bajo aquella fúnebre estampa. El cuello de la toca ocultaba las manchas amoratadas que la estrangulación había dejado en la garganta, y la parte superior de la blanca Caperuza sombreando los ojos impedía fijarse en lo abultados que éstos parecían bajo los párpados. Al anochecer nuestra obra estaba concluida, y habíamos borrado en aquella casa todo vestigio del crimen.

—Y aunque os parezca demasiado audaz mi curiosidad, ¿qué hicisteis después, padre mío? ¿No había ya terminado vuestra misión?

—¡Oh, alma ignorante! ¿Y eres tú el que en ciertos momentos te atreves a darme lecciones? Imposible parece que a una penetración tan exquisita como quiere ser la tuya, se le escapen ciertos detalles. Los vestigios del crimen se habían borrado ya en la casa como te he dicho antes, pero estaban permanentes y acusadores sobre el cuerpo de la condesa. Figúrate que durante la noche se le hubiera ocurrido a cualquiera de los encargados de velar el cadáver, levantar un poco la toca, o examinar el cuerpo de la difunta. Inmediatamente se habría descubierto la terrible verdad y aunque nuestra Orden tiene medios para librarse de peligros aun más grandes, no por esto se hubiera evitado el escándalo. Reconoce pues que yo obré sabiamente al permanecer toda la noche velando el cadáver y sin perder de vista a los que me acompañaban en tan santa operación. Así se ha podido lograr que prevaleciera el benéfico engaño y que nadie se acercara al cadáver de Pepita. De seguro que tú, soberbio fatuo, hubieras olvidado tan saludable precaución.

El hermano Antonio hizo con la cabeza una señal afirmativa aunque en su interior no considerara al padre Claudio, tan listo como el mismo se creía.

Entretanto el hermoso jesuíta sacando un bordado pañuelo de batista se frotaba la cara con fruición como si la frescura del trapo desvaneciese el ardor de su epidermis, y decía con voz lastimera:

—¡Si supieras cuán cansado estoy! Las agitaciones del día anterior y la contemplación del cadáver de Pepita a quien ayer mañana vi rebosando salud y vida, no me han permitido cerrar los ojos en toda la noche, y a pesar de que soy fuerte como el hierro como tú mil veces has podido apreciar, me siento quebrantado y necesito descansar inmediatamente.

—Esta madrugada —continuó el jesuíta Después de una larga pausa, mi primera ocupación ha sido avistarme con el conde de Baselga. El dolor le había rendido y estaba inerte sobre un sofá de su cuarto, respirando angustiosamente. El conde debe haber pasado una noche más dolorosa aún que la mía. Como comprenderás convenía a los intereses de la Orden el que explorase nuevamente la voluntad de ese fiero, uniéndolo aún más estrechamente a nuestra santa Compañía. Te confieso que más que los peligros que pudiera proporcionarnos la inesperada muerte de Pepita, me preocupaba lo que diría ese león furioso al despertar de su delirio del día anterior, y darse cuenta de su exacta situación examinando las cosas con frialdad.

—La conversación sería larga.

—Muy larga, hermano Antonio, y te aseguro que en los primeros momentos, el conde me causó miedo. Las terribles impresiones y la dolorosa crisis que acababa de sufrir habían cambiado su carácter y sus facultades hasta el punto de que yo quedé asombrado al oírle expresarse con una energía tan culta y un acento de tan dramática indignación, que me recordó a algunos de aquellos oradores liberales que alborotaban en las Cortes durante el maldecido período constitucional.

—Eso es un milagro de Dios tratándose de un hombre tan rudo y poco ilustrado como lo es el señor conde.

—El dolor y los terribles desengaños operan algunas veces en el hombre asombrosas transformaciones.

—Realmente en el ánimo del conde debe haberse efectuado una verdadera revolución.

—Cuando yo comencé a dirigirle las primeras palabras de consuelo, Baselga pareció despertar. Cada una de mis expresiones fue desvaneciendo una parte de las nieblas que envolvían su cerebro y al fin, como el ciego que de repente ve la luz, se pintó en su rostro una expresión de asombro y de sorpresa y dio un suspiro que tenía mucho de rugido. Acababa de darse cuenta exacta de su situación. Su figura nada tuvo de tranquilizadora cuando los recuerdos fueron agolpándose en su memoria. Paseábase furiosamente por la habitación y con voz entrecortada fue dando salida a los pensamientos que en tropel acudían a su memoria. ¡Cómo recordar yo ahora lo que allí dijo aquel infeliz para desahogar su furor! Habló hasta contra el mismo Dios; y al rey a pesar de todas sus aficiones realistas, lo puso como un trapo, apurando todos los adjetivos mal sonantes que había podido recoger en las cuadras de los cuarteles. Te digo que parecía un tribuno de aquella Fontana de Oro de triste memoria.

—La verdad es que el señor conde tiene motivos sobrados para hablar mal de S. M.

—Así es; pero si hubiera podido oírle Chaperón o cualquier otro director del moderno Santo Oficio, te aseguro que Baselga, a pesar de todos sus servicios a la causa del absolutismo estaría a estas horas en la cárcel y mañana patalearía en la horca de la Plaza de la Cebada. Mira con qué calor hablaría, que hasta yo mismo me conmoví un poco. ¡Con qué acento tan lastimero declamaba contra el rey en cuya defensa había derramado su sangre y que correspondía a tan grandes servicios arrojando la deshonra sobre su cabeza! Dijo que los reyes eran todos iguales; bestias insaciables que no reparaban en deshonrar a sus más fieles vasallos turbando la paz de sus hogares, y acabó en su furor hasta por decir que ya se iba convenciendo de que los revolucionarios tenían razón, y que los franceses del 93 habían obrado muy cuerdamente cortando las cabezas de los monarcas.

—¡Eso dijo! —exclamó el secretario con afectado asombro—. No cabe duda de que el conde deliraba a impulsos del dolor. Esas palabras sólo se comprenden en un loco.

—Has acertado: el conde estaba loco y aún me afirmo más en ello cuando recuerdo que habló de lo dispuesto que estaba a dar una puñalada al rey apenas lo viese o al menos a darle de latigazos así que encontrara ocasión.

—Eso es horrible, padre Claudio.

—Vamos, hermano Antonio. Finge un asombro menos vivo y con menos afectación. A ti que estás enterado de los secretos de la Orden y sabes los medios de que ésta se vale a veces, no te cuadra el mostrarte escandalizado del mismo modo que un imbécil realista. Piensa que si algunas veces el rey don Fernando no quisiera obedecer nuestras indicaciones y se opusiera a nuestro desarrollo y esplendor, no nos vendría mal un conde de Baselga que con su acero y su furor nos librara de tan temible enemigo. Acuérdate de Juan Chatel y de Jacobo Clemente.

Esta lección dicha en tono severo, quitó al socius el deseo de seguir fingiendo dramáticos asombros y el padre Claudio continuó hablando.

—Por fin el conde pareció calmarse, aunque sin abandonar por esto sus propósitos de venganza. Yo le hablé entonces con bastante acierto de lo necesario que era la resignación y la caridad cristiana en tales casos, y él no pareció conmoverse mucho con mis palabras.

—Difícil situación, reverendo padre.

—No desespero yo por tan poco. Tenía en mi bolsillo lo necesario para hacer que el conde desistiera de su hostilidad contra el rey, así como de su propósito de desafiar a sir Walace y darle muerte.

—¿Se refiere vuestra reverencia al papel denunciador firmado por el conde?

—Eso mismo. No necesité más que apuntar el recuerdo de que yo poseía pruebas comprometedoras, para que Baselga se mostrase dispuesto a obedecerme. Además, yo ejerzo gran ascendiente sobre su ánimo, y él está profundamente agradecido por el gran interés que me he tomado en ocultar su crimen. Le pinté el peligro que corría su persona tan sólo con que fuera a desafiar al baronet de la embajada inglesa, y le convencí inmediatamente, haciéndole ver que todo el mundo se preocuparía de tal duelo, que el escándolo se encargaría de propagar que había sido motivado por las infidelidades de la condesa y que esto podría ser causa de que muchos curiosos, con sucesivas averiguaciones, llegasen a adivinar todo lo ocurrido haciendo pública la muerte violenta de la condesa.

—¿Y qué dijo el conde?

Se convenció, aunque tardando mucho; pero al fin prometió que nada intentaría contra el rey y contra el baronet.

—Según eso, seguirá formando parte de la alta servidumbre de Palacio como hasta el día.

—No. Para un carácter violento como el de Baselga, es una prueba demasiado ruda ver a todas horas al hombre a quien odia y cuya muerte desea, teniendo que doblar en su presencia la cabeza.

—¿Pues qué piensa hacer?

—Pedirá licencia a SS. MM. por conducto mío, y se retirará a su casa solariega. Allí piensa vivir entre los recuerdos de una familia a la que apenas conoció, y espera que por este medio su dolor se disipe algún tanto.

—Entonces perderemos tan apreciable instrumento.

—¿Por qué le hemos de perder? Ese brazo de hierro lo tendremos como en reserva en un rincón de Castilla, pero el día en que le necesitemos para dar un golpe en secreto o que la Iglesia se vea precisada a hacer la guerra a la maldecida libertad, bastará un simple aviso en mi nombre para que inmediatamente venga a ponerse a las órdenes de la Compañía, a la que adora. El infeliz está tan abatido por las desgracias y tan desilusionado de la vida, que considera a la Orden como una segunda madre.

—¿Y la niña? ¿Y la hija de doña Pepita y del rey?

—El conde no ha querido verla. Cuando una camarera al conducirla al salón para que contemplara por última vez el cuerpo de su madre, la pasó por frente al conde, éste volvió la cabeza, tanto por no mirarla como por ocultar en su rostro una expresión poco tranquilizadora. Me temo que Baselga sería capaz de cometer otra barbaridad si quedara alguna vez a solas con la niña. Es demasiado vivo su deseo de vengarse del rey.

—Entonces, ¿qué es lo que va a ser de la criatura?

—Por encargo de su padre la encerraré en un convento de confianza y adicto a nuestra Orden, donde se encargarán de su educación.

—Y ¿cuándo es el entierro de la condesa?

—Dentro de pocas horas. El cadáver va a ser conducido ahora mismo a la iglesia parroquial, donde se le dirá una misa con toda la solemnidad propia de una persona de tan elevada posición. No tardará mucho la tierra en ocultar para siempre en su misterioso seno el crimen de Baselga. Todo está en regla. El cura de la parroquia ha extendido el acta de defunción sin hacer preguntas impertinentes. Le ha bastado saber que el confesor de la finada y encargado de su entierro era el vicario general de la Compañía de Jesús en España, para que inmediatamente llenara todas las formalidades necesarias sin hacer la menor pregunta ni la más leve objeción. Mucho he trabajado, pero me ha servido de consuelo apreciar de cerca la gran influencia que ejerce nuestra Orden.

El padre Claudio quedó algunos momentos silencioso, en la actitud de quien piensa en lo que todavía le queda por hacer, y dijo después con acento imperioso a su secretario:

—Prepárate a tomar unas notas. Voy a ir inmediatamente a Palacio para hablar con el rey, y quiero que a la vuelta estén ya extendidas las comunicaciones que te indicaré, para poder firmarlas.

—Reverendo padre, necesitáis descanso. ¿Por qué no dejáis la visita al rey para otro día? Perdonadme la libertad que me tomo al haceros esta indicación, pero es hija del interés que siento por vuestra preciosa salud.

—Es muy urgente lo que tengo que decir al rey. Nadie se burla impunemente de nuestra Orden, y es preciso que caiga un castigo terrible sobre los miserables que han osado desobedecernos.

—Haces muy bien, reverendo padre. Castigad con mano fuerte a los que no nos sirvan; es el único medio de sostener el poderío de la Orden.

—Voy a aconsejar al rey que castigue con destierro de la corte a la intrigante duquesa de León. Esa vieja lasciva tiene la culpa de todo cuanto ha sucedido. Le diré al rey que Pepita murió de una congestión cerebral a causa de la pesadumbre que le produjo el saber que la duquesa había revelado a Baselga todas sus relaciones con el monarca.

—Reverendo padre, os felicito por la idea. La gente de Palacio adivinará de dónde viene el golpe, y así respetará más a nuestra Orden.

—Ahora, hermano Antonio, toma notas, y a ver si cuando vuelvo están ya extendidas dos comunicaciones dirigidas al brigadier Chapetón, como presidente de la comisión militar ejecutiva encargada del exterminio de revolucionarios y conspiradores.

Preparóse el secretario a anotar, y el padre Claudio, con la seguridad del que dicta una cosa bien pensada, comenzó a decir:

—La primera es pidiendo a Chaperón prenda inmediatamente a un negro llamado Juan, criado de la difunta condesa de Baselga, y lo someta a proceso como complicado en una conspiración contra los sagrados derechos del rey y a favor de la Constitución de Cádiz. Encargadle que si no halla méritos para enviarlo a la horca, lo meta al menos en presidio para toda la vida. Si necesita testigos falsos que depongan contra él, que avise, que ya le enviaré yo tres criados de nuestra casa profesa.

El hermano Antonio tomó rápidamente algunas notas.

—Ya sabes quién es ese negro —le dijo el padre Claudio—. Es el que suministró a Baselga, por orden de la duquesa, la prueba más concluyente de su deshonra.

—Conviene castigarle, y además sabe demasiado sobre las interioridades de la vida de la condesa y con sus revelaciones podría dar algún indicio que con el tiempo descubriera al conde. Y ya que estamos puestos a trabajar, incluye igualmente en esa delación al otro negro que está todavía en casa de los condes. Con la próxima marcha de Baselga quedará él completamente libre, y sabe también mucho de nuestras entradas y salidas en la casa y de las relaciones que la condesa tenía con los jesuítas. Que Chaperón se encargue de los dos morenos convertidos de repente en terribles conspiradores y los envíe a la horca o a presidio.

El socius anotó aquella nueva orden de detención, sin que en su rostro se notara la menor impresión producida por tan estupendas arbitrariedades.

—Ya está, reverendo padre —dijo a su superior.

—Bueno ahora toma nota de otra comunicación que enviarás al mismo tribunal, pidiendo el procesamiento y el envío a la galera por unos cuantos años, de una partera de esta capital llamada Manuela Gómez.

Entonces el secretario no permaneció impasible, pues su rostro palideció hasta tomar un tinte amarillento y miró con asombro y con alarma a su superior.

—Escribe —dijo éste con tono imperioso—, ¿qué es lo que te detiene?

—¡Padre mío! —exclamó el socius con trémula voz—: Esa mujer es mi madre.

—Un jesuita no tiene más madre que la Orden.

—Es el ser que más ha hecho por mí en el mundo. ¡Perdón para ella, padre mío! ¡Perdón para mi madre!

—Tú lo has dicho no hace mucho rato. Hay que ser inexorable y castigar con mano ruda a todo el que estorbe y desbarate los planes de la Compañía. Esa mujer con sus revelaciones ha producido la tragedia de ayer y es preciso castigarla. Sé, pues, consecuente, y obedece.

El miserable socius causaba lástima.

Aquel canalla de sotana mugrienta, por lo regular tan repugnante y antipático, estaba transfigurado por el cariño filial. Nunca había amado gran cosa a su madre y ésta había sufrido continuos desdenes del ser criado a costa de tantos sacrificios; pero en aquel momento al verla en peligro, el instinto filial se sublevaba momentáneamente en su conciencia, borrando, aunque sólo por un instante, las criminales aficiones que le dominaban.

Con el rostro pálido, la vista extraviada y el ademán suplicante, el hermano Antonio parecía implorar la compasión de su superior que le contemplaba sonriente afectando no comprender la causa de tal situación.

Hubo un instante en que el socius pareció dispuesto a arrodillarse ante el padre Claudio, pero se detuvo al ver que éste le dirigía una mirada fría y desdeñosa.

—Hermano Antonio —dijo el jesuita con altivez y lentitud—, sois mi secretario y tenéis el deber de hacer cuanto yo os diga. Si es que no estáis dispuesto a obedecerme, libre encontraréis la puerta. Ni la Orden ni yo necesitamos de hombres ligados al mundo por fútiles preocupaciones. Veo que me he engañado y que no sois lo que yo creía.

El espíritu de maldad que encerraba el cuerpo del socius, se agitó furiosamente al contacto de tal latigazo y todo el afecto filial se desvaneció rápidamente La diabólica ambición resucitó en el hermano Antonio, sus ojos brillaron y agitando la cabeza como para arrojar muy lejos tristes y abrumadores pensamientos, púsose a escribir.

El padre Claudio miró por encima de los hombros de su secretario lo que éste escribía, y al ver que anotaba la orden para enviar a su madre a la cárcel, sonrió con expresión «mefistofélica» y dijo al mismo tiempo que golpeaba amistosamente su espalda:

—Estoy satisfecho. Tú irás muy lejos, pues eres de la pasta de los grandes hombres. Dentro de poco harás el cuarto voto y la Compañía reconocerá en ti un modelo de jesuítas.

Parte Tercera. El señor Avellaneda

I. El hombre de la rue Ferou

Todos los vecinos del barrio de San Sulpicio, el distrito levítico de París, conocían en 1842 al extranjero que habitaba en la rue Ferou, casi desde tiempo inmemorial.

Largos años de residencia en la misma calle le habían dado en el barrio el carácter de una institución, y lo mismo las porteras y las vendedoras de esquina que los cocheros de punto en la plaza de San Sulpicio y los traficantes en imágenes y objetos de culto, conocían perfectamente a monsieur l'espagnol y podían dar cuenta de todo lo que hacía de día, pues su existencia, a través del tiempo, se desarrollaba con la impasible y mecánica exactitud de un reloj.

A pesar de esto, en los primeros años, nadie sabía en el barrio a ciencia cierta el por qué de la estancia de aquel extranjero en París; pero todos presentían que aquella residencia en extraño suelo era forzosa y que algo había en su patria que se oponía a su paso y le cerraba las puertas de la frontera.

Como dice Víctor Hugo: «los volcanes arrojan piedras y las revoluciones hombres».

Aquel hombre era una piedra que las convulsiones de España habían arrojado de su seno, y que errante por el espacio fue a caer en París.

Nada más metódico que su vida.

A la una de la tarde remontaba con paso tardo, el cuerpo algo encorvado, las manos a la espalda y el aspecto meditabundo, la estrecha calle Ferou no parando hasta el jardín del Luxemburgo, en una de cuyas alamedas más solitarias tomaba asiento en un banco, y allí, arrullado por el susurro del ramaje, el piar de los pájaros, los gritos de los niños que en las inmediatas plazoletas se entregaban a sus juegos, el monótono redoble del tambor de los teatrillos mecánicos y el rumor de la gran ciudad que semejaba al cansado resuello de un lejano monstruo, se dedicaba a la lectura de periódicos o permanecía horas enteras abstraído y meditabundo siguiendo con vaga mirada los caprichosos arabescos que el sol, filtrándose a través del movible follaje, trazaba sobre el suelo.

La tarde entera permanecía el viejo en el Luxemburgo, y al llegar la noche, volvía siguiendo el mismo camino a su vivienda de la rue Ferou, enorme caserón perteneciente en otros tiempos a un cortesano de la antigua nobleza, pero que en tiempos de la Revolución había venido a ser propiedad de un especiero.

En el último piso de dicha casa tenía el extranjero su habitación, compuesta de dos pequeñas piezas que tres veces por semana limpiaba la portera, vieja auvernesa medio imbécil a fuerza de ser crédula y devota.

La única señal que daba a entender a los demás habitantes de la casa la existencia de aquel hombre metódico y misterioso después de la vuelta del paseo, era la rojiza luz que bañaba los vidrios de las dos ventanas de su cuarto, en las cuales marcábase algunas veces la sombra angulosa del inquilino, moviéndose acompasadamente de un lado a otro.

Había en aquel hombre algo de misterioso, capaz de excitar el olfato de la policía francesa, siempre en busca de conspiradores y revolucionarios y de mover la curiosidad de las gentes del barrio; pero el extranjero tenía en su favor un aspecto de honradez y de noble humildad que desarmaba a los más tenaces en averiguar vidas ajenas.

A pesar de esto, en el barrio sabíase punto por punto todo cuanto hacía, así como ciertos detalles de su pasada existencia.

Una de las porteras, más hábiles en llevar de memoria el registro de los sucesos ocurridos en el barrio de San Sulpicio, recordaba que el día de San Juan, de 1814, fue el primero que el español durmió en la casa que ocupaba, y que en aquella época, durante el imperio llamado de los Cien Días, una mañana salió a la calle, vistiendo un uniforme extraño, adornado con muchas condecoraciones extranjeras, y tomando en la cercana plaza un coche de punto, se dirigió a las Tullerías, donde Bonaparte recibía a sus amigos y defensores en conmemoración de su vuelta victoriosa de la isla de Elba.

Este suceso fue muy comentado en el barrio, y agrandado convenientemente por la imaginación de sus habitantes, que eran furibundos realistas y enemigos del Emperador.

Pero a pesar de esto, no dejó de darle cierto prestigio a los ojos de las porteras de calle, que por espíritu de compañerismo y por el honor de la vecindad, se empeñaban en considerarlo como a un elevado personaje caído en la desgracia.

Al quedar definitivamente restaurada la dinastía borbónica, la policía vigiló cuidadosamente a aquel extranjero que había tenido relaciones con el emperador y que algunas veces escribía a José Bonaparte, ex-rey de España; pero pronto se convenció de que poco se podía conspirar contra la legitimidad monárquica pasándose las tardes en el Luxemburgo completamente solo, y las noches encerrado en la habitación, paseando o discutiendo, con la portera la compra del día siguiente.

Algunas veces el hombre se decidía a romper la monótona uniformidad de su existencia, y en vez de ir al Luxemburgo, se encaminaba al Palais-Royal después de almorzar, en cuyo jardín encontraba a otro extranjero, a otro español como él, cuyo traje estaba tan raído y era llevado con idéntica noble altivez.

Aquel amigo del desterrado, tenía algunos años más; pero se mantenía robusto y con cierta frescura. En el Palais-Royal era tan conocido de vista por las niñeras y los muchachos, como el hombre de la rue Ferou en el Luxemburgo.

Algunas de las mujeres que se sentaban en los bancos inmediatos a hacer calceta y a hablar de los tiempos de la Revolución, que habían presenciado siendo niñas, le llamaban monsieur Enmanuel, y siempre miraban con cierta curiosidad una sortija de oro y brillantes que ostentaba, formando rudo contraste con su humilde traje.

Era, sin duda, un resto de pasada opulencia que tenía la virtud de disipar las tristezas que a su dueño acometían en la miseria.

¿Quién era monsieur Enmanuel? Sin duda otro hombre como el de la rue Ferou, arrojado de su patria por las convulsiones revolucionarias.

Las buenas comadres que diariamente concurrían al Palais-Royal no recordaban, ciertamente, quién había creído descubrir el incógnito que rodeaba a aquel hombre misterioso; dudaban si fue un veterano que había sido ayudante en Madrid del mariscal Murat, o un emigrado español que había tenido que huir de Navarra con el ilustre Mina después de una tentativa en favor de la libertad; pero lo cierto es que, a mediados de 1818, circuló entre ellas las noticias de que aquel monsieur Enmanuel era el mismo Manuel Godoy, príncipe de la Paz, generalísimo de los ejércitos españoles, ministro universal, amigo inseparable de Carlos IV y amante consecuente de la reina María Luisa, el cual desde la cumbre de la mayor grandeza, había sido arrojado a la más absoluta miseria, viéndose obligado a vivir en París de una pensión mezquina que le daba el rey de Francia, y a remendarse por su propia mano los pantalones para poder presentarse públicamente con aspecto decente.

Las viejas, claro está que no creyeron tal patraña. No porque el aspecto mísero de aquel hombre fuera impropio de un príncipe en la desgracia, sino porque era imposible adivinar a un ser en otros tiempos omnipotente, en aquel viejo alegre, simpático y con aire de rentista arruinado que se pasaba las tardes viendo jugar a los niños y sufriendo tranquilo y sonriente sus inocentes impertinencias.

Aquellas buenas gentes ignoraban que la desgracia convierte en humildes a los orgullosos potentados y hace aparecer la sonrisa benévola en rostros antes contraídos solamente por el gesto del orgullo.

Cuando el hombre de la rue Ferou visitaba a su compatriota, los dos extranjeros parecían felices hablando de su patria, y al separarse, después de algunas horas de conversación, llevaban en el rostro esa expresión bondadosa que produce una necesidad satisfecha.

Aquél era el único amigo que hasta 1818 se le conoció en París al español del barrio de San Sulpicio.

Otro detalle de su existencia era que una vez al mes la portera le subía una carta que por las marcas exteriores demostraba proceder de España.

Aquella tarde la pasaba el hombre en el Luxemburgo leyendo innumerables veces dicha carta, y quedándose horas enteras con aire meditabundo; y por lo regular, dos días después llevaba a la administración de correos del barrio un abultado pliego en contestación a la misiva.

Por la cita mensual sabían los vecinos que el señor español se llamaba don Ricardo Avellaneda, y sacaban la consecuencia de que no estaba solo en el mundo, pues en España había quien se interesaba por él y sin duda le remitía dinero. En la época ya citada, el señor Avellaneda se mantenía en un estado físico aceptable.

Tenía cuarenta años, pero estaba algo envejecido por los disgustos, y su espalda encorvada y su ademanes desalentados le daban cierto aspecto de decrepitud.

Era de mediana estatura, enjuto de carnes y moreno hasta tener cierto tinte cobrizo. Llevaba el rostro totalmente afeitado conforme la moda de su juventud, y sus cabellos, ahora canos, pero a trechos de un negro brillante con reflejos azulados, se escapaban en rizada madeja por bajo las alas de su sombrero.

Tenía el rostro algo arrugado, pero sus ojos grandes y negros cuando no miraban distraídamente brillaban con todo el fuego de la juventud.

El señor Avellaneda, tipo legítimo del rastro que en la población española dejó el paso de la raza musulmana, podía pasar en París por un hombre de hermosura original.

Si algunas veces, al salir del Luxemburgo, atravesaba el inquieto Barrio Latino y se mezclaba en la inquieta población de estudiantes, ocurríanle lances que arrojaban una vivaz chispa en la sombra de su monótona existencia.

Un día en el paseo, una grisela del barrio con aficiones literarias a fuerza de rozarse con estudiantes poetas, dijo, mirándole descaradamente, al mismo tiempo que tocaba en el brazo a su compañera:

—Ese hombre es viejo, pero tiene la cabeza artística. Mírale bien, parece Otello; te digo que no tendría inconveniente en ser su Desdémona.

Estas cosas tenían la rara virtud de hacer sonreír un poco al melancólico señor Avellaneda.

II. La familia del señor Avellaneda

En el mismo año ya citado, el caballero español alquiló el piso principal del caserón que habitaba y bajó a él los escasos muebles de su cuarto con honores de buhardilla uniéndolos a otros más nuevos y elegantes que un almacenista del otro lado del Sena trajo en varios carromatos.

Aquello fue motivo de admiración y causa de interminables comentarios para la portera de la casa y sus congéneres de la calle que reunidas en el patio veían pasar con ojos codiciosos las flamantes sillerías, las relucientes baterías de cocina, los espejos deslumbrantes y esas valiosas e inútiles chucherías de adorno que produce la industria parisién; entreteniéndose al estilo de buenas y entremetentes comadres en poner precio a cada uno de aquellos objetos.

Durante una semana entera, fue motivo de todas las conversaciones en la rue Ferou y las inmediatas, aquel cambio radical en las costumbres del señor Avellaneda así como también la transformación física que éste había experimentado.

El emigrado parecía rejuvenecido, pues caminaba erguido, con la mirada brillante y sonriendo con expresión de hombre satisfecho.

Aquel aspecto desalentado, indolente y melancólico que le caracterizaba había desaparecido completamente.

Debilitábase ya la curiosidad, cesaban los comentarios y las aventuradas suposiciones, cuando una mañana, con gran acompañamiento de campanillas y cascabeles, chasquidos de látigo y chocar de ruedas, entró en la calle una empolvada silla de posta que fue a detenerse frente a la casa número 6, que era la habitada por el señor de Avellaneda.

Cuando el zagal del coche fue a abrir la portezuela ya había ocupado su puesto el inquilino de la casa que en traje bastante descuidado, salió corriendo del patio y profiriendo algunas exclamaciones de sorpresa y alegría tiró del dorado picaporte asiendo inmediatamente una mano blanca y femenil.

Las numerosas caras que asomaban a las puertas ansiosas de conocer quién iba en aquel coche que tan inesperadamente venía a turbar la tranquilidad de la calle, vieron saltar al suelo, con toda la pesadez de un cuerpo alto y robusto, a una mujer vestida con traje de viaje y que inmediatamente se arrojó en brazos del señor de Avellaneda.

Hubo besos y abrazos, pero los curiosos no pudieron contarlos con gran pesar suyo, pues les llamó inmediatamente la atención una moza de aspecto bravio y de rostro atezado que vestía un traje tan pintoresco como desconocido en París y que bajó torpemente del carruaje mirando a todas partes con azoramiento y asombro:

Las dos mujeres eran señora y criada. Formando un grupo la recién llegada y el señor de Avellaneda y llevando como apéndice a la asombrada sirvienta que miraba a todas partes con alarma y parecía querer confundirse con las faldas de su ama, entraron en la casa mientras la vieja auvernesa sonriendo y haciendo señas de inteligencia a los curiosos iba amontonando en el patio los paquetes que el postillón sacaba de la cubierta y del interior del carruaje.

Aquella misma tarde sabían los vecinos de la calle que la recién llegada era la esposa del señor Avellaneda que había estado separada de él por muchos años por ciertas divergencias de carácter, pero que ahora iba a buscarle en la desgracia dispuesta a vivir siempre con él.

Con el cambio de habitación y la llegada de su esposa el señor de Avellaneda mudó por completo de carácter.

En adelante las gentes del barrio le vieron salir solo muy pocas veces, pues iba a todas partes llevando del brazo a su esposa y no paseaba ya melancólicamente por el Luxemburgo.

Madame Avellaneda era de carácter muy distinto al de su esposo, y a los pocos meses consiguió trabar más relaciones en el barrio que su esposo en algunos años.

Hablando un francés detestable, pero procediendo con una franqueza distinguida que le valía grandes simpatías, trabó amistad con los vecinos e hizo salir a su esposo de aquella existencia de hurón en la cual su carácter melancólico le había sumido hasta poco antes.

Las costumbres de aquella señora gustaban mucho a los devotos habitantes del barrio de San Sulpicio y ratificaban sus ideas sobre España, país altamente católico.

Todas las mañanas ostentando una airosa mantilla de blonda, prenda entonces más desconocida en París que en el presente, iba a oír misa en la cercana iglesia de San Sulpicio, y dos veces al mes se confesaba con un cura español emigrado, que en 1808 se había afrancesado reconociendo el gobierno de José Bonaparte.

Esta religiosidad no impedía que el señor Avellaneda siguiera manifestándose tan impío como antes, y que a pesar de que mostraba empeño en no separarse un instante de su mujer la dejara ir sola a la iglesia.

Madame Avellaneda no era hermosa a los cuarenta años, ni en la primavera de su vida había sido gran cosa, pero tenía una agradable presencia y cierta majestad realzada por el gracioso andar propio de una española.

Su esposo parecía amarla mucho, y en su presencia guardaba cierto aire de inferioridad propio de un adorador.

Tomasa, la criada que trajo de Madrid madame Avellaneda, una tosca aragonesa que no lograba aclimatarse en extranjero suelo, y aun cuando mostraba una asombrosa facilidad para aprender un idioma extraño, tenía la cualidad de destrozarlo de un modo inverosímil, produciendo la risa de todas las sirvientas del barrio con su lenguaje híbrido, mezcla confusa de locuciones españolas y palabras francesas equívocamente pronunciadas.

Por tan dificultoso conducto las gentes del barrio fueron enterándose de que el señor Avellaneda era uno de los españoles llamados afrancesados, que por amor a las ideas de la gran Revolución se habían unido a la causa de Napoleón y que en la corte de su hermano José había desempeñado altos cargos, llegando a ser su principal confidente y consejero.

Su esposa, en cambio, había sido defensora apasionada de la causa de la Independencia, y esto había motivado el rompimiento de relaciones entre los dos esposos y la consiguiente separación.

Cuando los franceses y sus partidarios tuvieron que evacuar la península ibérica, la señora de Avellaneda dejó que su esposo fuera completamente solo a sufrir las tristezas de la proscripción; pero le amaba tanto que, al poco tiempo, sabiendo que se hallaba en la miseria, no pudo menos de escribirle prometiéndole el envío de una cantidad mensual para atender a sus cortas necesidades.

Aquella mujer, a pesar de sus preocupaciones de patriota intransigente y de su odio a los afrancesados, «gente perdida que quería la ruina de la religión», no podía olvidar su amor, aquel amor que quince años antes le había hecho contraer matrimonio a ella, que era la única heredera de una de las casas más ricas de Andalucía, con un pobre estudiante que salía de las aulas salamanquinas con el título de doctor en leyes y la cabeza atestada de las más originales ideas, pero que no tenía otro medio de vivir que un mísero sueldo en la Oficina de interpretación de idiomas que dirigía el célebre Moratín.

La Correspondencia mensual que sostenían ambos esposos, fue poco a poco formalizándose.

Primero fue fría, indiferente, como de dos personas agitadas por antiguos resentimientos y que se tratan más por deber que por cariño; pero poco a poco la antigua pasión fue renaciendo, frases inocentes sirvieron para recordar pasadas felicidades, y si el señor Avellaneda pasó muchas noches en vela atenazado por el recuerdo de su esposa y deseando una reconciliación, su esposa, completamente sola en Madrid y casi divorciada del trato social, no sintió con menos fuerza la necesidad de reunirse con su marido.

Poco a poco las antiguas diferencias fueron desapareciendo; la cantidad enviada mensualmente creció rápidamente, y por fin un día doña María se decidió a escribir a su esposo que hiciese todos los preparativos necesarios para una decente instalación en París, pues ella iba a ponerse en marcha inmediatamente.

De este modo, después de diez años de separación, volvían a unirse aquellos dos seres que se amaban, pero a quienes habían divorciado las desdichas de la patria y sus caracteres independientes.

Transcurrió más de un año sin que nada viniera a turbar la felicidad de Avellaneda.

El infeliz había sufrido tanto en su época de soledad y abandono, que ahora, al verse acompañado del único ser a quien armaba y rodeado de todas las comodidades que proporciona la riqueza, creía, soñar.

Si alguna vez iba al Palais-Royal a hacer un rato de compañía a su amigo Godoy, aunque siempre solo, pues su esposa odiaba ferozmente al arruinado príncipe de la Paz, contemplaba con lástima al desgraciado personaje, y en su aspecto miserable y desalentado se contemplaba a sí mismo tal como era algún tiempo antes.

Parecía que la fortuna tenía empeño en resarcir a Avellaneda de lo mucho que había sufrido.

Un hijo era su eterno deseo. Cuando se veía pobre y solo y pasaba las horas reflexionando melancólicamente en lo más desierto del paseo, se imaginaba la gran felicidad que le proporcionaría tener a su lado un pequeño ser inocente y alegre que disipara las tristezas del padre con infantiles carcajadas, y muchas noches se había dormido contemplando con los ojos de la imaginación una cabecita sonrosada, mofletuda y picaresca, coronada de blonda cabellera.

Ahora el desterrado iba a ver realizado su sueño. Ya no estaba solo; tenía a su lado a aquella esposa algo dominante, pero en extremo cariñosa y a aquella ruda sirvienta que asustada de verse a tantas leguas de su patria concentraba su cariño en sus señores; no se hallaba ya como su amigo Godoy, solitario y abandonado, pero no por esto llegaba en mal hora el fruto de amor, ni resultaba extemporáneo el embarazo de doña María, pues el señor de Avellaneda había sufrido demasiado y sentía tanta sed de cariño, que podía amar a dos seres a un mismo tiempo.

El embarazo de madame Avellaneda fue un suceso de importancia para el sacristán de San Sulpicio y el cura español que la confesaba, pues la opulenta señora que por primera vez se veía en tan apurado trance, no vaciló en mostrarse rumbosa con la corte celestial, y pocos fueron los santos del almanaque que quedaron sin misas ni novenas pagadas a buen precio.

Cuando llegó la hora del parto, don Ricardo encontróse padre de una niña que, aunque raquítica y débil, parecióle digna de ser tomada como modelo de belleza.

Aquel suceso produjo en la casa una verdadera revolución. Como si la familia hubiese experimentado un considerable aumento, entraron en la casa dos criadas francesas y Tomasa, la rústica aragonesa, tomó posesión de la niña y de tal modo la retenía que sólo cuando lloraba pidiendo el pecho decidíase a soltarla.

La infeliz muchacha por una absurda serie de ideas que se formaba en su imaginación, creía tener entre sus brazos a la lejana patria cuando agarraba a la niña; y hasta comenzaba a mirar con más simpatía a sus conocidas, las criadas del barrio, porque de vez en cuando, cuando ella sacaba a paseo a la pequeña Marujita, hacían alguna caricia a mademoiselle bebé.

En cuanto a don Ricardo, inútil es decir que se consideraba un hombre feliz, puede ser que por primera vez en su vida.

III. ¡Tú serás su madre!

Creció la pequeña María del mismo modo que las demás criaturas y si al tener cinco años se distinguió en algo de las otras niñas que con ella jugaban en el Luxemburgo, fue en lo pálida y enfermiza.

Atendiendo a su cualidad de hija única y a que sus padres estaban ya en edad madura, fácil es imaginarse los cuidados y atenciones de que éstos la rodearían. Tenía la pequeñuela en sus padres dos ayos insoportables a fuerza de ser cariñosos y solícitos y una esclava en la ruda Tomasa a quien bastaba oír a la niña toser dos veces para pasar toda una noche en vela.

Apenas la pequeña pudo correr y sintió la necesidad de movimiento y agitación propia de todos los niños, el padre la llevó al Luxemburgo con lo que fue cayendo poco a poco en sus antiguas costumbres.

A las dos de la tarde cuando mayor era la agitación en el paseo, gigantesco pulmón del barrio Latino, compuesto entonces de callejuelas angostas y malsanas, atravesaba su verja el señor Avellaneda, erguido, con el rostro plácido y el paso lento, llevando de una mano a la pequeña María y detrás, como indispensable apéndice atento y solícito, a la bonachona Tomasa que ya comenzaba a encontrarse bien entre los franchutes quien se decía (no sabemos con qué fundamento) que perfeccionaba sus conocimientos del francés, echando largos párrafos al ir al mercado por la mañana, con cierto gendarme bigotudo que siempre salía a su encuentro.

Don Ricardo gozaba ahora de un Luxemburgo que en su pasada época de soledad le fue totalmente desconocido.

No iba ya a sentarse en las sombrías y desiertas alamedas que antes le eran tan conocidas, sino que se mezclaba entre la gente que se agolpaba alrededor del kiosko donde una banda militar conmovía el espacio con armoniosos acordes de sonora trompetería o se colocaba en las inmediaciones del estanque donde con una alegría tan infantil como la de su hija, seguía con la vista la accidentada navegación de los veleros barquichuelos que arrojaban desde la orilla las turbas de bulliciosos muchachos.

El papá sentábase en una silla confundido entre varias respetables señoras que con el cestillo de costura sobre su regazo hacían labores acariciadas por los rayos del benéfico sol de invierno mientras que sus niños jugaban, e inmediatamente Tomasa se alejaba con Marujita ayudándola a voltear un gruesa pelota, a rodar un aro o a tirar de un carretoncito lleno de tierra que la niña arrancaba con su pala.

Doña María acompañaba pocas veces a su esposo y a su hija al paseo. Como si al haber dado a luz a la niña hubiese cumplido en la tierra toda su misión, la buena señora mostrábase quebrantada y aun algo huraña, habiendo desaparecido aquel carácter franco y resuelto que tan simpática la hacía.

Mientras la niña estaba en casa no se preocupaba más que de ella, pero apenas salía con su padre, doña María dirigíase a la cercana iglesia de San Sulpicio donde pasaba las horas muertas arrodillada en un reclinatorio que el cura párroco la había concedido para su exclusivo y privilegiado uso. Había que tener contenta a tan rumbosa parroquiana del buen Dios.

En aquella señora habían renacido con más fuerza que nunca las aficiones, y a pesar de la tranquilidad que reinaba en su hogar y del cariño con que la trataba su esposo se consideraba infeliz y creía que tenía sobrados motivos para estar a todas horas solicitando la protección de Dios.

Doña María era una de las mujeres que necesitan para vivir de una continua preocupación, y a falta de desgracias inventarse una para poder condolerse de ella a todas horas. A guisa de buena católica creía que a Dios le era repulsiva la felicidad de sus criaturas, y que una época de bienestar en la tierra era signo de próximos castigos; así es, que temblaba, no por ella, sino por su esposo que era un impío, que en más de veinte años no había entrado en una iglesia más que el día de su casamiento y el del bautizo de su hija, y solicitaba de Dios un milagro tan grande como era que abriese los ojos de don Ricardo a la luz de la fe.

Las aficiones religiosas de la madre pugnaban muchas veces con la indiferencia del padre en cuanto a la educación de la niña.

Tenía ésta poco más de tres años, y ya doña María le arrebataba muchas veces de manos de su esposo, que se disponía a llevarla al Luxemburgo, y la conducía a San Sulpicio, y algunas veces a la iglesia de Nuestra Señora siempre que había gran fiesta religiosa. Allí pasaba la raquítica niña algunas horas fastidiada y nerviosa de permanecer siempre inmóvil y en actitud encogida, tosiendo por el humo de los cirios y del incienso.

La pequeña María, hay que confesar a pesar de las piadosas ilusiones que se hacía su madre, que se avenía muy mal a aquellas duras prácticas religiosas y que si bien le distraían un poco las doradas casullas y las imágenes sonrientes y brillantes, propias de la seductora industria francesa, una vez pasada la primera impresión le resultaba molesto permanecer en aquel inmenso local húmedo y oscuro, y pensaba con placer que al día siguiente iría con su padre a jugar en el lindo paseo henchido de pájaros y flores.

La asiduidad con que doña María frecuentaba los templos le hizo contraer relaciones de amistad con varios de sus empleados, y allá a principios de 1823 comenzó a hablar mucho en casa y ante su esposo que la oía con aire indiferente, de un señor García, santo varón que había huido de España por no presenciar los desmanes de los liberales y que gozaba de cierta influencia sobre el clero de San Sulpicio, cuya iglesia visitaba todos los días.

Don Ricardo se mostraba por entonces demasiado preocupado por lo que haría el gabinete francés en los asuntos de España, y si se decidiría a invadir la península, y por esto no fijó mucho la atención en cuanto decía su esposa, ni dio muestras de extrañeza que en otras ocasiones hubiera hecho cuando aquella le anunció que el santo varón iría uno de aquellos días a visitarlos.

El señor García, de quien más adelante hablaremos, se presentó por fin en la casa, y a pesar de toda su santurronería no resultó antipático a Avellaneda por la razón de que aparentaba ser un tipo vulgar e insignificante, incapaz de causar agrado ni repulsión.

Aquel santo de levitón raído era tan humilde, obsequioso y sufrido, que poco a poco fue haciéndose necesario en la casa y ni aun el mismo dueño pudo prescindir de él.

Las aficiones de todos encontraban en él un buen compañero. Con doña María iba a la iglesia; al señor Avellaneda lo acompañaba al Luxemburgo y hasta algunas veces corría por divertir a la niña, cosa que producía en el agradecido padre profunda emoción, y a la Tomasa le hablaba de las rondallas de su tierra, de la virgen del Pilar y de las fiestas de Zaragoza, recuerdos que muchas veces hacían llorar a la sencilla criada.

Un año después de haber terminado la revolución española comenzó a hablarse en la casa de la rue Ferou, de la posibilidad de volver a la patria.

El constitucionalismo había muerto, Fernando VII imperaba otra vez como rey absoluto, los obispos y los frailes eran los verdaderos dueños de la nación y los afrancesados no eran ya mirados con tanto odio por lo que bien podía volver a su patria el señor Avellaneda.

Además, doña María por pertenecer a una familia emparentada con la más rancia nobleza, tenía bastante influencia en la nueva situación política de España y ya la iba cansando el permanecer en un país a cuyas costumbres no lograba amoldarse.

El que menos deseos mostraba de volver a España era el señor Avellaneda. Sentía la nostalgia de la patria y especialmente en lo más crudo del invierno, en esos días parisienses tristes y monótonos que pasan veloces entre un cielo amasado con nieblas y un suelo cubierto de nieve, recordaba el sol de España y los verdes y risueños campos, pero volver a un país después de muchos años de ausencia para encontrarlo más bárbaro y atrasado que cuando lo dejó, es un tormento que no puede sufrir con calma un hombre que cree en el progreso y que odia la tiranía.

A pesar de esto, el señor Avellaneda no se oponía al regreso a España.

Su esposa se disponía a sacudir su calma religiosa y aquella inercia hija de la devoción, para hacer todos los preparativos del viaje, cuando una tarde de invierno al salir de San Sulpicio una ráfaga de viento helado se coló hasta el fondo de sus pulmones congestionándolos mortalmente.

La enfermedad fue tan corta como terrible.

Cuando algún tiempo después evocaba el señor Avellaneda aquel terrible suceso, apenas si se acordaba de él, pues en su memoria aparecía con la vaguedad de un sueño.

En menos de dos días la vida de doña María fue desvaneciéndose y cada médico que era llamado a la cabecera de su cama parecía marcar un nuevo avance de la enfermedad.

Don Ricardo estaba desesperado y como loco, y de seguro que a no estar allí Tomasa y el imprescindible señor García, la enferma no hubiera muerto rodeada de tan prontos y solícitos cuidados.

Ellos fueron los que la sostuvieron erguida para que no respirara con tanta angustia en la larga y horripilante agonía, y ellos los que la cerraron los ojos cuando la vida quedó extinguida en tan robusto cuerpo.

Mientras el señor García llevaba a cabo todos los preparativos para el entierro, don Ricardo, en un rincón de la sala, en cuyo extremo estaba el cadáver de su esposa, lloraba como un niño, recordando lo mucho que le había amado aquella mujer a pesar de las diferencias de carácter y aficiones.

Cuando Tomasa, tan desconsolada como su amo aunque mostrando una entereza más varonil, entró en la habitación llevando la niña de la mano para que viera por última vez a su madre, el señor Avellaneda se arrojó sobre su hija y comenzó a besarla desesperadamente como si temiera que la muerte fuese a arrebatársela.

Pasado aquel primer ímpetu del cariño, el infeliz esposo miró a la atolondrada criada que lloraba silenciosamente, y le dijo con acento de fraternal ternura:

—De hoy en adelante los dos estaremos sólos para criarla. ¡Tú serás su madre!

IV. Crisálida

La vida de María fue transcurriendo sin tropezar con ningún incidente notable. La muerte de su madre apenas si había causado mella en su ánimo.

Es la muerte un fenómeno fatal que apenas si tiene algún valor para los seres que acaban de pasar las puertas de la vida.

Sin poseer el cariño de su madre ni conservar de ésta otro recuerdo que la imagen confusa de una señora solícita y dulce que la tenía en la iglesia por espacio de muchas horas, María iba creciendo al lado de aquella criada que no podía hablar de su difunta ama sin derramar lágrimas que se apresuraba a enjugar reemplazándolas con una sonrisa para que no turbasen la apacible calma de la niña.

En aquella casa don Ricardo era quien había experimentado mayor impresión con la muerte de doña María.

Hasta el terrible momento en que el cuerpo de su esposa, salió para siempre de la casa, el infeliz no comprendió lo mucho que amaba a aquella mujer que de vez en cuando le abrumaba con impertinentes consejos y sostenía empeñadas discusiones por el motivo más baladí.

Don Ricardo era un hombre de carácter débil. Las creencias que se había formado con el estudio las mantenía firmes e indestructibles en el interior de su cerebro, pero en la vida social era flojo y dúctil hasta el punto de que su voluntad se doblaba a impulsos del primero que le hablaba.

Por esto, aquel proscrito que había pasado en su patria por hombre perverso y de ideas diabólicas, al morir su esposa, sintió profundo desconsuelo, pues necesitaba el genio enérgico e indomable que esclavizaba continuamente su voluntad.

Además don Ricardo había sido durante algunos años más feliz que nunca al lado de su esposa y acostumbrado a tal dicha no podía avenirse a vivir sin otro amor que el de su hija.

Mientras vivió su esposa, la parte mayor de su cariño la dedicó a aquel pequeño ser, cuyas sonrisas le producían inmensa felicidad; pero como es condición del hombre adorar todo aquello que resulta imposible de conseguir, así que murió doña María comenzó a adorar su memoria con verdadero fanatismo, y en su corazón ocupó la difunta esposa un lugar más preferente que la niña.

El señor Avellaneda al quedar viudo cayó en un ensimismamiento que daba cierto tinte tétrico y sombrío a su carácter.

La melancolía de los tiempos de soledad volvió a reaparecer, pero esta vez revestía un carácter fúnebre.

El recuerdo de la esposa le dominó tan completamente que comenzó a entregarse a ciertas demostraciones de dolor algo extravagantes y las cuales hasta hicieron que dudasen de su razón las pocas personas que le trataban.

Apenas cerraba la noche metíase en su antigua habitación matrimonial, donde pasaba muchas horas contemplando una miniatura de su esposa que la representaba tal como era a los veintidós años o leyendo las cartas que ella le escribió durante el noviazgo y que él guardaba con escrupuloso cuidado; y todas las mañanas encaminábase al cementerio del Padre Lachaise donde permanecía hasta mediodía sentado en el zócalo del pequeño panteón y contemplando con expresión estúpida la inscripción dorada que campeaba en la pirámide que le servía de remate.

Algunas veces la niña y la criada le acompañaban en esta excursión y era un espectáculo extraño ver cómo María corría por las fúnebres alamedas de cipreses, persiguiendo una pelota o para cargar su carrito removía con la pala aquella tierra impregnada del zumo de un mundo de cadáveres.

Sin embargo, eran muy contadas las veces que la niña asistía a este extraño paseo, pues prefería ir al Luxemburgo donde se divertía bajo la vigilancia de Tomasa y del señor García que formaban una pareja inseparable.

Desde la muerte de doña María aquel hombre humilde y bondadoso había aumentado su intimidad en la casa. La desgracia había estrechado los lazos que le unían con aquella familia de compatriotas.

El señor Avellaneda le miraba con simpatía apreciando sus continuas muestras de dolor por la muerte de su esposa y le juzgaba indispensable a causa de la atención con que cuidaba de la pequeña María y la paciencia con que sufría sus impertinencias infantiles.

A cambio de esto, don Ricardo transigía con que el santo varón continuara en su casa la tradición devota y llevara todos los días a María a las iglesias donde había fiesta importante y a ciertos eventos de monjas.

¡Qué humildad tan simpática la del señor García! ¡Con qué sencillez sabía hacer los mayores favores!

Su cara rubicunda y de belleza frailuna, su cabecita sonrosada y blanca y su cuerpo encogido que se movía al compás de un paso vergonzoso y leve como si temiera causar daño a la tierra con sus pies, le daban el aspecto de un ser inocente y virgen de todo mal pensamiento, justificando el epíteto de santo varón que siempre le había aplicado la difunta doña María.

Tanta era la humilde solicitud que mostraba con el señor Avellaneda, y, sobre todo, con la hija, que no parecía sino que había nacido exclusivamente para servirles.

Su complacencia con la pequeña llegaba al último límite. Con la sonriente impasibilidad de un esclavo sufría todas sus impertinencias; al par que su maestro era su juguete, y muchas veces, a pesar de toda su dignidad propia de un hombre que era íntimo amigo del cura de San Sulpicio, visitante del arzobispo de París y asiduo concurrente a un caserón de la rue Vangirard, donde se murmuraba que vivía el jefe de los jesuítas en Francia, no tenía inconveniente en montar sobre sus lomos a la pequeñuela y recorrer a gatas las diferentes piezas de la casa de don Ricardo, espoleado por la niña que le golpeaba las caderas con sus pies.

Estas bondadosas condescendencias valíanle al señor García el afirmar más su prestigio en la casa y adquirir en ella una dulce autoridad de la que apenas sí se daban cuenta sus amigos, pero que no por esto resultaba menos eficaz.

La educación de la niña estaba confiada al vejete, que por su método suave iba instruyendo a aquel ser enfermizo y de carácter caprichoso que tan pronto se mostraba salvajemente uraño como cariñoso con exageración.

Hacía prodigios el señor García para ir iniciando dulcemente en aquella inteligencia, lo mismo atenta que distraída, los principios de una instrucción que más que a enriquecer el cerebro con gran caudal de conocimientos, se dirigía a despertar el sentimiento místico e idealista y a crear una exagerada devoción religiosa que degenerara en fanatismo.

La niña aprendía a leer en lindos libros de cantos dorados y encuadernados en tafilete, donde con estilo melifluo y empalagoso se relataban estupendos milagros y se hablaba del amor a Dios empleando mundanas comparaciones que hubieran hecho ruborizar a María, de tener más años y menos inocencia.

Aquella continua lectura y las entretenidas relaciones del señor García que sabía mezclar en la conversación vidas de santos santas narradas en forma novelesca y en las que el diablo desempeñaba siempre el papel de traidor de melodrama, trastornaban el cerebro de la niña que a los diez años soñaba en hermosas princesas que morían en el martirio antes que abjurar de su fe, y en bellísimos ángeles con armaduras de oro y rodeados de deslumbrantes resplandores que aprovechando el silencio de la noche descendían del cielo para depositar un casto beso sobre la frente de las vírgenes cristianas.

Conforme transcurría el tiempo y crecía la niña, don Ricardo sumíase en su melancolía y descuidaba la educación de su hija confiando en la fidelidad de Tomasa y la amistad del señor García, y éste, aprovechándose de aquella apatía y del cariño que le profesaba María, procedía como un verdadero padre, disponiendo de su voluntad a su antojo.

La adversión que la pequeña mostró en otro tiempo a permanecer mucho tiempo en la iglesia, habíase trocado, merced a las sugestiones del cariñoso protector, en cotidiano y celestial placer siendo los momentos más felices para María, aquellos en que, arrodillada con todo el aire de una señora mayor, estaba en la iglesia arrullada por las melodías del órgano y contemplando aquellas imágenes que con sus ojos de vidrio la miraban fría e indiferentemente.

Mayor placer la causaban todavía las visitas a los conventos.

Tenía el señor García grandes amistades con las superioras de algunos de ellos y allá iba una vez por mes acompañado de la niña que ansiaba penetrar en aquellas destartaladas habitaciones impregnadas de ese olor sui generis mezcla de humedad y de incienso, propio de las casas de religión.

Su viejo preceptor quedábase en el locutorio, pero para ella se abrían las puertas del claustro y pasaba de los brazos de una a otra monja siendo acariciada por todas, y volviendo a casa con los bolsillos atestados de escapularios y golosinas.

La imagen del convento iba grabándose fuertemente en su cerebro.

Los trajes extraños de aquellas mujeres, su género de vida, el ambiente poético de su vivienda, y sobre todo la egoísta consideración de que encerrándose allí se ganaba el cariño de Dios y se conquistaba el cielo, causaban gran impresión en el ánimo de la niña y aún venían a aumentar la fuerza de tales sentimientos las palabras del señor García que estaba elocuente al describir las delicias del claustro y lo bien vistas que eran en el cielo cuantas personas renunciaban al mundo encerrándose en aquél.

Hay que advertir que el santo varón después de estas insinuaciones se apresuraba a decir que tal género de vida no era para señoritas que como ella, tenían un padre a quien obedecer y cuidar y una gran fortuna de que disponer; pero tratándose de un carácter impresionable y terco como era el de la niña, tales cortapisas sólo servían para exagerar sus propósitos y afirmar más en ella las primitivas ideas.

A los doce años María ya tenía adoptada su resolución.

Sabía, porque así se lo había dicho su preceptor, que el mundo era muy malo y estaba decidida a huir de él para encerrarse en uno de aquellos conventos donde podían vestirse trajes teatrales que no se usaban en las calles y comer golosinas deliciosas que no se encontraban en ninguna confitería de París.

Era aquella una vocación ridicula propia de una cabeza infantil en la que predominaba la imaginación, pero el señor García debía tenerla por muy verdadera ya que manifestaba cierta satisfacción y sólo hacía a la niña muy débiles objeciones.

El viejo devoto a fuerza de bondadosas humillaciones y de serviles complacencias había acabado por hacerse omnipotente en aquella casa.

A la hija la dominaba por la educación y el sentimiento y al padre por la actividad.

La melancolía que se había apoderado de don Ricardo debilitaba su voluntad hasta el punto de impedirle el ocuparse de sus negocios.

Poseedor de una colosal fortuna cuyos bienes radicaban en España y que tenía el deber de cuidar, pues pertenecía a su hija, causábale inmensas molestias el tener que ocuparse de la administración de las fincas, de los cobros y de las correspondencias con los arrendatarios y creyó muy natural el confiar esta misión a su amigo el señor García, quien se encargó de ella después de varias excusas, negativas y salvedades propias de una conciencia escrupulosa.

Después de este encargo el poder del viejo en la casa fue ya inmenso.

Vivía fuera, en un pequeño cuarto amueblado de la calle de los Santos Padres, pero exceptuando las horas de dormir, pasaba el resto del día al lado de aquella familia que se había acostumbrado a considerarlo como un ser al que estaba ligado por lazos naturales e indestructibles.

Ponía el viejo devoto el mayor cuidado en la administración de los bienes de su amigo y éste tenía tal confianza en él, que apenas si dirigía una mirada indiferente a los extractos de cuentas que mensualmente le entregaba.

Aquel hombre era la personificación de la modestia y el desinterés. Era pobre; vivía tan modestamente que casi estaba en la indigencia, no contaba con otro medio de subsistir que los auxilios pecuniarios que le deban los amigos y protectores que tenía en el clero, y a pesar de esto no quiso admitir la espléndida retribución que por sus servicios le daba el señor Avellaneda, conformándose al fin en aceptar un mezquino sueldo que él mismo se señaló.

Don Ricardo, admirando a aquel ser modelo de virtud, sentía decrecer en su ánimo la animadversión que de antiguo experimentaba contra las gentes devotas y por no dar un disgusto al santo varón que tan noblemente se portaba, guardábase de oponerse a aquella educación exageradamente religiosa que daba a su hija.

Ésta encontrábase ya en el momento crítico que la savia de la vida rompe el capullo de la infancia y la niña se convierte en mujer.

Era la crisálida próxima a transformarse en mariposa y revolotear en la risueña primavera de la vida.

Todo sonreía a aquel pequeño y delicado ser que no conocía las amarguras de la vida más que por las rutinarias arengas de su preceptor. Era rica, estaba mimada hasta la exageración y acariciaba una dulce esperanza que alegraba su porvenir.

María sonreía de felicidad al pensar que algún día iría a aquel país para ella misterioso que se llamaba España, que Tomasa le describía con tanto entusiasmo y cuya lengua hablaba en el seno de la familia causándole sus palabras el efecto de una armonía arrulladora.

V. Mariposa

El período hermoso de su vida empezó para María el día en que su juventud fue declarada oficialmente o sea aquel en que tomó la primera comunión.

Don Ricardo admiró su traje blanco y su velo de desposada, derramó copiosas lágrimas producidas tanto por la alegría como por el recuerdo de su esposa y lo mucho que ésta habría gozado viendo a su hija de tal modo, y no se le ocurrió acompañarla a San Sulpicio, dejando como siempre que cumplieran este encargo su fiel amigo y la criada.

¡Con qué profunda unción recibió María confundida entre un tropel de niñas con blancas vestiduras aquel nuevo sacramento de la Iglesia!

Recordó lo que le había dicho él señor García sobre tan importante acto, y pensando que era nada menos que Dios quien iba a alojarse en su cuerpo, procuró engullirse con la mayor delicadeza el pegajoso cuerpo de Cristo, que envuelto en saliva bajó con solemne parsimonia al fondo de su estómago.

Aquel acto resultó conmovedor para los fieles amigos de María.

Su segunda madre, la cariñosa Tomasa, lloraba ruidosamente el rubicundo rostro con el blanco delantal, y en cuanto al señor García, creía que a falta de lágrimas era muy propio del caso suspirar angustiosamente frotándose los ojos con las puntas de su pañuelo.

Desde aquel día todo varió en la vida de María.

Vistiéronla de largo y ya no le fue permitido el correr ni jugar en las alamedas del Luxemburgo, teniendo que resignarse a pasear con aire grave y los ojos bajos al lado de su padre o de su preceptor.

Se acabó para siempre el correr mezclada entre niños con la negra cabellera suelta y ondeante bajo el mal seguro sombrerillo, pues en adelante tuvo que peinarse horriblemente e ir adquiriendo por indicación de su preceptor todo el aspecto rígido y antipático de una doncella que odia las pompas mundanas y sólo piensa en entrar en el cielo.

El señor García tenía sus planes acerca de su discípula. Era el buen hombre tan modesto que se juzgaba incapaz de continuar la educación de la niña y aconsejaba a su padre la pusiera a pensión en un convento de confianza que ya se encargaría él de designar; pero Avellaneda siempre tan complaciente con su amigo y administrador sacudió su indiferencia al escuchar tal proposición y se negó enérgicamente a separarse de María y menos a consentir que entrara en un convento aun en calidad de educanda.

Aquello molestó mucho al virtuoso administrador, pero como su cualidad distintiva era la humildad, sufrió con paciencia el fiero arranque de su amigo y se conformó con que María no fuese al convento. La niña no experimentó menor contrariedad con la negativa de su padre.

Le halagaba la idea de permanecer algunos años en el convento, llevando la misma vida espiritual y contemplativa de las religiosas, mas no por esto detestaba el mundo con la misma energía que algunos años antes.

María llevaba la misma vida que en un convento y en verdad que con ella no resultaba muy simpática y alegre la existencia.

Para la niña los teatros, las soireés y las innumerables diversiones de la juventud, eran cosas desconocidas; pero con la edad había adquirido gran instinto de observación, y en cuanto la rodeaba adivinaba que en el mundo existía una vida llena de placeres y de inesperadas impresiones muy distinta a la monótona y triste que ella arrastraba.

Muchas veces, cuando cerrada ya la noche regresaba a su casa seguida de sus inseparables amigos, tenía que detenerse para dejar paso a veloces carruajes en cuyo interior se distinguían hermosas damas espléndidamente vestidas, que se dirigían al teatro o al baile, aquellas dos diversiones desconocidas por la niña, pero que en su cerebro producían un cúmulo de aventuradas y fantásticas suposiciones.

Aquel vago deseo que en el corazón de la joven producían las pompas mundanas, ocupaba su imaginación durante noches enteras dejando tras sí amargos rastros, pues María juzgaba tales pensamientos obra del demonio, que quería apartarla de la senda del bien, y para conjurar al infernal enemigo, saltaba de la cama y ponía sus rodillas desnudas sobre el frío suelo pidiendo a Dios que no la desamparase y que le diese fuerzas para desechar tan horribles seducciones.

Mas por desgracia para la joven devota, el mundo que es muy picaro parecía complacerse en hacer desfilar ante sus ojos, cada vez con mayor magnificencia, todas sus seductoras grandezas y su espíritu mujeril se conmovía profundamente con las hermosuras del arte, del lujo y de la vida elegante.

En el interior de María, formábanse dos distintas personalidades que reñían empeñadas batallas. Los sentimientos de mujer vulgar y de devota iluminada, desarrollábanse en ella con continua lucha.

Durante el día la grandeza mundana ejercía sobre ella seductora influencia y contemplando en el paseo las elegantes damas que paseaban del brazo de sus maridos, sentía algo semejante a la envidia, pensaba con placer el que algún día podía llegar a ser una de ellas y se proponía no encerrarse en un convento donde la vida resultaba aún más monótona que la que en la actualidad hacía; pero así que por la noche se encerraba en su cuarto y quedaba completamente sola, el silencio nocturno le causaba inmenso pavor, parecíale que el diablo iba a salir por debajo de la cama gritando entre dos estridentes carcajadas ¡eres mía! y miraba avergonzada, como solicitando auxilio, las estampas de vírgenes y santos que adornaban las paredes, acabando por llorar desesperadamente y pedir perdón por pecados tan horrendos como eran haber deseado un vestido elegante y un marido guapo iguales a los que ostentaban las majestuosas señoras que paseaban por el Luxemburgo.

Aquella interminable lucha que libraban los naturales instintos y los temores pueriles y ridículos engendrados por una educación fanática, causaban gran quebranto a la naturaleza física de María que vivía febril y sobreexcitada con gran alarma de cuantos la rodeaban, los cuales no podían explicarse sus ratos de meditabunda melancolía y sus arranques de exagerada devoción.

Tomasa casi llegó a creer en algunos instantes que la hija se había contaminado del mal del padre y que aquella meditación tenaz y dolorosa a que de vez en cuanto se entregaba, la conducía en línea recta a la locura.

El único remedio que la joven encontraba para librarse momentáneamente de lo que ella llamaba pérfidas seducciones del diablo, era la lectura, y con el ansia del náufrago que encuentra un punto sólido al que asirse, leía aquellas obras devotas de las que tenía gran provisión, gracias al cuidado del señor García.

Pero ¡ay! que aquellos libros al poco tiempo no produjeron el efecto apetecido por María, pues en vez de afirmar sus aficiones, la empujaban al mundo y a sus seducciones.

A fuerza de leer, comprendió que todas aquellas apasionadas declamaciones resultaban huecas por lo indefinido de su objeto y porque no lograban interesar a su corazón y en los capítulos que se hablaba del amor a Dios y se dirigían a éste frases como ¡dulce esposo mío!, ¡señor de mi alma y de mi cuerpo! la joven sentía que en su interior se despertaba algo nuevo y extraño y repetía distraída y automáticamente las apasionadas palabras con el pensamiento puesto no en el hombre desnudo de miembros negruzcos, pecho sangriento y cabeza greñuda que pendía de la infamante cruz, sino en cualquiera de aquellos mozalbetes rizados, vestidos a la última moda, con el cigarrillo en la boca y el lente bailando sobre el chaleco que todas las tardes veía en el Luxemburgo.

Gustábanle mucho aquellas frases amorosas de los libros devotos, pero el demonio la tenía tan aprisionada entre sus garras a los catorce años, que la parecían más hermosas si iban dirigidas a un hombre de vil materia que a una de aquellas imágenes de leño santificado.

El diablo hace caer a las débiles criaturas de la tierra en tan tremendos absurdos.

La afición a la lectura fue creciendo de tal modo en María, que llegó a alarmar al bueno del señor García.

Parecíanle ya fríos y monótonos los libros de devoción a aquella imaginación despierta, y un día, cansada de la insípida lectura, se decidió a tomar en sus manos una de las obras que su preceptor llamaba profanas.

Las dos criadas francesas que estaban en la casa bajo la dirección de Tomasa, eran el perfecto tipo de la doméstica en la nación vecina; sentimentales, fantásticas y grandes aficionadas a enterarse de las dramáticas aventuras de Alfredos y Arturos y a derramar lágrimas de ternura en vista de las grandes peripecias que éstos habían de sufrir en el curso de la novela.

Para dar pasto abundante a sus aficiones de impertérritas lectoras, tenían siempre sobre la mesa de la cocina abundante provisión de novelas económicas y folletines poéticos cuyos fragmentos más interesantes declamaban en alta voz acompañadas del hervor de los pucheros y del estrépito de la loza en el fregadero.

A aquella biblioteca acudió María, y excusado es decir el efecto que en su imaginación romancesca causarían tales obras que eran brillantes apologías del amor y en las cuales se pintaban con colorido exagerado las innumerables pasiones que encrespan tempestuosas el océano de la vida.

Ocurría esto en 1832, justamente cuando la revolución de Julio, derribando la estúpida tiranía de los Borbones y creando una monarquía ciudadana sobre las ensangrentadas barricadas, quitaba toda traba al pensamiento humano que corría con el atolondramiento y el ciego impulso del niño a quien abren las puertas de un triste colegio.

El gusto romántico vencía al frío clasicismo, y la imaginación se enseñoreaba del mundo dominando en el cerebro humano a las demás facultades.

Dos jóvenes que entonces hacían gran ruido y que habían de pasar a ser inmortales, eran los dueños de la situación, y Francia entera se entusiasmaba leyendo las «Orientales» y las «Odas Baladas» del hijo de un antiguo general bonapartista llamado Víctor Hugo, o se conmovía repitiendo las melodiosas «contemplaciones» de un provinciano llamado Lamartine.

Chateaubriand, el cantor del realismo y de las glorias de los hijos de San Luis, veía pateadas con desprecio sus obras por la triunfante Revolución, que levantaba con sus robustos brazos para exponerlos a la pública adoración, a aquellos jóvenes bardos amamantados en la férrea leche de sus pechos.

Los primeros libros que cayeron en manos de María, fueron las obras de aquellos dos poetas.

¡Cómo describir la grandiosa impresión, la tremenda revuelta que causaron en ella tan seductoras obras!

Anhelos hasta entonces no explicados adquirieron forma completa en su imaginación; comprendió por fin lo que era el amor y lo que esto significa, y experimentó idéntica impresión que el pájaro que al fin puede volar y abandonando por primera vez el nido se lanza a los campos embellecidos y caldeados por la vivificante primavera.

Leía y releía con una avidez sin límites los inmortales cantos de aquellos genios, hasta que las estrofas quedaban grabadas en su memoria y por la noche dormíase repitiéndolas con entonación melancólica, mezclando muchas veces los versos con los suspiros.

Los crepusculares cantos de Lamartine conmovían su alma y le producían idéntica impresión que si una mano poderosa la levantara del suelo para mecerla entre los dorados celajes de la caída de la tarde, y muchas veces tenía que suspender la lectura para llorar sin motivo alguno y únicamente por dar salida a la dulce melancolía que se acumulaba en su pecho.

Víctor Hugo producía en su ánimo un efecto aún más radical y abría ante su imaginación nuevos e infinitos horizontes. Aquellas odas apasionadas le hablaban del amor como de una cosa santificada a la que se debía la existencia del mundo y la suprema felicidad de la vida y Dios no aparecía en ellas como un ser irascible, vengativo y envidioso a quien le producen accesos de rabia la dicha de sus criaturas, sino como un viejo filósofo, bondadoso y dulcemente jovial, que sonríe plácidamente al contemplar las inocentes travesuras de la apasionada juventud.

Aquella manera de representar al autor del Universo, agradaba a María, que no podía menos de estremecerse al recordar el Dios descrito a cada momento por su preceptor, ser omnipotente que sólo admitía en su presencia a las criaturas que renegaban de la naturaleza humana, que despreciaban los puros goces de la vida, que momificaban sus sentimientos y que aceleraban la llegada de la muerte encerrándose en la tumba del claustro, cuando más exuberantes estaban de salud y fuerza.

Las poesías orientales despertaban en María otra clase de pensamientos, y sin darse cuenta de ello iba convirtiéndose en una joven romántica y de pasiones fantásticas como la mayor parte de las de aquella época.

El poeta le hablaba de España, de aquella patria querida que adoraba sin conocer; y con atención mezclada de asombro iba leyendo aquellas musicales estrofas que describían a los nobles abencerrajes y a las españolas sultanas; las serenatas entonadas en voz queda frente a los afiligranados ventanales de la Alhambra, los vistosos y dramáticos torneos, las citas en frondosos jardines y a la luz de la luna y las empresas heroicas que horripilaban, pero que llevaban a cabo los paladines con el nombre de su amada en los labios.

Ante aquel mundo nuevo que surgía de los armoniosos versos, María experimentaba idéntica impresión que el niño que ve por primera vez en la noche oscura una quema de fuegos de artificio.

Su único pensamiento, la idea que con más fuerza se fijaba en su cerebro, era que ella quería ser una de aquellas heroínas, e inspirar una loca pasión a un héroe que por su amada fuera capaz de los mayores sacrificios.

Quería ser la amada de un paladín moderno y hasta morir por él si fuera preciso.

La idea del convento no por esto se apartaba de su memoria, pero se había modificado mucho con la continua lectura.

Ella no iría inmediatamente a un monasterio a llorar faltas que no había cometido ni a odiar a un mundo que no conocía. Antes de renunciar a la vida quería saber por sí misma lo que ésta era, gozar sus dichas y sufrir sus desengaños y aspirar el inmenso perfume de un amor novelesco. Después entraría en un Convento, pero sería para llorar paseando por los claustros desiertos y con todo el aspecto de una heroína de poema, el recuerdo del amante muerto en el campo de batalla o a manos de una venganza inspirada por los celos.

En aquella linda cabecita se encerraba una imaginación propiamente española que una vez se echaba a galopar por el dilatado campo de lo desconocido no respetaba obstáculo ni traba y recorría con complacencia el terreno de lo absurdo.

Un amante, un héroe, agonizante de amor, que sobreviviera después de la terrible catástrofe como en el último acto de una tragedia y al final el convento con toda su monotonía y esa calma sepulcral que sirve de dulce bálsamo a las almas despedazadas.

Esto era en todas sus partes el deseo constante de María, aspiración en la que tropezaba el señor García siempre que apuntaba a su discípula la antigua idea de la clausura religiosa.

El preceptor veía con tranquilidad que María no se manifestaba contraria a tomar el velo, pero no dejaba de producirle cierta alarma el notar que la joven no mostraba tan fogoso entusiasmo como algún tiempo antes y tenía cierto empeño en reducir las pláticas de devoción dejando siempre para más adelante el hablar a su padre seriamente de su vocación religiosa.

La transfiguración moral de aquella joven pasaba desapercibida para cuantos la rodeaban.

El señor García con ser tan listo no llegaba ni aun a sospechar lo que ocurría en el ánimo de su discípula, y en cuanto a Tomasa como no sabía leer ni creía que en el mundo hubiesen otros libros que los dedicados a la devoción, al ver a su señorita entregada a todas horas a la lectura con una extrema avidez, sentíase conmovida por aquello que ella creía amor a las doctrinas religiosas.

La juvenil mariposa al llegar a los diez y ocho años estaba totalmente transfigurada.

Por la noche cuando el cansancio comenzaba a cerrar sus ojos ya no soñaba en ángeles deslumbrantes ni en demonios horribles. Otras eran las imágenes creadas por su fantasía.

Muchas veces extendía sus brazos, pues le parecía ver a la cabecera de su cama a un apuesto paladín de ojos melancólicos y de negra cabellera que, cubierto de limpia armadura como aquellos héroes de las leyendas, estaba en actitud de velar su sueño.

VI. Mentor y Telémaco

En el mes de enero de 1840, el invierno, por no perder su anual costumbre y ser tenido como inconsecuente y caprichoso por los buenos vecinos de París, hacía que éstos andaran por las calles soplándose las manos o frotándose la nariz so pena de sufrir graves deterioros en partes tan integrantes de la belleza física.

Hacía un frío de dos mil demonios según la elocuente expresión de la criada del señor Avellaneda.

Cuando no soplaba un viento huracanado y punzante caía una lluvia torrencial con estrépito escandaloso; y si ambas explosiones de la ira de la naturaleza cesaban de azotar la gran ciudad y parecía restablecerse la calma en el espacio, comenzaba a descender desde los plomizos celajes del cielo, una inmensa sábana de nieve que se enseñoreaba de todo; lo mismo de los tejados y sus aleros que del pavimento de las calles, llegando a filtrarse al fondo de las cuevas por los angostos respiraderos.

Los copos de nieve parecían un infinito enjambre de blancas moscas deseosas de devorar la gran metrópoli y los transeúntes mostrábanse molestados por la picadura fría, pegajosa y espeluzante de aquellos insectos de invierno.

Los parisienses sabían que cruzaba diariamente el espacio una cosa llamada sol, pero hacía ya algunos meses que no aparecía sobre los tejados de la gran ciudad, pues pasaba de largo embozado en la densa capa de nubes y se hablaba de él con el mismo acento de incertidumbre que si se tratara de un ser mitológico engendrado por la imaginación.

En una de aquellas mañanas que París despertaba al contacto de las sábanas de nieve que cubrían su lecho y cuando el reloj de San Germán de los Prados daba las siete, el señor García que parecía inalterable por los años y que conservaba su eterno aspecto humilde, bondadoso y sonriente, desperezóse en su pobre cama allá arriba en el último piso de una casucha de la calle de los Santos Padres y después de algunas vacilaciones se decidió a abandonar el camastro.

Se vistió y lavó con gran detenimiento después de haberse persignado devotamente tomando agua bendita de una pililla que tenía a la cabecera, le rezó tres padrenuestros a una estampa de Jesús que adornaba su cuarto y que era una obra maestra del arte religioso, pues representaba al Hijo de Dios, acicalado y rizado como si saliese de una peluquería y en actitud como de desabrocharse el chaleco para mostrar un corazón flameante de color de hígado fresco, y así que terminó la oración sacó de un armario un panecillo y una pastilla de chocolate que comió junto a la ventana estremeciéndose de frío, pues por las rendijas de la vieja vidriera se filtraba el helado resuello del invierno.

Cuando el anciano terminó de masticar el desayuno y se hubo convencido de que no quedaba sobre su raído traje la más leve migaja, púsose una larga hopalanda, que tenía mucho de sotana, y el viejo sombrero, cuya figura se confundía en la memoria de María con los primeros recuerdos de la niñez. Después salió a la calle, llevando bajo el brazo un paraguas rojo.

El señor García, a pesar de sus años, andaba con cierta viveza juvenil, y evitaba que sus gruesos zapatos claveteados resbalasen sobre la nieve de las aceras próxima a solidificarse.

Atravesó el barrio de San Germán y el de San Sulpicio, pasó por la desembocadura de la rue Ferou, dirigiendo una mirada distraída a la casa del señor Avellaneda, y llegó a la larga calle Vaugirard, deteniéndose a poco menos de su mitad junto a la puerta de una negruzca y larga tapia, sobre la cual y a alguna profundidad, veíase el cuerpo superior de un pequeño palacio construido con arreglo a la arquitectura frivola y seductora del pasado siglo; pero al cual la furia destructora del tiempo había dado un aspecto vetusto. Los apuntalados tejados de pizarra habían perdido su primitiva brillantez; los moldeados tragaluces de las buhardillas estaban algo destrozados por la lluvia y la nieve, y en los huecos de las molduras que adornaban los muros, así como en las hornacinas que en otro tiempo debieron contener estatuas, crecían verdes cabelleras de plantas silvestres, que el viento agitaba acompasadamente.

Aquel edificio, aunque viejo, de perfiles seductores, asomando su faz sobre una tapia negruzca, y que por tener sobre su puerta una gran cruz de madera, parecía la cerca de un cementerio del campo, causaba el mismo efecto que un puñado de rosas marchitas puestas en las vacías cuencas de una calavera.

El señor García tiró rudamente de una cadenilla que pendía junto a la puerta, y allá dentro sonó un repiqueteo de campana. Le abrió un viejo de aspecto igual al suyo, y el señor García, contestando con una inclinación de cabeza al saludo en latín que le dirigió el fámulo, atravesó el vasto patio existente entre la tapia y el edificio, y en el cual crecían algunas plantas raquíticas alrededor de una fuentecilla que tenía en el centro una imagen de la Virgen, cubierta de moho verde así como la parte exterior de la taza de mármol.

El vejete, subiendo algunos peldaños penetró en el piso bajo, atravesó algunas antesalas, contestando con genuflexiones a los saludos que le dirigieron varios curas que estaban sentados esperando; entreabrió una mampara negra, y por el resquicio pasó parte de su cabeza, preguntando con humildad si se podía pasar.

—¡Entrad! Adelante, querido hermano, —contestó una voz varonil.

El señor García entró en aquella pieza, que era un vasto despacho casi igual al del padre Claudio en Madrid, sin que faltasen los colosales estantes repletos de legajos y carpetas rotuladas.

Sentado en un gran sillón, junto al hueco de una ventana, estaba el padre Fabián Renard, superior de los jesuítas de Francia, o más bien dicho, vicario en dicha nación del general de la Compañía que residía en Roma.

El estar el buen padre encogido en su asiento, no impedía que fuese apreciada su estatura y robustez de granadero, completadas por una cabezota rubicunda, de rostro granujiento, hinchado y velloso en demasía. Unos ojillos vivos, audaces y escudriñadores, que brillaban con cierto reflejo metálico bajo la espesa almohadilla de grasa que formaba la frente, completaban el retrato físico de aquel hombre, que había prestado grandes servicios a la Compañía; pero que en el registro secreto que para su uso especial llevaba el general de la Orden, estaba anotado del modo siguiente:

«Fabián Renard. Perfecto instrumento de la Orden. Ha hecho buenos negocios. Buen jefe de pelea, mal director. Vivo y arrebatado de sobra. Falta de constancia, de paciencia y de cautela. Prefiere el valor y la audacia a la astucia. Ha sido soldado. Quisiera arreglar las cosas más difíciles en media hora. ¡Es un verdadero francés!».

El padre Renard era uno de tantos aventureros, que sin otra guía que la audacia, ruedan de un punto a otro, agitados por la ambición, sin ninguna idea fija, y dispuestos a venderse lo mismo a Dios que al diablo.

En su juventud había pertenecido al ejército de Napoleón, y fue soldado porque entonces estaba en moda serlo, y las armas eran el único medio para hacer carrera.

Se batió con valor y ascendió lentamente hasta capitán, pero llegó la restauración de los Borbones con todas sus inevitables consecuencias. La Iglesia volvió a dominar, los curas fueron los héroes de la situación y el joven capitán entró en la Compañía de Jesús, donde se hizo más justicia a sus facultades de hombre audaz y de ancha conciencia, llegando después de realizar varios negocios de importancia a ser encargado de la Orden en su patria.

Su carácter estaba descrito con tanta concisión como verdad en las anotaciones del general, pues en la Compañía se estudiaba imparcialmente la naturaleza moral de cada individuo y se archivaban después los apuntes sin temor a equivocaciones.

No estaba solo el padre Fabián cuando entró en su despacho el señor García.

Frente a él y ocupando otro sillón se encontraba un caballero vestido con cierta marcial elegancia y cuyo rostro bronceado y varonil le delataba como perteneciente a una raza meridional.

Este desconocido al entrar el viejo se levantó para saludarle, pero el padre Fabián le empujó cariñosamente para que volviera a sentarse y le dijo en español dificultosamente pronunciado:

—Sentaos, señor conde. Este señor es un amigo, un hermano de gran confianza. Es D. José García, hombre virtuoso y de gran religiosidad que en 1820 se vio obligado a huir de España por no sufrir las persecuciones de los malditos revolucionarios. Después ha querido volver a su patria; especialmente cuando en el 24 quedó restablecido el orden y el respeto a la religión; pero asuntos muy graves y de gran interés para la Compañía le retienen aquí y el buen hermano se sacrifica. ¿No es así señor García?

—Así es, reverendo padre —contestó el vejete muy satisfecho del tono amable y jovial con que le hablaba tan elevado personaje.

—Sentaos, señor García, sentaos. Justamente hace un momento os recordaba y hablaba de vos al señor conde. A propósito; sabed que este señor es un compatriota vuestro, el conde de Baselga, coronel de un regimiento de caballería carlista que no ha imitado a esos traidores que con Maroto se entregaron en Vergar, y que a vivir en la opulencia reconociendo a la ilegitima Isabel II, ha preferido seguir al verdadero y desgraciado soberano Carlos V pasando la frontera y viniendo a París a sufrir las tristezas de la emigración. Es un héroe de la buena causa.

El señor García saludó con una sonrisa al héroe y con una respetuosa reverencia al conde y después se sentó modestamente y a alguna distancia de los dos personajes como si quisiera demostrar que no era de los que deseaban la supresión de castas.

—Yo —continuó diciendo el jesuita francés que entre sus defectos tenía el de ser excesivamente charlatán cuando estaba entre los suyos—, me encuentro perfectamente cuando hablo con españoles. Conservo muy buenos recuerdos de aquel país donde el cielo es eternamente azul y tan hermosas son las mujeres. ¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Torcéis el gesto señor García? Comprendo que a un santo como vos lo sois, os causan mal efecto estas palabras, pero… ¡qué queréis! antes que sacerdote he sido soldado y la sotana no borra nunca las huellas que dejan las costuras del uniforme. Aquí está un bravo militar que por el mero hecho de serlo sabrá dispensarme mejor mis faltas y comprenderá más bien mi carácter.

Baselga sonreía encantado por la franqueza de aquel jesuita, y comparándolo con el simpático, pero misterioso padre Claudio, le encontraba muy superior a éste.

—¡Qué tiempos aquellos! —continuaba diciendo el padre Fabián—. Aún veo como si ocurriera en este instante cuando yo era sargento en la columna del general Hugo, el padre de ese coplero impío y revolucionario que tanto ruido mete ahora, y perseguíamos a aquel diabólico Empecinado que tan pronto se nos desvanecía entre las manos, como nos atacaba inesperadamente. Reconozco que los españoles no tienen rival en esas guerras de montaña, y tanta es la simpatía que me inspiran que desde aquí he ido siguiendo con interés todos los incidentes de esa contienda civil en la que tanto os habéis lucido, señor conde, al frente de vuestro regimiento de lanceros.

Baselga saludó con aire satisfecho, y el señor García creyó del caso agradecer con una amable sonrisa, aquellas lisonjas dirigidas a sus compatriotas.

—Vuestra llegada, señor García —continuó el jesuita—, no puede ser más oportuna. El señor conde visita París por primera vez, apenas si conoce el idioma y necesita un hombre de confianza, un buen amigo que le acompañe a todas partes, y le sirva de guía en esta Babel. Nadie mejor que vos puede hacer este favor y yo os estaba nombrando momentos antes de que entraseis.

—Reverendo padre —contestó el viejo—, estoy muy agradecido por la bondad que me dispensáis, y en cuanto al señor conde, prometo servirle tan bien como pueda.

Baselga tendió su mano al vejete en muestra de agradecimiento.

—¿Dónde vive usted, señor conde? —preguntó García con solícita curiosidad.

—Estoy alojado en la fonda de El León de Oro, en la rue Saint-Honoré. Vivimos allí algunos jefes emigrados en amistosa comunidad pero deseo mudar de domicilio e instalarme en una habitación que, aunque decente, no me cueste tan cara.

—A usted le convendría vivir en un barrio retirado y serio como de San Germán, o el de San Sulpicio. En aquella parte de París donde usted habita el escándalo y la corrupción tienen su asiento, y ninguna persona católica puede vivir con tranquilidad. Si usted me lo permite le buscaré nueva habitación.

—Apreciaré mucho este favor.

—Vivirá usted en la misma casa que yo. Soy pobre y no tengo otro remedio que vivir en una buhardilla que basta para mis necesidades; pero en el piso primero hay desalquilada una habitación de soltero bastante aceptable, en la que el señor conde podrá vivir con comodidad. Es en la calle de los Santos Padres. ¿Le conviene a usted mi proposición?

—Aceptada. Además viviendo cerca de usted, tendré la ventaja de poder utilizar a todas horas sus amables servicios.

—Todo está corriente —dijo el padre Fabián—. Telémaco y Mentor vivirán unidos, y así se completarán mejor. Y ahora que ya están convencidos, les suplico que me dejen solo. Crean que tengo un verdadero placer en conversar con ustedes, pero mis obligaciones son muchas y tengo la seguridad de que en la antesala me esperan un buen número de amigos y solicitantes. ¿Eran muchos cuando habéis entrado, señor García?

—Reverendo padre: pasaban de diez los sacerdotes que estaban en la antesala.

—Ya lo veis, señor conde. Esto es insufrible. No tengo un momento mío, pero esto no impedirá indudablemente que me honréis a menudo con vuestra visita. Siempre encontraremos tiempo suficiente para conversar como buenos amigos; vos recordando vuestras antiguas glorias, y yo pensando en los tiempos que arrastraba sable. Un recomendado del padre Claudio, es para mí una persona digna de las mayores atenciones.

El conde agradeció con respetuosas inclinaciones de cabeza los ofrecimientos del jesuíta, y después de besar su mano se dispuso a salir acompañado del señor García.

Este procuró quedarse algo rezagado y cuando Baselga estaba ya en la puerta, volvióse rápidamente a donde se hallaba el padre Fabián que le miraba fijamente como adivinando que tenía algo que decirle.

—En aquella casa todo sigue lo mismo, reverendo padre.

—¿Y la niña?

—No se niega a ser monja, pero tiene cierto empeño en retardar la entrada en el convento.

—¿Hay acaso amoríos de por medio?

—No, reverendo padre. Si tal hubiese lo sabría yo.

—Mirad que los viejos no tenemos buen ojo para apercibirnos pronto de estas cosas.

—Tengo absoluta certeza de que María no piensa en amores.

—Pues ved de emplear todos los medios para que la niña se decida en favor de la religión.

—Así lo haré, reverendo padre.

—¿Y el señor Avellaneda?

—Sigue tan loco y meditabundo como siempre.

—Eso es menester —dijo sonriendo el jesuita.

El señor García besó devotamente la velluda mano que le tendía el padre Fabián y se reunió en la antesala con el conde de Baselga, cuya postura marcial y tez bronceada llamaba la atención de los clérigos franceses que aguardaban la audiencia.

Los nuevos amigos marcharon directamente a la calle de los Santos Padres, y la portera del señor García, vieja devota muy agradecida a éste no por las propinas sino por continuos regalos de estampas, medallas y escapularios milagrosos, les enseñó la habitación del primer piso que estaba desalquilada.

Baselga manifestó que le agradaba la pieza y sus muebles, y aquella misma noche durmió en ella.

Cuando el señor García, que se había encargado de traer el equipaje del conde desde la fonda El León de Oro ,fue a retirarse a su cuarto, después de desear felices noches a su nuevo amigo, se detuvo junto a la puerta, y tras algunas vacilaciones, preguntó al conde con marcada curiosidad:

—Perdone usted mi impertinencia. Pero ¿tiene usted muy íntimas relaciones con los jesuítas de España?

—El padre Claudio es mi mejor amigo, mi protector, casi mi padre.

—Celebro que así sea, pues de este modo podrá ser más íntima nuestra amistad. Yo creo que nosotros, salvo la debida distinción de clases y el respeto que yo profeso siempre a mis superiores en la sociedad, somos algo más que amigos, pues bien podía ser que resultásemos hermanos.

—Creo que sí.

El vejete sonrió, y desabrochando su raído chaleco, entreabrió la camisa, mostrando sobre una sucia almilla de franela un escapulario, en el que estaba bordado en vivos colores un corazón sangriento y flameante rodeado de una corona de espinas.

El conde le imitó, y desabrochando sus ropas, enseñó un escapulario igual.

—Perfectamente —exclamó el viejo sonriendo con alegría.— Los dos somos hermanos, y aunque sin votos, pertenecemos a la gloriosa Compañía de Jesús. De hoy en adelante nos trataremos con la confianza que debe existir entre dos buenos hermanos, entre dos soldados de Cristo, a los que la sociedad impía y revolucionaria llama jesuítas de hábito corto.

VII. Lo que había sido de Baselga

¿Qué había sido del conde de Baselga después del día en que su matrimonio terminó de modo tan inesperado y trágico?

Por consejo del padre Claudio, diose de baja en la Guardia Real y fue a vivir en un rincón de Castilla, en aquel caserón señorial dónde se habían deslizado los primeros años de su infancia y del cual apenas si se acordaba.

El complaciente superior del jesuitismo en España era para Baselga una especie de ángel bueno que velaba por él, y de aquí que éste atendiera todas sus indicaciones para cumplirlas con la sumisión inconsciente de un autómata.

Enterrado en aquel lugarejo, donde había nacido, Baselga vivía alejado del mundo, y si alguna vez sabía algo de lo que ocurría en la corte, era por conducto del padre Claudio que le escribía todos los meses dándole muy buenos consejos y excitándole a la oración, exhortaciones que no hacían gran mella en su animo.

Su hija estaba en un convento de Madrid, y el buen jesuita velaba por ella con tanto interés como administraba la mediana fortuna de la difunta Pepita Carrillo, cuyas rentas dividía anualmente en dos mitades. La más insignificante se dedicaba al mantenimiento de Baselga que mensualmente recibía una cantidad que, unida al sueldo de comandante de cuartel que percibía, permitíale llevar una existencia de potentado en aquel mísero lugarejo, y la parte mayor y más cuantiosa se la embolsaba el padre Claudio por los gastos de administración y educación de la niña, verdadera dueña de aquellos bienes.

Baselga era casi feliz en su nueva situación. Cazaba la mayor parte del día, por las noches echaba largos párrafos con el cura del lugar, más ignorante que él, pues le reconocía gran superioridad intelectual y trataba a palos a los labriegos siempre que estaba de mal humor, ni más ni menos que si se encontrase en plena Edad Media y todavía fuesen un derecho los abusos feudales.

Algunas veces aquella tranquilidad que le proporcionaba la vida campestre desaparecía, pues los recuerdos del pasado venían a remover los vestigios de ambición que todavía quedaban adormecidos en su pensamiento.

El conde recordaba su feliz mocedad cuando soñaba en llegar a general y adquirir gran renombre y cuando se creía próximo a realizar sus ilusiones y al verse ahora postergado, solo sin otro apoyo que el de los jesuítas y en lo mejor de su edad casi en la misma situación de un veterano inservible, sentíase dominado por tremenda melancolía, y maldecía la memoria de la mujer que de tal modo había truncado su porvenir.

En aquella continua soledad y rompiendo el obstáculo de una tenaz monotonía, el recuerdo de tres seres surgía en su memoria causándole diversos y encontrados sentimientos.

Pepita aparecía algunas veces en su imaginación, hermosa, atrayente y seductora, y su recuerdo producía en Baselga el despertar de adormecidos deseos, y el que resucitase aquella pasión que por tanto tiempo le había dominado.

El conde amaba todavía a su esposa, y si en algunas ocasiones maldecía su memoria, eran más las que se abismaba con placer en los recuerdos del pasado, y saboreaba su perdida felicidad.

La niña, aquel pequeño ser inocente que a los ojos de la sociedad pasaba por su hija, excitaba también algunas veces sus recuerdos; pero hay que confesar en favor de los sentimientos de Baselga, que la pequeñuela, a pesar de su odioso nacimiento, no lograba inspirar al vengativo conde, otra impresión que una tranquila indiferencia. No así el otro ser que continuamente ocupaba su pensamiento y que era el mismo rey don Fernando, tipo odioso para el conde y que merecía toda la furia de su rencor.

Cada vez que Baselga pensaba en su soberano sentía que la sangre se agolpaba en su cerebro y crispaba las manos como disponiéndose a extrangularlo, cual si lo tuviese en su presencia.

Pensando en el rey se arrepentía de haber obedecido a su estimado padre Claudio, absteniéndose de dar un escándalo y tomar tremenda venganza; pero ya que en el momento le era imposible dar rienda suelta a su furor, proponíase tomar la revancha así que se le presentara ocasión, no sólo contra el amante de su esposa sino contra sus descendientes si es que llegaba a tenerlos.

Así transcurrieron algunos años sin que el olvido que lleva consigo el tiempo lograra borrar de la memoria de Baselga, tan tristes y tenaces recuerdos.

El primer día de cada año y el de su santo recibía el conde dos cartas de felicitación escritas por su hija con un estilo dulzón y afectado que delataba la carencia de espontaneidad, y daban a entender que la educanda copiaba lo dictado por la superiora del convento.

Aquellas cartas no proporcionaban a Baselga ningún consuelo, y después de leerlas las arrojaba con indiferencia dedicándose de nuevo a su vida monótona y despojada de todo sentimiento que no fuese el de venganza.

Aquella vida uniforme en un hombre nacido para la agitación y la lucha, en vez de debilitar el recuerdo de sus desgracias, sólo servía para excitar más en él las memorias del pasado y sumirle en una feroz melancolía.

Cuando llegó a aquel lugarejo de Castilla la noticia de la muerte de Fernando VII, Baselga sintió una impresión semejante a la de aquel a quien roban una cosa que considera próxima a adquirir.

Acariciaba la esperanza de que algún día la casualidad le pondría en camino de vengarse por su propia mano del hombre que le había deshonrado. Él no sabía cómo podría realizarse tal milagro, pero tenía la certeza de éste y por ello experimentó una tremenda decepción cuando supo que la muerte acababa de robarle su presa.

No tardaron en sobrevenir con gran rapidez nuevos acontecimientos.

Pocos días después de la muerte del rey recibió una abultada carta del padre Claudio, en la cual hacía éste un llamamiento a su amistad.

Los partidarios del infante don Carlos defendían con las armas en la mano en las provincias del Norte la causa de la Iglesia.

La esposa y la hija de Fernando VII parecían decidirse a favor de la libertad y usurpaban los sagrados derechos de Carlos V. Era preciso que todos los soldados de Cristo, todos los militares que fuesen fieles guardadores de su honor y amantes de la legitimidad monárquica, acudiesen en auxilio del desgraciado infante que andaba errante y proscrito por países extranjeros.

Además la Orden (esto lo repetía varias veces en su carta el padre Claudio) exigía a todos sus amigos que tomasen parte en aquella campaña que era en favor de Dios y de la religión.

No necesitaba de tantas excitaciones el conde de Baselga.

Bastaba que el padre Claudio le mandase una cosa sin explicación de ninguna clase para que él la cumpliese inmediatamente, y además, la nueva guerra le proporcionaba ocasión para hacer daño a los descendientes del hombre que tanto había aborrecido.

Baselga transformóse repentinamente y volvió a ser el soldado audaz y ambicioso de otros tiempos.

La gloria militar apareció otra vez radiante y magnífica en su imaginación, y corrió a donde le empujaban sus pasiones y el mandato de aquella institución a la que estaba íntimamente unido.

El padre Claudio había recomendado bien a su protegido y éste mereció en las filas carlistas un agradable recibimiento.

Zumalacárregui le dio el mando del primer escuadrón de caballería que pudo organizar, y Baselga, procediendo unas veces como buen soldado y otras como un loco de fortuna, fue adquiriendo renombre entre los suyos y llegó a ser considerado como el coronel más valiente del ejército carlista.

Eterno adorador de la monarquía absoluta y de los reyes de derecho divino, profesó tanta veneración a don Carlos como odio había sentido contra su hermano, y al ajustarse el convenio de Vergara, fue de los que no quisieron ceder y aconsejaron al Pretendiente la resistencia a todo trance; pero en vista de que éste no quiso acceder a sus belicosos deseos, se conformó a pasar por vencido, y transmontando la frontera, entró en Francia en compañía de su desalentado soberano.

Seis años de continuo guerrear no le habían proporcionado otra cosa que las efímeras satisfacciones producidas por algunas hazañas; pero a falta de la gloria soñada, aquella campaña había servido para amortiguar la melancolía de otros tiempos y devolverle gran parte del buen humor, la osadía y la satisfacción de sí mismo que tanto le distinguían cuando era subteniente de la Guardia Real.

Al establecerse en París y trabar amistosa relación con el señor García en la forma que hemos visto, era el conde de Baselga un hombre, aunque maduro, de agradable presencia.

La guerra había fortalecido su cuerpo de atleta, y al broncear sus facciones, parecía haber petrificado, haciéndola inmodificable por el tiempo, aquella hermosura varonil.

Su cojera (recuerdo eterno del 7 de Julio), en vez de afear su figura, contribuía a darle un aspecto más militar.

Baselga resultaba el tipo del soldado español y con su marcial apostura recordaba a los guerreros del siglo XVII, aquellos arcabuceros ceñudos, atezados y fieros que formaban al frente de los tercios de Figueroa y Requessens.

VIII. Realización de un sueño

Pasaron muchos días antes de que María, reponiéndose de la impresión experimentada, pudiera darse exacta cuenta de lo que la ocurría.

Fue en una tarde hermosa, risueña y de cielo despejado cuando vio por primera vez a aquel hombre.

En el Luxemburgo se realizó el encuentro y fue tan rara aquella impresión, que a la joven le pareció que el paseo estaba transformado por arte repentina y mágica.

Aquella tarde le acompañaba su padre en el paseo. Por una inesperada rareza, el señor Avellaneda, que pasaba semanas enteras metido en su casa y que si salía era tan sólo para visitar la tumba de su esposa en el cementerio del padre Lachaise, se empeñó en visitar su antiguo y favorito paseo y acompañó a su hija en la unión del señor García.

Aquellos tres seres, al entrar en el Luxemburgo, ofrecían el aspecto de un extraño triángulo. El vértice era la juventud, la vida y la frescura representadas por María que, a pesar de sus trajes oscuros, monjiles y de horrible forma, estaba radiante de belleza, y detrás de ella, con acompasado y tardío paso, marchaban las dos fases de la vejez; la senectud risueña, sana y ágil del señor García y la quebrantada, enfermiza y macilenta de D. Ricardo Avellaneda que, a pesar de tener menos edad, parecía mucho más viejo que su devoto amigo.

El encuentro se verificó en las inmediaciones del estanque.

María, que caminaba distraída embebida en aquellos pensamientos románticos que tenían su imaginación en perpetua ebullición, se fijó de pronto en un hombre que estaba a la misma orilla del estanque, siguiendo con mirada distraída el incesante rizado con que el vientecillo agitaba la superficie del agua.

Nada tenía de extraño aquel hombre para llamar la atención, y sin embargo, María, desde que puso en él sus ojos, no logró apartarlos, sin que pudiera explicarse el porqué de tal carencia de voluntad.

La joven, con el paso lento que le obligaban a guardar sus ancianos acompañantes, iba acercándose al punto ocupado por aquel hombre que, por estar casi de espaldas, no dejaba ver su rostro.

María seguía mirando con atención aquella figura gallarda y colosal que, a no ser por su melena a la moda y su levita verde botella, hubiera podido confundirse con la de una estatua clásica, y sin poder explicarse el porqué, deseaba ardientemente que volviera el rostro para poder apreciar si estaba en armonía con el cuerpo.

Ninguno de los dandys ni de los estudiantes melenudos que diariamente concurrían al paseo tenían el aire especial de aquel hombre a quien ella veía por primera vez en el Luxemburgo.

Pocos instantes faltaban para llegar a la orilla del estanque y, sin embargo, María, se impacientaba por el paso tardo de sus acompañantes que de vez en cuando se detenían para dar más firmeza a sus palabras con expresivos braceos. Un interés tan repentino por conocer a aquel hombre, era propio de una joven nerviosa, caprichosa y muy dada a curiosear, sin duda por la vida casi monástica que observaba forzosamente.

Estaba ya la joven como a cincuenta pasos del desconocido, cuando cruzó el espacio que se extendía entre ambos, un muchachuelo elegantemente vestido y de piernas vacilantes que sonriendo como un pillete que hace una de las suyas, huía de la niñera que venía corriendo algo lejos queriendo remediar con una exagerada solicitud un anterior descuido.

De pronto el niño vaciló en su impetuosa carrera y… ¡cataplum! cayó como una pelota, siendo acompañado en su caída por los gritos que lanzaron algunas personas sentadas en los inmediatos bancos.

María, por involuntario impulso, corrió a levantar del suelo a aquel audaz pequeñuelo que, con la cara sobre la arena, vociferando y pataleaba desaforadamente: pero cuando ya se inclinaba para ir al niño, unos brazos robustos agarraron a éste levantándolo suelo y elevándolo con la misma facilidad que un elefante levantaría una nuez.

Cuando María volvió a erguirse vio frente a sí al hombre que tanto le había interesado y que, con el niño en brazos, se entretenía en limpiarle con su pañuelo las lágrimas y el polvo dándole de vez en cuando un beso para que callara.

La joven no se ocupó del niño y fijó su atención en el hombre, que en cambio parecía preocuparse más del muchacho que de la señorita que tenía delante.

Creyó María del caso decir algunas palabras de consuelo al niño, y preguntó al hombre si le conocía, pero vio con sorpresa que éste hacía esfuerzos como para entenderla y al fin en un francés ininteligible y haciendo inauditos esfuerzos contestó negativamente, diciendo que era extranjero y que le veía por primera vez.

En esto, nuevos individuos se unieron al grupo. Eran la niñera que por una parte llegaba jadeante y sofocada y que tomó apresuradamente el niño en sus brazos, y por otra los dos viejos acompañantes de María.

Aquel hombre, al ver al señor García, sonrió placenteramente y se llevó la mano al sombrero para saludar a don Ricardo.

—¿Usted por aquí, señor conde? —exclamó el viejo devoto—. No creía encontrarle en el paseo. Me imaginaba que usted estaría al otro lado del Sena, en el café donde acuden sus compañeros de armas.

María, al oír llamar señor conde al desconocido, que le hablaba en español y que le conocía su preceptor, pensó en las novelas que continuamente leía, y tuvo cierta satisfacción en ver que muchas veces pasa en la vida lo mismo que en los libros.

—Señores —continuó el vejete con aire oficioso—. Celebro haber encontrado una ocasión para que ustedes se conozcan mutuamente. Don Ricardo: este señor, es el mismo de quien he hablado a usted varias veces; el señor conde de Baselga, coronel del ejército carlista, héroe de la pasada guerra, que ha tenido que emigrar. Vive en mi misma casa.

Avellaneda saludó con toda la amabilidad que le permitía su extraño carácter, y el señor García continuó:

—Señor conde, aquí se encuentra usted entre compatriotas y frente a un emigrado de diversa clase. Este señor es D. Ricardo Avellaneda, ex-secretario español del rey José, y esta señorita su hija María.

La presentación estaba hecha en toda regla y Baselga contestó a ella con un marcial saludo que produjo en María una simpática sonrisa.

¿Con que aquél era el español emigrado que habitaba en la misma casa que el señor García? Nunca se lo había imaginado así la joven.

Su preceptor hacía más de un mes que le hablaba del conde de Baselga, pero como decía que su edad pasaba de cuarenta años, que cojeaba, que estaba muy desfigurado por las fatigas de la campaña, que tenía una hija en España que casi era casadera y que a pesar de ser militar se mostraba muy temeroso de Dios y aficionado a las prácticas del culto, María se imaginaba que el tal conde era una especie de señor García, aunque acostumbrado a llevar uniforme y tan fanático, rancio y empalagoso como éste.

¡Cuán grande era ahora su sorpresa al encontrarse con aquel hombre que aunque no era un jovencito, atraía por su varonil hermosura, su mirada franca y algo fiera y su tipo caballeresco!

María, fijándose con infantil atención especialmente en el bigote a la borgoñona y la perilla romántica de Baselga, recordaba a los héroes de capa y espada de las novelas de Dumas entonces tan en boga y comprendía que a una joven hermosa y apasionada (ella por ejemplo) no le viniera mal ser cortejada por un hombre que parecía el símbolo de la fuerza y de la hidalguía.

La presentación sólo interrumpió el paseo breves instantes y el primitivo triángulo se deshizo marchando ahora en fila los cuatro; María silenciosa y los tres hombres hablando con cierto calor.

Al señor Avellaneda no le hacía mucha gracia tratar con un emigrado carlista, pero ya había transigido con ser amigo de un devoto santurrón como el señor García y más simpatía le inspiraba aquel conde que procedía y hablaba con esa noble y natural franqueza propia del militar español.

Además aquella tarde don Ricardo se mostraba más expansivo y hablador que de costumbre, y cuando tal sucedía se agarraba con ansia al primero que encontraba más cerca para molerlo a preguntas, que se repetían sin aguardar contestación y exponer sus peregrinas teorías que algunas veces hacían dudar de la solidez de su cerebro.

El tema de su conversación siempre que se encontraba locuaz, era regularmente los asuntos políticos de España.

Baselga que era también algo hablador especialmente desde que se encontraba en París, donde pasaba muchas horas sin más compañía que las paredes de su cuarto, entró de lleno en la conversación y obedeciendo las indicaciones de su compatriota, expuso lo mejor que pudo su criterio sobre la política española.

Avellaneda no estaba conforme con él. ¡Qué había de estar! Él era muy liberal, sí, señor, y por lo mismo que lo era se había ido en 1808 con los franceses que llevaban a España el espíritu democrático y regenerador de la Revolución; pero ahora estaba ya desengañado y creía que la libertad era buena para todos los pueblos menos para el suyo.

—¡Ahí! ¡Los españoles! —exclamaba mirando a Baselga con aire de superioridad—. Créame usted a mí, somos mala gente, ralea de perdidos y de vagos incapaces de ser hombres y que sólo estamos bien cuando tenemos un amo, que después de robarnos nos sacude buenos garrotazos. Aquel país está perdido y por eso no quiero volver a él. Allí sólo tiene razón de ser el gobierno de las coronas, allí sólo se cree la gente feliz cuando obedece a un canalla que lleva corona de oro o cuando aprende a ser imbécil oyendo los sermones de un granuja que ostenta corona eclesiástica en el cogote. España está dada a todos los diablos. Los españoles somos una horda de hijos de fraile y aunque Dios se empeñara, nunca llegaríamos a ser un pueblo. ¡Si al menos la degollina de frailes de 1834 se repitiera cada año!

El conde absolutista oía con extrañeza tan terribles palabras dichas con una sencillez abrumadora, y el señor García subrayaba la mayor parte de aquellas frases con su risita de conejo y alguno que otro guiño que hacía a su amigo como indicándole que no hiciera gran caso de las expresiones de Avellaneda.

María se aburría lindamente oyendo por centésima vez aquellas teorías de su padre que no entendía ni le importaban gran cosa.

Lo que a ella no le parecía muy bien, es que Baselga se mostrara preocupado por la conversación hasta el punto de olvidarse de que junto a él iba una señorita joven y no mal parecida y que cumpliendo su deber de caballero bien educado había de dirigirla alguna galantería y desvanecer con amable conversación el fastidio de aquel monótono paseo.

Por desgracia, el conde no parecía hacerla gran caso y la conducta que observaba con ella no pasaba de una respetuosa galantería.

La joven no causaba gran mella en el ánimo de Baselga.

La única impresión que la presencia de María despertó en su ánimo, fue que dentro de poco tiempo tendría casi su mismo aspecto la hija de Pepita, aquella niña que a los ojos de la sociedad pasaba por suya y que estaba acabando su educación en un convento de Madrid.

Aquella tarde fue tan corta como todas las del invierno. Al debilitarse la luz del sol, comenzó el vientecillo a ser helado en demasía, y la gente, cubriéndose con los abrigos que llevaba al brazo, comenzó a abandonar el paseo al mismo tiempo que el tambor de la guardia del Luxemburgo con marciales redobles anunciaba en las frondosas alamedas que las verjas del paseo iban a cerrarse.

Aquel grupo que conversaba con esa fraternal intimidad de los compatriotas que se encuentran en extraño suelo, se dirigió a una de las salidas del paseo y entró en la rue Vauguirard con dirección a la de Ferou donde habitaba Avellaneda.

La acera era estrecha, no permitiendo el paso de frente más que a dos personas y era peligroso andar por el arroyo, pues los faroles no estaban aún encendidos y había gran movimiento de coches.

Avellaneda se agarró de su viejo y devoto amigo, y Baselga, con aquella galantería caballeresca que en su juventud tan buena acogida le había valido en los salones de Palacio, ofreció su brazo a María que marchaba delante.

¡Qué sensación tan profunda la que experimentó la joven! ¡Con qué arrollador impulso afluyó un torrente de sangre a su corazón! ¡Cómo se colorearon después sus mejillas!

Era la primera vez que se apoyaba en un brazo varonil, que no era el de su padre, y en los primeros instantes tembló nerviosamente como si estuviera cometiendo una grave falta.

La tranquilidad de don Ricardo, que iba detrás hablando de su eterno tema y echando pestes sobre España y los españoles, le devolvió la calma e hizo que fijara toda su atención en lo que le decía Baselga con cierto tonillo paternal propio de un hombre maduro que se dirige a una niña.

El conde la preguntaba cosas indiferentes, sin duda para no caminar silencioso y con gravedad ridicula. No le importaba gran cosa lo que María pudiera hacer, ni si le gustaba mucho París, ni menos si deseaba volver a España; pero Baselga, para pasar el tiempo, juzgaba indispensable hacerla tales preguntas a las que la joven contestaba con palabras entrecortadas y con voz temblorosa.

Aquellas timideces de la niña hicieron que el conde fijara más en ella la atención. Es difícil que un hombre se muestre indiferente sintiendo sobre su brazo el contacto de otro mórbido y femenil y teniendo a poca distancia de sus ojos una cabeza de perfil artístico e interesante, y esto fue lo que sucedió a Baselga, quien, contemplando fijamente a María a la dudosa luz del crepúsculo, la encontró muy hermosa y digna de que… él no, sino un Tenorio de veinte años hiciera por ella toda clase de locuras.

María, a pesar de su inexperiencia, guiada por ese instinto natural en toda mujer, adivinaba lo que pensaba su acompañante contemplándola y se ruborizaba sintiendo al mismo tiempo que el corazón le saltaba en el pecho con la febril agitación de un pájaro en la jaula.

Baselga para ocultar su naciente curiosidad, hacía las preguntas en un tono jocoso y cada vez se mostraba más interesado en conocer los secretos de la niña.

María se alarmaba con aquel cariñoso interrogatorio. Había deseado hablar con aquel hombre, y ahora tenía miedo de continuar la conversación, aunque este temor no estaba exento de placer.

El pudor de María, aquellas preocupaciones de niña algo gazmoña y apegada a las prácticas monjiles se sublevaban ante las galanterías mundanas del antiguo palaciego. ¡Áy, Dios mío! ¿Qué era aquéllo que le preguntaba? ¿Que si tenía novio?

—No, señor conde, no. Yo no pienso en esas cosas. Soy muy joven, y además…

Aquí se detuvo María. Tenía reparo en decir a Baselga que el Señor García, contando con su seguro consentimiento, pensaba hacerla monja. Esta era la verdad; pero ella… ¡vamos! no lo decía, aunque la mataran. No era caso de que aquel hombre tan simpático, tan hermoso, que cojeaba tan graciosamente y que tenía el aspecto romántico de un héroe de leyenda, creyéndola dominada por el puro amor a Dios y las aficiones a la vida monástica, fuera a dejar de cortejarla, considerándola en adelante como una santurrona, amiga de tratar únicamente con gentes de sotana. Ella sería monja, porque así se lo había prometido a la Virgen y al señor García; pero antes, no le venía mal saber cómo era aquello que llamaban amor y qué placer causaba escuchar los juramentos de eterno cariño de un hombre acostumbrado a las furiosas cargas de caballería y a andar a cuchilladas a cada momento.

Baselga sólo supo que la niña no tenía novio, pero ignoró el además que María dejó en suspenso.

Cuando iba a preguntarla nuevamente el porqué de aquella causa para no amar, llegaron a la puerta de la casa que habitaba Avellaneda, y la pareja tuvo que deshacerse, entrando entonces entre don Ricardo y el conde, la parte de ofrecimientos de habitación, apretones de mano e invitaciones de subir a descansar, cortésmente rehusadas.

—Ya lo sabe usted, señor conde. Aquí es su casa, y crea que este ofrecimiento es sincero. El señor García me conoce bien y sabe la franqueza con que procedo, además de que, entre compatriotas, debe existir verdadera fraternidad. Apreciaré que usted venga a menudo a visitarnos y que sea para nosotros tan íntimo como su viejo amigo. Venga usted cuando quiera; especialmente por la noche y al calor de la estufa, echaremos algún parrafillo sobre las cosas de España. A mí, si no me da el maldito dolor de gota, suelo ser muy tratable, y cuando estoy enfermo, siempre quedan en el comedor la niña, el señor García y Tomasa, que se están hasta muy tarde en conversación. Ya conocerá usted a Tomasa, una aragonesa bestia y fiel como la primera. Vaya, señor conde; buenas noches. Ya sabe usted dónde encontrará siempre amigos, una taza de café y un rato de conversación.

Baselga contestó a la charla de Avellaneda, prometiendo que al día siguiente, por la noche, iría a visitar a sus nuevos amigos, y después de oprimir con alguna expresión la temblorosa mano de María, saludó a don Ricardo y al señor García, que, como de costumbre, se quedaba allí a comer, y fue a hacer lo mismo en su restaurante de la plaza Saint-Michel.

Aquella noche durmió María con una dulce tranquilidad.

Algo tuvo que luchar para que el sueño se posara sobre sus ojos, pues la imaginación andaba como gato suelto por el interior de su cabecita trastornándolo todo y despertando a zarpadas los más absurdos pensamientos.

La joven gozó largamente en pasar revista a todos los sucesos de la tarde. Pensó detenidamente en aquella perilla romántica, en los bucles de la negra caballera, en el pantalón gris perla y la levita verde, y experimentó un regular disgusto al no poder recordar cuantos botones tenía ésta sobre el pecho.

Cuando el sueño comenzó a entornar sus ojos, apareció en pie junto a la cabecera de la cama, aquella fantástica figura de paladín novelesco, creada por su imaginación al calor de poéticas lecturas.

Pero aquella figura no tenía vagos contornos ni facciones indeterminadas como antes, pues su rostro era, en aquella noche el mismo de Baselga, el cual, procediendo como un redomado pícaro se había introducido sin más preámbulos en el corazón de la niña, tomando posesión de él como dueño y señor.

IX. La pasión y el sentido común

Muy bien le pareció a Tomasa aquel nuevo amigo de la casa.

Y pareciéndole bien a Tomasa acabó de parecerle inmejorable a todo el mundo, pues la rústica doméstica que con la edad y el dominio que la daba la exclusiva dirección de la casa se había hecho algo arisca y dominante, era la verdadera autoridad en aquel recinto dentro del cual el dueño o sea el señor Avellaneda, no tenía más valor que el de una sombra.

La aragonesa sentía irresistible simpatía por aquel señor, no se sabe si por esa tendencia inconsciente que las domésticas sienten hacia todo hombre de espada o porque encontraba cierta similitud en su porte marcial y autoritario con el de aquel gendarme bigotudo que le hizo el amor cuando María lactaba todavía de los pechos de su madre.

—Vaya un señorón —decía Tomasa cada vez que visitaba la casa el conde Baselga—. Basta mirarle la cara para conocer que es todo un personaje acostumbrado al trato de las gentes finas. ¡Con qué distinción hablan esos que son títulos! Tiene el mismo aspecto del marqués del Melci, un señorón de mi tierra que iba vestido de general en la procesión del Corpus y que llamaba la atención de todos por su seriedad y empaque majestuoso. ¿No te gusta a ti, María? ¿No encuentras que es muy simpático don Fernando? Ahora nuestra tertulia de por la noche está más alegre, pues antes sólo hablábamos con el señor García, que es casi un santo, pero que resulta muy empalagoso con sus historias viejas y su miedo a las bromas un poco alegres.

Excusado es decir que María asentía a todas las afirmaciones de su antigua criada y que no tenía inconveniente en manifestar que Baselga era hombre muy simpático, por lo cual aguardaba siempre su llegada con gran impaciencia.

Alrededor de la gran mesa del comedor y junto a la estufa ventruda que ocupaba un ángulo de la pieza formábase todas las noches la tertulia que evitaba a Baselga largas horas de aburrimiento en su casa o en el café y constituía ya para él una cotidiana necesidad.

A las ocho entraba en la casa el emigrado carlista e invariablemente el comedor ofrecía a sus ojos todas las noches el mismo espectáculo.

Sobre la gran mesa que acababa de ser despojada del mantel y los restos de la comida, Tomasa colocaba en correcta formación las tazas de café, la azucarera y una botella de ron, junto a la estufa, María se entretenía en hacer labor, levantando de vez en cuando la cabeza en la que se veía una expresión de impaciencia mal disimulada; el señor García arreglaba mentalmente las cuentas de su administración o se entretenía en canturrear golpeando una taza con la cucharilla y don Ricardo se paseaba en el reducido espacio que quedaba entre la mesa y la pared con las manos en los bolsillos tropezando a cada paso con las sillas. Aquello era, según la gráfica expresión de Avellaneda, para que la comida se bajara a los talones.

La entrada de Baselga producía una verdadera revolución en aquella pieza, sobre la que parecía pesar una atmósfera de monotonía y fastidio.

María se ruborizaba y con una prontitud que en vano pretendía ocultar corría su silla hasta la mesa procurando colocarse cerca del recién llegado como si temiera perder una sola de sus palabras; el señor Avellaneda rompía su forzado mutismo y como si se tratara de un parisién enterado de todos los chismes de la gran ciudad, entraba en conversación preguntandole con el rostro animado qué se decía por París, y Tomasa acababa de reñir en la cocina con las dos criadas francesas y después de servir el café ocupaba su puesto en el comedor, preparándose a saludar con tremendas risotadas el más insignificante chiste de aquel hombre tan simpático.

Baselga no podía explicarse la atracción que para él tenía aquella casa pero lo cierto es que eran muy pocas las noches que faltaba a ella.

Sus compañeros de emigración, nobles como él e incapaces de mezclarse con gentes que no fuesen de su clase, le habían presentado en varias casas del barrio de Saint-Germain cuyos habitantes, descendientes en línea recta de los cruzados, daban una vez por semana recepciones a las que asistía lo más florido de la antigua nobleza y del partido legitimista.

En dichas reuniones su título de conde y el valor con que se había batido a favor del absolutismo, le valían grandes consideraciones y el contraer importantes amistades; pero esto no evitaba que se aburriera en aquellos salones vetustos, cuyo artesonado contaba siglos y que prefiriese la sencilla tertulia de Avellaneda con toda su tranquila monotonía y las audace franquezas de la criada, que se mostraba más impertinente cuanto más cariñosa.

El conde estaba transformado y las necesidades de la guerra, el continuo roce con las gentes de la montaña que formaban su hueste, habían modificado completamente su carácter acostumbrándole a tratar con marcial fraternidad y superioridad bondadosa a las gentes sencillas.

Él, que en su juventud negaba el saludo en Palacio a los ministros de la época constitucional por ser plebeyos sin otro blasón que el del talento y que creía que los criados eran gente inferior digna únicamente de ser tratada a palos, sufría ahora todas las impertinencias de la francota Tomasa y hasta algunas veces se dignaba decir algo para ella con el solo propósito de que abriera su bocaza v diese salida a una de aquellas carcajadas que hacían temblar el techo.

¡Se encontraba tan bien el conde en aquel comedor! ¡Se respiraba en él tal ambiente de paz y de sosiego!

Baselga no podía explicarse el porqué, pero siempre que se sentaba junto a aquella mesa acudían a su memoria los recuerdos más felices de su vida, y con los ojos de la imaginación se contemplaba tal como era poco después de casarse con Pepita, cuando pasaba las noches en el gabinete de su esposa bailoteando sobre las rodillas la pequeñuela que creía suya.

Él había nacido para la vida de familia. Le gustaban la guerra, la agitación, los accidentes inesperados, pero esto era tan sólo por una temporada más o menos larga; pero terminado el período de lucha consideraba como una gran felicidad, tener una familia y seres a quienes amar y que le correspondiesen.

¡Ah! ¡Si Pepita no le hubiese engañado! ¡Si aquella mujer no hubiese procedido tan villanamente, y si él no tuviese el genio tan feroz y arrebatado! ¡Qué feliz hubiese sido!

Además (seguía pensando el emigrado), ya se iba haciendo viejo, cualquier día perdería aquel aspecto todavía juvenil que le hacía ser mirado con interés por las mujeres, no pensaba volver a España, se quedaría para siempre en un país extraño y si no constituía una familia corría el peligro de arrastrar una vejez solitaria, triste y dolorosa, se exponía a ser un señor García aunque con menos conformidad y valor, y morir una noche en su cuarto sin tener una alma caritativa que le auxiliase.

Estos pensamientos pasaban atropelladamente por la mente de Baselga, justamente cuando hablaba con más jocosidad o entretenía a sus amigos con el relato de sus campañas.

Aquella casa tenía el privilegio de despertar en él los instintos sociales, y la afición a la familia.

Además, cuando a media noche se veía completamente solo en su habitación, sentía miedo y comprendía que era imposible vivir dentro de la sociedad, tan independiente y aislado como en un desierto.

Cuando después de su viudez vivía solo en el caserón de sus padres, tenía al menos la ventaja de estar rodeado de gentes le respetaban como a señor o que le querían por haberle visto nacer; pero allí no tenía más amparo ni más amistad que la del señor García, viejo que por su vida solitaria era en extremo egoísta o la de la portera que refunfuñaba así que transcurría una semana sin propina.

Decididamente las cosas no podían continuar así. Si fuera joven, si todavía no hubiera llegado a los treinta años como algunos de sus compañeros de emigración, se dedicaría con ellos a la vida alegre y de crápula tan hermosa en París y que tanto distrae, pero este remedio a su soledad le resultaba imposible. Era ya demasiado maduro para entregarse a las locuras de la juventud, había sufrido demasiado para distraerse todos los días con los besos de las rameras y los vapores del vino y sobre todo no podía resistir tal género de vida porque era pobre. La administración de los bienes de su hija debía ser asunto muy enrevesado y costoso pues el padre Claudio se limitaba a remitirle una cantidad mezquina que apenas si bastaba a cubrir en París, las necesidades de una vida modesta.

El recuerdo de su hija vino a iluminar repentinamente el cerebro de Baselga una noche que se revolvía en su cama impresionado por el ambiente de familia que respiraba cotidianamente en casa de Avellaneda.

Ya había encontrado la solución y se extrañaba de no haber dado antes con ella. Ya no estaría solo ni carecería del cariño y del cuidado cuya necesidad se siente con más fuerza que nunca cuando se vive alejado de la patria.

Sacaría a su hija del convento y haría que viniese a París a vivir con su padre. El bueno del padre Claudio se encargaría de esta comisión, y el asunto era cosa de poco tiempo. Dentro de un mes estaría ya la niña en aquella habitación o en otra más grande y cómoda, pues como no habría que pagar la pensión en el convento, el padre gozaría del producto integro de sus bienes.

¿Quién podía oponerse a esto? Nadie: él era el padre y podía obrar como mejor le pareciese.

Baselga saboreaba ya su dicha y se felicitaba por su buena idea cuando un pensamiento desconsolador vino a fijarse con tremenda tenacidad en su cerebro.

¿Qué cariño podría encontrar en aquella niña que no era su hija? ¿Cómo iba a amar a aquel ser producto de la liviandad de su esposa? ¿No le estaría recordando a todas horas aquella mujer que tan tristemente había influido en su porvenir y al regio amante a quien tanto aborreció?

No, era una verdadera locura traer la niña a París. Bien estaba en el convento, lejos, muy lejos del que ella creía su padre y cual nunca podía amarla.

Pero apenas Baselga adoptó esta resolución que parecía salvarle de un peligro tan grave como era volver a las melancolías que le producía el continuo recuerdo de su pasada vida, surgió nuevamente y con más fuerza el temor de seguir viviendo completamente solo en el seno de una ciudad que, aunque populosa, resultaba para él un desierto.

No; él no se resignaba a seguir por más tiempo en tan anormal situación. Necesitaba tener a su lado un ser a quien adorar y hacer partícipe de sus alegrías y sus tristezas. ¿Dónde buscarlo? He aquí el problema.

Al llegar Baselga a este punto en su nocturna meditación, una maldita idea, con la viveza de un duende, surgió del almacén de los pensamientos absurdos y se puso a danzar en su cerebro. Tanta impresión causó al conde aquel pensamiento inesperado, que no pudo menos de turbar el silencio de su alcoba lanzando una ruidosa carcajada.

¡Vaya una idea diabólica! ¿Pues no acababa de ocurrírsele el casarse? ¿Y con quién? ¡Había para reírse…! nada menos que con una mujer que podía ser su hija, con aquella María Avellaneda que tenía más aire de futura monja que de señora de su casa.

¡Buena pareja harían! De seguro que a realizarse tal idea la fidelidad conyugal añadiría un ataque más a los muchos que continuamente sufría en el mundo.

A Baselga le parecía imposible que hubiera podido ocurrírsele tal idea y se avergonzaba de ella, lo que no impedía que siguiera acariciándola como si gozase en apreciar toda la cantidad del absurdo que encerraba.

¡Qué dirían sus compañeros de emigración y sus amigos jesuítas al saber que él pensaba semejantes barbaridades!

Tanto rumió el conde aquella loca idea, que al fin comenzó a encontrar la cierta naturalidad. Bien considerado, ¿no ocurrían todos los días casamientos tan desiguales como el que él se imaginaba?

Además, él no estaba tan viejo. Las penalidades de la guerra no le habían quebrantado mucho y tenía una salud a toda prueba. Alguna que otra cana indiscreta comenzaba a marcarse en su cabeza; pero todo lo compensaba su figura que no debía haber desmejorado a juzgar por la atención que merecía entre las francesas de vida galante.

Pensando en el asunto, Baselga comenzó a recordar detalles en que hasta entonces no había fijado la atención y pensó, aun a riesgo de resultar presuntuoso, que a María no le era indiferente. Y sino ¿por qué mostraba tal alegría por sus visitas? ¿Por qué le dirigía tímidas reconvenciones cuando dejaba de asistir una sola noche a la tertulia del señor Avellaneda?

El conde, a fuerza de deducciones, llegó a considerar que la idea de casarse con María no era del todo descabellada; pero como el sentido común presentaba fuertes objeciones a sus propósitos decidió entregarse al sueño, dejando para más adelante la resolución de aquel asunto.

Desde aquella noche Baselga no cesó de pensar en María.

Aquella que hasta entonces había sido para él una niña, a la que trataba con dulce indiferencia, fue agrandándose ante sus ojos y cobrando importancia, llegando a absorber todo su pensamiento.

El preocupado conde fue descubriendo en ella nuevas e inesperadas cualidades, y su hermosura, considerada ya a través de un prisma amoroso, le impresionó hasta el punto de proporcionarle un continuo insomnio.

Baselga comenzaba ya a sentirse enamorado, pero notaba que su pasión era muy distinta de la que en otro tiempo había sentido por su difunta esposa.

La presencia de María no le ocasionaba aquel escalofrío de excitación carnal que en pasadas épocas le arrancaba la incitante belleza de Pepita, y bien sea porque la edad había envejecido la bestia insaciable que el conde llevaba dentro de sí o porque la hermosura de la señorita Avellaneda era ideal, lo cierto es que Baselga sentía por ella una pasión dulce y tranquila menos arrebatada que la anterior, pero mucho más firme.

Al emigrado no le cabía ninguna duda de que estaba verdaderamente enamorado de María, y de que era difícil que se desvaneciera tal pasión, pero a pesar de esto, la idea de casarse le producía un sinnúmero de conflictos interiores y de continuas perplejidades.

Semejante a aquel padre de la Iglesia que decía sentir dentro de sí dos distintas y contradictorias naturalezas, Baselga sentíase agitado continuamente por dos diversas tendencias que le causaban un perpetuo malestar.

El Baselga enamorado entregábase a las más risueñas ilusiones; por más que buscaba no encontraba ningún obstáculo serio que pudiera oponerse a la felicidad soñada y se veía ya casado con María y hasta padre de hijos más legítimos que aquella niña que estaba en el convento de Madrid; pero tales pensamientos no prevalecían mucho tiempo, pues inmediatamente surgía el Baselga hombre práctico, conocedor del mundo y desengañado de él que se echaba en cara su propia tontería y para desengañarse exageraba la diferencia de edad y todo cuanto pudiera oponerse al sonado matrimonio.

¿A qué lado decidirse? Ésta era la continua preocupación del conde que a cada momento acariciaba un pensamiento distinto acabando por no adoptar resolución alguna.

Así fue transcurriendo mucho tiempo y en casa de Avellaneda nadie se apercibió de lo que ocurría en el interior de Baselga.

María, con ese instinto especial de las mujeres, comprendía que el emigrado experimentaba una continua preocupación; pero estaba muy lejos de imaginarse que era ella el objeto de tales pensamientos.

Ya no se condolía el conde de su soledad ni pensaba en casarse únicamente por tener a su lado un ser que le hiciera más llevadera la emigración.

Lo que a él le impulsaba hacia María era el amor, y como la verdadera pasión logra siempre acallar toda clase de preocupaciones, Baselga se decidió a declararse a la joven aun a riesgo de caer en ridículo y sufrir una negativa que desvaneciera todas sus ilusiones.

El amor triunfaba ante el sentido común.

X. Declaración

¿Cómo supo María que era amada por el hombre cuya imagen no la abandonaba ni aun durante el sueño?

Fue en una tarde de primavera y en aquel paseo del Luxemburgo que había sido el mudo y cariñoso testigo de todos los juegos y alegrías de su infancia.

Hermosa decoración digna de la amorosa escena. El lindo paseo sacudía el manto de fría esterilidad con que el invierno le había aprisionado y en las entrañas de su fresca tierra despertaban de un sueño de seis meses los fructíferos gérmenes que, estallando hacia arriba, se disponían a ver la luz en forma de verde follaje o de olorosas flores.

La savia cuajada comenzaba a bullir en las venas de los árboles, y rompiendo la débil puerta de las tiernas yemas cubría el ramaje hasta entonces negro, escueto y casi fúnebre, de verdes hojas que filtraban la luz fantásticamente y que a la menor caricia del viento se conmovían como una arpa eólica cantando con interminable susurro la embriagadora canción de la primavera.

Los perfumes de las primeras flores invadían el espacio y bajaban hasta el fondo de los pulmones ávidos de aspirar las primicias de los besos de la hermosa estación, y los pájaros, cobijados hasta entonces en los aleros de los tejados, tímidos y medrosos, huyendo siempre del furioso viento o recelando de la traidora nieve, bajaban ahora al paseo y ebrios por los efluvios de la desbordada naturaleza volaban en caprichosas evoluciones, posándose tan pronto en lo más alto de la balanceante rama para saludar al sol con su balbuciente canto de niño, como descendiendo a los andenes del paseo para acompañar con graciosos saltos la lenta marcha de los paseantes.

Aquella tarde María llevaba por acompañantes a Tomasa y al señor García, pues su padre había querido aprovechar el buen tiempo para ir al cementerio del padre Lachaise y colocar una corona de flores sobre la tumba de su esposa.

Baselga marchaba al lado de la joven que, de vez en cuando, fingiendo distracción, le miraba con el rabillo del ojo.

María esperaba que en aquella tarde ocurriera algo que fuese para ella de gran importancia.

Era extraño y digno de llamar la atención, el que Baselga que no asistía mas que de noche a su casa, se hubiese presentado aquella tarde con el pretexto de buscar al señor García mostrando gran empeño en invitarla a un paseo por el Luxemburgo a pesar de que a ella le parecía mejor quedarse en su habitación.

Además, el emigrado no tenía el aspecto de costumbre.

Mostraba cierta agitación desde que la criada y el preceptor quedaron algo atrás dejándolo solo al lado de María, y hablaba con aire distraído como si le agobiaran importantes pensamientos o estuviera fraguando un plan de gran trascendencia.

¡Pobre Baselga! ¡Que le sucediera eso a él, cuando ya contaba cuarenta años y estaba cansado de saber lo que es el mundo!

El conde se encontraba desconocido. El, que tanto se había distinguido en los salones de palacio en Madrid; él, que había hecho el amor más por costumbre que por pasión y había intentado la conquista en su juventud de cuantas mujeres halló a su paso, sentíase ahora impresionado ante aquella chicuela ignorante y sencilla que no tenía la astucia ni la doblez de la damas palaciegas.

Varias veces fue el emigrado a abrir la boca para espetar su declaración de amor, una solicitud muy bien pensada, pues no era caso de que un hombre de su edad y categoría fuese a declararse como un cadete, y otras tantas tuvo que detenerse, pues los pensamientos se borraron de su cerebro y no encontró palabras para expresarse.

Había más aún. El conde, que no era hombre capaz de sentir cortedad en ninguna ocasión, temblaba ahora al pensar que había de hablar de amor a aquella criatura que parecía tan distante de pensar en cosas terrenales.

¿Qué significaba aquello? Miedo a ser correspondido, a contraer compromisos y a casarse, no podía ser. El había pensado detenidamente el asunto, el matrimonio le era indispensable y una boda con la hija de Avellaneda le convenía bajo todos los aspectos, hasta tratándose de conveniencia material, pues la joven era inmensamente rica según el sabía por su amigo García y por el mismo padre.

¿De qué provenía, pues, aquel temor? El conde no podía explicárselo de un modo claro, y únicamente llegaba a comprenderlo adquiriendo la certidumbre de que estaba realmente enamorado, de que sentía una pasión de muchacho, de esas irreflexivas, melancólicas e infinitas que, aun a trueque de caer en el ridículo, se desahogan en forma de suspiros y versos.

Recordaba la pasión que en otro tiempo le había inspirado Pepita Carrillo, y comprendía que lo que experimentaba ahora era el verdadero amor. Al lado de María no sentía aquellas punzadas de brutal pasión que le acometían junto a su difunta esposa, y se abismaba en la contemplación de la serena belleza de la joven sin que la bestia carnívora le hiciera sufrir el menor estremecimiento.

Era aquello un amor romántico, una de aquellas pasiones que la literatura dominante obligaba a fingir a las gentes de moda, pero que Baselga sentía ingenuamente.

El emigrado conocía las aficiones poéticas de María, lo imbuida que estaba del espíritu romántico, y temía desagradarla con una declaración prosaica que diera a su persona un carácter vulgar.

María por su parte, con esa percepción femenil tan delicada y atenta adivinaba cuanto pensaba Baselga, y esperaba ansiosamente su declaración.

El conde se decidió al fin. ¡Qué diablo!, pecho al agua… Además aquella cortedad era indigna de un hombre de su clase.

Justamente, María estaba hablando de lo feliz que se sentía aquella tarde al ver que comenzaba a renacer la hermosa estación tan adorada por ella a causa de su afición a las flores.

—¿Y se considera usted completamente feliz señorita?

—Hoy don Fernando me siento muy contenta.

—Luego la felicidad de usted sólo es momentánea.

—¡Ay, don Fernando! Para ser yo feliz, para que mi dicha fuese perpetua, sería necesario que viviera mi madre y que mi padre gozase más salud.

—Es verdad. Está usted muy sola en el mundo. Su padre es viejo, no tiene más amigos que su criada y un anciano, pero esta misma falta de apoyo me ha hecho pensar detenidamente en usted y en su porvenir.

—¡Cómo! ¿Piensa usted en mí algunas veces?

María dijo estas palabras con alegre acento que animó a Baselga, el cual mostrando cierta extrañeza porque la joven ignorase la fuerza con que le había obsesionado, contestó con melancólica voz:

—Sí, María. Pienso mucho en usted y me preocupa su porvenir. ¿Cómo no he de pensar?… ¡Ah! ¡Si usted supiera!…

Por poco no se detiene Baselga y deja su declaración para más adelante a causa de aquella cortedad que le dominaba; pero una admirada interrogante de María mató su silencio e hizo que el conde siguiera adelante.

—Sí, María. Yo me intereso por su persona más de lo que usted cree. Es usted por sus prendas físicas y morales de las personas que inspiran interés a cuantos las conocen, y yo faltaría a mi deber de buen amigo si no procurara aliviar sus penas; y la pena más grande que usted sufre es la soledad en que vive y que mañana puede ser su peligro. ¿No puede morir pronto su padre? ¿No puede usted quedarse hasta sin el apoyo de su preceptor, ese viejo amigo de la casa? Necesita usted un sostén, un hombre que la adore y la defienda, y ese hombre…

Otra interrupción de Baselga. Aquella lengua siempre tan expedita y que aquel día estaba vacilante y estropajosa, causaba la desesperación de María que aguardaba ansiosa el trueno final.

Por fin el hombre siguió adelante, y lo que es más, habló con varonil resolución.

—María, yo no soy más que un soldado, y tal vez me explique mal, pero tengo el mérito de hablar con noble firmeza. Ese hombre de quien hablo soy yo que la amo hace ya mucho tiempo. En una palabra, ¿quiere usted casarse conmigo?

La joven bajó la cabeza con cierta confusión que no era fingida, pues la última parte de la declaración desbarataba todos sus pensamientos.

Aquello era ir demasiado lejos. Ella quería amar y ser amada; deseaba ser protagonista de una novela romántica con personajes de carne y hueso; pero lo de casarse le parecía demasiado y muy digno de pensarse.

Tanta era su preocupación poética, que no había pensado en que los amores firmes y consecuentes terminan siempre en la vicaría, y ahora se sentía confusa al pensar que Baselga no solicitaba únicamente ser su adorador, sino su marido.

Había que pensar aquello, porque si ella se casaba, ¿cómo iba a ser monja tal como se lo había prometido a la Virgen y al señor García?

María estuvo mucho rato con los ojos bajos, ruborizada y mostrando confusión, al mismo tiempo que pensaba la respuesta que había de dar a Baselga.

El amor pudo en ella más que sus compromisos religiosos.

La posibilidad de que una respuesta negativa alejase para siempre a aquel hombre de su lado, la alarmó de tal modo, que apresuradamente hizo con la cabeza una señal afirmativa y después se ruborizó aun con más fuer za como avergonzada de su audacia.

El emigrado se consideró feliz con tal alegría que le produjo ver aceptado su amor por María, que a no ser por lo próximos que iban los dos acompañantes de la joven, dejándose arrastrar por sus impulsos, hubiera estrechado sus lindas manos hasta estrujarlas.

Cuando aquella misma noche, después de la tertulia, Baselga y el señor García volvieron a su casa de la calle de los Santos Padres, el viejo notó en su amigo la agitación y unas demostraciones de alegría que le parecían extrañas.

—¡Qué! ¿Hay buenas noticias de España? ¿Ha sabido usted algo de su hija?

—No es eso, señor García; es que estoy alegre… porque sí.

El viejo devoto estaba muy lejos de imaginar la verdadera causa de la felicidad que se retrataba en el rostro de su amigo.

Los amores de María y Baselga comenzaron siendo iguales a todos los que se desarrollan en idénticas condiciones.

Miradas apasionadas, cartas de amor deslizadas cautelosamente al ir a tomar el sombrero en la antesala y apretones de mano expresivos hasta el punto de desconyuntarse los dedos.

A Baselga gustábale aquel amor inocente y misterioso que le rejuvenecía; pero en ciertas ocasiones tenía por ridículos e indignos de su carácter todos aquellos tapujos y hablaba a María de abordar directamente la cuestión pidiendo su mano al señor Avellaneda.

Pero la joven, como si todavía fuese una niña temerosa de los azotes paternales, temblaba al escuchar tal proposición y se oponía a que su padre tuviera noticia de sus amores, dejando siempre para más adelante tal revelación.

Lo único que Baselga adelantó fue participar a la omnipotente Tomasa sus relaciones con María, y desde entonces la criada fue la medianera y protectora de aquellos amores.

XI. En el despacho del padre Fabián

—Entrad, señor García, entrad. Tengo grandes deseos de hablaros.

—Reverendo padre, —dijo el viejo español, penetrando en el despacho después de haber anunciado su visita, sacando la cabeza por el resquicio de la entreabierta mampara—, me habéis mandado llamar y aquí estoy, como siempre, fiel a vuestras órdenes.

—Vaya, sentaos y encareced menos vuestra puntual fidelidad, pues si os dejan hablar, os tendrán por el primer servidor de la Compañía, siendo así que, aunque con mucha voluntad, pecáis de descuidado.

—¿Por qué decis eso, reverendo padre?

—Tenemos que hablar mucho sobre vuestro negocio en la casa de la rue Ferou ¿Cómo está aquello?

—Como siempre, reverendo padre. Todo marcha bien. El asunto sigue presentándose magnífico.

—¡Magnífico! ¡Magnífico! —repuso con acento irónico el padre Fabián Renard—. Parece imposible que un hombre de vuestra edad y vuestra experiencia hable con la ligereza de un muchacho atolondrado y prometa facilidades donde sólo hay dificultades ¿Cómo esta el señor Avellaneda?

—Tan supeditado como siempre a su amigo y administrador. Su voluntad es mía, o más bien dicho, es nuestra.

—¿Y su hija?

—Sigue tan aficionada, como siempre, a la vida religiosa, y es seguro que profesará en el convento que nosotros le indiquemos.

—¿Y por qué no lo ha hecho ya?

—Porque… porque… ¡francamente, reverendo padre! esa joven experimenta lo que todas a los veinte años. Tiene aficiones monásticas; pero las pompas del mundo le atraen un poco y está dudando entre el diablo y Dios, para decidirse, al fin, por este último. Bueno es que dude, pues así el desengaño será mayor y se acogerá con más fe a la vida religiosa.

—Señor García, sois un mentecato. Yo soy quien sé por qué esa joven no entra en el convento.

—¿Por qué, reverendo padre? —contestó el vejete que correspondía al insulto de su superior con aduladoras sonrisas.

—Porque está enamorada.

—¡Enamorada! —exclamó verdaderamente sorprendido García—. ¿Y de quién?

El padre Fabián miró de pies a cabeza a su subordinado, hizo un gesto de desprecio y sin hacer caso de su sorpresa ingenua, continuó preguntando.

—¿Visita el conde de Baselga muy a menudo la casa de Avellaneda?

—Va casi todas las noches. Se encuentra solo, no sabe pasar sin mí y además en dicha casa encuentra una tertulia de buenos amigos y honesta conversación.

—¿Sois vos quien lo presentasteis en la casa?

—Sí, yo fui, reverendo padre, creo no haber faltado con ello a vuestras instrucciones.

—¡Imbécil! ¿Y quién os manda relacionar al conde con la familia Avellaneda?

—Reverendo padre. Permitidme que os diga que fue vuestra reverencia quien me encargó ser el guía del conde en París, y no creo haber faltado en vuestras instrucciones presentándolo en dicha casa tanto más cuanto que el señor Baselga deseaba tener amigos.

—Pues bien; sabedlo, hombre obcecado. María y el conde se aman y se cortejan en vuestras propias narices.

El vejete experimentó tan tremenda impresión como un devoto a quien el Papa dijera que no hay cielo.

Quedóse estupefacto por algunos instantes pero fácilmente se repuso y con sonrisita de incrédulo, contestó a su superior:

—Permítame vuestra reverencia que le diga que lo han engañado. Seré tan imbécil como vuestra reverencia quiera, pero a un hombre como yo no le pasa desapercibida una cosa de tanta importancia.

—Señor García, ¿conocéis bien los estatutos de nuestra Orden? ¿Sabéis de qué modo realizamos nuestros negocios?

—Creo que sí. No soy nuevo en la Compañía.

—Cuando a un hermano se le encarga un negocio, ¿qué es lo primero que hacemos?

—Designar a otro hermano que sea desconocido por el primero para que le vigile y dé cuenta del modo como lleva a cabo el asunto y si procede con acierto.

—Perfectamente. En esta ocasión, como en todas, el ojo de la Compañía que ve hasta en las mayores tinieblas, os ha vigilado mientras trabajabais para la mayor gloria de Dios en el seno de la familia de Avellaneda, y por este medio nos hemos convencido de vuestros desaciertos y vuestros descuidos. La vigilancia del hermano encargado de espiaros ha penetrado hasta el interior de la casa de Avellaneda, y por una de las dos domésticas de nacionalidad francesa, hemos sabido que el conde y la niña se aman, que aprovechan la menor ocasión para hablar solos y sin testigos y que diariamente y a la hora de despedir cambian una carta ante vuestros ojos de topo. Ya veis que estos datos no admiten réplica y para avergonzaros más, aun faltando al sigilo que recomienda la Orden, os digo el medio por el cual hemos adquirido tales noticias.

—Reverendo padre —dijo el viejo con desaliento aunque con el deseo de no pasar por vencido—. Eso puede ser muy bien un chisme propio de una sirvienta.

—Si esa doméstica ha mentido no puede hacer lo mismo el hermano encargado de espiaros, y éste declara que varias tardes ha visto pasear en el Luxemburgo a Baselga y a la señorita Avellaneda muy amartelados, mirándose con la empalagosa dulzura de los amantes mientras que vos, con aire de estúpido que os es el más propio ibais a pocos pasos de distancia hablando majaderías con el padre o la criada.

—Permitidme que os diga que ese hermano, a quien no conozco, puede haberse equivocado y que su deseo le habrá hecho ver cosas que sólo existen en su imaginación.

Creía el señor García que con esto lograba desbaratar todas las acusaciones de su superior, pero se quedó frío cuando éste exclamó con acento colérico:

—¡Aún encuentra vuestra imbecilidad objeciones que oponer! Pues para que os confundáis puedo enseñaros las palabras amorosas que nuestro hermano ha sorprendido paseando con aire indiferente al lado de los amantes y que tengo apuntadas en este legajo.

Y al decir esto golpeaba ruidosamente con su diestra una carpeta repleta de papeles que tenía sobre su mesa y en cuya tapa se leía este rótulo: Familia Avellaneda. Vale quince millones.

El señor García quedó anonadado y su superior, gozándose su confusión y completa derrota, continuó diciendo con colérica voz:

—¿Ya estáis satisfecho? ¿Os falta algo para convenceros de que sois un imbécil completamente inservible? En otro tiempo podréis haber sido muy bueno, pero ahora me parecéis uno de esos perros viejos que han perdido el olfato. Pensad en las consecuecias de vuestra inadvertencia, en el peligro que habéis puesto los intereses de la Orden y éste será vuestro mayor castigo.

El viejo bajó la cabeza como avergonzado por aquella justa reprimenda, y durante algún tiempo nada turbó el silencio en aquella habitación.

Reflexionó un buen rato el señor García, y arrojándose por fin a los pies del jesuíta, exclamó con acento dramático:

—Castigadme, reverendo padre. Haced de mí lo que queráis. Soy un miserable que he descuidado los sagrados intereses de la orden, y merezco un severo correctivo.

El padre Fabián miró con altivez a aquel viejo que se humillaba a sus pies con el aspecto de la resignada víctima que espera el golpe, y con una brutalidad soldadesca, dijo:

—Vaya, amigo mío; levantaos del suelo y no sigáis haciendo demostraciones de un arrepentimiento que sé no sentís. Ya sabéis que no gusto de comedias.

García se levantó del suelo con aire humilde, y el superior continuó hablando:

—Afortunadamente, el asunto todavía tiene remedio. El conde es hombre de mundo que sabe bien lo que se hace; pero la hija de Avellaneda no pasa de ser una chicuela a la que os resultará fácil convencer siempre que apeléis a ciertos medios. Eso es el primer amor y su fragilidad la conozco por experiencia. Una pasioncilla que pasará como nube de verano al soplo de la primera desilusión. Quien me inspira cuidado es Baselga, que me parece un tuno redomado. Vamos a ver si en estos amores tiene su parte el interés. ¿Habéis hablado alguna vez al conde de la fortuna de Avellaneda?

—Ese señor sabe por mí que don Ricardo es rico, o más bien dicho, su hija.

—¿Pero sabe a cuánto asciende su fortuna?

—Creo que no. Baselga no se imagina, ni remotamente, que Avellaneda sea millonario.

—Acordaos bien de todos mis encargos. Ante todo, es necesario saber con absoluta certeza, si el conde sospecha lo cuantiosa que es la fortuna de María.

—Lo sabré, reverendo padre.

—Después, es preciso averiguar si Baselga está enamorado de la joven o si tal como yo me lo figuro, la quiere únicamente por atrapar sus millones. Difícil es eso, pues el conde, aunque vive conmigo con cierta intimidad, no me habla con entera confianza y sólo dice aquello que quiere. A pesar de ésto, averiguaré lo que me ordena vuestra reverencia.

—Baselga es un noble español tan cargado de pergaminos como falto de dinero. No tiene para vivir otros recursos que una parte de las rentas de la hija que tiene en España, y nada tendría de extraño que quisiera enriquecerse merced al afecto que su gallarda figura haya podido causar en esa chicuela.

—Efectivamente, reverendo padre; tal vez sea lo que decís.

—Es necesario también que en un plazo breve estéis enterado de un modo cierto del estado en que se hallan las relaciones amorosas y de si esta pasión es fuerte y digna de inspirarnos cuidado. Os exijo que seáis un lince ya que hasta ahora habéis sido un bestia, que espiéis a los dos amantes que no paréis hasta penetrar en lo más recóndito de sus pensamientos. Dificil es la tarea para un hombre de tan cortos alcances, pero éste es el único medio para que la Compañía os perdone el peligro en que la habéis puesto con vuestras distracciones.

—Haré cuanto pueda, reverendo padre —contestó el vejete sonriendo con cierta malicia—, y de seguro que no quedaréis descontento en esta ocasión.

—Considerad el inmenso perjuicio que causáis a la Compañía si por vuestra ineptitud María se casa, y su fortuna, esos millones que la Orden cuenta ya como suyos, pasa a manos de su marido. La religión está en peligro, la impiedad la ataca sin tregua y para sostenerse necesita dinero mucho dinero que la preste nueva vida. Si por culpa vuestra se pierde el negocio perjudicáis la causa de Dios, y éste en la hora de vuestra muerte os arrojará al infierno.

El señor García, al escuchar estas palabras, no pudo ahogar una sonrisita burlona que rápidamente contrajo sus descoloridos labios, y que no pasó desapercibida a la inquisitorial mirada del padre Fabián.

—¿No creéis en el infierno…? Bueno; pues yo tampoco. Debía castigar por vuestro excepticismo, pero me sois simpático porque tenéis sentido común. Esas farsas sólo, son buenas para la turba imbécil que nos adora.

—Así es, reverendo padre.

—Pero si no creéis en el infierno —continuó el padre Fabián con el acento con que se dirigía a un camarada—, convendréis en que necesitamos mucho dinero para llevar nuestra obra adelante, y que llegue un día en que la Compañía de Jesús tome posesión del mundo, y todos cuantos formamos parte de ella seamos los reyes de la tierra.

—¡Oh! Eso sí, reverendo padre —dijo el viejecillo apresuradamente, mientras que sus ojos se iluminaban con una chispa de soberbia ambición.

—Pues bien; esos millones de Avellaneda son un nuevo grano de arena que aportamos a nuestra grandiosa obra de la dominación universal. Además, vos sois como un hijo de la Compañía; entrasteis en ella en vuestra juventud, en su seno habéis crecido, la consideráis como vuestra verdadera familia, y ninguna gloria os será tan grata como el que la Orden, en vista de que la proporcionáis quince millones, os considere como uno de sus hijos más útiles, laboriosos y dignos de eterno recuerdo.

—Sí, reverendo padre; esa es toda mi ambición.

—Excuso, pues, deciros lo mucho que habéis de trabajar para conseguir el hermoso resultado de que la fortuna de Avellaneda entre en nuestro tesoro Ya sabéis el plan. Que María no se case, que entre en un convento y que haga donación a nuestro favor de todos sus bienes. La Compañía en la actualidad es pobre. Apenas si pasa de ochocientos millones lo que en la actualidad poseemos en el mundo, y el general desde Roma sigue con mirada atenta este negocio del que depende vuestro porvenir y mi crédito. ¡Qué gloria si aumentáramos de golpe con quince millones nuestro capital!

El señor García sintió un escalofrío de felicidad al pensar en la grande honra que le proporcionaría el buen éxito de aquel negocio, y dijo con tranquilo aplomo:

—Lograremos nuestro propósito; no lo dudéis, reverendo padre.

—En esta clase de negocios ya sabéis cual debe ser siempre nuestra conducta. Separar todos los obstáculos que se opongan a la consecución del fin. Sólo los imbéciles reparan en sus empresas en la legitimidad de los medios.

—Soy de esa misma opinión.

—¿Quién nos estorba? ¿Baselga? Pues le apartaremos buenamente de nuestro camino y si no se puede por los medios pacíficos…

—Se usan otros más convincentes. Lo sé, reverendo padre.

—No olvidéis que igual conducta debe seguirse con el señor Avellaneda, con la doméstica y con toda persona que intente perjudicar nuestros sagrados intereses.

—Así debe ser, reverendo padre. Ante todo la Compañía.

—No; ante todo Dios y nosotros que somos sus verdaderos representantes.

Aquellos dos hombres al hablar de obstáculos y de medios para llegar al fin, tenían impresa en el rostro una expresión horrible.

Parecían cuervos disputándose a graznidos la posesión de su próxima víctima.

Cuando el señor García, aquel santo varón, se despidió de su superior, éste le dijo con tono de amenaza:

—Recordad que yo fui quien os encargué este negocio para que os lucierais y el que hice todo lo necesario para que el confesor de la difunta señora de Avellaneda os recomendara eficazmente, facilitándoos la amistad con la familia. La Compañía confía en vos. No la hagáis sufrir una decepción porque el castigo sería terrible.

XII. Espionaje de jesuíta

Púsose en campaña el señor García para averiguar todo lo referente a los amores de Baselga con María, y comenzó por sonsacar diestramente a todos cuantos servían en casa del señor Avellaneda.

El examen de los dos amantes lo dejó para después. Si es que éstos querían espontanearse con él, siempre tendría ocasión para enterarse de sus secretos.

Las dos criadas francesas fueron las que primeramente abordó el señor García, en la confianza de que una de ellas, que al decir del padre Fabián, estaba en relaciones con un individuo de la Orden, le proporcionaría las noticias que él necesitaba.

Nada nuevo supo el señor García, pues las revelaciones en nada se diferenciaron de lo que ya le había manifestado el superior de los jesuítas. Que la señorita y el conde se entendían, que todas las noches cambiaban una cartita en la antesala, que parecían estar muy enamorados… he aquí todo.

El señor García se convenció de que por aquella parte no podría adquirir más noticias, y adoptó la resolución de dirigirse directamente a Tomasa, pues sospechaba que ésta forzosamente había de saber mucho de lo que ocurría entre su señorita y el conde.

Al principio de su conversación con la aragonesa, la encontró muy reservada; pero sus dulces palabras hicieron mella en la tosca inteligencia, y al fin Tomasa dudó, acabando por decidirse a revelar a su viejo amigo todo cuanto sabía.

¿Por qué no había de enterarse el señor García de los amores de la señorita? ¿Aquel viejo no era una buena persona que amaba a la señorita María casi tanto como ella? No había allí nada de malo, y además, el santo varón podía prestar un buen servicio a Baselga sirviendo de intermediario a éste, ya que pensaba pedir al padre cuanto antes la mano de María.

Ella no era egoísta en aquella ocasión, ni quería atribuirse a su persona el mérito exclusivo del casamiento, así es que charló por los codos, revelando al viejo todo cuanto sabía, y rogándole que procurase hacer todo lo posible para que el señor consintiese el matrimonio de aquella pareja tan enamorada, que, según la expresión de Tomasa, se comía con los ojos.

El señor García, oyendo a la criada, se convenció de que, efectivamente, era un imbécil, tal como le decía el padre Fabián. Cuatro meses tenían ya de existencia aquellos amores, sin que él se apercibiera por sí mismo de nada, y Baselga llevaba sus asuntos tan apresuradamente, que un día de aquellos, tal vez mañana, pensaba pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.

El viejo devoto estaba asombrado. ¡Diablo! Aquel conde a pesar de su aspecto de soldado algo rudo sabía hacer las cosas bien, y despistar aun a los más allegados. Con justicia figuraba en la Compañía de Jesús.

Propúsose García impedir el rápido desarrollo de aquellos amores y comenzó por exigir a Tomasa el más absoluto secreto de cuanto habían hablado.

—Que no sepan el conde ni la señorita —decía el viejo con la más amable de sus sonrisas—, que tú me has revelado el secreto de sus amores. Si ellos ignoran que nosotros nos entendemos las cosas marcharán mejor, y yo podré con más facilidad conseguir el consentimiento de don Ricardo. Hay que proteger a ese par de enamorados… Con que la señorita ya no quiere ser monja, y piensa en casarse… ¡Vaya! Estas niñas de hoy en día son el mismo demonio…

Y el vejete sonreía tan bondadosamente que Tomasa se sentía dominada por aquel hombre tan amable y simpático, acabando por prometerle que no diría una palabra de todo lo tratado entre los dos.

En la tertulia de aquella noche el señor García ejerció un espionaje digno de acreditarle como hombre astuto y reservado.

Afectando entregarse a ratos a absorbente meditación o sosteniendo discusiones sin objeto con el señor Avellaneda, espiaba a María y Baselga que estaban sentados junto a una ventana del comedor, logrando sorprender rápidas miradas y otros signos de amorosa inteligencia que hasta entonces le habían pasado desapercibidos.

El viejo estaba irritado por su torpeza y la rabia que le producía no haber adivinado aquella pasión que se desarrollaba en su presencia la hacía caer sobre los dos amantes que sin darse cuenta de ello se habían burlado de él ocultando tan maestramente su afecto. El señor García odiaba a aquella pareja como si se tratara de tremendos enemigos, y tenía cierto placer en pensar que desbarataría su felicidad aunque tuviera que apelar a los medios más extremos.

Cuando llegó la hora de retirarse y el conde seguido del viejo salió de la casa con dirección a la calle de los Santos Padres, ninguno de los dos hombres pronunció la menor palabra. Caminaban silenciosos como abstraídos en sus pensamientos.

De vez en cuando Baselga miraba rápidamente a su acompañante siempre cabizbajo, y en sus ojos se notaba la expresión interrogante del que duda en confiar un secreto importante.

Habían entrado ya los dos en la habitación del primer piso, y el señor García, con la palmatoria en la mano, se disponía a subir a su buhardilla después de desear al conde muy buena noche, cuando éste le detuvo con un ademán, y dijo con acento que intentaba hacer indiferente:

—Si usted no tuviera mucha prisa en subir a su cuarto hablaríamos un poco.

—Como usted guste, señor conde. Yo siempre estoy a sus órdenes. Diga usted que ya le escucho.

Y el vejete, dejando su palmatoria sobre una mesa, se sentó sonriendo amablemente.

Reinó un largo silencio. Ninguno de los dos hombres deseaba ser el primero en hablar, Baselga tenía miedo de exponer su pensamiento y el señor García no tenía prisa y aguardaba pacientemente a que el otro dijera lo que él ya sabía.

Por fin el conde rompió el silencio.

—¿No me dijo usted una vez que María pensaba ser monja?

—Sí, señor. Esa es su vocación.

—¿Y cuándo entra en el convento?

—No se ha fijado aún la fecha, pero ello será más pronto o más tarde.

—¿Y está usted seguro de que a ella le gusta la vida del convento?

—¡Oh! —exclamó el señor García por contestar algo—. Eso nadie lo puede decir mejor que la interesada.

—¿Y no podía suceder que a María le gustase más ser como todas las mujeres, casándose con un hombre a quien amase?

—Todo puede ser en este mundo —contestó el señor García, y miró a Baselga con aire interrogante como animándole a que se franqueara más.

Pero el conde parecía arrepentido del sesgo que él mismo había dado a la conversación, y se alarmó al considerar que había estado a punto de hacer público su secreto.

No; el señor García no debía saber nada. Más adelante, cuando el padre hubiera dado su consentimiento y estuviera todo arreglado para la boda, el viejo sabría lo ocurrido; pero ahora no convenía y su instinto le hacía adivinar un peligro en el señor García.

Había que cortar aquella conversación iniciada por él y que comenzaba a hacérsele pesada.

—¡Vaya, querido señor! Es ya muy tarde, usted madruga y estoy imprudentemente quitándole lo mejor de su sueño. A descansar que usted tendrá para mañana mucho trabajo. ¿Irá usted por la tarde a casa del señor Avellaneda?

El vejete no pudo menos de hacer un guiño instintivo al oír aquella pregunta. Ya comprendía él lo que aquello quería decir. El Conde pensaba sin duda ir al día siguiente a pedir a don Ricardo a mano de su hija.

—Iré, sí señor. Tengo que arreglar con el señor Avellaneda las cuentas de administración del pasado mes. Además, el pobre señor está, como ya ha visto usted, con sus dolores, y no puede salir de casa, lo que le tiene muy fastidiado. Desgraciadamente yo sólo estaré con él hasta las cuatro, pues tengo que despachar algunos asuntos urgentes al otro lado de París.

Y luego, añadió con ingenuidad asombrosa:

—Si usted no tiene mañana ocupaciones precisas podía acompañarle un rato. El pobre ¡lo agradecería tanto! Además a veces me ha dicho que le gusta mucho discutir con usted, a pesar de que odia a los carlistas.

El conde prometió que iría a acompañar al señor Avellaneda y el vejete, después de repetir sus ¡buenas noches! comenzó a subir los noventa y cuatro escalones que separaban su buhardilla del primer piso.

Cuando poco después el mugriento levitón quedaba colgado en la percha junto a la cama y el señor García se quitaba los tirantes mascullando al mismo tiempo por la fuerza de la costumbre algunos padrenuestros al Ángel de la Guarda, cediendo a la necesidad de hablar alto, que algunas veces le acometía, exclamó interrumpiendo sus palabras con nasales risitas:

—Mañana será el trueno gordo. ¡Descuida, conde arruinado! Que cuando tú vayas a hablar con don Ricardo, ya lo habré yo arreglado de modo que te eche a puntapiés de su casa. ¡Pues no faltaba más sino que ese conde hambriento viniera con sus manos lavadas a apoderarse de los quince millones que tanto tiempo perseguimos! Ese dinero es de la Orden que cuenta ya con él, y el que intente ponerle la mano que se prepare a recibir nuestros rayos. ¡Buena se va a armar mañana! ¡Je, je, je…!

XIII. La cólera de Avellaneda

Fue inmensa la impresión que experimentó Avellaneda cuando su amigo y administrador le reveló los amores de María.

Aquel anciano vivía fuera de la realidad. Sus manías y preocupaciones que algunas veces hacían dudar de su razón, daban cierto espíritu vago y fantástico a sus ideas; todo lo miraba por el prisma de su propia personalidad; porque se encontraba débil y viejo no creía que en el mundo hubiera juventud y nunca se le había ocurrido pensar que María pudiese casarse.

Era su hija y, por lo tanto (en concepto de Avellaneda), lo natural es que María viviese íntimamente unida a él sin conocer otro cariño que el filial.

Juzgúese cuál sería su impresión al escuchar aquella tarde las revelaciones del señor García.

Después del almuerzo, y mientras María, junto a los rosales de una ventana leía las seductoras Orientales, el viejo devoto se encerró con don Ricardo en el despacho de éste, y comenzó a llevar poco a poco la conversación a donde él deseaba.

Presentó las cuentas de su administración en el pasado mes, palotes que Avellaneda apenas sí miró, y después el taimado viejo comenzó a hablar de lo rica que era María y de la necesidad de evitar que su fortuna sirviera de cebo a algún hombre egoísta y vicioso.

Don Ricardo no manifestaba afectarse gran cosa por tal peligro. ¡Valiente susto le producían a él aquellos temores que García parecía tener empeño en exagerar! ¿Acaso María no era su hija? ¿Quién podía venir a separarlo de ella; a llevársela con el propósito de enriquecerse? Eso eran absurdos que únicamente se le podían ocurrir a su devoto administrador, enemigo del mundo y empeñado en exagerar sus maldades.

Pero el bueno de don Ricardo se quedó frío al oír que su viejo amigo quería revelarle un secreto que estaba pensando sobre su conciencia, y con tanta atención como pudo fue siguiendo las revelaciones del señor García que eran bastante embrolladas y dificultosas sin duda para hacerlas más interesantes.

Lo que sacó en limpio Avellaneda haciendo el resumen de una charla que duró más de media hora, es que el señor García, por el hecho de haber presentado en la casa al conde de Baselga, no quería cargar con ninguna responsabilidad, y se apresuraba a poner en conocimiento del padre que el tal señor había conseguido enamorar a María y que ésta estaba loca de pasión por aquel noble que, bien considerado, por su pobreza y su expatriación forzosa no pasaba de ser un aventurero.

Era tan enorme aquello, que el señor Avellaneda se resistía a creerlo ¡María enamorada! ¡María dispuesta a casarse!

—¡Bah! señor García —dijo el afrancesado después de una larga meditación—. Tal vez esté usted en un error y su exagerado celo por la niña le haya hecho ver un peligro donde no lo hay.

—Don Ricardo, puedo asegurarle a usted y aun jurárselo por lo más sagrado que María y el conde se aman.

—Amores propios de una chiquilla. Caprichos que desaparecerán a la menor reprimenda del padre.

—Está usted equivocado. La cosa es más seria. María está enamorada como una heroína de las novelas que ahora lee ocultándose de nosotros.

Avellaneda, al ver la seguridad con que hablaba su amigo, comenzó a dudar.

—Lo más acertado será llamar a María para que confiese francamente lo que ocurre. Ella no sabe mentir, y así sabremos las cosas con certeza.

—No haga usted tal, pues nada adelantaremos. María negará como todas las niñas hacen en su caso. Además, ¿quiere usted convencerse? Pues dentro de poco tiempo, tal vez esta misma tarde, vendrá el conde a pedirle la mano de su hija. Lo sé de cierto, pues leo perfectamente en el pensamiento de Baselga.

Aquello dio al traste con la paciencia de Avellaneda, que se indignó y, a pesar de su carácter bondadoso y de los dolores que le obligaban a permanecer quieto en su sillón, comenzó a moverse y a proferir palabras entrecortadas por bufidos de furor.

—¡Esa es buena! De modo que ese caballerete tiene el atrevimiento de querer venir a mi propia casa para robarme mi hija ¡Canalla! Quisiera ser más joven para imponerle un correctivo, y aun así no sé si podré contenerme y dejaré de darle de bofetadas. ¡Bueno va esto! Se ha lucido usted presentando en mi casa a ese conde del demonio. No, y mil veces no. Mi hija no se casa ni con él ni con nadie. ¿Para eso la he criado yo? ¿Para que me la robe el primer zascandil que se presente…?

Y Avellaneda daba furiosos puñetazos sobre los brazos de su butaca haciéndose la ilusión de que machacaba la hermosa cabeza de Baselga.

El señor García contemplaba con aire satisfecho aquel acceso de furor pero temiendo al fin una complicación, creyó del caso intervenir, y aconsejó a su amigo que tuviese calma.

—Ya ve usted, señor Avellaneda, que no es razonable irritarse de tal modo porque a un mequetrefe se le ocurra hacer una barbaridad.

—Dice usted bien —contestó don Ricardo, y su rostro fue serenándose hasta quedar en apariencia tranquilo algunos minutos después.

Transcurrió bastante tiempo sin que hablase ninguno de los dos viejos hasta que, por fin, don Ricardo exclamó dolorosamente:

—No imaginaba yo que mi hija me diese tan gran disgusto. Creía que me amaba lo suficiente para no pensar nunca en separarse de mí, pero ahora veo que vivía engañado.

—Las mujeres son muy inclinadas a las locuras, y María no ha podido librarse de esa enfermedad amorosa que acomete a todas las jóvenes.

—Siempre me había parecido un mal hombre ese Baselga. Confieso que lo miraba con recelo. ¡Mire usted de quién va a enamorarse mi hija! De un hombre que casi puede ser su padre, de un noble matachín ignorante como un lego, y por añadidura carlista.

Y el señor García, aunque torciendo el gesto, tuvo que aguantar una verdadera rociada de denuestos que Avellaneda arrojó sobre todos los que defendían la monarquía absoluta, el fanatismo religioso y el restablecimiento de la Inquisición.

Cuando don Ricardo terminó de desahogar su indignación, el viejo devoto, que por inconsciente instinto de servilismo iba apoyando con inclinaciones de cabeza todas las palabras, dijo a su amigo:

—Hace usted perfectamente en oponerse a las pretensiones del conde. María no debe casarse. Pero para impedir ese matrimonio tendremos que luchar mucho, pues esa niña está muy enamorada.

—Yo sabré impedir esos amoríos.

—Lo veo difícil mientras María esté aquí.

—Arrojaré a ese hombre de mi casa tan pronto como se presente.

—Con eso nada impedirá usted, Baselga es hombre ducho en amores, y siempre encontrará medios para comunicarse con María, animando cada vez más su pasión. ¡Si usted hiciera caso de mis consejos…!

—¿Qué quiere usted proponerme?

—El mejor medio para lograr que se extinga en el pecho de María esa pasión que hoy la domina, es sacarla de aquí, romper con todos los lazos que la unen al conde y hacer que no viva en el mismo lugar donde ha visto nacer y desarrollarse su amor.

—¿Y dónde quiere usted que la llevemos?

—A una santa casa, a un convento de nuestra confianza cuya superiora me aprecia mucho. María en sus tiempos de niña ha tenido grandes aficiones a la devoción y allí disfrutando la paz angelical del claustro se borrará por completo de su memoria la imagen del hombre a quien hoy tanto ama. ¡Oh! ¡Tranquilícese usted, don Ricardo! No se trata de que su hija sea monja. Permanecerá poco tiempo en el convento; nada más que el suficiente para que olvide esa malaventurada pasión.

El señor García decía estas palabras con la maligna y atrayente dulzura de la serpiente bíblica cuando tentaba a la primera mujer.

Había que seguir la táctica jesuítica e ir haciendo las cosas poco a poco. Primero María entraría en un convento por una corta temporada, después ya se encargaría él de que se perpetuase el encierro, despertando en la joven sus tendencias al romanticismo religioso y haciendo que pronunciara los severos votos claustrales. Lo importante y más preciso era que el padre diese su aprobación para que ella entrase en un convento.

Don Ricardo al oír aquella proposición quedó mirando fijamente a su amigo, y después de un largo silencio, dijo con voz agresiva:

—¡Vaya usted al diablo! ¿Le parece a usted que yo soy partidario de los conventos? No quiero ver a mi hija en tales sitios y antes que verla monja sería capaz de entregársela a ese mentecato de Baselga.

El golpe había fallado, y el señor García bajó la cabeza con resignación.

Quedaron silenciosos largo rato los dos ancianos; pero Avellaneda, que en su afán de padre egoísta no podía comprender cómo se atrevía un hombre a querer arrebatarle su hija, volvió otra vez a su tema o sea a hablar contra aquel amante audaz.

—¡Mire usted que es atrevimiento! Venir a solicitar la mano de mi hija un hombre que en realidad no sé quién es. Porque ¡vamos a ver! ¿Usted sabe quién es Baselga? ¿Cuál ha sido su antigua vida? No sé por qué me figuro que debe haber hecho mal en este mundo.

—Mucho, don Ricardo; no se equivoca usted. Yo sé de él cosas horribles, y tenga usted la seguridad que, a saberlas antes, no lo hubiera presentado en esta honrada casa.

—¿Y qué se dice de él? —preguntó Avellaneda con curiosidad.

—De un modo cierto, nada. Pero se murmura que a su esposa la baronesa de Carrillo la estranguló en un rapto de celos. No conozco el suceso detalladamente, pero puedo enterarme y adquirir datos.

—No, no es necesario. Nada me importa lo de ese hombre; al fin, tan pronto como se presente aquí, lo arrojaré a la calle.

—Hará usted perfectamente.

El señor García siguió con gran habilidad haciendo odioso a aquel hombre que vivía en su misma casa y al que manifestaba en todas ocasiones un cariño admirablemente fingido.

Él sentía mucho tener que hablar contra el conde, pero la amistad y la honradez ante todo, y no quería que por culpa de sus afectos viniese a sufrir crueles decepciones un amigo tan querido como lo era el señor Avellaneda.

Éste, agitándose continuamente por las punzadas de dolor que sentía en sus huesos, iba siguiendo con atención las peroraciones del vejete, y se sentía impulsado a abrazar a aquel santo varón que tanto se interesaba por el honor y el bienestar de la familia.

Cuando al dar las cuatro los relojes de la casa el señor García se dispuso a marcharse para atender a sus ocupaciones de hombre devoto, Avellaneda quedaba ya convencido de que Baselga era un conde aventurero que al enamorar a María únicamente buscaba sus millones y de que debía ponerlo en la puerta sin ningún miramiento, como si se tratase de una bestia dañina que quería introducir la desgracia en aquel hogar.

No habían transcurrido un cuarto de hora desde que el mugriento levitón del devoto había desaparecido tras el cortinaje de la puerta, cuando entró Tomasa secándose las manos con su delantal, y con la ruda franqueza que le daba su dominio en la casa, anunció a su señor que acababa de llegar el conde de Baselga.

—Viene a hacerle un rato de compañía. ¡Qué bueno es ese señorón!

Avellaneda hizo una mueca al escuchar las últimas palabras de la doméstica, la cual, sin esperar contestación, volvió a salir para llamar al recién llegado.

Cuando entró Baselga saludando a don Ricardo con aquella cortesanía franca y distinguida que le hacía tan simpático, éste apenas si contestó con unos cuantos gruñidos, casi imperceptibles.

Tenía delante al traidor, al monstruo infame que pretendía robarle su hija, y él, tan pacífico y tan humilde, sentía no ser fuerte y ágil como en su juventud para arrojarse sobre aquel mequetrefe y molerlo a palos.

La conversación fue lánguida e incolora. Baselga, como si desea retardar todo lo posible el entrar en materia, hablaba del tiempo se enteraba minuciosamente del estado del enfermo, no logrando de éste otras respuestas que secos monosílabos y gestos de malhumor.

El conde adivinaba en su viejo amigo un disgusto cuyo motivo no comprendía, y estaba temeroso de que en tal ocasión sus pretensiones iban a experimentar un tremendo fracaso.

Vacilaba el emigrado como el día en que declaró su pasión a María; pero allí se trataba de un hombre, y Baselga experimentó cierto rubor por su cobardía, decidiéndose acto seguido a explanar sus pretensiones.

—Don Ricardo: yo no soy viejo. Los rudos accidentes de mi vida me han marchitado algo, pero por mi edad y por mi vigor todavía estoy lejos de la vejez. ¿No le parece a usted así?

Avellaneda hizo un gesto de indiferencia, como para demostrar que nada le importaba aquello.

—La soledad en que vivo aquí me ha impulsado a refugiarme en el seno de la familia de usted, buscando afectos y atenciones que nunca agradeceré bastante, y este continuo roce ha engendrado en mí una pasión de la que en vano pretendo librarme.

Si Baselga no hubiera tenido inclinada su cabeza, de seguro que se hubiera intimidado ante el relámpago de ira que pasó por los ojos del anciano; pero no lo vio, y siguió hablando.

—En resumen, señor Avellaneda, María me ama tanto como yo a ella, y vengo a pedir su mano.

El golpe estaba ya dado, y Baselga, libre al fin de su carga, levantó la cabeza para mirar ansiosamente al viejo, esperando la contestación.

Avellaneda esperaba aquella demanda, y a pesar de esto, se quedó estupefacto como si le sorprendiera la petición de Baselga.

Tanto le obsesionó aquello que él llamaba atrevimiento inaudito, que por algunos minutos no supo qué contestar; pero al fin, dijo con fosca voz:

—Caballero, eso que usted pide es imposible. Mi hija no es para usted. Acaba de darme un gran disgusto y le ruego se retire.

Entonces le tocó mostrarse estupefacto al conde. ¡Cómo! ¡El padre de su amada le rechazaba de tal modo! ¿Y por qué?

Baselga estaba transformado. Aquella despedida, dicha en tono grosero, le había producido el efecto de un latigazo y resucitaban en él sus instintos caballerescos, sus susceptibilidades de matachín. Él no se iría de allí hasta que le fueran explicadas tales palabras, y así se lo manifestó de un modo enérgico a don Ricardo.

Este también había ido excitándose rápidamente y las exigencias de Baselga le pusieron fuera de sí.

—¡Cree usted que me asusta, señor conde, con ese aire de matón! ¡Ay si yo fuera más joven y no estuviera enfermo! ¿Quiere usted explicaciones? Pues bien, sepa que no le concedo la mano de mi hija porque no me da la gana; ya está usted enterado. Soy el dueño de mi casa y no tengo que explicar mis actos a quien no vive en ella.

—Pero eso es una indignidad —arguyó Baselga con gran calor—; María me ama y usted no tiene derecho para hacerla infeliz.

—¿Quién la haría más infeliz, yo negándome a que se case con usted, o el conde de Baselga siendo su esposo? Yo no sé quién es usted. Mis noticias se reducen a saber que usted fue casado hace ya algunos años con la baronesa de Carrillo. ¿Pero me puede asegurar alguien que careció de dramáticos y repugnantes accidentes su matrimonio?

Baselga se estremeció. Aquel diablo de viejo había dicho sus últimas palabras con tan marcada intención, que el conde tembló creyendo que don Ricardo conocía en todos sus detalles el dramático fin de Pepita Carrillo. Pero poco tardó en tranquilizarse. No; aquella triste página de su vida sólo la conocía el padre Claudio y era imposible que éste la hubiese revelado a nadie.

—Señor Avellaneda, permítame usted que le diga que se engaña al creer que María no puede ser feliz conmigo. Donde hay amor desaparece la desgracia, y yo amo a María hasta llegar a la demencia.

—Caballero, basta de farsas. Usted es un noble arruinado y lo que ama son los millones de mi hija.

Aquel sí que fue un golpe duro para Baselga. Estaba lejos de esperar un insulto tan atroz disparado a boca de jarro y se estremeció de la cabeza hasta los pies como si una pesada mole acabara de caer sobre su cráneo, dejándole aturdido con el golpe.

Por algunos instantes quedó inmóvil como si no se diera cuenta exacta de lo que acababa de oír; pero después se levantó de su asiento con la rápida rigidez de un resorte que se escapa y avanzó algunos pasos.

Don Ricardo le miraba con aire insolente como desafiándole a que en su propia casa intentase la menor violencia; pero pronto volvió la vista para ver quién entraba en la habitación.

María, con el cuerpo trémulo, el rostro pálido y demostrando una gran agitación, acababa de entrar, lanzando una mirada suplicante a su padre y al conde.

—¡Ah! ¿Eres tú, hija mía? Sin duda, nos escuchabas escondida tras la cortina. No está muy bien tal curiosidad; pero me alegro, pues así habrás podido enterarte de lo que le digo a este caballero. Lo despido, prohibiéndole que entre más en esta casa. ¿No te parece bien?

María bajó la cabeza como anonadada por aquel acento sarcástico que nunca había conocido en su padre. Miraba a éste todavía con el mismo temor instintivo que en sus primeros años, y no sabiendo qué contestar, encontró más propio romper en copioso llanto.

Aquello acabó de poner furioso a don Ricardo, y como si Baselga fuese el culpable de las lágrimas de su hija, se encaró con él, gritándole:

—Caballero, ahí tiene usted su obra; esas lágrimas las produce usted, gócese en ellas. Antes que el demonio le condujese a usted a esta casa, todo era felicidad y mi hija nunca lloraba; ahora ya ve usted las consecuencias de su amor. Márchese usted pronto o de lo contrario haré que venga la Policía para que lo arroje de esta casa.

Baselga no quiso permanecer por más tiempo allí sirviendo de blanco a los insultos del viejo.

Lentamente se encaminó a la puerta, y al llegar a ésta, dijo a don Ricardo con voz firme y tranquila:

—Hace usted mal en oponerse a nuestra felicidad. María y yo nos amamos, y toda la oposición de usted no logrará hacer que nos olvidemos. Podía usted ser feliz teniendo a su lado dos hijos cariñosos, y se empeña en labrar su soledad y su desgracia. No alcanzará usted nada, pues yo le aseguro que, por mi parte, jamás desistiré de ser esposo de María.

—¡Ah! Fatuo, ridículo… —exclamó Avellaneda.

Pero no pudo decir más en vista de que Baselga había desaparecido, oyéndose al poco rato un fuerte portazo en la escalera.

Padre e hija permanecieron mucho tiempo en un silencio embarazoso.

Avellaneda fue el primero en hablar, y con voz cariñosa y tranquila, como si no hubiese ocurrido momentos antes el más leve incidente, dijo a su hija:

—Ya has oído que ese hombre asegura que tu le amas. ¿Es eso verdad, hija mía?

María dudó en contestar; pero por fin, con el aspecto de una niña vergonzosa que se ve interrogada por su maestra y con la voz conmovida por los sollozos, contestó:

—Sí, señor; le amo.

—No me parece mal la franqueza. Pero al menos harás caso de los consejos de tu padre y olvidarás a ese hombre que te quiere por tu dinero. ¿Olvidarás a ese hombre, hija mía?

Esta vez tardó María en dar su contestación. Cesó de llorar, secóse los ojos con sus manos, y fijando en su padre unos ojos en que se retrataba una energía salvaje por lo inquebrantable, dijo resueltamente:

—No, señor; jamás le olvidaré.

Tomasa, que comprendiendo lo que allí se trataba, andaba husmeando cerca de la puerta de la habitación, oyó un fuerte golpe que conmovió sordamente el pavimento.

Cuando la fiel doméstica entró en la habitación vio a don Ricardo tendido a los pies de su butaca, convulso, con la vista extraviada, rugiendo sordamente de dolor y arañándose el pecho encima del corazón.

María le contemplaba con asombro, y completamente aturdida no sabía qué hacer ni dónde dirigirse.

XIV. El padre Fabián y el conde de Baselga

—Dispénseme vuestra reverencia mi tardanza. He estado dos días fuera de casa, viviendo al otro extremo de París con un compañero de armas, y hasta esta tarde no he sabido que había usted enviado repetidas veces a buscarme.

—Yo mismo he estado esta mañana en la calle de los Santos Padres.

—¿Usted, padre Fabián? ¿Vuestra paternidad ha olvidado sus importantes ocupaciones para venir a buscarme en mi pobre vivienda?

—Sí, señor conde. Tengo que tratar un asunto de gran importancia, en el que es necesario saber la opinión de usted. Siéntese, que la conversación no ha de ser corta.

Baselga, que tenía el rostro pálido y ojeroso, y que mostraba en el traje cierto desorden, ocupó el sillón que le señalaba el padre Fabián, y tomó la atenta posición del que se prepara a escuchar.

—Lo sé —dijo el jesuíta sonriendo bondadosamente y guiñando un ojo.

—¿Y qué es lo que vuestra paternidad sabe? —preguntó Baselga con cierta desconfianza.

—Es inútil el disimulo. Sé todo lo ocurrido hace dos días en casa del señor Avellaneda entre éste y usted.

—Lo habrá contado sin duda el señor García.

—El mismo.

—¡Ah, ya! El buen señor se toma mucho interés en este asunto. Más tal vez del que debía.

El emigrado dijo estas palabras con tal intención, que el padre Fabián se apresuró a contestar:

—Parece que usted duda de la sinceridad de nuestro amigo y hace muy mal. El señor García le quiere a usted mucho y está inconsolable por la decepción que usted acaba de sufrir.

No pareció Baselga muy decidido a creer en la sinceridad de aquel cariño; pero calló, dando a entender con un gesto que, después de todo lo sucedido, le importaba muy poco cuanto pudiese hacer el señor García.

—Tenía grandes deseos —continuó el jesuíta—, de ver a usted para reñirle por su falta de franqueza. Varias han sido las veces que he conversado con usted amistosamente en esta misma habitación y nunca se ha dignado manifestarme el amor que le dominaba. ¿Es que usted desconfía de un amigo como yo?

—Reverendo padre; las cuestiones de amor no se revelan a nadie y menos a hombres que son representantes de Dios y por tanto están muy por encima de las cosas terrenales.

—¡Bah! querido conde: eso no pasa de ser una excusa como otra cualquiera para disculpar su falta de franqueza. Si usted no hubiese procedido conmigo con una reserva que no creo merecer, yo le habría dado algunos consejos para evitar esa situación desairada en que usted estuvo al pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.

—¡Cómo! reverendo padre; ¿acaso habría encontrado ayuda en vuestra paternidad para lograr lo que tanto deseo?

—No es eso; no me ha entendido usted. Quiero decir que con tiempo le hubiera dado un buen consejo para que olvidase a esa joven que es para usted imposible.

—¡Olvidarla! ¡Jamás!

Dijo Baselga estas palabras rotundamente con el mismo acento enérgico y vibrante que si estuviese mandando un regimiento.

El jesuíta le miró fijamente y como para estudiar concienzudamente la fuerza de su pasión haciéndole hablar, dijo con lentitud:

—Según eso, la ama usted mucho.

—Mire usted, padre: voy a hablarle con tanta franqueza como si me confesase con usted. Es imposible que yo olvide a esa mujer. ¡Ay, si pudiera! ¡Si lograra borrar su imagen de mí memoria! Crea usted que sería feliz. Estoy enamorado con toda la fuerza del primer amor y comprendo que acabo mi juventud por donde otros la empiezan. Usted ha sido soldado como yo y sabe que un hombre de nuestra clase siente más un insulto que una estocada mortal. Pues bien; el otro día me dejé insultar por ese viejo sin protesta alguna; le respeté solo porque era el padre de María y en vez de olvidar inmediatamente a una mujer que tales humillaciones me proporciona, su recuerdo se ha aferrado aun con más fuerza a mi memoria.

—Eso pasará, hijo mío. Conozco bien el corazón humano y sé que el tiempo tiene fuerza para destruir los recuerdos más tenaces.

—Se engaña vuestra paternidad. María no se apartará nunca de mi memoria. Durante dos días me he entregado a la vida tormentosa que la juventud alegre arrastra al otro lado del Sena. Deseando olvidar mi humillación y el amor de María, he vivido con un compañero de armas, calavera incorregible; he bebido como un loco, me he emborrachado como un miserable, me he sumido en el vicioso lecho de las cortesanas y nada, reverendo padre, ni el alcohol y ni los estremecimientos frenéticos de la carne, han logrado que se borrara en mi cerebro la pálida cabecita de María. ¡Oh!

Esa niña ha sabido agarrarme bien y comprendo que nadie podrá hacérmela olvidar.

Y el conde conmovido por su impotencia para librarse de tal amor, bajó la cabeza quedando sumido en profunda reflexión.

—Debe usted procurar, querido conde, librarse de esa obsesión amorosa. Es una locura acariciar lo imposible.

—¿Y por qué ha de tener usted por imposible que María sea mi esposa?

—Porque ella tiene contraídos sagrados compromisos que ha de cumplir.

—¿Ama acaso a otro? —preguntó Baselga con ansiedad.

—Sí; ama a Dios y ante la imagen de la sagrada Virgen ha prometido mil veces entrar en un convento para ganar el cielo con sus oraciones.

—¡Bah! —dijo sonriendo el emigrado—. Eso fue una niñería sin importancia; un capricho de joven devota. Muchas veces me ha hablado, riéndose, de la tendencia que en otros tiempos había tenido a hacerse monja.

—Señor conde —repuso el jesuíta con severidad—; las promesas que se hacen a Dios nunca deben considerarse como niñadas ni como cosas de risas. María será monja.

—¡Pero si ella me ama!

—Ese amor es un capricho pasajero, una locura de niña, lo verdadero, lo cierto, lo que no admite réplica, es que María está hace ya mucho tiempo ligada a Dios.

—Yo no paso por eso —dijo Baselga con resolución.

—Pues hará usted mal en oponerse, señor conde.

Esto lo dijo el jesuita sonriendo con una expresión tan extraña que hubiera amedrentado a otro menos tenaz y enamorado que Baselga.

—María me pertenece y yo no he de cejar por un capricho de su testarudo padre.

—Pues tendrá usted que conformarse en abandonarla. Hay alguien que puede, no ya más que usted, sino que todos los enamorados de la tierra juntos.

—¿Y quién es ese? Quisiera saberlo.

La pasión volvía insolente y audaz a Baselga hasta el punto de hacerle mirar con expresión de reto a un personaje tan temible como era el padre Fabián.

Éste ante las preguntas del conde mostróse indeciso, pero al fin dejó caer con lentitud estas palabras.

—Es la Compañía de Jesús.

—¡Cómo! ¿La Compañía se opone a mi felicidad? ¿Y por qué motivo?

—Somos los representantes de Dios y hemos de procurar que éste no sufra menoscabo en sus intereses. María ha prometido ser su esposa y sería un grave pecado que nosotros favoreciéramos esta infidelidad contra el Señor de todo lo creado.

Baselga quedó anonadado.

Por experiencia propia sabía hasta dónde alcanzaba el poder de la Orden y se sentía atemorizado al saber que tendría ahora que luchar con ella para lograr la realización de sus ensueños.

El padre Fabián comprendió su desaliento y se propuso aprovechar tal situación para decidirle a olvidar su amor.

—Vamos, camarada —le dijo con acento amistoso golpeándolo familiarmente en un hombro—. No hay que entristecerse tanto porque se pierda la esperanza de ser dueño de una cara bonita. Al fin y al cabo sobradas mujeres hay en el mundo y de seguro que ni usted ni yo bastamos para todas. ¿Qué gana usted con ponerse lánguido y triste como un amante de novela? Hay que divertirse. ¡Qué diablo! La vida es la alegría y un hombre puede vivir contento siempre que tenga a su disposición una mujer hermosa. Usted puede encontrarlas más bellas que esa señorita de Avellaneda y es por tanto una bobada empeñarse en un amor que resulta imposible y que además choca abiertamente con los intereses de la Orden.

El conde a pesar de su preocupación no pudo menos de extrañarse ante aquellos consejos que hacían salir a la superficie el cinismo que indudablemente se amontonaba en el pensamiento del jesuita.

¡Y aquéllos eran los representantes de Dios! ¡Aquéllos los que trabajaban por poner todo el mundo bajo su dirección! ¡Lo que en el asunto buscaban indudablemente eran los millones de María!

Baselga no pudo seguir en sus dolorosas reflexiones que derrumbaban sus más firmes creencias, pues el padre Fabián siguió dándole cariñosas palmaditas y le dijo con melifluo acento:

—Con que quedamos en que usted olvidará a esa joven y vivirá en adelante como si no la hubiese conocido. ¿Estamos conformes, amigo mío?

El emigrado miró fijamente al jesuita y lentamente como para dar más fuerza y valor a sus palabras contestó:

—No, señor.

Entonces el rostro del rubicundo padre experimentó una radical transformación. Desapareció la seductora y bonachona sonrisa, siendo reemplazada por la impenetrable serenidad de una esfinge.

—Pues entonces, señor conde, siento manifestar a usted que en vista de su conducta deplorable y de su tenaz resistencia, la Compañía tendrá necesidad de apelar a ciertos medios.

Baselga levantó los hombros con expresión de desprecio, pero el padre Fabián no pareció hacer caso y siguió diciendo:

—Hablaré con franqueza. Permaneciendo usted en París, la señorita de Avellaneda sufrirá una continua tentación que podrá apartarla del santo camino del claustro y por tanto interesa a la Compañía que usted abandone cuanto antes esta población. No dude usted que saldrá pronto de París.

—No adivino el medio y me río de la amenaza. La Compañía no reina en Francia y como yo soy un individuo pacífico que en nada llamo la atención de la Policía, no es fácil que la autoridad me conduzca a la frontera.

—Saldrá usted de París, no lo dude. En todas partes tenemos amigos y el mismo embajador de España se encargará de pedir al gobierno francés que lo conduzca a usted a Inglaterra, a Suiza o a otra nación fronteriza acusándole de conspirador carlista y pintándolo como un continuo peligro para el gobierno español. Si usted no quiere que la Policía le pille desprevenido puede ir ya haciendo la maleta.

Dijo estas palabras el padre Fabián con tal expresión de omnipotencia, que Baselga no dudó de que las amenazas se cumplirían inmediatamente, pero a pesar de esto por pasión y por despecho continuó la resistencia.

—Haga la Orden lo que quiera, que yo no por esto desistiré de mi propósito ni prometeré una cosa que no puedo cumplir.

El conde manifestaba una resolución inquebrantable. Sabía que la Compañía podía causarle mucho daño, pero a pesar de esto, manteníase firme prefiriendo sufrir una persecución feroz antes que resignarse a olvidar su pasión.

El jesuita no parecía intimidarse por aquella resistencia. La horrible sonrisa, símbolo de la Orden, contraía cada vez con mayor violencia sus facciones y mirando a Baselga con expresión de lástima, le dijo:

—Veo que es usted un valiente a quien no intimidan las amenazas. Pero sin embargo, la Orden aún cuenta con medios para obligarle a lo que ella quiera sin necesitar valerse de la Policía francesa.

—Quisiera saber qué medios son esos —contestó con sorna el emigrado.

—Conde, hace usted mal en burlarse. Tratándose de la Compañía de Jesús, sólo puede bromear un loco o un imprudente. Tal vez se arrepienta usted demasiado pronto de saber que tengo en mis manos una prueba terrible contra usted. De seguro que esto no le dejará conciliar el sueño con tranquilidad.

—Vuelvo a repetir que quisiera ver esa prueba. Ya sabe usted, reverendo padre, que no es muy fácil asustarme.

—Pues bien, sépalo usted. De España acaban de remitirme un documento firmado por usted en el que confiesa claramente haber estrangulado a su esposa, la baronesa de Carrillo.

Baselga estaba lejos de esperar aquel golpe. Nunca se le había ocurrido que tal documento pudiera salir de la cartera del padre Claudio, al que consideraba como su mejor amigo, así es que quedó anonadado y no supo qué contestar.

El padre Fabián le miraba con ojos de águila y como para gozarse mejor en su desgracia, le preguntó con sorna:

—¡Vamos! ¿No contesta usted nada? ¿Cree ahora que la Compañía tiene poder para anonadar a los que le estorban? ¿No es usted el señor asesino que firma el documento?

Transcurrieron algunos minutos sin que Baselga contestase y al fin con balbuciente voz:

—No; ¡no es posible! El padre Claudio no puede haberme hecho tan tremenda traición.

—El padre Claudio es, como yo; un buen servidor de los intereses de Dios y un fiel agente de la Orden, y los documentos que se confían a nuestras manos no son nuestros sino de la Compañía, y todos los jesuítas pueden hacer uso de ellos siempre que así convenga a los negocios de la comunidad.

El conde se convenció. Era verdad: el padre Claudio no era más que un jesuita y resultaba estúpido buscar en aquel hermoso autómata, movido por los hilos de una inmensa trama, los humanos sentimientos de amistad y honor.

La sorpresa que en Baselga produjo el anuncio de aquel documento que ya casi había olvidado, fue poco a poco amortiguándose, pues el emigrado pensó en la inutilidad de aquella prueba acusadora hallándose él en territorio extranjero.

Aquel crimen del que él no era el único culpable, se había cometido en España y por el momento no corría ningún peligro de que la Policía francesa, a instigación de los jesuítas, lo redujese a prisión.

Pero el padre Fabián parecía leer en su pensamiento por cuanto, adivinando sus reflexiones, le dijo:

—Sé lo que usted piensa, y se engaña sobre el uso que la Compañía se propone hacer de tal documento. No ignoro que por el momento para nada serviría si yo lo presentase a los tribunales franceses.

—¿Pues qué es lo que usted piensa hacer de él? —preguntó con acento de burla el emigrado.

Ahora lo sabrá usted. Por última vez. ¿Accede usted buenamente a olvidar a la señorita Avellaneda?

—¡No! Eso no lo conseguiría nadie; aunque me matasen.

—Pues bien; mañana mismo una persona de confianza se encargará de enseñar a esa mujer que tanto ama usted, el documento en que confiesa ser el asesino de su esposa.

Esta vez el golpe fue certero, pues llegó rectamente al corazón. Un verdadero golpe de jesuita.

Baselga experimentó un estremecimiento de horror. Aquello nunca había llegado a imaginárselo; era el colmo del sufrimiento. ¡Cómo! ¿Revelar a María el espantoso drama con que terminó el matrimonio de su amante? ¿Hacer que ésta supiera que el hombre amado era un asesino que estrangulaba mujeres? No; imposible; antes rugir de pena al considerar imposible la realización de su amor, que pasar por la inmensa vergüenza de que María conociera aquella sucia página de su vida.

Ahora conocía lo terrible que era aquella Orden a la que estaba ligado, ahora aparecían justificados para él los incesantes ataques que en todo el mundo se dirigían contra la Compañía de Jesús.

Se necesitaba la fuerza de un gigante para vencer aquella sombría y colosal institución, ante la cual resultaba un pigmeo obligado a transigir.

Era ya inútil la resistencia, y había que confesarse vencido, anonadado y dar aun las gracias a aquella tiranía con sotana que no levantaba el pie para pulverizarlo de un golpe.

Como el hombre que después de luchar con una fiera siente agotada sus fuerzas y al fin cae entre sus garras deseoso de terminar cuanto antes el terrible combate y de morir, así Baselga se resignó a ser devorado, y con voz fosca, murmuró:

—Estoy dispuesto.

—Lo celebro mucho, hijo mío —contestó el jesuita con voz meliflua—. Ya sabe usted lo que la Orden desea. Procure usted olvidar que existe en el mundo la señorita Avellaneda.

—Lo olvidaré.

—En cambio nosotros olvidaremos por nuestra parte ese documento que tanto le compromete.

—Gracias.

—Y qué… ¿No está usted contento con la Compañía? ¿Cree usted que con estas dulces exigencias le causa algún daño?

El tonillo melifluo con que fueron dichas estas hipócritas palabras, produjo a Baselga estremecimientos de cólera.

Temió dar de bofetadas a aquel canalla que tenía su reputación en sus manos, y lanzando una mirada de feroz odio sobre el jesuita, salió de la habitación ciego de ira y tambaleándose como un borracho.

El padre Fabián seguía sonriendo.

XV. El jesuíta próximo a triunfar

En casa del señor Avellaneda reinaba gran confusión.

El orden que regulaba los actos todos de aquella familia habían desaparecido dejando paso a esa confusión propia de todo hogar donde la enfermedad penetra.

El señor Avellaneda estaba enfermo de gravedad.

Después de aquella crisis nerviosa que experimentó al terminar su tempestuosa conferencia con Baselga, había caído en un angustioso abatimiento que le convertía en un ser despojado de voluntad.

Los dolores de la enfermedad de gota que sufría habían desaparecido y ni un solo estremecimiento agitaba su empobrecido y débil cuerpo, pero en cambio comenzaba a indicarse en él una dolencia extraña que ponía en extremo pensativo y preocupado al médico de la casa.

La hinchazón que continuamente tenía su pie izquierdo había subido hasta más allá del tobillo y crecía rápidamente amenazando invadir el resto del cuerpo.

El médico examinaba aquel fenómeno con sorpresa y movía la cabeza con aire de duda, mostrándose poco seguro de su ciencia.

Varias veces preguntó a María y a la vieja criada si el señor sufría del corazón, y sólo pudo conseguir contestaciones vagas y contradictorias, decidiéndose al fin a recetar digital, haciendo caso omiso de la hinchazón que consideraba únicamente como superficial manifestación de un mal muy grave.

Don Ricardo abandonó el sillón de su cuarto y tendido en la cama pasaba las noches, quejándose unas veces con resignación y otras con furor sin límites, asegurando que tenía dentro del pecho algo que le quemaba y le oprimía el corazón.

María pasaba las noches en vela, sentada a la cabecera del lecho de su padre, y a pesar de las continuas fatigas experimentaba una inefable delicia al ver que aquél, olvidando la expresión ceñuda con que la miraba en los primeros momentos, comenzaba a tratarla con el mismo cariño que cuando era niña y la llevaba a pasear al Luxemburgo.

Algunas veces don Ricardo cesaba de quejarse y extendía un brazo para acariciar aquella hermosa cabeza inclinada sobre él y atenta a la menor indicación para cumplirla inmediatamente. Había en aquella caricia tal expresión de melancólico dolor y se retrataba tan claramente en los ojos del enfermo el convencimiento de que pronto iba a morir, que María, adivinando lo que pensaba su padre volvía rápidamente el rostro para ocultar sus lágrimas.

Aquella casa que de continuo estaba alegre con las carcajadas y las canciones de María y las palabrotas de Tomasa riñendo a las otras dos criadas, había quedado silenciosa y como envuelta en ese ambiente tétrico de los lugares donde la vida lucha con la enfermedad y la muerte anuncia su próxima presencia. La luz del sol filtrándose a través de los pesados cortinajes bañaba las habitaciones con una turbia claridad que dejaba los objetos en incierta penumbra y el silencio monacal que imperaba en toda la casa sólo era turbado por los dolorosos lamentos del enfermo y la argentina vibración de la cucharilla agitando el vaso de medicamento. Aquella atmósfera estaba impregnada de todos los olores de una botica.

El amable señor García faltaba muy pocas horas a aquella casa ¿Cómo había él de abandonar a su amigo querido, a su protector, ahora que le veía tan gravemente enfermo?

Comía fuera de la casa, pues el cuidado del enfermo no permitía el regalo de tiempos pasados, pero así que quedaba libre de sus numerosas ocupaciones acudía inmediatamente, y su primer cuidado era preguntar a Tomasa, que le abría la puerta, cómo se encontraba el enfermo.

No había que hacerse ilusiones. Don Ricardo iba de mal en peor y aquella terrible enfermedad que el médico no se atrevía a diagnosticar claramente y que le hacía mover la cabeza de un modo intranquilo, iba de mal en peor.

—Esa maldita hinchazón —decía Tomasa indignada contra aquella dolencia traidora—, nos va a dar que sentir. Sube y sube como si tuviera prisa en devorar a mi pobre señor. Ayer sólo estaba en la pantorrilla; ahora empieza a extenderse por la pierna y no parará hasta que le llegue a la cabeza y ponga a don Ricardo hecho un monstruo. ¡Cuánto mejor era la gota que aunque nos diera más que sentir nos tenía más tranquilos!

Le digo a usted señor García, que es cosa de desesperarse y maldecir a esos médicos que no tienen medios para combatir el mal.

Por lo regular todas estas conferencias que comenzaban en el rellano de la escalera y terminaban en el comedor, tenían por final las lágrimas de Tomasa que no podía conformarse con la idea de que don Ricardo iba a morir y los consejos angelicales del señor García que hablaba de Dios y de la resignación cristiana que debe mostrarse en la última hora.

Avellaneda ya no pasaba las veladas quejándose y en pleno dominio de su razón, pues a altas horas de las noches sentíase invadido por una terrible fiebre y deliraba de un modo alarmante hasta el punto de que tenían que sujetarlo a viva fuerza para que no se arrojara de la cama.

Su delirio era extraño y siempre estaba agitado por idénticas imágenes que le arrancaban palabras tan terribles que hacían llorar a María. El enfermo en su delirio, creía hablar con Baselga, y le amenazaba con darle de palos acusándolo de estar de acuerdo con su hija para envenenarlo con las medicinas que le daban. Aquella idea se había fijado tenazmente en el cerebro de Avellaneda.

Cuando estaba tranquilo y tenía clara la inteligencia demostraba a su hija el mayor cariño y acogía todos sus cuidados y atenciones con sonrisa de gratitud; pero apenas la fiebre del delirio invadía su cerebro volvía a gritar desaforadamente que le querían envenenar y acusaba a María de los más horrendos crímenes.

El señor García, que quedándose a velar al enfermo presenció algunas de aquellas locas agitaciones, sabía aprovecharlas hábilmente en favor de sus planes.

Llamaba aparte a María y la sermoneaba usando todos los tonos lo mismo el paternal y benigno que el de indignación propio de un hombre que ha sido engañado.

¿No veía el triste estado en que se hallaba su padre? Pues ella era la verdadera culpable puesto que aquella enfermedad era un castigo de Dios, justamente ofendido por la infidelidad de la joven que había prometido ser su esposa y que después se enamoraba del primer pisaverde que encontraba al paso. Aquello no tenía remedio, pues la cólera de Dios no reconoce obstáculo, y la pecadora, la infiel, iba a sufrir muy pronto el más tremendo dolor viendo morir a su padre.

María lloraba con el mayor desconsuelo oyendo las amenazas que el autor del universo le dirigía por boca de aquel viejo mugriento. A la voz del anciano devoto todas sus antiguas aficiones religiosas comprimidas hasta poco antes por la pasión amorosa volvían a desatarse y a dominar su inteligencia, y María volvía a ser la muchacha mística y visionaria de otros tiempos que leyendo El Año Cristiano, de Croisset, se sentía dominada por romántica admiración ante las hazañas de los santos o lloraba desconsolada con los tormentos de los mártires.

Sí, era verdad; ella había olvidado sus sagrados juramentos y Dios la castigaba con sobrado motivo. ¡Oh!'Si las cosas pudieran hacerse dos veces. ¡Si no fuera ya tarde, cómo sabría ella enmendar su falta!

Apenas decía esto entre suspiros y lágrimas demostrando un arrepentimiento completo, el señor García cambiaba de entonación y de aspecto y con acento paternal hablaba de la misericordia de Dios que no tiene límites y de que no quiere el castigo del pecador sino que éste se arrepienta.

—Aún es tiempo, hija mía —decía el beato con benevolencia—. Aún puedes remediar la grave ofensa que has hecho a Dios. Todavía estás a tiempo para cumplir tus promesas; y si es que sientes la misma vocación por la vida religiosa que en otros tiempos, debes entrar en la santa casa que ya conoces. Verías, si esto llegabas a hacer, cuán pronto sanaba tu padre, si es que Dios con su omnipotente voluntad quiere que viva y se arrepienta.

A las pocas conferencias María estaba ya convencida. El romanticismo religioso había vuelto a manifestarse en ella y pensaba con inefable delicia en que merced a su sacrificio conseguiría devolver la vida a su padre. Dios se apiadaría de su nueva esposa y le concedería cuanto le pidiese.

Además, don Ricardo era un impío, según decía el señor García a sus espaldas, un hombre que no asistía a ningún acto religioso, que leía continuamente a Voltaire y que se burlaba graciosamente del catolicismo ¡Qué gran gloria para su hija el lograr mediante oraciones que Dios se apiadara de él y al morir le reservara un puesto en la gloria!

María manifestó a su antiguo preceptor que estaba dispuesta a ir al convento así que él se lo ordenase; pero le suplicó que la permitiese estar en aquella casa al menos hasta que perdiera su gravedad la dolencia que sufría su padre. Estaba tan resignada María a ser de Dios, que hasta esta súplica la hizo en tono débil mostrándose dispuesta a cumplir todas las órdenes del señor García, aunque éstas desgarrasen sus más íntimos afectos. ¿No acababa de matar aquella pasión que tan feliz la había hecho? ¿No había prometido olvidar al hombre amado? Después de tan inmensas concesiones bien podía sacrificar en holocausto a Dios sus afectos de buena hija.

Cuando en aquella tarde el señor García, después de hacer repetir varias veces a la joven su deseo de entrar en un convento, salió de la casa para comer en su modesto restaurante, iba muy alegre y caminaba con la viveza de un joven.

Tan contento estaba que murmuraba exclamaciones de gozo, y el tan sesudo y circunspecto en la calle, tenía el aspecto de un loco o de un borracho. Tenía motivo sobrado para bailar en medio de la acera, y hasta para entonar un himno en loor de la santa Compañía de Jesús, que iba a vencer y a hacer suyos quince millones de pesetas metiendo a María en un convento.

Pero el viejo jesuita, a pesar de todo su entusiasmo, no perdía el instinto receloso y escudriñador propio de los suyos; así es, que no pasó desapercibido para él el movimiento de sorpresa, y la precipitada fuga de un hombre que estaba en la plaza de San Sulpicio apoyado en la esquina de la calle Ferou y mirando de lejos las ventanas de casa el señor Avellaneda.

El vejete sólo pudo verlo un instante; pero a pesar de la distancia y de su mirada cansada lo reconoció inmediatamente. Era Baselga que sin duda espiaba en aquel sitio esperando una ocasión para enviar una carta a María o tal vez para subir a la casa aprovechando la enfermedad del padre.

Aquello puso de muy mal humor al señor García.

¿Con que tales atrevimientos se permitía el señor conde? Había que vigilar muy atentamente para impedir que Baselga volviera a avistarse con María. ¡Quién sabe los inmensos perjuicios que a la Orden podía causar una nueva entrevista de los amantes! Las mujeres son caprichosas, con facilidad mudan de pensamiento y era muy posible que las aficiones monásticas creadas por continuas y convincentes explicaciones se desvaneciesen rápidamente al más leve arrullo del amante. Era necesario, pues, impedir que Baselga rondase la casa de su amada, tanto más cuanto que así se lo había prometido tres días antes al padre Fabián.

Mientras en el cerebro del señor García se agitaban estos pensamientos, el vejete habíase detenido y, al fin, como quien toma una resolución definitiva, volvió sobre sus pasos y atravesando la rué Ferou por su parte alta se dirigió a la de Vaugirard.

—Vamos a contárselo todo al padre Fabián —murmuraba el devoto.

A las nueve de la noche ya estaba el señor García sentado junto a la cama de su amigo Avellaneda.

La enfermedad se agravaba por momentos. La hinchazón había deformado por completo la pierna y se extendía sobre el abdomen amenazando con invadir el pecho.

Don Ricardo respiraba trabajosamente y sufría un delirio sin tregua. Con la mirada extraviada y los brazos agitados por un temblor convulsivo, agitábase en el lecho y varias veces el señor García tuvo que abandonar su asiento para sujetar al enfermo y evitarle una caída.

El devoto se daba a todos los diablos al ver el estado en que se hallaba su amigo, no porque sintiera gran interés por éste, sino porque aquel delirio le hacía perder lastimosamente un tiempo precioso y le impedía la realización de sus planes.

Acababa de hablar largamente con el padre Fabián y necesitaba cuanto antes poner en ejecución los consejos que éste le había dado. ¡Y aquel condenado cerebro que no se equilibraba y no sabía más que crear imágenes de envenenamientos!

Por fin, transcurrida una hora, el delirio comenzó a calmarse y el señor García fue ya acariciando la esperanza de que pronto podría hablar a su amigo.

La ocasión era propicia, pues María y Tomasa dormían en sus habitaciones esperando la hora en que el vejete se retiraba y entraban ellas al cuidado del enfermo.

Hizo Avellaneda un rápido movimiento, cesó de suspirar y quedó mirando fijamente a su amigo con cierta expresión de asombro.

El delirio había pasado y era preciso aprovechar aquel corto espacio de lucidez.

—¡Eh! Don Ricardo, ¿me oye usted? —preguntó el vejete con cierta angustia como si temiese que su amigo volviera otra vez a delirar.

—Sí, amigo mío, me siento algo aliviado. ¿Cómo me encuentra usted?

—No está usted mal. Me parece que el caso no es grave.

—Eso creo yo algunos ratos; pero en otros… El médico dice que la cosa no va mal, pero creo que esto es tan sólo por no asustarme.

—Cree usted mal. El médico dice la verdad, pues usted no morirá de ésta.

—¿Lo cree usted así? ¡Si supiera cuán duro es pensar que la muerte se aproxima! Ya le llegará su mal rato, y pronto, porque usted es ya muy viejo.

—Espero tranquilo confiando en la misericordia de Dios.

—¡Bah!… No haga usted esas muecas de beato, sino me pongo más enfermo.

Calló el vejete como arrepentido de haber causado enfado a su protector y sólo transcurridos algunos minutos se atrevió a decir, dando la mayor expresión de veracidad a sus palabras:

—Esté usted seguro de que no morirá de esta enfermedad. Su convalecencia, según dice el médico, sería larga y penosa, pero la salvación de la vida es segura.

—¡Viviré! ¡Oh, viviré! —y aquel hombre casi moribundo decía estas palabras con una alegría sin limites, agarrándose con las esperanzas del desesperado a aquellas palabras de su amigo.

—Sí, vivirá usted, don Ricardo, porque Dios, que todo lo puede, no querrá que usted muera.

—Yo no temo la muerte por mí. Es verdad que la idea de morir me agrada muy poco, pero pienso que al fin todos hemos de pasar por tal trance y esto me consuela. Lo que más pavor me produce es el pensar que a mi muerte María quedaría completamente sola en el mundo.

—¿Y yo, amigo mío? ¿No soy nadie para ella?

—Usted, pobre señor García, aunque está todavía sano y ágil, el día que menos lo espere saldrá también de este mundo.

—Fácil es; pero esto no impide que mientras viva proteja a María, tanto más cuanto que ésta se halla amenazada por serios peligros.

—¡Eh! ¿Qué dice usted? —preguntó con sorpresa Avellaneda.

—Esta tarde, al salir de aquí, he visto al conde de Baselga apostado en la esquina, espiando esta casa. Desconfíe usted, señor don Ricardo, pues ese hombre es muy audaz y lo creo lo bastante atrevido para subir aquí sin que usted lo sepa.

Aquello desvaneció la débil tranquilidad de Avellaneda, y por unos instantes creyó el devoto que el delirio iba a reaparecer. ¿Con que aquel aventurero que se le aparecía en las visiones de su loca fiebre como un miserable envenenador, se atrevía a intentar el entrar en la casa de donde él le había arrojado? La idea que Baselga burlándose de todas sus prohibiciones volviera a avistarse con María le causaba gran furor y en su cerebro debilitado buscaba un medio para evitar el peligro.

—¡Qué hacer, Dios mió! ¡Qué hacer! —murmuraba el enfermo.

El señor García miró dulcemente a su amigo y creyendo que había ya llegado la oportunidad para dar un golpe decisivo, dijo con calma:

—Realmente es un peligro tener aquí a María. Tomasa tiene ocupaciones sobradas para poder ocuparse de ella, y yo sólo estoy aquí a ciertas horas. No es fácil, pues, evitar que un día u otro hable con ese hombre al que ama.

—¿Qué haría usted en mi situación, señor García?

—Pues yo comenzaría por sacar a María de esta casa.

—¡Separarme de mi hija! Eso jamás lo consentiré, y más hallándome en un estado tan grave. ¿Quién me cuidaría?

—¡Bah! señor don Ricardo; el miedo a la muerte le hace a usted exagerar. No está usted tan grave como se imagina, y además Tomasa y yo nos sobramos para cuidarle en su convalecencia.

Avellaneda pareció reflexionar. Tan grande era el odio que profesaba a Baselga, que a pesar del inmenso cariño que sentía por su hija, no rechazaba con la misma indignación que otras veces aquella idea de hacerla abandonar la casa por algún tiempo. Bien considerado, ¿qué mal había en ello? María gozaría de mayores ventajas yendo a vivir durante algún tiempo lejos de la rue Ferou, y su salud no muy fuerte dejaría de sufrir el continuo quebranto que ocasiona el cuidado de un enfermo. La idea comenzaba ya a gustarle y únicamente le detenía a dar su consentimiento un importante detalle que se apresuró a exponer.

—Y diga usted, señor García. ¿Dónde iba a vivir la niña durante el tiempo de mi enfermedad?

—¡Oh! descuide usted, amigo mío. Tengo un punto de la mayor confianza, y usted puede descansar en la firme seguridad de que María no corre ningún peligro ni es fácil que el conde logre encontrarla. La llevaré si usted quiere al convento de Santa Isabel; una santa casa en la que se educan las hijas de las primeras familias de Francia. Es el convento que goza de mayor fama entre la noble sociedad del barrio de San Germán.

Este detalle propio para deslumhrar a un tendero enriquecido, no causó gran impresión en Avellaneda. ¡Valiente cosa le importaba a él que se educaran en el tal establecimiento religioso las señoritas nobles! Al fin, un convento como todos, y él antes prefería entregar su hija, no a Baselga, sino al primer perdido harapiento que se le presentase, que consentir fuese a encerrarse en uno de aquellos serrallos espirituales que era el calificativo que le merecían los monasterios.

No estaba conforme; desechaba la idea, y bien claro lo dio a entender a su devoto amigo con marcados gestos de desagrado.

El jesuíta comprendió que su presa iba a escapársele si no extremaba sus medios de persuasión, y abrumó a don Ricardo bajo una tremenda avalancha de palabras. Hacía mal en no adoptar el plan propuesto por él. Se exponía con ello a que su hija no olvidase aquel amor tan odioso para el padre, y hasta a que, aprovechando la enfermedad, la deshonra penetrase en aquel honesto hogar, mientras que accediendo a lo propuesto podía entregarse tranquilo a la convalecencia de su enfermedad sin tener que preocuparse de la seguridad de María.

Además, ¿por qué había de indignarse de tal modo ante la idea de que su hija fuese a pasar una corta temporada a un convento? ¿Es que las casas religiosas eran un lugar de perversión donde ninguna joven podía penetrar sin peligro para su honor? El padre no creía en la religión, pero estaba cierto de que existía Dios y seguramente que la hija al entrar en un convento y dedicarse a la oración conseguiría que el Ser Omnipotente se apiadase de don Ricardo y le concediera la necesaria salud.

Avellaneda seguía sin conmoverse, y toda la elocuencia del señor García se estrellaba ante su inflexible terquedad. Había dicho que no y estaba lejos de retractarse. Su hija seguiría en casa y a su lado, pues era una verdadera locura separarse de aquel ser que constituía toda su familia y enviarlo al convento.

Pero el jesuíta no era menos tenaz, y abusaba de su superioridad sobre el abatido enfermo, martirizándolo con el incesante martilleo de un chorro interminable de palabras.

Pronto se resintió el cuerpo enfermo y debilitado de aquel tormento moral.

Abrumado Avellaneda por la charla de su amigo y sus exhortaciones dichas en tono sibilítico, volvió la cabeza a la pared procurando esconderla bajo la sábana; pero a pesar de esto todavía la voz del señor García siguió estrellándose en sus oídos monótona y majestuosa.

Los peligros que corría María permaneciendo en aquella casa cien veces repetidos y expuestos hasta en sus menores detalles, llegaron a impresionar a Avellaneda que, por otra parte, comenzaba a experimentar cierto embotamiento en sus sentidos y otros síntomas que anunciaban la reaparición de la fiebre.

La idea del convento le parecía más tolerable. Bien considerado aquella vida monástica de María sería muy breve, pues él no moriría de aquella enfermedad, según le aseguraban todos, y apenas se encontrase repuesto sacaría del convento a la joven, que además estaría ya curada de su pasión.

Casi estaba convencido, pero le faltaba hacer la última objeción.

—¿Y cree usted que mi hija estará conforme en entrar en un convento, aunque sólo sea por una corta temporada?

El jesuíta se estremeció de alegría comprendiendo que tenía ya en su bolsillo la voluntad de aquel hombre. No le habló de las aficiones monásticas de María, pues esto hubiera agrandado ciertos recelos en Avellaneda, siempre temeroso de la influencia que la religión ejerce sobre las jóvenes, pero afirmó sobre su palabra de honor que por haber educado a la niña conocía perfectamente su carácter y sabía que no consideraba desagradable pasar una corta temporada en un convento pidiendo a Dios que devolviese la salud a su padre. Había más aún; él la había consultado antes de hablar con don Ricardo y la niña se conformaba a todo cuanto la mandasen.

Avellaneda suspiró angustiosamente. Convencido por su amigo, todavía acariciaba un resto de esperanza y ésta era que María se negase a ir al convento; pero en vista de lo dicho por el devoto, tuvo que conformarse, y decir con acento doloroso:

—Puesto que ella consiente, sea. El culpable de todo es ese canalla de conde que me persigue y asedia viéndome enfermo.

El enfermo hizo un brusco movimiento como si buscase en su cama a Baselga para desahogar su indignación, y tras un largo silencio, dijo con desfallecimiento.

—Puede usted llevarse a María cuando guste.

—Para eso es necesaria una pequeña formalidad.

—¡Oh! ¿Un esfuerzo todavía, después que tanto sufro?

—No es nada. Sólo se trata de que firme usted un consentimiento que ahora mismo escribiré.

El señor García se dirigió a una mesa que estaba en un ángulo de la habitación y en la cual escribía el médico sus recetas.

Con rapidez nerviosa escribió en un pliego unas pocas líneas, en las cuales Avellaneda manifestaba su consentimiento para que su hija entrase en el convento de Santa Isabel.

La tarea de firmar fue muy trabajosa para don Ricardo. Incorporado en el lecho, hacía esfuerzos para que la pluma no se escapase de sus dedos embotados y al fin, ayudado por su amigo, pudo trazar un garabato tembloroso, que tenía cierto aire de familia con la firma que hacía en tiempos normales.

Cuando el señor García metió en un bolsillo de su levitón aquel papel tan codiciado, experimentó una alegría sin límites. El negocio estaba ya terminado. La niña quedaría al día siguiente encerrada en el convento, el padre no tardaría en morirse y María, cediendo a los consejos de su protector, cedería sus millones a la Compañía de Jesús.

Había para volverse loco de alegría y el jesuita saboreaba con placer el horrible crimen, dando gracias a Dios, que protege siempre a sus servidores y representantes en la tierra.

Aquel triunfo dio aún mayor locuacidad al señor García, el cual entretuvo agradablemente a su amigo haciéndole los mayores ofrecimientos y jurándole que nunca le abandonaría, siendo para él como un hermano mayor dulce y cariñoso.

Aquella charla agravó el estado del enfermo y la fiebre volvió a aparecer.

A medianoche cuando María, fortalecida por algunas horas de sueño, entró a cuidar a su padre, éste deliraba y se movía furiosamente en su lecho, como si quisiera huir de las terribles imágenes que le perseguían.

El jesuita dijo a la joven que al día siguiente tenía que hablar con ella de asuntos muy graves, y después abandonó la casa.

Por la calle, y a aquellas horas en que eran escasos los transeúntes, marchaba erguido y majestuoso con la expresión de un caudillo victorioso.

Engreído con su triunfo, miraba las casas oscuras y silenciosas como si tuviera un poder absoluto sobre los miles de seres que las habitaban, y se conmovía pensando los elogios que la Compañía de Jesús le dedicaría al conocer el buen término de su negocio. Nada le enorgullecía tanto como el pensar lo que diría el padre Fabián aquel superior violento y malhumorado que había llegado a compararle a un perro viejo sin olfato. Ahora vería él si era todavía el agente listo y astuto de otros tiempos.

Cuando llegó a su casa y respondiendo a su tirón de la campanilla se abrió la puerta de la escalera, quedó algo sorprendido al ver a la vieja portera a la puerta de su cuchitril con una luz en la mano.

—¿Cómo es esto, señora Magdalena? ¿Todavía no se ha acostado usted? ¿Sabe qué hora es?

—¡Ay, señor! Tengo cosas muy graves que decirle.

El viejo hizo un gesto para indicar que estaba dispuesto a oír.

—Al señor español del primer piso se lo han llevado.

—¿Quién? —La policía. Ha venido a las ocho el comisario del barrio con algunos agentes, y después de registrar la habitación se han llevado al señor Baselga a la prisión de Mazas. ¿Por qué será esto, señor García? Dígamelo usted, porque yo estoy muy intranquila. ¿Es que el señor se ocupaba en cosas malas?

El jesuita levantó los hombros para indicar que no sabía nada, y después de tranquilizar a la vieja con cuatro frases comunes subió lentamente a su buhardilla saboreando mentalmente el suceso.

¡Oh! La cosa iba bien y no podían arreglarse los sucesos más perfectamente. El padre Fabián había cumplido con prontitud lo prometido en aquella misma tarde, y el conde estaba ya en la cárcel por conspirar contra el gobierno de España.

Teniendo él en su bolsillo la autorización de Avellaneda poco le importaba que el conde rondase la casa, pero de todos modos no era malo que el audaz aventurero pagase con la cárcel su desobediencia a la Compañía.

El vejete estallaba de satisfacción. Aquello era un día completo, y a ser menos incrédulo en el fondo, había motivo sobrado para rezar un buen rosario a la estampa de Jesús que tenía arriba en su cuartucho.

XVI. El olfato de Tomasa

La vieja criada de casa Avellaneda estaba dominada por una continua preocupación.

La enfermedad de su señor se agravaba por momentos, y el delirio le dominaba hasta el punto de no dejarle más que muy breves ratos de lucidez, pero no era ésta precisamente la causa del malestar experimentado por Tomasa.

Las desgracias se sucedían sin interrupción y la antigua doméstica parecía olfatear el ambiente de la casa presintiendo con su fino instinto de mujer burda, pero astuta, que allí se cernía alguna fatalidad extraña o alguna horrible traición.

Por la mañana el señor García se había llevado a la señorita de la casa en un coche de alquiler sin más equipaje que una pequeña maleta.

Tomasa sabía lo que aquella salida significaba. En las primeras horas de la mañana el señor García mantuvo una larga conferencia a puerta cerrada con María, y cuando el vejete se marchó diciendo al despedirse que antes de una hora estaría de vuelta, la niña, avergonzada y temerosa, pero arrastrada al mismo tiempo por el afecto a su amiga, la confesó que iba a salir inmediatamente de la casa para encerrarse en un convento.

Al ver la estupefacción dolorosa de la criada que al fin se resolvió en gemidos y lágrimas, la joven, para consolarla, dijo que aquella ausencia sólo duraría muy poco tiempo; pero el engaño en aquellos labios poco acostumbrados a mentir no lograba revestirse de veracidad y al fin lo confesó todo y Tomasa supo con asombro que su señorita pensaba encerrarse en el convento para siempre.

La pena que aquella declaración produjo en la criada no podía borrarse con ningún consuelo, y fue en vano que María le dijese que esto no impediría que fuesen tan amigas como antes y que se viesen con frecuencia, pues Tomasa podría ir dos veces por semana al convento de Santa Isabel, y tal vez la superiora la dejase entrar hasta en los mismos claustros.

La enérgica aragonesa estuvo tentada de pedir auxilio como el desventurado que ve cómo los ladrones le arrebatan su fortuna; pero creyó más fructuoso amenazar a la señorita creyendo que ésta iba a realizar tan loca resolución, sin permiso de su padre.

—No irá usted al convento, señorita. Se lo diré a su padre y como él se opondrá, no será usted tan mala que se atreva a darle tal disgusto. ¡Pues no faltaba más sino que se marchase usted de esta casa, ahora que su padre está casi en la agonía! Este disgusto acabaría de matarle.

—Tomasa, mi padre lo sabe todo.

—¿Y consiente…?

—Sí —contestó María lacónicamente, experimentando gran compasión ante el asombro de Tomasa.

—¡Parece imposible! y de seguro que alguien habrá arreglado esa monstruosidad. ¿Ha sido el señor García?

Al ver el signo afirmativo de María, la criada dio rienda suelta a su indignación. Todos sus sentimientos sufrieron un completo trastorno y la antigua simpatía que profesaba al viejo devoto, trocóse rápidamente en salvaje odio.

Las injurias salieron atropelladamente de su boca sin fijarse en que María las escuchaba con aspecto tan pronto compungido como escandalizado.

Los peores epítetos fueron arrojados como balas rasas sobre aquel beato indecente que venía a robar a ella que se consideraba ya de la familia, y al infeliz padre el cariño y la presencia del único ser querido ¿Y no había un presidio para tales hombres? Ya se lo diría ella con todas sus letras así que se presentase el viejo… pero no; sería una imprudencia y resultaba mejor dejarlo para más adelante cuando un escándalo no pudiese agravar el estado en que se hallaba el señor.

Tomasa para detener a su señorita intentó apelar al amor y recordó hábilmente al conde de Baselga. ¡Pobre señor! ¡Cuán enamorado estaba! Justamente la tarde anterior, al salir de casa para ir a la botica lo había encontrado en la calle, y relataba toda su conversación, el interés con que el conde se enteraba de las dolencias del enfermo y de la salud de María, lo conmovido que se mostraba al recordar de tal modo sus infelices amores, y además la criada, por su parte, detallaba el aspecto quebrantado y melancólico que tenía Baselga.

Una viva llamarada pareció pasar por los ojos de María. El recuerdo de aquel hombre hábilmente evocado, resucitaba en su pecho la pasión que en vano quería olvidar; pero la joven no dejó que la dominase por mucho tiempo la impresión. Recordó la cólera de Dios y la indignación del señor García, pensó que del sacrificio de su felicidad dependía la salud de su padre, y bajó la cabeza con aire resignado.

Aquello quitó a Tomasa toda esperanza. Le habían robado la niña, pues el maldito viejo era dueño absoluto de su voluntad.

Cuando una hora después tembló el suelo de la solitaria calle bajo las ruedas de un carruaje y Tomasa adivinó por algunos golpes de tos que el señor García subía la escalera, fue a esconderse en la cocina temiendo dar un escándalo, pues conocía que en presencia del viejo era muy capaz de arañarle.

La despedida en la alcoba del enfermo no fue tan dolorosa como esperaba el jesuíta. Don Ricardo, que después de muchas horas de incesantes sufrimientos estaba sumido en un pesado letargo no dio señales de sentir los besos que la sollozante María depositó en su frente sudorosa.

La partida fue rápida, precipitada como si la joven estuviese ansiosa de salir cuanto antes de aquella casa para evitar una reacción de su voluntad que le impidiese cumplir lo prometido.

Tomasa, escondida en la cocina, permanecía inmóvil acariciando todavía la esperanza de un rápido arrepentimiento en su señorita; pero cuando llegó a sus oídos el golpe de la puerta de la escalera al cerrarse, y poco después alejarse de la solitaria calle el ruido del coche en marcha, sintióse dominada por la desesperación y se acusó furiosamente de torpe y de imbécil por no haberse opuesto a que su señorita abandonase la casa.

Más de una hora permaneció la fiel sirviente entregándose a raptos de desesperación desagradables muchas veces para su propio cuerpo, pues se traducían en tirones del pelo y puñetazos en la cara; pero por fin cansóse la varonil aragonesa de gemir y atormentarse y se propuso tomar una resolución.

El recuerdo de Baselga acababa de pasar por su memoria, y Tomasa creyó lo más útil en aquellas circunstancias avisar al conde de cuanto ocurría.

Entró en la alcoba del enfermo, vio que seguía dominado por el sopor y salió de la casa después de encargar a una de las criadas francesas que velasen a don Ricardo.

La tenaz aragonesa marchó rectamente a la calle de los Santos Padres, pues conocía la habitación de Baselga a causa de haber ido algunas veces a darle avisos de parte de Avellaneda o cartas amorosas de María.

Tenía Tomasa alguna amistad con la portera, así es que al entrar en el portal se dejó detener por ésta, y como de costumbre entabló conversación.

La sorpresa que experimentó la sirvienta fue imponderable al saber que el conde había sido reducido a prisión por la policía.

Al ver que la portera no daba una explicación satisfactoria de tal accidente ni sabía cuál pudiera ser el verdadero motivo del arresto, Tomasa experimentó un vago sentimiento de sospecha que poco a poco fue agrandándose.

La fiel aragonesa no podía encontrar una aclaración a tal misterio, pero adivinaba que todas aquellas desgracias que ocurrían seguidamente eran obra de una mano misteriosa, de un poder oculto, interesado en separar a los dos amantes.

La inesperada marcha de María al convento y la prisión del conde, eran dos sucesos que unidos hacían sospechar con algún fundamento que eran el resultado de un plan preconcebido.

Tomasa sospechaba del señor García. El repentino odio que le había cobrado desde que arrebató a María, la impulsaba a hacerle responsable de todas las desgracias y por esto, después que saliendo de la antigua casa de Baselga volvió a la calle Ferou, iba por el camino murmurando imprecaciones contra el viejo beato, al que se sentía muy capaz de exterminar.

Cuando entró en la habitación de Avellaneda éste acababa de salir del sopor que por tanto tiempo le había dominado y hacía varias preguntas con voz desfallecida a la criada francesa que estaba junto a su lecho.

Ésta salió al ver a Tomasa que tomó asiento junto a la cabecera y preguntó con interés a su señor cómo se sentía.

—Mal; muy mal, Tomasa. Esto va cada vez peor. La hinchazón del vientre aumenta por instantes y me temo que la muerte no tardará en llegar. ¿Y María, dónde está?

Tomasa quedó estupefacta ante esta pregunta formulada con gran naturalidad.

—¿Cómo es eso, señor? ¿Usted me pregunta por la señorita? ¿Ignora acaso que esta mañana se la llevó el señor García para meterla en un convento?

La sirvienta dijo esto ansiosa y apresuradamente con la esperanza de que el permiso paternal que había alegado María al marcharse resultase falso, en cuyo caso se prometía marchar inmediatamente al convento y deshacer la trama del señor García; pero su decepción fue tremenda cuando oyó que su señor exclamaba con desaliento:

—¡Ah! es verdad. Ese diablo de señor García ha logrado convencerme. Es raro que yo hubiese olvidado un asunto tan grave.

Y luego añadió con tristeza:

—¡Tanta falta que me hace mi hija! Tomasa, no te ofendas, tú me quieres y me cuidas mucho, pero me parece que vivo solo en esta casa desde que María se ha marchado.

—Señor, usted ha hecho una locura consintiendo que la señorita abandonase esta casa para siempre ahora que se encuentra usted tan grave. ¡Y pensar que la pobre niña va a consumir su juventud encerrada en un convento y entregándose a una vida propia de vieja! Eso es un crimen, sí, señor; una tremenda locura de la que tendrá usted que dar cuenta a Dios.

Avellaneda miró con asombro a su criada, como si no comprendiese el valor de sus palabras.

—¿Has dicho que la señorita se fue de esta casa para siempre? ¿Quién te ha contado tal mentira? Estás equivocada: yo sólo he dado permiso al señor García para que mi hija fuese al convento por una corta temporada, o más bien dicho, hasta que me cure de esta enfermedad, lo que va siendo ya difícil.

Entonces le tocó asombrarse a la criada que comenzó a ver algo claro en la cuestión. La malicia del señor García aparecía manifiesta desde el momento, en que había dicho una cosa a su amigo para hacer en la práctica lo contrario, y la criada relató a Avellaneda todo lo ocurrido entre ella y María poco antes de que ésta marchase al convento.

Avellaneda, a pesar de su estado y de la debilidad que sufría su cerebro, adivinó lo que significaba aquel misterio.

Su amigo García se convirtió repentinamente en su pensamiento en un tuno de la peor especie, y comprendió que había inclinado a su hija a la vida religiosa, y al mismo tiempo había mentido para lograr del padre el necesario consentimiento.

Tomasa, adivinando la impresión que en su señor producía tal descubrimiento, creyó del caso relatarle todo cuanto ocurría, y aun a riesgo de disgustar a don Ricardo, puso en su conocimiento la prisión de Baselga, asi como las sospechas que le producía este extraño hecho.

Avellaneda torció el gesto al oír el nombre del conde, pero a pesar de esto siguió con atención el relato de la criada.

No cabía dudar. Baselga era víctima de la misma persecución que María, y resultaba indudable la existencia de un poder oculto interesado en separar a los dos amantes para que la joven fuese a enterrarse en un convento y que empleaba como un arma las preocupaciones del padre.

El señor Avellaneda adivinaba el verdadero móvil de aquella sorda conspiración dirigida contra la tranquilidad de su familia. La colosal fortuna de su hija era el objetivo a donde se dirigían los esfuerzos de aquel oculto poder.

Ante la idea de que María le había sido robada y que jamás volvería a verla, don Ricardo estremecióse de terror primeramente y después su ánimo se sublevó, disponiéndose a deshacer todo lo hecho y consentido en un momento de obcecación.

La posibilidad de que fuera ya tarde para desbaratar los planes del señor García le desesperaba, y como si Tomasa fuese una inteligencia privilegiada capaz de encontrar el medio para salir del atolladero, le preguntaba con acento angustioso:

—¿Qué hacer en esta situación? ¿No se te ocurre ningún medio para deshacer la trama de ese beato? ¡Ay! ¡En que mala hora firmé el maldito consentimiento!

Tomasa, que también deseaba encontrar una solución al conflicto, quedóse pensativa largo rato, y por fin dijo con resolución:

—Yo en lugar de usted llamaría a la policía.

—¿Para qué?

—Para relatar todo lo sucedido y hacer que sacase a María del convento.

—Pero… ¿y mi consentimiento?

—El que concede una cosa creo que puede retirarla, y más si ha sido engañado como usted en esta ocasión.

Avellaneda, con una corta reflexión pareció apreciar el valor de la proposición de su criada, a la que dijo después:

—Sí; eso que me propones es lo mejor. Marcha al momento y busca al comisario del barrio. No pierdas tiempo, trae aquí a ese funcionario sin perder tiempo, y piensa que de esto depende la suerte de María.

Tomasa apenas si escuchó las últimas palabras, pues salió velozmente de la habitación.

Mientras corría a la oficina de policía iba pensando en la posibilidad de que todo quedase arreglado en breve plazo.

Después de lo ocurrido, don Ricardo no sentiría tanto odio contra Baselga, y era fácil que María olvidase sus aficiones monásticas tan pronto como supiera que su padre accedía a consentir sus amores.

El punto negro que todavía se marcaba en aquel horizonte feliz, imaginado por Tomasa, mientras corría en busca del comisario, era la prisión de Baselga y el motivo por ella ignorado que le había conducido a la cárcel de Mazas.

XVII. Se deshace la trama

El comisario de policía del barrio de San Sulpicio era un buen señor, bajo de estatura, algo ventrudo y de rostro bonachón, lo que no impedía que llevase con bastante majestad el fajín tricolor y que en algunas ocasiones sus ojuelos tras los cristales de las gafas brillasen de un modo imponente.

Más de dos horas tuvo que aguardarlo Tomasa en la oficina de policía, pues estaba ausente por asuntos del servicio; pero apenas al volver escuchó los ruegos de la criada, marchó directamente a casa de Avellaneda a pesar del cansancio que manifestaba.

Al entrar en la habitación del enfermo y contemplar el aspecto de don Ricardo, movió la cabeza de un modo triste. Estaba muy habituado a ver enfermos e instintivamente adivinaba la aproximación de la muerte.

Con benévola complacencia escuchó las palabras entrecortadas de Avellaneda, dichas con acento débil, y lo que el funcionario sacó como consecuencia, fue que María había sido arrebatada del hogar paterno con engaño y que era necesario ir cuanto antes al convento de Santa Isabel para sacarla de él.

El comisario dirigióse a su secretario, un pobre diablo raído y macilento en quien el rollo de papeles bajo el brazo parecía haberse convertido en un nuevo miembro de su cuerpo y le hizo extender una diligencia propia del caso.

Después salió prometiendo que no tardaría en volver trayendo a María.

Tomasa le esperaba junto a la puerta de la escalera con ademán suplicante y tímido como para excusar la pregunta que iba a dirigirle.

La criada deseaba saber el motivo de la detención de Baselga y lo preguntaba humildemente al comisario. Éste apenas si recordaba el suceso. ¡Tantas prisiones hacía todos los días! Los detalles que le dio Tomasa desvanecieron un tanto su olvido y al fin, mientras comenzaba a bajar la escalera, dijo con el acento del hombre que recuerda un suceso insignificante:

—¡Áh! Sí; creo que fue ayer cuando detuve a un conde español, en la calle de los Santos Padres. Sí, eso es. Se llama Baselga ¿no es verdad?

Y ante los signos afirmativos de la aragonesa dijo cuando ya estaba en un rellano inferior:

—Ha sido denunciado por la embajada de España como conspirador carlista y lo llevamos a Mazas. No es cosa importante, tal vez salga mañana mismo, pero será para que la gendarmería lo conduzca a la frontera.

Cuando el comisario desapareció, Tomasa, segura ya de la suerte de María, se preocupó únicamente de Baselga que indudablemente iba a ser víctima de la malicia del señor García, porque la doméstica no vacilaba en creer al viejo devoto el causante de todas las desgracias.

Ella sabía que el conde tenía en París numerosos amigos, compañeros de emigración, y que estaba relacionado con las principales familias del barrio de San Germán; daba como seguro que todos ignorarían la desgracia de Baselga y se proponía avisarlos para que con sus poderosas gestiones impidiesen que fuese expulsado de Francia, pero apenas formulados estos pensamientos se detenían ante un obstáculo tan insuperable como era el que ella no conocía a tales personas e ignoraba sus domicilios, siendo una empresa imposible buscarlos a ciegas en una ciudad inmensa como París.

Pero Tomasa así que adoptaba una resolución no se detenía ante ningún obstáculo y se propuso, mientras el comisario volvía con María, buscar en los hoteles del barrio de San Germán alguna de aquellas nobles que conociesen a Baselga.

Difícil era la tarea y más tratándose de gentes inabordables por su posición, pero Tomasa se proponía sufrir toda clase de humillaciones y hostilizar con preguntas a todos los porteros y criados del barrio aristocrático hasta encontrar lo que deseaba.

El estado cada vez más grave de su señor le producía ciertas dudas al adoptar la decisiva resolución; pero pudo más en ella el deseo de hacer la felicidad de los dos amantes, y aprovechando la visita del médico, que como de costumbre hizo concebir al enfermo lisonjeras esperanzas que él después contradecía con tristes movimientos de cabeza, salió a la calle.

Comenzaba a oscurecer y las calles de París estaban envueltas en esa confusa penumbra que reina en los instantes que muere el día, y los encargados del alumbrado público se retrasan en encender los faroles.

Tomasa emprendió su marcha a paso rápido y al ir a desembocar en la plaza de San Sulpicio tropezó con un hombre que venía en opuesta dirección.

La criada experimentó la misma impresión que sí se viese en presencia de un aparecido.

—Señor conde —exclamó por fin con voz emocionada y temblorosa—. ¿Es usted mismo? ¿Cómo se encuentra libre?

Efectivamente aquel hombre era Baselga que se dirigía a colocarse en la esquina de la calle Ferou para espiar la casa de Avellaneda con la esperanza de encontrar a la criada y saber de María.

Tomasa experimentaba una alegría inmensa por el encuentro y oyó con la mayor atención el relato de cuanto le había ocurrido al conde.

Apenas éste se vio encerrado en Mazas, envió una carta a uno de sus amigos franceses persona influyente con el ministro del Interior, y el cual en pocas horas había conseguido anular la detención y librarle de ser conducido a la frontera logrando que el embajador español declarase que había sido víctima de una equivocación al pedir que fuese expulsado el conde de Baselga.

Una hora antes había sido puesto en libertad, y después de subir a su casa con un agente de policía que le devolvió todos los papeles y objetos ocupados en el registro, se apresuró a ir a la calle Ferou, en cuya esquina le ocurrió el casual encuentro con Tomasa.

Cuando ésta le relató lo que había ocurrido en su casa desde la última vez que se avistó con él, Baselga mostróse indignado y desahogó su cólera profiriendo algunas expresiones mal sonantes contra el señor García.

Cuando los dos acabaron de manifestarse todo cuanto sabían, reinó un largo silencio que al fin interrumpió Baselga.

—¿Y qué piensa hacer tu señor?

—Don Ricardo está indignado contra su antiguo amigo que ha pretendido robarle la hija para apoderarse de sus millones.

—Esto no impedirá que siga odiándome.

—¡Quién sabe! Hace poco cuando hablé de usted para relatar su prisión, no manifestó tanto enfado como en otras ocasiones. La mala acción del señor García ha modificado bastante sus ideas.

—¿Está ahora solo don Ricardo?

—Sí; hace poco rato se fue el médico, y en cuanto a ese picaro devoto no ha vuelto desde esta mañana en que se fue a acompañar a la señorita al convento. ¡Ah! ¡Qué alegría la mía cuando vea la cara de condenado que pondrá ese viejo al saber que se le ha escapado la presa y que la señorita vuelve a estar entre nosotros!

El conde había adoptado una resolución. Deseaba tener una entrevista con don Ricardo, repetirle otra vez sus pretensiones amorosas y darle a entender el verdadero móvil de aquella sorda conspiración que se cebaba en todos ellos.

Sabía bien Baselga a lo que se exponía relatando a Avellaneda los secretos de la Compañía, y poniendo en su conocimiento las artes de que ésta iba valiéndose para apoderarse de los millones de su hija; pero en la situación en que se encontraba estaba dispuesto a todo y no vacilaba en arrastrar las iras del jesuitismo.

Éste le había declarado la guerra con aquella prisión que era obra del padre Fabián, y le acababa de robar la mujer amada; no era, pues, el instante propicio para contemplaciones y para salvarse y realizar sus aspiraciones amorosas, necesariamente había de torcer la voluntad del moribundo diciéndole toda la verdad.

Tomasa no encontró mala la idea de la entrevista, y volvió a casa seguida del conde, al que dejó en el comedor, entrando inmediatamente en la habitación del enfermo.

Había que preparar a don Ricardo y evitarle la impresión demasiado fuerte que le produciría la inmediata presentación del conde.

Cuando un cuarto de hora después Baselga entró en la alcoba del enfermo, notó que éste le recibía mejor de lo que él esperaba. En su rostro desencajado veíase una expresión de bondad que tranquilizó al conde.

Tomasa, valiéndose del ascendiente que tenía sobre su amo, le había sermoneado bastante y éste por su parte reflexionó lo suficiente para que algunas de sus antiguas preocupaciones fuesen desvaneciéndose.

¿Por que se había él opuesto a aquellos amores? Únicamente por los terribles celos que le producía el pensar que un hombre le privase de la presencia de su hija; pero desde que el señor García había intentado robarle a María para siempre, Avellaneda comenzaba a mirar a Baselga con más simpatía. Al fin éste buscaba a su hija para hacerla su esposa feliz, mientras que el viejo devoto, con sus ocultos auxiliares, quería arrebatársela para robarla sus millones y hacerla morir de tristeza en el fondo de un convento.

Además, la persecución de que era objeto Baselga a causa de sus amores, despertaba forzosamente en el ánimo del viejo una especie de agradecimiento al hombre que tales desgracias sufría por el cariño que profesaba a su hija.

Aquellas horas pasadas sin la presencia de María y que resultaban tristes y monótonas para el padre, hacían más agradable la presencia del emigrado, pues el anciano experimentaba junto a él una impresión parecida a la que siente el amante al rozarse con los seres que viven en intimidad con la mujer amada. Hasta le parecía al buen don Ricardo que en el conde había algo del perfume virginal de María.

La conferencia fue tan afectuosa como lo permitían las dolencias del enfermo, que de vez en cuando le arrancaban quejidos de dolor.

Baselga lo contó todo. Sus conferencias con el padre Fabián, la oposición que la Compañía de Jesús había hecho a su matrimonio y el deseo de que María fuese a morir en un convento, y, por fin, el afán que sentía el jesuitismo por apoderarse de los millones de María.

Cuando Avellaneda supo que su amigo García era un jesuita que durante tantos años había permanecido en el seno de su familia, siendo considerado como un individuo de ella, y pagando tanto cariño con un continuo espionaje y la preparación lenta, pero segura, del robo de la fortuna de su hija, sintió miedo e indignación a un tiempo.

Entonces las ideas del pasado se agolparon rápidamente en el cerebro de Avellaneda, y profirió terribles palabras contra aquellas sabandijas de la religión, que durante siglos enteros trabajaban por apoderarse de toda la autoridad y toda la riqueza de la tierra.

Don Ricardo comenzó a sentir cierta compasiva simpatía hacia aquel hombre que tanto cariño demostraba y que tan francamente exponía sus ideas.

Cuando Baselga volvió a manifestar su pretensión de ser esposo de María, Avellaneda le interrumpió con acento bondadoso:

—No siga usted adelante. Se casará usted con mi hija. Yo, a pesar de cuanto dice el médico, conozco mi situación y comprendo que esto se va. No quiero morir dejando a mi hija desamparada y bajo las garras de esos jesuítas que buscan sus millones. Será usted el marido de María, y ojalá que sea pronto, pues conozco que mi vida no da mucho de sí.

Baselga estrechó con efusión la descarnada mano del enfermo, y Tomasa, que siguiendo una antigua costumbre, escuchaba la conversación escondida tras el cortinaje de la puerta, creyó del caso entrar para demostrar al señor su agradecimiento con algunas lágrimas.

En aquel instante el ruido de un carruaje en marcha, que conmovía el adoquinado de la calle, cesó frente a la casa, y momentos después sonó la campanilla de la escalera con nerviosa y prolongada vibración.

Tomasa se estremeció, y dejándose llevar de un irreflexivo instinto, gritó palmoteando de alegría:

—¡La señorita! ¡Es la señorita!

XVIII. La felicidad de Baselga

María era la que llegaba.

Entró con timidez en la alcoba y casi temblando, como arrepentida de la locura que había cometido en un momento de alucinación mística abandonando a su padre cuyo estado fatal conocía, pero su turbación aún aumentó más al ver a Baselga de pie junto al lecho del enfermo.

¿Cómo era aquello? ¿Qué hacía allí su amante? La joven al ver al hombre amado sintió que renacía en su pecho la amortiguada pasión y se felicitó de que la policía hubiese ido a sacarla de aquel convento en el cual desde por la mañana la perseguía el recuerdo de su padre moribundo y casi abandonado.

El jefe de policía siempre seguido de su fiel can y secretario, estaba en el dintel contemplando la escena y gozando con la alegría que le producía al enfermo la devolución de su hija. Escenas tan tiernas como aquellas eran las únicas satisfacciones que le proporcionaba su oficio.

Llegó el momento de las explicaciones.

—Señor Avellaneda —dijo el comisario—, mi misión está cumplida. Le devuelvo a usted su hija y me retiro ya si es que nada más tiene que pedirme.

El digno funcionario miró a María y a su padre con tal expresión, que la joven venció su timidez y gimiendo se arrojó sobre el lecho del enfermo, estrechando entre sus brazos la cadavérica cabeza de don Ricardo.

Éste sollozaba de felicidad al sentir el contacto de aquel ser querido y todos los que presenciaban la escena mostrábanse conmovidos a excepción del secretario del jefe de policía que contemplaba aquel acto con la indiferente frialdad de un autómata.

—Todo está bien —dijo el comisario con aire satisfecho—, y ahora con el permiso de ustedes me retiro si es que no tienen que pedirme otro servicio.

Don Ricardo hizo con la mano una señal para que el funcionario se acercara a su lecho y allí fue a situarse aquél seguido siempre de su apéndice el secretario.

Los dos amantes y la sirvienta comprendieron que su presencia podía ser molesta y se retiraron al fondo de la habitación junto a la ventana, quedando envueltos en la penumbra que formaba la llama de una pequeña lámpara batallando con las densas sombras a las que sólo podía expulsar de un reducido espacio.

Avellaneda contó al comisario todo cuanto acababa de saber por boca de Baselga. Los jesuítas conspiraban contra la libertad de su hija para apoderarse de sus millones y era preciso ponerla a salvo de tales asechanzas. Convenía, pues, casarla cuanto antes con el conde de Baselga que la amaba, pero este acto no podía verificarse inmediatamente y él se sentía próximo a morir inquietándole mucho la idea de que su hija iba a quedar sin el apoyo de un marido por lo cual solicitaba el consejo del comisario.

Este escuchaba con gran atención desde que oyó que los jesuitas estaban mezclados en el asunto.

La monarquía de Luis Felipe, como nacida de una revolución, era muy poco afecta a la Compañía de Jesús y además la prensa republicana hacía una continua campaña contra la Orden a la cual no sin fundamento atribuía la mayor parte de los males que afligían al país.

Estaba, pues, interesado el comisario como agente del gobierno en combatir a aquella tenebrosa asociación que penetraba en todos los hogares y buscaba apoderarse de todas las fortunas, y de aquí que prometiese a Avellaneda prestarle toda su ayuda.

El enfermo, ante esta promesa, comenzó por pedirle le indicase qué es lo que podía hacer para asegurar la suerte de María hasta que llegase el momento de casarse.

—Lo único que puede hacerse en esta ocasión —contestó el comisario—, es que conste de un modo formal que usted da su consentimiento para que la señorita contraiga inmediatamente matrimonio. Si por desgracia muere usted, yo quedaré encargado de activar el casamiento y de impedir que esos negros enemigos de su tranquilidad intenten algo contra su hija. Mi deber, como funcionario, consiste en oponerme a las tramas de jesuitismo al que usted no debe temer estando en Francia. La Compañía podrá tener gran poderío en España, pero aquí nuestro gobierno le ha declarado la guerra y crea usted que tendría un verdadero placer en que la policía tuviese que entenderse con algunos de sus individuos.

Avellaneda admitió el consejo del comisario y éste despachó a su amanuense para que fuese en busca de un notario que vivía en el mismo distrito.

Transcurrieron algunos minutos sin que nada viniera a turbar la calma que reinaba en aquella habitación.

Los dos amantes de pie junto a la ventana y velados por la sombra, se entregaban a una conversación sin fin, y, con ese egoísmo propio de enamorados, forjábanse los más hermosos ensueños, sin acordarse de que a pocos pasos de ellos se encontraba don Ricardo amenazado de muerte; Tomasa, sentada cerca de la pareja los contemplaba con cariño, y de vez en cuando acudía al cuidado del enfermo; éste gemía dolorosamente, y el comisario estaba inmóvil en su silla, con ademán distraído y como repasando en su memoria los asuntos que le ocuparían al día siguiente.

En esta situación se encontraban los cinco, cuando sonó la campanilla de la escalera.

—¡El notario! ¡Ya está ahí el notario! —dijo María con alegría.

—¿El notario? —murmuró el policía—. No sé; pero me parece demasiado pronto.

Sonaron pasos en la habitación vecina, y un hombre entró sin que la densa sombra le permitiera ser reconocido.

Cuando llegó al espacio iluminado, todos, a excepción del comisario, profirieron una exclamación.

Era el señor García.

Éste, por su parte, no se manifestó menos asombrado. Miró al comisario y palideció algo al fijarse en su fajín, signo de autoridad; pero cuando sus ojos, profundizando en las sombras, adivinaron, a pesar de su miopía, a Baselga y su amada de pie junto a la ventana, perdió aquella serenidad que le caracterizaba y quedó estupefacto.

Con la rapidez del rayo pasó por su cerebro un torbellino de asombrados pensamientos. Ni remotamente podía habérsele ocurrido al entrar en aquella casa, que iba a encontrar a María, a la que había dejado en el convento algunas horas antes. ¿Cómo era aquello? ¿Cómo habían accedido las buenas madres del convento de Santa Isabel a soltar la rica presa que él les había entregado en nombre de la Compañía?

El asombro le quitaba aquella cínica audacia de jesuita, que era su principal arma, y experimentaba una turbación y una sorpresa sin límites.

La voz débil de Avellaneda le sacó de su asombro.

—Adelante, canalla —le gritó el enfermo—. Pasa adelante, y sufre al ver que la maldad no ha triunfado y que todas tus tramas acaban de ser desbaratadas. ¡Ah, miserable! ¡Qué sería de ti si yo pudiese saltar de este lecho!

Esta exclamación de Avellaneda fue acompañada del choque que produjo un objeto de cristal al estrellarse en el pavimento, a los mismos pies del jesuita. El enfermo, con mano débil, le había arrojado a la cabeza un vaso de medicamento que tenía sobre la mesa de noche.

Aquella agresión, último arranque del carácter de Avellaneda, tímido en la juventud y atrabiliario en la vejez, sacó a Baselga de la estupefacción en que estaba.

Acordóse de lo mucho que María y él habían sufrido por culpa de aquel repugnante viejo, sintióse dominado por su terrible cólera, y avanzó precipitadamente y con la diestra levantada sobre el señor García.

Éste no esperó la agresión. Sabía bien de lo que era capaz aquel coloso, y con movimiento instintivo corrió hacia la puerta, no tan pronto que se librara de un puntapié que le hizo apresurar su marcha.

El conde quiso ir aún en su seguimiento, pero el comisario, a quien tal escena había sacado de su impasibilidad, cerró el paso a aquél, y gracias a este auxilio el jesuita pudo salir de la casa sin otro detrimento que el dolor que sentía más abajo de la espalda, a causa de la furiosa patada de Baselga.

Volvió a establecerse la calma en aquella habitación, pero el enfermo no recobró el estado de relativa que antes tenía.

La ruda impresión que había experimentado con la presencia del señor García, le produjo una agitación nerviosa que anunciaba la próxima aparición del delirio.

Todos temían que éste sobreviniese antes de la llegada del notario, y contaban los minutos ansiosamente examinando el estado del enfermo.

Por fin llegó el depositario de la fe pública y todavía hubo tiempo para que don Ricardo, con sano juicio, pudiese manifestar su voluntad de que María se casase con Baselga, nombrando tutor de la joven al comisario de policía, que se prestó gustoso a ello.

Después, mientras que el notario dictaba a su escribiente, cumpliendo las formalidades de la ley, el enfermo entró en un furioso delirio, interrumpido por alaridos de dolor.

El médico, que llegó poco tiempo después, limitóse a mover la cabeza con expresión fúnebre, y dijo que allí nada le quedaba que hacer.

A las dos de la mañana don Ricardo Avellaneda exhaló su último suspiro.

María y su amante presenciaron su agonía, y hasta muy entrado el día estuvieron velando el cadáver.

Era la primera noche que pasaban completamente juntos los dos amantes.

La felicidad se mostraba a Baselga bajo una forma fúnebre.

XIX. El fin de un jesuíta

Eran las once de la noche y desde las ocho el señor García, sentado en un sillón del despacho del padre Fabián, esperaba pacientemente la llegada de éste.

El cerebro del viejo devoto era un hervidero de pensamientos.

La derrota que acababa de sufrir, aquel rápido desmoronamiento de la obra construida a costa de largos años y de inagotable paciencia, le producía una cólera sorda que se traslucía con gruñidos y nerviosos estremecimientos.

La catástrofe le había sorprendido en los momentos en que más victorioso se creía y esto aumentaba aún más su pesadumbre.

Lo que más le aterraba era lo que pudiera decirle el padre Fabián al saber todo lo ocurrido.

Conocía muy bien a su superior y adivinaba cuan terrible iba a ser la explosión de su cólera.

Poseído de mortal angustia, el viejo deseaba salir cuanto antes de la cruel incertidumbre y esperaba ansioso la llegada del jesuíta, pero al mismo tiempo temblaba siempre que algún ruido exterior le hacía creer en la proximidad del padre Fabián.

Cuando cerca ya de medianoche sonó un gran estrépito en la habitación cercana al despacho y se oyó la voz colérica del padre Fabián riñendo con destempladas palabras a uno de sus fámulos, el viejo púsose en pie y bajando la cabeza con expresión humilde, aguardó temblando.

Entró el jesuíta con precipitado paso, abarcó con una terrible mirada la encorvada figura de su agente, y después arrojó sobre un sofá su sombrero de teja y la hopalanda de seda que llevaba sobre la sotana.

El silencio que reinó durante algunos minutos, producía más impresión en el viejo que los más furiosos insultos. El señor García comprendía que aquel silencio anunciaba para el algo más terrible que un tropel de iracundas acusaciones.

El padre Fabián dio varios paseos a lo largo de la habitación con el rostro congestionado y respirando con cierta dificultad, y por fin tomó asiento frente al viejo que seguía de pie en actitud humilde.

—¿Desde cuándo estáis aquí?

—Desde las ocho, reverendo padre.

El jesuíta volvió a quedar silencioso y el señor García creyó que debía aprovechar la pausa para darle cuenta de lo ocurrido.

—Reverendo padre, tengo que manifestaros que…

—No sigáis. Estoy enterado perfectamente de cuanto ha ocurrido en casa de Avellaneda. Sois un miserable, un canalla, un imbécil, pues con vuestra torpeza no sólo habéis impedido que adquiriese quince millones la Compañía, sino que la acabáis de poner en peligro.

El señor García no intentó defenderse y sufrió impávido todas las injurias de su superior.

—A no ser por mí, que he sabido a tiempo antes que vos mismo lo ocurrido en casa de Avellaneda y la intervención que la policía tomaba en el asunto, a estas horas el suceso sería público y mañana esa maldita prensa liberal relataría en todos los tonos que los jesuitas habían arrebatado a una joven del hogar paterno para encerrarla en un convento y apoderarse de sus millones. Gracias a mi actividad y a las grandes relaciones de la Orden se ha podido echar tierra al asunto y evitar a nuestros eternos enemigos la satisfacción que les hubiese producido el resultado de vuestra torpeza.

El viejo seguía confuso y cariacontecido, oyendo la filípica de su superior.

—¿Esa es la portentosa habilidad que poseéis para arreglar los negocios que se os encomiendan?

—Reverendo padre, os juro que yo no soy culpable. He llevado el negocio tan bien como he podido y a no ser por la fatalidad que se ha cruzado en mi marcha…

—¿Habláis de la fatalidad? —le interrumpió furioso el jesuita—. ¿Qué tiene que ver la fatalidad con esto? Vuestra torpeza es la culpable y nadie más.

—Yo no puedo explicarme, reverendo padre, el mal éxito de esta operación. Cuando todo estaba ya seguro; la niña en el convento y el novio en la cárcel, llego a la casa y me veo a los dos amantes en amorosa plática y a un comisario de policía junto al lecho. Esto por lo repentino e inesperado parece obra del diablo. Dígame vuestra reverencia que como de costumbre estará mejor enterado, quién ha deshecho tan rápidamente toda mi obra. Tengo un deseo rabioso de saberlo y horas enteras he permanecido aquí buscando en mi imaginación al verdadero autor de tal prodigio.

—¡Ah repugnante imbécil! ¡De qué os sirve tener ojos si no veis a los que están a vuestro lado, y por qué pasáis por listo si no conocéis a las personas que os rodean! La criada del señor Avellaneda, esa mujer ruda y zafia, según mis informes, es la que se ha burlado de la Orden deshaciendo toda la trama.

—¿Ha sido Tomasa? No puedo creerlo, reverendo padre.

—Siempre seréis un necio confiado. Ya sabéis que dentro de la casa tenemos muy buenos espías cuyos informes no mienten. Esa Tomasa ha sido, y vos, obrando como un hombre hábil y como buen miembro de la Orden, debíais haber comenzado por haceros dueño absoluto de su voluntad.

—Lo era, reverendo padre. Tomasa me quería y hacía caso de todos mis consejos.

—Vuestra fatuidad os hacía creer que erais dueño de una voluntad, sobre la que no tenéis ningún ascendiente. En la Compañía ya sabéis que nadie se considera dueño de otro hasta que ha anulado su voluntad, de modo, que quede convertido en un cadáver automático.

El señor García quedó anonadado por tal lección, pero con el afán de congraciarse con su superior, dijo con acento de confianza:

—Todavía no se ha perdido todo, pues aún vive la hija de Avellaneda, y de la voluntad de ésta sí que soy dueño absoluto. Ved sino con qué facilidad la conduje al convento.

—Es tarde ya. Ahora nada podéis, pues la proximidad de su amante ha disipado sus aficiones a la vida monástica.

—Aún puede hacerse algo. Quitemos de en medio a Baselga. Métalo vuestra paternidad otra vez en la cárcel.

—No puede ser. El conde tiene amigos que le protegen, su inocencia ha quedado en claro y otra queja por conspirador no surtiría ningún efecto.

—Pues entonces —dijo el vejete levantando audazmente la cabeza y sonriendo con expresión satánica—, anulémoslo. Ya sabe vuestra paternidad que no nos faltan medios para librarnos de un hombre.

—Eso en esta ocasión sería la mayor de las imbecilidades. La autoridad está advertida, gracias a vuestra torpeza conoce el interés que nos impulsa en nuestras relaciones con la señorita Avellaneda, y la menor desgracia que ocurriera al conde Baselga, haría caer sobre nuestra cabeza una tremenda responsabilidad.

El señor García reconoció la verdad de tales observaciones y murmuró con desaliento:

—Es verdad. Forzosamente hay que respetar a ese conde, que va a hacerse dueño de una fortuna que era ya nuestra.

—Pronto será esposo de esa joven. Según los informes que acabo de recibir, Avellaneda está ya en la agonía, pero antes ha dado de un modo solemne, y ante notario, su consentimiento para que María contraiga matrimonio con Baselga lo antes posible.

Esta noticia no sorprendía al vejete, pero le produjo una diabólica irritación. ¡Oh, rabia! Ver cómo aquel conde hambriento se hacía dueño de los quince millones que él consideraba ya como de la Compañía, y no poder evitar aquello que él tenía como un escandaloso robo.

Su derrota era completa, y el mísero agente de la Compañía comprendía que ésta tenía motivo sobrado para castigarle cruelmente. Él, en lugar del padre Fabián, se hubiera ensañado con el ejecutor torpe que comprometía a la Orden y perdía una cantidad enorme cuando ya la conceptuaba segura.

Pero a pesar de este convencimiento, el señor García instintivamente buscó el mejor medio de excusarse, y dijo con humildad:

—Reconozco, reverendo padre, que he sido un miserable y que merezco ser castigado; pero no me negaréis que mi plan estaba bien urdido y que su ruina sólo ha sido motivada por esa Tomasa, que equivale a un pequeño detalle descuidado.

—En los trabajos que lleva a cabo un buen jesuíta no hay detalle grande ni pequeño que merezca ser mirado con desprecio. Hicisteis caso omiso de esa sirvienta, creísteis en vuestra estúpida confianza, que no merecía ninguna atención, y por allí ha venido la muerte del negocio.

—Reverendo padre, yo era el dueño de la voluntad de María, y creía con sobrado fundamento, que esto resultaba suficiente.

—Pues creíais mal. No basta apoderarse de una persona; es preciso hacer el vacío a su alrededor, impidiéndola todo contacto con seres que puedan oponerse a nuestra voluntad. No estando seguro de la adhesión incondicional de esa doméstica, debíais haber buscado un medio para anularla, sacándola de la esfera donde podía hacernos daño.

—¿Y el medio, reverendo padre? ¿Dónde encontrarlo?

—En cualquier pretexto. Veo que sois más torpe de lo que yo creía. Cualquier medio era bueno para llegar a nuestro fin. No era necesario que por medio de hábiles murmuraciones lograseis que riñese con sus señor y abandonase la casa, pues bastaba con que, por ejemplo, la hubieseis hecho pasar por loca. Ya sabéis que a nuestro lado tenemos médicos hábiles, capaces de certificar la locura del ser más cuerdo y de meterlo en un manicomio. Esto es lo que yo hubiese hecho a no ser por vuestra estúpida confianza, que me aseguraba la fidelidad de esa criada.

El señor García quedó anonadado por esta lección de su maestro, y permaneció silencioso, mientras que el padre Fabián le contemplaba con ojos de furor.

—Bien comprenderéis —continuó el superior—, que después de este fracaso que ha comprometido gravemente nuestro prestigio, la Compañía no puede permanecer indiferente ni dejar de castigar al agente inepto, indigno, por mil conceptos, de seguir figurando en un santo ejército que marcha a la conquista del mundo. Sois un soldado cobarde, y Jesús, nuestro general, no os puede perdonar. ¿Lo creéis así?

—Sí, reverendo padre.

—¿No os parecerá muy terrible vuestro castigo?

—No. He faltado, y comprendo que la disciplina de la Orden, en la que se basan todos nuestros triunfos, no podría subsistir si se tratara con dulzura a los que delinquen. Castigad con dureza, reverendo padre; yo en vuestro lugar, haría lo mismo.

—Muy bien. Celebro que habléis de un modo tan razonable. Ved nuestro castigo: desde este instante dejáis de pertenecer a la Compañía de Jesús. Todos vuestros votos quedan anulados, y la Orden no se acordará ya más que os tuvo en su seno.

El señor García experimentó la misma impresión que si el techo hubiese caído sobre su cabeza.

Él esperaba ser sentenciado a terribles castigos personales, y se proponía sufrirlos con calma; aguardaba humillaciones sin cuento y ser despojado de aquella agradable consideración que gozaba en la Orden; pero ser arrojado de ésta, perder su calidad de miembro de la Compañía de Jesús, era un castigo terrible que nunca había imaginado llegase a merecer.

Para el hombre que desde su juventud pertenecía a la misteriosa y gigantesca institución y la amaba hasta el punto de identificarse con ella considerándola su única familia, verse forzado a abandonarla, era el peor de los tormentos.

Sin su calidad de jesuíta el señor García, era un pobre diablo, un nadie, incapaz de merecer el menor respeto, mientras que unido a la Compañía sentía orgullo al considerarse una ruedecilla de la gran máquina que batía en brecha al progreso, un menudo tentáculo de la gigantesca araña negra que se proponía abarcar todo el mundo entre sus patas.

Además, dedicado toda su vida a los negocios de la Compañía, no había tenido motivo de aprender una profesión con que ganarse la subsistencia; y ahora, a la vejez, cuando estaba inútil para el trabajo y carecía de dinero, pues la Compañía había atendido hasta entonces a todas sus necesidades, ésta lo arrojaba para que muriera en medio de la calle roído por el hambre y los remordimientos.

El señor García temblaba como un reo a quien acaban de leer la sentencia de muerte. La humillación que le causaba el perder su importancia de societario de Jesús y el miedo que le producía un porvenir de miserias sin cuento, le conmovían profundamente desvaneciendo aquella audacia que hasta poco antes le caracterizaba.

No era posible que él pudiese resistir tan cruel golpe, y por esto cayó de rodillas a los pies de su superior derramando lágrimas como un niño.

—Reverendo padre —gimió—, yo no puedo resistir un castigo tan terrible. Mandadme que me mate y os obedeceré, sentenciadme a las más terribles penas, hacedme sufrir las mayores humillaciones y que sea el último criado de vuestros fámulos; todo lo arrostraré pacientemente, pero no me arrojéis de la Orden que es para mi más que mi propia madre. ¡Compasión, reverendo padre, compasión para este desgraciado!

Y el miserable viejo abrazaba las piernas de su superior con ademán desesperado bañando su sotana con lágrimas.

El padre Fabián permanecía insensible y hacía esfuerzos por repeler al suplicante viejo.

—Inútil es cuanto digáis —dijo el jesuita—, pues la Compañía piensa bien las cosas antes de decidirse y está resuelta a sostener el castigo que os impone. Hemos terminado, pues, y debéis, por tanto, daros por arrojado de la Orden.

El señor García, siempre arrodillado, pugnó por abrazar las piernas que se le escapaban y conteniendo sus sollozos, fue a hablar pero en el mismo instante recibió en el rostro un vigoroso puntapié del padre Fabián que le hizo caer al suelo.

Era un arranque característico del jesuita que había sido antes soldado.

El reverendo padre estaba furioso.

—Señor García —dijo con una frialdad terrible—, me estáis molestando con esta mojigata insustancial. La Compañía no os quiere ya y os envía a que acabéis vuestra vida en el arroyo como un perro viejo y sarnoso. Salid al momento si no queréis que a patadas os ponga en la puerta.

El viejo se levantó penosamente del suelo, limpiándose la sangre que corría por su rostro a causa del golpe recibido.

Sabía perfectamente que aquel gigante con sotana era capaz de todo.

Con paso lento se dirigió a la puerta y todavía al llegar a ésta volvióse con ademán suplicante.

—¡Salid —gritó el superior—, y olvidaos para siempre de mí! Yo, por mi parte, me guardaré en adelante de salir responsable ante el general de Roma de imbéciles como vos.

El viejo salió del despacho.

¡Arrojado de la Compañía! ¡Abandonado para siempre! No; él no podría sobrevivir a tan gran desgracia.

Ya buscaría el medio de librarse de tal humillación antes que la miseria lo atormentase.

Había sido vencido, pero sabría caer con grandeza.

En la madrugada del día siguiente los guardias municipales situados en las inmediaciones del puente de las Artes, vieron caer un hombre en el Sena, reaparecer dos veces sobre las negruzcas aguas y hundirse, por fin, definitivamente.

A las diez de la mañana los dependientes del municipio, con la habilidad propia de los que diariamente tenían que entender en sucesos iguales, habían pescado el cadáver; a los pocos minutos era expuesto éste, sucio e hinchado, en el depósito de la Morgue y antes de medio día constaba en el registro de la policía que en la noche anterior y a juzgar por los documentos que se habían encontrado sobre el interfecto, se había suicidado, arrojándose al Sena, un español de edad avanzada, llamado José García y domiciliado en la calle de los Santos Padres.

Suceso fue éste que no llegó a preocupar a media docena de parisienses, ni mereció de los periódicos otra cosa que una noticia de dos líneas. La Compañía de Jesús se había librado de un inválido que le estorbaba.

Parte Cuarta. El capitán Álvarez

I. Un aspirante a héroe

El día 20 de setiembre de 1852, fue admitido en la Academia Militar de Toledo, un muchachote de dieciséis años, de rostro franco y ademán altivo, que, como detalle típico, tenía entre las dos cejas esa arruga vertical que delata un carácter tenaz e inquebrantable hasta llegar a la testarudez.

Los alumnos de la Academia miraron al recién llegado con la hostil curiosidad propia del caso, y los más antiguos comenzaron a pensar en las rudas pruebas por las que habían de hacer pasar al novato.

Pronto les ahorró este trabajo el cadete Esteban Álvarez, que así se llamaba el muchacho, pues al enterarse de lo que proyectaban sus nuevos compañeros, púsose fosco, y tirando del sable, dio una buena paliza a dos de los matoncillos que capitaneaban aquella hostil manifestación contra él.

Este arranque no sólo le libró de los malos tratamientos que a guisa de iniciación le esperaban, sino que le dio gran prestigio entre aquella turba juvenil que adoraba la fuerza y la energía con loco entusiasmo.

El neófito no fue ya considerado como apóstol (nombre que recibían los novatos), sino que de un salto se colocó entre los más guapos del colegio.

El cadete Esteban Álvarez podía ser considerado como un buen muchacho.

Su padre era un antiguo coronel que había comenzado su carrera en el Perú, batiéndose a las órdenes del general Valdés contra los americanos, que deseaban librarse del yugo de España.

Había tenido por compañero en las guerras de América, cuando no era más que teniente, a un joven comandante llamado Baldomero Espartero, sin llegar nunca a descubrir en su amigo ningún rasgo que le anunciase el brillante porvenir que le estaba reservado.

Cuando volvió a España en 1825, el gobierno absolutista de Fernando VII, después de someterlo a denigrantes purificaciones, lo envió al cuartel a Valencia, vigilado de cerca por la policía de los realistas.

El militar no se quejó. Iguales muestras de agradecimiento recibían de la patria todos los héroes que volvían a ella, después de haber estado luchando durante años enteros en lejanas tierras por conservarla sus posesiones. Aquellos militares, combatiendo a los americanos, se habían contaminado de sus ideas republicanas, y al gobierno absoluto le convenía tener bajo una continua vigilancia a tan peligrosos huéspedes.

La guerra carlista y el renacimiento del partido liberal vino a sacar de su existencia aislada al capitán D. José Álvarez, quien peleó en el Norte con gran denuedo a las órdenes de su antiguo camarada Espartero convertido ya en célebre general; encontrándose, al ajustarse el convenio de Vergara, con las charreteras de coronel.

El antiguo héroe de América podía haber hecho una brillante carrera aprovechándose de la amistad de Espartero, que ocupaba la Regencia y estaba en el apogeo de su gloria; pero era hombre poco aficionado a adular a los poderosos, y el duque de la Victoria estaba demasiado preocupado por sus asuntos políticos para acordarse del coronel Álvarez y dignarse a darle lo que éste no se atrevía a pedirle.

Algunas veces el caudillo de Luchana, soldado hasta la médula de los huesos, cuando estaba en intimidad con sus allegados y recordaba las hazañas de su vida pasada, así como sus mejores compañeros, nombraba al coronel Álvarez y decía con acento de convicción:

—Es un hombre que vale, y como amigo no hay que pedirle más. En los Andes se batía como un león, y en el Norte ha hecho verdaderas heroicidades. No digo que tenga una gran inteligencia militar, pero es un soldado de la buena madera, y pocos saben, como él, meter un regimiento en el punto de mayor compromiso. Ahora creo que vive en Valencia, desde que terminó la guerra. Se casó en Pamplona en una tregua de la campaña, y casi estoy por asegurar que ha tenido un hijo. ¡Lástima grande que viva arrinconado en una provincia! Le escribiré mañana así que tenga un rato libre, y haré por él lo que se merece.

Esta promesa la hizo Espartero varias veces, pero agobiado por las apremiantes ocupaciones de su alto cargo, antes fue derribado de la Regencia por la coalición de moderados y progresistas que pudo escribir a su antiguo camarada y sacarlo de la oscuridad en que vivía.

El coronel Álvarez se había establecido en Valencia con su esposa, una navarra varonil, que a pesar de pertenecer a una de las principales familias de Pamplona, no había tenido miedo de seguirle en muchas de las expediciones militares, marchando a la cola del regimiento unas veces montada en una muía y otras en el carro de los equipajes.

Cuando al año de matrimonio tuvo un hijo, la enérgica señora se conformó con cierto pesar a no seguir al regimiento en sus atrevidas marchas; pero el coronel no pudo impedir que se estableciera en un pueblo situado en el centro del teatro de la guerra y que estaba de continuo amenazado por los carlistas. La fiel esposa despreciaba todos los peligros, con tal de vivir en un punto que frecuentemente visitaba, aunque de paso, la columna donde figuraba su marido.

En aquel pueblecito de la sierra cubierto por la nieve durante ocho meses del año y oyendo con gran frecuencia el estruendo de los combates que entre cristinos y carlistas se entablaban casi a la vista, fue creciendo el pequeño Esteban.

El olor de la pólvora, los arreos militares y las costumbres reguladas por una severa ordenanza, fue lo primero que conoció el pequeñuelo al darse cuenta de su existencia.

De su infancia pasada, en aquella reducida población, lo que más grabado quedó en su infantil memoria hasta el punto de recordarlo muchos años después, fue, las apariciones de su padre que entraba en la población imponente y magnífico montado en su caballo y seguido de su regimiento que cubierto de polvo y sudoroso, marchaba al compás de los redobles de tambor y las aventuras de cierta noche oscura y tormentosa en que un batallón carlista entró por sorpresa en la población y él descalzo y semidesnudo en los brazos de su madre, fue conducido al fuerte, mientras que oía con curioso terror los gritos y las descargas que estallaban allá abajo en las tortuosas calles.

El pequeño Esteban, nacido entre el fragor de la guerra, educado en ella e hijo de un valiente oficial y de una mujer enérgica, necesariamente había de tener gran afición a la vida militar.

En Valencia, viviendo en plena tranquilidad, el muchacho pensaba con cierta envidia en la vida de agitaciones y sobresaltos que había tenido en Navarra, y cómo nacido entre los horrores de la guerra creía que ésta era el estado normal de la sociedad y que la paz resultaba una monstruosidad digna de ser deshecha inmediatamente para que el mundo recobrase su equilibrio.

Nada hicieron sus padres para desviar las bélicas aficiones del muchacho y antes bien las fomentaron.

El coronel no creía que la profesión militar era gran cosa; antes bien se sentía predispuesto en todas ocasiones a echar pestes contra ella pero ¡qué diablo! su hijo había de ser algo en el mundo, y al escoger una profesión más le enorgullecía que pensase en ser militar que en ser cura. En cuanto a la madre, experimentaba ese irreflexivo entusiasmo que sienten la mayoría de las mujeres por los colorines militares, y ya que el padre por su torpeza no había hecho gran carrera, soñaba en que algún día su hijo ceñiría la faja de general.

El muchacho prometía ser un héroe, pues en punto a atrevido y a genio irascible, llevaba gran ventaja a todos los de su edad. Cada mes lo arrojaban de la escuela por revolver a alumnos y pasantes, y rara era la semana que el coronel no tenía que intervenir en alguna travesura grave de aquel angelito que tenía en el puño a todos los muchachos del barrio y que contaba ya por docenas las víctimas de sus pedradas y sus palos.

A los diez años era un grandullón que se confundía con los muchachos de quince, y apenas violentando la severa consigna dictada por su padre salía a la calle, los perros y los gatos de la vecindad huían despavoridos como un tropel de herejes al ver un sanguinario inquisidor.

En punto a estudiar no se distinguía tanto. Tenía muy buen ingenio y aprendía las cosas con pasmosa facilidad cuando él quería; pero era preciso confesar que quería muy pocas veces, pues a los diez años leía de un modo lastimoso y trazaba unos palotes inverosímiles.

El coronel no se disgustaba y miraba a su hijo con la complacencia del artista que contempla en su obra el indeleble sello de su carácter. También había sido así y no perdió por ello gran cosa, pues para ser soldado, lo necesario es tener muy buenos puños y mucho coraje.

—No hay que asustarse, Balbina —terminaba diciendo el coronel siempre que trataba la cuestión, el que el chico sea un bruto, no impedirá el día de mañana que llegue muy alto, si es que tiene corazón y le ayuda un poco la suerte. Por si no lo crees, ahí tienes a Espartero que, cuando vino al Perú lo acababan de suspender en los exámenes de ingreso para la escuela de Estado Mayor. Baldomero no sabe gran cosa y sin embargo, regente del reino ha sido y capitán general y duque lo tienes hoy.

Estos razonamientos eran más que suficientes para convencer a doña Balbina, y de aquí que el muchacho siguiese tan cerril y atrevido, olvidando las lecciones para ir a capitanear las pedreas en el río a apalear gatos por toda la ciudad.

Lo que los padres no querían tomarse la molestia de hacer, lo lograron las aficiones militares que sentía el muchacho.

A los doce años Esteban comenzó a escaparse con menos frecuencia de su casa y cobró gran afición a encerrarse en un cuartucho donde su padre había amontonado unas cuantas docenas de volúmenes que la humedad por un lado y los ratones por otro comenzaban a destruir.

Aquellos libros los tenía el coronel por casualidad, pues no era hombre capaz de dedicar un céntimo a la lectura que al fin (según sus propias palabras), sólo le había de enseñar cosas que no le importaban. Habíalos heredado de un comandante compañero suyo, a quien los soldados llamaban el coplero y que era muy respetado a causa de su afición al estudio y del gran bagaje de libros que constituía todo su ajuar. Una bala carlista dio fin a su vida e impidió que fuese terminado un drama romántico del que sus compañeros del regimiento esperaban un triunfo que los honrase a todos.

Aquellos libros constituían la más grata diversión del travieso Esteban que pasaba horas hojeándolos sin fijarse gran cosa en el texto y en busca siempre de las defectuosas láminas en acero que a él le parecían brillantes reproducciones del natural.

¡Qué profunda impresión causaban en el joven aquellas láminas que ponían ante sus ojos los más célebres combates del mundo! Entusiasmábase Esteban con aquellos grupos de hombres siempre en actitud fiera y con las armas en alto dispuestos a exterminarse los cuales representaban la guerra en las diversas épocas de la historia. Primero griegos y persas, romanos y cartagineses, Escipión y Aníbal; después la Edad Media con todo su arsenal de fantásticas armaduras y descomunales mandobles, el Cid con sus proezas legendarias y los reyes haciéndose la guerra por mero capricho; a continuación los regimientos sustituyendo las armas blancas por las de fuego y resolviendo los combates a cañonazos y por cargas de caballería, los tercios españoles, los generales de Felipe II, las campañas de Gustavo Adolfo y las locas aventuras de Carlos XII y últimamente las guerras de la República Francesa, la Marsellesa coreada por el rugir de mil bocas de fuego y el griterío de las cargas a la bayoneta, bélica y gigantesca estrofa que tenía por estribillo la aparición del dios de la matanza y la ambición que se llamaba Bonaparte.

Todo este mundo de luchas, de victorias y de derrotas, pasaba en forma de defectuosos, pero animados cuadros, ante los ojos del muchacho que rugía de entusiasmo al contemplar cualquiera de aquellos caudillos con la espada desnuda y centelleante arrojándose sobre las compactas masas del enemigo.

La continua contemplación de tales episodios despertó en el ánimo del muchacho el deseo de conocer más detalladamente los hechos y los personajes que representaban aquellas láminas, y aunque la lectura le producía mareos y una atención demasiado sostenida, le amenazaba con congestiones hijas de su sanguínea complexión, se determinó a abandonar las láminas por el texto, y aunque saltando páginas y leyendo a medias los párrafos, comenzó a entablar conocimiento con los héroes que figuraban en los dibujos, y especialmente con aquel Alejandro y aquel Napoleón, cuyos nombres surgían a cada instante ante sus ojos.

¡Qué lectura tan hermosa! ¡Cómo seducía el belicoso ánimo del muchacho! ¡Qué gran cosa era la guerra! Esteban interesándose cada vez más por aquella lectura iba conociendo lo que la guerra había sido en todos los tiempos y envidiaba el hermoso papel que habían desempeñado en todas épocas los grandes capitanes.

Ahora más que nunca se sentía inclinado a la profesión militar, y cuando interrumpiendo la lectura quedaba pensativo, en vez de correr a la calle como en otros tiempos lo hacía, al menor descuido de sus padres, entregábase ahora a risueñas ilusiones y se imaginaba llegar a ser en el porvenir un Alejandro conquistando reinos ignorados como la Persia y la India, un Washington salvando a su patria o un Bonaparte convirtiendo todas las naciones de Europa en provincias de su Imperio.

Pero conforme Esteban se aficionaba a la lectura devorando los libros del difunto comandante, convencíase con dolor de que para ser un gran caudillo no era suficiente, según decía su padre, ser muy valiente y tener buenos puños, sino que era necesario adquirir gran caudal de ciencia y ser tan sabio como heroico.

Aquello de que Alejandro más que de las campañas persas se cuidaba de proteger a su maestro, un tal Aristóteles, proporcionándole los medios para que catalogase y describiese todos los animales de la tierra, y de que el general Bonaparte cuando iba con rumbo a Egipto a bordo de El Oriente, atendía con más interés a las discusiones de Mooge Berthollet y otros sabios sobre ciencias exactas y metafísicas que a las indicaciones de su Estado Mayor acerca de la próxima guerra, producía gran confusión en el muchacho que hasta entonces no había creído que la ciencia tuviese la menor relación con las armas.

Además, aquellos libros le hablaban de una porción de conocimientos científicos indispensables para ser un buen caudillo y esto acabó de moverle a desechar sus antiguos instintos y dedicarse al estudio con una tenacidad verdaderamente heroica.

Al principio su carácter independiente, inquieto y revoltoso, se sublevó contra aquel régimen de recogimiento que contrastaba con la anterior vida; pero Esteban era inquebrantable en sus resoluciones y consiguió vencer a la pereza y la ignorancia.

El coronel Álvarez estaba asombrado del cambio radical experimentado por su hijo, y hasta llegaba a temer, en vista de su afición al estudio, que olvidase sus inclinaciones militares y se decidiese por una carrera científica.

Todo había cambiado en la vida de Esteban, hasta el carácter. En adelante las largas horas pasadas antes los libros le robaron sus aficiones al bullicio y al escándalo, y se hizo reflexivo y grave hasta el punto de ruborizarse cuando recordaba sus hazañas de poco tiempo antes.

El padre, tan ignorante y rudo como siempre, admirábase ante los conocimientos científicos que rápidamente adquiría su hijo y lo creía un pozo de ciencia, complaciéndose en hablar de él con admiración ante unos cuantos veteranos que eran sus amigos íntimos.

El bueno del coronel no dudaba que su hijo llegaría a muy alto y hasta pensaba en que su amigo Espartero de allí a algunos años, tendría un rival capaz de oscurecerle con el brillo de su gloria.

A los dieciséis años, el coronel Álvarez envió a su hijo al colegio militar de Toledo, que, según él, era una empolladura de héroes que se quedaban a la mitad del camino. Su hijo sería de los que llegarían a la cumbre, sólo con que le ayudara un poco la fortuna.

Cuando Esteban marchó a Toledo a formalizar sus estudios, era un verdadero aspirante a héroe. La sed de gloria turbaba su existencia y soñaba de continuo con ser un día un genio de la guerra del que dependiese la suerte de su patria.

Sus ideas habían sido transformadas por el estudio. Aquellas campañas de la República Francesa donde los soldados descalzos, harapientos y roídos por el hambre vencían a la coalición de todos los tiranos, le producían más admiración que las teatrales victorias de Napoleón con sus ejércitos disciplinados y disponiendo de grandes medios para hacer la guerra.

El ser soldado de una causa tan grande como la libertad, le entusiasmaba más que el ser soldado por oficio o por placer, y por ello prefería Washington a Alejandro y Hoche a Bonaparte.

La primera vez que oyó la Marsellesa, aquel himno tantas veces mencionado en las guerras de la República, se conmovió profundamente hasta el punto de derramar lágrimas. Las sombras de Marceau y de Hoche, de Latour d'Auvergue, de Kléber y de Desaix desfilaron ante su imaginación envueltas en el brillante ropaje de las heroicas y rítmicas estrofas, y casi se sintió tentado de saludar con la misma veneración que se descubre el recluta ante el general que le ha conducido a la victoria.

No pasaron desapercibidos para su padre estos detalles, y los lamentó con todo su corazón.

—Cuando en mi juventud —decía a su esposa—, hacía yo la guerra en el Perú también tuve algo de republicano, y por eso me vi tratado tan mal al volver a España. No son las ideas republicanas la mejor recomendación para hacer carrera en el ejército, pero más le quiero así que no carlista. Al fin no desmiente la sangre.

Con tal bagaje de ideas y ensueños, fue Esteban a hacer su aprendizaje militar, y ya vimos cómo al entrar en el Colegio demostró que sus aficiones al estudio no habían amenguado la energía de su carácter ni enmohecido sus puños.

II. Álvarez y su asistente

En 1856 recibió el alférez Álvarez su bautismo de sangre. Recién salido del colegio acababa de incorporarse a un regimiento de guarnición en Madrid, cuando a O'Donnell se le ocurrió dar fin al famoso bienio progresista nacido del alzamiento de Vicálvaro, llevando a cabo el golpe de Estado que equivalía a una repugnante traición contra su compañero Espartero.

La Milicia Nacional mandada por Sixto Cámara y otros revolucionarios, resistió valerosamente aquella violación de las leyes que O'Donnell llevaba a cabo, pero una vez más venció la fuerza al derecho, y la legalidad cayó al suelo herida por la espada de un ambicioso.

El alférez Álvarez se batió como un valiente en la plazuela de Santo Domingo. Al comenzar el combate el joven tenía sus dudas y hacía depender su conducta de la actitud que tomase Espartero. Si el antiguo amigo de su padre se decidía en favor de la causa popular y echaba su espada en la balanza de la revolución, él iría a ponerse al lado de los bravos milicianos aun conociendo que comprometía su porvenir; pero el duque de la Victoria permaneció quieto, negándose a auxiliar a los que combatían en nombre de la Constitución violada, y el alférez, acallando los impulsos de su corazón que le empujaban hacia los insurrectos, permaneció fiel a la ordenanza, y se batió tan bien como el primero, en defensa de una causa que odiaba.

Una bala le produjo un ligero rasguño, y esto bastó para que el gobierno de O'Donnell, interesado en crearse simpatías en el ejército y que derramaba los ascensos con prodigalidad, le diese el grado de teniente.

Desde 1856 Álvarez arrastró esa vida sedentaria y monótona, propia de los soldados en tiempo de paz. Trasladado de una a otra guarnición, fue corriendo media España, y los ocios de esa vida insustancial y lánguida que se arrastra en las pequeñas guarniciones los empleó dedicándose al estudio y poniendo a contribución cuantas bibliotecas encontraba.

De este modo fue Álvarez adquiriendo una vasta ilustración, y pronto pudo pasar como muy versado no sólo en materias militares, sino literarias y científicas.

En el regimiento le consideraban como un oráculo, y todos los oficiales reconocían la justicia con que sus compañeros de la Academia de Toledo, que muchas veces sustituían los apellidos por chuscos motes, le habían puesto el apodo de Séneca.

Álvarez era un buen oficial que cumplía sus deberes con exactitud solemne, y esto, unido a su ilustración, le hacía ser apreciado por sus superiores y sus iguales, y le valía que en el cuarto de banderas reinase un profundo silencio siempre que él abría la boca para dictaminar sobre alguna cuestión.

El coronel, antiguo soldado que apenas sabía leer, pero que tenía sus pretensiones de elocuencia, le hacía corregir sus arengas conmemorativas antes de insertarlas en la orden del día; en las conferencias de oficiales deslumhraba con sus disertaciones, y no había alférez que dejase de presentarle, solicitando una concienzuda corrección, los versos escritos en honor de alguna romántica novia.

El teniente Álvarez era, en una palabra, el hombre imponente del regimiento, el genio cuya gloria se encargaban de pregonarlos, desde el coronel al último corneta; pero tan inmensa popularidad no satisfacía al agraciado, ni lograba impedir que a menudo se entregase a sus ensueños ambiciosos.

Los galones de teniente le desesperaban, la paz le producía náuseas, y casi se sentía próximo a llorar de rabia cada vez que pensaba que a fines del pasado siglo había en Francia generales de su misma edad que se hacían inmortales.

Al enviar el Gobierno la expedición a Cochinchina, solicitó el teniente formar parte de ella con el deseo de adquirir gloria en tan lejanas tierras, pero su proposición fue desatendida, lo que le produjo hondo despecho.

La fortuna, aquella deidad tan ensalzada por su padre, le volvía la espalda, y él, tan ansioso de gloria y tan dispuesto a realizar las mayores heroicidades, veíase obligado a vegetar en una guarnición, olvidado, casi embrutecido, y teniendo por único consuelo la mezquina popularidad que gozaba en su regimiento.

Cuando más agitado estaba por sus decepciones, recibió la noticia del fallecimiento de su padre a consecuencia de lesiones internas producidas por una bala que los cirujanos del Perú no supieron extraerle.

Esta noticia aumentó aún más la tristeza del joven militar que cuando soñaba en un porvenir glorioso colocaba siempre en primer término a su padre conmovido por la alegría y llorando como un niño al ver a su descendiente elevado a los primeros puestos del Estado.

¡Oh, maldita imaginación! ¡Ilusiones engañosas! Él nunca llegaría a ser nada y gracias si al retirarse podía alcanzar como su padre el empleo de coronel. Además, aun cuando sus sueños se realizasen, Esteban no se consideraría feliz, pues le faltaría la inmensa satisfacción producida por la alegría de su padre.

Doña Balbina, que vivía en Valencia únicamente por el cariño que a dicha ciudad tenía su esposo, al morir éste trasladóse a Burgos, donde su hijo estaba de guarnición, complaciéndose en hacer la misma existencia nómada que en su juventud, aunque sin el aliciente para ella de las aventuras y terribles incidentes de la guerra.

Transcurrieron tres años de este modo, viviendo Esteban con su madre y ejerciendo ésta tal superioridad sobre las esposas de todos los militares como su hijo en el regimiento.

La viuda del coronel Álvarez hablaba con los oficiales viejos de las operaciones de la guerra civil con tanta autoridad como si dentro de ella estuviese el general Zarco del Valle, y con las militaras disertaba sobre las condiciones que debe reunir un buen asistente y la influencia que las mujeres pueden ejercer sobre los valientes llamados a dar su sangre por la patria.

Cuando el Gobierno español declaró la guerra al imperio de Marruecos, el regimiento al que pertenecía Esteban y que se hallaba en aquel entonces de guarnición en Zaragoza, recibió la orden de salir inmediatamente para Valencia, donde debía embarcarse con rumbo a África formando parte de la división de reserva que mandaba el valiente general Prim.

Gran trabajo costó al teniente disuadir a su madre del empeño que mostraba en seguir al regimiento. La valerosa navarra sentíase halagada por la idea de asistir a una campaña en país tan extraño y contra enemigos a los que ella odiaba como buena católica, pero su hijo le expuso razones que le hicieron desistir y la obligaron a conformarse con la tristeza que le causaba no poder presenciar aquella guerra en la que iban a perder sus vidas muchos miles de moros dignos de la peor de las suertes por poner a Mahoma a más nivel que Jesucristo y no prestar acatamiento al Papa.

Doña Balbina fuese a vivir con sus parientes de Pamplona, y Esteban, libre de toda carga, partió con su regimiento contento con la fortuna que le deparaba una verdadera guerra donde poder lucir su valor y conquistar algo de aquello que su ambiciosa imaginación soñaba.

Apenas si en el viaje, ni durante la campaña, echó de menos a su madre en punto a cariñosos cuidados. Llevaba como asistente a un mocetón aragonés, despierto de entendimiento y servicial y fiel como un perro que miraba al señorito con tanto respeto como a su padre y con igual cariño que si fuese un hermano.

En todo el regimiento se hacían comentarios sobre la indestructible armonía que reinaba entre el oficial y el asistente y la facilidad con que éste cumplía sus menores indicaciones.

Entre el teniente Álvarez y su asistente Perico apenas si mediaban al día media docena de palabras, y sin embargo todo se hacía a gusto del primero sin que tuviera el menor motivo de queja.

En la más leve mirada adivinaba el soldado los deseos de su superior y se apresuraba a realizarlos sin romper el mutismo a que tan aficionado se mostraba su amo.

Perico, aunque aragonés, era tan hiperbólico como un andaluz cuando en las reuniones con los demás asistentes del regimiento surgía en la conversación el nombre de su amo.

Para él no admitía duda que todo el mundo estaba convencido de lo mucho que valía su señorito y que desde O'Donnell al último soldado se tenía como artículo de fe que el teniente Álvarez era el oficial más valiente y más sabio del ejército español.

Cuando le oía hablar con otros oficiales quedábase en ademán estático y con la boca abierta asombrado ante aquellos nombres extraños que su amo mezclaba en la conversación, y algunas veces hubo de reñirle Esteban en Zaragoza porque se arrimaba irrespetuosamente a la puerta del cuarto de banderas tan sólo por escuchar cómo el teniente discutía con los compañeros, aprobando enérgicamente con movimientos de cabeza todo aquello que su amo decía y que él estaba muy lejos de entender.

Tanta influencia ejercía el oficial sobre su asistente, que éste tenía ya adoptada una formal resolución sobre su porvenir. Nunca se separaría de aquel hombre al que estaba ligado por el respeto y el cariño.

Se encontraba casi solo en el mundo, carecía de padres a cuyo sustento atender y no tenía más pariente que su tía Tomasa, una hermana de su padre, que muy joven fue a París a servir a unos señores y que ahora estaba en Madrid en casa de un conde como ama de gobierno y doméstica de cierta autoridad. Esta tía era un verdadero tesoro para Perico, que como único sobrino era el verdadero dueño de su afecto y recurría a ella con éxito en todos sus apuros.

La tía le enviaba todos los meses algunos duros para sus vicios, y como Perico no los tenía, de aquí que emplease tales cantidades en beneficio de su señorito, el cual no podía explicarse al sentarse a la mesa cómo con tres pesetas que diariamente entregaba a su asistente comía casi con tanto regalo como el coronel del regimiento.

Aquel Perico era de oro, según la expresión de todos los oficiales, y lo más notable en él resultaba la fidelidad, pues desechó las proposiciones de varios compañeros de su amo que querían llevárselo a sus casas con el deseo de tener un sirviente tan atento y puntual.

En la campaña de Marruecos el asistente demostró hasta dónde llegaba su cariño al señorito, pues en vez de permanecer a retaguardia como los demás soldados de su clase, no dejaba el fusil de la mano y sin desatender por esto sus obligaciones marchaba al lado del teniente Álvarez más atento a defenderle que a hostilizar al enemigo.

Por dos veces salvó la vida a su señor; pero éste le correspondió dignamente partiendo de un sablazo la cabeza de un marroquí que a quemarropa apuntaba a Perico con su espingarda.

Ganoso Esteban de conquistar aquella gloria tantas veces soñada, le pareció poco notable figurar en un regimiento que entraba en fuego lo mismo que los otros, y se presentó a Prim, solicitando por sí y su asistente el ingreso en una de aquellas compañías de guías o exploradores, fuerza escogida que ocupaba siempre los puntos de mayor peligro y que continuamente se tiroteaba con los moros siendo objeto de sorpresas y sosteniendo combates cuerpo a cuerpo.

En cien ocasiones viéronse amo y criado frente a frente con la muerte, y otras tantas se salvaron como si fuesen invulnerables. Las bajas menudeaban, por tres veces la muerte se encargó de que fuese renovado el personal de la compañía y a pesar de esto ni el oficial ni su asistente, que eran los primeros en el ataque, sufrieron el más leve rasguño.

La heroicidad del teniente Álvarez no tardó en ser conocida y comentada por todo el ejército, y tanta fue su popularidad, que O'Donnell, a pesar de que no miraba con buenos ojos al oficial por saber su procedencia progresista, y la afición que mostraba a las doctrinas democráticas, entonces nacientes, se decidió por evitar murmuraciones a premiar sus esfuerzos y lo ascendió a capitán, concediéndole además la cruz de San Fernando en juicio contradictorio. También Perico alcanzó la cruz por haber luchado a brazo partido con dos morazos que querían hacerlo prisionero demostrando que a la sombra de la Torre Nueva se desarrollan tan buenos puños como en las laderas del Atlas.

Álvarez y su asistente fueron objeto de grandes demostraciones de simpatía, y si el teniente no pudo sacar de la campaña aquellas grandezas por él soñadas, al menos logró alcanzar una sólida reputación de soldado valeroso.

Al terminarse la campaña, el capitán Álvarez y su asistente, incorporados a otro regimiento, regresaron a España, siendo destinados de guarnición a Madrid.

Las fatigas y los peligros experimentados en común y esa fraternidad que crea la guerra habían estrechado los lazos de cariño que unían al oficial con su asistente.

III. La vi por vez primera…

En el invierno de 1862 el sol, faltando a su perversa costumbre, se portaba como un completo caballero con los habitantes de la coronada villa.

Los madrileños estaban en pleno mes de enero, y sin embargo, transcurrían semanas enteras sin que el aliento del coloso Guadarrama fuese frío y punzante, y el sol desde las ocho de la mañana esparcía en las calles un ambiente tibio que a despecho de la estación hacía recordar la primavera.

La nieve era en aquel año cosa desconocida, y las lluvias invernales habían quedado reducidas a unos cuantos chaparrones que prestaban al Ayuntamiento el gran servicio de limpiar las calles, siempre sucias.

Aquella benignidad de la naturaleza tenía asombrados a los habitantes de la Corte y uno de los que se mostraban más agradecidos era el capitán Álvarez, que como criado en la costa del Mediterráneo y en una de las ciudades más risueñas y de temperatura dulce, odiaba los días nebulosos y experimentaba una alegría casi infantil cuando la naturaleza ostentaba todos sus esplendores a la luz del sol.

En una de aquellas mañanas que parecían de primavera, el capitán viendo el rayo de sol que se filtraba en su habitación por la ventana que el fiel Perico acababa de abrir, se levantó de muy buen humor, dispuesto a aprovecharse de la benignidad de la naturaleza.

Eran las siete y hasta las diez no estaba obligado a presentarse en el cuartel. Le quedaban, pues, tres horas libres, que él pensó dedicar a un largo paseo, pues como oficial que gozaba fama de andariego aprovechaba todas las ocasiones para que, según él decía, no se le enmoheciesen las piernas.

Cuando hubo devorado su apetito a toda prueba el modesto desayuno preparado por la patrona y Perico acabó de pasar su escrupuloso cepillo sobre el poncho y el rojo pantalón, Álvarez encendió un puro y salió a la calle con todo el empaque de un hombre que se considera feliz aunque momentáneamente y que está agradecido a la naturaleza.

Bien hacía Perico en estar orgulloso del buen talante de su señor, porque no podía menos de reconocerse que el capitán Álvarez era un buen mozo, que llevaba como pocos el uniforme del ejército español.

Pisaba con la fuerza de un hombre robusto aunque algo enjuto, contoneábase con una marcialidad nada afectada y se atusaba la perilla graciosamente cada vez que se quedaba mirando a una de las muchas mujeres a quienes llamaba la atención.

¡Oh, poder de la marcial gallardía! El vizconde del Pinar, por otro nombre el alférez Lindoro, mozuelo que usaba corsé bajo el uniforme y se apretaba la cintura como una damisela mostraba gran admiración ante el capitán y confesaba que teniendo su varonil presencia y la cruz de San Fernando en el pecho, era él muy capaz de conquistar a todas las mujeres de Madrid.

—¡Y pensar —añadía el dandy— que tan mágico poder se pierde inútilmente!

Inútilmente no se perdía, pues al capitán Álvarez no le faltaban ciertos trapícheos y esto quien mejor lo sabía era Perico; pero lo cierto era que ninguna de aquellas pasiones nacidas al volver una esquina duraba más de una semana y el apuesto militar no había tenido un verdadero amor.

El capitán, expeliendo con fuerza el humo de su cigarro y con aspecto de un hombre feliz, bajó la calle de Alcalá, dirigiéndose al Retiro su paseo favorito, pues las frondosas y vastas arboledas era lo único que le consolaba de aquella desesperante aridez de los alrededores de Madrid.

Cuando entró en el gigantesco jardín por la principal avenida, se hizo la ilusión de que entraba en un vergel, pues apenas si algunos paseantes recordaban con su presencia que era aquello un terreno público.

Dos niñas jugaban al extremo de la avenida vigiladas por una vieja criada, y por el centro de aquella caminaban lentamente dos señoras elegantemente vestidas.

Álvarez fijó la vista en ellas y mientras caminaba las iba examinando sin interés alguno y con el aire distraído del hombre que mira por hacer algo.

Las veía por la espalda y sin embargo por la figura y el modo de andar adivinaba en una de ellas, vestida con capota elegante y abrigo de terciopelo, a la niña con quien la pubertad despierta el germen de la hermosura, redondeando las formas, animando la carne con el fuego de la juventud y dando a sus pasos la gracia ingenua de la mujer seductora. La otra, de andar más lento y pesado y de cuerpo un tanto obeso cubierto por vestido de negra seda y mantilla de blonda, demostraba ser una señora de mediana edad acostumbrada a ese respeto que se goza en una alta posición social.

El capitán, a fuerza de contemplar durante algunos minutos a las dos mujeres que marchaban delante de él, comenzó a interesarse y hasta sintió cierto deseo de acelerar su paso para ver la cara de la joven; pero cuando ya se disponía a realizar su deseo las desconocidas torcieron a la derecha metiéndose por una estrecha calle de árboles.

Cuando Álvarez llegó a la embocadura de ésta vio a las dos mujeres que se alejaban y durante algunos instantes estuvo dudando si debía seguirlas. Pero no tardó el capitán en sentirse atraído por el deseo de dar un paseo a solas como era su gusto y desistió de ver la cara a la joven. ¿Para qué? Al fin era una de tantas y bastante había hecho el oso en sus tiempos de cadete para ir ahora en seguimiento de unas faldas.

Álvarez siguió la avenida y llegó al estanque apoyándose en la barandilla y entreteniéndose como un muchacho en silbarles a los cisnes que como navios de nieve surcaban el terso cristal de agua majestuosamente.

El capitán sentíase embriagado por aquella naturaleza que ostentaba todas sus galas compatibles con el invierno. En el fondo del estanque reflejábase el azul del cielo, al que el exceso de luz daba un tinte blanquecino; los árboles brillaban heridos por el sol, los rasguños de sus cortezas parecían frescas heridas manando sangre y los rayos de oro, filtrándose por entre el ramaje, colgaban de los ropajes de sombras que envolvían las estatuas deslumbradores harapos de luz.

Las hojas secas caídas en el suelo era lo único que estaba allí atestiguando el invierno, pero movidas por el fresco vientecillo rodaban velozmente y persiguiéndose buscaban un rincón oscuro donde esconderse como comprendiendo que eran notas disonantes en aquella deslumbradora sinfonía de la naturaleza.

Los gorriones, eternos parásitos de aquel inmenso palacio de verdura, pisaban alegremente conmovidos por la hermosura que aquel día tenía su habitación y como si estuvieran convencidos de que en un día tan esplendoroso los hombres no podían ser malos, abandonaban los huecos de los altos troncos con noble confianza y corrían a saltos los enarenados paseos, contentos con poder resarcirse de las largas noches de lluvia o de nieve pasadas en aquellos árboles con la cabeza bajo las alas y sin otro abrigo que las temblonas plumas.

Álvarez estaba en éxtasis y parecía embriagado por el perfume incitante de la naturaleza, que mostrándose tan hermosa en pleno invierno, parecía una dama de edad madura sacando a luz tesoros de belleza escondidos para deshacer la mala impresión de su ajado rostro.

El capitán experimentaba idénticas sensaciones que cuando se sentía impulsado a escribir aquellos versos que tanta fama le valían en el regimiento.

La hermosura de la naturaleza le producía dulces desvanecimientos y en aquellos instantes no se acordaba ya de su uniforme ni de la gloria militar tan ambicionada. Era una cosa bien triste que en un mundo tan hermoso se exterminasen los hombres y vinieran a turbar la dulce tranquilidad de los campos con los estampidos del cañón.

Álvarez, a pesar de sus bélicas aficiones tan arraigadas, reconocía que la paz era para los mortales el más supremo bien, y que constituía un sacrilegio contra la naturaleza, madre común de todos los seres, el ensuciar con sangre humana por culpa de viles pasiones, los terciopelos y los vasos, los barnices y el oro, que surgiendo de las entrañas de la tierra, derramábanse sobre ella formando una espléndida vegetación.

Dominado por la abstracción que en él producían tales reflexiones, se sentó en un banco de piedra, y allí contemplando con el mismo arrobamiento que un árabe soñador las tornasoladas vedigas de azulado humo que su cigarro arrojaba en el espacio, permaneció mucho tiempo rodeado por el silencio augusto de la arboleda, sólo interrumpido por el rumor de la cercana ciudad que se despertaba, o el ric-ric de alguna hoja seca dando volteretas al impulso de la invernal brisa.

Más de media hora permaneció Álvarez en esta actitud, gozando la dulce monotonía de la naturaleza. Un gorrión que saltó junto a él, sin duda atraído por los colores del uniforme y el brillo del sable, le sacó una vez de su abstracción, después fue una niña que pasó corriendo no sin sonreírle graciosamente con esa admiración que los pequeños sienten por los militares, y al fin el chasquido de la arena al ser pisada, hizo despertar su atención.

Levantó la cabeza y vio a pocos pasos a las dos señoras que marchaban delante de él a la entrada del Retiro.

Una, la más vieja, después de examinarle de pies a cabeza con una mirada altiva y dura, volvió sus ojos a otra parte con marcada indiferencia, mientras la joven le contemplaba con inocente curiosidad que sólo duró cortos instantes.

Álvarez pudo entonces examinar bien a su sabor a las dos señoras.

La joven no parecía tener más de diecisiete años, a pesar de su gallarda estatura y de sus gallardos contornos, que delataban a la mujer ya formada. Bajo su capota blanca con lazos rojos, brillaban unos ojos negros y de intenso brillo, que se destacaban sobre un rostro sonrosado y de delicada transparencia, propio de un temperamento sanguíneo y de una salud a prueba de todos esos delicados achaques propios de la juventud aristocrática. Vestía con gran elegancia, andaba con distinción natural y todo en ella delataba a la mujer que por su nacimiento vive alejada de las miserias de la vida y ha sido educada para agradar y distinguirse entre las de su sexo.

La señora que la acompañaba no inspiraba igual sentimiento de tierna simpatía, a pesar de que su aspecto era correcto hasta la exageración. Viéndola, no podía menos de recordarse a las viejas señoras feudales de los dramas románticos, enorgullecidas con su nombre y haciendo esfuerzos en todas ocasiones para ostentarlo con la más suprema dignidad.

Su vestido negro, su mantilla, y el bolsón de terciopelo pendiente de las enguantadas manos, daban a su figura cierto ambiente de devoción elegante, y en su rostro mofletudo, rubicundo, con tonos violáceos y adornado con una nariz larga y pesada como las que son rasgo distintivo de los Borbones, leíase el orgullo de raza, el convencimiento de que la ley de castas es un hecho, y el desprecio a todos los seres de clase inferior, destinados a sufrir la deshonrosa vergüenza de no poseer pergaminos ni poder ostentar a continuación de su apellido un título retumbante.

Pasaron las dos señoras erguidas y con aire indiferente ante el capitán, que las miraba con una insistencia algo incorrecta.

Álvarez, mirándolas otra vez por la espalda, se decía que la joven era de lo más hermoso que él había visto, y sin poder explicarse el porqué, volvió nuevamente a sentir el deseo de seguir a aquella mujer encantadora.

¡Qué diablo! Él era un muchacho todavía, y aunque fuese capitán no le estaba prohibido hacer lo mismo que en sus tiempos de cadete. Además, todo buen español tiene el deber de ir detrás de los primeros pies bonitos que encuentre al paso, y había que reconocer que los de aquella joven eran dignos de ser cantados por lord Byron.

Se sentía atraído por aquel rostro que deslumbrador había pasado ante él envuelto en la blanca nube de la capota y se propuso saber quién era aquella beldad y contemplarla de frente otra vez.

El sonido que produjo el sable al chocar contra el banco de piedra, hizo que la joven ladease un poco la hermosa cabeza viendo con el rabillo del ojo y con esa disimulada atención que nadie enseña a las niñas y que todas poseen, cómo el militar se ponía en pie y estirando su poncho para evitar arrugas antiartísticas, seguía sus pasos aunque procurando conservar una corta distancia.

La vieja señora debió notar también aquella persecución iniciada por el militar, pues en vez de seguir a lo largo del estanque, torció repentinamente entrando con la joven en un estrecho paseo.

El militar, siguiéndolas, entró también en el paseo arreglando su paso al lento de las dos mujeres.

A Álvarez no dejaba de hacerle alguna gracia aquella persecución de una joven bonita, impropia de su carácter y sus costumbres. Aquella insignificante aventura era suficiente para que en el cuarto de banderas bromearan con él semanas enteras si es que por su desgracia le sorprendía algún compañero entregado a tal persecución. Realmente era indigno del capitán Séneca, a quien algunos tenían por un Napoleón del porvenir, pasar la mañana siguiendo los pasos de una muchacha bonita.

Pronto el militar dejó de pensar en tales cosas, y olvidándose de cuanto pudieran decirle sus amigos si es que alguno le veía, fijó toda su atención en la joven convenciéndose de que ésta de vez en cuando le miraba con creciente curiosidad.

Con ese arte, especial privilegio de la juventud, de mirar atrás sin aparentarlo y sin volver la cabeza más que de un modo imperceptible, la joven examinaba a su perseguidor con rápidas ojeadas y no debía disgustarle su aspecto por cuanto volvía nuevamente a su ocular y disimulada observación.

La señora que la acompañaba no debía experimentar igual impresión, por cuanto varias veces volvió la cabeza con ademán altivo enviando al capitán el feroz relampagueo de su irritada mirada.

Pero no era Álvarez hombre capaz de intimidarse ante aquellas manifestaciones de enfado, pues maycrres las había sufrido en sus tiempos de cadete de parte de algunas mamás toledanas, cuando iba en seguimiento de cuantas señoritas encontraba en las calles de la imperial ciudad.

La madura señora no estaba de humor para aguantar aquel espionaje que iba tomando el carácter de iniciación amorosa. Álvarez la vio hablar con la joven con gesto avinagrado como riñéndola por la curiosidad que demostraba y que daba al perseguidor mayores ánimos, y tras la rápida filípica las dos apresuraron el paso saliendo inmediatamente del Retiro.

En las calles de Madrid, Álvarez se hizo más audaz. Aprovechando la gran concurrencia de transeúntes llegó a acercarse tanto a las dos señoras, que casi les puso la cola del vestido y así pudo aspirar el fino perfume que exhalaba el cuerpo de aquella niña con todas las seducciones de la mujer.

Estaban en la calle de Atocha y las dos mujeres apresuraban el paso. La joven ya no miraba al capitán cuya presencia sentía a sus espaldas; pero la señora mayor volvía continuamente la cabeza y le miraba cada vez con mayor expresión de odio, como si quisiera anonadarle con la majestad de sus furiosos ojos.

Llegaron las dos al portal de una casa de reciente construcción que, aunque no desmesuradamente grande merecía el nombre de palacio por la elegancia artística de su fachada; y entraron en él siendo saludadas con gran respeto por el portero, hombre obeso embutido en un gran casacón con botones dorados.

Aquella era indudablemente su casa.

El capitán, deseoso de alcanzar la última mirada de la joven y ver una vez más su rostro, se colocó con bastante descaro sobre el umbral y vio cómo las dos señoras comenzaban a ascender por la gran escalera de mármol con balaustradas doradas que arrancaba del fondo del patio.

No se había equivocado Álvarez al suponer que aún le miraría la joven, pues ésta, al llegar al gran rellano convertido casi en jardín, donde la escalera bifurcaba en dos ramas, se detuvo algunos instantes y fijó sin turbación en el capitán sus ojazos tranquilos en los que se adivinaba una naciente simpatía.

La otra señora, que subía más pausadamente, también se detuvo en el rellano, y al volver la cabeza y ver al militar plantado audazmente en el centro de la puerta, su rostro se coloreó con los tintes violáceos de la más sofocante indignación.

Mientras su joven acompañante desaparecía en una rama de la escalera, ella quedó algunos instantes inmóvil como enclavada en el mármol por el furor, y al fin, con voz de tono grave y temblorosa por la rabia, dejó rodar una palabra en la que resumía toda su cólera:

—¡Mamarracho!

—Muchas gracias, señora —contestó Álvarez sonriente y con entonación exageradamente galante, al mismo tiempo que hacía un saludo militar.

Y sin preocuparse por las foscas miradas del gordo portero, permaneció sobre el umbral hasta que hubo desaparecido en lo alto de la escalera aquel vestido de seda, rígido, majestuoso y soberbio como la toga de la justicia.

IV. Quién es ella

El alférez Lindoro, conocido en el mundo con el nombre de vizconde del Pinar, estaba a medio día con un humor de todos los diablos.

Metido en el cuarto de banderas, sufría un arresto de veinticuatro horas que le había impuesto el coronel por ciertas insignificantes faltas en el servicio, y desahogaba su mal humor echando pestes contra todo el mundo y maldiciendo la hora en que a su familia se le ocurrió dedicarlo al ejercicio de las armas y en que el gobierno tuvo la idea de dar el mando de un regimiento a un ordinariote que no hacía caso de recomendaciones, que no respetaba al representante de una de las casas nobles más antiguas de España, y que quería que todas las cosas del cuerpo marchasen con la regularidad de un reloj, aunque para ello tuviera que arrestarse a sí mismo.

La desesperación del alférez obedecía principalmente a la soledad en que estaba y que tendría que sufrir hasta las seis de la tarde hora en que terminaba el arresto.

El capitán de guardia era el único que le acompañaba y éste era un pobre hombre taciturno incapaz de ensartar seis palabras seguidas y que no tenía otro tema de conversación que las costumbres de Filipinas, donde había estado muchos años.

Tendido en un sofá con trágica desesperación y entreteniéndose en contar las pulsaciones del tiempo que marcaba el péndulo del reloj, el alférez pasaba las horas aguardando, como quien espera la más suprema felicidad, la llegada de algún oficial joven que por la fuerza de la costumbre fuera a pasar un rato en el cuarto de banderas.

Por esto cuando vio entrar al capitán Álvarez el vizconde se levantó de un salto, agradeciendo a la casualidad el feliz envío que le hacía.

Justamente en todo el regimiento Álvarez era el único que escuchaba las sandeces del alférez sin burlarse de ellas de un modo cruel; bien es verdad que el capitán se divertía oyendo los razonamientos de aquel ser superficial e insignificante, pero el vizconde era lo suficientemente obtuso para no enterarse de que su compañero le consideraba como un objeto de risa.

Álvarez aceptó el cigarro que le tendía el vizconde, y se sentó a su lado.

—Chico —dijo éste—. No puedes figurarte cuánto agradezco tu visita. ¿Vienes a acompañarme, verdad? Estoy aburridísimo y te aseguro que si me arrestan otra vez, pido mi baja en el ejército. ¿Deseas algo? ¿Has almorzado ya? ¿Quieres tomar café u otra cosilla? Nos lo traerán del café cercano: tengo cuenta abierta.

Esteban tuvo que hacer grandes esfuerzos para impedir que el alférez, deseoso de retenerle, pidiera todas las bebidas del próximo café, y cuando el vizconde se hubo tranquilizado después de pedir a un ordenanza que trajese una botella de ron y copas, Álvarez abordó el verdadero motivo que le había llevado allí.

—Oye, Lindoro —dijo el capitán Álvarez—. ¿No conoces tú a toda la aristocracia de Madrid?

—Sí, querido —contestó el alférez con fatua complacencia, pues su mejor gusto era ostentar las ventajas sociales que le daba su nacimiento—. Conozco todo el mundo elegante de la Corte y no hay casa de algún ilustre que yo no visite. Ya ves que con mi nombre y mi fortuna bien puede uno gozar alguna consideración en la alta sociedad.

—Tengo que solicitar tu ayuda para una noticia que me interesa adquirir.

—Habla, que yo te contestaré si es que puedo.

—¿Tratas alguna familia que viva en la calle de Atocha?

—Dos hay allí que yo conozco. ¿Sabes el número de la casa?

—No he podido fijarme en él, pero te daré las señas. Es un edificio de reciente construcción que está a la derecha subiendo por la parte de…

—Basta, no sigas. Ya sé qué casa es. En ella vive el conde de Baselga, un señor millonario, algo retirado del gran mundo y que sólo asiste de tarde en tarde a las fiestas de palacio. Tiene una hija muy hermosa.

—Eso —dijo Álvarez con satisfacción.

—¿La conoces, acaso?

—La he visto una vez, nada más.

—Y te gusta, ¿eh?… Chico, tienes buen gusto, pues la muchacha no puede ser más lista. Aquí, para entre nosotros, debo manifestarte que yo he tenido mis proyectos sobre ella. Me gustaba su hermosura y más aún los millones de su padre.

—¿Y qué has alcanzado? —preguntó Álvarez con ansiedad mal disimulada.

—Nada, chico. La muchacha es algo tonta y se rió de mí en un baile de palacio, donde entre dos rigodones le espeté mi declaración. Ya ves que esto supone cierto grado de imbecilidad: burlarse de un muchacho como yo que aunque no soy muy rico, tengo un título respetable como pocos y una figura no despreciable. Lo único que se me puede censurar es mi cortedad de vista, pero los lentes dan siempre cierto chic que hacen a un hombre interesante. ¿No es verdad, Esteban?

El capitán contestó con una débil sonrisa.

—Quisiera —continuó el alférez— que tú probases a rendir esa beldad que tiene el corazón no de mármol, como dicen los poetas, sino de alfarería. Tal vez seas más afortunado y cree que harías un negocio redondo si lograras casarte con ella, pues el viejo don Fernando, su padre, debe tener enterradas a montones las peluconas. Vaya, anímate y a ver si consigues dejar pronto esta endiablada profesión militar para convertirte en millonario.

Álvarez permaneció silencioso algunos instantes y al fin preguntó a su amigo:

—¿Quién es esa señora que acompaña a la condesita? ¿Es su madre?

—El conde es viudo. Ha sido casado dos veces y su segunda esposa murió hace ya bastantes años dejando dos hijos: un niño enfermizo al que veo pocas veces y esa muchacha que tanto te gusta. La señora de que hablas debe ser una hija que tuvo el conde de su primer matrimonio y de la que se cuentan ciertas historias. ¿Cuáles son sus señas?

El capitán describió a su modo la figura rígidamente majestuosa y el rostro avinagrado de la señora que tan furibundas miradas le había lanzado aquella mañana y el vizconde se apresuró a contestar:

—Sí; eso es. Describes muy bien el gesto de pocos amigos que eternamente lleva en su rostro doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una solterona que aborrece al mundo, odia a la juventud y se dedica a la devoción, entregada en cuerpo y alma a los jesuitas, lo que le consuela de no haber encontrado en su juventud un hombre que quisiera hacerla su esposa. Cree que la tal señora es un basilisco y que es muy peligroso hacerle el amor a su hermanastra, sólo porque ha de rozarse uno con ella. Es un manojo de espinas custodiando a una rosa. ¡Eh! ¿Qué tal te parece la frasecilla?

—Muy bien —dijo Álvarez sonriendo con toda la bondad que merecía aquel imbécil—, ¿y quién es la rosa?

—¡Quién ha de ser! Enriqueta.

—¡Ah! ¿Se llama Enriqueta la hija del conde de Baselga?

—Sí, hijo mío. Enriqueta Baselga de Avellaneda, y será condesa si se muere su hermanito como es de esperar en vista de sus continuas dolencias o si se hace cura lo cual es aún más probable en vista de las aficiones que le ha inculcado la santurrona de su tía.

El alférez Lindoro se entusiasmaba hablando de aquella familia que era muy rara, sí, una de las más raras de la Corte. Según él, el padre era un hurón siempre metido en su casa, refractario a toda diversión y sin otro placer que una excursión en verano a sus posesiones de Castilla, donde hacía la vida de un modesto agricultor. En cuanto a la baronesa de Carrillo, era la primera beata de la Corte, el brazo de que se valían los jesuitas para mover la aristocracia devota en favor de lo que a ellos les convenía, y los dos muchachos, hijos del segundo matrimonio, el enfermizo Ricardito y la hermosa Enriqueta, no pasaban de ser dos monigotes sin voluntad, que maldito el papel que harían en el mundo.

El vizconde se expresaba de este modo, y Álvarez escuchaba con gran atención todas sus palabras deseoso de conocer a fondo la familia de la que formaba parte aquel hermoso ser que tanto le interesaba.

—El conde, créelo —continuaba el alférez—, es un hombre de historia, y nadie, al verle tan austero y de genio eternamente atrabiliario, creería que en su juventud fue uno de los más terribles calaveras de la corte de Fernando VII. Ha sido de la Guardia Real, después mandó en el Norte un regimiento de lanceros carlistas, estuvo emigrado en París y allí se casó por segunda vez con la hija de un afrancesado; una muchacha enfermiza que tenía los millones a puñados. Su primera esposa fue la baronesa de Carrillo una locuela americana que conocía demasiado íntimamente a Fernando VII, y si alguien lo duda, ahí está para atestiguarlo la actual baronesa de Carrillo, que no es capaz de negar a su padre ¿Te has fijado en aquella nariz? ¿No es verdad que da ganas de cantar aquello de ese narizotas, cara de pastel con que los rojos del tiempo de Riego daban serenata al padre de Isabel II?

Álvarez sonrió ante la malicia del alférez, y repasando en su memoria el rostro de la baronesa, se convenció de que, efectivamente, algo había en él que recordaba la cara del rey chulo.

—¡Si supieras cuánto se ha hablado en la alta sociedad acerca del conde de Baselga! Se le atribuyen cosas estupendas, y hasta hay quien dice que mató a su primera mujer. No sé lo que pueda haber en esto de cierto, pero seguramente no merecía grandes cariños aquella buena pieza que, engañando a su marido, se acostaba con don Fernando para echar al mundo un nuevo ejemplar de su persona. Si el conde mató a su esposa, hizo muy bien, y prueba de ello es que, a pesar de lo que se murmura en la alta sociedad, lo reciben con grandes muestras de consideración y los padres jesuitas se hacen lenguas de su piedad y de sus sentimientos caballerescos.

Álvarez sentía cada vez mayor curiosidad por saber la historia de la familia de Enriqueta.

—¿Y con su segunda esposa —preguntó—, fue tan desgraciado el conde?

—Todo lo contrario. Doña María Avellaneda era una mujer casi insignificante. Su modestia y su humildad formaban contraste con sus riquezas y su alta posición, pero era tan dulce y tan bondadosa, que Baselga se enamoró de ella como un loco. Recién casado vino a España acogiéndose a uno de los indultos que el Gobierno dio a los carlistas, y estableció su casa en la calle de Atocha negándose a habitar la casa que en la calle del Arenal tenía su hija mayor, heredada de su madre la baronesa de Carrillo. Como la fortuna de que disponían el conde y su esposa era grande, gastaron como unos príncipes, y durante sus primeros años de matrimonio asombraron con su lujo a todo Madrid. Las elegantes costumbres francesas que hoy seguimos en la alta sociedad, ellos fueron los primeros en generalizarlas y la condesa, a pesar de su modestia y de que se preocupaba más de una visita a los pobres que de un baile, fue durante mucho tiempo la reina de la moda. Primero tuvieron una hija, esa muchacha que te ha vuelto los cascos la primera vez que la has visto.

—Pero —interrumpió el capitán—. ¡Si yo no he dicho que esté realmente enamorado de esa joven!

—Bueno, pues lo estarás. Es una chica de la que se enamoran todos. Conste, pues que estás prendado de ella… Como te iba diciendo, primero tuvieron a Enriqueta, y a los cuatro años de matrimonio a ese Ricardito que, a pesar de no abultar más que una mano de almirez y de no servir para otra cosa que rezar de la mañana a la noche, costó la vida a su madre.

—El conde sentiría mucho su segunda viudez.

—Su dolor fue inmenso. Amaba de veras a su esposa, y más que como marido la lloró como un muchacho romántico a quien se le muere la novia. Estuvo más de un año sin salir a la calle, y hasta se susurró en Palacio que pensaba hacerse cura y entrar en la Compañía de Jesús. Afortunadamente el amor a sus hijos pudo más que su pesar, y acabó por volver a hacer una vida normal, aunque mostrando gran repugnancia a asistir a aquellas fiestas en que tanto brillaban antes su esposa y él.

—¿Y su hija, vive también en tal retraimiento?

—Vive con menos rigidez y sale bastante de casa, gracias a su hermanastra, la baronesa, que, aunque beata, es bastante andariega, y se pasa el día en juntas de cofradía y patronatos píos o haciendo visitas a los más elocuentes predicadores de la Compañía. Si quieres verla a menudo, hazte beato y visita las sacristías. Además, también asiste a los bailes de Palacio o a los que se celebran en casa de algún individuo de la antigua nobleza. En cuanto a las reuniones en los palacios de los banqueros o de esa aristocracia dorada cuyos ascendientes se pierden en las telarañas de un mostrador, no esperes encontrar allí a la familia de Baselga. El conde es inflexible en sus opiniones y no quiere transigir con nada de lo creado por la revolución. Ya que asiste a pocas diversiones quiere que éstas no supongan una abdicación en sus arraigados principios.

Y el alférez seguía relatando con abundancia de detalles la vida de la familia de Baselga, sus costumbres y las relaciones que más fielmente sostenía.

—El conde tiene muy pocos amigos. En vida de su mujer daba fiestas a una sociedad muy escogida en esa casa de la calle de Atocha que tú conoces, pero desde que aquella murió los salones han quedado cerrados y muy de tarde en tarde recibe alguna visita por puro cumplimiento. Quien más influencia tiene en aquella casa es un célebre jesuíta, el padre Claudio, que también es gran amigo de mi familia. Yo pensé valerme de él para que me facilitara el ser novio de Enriqueta y estaba muy confiado, pues el tal jesuíta es un casamentero de primera fuerza; pero en vez de ayudarme lo que hizo, apenas le expuse mi pretensión, fue encajarme un sermón muy dulce, pero que me dolió en el alma, diciéndome que yo era hombre capaz de derrochar en unos cuantos meses la fortuna más grande del mundo, y que por esto no se hallaba él dispuesto a recomendarme a ninguna joven que apreciase. Si piensas intentar la conquista de Enriqueta, empresa que es difícil, procederías muy cuerdamente haciéndote amigo del padre Claudio, que manda en el conde, en la baronesa y en todas las personas de la casa.

El capitán acogió con sonrisas estas indicaciones del vizconde.

—¿Te ríes, eh? Pues no harás nada si dejas de seguir mis consejos. Soy hombre experimentado aunque nadie lo quiere creer en el regimiento y sé lo que debe hacerse en estos casos. Además, si quieres ver a Enriqueta tal vez encuentres ocasión algunas tardes si vas a menudo al paseo de la Castellana. Algunas veces el conde de Baselga se acuerda de lo que fue, siente la nostalgia de sus buenos tiempos cuando galopaba al frente de un escuadrón de la Guardia, y monta a caballo para acompañar a su hija que es la muchacha que en Madrid mejor sabe manejar una yegua. En esto no desmiente su procedencia y demuestra que por sus venas corre la sangre de un hábil y valiente jefe de caballería. Yo en tu lugar alquilaría un caballo, aunque esto se lleve una parte importante de la paga, e iría todas las tardes a la Castellana. No sería difícil que de este modo consiguieses llamar la atención de Enriqueta que admiraría más a un buen mozo, como tú lo eres, viéndolo sobre un brioso caballo.

La conversación entre los dos militares comenzó a languidecer. El alférez, que tanta ansia sentía poco tiempo antes de desahogar el cúmulo de palabras almacenadas en su menguado cerebro, coronaba todos sus párrafos con una copita de ron y al poco rato fue sumiéndose en una calma beatífica de la que no le sacaba su compañero, el cual solamente contestaba con monosílabos y sonrisas.

El vizconde acabó por extender sus piernas con estremecimientos voluptuosos sobre el viejo sofá del cuarto de banderas buscando la mejor posición para echar un sueñecito y que transcurrieran aún más velozmente las horas que le quedaban de arresto.

Álvarez sabía ya todo lo que deseaba y comprendiendo que su fatuo compañero no le diría más, se dispuso a salir.

—¿Te vas ya, chico? —dijo el alférez con voz indolente.

—Sí. Te hago el favor de dejarte solo. Que duermas bien y no sueñes con el coronel.

—Gracias. Y en cuanto a enamorarse de esa muchacha, piénsalo bien. Es una barbaridad de la que llegarás a arrepentirte; pero en fin, si te empeñas en quererla y la cosa no tiene remedio acuérdate de mi consejo. Hazte amigo del padre Claudio que con su apoyo hasta un barrendero podría aspirar a la mano de una infanta de España.

V. Se eclipsa el astro

Era una continua obsesión la que ejercía el recuerdo de Enriqueta en el capitán Álvarez.

Aquellos ojos negros brillando bajo el encaje de una capota blanca, eran una imagen fantástica, una eterna aparición que turbaban la santa tranquilidad en que hasta entonces había vivido el capitán.

No podía ver en la calle un sombrero femenil como el de Enriqueta o un traje semejante o una mujer que mirada por la espalda presentase un aspecto parecido, sin que al momento corriese en su seguimiento para sufrir después una dolorosa decepción que le ponía triste y malhumorado durante algunas horas.

Un día, a la puerta de la iglesia de San José, encontró a la baronesa de Carrillo con su traje negro, y su majestuoso aspecto de beata elegante. Iba sola, pero a pesar de esto, Álvarez, por un irreflexivo instinto, la siguió como si fuese su hermanastra, y únicamente cuando la baronesa, después de un paseo de algunas horas por las calles de Madrid, entró en su casa no sin antes lanzar a su perseguidor unas cuantas miradas de ultrajante orgullo, fue cuando comprendió el capitán que había hecho una barbaridad.

Conforme avanzaba el tiempo y transcurrían los días sin ver a aquella joven que tanto le había impresionado en el Retiro, Álvarez sentíase más tenazmente dominado por aquella pasión y dedicaba a ella toda su existencia.

El que era citado en el regimiento como modelo de oficiales puntuales comenzaba a descuidar los actos de servicio y se mostraba distraído hasta el punto de que algunos compañeros le sorprendieron en el cuarto de banderas rasgueando al dorso de los partes de los subalternos letras enrevesadas y fantásticas que unidas formaban un nombre: Enriqueta.

Las noches que llovía el capitán volvía a casa, calado hasta los huesos, ni más ni menos que un paciente mozo de cuerda que espera en la esquina quien le dé trabajo, lo que obligaba a su fiel asistente Perico a hacer mil conjeturas, todas a cual más disparatada.

Para el asistente no pasaba desapercibido que su amo sufría un trastorno que turbaba su vida hasta entonces tan regular y monótona, y con el picaresco olfato adquirido en el roce con las gentes de su clase, adivinaba que en todo aquello «habían faldas de por medio».

Una circunstancia le afirmaba cada vez más en esta creencia y era que algunas mañanas al limpiar el cuarto de su señor encontraba sobre la mesa pliegos de papel cubiertos de renglones desiguales que el asistente, con la torpeza propia del que en su niñez sólo llegó a adivinar en la escuela lo que podía ser la lectura, iba descifrando. De este modo supo Perico que su amo pasaba las noches haciendo versos y que éstos siempre iban dirigidos a una tal Enriqueta, nombre que el asistente no adivinaba a quién pudiera pertenecer por más que repasaba en su memoria todas las señoritas cursis, hijas de pupileras y modistillas con quienes el capitán había distraído el tedio de la vida de guarnición.

Efectivamente, Álvarez combatía la tristeza que de él se apoderaba apenas se encerraba en su habitación, escribiendo versos a la hija de Baselga, a quien sólo una vez había visto y cuando no desahogaba de este modo su fiebre amorosa iba a situarse en la calle de Atocha, y transcurrían para él las horas paseando la acera de enfrente de la casa del conde siempre acechando una ocasión para contemplar el rostro de Enriqueta.

El carácter tenaz e impresionable de Álvarez se revelaba en aquella ocasión en toda su plenitud.

Ni las lluvias, ni el frío, ni la insolente curiosidad de los vecinos, conseguían apartarle de aquella continua observación, de aquel implacable acecho llevado a cabo sin ningún plan ni propósito fijo.

Todo lo que las curiosidades de los transeúntes y las furibundas miradas del grueso portero de la casa de Baselga, lograron de la tenacidad del joven capitán, fue que éste se despojase de su uniforme para ser menos notado y que vestido de paisano siguiese paseando la calle con todo el aspecto de un poeta bohemio a quien le sienta mal la ropa.

No recompensaba el éxito la tenacidad que en aquel asedio amoroso mostraba el capitán.

Algunas veces logró contemplar en uno de los balcones del piso principal, por muy breves instantes, a la hermosa Enriqueta vestida en traje de casa; pero estas apariciones fueron poco frecuentes y, en cambio, todas las tardes veía pasar tras los cristales de alguna ventana los coléricos ojos de la baronesa y su boca contraída por un gesto de rabia.

Otro ser llamaba también la atención del enamorado capitán y era un muchachuelo como de trece años alto, flacucho, de constitución anémica, de rostro pálido mate, pero con ojos vivos y hermosos que recordaban los de Enriqueta.

Era el hermanito, aquel ser débil y fanatizado que, según las revelaciones del alférez Lindoro, estaba destinado a servir a la Iglesia.

Álvarez, plantándose audazmente frente al balcón, le miraba con aquella simpatía que le inspiraban todos los seres que rodeaban a la mujer amada; pero el muchacho fijaba en él los ojos con aire de extrañeza y al fin se retiraba con el mismo aire de una niña que se ve contemplada con curiosa insolencia.

Una tarde, a la misma hora en que Álvarez puesto de uniforme y cubierto de polvo del campo de maniobras, en que había hecho el ejercicio su regimiento, volvía con el propósito de pasar una sola vez por la calle de Atocha, animado por la vaga esperanza de ser más afortunado que otras veces y contemplar a Enriqueta, vio salir del portal de la casa de Baselga dos briosos caballos montados por una airosa amazona y un señor de marcial figura y pelo cano.

Eran Enriqueta y su padre que se dirigían a la Castellana.

El conde de Baselga estaba algo maltratado por la edad, pero no había perdido su antiguo aspecto. Su rostro a fuerza de estar curtido tenía un tinte cobrizo, sus patillas eran canas y su abdomen demasiado prominente para un gallardo jinete; pero a pesar de esto todavía resultaba una hermosa figura moviéndose al compás del paso de su cabalgadura.

Junto a él con el rostro grave y sin que entre ambos se cruzara la más leve palabra, iba la hermosa Enriqueta a cuya figura daban aún más realce la negra amazona que marcaba todas las líneas de su busto escultural y el gracioso sombrerillo del que colgaba el blanco velo que envolvía como una nube su rostro.

Baselga marchaba al lado de su hija en actitud rígida e indiferente, pero de vez en cuando la examinaba con rápida mirada y en su rostro marcábase una expresión momentánea de satisfacción.

En aquel hombre notábanse dos orgullos satisfechos: el de padre y el de viejo soldado, y al par que admiraba la gracia de la hija, mostrábase contento por la pericia de aquella discípula que hacía honor a sus lecciones manejando el caballo de un modo magistral.

Cuando los dos jinetes pasaron cerca del capitán, el conde le miró con esa instintiva y rápida atención que merecen los oficiales jóvenes a todo militar viejo, y Enriqueta al conocerle volvió rápidamente la cabeza, como si quisiera evitar la indiscreción de una mirada.

De poder realizar sus deseos, el capitán hubiera seguido a los dos jinetes que se alejaban, pero le era imposible encontrar inmediatamente otra cabalgadura y en aquel momento se propuso cumplir los consejos del alférez Lindoro y juró que desde el día siguiente se presentaría a caballo todas las tardes en la Castellana, a pesar de que montaba muy mal.

Cuando aquella noche su asistente Perico recibió la orden de tener preparado para el día siguiente a las tres de la tarde un buen caballo, el pobre muchacho abrió los ojos desmesuradamente en señal de extrañeza y se afirmó en su creencia de que al señorito le sucedía algo gordo. Sabía él que el capitán no era un modelo de jinetes y no podía explicarse su repentino deseo de exhibirse en las calles de Madrid montado en un rocín de alquiler.

Pero Perico tenía la costumbre de obedecer las órdenes sin replicar, evitando a su amo preguntas superfluas, y en la tarde del día siguiente tuvo en la puerta de la calle el caballo que el capitán deseaba.

Álvarez, aunque no fuera gran jinete, presentaba sobre el caballo una figura aceptable y al pasar por la calle de Atocha consiguió que el portero de casa de Baselga le mirara con extrañeza, como si no comprendiera el motivo por el cual un oficial de infantería se convertía en plaza montada.

La tarde entera pasó el capitán en la Castellana llevando su caballo unas veces al trote y otras al galope para distraer el tedio que de él comenzaba a apoderarse y no vio entre la turba de paseantes un rostro amigo ni distinguió en los pelotones de elegantes jinetes a Enriqueta y su padre.

Sin duda al conde de Baselga le había dado aquel día por no salir o la baronesa se había empeñado en llevarse a Enriqueta a alguna junta de cofradía. Total: que la fatalidad se burlaba del capitán el cual por ver de cerca a la linda joven se resignaba a galopar una tarde entera (diversión que le agradaba poco), por entre una turba de elegancias imbéciles que le miraban con extrañeza y parecían preguntarse con los ojos: ¿quién es éste?

No por esto se desalentó Álvarez; tenaz como siempre en sus propósitos siguió alquilando un caballo todas las tardes y con la fatalista pasividad de un moro aguardó paseando por la Castellana la aparición de aquella mujer que parecía haber pasado tan sólo ante sus ojos para engendrar un indefinido deseo que fuese su tormento.

Una semana después, en una tarde que nada tenía de hermosa, pues el cielo estaba cubierto de plomizos celajes y soplaba un viento frío con conatos de huracán, vio Álvarez a lo lejos venir hacia él, a todo el galope de sus briosos caballos, a Enriqueta y su padre.

El capitán experimentó gran emoción y tan turbado quedó, que por un movimiento instintivo detuvo su caballo.

Plantando su cabalgadura en el centro del paseo, vio el capitán llegar a los dos hábiles jinetes que pasaron por su lado con la violencia de una tromba.

Estaba Álvarez en tan extraña actitud que forzosamente había de llamar la atención y tanto el conde como su hija se fijaron en él, reconociéndolo inmediatamente.

Para Baselga aquel joven capitán no era un desconocido ni resultaba ser casual aquel encuentro en el paseo y buena prueba de ello fue que, al pasar cerca de Esteban y reconocerlo frunció el cano entrecejo, lanzándole una mirada fría y orgullosa. Sin duda su hija la baronesa, le había dado cuenta de que un capitán cuyas señas le detallaría, asediaba a Enriqueta ejerciendo una continua persecución amorosa que se estrellaba ante el retraimiento en que vivía la joven.

Ésta también se fijó en Álvarez, pero su presencia sólo le arrancó aquella mirada mezcla de extrañeza e indiferencia que era en ella peculiar.

El capitán, repuesto inmediatamente de su impresión, lanzó su caballo en seguimiento de los dos jinetes y así corrió dos veces el paseo llamando la atención de algunos transeúntes.

Álvarez, ocupado en contemplar las espaldas de su amada y su hermoso talle lo más cerca posible, no pensaba en las conveniencias ni el disimulo que debe observase en materia de amores y desconocía el efecto que causaban aquellas imprudencias.

A Enriqueta no debía disgustarle del todo aquella adoración tan audaz y despreocupada, por cuanto varias veces volvió la cabeza y miró fijamente al capitán con aire entre ofendido y risueño; pero al conde, a quien no pasaban desapercibidas tales demostraciones, no le resultaban tan gratas las continuas audacias del militar, demostrándolo con rápidas ojeadas que lanzaba al insolente.

Aun dieron otra vuelta por el paseo los dos elegantes jinetes seguidos siempre por el amoroso apéndice. El conde esperaba que el militar se cansase de la persecución; pero en vista de su tenaz importunidad, comenzó a sentirse dominado por aquella cólera que tan terrible le hacía.

Baselga apretaba nerviosamente su latiguillo y sentía tentaciones de revolver su caballo para ir a cruzarle la cara al insolente adorador. Con menos motivo había dado en sus mocedades mayores escándalos; pero ahora se encontraba en una posición que exigía de él mayor prudencia, y reprimiendo su furor que ponía pálido su rostro e inyectados sus ojos, se decidió a abandonar el paseo.

No quería que aquellos burgueses plebeyos que paseaban a pie por los andenes fijasen su atención en él y su hija en vista de la importunidad del capitán.

El conde dijo rápidamente algunas palabras a su hija, e inmediatamente abandonaron la Castellana a todo galope pasando como exhalaciones por entre los brillantes y blasonados carruajes, de cuyo interior les dirigían amistosos saludos.

Álvarez, incorregible, y como si no comprendiese el enojo de Baselga, fue en seguimiento de éste y su hija, y no cesó en su estúpida persecución hasta que ambos jinetes desaparecieron en el portal de su casa de la calle de Atocha.

Cuando el capitán algunas horas después se encontró solo en su habitación, se dio exacta cuenta de lo ridículo que había estado aquella tarde y del enojo que había provocado en Enriqueta y su padre.

La más terrible desesperación se apoderó de él. Era un bruto, lo reconocía francamente, y ni a un aguador se le podía ocurrir hacer la corte de un modo tan extravagante, llamando la atención de los curiosos e irritando a la mujer amada. Enriqueta odiaría ahora a un hombre que parecía empeñado en ponerla en ridículo, y su padre, mejor que entregarle la mano de su hija, lo que haría el día en que se le presentase con tal pretensión (si es que llegaba) sería darle de bofetadas.

La ofuscación sufrida durante el paseo se había desvanecido totalmente, y la realidad martirizaba ahora el ánimo de Álvarez.

Aquella noche fue cruel, pues el peor tormento que podía experimentar el capitán era que una idea desagradable se fijase tenazmente en su memoria.

Comió poco, riñó a su asistente, cosa que muy raras veces le ocurría, y durmió mal, viéndose atormentado en los instantes que lograba ser presa del sueño por terribles pesadillas en que aparecían grotescamente mezclados el rocín de alquiler, las furiosas miradas de Baselga, los indiferentes ojos de Enriqueta y la facha ridicula de un maldito capitán que se parecía a él como dos gotas de agua y que hacía reír con ridiculezas grotescas a toda la humanidad.

Aquella noche fue para Álvarez de las más terribles. Cuando se levantó de la cama poco después de amanecer el día, pensó con envidia en las horribles noches pasadas en los campos marroquíes en peligrosas escuchas mandando un grupo de hombres rodeado de enemigos a gran distancia del núcleo del ejército. Allí se corría el peligro de recibir a cada momento un balazo o sentir una gumía en la garganta; pero al menos se dormía bien siempre que lo permitían los moros, y no se soñaba en miradas de indignación ni en capitanes puestos en ridículo.

Al entrar Álvarez pálido y ojeroso en el cuartel, le esperaba otro tormento. Allí se encontraba el alférez Lindoro que, como de costumbre, estaba al tanto de todo lo ocurrido el día anterior y conocía con todos sus detalles la ridicula persecución llevada a cabo por el capitán Séneca. Un dandy de su mismo fuste le había contado por la noche en el Casino las ridiculeces de un militar que parecía hacerle el amor a Enriqueta Baselga, y el vizconde adivinó que aquel ente extraño no podía ser otro que su amigo Álvarez.

¡Qué de estúpidas reconvenciones tuvo que sufrir éste, dichas con un acento paternal que movía a risa! ¡Cómo exageraba el vizconde, llevado de sus preocupaciones, la imprudencia del capitán!

Este estuvo tentado de enviar a mala parte al lindo alférez; pero a pesar de esto, acabó por hacer caso e impresionarse con sus palabras sintiendo aumentar el disgusto que le producía su conducta del día anterior.

Tan avergonzado se mostró por esto que se prometió internamente olvidarse de Enriqueta, y en muchos días no pasó por la calle de Atocha.

Para que aquella seductora imagen que había turbado su tranquila existencia se borrase por completo de su memoria, Álvarez apeló a todos los medios, y durante algunos días hizo, en unión de los oficiales más alegres de su regimiento, una vida de calavera.

Su asistente estuvo varias noches esperándole hasta el amanecer, y una mañana, al ver entrar a su señorito con el traje bastante desordenado, la faz algo congestionada y los ojos más brillantes que de costumbre, sospechó que el alcohol le había poseído durante algunas horas.

El capitán hizo una vida de café y de diversiones menos honestas durante algunas semanas, y al principio se complacía notando que las fugaces y continuas impresiones que aquella existencia agitada le proporcionaba, conseguían borrar de su memoria los angustiosos recuerdos; pero el mismo tenaz empeño que ponía en olvidarse de Enriqueta, era causa sin duda de que la imagen de ésta se reprodujese en su imaginación apenas se entregaba a la tranquilidad.

Álvarez se cansó al fin de luchar. Reconocía que era un chiquillo mimado y voluntarioso como en la época que dormía sobre las faldas de su madre; la contrariedad y los obstáculos excitaban más sus deseos, pero él no tenía otro remedio que ser tal como le había formado su naturaleza, y, víctima de sus naturales impulsos, se reconocía impotente para sofocar aquella pasión que de él se había apoderado.

Estaba verdaderamente enamorado de Enriqueta, y no lucharía más, pues era inútil cuanto intentase por sustraerse de tal pasión.

Álvarez se resolvió a volver a sus antiguas costumbres, y tres semanas después del día en que tan ridiculamente se portó en la Castellana, se dirigió a la calle de Atocha, experimentando al entrar en ella la misma zozobra del enamorado que va a hacer su primera declaración.

Los balcones del palaciego de Baselga estaban herméticamente cerrados, pero el gran portal seguía abierto, ostentándose sobre el umbral el grueso cancerbero con su capote de botones resplandecientes tan grandes como platitos de azúcar.

Aquel can racional que tan furibundas miradas lanzaba siempre a Álvarez, al verle esta vez, sonrió con toda la expresión que podía dar de sí su boca de escarlata desgarrándose de oreja a oreja.

El capitán pasó muy lentamente frente a la casa, fijando su mirada en todos los balcones y ventanas, con la vaga esperanza de ver asomarse a la mujer amada. Pero en los dos pisos estaba todo cerrado, y únicamente en la planta baja el portero se encargaba de demostrar que la casa no estaba deshabitada.

Álvarez se alejó pensativo, y de allí a poco volvió a pasar frente a la casa.

El portero sonrió nuevamente con aire de socarronería, y el capitán, a quien aquella clausura de balcones y ventanas había puesto de muy mal humor, se plantó cerca del portal, y atusándose la perilla nerviosamente, miró con insolencia al doméstico.

Éste se puso grave. Era hombre de tranquilas costumbres, y conocía que aquel militar no necesitaba de muchas excitaciones para entrar en el portal y agradecer su insolencia con unos cuantos trompis.

Aquel majestuoso vientre cubierto de paño azul, experimento la necesidad de congraciarse con el capitán, y haciendo uso de la más amable de sus sonrisas, dijo con acento humilde:

—Es inútil que el señor se incomode viniendo por aquí. Hace ocho días que el señor conde marchó con su familia a sus posesiones de Salamanca, y creo no volverán hasta el próximo invierno.

Y saludando ceremoniosamente, se metió en su portería con gran prisa.

Quedó Álvarez tan turbado, que ni aun se le ocurrió hacer una pregunta al portero.

Ahora sí que tendría que conformarse a no ver a Enriqueta.

El brillante astro había sufrido un eclipse.

VI. El señorito dice misa

No tuvo tiempo Álvarez para pensar en la desaparición de Enriqueta, pues una desgracia vino a sacarle de su preocupación amorosa.

Sus parientes de Pamplona le escribieron a los pocos días noticiándole que su madre estaba enferma de gravedad, y cuando ya se disponía a pedir una licencia a su coronel para trasladarse a la capital navarra, recibió un telegrama que con el cruel laconismo propio de tales casos, le noticiaba el fallecimiento de la enferma.

El dolor que experimentó el capitán borró de su memoria todo recuerdo amoroso, y pasó mucho tiempo entregado a una cruel melancolía, pensando únicamente en aquellos padres tan rudos como bondadosos, que le creían un genio del porvenir, y que habían muerto viéndole todavía confundido entre el vulgo de los mortales.

La repentina desgracia fue muy útil para Álvarez.

El recuerdo de la madre borró el de la mujer amada, y aquel hombre; cuyo carácter sentía la necesidad de aferrar tenazmente a su memoria un recuerdo fijo y acariciarlo a todas horas, sólo se preocupó de la difunta, mostrándose en público como poseído de eterna tristeza.

Perico, que creía un deber alegrarse cuando su amo estaba contento y reproducir de igual modo su tristeza, mostrábase en esta ocasión melancólico y desalentado cuando se reunía con otro asistente; pero hay que confesar que aun llamándose interiormente perverso y mal corazón, se alegraba del suceso, no porque tuviera ningún resentimiento contra la madre del señorito, sino porque su muerte había venido a librarle del peligro que le ofrecía una mujer desconocida, a quien el capitán parecía amar con delirio.

El único punto negro en el porvenir de Perico, era la suposición de que algún día el capitán Álvarez llegase a casarse. El fiel asistente, en su cariño al señor, llegaba hasta a los sentimientos femeniles y como si fuese una mujer temerosa de una infidelidad, experimentaba algo de celos y de rabia al pensar que algún día podía su amo casarse, rompiéndose con esto aquella unión respetuosa, pero fraternal, que entre los dos existía.

Aquel muchacho experimentaba un gozo sin límites al ver que el capitán permanecía triste e impresionado por la muerte de su madre y no se acordaba de montar a caballo ni de borronear versos, siempre dedicados a aquella desconocida Enriqueta.

Así transcurrieron algunos meses y al hallarse en pleno verano, Álvarez comenzó a abandonar su triste vida, que le tenía reducido muchas horas en su habitación o le lanzaba a solitarios paseos.

Su asistente comenzó a notar que salía de casa con más frecuencia, que en determinadas noches se retiraba tarde, y que a pesar de su afición al oficio que le hacía considerar el uniforme como su vestidura eterna, salía a menudo en traje de paisano.

Esto lo consideraba Perico como muy extraño, sin poder explicarse la causa y aun aumentaban más sus sospechas las nuevas amistades que su amo parecía haber contraído.

Señores de aspecto elegante venían a aquella humilde casa de huéspedes, para visitar al capitán y algunas veces permanecían encerrados con él algunas horas hablando muy quedo.

Álvarez pasaba bastantes noches en claro, revisando papeles y escribiendo, y cuando Perico aguijoneado por la curiosidad que en él hacía nacer la posibilidad de nuevos amoríos, examinó una mañana los documentos que tanto absorbían la atención de su amo, se encontró que eran el escalafón general de los jefes y oficiales del ejército, que el capitán revisaba con gran minuciosidad, colocando al lado de ciertos nombres, señales convencionales que eran crucecitas rojas o azules.

Aquello no era cosa de amores y esta reflexión bastó para que el asistente volviera a su antigua e impasible indiferencia, cuidándose en adelante de mezclarse en los asuntos de su amo.

A pesar de estos propósitos, el muchacho no pudo evitar que le llamase profundamente la atención el aire misterioso que tenían algunas veces los nuevos amigos de su amo, así como las precauciones que tomaba éste al hacer sus salidas en ciertas noches, vistiéndose de un modo que, aunque no carecía de naturalidad, desfiguraba algo su persona.

El capitán parecía muy preocupado, pero no con la tristeza de algún tiempo antes, sino poseído de agitación febril y como desesperado de no poder atender a múltiples y apremiantes ocupaciones.

Algunos días no comía en casa y después Perico, por conducto de otros asistentes, sabía que su señorito iba de francachela honesta con otros oficiales de distintos cuerpos de la guarnición, hablando a los postres con gran secreto, de cosas que sólo ellos conocían.

El asistente, no sentía ninguna alarma, pues a él fuera de los amores serios, no le atemorizaba ninguno de los compromisos en que pudiera verse su señor.

Sin embargo, una tarde llegó a interesarse seriamente en los asuntos de su amo, por la forma misteriosa en que éstos le fueron revelados. El capitán había salido una hora antes y el asistente rondaba la cocina, donde fregaba la maritornes gallega, cuyas exuberantes formas se complacía en pellizcar, al menor descuido, el tuno de Perico.

Sonó la campanilla de la puerta de la escalera y el asistente fue a abrir, queriendo evitar este trabajo a su adorada gallega.

Un hombre del pueblo, un obrero de blanca blusa y rostro curtido de rasgos duros, entró en el recibimiento preguntando con aire imperioso:

—¿Está el capitán?

—Salió hace una hora. ¿Qué quiere usted?

—Yo… nada —dijo el obrero después de vacilar un buen rato.

—Puede usted decirme lo que quiera sin miedo, porque yo soy su asistente desde hace algunos años.

—Entonces —contestó el hombre después de reflexionar largo rato—, dile a tu señorito que esta noche dice misa.

Perico se quedó estupefacto hasta el punto de dudar de lo que tan claramente había oído. Hubo un momento en que creyó que aquel hombre era un chusco de mal género y hasta pensó en la conveniencia de darle un soberbio coscorrón, pero el aire grave y un tanto majestuoso del obrero, al decir tales palabras, le convenció de que se hallaba muy lejos de burlarse.

Pero el asistente, por salir de su asombro, buscó instintivamente cualquier palabra y sin darse cuenta exacta de ello, preguntó:

—¿Y a qué hora ha de decir misa?

Entonces fue al obrero a quien le tocó mostrar asombro.

—¡A qué hora ha de ser! A la de siempre. Tú dale el recado tal como yo lo digo, que al buen entendedor…

Y se fue.

Cuando el capitán volvió a la hora de la comida su asistente le relató todo lo ocurrido con el aire más natural del mundo, como si se tratara de cosas que él tuviera olvidadas de puro sabidas.

Su amo le oyó impasible y sin pestañear, no causándole la menor impresión el que fuese invitado a decir misa el héroe que tanto se había lucido en Castillejos y en el campamento de Tetuán.

«Es una seña convenida, no hay duda» —se dijo Perico a través de cuya corteza ruda comenzaba a filtrarse la sospecha de lo que aquel misterio significaba.

Cuando su amo salió de casa a las nueve de la noche, el asistente pensó en seguirlo para averiguar la verdad que encerraban tantos secretos. Fue ésta una idea que rápidamente surgió en su pensamiento y el muchacho la puso inmediatamente en práctica sin pararse a reflexionarla.

Al verse en la calle se avergonzó de su arranque y la conciencia pareció insultarle por aquella ligereza que afeaba su fidelidad y solicitud de algunos años.

¡Espiar él a su amo! ¡Quién podía aprobar tan repugnante absurdo! Además, a él no le importaban los negocios particulares del capitán y faltaba villanamente a su deber queriendo inmiscuirse en ellos… Pero cuando tales reflexiones se hacía, su amo, que se alejaba con apresurado paso, iba ya a doblar la esquina de la calle y él, por instintivo impulso, le siguió aunque lamentándose interiormente de ser capaz de semejante atentado.

La curiosidad, naciendo repentinamente en él, le dominaba hasta el punto de convertirlo en un autómata.

Siguiendo a su amo a bastante distancia, llegó Perico a la plaza de Santo Domingo, y entrando el capitán en una de las calles inmediatas, desapareció en el sucio y mal alumbrado portal de una casa de modesta apariencia.

Allí era sin duda, donde se presenciaba un espectáculo tan raro como era que un capitán del ejército español dijese misa.

El asistente quedó al acecho. Lo que había visto no desvanecía el misterio y deseaba atrapar algún detalle convincente que diese más luz al asunto.

No fue larga su espera. Separados por cortos intervalos de tiempo, fueron entrando en el mezquino portal una docena de personas en las cuales reconoció Perico a algunos de los señores que con aire tan misterioso visitaban a su amo y a un comandante de otro regimiento, que era gran amigo del capitán Álvarez.

Transcurrieron algunos minutos sin que entrara ninguna otra persona, y se retiraba ya el asistente de la esquina desde donde espiaba, cuando dobló aquella, tropezando rudamente con él un caballero de mediana estatura, moreno y nervioso, que llevaba demasiado encasquetado sobre el rostro su sombrero de copa y ceñía su levita con aire algo militar.

El caballero, al tropezar con Perico, le miró rápidamente con brillantes ojos en que se notaba cierta expresión de desconfianza, pareció dudar un breve momento y después siguió adelante, afectando indiferencia y golpeando el suelo con el bastón hasta que desapareció en el mismo portal que los otros.

El asistente se quedó asombrado, pegado a la pared y sin ánimo ni aun para respirar. ¡Gran Dios! ¿Se habría equivocado? ¿Sería aquel hombre una visión? ¿No existiría entre él y el otro un extraño parecido? Pero no; la duda era inútil. Aquellos ojos de arrogante fiereza eran los mismos que brillaban bajo los pliegues de la bandera española en la jornada de los Castillejos; aquel rostro cetrino, enjuto y de rasgos duros y enérgicos, era el del general Prim.

Además, para desvanecer cuantas dudas pudieran ocurrírsele, acudieron a su memoria, la revisión del escalafón, las misteriosas visitas y, sobre todo las ideas políticas de su amo que él sabía perfectamente.

Por fin conocía la verdad. El capitán conspiraba y aquellas reuniones eran conciliábulos preparativos de una revolución.

Ya sabía él quién pagaría aquellas misas. El Gobierno.

VII. El que se entrega a la Compañía es un esclavo para siempre

Cuando el conde de Baselga poco tiempo después de la muerte de D. Ricardo Avellaneda se vio esposo de la hija de éste, abandonó París, y aprovechando una de las muchas amnistías concedidas por los gobiernos del moderantismo a los emigrados carlistas, fue a establecerse en Madrid.

Su esposa, la dulce María, que en su juventud tanto había soñado con España, la patria de sus padres, ansiaba vivir en aquel país, escenario obligado de todas las relaciones poéticas y románticas que tanto la habían entusiasmado en su adolescencia.

En cuanto al conde de Baselga, no sentía menos interés por ir a vivir en la capital española. Experimentaba ese amor dominante y casi loco que sienten los emigrados por la patria a la cual no pueden volver, y a esta pasión se unía el deseo egoísta y soberbio de aparecer tras un largo eclipse en aquella ciudad, teatro de sus primeras aventuras, no pobre, envejecido y desilusionado como la mayoría de los que con él realizaron la campaña carlista, sino opulento, feliz y satisfecho con la fortuna nada malévola que en uno de sus caprichos le había hecho dueño de una respetable cantidad de millones y de una mujer que, a pesar de su hermosura y de que podía ser su hija, le amaba con un amor tranquilo y desprovisto de violentas emociones, pero tenaz e inquebrantable.

Los condes de Baselga fueron por mucho tiempo la pareja mimada de la alta sociedad, los árbitros de la moda, los que imponían la ley en materias de buen gusto, y marchaban a la cabeza de este tropel de gentes distinguidas cuya única ocupación consiste en sostener el legendario esplendor de generaciones que pasaron, y en encontrar el medio más elegante de arrojar su dinero por la ventana.

Lo que hacía recaer con más insistencia la atención del mundo elegante sobre los condes de Baselga, era el mutuo cariño que se profesaban, aquel amor tranquilo y sin límites que, por preocupaciones sociales, querían ocultar en público encubriéndolo bajo esa indiferencia galante que en la sociedad dorada es signo de buen tono, pero que, a pesar de esto, asomaba siempre a la superficie.

Al poco tiempo de haber hecho ambos su aparición en el mundo elegante de Madrid con todo el esplendor que da una colosal fortuna y una felicidad que no permite preocuparse de economías, María viose envuelta en una agradable atmósfera de adoración galante. Los Baselgas de aquella época, oficialillos de cuerpos distinguidos o elegantes preocupados con el último figurín de París o Londres, sintiéronse subyugados por aquella nueva belleza tan distinta por su dulzura, su bondad y su elegante sencillez, de las hermosuras de la corte encerrando bajo sus magníficos trajes y su capa de colorete todas las asquerosidades de un burdel y las desvergüenzas irritantes de una verdulera.

Aquella belleza que surgía pura y sencilla de una existencia hasta entonces retirada y casi claustral, que entraba en el ambiente corrompido de la alta sociedad conservando su tenue aureola de una castidad soñadora y enamorada, excito el apetito de todos aquellos tenorios, terribles derribadores de puertas abiertas, que realizaban las difíciles conquistas de las linajudas damas que mucho antes de que ellos aventurasen la menor declaración, ya tenían el firme propósito de entregarse tras una fingida resistencia.

La condesa María recibió a docenas las declaraciones de ardorosa pasión dichas en una forma que ella había conocido algunos años antes leyendo novelas francesas, no pudo bailar en ninguna de las grandiosas fiestas de la aristocracia madrileña sin que al momento le deslizasen en el oído vulgares frases de amor dichas con tono melodramático, y se vio obligada a no aventurar una simple sonrisa de cortesía, so pena de que fuese considerada por sus fatuos adoradores como una promesa de futura benevolencia.

María se mostró fuerte y ni por un solo instante logró turbarle aquella seductora atmósfera en que se veía envuelta.

Aunque criada en un mundo aparte y desconociendo las costumbres de la sociedad en que ahora vivía, en su buen sentido la hacía adivinar el fondo de brutalidad existente en aquella idolatría galante, y además, para permanecer invulnerable a tales seducciones, capaces de perturbar una cabeza ligera, contaba con el amor inmenso que profesaba a su esposo.

María, al lado de esta pasión sólo sentía otra, y era el afán de brillar en la sociedad, de gozar los homenajes sin consecuencias, que en los salones se tributan a una mujer hermosa, rica, y que además reúne la rara cualidad de ser honrada y no excitar a su paso chistes de mal género, ni sonrisas irónicas, mal ocultadas tras los abanicos de plumas de oro.

Afable, sonriente y siempre demostrando una dulzura que la hacía altamente simpática, la condesa de Baselga cruzaba el torbellino de aquella sociedad, cuya murmuración la respetaba instintivamente, olvidando su origen burgués; el bullir del vicio aristocracio, que salpicaba a todos, no lograba manchar a aquella joven ingenua e inexperta; pero esto era porque en público se mostraba como una estatua fría, inabordable e insensible, guardando toda su ternura para la intimidad del hogar, donde se entregaba con el grato abandono de un ser feliz y satisfecho, al hombre que había sido su primero y único amor.

Baselga no era menos feliz que su esposa. No se había engañado cuando en las noches de insomnio pasadas en su modesta habitación parisién de la calle de los Santos Padres, se preguntaba si estaba realmente enamorado de la hija del señor Avellaneda. El conde, a pesar del goce de su amor y de la satisfacción de sus sentidos, puramente humanos, se sentía dominado por una pasión cada vez más creciente, y que era tan ideal y vaga, como la que experimenta un poeta por la mujer a quien dedica sus primeros versos.

Aquello era amor; y cuando recordaba la brutal pasión sentida en otros tiempos ante los incitantes encantos de su primera esposa, consideraba su anterior matrimonio como la conjunción bestial de un libertino con una prostituta delirante, unidos por el vínculo de un placer espasmódico, irritante e insaciable, propio de dos fieras en celo.

Al establecerse Baselga en Madrid, viose obligado a avistarse con un antiguo amigo al que no profesaba ya simpatía alguna. Era éste el padre Claudio.

Encargado el jesuíta de la administración de los bienes de Fernanda, la hija de la baronesa de Carrillo, durante la permanencia de Baselga en las filas carlistas y su emigración, el conde viose precisado a tener una entrevista con él para una entrega de cuentas puramente nominales.

Baselga, al llegar de París, se había instalado en un edificio nuevo de la calle de Atocha, que compró a buen precio, y quería vender el caserón de la calle del Arenal, que procuró no visitar, temiendo que la vista de sus habitaciones, y especialmente el gabinete de su primera esposa, evocara en su memoria horripilantes recuerdos.

Fernanda acababa de salir del convento donde se había educado y vivía al lado de su madrastra, que por su edad y su carácter, consideraba como a una hermana a la hija de su esposo.

Cuando Baselga recibió en su despacho la visita del padre Claudio, experimentó cierta sorpresa. Por aquel hombre no pasaban los años. Bien era verdad que su rostro no tenía la frescura natural de otros tiempos y que su figura gallarda comenzaba a verse desfigurada por una naciente obesidad; pero a pesar de esto, el bello sacerdote era el mismo de siempre. Afeites de tocador femenil devolvían a su rostro la seductora ternura de otros tiempos; su boca, de artístico contorno, sonreía tan graciosamente como en otros tiempos; sus ojos seguían manejando con igual acierto aquella mirada dulce y afectuosa de hombre superior, que se encuentra siempre muy por encima de las miserias mundanales, y su ceñidor de seda apretaba con energía el abdomen rebelde, que grotescamente aspiraba a atentar contra la gallardía de su cuerpo.

Era aquella una revocación hecha con arte en la fachada que comenzaba a tener grietas, y, gracias a aquel exquisito y artístico cuidado de su persona, el padre Claudio permanecía inalterable, y consecuente en su papel de sacerdote elegante que inflamaba muchos corazones femeniles, y que por su frialdad mil veces puesta a prueba y siempre triunfante, daba pábulo a las asquerosas murmuraciones de las damas despechadas, y de las cuales no salían bien librados aquel viejo Alcibíades con sotana y los novicios de la Compañía.

La entrevista comenzó con cierta frialdad. El examen de las cuentas sólo duró algunos minutos, y cuando el conde, después de dar las gracias con ceremoniosa cortesía, comenzó a indicar lo grato que le sería quedarse solo, el jesuíta, con todo el aspecto de una persona herida en sus más caras afecciones que por dignidad quiere callar, pero que al fin, instintivamente, da rienda suelta a sus sentimientos, comenzó a lamentarse de la conducta observada por el conde.

Aquello era incalificable para el buen padre Claudio. El conde estaba en Madrid establecido hacía ya algunos meses, y no sólo se había cuidado de no comunicarle directamente su llegada, sino que ahora, que le llamaba a su casa, le recibía con la frialdad altanera que se observa con un humilde administrador y hasta le daba a entender sus deseos de que se retirase inmediatamente.

—Vamos a ver —decía el jesuita con conmovido acento—. ¿Qué he hecho yo para que se me trate de ese modo? ¿He faltado en alguna ocasión al cariño y a la amistad que mil veces le he jurado? ¿Es que he sido traidor a su afecto o es que para merecer su amistad no he hecho suficiente con los servicios que le he prestado en circunstancias difíciles? Hable usted, por Dios señor conde, pues yo soy hombre que no puedo sufrir con resignación antipatías infundadas y no quiero que me odie un amigo al que consideraba como un verdadero hermano. Crea usted que su frialdad me mata y que antes quiero sufrir los más crueles tormentos que ver que me trata con tanto despego y sin motivo alguno un hombre al que profeso un cariño fraternal.

Y el padre Claudio, al hablar así, estaba realmente conmovedor. Contraía su linda boca con un gesto de amargura, adoptaba el humilde aspecto de un ser resignado, pero que protesta de sucumbir al dolor, y para dar más fuerza a sus afirmaciones se golpeaba suavemente el pecho y miraba al cielo con ademán trágico.

Baselga no se conmovió con estas demostraciones. ¡A él con tales maulas! Estaba muy equivocado el jesuita si creía que era aún el muchacho crédulo y sencillo de otros tiempos que se dejaba manejar como un imbécil. Él había aprendido mucho; sí, señor; los sucesos de su vida y especialmente los que precedieron a su segundo casamiento y que por lo extraordinario eran dignos de figurar en una novela, le habían abierto los ojos y enseñado quién era la Compañía de Jesús; una vasta asociación de canallas que bien podían ponerlos donde hubiese, con la seguridad de que sabrían con habilidad llenarse los bolsillos como si no hiciesen nada; una banda de ladrones que se introducían bajo las más traidoras formas en el seno de las familias y durante muchos años estaban preparando un golpe de mano contra la fortuna y la felicidad ajena con una paciencia y una astucia que les envidiaría el más terrible bandido.

El conde al hablar de este modo se enardecía, golpeaba la mesa con furiosos puñetazos y miraba al jesuita de tal modo que parecía querer devorarlo con los ojos. La justa indignación producida por la diabólica intriga de París, estallaba ahora con fuerza después de haber estado reprimida durante algunos meses.

El jesuita no encontrando entre aquel torbellino de acaloradas palabras y agrias acusaciones un momento propicio para introducir en la indignada arenga algunas excusas, limitábase a mirar al techo con ademán del que pone a alguien por testigo de su calumniada inocencia.

Pero el conde se mostraba implacable. Lo había dicho y lo repetía; no quería conservar ninguna relación con la Compañía de Jesús, sociedad que contaba con seres tan infames como el señor García y el padre Fabián Renard, y como nadie era dueño absoluto de su voluntad, él podía escoger en adelante sus amigos y deseaba no volver a cruzar la palabra con el padre Claudio ni con ningún otro individuo de la Orden.

Todo tiene su término, hasta la más tempestuosa indignación de un hombre enérgico y de carácter un tanto rudo, así es que llegó un instante en que el conde calló y entonces el hermoso jesuíta inició la ardua tarea de sincerarse.

Él no comprendía cómo un hombre tan religioso y de sanas ideas, como lo era el conde de Baselga, decía aquellos improperios contra los representantes de Dios que son los hijos de San Ignacio de Loyola. ¿Acaso la corrupción liberal de Francia le había contaminado hasta el punto de convertirlo en uno de aquellos miserables pecadores que negaban autoridad al Papa y abominaban de la santa Compañía de Jesús? ¿Es que se había hecho masón?

Y el dulce padre Claudio al hablar de libertad y masonería hacía gestos de sagrado horror y pronunciaba tales palabras con la timidez ruborosa de una dama remilgada que muy contra su voluntad tiene que hablar de cosas repugnantes.

El conde se impacientó. Él no era nada de aquello ni le importaba tampoco al padre Claudio el saberlo y si se mostraba tan indignado contra la Compañía, era porque ésta, valiéndose de intrigas miserables, había querido encerrar a su esposa en un convento de París y se había opuesto a sus amores, todo con el propósito de Robar a María la fortuna que había heredado de su madre.

Al llegar a este punto se trocaron los papeles y el padre Claudio estuvo sublime mostrándose poseído de una santa indignación que casi le hacía semejante a aquellos mártires del primitivo cristianismo que se enfurecían ante las blasfemias de los gentiles.

—¡Cómo!… —exclamó con gran calor—. ¡Sabe usted lo que dice! ¡La santa Compañía de Jesús mezclándose en asuntos pecuniarios y perturbando las familias con el afán de robar como usted dice! Eso es un absurdo, señor conde. Usted está perturbado por causas que yo no ignoro y hace recaer sobre una santa institución, crímenes que nunca ha cometido ni cometerá. ¿Dónde ha leído usted que la Compañía se mezcle en asuntos como los que usted indica? ¿No sabe usted que nuestra Orden es pobre y que nosotros apenas si con los donativos de nuestros buenos amigos podemos atender a sus múltiples necesidades y a las vastas y civilizadoras empresas que ha acometido, todo para la mayor gloria de Dios y el triunfo de la religión?

Y el padre Claudio, como si la indignación le sofocase, exhalaba con furia interminables ¡ahí! y ¡oh! y se llevaba las manos con ademán trágico a los ricitos que orlaban su frente.

Él bien reconocía que el conde tenía suficientes motivos para quejarse, pues no era un secreto para él lo que había ocurrido en París a la muerte del señor Avellaneda. Conocía todas las miserables intrigas del señor García y del vicario general de la Compañía en Francia, y las deploraba con toda su alma mostrándose muy indignado por tan criminal conducta. ¿Pero era justo que se hiciese responsable a la Compañía de los crímenes de dos de sus individuos? ¿Hay en el mundo alguna institución por santa que sea que esté exenta del peligro de cobijar a miserables que urdan crímenes a su sombra?

El jesuíta hablaba con cierta fogosidad; su calma habitual había desaparecido y estaba hasta elocuente al anatematizar a los que deshonraban a la Compañía con sus planes ambiciosos inspirados en un egoísmo infame.

—No, señor conde. La Compañía no es responsable de las faltas de esos dos desgraciados y es una injusticia el querer arrojar sobre ella la menor sombra de culpabilidad. La prueba de la inocencia de nuestra Orden está en la actividad que ha demostrado para castigar a los culpables.

Y al llegar a este punto el padre Claudio rayó a grande altura oratoria reseñando el castigo sufrido por ambos miserables. Del Señor García no había que hablar. Semejante a Judas atormentado en su conciencia por el crimen frustrado, habíase arrojado al Sena muriendo envuelto en el nauseabundo fango del gran río.

Con el padre Fabián Renard el castigo había sido ejemplar. El general de la Orden le había despojado de la dirección de la Compañía en Francia y ahora su susceptibilidad y su exagerado amor propio sufrían un tormento tan terrible como era verse recluido en una de las casas más miserables de la Orden desempeñando los oficios más denigrantes y penosos y sirviendo de criado a los más humildes novicios. De este modo castigaba la Compañía a los que la deshonraban, intentando apoderarse de lo ajeno a nombre de una asociación religiosa cuyos individuos habían hecho voto de pobreza. ¿Había, pues, un motivo serio para injuriarla declarándola la guerra? El padre Claudio mentía como un miserable al decir esto, pero sus notables facultades de actor, daban un colorido de veracidad a aquellas cínicas imposturas. El hermoso jesuíta conocía perfectamente la verdadera causa del suicidio del señor García, y mejor aún el motivo, porque había sido tan cruelmente castigado su compañero el padre Renard. No era la codicia de éste la causa de su castigo, sino la torpeza que había demostrado al querer apoderarse de los quince millones de francos de María Avellaneda. El general de la Compañía no podía perdonarle el escándalo que había producido poniendo en evidencia los pérfidos trabajos del jesuitismo y dando motivos para que la prensa republicana de Francia atacase a la Orden y el gobierno la dirigiese terribles amenazas.

Pero el padre Claudio sabía mentir y ni por un momento perdió su serenidad de hombre veraz que relata un suceso que conoce perfectamente.

A pesar de esto el conde no se mostraba convencido. Tenía motivos sobrados para no creer que la Compañía era ajena a aquellas miserables intrigas, y estaba convencido de que el padre Claudio también había tenido su parte en la conspiración contra la fortuna de su esposa. Porque si no, ¿de qué modo estaba en poder del padre Renard aquel documento comprometedor que el conde había firmado declarándose asesino de su primera esposa? ¿Cómo podía saber tan perfectamente el jefe del jesuitismo en Francia, un suceso del que sólo tenían conocimiento él y el padre Claudio?

Esto lo dijo Baselga a su antiguo amigo el jesuita, convencido de que con tales palabras iba a anonadarlo; pero el padre Claudio, en vez de confundirse con aquella acusación dirigida a su amistad, mostró una ingenua extrañeza, exclamando:

—¡Cómo es eso! ¿El padre Renard conocía ese documento de que habláis, y que yo me hubiese guardado mucho de recordar a usted? Parece imposible; y le aseguro que ni yo ni el general de la Orden, sabíamos que nuestro indigno hermano se hubiese valido de tal medio. ¿Me cree usted capaz de haber ayudado al padre Renard en sus infames tramas, prestándole un documento que hace ya muchos años no obra en mi poder?

Y el astuto jesuita, mostrando siempre gran extrañeza, comenzó a hacer conjeturas acerca del medio de que se había valido su correligionario de Francia para adquirir tal documento. Lo primero fue asegurar a Baselga la imposibilidad de que la comprometedora declaración suscrita por él hubiese estado en manos del padre Fabián.

Dicho papel sólo había estado algunos días en poder del padre Claudio, el cual, cumpliendo lo preceptuado en los estatutos secretos de la Orden, lo había enviado al gran archivo de Roma, de donde únicamente el general podía sacarlo. Era, pues, un absurdo creer que el padre Renard, al amenazar a Baselga, poseía tal papel e indudablemente si conocía su existencia y contenido, sería por la infidelidad de algún secretario del general, cuyas revelaciones le habrían servido para sus ambiciosos planes.

El padre Claudio sabía que forjaba una novela, pues aguzando su memoria podía aún recordar la fecha en que había remitido a su cofrade de París el tal documento junto con los informes secretos de la vida de Baselga, pero esto no le impedía mentir con gran serenidad y con un aspecto de beatífica honradez.

Los argumentos que empleaba para sincerarse no podían ser más convincentes. ¿Qué interés tenía él para intervenir en los asuntos de la familia Avellaneda? ¿Podía él conocer desde Madrid la existencia de una familia española en lo más apartado del barrio parisién de San Sulpicio? ¿No era un crimen que aquel infame Renard, no contento con deshonrar a la Compañía, lo comprometiese a el abusando de su nombre para hacerlo odioso a un buen amigo?

El hermoso jesuíta estaba sublime, poseído de aquella santa indignación. Sí; él lo juraba por Dios que le veía desde el cielo, y que le castigaría si mentía; nunca había sostenido con el padre Fabián otras relaciones que las puramente indispensables, atendidos sus respectivos cargos y la primera vez que había tenido noticia de la existencia de la familia Avellaneda y su fortuna, fue al saber el segundo casamiento de Baselga y el castigo que el general de la Compañía había hecho sufrir al vicario general de Francia.

El sacerdote mentía, blasfemaba y era perjuro al hacer tales afirmaciones, pero estos resultaban muy ligeros sacrificios para un jesuíta empeñado en reconquistar la confianza de un hombre que podía servirle de mucho para ciertos planes todavía acariciados con fruición en la mente del padre Claudio.

A pesar de las calurosas explicaciones de éste, Baselga no se mostraba convencido.

Las intrigas de París le habían hecho adivinar en toda su extensión lo que era la Orden y desconfiaba de todo jesuíta y especialmente del padre Claudio, cuya astucia y doblez le eran conocidas.

Pero la conversación había entrado en terreno muy resbaladizo. El jesuíta que poco antes mostraba escrúpulos en hablar de aquel maldito documento, trataba ahora de él con marcada predilección y sonreía con aquella sonrisa que era signo de mal agüero para todos los que le conocían bien.

Sus ojos estaban animados de extraño fuego y en ciertos instantes parecían los de una ave de rapiña contemplando a la víctima que tiene bajo sus garras.

Aquello era una amenaza en toda regla que el conde no tardó en comprender.

El comprometedor documento, a juzgar por las palabras de jesuíta, estaba en los archivos de Roma, pero fuese esto verdad o no, lo cierto es que a cualquier hora podía tenerlo el padre Claudio en su poder y hacerlo valer contra él.

Baselga comprendió los deseos del padre Claudio que, después de amenazar mudamente, manifestaba con humildad el inmenso pesar que le producían las sospechas del conde y su deseo de seguir siendo su mejor amigo.

Había que conjurar el peligro y Baselga se decidió a aparentar que creía en la inocencia del padre Claudio y de la Orden. Todas las razones del jesuíta las aceptó como verdades y la amistad se restableció entre los dos hombres.

El final de la conferencia fue muy afectuoso y Baselga hasta se mostró arrepentido de haber puesto en duda la virtud de la Compañía, haciendo coro al padre Claudio que anatematizaba a los infames como el padre Renard que con sus delitos daban pretexto a la canalla de escritores liberales para atacar la Orden.

El hermoso jesuíta fue desde aquel día el verdadero dueño de la casa y reinó dulcemente sobre la voluntad de Baselga que se dejaba dominar por la fuerza únicamente, pues había ya perdido su antigua fe.

Ahora comprendía el conde la verdad de muchas acusaciones que se dirigían contra la Compañía. El que una vez caía en las garras del negro monstruo era su esclavo para siempre.

VIII. Doña Fernanda

Quien menos supeditada estaba en la casa del conde de Baselga a la voluntad del padre Claudio, era María Avellaneda.

No sentía ésta ninguna preocupación directa contra el hermoso jesuíta, pero sus gracias hacían poca mella en su ánimo y además recordaba siempre que le veía a su antiguo preceptor el señor García, de triste memoria.

No por esto trataba al jesuita con despego. Bastábale conocer el gran ascendiente que éste tenía sobre su esposo para que le mostrase gran consideración; pero el padre Claudio comprendió pronto que sus relaciones con aquella mujer enfermiza y algo soñadora no pasarían de una respetuosa, pero fría simpatía.

La intimidad verdadera teníala el padre Claudio con Fernanda, la hija del conde de Baselga y Pepita Carrillo.

Ésta había crecido en el fondo de un convento, alejada de su padre y sin otro cariño que el afecto mercenario que las monjas dispensaban a todas sus educandas ricas o de una noble familia.

El padre Claudio era el único hombre que ella había tratado en el convento y en él depositó todos sus afectos.

Cuando poseída del fuego de la pubertad salió del convento para ir a habitar la casa de su padre, Fernanda adoraba al jesuita, pues encontraba en él una doble personalidad que le encantaba. Como muchacha gazmoña y devota, conmovíase ante el sacerdote elocuente, benévolo y de pegajosa dulzura y como hija de una pasión brutal y heredera de una complexión siempre hambrienta de carne viril, estremecíase de la cabeza a los pies en presencia de aquel hombre hermoso y elegante que unía todas las graciosas seducciones femeniles a un cuerpo membrudo y de artísticas líneas semejante a la estatua de un atleta griego.

Cuando Fernanda acompañando a su madrastra entró de lleno en la vida elegante, tan agitada y seductora, se olvidó fácilmente de todas sus preocupaciones, hijas de la educación adquirida en el convento.

El esplendor de aquella sociedad dorada, borró de su memoria todos los consejos de sus maestras; aquellas interminables arengas sobre la maldad del mundo y sus peligros.

Fernanda comenzó como todas las jóvenes. En abierta competencia con sus amigas más íntimas en punto a elegancia y distinción, sintió pronto los celos que produce una rivalidad declarada y aspiró a ser una deidad de la moda que reinase despóticamente en los salones.

Por desgracia, para Fernanda, su fealdad era notoria y su carácter altanero, caprichoso, maligno e irascible, no era el más apropósito para atraerse adoradores.

Llevaba en su rostro el feo sello de raza, aquella maldita nariz borbónica, enorme, picuda y como colgante que desfiguraba todas sus facciones, y aunque su cuerpo era gallardo y de hermosas líneas, estaba afeado por cierta rigidez majestuosa, impropia de una joven y que no conseguía corregir una fingida ligereza.

Al poco tiempo de ser una de las figuras obligadas de toda fiesta palaciega o soireé de familia noble, Fernanda experimentaba la apremiante necesidad de tener un hombre enamorado más o menos ingenuamente y exhibirlo en los salones con igual complacencia que si se tratase de una joya o de un vestido de última moda.

Casi todas sus amigas tenían un novio, un adorador reconocido por toda la alta sociedad, y ella no había de ser una excepción, viéndose privada de esto que al mismo tiempo era para Fernanda un adorno de buen gusto y una imprescindible necesidad.

La baronesa de Carrillo era digna hija de sus padres. La insaciable lujuria del rey difunto y la caprichosa coquetería de Pepita Carrillo, se hermanaban en Fernanda, que sentía hambre de hombre con una furia terrible.

Deseosa de conocer de cerca el cuerpo viril, cuyo punzante perfume la enloquecía hasta causarle vértigos Fernanda apelaba a todos los medios para lograr un hombre, máquina placentera con la que soñaba todas las noches en sus carnales y viciosos delirios. Más de dos años pasó buscando el ser que ansiaba, anhelando sentir en su organismo el deseado rocío de la vida, y todas sus esperanzas resultaron frustradas.

La libertad elegante y despreocupada que reina en la alta sociedad, prestábale ocasiones favorables para insinuarse en el ánimo de los hombres de un modo descocado, pero no logró nunca realizar sus deseos.

Era fea; pertenecía a una elevada familia lo que hacía peligrosas toda clase de relaciones que no tuviesen por epílogo un desenlace legal, y además, apenas si tenía fortuna, pues la de su madre, la baronesa de Carrillo, apenas si pasaba de unos cuarenta mil duros, suma insignificante en la alta sociedad, y más si se consideraba como en premio de cargar con una mujer fea y poco simpática; y en cuanto a las riquezas del conde de Baselga, todos sabían que pertenecían a su segunda esposa.

Fernanda era además víctima de una conspiración femenil. Sus amigas, antiguas compañeras de colegio, ofendidas por la altanería de aquella muchacha que conocía su origen bastardo por ciertas murmuraciones sorprendidas y se mostraba muy orgullosa por ello, habían hecho públicos los infinitos defectos de su carácter y de aquí que los hombres se guardasen de entablar relaciones demasiado íntimas con aquel mascarón de proa que tenía un genio de todos los demonios. Además, Fernanda, tenía en sí causas que la hacían espantar sin saberlo a cuantos iniciaban el menor avance. Su carácter lo transparentaba su rostro, y hasta cuando sonreía, queriendo fingir la expresión más graciosa, benévola y atenta, su sonrisa se convertía en una mueca altanera y fría propia de un poderoso que se digna atender a sus inferiores.

En vano era, pues, que Fernanda recurriese hasta a los más extremos medios para cazar el hombre deseado. Conociendo que su rostro era feo, aunque no tanto como en la realidad, apeló a una exhibición incitante y para mostrar su busto terso y de contornos esculturales, exageró su escote un poco más aún de lo que permitían las libres costumbres aristocráticas, y en la conversación fue despreocupada como una vieja cortesana, exagerando los apretones de manos expresivos y buscando ocasiones en el baile para rozarse de aquel modo escandaloso que inflamaba su sangre y exacerbaba su hambre de virilidad.

Pero todo era en vano y parecía que conforme avanzaba en su conducta insinuante y despreocupada los hombres se alejaban de ella temiendo una conquista que tan fácil se presentaba.

Fernanda desesperábase, y cuando asistía a las fiestas de Palacio miraba con envidia y odio a aquella joven soberana, de la que sabía era hermana y que como ella obedecía a los impulsos de instintos hereditarios e insaciables. Ella era feliz; ella podía apagar el eterno fuego que caldeaba su sangre, y Fernanda miraba con envidia la brillante servidumbre palaciega, los generales jóvenes de figura caballeresca y marcial galantería, los oficiales lindos, rizados y perfumados, haciendo bailar la espada pendiente de una cintura oprimida por el corsé, y los mocetones de la escuadra real musculosos, incitantes, con su perfume brutal e hinchado su poderoso pecho bajo la maciza coraza de plata. Era aquello un completo serrallo con un sinfín de odaliscas machos, deslumbrantes con sus vistosos uniformes, sus galones, sus plumas y sus brillantes condecoraciones.

La baronesita llegaba a convencerse de que no había Providencia ni Dios, ni nada justo en el mundo, al ver la hartura de su hermana ilegítima y la necesidad delirante en que ella vivía, e igual al pordiosero que haraposo, hambriento y aterido, al ver pasar en una noche de invierno en el fondo de su caliente carruaje al satisfecho potentado maldice la suerte injusta, Fernanda juraba contra el destino que en materias de amor daba a unas tanto y a otras tan poco.

Llegó un instante en que la joven baronesa hubo de decidirse a cambiar de vida y pensar lo que debía hacer.

Tenía ya veintiséis años; esa frescura de la juventud que alivia un tanto el mal aspecto de las feas, comenzaba a marchitarse y llegaban a sus oídos las murmuraciones poco decentes que habían excitado su conducta incitante y que amenazaban crearle una fama tan escandalosa como ridicula.

Había que retirarse a tiempo para conservar cierta respetabilidad; era preciso dar un adiós a aquella sociedad tan seductora, pero en la cual sólo había encontrado decepciones y desaires.

Fernanda, repasando su memoria, hizo un examen de cuanto le había ocurrido en seis años de vida elegante. Había rodado por todos los salones de Madrid, exhibiéndose como carne en venta, había aguzado su ingenio para encontrar nuevos medios de excitar la pasión hombruna por medio de la vista, se había ofrecido como víctima voluntaria a cuantos encontraba al paso sin reparar al fin en edades ni en prendas físicas, y a cambio de tantos afanes y tantas condescendencias sólo había conseguido algunos apretones de manos exageradamente expresivos de algún guasón que se gozaba en hacerla concebir absurdas esperanzas, conociendo su flaco; o palabras sobradamente libres, chistes indecentes arrojados a su oído en el torbellino del baile y capaces de ruborizar a la más degradada meretriz, pero que a ella le producían despecho, porque el hombre que los profería se quedaba siempre a la mitad del camino, no queriendo consumar la conquista iniciada.

Había, pues, que retirarse con la amarga convicción de que entre aquella juventud de irreprochable frac o vistoso uniforme, tropel de cabezas de chorlito que danzaban como peonzas y al hablar recordaban los protagonistas de las fábulas de Esopo, no encontraría al hombre que tanto deseaba.

No se alejaría de aquella sociedad cuyas seducciones le encantaban, pero en adelante desempeñaría un papel más airoso que el de solterona fogosa y despreciada.

Se acordó del padre Claudio, aquel bello ideal con sotana, cuya voz la conmovía como música deliciosa, y que exhalaba perfumes que la producían escalofríos de placer. En él encontraría al hombre deseado, el encanto viril con el aditamento de gracias femeniles que despertarían en su memoria aquellos desvarios de su época de colegiala con seres simpáticos del mismo sexo.

Fernanda, decidida a dar término a su vida de mujer elegante, sólo buscaba una ocasión oportuna para retirarse. Tenía demasiado orgullo para huir de su antiguo campo de batalla con aire de derrotada y su altanería conmoviese profundamente al pensar que su salida del gran mundo fuese saludada con una carcajada irónica por sus antiguas compañeras, que, más hermosas o afortunadas, estaban ya casadas con hombres envidiables o satisfacían su orgullo haciendo alarde de las pasiones que habían sabido inspirar.

Lo que ella deseaba era eclipsarse momentáneamente, caer en el pozo del olvido, para surgir inmediatamente con una forma distinta; algo semejante a la salida de los actores que desaparecen tras un bastidor y a los pocos minutos vuelven a salir por otro con diverso traje y aspecto.

La ocasión que buscaba la baronesa no tardó en llegar. Su madrastra, aquella joven sencilla y dulce a la que ella trataba con despego e instintiva indiferencia, murió al dar a luz su segundo hijo.

Fernanda no sintió gran cosa su muerte. Le inspiraba repugnancia aquella mujer tan sencilla y naturalmente casta; pero esto no impidió que en público mostrase el mayor desconsuelo y que aprovechase la ocasión para tocar retirada. Las brillantes reuniones que se verificaban en su casa quedaron suspendidas y Fernanda abandonó la vida elegante, en la cual sólo había encontrado derrotas y efectuó la transformación imaginada haciéndose beata.

Todo en su casa le arrastró a la devoción. El conde, impresionado por la muerte de su esposa, primeramente en un estupor que le hacía semejante a un imbécil, y después se hizo religioso hasta la monomanía, llegando a pensar en abandonar su familia y hacerse sacerdote.

El padre Claudio, con sus exhortaciones y sus ejemplos parecía empujarle a perseverar en tales aficiones y le recomendaba la continua lectura de La Imitación de Cristo, la desconsoladora obra de Kempis, que le hacía odiar la vida y mirar el anulamiento eterno como la más suprema felicidad.

El antiguo calavera pasaba días enteros encerrado en su habitación, y cuando no permanecía inmóvil con el aspecto de un hombre que no piensa en nada, se entregaba a interminables rezos por el alma de su esposa. La imagen de la muerte no se apartaba un instante de su pensamiento, y él, que hasta entonces sólo había pensado en vivir, se estremecía imaginándose todas las miserables podredumbres de la tumba.

Fernanda, animada por el ejemplo de su padre, se entregó por completo a la devoción.

Los años pasados en aquella existencia frivola y elegante, que la arrastraba por los salones siempre en busca de un hombre, la habían hecho olvidar un tanto al padre Claudio, aquel sacerdote elegante y perfumado que, despojado de la sotana, realizaba el ideal que Fernanda se había forjado, agitada por la pasión. Al volver nuevamente a sus aficiones religiosas, su antigua amistad con el hermoso jesuita se reanimó, y Fernanda volvió a ser la entusiasta admiradora del agradable sacerdote, lamentándose de haberle tratado antes con frialdad.

Desde entonces la joven baronesa de Carrillo hizo la vida que le indicó su director espiritual, convirtiéndose al poco tiempo en la beata elegante más renombrada en toda la sociedad.

Esta fama de virtud austera y de entusiasmo religioso, no era para agradar a una mujer todavía joven; pero a pesar de esto, Fernanda se mostraba muy satisfecha de ella. Ya que no se habían cumplido sus deseos de ser una mujer de moda, amada por todos y capaz de imponer sus caprichos elegantes a la sociedad que la rodeaba, siempre era para ella una gran satisfacción dar la norma a las damas aristocráticas en materias de devoción, y ser por derecho propio la directora indiscutible en todas las obras pías que emprendían las damas nobiliarias, dechados de virtud que, como su reina y señora, se arrepentían de sus pecados y hacían penitencia tomando queridos feos y canallescos.

El padre Claudio, con ojo certero, había adivinado las condiciones que poseía Fernanda y lo útil que podía ser a la Compañía.

Fea, irritada contra la sociedad, que creía había sido injusta con ella, ambiciosa por temperamento e intrigante por educación, Fernanda prometía ser un hábil instrumento en manos de la Orden jesuítica, y de ahí que el padre Claudio la prestara todo su apoyo, a más de que en su interior acariciaba la continuación de cierto plan, para el cual era muy precioso el auxilio que pudiera prestar la joven beata.

Fernanda se abrió paso en la alta sociedad, recibió homenajes, envejeció voluntariamente afectando un aspecto austero, y, siendo joven, se unió al grupo de las señoras respetables. Fue considerada como un modelo de virtud y abnegación, y los mismos hombres que poco antes huían de ella cuando bailaba buscando un amante, iban ahora a cumplimentarla con respeto, pues esto daba cierto aire de distinción, y hasta en algunas ocasiones servía de mucho. A Fernanda la temían más aún que la respetaban, porque no era un secreto para nadie el poderoso brazo jesuítico que la movía en todos sus trabajos.

Numerosas asociaciones creadas con el objeto aparente de hacer bien a las clases proletarias, pero en realidad para que todas las mujeres de elevada extirpe estuvieran en masa compacta bajo la oculta dirección de la Compañía, fueron creadas en poco tiempo por aquella ambiciosa joven, poseída ahora de tanto afán de gloria como un joven poeta, y a la hija mayor del conde de Baselga se la vio mucho tiempo vestida de negro, con el limosnero al puño y fajos de papeles bajo el brazo, agitarse apresurada por cumplir las numerosas misiones que ella misma se había impuesto: presidir juntas de cofradía, fundar asociaciones nuevas, organizar fiestas benéficas y ser, en una palabra, la actividad directora de aquella gran máquina devota, cuyas ruedas se encargaba de engrasar la Compañía apenas notaba el menor entorpecimiento.

No por esto en el organismo de Fernanda desaparecía aquella irresistible inclinación al hermoso padre Claudio. Conocía la baronesa la esquivez que mostraba el jesuíta, apenas una dama aristocrática atentaba algo contra su voto de castidad; pero el amor que profesaba a su ídolo, no le permitía creer las murmuraciones que circulaban sobre sus ocultos y asquerosos vicios.

Para Fernanda, era el padre Claudio un ser eminentemente religioso, que se encontraba a todas horas muy por encima del común de los mortales, y que sólo podía amar a un alma que como la suya se fundiese en la inextinguible pasión a Dios.

De ahí que Fernanda, para conquistar a aquel Apolo ensotanado, y buscando un resultado puramente carnal, se fingiera mística hasta la exageración, aburriendo a su lindo director espiritual unas veces con monjiles escrúpulos y otras con arrebatos teatrales, que pretendían demostrar un entusiasmo sin límites por la causa de la religión.

Pero todas las artimañas de la fea devota para alcanzar el hombre ansiado, salieron completamente fallidas, pues el padre Claudio mostrábase insensible, notándose en él cierto enojo y repugnancia, apenas la baronesa hacía la más leve insinuación algo subida de color.

Aquel jesuíta era una apreciable persona, un hombre galante mientras se trataba de bromear cultamente y sin consecuencias; pero tenía una virtud a toda prueba apenas los temperamentos, inflamados por él, intentaban el menor avance.

La frialdad del padre Claudio, hizo renacer en la memoria de la baronesa, todas las abominables murmuraciones de que aquél era objeto, las monstruosidades viciosas y las condescendencias de los novicios con su superior, y aunque el jesuíta tenía sobre su ánimo un poderío que difícilmente podía perderse, Fernanda se dio pronto cuenta de que ya no le inspiraba tanta veneración como antes.

No por esto dejó de dedicarse con entusiasmo, a sus tareas de propaganda religiosa, y a la organización de sociedades que marchaban como pequeñas ruedas de la gran máquina jesuítica; era ésta su pasión favorita después de su insaciable afición al hombre, pero a pesar de todos sus deseos de gloria, y de su constante ambición por ser citada como modelo de damas católicas y fanáticas por la causa del jesuitismo, pronto comenzó a notar el padre Claudio, que su penitente se mostraba más descuidada en sus tareas, y desatendía los servicios que él le encargaba.

Algo preocupaba, indudablemente, el ánimo de la baronesa, y pronto supo el padre Claudio en qué consistía tal preocupación.

Su penitente, estaba próxima a lograr sus deseos. Un hombre desgraciado, un pobre diablo, que ponía su gárrula pluma al servicio de la devoción, y a quien la baronesa había conocido en una junta de cofradía, la hacía el amor atraído sin duda por los miles de duros que poseía Fernanda, y que eran para el hambriento escritor una inmensa fortuna.

El padre Claudio se puso serio. ¿Convenía a sus planes que la baronesa cayera por el amor bajo la dirección de un hombre extraño a la Compañía? Seguramente era esto un peligro y había que evitarlo inmediatamente, so pena de que sufriesen quebranto en el porvenir, ciertos planes que el jesuita acariciaba hacía ya algún tiempo, y de cuya realización dependía el hacer una carrera magnífica dentro de la Orden.

El buen padre reflexionó. En su concepto, era un peligro continuo no dar a la baronesa lo que exigía su ardiente temperamento que la arrastraba a la prostitución. Si no caía en brazos del escritor bohemio que ahora la solicitaba requiriéndola de amores junto a la pila del agua bendita o en un rincón de sacristía, se entregaría después al primero que la solicitase, fuese joven o viejo, con tal que contase con una prepotente virilidad.

A la Compañía no le convenía que aquella mujer necesaria, que era su genuina representación en el seno de la familia Baselga, se dejase dominar por el amor hasta el punto de ser dirigida por un hombre extraño, y había por tanto que evitar el peligro, ahora que todavía era tiempo.

El padre Claudio habló un día a su penitente de las inmensas ocupaciones que le producía la dirección de la Orden, y le propuso entregar a otro jesuita la dirección de su conciencia.

A Fernanda, después del fracaso que habían sufrido sus pretensiones amorosas sobre el padre Claudio, le era la persona de éste poco menos que indiferente, aunque seguía fingiendo la sumisión cariñosa de otros tiempos; así es, que aceptó sin repugnancia la propuesta.

El hermoso jesuita le habló entonces del padre Felipe González, joven sacerdote que no se distinguía en el púlpito, ni tenía buena mano para escribir una carta sencilla, ni, por motivos de salud, ocasión para dedicarse al estudio, pero que en cambio, entendía como nadie en asuntos mujeriles, y era célebre como director de conciencias femeninas.

La presentación de aquel nuevo portento de la Compañía de Jesús, quedó acordada entre la baronesa y su director espiritual.

IX. El caballo padre

Pocos días después, Fernanda recibió la visita del padre Claudio y de su compañero, cuya presentación le había anunciado.

Estaba la baronesa ocupada en reñir a las sirvientas por una travesura de Ricardito, su pequeño hermanastro, que por entonces cumplía tres años, y si detenía algunos momentos el chorro de palabras irritadas y vibrantes que salía de su boca, era para fijar sus airados ojos en el muchacho, que temeroso estaba escondido en un rincón, y en su hermana Enriqueta, que era entonces una preciosa niña de siete años y estaba en aquel momento arrodillada y con los brazos en cruz, en castigo de cierta fechoría infantil.

La fea baronesa disponía en aquella casa como señora absoluta desde la muerte de su madrastra.

Baselga, todavía no repuesto de tan terrible golpe, e influido por las místicas lecturas, pasaba el día entero encerrado en su habitación o paseando por los más solitarios alrededores de Madrid; los hijos de su segundo matrimonio, que eran todo su cariño, estaban momentáneamente olvidados, y la que se aprovechaba de todo aquello era Fernanda, a quien su padre dejaba hacer, por lo mismo que rehuía hablar con ella, odiándola, por conocer perfectamente su infame origen.

La hija de Pepita Carrillo estaba en sus glorias con aquella desdeñosa indiferencia. Mandar para poder reñir desahogando su malhumor, era su pasión favorita, y por esto se consideraba feliz teniendo bajo la tiranía de su irritable carácter, a unos cuantos criados y a sus pequeños hermanastros, que eran las víctimas de su genio atrabiliario y los que sufrían las consecuencias de sus decepciones amorosas.

No por esto odiaba la baronesa a los dos niños. Enriqueta le era casi indiferente, a pesar de que cierto disgusto le causaba su graciosa hermosura y el gran parecido que tenía con su madre; pero a Ricardito lo quería entrañablemente, tal vez porque había sido la causa de la muerte de aquella. Además pertenecía al sexo masculino, y esto era una gran recomendacion para alcanzar la simpatía de la baronesa.

Al entrar los dos jesuítas en el salón, las criadas, que aguantaban impávidas el chaparrón de injurias de su señora, bajaron la cabeza con aire de arrepentidas, y salieron sin esperar la orden de aquella.

Los dos niños, contentos de que una visita viniera a librarlos de tormentos impuestos por su hermanastra, aprovecharon la ocasión y salieron disparados, sin hacer caso de las llamadas del padre Claudio, que quería acariciarlos.

La baronesa, con movimiento instintivo y propio de su coquetería trasnochada, se arregló un poco el peinado, y después, con aire regio, sentóse en un sillón cerca del sofá que ocupaban los dos sacerdotes.

Fernanda tenía esa mirada rápida y sintética propia de las personas duchas en el curioseo, y de una sola ojeada se enteró de cómo era de pies a cabeza el director espiritual que le proporcionaba el padre Claudio.

No parecía mala persona aquel padre Felipe. Era más joven que su superior, pues apenas si demostraba tener unos treinta y cinco años. A primera vista parecía feo con su corpachón fuerte y membrudo, rematado por una cabeza enorme, morena, con el rostro algo picado de viruelas, y coronado por cabello negro, áspero y algo hirsuto. Dos detalles únicamente dulcificaban un tanto aquel rostro de gigante, que con sus rasgos grandiosos y sus huellas variolosas, recordaba la cabeza de Mirabeau. La boca, de labios frescos y sonrosados, que respiraba cierta voluptuosidad, enseñaba al entreabrirse una dentadura fuerte, igual y deslumbrante, digna de ser envidiada por una dama, y sus ojos, que tenían cierto reflejo dorado, miraban de un modo acariciador, causando el mismo efecto que el roce de un terciopelo. Fuera de esto el jesuita era un Hércules, y aquel cuello congestionado, jadeante y de perfil taurino, que escapaba por la abertura de su sotana, iba pregonando el inagotable caudal de brutalidades insaciables y de goces sin freno de que era capaz un cuerpo como aquél, en que existía un tremendo desequilibrio ahogando completamente la materia la escasa parte espiritual que pudiera haber en él.

A Fernanda le gustaba su futuro confesor conforme avanzaba en su examen. Se estremecía imaginándose lo que era interiormente el bravo padre Felipe; con la mirada ardiente le despojaba de la sotana y le veía en su imaginación desnudo como un luchador griego, mostrando la armoniosa trabazón de sus poderosos músculos hinchados por la fuerza vital y amenazando estallar la piel y cuando marcada por tales imágenes fijaba sus ojos en los del jesuita, sentía correr una dulce caricia por todo su cuerpo; algo semejante al estremecimiento del gato cuanto siente una fina mano a lo largo de su espina dorsal.

Era feo su confesor; pero entre todos los lindos bailarines de la alta sociedad no había encontrado un hombre que tan rápida y decisivamente la impresionase.

La conversación fue vulgar. Limitóse a una sencilla presentación, a un cambio de ligeras confianzas, para que fueran después más fáciles las relaciones entre el nuevo director y la penitente, y a la media hora ya se levantaban los dos jesuitas, dando por terminada la visita.

La inflamable doña Fernanda ya se mostraba arrepentida de haber sentido en otros tiempos una pasión tan fogosa por el padre Claudio.

Comparábalo ahora con el otro jesuita y encontraba al hermoso superior, sobradamente amadamado a pesar de su hermosura. La ruda musculosidad del otro, su continente resuelto que recordaba a Hércules en su hazaña de las cincuenta doncellas y sobre todo aquel punzante olor a hombre que se escapaba de su sotana le causaban gran impresión; era para ella como un aperitivo excitante y la hacía mirar con desprecio la figura interesante del padre Claudio rizada y perfumada.

Quedó el padre Felipe dueño de su penitente que de buena gana lo hubiese retenido para comenzar ipso facto un examen general de culpas y siguió a su superior que se dirigía a la casa donde tenía establecido su despacho y archivo, que era la misma que en 1825 salvo ligeras modificaciones.

Cuando los dos jesuitas entraron en el gran despacho rodeado de estanterías atestadas de carpetas y legajos estaba el repulsivo secretario del padre Claudio, ocupado en clasificar papeles como en pasados tiempos. El tono macilento que la edad había dado al rostro del padre Antonio y las muchas canas que se destacaban en su roja y áspera cabeza, era lo único que daba a entender el tiempo que había transcurrido. Por lo demás, el despacho presentaba el mismo aspecto que en tiempos de la segunda reacción.

El padre Antonio levantó ligeramente la cabeza, pero al ver que su superior no le miraba volvió a enfrascarse en su tarea y a hacer todo lo posible para que los dos jesuitas no recordasen su presencia.

El padre Claudio se sentó en su viejo sillón de cuero, y sin dignarse ofrecer asiento a su gigantesco subordinado que le miraba con el respetuoso cariño del perro, le preguntó:

—¿Sabe usted para qué le he traído aquí en vez de ir a la casa residencia?

—No, reverendo padre.

—Tengo que encargarle una misión de importancia y usted no está muy acostumbrado a que la Orden le dispense tal honor.

El padre Felipe hizo un gesto con el que quería significar que él se tenía a sí mismo por muy poca cosa, y su superior continuó:

—¿Qué le parece a usted la señora baronesa de Carrillo?

—¡Oh! Una señora muy apreciable.

—¿Y cómo la encuentra usted como mujer?

El padre Felipe vaciló en contestar no comprendiendo bien la pregunta, y al fin respondió con cierta precipitación:

—Me parece muy amable; pero la encuentro algo fea.

—Perfectamente. Tiene usted buen ojo y por algo le han puesto la fama de que goza. ¿Y por qué cree usted que la Orden le ha designado para director espiritual de la baronesa?

El padre Felipe levantó los hombros para indicar su ignorancia y el superior continuó siempre con gravedad:

—En nuestra Orden cada uno sirve para una cosa. Así como tenemos grandes oradores y hombres de ciencia para deslumbrar a los imbéciles, poseemos hombres hábiles que dirigen las familias despóticamente y llevan su dinero a las arcas de nuestra Orden, y… créame usted, éstos valen aún más que aquéllos. ¿Cuál es su habilidad, padre Felipe?

El aludido quedó perplejo, y al fin dijo, sonriendo estúpidamente y con sencilla modestia:

—Reverendo padre: yo no tengo ninguna; soy un inútil, lo confieso.

—En nuestra Orden, querido hermano, no hay nada inútil. Vamos; le ayudaré a refrescar la memoria. ¿Por qué tuve yo que intervenir en un escándalo que surgió con la presencia de vuestra paternidad en cierto convento de monjas de Valladolid? ¿Por qué estuvo vuestra paternidad más de un mes en cama a consecuencia de cierta paliza que le administró en Sevilla un marido celoso?

El gigantazo se ruborizó como un niño, balbuceando:

—Perdone vuestra reverencia… La carne es flaca y a mi me domina el demonio de voluptuosidad.

—Sea por muchos años; pues de este modo sirve usted a la Orden y todos los medios son buenos cuando se trabaja para la mayor gloria de Dios. Quedamos pues, en que tiene usted una habilidad, la de enloquecer a las señoras que la Compañía pone bajo su dirección.

El padre Felipe, a pesar del terror casi supersticioso que sentía ante su superior, creyó propio del caso el reírse y prorrumpió en una franca carcajada guiñando los ojos con malicia.

—¡Oh! Lo que es para eso me pinto solo… —dijo con acento de alegre convicción.

Pero se calló inmediatamente viendo que el padre Claudio permanecía grave e inmóvil y que su secretario inclinado sobre los papeles, seguía presentando el aspecto de un ser petrificado.

—La Compañía —dijo el superior después de un largo silencio—, desea que usted no dé el menor disgusto a doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una buena señora muy devota de nuestra Orden y tenemos el deber de corresponder a su cariño. Cumpla usted, pues, con su obligación.

—¡Mi obligación! ¿Acaso vuestra reverencia quiere…?

—Quiero que se porte usted del mismo modo que en otras ocasiones, con la seguridad de que, tanto nosotros como su penitente sabremos agradecer sus esfuerzos.

—Conforme, reverendo padre —dijo el atlético jesuíta rascándose el cogote como si con esto quisiera dar a entender lo escabroso de aquel asunto.

—La baronesa es fea; pero usted, padre Felipe, no es hombre capaz de pararse ante tan pequeño obstáculo. Conozco sus aficiones.

—¡Oh! Lo que es por eso no he de detenerme. Soy animal de buenas tragaderas y más si se trata de servir a la Orden.

Esta ingenuidad que su mismo autor acompañó con brutales carcajadas sí que consiguió hacer sonreír al padre Claudio y hasta el secretario levantó un poco la cabeza con el entrecejo contraído como para contener la risa. Aquel garañón ensotanado resultaba gracioso.

El padre Claudio permaneció algunos minutos entregado a la reflexión, y al fin dijo a su subordinado con cierto entusiasmo:

—Comprenda usted bien lo que la Compañía desea de su única habilidad y para qué quiere emplear ésta. Nuestro poder indestructible, que se extiende por todo el universo, tiene su principal base en el estudio que hacemos del carácter de cada persona que deseamos explotar y los medios que ponemos en práctica para halagar sus aficiones. Si se trata de un entusiasta por la ciencia, ponemos a su lado un individuo de la Orden versado en toda clase de conocimientos; si de un escritor, le enviamos otro que le hable lo mismo de Horacio que de San Agustín y de Voltaire; si es una mujer histérica y fanatizada, le damos por director espiritual un monomaniaco que la relate con entusiasmo y convicción visiones celestes y milagros estupendos, y cuando tropezamos con una baronesa de Carrillo, arca de comprimido placer que está esperando la ansiada llave para desbordarse, nos valemos de un padre Felipe, ogro insaciable de carne femenil, incapaz de distinguir en su ciego apetito, y que lo mismo se almuerza una diosa que se cena una Maritornes. El mundo comedia es, como dijo un poeta, y aquí lo importante es que la Compañía tenga siempre preparados buenos actores, capaces de desempeñar con naturalidad y perfección los más difíciles papeles. Todos sirven igual a la Orden, y tanto mérito como cualquiera de nuestros hermanos que confiesan reinas y princesas, tiene usted, padre Felipe, apagando la hidrópica sed de amor que siente doña Fernanda. Cumpla usted su misión tan perfectamente como yo espero.

El brutal jesuíta quedó como desvanecido por aquellos elogios que le disparaba su superior, y después de una larga pausa, preguntó:

—¿De modo que mi misión se reduce sencillamente a conquistar a la baronesa?

—A satisfacerla; pues su conquista es cuestión de poca importancia. Conozco bien a doña Fernanda, y sé que ella le adelantará la mitad del camino.

—La dejaré satisfecha —dijo el jesuitazo con el mismo orgullo del campeón que está muy seguro de sus fuerzas.

—No lo dudo. Hace tiempo que estudio a usted, y me convenzo de que es un bárbaro que únicamente sirve para tan inmundas empresas.

El padre Felipe acogió estas palabras con tanta indignación como el artista que oyera desacreditar su arte. Profesaba gran respeto a su superior; pero esto no impidió que en su rostro se trasluciera cierta expresión de desprecio a aquel hombre que llamaba al amor inmundicia, y del cual se relataban soffo voce en las celdas de los buenos padres, algunas historietas poco limpias.

El padre Claudio leyó en el pensamiento de su subordinado.

—Adivino lo que usted piensa —dijo con tono de ira—, y le advierto que yo hago lo que me da la gana, sin que pueda pedirme cuentas nadie, a excepción del general que está en Roma. Podía castigarle por sus malos pensamientos, pero me compadezco de esa inocencia brutal que constituye su carácter. Retírese usted, pero antes oiga un consejo. Persevere en sus carnales aficiones a la mujer, ya que esto está en su temperamento y la Compañía así lo necesita; pero recuerde que su afición a las faldas ha de traerle muchos compromisos y tal vez su ruina. La mujer es la ruina del hombre, y el que a ella se aficiona, pierde la mitad de su fuerza. Para servir a la Orden tan bien como yo la sirvo, es preciso prescindir del amor, de ese ser hermoso, pero lenguaraz, caprichoso y débil, que sólo nos acarrea compromisos, y valerse de los hombres aun para dar satisfacción al apremiante llamamiento de la naturaleza.

El padre Claudio, después de estas palabras, con las cuales pintaba su verdadero carácter, cosa bastante extraña en él, señaló la puerta a su subordinado con ademán imperioso, y el padre Felipe salió cabizbajo y humilde.

Apenas quedaron sólos el vicario general de España y su secretario, éste levantó la cabeza y miró fijamente y sonriendo a su superior.

El padre Antonio había adelantado mucho en su carrera. Su superior seguía protegiéndolo, y mostraba tal agradecimiento a éste, que a pesar de ser ya padre profeso, de haber hecho todos los votos, y de tener algún renombre en la Orden por sus trabajos, lo que le autorizaba a solicitar la dirección de la Compañía en una Provincia, o el mando de una misión en Ultramar; había pedido con las lágrimas en los ojos al bondadoso padre Claudio, que le permitiese seguir a su lado desempeñando las funciones de secretario, pues no podía alejarse sin profunda pena de aquel a quien se lo debía todo.

El padre Antonio mentía como buen jesuíta al fingir tal cariño. El padre Claudio le era indiferente, y aun allá en el fondo de su voluntad le odiaba de un modo terrible. Lo que él buscaba, era, no alejarse de aquel centro directivo donde iba empapándose de los misterios de la Orden, y donde se preparaba a dar el Gran salto. Aquel despacho era para él un espeso matorral tras el que estaba emboscado para caer repentinamente sobre su víctima que era el padre Claudio. El jesuíta había soñado en ocupar un día la dirección de la Orden en España, y conspiraba sordamente contra su superior que no esperaba tal infidelidad por parte de su perro de confianza.

—Valiente bruto —dijo el padre Antonio a su superior con más confianza que en pasados tiempos—. De seguro que la baronesa quedará contenta del director espiritual que le regalamos.

—Esto y aun más necesita —contestó el hermoso jesuíta sonriendo escépticamente.

—¿Y cómo están los asuntos de aquella casa, reverendo padre?

—La baronesa manda como dueña absoluta, y de aquí que yo considere tan preciso ser dueño por completo de su voluntad. Ella es afecta a nuestra Orden, pero esa inmunda pasión que la domina podría alejarla de nosotros, y de aquí la presentación del padre Felipe que la subyugará uniéndola con nuevos lazos a nuestros intereses. Esa baronesa es una bestia en el celo. Mira si será fogosa su pasión que estaba ya muy próxima a entenderse con un perdido escritor, del que nosotros nos valemos algunas veces, pero que no está por completo a nuestra devoción. Afortunadamente he sabido a tiempo el peligro, y lo acabo de evitar con el padre Felipe que se hará el dueño absoluto de la baronesa.

—No está mal la combinación, ese ogro hará cuanto quiera de doña Fernanda, y vuestra reverencia maneja a su placer al conde de Baselga. Aquella casa es nuestra por completo. Ahora sólo falta que podamos manejar de igual modo a los dos niños que son los verdaderos dueños de los quince millones.

—Lo seremos; no lo dudes. Bastará con que sepamos apoderarnos de sus voluntades.

—Trabajo difícil es ése. ¿No sería mejor anularlos ahora que son de poca edad? Un niño cae con más facilidad que un adulto, pues hay muchas enfermedades infantiles, que fácilmente pueden contraerse sólo con que haya algo de intención, y un poco de descuido en los encargados de cuidarlos. En caso de muerte los quince millones pasarían a manos del conde de Baselga heredero de sus hijos, y a ése no nos sería difícil arrancárselos.

—Eres muy inhábil. Mil veces te he dicho que esos procedimientos de fuerza, son nocivos para nuestras empresas, y sino contempla sus consecuencias en el fracaso que experimentó en París nuestro hermano el padre Renard. Acuérdate del refrán italiano, «quien va despacio, va muy lejos», y como adquirir de un golpe quince millones de francos, es empresa muy seria, debemos proceder con gran cautela y no menos astucia. No nos comprometamos totalmente, ni demos un paso en falso que podría costamos muy caro. Ya sabes que un rey decía a su ayuda de cámara: «Vísteme despacio, que voy de prisa»; eso mismo te repito yo en esta ocasión. No apresuremos los acontecimientos, ni cometamos ningún acto de violencia, de lo contrario, en nada se diferenciaría un vulgar bandido de un jesuita. Tiempo de sobra tenemos a nuestra disposición. Esos dos niños están en nuestro poder, y su educación corre a nuestro cargo. Si la esposa del conde no fue monja en París, su hija lo será aquí; y en cuanto al niño, ya se encargará la baronesa de aficionarlo a la Compañía, y tal vez llegue a ser de los nuestros. Una escritura en que ambos al retirarse del mundo hagan donación de sus bienes a la Compañía, será el digno epílogo de nuestro trabajo.

—Está bien, reverendo padre —exclamó el secretario, fingiendo un entusiasmo adulador—. El plan es magnífico, y de seguro dará resultados. Comencemos nuestros trabajos, y demos a entender en Roma, que sabemos realizar lo que el padre Renard dejó embrollado.

—Nuestros trabajos han empezado ya. La base es la baronesa que se halla ya por completo a nuestras órdenes. El padre Felipe será dentro de unos días el dueño absoluto de su voluntad. La enloquecerá de placer como a todas sus penitentes.

—¡Oh! reverendo superior. La Compañía debe mantener bien a tan excelente caballo padre. No podrá quejarse la yeguada de devotas.

X. Los hijos del conde de Baselga

Enriqueta y Ricardo crecían bajo la autoridad implacable y ruda de doña Fernanda.

Su padre era para aquellos dos niños una especie de ser misterioso al que sólo veían en determinadas horas y cuyo semblante, siempre excesivamente grave y en algunas ocasiones fosco, les hacía temblar. Cuando aquel hombre silencioso y ceñudo tomaba en brazos a los dos pequeños o los ponía sobre sus rodillas sentían impulsos de escapar y las caricias eran para ellos verdaderos tormentos.

A doña Fernanda la amaban más, a pesar de la rudeza con que los trataba. Su padre no les dirigía nunca una palabra dura ni intentaba el menor castigo y en cambio su hermanastra aprovechaba la más leve ocasión para maltratarlos; pero ésta al menos hablaba para insultar, mostrábase terriblemente expansiva y no imitaba a aquel hombre de cuya boca sólo salían monosílabos y que después de contemplar fijamente a los dos niños, hacía esfuerzos para que no se le escapasen las lágrimas que acudían a sus ojos.

El conde de Baselga estaba más enamorado que nunca de su esposa, y al contemplar sus hijos, especialmente Enriqueta que era un acabado retrato de su madre, sentía revivir en su memoria el punzante recuerdo de la perdida felicidad y veía pasar ante sus ojos la imagen de María, muerta en lo más risueño de su vida.

Cuando los dos niños estaban a solas con la baronesa temblaban pensando en las violentas explosiones de su mal humor, pero no experimentaban el miedo extraño y supersticioso que sentían ante su padre.

Doña Fernanda sentíase satisfecha al poder dar rienda suelta a sus enfados de solterona, castigando a aquellos niños, fruto de un enlace que le había resultado siempre antipático. Ahora se vengaba de aquella superioridad que, sin notarlo, había tenido siempre sobre ella su joven madrastra a causa de su carácter dulce y bondadoso.

Para la baronesa, los niños debían ser seres automáticos, sin voluntad y con una vida regulada por el capricho del superior, y de aquí que pasase gran parte del día entretenida en la tarea de obligar a fuerza de amenazas y de cachetes a que sus dos hermanastros permaneciesen horas enteras quietecitos en sus sillas con la inmovilidad fúnebre de una momia.

Enriqueta era la principal víctima de sus iras. Como ya dijimos, la niña le era antipática por ser de su mismo sexo y por añadidura hermosa, y si sentía alguna debilidad en su régimen de educación guardábala para Ricardo, que era quien lograba hacerla sonreír.

Doña Fernanda tenía sus planes. Era la verdadera madre de aquellos angelitos, como le decían sus devotas amigas de la alta sociedad elogiando su comportamiento con sus hermanastros, y tenía por tanto el deber de pensar en su porvenir y señalarles lo que habían de ser en este mundo.

No se sabe si la idea nació espontáneamente en ella o le fue sugerida por su director espiritual el padre Felipe, santo varón que era su hombre de confianza y sin el cual no podía pasar un solo instante, pero lo cierto es que la baronesa había decidido que la niña entrase en un convento y que Ricardo fuese de la Compañía de Jesús.

Doña Fernanda tenía para ello razones poderosísimas, que exponía siempre que hablaba del asunto con sus amigas.

—Sobrados militares hay en España y señoritas que no sirven para otra cosa que para perder su alma bailando escandalosamente en los salones. Mis hermanos se dedicarán a la religión y alcanzarán el cielo, que es lo que debe buscar todo mortal.

Y la baronesa estaba decidida a sostener sus decisiones con todo el peso de su autoridad.

Cuando los niños fueron creciendo su educación fue descuidada en punto a conocimientos útiles; apenas si leían con corrección y sabían escribir su nombre; pero en cambio, la niña, so pena de recibir algunos azotes había de rezar al día media docena de rosarios y cantar con voz propia de monástico coro, los gozos dedicados a unos cuantos santos, mientras su hermano, vestido con casullas de muselina, fingía decir misa en capillas de cartón alumbradas con candelillas que preparaba la baronesa con todo el cuidado propio de un buen sacristán.

Aquellas diversiones que resultaban forzosas para los dos niños acababan por agradarles a falta de otras más vivas y atractivas, y su hermanastra regocijábase con la devoción que mostraban los pequeños, presentándoselos como dos santitos al buen padre Felipe que parecía cosido a sus faldas según lo poco que de ella se separaba.

En toda aquella casa tan grande y habitada por sirvientes de tantas clases, los niños sólo encontraban una sola persona que mereciese sus simpatías por demostrarles verdadero cariño.

Era ésta una antigua criada de su madre, la aragonesa Tomasa, que conforme había entrado en años se había hecho más ruda e indomable.

En aquellos dos niños veía a su señorita, cuya muerte no cesaba de llorar, y su cariño francote y ruidoso a fuerza de ser expansivo era todo para los muñecos, para aquellos dos chiquillos, y especialmente para Enriqueta, cuyos ojos no podía mirar sin conmoverse, pues le recordaba los de aquella otra niña que veinte años antes paseaba por las calles de París o las alegres alamedas del Luxemburgo.

Tomasa era en aquella casa la continua preocupación de la baronesa.

Desempeñaba el cargo de ama de llaves y por tanto la jefatura de toda la servidumbre, y en cada una de las órdenes que daba tropezaba inevitablemente con la dueña que la odiaba a muerte.

En el pequeño palacio del conde de Baselga ardía una continua guerra civil.

La vieja criada murmuraba a todas horas contra su nueva ama haciéndole coro la servidumbre que odiaba a la baronesa y ésta tenía especial empeño en contrariar a Tomasa encontrando defectuoso todo cuanto ordenaba y buscando ocasiones para humillarla.

La altivez, el odio y aun algo de envidia, luchaban con aquella tenacidad aragonesa aumentada por un modo franco de decir las cosas que hería cruelmente la susceptibilidad de doña Fernanda.

En aquella casa surgían los conflictos a diario entre las dos autoridades, y ambas mujeres, la señora y la doméstica, cansadas ya de tremendos choques en que les faltaba muy poco para agarrarse de los pelos acabaron por evitarse encerrándose cada una en una altiva indiferencia con respecto a la otra.

Doña Fernanda intentó librarse de aquella rival de su autoridad y para ello habló a su padre un día en que le pareció de mejor humor que de costumbre.

El conde la escuchó con frialdad y cuando terminó su capítulo de cargos contra el ama de llaves, se limitó a decirle que Tomasa era para él como de la familia, que la conocía muy bien y que no pensaba separarse nunca de ella.

La baronesa se indignó tanto con esta contestación, que llegó a formular la amenaza de marcharse de aquella casa si no salía de ella inmediatamente la terca aragonesa; pero su padre no se inmuto y con la misma frialdad de antes la dijo que podía hacer lo que gustase. Para el conde no era un sacrificio separarse de aquella criatura orgullosa y dominante cuya presencia le recordaba la deshonra de su primer matrimonio.

Doña Fernanda lloró, se indignó, contó sus penas al padre Felipe, al padre Claudio, a cuantos jesuitas conocía y a todas sus devotas amigas, hizo a su padre responsable de cuanto ocurriese y acabó… quedándose en la casa lo mismo que antes.

Le gustaba mucho tener una tropa de sirvientes a quien mandar y dos niños que llamaba sus hijos, a los cuales martirizaba con sus caprichos, y por esto se quedó, a más de que algo debieron aconsejarla también sus amigos jesuitas.

Las dos mujeres temiéndose mutuamente se respetaron más, y ya no surgieron entre ellas otras desavenencias que las ocasionadas por el cariño que Tomasa profesaba a los niños y el deseo de la baronesa de disponer de ellos en absoluto.

Cada vez que doña Fernanda los castigaba, la vieja criada protestaba a su modo lanzándola feroces miradas o murmurando amenazas que aquella oía perfectamente, y cuando los dos pequeños escapando de la pesada férula de su hermanastra iban en busca de Tomasa, la baronesa había de sostener un altercado con aquella «mujer soez» como ella la llamaba y que se metía a criticar la educación que daba a los niños.

La conversación con Tomasa tenía para éstos un gran encanto, pues la vieja criada les hablaba de su madre a la que Enriqueta apenas si recordaba y de su abuelo D. Ricardo Avellaneda que aparecía en sus tiernas imaginaciones como un buen señor bondadoso y dulce.

Además aquella mujer no los obligaba a una inmovilidad terrible para la niñez siempre ansiosa de movimiento, sino que les incitaba a juegos agitados y ruidosos a los que ellos se entregaban, con asombro y torpeza como el presidiario a quien obligan a andar libre después de estar encadenado muchos años.

Los alegres cuentos que les relataba la aragonesa con burda chusquedad gustaban más a los dos hermanos que las vidas de santos que les leía la baronesa obligando su atención a fuerza de cachetes, y tanto les gustaba estar al lado de Tomasa que aguardaban con ansia los días en que doña Fernanda salía a sus juntas de cofradía o colectas piadosas para correr inmediatamente al comedor o a la cocina, donde encontraban a su vieja amiga.

Conforme crecieron, este placer fue desvaneciéndose y se vieron más ligados que nunca a la autoridad despótica de su hermanastra.

Ricardo tenía ocho años cuando fue llevado al colegio de los padres jesuítas. El conde de Baselga pareció vacilar antes de dar su permiso para que se verificase tal traslación; pero los consejos del padre Claudio, las frías razones de su hija mayor y las exigencias de la moda, destruyeron todo conato de oposición si es que existió tal intento en el ánimo del conde.

Enriqueta, sin la compañía de aquel pequeño ser enfermizo y débil cuyos nerviosillos arranques le producían gran alegría a ella que rebosaba en salud y vida, encontró la casa de su padre tétrica y sombría, y a no ser por alguna que otra visita que hacía a Tomasa, aprovechando descuidos de la baronesa, se hubiese creído tan abandonada y sola como en un desierto.

Doña Fernanda, no contenida ya por aquella fría simpatía que profesaba a su hermanastro, descargaba todo su malhumor sobre Enriqueta; pero esto sólo ocurría cuando la baronesa estaba enojada por una inesperada ausencia de su director espiritual, y afortunadamente para la niña, el padre Felipe pasaba por lo regular gran parte del día pegado a las faldas de su penitente.

La educación de Enriqueta corría a cargo de su hermanastra que en esta tarea era ayudada por su director espiritual. Pero hay que decir que la mística pareja tenía numerosas ocupaciones, pues sólo de tarde en tarde se ocupaba de la niña tomando sus lecciones con aire distraído.

El padre Felipe alcanzaba en aquella casa una preponderancia aún más grande que la del padre Claudio, y tan convencida estaba la servidumbre de que aquel jesuita, siendo el dueño de la baronesa, era el verdadero amo, que muchas veces desatendía al conde de Baselga por mostrarse atenta y solícita con el bondadoso padre.

El conde, dominado por aquella taciturna misantropía que constituía ya su carácter, no veía lo que ocurría en su casa o fingía no verlo. Sin duda la sotana de jesuita era para él, el uniforme de un terrible enemigo al que había que temer y respetar.

La simplicidad del padre Felipe habíala reconocido desde el primer instante y aún adivinaba algo de las verdaderas relaciones que existían entre aquél y su hija, pero callaba cuidadoso de provocar un escándalo porque tras la grotesca figura del director espiritual; veía la diabólica personalidad del padre Claudio siempre amenazante y capaz de anonadarle a la más leve muestra de enemistad.

Aquel hombre en otro tiempo tan altivo y enérgico, que se hacía muchas veces intolerable por su levantisca independencia, era ahora un autómata habiendo el temor roído poco a poco su firme voluntad. Sentía miedo ante el padre Claudio, personificación de aquella Compañía de Jesús tan terriblemente poderosa.

Además, en su cerebro estaban muy embrolladas las ideas y no tenía ninguna creencia determinada que le diese valor para emanciparse de la tiranía encubierta que sobre él pesaba.

La desgracia le había hecho exageradamente religioso. Aquella rápida e inesperada muerte de la mujer amada recordada a todas horas, le hacía ver la fragilidad de las cosas humanas y la continua lectura de «La Imitación de Cristo» exageraba su desprecio al mundo, engolfándolo cada vez más en la religión.

Convertíase el conde por instantes en un monomaniaco religioso, era un asceta en plena sociedad y veía en todas partes la mano de aquel Dios poderoso, vengativo y repleto de todas las pasiones humanas del cual eran legítimos representantes los jesuitas.

A su buen juicio y a su propia experiencia no se les ocultaban los defectos y las ambiciones de la Compañía; pero la acomodaticia y absurda enseñanza religiosa de los jesuitas había trastornado su raciocinio y pensando en que Dios saca muchas veces el bien del mal y para la salvación eterna del nombre emplea los más difíciles y tortuosos medios, no sabía al fin qué pensar ciertamente y si considerar a los individuos de la Orden como dechados de bondad, que se sacrificaban dirigiendo la conciencia de los demás o como diabólicos malvados dignos de execración.

La imagen de aquel Dios iracundo y vengador que columbraba en el fondo de todos los libros religiosos escritos con estilo de pegajosa dulzura, le hacían transigir con su actual situación, pues pensaba que tanto la muerte de su segunda esposa como la degradante dependencia en que vivía, siempre amenazado por las terribles revelaciones del padre Claudio, eran castigos impuestos por Dios para que de este modo expiase el crimen que había cometido en un instante de arrebato dando muerte a Pepita Carrillo.

Pero en aquel cerebro perturbado por los consejos del bello jesuita y las costumbres y lecturas que éste le aconsejaba no existía nada sólido, y de aquí que en ciertos instantes el oleaje de las ideas barriese unas para colocar otras en el mismo sitio.

Su sentido común aunque amortiguado, lanzaba en algunos momentos rápidos destellos, y examinando los recuerdos que guardaba su memoria, adquiría el convencimiento de su degradación y de que la Orden tenía sobre él ambiciosas miras.

No; aquella institución que tan villanamente había conspirado en París contra la fortuna de Avellaneda, no podía ser buena ni santa a pesar de las explicaciones que daba el padre Claudio por librar a la Compañía de responsabilidad.

Había instantes en que la duda desvanecía por completo su fe, creada artificialmente por los jesuitas y veía claro lo que éstos eran. Entonces temblaba, imaginándose que no habían terminado sus desgracias y que el terrible vampiro todavía había de intentar una nueva agresión por absorber aquella fortuna respetable que ahora pertenecía a sus hijos.

En uno de estos momentos de duda fue cuando a doña Fernanda se le ocurrió proponer a su padre el ingreso de Enriqueta en un colegio dirigido por monjas, fundándose en razones tales, como que la educación de la niña estaba muy descuidada, que en casa lo revolvía todo con su genio rebelde alentado por Tomasa y que era lo más elegante y propio de una familia distinguida meter a los pequeños en un establecimiento de enseñanza que tenía la organización de un monasterio.

La baronesa, antes de que su padre le contestara, añadió que había consultado su idea con el padre Claudio y que a éste le había parecido muy bien.

La solterona sabía que para conseguir algo del conde no había como nombrar al hermoso y terrible jesuita, pero en esta ocasión sus esperanzas resultaron fallidas.

Baselga se mostró más animado que de costumbre, y hasta su tez cetrina se coloreó un poco. Su voz siempre lenta y fosca se hizo rápida y vibrante y con el mismo imperio que mandaba en otro tiempo a sus soldados se negó a que Enriqueta saliese de la casa.

La baronesa quiso protestar, pero se detuvo ante el modo imponente con que su padre le dijo:

—Cállese usted, tengo motivos sobrados para negarme a que me despojen de mi hija y sé de quién nace la idea de que Enriqueta vaya a un colegio así como también el porqué de tal consejo. Basta ya con que se me haya quitado a mi hijo.

El conde recordaba al hipócrita señor García y a María Avellaneda cuando fue llevada por éste a un convento de París.

Sin duda la misma mano seguía moviendo a su familia y le quería arrebatar a Enriqueta después de haberse llevado a Ricardo.

Lo único que consolaba a Baselga, es que éste sería hombre y sabría librarse mejor que su hermana de las seducciones que pudieran ejercer sobre él por medio de una educación mística.

XI. Auxilio inesperado

Transcurrió todo el verano sin que la existencia del capitán Álvarez se viese turbada por ningún incidente notable.

Hacía la vida de un oficial vulgar en tiempo de paz. Pasaba horas enteras en el café, murmuraba de sus superiores y de todo cuanto saltaba en la conversación sin fijarse bien en lo que decía; en el cuarto de banderas lucía su ingenio de un modo gracioso hasta el punto de hacer sonreír a los jefes más adustos y seguía mereciendo aquel apodo de Séneca a los ojos del regimiento que lo consideraba como una de sus glorias.

Sólo en alguna noche rompía sus habituales costumbres y era para acudir a aquella casa misteriosa donde le había visto entrar su asistente. Allí veía algunas veces al general Prim, y otras, con conspiradores tan conocidos como el coronel Moriones, el periodista Carlos Rubio o el agitador Muñiz se ocupaba en los trabajos preparatorios de una revolución.

Haciendo esta vida le sorprendió el otoño. El tiempo que, según Voltaire, es el gran consolador, había desvanecido algo en el ánimo del capitán aquel recuerdo amoroso que tanto le dominaba algunos meses antes.

La imagen de Enriqueta Baselga, sólo muy de tarde en tarde, vigorosa, con luz fantástica y los contornos casi borrados surgía en su imaginación, y el capitán se preguntaba:

—¿Qué hará ahora esa chica?

Sus trabajos revolucionarios, con los que exponía su carrera y hasta su vida, le preocupaban demasiado para permitirle, como otras veces, entregarse a románticas ilusiones, y de aquí que su antiguo amor estuviese amortiguado, aunque no por esto se hubiese borrado por completo.

Una mañana el capitán, cansado por algunas horas de ejercicio en el campo de maniobras, regresó a su casa en busca del almuerzo, y al entrar en su habitación vio sentada a la puerta de ésta a una mujer que conversaba amistosamente con la patrona.

Álvarez, ante la mirada de respetuoso cariño que le dirigió aquella mujer, detúvose un instante, al mismo tiempo que su patrona sonreía por hacer algo.

El capitán se fijó en ella. Tenía un aspecto vulgar y vestía modestamente, pero su mantilla y su traje, aunque algo ordinarios, eran flamantes, y demostraban cierta rumbosidad. Estaba ya la mujer rayando en la vejez, pero era alta y robusta, su cabello tenía el negro mate del plumaje del cuervo, y sus ojillos destacábanse vivos y maliciosos sobre las prominencias grasosas de su cara. En su apostura había algo de resuelto y varonil que la hacía simpática. Al ver que Álvarez la miraba, levantóse de la silla sonriendo de un modo franco, y dijo sin demostrar cortedad:

—Usted no me conoce, señorito, pero yo hace mucho tiempo que lo quiero. Vengo a buscar a su asistente Perico, y lo estoy esperando.

—¡Ah…! —exclamó Álvarez por decir algo—. Perico no tardará en venir.

—Usted debe conocerme, porque algunas veces me habrá nombrado mi sobrino. Soy la señora Tomasa; la tía de Perico.

Álvarez sonrió con espontánea amabilidad. Efectivamente, conocía de nombre a aquella buena mujer, a aquella aragonesa todo corazón que se desvivía por su sobrino cuidando de llenarle el bolsillo y que algunas veces le había enviado regalos a él mismo, agradecida por lo bien que trataba a su asistente.

Al capitán le resultaba muy simpática la tía de Perico, y además encontraba en su apostura marcial y resuelta ciertas reminiscencias de su madre, aquella heroica navarra que pasó la luna de miel entre los peligros de la guerra carlista, sin llegar a saber con certeza lo que era el miedo.

—Entre usted en mi cuarto. Ahí está usted mal. Dentro esperará a su sobrino.

Cuando Tomasa tomó asiento en la habitación del capitán, rompió a hablar inmediatamente, pues no era mujer que pudiera permanecer callada. Se enteró minuciosamente de si el chico cumplía sus obligaciones y de si daba algún pesar a su amo y ensalzando con pintorescas comparaciones el inmenso cariño que el asistente profesaba a su señorito.

—Yo, francamente, don Esteban, algunas veces tengo celos al ver lo mucho que ese muchacho le quiere a usted. Crea que le tiene una ley de dos mil demonios, y que si algún día se casa no ha de querer tanto a su mujer. Cuando una habla con él está inaguantable, pues siempre sale con la misma solfa. Que si su amo por aquí, que si su señorito por allá, que si el capitán Álvarez es el más guapo del regimiento, que si es el que sabe más… crea que si Perico fuese mujer, haría usted un buen negocio casándose con él.

Al capitán le hacía mucha gracia la charla francota de aquella aragonesa, y acogía sus palabras con sonrisas.

—Yo le tengo mucha ley al pobrecito; ya puede usted considerar: él sólo es mi única familia, y además apenas si ha conocido a su madre. Yo soy, fuera de usted, la única persona que le quiere, y si al morir dejo un duro para él será. Además, el chico podrá ser muy bruto, pero es dócil y sencillote y se deja llevar por donde una quiere sin decir una mala palabra ni perder nunca su buen humor. Mi gusto sería que saliese del servicio que yo ya me encargaría de buscarle un buen acomodo, pero él, erre que erre, encaprichado con su señorito y antes reventará de puro viejo que dejará de ser el asistente del capitán Álvarez… ¡Qué alegría va a tener el pobrete cuando me vea!

—Ahora recuerdo que estaba usted fuera; se lo he oído a Perico varias veces. ¿Y no sabe él su llegada?

—¡Qué ha de saber! Quería sorprenderlo y por eso ha sido para él mi primera visita: llegamos anoche. Mi señor, con toda su familia, ha vivido algunos meses en una de sus posesiones.

Calló Tomasa, y durante algunos instantes reinó el silencio.

—Usted no cambia —dijo al fin la aragonesa, que no era amiga de permanecer silenciosa—. Está ahora tan guapo como la última vez que le vi en la calle. A mí no me gusta alabar a nadie, pero crea que es de los militares más templados que se pasea por Madrid. De seguro que con usted no andarán con remilgos las mujeres. Debe usted tener muchas novias.

Y la tía de Perico acompañaba estas francoterias con ruidosas risotadas que hacían reír también a Alvarez algo ruborizado.

—Y luego esos trajes tan majos que caen tan bien a los buenos mozos. Mire usted, yo siempre he tenido ley a los soldados y los he mirado bien en mis tiempos porque aunque ahora sea ya un vejestorio capaz de meter miedo al más valiente, no por esto he dejado de tener mis veinte y llamar la atención como cualquier prójima.

Al capitán le hacía mucha gracia aquel carácter ingenuo y chusco a fuerza de ser franco y de aquí que fomentase su charla y le dirigiese en tono festivo algunos cumplidos de su repertorio soldadesco.

—¡Bah! Me conozco y hace años que soy abuela; pero en mis tiempos he llamado la atención y hasta sargentos bien portados se han parado para decirme ¡buenos ojos tienes! Mire usted si a mí me ha gustado la gente de uniforme, que hasta en París cuando estaba con mis antiguos amos, tuve un novio que era eso que allá dicen gendarme y que llamaba la atención por lo bien plantado y por sus bigotazos, que eran poco más o menos, como los de usted ¡Valiente perro era el tal gabacho! Con él me enseñé a mascullar un poco la jerga francesa, pero supe que el gran pillo era casado y con hijos y lo planté en la puerta. Eso sí; no he visto gente más lista de manos y de más malas intenciones que todos ustedes, con perdón sea dicho.

Alvarez seguía muy entretenido por la charla de Tomasa y la dejaba hablar mientras se despojaba de una parte del uniforme para que después lo cepillase Perico.

—Mi amo también fue militar en su juventud, y le aseguro que a buen mozo y bien portado, pocos le ganarían en su época.

—¿En qué casa sirve usted?

—Sirvo al conde de Baselga. Soy el ama de llaves y vi nacer a su esposa, así como he visto nacer a los hijos.

Poco faltó para que Alvarez que acababa de sentarse, diese un salto en su silla. ¡Cómo! ¡La tía de Perico era la criada de confianza en casa de Enriqueta y él no lo sabía hasta aquel momento! Aquello resultaba casual, pero no podía ser más cierto. Álvarez oía hablar continuamente a su asistente, de su tía y del señor a quienes servía, sin que nunca en su indiferencia se le ocurriese preguntar su nombre. Ahora las palabras que acababa de decir la aragonesa habían producido en su interior un nervioso sacudimiento y como si una mano misteriosa hubiese abierto la atrancada puerta de los recuerdos desparramábanse por su memoria todos los incidentes de su pasión amortiguada; el encuentro en el Retiro, los paseos por la calle de Atocha, los galopes ridículos por la Castellana y las furiosas miradas de la tía.

Por un extraño fenómeno la imagen de Enriqueta que antes se extendía ante su imaginación vaporosa e incierta surgía ahora en su memoria vigorosa y viviente como si un cuerpo real acabase de pasar frente a sus ojos envuelta en nimbos de luz.

Por algunos instantes Álvarez estuvo tan turbado a causa del repentino descubrimiento, que no supo qué decir, pero al fin con el deseo de saber algo cierto sobre la mujer amada determinóse a excitar la charla de Tomasa.

—He oído algunas veces hablar del conde. Vive retirado del gran mundo y tiene dos hijos, ¿no es cierto?

—Sí; los señoritos Ricardo y Enriqueta, dos ángeles que me recuerdan a su madre, que santa gloria haya.

—En Madrid se habla de su gran fortuna. Son ricos y tienen los dos un brillante porvenir.

—Sí: ¡buen porvenir te dé Dios! Si él desde el cielo no arregla esto; y hace que el demonio se lleve a la baronesa de Carrillo, esa hermanastra arrastrá que tanto martiriza a los dos, es posible que éstos no pasen de ser dos desgraciados.

—¿Tan mal los trata la baronesa?

—¡Calle usted! ¡Si aquello es para enrubiarse y echarlo todo a rodar! Figúrese usted que los dos pobrecitos son como todos los jóvenes, alegres, bulliciosos y amigos de ver mundo y divertirse; pues a pesar de esto, la tal doña Fernanda con sus consejos y los de los curas que continuamente la visitan, ha conseguido que los dos se conviertan en dos beatos y que hablen del mundo como si fuesen unos viejos cansados de él. Quien más lástima me produce es el señorito Ricardo. ¡Ver un niño de doce años con deseos de hacerse fraile cuando ya debía ir pensando en echarse una novia! Antes no era así, y le aseguro que en punto a alegre y amigo del bullicio le ganaba a su hermana; pero desde que lo metieron en el colegio de los padres jesuítas ha cambiado completamente, y como si ya fuese un cura se pasa las horas enteras entregado al rezo, y anda y mira del mismo modo que si llevase ya la sotana. Este verano lo ha pasado con nosotros en el campo, y hasta su mismo padre, el señor conde, se mostraba algo disgustado por las aficiones de su hijo. Y hay que tener en cuenta que mi señor, desde la muerte de la infeliz doña María, se ha hecho también un beato ceñudo y malhumorado, con el que no se puede hablar. En fin, aquella casa es un convento, y si no fuese por la ley que le tengo al conde y a los niños, hace tiempo que no estaría allí, pues yo soy enemiga de las beaterías, tanto más cuanto que sé por experiencia lo que son los jesuítas.

—¿Y la señorita Enriqueta también es aficionada a la devoción?

—¡Oh! Ésa no hay cuidado que por su propia voluntad abandone el mundo. Le gusta mucho la vida de señorita elegante, y cuando su padre, después de pensarlo mucho, se decide a ponerse sus condecoraciones y su uniforme del gentil-hombre, y la lleva a un baile de Palacio, la pobrecita tiene para contar durante semanas. Su hermanastra quiere hacerla monja, pero ella aunque dice que sí por evitarse disgustos, se halla muy lejos de gustar la vida de convento. ¡Buena monja te dé Dios! Ella sí quería ser monja, pero sería, como dicen en mi tierra, «monja de Santa Clara, de las que duermen con cuatro zapatos bajo la cama».

Y Tomasa celebraba sus propias agudezas con ruidosas risotadas. El capitán estaba impaciente por hacer hablar a la aragonesa antes de que llegase su asistente, así es que continuó preguntando:

—A mí me han dicho que es muy hermosa la señorita Enriqueta.

—En eso no le han engañado, y crea usted que en Madrid hay muy pocas jóvenes que le puedan disputar la fama de hermosa. Es el vivo retrato de su madre y aun me atreveré a decir que es más guapa que ésta, pues tiene en su porte mucho del señor conde que aunque viejo es todavía un real mozo.

—Es extraño que con tales condiciones no haya sido requerida de amores por ningún hombre.

—La pobrecita vive tan pegada a las faldas de su hermanastra, y de tal modo la vigila ésta, que no es fácil que pueda tener amoríos con nadie. Y a ella… ¡por qué negarlo! le gustan los hombres como a cualquier mujer, y no le haría ascos a un novio. En las fiestas a que la lleva su padre siempre encuentra algún mocosuelo tísico de la aristocracia que le hace carantoñas, pero la niña es tan dócil y tiene tal miedo a su padre y a la baronesa que responde ariscamente a todos los floreos que la dirigen, lo que no impide que después venga a contarme todo lo sucedido con ese aire satisfecho de las jovencitas cuando se ven atendidas y obsequiadas.

—¿Es posible que ella no haya encontrado entre esos ridículos polluelos de la aristocracia un hombre que le guste?

—Así es. El que la produjo alguna impresión fue un militarote que este invierno pasado la hizo el amor. ¡Diablo de hombre! ¡Qué tenaz y pesado era!

El capitán Álvarez quedó frío al oír estas palabras y hasta pensó que Tomasa lo sabía todo y con aquel aire inocente se estaba burlando de él. A pesar de esto no tardó en reponerse y con afectada indiferencia, exclamó:

—¡Ah! ¿Con que era muy pesado el tal pretendiente? ¿Y le vio usted?

—No llegué a conocerle a pesar de que tenía ganas de ello; pero el tal galanteador produjo en la casa un cipizape de mil diablos. La baronesa, cada vez que veía al militar paseando por la acera de enfrente, poníase como una furia y reñía a la señorita, llegando algunas veces a querer golpearla, como sí la pobre tuviese la culpa de ser tan hermosa que los hombres se enamoran de ella inmediatamente. El conde al principio tomó la cosa con indiferencia y hasta llegó a reírse al ver la rabia que producía en la baronesa la terquedad de aquel importuno; pero un día en que salió a caballo con su hija volvió a casa como un loco y echándolo todo a rodar. También a él le enfurecía el militarote, que a lo que parece, les había seguido a caballo cometiendo mil imprudencias que llamaron la atención de los paseantes. El conde hablaba de dar unos cuantos latigazos a aquel cargante diciendo que se había detenido por temor a un escándalo, y tan preocupado estaba por el suceso que al día siguiente nos dio a toda la servidumbre las órdenes oportunas para hacer los preparativos de viaje. En una de sus posesiones hemos estado desde entonces y vea usted como las imprudencias de un pretendiente pesado han obligado a toda la familia a permanecer mucho tiempo lejos de Madrid.

—Y la señorita Enriqueta —dijo el capitán después de reflexionar un rato sobre los resultados que había producido su conducta—. ¿Qué piensa ella de aquel adorador? ¿Nunca ha dado a conocer a usted su opinión?

—Es tan callada la señorita, y tan tímida y retraída la ha hecho la educación que la da su hermanastra, que es muy difícil adivinar lo que piensa. Pero yo tengo buen ojo y si he de decir lo que creo aquel militar no le parecía mal. Ella no me ha hablado nunca de él como de los otros mozuelos que la hacían el amor en los salones, pero muchas veces la he visto pensativa y como esto fue desde que el tal militar le rondó la calle, creo que en él y sólo en él pensaba cuando se mostraba tan distraída. Sólo un día habló de él y fue en la capilla de la casa solariega del conde donde hemos pasado tanto tiempo. Mirando un cuadro de San Miguel volvióse a mí y me dijo que tenía cierto parecido con el guapo militar que tan tenazmente la perseguía.

—¿Parecido a San Miguel? —dijo Alvarez con extrañeza.

—No sé si será así, aunque aquel santo era rubio y barbilampiño y el amoroso militar, según mis informes, llevaba bigote como usted. Pero esto me prueba más aún que la señorita siente interés por el tal sujeto; pues es una verdad aquello que «es propio de enamorados ver su amor en todas partes».

Esto convenció al capitán quien, dejándose llevar de un risueño optimismo, creyó ya que Enriqueta la amaba.

Tan absoluta fue su confianza que se sintió tentado a revelar toda la verdad a la tía de su asistente.

Aquella mujer le servía de mucho para sus planes amorosos, pues con su cooperación podía llegar hasta la mujer amada.

Además, el carácter franco y sencillo de Tomasa dábale confianza y comprendía que por el cariño que profesaba a Enriqueta y el odio que sentía contra la baronesa, era capaz de ponerse a sus órdenes, aunque esto le hiciera correr el peligro de ser despedida de una casa que consideraba ya como su propio hogar.

Alvarez sintió impulsos de espontanearse y dar a entender a Tomasa que él era el militar en cuestión pidiéndola su auxilio como intermediaria en sus amores.

Iba a hablar el capitán, iba ya a decir: ¡ese militar era yo! cuando con ademán respetuoso entró su asistente en la habitación y apenas lo vio su tía se arrojó en sus brazos.

Álvarez calló dejando para más adelante la conquista de aquella intermediaria.

XII. Declaración de amor

No tardó mucho el capitán Álvarez en revelar a Tomasa lo que deseaba.

La fiel aragonesa, pocos días después de su entrevista con el amo de su sobrino, se enteró de que era el mismo militar que había hecho el amor a Enriqueta y que había excitado las iras de la baronesa.

Tomasa se alegró. Es verdad que algún disgusto le produjo al principio el pensar que protegiendo aquella pasión, podía disgustar a su señor, el conde; pero pudo en ella más el deseo de mortificar a la odiada baronesa y de favorecer al capitán, por el cual éste recibió la promesa de ser auxiliado por la vieja criada…

Ésta era más práctica en amores de lo que prometía su rusticidad. Tenía el convencimiento de que su señorita recordaba algunas veces al hombre que había sido el primero en hacerla el amor de un modo tan franco y se proponía avivar el fuego que pudiera arder aún en su corazón.

Así que la aragonesa, conmovida por las súplicas del capitán, accedió a servirle de intermediaria, púsose inmediatamente en campaña comenzando a sondear el ánimo de su señorita.

¡Con qué destreza supo ir despertando los recuerdos que en ella quedaban de aquel asedio amoroso!

Hablóle de la casualidad que le había hecho conocer al militar que tanto amor la manifestaba, y aprovechó todas las ocasiones que tenía de hablarla a solas para hacerla saber lo que de ella decía el capitán y lo mucho que crecía su amor.

Enriqueta acogió aquellas revelaciones ruborosa y con temor, manifestando al principio un leve disgusto. La mortificaba aquella pasión que tanto había indignado a su padre y temía que llegase a tener noticia de sus confidencias con Tomasa la terrible baronesa, que era muy capaz de golpearla en un rapto de furor. Pero tenían para ella tal encanto aquellas conversaciones con la vieja ama de llaves en el oscuro extremo de un corredor o entre dos cortinajes del salón, siempre en zozobra, con el oído atento para evitar una sorpresa, que, aunque algunas veces se mostraba arrepentida de su imprudencia al dar oído a aquellas sugestiones amorosas, volvía poco después en busca de Tomasa fingiendo escaso interés; pero en realidad anhelante por saber algo íntimo de aquel hombre que decía amarla tanto.

El capitán, aunque procurando no llamar la atención como en otras ocasiones de la austera familia de Enriqueta, buscaba ocasiones para ver a ésta recatándose con la timidez de un colegial que teme comprometer con su presencia a su amada.

Enriqueta, que pocas veces burlando la vigilancia de doña Fernanda conseguía asomarse al balcón, siempre que pegaba su interesante rostro a las vidrieras de aquél veía pasar por la acera de enfrente al capitán Álvarez, afectando el aspecto frío de un transeúnte, pero mirando por el rabillo del ojo a los levantados visillos entre los cuales distinguía las hermosas facciones de la joven.

Habíase establecido entre los dos una comunicación misteriosa propia de los héroes de las leyendas. A ciertas horas de la tarde Enriqueta experimentaba una extraña conmoción que conmovía la red de sus nervios e inmediatamente se decía con el convencimiento de quien habla de una cosa infalible:

—¡Va a pasar!

Y efectivamente, apenas se colocaba tras los vidrios del balcón, Álvarez, con la mano en el puño de su espada y contorneándose con toda la gallardía de un arcabucero de los tercios de Flandes, pasaba por frente a la casa mirando de soslayo y sonriendo de un modo gracioso.

Aquello era amor, y aunque Enriqueta no quería confesarlo, Tomasa se mostraba cada vez más convencida de la naciente pasión de su señorita y la asediaba con más ahínco para que calmase las ansias del capitán.

El amor soñoliento y fantástico que muchos años antes en el barrio más tranquilo de París había profesado María Avellaneda al conde de Baselga, volvía ahora a renacer en la hija aunque no tan extremadamente romántico.

La persona de Esteban Álvarez había impresionado a Enriqueta que estaba en la plenitud de una adolescencia apasionada excitada más aún por una educación monjil y que sentía verdadera hambre de amor.

En sus ensueños siempre figuraba el gallardo militar como el personaje que ocupaba el primer término del fantástico cuadro, y cuando obligada por doña Fernanda pasaba horas enteras leyendo en alta voz las lamentaciones de amor místico encerradas en devocionarios con tapas de tafilete y cantos dorados, su imaginación volaba hacia el hombre que tan profundamente la había impresionado y cada vez que de su boca salían las palabras: ¡Oh dulce Jesús mio! ¡Oh amadísimo señor de mi alma y de mi cuerpo! pensaba en Álvarez pareciéndole el gallardo militar más digno de estas exclamaciones que aquel hombre macilento, desnudo y desgreñado que clavado en un madero figuraba en todas las láminas de sus libros.

A las pocas semanas de cuchichear con Tomasa siempre sobre el mismo tema, y de contemplar al capitán haciéndola el amor de un modo tan prudente al par que apasionado, Enriqueta se dio por vencida. Seguía temiendo la explosión colérica de su padre y el incesante tormento de que era capaz su hermanastra; pero el amor podía más e, inconscientemente, sin reparar en los peligros, se decidía a aceptar los consejos de la vieja ama de llaves que la empujaba a acoger benévolamente el amor de Álvarez dándole algunas esperanzas, aunque fuesen débiles.

Además, desde que el capitán volvía a hacerla la corte de aquel modo prudente, su familia de nada se había apercibido y esto la hacía confiar en que sus futuros amores quedarían en igual misterio.

Enriqueta estaba ya decidida y bastó que en una entrevista con Tomasa se decidiera a decir que creía amar al capitán y que al día siguiente contestase desde su balcón a las miradas apasionadas de aquél con una graciosa sonrisa, para que inmediatamente Álvarez saliese de su actitud puramente espectativa y diese lo que él consideraba el gran paso.

Tomasa, una tarde que el conde estaba de paseo y la baronesa parecía muy ocupada en conferenciar a puerta cerrada con su director espiritual, llamó con gran sigilo a su querida señorita y sonriendo maliciosamente como para quitar importancia al acto que realizaba, le entregó una carta sin querer decir quién la enviaba, aunque con picarescos guiños se esforzaba en dar a entender su procedencia.

Enriqueta quedóse perpleja con la carta en la mano sin saber qué hacer. Un resto de su antiguo miedo la hacía detenerse antes de aceptar aquello que indudablemente era una declaración de amor e intentó devolver la carta a la aragonesa; pero tan persuasiva fue la charla de ésta, con tal colorido supo describir el inmenso dolor que experimentaría el apasionado capitán al verse despreciado de aquel modo, que se decidió a aceptarla.

—Léala usted al menos, señorita —decía la vieja criada—. Indudablemente le dice a usted cosas hermosísimas… cosas del otro mundo. Yo sé bien lo que son estos asuntos y lo que dicen tales cartas y daría cualquier cosa por verme en el lugar de usted, no por ser joven y rica sino por tener un amante tan guapo y tan apasionado. ¡Y cómo escribe! ¡Virgen santa! ¡Si tiene una mano para decir ternezas…! El otro día fui a verle y como si yo fuese usted misma me leyó unos versos de los muchos que ha escrito sobre esa personita.

Crea usted aquello era tan tierno, tan bonito que… ¡vamos! la ponía a una carne de gallina. Ese don Esteban está chiflado por usted y es tan sensible, que si mi señorita lo despreciase, el pobrecito sería capaz de pegarse un tiro.

Enriqueta se sintió conmovida en su infantil sencillez al saber que un hombre era capaz de matarse por sus desdenes, y esta figura retórica de la aragonesa fue lo que la decidió a guardarse prontamente la carta.

La caprichosa charla de su hermano Ricardito que por algunas dolencias de su organismo enfermizo no había ido todavía a seguir sus cursos en el colegio de los jesuitas, impidió a Enriqueta leer aquella carta que había escondido en su virginal seno y que con su contacto parecía abrasarle la fina epidermis.

La esperanza de que a la noche conseguiría leerla no calmaba la impaciencia y la zozobra que de ella se había apoderado.

¿Cómo serían las cartas de amor? Pronto iba a saberlo, así que todos se retirasen a sus habitaciones y ella quedase sola en su gabinete.

Aquella noche, en la soledad de su dormitorio, cuya puerta había cerrado, rodeada de infinitas preocupaciones y conmoviéndose asustada al menor ruido lejano que llegaba a sus oídos, se reveló el amor a un corazón joven con todo el perfume condensado y el estallido de brillantes colores de una rosa que rompe el apretado capullo.

Leyó y releyó un sinnúmero de veces aquellas cuatro páginas, en las cuales las exclamaciones de una verdadera pasión surgían ingenuas y conmovedoras sobre el papel envueltas en conceptos románticos y algo rebuscados, y cuando la bujía que esparcía su luz sobre la mesilla de laca comenzó a agonizar, haciendo danzar un tropel de sombras sobre las blancas colgaduras del virginal lecho, Enriqueta lloraba sin poder explicarse el motivo, experimentando un dulce placer al derramar aquellas lágrimas.

La luz que mortecina se agitaba ya al extremo del candelero y que iba a hacer estallar la arandela, causaba hondo pesar a Enriqueta, pues la privaba de que prolongase el placer de aquella lectura. Nueva Josué hubiera querido tener poder para sostener aquella luz y leer una vez más el papel que tenía en sus manos y que besaba apasionadamente sin darse cuenta de ello; pero la llama, después de revivir con fuerza algunos instantes, se apagó, y la hermosa joven tuvo que desnudarse a oscuras.

La cama crujió dulcemente al recibir el peso de aquel cuerpo, que exhalaba un ambiente de fragante frescura, y en toda la noche no turbó la calma del aristocrático dormitorio otro ruido que los suspiros de Enriqueta, la cual durmió inquieta y nerviosa, despertándose con frecuencia, y como si temiese que el sueño la hiciese traición, y que con lucidez sonámbula repitiese en alta voz el contenido de aquella carta que ya casi sabía de memoria.

Los primeros rayos de luz matinal que se filtraron por los extremos del pesado cortinaje de la ventana hicieron que Enriqueta saltase de la cama.

En sus horas de vigilia, había pensado en la necesidad de contestar a aquella carta. El pobrecito se lo pedía, se lo rogaba con la mayor humildad, y ella no se sentía con fuerzas para permanecer muda ante aquella rendida solicitud.

Colocando su mesilla junto a la ventana, escribió tan nerviosa y alarmadamente como leyó en la noche anterior. Cuatro renglones de trémula letra y femenil ortografía, fueron la contestación a la carta del capitán, y aquel mismo día se encargó Tomasa de llevar la respuesta a Álvarez que, como todos los hombres en casos semejantes, se consideró el más dichoso de los mortales.

Desde entonces se entablaron entre los dos jóvenes unas relaciones puramente platónicas, que se desahogaban por medio de miradas rápidas desde la acera al balcón, y cartas interminables que Tomasa entregaba diariamente y con rigurosa puntualidad a ambas partes.

Enriqueta se creía feliz, experimentando emociones que hasta entonces le habían sido desconocidas.

En un cofrecillo maqueado que perteneció a su madre, y que le servía para guardar algunos juguetes de su niñez, y ciertas chucherías propias de una joven aristocrática, que sólo de tarde en tarde se presenta en el mundo elegante, y que son por tanto, recuerdo de agradables y deslumbradoras fiestas, encerraba las cartas y las poesías que le enviaba su novio, y que por la frecuencia con que llegaban amenazaban convertirse en colosal montón que se desbordara por toda la habitación.

Encerrarse en ésta, abrir el cofrecillo e ir releyendo por centésima vez aquellas epístolas amatorias en que con diversas palabras se hacían siempre los mismos juramentos e idénticas promesas, y besar después con instintivo arrebato aquellos pliegos de papel manoseados por continuos exámenes, era el mayor placer de aquella adolescente cuya vida la llenaba el amor.

XIII. Ejercicios piadosos

Una mañana del mes de febrero, cuando en la casa del conde de Baselga todavía no se habían levantado de la cama los señores, Tomasa, apoyada en la chimenea del comedor, hablaba con una muchachuela que en su feo rostro tenía cierta expresión hipócrita y que era la doncella de doña Fernanda.

Ésta profesaba gran cariño a su servidora íntima por ser fea y gran amiga de murmuraciones. La primera condición la tenía en gran estima, pues por la ley del contraste, al lado de aquella cabeza chata, deprimida y terrosa, adquiría cierto brillo de hermosura su rostro rubicundo y narigudo. En cuanto a lo de chismosa, nada gustaba tanto a la baronesa como hablar largo rato con su doncella haciendo que ésta le contara todo lo que ocurría en la casa, así como cuanto sabía de las otras señoras devotas que figuraban con ella en las juntas de cofradía e instituciones benéficas.

En esto último salía perdiendo doña Fernanda, pues su doncella, tan dominaba estaba por el afán de murmurar, que apenas la dejaba libre su señora corría en busca de Tomasa, complaciéndose en contarla todas las interioridades de su señora.

Entre la ama de llaves y la doncella reinaba gran intimidad, y aunque ésta, en punto a charlar, no guardaba fidelidad a nadie, siempre se mostraba más pronta, por simpatías propias de clase, a revelar los secretos de su ama a Tomasa que a contar lo que esta decía a la baronesa.

Aquella mañana la chismosa, por complacer a Tomasa, a la que convenía tener favorable, pues de este modo su bondadosa autoridad consentía ciertas salidas nocturnas, se ocupaba en encender la chimenea del comedor, y en cuclillas ante el hogar colocaba cuidadosamente los leños, avivando con furiosos resoplidos la llama que se obstinaban en rechazar los verdes y húmedos troncos.

Tomasa oía con gran atención lo que aquella muchacha, tosiendo a cada instante por el humo que se le metía en la garganta, e hinchando sus enrojecidos carrillos, le decía casi a sus pies.

La baronesa había pasado una noche pésima privando a su doncella del sueño con continuos llamamientos. Había para reventar —según decía la doncella—, estando al cuidado de aquella perra, que con todos sus aires de señora y de devota era… una de tantas. Ahora le daba por vomitar, por sentir vahídos, por decir a su querido director, el padre Felipe, que estaba muy malita; —y la doncella, al decir esto, remedaba grotescamente los dengues de doña Fernanda, haciendo reír al ama de llaves.

Bien empleado le estaba —al decir de la aragonesa— y esto la enseñaría a no pasarse la tarde entera encerrada con aquel jesuita que era un sinvergüenza capaz de conmoverse ante una escoba con tal que llevase faldas.

Tomasa no era cruel, pero se entusiasmaba pensando en el escándalo que iba a producir el estado de la baronesa así que éste se manifestase claramente, y saboreaba ya de antemano la vergüenza que esto iba a producir a su enemiga.

—Mira tú —decía a la doncella—, que oponerse a que la Señorita Enriqueta sea como todas las jóvenes y tenga un novio que la quiera bien y ella en cambio procede como una perdida deshonrando esta casa tan respetable con las conferencias que a puerta cerrada tiene con el padre Felipe. Ahora pagará en junto todas sus perrerías y no será flojo el escándalo que se armará cuando todo Madrid sepa que la señora baronesa de Carrillo, a quien los papeles públicos llaman todas los días dama virtuosísima y a la que ensalzan los jesuítas en sus sermones, está en estado interesante por obra y gracia del querido que le ha destinado la Compañía. No me gusta el mal de nadie, pero en esta ocasión chiquilla, estoy más alegre que si me hubiese tocado el premio de la lotería. A ver si de este modo esa tal aprende a tratar a los pobres con la cortesía que se merecen y no nos aturde más a todos los de esta casa con sus mandatos y sus palabrotas.

—Anoche —dijo la fea doncella—, me encargó que avisara al padre Claudio para que viniera a hablar con ella lo antes posible. Quería indudablemente pedirle consejo para evitar que la gente se entere de lo que la ocurre.

—Pues como no le abran la tripa y le saquen lo que tiene dentro —dijo Tomasa con brutal jocosidad—, no sé cómo podrá arreglárselas para que nadie en esta casa se entere del producto de las tales conferencias a puerta cerrada.

—Anoche hablaba de lo conveniente que sería para su salud pasar una temporada en el campo. Tal vez piense irse a cualquier parte donde no la conozcan y allí echar al mundo el cachorro del padre Felipe.

Las dos sirvientas hablaron largamente sobre la baronesa y sus dolencias salpicando su conversación de terribles sarcasmos, y al fin tuvieron que separarse al oír que repiqueteaba furiosamente la campanilla de la habitación de la baronesa.

Aquella mañana doña Fernando envió por dos veces a su doncella a la residencia del padre Claudio y aguardó con marcada impaciencia la llegada de éste.

Eran ya las doce cuando el vicario de la Orden en España entró en la habitación de la baronesa deshaciéndose en excusas por su tardanza. ¡Eran tan apremiantes y continuos sus quehaceres! ¡Le llamaban tan a menudo a Palacio para consultas de la reina, cuando ésta no se creía suficientemente asesorada por sor Patrocinio, la monja de las llagas! La impía revolución se mostraba cada vez más imponente, el espíritu popular hostil a los reyes y a la Iglesia crecía por momentos y era preciso que la Compañía de Jesús empuñase sus misteriosas armas y pusiera en juego los ocultos resortes de su monstruosa organización secreta para de este modo librar el trono en peligro.

No tenía tiempo paraoocuparse de los asuntos de escasa importancia, de mezquinas cuestiones de familia que quedaban al cuidado de sus subalternos; pero apreciaba tanto a la baronesa, que consideraba como hija suya, tan agradecida le estaba la Compañía, que él se apresuraba a acudir a su llamamiento.

Doña Fernanda, muy lisonjeada por las palabras corteses de aquel hombre cuyo poder inmenso le era conocido, contestaba con sonrisas de agradecimiento ruborizada como una jovencita al oír los primeros piropos.

La puerta del gabinete de la baronesa se cerró con gran dolor para Tomasa y la doncella que rondaban por las inmediaciones deseosas de oír aunque sólo fuera algunas palabras de aquella conferencia.

Más de una hora duró ésta, y las dos mujeres, aplicando el oído a la cerraja de la puerta, sólo pudieron escuchar los sollozos de la baronesa y algunas palabras sueltas como deshonra, escándalo y otras de idéntico significado.

Cuando las dos sirvientas escaparon despavoridas al notar que la conferencia terminaba y la puerta se abrió, el padre Claudio, que salía llevando impreso en el rostro un gesto malhumorado al notar que en la habitación inmediata estaban Tomasa y la doncella, afectando una completa indiferencia recobró rápidamente su sonrisa amable y dijo en voz alta:

—La salud de usted, señora baronesa, reclama muchos cuidados. No sea usted niña y procure no extremarse en esa vida agitada que lleva en pro de la religión y la caridad. Sería de muy buen efecto que pasara algunos meses en el campo y para esto le recomiendo el punto que ya le he indicado. Dígaselo al conde a quien ruego salude de mi parte. Yo no me puedo detener, pues me llaman mis ocupaciones.

El padre Claudio pasó por delante de las dos criadas y como de costumbre las dió a besar su mano sin adivinar que, a pesar de su exterior grave y compungido, se reían interiormente de la enfermedad de la baronesa y de las recomendaciones del jesuíta. Ellas sabían el porqué de aquel viaje al campo.

Aquel mismo día doña Fernanda llamó a su padre, y el conde, a pesar de que sentía gran repugnancia de hablar con ella particularmente y eran muy contadas las veces que había entrado en su habitación, acudió al llamamiento.

Oyó en silencio la rotación que le hizo su hija de sus extrañas dolencias e inmediatamente la dio permiso para que fuese a pasar unos cuantos meses en los alrededores de Bayona, que era el lugar que la había recomendado el padre Claudio.

¡Valiente cosa le importaban a él los asuntos de aquella mujer a la que no podía ver sin que inmediatamente acudiesen a su memoria recuerdos que despertaban su odio! Conocía las costumbres de su hija y mirándola fijamente adivinaba la verdadera causa de aquellas dolencias.

En su concepto hacía bien en ir a Bayona. Allí existía un gran centro de jesuítas, y las recomendaciones del padre Claudio servirían para encubrir el remate de aquella enfermedad que nadie podía explicar mejor que el atlético padre Felipe.

Al día siguiente la baronesa hizo todos sus preparativos de viaje, y tres días después, sin otra compañía que la de su intrigante doncella, emprendía el viaje. Antes de partir, ya el padre Felipe se había hecho cargo de Ricardito, llevándolo nuevamente al colegio.

Con el viaje de doña Fernanda, la casa de Baselga quedó, como decía ama de llaves, convertida en una balsa de aceite.

La ausencia de la baronesa hacía imposibles todas aquellas escenas violentas, aquellos gritos descompasados y reprensiones continuas a que tan aficionada se mostraba doña Fernanda.

Tomasa, disponiendo y mandando como autoridad superior, estaba en sus glorias, y Enriqueta se consideraba feliz al no tener que vivir con aquella zozobra a que le obligaba su hermana con su astuta vigilancia. El poder escribir cartas a Álvarez a cualquier hora del día sin tener que encerrarse en su habitación y temblar al menor ruido, era para la joven una dicha inmensa.

—Ya verá usted, señorita —decía la aragonesa—, qué rica vida vamos a llevar ahora que no está aquí su hermana endemoniada. Desde que puedo pasearme por la casa sin temor de encontrarme con aquella cara de vinagre, al pasar una puerta me siento otra y hasta parece que me he quitado de encima una docena de años. El capitán ya sabe que la baronesa se fue ayer, y no puede figurarse cuan grande es su alegría, pensando que ahora podrá verla de cerca. Saldremos a paseo todos los días, pues hora es ya de que usted no pase la vida de monja profesa a que quiere acostumbrarla la baronesa. Don Esteban vendrá algunas veces con nosotras, pasearemos por donde nadie nos vea y yo… me haré la ciega y la sorda, aunque el papel sea poco grato, para que ustedes puedan decirse cuanto gusten. Vamos… que algo tendrán ustedes que decirse después de amarse tanto tiempo sin haber hablado nunca.

El conde de Baselga no era obstáculo para aquel plan que Tomasa se proponía realizar. Seguro de la fidelidad de su ama de llaves a la que consideraba como de su familia, dejaba a Enriqueta por completo a su cuidado y continuaba su vida aislada pasando los días encerrado en su despacho sin otro recreo de vez en cuando que un paseo por los más desiertos alrededores de Madrid.

Baselga se había transfigurado con aquel método de vida.

La soledad en que le obligaba a vivir su misantropía, habíale aficionado al estudio, y en su despacho que antes sólo tenía por adornos armas de todas clases, amontonábanse ahora los libros.

Las lecturas literarias y filosóficas le repugnaban. El misterioso influjo que el padre Claudio ejercía sobre su conciencia había desarrollado sus sentimientos religiosos creando en él una susceptibilidad fanática que se irritaba a la más leve indicación contra aquel dogma en el que creía a ojos cerrados. Esto le obligaba a mostrarse tan preocupado en sus lecturas como en su vida y a circunscribirse a determinados libros, pues la revolución rugía contra lo existente, y a despecho de las medidas y censuras del Gobierno, hasta en la más inocente obra literaria se deslizaban ataques sobre los ideales que tan entusiásticamente profesaba el conde de Baselga.

Este ante todo era militar. La guerra constituía la principal afición de su carácter, y de aquí que al buscar un remedio al fastidio que le devoraba su vida aislada y casi frailuna, se entregase en cuerpo y alma a la lectura de obras militares. Cuanto se había escrito tanto en España como en Francia acerca del arte de la guerra, fue coleccionándolo el conde en su biblioteca.

Aquel hombre, en su juventud tan insolente, despreciador de la ciencia, que después había hecho la guerra como soldado valiente, pero ignorante, que cree que la fuerza y el arrojo es todo cuanto necesita un guerrero para ser un vencedor, mostrábase ahora avergonzado por su estupidez y se dedicaba al estudio con el ansia del que quiere recobrar el tiempo perdido.

Baselga se sentía ahora agitado por el afán de gloria. Muchos de sus antiguos compañeros de la Guardia Real, eran ahora generales ilustres y estaban en todo el apogeo de su celebridad, y él, aficionado nuevamente a la milicia, miraba con envidia la posición de sus antiguos amigos. Los millones que poseía, sus títulos, todo cuanto era lo hubiera dado por mandar una división y haber asistido con ella a la guerra de África o a otra de aquellas campañas tan gloriosas como descabelladas que para labrarse su propia gloria a costa de la nación llevaba a cabo su antiguo amigo D. Leopoldo O'Donell.

El conde, a fuerza de hojear a los tratadistas militares y de leer obras de fortificación, acabó por concebir un plan que produjo sobre su cerebro una verdadera obsesión.

Ya tenía el medio de hacerse célebre. En Baselga, a pesar de su exterior rudo, había algo de poeta: la imaginación era su principal facultad, y esto hacía que revistiese de cierto aire romantesco y místico todas las ideas que se fijaban en su cerebro.

Comenzó a madurar la idea de apoderarse por sorpresa, y mediante un golpe de mano, de Gibraltar, y se dedicó con ahinco a estudiar todo cuanto se había escrito sobre el famoso sitio que los españoles pusieron a la inexpugnable plaza inglesa en el siglo pasado.

Aquella empresa excitaba los dos entusiasmos que Baselga podía sentir: el patriótico y el religioso. Como soldado español, estremecíase al pensar que la bandera de su patria llegaría a ostentarse desplegada en el mismo punto donde ahora ondeaba el pabellón inglés, y cómo católico fanático sentíase dominado por una beatífica emoción, considerando que con la conquista de Gibraltar se privaba de la mejor de sus plazas a Inglaterra, una nación protestante enemiga de los santos y que se reía del Papa, aquel vicedios que dirigía el mundo desde Roma.

Al poco tiempo de habérsele ocurrido aquel plan, se sentía tan dominado por él, que le dedicaba toda su existencia.

Pasaba el día y gran parte de la noche inclinado ante imperfectos planos de Gibraltar y consultando notas que se había procurado acerca de la guarnición de la plaza y los puntos donde estaba acuartelada. Cuando el cansancio le obligaba a dejar aquella tarea y podía reflexionar sobre las probabilidades de éxito de su empresa, sentíase muy animado y confiaba en un completo triunfo.

El tenía marcada su línea de conducta. Primero combinaría en principio su plan, cuidándolo hasta en sus últimos detalles, después lo comprobaría sobre el terreno, haciendo un viaje a Gibraltar, en el que ya había estado en 1823 durante su campaña en las inmediaciones de Cádiz, y, finalmente, escogería un número proporcionado de hombres de valor y de serenidad para dar el audaz golpe de mano que se había imaginado. En Navarra, y entre sus antiguos voluntarios de la guerra carlista, pensaba hallar los compañeros para aquella loca aventura en la que estaba dispuesto a gastar la colosal fortuna de sus hijos.

Él alcanzaría la inmensa gloria de devolver a España aquel rincón de la península arrancado por la traición inglesa, y si no lo lograba, perecería como un mártir patriótico digno de eterno renombre.

Y mientras Baselga en la soledad de su despacho se entregaba a interminables cavilaciones, interrumpidas de vez en cuando por risueñas esperanzas que se forjaban en su optimista imaginación, su hija y el capitán Álvarez sonreían embriagados por la dulce primavera.

XIV. Primavera de amor

La primera vez que Enriqueta y Esteban Álvarez se vieron de cerca y pudieron hablarse, fue algunos días después de emprender su viaje la baronesa de Carrillo.

El invierno era frío y lluvioso, pero aquel día amaneció hermoso y sereno, y la ama de llaves de Baselga, a más de las diez cuando su señor después de almorzar se encerró en su gabinete para dedicarse a sus estudios, invitó a Enriqueta a dar un paseo.

Era simplemente, como decía Tomasa, una agradable escapatoria al Retiro, que aquel día debía estar hermoso, y por esto Enriqueta se vistió modestamente, aunque con esa seductora coquetería instintiva en las jóvenes hermosas y elegantes.

El cochero recibió orden de enganchar, y media hora después, dentro de una elegante berlina, iban Tomasa y su señorita al hermoso parque que tiene Madrid.

Enriqueta sentía una agitación que tenía mucho de placentera. Iba por primera vez a hablar con el hombre adorado y no podía evitar cierta zozobra, hija del temor de aquel paso decisivo. ¡Ay, si la baronesa llegaba algún día a saber aquello!

Cuando entraron en el celebrado paseo, Enriqueta, con instintivo impulso, sacó la cabeza por la portezuela, y a lo lejos, bajo un grupo de árboles seculares, distinguió la viva mancha de color de un uniforme.

Era el capitán Álvarez, que, avisado por Tomasa, esperaba también impaciente.

Las dos mujeres apeáronse del carruaje, y dando orden al cochero para que esperase en aquel punto, internáronse en una umbrosa alameda sin mirar a Álvarez, el cual procuraba fingir una completa indiferencia mientras estuviera al alcance de las miradas del auriga y el lacayo. La ama de llaves le había recomendado mucho no cometer indiscreciones en presencia de aquellos criados aficionados al chismorreo de escalera abajo, cuyas revoluciones subían muchas veces a las habitaciones de sus amos.

Poco rato después, en una plazoleta distante, reuníase el capitán con las dos mujeres.

Quien recuerde el feliz instante en que por primera vez habló a la mujer amada, puede fácilmente imaginarse las impresiones que experimentaron Esteban y Enriqueta al verse juntos.

El capitán, aunque en su exterior mostraba cierto petulante asombro, era para ocultar mejor la turbación que experimentaba. Aquel endiablado mozo, que tan bien sabía entenderse a sablazos con los marroquíes, y que en épocas de paz llevado de su carácter batallador conspiraba contra el Gobierno, era en el fondo tímido como una doncella, y sentía gran cortedad al dirigir por primera vez la palabra a Enriqueta.

Él no era ningún niño; había tenido sus novias en todos los puntos donde estuvo de guarnición, y en el regimiento lo consideraban como chico listo, que aunque serio, sabía sacar su parte a tiempo; pero había gran diferencia entre las modistillas y señoritas cursis con que hasta entonces había tenido relaciones, y aquella joven elegante, millonaria y aristocrática, que contestaba a sus apasionadas cartas con lacónicos billetes, que aunque muy amorosos, parecían por su redacción despachos telegráficos.

Álvarez temía aparecer ridículo en la conversación y deshacer de este modo el buen efecto que en Enriqueta había producido su adoración desde lejos.

Por su parte, la joven experimentaba el mismo temor, y de aquí que ambos amantes caminasen delante de Tomasa exageradamente separados, balbuceando monosílabos, contentos con mirarse tiernamente, sonriendo ruborizados, y diciendo de vez en cuando frases estúpidas, sobre la belleza del día, la lluvia de la semana anterior y el frío que siempre hace en invierno.

Al fin la juventud y el amor desvanecieron aquellos temores; los jóvenes se avergonzaron de su conversación imbécil, y después de esperar cada uno de los amantes que el otro iniciase el amor en el diálogo, como riachuelos que hinchados por la tempestad rebosan sus ribazos y saltan sus presas destrozando todos los obstáculos, los dos comenzaron a hablar con encantadora verbosidad, al principio con cierto recelo y después con tanta confianza como si hubiesen estado juntos desde su infancia.

Álvarez se reía ahora de su sospecha de resultar ridículo. Enriqueta le amaba y él, al hablar, decía cuanto le dictaba su cariño acogiendo la joven con estremecimientos de placer aquellos juramentos de amor, extremadamente novelescos, que le dirigía el capitán.

¡Qué mañana tan hermosa fue aquella para el enamorado militar! En su pensamiento surgía el recuerdo de aquella otra en que vio en igual sitio a Enriqueta, y al contemplarse ahora al lado de la hermosa joven en intima conversación con ella se consideraba feliz, y creía que la vida no es tan mala como muchos quieren suponer.

Enriqueta llevaba un abrigo igual o parecido al que vestía aquella mañana del encuentro, y en su cabeza ostentaba la capota blanca con lazos de rosa, aquella capotita que danzaba en los ensueños de Álvarez. Aquello podía ser coquetería de la joven o casualidad; pero tal igualdad del traje contribuía a hacer más completa la felicidad del capitán.

Parecióle a éste que no había transcurrido el tiempo porque se encontraba aún en aquella misma mañana y que el año que había pasado con sus desconsoladoras excitaciones de impotente deseo y sus ensueños interminables, era un rápido centelleo de su imaginación visionaria.

Tan penetrado estaba de esta ilusión, que varias veces, con inquisitivo movimiento, volvió la cabeza al oir como crujía la arena del paseo bajo unas pisadas acompasadas. Era Tomasa, que marchaba lentamente y resignada procurando que existiera alguna distancia entre ella y la pareja para que los muchachos pudiesen hablarse con entera libertad. No era la baronesa, como se imaginaba Álvarez en su momentánea confusión que le hacía creerse en la mañana misma que vio por primera vez a Enriqueta. Doña Fernanda se hallaba lejos del Retiro y más lejos aún de creer que su hermanastra paseaba al lado de «aquel militarucho insolente», oyendo con ruborosa complacencia sus razonamientos amorosos que parecían salir de boca del galán de una comedia de capa y espada.

¡Cuán dulces fueron las emociones que experimentaron los dos jóvenes en aquella primera entrevista! Cada una de sus confianzas costábanles un sinnúmero de vacilaciones, de las que luego se reían con inocente candor. Necesitó Álvarez mostrarse cómicamente grave para que Enriqueta accediese a tutearle, como ya acostumbraba a hacerlo en las cartas, y para excusarse la joven dijo, con una franqueza adorable, que le daba vergüenza hablar con tanta confianza a un señor que tenía más años que ella.

Si Tomasa no está allí, Álvarez se la hubiera comido a besos.

Era ya mediodía y todavía la pareja, como cometa amoroso cuya cola era la ama de llaves, iba a la ventura corriendo en caprichoso zig-zag el gigantesco parque con gran desesperación de Tomasa, que comenzaba a cansarse y a sentir cierto enojo por la falta de atención de los enamorados, que no querían sentarse en ningún banco. ¡Aquellos malditos novios no llegaban a cansarse!

Esto y lo avanzado de la hora obligó a la franca aragonesa a intervenir en el amoroso diálogo.

Vamos, ¿no había ya bastante? ¿No era ya hora de retirarse a casa antes de que el conde, al dirigirse al comedor, se extrañara de la tardanza de su hija?

—Ahora mismo nos iremos —contestaba Enriqueta, y volvía inmediatamente a mirar a su novio, reanudando la interrumpida conversación y siguiendo el paseo.

Varias veces hizo Tomasa sus advertencias, obteniendo siempre idéntica contestación. No era empresa fácil separar aquella pareja embriagada por el amor y que, arrullándose con las caricias de su mirada, perdía completamente la voluntad.

Aquel paseo se hubiera prolongado hasta la noche, a no ser por la energía de la vieja doméstica, que con el rostro grave se plantó ante los dos amantes impidiéndoles el paso.

—No son ustedes razonables —les dijo—. ¡Ah, la juventud, la juventud! Todo quieren comérselo en un día aunque después se mueran de hambre. Piensen ustedes que si no se separan inmediatamente, alguien podrá sospechar lo que ocurre en vista de nuestra tardanza y ya no volverán a repetirse estas entrevistas… En fin… señorita Enriqueta; yo no estoy dispuesta a comprometerme tontamente y, si no nos vamos en seguida a casa, juro no volver a traerla más aquí.

Los novios se decidieron a separarse, y a corta distancia del lugar donde esperaba el coche, verificóse la despedida.

Enriqueta, sonriendo con cierta pena en vista de la brevedad del placer, pues aquellas dos horas le habían parecido un minuto, tendió su enguantada manecita al capitán, quien la estrechó entre las suyas con energía cariñosa.

El dulce calor que transpiraba la fina cabritilla envolviendo aquella mano delicada, causó gran efecto en Álvarez, que se estremeció de pies a cabeza. Fue aquello un latigazo de esa extraña voluptuosidad que pone en tensión los nervios y embriaga el cerebro sin conmover ni una sola fibra de la carne.

Fuese alejando Enriqueta, y antes de desaparecer volvió la cabeza varias veces para enviar a su amado sonrisas de felicidad.

Aquella fue la época feliz de Álvarez, que hasta entonces no había conocido realmente el amor.

Ver a Enriqueta y hablarla era su mayor placer y la felicidad llegó a hacerle exigente hasta el punto de mostrarse mal humorado el día en que por cualquier accidente no podían las dos mujeres salir de casa y dejaban de acudir al punto de cita.

Llovía aquel año con frecuencia, y Álvarez, que antes se preocupaba muy poco de las variaciones del tiempo, dormíase ahora todas las noches pensando con inquietud en la problemática bonanza del día siguiente.

La lluvia o el frío malograban los paseos amorosos por el Retiro, y si Enriqueta y su fiel Tomasa se decidían a salir era para ir a alguna iglesia, donde los amantes sólo podían mirarse de lejos, hablándose con los ojos. Un delicioso rozamiento de dedos al ofrecer el agua bendita de la pila, era lo único que alcanzaba el capitán en aquellas mudas entrevistas en el fondo de alguna iglesia oscura y mal oliente, conmovida por el monótono rugido del canto llano y el murmullo del rezo de las beatas.

Las entrevistas en el Retiro, aquellos paseos por avenidas alfombradas de hojas secas y orladas por grupos de árboles que con cierta salvaje grandeza cortaban el cielo con su pelado ramaje de esqueleto, gustaban más a los dos amantes, y especialmente a Enriqueta, que acudía al público parque apenas el día no se mostraba tormentoso.

Aquella Arcadia amorosa que tenía por fondo un imponente paisaje de invierno, se prolongó por espacio de unos dos meses, y en este tiempo los amantes llegaron al último límite de una intimidad tan casta como cariñosa.

Horas enteras de conversación, en que las lenguas se mostraban tan activas como lánguidos los ojos, momentos de dulce abandono, sirvieron para que cada uno de ellos vaciase su memoria en el oído del otro, relatando los sucesos de su vida pasada, sus deseos y sus aspiraciones.

No había secretos ni calculadas reservas en aquella interminable charla amorosa, que tenía mucho de los caprichosos giros del gorjeo del ave; hablaba el corazón en todos los momentos, y a los pocos días cada uno conocía tan perfectamente la vida del otro, como la suya propia.

Enriqueta experimentaba un gran consuelo al tener alguien que no fuera el ama de llaves, a quien comunicar las penas que le ocasionaba su educación casi religiosa, que pugnaba con su carácter, y las exigencias imperiosas de la baronesa.

Álvarez, oyendo a su novia, sintió crecer su odio contra aquella señora que tan antipática le era.

La personalidad del conde no le inspiraba ningún sentimiento, pues el capitán la consideraba como misteriosa e indefinida.

Siempre que Enriqueta hablaba de su padre lo hacía con tal brevedad y con tanta falta de pasión, que Álvarez no tardó en adivinar que la hija de Baselga sentía hacia éste la misma frialdad temerosa, nacida de la falta de confianza.

Aquel buen señor, que hacía una vida aislada y silenciosa como la de un eremita, y que pasaba los días enteros encerrado en su despacho sin permitirse ninguna expansión ni mostrar su afecto a la familia, resultaba un ente misterioso, y Álvarez, en su imaginación de poeta, casi llegaba a representárselo como uno de los fantásticos y tétricos protagonistas de los cuentos de Hoffman.

Conforme iba conquistando Álvarez la confianza de su amada y se enteraba de las particularidades de su familia, sentíase invadido de una gran tristeza que ocultaba cuidadosamente.

Aquella baronesa orgullosa e irascible y el conde grave, inabordable y misterioso, le causaban miedo, pues comprendía que él, pobre, humilde y sin otro patrimonio que su valor y su talento, nunca conseguiría entrar legalmente en la familia siendo esposo de Enriqueta, que era lo que anhelaba más por amor que por ambición.

Aquella era la única nube que empañaba el puro cielo de su primavera de amor.

La época feliz de sus amores duraría el tiempo que la baronesa tardara en volver a Madrid.

El día en que doña Fernanda regresara a casa de su padre, Enriqueta volvería a su vida semi-monacal y él tendría que contentarse en pasear la calle, sosteniendo unos amores románticos que acabarían a la puerta de un convento.

Álvarez estaba triste. Los días en que más locuaz y adorable se mostraba Enriqueta, eran en los que más sufría el capitán apenas quedaba solo y reflexionaba sobre el porvenir.

XV. El amigo de Baselga

El conde de Baselga tenía un amigo a quien no vacilaba en dar este nombre.

Aquel misántropo que huía del trato social no buscando más compañía que la de los libros, habíase sentido ablandado de repente en su genio arisco e impenetrable, concediendo poco a poco su confianza a un joven.

Entre los pocos que visitaban aquella casa por pura cortesía y que merecían no ser comprendidos en una recepción fría y ceremoniosa, figuraba Joaquín Quirós, joven a quien ciertos periódicos nombraban siempre con el aditamento de distinguido e ilustrado y que tenía alguna reputación entre la alta sociedad de Madrid.

Estaba ya cinco años empleado en el ministerio de Estado y figuraba con cierta autoridad al frente del tropel de vizcondes y marquesitos que, expertos en dirigir un cotillón, mascullando medianamente el francés y hablando horriblemente el castellano, estaban agregados al citado ministerio donde se preparaban a representar a España tiempo adelante, en lejanas embajadas.

Joaquinito Quirós, como le llamaban en las reuniones notables, a pesar de que estaba ya en sus treinta años, era hijo único del segundón de una gran casa, que había gastado hasta su último octavo en Nápoles en ridiculas ostentaciones de riqueza, para hacer ver al mundo que España elegía siempre sus embajadores entre la gente más opulenta y manirrota. Cuando no tuvo ya con qué pagar comidas a lo Lúculo y caprichos propios de Creso y hubo de ceñirse a vivir de su sueldo de embajador, creyó que España quedaría deshonrada si sobrevivía su arruinado representante, y un tiro rompió la caja de hueso que contenía aquel menguado cerebro.

Cuando aquel loco se suicidó, su hijo tenía muy pocos años y aunque estaba emparentado con la nobleza más distinguida, fue escasa la protección que recibió y hubo de amoldarse a una vida mísera que compartió con su madre. El descendiente del que en Nápoles encomendaba a Sevres una vajilla de frágil porcelana que costaba una fortuna, y a los postres la arrojaba por el balcón, riéndose del asombro de los convidados, antes de ser hombre supo muchísimas veces lo que era hambre y algunas noches se durmió envuelto en una manta apolillada, pensando que la suprema felicidad en este mundo era tener una estufa en la alcoba.

Mediante el auxilio mezquino de algunos parientes de su padre y valiéndose principalmente de su carácter flexible y adulador y de una rápida y certera intuición para apreciar las debilidades de los hombres, el joven consiguió seguir la carrera de leyes con escasa brillantez, pero sin perder un curso, y cuando tuvo el título de abogado, se lanzó al mundo haciendo valer las condiciones ya citadas.

Fue un chico amable, humilde e instruido, un muchacho juicioso, que jamás caería en las extravagancias de su padre, y las familias aristocráticas que de este modo hablaban de Joaquín Quirós, tuvieron empeño y hasta mostraron entre ellas cierta competencia por ayudar y proteger a aquel joven que con una sencillez conmovedora agradecía cuantos servicios le prestaban.

Quirós, tan humilde y tan ingenuo, se reía en su interior de la imbecilidad de aquellas gentes, que le encumbraban por parecer caritativas, y lejos de enfadarse por aquellos favores que olían a limosna, sabía acertadamente adular a unos y excitar el orgullo de otros, siempre en provecho propio, creando una rivalidad entre todos los que a porfía le ayudaban a conquistar una posición.

La miseria y los desaires sufridos en su juventud, habían quedado muy impresos en su memoria, y al par que odiaba a todas aquellas gentes que le auxiliaban, lo mismo que si se tratara de un criado simpático, digno de mejor suerte, sentía una hambre insaciable de riquezas para resarcirse de los crueles tormentos de su anterior pobreza.

Las recomendaciones de sus aristocráticos protectores, que hacían valer los servicios que a la patria había prestado el padre de Quirós, lograron que éste fuese admitido en el ministerio de Estado, donde no tardó en abrirse paso. Aquel diablo de Joaquinito, como decían las viejas señoras que le protegían, tenía un aspecto tan simpático y era tan amable que en todas partes donde entraba conseguía hacerse el amo a fuerza de cariño. Así era; pero lo que Quirós tenía principalmente en su favor, era su facultad de adulador rastrero pero hábil, que le hacía descubrir con rápido golpe de vista, las debilidades de sus superiores a los cuales sabía elogiar a tiempo, consiguiendo de ellos una sonrisa de benevolencia protectora.

Además, el joven era trabajador y sabía mostrar tan oportunamente su mediana inteligencia, que ésta parecía muy superior a su verdadero mérito. Con estas condiciones, había de sobra para abrirse paso en una oficina del Estado.

A los pocos meses de estar en el ministerio, Joaquinito siempre amable y humilde sin afectación, era el imprescindible. Los jefes más adustos y viejos, que miraban siempre con prevención a los jóvenes agregados, tenían para él sonrisas de cariño y hablaban con acento protector de su talento y laboriosidad, y en cuanto al tropel de futuros diplomáticos que en los gemelos de su camisa ostentaban un fárrago inmenso de heráldica, le reconocían voluntariamente como jefe y maestro en todas las materias.

Los futuros embajadores le consultaban convencidos de su superioridad cuando hacían algún trabajo por encargo de sus superiores y aun se mostraban más atentos y sumisos a sus consejos en materias de distinción y elegancia pues aquel muchacho que había paseado cuando estudiante sus zapatos rotos y su traje deslucido y remendado por todo Madrid, era ahora el más autorizado intérprete de la moda francesa.

El pollo Quirós, como le llamaban en el Casino, era el más acabado tipo del vividor elegante.

Aquella sociedad aristocrática que le mimaba dispensándole algunas consideraciones, tal vez lo despreciaba en el fondo considerándolo como un ser insignificante por su posición poco desahogada; aquellos marquesitos que le consultaban mirábanle en ciertas ocasiones con la superioridad que tiene el que sirve al Estado por gusto sobre el que es empleado por comer; pero Quirós a pesar de conocer el verdadero concepto que merecía a aquellas gentes continuaba como siempre y explotando la benevolencia de unos y otros, iba echando raíces que aseguraban los avances que hacía siempre en busca de la fortuna.

Los cambios políticos, esos terribles cataclismos para el empleado, que barren furiosamente el personal de las oficinas para sustituirlo por otro tan inepto como el anterior, aunque más hambriento, no conseguían atemorizar a Quirós, que se consideraba muy fuerte y seguro en el puesto que ocupaba. Empleado por los moderados en el período álgido de la brutal dictadura de Narváez y significado por sus exageradas muestras de adhesión al gobierno al subir al poder la Unión Liberal, esperaban todos sus compañeros que cayese sobre él la cesantía; pero ésta no llegó y en su lugar vino un ascenso.

Tenía amigos protectores en todos los partidos; sus superiores le querían, los títulos más linajudos le daban su protección y especialmente contaba con el apoyo del padre Claudio, a quien había conocido en el mundo elegante y el cual le apreciaba haciéndose lenguas de su talento. El jesuita había adivinado en él un hermano malogrado que de llegar a vestir la sotana hubiera prestado grandes servicios a la Orden como confesor de princesas e intrigante palaciego.

—Me río yo de los cambios políticos —decía el joven vividor con aire de hombre confiado—. Yo estoy a prueba de cesantías y mientras tenga tan buenos amigos me da lo mismo que mande O'Donnell o Narváez.

Quirós no contaba únicamente con sus cualidades de joven laborioso, amable y sencillo. Tenía otras que le hacían ser muy apreciado en la alta sociedad, especialmente por las señoras y los personajes serios.

Ante todo era un espíritu profundamente religioso. Era, según la feliz expresión del padre Claudio, un muchacho como ya no los había en este siglo de escepticismo y de incredulidad.

¡Con qué fervor hablaba Quirós en los bailes, entre un vals y un rigodón, de la santa religión católica, ante un grupo de viejas retocadas que rabiaban al tener que desempeñar papel de beatas ya que no podían hacer lo que en sus juveniles tiempos! Con tanto fuego y acento tan expresivo defendía a la religión aquel diplomático vividor, que hubo quien le comparó una vez al elocuente San Bernardo, ignorando, sin duda, que el fanático competidor de Pedro Abelardo no sostenía contiendas religiosas después de haber disertado con brillantez en una mesa del Casino, acerca de la nueva forma de los fracs y de los botones que debían llevarse en la pechera.

Donoso Cortés era el modelo de oratoria, el gran maestro para aquel intrigante aprovechado y con acento declamatorio, mirando unas veces al cielo como víctima que pide misericordia y tronando otras con acento apocalíptico, ensartaba lugares comunes para arrojarlos contra la sociedad descreída que odiaba a los sacerdotes y se mofaba del catolicismo, prediciendo un sinnúmero de catástrofes horripilantes si el mundo no se separaba de la senda de perdición a que le impulsaban las doctrinas republicanas y librepensadoras.

¡Qué talento tenía aquel Joaquinito! Lo malo era que alguno de sus aristocráticos compañeros de oficina oyéndole perorar de este modo ante unas mantas viejas y antiguos calaveras convertidos ahora en beatos, aunque ponía una cara compungida propia de un devoto indignado, se reía en su interior, recordando alegres cenas en su gabinete particular de Fornos, donde Quirós, dando besos y pellizcos a las convidadas que tenía más cerca, se esforzaba en demostrar que en el mundo todo es carne y dinero y que el hombre de talento debe excederse por alcanzar estos dos medios de felicidad, dejando para el populacho el consuelo de la religión, que él calificaba de farsa, entre las risotadas de aquellos marquesitos que pertenecían a familias muy cristianas y habían sido educados por los padres jesuítas.

—¡Valiente farsante! —decían admirados al oírle declamar a favor de la religión aquellos hijos de familia que en sus casas se veían precisados a proceder tan hipócritamente, aunque con menos talento.

Quirós no se contentaba con ser un predicador de salón, pues ansioso de ganar alguna notoriedad escribía en el Boletín de las damas católicas, un periódico que pasaba por órgano del padre Claudio y cuyos números figuraban en los tocadores de las señoras de la aristocracia, manchados muchas veces por el colorete y el agua de Colonia. En aquella publicación, que era como la trompeta de la elegancia devota, llamando sin cesar a que se prosternasen a los pies de los jesuítas todas las personas de gran fortuna, Quirós publicaba artículos trascendentales sobre la inmoralidad de los tiempos o acerca de la impiedad reinante, tratando con un desdén olímpico a un joven catedrático casi desconocido que se llamaba Castelar, y que en la Universidad Central daba rudos golpes al ultramontanismo fanático explicando historia, y a un tal Pí y Margall que escribía libros sobre arte y ciencia económica, que la autoridad se apresuraba a recoger con tanta presteza, como si se tratase de combatir una invasión epidémica.

¡Qué cosas se le ocurrían al pollo cuando trataba con tan soberano desprecio a aquellos escritorzuelos impíos y con qué desparpajo se burlaba de ellos!

Aquello era escribir, según la opinión del padre Felipe y todas sus antiguas penitentes, y no lo que hacían unos libelistas que el pueblo se empeñaba en aplaudir y que sólo sabían hablar mal de la Iglesia, fiel representante de Dios.

Quirós sin perder en la alta sociedad su carácter de hombre elegante, que buscaba un acomodo definitivo, por ejemplo una esposa rica, consiguió fama de joven juicioso y de escritor notable viniendo a coronar su reputación una novela titulada: ¡Pobre Eulalia! engendro lacrimoso y dulzón que, encuadernadito de color rosa salió de la imprenta para ser hojeado por blancas y aristocráticas manos, descansando sobre el mármol de los tocadores o en el fondo de perfumados costureros acolchados de raso. Fue aquello un éxito espantoso, una apoteosis de amables sonrisas y de encantadoras felicitaciones de un público femenino entusiasmado por la moral de aquella novela. ¡Cuánta pulcritud en el argumento! Aquella obra era un dechado de delicadeza y pregonaba el sorprendente talento del autor. Los personajes hablaban como serafines, se pasaban la vida suspirando; no conocían sino de oídas la maldad que tanto abunda en el mundo, y se movían como las figurillas de un teatro mecánico a voluntad del escritor. La protagonista, joven cándida, inocente y angelical, envuelta siempre en blancas vestiduras y tan ideal y vaporosa a fuerza de ser llorona que llegaba a dudarse si sus diminutos pies tendrían a continuación carnales pantorrillas, pasaba las de Caín perseguida siempre por el traidor de la obra, un señor que, por añadidura, nunca iba a misa y hablaba mal de los curas; pero el lector después de sufrir y llorar con las desdichas de Eulalia quedaba consolado y alegre, pues en el epílogo moría el monstruo y triunfaba la inocencia, pues hay un Dios que premia la virtud y castiga la maldad, aunque en el mundo veamos lo contrario todos los días.

Los mismos periódicos que hablaban con fruición de la caridad y las costumbres virtuosas de la baronesa de Carrillo, se hicieron lenguas de la flamante producción de D. Joaquín Quirós, «uno de los más decididos adalides de nuestra santa causa», y el joven consiguió un triunfo completo.

A los veintinueve años Quirós se acordaba algunas veces de la miseria que había sufrido en su niñez y de las privaciones terribles que para educarle se imponía su difunta madre, y al verse en la actualidad considerado en unas partes como hombre distinguido, en otras como necesario, y en todas como digno de aspirar a más altos destinos, reconocía que la suerte no le había sido esquiva y que aun podía prometerse mayores felicidades en el porvenir.

Como escritor religioso y joven distinguido figuraba en varias asociaciones devotas. Era aquel el tiempo de las cofradías, pues la sociedad elegante reflejaba las aficiones de la corte donde imperaban como consejeros supremos Sor Patrocinio y el padre Claret. El general O'Donnell, para agradar a la reina y conservar el poder, veíase obligado a ir en las procesiones de la cofradía de San Pascual, con el escapulario al cuello y el cirio en la mano, y cuando tal hacía el jefe del gobierno, inútil es decir el deseo de imitación de aquella sociedad aristocrática que amoldaba todos sus gustos y diversiones a aquellas que privaban en palacio.

Ser miembro importante de una cofradía aristocrática, de una de las asociaciones creadas con aparente fin benéfico por la incesante propaganda jesuítica, equivalía en aquella época a tener abiertas las puertas en los principales centros oficiales, ser considerado como un alto personaje revestido de cierta inmunidad, y por esto el aprovechado Quirós, que nunca se equivocaba al elegir el camino más rápido para hacer carrera, mostró gran empeño en tomar importante participación en aquella corriente religiosa y ofreció su servicio a cuantas fundaciones de tal género se iniciaron.

La directora de aquel movimiento devoto, el centro de aquel torbellino de fingida fe, era la baronesa de Carrillo, y bajo su protección se puso el aprovechado Quirós prestándose a desempeñar el cargo de secretario en cuantas corporaciones fundaba doña Fernanda.

Las ocupaciones que este cargo llevaba anexas obligaban al joven a conferenciar frecuentemente con doña Fernanda, y de aquí que visitase casi diariamente la casa del conde de Baselga, donde llegó a ser casi tan considerado como el director espiritual de la baronesa.

Los criados encontraban a don Joaquín, un señorito muy simpático, que tenía sonrisas y palabras amables hasta para el más ínfimo servidor, doña Fernanda aprovechaba todas las ocasiones para hacerse lenguas de su talento y su religiosidad, y Enriqueta era la única que lo miraba con cierta indiferencia considerándolo sin duda como un ser superficial e insignificante con ese buen golpe de vista que poseen muchas veces las niñas más inocentes.

El conde de Baselga consideró al principio del mismo modo que su hija a aquel joven tan locuaz y adulador, pero poco a poco fue interesándose por él, y de una indiferencia despreciativa pasó a un afecto que poco a poco fue creciendo y dominándolo.

Era que la astucia de Quirós había adivinado el punto flaco de aquel carácter taciturno y desconfiado, y comenzaba a explotar sus aficiones y creencias.

El afecto de Baselga, considerábalo de gran importancia para él, y de aquí que hiciese toda clase de esfuerzos para ser su amigo.

Quirós comenzó por mostrarse carlista y hacer, cuantas veces se hablaba de política en presencia del conde, apasionadas profesiones de fe en favor de la buena causa. Cada uno de aquellos ditirambos que soltaba en honor de la rama legítima de los Borbones y del absolutismo, acompañados de maldiciones a Fernando VII, valíale fijas miradas del conde que le escuchaba sin romper su obstinado silencio.

El era carlista, y no tenía inconveniente en decirlo en todas partes, así como en asegurar que si servía al ilegítimo gobierno de Isabel II, era porque ésta, en su concepto, no tardaría en ser iluminada por Dios con la luz de la verdad, lo que haría que ésta entregase la corona a sus parientes que era a quienes pertenecía. Además, él estaba empleado en el ministerio de Estado, porque así lo exigían sus correligionarios, pues desde su puesto podía servir mejor a los intereses del partido.

Aquellas declamaciones, unidas a ciertas oportunas muestras de interés, lograron conmover al conde, que, faltando a sus hábitos de misantrópico reserva, comenzó a dispensarle cierta confianza.

Baselga, después de muchos años de aislamiento social, experimentaba la apremiante necesidad de comunicar a alguien sus pensamientos y entablar una íntima relación.

Renacía el hombre en él con todas sus naturales necesidades, y sus aficiones al estudio, así como el aventurado plan que hervía en su cerebro algo perturbado, le obligaban a buscar un verdadero amigo en quien depositar sus locas ilusiones.

Quirós fue el primero que se acercó a él, y de aquí que le concediese toda su confianza.

El joven diplomático conquistó de tal modo el afecto de Baselga, que éste no tardó en considerar como necesaria su amistad haciéndole participe de todos sus secretos.

Al principio el conde se limitó a relatarle sus estudios, complaciéndose en enseñarle, con la misma pasión del avaro al mostrar sus tesoros, la preciosa biblioteca militar que había logrado reunir; pero cuando el joven fue penetrando en su intimidad y se dedicó a visitar diariamente su gabinete de trabajo, le fue imposible a Baselga ocultar el plan grandioso a que dedicaba su existencia, y en un momento de abandono relató a Quirós su soñada conquista de Gibraltar.

El joven tenía gran dominio sobre sí mismo y sabía ocultar hábilmente sus impresiones; pero a pesar de esto, cuando el conde con una calma olímpica le fue explicando su plan, le faltó muy poco para exclamar:

—¡Este hombre está loco!

Algún oculto propósito debía tener Quirós acerca del conde, por cuanto halagó tan locas ilusiones, incitándole a perseverar en el descabellado plan. Este era el medio más seguro para conquistar por completo su confianza.

Quirós aceptó con entusiasmo las ideas del conde, y fingiendo con aquella habilidad de farsante que tan irresistible le hacía, un amor sin límites a la patria, juró que ayudaría a su viejo amigo en tan santa empresa.

Desde entonces Baselga tuvo en el joven un auxiliar apreciable, al que dio bastante trabajo, pues por un capricho propio del que se encariña en una idea y quiere poseerla por completo, le hizo sacar copia de cuantos datos existían en el archivo de Estado acerca de la cesión de Gibraltar a los ingleses.

De este modo tuvo el conde un amigo íntimo y Joaquinito Quirós fue en casa de Baselga un personaje considerado por todos, casi como miembro de la familia.

XVI. El padre Claudio en campaña

Cuando menos lo esperaban los habitantes del palacio de Baselga que vivían en una paz octaviana desde la partida de doña Fernanda, llegó un telegrama anunciando la próxima llegada de ésta, y a la mañana siguiente la baronesa, seguida de su doncella y llevando al lado al padre Felipe que había ido a esperarla a la estación, hizo su entrada triunfal en el edificio, solemnizando su llegada con destempladas riñas al portero y a la restante servidumbre por su torpeza al subir las maletas y los innumerables paquetes que formaban su equipaje.

—Ya tenemos el diablo en casa —murmuró Tomasa que perdió repentinamente su animación al ver el avinagrado gesto de la baronesa.

Aquella inesperada aparición preocupaba al ama de llaves, que con cierto fundamento esperaba que el viaje de doña Fernanda durara algunos meses más. Su mirada escudriñadora fijábase con insistencia en la persona de la baronesa buscando en ella las huellas de una dolencia. Tenía el rostro muy pálido y su rubicundez se había extinguido; pero el vientre que Tomasa miraba con descaro no presentaba ninguna señal denunciadora. ¡Y aquel viaje sólo había durado tres meses! ¿Se habría engañado la doncella de doña Fernanda, y por su afán de inventar chismes habría atribuido a su señora aquel embarazo que ahora resultaba falso?

No era el ama de llaves mujer capaz de esperar pacientemente la resolución de sus dudas, así es que al ver cómo la doncella llevaba su equipaje a su cuarto, fuese tras ella y sin preámbulos le preguntó lo que deseaba saber.

—Calle usted, señora Tomasa, que bastante hemos pasado. Los padres a quienes fue recomendada la baronesa, eran unos jesuítas franceses muy finos y alegres que se interesaron por nosotras, y tomaron a pecho el sacar a la señora de su apuro. Yo escuche tras una puerta cómo un padre ya viejo y con aire de experimentado le preguntaba un día qué prefería: tener un hijo a su tiempo y sin graves complicaciones o buscar un aborto que suprimiese aquella criatura, viviente testimonio de su falta y que algún día la podía comprometer a los ojos de la sociedad. Ya sabe usted quién es esa mujer y su alma atravesada que le permite no temblar ante los mayores peligros. Aceptó la última proposición ganosa de salir del paso cuanto antes, aunque esto le costase la vida, Y yo no sé qué diablos le darían aquellos padres tan listos, que a las pocas noches la baronesa púsose a morir, pero arrojó de su cuerpo el regalo del padre Felipe. El mes que yo he pasado cuidando a la señora, que estaba entre la vida y la muerte, no se lo doy a pasar a nadie; pero al fin se ha puesto buena y de algo me han valido mis penalidades así como mi reserva.

Y al decir esto, sonreía irónicamente la charlatana doncella.

—Ahora —exclamó con acento cruel la ama de llaves—, otra vez a empezar, volviendo a las conferencias a puerta cerrada. Esa perra es insaciable y no escarmienta. ¿No la has visto llegar tan amartelada con el padrazo Felipe?

—Le telegrafió ayer ordenándole que saliese a la estación, y ese cura alegre parece estar enamorado de la señora, a juzgar por la sumisión con que la obedece.

—¡Valiente hermosura la de tu señora para enamorar a nadie!

Si la llegada de la baronesa había puesto de mal humor a Tomasa, no era menor la impresión que hizo experimentar a Enriqueta, que recibió a su hermanastra con la misma sonrisa forzada y violenta del esclavo que tras una larga ausencia vuelve a encontrar a un amo cruel.

Ella sabía lo que representaba en su vida aquel inesperado regreso de doña Fernanda. ¡Adiós los días tranquilos pasados en la casa paterna en adorable libertad, sin temor de oír la agria voz de su hermanastra, ni de obedecer sus tiránicas órdenes! ¡Adiós los alegres paseos por el Retiro apoyada en el brazo de Álvarez, y las interminables conversaciones amorosas! La educación férrea y monótona de una joven a quien se intenta dedicar a Dios, aparecía otra vez a los ojos de Enriqueta destacándose en un negro porvenir.

Desde el día en que llegó la baronesa volvió a restablecer en aquella casa el antiguo sistema de vida. El padre Felipe hizo invariablemente su visita por la tarde, otros jesuítas, por pura cortesía fueron una vez por semana a hacer tertulia a la baronesa, hablando de la maldad de los tiempos y de la necesidad de establecer el reino de Dios; el padre Claudio apareció de tarde en tarde, siendo recibido con tantos honores como un soberano; Quirós continuó sus conferencias con Baselga acerca del famoso plan, y con la baronesa sobre administración de cofradías y fundación de otras nuevas, y Enriqueta fue otra vez la sierva de su hermanastra, la víctima propiciatoria de todos sus enfados, la cenicienta de la casa, que pasaba como un ser insignificante, pronta siempre a temblar y a obedecer resignada todos los mandatos de aquella mujer que manejaba a su gusto su voluntad.

—Esa muchacha —decía siempre doña Fernanda al hablar con sus amigos, con la misma complacencia que el artista al tratar de la obra que ha modelado carece en absoluto de libertad, y sin mis consejos y sin mi dirección no sé qué sería de ella en el mundo. La pobrecita no sirve para vivir en sociedad, y el día más feliz de su vida será aquel en que haga sus votos en el convento. Dios la llama y ella es feliz al pensar que Cristo la quiere por esposa.

En aquella tertulia de sotanas y levitas de corte clerical que todas las tardes se reunía en el salón de la baronesa, era artículo de fe que Enriqueta tenía una vocación sobrehumana a la vida religiosa, y la mayor parte de aquellos señores creían proporcionar a la joven un inmenso placer llamándola la monjita, cuando por rara casualidad la encontraban en las habitaciones de su hermanastra.

La vocación de la joven fue un asunto que requirió toda la atención de la baronesa poco tiempo después de su regreso a Madrid.

Una mañana, cuando ella menos lo esperaba, se presentó el padre Claudio, que muy contra su voluntad engordaba de un modo vulgar perdiendo en gallardía lo que ganaba en majestad.

Cada una de aquellas visitas llenaba de satisfacción a la baronesa, que conocía mejor que muchos individuos de la Orden el inmenso poder que aquel clérigo tenía en sus manos y que manejado ocultamente minaba todas las clases de la sociedad.

—¡Oh! ¡Cuánto honor para mí, reverendo padre! —dijo doña Fernanda rubicunda por la satisfacción—. Hace tiempo que no veía a vuestra reverencia y temía el rogarle que pasase algún rato por aquí por miedo a turbarle en sus importantes ocupaciones.

El padre Claudio dio a besar su blanca y regordeta mano de obispo y contestó con amables sonrisas a todos los cumplidos que la baronesa le dirigía.

Cierto que por él no pasaban los años, pues aunque aquella picara obesidad le sofocaba sentíase más fuerte que nunca: y al decir esto lanzaba miradas relampagueantes y extendía impetuosamente sus brazos como si quisiera atemorizar a algún misterioso enemigo con el que venía luchando por espacio de muchos años.

El padre Claudio estaba muy preocupado hacía algún tiempo por una idea que le obsesionaba. Aquel hombre que ocultamente desde el fondo de su despacho manejaba a casi toda la nación, que intervenía en los asuntos palaciegos, y que en varias ocasiones había logrado con sus consejos derribar unos ministerios y elevar otros, juzgábase postergado y la envidia y la ambición le hacían mirar como mezquina la posición que ocupaba dentro de la Orden.

Aquel cargo de asistente o vicario de la poderosa Compañía en España, desempeñábalo desde su juventud y no podía menos de irritarse al ver que no lograba continuar la carrera de grandezas que tan fácil le había sido en sus primeros años de jesuíta.

A la edad en que muchos compañeros se contentaban con ser coadjutores, él dirigía los intereses de la Orden en España como dueño absoluto y sin tener que dar cuenta de su conducta a otro poder que al general que estaba en Roma. Algunos negocios afortunados que dieron gran utilidad a la Compañía y que el llevó a cabo con una astucia y una sangre fría sorprendente, le habían valido una gran reputación en la Orden y el ser elevado a una dignidad que nunca habían desempeñado jesuitas de tan pocos años.

Tan rápida elevación había amortiguado en el padre Claudio su ambición inextinguible y transcurrieron muchos años sin que se le ocurriera al satisfecho jesuita quejarse de su suerte, pero cuando fue entrando en la vejez, cuando por su edad veía ya sobradamente justificado el cargo que ejercía, quiso ser más y escalar el último puesto que quedaba dentro de la Orden.

Un vicario general de España únicamente podía aspirar a la dirección suprema de la Compañía en todo el mundo, y el padre Claudio quiso ser General de aquel negro ejército que tenía su núcleo en Roma y sus avanzadas en todas partes.

Sabía el importante jesuíta que debía ocultar sus miras ambiciosas cuidadosamente, pues el hombre que desde Roma los dirigía a todos, era un Argos de cien ojos, que mediante su misterioso poder, desde las cercanías del Vaticano, adivinaba los pensamientos del último jesuita establecido en el Japón o en las más apartadas islas de Oceanía. Una indiscreción podía perderle, pues así como el generalato de la Orden era vitalicio y nadie podía destituir al general, una vez elegido, las asistencias o direcciones de las naciones a las cuales el lenguaje jesuístico, con su tendencia de unificación universal llamaba provincias, eran puramente de gracia y el poder supremo de la Orden podía destituirlo a él del vicariato de España, apenas notara el más leve indicio de ambición o de intriga.

El General había tratado siempre con gran benevolencia al padre Claudio, haciendo justicia a sus facultades de dulce tirano y hábil intrigante, y sobre todo a aquella indiferencia en punto a procedimientos que hacía recordar a los Borgia, cuando en el entusiasmo del brindis orgiástico, deslizaban el veneno en la copa del vecino o, sonriendo como ángeles, daban de puñaladas. Nunca el General había demostrado intención de relevar al padre Claudio de su alto cargo, lo que no impedía que el vicario de España, cuando comenzó a sentir cómo se removía su dormida ambición, pensase en la conveniencia de hacer algo desde Madrid para que aquel viejo que estaba en Roma saliese del mundo de un modo más o menos trágico dejando su puesto vacante a otro más joven, que podía ser él mismo.

Pero el padre Claudio sólo optaba por los procedimientos violentos en caso apurado, pues prefería aquellos otros nacidos de su astucia y que él preparaba hasta en sus últimos detalles con el exquisito gusto de un gran artista del mal.

Él sabía algo de otros generales que habían sido envenenados por sus subordinados o expuestos al público envueltos en una sotana nueva, para ocultar las puñaladas con que el cadáver tenía rasgado el pecho; pero todos estos medios le parecían propios de tiempos bárbaros; sentía una repugnancia de damisela al pensar en la sangre, y con aire de superioridad, sonreía considerando que era más fácil y seguro esperar pacientemente teniéndolo todo preparado para lograr su deseo apenas el actual general, que tenía más de ochenta años, dejase de vivir.

El fallecimiento del general era cosa segura en plazo no muy largo, y el gallardo jesuita pensaba dar antes un golpe que le proporcionara inmenso renombre en la Orden y que le facilitara su elección en Roma.

Un negocio afortunado que hiciera ingresar en las arcas de la Compañía muchos millones, era el golpe que él necesitaba para preparar su elección de general y por esto se acordó de la fortuna de los hijos de Baselga que tanto había perseguido la avaricia jesuística.

Lo que el padre Fabián Renard no había podido lograr, él lo conseguíría, consolidando de este modo su fama de hombre astuto e invencible en punto a procurar buenos negocios a la Orden.

Ya sabemos el sistema que el reverendo padre se proponía usar para ir despojando a los hijos de Baselga. Aquellos dos jóvenes, sobre los que tenía puestos sus ojos la Compañía, abrazarían el estado religioso y harían una donación de sus bienes a la Orden, que correspondiendo a tal merced, los tendría toda la vida alejados del mundo y encerrados en un claustro donde podrían ganar el cielo.

Agitado por tales ideas hizo el padre Claudio su visita a la baronesa.

Era preciso acelerar el negocio y hacer que cuanto antes entrase Enriqueta en un convento.

No era el gallardo jesuita amigo de preámbulos ni de artificiosos rodeos cuando hablaba con amigas tan íntimas y subordinadas fieles, como lo era la baronesa de Carrillo, así es que inmediatamente abordó la cuestión.

Enriqueta tenía ya edad para entrar en un convento y aficionarse verdaderamente a las dulzuras de la vida monástica, preparándose a prestar sus votos. ¿Qué ganaba permaneciendo en aquella casa a la cual, aunque muy santa y muy cristiana, llegaban las murmuraciones del mundo? Enriqueta, permaneciendo como hasta aquel momento en continua relación con la servidumbre, corría el peligro de saber cosas que destruyeran su infantil inocencia; y tales aspavientos hacía el jesuita al decir esto, de tal modo se horrorizaba aparentemente al pensar en la posibilidad de que alguna palabra indiscreta se deslizase en sus virginales oídos, que no parecía sino que la casa de su padre era un lugar de perdición para la joven.

Doña Fernanda, como era su costumbre, siempre que oía al poderoso padre Claudio, asentía a todo y se mostraba dispuesta a obedecer sus órdenes.

—Ya lo sabe vuestra paternidad; yo soy su sierva espiritual, su humilde penitente, y estoy dispuesta a cumplir cuanto se sirva mandarme. Realmente esa niña no está muy bien aquí, pues aunque todas las personas que visitan la casa son buenas cristianas, el mundo se halla tan pervertido que es fácil que se deslicen hasta aquí palabras y ejemplos que perturben a una joven prometida del Señor.

Y la amiga del padre Felipe, que a fuerza de rozarse con los jesuitas se había asimilado mucho de su meliflua elocuencia, aprovechó la ocasión para disertar ante su superior, sobre la corrupción de la sociedad por sus tendencias impías, asegurando que la virtud estaba desterrada, ocultándose únicamente en las personas piadosas; ella por ejemplo.

Los dos compadres en Cristo no tardaron a entenderse y quedaron perfectamente convenidos en lo que debían hacer.

Enriqueta entraría cuanto antes en el convento que designaba el padre Claudio, pero primeramente había que lograr el permiso de su padre el conde de Baselga, cosa que no creían tan fácil el director espiritual ni su penitenta.

—Yo, reverendo padre, le anticipo con harto dolor mío que nada conseguiré. Mi padre me aborrece, esto bien lo sabe su paternidad, y yo sospecho el porqué, y por tanto, no esta demanda sino otra que le hiciera, me la negaría seguramente. Ya recordará vuestra reverencia que rotundamente me dijo que no, el día que yo le indiqué la conveniencia de que Enriqueta fuese a educarse en el convento. Donde usted le ve, a pesar de sus alardes de religiosidad, yo creo que es todo un impío, y más ahora que se ha dado de lleno a los libros.

—¡Ah! ¡Los libros!… ¡Mala cosa es eso!

Y el jesuita decía esto con acento de distracción, al mismo tiempo que con la cabeza inclinada parecía reflexionar profundamente.

—Será mejor, hija mía —dijo después de un largo silencio—, que yo hable al conde. Efectivamente, él no hace gran caso de la hija de su primer matrimonio y de seguro que le producirán más efecto mis palabras. Sin embargo, tratándose de un hombre como él; este asunto no debe llevarse precipitadamente. Conozco su carácter y sé que es preciso explorar primeramente sus intenciones e ir poco a poco convenciéndole de la conveniencia de dedicar a Enriqueta a la vida monástica, sobre todo si la vocación de la niña es segura.

—¡Oh! En cuanto a eso no hay cuidado. La vocación es segurísima. Enriqueta nada más hace lo que yo la mando.

La baronesa hablaba de las aficiones religiosas de su hermanastra con completa seguridad, aunque nunca había logrado de ella una contestación categórica, ni se había tomado el trabajo de consultarla sobre aquel porvenir que la preparaba… ¿Para qué? Ella, la señora de aquella voluntad, tenía el poder de atemorizarla con una mirada o con un gesto, y creía ridículo detenerse a inquirir lo que pensaba aquel ser que había educado para una vida automática.

Desde aquella conferencia y después de haber combinado su plan el jesuita y la baronesa, Baselga comenzó a sufrir un asedio del que tardó en darse cuenta.

Doña Fernanda, en la mesa o en las cortas entrevistas que ella buscaba, y de las que el conde procuraba zafarse cuanto antes, mostraba empeño en hablar del porvenir de Enriqueta en términos vagos para que su padre mostrase claramente sus propósitos, pero Baselga oía silencioso y distraído, no escapándosele nunca una palabra que demostrase su pensamiento.

En cuanto al padre Claudio, visitaba la casa con tanta asiduidad como en pasados tiempos, honor que ensalzaba la baronesa en su reunión, y del que se hacían lenguas sus contertulios, que sabían las múltiples ocupaciones que pesaban sobre el vicario de la Orden en España.

Todas las tardes iba el jesuita a fumar algunos cigarrillos en el gabinete de estudio de Baselga, el cual, no considerando las cosas como su hija mayor, tomó al principio esta distinción por una solicitud fastidiosa que le distraía en sus ocupaciones.

Para colmar su aburrimiento, el amigo Quirós, con el que hablaba todas las tardes de su gran plan de conquista, depositando en él todas sus esperanzas y risueños optimismos, desde que el padre Claudio se dedicó a hacerle cotidianas visitas, dejó de acudir con tanta regularidad pretextando ciertos asuntos que tenía que despachar con urgencia en el ministerio, y el conde hubo de resignarse a permanecer horas y más horas con aquel sacerdote que nunca tenía prisa en irse, y que siempre sonriendo le molía a preguntas.

Pero era en todas ocasiones tan amable aquel padre Claudio, oía con tanta atención sus explicaciones sobre lo que estudiaba en los tratadistas militares, manifestaba tal entusiasmo por Malborough, Montecuculi, Jomini y otros señores, que a cada instante barajaba el conde en su conversación, que al fin éste comenzó a adquirir alguna confianza y a recibir con más gusto las visitas del jesuita.

Al fin era un buen compañero, y en ausencia de Quirós, el conde experimentaba gran placer teniendo un compañero con quien hablar de su manía favorita.

Era un cura aquel oyente de aventuradas empresas militares; su ministerio, sus estudios y sus costumbres no le hacían muy adecuado para aquella clase de conferencias; pero…, ¡qué diablo!, escuchaba con gran atención, y además, Baselga adivinaba en el padre Claudio —como en otros tiempos— que había en su persona algo de caudillo, aunque de fuerzas menos ruidosas y francas que las del ejército, y en todos sus actos se traslucía la costumbre de mandar con ademanes imperiosos que no admiten réplica.

La confianza entre el conde y el jesuíta fue estrechándose rápidamente. Aquella frialdad con que Baselga había tratado al padre Claudio a raíz de su llegada de Francia, fue desvaneciéndose, y aunque el conde no volvió a ser como en su juventud el admirador sumiso e irreflexivo del astuto jesuita, le dispensó cada vez mayores atenciones, y llegó en sus conversaciones apasionadas hasta a olvidarse de quién era aquel hombre y de las amenazas viles que usó para conservarlo esclavo de la Compañía.

El padre Claudio, en aquellas conferencias, con un disimulo que hacía honor a la astuta institución a que pertenecía, llevaba siempre la conversación a un mismo punto, que era invariablemente las desdichas de la patria, lo grande que ésta había sido en otros tiempos y la necesidad de luchar por la integridad del territorio reconquistando los puntos que los extranjeros nos habían arrebatado.

Un hombre más experto y observador que Baselga hubiera adivinado en su interlocutor el deseo de excitar las confianzas sobre un asunto determinado que conocía con anterioridad; pero el conde estaba muy preocupado con sus planes y los acariciaba con sobrado entusiasmo para fijarse en tales detalles.

El jesuíta sonreía casi imperceptiblemente. Al fin lograba aquella confianza solicitada de tan diversos modos.

¡Cómo pintar el entusiasmo patriótico del padre Claudio! Primero quedóse perplejo, mostrando admiración y duda como si su inteligencia no alcanzase a comprender un plan tan colosal; después su rostro se animó como a impulsos de excitación inmensa, y por fin abrazó al conde con nervioso impulso, diciendo, con acento entrecortado por la emoción, que Dios y la patria sabrían agradecer una empresa tan sublime.

Baselga se enterneció ante aquel arranque de entusiasmo patriótico, y llevado de un risueño optimismo, se dijo interiormente que aquel jesuita era una buena persona que si cometía alguna mala acción era indudablemente por exigencias de la Orden.

Desde que el conde hizo tales revelaciones, no tuvo quien más atentamente se interesase por la realización de tal plan.

Todas las tardes iba, según su costumbre, a visitar a Baselga y se enteraba minuciosamente de sus propósitos, mostrando una admiración sin limites cada vez que su amigo le hacía una nueva confianza.

—¡Oh! Esto halaga —se decía el conde al quedar solo—. Esto da nuevas fuerzas para seguir adelante. ¡Si todos fuesen tan buenos españoles como el padre Claudio! Después dicen que los jesuitas no tienen patria ni se interesan por otra nación que Roma.

Por su parte, el reverendo padre aumentaba el entusiasmo de su amigo, prometiendo hacer cuanto pudiese en favor del plan. Él no sabía los servicios que podría prestar, pero tenía amigos en todas partes, y ¿quién sabe si en Gibraltar encontraría alguien que quisiera entrar en la patriótica aventura?

Transcurrieron algunos días sin que los dos amigos hablasen de otros asuntos que la atrevida reconquista del Peñón. Quirós, siempre excusándose con sus trabajos en el ministerio, iba ya pocas veces al despacho de Baselga; pero éste se mostraba tan entusiasmado y satisfecho del padre Claudio, que consideraba ya al joven diplomático como lo que era realmente. Ya no veía en él un joven serio e ilustrado, sino un pollo insustancial e intrigante que a lo más le serviría para sacar cuantas noticias deseara del ministerio de Estado.

El jesuita tenía por su parte un plan marcado que iba desarrollando lentamente, y cuando creyó poseer la confianza de Baselga, abordó una tarde resueltamente su asunto.

—Supongamos señor conde, que yo, como así lo espero, proporciono los elementos necesarios para la empresa, y encuentro gente dispuesta a dar el golpe sobre Gibraltar. ¿Quién se encargará de ponerse al frente de los que se apoderen de la plaza?

Baselga mostró en su rostro la misma extrañeza que si oyera a alguien dudar de su valor.

—¡Quién ha de ser! ¡Yo! —dijo con sencillez heroica.

—¿Y ha pensado usted bien las consecuencias que pudiera traerle un fracaso? ¿Ha considerado que en la aventura puede perder la cabeza? Las autoridades inglesas son inexorables con el que quiere arrebatarles algo de lo que poseen, y lo menos que con usted harían, si fracasaba el golpe, sería ahorcarlo.

—Nada me importa eso —contestó el conde con frialdad—. He expuesto mi vida muchas veces para que pueda sentir temor ante tales peligros. Yo iré al frente de los buenos españoles que intenten devolver Gibraltar a España, y si es que la suerte nos es adversa, ¿qué fin puedo ambicionar más glorioso que morir por mi patria aunque sea de un modo infamante?

—Muy bien, amigo mío. Sigue usted siendo un héroe, y la edad no ha amortiguado sus bríos. Pero es preciso que antes de acometer tan santa empresa, que tal vez le conduzca al martirio, piense usted en asegurar el porvenir de sus hijos.

—¡Mis hijos! Gracias a Dios no tengo que pensar en ellos. Son ricos y su porvenir está asegurado. Además, dentro de pocos años tendrán ya edad para casarse y constituir familia.

—Pero entretanto, señor conde, reconozca usted que si por desgracia pierde la vida en esa empresa que vamos a realizar cuanto antes, la situación de esos dos jóvenes solos en el mundo, pues apenas si tienen familia, será apuradísima.

—Tienen a mi hija Fernanda, que por su edad y su experiencia puede servirles de madre.

—No basta eso.

—¿Pues qué quiere usted decir?

—De Ricardo, nada. Al fin pertenece a nuestro sexo y para un hombre no es tan ruda la lucha que ha de sostenerse en la sociedad para mantenerse a cierta altura. Pero piense usted en Enriqueta. ¿Qué sería de ella al quedar huérfana?

—Sentiría mucho la muerte de su padre, mas no por esto quedaría desamparada. Tiene a mi hija Fernanda, y además una joven rica como lo es ella siempre encontraría entre mis parientes de la nobleza quien velara por ella. Esto sin contar que ya no es una niña y que dentro de pocos años estará ya en estado para casarse con quien ella elija, siempre que sea un hombre perteneciente a su clase.

—Veo, señor conde, que no quiere usted atender a lo que yo le propongo y que se forja ilusiones para no contemplar la realidad. Yo hablo del presente y del peligro que a causa del heroísmo de su carácter corre su hija de quedarse huérfana.

—¿Y qué quiere usted proponerme?

—Yo —dijo el padre Claudio preparándose a dar el golpe y revistiendo sus palabras de la mayor sencillez— pensaba poner a Enriqueta a salvo de todo infortunio y hacer que antes de que usted partiera para Gibraltar, su hija quedase en un puesto de confianza donde se ocupasen de su educación, por cierto algo descuidada, pues la baronesa, ocupada en las empresas benéficas a las que le arrastra su religiosidad, no puede pensar en la cultura de su hermana.

—Concrete más su proposición, padre Claudio —dijo Baselga con fría entonación.

—Pues bien: le propongo, haciéndome en esto intérprete de los deseos de la baronesa, que Enriqueta vaya a educarse en un convento de nuestra confianza.

El conde no era ya el mismo de momentos antes. El entusiasmo y la confianza que mostraba al jesuita hablándole de empresas militares había desaparecido y ahora escuchaba al visitante con fría reserva, lanzándole de vez en cuando una mirada escudriñadora que pugnaba por atravesar aquella astuta máscara adivinando lo que existía tras la dulce sonrisa jesuística.

Cuando el padre Claudio formuló su proposición Baselga le miró fijamente y contestó con lentitud:

—Mi hija no será monja mientras yo viva.

—Ha comprendido usted mal —replicó con viveza el jesuíta—. Lo que yo propongo no es que Enriqueta se dedique a la vida monástica abandonando su familia: conozco bien el inmenso cariño que usted la profesa y sé que no es posible que consienta usted el separarse de ella para siempre. Lo que yo propongo es que Enriqueta ingrese en un convento donde se educan otras señoritas aristocráticas para permanecer allí segura mientras usted lleva a cabo esa obra sublime tan meritoria a los ojos de la patria y a los de Dios.

—Lo que usted me propone es que mi hija entre en un convento como simple educando para convertirse después en monja profesa y no salir jamás de él.

—¡Señor conde! Me ofende esa suposición.

—Padre Claudio: ya sabe usted que nos conocemos y que hay entre los dos asuntos suficientemente graves para que no nos consideremos como unos extraños. Sé a dónde van a parar tales proposiciones, pues aunque no soy muy listo, adivino muchas veces lo que piensan las personas que me rodean.

—¿Qué quiere usted suponer?

—Aún no se ha borrado de mi memoria el recuerdo de esa mujer tan amada.

Y al decir esto señalaba el conde a un hermoso retrato de María Avellaneda, única pintura que con sus tonos brillantes alegraba las sombrías paredes del despacho y los tintes oscuros de los estantes cargados de libros. El padre Claudio afectaba no comprender a Baselga.

—Esa infeliz —continuó éste— también encontró en París quien mostró empeño en meterla en un convento. ¡Parece esto la fatalidad que pesa sobre la familia Avellaneda!

Y a continuación añadió sonriendo sarcásticamente:

—Muchas veces es una desgracia tener millones.

El padre Claudio se estremeció internamente. Aquel hombre que él creía un monomaniaco sometido por completo a su voluntad, sabía adivinar los pensamientos de su interlocutor.

—Señor conde: me ofenden esas palabras que no sé si creerlas injuriosas para mí y para la Compañía, pero aunque así sean las perdono.

Reinó un largo silencio que interrumpió al fin el jesuita, diciendo:

—Siento mucho que mi proposición le haya producido alguna molestia. Crea que yo siempre procedo guiado por mi afán de dar almas al cielo y de que no se turbe la paz de las familias.

—Gracias por el interés, padre Claudio; pero Enriqueta no necesita que se preocupe de su suerte otro que su padre.

El jesuita quedó en silencio breves instantes, reflexionando sin duda sobre lo que acababa de oír, y después dijo con severo acento:

—Un padre cariñoso debe ante todo procurar la felicidad de su hija. El conde movió la cabeza en señal de asentimiento y añadió:

—Eso no tiene duda.

—Y la felicidad de los hijos consiste indudablemente en que los padres no violenten su voluntad ni se opongan a sus deseos, siempre que éstos tengan noble y santo fin.

—Todo eso lo sé hace ya mucho tiempo.

—Lo sabrá usted, señor conde; pero permítame que le manifieste que usted se está oponiendo a una sagrada aspiración de su hija.

—¿Una aspiración de mi hija? —preguntó con extrañeza Baselga.

—Sí, señor conde. Enriqueta quiere ir al convento.

—Es la primera noticia que tengo —respondió Baselga con desdeñosa frialdad.

—No lo dude usted y si quiere convencerse de ello pregúntelo a la baronesa, que por haber educado a su hermana es la que conoce mejor su vocación. Enriqueta quiere ser monja.

—Ya va saliendo lo que esperaba. Usted mismo viene a justificar mi negativa a que Enriqueta entrase en un convento para perfeccionar su educación. Lo que yo he dicho antes; primero colegiala y después monja. No está mal urdido el plan.

—Señor conde; hace usted mal en burlarse de ese modo y más aún en oponerse a que su hija siga las inspiraciones de Dios. Yo no digo que Enriqueta quiera efectivamente ser monja, pues a su edad la vocación es poco sólida; pero lo que sí aseguro es que quiere salir de aquí, pues se siente atraída por los místicos encantos del claustro.

—¿Está usted seguro? ¿Ha consultado directamente la vocación de mi hija?

—Sé como piensa por las revelaciones de la baronesa, que es la única persona que se preocupa de Enriqueta.

—Comprendo la intención con que acentúa usted tales palabras. Algo hay en efecto que me hace merecedor de tal censura. Mi dolor eterno por la muerte de mi esposa, mi odio a la sociedad y después mis aficiones me han tenido alejado de mi hija, me han hecho ser mal padre, y he mirado con una indiferencia culpable todo lo que con ella se relacionaba; pero yo le aseguro a usted que esto no volverá a repetirse ni mereceré en adelante que se me tache de descuidado con mis hijos. Acabo de ver las consecuencias de mi indiferencia y sé el peligro que corre Enriqueta de seguir más tiempo confiada a la dirección de su hermana. Quiero que en mi casa no mande otro que yo y desde mañana voy a ocuparme de mi hija y así sabré la verdad.

—¿La verdad?… —preguntó con extrañeza el padre Claudio.

—Sí; la verdad. De seguro que cuando yo hable a mi hija no manifestará ésta tanta afición a la vida del claustro. Yo, padre Claudio, soy de los que creen que ninguna joven tiene gusto de que la entierren en vida alejándola para siempre del mundo, y del mismo modo en que si algunas infelices huyen de la sociedad y se encierran en esas casas es por contrariedades sufridas que aunque fáciles de reparar son convenientemente exageradas por gentes sin corazón que muestran empeño en robar a la nación futuras madres que podrían hacer la felicidad de otras familias y dar a la patria hijos que la honrasen y la defendiesen.

El jesuita puso en juego todo su mímico arsenal de gestos trágicos para demostrar su escándalo y su indignación, y dijo con voz balbuciente:

—¡Pero señor conde! ¿Qué dice usted? ¡Tratar de ese modo a las instituciones monásticas y a las esposas del Señor! Esas ideas son impropias de un buen católico como todos le creen a usted y únicamente estarían en su sitio en labios de uno de esos terribles revolucionarios que hoy combaten al trono y a la Iglesia. ¿Acaso usted no cree en la verdad de las vocaciones religiosas? ¿Duda quizá de que hay criaturas privilegiadas a las cuales llama Dios para hacerlas sus místicas esposas?

—No quiero discutir, padre Claudio. Soy católico y partidario de la monarquía, y esto lo tengo bien probado; pero mis ideas las tengo muy arraigadas y ni usted ni toda la Compañía de Jesús en masa conseguirían que me retractase de esto que digo. Toda la vida he tenido por un absurdo que a una joven que apenas si conoce el mundo y que no se ha separado un momento de sus padres se la encierre en un convento con el pretexto de querer librarse de los males de una sociedad que ni aun de nombre conoce. Comprendo que un hombre cansado de luchar con sus semejantes y fastidiado de las mentiras sociales, huya del trato con los humanos, y se refugie como eremita en un desierto por faltarle el valor para seguir luchando contra el mundo; pero encerrar en una tumba mística a una joven que conserva puras e intactas sus ilusiones y que empieza a vivir, es un crimen, entiéndalo usted bien, reverendo padre, es un asesinato moral del que Dios no puede menos que pedir estrecha cuenta.

El conde hablaba con acento indignado y en sus ademanes nerviosos adivinábase que estaba sintiendo aquello que decía.

El jesuíta conocía perfectamente el carácter de Baselga y sabía que en tales instantes discutir ideas en él tan arraigadas equivalía a comprometerse en una discusión acalorada e iracunda que fácilmente podía tener como final el arrojarse a la cabeza, como postreros argumentos, los libros del despacho y aun los muebles.

—¿De manera —se limitó a decir el sacerdote— que se niega usted a acceder a los deseos de su hija?

—Sí; me niego y me negaré siempre. Usted, como sacerdote, cumpla su obligación trabajando para arrebatar una mujer más a la sociedad y hacerla entrar en la vida mística; yo, como padre, cumplo mi deber oponiéndome a que mi hija sea infeliz alejándose para siempre, en la edad de la inexperiencia, de un mundo en que sufrirá muchas tristezas, pero no por esto dejará de encontrar mayores alegrías. Dios crió a la mujer para que el mundo no se extinguiera y con ella estableció la base de la familia. Evitar que la mujer sea madre es ir contra Dios. ¡No olvide usted esto, padre Claudio!

El jesuita fue a contestar a estas últimas palabras, pero se detuvo y, como si una idea favorable acabase de surgir en su cerebro, púsose a reflexionar mientras Baselga le contemplaba con desdeñosa superioridad.

El hombre que por tanto tiempo se había considerado como esclavo sumiso de aquel jesuita que le mandaba con aire sonriente aunque con despótica autoridad, enorgullecíase ahora al ver cómo su tirano quedaba vencido momentáneamente.

Parecía que el padre Claudio iba a disparar su último tiro contra aquella voluntad rebelde, pues después de contraer su rostro con aquella sonrisa especial propia de los momentos difíciles y que hacía temblar a cuantos le conocían íntimamente, dijo con voz melosa:

—El señor conde, al hablar así, olvida una cosa de gran importancia.

—No sé qué cosa pueda ser.

—De seguro que el conde de Baselga no querrá romper sus relaciones con la Compañía de Jesús.

—¡Yo!…, ¿por qué?

—El señor conde pertenece a ella, pues hace muchos años figura en su clase de hermanos seglares.

—No pienso negarlo. Buena prueba de ello es que sobre el pecho llevo el escapulario que nos permite reconocernos a los hermanos aun en los más lejanos países.

—Recuerde, pues, el hermano, ya que así le place llamarse —dijo el jesuita con tono de autoridad—, que al entrar en nuestra Orden hizo voto de obediencia a sus superiores, y que yo, como su superior supremo en España, le ordeno que me obedezca para mayor gloria de Dios y en nombre de nuestro padre General.

Y el jesuita, al decir esto, se erguía en su asiento y extendía la diestra con aire bizarro adoptando una actitud lo más imponente que le permitían sus facultades de actor. Pero al conde le causó poca impresión aquel arranque de autoridad que el padre Claudio creía irresistible, pues encogiéndose de hombros se limitó a contestar con frialdad:

—¡Bien, y qué…! ¿Para qué se me recuerda mi voto de obediencia?

—Para que acate usted mis órdenes y no se oponga a la vocación de su hija.

—¿Es que la Compañía, no contenta con disponer del individuo para mayor gloria de Dios, ha de intervenir también en asuntos puramente de su familia?

—La Compañía interviene en todo, siempre que sea en bien de la religión, y puede, con perfecto derecho, como usted ya sabrá por haber leído nuestra Mónita secreta y los comentarios de nuestros más célebres escritores, aconsejar al hijo que niegue la obediencia a su padre y hasta que lo mate siempre que éste le incite a desconocer y abandonar la fe católica.

—Siempre me ha parecido eso un crimen; pero aparte de ello, en el presente caso no tienen ninguna aplicación esas leyes; yo no incito a mi hija a que abandone su religión, pues lo que hago es oponerme a que me la roben. Que ame Enriqueta cuanto quiera a Dios, que sea un modelo de religiosidad y devoción, no me producirá ninguna molestia: lo que yo no quiero es que ella sea monja.

—Pero ella quiere serlo y en tal conflicto la Compañía siempre benéfica con el débil y con la virtud debe colocarse al lado de la hija y frente al padre que quiere violentar una santa devoción.

—La Compañía se colocará donde le dé la gana —contestó rudamente Baselga que ya comenzaba a cansarse—; pero como yo soy el padre y no doy mi permiso tendrá que considerarse vencida. Si Enriqueta quiere ser monja (lo que dudo mucho) que espere a ser mayor de edad cuando no será ya indispensable mi consentimiento.

—¿Quiere usted que llamemos a la niña y a doña Fernanda? Usted mismo la preguntará sobre sus aficiones, y la contestación que ella dé será el mejor medio de que usted se convenza de la injusticia con que se opone a su vocación.

—No es necesaria esa entrevista. Conozco muy bien, padre Claudio, el sistema que se emplea para obsesionar débiles inteligencias y los risueños colores con que se presenta la vida del claustro para seducir la viva imaginación de las jóvenes. Mire usted a esa infeliz —y el conde señaló el retrato de su esposa—. Ella, en un momento de alucinación, arrastrada por pérfidos consejos, abandonó la casa de su padre y entró en un convento de París sin dejar por eso de amarme y de desear ser mi esposa. También ella pasaba como joven de vocación para el claustro y, sin embargo, bastó que su padre la permitiese ser mi esposa para olvidar inmediatamente todas las dulzuras monásticas. Mi hija presiento que debe hallarse en el mismo caso. Conozco a la baronesa de Carrillo, sé cuán terribles son sus manías religiosas y de seguro que ha trabajado mucho para decidir a Enriqueta a que abrace una vida que le repugna. ¡Quién sabe si hasta la habrá maltratado! Yo hablaré a mi hija y de seguro que leeré en su interior, adivinando lo que piensa.

—Según eso, ¿se niega usted a cumplir su voto? ¿Desobedece a la Compañía?

Y el padre Claudio, al decir esto, tomaba una actitud amenazadora que irritaba a Baselga, el cual no podía sufrir ninguna imposición.

—Sí, ¡vive Cristo! —gritó el conde—; la desobedezco ahora y siempre que intente inmiscuirse en asuntos que le son ajenos. Las cosas de mi casa sólo a mí me competen, y desde ahora digo que lo pasarán muy mal los que intenten mezclarse en mis asuntos e inciten a mis hijos a que desobedezcan a su padre.

Baselga estaba terrible al hablar, y agitaba en el espacio sus enormes manos de un modo poco tranquilizador; pero el jesuíta no por esto perdió la serenidad. No era valor lo que faltaba a aquel Borgia del jesuitismo; así; es que como si no advirtiera las embozadas amenazas del conde, siguió adelante en la agitada conversación.

—Piense usted que al negarse a obedecer a la Compañía, rompe usted con ella toda clase de relaciones.

—Lo siento; pero por esto no he de cambiar en mis propósitos.

—Al abandonar de tal modo a la Compañía, ésta debe corresponderle del mismo modo, y por lo tanto retirará el manto protector que había tendido sobre usted.

Baselga hizo un gesto como indicando que no comprendía qué protección era aquella.

—Usted, señor conde, tiene en su vida algo que ocultar y existen pruebas que pueden comprometerle seriamente. ¡Quién sabe lo que a usted podrá sucederle el día que nuestra Orden no esté a su lado para prestarle su protección! Recuerde cierto papel firmado por usted que de hacerse público le produciría grandes disgustos.

El conde esperaba aquello desde que la conversación tomó un giro tan hostil, pero a pesar de que la amenaza no le sorprendía, no pudo menos de murmurar:

—Ya entra otra vez en danza el maldito papelucho.

Baselga tenía ya adoptada una resolución irrevocable. ¡Vive Dios! ¿Creía acaso aquel jesuíta que a un hombre como él se le tenía sujeto toda la vida y se le hacía danzar como un mono por la fuerza de un documento comprometedor suscrito en un instante de dolorosa ceguedad? ¡No y mil veces no! Ya estaba cansado de que el padre Claudio lo manejase como un recluta torpe y antes prefería la deshonra que seguir siendo esclavo de aquel tenebroso poder que comenzaba a serle odioso. Además se trataba de la suerte, del porvenir de su Enriqueta, aquella hija hermosa y delicada cuyo rostro le recordaba el de la difunta María y su deber era oponerse tenazmente a un plan que labraba su infelicidad.

En la súbita resistencia del conde, entraba también por mucho la esperanza de que aquella arma que el jesuita pretendía esgrimir contra él, resultase inservible. ¿Qué peligro podía correr si el padre Claudio entregaba secretamente a la justicia aquel documento en que se confesaba autor de la muerte de su primera esposa? Podía negar la autenticidad de su firma; podía solicitar el auxilio de la reina que le consideraba mucho (tal vez por haber sido carlista) amenazándola en caso de una negativa con hacer más públicas de lo que eran las relaciones de su padre Fernando VII con Pepita Carrillo, y finalmente se consideraba con cierta impunidad pensando que en caso de un proceso, el padre Claudio aparecería como cómplice por haber borrado del cadáver de la baronesa todas las señales de muerte violenta.

Baselga en un rápido vuelo de su imaginación, vio todas estas circunstancias favorables y se sintió tranquilizado. Aquel documento resultaba terrible cuando él era el amante de María Avellaneda y temía que ésta, al saber la trágica historia de su primer matrimonio, cambiase el cariño que le profesaba por repugnante aversión: pero ahora no eran iguales las circunstancias y el conde se reía interiormente de aquel puñal mohoso, sin filo ni punta con que pretendía amenazarle el padre Claudio.

—¿No contesta usted? —preguntó ése en vista del silencio de Baselga.

—Nada tengo que decir. Usted me amenaza en nombre de la Compañía, y yo ahora y siempre me burlo de ella y de usted cuando se trata de asuntos que únicamente a mí me competen.

—Pues allá veremos lo que sucede. Yo rogaré a Dios que no tenga usted motivos para arrepentirse de su temeraria resolución.

—Ruegue usted cuanto quiera; dispuesto estoy a sufrir cuanto venga; pero no olvide usted algunas oraciones para los que me ayudaron a ocultar con astutas artes lo que yo había hecho en un momento de obcecación.

El padre Claudio no pudo menos de reconocer que aquel golpe estaba bien dado y que el conde de Baselga no era tan simple como él se imaginaba.

Lo que él creía un cordero resultaba un león que con sus zarpas poderosas hacía retroceder al domador.

La sorpresa que experimentó el jesuíta ante aquella transformación inesperada, fue grande; mas no por esto se dio por vencido y fue necesario que reflexionase largo rato para convencerse de que por el momento no disponía de ningún medio de persuasión para vencer la terquedad del conde.

¿Había él por esto de abandonar su empresa y resignarse a que los millones de Avellaneda no fuesen a parar a las arcas de la Orden? Su porvenir iba en ello y para realizar su suprema ilusión que era el generalato de la Compañía, necesitaba poner todas sus facultades en aquel negocio y salir triunfante de él como de otros más difíciles.

Abismado en sus reflexiones permaneció el jesuíta mucho tiempo, mientras Baselga, satisfecho de su energía y conmovido aun por la ira que le había producido aquella discusión, afectaba una fría severidad fijando sus ojos en el libro que sobre la mesa tenía abierto.

De vez en cuando el jesuíta parecía detenerse en sus reflexiones y lanzaba sobre Baselga rápidas miradas en las cuales notábase un odio inmenso contra aquel hombre fuerte, que escudado en su amor de padre, sabía resistir lo mismo las seducciones que las amenazas.

A pesar del rencor que demostraban aquellas furibundas miradas, el reverendo padre, transcurridos algunos minutos de profundo silencio, tosió como si fuese a hablar y después de pasarse las manos por la frente repetidas veces, como para ahuyentar molestas preocupaciones dijo a Baselga, con acento cariñoso:

—La verdad, señor conde; es que a pesar de nuestra edad hemos procedido como dos niños, llegando hasta insultarnos y amenazarnos en un asunto que no merece que tan antiguos amigos se enemisten.

—Usted lo ha buscado, reverendo padre.

—Admito el ser culpable del disgusto y le pido me perdone. Usted comprenderá que en nuestro estado son fáciles estas intemperancias. Nos encariñamos con la idea de servir a Dios y llevar almas al cielo aun a riesgo de enemistarnos con las personas a quienes más queremos. Además, la suerte de la hija de un amigo tan íntimo como usted lo es, me inspira un interés demasiado vivo y de aquí que yo haya estado tan imprudente. Vaya, señor conde olvidemos el disgusto y démonos la mano como verdaderos amigos.

—No tengo inconveniente en ello.

Y el conde avanzó su mano de no muy buena gana. Tenía motivos para conocer al jesuíta; su rencor no se desvanecía tan fácilmente como el del padre Claudio y temía que aquel súbito arrepentimiento fuese tan hábilmente fingido como la mayor parte de sus afectos.

—Sería una falta imperdonable —continuó el jesuita—, que por cuestiones de apreciación sobre el porvenir de Enriqueta, se enfriase una amistad tan antigua como es la nuestra y más hoy que trabajamos juntos en una causa santa velando por el honor de la patria. No olvidemos que nos hemos propuesto luchar por la dignidad de España.

El jesuita excitó hábilmente el recuerdo de la reconquista de Gibraltar, empresa que, momentáneamente había olvidado el conde.

Apenas Baselga recordó aquella sublime aventura que lo dominaba desde tanto tiempo antes, desvanecióse el disgusto que la acalorada polémica le había producido y en sus ojos volvió a reflejarse aquel entusiasmo de iluminado que le rejuvenecía.

El padre Claudio comprendía indudablemente que con su actitud de superior despótico adoptada poco antes, había dado un paso en falso descubriendo prematuramente sus intenciones y se proponía volver a conquistar la confianza de Baselga, mostrando un entusiasmo sin límites por su patriótico plan y prometiendo ayudarle con más éxito que nunca.

Más de dos horas pasó el jesuita hablando de Gibraltar y animando al conde a acometer la empresa, describiéndole la plaza y sus defensas con un optimismo que hacía sonreír a su oyente. A todos gusta verse halagados en sus ilusiones, aun cuando se reconozca la falsedad de la apreciación.

Los ingleses, según el padre Claudio, tenían instintos de topo y sólo sabían minar, hasta el punto de que el Peñón era una esponja y el día en que hiciesen fuego las baterías durante algunas horas… crac, el monte se vendría abajo dejando sepultada a toda la guarnición. La cosa no era difícil y para un hombre de tanto corazón como el conde de Baselga, apoderarse de Gibraltar era una empresa sin importancia.

Parecía que por la boca del padre Claudio hablaban los autores de los antiguos libros de caballerías, y que Baselga era uno de aquellos adalides de la Tabla Redonda, que de una lanzada desbarataban un ejército o de un papirotazo echaban al suelo los muros de las plazas más fuertes.

El jesuita no se contentaba con adular, pues guiñando un ojo y moviendo la cabeza con expresión de hombre poderoso, aseguraba al conde que no estaba solo en tal empresa. La Orden tenía amigos allí donde existiesen católicos y en la guarnición de Gibraltar figuraban siempre muchos irlandeses, soldados fieles al Papa y obedientes a los representantes de Dios. Él ya estaba en correspondencia con algunos oficiales irlandeses y… ¡quién sabe lo que saldría de aquellas relaciones!

El padre Claudio daba a entender con sus gestos que había aún más de lo que decía, pero que se veía obligado a callar por no hallarse el asunto terminado.

Aquello puso de buen humor al conde. Conocía el inmenso poder de la Compañía, y sabía que si ésta le ayudaba en su empresa, conseguiría aquella adhesión de los soldados irlandeses, lo que haría que su triunfo fuese seguro.

Cuando el jesuíta se despidió del conde, éste, aunque pensaba hablar a su hija de su supuesta vocación, no guardaba a aquél ningún rencor: tanto le habían conmovido las promesas de poderoso auxilio.

Diéronse las manos con el mismo afecto de siempre y hasta Baselga rogó al jesuíta que fuese a visitarle con la asiduidad acostumbrada, haciendo caso omiso de aquella ligera nubecilla.

Había ya cerrado la noche y al poner el padre Claudio el pie en la calle, volvióse con movimiento instintivo a mirar los balcones del pequeño palacio y por sus ojos pasó aquel relampagueo fugaz que tan horrible le hacía.

—¡Ya las pagarás todas juntas, miserable! —murmuró—. Veremos si por mucho tiempo te burlas de la Orden y te niegas a obedecerla, comprendiendo al fin que hoy ningún mal puede causarte el papel comprometedor.

Y después de desahogarse con estas palabras masculladas como si fuesen las de una oración, se embozó en su manteo, y dijo con la tranquilidad del que prepara un negocio:

—Esta noche escribiremos a Gibraltar, al hijo de James Clark, nuestro antiguo agente.

XVII. Un tesoro de amor descubierto

El día siguiente doña Fernanda estaba furiosa, llegando su abultado rostro a un grado tal de rubicundez que parecía próximo a estallar.

El descubrimiento que acababa de hacer la ponía fuera de sí y tanta era su indignación, que cuando cansada de pasear con ademanes de fiera enjaulada por aquel salón de colorido conventual donde reunía su tertulia, se sentaba en un sofá y estrujaba con nerviosas convulsiones aquel abultado paquete de cartas, parecía la clásica y viviente estatua de Medea agitada por una rabia loca.

¡Quién iba a imaginarse aquel escandaloso hecho! ¡Quién podía pensar que una muchacha tan recatada y silenciosa como era su hermanastra tuviera tales secretos y se atreviera a sostener unos amores que deshonraban aquella santa casa!

La baronesa no podía menos de celebrar su intuición para la cual no pasaba desapercibido ningún detalle.

Aquella mañana, al dirigirse al comedor doña Fernanda, había visto a Enriqueta al extremo de un corredor leyendo atentamente un papel que ocultó apresuradamente al ver que se acercaba su hermanastra.

Esta sintió tentaciones de perseguirla en su huida para exigirle que le presentase aquel papel sospechoso; pero por un misterioso y repentino impulso prefirió dejarla escapar como si comprendiese que de otro modo malograba un precioso descubrimiento.

La baronesa almorzó con bastante intranquilidad fijando de vez en cuando su inquisitorial mirada en Enriqueta, que aquel día era también objeto por parte de su padre de una extraña solicitud. Era que Baselga buscaba un momento favorable para hablar a su hija sin que pudiera apercibirse de ello doña Fernanda.

Ésta tenía ya formado su plan que quería ejecutar cuanto antes, y encargó a Tomasa que acompañase a misa a la señorita, pues a ella, por cierto malestar repentino, le era imposible cumplir esta obligación que diariamente se imponía.

Fuese Enriqueta con la ama de llaves, metióse Baselga en su despacho, e inmediatamente la baronesa, con cierto aire misterioso y asegurándose antes de que nadie la veía, se introdujo en la habitación de Enriqueta dispuesta a registrarla con tanta escrupulosidad como un corchete del Santo Oficio.

Allí había misterio y ella pensaba descubrirlo inmediatamente. Aquel papel que tan apresuradamente había ocultado Enriqueta, era para la baronesa (sin que ella pudiera explicarse el porqué), la prueba concluyente de que en la habitación de la joven habían otras cosas que ella tenía interés en conservar secretas.

¿Habría amores de por medio?

¡Doña Fernanda!

Al pensar en esto, sintió un escalofrío de indignación. No era posible que una joven tan recatada y destinada a ser monja, cometiese la imperdonable falta de sostener amores ocultándose de su familia. Eso no podía hacerlo nunca una señorita que había recibido una educación tan escrupulosa.

La baronesa, paseando su mirada por aquella habitación que presentaba aún el desorden propio de las horas anteriores a la diaria limpieza, se tranquilizaba y sentía que sus sospechas se amortiguaban.

Nada había en aquel cuerpo que revelase el amor y el femenil deseo de agradar. La blanca cama con sus sábanas arrugadas y en desorden, que aun conservaban la huella de la durmiente, no exhalaban perfumes voluptuosos, sino el olor acre de salud, propio de un cuerpo sano rebosante de vitalidad juvenil, y sobre el mármol del tocador dos peines, una pastilla de jabón y un botecito de agua de Colonia, que apenas si contenía media docena de gotas del oloroso líquido, demostraban la pobreza que en su embellecimiento observaba Enriqueta. Aquella miseria ruda en punto a artes de hermosearse, aquella carencia completa de los mil y un objetos propios de una joven aristocrática, y que hacían parecerse a la habitación de una infeliz obrera, era, según la baronesa, el medio ambiente que convenía a una señorita que con el tiempo había de vestir estameña y abandonar a media noche las duras tablas del lecho para ir a cantar al coro.

La pobreza de la habitación la tranquilizaba e iba recobrando su confianza al no ver ninguna carta arrugada y mojada en lágrimas sobre el velador, ni tomos de poesías abiertos en los pasajes más sentimentales. Allí no había amor sino devoción, mucha devoción, como lo probaban los devocionarios y los pliegos de oraciones que se apilaban sobre la mesilla de noche al lado del candelabro de cristal.

Pero… ¿y el papel? ¿Y aquel papel misterioso que Enriqueta había ocultado presurosamente?

Doña Fernanda, después de mirar bajo la cama, en los cajones del tocador y hasta dentro de la mesilla de noche, iba ya a retirarse cuando se fijó en una cajita antigua, brillantemente maqueada, que estaba sobre el velador.

Tantas veces había visto la tal cajita, que por una distracción nacida de la costumbre no se fijaba en ella ni pensaba en registrar su interior como lo había hecho con los demás escondrijos del cuarto.

El brillo del negro barniz atrajo su mirada y entonces la baronesa, con movimiento instintivo, la tomó en sus manos, y la agitó sonando dentro de ella el fru-fru, de muchos papeles al rozarse.

La baronesa abrió desmesuradamente sus ojos para manifestar su sorpresa.

Allí estaba el misterio; aquellos papeles eran indudablemente los que ella buscaba.

La caja estaba cerrada, pero su pequeña cerraja era un insignificante obstáculo para la baronesa poco escrupulosa cuando se trataba de satisfacer su curiosidad.

Con unas tijeras hizo saltar la dorada chapa de la cerraja, y al abrirse la tapa violentamente, cayeron al suelo un gran número de cartas esparciéndose sobre la alfombra.

La baronesa no pudo reprimir un grito de júbilo. Su rostro tenía la misma expresión del inventor que, después de muchas fatigas, logra realizar un descubrimiento.

—¡Ah! He aquí lo que buscaba.

En una rápida ojeada abarcó todas aquellas cartas que estaban esparcidas a sus pies. Las había en papel de diversas clases, unas estaban amarillentas y manoseadas como delatando una tenaz y apasionada lectura y otras, que eran las menos, estaban blancas y tersas como si hubiesen sido encerradas en la cajita momentos antes.

Aquellas eran indudablemente las últimas que habían llegado, y por esto doña Fernanda, que de un golpe quería enterarse del contenido de aquellas cartas escritas todas en la misma letra, recogió la que le parecía más moderna y acercándose a la ventana púsose a leer:

«Cielo mió: Ayer te seguí cuando ibas a misa con tu tía. No sé si me verías. Iba yo a alguna distancia y recatándome, pues todo se perdería si me viera ese zuavo pontificio que no deja a sol ni a sombra…».

La baronesa se detuvo e hizo un gesto de extrañeza.

¡Zuavo pontificio! ¿Quién sería el tal zuavo?… ¡Ah! Ya comprendía. Era un apodo que le ponía aquel infame incógnito.

Doña Fernanda hizo un gesto horrible. ¡Ya le daría ella al insolente de tenerlo entre las manos como a sus cartas!

La devota siguió leyendo y cuando terminó la carta cogió otra leyendo en cinco minutos más de una docena.

Sentíase invadida por una terrible fiebre y la indignación le hacía leer con una celeridad pasmosa sin escoger entre las cartas antiguas y las modernas. Tan vehemente era su deseo de enterarse de los amores de Enriqueta y de saber quién era el hombre que con aquella pasión trastornaba todos sus planes.

La baronesa, al leer cada una de aquellas hipérboles amorosas o los juramentos de eterna pasión, no podía menos de torcer la boca con un gesto de rabioso desdén propio de una solterona desgraciada que nunca había merecido tales floreos.

—¡Dios mío! —murmuraba con voz entrecortada—. ¡Qué tonterías tan horribles! Sólo una muchacha tan tonta como Enriqueta puede envanecerse con tales requiebros. ¡Qué es esto! ¿Versos también? Vamos, este señor Esteban Álvarez es una alhaja. Ahora resulta poeta. Pero ¿quién será este hombre?

Y la baronesa, siempre leyendo, hacía esfuerzos por adivinar quién era el adorador de su hermana, sin que las cartas le diesen ninguna luz que satisfaciese su curiosidad.

Por fin al leer una de las cartas que por estar más ajada que las otras demostraba su antigüedad, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa. Ya sabía quién era aquel incógnito adorador, ya había surgido de aquel fárrago amoroso que ella calificaba de variaciones sobre el mismo tema, la personalidad del hombre que había osado poner sus ojos en su hermanastra. La carta comenzaba así:

«Nunca olvidaré, vida mía, el feliz instante que te vi por primera vez. Hoy, paseando por el Retiro, recorriendo aquellas alamedas por las que yo iba siguiendo las huellas de tus pasos, recordaba aquella hermosa mañana de invierno en que yo iba tras de ti arrastrado por una fuerza irresistible, hasta el punto de hacer caso omiso de las furibundas miradas de tu simpática y amable hermanastra. Por cierto que aun recuerdo el piropo que me lanzó el zuavo pontificio cuando os acompañé hasta la puerta de vuestra casa».

No necesitó doña Fernanda leer más para saber quién era el adorador de Enriqueta: tenía la baronesa buena memoria e inmediatamente recordó con todos sus incidentes la mañana aquella en que un militar insolente las siguió por todo el Retiro, llegando hasta la calle de Atocha.

Estaba ya convencida de que el tal Esteban Álvarez era el capitán que tan insolente se había mostrado con ella y esto aumentaba su indignación. Lo mismo se hubiera enfurecido al saber que Enriqueta mantenía relaciones con un duque millonario; pero al pensar que un capitán de modesto origen había logrado cautivar el corazón de su hermanastra, aumentaba su rabia.

A su indignación de beata, que veía como mujer enamorada a la que pensaba dedicar al claustro, se unía el sagrado furor de una mujer noble que se enorgullecía de su bastardía y de tener sangre real en sus venas, ante un amor desigual y deshonroso para una linajuda familia.

Más de media hora permaneció doña Fernanda como clavada en el centro de la habitación y sin fuerzas para continuar aquella lectura que le producía escalofríos de furor, y por fin, como haciendo un supremo esfuerzo, se arrancó de aquel sitio y llevando sobre ambas manos en arrugado paquete las cartas comprometedoras, se dirigió a su salón esperando impaciente la llegada de Enriqueta a la que deseaba confundir.

Su indignación contra aquella mosquita muerta, como ella decía, era inmensa; pues al pesar que le producía el amoroso descubrimiento uníase el de haber sido engañada durante tanto tiempo por aquella muchacha que ella creía poco menos que idiota. Al pensar que aquellos amores duraban ya cerca de un año sin que ella hubiese llegado a apercibirse de ello, experimentaba tanta indignación como si hubiese sido víctima de un terrible engaño.

Además en su odio había mucho de despecho; pues a la solterona despreciada que durante años enteros había rodado por los salones de la alta sociedad sin llamar la atención de los hombres, le era forzosamente muy antipática una joven que apenas salida de la pubertad y a pesar de vivir en casa como en clausura, encontraba un adorador y se comunicaba con él burlando la vigilancia de su familia.

Cuando al baronesa oyó las voces de Enriqueta y Tomasa que entraban en la antesala de vuelta de misa, la baronesa experimentó el estremecimiento de voluptuosidad sangrienta que agita a la fiera antes de caer sobre su víctima.

Doña Fernanda sentía tal impaciencia, que no dejó que su hermanastra fuera a su cuarto para cambiar el vestido y la llamó con acento imperioso.

Al entrar Enriqueta en el salón, sus ojos parecieron atraídos por un magnetismo misterioso, pues se fijaron inmediatamente en las cartas acusadoras que la baronesa, a fuerza de estrujarlas en sus arranques de indignación, había convertido en una arrugada pelota.

La joven quedóse plantada en el dintel de la puerta, con aspecto tímido e irresoluto, y así recibió la primera rociada de palabras furiosas que salió a borbotones por entre los labios de la baronesa trémula de ira.

—Pase usted adelante, desvergonzada, pase usted, que ya lo sabemos aquí todo. ¡Miren qué aire de inocencia el de la niña! Cualquiera al verla pensaría que en su vida ha roto un plato, y sin embargo la señorita tiene su novio, sostiene relaciones criminales a espaldas de su familia, y está en correspondencia con un pillete insolente, escribiéndose porquerías buenas únicamente para ruborizar a toda persona honrada. ¡Es así como debe portarse una señorita honrada y cristiana, a quien todos creen destinada a tan alta honra como es ser esposa del Señor! ¿Qué es esto, di? ¿Qué significan todas estas cartas que tengo en mis manos? Explícate; defiéndete tú misma.

Buena estaba Enriqueta para defenderse. Apenas vio que la baronesa conocía su secreto, y que estaba en su poder el tesoro de amor que tan cuidadosamente guardaba en su cuarto, sintió algo semejante a si se hundiera el pavimento y el techo cayera sobre su cabeza. Las piernas le flaquearon y tuvo que agarrarse del cortinaje de la puerta para no caer, al mismo tiempo que por sus ojos pasaba una densa nube.

Todo el terror que la baronesa había infundido en aquel carácter tímido, con su educación dura, tiránica y austera, despertaba ahora y la joven experimentaba un terror cercano al espasmo.

En cambio, doña Fernanda, que sentía gran placer en prolongar aquella situación, se revestía de una alma glacial y decía con ironía:

—¿No contestas? Yo esperaba que te justificases; que me hicieras ver la posibilidad de una joven que quiere ser esposa del Señor pueda recibir cartitas al mismo tiempo de un señor distinguidísimo que tiene que vestir un uniforme para poder comer. También quisiera que me probases que el alma se salva y va una derechita al cielo leyendo todo el cúmulo de indecencias que contienen estos papelotes.

Y al decir esto doña Fernanda, que no podía fingir por mucho tiempo aquella calma irónica, y que experimentaba la necesidad de desahogar su rabia, arrojó al rostro de la joven el puñado de arrugadas cartas.

Enriqueta recibió en mitad de su cara aquel proyectil de papel que encerraba sus alegrías y que representaba muchas noches de lectura placentera interrumpida por suspiros de felicidad y besos dados a cada renglón. Ante aquella brusca agresión de su hermanastra, la joven sintió acrecentarse su miedo, y para conjurar el peligro sólo supo decir con voz entrecortada:

—He sido muy culpable, perdón.

Al oír estas palabras la baronesa ya no hizo uso de su fría ironía sino que dando salida a la explosión de su escandalosa violencia lanzó sobre la joven un torrente de injurias.

Aquello era deshonroso, y una señorita que sostenía tales relaciones perdía su dignidad y era motivo de afrenta para su familia. Además, estaba en pecado mortal una joven que era prometida del Señor y se atrevía a hablar de amor con un desconocido que sabe Dios quién sería. ¿Cómo se había olvidado tan por completo de su devoción? ¿Cómo tenía la desvergüenza de asegurar a todos los piadosos amigos que visitaban aquella casa su deseo de entrar pronto en un convento?

Enriqueta fue a contestar. Su carácter franco sublevábase ante tales mentiras, y sentía la necesidad de protestar diciendo la verdad, o lo que es lo mismo, que ella nunca había manifestado claramente su afición a entrar en un convento, siendo la baronesa, con su carácter absorbente y despótico la que se había encargado de inventar aquella vocación; pero el terror trabó su lengua y se detuvo al ver la expresión amenazadora que contraía el rostro de doña Fernanda.

La joven sólo sabía oponer sus lágrimas a las irritadas palabras de la baronesa, y con la cabeza caída sobre el pecho, llorando sin cesar, escuchaba aquella filípica que la llenaba de terror.

Más de media hora habló doña Fernanda siempre en el mismo tono, paseándose febrilmente en unas ocasiones y en otras arrojándose con ademán trágico sobre el asiento más cercano. Todo el repertorio de frases hechas que la baronesa había adquirido hablando con sus contertulios salió en la irritada peroración, sembrando el terror en el ánimo de Enriqueta. Doña Fernanda habló del diablo que a aquellas horas debía ya considerar como suya la alma de la joven por ser traidora a Dios; describió con espeluznantes detalles las penas del infierno, y acabó extendiendo sus brazos al cielo como si en un último arranque de cariño pidiera misericordia para su hermana amenazada de tremendos peligros.

Esto conmovía a Enriqueta, pues no en vano la había educado la baronesa a su gusto. Estremecíase de horror la joven al pensar en las penas del infierno y temblaba pensando en la perdición de su alma, lo que la hacía redoblar su llanto.

Por fin la baronesa, que espiaba atentamente el efecto que sus palabras causaban en su hermana, creyó llegado el momento de cesar en sus declamaciones y hacer algo útil.

La indignación que había sentido al descubrir las cartas y que era producto de la decepción sufrida por sus planes, y el odio de solterona vieja, amortiguóse un tanto al ver el terror convulsivo y el llanto interminable que sus palabras producían en Enriqueta.

Lo importante para la baronesa era cumplir las instrucciones del padre Claudio y hacer que la joven entrase en un convento.

Doña Fernanda, reflexionando sobre el suceso, comenzaba a alegrarse del descubrimiento de las cartas, pues iba a servirle para domar por completo a la joven y hacer que declarase con franqueza aquella vocación religiosa que hasta entonces sólo había sostenido por obediencia. Convenía que la joven demostrase al ser interrogada por su padre una afición sin límites al claustro, y por esto doña Fernanda dispúsose a ser clemente, aunque exigiendo ciertas condiciones.

—Eres muy culpable, no a los ojos de tu familia, sino ante los de Dios: por eso no sé si debo perdonarte. Sólo haciendo una gran penitencia podría el Señor perdonarte la gran ofensa que le has inferido con esos torpes amores. ¿Estás tú dispuesta a lavar tus culpas?

—Sí, hermana mía —gimoteó Enriqueta deseosa de no oír por más tiempo las irritadas acusaciones de doña Fernanda—. Conozco que he ofendido a Dios. Dime lo que he de hacer, que yo te obedeceré inmediatamente.

—Piensa —añadió la baronesa, que deseaba extremar el arrepentimiento de su hermana— en el gran disgusto que ocasionaría a tu padre el conocer esos amoríos a que tan ciegamente te has entregado. ¡Qué afrenta para un conde de Baselga! Ver a su hija enamorada de un militar de humilde origen, de uno de esos a quienes los presentes tiempos revolucionarios han elevado y que en otra época hubieran sido nuestros lacayos. ¿Conoces ahora cuán criminal ha sido tu conducta? De seguro que al saberla tu padre moriría del disgusto.

Enriqueta, al oír hablar de su padre, experimentaba cierto religioso temor como si se tratase de un ser misterioso y extraño que se mostraba bondadoso y humilde, pero para ocultar mejor su poder y su cólera terrible e inmensa.

La amenaza de que su padre podría llegar a conocer sus amoríos causó tal impresión a la joven, que con voz de ardiente suplica dijo a su hermana:

—¡Oh! ¡Por Dios, Fernanda mía! ¡Que nada sepa papá; me ataría de seguro!

La baronesa mostrábase satisfecha al ver el terror de su víctima. Ya era llegada la hora de imponer condiciones a cambio del perdón y del silencio.

—Vamos a ver, ¿tus lágrimas son de miedo o de verdadera contricción? ¿Estás realmente arrepentida?

—Sí, hermana mía; perdóname y que Dios me perdone igualmente.

—Dios te perdonará si es que tu arrepentimiento es sincero y haces todo cuanto yo te diga. Por de pronto ayunaras un mes y en todo este tiempo sólo saldrás de tu cuarto cuando yo te lo mande. ¿Estás conforme?

Enriqueta hizo con la cabeza una señal afirmativa.

—Entrarás en un convento así que tengamos arreglados todos los preparativos, y entretanto, mientras llega este momento, no te acercarás a los balcones, ni saldrás nunca de casa más que en carruaje y acompañada por mí.

La joven volvió a manifestar su conformidad y la baronesa siguió exponiendo todas las condiciones.

No hablaría más con aquella grosera aragonesa, medianera de torpes amores a quien ella, la baronesa, ya arreglaría después las cuentas por ser cómplice y protectora del capitán Álvarez, según se desprendía de las tales cartas. Cuando hablase con su padre el conde aunque éste intentase disuadirla de sus aficiones monásticas, ella se resistiría tenazmente diciendo que Dios la llamaba al claustro para fomentar su vocación y ponerse a cubierto de las pérfidas sugestiones de Satán, rezaría todos los días doce rosarios y antes de dormir se arrodillaría en el desnudo suelo y besaría éste doce veces en señal de cristiana humildad.

Doña Fernanda daba gran importancia a estos detalles de la penitencia, a juzgar por la solemnidad con que los exponía, y Enriqueta manifestaba su conformidad con todo, deseosa de terminar cuanto antes aquella terrible escena.

—Además, te confesarás con el padre Claudio así que éste pueda dedicarte un momento, quitándolo a sus sagradas ocupaciones. Es un santo varón que te dará sanos consejos y a quien debes obedecer en todo si no quieres ir al infierno.

—Le obedeceré, hermana mía.

Faltaba algo grave que decir y que la baronesa guardaba para el último instante. Plantóse frente a su hermanastra y con ademán imperativo le dijo:

—Para que el perdón sea completo y se borre hasta el último vestigio de esa pasión que te contamina y nos deshonra a todos es preciso que inmediatamente escribas una carta a ese… señor Álvarez.

—¿Una carta? Dijo con extrañeza la joven.

—Sí; una carta que yo te dictaré y en la cual le dirás que todo ha sido un capricho de niña, que no le amas ni amarás nunca a ningún hombre y que tu pensamiento está puesto en Dios.

Enriqueta quedóse meditabunda. Hasta entonces, con el deseo de salir cuanto antes de tan apurada situación, había dicho sí instintivamente a todas las proposiciones; pero aquello de mostrar desprecio a Álvarez le repugnaba y comenzaba a darse cuenta de que la baronesa exigía de ella demasiado.

—¿Qué es eso? ¿No contestas? —preguntó doña Fernanda con irritada impaciencia.

—Eso que me propones no es posible; sería mentir y la mentira es un pecado horrible.

—Según eso, ¿le amas? —dijo la baronesa abalanzando el cuerpo con nervioso impulso y colocando su congestionada faz junto al desolado rostro de Enriqueta.

—¿Amarle?… No lo sé.

La joven preguntábase si amaba al capitán Álvarez y no sabía contestarse a sí misma. Ciertamente que se reconocía culpable y que temía el castigo de Dios y los horrores del infierno, pues nunca en sus libros de devoción había leído que las santas que vivían en el cielo se hubiesen paseado en vida por las alamedas del Retiro llevando al lado un buen mozo a quien caía bien el uniforme; pero aquello de escribir a Álvarez despidiéndose de él para siempre, le parecía muy cruel, tanto más cuanto que se la obligaba a decir una mentira; pues ella, a pesar de sus terrores religiosos más deseos sentía de ser la mujer del capitán que esposa mística de Dios.

Además, aquella difícil situación, que duraba cerca de una hora, había desvanecido en la joven el terror experimentado en el primer momento, ante la indignación de su hermana. Por esto permaneció impasible ante las excitaciones de la baronesa.

—De modo —dijo ésta cada vez con acento más indignado— que te negarás a escribir esa carta…

—Me niego, sí; me niego porque en ella tendría que decir una mentira y es, es un horrible pecado. Yo no puedo decir que aborrezco a ese hombre.

Enriqueta dijo estas palabras sin afectación, pero con una entereza que doña Fernanda nunca había supuesto en ella. Aquello contribuyó a ponerla fuera de sí.

—Miren la mosquita muerta como va sacando ya las uñas. ¿Así te he enseñado yo a contestar, gran… pecadora? ¿Esa es la educación que yo te he dado? ¡Ah! No en balde has pasado muchas mañanas en el Retiro hablando con ese grandísimo canalla. El te ha pervertido.

Enriqueta experimentaba la necesidad de defender a su amante. En el seno de su timidez despertábase una irritabilidad que la sorprendía a ella misma, y a pesar de todo el miedo que le inspiraba doña Fernanda, sentíase impulsada a justificar a Álvarez.

Cada uno de los insultos que la baronesa dirigía a éste, causábanla el efecto de crueles latigazos aplicados a su amor propio, y al oír en toda su irritante crudeza el calificativo de canalla, irguió su graciosa figura con fiera altanería, demostrando con el instintivo arranque que en su ser había algo de aquel Baselga subteniente de la Guardia, susceptible y acometedor como un paladín andante.

—Oye, tú —dijo con insolencia mientras brillaban de furor sus ojos empañados aún por las lágrimas—. El capitán Álvarez no es un canalla y yo no puedo consentir que a un hombre honrado se le insulte de tal modo por el delito de amarme.

La baronesa experimentó la misma impresión de sorpresa que sentiría un lobo al verse mordido por un cordero. La buena doña Fernanda dudaba que aquella joven que la miraba con ojos centelleantes fuese la misma muchacha que temblaba al notar en su hermana mayor el más leve gesto de cólera. Aquella rebelión inesperada excitó su carácter irritable y agarrando a su hermanastra por las muñecas, puso su rubicundo rostro junto al de Enriqueta.

—¿Con que le defiendes? —rugió con acento tembloroso por la rabia—. ¿Con que te indignas por lo que yo digo de ese hombre? Pues bien, sufre cuanto quieras, que yo no por esto dejaré de decir que ese militarillo es un canalla, un hombre sin educación. No hay más que leer sus cartas. ¡Qué respeto! ¡Qué finura!… ¡Mire usted qué gracioso! ¡Llamarme a mí zuavo pontificio!…

En mala hora recordó doña Fernanda esta expresión de Álvarez. Al acudir a su memoria el apodo con que la designaban los amantes, experimentó una indignación sin límites, un cruel deseo de vengarse, y como si la persona que tenía agarrada fuera el capitán al cual deseaba castigar, apretó furiosa los brazos de Enriqueta. Ésta dio un grito de dolor y como si esto excitara aún más el furor de doña Fernanda, soltó su presa, e iracunda y terrible, alzo sus dos manos en el espacio y las dejó caer sobre el hermoso rostro de la joven.

La escena fue horrible y repugnante. Las bofetadas y los puñetazos llovían sobre Enriqueta, que algunas veces vaciló próxima a desplomarse por la violencia de los golpes.

—¡Toma, perra! —vociferaba aquel energúmeno con faldas.— Toma otra para que aprendas a sacarme nombres bonitos. Ahí va esa; traspásasela al granuja de tu amante, a ese que tan gracioso se muestra en sus cartas.

Y doña Fernanda seguía lanzando, con voz entrecortada, ironías espeluznantes, al mismo tiempo que Enriqueta se defendía instintivamente cubriéndose el rostro con las manos, gimiendo de dolor y gritando en demanda de socorro.

De repente la baronesa, que estaba ebria de furor y golpeaba a su hermana con la cabeza baja sin fijarse en sus lamentos, vio que algo entraba en la habitación con la violencia de una tromba y en el mismo instante sintió en sus espaldas un tremendo golpe que por poco no la derribó al suelo.

Era Tomasa, que al oír los gritos de Enriqueta, entró precipitadamente al salón. Viendo a la baronesa maltratar a su hermana, la enérgica ama de llaves enarboló una silla y la arrojó sobre doña Fernanda dándole de lleno en la espalda.

Aquello complicó aún más la situación.

A la baronesa le saltaron las lágrimas por el dolor que le producía el golpe; pero sobreponiéndose a éste y lanzando furiosos rugidos, se arrojó sobre Tomasa sin soltar por esto a Enriqueta, en cuyos brazos había hecho presa.

La escena fue vergonzosa. Tenía todo el carácter de una riña de plazuela y por lo mismo resultaba extraña en aquel salón lujoso y de tonos lóbregos que se conmovía con la violencia de la lucha.

Las dos mujeres eran de irritable carácter y fiero empuje, y una lucha entre ellas tomaba un carácter de grotesca epopeya.

El odio tradicional que doña Fernanda sentía contra el ama de llaves, encontraba ocasión para desahogarse; y Tomasa, por su parte, no sentía mejores intenciones acerca de la baronesa. El resultado de aquella enemistad antigua se manifestaba por fin en forma de crueles bofetadas, soberanos puñetazos y mordiscos frustrados, todo ello con acompañamiento de frases soeces que se les escapaban de las bocas jadeantes y un incesante tirar de las greñas que dejaba las testas de las combatientes tan horriblemente espeluznadas como la cabeza de Medusa.

Enriqueta, arrastrada siempre por su hermana, había quedado sujeta entre el grupo que formaban las dos enemigas, y asombrada, lloriqueando y oprimida por aquel paquete de carne humana, iba de un lado a otro del salón recibiendo de vez en cuando algún manotazo perdido.

La pelea resultaba ruidosa. El belicoso grupo se empujaba de un extremo a otro de la habitación; las sillas rodaban por el suelo y un vigoroso codazo de Tomasa hizo añicos con chillón estruendo todo el museo de pinturas fantásticas y estrambóticas con que un artista chino había embellecido el juego de porcelana que adornaba una consola.

Aquela lucha ruidosa, que duraba ya algunos minutos, había puesto en conmoción toda la casa.

Fuera de la habitación sonaban repiqueteantes campanillas y los pasos apresurados de gente que corría.

Nada de esto llegaba a oídos de las dos mujeres que, tercas en su odio, se hubieran hecho pedazos antes que desasirse.

De repente se sintieron agarradas por dos manazas de hierro, que a pesar de su potencia, hubieron de forcejear algo para deshacer aquel estuche de carne que asfixiaba a Enriqueta.

—¡Papá! —gritó ésta—. ¡Ya llegó papá! ¡Gracias a Dios!

Las dos combatientes, desgreñadas, sudorosas y delirantes como furias, vieron ante ellas al conde de Baselga, con sus enormes manazas nerviosamente contraídas y el ceño fruncido.

Aún no se había extinguido en ellas el furor; aún iban a reanudar aquel pugilato, del que las habían sacado las manos del conde, pero éste intervino con oratoria convincente:

—A la primera que se mueva, de un sopapo la tiendo.

Las luchadoras miraron a la puerta, y entonces el furor desapareció para ser reemplazado por la vergüenza.

El escándalo era completo.

Allí, estrechándose y avanzando la cabeza para ver mejor, estaba toda la servidumbre de la casa, desde la doncella de la baronesa al panzudo portero. El cochero y la cocinera hacían esfuerzos para no reírse y procuraban imitar el gesto de estúpida extrañeza de sus compañeros.

El conde, ante aquella curiosidad doméstica, sufrió como pocas veces en su vida.

¡Cuánto iba a reírse aquella gente! Tenían ya tela cortada para murmuraciones que durarían más de un mes.

XVIII. El padre y la hija

Doña Fernanda adoptó la resolución más propia del caso.

Dio dos gritos, se retorció furiosamente las manos, revolviéronse los ojos en sus órbitas como si quisieran saltar, y arrojando espumarajos por la boca se dejó caer, revolcándose a su sabor entre los muebles derribados por la anterior lucha.

Baselga no se inmutó gran cosa.

Le era muy conocido aquel accidente nervioso, medio que la baronesa empleaba en su juventud cuando vivía María Avellaneda y ésta no quería acceder a sus peligrosos caprichos.

Sabía el conde que aquello era un medio de salir del paso como otro cualquiera, y se limitó a ordenar a la curiosa servidumbre, agolpada en la puerta, que llevase a la baronesa a su cama.

Cuando doña Fernanda, siempre agitada por sus convulsiones salió del salón en brazos de los criados y reclinando su desmayada cabeza sobre el pecho de la burlona doncella más seria que nunca, el conde fijó su severa mirada en Tomasa, que bajaba la vista esperando con resignación la cólera de su señor.

—Ya esperaba yo esto. Hace tiempo que comprendo que algún día mi hija y tú deshonraríais esta casa con un escándalo como éste. ¿Te parece bien que una mujer de tu edad y tu carácter proceda de tal modo?

—Señor —se apresuró a decir el ama de llaves—, yo no tengo la culpa, y esto no lo ha ocasionado la enemistad que yo pueda tener con la señora baronesa. Ha sido sencillamente que escuché desde el comedor cómo se quejaba mi pobre señorita, y al entrar vi cómo doña Fernanda la ponía de golpes como un Cristo, y yo… ¡vamos!, que yo no puedo ver con tranquilidad que a una cristiana se la trate de este modo, y más siendo mi señorita, y por eso agarrando lo que tenía más a mano… ¡pum! se lo arrojé a esa indina señora. Eso es todo.

Tomasa, recordando lo sucedido, no se sentía ya cohibida ante su señor, y erguía audazmente la cabeza como orgullosa de su buena acción.

—Bueno, celebro que hayas defendido a mi hija; pero mientras la baronesa y tú estéis bajo el mismo techo, no habrá aquí tranquilidad. Ya es hora de que te retires del servicio; te estoy muy agradecido, y aunque nos abandones, yo te daré lo suficiente para que en adelante no tengas que servir a nadie.

Tomasa se estremeció. Nunca había llegado a imaginarse que algún día tendría que salir de aquella casa, así es que, a pesar de las promesas lisonjeras para el porvenir que le hacía el conde, protestó:

—Yo no quiero abandonar esta casa. Señor, piense usted que yo me considero de la familia, que vi nacer a la señorita María y también a los niños, que…

Tomasa se detuvo. Conocía muy bien al conde, y al ver que éste hacia un ademán indicándola que callase y saliese, obedeció inmediatamente; pero antes de marcharse abrazó lloriqueando a Enriqueta.

Ésta no parecía haber salido de la estupefacción producida por la anterior escena. Cuando su padre la sacó de aquella pelea que la envolvía golpeándola ciegamente, quedó asombrada como si no pudiera darse exacta cuenta de lo que acababa de suceder.

Parecíale aquello un sueño: pero para convencerse de lo contrario, sentía en su cuerpo delicado el escozor de los golpes, y todavía le duraba el convulsivo temblor producido por el miedo.

Al quedar sola con su padre, en vez de tranquilizarse sintió aumentado su terror.

¿Qué la sucedería ahora? Después de lo ocurrido con su hermanastra, le producía aún más terror aquel padre, siempre grave y silencioso, que en vez de franco cariño, le inspiraba una sumisión supersticiosa.

Baselga, al verse solo con su hija, procuró borrar de su rostro la expresión ceñuda e iracunda de momentos antes, y dijo con voz dulce:

—Aquí estamos mal. ¿Quieres que vayamos a mi despacho, hija mía? Tengo que hablarte.

Enriqueta se apresuró a obedecer a su padre con la sumisión de costumbre, pero no por esto dejó de temblar. ¡A su despacho! ¡A aquella habitación casi misteriosa, en la que apenas si había entrado dos veces! ¡Dios mío, qué cosas tan terribles iba a decirla cuando la llevaba a tan terrorífico gabinete!

Así iba pensando Enriqueta al salir del salón precediendo a su padre. Junto a la puerta, sucias y pisoteadas por la anterior lucha, estaban las cartas de Álvarez, aquel tesoro de amor que había provocado la violenta escena.

La joven, por más que quiso evitarlo, fijó su vista en las cartas comprometedoras y hasta se detuvo como dudando si debía recogerlas o guardarlas.

Su padre notó aquel movimiento y cuando Enriqueta volvió a ponerse en marcha, Baselga se agachó agarrando con su gran mano, en un puñado, todos los sucios papeles.

Aquello hizo llegar al colmo el terror de Enriqueta. Después de su hermanastra iba a saber su padre el secreto amoroso. ¡Dios mío! ¡Qué iba a sucederle! La indignación de aquel hombre misterioso y ensimismado le producía más terror que la ruidosa cólera de doña Fernanda.

Cuando entraron en el sombrío despacho, Baselga sentóse en su sillón giratorio situado junto a la mesa, y Enriqueta, obedeciendo sus mudas indicaciones, se colocó al borde de una silla con aspecto azorado y como dispuesta a escapar al primer grito amenazador.

El conde no dijo nada. Había arrojado sobre la mesa el puñado de cartas, y deshaciendo sus dobleces y arrugas, y limpiando con sus manos las manchas que en ellas había dejado un sucio pisoteo, las leyó con extremada atención.

Enriqueta estaba con la cabeza baja y temblando como si esperara un rayo que la anonadase; pero algunas veces, al levantar la vista furtivamente, le pareció que su padre, suspendiendo la lectura, la miraba fijamente.

La joven no encontraba en el grave rostro de su padre ninguna expresión de cólera; antes bien, le parecía ver impreso en él un gesto de cariñosa benevolencia; pero tal terror experimentaba ante el hombre misterioso y melancólico, que su bondad la causaba más terror que si le hubiera visto en pie y con ademán colérico avanzar hacia ella.

El conde, cuando hubo leído una docena de cartas, hizo un gesto como quejándose de la monotonía de aquellos escritos, invariables sinfonías de cariño sobre un eterno tema, que era un amor puro, ideal y saturado de un romanticismo dulzón.

Cuando terminó la lectura, fijóse atentamente en su hija y su miedo, que se manifestaba con su temblor convulsivo, no le pasó desapercibido.

—Hija mía —dijo con voz de dulce gravedad—, haces mal temblando de este modo en mi presencia. Soy tu padre y nadie tiene gusto en inspirar terror a sus hijos. Tranquilízate, que tenemos que hablar de cosas muy graves.

Estas palabras produjeron en la joven una impresión de bienestar. Parecíale que veía a su padre por primera vez y que encontraba algo de que hasta entonces no había podido darse exacta cuenta; pero que le era muy necesario. Aquel personaje terrorífico que ella veía antes en el conde de Baselga, había desaparecido, y en su lugar comenzaba a entrever un padre bondadoso que la animaba a espontanearse y a confesarle sus sentimientos.

Enriqueta se sintió más dueña de sí misma, acabó de sentarse con menos recelo y se dispuso a oír a su padre.

—Lo que voy a decirte, hija mía, es muy importante, por lo mismo que de ello depende tu porvenir y espero que me contestes con leal franqueza. Yo me he ocupado poco de tu educación. La muerte de esa santa mujer que fue tu madre (y señaló el retrato de María Avellaneda), me conmovió de tal modo, que he vivido muchos años solo y aislado como un monje, huyendo hasta de tratarme mucho con mis hijos, y especialmente contigo, pues tu rostro me recuerda la inocente hermosura de esa infeliz a quien nunca lloraré bastante.

Y Baselga, al decir esto, miraba el retrato de María, que sonreía melancólicamente, alegrando la sombría habitación con el brillante negro de sus ojos y su rosada palidez.

El conde hacía esfuerzos por contener las lágrimas que producían aquellos recuerdos, y en su rostro se notaba la expresión sublime de un alma grande y amorosa que llora la perdida felicidad.

Enriqueta también lloraba, pero su llanto era por su padre, por aquel hombre desconocido que ahora se le revelaba con toda la grandeza de un mártir del amor. Los corazones jóvenes que se abren como capullos primaverales al sol del cariño, guardan siempre cierta inmensa admiración para los que sufren por haber amado mucho.

Aquella pasión que vivía más allá de la tumba, aquel amor póstumo, conmovía a Enriqueta y le hacía mirar a su padre con la adoración respetuosa que siente un artista principiante ante el genio que lucha buscando la inmortalidad.

El ogro había desaparecido, y como pasa en los cuentos de hadas, se transformaba en un amante entusiasta. Era ya viejo, pero su pasión tenía la grandeza meritoria de no ser rosa inclinada sobre el hermoso pecho de una Venus, sino melancólico sauce llorando sobre una tumba que encerraba la nada.

Enriqueta sentía ya una inmensa tranquilidad. Su padre había amado y amaba aún: su padre sabría comprenderla.

En su presencia sentía nacer una confianza que nunca había experimentado al lado de doña Fernanda, aquella solterona egoísta y malhumorada que era el ser con el que había vivido en mayor intimidad.

El exterior frío y antipático de su padre acababa de rasgarse y por el girón escapábase el fulgor de aquella pasión póstuma que ardía en el pecho de Baselga. Enriqueta se analizaba a sí misma sin darse cuenta de ello y se convencía de que aunque amaba mucho al capitán Álvarez, nunca llegaría a tal grado de apasionamiento. Esto la hacía sentir una admiración sin límites por su padre.

El conde, después de haberse frotado con fuerza los ojos como para rechazar las lágrimas que a ellos hacían afluir los recuerdos, continuó siempre con su dulce acento:

—Conozco que he obrado mal al vivir tan alejado de mis hijos, y es fácil que Dios me castigue por mi criminal desvío. Tú debes quererme poco, Enriqueta.

—Yo, papá mío —se apresuró a decir la joven—, le quiero a usted con toda mi alma.

Y Enriqueta dijo estas palabras con gran expresión de sinceridad, pues el cariño que profesaba a su padre, por ser reciente no la daba lugar a dudas.

—Pues debías odiarme —continuó Baselga—, o por lo menos mirarme con indiferencia. Apenas si he sido para ti algo más que un extraño de aspecto taciturno y antipático. Pero hoy… todo ha cambiado, y estoy arrepentido de mi dolor egoísta que me hacía huir de la familia. Quiero ser padre; deseo que mi hija no me mire como un ser extraño, y busco su cariño inmenso que me ayude y haga más llevadera mi triste vida.

El conde se había levantado de su asiento. Sus palabras habían sido acompañadas de una excitación que le hizo avanzar hacia su hija. Experimentaba la necesidad de estrecharla entre sus brazos, de besarla, de convencerse de que era suya, y que su anterior conducta misantrópico y egoísta no había desvanecido la cariñosa inclinación que aquel ser debía sentir hacia él.

Cuando la tuvo sentada sobre las rodillas y se hubo saciado del puro goce que le producía pasar su mano por entre los rizos de su adorable cabecita, retuvo las lágrimas que pugnaban otra vez por salir, y separándose un poco de aquella boca fresca e inocente que besaba sus curtidas mejillas, preguntó con ingenuidad:

—Dime, ¿piensas abandonarme y entrar en un convento?

La joven experimentó la misma turbación que cuando era interrogada por doña Fernanda.

—Habla con franqueza —dijo el padre al notar su impresión—. Eso de abandonar el mundo es una resolución de gran importancia que no puede tomarse a la ligera. La vida del claustro es pesada y para ella se necesita gran vocación. ¿La tienes tú?

Enriqueta no contestó. Después de lo que la había ocurrido con doña Fernanda, sentíase más atemorizada que de costumbre. Temía que las paredes, oyendo su contestación franca y leal, fuesen a contárselo todo a la baronesa, y que ésta repitiese sus vergonzosos arranques de poco antes. Su única contestación fue estrecharse contra el robusto pecho de su padre ocultando el rostro sobre su hombro.

Baselga adivinó la preocupación que sufría su hija.

—Comprendo tu miedo —la dijo—. Temes disgustar a alguien y tiemblas pensando en su castigo. Pues bien, yo te aseguro que nadie pondrá la mano en ti, mientras viva tu padre, y que lo ocurrido en el salón de Fernanda no volverá a repetirse.

Enriqueta, a pesar de esto, no habló, y entonces el conde dijo con su acento bondadoso:

—Veo que no tienes confianza en mí, y que tendré que ir adivinando tus pensamientos y anticipando tus contestaciones. Tú no quieres ser monja. Esas cartas que he leído me lo demuestran, y además, tengo el convencimiento de que todo es obra de Fernanda, beata maligna, que aconsejada por su tertulia de curas es capaz de meter en un convento a todos los de esta casa. ¿No es ella la que te ha hecho pensar en la vida monjil?

Enriqueta miró con azoramiento a todas partes, como si temiese ocultos espías que fuesen a contar a su hermana lo que decía, y después hizo con su cabeza un signo afirmativo.

—Perfectamente —dijo el conde—. Veo que no me había equivocado, y me felicito de que tu vocación sea falsa. Tú no quieres ir a un convento, ¿no es eso?

—No, papá mío. Amo mucho a Dios, pero no me siento con fuerzas para una vida tan dura, y prefiero… prefiero…

—El conde fue en auxilio de su hija, que no sabía cómo expresar su pensamiento.

—Prefieres ser como todas las mujeres honradas. Primero una honesta joven que goza de cuantas alegrías decentes puede proporcionar la sociedad, y después una honrada madre de familia, útil a la patria y sostenedora de la virtud en el hogar doméstico. Me alegro de ello, hija mía, yo pienso de igual modo.

Enriqueta, oyendo expresarse a su padre de este modo sentía crecer su confianza. Por esto no experimentó una gran turbación cuando el conde la dijo así:

—Ya que no quieres ser monja, cuéntame tus amores. ¿Quién es el autor de esas cartas que acabo de leer?

La joven se ruborizó; mas no por esto sintió deseos de ocultar la verdad.

Mostrábase su padre tan amoroso y complaciente, que fácil era que accediese a autorizar sus relaciones con el capitán Álvarez.

Esta dulce esperanza hizo que la joven se espontanease, y con acento confidencial, fuese relatando al conde la historia de su pasión. Ningún incidente escapó a la memoria de Enriqueta. Desde la mañana de invierno en que vio a Esteban Álvarez por primera vez, hasta la ruidosa escena de una hora antes provocada por la indignación de doña Fernanda al conocer los amores de su hermana, la crónica completa de aquella pasión fue relatada detalladamente, cuidando Enriqueta de aprovechar cuantas ocasiones se le presentaban de hacer una apología sencilla, pero completa, de su adorador.

La joven no podía menos de asombrarse de aquella confianza extremada que la dominaba, impulsándola a hacer participe a su padre de todos sus secretos. Una hora antes habiese creído el mayor de los absurdos el pensar solamente que ella llegaría alguna vez a relatar voluntariamente sus amores al conde de Baselga.

Cuando éste supo quién era Esteban Álvarez, su rostro oscurecióse un poco; pero la mala impresión fue fugaz, y reapareció aquella expresión benévola que tenía por objeto animar a Enriqueta en su confesión amorosa.

Así que ésta terminó, el padre quedóse pensativo intentando después sondear más hondamente el alma de Enriqueta.

—¿Y amas tú verdaderamente a ese joven capitán?

—Sí, papá —contestó la joven ruborizándose—. Conozco que le amo. Y… ¡la verdad es que el lo merece! ¡Si usted supiera cuán bueno es!

Y Enriqueta al decir esto miraba fijamente a su padre para adivinar el efecto que le producían sus palabras; pero el conde permanecía impasible.

—No me cabe duda alguna —continuó la joven-de que me ama honradamente. Es hombre incapaz de mentir y muchas veces me ha dicho con lágrimas en los ojos que quisiera que yo fuese pobre y de humilde origen para que nadie pudiera atribuir su pasión a un mezquino y egoísta interés.

Baselga, al oír esto, salió al fin de su mutismo:

—Piensa muy bien ese joven al hablar así, y demuestra que es un hombre honrado. Efectivamente; para un hombre tan pobre como él es, pues sólo tiene su espada, es peligroso amar a una joven noble y rica como la hija del conde de Baselga. Siendo él tu esposo, todo el mundo tendría derecho a creer que te amaba por tus millones, y eso resultaría deshonroso para él y para ti. Por eso me opongo a esos amores y te ruego, como padre cariñoso, que olvides al capitán.

Enriqueta experimentó una profunda conmoción. ¡Adiós ilusiones! Su padre también se oponía a aquellos amores, y aunque no usaba las formas rudas y brutales de la baronesa, no por esto su resolución era menos firme.

—Pero eso no está bien —argüyó con tono quejumbroso—. Esteban y yo nos amamos, ¿y por lo que pueda decir la gente nos separan?

—Hija mía, vivimos en la esfera más alta de la sociedad y ésta impone pesados deberes que todos hemos de cumplir. Tú, por el apellido que llevas, mereces un marido mejor.

—¡Pero si Álvarez es un hombre honrado, un perfecto caballero!

—Así lo creo. Leyendo sus cartas hace un instante y oyendo tus revelaciones, me he convencido de que es un buen chico, y además el empleo que hoy tiene y sus cruces le acreditan como militar valiente. No me es antipático y le perdono sus ridiculeces de aquella tarde que tanto me molestaron y que me impulsaban a darle de palos. Pero… ¡fíjate bien en esto!, no es más que un militar oscuro, un capitán pobre y tal vez sin protección, que a fuerza de años y de salvar grandes obstáculos, puede ser que a la vejez llegue a coronel. ¿Te parece bien que una joven a quien la alta sociedad de Madrid considera de las más distinguidas y ricas se case con un hombre de tan humilde condición? No, hija mía. Aún hay clases, por más que se empeña en negarlo el espíritu revolucionario de estos tiempos. Tú debes casarte con un hombre de tu alcurnia, que tenga una posición brillante que unir a la tuya. Ahora eres aún muy joven y no debes separarte tan pronto de tu padre, so pena de pasar por mala hija. Cuando llegue el momento propicio ya encontrarás un hombre digno de ti. De sobra los hay en nuestra clase que pueden hacer tu felicidad. ¡Vaya muchacha! Yo te buscaré un novio que te convenga, y te advierto que para estas comisiones no tengo mal gusto.

Baselga viendo que su negativa iba a hacer llorar a Enriqueta, reía y bromeaba, procurando quitar toda importancia al asunto y dando a su conversación un carácter trivial y ligero.

El conde se valió de todos sus recursos para que la negativa no resultase a la joven, muy dolorosa. Trazó un sonriente y hermoso cuadro de la vida que en adelante llevarían padre e hija y todas sus aficiones de la juventud volvieron a renacer al eco de sus palabras.

—Yo, aquí donde me ves —decía Baselga riendo como un niño—, he sido un calavera en mis tiempos. La muerte de tu pobre madre me convirtió en un hurón, pero en adelante te aseguro que en tu obsequio volveré a ser lo que fui. Se acabaron mis tétricas meditaciones y las largas encerronas en este despacho. Desde hoy, ¡al mundo!, ¡a divertirse! No perderás ni una sola fiesta; se acabará para siempre esa educación monjil que quería darte Fernanda; serás reina de la moda, brillarás en todas las soirées, y cuando no tengas con quien bailar, bailarás conmigo. ¡Qué diablo! yo, aunque viejo, no estoy del todo mal y puede ser que llame la atención como en otro tiempo en los salones de Palacio. Vas a tener en mi un caballero sirviente que muchas jóvenes te envidiarán. Entonces te curarás de esa pasioncilla romántica y agradecerás a tu padre el haberte lanzado al mundo en el que todas las jóvenes ambicionan figurar.

Baselga estaba transfigurado. La idea de hacer nuevamente el galán y el hombre de mundo en los salones acompañando a su hija, le rejuvenecía, sintiendo además un secreto placer con la esperanza de que por este medio Enriqueta olvidaría sus actuales amores.

Tan contento estaba, que acompañaba sus palabras con alegres carcajadas y gestos maliciosos, interrumpiéndose muchas veces para estrechar fuertemente a la joven entre sus brazos como si quisiera ahuyentar de este modo la tristeza que de ella se apoderaba.

Enriqueta acogía con indiferencia aquellas promesas de vida alegre y brillante que quitaban a su pasión toda esperanza.

Atrevióse a protestar varias veces, manifestando que nunca podría olvidar a Esteban Alvarez; pero aquel viejo que tan dominado estaba por una pasión póstuma y sin esperanza, mostrábase escéptico con los amores de la juventud y no creía en su firmeza indestructible.

—¡Oh! Eso se dice siempre —exclamaba Baselga riendo—. La juventud es en todas épocas lo mismo. ¡Cuántas veces, cuando yo era un mozuelo, juré eterno amor, y a los cuatro días me olvidé del juramento! ¡Cuántas de esas viejas damas que tú conoces en las reuniones, me prometieron en la primavera de su vida no olvidarme nunca y, sin embargo, poco después se casaron con otros! Esas promesas de amor son muy bonitas, pero mira, yo estoy seguro de que sólo se cumplen en las novelas. El corazón a los veinte años es olvidadizo; necesita muchas emociones, y éstas sólo se encuentran cambiando mucho. Lánzate al gran mundo, obedéceme divirtiéndote todo lo que puede una joven aristocrática y bien educada, y yo te aseguro que antes de medio año te has de olvidar de tu capitán.

El conde siguió hablando en este tono, y tan ocupado estaba en pintar a su hija un risueño porvenir, que se olvidaba de su célebre conquista de Gibraltar y de la posibilidad de dejar abandonada a Enriqueta para ir a cumplir sus aspiraciones patrióticas.

La joven conocía ya completamente el deseo de su padre. Nada de ser monja ni de hacer caso de las pérfidas sugestiones de la baronesa, pero menos aún de continuar las relaciones amorosas con un hombre de tan humilde posición como Álvarez. El conde ya le buscaría para marido un general, un embajador o un grande de España, que aumentase el lustre y prestigio de la casa de Baselga. Esta no había de ir abajo como otras casas nobiliarias; antes perecer que consentir la decadencia, pues él, don Fernando Baselga, se había empeñado en que su nombre llegara a ser el primero entre toda la aristocracia española.

Enriqueta estaba en peor situación que en su escandalosa conferencia con la baronesa. Al menos en ésta, al oir cómo insultaban a su novio, había sabido defenderle y sostener su pasión; pero ahora, en presencia de su padre, carecía de tal recurso, pues el conde la hablaba con bondad y le pedía que olvidase sus amores haciendo valer sus canas y su cariño de padre.

Notaba la joven en ella misma una impresión reciente y extraña, y era que el cariño que ahora sentía por su padre, inmenso y ardiente, ejercía sobre su ánimo tal seducción, que hacía vacilar un tanto su inflexibilidad en defender su amor.

El golpe decisivo que ella esperaba por parte de su padre no tardó en llegar.

—Es preciso, hija mía —dijo el conde, acompañando sus palabras de bondadosas caricias—, que terminen cuanto antes estas relaciones que me disgustan. Nadie como tu padre querrá tu felicidad en este mundo y es preciso que me obedezcas, pues de este modo tú serás dichosa y yo me consideraré como el más afortunado de los hombres. ¿Tendrás valor para negar lo que te pide tu padre? Piensa, hija mía, que he sido muy desgraciado y que el colmo de mi infelicidad sería que mis hijos se rebelasen contra mí.

Enriqueta estaba conmovida por el acento triste y resignado con que su padre le hablaba.

—¿Y qué quiere usted de mí, papá?

—Que escribas inmediatamente a ese joven diciendo que no le amas y que todo ha terminado entre los dos.

Era una proposición igual a la de la baronesa, pero a pesar de ello no tuvo la fuerza que en aquella ocasión para negarse.

La impresionaba la presencia de aquel padre cuya alma grande y amorosa acababa de conocer, y temía rebelarse, por el inmenso dolor que esto pudiera producirle. Bastante había sufrido en este mundo para que ella fuese ahora a aumentar sus penas.

—Pero, papá —se limitó a decir, con ligera entonación de protesta—. ¡Si yo le amo!… Eso será mentir.

—Bueno. No mientas y omite el decirle en tu carta que no le amas. Dile sencillamente que todo ha concluido y que no piense más en ti. Éste es el sacrificio que te pide tu anciano padre. ¿Te negarás a ello? ¿No serás, como yo creo, una joven sencilla y buena que no quiere acibarar la vida que le queda al que le dio el ser?

Enriqueta, conmovida, levantóse de las rodillas de su padre, donde estaba, y se sentó en el sillón que haba junto a la mesa.

Tenía los labios fruncidos y en su rostro adivinábase el supremo y doloroso esfuerzo que le costaba la resolución que acababa de tomar.

—Dicte usted —fue lo único que dijo, con expresión enérgica y como si pisotease su rebelde corazón.

Aquello conmovió al conde y tuvo que hacer esfuerzos para no llorar.

Después de buscar en los cajones de la mesa papel de cartas, Baselga dictó y la joven fue escribiendo sin oponer ninguna protesta ni hacer gesto alguno de desagrado:


«Sr. D. Esteban Álvarez,

Todo ha concluido entre nosotros. Comprendo que nuestras relaciones amorosas nunca podrían llegar a ser formales mereciendo la aprobación de mi familia y por esto me apresuro a romperlas. Juzgue usted mi conducta como quiera, pero le ruego que no me exija explicaciones. Mi resolución es en interés de la felicidad de ambos. Usted podrá ser feliz lejos de mi y yo, después de este rompimiento, seré dichosa cumpliendo los deseos de mi familia.

Enriqueta».
 

—Así está bien —dijo el conde cuando su hija terminó de escribir—. Cierra la carta y dámela. Yo la entregaré a Tomasa, que se ha atrevido a ser la medianera de vuestros amores y ella se la dará a ese joven. Junto con ésta le entregará todas sus cartas amorosas que están sobre la mesa.

Enriqueta hizo un gesto que manifestaba sus deseos de protestar.

Había admitido el rompimiento resignada, pero le parecía una crueldad sin límites desprenderse de aquellas cartas, eterno poema de amor, cuya lectura podía consolarla y devolverla momentáneamente su perdida felicidad.

—No te opongas, hija mía —añadió el conde—. Es por tu bien por lo que yo quiero alejar de ti estos testimonios de tu pasión que estarán recordándotela a todas horas.

Enriqueta nada dijo. El conde recogió la carta escrita por su hija y aquella correspondencia amorosa.

—Esta misma tarde —dijo— se encargará Tomasa de llevar estos papeles a su destino y mañana tu confidente amorosa tomará el retiro. Voy a asegurarla un porvenir enviándola de administradora a mis fincas de Castilla. Así no seré desagradecido y evitaré al mismo tiempo que viva junto a nosotros esa buena Tomasa cuyos únicos defectos son reñir a todas horas con Fernanda e interesarse demasiado en tus asuntos amorosos.

Enriqueta estaba ya de pie junto a la puerta y como ansiosa por salir cuanto antes. Porque la verdad era que estaba violenta.

Aquella atmósfera, por decirlo así, la ahogaba.

Comprendía que había obrado mal no oponiéndose resueltamente a lo que su padre le propuso.

Reprochábase su debilidad.

Remordíale la conciencia porque tenía la íntima convicción del profundo dolor que había de experimentar su amante al recibir aquella carta, que únicamente en un momento de inconcebible ceguedad pudo escribir.

El conde la contemplaba fijamente.

Y tal vez llegó a leer lo que en su corazón pasaba, porque le dijo al par que la estrechaba cariñosamente entre sus brazos:

—Hija mía, para tranquilidad de tu conciencia, basta solamente que reflexiones que has seguido los consejos de tu padre y un padre sólo apetece el bien de sus hijos.

XIX. La fuerza y la astucia

Estaba el capitán Álvarez muy lejos de figurarse que Enriqueta le abandonase, así es que, cuando recibió su carta, experimentó una sorpresa sin límites.

Tomasa, que había recibido de su señor la orden para marchar a sus posesiones de Castilla, entregó al amo de su sobrino la consabida carta y toda la correspondencia amorosa en que el capitán había depositado sus sentimientos.

Álvarez sintió mucho aquella herida moral, y buscó con ahínco al que se la producía.

Conocía que aquella carta no podía ser obra de Enriqueta, y quería saber de quién procedía para descargar en él su furor.

Pronto encontró lo que buscaba, pues desde mucho antes conocía la gran influencia que el padre Claudio ejercía en casa de Baselga.

La mano jesuítica era la verdadera autora de aquella resolución fatal que él nunca esperaba de Enriqueta.

La creencia de que el padre Claudio había mediado en sus amores para estorbarlos, poníale loco de furor, y paseándose febrilmente por su cuarto, miraba de vez en cuando su sable colgado de la pared, terror de los moros en la pasada guerra, y que ahora pensaba esgrimir contra la negra y maligna chusma.

Aquella maldita carta puso enfermo al capitán.

Él, que por su gran apetito era un motivo de justa alarma para la patrona, mostróse inapetente hasta el punto de excitar la compasión de la interesada pupilera.

Perico, el asistente, no estaba menos preocupado por aquella situación extraña de su señor, cuyo secreto conocía por su tía, mujer incapaz de guardar ocultas las noticias por mucho tiempo.

El bueno del muchacho, que se mostraba triste por estarlo su señorito, con su solicitud habitual buscó un medio para impedir que el capitán pasase el tiempo encerrado en su cuarto y huyendo de la conversación de sus compañeros cuando asistía a los actos de servicio, y un día arregló, no se sabe cómo, que el alférez Lindoro fuese a visitar al amigo Álvarez.

Aquel vizcondesillo insustancial, por pertenecer a la misma clase que Enriqueta y ser amigo de su familia, gozaba gran prestigio con Álvarez y lograba que éste pasase el rato muy entretenido con su conversación.

El capitán estaba en un estado tal de ánimo, que le era indispensable confiar sus penas a alguien, y relató al vizconde cuanto le había sucedido, enseñándole la carta.

El aristocrático alférez fue de la misma opinión que su amigo.

Aquello era obra de los jesuítas, y si el mismo padre Claudio no había dictado la carta, por lo menos se había mezclado en el asunto. Esto lo aseguraba él, que como visitante de la casa, conocía la influencia que sobre toda la familia Baselga ejercía el jesuíta.

—Mira, chico, créeme —continuó el vizconde—, mientras no pongas de tu parte a ese cura, no conseguirás nada absolutamente en tus amores. Si él te protegiera, a estas horas estarías ya casado con Enriqueta. Conozco muy bien el poder que tiene ese pájaro. Es capaz con su sonrisa y sus palabras melosas de trastornar el juicio de todas las muchachas, y a la más enamorada hacerla que olvide a su novio.

—De modo, ¿que tienes seguridad que el autor de mi desdicha es el padre Claudio?

—Completa, mi querido Séneca. Si no es él, ¿quién puede ser? De Quirós, gran amigo de la casa, no puedo sospechar. Es un buen muchacho que sólo piensa en hacerse célebre y únicamente se ocupa en amores fáciles. Del conde tampoco puede ser. Aunque él es quien ha dado a la tía de tu asistente la tal carta, no debe haber sabido nada de tus amores hasta el momento del rompimiento. Aquí los que lo han descubierto todo y han destrozado tus relaciones, son, indudablemente, el famoso jesuita y doña Fernanda que están empeñados, como tú ya sabes, en meter monja a Enriqueta sin duda para apoderarse de sus millones.

Álvarez, después de reflexionar mucho y de fruncir las cejas, preguntó a su amigo:

—¿Y dónde podría yo encontrar a ese padre Claudio?

—Mira, querido Esteban —se apresuró a decir el vizconde, comprendiendo la intención de la pregunta—. Te conozco bien y por lo mismo te advierto que no hagas ninguna tontería. El padre Claudio está hoy muy alto y no es un cualquiera a quien se le dan cuatro palos así que nos estorba.

—Sólo quiero hablar con él. No estoy loco y sé que un hombre como yo no se mide con un enemigo de tal paso que dispone de la astucia como única fuerza. Dime dónde podré verle.

—Difícil resulta encontrarlo, pues es tal vez el hombre más atareado de Madrid. Sin embargo, hay una hora en que es fácil verlo. Casi todas las mañanas va a las diez a Palacio para visitar a la reina, y si el día es bueno es fácil verle a pie, pues según él dice es el único instante en que puede hacer ejercicio.

—Mañana iré.

Y efectivamente, a la mañana siguiente eran todavía las nueve y media, y ya estaba Álvarez paseando por la plaza de Oriente frente al Palacio, aguardando la llegada del jesuita.

La mañana era magnífica.

Brillaba en el cielo un sol esplendoroso que daba a los muros sombríos de Palacio un tinte rosado y alegre, embelleciendo al mismo tiempo el vasto círculo de estatuas de reyes que como un cinturón de piedra estrechaba el jardín.

Una nube de gorriones revoloteaba con infernal algarabía en torno de la ecuestre estatua del centro, y por los andenes correteaban niños y niñeras de la vecindad, estorbando a media docena de retirados o viejos sin ocupaciones, que estaban ocupados en la lectura de los periódicos.

Pequeños cochecitos tirados por cabras hacían de vez en cuando un viaje de circunvalación en torno del jardín, siendo saludadas con sonriente algazara las cabecitas infantiles que asomaban entre las cortinillas del vehículo, por los compañeros que apoyados en el aro u oprimiendo entre sus manos la pelota multicolor, miraban con envidia a aquellos excursionistas en pequeño.

Álvarez, al entrar en la plaza, fue a mirar el reloj de Palacio. Comprendió que aún tendría que esperar por mucho tiempo, y no queriendo llamar la atención, recorrió con paso lento el espacio existente entre el arco de la Armería y las caballerizas.

Paróse a hablar un buen rato con un oficial de la guardia a quien conocía, y cuando el reloj dio las diez, volvió al jardincillo del centro de la plaza, plantándose frente al teatro Real.

Por allí le habían dicho que llegaba todos los días el padre Claudio, y él quería abordarlo lejos de Palacio, como si temiese que alguien pudiera fijarse en aquella extraña conferencia que preparaba.

Entraron en la plaza por el punto indicado dos o tres curas, e igual número de veces se sobresaltó Álvarez, disponiéndose a abordar al que esperaba; pero cuando estuvieron cerca, reconoció que ninguno de ellos era el terrible jesuíta.

Aún esperó más de media hora; pero al fin, por la calle del Arenal, vio entrar en la plaza al padre Claudio. El capitán sólo lo había visto una vez y a pesar de esto lo reconoció inmediatamente pues también a él como al conde de Baselga en otros tiempos, le había impresionado el continente de aquel jesuíta, que con su afectada modestia y humildad, no podía ocultar su aspecto de hombre enérgico acostumbrado a ser obedecido ciegamente.

Por una extraña casualidad, la mirada del jesuíta fijóse desde muy lejos en aquel militar que estaba inmóvil y erguido en la entrada del jardincillo. Parecía que adivinaba que aquel hombre estaba allí esperándole impaciente.

El padre Claudio, como si se sintiera atraído o supiera con anterioridad lo que iba a suceder, avanzó en linea recta hacia donde estaba el capitán, aunque bajando su cabeza con extremada expresión de humilde sencillez y mirando de reojo.

Álvarez, cuando lo tuvo casi a su lado, llevóse cortésmente una mano a su rostro, y dijo con fría urbanidad:

—Dispense usted la pregunta. ¿Es usted el padre Claudio de la Compañía de Jesús?

El jesuíta mostróse algo sorprendido. Por una extraña atracción habíase fijado en el militar, mozo de bizarra figura y marcial aspecto, pero no esperaba que éste le conociese ni le dirigiera la palabra.

Sorprendido, dejó caer el embozo de su manteo de seda e hizo con la cabeza un signo afirmativo.

—Pues en tal caso —continuó el capitán—, deseo hablar con usted.

—¿Es acaso de conciencia o asunto particular? —preguntó el jesuíta con la expresión resignada de un hombre que se ve forzado a ejercer su profesión extemporáneamente.

—Tengo que hablarle de un asunto particular, que es para mí de gran importancia.

El padre Claudio, por toda contestación, se dirigió a un banco de piedra y tomó asiento. El capitán Álvarez le imitó, y los dos hombres permanecieron silenciosos por algunos instantes.

—Usted dirá —dijo por fin el jesuita abarcando toda la figura del militar con el rápido relampagueo de su mirada.

—Yo soy el capitán Esteban Álvarez. ¿No me conoce usted?

—Es extraño que mi nombre le resulte desconocido; pero yo le daré detalles que refresquen su memoria. Soy el novio de la hija del conde de Baselga o sea de la hermana de la baronesa de Carrillo ¿Me conoce usted ahora?

Desde las primeras palabras se había ya imaginado el jesuita que aquel militar era el adorador de Enriqueta, el ser que removía toda la bilis de doña Fernanda, y de quien ésta hablaba siempre en los peores términos; pero al saber que efectivamente era quien él se imaginaba, no pudo reprimir un instintivo movimiento de curiosidad, y se fijó en la casta de aquel pájaro, como él se decía interiormente.

El jesuita reflexionó antes de contestar, y por fin, con aquella sencillez que tan notable le hacía, contestó:

—Efectivamente, señor… ¿cómo ha dicho usted antes que se llamaba?

—Esteban Álvarez —contestó algo amoscado el capitán.

—¡Ah! sí, eso es. Pues como decía, señor Álvarez, el nombre de usted no me es desconocido; pero mentiría si dijera que antes de este momento lo había oído más de una sola vez.

—Según eso, ¿no me conoce usted? ¿No sabe quién soy yo?

—No digo tanto, señor capitán. Sé que usted era novio de la señorita Enriqueta Baselga; pero esto lo sé desde ayer, en que su familia tuvo a bien hacerme algunas consultas sobre tal asunto. Ya puede usted considerar que a un amigo antiguo de la casa como yo lo soy, se le dispensan siempre algunas confianzas.

—Pues precisamente sobre el mismo asunto quiero hablarle yo, haciéndole algunas advertencias saludables.

El padre Claudio hizo un gesto de extrañeza ante el tonillo amenazador con que Álvarez dijo estas palabras, y contestó fríamente:

—Hable usted. Estoy dispuesto a escucharle.

Álvarez fue breve y expuso con gran claridad lo que pensaba. Enriqueta le amaba; estaba muy seguro de ello, porque la joven se lo había jurado mil veces por la memoria de su madre y era incapaz de mentir; y a pesar de esto él había recibido una carta escrita en estilo seco y desesperante, en la que se daban por muertos los antiguos amores. ¿Era posible esto? ¿Resultaba racional? No, ¡vive Cristo!, y por esto él estaba convencido de que en el negocio andaba una mano oculta y que alguien se había encargado de dictar aquella carta que causaba su desesperación.

Álvarez no usaba de anfibologías para decir quién podía ser aquel alguien tan fatal para su amor. Era franco hasta la rudeza y manifestaba al padre Claudio sus vehementes sospechas de que hubiese sido él, el autor de aquella trama miserable que amargaba su felicidad, y en tal caso…

Ya se encargaba el gesto sombrío de Álvarez de explicar lo que él era capaz de hacer con los que de un modo tan miserable se oponían a sus amores y pretendían robarle a Enriqueta.

El padre Claudio recibió sin pestañear aquella rociada de acusaciones y de amenazas.

Estaba acostumbrado a la explosión de las justas iras que provocaban muchas veces las intrigas jesuíticas, así es, que no se conmovió con tales acusaciones, antes al contrario, comenzó a sonreírse con la superioridad benigna del que se ve injustamente atacado y no se ofende por ello.

—¿Es eso cuanto tenía usted que decirme? —preguntó a Alvarez cuando éste finalizó sus acusaciones.

—Sí, señor; eso es cuanto quería decirle y por su bien le repito que si es usted quien ha obligado a Enriqueta a escribir esa carta, deshaga todo el mal que ha producido, pues de lo contrario podría usted tener más de un disgusto.

El padre Claudio seguía sonriendo, y después de reflexionar algunos minutos, dijo siempre con tono amable:

—Usted debe tenernos a los jesuítas en muy mal concepto.

—No es muy bueno el que tengo formado de su Orden. ¿Pero a qué viene esa pregunta?

—La hago porque comprendo que únicamente uno que odie mucho a nuestra santa Compañía puede atribuirnos intervenciones oficiosas como esa que usted me achaca. No pretendo sincerarme ni tengo necesidad de ello, pues usted no tiene sobre mí derecho alguno; pero tampoco quiero que esté usted en un error tan lastimoso como ahora. Vamos a ver, ¿qué interés he de tener yo en mezclarme en los asuntos íntimos de la familia de Baselga y con qué fin he de obligar a una joven a escribir esa carta de que usted habla? El porvenir de Enriqueta no me es indiferente, pero tampoco soy su padre para inquietarme tanto por su suerte.

Entonces fue Álvarez quien sonrió con cierta expresión siniestra, y dijo maliciosamente:

—Los individuos de la Compañía de Jesús siempre tienen interés por las familias que visitan.

—¿Qué quiere usted decir? Veamos —repuso fríamente el padre Claudio.

—Quiero decir que Enriqueta tiene muchos millones, es inmensamente rica y esto, en ciertas ocasiones, es una desgracia. Tal vez por esto se quiere impedir que ella me ame y su hermana la baronesa la inclina a entrar en un convento como mil veces me lo ha dicho la misma Enriqueta.

El padre Claudio miró fijamente con aire de lástima al gallardo militar, y después dijo por toda contestación:

—Indudablemente usted es de los que han leído El Judío Errante del impío Sué.

—Sí, señor, ¿pero a qué viene esa pregunta?

—Y del mismo modo habrá leído otros libros en que se calumnia del modo más infame a nuestra santa Compañía.

—He leído algo de lo mucho que contra ustedes se ha escrito, pero no comprendo el motivo de talles preguntas.

—Las hago, hijo mío, porque me causa compasión el ver que un militar distinguido e ilustrado, como usted parece serlo, cree en las mil paparruchas que viles escritores vendidos a los judíos y los protestantes, han propagado contra la sublime obra de nuestro santo padre san Ignacio. Y el padre Claudio, al nombrar a su santo patrono, llévose reverentemente una mano al ala de su sombrero de teja.

Álvarez, en vista del giro que el jesuíta deba a la conversación, no sabía qué decir, pero aquél continuó:

—Como si yo supiera leer en los corazones, adivino lo que usted piensa en estos instantes. Usted que se ha empapado en la impía novela de Eugenio Sué, cree que los jesuítas somos gente que nos introducimos en las familias ricas para apoderarnos de su dinero y está convencido de que yo entro en la casa del conde de Baselga con el propósito de hacer monja a Enriqueta y robarle sus millones. ¿No piensa usted así?

—Si, señor; así pienso y mentiría si dijera lo contrario. Toda persona ilustrada que conozca medianamente la historia, sabe lo que ustedes han sido y de lo que hoy son capaces. Nada tendría de extraño que usted y los suyos se hubieran introducido en la familia de Baselga con tal propósito, y cualquier otro en mi lugar viéndose victima de una miserable intriga, pensaría de igual modo.

—Alabo la franqueza de usted; al menos no se puede dudar de que manifiesta con claridad sus pensamientos. Pero ¡ay, hijo mío! ¡En qué error tan grande está usted! Lástima me causan su ignorancia y la ceguera de su alma. ¿Sabe usted bien lo que es la Compañía de Jesús?

Álvarez estuvo a punto de contestar: «¡Una gavilla de malvados!» pero se contuvo, prefiriendo permanecer silencioso.

—La Compañía de Jesús —continuó el jesuíta en vista del silencio de su interlocutor— es una institución alejada por completo de los fines terrenales y creada únicamente para la noble empresa de combatir al demonio y a su hijo el pecado extirpando del mundo las infames herejías. ¡Cuán lejos estamos los hijos de san Ignacio de mezclarnos en las miserias de la vida social! ¡Cuán engañados están los que creen que únicamente buscamos el poder universal en lo que esto tiene de agradable, queriendo con este fin apoderarnos del dinero de todos! Nosotros somos únicamente los humildes soldados de la Fe, los obedientes servidores del Papa representante de Dios en la tierra; y así como llegamos hasta el martirio cuando se trata de defender los sacrosantos intereses de la religión, permanecemos neutrales e indiferentes en los asuntos sociales, en los cuales nos mezclamos únicamente por casualidad. Nuestra misión es más alta y sublime de lo que cree ese mundo metalizado que en todas las acciones ve siempre un mezquino interés.

El capitán no parecía convencido por estas palabras, pero reconocía que aquel sacerdote era un actor inimitable, que sabía dar a sus declaraciones un hermoso tinte, vehemente y dramático.

—¡El dinero! —continuó el padre Claudio—. ¡Creer que el móvil de nuestras acciones es el dinero! ¿Para qué lo queremos? ¿Nuestra Orden no es pobre, porque así se lo mandan los sagrados Estatutos? ¿No hacemos nosotros al entrar en la Compañía un solemne voto de pobreza al que no podemos faltar so pena de ser perjuros y castigados por tanto en la eternidad? ¡Oh! Mienten los que nos pintan como seres rapaces que únicamente pensamos en acaparar tesoros. Nuestro género de vida nos hace estar muy por encima de las mezquinas aficiones humanas y despreciamos el dinero, ese vil metal que a los ojos de las almas grandes no tiene ningún valor.

El padre Claudio hablaba con gran vehemencia y en aquel momento tenían sus palabras una expresión de veracidad. Efectivamente, él como individuo, despreciaba el dinero; su alma únicamente tenía sed de poder, afán de autoridad y quería elevarse merced a su talento. El dinero lo despreciaba como medio vil reservado únicamente a los imbéciles para abrirle paso. Pero como individuo de la Orden no apreciaba del mismo modo el asunto, pues consideraba al dinero como poderoso auxiliar. Sabía el aprecio que la Compañía hacía de los millones que entraban en caja; conocía que una buena operación era el mejor medio de deslumbrar a sus rapaces correligionarios y buscaba por esto aquel dinero que él despreciaba y que nunca se hubiera tomado el más mínimo trabajo de conquistar para su persona.

Álvarez se sentía molestado por las palabras del jesuíta y por aquellos ademanes dramáticos que fingían veracidad asombrosamente, pues estaba firmemente convencido de lo que era la Compañía y de lo que buscaba su principal agente en casa del conde de Baselga.

—Usted, padre Claudio —dijo bruscamente el militar—, dirá lo que quiera, pero esté seguro de que yo por ello no dejaré de creer que la Compañía busca los millones de Enriqueta y para ello me quita a mi de en medio.

El jesuíta hizo un gesto de ira ante este brusco ataque. Sus facciones se colorearon, lució en sus ojos un fugaz relámpago de ira y fue a contestar en tono aún más duro; pero se detuvo, y volviendo a adoptar su actitud dulce y humilde, dijo con mansedumbre:

—Piense usted cuanto quiera de malo que yo le perdono. Humilde siervo soy del Señor y las injurias van siempre muy bajas para que toquen en mi corazón, puesto a todas horas en Dios. No guardo rencor a los que me atacan, pues me basta con la satisfacción de mi conciencia tranquila. Ya lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir. Yo no tengo con la familia Baselga otras relaciones que una amistad puramente espiritual. En otros tiempos confesaba a la baronesa y ahora me limito a darla algún consejo sobre la dirección de su conciencia siempre que me lo pide. A Enriqueta la considero como una niña, y apenas si mi amistad con ella pasa de ese cariño que tenemos siempre a las personas que hemos visto nacer. Nunca me he mezclado en el asunto de su vocación religiosa y si sabía antes de esta conversación, que tenía amores con un militar, fue porque ayer me lo dijo doña Fernanda en una conferencia que tuve sobre la creación de una nueva asociación religiosa.

—¿Y no tiene usted arte ni parte en la tal cartita? —preguntó sarcásticamente el militar.

—No, señor. Se lo aseguro a usted con todo mi corazón.

El padre Claudio, tan acostumbrado a mentir, cuando le tocaba afirmar por casualidad una cosa cierta, sabía hacerlo con un acento que no daba lugar a dudas. Por esto Álvarez se convenció de que en la tal carta no tenía participación el jesuíta.

—Lo creo —continuó—; pero si el rompimiento de mis relaciones no es obra de usted, la preparación sí que será debida a su consejos. Esa idea de hacer monja a Enriqueta, la reconozco: es producto de los consejos jesuíticos. Doña Fernanda la defiende, y por tanto no es aventurado afirmar que es idea del padre Claudio.

—¡Dios mío! Me marea usted con sus sospechas. ¿Y qué empeño he de tener yo en hacer monja a una muchacha que ha tenido novio hace pocos días?

Álvarez sonrió, y dijo con sorna:

—Vamos, padre Claudio, que el meter unos cuantos millones de pesetas en las arcas de la Orden, sería un buen golpecito.

El padre Claudio perdió su aplomo. Experimentó la misma impresión de ira que poco antes, pero esta vez no se detuvo, y mirando fijamente al joven, dijo recalcando las palabras:

—¡Ya están los millones otra vez en danza! A juzgar por lo presentes que están en su memoria, cualquiera diría que usted es quien les tiene afición y quiere hacerlos suyos casándose con Enriqueta.

El golpe era de maestro; uno de aquellos golpes brutales, pero terribles, que el padre Claudio daba cuando comenzaba a perder su habitual calma. El efecto fue inmediato.

Nada lograba sublevar de un modo tan terrible el carácter caballeresco y susceptible de Álvarez como la creencia de que aquel amor que tanto le dominaba fuese una miserable especulación. Muchas veces, en sus horas de reflexión, sentíase conmovido al pensar que alguien pudiese confundirlo con uno de esos explotadores del amor que aprecian a las mujeres por sus fortunas. Ver a Enriqueta pobre y abandonada para entonces amarla más aún era la ilusión que muchas veces acariciaba como la suprema felicidad, y se sentía capaz de aplastar con toda la indignación de un hombre honrado, al miserable que osara dudar del desinterés de su pasión.

Con movimiento nervioso levantóse del banco, y clavó una mirada amenazadora en el padre Claudio, apretando los puños convulsamente y próximo a dejarlos caer sobre el rostro del jesuíta. Éste le miraba impasible. Estaba acostumbrado a arrastrar las consecuencias de sus ataques y además se encontraba muy alto y era muy poderoso para asustarse ante la cólera de un pobre militar. Por esto miraba a Álvarez con la impasibilidad con que contempla el ídolo gigantesco las amenazas del esclavo que rebulle furioso a sus pies. Álvarez apreció la diferencia de posición que existía entre ambos y sea que temiese las consecuencias o que no quisiera abusar de su fuerza con un hombre que forzosamente había de ser de costumbres pacíficas, volvió a sentarse en el banco.

La escena había sido tan rápida que no se apercibió de ella ninguno de los que estaban en los bancos cercanos.

—Dispense usted mi arranque —dijo fríamente el militar al sentarse—. Creía que estaba hablando con un hombre como yo y me olvidaba que usted lleva faldas.

Tampoco fue mal dirigido el golpe que Álvarez asestó al jesuíta con tal grosería. Aquel Borgia de la Compañía que no temía a nadie y se sentía con valor para exterminar a todo el género humano, recibió un tremendo latigazo con tan despreciativas palabras. Todos los insultos consentía él antes de que nadie le creyese débil y le recordase su estado. Él, que aspiraba a la conquista del mundo y que tenía ánimos para acometer las empresas más imposibles, se avergonzaba justamente ante aquella compasión. Hubiera preferido que Álvarez le diese de bofetadas y lo patease en medio del jardín, antes de tratarle con aquella compasión de superioridad omnipotente, propia para las mujeres y los niños.

Al recibir tal insulto, en los primeros momentos, sintió tentaciones de contestar con una bofetada, pero se contuvo y todo su furor, todo su odio, lo desahogó con una de aquellas miradas que en su despacho hacían temblar a todos sus subordinados.

Transcurrió algún tiempo sin que hablase ninguno de los dos hombres.

Álvarez, con la vista fija en unos niños que jugaban a pocos pasos, canturreaba batiendo el suelo con un pie, mientras el padre Claudio le contemplaba con mirada estúpida. A pesar de esto notábase en él que estaba reflexionando.

—Oiga usted, hijo mío —dijo por fin—. Hemos sido unos locos insultándonos de este modo. Yo no acostumbro a trabar amistad con las personas de un modo tan extraño y sentiría separarme de usted en este momento quedándonos ambos con tan malos recuerdos. Usted me ha sido simpático, no quiero que sea mi enemigo, y además, le perdono los insultos que me acaba de dirigir. ¡Ah, la juventud! Yo sé bien lo que son esas cosas, pues también he sido joven y he tenido mi sangre ardiente y mis arranques de intemperancia, como cualquier otro. Pensando en esto me siento dominado por la melancolía.

Y el padre Claudio decía esto con un acento de verdad que sorprendía al capitán. Al mirar a aquel hombre que hablaba con tanta dulzura y benignidad, dudaba Álvarez que fuese cierta la escena violenta ocurrida momentos antes.

—Yo quiero que seamos amigos —continuó el padre Claudio—. Quiero que usted no tenga ninguna queja de mí. Mire usted, sería la primera vez que se habría acercado una persona a mí marchándose descontenta de mi carácter. Esto le demostrará a usted quién es este malvado, este jesuíta, como dicen ustedes los impíos con maligna entonación.

Y el poderoso clérigo reía bondadosamente al decir esto, como hombre cuya benignidad está por encima de todas las pasiones mundanales.

—Yo —continuó—, tengo empeño en ser su amigo, porque presiento en usted un gran corazón, cuyo único defecto consiste en estar emponzoñado por lecturas impías propias de estos tiempos en que ruge amenazador el espíritu revolucionario. Si somos amigos, como yo espero, ya me conocerá usted más a fondo y sabrá lo que somos nosotros los jesuítas, esos monstruos horripilantes de maldad e hipocresía que con tan negros colores pintan los novelistas enemigos de la Iglesia.

Y el jesuita seguía riendo bondadosamente como si en la inmensidad de su risueña misericordia incluyera también a los escritores enemigos de la Compañía de Jesús.

—Conque vamos a ver —dijo interrumpiéndose en su bondadosa jocosidad—, ¿qué favor puedo yo hacer a usted? ¿De qué modo debo obrar para que usted sea un amigo y no me odie? Tengo interés en hacerme simpático a usted, y no crea que esto es desinteresadamente. Tengo la ambición de conquistarlo a usted arrancándolo de las garras del diablo; no quiero que un joven digno de la mejor suerte siga encenagado en la impiedad y tenga sobre nuestra santa Compañía un concepto tan erróneo e injusto.

El capitán Álvarez sentía extrañeza ante aquella rápida mutación que había experimentado el carácter del jesuíta; pero la promesa de hacer por él cuanto pudiera, le deslumhró hasta el punto de que miró ya con más simpatía al padre Claudio. Álvarez recordó lo que mil veces le había dicho su compañero el vizconde, y tenía la seguridad de que si el jesuíta le ayudaba, podría llegar a ser el esposo de Enriqueta. Los jesuítas eran mala gente, y de ello estaba el bien convencido, mas no por esto desconfiaba del padre Claudio. Éste podía sentir por él una repentina simpatía: tal vez le hubiese impresionado favorablemente su carácter vivo y arrebatado, y ademas… nada perdía solicitando su protección.

Estaba el capitán Álvarez en uno de esos instantes en que el hombre se siente predispuesto a la esperanza y en que acariciando con empeño una risueña ilusión, cierra los ojos a la realidad. No se le ocurrió, pues, desconfiar, y contestó a las promesas del jesuíta:

—Lo que yo deseo de usted, ya que muestra interés en protegerme, es que no oponga obstáculos a mis amores. Yo sé el inmenso poder que usted tiene, conozco la gran influencia que ejerce sobre la familia de Enriqueta, y estoy convencido de que como usted quisiera, sería yo muy pronto el marido de la mujer que amo. Esto nada le costaría a usted, y yo sería feliz.

El padre Claudio seguía riendo bondadosamente.

—¡Ah, juventud! ¡Pícara juventud! Siempre lo mismo, el amor sobreponiéndose a todos los sentimientos. Haré cuanto pueda, hijo mío, pero lo que usted me pide es tan grave, que no sé si llegaré a realizar sus deseos.

—¡Oh!, usted puede mucho.

—No tanto como usted se figura. Si de mi dependiera que Enriqueta y usted se casasen, podía ya darlo por hecho; pero, amigo mío, está ahí el padre, el conde de Baselga, viejo como yo y por tanto testarudo y loco. Es muy difícil, por no decir imposible, que un hombre como él, apegado a las rancias tradiciones, consienta en dar su hija a uno que no es noble.

—Usted tiene sobre él gran ascendiente.

—Sí, hijo mío, excepto cuando nos tiramos los trastos a la cabeza; pero, en fin, el asunto no se perderá por mi culpa, pues haré cuanto pueda.

—Si usted cree que la familia de Enriqueta no ha de hacer caso de sus consejos, al menos logre usted por su parte, deshacer el efecto de esa carta que a mi novia la obligaron a escribir, y haga lo posible para que se reanuden nuestras relaciones. Comprendo que soy muy exigente y que usted juzgará tal vez degradante esta proposición; pero si usted fuera tan bondadoso que aceptase, le debería mi felicidad.

—Vaya, pues —dijo el jesuíta siempre en tono jocoso—. Haré ese favor, aunque el papel que usted me encarga desempeñe, no sea muy honroso. Se ha de transigir algo con la juventud, siempre exigente cuando está enamorada. Aconsejaré a Enriqueta que no se deje imponer por nadie y que cumpla lo que le dicte su voluntad. Si tiene verdadera vocación será monja, y si aquella es una ficción de su hermana doña Fernanda, entonces tenga la seguridad de que ella misma desmentirá esa carta y reanudará el interrumpido galanteo. ¿Está usted contento?

Álvarez, por toda contestación, tendió una mano al jesuíta que éste estrechó con efusión; pero al mismo tiempo su sonrisa tomó una expresión sarcástica de la que no pudo apercibirse el militar.

Retuvo el padre Claudio la mano del capitán, apretándola cariñosamente como para infundirle confianza, y pasado algún rato le preguntó con tierna solicitud, mirando fijamente sus ojos, como si pretendiese sondear sus pensamientos:

—¿Y cómo está usted en su carrera? ¿Tiene usted esperanzas de ascender? Me parece usted un militar de mérito.

—Yo —contestó con sencillez Álvarez— soy uno de esos predestinados a encontrar siempre de espaldas a la fortuna.

—Sin embargo, para su edad no se puede usted quejar. Es capitán y tiene la cruz de los valientes.

—Algo me costó ganarme todo esto, y haciendo lo que yo, otros serían ya coroneles. Además soy de los que únicamente se abren paso en tiempo de guerra a costa de grandes servicios; pero en la paz es imposible que logre ser favorecido, ni menos que se me haga justicia.

—¿No tiene usted protectores?

—No; ni los busco. Soy demasiado altivo para mendigar lo que en mi concepto sólo puede alcanzarse honradamente con la punta de la espada.

—¿No conoce usted ningún poderoso? ¿No es amigo de ningún general?

—Uno solo conozco, pero éste es imposible que me favorezca pues su recomendación causaría mal efecto en el ministerio.

—¿Quién es? ¿Puedo saberlo?

—El general Prim.

—¡Ah…!

El jesuíta lanzó esta exclamación de un modo que alarmó a Álvarez. A éste le pareció que los ojos del padre Claudio se animaban con siniestra expresión, como si una alegría infernal le conmoviera interiormente.

El astuto clérigo, adivinando el mal efecto que aquella demostración había causado en el militar, se apresuró a corregir su imprudencia.

—No me extraña ahora —dijo con tono festivo— que usted haya perdido la esperanza de hacer carrera. Efectivamente, mala recomendación es la amistad de Prim; pero usted podía deshacer este obstáculo rompiendo toda clase de relaciones con el general y buscando mejores amistades.

Álvarez se irguió con altivez y dijo con cierta solemnidad:

—Yo sólo abandono a mis amigos cuando me ofenden, y no por un vil interés. Admiro al marqués de los Castillejos como uno de los mayores héroes que ha tenido España y lo mismo en la adversidad que en la fortuna estaré siempre a su lado.

Aquello parecía gustar al padre Claudio, a juzgar por su sonrisa y después de estar silencioso un buen rato con la vista fija en el suelo como si reflexionase, dijo así:

—La verdad es que usted obra perfectamente no separándose del valiente Prim. ¡Quién sabe si éste será el medio más rápido de hacer fortuna! Esto se va, amigo mío, soy el primero en reconocerlo, a pesar de que estoy interesado en mantener lo existente. En aquella casa —y señaló al Palacio real-el diablo anda suelto y no se hacen más que desatinos; así es que no será extraño que cualquier día el pueblo excitado por la propaganda revolucionaria, dé al traste con todo lo que hay detrás de esos muros. Si ese momento llega, Prim será el encargado de dar el golpe, y usted, de un solo salto, subiría a gran altura, porque, indudablemente, le ayudará en su empresa revolucionaria. ¿No es esto?

—Yo —contestó Álvarez con sencillez— voy siempre donde van mis amigos. Esta vez el padre Claudio fue más cauto y no se transparentó en su rostro la alegría que le causaba tal declaración.

—Aun siendo contra mis intereses —continuó el astuto clérigo—, lo reconozco. La nación está mal.

—Y tan mal —repuso Álvarez, a quien animaba tal conversación—. La mitad de la miseria que sufre España, viene de ahí. —Y al decir esto señalaba enérgicamente al Palacio real.

—Sí —añadió el padre Claudio—; y la otra mitad, de nosotros, los que vestimos sotana. ¿Le he adivinado el pensamiento?

—Así es. ¿Por qué he de mentir? En mi concepto, España sólo será un pueblo completo el día en que se emancipe de la tutela de la Monarquía y la Iglesia.

—Ah, impío —dijo el jesuíta en broma y sin escandalizarse por tales palabras—. Necesario es que sea usted amigo mío, que venga a verme y que hablemos largamente para que yo limpie su inteligencia de todas esas ideas pecaminosas, adquiridas en perversas lecturas. Paso por que esa monarquía que tenemos hoy es mala, pero, la Iglesia, ¿por qué echar la culpa a la Iglesia de los males de la nación? Los pueblos nunca podrán pasar sin reyes y sin sacerdotes. Pero hablaremos de esto más despacio en otra ocasión, pues hora es ya de que entre en Palacio.

Los dos hombres se levantaron.

—Joven, ya sabe usted que le quiero y cuente con que haré cuanto pueda en su asunto. Cuando quiera verme o me necesite, me encontrará en la casa residencia de la Orden. Pregunte por mí, que para usted tengo siempre las puertas abiertas.

Cruzáronse entre los dos amistosos saludos y ofrecimientos, y después se separaron.

Álvarez iba con dirección a la calle del Arenal, pensando que el jesuitismo no era en el fondo tan malo como lo suponía, y que aquel célebre padre podría ser un malvado en otros asuntos, pero que en lo referente a la familia de Baselga no tenía seguramente ningún fin secreto ni mostraba empeño en estorbar sus amores con Enriqueta. El capitán sentía un gozo inmenso, con la seguridad de que el bondadoso sacerdote, poniendo en juego su influencia, volvería los galanteos al mismo ser o estado que antes de la malhadada carta.

Mientas tanto, el padre Claudio entraba en Palacio. Llevaba el rostro casi oculto en el embozo de su manto de seda para ocultar una risita que daba miedo, por lo mismo que era espontánea. «Se ha vendido» —murmuraba—. «Ese muchacho es amigo de Prim y conspira en la actualidad. Estoy seguro; sus palabras lo indican. Haremos que lo vigilen, y muy listo ha de ser para que no lo coja por su cuenta el ministro de la Guerra y lo envíe a Ceuta».

«¿Quién sabe si hará méritos suficientes para ser fusilado? Para esto hoy basta poco. De un modo o de otro nos libraremos de un novio romántico que estorba mis planes y ese mequetrefe aprenderá a oír con más calma, sin amenazar con bofetadas… y a no burlarse de mis faldas».

XX. El lazo tendido

Estaba don Fernando Baselga en su sombrío despacho, ocupado en su habitual tarea de estudiar las fortificaciones inglesas de Gibraltar, cuando entró un criado anunciándole la visita del padre Claudio, a quien acompañaba un caballero.

El conde experimentó cierta emoción al oír tal anuncio.

Hacía más de dos meses que no veía al poderoso jesuita, pero aquel mismo día por la mañana había recibido la visita de Joaquinito Quirós, quien con aire misterioso, le había dicho de parte del padre Claudio que por la tarde iría éste a verle, acompañado de un caballero que acababa de llegar de Gibraltar, y que se comprometería indudablemente a tomar parte activa en la grande empresa.

Aquello alentaba mucho las esperanzas de Baseiga. Este, siempre que reflexionaba en su soñada conquista del Peñón y teóricamente apreciaba sus inmensas dificultades, pensaba en el jefe de los jesuítas de España, comprendiendo que podía prestarle un auxilio poderosísimo.

Las promesas veladas, pero halagüeñas, que el padre Claudio le había hecho el día en que estuvo próximo a romper sus relaciones con él a causa de la educación que tanto él como la baronesa querían dar a Enriqueta, habían entusiasmado al conde, que con ciego optimismo se creía ya invencible si la Compañía protegía ocultamente su empresa patriótica. De aquí que acogiera con tanto júbilo el recado que Quirós le comunicó de parte del poderoso jesuita.

Baseiga, ocupándose continuamente de su empresa, obsesionado por ella, había llegado a los últimos límites de la exaltación.

Cumplía las promesas que había hecho a su hija para obligarla a olvidar sus amores, y continuamente se exhibía con ella en los paseos, los teatros y los salones; llevaba la vida de un hombre elegante que quiere hacer agradable su existencia y no pierde diversión; tenía empeño en lanzar a su hija en el dorado torbellino de la sociedad aristocrática, y para animarla le daba el ejemplo haciéndose el viejo verde y mezclándose más entre los jóvenes que entre los amigos de su edad; pero todo esto no lograba borrar de su cerebro aquella idea de conquista que le perseguía hasta en el sueño y le impulsaba a fatigosos trabajos y a un cabildeo continuo.

Su regreso al gran mundo y a sus esplendorosas fiestas, en vez de distraerle, había servido para exacerbar el afán de gloria que le dominaba. En los aristocráticos salones o en los regios bailes de Palacio había encontrado a sus antiguos compañeros de la Guardia Real, que ahora eran generales famosos, políticos de gran renombre y jefes de gobierno, gozando de todas las dulzuras y satisfacciones que proporcionan el poder y el aura popular. Le habían hablado con la cariñosa franqueza que da una antigua amistad, bromeaban con él como si aún fuesen tenientes del real cuerpo y comentasen en el cuerpo de guardia las locuras de su general en jefe, el estrafalario conde de España, o las alcahueterías del complaciente duque de Alagón; pero a pesar de tantas expansiones cariñosas, Baselga notaba que entre él y sus compañeros se levantaba un obstáculo infranqueable, el de la diferencia de clase, y que él, al lado de aquellos hombres célebres, de cuya vida y actos se ocupaba toda la nación, no era más que un hombre rico, pero desconocido fuera del mundo de la aristocracia y que sólo merecía el afecto desdeñoso que se dispensa al desgraciado que ha malogrado su existencia y llega a la vejez sin haber hecho nada de provecho.

Su vida resultaba oscura y misteriosa para sus antiguos compañeros.

—¿Pero qué es lo que haces? —le preguntaban éstos con extrañeza cada vez que hablaban de su existencia—. ¿En qué pasas el tiempo? Indudablemente te limitas a gozar de tu gran fortuna y te contentas con llevar una vida regalada y oscura. Podías haber sido mucho, pero tú no conoces la ambición y eres feliz no imitándonos a nosotros, que sufrimos el eterno tormento de subir y subir a una altura que no tiene fin.

Cada vez que aquellos generales, ministros y embajadores hablaban de este modo a su antiguo amigo, éste volvía a su casa más agitado que de costumbre, y muchas veces, encerrándose en su despacho, lloraba de rabia al ver que estaba ya próximo a la ancianidad y era de todos sus amigos de la juventud quien menos había ilustrado su nombre.

¿Con que él no tenía ambición? Esta había sido su pasión dominante, y de la que no se había dado cuenta hasta verse en la vejez. Ambición era el sentimiento de bullicio y escándalo que le movió a sublevarse contra los liberales en 1822; ambición, lo que le hacía llevar a cabo tan estupendos actos de valor al frente de su regimiento carlista, y ambición lo que ahora le enloquecía y le impulsaba a realizar su aventurado plan de conquista, que de obtener completo éxito, haría su nombre inmortal.

Lo que él tenía de malo, el obstáculo en que tropezaba, es que era un incapaz, un bruto (y Baselga se aplicaba con fruición este calificativo), un hombre incompleto, que había subordinado su ambición a sus amores, y cuando no, había estado ligado al padre Claudio, siendo un ser sin voluntad, una máquina que se movía según las órdenes que emanaban de la voluntad de aquél.

Sus compañeros habían trabajado para sí, completamente sólos, sin el bagaje de amores que embrutecían, de pasiones póstumas que enervaban, y de protecciones que en vez de engrandecer anulaban al protegido, y por esto con menos esfuerzos y marchando con más arte habían conseguido escalar la cima de la fortuna. Pero aún era tiempo y él estaba dispuesto a remediar todos sus antiguos desaciertos.

Allí estaba su plan, magnífico, sorprendente, digno por lo difícil y aventurado de los romancescos tiempos el cual de un solo golpe y en muy pocos días le colocaría a mayor altura que todos sus afortunados compañeros.

La esperanza de conquistar con tan singular golpe de mano la fortuna hasta entonces esquiva, exaltaba al conde hasta el delirio.

Era rico, pero esto no le bastaba y pronto sería universalmente célebre que era lo que constituía su felicidad.

Aquella exaltación patriótica que le dominaba, había cambiado su exterior lo mismo que su carácter. Tenía en los ojos ese brillo propio de la fiebre que consume a los hombres empeñados en realizar por sí sólos una empresa que raya en lo imposible, y tan obsesionado estaba por su proyecto, que oía mal y contestaba peor cuando le hablaban de algo que no fuese la conquista de Gibraltar.

Su familia era la que mejor notaba la transformación operada en el conde; sus distracciones que muchas veces tomaban en la mesa del comedor un carácter cómico y sus terribles e injustificadas cóleras que ponían en conmoción toda la casa y que estallaban los días en que Baselga se desalentaba en su plan, convencido de los insuperables inconvenientes que se oponían a su realización.

Pretextando un viaje de inspección a sus posesiones de Castilla, para que ninguno de sus contados amigos pudiera concebir sospechas acerca del objeto de su excursión, abandonó Madrid y estuvo tres días en Gibraltar teniendo que salir forzosamente pasado este tiempo a causa de las indicaciones de la policía inglesa a quien debió llamar algo la atención las preguntas algo indiscretas y el examen interesado y detenido de cuantas obras fuertes pudo ver.

El viaje sólo sirvió para que el conde se indignase todavía más contra los ingleses que expulsaban a un español del suelo de su península y para que se convenciera de la imposibilidad de su empresa. Esto puso a Baselga de un humor endiablado, y tanto su servidumbre como su familia, sufrieron por algunos días las consecuencias de aquel viaje que les resultaba misterioso.

El apoyo prometido por el padre Claudio fue en adelante su única esperanza y esperó pacientemente a que éste le concediera el ansiado auxilio.

Tan vehemente era este deseo, que el conde, que nunca había apetecido las visitas del poderoso jesuíta, cuyo verdadero carácter creía ya conocer, las esperaba ahora con tanta impaciencia como la devota baronesa, desesperándose al ver que el padre Claudio no cumplía sus promesas.

Él, tan altivo y deseoso poco antes de ir rompiendo poco a poco sus relaciones con los jesuítas, fue en busca del reverendo padre a la casa residencia de la Orden, pero en ninguna de sus visitas logró encontrar al padre Claudio. Parecía que lo había tragado la tierra o que se ocultaba intencionadamente deseando con su ausencia excitar los deseos del conde.

Por esto la alegría del conde fue grande cuando Quirós le comunicó el recado del reverendo padre y más aún cuando el criado le anunció su visita.

Entró el padre Claudio en el despacho siempre sonriente y haciendo reverencias y tras él apareció un hombrecillo moreno, de pelo rojizo, nerviosa movilidad, y una expresión en el rostro algo siniestra que pretendía corregir con una sonrisa estúpida.

Miraba a todas partes con azoramiento no exento de curiosidad y tuvo su vista fija algún tiempo en las vistas de Gibraltar que adornaban el despacho del conde, diciendo después con acento atolondrado de marcada pronunciación extranjera:

—¡Oh! Está bien; muy bien.

El padre Claudio, después de saludar a Baselga, tomó asiento con su compañero junto a la mesa de trabajo y con voz misteriosa preguntó:

—¿Estamos seguros aquí? ¿Podrá oírnos alguien?

—No acostumbran mis criados a escuchar tras las puertas, pero sin embargo, tomaremos precauciones.

Y el conde, a quien le iba gustando mucho aquel misterio, por lo mismo que le presagiaba cosas muy interesantes, levantóse y salió del despacho oyéndosele cerrar una puerta lejana y viniendo después a hacer lo mismo con la de la habitación.

—Ahora —dijo volviendo a sentarse—, ya estamos seguros de que nadie nos oye. Diga usted cuanto quiera, padre Claudio.

Éste se detuvo antes de contestar como si saborease un golpe de efecto y al fin dijo, dando cariñosas palmaditas en la espalda de su acompañante que instintivamente tomaba la actitud de un perro acariciado:

—Este señor que usted ve aquí, es el capitán Patricio O'Conell, caballero inglés que está de guarnición en Gibraltar.

Prodújose en el conde el efecto esperado por el jesuíta. En su rostro retratóse la alegría y miró cariñosamente al capitán irlandés examinando con atención su personilla.

Baselga, a pesar de que estaba dispuesto a impresionarse favorablemente, no pudo menos de reconocer con su buen ojo de soldado que aquel hombre tenía poco de militar. Era vivaracho y desgarbado en demasía y además llevaba afeitado el labio superior demasiado grueso y prolongado, ostentando unas patillejas rojas y lacias que le daban más aire de comerciante británico injertado en mercader judío, que de capitán del bravo ejército que con Wellington se cubrió de gloria en Waterloo.

Pero el conde estaba inclinado a verlo todo por su lado bueno, e internamente excusó al extranjero, diciéndose que, en el ejército inglés aunque había buenos mozos también se veían figuras raquíticas y extrañas, lo que no impedía que se batieran bien cuando llegaba la ocasión.

Baselga, algo emocionado, había murmurado un cumplido, extendiendo su mano al extranjero.

—Tanto gusto en conocer a usted, señor conde —decía el capitán con su acento extranjero que cuidaba de extremar—. El padre Claudio me ha hablado mucho de usted y de su magnífico plan y tantos deseos siento de ayudarle en su empresa, que he solicitado una licencia de mis jefes pretextando deseos de conocer las principales ciudades de Andalucía tan sólo por venir a verle.

—¡Eh! ¿Qué le parece a usted? —dijo el padre Claudio.— Le prometí ayudarle en su patriótica empresa, y aquí me tiene usted con el socorro apetecido, pues le traigo nada menos que a uno de los más valientes oficiales del ejército inglés. El capitán O'Conell cual buen irlandés, es ferviente católico como nosotros y también lo son todos los soldados irlandeses de la guarnición de Gibraltar, que pasan de ochocientos. Por esto es casi seguro que todos ellos tomarán parte en nuestra santa empresa. ¿No es así, amigo O'Conell?

—Así es, reverendo padre.

Baselga estaba entusiasmado con aquellas seguridades, y se sentía tan feliz que hasta creía estar soñando. Aquello de poder disponer de casi la cuarta parte de las tropas del Peñón, le causaba una felicidad próxima al desvanecimiento.

Una cosa le llamaba la atención en el capitán irlandés, y era la facilidad con que se expresaba en castellano.

—¿Está usted mucho tiempo en la península, capitán? —le preguntó—. Habla usted muy bien nuestro idioma.

—¡Oh! Es usted muy indulgente, pues reconozco que lo hablo bastante mal. Estoy más de un año en Gibraltar, pero yo tengo gran afición a los idiomas, y además conocía desde mi niñez muchas palabras del español. Mi padre fue también militar e hizo la guerra en España contra los franceses, a las órdenes del duque de Wellington.

Baselga, a quien preocupaba algo aquella facilidad de lenguaje, se tranquilizó, e impaciente por conocer las probabilidades de éxito de su plan, entró directamente a tratar de la conquista del Peñón, su tema favorito.

El tenía en su imaginación ultimado todo su plan. Se había procurado todo lo escrito sobre las célebres fortalezas de Gibraltar, y sobre las costumbres militares en dicha plaza; había visto por sus propios ojos en el mismo teatro de operaciones todo lo que le había permitido la policía inglesa, y para dar el golpe, únicamente necesitaba quien estuviese en combinación con él dentro de la ciudad y le ayudase en el momento decisivo. ¿Estaba conforme el capitán O' Conell en ser su auxiliar?

Llegó para el irlandés el momento de manifestar su pensamiento que fue bien sencillo y expresado en pocas palabras. Él estaba dispuesto a todo y lo mismo que él, todos los irlandeses de la guarnición. Antes que subditos de la Gran Bretaña, eran vasallos del Papa y fervientes católicos, y por tanto se hallaban prontos a ejecutar las órdenes que Dios dictase por boca de sus representantes directos, los jesuítas, los cuales al mismo tiempo eran muy buenos amigos de san Patricio, patrón de Irlanda. Además sentían hacia la vieja Inglaterra, su opresora, perdurables odios y les gustaba mucho quitarle una plaza de tanta importancia como Gibraltar, creándole de paso un conflicto con España.

La conjuración podía contar con ochocientos soldados esforzados, fuerza con la cual bien podía intentar un golpe de mano el conde de Baselga de cuya historia militar ya se habían enterado tanto él como sus compañeros y especialmente de sus estupendas hazañas en la guerra carlista.

Al conde resultábale extraño que su vida militar fuese conocida de los extranjeros, pero a pesar de esto sentíase halagado por las lisonjas como todo mortal y se imaginaba ya apoderándose de Gibraltar al frente de los soldados irlandeses que le aclamaban como caudillo invencible.

Baselga, cada vez más entusiasmado en vista de lo segura que era la adhesión de los irlandeses, entraba a detallar su plan y hacía preguntas al capitán, a las que éste contestaba con su habitual precipitación.

—¿Y esos ochocientos hombres forman todos un cuerpo?

—No, señor conde. La mayoría están en el batallón de rifles, o sea lo que aquí llaman batallón de cazadores, y el resto en los otros cuerpos de la guarnición. ¡Oh! El gobierno inglés tiene buen cuidado de esparcir a los irlandeses por todos los cuerpos, evitando que formen un regimiento completo, pues saben que éste se sublevaría inmediatamente.

—¿Y qué procedimiento cree usted mejor para dar el golpe?

—El que usted ha expuesto antes, es el más aventurado pero el más seguro. Aguardamos una noche en que entren de guardia en las principales fortificaciones una parte de los nuestros y en que yo pueda quedarme en el castillo. Usted al frente de los que estén libres se apodera del gobernador de la Plaza y las principales autoridades, nosotros desde arriba apuntamos los cañones a los cuarteles donde estén alojadas las fuerzas no comprometidas y el hecho queda ya realizado con éxito.

—Sí; éste es el mejor plan. Además tiene la ventaja de que las autoridades inglesas no están acostumbradas a esta clase de sucesos y es, por tanto, más fácil pillarlas desprevenidas.

—Tiene usted razón. Las sublevaciones militares son tan desconocidas de los ingleses como populares entre los españoles.

Baselga, cada vez más entusiasmado y deseoso de ultimar su difícil plan, sacó de un cajón de su mesa un plano de Gibraltar hecho por él mismo con arreglo a cuanto había visto o estudiado sobre la célebre Plaza. Había en él algunos claros que llenar y deseaba que aquel inesperado y valioso compañero le ayudase a corregir errores y le ilustrase en varios puntos que le resultaban oscuros.

El conde no obtuvo lo que deseaba. El rojo capitán con tanto aplomo como precipitación contestaba a todas sus preguntas, pero a Baselga le pareció que muchas veces hablaba sin saber lo que decía y únicamente por no demostrar su ignorancia.

«Ese mozo —pensaba el conde—, sabe menos aún que yo. Debe ser un militar ignorante como yo lo era en mis buenos tiempos. Pero esto no importa. Me doy por satisfecho con que sea valiente y sepa hacerse dueño del Peñón facilitándome la conquista de Gibraltar».

Baselga guardó el plano y la conversación continuó, mezclándose en ella el padre Claudio, que hasta entonces había permanecido silencioso y mirando a los dos interlocutores con la mayor atención, como si le interesara mucho su diálogo.

—Me decía el capitán cuando veníamos aquí —dijo el jesuita— que sería necesario que en la empresa entrasen también algunos españoles de corazón que no vacilaran al iniciar el movimiento.

—Sí, señor conde —añadió el irlandés—. Cincuenta o sesenta hombres decididos no estarían de más en el primer instante de nuestra santa revolución. Servirían para apoderarse de una guardia que pudiera estorbar nuestros planes, para desarmar una patrulla o cuando menos para guardar la persona de usted que es muy necesaria y no debe exponerse a caer tontamente en manos de las autoridades inglesas.

—Algo de eso había yo pensado —dijo el conde—. Efectivamente, no sería de sobra ese grupo de hombres con el cual se aseguraba la iniciativa del movimiento.

—La cosa no es difícil. Se tienen estos hombres en La Línea y cuando llega el día propicio para dar el golpe, se los hace entrar en Gibraltar con diversos disfraces. En cuanto a sus armas, yo me encargo de introducirlas sin que nadie se aperciba de ello.

—Lo difícil es encontrar hombres que sirvan para una misión tan delicada.

—Difícil es. Yo, como vivo en Gibraltar, conozco mucho la gente que pulula en el campo fronterizo, contrabandistas y merodeadores, y aunque son hombres valerosos aconsejo a usted, señor conde, que no se fíe de ellos. Son gente borracha y habladora, y contar con ellos es ir a la perdición, pues no saben guardar un secreto.

—¿A quién buscaríamos? —murmuró el conde con expresión pensativa.

—No es difícil encontrar la gente que necesitamos —dijo el padre Claudio—. Usted, señor conde, conserva, según muchas veces me ha dicho, sus relaciones con muchos carlistas de Navarra que hicieron la guerra a sus órdenes. Éstos, por lo regular, son gente dura y aguerrida, ¿no es eso?

—Se portaron bien a mis órdenes y tengo en ellos absoluta confianza.

—Perfectamente. Pues basta que usted les envíe una carta diciéndoles que los necesita para una empresa importante (sin decirles cuál sea), para que inmediatamente vengan aquí creyendo que van a hacer algo por el Pretendiente. ¿Está usted seguro de que le obedecerán?

—¡Oh!, segurísimo. A pesar de los años transcurridos me quieren y respetan tanto como cuando yo era su coronel. Algunos han muerto desde entonces, pero quedan sus hijos que me obedecerán de igual modo, pues los he favorecido a todos con mano pródiga, y es imposible que tan pronto olviden mis beneficios.

—Ya tenemos, pues, lo que deseábamos —dijo el capitán irlandés—. De entre esa gente escogerá usted cincuenta, los más fornidos y temerarios.

—Escribiré al tío Fermín, de Zumárraga, que fue sargento a mis órdenes y él se encargará del reclutamiento.

—Además, los armará usted convenientemente. Puede usted comprar cincuenta carabinas de repetición, de ésas que han inventado recientemente los yankées. Las tienen almacenadas aquí y ya le comunicaré yo desde Gibraltar la forma más adecuada para remitírmelas, introduciéndolas sin riesgo en la Plaza. Todo esto resultará tal vez un poco caro, señor conde.

—¡Bah! —repuso éste con ademanes de desprecio—. ¡Quién repara en dinero cuando se trata de una empresa tan grande y que redunda en beneficio de la patria!

—Muy bien dicho, amigo Baselga —dijo el padre Claudio con entusiasmo—. Y además, si el dinero faltase, aquí estoy yo, o más bien dicho, aquí está la Orden que, aunque pobre, contribuirá cuanto pueda a tan santa empresa.

El conde dirigió una mirada de gratitud al jesuíta.

La conversación entre los tres hombres se generalizó, y pasaron más de una hora ocupados en examinar el plan de conquista apreciándolo hasta en sus menores detalles.

El capitán O'Conell lo aprobaba todo con entusiasmo, y mostraba a Baselga una confianza sólo comparable con la que un granadero de la célebre Guardia Imperial pudiera sentir por Napoleón.

Esto ensoberbecía al conde y atizaba aquella exaltación nerviosa de que era víctima siempre que examinaba su plan patriótico.

Sólo el padre Claudio le hacía objeciones y le oponía algunos reparos, siendo de éstos el que más molestaba al conde el empeño del jesuíta en asociar otras personas a la empresa.

—Me extraña mucho, padre Claudio —decía Baselga—, que una persona tan cauta y prudente corno lo es usted, se empeñe en mezclar en este asunto más personas. Recuerde usted el antiguo refrán «secreto de dos lo guarda Dios…». Aquí somos más de dos y bastante es con que conozcan el plan usted, el señor O'Conell y Joaquinito Quirós. ¿Aún quiere usted que lo conozca más gente?

Piense usted que de este modo el secreto puede desaparecer, y entonces adiós las probabilidades de éxito, pues si los ingleses llegan a apercibirse de nuestros intentos, nada podrá hacerse.

A pesar de estas razones, el jesuita no se daba por vencido, y alegaba otras para demostrar la necesidad de asociar ciertas personas a la empresa.

—Desengáñese usted, señor conde —decía con expresión de superioridad—, es preciso que personas respetables de mi mayor confianza entren también en la aventura. Para esta clase de negocios, por muchos que seamos, nunca resultaremos bastantes. No todo ha de ser combatir y conquistar. Una vez sea usted dueño de Gibraltar, conviene que forme una Junta o lo que hoy se llama en lenguaje revolucionario, un comité de patriotas que gobierne la Plaza, que entienda de todos los asuntos puramente políticos y que negocie con el Gobierno español, para que éste no tema a Inglaterra y quiera admitir el regalo que le haremos. Además es necesario mover la opinión pública en favor nuestro para que no se asuste ante tan estupenda conquista, que podría traer consecuencias internacionales y esto lo ha de hacer el tal comité, pues usted y O'Conell no han de estar en todas partes ni ocuparse de todos los asuntos, pues bastante harán con llevar adelante la cuestión militar.

El conde, después de alguna resistencia, se rindió a las razones de su amigo y accedió a la formación del comité, del que sería él mismo el presidente, y el vicepresidente un médico afamado y gran patriota, amigo del padre Claudio.

Después de quedar acordes en todos los puntos, el jesuita se levantó para retirarse, y Baselga y O'Conell se abrazaron con una efusión conmovedora. El capitán irlandés saldría aquella misma noche para Andalucía antes que nadie pudiera apercibirse de su estancia en Madrid.

Ya no podrían verse hasta el día del golpe; pero él, por conducto del padre Claudio, le tendría al corriente de cuanto ocurriese y le avisaría la fecha en que debía llegar con sus hombres a las cercanías de Gibraltar.

El jesuita se negó a que el conde les acompañara hasta la puerta de la escalera, y al pasar por la antesala y ver al ayuda de cámara del conde que le saludaba reverente, dijo con afectación a su acompañante:

—Pocas horas le quedan a usted, señor doctor, para sus asuntos, si es que quiere coger el tren de esta noche.

El criado se fijó con curiosidad en el señor doctor, y el jesuita con un ligero gesto pareció indicar que esto era lo que deseaba.

Ya estaba el padre Claudio en la escalera cuando volvió atrás y con aire distraído preguntó al criado:

—¿Me has dicho antes que la señora baronesa había salido?

—Sí, reverendo padre. Creo que hoy tiene reunión de cofradía en San José.

—Lo siento; quería presentarle al doctor O'Conell, ese sabio irlandés que viene conmigo.

El criado creyó de su deber hacer una profunda reverencia a aquel sabio que le volvía las espaldas y bajaba la escalera canturreando.

En la puerta del palacio esperaba una elegante berlina y a ella subieron los dos hombres.

Cuando el coche partió, el capitán O'Conell lanzó una carcajada sonora que hizo temblar los vidrios de las ventanillas, y dijo a su acompañante:

—¡Eh! ¿Qué tal, reverendo padre? ¿Soy buen actor? ¿Se desempeñar bien una farsa? De seguro que vuestra reverencia no esperaba tanto de mí.

—Has estado bien, Daniel Clark, y no desmientes que eres hijo del viejo James Clark, que en su tiendecita de Gibraltar se ha acreditado como el más astuto truhán que compra, cambia y presta a todo el mundo. Tenías un aire completo de militar ingles, y nadie hubiese dicho que te has pasado la vida regateando con los judíos del Peñón, prestando al doscientos por ciento o embarcando contrabando.

—¡Oh!, para fingir me reconozco con algunas facultades: puedo asegurarlo, aunque falte con ello a mi natural modestia.

—Ahora, truhán, lo que debes hacer es salir esta misma noche de Madrid. Vete a Gibraltar o al Infierno; lo importante es que aquí nadie se pueda fijar en ti. En ciertos negocios tiene más mérito que el trabajo el saber desaparecer a tiempo.

—Me iré, perded cuidado. El valiente capitán O'Conell toma el petate, o si os parece mejor, el señor doctor se va. Y a propósito, una pregunta, reverendo padre: ¿qué es eso de señor doctor?

El padre Claudio contempló el gesto de malicia con que su compañero le hacía esta pregunta, y fríamente, subrayando sus palabras con aquella sonrisa especial tan temida por alguno, le dijo:

—Señor Clark: hay cosas que muchas veces producen al que las sabe terribles daños; por tanto, hará usted muy bien en no querer averiguar el porqué le haya yo llamado así o de otro modo. He dicho señor doctor porque me ha dado la gana. Ya está usted contestado; ahora cada uno a sus negocios.

XXI. La confesión

La Colegiata de San Isidro a las cinco de la tarde ofrecía el aspecto sombrío, frío y desnudo que presenta toda iglesia a la hora en que los fieles no llenan sus naves y los santos quedan en esa soledad absoluta y vacía, semejante a la de los muertos en olvidado cementerio.

No había bajo las sombrías bóvedas del templo otros vestigios de la vida exterior, que los hilillos del mortecino sol que filtrándose por las altas y pintadas ventanas, trazaban en la pared frontera algunas tibias manchas de luz y el zumbido que la calle de Toledo, arteria popular, siempre rebosante en vida y movimiento, lanzaba al interior del desierto templo.

En las sombras que envolvían el altar mayor y en la oscuridad de las capillas laterales brillaban algunos cirios y lámparas, con la misma luz indecisa y tímida de las estrellas entre los nubarrones de una noche tempestuosa y de vez en cuando el suelo conmovíase repercutiendo con agigantada vibración la pisada del sacristán y los acólitos que iban de un lugar a otro ocupados en faenas de embellecimiento y aseo.

Golpes sordos sonaban en las capillas, anunciando la toilette de los santos, que los dependientes de la iglesia hacían con sus zorros, sacudiendo el polvo a los mantos bordados y a las cabezas de cartón piedra, que a la mañana siguiente, rodeados de cirios y de flores, habían de recibir la oración de los fieles arrodillados reverentemente ante ellos.

Las gastadas baldosas exhalaban perniciosa humedad, donde no estaban cubiertas por una áspera estera de esparto, mugrienta y gastada por el roce continuo de pies y rodillas y en el ambiente se respiraba ese calor pegajoso y caliente, propio de los locales donde muchos respiran y es escasa la ventilación.

Sentadas en taburetes de tijera estaban cerca del altar mayor unas cuantas viejas que permanecían inmóviles, confundiendo sus perfiles en la sombra y con todo el misterio y el aspecto tenebroso de las brujas, que aguardaban a Macbeth, al borde del camino.

Cada vez que la cancela de la gran puerta se abría, anunciándolo el chirrido de sus viejos goznes y el sordo chocar de las maderas las viejas volvían la cabeza con curiosidad y una vez se borraba la mancha de luz que dejaba entrar la puerta entreabierta, volvían a su inmovilidad de momia y seguían en sus asientos convencidas de que ya que nada tenían que hacer, era mejor permanecer en el templo que ya consideraban como su propia casa.

Oyóse el ruido de un carruaje que paró a la puerta de la iglesia y esta vez la curiosidad de las beatas fue mayor.

Abrióse la cancela y entraron dos señoras vestidas de negro y con mantilla.

Las viejas pudieron ver bien a aquellas dos elegantes que se persignaban en el espacio de luz que dejaba entrar la puerta todavía abierta, pero no las conocieron.

No era extraño; pues la baronesa de Carrillo y su hermana Enriqueta visitaban muy de tarde en tarde la iglesia de San Isidro, a la que no tenían gran afición por estar enclavada en un barrio popular y ruidoso.

En cambio el padre Claudio la tenía gran cariño, llamábale su templo y a él hacía ir a cuantas amigas merecían el alto honor de que él las oyera en confesión. La colegiata de San Isidro la consideraba él como una finca propia, y relataba a los allegados que le pedían el motivo de tal predilección, cómo uno de sus antecesores en la dirección de la Compañía en España, la había construido en 1561 con los legados que para tal objeto dejó la emperatriz de Alemania doña María.

Buscando, pues, al padre Claudio iban las dos señoras a tal iglesia y cuando se vieron envueltas por completo en las tinieblas esparcidas por las naves, sus ojos acostumbrados a la luz del sol que bañaba las calles, no pudieron distinguir lo que las rodeaba.

Enriqueta se asió a la falda de su hermana y esta fue avanzando con cierta seguridad, dando a entender que el terreno no le era del todo desconocido.

—A la derecha —murmuraba la baronesa—, en la penúltima capilla está el confesonario. Allí vendrá.

Y acostumbrada a aquella oscuridad en la que se iban marcando los perfiles de los objetos, avanzó rectamente hacia el punto que indicaba, llevando siempre a remolque a su hermana.

Cuando llegaron a la capilla sentáronse en un banco de madera que ceñía el fuste de una columna y aguardaron pacientemente. La baronesa sacó de su manguito un elegante rosario de oro y perlas y se puso a rezar. Enriqueta abismase en sus pensamientos.

Iba a confesarse con el padre Claudio accediendo a los ruegos de la baronesa que ya no la maltrataba como dos meses antes, contentándose ahora con rogarle con aire imperativo.

Doña Fernanda, que respetaba mucho a su padre, el conde, solo porque le temía, se había abstenido de seguir educando a su modo a Enriqueta y procuraba no hablar ni incidentalmente de aquella pasión, cuyo descubrimiento tan grave escándalo había producido.

La ausencia de Tomasa, su eterna rival, la tranquilizaba, comprendiendo que esto alejaba el peligro de que volvieran a reanudarse los amoríos de su hermana con aquel capitán Álvarez contra el que ella sentía un odio mortal.

La afición que el conde de Baselga había adquirido recientemente a la vida de los salones y a la que arrastraba a su hija, inquietaba un poco a la baronesa, que temía que la coquetería elegante borrase en Enriqueta las huellas de la educación mística que se había esforzado en darla.

Una cosa tranquilizaba a doña Fernanda y era la seguridad de que su hermana, obedeciendo a su padre, había roto sus relaciones con el capitán Álvarez. Esto lo sabía por el padre Claudio, que la había manifestado algo de su conferencia con el militar, aunque cuidándose de ocultar ciertos detalles.

Enriqueta era para ella más fácil de dominar, olvidando aquel amor que cambiaba completamente su carácter y convertía en altivez e independencia su habitual humildad.

Un día tuvo doña Fernanda un disgusto. Al pasar junto a una ventana de su salón, vio parado en la acera de enfrente al capitán Álvarez que espiaba la casa como buscando una ocasión para comunicarse con su amada.

El militar estaba en una situación que juzgaba insostenible. Nada sabía de Enriqueta; había buscado al padre Claudio varias veces sin lograr nunca encontrarlo, e ignoraba cómo marchaba la negociación amorosa que le había encargado, como también si la joven sentía por él algún cariño o había olvidado totalmente su pasión siendo verdad cuanto le decía en la funesta carta.

Por esto, agitado por crueles dudas y deseoso de salir de ellas cuanto antes, el capitán rondaba la casa de Baselga con la esperanza de encontrar el medio de hacer que llegase una carta suya a Enriqueta. Por desgracia, tropezaba con obstáculos do quiera se dirigía. La servidumbre huía de él haciéndose sorda a sus ruegos por temor a la ira del conde de Baselga, y Enriqueta no se asomaba nunca a los balcones y si salía de casa era acompañada siempre por su hermana o su padre.

La baronesa se alarmó ante aquella inesperada aparición. ¡Cómo! ¿El botarate todavía insistía en sus pretensiones amorosas? Habría que consultar el asunto con el sabio jesuíta.

Este no mostró extrañeza alguna al tener noticia de los actos de Álvarez. Limitóse a sonreír como siempre y con tono de omnipotencia aseguró que él tenía el medio para anular y hacer desaparecer a aquel hombre peligroso; y que si no lo hacía inmediatamente era porque aún no había llegado la hora oportuna.

A pesar de esto, los dos compadres religiosos trataron con interés del porvenir de Enriqueta, asunto que les preocupaba. Había llegado, según la opinión del padre Claudio, el instante oportuno para trabajar. Enriqueta era probable que, deslumbrada por el brillo de la vida elegante, se hubiese olvidado de aquel amor romántico, obstáculo hasta entonces de gran importancia, y resultaba necesario reconquistar prontamente su voluntad, antes que echasen raíces en ella las seducciones del gran mundo y se comprometiese amorosamente con algún joven que por su nacimiento y su fortuna admitiese el conde de Baselga como yerno.

Para desviar a Enriqueta del camino en que estaba y atraerla nuevamente a la senda de la devoción, disponían de un medio tan seguro y poderoso como es el confesonario, y quedó decidido que doña Fernanda con su hermana fuesen al día siguiente a la Colegiata de San Isidro, donde el buen padre tenía su cajón en que depositaban sus extravíos todas las pecadoras de la aristocracia.

Por esto, a la caída de la tarde del día siguiente las dos hijas del conde de Baselga estaban en la iglesia de la calle de Toledo.

El padre Claudio no había llegado aún, y mientras se retardaba el instante de la confesión, Enriqueta pensaba con terror en aquel acto en que tendría que revelar todos sus secretos a un sacerdote que, a pesar de sus amables sonrisas y pegajosas bondades, le inspiraba siempre un terror casi supersticioso.

Era la primera vez que se confesaba con el padre Claudio. Hasta entonces el sagrado depositario de todas sus faltas había sido el mismo director espiritual de la baronesa, aquel padre Felipe, en quien ella reconocía instintivamente una imbecilidad inalterable y que oía su confesión con la boca seca, brillantes los ojos, algo temblonas las manos, y complaciéndose en enviar a través de la mugrienta rejilla hasta aquel rostro aterciopelado, su caliente resuello cargado de los vapores grasientos de una digestión larga y difícil.

El padre Felipe era benévolo hasta la exageración. Todo lo encontraba bien, todo lo excusaba y si la joven parecía reservarse algo en su confesión, él tampoco mostraba gran interés en descubrirlo.

Pero ¡el padre Claudio!… Este hombre alarmaba a Enriqueta quien, si en aquellos momentos de espera estaba pensativa, era porque rebuscaba en su imaginación el medio de salir del atolladero evitando decir cosas que ella tenía gran interés en ocultar.

Resonó débilmente el pavimento con unos pasos menudos y ligeros que parecían de mujer, y en el oscuro arco que daba entrada a la capilla dibujóse el contorno de un clérigo al mismo tiempo que la mortecina luz de la lámpara hacía surgir de la sombra el rostro del padre Claudio, dándole un tinte rojo.

Las dos mujeres se levantaron respetuosamente, y el jesuíta pasó ante ellas grave, contra su costumbre, limitándose a saludarlas con una ceremoniosa inclinación de cabeza.

El acto comenzaba con la gravedad necesaria para que la joven comprendiese que no iba a confesarla el amigo de su familia que iba con frecuencia a reír y decir bromitas en el salón de doña Fernanda, sino el ministro de Dios.

Oyose el choque seco de la portezuela del confesonario al cerrarse, revolvióse la abultada sotana para encontrar una posición cómoda en el asiento y la baronesa dio un suave empujón a su hermana diciendo con tono imperativo:

—¡Anda!

Se arrodilló Enriqueta a uno de los lados del confesonario junto a la rejilla que servía para confesar mujeres y con voz trémula y balbuciente comenzó a murmurar el «Yo pecador me confieso…»

Tan turbada estaba, que se equivocó por dos veces y volvió a empezar como si deseara que se retardase el para ella terrible momento.

Dentro del confesonario, con las manos juntas y la actitud estática de un brahamán indio que tras cuarenta días de ayuno absoluto contempla a Dios cara a cara, estaba el padre Claudio esperando pacientemente.

Por fin terminó la joven su oración y acercó su rostro a la rejilla, pegajosa por la humedad y la grasa que en ella habían dejado toda clase de respiraciones.

Lo que pensaba Enriqueta al comenzar su confesión era que el padre Claudio se perfumaba demasiado, pues su olfato sentía la picazón del almizcle que exhalaba la sotana del elegante jesuíta. El perfume favorito de las modistillas y camareras, comenzaba a marearla.

—¡Ave María Purísima! —dijo con voz débil.

—¡Sin pecado es concebida María Santísima! —contestó el jesuíta con su meliflua voz—. ¿Hace mucho tiempo que no te has confesado?

—Más de dos meses, padre mío. Antes iba muy a menudo con Fernanda a confesarme con el padre Felipe, pero ahora he tenido ocupaciones y no me ha sido posible venir hasta hoy. Mi papá me decía siempre que más adelante me confesaría.

—¡Vaya con las ocupaciones! —dijo el jesuíta con tono jovial—. Es preciso —añadió— que no te descuides tanto en limpiar tu alma y que antes de obedecer a tu papá pienses en obedecer a Dios. Vamos, adelante. ¿De qué pecados te acusas, hija mía?

Puesto el asunto en este terreno, Enriqueta cobró un poco de confianza. Ya llevaba ella preparado todo un bagaje de pecados veniales y sin importancia que había estado rebuscando en su memoria la noche anterior. Para confesarse era preciso decir algo, tener actos de que acusarse, pues la Iglesia no puede creer que una persona honrada pase dos meses sin faltar a todas las leyes divinas y humanas, y por esto la joven se echó a cazar pecados por el campo de la imaginación y unos reales, y otros inventados, formó con todos ellos un murallón diabólico tras el cual quería ocultar el más gordo, o sea sus amores con Esteban Álvarez. Este pecado sí que no lo decía ella al padre Claudio aunque los demonios la pellizcasen con tenazas de hierro ardiente.

La confesión comenzó, y Enriqueta fue desarrollando la espantosa serie de pecados horribles que la noche anterior había almacenado en su memoria. Ella se acusaba de que tenía mal corazón para los animales y de que martirizaba a los gatos de su casa; de que reñía muchas veces sin motivo alguno a los criados y tenía gusto en desobedecer a su hermana; de que cuando ésta rezaba el rosario ella se dormía o pensaba en las funciones de teatro a que le llevaba su padre; de que el demonio la martirizaba, haciéndola que le gustasen más las arias italianas del Teatro Real que los gozos que le enseñaba la baronesa; de que en el último baile de la Embajada alemana en unión de algunas amiguitas se había burlado de otra que llevaba un traje muy feo; de que en las noches frías prefería rezar sus oraciones entre las calientes sábanas a estar arrodillada al pie de la cama… y así seguía a este tenor horripilante aquella confesión en que los hechos más inocentes se presentaban con importancia afectada, queriendo hacerlos pasar por pecados terribles.

El padre Claudio escuchaba tranquilamente, aunque de vez en cuando se removía nerviosamente en su asiento como si se impacientara, en vista de la marcha que seguía aquella confesión. La muchacha resultaba algo ladina y así lo pensaba el jesuíta, quien quería comprometerla en otra clase de revelaciones.

Calló Enriqueta y entonces preguntó el sacerdote:

—¿Nada te queda por decir? ¿No tienes más pecados?

—No, padre.

—¿Estás segura de ello?

—Creo que sí, padre mío.

El padre Claudio se revolvió más vivamente en su asiento. Decididamente la muchacha se presentaba reservada y habría que emplear algún trabajo para lograr que confesase sus secretos amorosos.

—Piensa, hija mía —dijo el cura—, a lo mucho que te expones si ocultas un pecado. Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que viva y se arrepienta, es inexorable con los seres que ante el tribunal de la confesión ocultan intencionadamente alguna de sus faltas. Este lugar es la piscina espiritual, donde se limpian las almas de toda mancha, y quien aquí oculta una parte de su ser por mezquinas pasiones, es un réprobo que se niega a recibir la gracia de Dios y a quien éste castiga con mano fuerte. El que oculta algo a su confesor, engaña a Dios, y el Señor ha de indignarse forzosamente cuando se ve engañado por una miserable criatura.

El jesuita hablaba con tono severo; vibraba su voz terriblemente como si fuese la de la divina cólera y Enriqueta temblaba atemorizada por las amenazas del confesor. Éste no quiso extremar el santo terror de la joven y añadió haciendo su voz menos imponente:

—Hay ejemplos de los graves males que han sufrido muchos infelices que pretendieron ocultar a sus confesores algunos de sus pecados. Recuerdo justamente ahora, lo que leí en un libro piadoso digno del mayor crédito, acerca de lo ocurrido a una joven y hermosa princesa en tiempos ya lejanos. Ocultó a su director espiritual varios pecados de amor y el sacerdote, engañado por la que creía una joven candorosa e inocente, le dio la absolución. ¡Ojalá la princesa hubiese dicho todos sus pecados sin ocultar ninguno! Apenas volvió a su palacio, sintió su pecho oprimido por una gran angustia; un fuego infernal le abrasaba el corazón v por su garganta sentía subir algo que la ahogaba y la hacía estremecer con su contacto viscoso. Tuvo una espantosa convulsión y de su boca salieron disparadas, esparciéndose por el aire e impregnándolo todo de un irresistible olor de azufre, las más infernales apariciones. Serpientes verdes y repugnantes que se enroscaban en complicados anillos, echando llamas por las temblonas bocas; diablejos que hacían espantosas contorsiones y obscenas cabriolas; sapos negros manchados de colorado, que hacían repicar las campanillas que llevaban pendientes del cuello y cuyo sonido ponía los pelos de punta; en fin, cuantas apariciones espantables y horripilantes pueden crearse en el Infierno. ¿Sabes, hija mía, lo que era aquello?

El padre Claudio se detuvo para excitar mejor la temerosa curiosidad de Enriqueta y apreciar el efecto que en ésta causaba la relación. Después añadió con acento de religioso terror:

—Pues eran los pecados que aquella infeliz había ocultado a su confesor y que salían bajo tan horribles formas, por no poder estar más tiempo encerrados en un cuerpo que la absolución había santificado. Los pecados al salir ahogaron a la princesa, cuya alma indudablemente está ahora ardiendo en el infierno. Piensa, hija mía, a cuán terribles castigos se expone la miserable criatura que intenta ocultar su conciencia a Dios.

El padre Claudio había logrado su objeto. Conocía el verdadero carácter de Enriqueta, el gran predominio que en ella tenía la imaginación sobre las demás facultades y por tanto obraba acertadamente para sus planes, relatando aquella leyenda estúpida, sacada de uno de esos antiguos libros de devoción, que tanto utilizan los confesores para asustar a las mujeres y los niños.

Enriqueta estaba horrorizada por la terrible muerte de aquella princesa, y con los ojos de su viva imaginación, pronta siempre a dar cuerpo y vida a todos los pensamientos, veía el asqueroso coleo y las cabriolas incesantes de los pecados ocultados al confesor y hasta por una aberración de los sentidos, las exhalaciones almizcladas del jesuíta le parecían oler a azufre.

¿Si iría a ahogarla a ella aquel pecado de amor que tan cuidadosamente quería ocultar?

No necesitó el jesuíta de grandes esfuerzos para arrancar a la joven la revelación que ella tanto se había esforzado en evadir. Llorosa y suspirando, pero al mismo tiempo con la satisfacción del que arrojando un peso comprometedor se libra de un peligro, relató al confesor sus amores con Álvarez, aunque haciendo la salvedad de que ella creía siempre que aquello no podía ser pecado.

El padre Claudio mostraba indignación. ¿Cómo que no era pecado? Y no venial, sino grave, resultaba el comprometerse en amoríos una joven a quien su familia destinaba a Dios, convencida de que sentía una santa vocación por la vida monástica.

El jesuita oyendo el relato de aquellos amores, mostraba gran curiosidad, especialmente al tratarse de los paseos matutinos por el Retiro, únicos momentos en que los dos amantes se veían de cerca. Mostrábase el jesuita ávido de detalles y varias veces interrumpió a la joven, dirigiéndola preguntas que en parte no comprendió, pero que la hicieron ruborizar.

Era la primera vez que Enriqueta oía hablar de aquellas tretas amorosas, pero obscenas, y avergonzada contestaba negativamente, extrañándose de que un sacerdote le hiciera tales preguntas y de que creyera a ella y a Álvarez capaces de tales locuras, burlando la vigilancia de Tomasa que los seguía.

El buen padre manifestó la misma expresión de desaliento del cazador que cree haber encontrado un rastro y al fin no halla nada y siguió interrogando a la joven hasta que se creyó bastante enterado de aquellos amores desde el principio al fin.

—Ése es, hija mía —dijo cuando la joven terminó la revelación—, el más grave pecado, pues los demás que has confesado nada son al lado de tales amores. Afortunadamente, has acudido a tiempo a lavar tu alma y a librarte del demonio de la voluptuosidad que te posee.

—Pero, padre mío, ¡si ya no existen tales amores! ¡Si yo, por orden de papá, escribí una carta rompiendo mis relaciones con el capitán!

—No importa, tú le amas. Se conoce en tu modo de expresarte que no has olvidado aún a ese hombre, y es preciso, si quieres salvar tu alma, que de ella se borre la huella de un amor vergonzoso.

Enriqueta, que tanto había temido revelar sus amores al jesuita, ahora que se veía ya descubierta, había recobrado su serenidad y sentía renacer su carácter, que era doble, pues si en ciertas circunstancias se mostraba débil y como propio de un ser automático, en otras daba a conocer una energía y una independencia verdaderamente inesperadas.

—Pero, padre —dijo con resolución—, ¡yo creía que un amor puro no era tan enorme pecado!

—Estás en un grave error, hija mía, y sin duda el diablo te mantiene en él. La joven que no sienta temor al pensar en las penas del infierno, la que no quiera ir al cielo, esa puede entregarse a ese amor puramente terrenal, que no es en el fondo más que una torpe pasión; pero la que desee figurar después de su muerte entre las bienaventuranzas y gozar las delicias celestes, debe huir de las falsas dichas terrenales dedicándose al único amor cierto, al que no engaña, a ese amor ardiente a Dios que tan célebre hizo a Santa Teresa. En una palabra; dónde quieres ir tú después de la muerte, ¿al cielo o al infierno?

No había perdido el tiempo la baronesa educando a su hermana. La gran preponderancia que en ésta tenía la imaginación, convertíala en ciertos momentos en una visionaria; la continua lectura de leyendas piadosas, le había hecho formarse un horrible y exacto concepto del diablo y sus maléficas hazañas; cerrando los ojos veía a Satanás con su horrible catadura y no podía oír hablar del infierno sin estremecerse de pies a cabeza.

—Al cielo; quiero ir al cielo —contestó con ansiedad, como si ya oyera en la sombra los pasos del demonio que se acercaba para cargar con ella.

—Pues para ir al cielo es preciso, hija mía, estar en estado de santidad, y este estado los que más fácilmente pueden adquirirlo son los célibes o las vírgenes. Tú, indudablemente, procediendo como joven honrada, querrías contraer matrimonio con ese hombre que decía amarte. ¿No es esto?

—Sí, padre.

—Pues bien; el matrimonio, aunque muchos no lo crean así es lo más opuesto al estado de santidad y el camino más recto para ir al infierno. No soy yo quien lo digo, sino la Santa Madre Iglesia, que no puede engañarse jamás.

—¿Y cómo es que la Iglesia casa a la gente? —preguntó Enriqueta con ingenuidad terrible.

—Es necesario el matrimonio, pues de lo contrario acabaría la procreación y el mundo quedaría desierto. La Iglesia lo consiente mas no por esto aconseja el matrimonio, pues sabe que para ganar el cielo sirviendo a Dios no basta la virginidad del alma, pues es necesario también conservar la del cuerpo. ¿Has oído tú hablar del Santo Concilio de Trento?

—Sí, padre —contestó Enriqueta, que algunas veces había oído tal nombre en boca de los contertulios de su hermana, aunque no estaba muy segura de lo que pudiera significar.

—Fue una santa reunión de todas las lumbreras de la Iglesia sobre cuyas augustas frentes descendió el Espíritu Santo. Allí se distinguió por primera vez nuestra sagrada Compañía de Jesús, y se dictaron Cánones sobre el matrimonio que afirman esto que te digo. Oye lo que dice el Canon X, y recuérdalo siempre: «Si alguno dijere que el estado de matrimonio debe preferirse al estado de virginidad y de celibato, y que no es mejor y más venturoso permanecer en la virginidad o en el celibato que casarse: sea anatema» Anatematizados son, pues, por la Iglesia, los que no creen que la virginidad es el procedimiento más seguro para ir al cielo, como lo prueba el celibato de los sacerdotes, fieles representantes del Altísimo, y el de las religiosas, dulces esposas del Señor. Ahora ya lo sabes; ya estás advertida por mí, que en estos momentos hablo por inspiración del cielo: cásate si esta es tu voluntad y lo permite tu familia, pero estés segura de que vas rectamente camino del infierno.

—No, padre mío no me casaré. Además, he roto ya toda clase de relaciones con el hombre que amaba, y hoy mi corazón está vacío.

—No basta esto. Es preciso que ese corazón lo llenes con el santo amor a Jesús crucificado, divino esposo de todas las jóvenes destinadas a gozar en el cielo una eterna dicha.

—¡Amaré a Dios, padre mío! Yo se lo aseguro. Hoy no le amo aún como debiera, pero con el tiempo…

—La oración y la humildad harán más que cuantos esfuerzos de ánimo intentes. Obedéceme a mí siempre; sigue los consejos de tu hermana, que es casi una santa, y no dudes que éste es el camino que te conduce a la eterna felicidad.

—Mi hermana desea hacerme monja.

—Es porque te quiere con verdadero cariño; porque se interesa por tu dicha. ¿Tú te sientes con fuerzas para entrar en un convento?

—¡Yo!… No sé. En este instante creo que sí; pero después…

—Eso es porque, como muy bien has dicho antes, no amas aún hoy a Dios verdaderamente. Cuando te sumas en la inmensa felicidad que produce entregarse en cuerpo y alma a la contemplación de la felicidad, cuando sigas fielmente mis consejos, entonces tú serás la más interesada en abandonar el mundo y pedir la vida religiosa. Serás monja y nos agradecerás a tu hermana y a mí el cuidado que nos hemos tomado por tu alma.

—¿Y mi papá? —preguntó Enriqueta, que al hablar del convento recordaba la oposición de su padre.

—¿Se opone él acaso a tu vocación?

—Sí, un día me dijo que prefería verme muerta antes que monja.

—Eso es sin duda una obcecación lamentable del señor conde. Yo, que como sabes, le trato con asiduidad, estoy convencido de que las desgracias le han perturbado bastante, y que muchas veces no piensa bien lo que dice. Su oposición será fácil de vencer.

Enriqueta hizo un gesto como indicando que no creía fácil disuadir al conde.

—Además —continuó el jesuita—, los obstáculos que tu padre pueda oponer a tu vocación no deben torcer ésta. Los padres sólo tienen potestad sobre sus hijas cuando se trata de asuntos puramente terrenales; pero cuando una alma privilegiada quiere elevarse sobre las miserias mundanas y volar directamente a Dios, un padre es poca cosa para impedir tan sublime designio.

Enriqueta escuchaba con instintiva extrañeza tales palabras. El padre Claudio apercibióse del efecto que en su penitente producían sus afirmaciones, y se apresuró a añadir apelando al procedimiento casualista propio de los jesuítas:

—No es esto decir que se debe desconocer y despreciar la autoridad de los padres; pero todo tiene su límite en este mundo y ante Dios deben enmudecer las jerarquías y los privilegios creados por la sociedad. Nuestra Santa Compañía, que por ser la que más hombres eminentes ha contado en su seno, se ha ocupado de todos los problemas que pueden surgir en la vida cuando se trata de servir a Dios, tiene previsto el caso en que la voluntad del padre se oponga a los sentimientos religiosos del hijo. Ilustres escritores de la Compañía de Jesús han publicado libros en que se marca lo que deben hacer los hijos cuando por culpa de sus padres ven en peligro su piedad y su salvación eterna. El padre Esteban Facúndez, jesuita portugués, en su Tratado sobre los Mandamientos de la Iglesia, que publicó en 1626, dice que los hijos católicos pueden denunciar a sus padres si son herejes y no creen en su religión, y hasta pueden, sin caer en pecado, asesinarlos, si intentan obligarlos a abandonar la fe. Otro jesuíta español, el padre Dicastille, en su libro De la Justicia del Derecho, cree del mismo modo que un hijo puede hasta asesinar a su padre si éste le impide ser buen católico. Del mismo modo han hablado otros respetables escritores de la Compañía que no creo necesario citarte, y ya ves que cuando la Iglesia, por boca de nosotros, que somos sus más legítimos representantes, autoriza a un hijo en cuestión de religión para que mate a su padre, bien puede aconsejar a una hija que desobedezca a su padre también, que desprecie sus mundanales consejos y que procure ante todo salvar su alma haciéndose esposa del Señor.

Enriqueta parecía convencida.

Allá adentro, en lo más profundo de su cerebro, le escarabajeaba cierta duda sobre la bondad y la lógica de las doctrinas del padre Claudio, pero esto en ura joven ignorante e impresionable como era ella no pasaba de ser un fugaz chispazo, y arrastrada por su fe atribuía la ligera duda a una pérfida sugestión del demonio que todavía intentaba poseerla.

—No; tu padre no se opondrá —continuó el jesuíta—. Y si se opusiera, el cielo se encargaría de defenderte y de barrer tales obstáculos. ¡Quién sabe lo que Dios habrá dispuesto contra tu padre en vista de su impía obstinación!

El jesuíta dijo estas palabras con tono tal, que Enriqueta se estremeció presintiendo en ellas una amenaza.

Por algunos momentos permanecieron silenciosos confesor y penitente, y al fin, el padre Claudio, como arrancándose de una grave meditación, dijo a Enriqueta:

—Es preciso, hija mía, que te decidas; que tomes una resolución y sepas sostenerla con energía. Ahora es tiempo para escoger el porvenir. Estás en el cruce de dos caminos; el del cielo y el del infierno Si eres débil, si te sientes seducida por las míseras pompas terrenales, si ocultas tu escasa fe diciendo que quieres obedecer a un padre que tiene tendencia a la impiedad, entonces toma el camino del Infierno; pero si quieres ir al cielo, sacrifica el mísero cuerpo, renuncia para siempre a los goces de la materia, guarda una alma virgen en un cuerpo intacto, huye de la maldita sociedad y enciérrate en un convento, lugar seguro donde se alcanza la vida eterna. ¿Por quién te decides? ¿Por Dios o por el demonio?

—Por Dios, padre mío; yo amo a Dios sobre todas las cosas, como manda el catecismo.

—Muy bien, hija mía. Ama al Señor, que Él te recompensará con creces. ¿No olvidarás esta resolución? ¿No sentirás flaqueza de ánimo?

—No, padre mío. Estoy resuelta.

—Por si algún día te tienta el diablo con los esplendores del mundo, pretendiendo apartarte de la buena senda, piensa que esta existencia que arrastramos es cosa débil y efímera, que a los ojos de la eternidad tiene tanta duración como el fugaz relámpago ante nuestros ojos. ¿Qué es la vida? Unas cuantas docenas de años que la criatura humana malgasta en satisfacer su ambición o en apagar su sed de placeres sin pensar en ponerse bien con Dios, ni menos en que no más allá de la tumba está la verdadera vida, la que no acaba nunca, la existencia eterna, y que lo que aquí hacemos sirve para estar por los siglos de los siglos nadando en un piélago de felicidad celeste o sumido en un infierno de horrores. Mira a esas mismas mujeres que te rodean en los salones y que se llaman tus amigas. Son honradas, no lo dudo; cumplen sus deberes de esposas, hermanas e hijas, no hacen mal, al menos con deliberada intención, pero viven totalmente olvidadas de Dios, y no piensan en que les sorprenda la muerte. No piensan más que en el presente, no lanzan una sola mirada al porvenir; su Dios es la moda, su devoción el amor, sus oraciones, estúpidos y dulzones galanteos, e ignoran, ¡oh desgraciadas!, que llegará el día de la ira, el día de la desolación, en que el Señor juzgará a los buenos y a los malos; a los que le han amado y a los que le han desconocido, y entonces esas carnes ahora tan cuidadas y frescas, chirriarán al contacto del infernal fuego sus blondos cabellos se convertirán en ondulante corona de azuladas llamas, sentirán en el pecho una angustia estremecedora y para apagar su inmensa sed, sólo tendrán sus amargas lágrimas. Ya los alegres violínes del baile o del teatro, no las arrullarán con sus gratos sonidos; gritos de agonía, espantosas maldiciones, rugidos de dolor, llegarán a sus oídos como horrísono concierto de los desesperados réprobos; y danzarán sin tregua ni descanso, pero no será como ahora por puro placer, sino para librar sus pies de las enrojecidas brasas de los viscosos monstruos de los agudos puñales que forman el pavimento del infierno. ¡Ah, infelices los que ahora se divierten unos cuantos años para vivir agonizando durante una eternidad!

Conocía perfectamente el jesuíta el carácter de la joven, y sabía manejar a su placer aquella viva imaginación por la que pasaban las ideas atropelladamente aunque detallándose y tomando el relieve de los hechos reales.

Aquella peroración de tonos apocalípticos era para Enriqueta una especie de linterna mágica cuyos cuadros la aterraban. Ella, con los ojos de la imaginación, veía al Dios iracundo, ofendido.

Y deseoso de venganza, arrojando las almas en el infierno y sobre el suelo tapizado de monstruos y brasas, por entre las crepitantes y azuladas llamas, distinguía a todas sus compañeras, las flores de la aristocracia madrileña, desnudas y chamuscadas, apestando a grasa quemada y arrojando raudales de lágrimas por los ojos, implorando en vano la misericordia divina y lanzando lamentos de loca desesperación.

No, ella no quería verse así; no quería ir al Infierno, deseaba ser esposa de Jesús, y llevada del religioso egoísmo, propio de las visionarias, se prometía no dejarse tentar más tiempo por las seducciones mundanas, renunciar al amor, y desobedecer a su padre si es que este se oponía a que entrara en un convento impidiéndola que salvara su alma.

Pero ¿qué era aquello que con tono tan agradable resonaba en su oído? ¿De dónde procedía una armonía tan deliciosa? Era el padre Claudio que seguía hablando; pero su acento enérgico y aterrador había tomado una entonación dulce y meliflua.

—¡Cuán distinta es la suerte de la mujer que dedica su existencia a Dios! Ella ve claramente lo que es el mundo y con la vista fija en el porvenir sabe despreciar el presente por lo futuro. Renuncia a las pompas y las dulzuras humanas, pero en cambio goza la eterna felicidad y cuando su alma queda libre de la terrena envoltura paséase por las celestes salas, conversa con los bienaventurados, oye el arrobador concierto de los angelicales coros y se sumerge en el esplendor de sublime luz que circunda la persona de Dios, estremeciéndose con los arrebatadores espasmos del más sublime placer. La lengua humana es pobre para describir la inmensidad de dichas que se gozan en la mansión de los justos, pero bástete, para imaginar cuán grande será la celestial felicidad, pensar que es Dios el que todo lo puede y todo lo sabe, quien dispone y prepara los goces de los bienaventurados. Cuando se considera lo poco que cuesta ganar tanta dicha, es cuando mejor se comprende la inmensa bondad del Señor. ¿Qué sacrificios exige? Nada. Renunciar a los engañosos placeres que proporciona el demonio durante el poco tiempo que dura la vida de la humana criatura. Y a más de esto, ¡cuán llena de dichas está la existencia de la feliz esposa de Jesucristo! Vive alejada de las miserias del mundo y los dolores sociales; las penas que engendra la familia, la maldad y la murmuración de los hombres, vienen a estrellarse contra los muros del convento. Dentro de él la mística esposa es libre, independiente, se ha despojado del peso de las preocupaciones mundanales, no tiene que luchar ni que preocuparse en defender su honor, ni tiene marido que la aflija, ni hijos que la apenen con sus dolencias. Le basta con amar a Dios, su esposo, y vive en íntimo y dulce consorcio con sus compañeras, seres llenos de dulzura y de benignidad. Habla amorosamente con Jesús crucificado, que le sonríe amoroso y besa con estremecimientos de pasión sus abiertas llagas, sus raudales de sangre; aspira el místico y tranquilizador ambiente de los claustros que elevan en el espacio su filigrana de piedra de un modo tan aéreo como la oración del creyente; no tiene que preocuparse ni aun de reflexionar, todo muere dulcemente dentro de su cerebro, y un poder superior y maternal se encarga de pensar por ella. De día, a la luz del sol, mira las florecillas que abren sus cálices salpicados de rocío, mudas bocas que entonan su invisible himno a la divinidad; conversa con el sencillo pajarito; de noche, para ir al coro, atraviesa las silenciosas crujías bañadas por la misteriosa luz de la luna, y siente tras sus pasos los del invisible Ángel de la Guarda, que con la ígnea espada desenvainada la defiende del demonio; junta el oro con el terciopelo y la seda para hacer un traje a la Madre de Jesús, y se extasía a todas horas en la contemplación de su alma, pura y limpia de malos pensamientos, por lo mismo que no piensa, y hasta puede esperar que el Omnipotente la favorezca haciéndola obrar milagros y destinándola a que con el tiempo figure en los altares. ¿No es esto la mayor de las felicidades?

¡Ah, padre Claudio! ¡Bendito padre Claudio! Buena manderecha os había dado Dios para trastornar cabezas juveniles y para hacer hervir hasta derramarse a las imaginaciones fogosas. Por algo la Compañía le tenía, ya que no por uno de sus mejores predicadores, por el más eminente confesor, de cuantos enloquecen cabezas juveniles de aristocráticas herederas, para arrojar sobre ellas las blancas tocas y limpiarlas después los bolsillos.

Enriqueta estaba trastornada. Aquella descripción de las dulzuras monásticas, que el jesuita aún recargó con detalles más conmovedores, hizo más que todas las exhortaciones de la baronesa, dichas con lenguaje imperativo.

Al terminar el jesuita su discurso, Enriqueta, con la impetuosidad de aquel carácter que tenía dos diversas fases, exclamó:

—¡Oh, padre Claudio! ¡Yo quiero ser monja! Obedeceré cuando usted me mande y entraré en un convento aunque se oponga el mundo entero.

El jesuita sonrió en la sombra, con la dulce expresión de un artista que se siente satisfecho ante su obra.

—¡Bien!, ¡muy bien! —dijo—. Serás monja, te lo asegura el padre Claudio, que te mira como una hija y te protegerá en todas ocasiones. Ahora di el Señor mío Jesucristo… y acabemos, que tu hermana estará impaciente.

Rezó la joven con la cabeza baja, mientras dentro del confesionario sonaba un confuso masculleo de latín.

Acabó el rezo, y sobre la portezuela del sacro cajón apareció la blanca mano del jesuita que trazó en el espacio la bendición absolutoria.

Con aquello bajaba del cielo a la cabeza de Enriqueta la divina clemencia, y el padre Claudio comenzaba a tentar los millones de la familia Baselga, tan apetecidos por la Orden.

Otro golpecito como aquella confesión, y el hermoso jesuita andaba de un solo salto la mitad del camino que conducía al generalato.

XXII. De cómo el padre Claudio tendió la tela de araña

El doctor don Pedro Peláez era el médico de Madrid más reputado entre la clase aristocrática.

Una fama, si no de excesiva brillantez sólida e inalterable acompañaba su nombre y no se sentía enfermo un individuo de la alta sociedad sin que al momento parientes y amigos dijesen con la expresión propia del que ha encontrado una solución salvadora:

—¡Que busquen al doctor Peláez! ¡Que venga inmediatamente!

Su reputación científica estaba al abrigo de todo ataque y a pesar de que era un médico vulgar que no se distinguía en ninguna especialidad, nadie se atrevía a dudar de su sabiduría que entre las gentes del gran mundo era casi artículo de fe.

En los salones hubiera sido considerado de mal tono hablar de dolencias sufridas sin unir a ellas el nombre del doctor de moda que parecía protegido por un oculto poder encargado de acrecentar su fama.

La consigna era general. Enfermaba alguna aristocrática señora, y no faltaba un amigo oficioso que dijera inmediatamente:

—Eso no es nada. Llame usted a Peláez y en cuatro días, buena. Le gustará a usted mucho el doctor. Es un hombre de mundo, un carácter franco y agradable.

Se sentía indispuesta alguna beata opulenta, y entonces su mismo director espiritual era el encargado de decirla:

—Llame usted al señor Peláez. Es un gran médico y además un buen católico; un hombre virtuoso que fía más en Dios que en su ciencia y que no incurre en las herejías de esos doctores materialistas que hoy tanto abundan.

Podía dormir tranquilo el doctor Peláez, pues su fama no corría peligro. Se le morían los enfermos con aterradora frecuencia; los compañeros de facultad sonreían desdeñosamente al hablar de él, y le aplicaban, como saetas de desprecio, los más denigrantes calificativos; pero allí estaba para defenderle toda la alta sociedad, los pollos tísicos, las niñas cloróticas, los padres martirizados por la gota y, sobre todo, la gente de Iglesia, y más especialmente los individuos de la Compañía de Jesús, que hablaban de la piedad y las virtudes del médico con preferencia a sus conocimientos científicos.

El padre Claudio era la más sólida base de aquella reputación médica, y no visitaba una sola casa en la que no introdujera a su buen amigo don Pedro Peláez, asombroso portento, que era capaz de obrar milagros como los antiguos santos.

Nada tenía el doctor en su aspecto que justificase tan buena y general aceptación. Conocíase su origen campesino por cierta rudeza en sus maneras y aun en su lenguaje, que él pugnaba por ocultar; su rostro curtido y cetrino era vulgarote, teniendo como detalles distintivos unos ojos verdosos que rebosaban malicia, unas patillejas recortadas con poco arte y una gran boca que sonreía con graciosa bondad, y a esto había que añadir que vestía con cierta afectación procurando ostentar un lujo recargado y ridículo.

Pero en cambio tenía una conversación entretenida, era francote e ingenuo hasta el punto de que, según la expresión de sus bellas clientes, llevaba el corazón en la mano, y tanta facilidad tenía para la narración, que se sentía capaz de pasar un día entero sin repetirse ni cansar a su aristocrático auditorio.

Cuando entraba en una casa, aunque el enfermo estuviera muriéndose, todos desarrugaban el ceño, y hasta algunos sonreían acariciados por la confianza que el médico infundía con su presencia. Pulsaba a los enfermos diciendo un chiste, entretenía a la familia con un alegre cuento, y cuando se le moría el infeliz que él cuidaba (lo que ocurría las más de las veces), aún llegaba a alcanzar con sus palabras que se mitigara bastante el dolor de parientes y allegados.

No se llegaba a determinar en él quién alcanzaba tal éxito y era motivo de tan gran fama: si el médico o el elegante bufón. Joaquinito Quirós, gran aficionado a las imágenes clásicas, aun cuando las sacase por los cabellos, decía de él que era Mono embozado en el manto de Esculapio.

Este D. Pedro Peláez, era el patriota de quien el padre Claudio habló a Baselga en su conferencia con O'Conell, y pocos días después de que ésta se verificase, lo presentó al conde en aquel despacho, estancia misteriosa donde se incubaba al calor de una exaltada imaginación, la gran empresa de Gibraltar.

El jesuíta debía ya haber puesto a Peláez al corriente de lo que se trataba, pues el médico habló al conde de la importante conquista con gran entusiasmo, jurando repetidas veces hacer los mayores sacrificios para devolver Gibraltar a la patria española.

A Baselga no le fue muy simpático el doctor Peláez al primer golpe de vista. Conocía de nombre a aquel médico, del que se hacía lenguas la buena sociedad, y al verlo lo encontró, un tipo rústico, malicioso y vulgar, incapaz de acometer ninguna empresa grande.

Pero aquél, exaltado por el patriotismo, tenía la condición de apreciar a sus amigos con arreglo al grado de entusiasmo que mostraban por su grandiosa empresa, y como el famoso Peláez no anduvo parco en punto a elogios y exageraciones tratándose de la idea concebida por Baselga, éste le reputó inmediatamente por hombre de gran valía, que bajo un exterior vulgar encerraba un corazón de oro.

Tratándose de un carácter tan franco y amigo de entrometerse en todo, como era el del reputado médico, fácil es adivinar lo poco que le costaría captarse la confianza de aquel Don Quijote del patriotismo, nombre que el padre Claudio daba a Baselga en sus conversaciones con su secretario.

Peláez visitó todos los días a su amigo y con él permanecía horas enteras discutiendo calurosamente los últimos detalles del famoso plan y lo que debía hacerse después del triunfo.

El conde estaba contento y satisfecho del carácter de su auxiliar, y sobre todo lo que más le agradaba en él, es que nunca le hacía la oposición y acataba siempre todas sus órdenes.

Aquello marchaba, según la expresión del conde que muchas veces no podía contener su alegría, y en la mesa hablaba a sus hijas con fruición y chispeándole los ojos, del gran plan que él cuidaba de no revelar, pero que las honraría a ellas como hijas del más grande hombre de España.

A Enriqueta producíale alguna inquietud la exaltación que notaba en su padre, y que aumentaba de un modo poco tranquilizador.

Fernanda, por el contrario, permanecía tranquila, y únicamente examinaba a su padre con curiosidad. Sabía que el padre Claudio tenía algo que ver con aquella exaltación, y no se inquietaba, pues tenía absoluta confianza en aquel grande hombre del que era ferviente admiradora.

Además en ella existía un gran fondo de odio contra el hombre, que sabía no era su padre, y que la trataba siempre con desdeñosa indiferencia, haciéndola sentir muchas veces el peso de su autoridad. El conde era un obstáculo para los planes del padre Claudio, y ella, por su amor a éste, deseaba que le hiciera desaparecer.

Un día comenzó a alarmarse no sólo la familia, sino toda la servidumbre de casa de Baselga.

Eran las ocho de la mañana, y en el patio sonaron voces coléricas disputando con gran furor, y se vio subir precipitadamente al obeso portero con una mejilla enrojecida por la marca que deja un tremendo bofetón.

El ayuda de cámara del conde que acababa de ponerse en actitud de servir, pues su señor se levantaba siempre a dicha hora, acudió presuroso al encuentro del atribulado portero, que con aire azorado exclamó:

—Yo no sé lo qué es eso; pero abajo hay muchos hombres, una tropa de palurdos que parecen del Norte y que son salvajes como unos indios. No les quería dejar pasar, y mira cómo me han puesto. Ese viejo que va al frente me ha dado de bofetadas.

Y el gordo sirviente se llevaba la mano a la mejilla con una expresión de dolor que resultaba grotesca.

—¿Pero qué quieren esos bárbaros? —preguntó el ayuda de cámara.

—Buscan al señor conde y dicen que son amigos de él y que si vienen es porque él los ha llamado. Verás si esto puede ser. ¡Como si el señor conde fuera a buscar sus amigos en los corrales de ganado!

En esto ya sonaba en la anchurosa escalera el pesado trote de muchos pies torpes, pero seguros en el pisar, y poco después desembocaba en la antesala un rebaño de hombres vestidos de lana parda, la boina azul sobre la oreja y en la mano groseros y robustos bastones.

Eran como unos veinte, y los había de todas clases. Unos membrudos, de estatura gigantesca y rostro ingenuo como el de un niño, otros pequeños, angulosos e inquietos, con cara de rusticidad maliciosa, algunos, viejos y curtidos; los más, jóvenes con la tez respirando esa frescura que presta la vida de las montañas, y todos de gesto enérgico y apostura resuelta, como hombres seguros de su fuerza, que ni buscan ni rehuyen el peligro.

Al frente de ellos iba un viejo enjuto y pequeño, de airecillo socarrón y ojos menudos, azules y penetrantes, el cual tenía sobre sus compañeros cierto aire de superioridad y miraba a todas partes con confianza, como hombre que no se cree capaz de que le asombre cosa alguna.

Al ver al ayuda de cámara, le dijo con tono imperativo:

—¡Eh, muchacho! Tú sabrás darnos mejor razón que ese gordote. Dile a tu amo, el señor conde, que aquí está el tío Fermín, el de Zumárraga. ¡Anda, vivo! ¡Que él ya nos estará esperando hace días!

Luego continuó dirigiéndose a los suyos, que le miraban con satisfecho amor propio al verle mandar en aquella casa.

¡Vaya, chiquillos! Sentaos sin vergüenza. El conde es muy campechano, y aquí estáis como en vuestra propia casa.

El rebaño, obedeciendo la orden del pastor, se esparció por la antecámara, moviendo gran estruendo con sus fuertes patadas y colocándose ruidosamente en las sillas de madera tallada, algunas de las cuales chocaron violentamente contra la pared.

Aquella horda con su ruidosa invasión, su vocerío en el patio y los gritos del tío Fermín, puso en conmoción toda la casa, y a los pocos instantes el resto de la servidumbre asomaba sus curiosas caras tras las puertas del recibidor, asombrándose ante aquellas feroces cataduras y la rusticidad de trajes que desentonaban del lujo de la habitación.

Doña Fernanda, avisada por su curiosa doncella, supo inmediatamente la irrupción bárbara de que era objeto la casa, y vistiéndose apresuradamente fue a asomar sus ojos por las rendijas de un cortinaje de la antecámara.

Su instinto aristocrático se sublevó al ver aquella manada de hombres toscos que miraban con asombro los detalles lujosos de la habitación, al mismo tiempo que dejaban impresas en la alfombra las sucias huellas de sus zapatos cubiertos de barro. Iba la baronesa ya a salir para arrojar a la calle a la plebeya turba, cuando vio entrar por la puerta de enfrente, envuelto en su bata al conde de Baselga, erguido y sonriente, como si experimentase inmensa satisfacción.

Todos se levantaron, moviendo tanto estrépito como al sentarse.

—¡A sus órdenes, mi coronel! —gritó el tío Fermín, llevándose una mano a la boina para saludar militarmente, al mismo tiempo que con la otra estrechaba con gran respeto, la que le tendía el conde.

—¡Aquí están los chicos! —continuó con expresión gozosa—. Usted, mi coronel, de seguro que habrá dicho en vista de mi tardanza: ese Fermín no se acuerda ya de mí ni me quiere obedecer; pero el tío Fermín no es ingrato, ¡qué ha de ser! Lo único que le ha sucedido, es que le ha sido difícil buscar y reunir la gente, pero lo importante es que ya está aquí dispuesto a obedecerle como en otros tiempos; ¡je, je! ¡Qué tiempos aquéllos, mi coronel!

Y el fuerte viejo se reía abriendo su boca desdentada, y oprimiendo con entusiasmo la mano del conde.

—¿Y es ésta la gente, tío Fermín? —dijo Baselga, paseando su penetrante mirada por el confuso grupo que le contemplaba con respetuosa admiración.

¡Ésta es, sí, señor! Es decir, quedan aún treinta más, que vendrán dentro de dos días. Les quedaba algo que hacer por allá, y además no convenía que viniéramos todos juntos. Algunos sirvieron en las filas cuando la guerra, y todos estos jovenzuelos son hijos de antiguos soldados de nuestro regimiento y le conocen a usted por lo mucho que hablaban sus padres del valiente coronel Baselga. ¿Verdad, hijos míos?

Aquellos mocetones contestaron muda y afirmativamente con tal energía, que parecía iba a salírseles la cabeza de los hombros.

—Ya veo que es gente que promete —dijo el conde— y de seguro que con ellos pueden hacerse muy buenas cosas.

Veinte sonrisas estúpidas acogieron agradecidas el cumplido.

—Póngalos usted a prueba y verá. Son fieras y más cuando se trata de reñir por el rey legítimo. Conque, señor conde, ¿cuándo daremos el grito? Por que yo supongo que no nos habrá usted llamado, gastando tanto dinero, por el sólo placer de vernos.

—Ya hablaremos de eso. Ven solo esta tarde y te diré lo que hemos de hacer. ¿Necesitas dinero?

—¡Quiá! no, señor. Con los tres mil duros que usted envió he tenido de sobra para dejar algo a las familias, y traer esta gente y la que ha de venir, y aún queda para mantenerse muchos días aquí.

—Así que necesites más dinero avísamelo. Ahora marchaos y procurad ir por Madrid en pequeños grupos sin llamar la atención. Hasta la vista, muchachos y tú, Fermín, te espero esta tarde.

Salió la horda con el mismo estrépito, saludando con sus boinas al conde, y llevando al frente como cuidadoso pastor al tío Fermín, que había tomado ojeriza al portero, pues al verle en la escalera blandía su garrote de un modo poco tranquilizador.

Perdiéronse escalera abajo los trotes de aquella tribu, arrancada de lo más abrupto de las montañas navarras y llevada a Madrid por la voluntad del conde. En la antecámara, no quedaron como recuerdos de la invasión más que las manchas de barro en la alfombra, y un nauseabundo olor a salud.

La baronesa experimentó gran alarma con aquel acontecimiento inesperado.

Por más que esforzaba su imaginación, no podía adivinar cuáles eran aquellos propósitos que su padre ocultaba con tanto misterio, y por qué había hecho venir tanta gente desde Navarra.

Comprendía que el padre Claudio sabía más que ella en aquel asunto; pero por no merecer de él una reprimenda, ni oír que su curiosidad se mezclaba en todo, no avisó al jesuíta de lo ocurrido, como en el primer momento lo pensó.

Quiso aquella tarde sorprender algo de la conversación del conde con el viejo navarro, pero no pudo lograr su intento, pues Baselga, como de costumbre cuando tenía que tratar algo en secreto, había cerrado la puerta de una habitación anterior a su despacho.

La baronesa hubo de contener forzosamente su curiosidad, que se excitó dos días después con motivo de otra visita que hizo el tío Fermín, con más numeroso acompañamiento, y con el mismo estruendo, aunque sin tener choques con el obeso portero.

Eran treinta mozos los que el viejo navarro presentaba al conde, diciéndole que acababan de llegar en el tren de la mañana, y que estaban tan deseosos de ver a su noble jefe, que no había podido disuadirles de tal visita.

La baronesa, que oculta tras el mismo cortinaje de la antesala, presenciaba la escena, se alarmó más aún y pensó con terror si su padre haría desfilar por aquella casa a todo su antiguo regimiento.

No creía ella ya, que en aquello pudiera tener parte el padre Claudio, y se propuso revelarle lo que ocurría aunque el jesuíta le reprochara su curiosidad.

Envió al portero a la casa residencia de los jesuítas, con una esquela en que rogaba al padre Claudio pasase a verla cuanto antes, y a su director espiritual, el padre Felige, le comunicó cuanto ocurría en aquella misma tarde, pues no podía contener más tiempo la extrañeza producida por tan inesperados sucesos.

Estaba la baronesa muy ocupada en comentar con su director espiritual aquellas misteriosas maquinaciones de su padre, cuando entró la doncella a quien doña Fernanda había encargado que espiara todos los actos del conde.

—¡Señora, señora! —dijo apresuradamente la joven—. El señor ha bajado hace un rato a las cuadras y ha hecho desocupar el cuarto del forraje.

—¡Bien! ¿Y qué? —contestó la baronesa no comprendiendo que tal noticia pudiera causar tanto azoramiento.

—Que acaban de llegar dos carros con unos cajones muy pesados, y a fuerza de muchos brazos acaban de colocarlos en el depósito del forraje.

—¿Y qué contienen los cajones?

—Agustín, el cochero, que ha ayudado a colocarlos y hablado con los mozos, acaba de decirme que tienen dentro carabinas.

—Será una broma —dijo la baronesa palideciendo.

—No, señora. Yo he oído el ruido de los cajones al descargarlos, y aseguro a la señora que contienen objetos de hierro. Indudablemente son armas.

La baronesa y su amigo se miraron asombrados haciéndose mudamente la misma pregunta. ¿Para qué serían aquellas armas?

—¿Y dónde está el señor? —preguntó doña Fernanda.

—Vigilando y dirigiendo la colocación de los cajones. Uno de éstos, dice Agustín, que lo han descargado con precaución, pues contiene cartuchos que pueden dispararse con facilidad.

A la baronesa le pareció que ya se bamboleaba la casa conmovida por una explosión, y con acento algo angustiado, dijo a su doncella:

—Vuelve a ver lo que hace el señor y Dios quiera que no nos suceda una desgracia.

Doña Fernanda y su director espiritual se entregaron a los más aventurados comentarios, creyendo cuando menos que el conde trataba de verificar un alzamiento carlista en el mismo Madrid.

Era preciso poner aquello en conocimiento del padre Claudio, y su subordinado, el robusto y potente confesor se comprometió a manifestarle la urgencia con que la baronesa solicitaba su presencia.

A la mañana siguiente, el padre Claudio antes de la hora en que acostumbraba a ir a Palacio, entró en el salón de doña Fernanda.

Ésta que le aguardaba hacía ya mucho tiempo y que como de costumbre se había vestido y acicalado con elegancia para recibir dignamente al poderoso jesuíta, se abalanzó a él, exclamando con doloroso acento:

¡Oh, padre mío! ¿Qué va a suceder aquí? ¡Con qué impaciencia le aguardaba! Creo que ya sabrá usted lo que ha hecho mi padre.

—Sí, hija mía. Este suceso lo aguardaba yo hace algún tiempo; pero siéntate y hablemos con calma, pues el asunto lo merece.

Sentáronse los dos en un sofá y el jesuíta, dijo adoptando un aire paternal.

—Vamos; hija mía. Cuéntame todo lo sucedido ayer. El padre Felipe me ha dicho algo, pero deseo que seas tu quien me diga lo ocurrido, con todos sus detalles.

La baronesa hizo la relación de todo lo sucedido. La llegada de los navarros, el almacenaje de las armas, el gran susto de los criados que sabían todo lo que ocurría y el no menor que experimentaba ella, pues comprendía que de todo aquello nada bueno podía salir.

—Y tú —dijo el jesuíta— ¿qué intenciones le supones a tu padre? ¿Por qué crees que hace todas esas cosas que resultan tan extrañas?

—Yo, padre mío, la verdad; no sé cuál pueden ser sus ideas. Ahora, afortunadamente, estamos en una época tranquila, el partido carlista no piensa en conspiraciones y al ver yo estos preparativos guerreros de mi padre, casi llego a sospechar si estará loco.

El padre Claudio sonrió como halagado por estas últimas palabras, y dijo a su admiradora:

—¿Recuerdas que un día vine aquí con un sabio irlandés, el doctor O'Conell? Tú estabas en una junta de cofradía y encargué al ayuda de cámara de tu padre que te participase la visita. ¿Lo recuerdas?

—¡Oh! sí; perfectamente. Vino vuestra paternidad con un sabio que estaba de paso en Madrid y que se marchaba aquella misma noche. El doctor O'Conell, según usted me dijo después, es un sabio de gran reputación y además un buen católico y amigo de la Orden. Ya ve usted que me acuerdo.

—Pues bien; aquella visita que parecía insignificante tenía gran importancia. Yo traje aquí a O'Conell con toda intención.

—También ha traído usted al famoso doctor Peláez, con el que ha simpatizado mucho mi padre.

—También ha sido intencionadamente. Necesitaba que la ciencia viniese a ratificar una sospecha que hace tiempo abrigaba yo.

—¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que usted cree padre Claudio? ¡Oh! ¡Dígamelo por Dios!

La baronesa demostraba gran excitación. Pero ésta era producida más por la curiosidad que por la zozobra dolorosa que en toda hija produce un riesgo que amenaza a su padre.

—¡Calma, hija mía, calma! No te inmutes y conserva la serenidad que en estas circunstancias es más necesaria que nunca. Comprendo que mis palabras te impresionaran desagradablemente, pero debes tener valor.

Y luego añadió, bajando la voz y mirando a todas partes como si temiera ser oído:

—Tu padre está loco.

Y doña Fernanda, por toda contestación, murmuró:

—Me lo temía.

Quedaron en silencio los dos, y pasados algunos minutos de reflexión la baronesa preguntó a su ídolo:

—Pero dígame vuestra paternidad: ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo ha venido usted a convencerse de la locura de mi padre?

—¡Oh! Es muy largo de contar. Procuraré decírtelo brevemente. Tu padre ha caído en la extraña monomanía de querer arrebatar Gibraltar a los ingleses y hace ya muchos meses que no se ocupa de otro asunto. La idea siempre fija de alcanzar gran renombre como sus antiguos compañeros de armas, le ha hecho incurrir en tal manía y él que, como sabes, no ha sido nunca gran aficionado a los libros, estudia ahora con tenacidad las obras militares y ha conseguido hacerse un sabio. Las fortificaciones de Gibraltar las conoce perfectamente, y hace poco tiempo aquel viaje que emprendió y del que tan mal humorado vino, no fue a sus posesiones de Castilla la Vieja. La baronesa, que oía la relación con extrañeza y curiosidad, no se pudo contener.

—Pues, ¿a dónde fue? —exclamó.

—A Gibraltar, de donde le arrojó la policía inglesa, sin duda, porque con sus imprudencias excitó sus sospechas. Él mismo me lo ha contado, pues por una extraña casualidad le inspiro gran confianza. Su manía le induce principalmente a considerar a todos sus amigos como cómplices de la conspiración y les comunica sus planes.

—Yo que conozco su carácter y sé que es terrible cuando se irrita, procuro no contradecirle y consiento que me trate como compañero de conspiración. Lo mismo le ocurre a Joaquinito Quirós, que hace tiempo se apercibió de las manías del conde. Al principio eran éstas inofensivas y se limitaban a risueñas esperanzas y planes que no se habían de realizar; pero poco después tomaron un carácter alarmante, hasta tal punto, que hoy puedo asegurarte, hija mía, que si tú en representación de toda la familia no tomas medidas enérgicas, ese loco puede perturbar no solamente esta casa sino España entera, creando un conflicto internacional en el que indudablemente perderá la vida. Figúrate que ha comprado armas y ha llamado esa gente que tú ya conoces, con el descabellado propósito de apoderarse de Gibraltar por sorpresa, y habla de esta empresa imposible con la misma naturalidad que don Quijote hablaba de las más tremendas aventuras. Tan parecido es al loco hidalgo manchego, que toma ya por gigantes los molinos de viento, pues a un doctor lo convierte en capitán, metiéndolo imaginariamente en su conspiración.

—¿Cómo es eso?

—Se ha empeñado en que el sabio doctor O'Conell es un capitán irlandés de guarnición en Gibraltar y que se ha comprometido a ayudarle en su aventurada empresa.

—¿Pero cómo puede haberse forjado tal idea? Eso es un disparate.

—¿Qué te extraña, hija mía? Si no pensase tan absurdamente no sería un loco. Indudablemente lo que sueña en su desordenada imaginación lo cree una realidad y por esto afirma tan seriamente que el doctor es un militar comprometido en la patriótica conspiración.

—Pero en algo se fundará para hacer tales afirmaciones.

—En nada absolutamente, querida hija. El doctor O'Conell tuvo con él una larga conferencia de la que fui testigo, y en ella no se trató nada que pudiera servir de base a tales ilusiones. Es verdad que el conde habló de Gibraltar con esa exaltación que siempre le acomete cuando trata de ese plan tan funesto para su razón; pero el doctor, ocupado en observarlo, apenas si le contestó, fijándose únicamente en las muestras que daba de enajenación mental. Salimos mi amigo y yo de la visita sin que pudiera imaginar el efecto que ésta había de producirle, y al día siguiente, al volver aquí, mi sorpresa no tuvo límites cuando el conde me preguntó por el capitán O'Conell y si éste tardaría mucho en indicarle por conducto mío el momento oportuno para dar el golpe sobre Gibraltar. Pero mi asombro se trocó en miedo cuando me habló de traer de Navarra hombres de confianza y comprar armas. Temblé pensando en los terribles compromisos que su locura iba a traer sobre esta casa para mí tan querida, y busqué inmediatamente al amigo Peláez, encargándole que estudiase atentamente la enfermedad del conde.

Doña Fernanda estudiaba fijamente a su poderoso amigo como si intentase adivinar en su frente pensamientos muy opuestos a su palabra.

La aristocrática devota se había rozado demasiado con gentes cuya facultad predominante era la astucia, para no presentir que allí debía haber algo extraño e importante que el buen padre le ocultaba.

Sentíase inclinada a la desconfianza, pero al mismo tiempo era tan pura la mirada del jesuita, tenía su rostro tal expresión de inocencia, que la devota se sentía arrepentida de sus sospechas.

El padre Claudio podía jactarse de ser dueño absoluto de su voluntad y tener en la baronesa una sierva sumisa.

No; ella a pesar de todos sus presentimientos no quería recelar nada; no se sentía capaz de pensar mal de su poderoso amigo y estaba dispuesta a creer a ojos cerrados cuanto el jesuita le dijera. Además, no le desagradaba aquello de que el conde fuese declarado loco, y pensaba con fruición en que por tal procedimiento se realizarían sin obstáculo alguno, los planes que sobre el porvenir de Enriqueta se habían forjado ella y el jesuita.

Pensando en tan halagüeña idea, se le escapó una sonrisa de complacencia, y como llama de atalaya que hace una señal en la oscuridad de la noche, en el fondo de la mirada del padre Claudio brilló una luz fugaz y extraña. Aquel chispazo contestaba a la sonrisa. Se daban ya por entendidos el maestro y la discípula.

Doña Fernanda se había decidido ya a creer en la locura de su padre. Ella sabía lo que significaba tal locura, sobreviniendo poco después de negarse el conde a las demandas del jesuita; pero sentía tranquila su conciencia, más que todo, por la naturalidad simple y terrible que presentaba el asunto y que hacía honor a la preparación jesuítica.

La cosa era sencilla y no daba lugar a dudas. Baselga ya no era el mismo de un año antes. Se había fijado tenazmente en su cerebro un plan imposible y el que antes era un ser misantrópico y silencioso, mostrábase ahora exaltado y locuaz. Esto no era suficiente para declarar a un hombre loco, pero allí estaban como acusaciones poderosas e indestructibles, el empeño en convertir a un sabio doctor en capitán del ejército inglés, la llamada de aquella turba de feroces navarros, la compra de armas y sobre todo el testimonio del doctor Peláez, aquella lumbrera científica del mundo elegante, que golpeándose el pecho con sus rudas manazas, manifestábase dispuesto a jurar ante Dios si era preciso, que Baselga estaba más loco que muchos reclusos en los manicomios. Ella volvía a repetirse que no sentía intranquilidad en la conciencia. Tenía la obligación, como buena católica, de creer a un santo varón tan respetable como el padre Claudio, y desechaba como inspiraciones del demonio las sospechas que la acometían. Ella no pecaba creyendo a su padre loco, aunque la razón la aseguraba todo lo contrario. Se lo decía el respetable jesuita y ella con creerlo, quedaba libre de toda responsabilidad. ¡Oh! ¡Cuán cómoda era aquella fe!

El padre Claudio adivinó con su natural perspicacia, lo que pensaba aquel ser tan supeditado a su voluntad y seguro ya de su obediencia siguió adelante.

Habló a la baronesa de la necesidad en que estaba de prevenir los peligros que pudiera ocasionar la locura de su padre y le pintó con sombríos colores cuál iba a ser la suerte de éste si permanecía libre como hasta el presente.

—Tú no llegas a imaginarte lo peligroso que es para su familia y hasta para su propia persona un loco dominado por tan extraña manía como la del conde. Hasta la paz de la nación peligra si tu padre permanece como hasta el día dueño por completo de sus acciones. Figúrate que mañana mismo, tenaz en su idea de que el doctor O'Conell es un capitán que le ayuda dentro de la plaza de Gibraltar, se le ocurre valerse de sus armas y de esos hombres que ha reunido y se dirige a la posesión inglesa, intentando entrar en ella en son de guerra. Las autoridades británicas, que no reparan gran cosa en apreciar locuras, lo ahorcarían indudablemente en tal caso y todo el mundo te señalaría a ti como responsable de tan afrentosa muerte, pues conociendo a tiempo su locura no habías evitado sus consecuencias.

—¡Jesús! —exclamó la baronesa con afectado horror tapándose el rostro con las manos.

—Vamos, hija mía; hay que tener presencia de ánimo y no entregarse al dolor. Hoy aún estamos a tiempo para evitar tales horrores, si es que tú tienes la suficiente firmeza para adoptar una resolución que ponga en seguro la existencia de tu padre y la paz de esta casa.

—¡Oh! Diga usted, reverendo padre, ¿qué debo hacer?

—Ante todo, hay que buscar a varios doctores de reconocida capacidad para que celebren una consulta sobre la salud del conde y enterados suficientemente de sus nuevas costumbres y extrañas ideas, digan si está loco o no.

—Estoy dispuesta a ello y llamaré a los doctores que usted me indique.

—Basta con que llames a uno, los otros los convocará el doctor Peláez, que puede apreciar mejor que nosotros el mérito de sus compañeros de facultad.

—¿Y a quién tengo que llamar yo?

—Al doctor Zarzoso, ese célebre catedrático de la Escuela de Medicina, que tanto ruido mueve con sus conferencias públicas sobre enfermedades mentales. ¿A quién mejor podemos confiar el diagnóstico de la enfermedad de tu padre? ¡Oh! Estáte segura de que si don Antonio Zarzoso nos declarase locos a nosotros dos, no habría nadie en el mundo que dudase de sus palabras. Puedes escribirle hoy mismo rogándole que te diga a qué hora podrá venir mañana a examinar al conde. El tal doctor es un hombre de perversas ideas políticas, un revolucionario recalcitrante, que, aunque valiéndose de rodeos, aprovecha todas las ocasiones que se le presentan para atacar nuestra santa fe; pero sabe mucho, es un portento de ciencia, y en ocasiones como ésta, resulta necesario valerse de sus superiores conocimientos.

—Le llamaré, reverendo padre. Un criado le llevará inmediatamente mi carta en que le rogaré venga mañana mismo.

—El doctor Peláez vendrá con los dos compañeros que elija, y la consulta se llevará a cabo. Yo, en interés tuyo y de esta casa, me resignaré a asistir a la consulta, pues tal vez el doctor Zarzoso quiera interrogarme sobre las costumbres y el carácter del conde.

—¡Oh, gracias, padre mío! ¡Cómo agradecer tantas bondades! Hablaron aún mucho rato el jesuíta y la baronesa sobre la locura del conde, y cuando el primero hubo determinado bien hasta en sus últimos detalles lo que su aristocrática subordinada debía decir en la consulto al día siguiente, se despidió de ella alegando sus muchas ocupaciones.

Al atravesar la antecámara el padre Claudio habló con el ayuda de cámara del conde:

—¿Está el doctor Peláez con tu señor?

—Sí, reverendo padre. ¿Quiere usted que le dé algún recado?

—Ahora no; sería interrumpir su conversación con el conde y estorbarlos en importantes ocupaciones. Si tarda a marcharse, puedes entrar de aquí una hora y decirle que le aguardo en mi casa.

El padre Claudio se fue. Cuando una hora después el doctor Peláez entró en el despacho del poderoso jesuíta, estaba éste completamente solo y papeleando con la misma suprema atención que cuando era joven. Aquel hombre se sentía en su elemento y experimentaba un inmenso placer, cuando hojeaba aquellos legajos, inmenso registro de las vidas de muchos miles de seres que encerraba secretos importantes y era como un cementerio moral donde dormían los nombres más conocidos, mostrando el esqueleto descarnado de su vida, el carácter secreto, sin convencionalismos sociales que encubren los defectos, ni excusas engañosas que desfiguran los crímenes. Revolviendo aquella necrópolis de papel emborronado el padre Claudio se agigantaba apreciando en toda su magnitud su poderosa omnipotencia, y al tomar en sus manos uno de los legajos, su peso le parecía el del mundo entero que podía estrujar a su placer.

El doctor Peláez entró en el despacho transfigurado. A sus elegantes clientes les hubiese costado algún trabajo reconocer en aquel hombre grave, cabizbajo y con aire de siervo rastrero que se humilla, su doctor alegre, chismoso y bromista, que tanto alegraba a los enfermos.

El padre Claudio le miró de un modo muy distinto que cuando lo encontraba en los salones de la alta sociedad.

Ahora ya no eran dos amigos, sino que el subordinado comparecía ante el superior omnipotente y absoluto.

—Siéntese usted, doctor —dijo el padre Claudio—. ¿Cómo está el conde?

—Lo mismo que siempre. Esta tarde, como de costumbre, hemos hablado de Gibraltar. Dice que sólo espera el aviso de O'Conell y que todo lo tiene preparado para ponerse en camino y dar el golpe.

—¿A qué altura se encuentra de demencia?

—Reverendo padre; el conde está tan loco como vuestra paternidad o como yo. Es cierto que en él hay algún desarreglo de las facultades mentales, que esa idea de conquista le obsesiona hasta el punto de excitar demasiado su imaginación; pero de esto a la locura hay mucha distancia. El padre Claudio hizo un gesto terrible y el médico tembló.

—Doctor Peláez; es usted un imbécil, que no sabe una palabra de medicina. Yo le digo a usted que Baselga está loco.

Y al decir esto, miraba con tal aire de autoridad avasalladora a Peláez, que éste, como si fuese el eco de las palabras del jesuita, dijo rotundamente:

—Está loco: efectivamente.

—Muy bien. Veo que ya va sabiendo usted algo más de medicina. El conde de Baselga está loco y en la consulta que usted como médico de la casa tendrá mañana con el célebre alienista Zarzoso, es preciso que sepa relatar perfectamente la historia de la enfermedad y que cuente todos los detalles justificativos de modo que nadie pueda dudar que el conde es víctima de una enajenación mental. Resulta esto necesario para que la familia pueda conducirlo a un manicomio.

—Difícil es eso, reverendo padre.

—Claro; es más fácil contar chascarrillos en las tertulias, y alborotar a las pollas con cuentecillos de color rosa; pero aquí no lo hemos encumbrado a usted por el gusto de que la aristocracia tenga un bufón más, sino para que nos sirva siempre que lo necesitemos. Usted no está autorizado para decir si una cosa es fácil o difícil; usted lo que debe hacer es cumplirla a ojos cerrados, y… en paz.

—La cumpliré, reverendo padre. Sólo temo no saber hablar de un modo que convenza a mis colegas.

—Yo estaré allí.

—De ese modo ya estoy más tranquilo.

—Ya puede usted apreciar el modo más adecuado de hacer la historia de la locura de Baselga. He aquí la síntesis. Primero, un hombre ensimismado, malhumorado, misántropo; después se le ve dedicarse con ahínco a los estudios militares, habla de gloria a todas horas, cambia de carácter rápidamente, se irrita con frecuencia al mismo tiempo que siente retoñar en él los apetitos juveniles, y se lanza al mundo elegante de que antes huía, bailando como un muchacho y adoptando el aspecto de un viejo verde. La idea absurda y estupenda de conquistar a Gibraltar la acaricia en secreto y al fin, acaba por revelarla a varios amigos de confianza. Yo, que soy uno de éstos, y a quien empiezan a inspirarme cuidado las ideas estrambóticas del conde, aprovecho el rápido paso por Madrid de un amigo mío, reputado médico irlandés llamado O'Conell, y lo llevo a casa de Baselga. La conferencia es tranquila. El conde, habla como siempre de su plan sobre Gibraltar, el médico le contesta cuatro generalidades con el único fin de hacerle hablar más y estudiar mejor su pensamiento, y termina la visita sin que ocurra ningún incidente, y sin que O'Conell dé motivo alguno para que el pobre loco crea que él es un capitán del ejército inglés, que se propone ayudarle en la conquista del Peñón. Al día siguiente, yo veo con el mayor asombro que el conde tergiversa las cosas del modo más lamentable, y que tiene por militar al que sólo es un doctor y supone que dentro de la posesión inglesa hay quien secunda sus planes. Esto me produce una inmensa alarma, y entonces yo le busco a usted para que estudie la enfermedad del conde, y usted, por datos que tendrá recogidos, probará claramente a sus colegas que Baselga está loco de remate, añadiendo que tan tenaz es su manía patriótica y conquistadora, que también lo considera a usted como uno de los conjurados, y le expone sus planes. Además puede usted asegurar al doctor Zarzoso, que a él en el momento que visite al conde, también éste lo considerará como un auxiliar para la conquista.

—Pero… reverendo padre. ¿Cómo vamos a conseguir esto último? ¿Y si el conde recibe a mis colegas como simples médicos y no quiere hablar de su famoso proyecto? ¿Cómo nos arreglaremos entonces para probar su locura?

—No se ocupe usted de eso, señor Peláez. Es cuenta mía y ya sabré yo arreglar las cosas para que el éxito sea a nuestro gusto.

—Procuraré, reverendo padre, cumplir sus órdenes y proceder de modo que la Orden no quede descontenta de mí.

—Hará usted perfectamente. Ésta es la primera vez que necesitamos de sus servicios para un asunto serio. Hasta ahora no ha hecho usted más que vigilar por nuestra cuenta a ciertas familias y darnos relación exacta de sus acciones. Servicios de poca importancia, menudencias que no merecen mucho agradecimiento. Ya empieza usted a devolver lo mucho que nos debe y es preciso que en este asunto se extreme y aguce el ingenio para que no podamos tacharle de ingrato. Piense usted ante todo, que si hoy se ve bien recibido en la alta sociedad y vive en la opulencia, a nosotros nos lo debe y que así como lo hemos elevado, podemos hacerle caer en la ruina de un solo golpe. Procure, pues, no dejar descontenta a la Orden.

—Reverendo padre: soy de la Compañía en cuerpo y alma.

—Pues a eliminar al conde de Baselga del mundo de los cuerdos.

—O el doctor Peláez no sirve para nada o mañana el conde es declarado loco.

—Así sea, querido doctor. Con ello libraremos a una familia católica del yugo de una obstinación impía, y la Orden recibirá un refuerzo de importancia para continuar su obra sublime de conquistar el mundo en nombre de Cristo. Considere usted si el servicio que yo le exijo es meritorio y digno de santa alabanza.

XXIII. Baselga convertido en mosca

La baronesa de Carrillo vivía en el palacio de su padre con completa independencia.

Ocupaban sus habitaciones una gran parte del primer piso y sólo dos o tres piezas, las más sombrías, por tener sus vistas al patio, eran las reservadas al jefe de la familia, que vivía en completo aislamiento, y únicamente iba en busca de su hija Enriqueta cuando tenía que acompañarla a una fiesta de sociedad.

Entre las habitaciones de la baronesa y las del conde, aunque sólo estaban separadas por la antecámara, parecía mediar un abismo.

El odio de la falsa hija y la indiferencia del padre, que sabía bien a que atenerse acerca de la sangre que circulaba por las venas de la baronesa, impedían toda relación entre los dos, y de aquí que sólo se viesen en el comedor, donde cambiaban algunas frías palabras. Esta falta de comunicación en que ambos vivían, creaba en aquella casa dos mundos distintos que seguían sus rumbos, sin rozarse ni aparentemente el uno con el otro.

Baselga no ponía nunca los pies en las habitaciones de su hija mayor, ni se preocupaba de las visitas que ésta recibía y de sus místicas tertulias.

En cuanto a la baronesa, ésta no se ocupaba aparentemente de la vida que hacía su padre, ni hacía preguntas a sus criados, pero era porque su chismosa doncella, mediante generosas recompensas, se encargaba de averiguar lo que el conde hacía desde la mañana hasta la noche y qué gentes entraban a visitarle en su despacho.

A esta separación era debido que Baselga no se enterara de lo que contra él se tramaba en el salón de su hija, ni se apercibiera de las personas a quienes ésta recibía.

De este modo nada supo de la reunión que se verificaba en dicha pieza a las once de la mañana, o sea a la hora en que él, con los codos apoyados en su mesa de trabajo y la cabeza entre las manos, reflexionaba sobre su célebre plan que nunca se cansaba de acariciar.

Media hora antes, habla estado con él su íntimo amigo, el padre Claudio, para anunciarle de allí a poco rato la visita de tres individuos del comité patriótico que dirigía Peláez, los cuales se mostraban ansiosos de conocer al grande hombre encargado de dar el golpe sobre Gibraltar.

El jesuíta había salido poco después anunciando que iba a visitar a la baronesa en sus habitaciones, y efectivamente, allí estaba hablando con ella, en un rincón, explicándole con cierta vehemencia el modo en debía recibir al doctor Zarzoso.

De pie, junto a una ventana, estaba Peláez mirando atentamente a la calle, y sentados en grandes sillones, con la expresión de hombres que se encuentran en un sitio que no les inspira confianza, figuraban los dos médicos que el doctor de la aristocracia había buscado para que sirviesen como de coro a la consulta médica que se preparaba.

Eran dos facultativos insignificantes, dos médicos vulgares a quienes protegía Peláez dándoles las migajas de su clientela, y de los que disponía a su antojo como verdaderos autómatas.

A pesar de su título académico, consideraban a Peláez como un oráculo; su falta de ciencia les hacía creer, como a toda la alta sociedad, que el aristocrático médico era un portento de sabiduría, y bastaba que éste abriese la boca para que los dos acólitos comenzasen a mover la cabeza para apoyar con signos de aprobación todas sus palabras.

Paró en la calle un carruaje y Peláez se retiró de la ventana diciendo con precipitación:

—Ya está ahí. Su berlina ha parado en la puerta.

El rato que transcurrió hasta la presentación del famoso catedrático, lo empleó la gente que estaba en el salón en colocarse convenientemente.

Los dos médicos limitáronse a incorporarse un poco en su sillones; pero la baronesa y el jesuíta levantáronse de sus asientos para colocarse en el sofá, donde doña Fernanda, estrujando nerviosamente su pañuelo y ladeando dolorosamente su cabeza, tomó una actitud trágica.

El padre Claudio estaba a su lado como esforzándose en inspirarle valor, y Peláez colocóse modestamente en un ángulo del salón con toda la actitud de un hombre eminente, que en obsequio a un sabio que le sobrepuja, quiere hacerse pequeño e insignificante.

Un criado anunció al doctor Zarzoso, y éste entró inmediatamente en el salón.

Era un hombre de cincuenta años, de estatura regular, que disminuía una excesiva obesidad; de rostro cetrino, cano bigote cortado a cepillo, cráneo algo despoblado y reluciente, y frente anchurosa, cruzada por una arruga vertical que nacía entre las dos cejas y que se marcaba de un modo alarmante apenas estallaba en él el mal humor.

Todo en él denotaba a un hombre testarudo e inflexible, capaz de reñir a puñetazo limpio con la ciencia, si ésta, después de hacerle entrever alguno de sus misterios, se empeñaba en ocultárselo.

Llevaba un gabán azul abrochado hasta el cuello y muy estrecho, por lo que marcaba demasiado su prominente abdomen, y sus ojuelos brillaban tras los cristales de sus gafas de oro, con la expresión de un hombre desconfiado y tosco, que en su franqueza llega sin notarlo hasta la grosería.

Era el verdadero tipo de ese sabio que aparece en comedias y novelas y que ha llegado a hacerse popular. Su despreocupación era ya legendaria en la escuela de Medicina; sus frecuentes distracciones muchas veces de carácter cómico, daban mucho que reir a alumnos y practicantes, y resultaba típico en él su odio a esas ridiculas conveniencias sociales creadas por la aristocracia.

Aborrecía el confort, se burlaba de las modas y recordaba con fruición la feliz edad en que no había encontrado aún un inteligente protector que le dedicase a la ciencia costeándole la carrera y era él todavía un aprendiz de carpintero, travieso como un diablo, que con el saquillo al hombro iba al taller peleándose de paso con todos los chiquillos de la calle. Empeñado en recordar su primera edad, el doctor Zarzoso, el profesor insigne a cuyas conferencias sobre enfermedades mentales acudía todo el mundo científico y literario de Madrid, y de cuya sabiduría se hacían lenguas todas las revistas profesionales de Europa, hacía la vida de un obrero; comía tan vulgarmente como un albañil, y con una tiranía que resultaba chusca, dirigía las más atroces censuras a aquellos de sus jóvenes discípulos que, deseosos de deslumbrar a elegantes hermosuras, vestían con arreglo a la última moda.

Sus opiniones políticas y religiosas eran el perpetuo motivo de entusiasmo de sus alumnos y la conversación obligada en los salones de esa clase social que inspirada por el fanatismo arrastra a su casa un pedazo de Iglesia.

Aquel hijo del pueblo, elevado a las sublimes alturas de la ciencia por sus propios esfuerzos y por la característica terquedad que le hacía pasar por encima de toda clase de obstáculos, inspiraba un terror casi supersticioso a las buenas gentes devotas.

Sus explicaciones materialistas, aquel ateísmo de que hacía gala con cierta afectación, sin duda porque le divertían los aspavientos de los fanáticos escandalizados, formaban alrededor de su nombre una terrible leyenda.

A pesar del horror que sentía hacia su persona la gente devota y esa inmensa masa indiferente que no cree en nada, pero que se muestra profundamente religiosa mientras eáto le produce algún resultado material, nadie ponía en duda sus conocimientos científicos, y era general la opinión de que nadie como él podía dedicarse a la curación de las enfermedades.

Era un hombre terrible, un reprobo, un monstruo, un insensato que no creía en Dios ni en los reyes, que se mostraba partidario de la República, y hablaba pestes contra el Papa; pero a pesar de esto, no había familia aristocrática, ni príncipe de la Iglesia que vacilase en llamarle apenas tenía necesidad de sus servicios.

En sus relaciones con los clientes tenía el doctor Zarzoso grandes extravagancias, según afirmaban sus compañeros de facultad.

Una vez se hizo pagar dos mil duros por haber curado a un opulento canónigo de una enfermedad mental casi insignificante. Esto nada tenía de particular según sus compañeros; pero lo que en su concepto resultaba absurdo es que al mismo tiempo dedicase gran parte de su tiempo e hiciese nuevos estudios para la curación de un cerrajero al que apenas conocía y a quien el doctor tuvo que conducir por fin a un manicomio, entregando antes a su mujer los dos mil duros del canónigo para que se dedicara a una pequeña industria y mantuviera a sus cuatro hijos.

El doctor Zarzoso se indignó de un modo terrible un día en que se atrevieron a preguntarle por qué procedió de aquel modo.

—Déjenme ustedes en paz —gritó dirigiéndose a los otros catedráticos—. Si yo tuviese el poder que se le supone a ese tal Dios a quien nadie ha visto, irían las cosas de otra manera, pues sería un terrible nivelador. Entretanto, procuro quitar lo que puedo a los favorecidos por el reparto social para dárselo a los despojados que mueren de miseria.

Eran horribles las teorías de aquel sabio endemoniado. Con ellas ¿a dónde iría a parar el mundo?

Las gentes indiferentes sólo reconocían en el doctor un gran defecto, y éste tan arraigado, que difícilmente podría nunca despojarse de él.

Era tan apasionado por sus ideas políticas y religiosas, y tan rudamente se encasillaba en ellas, que miraba con odio a todos los que no pensasen del mismo modo que él, y si buscaban los auxilios de su ciencia los trataba con tantos escrúpulos como un brahamán que se viera obligado a poner sus manos sobre un paria de la India.

Toda la inmensa paciencia y los cuidados maternales que dedicaba a cuantos enfermos no le inspiraban ninguna preocupación, lo trocaba en mal humor y aspereza cuando tenía que curar a algún ser que en su época de sana razón se había distinguido como ardiente defensor de rancias y tradicionales ideas.

En él estaba arraigada la creencia de que todo fanático es un loco, pero no quería comprenderse en esta regla general, porque nunca llegó a pensar que él fuese otro fanático, aunque de las ideas más opuestas.

Al entrar el doctor en el salón de la baronesa todos los hombres se levantaron, haciéndole un respetuoso saludo.

El señor Zarzoso, al ver a doña Fernanda, que suponía sería la señora que le había llamado, avanzó hacia donde ella estaba, dirigiendo al mismo tiempo una escudriñadosa mirada a las otras personas que ocupaban el salón.

Tanto el padre Claudio como los dos médicos le eran desconocidos personalmente; pero al mirar al doctor Peláez hizo un gesto de desagrado, como si se encontrara en presencia de una persona molesta y antipática.

El sabio cuya rudeza casi era legendaria, odiaba con todo su apasionamiento característico a aquel médico aristocrático, bufón científico que cifraba todo su renombre en hacer reír a los enfermos de alta categoría.

El tal Peláez venía a ser la continua preocupación del doctor Zarzoso. Por esto le agobiaba con burlas crueles y sarcasmos terribles; pero el aristocrático doctor, ducho en el arte de doblar reverentemente el espinazo, contestaba siempre con lisonjas y adulaciones, lo que aumentaba todavía más el mal humor en el rudo sabio, puesto que odiaba aún más los procedimientos rastreros que el charlatanismo científico.

Peláez no ignoraba la poca simpatía que le tenía el célebre profesor y de aquí que, a pesar de toda su serenidad, se inmutase un poco al verse en su presencia.

—Querido maestro —dijo inclinándose servilmente y con acento propio del que experimenta una gran satisfacción—. ¡Cuán inmensa es mi alegría al tener la honra de…!

El médico de la alta sociedad no pudo continuar. El doctor Zarzoso le había mirado despreciativamente con sus ojillos grises, que en ciertos momentos parecían reír chuscamente bajo sus tapaderas de cristal y fue a estrechar la mano que le tendía la baronesa, siempre en actitud trágica y como próxima a desmayarse.

—Señora, he acudido a su llamamiento tan pronto me ha sido posible. Ahora espero que me diga usted lo que ocurre y deseo que mis servicios puedan ser de alguna utilidad.

—Doctor, se trata de una consulta. Mi padre, el conde de Baselga está gravemente enfermo y como la fama de usted como especialista en dolencias mentales es universal, me he tomado la libertad de llamarle, deseando que tenga a bien celebrar una consulta con estos señores.

—¿Con quiénes? —dijo con extrañeza el doctor Zarzoso, que estaba mirando fijamente al padre Claudio con la insolencia propia de un clerófogo rudo y empedernido.

No podía explicarse la presencia de un cura en aquella reunión que iba a convertirse en consulta científica, y por esto siguió diciendo con cierta ironía al mismo tiempo que señalaba al jesuita:

—¿Acaso el señor es también de la facultad?

—No, señor doctor. El señor, es el padre Claudio de la Compañía de Jesús, un amigo de mi niñez, un protector de mi infancia a quien considero como mi segundo padre. Como íntimo amigo de mi familia ha tratado a mi padre con intimidad y puede suministrar a la consulta datos de alguna importancia.

El jesuita se inclinó modestamente como ratificando las palabras de la baronesa, y el sabio doctor aún miró con más fijeza al sacerdote.

Había oído hablar mucho de aquel jesuita que visitaba a la reina con asiduidad, tenía gran prestigio en los centros oficiales e influía algunas veces en la vida de los gobiernos cuando éstos no tenían al frente algún general testarudo.

Siempre había sentido deseos de conocer qué dase de pajarraco era aquel jesuita que tan poderoso se mostraba, y ahora que podía examinarlo a su sabor, esforzábase en adivinar en aquel exterior de afectada humildad algún gesto, algún detalle que revelase el genio de la intriga que poseía en tan alto grado.

Pronto le sacó de su contemplación escudriñadora la voz de la baronesa.

—En cuanto a estos otros señores, ilustre doctor, son colegas de usted con los que podrá verificar la consulta. Permítame usted que los presente. El doctor don Pedro Peláez.

El aludido se inclinó con afectación y después dijo con énfasis:

—Tenía ya el honor de que el sabio catedrático me conociese, pues ya he logrado varias ocasiones en que he podido manifestarle que tiene en mi uno de sus mayores admiradores.

Peláez se quedó muy satisfecho de sus palabras; pero el sabio las acogió con gruñidos poco tranquilizadores y dijo después con sorna:

—Efectivamente, conozco al señor… ¿Y quién no conoce a esta lumbrera de la ciencia elegante, a este portento capaz de hacer reír a un moribundo con sus habilidades? Es todo un sabio que irá muy lejos, lástima que la muerte se empeñe en impedir siempre sus triunfos científicos.

Y el doctor Peláez se reía al lanzar su colega aquellas burlas crueles y ver cómo hacía esfuerzos por conservar su serenidad.

—¡Oh! Mi ilustre maestro —murmuró como si estuviese muy agradecido— siempre me distingue con su alegre benevolencia. Permítame ahora que le presente a mis compañeros.

Y Peláez hizo la presentación de sus dos compañeros aquellos médicos vulgares que con su expresión de zozobra al verse frente a aquella eminencia daban mucho que reír al doctor Zarzoso.

—He aquí —murmuró éste— dos excelentes acólitos que dirán amén a todo. Después de la presentación era necesario entrar en materia y la baronesa fue quien abordó la cuestión.

—Señor doctor —dijo con acento quejumbroso—. En esta casa después de mi padre soy yo quien por mi edad debo encararme de la dirección de ella, y por esto hoy, que con profundo dolor veo en peligro la razón del conde, me he apresurado a impetrar los auxilios de la ciencia para impedir mayores males. Mi padre está loco o al menos ésta es la opinión de todos estos señores. A mí, como hija cariñosa, me repugna creer en tal desgracia y para convencerme o afirmarme en mis esperanzas, sólo espero lo que diga el sabio que goza de tan justo renombre en esta clase de enfermedades.

El doctor Zarzoso inclinó la cabeza agradeciendo la lisonja, sin dejar de mirar aquella mujer madura y fea que se expresaba con acentos tan dramáticos y que parecía ser lista en demasía.

—Yo, señor doctor —continuó doña Fernanda—, sólo le pido, ¡por Dios y por todos los santos!, que piense bien antes de dar su dictamen que de sus palabras depende la tranquilidad de mi pobre hermana, joven inocente que no sabe nada de la dolencia de su padre, y la mía propia; pero también le pido que no nos oculte la verdad, pues de seguir mi padre como hasta hoy libre por completo teniendo la razón perturbada, podrían originarse terribles sucesos y de sus consecuencias todos me culparían a mí por no haberlos evitado a tiempo.

Peláez, los dos médicos y el jesuíta hicieron signos de aprobación, y el doctor Zarzoso creyó del caso hablar:

—Efectivamente, señora, en estos asuntos hay que decir siempre la verdad, y si yo valgo algo es porque jamás la he ocultado, aun a riesgo de destrozar los sentimientos más naturales de las familias. No tema usted que yo le oculte lo que piense. Mi rudeza es bien conocida de todos cuantos me tratan, y si su padre está loco o si está cuerdo con la misma claridad se lo manifestaré. Vamos, pues, al asunto. ¿Hay algún inconveniente en que veamos al enfermo?

—No, señor doctor. Mi padre está en su despacho y pueden ustedes entrar a verlo cuando quieran.

—Eso se hará después. Ahora oigamos al médico de la casa. ¿Es el señor…?

—Peláez, para servirle, querido maestro —dijo el aludido fingiendo no comprender la malignidad de aquel olvido.

—¡Ah! Sí; dispense usted. Conoce uno a tantos… Pero esto no impide que sea un pecado imperdonable olvidar un nombre tan conocido como el de usted lo es en esta clase más selecta de la sociedad.

Peláez se mordía los labios al sentir aquellas incesantes punzadas que le dirigía el irónico maestro, y todos los presentes, a pesar de la gravedad de la situación, comenzaban a regocijarse algo en su interior, al ver el apuro del médico aristocrático tan chusco y atrevido en sus conversaciones, como tímido y rastero con el célebre profesor.

—Vamos adelante —dijo éste, que se gozaba en el martirio de su víctima—. A ver la historia de la enfermedad.

Peláez recitó hábilmente la lección aprendida. Todo cuanto en el día anterior le había dicho el padre Claudio en su despacho, lo fue repitiendo con una expresión tal, que en sus palabras no se notaba preparación ajena y parecían el resultado de largas meditaciones científicas.

El aristocrático médico se explicó con claridad y probó la locura del conde después de afirmar que sólo se decidía a hacer tal declaración tras meditar largamente sobre el asunto.

La historia de la enfermedad fue breve, pero precisa. Primeramente el paciente, poseído de una manía heroica que le hacía ansiar la gloria, habíase decidido a realizar un plan tan absurdo como la conquista de Gibraltar, por un golpe de mano hijo de su iniciativa y sin confiar en ningún auxilio extraño. Después dominado por esta manía, había caído en otra más peligrosa, cual era considerar a todos sus amigos comprometidos voluntariamente en tan loca empresa. La visita de un médico extranjero le había hecho concebir la absurda esperanza de que dentro de la plaza inglesa había gente que secundaría sus planes, y desde este momento su locura se extremó, llegando a hacer preparativos materiales, tales como la compra de armas y el reclutamiento de hombres; medidas que podían perturbar el orden, que tenían en perpetua alarma a la familia y que hacían necesaria una resolución pronta y enérgica en la persona de aquel desgraciado que constituía un continuo peligro.

El doctor Zarzoso escuchaba silenciosamente la larga y detallada relación de Peláez y comenzaba a interesarse por el conde de Baselga, diciéndose interiormente que aquel enfermo era un caso raro y digno de estudio.

Al terminar, su compañero le interrogó con una mirada que tenía la misma expresión del cortesano que aguarda anhelosamente una expresión de su señor para celebrarla, y el doctor Zarzoso que, cuando entraba en el ejercicio de su profesión adquiría la gravedad sagrada de un augur, dijo con expresión pensativa:

—Rara es, señores, la locura del conde. En estos tiempos son más frecuentes que nunca los desarreglos mentales por el exceso de vicios y la imbecilidad producida por la degeneración progresiva de las familias; pero una manía heroica como esa que acaban de explicar, resulta cada vez más rara. Lo que mas me pasma es que unida a la locura vaya tal dosis de actividad y de raciocinio como suponen esos preparativos bélicos que, según dice el señor Peláez y afirman ustedes, ha verificado el enfermo, pero… bien considerado, de nada de esto debemos pasmarnos. El genio no es más que el hermano mayor de la locura. Si se hubiera aumentado un poco la exaltación de carácter del gran Napoleón; si en su cerebro se hubiese extremado aquel afán a lo grandioso hasta el absurdo, a lo inesperado hasta lo fantástico, es seguro que el conde de Baselga hubiese tenido un digno compañero.

El padre Claudio sonrió con cierto agrado, y los tres médicos creyeron del caso acoger con sendas inclinaciones de cabeza las palabras del ilustre profesor.

—Pero no divaguemos, señores —continuó el sabio doctor—. No perdamos el tiempo y determinemos bien la historia de la enfermedad antes de ver al paciente. Ante todo, según las anteriores explicaciones, resulta que el enfermo manifestó claramente su locura después de la visita de ese doctor irlandés, pues al día siguiente se lo representaba en su imaginación como un capitán inglés dispuesto a ayudarlo en la conquista de Gibraltar. ¿No es esto?

—Así es, ilustre maestro.

—¿Y quién trajo a esta casa a ese médico extranjero?

—Fui yo, señor Zarzoso.

Y el padre Claudio, al decir esto, sonreía humildemente.

—¡Ah! ¿Fue usted…?

El sabio miraba fijamente a jesuíta y en sus ojos se leía una marcada expresión de duda. Parecía que le inspiraba fuertes sospechas la circunstancia de ser el jesuíta quien arregló aquella visita tras la cual tan marcadamente se mostró la locura del conde.

—Sí, yo fui, señor doctor —continuó el jesuíta ansioso por deshacer la mala impresión que adivinaba en el ánimo del profesor—. Como ha dicho antes la señora baronesa, me inspiran mucho interés su familia y todos los asuntos de esta casa, y por ello me tomé la libertad de traer aquí a mi amigo, el doctor O'Conell, para que examinase al conde, cuyo estado me inspiraba ya entonces mucha inquietud.

—¿Y quién es ese doctor O'Conell? Aquí, en Madrid, resulta desconocido. Yo conozco a todos los médicos de Europa y América que gozan de algún renombre, y de ese señor nunca he oído hablar.

—A pesar de eso, señor doctor —contestó el jesuíta sin perder su serenidad, en vista de la desconfianza que mostraba su interlocutor—, mi amigo O'Conell tiene mucha fama en su patria y obtuvo grandes éxitos hace pocos años con sus explicaciones en la escuela de Medicina de Dublín. En la actualidad se dedica a estudios de observación, para lo cual hace continuamente grandes viajes. En Madrid sólo estuvo un día y salió inmediatamente para Cádiz donde se embarcó para ir a no recuerdo qué punto de América del Sur.

El jesuíta, al hablar así, reíase interiormente del doctor Zarzoso, y de aquella mirada desconfiada e inquisitorial que fijaba en él con el propósito de sorprender la menor vacilación y apreciar la cantidad de verdad que había en sus palabras.

«Mira cuanto quieras —se decía el jesuita interiormente—. Serías tú el primer hombre que leerías en mi pensamiento cuando yo estoy mintiendo. No es fácil que hombres como tú me sorprendan ni me atolondren».

Efectivamente, el doctor estaba desconcertado por aquel tono de natural veracidad con que hablaba el jesuita, y comenzaban a extinguirse las sospechas que momentos antes había concebido.

—¿Y cuál fue la opinión de ese doctor sobre el estado del conde? —preguntó el sabio, que a pesar de todo seguía sospechando.

—Dijo rotundamente que estaba loco.

—¿Y no dijo nada en su conversación que tendiera a producir en el cerebro del conde la idea de que el tal doctor era un capitán del ejército inglés?

—Nada absolutamente.

—¿No habló de Gibraltar?

—Poca cosa. La conversación versó principalmente sobre viajes, y el conde se mostró en ella muy razonable y comedido. Únicamente le mostró a O'Conell los planos de la posesión inglesa que tiene en su despacho y dijo que se estaba ocupando en una grande obra. El doctor procuró hacerle hablar de tal asunto para apreciar mejor su exaltación, pero el conde se mostraba entonces muy reservado.

—¿Y cómo se explica usted que al día siguiente al hablarle se refiriera tranquilamente a un capitán inglés habiéndole usted presentado un médico?

—Eso, la ciencia podrá explicarlo. Yo únicamente puedo sacar de ello la consecuencia de que el conde está loco.

El doctor Zarzoso, a pesar de la humildad candorosa con que el jesuita contestaba a sus preguntas, seguía firme en su creencia de que había algo extraño en aquella transformación de personalidad que tan rápidamente se había operado en el cerebro del conde.

Parecía que el célebre médico presentía algo de la terrible verdad que se encerraba en el fondo de aquella inicua intriga; pero sus sospechas no eran determinadas, ni tenían ningún hecho real sobre el que apoyarse. Además, él quería manifestar al jesuita que dudaba de sus palabras, para ver si de este modo turbaba aquella serenidad tan completa; y por eso preguntó con marcada intención:

—¿Y fue usted el único que presenció la conversación del conde y el doctor irlandés?

—Yo solo, señor Zarzoso. ¿Quién más debía presenciar la visita? La señora baronesa estaba fuera de casa y por tanto sólo yo podía estar en la entrevista del doctor y del conde.

—¿Y ha sido usted el único que ha tratado al tal doctor durante su estancia en Madrid?

El sabio profesor marcó mucho esta pregunta, como si esperase desconcertar con ella al jesuita demostrándole las sospechas que abrigaba de que aquel doctor fuese un ser fantástico inventado por él mismo.

—No, señor doctor. Mi amigo O'Conell, aunque sólo permaneció algunas horas en Madrid, conversó largamente sobre materias científicas con una persona que se encuentra aquí.

El doctor Zarzoso preguntaba con su mirada quién era el aludido. El jesuita se apresuró a responder:

—Fue el doctor Peláez, que encontró al sabio O'Conell en mi despacho y quedó muy encantado de su conversación.

El padre Claudio sabía improvisar, según las necesidades del momento, mentiras con visos de veracidad, y además tenía la seguridad de que su protegido ratificaría inmediatamente cuanto el afirmase.

—Así fue —se apresuró a decir Peláez—. Tuve el gusto de encontrar al doctor O'Conell en casa del reverendo padre, y le aseguro a usted, ilustre maestro, que quedé encantado de su amabilidad y de su ciencia.

El médico intrigante, puesto ya a mentir, creyó del caso seguir adelante en sus afirmaciones.

—Acababa de ver, según me dijo, al señor conde, y me manifestó que estaba firmemente convencido de su locura, y eso que ésta aún no había tomado un carácter tan alarmante como en el presente. Sus observaciones coincidieron con las que yo hice después, y esto me alarmó en mi creencia de que el doctor O'Conell, aunque no tan sabio como usted, ilustre maestro, es un entendido especialista en enfermedades mentales.

El doctor Zarzoso ya no pudo seguir dudando. Por algunos momentos su instinto había adivinado algo de intriga jesuítica en aquella enfermedad, y hasta llegó a pensar que aquel doctor irlandés era algún ser imaginario, creado por el padre Claudio con ocultos fines, pero en vista de lo dicho por Peláez creyó absurdo seguir dudando.

El médico aristocrático era para él un bufón sin formalidad alguna, que envilecía a la ciencia con su conducta; pero por lo mismo que apreciaba su escasez de inteligencia, le creía incapaz de mezclarse en ninguna intriga de importancia.

Además, ¿por qué no había de ser todo aquello verdad? Tratándose de un loco, resultaba lógico que confundiese la profesión de ciertas personas, siempre en ventaja para sus absurdos planes, y ya se mostraba el arrepentido de que su preocupación contra los jesuítas le llevase a ver maquiavélicas tramas, donde sólo existían hechos naturales y sencillos.

El padre Claudio adivinaba cómo en el ánimo de su interlocutor iban disipándose las dudas y para vencer definitivamente su desconfianza, se levantó del sofá salió del salón y volvió a entrar a los pocos instantes, seguido del ayuda de cámara del conde.

—Además, señor Zarzoso —dijo el jesuita—, tenemos este criado que podrá decirle a usted algo de la visita de O'Conell pues también lo vio.

—¿Recuerdas —añadió dirigiéndose al ayuda de cámara— la tarde en que vine a visitar al señor conde acompañado de un caballero, pequeño de estatura y con patillas rojas?

—Lo recuerdo perfectamente, reverendo padre —contestó el criado con entonación respetuosa—. Era un sabio extranjero y recuerdo que vuestra reverencia le llamaba doctor y que hablaba con él al atravesar la antecámara, de lo breve que era su estancia en Madrid.

—¿Recuerdas algo más?

—Me parece que vuestra reverencia me preguntó por la señora baronesa y al saber que había salido, me encargó manifestara que el doctor… O'Conell (eso es, ya se me había olvidado el nombre), que el doctor O'Conell había estado a saludarla.

—Esta bien. Puedes retirarte. El doctor Zarzoso no creyó prudente insistir más sobre tal punto. Estaba convencido de que aquel doctor era un ser real, un médico como él, que había estado allí a instancias de su amigo el jesuita para cumplir un deber profesional, y que el conde al empeñarse en creerlo un capitán inglés, que le auxiliaba en sus absurdos planes, demostraba estar realmente loco.

—Doy a usted las gracias —dijo al sacerdote sin reparar que en su interrogatorio había pecado algo de grosero— por los datos que me ha suministrado y como creo inútil insistir ya más sobre este punto, pasemos a la cuestión más importante o sea el examen del enfermo.

La baronesa que hasta entonces había permanecido muda, creyó del caso intervenir en la conversación, obedeciendo a una mirada del padre Claudio.

—Señor Zarzoso; antes de que usted con sus colegas entre a ver a mi padre me atrevo a dirigirle un ruego. No le exasperen ustedes contradiciéndole pues entonces se vuelve furioso y su cólera es tan terrible que pone en conmoción a toda la casa.

El doctor se inclinó contestando con toda la galantería de que era susceptible su rudo carácter:

—Señora; agradezco esa indicación, pero es inútil. Estoy acostumbrado hace ya muchos años a tratar dementes y sé que nada se gana con exasperarlos y contradecir directamente sus manías. Permítame usted ahora una pregunta. ¿Son muy frecuentes en el conde los accesos de cólera?

—Sí, señor; muy frecuentes —contestó la baronesa con la precipitación del que ha de mentir sin preparación alguna—. A menudo se pone furioso cuando cree encontrar obstáculos a su plan, sólo que yo para evitar que la servidumbre se entere de la triste verdad, procuro ocultar tales raptos de violenta locura.

—¿Pero no habrá usted podido ocultar del mismo modo los preparativos militares del conde?

—¡Oh! Eso no. Todos los criados saben que abajo en las cuadras hay varias cajas de armas y municiones, y comentan de un modo poco respetuoso para mi padre, la llegada de esa banda de hombres casi salvajes que él ha hecho venir desde las montañas de Navarra.

—Ya ve usted, querido maestro —dijo entonces Peláez—, que esos preparativos constituyen un tremendo peligro que es preciso que nosotros evitemos cuanto antes.

—¡Oh! Efectivamente —dijeron a un mismo tiempo los dos médicos anónimos que hasta entonces no habían despegado los labios.

El doctor Zarzoso, por toda contestación se levantó diciendo a la baronesa:

—Con el permiso de usted, vamos a ver al enfermo.

—Sí, vayan ustedes. El padre Claudio les acompañará, pues él y el doctor Peláez son las únicas personas que logran inspirarle confianza. ¡Ah! Me olvidaba de Joaquinito Quirós, qué también es gran amigo suyo.

—¿Quién es ese caballero? —preguntó el sabio doctor.

—Un joven amigo de mi padre, que fue el primero a quien confió ese maldito plan causa de su locura. Quirós no tardó en comprender que estaba loco. Debíamos haberlo llamado hoy, pues aunque nada nuevo hubiese añadido a los informes del doctor Peláez y del padre Claudio, siempre hubiese sido útil su presencia. ¿Cómo no se le ha ocurrido a usted llamarlo, reverendo padre?

—Ayer le envié aviso; pero tal vez sus ocupaciones no le habrán permitido venir.

Esto no era verdad, pues el padre Claudio había tenido buen cuidado en que Quirós no se enterara de lo que él proyectaba acerca del porvenir del conde.

No suponía esta reserva que él dudase de la adhesión del escritor católico, pero hacía algún tiempo que Quirós le resultaba peligroso. Notaba en él cierta fatuidad y el claro intento de labrarse una posición sin el apoyo del padre Claudio, para recobrar su independencia, y esto hacía que el astuto jesuíta evitase que se mezclara en un asunto tan importante como el de la familia Baselga. El lobo temía las uñas de aquel cachorrillo que con tanto esmero había educado, y reconocía en él facultades suficientes para ser temible.

Los cuatro médicos y el jesuíta estaban ya de pie, dispuestos a salir de la habitación.

El padre Claudio dirigióse al doctor Zarzoso para decirle, con su aire de hombre humilde y amable:

—Debo advertir a usted, señor doctor, que nuestra visita al conde si no tiene algún preparativo pueda extrañarle, y les será por tanto muy difícil a todos ustedes el estudiarle con entera libertad.

—¿Y qué preparativo es el que usted propone?

—El conde sólo se deja llevar de su manía cuando se cree en presencia de hombres comprometidos en su famoso plan.

—Bien, puede usted presentarnos a él en la forma que más guste.

—Si a usted le parece bien, diré que son ustedes individuos del comité patriótico, que preside el doctor Peláez. Una de sus manías es creer que este señor tiene formada una junta que ha de ayudarle en sus trabajos de conspiración.

El doctor Zarzoso movió la cabeza en señal de asentimiento y estrechó la mano que le tendía la baronesa, medio desmayada en el sofá.

—Valor, señora —dijo el sabio, que a pesar de su rudeza se sentía conmovido por el dolor teatral de aquella mujer—. La vida es una lucha y hay que saber sufrir las desgracias.

—Que Dios le ilumine, señor doctor. Yo sólo pido la verdad; que usted me diga la verdad, sin ocultarme el verdadero estado de mi padre.

Subieron Peláez y sus dos acólitos llevando en medio al doctor Zarzoso, con toda la veneración respetuosa de los labriegos cuando sacan a la calle al santo patrono del lugar.

El padre Claudio les seguía con paso lento, pero cuando les vio salir, volvió rápidamente al sofá donde estaba la baronesa.

—¿Qué va a suceder, padre mío? —exclamó doña Fernanda, que repeliendo su actitud trágica se mostraba inquieta y alarmada—. ¿Qué dirá ese doctor sobre el estado de mi padre? ¿Nos traerá el haberlo llamado alguna nueva desgracia?

—Tranquilízate. Tu padre será declarado falto de razón. Los alienistas eminentes como Zarzoso a fuerza de tratar locos acaban por invertir el estado de la Humanidad y creen que la demencia es la regla general y la cordura una excepción. Basta que se sospeche de la razón de una persona para que la declaren inmediatamente loca. El conde será muy pronto para Zarzoso un caso raro de locura digno de un curioso estudio. Por eso pensé yo en llamarlo.

—Vaya usted, reverendo padre; vaya pronto a presenciar ese examen y no tarde, ¡por Dios!, pues esta intranquilidad me mata.

El padre Claudio salió rápidamente del salón y alcanzó en la antecámara al grupo de médicos que lentamente se dirigían al despacho del conde.

El jesuíta estaba radiante de satisfacción. Había estudiado rápidamente el carácter del doctor Zarzoso y tenía ya la seguridad del triunfo.

La araña acababa de tejer su tupida y viscosa tela, y Baselga era la incauta mosca que revoloteaba alrededor de aquella pérfida red.

El padre Claudio acechaba tras la oscilante malla y su alma satánica y ambiciosa sentía como un escalofrío de placer al pensar que estaba próximo el instante en que sería anulado el hombre que se oponía a los planes de la Orden.

XXIV. Baselga cae en la red

El conde, al ver entrar en su despacho al padre Claudio y a Peláez seguidos de tres desconocidos, levantóse de su sillón con la actitud de un hombre cortés y amable y les hizo tomar asiento en derredor de su gran mesa de trabajo.

El jesuíta tuvo buen cuidado en sentarse junto al doctor Zarzoso, que se había colocado frente al conde y que con sus vivos ojillos tan pronto examinaba el rostro de Baselga como aquella habitación hasta en sus menores detalles.

Para el célebre alienista, que tenía la costumbre de analizar los rostros con una sola mirada, no pasaron desapercibidos la exaltación que brillaba en la mirada inquieta y vaga del conde y el ensimismamiento que en él se notaba, a pesar de su empeño en mostrarse amable y atractivo.

El aspecto del despacho no le preocupaba menos. En sus conferencias científicas se había detenido siempre con predilección en las relaciones directas que existen entre la higiene y la locura, y mirando aquella habitación sombría, con ventanas a un patio y en la que jamás había entrado el sol, no recibiendo más resplandor diurno que una luz tenue, sucia y cernida que resbalaba por las paredes grises después de atravesar la claraboya de cristales del tejado, sacaba como consecuencia inevitable que el ser que pasara la mayor parte del día encerrado en una estancia tan lóbrega, forzosamente había de sufrir un desarreglo en sus facultades mentales y sentir predilección por empresas absurdas y disparatadas.

Mientras el doctor Zarzoso reflexionaba, el padre Claudio hacía a Baselga la presentación de aquellos señores, «ardientes patriotas que pertenecían al comité del señor Peláez, y que sentían vehementes deseos de conocer al grande hombre que iba a vengar a España».

Los dos compañeros de Peláez creyeron acertado afirmar mudamente las palabras del jesuíta, y se inclinaron profundamente; pero a pesar de esto, el conde apenas si fijó en ellos la atención.

Como si instintivamente conociera la insignificancia de unos y la valía de otros, despreciaba a los dos médicos y fijaba su atención en Zarzoso, quien clavaba en él su mirada escrutadora e inquebrantable que tenía algo de la agudeza y frialdad del estilete anatómico.

El padre Claudio notó inmediatamente la predilección que Baselga sentía por el célebre doctor, y comprendió la causa. El carácter susceptible y colérico del conde, forzosamente se había de irritar ante aquel examen detenido y fijo, que le resultaba una imperdonable insolencia.

No creía el jesuita que fuera favorable a sus planes un choque entre el conde y el doctor, pues podía impedir la conferencia, y por esto se apresuró a intervenir.

—Este señor —dijo señalando al sabio que estaba a su lado— es, de todos los admiradores del conde de Baselga, el más entusiasta y quien más ansiaba conocerle. De seguro que en estos momentos experimenta una satisfacción sin límites al verse cerca del que es su ídolo. ¿No es así, señor Zarzoso?

—Así es, no quiero negarlo. Tengo una gran satisfacción en conocer al señor conde y me honraría mucho en tratarlo con más asiduidad.

Baselga agradeció la lisonja con palabras que demostraban no había muerto en él el antiguo cortesano, pero a pesar de esto, aquel hombre panzudo seguía atrayéndole con la antipatía que le inspiraba. Su mirada especialmente, con su fijeza y su frialdad que parecía registrarle desde la cabeza hasta los pies, le crispaba los nervios hasta el punto de que en ciertos instantes no se sentía dueño de su voluntad y experimentaba irresistibles impulsos de abofetear al insolente curioso.

Peláez, que por carecer de la penetración del padre Claudio no comprendía lo que pasaba en el interior del conde, sonreía sin objeto y deseoso de mezclarse en la conversación, dijo al conde:

—Aquí donde usted ve a mi amigo el señor Zarzoso, es un hombre de gran importancia, un sabio que podrá ser de gran utilidad para nuestra empresa.

—¡Oh!, los sabios —dijo con expresión desdeñosa el conde que deseaba desahogar su ira contra el que tanto le mortificaba con su mirada—. Los sabios no sirven de gran cosa en esta clase de empresas y en nuestro comité, señor Peláez, lo que deben figurar son los hombres de acción, patriotas de mucha alma que puedan ayudarnos. No supone esto que yo desprecie a este señor; en esta clase de asuntos todos sirven, pero siempre que se pueda, deben escogerse personas aptas. Creo que porque hable con esta franqueza no se ofenderá el caballero.

—No, señor conde —contestó el doctor, siempre mirando fijamente a Baselga—. Me gusta mucho hablar con franqueza y por lo mismo deseo antes de comprometerme en una empresa como la que usted ha ideado, enterarme de ciertos detalles importantes.

El conde se sonrió con cierto desprecio, y dijo irónicamente:

—¡Ah! ¿El caballero tiene dudas sobre mi plan?

—Algunas, señor conde, aunque no de gran importancia, y desearía que usted las aclarase. Advierto a usted que estos amigos —y Zarzoso indicó a los dos médicos anónimos— se encuentran en el mismo caso que yo y desean saber de un modo claro con qué elementos cuenta la patriótica empresa antes de comprometerse en ella.

El doctor ya no miraba fijamente al conde y éste, como si se viera libre de una presión magnética que le predisponía al malhumor, sintióse más aliviado y comunicativo.

—Estoy dispuesto a satisfacer su deseo. Pregunte usted.

El sabio doctor miró a sus compañeros como indicándoles que iba a comenzar el examen y habló así:

—Mi amigo Peláez me ha dicho que dentro de Gibraltar tendremos compañeros que nos ayudarán en nuestra empresa. ¿Son dignos de confianza esos auxiliares?

—¡Oh! Yo respondo de ellos y aquí hay también quien responderá con tanta seguridad como yo. Tenemos allí al capitán O'Conell, un irlandés de gran valor que está dispuesto a auxiliarnos aunque esta empresa le cueste la vida. El padre Claudio lo conoce mejor aún que yo y sabe que es todo un héroe.

La rodilla del jesuita chocó suavemente con la del doctor y aquel roce parecía indicar al señor Zarzoso que el conde comenzaba ya a dejarse arrastrar por la locura.

El sabio hizo un gesto de inteligencia y continuó:

—¿Y no podría engañarnos ese capitán?

—¿Engañarnos? No, señor. Yo soy de los que a primera vista conocen a las personas y tengo al capitán por un hombre franco e incapaz de una traición. ¿No piensa usted lo mismo, padre Claudio?

—¡Oh!, seguramente. Mi amigo O'Conell es una buena persona.

Y volvieron a tocarse las rodillas para excusarse el jesuita, porque seguía el conde en su manía con el propósito de evitar que éste se irritara.

—No dudo —continuó el doctor Zarzoso— que ese irlandés sea una buena persona. Pero ¿está usted seguro de que sea efectivamente un capitán del ejército inglés? ¿Dijo que era militar o se presentó con otro carácter; por ejemplo, médico?

El padre Claudio, a pesar de su serenidad a toda prueba, comenzaba a inmutarse. Aquel doctor tenía un modo tan intencionado de preguntar que el jesuita temía que de un momento a otro, y merced a una palabra insignificante, se descubriera la verdad, y su trama con tanta paciencia forjada se viniese al suelo con estrépito.

Afortunadamente para él, el doctor Zarzoso resultaba antipático a los ojos de Baselga, quien gozaba en contradecirle y en demostrar que sus preguntas no tenían pizca de sentido común.

—¡Qué cosas tan extrañas dice usted, caballero! —exclamó el conde—. ¿Acaso estoy yo loco? O'Conell es un capitán del ejército inglés, y como tal se me presentó, pues tratándose de un caballero, como yo lo soy, no tuvo inconveniente en manifestarse tal como es. ¿Conque el tal capitán podía ser un médico según usted? ¡Buena es esa! Estos sabios tienen unas ideas verdaderamente originales, y si no le hubiera visto ahí mismo donde usted está sentado, y si no hubiera conversado largamente con él sobre las fortificaciones de Gibraltar, casi me haría usted creer que yo había soñado. Padre Claudio, ¿no le parece a usted muy extraño lo que pregunta este caballero?

—Sí, señor; pero hay que permitir que el señor se entere bien de la empresa que usted prepara antes de comprometerse en ella.

Y el jesuita, al decir esto, volvió a tocar con su rodilla al doctor.

—Perdone usted, señor conde, que yo haga esas preguntas que a usted le parecen tan extrañas. Ahora en vista de sus explicaciones, comprendo que son impertinentes y las retiro. Después de esto, lo que yo desearía es que usted tuviese a bien explicarnos todo el plan, hasta en sus menores detalles.

Peláez intervino.

—¡Oh! El plan es magnífico. Honra al señor conde y demuestra que es un militar de primer orden.

El sabio lanzó al médico aristocrático una furibunda mirada, como indicándole que él como sus dos compañeros estaban allí para oír y callar, dejándole al más antiguo la tarea de interrogar al enfermo.

El conde no se hizo rogar. Estaba tan entusiasmado con su plan, que gozaba en relatarlo; así es que inmediatamente comenzó a contar lo que ya conocemos, o sea, el medio que pensaba emplear para apoderarse por sorpresa del Peñón.

El doctor volvía a tener su mirada fija en el conde, estudiando atentamente su fisonomía y apreciando aquella exaltación que brillaba en sus ojos y la fiebre nerviosa que le dominaba al hablar de la futura victoria.

El jesuita comenzaba a tranquilizarse, pues el sabio, preocupado en analizar a Baselga mientras hablaba, no se cuidaba de ocultar sus impresiones y algunas veces instintivamente rozaba con su pierna la del padre Claudio como indicando la certidumbre que ya abrigaba sobre la locura del conde.

Éste no ocultó ninguno de sus preparativos. Habló de los hombres que tenía a sus órdenes y de los cajones de armas que había almacenado, todo por indicación del capitán O'Conell, y con acento de indignación relató su viaje a Gibraltar y la grosería de la policía inglesa que le obligó a salir de la plaza a viva fuerza.

El doctor, oyendo hablar a Baselga con tanta naturalidad de su conferencia con O'Conell y sus bélicos preparativos, sentía tanto asombro como interés y se decía en su interior que era uno de los casos de locura más raros y dignos de estudio.

El conde terminó su relación.

—Y en este estado, señores —dijo—, se encuentran las cosas. Yo estoy dispuesto a no demorar el golpe. Espero una carta del capitán O'Conell anunciándome que todo está preparado; pero la impaciencia me consume y si tarda mucho en escribirme ese irlandés, es más que probable que poniéndome al frente de mi gente salga para Gibraltar dispuesto a dar el golpe por mi propia cuenta. Yo conozco bien aquello y además, no soy hombre para estarme esperando pacientemente cuando ya lo tengo todo preparado.

—¿Y no retrocederá usted ante el silencio que guardan los auxiliares de dentro de la plaza?

—No, caballero. Tengo el valor suficiente para ultimar las empresas que he iniciado, aunque en ello pierda la vida. Sólo aguardaré una semana, ya se lo he manifestado así varias veces al padre Claudio. Si durante ese tiempo no escribe O'Conell iré con mi gente a situarme en las inmediaciones de Gibraltar.

El doctor Zarzoso miró a todos los que le rodeaban; pero esta vez no fue con enojo sino con marcada expresión de alarma. Decididamente el conde estaba loco de remate y su demencia era de temer, pues podía producir tremendos conflictos.

Para Baselga no pasó desapercibida aquella mirada.

—Se asustan ustedes de mi decisión, ¿no es así? Yo reconozco que es algo aventurada; pero, señores, en las grandes empresas hay que jugar el todo por el todo y ser audaz hasta la locura. Por si lo dudan ustedes ahí tienen al gran Napoleón que muchas veces se metía voluntariamente en trances que sabía eran peligrosos y sin embargo salía siempre victorioso.

El doctor se animó como hombre a quien hablan de su tema favorito.

—¡Oh! Es mucha verdad —exclamó—; usted, señor conde, tiene mucho de Napoleón y hace un momento tenía el honor de decírselo a estos señores.

Y al mismo tiempo que decía estas palabras, con cierta malicia miraba a sus compañeros como diciéndoles:

—No hay remedio. Está loco.

—Sí, señores —continuó el conde hablando con creciente exaltación—. Cuando se siente apego a la vida hay que permanecer tranquilo en casa; pero cuando se piensa vengar a la patria, cuando se desea luchar por su dignidad ultrajada, hay que ser valiente hasta el heroísmo, despreciar la existencia, y si la suerte es adversa morir con la sublime serenidad de los mártires de una gran idea.

Mientras el conde hablaba el doctor Zarzoso decía entre dientes, muy quedo, a pesar de lo cual sus palabras llegaban al fino oído del Jesuíta:

—Monomanía heroica. Caso curioso.

—Estoy decidido a todo —continuaba el conde—. Yo no espero ya más tiempo, y como tan meritorio es a los ojos de la Historia alcanzar la victoria como saber morir heroicamente por conseguirla, no reparo ya en peligros y saldré inmediatamente para Gibraltar donde no tardaré en dar el golpe.

Quedó en silencio el conde durante algunos instantes y después añadió con acento triste, marcándose en su rostro una expresión de desaliento:

—Y la verdad es que sería terrible que yo fuese vencido cayendo en manos de las autoridades inglesas, pues con mi muerte se desvanecería la segunda parte de mi plan, que es magnífico y ninguno de ustedes conoce.

Todos se conmovieron y hasta el padre Claudio hizo un gesto de curiosidad. ¿Qué segunda parte sería aquella de la que nunca había hablado?

Baselga vio la ansia de la curiosidad marcada en todos los semblantes, y como no era hombre capaz de ocultar nada cuando le poseía el entusiasmo, hizo la revelación esperada.

—Voy a decirles cuál es mi idea. He pensado que en caso de que triunfemos es una locura devolver Gibraltar a España mientras esté regido por el gobierno actual.

—¿Y qué es lo que usted se propone? —preguntó el jesuíta que deseaba aclarase pronto el conde aquel punto con la esperanza de que expusiera alguna idea disparatada que hiciese creer más en su supuesta locura.

—Pues lo que yo pienso hacer apenas me vea dueño de la célebre plaza, es dar un manifiesto a los españoles diciéndoles que Gibraltar es de España, pues para eso la habré conquistado yo; pero que su guarnición sublevada no hará entrega de ella mientras la nación esté gobernada por doña Isabel II.

—Muy bien; me gusta la idea —dijo el doctor Zarzoso, que con el sesgo que tomaba la conversación sentía que en su interior la curiosidad del hombre político comenzaba a sobreponerse a la del sabio—. ¿Y cuál ha de ser la condición precisa para que la entrega se efectúe?

—Que vuelva a reinar en España el gobierno legítimo.

—¿Y qué entiende usted por gobierno legítimo?

—Caballero, su pregunta me extraña. En esta nación no hay más gobierno legítimo que el del rey don Carlos V, por el cual expuse mi vida en Navarra durante la guerra civil. Ya que el monarca ha muerto, sólo forman la dinastía legítima sus hijos y demás sucesores, y únicamente a ellos entregaré la plaza de Gibraltar cuando sea mía. Los españoles con tal de volver a poseer el trozo de la península que les pertenecía y que tan infamemente les fue robado, se levantarán en masa pidiendo el restablecimiento de mis reyes y de este modo yo habré logrado lo que vulgarmente dicen matar dos pájaros de un golpe.

El padre Claudio estaba muy contento de aquella extraña idea que se le había ocurrido al conde llevado de su fanatismo político, y su gozo era mayor al ver el gesto de desagrado que hacía el doctor Zarzoso.

El sabio estaba irritado por aquel plan que calificaba de estúpido y hasta le faltó poco para olvidarse que examinaba a un loco y decir al conde que su idea era absurda y ridicula.

El jesuita le tocó con su rodilla como para recordarle que hablaba con un loco y el doctor se serenó.

—Esa segunda parte del plan —dijo el padre Claudio— me gusta mucho, y creo que de igual modo pensarán estos señores.

Todos hicieron gestos de aprobación, y el doctor Zarzoso, que estaba ya convencido de la locura del conde aunque no creía necesario insistir, quiso aún apreciar el dominio que en su ánimo ejercía la familia y hasta dónde llegaba su manía heroica.

—La patria —dijo— tendrá mucho que agradecer a usted, pero por grato que sea el aprecio de los conciudadanos, creo que usted, señor conde, se expone demasiado y lleva su sacrificio a un límite exagerado. Usted tiene familia. ¿Ha pensado alguna vez en el dolor de ésta, si es que usted llega a morir en la empresa?

Este recuerdo hábilmente evocado produjo bastante efecto en el ánimo de Baselga. La figura de Enriqueta surgía de su imaginación rodeada de un ambiente de pureza y sencillez y se sintió conmovido.

—Sí, señores. Tengo familia, y sobre todo una hija, mi Enriqueta, a la que amo mucho y que es el único ser que me liga a este mundo.

Pero el conde sólo podía sentir un enternecimiento pasajero cuando estaba poseído de su afán heroico que tanto le dominaba.

—Sentiría mucho —continuó con el acento del que toma una resolución definitiva— que mi muerte le produjera un eterno dolor; pero me consuela la idea de que un día u otro debo morir y que aunque no quisiera exponer mi vida en esta santa empresa, no por esto la evitaría tal aflicción. Soy ya viejo y todo consiste en que el momento fatal llegue antes o después. Además, los mártires del cristianismo para morir por su idea no reparaban en su mujer ni en sus hijos y el amor a la patria es una verdadera religión que también necesita mártires.

El doctor desistió de seguir la conversación sobre tal punto. Era inútil excitar en el conde el recuerdo de la familia pues esto no causaba mella alguna en sus ambiciones tan arraigadas.

—Celebro mucho verle tan decidido —dijo el doctor— y le deseo que la suerte le favorezca. La empresa me parece muy aventurada; pero a pesar de ello estoy dispuesto a trabajar en ella y a seguir sus órdenes.

—Según eso, ¿no tiene usted ya más objeciones que hacer? Y el conde, al decir esto, sonreía con aire de superioridad.

—Algunas me quedan, señor conde —respondió el doctor—; pero evito el hacerlas, no sea que usted lo tome a mal.

—¡Oh!, no. Hable usted con entera confianza que yo le escucharé sin inmutarme.

Baselga desmentía sus recientes palabras, pues hacía un gesto de malhumor como indicando la molestia que le producían las preguntas de aquel hombre que para él era un desconocido.

El doctor Zarzoso miró rápidamente a sus compañeros y después dio un enérgico rodillazo al padre Claudio.

El jesuíta comprendió en tal señal que Zarzoso iba a intentar el último medio para convencerse de la locura del conde. Sin duda quería apreciar la irritabilidad de su carácter.

Mostraba Baselga marcada impaciencia por oír al doctor pero éste como si se propusiera exasperarle siguió mirándolo fijamente sin decir nada, y por fin, habló así con lentitud:

—Quería manifestarle a usted que estoy admirado de ese valor sublime que demuestra, pero que esto no me impide creer que puede ser víctima de un engaño. ¿Está usted seguro de haber visto alguna vez a ese capitán O'Conell de quien tanto habla y que tan gran confianza le inspiró?

El conde palideció, el cetrino color de su rostro tomó un tinte verdoso y sus manos se agitaron con un temblorcillo nervioso. Para el jesuíta, que conocía su carácter, era aquello el claro signo de una explosión de violencia.

—Caballero —dijo Baselga con voz insegura por la ira—. ¿Tengo yo cara de haber mentido alguna vez? A ver, expliquese usted, se lo exijo, se lo mando, o de lo contrario…

Y Baselga con aire amenazador se erguía en su sillón.

Peláez no permanecía muy tranquilo ante la actitud que tomaba el conde, y en cuanto a sus dos compañeros, los silenciosos médicos que creían habérselas realmente con un loco, comenzaban a lamentarse en su interior de las imprudencias del doctor Zarzoso, que tenía gusto en exasperar a los enfermos.

Sólo el sabio y el jesuita permanecían tranquilos.

—No se altere, caballero —dijo el doctor Zarzoso con absoluta tranquilidad, como si las palabras del conde fuesen insignificantes—. Daré a usted cuantas explicaciones quiera, pues aquí lo importante es buscar la verdad. He querido decir antes que tal vez se hubiese usted engañado acerca de la personalidad de ese señor O'Conell.

—¿Qué engaño es ése, caballero? ¿Acaso estoy yo ciego o es que usted quiere suponer que yo estoy loco?

Y Baselga, a pesar de toda su cólera, se reía sardónicamente solamente de pensar que alguien pudiera suponerle falta de razón cuando se sentía intelectualmente más fuerte que nunca.

Era la primera vez que reía en toda la conferencia. El padre Claudio tocó nuevamente al doctor, indicándole que se fijase en aquella risa poco espontánea.

—Sé perfectamente lo que me digo —continuó— y a menos que usted, en su odioso afán de contradecirme, no quiera suponer que soy un loco, habrá de creer que ahí, en el mismo sitio donde usted se encuentra, estuvo sentado hace algún tiempo el irlandés Patricio O'Conell, capitán del batallón de rifles de guarnición en Gibraltar.

Calló Baselga, pero su razón revolvíase furiosa contra aquellas suposiciones que él tenía por impertinentes y que parecían tender a la negación de sus facultades mentales.

—Y ¡gran Dios! —continuó—. ¿Por qué esas dudas sobre la personalidad de O'Conell cuando yo le he visto, le he hablado y he quedado muy satisfecho del valor y la resolución que mostraba? Paso porque se dude de su fidelidad, porque se crea que no cumplirá su promesa de auxiliarnos, aunque esto sea muy aventurado, ¿pero creer que él no es él, o más bien dicho, llegar a suponer que yo no he hablado con dicho capitán de la conquista de Gibraltar ni escuchado sus promesas de auxilio? Vamos, eso sí que es un absurdo, una tremenda locura.

Baselga se agitaba nerviosamente en su asiento, como si aquellas suposiciones del doctor le molestasen como otras tantas punzadas, y clavaba sus ojos amenazadores en la fría mirada del sabio que cada vez le irritaba más.

El conde resultaba ya peligroso, y los dos médicos amigos de Peláez lamentaban las palabras del maestro y mirando a Baselga esperaban de un momento a otro que, levantándose del asiento, cerrase con todos y dejase caer sobre sus espaldas un chaparrón de golpes.

El supuesto loco se serenó un tanto y dirigiéndose al jesuíta, dijo con acento despreciativo:

—¿Qué le parece a usted, padre Claudio, lo que supone este señor? ¿Será O'Conell algún ser que yo me habré inventado? Usted puede decirlo mejor que nadie, pues fue quien lo trajo aquí y presenció toda la conversación. ¿No le parece que este caballero tiene ganas de burlarse y me cree tan mentecato que quiere hacerme dudar de lo que yo he visto?

El doctor Zarzoso, en vista de la exaltación del conde y de la insolencia agresiva con que dijo las últimas palabras, creyó prudente intervenir.

—Yo no he dudado de que usted hablase con O'Conell. Sé que estuvo aquí y que lo presentó el padre Claudio. Pero, señor conde, ¿no podría usted haber oído mal? A veces la imaginación puede engañarnos. A ver, procure usted recordar lo ocurrido en aquella conferencia. ¿Está usted seguro de que el irlandés era un capitán que trató con usted de la célebre empresa o usted se lo imaginó así a pesar de que él nada dijo de pertenecer al ejército?

El conde, con el ceño fruncido y la mirada centelleante, estuvo algunos momentos contemplando frente a frente al doctor Zarzoso que seguía impasible.

Todos callaban aguardando con impaciencia.

Por fin el conde agitó la cabeza como si quisiera repelar una idea enojosa y extendiendo su diestra, dijo con fosca voz:

—Caballero, salga usted inmediatamente.

Prodújose un movimiento de extrañeza en el célebre doctor que seguía imperturbable.

El conde se irritó más ante aquella calma, y avanzando el cuerpo sobre la mesa como una fiera ansiosa de devorar, le lanzó estas palabras con la misma expresión que si se las escupiera a la cara:

—Está usted burlándose de mí y hace un momento he sentido tentaciones de abofetearle; pero estamos en mi casa y esto es lo que me detiene; si no sale usted inmediatamente, ¡por Cristo! que le marcaré el rostro para que eternamente se acuerde de su impertinencia.

Y el conde, al jurar, dio un puñetazo sobre la mesa que demostró cómo quedaba aún en sus brazos aquella fuerza de la juventud que tan insolente le hacía. El puño, al chocar contra la madera, produjo un enorme estampido y todo danzó en la mesa, papeles, plumas, plegaderas, cajas de dibujo y hasta la tinta que, movida por la trepidación, saltó del negro receptáculo invadiendo con su creciente suciedad la dorada escribanía.

El fiero golpe repercutió en el ánimo de los dos médicos anónimos que, como movidos por un resorte, se levantaron de sus asientos. No había remedio; el loco iba a pegarles.

Zarzoso se levantó también y el padre Claudio le imitó poniendo el semblante triste, aunque en su interior estaba muy satisfecho del resultado de aquella conferencia. El doctor Zarzoso fue el último en levantarse y se dispuso a salir.

Mientras tanto el conde, como para evitar la presencia de aquel hombre que tan antipático le resultaba, y cual muestra de soberano desprecio, había hecho girar su sillón y estaba con el rostro vuelto a la pared.

Los médicos comenzaron a desfilar.

El padre Claudio no se separaba del doctor Zarzoso, y éste cuando ya estaba en la puerta del despacho, al ver la pregunta muda que el jesuíta le hacía con sus ojos, dijo con voz queda:

—Está loco. No tengo ya la menor duda.

El jesuíta acercó sus labios al oído al doctor y habló en el mismo tono:

—Pueden ustedes celebrar su consulta en el salón donde aguarda la baronesa. Yo me quedo aquí para disipar un tanto el furor del conde, y evitar que lo descargue después sobre su familia. Es un deber que me impone mi sagrado ministerio.

El doctor Zarzoso hizo un movimiento de hombros y salió tras sus compañeros. Cuando se extinguió el ruido de sus pasos, el conde volvió el rostro que todavía tenía impreso un gesto de feroz ira.

Al ver al padre Claudio derecho en el centro del despacho, se serenó un poco.

—¿Ha visto usted, padre? —dijo después de un largo intervalo de silencio—. ¡Qué entes tan antipáticos hay en el mundo! No sé cómo no le he dado de bofetadas.

—Calma, señor conde, mucha calma. Hay ciertos caracteres que resultan insufribles. Yo siento haber presentado a usted ese señor que tan mal rato le ha dado; pero en fin… lo mejor que podemos hacer es olvidarnos de lo ocurrido.

—Si todos los individuos del comité formado por Peláez son como ése, nos hemos lucido. Dígale usted a nuestro doctor que en adelante no cuente con el tal sabio, que a mí me parece un majadero.

—Se lo diré. Ahora yo confío en que lo ocurrido no habrá entibiado su fe, y que seguirá usted tan dispuesto como siempre a llevar a cabo el patriótico plan.

—¡Oh! Eso siempre. Esto ha sido un incidente ligero y nada más. En cuanto se desvanezca la irritación producida por las suposiciones de ese majadero, todo lo habré olvidado.

—Así lo espero. El desaliento no existe para hombres como usted. Adelante, y siempre adelante, que Dios premiara a los que se sacrifican por su causa.

El conde y el jesuíta hablaron después largamente sobre el eterno asunto, extremándose el segundo en entusiasmar a Baselga con optimistas ilusiones.

—Usted —dijo— debe cumplir su propósito de partir para Gibraltar así que pase una semana y yo no reciba carta de O'Conell; pero no creo que transcurra ese tiempo sin que el capitán dé señales de existencia. Un agente que tenemos en aquella plaza, dice que O'Conell hace muchos trabajos sediciosos entre sus compatriotas de la guarnición, y no sé por qué me figuro que no tardará mucho en avisar. Tal vez mañana recibamos noticias suyas y nos indique que todo está preparado para que pueda usted marchar a la plaza con sus hombres.

La esperanza que mostraba el jesuíta animó mucho al conde, he hizo que cuando aquél salió del despacho, su rostro estuviese ya serenado y no se notase en él la menor huella de su anterior ira.

Cuando el padre Claudio entró en el salón de la baronesa, ésta se hallaba completamente sola y sentada en el sofá, siempre con actitud trágica.

—¿Y los médicos? —preguntó el jesuíta extrañándose de aquella soledad.

—¡Chist! Hable usted más bajo —contestó la baronesa indicándole con una señal que no levantase tanto la voz—. Están en el gabinete inmediato celebrando consulta. ¿No los oye vuestra reverencia?

En efecto, apagado por la puerta y los cortinajes, llegaba hasta el salón el eco de la voz de Peláez, haciendo tímidas indicaciones al doctor Zarzoso que explicaba la enfermedad del conde.

—He escuchado un poco —continuó la baronesa y la verdad no he entendido gran cosa. Hablan en términos técnicos y las palabras acabadas en ía y en osis se repiten con una frecuencia abrumadora. Lo que me parece es que todos estamos conformes en declarar loco a mi padre… ¡Ay, padre Claudio!

—¡Qué es eso, hija mía! —exclamó el jesuíta asombrado por aquella inesperada manifestación de dolor—. ¡Vamos, ten un poco de valor! Además, esta noticia no es nueva para ti, pues ya hace días que conocías la locura de tu padre. Piensa que Dios saca muchas veces el bien del mal, y… no digo más.

La baronesa comprendió la intención de estas palabras, que dijo el jesuíta de un modo muy marcado, y permaneció silenciosa.

Era más acertado guardar un absoluto mutismo que seguir una conversación en la que ambos se exponían a ser demasiado francos y decir públicamente sus pensamientos, que mutuamente eran conocidos. Muchas veces las paredes oyen.

Transcurrió como un cuarto de hora sin que ninguno de los dos despegase los labios. El padre Claudio tenía apoyada la barba en el pecho, y parecía entregado a profunda meditación; la baronesa se entretenía en peinar con sus dedos las franjas de cordonería del sofá.

Las voces de los médicos iban siendo cada vez más sordas; callaron por fin y levantándose el cortinaje de la puerta del gabinete, entraron todos ellos en el salón.

El doctor Zarzoso iba al frente y tenía el aspecto grave, cabizbajo y tétrico de un sacerdote de ópera que se presenta a dar la noticia fatal.

—Señora —dijo colocándose enfrente de la baronesa—, la conciencia profesional me impone el penoso deber de proporcionarle con mis palabras un profundo dolor. Mis compañeros y yo nos usted marchar a la piara con sus hombres hallamos plenamente convencidos de que el señor conde está loco.

Doña Fernanda miró al cielo con la misma expresión que si en su interior se desgarrara algo.

—No debe usted por esto entregarse a la desesperación —continuó el doctor—. La locura del conde no es más que una monomanía que, aunque grave, resulta de posible curación. Con un régimen moral lento, pero seguro, iremos despojándole de esas creencias que hoy le perturban y es casi cierto que recobrará la razón.

—¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera! —murmuró la baronesa con dramática resignación.

—Ahora es inútil que yo diga a usted el terrible compromiso que arrastra teniendo a su padre en esta casa.

—Lo sé, señor doctor, ¿qué debo hacer?

—Después de la declaración suscrita por nosotros en que certificamos la falta de salud mental que aqueja al conde, puede usted, como jefe de la familia, hacerlo ingresar en un manicomio donde atenderán a su curación.

—¡Oh, Jesús mío! ¿Y cómo comunico a mis hermanos la fatal noticia? ¿Qué dirá Enriqueta? ¿Qué impresión tan cruel experimentará Ricardito cuando sepa que su padre, a quien no ha visto en tanto tiempo, ha perdido la razón? ¡Por Dios, padre Claudio! Ocúltele usted al pobre niño la verdad, mientras pueda.

—No tengas cuidado, hija mía. —Dijo el jesuita—. Así lo haré; pero ahora lo importante es ocuparse de lo inmediato, 0 sea, de lo que debe hacerse con tu padre. El doctor Zarzoso creo que dirige un manicomio, montado con arreglo a los últimos adelantos.

—Sí, señor —contestó el aludido—. Lo dirige un compañero, pero yo voy allí todos los días para hacer estudios prácticos.

—Pues allí llevaremos al conde y así podrá usted atender más directamente a la curación. ¿Estás conforme, hija mía?

La baronesa aprobó todas las disposiciones del jesuita y se convino en que al día siguiente el conde sería conducido al manicomio.

Era preciso no perder tiempo según decía el padre Claudio, pues de lo contrario se corría el peligro de que Baselga, en un rapto de locura, acelerase la ejecución de sus quiméricos planes y con su gente y sus armas saliese para Gibraltar marchando a una muerte cierta.

Peláez quedó encargado de conducir al conde a la casa de salud, y el padre Claudio se comprometió a hacerle marchar a ella sin violencia, valiéndose de un habilidoso engaño.

El doctor Zarzoso creía que era más fácil curar una manía como la de Baselga permaneciendo éste en su casa; pero el miedo a que estando en libertad promoviese un conflicto de carácter público, le hacía transigir con la idea de conducirlo al manicomio. Para el sabio la curación era larga, pero no difícil. Todo consistía en hacerle comprender que el tal O'Conell era un médico y que únicamente por una aberración intelectual lo había él creído un militar. Una vez demostrado esto, todos aquellos planes descabellados caerían por su base.

Los médicos despidiéronse de la baronesa y ésta quedó sola con el jesuita, quien no pudo reprimir sus impresiones.

—¡Por fin!… —exclamó suspirando con la expresión del que se despoja de un peso enorme.

El padre Claudio, a pesar de toda la serenidad que había demostrado poco antes, estaba bastante intranquilo. La intriga era hábil, pero frágil en exceso, y una palabra demasiado indiscreta podía haber desbaratado su obra, dejándolo a él en descubierto como único autor de tan infame maquinación.

La suerte que siempre le había favorecido, acababa de mostrársele constante.

Ya se había librado del conde, eterno obstáculo para sus planes; y el jesuíta, al pensar en su triunfo, sonreía diabólicamente.

Estaba satisfecho de su fuerza y de su terrible astucia. O no había justicia, o él sería general de la Compañía de Jesús.

XXV. Donde el padre Claudio da el último golpe a Baselga y vuelve a ocuparse del capitán Álvarez

Cuando, a la mañana siguiente, el conde de Baselga vio entrar en su despacho a su amigo el jesuita, llamóle la atención inmediatamente la expresión de alegría que llevaba impresa en el rostro.

Acababa el conde de levantarse; eran las ocho de la mañana y en la otra ala de la casa, o sea donde estaban situadas las habitaciones de doña Fernanda y de Enriqueta, todo estaba en silencio, velado por la dulce penumbra del sueño matutino.

El conde, en la noche anterior, había ido con su hija al Teatro Real. Necesitaba repeler del todo el malhumor producido por su altercado con el doctor Zarzoso, aquel señor desconocido para el, que tanta irritación le había causado; y logró su deseo, pues se acostó muy tranquilo y se levantó tarareando trozos de música italiana que habían quedado en su memoria y que él, falto de sentido filarmónico, desfiguraba de un modo horrible.

Cuando Baselga canturreaba, a pesar de hacerlo muy mal, se alegraba toda la casa. Era esto signo evidente de buen humor en aquel gigantazo que con un bufido de cólera hacía temblar a todos.

El gozo interior que delataba la cara del jesuita, extremó la alegría del conde.

—¿Qué hay, padre Claudio? ¿Por qué tan contento a esas horas?

—Grandes noticias, señor conde —contestó el jesuita sentándose en un sillón y respirando precipitadamente como si llegase sofocado.

—¿Qué es ello? Vamos a ver. Siento gran curiosidad y me parece que va usted a darme un alegrón. Anoche no sé por qué, presentía que hoy iba a ocurrirme algún suceso feliz. ¿Es que ha escrito O'Conell marcando ya fecha para el golpe?

—Mejor, mucho mejor —dijo el jesuita que parecía gozarse en excitar la curiosidad del conde, para lo cual retardaba la explicación definitiva.

—¿Mejor? Pues confieso que no lo entiendo. ¡Por Dios!, explíquese pronto. El jesuita se levantó y acercándose a su amigo, le dijo al oído con entonación misteriosa:

—O'Conell está aquí.

—¿Dónde? —exclamó el conde incorporándose con nervioso impulso producido por la sorpresa.

—En Madrid. No puedo decir a usted más.

—¿Y le ha visto usted?

—No, pero acabo de recibir aviso de su llegada y al mismo tiempo el encargo de que él desea hablar a usted con mucha urgencia.

—¿Y por qué no viene aquí?

—Lo ignoro; mas él tendrá sus motivos para obrar tan misteriosamente. Tal vez teme ser espiado por el personal de la embajada inglesa; tal vez la indole de su conferencia con usted requiera el misterio.

—¿Y qué debo yo hacer?

—Vestirse inmediatamente y acudir a la cita.

—¿En qué punto me espera?

—No he tenido tiempo de informarme, pues inmediatamente he venido a manifestarle la noticia. Abajo, en un coche de punto, para no llamar la atención, le espera el doctor Peláez que es quien sabe dónde se halla O'Conell. El le conducirá.

—Voy al momento. La impaciencia me devora, y no tardaré ni cinco minutos en estar listo.

Salió el conde del despacho apresuradamente, llamando a su ayuda de cámara con estrepitosas voces, y despojándose de su bata rameada para acabar cuanto antes de vestirse.

El padre Claudio lanzó una mirada distraída a la mesa de trabajo donde los papeles estaban en desordenado abandono.

Un objeto brillaba asomando bajo algunos periódicos, y el jesuíta fijó en él la atención. Apartó los papeles y vio una pistola doble, con los cañones niquelados y la culata de ébano. Tenía la pequeñez de las armas de bolsillo; los arabescos complicados y fantásticos que la adornaban, dábanle cierto carácter de joya; pero el excesivo calibre de sus cañones la hacía una máquina mortal.

El jesuita la contemplaba con curiosidad. Examinó sus cañones que estaban cargados y se puso a reflexionar que un tiro disparado con aquella pistola a corta distancia, era tan seguro como mortal.

El conde era muy aficionado a las armas; tenía siempre en casa las más modernas y aquella pistola era, sin duda, una novedad.

Daba vueltas el jesuita en sus manos a la brillante pistola, y se sonreía de un modo extraño como si le fuese muy grato el pensamiento que en aquellos instantes se agitaba en su cerebro.

Cuando el conde volvió a entrar en el despacho con traje de calle puesto, halló al padre Claudio examinando todavía con atención la hermosa pistola y sonriendo con una expresión poco tranquilizadora. Pero el conde no se fijó en la sonrisa.

—¿Le gusta a usted, padre Claudio? —le preguntó.

—Mucho. Es una hermosa arma que da gran seguridad al que la lleva y que al mismo tiempo no ocupa gran puesto en los bolsillos.

—Esa es su principal ventaja. Yo la suelo llevar alguna vez y siempre la meto en un bolsillo del chaleco sin que apenas se note el bulto que produce. Es de moderna invención, y ahí donde usted la ve tan diminuta, yo me comprometo a hacer blancos con ella a cincuenta metros.

—Es una arma maravillosa.

—Quédese usted con ella si le gusta.

—¡Yo!, ¿para qué? Un sacerdote no debe tener armas y además usted la necesita ahora mismo.

—¿Necesitar yo armas? Salgo únicamente para ver a O'Conell.

—En asuntos como el nuestro, que no es muy legal, aun cuando usted piense lo contrario, conviene siempre ir prevenidos. Cuando O'Conell se ha escondido, sus motivos tendrá y no es cosa que vaya usted a un punto que desconoce sin tomar sus precauciones. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? Recuerde usted que, según el refrán, hombre prevenido…

—Sí, vale por ciento; pero yo tengo siempre mis puños que casi dan los mismos resultados que una pistola, cuando el enemigo está próximo.

—Vamos, señor conde, no sea usted tan confiado y métase esta arma en el bolsillo.

—Como usted quiera, ya que tanto se empeña. Bien considerado no me estorba el llevarla, y tal vez, como usted cree, pueda serme de alguna utilidad.

El conde metió la pistola en un bolsillo de su chaleco, Y abrochándose la levita, indicó al jesuita que estaba dispuesto.

Salieron los dos y atravesaron la antecámara sin encontrar ningún criado.

Baselga iba delante y ocupado en reflexionar sobre la extraña cita de O'Conell en nada se fijaba. El padre Claudio, que lanzó una mirada a la puerta que comunicaba con las habitaciones de la baronesa, vio que el cortinaje se agitaba y hasta le pareció que una mano semejante a la de doña Fernanda, asomaba para desaparecer rápidamente después de hacer una señal de despedida.

Al salir a la calle encontraron parado frente a la puerta un coche de alquiler, por cuyas portezuelas veíase recostado en el interior al doctor Peláez fumando tranquilamente.

El aristocrático doctor se apresuró a abrir la portezuela y, demostrando una agitación que contrastaba con su anterior calma, gritó:

—Vamos, señor conde; suba usted inmediatamente pues se hace tarde y nos aguardarán con impaciencia.

—¿A dónde vamos? —preguntó el conde subiendo a la berlina de alquiler.

—Ya lo sabe el cochero. Vaya, ¡adiós!, padre Claudio.

—Salude usted en mi nombre, amigo Peláez, al capitán O'Conell.

El médico correspondió con un malicioso guiño a la sonrisa intencionada con que el jesuita acompañó sus palabras.

Estrechó el conde la mano del padre Claudio, e inmediatamente el carruaje se alejó a buen paso.

El jesuita quedó inmóvil en la acera como atendiendo al monólogo que la alegría recitaba en el interior de su cerebro.

—¡Anda con Dios! —se decía—. Por fin he logrado librarme de ti, que eras el eterno obstáculo para mis planes dentro de tu familia. Ya no me irritarás con tu tenaz oposición; ya no impedirás que tu hija entre en un convento y tu hijo en la santa Compañía de Jesús, y yo podré con toda tranquilidad guiar hacia las cajas de la Orden ese rebaño de millones que no son tuyos sino de tu mujer.

El pensamiento del jesuita cambió de faz repentinamente.

—No puedo quejarme. Hoy es un día feliz; se inicia del modo más favorable, pues ese imbécil se ha dejado conducir sencillamente y sin resistencia al lugar de donde no saldrá nunca. Y ¡quién sabe lo que allí podrá sucederle! Por algo le he hecho tomar su pistola.

Este pensamiento se reflejaba en el rostro del jesuíta con una sonrisa diabólica.

—Día que así empieza —continuaba diciéndose— forzosamente ha de ser muy favorable a mis planes. De seguro que me espera alguna buena noticia. Apostaría algo a que de aquí a la noche conquisto una fortuna o me libro de algún enemigo. Me lo dice el corazón. Hoy, después de tan feliz principio, haré algo bueno.

El padre Claudio volvió en sí, y dándose cuenta de que estaba plantado en el centro de la acera, gesticulando mudamente y llamando la atención de los transeúntes, emprendió la marcha con dirección a la antigua casa donde tenía establecida su oficina y en la cual vivía con independencia y separado de la Orden que dirigía.

Saludando algunas veces a personas que le conocían y rehuyendo muchas el encuentro de otras cuya conversación importuna le era molesta, llegó a su casa.

Entró en ésta, no por el gran portal, sino por una escalerilla de servicio según era su costumbre para que no conocieran su ausencia las personas que iban a buscarle y que llenaban continuamente la antesala.

Aquella mañana nadie le esperaba, según dijo un lego que le servía de ujier. Habían estado un buen rato antes algunos de los que la Compañía empleaba como agentes, pero después de hacer sus revelaciones al padre Antonio, que seguía siendo el secretario general del asistente o vicario de la Compañía en España, se habían marchado inmediatamente.

El padre Claudio entró en su despacho, donde su secretario estaba, como siempre, entregado al trabajo de ordenar notas y extractar informes para enviarlos a Roma o encerrarlos en aquellos legajos que, cada vez más numerosos, invadían todo el gran salón.

El secretario saludó con una rápida cabezada a su superior y siguió escribiendo.

—¿Qué hay? preguntó el padre Claudio con aquel acento imperativo que era el suyo propio y se manifestaba siempre que el jesuíta estaba lejos de los convencionalismos de la sociedad.

—Han venido tres de nuestros agentes y en estos instantes estoy redactando en forma las notas que he tomado de sus revelaciones.

—¿Qué informes son los suyos?

—Dos de ellos no tienen gran importancia. Helos aquí. El presidente del Consejo de Ministros dijo anoche en una antesala de Palacio, que hay que temer más a vuestra reverencia que a sor Patrocinio y al padre Claret, pues éstos no son más que agentes de vuestra paternidad que los mueve a su gusto. El otro informe es detallando el carácter de ese periodista rojo que tan furibundos artículos escribe contra nuestra Orden. Es irritable en extremo, y además tan falto de dotes oratorias y tímido, como mordaz en la pluma.

—Está bien. Al presidente del Consejo ya procuraré de aquí a un rato, cuando yo vaya a Palacio, darle a entender que estoy enterado de sus palabras, y de paso le haré comprender a lo que se expone tirándonos chinitas a los compañeros de Jesús. En cuanto al asunto de ese periodista, toma nota de esto.

El secretario puso los puntos de su pluma sobre el papel y esperó.

—¿Quién ha traído los informes?

—Pepe, el Americano; ese que perora en los clubs y que está afiliado en la masonería para darnos cuenta de todo lo que piensan nuestros enemigos.

—¿Cómo está ahora en cuanto a prestigio?

—Mejor que nunca, reverendo padre. Ha estado aquí largo rato y como es muy chistoso me ha hecho reir mucho remedando grotescamente lo que hacen en las sociedades secretas, y las sartas de barbaridades que él suelta a guisa de discurso. Como es tan vocinglero e intrigante y como habla mal de todos los que se distinguen en los partidos avanzados, ha conseguido formarse su correspondiente grupito con cuatro imbéciles, y hoy se da ya importancia de hombre de prestigio en las masas.

—Perfectamente. Pues ordenarás a nuestro agente que poco a poco y con mucho arte emprenda una campaña de difamación contra ese periodista que tanto nos ataca. El mejor medio de matar su pluma que tanto nos molesta, es aislarle, quitarle el afecto y la admiración de los suyos, que hoy tanto lo aplauden. Esto puede conseguirlo nuestro hombre.

Al secretario debió parecerle difícil la empresa, pues levantando el rostro interrogó con la mirada a su superior.

—¿Te parece difícil lo que me propongo? Pues nada tan sencillo. Nuestro agente tiene facilidad de palabra y esto constituye una ventaja preciosa cuando se ha de trabajar sobre la conciencia de muchedumbres tornadizas y veleidosas, más propensas a derribar que a sostener a sus ídolos. Ves anotando lo que el Americano debe hacer para anular a nuestro enemigo. Primero perorará en los clubs, diciendo con maligna intención que a los hombres hay que apreciarlos por lo que hagan y no por lo que digan, y de paso hará la apoteosis de la fuerza, diciendo que vale más un carbonero que esté dispuesto a salir con un trabuco a la barricada que todos esos periodistas, oradores y sabios que únicamente sirven para enredarlo todo. Este será el primer golpe. Después cuando el terreno esté preparado y haya tronado en varios discursos contra los traidores y los espías, asegurando que entre los partidos avanzados hay muchos agentes pagados por los jesuítas…

—Esto podrá él jurarlo por su alma sin temor a ir al infierno.

—No me interrumpas y escribe. Después que, como decía, haya preparado el terreno, podrá ir poco a poco deslizando la idea de que ese periodista que nos ataca es uno de tantos traidores pagados por los jesuítas. ¡Eh! ¿Qué te parece el golpe…? ¿Por qué pones esa cara?

—Reverendo padre, eso me parece demasiado fuerte. ¿Cómo van a creer esas gentes que está pagado por los jesuítas el mismo que con tanto rigor nos ataca?

—¡Bah! Tú no conoces a las muchedumbres. Son enemigas por instinto de todo el que se distingue y se eleva por encima de lo vulgar, y además, todo lo que es absurdo y raro lo acoge con más entusiasmo por lo mismo que lo comprende menos. Únicamente aquel que posee una oratoria vehemente y tribunicia, es el que consigue conservar el aprecio del pueblo; pero el que no tiene más arma que la pluma, pierde con facilidad el prestigio pues esas masas revolucionarias sólo se sienten subyugadas por una palabra ardiente. Además las masas sienten primero que discurren; adivinan entre ellas más traidores y espías de los que nosotros pagamos, y aquel que cualquiera señale como agente jesuítico, será el desgraciado sobre el cual caerá el odio popular. En fin, Antonio, escribe mis instrucciones y aprende eso bien, sé lo que me digo. Ya verás cual es el resultado.

El secretario escribió las órdenes de su superior.

—La calumnia —continuó el padre Claudio— es siempre entre las masas populares una bola de nieve que a poco que ruede se convierte en imponente alud. Que nuestro agente obedezca mis ordenes y dentro de poco apreciarás el resultado. No faltará una turba de imbéciles que le haga coro. Todos, una vez señalado el traidor, querrán estar enterados de su traición, se aguzarán las imaginaciones, la mentira rodará de boca en boca agigantándose rápidamente y antes de dos meses habrá exaltados que contarán con todos sus pelos y señales la traición del periodista, el lugar donde se avista con nosotros, las órdenes que le damos y hasta la cantidad que recibe por su infame obra. Hay que emplear todos los medios para batir al enemigo.

El padre Antonio mostraba la admiración que le producía el diabólico parte de su superior. Éste continuó hablando:

—Después que la calumnia se extienda, será cuestión de poco tiempo el robarle la pluma al escritor y hacernos dueños de su conciencia. Se verá escarnecido, insultado y calumniado por los mismos que ahora le admiran, y poseído del despecho y la rabia, despreciará justamente a esa misma gente a quien quiere ilustrar y abrir los ojos y que paga a coces sus desvelos. El vacío se formará en torno de su persona; no tendrá a su lado un admirador que le aliente ni un amigo que le sostenga; sus escritos no serán leídos y carecerá ya del mezquino producto que hoy le da su trabajo y que le permite vivir. Intentará defenderse de palabra en las reuniones de su partido; pero su timidez personal y su falta de elocuencia, harán que sea anonadado por nuestros agentes, que pintarán su balbuceo e inseguridad como el rubor de su conciencia que se delata; y cuando esté ya definitivamente perdido, cuando no tenga un amigo y esté aplastado bajo el peso de su descrédito, entonces…

—Entonces llegaremos nosotros. ¿No es eso, reverendo padre?

—Así es. Entonces nosotros nos presentaremos a él como seres que nos apiadamos de su desgracia y que llevados de nuestro noble y generoso carácter, sabemos perdonar al enemigo cuando éste se halla en la desgracia. Nuestra dulzura por una parte, y por otra el odio que él sentirá contra los ingratos, harán que, sin gran esfuerzo, su voluntad se nos entregue y entonces dispondremos por completo de esa pluma que ahora tanto nos incomoda. Además vivirá en la miseria y las necesidades de su familia le harán mirar nuestra amistad como un auxilio de la Providencia. No dudes que así será. Tengo mucha experiencia y más de una vez he conseguido iguales éxitos. Con los hombres ocurre lo mismo que con las plazas fuertes. No hay ninguno inexpugnable, y el éxito únicamente depende del modo y forma de establecer el bloqueo.

—¡Oh, magnífico!, reverendo padre. La comparación es exacta y cada vez me convenzo más de que al lado de vuestra reverencia siempre se están aprendiendo cosas nuevas.

—¡Bah! Déjate de palabrerías y vayamos a lo importante. ¿Ha dicho el Americano algo sobre trabajos revolucionarios?

—Nada importante. En los clubs se habla mucho y se confía en que Prim hará pronto un movimiento; pero nada se dice de cierto. Pero hay aquí otra revelación sobre el mismo asunto, que es muy importante.

—Vamos a ella. ¿De quién es?

—De aquel teniente retirado a quien hace más de quince días encargó vuestra reverencia que siguiese los pasos a un capitán llamado don Esteban Álvarez.

—¿Y han llegado, por fin, los informes? ¡Gracias a Dios!

—Caros han costado. He dado tres mil reales al tal teniente.

—No hay que reparar en gastos cuando se trata de asuntos importantes. Ve diciendo.

Y el padre Claudio se colocó en actitud de escuchar con profunda atención. Brillábanle los ojos y en su rostro se mostraba una satánica alegría. Su cerebro rumiaba con detención un pensamiento halagador. Iba a darle una lección a aquel mequetrefe que en la plaza de Oriente lo había tratado como una mujer, amenazándolo con darle de bofetadas. Ahora vería el tal mequetrefe si se podía insultar impunemente a un hombre como el padre Claudio.

El secretario consultó sus notas para estar más seguro de su informe.

—El teniente, para encarecer su servicio, ha dicho lo mucho que le ha costado averiguar la vida y costumbres del capitán Álvarez. Adivinaba que éste conspiraba y que era amigo de Prim; pero no podía saber tal cosa, con todos los detalles que le pedía su paternidad. Por fin, merced a las palabras indiscretas de un amigo del capitán, y después de haber seguido a éste a todas partes, ha podido averiguar cosas que comprometen mucho al espiado. El capitán Alvarez es el secretario de la Junta Militar que preside Prim y que está encargada de los trabajos revolucionarios en toda España.

—¿No hay más datos?

—Sí, reverendo padre. Los conspiradores se reúnen en una casa cuyas señas exactas tengo aquí. Está en las inmediaciones de la plaza de Santo Domingo. El capitán Álvarez asiste a todas las reuniones. Lo ha visto nuestro agente.

—¿Y no sabe más?

—Ha indicado un dato de gran estima. El tal capitán, como ejerce de secretario del comité, tiene en su poder papeles importantes y comprometedores y, según cree nuestro agente, los guarda en su domicilio.

—Sí que es de importancia la noticia. Con este dato ese hombre está por completo a nuestra disposición. Ya pensaremos en el medio más adecuado para que el gobierno se incaute de esos papeles y dé su correspondiente castigo a los conspiradores. ¿No hay más asuntos?

—No, reverendo padre.

—Saca extracto de los dos primeros, el del periodista y la murmuración del jefe del gobierno, para enviarlos al archivo de Roma, como es costumbre.

—¿Y el otro? —preguntó el secretario lanzando una rápida mirada a su superior.

—¿Te refieres al asunto del capitán Álvarez? —dijo el padre Claudio—. ¡Oh! Ese es negocio particular que sólo a mí me importa y del que no es necesario que sepan una palabra en Roma. Es una pequeña venganza, un desahogo que me permito y no creo necesario ocupar la atención del general y de sus secretarios con tales nimiedades.

El secretario siguió escribiendo con la cabeza baja y sin hacer el menor movimiento; pero el padre Claudio, bien fuese por curiosidad o porque adivinase sus pensamientos, sintióse impulsado a preguntarle:

—Oye; Antonio, ¿te parece mal lo que hago?

El secretario clavó su mirada con cierta audacia en los ojos de su superior.

—Reverendo padre, ya conocéis los estatutos de la Orden.

—Te pregunto si te parece censurable mi conducta. Responde terminantemente.

—Ya que me preguntáis, fuerza es contestar cumpliendo mi voto de obediencia. La Orden tiene leyes y nadie debe faltar a ellas.

—¿Y te parece que yo falto?

—Nuestros estatutos disponen que todo individuo de la Compañía dé cuenta de sus asuntos a sus superiores provinciales y nacionales, y que éstos igualmente lo comuniquen todo al padre general.

—Y yo que oculto algo a los de Roma, falto a nuestras leyes, ¿no es esto?

—Así es, seguramente.

—Celebro que seas franco. Yo lo seré de igual modo diciéndote que conviene que te convenzas de todo lo contrario. Es por tu bien. Hay cosas que resultan peligrosas únicamente al pensarlas.

Y el padre Claudio sonreía al decir esto y fijaba en su secretario aquella mirada extraña que hacía temblar a cuantos le conocían.

—Está bien, reverendo padre —contestó fríamente el secretario.— No olvidaré vuestras indicaciones.

—Confío —continuó el padre Claudio— que todo quedará en secreto y serás tan fiel como siempre lo has sido. Pon, pues, todas las notas referentes al capitán Álvarez en carpeta aparte, y que sea un secreto para todos lo que se haga en tal asunto.

El secretario siguió escribiendo durante algunos minutos, pero de pronto hizo un rápido movimiento y se encaró con su superior.

—Reverendo padre —dijo—, ya sabéis que os quiero.

—No mucho. Me debías querer verdaderamente, pues todo cuanto eres me lo debes a mí; pero en fin, prefiero que me tengas un afecto débil a que seas mi enemigo. ¿A qué vienen tus palabras?

—A que por lo mismo que os quiero, no puedo menos de lamentar que os separéis demasiado de vuestros deberes. Son muchos ya los asuntos que figuran en carpeta aparte y de los que no se da conocimiento alguno a Roma.

El padre Claudio hizo un gesto expresando el poco cuidado que le daba tal indicación.

—Hacéis mal en trabajar tanto por vuestra cuenta y en faltar continuamente a nuestras leyes. Yo guardaré siempre el secreto; pero esto no supone que vuestros negocios queden ocultos eternamente a los ojos del general.

—¡Ah! Guardando tú el secreto ¿quién puede enterarse de mis asuntos?

—Ya sabéis que en nuestra Orden todo se sabe.

—Por esta vez no se sabrá. Tengo tomadas mis precauciones y estoy seguro de que si algo llega a oídos del general, será porque tú me habrás vendido. Ya estás enterado; ahora a trabajar.

El padre Claudio dijo esto con su tono imperioso, y el secretario le obedeció inmediatamente.

Transcurrió algún tiempo sin que mediara palabra alguna entre los dos jesuítas. El secretario escribía y el superior de pie ante la mesa, hojeaba los papeles que estaban en ésta, esperando una clasificación.

Un criado levantó con discreción el cortinaje de la puerta y asomó su cabeza con el propósito de retirarse silenciosamente, si veía al padre Claudio entregado a una grave ocupación. A los sirvientes de aquella casa, bastábales una sencilla ojeada para apreciar la importancia del trabajo de su dueño y su necesidad de aislamiento. Al ver al padre Claudio contemplando con mirada distraída los papeles, se atrevió a interrumpirle y dijo con voz meliflua:

—Reverendo padre, don Joaquín Quirós desea ver a vuestra reverencia. Ha venido ya muchas veces en esta semana.

—Que espere en el gabinete. Voy allá inmediatamente. Salió el criado y el poderoso jesuita dijo en voz alta:

—¿Qué querrá Quirós? ¿Por qué vendrá a buscarme con tanta insistencia? Ese muchacho cada vez me gusta menos. Presiento en él algo de ingratitud. ¿Qué te parece a ti, Antonio, ese muchacho?

—Es un fatuo que se ha hecho la ilusión de emplear a vuestra reverencia y a la Orden para llegar muy alto. Hay que tener cuidado con ese ambiciosillo.

—Pues si piensa aprovecharse de nuestro poder para lograr sus fines y después desligarse de nosotros, está muy equivocado Eso sería engañarnos y ¡francamente!, tendría que ver que un trastuelo como ése, engañase a la Compañía de Jesús.

El padre Claudio salió del despacho y atravesando varias habitaciones, entró en un pequeño gabinete de paredes grises y desnudas, amueblado con una antigua consola y una sillería de damasco raído.

Joaquinito Quirós, al entrar el poderoso jesuita, se abalanzó inmediatamente a besarle la mano humildemente, recibiendo su bendición con aire compungido.

—¡Hola desertor! —dijo el padre Claudio con jovialidad—. ¿Qué mal viento le trae por aquí? Yo creía que ya había muerto.

—¡Oh, reverendo padre! A pesar de mis trabajos apremiantes, he venido por aquí varias veces, sólo que nunca estaba usted visible.

—No es extraño; yo aunque no me presento agobiado por el trabajo como usted, no dispongo de un minuto todos los días para recibir a los amigos. Conque vamos a ver, ¿qué le trae a usted por aquí?

—Vengo corriendo de casa de Baselga.

—¡Ah! ¿Y qué? —dijo el jesuita con una frialdad que contrastaba con el azoramiento exagerado del joven escritor.

—Había ido a consultar a la baronesa sobre un asunto urgente de la asociación de San Vicente de Paul.

—Bueno. ¿Y qué quiere usted decirme?

—Que de boca de la misma baronesa ha salido una noticia que apenas me atrevía a creer.

—Vamos a ver esa noticia estupenda.

—Que el conde ha sido declarado loco.

—Y que yo lo he enviado al manicomio, ¿no es eso? De seguro que así se lo habrá dicho la baronesa. ¿Y qué hay en todo esto para que usted venga con tanto azoramiento a comunicarme cosas que ya casi tengo olvidadas?

—¡Oh!, reverendo padre; la impresión, lo inesperado de tal noticia… Comprenda usted el efecto que en mí habrá causado.

—Déjese usted de pamplinas. Usted sabía tan bien como yo, hace ya mucho tiempo, que el conde estaba loco y que su manía de conquistar Gibraltar, que comunicó a usted antes que a nadie, era un solemne disparate. ¿A qué extrañarse tanto ahora? Baselga estaba loco y lo hemos encerrado en un manicomio. Eso es todo.

—Perdone usted, padre Claudio. Yo esperaba que como amigo de la familia me hubiese usted llamado, al tratarse de un asunto tan importante. Tal vez hubiesen aprovechado para algo mis servicios.

—No lo hemos necesitado a usted para nada.

—Muchas gracias. Además debo manifestarle mi disgusto por la conducta que usted ha observado conmigo. Hace tiempo que comprendí que no le era muy grata mi presencia en casa de Baselga, y por eso he estado tanto tiempo sin ir por allí.

—Así es. No me gustaba mucho que fuese usted por aquella casa; pero ahora puede volver cuando guste.

—Sí, eso es —dijo con rudeza Quirós—. Puedo ya volver, ahora que no está el conde y que lo han declarado loco, Dios sabe cómo.

Quirós apenas dijo estas palabras, se arrepintió, al ver el gesto de indignación que hizo el padre Claudio.

—Joven —dijo el jesuita con frialdad hostil—, la benevolencia que yo le he dispensado, sólo ha servido, según veo, para que usted se muestre sobradamente audaz y se atreva a hacer suposiciones que no puedo consentir. El conde ha sido declarado loco porque realmente lo estaba, y yo no he influido para nada en tal declaración. ¿Qué interés podía yo tener en ello?

Quirós, a pesar de que temía al padre Claudio, no pudo evitar un gesto de incredulidad.

—¿Duda usted de mis palabras? Pues pronto tendrá que convencerse forzosamente. ¿Qué médicos cree usted que han certificado la demencia del conde? ¿Se lo ha dicho a usted la baronesa?

—No, señor; pero como si lo viera. El médico encargado de tal trabajo habrá sido indudablemente el doctor Peláez. Un amigo fiel y obediente.

—Pues se engaña usted. El que ha certificado la demencia del conde ha sido el doctor Zarzoso, ese sabio alienista que es bien conocido por sus ideas antirreligiosas. ¿Dirá usted ahora que Zorzoso es de los nuestros y que yo puedo manejarle para hacer que declare cosas contrarias a la verdad?

El joven quedó moralmente aplastado por estas palabras. El padre Claudio se gozó en mirarlo con desdeñosa compasión.

Quirós estaba perplejo. Comprendía que acababa de cometer una torpeza mostrando antes de tiempo cierta aspiración de independencia ante el terrible jesuita que no consentía la emancipación de ninguna de las voluntades a él supeditadas Por esto, deseoso de remediar su ligereza, se apresuró a decir con acento humilde:

—Perdón, reverendo padre. No había yo imaginado ni remotamente nada que fuese en perjuicio de la honradez y caridad de vuestra reverencia; pero el maldito amor propio, herido por el despego que hace algún tiempo me mostraba usted, ha sido la principal causa de que yo haya hablado de un modo tan irrespetuoso. Ruego a usted que me perdone. Ya sabe que lo venero y que eternamente le seré fiel.

El jesuíta hizo como que creía en estas palabras, cuyo verdadero valor conocía.

—Es usted un niño, amigo Quirós —dijo con paternal benevolencia— y si no estuviera convencido de esa ligereza que le ha de producir muchos disgustos, tomaría en serio sus palabras en cuyo caso mi enojo sería terrible. Usted tiene un defecto que consiste en querer subir demasiado aprisa a las alturas donde le arrastra su exagerada ambición. Yo no critico que usted sea ambicioso; todos lo somos en este mundo y yo el primero; pero hay que pensar bien que aquello que todo hombre ha de procurar para subir es escoger bien los medios que han de servirle para su elevación. Usted mientras suba apoyado por nuestra Orden hará carrera, y el día que intente emanciparse de nosotros, su ruina será completa.

—Reverendo padre, yo no intento separarme de usted, al que tanto venero; yo…

—Menos protestas de adhesión, amigo Quirós. Dios que lee en el corazón de todos los humanos, es quien sabe mejor la verdad y puede apreciar los sentimientos de cada uno. Aunque no estoy muy seguro de la adhesión de usted, le quiero a pesar de todo y buena prueba de ello es que hace un momento pensaba en usted y le procuraba un medio seguro para engrandecerse.

—¡A mí! —exclamó Quirós con codicia—. ¡Oh, cuánto le agradecería que hiciese algo por mi suerte! Mi situación es cada vez más difícil; mis compañeros ascienden todos, hacen fortuna, y yo permanezco inmóvil en mi miserable mediante sin adelantar un paso. Necesito un protector poderoso como vuestra paternidad y que no me abandone en ninguna ocasión.

—Mi protección dependerá del modo como usted se porte en adelante conmigo. Por de pronto, sepa que tengo un medio seguro e inmediato para que el gobierno agradezca a usted un servicio importantísimo y le premie con largueza.

Quirós hizo un gesto de impaciencia. Estaba ansioso por conocer aquel medio tan seguro de engrandecerse.

—Se trata —dijo el jesuíta con gran calma— de descubrir al gobierno una conspiración revolucionaria verdaderamente terrible, por las personas que de ella forman parte.

Quirós mostró cierta extrañeza al escuchar estas palabras. Notábase en él que acababa de sufrir una profunda decepción.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Si no es más que eso!… Todos los días recibe el gobierno delaciones de esa clase y apenas si las premia con unas cuantas onzas de oro. Los ministros hacen poco caso de tales revelaciones, pues las más de las veces resultan falsas o inútiles, ya que no pueden encontrarse las pruebas.

—Es que aquí las hay, señor Quirós; pruebas claras y concluyentes, papeles de tanta importancia que con ellos el gobierno puede ponerse al tanto de una terrible conspiración militar, y conocer a todas las personas que están comprometidas en ella.

—¡Ah! —exclamó el joven cuyos ojos brillaron con terrible llamarada de alegría—. Eso es otra cosa. Si vuestra paternidad me facilita tan importante delación, mi ascenso está ya asegurado.

—Pues cuente usted con que lo apoyaré. Irá usted a ver al ministro de la Gobernación. ¿No lo conoce usted?

—Sí, reverendo padre. He hablado varias veces con él en las reuniones del gran mundo.

—Perfectamente. Pues puede usted decirle que en Madrid funciona una Junta revolucionaria militar de la cual es secretario un capitán llamado don Esteban Álvarez.

—Eso no basta, reverendo padre.

—No sea usted impaciente y escuche. Dicho capitán tiene en su casa la mayor parte de los papeles de la conspiración y registrando su domicilio el gobierno puede dar un buen golpe a los revolucionarios.

—¿Está usted seguro, reverendo están en casa de ese capitán?

—¡Oh!, segurísimo. Ya sabe usted que estoy siempre bien informado de todo. Tengo buenos amigos.

—¡Diablo!, pues la cosa resulta grave para ese capitán si le pillan en su domicilio los papeles. ¿Es algún joven ese capitán?

—Creo que sí. Según me han dicho es una cabeza ligera, un exaltado muy peligroso.

—¿No lo conoce vuestra reverencia?

—No. Nunca lo he visto.

Quirós se quedó pensativo durante algunos minutos.

—¡Vamos! —dijo el jesuita—. ¿Qué piensa usted? ¿No se atreve a dar el golpe?

—Pienso que si le pillan los papeles ese pobre muchacho, pronto le olerá la cabeza a pólvora. El gobierno está hoy más irritado que nunca contra los revolucionarios, y será inexorable con aquel que pille.

—Así lo creo yo también. Pero veo que me he equivocado al pensar en usted y ofrecerle un medio tan rápido de elevación. ¿Tiene usted reparo en delatar tan peligrosa conspiración? No hablemos, pues, del asunto. Olvídese usted de todo lo dicho, que otro se encargará de hacer el trabajo. No falta gente que quiera ser premiada por el gobierno.

Quirós se estremeció como si acabara de recibir un rudo golpe.

—¡Eh! ¿Qué es eso, reverendo padre? El negocio es para mí y yo no puedo consentir que otro me lo arrebate. ¿He dicho yo acaso que no quiero encargarme de la delación? Lo que hay es que me inspiraba algo de compasión ese pobre muchacho que es un joven como yo y que no aguarda seguramente el terrible cataclismo que le va a caer encima. Un poco de simpatía y nada más. Pero se acabó ya el escrúpulo; no soy tan imbécil que dé un puntapié a la fortuna cuando ésta se me presenta. Se acabó la compasión. ¡Vaya, padre Claudio!, siga usted dándome órdenes que yo las cumpliré inmediatamente.

—Celebro verle tan animoso y dispuesto a aprovecharse de mi cariñosa benevolencia. Para alcanzar la gratitud del gobierno no tiene usted más que hacer esa delación. Yo me encargaré después de recomendarlo y hacer que la recompensa oficial sea lo más alta posible.

—Pero, padre Claudio, con lo dicho no basta para que la delación sea completa. Falta saber el domicilio del capitán Álvarez, el punto donde los conspiradores se reúnen y todos los demás detalles que vuestra paternidad juzgue importantes.

—Es verdad. Tiene usted mejor memoria que yo. Pase usted a mi despacho y mi secretario le dará una nota exacta de todo cuanto pide.

Quirós hizo un gesto de alegría, como si ya tuviera en sus manos el importante ascenso que tanto deseaba.

Ansioso por realizar cuanto antes aquel negocio, y sin el menor rastro del escrúpulo que momentos antes había sentido, se dispuso a salir del gabinete para dirigirse al despacho.

—Aguarde usted, impaciente joven —dijo el jesuita sonriendo con amabilidad—. Supongo que todo esto quedará en el más absoluto misterio, y que el gobierno no traslucirá quién ha proporcionado tan importantes datos.

—¡Oh! De eso no hay que hablar, padre Claudio. Bueno soy yo para que se me escape una palabra indiscreta. Yo sólo digo lo que quiero.

—Buena condición es esa. Con ella irá usted muy lejos. Lo importante es que usted no se arrepienta nunca de lo hecho, y quiera perder a sus amigos algún día sabiendo perfectamente lo que dice.

El joven comprendió que el padre Claudio seguía dudando de su adhesión.

—No recele vuestra reverencia de mi fidelidad —dijo Quirós—. Ya que no por cariño, por egoísmo debo seguir siempre al lado del padre Claudio. Tratándome como hoy, nunca podré quejarme de su protección. Yo al que me da nunca le falto.

—¡Magnífico! Es usted adorable por su franqueza, Joaquinito. Usted irá lejos y nunca le faltará mi protección. Únicamente —continuó el jesuita sonriendo con cierto aire de superioridad— le falta a usted el no dejarse dominar por la compasión en momentos supremos.

—¡Oh! La indecisión de antes ha sido momentánea, como usted ya ha visto.

—Cuando yo le aconseje una cosa, no dude usted nunca. Yo no puedo aconsejar a nadie que peque y pierda su alma, y las acciones que yo recomiendo, aunque a primera vista parezcan censurables, seguramente no lo son por venir de boca de un sacerdote del Altísimo. Dios saca el bien del mal, no olvide usted esto y para hacer bien a nuestros semejantes es preciso que antes les hagamos daño. Al delatar a ese joven capitán tal vez le sentenciamos a muerte; pero ¿cuán inmenso caudal de bienes no producirá nuestra delación? Con su prisión y la incautación de sus papeles, la sociedad permanecerá tranquila, la revolución quedará desbaratada, perecerán esas ideas diabólicas y disolventes que propagan los enemigos de la monarquía y de la Iglesia, y quedarán tranquilas en el poderío de que hoy gozan, por la voluntad de Dios, doña Isabel II, esa reina modelo de virtudes, y la Compañía de Jesús, santa institución que trabaja por la salvación del mundo. Si quiere usted ser grande y poderoso en la tierra, y después feliz y bienaventurado en el cielo, no vacile usted nunca en obedecer mis indicaciones. Todo cuanto yo ordene es…

Para mayor gloria de Dios —interrumpió el joven—. Sí, ya lo sé, reverendo padre, y juro obedecerle inmediatamente. Ahora, si le parece bien, vamos al despacho a por la nota, pues siento verdadera impaciencia por servir a Dios haciendo la delación.

El jesuita sonrió bruscamente al oír estas palabras. Sabía a qué Dios servía el joven egoísta, al mostrarse tan impaciente por cumplir sus órdenes.

—Sobre todo, amigo Quirós, no cometa usted ninguna imprudencia ni deje que la cometa el gobierno. Si hace usted la delación ahora mismo, nos exponemos a que el ministro de inmediatamente órdenes a la policía, en cuyo caso es posible que armándose estruendo extemporáneamente se nos escape la liebre. Vaya usted al ministerio al anochecer y haga la delación. La noche es favorable para esta clase de asuntos.

Quirós se conformó a esperar algunas horas para dar el golpe que aseguraba su porvenir, y con aire de humildad hipócrita siguió al poderoso jesuíta a su despacho.

XXVI. La última buena obra del padre Claudio

A Baselga comenzaba a parecerle demasiado extraño el aparato misterioso con que el capitán O'Conell había revestido su cita.

Pasaba el conde por alto que le hubiese hecho salir a una legua de Madrid para ir a aquel caserón de grandes y desiertos patios, rodeado de un vasto jardín con solitarias alamedas a cuyo extremo había entrevisto algunos hombres que al notar su presencia habían desaparecido; hacía caso omiso igualmente de que el doctor Peláez lo hubiese abandonado diciendo que así lo exigía el secreto de la entrevista, dejándolo bajo la dirección de un criado, soberbio mocetón de grandes patillas que orlaban una cara cuadrada y sin expresión alguna; pero no le parecía ya indiferente, pues le causaba cierta molestia próxima a la irritación que lo tuvieran más de una hora en aquella sala, grande, fría y de elevado techo, cuya desnudez aún hacía más antipático el torrente de sol que entraba por las dos rejas situadas sobre el vasto jardín que el había atravesado.

La aventura iba ya resultando para el conde demasiado extraña. Aquellas rejas eran demasiado robustas y tenían todo el aspecto de las de presidio. Mirándolas fijamente, el conde llego a sonreírse.

«En esta casa —pensaba— debe ser la gente muy miedosa. Según leo a veces en los periódicos hay bastantes ladrones en los alrededores de Madrid; pero la cosa no creo que sea para tomar tantas precauciones. ¡Cuidado si han empleado hierro en las tales rejas!»

Y Baselga, que para buscar distracción al tedio que comenzaba a dominarle se había entretenido en contar varias veces los barrotes de las rejas, pasó a fijarse en otros detalles de la habitación.

«Pues aquí dentro —continuó pensando el conde— no han sido tan pródigos en muebles como en el hierro de las rejas. ¡Vaya un menaje! Parece que sólo hayan puesto lo estrictamente necesario para que la pieza no sea inhabitable».

Así era. La sala era muy espaciosa y a pesar de esto, sólo había en ella cuatro sillas de paja, muy ligeras por cierto, y una mesilla colocada entre las dos rejas.

Baselga se levantó, fue tocando uno por uno los escasos muebles, y después siguió paseando de un extremo a otro de la habitación.

Sacó su reloj de oro y miró la hora. Las diez y media. Estaba ya allí más de una hora y comenzaba a parecerle la espera mas que pesada.

En uno de sus paseos al pasar junto a la puerta que creía entornada se fijó en ella. También notó como en las rejas gran lujo de precauciones. Vaya una puerta sólida. Los tableros estaban tan ajustados que no dejaban la menor rendija y toda ella parecía hecha de una sola pieza. En el centro tenía un ventanillo cerrado.

El conde al pasar la golpeó distraídamente con el pie como para apreciar su robustez, y la puerta no se movió.

Baselga hizo un gesto de inmensa extrañeza. ¿Qué era aquello? ¿Acaso estaba la puerta cerrada? ¿Era él un preso?

Esta consideración sublevó al conde, quien, para convencerse de si la puerta estaba cerrada, dejó caer sobre ella sus robustos puños. Conmovióse la recia madera produciendo un sonido sordo, pero la puerta no se movió.

Ya no podía dudar el conde. Estaba encerrado, prisionero en aquella destartalada habitación tan inaccesible a la fuga como un calabozo. Las rejas le impedían el saltar al jardín.

Apoderóse de Baselga una terrible indignación al verse tratado de un modo tan inicuo. ¿Por qué le recibían de tal modo? ¿Dónde estaba aquel O'Conell, que no llegaba nunca?

De repente cruzó por la imaginación del conde una absurda idea, propia de su continua preocupación. Sin duda el gobierno inglés conocía su plan, temía al audaz patriota y se atrevía a secuestrarlo casi a las puertas de Madrid. Esta presunción fatua y loca consolaba al conde y le daba cierto valor para sobrellevar tan extraña aventura; pero a pesar de esto seguía golpeando con sus vigorosos puños la fuerte puerta sin lograr que hiciera el menor movimiento.

El más absoluto silencio contestaba a aquellos golpes y Baselga se decidió por fin a gritar:

—¡Eh!, los de la casa. ¿Qué es esto? Venid de una vez por todas a abrir esta puerta.

Varias veces gritó y no vino nadie. Pero los gritos no fueron acogidos con el mismo silencio que los golpes.

A los oídos de Baselga llegaron confusas y amortiguadas voces estentóreas, chillidos y cánticos monótonos que formaban un extraño concierto y que se repetían cada vez que él llamaba.

—No —dijo el conde en alta voz como si tuviera a sus espaldas quien lo oyera—, pues la broma resulta bastante pesada. ¿Y qué grita toda esa gente?… Juro a Dios que en cuanto salga de aquí aprenderán cómo nadie se burla impunemente de un hombre como yo.

Transcurrieron algunos minutos sin que el conde se cansara de golpear la puerta. Antes bien, parecía que sus puños al maltratar a la madera adquirían nuevo vigor.

Cuando comenzó a llamar, habíale parecido oir unas pisadas que ligeramente se alejaban y éstas volvieron a escucharse pasado un buen rato aunque aproximándose con gran rapidez.

El conde vio abrirse el estrecho ventanillo de la puerta a través del cual apenas si podían mirar a la vez con ambos ojos.

En el pasillo estaban dos hombres; el criadote de las patillas y de rostro inmóvil, que, según se decía el conde, tenía cara de palo, y un joven también fornido y barbudo que llamaba la atención por su gesto inteligente.

Baselga se dirigió a él, lanzándole por el ventanillo una mirada iracunda.

—Caballero, ¿es ésta manera de recibir una persona decente? ¿Soy algún criminal terrible para tenerme cerrado? Soy el conde de Baselga, sépalo usted.

—Lo sé, señor conde —dijo el joven con sonrisa amable—, y ruego dispense esta falta de atención. El tenerlo cerrado comprendo que le será a usted tan enojoso como molesto para mí pero tengo que cumplir forzosamente las órdenes que se me dan. A usted mismo le conviene permanecer ahí.

—¿Esas órdenes son de O'Conell? A ver, ¿dónde está O'Conell? El joven médico no sabía quién era aquel extranjero que nombraba el conde; pero con el aplomo que le daba su continuo trato con los enajenados, respondió:

—Sí, O'Conell me ha dado la orden. No tardará en venir puede usted esperar tranquilo. Es cuestión de una hora a lo más. Le ruego, sobre todo, que no se incomode ni se exalte. Piense usted en que le conviene estar así.

El conde seguía no comprendiendo aquel extraño aparato, pero se tranquilizaba contemplando a aquellos dos hombres.

No, aquella gente no podía ser mala. Tenían buen aspecto y no parecía que se propusieran causarle el menor daño. Esperaría ya que tan cortesmente se lo suplicaban y cuando llegara O'Conell éste le explicaría la razón de tan extraña conducta.

El joven hizo una cortesía disponiéndose a retirarse.

—Ya lo sabe usted, señor conde. Permanezca usted tranquilo que así que llegue el que usted espera entrará a verle inmediatamente. Mientras tanto, el ventanillo quedará abierto y si algo se le ocurre no tiene usted más que llamar a este señor que acudirá inmediatamente.

Los dos hombres se retiraron y el conde volvió a pasearse por la habitación.

En los primeros momentos estaba tranquilizado por la conferencia, pero así que estuvo solo un buen rato, comenzaron a renacer las antiguas sospechas. ¿No podían ser terribles enemigos aquellos hombres que tan amables se mostraban?

Todo inducía a esperar algo malo, porque un misterio tan absurdo rara vez puede ser precursor de felices acontecimientos.

Y el conde al pensar esto se dirigía a sí mismo preguntas de imposible contestación.

«Vamos a ver, ¿dónde está O'Conell?, ¿por qué ordena estas precauciones irritantes? ¿Será acaso un traidor que nos habrá engañado al padre Claudio y a mí? ¿Y qué clase de casa es esta? Se me ha olvidado preguntarlo a ese joven así como por que chillaban tan desaforadamente hace poco rato».

Justamente cuando el conde se decía esto, volvió a estallar aquel extraño y espeluznante concierto de gritos, rugidos e incoherentes canciones.

Esta vez se oía mejor y parecía más próximo el griterío, sin duda por estar abierto el ventanillo.

A Baselga lo ponía nervioso aquel estruendo que parecía arañarle los oídos. Además, creía que era una burla; el regocijo de ocultos enemigos que celebraban con risotadas extravagantes verle a él encerrado, y por esto dando en el suelo una furiosa patada, murmuró iracundo:

—¡Dios! Esto parece una casa de locos. Después, como si tomara una resolución, se dirigió al ventanillo.

—¡Buen hombre! —gritó—. ¡Eh, buen hombre!

Sonaron las pisadas del criado, que a pesar de su robustez, andaba con una ligereza femenil.

—¿Qué se le ofrece? —dijo apareciendo y con acento rudo, que pugnaba por dulcificar.

—¿Qué ruido es ése? ¿Por qué chilla esa gente de un modo tan extravagante? Diga usted que callen. Me incomoda esa música rara.

—No haga usted caso, señor. Son huéspedes que tenemos aquí hace algún tiempo y que nos dan bastante trabajo.

—¿Y qué clase de casa es ésta? ¿Qué hacen aquí?

Por fin la cara de palo del criado perdió su expresión estúpida para animarse con una sonrisa extrañamente irónica.

—¡Oh! Ya lo sabrá usted, ya se encargará de decírselo la persona a quien espera.

—¡Ya lo creo que me lo dirá! Tengo deseos de saber el porqué del aparato de esta cita que me va resultando pesada. Alguna extravagancia tal vez. ¡Esos ingleses son tan excéntricos!

Baselga notó en la inanimada cara del criado cierta expresión de extrañeza. ¡Si él lograra hacerle hablar!

—¡Qué!, ¿te extrañas de lo que digo? ¿No conoces tú al capitán O'Conell?

—Yo, no, señor. Es decir… ese capitán ¿no es la persona que usted espera?

—Sí, hombre. Al que espero y por el que he venido aquí.

—Pues a ése si que lo conozco, sólo que no sabía que lo llamaba por tal nombre ni que era capitán.

—¿Pues cómo llamáis aquí al que yo espero?

—Aquí se le llama el doctor Zarzoso y todas las mañanas a las once viene a hacer su visita. Por lo regular sólo inspecciona a algunos de los huéspedes y se pasa más de dos horas hablando con ellos. Hoy tendrá con usted una conferencia larga.

El conde quedó profundamente desconcertado por tales palabras. ¿Qué enredo era aquél? ¿Había otro que al capitán irlandés quería convertirlo en doctor? Baselga comprendía la necesidad de hacer hablar a aquel hombre y recordando sus antiguas prácticas de hombre de mundo que hace apreciar el dinero como el medio de desatar lenguas, sacó del bolsillo del chaleco dos piezas de a duro y sacó la mano por el ventanillo.

—Toma, esto para ti. Por la molestia que te tomas al entretenerme con tu conversación, hasta que llegue ese señor a quien espero.

—Gracias, señor conde —dijo el criado mirando con codicia las relucientes monedas—; pero me es imposible aceptar la fineza. El reglamento de la casa lo prohibe terminantemente.

—Tómalo sin cuidado. Guarda el secreto, pues tengo el gusto de hacerte este regalo.

La manaza del criado no tardó en apoderarse de las dos monedas.

—Y dime —continuó el conde—, ¿ese señor doctor que tú nombras es el mismo a quien yo espero?

—¡Vaya una pregunta! ¿Usted no espera al doctor Zarzoso? ¿No es el quien lo ha enviado aquí para su curación?

—¿Para mi curación?…, ¡Ah!, sí. Por eso me encuentro en este sitio y le espero con tanta impaciencia. Mira lo que son las cosas. Conozco mucho a ese señor médico y sin embargo en este momento no me acuerdo de su cara.

—No es extraño, a muchos les sucede igual aquí. Vea usted si recuerda. Es un señor gordo, de bigote cano, gasta gafas y mira muy fijamente cuando habla. Todo el mundo lo conoce. Pues si dice que es un gran sabio.

Al conde no le cabía ya duda alguna. Se trataba de aquel caballero que en la mañana del día anterior había ido a su casa a revolverle la bilis con sus objeciones. ¿Qué venganza era aquella?

Baselga sentía verdadera ansia de penetrar en lo más hondo de aquel misterio que comenzaba a asustarle. Sospechaba ya algo que le causaba escalofríos de terror y al mismo tiempo empezaba a hacer hervir su impetuoso carácter.

—Habla, querido, habla —dijo al criado—, ¿y crees tú que el doctor me curará?

—Bien puede ser. Yo, por mi parte, lo creo segurísimo si usted ayuda. Debe usted hacer esfuerzos y sobre todo no atolondrarse y conservar su serenidad. Una desgracia a cualquiera le sucede y nadie puede asegurar que está libre de vivir aquí o a presidio.

Aquel mocetón hablaba con tono de filósofo. Al conde le causaba cierto pavor su filosofía, pero a pesar de todo tuvo serenidad para preguntar con marcada impaciencia:

—¿Y qué enfermedad es la mía? ¿Lo sabes tú, acaso?

—No es gran cosa. Hace poco rato me lo contaba don César, el médico de guardia, ese joven tan simpático que antes ha hablado con usted. Se halla usted tan bueno y sano como yo u otro cualquiera, sólo que en ciertos momentos le domina una manía que le hace muy peligroso.

El conde temblaba de pavor. Él, tan animoso, tan enérgico, se sentía dominado por el miedo ante el sesgo que tomaba la aventura que momentos antes creía una broma de mal gusto, pero sin consecuencias.

Adivinaba ya dónde estaba, para qué servía aquel edificio y qué clase de hombre era el que con él hablaba. ¡Horror! Convertido de pronto en un demente y teniendo que hablar con fingida tranquilidad con un loquero.

La seguridad que tenía el conde de que su razón estaba sana, aún hacía más horrible su situación.

—Conque decías —continuó el conde esforzándose en sonreír— que mi manía es muy peligrosa.

—Así lo he oído. ¿Usted no piensa en algunos ratos ir a hacerle la guerra a los ingleses y tenía preparados muchos hombres y armas para tal negocio?

Baselga aún experimentó mayor impresión de terror. ¡Cómo era aquello! ¿Su secreto era ya del dominio público? ¿Lo conocía hasta un criado de manicomio?…

Sentía el infeliz una creciente curiosidad y por esto a pesar de su terrible angustia, siguió preguntando:

—¿Cómo sabéis aquí lo que yo pienso?

—¡Bah! Aquí se sabe la historia y la manía de cada enfermo. Ese señor médico que le ha acompañado a usted aquí, ha estado examinándolo con detención durante mucho tiempo hasta que se ha convencido de su enfermedad.

—¡El doctor Peláez! exclamó con extrañeza el conde.

—Sí, ése creo que es su nombre. Hasta hace poco ha estado abajo en el gabinete de consultas explicando la enfermedad de usted a don César y recomendándole que lo trate muy atentamente.

Baselga no se pudo contener.

—¡Pero eso es una infame traición!…

El criado volvió a sonreír irónicamente.

—¡Bah! Todos dicen lo mismo cuando vienen aquí y después que salen completamente sanos dan las gracias por haberlos tenido tanto tiempo en esta casa atendiendo a su curación.

Reinó un largo silencio. El conde, con la cabeza baja, reflexionaba sin llegar a creer completamente en su horrible situación.

Al fin, como quien pregunta una cosa que tiene por axiomática, dijo al criado:

—Pero mi familia no sabrá que yo estoy aquí; no tendrá noticia de ese miserable secuestro.

—¡Toma! ¡Hermosa pregunta! ¿Le parece a usted, señor conde, que sin consentimiento de su familia le hubieran traído a usted aquí? ¿Tenemos acaso ganas de ir a presidio? A usted le han traído aquí después que ayer verificaron en su casa una consulta el doctor Zarzoso, el doctor Peláez y otros dos médicos. Así he oído que aquel señor se lo decía a don César. ¿Que no se acuerda usted ya? Pues dicen que usted estaba presente y que hablaron largamente en su despacho. También estaba un cura que ha trabajado para que usted, a quien quiere mucho, quede aquí en seguridad sin emprender peligrosas aventuras. ¿No se acuerda usted de eso?

—Sí, lo recuerdo; lo recuerdo perfectamente —dijo el conde con voz desfallecida.

Y, efectivamente, recordaba con todos sus detalles la conferencia de la mañana anterior en su despacho, y ahora comprendía la significación de las miradas del sabio doctor y de aquellas preguntas que tanto le habían irritado. Pero ¡Dios mío!, ¡cuán infame era aquello!, ¡qué traición tan terrible! Había para volverse loco, pero de verdad; no con aquella demencia fingida que él comenzaba a comprender de quién era obra.

Su mano crispada apretaba convulsamente el borde del ventanillo y con la cabeza baja permanecía silencioso y meditabundo, sin comprender muchas de las palabras que le dirigía el criado.

—Debe usted tranquilizarse, señor conde y tomar con calma lo que le sucede. Éstos son percances de la vida, de los que nadie se halla libre. Si usted tiene serenidad y pone de su parte para ayudar a la ciencia, es posible que pronto se encuentre bueno. Calma, mucha calma. Aquí no se pasa del todo mal. Le hemos alojado en esa pieza hasta que venga el doctor Zarzoso y hable con usted. Después lo trasladaremos a una celda donde tendrá usted vecinos; gente divertida, que en los primeros días le incomodara, pero que al fin le hará reir. Son los que usted oía antes. Además, yo seré el encargado de cuidarle y no tendrá queja alguna. Me es usted muy simpático, y más desde que veo que es persona razonable. Ratos de sobra tendremos para charlar de nuestras cosas Como ahora lo hacemos.

El conde seguía meditabundo, y de las palabras del criado sólo algunas lograban deslizarse hasta su cerebro, donde no eran del todo comprendidas.

Una sorda irritación comenzaba a bullir en el ánimo de Baselga, sustituyendo al miedo que momentos antes lo dominaba. Hubo instantes en que el conde se creía víctima de una lúgubre pesadilla; pero tocaba la pesada puerta, oía al criado, y la esperanza de ser todo un sueño se desvanecía inmediatamente.

La dignidad de clase, el orgullo viril, la rectitud de conciencia y el convencimiento de su sana inteligencia, todo se sublevaba enérgicamente contra aquella terrible situación, con tan imponente fuerza, con tan arrebatadora rabia, que Baselga se creía capaz de proceder como un loco furioso, ya que todos se empeñaban en hacerlo aparecer como tal.

En aquel momento, por un misterioso encadenamiento de ideas, recordaba la escena terrible en que sus manos de hierro estrangularon a Pepita Carrillo, la esposa infiel y cínica.

El rostro del conde palidecía, sus ojos adquirían el brillo extraño y el tinte sanguinolento que produce la indignación en ciertos hombres de carácter pronto para la violencia.

A pesar de esto logró contenerse aún, y con voz ronca preguntó al criado:

—¿Pero tú no me creerás loco? —¿Yo? ¡Je, je!

Y el criado por toda contestación reía maliciosamente.

—¿De qué te ríes? Quiero saberlo; lo exijo. No creo que esta situación sea cosa de risa.

—Me río, señor conde, de que todos cuantos vienen aquí hacen la misma pregunta.

—¡Pero contesta con mil demonios! ¿Tú crees que estoy loco, sí o no?

—En este momento no lo está usted; pero si sigue así no tardará en darle el acceso. Lo conozco en sus ojos, y le ruego que procure calmarse.

El conde se estremeció. ¿Si estaría realmente loco? Esto es difícil que pueda apreciarlo el mismo paciente, y ademas el se sentía en un estado anormal a causa de la indignación. Debía tener en el rostro una expresión terrible, a juzgar por el aspecto alarmado del sirviente.

Baselga había comprendido todo el horrible carácter de aquella trama que se había urdido en torno de su persona para conducirlo a tan mísera situación. Sentía la necesidad imperiosa de salir de allí; ansiaba destrozar a aquellos miserables enemigos que tan rastreramente habían preparado su ruina. Anhelaba procurarse el divino gozo de despedazar entre sus manos de hierro al repugnante padre Claudio.

Por esto hizo un gesto de imponente autoridad, como si aún estuviese en el Norte al frente de su regimiento de lanceros carlistas, y dirigiéndose al criado dijo con voz breve e imperiosa.

—Abre la puerta. Necesito salir al momento.

El mocetón puso el mismo gesto del que oye una cosa ridiculamente absurda.

—¿Quién?, ¿yo? Tiene gracia.

—Que abras te digo. O si no ¡por Cristo vivo! que…

Y el conde comenzó a dar patadas en la puerta, vomitando por el ventanillo un tropel de juramentos y maldiciones.

El criado permanecía impasible ante aquella rociada de insultos. Veíase que estaba acostumbrado a tales desahogos de los huéspedes de la casa.

—¡Cobarde! Abre u os echo la puerta abajo y le pego fuego a la casa. Abrid, canallas. ¡Es así como se procede con un hombre honrado! ¡Ah, miserables jesuitas! Abrid, esbirros del padre Claudio. Dejad salir a un padre infeliz. Dios sabe qué será a estas horas de mi hija. Quieren hacerla monja para robarle su dinero, quieren meter fraile a mi hijo para robarlo igualmente y a mí me encierran para que no lo estorbe. Abrid o lo rompo todo… Pero tú, cara de palo, ¿qué haces ahí tan quieto? Abre y no repares en pedirme gratificación. Te daré cuatro mil duros, diez mil… ¡los que quieras!, pero abre en seguida. Abre esta puerta o ¡por Cristo que me como tus hígados y los de todos los doctores canallas!

Y el conde se destrozaba las rodillas y se quebrantaba los pies golpeando aquella puerta, que permanecía tan inmóvil como el flemático criado.

Apuró Baselga, en su balbuciente y furiosa indignación, todas las maldiciones y blasfemias aprendidas en los campamentos, sin conseguir alterar aquella estatua de carne que permanecía rígida e indiferente en el pasillo. Su calma le desesperaba. ¡Oh! ¡Cuánto hubiese dado él por poder salir y destrozar a puñetazos a cara de palo! Era el primer hombre que se burlaba impunemente de él, que era el terror de cuantos intentaban ofenderle.

La frialdad con que acogía sus palabras era lo que aumentaba su indignación. Hubiese preferido Baselga que el criado contestara a sus insultos, que se enfureciera, que le dirigiese injurias insufribles; pero verse acogido con un silencio compasivo propio para seres irresponsables, para niños o para viejos excitaba aún más su terrible rabia. Era ya un loco, no podía dudar. Sus palabras no tenían valor; le habían despojado de su condición viril y, en adelante, a sus más injuriosas palabras contestarían todos con una sonrisa de conmiseración.

Al conde le cegaba la rabia, y como si para aliviarla y desahogarse necesitara algo más que proferir insultos, apretó su rostro cuanto pudo contra el estrecho ventanillo y escupió furiosamente al rostro del criado.

—Toma, cara de palo; esto para ti. A ver si así abres la puerta y entras a reñir conmigo.

Baselga recibió en el rostro un rudo golpe que le hizo retroceder al centro de la habitación.

Era que el criado le había arrojado la hoja del ventanillo en las narices, y después de cerrarlo se retiraba con lentos pasos.

El golpe, a pesar de ser fuerte, apenas si causó efecto en Baselga. Pronto se repuso del aturdimiento que le produjo el choque de la recia madera contra su rostro, y dando un salto prodigioso que tenía algo de la ligereza flexible y elegante del tigre, cayó con todo el peso de su corpulento cuerpo sobre aquella puerta, a la que combatía e injuriaba lo mismo que si fuese un ser viviente.

Nada. Gimieron las maderas sordamente, pero ni una sola se movió. Eran previsores en aquella casa y la puerta estaba a prueba de locos, aun de los más furiosos y forzudos.

Varias veces repitió el conde aquel asalto sin conseguir abrir brecha en la puerta.

Su rostro estaba congestionado; gruesas gotas de sudor surcaban sus facciones, respiraba fatigosamente con la entonación del rugido, sus olas estaban beteadas de sangre, las venas de su cuello hinchadas por furiosas contracciones parecían querer estallar y a pesar de esto no se sentía fatigado.

La rabiosa indignación centuplicaba su fuerza de Hércules y él al tropezar con aquel implacable obstáculo, inmóvil y firme, se creía un niño y le faltaba poco para llorar su debilidad.

Excitado por su misma impotencia y dominado por loca tenacidad, volvió varias veces a caer en prodigioso salto desde el centro de la estancia sobre la pesada puerta, y aquellos choques que le magullaban hacían crecer su furor sin límites.

Fuera de la estancia el espeluznante griterío de los locos contestaba a cada uno de los quejidos de la madera, combatida por aquel ariete humano.

Los médicos y criados del establecimiento agrupados en el fondo del corredor, escuchaban el estrépito producido por Baselga y se prometían tratarlo en adelante con grandes precauciones, pues sus violentos accesos le hacían temible.

El conde, después de golpear inútilmente la puerta dirigióse a las rejas y poseído de vertiginosa movilidad iba de una a otra agarrando los barrotes con sus nervudas manos y haciendo esfuerzos poderosos por romper el hierro.

Desolláronse sus manos tirando de los robustos barrotes y… nada, no consiguió que las rejas hicieran el menor movimiento.

Estaba vencido, le era imposible liberarse, y aquella casa había de ser el sepulcro de su razón calumniada.

El sol, que en oleadas de oro entraba en la habitación marcando en el suelo dos cuadriláteros de luz; las verdes copas de los árboles del jardín, en las que piaban algunos gorriones, el cielo azul y esplendoroso que se veía a través de las rejas, todo constituía un sarcasmo para el infeliz prisionero. La Naturaleza sonreía y mostraba a Baselga la inmensa libertad que en ella existe justamente cuando el desgraciado reconocía que había perdido ya para siempre la suya.

El conde se sentía poseído de tal furor que en su cerebro surgió este pensamiento:

«¡Si estaré yo loco!»

Y experimentó un tremendo dolor en la cabeza. ¿Qué era aquello? Hizo esfuerzos Baselga por volver en sí, y cuando adquirió cierta serenidad encontróse que estaba golpeándose furiosamente la cabeza contra las paredes.

Otra vez volvió el mismo pensamiento a surgir en su cerebro dándole razonables consejos.

«Si sigues entregándote a tu desesperación, si te golpeas creerán fundadamente que estás loco. Modérate, ten calma».

Había en aquellos instantes en el interior de Baselga dos seres distintos. Uno sensato que aconsejaba y veía claramente la situación, otro irascible, indignado, furioso que ansiaba sangre y destrucción.

Los músculos, la sangre, los nervios, el organismo entero se iba detrás del último y obedecía todos sus mandatos.

«Detente, espera, no pierdas la calma», gritaba la eterna idea en el interior del cerebro del conde. Y sin embargo, el desgraciado gritaba, aullaba de furor, daba puñetazos en las paredes, se arrojaba con la cabeza baja a embestir la puerta, se destrozaba la ropa se arañaba la cara, se mordía las manos y al fin se arrojó en el centro de la habitación revolcándose agitado por terribles convulsiones.

Su ronca voz no cesaba de gritar, alternando las palabras con aullidos de fiera. Pedía por centésima vez a los canallas de afuera que le abrieran la puerta y en algunos momentos se creía estar luchando con el padre Claudio, y como si le asestara terribles puñetazos se golpeaba el rostro hasta hacerse sangre.

Su cuerpo rodaba sobre el pavimento como una informe y gigantesca masa derribando las sillas y dejando tras sí pedazos de su traje rasgado por terribles zarpadas, y si alguna vez se incorporaba era para dejarse caer con mayor furia golpeando con rabiosa saña su magullado rostro contra los fríos baldosines.

Esta terrible escena duró más de diez minutos y al fin las fuerzas de Baselga con ser tan grandes se agotaron y dejó caer su cuerpo inerte.

Una saludable reacción comenzó a operarse en él. Su respiración era semejante al estertor del moribundo y así tendido de espaldas con la vaga mirada fija en el techo y agitándose de pies a cabeza por un nervioso estremecimiento, permaneció mucho tiempo.

Por fin movió la cabeza a uno y otro lado, su mirada vaga hasta entonces, contempló fijamente cuanto le rodeaba con marcada expresión de extrañeza y se incorporó como si volviera en sí después de un terrible ensueño.

Sus ojos fueron fijándose en las desgarradas ropas y en las sillas caídas, y comenzó a sentir al mismo tiempo el punzante dolor que en todos sus miembros producían las contusiones y magullamientos.

Otra vez el buen sentido volvió a hablar bajo su cráneo y una sonrisa fúnebre contrajo los labios del conde.

«Bravo, Fernando —se dijo con terrible ironía—. Ya han logrado tus enemigos lo que querían. Te has entregado a la desesperación neciamente, has dejado libre de toda traba tu carácter violento, hasta has hecho locuras y ahora nadie dudará que eres un demente furioso. Ya no saldrás de aquí y tal vez dentro de poco te pongan la camisa de fuerza».

Mientras que estas ideas se agitaban en su cerebro, el conde permanecía sentado en el suelo con los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos y mirando con estúpida fijeza su sombrero, que pisoteado y roto estaba en un rincón.

Cuando Baselga salió de su abstracción se encontró derecho paseando apresuradamente por la sala de un extremo a otro.

El conde había experimentado una reacción. Sentía una calma absoluta, todo lo veía de diverso modo, sentía una tranquilidad sobrenatural y hasta le parecía que durante la anterior crisis, había muerto y ahora se encontraba en otra vida libre de las miserias y de las desgracias de este mundo.

Había en el interior de su cerebro alguien que le seguía hablando y cuyos consejos aceptaba sin protesta.

«Resignación Fernando. Ya estás loco, ¿y qué? Piensa en permanecer tranquilo, tu salud es antes que nada. No te golpees, no te maltrates, ¿qué vas ganando con desesperarte? Olvídate del mundo, de esos miserables que te han engañado; de tu familia que te ha traído aquí». Las ideas del conde giraban invariablemente dentro del mismo círculo, y después de una vuelta vertiginosa, venían a parar al punto de partida, a la necesidad de permanecer tranquilo. Pero en una de las vueltas de su cerebro, salió al paso y se introdujo en la incesante ronda de sus ideas, el recuerdo de sus hijos, de Enriqueta y de Ricardo, aquellos seres inocentes y desgraciados a quienes el veía ahora acechados por la negra traición, tímidos e incautos insectos que iban a caer en la red de la sombría araña, en aquella red que había aprisionado a su razón y que de un hombre fuerte e independiente había hecho un guiñapo humano, arrojándolo sin compasión, al fondo de un manicomio.

La figura del padre Claudio apareció en la imaginación de Baselga, irónica, sonriente y como complaciéndose en burlarse de su desesperación.

¡Oh, rabia! Estar encerrado… no poder vengarse… Y el conde se llevó la crispada mano a la frente. Necesitaba arañar algo.

Iba sin duda a reproducirse la crisis de furor. Pero la voz misteriosa debió hablar otra vez bajo el cráneo y la mano cayó desmayada a lo largo del tronco chocando con un objeto duro.

Baselga palpó instintivamente el objeto que había detenido su mano y sacó del bolsillo derecho del chaleco la pequeña y brillante pistola que había tomado en su casa a ruegos del padre Claudio.

Como si el brillo de los niquelados cañones le produjera un principio de hipnotismo, estuvo mirándola fijamente bastante tiempo. Su frente se contraía como si en el interior le punzara algún terrible pensamiento; sonrió dos o tres veces con frialdad y su voz murmuró muy quedamente:

—¡Y por qué no!…

Movió la pistola, levantó su gatillo, miró las dos negras bocas de sus cañones, siempre con la misma sonrisa de frialdad, pero de repente hizo un movimiento de sorpresa horrible, como el que despierta al borde de un precipicio y se apresuró a dejar la terrible arma sobre la mesa.

Había hablado otra vez su buen sentido y comprendía la terrible revelación que encerraba aquel hallazgo.

«Quieren mi muerte —pensaba—, por eso el padre Claudio mostraba tanto empeño en que me llevara la pistola. Él sabía bien adonde me conducían».

Y el conde se prometía mentalmente no dar gusto a sus enemigos. ¿Querían su muerte? Pues bien, el viviría, el haría esfuerzos por conservarse sano y recobrar su libertad, el probaría que su razón no estaba enferma y que tenía derecho a salir de allí y en cuanto saliera… El conde miraba otra vez fijamente la pistola; pero era apreciando lo bien alojadas que estarían sus dos balas en la cabeza del padre Claudio.

La esperanza de vengarse algún día de su miserable enemigo, tranquilizó al conde devolviéndole su perdida calma; pero una mirada que lanzó a las robustas rejas y a la puerta, le hizo caer bruscamente en la terrible realidad.

¿Cuándo saldría de de allí? Los médicos serían tan duros e inexorables como aquel hierro y aquella madera; en vano pugnaría él por hacerles comprender que su razón estaba sana y que era víctima de una maquinación infame, los médicos estaban prevenidos contra él, tenían el prejuicio de que él se hallaba falto de razón y cuantos esfuerzos intentase para convencerlos de su verdadero estado, serían tan infructuosos como las tremendas acometidas que había dado a la robusta puerta. Además, ¿los encargados de aquel establecimiento, aquel doctor Zarzoso que tan antipático le resultaba, no podían ser agentes del terrible jesuíta que despreciarían sus alardes de razón y eternamente le tendrían por loco?

«¡Dios mío! —seguiría diciéndose el conde—, ¡qué infierno en el porvenir! Hay para volverse loco de veras».

No había salvación. Dentro de un momento llegaría el antipático sabio ¿y qué? Le escucharía con atención, sonreiría como lo había hecho el loquero al oír que le era necesario salir de allí, y después lo enviaría a una miserable celda donde agonizaría años y años acompañado siempre por aquel diabólico griterío de la locura que le crispaba los nervios.

No; un hombre como él, un Baselga, no había nacido para morir de tal modo. Sabría salir del mundo más dignamente. Y dentro de su cráneo seguía bailoteando el mismo pensamiento.

«¿Y por qué no? ¡Y por qué no!»

El conde avanzó hacia la mesa poniendo su mano sobre la pistola. El frío del brillante acero le produjo el efecto de una ducha.

El siniestro pensamiento se desvaneció, su inteligencia pareció despejarse y nuevas ideas vinieron a tocar su cerebro con consoladora caricia.

El no podía morir. Tenía en el mundo dos seres que necesitaban de su apoyo y estaba en el deber de luchar para recobrar la libertad y correr a su lado.

Además un arranque de altivez le daba fuerzas. Matarse era dar gusto a sus enemigos, a aquel diabólico padre Claudio que casi había puesto la pistola en su mano y él no quería pasar por un imbécil capaz de vivir o perecer a capricho de la voluntad ajena.

Viviría, así se lo exigía su altivez y su instinto de padre; tendría fuerzas para resistir el infortunio. Y halagado por estas decisiones que le fortalecían, permaneció derecho, inmóvil y con la mano puesta en la pistola, sin pensar en nada, invadido por una dulce somnolencia.

El silencio que le rodeaba quedó turbado repentinamente. Otra vez el griterío irritante de los locos, pero en esta ocasión había uno cuyos rugidos, que parecían imposibles para una garganta humana sobresalían sobre las voces y las carcajadas de los demás.

Baselga sonrióse tristemente. Otro que estaba como él mismo momentos antes, y con curiosidad oía aquel rugido tan atentamente como si se mirara a un espejo para apreciar su rostro.

Aquello trastornaba al conde, le producía honda pena. ¡A cuán bajo nivel puede la desgracia hacer descender a un hombre! ¡Y pensar que él hacia poco rato había gritado así y que tal vez a la menor contrariedad o apreciando todo su infortunio, volviera a caer en la brutal irracionalidad!

El conde sentía miedo y como si la imaginación se complaciera en asustarle, le desarrollaba el porvenir con toda su horripilante lobreguez.

Pronto tendría él por vecinos a aquellos infelices. Como ellos gritaría, golpearía su cuerpo, por más cuidadosos que con él fueran los guardianes iría siempre cubierto de andrajos como ahora estaba, pues su traje aparecía ya despedazado por varias partes, las plagas de una miseria irracional se cebarían en él, languidecería e iría muriendo lentamente y la razón se anularía del mismo modo gradualmente extinguiéndose hasta en su última chispa.

No, aquello no llegaría a sucederle; él sabría evitar tanta degradación, tan horrible miseria.

Y aquella idea persistente y diabólica que parecía estar clavada en su cerebro, seguía gritando dentro del cráneo:

«¡Cobarde! Atrévete… ¡Y por qué no! ¡Por qué no!»

¿Por qué? Porque no quería proporcionar a sus enemigos el placer de su muerte; porque tenía en el mundo dos seres inocentes a quienes velar…, Pero ¡Dios mío! ¡Qué lucha tan terrible!

Apenas pensaba esto, la funesta idea se revolvía indignada echándole en cara su cobardía, y pintándole el porvenir con los más sombríos colores. ¡Y qué si vivía!, ¿evitaría con esto el permanecer hasta el instante de su muerte encerrado en aquella casa sumido en una horrible degradación y convirtiéndose en loco lentamente por el contagio moral con los otros enajenados? ¿Acaso conservando su vida podría acudir en auxilio de sus hijos?

Sus enemigos habían sido más hábiles que él y le habían matado moralmente. Ya que su razón había muerto, ¿por qué no anular aquella mísera envoltura, aquel cuerpo destinado a rugir poseído de delirante indignación y a agitarse con las más violentas convulsiones?

El diabólico pensamiento seguía aconsejándole al par que le inspiraba tales reflexiones.

Había que apresurarse si quería aprovechar la ocasión. No tardaría en llegar el doctor Zarzoso; le someterían entonces a un registro antes de llevarlo a la nueva celda; le quitarían su pistola y con ella toda esperanza de eterna emancipación: si quería matarse tendría que estrellar su cabeza contra la pared.

Baselga pensaba en la muerte con una calma sobrehumana. Él mismo sentía asombro ante aquella tranquilidad absoluta que le poseía.

«Atrévete; éste es el momento. No vaciles porque después será tarde».

El conde se sorprendió hablando en alta voz:

—Acabemos —murmuraba—. Sufro mucho.

Y su imaginación se recreaba en considerar la calma absoluta, el descanso eterno que le aguardaba en la tumba. Un supremo egoísmo le embargaba, y el recuerdo de sus hijos, era ya para él un grupo de pálidas figuras sin contorno ni expresión que no lograba conmoverle.

A morir, a sumirse para siempre en la densa sombra de la nada. Allí no habían repugnantes traiciones, ni padre Claudio alguno.

El conde, como si despertara de un sueño, se vio con la pistola en la mano, y el índice en el gatillo.

Experimentó una ligera sorpresa. ¿Qué iba a hacer?… ¡Ah!, sí. Iba a matarse y no se arrepentía de su decisión.

Lanzó una mirada a su traje desgarrado y le pareció contemplarse, demacrado, miserable y roto tal como estaría al poco tiempo de permanecer en aquella casa. El pasado acudió a su memoria y recordó a aquel conde de Baselga, elegante palaciego y adorado de las damas. ¿Podía tal hombre morir de un modo tan miserable? Seguramente que no. A librarse, pues, del peligro, a demostrar que en el trance supremo sabía salir del mundo con toda la maestría de un actor que conoce el medio de desaparecer dignamente de la escena.

Baselga miró a una de las rejas. Sufría ya alucinaciones y le parecía que algo negro había cruzado volando por delante de ella. Tal vez la sotana del padre Claudio.

—¡Adiós canalla! Hiciste bien en darme la pistola. Es el ultimo favor que te debo.

El conde apoyó la pistola en el pecho buscando el sitio del corazón. Oprimió el gatillo y recibió un golpe violento que le hizo caer, aunque con gran extrañeza no oyó detonación alguna.

Había quedado de rodillas agarrado con una mano al borde de la mesa, y miraba a su alrededor con ojos asombrados, pareciéndole que toda la habitación tenía otro aspecto.

La pistola había caído al suelo, y el murmuraba con rabia:

—¡Maldita pistola! Ha fallado el tiro.

Pero su pecho y su mano derecha estaban cubiertos de sangre caliente que escurriéndose a lo largo del cuerpo, caía sobre el pavimento.

A sus oídos llegaban un tropel de apresurados pasos y el chirrido de una cerradura.

—¡Vienen, vienen!

Y Baselga, alarmado, buscó a tientas la pistola que estaba en el suelo, e hizo un esfuerzo supremo para montar el gatillo.

Apoyó el segundo cañón en la sien, en el mismo instante que la puerta se abría y entraban en la sala muchos hombres alarmados por la detonación.

El conde apretó el gatillo y le pareció reconocer entre los que avanzaban sobre él despavoridos, al sabio que tan antipático le era al doctor Zarzoso, cuya visita esperaban en el manicomio.

Esta vez tampoco oyó el infeliz ruido alguno, pero recibió en la cabeza un golpe tan anonadador como si la casa entera hubiese caído sobre su cráneo.

Sintió lo mismo que si le arrebatasen, arrojándolo en una inmensidad de negrura vibrante en la que danzaban como chispas de una colosal fragua, millones de millones de puntos luminosos.

Pero aún tuvo fuerzas para hacer subir a sus labios una sonrisa de amarga ironía y murmurar de modo que lo oyeran todos aquellos hombres consternados que le rodeaban:

—Ya tengo bastante.

XXVII. Revelación inesperada

Aquella tarde la baronesa se había mostrado muy complaciente y amable con su hermana. Le había dirigido alegres palabras acariciando bondadosamente sus cabellos y le había prometido concederle alguna libertad mientras el papá estuviera de viaje.

Ignoraba Enriqueta cuál era la suerte de su padre, y cuando a la hora de comer mostró extrañeza por su ausencia, la baronesa y el padre Claudio, que a la vuelta de su visita a Palacio había sido invitado por doña Fernanda a quedarse a hacer penitencia, le dijeron que el conde había salido muy de mañana para un viaje en el que estaría algún tiempo.

Enriqueta se lamentó de la inesperada marcha de su padre por cuanto le impedía la asistencia a algunas fiestas aristocráticas que habían de verificarse en aquella semana, pero la amabilidad de la baronesa y la jocosidad del padre Claudio y del padre Felipe, que llegó a la hora de los postres, la resarcieron algún tanto de la contrariedad sufrida.

—Hoy estás libre —le dijo la baronesa—, si no quieres dedicarte a la oración o al trabajo, puedes hacer lo que gustes. Ves, si quieres, a asomarte al balcón, te doy permiso. Mañana ya saldremos de paseo.

Enriqueta se apresuró a aprovecharse del permiso y salió del comedor sin ver cómo su hermana miraba con dramática tristeza a los dos jesuítas y murmuraba:

—¡Pobrecilla! ¡Si ella supiera lo que sucede!

De pie, tras los cristales del balcón que daba luz al gabinete contiguo al salón de la baronesa, permaneció Enriqueta toda la tarde entreteniéndose en contemplar la incesante circulación de los transeúntes y los coches que bajaban la calle al paso tardo de sus huesudos caballos y llevando en el pescante, con toda la prosopopeya de un dios, al cochero de nariz vinosa envuelto en su capa remendada.

A la hora de permanecer en aquel sitio, Enriqueta oyó en el salón cercano las voces de su hermana y del padre Felipe.

El padre Claudio se había ido ya, llamado sin duda por sus apremiantes ocupaciones, y la baronesa y su director espiritual se entregaban a sus diarias conferencias.

La puerta que comunicaba con el gabinete estaba cerrada.

Enriqueta no era curiosa y además presentía algo del significado de aquellas relaciones espirituales, y su delicadeza y pudor la alejaban de ellas.

La joven no era de carácter inocente, no sentía esa curiosidad maliciosa y malsana que es patrimonio de ciertos temperamentos juveniles; pero no por esto ignoraba la existencia de ese sagrado misterio productor de la vida que las más de las veces degenera en vicio.

Sólo en ciertas novelas aparecen jóvenes de sublime candor ignorantes del amor sexual; en la vida real y más aún en las elevadas capas sociales es imposible encontrar tan prodigiosa inocencia.

Enriqueta era una joven igual a todas. No experimentaba ninguna curiosidad, ni sentía deseos de hacer penetrar su pensamiento en las oscuridades del vicio, pero había visitado demasiado los salones, había tratado con cariñosa intimidad a jóvenes de su clase, educadas más libremente y sabedoras de cuanto en el mundo pasa, y comprendía ahora cosas que hasta poco antes le resultaban indescifrables misterios.

Adivinaba el significado de aquella intimidad entre su hermana y el robusto jesuíta, presentía la forma de aquellas conferencias que tanto daban que hablar a la servidumbre, pero no quería conocer de cerca tales suciedades.

Experimentaba náuseas al pensar en aquellas relaciones que ya se habían hecho públicas y que eran comentadas en los corrillos de murmuración que las damas ya venerables formaban en los salones aristocráticos.

La curiosidad de Enriqueta permanecía alejada de tales relaciones que presentía sin sentir deseo de conocerlas de cerca, al igual de ciertas damas que al saber las miserias del pobre se compadecen de ellas, pero no van a buscarlo a su vivienda por miedo a mancharse el vestido de seda.

La joven tenía el egoísmo de la castidad y no quería ponerla en peligro, atisbando cosas de las que le habían enseñado a huir.

Por esto hacía caso omiso de aquella escena que indudablemente se estaba desarrollando en el salón, y seguía de pie tras los cristales contemplando el movimiento de transeúntes en la gran calle.

Aquello constituía para ella una gran distracción. Contemplaba con simpatía a las personas de porte franco y atrayente; reíase de otros de aspecto ridículo, entreteniéndose en buscar en su imaginación apodos que les cuadrasen; y seguía con mirada cariñosa a los niños, que cogidos de las faldas de sus madres, andaban con paso vacilante contoneándose con la timidez graciosa del polluelo al romper el cascarón.

Enriqueta, fijando sus ojos en la acera de enfrente, recordaba a Esteban Álvarez, que tantos días había invertido en pasear por ella esperando siempre una mirada furtiva, promesa futura de felicidad.

La joven se sentía invadida por una dulce tristeza. ¿Qué sería ahora de Esteban?

Hacía ya mucho tiempo que nada sabía de él. Desde el día en que su padre le hizo prometer que olvidaría para siempre su amor, no había recibido ya ninguna carta del capitán ni cruzado con él la menor palabra.

Su padre y su hermana habían formado en torno de ella una muralla infranqueable sobre la que se estrellaban todos los esfuerzos que hacía el capitán por protestar amorosamente contra aquel inesperado rompimiento.

Varias veces al ir con el conde al teatro o a una fiesta del gran mundo, bajando de su coche, había visto a Esteban entre la gente lanzándole una mirada interrogante mezcla de amor y de reproche, pero la joven herida por la vergüenza y el remordimiento, ruborosa con el recuerdo de la ingratitud con que había tratado a aquel hombre, bajó siempre la cabeza y escudándose en su padre huyó ligera.

Después de la vigilancia de la baronesa y la promesa hecha al padre Claudio al pie del confesonario, y en un momento de exaltación mística, la habían alejado moralmente más aún de su antiguo amor.

Pero en aquella tarde, por un fenómeno de su alma, sentía renacer con fuerza su antigua pasión y gozaba recordando todas las dulzuras experimentadas en las gratas mañanas del Retiro, cuando en vez de encontrarse bajo la irritante vigilancia de la baronesa estaba bajo la protección de la cariñosa y condescendiente Tomasa.

Enriqueta estaba arrepentida de su debilidad y se lamentaba de haber cedido por cariño a las indicaciones de su padre, y por terror a las del padre Claudio, perdiendo para siempre aquella pasión que tan feliz la hacía.

¿Quién sabe lo que a aquellas horas haría el capitán Álvarez? Tal vez la hubiese olvidado en vista de aquella carta cruel que ella le envió y hasta bien pudiera ser que ahora amase a otra joven más fiel y que supiera defender mejor su cariño.

Enriqueta pensando en esto, ya no miraba a la calle y de espaldas a los vidrios mirando al oscuro fondo del gabinete lloraba silenciosamente.

Ya no se oía ningún rumor en el salón inmediato. El padre Felipe acababa de irse, y la baronesa no tardaría en llamarla para decirle que se vistiera con objeto de ir como todos las tardes a las Cuarenta-Horas.

Esperando la joven que de un momento a otro se presentase su hermana en el gabinete, secábase ya apresuradamente las lágrimas y hacía esfuerzos para recobrar su serenidad, cuando un carruaje que apresuradamente bajaba la calle produciendo gran estrépito, paró repentinamente en el centro de la vía frente a la misma puerta de la casa.

Enriqueta miró y vio bajar de una berlina de alquiler al padre Claudio que entregando una moneda al cochero atravesó con gran prisa la calle y entró en la casa. La joven respiró con satisfacción. Aquella visita era muy oportuna, pues la libraba a ella del pesado tormento de fingir una completa tranquilidad ante los sagaces ojos de su hermana.

Comenzaba la caída de la tarde. En las calles los últimos rayos del sol doraban las puntas de las chimeneas de los tejados fronterizos, pero en las habitaciones se iba extendiendo esa penumbra de los rápidos crepúsculos del invierno.

Oyó Enriqueta cómo entraba en el salón el poderoso jesuita y casi al mismo tiempo, en la barnizada madera de la puerta cubierta en parte por los cortinajes surgió un punto de luz. Era que acababan de encender la lámpara del salón, cuyas ventanas cargadas de pesadas cortinas apenas si a mediodía dejaban pasar una semi luz que envolvía la vasta pieza de una claridad mística.

A los oídos de la joven llegó el eco de la voz del jesuita aunque sus palabras no podían determinarse, y prefiriendo volver a abismarse en sus recuerdos, apoyó su rostro en los cristales que producían una grata sensación de frescura en sus mejillas abrasadas por el llanto.

Un grito estridente, agudo, que punzaba los oídos, vino a sacarla de su abstracción.

Era Fernanda quien había gritado. ¿Qué sería aquello?

Y Enriqueta, conmovida por aquel grito que parecía haberle arañado en lo más hondo del pecho, se retiró del balcón y quedó indecisa en el centro del gabinete no sabiendo si ir a buscar la otra puerta para entrar en el salón o escuchar tras la que tenía más cerca y que estaba cerrada.

Al fin se decidió por lo último y aplicó un ojo a la luminosa cerradura.

Desde allí no veía al jesuita, pero distinguía bien a su hermana que, sentada en una butaca y con la cara hacia la puerta que ocultaba a Enriqueta, parecía víctima de un terrible espasmo.

Tenía impresa en el rostro una expresión de inmenso terror; sus ojos miraban con el mismo espanto que si contemplaran una visión horrible y todo su cuerpo estaba agitado por una nerviosa conmoción.

Enriqueta sintió miedo, y tal vez por esto se apresuró a retirarse del ojo de la cerradura, pero apenas se vio en el centro del gabinete, volvió a dominarla la curiosidad y entonces aplicó una oreja al luminoso agujero.

Estaba hablando el padre Claudio y en el timbre de su voz siempre tan seguro, demostraba ahora gran agitación.

—Pero ¡Dios mío!, cálmate Fernanda; no te entregues de tal modo a la desesperación. Piensa que si no sabes dominarte, te va a dar algún accidente y entonces el efecto será fatal, pues tu hermana, esa pobre niña, sabrá lo que por caridad debemos ocultarle. Yo te creía más fuerte y de saber que carecías de serenidad no te hubiese dado tan pronto la noticia. Vamos, llora, ¡llora que tal vez las lágrimas desahoguen tu pecho! No te detengas hija mía; sobre todo que Enriqueta no se entere de lo que pasa.

Enriqueta sentía tanto temor como curiosidad. ¿Qué noticia tan siniestra era aquello?

—¡Ay, padre mío! —dijo por fin la baronesa dando un suspiro ruidoso, que tenía mucho del estampido del tapón al saltar con el empuje de los oprimidos gases, e inmediatamente comenzó a llorar, acompañando su llanto con un hipo doloroso.

El padre Claudio nada decía. Esperaba sin duda para hablar que pasara el primer ímpetu de dolor en la baronesa.

Transcurrieron algunos minutos, que fueron para Enriqueta verdaderos siglos de angustia. Su curiosidad, tan vivamente despertada, se agitaba con el ansia de conocer aquel misterio.

Por fin la baronesa pareció calmarse y preguntó al jesuita con acento quejumbroso:

—¿Cuándo ocurrió la desgracia?

—Esta mañana, a las once. El conde, según dicen los empleados, al comprender que había sido encerrado en un manicomio, se entregó a un acceso de violenta locura, golpeándose e intentando derribar la puerta.

—¡Ay!, ¡pobre padre mío! —gritó la baronesa.

—¡Chist! Más bajo, hija mía. No grites tanto; piensa que puede oírte tu hermana.

Doña Fernanda reanudó su llanto silenciosamente, y el jesuita, después de una larga pausa, siguió hablando:

—Los empleados del manicomio oían desde fuera el estrépito que el conde producía derribando los muebles, golpeando la puerta y revolcándose en el suelo. Cuando se restableció el silencio, creyeron que el conde descansaba de su fatigosa ejecución; pero el estampido de un tiro vino a hacerles conocer la terrible verdad.

Se detuvo el padre Claudio como si se gozara en apreciar el efecto que producían sus palabras.

—Entraron inmediatamente en la habitación y vieron al conde de rodillas, con el pecho cubierto de sangre y una pistola en la mano. Por pronto que acudieron a quitarle el arma de la mano, ya tu padre se había disparado un segundo tiro en la sien y moría con la sonrisa en los labios, diciendo que ya tenía bastante. Ha sido una catástrofe horrible. Mira si el personal del manicomio quedaría impresionado, que hasta algunas horas después no ha pensado en noticiar el hecho. El doctor Zarzoso está aturdido por la desgracia, y cuando vino con Peláez a mi casa a participarme la fatal noticia, dijo que se consideraba falto de fuerzas para venir a relatarte lo ocurrido.

El padre Claudio cesó de hablar y lanzó en derredor una mirada de alarma. La baronesa notó aquella impresión.

—¡Eh!, ¿qué es eso, reverendo padre?

—Creía haber oído algo así como un suspiro o un lamento lejano.

La baronesa puso igualmente atención y los dos quedaron por algunos instantes silenciosos y aguzando el oído.

—No ha sido nada, reverendo padre. Alguna ilusión de sus sentidos. Estas catástrofes conmueven de tal modo, que hasta hacen ver visiones.

Enriqueta había oído perfectamente la terrible relación. Nunca se había imaginado que fuese ella capaz de tanto valor.

Era un verdadero golpe mortal saber de repente que aquel padre al que amaba con toda la fuerza de una pasión reciente y al que creía de viaje, acababa de morir en el fondo de un manicomio, habiendo sido antes despojado de su razón; pero a pesar de lo abrumadora que era la noticia, la recibió con valor, y ella, que se conmovía profundamente con la más pequeña desgracia, resistió con hercúlea firmeza la inmensa pesadumbre que caía sobre su corazón.

Aquella noticia, tal vez por su misma inmensidad dolorosa, no la conmovió tanto como era de esperar. Parecía que su inteligencia se negaba a creer aquella catástrofe tan inesperada como terrible.

Un rudo golpe en el corazón y una rápida y creciente debilidad en las piernas fueron todos los efectos físicos que en ella produjo la noticia en el primer momento. Pero después sus pulmones parecieron contraerse, agarrotados por una mano de hierro, le faltó aire que respirar y un gemido sordo fue subiendo y subiendo lentamente a lo largo de su garganta, saliendo al fin amortiguado de sus labios con la triste entonación del balido del inocente cordero cuando se ve próximo al sacrificio.

Aquello fue lo que oyó el padre Claudio.

Los oídos de la joven zumbaban, su cráneo parecía comprimido por un aro de hierro y sintió que el suelo la atraía y que sus piernas negábanse a sostenerla. Pero la alarma del jesuíta y de la baronesa que habían quedado silenciosos y en acecho y un arranque propio de su carácter que tenía en ciertos momentos toda la inflexible energía del de su padre, la hizo sostenerse con un valor impropio de su edad y su sexo. ¡Qué! ¿Iba ella a desmayarse como una necia? ¿Iba a imitar a las damas del teatro que siempre caen desvanecidas al suelo en las circunstancias más críticas y en que más necesaria es su presencia de ánimo? No; ella escucharía ahora, y después daría rienda suelta a su dolor llorando al conde cuanto quisiera. Ahora lo importante era enterarse de aquella conversación que le revelaba desgracias inesperadas. ¡Su padre en un manicomio! ¿Cómo podía ser aquello?

Y sostenida por tal decisión siguió con el oído aplicado a la cerradura, haciendo esfuerzos por contener sus suspiros y librarse de aquella dolorosa angustia que hacía temblar sus piernas.

Resultaba sublime la energía de aquella joven hermosa y delicada. El carácter de Baselga estaba en ella así como en su hermanastra, la baronesa, sobrevivía el espíritu de Pepita Carrillo.

Cuando doña Fernanda y el jesuíta se hubieron convencido de que no les espiaba nadie, continuaron su conversación.

La baronesa, repuesta ya de la emoción que le había producido el suicidio de Baselga, parecía más consolada. Su dolor era más bien hijo de la sorpresa que de un verdadero sentimiento. El padre Claudio sabía bien hasta dónde llegaba el afecto que doña Fernanda profesaba a su padre.

La baronesa sentía ya más curiosidad que dolor. Por esto se apresuró a continuar la conversación.

—Pero, padre mío, me resulta muy extraño el triste fin de mi padre. ¿Cómo pudo proporcionarse la pistola con que se dio muerte?

—Esto es lo que yo mismo me pregunto y lo que produce gran extrañeza en los empleados del manicomio. Nadie sabe cómo llegó a sus manos dicha arma, y lo más natural es creer que él la llevaba en el bolsillo siempre y que al hallarla después de su acceso de furor pensó utilizarla suicidándose. Era una pistola pequeña.

—Me parece haberla visto varias veces en la mesa de su despacho.

—Ha sido una gran desgracia que la llevara al ir al manicomio. ¡Si yo hubiera podido pensar esta mañana que la tenía en sus bolsillos, me hubiera apresurado a quitársela con cualquier pretexto!… ¡Oh, Dios mió! ¡Qué desgracia tan terrible! ¡Cómo nos aflige el Señor cuando menos lo esperamos!

La baronesa creyó del caso volver a sus gimoteos, aunque esta vez no fueron tan naturales y espontáneos como antes.

Enriqueta seguía escuchando.

La emoción que aquellas palabras le producían no podía compararse a la que le hizo experimentar la primera noticia que fue la más fatal; pero servían para exacerbar su dolor detallando el trágico fin de su padre.

El curso que tomó la conversación entre el jesuíta y la baronesa, aún excitó más su curiosidad.

—¡Ha sido muy grande esta desgracia, hija mía! —continuaba el padre Claudio—. Pero no por esto debemos rebelarnos contra Dios, que todo lo dispone y lo dirige; cuando da a una de sus criaturas tan triste destino, sabe bien por qué lo hace. Llora la muerte de tu padre, ya que para un dolor tan justo y natural no son útiles los humanos consuelos; pero no olvides que Dios saca siempre el bien del mal, la felicidad de la desgracia, y que tal vez ha dispuesto esta catástrofe para facilitar los planes que tú ya conoces y que son para mayor gloria del Señor.

—¡Ah! ¡Nuestros planes!… —dijo la baronesa con aire de distracción.

—Sí, nuestros planes, hija mía, nuestros planes, que tú, sumida en tu dolor, pareces haber olvidado. ¿Acaso ya no piensas en que tu hermana abrace la vida religiosa?

—Nunca he desistido de ello.

—Pues por esto digo que tal vez esa desgracia que hoy nos aflige, sea para nuestro bien. ¿No recuerdas de qué modo tan terco se oponía tu padre a que Enriqueta fuese monja?

—Sí, era inflexible en este punto, y con tal de que mi hermana no entrase en un convento, prefería lanzarla al gran mundo y pasearla por esos salones donde sólo se aprenden pecados.

—Debemos llorar la muerte del conde, mas no por esto hemos de dejar olvidado nuestro asunto que tanto interesa a Dios. Es preciso que aprovechemos los momentos y que decidamos a Enriqueta a que entre en el convento. Tal vez la reciente desgracia contribuya a alejarla del mundo para siempre; además, tenemos la promesa que me hizo en confesión y de la que ya te hablé.

—Sí, padre mío. Es preciso que aprovechemos la ocasión y decidamos a Enriqueta a que abrace el estado religioso. Yo me comprometo a alcanzar su definitivo consentimiento dentro de pocos días.

—No creo que ella presente gran resistencia.

—Creo que así será. Pero aunque se resistiera… ¿Acaso no mando yo en ella? ¿No soy su segunda madre?

Y la baronesa decía estas palabras en son de amenaza, dando a entender de lo que era capaz para domar una voluntad rebelde.

—Seguramente —dijo el jesuíta— lograremos ver realizados nuestros planes. Ya no tenemos obstáculos. Convéncete, hija mía, de que aún tendremos que dar gracias a Dios por haber dispuesto de un modo tan trágico de la vida del conde.

Enriqueta ya no oyó más.

Adivinaba en aquella conversación algo que le causaba inmenso terror. El extraño e inesperado fin de su padre hacíala pensar si éste sería obra de una traición premeditada. En su cerebro surgía y se agrandaba la sospecha de que el padre Claudio podía tener su parte en aquella catástrofe.

Las palabras amenazantes y proféticas que había pronunciado al confesarla en la Colegiata de San Isidro, renacían en su memoria como pruebas acusadoras contra el poderoso jesuíta. Recordaba aquella afirmación de que los poderes celestiales anulaban a todos cuantos se oponían a su voluntad, asegurando que el conde sería castigado si se negaba a permitir que su hija entrara en un convento.

Enriqueta, envuelta en las sombras crepusculares que habían invadido el gabinete, sentía miedo. No creía que el padre Claudio hubiera influido directamente en el triste fin del conde, pero se imaginaba ya al jesuíta como un ser terriblemente poderoso y sobrenatural que sólo necesitaba mirar con indignación a una persona y desearle la muerte para que inmediatamente la fatalidad acudiese en su auxilio exterminando al ser odiado.

La oscuridad que rodeaba a la joven, el lúgubre silencio de aquel gabinete solamente interrumpido por el rodar de algún carruaje que con su estrépito conmovía sordamente las paredes, las lúgubres imágenes que en su cerebro evocaba aquella terrible revelación y el desfallecimiento creciente que de su cuerpo se apoderaba y que aún hacía mayor el miedo, obligaron a Enriqueta a salir de allí.

Temblorosa, con paso vacilante y casi sin darse cuenta de lo que hacía, salió del gabinete la joven con dirección a su cuarto evitando el tropezar con los muebles.

El jesuita y la baronesa seguían hablando de la vocación religiosa de Enriqueta y del entusiasmo místico de su hermano Ricardo, que prometía ser un excelente soldado de la Compañía de Jesús.

Cuando la joven llegó a tientas a su cuarto, sin darse cuenta exacta de lo que hacía encendió una bujía y cerró con llave la puerta.

Después, desalentada, inerte y como si la vida se escapara de su cuerpo, dejóse caer como un cadáver sobre su blanco lecho.

Un suspiro angustioso levantó su pecho y rompió por fin a llorar. Tenía necesidad su espantoso dolor, tan firmemente detenido, de tal desahogo físico y por esto Enriqueta permaneció más de una hora inerte, sin pensar en nada ni dar otras muestras de vida que aquel llanto incesante y sin término que parecía una verdadera fuente de lágrimas.

Pasó mucho tiempo antes de que Enriqueta, algo aliviada de aquel dolor que le producía una angustia asfixiante, se diera cuenta de dónde estaba.

Cuando pudo reflexionar y su razón ya fría y despejada recordó cuál era la desgracia que la había sumido en tal postración, su dolor volvió a renacer aunque más punzante y vivo.

Se sentía anonadada por aquella desgracia inmensa y pensaba en su padre con la misma viveza de pasión que si se tratara de un amante. Había conocido demasiado tarde el verdadero carácter de aquel hombre tan adusto exteriormente como cariñoso y tierno en la intimidad, y esto contribuía a aumentar su desesperación. ¡Morir cuando ella casi acababa de encontrar en un ser, misantrópico y terrible, un verdadero padre!…

Enriqueta, con la mirada fija en la pared y siguiendo la inquieta danza de sombras que arrojaba sobre ella la vacilante luz de la bujía, permaneció mucho tiempo con todo el aspecto de una sonámbula.

Un ruido que resonó en todo el cuarto la sacó de su ensimismamiento.

Llamaban a la cerrada puerta y la voz de la baronesa preguntaba:

—¡Enriqueta!, ¡niña mía! ¿Qué haces? ¿Estás enferma?

La joven dudó en contestar, pero por fin, siguiendo instintivamente el hábito de disimular y mentir que había inspirado aquella educación monjil, contestó:

—Me encuentro bien. Déjame tranquila, Fernanda. Estoy rezando.

—Bueno pues reza. Ya nos veremos a la hora de cenar.

Alejóse la baronesa y Enriqueta continuó en la misma posición y con la mirada fija en la pared.

La presencia de su hermana había cambiado repentinamente el curso de sus pensamientos y ahora su actual situación se le aparecía con terrible claridad.

Sin el poderoso apoyo que encontraba en su padre, sometida por completo a la voluntad de su irascible hermana, iban a obligarla a que entrase en un convento y serían infructuosos cuantos esfuerzos hiciese por resistirse. Ella no quería ser monja. La elocuencia artificiosa del padre Claudio la había arrastrado en un momento a prometer que entraría en el claustro; pero ahora no estaba dispuesta a tal suicidio.

Además, sin que ella pudiera explicarse el porqué, sentía gran repugnancia al pensar en la baronesa y su director el jesuita. Parecíanle dos miserables de la peor especie, y aun cuando no tenía ninguna prueba, empeñábase en considerarlos como los autores del trágico fin de su padre, como los que le habían empujado a acabar de un modo tan horrible con su vida.

El hallarse su padre encerrado en un manicomio en el instante de morir producíale grandes reflexiones. ¿Qué locura era la suya? ¿Cómo ella que vivía al lado de su padre no se había apercibido de nada? ,¿No podía ser todo el resultado de una diabólica maquinación de Fernanda que nunca había querido a su padre? ¿Y por qué aquel empeño tan tenaz de procurar su salvación eterna, metiéndola en un convento? Enriqueta, atropelladamente y sin la menor hilación, hacíase todas estas preguntas, y aunque a ninguna de ellas sabía responderse satisfactoriamente, en el fondo de su pensamiento siempre quedaba latente la sospecha de que allí mismo, en aquella casa estaba la verdadera causa de todas las desventuras que caían sobre la familia.

El porvenir aparecíase a la joven sombrío y execrable. Ella podría resistirse a los mandatos de su hermana, podría negarse tenazmente a obedecerla y a entrar en un convento, pero su vida sería un verdadero infierno y tendría que sufrir toda clase de castigos. Recordaba aquella escena violenta ocurrida el día en que la baronesa descubrió su correspondencia amorosa con el capitán Álvarez, y aún le parecía sentir en su rostro el escozor de los golpes de su fiera hermana.

Aquella beata, era capaz de todo cuando su voluntad encontraba obstáculos.

Estremecíase de terror al pensar en su porvenir de huérfana sometida a la autoridad de una hermanastra que siempre la había odiado.

Lo futuro se le aparecía como un mar de sombrías ondas poblado de horribles monstruos; pero sobre aquellas aguas oscuras, infectas y mugiente, su imaginación le hacía ver una isla de luz en la cual erguíase la figura de un ser amado, del único protector que le quedaba y que estaba aguardándola con los brazos abiertos.

Ella podía llegar allí. Todo consistía en un esfuerzo supremo. Bastaba un momento de decisión para salir del lóbrego mar de su existencia futura y poner el pie en aquella isla de esperanza.

Permaneció Enriqueta mucho tiempo sentada en su lecho y con la cabeza inclinada, entregándose a una lucha interna y tempestuosa que agitaba su pensamiento de un modo horrible.

Varias veces se levantó con la expresión del que adopta una resolución desesperada, y otras tantas volvió a arrojarse en el lecho, pálida, desalentada y mirando con terror a todas partes como asustada de sus propios pensamientos y de algún poder oculto que la retenía prisionera en aquella habitación.

Por fin, levantó la cabeza con arrogancia como si desafiara a ocultos escrúpulos que la martirizaban, y plantándose en el centro de la habitación, miró en derredor como si fuera a hablar con las sombras de los rincones.

—Me iré;, me iré —murmuró—, ¿por qué he de quedarme aquí? ¿Tengo a alguien que me quiera?

Y lentamente, sin precipitación ni alarma, sacó de su ropero un vestido negro y se lo puso. Echóse a la cabeza una mantilla de tupido velo, colocó éste sobre su rostro y abrió con precaución la puerta, evitando el chirrido de la cerradura.

Deslizóse por las oscuras habitaciones tan silenciosamente como una sombra, y al pasar cerca de un gabinete escuchó la voz de la baronesa que hablaba con toda la servidumbre, dándole instrucciones sobre el modo como debían observar el luto por la muerte del dueño de la casa, recomendándoles que por aquella noche nada dijeran a la Señorita, pues ya se encargaría ella de hacerle saber al día siguiente la fatal noticia.

En la antecámara no encontró Enriqueta a nadie, y bajando rápidamente la escalera pasó con no menor celeridad por delante de la portería, en cuyo interior el obeso conserje estaba muy ensimismado leyendo un folletín de Las Novedades.

Cuando la joven puso sus pies en la acera lanzó un suspiro de satisfacción, y bajando más aún su velo sobre el rostro, se alejó calle arriba con rápido paso, confundiéndose entre los transeúntes.

Dos mozalbetes, que caminaban en dirección contraria, al ver a la joven enlutada detuviéronse indecisos, y riendo la siguieron por fin, marchando junto a ella y hablándole con aire de calaveras.

Poco después dieron las ocho y una berlina de alquiler que bajaba la calle con paso tardo, paró frente a la casa de Baselga.

El portero abandonó su folletín y asomó la cabeza por la puerta de su habitación, viendo cómo sobre la acera discutía por cuestión de la propina el cochero de punto con una mujerona que llevaba agarrado con ambas manos un gran saco de noche.

Cuando la mujer entró en el portal y la luz del lujoso farol le dio en el rostro, el portero la reconoció inmediatamente.

Era Tomasa, la antigua ama de llaves.

XXVIII. Dúo de amor

Desde las siete el capitán Álvarez, fumando cigarillo tras cigarillo, estaba en su cuarto ocupado en escribir a la luz de un mezquino quinqué.

En fino papel de seda escribía con gran cuidado largas cartas que firmaba con un complicado garabato y que iban dirigidas a otros tantos nombres simbólicos sacados en su mayoría de la antigua historia romana.

Aquello olía a conspiración y los párrafos numerados que formaban aquellas cartas debían ser instrucciones dirigidas a los conjurados.

Así era, efectivamente. Álvarez, que era el secretario de la Junta Militar Revolucionaria, había recibido del general Prim, aquella misma tarde, una minuta encargándole sacase copias en la forma acostumbrada y las remitiera, por el sistema de comunicación que los conspirados habían establecido, a todos ios compañeros de provincias que estaban dispuestos a desenvainar su espada contra la reacción imperante.

Álvarez cuando escribía fumaba automáticamente, sin darse cuenta del prodigioso número de cigarros que consumía; y en torno de su persona formábase una espesa nube de humo que empañaba la luz del quinqué y envolvía todos los objetos de la habitación en una vaguedad brumosa.

Nada molestaba tanto al capitán como ejercer de amanuense copiando un sinnúmero de veces las mismas palabras. Su imaginación se rebelaba contra aquella monótona y embrutecedora tarea, y como su memoria a las pocas copias retenía ya todo el contenido del original, podía entretenerse silbando y canturreando mientras la fina pluma corría diligente sobre el tenue papel.

Tenía ya escritas el capitán cerca de la mitad de las copias encargadas, cuando en la cerrada puerta del cuarto sonaron dos discretos golpes.

Álvarez levantó la cabeza con cierta alarma, instintivamente puso su mano sobre los papeles y gritó enérgicamente:

—¿Quién va?

—Soy yo, mi capitán —contestó la voz algo bronca de Perico, su asistente—. Ahí fuera le buscan a usted.

—¿Quién es?

—Una señora vestida de negro.

—¿La conoces?

—No, mi capitán. Lleva el velo echado a la cara. Dice que le es muy urgente hablar con usted.

—Déjala pasar.

Y el capitán se levantó a abrir la puerta, volviendo después a su mesa para ocultar las copias bajo un montón de libros.

—Pase usted, señora —dijo el asistente—. En esa habitación está el capitán. Cuando éste miró a la puerta vio en ella a una muchacha de gallarda figura con el rostro velado.

El nebuloso ambiente de aquella habitación parecía turbarla y permanecía inmóvil en la puerta sin atreverse a avanzar un paso.

El capitán creía ver brillar bajo aquel velo unos ojos fijos en él.

—Pase usted, señora —dijo con galante acento—. Pase usted y tome asiento. Dispense el desorden de esta habitación. Ya ve usted, en mi estado nadie es, por lo regular, un modelo de arreglo.

Y Álvarez se esforzaba en aparecer galante y ofrecía a la desconocida un sillón viejo y descosido, que era el mejor asiento que tenía en su cuarto.

Avanzó aquella mujer, y antes de sentarse, echó atrás su velo, diciendo con voz dulce y tímida:

—Soy yo.

El capitán Esteban Álvarez no supo hasta aquel momento lo que era experimentar una de esas sorpresas en que lo inverosímil se convierte en real.

Retrocedió como si se encontrara en presencia de una visión, y mirando con ojos de espanto a Enriqueta, sólo supo decir:

—¡Tú!… ¿pero eres tú?

Reinó un largo silencio. Enriqueta estaba con la vista fija en el suelo, como avergonzada de su atrevimiento, al llegar hasta allí, y el capitán la contemplaba con ansia. Después de una ausencia para él tan larga, sus ojos tenían hambre de contemplar al ser querido.

Estaba hermosa como siempre; pero la expresión dolorosa impresa en su semblante y las huellas que en éste había dejado el llanto, daban a su belleza tan esplendorosa un tinte ideal.

Los dos amantes permanecieron silenciosos. Enriqueta estaba avergonzada al verse en presencia del hombre amado, y el recuerdo de su injusto y cruel rompimiento la martirizaba ahora. El capitán se hallaba tan emocionado por aquella situación inesperada, que no sabía qué decir y parecía abstraído en la contemplación de Enriqueta.

Esta fue la que por fin rompió aquella situación embarazosa, levantándose del sillón y dirigiéndose a la puerta.

—Me voy —dijo con tímida voz.

Aquello hizo que el capitán recobrara la serenidad.

—¡Eh! ¿Qué es esto? ¿Dónde vas, Enriqueta?

Y avanzó hacia la joven, cogiendo con suavidad una de sus manos.

—Me voy, sí —continuó diciendo Enriqueta—. Veo que te molesto y que mi presencia te es embarazosa. Tal vez me hayas olvidado. Haces bien; ¡fui tan vil contigo cuando te escribí por última vez!…

Y la joven, llevándose una mano a los ojos, pugnaba por desasir la otra que cada vez oprimía más cariñosamente el capitán.

—No, ángel mío, no te irás —decía éste—. Después de tanto tiempo sin verte, ¿crees que voy a dejarte marchar hoy que apareces aquí como llovida del cielo? Vamos, reina mía sé razonable, siéntate otra vez, permanece tranquila. ¿Es posible que yo te olvide? ¡Si supieras cuánto he pensado en ti!…

Y Esteban, turbado por una dulce emoción, sin saber apenas lo que decía y dejando escapar palabras sin hilación, pero que respiraban profundo cariño, tiraba dulcemente de la mano de Enriqueta, conduciéndola al sillón en que la joven volvió a sentarse.

El capitán colocóse junto a ella y estrechando sus manos entre las suyas, sintióse como embriagado por la mirada triste de la joven.

Otra vez no sabía qué decir; pero de pronto se le ocurrió pensar en lo extraña que era la aparición de Enriqueta, y se fijó en su semblante de aflicción.

—¿Pero qué te sucede, ángel mío? ¿Cómo es que has venido aquí? ¿Qué misterioso encanto es éste? Di, ¿qué te ocurre? Yo soy tu amante, tu esclavo; di lo que quieres, para qué me necesitas e inmediatamente te obedeceré.

Álvarez sentía un entusiasmo sin límites. Aquella inesperada aparición tenía mucho de novelesco y él, creyendo adivinar una aventura prodigiosa, se sentía capaz de los mayores esfuerzos y adoptaba un tono caballeresco. Todo lo había olvidado, las órdenes del general, la conspiración y la tarea que todavía le quedaba por hacer.

Enriqueta, al escuchar aquel ofrecimiento ingenuo, lanzó una dulce mirada de agradecimiento a su amante, y murmuró:

—¡Cuán bueno eres, Esteban!

—Pero di, ¿qué te sucede?

Aquella pregunta sacó a la joven de la felicidad que sentía entregándose a la contemplación de su amado, y la arrojó en la horrible realidad. Una densa palidez veló su rostro, y sollozando dijo al capitán:

—Mi padre ha muerto esta mañana.

Álvarez experimentó una terrible impresión. Todo lo esperaba menos aquello, y su asombro subió de punto cuando la joven le fue relatando que el conde había sido conducido a un manicomio y cómo ella había oído horas antes la conversación de la baronesa con el padre Claudio.

Aquella espantosa tragedia pasmaba al capitán a pesar de ser hombre incapaz de impresionarse por el terror.

Después la joven, siempre sollozando y con voz balbuciente, interrumpiéndose muchas veces y volviendo a hablar cuando el capitán se lo rogaba con cariñosas palabras, expuso la idea que la había arrastrado hasta allí.

Ella no quería ser monja. Por cariño a su padre había escrito aquella malhadada carta que produjo el rompimiento de sus relaciones amorosas y de la que tan arrepentida estaba, pero ahora que su padre no existía, ella quedaba libre de sus compromisos, no tenía ya por quien violentar su pasión ni sacrificarla, y venía a buscar su amor huyendo de su hermana y del poderoso jesuita, de aquellos seres tétricos que le causaban terror, sin poder explicarse el porqué.

Ella era una huérfana desamparada que veía su libertad en peligro y corría a ponerse bajo el amparo del único hombre que la amaba y podía protegerla.

Y al hablar así interrogaba con triste mirada al capitán, como temerosa de que aquel hombre no la amara ya y la abandonase a su triste suerte.

—¡Oh, sí!, ¡pobre Enriqueta mía! Yo te protegeré. Descuida; tu hermana y todos los jesuitas juntos no lograrán meterte en un convento; me basto yo para todos.

Y Álvarez levantaba con arrogancia su cabeza como si tuviera enfrente a toda la Compañía de Jesús y la desafiara con sus ojos.

Tan grande era la fe que le inspiraba su amor, que no veía en el porvenir obstáculo alguno; y él, pobre, humilde y sin otra protección que la que a sí mismo se pudiera proporcionar, creíase capaz de vencer a aquellos poderosos enemigos que perseguían a Enriqueta.

—Has hecho bien, vida mía, en venir a buscarme. No entrarás en un convento y vivirás eternamente conmigo. Serás mi esposa. Tu hermanastra ya sabemos que se opondrá; pero como ella desea hacerte monja y tú antes que entrar en un convento quieres unirte al hombre que tanto te ama, es seguro que saldremos vencedores a pesar de la ayuda que prestará a la baronesa ese padre Claudio, redomado perillán que un día me ofreció su protección y ahora conozco es uno de nuestros más temibles enemigos. Yo no conozco las leyes, pero ¡qué diablo!, algo habrá en ellas que se pueda aplicar al presente caso y que libre a una huérfana de las persecuciones de esa gentuza devota que sin duda al preocuparse tanto de tu salvación eterna va en busca de tus millones.

Enriqueta sentíase dominada por la optimista confianza que demostraba su amado y comenzaba ya a tranquilizarse.

Se felicitaba de su enérgica resolución que la había arrastrado allí y creía que en adelante no tendría que luchar con nadie. La ley protegería sus amores, se casaría ella con el capitán y serían eternamente felices. Era aquello un cuento de color de rosa que Enriqueta se relataba a sí misma allí en su imaginación.

La joven, acariciada por tales ilusiones, comenzó a considerarse ya como en su propia casa, en un nido de amor fabricado por ellos para ocultar al mundo los arrebatos de su pasión, y librando sus manos de las del capitán que las oprimía cariñosamente, quitóse la mantilla y después de colocarla doblada sobre una silla, volvió a ocupar aquel sillón con una graciosa majestad de dueña de casa.

Álvarez la contemplaba embelesado, y al ver en su propia habitación en aquel desarreglado cuarto de soltero, a la misma a quien algún tiempo antes sólo veía furtivamente bajando de su coche en el vestíbulo del Teatro Real o a la puerta de algún palacio donde se verificaba una aristocrática fiesta, dudaba que aquello fuera verdad y hacía esfuerzos de pensamiento para convencerse de que estaba despierto.

Enriqueta, tranquilizada ya, paseaba su vista por la habitación fijándose en todos los detalles, con esa complacencia que inspira lo perteneciente al ser amado.

Aquel nido de amor resultaba bastante desarreglado y tenía demasiado humo. Varias veces tosió por no poder respirar bien en una pesada atmósfera que olía a tabaco.

—Abriré, vida mía —dijo el capitán dirigiéndose al cerrado balcón—. Debe incomodarte el humo del cigarro.

—No, no abras. Fuma cuanto quieras. Me parece, envuelta en este humo, que estoy rodeada de ti por todas partes.

Enriqueta decía la verdad. Todo lo que era de aquel hombre al que tan injustamente había abandonado y al que amaba ahora con un recrudecimiento de pasión, agradábale en extremo; le parecía un avance en su intimidad y por esto aquel humo que producía grande molestia en sus pulmones, parecíale a su imaginación grato perfume que causaba vértigos de placer.

Los dos amantes, con las manos cogidas, las miradas fijas y embriagándose con sus alientos, entregábanse a esa charla insustancial, del amor, compuesta las más de las veces por palabras estúpidas, pero que despiertan hondo eco en el corazón.

Ambos sentían verdadera ansia por saber lo que había sido del otro, durante el tiempo que permanecieron alejados.

Enriqueta, con graciosa ingenuidad, pedía cuentas al capitán sobre su conducta en dicho tiempo y contrayendo lindamente su entrecejo con cómico furor, le preguntaba cuántas novias había tenido desde que ella accedió a escribir aquella maldita carta por satisfacer a su padre.

Esteban, por su parte, la asediaba a preguntas sobre el género de vida que su hermana le había hecho sufrir desde el rompimiento amoroso; interesábale también saber cómo ella había llegado hasta allí, y escuchaba con atención el relato de Enriqueta, verdadera odisea callejera que comprendía desde que salió, loca de dolor, de su elegante vivienda hasta que entró en aquella modesta casa de huéspedes.

Enriqueta había sufrido mucho en aquella peregrinación por las calles de Madrid, que nunca había corrido sola. Recordaba la calle y el número de la casa donde vivía Álvarez por habérselo oído a éste y a Tomasa en varias ocasiones pero no sabía a punto fijo a qué lado de Madrid se hallaba; y conocedora únicamente de las principales vías de la capital, vagó sin rumbo fijo y sin darse cuenta de lo que hacía, antes de que se le ocurriera rogar a un viejo guardia que la orientara.

Para hacer mayor su desdicha, estaba en las primeras horas de la noche, el momento en que el vicio levanta todas sus esclusas y lanza en plena sociedad tropeles de desgraciadas, pasto cotidiano de las virtudes hipócritas. Su aspecto misterioso de enlutada joven, con el rostro cubierto, hacia que se fijaran en ella con marcada predilección los transeúntes, y dos mozalbetes la siguieron mucho tiempo, asediándola con infames proposiciones y deslizando en su oído palabras cuyo solo recuerdo la hacía enrojecer.

¡Qué repugnante himno de obscenidades, de insultos y de horribles proposiciones la había acompañado en su desesperada carrera por las calles de Madrid siempre en busca de aquel protector, de aquel hombre amado, que le parecía ahora más adorable, comparándolo con el tropel de lobos lujuriosos que le salían al paso! ¡Qué repugnancia le producían aquellos hombres, que ella desde su carruaje y a la luz del sol había visto siempre graves, estirados y con todo el aspecto de virtuosos incorruptibles! Estaba horrorizada y aceleraba su paso marchando siempre en la dirección indicada por el viejo guardia, y así, después de muchas vacilaciones y no pocos equívocos, consiguió encontrar la tan buscada casa te huéspedes, amparándose en ella como en un refugio contra la impudicia pública.

El capitán estaba admirado del valor y la energía de una criatura tan delicada y débil, y esto aumentaba su amor. Aquel hombre nacido para la guerra, sentía inmensa satisfacción ver que su futura compañera era tan fuerte como él.

Hablaban los dos amantes sin pausa alguna, como si temieran que acabasen sus existencias antes que ellos pudiesen decirse todo cuanto pensaban, y así transcurrió veloz el tiempo sin que llegasen a notarlo.

El cuc-cuc que la patrona de la casa tenía en lo que ella llamaba la gran sala, dio las diez.

—¡Cómo pasa el tiempo! —murmuró Álvarez.

Y después, como si quisiera reparar una distracción lamentable, dijo a Enriqueta:

—Pero tú no habrás comido. ¿Quieres algo? Habla con entera confianza, piensa que en adelante hemos de vivir juntos.

No, Enriqueta no quería nada, no sentía la menor necesidad; pero Álvarez creía que era una prueba de que la joven iba a quedarse allí y a no desvanecerse como las apariciones fantásticas de las leyendas, el que comiese algo, y mostró tal empeño, repitiendo varias veces lo que su asistente podría traer a aquellas horas, que al fin accedió a tomar una copa de Jerez con bizcochos.

Salió el capitán a dar sus órdenes al asistente, que muy preocupado por aquella visita extraña, estaba ya dos horas paseándose y atisbando cerca de la habitación.

Cuando Perico, un cuarto de hora después, entró con su botella de Jerez y su paquete de bizcochos, al ver a aquella linda señorita, experimentó una sorpresa únicamente comparable con la grotesca impresión que en el Don Juan sufre Ciutti sirviendo a la mesa, al verse ante la viviente estatua del Comendador.

El conocía bien a aquella señorita, y al verla, se quedó inmóvil en la puerta, con un aire de admiración tan estúpido que aquella y el capitán no pudieron menos de reírse. Faltó poco para que la bandeja con su botella y sus copas se escapara de las trémulas manos de Perico.

—¡Qué!, ¿conoces a esta señorita? —dijo el capitán poseído de satisfacción infantil al notar el asombro que causaba en su asistente ver en el cuarto una mujer tan hermosa.

—Sí, mi capitán, la conozco. He visto muchas veces a la señorita, aunque de paso, cuando iba en busca de mi tía Tomasa.

Enriqueta sonreía complacida por aquella turbación respetuosa del sencillo muchacho.

—En adelante —continuó el capitán— has de considerarla como tu dueña y obedecerla en todo.

—Está bien, mi capitán —contestó Perico con la misma expresión que si recibiera una orden en el cuartel.

Salió el asistente muy preocupado por aquel inesperado suceso, y calculando únicamente la parte que le haría perder en el afecto de su amo aquel ser que se introducía en la inquebrantable sociedad formada por el señor y el criado.

El capitán sirvió a Enriqueta una copa de Jerez, en la que la joven apenas si mojó más de un bizcocho.

Pasada ya la primera impresión, la grata novedad que en su ánimo había producido la presencia del hombre amado y aquella intimidad protectora, volvían a su memoria los tristes recuerdos, y el suicidio de su padre la obsesionaba de nuevo, haciéndola en ciertos momentos arrepentirse de su audaz resolución.

Álvarez la veía palidecer y cómo de su rostro desaparecía aquella animación que tanto la hermoseaba poco antes.

—¿Qué tienes, vida mía? —preguntaba con ansiedad—. ¿Por qué esa tristeza?

Pero Enriqueta, con la cabeza inclinada, negábase a responder y por fin comenzó a llorar.

Aquel llanto desconcertó al capitán.

—Pero ¿qué te ocurre? —preguntó con angustia—. ¿Te incomoda algo? ¿He podido yo ofenderte?

No; ella no sentía el menor resentimiento contra el y bien lo demostraba estrechando cariñosamente sus manos. Era que los más tristes recuerdos le asaltaban, que su imaginación evocaba sin cesar el trágico fin de su padre y que a ella le parecía un crimen encontrarse en la misma noche, en una casa extraña, en una habitación cerrada y al lado del hombre a quien quería. ¡Cómo sufriría su honradez! ¡Qué dirían de ella al saberlo las gentes de su clase! ¿Y si su padre se levantara de la tumba y la viera en tal situación?

Y mientras la joven, después de decir esto con voz entrecortada por los suspiros, gemía y lloraba, el capitán hacía esfuerzos por alejar de su imaginación tan tristes ideas.

¿Por qué recordar desgracias que ya no podían remediarse?

Había que tener calma y despreciar lo que el mundo pudiera decir. Ellos se amaban, no tardarían en ser esposos y todas las murmuraciones acabarían muy pronto; el día en que los dos se unieran con el lazo del matrimonio. Para conquistar la felicidad, había que despreciar lo que las gentes pudieran decir en sus murmuraciones.

Además, él no pensaba oponer ningún obstáculo a la voluntad de su amada, ni quería que su honra sufriera en lo más mínimo. Si estaba arrepentida de su radical resolución, aún se hallaba a tiempo para remediar lo hecho; él lloraría su decepción, su dicha, que sólo había durado algunos instantes; pero se encontraba pronto a acompañarla a su casa, dejándola en poder de la baronesa.

El infeliz decía esto con el mismo desaliento del que se cree en plena felicidad y al despertar conoce que todo ha sido un sueño. Se estremecía de temor al pensar que Enriqueta pudiera aceptar su proposición alejándose de su lado para siempre, pero a pesar de esto, seguía valerosamente instando a su amada a que se decidiera, si es que sentía escrúpulos y permanecía violenta en aquel lugar.

La joven al oír el nombre de su hermana experimentó una reacción. ¿Volver a aquella casa para vivir en una guerra continua, ser martirizada, e ir por fin a encerrarse en un convento donde llorar un amor perdido voluntariamente? No, antes la deshonra y sufrir todos los mordiscos de la maledicencia social.

Y Enriqueta con un ademán indicó a su amado que no estaba dispuesta a salir de allí.

Aquello dio a Álvarez nuevas fuerzas para seguir persuadiendo a su amada, instándola a que desechase todos sus escrúpulos. ¿Por qué temer a su padre? Los muertos nunca volvían a este mundo, y además si el conde veía desde la tumba lo que a su hija le ocurría, tal vez se tranquilizara y durmiera mejor el sueño eterno contemplándola al lado de un hombre honrado que sabría protegerla. Esto siempre le satisfacería más que verla sometida a la dirección de la baronesa con su cohorte de jesuítas, que bien pudieran ser los verdaderos autores de su muerte.

Y al llegar aquí, Álvarez manifestó que, aunque carecía de pruebas, tenía la convicción de que doña Fernanda y el padre Claudio habían sido los que por sus fines particulares habían declarado loco al conde sin estarlo. ¿Quién sabe si su suicidio había sido hijo de la desesperación propia de quien con sano entendimiento se ve encerrado en un manicomio? El capitán se expresaba así únicamente por aumentar el odio que Enriqueta sentía contra la baronesa y el poderoso jesuíta; ignoraba que aquello era la verdad de todo lo ocurrido.

Tanto se extremó Álvarez en desvanecer los escrúpulos de Enriqueta, que al fin ésta pareció más tranquila. Únicamente miró a su adorador con timidez, como si no se atreviera a formular una exigencia.

—¿Qué quieres? —dijo con acento apasionado Esteban—. Ordena lo que gustes que te obedeceré inmediatamente. Pide, vida mía… Pero no me abandones.

—Esteban —contestó la joven con gravedad—. Sé bien lo que el mundo dirá de esta audaz aventura, de la que tú no tienes culpa alguna. Pero aunque todos me injurien con sus murmuraciones, quiero tener mi conciencia tranquila. Me basta con ser honrada para ti, aunque a los ojos de los demás no lo parezca ¡Júrame por la memoria de mi padre que me respetarás, que no te acercarás a mí hasta el instante en que seamos esposos! Si no te sientes capaz de prestar este juramento, yo me iré inmediatamente.

—Te lo juro —se apresuró a contestar el capitán con solemne acento.

Él no había pensado ni por un solo momento aprovecharse de aquella desesperación de su amada que la arrastraba hacia él; era en todos sus actos un caballero y respetaba su amor lo suficiente para no mancharlo, valiéndose de los medios que le proporcionaban las circunstancias.

Hablaba el capitán con tal calor e ingenuidad, que la joven lo contemplaba con admiración, comparándolo interiormente con aquellos hombres que en la calle la habían insultado con infames proposiciones.

—Sí, alma mía —siguió diciendo el capitán—, juro respetarte y puedes descansar tranquila con la seguridad de que no intentaré nada contra ti. Mañana mismo comenzaré a ocuparme de nuestro casamiento; no faltará quien me ilustre sobre tal punto y pronto serás mi esposa. Yo no sé cómo se arreglan esta clase de asuntos, pero no he de descansar hasta dejarlo todo ultimado. Entretanto vivirás aquí, pero separada de mí. Dormirás en esta habitación, y yo ya pediré a la patrona que me coloque en otro sitio de la casa. Nuestra situación no es muy hermosa, pero ¡qué diablo!, todo se arreglará con el tiempo, y ya verás cómo un porvenir feliz nos compensa de todos los contratiempo actuales. ¡Si supieras cuán brillante porvenir me está reservado!

Y Esteban Álvarez, poseído de entusiasmo, dio a conocer a su amada todas sus gloriosas ambiciones que iba a ver realizadas después de la revolución que se estaba fraguando. El general Prim lo estimaba como uno de sus más inteligentes y atrevidos subalternos; la revolución tenía en él su más activo y audaz agente; estaba decidido a hacer heroicidades en la próxima lucha por la libertad; en una palabra, era un hombre que o dejaría su cadáver tendido a la puerta de su cuartel o llegaría a general muy joven.

Y Álvarez al hablar así estaba magnífico, con su mirada centelleante y sus nerviosos ademanes que delataban una gran agitación interior. Enriqueta seguía contemplándolo con admiración y sentía cierto orgullo al pensar que iba a ser esposa de un futuro héroe.

Ella, en su carácter de aristócrata de nacimiento, no comprendía bien aquello de morir por el pueblo, que en su limitado concepto era una masa de gentes desharrapadas y sin educación; no sabía lo que significaba la palabra democracia, que tantas veces repetía Esteban; pero en cambio le parecía muy bien que él fuese general dentro de breve plazo, y le lisonjeaba mucho la ilusión de que algún día podría presentarse en los salones del brazo del hombre amado, convertido ya en personaje ilustre, excitando la envidia de sus mismas amigas, que ahora tanto murmurarían contra ella al saber que había abandonado su casa para ir en busca de su amante.

Aquellas risueñas ilusiones sobre el porvenir, que aún aumentaba Álvarez con sus optimismos revolucionarios, contribuyeron a que Enriqueta comenzase a olvidarse de las tristes ideas que la obsesionaban momentos antes.

A los veinte años y sintiendo un verdadero amor, se desechan con pasmosa facilidad los pensamientos fúnebres.

Enriqueta, acariciada por aquella sinfonía de amorosas ilusiones, fue entrando en un período de restablecimiento moral. Sus ojos, amortiguados por el llanto, volvían a recobrar su hermosa brillantez y las mejillas se teñían nuevamente de un carmín pálido.

La momentánea alegría parecía devolverle algo de su vigor, y como si con esto se diera cuenta de las necesidades de su estómago, mojaba bizcochos en el Jerez que le servía su amante.

La conversación resultaba interminable, pues los dos se enfrascaban cada vez en embellecer su porvenir, presagiando la felicidad que les esperaba.

Así transcurrió veloz el tiempo sin que el capitán pensara en retirarse, como lo había prometido, ni Enriqueta se lo exigiera.

Era ya la una; en la solitaria calle sólo sonaba la estridente voz de algún vecino trasnochador llamando al sereno para que le abriera la puerta, y dentro de la casa se había extinguido ya todo ruido, pues la mayoría de los huéspedes acababan de entregarse al sueño.

Aquel silencio absoluto envolvía a los dos amantes en un misterio que les complacía, por dar a sus palabras cierto tono de solemnidad.

Enriqueta, después de las continuas crisis de dolor que había sufrido en pocas horas, se encontraba ahora decaída y cierta plácida languidez se posesionaba de todo su cuerpo.

Tenía los ojos abiertos y el rostro animado, pero las impresiones sufridas en aquel día dormitaban ya; sentía su cerebro embargado por un dulce sopor y, a través de un velo de color de rosa, veía a su amante que seguía hablando con creciente apasionamiento.

El amor, la hora y aquel misterioso silencio que los rodeaba contribuía a que la joven fuese perdiendo lentamente su dolorosa preocupación y olvidase qué serie de terribles acontecimientos la había arrastrado hasta aquel lugar.

Ella misma era la que soñolienta, inconsciente y sin preocuparse de lo que hacía, había apoyado un brazo en los hombros de Álvarez e inclinaba hacia él su encantadora cabeza, como atraída por el brillo viril de sus ojos y deseosa de oír sus palabras de más cerca.

Aquella situación iba tomando el aspecto de una noche de bodas, y ya no parecía la tranquila conversación de dos amantes a los que separaban recientes tristezas y un juramento de respeto.

Esteban, agitado por el contacto del brazo robusto y tibio, cuya satinada piel se notaba a través de la ropa, y embriagado por aquella atmósfera de sana y atráyente belleza que envolvía a su amada, sentía desvanecerse la fuerza de voluntad que poco antes poseía, y como un niño que, poco a poco, sin que se aperciba la madre, va acercándose a la golosina que acaricia, iba lentamente y sin cesar de hablar, llevando a sus labios aquella mano pequeña y suave, que al fin rozó con ligeros besos.

Enriqueta sonreía. Aquello le parecía natural. ¡Besos en las manos! Esto era lo mismo que ocurría en aquella novela de Joaquinito Quirós, que, por tener un epílogo moral y ser el autor amigo de la casa, era el único libro profano que le dejaba leer la baronesa de Carrillo.

La joven no hizo la menor resistencia, antes al contrario sintióse halagada por el homenaje y se creyó toda una heroína de novela al estilo de aquella Eulalia que ojerosa, pálida y siempre vestida de blanco, ejercía de protagonista en el soporífero libro de Quirós.

Aquel silencioso consentimiento de la joven, y su languidez marcada, excitaron la pasión de Álvarez que se mostró cada vez más audaz.

¡Adiós tristes ideas y formal juramento de respeto! El fuego de la juventud, el ardor de los cuerpos exuberantes de vida derrite las más firmes promesas.

Enriqueta no supo cómo fue aquello, pero despertó de aquel ensueño de amor que la acariciaba despierta, al sentir en sus labios una impresión ardiente.

Esteban la estrechaba entre sus brazos; Esteban la besaba en la boca con interminable frenesí.

Enriqueta se revolvió como una fiera herida y librándose de aquellos brazos que la oprimían cariñosamente, irguióse pálida, altiva y llevando en sus ojos la llamarada de la indignación.

Pero esta impresión no duró mucho tiempo. Vio casi a sus pies al capitán que parecía avergonzado y confuso por su arranque, y se sintió conmovida.

—¡Márchate! ¡Sal de aquí inmediatamente! —había gritado en el primer instante; pero al ver a Esteban en aquella actitud humilde y como pidiéndole perdón, se conmovió y las lágrimas asomaron a sus ojos.

Lloraba una decepción sufrida, la pérdida de una ilusión.

Ella había creído a Esteban un hombre diferente a todos, un ser incapaz de dejarse dominar por la pasión y firme hasta el punto de domar la carne y cumplir sus juramentos caballerescos; y ahora encontraba que era semejante a la vulgaridad de su sexo; un organismo que se sublevaba ebrio de pasión al sentir el contacto de un brazo femenil.

Enriqueta creía encontrarse con un ángel y se hallaba al lado de un hombre.

Desalentada por aquella decepción, profundamente ofendida por lo que creía un abuso de su situación, y llorando con el desconsuelo de ver que el protector sólo era un amante, se dirigió al fondo del cuarto sin saber lo que hacía y se dobló dejando caer su hermoso busto sobre la cama de Esteban.

Su hermoso rostro chocó con aquellas ropas, e inmediatamente sintió algo que la conmovió de pies a cabeza. Parecía como que sus músculos y sus venas estallaban, abriendo infinitos orificios por donde entraba algo extraño, punzante y embriagador, como esos licores fuertes que abrasan en la garganta, pero que provocan una feliz locura en el cerebro.

Era el olor del macho. Su organismo virgen, pero robusto y sanguíneo, abríase como la rosa que hace estallar sus rojos pétalos a las caricias del ardiente sol.

El sexo se rebelaba en ella con una fuerza incontrastable y parecía que de aquella cama surgía un vapor venenoso que se esparcía por sus venas como torrente de fuego.

Enriqueta se irguió loca, y llevando en sus ojos una extraña luz parecía una mujer fenicia poseída de la lujuriosa demencia de las fiestas de Adonis.

Álvarez seguía en el fondo de la habitación en actitud suplicante.

La voz trémula de Enriqueta le sacó de tal situación.

—Ven, alma mía. ¿Para qué resistir?… Ya que el mundo ha de hablar, que sea verdad.

Esteban corrió a ella.

¡Descansad en paz juramentos de respeto! Ahora podían hablar ya las lenguas maldicientes seguras de que por mucho que dijeran, ni Enriqueta ni Esteban las desmentirían.

XXIX. Los planes de Quirós

A las diez de la noche salió Joaquinito Quirós del ministerio de la Gobernación.

Había esperado al ministro más de dos horas, por estar éste reunido con sus compañeros en Palacio, y cuando al fin llegó, retuvo al joven escritor católico otra hora larga, haciéndole que repitiera varias veces la delación, como si temiera que algún detalle importante quedase olvidado.

El alto funcionario despidió por fin a Quirós, a quien había tratado algo en los aristocráticos salones y le prometió hacer que el gobierno premiase con largueza sus servicios.

El escritor católico estuvo elocuente. ¡Oh! Él no hacía la delación únicamente por ser recompensado; sino que le impulsaban sus principios políticos y religiosos, su afecto inmenso a la virtuosa reina, su adhesión incondicional al gobierno, su amor a la causa del orden y del catolicismo, puesta en peligro por los picaros revolucionarios, su…

Y así siguió el hipócrita agente de los jesuítas, enjaretando mentiras y lugares comunes. Después de dejar sobre la mesa ministerial el papel en que estaban las señas del capitán Álvarez, y el domicilio donde se reunían los conspiradores, salió Quirós del despacho y aún pudo oír antes de atravesar la antesala, cómo el ministro daba órdenes para que fuesen llamados con urgencia su colega en la cartera de la Guerra y el gobernador de Madrid.

Cuando Quirós, pisando la gran acera de la Puerta del Sol, miró el reloj del ministerio y vio que eran más de las diez, púsose a pensar cómo pasaría la noche.

No estaba de humor para asistir a ninguna reunión aristocrática, pues le faltaba fuerza para vestirse y prefería pasar la noche de un modo más divertido que bailando con señoritas insufribles, que al fin y al cabo no habían de casarse con un pobre como él, o entreteniendo a las devotas mamás que lo consideraban como un juguete entretenido con sus puntas y ribetes de preceptor moral.

Ya estaba decidido lo que haría. Hasta medianoche se entretendría en un teatrillo por horas donde se representaban piezas bufas, con gran exhibición de pantorrillas, algunas de las cuales había manoseado con intimidad el escritor católico, y después iría a charlar hasta las primeras horas de la madrugada con los redactores de La Voz del Catolicismo, diario en el que publicaba de vez en cuanto artículos críticos, y en los cuales magullaba a todos los grandes hombres revolucionarios aún cuando éstos nunca llegaban a enterarse.

Cuando a medianoche salió Quirós del teatro, iba pensativo y malhumorado.

Aquel género escénico, punzante afrodisíaco que conmovía de lujuria a todo el público culto, sensato y conservador que ocupaba las butacas, no había conseguido divertirle como en otras noches.

Le preocupaba la idea de que a aquellas horas la autoridad estaba preparando la red para apresar al capitán objeto de su denuncia. Y no es que él experimentase compasión alguna. Lo único que le interesaba era la recompensa que le daría el gobierno, Y le era indiferente que aquel desgraciado militar fuese fusilado o cuando menos saliera para los presidios de África; pero no dejaba de causarle cierto escozor la idea de que había contribuido a la eterna ruina de un joven que como él, era pobre y trabajaba por conquistarse una posición.

El aventurero aristocrático, no podía evitar cierta simpatía a favor de aquel desconocido que audazmente y con riesgo de su vida buscaba el engrandecerse. Quirós no se sentía capaz de buscar la fortuna de un modo tan franco y peligroso.

Aquella preocupación era, pues, producto del espíritu de clase, y de la admiración que le inspiraba el valeroso desconocido.

Absorto en tales pensamientos caminaba Quirós, hasta que una sensación de frío le hizo volver en sí. Soplaba un vientecillo helado que punzaba la cara y el joven levantóse el cuello del gabán al mismo tiempo que pensaba en la conveniencia de entrar en el café Suizo ya que se encontraba frente a él.

Con aquel frío no vendrían mal unas copitas de ron. Además, en aquel café siempre se encontraban algunas tertulias de compañeros, jóvenes periodistas que aunque liberales y poco afectos a la hipocresía, eran buenos muchachos y hacían pasar agradablemente el rato con sus chistes.

Quirós entró en el café y allí permaneció hasta las dos de la madrugada, hora en que se disolvió la tertulia. Aquella noche no estaban en el Suizo más que unos cuantos escritores de perversas ideas, mordaces hasta la crueldad que se recrearon tomándole el pelo al publicista católico, cuyas verdaderas costumbres conocían al dedillo.

El joven abandonó el café con un humor endiablado. El fastidio le perseguía y se encaminó a su querida redacción con la esperanza de pasar allí mejor el rato.

Cuando después de subir casi a tientas la mal alumbrada escalera tropezando con un aprendiz de la imprenta que se llevaba el último original entró en la sala común de la redacción, vio a sus compañeros enfrascados en una discusión que debía ser violenta a juzgar por el calor con que se expresaban.

—Aquí está Joaquín —dijo con alegría uno de los redactores al verle entrar—. El es amigo de la casa y podrá ilustrarnos con su opinión mejor que nadie.

—¿De qué se trata? —preguntó con tono indiferente Quirós que esperaba ser consultado sobre alguna murmuración del gran mundo.

—Vas a hablarnos con franqueza —continuó el periodista—. ¿Cuál es tu opinión sobre lo del conde de Baselga?

El joven hizo un gesto de extrañeza.

—¿Y qué es lo que le ha ocurrido al conde?

—Vamos, hombre; no te hagas el lila y contesta. Éstos dicen que Baselga se ha matado en un momento de locura, y yo aseguro que ese suicidio ha sido preparado hábilmente por alguien. Es muy raro entrar en un manicomio y matarse inmediatamente.

—¿Pero el conde de Baselga se ha suicidado?

Quirós dijo esto con tal expresión de sorpresa que los periodistas se convencieron de que recibía por primera vez la fatal noticia.

¿Conque no lo sabía Joaquín a pesar de ser íntimo de la familia? Pues sí, señor; el conde se había suicidado aún no hacía dieciséis horas, y su hija, la baronesa de Carrillo, había enviado la esquela mortuoria para que la publicasen al día siguiente en la primera plana del periódico, y al mismo tiempo rogaba al director con una conmovedora cartita, que se ocupara con gran prudencia del suceso y defendiera el honor de la familia si algún diario indiscreto, a pesar de sus súplicas, se atrevía a decir que el conde habíase suicidado.

Quirós escuchaba con el mayor asombro aquellas noticias que le comunicaban sus amigos.

Su sorpresa no tenía limites, y en su interior surgía una sospecha que poco a poco iba adquiriendo certidumbre.

Él no quería mediar en la discusión de los periodistas y se negaba a decir si el suicidio había sido por voluntad propia y espontáneo o hábilmente preparado por enemigos; pero en su interior tenía ya la opinión formada y sentía cierto respetuoso temor al pensar en el padre Claudio. ¡Oh, gigantesco maestro! ¡Y con qué limpieza sabía barrer a un hombre del mundo cuando le estorbaba!

A Quirós no le cabía duda alguna de que en aquella tragedia había intervenido el diabólico talento del padre Claudio. Él no podía precisar la verdadera causa de aquel hábil crimen y los procedimientos de que se había valido el poderoso jesuíta; pero presentía la verdad del hecho y veía el invisible brazo del padre Claudio moviendo la mano del conde que empuñaba la pistola suicida.

Las sospechas que le habían acometido al saber que a Baselga lo declaraban loco y que iba a ser conducido a un manicomio, volvían a reproducirse ya en su imaginación como hechos indiscutibles. Él tenía la solución del oscuro problema. La Compañía deseaba los millones de los hijos de Baselga, y era capaz el padre Claudio de suprimir a cuantos se interpusieran en su camino.

Sentado junto a la gran mesa de la redacción, con la cabeza entre las manos, bajo la mancha de amarillenta luz de gas que arrojaba una gran lámpara con colgantes de percalina verde y dejando vagar su mirada por el montón de periódicos de provincias revueltos con tinteros y plumas, permaneció Quirós mucho tiempo entregado a sus pensamientos y arrullado por aquella discusión interminable que excitaba la bilis de los periodistas.

¿Qué haría él? Esto era lo que se ocupaba en reflexionar Quirós, pronto siempre a pensar en sus negocios aún en los momentos más difíciles.

El había tenido ciertos planes en otro tiempo que después desechó por imposibles. Viviendo el conde, resultaba absurdo abrigar un pobre como él ciertas pretensiones acerca de Enriqueta; mas ahora, libre ya de tal estorbo y quedando la joven bajo la dirección de su hermana, tal vez pudiera lograr algo. Él se tenía por el hombre de confianza de la baronesa; sabía que ésta le apreciaba, y no era aventurado esperar algún éxito en sus pretensiones; pero… ¡maldición!, estaba en medio el padre Claudio, aquel diabólico jesuita a quien siempre encontraba obstruyéndole el camino y al que eternamente tendría que pedir permiso para intentar el menor avance. ¡No poder el librarse de tal servidumbre! ¡Verse obligado a no trabajar jamás por su propia cuenta y riesgo!

Pero Quirós no quería dejar pasar aquella ocasión, que parecía venírsele a las manos con la muerte del conde. Creía él que la fatalidad colaboraba con sus ambiciones y que sería una necedad imperdonable despreciar sus favores.

Adelante pues; ya se entendería con el padre Claudio cuando llegase el momento y buscaría el mejor medio de engañarlo si es que la baronesa acogía bien su plan. Ahora lo importante era tener de su parte a la hermana de Enriqueta.

Y pensando en esto se le ocurrió a Quirós cuán triste debía ser el estado de ánimo de doña Fernanda a aquellas horas.

Era una verdadera desgracia que él no hubiese tenido antes noticias del triste fin del conde. En aquella casa debía reinar la desolación y en tales instantes es cuando se conocen los amigos verdaderos. Su puesto desde aquella tarde estaba en la casa de Baselga al lado de la baronesa y de Enriqueta, prodigándoles cristianos consuelos. ¡Diablo! ¿Por qué habían tenido tan oculta aquella noticia? Él era un ser imprescindible en ciertas familias tanto en tas desgracias como en las alegrías. Por cosas menos importantes, por un casamiento o un bautizo, lo llamaban, lo consultaban y encargábanle las invitaciones, las formalidades consiguientes en los centros públicos y hasta el arreglo de la mesa, y ¡ahora que se trataba de una familia por la que tanto interés sentía, no encontraba hasta en aquel momento una buena alma que le avisara lo sucedido!

¡Cuánta falta haría allá para aliviar a doña Fernanda de las enojosas tareas de arreglar el entierro y demás formalidades! ¡Cómo hubiera él adquirido nuevo realce a los ojos de la baronesa que le consultaba continuamente sobre asuntos de las cofradías, encargándose de todas esas comisiones engorrosas que produce la muerte, en una familia del gran mundo!

Pero nada se había perdido; aún era tiempo de acudir, y apenas Quirós formuló tal pensamiento en su mente, púsose en pie.

¿Que era tarde? ¿Que resultaría extemporánea su visita? Mejor aún; así podría parecer espontánea e hija del cariño y doña Fernanda la agradecería más.

Quirós, sin despedirse apenas de sus amigos, abandonó la redacción y con paso apresurado dirigióse a la calle de Atocha.

Al llegar frente a la casa de Baselga detúvose algo cohibido al ver la oscura fachada en la que no se notaba el menor signo de vida interior.

De seguro dormían y su visita iba a resultar inoportuna en extremo.

Pero en Quirós la duda duraba muy poco y no era hombre capaz de retroceder así que adoptaba una resolución.

Empuño el pesado aldabón de bronce y dio un golpe no muy fuerte como si procurara atenuar su inoportunidad.

«De seguro, no me oyen», pensó Quirós al dar un golpe.

Pero con gran sorpresa oyó inmediatamente tardas pisadas en el portal; abrióse el postigo y el obeso portero sin otro traje que pantalones, camisa y bordados tirantes, apareció con la luz en la mano y tiritando de frío.

—¡Ah! Es usted, don Joaquín —dijo el portero después de cerrar el postigo tras el recién llegado—. Hace ya más de una hora que lo espero a usted. Suba usted en seguida, la señora baronesa lo espera con gran impaciencia. Hace ya más de una hora que el ayuda de cámara fue a buscarle a su casa. ¡Qué desgracias, Dios mío, qué desgracias! Cuando el diablo se mete en una casa, tarde sale.

Y el obeso portero expresaba con ademán trágico su desesperación, mientras subía la escalera alumbrando a Quirós.

Éste se sentía satisfecho y adquiría mayor confianza al saber que la baronesa se había acordado de el, mandando que lo llamaran. Por esto se felicitaba de su resolución que resultaba oportuna.

La baronesa recibió a su amigo en un gabinete que servía de antecámara a su dormitorio, y al verla Quirós, no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

Doña Fernanda tenía un aspecto de quebrantamiento que a los ojos del joven escritor demostraba la cruel y profunda impresión que en ella había producido la muerte de su padre.

Toda la casa estaba en conmoción, pues Quirós en las habitaciones exteriores había visto a los criados vestidos y prontos a acudir al servicio de la señora, aunque apoyándose en la pared o medio tendidos en los divanes de la antecámara, cabeceaban de vez en cuando, entregándose al sueño.

La baronesa, que contraía su rostro con una mueca natural e indefinible entre el dolor y la rabia, estrechó lánguidamente la mano que le tendía el joven con ceremoniosa aflicción.

—Baronesa, he venido sin perder tiempo, porque en estas ocasiones es cuando se conocen los verdaderos amigos.

—Gracias, Joaquinito. Ya sabrá usted mi desgracia en toda su extensión. En esta casa se repiten los sucesos tristes con una rapidez abrumadora.

—Efectivamente, baronesa. La muerte del conde es una desgracia…

—Pues ¿y lo otro? —exclamó la baronesa, interrumpiendo a su amigo. Este hizo un gesto de extrañeza, como preguntando qué era lo otro. La baronesa le comprendió.

—¡Cómo! ¿Usted no sabe lo ocurrido aquí esta noche? Pero ¡Dios mío!, ¡cuán loca soy! Usted no puede saberlo, pues ninguno de mis amigos, ni aun el padre Claudio tiene noticia de lo sucedido.

—Pero ¿qué ocurre, baronesa? ¿Otra desgracia después de la muerte del conde?

—Sí, Joaquinito. Mi hermana Enriqueta ha huido de casa esta misma noche.

Quirós aún quedó más asombrado al escuchar aquello que al saber el suicidio del conde.

Le resultaba el mayor de los absurdos la fuga de aquella joven tan humilde y recatada que él consideraba poco menos que tonta.

El inesperado suceso dejó absorto por mucho rato al joven, que vio por el suelo sus más risueñas ilusiones. Después de esto, resultaba imposible aquel magnífico proyecto de casamiento que le había de hacer rico y poderoso.

—¡Pero baronesa! ¿Cómo ha sido eso? —preguntó Quirós cuando se repuso de aquella primera impresión.

—¡Dios mío! ¡Si yo misma no puedo explicármelo! ¿Quién había de esperar semejante cosa de Enriqueta? Yo no puedo comprender qué idea ha enloquecido a esa muchacha hasta el punto de hacerla abandonar su casa.

—¿Sabe Enriqueta la muerte de su padre?

—No; es decir, yo creo que no, pues nadie en esta casa le ha hecho la menor indicación. Vea usted lo que ha sucedido.

Y la baronesa relató a Quirós la inmensa y dolorosa sorpresa que había producido en la casa la desaparición de Enriqueta.

Justamente a las ocho de la noche, había llegado de las posesiones que el conde tenía en Castilla, la antigua ama de llaves Tomasa, a la cual la baronesa seguía profesando un odio irreconciliable. Había hecho el viaje alarmada por cierta carta que una persona de la servidumbre (la doncella de la baronesa), le había enviado dando cuenta de la locura del conde, y acudía presurosa la sencilla aragonesa creyendo que con su presencia podía aliviar el triste estado de doña Fernanda.

Cuando Tomasa supo la desgracia que acababa de ocurrir, y la habladora doncella le hubo relatado el suicidio con tantos detalles como si lo hubiera presenciado, la pobre mujer que era ruidosa en extremo, tanto en sus alegrías como en sus tristezas comenzó a dar alaridos al mismo tiempo que sus ojos se cubrían de lágrimas.

El único deseo que manifestó en medio de su dolor fue ver a su señorita, a su querida Enriqueta, pero la baronesa se lo prohibió por no querer que su hermana conociera repentinamente el trágico fin de su padre. A la hora de cenar, doña Fernanda no se alteró al ver que su hermana no bajaba y dio a las once y media orden a toda la servidumbre para que fuera a descansar; pero entonces fue cuando la antigua ama de llaves antes de ir a recogerse en el cuarto de la doncella, se deslizó hasta la habitación de Enriqueta.

Momentos después volvió asombrada gritando que en el cuarto no estaba la señorita.

A la baronesa, según sus propias palabras, le dio un vuelco el corazón cuando supo que su hermana no estaba en el cuarto. Corrió a éste y al verlo vacío se lanzó con presteza por toda la casa llamando a gritos a Enriqueta.

Nada, el silencio más completo en todas partes; no había ya duda, Enriqueta habíase fugado de la casa paterna.

Cuando la baronesa, se convenció de aquella terrible verdad, su indignación no tuvo límites, y deseosa sin duda de hacer responsable a alguien de aquel suceso fijó sus ojos en Tomasa, cuya inesperada aparición ya le resultaba muy extraña.

Aquella mujer tenía, sin duda, su parte en la fuga, y por evitar responsabilidades había ido allí a hacer una comedia lamentándose de un suceso que con anterioridad conocía.

Doña Fernanda, presa de una terrible indignación, dirigióse contra Tomasa insultándola con soeces palabras; pero procuró no irse con ella a las manos como en otras ocasiones había hecho, pues recordaba aún los golpes que recibió el día en que el difunto conde hubo de separarlas a viva fuerza cuando se tiraban de los pelos por cuestión de los amoríos de Enriqueta.

Tomasa apenas si contestó a los insultos de la baronesa.

La muerte del conde y la fuga de su hija eran terribles noticias que la habían dejado atolondrada y por esto apenas si desmintió con algunas palabras a la procaz doña Fernanda.

La suerte de Enriqueta era lo que a ella le preocupaba, y únicamente pensaba en encontrarla aunque para ello tuviera que correr medio Madrid.

De pronto y cuando la baronesa más recrudecía sus injurias, Tomasa sonrió como si hubiese visto el cielo abierto. ¡Qué torpe era! ¡No habérsele ocurrido antes dónde podría estar Enriqueta!

Y apenas apareció en su imaginación la figura del amo de su sobrino, salió corriendo para su casa. Era entonces la una de la madrugada.

La baronesa, ante tan rápida fuga, se convenció más aún de que la vieja sirvienta tenía participación en aquel suceso que ella calificaba de rapto.

Deseosa de vengarse y de evitar el escándalo que produciría la fuga de Enriqueta al hacerse pública, quiso adoptar alguna resolución que hiciera volver a la fugitiva a su hogar antes que amaneciera.

Para doña Fernanda, no había duda sobre el lugar donde estaba su hermana. Desde el primer momento había pensado en aquel odiado capitán cuya correspondencia amorosa tan grande indignación le había producido, y la precipitada fuga de Tomasa había ratificado sus sospechas. Acudir a la policía en demanda de auxilio era el medio más apropiado para que el suceso se hiciera público y por esto la baronesa pensó en sus amigos más íntimos para encargarlos de la delicada misión de volver la joven a su casa.

Al principio pensó en el padre Claudio; pero hacer que despertasen a éste a altas horas de la noche era empresa difícil, pues el poderoso jesuíta daba a los suyos severas órdenes para que no turbasen su descanso, y al fin, la baronesa pensó que sería mejor llamar en su auxilio al amable Quirós, y envió a un criado a su casa.

—Mucho ha tardado usted, Joaquinito —siguió diciendo la baronesa con precipitación—, pero aún es tiempo. Sobre todo no se entretenga usted. Piense que la honra de mi hermana va en ello. ¡Dios mío! ¡Cuánto agradeceré a usted cuanto haga en esta ocasión!

Quirós, que aún se sentía turbado por aquella inesperada noticia, no pudo menos de fijarse en lo mucho que aumentaría la simpatía de la baronesa hacia él si lograba devolverle a su hermana.

Además, por egoísmo, le interesaba mezclarse en aquel asunto. Si Enriqueta era de otro, todos sus más hermosos planes, que le hacían entrever un porvenir de grandezas, caerían inmediatamente faltos de base.

El joven estaba resuelto a hacer cuanto le mandara la baronesa, y así se lo manifestó con entusiasmo teatral.

—Pues bien —dijo doña Fernanda—, corra usted inmediatamente a casa de ese capitán donde indudablemente se encuentra mi hermana y tráigala usted sin reparar en medios. No vacile usted si ha de emplear la fuerza; ya sabe usted que tenemos buenos amigos.

—Está bien, baronesa. Voy allá inmediatamente. ¿Pero dónde vive ese capitán?

Doña Fernanda hizo un cómico gesto de admiración.

—¡Dios mio! ¡Cuán loca soy!… Pues no lo sé. Olvidaba que ignoro dónde vive el tal capitán.

—Esto no fuera obstáculo si el asunto no fuera tan urgente y tuviéramos más tiempo; pero conviene encontrar a Enriqueta antes del nuevo día, y esto es imposible no sabiendo el lugar donde se encuentra. ¡Si usted pudiera proporcionarme algún otro detalle! Por ejemplo, ¿cuál es el nombre de ese capitán?

—¡Oh! Eso sí que lo sé. Permítame que lo recuerde. Le llaman…, ¡ah!, ya me acuerdo. Le llaman Esteban Álvarez.

Únicamente por su gran fuerza de voluntad pudo evitar Quirós hacer un movimiento de sorpresa; pero a pesar de esto, murmuró con extrañeza y admiración:

—¡Esteban Álvarez!

—Sí, señor; ése es su nombre. Lo recuerdo perfectamente, pues lo leí en varias cartas que él dirigía a mi tonta hermana. Mientras yo estaba de viaje tuvieron ciertas relaciones, de la que esa Tomasa era cómplice. ¡Cosas de niños! ¡Tonterías ridiculas que yo evité a tiempo!

El joven estaba pensativo. Preocupábale aquella extraña coincidencia. El que había delatado pocas horas antes para lograr un ascenso en su carrera, salíale ahora al paso como raptor de la mujer en que él cifraba su definitivo engrandecimiento.

Pero una súbita alarma desvaneció inmediatamente sus pensamientos. La policía caería de un momento a otro sobre el domicilio de Álvarez, tal vez estaría ya allí en aquel momento y Enriqueta sería detenida, haciéndose visible su deshonra y quedando complicada en una causa por conspiración que seguramente sería ruidosa.

El joven quería evitar tal desgracia, no porque le doliese la deshonra de la joven, sino porque tras un escándalo tan grande era ya imposible que él la hiciese su esposa, quedando dueño de sus millones.

Había que obrar cuanto antes y por esto Quirós se despidió de la baronesa diciéndole al salir:

—Descuide usted, antes que sea de día Enriqueta estará aquí. Podrá costarme encontrar el sitio donde se ocultan, pero yo daré con ellos.

—¡Adiós, Joaquinito! Que Dios le ayude y cuente usted con mi agradecimiento. Estos servicios no se olvidan nunca.

Cuando Quirós se encontró en la calle, el frío viento de la noche pareció refrescar sus ideas desvaneciendo la preocupación que en él había producido la noticia de aquella fuga.

Subía la calle de Atocha sin tener aún ningún plan formado y sin otra idea que ir a casa de Álvarez, cuyas señas había dado algunas horas antes en el Ministerio de la Gobernación.

Hacía el joven los mayores esfuerzos intelectuales por encontrar una idea que le gustase, y su cerebro sólo sabía producir disparates, por lo que se indignaba contra sí mismo.

La soledad lóbrega de las calles parecía reinar en su cerebro y sus pasos que resonaban con gigantesco eco sobre las desiertas aceras, repercutían en la bóveda de su cráneo como un taconeo incesante y diabólico.

Urgíale formar un plan antes de llegar al punto donde se dirigía y su inteligencia, siempre tan pronta a servirle, se mostraba ahora rebelde.

De repente Quirós encontró la solución a aquel conflicto en que se hallaba.

Si avisaba al capitán de la llegada de la policía y le incitaba a huir, fracasaba su plan, pues el gobierno no le daría recompensa alguna, y si dejaba que Álvarez cayese en poder de la autoridad se descubriría la falta de Enriqueta, en cuyo caso ésta sería objeto de la maledicencia social, y ningún hombre incapaz de romper con las públicas conveniencias se atrevería a solicitar su mano.

Él había ya adivinado el medio de salvar aquel conflicto.

«La combinación es infalible —se decía el elegante aventurero apresurando el paso—. Con tal que llegue antes que la policía lograré que el amante se escape, dejándome en depósito la dama. Después ya sabré yo arreglarme, y el temor al escándalo hará todo lo demás».

Y Quirós, halagado cada vez más por su plan, que conceptuaba magnífico, corría por las desiertas calles temeroso de llegar demasiado tarde.

En su interior sentía la sonrisa de la fortuna anhelada que, aunque tarde, llegaba por fin a favorecerle.

XXX. Desenlace inesperado

La fiel Tomasa, al encontrarse frente a la casa donde vivía el capitán Álvarez, hubo de sostener una breve discusión con el vigilante de la calle, y desprenderse de una peseta para que le abriera el portal, y después pasó más de un cuarto de hora en la escalera tirando del cordón de la campanilla sin que ninguno de los durmientes en aquella casa acudiese a su llamamiento.

Por fin, oyó unos pasos pesados con acompañamiento de bostezos, y tras la consiguiente pregunta de «¿quién va?» dada por una voz soñolienta, abrióse la puerta apareciendo su sobrino Perico, casi en paños menores y alumbrándose con una candileja.

La sorpresa que experimentó el muchacho fue grande al ver a su tía, a quien creía lejos de Madrid, a una hora tan intempestiva.

Tomasa entró prontamente en la habitación, preguntando con ansiedad:

—¿Dónde están ésos?

—¿Quiénes son ésos, tía?

—¿Por quién he de preguntarte grandísimo tonto? Por tu señorito y mi señorita Enriqueta.

—¡Ah! Luego usted sabe… —exclamó con sorpresa el asistente.

—Yo lo sé todo —contestó Tomasa, interrumpiéndole—. Dime al momento dónde están.

—En su cuarto, tía.

—Pues llamémosles inmediatamente.

Y la vieja y su sobrino encamináronse a la habitación del capitán, cuya puerta golpearon repetidas voces.

Reinaba un silencio absoluto en el interior del cuarto y la mortecina luz del quinqué apenas si lograba disipar la densidad de aquella nebulosa atmósfera que lo envolvía todo en espesa penumbra.

Después de golpear muchas veces la puerta y de llamar Perico a su señor, éste se levantó abriendo aquella, aunque cuidándose de obstruir con su cuerpo la entrada.

Al ver el capitán a la vieja aragonesa, experimentó una sorpresa aún mayor que su asistente.

—¡Tomasa! ¡Usted aquí! —dijo como avergonzado.

—Sí, aquí estoy. ¿Dónde está la señorita?

No necesitaba hacer tal pregunta, pues dentro de la habitación sonó un suspiro ahogado y el ruido de un cuerpo al caer sobre la cama.

—¡Oh mi pobre señorita! ¿Qué le sucede? ¡Por Dios! Don Esteban, déjeme usted el paso franco o no respondo de mí.

Y la enérgica aragonesa, empujando ruidosamente al capitán, entró en la habitación. Enriqueta estaba allí tendida sobre la cama, inerte e inanimada como un cadáver.

La pobre joven había despertado de su delirio de amor al oír aquellos golpes en la puerta y notar que su amado se levanta para abrir.

Cuando la voz de Tomasa llegó a sus oídos, experimentó una emoción sin límites.

Toda la enormidad de la falta cometida aparecióse rápidamente en su imaginación; sintióse arrepentida y avergonzada, y el rubor pudo sobre ella lo que el dolor no logró alcanzar.

Tan vehemente era su deseo de ocultarse a los ojos de todos, tanto temía las acusadoras miradas de aquella antigua y cariñosa doméstica, que, después de incorporarse sobre la cama, cayó nuevamente en ella temblorosa y desalentada, sintiendo que rápidamente perdía la noción de su ser.

Aquel valor que la sostuvo al oír la relación del trágico fin de su padre y que la impulsó a abandonar su casa, faltábale ahora, quebrantada como estaba por la revelación de secretos de la naturaleza que hasta poco antes le eran desconocidos y por el remordimiento de su falta. El recuerdo de su padre y la consideración de que estando todavía caliente su cadáver, ella había perdido su honra en los brazos de un hombre, fue lo que produjo aquel desmayo, desvaneciendo los últimos resto de su energía.

Tomasa acudió inmediatamente en auxilio de su señorita a la que prodigó toda clase de cuidados.

Álvarez, en un extremo de la habitación, permanecía absorto y como avergonzado de su anterior conducta. La presencia de aquella vieja le llenaba de rubor, a pesar de que ésta no le había dirigido la menor recriminación.

En cuanto al fiel asistente había desaparecido para demostrar su discreción; pero andaba por las habitaciones inmediatas pronto a acudir al menor llamamiento.

Por fin volvió Enriqueta en sí, y al ver junto al lecho a su antigua doméstica prorrumpió en tristes lamentos y se abrazó a ella llorando copiosamente.

—Vamos, calma, señorita Enriqueta —dijo Tomasa con expresión bonachona—. No se entristezca usted tanto, pues al fin, lo mismo que usted ha hecho, lo hacen otras muchas y con menos motivo. Todo tiene arreglo en este mundo, y no es muy aventurado pensar que dentro de poco usted podrá pasearse del brazo de ese guapo mozo que ahí está, presentándose en todas partes como su legítima esposa. No se apure usted, señorita. ¡Quién sabe si todo esto que le sucede será por su bien! Tal vez sea el único medio de que usted se libre de aquella arrastrada baronesa.

Y Tomasa seguía consolando a su señorita, que bien fuese por las palabras de la animosa vieja o porque el dolor moral comenzaba a calmarse naturalmente en ella, recobró un tanto su tranquilidad.

Aquel lecho parecía quemarle, pues le recordaba su reciente deshonra, y pálida, ojerosa y quebrantada, se incorporó bajando de él apoyada en los hombros de Tomasa.

La embriaguez del amor se había disipado por completo y tanto Enriqueta como Esteban evitaban mirarse como avergonzados de su falta.

Transcurrió mucho tiempo sin que ninguno de los tres hablara; pero por fin, Tomasa rompió aquel silencio embarazoso.

—¡Vamos a ver! ¿Y qué piensan hacer ustedes? ¿Vamos a permanecer de este modo hasta el día del Juicio? Urge adoptar una resolución y es preciso que usted, don Esteban, que tanto sabe, nos diga qué será lo más conveniente. Aquella mujer —continuó aludiendo a la baronesa— está hecha un furia y es muy capaz de llamar a la justicia para que les eche el guante a ustedes, y esto… (y soltó un taco redondo como era su costumbre cuando se enfadaba), esto no lo puedo yo consentir. ¡Ver yo a mi Enriqueta tratada como una cualquiera! Vamos, don Esteban, diga usted algo; aconséjenos qué es lo que se ha de hacer.

¡Bueno estaba el capitán para dar consejos! Encontrábase aturdido por lo que acababa de sucederle, y los gozados placeres del amor, en vez de halagar su memoria, punzábanle como terribles recuerdos. Sin embargo, tenía que satisfacer las incesantes reclamaciones de Tomasa y por esto contestó:

—Yo creo que debíamos aguardar el nuevo día para hacer algo. A la madrugada nos presentaremos a la autoridad y Enriqueta quedará bajo su protección mientras yo sufriré todas las consecuencias. Yo creo que la ley nos apoyará y a su amparo nos uniremos para siempre.

Tomasa aceptó aquella proposición como otra cualquiera, pues con tal de que Enriqueta no volviera a casa de la baronesa cuyo genio conocía, todo le resultaba perfectamente bien.

Decidióse, pues, entre los tres, dejar que transcurrieran las últimas horas de la noche y sumidos en un embarazoso silencio, permanecieron cerca de media hora hasta que algunos vigorosos campanillazos en la puerta de la escalera, los sacaron de su abstracción.

Momentos después, Perico asomó prudentemente su cabeza, y dijo con gran alarma:

—Señorito, salga usted inmediatamente. Ahí fuera le busca un amigo. Salió el capitán muy extrañado por tal visita y en el comedor, que era una pieza inmediata, vio a un hombre envuelto en una capa andaluza.

La luz de la lamparilla que el asistente había puesto sobre la mesa y que apenas si conseguía trazar en aquella sombra un débil circulo de claridad, no dejaba ver el rostro del recién llegado; pero éste se adelantó diciendo al capitán:

—Soy yo, Esteban. Vengo de prisa y únicamente por hacerte un favor. Álvarez reconoció a su amigo el insustancial alférez Lindoro, vizconde del Pinar. Esto aumentó aún más su sorpresa.

—¿Qué te trae por aquí a estas horas? —Tu salvación, desgraciado. Mira, no pierdas tiempo, pues la policía va a llegar de un momento a otro, y si no quieres ir a Melilla o morir fusilado, debes poner inmediatamente pies en polvorosa.

—Pero ¿qué maldita broma se te ha ocurrido? ¿Qué es eso? ¿Por qué debo huir?

—Ya sabes, Esteban, que te conozco bien y hace tiempo que noto te encuentras metido en terribles compromisos. Si nada te he dicho es porque no quería meterme voluntariamente en tus líos; pero ahora que te veo en peligro, el compañerismo me arrastra a interferir en tus asuntos; conque escápate sin perder tiempo.

—Pero ¿por qué? ¡Explícate, por mil demonios!

—Pues bien; tú eres de los que conspiras con Prim y hasta creo que posees todos los secretos de la conjuración. Esto lo sabe el gobierno y a estas horas ya habrá dado orden para que te aprendan.

Al capitán Álvarez le pareció que el cielo caía sobre su cabeza y como si sintiera una necesidad imprescindible de protestar contra los sucesos, lanzó una terrible maldición contra la Providencia, capaz de hacerla palidecer de horror si es que realmente existiese.

¡Descubrirse sus trabajos revolucionarios, justamente cuando tan comprometido se hallaba en una aventura amorosa! ¡Verse obligado a huir teniendo a pocos pasos de allí a la desconsolada Enriqueta, que acababa de sacrificarle su honor!

El capitán se llevó las manos a la frente como si no pudiera con aquella fatalidad que sobre él caía.

El terror que mostraba en su rudo rostro aquel fiel asistente que mudo y sombrío presenciaba la conversación de los dos militares, demostraba a Álvarez lo terrible de su situación.

Sin embargo, el infeliz capitán, como todos los desgraciados, no se convencía por completo de su infortunio y se asía a un rayo de esperanza con la tenacidad desesperada de un náufrago.

—¿Pero cómo sabes tú eso? ¿No te habrán engañado?

—No, ¡mal rayo me parta si lo que te digo es mentira! Aún no hace media hora que cenando en Fornos con algunos amigos, uno de éstos, que es ayudante del ministro de la Guerra, me ha dicho cómo su superior había conferenciado con el de la Gobernación, ordenando, en vista de pruebas claras y concluyentes, que te detuvieran esta misma noche. Ya ves que la noticia no puede ser más auténtica. Conque no pierdas tiempo y escapa.

Álvarez estaba aturdido por la noticia. La idea de que para salvarse había de abandonar a Enriqueta, le tenía clavado en aquel sitio y su indecisión parecía molestar mucho al aristocrático alférez.

—Mira, Esteban, yo no voy a estarme aquí como un papanatas esperando que llegue la Guardia Civil y me prenda a mí también sin tener culpa de tus calaveradas. Ya sabes que mis convicciones de familia y mi posición social me impiden mezclarme en aventuras revolucionarias y que sería para mí un terrible descrédito el aparecer complicado en tu proceso. Ahora ya estás avisado de lo que ocurre y no puedes decir de mí que he sido un mal amigo. Conque… ¡qué Dios te proteja!

Y el vizconde, sin aguardar contestación de su amigo, salió del comedor y abriendo a tientas la puerta de la habitación se lanzó en la oscura escalera, bajándola con una rapidez no exenta de peligro en aquellas tinieblas.

Preocupábale la idea de que los agentes del gobierno le pillasen dentro de aquella casa y justamente en el instante que más pavor sentía, oyó el ruido producido por la puerta de la calle al ser abierta y en los primeros peldaños tropezó con un individuo que, a juzgar por cierto roce, estaba ocupado en encender un fósforo.

El alférez, creyéndose ya cogido, tuvo un arranque de fiereza y empujando rudamente al desconocido pasó adelante y ganó el portal, desapareciendo inmediatamente.

Aquel desconocido quedó por algunos instantes inmóvil y como indeciso; pero por fin encendió el fósforo y continuó subiendo la escalera.

Mientras tanto el capitán Álvarez seguía en el comedor absorto, con la cabeza inclinada y creyendo que aquella calamidad que sobre él caía, por ser tan inmensa, no podía ser real, sino producto de una pesadilla que le dominaba en aquel instante.

Mas, ¡ay!, pronto vino a convencerlo la voz del fiel Perico, que no lo abandonaba, de la certeza de aquel peligro próximo.

—Pero ¿qué hacemos, mi capitán?

—¿Qué hacemos? —contestó Álvarez con desesperación—. Pues no lo sé.

—Yo creo que debemos huir inmediatamente.

—¡Abandonar a Enriqueta!

—¡Bah! La vida es antes que todo. Piense usted en que si lo cogen lo fusilan antes de tres días. Bien mirado esa gente que ahora manda tiene motivos de sobra. Conque… ¿qué es lo que hago?

—Lo que quieras.

—Pues a huir. Voy a arreglarlo todo en un momento y usted, entretanto, puede despedirse de la señorita, si es que tiene fuerzas para ello.

Desapareció el asistente e iba ya a entrar el capitán en la habitación cuando oyó en la antesala ruidos de pasos.

¡La policía! Éste fue el pensamiento que se le ocurrió inmediatamente a Álvarez. Ya estaban allí sus aprehensores. Sin duda el aturdido vizconde había dejado abierta la puerta de la habitación y la policía había encontrado el paso franco.

Entró un hombre en el comedor con un gabán abrochado y al ver a Álvarez, que se vestía de paisano, se quitó cortésmente su sombrero de copa preguntándole con rapidez:

—¿Don Esteban Álvarez? ¿Está visible a estas horas?

—Soy yo, caballero. ¿Quién es usted?

—Mi nombre es Joaquín Quirós y soy empleado en el ministerio de Estado. Vengo aquí comisionado por mi amiga, la baronesa de Carrillo, para buscar a su hermana Enriqueta y al mismo tiempo por el deseo de hacer un bien. Si dispusiéramos de más tiempo le diría los motivos de simpatía que me impulsan para dar este paso; pero en vista del peligro inmediato que le amenaza, me limito a rogarle que escape usted inmediatamente.

—¡Escapar! —dijo Álvarez con desesperación—. ¡Y cómo! ¿Voy a dejar abandonada a esa mujer que está ahí dentro? Eso sería impropio de un caballero.

—Huya usted; todo tiene arreglo en este mundo. Lo que no tendría apaño posible es que usted se dejase prender, pues antes de tres días lo fusilarían. Pero ¿por qué está usted tan quieto? Piense que la policía va a llegar dentro de poco; tal vez ahora mismo, y que un hombre sólo debe despreciar su vida hasta cierto punto. Usted tendrá papeles comprometedores en su poder y dejando que caigan en manos de la policía, puede causar la ruina de muchas familias. Vamos, señor Álvarez, más decisión y a huir inmediatamente.

La consideración de que quedándose en aquel lugar causaba la pérdida de algunos centenares de compañeros fue lo que hizo salir al capitán de su inercia moral.

—Para huir —dijo mirando con expresión suplicante a aquel desconocido-necesito que alguien se encargue de Enriqueta. ¡Si yo tuviera un verdadero amigo!

—¿No me tiene usted a mí? —contestó Quirós como escandalizado de que se dudase de su afecto—. Es verdad que usted no me conoce; pero día llegará en que, modestia aparte, me aprecie usted en lo que valgo. En casa de Enriqueta me conocen bien y saben que me desvivo por servir a todo el mundo. Además, entre jóvenes como nosotros, debe reinar siempre cierta simpática solidaridad. Hoy por ti, mañana por mí. Yo me encargo de todo, pero no perdamos el tiempo y resulte todo esto infructuoso. La policía va a llegar y no es cosa de que nos pille a todos aquí. ¡Vayamos listos, señor Álvarez!

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! —dijo el capitán enternecido, estrechando con efusión la mano de aquel joven que se le aparecía como un ángel salvador.

Álvarez, decidido ya a escapar, se dirigió a su cuarto; pero en la puerta encontró a Tomasa que había estado escuchando la conversación.

La llegada del vizconde había excitado ya su curiosidad, y cuando oyó que en el comedor entraba otro hombre, no pudo permanecer sentada por más tiempo y salió a escuchar.

El capitán la interrogó con la mirada al mismo tiempo que decía angustiosamente:

—¿Qué hago, Tomasa?

—Huir sin perder tiempo. La vida es lo primero; después como ha dicho muy bien el señor Quirós, todo se puede arreglar.

Joaquinito saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza a la ama de llaves, a pesar de que ésta siempre le había mirado con marcada antipatía al verle visitar la casa del conde de Baselga.

Los dos hablaron con gran animación del peligro que amenazaba al capitán, y éste, entretanto, entró en su cuarto, saliendo al poco rato con un abultado fajo de papeles.

—¿Quién guarda esto? —preguntó—. Es lo más comprometedor que tengo, y en ello va la muerte de muchos padres infelices. Pueden prenderme en la calle y no conviene que me encuentren encima tan horribles pruebas.

—Vengan aquí los papeles —dijo Tomasa con energía—. Una mujer, en estos casos, resulta menos sospechosa que un hombre.

—Pero ¿sabe usted a lo que se expone? —preguntó Álvarez.

—¡Bah! —contestó la vieja con sencillez heroica—. De cosas más grandes me siento capaz.

El capitán reflexionaba, temeroso de que se le olvidase algún otro documento acusador.

No se había despedido de Enriqueta. ¿Para qué? Sería aumentar su dolor y ya había sentido honda impresión de tristeza cuando, buscando aquellos papeles, la había visto en un extremo de la habitación cabizbaja, llorosa y con todo el aspecto de un ser infeliz, sin razón ni voluntad.

No, él no se sentía con fuerzas para decirle que, perseguido por ideales políticos, huía de ella tal vez para siempre.

Quirós y la vieja aragonesa, mientras el capitán se arreglaba su traje en desorden y buscaba la capa y el sombrero, poníanse de acuerdo sobre el medio de salir de allí.

Ella iba a ocultarse los comprometedores papeles y saldría sola de allí para ir a esperarlos a la puerta de la casa de Baselga. El joven la había convencido de la necesidad de que fuese completamente sola para ser menos notada, encargándose él por su parte de conducir a Enriqueta por otras calles a casa de su hermana, en cuya puerta se reunirían los tres.

Tomasa aceptaba el plan, pues estaba tranquila de la fidelidad de aquel beato, al que ella llamaba siempre en sus murmuraciones con la servidumbre, «el perro de la baronesa».

Acababan los dos de convenirse de este modo, cuando entró Perico embozado en su bufanda y llevando en un pequeño fardo el poco dinero y los escasos objetos de algún valor que constituían el tesoro de aquella asociación de amo y criado.

El pobre muchacho tenía en su curtido rostro una expresión de tranquila fiereza. Mientras recogía y empaquetaba efectos, habíase hecho el propósito de morir antes de ver cómo su señorito caía en manos de sus perseguidores.

Tomasa estampó dos ruidosos besos en las curtidas mejillas de su sobrino.

—¡Adiós, hijo mío! Se fiel siempre a tu señorito y no le abandones ni aun en los mayores peligros. Algunas lágrimas se le escaparon a la valerosa mujer y su voz se hizo temblona por la emoción; pero inmediatamente hizo un esfuerzo por recobrar su serenidad, y señalando la puerta de salida dijo al capitán:

—Huya usted al momento. No perdamos el tiempo tontamente. Álvarez estrechó nuevamente la mano de Tomasa y la de aquel útil amigo que tan inesperadamente acababa de presentársele, y encargándoles con entrecortada voz que se interesaran por Enriqueta y le explicasen el motivo de aquella huida, salió de la habitación seguido de su asistente.

—Ahora don Joaquín —dijo la enérgica aragonesa cuando ya los pasos de los fugitivos sonaban en la escalera—, hagamos lo que nos toca. No hay tiempo que perder.

Y seguida de Quirós entró en el cuarto del capitán.

Enriqueta al ver al amigo y confidente de su hermana, apenas si hizo el menor ademán de sorpresa.

Estaba tan quebrantada por su dolor y su remordimiento, que ningún suceso podía herir vivamente su inteligencia, que parecía embotada y dormida por la desgracia.

Tomasa, vuelta de espaldas y mientras se escondía aquel fajo de comprometedores papeles en el pecho, relataba en breves palabras a su señorita, el peligro que amenazaba a Álvarez y la necesidad en que éste se había visto de huir; pero la vieja doméstica no estaba muy segura de que Enriqueta la entendiese, según se mostraba de fría e indiferente.

Quirós presenciaba silencioso la escena y se decía que aquella muchacha era una idiota rematada.

Únicamente, cuando Tomasa, acabando de acomodarse los papeles sobre el pecho, le repitió la necesidad que había de huir de allí cuanto antes, aquella mujer que parecía una muñeca con sus ojazos brillantes y fríos, fijos sin expresión alguna en el suelo, dio muestras de pensar y entender, levantándose inmediatamente del asiento y colocándose el velo que aún estaba sobre una silla tal como ella lo había dejado algunas horas antes.

—Ya estamos arregladas, don Joaquín —dijo la aragonesa acabando de cruzarse la mantilla sobre el pecho—. Ahora en marcha.

—Salga usted antes, señora Tomasa —contestó Quirós, pues usted es la más comprometida por llevar ésos papeles… Ya sabe usted dónde nos juntaremos.

—Hasta luego, señorita —dijo la vieja besando a Enriqueta—. Tenga usted confianza en don Joaquín que es un buen amigo y todo cuanto hace es únicamente en bien de usted y de don Esteban.

Se fue la vieja y los dos jóvenes permanecieron minutos en aquel cuarto completamente solos y en el más absoluto silencio, hasta que, por fin, dijo Quirós:

—Ahora nos toca a nosotros. ¡Vamos, Enriqueta! Mucho ánimo y obedézcame en todo, que cuanto haga será por salvarla.

Al pasar por el comedor agarró Quirós la candileja que había dejado encendida el asistente y alumbrándose con ella, bajo la escalera precediendo a Enriqueta que andaba torpemente.

La patrona de la casa de huéspedes no había percibido nada de aquella larga escena en que tantas personas habían intervenido. Tenía la buena costumbre de no inmiscuirse en las cosas de sus huéspedes y menos en las del capitán que era su mejor pupilo. Había oído por dos veces los campanillazos en la puerta de la escalera, pero siguió tranquila en su lecho, pues en las llamadas nocturnas de tal clase, se encargaba siempre de acudir el servicial Perico que tenía el sueño ligero.

La pobre mujer estaba muy lejos de pensar que el cuarto del capitán quedaba vacío a aquellas horas y que dentro de poco rato iba a recibir una desagradable visita.

Al hallarse los dos jóvenes en la calle, Quirós ofreció su brazo a Enriqueta, que se apoyó en él trémula y silenciosa, dejándose llevar con la paciente obediencia de un autómata.

Doblaron la esquina de la calle y al entrar en otra, encontráronse frente a un grupo de hombres que marchaban apresuradamente. Iban delante un teniente de la Guardia Civil y un caballero con bastón de autoridad, y tras ellos seguían algunos guardias civiles con su capilla azul y el fusil terciado y un buen número de agentes de policía, unos con uniforme y otros con descomunales garrotes y gorras de pelo que aún hacían más horrible su catadura de presidiarios.

Aquel encuentro pareció reanimar y volver en sí a Enriqueta cuyo brazo tembló convulsivamente.

Pasó la joven pareja junto al grupo, sufriendo las recelosas miradas del oficial y el comisario, y cuando se hubo alejado un poco del armado tropel, Enriqueta dijo con débil voz a su acompañante:

—¿Son ésos?

—Sí, ésos son. Buscan a Álvarez, pero llegan ya tarde. A no ser por mi aviso lo pillan, y en tal caso tal vez pasado mañana lo hubieran fusilado.

—¡Oh! ¡Dios mió! —exclamó la joven llevándose una mano a los ojos, aunque sin dejar de andar como si deseara alejarse lo antes posible de aquel horrible grupo.

—Vamos, Enriqueta; ahora no es momento de llorar. Hay que tener serenidad y sobre todo obedecerme en este trance supremo. Ha de callar usted y aprobar cuanto hago, o de lo contrario su suerte y la de Álvarez corren peligro.

—¿Pero, adonde vamos? —objetó tímidamente la joven.

—Tenga usted en mi confianza; recuerde lo que hace poco le dijo esa vieja criada que tanto la quiere. Vamos a salvar el buen nombre de usted, y a evitar que la situación de Álvarez empeore. Guárdese usted de no aprobar cuanto yo diga, pues de lo contrario sería ya imposible que yo pudiera seguir ejerciendo estas funciones de amigo desinteresado y servicial.

Quirós comprendió que aquella desgraciada criatura estaba dispuesta a obedecerle en todo, y que en su interior sentía un tierno agradecimiento por el interés que le manifestaba a ella y al fugitivo capitán.

Esta convicción hizo asomar al rostro del elegante aventurero, una sonrisa de alegría diabólica.

Atravesaron calles y plazas sin que Enriqueta supiera darse cuenta de dónde estaba. La infeliz parecía en aquellos momentos una idiota, y tal era su decaimiento, no sólo moral sino físico, que comenzaban ya a flaquearle las piernas y casi se arrastraba cogida de aquel brazo que tiraba de ella hacia delante.

Ella recordaba, al día siguiente que se detuvieron frente a una puerta abierta alumbrada por un farol rojo, y que entraron en un portal, donde sentados en bancos de madera estaban soñolientos y silenciosos algunos hombres con uniforme.

Quirós preguntó por el inspector, y Enriqueta se vio sentada en una vieja butaca en el interior de una sala pequeña y fea, alumbrada por amarillenta llama de gas.

Un caballero calvo, de ojazos claros y bigote gris, aparecía sentado tras una gran mesa, teniendo a su lado un joven barbudo, muy entretenido en hacer pasar el contenido de una cafetera por el colador.

Eran el inspector de policía del distrito y un amigo trasnochador que iba a hacerle compañía.

Quirós estaba de pie, junto a la mesa.

—Señor inspector —dijo—, antes de que mañana se ordene a ustedes nuestra captura, venimos a presentarnos espontáneamente.

El funcionario hizo un gesto de extrañeza, no pudiendo comprender por qué clase de delitos serían perseguidos una joven tan hermosa y de porte distinguido y un muchacho tan elegante.

—Nos presentamos voluntariamente —continuó Quirós—, arrepentidos de una falta que no tiene remedio. Yo me llamo don Joaquín Quirós, y pertenezco al ministerio de Estado; mi nombre es bien conocido en la alta sociedad de Madrid. Esta señorita es la hija del conde de Baselga, que anoche huyó conmigo de su casa cediendo voluntariamente a mis excitaciones.

El inspector miró a su amigo con malicioso guiño, y después su mirada de Quirós a la joven y viceversa.

Dábale ganas de reír aquella presentación, pero logró conservar su serenidad y se limitó a decir:

—Eran ustedes novios, ¿eh?

—Sí, señor —contestó Quirós con aplomo—, nos amamos hace ya mucho tiempo.

Enriqueta dirigió una vaga mirada al amigo de su hermana, pero éste permanecía impasible. La joven, aunque sumida en aquel anonadamiento doloroso que apenas si la dejaba discurrir, creyó comprender el significado de tan extrañas afirmaciones. Aquello era para salvar a su idolatrado Esteban. Ella no comprendía la razón de tales embustes, pero recordaba el sacrificio de asentir a todo que poco antes le había recomendado Quirós y al mismo tiempo sentía un profundo agradecimiento por el interés que éste se había tomado en salvar a su amante.

—Y usted, señorita —dijo el inspector—, ¿qué dice a esto? ¿Reconoce como verdad cuanto declara este caballero?

Hizo Enriqueta una señal afirmativa con la cabeza y contestó con voz casi imperceptible:

—Sí, señor.

El funcionario reflexionó algunos instantes, y al fin dijo a los dos:

—Muy bien. Ahora mismo enviaré a por un coche y los conduciré a ustedes al Gobierno Civil.

Creyó el inspector notar una expresión de terror en el rostro de Enriqueta, y por esto añadió con benevolencia:

—No hay por qué asustarse. Usted, señorita, desde el Gobierno Civil será conducida a su casa, y en cuanto a este caballero quedará arrestado, aunque no creo sea por muchas horas. Estas cosas se arreglan siempre en familia. Un pequeño escándalo y nada más.

Y después, volviéndose a su barbudo amigo y como si no estuvieran presentes los dos jóvenes, añadió en voz baja:

—Lo mismo que en las comedias, chico. Estos lances acaban siempre en casamiento. Es el único arreglo posible.

XXXI. Maestro y discípulo

Cuando el criado del padre Claudio entró en el despacho de éste anunciándole la visita de don Joaquín Quirós, el poderoso jesuita, a pesar del gran dominio que tenía sobre sus impresiones, no pudo evitar un gesto de sorpresa e indignación.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿Ese canalla se atreve aún a venir a aquí? Es más cínico de lo que yo creía.

Y después de reflexionar largo rato, dio orden al criado para que dejase pasar al visitante, y volviéndose a su secretario que seguía escribiendo como si no hubiera oído a su superior, díjole así:

—Antonio, márchate. Conviene que hable a solas con ese ingrato pillete. Tal vez sin testigos se espontanee y sepamos nosotros cuáles son sus verdaderas intenciones que tanto nos preocupan.

El padre Antonio obedeció como un autómata: dejó de escribir sin terminar la palabra que estaba apuntando, hizo una reverencia, y grave, estirado y con acompasado andar, salió por una puertecilla que estaba en el fondo del despacho.

Entró Quirós, tranquilo, sonriente, y con una expresión de alegría en el rostro como si fuera a comunicar a su poderoso amigo la más grata de las noticias.

Eran las cuatro de la tarde y el joven, que había estado detenido en el Gobierno Civil hasta bien entrada la mañana, acababa de levantarse de la cama, después de resarcirse con algunas horas de sueño de aquella noche de aventuras.

—Pase usted, granuja, pase usted —dijo el padre Claudio al verle, aunque en su rostro no se notó ninguna señal de ira—. Se necesita desvergüenza para venir aquí después de lo ocurrido.

Quirós aguardaba un recibimiento todavía peor y por esto no se inmutó gran cosa al oír estas palabras.

Adoptó una actitud encogida; la sonrisa de su rostro fue reemplazada por una expresión de arrepentimiento, y con voz compungida dijo al jesuita:

—Padre Claudio; vengo arrepentido a solicitar su perdón.

—¡Mi perdón! ¡Buena es esa!… A un pillo como usted no se le perdona, pues resulta indudable que perdonado o no, volverá a hacer otra mala jugada así que se le presente ocasión. Nos conocemos, Quirós, nos conocemos muy bien. ¡Qué!… ¿Y cómo fue el rapto? —continuó con expresión sarcástica—. ¿Desde cuándo era usted novio de Enriqueta? ¿Cómo se las arregló usted para estar al mismo tiempo en casa de las baronesa y en el sitio donde se hallaba Enriqueta? ¡Ah, farsante indigno! ¡Canalla redomado!

Y el padre Claudio, sin cuidarse ya de disimular sus impresiones, miraba al joven con la expresión de un caníbal que siente deseos de devorar al enemigo, y le lanzaba con voz entrecortada las mayores injurias.

Quirós sonreía cínicamente.

—¡Muy bien! Así lo quiero ver a usted, reverendo padre. Tenía deseos de contemplarlo alguna vez enfadado, y sin esa sonrisita que crispa los nervios. Me recreo en mi obra de anoche, viendo la indignación que ha producido en usted. ¿Qué tal ha sido el golpecito? ¡Eh! ¿Le parece a usted bueno? Vuestra paternidad debe estar orgulloso de mi hazaña. Las glorias del discípulo honran al maestro, y yo todo cuanto hago en estos casos lo he aprendido de usted.

El padre Claudio se incorporó en su asiento, iracundo y amenazador al oír tales palabras, pero volvió a su primitiva posición, murmurando:

—¡Miserable!

—Comprendo su enfado, reverendo padre —continuó Quirós, siempre en el mismo tono irónico—. Soy un pedante insufrible al querer compararme con usted que es mi maestro. Mis actos nada valen comparados con los de vuestra reverencia. ¿Querrá creer vuestra paternidad que anoche me sentí poseído de santa admiración cuando supe la muerte de Baselga? ¡Vaya un modo limpio de librarse de los enemigos! La mitad de esa sublime astucia quisiera yo tener para apoderarme de los millones apetecidos. Mi negocio de anoche nada vale comparado con ese trabajo lento, pero seguro, de vuestra paternidad, para quitar de en medio al conde de Baselga.

El padre Claudio saltó de su sillón. Aquella hermosura serena y aliñada que ostentaba en todas partes había desaparecido, y estaba horrible ahora, con sus ojos centelleantes, sus labios que titilaban a impulsos de la ira y su palidez verdosa que se transparentaba a través del colorete de las mejillas.

Con las manos crispadas y rugiendo fue a caer sobre Quirós, pero éste, que estaba preparado para todo, había retrocedido dos pasos introduciendo su diestra en el bolsillo del pantalón con ademán poco tranquilizador.

—¡Quieto ahí, padre Claudio! Si avanza usted un paso, cae inmediatamente.

Y la culata de un revólver asomaba en el bolsillo del pantalón.

El jesuíta se detuvo ante la actitud resuelta del joven y después retrocedió lentamente hasta volver a ocupar su sillón.

Quirós, aunque muy complacido al ver la fiera domada, seguía, afectando una humilde sencillez.

—Hace usted mal, reverendo padre, en irritarse de tal modo. Yo he venido aquí a solicitar humildemente su perdón y siento verme obligado a adoptar cierta actitud violenta por mi propia seguridad. Comprendo que lo que hice anoche no puede ser de gusto de vuestra reverencia y que forzosamente me ha de odiar usted, pero ¿no habría algún medio de que nos entendiéramos?

Yo deseo ver realizado el negocio que anoche emprendí, pero al mismo tiempo no quiero hacerme antipático a vuestra paternidad ni atraerme su odio siempre terrible.

El padre Claudio, comprendiendo la clase de enemigo que tenía enfrente con el cual nada podía la violencia, habíase serenado, recobrando su calma al ver que el miserable aventurero, después de serle infiel, buscaba nuevamente su amistad.

Por esto al escuchar aquellas proposiciones de transacción, el padre Claudio lanzó a su antiguo discípulo una mirada de desprecio y le contestó con insolente expresión:

—Mira, niño; eres demasiado atrevido y la fortuna no siempre va con los audaces. El negocio de anoche no te saldrá bien. Le falta la principal condición: la sencillez.

Y el jesuíta sonreía con expresión de superioridad como retando a su insolente discípulo a que llevase a cabo su repugnante intriga sin contar con su apoyo.

—¡Oh, reverendo padre! Está usted en un error y no conoce a fondo mi negocio si dice que no es sencillo. Yo seré de aquí a poco el marido de Enriqueta. La baronesa y hasta usted mismo, vendrán a pedírmelo.

—¡Está usted muy bien, Joaquinillo! Después de ingrato e insolente, ahora chistoso. Es usted un hombre como hay pocos.

—Ríase usted cuanto quiera esto no evitará que yo salga con la mía. He tomado bien mis precauciones; el escándalo no puede ser mayor y Enriqueta o tendrá que ser mi esposa o sufrirá el peso de una deshonra por todos conocida. Juntos hemos estado en el Gobierno Civil hasta esta mañana, como dos amantes fugados de la casa paterna; los periódicos comentarán pronto el suceso, en la alta sociedad no se habla de otra cosa que del tal rapto y tan conocida es la noticia; que ha quitado ya toda novedad e importancia al suicidio del conde de Baselga. La fuga de Enriqueta Baselga con Joaquinito Quirós pasa hoy como artículo de fe entre la gente del gran mundo y todos hablan ya de la necesidad de una boda para poner a salvo el honor de una familia respetable. A ver, padre Claudio, si usted con todo su inmenso poderío logra desvanecer esta creencia que hoy está arraigada en la opinión pública. Supe bien lo que me hacía al presentarme a la autoridad acompañado de la joven en cuestión. O el matrimonio conmigo o el deshonor. Me parece que el asunto no puede ser más sencillo.

El jesuita oyó estas palabras con aparente impasibilidad, pero al terminar Quirós, le dijo con desprecio:

—Joaquinito, es usted un canalla.

—Digno discípulo de mi querido maestro, reverendo padre.

—El negocio no es tan sencillo y de éxito seguro como usted cree. La baronesa dirá que no era usted el novio de Enriqueta, sino el capitán Álvarez.

—Nadie la creerá.

—Ella probará cómo usted después de la fuga de Enriqueta estuvo en su casa sin saber nada de lo ocurrido.

—¿Y qué?… Yo diré que la tal visita fue una estratagema para saber lo que la baronesa pensaba, después de haber verificado yo el rapto.

—Haremos saber que el amante de Enriqueta era el capitán Álvarez.

—Y nadie lo creerá; porque resulta inverosímil atribuir a Enriqueta relaciones amorosas con un militar pobre y desconocido de la alta sociedad y que además está fugitivo por revolucionario. Lo más lógico es creer que tales relaciones las sostenía conmigo, que he bailado con ella en los salones y soy asiduo visitante de su casa. Además, no hay que perder de vista que yo fui quien me presenté con ella en la oficina de la policía declarando ser su raptor.

—Todas esas suposiciones están muy bien; pero falta lo principal o sea, que Enriqueta afirme que era usted su novio. Tenga usted la seguridad que ella así que se reponga de sus emociones de anoche, dirá la verdad.

—Me tiene sin cuidado, reverendo padre. Al presentarse a la autoridad, lo mismo en la comisaria de policía que en el Gobierno Civil, ella asintió a todas mis palabras, declarando que voluntariamente había huido de su casa conmigo. La primera declaración es la que más vale por ser espontánea y natural, y si después Enriqueta dice eso que usted llama la verdad, el mundo se encargará de no creerla y de decir que sus palabras se las dictan usted o la baronesa. ¿Qué más obstáculos puede usted presentarme, padre Claudio?

Y el perillán sonreía irónicamente complaciéndose en la confusión que su triunfo causaba en el poderoso jesuíta.

Éste se convencía cada vez más de la ventaja que le llevaba Quirós. ¡Buen discípulo había sacado! ¡Podía estar orgulloso de él!

—Oiga usted, Joaquinito. ¿Y no teme ese militar a quien ha robado la dama?

—¡Bah! A estas horas debe hallarse ya muy lejos de aquí y no es fácil que vuelva para darse el gusto de que la policía lo prenda y el gobierno lo fusile. Además, si nuestro hombre tuviera algún día ocasión de vengarse, no estaría usted tampoco muy seguro, pues alguien se encargaría de decirle que quien le ha delatado al gobierno causando su perdición, era el reverendo padre Claudio de la Compañía de Jesús.

—¿Y no me teme usted a mí? —dijo el jesuíta sonriendo.

—A usted lo temo más que al capitán; pero estoy a cubierto de todas sus asechanzas. No conspiro y por tanto no puede usted buscar otro perdis como yo para que me delate al ministro de la Gobernación.

—Tengo otros procedimientos para vengarme —dijo el padre Claudio con expresión poco tranquilizadora.

—Los conozco; pero también estoy a cubierto de ellos. Llevo siempre un revólver conmigo; en adelante seré más astuto y prudente, pensando siempre que al menor descuido puede alcanzarme el puñal de alguno de los muchos brazos que dirige el padre Claudio, y por si a pesar de todo esto caigo víctima del furor de vuestra paternidad, he tenido la buena idea antes de venir aquí, de escribir un documento que está ya en lugar seguro y que se publicaría después de mi muerte, en el cual señalo a quién debe hacerse responsable de mi desgracia y relato ciertos secretillos en los que yo he mediado como simple instrumento, y que ni a usted ni a la Orden convienen que se hagan públicos.

Y Quirós miró con aire triunfante al jesuita que murmuraba:

—¡Canalla!, ¡canalla!

Quedaron silenciosos maestro y discípulo.

El padre Claudio deseaba variar el tema de la conversación y por esto preguntó a Quirós tras un largo silencio:

—¿Y quién avisó al capitán Álvarez del peligro que le amenazaba?

—Fui yo.

—¿Y por qué? ¿Cómo se atrevió usted a sacrificar la recompensa del gobierno que tanto ambicionaba?

—Me interesaba espantar al milano para apoderarme de la paloma, y por esto fui tan generoso con el capitán Álvarez.

—El registro que anoche efectuó en aquella casa la autoridad resultó infructuoso. No se encontró nada comprometedor y, por tanto, el gobierno sólo puede agradecer a usted una falsa declaración.

—Nada me importa el premio que pudiera darme el gobierno. ¡Valiente recompensa! ¡Un ascenso en la carrera! Yo pico ya más alto, reverendo padre. Ahora aspiro a hacerme millonario por medio del matrimonio, y lo lograré aunque usted crea lo contrario. Además, a la hora que quiera, lograré que el gobierno agradezca mis servicios. Tengo en mi poder los papeles del capitán Álvarez, y cuando lo juzgue pertinente podré entregarlos al gobierno exigiendo la consabida recompensa.

—Cuidado, Quirós. Juega usted con el fuego y se expone a que el gobierno, conociendo esa conducta tan extraña, lo considere a usted como complicado en la conspiración.

—¡Bah! Aunque usted me niegue su protección, no por esto carezco de buenos y poderosos amigos que sabrán defenderme. Mire usted qué pronto he encontrado esta mañana un duque que saliera fiador por mi persona pidiendo al gobernador de Madrid que me dejara en libertad. Además, puedo acreditar mi adhesión inquebrantable a las instituciones.

—Todos sus hábiles preparativos no lograrán oscurecer la verdad y que triunfe ese error tan diabólicamente combinado.

—Queda aún otra persona que puede acreditar quién fue el verdadero raptor de Enriqueta, y es esa testaruda aragonesa, antigua ama de llaves de casa de Baselga.

—Esa no hablará, reverendo padre. Si dijera la verdad serviría indirectamente a usted y a la baronesa, y ella, con tal de no dar gusto a ustedes, a quienes odia con toda su alma, es capaz de coserse la boca. Piense usted, reverendo padre, que ella, según yo creo, ha venido a Madrid alarmada por lo ocurrido al conde de Baselga, y como de antiguo, le tiene cierta inquina a la Orden, nada tendría de extraño que después de declarar ante los tribunales en mi asunto y puesta ya a hablar, promoviera un escándalo manifestando la mucha intervención que la Compañía, o más bien dicho, usted, ha tenido en los asuntos de aquella casa.

El padre Claudio perdía terreno ante aquel discípulo rebelado, y veía arrollados todos los obstáculos con que procuraba atemorizarlo. Reconocía en él facultades que hasta entonces no había adivinado, y se lamentaba de no haber sabido emplearlo en asuntos de gran importancia para la Orden. Casi se reconocía vencido, pero su orgullo y la necesidad de sostener sus planes, que estaban próximos a zozobrar por la audacia de aquel aventurero, le obligaban a permanecer altivo, negándose a toda transacción.

No, él no concedería ninguna protección al que tan insolentemente se rebelaba; antes al contrario le haría una guerra ruda, en la cual no tardaría el desgraciado a pedir clemencia.

—Hace usted mal, reverendo padre —dijo Quirós—, en ser tan inexorable conmigo. ¡Qué gran discípulo va usted a perder! Juntos podríamos hacer muy grandes cosas, y combatiéndonos resultará al fin que nos devoraremos recíprocamente como el gato y el ratón de la fábula. ¡Y la verdad!, no sé por qué me ha de tratar usted con tanta rudeza. Reconozco que he sido un mal discípulo, un miembro rebelde de la Compañía, trabajando por mi propia cuenta y sin la autorización de usted; pero… ¡qué diablo!, algún día había yo de emanciparme de esa tutela en que usted me tenía y que resultaba odiosa. Hombres como yo que se sienten con fuerzas para llegar sin descanso a la cumbre, no pueden sufrir que un superior les vaya marcando a palmos lo que deben avanzar. He visto una ocasión propicia para coger de los pelos a la fortuna, y la he aprovechado. He aquí mi crimen. Usted, en mi lugar, hubiese hecho lo mismo.

—Quirós, no se esfuerce usted. Es imposible que yo transija con esa superchería inventada por usted.

—No transigirá porque es contra sus negocios.

—Mi conciencia me impide aceptar como buena una falsedad tan censurable.

—No es su conciencia, sino su deseo de coger los millones de Enriqueta, esos millones que yo también busco.

—Joaquinito, es usted un insolente, pero a pesar de todo su cinismo no saldrá usted triunfante. Enriqueta se negará siempre a ser su esposa.

—Tal vez me pidan que lo sea la baronesa y usted dentro de poco tiempo, y hasta, si usted mucho me apura, la misma Enriqueta.

—¿Cuenta usted con algún mágico talismán para operar tal prodigio?

—No se burle usted, padre Claudio. Cuento con un suceso que tal vez ocurra dentro de pocos meses y que hará llegar el escándalo a su período álgido.

El jesuita calló, y por algunos momentos pareció entregado a la reflexión. Quirós seguía en pie, pues el jesuita no le había invitado a sentarse y sonreía mirando a su superior como si gozara al verle tan mortificado por sus palabras.

—Joaquinito —dijo el padre, saliendo de su meditación—, usted ha dicho que la antigua ama de llaves está indignada contra la baronesa y contra mí, y que se propone declarar cosas en perjuicio de nuestra Orden.

—Así es, reverendo padre. Ella misma me lo ha dicho.

El joven mentía, pues la noche anterior sólo habían cruzado breves palabras con Tomasa, pero de algunas de éstas había sacado la consecuencia de que la vieja veía en aquella continua serie de desgracias, la mano de los jesuitas y además, conocía él el odio que profesaba a la baronesa.

—Usted, querido Quirós —continuó el padre Claudio—, aunque en estos momentos se halle frente a mí no por esto debe mirar con indiferencia la honra y el prestigio de la Orden, que tanto le ha protegido y de la que es hermano laico hace mucho tiempo.

Quirós hizo una señal de asentimiento. Le agradaba el tono de dulzura que tomaba la voz del padre Claudio y más aún que le llamase querido. Aquello hacía ya esperar una reconciliación.

—Celebro mucho —continuó el jesuita— que usted esté dispuesto como siempre a ayudar a la Orden. Ésta necesita librarse cautelosamente de esa vieja aragonesa que puede comprometerla con sus declaraciones. Nada puede probar contra nosotros pero seguramente hablará de ciertas indiscreciones que el ya difunto padre Renard cometió en cierto negocio con los Avellanedas o sea el abuelo y la madre de Enriqueta, y aunque sus palabras no producirán resultado, siempre conviene evitar el escándalo. Esta mañana, Tomasa no se separa de la cama de su señorita, desde que ésta, enferma y avergonzada, llegó del Gobierno Civil, ha tenido una disputa con la baronesa y a gritos nos ha amenazado a ella y a mí, diciendo que somos los asesinos del conde de Baselga. ¡Vea usted qué lenguas tan pecadoras hay en el mundo, Que Dios perdone a la infeliz tan infernal pensamiento!

—Así sea —contestó Quirós conteniendo a duras penas una sonrisa sarcástica.

—La pobre Fernanda está indignada contra la insolente vieja y me ha llamado para rogarme que la libre de tal energúmeno. A mí me sobran medios para alejarla y castigar su procacidad; pero no quiero valerme para ello del poder de la Compañía y deseo que sea otro, usted, por ejemplo, el que se encargue de tal misión.

—Mándeme usted cuanto guste. Con tal de que vuestra paternidad me devuelva su afecto, soy capaz de todo.

—Ya hablaremos de esto último más adelante. Por ahora lo que importa es librarse de esa vieja. Hace un rato, ha dicho usted que poseía los papeles de la conspiración perseguida y esto me ha sugerido una idea. ¿No podríamos hacer que esos documentos los encontrase la policía en poder de Tomasa? Esto sería suficiente para que nos libráramos de esa importuna que iría a dar con su cuerpo en la Galera de Alcalá.

Quirós quedó sorprendido por esta idea… ¡No habérsele ocurrido a él! Rápidamente la apreció en todo su valor y la tuvo por la más favorable a sus planes. Librándose de la pobre vieja, por tan villano procedimiento, suprimía la única persona que podía acreditar con datos quién era el verdadero amante de Enriqueta y que era capaz de desbaratar su negocio. Esta consideración, más aún que el deseo de congraciarse con el padre Claudio, fue lo que decidió a Quirós a aceptar la idea.

—Estoy conforme, padre Claudio; prestaré ese servicio, y no es necesario devanarse los sesos buscando el medio de que los papeles de Álvarez aparezcan en poder de la vieja. La verdad es que ella los tiene en su poder y que los oculta en el pecho.

—¡Oh!, ¡magnifico! —exclamó el padre Claudio—. Entonces sólo falta que repita usted su delación de ayer, señalando a Tomasa como un agente secundario de la conspiración que se encargaba de llevar los documentos y avisos de un revolucionario a otro. La policía irá a prenderla a casa de la baronesa, la registrarán y después ya me encargaré yo de que la castiguen con mano fuerte. No pierda usted tiempo; haga la delación inmediatamente y evitemos que esa mujer siga por más tiempo dando escándalo e insultando a nuestra Orden.

—Obedezco inmediatamente a vuestra paternidad —dijo Quirós disponiéndose a salir—. Pero antes quisiera saber si quedamos amigos o enemigos.

—Vaya usted, cumpla lo que le he dicho y de su negocio ya hablaremos más adelante.

Quirós adoptó una entonación zalamera.

—Vamos, padrecito: una palabra nada más y me voy. ¿Puedo contar con su afecto y su protección?

—Veremos: ya se hablará de ello.

—Pero ¿qué inconveniente tiene usted en transigir? Es verdad que yo puedo hacerme dueño de los millones de Enriqueta; pero siempre me tendrá a sus órdenes y un agente rico y poderoso vale más que un pelagatos como hoy soy yo. Además —añadió el joven guiñando un ojo—, siempre le quedan a usted los millones de Ricardito, mi futuro cuñado, a quien usted trabaja hábilmente para enfardarlo en la sotana de la Compañía.

El padre Claudio sonrió forzadamente, murmurando:

—¡Pero, qué gracioso es este canalla!

—Honro a mi maestro.

Y Quirós, después de decir esto, haciendo una reverencia salió del despacho.

—¡Anda, pillete, insolente! —murmuró el padre Claudio al quedarse solo. ¡No tendrás tú mala protección! Bien has urdido la trama; pero yo buscaré el medio de anularte.

Quirós también murmuraba al salir de aquella casa:

—¡Rabia perro, ladrón! ¡Serpiente despellejada! Te sirvo porque me conviene eso mismo que me encargas. Estás fresco si crees que me fío de tus medias palabras… ¡Veremos!, ¡veremos!… Siempre veremos… Lo que tú verás es cómo yo me enriquezco terminando mi negocio a pesar de cuanto contra mí hagas.

Libro Segundo

Parte Primera. La señora de Quirós

I. Propaganda jesuítica

En marzo de 1866, una de las notabilidades más de moda en Madrid era un reverendo padre jesuita que en las principales iglesias predicaba sermones conmovedores tomando por tema la aflictiva situación en que se hallaba el Papa y fustigando de paso con mano fuerte el espíritu del siglo que se alejaba rápidamente de la benéfica sombra de la Iglesia para arrojarse en el torrente de impiedad revolucionaria que inundaba al mundo.

Sus sermones valían tanto como las óperas del Teatro Real, y si para la alta sociedad era un sacrilegio no haber oído al tenor Tamberlich, no se creía menos censurable ser mujer a la moda, buena cristiana y amiga de las santas tradiciones, sin haber ido nunca a escuchar la ardiente palabra de aquel buen padre jesuita que sabía ensartar los más manoseados lugares comunes, poniendo los ojos en blanco y empleando todas las rebuscadas artes de un actor afeminado y dulzón.

La iglesia donde el jesuita dejaba oír su voz dos veces por semana, veíase completamente llena desde algunas horas antes de la anunciada para las conferencias; que tal título daba el buen jesuita a sus sermones.

El elocuente padre Luis vio desde su primer discurso acrecentarse rápidamente su fama oratoria, gracias al reclamo hábil que hacía fijarse en su persona la atención pública.

Era la mano del padre Claudio quien movía aquella máquina que hacía caer sobre la persona del orador de la Orden, una lluvia de aplausos y de gloria. Había que batir a la revolución que se mostraba ya próxima y amenazante, y para ello convenía excitar el fervor y la devoción en las clases poderosas y conservadoras por medio de tales predicaciones.

El padre Claudio lograba los fines que se había propuesto, pues los sermones de su subordinado alcanzaban un éxito colosal y aquel público elegante, perfumado y vestido de riguroso luto para dar más solemnidad al acto, salía del templo más dispuesto que nunca a resistir la impiedad defendiendo sus santos y tradicionales privilegios y pidiendo a los poderes públicos que no perdonaran ocasión alguna de zurrar al populacho, revolucionario e irrespetuoso con los que gozaban de todas las delicias del mundo sin deshonrarse con el trabajo.

La penúltima conferencia del padre Luis viose aún más concurrida que todas las anteriores, a pesar de que la tarde era muy lluviosa y soplaba un vientecillo helado que ponía en dispersión a los transeúntes.

A las tres el templo estaba lleno por completo. Desde el altar mayor al centro de la gran nave, estaba ese todo Madrid que los revisteros de salones consignan en sus artículos; conjunto de mujeres elegantes con título nobiliario o sin él, que antes de ir al templo del Señor pasábanse media hora en su tocador pensando qué traje negro favorecería mejor su hermosura y de qué modo sentaría bien a su rostro la clásica mantilla. El resto de la iglesia ocupábalo la beatería de baja estofa; viejas rozadoras, ancianos con facha de cura, obreros de rostro obtuso, infelices mujeres de aspecto resignado; toda esa demagogia fanática mil veces más terrible que las turbas revolucionarias y que vive a la sombra del clero, en la mayor miseria, mirando sin odio el lujo y el despilfarro de las clases elevadas, convencida por sus protestares de que hasta en el cielo hay jerarquías y de que eternamente han de asistir en el mundo, ahitos y hambrientos, señores y esclavos.

Habían ya comenzado los cánticos que precedían siempre a la conferencia, cuando entró en el templo una joven señora vestida de negro y con mantilla de blonda, llevando en sus manos devocionario y rosario de nácar y oro.

Para que no existiera en el templo una lamentable confusión de clases y evitar que el pueblo con su rudeza maloliente incomodara al público privilegiado, los padres de la Compañía, organizadores de aquellas fiestas, habían colocado en la puerta algunos devotos oficiosos, que con una gran medalla sobre el pecho y una pértiga rematada en cruz, iban a guisa de bastoneros de baile, de un extremo a otro de la iglesia, alineando a la gente y procurando embutirla en aquel espacio, que aunque grande resultaba mezquino para tal aglomeración.

Uno de estos sacros celadores, vejete sonriente y de cabeza blanca y sonrosada, salió al encuentro de la joven señora justamente cuando ésta, después de santiguarse junto a la pila del agua bendita, permanecía indecisa ante un grupo de mujeres del pueblo, no sabiendo cómo romper aquella apretada muralla de carne.

—Pase usted, señora —dijo el vejete—. Sígame que yo la conduciré al lugar de costumbre. Hoy se ha retrasado usted.

—Sí, señor —contestó la joven con voz queda, no atreviéndose a conducirse en el templo con la desenvoltura que al viejo devoto daba la costumbre—. He tardado un poco. Ocupaciones…

—¿Y la señora baronesa? ¿Cómo no ha venido?

—Está algo enferma. Por eso he tardado. Está muy disgustada por no poder oír esta vez al padre Luis.

—Lo comprendo. Es una señora modelo de cristianas. Yo me honro siendo amigo de ella. Hemos trabajado juntos en varios asuntos de cofradía.

Y el devoto, que mientras decía esto iba haciendo sonar su pértiga contra el suelo con aire de autoridad y repartiendo sendos empujones a diestro y siniestro, consiguió abrirse paso y conducir a la joven, a quien trataba con gran consideración, a un pequeño claro que existía entre aquellos grupos de aristocráticas damas esparcidos al pie del pulpito.

La señora, después de arrodillarse y rezar breve rato, sentóse en una silla que le buscó el oficioso viejo y una vez habituada a la difusa claridad que existía en el interior de la iglesia, paseó su mirada por las personas que la rodeaban y contestó con graciosas inclinaciones de cabeza al mudo y sonriente saludo de algunas caras conocidas.

Aquella aparición de la recién llegada parecía entretener e interesar mucho a las aristocráticas damas que sólo en fiestas como aquélla conseguían ver a la joven señora de Quirós.

Todas aquellas mujeres que mientras llegaba el instante de escuchar la palabra de Dios se entretenían en despellejarse unas a otras interiormente, examinando los trajes de las demás y buscándoles defectos, tenían idéntico pensamiento contemplando a hurtadillas a la recién llegada.

¡Pobrecilla! ¡Cuán cambiada estaba! Todavía era hermosa, eso sí, pero en ella no quedaba nada de aquella frescura juvenil, de aquellla vivacidad graciosa que tan atractiva la hacían tres años antes.

Desde su casamiento, que tanto ruido produjo en la alta sociedad madrileña a causa de las circunstancias novelescas de que fue precedido, la vida de la señora de Quirós se había oscurecido, encerrándose en lo más sagrado del hogar. La hija del conde de Baselga procuraba el menor contacto posible con la sociedad, como si se sintiera avergonzada ante aquellas gentes que conocían el secreto de su vida.

Éste mismo rubor envalentonaba a todas aquellas damas que tenían en su vida faltas mayores que la cometida por Enriqueta, a pesar de lo cual elogiaban con aire de compasión a aquella infeliz (así la llamaban) que sufría el remordimiento producido por la ruidosa ligereza que la había conducido al matrimonio.

Para nadie era un secreto la existencia que hacía la señora de Quirós. Vivía separada por completo de su marido, que ya no era el alegre y servicial Joaquinito de otros tiempos, pues desde que tenía millones, las echaba de personaje grave, había fundado un periódico ultramontano y figuraba en las Cortes, entre la minoría reaccionaria con la que transigían todos los gobiernos así los presidiera O'Donnell como Narváez, por saber éstos, que el tal grupo político estaba protegido por la gente de Palacio.

Enriqueta pasaba su existencia entregada al cuidado de su hija, la pequeña María, que ella criaba, a pesar de que su naturaleza se mostraba rebelde a cumplir las funciones de la maternidad.

Su cariño a aquella niña, prueba palpable del escándalo deshonroso que la había obligado a casarse con Quirós, rayaba en los límites de lo absurdo, y hacía creer a muchos que los incidentes novelescos de su vida le habían perturbado la razón. No se separaba un solo instante de su hija sin tomar antes grandes precauciones y reñía muchas veces con su hermana la baronesa cuando ésta mostraba empeño en acariciar a la niña o en conservarla en sus habitaciones.

Tenía Enriqueta, en concepto de aquellas elegantes señoras, la manía de las persecuciones, y por esto, sin duda, se mostraba tan recelosa al tratarse de su hija, y profería ciertas palabras que hacían pensar que la joven madre creía en alguna absurda conspiración fraguada para robarle aquel pedazo de sus entrañas.

La historia de la joven, su novelesco casamiento, la vida retirada y modesta que hacía a pesar de sus riquezas y sus continuas disensiones con la baronesa, aunque eran cosas que sólo incompletamente y desfiguradas por la murmuración conocían las gentes elegantes, hacían que Enriqueta fuera mirada con interés o más bien con curiosidad, siempre que se presentaba en público entre las personas de su clase.

Aquella curiosidad resultaba justificada por la conducta que observaba la joven. Si después de su casamiento hubiese vuelto a los dorados salones solicitando con una sonrisa alegre el olvido de todo lo anterior, Enriqueta hubiese sido una de tantas y el bullicio de la vida elegante, como onda de agua lustral, hubiese pasado sobre su vida borrándolo todo; pero era altiva, obstinada en no pedir clemencia a aquella sociedad hipócrita, deslumbrante por fuera y corrompida por dentro, que tan mal había hablado de ella, y esta soberbia era la principal causa de la despreciativa y curiosa compasión que la rodeaba, siempre que se confundía entre las gentes de su clase.

Aquellas mujeres, elegantes figuras de baile cuando solteras y ornato de los salones y consuelo de célibes hermosos cuando casadas, no podían comprender los sentimientos de una joven que por cuidar una niña, fruto de unos amores que tardaron en legalizarse más de lo conveniente, renunciaba a todos los placeres y atractivos de la vida elegante.

La curiosidad de aquellas damas, sus cuchicheos y miradas de inteligencia, no tardaron en extinguirse.

Habían terminado ya los cánticos en el coro y a los acordes misteriosos de un armónium que entonaba una dulce melodía, acababa de subir al púlpito el padre Luis, ni más ni menos que en pasaje culminante de una ópera, aparece el tenor acompañado por vigoroso y fantástico trémolo de violines.

¡Qué buena mano tenían los padres de la Compañía para revestir la devoción de un aparato poético y teatral!

Las elegantes damas fijaron enternecidas sus ojos en aquella figura cortesana, de rizado y albo sobrepelliz, que se erguía en el púlpito, mirando como un sublime inspirado el rayo de luz blanquecina y difusa que filtrándose por un ventanal, venía a caer sobre su cabeza rodeándola de una aureola brillante.

Guapo mozo era el tal padre Luis y razón tenían las aristocráticas devotas para dividirse en bandos al tratar de sus prendas físicas, disentiendo en los salones con gran calor qué era en él más notable, si sus ojos grandes y ardientes como los de un moro, su boca fresca y entreabierta como una rosa que en vez de perfumes exhalaba torrentes inagotables de mística elocuencia, o aquella apostura majestuosa que le hacía lucir la sotana con la misma majestad que un patricio romano ostentara su toga viril.

El padre Claudio había sabido escoger bien el hombre encargado de conducir al cielo a aquellas buenas y delicadas católicas, que no reconocían a Dios más que sentadas cómodamente en un templo bien iluminado que permitiera ver los trajes de las compañeras y al arrullo de una música de opereta.

La voz meliflua del padre Luis, que modulaba todos los sonidos de una de aquellas flautas pastoriles de los melodiosos idilios, sumió pronto al ilustrado concurso en un dulce estado de somnolencia, a través del cual llegaban las palabras del orador vagas y halagadoras como las notas sueltas de una sinfonía fantástica.

¡Qué elocuencia tan dulce! ¡Qué facilidad para convencer los ánimos más obstinados, haciéndoles comprender las ventajas de ser fieles a Dios y lo poco que cuesta estar en su gracia! Se necesitaba tener el corazón muy duro y estar poseído del demonio, para no cumplir lo mandado por el Señor y ganarse un puesto en el cielo.

El autor de todo lo creado, del que era en aquellos momentos fiel representante el padre Luis, no quería el castigo del pecado, sino su arrepentimiento; no era tan inexorable que por un crimen más o menos cerrara para siempre a una criatura la puerta de la misericordia; el Señor era iracundo, inflexible y justiciero algunas veces, pero sus cóleras sólo las guardaba para los impíos que le desconocían, yendo contra la Iglesia y contra sus ministros que eran los sacerdotes.

Poco importaba ser bueno si a esta condición no iba unida la de hijo fiel y sumiso de la Iglesia. Se podía ser un honrado padre de familia, un buen ciudadano, un hombre respetuoso con sus semejantes e incapaz de cometer contra éstos el menor atentado, y sin embargo caer de cabeza en el infierno por el horripilante delito de no creer en el dogma que enseña la Santa Madre Iglesia, y mirar con la mayor indiferencia la triste suerte del Papa y denigrar a los sacerdotes representantes del Altísimo; en cambio se podía arrastrar una vida digna de maldición, atentar contra todo lo humano, ser un peligro para la sociedad, y a pesar de esto no desconfiar de la eterna salvación. Al más criminal le bastaba para entrar en el cielo un acto de verdadera contrición, un arrepentimiento de última hora y sobre todo no haber atacado nunca la legitimidad de la Iglesia y sus sacrosantos derechos; con esto la salvación era segura, pues Dios es tan infinitamente misericordioso con el pecador que nunca duda de las buenas ideas que le inculcaron en su niñez, como inexorable con el impío, aunque éste no cometa en su vida ningún acto reprobable. Con el escándalo basta para que arda eternamente en las llamas del Infierno.

¡Pero qué bien hablaba el padre Luis! No había que dudar que en la Compañía de Jesús estaban los sacerdotes de mayor talento, santos varones que no contentos con salvar las almas, cubrían de blandas alfombras y de olorosas flores el camino del cielo, para que las gentes distinguidas pudieran hacer con más comodidad el viaje.

Una emoción enternecedora se difundía por todos aquellos aristocráticos pechos cubiertos de raso y terciopelo y las lágrimas velaban las dulces miradas que algunos cientos de ojos femeniles lanzaban al elocuente orador.

¡Oh, qué delicia! ¡Si Arturo, Pepito o algún otro pollo de sangre azul, en vez de hablar en el fondo de la alcoba, entre beso y beso, de la yegua recién comprada, o del traje que fulanita iba a estrenar en el próximo baile de la embajada, supieran expresarse con aquella dulce elocuencia que hacía amar más aún las cosas mundanas y reconciliaba con las divinas!

En cuanto a los hombres no se enternecían menos. Aquellos condes y marqueses que confundidos con banqueros y políticos de oficio y formando grupos en torno de las columnas o en el fondo de las capillas, escuchaban el sermón mirando a las mujeres entre las que estaban sus esposas e hijas, sentíanse invadidos por una seráfica tranquilidad oyendo las palabras del padre Luis. ¡Oh! ¡No debían ya tener miedo! Para ellos no estaban cerradas las puertas del cielo. Nunca se les había ocurrido dudar de lo que la Iglesia predica ni atacar a sus sacerdotes; les bastaba, pues, con arrepentirse a última hora, y entretanto podían con toda tranquilidad escarbar por hábiles medios la bolsa del prójimo, jurar en falso, mentir a todas horas y mirar sin cólera su casa convertida en un burdel, mientras ellos iban en busca de la mísera obrera para seducirla o robaban el pan a sus hijos para satisfacer los caprichos de una mundana. ¡Oh, cuán bueno era aquel Dios bonachón y sencillo que cerraba sus ojos a todos los crímenes de sus criaturas esperando pacientemente la hora de su arrepentimiento! ¡Qué divino consuelo proporcionaba al alma aquella santa doctrina! Que se presentaran allí esos impíos revolucionarios que en su afán demoledor quieren privar a las almas católicas de los consuelos que proporciona la religión.

Ni con los muchos millones que representaban unidas las fortunas de todos aquellos aristocráticos seres, podía pagarse la dulce emoción, el angélico placer producido por las palabras del orador de la Compañía.

¡Y qué sencillez la suya al señalar los vicios de la época, los escollos que levantaba el pecado para que naufragase toda virtud y de los cuales él rogaba a sus oyentes que se alejasen!

Huid, ¡oh cristianos!, del teatro, de ese centro de perversión y malas costumbres, donde se excitan las pasiones y se tienta de mil modos la carne siempre flaca; no presenciéis las representaciones de esas operetas francesas, obras inmorales y corruptoras, que bailando conducen a un hombre al infierno; no repitáis esas canciones infames que hacen asomar el rubor a las mejillas, ese ¡ay mamá que noche aquélla!… y otras que hacen pensar en cosas sucias y pecaminosas.

Y el elocuente jesuita, deseoso de dar color a su peroración, repetía las mismas canciones que anatematizaba, produciendo gran contento en sus oyentes.

Francia, la impía Francia, la nación que produjo al infernal Voltaire y a la horripilante Revolución del pasado siglo, era la culpable de aquella corrupción universal llevada a cabo por medio del can-can y de las inmorales canciones, y el predicador se deshacía en denuestos contra el pueblo galo, como si en él hubiese surgido espontáneamente tal podredumbre, guardándose de hacer caer la responsabilidad sobre el segundo imperio que era su verdadero autor y sobre aquel Napoleón III al que respetaba la Iglesia a pesar de todos sus crímenes, por ser el asesino de la segunda república francesa y el protector interesado de Pío IX.

Pero cuando el padre Luis se remontaba a las alturas de la sabiduría y hacía la crítica histérica de las naciones impías y de todas las religiones falsas, el auditorio sentíase conmovido y apreciaba una vez más la ciencia sublime de los padres de la Compañía.

¡Con qué sencillez y rápidos rasgos sabía retratar el elocuente jesuita todas las creencias que hacían la guerra al catolicismo! ¡Con qué sátira tan fina las ridiculizaba, desentrañando su verdadero significado! Para el padre Luis no existían problemas históricos y todas las creencias, a excepción de la suya, eran producto del egoísmo o de las más bajas pasiones.

La revolución religiosa del siglo XVI era para él la obra de un frailecillo ignorante llamado Lutero, gran aficionado al escándalo, que revolvió el mundo porque el Papa le había negado el monopolio de las indulgencias que producía muy buenos cuartos y porque estaba harto de ser célibe y buscaba casarse con una monja; el islamismo era una doctrina fantástica, inventada por un hombre sensual y lujurioso como un mico, que soñaba en huríes de eterna virginidad y quiso consagrar su insaciable apetito dándole un carácter religioso; los adoradores de Brahma eran unos indios imbéciles que se sentían poseídos de santo respeto en presencia de una vaca; y todos los sectarios, en fin, de todas las religiones conocidas, eran una turba de malvados o estúpidos a juzgar por las palabras del padre Luis, quien punzaba todos los dogmas con el fin de librarlos de la hinchazón del error y hacer que el catolicismo surgiera victorioso por encima de ellos.

Su crítica de las creencias impías que germinaban dentro de las naciones cristianas no era acogida por aquel auditorio con menos entusiasmo y respeto. ¡Qué inspirados acentos de indignación le arrancaba la Revolución Francesa, aquel nido de horribles ideas que como voraces serpientes se enroscaban a las más santas y tradicionales doctrinas, intentando exterminarlas con el veneno de la impiedad! El republicanismo, combatíalo él con una fiereza sin limites, demostrando hasta la saciedad, al honorable concurso que le escuchaba, cómo era imposible que las naciones subsistieran sin reyes que se encargaran de guiarlas como el pastor a sus rebaños.

¡La República! ¡Horror! Había que estremecerse ante tal nombre, pues recordaba el año 93 con todos sus crímenes.

La más cruel inflexibilidad no era aún suficiente para los que defendían tan absurda forma de gobierno; había que sellar para siempre sus bocas; había que exterminar a sus audaces propagandistas que no contentos con despreciar a los reyes, atacaban a los sacerdotes de Cristo, o de lo contrario se corría el peligro de que por arte del demonio triunfase tan horripilante doctrina algún día, viéndose obligadas a emigrar a Marruecos todas las personas decentes.

¿Y dónde estaba la causa infernal de aquella propaganda revolucionaría e impía que tanto agitaba a España?… ¿Dónde estaba?

Y el padre Luis, después de hacer estas preguntas con voz atronadora a su silencioso auditorio que le escuchaba cada vez más fervoroso y convencido, miraba la bóveda del templo, paseaba sus ojos de águila por aquel mar de cabezas que a impulsos de la emoción se agitaba bajo el púlpito, y por fin con la misma expresión de Arquímedes al hacer su inmortal descubrimiento, manifestaba que el motivo de todos los males de la patria residía en la masonería, institución infernal que vivía en la sombra, congregándose en lóbregos subterráneos y allí con el mismo aparato que las antiguas brujas en los aquelarres, en torno de una peluda efigie de Satanás, juraban puñal en mano todos los iniciados el exterminio de los buenos, la destrucción de la religión y hacer una guerra a muerte a Dios y a la virtud.

¡Qué imaginación la del padre Luis! ¡Con qué colores tan vivos sabía pintar todos los crímenes y desafueros de los masones! ¡Cuán listamente había procedido para enterarse de todos los misterios de la horrible sociedad secreta!

Lágrimas de triste emoción y suspiros angustiosos escapábanse a todas aquellas señoras oyendo al predicador y más de una condesa delicada hubiera dado algo por tener al alcance de sus uñas a uno de aquellos masones que se imponían la obligación de cometer un crimen todos los días, que deseaban triunfasen sus ideas para comerse a los curas y que en sus infernales francachelas aullaban de placer cuando en vez de vino bebían la sangre de algún acólito recién degollado o de un niño cristiano inmolado por saber al dedillo el catecismo.

¡Oh!, aquello era abominable y producía escalofríos de terror. Bien hacía el padre Luis en dolerse de que la impiedad del siglo hubiese suprimido la Inquisición y en pedir a Dios que iluminase a los monarcas cristianos impulsándolos a exterminar a tales monstruos.

La muchedumbre que llenaba el templo estaba agitada por la ebullición del entusiasmo. Nunca el sacro orador se había mostrado tan elocuente y entre él y los oyentes existía esa corriente simpática que hace que con la menor palabra se inflame el auditorio.

Podría ser momentáneo aquel entusiasmo, pero resultaba altamente consolador para todo buen católico. Aquellos ojos brillantes, aquel sordo rugido de indignación que se elevaba sobre la confusa masa y aquella voz meliflua en unos pasajes y en otros tronante como la trompeta del Juicio, recordaban a Pedro el Ermitaño, predicando la primera Cruzada.

Eran aquel tropel de hombres y mujeres los cruzados de las santas ideas prontos a caer sobre la impiedad para exterminarla a la voz de su tribuno; pero… ¡ay!, había algo en aquella muchedumbre que olía a muerto.

La fe se movía, se agitaba, pero con los inconvenientes y rígidos movimientos de un cadáver agonizando.

Tal vez entre aquella demagogia negra que estaba en último término, surgieran hombres ignorantes y rudos capaces de obedecer automáticamente a la Iglesia y de defender su religión con todas las intransigencias del fanatismo; pero bajo aquellas levitas próximas al púlpito, bajo aquellas blondas que se movían a impulsos de agitados pechos, no había un solo corazón que pudiera conservar mucho tiempo el entusiasmo que allí sentía.

Cuando aquel público elegante y sensible se viera en la calle, la insustancialidad de su existencia se encargaría de borrar las impresiones recibidas en el templo, y como único comentario, recordarían a la noche en los aristocráticos salones, el sermón del padre Luis, junto con el do de pecho de Tamberlich o la última estocada del Tato.

Sobre flojos cimientos elevaba la Compañía el edificio de la nueva fe.

En medio de aquel entusiasmo, de aquella santa agitación que predominaba en el templo, sólo una persona permanecía indiferente.

Era la señora de Quirós.

Gustábale a Enriqueta la oratoria del padre Luis; acudía a todas sus conferencias ansiosa de gozar cierta emoción artística y de ser acariciada por aquella elocuencia dulzona y pegajosa que le producía el efecto de una embriaguez de jarabe; pero en aquella tarde se sentía tan obsesionada por una idea, que apenas si atendía ni se daba cuenta del lugar donde estaba.

Las palabras del jesuita se estrellaban en sus oídos, pues el pensamiento se negaba a admitirlas ocupado como estaba en ciertas reflexiones.

Al salir Enriqueta de su casa y al ir a subir en su elegante berlina, había visto parado en la acera de enfrente un hombre que inmediatamente llamó su atención sin que ella pudiera explicarse la causa.

Nada tenía aquel hombre que excitase la curiosidad. Iba embozado en una capa con vueltas de grana y llevaba el sombrero hongo tan encasquetado que apenas si se le veían los ojos.

En una tarde tan fría, no era extraño ver a un hombre cubriéndose el rostro con tanto cuidado; pero a pesar de esto, Enriqueta lo miró varias veces antes de entrar en su carruaje.

Parecíale adivinar en aquella figura que se ocultaba bajo la nube de paño, algo que despertaba en ella antiguos y adormecidos pensamientos. Pero apenas estuvo algunos minutos en el interior abrigado de su berlina, que corría veloz por las calles de Madrid, se fue borrando aquella impresión.

¡Cuán loca estaba! ¡Pensar que aquel hombre pudiera ser…! ¡Bah!, aquello había sido un hermoso sueño de la juventud que se desvaneció para no reproducirse jamás.

¡Qué ideas tan extrañas le acometían en aquella tarde! Ya adivinaba lo que le ocurría. Eran los nervios excitados por la temperatura. Aquella lluvia incesante y el cielo oscuro y monótono la excitaban de un modo horrible. Pronto pasaría aquello; necesitaba distraerse y en la iglesia lograría calmarse.

Cuando ya estaba próxima a la iglesia, pasó rozando su berlina un veloz coche de alquiler a través de cuyos cristales empañados por el frío y la lluvia creyó distinguir la misma capa de embozos grana y algo más, que le produjo un repentino estremecimiento.

¿Todavía aquella absurda ilusión?

Pasó el carruaje como visión fantástica arrastrando lejos, muy lejos, los retazos de grana y aquellos ojos que ella había visto brillar por un instante, y cuando la joven señora, transcurridos algunos minutos, se apeó a la puerta de la iglesia, vio próximo a ésta, al mismo hombre de la capa, en igual posición que lo había mirado por primera vez en la calle de Atocha.

Enriqueta tuvo miedo al desconocido, y apresuradamente entró en el templo, temerosa de que aquél fuese tras sus pasos.

Creía ella que la fiesta religiosa y aquella oratoria que otras veces tanto la deleitaba, borrarían de su ánimo la extraña preocupación causada por tal encuentro, pero no pudo ni por un solo momento despojarse del recuerdo de aquel embozado que creía conocer.

¡Si fuera él!… Y Enriqueta, al formular tal pensamiento, estremecíase unas veces de alegría y otras de terror.

Parecíale grato el recordar aquella época pasada, que había sido la más feliz de su vida; pero al mismo tiempo experimentaba un interno terror, al imaginarse que se podía encontrar frente al hombre que tanto había amado.

Reconocíase débil para resistir la impresión que el antiguo amante causaría en ella, y su pudor sublevábase anticipadamente ante el peligro que pudiera correr su virtud.

«Por fortuna —decíase Enriqueta deseosa de aplacar aquella indignación de mujer honrada que se apoderaba de ella al pensar en la posibilidad de ser débil ante el amor—, por fortuna, todas estas ideas no son más que ilusiones absurdas. ¡Cuán loca estoy! ¿Por qué ha de ser él ese embozado desconocido que he visto? Algo hay en ese hombre que interesa mi corazón y lo hace latir como en presencia de un ser conocido. Pero no… esto son locuras; cosas de mis nervios, que están hoy más excitados que de costumbre. Aquél se halla muy lejos; nunca volverá, y tal vez a estas horas no se acuerde de que yo existo en el mundo».

Y Enriqueta se esforzaba en tranquilizarse, demostrando con valiosas razones a su exaltada imaginación lo infundadas que eran sus sospechas.

Preocupada con tales pensamientos, transcurrió para Enriqueta más de hora y media, que fue el tiempo que el padre Luis invirtió en su conferencia.

Por fin, el orador lanzó su párrafo final con los brazos extendidos y los ojos fijos en la bóveda, pidiendo a Dios el exterminio de la impiedad y que derramase su santa gracia sobre aquel cristiano auditorio, y sus últimas palabras fueron acogidas con un gigantesco murmullo de satisfacción que exhaló aquella multitud, libre ya del encanto que obraba sobre ella la elocuencia del jesuita.

Él público comenzó a desfilar, encaminándose a las puertas del templo, en las cuales se estrujaba la muchedumbre ansiosa por salir. Tras la gente menuda que ocupaba el fondo de la iglesia, salió el público elegante, no sin antes formar corrillos en la nave central en los que se cambiaban saludos y se daban citas para las diversiones de la noche.

Enriqueta seguía inmóvil y cabizbaja en su asiento, no habiéndose aún dado cuenta exacta del final del discurso.

El vacío que se fue extendiendo en torno de ella hízole salir de su abstracción, y al ver la iglesia desocupada y casi desierta, levantóse de su asiento disponiéndose a salir.

Sólo quedaban algunos grupos de beatas que, arrodilladas cerca del altar mayor, rezaban las oraciones, y el sacristán que, seguido de sus acólitos, iba de una capilla a otra apagando las luces de las lámparas de cristal.

Enriqueta se arrodilló para rezar una corta oración, y una vez terminada ésta dirigióse a la puerta del templo.

«Es tarde —iba pensando—, Fernanda me esperará y además ¡Dios sabe cómo habrán cuidado a la niña!»

El temor que le inspiraba su hermana, la baronesa, y sus alarmas maternales la hicieron olvidar la impresión producida por la presencia del desconocido.

Avanzó rápidamente y en la oscuridad proyectada por las dos columnas que orlaban la puerta interior, y al lado de la pila de agua bendita, vio marcarse la silueta confusa de un hombre.

Enriqueta se estremeció sintiendo que los anteriores terrores volvían a reaparecer; pero siguió adelante dirigiéndose a la pila bendita y procurando aparentar indifierencia.

Conforme se acercaba iba aumentando su alarma.

No había duda. Era él; el hombre cuya misteriosa presencia tanto la preocupaba aquella tarde y que aunque ahora, por hallarse dentro del templo tenia la cabeza descubierta, ocultaba su rostro inclinado, entre los embozos de su capa que sostenía con una mano.

La agitación de Enriqueta iba en aumento.

II. A la puerta de la iglesia

Fingiendo la joven señora de Quirós una serenidad que no tenía y con la vista fija en el suelo para no ver a aquel hombre, llegó a la pila y al avanzar su mano para tomar agua, sintió en sus dedos el contacto de una mano ardiente.

Levantó la cabeza y a pesar de que después de las anteriores reflexiones se encontraba preparada para recibir la más inesperada emoción, no pudo contener un ligero grito de sorpresa ni evitar el retroceder algunos pasos.

Parecía fascinada por aquel hombre que había dejado caer el rojo embozo mostrando su rostro y figura.

Era él; era Esteban Álvarez, que aún conservaba en su rostro aquella belleza varonil que ahora parecía realzada por las huellas dolorosas que tremendas aventuras y luchas gigantescas habían impreso en su rostro.

Silencioso, inmóvil y erguido, miraba a Enriqueta fijamente sin que en sus ojos se notara el menor signo de reproche y la joven por su parte no se atrevía a moverse como si estuviera sugestionada por la inesperada aparición de aquel hombre.

Transcurrieron algunos momentos que parecieron interminables a Enriqueta y sólo recobró algo de su serenidad cuando Esteban le dirigió su palabra.

—Soy yo, Enriqueta. Comprendo tu sorpresa; no es fácil encontrar en una iglesia a un revolucionario emigrado sobre el que pesa una sentencia de muerte…

Tranquilízate, Enriqueta. No vengo a dar una escena. Quería verte… hablarte, nada más. Ahora mismo me iré.

La joven señora, aunque intranquila y temblorosa, había ido acercándose a su antiguo amante como cediendo a un poder irresistible que la empujaba.

A pesar de esto permanecía muda.

—Nada temas, Enriqueta, tranquilízate —continuó el conspirador—. ¿Crees acaso que voy ahora a recordarte tiempo pasados que son ya para nosotros como bellos sueños que se desvanecieron para no volver? No, demasiado comprendo nuestra respectiva situación. Tú eres la señora de Quirós, de un hombre respetable y digno y no puedes permitirte volver la vista atrás para contemplar, aunque sólo sea por una vez, el corazón que pisoteaste; y yo soy un desgraciado, un criminal fugitivo que se oculta al ir por las calles, con el que no se puede hablar so pena de comprometerse, y que no puede pedir cuentas a nadie de su conducta, pues se expone a ser conocido y a morir inmediatamente. Hoy ni tú ni yo somos ya los mismos. Tú eres un sol esplendoroso y yo un astro errante y muerto; nos hemos encontrado en nuestro camino, nos vemos, cruzamos un saludo y a seguir cada uno su ruta, para no volver a tropezamos en toda una eternidad. ¿Qué importa lo que entre nosotros pueda haber existido? ¿Qué importa lo que nos hayamos amado? Ya te he visto; ya he podido recordarte que existo aún. Era mi único deseo. Ahora… ¡adiós!

Y el desgraciado Álvarez no podía contener en su pecho la amargura que rebosaban sus palabras y sus ojos comenzaban a empañarse de lágrimas.

Iba ya a alejarse con paso lento, pero la miraba con indecisión como esperando una palabra, un suspiro, algo que le demostrase que su recuerdo no había muerto en la memoria de Enriqueta.

Ésta se sintió más conmovida por el desaliento de su amante que por la alarma que antes había experimentado.

Le pareció que en su interior se rompía algo inundando su pecho de súbita ternura; el pasado surgió con fuerza en su imaginación borrando el presente, se olvidó de su esposo y de la familia pensando únicamente en el desgraciado conspirador, y avanzando más cogió sus manos, diciendo con acento de fuego:

—No huya usted; antes tenemos que hablar.

Enriqueta notó el gesto de extrañeza que hizo su antiguo amante al oír un tratamiento tan ceremonioso. Como si temiera que se escapara, dijo instintivamente y sin comprender a lo mucho que se comprometía con tales palabras:

—¡Esteban!… ¡Esteban mío! Quédate; te lo ruego. No huyas de mí sin oírme antes.

El rostro de Álvarez se iluminó con una sonrisa de alegría.

También para él parecía haberse desvanecido el pasado y oprimiendo las manos de Enriqueta se creía aún en aquella feliz época en que ambos se sentían acariciados por las más risueñas ilusiones.

Transcurrieron algunos minutos sin que los dos se atrevieran a hablar Después de su separación habían ocurrido sucesos que ambos temían abordar aunque no por esto estaban menos deseosos de hablar de ellos.

La importuna presencia de dos beatas que cuchicheando y mirándolos maliciosamente se dirigían hacia la puerta, los obligó a retirarse al fondo de una capilla lateral, cuya oscuridad apenas si disipaba el rojo chisporroteo de una lámpara de aceite.

Álvarez fue el primero en romper aquel silencio que se hacía embarazoso.

—Somos unos niños al permanecer de este modo, mudos y temerosos sin atrevernos a hablar de lo que deseamos. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Es posible que tú creyeses que ya jamás volveríamos a encontrarnos en este mundo; pero la vida tiene sorpresas inesperadas y a lo mejor surge a nuestro paso la persona a quien creíamos haber perdido para siempre. Hace una semana estaba yo muy lejos de imaginarme que podría volver a verte como ahora te veo. ¡Si supieras cuánto he sufrido desde que nos separamos de un modo tan extraño en aquella aciaga noche!

Y el acento con que Álvarez decía estas palabras era todo un poema de tristeza. ¡Quién sabe las aventuras, las empresas abortadas con riesgo de la vida y las audaces comisiones, que habrían constituido la existencia azarosa y novelesca de Esteban Álvarez en aquellos años de ausencia!

—Tú, en cambio —continuó—, no debes haber sufrido. Te casaste y eres feliz porque de otro modo no comprendo cómo te decidiste a unirte con un hombre que no amabas. ¡Oh! No te alteres por esto que te digo; no vayas a llorar. Te engañas si crees que abrigo algún resentimiento contra ti. Todo pasó ya, y de las cosas que no tienen remedio lo mejor es no hablar.

Enriqueta lloraba al oír expresarse de tal modo a su antiguo amante.

—¡Oh! ¡Si supieras…! —murmuró—, ¡si supieras todo lo sucedido desde aquella noche en que me abandonaste para ponerte a salvo! ¡Si conocieras todos mis sufrimientos desde entonces!

—Enriqueta, yo lo sé todo.

—¿Tú? —preguntó con extrañeza la joven.

—Sí, yo. Allá en la triste emigración procuré enterarme de tu suerte y supe que ese… señor Quirós había fingido ser tu raptor logrando casarse mediante tan villana estratagema. Esto me hizo comprender tu conducta que no quiero calificar. Para que apareciera como tu raptor en aquella terrible noche, preciso es que tú accedieras a todo, que afirmaras cuanto él dijera y esto, Enriqueta, me ha producido aún mayor dolor que la consideración de que ahora eres de otro. Esto me ha enseñado para siempre la fuerza que el juramento tiene en labios de mujeres.

La joven, que de vez en cuando se llevaba su pañuelo a los ojos para secar las lágrimas, no protestó al escuchar las últimas palabras y únicamente dijo con ansiedad:

—¿Y no sabes más?

—Nada más. Sólo de tarde en tarde han llegado hasta mí noticias de tu vida y éstas siempre confusas. Estando en París, supe tu casamiento; que habías tenido una niña y que tu marido iba en camino de ser un personaje de estos que ahora se usan; pero éstas fueron las únicas noticias. Te escribí varias veces, y en vista de tu silencio, me decidí a hacer lo mismo. Aunque entonces todavía eras soltera comprendía que, o interceptaban las cartas o tú no querías saber más de mí. Esto último era lo más probable. Es poco grato amar a un hombre perseguido por el gobierno, sentenciado a muerte y que se halla en extranjero suelo.

Enriqueta lloraba más aún al escuchar estas palabras.

—¡Oh! ¡Si yo hubiese recibido esas cartas! Tal vez hubiese repetido el sobrehumano esfuerzo que me condujo hasta tu casa en aquella noche fatal. Yo no sabía nada de ti, Esteban. Puedes creerme. Ignoraba cuál era tu suerte, y hasta muchas veces llegaba a dudar si existías. Desde el instante en que me abandonaste he ignorado tu paradero, sin duda porque en torno de mi persona existían seres muy interesados en conservarme en tal ignorancia. ¡Ah! ¡Si conocieses mi historia!… ¡De qué distinto modo me juzgarías!…

Y Enriqueta, deseosa de justificarse ante aquel hombre del que le separaba su presente estado, pero al cual todavía amaba, púsose a relatar su vida desde el instante en que Álvarez la abandonó en la casa de huéspedes.

Ella se había confiado por completo a la caballerosidad de Quirós, había obedecido todas sus órdenes creyendo que así salvaba a su novio, como su acompañante le aseguraba, y únicamente cuando en la mañana siguiente en el despacho del gobernador de Madrid este funcionario le dirigió un largo sermón de moral reprochando la conducta que había observado huyendo de su casa con Quirós y explicándole las consecuencias que forzosamente había de tener tal fuga, fue cuando comenzó a comprender algo de aquella horrible trama de la que era víctima.

Las emociones sufridas en la noche anterior y el abatimiento moral que le producía el conocer, aunque vagamente, el conflicto en que había puesto a su honra por obedecer fielmente las indicaciones de Quirós, hiciéronla caer enferma en su lecho apenas llegó a su casa.

La fiel Tomasa, que en vano había estado aguardándola toda la noche a la puerta de la aristocrática vivienda, era la única persona que permanecía junto a su lecho prodigándole los más exquisitos cuidados y sin separarse de ella un solo instante.

¡Infeliz Enriqueta! Su único consuelo no tardó en serle arrebatado.

—Aquella misma tarde —siguió diciendo la joven señora de Quirós— unos hombres de aspecto horrible que, según supe después, eran de la policía, entraron en mi cuarto para arrebatarme casi a viva fuerza a la desgraciada Tomasa, que gritaba y se defendía como una loca.

—Conozco ese suceso —dijo Alvarez con voz temblorosa por la emoción.

—¡Cómo! ¿Sabes tú lo ocurrido?

—Mi fiel compañero, Perico, averiguó en la emigración todo lo ocurrido a su tía, y del mismo modo su triste fin. La pobre Tomasa llevaba mis papeles comprometedores ocultos en el pecho; la policía los encontró, sentencióla un consejo de guerra a reclusión perpetua como agente de nuestra conspiración, y la infeliz fue conducida a la cárcel-galera de Alcalá, donde murió al poco tiempo. La desgraciada, quebrantada por el dolor, falta ya de su primitiva energía, y agobiada por los achaques de la vejez, no podo resistir tan inmenso infortunio.

El recuerdo de su fiel doméstica, a la que consideraba como una segunda madre, sumió a Enriqueta en un doloroso silencio, del que le sacó la voz de su antiguo amante.

—Fue aquello un crimen a cuyo autor le ha de pesar algún día, pues hechos como éste no deben quedar sin venganza. Tú conoces al criminal más aún que yo, y acuérdate bien de lo que te digo: ese miserable será castigado.

—¿A quién te refieres? ¿De quién sospechas?

—De ese hombre que se llama tu esposo y cuyo repugnante nombre llevas. Quirós era el único que sabía dónde estaban mis papeles y cómo los guardaba Tomasa. El hecho de haber buscado al día siguiente la policía a la pobre vieja sabiendo ya que los papeles los ocultaba en el pecho, da a entender que tu marido fue quien hizo la delación.

—Tal vez sea así —dijo Enriqueta pensativa—. En ese hombre todo es creíble, pues está acostumbrado a la delación. Es un monstruo.

Y los dos, impresionados por el recuerdo de la infeliz vieja, quedaron en silencio algunos instantes hasta que por fin Enriqueta reanudó su relación.

Tardó mucho en salir de aquella enfermedad, que por ser más moral que física, los médicos no sabían cómo combatir.

Cuando entró en una penosa y difícil convalecencia, la baronesa y el padre Claudio fueron las únicas personas con las que pudo tratarse y que intentaban ejercer sobre ella una influencia sin límites.

Al principio le hablaron sencillamente de cosas religiosas, evitando el hacer la menor alusión a su huida que tantos y tan desfavorables comentarios había producido en el gran mundo; pero cuando ella estuvo ya completamente restablecida, los dos compadres religiosos acometieron francamente la realización de su plan, aconsejándole con acento dulce, pero imperioso, lo que debía hacer. Ella había agraviado mucho a Dios con aquella fuga impúdica, indigna de una joven cristiana y bien educada; por pecados menos importantes iba un alma al infierno por toda una eternidad, y para que ella alcanzase la salvación era preciso que expiase su crimen, cumpliendo por fin aquella vocación religiosa que tan general estimación le valía antes de que fuera tentada por el diablo e ingresando en un convento, como ya se lo había prometido al padre Claudio en el sagrado tribunal de la penitencia.

Enriqueta no opuso ninguna objeción. Estaba demasiado abatida su voluntad por las desgracias, para poder presentar una oposición enérgica, y además comprendía que estando completamente sola y a merced de la baronesa y su director sería inútil su resistencia.

Por esto se limitó a responder evasivamente a todas aquellas excitaciones, y con una astucia que sus dos consejeros no podían recelar en ella, dióles a entender que estaba dispuesta a abrazar la vida monástica, pero que deseaba un plazo para dedicarse a preparar su alma y fortificar su débil cuerpo.

Enriqueta hacía una vida casi claustral, pues su hermanastra era una especie de cancerbero que, interponiéndose entre ella y el mundo, impedía a la joven todo contacto con la sociedad.

Quirós no visitaba ya a la baronesa y sorprendió a ésta hablando un día con su poderoso director y aplicando los más denigrantes calificativos al escritor católico.

Dos meses después de aquella fatal noche, Enriqueta salió por fin a la calle acompañada de su hermanastra, la cual accedía por fin a los consejos del doctor Peláez que pedía para la joven muchos paseos y ejercicios corporales, so pena de que volviese a aparecer la enfermedad con más terrible carácter.

Enriqueta, a poco de entrar en el paseo de la Castellana, conoció su situación social. Sus antiguas amigas volvían el rostro por no saludarla, cientos de ojos se fijaban en ella insolentemente con maliciosa curiosidad y varias veces sorprendió a muchas personas señalándola con expresivo ademán que la llenaba de rubor. La presencia de Quirós, que con aire triunfal se paseaba a pie, siendo objeto de la curiosidad de la gente que ocupaba los coches, dio a entender a Enriqueta el significado de aquella general murmuración.

La virtuosa sociedad aristocrática, clase digna del mayor respeto por lo bien que sabe sofocar el escándalo poniendo a un lado el amante y al otro el confesor, señalaba a Enriqueta con el dedo como la amante de una noche del simpático Quirós, indignándose santamente al ver que su familia no se apresuraba a remediar por medio del matrimonio aquel suceso que redundaba en desprestigio de la privilegiada clase.

La joven, irritada por aquel engaño general, hubiese querido protestar; creía preciso decir que Quirós era un falsario y que el único hombre a quien ella había amado era el revolucionario Esteban Álvarez… pero ¿para qué? Nadie la creería; resultaban muy novelescos e inverosímiles los amoríos de una joven aristócrata con un conspirador que estaba sentenciado a muerte, y además era ya tarde para hacer tal declaración. Ella, vigilada por su hermana, no podía ir de una en otra persona dando explicaciones que nadie le pedía, y Quirós había sabido manejarse tan hábilmente, que era general y arraigada la opinión que le consideraba como raptor de Enriqueta.

Tan terrible fue la impresión que experimentó la joven que ya no quiso salir más a paseo y permaneció encastillada en su cuarto, evitando hasta el entrar en el salón de la baronesa como si las pocas personas que visitaban a ésta pudieran hacer al verla los mismos comentarios infamantes que le producían un terrible remordimiento.

Por entonces comenzó a experimentar con mayor fuerza ciertos síntomas que ya se habían marcado antes en su organismo aunque ella no les daba gran importancia.

Tuvo continuamente náuseas, vomitó con frecuencia y algunas noches sintió algo extraño y doloroso en sus entrañas.

Enriqueta no era tan inocente que no llegase a comprender lo que aquello significaba y por eso su terror fue inmenso cuando, a pesar de todas las precauciones martirizantes a que obligaba su cuerpo para ocultar su estado, doña Fernanda se enteró de lo que ocurría.

La ira de la baronesa no tuvo límites. Dio dos soberbias bofetadas a Enriqueta y en este mismo tono hubiera seguido a no ser porque la detuvo alguna oculta consideración. Pero de palabra supo desahogar su rabia.

—¡Ah, grandísima cochina! ¡En buena nos has metido! Ahora te salen a la cara tus porquerías con aquel píllete que debía estar en España para que le dieran garrote.

Así nombraba doña Fernanda al capitán Álvarez por primera vez, después de la célebre noche de la fuga.

Desde que la baronesa hizo tan fatal descubrimiento no hubo ya tranquilidad en aquella casa.

Sus conferencias con el padre Claudio fueron numerosas, y Enriqueta no tardó en notar que algo muy importante inquietaba al director y su penitenta.

Las desgracias y más que todo aquella existencia árida y monótona habían modificado el carácter de la joven haciéndola curiosa hasta la imprudencia. Por mil medios procuraba ella escuchar los diálogos entre el jesuita y la baronesa y así pudo saber lo que ocurría.

Aquel Quirós o era el mismo diablo o por lo menos tenía hecho pacto con Satanás, pues únicamente de este modo podía comprender doña Fernanda que sin entrar en la casa ni mantener con su persona la menor relación, tuviera conocimiento del estado en que se hallaba Enriqueta.

—Ese canalla —decía el padre Claudio a su penitenta refiriéndose a Quirós— se da buena maña en deshonrar a Enriqueta para conseguir sus fines. Ahora va proclamando por todas partes el estado en que se halla la niña y dice a cuantos le quieren oír que nosotros por nuestro egoísmo nos oponemos a que él y Enriqueta se casen a pesar de lo mucho que se aman.

La baronesa desesperábase al saber las tretas de su antiguo amigo que demostraba ser un perfecto aventurero.

Lo que más excitaba su rabia, era el reconocer que el padre Claudio se declaraba impotente para combatir a aquel travieso enemigo. Recordaba el jesuita lo mucho que el escritor católico podía decir contra la Orden y sus negocios, y esto hacía que se limitase a lamentarse de su audacia sin atreverse a poner en juego contra él su poderosa influencia.

La cínica propaganda de Quirós dio pronto sus resultados.

La baronesa apenas si podía salir de su casa sin verse obligada a tratar tan enojoso asunto, emprendiendo agrias discusiones con sus antiguas amigas, que en nombre de la moral y para evitar un escándalo deshonroso para la clase, le pedían que casase a la niña cuanto antes. En las juntas de cofradía veíase obligada a disputar muchas veces con beatas aristocráticas a las que consideraba como amigas inseparables, las cuales llevadas de esa falsa bondad que obliga a mezclarse en todos los negocios que nada importan, tomaban la defensa de Quirós, al cual elogiaban como buen muchacho y de sanos principios y dando por seguro que Enriqueta y él se amaban desde mucho tiempo antes, pedían a doña Fernanda que remediase el terrible escándalo e hiciese la felicidad de aquellos muchachos casándolos.

Bien había sabido urdir su plan aquel infame Joaquinito, impidiendo a la baronesa que lo deshiciera relatando la verdad de todo lo ocurrido.

Doña Fernanda, para desenmascarar a aquel farsante, podía decir que el verdadero amante de su hermana, el hombre tras el cual ésta había huido, era un pobre militar y por añadidura revolucionario; pero el orgullo de clase —circunstancia sabiamente prevista por Quirós— se rebelaba impidiendo a la baronesa hacer tal declaración, que atacaba el prestigio de la familia y su tradición religiosa y monárquica, y una vez que hablando con la más íntima de sus amigas se atrevió a iniciar algo de lo ocurrido, revelando el nombre del verdadero seductor, se detuvo al ver la sonrisa incrédula con que sus palabras eran acogidas.

Era inútil decir la verdad, pues aquel público preocupado de antemano y hábilmente influido por Quirós la acogería como una pura novela.

Conforme crecían el escándalo y la murmuración, la rabia del jesuita y su penitenta iban en aumento. Urgíales tomar una resolución para poner término a aquel estado de cosas que era el continuo tema de conversación en los salones.

Llevar a Enriqueta a un convento era imposible. La joven se resistía, y además, esto hubiera recrudecido la cruzada que Quirós levantaba contra la baronesa y su director, pintándolos como monstruos, que por egoísmo se oponían a la unión santa de dos jóvenes amantes.

Pero el padre Claudio, conforme aumentaban los obstáculos, se revolvía más furioso contra ellos y además le ponía fuera de sí el aire triunfal y la sonrisita de superioridad que Quirós ostentaba cada vez que lo encontraba a su paso.

No eran ya sus planes sobre el porvenir de Enriqueta lo que le hacía defenderse tercamente de las maniobras de aquel aventurero; era su orgullo herido, pues la consideración de que el maestro pudiera ser vencido por aquel intrigantuelo audaz, le ponía fuera de sí.

Casi al mismo tiempo se le ocurrió a él y a la baronesa idéntica idea. Llamaron al doctor Zarzoso, y el padre Claudio, con la gran confianza que le daba su superioridad sobre el protegido, ordenóle sin duda el aborto; pero Enriqueta estaba sobre aviso. Palabras sueltas oídas al descuido, y su instinto de mujer que parecía haberse aguzado con tan continuas peripecias, la hacían presentir lo que contra ella se tramaba y por esto se negó rotundamente a tomar cuantas medicinas le ordenaba Zarzoso, ni a cumplir muchos de los mandatos de su hermanastra.

Hubo a diario escandalosos altercados y golpes a granel en la casa de Baselga; la servidumbre, siempre curiosa, se enteró de cuanto ocurría entre las dos hermanas, y aquel endiablado Quirós que estaba al corriente de todo lo que sucedía (como si algún duende en forma de doncella o de lacayo fuera a hablarle al oído a cambio de un billete de cinco duros), extremó más que nunca sus ataques contra la baronesa y su director diciendo que querían envenenar a la pobre Enriqueta, o por lo menos hacerla abortar para lo cual recibía los más bárbaros tratamientos.

Él daba detalles a cuantos se los pedían en los salones sobre los tormentos sufridos por Enriqueta y aseguraba que la infeliz cediendo a las amenazas de sus tiranos, tercos en su propósito de impedir el casamiento, aseguraba que no era con él con quien se había fugado sino con un capitán que ahora estaba emigrado. Y todos los oyentes de Quirós sonreían sarcásticamente al escuchar esto, confesando que la baronesa demostraba poca imaginación al inventar una historia tan ridicula e inverosímil como era la de los amores de su hermana con un revolucionario.

Por aquella afirmación que la infeliz Enriqueta hacía para contentar a su hermana, de que Quirós no había sido su raptor, permanecía inactivo el escritor católico y no solicitaba el auxilio de los tribunales; pero ya que le era imposible valerse de su derecho se defendería con la pluma, su única arma, y ya estaba preparando un folleto en el que relataría todo lo ocurrido demostrando quiénes eran la baronesa y su director.

Crecía con esto la importancia de Quirós, que considerado por muchos como un segundo Abelardo, separado violentamente de su Eloísa, paseaba por los salones su romántica aureola de amante desgraciado.

El padre Claudio rugía de furor contra aquel farsante que parecía gozarse en su desesperación.

Intentó poner en juego todos los ocultos resortes de que disponía para mover y transformar la opinión pública; pero fue en vano. Sus subordinados en los confesonarios, en las visitas y hasta en el púlpito, con alusiones bastante claras intentaron hacer saber toda la verdad al aristocrático público; pero el trabajo resultó infructuoso. Aquella sociedad elegante respetaba mucho al padre Claudio pero no tenía en menos aprecio el satisfacer su curiosidad maligna, hambrienta de escándalos, y entre el jesuita y el placer que le proporcionaba el comentar aquella lucha, despreciaba al primero y se ponía resueltamente al lado de Quirós.

Mientras tanto adelantaba el embarazo y aquel escándalo del cual Enriqueta apenas si tenía noticia, se hacía cada vez más intolerable para la baronesa que casi había roto las relaciones con todas sus amigas y evitaba el presentarse en público como si ella fuese la que se hallaba en un estado deshonroso.

Un día Enriqueta recibió del padre Claudio, y como a quemarropa, la proposición de casarse con Joaquinito Quirós.

Ella jamás supo la causa de aquella rápida transformación, ni la baronesa pudo explicarse claramente el rápido cambio que experimentó su director, antes tan tenaz en combatir a Quirós y «su infame canallada» como decía en sus momentos de desesperación impotente; pero todo se explicaba sabiéndose que Joaquinito había estado el día anterior en el despacho del padre Claudio.

Audaz era éste y sin embargo, quedó pasmado ante la insolencia de aquel mozo que, sin inmutarse al ver la acogida casi feroz que le hacía el jesuita le dijo así:

—Creo que ya nos hemos hecho bastante la guerra y que no es necesario pasemos adelante para saber quiénes son el vencedor y el vencido. ¿No es lástima, querido maestro, que dos hombres de nuestro valor se hagan la guerra y se destrocen para servir de diversión a toda esa gente aristocrática estúpida de nacimiento? Que esto cese y a ver si nos arreglamos. Yo lo necesito a usted para que me proteja y encumbre y a vuestra paternidad le resultan muy buenos mis servicios en ciertas ocasiones. Recuerde usted hace pocos meses lo bien que le serví en el asunto de Tomasa, aquella vieja gruñona. ¡Vaya, querido maestro! Nos acreditamos esta vez de imbéciles si no nos entendemos. Usted le busca a Enriqueta sus millones y yo también: en este punto estamos de perfecto acuerdo; a ver si nos ponemos del mismo modo en los demás. Usted tiene ya seguros los millones de Ricardito Baselga, a quien ya me parece estar viendo embutido en la sotana de la Compañía. Los de Enriqueta serán también de usted con el tiempo; pero cáseme usted con ella; déjeme que goce sus riquezas en usufructo y me proporcione otras con audaces especulaciones, que yo le aseguro seré su más fiel discípulo y antes que defraudarle cuidaré de administrar acertadamente los bienes de mi mujer. La fortuna de Enriqueta será de la Orden: todo consistirá en que ingrese en el tesoro de la Compañía algunos años después de lo que usted había pensado. ¡Qué!… ¿Estamos acordes, querido maestro? ¿Volvemos a ser otra vez buenos amigos?

Y el aventurero tendió su mano al poderoso jesuita.

Pudo ser convencimiento de la propia impotencia, simpatía por un discípulo tan hábil y aprovechado o ambas cosas a un mismo tiempo; pero lo cierto es que el padre Claudio cediendo repentinamente, estrechó la mano de Quirós y la unión entre ambos quedó pactada.

El resultado de esta escena, que quedó en secreto aun para la misma baronesa, fue que el jesuita se declarara partidario repentinamente de una solución antes tan odiada como era la de casar a Enriqueta con Quirós.

Doña Fernanda, acostumbrada a obedecer sin réplica a su poderoso director, ayudóle en la tarea de convencer a Enriqueta y hasta el padre Felipe, el bonachón «caballo padre» de la Compañía que, como de costumbre, pegado a las faldas de la baronesa era el más sólido lazo que unía a ésta con la Orden, puso de su parte cuanto pudo para convencer a la joven de que debía dar su mano a un muchacho tan honrado y buen católico.

Enriqueta que, aunque no por completo, conocía algo del escándalo que hacía trizas su nombre y que sabía que el mundo la suponía enamorada de Quirós, odiaba a éste a pesar de que aún creía que en aquella noche fatal él había sido el salvador del capitán Alvarez.

La consideración de que aquel hombre aparecía a los ojos del mundo ocupando el lugar que únicamente correspondía a Alvarez, era suficiente para que ella lo mirase con marcada antipatía y por esto cuando el jesuita le propuso el casamiento con Quirós, contestó con una negativa rotunda.

Cuando Enriqueta en el fondo de la oscura capilla al relatar a su antiguo amante su vida durante tan larga ausencia, llegó al punto de su matrimonio con Quirós, su voz se hizo aún más débil y temblorosa y las lágrimas volvieron a correr por su rostro.

Ella sabía bien que no podía justificar la locura y la infidelidad con que había procedido al dar su mano a Quirós, pero quería demostrar que no era por completo culpable de tal veleidad y que a las circunstancias era a quien debía hacerse responsables antes que a ella.

El padre Claudio la asedió a todas horas con sus consejos, dichos en tono paternal, demostrándole bajo los más diversos aspectos que su casamiento con Quirós era lo único que podía poner a salvo su honra y la de la familia. Era inútil que ella se extremase en demostrar que el capitán Álvarez era su verdadero seductor y que en aquella noche infausta Quirós no había desempeñado otro papel que el de amigo oficioso. La sociedad creía tenazmente lo contrario y consideraba los amores de Enriqueta con un revolucionario como una fábula ridicula inventada por la baronesa y su director. Tomasa que era el único testigo que podía probar lo contrario había muerto.

Comprendía el jesuita que la resistencia de la joven descansaba principalmente en el amor que aún sentía por Álvarez y a combatir esta pasión dirigiéronse todos sus esfuerzos.

Con aquella facilidad de expresión que tan convincentes hacía sus palabras, el padre Claudio turbó la firmeza amorosa de la joven haciéndole ver que era una locura seguir adorando a un hombre que la abandonó en críticas circunstancias y que ahora viviendo en París, halagado por todas las impúdicas seducciones de la gran metrópoli, no se acordaba de ella.

Esto producía mucho daño a Enriqueta, la cual condoliéndose de que Álvarez no le hubiera escrito desde que huyó, se inclinaba a creer en aquel olvido que para martirizarla le recordaba el padre Claudio.

Ignoraba la infeliz que la baronesa llevaba ya quemadas unas cuantas cartas de Álvarez.

Conforme se desvanecía la fe de la joven, el jesuita redoblaba sus ataques pintando a Quirós como un dechado de perfecciones y de caballerosidad. El padre Claudio se enfadaba al notar la antipatía que la joven profesaba a Joaquinito. ¡Pobre muchacho! ¡Odiarlo justamente por una de sus más nobles acciones! Porque ahora resultaba, según las afirmaciones del jesuita, que si Quirós había mentido presentándose en público como el raptor de Enriqueta era tan sólo por salvar a ésta, a la que amaba en silencio desde mucho tiempo antes y evitar que fuese complicada en la causa que se había formado a Álvarez como conspirador.

Además, su abnegación era sublime y digna de las mayores consideraciones. Sólo un alma grande, un hombre verdaderamente enamorado era capaz de ofrecer su mano y su honor a una joven que casi había visto en los brazos de otro.

Todo esto impresionaba poco a Enriqueta, pero últimamente el jesuita la conmovió profundamente con una proposición que le hizo en nombre de la baronesa.

El honor de una familia tan ilustre no había de quedar por los suelos. O se casaba con Quirós, lo que haría terminar tan vergonzosa situación cortando de raíz las murmuraciones, o entraba inmediatamente en un convento para expiar su falta con continuas oraciones.

Enriqueta, al llegar a este punto de su relación, se detuvo como si la vergüenza le impidiera seguir adelante y al fin dijo con voz temblorosa:

—Fui débil y cedí. Los placeres del mundo me atraían aún y temblaba solamente al pensar que podía verme encerrada en un convento para siempre. Por otra parte me movía una consideración de faena irresistible. Sentía agitarse en mis entrañas un ser al que amaba con delirio antes de haberlo visto y con el cual conversaba como una loca en la soledad de mi cuarto. ¿Iba a ser por mi culpa un desgraciado, sin nombre y sin padres conocidos, al cual mirase la sociedad como un fruto de deshonra? Esto fue lo que me impulsó a ser perjura, a olvidarme de ti por el momento uniéndome a un hombre a quien aborrezco. Fui traidora, te ofendí del modo más villano pero todo lo hice con tal de borrar el deshonor de la frente de mi hija. Sacrifiqué tu amor a cambio de la felicidad de un ser que lleva tu sangre.

Esteban, impresionado por las últimas palabras, pareció olvidarse de todo lo dicho anteriormente por Enriqueta.

Parecía dudar ante una felicidad inesperada.

—¡Pero esa niña!… ¿Es realmente hija mía?

—Sí, Esteban. Mi María es tan hija tuya como mía. Te lo juro por la memoria de mi madre cuyo nombre lleva ella.

—¡Ah!, ¡hija mía! —murmuró Álvarez con acento inexplicable.

Y las lágrimas asomaron a los ojos de aquel hombre enérgico cuyo férreo carácter no habían logrado nunca enternecer las más supremas emociones.

III. El presente de Enriqueta

Quedaron silenciosos los dos antiguos amantes durante algunos minutos, como saboreando el placer que les producía pensar en el ser inocente venido al mundo, cual recuerdo de aquella noche de amor tan trágicamente interrumpida.

Enriqueta fue la primera en romper aquel silencio, pues sentía deseos de hacer olvidar el pasado a Alvarez hablando únicamente de su hija.

—¡Si vieras cuán hermosa es! Su parecido contigo es tan exacto, que hasta Fernanda, que te ha visto pocas veces, lo notó desde el primer instante. Bastaría que vieses a mi Marujita un solo momento para que inmediatamente te convencieras de que es tu hija. Hay algo en aquellos ojitos que es una chispa de la misma luz que brilla en los tuyos.

Alvarez seguía pensativo y de vez en cuando fruncía las cejas como agobiado por una idea penosa. Por fin habló para preguntar a Enriqueta con cierta rudeza:

—Y tú, ¿amas mucho a tu esposo?

—¡Quién!… ¿Yo? Lo aborrezco. Es un infame.

—Entonces serás muy desgraciada.

—Tengo a mi hija y esto me basta. Nunca he amado a Quirós. En los primeros días de nuestro matrimonio, le miraba con indiferencia benévola. Lo consideraba como una persona amable con la que estaba obligada a vivir, y procuraba tratarle con cierto afecto, aunque evitando siempre la menor intimidad.

—¿Y las costumbres matrimoniales? —pregunta Alvarez con tono de incredulidad.

—No han existido nunca para nosotros. Cuando preparado ya el asunto por el padre Claudio vino Quirós a casa a pedir mi mano a Fernanda, yo le hablé con entera claridad, recordándole el amor que a ti te profesaba. Fingió él gran desesperación por mis palabras; pero con todo se conformó, con tal de ser mi esposo, diciendo que el tiempo se encargaría de hacerle justicia y de procurar que yo le amase aunque sólo fuese un poco. Las condiciones que entonces pactamos se han observado hasta hoy. A la vista de la sociedad somos un matrimonio cual todos, con nuestras alternativas de cariño y de enfado; pero en la intimidad dentro del hogar, Quirós y yo nos tratamos con toda la ceremoniosa frialdad de los príncipes que por razón de Estado, se unen para siempre. Mis habitaciones están a un extremo de la casa y las suyas al otro; pasan días sin que crucemos más palabras que las que nos obliga a fingir la presencia de algún extraño. Los dos tenemos muy diversas preocupaciones que nos obligan a no pensar en nuestra situación. Él sólo se ocupa de la política, de su periódico y de todos los medios propios para convertirse en un personaje importante, y yo dedico el día entero al cuidado de mi hija.

—¿Pero ese hombre nunca ha intentado hacer valer sus derechos de marido?

—Sí, hubo una época, a raíz de nuestro casamiento, en que emprendió la conquista de mi afecto en toda regla. Mostrábase amable hasta la impertinencia, y me asediaba de mil modos; pero de entonces data el odio que le profeso y que reemplazó a la antigua indiferencia con que le miraba. Un día, creyendo con ello halagarme y demostrar la intensidad de su amor, me hizo una confesión monstruosa, horrible. Desde entonces lo detesto considerándolo como un ser abyecto y repugnante.

—¿Qué te dijo? —se apresuró a preguntar Álvarez—. ¿Dudas decírmelo? ¿No tengo yo derecho para saber todas tus cosas?

Enriqueta no disputaba a su antiguo amante el derecho de saber cuanto le ocurría, aun aquello de carácter más íntimo pero se resistía a revelarle aquella declaración de Quirós, que ponía al descubierto toda la ruindad de su alma.

Ella no quería crear conflictos ni aumentar la desesperación de su antiguo amante. Aunque odiase a Quirós, al fin era su marido ante el mundo y no debía concitar contra él las iras de nadie.

Álvarez como si adivinase lo mucho que le importaba aquella declaración importunaba a Enriqueta para que hablase.

Rogó, amenazó, manifestóse ofendido en su dignidad y al fin, después de muchas vacilaciones y de hacerle prometer que no intentaría nada contra Quirós, se decidió Enriqueta a hablar, vencida por la curiosa tenacidad de su amante.

—Pues bien, ese hombre que ahora se llama mi esposo es el autor de tu desgracia y por tanto de la mía. Él fue quien te delató al Gobierno como conspirador, facilitándote después la huida para apoderarse mejor de mí.

Álvarez no esperaba aquella revelación; así es que hizo un marcado ademán de sorpresa. Pero pronto la reflexión le hizo creer que era imposible aquello que Enriqueta le revelaba.

—Eso no puede ser —dijo—. Quirós no me conocía ni sabía que tú me amabas, y mal pudo averiguar mis compromisos políticos que yo ocultaba con tanto cuidado.

—Mi marido fue el delator. Es inútil que te empeñes en reflexionar sobre la certeza de lo que te digo. Él mismo me confesó su crimen un día que yo resistía como siempre a sus halagos amorosos. Me dijo entonces que me amaba desde el primer día que entró en casa haciéndose amigo de mi padre, y además, que conociendo mis relaciones contigo, y enloquecido por los celos, te había delatado con el deseo de que huyeses o perdieras la vida, pudiendo él entonces dedicarse con entera libertad a mi conquista. Él me hizo tan horrorosa confesión con el propósito de demostrarme la inmensidad de su amor, que le había conducido hasta el crimen; pero desde entones le odio y siento ante él la misma repugnancia que en presencia de una inmunda alimaña. Debe él haber conocido el horror que me inspira, por cuanto desde entonces ha cesado de importunarme con sus demandas amorosas y se dedica en absoluto a sus aficiones políticas.

Esteban estaba convencido de la maldad de Quirós. Aunque no podía comprender por qué medios el repugnante aventurero había averiguado sus compromisos revolucionarios, la declaración de Enriqueta borraba todas las dudas que pudieran ocurrírsele.

Él, durante la época de su emigración en París y recordando sus desgracias, había llegado a creer que el delator era el padre Claudio terriblemente ofendido y ansioso de venganza por la conferencia algo violenta que ambos habían tenido en la plaza de Oriente; pero ahora desechaba sus anteriores sospechas para hacer caer toda la responsabilidad sobre Quirós.

Ignoraba que el jesuita y su discípulo iban íntimamente unidos en el asunto de la delación.

Enriqueta, después de hacer aquella declaración, mostrábase arrepentida de su femenil ligereza y procuraba convencerse de que su antiguo amante no intentaría nada contra Quirós.

—No te preocupes tanto en favor de ese canalla —dijo Álvarez con rudeza—. Por más que te empeñes y ruegues en su favor, día ha de llegar en que yo le exija severas cuentas por su infame conducta. Mas por el momento permanece tranquila. Pesan sobre mí peligros muy terribles y tengo demasiado interés en permanecer oculto para que vaya yo a comprometerme y a poner en peligro una empresa casi santa presentándome ante ese miserable. Ya vendrá el tiempo en que a la luz del día podré retar a tu marido concediéndole la honra de morir como un caballero.

El interés que manifestaba Álvarez en permanecer oculto hizo pensar a Enriqueta en la situación aventurada que atravesaba su amante.

—Haces bien en ocultarte —le dijo—. Según he oído varias veces a mi hermana, una sentencia de muerte pesa sobre ti, y es realmente una imprudencia que te presentes en las calles en pleno día. ¿A qué has venido a Madrid?

Álvarez sonrió con expresión algo feroz.

—No tardarás en saberlo, y contigo todo Madrid. Mi presencia en España nada bueno indica para lo existente. Soy como esas aves funestas que vuelan delante de la tempestad anunciándola y pronto estallará el trueno sobre esas santas instituciones de que hablaba hace poco ese jesuita empalagoso que no sé cómo escuchas con calma. Ya veremos si todo ese público distinguido que tanto se entusiasmaba hace poco, sabe salir a la defensa de lo que va a perecer.

Enriqueta que, a pesar de todo su amor, estaba influida por las preocupaciones de clase, se estremeció al escuchar tales palabras y miró alarmada a Álvarez.

—Pero ¡Dios mío!, ¿qué vais a hacer?

Esteban no contestó, limitándose a sonreír del mismo modo que antes.

Quedaron silenciosos los dos amantes y oyeron sonar en el fondo de la iglesia un ruido de hierros que poco a poco iba acercándose.

Era el sacristán que, agitando un gran manojo de llaves, iba por las capillas diciendo en alta voz a las beatas rezagadas.

«Se va a cerrar. ¡A la calle, pronto, que voy a cerrar!». Nos echan de aquí —dijo Esteban.

—Sí, separémonos antes que nos vean juntos en esta capilla oscura. Adiós, Esteban.

—¡Eh!, aguarda. ¿Crees que podemos separarnos así? ¿No he de volver a verte? ¿O es que quieres que pase espiando unas cuantas tardes la puerta de tu casa aguardando con ansia una ocasión propicia para hablarte?

—No, Esteban; no conviene que nos veamos. En mi estado no son muy regulares estos encuentros, y aunque yo permanezca fiel a mis deberes como estoy dispuesta a hacerlo siempre, nuestras entrevistas serán conocidas y darán pábulo a la murmuración. Además, a ti te conviene permanecer oculto.

—¿Y mi hija? ¿Crees tú que podré yo permanecer tranquilo sabiendo que tengo una hija y sin haberla visto nunca? No, Enriqueta, es preciso que yo la vea, para besarla, para experimentar ese goce paternal que hasta ahora sólo conozco a medias. Enriqueta, ya sabes que yo nunca me detengo cuando me empeño en conseguir lo que deseo. Déjame ver a nuestra hija, o me siento capaz de entrar en tu casa a viva fuerza y hacer una locura, aunque esto me descubra y ponga en peligro mi vida.

Enriqueta sabía que Álvarez era capaz de cumplir sus promesas, y como al mismo tiempo viese en su rostro una expresión conmovedora de súplica, se decidió en favor de lo que le pedía.

—Bien; verás a María. No debíamos hablarnos más, pero que así te empeñas, volveremos a repetir nuestras conferencias aun cuando tengo la convicción de que esto ha de producirnos alguna desgracia.

—¿Cuándo veré a la niña?

—No puedo decírtelo; pero buscaré ocasión propicia para ello. Por de pronto, quedemos acordes sobre el punto donde volveremos a vernos.

—Aquí mismo: es el lugar más seguro para mí.

—Está bien. Pasado mañana dará el padre Luis su última conferencia. Espérame como hoy en este mismo sitio, y ya te diré entonces lo que hemos de hacer para que tú veas a nuestra hija.

—¡Señores! ¡Que voy a cerrar! ¡Que se va a cerrar! —gritó el sacristán próximo a la capilla, agitando sus llaves resonantes.

Los dos antiguos amantes se estrecharon las manos, dándose un mudo adiós.

Álvarez, conmovido sin duda por la dulce tibieza de aquellas finas manos, acercó su rostro al de Enriqueta, pero ésta se desasió, separándose rápidamente con las mejillas teñidas por el rubor.

—¡Aquí!… ¡oh, no! ¡Qué horror! Piensa en mi estado actual, y no intentes la menor cosa si quieres que sigamos viéndonos. Seremos dos buenos amigos, o de lo contrario, si eres malo te odiaré. ¡Adiós, Esteban!

Cuando el sacristán agitó sus llaves frente a la capilla, los dos amantes, uno en pos del otro, salían ya de la iglesia.

IV. Renuévanse las relaciones

Poco a poco fue restableciéndose entre los dos antiguos amantes un afecto, que si no era igual a la pasada pasión, equivalía a algo más que a una intimidad amistosa.

El adormecido amor volvía renacer en Enriqueta y, aun cuando ella, en su interior, se dirigía a sí misma sermones morales recordando sus deberes y el peligro que corría cediendo a la pasión, lo cierto es que muchas veces se olvidaba de que a los ojos de la sociedad pertenecía a otro hombre, y se entregaba sin reserva al trato con Álvarez.

La vigilancia de la baronesa y el género de vida que hasta entonces había hecho, no le permitían salir con frecuencia de su casa completamente sola, pero aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para cambiar unas cuantas palabras con Álvarez, unas veces ante el escaparate de una tienda elegante, otras en las alamedas del Retiro, y las más en alguna iglesia donde no fuera muy grande la concurrencia de fieles.

Tanto atrajo a Enriqueta aquel hombre cuya presencia y palabras parecían transportarla a la época más feliz de su vida, que comenzaba a vigilar con menos cuidado a su idolatrada niña y a permitir que la baronesa la tuviera horas eternas en su salón, a pesar de que temía que aquel pequeño ser fuera víctima de alguna asechanza infame.

Enriqueta recordaba aún con horror aquel período de su embarazo durante el cual su hermana y el doctor habían empleado todos los medios para matar la criatura que llevaba en sus entrañas.

Aquella niña estorbaba a doña Fernanda, y como Enriqueta conociendo los sentimientos de su hermana, sabía de lo que era capaz, de ahí que temiera que con su hija se repitieran las mismas criminales tentativas que contra ella.

El vehemente deseo que Álvarez sentía de ver a su bija cumplióse por fin una tarde en que Enriqueta, aprovechando una ausencia de su hermana, salió en coche con la pasiega encargada del cuidado de la niña.

En el paseo, Álvarez, fingiendo ser un amigo íntimo de la familia para no excitar las sospechas de los cocheros y de la doméstica, saludó a Enriqueta y después de una conversación sin importancia, subió al carruaje, tomando en sus brazos la niña que contemplaba aquel rostro desconocido con marcada alarma.

¡Cuán dolorosos esfuerzos hubo de hacer aquel padre para ocultar sus impresiones y no derramar lágrimas de alegría al estrechar la niña en sus brazos!

Aunque muy torpemente, fingió esa indiferencia cariñosa propia de las personas que por cortesía acarician niños ajenos; pero cuando molestada por el roce de sus recios bigotes la niña rompió a gimotear agitándose furiosa en sus brazos, el infeliz padre estuvo próximo a llorar de pena.

Parecíale que su hija se negaba a reconocerle y sintió impulsos de decirle en acento de dulce reproche:

—¡Cállate, pequeñuela! ¿No sabes que soy tu padre?

Varias veces vio del mismo modo el emigrado a su hija y en todas ocasiones se separó entristecido, pues notaba en la pequeña María un desvío y una alarma que le causaban daño.

Durante el tiempo que se verificaron aquellas entrevistas, algunas de las cuales resultaban audaces, pues eran en puntos donde Enriqueta podía ser fácilmente conocida, la joven señora notó en su antiguo amante algo que, despertando sus preocupaciones de clase, la llenaba de terror.

Semanas enteras transcurrían a veces, sin que le viera Enriqueta, que salía muchas veces con la esperanza de que Álvarez, que siempre surgía a su paso como un personaje fantástico, apareciera por alguna parte.

Después Esteban durante muchos días volvía a rondar la calle, recatándose de ser visto y aprovechaba la menor ocasión para hablar con Enriqueta, y cuando ésta se atrevía a interrogarle sobre aquellas extrañas ausencias, el conspirador sonreía de un modo feroz y hablaba de tempestades que estaban próximas.

Enriqueta, a pesar de su inocencia en asuntos políticos, comprendía que algún suceso grave iba a verificarse, y al pensar en el peligro que iba a correr Álvarez, la figura de éste se agrandaba de un modo heroico en su imaginación.

Ella, que por haber oído muchas veces a la escogida sociedad que reunía su hermana, hablar de los furores de la demagogia y del salvajismo de las turbas, odiaba todo lo que significara revolución; no podía menos de alterarse al ver al hombre adorado expresándose de un modo tan terrible; pero la pasión hacía enmudecer todas sus preocupaciones y Álvarez era siempre para ella aquel ser que le había revelado la existencia del amor.

Podía ella, escudada en su estado y recordando sus deberes, oponerse con tenacidad indomable a aquellas pretensiones atrevidas que renacían en Álvarez como retoños de la antigua pasión y que la hacían acoger con expresión ceñuda todos sus osados avances; pero, a pesar de esto, el terrible conspirador era el único hombre que moralmente la poseía y cuya imagen ocupaba por completo su imaginación.

V. Mal encuentro

Se hallaba Esteban Álvarez hacía ya dos horas en la calle de Atocha espiando desde alguna distancia la casa de Enriqueta.

Era domingo, habían ya dado las diez de la mañana y Álvarez esperaba, confiando en que Enriqueta saldría a misa, sola como otras veces, y podría cambiar con ella algunas palabras a la puerta de la iglesia.

Paseaba el conspirador embozado en su capa para no llamar la atención, y en una de sus vueltas, que le alejó bastante de casa de Enriqueta, al desandar lo recorrido y volver hacia su punto de partida, o sea cerca de la casa de Baselga, vio a pocos pasos en el centro de la acera, a un caballero que envolvía en un rico gabán de pieles una obesidad extraña en un hombre joven.

A aquellas horas en que el Madrid elegante todavía estaba en la cama descansando de los placeres de la noche anterior, resultaba algo raro ver en la calle un personaje tan elegantemente vestido, y tal vez por esto Álvarez fijó en él su atención.

Parecióle en el primer momento al conspirador encontrar algo en aquel hombre que le era conocido y le recordaba algún suceso del pasado que él no podía explicarse tan de repente; pero pasado el efecto que le produjo la primera ojeada, aquella reminiscencia fue desvaneciéndose y, al cruzarse con el bien portado personaje, ya no notaba en él nada conocido.

No ocurría lo mismo a aquel caballero.

Cuando estaba aún separado de Álvarez por algunos pasos de distancia, mirábalo con indiferencia como a un transeúnte descontado, pero al encontrarse junto a él y fijarse en las facciones de Álvarez, que en aquel momento dejaba al descubierto el embozo, su rostro palideció y toda su persona agitóse con esa conmoción que produce un encuentro inesperado.

Esta impresión no pasó desapercibida para Álvarez, que volvió a fijarse en el desconocido, haciendo esfuerzos mentales para recordar quién era.

Ya había pasado el caballero de las pieles y se alejaba volviéndole la espalda, a pesar de lo cual, todavía Álvarez, parado y con la mirada fija, siguió examinándolo.

Volvió la cabeza un poco el desconocido para ver si le miraba Álvarez, y entonces, al presentar su rostro de perfil, fue reconocido inmediatamente.

Los rasgos típicos de Quirós surgieron a los ojos de Álvarez destacándose de aquel rostro grasoso y prematuramente marchito.

Aquel descubrimiento conmovió profundamente al conspirador.

Era la primera vez que veía a aquel hombre después de la triste noche en que le conoció, y el recuerdo de su infame traición surgió inmediatamente en su cerebro.

Aquél era el hombre que le había robado la mujer amada; el cínico aventurero que ahora gozaba la opulencia conquistada por medio de sus infamias y que salía de su casa contento y satisfecho como un ciudadano que siente tranquila su conciencia.

Esteban experimentó una repentina indignación que rápidamente se apoderaba de él hasta embriagarlo de rabia, e instintivamente, sin darse cuenta de lo que hacía, siguió a Quirós, quien había apresurado el paso al notar que acababa de reconocerle aquel hombre a quien tanto temía.

En la plaza de Antón Martín fue alcanzado por Esteban, quien se colocó familiarmente a su lado.

Quirós temblaba al sentir a sus espaldas los pasos de aquel hombre que se acercaba rápidamente, pero al verle a su lado hizo, como vulgarmente se dice de tripas corazón, y asomó a sus labios la más amable de las sonrisas.

—¿Me conoce usted? —preguntó Álvarez con voz que enronquecía la ira.

—No tengo el honor… —contestó Quirós, siempre sonriente, y deseoso de prolongar aquella situación difícil con amables palabras.

—Pues soy Esteban Ávarez —le interrumpió el conspirador—. Ya sabe usted que tenemos una antigua cuentecita que saldar y aprovecho la ocasión de encontrarle. A un canalla como usted hay derecho de sobra para aplastarlo aquí mismo, pero soy generoso y le doy tiempo para morir como un caballero. ¿Cuándo estará usted dispuesto a romperse el bautismo conmigo?

—Pero ¡por Dios!, señor Álvarez. ¿Por qué hemos de reñir dos buenos amigos como nosotros lo somos? Usted está en un error, no conoce mis actos y me toma por algo que yo no soy. Comprendo que usted esté enfadado conmigo, pero esto es porque no conoce mi verdadera conducta. En el momento que usted sepa la verdad de cuanto yo hice, me lo agradecerá y hasta es posible que se convierta en mi mayor amigo.

Álvarez quedó pasmado ante el cinismo de aquel hombre.

—¡Cómo, miserable! —dijo indignado—. ¿Qué es lo que yo te he de agradecer? Me pasma tu sangre fría, ¡gran canalla! Basta de palabras. O te bates conmigo hoy mismo o te estrangulo inmediatamente.

—Pero, señor Álvarez, ¡por la sangre de Cristo! No se sulfure usted ni me trate de un modo que no merezco. Es cierto que yo soy hoy el esposo de la mujer que usted amaba, pero esto ha sido contra mi voluntad; a las circunstancias hay que culpar más que a mi persona. Por evitar compromisos a Enriqueta y buscando que no apareciera complicada en la causa que a usted le formaron, creí útil el fingir que era yo su raptor; esto sin ninguna intención malvada; después, el mundo, con sus murmuraciones, agravó lo que yo había hecho sin proponerme ningún fin determinado, y merced a las gestiones de respetables personas que querían evitar el escándalo, me vi en la precisión de optar entre la deshonra de Enriqueta o el darle mi mano. ¿Qué hubiera usted hecho en mi caso? Lo mismo que yo indudablemente. Había que salvar el honor de una mujer a quien usted no podía devolvérselo, y usted mismo debía agradecerme este noble sacrificio que hice.

—¡Mientes, miserable falsario! —rugió Álvarez cada vez más indignado por el cinismo de aquel hombre—. ¡Con qué facilidad sabes disimular tus repugnantes traiciones! ¡Cómo intentas justificar tus actos que excitan la cólera de toda persona honrada! Tú eras un aventurero hambriento de poder y de riquezas; pusiste tus ojos en Enriqueta y aprovechaste la ocasión para perderme a mí y apoderarte de una pobre joven para ser dueño de su fortuna. Te has valido de todo cuanto de malo existe en el mundo para realizar tus ambiciones. Has sido delator, cobarde, hipócrita y, sobre todo, embustero; pero te ha llegado ya tu hora, como les llega a todos los canallas y te las vas a ver conmigo que he sido la víctima de tus infamias. Admite este reto con que te honro o te aplasto aquí mismo.

—Repórtese usted, señor Álvarez; serénese usted y piense que estamos en la calle llamando la atención y que yo no tengo por qué ocultarme ni estoy interesado en que nadie me conozca.

—¡Aún me insultas! —dijo Álvarez acercando su rostro congestionado por la ira, al de Quirós, que estaba cada vez más pálido—. ¡Aún te atreves a hablar de mi desgraciada situación que me obliga a vivir oculto cuando tú eres el autor de mi infortunio!

—¿Yo, señor Álvarez? —exclamó Quirós abriendo sus ojos cuanto pudo para demostrar su extrañeza e inocencia—. ¿Yo el culpable de que usted, por revolucionario, se halle fugitivo y sentenciado a muerte?

—Sí, tú —afirmó Álvarez con energía—. Tú que fuiste quien me denunció; tú que entregaste a la infeliz Tomasa a la policía causando su muerte; que hiciste llegar a manos del gobierno mis papeles políticos, por los cuales muchas familias lloran hoy a sus padres que viven en presidio, y que has hecho caer sobre mí una sentencia de muerte.

Y Álvarez, al recordar el cúmulo de desgracias que había producido la traición de aquel hombre y al verlo ante él con la expresión de un hombre feliz y la prosopopeya de un personaje, sintió que su indignación llegaba al paroxismo y sin darse cuenta de lo que hacía, avanzó sus manos intentando estrujar aquel cuello grasoso y blanducho que se hundía en la solapa de ricas pieles.

Quirós se libró retrocediendo algunos pasos y en sus mejillas pálidas notóse un temblor nervioso.

—Repórtese usted, señor Álvarez. Por interés a usted se lo advierto: estamos llamando la atención de la gente y a usted no le conviene un escándalo en medio de la calle.

El conspirador recobró un poco la calma con esta observación, y mirando a su alrededor vio parados a pocos pasos de distancia a algunos chicuelos y criadas de servicio que esperaban con plácida curiosidad que aquellos dos señoritos se dieran de mojicones.

Esta expectación le hacía correr el peligro de ser detenido por los agentes de la autoridad y tal pensamiento bastó para que inmediatamente fingiera una fría calma que estaba muy lejos de sentir.

—Es verdad —dijo el capitán—, estamos llamando la atención y esto no es conveniente. Acabemos pronto.

—Acabemos —dijo Quirós, que estaba más deseoso que nunca de terminar aquella situación saliendo escapado inmediatamente.

—¿Dónde ventilamos nuestro asunto?

—Ahora no puedo. Me esperan para una cuestión política de gran importancia.

—Siento que retardemos el placer que indudablemente ha de producirnos vernos los dos frente a frente. Sin embargo me hallo dispuesto a complacerle retardando el encuentro. Nos veremos esta noche. Señale usted punto y hora.

—Pero, señor Álvarez, esto es usurpar la misión de nuestros respectivos padrinos. Ellos se encargarán de arreglar todos estos detalles.

—¿Qué está usted diciendo? ¿Cree usted acaso que vamos a perder un tiempo precioso incomodando a cuatro amigos con el asunto de nuestras enemistades que a ellos nada les importan? Quédense los padrinos y las negociaciones de honor para aquellos lances que son susceptibles de arreglo; aquí no son necesarios tales preparativos. Uno de nosotros sobra en el mundo. El asunto no puede ser más sencillo; se trata de ver si un hombre honrado puede matar noblemente a un pillo a quien podía en este mismo momento estrangular. Tome usted un revólver esta noche y acuda al sitio que tenga a bien señalar.

—Pero… ¡don Esteban! ¡Eso es brutal!, ¡eso es salvaje! Los caballeros como nosotros deben arreglar sus cuestiones de un modo más distinguido. Dígame usted dónde vive y yo le enviaré mis padrinos.

—¡Ea, basta de farsas! ¿Cree usted que un hombre fugitivo como yo, y sentenciado a muerte, está en circunstancias para perder el tiempo y exhibirse en negociaciones que por más que ocultáramos no tardarían en ser públicas? Yo, fugitivo, oculto y comprometido en importantes empresas, no dispongo de amigos para mezclarlos en estos asuntos, ni puedo dar mis señas a un hombre acostumbrado a las delaciones policiacas. ¡Acabemos ya! O viene usted esta noche a matarse, o le abofeteo y le doy de puntapiés aquí mismo.

Y Álvarez se adelantaba hacia su enemigo, dispuesto a unir la acción a la palabra.

Quirós a pesar del miedo que experimentaba, sintió sublevarse su dignidad ante aquella agresión y cobrando valor contestó con cierta firmeza:

—Está bien. ¡Basta ya de insultos! Nos batiremos como a usted le parezca mejor. Estoy a sus órdenes esta noche.

—¿Punto y hora?

—Si le parece a usted podríamos reunimos a las nueve de esta noche frente a las Caballerizas Reales. De allí podemos dirigirnos a la Casa de Campo, y junto a sus tapias podremos cambiar algunos tiros, sin temor a que nadie nos estorbe.

—Conforme. Ahora sólo falta que usted me prometa no olvidar ese compromiso que ahora contrae.

—¡Caballero! ¿Cree usted que yo falto en asuntos de honor?

—Yo tengo derecho a esperarlo todo del hombre que me delató. ¡Júreme usted no faltar esta noche a la cita!

—Lo juro —dijo Quirós, que deseaba cuanto antes terminar aquella conversación, aunque para ello tuviera que aceptar las mayores humillaciones.

—Está bien. Por su interés le advierto que si usted falta a su juramento no será la última vez que nos veremos, y entonces seré más exigente. Buenos días.

Apenas Álvarez volvió la espalda, Quirós se apresuró a alejarse.

El diputado ultramontano estaba aún agitado por aquella débil indignación que le habían producido los insultos de Esteban Álvarez, pero conforme se iba alejando, se desvanecía la animación que le había sostenido momentos antes, y al llegar a la calle de Carretas, Quirós ya comenzaba a estremecerse pensando en lo prometido.

El esposo de Enriqueta aterrábase al imaginarse la posibilidad de que aquella misma noche, en la oscuridad, y junto a una tapia solitaria, se viera, revólver en mano, frente a Álvarez, que tenía para él la supremacía del hombre honrado sobre el canalla.

El miedo le aturdía de tal modo que le hacía discurrir torpemente.

Él no se batía de aquel modo tan brutal y desprovisto de probabilidades de arreglo, aunque una legión de hombres como Álvarez le pateasen las costillas en medio de la calle.

Ante el mundo tenía él, para poner a salvo su honor, el pretexto de que un personaje de su importancia no podía batirse con un revoltoso sentenciado a muerte. Esto encubriría perfectamente su cobardía, y aún añadiría a su persona una gran dosis de dignidad.

Pero apenas aceptaba la consoladora solución de no acudir a la cita, conmovíase pensando que al día siguiente, al salir de su casa, volvería a encontrar a aquel enemigo, más amenazante e inflexible que nunca.

¡Dios santo! ¿Qué iba a hacer? ¿Qué resolución sería la más acertada?

¡Ah!, ya lo tenía pensado. Iría inmediatamente a consultar con el padre Claudio, que estaba tan interesado como él en librarse de Álvarez, y entre los dos encontrarían el medio más adecuado de suprimir a tan tenaz e iracundo enemigo.

VI. En demanda de auxilio

El padre Claudio estaba aquel día dado a todos los diablos, según se decía Quirós al salir de su despacho.

Apenas el diputado cambió con él las primeras palabras, conoció que algún asunto de gran importancia, y no muy grato, preocupaba al poderoso jesuita, hasta el punto de hacerle olvidar aquel disimulo sonriente que era en él característico.

El padre Claudio, contra su costumbre, se mostraba brusco y malhumorado, y tal era su distracción que se le habían de repetir muchas veces las mismas palabras para que llegase a fijarse en ellas.

Nunca había visto Quirós en tal estado al reverendo padre, y no podía comprender que existiesen en el mundo asuntos suficientemente graves para turbar de tal modo a aquel genio de la intriga, carácter férreo creado para salir invencible de las más difíciles luchas.

Sin embargo, aquel disgusto que experimentaba el poderoso jesuita, no podía ser más justificado.

Seguía dirigiendo los asuntos de la Orden en España; era poderoso en el Real Palacio, y ninguno de sus subordinados oponía la menor resistencia a su despótica autoridad; pero, a pesar de esto, el padre Claudio mostraba cierto azoramiento y miraba a todas partes con aire de alarma, presintiendo que en aquella atmósfera de traquilidad y sumisión que le rodeaba, existía algo hostil y amenazante que no tardaría en condensarse sobre su cabeza como una nube tempestuosa.

Su fino oído creía percibir los sordos golpes de ocultos zapadores que lentamente iban minando su poder, para en un momento dado hacer que le faltase tierra bajo los pies; y hábil para adivinar de dónde procedía el peligro, así como enterado perfectamente de los procedimientos y costumbres de la Orden, miraba a Roma, cerebro y centro directivo del jesuitismo universal.

Allí estaba el peligro, al lado del general de la Compañía, y apenas se convencía una vez más de que en Roma dirigían aquellos subterráneos trabajos contra su autoridad, estremecíase de miedo con la certeza de que su ruina era segura teniendo enfrente tan poderosos enemigos.

El padre Claudio repasaba toda su vida deseoso de encontrar el motivo que concitaba contra él las superiores iras.

Él era en la Orden el personaje más apreciado por los valiosos trabajos que había llevado a cabo, y recordaba el recibimiento afectuoso con que siempre había sido acogido en sus viajes a Roma para conferenciar con el general. ¿Por qué, pues, aquella guerra sorda e inexorable que le hacían desde la capital del mundo católico? ¿Conocería acaso el general sus gigantescas ambiciones y sabría ya los trabajos llevados a cabo por él para acelerar su muerte y sucederle en la dirección de la Compañía?

Aquel bandido teocrático incapaz de conmoverse ante el crimen más horroroso, con tal que le sirviera para la consecución de sus fines, sentía un miedo sin límites al pensar que en Roma podían conocer sus planes y ocultas maquinaciones. Él había procedido con gran sigilo, hasta el punto de abandonar procedimientos muy útiles por temor a que se hicieran públicos; pero esto no le proporcionaba tranquilidad alguna. Había trabajado en el seno de la Compañía, y en ésta el espionaje y la delación constituyen las mayores virtudes. Sabía que la fidelidad y el cariño entre los jesuitas eran absurdos mitos y tenía el convencimiento de que su secretario, el padre Antonio, aquel jesuita al cual tanto había protegido, le haría traición apenas se le presentara una ocasión favorable.

De aquí su intranquilidad y que se considerase vendido a todas horas, sin otro apoyo que el que él mismo pudiera proporcionarse con su diabólico talento y a merced de las delaciones de aquellos mismos sacerdotes que comparecían ante él, humildes, con la frente inclinada y los ojos bajos.

El día en que Quirós, después de su encuentro con Álvarez, se presentó en el despacho del superior de la Orden en España, éste se encontraba más intranquilo y malhumorado que de costumbre.

Había llegado a Madrid, procedente de Roma, un jesuita italiano, el padre Tomás Ferrari, varón de aspecto sencillo y cándido, pero en quien el esparto ojo del padre Claudio adivinó inmediatamente lo que se llama un pájaro de cuenta.

Había estado ejerciendo sus funciones durante muchos años en la secretaría del generalato y llegaba a Madrid, según las órdenes del supremo director de la Orden, desterrado por ciertos pecadillos; pero el padre Claudio sabía bien el grado de credulidad con que debía acoger tales manifestaciones.

El jesuita italiano hablaba el español con bastante corrección y sin otro defecto que su acento; y Madrid no era el punto indicado para desterrar a un subordinado infiel. Pensando en esto, adivinaba a lo que aquel hombre venía a Madrid, y aunque lo trataba con paternal benignidad, no le perdía de vista y en la casa-residencia tenía algunos jesuitas fieles que lo vigilaban de cerca.

Pensaba el padre Claudio sondear hábilmente su ánimo con el intento de adivinar sus propósitos, pero por adelantado se prometía una derrota, pues comprendía que aquel italiano no era hombre capaz de dejarse sorprender.

El hábil intrigante reconocía a su cofrade bajo la máscara hipócrita de mansedumbre y humildad con que se ocultaba el taimado italiano.

Preocupado estaba el padre Claudio con las reflexiones que le sugería la inesperada llegada del padre Tomás a Madrid, cuando entró en su despacho su protegido Quirós.

Su aspecto azorado y la palidez de su rostro, llamó inmediatamente la atención del jesuita, quien con una mirada pareció preguntar a su discípulo lo que le ocurría.

—Reverendo padre —dijo el diputado con precipitación—, ya tenemos aquí otra vez a ése.

—¡Ah! —contestó el jesuita con displicencia—. ¿Y quién es ése?

—¿Quién ha de ser? Esteban Álvarez, ese descamisado, enemigo de Dios y de los reyes, que se encuentra en Madrid, sin temor a la sentencia terrible que pesa sobre él.

Quirós esperaba que aquella noticia produciría honda sensación en el padre Claudio, y por esto su sorpresa fue grande cuando vio que la recibía sin pestañear y con una desesperante frialdad.

—Bueno, pues que esté en Madrid cuanto guste —dijo el jesuita con acento despreciativo—. Poco me importa su suerte, y además, bastante le ha castigado Dios convirtiéndole en fugitivo sentenciado a muerte, para que nosotros volvamos a ocuparnos de él.

La llegada del padre Tomás era lo que ocupaba al jesuita, y pensando en sus asuntos íntimos, todo lo demás le tenía sin cuidado.

—¡Pero qué tranquilo está usted, reverendo padre! ¡Parece mentira que conserve esa flema! ¿No recuerda usted lo terrible que es el tal personaje, y el interés que usted tenía en otro tiempo en anularlo para siempre?

—Sí, sí, lo recuerdo —contestó el jesuita bastante distraído—. Pero ahora me tiene sin cuidado la tal persona. Vaya, Joaquinito, deje usted en paz a ese infeliz, y pasemos a hablar de otra cosa, si es que usted quiere algo de mí.

—¡Pero, reverendo padre! ¡Dejar en paz a ese demagogo! ¡A ese energúmeno! Yo bien lo dejaría tranquilo, pero sería con tal que él no se acordase de mí. Mas lo terrible es que él, a pesar de estar caído nos busca camorra, y dice que no ha de descansar hasta que consiga vengarse de los que le han conducido a tan triste situación. ¡Si usted supiera lo que acaba de sucederme! Lo encontré en la misma calle de Atocha, me abordó… y aquello fue escandaloso.

Y Quirós comenzó a relatar con lenguaje animado a su poderoso protector todo lo ocurrido, cuidando de disimular el miedo que sintió al hablar con Álvarez, y adornando con algunas mentiras su relación, con el objeto de hacer creer al jesuita en un valor que había estado muy lejos de demostrar.

El padre Claudio, al oír a Quirós se había interesado algo, desapareciendo en él la anterior distracción.

—En resumen —dijo cuando el diputado cesó de hablar—, que Álvarez desea vengarse de las perrerías que usted hizo para casarse con Enriqueta y que le esperará esta noche con la intención de meterle una bala en el cráneo.

—Eso es. ¿Qué le parece a usted que debo hacer?

—Asistir a la cita —contestó el padre Claudio con cierta sorna—. Es lo propio en un caballero.

—Pero, padre Claudio. ¿Cree usted que así puedo yo exponer mi vida, ni más ni menos que porque se le ocurra matarme a un demagogo, furioso por ciertos actos que ya no tienen remedio? Cualquiera al oírle hablar a usted de ese modo creería que tiene ganas de librarse de mí y que aprovecha la ocasión.

Quirós había adivinado el pensamiento del padre Claudio, y éste, que preocupado por sus asuntos dentro de la Orden olvidaba el disimulo, contestó con brutalidad:

—Tal vez acierta usted.

—Sí, ¿eh? —exclamó el diputado indignado por aquella ruda franqueza—, pues en justa reciprocidad, también se me puede ocurrir el librarme de un protector tan enojoso como lo es vuestra paternidad en ciertas ocasiones, y, para ello, tal vez no tenga más que decir a ese energúmeno toda la verdad, o sea, que si yo lo delaté al gobierno, fue por mandato del reverendo padre Claudio, de la Compañía de Jesús.

El jesuita no se inmutó, limitándose a contestar con desprecio:

—¡Bah! Estoy yo demasiado alto para que llegue hasta mí la mano vengativa de ese sujeto.

—No hay enemigo pequeño. Más altos que vuestra paternidad están los reyes y, sin embargo, muchas veces ha llegado hasta ellos la bala de una pistola.

El padre Claudio volvió a hacer un gesto de desprecio.

—No sea usted tan altivo y confiado —continuó Quirós—. Yo sé bien lo ocurrido entre usted y Alvarez, y tengo el convencimiento de que el hombre que en medio de la plaza de Oriente estuvo a punto de abofetearle no vacilará en tratarlo de un modo más terrible así que se convenza de que a usted debe todas sus desgracias y de que yo sólo he sido un ejecutor de todos sus mandatos. Si a usted le parece bien, haremos la prueba revelando yo al tal Alvarez la participación que usted tuvo en todo cuanto le ocurrió.

El padre Claudio permaneció en apariencia inmutable; pero Quirós comprendió que sus palabras le habían producido alguna mella cuando poco después le oyó expresarse de este modo, con acento fingidamente burlón:

—¡Pero qué farsante es usted! ¡Cómo exagera las cosas cuando se cree en peligro y ve en estado crítico la integridad de su persona! ¡A qué hablar tanto!, ¿tiene usted miedo a Álvarez? ¿Quiere usted no verse frente a él con una pistola en la mano? Conforme; por ahí debía haber empezado. Teme usted a ese enemigo y viene a buscar una ayuda que yo no le puedo negar.

Quirós, conociendo que el jesuita, por la solidaridad que entre ambos existía, estaba dispuesto a ayudarle y seguro ya de su valioso apoyo, intentó echarlas de valiente protestando contra aquella opinión de cobardía en que le tenía el padre Claudio; pero éste le impidió seguir adelante diciéndole con la misma brusquedad de antes:

—Tonterías aparte, amigo Quirós: tiene usted miedo y no es necesario que se extreme en demostrarme lo que no es verdad. Por eso mismo que lo veo tan apocado me decido a prestarle mi auxilio.

—Es que usted también está interesado en librarse de ese hombre.

El padre Claudio sonrió con expresión tan cínica como feroz.

—¡Bah! Si yo no vistiera esta sotana y fuese lo que usted es, ya sabría librarme por mi propia mano de un hombre que me estorbara, sin necesidad de implorar la ayuda de nadie.

Y al hablar así había tal expresión en el rostro del jesuita, que se adivinaba cómo a pesar de sus años era capaz aquel perfumado bandido de cometer los más horripilantes actos sin el menor remordimiento.

Quirós, que una vez más comprendía la superioridad de aquel hombre nacido para el mal, se abstuvo de reclamaciones y fingimientos.

—Tranquilícese usted —continuó el jesuita—, que yo lo libraré esta misma noche de ese enemigo que le ha salido. Además, prestaremos un gran servicio al gobierno y a la causa del orden. La aparición de ese hombre en Madrid nada bueno indica.

—Eso mismo he pensado yo. Alvarez debe haber entrado en España para hacer algún trabajo revolucionario.

—El general Prim, después del levantamiento fracasado que le obligó a refugiarse en Portugal, conspira desde París con los militares emigrados y nos prepara otra insurrección. El gobierno está sobre la pista, y prendiendo a un agente revolucionario tan acreditado como Alvarez, tal vez se descubra todo el plan.

—Haga usted, pues, que lo prendan, padre Claudio, y asi me evitaré yo otro abordaje como el de hoy.

—Pero ¿dónde está, criatura? ¿Dónde está ese hombre para que la policía pueda echarle el guante? Usted no sabe dónde se oculta y hay que aprovechar la cita de esta noche para prenderle. Yo creo conocer su carácter y tengo la seguridad de que no deberá de acudir al punto citado y a la misma hora fijada por usted.

—¿Qué es, pues, lo que usted me aconseja que haga?

—Usted debe estar esta noche frente a las Caballerizas Reales a la hora indicada, y allí aguardar la llegada de Álvarez. Sin mostrar miedo alguno le recibirá usted, diciendo que está dispuesto a ir junto a las tapias de la Casa de Campo y ¡no tema usted!, pues antes de emprender la marcha ya caerá sobre él la policía, que estará oculta en las inmediaciones. Yo me encargo de que el gobernador envíe allí esta noche los más listos de sus agentes.

A Quirós no le agradaba la combinación.

—Mire usted, padre. Francamente, no me gusta eso de que tenga que desempeñar siempre los más odiosos papeles, y repugnante resulta el que en mis propias barbas prendan a un hombre que acude a un punto citado por mí. Esto es proceder del mismo modo que un traidor de melodrama.

—¡Vaya unos escrúpulos! Está usted hecho un diablo predicador, y desde que es rico y aspira a convertirse en personaje político, todo le parece denigrante y poco digno.

—Yo lo que quisiera es no mezclarme en el asunto, tanto más cuanto que mi presencia no es necesaria. ¿No podía estar la policía oculta y al ver llegar a Álvarez, buscándome en vano por el lugar indicado, arrojarse sobre él?

—Eso estaría muy bien si la policía conociera a Álvarez; pero aunque su nombre sea conocido por todos los agentes del gobernador como temible revolucionario, no hay uno solo que sepa cómo es él personalmente.

—Podría dar sus señas.

—Eso no basta, y con ellas podría la policía equivocarse y prender a otro individuo, el primer transeúnte que se le ocurriera detenerse en la calle de Bailen, frente a las Caballerizas. Total, que por necio escrúpulo de usted daríamos un golpe en vano del que mañana hablaría la prensa de oposición, y advertiríamos a Alvarez, el cual se pondría a salvo.

Quirós pareció convencido.

—¡Bien! ¡Conforme, reverendo padre! Lo que usted quiera. Vuestra reverencia siempre hace de mí lo que mejor le parece y me maneja como a un niño. Estaré en la calle de Bailén a la hora indicada. Usted se encargará de enviar la policía, ¿no es eso?

—Sí, señor. Esté usted tranquilo, que antes de que ustedes se dirijan hacia la Casa de Campo, apenas la policía vea a usted hablando con Álvarez, se arrojará sobre éste, maniatándolo para que no se escape ni se defienda.

El diputado ultramontano manifestóse muy alegre por aquella solución que evitaba todo peligro para su vida y le libraba de un temible enemigo; pero de pronto sus ojuelos brillaron con cierta malicia y se rascó su colgante y grasosa sotabarba con expresión de incertidumbre.

Miró fijamente al padre Claudio y después dijo con lentitud:

—Reverendo padre, hablemos claro. ¿Es seguro que la policía vendrá esta noche?

El jesuita extrañó mucho la pregunta.

—¿Y por qué no ha de ir? Yo en persona iré a hablar con el gobernador. Me extrañan sus palabras.

—Tengo bastante memoria y recuerdo la franqueza con que me habló usted hace poco. A vuestra paternidad no le parecería mal el librarse de mí y sería una jugada bonita el dejarme solo esta noche en poder de ese bruto de Álvarez, para que me espachurrara sin compasión. Sería un golpe que haría honor a la travesura de vuestra reverencia.

—¡Bah! Es usted un malicioso sin objeto. Yo nunca empleo tales procedimientos para librarme de mis enemigos, y si usted me estorbase realmente crea que no me faltarían medios mejores para anularlo. Vaya usted tranquilo esta noche, que yo no faltaré. Lo que dije antes fue solamente un arranque propio del malhumor que hoy me domina. Aunque usted no quiera creerlo, lo aprecio a usted por lo mismo que lo necesito y aún podemos hacer muchas cosas juntos.

Poco después, Quirós, ya más tranquilizado, salía de la casa del padre Claudio.

Creía que éste cumpliría su palabra por estar tan interesado como él en librarse de Álvarez.

¿Y si lo engañaba? ¿Y si no acudía la policía, y él cumpliendo su palabra, se veía obligado a ir hasta la Casa de Campo para cambiar algunos tiros?

Todo menos eso. Estaba él dispuesto a todo antes que a ponerse en un apurado trance y con tal de no verse ante el revólver de Álvarez, se creía capaz de echar a correr así que se convenciera de que su protector no había preparado una policía providencial que cortase el lance, llevándose preso al temible revolucionario.

VII. La abnegación de Perico

Comenzaba el crepúsculo a dejar flotante su manto de sombras y todavía don Esteban Álvarez, junto a la abierta ventana, escribía sobre una mesilla cuyo tablero estaba manchado de tinta y de grasa.

La habitación era tan modesta, que le faltaba poco para ser una mísera buhardilla.

No había encontrado el conspirador asilo más seguro que aquella habitación, perteneciente a la vivienda de un pobre obrero, entusiasta por las ideas avanzadas y comprometido en cuantos movimientos revolucionarios se preparaban en Madrid.

Aquel pobre carpintero y su familia, afanábanse por servir al fugitivo capitán y lo ocultaban con tanto cuidado como si se tratase de un tesoro.

Cada una de las salidas que hacía Álvarez, producía hondo disgusto al dueño de la casa, que temía fuese el militar reconocido por la policía. El entusiasta obrero hablaba de esto a Perico con la esperanza de que éste obligase a su amo a ser más prudente.

En dicha tarde, por ser día de fiesta, había salido el carpintero con su familia a dar un paseo, como la mayoría de los vecinos que ocupaban aquella casa de la Ronda, y Álvarez se había quedado en la casa acompañado de su fiel asistente.

Hacía ya más de una hora que escribía teniendo a la vista gran número de papeles, y Perico le contemplaba, observando un respetuoso silencio, pues conocía bien el significado de aquellos trabajos.

El antiguo asistente había cambiado mucho. Ya no era aquel mocetón aragonés tan rudo en el carácter como en presencia, pues su estancia en París había obrado en él grandes modificaciones.

En la gran metrópoli francesa habíase visto obligado a desempeñar varios oficios para atender a su subsistencia y muchas veces a la de su amo, y el trato continuo con gentes de esmerada cultura, había ido limando poco a poco las asperezas de su carácter, revestido de una virginal rudeza.

Hasta su exterior se había modificado mucho y en la actualidad era un muchacho de agradable aspecto, que vestía con esa distinción propia de los domésticos extranjeros. Su rostro, antes curtido y de rasgos sobradamente enérgicos, estaba ahora atenuado por las sombras de una barba fina y escrupulosamente cuidada.

Se encontraba, como ya hemos dicho, el fiel criado observando cómo su amo, a pesar de las sombras que invadían la habitación, seguía trabajando en aquellos papeles revolucionarios, y sentado en una silla desvencijada seguía atentamente todos los movimientos de su señor, con la misma fruición del que contempla el ser amado.

Al ver que la oscuridad se hacía cada vez más densa y que Álvarez seguía escribiendo casi a tientas, sin darse cuenta de lo que le rodeaba, salió Perico de la habitación y poco después volvió trayendo una palmatoria con una vela de sebo encendida, la cual colocó sobre la mesa, procurando no distraer a su amo.

El capitán pareció volver en sí al sentir el roce de su asistente y le habló con aquel acento breve e imperioso que le era peculiar y que al muchacho aragonés le parecía el más cariñoso del mundo:

—Perico, todos estos papeles los guardarás inmediatamente.

El aragonés pareció extrañar aquella orden. Claro era que debían guardarse con cuidado aquellos documentos tan comprometedores. Pero acostumbrado a obedecer ciegamente a su señor, se abstuvo de hacer la menor objeción.

—Los guardarás, como te digo —continuó Álvarez—, y por toda esta noche permanecerás en casa. Si mañana al amanecer no he vuelto, los llevarás a la redacción de La Iberia para entregarlos al director del periódico un señor cuyo apellido es Sagasta.

Perico acogía las órdenes de su superior con señales de obediencia; pero aquello de que su amo podía no volver a la mañana siguiente causábale cierta inquietud.

Deseaba hacer una pregunta para desentrañar aquel misterio; pero únicamente se atrevió a preguntar a su amo si deseaba alguna otra cosa.

—Nada más. Recoge estos papeles inmediatamente, guárdalos en lugar seguro, y ya sabes mis órdenes. Si mañana amanece sin que yo esté aquí, entrégalos al director de La Iberia, que es de la confianza del general Prim. Yo voy a marchar ahora mismo.

El asistente se mostró aún más alarmado e indeciso que antes, y por fin, haciendo un supremo esfuerzo como si rompiese una barrera gigantesca que se opusiera a su paso, preguntó a Álvarez con expresión humilde:

—Señor, ¿me permite usted una pregunta?

El capitán miró con sorpresa a su asistente al ver que por fin una vez se atrevía a preguntarle, y con un gesto le indicó que podía hablar.

—Ya sabe usted, mi capitán, que nunca me he tomado la menor libertad que pudiera interpretarse como falta de respeto, ni me he atrevido a preguntarle jamás lo que pensaba hacer. Me he limitado a obedecerle y a seguirle a todas partes y así seré en todas cuantas ocasiones se presenten.

—¡Bien!, ¡adelante! Haz la pregunta pronto y déjate de rodeos.

—Pues bien, mi capitán. Quisiera saber adónde va usted esta noche y por qué cree que es posible que mañana no se halle aquí. Esto no me parece muy tranquilizador, y como usted es la única persona que tengo en el mundo…

Y Perico, profundamente conmovido, terminaba su oración con un gesto de dulce humildad con el cual parecía pedir perdón por su atrevimiento y solicitar de su señor la revelación del peligro que indudablemente iba a arrostrar en aquella noche.

Álvarez, que al principio había escuchado con expresión ceñuda las palabras de su asistente, se humanizó al ver de un modo tan patente el inmenso cariño que le profesaba.

—No hay motivo para asustarse, muchacho —dijo el conspirador, intentando dar a sus palabras una expresión alegre—. Voy esta noche a cambiar unos cuantos tiros con un canalla y como uno de los dos ha de quedar allí y nadie está exento de sufrir una desgracia, de ahí que te haya hecho el anterior encargo.

No era la primera vez que Perico veía partir a su amo para ir a exponer su vida en un duelo; en dos distintas ocasiones había tenido Álvarez iguales lances en París; pero a pesar de esto, en la presente circunstancia, el fiel aragonés sentía mayor alarma, como si su instinto le anunciase un inmediato peligro.

—Pero, mi capitán —dijo con tono de reconvención respetuoso—, ¿ha pensado usted en la situación en que estamos? Usted no se pertenece y tiene graves compromisos con el general, que está allá, confiando en sus servicios. Un hombre en la situación que usted se encuentra no debe mezclarse en esos llamados lances de honor.

—¡Bah! Saldré con fortuna de él como he salido de otros; tengo la seguridad de ello y sólo por una prudente medida de precaución te he hecho el encargo de antes.

Perico calló, pero aún manifestaba deseos de seguir preguntando, por lo que le habló así su amo, el cual se reía de su confusa actitud.

—¿Qué más quieres saber?

—Lo que quisiera es que usted me permitiese asistir a ese encuentro.

—¡Imposible! El lance ha de ser sin testigos. He sido yo mismo el que ha obligado a mi enemigo a aceptar esta condición.

—Pues al menos dígame usted quién es el hombre con el que va a luchar.

—¿Para qué quieres saberlo? Bástate saber que tú no eres ajeno a la cuestión y que al meterle a ese hombre una bala en la cabeza, tal vez te vengo a ti.

Perico quedó pensativo al escuchar estas palabras, y poco después sonrió con satisfecha expresión.

—Me parece que sé quién es ese hombre.

—¿De veras? Haría honor a tu penetración el haberlo adivinado.

—Indudablemente ha tenido usted una cuestión con aquel pillete que es causa de nuestras desgracias y de la muerte de mi pobre tía.

Álvarez no pudo desmentir la apreciación de su asistente y se limitó a decir:

—¿No te parece que tengo motivos de sobra para matar a ese pillete, como tú dices?

—Sí, mi capitán. Vaya usted a castigar a ese malvado y crea que siento no encontrarme en su situación para poder hacer lo mismo.

Después de una breve pausa, continuó el asistente:

—Tengo la seguridad de que volverá usted mañana antes del amanecer. Indudablemente debe existir algo de tejas arriba que castigue a los pillos y proteja a los hombres de bien, pues de lo contrario, sería imposible la vida en este mundo. No me cabe la menor duda; usted matará a ese canalla.

Estas palabras halagaban a Álvarez, quien, entretanto, arreglaba los papeles en un paquete para que los guardase su asistente, y después examinaba un revólver americano que había sacado del cajón de la mesilla.

—Permítame usted otra pregunta, capitán, ya que tan tolerante es conmigo. ¿Dónde va usted a encontrar a ese hombre?

—Frente a las Caballerizas Reales.

—No se batirán ustedes allí, por supuesto.

—No; iremos a matarnos junto a las tapias de la Casa de Campo. Así lo hemos convenido Quirós y yo.

—¿Y es ese señor quien ha marcado el punto y la hora?

—Sí, he dejado este asunto a su elección ¡Miserable canalla! ¡Y cuán cobarde es! Apenas si el temblor le dejaba hablar en mi presencia.

Perico quedóse pensativo y por fin dijo con convicción:

—Mi capitán, ríñame usted cuanto quiera, dígame bruto e imbécil, pero le aseguro a usted que hará muy mal si acude a esa cita.

—¿Y por qué no he de acudir? ¿Un hombre como yo va a dejar que un Quirós pueda el día de mañana tacharle de cobarde por no haber acudido a una cita?

—Ese Quirós es un pillo redomado que no debe tener muchas ganas de verse otra vez frente a usted, y que además está acostumbrado a librarse de un enemigo, por medio de la delación. ¿Qué cosa más fácil para él que librarse de un hombre que lo amenaza de muerte y que es buscado por la policía como prófugo y sentenciado a la última pena? Usted es muy cándido, mi capitán, y cree que todos proceden como usted, con idéntica nobleza. No me cabe duda alguna, me lo dicta el corazón. A estas horas ese Quirós le ha delatado a usted a la policía que tiene ya armada la trampa para cogerlo entre sus garras.

Estas afirmaciones de Perico produjeron gran confusión en el capitán.

Su carácter noble y resuelto, incapaz de imaginar la menor traición, no había podido abrigar tales sospechas; pero las palabras de su asistente tenían tal tinte de verosimilitud, que comenzó a recelar algo malo en aquella cita de honor a la que iba a asistir.

Pero no tardó su carácter caballeresco en rebelarse contra lo que le dictaba su instinto de conservación.

—Tal vez sea Quirós tan traidor como tú lo pintas; pero, a pesar de todo, no faltaré a la cita.

—Pero eso es una locura, mi capitán. No hay hombre en el mundo, por valiente que sea, que se presente solo y confiado en un punto donde sabe le aguarda la traición para hacerlo su víctima. Usted no debe asistir a la cita, y aunque me insulte y me golpee, yo me opondré a ello. ¡Don Esteban!, ¡señorito!, ¡amo mío!, máteme usted, acabe conmigo y únicamente así podrá conseguir que vaya a donde le ha citado ese granuja, digno de la horca.

Y el pobre muchacho decía estas palabras casi llorando y en actitud suplicante, avanzando sus manos como para impedir que se moviera su señor.

Perico agotó todos los argumentos que en poco rato pudo proporcionarle su cerebro, para decidir al capitán a que no acudiese a la cita.

La traición era clara. Aquel hombre infame le tenía miedo, y nada más fácil para uno de su clase que una delación, tanto más cuanto que sabía que Álvarez era muy buscado por la policía. Y si por un falso sentimiento de honor y presintiendo lo que iba a ocurrirle acudía a la cita y la policía le apresaba, ¿cuál iba a ser la suerte de los preparativos revolucionarios? ¿No produciría una terrible impresión en los conspiradores ver en poder de la autoridad al poseedor de todos los secretos de la insurrección? Además, el general Prim le había enviado a Madrid como hombre de confianza, para que preparase un movimiento revolucionario y no para comprometerse en asuntos particulares, dejándose arrastrar por una quijotada de su carácter, que podía terminar en desastrosa prisión primeramente, y después en el cadalso.

Álvarez mostrábase convencido de la verdad que encerraban las palabras de su asistente; pero a pesar de esto, seguía obsesionado por aquella idea que Perico calificaba de quijotesca.

—¿Y si no existiera esa traición que tú supones? ¿Y si Quirós asistiera a la cita completamente solo, y con la intención de batirse noblemente conmigo? Comprende en qué situación tan terriblemente desairada quedaría yo en tal caso… No te opongas, Perico. Forzosamente he de asistir a esa cita. Lo exige mi honor y no faltaré.

El asistente, que conocía perfectamente la tenacidad de su superior, al escuchar estas palabras se convenció de que era inútil insistir en impedirle la salida y mudó inmediatamente de actitud.

—Puesto que usted se empeña, acuda a la cita, aun sabiendo que va a ser víctima de la traición; pero al menos permítame señor que yo le acompañe.

—¿Para qué?

—Para evitar en lo posible las malas artes de ese canalla.

—Imposible. Quirós irá solo, y nadie, por tanto, debe acompañarme. El lance es entre los dos, ninguna persona extraña debe mezclarse, y si yo te llevara conmigo, es indudable que si por desgracia me tocara caer a mí, ese miserable tendría luego que batirse contigo, y eso no lo juzgo digno.

—Bien pudiera suceder así —dijo el asistente con malicia—, pero yo le prometo a usted no mezclarme para nada en el duelo. Yo solicito acompañarle con distinto objeto.

—¿Qué es lo que deseas?

—Quiero ir con usted, desempeñando el mismo papel que las descubiertas en campaña. Déjeme acompañarlo hasta el lugar donde lo espera ese hombre, y si allí me convenzo de que realmente es él sólo quien aguarda y de que no existe apostada gente dispuesta a caer sobre usted, entonces le prometo retirarme, esperando con la consiguiente intranquilidad el fin del lance.

Álvarez se mostraba indeciso.

—¿Me negará usted esto que le pido? —se apresuró a decir el fiel muchacho—. ¿No merezco por el interés y fidelidad con que siempre le he servido, que usted me permita el acompañarle?

Álvarez estaba conmovido por aquellas muestras de cariño que le daba su asistente, pero a pesar de esto, no pareció dispuesto a concederle el permiso solicitado con tanto ahínco.

—Pero muchacho —dijo el capitán—, tú estás loco y no piensas que si efectivamente ese hombre prepara una traición, el resultado será más desastroso acompañándome tú. Los dos seremos entonces cogidos por la policía y a la causa revolucionaria conviene que por lo menos quedes tú libre, pues de lo contrario se perderán estos papeles cuya importancia ya conoces.

El asistente sonrió con expresión de confianza.

—¡Quizá, mi capitán! Yendo yo con usted no hay cuidado de que a ninguno de los dos le agarre la policía. Déjeme usted que le acompañe, y aunque sólo sea por una vez, permítame que le ordene lo que debe hacerse. Yo salgo garante del éxito.

Transcurrió más de media hora importunando Perico con fervientes súplicas a su amo y éste sin querer ceder, hasta que por fin Álvarez, cansado sin duda de la tenacidad de su fiel sirviente, o pesaroso de negarle aquel favor que tan cariñosamente le pedía, se decidió a darle el anhelado permiso.

Perico dio muestras de la mayor satisfacción ante la conformidad de su amo.

—Ahora va usted seguro. Usted es demasiado valiente y confiado, y esto es lo que le pierde. Déjese guiar por mí, pues el mundo con todas sus perrerías me ha enseñado a ser malicioso, y tenga la seguridad de que si ese hombre le ha preparado alguna encerrona va a quedar chasqueado. Yo me encargo de ver por mí mismo lo que ese señor Quirós tenga dispuesto y le avisaré si existe algún peligro.

Álvarez guardó su revólver en un bolsillo del pantalón, envolviéndose después en su capa, y Perico se vistió un hermoso paletó azul, prenda que constituía su orgullo y que era producto de sus ahorros en París.

Poco después salieron amo y criado de la casa con gran alarma del obrero revolucionario y su familia, que, vueltos ya de su paseo, estaban en el taller situado en la planta baja.

VIII. El fracaso de Quirós

Aquella noche había gran función en el Teatro Real y por todas las calles principales afluían a la plaza de Oriente lujosos carruajes, en cuyo interior iban las más encopetadas familias de la aristocracia madrileña.

En las puertas del célebre coliseo agolpábase gran gentío y los agentes de policía se afanaban en establecer un turno riguroso en la numerosa fila de carruajes, que lentamente avanzaba hacia el vestíbulo para depositar en él sus elegantes cargamentos.

Contrastaba el bullicio, la animación y la luz que existían en los alrededores del aristocrático coliseo, con la soledad, la sombra y la quietud que reinaban en el resto de la plaza.

Alrededor del jardincillo y en torno del cinturón de estatuas, sólo se destacaba alguna que otra sombra que marchaba veloz hacia el teatro o permanecía inmóvil en actitud sospechosa; y frente al real palacio, bajo los grandes faroles, paseaban cadenciosamente y con el fusil al brazo, los centinelas y de vez en cuando haciendo retemblar el empedrado bajo las resonantes herraduras, transcurrían veloces los jinetes encargados de la ronda por las cercanías del regio alcázar.

La noche era bastante apacible para ser de invierno, y únicamente el vientecillo helado que enviaba el Guadarrama hacía incómodo el permanecer al raso paseando sobre aquel empedrado que parecía sudar frío.

A aquella hora llamaba la atención de los escasos transeúntes que pasaban por la calle de Bailen un caballero que paseaba con lentitud por la acera existente a lo largo de las reales Caballerizas.

Era el diputado don Joaquín Quirós.

Tan confiado estaba en la promesa del padre Claudio que no queriendo perder la función de aquella noche en el Real, se había vestido con traje de etiqueta que ocultaba su rico gabán de pieles.

El asunto para él era muy sencillo. Dentro de poco rato llegaría el temible Alvarez, le entretendría él diciendo que estaba dispuesto a ir al lugar del combate, aunque retardando en lo posible el momento de la partida; llegaría mientras tanto la policía, se apoderaría por sorpresa del conspirador y él iría tranquilamente a oír la ópera y a visitar en su palco a una duquesa muy religiosa y todavía apetecible, con la cual estaba próximo a entrar en relaciones.

Era tan cómodo y fácil aquel sistema de librarse de un temible enemigo, que apenas si impresionaba a Quirós el cual estaba esperando que llegase cuanto antes Álvarez para terminar el asunto y entrar en el teatro.

Cuando llegó a la plaza y comenzó a pasearse por el lugar que él mismo había indicado, no podo evitar una impresión de miedo al ver lo desierta que estaba la calle de Bailén y el trozo de plaza que desde ella se veía.

Quirós, predispuesto siempre a imaginarse lo más malo, no tardó en pensar que el padre Claudio se había olvidado de avisar a la policía o que intencionadamente le dejaba desamparado en aquel punto peligroso, para que Álvarez saciase en él su afán de venganza.

Esta última consideración le produjo tal pavor, que estuvo a punto de huir, como si ya viera apuntado a su pecho el revólver de Alvarez, pero afortunadamente para el prestigio valeroso del reaccionario diputado, pronto vio algo que fue devolviéndole una parte de su perdida tranquilidad.

Varias veces destacáronse en la embocadura de la calle por la parte de Palacio algunos hombres, que, por fin, desaparecieron como si se hubieran emboscado en la sombra que existía en las inmediaciones del regio alcázar.

Aquellos hombres debían ser la policía, y Quirós, seguro ya del auxilio, continuó su paseo con el aplomo y la confianza de un héroe, seguro de sus fuerzas.

Oyó pisadas tras él y se apartó apoyándose en la pared de las Caballerizas para dejar paso franco a un embozado, que llevaba sombrero de copa alta.

—Espere usted tranquilamente, don Joaquín —dijo el embozado sin detenerse—. Tengo ahí mi gente y no tardaremos en aparecer, así que el pájaro se presente.

Quirós reconoció en aquel hombre que se alejaba a un comisario de policía que gozaba de cierta celebridad, por ser el esbirro a quien todos los gobiernos reaccionarios encargaban la persecución de los delincuentes políticos.

La tranquilidad que desde entonces gozó el diputado fue completa, y a pesar de aquella soledad que le rodeaba se sintió seguro y omnipotente, como si en la sombra tuviera ejércitos enteros dispuestos a acudir en su auxilio al menor llamamiento.

Sonaron horas en el reloj de Palacio, y antes que Quirós acabara de contarlas se detuvo al ver que por el lado de la plaza de San Marcial avanzaba un hombre de buen aspecto que vestía un largo gabán.

Lo examinó atentamente el diputado y cuando lo tuvo cerca, convencióse de que no era Alvarez, por lo cual se apartó para dejarle franco el paso; pero con gran extrañeza vio que aquel desconocido se dirigía rectamente a él.

Quirós, temiendo que un importuno viniera a estorbar su asunto, intentó evadirse pasando a la otra acera, pero antes de que pusiera el pie en el arroyo ya tenía a su lado a aquel hombre.

Tuvo entonces que mirarlo y vio que era un hombre joven, de rostro enérgico, que acercó su boca para hablarle, lanzándole a las narices su resuello que olía a vino.

Parecióle a Quirós un extranjero importuno, perturbado por el alcohol madrileño y dispuesto a incomodar con sus palabras al primer transeúnte que encontrase.

—Cabagerro… —dijo tartamudeando y con pronunciación extranjera y dificultosa—. Decirme esté oú est la Port del Sol.

Quirós se impacientó al verse detenido por aquel francés borracho que le cortaba el paso y parecía dispuesto a entretenerle con su charla.

Su primer impulso fue enviar al extranjero enhoramala, pero aquel buen mozo parecía adivinar su pensamiento y se asía familiarmente a sus solapas de piel repitiendo siempre con aquella voz dificultosa que olía a vino:

—La Port du Sol, cabagerro… Diga osté oú est la Port du.

Quirós se sentía cada vez más impaciente por la pesadez de aquel borracho que no quería soltarle y que oía sus explicaciones sin comprenderlas, volviendo nuevamente a hacer la misma pregunta.

En vano le marcaba el diputado a aquel ebrio francés la ruta que debía seguir para llegar a aquella Port du Sol que repetía como un pesado estribillo, pues el maldito se empeñaba en no comprender, y siempre agarrado a las solapas del rico gabán, se estaba allí plantado, zarandeando a Quirós, que algunos momentos sintióse dominado por la cólera y estuvo próximo a dar una bofetada a aquel importuno.

Pero no…, ¿qué iba a hacer? Golpear a aquel hombre sería llamar inmediatamente la atención de la policía y espantar a Álvarez que iba a llegar de un momento a otro.

Esta consideración aturdía a Quirós más aún que las pegajosas libertades que se tomaba aquel borracho.

¿Y si llegaba Álvarez en aquel momento? ¡Maldito francés!, no poder librarse de el dándole dos buenos mojicones que le hiciesen medir el suelo.

¿Pero quién era aquél que se acercaba? Indudablemente Álvarez que llegaba en la peor ocasión… Pero no, le seguían de cerca cuatro hombres y otros surgían de las sombras de la plaza apostándose en la desembocadura de la calle.

¡Maldición! Era la policía que al ver a Quirós hablar acaloradamente con un hombre que, cogiéndole de las solapas lo zarandeaba, había creído que éste era el revolucionario Álvarez.

Condolíase Quirós interiormente de aquella torpeza que ponía al descubierto su plan, e intentaba alejar con señas a aquellos hombres que avanzaban cautelosamente a espaldas del extranjero; pero todo fue inútil.

El borracho se sintió de pronto cogido fuertemente por los brazos y una voz le dijo con acento imperioso:

—Dese usted preso. Si intenta resistirse es muerto.

Era el inspector quien hablaba así, asomando por bajo de la capa su diestra armada de un revólver.

Dos agentes tenían fuertemente agarrado al francés que miraba con estupefacción a Quirós y al comisario de policía.

El diputado estaba tan colérico que a pesar de toda su religiosidad lanzó una blasfemia.

—¿Qué es eso, don Joaquín?

—Que es usted un torpe, señor inspector. ¿Quién le mandaba usted venir tan pronto? ¡Buena la hemos hecho!

—¿Pero este señor no es…? —preguntó el policía con asombro.

—Este señor —le interrumpió Quirós— es un borracho impertinente que ha venido a incomodarme y del que yo me hubiera librado sin necesidad de que ustedes se movieran.

El borracho afirmó y soltó otra vez su resuello vinoso, en el que iban envueltas palabras tan pronto españolas como francesas. Él pedía perdón una y mil veces al señor policía y a todos los presentes, pero él no era ningún criminal para que lo prendieran, era un súbdito francés como podía acreditarlo con su pasaporte y el certificado del cónsul, y se había permitido el preguntar a aquel caballero por dónde iría más pronto a la Puerta del Sol.

Tan marcada era la expresión de desaliento en el rostro del inspector y tan evidente la embriaguez e inocencia de aquel extranjero, que los dos agentes, sin esperar orden alguna, soltaron los brazos del detenido.

El comisario, furioso por la decepción sufrida, que le ponía en ridículo ante un personaje como Quirós, y deseoso de venganza, intentó dar un puntapié al francés, pero éste supo sortearlo hábilmente y miró a los dos agentes como para ponerse a cubierto de una lluvia de golpes.

—¡Eh, señor inspector! —dijo Quirós con acento áspero—. No vayamos a empeorar su desacierto dando un escándalo. Ese hombre aún no ha venido y aunque esto empieza mal podemos tener todavía alguna esperanza. Cada uno a su puesto y aguardemos.

El comisario aceptó sumiso la orden de Quirós y señalando imperiosamente el extremo de la calle, dijo al extranjero:

—¡Largo de aquí, borrachín!, o ¡por Cristo vivo! que…

Y fue nuevamente a golpearle, pero el francés anduvo listo y salió escapado, marchando con dirección a la plaza de Oriente, con el paso vacilante propio de un hombre que, aunque ebrio, no tiene aún vencida completamente su energía por la fuerza del alcohol.

Los policías, que estaban apostados al tramo de la calle, le dejaron escapar y vieron cómo aquel hombre pasaba junto a los carruajes que estaban a la puerta del Teatro Real, cómo contemplaba un buen rato con expresión estúpida la iluminada fachada y cómo, por fin, después de dudar un buen rato, cual hombre que no sabe el camino y teme preguntar, se entraba en la calle de Felipe V.

Nadie pensó en seguirlo y cuando el extranjero, guareciéndose tras la esquina del coliseo se convenció de que no iban tras sus pasos espiándole, dirigióse a la plaza de Isabel II con paso firme.

Apoyado en la verja del jardinillo y con el embozo de la capa subido hasta los ojos, estaba un hombre que al verlo se acercó a él poniéndose a su lado y marchando a su mismo paso.

—Perico —preguntó el embozado—, ¿aguarda solo ese hombre?

—¡Solo! Buena soledad nos dé Dios —dijo Perico con su acento natural—. Ese canalla tiene allí apostada toda la policía de Madrid. Acabo de verlo.

Y el fiel asistente, sin dejar de andar y remontando la calle del Arenal, relató en voz baja a su amo que marchaba a su lado, todo lo que acababa de ocurrirle.

—Pero ¿cómo te has hecho pasar por extranjero? ¿No te habrán conocido?

—¡Bah! Hablaba aquel francés pésimo que tanto hacía reír a usted cuando estábamos en París, y además había tenido la precaución de entrar en cuantas tabernas encontré al paso desde que nos separamos, enjuagándome la boca con un vaso de tinto. Olía a vino y chapurreaba como un diablo; ni más ni menos que uno de esos gabachos que vienen aquí y se entusiasman demasiado con el caldo del país.

—¿Y dices que me esperan aún?

—Sí, allí están aguardando que aparezca usted para echarle la zarpa. Puede creer que de buena se ha salvado siguiendo mi consejo.

—Gracias, Perico. No olvidaré que te debo la vida una vez más.

—¡Bah! Mucho he de hacer todavía para pagarle lo que por mí hizo en África.

—Yo buscaré a ese miserable —dijo el conspirador tras un largo silencio— y así que lo encuentre no le valdrán sus malas artes. Lo de esta noche es una traición más que he de añadir a la cuenta de sus infamias.

—Búsquele usted, mi capitán; estoy conforme en ello, pero no será por ahora. Con lo de esta noche la autoridad sabe ya que usted se halla en Madrid y redoblará las persecuciones. Debe usted reservarse para el asunto que más importa, lo demás todo se alcanzará. En resumen, amo mío, vayámonos a casa, ocultémonos con más cuidado que antes y pise usted la calle únicamente en caso de necesidad, que el diablo anda suelto para nosotros en forma de policía.

IX. Triste amanecer

La vida de Enriqueta, que antes se deslizaba tranquila y monótona, dedicada por completo al cuidado de su hija, estaba ahora turbada por el recuerdo tan continuo que tomaba el carácter de una obsesión.

Mientras Esteban Álvarez le salía al encuentro y, conmovido por los recuerdos de la antigua pasión, intentaba recobrar la felicidad pasada, audacias que eran siempre mal recibidas y merecían enfados y reprimendas, Enriqueta sólo había sentido por aquel hombre una tierna simpatía y una imprescindible necesidad de hablar con él para recordar el período más dichoso de su vida; pero cuando de repente dejó de verlo, cuando transcurrieron semanas enteras sin que ella, desde la ventana de su gabinete o tras los vidrios de su berlina, columbrara la airosa capa con embozos de grana, comenzó a sentir un hondo malestar que la mortificaba a todas horas.

Ella era honrada, se había jurado no faltar nunca a sus deberes accediendo a aquellas súplicas apasionadas que continuamente le dirigía Esteban, no había pasado por su imaginación, ni aun remotamente, la idea del adulterio, comprendiendo que con esto se rebajaría al nivel de Quirós, perdiendo la superioridad moral que sobre éste tenía; pero Alvarez se había hecho necesario para ella, sentía hacia él el mismo atractivo que la beldad hacia el espejo que retrata su hermosura, pues hablando con él veía reflejarse en su imaginación su pasado amoroso con todas sus dulces impaciencias y sus placeres celestiales.

Era Enriqueta como una niña que estima poco el juguete cuando lo tiene en sus manos y lo trata a golpes, para llorar después con desconsuelo cuando lo ve perdido.

Conforme transcurría el tiempo sin que Esteban apareciera, Enriqueta sentía crecer el afecto hacia aquel hombre, y en sus horas de soledad su imaginación se forjaba las más absurdas suposiciones para explicarse tan extraña ausencia.

Salía de casa con una frecuencia que alarmaba a la baronesa, y el objeto de sus correrías por Madrid, que, aparentemente, eran con un fin devoto o para ir de compras, no tenían otro que el de encontrar a Alvarez y reanudar las relaciones amistosas interrumpidas tan extraña e inesperadamente.

Nunca se le ocurría a la joven señora de Quirós dudar de que Esteban se hallaba en Madrid.

Conocía ella, aunque superficialmente, el motivo que había llevado a Esteban a Madrid, haciéndole trocar las seguridades de la emigración por un continuo peligro, y esto mismo aumentaba las inquietudes de Enriqueta, que se imaginaba a Álvarez amenazado por los más terribles peligros.

Tales pensamientos sólo servían para aumentar el amor que sentía la joven. La figura del conspirador oculto y perseguido agrandábase ante sus ojos revestida de un ambiente de sublime heroísmo, y Enriqueta se sentía atraída por un sentimiento que no sabía si era amor o admiración.

Obsesionada por aquel afecto, no se daba ya cuenta exacta de sus sentidos, y muchas veces se creía juguete de absurdas ilusiones. Más de una vez, al entrar en una iglesia o al subir a su coche a la puerta de una tienda, había creído ver entre el gentío aquella capa que se le aparecía en sueños y los ojos de Álvarez fijos en ella; pero todo desaparecía inmediatamente y Enriqueta quedábase indecisa pensando si sería víctima de una ilusión o realmente Esteban, por el placer de verla, la seguía algunas veces de lejos recatándose para no llamar la atención de los que indudablemente le perseguían.

Así transcurrió para Enriqueta todo el resto del invierno y la primavera entera.

Su marido seguía siendo para ella un ser indiferente en unas ocasiones y antipático en otras, y Quirós podía hacer la vida que mejor le placiese sin miedo a recriminaciones de su esposa ni a tragedias conyugales.

No procedía de igual modo la baronesa. Entre ésta y Quirós se había efectuado una reconciliación que borró la malevolencia que a raíz del casamiento mostraba doña Fernanda contra su cuñado.

Cuando la aristocrática señora olvidó un poco la maquiavélica conducta observada por el aventurero para obtener la mano de Enriqueta y lo vio en camino de convertirse en un personaje importante de la buena causa, doña Fernanda sintió renacer la antigua simpatía y se propuso ser nuevamente su directora, llevada de su ambición devota.

En los salones hablábase alguna vez que otra de las brillantes defensas del catolicismo y las sanas ideas que el diputado Quirós hacía en el Congreso, y esto bastaba para trastornar los sentimientos de la baronesa que, ganosa siempre de figurar al lado de las personas que eran el núcleo del movimiento religioso en España, sentía una inmensa satisfacción al pensar que tenía en su casa un hombre destinado a ser, según decían las aristócratas beatas, el sucesor de Donoso Cortés y el rival de Aparici y Guijarro.

El orgullo más que el cariño, hizo que la baronesa buscase el reanudar su antigua amistad con Quirós, y en adelante los dos cuñados tratáronse como buenos camaradas, que de sobremesa hablaban del medio mejor para salvar al mundo volviéndolo como oveja descarriada al redil del catolicismo.

Doña Fernanda experimentaba una satisfacción sin límites al pensar que algunas de las ideas que ella emitía para hacer la felicidad de España, las podía repetir algún día en las Cortes el simpático Joaquinito, y tanto la dominaba la pasión que ahora sentía por él, que hasta trataba con menos cariño al padre Felipe, del que decía que era un santo varón muy ignorante, y no se afligía por las largas ausencias del padre Claudio.

Tanto era el cariño que sentía por Quirós que la irritaba la frialdad que Enriqueta mostraba a su marido, no pudiendo comprender cómo no se conmovía ante el saber, la elocuencia y la naciente fama del diputado ultramontano.

La fundación del periódico clerical que dirigía Quirós, fue idea de doña Fernanda, la cual todas las mañanas, al tomar el chocolate, gozaba lo que no es decible leyendo mientras se llevaba distraídamente las sopas a la boca, las mismas ideas vertidas por ella el día anterior, encerradas ahora bajo la berroqueña envoltura del estilo amanerado, convencional y soporífero propio del articulo doctrinal.

Unidos por esta fraternidad político-literaria los dos cuñados tratábanse del modo más cariñoso, y en la intimidad de aquella familia, lejos de las miradas de los intrusos, doña Fernanda más parecía la esposa de Quirós que aquella Enriqueta que miraba a su marido y a su hermana unas veces con frío desprecio y otras con ira, como si con su presencia turbasen su recogimiento interno, cuyo objeto era recordar aquel amor que constituía las páginas más felices de su pasada vida.

Quirós, por su parte, comprendiendo que la superioridad teníala en aquella casa la dominante baronesa, halagábale estar en tan buenas relaciones con ella, pues así tenía la seguridad de no ver turbada la tranquilidad de su vida.

Pero aquel afecto tenía también sus inconvenientes, y de éstos el más principal era que doña Fernanda, con su genio arrebatado, había venido a convertirse para él en una especie de amante moral, que se mostraba celosa y quería tenerlo a todas horas a su disposición.

La vida agitada que llevaba Quirós, entregado de lleno a la política y al periodismo, irritaba a la baronesa, que no podía acostumbrarse a la idea de que el elocuente diputado volviera a casa todas las madrugadas a las cuatro, por estar hasta tal hora en la redacción, después de la salida del teatro.

Además, pronto vinieron unas traidoras noticias a exacerbar la bilis de la baronesa. Interesábala tanto su cuñado, cada vez más reacio a conferenciar con ella y a pedirle humildemente consejos, que se dedicó a averiguar la vida que hacía y pronto supo por boca de unas amigas de la aristócrata, cosas que según ella decía poníanle los pelos de punta.

Quirós hacía el amor, o estaba en relaciones poco santas (existían diversos pareceres en las noticieras), con una duquesa vieja que gozaba de gran fama por su estrecha amistad con la reina y su gran prestigio político, y además pasaba algunas noches con algunos chicos de las principales familias, haciendo locuras en compañía de algunas coristas y bailarinas del Real.

Doña Fernanda sintió un santo horror al saber tales cosas, más no por esto el diputado de la buena causa perdió en su concepto, antes bien pareció que adquiría un nuevo prestigio a los ojos de la baronesa, pues en ésta, a pesar de toda su mojigatería, los calaveras siempre habían producido cierta atracción.

Pero a pesar de esta complacencia sentía amargo despecho al ver a Quirós en relaciones con una mujer como la duquesa dedicada a la política, y considerando que era su protección lo que buscaba en ella el diputado, experimentaba gran indignación al imaginarse que algún día Joaquinito llegaría a ser célebre, no por sus consejos, sino por la ayuda de aquella vieja rival.

Tan furiosa estaba doña Fernanda y tal deseo sentía de recobrar su superioridad sobre aquel futuro personaje, que ansiosa por hacerlo volver a la buena senda, llegó a cometer la tontería de revelárselo todo a Enriqueta.

Doña Fernanda, a pesar de su afición a curiosear y de su perspicacia, ignoraba el verdadero estado de los dos esposos.

Creía que éstos constituyen uno de los tantos matrimonios aristocráticos que se tratan con frialdad, pero estaba lejos de imaginarse que entre los dos no había mediado la menor intimidad cariñosa, y que el dormitorio de Enriqueta había sido siempre para Quirós una región desconocida.

En la creencia, pues, de que su hermana, aunque falta de amor hacia su esposo, no dejaría de irritarse por sus infidelidades y pondría en juego todos sus derechos para separarlo de la duquesa y volverlo a la vida del hogar, reveló a Enriqueta todo cuanto sabía, aunque dando a sus palabras un carácter desinteresado, propio de quien hace tan penosas declaraciones por el honor de la familia y por restablecer la paz y la moralidad en el seno de un matrimonio.

Fue aquello en la noche del 21 de junio; bien se acordaba la baronesa muchos años después.

Acababan de cenar las dos hermanas y estaban en el salón donde la baronesa acostumbraba a recibir las visitas.

Había poca luz y los balcones estaban abiertos para que el viento de la noche refrescase las caldeadas habitaciones.

Enriqueta había acostado a su hija dejándola al cuidado de una criada fiel, y sentada en una mecedora, junto al abierto balcón, contemplaba con expresión soñadora el trozo de cielo estrellado y límpido que quedaba visible entre las dos filas de tejados que formaban la calle.

Doña Fernanda abordó inmediatamente la cuestión.

Habló primero de lo agradable que era en verano la vida nocturna y esto fue como el exordio con que preparó la declaración de que Quirós volvía siempre a casa muy entrada la mañana.

Enriqueta hizo un gesto de desprecio para indicar lo indiferente que le era la conducta que pudiera seguir su marido, pero la baronesa para remover el fuego de los celos en aquello que ella creía frialdad aparente, añadió que Quirós, algunos meses antes volvía de la redacción a las tres de la madrugada, pero que ahora tocaban muchas veces las siete sin que él hubiese entrado en su cuarto.

Y puesta ya doña Fernanda en camino de hacer revelaciones, desembuchó todo cuanto sabía de las relaciones del periodista con la duquesa, no olvidando las bacanales famosas con las bailarinas del Real.

Enriqueta seguía mostrando la misma frialdad, y únicamente acogía algunas de aquellas revelaciones demasiado subidas de color, con gestos de asco.

Su indiferencia desesperaba a la baronesa, que aguardaba una ruidosa explosión de celos.

—Haces mal, hija mía —decía a su hermana—, en tomar las cosas con tanta calma. Yo bien sé que tú y Joaquinito no os queréis gran cosa; pero al fin tu marido es, llevas su nombre, y no es muy grato hacer un papel ridículo a los ojos de la sociedad, que conoce las locuras de tu señor marido. Tus amigas manifiestan lástima al hablar de ti; pero ten la seguridad de que en su interior se ríen del desairado papel que haces. Es necesario que evites este escándalo, sobre todo, porque como mil veces te he dicho, en nuestra esfera social es más preferible inspirar envidia que lástima.

Doña Fernanda, sin saberlo, había encontrado el medio de interesar a Enriqueta, cuyo carácter era muy sensible a las heridas del ridículo.

La joven señora de Quirós, a pesar de aquella indiferencia natural que sentía hacia su esposo y de que por nada del mundo hubiese consentido franquearle la entrada de su dormitorio, sentíase indignada por las revelaciones de su hermana y estremecíase de rabia al pensar los comentarios que ocasionaría en la alta sociedad aquella infidelidad conyugal.

Le causaba repugnancia aquel aventurero, que por medio de una maquiavélica trama había conseguido su mano; le era indiferente que se encenegase con otras mujeres a puerta cerrada, en todas las asquerosidades de una orgía sin término; pero lo que no podía consentir era el escándalo, eran aquellas relaciones con una vieja duquesa a la vista de todos, para hacerla a ella objeto de una compasión general que la irritaba.

Había heredado de su padre aquel carácter susceptible, que se descomponía a la menor suposición de hallarse en ridículo.

Además la irritaba el libertinaje de aquel hipócrita, que en público tenía siempre en sus labios las palabras religión y moral católica, tildando a todos sus enemigos de monstruos de impudicia y maldad, y sentía una secreta complacencia en poder arrojar al rostro de aquel antipático personaje toda la doblez de su conducta. Causábale náuseas la hipocresía de aquel campeón de la fe.

La baronesa adivinaba el efecto que sus palabras producían en su hermana y repetía las noticias que había adquirido, para convencer plenamente a Enriqueta de lo ciertas que eran las adúlteras relaciones.

Escuchándola, la señora de Quirós forjóse rápidamente un plan. La halagaba el confundir a aquel miserable, sobre el cual le importaba mucho tener cierta superioridad, y por esto se determinó a esperar hasta la madrugada la vuelta de Quirós, para echarle en cara su conducta.

Adivinaba ella que su esposo podría excusar su libertinaje, fundándose en el desvío y alejamiento que ella mostraba; pero Enriqueta preparó su contestación.

Ella no se oponía a que su esposo fuese un libertino, un hipócrita, que en público predicase la moral católica y en la vida privada sirviera de perro de lanas a las bailarinas de la Ópera; lo que ella, como esposa, no podía consentir, es que la pusiera en ridículo con unos amores conocidos por todos y que tenían por ideal una duquesa vieja, una cortesana averiada por las lides del amor y que podía competir en impudicia con las más degradadas mujeres que surgen de las sombras nocturnas para pegarse al primer transeúnte desconocido.

Ese alarde de cinismo que Quirós hacía, sosteniendo tales relaciones, no lo consentiría ella, y así se lo manifestó a doña Fernanda con tono enérgico e imperioso. Aquella misma noche sabría su marido quién era ella.

La baronesa estaba muy satisfecha de la energía de su hermana. Conocía por experiencia los arranques tardos, pero violentos, de aquella mosquita muerta, como ella llamaba a Enriqueta. Estaba segura de que la reyerta conyugal sería tan grande como se la había imaginado, y sentíase halagada por la esperanza de que Quirós abandonaría sus relaciones con la duquesa, volviendo a ponerse bajo su protección y a seguir sus consejos.

Hasta después de medianoche acompañó la baronesa a su hermana, y cuando satisfecha de su triunfo se retiró a descansar, Enriqueta abandonó el salón, entrando en un lindo gabinete inmediato a la antecámara y que tenía ventana a la calle.

Estaba decidida a aguardar a su marido sin reparar en la hora a que volviese, y desde allí, aunque la rindiera el sueño oiría perfectamente el ruido producido por Quirós al abrir con su llavín la puerta de la escalera.

A la velada luz de una elegante lámpara, púsose a leer Los tres mosqueteros de Dumas padre, única novela con la que transigía su hermana, la devota baronesa, sin duda por su afición a las intrigas, y así permaneció algunas horas, procurando aturdirse en el torbellino de aquella acción interesante, y haciendo muchas veces involuntariamente internas comparaciones entre Athos y D'Artagnan y su amante de otros tiempos Esteban Álvarez. Donde no existían puntos de similitud, ella se encargaba de imaginarlos.

Cuando llevaba ya leída una tercera parte del volumen, la pesadez que sentía en su cerebro y el cansancio de sus ojos la obligaron a levantar la cabeza, y entonces notó que la lámpara alumbraba con débil luz.

Una claridad lívida se difundía por la estación y los vidrios de la ventana brillaban como láminas de pálido azul, dejando adivinar confusamente los perfiles de las casas fronterizas.

Era la luz del nuevo día.

Enriqueta, fatigada, entumecida y molesta en aquella habitación caldeada por la luz artificial, abrió la ventana para respirar la brisa matutina.

El fresco hálito de la mañana la serenó y sintió la misma impresión de una sonámbula que despierta de improviso y no puede explicarse cómo se halla fuera de su lecho.

¿Por qué estaba allí? Dirigióse esta pregunta, y entonces recordó su conversación con la baronesa en la noche anterior, arrepintiéndose de la resolución que había tomado. ¡Cuán tonta era! ¡Valiente cosa le importaba a ella la conducta de su marido!

Cierto era que le escocía un poco la ridicula situación en que la colocaba Quirós, pero al mismo tiempo, ruborizábase de vergüenza al pensar que aquel fatuo podía llegar de un momento a otro, y, al ver que le había estado aguardando toda la noche, creyese que se hallaba enamorada de él.

Era ya de día y Quirós todavía no había llegado. ¡Bueno estaría que aquel libertino hipócrita la viese a ella asomada a la ventana, lo mismo que una mujer enamorada que, tras larga noche de llanto e insomnio, aguarda ansiosa al esposo querido!

Ahora mismo me acuesto, se decía Enriqueta; pero permanecía inmóvil en la ventana, halagada por aquella frescura y el espectáculo del amanecer, completamente desconocido para una joven aristocrática que jamás se había levantado de la cama a tal hora.

¡Qué bonita estaba la calle completamente desierta, con sus dos filas de grandes casas, con sus puertas cerradas y sus ventanas de las cuales sólo la suya estaba abierta!

Tenía cierta sublime grandeza aquel silencio que se deslizaba majestuoso por entre las casas, que encerraban un tesoro de vida y animación, muerto ahora, y que, al resucitar pocas horas después se derramaría por todas partes como ola de agitación y de estruendo.

La luz perdía poco a poco sus tonos de azulada lividez, el cielo se aclaraba y unas nubecillas que asomaban poco antes pardas y feas sobre los lejanos tejados del tramo de la calle, tomaban ahora cierta transparencia de grana y oro. Era el sol que comenzaba a salir, embelleciéndolo todo con sus caricias de fuego.

Enriqueta, ante aquel silencio, sentía caprichos de niña y casi estuvo a punto de gritar, pero otros se encargaron de esto: los gorriones en alegres bandadas saltaban sobre los aleros de los tejados, aleteaban en las copas de los árboles y bajaban hasta el desierto pavimento de la calle, acompañando todas sus infantiles travesuras con un incesante piar en infinitos tonos. Eran los violines que preludiaban la gran sinfonía del amanecer.

Despertaba la vida con aquel toque de diana de la naturaleza, y Enriqueta veía ya por la parte de la plaza de Antón Martín pasar alguna que otra mujer con la cesta de buñuelos y el aguardiente en busca de parroquianos.

Una taberna de la calle acababa de abrir sus puertas pintadas de rojo, y el muchacho gallego, de gruesos zapatos y puntiagudos pelos, arreglaba en una mesilla las botellas de anisete y bala rasa, para tomar de mañana.

A Enriqueta le encantaba aquel espectáculo.

De pronto avanzó la cabeza con expresión de sorpresa y como queriendo oír mejor.

Habían sonado a lo lejos sordos estampidos, semejantes a descargas de fusilería. Esperó para convencerse de la realidad de aquellos ruidos y éstos no tardaron en repetirse.

Enriqueta no podía explicarse qué era aquello; pero, sin saber por qué, experimentó cierta inquietud y pensó en Esteban.

¿Qué haría a aquellas horas? ¿Estaría aún amenazado por terribles peligros y empeñado en sus difíciles empresas?

El recuerdo de Álvarez sumió a la joven en honda meditación, del que le sacó el estrépito producido en la desierta calle por varios soldados de caballería que en desorden y con visible azoramiento, iban a todo galope de su cabalgaduras.

Eran ordenanzas del Ministerio de la Guerra, y Enriqueta los siguió con la vista, hasta que al extremo de la calle perdiéronse en diversas direcciones.

La joven presentía algo terrible. Nada de extraño tenía ver a tales horas un pelotón de jinetes, pero aquellos soldados llevaban en sus rostros una marcada expresión de intranquilidad y marchaban con demasiada rapidez, como temerosos de llegar tarde a su destino o de que alguien les cortase el paso.

Poco después vio pasar uno tras otro a varios oficiales con el mismo aspecto de intranquilidad, llevando en sus rostros un gesto de inquietud y en sus ojos las señales del sueño recientemente interrumpido.

Marchaban apresuradamente, casi corrían, seguidos de sus asistentes y algunos de ellos todavía iban abrochándose el uniforme puesto con precipitación o ajustándose el cinturón de ia espada.

Pronto comprendió Enriqueta lo que aquello significaba.

Por la plaza de Antón Martín entró en la calle un grupo de hombres armados. Eran en su mayoría obreros, llevaban al hombro viejos fusiles, escopetas de caza y algunos trabucos; y al frente, con el revólver en la mano, iba un joven de rostro simpático, adornado por bigote, perilla y melena romántica y que vestía levita y sombrero de copa. Tenía el tipo de un hombre dedicado a la literatura y parecía el jefe de aquel pelotón que marchaba bulliciosamente mirando a todas partes con expresión de triunfo.

Aquel grupo revolucionario al entrar en la dormida calle prorrumpió en gritos:

—¡Viva la libertad! ¡Viva Prim! ¡Muera Isabel II!

Y los más humildes del grupo, los que llevaban en su rostro las huellas del sufrimiento y en sus ropas los desgarrones de la miseria, intercalaban en dichos gritos otro que producía cierta alarma en aquellos del grupo que tenían cierto aspecto burgués.

—¡Viva la República!

El grupo pasó frente a la ventana que ocupaba Enriqueta la cual sentía miedo al ver algunos de aquellos rostros endurecidos por esa expresión feroz que da la miseria.

El jovenzuelo de aspecto romántico, al ver una mujer hermosa contemplando el paso del revolucionario pelotón, estiróse con la petulancia de un mozo guapo y la saludó con una amable sonrisa, creyéndose un héroe.

Enriqueta pensaba en Álvarez y cuando el grupo se detuvo a la puerta de la taberna que estaba más abajo de su casa, fue fijándose uno por uno, en todos los hombres, como si esperase encontrar al capitán disfrazado y confundido entre aquellos revolucionarios.

En esto le distrajo la presencia de un hombre que venía indudablemente del Prado y subía la calle apresuradamente. Era un viejo general conocido de Enriqueta por haber sido amigo y compañero de armas de su padre, el conde de Baselga.

Acababa de ser despertado y aún iba por la calle abrochándose la galoneada levita, sin dejar de correr.

Al verle se produjo un terrible movimiento a la puerta de la taberna.

Muchos de aquellos hombres apuntaron con sus fusiles a la acera de enfrente por donde pasaba el general, y el anciano se detuvo, pálido y altivo, llevando instintivamente la mano a la empuñadura de la espada.

Fue una escena muda y terrible que angustió a Enriqueta, única espectadora, y que duró solamente algunos segundos.

El jefe del grupo, aquel joven de aspecto interesante, púsose ante los fusiles de los suyos, y gritó con una energía que no hacía esperar su delicadeza física.

—¿Qué vais a hacer? ¿Ahora que empieza la revolución vamos a deshonrarnos matando a un hombre que va solo? ¿Somos acaso asesinos? ¡Abajo las armas!

Y aquel dandy literario hablaba con tan imperiosa energía, que las armas asestadas contra el general se bajaron inmediatamente.

—Pase usted, general, y siga su camino —gritó el jovenzuelo—. De aquí a un rato nos combatiremos, pero ahora le respetamos a usted porque es un hombre que va a cumplir con su deber y nosotros no somos asesinos.

El general quedó indeciso y como confuso ante aquella inesperada nobleza y por fin quitóse el galoneado ros, y sonriendo con paternal benevolencia les saludó diciendo:

—¡Gracias, señores! Son ustedes unos valientes dignos del nombre de españoles. ¡Que Dios les dé buena suerte!

Y saludando otra vez al grupo popular con visible enternecimiento, siguió su camino apresuradamente hasta que, al llegar al palacio de Baselga, se fijó en Enriqueta a la que conocía.

—¿Qué hace usted aquí, hija mía? —le gritó—, adentro en seguida, que va a haber tiros. Los artilleros del cuartel de San Gil se han sublevado contra la reina y Madrid está que arde. Escóndase, que la sarracina va a ser gorda.

Y el anciano fue a seguir su marcha, pero aún se detuvo, como cediendo a una necesidad interna de desahogar su pensamiento.

—¿Pero ha visto usted, Enriquetita lo que acaba de hacer esa gente? Al diablo con esos descamisados y los escritores boquirrubios que los levantan de cascos. ¡Lástima de valientes! Crea usted que me remuerde la conciencia de tener que ametrallar a una gente que así procede.

Sonaron a lo lejos nuevas y más fuertes descargas, y el general siguió su camino apresuradamente sin despedirse de Enriqueta.

Mientras tanto, el grupo revolucionario continuaba su marcha y las dormidas gentes despertaban con gritos inesperados.

—¡Abajo los Borbones! ¡Viva la libertad!

X. El 22 de junio

Comenzaba a clarear el alba y los centinelas del cuartel de la Montaña pasaban por las terrazas para librarse del entumecimiento que produce el frío del amanecer.

En el vasto edificio militar reinaba un silencio absoluto y únicamente las ventanas del cuarto de banderas estaban iluminadas, sin duda porque en tal habitación se hallaban aún despiertos y vigilantes los oficiales de guardia.

Un hombre de rostro enérgico con gran barba, era el único ser que rondaba por las inmediaciones del cuartel, que a aquella hora estaban completamente desiertas.

Era don José Rivas Chaves, dueño de un acreditado establecimiento de lencería, y el principal hombre de acción del partido progresista. Su fortuna y los grandes sacrificios que había prestado en varias ocasiones a la causa revolucionaria dábanle gran prestigio entre la gente dispuesta a empuñar las armas, y como decidido propagandista en el elemento militar, era el agente encargado de sostener las relaciones de los organismos directores de la conspiración con los sargentos comprometidos.

Chaves, situándose a la espalda del cuartel de San Gil, agitó su pañuelo, y desde una de las ventanas altas del edificio le contestó un sargento de la artillería acuartelada, haciendo ondear una sábana. Era ésta la señal convenida.

Pasó después al cuartel de la Montaña y parándose junto a una reja cambió breves palabras con otro que estaba dentro, y al dirigirse al otro extremo del gran edificio tropezó con un centinela con el que entabló conversación ofreciéndole un cigarro, y mientras el soldado lo encendía, el conspirador sacudió su sombrero con el pañuelo, seña a la que alguien contestó también agitando un lienzo blanco en las ventanas altas.

El aviso había circulado ya; no había novedad alguna y el volcán revolucionario iba a estallar después de una preparación tan larga como lenta.

Los sargentos de los cuerpos de artillería acuartelados en San Gil iban por fin a ver satisfecha aquella impaciencia sediciosa que mostraban en todas las reuniones revolucionarias.

Chaves, satisfecho de la buena marcha que seguía la conspiración y agitado por esa emoción que siente todo hombre en un momento decisivo, sentóse al borde de un abrevadero que existía en la plaza de San Marcial, frente a la puerta del cuartel, esperando con nerviosa impaciencia los acontecimientos.

El gigantesco edificio permanecía silencioso y no se notaba en él ningún signo que denunciase interna agitación.

El conspirador miraba con ansiedad las largas filas de ventanas cerradas, de las cuales, las más bajas, estaban casi cubiertas por la hilera de árboles que rodeaban el edificio, y fijaba su vista en la cerrada puerta, a cuyos dos lados alzábanse solitarias y desiertas las blancas garitas de madera.

De pronto en aquellas ventanas comenzaron a verse soldados a medio vestir que se asomaban con aire risueño para volver a ocultarse, y de vez en cuando algún sargento ya uniformado y con armas, lanzaba una mirada de inquietud a la desierta plaza.

Reinaba en ésta la calma y la soledad propias del amanecer, y sólo un grupo de hombres del pueblo interrumpió con sus pasos aquel silencio matinal, bajando por la calle de Bailén.

Iban todos ellos armados, y al frente marchaba un caballero de rudo aspecto, con la capa terciada, quien los guió por la escalerita de la calle del Río.

—¡Allá va don Manuel Becerra con su gente! —murmuró Chávez viendo cómo desaparecía el armado grupo.

Transcurrieron algunos minutos, sonó en el interior del cuartel el toque de diana e inmediatamente se oyeron algunos tiros.

Se había iniciado ya la insurrección de los artilleros del cuartel de San Gil.

El gobierno, que hacía mucho tiempo sospechaba la conspiración existente en Madrid, había ordenado grandes precauciones militares, y entre éstas, la más importante era que una parte de la oficialidad de los regimientos durmiese en los cuarteles para evitar una insurrección.

Los oficiales de artillería habían pasado toda la noche en el cuarto de banderas jugando al tresillo, sin que les rindiera el sueño. Esperaban los sargentos comprometidos en el movimiento, sorprenderlos adormecidos a la madrugada; pero en vista de que era llegada la hora de iniciar la insurrección y los oficiales seguían entregados al juego, entraron los conspiradores en el cuarto de banderas, apuntándolos con sus carabinas e intimando la rendición.

No querían los sargentos derramar sangre; pero la voz imperiosa del deber inclinó a los oficiales a la resistencia y sobrevino la catástrofe.

Disparó un oficial su revólver e inmediatamente una descarga que mató o hirió a casi todos los jugadores.

Horroroso era el hecho; pero no cabía ya retroceder, y los sargentos, enardecidos por la vista de aquella sangre, se apresuraron a poner en práctica el plan revolucionario.

En pocos minutos cambió el aspecto del cuartel que, conmovido de arriba a abajo, comenzó a vomitar por sus puertas hombres, mulas y cañones.

Iban los sargentos al frente de los pelotones de los artilleros, revueltos por la indisciplina y la estupefacción que les producía ver el cadáver de un oficial tendido en la puerta del cuarto de banderas. El desorden era completo, y el entusiasmo que comenzaba a apoderarse de los soldados, excitados por la proximidad del combate, contribuía a que las órdenes de los sargentos apenas pudiesen ser oídas y que costase mucho el verlas ejecutadas.

Por fin los tiros de mulas fueron enganchados a los cañones contribuyendo a acelerar la operación la presencia del general Pierrad, jefe militar de la insurrección, quien arengó a los artilleros y las órdenes del capitán Hidalgo, único oficial de artillería comprometido en el alzamiento.

Momentos después, las calles de Madrid conmovíanse con el estruendo producido por los cañones que los artilleros sublevados llevaban de una parte a otra, sin saber qué hacer de ellos por falta de dirección.

La capital estaba ya en plena insurrección, y grupos de paisanos armados aparecían en todas las calles, saludando con vivas a aquellos soldados, que rojos por el entusiasmo, inclinados sobre el cuello de sus mulas y dejando flotar los encarnados cordones de sus roses, galopaban arrastrando las temibles bocas de hierro, cuyas ruedas botaban sobre el empedrado produciendo un sordo estremecimiento, semejante a una lejana tempestad.

Surgían de todas partes los hombres armados; el entusiasmo era general; había en la atmósfera esa agitación nerviosa propia de las grandes revoluciones; veíanse esas caras feroces y extrañas cataduras que sólo aparecen en los días de gran tormenta, cuando la espátula revolucionaria revuelve hasta las últimas heces del líquido social; adivinábanse en un rasgo, en una palabra, héroes y mártires entre aquella entusiasmada muchedumbre, que con una pistola vieja o un trabuco, se sentían capaces de luchar contra toda la guarnición de Madrid; pero se notaba algo, por fortuna todavía oculto, y que de ser conocido podía producir inmediatamente el desaliento: la falta de un plan bien ejecutado, la carencia de una dirección rápida y acertada.

Muchos de los regimientos comprometidos, acuartelados en diferentes puntos de la capital, no podían unirse a los insurrectos por estar ya sus sargentos arrestados y tener al frente a sus jefes fieles al gobierno.

Los oficiales designados por el Comité revolucionario para ir a ponerse al frente de dichos cuerpos, habían esperado en vano la orden; y cuando por fin, cansados de aguardar, fueron a los cuarteles, los soldados, a la voz de sus jefes que habían sido más activos, recibieron a tiros a los mismos que hubieran aclamado y seguido de llegar algunos minutos antes.

Fue aquella revolución la más anárquica de cuantas han ocurrido en España. Todos mandaban y ninguno obedecía. Los artilleros emplazaban sus cañones donde mejor les parecía, y el pueblo levantaba barricadas sin aguardar órdenes, con ese instinto estratégico que la masa revolucionaria desarrollaba en los momentos difíciles.

Se sabía a la media hora de haberse iniciado la revolución que ésta no podía contar ya con más faena que la artillería de San Gil y se tenía la certeza de que toda la guarnición iba a caer sobre los sublevados; pero esto no lograba amilanar a ninguno de aquellos combatientes por la libertad.

El pueblo no retrocede una vez iniciada una revolución, aun teniendo conciencia de su derrota; y los sublevados del 22 de junio únicamente experimentaban una amarga decepción al ver aquella artillería que como ruidoso meteoro de hierro y fuego, iba de un punto a otro sin saber qué hacer ni en qué emplearse, por falta de dirección.

Mientras tanto el gobierno organizaba certeramente la resistencia y tomaba con rapidez la ofensiva.

El aviso de lo ocurrido en el cuartel de San Gil llegó a la presidencia del gobierno cuando O'Donnell, después de pasar la noche en vela, disponíase a acostarse. El caudillo de África montó inmediatamente a caballo y con un batallón de ingenieros se dirigió a la Puerta del Sol, de la cual habían intentado apoderarse los revolucionarios sin éxito alguno.

Desde allí dirigióse a Palacio para poner a la reina a cubierto de un golpe de mano, pero ya se le había adelantado su eterno rival, el general Narváez, quien llegó al regio alcázar casi a medio vestir, organizando inmediatamente la resistencia y ametrallando con dos cañones emplazados en la calle de Bailén, la fachada del cuartel de la Montaña.

El héroe de Arlaban y verdugo de sus compatriotas, excitado por el grandioso espectáculo de aquella revolución, que él mismo calificaba de la más terrible que había conocido, recobró el valor ciego, impetuoso y temerario de su juventud y fue a colocarse en los puntos de mayor peligro, sin temor al fuego que hacía el paisanaje desde las calles inmediatas.

Una bala perdida derribó a Narváez del caballo, causándole una herida de poca gravedad, pero la débil senectud reapareció en el veterano al verse bañado en su propia sangre, y el general fue conducido a Palacio, exánime con la creencia de una próxima muerte.

La reina, consternada y temerosa de una insurrección que estallaba casi a las mismas puertas de su alcázar, se encargó del cuidado de aquel antiguo amigo y defensor, que pálido, exánime y cubierto de sangre, aparecía a sus ojos con todo el prestigio de un héroe de la causa monárquica.

Narváez estaba alejado algunos años del poder por el triunfo de la Unión Liberal, cada vez más omnipotente, pero a pesar de esto las gentes de Palacio no se equivocaron.

—He aquí una bala —dijo un cortesano— que ha dado en el general Narváez y ha matado al general O'Donnell.

La profecía fue exacta. Pocos días después la reina destituía a O'Donnell y la reacción, simbolizada por Narváez, volvía a ocupar el poder.

En el primer momento el gobierno no supo cómo combatir aquella insurrección, que a pesar de sus escasas fuerzas militares se presentaba imponente y magnífica.

El pueblo de Madrid se mostraba tan belicoso y dispuesto al heroísmo que únicamente podía ser comparada su insurrección con aquella otra que inmortalizó la fecha del 2 de mayo.

El cuartel de San Gil habíase convertido en una fortaleza, para cuya conquista se necesitaba derramar mucha sangre, y en el barrio del norte y sur de la capital, miles de combatientes acosaban por todas partes a las tropas del gobierno, las cuales, después de sostener terribles combates, donde creían encontrar vencidos, tropezaban con nuevos y tenaces obstáculos.

Nada significaba que el coronel Camino se hubiese apoderado de algunas piezas de artillería de los insurrectos, deshaciendo muchas barricadas; nuevos baluartes amasados con piedras, tierra y muebles, volvían a cortar las calles y desde balcones y ventanas se hacía sobre los asaltantes un fuego mortífero.

El ejército se revolvía como el león acosado por infinito enjambre de avispas, que mientras destruye un venenoso insecto con su robusta zarpa, recibe las picaduras de mil.

Pero a las pocas horas de lucha, O'Donnell había adivinado ya el punto flaco de aquella imponente insurrección. La falta de relaciones entre unos puntos y otros, la carencia de dirección y la nulidad de los jefes revolucionarios, saltó inmediatamente a su vista y se propuso ahogar la rebelión por partes, dirigiendo todas las fuerzas sucesivamente sobre las diversas zonas donde se había localizado la resistencia.

El cuartel de San Gil era el más temible núcleo revolucionario y contra él se dirigió el primer ataque de la mayor parte de las fuerzas. Los artilleros insurrectos habían cometido la torpeza de encastillarse en el cuartel, a excepción de las fuerzas que habían salido en el primer momento a recorrer las calles, y pronto se vieron bloqueados por las fuerzas del gobierno y cortadas todas sus comunicaciones con los revolucionarios que se batían en el resto de Madrid.

El general Serrano había salvado al gobierno y decidido la victoria con un rasgo de temerario valor. La actitud de la infantería acuartelada en la Montaña, junto al cuartel de San Gil, era enigmática para el gobierno, y para convencerse de su fidelidad o en caso contrario decidir a los batallones en favor de la reina, Serrano salió de Madrid, dio un rodeo hasta encontrarse frente al cuartel de la Montaña, y subiendo con gran trabajo por una pendiente casi vertical, se introdujo en el edificio, siendo recibido por los cuerpos con vivas al gobierno.

Esta hazaña fue la señal de derrota para los sublevados de San Gil, que se vieron atacados por el frente por las tropas que mandaba Zabala, teniendo a la espalda a Serrano con toda la infantería del inmediato cuartel.

Aquellos insurrectos, cogidos entre dos fuegos, despreciaron todas las intimidaciones que se les hicieron, y supieron resistirse y perecer con esa sublime tenacidad que desarrolla el soldado español cuando se ve frente a frente con la muerte.

Cañones y fusiles cruzaban en el espacio una granizada de plomo; el rugido de las descargas ensordecía a los combatientes, en las bocacalles inmediatas, así como en las ventanas del cuartel, flotaban girones de blanco humo, que parecían vellones arrancados a las nubecillas que adornaban un cielo hermoso y esplendente propio de un día de verano.

Hacía abominar de la humanidad ver cómo ante la divina sonrisa de la naturaleza en todo su esplendor, se exterminaban centenares de hombres por los intereses de un grupo de tiranos, degradados y repugnantes.

Un batallón de zapadores, desafiando la fusilería y la metralla, echó abajo la puerta del cuartel y por aquella brecha arrojóse la infantería con bayoneta calada a apoderarse del edificio.

La lucha tomó entonces un carácter horrible. Callaron los cañones, cediendo el puesto al fusil y al machete, a la bayoneta y al sable.

Combatíase cuerpo a cuerpo, hacíase fuego a quemarropa y el instinto de conservación, unido a la rabiosa sed de venganza, utilizaba como baluarte y fortaleza el quicio de una puerta, el saliente de una columna, la revuelta de un corredor, localizando el combate en estos detalles arquitectónicos.

Cada habitación del piso bajo costaba ríos de sangre, y los asaltantes atravesaban un umbral, esperando la descarga a quemarropa que aclaraba las filas o el salvaje machetazo que hendía el cráneo.

Las oficinas, los armeros, los almacenes, eran teatro de las más horrorosas escenas, y en las desiertas cuadras, chocando contra los vacíos pesebres y tropezando con los montones de paja, se buscaban los hombres con ciego furor, se herían con bárbara complacencia y, muchas veces, rotas las armas o perdidas, caían fuertemente abrazados y mordiéndose en el rostro se revolcaban a los pies de alguna mula vieja o caballo abandonado, pobres bestias que amedrentadas por la tempestad que rugía fuera, miraban con ojos melancólicos aquellas escenas de horror, no pudiendo comprender sin duda las locuras de una raza superior que del asesinato en masa hace un título de gloria.

Los asaltantes se hicieron por fin dueños del piso bajo, pero la resistencia continuó arriba en los pisos superiores, en aquellos vastos dormitorios cuyas paredes estaban acribilladas por los metrallazos que enviaban las baterías sitiadoras y de cuyas ventanas no quedaban más vestigios que 105 rotos goznes y algunos prones de madera que se bamboleaban al estrépito de cada descarga.

Las escaleras fueron cráteres de volcanes invertidos, que despedían el fuego hacia abajo y los peldaños desaparecieron bajo los cadáveres El humo cegaba a los asaltantes; las paredes trepidaban con el ruido de las descargas, las voces de mando apenas sí se oían en aquella confusión, y los asaltantes, cegados por el picante hálito de la pólvora, rabiosos por aquella resistencia y enloquecidos por el peligro a que les empujaban sus jefes, subían como una marea de agudas bayonetas, sin fijarse en lo que ocurría a su lado, destrozando al muerto con sus pies y desoyendo al compañero herido que exhalaba alaridos de dolor.

Ya estaban las tropas del gobierno en el primer piso, ya cargaban a la bayoneta por los dormitorios y los horribles detalles de una lucha marcial volvían a reproducirse.

Las bayonetas hurgaban tunosas bajo las camas de donde salían tiros de revólver, el soldado recibía moribundo sobre su pecho al compañero que le precedía al atravesar una puerta, y sobre las revueltas sábanas y los rotos jergones, caía fusilado el mocetón que, machete en mano, se defendía como una fiera acorralada.

Costó mucho a las tropas del gobierno apoderarse del cuartel de San Gil.

En cada piso fue necesario primero un asalto para llegar a él, y después una batalla para apoderarse de sus acribilladas habitaciones.

En el segundo piso defendiéronse los artilleros con igual fiereza que en el primero, y cuando se vieron desalojados de él, aún quedaron trescientos desesperados que se fortificaron en las buhardillas, causando gran daño a los sitiadores.

Por fin las tropas del gobierno se hicieron dueñas del edificio y los insurrectos que sobrevivieron a la lucha quedaron desarmados y prisioneros.

O'Donnell respiró al ver vencida la insurrección militar y antes de dirigirse contra los elementos civiles que sostenían la bandera revolucionaria, encaminóse a Palacio para tranquilizar a Isabel II y a su pusilánime y afeminado esposo don Francisco de Asís que temblaba como una damisela, a pesar de su categoría de capitán general del ejército.

La reina dio las gracias a O'Donnell por el servicio que acababa de prestarle y le excitó a que cuanto antes exterminase al paisanaje que en los barrios populares defendía su terrible red de barricadas. Hablando así aquella mujer pensaba ya en destituir a O'Donnell que por ella exponía la vida, sustituyéndolo por Narváez. Tan perfectamente sabía mentir Isabel II, que nadie podía dudar que era legítima hija de Fernando VII.

El duque de Tetuán dirigió el grueso de sus tropas contra los barrios del norte de Madrid, y tras un combate de muchas horas consiguió vencer las fuerzas populares que mandaba Contreras.

En el sur de la capital la lucha se desarrolló en las últimas horas de la tarde, y al anochecer era tomada por las tropas la barricada de la plaza de Antón Martín, último baluarte de los revolucionarios.

Así terminó la insurrección popular más heroica y entusiasta y peor dirigida que ha existido en España.

Las tropas, enfurecidas por aquel combate tenaz que diezmaba sus filas, fusilaron al pie de las destruidas barricadas a todos aquellos prisioneros cuyo aspecto denunciaba el carácter de jefes revolucionarios y O'Donnell aún permaneció algunos días en el poder para encargarse de la deshonrosa misión de escarmentar a los revolucionarios ejecutando sesenta y seis sargentos y cabos.

Después de esta hecatombe, la reacción, como el bandido que luego de cometido el crimen arroja lejos de sí el puñal ensangrentado, derribó a O'Donnell del poder, lanzándolo al olvido y acelerando con sus desdenes el fin de su existencia.

XI. La barricada de la plaza de Antón Martín

Era el más terrible de todos aquellos confusos amontonamientos de adoquines, tierra, carruajes y muebles que la revolución había hecho surgir, soplando sobre las calles de Madrid.

Sus diferentes baluartes, que por lo irregularmente construidos parecían montones de basura hacinados por colosal escobazo, cerrando las diferentes entradas a la plaza, convertían a ésta en una ciudadela, en cuyo interior estaba todo lo más granado de Madrid en cuanto a guapeza revolucionaria y entusiasmo político a prueba de decepciones.

Allí estaba la representación genuina de aquella edad heroica de la democracia en sus diversas y conmovedoras manifestaciones.

El viejo menestral, que aún guardaba en su casa el morrión de miliciano, de tiempos de la regencia de Espartero, y que hablaba como si fuesen sucesos del día anterior de las tres jornadas del 54 y de la protesta armada del 56; el agitador de levita raída que se había tuteado con Sixto Cámara; el tendero, fervoroso progresista que ponía a todos sus hijos el nombre de Baldomero, y en la anaquelería de su tienda, tras las piezas de tela o las cajas de azúcar, ocultaba las armas pertenecientes al club del barrio; el obrero que pasaba las veladas con su familia haciendo cartuchos, y al acostarse ocultaban los paquetes de pólvora entre los colchones para igualarse con esto al gobierno que a todas horas dormía sobre un volcán; el escritor bohemio de mísero pelaje que no sabía ya qué decir a la libertad, cuya figura había ensalzado en cien odas, y que estaba ansioso de que los suyos tuviesen pronto poder para mudar de vida, el aprendiz entusiasta, gran aficionado al barbero de su barrio a quien oía leer los periódicos de oposiciones y le preguntaba cuándo llegaba la gorda; todos, en fin, los entusiastas y los ilusos, los héroes y los desesperados, representando la parte del pueblo español que aún le quedaban fuerzas y energía para atacar a una reacción que llevaba uncida a la nación al carro de sus vicios y sus crímenes, hallábanse allí en aquella barricada, sin saber qué hacer, ni cuál era la suerte de sus compañeros en los restantes distritos de Madrid, pero dispuestos a resistir mientras les quedase un cartucho.

Los barrios populares de los que era puerta la célebre plaza habían arrojado en tal punto su gente de más valía que acudía al olor de la pólvora, los más de ellos instintivamente y sin aviso alguno.

Predominaba en aquella barricada el elemento avanzado. Eran pocos los progresistas y muchos los demócratas; y allí, con el fusil en la mano, figuraban todos los entusiastas que más gritaban y aplaudían en las reuniones públicas del partido, cuando Orense, a quien llamaban por antonomasia El marqués soltaba alguna de sus agudas chuscadas, o Pi y Margall y Castelar pronunciaban sus magníficos discursos.

El triunfo no era seguro, mas no por esto decrecía el entusiasmo; además, aquellos revolucionarios confiaban en una providencia extraña y tenían la convicción de que permaneciendo ellos a pie firme resistiendo los ataques de la tropa, no faltaría alguien que a sus espaldas decidiría la victoria.

Desde las primeras horas de la mañana estaba levantada aquella barricada, y sin embargo hasta muy entrada la tarde no recibió ninguna embestida formal.

No por esto los que la defendían permanecían en la inacción.

Algunos pelotones de Guardia Civil la tiroteaban desde puntos lejanos y los insurrectos apenas sí contestaban con alguno que otro disparo, comprendiendo sin duda que necesitaban las municiones para más adelante.

Durante horas enteras cesaban estas débiles agresiones, pero en cambio los insurrectos estuvieron oyendo durante toda la mañana un continuo y apagado estruendo, semejante al de una lejana tempestad.

—Se baten en la Montaña —decían los defensores de la barricada en las primeras horas de la insurrección.

Después el estruendo cesaba de sonar en el mismo punto trasladándose a otro lugar.

Esto hacía torcer el gesto a muchos, pues indicaba que un foco de la revolución había sido extinguido y comenzaba a combatirse a otro.

—Ahora deben estar batiéndose por la parte de Fuencarral.

Y así era, pues el gobierno se hallaba dedicado a atacar la revolución en el norte de Madrid.

Aquella lucha lejana excitaba a muchos de los defensores de la barricada que irritados de permanecer inactivos mientras allá abajo mataban a sus hermanos, saltaban aquellos hacinamientos confusos que constituían los baluartes, y con el fusil al hombro perdíanse en las vecinas calles, siempre con dirección al punto donde sonaban las descargas.

Era expuesto y difícil querer pasar de un extremo a otro de Madrid, y además la plaza de Antón Martín era el punto avanzado de la insurrección en el sur, y más allá de sus barricadas resultaba lo más probable recibir un traidor balazo o encontrarse con una patrulla de la Guardia Civil que prendía a los transeúntes sospechosos conduciéndolos a los sótanos del Ministerio de la Gobernación.

Estos avances, hijos de la impaciencia y el entusiasmo, disminuían el número de defensores; pero la calma que a pesar de los preparativos insurreccionales reinaba en la calle de Atocha, difundía cierta confianza en el vecindario de los pisos bajos, y algunos establecimientos de comidas y bebidas decidíanse a abrir sus puertas a los revolucionarios.

Reinaba tal calma en aquella parte de Madrid, y con tanta tranquilidad se paseaban los insurrectos por la plaza, que a no ser por el silbido de alguna bala que de vez en cuando enviaban los guardias posicionados por la parte de la plaza de Santa Cruz, se hubiera creído que la revolución había terminado y que el pueblo era el vencedor.

En las primeras horas de la tarde cambió por completo la situación.

Viéronse llegar a todo correr algunos de los hombres que antes habían abandonado la barricada, los cuales mostraban una expresión de alarma a la que se unía cierta alegría feroz.

—¡Ya están ahí! —gritaban—. ¡Ya tenemos encima a la tropa!

Y a estas palabras aquel hacinamiento confuso, levantado por el huracán revolucionario, conmovíase y parecía adquirir vida.

Los revolucionarios preparaban sus armas y escogían a su gusto el lugar de la barricada desde donde habían de hacer fuego a los asaltantes, y había quien buscaba estar lo más cómodamente posible tomando asiento en un montón de piedras y apoyando la carabina en algún saliente de la dentada barricada.

Un grupo de jóvenes obreros que a causa del calor se habían quitado sus chaquetas e iban de un lado a otro en cuerpo de camisa con la carabina al hombro, saltaron fuera de la barricada, pues les parecía poco digno batirse tras aquellos obstáculos y no dar francamente su pecho al enemigo.

Reinaba en la plaza la misma animación que en la cubierta de un buque cuando está próxima la tempestad, sólo que allí cada uno se movía por impulso propio y eran muy pocos los que obedecían las órdenes de los jefes revolucionarios.

Entre los hombres que en revuelto grupo habían asaltado la barricada anunciando la proximidad de la tropa, llamó la atención un caballero de arrogante figura al que saludaron con afectuosidad los más caracterizados de los insurrectos.

Los defensores de la plaza de Antón Martín tenían por principales jefes a don Nicolás María Rivero y al abogado valenciano don José Cristóbal Sorní, hombres importantes del partido democrático, y políticos de acción, que revólver en mano iban rectamente al peligro para poner en práctica lo que mil veces habían predicado en el club.

Bastó que los dos y algunos otros revolucionarios de prestigio cambiasen un apretón de manos con el recién llegado, para que al momento todos los insurrectos lo calificasen de personaje de importancia y se mostrasen dispuestos a obedecerle.

Era Esteban Álvarez que, seguido de su fiel asistente, estaba desde las primeras horas de la mañana en los puntos de mayor peligro dando muestras del más temerario valor, y librándose milagrosamente de la muerte.

Había estado con otros oficiales expulsados del ejército por conspiradores, aguardando al amanecer la orden del Comité revolucionario, para ir a los cuarteles de infantería a sacar las fuerzas; y cuando en vista de la fatal tardanza se decidió a no esperar más, trasladándose a los puntos indicados, encontróse con que los jefes afectos al gobierno habían sido más activos, llegando antes que él.

Desesperado por el mal sesgo que tomaba el movimiento, había intentado llegar al cuartel de San Gil para ponerse al frente de la artillería y organizar la defensa, pero era tarde ya también, pues O'Donnell tenía bloqueado el edificio, y al fin el conspirador hubo de resignarse a batirse como un simple soldado, pues en las barricadas reinaba tal confusión que nadie obedecía sus indicaciones acertadas, hijas de un genio militar.

Estaba convencido del fracaso de aquella insurrección, pero ni un solo instante pensó en retirarse, y durante todo el día estuvo en los puntos de mayor peligro.

Batióse en la plaza de Santo Domingo, donde vio caer del caballo y quedar herido al general Pierrad, arrostró el fuego en la calle de Hortaleza, y estuvo próximo a quedar prisionero en la puerta de Bilbao, donde el general Contreras, con algunos centenares de paisanos y dos cañones, se defendió con gran bizarría, y al fin, cuando vio vencida la insurrección en el norte de Madrid, intentó pasar al sur, para unirse a los elementos democráticos, temibles y valerosos, que a las órdenes de Rivero y Sorní, prolongaban aquella resistencia desesperada, extendiendo su línea de combate desde la plaza de Antón Martin a la calle de Segovia.

Era dificilísimo pasar de un extremo a otro de Madrid, y sin embargo lográronlo Álvarez y su asistente después de arrostrar muchos peligros.

El centro de la capital estaba ocupado por las tropas, que impedían la circulación; pero Álvarez se dirigió al sur por la Ronda, unas veces ocultándose al paso de una patrulla de caballería y otras sintiendo silbar junto a su cabeza las balas que dirigían a los escasos transeúntes los pelotones de la Guardia Civil posicionados en varios edificios fuertes, el militar revolucionario pudo llegar al punto donde se proponía, y después de una hora de continuos peligros, encontróse en la barriada de la plaza de Antón Martín.

El y Perico habían tirado sus armas en la última barricada que defendieron, para no hacerse sospechosos al transitar por la Ronda, y únicamente Álvarez conservaba su revólver que llevaba escondido en el bolsillo del pantalón.

El asistente no tardó en proporcionarse un viejo fusil y se colocó respetuosamente a corta distancia de su amo, que subido en lo más alto de la barricada que cerraba la calle de Atocha por la parte del Prado, contemplaba la casa de Enriqueta.

A Álvarez conmovido todavía por las terribles escenas de que había sido actor en aquella mañana y zumbándole aún los oídos con el estruendo de la fusilería, parecíale muy extraño encontrarse sano y libre cerca de la casa habitada por la mujer querida.

Un presentimiento triste se revolvía en su interior. ¿Habríase salvado de tantos peligros para venir a morir allí, a la vista de aquellos balcones que otras veces había espiado, con la esperanza de contemplar un solo instante el rostro de Enriqueta? ¿Sería su destino agonizar sobre aquella acera por la que tantas veces había paseado imaginándose las más risueñas esperanzas de amor?

Negra tristeza invadía el ánimo de Álvarez, quien, sintiendo por primera vez en su vida tan extraño malestar, creyó ser víctima del miedo.

Esto le avergonzó, y como si tuviera el convencimiento de que la vista de aquella casa era lo que desvanecía todo su valor bajó de la barricada, y confundiéndose en la plaza con los grupos revolucionarios, dijo a su asistente que le seguía silencioso:

—Ánimo, Perico; aquí dispararemos el último tiro por la revolución y ¡quién sabe si en esta parte de Madrid seremos más afortunados que en la otra!

El pobre muchacho, que estaba de mal humor por haberse rasgado en las barricadas un traje de verano comprado días antes, no participaba de ese forzado optimismo.

Bien conocía él que aquello no marchaba regularmente y que la tropa iba a zurrarles la badana, como él decía; pero ciego observador de su deber, permanecía al lado de su amo, sin atreverse a decirle que él pensaba que, puesto que la revolución había perdido la partida, lo más prudente era ocultarse en cualquier parte sin arrostrar nuevas aventuras.

Pero con Álvarez no valían tales razonamientos, y buena prueba de ello era el ardor con que se dedicaba a organizar la defensa de la plaza.

Él fue quien, saltando fuera de la barricada obligó a entrar en ésta a los audaces obreros que pretendían batirse a cuerpo descubierto.

El baluarte que cerraba la calle de Atocha, por la parte que conducía a la plaza Mayor, estaba erizado de cañones de fusil que apuntaban a aquella desierta vía.

Esperábase por tal parte el ataque, y reinaba en la barricada el silencio que precede siempre a las grandes catástrofes.

Aquellos patriotas armados, que tan audaces se mostraban momentos antes, sentían en su mayoría una impresión semejante al miedo que se experimenta ante lo desconocido. La mayoría de ellos no se habían batido nunca y empuñaban un fusil por primera vez, pero a pesar de su emoción, tenían conciencia del sublime deber que cumplían, y estaban inmóviles y firmes en sus puestos, sin pensar en retroceder, y procurando cada uno ocultar sus sentimientos para no excitar las burlas de los compañeros.

Álvarez, con el revólver en la mano, iba de un punto a otro, para aconsejar con su larga práctica de soldado, y como un padre cariñoso cuidaba de los inexpertos, alejándolos de los puntos donde quedaban al descubierto, y colocándolos en otros para que pudiesen hacer fuego ocultándose a las balas enemigas.

Todos, con el fusil apuntando, miraban aquella larga y desierta calle, que con sus casas cerradas e iluminada por los pálidos rayos de un sol que estaba ya en el ocaso, tenía el mismo aspecto de una avenida de elegante cementerio.

El silencio que reinaba en la calle fue turbado por un rumor sordo e imponente que resonó al extremo de ella. Nada se veía, pero Álvarez adivinó lo que era aquello.

—Atención, ciudadanos —gritó con su poderosa voz—. La tropa está tomando posiciones, y va a atacarnos.

Así era. Algunas compañías ocupaban las casas de posición estratégica, desde las cuales había disparado antes la Guardia Civil, y al extremo de la calle apareció la cabeza de una columna, brillando vivamente los fusiles y los uniformes a la luz del sol.

Los insurrectos no llegaron a darse cuenta de cómo empezó aquello.

Apenas aparecieron los soldados, una mano impaciente disparó un tiro desde la barricada, e inmediatamente el revolucionario baluarte se coronó de humo, y estalló un trueno sordo y prolongado como si se rasgase una colosal pieza de tela.

El combate se generalizó, y desde el fondo de la calle salió una descarga, y después otras sin interrupción.

En un breve momento de calma, se oyó en la barricada la voz de Álvarez que decía:

—Nos honran mucho, ciudadanos. Tenemos enfrente tres regimientos por lo menos.

En ninguna barricada se había hecho un fuego tan horroroso.

Las tropas del gobierno, deseosas de terminar aquella revolución que se prolongaba demasiado, y comprendiendo que ésta podía revivir si llegaba a la noche sin ser extinguida, tramaban su ataque de tal modo que arrojaban sobre aquella barricada último baluarte de la insurrección, un verdadero diluvio de plomo, antes de decidirse a tomarla a la bayoneta.

Por su parte los insurrectos contestaban a la agresión de los sitiadores con un fuego incesante.

La vista de algunos compañeros que habían caído a las primeras descargas manchando con su sangre los montones de adoquines, las balas que zumbaban como abejas junto aasus oídos, enloquecían a aquellos bisoños de la revolución, que, aturdidos por la rabia y el peligro, tiraban a ciegas, y con fiera tenacidad, buscando el olvidar el peligro, embriagándose con el estampido y el humo de la pólvora.

Tan continuas eran las descargas y tantos disparos se cruzaban entre ambas partes, que la calle parecía combatida por un huracán de granizo.

Las balas llegaban a todas partes. Chocaban contra la barricada, levantando la tierra y haciendo saltar a esquirlas el borde de los adoquines; acribillaban las paredes de las casas y rompían los cristales de los balcones, que se venían abajo con argentino estruendo e hiriendo con sus fragmentos a algunos de los insurrectos.

A pesar del cuidado con que éstos se ocultaban tras las desigualdades de la cresta de la barricada las bajas eran ya muchas, a los pocos momentos de combate; pues aquel aguacero de plomo se introducía por todas partes, y las balas lo mismo rozaban el dentellado borde del baluarte que penetraban por todas las rendijas y claros que los revolucionarios utilizaban como aspilleras.

Álvarez que tan cuidadoso se mostraba por la vida de sus compañeros procurando ponerlos a cubierto del fuego enemigo, se olvidaba de su propia existencia, y atento a los movimientos del enemigo, estaba en el punto más elevado de la barricada exponiéndose a ser blanco de algún certero tirador.

—Pero, mi capitán —decía con acento angustiado su fiel asistente que hacía fuego al lado de él—. Baje usted de ahí; ocúltese, sino es muerto.

—¡Bah! —contestaba con desprecio Álvarez que tenía las supersticiones propias de los soldados—. Si allá abajo está en alguna cartuchera la bala que ha de matarme, lo mismo me alcanzará ocultándome que estando al descubierto.

El capitán, al hablar así, miraba en derredor, y el espectáculo no podía ser más horrible.

En el centro de la plaza, tendido de espaldas y con los brazos en cruz, desabrochada la levita y el sombrero de copa caído a alguna distancia, estaba el cadáver de un jovencillo melenudo con bigote y perilla. Sobre el pecho tenía una gran mancha de sangre. Tal vez era el mismo que aquella mañana había visto pasar Enriqueta al frente del primer grupo revolucionario. Lo más probable es que a aquellas horas, una madre allá en una alejada provincia, pensase con fruición en el hijo que tenía en Madrid, escribiendo en los papeles públicos, y en camino de convertirse en un gran hombre; y que una señorita de aldea releyese las cartas ilustradas con versos que de vez en cuando le enviaba el futuro personaje.

A los pies de Álvarez un viejo obrero había caído con la boca deshecha de un balazo, cuando apuntaba su fusil tras la estrecha aspillera; y un chicuelo con blusa, en el suelo, agarrándose el vientre con ambas manos y dejando tras sí un reguero de sangre.

Pero eran pocos los que tales horrores veían. Los más hacían fuego como unos autómatas, y cediendo a una interna e imperiosa necesidad de expansión, gritaban como unos condenados, acompañando cada disparo con vivas a Prim y a la Libertad, y maldiciones a la p…… de la reina.

En medio de aquella confusión, cuando en la barricada estaba en su período álgido la rabia popular, fue cuando Álvarez gritó con voz de trueno:

—¡Atención! Van a atacarnos a la bayoneta. No hagáis fuego. Esperad a que estén cerca.

Fuese instintiva obediencia de los insurrectos o prontitud de los jefes revolucionarios en imponer esta orden, lo cierto es que la barricada cesó de disparar quedando muda y silenciosa bajo aquel torbellino de plomo que los sitiadores le enviaban con mayor furia.

Al amparo de este fuego, dos columnas avanzaban por ambas aceras a todo correr con las bayonetas bajas, como toros que al embestir humillaban sus terribles cuernos, mientras que por el centro de la ancha vía una batería que acababa de ser emplazada, enviaba algunos proyectiles.

Alvarez era el único que, despreciando el fuego y asomando su cabeza por encima de las barricadas, espiaba en conjunto aquel avance, al mismo tiempo que hablaba a los compañeros que tenía abajo.

—No disparéis hasta que yo os lo diga. Conviene dejarlos que se acerquen.

Y cuando las cabezas de las dos columnas estaban a unos cincuenta pasos de la barricada, y los jefes, agitando sus sables daban ya la voz de asalto, Álvarez gritó con energía:

—¡Fuego! —y disparó su revólver apuntando al coronel, que con la espada desnuda, iba al frente de los asaltantes.

Vomitó la barricada toda la ira y la muerte que había estado conteniendo durante algunos minutos, y el efecto fue terrible.

Cuando se hubo extinguido el último, eco del horroroso trueno y se disipó la nube de humo, vieron los insurrectos muchos soldados tendidos sobre las aceras y a las dos columnas que revueltas y confusas retrocedían hasta el extremo de la calle, donde se detenían para hacer nuevamente un fuego graneado contra la barricada.

Los trabucos de que se servían algunos insurrectos y que hasta entonces en el fuego a regular distancia sólo habían servido para aumentar el estruendo, eran los que más daño causaron a los asaltantes, disparando sobre ellos a boca de jarro su terrible metralla.

Después de este asalto frustrado, las tropas cesaron en sus hostilidades, y hasta los destacamentos que ocupaban las lejanas casas y que apoyaban con su fuego a los asaltantes, continuaron el tiroteo muy débilmente.

Algunos insurrectos entusiastas, llevados de su inexperiencia, creíanse ya vencedores y hablaban de salir en persecución de las tropas que indudablemente se retiraban.

Alvarez sonreía ante tanta candidez.

—No os hagáis ilusiones y preparaos, que ahora viene lo bueno —decía a todos aquellos entusiastas que admirados por su sereno valor le miraban con respeto—. Yo me engaño pocas veces en asuntos de esta clase, y tengo la seguridad de que si han cesado de hacer fuego, es porque se preparan a atacarnos por varios puntos a la vez.

Y Álvarez, a quien todos obedecían, colocó una parte de los defensores en la barricada que cerraba la entrada de la calle de León, donde hasta entonces sólo habían estado dos centinelas.

Ya no alumbraba el sol, y comenzaba uno de esos lentos y claros crepúsculos del verano.

Álvarez, seguido de Perico, se trasladó a la tercera barricada que era la que cerraba la calle de Atocha por la parte del Prado, y que por ser la más grande y tener los sublevados escasos materiales para su construcción, resultaba la más difícil de defender.

El capitán, teniendo al lado a su asistente, exploraba con la vista aquel hermoso trozo de calle, con sus edificios cerrados y sus dos filas de árboles con las ramas desgajadas por las balas perdidas que hasta ellos habían llegado.

Algunas casas de aquella parte, a pesar de que aún no había llegado hasta allí el combate, tenían en sus puertas y persianas visibles huellas del fuego enemigo; pero el palacio de Enriqueta desviado un poco del otro trozo de calle, no había sufrido ningún desperfecto.

Esto alegraba a Álvarez, para el cual el choque de una bala en aquellas paredes, tras las cuales se ocultaba el ser querido, hubiera sido tan sensible como si la hubiera recibido él mismo.

Para aquel hombre calenturiento por la lucha, agitado por las terribles escenas de las que había sido actor y que sentía desordenadas por las circunstancias sus facultades mentales, el vasto y aristocrático edificio cerrado y silencioso, era como la imagen de Enriqueta que muda y melancólica estaba allí para recibirle en sus brazos si moría.

Un hombre vino a turbar la soledad que reinaba en la calle.

Era un caballero obeso que caminaba pegado a la pared por la acera de enfrente a la casa de Enriqueta y que al llegar ante el aristocrático edificio miró con terror a la barricada y, por fin, como quien cede a una fuerza superior, atravesó a saltos la calle, yendo a llamar en la gran puerta con repetidos golpes de aldabón, al mismo tiempo que gritaba algunas palabras y deba patadas en el postigo para decidir a los de dentro a que abriesen.

Álvarez y su asistente se miraron con sorpresa y en sus ojos leyóse el mismo pensamiento.

Habían conocido a aquel hombre que tan angustiosamente llamaba. Era Quirós.

XII. El último día de Quirós

Después de cenar a la salida del Casino, en un gabinete reservado del café de Fornos, don Joaquín Quirós acompañó a su casa a Lolita Pérez, una muchacha andaluza algo averiada pero muy graciosa, que durante el invierno servía de figuranta en el Real, en el verano se quedaba en Madrid o iba a San Sebastián, según la situación financiera, y en todo tiempo se dedicaba a buscar un protector, porque según ella, a una artista le era imposible prosperar sin tener un arrimo.

Habían estado de francachela con dos amigos de Quirós acompañados también de otras prójimas de la misma clase, y disuelta la reunión a más de las tres de la madrugada, el diputado, como hombre de orden, fuese con su querida a casa, mientras que las otras dos parejas, trastornadas por el champaña, cantando y besuqueándose en medio de la calle de Alcalá, dirigíanse hacia el Retiro pausadamente, para ver amanecer y tomar un vaso de leche.

La figuranta vivía en la calle de Hortaleza, en un segundo piso cucamente amueblado a expensas de Quirós, quien dejaba tragarse a la graciosa andaluza gran parte de los fondos destinados al periódico.

Aquel aventurero, a quien la obesidad había quitado algo de su antigua travesura, gustaba de ser acariciado, mimado y engañado como un pachá, por aquella odalisca de guardarropa.

Después de sus entrevistas con la duquesa influyente, ambicioso demonio con faldas que conservaba una ternura diplomática en medio de los transportes de amor y que entre beso y beso hablaba del estado de la política y de lo que pensaba la reina, gustábale a Quirós el amor de aquella muchacha, viva como una ardilla y que con las ajadas mejillas embadurnadas de polvos y colorete y los ojos pintados de negro, armaba escándalos fenomenales en los restaurantes, rompía los platos, pellizcaba a los camareros y acababa por bailar el zapateado a los postres sobre la blanca mesa, todo para volver a recobrar su aspecto de sencillez y humildad, apenas ponía los pies en la calle.

A Quirós, hipócrita en política y religión, gustábale extraordinariamente la falsía de aquella muchacha.

Cogidos del brazo, con paso reposado y todo el aspecto de un matrimonio honrado y feliz que se retiraba tarde a casa, aquel par de buenas piezas llegaron a la calle de Hortaleza y se metieron en su habitación.

Reinaba en las calles la calma propia de las últimas horas de la noche y Quirós pensó quedarse allí hasta las siete de la mañana, como lo hacía otros días, para irse a tal hora a su casa y abrir con su llavín sin que la baronesa ni Enriqueta se apercibieran de nada, como ya venía ocurriendo hacía mucho tiempo.

Acostáronse en la magnífica cama, capricho de la niña que el diputado había comprado en el principal almacén de muebles de Madrid, disputándosela a una rica condesa; y transcurridas unas dos horas, cuando ya había amanecido y el sol se filtraba por las rendijas de la cercana ventana, Quirós oyó algo que le hizo saltar de los mullidos colchones.

Era que empezaba la revolución, y que allá lejos, por la parte del cuartel de San Gil, sonaban las primeras descargas.

El diputado, a pesar de las súplicas vehementes de la andaluza, que por su salusita le pedía que permaneciese quieto, abrió la ventana para enterarse de lo que ocurría y vio la calle ocupada por varios grupos armados que con febril actividad estaban levantando barricadas.

En aquel mismo momento unos cuantos artilleros, dando vivas a la libertad, colocaban un cañón al extremo de la calle, apuntando a la Puerta del Sol.

Quirós palideció, experimentando mayor susto que la andaluza que por la Virgen de la Soledá le pedía que cerrara pronto.

Ya estaba en pie la canalla; ya había salido de su cubil el monstruo revolucionario, aquella hidra que tanto manoseaba en sus discursos, cuando amenazaba al gobierno con el diluvio final si no extremaba las medidas revolucionarias y volvía España a aquellos felices tiempos en que todo lo arreglaban y dirigían los frailes y jesuitas.

El, que con tan soberano desprecio hablaba desde su asiento en el Congreso de la canalla revolucionaria; él, que conmovía a las damas católicas de la tribuna, irguiéndose con audacia sublime a la mitad de sus discursos para desafiar las iras de la chusma masónica y avanzada, enemiga de los reyes y los sacerdotes; ahora que tenía ante sus ojos a aquel enemigo, tantas veces despreciado cuando lo veía lejos, sentíase agitado por tal miedo que se apresuró a seguir los consejos de su querida y cerró la ventana.

Tan importante y temible se creía, que llegó a pensar que alguno de aquellos andrajosos podía conocerle y caer en la tentación de subir hasta allí para degollarlo a él y a su Lolita, y hacer morcillas con sus sangres. Todo podía esperarse de gentes sin religión y sin moral.

Temblando de miedo volvió a meterse en la cama, y oprimido por los brazos de la andaluza y sudando con el calor y la angustia, pensó en aquel suceso, cuya importancia se agrandaba en su imaginación.

La presencia de aquellos artilleros entre los sublevados, hacíale creer que toda la guarnición de Madrid se había adherido al movimiento, y al imaginarse la posibilidad de que la revolución triunfase, el diputado ultramontano estremecíase de horror, viendo ya a las turbas sin freno armadas de latas de petróleo y a él buscando un medio para escapar y refugiarse en el extranjero, como si fuese un terrible personaje sobre el que iban a descargar las cóleras populares.

Transcurrió una media hora que a Quirós le pareció un siglo, entregado como estaba a tan terroríficos pensamientos, y de pronto retumbó la calle con una horrorosa descarga que hizo temblar al diputado y prorrumpir a la andaluza en una serie interminable de invocaciones a todas las vírgenes conocidas.

Comenzaba el ataque a las barricadas y ninguno de los dos se atrevía a moverse de la cama, como si temiesen que una bala llegase hasta ellos y tuvieran a la sábana que los cubría como un blindaje impenetrable.

Estrechamente abrazados, con las cabezas escondidas bajo las almohadas y temblando a cada descarga, pasaron los dos las largas horas de la mañana, que en aquella parte de Madrid fueron de continua lucha.

A mediodía cesó el combate; los insurrectos se desbandaron y las tropas del gobierno ocuparon las barricadas de aquel distrito.

Quirós, a pesar del pavor que lo dominaba comprendió lo que ocurría, y cuando después de vestirse y de tomar grandes precauciones se asomó tímidamente a la ventana, respiró ruidosamente al ver en la calle los rojos pantalones de la infantería.

Se había salvado la causa del orden, la revolución estaba agonizante y el diputado se sintió convertido en otro hombre.

Recobró su habitual insolencia, avergonzóse al pensar que había tenido miedo, se demostró a sí mismo que era una locura el creer en la posibilidad del triunfo de la revolución y que forzosamente había de salir siempre victorioso el gobierno, y ansioso por gozar de tan consolador espectáculo, se despidió de Lolita y salió a la calle.

Pensaba él que a su prestigio de hombre político convenía que le viesen en las calles cuando aún estaba reciente la lucha; esto sería motivo para que al día siguiente hablase la prensa de él, pintándolo como un hombre de acción que aunque no estaba conforme con la marcha del gobierno, sabía acudir al puesto de honor cuando estaban en peligro la monarquía y el orden.

Las angustias y temblores que había experimentado en casa de su querida eran detalles sin importancia que quedarían en el tintero.

Discutiendo con los jefes de los destacamentos que ocupaban las calles, rogando a unos y dándose a conocer a otros, llegó hasta la Puerta del Sol y tuvo buen cuidado en hacerse visible ante varios generales que estaban reunidos en el portal del Ministerio de la Gobernación y a los cuales conocía, relatándoles proezas aisladas y que él había llevado a cabo en varios puntos, y no teniendo el honor de que ninguno de ellos escuchase sus sandeces y mentiras.

La insurrección continuaba aún en el más apartado extremo de los barrios del norte, y Quirós, entretenido en presenciar las disposiciones militares y deseoso de que le vieran los generales y los altos políticos que continuamente llegaban al Ministerio de la Gobernación permaneció en la Puerta del Sol hasta bien entrada la tarde.

Hasta entonces, la excitación producida por el espectáculo revolucionario y la magnífica cena de la madrugada anterior, le habían sostenido, no dejándole sentir necesidad alguna; pero a tal hora comenzó a experimentar desfallecimiento y verse en su casa, en su lujoso comedor y ante una mesa bien servida. Además, el cansancio producido por una noche en vela aturdía a aquel hombre a quien una obesidad cada vez más creciente había hecho egoísta, y que no podía permanecer tranquilo así que le faltaba alguna de sus habituales comodidades.

Sintió el deseo de verse cuanto antes en su casa, y únicamente le detuvo la idea de que su distrito era el último refugio de la insurrección, y que allí todavía estaban los revolucionarios dispuestos a resistir al gobierno.

Pero tan vehemente era la necesidad que sentía por verse en su domicilio, que casi estaba dispuesto a arrostrar los peligros que podía correr al atravesar la última zona de la insurrección.

Además, según los informes que le daban, los revolucionarios sólo ocupaban la plaza de Antón Martin, dejando libre la calle de Atocha hasta el Prado, y él, bajando hasta la plaza de las Cortes y siguiendo la calle de San Agustín y la Costanilla de los Desamparados, podía llegar casi al frente de su casa sin tener que atravesar ninguna barricada.

Este plan que acababa de aconsejarle un oficial de Estado Mayor conocedor de la topografía de la insurrección parecíale a Quirós muy acertado, pero todavía dudaba, pensando en la posibilidad de ser alcanzado por una bala perdida o de tropezar con algún aislado grupo de revolucionarios que reconociéndole, hiciesen con él una herejía.

Pronto le sacó de su incertidumbre el movimiento que se notó en la Puerta del Sol. Las tropas, que habían descansado ya de la refriega en el norte de la capital, se disponían a emprender marcha hacia el sur para batir los últimos baluartes de los insurrectos.

Según las noticias que llegaban, ya había comenzado el fuego en dichos puntos y los revolucionarios presentaban tal resistencia, que era muy posible que la lucha se formalizase de un modo terrible, prolongándose hasta la noche.

Quirós, que comenzaba a experimentar un creciente aturdimiento, sólo sabía pensar en la necesidad de llegar a su casa cuanto antes, y sin darse cuenta exacta de lo que hacia, salió de la Puerta del Sol siguiendo el itinerario que le había marcado su amigo, el oficial de Estado Mayor.

Mientras andaba instintivamente, pensaba en la conveniencia del acto audaz que realizaba marchando hacia el punto donde aún estaba en pie la insurrección y donde los hombres se exterminaban.

Pero… había que ser atrevido y llegar a casa antes que, avanzando todas las tropas sobre el sur de Madrid, cortasen las comunicaciones y se viese él obligado a pasar la noche al raso.

Cuando Quirós llegó a la calle de San Agustín, sonaron las primeras descargas de la tropa que atacaba la barricada de la plaza de Antón Martin, y se detuvo horrorizado al escuchar tan terrible estruendo.

Refugiado en el quicio de una puerta, como si temiese que hasta allí llegase el plomo del combate, permaneció Quirós todo el tiempo que duró la lucha, hasta que por fin, al restablecerse el silencio, se decidió a salir de aquel escondite.

Ya no tenía duda alguna. Aquella calma demostraba que la insurrección había sido vencida y que las fuerzas del gobierno ocupaban victoriosas las posiciones del enemigo.

Bajó corriendo la Costanilla de los Desamparados y entró en la calle de Atocha.

¡Ah!… ¡Por fin!, allí estaba su casa, aquella casa tan deseada durante todo el día.

Pero la calma que reinaba en la calle le produjo inmenso pavor. No veía los rojos pantalones de la tropa que eran garantía de seguridad para él, y en cambio ante sus recelosas miradas, aparecía la barricada en pie, y sobre ella dos hombres en los que no se fijó a causa de la precipitación pavorosa que le embargaba.

La convicción de que los insurrectos estaban aún triunfantes a poca distancia de él y que podían enviarle un balazo a guisa de saludo, dio fuerzas a sus temblorosas piernas para pasar rápidamente de una acera a otra; y agarrando el aldabón de su casa, dio furiosos golpes en la puerta.

¡Cuánto tardaban en abrir! ¡Y el terrible enemigo allí, a su vista, y pudiendo hacer fuego sobre él, que estaba por completo al descubierto!

Esto aumentaba su miedo y hacía que golpease con sus pies la puerta, al mismo tiempo que mirando arriba, a los cerrados balcones, gritaba con angustia:

—¡Enriqueta!… ¡Abre, Enriqueta!…

Si Quirós hubiese sabido quiénes eran aquellos dos hombres que le miraban desde lo alto de la barricada de seguro que el pavor le hubiese hecho caer al suelo.

Álvarez y su criado le habían reconocido instantáneamente y así se lo dieron a entender con la mirada que cambiaron.

El capitán, a la vista de aquel cobarde enemigo, sintió que una oleada de furor invadía su cerebro e inmediatamente fue a saltar desde lo alto de la barricada para correr al encuentro de Quirós; pero en el mismo instante sus oídos se ensordecieron con una detonación que estalló junto a ellos, y sintió un ligero zumbido en el espacio, al mismo tiempo que veía pasar ante sus ojos una nubecilla de humo.

Perico acababa de disparar su fusil y el diputado, dando un salto prodigioso, había caído de bruces sobre la acera.

Álvarez se quedó estupefacto ante aquel suceso.

Después miró a su asistente con aire de reconvención, y vio que Perico, con una calma feroz, volvía a cargar su fusil.

—Perdone usted, mi capitán —dijo el aragonés con calma—. Ese canalla también tenía cuentas conmigo; no podía yo olvidar lo que hizo con mi pobre tía. Ahora ya está todo pagado. El tiro ha sido bueno.

Álvarez no se atrevió a decir nada a su asistente, y con un gesto de resignación murmuró:

—Así había de ser.

El día había sido certero y el enorme cuerpo de Quirós, tendido con el rostro sobre la acera, permanecía inmóvil al pie de un árbol.

Álvarez estuvo contemplándolo durante algunos minutos con estúpida fijeza, pero pronto le sacó de su abstracción una nutrida descarga, a la que contestaron con otra los insurrectos.

La barricada era atacada por dos puntos, y las tropas iban a entablar el ataque decisivo.

XIII. La última escena de la revolución

Reinó durante todo aquel día en el palacio de Baselga la consternación y la alarma propia de las circunstancias.

Los criados, reunidos en la antecámara, hacían animados comentarios sobre lo que ocurría en las calles o se manifestaban dominados por un cómico terror, y las señoras de la casa estaban en una habitación apartada, evitando el peligro de alguna bala que atravesase los cerrados balcones.

La baronesa sufría una terrible excitación nerviosa. El ruido de las descargas producíale grandes estremecimientos, y su doncella había de frotarle las sienes con éter, para evitar los desmayos.

Ella, tan animosa siempre que se trataba en teoría de combatir a la impía revolución, y que se desataba en denuestos contra los picaros descamisados, había perdido en aquel día todo su valor, y tan grande era su carencia de fe, que daba ya por seguro el triunfo de la insurrección diciendo que Dios o se había olvidado de España o quería hacerla pasar por las más duras pruebas.

Si la revolución triunfaba, ¿qué iba a ser del desgraciado país dominado por la impiedad y el ateísmo?

Estas lamentaciones de la baronesa eran la única distracción de Enriqueta, que estaba junto a su hermana, en aquella apartada habitación, con el oído atento para escuchar lo que ocurría en la calle.

Sentía una curiosidad tan grande, que varias veces había querido dirigirse a las habitaciones que daban a la calle para ver lo que ocurría en la cercana plaza; pero las aisladas detonaciones que durante toda la mañana estuvieron sonando y el lejano fragor de la lucha entablada al otro extremo de Madrid, aterrorizaron de tal modo a la baronesa, que se opuso tenazmente al capricho de su hermana.

Esta no experimentaba inquietud alguna por la ausencia de su esposo.

A pesar de que en un momento de excitación de su amor propio se había mostrado ofendida por la conducta de Quirós, ahora le era indiferente la suerte de este hombre. Su pensamiento estaba fijo en Álvarez que en aquellos instantes debía estar en verdadero peligro, exponiendo su vida en defensa de sus ideales.

Agitada por tales pensamientos, pasó Enriqueta casi todo el día al lado de su hermana o en la habitación donde estaba al cuidado de la nodriza su hija, la pequeña María, que escuchaba con infantil curiosidad el estrépito de la lejana lucha.

Cuando fue atacada la plaza de Antón Martín, las descargas de fusilería y el fuego del cañón hicieron llegar al período álgido el terror que experimentaban todos los habitantes de aquella casa.

Enriqueta cuyo carácter desplegaba en los momentos supremos toda la energía de su padre, era la que mayor serenidad mostraba, y con varonil curiosidad llegó hasta las cerradas habitaciones que daban a la calle, para escuchar mejor los terribles incidentes de la lucha.

Despreciando los consejos de su servidumbre que le rogaba no permaneciera en unas habitaciones donde podían entrar los proyectiles se mantuvo en aquella parte de la casa oyendo las descargas y los vivas que daban los insurrectos en los momentos que el fuego se debilitaba.

El silencio que se estableció después y que sólo fue interrumpido por aclamaciones a la libertad, le dio a entender el triunfo momentáneo de los revolucionarios.

Ella, impulsada por su educación y las ideas que le habían inculcado, estremecíase de horror al escuchar los gritos revolucionarios, y sin embargo no podía evitar cierto instintivo movimiento de gozo ante aquella ventaja que acababa de alcanzar la insurrección.

Era que el amor borraba las preocupaciones de clase y que había en ella un poderoso instinto que le anunciaba cómo entre aquellos vencedores hallábase Esteban Álvarez.

Pensaba Enriqueta en lo raro de aquellos sentimientos que la dominaban, cuando el aldabón de la calle sonó con ruidosa precipitación, acompañando a sus golpes furiosas patadas dadas en la puerta.

La joven señora de Quirós pensó inmediatamente en Esteban, sin que se le ocurriera imaginar que quien llamaba pudiera ser el aventurero odioso que a los ojos del mundo era su marido.

—¡Enriqueta!… ¡Abre, Enriqueta!

Así gritaba una voz que ella no podía conocer a causa de que el miedo la desfiguraba haciéndola temblona e insegura.

Dirigíase ella a un balcón para abrirlo y ver quién llamaba, cuando sonó un tiro y el aldabón cesó de tocar.

Enriqueta retrocedió adivinando el crimen que acababa de perpetrarse, pero se repuso prontamente y volvió de nuevo hacia el balcón; pero en el mismo instante el trueno de la fusilería volvió a sonar más horroroso que antes.

Imposible asomarse. La barricada era atacada por segunda vez, y el combate, a juzgar por el estrépito, era más tenaz y empeñado que el anterior.

Sin saber qué resolución tomar, como un ser imbécil, y oyendo sin inmutarse el continuo estampido, que escuchado en el centro de aquella sala cerrada y oscura, semejaba el fragor de una horrorosa tempestad que descargaba sobre Madrid, permaneció Enriqueta más de un cuarto de hora, que fue el tiempo que duró el decisivo combate.

La idea de que aquella voz desfigurada por el miedo podía ser la de Álvarez que en un momento de peligro para su vida no había vacilado en pedir su auxilio, martirizaba a Enriqueta de tal modo que a no ser porque el instinto de conservación, alarmado ante aquella horrorosa lucha, aprisionaba sus miembros y le impedía moverse, hubiera corrido a aquel balcón para ver quién era el desgraciado que acababa de caer muerto.

Cuando cesaron las descargas, Enriqueta, como una loca, y cediendo a un impulso instintivo, corrió al balcón, abrió sus maderas y asomó todo su busto sin miedo a un disparo traidor.

En lo alto de la barricada aparecían los rojos pantalones de la tropa, y algunos hombres del pueblo, con la camisa rota, sudorosos, ennegrecidos por la pólvora y en el último paroxismo del furor, disputaban el terreno palmo a palmo a los vencedores.

Enriqueta vio el cadáver tendido ante la puerta, y al reconocer a Quirós no pudo evitar un grito de dolorosa sorpresa.

El triste fin de aquel miserable borraba todo resentimiento, y lo hacía simpático a los ojos de la mujer que tanto lo había despreciado.

Enriqueta, anonadada por aquella emoción terrible, sintió que las piernas le flaqueaban y se agarró a la balaustrada del balcón para no caer.

¿Fue visión o realidad lo que entonces pasó ante sus ojos anublados por las sombras del desmayo?

Dos hombres bajaban corriendo la calle. Enriqueta los reconoció: eran Álvarez y su asistente; pero ajados por la lucha, tiznados por el humo y con las ropas en desorden.

Los soldados, desde lo alto de la conquistada barricada, hacían fuego sobre los fugitivos; y el revolucionario capitán, al ver a su amada en el balcón, se detuvo un instante para saludarla con un desesperado ademán de despedida.

Fueron los dos, amo y criado, a escapar por una callejuela que desembocaba en la calle de Atocha, pero en el mismo instante un pelotón de la Guardia Civil, dobló la esquina, y los fugitivos viéronse envueltos y cogidos.

Enriqueta heló un grito de horror, y fue ya muy poco lo que vio.

Con la vaguedad incierta y fantástica de un sueño, le pareció ver que los guardias colocaban apoyados en la pared a Álvarez y su asistente, siempre erguidos y serenos, y que, retirándose algunos pasos, una fila de fusiles apuntaba a sus pechos.

Después creyó distinguir que una compañía de infantería entraba por la misma callejuela y que el oficial que la mandaba, haciendo un movimiento de sorpresa, se arrojaba sobre el terrible grupo…

Y ya no vio más. Sus piernas se doblaron, su cabeza se inclinó sobre el pecho como si dentro sintiera un peso inmenso, sus ojos se cerraron, sintió una suprema y avasalladora necesidad de descanso, y cayó, chocando su cráneo contra los hierros del balcón.

Parte Segunda. De cómo se fabrica un jesuita

I. Ricardito Baselga

Entre el centenar de alumnos con que contaba el colegio establecido por los jesuitas en Madrid, el primogénito del conde de Baselga era el que merecía mayores distinciones.

Aquel niño pálido y enclenque, de ojazos soñadores y de expresión dulce y humilde, era el predilecto de los padres maestros, y el encargado de desempeñar todos los papeles distinguidos dentro del colegio.

Cuando el padre Claudio visitaba el establecimiento, Ricardito Baselga era el colegial que merecía todas sus atenciones, y esta predilección bastaba para que en aquella casa, dominada por el más abyecto servilismo, adquiriese el aristocrático niño todos los honores de un reyecillo en pequeño.

No abusaba mucho el colegial de las preeminencias que le concedían.

Era humilde hasta la exageración, y cada una de aquellas atenciones le sonrojaba como si fuese un honor irónico y mortificante que le dispensaban.

Huía de intimar con sus compañeros, a los que trataba siempre con dulzura huraña; gustaba mucho de la soledad y si alguna vez sentía deseos de espontanearse, iba en busca de los más viejos maestros, a los que apreciaba como santos, dignos de la consideración más idolátrica.

En su primera época de colegial, cuando hacía poco tiempo que había ingresado en el santo establecimiento, y durante las vacaciones, cuando se trasladaba a casa de sus padres y jugaba con su hermana Enriqueta u oía los cuentos de la vieja Tomasa, el niño al volver, mostraba cierta precoz malicia y gustaba de todos los enredos del colegio y de las intrigas tramadas por los alumnos más revoltosos; pero poco a poco su carácter se había modificado por completo y en él iba borrándose aquella viveza e impetuosidad que apenas había llegado a iniciarse.

La tutela que su hermana, la baronesa de Carrillo, ejercía sobre aquel niño tímido y melancólico, no podía ser de más visibles afectos.

El único ser de la familia que lograba despertar algún cariño en doña Fernanda era Ricardito, quien permanecía horas enteras sentado a los pies de su hermanastra, oyéndola relatar vidas de santos en las que lo absurdo y maravilloso constituían los principales hechos.

La baronesa, con su carácter imperioso y dominante, ejercía gran influencia sobre el débil niño y tenía el poder de ir modelando a su gusto sus aficiones y tendencias.

Cuando juntándose con otros colegiales hablaban todos de lo que pretendían ser cuando fuesen hombres, el hijo del conde de Baselga manifestaba siempre idéntica aspiración.

Sus compañeros querían ser en el porvenir generales, embajadores, almirantes, todos los cargos, en fin, ruidosos y brillantes a los que la sociedad presta homenaje; Ricardito, con su sencillez y modestia, contestaba siempre lo mismo al ser interrogado: él quería ser santo.

Y en esta opinión le tenía todo el colegio en vista de su vida y costumbres; y cada vez que manifestaba el niño tal opinión en presencia de la baronesa, ésta se conmovía experimentando una satisfacción sin límites.

El padre Claudio mostraba especial interés en fomentar las aficiones seráficas de aquel niño y los maestros del colegio secundaban admirablemente los propósitos de su superior.

Aprovechábanse de las más leves faltas del niño para recordarle la misión a que Dios le llamaba y crear en él lo que pudiera llamarse orgullo de clase.

La educación jesuítica tan dulce en la forma como defectuosa e irritante en el fondo, fundábase principalmente en la odiosa división de castas.

Para combatir los defectos no se acude a la moral ni se recuerdan las leyes naturales, sino que se hace uso de cuanto puede afectar al orgullo y la soberbia o herir el amor propio.

Cuando alguno de aquellos colegiales pertenecientes a las más encumbradas familias cometía alguna falta, no se le reprendía echándole en cara lo que ésta significaba, sino que el padre jesuita se limitaba a decir:

—¡Parece mentira que un noble perteneciente a una de las más ilustres familias, haga tal cosa! Se pone usted a nivel de un muchacho del pueblo.

Esto fomentaba la división en la sociedad del porvenir y ahondaba la diferencia entre los privilegiados de la fortuna y los desheredados; pero en cambio, impresionaba mucho a aquellos muchachillos de sangre azul, que estaban convencidos de que hasta en el cielo hay jerarquías, y de que Dios creó con la mano derecha a los nobles y a los ricos para que brillasen y viviesen sin trabajar y con la izquierda al pueblo para que sufriera y diese de comer a los demás.

Con Ricardito Baselga cambiaban de táctica los buenos padres.

Pertenecía el muchacho a una ilustre familia y podían también interesar su amor propio; pero siguiendo las instrucciones de su superior, cuando habían de reprender al niño, se limitaban a decir:

—¡Parece imposible que un santito a quien tanto quiere Dios pueda cometer semejante falta!

De este modo el muchacho se iba convenciendo de que era un elegido de Dios, un predestinado a quien asistía la divina gracia, y se entregaba a las aficiones místicas que sus maestros tenían buen cuidado en fomentar.

A la edad en que todos los niños aman la agitación y el bullicio y se entregan a los más violentos juegos, él se mostraba grave y reservado, y las horas de recreo las pasaba en un rincón del patio cuando no escapaba para entrar en la desierta capilla, donde quedaba estático ante la más bella imagen de la Virgen.

A causa de estas aficiones, mientras los otros colegiales respiraban vida y vigor, él estaba pálido, enjuto y enfermizo, hasta el punto que, algunas veces, sus maestros habían de reprenderle por la inercia en que tenía su cuerpo y le excitaban a que jugase con sus compañeros, orden que el muchacho, siempre obediente, cumplía con forzosa pasividad.

Ricardito iba convirtiéndose poco a poco en un objeto de admiración que ostentaba con orgullo el santo establecimiento.

Los colegiales, obedeciendo a sus maestros, miraban al niño como un ser superior y privilegiado, digno de supersticioso respeto; y entre ellos se hablaba como de una cosa rara de su humildad a toda prueba, de la gran resistencia que tenía para permanecer horas enteras de rodillas en el oratorio y de la entonación dulce y conmovedora con que rezaba sus oraciones en alta voz.

No visitaba el colegio una familia distinguida sin que dejasen los jesuitas al punto de presentar como la mayor curiosidad de la casa, a aquel santito de cara dulce y melancólica, que se presentaba con la mayor modestia, ruborizándose al más leve cumplido.

El niño era, sin saberlo, un prospecto viviente que utilizaban los jesuitas para demostrar la santa educación que se daba en aquel establecimiento, y los maestros hablaban a las madres y hermanas de los demás colegiales, del santo entusiasmo de Ricardito, que en las noches más crudas de invierno le hacía saltar de la abrigada cama para arrodillarse desnudo sobre el frío suelo y rezar a la Virgen que se le aparecía en sueños.

La fama de aquella infantil santidad atravesaba los muros del colegio para esparcirse en el gran mundo, y la baronesa de Carrillo recibía a cada instante felicitaciones por haberle Dios deparado un hermano que sería la honra de la familia y le abriría las puertas del cielo.

Esto causaba en doña Fernanda una emoción de celestial gozo, y cuando hablaba con sus amigas decía siempre con cierta satisfacción:

—Me envanezco con mi hermano como si fuese obra mía. Yo he guiado sus primeros pasos por la senda de la devoción y le he enseñado a amar a Dios. ¡Ay!, ¿qué sería de él si yo lo hubiese abandonado al cuidado de mi padre? Es el único que honrará a la familia. Enriqueta es una casquivana de la que nunca conseguiré hacer una santa.

II. San Luis Gonzaga

A los once años, le fue permitido al hijo del conde de Baselga leer en otros libros que en los de estudio.

Ricardito no se distinguía por su afición a la lectura. Los santos, por lo regular, prefieren la meditación a la ciencia.

En concepto del padre Claudio, convenía aficionar al niño a la lectura para que abandonase un tanto su tendencia estática, y por esto los maestros pusieron en sus manos varios libros cuidadosamente escogidos y que trataban de los santos pertenecientes a la Compañía de Jesús.

Convenía distraer al niño, pero no era menos importante aumentar sus aficiones místicas, excitándolas con la lectura de obras escritas con el estilo empalagoso y dulzón propio de las obras jesuíticas.

De todas aquellas obras, la vida de San Luis Gonzaga era la que más impresión le producía.

Leía las vidas de una innumerable serie de santos, los más de la primera época del cristianismo, y aunque se conmovía considerando los horribles tormentos sufridos en las arenas del Circo romano, aunque derramaba lágrimas al ver pasar ante su imaginación las ensangrentadas figuras de aquellos mártires que morían poseídos del sublime delirio de la fe, su emoción en tales instantes no podía compararse con la que experimentaba al pasar su vista por la crónica de aquel príncipe italiano, que pálido, demacrado, privándose de hasta las más insignificantes satisfacciones, y atormentado por los más nimios escrúpulos, vivió alejado de las grandezas y esplendores entre las cuales había nacido.

Había en San Luis Gonzaga algo de sus propios sentimientos, y el pequeño Baselga, al leer su vida, le parecía en ciertos instantes estar contemplando su propio rostro en un espejo.

Una simpatía inmensa, una ternura casi femenil, profesaba Ricardito a aquella figura de penitente aristocrático, que atormentada por el ayuno tenía la piel transparente y pegada al desmayado esqueleto.

Reunía San Luis muchas condiciones para ser el favorito del santito y el que éste tomara como modelo para su vida futura.

El penitente italiano procedía de una noble y encumbrada familia, y esto era algo para el joven Baselga, que muchas veces había oído expresarse a la baronesa sobre el origen casi divino de la división de clases sociales.

Había pertenecido a la Compañía de Jesús, y esto era mucho para aquel alumno de los jesuitas, convencido tenazmente de que fuera de la Orden no podía existir verdadera virtud, sabiduría, ni santidad.

Además, al carácter delicado y casi femenil de aquel niño, criado entre mujeres y poseído de una timidez ilimitada, gustábale más aquel santo que se dedicaba a martirizarse a sí mismo, y que enamorado místicamente de la belleza de la Virgen pasaba días enteros de hinojos ante ella, que toda la innumerable caterva de mártires de la edad heroica del cristianismo, que demostraban la verdad de su doctrina buscando que les desgarrasen los músculos o regando con su sangre las arenas del Circo.

¡Qué tierna emoción le producía siempre su lectura favorita! ¡Cómo su imaginación, despertada por aquella crónica de santidad, encontraba puntos de comparación entre la vida de San Luis y la suya!

El santo italiano había sido hijo de un marqués, soldado de gran valor; él tenía por padre a un conde que se había distinguido mucho en los campos de batalla.

El seráfico Luis tenía desde los siete años tan arraigadas todas sus devociones, que jamás había faltado a ellas; y él se encontraba en igual caso, pues no recordaba haber olvidado ninguna de las santas obligaciones que se había impuesto, que eran oír todas las mañanas la misa de rodillas y sin hacer el menor movimiento, rezar tres rosarios cada día, decir la salve cada hora y recitar sus oraciones todas las noches al acostarse, sin perjuicio de saltar de la cama para arrodillarse sobre el frío pavimento cada vez que algún ensueño celestial se dignaba turbar su reposo.

Otro punto de comparación existía entre su vida y la de San Luis; pero éste, en vez de causarle una gozosa satisfacción, le llenaba de confusión y tenía su alma constantemente alarmada.

El santo, en su niñez, mezclándose en el trato de los soldados que mandaba su padre, había aprendido palabras demasiado libres, que repetía sin comprender su significado, y que después fueron para él causa de continuo remordimiento, llorándolas toda su vida y haciendo rigurosas e interminables penitencias para purificarse de ellas.

Ricardo, ansioso de encontrar similitud entre las dos existencias, buscó en la suya, y también halló en su niñez algo terrible y horroroso de qué arrepentirse.

¡Cuántas veces había escuchado con maliciosa alegría a Tomasa, la aragonesa doméstica, espíritu volteriano, sin ella darse cuenta, que con gracia inimitable relataba a Ricardo y a Enriqueta, cuando la importunaban pidiéndola un cuento, relaciones algo libres en que frailes y monjes jugaban un papel que no dejaba en buen lugar la moral del claustro!

Este recuerdo de la vida pasada producía en el niño terrible impresión; y aunque él sólo era culpable de haber escuchado con cierto gozo los chascarrillos algo libres contra la gente monástica, reprochábase el gozo que había experimentado oyéndolos, y esto constituía para él un terrible remordimiento.

Acudía a las mortificaciones, a las penitencias abrumadoras, a todos cuantos santos tormentos le sugería su imaginación librarse de tan incesantes preocupaciones y recobrar su tranquilidad, lo que sería signo de que Dios le perdonaba la ofensa que le había hecho escuchando tales abominaciones; pero por más que extremaba sus tormentos físicos y morales, siempre el maldito remordimiento volvía a anidar en su conciencia produciéndole un martirio interminable.

Ahora comprendía el porqué en sus delirios místicos no era tan favorecido por la corte celestial como aquel santo al que tomaba por modelo.

A San Luis, mientras estaba en oración, hablábale la Virgen, y sentía su pecho invadido de celeste dulzura, mientras que él, por más que llamaba a las puertas del cielo, las encontraba siempre cerradas. Los santos estaban mudos para él, y en vano derramaba lágrimas, pues no lograba ablandar a Dios, encolerizado a causa de los pecados que había cometido Ricardo escuchando las libres relaciones de aquella impía doméstica.

Por esto la lectura de la vida de San Luis, al par que servía para aumentar cada vez más su devoción, causábale un continuo desasosiego y una febril agitación que hacía peligrar su salud.

Aquel niño tímido, dulce y asustadizo, a la edad en que todos cometen mil diabluras con encantadora gracia y nunca piensan en las consecuencias de sus actos, mostrábase sombrío y meditabundo, experimentando tantos remordimientos como el más terrible criminal.

Privábase de comer con la esperanza de alcanzar por medio de ayunos el perdón de aquella culpa, que a él se le figuraba horripilante; no dormía porque en su estado de perpetua agitación era imposible conciliar el sueño, y su débil organismo languidecía rápidamente combatido por tantas privaciones.

Hízose aún más misántropo, fue reservado con sus maestros, experimentando un miedo terrible cuando pensaba que éstos podían descubrir sus pecados de antaño, y contestaba con evasivas a la solicitud de los jesuitas a quienes el padre Claudio tanto recomendaba su cuidado.

Mientras los demás colegiales sólo pensaban en aprovecharse de un descuido para ponerle mazas en el rabo al gato del portero, o en cometer un sinfín de inocentes locuras, aquel niño vivía agitado por una idea eterna.

—¡Si Dios me perdonara mis pecados…! ¡Si la Virgen me hablase como a San Luis…! ¿Cómo he de llegar yo a ser santo?

III. De cómo habló la Virgen a Ricardo

La exagerada devoción del colegial le hacía mirar con más simpatía el establecimiento donde se educaba que la casa de su padre; y por esto, muy al contrario de todos sus compañeros, miraba con santo horror las vacaciones, porque éstas le arrancaban de aquel vasto edificio en cuyos largos corredores se explayaba su imaginación forjando las más absurdas quimeras y en cuya capilla se entregaba a raptos de desesperación, en vista de que sus delirios místicos no producían eco en el cielo.

El hijo del conde de Baselga iba por buen camino para llegar a santo, y prueba de ello era que comenzaba a adquirir ese horror a la propia familia, ese desprecio a los seres queridos que caracteriza en sus vidas a todos los elegidos de Dios.

Para servir bien al Señor había que abandonar a los padres y hermanos, había que romper todos los lazos terrenales, despreciar los más sagrados afectos; y el niño hizo todo esto, recordando la existencia de muchos de aquellos santos cuyas vidas había leído y de los cuales el detalle más saliente era haber olvidado a los que les dieron el ser para amar únicamente a Dios.

Esta repugnante ingratitud le resultaba al niño una acción honrosísima, sin duda por las muchas veces que había oído a los predicadores de la Compañía ensalzarla como el acto más sublime.

Además, Ricardo, no experimentaba ningún afecto natural e irresistible hacia su familia.

Su padre, el conde de Baselga, era para él un señor taciturno y terrible que le miraba siempre con fúnebre gravedad, y sólo de tarde en tarde le acariciaba fríamente. Ignoraba el niño que su presencia evocaba siempre en la mente del conde los más terribles recuerdos, y que él, al entrar en el mundo, había producido la muerte de su madre, mujer angelical, cuya memoria había de acompañar siempre a Baselga.

Ricardo sólo había sabido temer a su padre, aunque éste jamás llegó a dirigirle una palabra dura.

Había amado algo a Enriqueta, aquella hermana mayor que él, que jugando abusaba de su superioridad y lo manejaba como un bebé; pero este afecto puro y natural había ido desapareciendo conforme se desarrollaban sus aficiones a la santidad.

Llevado de la manía de imitar a su santo patrón, Ricardo, que seguía escrupulosamente cuanto leía en la vida de San Luis, se propuso hacer voto de castidad, sin saber a ciencia cierta a lo que se obligaba; y arrodillado ante aquella Virgen rizada, hermosa y con los ojos en blanco por el dulce éxtasis, imagen que era la depositaría de todos sus remordimientos e inquietudes, juró no presentar sus carnes al desnudo a las miradas de sus compañeros, como antes lo hacía al acostarse, y no mirar nunca a una mujer en el rostro.

Desde entonces tomó Ricardo la costumbre de presentarse ante las damas que visitaban el colegio con la cabeza baja y los ojos casi cerrados para no ver ninguna de aquellas gracias femeniles que podían turbar su voto.

El joven devoto se anticipaba a la naturaleza y huía de la mujer en la época que ésta no podía aún despertar en él ningún desconocido sentimiento.

Cuando en la época de vacaciones veíase obligado en la casa paterna a tratarse con su hermana Enriqueta, mostrábase tímido y receloso, procurando evitar el roce de aquellas faldas como si fuesen siniestra deuda bajo la cual acampaba una legión de diablos. La devoción, trastornando aquel cerebro infantil, hacía surgir en él horrendos pensamientos y suposiciones monstruosas.

Con su otra hermana, la vieja y religiosa baronesa, el aspirante a santo sentíase menos intranquilo; pero respondía con igual cortedad a todas sus preguntas y procuraba apartarse de ella cuanto antes para entregarse a sus devociones.

La vista de Tomasa, aquella relatadora de cuentos impíos, llenaba de santo terror a Ricardo, que huía de ella como del pecado mortal, mientras la franca aragonesa echaba pestes contra los picaros jesuitas y doña Fernanda, que le habían mareado al niño hasta el punto de hacerle odiar a la que podía llamarse su segunda madre.

Cuando algunos días después de haber despedido el conde a la vieja doméstica fue Ricardo a pasar un domingo a casa de su padre, el muchacho experimentó una gran tranquilidad al saber que no volvería a encontrarse con la maliciosa aragonesa.

La casa parecía haber cambiado radicalmente con aquella marcha.

El conde acarició a su hijo, mostró por él gran interés, y sin perder su tétrica gravedad, le preguntó por sus estudios y aficiones excitándolo cariñosamente a que no fuese un fanático y se preparara a ser un hombre útil a su familia y a la patria.

En cuanto a Enriqueta, manifestóse a su hermano más alegre y locuaz de lo que comúnmente estaba, y sin hacer caso de su desvío huraño, le dijo que papá era muy bueno y ella muy feliz; que ahora la llevaba al Teatro Real y a los grandes bailes, que la dejaba en libertad para vestir con elegancia y que él mismo se mostraba muy alegre y decidido a gozar de la vida. Y Enriqueta, creyendo que con sus palabras despertaba un sentimiento de envidia a su hermano, que manifestaba honda tristeza, hablábale de que pronto saldría él del colegio y sería un pollo elegante que brillaría en sociedad y tendría una novia hermosa y distinguida.

El santito volvió al colegio escandalizado por el lenguaje de su hermana y dispuesto a no cruzar más su palabra con aquella que insultaba con tales suposiciones su dignidad de elegido de Dios.

Aquel fue el último día que el muchacho pasó en el seno de su familia. Apenas se vio en los sombríos corredores del colegio, aspirando aquella atmósfera mística que le enloquecía, desvanecióse la débil impresión de cariño causada por el cambio de carácter que había notado en su padre.

Ricardo volvió a engolfarse en aquella devoción que tanto le trastornaba, convirtiéndole en un niño nervioso, visionario y casi demente.

El deseo de ser santo, que aún se excitaba más con la reputación que de tal tenía en el colegio, dominábale a todas horas.

La vida de San Luis era su continua lectura, y todos los días juraba ante la Virgen imitar al santo Gonzaga en todos sus actos.

El sería jesuita como el santo italiano, vestiría la sotana de la Orden, y olvidando que había nacido rico haría voto de perpetua pobreza entregando su fortuna a la Compañía para que la distribuyese entre los necesitados.

Este rasgo sabía él que sublimaría toda su existencia y le daría el verdadero carácter de santo.

Muchas veces el padre Claudio había dicho en su presencia que nada era tan grato a los ojos de Dios como el sacrificio que hacen los potentados que entran en la Orden despojándose de sus riquezas.

Cuando llegase el tiempo oportuno, cuando por la edad pudiese disponer del inmenso caudal que le correspondía como heredero de su madre, él sabría llevar a cabo tal rasgo de desprendimiento y se haría célebre en los santos falsos de la Compañía por su santidad, entregando antes todas sus riquezas al padre Claudio, para que éste fuese el administrador de los pobres.

Ricardo estaba resuelto a ser jesuita; pero una duda cruel martirizaba su cerebro. ¿Le llamaba Dios por tal camino? ¿Merecía él, como el seráfico Luis, vestir la sotana de los hijos de San Ignacio?

Al santo Gonzaga, el cielo se había dignado manifestarle que era su voluntad que entrase en la célebre Orden.

Estando en Madrid, en la corte de Felipe II (según rezaba la vida de San Luis, escrita por el jesuita Croisset), y cuando aún era un niño, el santo, una mañana, arrodillado ante la Virgen del Buen Consejo, escuchó cómo ésta le intimaba con frases cariñosas a que entrase en la Compañía.

Aquél era un elegido de Dios, ya que la celeste madre se dignaba darle consejos; pero él se tenía por un réprobo, por un ser maldito a causa de sus pecadillos de la primera edad, ya que no escuchaba voces sobrehumanas, ni la dulzura de la Virgen venía a calmar sus terribles zozobras.

Un día notó que dos jesuitas viejos, que entre las gentes del colegio tenían renombre de sabios, a la hora de recreo, en que todos los alumnos se entregaban a los más ruidosos juegos, le contemplaban desde un ángulo del patio con expresión marcada de lástima, y conversaban después animadamente.

Aquella misma noche vio repetirse iguales gestos en la servidumbre del colegio y en algunos de los alumnos mayores, pero el niño era tan tímido y tenía tal empeño en contrariar todos sus deseos para santificarse, que por no pecar de curioso evitó hacer la más leve pregunta.

A la mañana siguiente, el padre encargado de la dirección del colegio, y en el cual el padre Claudio parecía tener una absoluta confianza, se encargó de aclarar aquel misterio.

Cuando el muchacho estuvo en el despacho del director, este jesuita usó de mil rodeos para decirle la noticia que le había encargado su superior; habló de la voluntad inflexible de Dios, del destino de la criatura que está de antemano trazado por el Eterno y que nadie puede variar; del deber en que está todo buen cristiano de resistir los rudos golpes del destino; y cuando el muchacho, embelesado por una plática que tanto halagaba sus inclinaciones, oía con el más santo gozo aquel sermón, el jesuita soltó la noticia que hacía ya más de una hora estaba adornando del mejor modo posible para ocultar su carácter horrible.

El conde de Baselga había muerto dos días antes. El director del colegio guardóse de decir que el desgraciado se había suicidado en una casa de locos, y relató al hijo la muerte del padre, asegurando que era a causa de un descuido que había tenido éste examinando una pistola cargada.

Ricardo quedó aturdido por aquella noticia.

No lloró porque los santos sólo lloran cuando recuerdan los fabulosos dolores sufridos por Dios bajo la forma de hombre; hizo esfuerzos por mostrar el estoicismo de los predestinados a la santidad, pero en lo más hondo de su pecho le pareció sentir un rudo golpe que conmovía todas las fibras de su corazón.

Aquella sequedad de su alma desapareció al desvanecerse la sorpresa causada por la noticia; y cuando el muchacho salió del despacho y se vio solo en medio de un desierto corredor, experimentó la necesidad de ir en busca de aquella devoción que en todas las circunstancias críticas de la vida lograba endulzar sus penas.

Entró en la capilla del colegio y fue a ponerse de hinojos ante el altar, donde dulce y sonriente se alzaba la imagen de una de esas Vírgenes creadas por la elegante piedad jesuita, y que tienen el aspecto de una tiple de ópera, perfumada y lánguida, que al compás de las notas pone en blanco los olas.

Un rayo de sol, filtrándose por un prolongado ventanal con vidrieras de colores, cruzaba la sombría capilla e iba a enredarse en la rubia cabellera de la Virgen, circuyéndola de una aureola en que titilaban todas las brillantes tintas del iris.

Aquellos ojos de cristal, brillando sobre las facciones de arrebolada cera como gotas de lluvia posadas en los pétalos de una flor, parecían mirar fijamente al niño, quien, poseído de una mística emoción, dio suelta a las lágrimas que antes había retenido al saber la muerte de su padre.

Era muy desgraciado, pero no se quejaba, pues aquel terrible suceso lo consideraba como un favor de Dios, que quería poner a prueba su resignación y que lo llamaba por el camino de su santidad.

Ya era completamente huérfano, y en adelante la Virgen sería su madre, su protectora, que le llevaría rectamente al cielo.

Aquél era el momento de decidir su porvenir. Desligado de todo lazo mundanal, encontrábase desnudo de terrenas preocupaciones a la puerta de la santidad, dispuesto a ponerse eternamente al servicio de Dios si éste le llamaba.

¿Por qué no había de realizarse un milagro en su favor? ¿Por qué la Virgen no había de aconsejarle que abrazase la vida religiosa, como ya lo había hecho con el seráfico Gonzaga?

Un milagro era lo que él pedía, una muestra leve que indicase cómo la madre de Dios se interesaba en su porvenir, y ansioso por alcanzar tal distinción, Ricardo miraba a la risueña imagen cuyos ojos seguían fijos en él con inanimada insistencia.

El rayo de sol iba desviándose conforme transcurría el tiempo, y se apartaba con lentitud de aquel rostro que iba hundiéndose en la sombra.

Entonces le pareció a Ricardo que aquellas sonrosadas facciones se animaban con una sonrisa de infinita benevolencia, y poseído de una exaltación frenética, se arrojó al suelo, cubriéndose los ojos con las manos, como si temiese cegar ante un esplendor deslumbrante.

Por fin llegaba el momento deseado. La Virgen le hablaba, aconsejándole lo que él tenía desde mucho tiempo antes en el pensamiento.

Sentía sonar su voz en lo más íntimo de su cerebro, y hasta le parecía que las paredes de la capilla retumbaban con el estrépito de la angélica trompetería.

Ya estaba decidido; abandonaría el mundo y abrazaría la vida religiosa. La Virgen se lo ordenaba.

Y el muchacho, a pesar de que tenía los ojos cubiertos por sus manos y el rostro sobre las frías baldosas, veía un inmenso horizonte de luz, y en el centro una brillante escalera vaga y tenue como si estuviese formada por suspiros y vibraciones de arpas. A los lados estaban los ángeles con cabelleras de sol y diáfanas vestiduras, y en lo último, llenándolo todo con su majestuosa silueta, Dios, coronado por el simbólico triángulo, que fijaba en él sus ojos y que por entre su blanca barba, que se confundía con las nubes, dejaba escapar la inmortal sonrisa, suprema felicidad de los bienaventurados.

Dos horas después, la servidumbre del colegio recogía el desfallecido cuerpo de Ricardo para conducirlo a la enfermería.

Fue aquello un accidente pasajero del que no tardó en reponerse; pero el director del colegio, que en la intimidad daba a entender, cómo bajo una sotana jesuítica puede ocultarse un espíritu volteriano, dijo, hablando de Ricardo con otro padre de la Compañía:

—La falta de alimentación le hará ver las más estupendas visiones. Carne y más carne. Éste es el mejor remedio contra las visiones celestiales.

IV. El Corazón de Jesús, buzón de correo

Una duda que asaltó a Ricardo pocos días después de haberse decidido por consejo de la Virgen a abrazar la vida religiosa, fue si debía preferir la Compañía de Jesús a cualquiera de las otras Ordenes protegidas por la Iglesia.

La regla de San Francisco y la de otros santos fundadores había contado muchos bienaventurados en su seno, y no era por tanto condición precisa, para ser favorito de Dios, el pertenecer al instituto de San Ignacio; pero pronto se desvaneció tal duda en el joven por medio de aquella vida del celestial Gonzaga, cuya lectura constituía todo su recreo.

San Luis, al decidirse por el servicio de Dios, había dudado sobre el instituto religioso que debía escoger, pero al fin se había decidido en favor de la Compañía de Jesús, por varias razones que el padre Croisset tenía buen cuidado de consignar en la vida del santo.

Ricardo reproducía en su memoria todos estos motivos y los encontraba en extremo ciertos.

Él, del mismo modo que el santo italiano, entraría en la Compañía de Jesús, porque en ella reinaba la humildad, ya que se hacía voto de no admitir dignidades eclesiásticas. Y el joven creía que este rasgo de la Orden era sublime, no parándose a considerar que mal podían apetecer los jesuitas, obispados y cardenalatos, cuando son el oculto nervio de la Iglesia, que mueven a ésta a su sabor y que dominan desde el Papa hasta el último sacristán.

Gustábale además la Compañía como al seráfico Gonzaga, porque «en ella se enseña a la juventud virtud y letras»; pero Ricardo no pensaba en que esta juventud que recibía la instrucción de los jesuitas era sólo la juventud privilegiada, la perteneciente a la clase acomodada y aristocrática y que en cambio nunca la Orden loyolesca se había preocupado de educar al pueblo, interesándose porque éste permaneciese siempre en la ignorancia, medio seguro para que jamás saliese de la abyección.

Otra de las razones que atraía las simpatías del joven fanático hacia la Compañía de Jesús, era que ésta «se dedicaba a la conversión de los herejes y los gentiles, en todas las partes del mundo». Para un joven ignorante, esta misión era sublime y en alto grado civilizadora, y así lo creía él, por haberlo oído varias veces a los padres maestros del colegio, que hablaban, con entonación lírica, de las grandes conquistas llevadas a cabo por la Compañía en el mundo de la barbarie, y de las conversiones en masa, que los misioneros de la Orden habían hecho en la India y el Japón.

Podía hablarse así, con la seguridad de no ser desmentido, a una juventud ignorante que no conocía otra historia que la enseñada en los colegios de la Compañía, y que por tanto no tenía la menor duda sobre la milagrosa elocuencia de San Francisco Javier, el cual, desconociendo la lengua de los indios y por medio de la mímica, convirtió miles de indígenas. Además, era muy extraño que después de estar la Compañía de Jesús más de tres siglos predicando la buena nueva en la China y en el Japón, no hubiese conseguido la cristianización de tales pueblos, limitando todas sus conquistas al bautismo de algunas familias de naturales pobres y envilecidos, que adoraban a los misioneros más que por sus doctrinas por los puñados de arroz que les repartían en las épocas de carestía.

Pero para Ricardo era artículo de fe que la Compañía había convertido al catolicismo a casi toda Asia y a sus ojos aparecía la Orden como un instituto sublime, cuyos misioneros poseían las lenguas de fuego de los apóstoles y enternecían a los pueblos en masa, haciéndoles abrazar la doctrina del Evangelio.

Él quería ser de aquella milicia heroica. Deseaba ser soldado de aquella legión fuerte e inquebrantable cual la verdadera fe, y como todos los misioneros célebres de la Compañía, pensaba en atravesar los bosques de Asia, sin otras armas que el Evangelio ni otro equipaje que su sotana, quebrantado por el ayuno y roído interiormente por la enfermedad, siempre en busca de nuevos gentiles que convertir y dispuesto a pagar con los más horrorosos martirios su santa audacia.

Aspiraba Ricardo a desempeñar este hermoso papel de héroe santo, creado por la leyenda jesuítica, y estaba lejos de imaginarse que tales misioneros, audaces hasta la demencia y ascetas hasta la total extenuación, eran infelices autómatas que la Orden creaba para revestir sus fines de una atmósfera simpática, de grandeza y desinterés, y que sus esfuerzos por introducir el cristianismo en las naciones idólatras, sólo servían para que después los verdaderos directores de la Compañía, aprovechándose de la audacia de sus fanáticos instrumentos, estableciesen compañías de comercio en los citados países, negociando con sus productos que cambiaban por los de Europa.

De este modo el Instituto de San Ignacio de Loyola reunía en su tesoro más millones que todos los grandes banqueros juntos, y así se hacia dueño de importantes lineas férreas y tenía, con nombre supuesto, numerosas flotas de vapores en todos los mares del globo.

Decidido, Ricardo Baselga, a entrar en la Compañía, ansiaba que llegase el instante de ser admitido en su seno, y tan vehemente era su deseo, que hasta temía que los buenos padres se negaran a darle entrada en la Orden.

Desde el día en que la Virgen le habló y Dios, rodeado de su deslumbrante corte, pasó ante sus ojos como una visión fugaz, el joven no tuvo otra aspiración que la de entrar cuanto antes en la Compañía. Pero siempre que intentaba formular su deseo, sentíase cohibido y dominado por una timidez que le impedía manifestar su pensamiento.

Por fortuna para él, pronto se le presentó una ocasión para manifestar su deseo sin que hubiera de ruborizarse ni tartamudear, pensando que su demanda podía ser desechada.

La educación jesuítica aspira a conocer hasta los más íntimos pensamientos de aquellos que están sujetos a ella, y de aquí que busque los más extraños medios para penetrar hasta en lo más recóndito de las aficiones de sus alumnos.

Tienen los padres de Jesús establecido en sus colegios el espionaje en grande escala, así como entre los individuos de la Orden; a cada alumno se le inspira la idea de que es un deber sagrado celar los actos del compañero; la delación se considera por los maestros como un acto meritorio, y la benevolencia con las faltas ajenas se castiga como un grave delito contra la disciplina que debe reinar en las casas de la Compañía.

Pero esto no basta a los jesuitas para apoderarse por completo del cerebro de sus educandos y conocer los más íntimos secretos.

Necesitan saber sus más dominantes aficiones para, en consecuencia, dirigir y amoldar a placer los caracteres de sus discípulos, y para que este régimen policiaco fuera completo, el astuto padre Claudio había establecido en el colegio de Madrid la fiesta del Corazón de Jesús, invención de los jesuitas franceses, muy dados a espectáculos teatrales.

Una vez al año verificábase esta ceremonia, y los alumnos mayores, después de una gran fiesta religiosa, dirigíanse de rodillas al altar mayor, y al llegar ante una imagen del Corazón de Jesús, tendíanse cuan largos eran, y con el humillado rostro sobre las desnudas baldosas, permanecían mucho tiempo entregados a mística meditación.

Después se levantaban, y sacando un papel escrito en la noche anterior, después de largas horas de rezo y de meditación, lo introducían en una hendidura que existía en aquel corazón rojo y flameante que la imagen ostentaba sobre el pecho.

Era ridículo y sacrilego convertir el Corazón de Jesús en buzón postal, pero los jesuitas, por tal medio, conseguían conocer las verdaderas aficiones de sus discípulos, y bien sabido es que su educación consiste, no en contrariar las aspiraciones naturales de aquéllos a quienes dirigen, sino en fomentarlas y en dirigirlas con arreglo al interés de la Compañía, buscando que ésta tenga en todas partes buenos y leales servidores.

No temían los jesuitas que sus alumnos mintieran al hacer tales confidencias al Corazón de Jesús. Habíanles hecho creer que aquellas demandas escritas a la divinidad las acogía ésta con benevolencia, y que todos los deseos consignados en ellas realizábanse inmediatamente si es que así convenía al porvenir de los solicitantes. De aquí que todos los alumnos se apresurasen a estampar en el papel su más ferviente deseo, y que los padres maestros, por medio de tal estratagema, tuviesen exacto conocimiento del pensamiento dominante en sus educandos.

Llegó el día de la fiesta del Sagrado Corazón, y Ricardo Baselga, sin duda por indicaciones superiores, fue admitido en el grupo de colegiales mayores que iba a depositar su papel en el pecho de la sacra imagen.

Durante la fiesta religiosa, el joven sintió una emoción cada vez más creciente que conmovía todo su cuerpo.

Con ansiosa mirada contemplaba, a través de las azuladas nubes de incienso, aquella imagen de Jesús, sonriente y dulce, y al mismo tiempo estrujaba en su bolsillo el billete escrito en la noche anterior, después de algunas horas de oración.

Ricardo estaba tan absorto en la contemplación de aquella imagen, que no se daba cuenta de lo que le rodeaba y los alborozados cánticos del órgano sonaban en sus oídos como un zumbido molesto.

Miraba el joven a Jesús con la misma expresión humilde y resignada del pretendiente que entrega un memorial al poderoso y teme ser molesto. Se estremecía Ricardo, pensando que era indigno de pedir a la divinidad un señalado favor, y temía que la Santa imagen rechazase su súplica.

Llegó el momento de la ceremonia, y el grupo de educandos avanzó hacia el altar mayor formado en fila.

Ricardo anduvo instintivamente, y al llegar cerca de la imagen, rodeado de los principales maestros, vio al padre Claudio, que, aunque grave y meditabundo cual lo exigía la solemnidad, le contemplaba con expresión de paternal benevolencia.

Iban uno tras otro los colegiales arrojando sus respectivos billetes en la hendidura de aquel corazón rojo y deslumbrante, y por fin Ricardo quedó frente a la imagen, sin tener compañero alguno delante de él.

Arrodillóse entonces, trémulo y palpitante, lanzando al Corazón de Jesús una mirada de supremo amor; arrojóse después de bruces al suelo, donde permaneció algunos segundos, corno si anonadado quisiera desaparecer confundiéndose con la tierra; y después, irguiéndose con timidez, adelantó una mano, en la que sostenía el papel escrito en la noche anterior.

Aquel acto le costó un esfuerzo supremo.

Así que terminó la fiesta, el padre Claudio, en la celda del director del colegio, revolvía los billetes que los colegiales habían depositado en el Sagrado Corazón, y que estaban aún sobre una mesa.

Buscaba el de Ricardo, y lo encontró; pues aunque todos los billetes iban sin firma, él conocía la letra del joven Baselga.

El jesuita, al leer sonreía con la expresión del que se convence de no haberse equivocado.

«¡Oh, Jesús mío! ¡Oh, dulce Señor! Mi deseo más ferviente, mi única aspiración, es serviros mientras viva; es pelear y morir por vuestra doctrina. Quiero ser un misionero de la fe. Haced que entre en vuestra Santa Compañía que fundó nuestro gran padre San Ignacio».

Después de la fiesta hubo gran banquete en el colegio, y por la tarde, cuando todos los alumnos se entregaban a ruidosos juegos, el padre Claudio llamó aparte a Ricardo, y poniéndole una mano sobre la cabeza, díjole con expresión paternal y solemne.

—El Sagrado Corazón no olvida nunca a sus devotos. Él ha oído tus súplicas; y yo, como mensajero de su divina voluntad, te manifiesto que la Compañía te abre sus brazos. En la semana próxima irás a comenzar tus ejercicios en la casa de novicios que tenemos en Loyola. Mañana mismo hablaré con tu santa hermana la baronesa, que acogerá tu vocación como un favor del cielo.

V. El noviciado

Salió Ricardo de Madrid, sin despedirse de la baronesa ni de Enriqueta, pues para ser buen jesuita, habíase propuesto olvidar que tenía una familia en el mundo.

Apenas entró en el colegio de Loyola, experimentó una satisfacción sin límites.

El padre director, jesuita adusto, de facciones demacradas y ojos feroces, que parecían trasparentar el chisporroteo de un oculto fuego, le ordenó que se despojara de su traje y le hizo vestir el hábito talar.

Aquella fue la mayor alegría que el joven experimentó en su vida.

Rapado a punta de tijera: embutido en una sotana estrecha, raída y de un negro amarillento; con medias de estambre y gruesos zapatos, Ricardo se confundió entre un centenar de jóvenes, pálidos, demacrados, de aspecto receloso y mirada hipócrita, que eran los novicios que en aquel establecimiento se preparaban a ingresar en la Compañía.

El hijo del conde de Baselga se oyó llamar hermano por primera vez y esto le produjo inmensa satisfacción. Era la prueba de que acababa de alistarse bajo las banderas de Cristo.

Pronto notó Ricardo la gran diferencia que existía entre la educación que se daba en el colegio y la de aquel noviciado.

En éste no existía la menor sombra de instrucción científica.

Habían terminado para el joven aquellos estudios engorrosos que contrariaban sus aficiones místicas, y con el noviciado entraba en plena vida devota.

El campo de las supersticiones, de los escrúpulos nimios, y de las mortificaciones absurdas, abría sus horizontes inmensos ante aquella exaltada imaginación perturbada por el fanatismo.

Ricardo, al pasear por aquellos claustros monótonos y sombríos que carecían del encanto artístico de los antiguos conventos, creíase a las puertas del mismo cielo, y tal era su entusiasmo, que aquellas bandas de jóvenes tétricos y ensotanados que eran sus compañeros y que se espiaban mutuamente aprendiendo a odiarse, considerábalas como legiones de ángeles destinadas a la salvación del mundo.

Dos años había de durar el noviciado según lo prescrito en las reglas de la Compañía, y tan feliz se sentía Ricardo en su nueva vida, que, a pesar de encontrarse en los primeros días, se entristecía ya pensando que el plazo era relativamente corto y que algún día había de salir de aquella casa para volver al mundo.

Aquel aislamiento semejante al de la tumba constituía la suprema dicha de un ser dedicado a la contemplación de las cosas divinas y que se estremecía al menor contacto con la sociedad.

Los ejercicios de devoción que la Orden recomendaba a los novicios eran como los múltiples engranajes de una gran máquina que tendía a anular cuanto de espontáneo y libre existe en el hombre.

Ricardo dejaba de ser un ente libre para convertirse en una molécula inconsciente de la gigante Compañía de Jesús.

Arrastrado por un anhelo noble buscaba la perfección; pero ésta era para el joven fanático el ideal de los ascetas, matar cuanto de humano existe en el organismo, aborrecer el mundo y odiar los más bellos y naturales sentimientos, todo en gracia a una suprema contemplación. Ricardo aspiraba a ser el hombre perfecto que los ascetas y los celestes visionarios han retratado con estas palabras: Tanquam ac cadaver.

El joven sentía un ardor cada vez más creciente por ser un modelo de novicios, y este deseo, que en el fondo tenía mucho de vanidad, arrastrábale a seguir de un modo minucioso cuantas instrucciones había consignado San Ignacio de Loyola en sus célebres ejercicios.

Las ideas más acariciadas en la niñez, los sentimientos más arraigados, todo desaparecía y se evaporaba conforme avanzaba Ricardo en sus piadosas prácticas.

Familia, patria, fortuna, todo cuanto significase mundo y pudiera despertar un eco humano en el corazón, todo lo olvidaba Ricardo, siempre empeñado en formarse el vacío de la santidad en torno de su persona.

Tan lejos llevaba su horror al mundo, que le parecía sublime la página veintinueve de las Constituciones de la Compañía, y releía con fruición el párrafo, que decía así:

«Para que el carácter del lenguaje corresponda a los sentimientos, es de uso acostumbrarse a decir, yo tengo padres, o yo tengo hermanos, sino yo tenía padres, yo tenía hermanos».

Estas palabras infames que mataban en vida a los seres más queridos, resultábanle sublimes al joven fanático, e imitando a sus tétricos compañeros que hablaban de sus padres como si fuesen sus tatarabuelos y se negaban a leer sus cartas, Ricardo aprovechaba las escasas conversaciones que con ellos tenía, para decir con el énfasis de un hombre que ha logrado vencer un terrible obstáculo:

—Yo tenía hermanos; yo tenía familia.

Aquella excitación que mostraba el joven a todas horas y su empeño en ser modelo de novicios, atraíale la simpatía de los padres maestros, que se hacían lenguas de su entusiasmo religioso y de la fortaleza que demostraba al pasar días enteros entregado a la oración sufriendo terribles privaciones.

La consideración de que aquel joven asceta era poseedor de un título nobiliario y de una gran cantidad de millones, impresionaba mucho a los demás novicios procedentes de clase media o de familias de labriegos acaudalados, los cuales creían en la división de castas y adoraban supersticiosamente a la aristocracia.

En torno de Ricardo se formaba el mismo ambiente de respeto y consideración que en el colegio, y todos sus compañeros le apreciaban como un ser superior destinado a empresas sublimes.

La adulación existe en la Compañía de Jesús más que en ninguna otra sociedad, por estar ésta basada en el espionaje y la mentira, y de aquí que hasta los padres maestros depusieran un tanto su ceño de ásperos instructores, para animar con lisonjas a Ricardo a que perseverase en sus aficiones ascéticas.

Llegó a decirse en aquella santa casa, que el joven hacía milagros y así lo creyeron los sencillos labriegos de las inmediaciones que se paraban en los caminos con aire reverente cuando pasaba el santito; pero hay que advertir que Ricardo no creía en su propio poder y se extrañaba de que hablasen de prodigios que él nunca había visto a pesar de ser el principal interesado.

Cada uno de los novicios dirigíase forzosamente a un determinado maestro, por estar así consignado en la regla de la Orden, y con él había de consultar todas sus acciones y pensamientos.

Ricardo tenía su consultor como todos sus compañeros, y con él sostenía largas pláticas sobre asuntos espirituales.

Muchas veces el discípulo se revolvía contra el maestro, haciendo objeciones que demostraban un fanatismo ascético, superior al de los padres más exaltados; pero esta oposición era fugaz, pues el educando acababa siempre por amoldarse humildemente a todos los consejos de su superior.

Lo que más repugnaba a Ricardo, eran las reglas establecidas en la Compañía para dar a todos sus miembros un exterior uniforme e inalterable.

El jesuitismo no se contentaba con moldear a su gusto las conciencias y anularlas, sino que extendía su poder a los rostros para reformarlos con arreglo a una expresión común.

El maestro de Ricardo, mostraba gran empeño en dar los últimos toques de exterioridad gazmoña a aquel novicio destinado a ser un santo que honraría a la Compañía.

La mirada era la principal preocupación del viejo jesuita a quien irritaba el modo de mirar franco y noble del joven.

—No debes mirar así —decía a Ricardo—. En nuestra Orden los ojos se fijan siempre en el suelo, y al hablar con un extraño el rostro debe tener una expresión de seráfica alegría. Una sonrisa sencilla e ingenua sienta siempre bien en los labios de los representantes de Dios. Mira a todos los padres de la Compañía y te convencerás de que siguen fielmente estas instrucciones. Nuestros santos fundadores ya estudiaron cuál es el aspecto que más simpatías proporciona al sacerdote, y de aquí el poder moral que ejercen los individuos de la Compañía sobre cuantas personas tratan. No basta ser santo; es necesario parecerlo.

Y el maestro de novicios dábale más detalles sobre la compostura exterior que debía guardar todo buen jesuita.

Cuando se hablara a alguien, las manos debían permanecer en una santa inacción; los ojos inclinados, los labios ni juntos ni muy abiertos y evitar ante todo los fruncimientos de cejas y las contracciones de la frente, pues esto delata ocultos pensamientos y el rostro del jesuita debe ser una máscara de piedra que no deje pasar al exterior la más leve idea. Una santa sencillez, una seráfica imbecilidad, deben encubrir siempre el tropel de ideas que se agita en el cráneo de todos los individuos que la Compañía arroja en la sociedad, para que sean instrumentos de sus planes.

La Compañía no quería ser servida por hombres, sino por autómatas, y por esto unificaba los rostros, como unificaba las conciencias.

—Nuestro santo padre San Ignacio —decía el maestro de novicios—, ya lo ordenó así, porque quería la igualdad en todo; lo mismo en el exterior que en la manera de pensar.

Ricardo, dócil a todos los mandatos, siguió fielmente estos consejos; y tanto en su exterior como en su modo de pensar, resultó el más notable de todos los educandos.

Transcurrieron los dos años de noviciado sin que nada turbase la santa calma en que vivía Ricardo.

La baronesa de Carrillo, comprendiendo sin duda que a los santos les gustaba vivir alejados por completo del mundo, se había limitado a escribirle algunas cartas en los primeros meses del noviciado, y como el joven no contestó a ellas, guardó en adelante, la piadosa doña Fernanda, el más absoluto silencio.

La única noticia que recibió el joven de su familia, diósela el maestro de novicios, quien, con expresión indiferente y con gran laconismo, le manifestó que su hermana Enriqueta se había casado con un tal Quirós y que tenía una hija llamada María.

El joven acogió aquella noticia con mayor frialdad aún que la que había mostrado el jesuita al darla.

Ricardo no tenía familia; su hermana era para él un ser casi fantástico, cuyo recuerdo no llegaba a turbar su memoria. En adelante él no reconocía otra familia que la Compañía, y sus hermanos legítimos eran los que vestían la sotana de la Orden.

De estar el joven menos obsesionado en aquella época por sus preocupaciones de fanático, hubiese comprendido el fondo de gazmoña inmoralidad que encierra la educación jesuítica.

En sus momentos de descanso, en ciertos días que el espectáculo sonriente de la Naturaleza le arrancaba un tanto de sus exageradas prácticas de devoción, Ricardo conversaba con otro joven novicio, pobre de espíritu y corto de inteligencia, por el que sentía gran simpatía.

Una tarde paseábanse los dos, acompañados de otro novicio, por ordenar las reglas de la Compañía que fuesen siempre los jesuitas en grupos de tres, y Ricardo, al escuchar una expresión ingenua de su sencillo compañero, le estrechó la mano con expresión de simpatía protectora. El tercer novicio permaneció impasible.

Aquella misma noche Ricardo fue llamado por el director del colegio y el maestro de novicios.

Su acompañante, cumpliendo los hábitos que se recomendaban a todos los educandos, había delatado aquella inocente expansión de Ricardo.

Los dos padres, con expresión ceñuda, preguntaron al joven si era cierto el hecho denunciado. Ricardo contestó afirmativamente.

—¿Y qué pensabas al estrechar la mano de tu compañero? —preguntó el maestro con una expresión que no comprendió el joven.

—Pensaba en que era un muchacho humilde y sencillo y quería manifestarle mi eterna amistad.

—¿Y no pensabas nada más?

—Nada más.

—¿Al sentir el contacto de su mano no te asaltó algún deseo?

Ricardo levantó sus ojos para mirar con extrañeza a su maestro.

—¡Deseo!… ¿de qué?

Dijo el novicio estas palabras con tal ingenuidad, que el director y el maestro se miraron para darse a entender su convicción de la inocencia de Ricardo.

Aún le hicieron los dos padres algunas otras preguntas menos discretas, en las cuales el novicio columbró cuál era su pensamiento y a qué punto se dirigían sus sospechas.

Ricardo ruborizóse ante tan absurdas suposiciones, y su pureza, herida por tan monstruosas sospechas, tardó mucho tiempo en tranquilizarse.

Aquella tendencia a suponer en el hecho más insignificante, en la más leve expansión, aficiones a la brutalidad, hizo conocer a Ricardo las monstruosidades de la pasión.

A pesar de que su inocencia resultaba patente, los dos padres fueron inexorables con aquella falta que reputaban como grave, y al día siguiente, a la hora de la comida, Ricardo hubo de arrodillarse en el centro del refectorio y en alta voz pedir perdón a sus compañeros por haberlos escandalizado estrechando la mano de uno de ellos, contra lo preceptuado en las reglas de la Orden.

Esta humillación, que dolió mucho al joven a pesar de toda su santidad, no le extrañaba ya, algunos años después, cuando era jesuita profeso.

Por motivos igualmente insignificantes, vio a jesuitas ancianos tratados como niños y obligados a arrodillarse en público y a confesar sus faltas en alta voz.

La Compañía, para matar la altivez propia del hombre, y extremar la obediencia pasiva del autómata, no repara en castigos y humillaciones.

Cuando Ricardo ingresó verdaderamente en la Compañía y estudió sus reglas, comprendió la severidad de los dos padres, y el escándalo producido por un simple apretón de manos.

El deseo de conservar incólume el voto de castidad, ha llevado al jesuitismo, como a todas las comunidades religiosas, a las más extrañas y repugnantes prescripciones.

La amistad íntima entre dos religiosos considérase como amicitiam maie olentem (amistad mal oliente), y santos venerados en los altares han dicho a sus compañeros de religión: «huid del trato con los jóvenes y rechazad su amistad como la amistad del diablo».

El padre Claudio Aquaviva, uno de los generales más célebres del jesuitismo, ordenó, en las reglas de la Compañía, que ningún jesuita pudiese permanecer a solas con un joven, y a tal punto llegaba en sus suposiciones de perversión, que hasta prohibió a los individuos de la Orden que tocasen a los perros y los gatos.

El joven jesuita, cuando leyó todas estas disposiciones de uno de los más grandes hombres de la Orden, acogiólas como el resultado de una austeridad que combatía al vicio hasta en sus más extrañas formas, y no se le ocurrió maldecir el voto de castidad que hacía necesarias tan repugnantes leyes para evitar los extravíos brutales de una pasión humana y legítima que, aprisionada por la devoción, se desborda bajo las más asquerosas formas.

VI. La entrada en la Orden

Terminado el noviciado, Ricardo Baselga fue llamado a Madrid para prestar sus primeros votos y entrar de lleno en la Compañía.

No tenía aún la edad a que se acostumbraba admitir a los otros novicios, pero la poderosa protección del padre Claudio era suficiente para que el joven fuese recibido en la categoría de hermano coadjutor.

Al padre Claudio, y a los intereses de la Orden en general, convenía que el joven fuese a vivir en la casa residencia de Madrid.

Era un espectáculo edificante y conmovedor que impresionaba mucho a la aristocracia afecta a la Compañía, ver al heredero de una de las más ricas y nobles casas, vistiendo la raída sotana de jesuita, viviendo en la mayor pobreza y mostrando en su exterior una humildad resignada y dulce.

Aquel novicio noble y en camino de ser santo, aumentaba el prestigio de la Orden y honraba mucho a todos sus compañeros.

La aparición de Ricardo Baselga en Madrid resultó un acontecimiento para la aristocracia devota.

La baronesa de Carrillo fue felicitada por todas sus amigas, y la residencia de los jesuitas vióse visitada por las damas más encopetadas de las cofradías, que acudían a contemplar con el interés que inspira un ente raro, a aquel aristócrata próximo a ser santo, quien, por su parte, las recibía huraño y sordamente irritado, al ver interrumpida su vida devota por la pública curiosidad.

Llegó por fin el momento de prestar los votos, y Ricardo se dispuso a ello poseído de la más grande emoción.

Su primer voto fue el de castidad, y verdaderamente, el joven no tenía conciencia de lo que prometía y a lo que se obligaba. Había vivido alejado del mundo, la única mujer de la cual habíase hallado cerca era su hermana Enriqueta, y nunca se había sentido envuelto en el ambiente voluptuoso que rodea a toda joven hermosa, ni sentido el loco estremecimiento de la carne.

Aquel juramento era una vana fórmula. Se prometían en él sacrificios cuya importancia se ignoraba, y era indudable que el voto peligraría apenas aquel organismo, virgen de todo estremecimiento amoroso, se conmoviera sintiendo los brutales pinchazos de la pasión. La primera mujer que las circunstancias de la vida arrojasen al paso del futuro santo, podía dar al traste con su voto de castidad.

El segundo voto fue el de pobreza, y de seguro que a no tener el ánimo perturbado por una educación inspirada en el fanatismo, Ricardo hubiese sonreído al prestar dicho juramento.

¿Dónde estaba la pobreza dentro de la Orden? ¿Dónde las privaciones que aquélla impone? El jesuita es pobre, nada propio posee; pero la Compañía es inmensamente rica, y tan perfecta es su organización, que ninguno de sus individuos deja de gozar las más envidiables comodidades. El voto de pobreza reducíase a no tener ahorradas algunas monedas en el bolsillo, pero en cambio tampoco había que preocuparse de las necesidades de la vida, pues la administración jesuítica todo lo preparaba y lo tenía previsto. Bastaba ser obediente y sumiso a las órdenes de los superiores; que éstos ya se encargaban de proporcionar todo lo necesario.

Nada importaba no tener dinero propio, pues esto aún ahorraba preocupaciones y disgustos. Cuando sintiera hambre, encontraría siempre una mesa, cubierta de las viandas más suculentas y de las frutas más exóticas; en todos los puntos del globo hallaría un techo propio bajo el cual guarecerse, y si sus superiores le ordenaban un viaje, no le faltarían los medios para hacerlo con la mayor comodidad, pues nunca se encuentra a un padre jesuita en un vagón de tercera clase.

El tercer voto fue de obediencia, y Ricardo lo prestó aún con mayor entusiasmo que los otros dos.

Ser soldado fiel de la Iglesia y del Papado le entusiasmaba, y su misma excitación no le dejaba pensar en la falsedad de tal voto. Aquella obediencia no era eterna, pues la Compañía le podía expulsar de su seno cuando lo creyese conveniente, o él, salir de ella, si tenía razones graves en que fundarse.

El voto resultaba innecesario, tanto más, cuanto que ya se sabía que dentro de la Orden había que obedecer forzosamente pero a pesar de esto Ricardo hizo su juramento sin que decayera su entusiasmo.

Terminada aquella especie de iniciación, Ricardo se sintió otro hombre.

Ya era jesuita, ya pertenecía a aquella santa Compañía que se le había aparecido siempre como una asociación de bienaventurados que tenía en su poder las llaves del ciel\1.

Siguiendo lo dispuesto en las Constituciones de la Orden, Ricardo, después de sus dos años de noviciado pasados en prácticas devotas, había de dedicarse otros dos años a estudios literarios para descansar un tanto el ánimo perturbado por el ascetismo y poner la ilustración como contrapeso a una exagerada piedad.

El joven Baselga dedicóse al estudio de la retórica con el entusiasmo que manifestaba por todo aquello que le ordenaban sus superiores, y experimentó gran placer con la lectura de los clásicos cuyas obras resultaban para él tesoros de desconocida hermosura.

La revolución del 22 de junio le sorprendió en Madrid, y encerrado en la casa de la Orden, estuvo escuchando el horroroso estruendo de aquella lucha, sin que él, en su ignorancia de las cosas del mundo, supiera explicarse el porqué de tan general matanza.

Al día siguiente supo que su cuñado Quirós, al que apenas conocía, pero a quien respetaba mucho por las brillantes defensas que hacía de la religión, había sido muerto de un balazo a la puerta de su casa, y que su hermana Enriqueta estaba tan impresionada por el suceso, que se temía perdiese la razón.

Ricardo, a pesar de su frialdad de santo, experimentó cierto trastorno moral al saber el estado de su hermana, y por primera vez se preocupó de su familia mostrando espontáneos deseos de verla.

Acompañado del padre Claudio fue a su casa, y faltándole aquella fuerza de voluntad que le hacia mirar con indiferencia las miserias de la vida, se impresionó ante el espectáculo que ofrecía la infeliz Enriqueta, demacrada, casi ciega, tendida en el lecho, encerrada en el más desesperante mutismo, y tarda en reconocer las personas que la rodeaban.

Doña Fernanda tenía el firme convencimiento de que aquello era el castigo que Dios imponía a su hermana por haberse enamorado de un pillete republicano y haber huido con él de la casa paterna, y creía también que Enriqueta cayó en tal estado de imbecilidad así que vio el cadáver de Quirós tendido en el arroyo.

Ignoraba la devota baronesa que la verdadera causa de encontrar a su hermana, en aquel día fatal, inerte en el balcón y con una herida en la cabeza producida al desmayarse, consistía en que Enriqueta había visto huir de la cercana barricada al bandido descamisado (como decía doña Fernanda), y caer después en poder de una patrulla que iba a fusilarlo.

El joven jesuita, con el corazón oprimido y haciendo esfuerzos para no llorar, contempló a su infeliz hermana.

En aquella triste ocasión vio por primera vez a su sobrina María, a la que no se atrevió a tomar en brazos por temor a faltar a su voto de castidad.

Aquellas mejillas cubiertas por las tintas rosadas de la niñez, aquellos ojos de inocente y cándida fijeza, daban miedo al fanático, que apartó prontamente sus ojos del rostro que le sonreía con infantil gracia.

Aquella visita fue lo único que turbó la vida religiosa del joven. En adelante siguió como siempre sujeto a las reglas de la Orden, no permitiéndose otro recreo que el concedido por sus superiores, y paseando siempre en unión de otros dos compañeros que le espiaban y a los que él espiaba, so pena de faltar a la santa doctrina de la Compañía.

Algún tiempo después de tal visita, que fue la última que hizo a su hermana, Ricardo tuvo una importante conferencia con el padre Claudio.

Salía el joven jesuita de la clase de retórica y se dirigió a su cuarto para esperar, estudiando, la hora de refectorio, cuando un hermano lego le anunció que el padre Claudio, que acababa de entrar en la santa casa, le estaba esperando en su despacho.

Era muy raro que el poderoso jesuita, en aquellas horas de la mañana, visitase la casa residencia, a no tener que resolver en ella algún negocio importante.

Ricardo sabía algo de las costumbres del superior, y no dejaba de causarle extrañeza aquel llamamiento. El padre Claudio hacía por la tarde todas sus visitas de inspección a la casa jesuítica, pues pasaba la mañana en la casa donde de antiguo tenía su archivo y su despacho, entregado al estudio de los importantes negocios de la Orden.

La rareza de aquella visita no podía menos de excitar su curiosidad; pero Ricardo, recordando que el principal deber de un jesuita es obedecer las órdenes de sus superiores sin pararse a comentarlas, cumplió inmediatamente el mandato y se dirigió a la habitación que servía de despacho al padre Claudio cuando éste se hallaba en la casa de la Compañía.

VII. El golpe anhelado

Era en una pieza no muy grande y de humilde decorado, donde esperaba el padre Claudio.

El piso, de rojos y lustrosos ladrillos; las sillas de enea pintadas de verde; las paredes enjabelgadas con pintura plomiza; varios cromos baratos representando a Jesús y varios apóstoles, colgaban de los muros; frente a la puerta de entrada, un gran armario de roble, rematado por una cruz y cuyas hojas entreabiertas dejaban ver tres estantes cargados de carpetas verdes, abultadas y con rótulos; y tras la mesa de pino, cubierta de papeles, y el modesto sillón que ocupaba el padre Claudio, un balcón con blancas cortinas de muselina que se balanceaban acariciadas por la brisa que las lejanas montañas enviaban sobre Madrid, abrasado por el hábito del verano.

El padre Claudio estaba muy desfigurado. Eran ya inútiles todos los revoques y afeites de dama que usaba algunos años antes para ocultar su edad. Sus cabellos estaban blancos, el ceñidor había tenido que ceder ante la creciente hinchazón del abdomen, dejándolo en completa libertad; los labios se habían hundido a pesar de la dentadura postiza, y la nariz, cada vez más roja y picuda, sostenía unas grandes gafas de oro tras las cuales relucían, con mortecino resplandor, aquellos ojos que tanto habían conmovido a las aristocráticas beatas.

La manía de perfumarse con exceso era lo único que le restaba de sus buenos tiempos a aquel dandy de sotana.

Se inclinó reverentemente al entrar, el joven Ricardo, besó humildemente la mano de su superior y a una indicación de éste, se sentó junto a la mesa frente al poderoso padre Claudio.

Este honor conmovía al joven a pesar de todo su desprecio a las distinciones terrenales.

El reverendo padre le dirigió una de sus más dulces sonrisas y con voz lenta y melodiosa comenzó a hablarle.

—Hijo mío: ha llegado el momento de que tratemos de un negocio importantísimo para mí, por lo mismo que te quiero tanto más aún para ti, pues te va en ello la salvación del alma.

El joven fanático, al oír estas últimas palabras, palideció e hizo un ademán de terror como si viera abrirse a sus pies la boca del Infierno.

—No temas: aún hay remedio para tu mal; y el que se halle en peligro tu alma, no significa que la tengas perdida para siempre. Se trata sencillamente de cumplir los votos que has hecho a Dios.

—Reverendo padre —dijo—, no he faltado nunca a ellos ni pienso faltar jamás.

—Recuerda bien tu situación actual y tal vez encuentres que está en contradicción con lo que prometiste a Dios solemnemente.

El joven jesuita reflexionó profundamente y dijo por fin con acento de convicción:

—Mi conciencia está tranquila; no creo haber faltado a mis votos, reverendo padre.

—Te engañas, infeliz: tan preocupado estás con las cosas divinas, que olvidas las humanas y no tienes conciencia de tu situación.

Ricardo, a pesar del respeto casi supersticioso que le inspiraba su superior, estaba impaciente como el que se ve calumniado y ansia justificarse; así es que se apresuró a contestar:

—Reverendo padre: gracias al apoyo divino no he faltado a ninguno de mis votos. Prometí ser casto y lo soy, rogando a la Virgen que me libre de las tentaciones del demonio; hice voto de obediencia y ni con el pensamiento he faltado a mis superiores, ni desobedecido mentalmente la más pequeña de sus órdenes; hice voto de pobreza y…

—¡Alto, hijo mío! Ahí está el peligro para tu alma, pues faltas, aunque sin saberlo, a tal voto.

Ricardo mostró aún mayor extrañeza, y dijo con sencillez:

—Reverendo padre; soy pobre. Renuncié al mundo y a sus pompas; sólo tengo lo que la Orden como madre amorosa quiere darme, y el día que mis hermanos de la Compañía me negasen un pedazo de pan, tendría que ir pidiéndolo como limosna de puerta en puerta.

—¡Ah, infeliz! ¡Cuán alejado vives del mundo! ¡Cómo olvidas lo que en él fuiste! Tú eres todavía inmensamente rico, y mientras seas poseedor de tan gran fortuna, faltas al voto de pobreza.

Vivía, efectivamente, tan alejado del mundo aquel joven fanático, que, como ya dijimos, había olvidado a su familia y con ella la colosal fortuna que poseía.

Costóle algún trabajo convencerse de que era rico, y cuando, recordando lo que había oído en su niñez a la baronesa, adquirió la certidumbre de que legalmente era dueño de algo más que de aquella raída sotana que cubría su cuerpo, limitóse a decir, afectando una completa indiferencia:

—Ser individuo de la Compañía de Jesús era toda mi ambición, y al entrar en ella ya renuncié mentalmente a todo cuanto en el mundo pecador me correspondiera. Pobre quiero ser siempre y esa fortuna la renuncio. ¡Por piedad; no me habléis más de esas riquezas, reverendo padre!

El padre Claudio sonreía viendo el empeño que mostraba el joven en desprenderse de una fortuna cuya cifra podía causar honda emoción a muchos mortales.

—No tan aprisa, querido hijo, alabo ese santo desprendimiento; ese deseo de arrojar lejos de sí la pesada carga de las riquezas que inducen siempre al pecado, pero hay que proceder con cierto orden en esta clase de sacrificios para que resulten fructuosos y no se aproveche de ellos el diablo.

—Haré lo que me mande vuestra paternidad.

—Ante todo es preciso que te diga que hemos procedido con cierta ligereza al permitirte que hicieses voto de pobreza. La ley civil te obliga a conservar tus riquezas hasta los veinticinco años en que entrarás en la mayor edad y podrás hacer lo que gustes de tus bienes, y entretanto faltas a tus votos, pues prometiendo a Dios ser pobre has de ser forzosamente rico durante algunos años. Créeme, que de haber pensado antes en esto, no hubiese accedido a que hicieses tus votos. Esto ha sido un engaño que hemos hecho a Dios, involuntariamente, pero que no por esto pesa menos sobre mi conciencia.

Y el redomado jesuita fingía una consternación que apesadumbraba al joven fanático.

Aquello de que por su culpa y por un interés demasiado tierno que él inspiraba a su superior, éste tenía sobre su conciencia nada menos que la culpa de haber engañado a Dios, horrorizaba al joven, que acogía tales trapacerías como verdades indiscutibles.

A Ricardo le faltaba poco para romper a llorar.

—¡Oh, reverendo padre! Busquemos el medio de remediar todo esto. Yo pediré a Dios que me perdone por esta riqueza que las leyes socales me obligan a poseer. Yo viviré, como hasta hoy, en la mayor pobreza sin acordarme de que tengo una gran fortuna en el mundo y el Señor perdonará esta falta involuntaria.

—No, hijo mío; no basta eso. Dios quiere que cuando uno abandona las pompas mundanas y hace voto de pobreza, entregue inmediatamente todas sus riquezas a los necesitados y tú no puedes remediar a tus semejantes por ahora con tal obra de caridad.

Ricardo estaba consternado ante el tono de desesperación con que el padre Claudio decía estas palabras.

—¿Qué hacer, padre mío? ¿Qué hacer?

El ladino jesuita fingía meditar profundamente y por fin dijo con expresión victoriosa:

—Sólo encuentro un medio de que tu voto de pobreza siga siendo válido y de que Dios no se enoje en vista de tu tardanza en dar las riquezas a los pobres. Comprométete solemnemente a que al día siguiente de haber cumplido la mayor edad te despojarás de tu fortuna. Esto es lo que hacen todos lo que pretenden ser verdaderos individuos de la Compañía de Jesús.

—Hágase así, reverendo padre. Dispuesto estoy a obedecer. ¿En que forma he de comprometerme a ceder mis bienes?

—Firmarás un documento renunciando a tu fortuna.

—¿A favor de los pobres?

—No; esa renuncia sería muy vaga y se prestaría a malas interpretaciones. Ya sabemos que el objeto de la cesión es hacer bien a los infortunados y que a poder de ellos han de ir todas tus riquezas; pero éstas se han de renunciar a favor de alguien, o más bien dicho, se ha de marcar quién es la persona a quien tú entregas tu fortuna.

—Haga vuestra paternidad lo que le parezca más conveniente.

—Ya que tan dispuesto estás a hacerte simpático a los ojos de Dios renunciando a tus bienes, justo es que te capacites de la grandeza de tu sacrificio conociendo a cuánto asciende tu fortuna.

Ricardo hizo un gesto de desprecio e indiferencia.

—No, hijo mío —continuó el Padre Claudio cada vez con acento más bondadoso—. Quiero que recuentes tus riquezas, y si después de saber que por tu nacimiento eres un potentado, te radicas en tu resolución, entonces tu sacrificio será más hermoso y mi conciencia experimentará mayor tranquilidad. No quiero que el día de mañana, si esta conversación llega a traslucirse, digan los enemigos de la Compañía que yo te he engañado, abusando de la ignorancia en que estás respecto a tu posición.

El joven jesuita intentó protestar contra tal idea, pero el padre Claudio continuó hablando:

—Poseéis tú y tu hermana, como herederos de vuestra madre doña María Avellaneda, una fortuna que primeramente era de quince millones de francos, pero que con el transcurso del tiempo ha aumentado bastante. Tu padre, el difunto conde de Baselga, que en santa gloria esté, sólo fue despilfarrador cuando vivía tu madre y los dos con su lujo imponían la moda en Madrid, pero después su vida apartada y modesta, y su carácter misantrópico, le hicieron económico forzosamente, y el capital ha aumentado bajo su administración. En resumen, que la fortuna de tu casa es grande, y que divididos a la mayor edad todos estos bienes entre tú y Enriqueta en partes iguales, serás dueño absoluto de más de ocho millones de pesetas, cantidad enorme y suficiente para que se pierda un alma, y que es de todo punto incompatible con la santidad. Recuerda lo que dijo el Divino Maestro: Más fácilmente pasará un camello por el ojo de una aguja, que un rico entrará en el cielo.

Ricardo demostró con unas cuantas inclinaciones de cabeza, lo convencido que estaba de la incompatibilidad existente entre la santidad y la riqueza.

—Yo conozco —continuó el superior—, el modo como está colocada tu fortuna. Tu hermana la baronesa, que como tú sabes me honra consultándome en todos sus asuntos, me ha hecho conocer en qué consiste vuestro capital. Una gran parte de éste se halla en el Banco de Francia; otra, ha sido empleada en títulos de la Deuda Española, y además tenéis grandes posesiones en Castilla la Vieja que el difunto conde compró cerca de su casa solariega con dinero de tu madre, y que tuvo la atención de poner a nombre de ésta. La mitad de esa gran fortuna te pertenece. Eres rico y estás a tiempo de librarte de una vida de perpetua pobreza. Si vuelves al mundo, perderás seguramente tu vida por una eternidad, pero podrás gozar con tu dinero todos los mundanales placeres inventados por el diablo. ¿Qué decides?

Y el padre Claudio, esperaba sonriente aquella contestación que él mismo preparaba, anatematizando las riquezas.

La contestación no se hizo esperar, y Ricardo dijo con firme convicción:

—Quiero ser pobre y que mis bienes pasen a poder de los necesitados.

El superior mostróse dulcemente conmovido por aquellas palabras.

—No esperaba menos de ti. Te conozco, hijo mío; hace mucho tiempo que aprecio tu corazón de oro y veo claramente que Dios te llama por el camino de la santidad. Tan convencido estaba de que entre Dios y el diablo escogerías siempre al primero, que aquí tengo preparado el documento en el cual renunciarás a todas tus riquezas.

Y el padre Claudio señalaba un gran pliego escrito que tenía sobre la mesa, sin cuidarse de que el joven pudiera sospechar algo malo en vista de la previa preparación de aquel golpe. El superior estaba seguro de la fe de su subordinado, a prueba de toda sospecha.

—Sólo falta —continuó—, que tú pongas la firma en este documento para que la cesión de bienes se verifique y tu voto de pobreza sea una verdad. Lee ese papel.

Ricardo se negó a enterarse del documento, considerando que de lo contrario faltaba al respeto debido a un superior.

—Puesto que tu delicadeza te obliga a no enterarte del documento voy yo a explicarte lo que en él se dice. Ante todo, debo advertirte que su fecha no es la del año actual, sino la de 1871, o sea cuando tú estarás ya en la mayor edad y será válida la cesión de tus bienes. Es un pequeño engaño que me he visto obligado a hacer para que tu voto de pobreza sea verdadero. Una nueva falta cae sobre mi conciencia, pero eso más tendrás que agradecerme.

Ricardo se sentía enternecido por la abnegación de aquel superior que le quería hasta el punto de cometer pecados por su culpa. Los esfuerzos del padre Claudio por librarle de sus millones, conmovían al infeliz, haciéndole sentir una profunda gratitud.

—Este documento, cediendo tus bienes, está redactado en forma de escritura pública y lo suscribirá un notario, persona muy devota y católica, que está por completo a nuestras órdenes. Esta es la ventaja que proporciona el tener amigos en todas las clases sociales. En tal forma, puedes estar seguro de que ya nunca podrá inquietarte el pensamiento de que eres rico.

—¿Pero mis bienes serán repartidos inmediatamente a los pobres?

—No podemos hacerlo hasta el momento en que tú llegues a la mayor edad; pero entretanto, tampoco serás tú el dueño, y esto te basta para tener tranquila la conciencia.

—¿Y a nombre de quién hago la cesión de los bienes?

—No lo sé. ¿Tienes tú en el pensamiento alguna persona de confianza?

—Sí, padre mío: nadie mejor que vuestra reverencia para encargarse de tales riquezas hasta mi mayor edad y repartirlas entonces entre los pobres.

—Así debía ser; pero tú ignoras seguramente que el maldito espíritu revolucionario que impera en este siglo nos persigue de tal modo a los hijos de San Ignacio, que para adquirir algo necesitamos valemos de tercera persona. Yo me encargaré de tus riquezas, ya que ésta es tu voluntad, pero dejaremos en blanco el nombre de la persona a quien tú has de cederlas aparentemente. Buscaremos para el caso un testaferro. Cualquier amigo nuestro se prestará a hacer este servicio que redunda en beneficio de Dios y de los pobres. ¿Estás conforme en esto?

Ricardo hizo una señal de asentimiento, y entonces el padre Claudio puso el documento delante del joven, y dándole una pluma, dijo mirándole con tierna expresión:

—Firma, hijo mío, que Dios premiará esta prueba de abnegación que le das, cediendo tus bienes a la Compañía para que ésta los entregue a los pobres.

Ricardo, que se había levantado de su asiento, firmó sin vacilar, y el padre Claudio, después de examinar rápidamene el pliego, lo guardó en el cajón de la mesa.

Después se levantó del sillón, y avanzando con impetuosidad cariñosa, abrazó al joven casi llorando.

—¡Oh, hijo mío! ¡Qué gran acción has hecho! Pocas veces me he sentido tan conmovido como ahora. De seguro que tu hermana la baronesa, cuando sepa lo ocurrido, llorará poseída de igual entusiasmo. Sólo un santo como tú es capaz de tal rasgo de abnegación. Los pobres socorridos por ti te bendecirán siempre y la Compañía se considerará muy honrada con tener en su seno un joven que a tan sublime altura lleva su caridad. Ahora eres realmente un hijo de San Ignacio. Quedas pobre después de firmar ese documento, pero la Compañía no te abandonará nunca y mientras vivas encontrarás en todas partes hermanos dispuestos a ayudarte. Acabas de abrirte las puertas del cielo.

El joven estaba conmovido y ruborizado por aquellos elogios que creía no merecer. Para aquel fanático, cuya lectura favorita consistía en las mil mortificaciones horrorosas y absurdas de los ascetas, no significaba nada el despojarse voluntariamente de ocho millones de francos sin saber ciertamente a qué manos irían a parar.

Permaneció algunos segundos con la cabeza sobre el pecho de su poderoso superior que amorosamente le abrazaba y después salió de la habitación para volver a sus ocupaciones, frío e indiferente como si nada le hubiese ocurrido. Nadie hubiera adivinado en él que acababa de arrojar una fortuna.

El padre Claudio, al quedarse solo, frotóse las manos con expresión de gozo. Su rostro tomó un gesto grave y pensativo y sentándose otra vez ante la mesa sacó del cajón el documento firmado por Ricardo y estuvo examinándolo largo rato.

Su pensamiento recitaba un monólogo mudo.

Todo estaba conforme y el golpe tanto tiempo preparado acababa de darse sin fracaso alguno.

La mitad de la fortuna de Baselga, por tan diversos medios perseguida, estaba ya en poder de la Compañía.

Si aquello no era un buen golpe, que bajara Dios y lo hiciese mejor.

¡Ocho millones de francos! ¿Qué dirían en Roma, cuando él enviase el documento, y tanto el general como el tesorero mayor de la Orden, viesen en sus manos aquella promesa de ocho millones que ingresarían en las cajas de la Compañía al cumplirse el plazo de cinco años?

El padre Claudio, como el artista que después de concluida una obra se preocupa del efecto que causará, sólo pensaba en lo que dirían en Roma al conocer su negocio.

Aquello era un excelente preparativo para que triunfasen sus planes ambiciosos.

Tenía en Roma un compinche de confianza encargado de acelerar la poca vida que le quedaba al general de la Orden y a la muerte de éste pensaba explotar el prestigio que le daría en la Compañía sus maquinaciones contra la fortuna de los Baselgas, para que lo elevasen al último y más supremo cargo que le faltaba desempeñar.

Tan preocupado estaba con el efecto que en Roma podía causar la noticia de aquel feliz negocio que en alta voz manifestaba sus pensamientos.

—¿Qué dirán en el Gesú? ¿Qué impresión causará en mis amigos de allá abajo este golpe de mano tan feliz? Siento una impaciencia inmensa al ver que transcurren los meses sin que nada me digan de allá. ¿Conocerá el general mis intenciones? ¿Serán ciertas mis sospechas? Tal vez este negocio lo arregle todo.

Y sumido en sus reflexiones sólo murmuró ya con voz confusa:

—¿Qué dirán allá abajo?

El padre Claudio, de pie tras el abierto balcón, miraba allá abajo con estúpida fijeza, como si más allá del jardín de la casa, y de la monótona llanura de los alrededores de Madrid, sobre las blancas nubes que se apretaban en la línea del horizonte, se alzase Roma con su sombrío palacio del Gesú, Vaticano del más horrible fanatismo, donde se asienta en trono universal el sucesor de San Ignacio, ese Papa Negro que no en balde se llama general, pues dirige el sombrío ejército jesuítico acampado sobre toda la tierra.

El padre Claudio soñaba ocupar algún día el centro de la inmensa telaraña extendida sobre el globo y que entre sus mallas tantas conciencias tiene aprisionadas.

VIII. El gran descubrimiento de la Orden

Las tardes en que hacía buen tiempo y el padre Claudio no tenía ningún asunto urgente de que ocuparse, acostumbraba ir a pasear en el vasto jardín que tenía la casa residencia situada en las afueras de Madrid.

En nada conocía el poderoso jesuita que se hacía viejo como en la necesidad que sentía de ejercicios higiénicos y en su debilidad cada vez mayor para el trabajo.

Aquel hombre de hierro, que veinte años antes permanecía dieciocho horas diarias escribiendo y papeleando sin experimentar cansancio alguno y que en cierta ocasión aguantó dos días, con sus noches, entregado a un trabajo urgente y sin descansar más que el tiempo necesario para alimentarse, ahora se sentía débil y no podía estar dos horas en su despacho ocupándose de los negocios, sin que al punto no experimentara vahídos y se sintiera invadido por un creciente desfallecimiento.

Por lo mismo que necesitaba de higiénico ejercicio, huía de los paseos públicos, donde, a causa de ser muy conocido, se veía molestado por la compañía de gentes conocidas que le asediaban a preguntas, y que sabiendo su gran influencia en Palacio, le exponían disparatados planes políticos para amordazar la hidra revolucionaria y salvar la religión y la monarquía amenazadas.

Prefería pasear por el jardín de la casa de la Orden con entera independencia y conversar con los novicios y los padres de poca edad. Aquel ambiente de juventud le remozaba y además experimentaba gran placer sondeando sus ánimos con conversaciones en las cuales, a pesar de su tono amistoso, no se perdía nunca el respeto profundo y adulador que las constituciones de la Orden han establecido entre las diversas jerarquías.

Pocas veces paseaba solo el poderoso jesuita. El padre Antonio, su antiguo secretario, que estaba ya tan viejo como él, aunque más fuerte, seguía siempre sentado y papeleando en aquella gran mesa a la que parecía encadenado, y no podía acompañarle; pero en cambio no dejaba a sol ni a sombra al padre Claudio aquel jesuita italiano cuya presencia en Madrid tantas sospechas había excitado en el vicario general de la Orden en España.

El padre Tomás era el socius del poderoso jesuita al poco tiempo de residir en Madrid. No gustaba el padre Claudio de la compañía de aquel padre ladino y redomado a quien hacía más terrible su exterior sencillo e inocente y aquel carácter adulador hasta la bajeza, pero obedeciendo órdenes superiores, veíase forzado a conservarlo cerca de él, llevándolo a todas partes como si fuese su propia sombra a pesar de hallarse convencido de que le espiaba.

Un mes después de la llegada del padre Tomás a Madrid, recibió el padre Claudio un despacho cifrado del general de la Orden, lacónico e imperioso, como eran siempre tales documentos.

En él se le recomendaba que espiase al padre Tomás, desterrado a Madrid por ser presunto autor de intrigas poderosas que hubieran puesto en peligro la disciplina de la Orden.

El general deseaba un espionaje hábil y disimulado, por tratarse, según decía, de un hombre muy astuto que sabía ponerse a cubierto de toda investigación, y por esto recomendaba al padre Claudio, cuyo talento le era bien conocido, que se encargase personalmente de vigilar al desterrado, para lo cual convenía que se constituyera en su eterno acompañante haciéndole su socius.

El padre Claudio no cayó en el lazo, pues adivinó inmediatamente lo que tal mandato significaba.

El espiado iba a ser él, y no el padre Tomás, pues indudablemente lo que quería el general era colocar al lado del superior de la Orden en España un hombre astuto que vigilase sus actos.

Comprendió el poderoso jesuita que sus ambiciosas maquinaciones, a pesar de su carácter secreto, se habían traslucido y que en Roma sospechaban de él, y proponiéndose en adelante ser más cauto y reservado, obedeció las órdenes del general.

El padre Tomás fue desde entonces su socius y los dos se trataron y vivieron juntos en adelante, sonriéndose siempre, a pesar de que ambos tenían el convencimiento del papel que desempeñaban y estaban prontos a delatarse mutuamente.

El padre Claudio con un exterior indiferente y con palabras que demostraban su inextinguible amor al general y su deseo de que gozase larga vida, se abroqueló contra aquel espionaje continuo, y por su parte el padre Tomás, comprendiendo el juego, esperó pacientemente un momento de arrebato o un descuido cualquiera que le permitiese leer claramente en el pensamiento de su compañero y apreciar cuáles eran sus intenciones.

Sólo en la Compañía de Jesús pueden verse espectáculos tan raros como son vivir en estrecha comunidad hombres que se odian, que se espían mutuamente para perderse y que sin embargo se hablan siempre sonriéndose y se dirigen a todas horas palabras de cariño.

El padre Claudio al sentirse vigilado tan de cerca, había empleado iguales armas contra el enemigo y hacía que el padre Tomás fuese espiado en aquellas horas que no permanecía al lado suyo.

Así fue adquiriendo cada vez más el convencimiento de que su socius era un agente del general, que dudaba de su adhesión; y supo que diariamente escribía a Roma, sin duda para dar cuenta de sus investigaciones.

No adelantaba gran cosa el jesuita italiano en su misión. Había dado con un enemigo digno de él, que sabía salirle al paso y atajarlo apenas intentaba el más pequeño avance.

En varias conversaciones, el padre Tomás, con una naturalidad que hacía honor a su astucia, había hecho la apología de las sobresalientes cualidades que adornaban al padre Claudio, apuntando la idea de que, a la muerte del general, la Compañía se honraría nombrándole su sucesor; pero el jesuita español conoció siempre el juego y supo salirse protestando con calor contra tales suposiciones y asegurando que sentiría el fallecimiento del Jefe de la Compañía, como si se tratase de su padre.

No había medio de sorprender a aquel hombre astuto, siempre en guardia, y el padre Tomás, con la cachazuda confianza del general que tiene bloqueada una plaza y confía en el tiempo como principal auxiliar, aguardaba que las circunstancias produjesen un descuido en su enemigo, y entretanto vivía íntimamente unido a él, como si fuese su propia sombra.

Por las mañanas, el socius entraba en el despacho de su compañero y allí permanecía horas enteras con las manos plegadas y los ojos distraídos, como si no viese ni oyese nada y enterándose de todo perfectamente. El padre Claudio y su secretario el padre Antonio prescindían de él, y se ocupaban tanto de su persona como de un mueble cualquiera del despacho; pero en realidad los dos espiaban a aquel testaferro, todo ojos y oídos, que el general había puesto allí para enterarse de cuanto hacían aquella pareja de antiguos compinches.

Por las tardes, si paseaba el padre Claudio, su eterno acompañante era el italiano, y había de sufrir el tormento de sostener conversación con él, siempre con el cuidado de que no se le escapara una palabra sospechosa, pues ésta sería comunicada inmediatamente a Roma.

Una tarde de principios de septiembre, paseaban los dos poderosos jesuitas por el jardín de la residencia a la hora en que gozaban de asueto todos los padres y novicios y en que discurrían por las frescas alamedas formando grupos de tres.

No adornaban estatuas las encrucijadas de aquel vasto jardín pero en los puntos más frecuentados y sobre algunos zócalos de piedra, veíanse, arrodillados y con los brazos en cruz algunos jesuitas de diversas edades que estaban allí puestos a la vergüenza, en castigo de pequeñas faltas. Aquel sistema de castigar, decían que excitaba el hermoso sentimiento de la humildad.

Permanecían inmóviles aquellos hombres, con las rodillas doloridas por la dura piedra y sofocados por la violenta posición de sus brazos, y pasaban sus compañeros ante ellos con la vista baja y afectando una compasión sin límites, cuando entre ellos estaban los que les habían delatado a las iras de los superiores.

Faltas insignificantes y ridiculas eran suficientes para que un hombre de cabellos blancos fuese condenado a castigo tan degradante. Así se conservaba la disciplina en la Compañía y se evitaban murmuraciones sobre los defectos de los superiores.

En aquella tarde, el número de castigados era mayor que otros días, y el padre Claudio y su socius, por evitarse tal espectáculo después de recorrer todo el jardín, sentáronse en un banco de piedra.

El padre Claudio, que a la vejez, cuando no podía ya estropearse aquella hermosa dentadura de que tanto se envanecía antes, habíase aficionado al tabaco, fumaba cigarrillos perfumados con vainilla, y el padre Tomás, de vez en cuando, sacaba de la manga una caja mugrienta y aspiraba un polvo de rapé.

Los grupos de paseantes ensotanados, al llegar al punto donde se encontraban los dos padres, pasaban todo lo alejados que les permitía la anchura de la avenida, y les saludaban con profundas reverencias.

El superior de la Orden en España estaba de muy buen humor aquella tarde, y contemplando el aspecto que presentaba el jardín, aspiraba con placer la brisa fresca de la tarde.

Sus ojos seguían, con expresión cariñosa, los grupos de novicios que, con la vista baja y el aspecto humilde y encogido, pasaban ante él. Pensaba en algo muy agradable, y como si necesitase exteriorizar sus ideas, dijo a su socius, sin volver la cabeza ni dejar de mirar a los paseantes:

—Es cosa que consuela y alegra el ánimo ver a esta juventud. Para ella es el mundo. Yo soy un viejo, padre Tomás, y a nada puedo ya aspirar, pero me cabe la satisfacción de haber trabajado para esta generación entusiasta y briosa que tal vez acabe nuestra obra. A los veteranos les anima ver cómo acuden los reclutas a docenas para llenar los huecos que el tiempo abre en las filas.

—Efectivamente consuela mucho este espectáculo reverendo padre. El joven refuerzo que incesantemente recibe nuestra Compañía demuestra cuán equivocada anda esa impía revolución que cree destruirnos con un golpe de fuerza cada cincuenta años.

—¡Bah! La impiedad revolucionaria es fatua y presuntuosa. Nuestra Compañía es un Fénix que renace siempre sobre la hoguera de las persecuciones, y por mucho que luchen los amigos de la libertad no acabarán nunca con nosotros. Los reyes nos necesitan.

—Eso es, reverendo padre; y reyes siempre los habrá y de aquí que la Compañía será eterna y poco a poco se hará dueña del mundo, todo para la mayor gloria de Dios.

—Cuando más lo pienso más me convenzo de que la monarquía no puede pasarse sin nosotros. Somos el más firme apoyo de los tronos y si nosotros dejásemos de sostenerlos, la avalancha revolucionaria los arrastraría inmediatamente. Ahí está como ejemplo el pasado siglo, ese siglo de filósofos y enciclopedistas en el cual los reyes, echándoselas de discípulos de cuatro emborronadores de papel, nos volvieron las espaldas. El diabólico Voltaire, aquel maldito hurón que en su niñez fue educado por nosotros, y que después tan poco honró a sus maestros, a fuerza de hacer contra la Compañía una infernal propaganda, consiguió que todas las naciones nos odiasen y que los monarcas nos arrojaran de su territorio. ¿Y qué ocurrió después? Ahí está la historia, que demuestra posiblemente las terribles consecuencias de la expulsión de los jesuitas. En Francia estalló la más terrible de las revoluciones y nació esa anarquía espeluznante que se llama República; la impiedad se extendió por todas partes, los pueblos se negaron a dar más dinero a la Iglesia, y merced a esos maldecidos Derechos del Hombre que la Convención puso tan altos, el zapatero, por el hecho de ser hombre, se creyó igual al marqués. En España no hubo jesuitas hasta el año quince de este siglo, y ya sabéis también lo que ocurrió. Cuatro escritores y abogadillos se reunieron en Cádiz y atentaron contra los derechos del trono y el altar, formando la infausta Constitución de 1812, ese libraco por el cual tantas veces han ido a tiros los españoles. Hay que hablar con franqueza, padre Tomás, y decir bien alto que los pueblos son niños a los que conviene no dejar de la mano, y cuando se enfurruñan engañarlos con unas cuantas mentiras bonitas, que les obliguen a encontrar deliciosa su falta de libertad. Esto únicamente sabe hacerlo la Compañía, y si los reyes prescinden de nosotros, ¡adiós sus coronas!

—Afortunadamente, hoy la monarquía española nos halaga y nos protege.

—Si; no se porta mal doña Isabel II, pero estoy seguro de que, si en ella consistiese, nos daría a nosotros las riendas del Gobierno. Y ahora somos nosotros más necesarios que nunca, pues la revolución se muestra cada día más imponente. ¡Majaderos! ¡Creen posible exterminar nuestra Compañía! A esos republicanos que predican la extinción del jesuitismo, les enseñaría yo esta juventud que viste nuestra sotana, para demostrarles que no es posible suprimirnos, y que antes al contrario, nuestra Orden es cada vez más numerosa.

—Tenéis razón, reverendo padre. Nuestra Orden es inmortal, pero esto no evita que la revolución sea hoy temible en toda Europa. En Francia, el trono imperial de Napoleón III se tambalea; en Italia, el impío Víctor Manuel hace del Papa un prisionero, y aquí, en España, el levantamiento de Prim y la última jornada de junio dan a entender que existe en el pueblo una amenaza latente que no tardará en estallar bajo las más terribles formas.

—¡Bah! No ocurrirá esto mientras yo vaya a Palacio todas las mañanas y la reina me oiga. Si estalla una revolución que eche abajo el trono, será porque yo no viviré o porque el Gobierno no seguirá mis consejos.

—Sin embargo, si ocurren pronunciamientos como el del día 22…

—No ocurrirán, padre Tomás, mientras en la casa grande me atiendan a mí. La algarada del otro día fue por culpa de O'Donnell, ese cazurro sanguinario que sólo sabe fusilar cuando ya ha pasado todo, y que en cambio, nunca supo prevenir el peligro con medidas enérgicas. Ahora con Narváez ya es otra cosa, y tanto él como el señor González Bravo, encuentran muy razonable todo lo que les dice el padre Claudio. Mi sistema de gobernar es siempre el mismo. Más vale prevenir que reprimir. ¿Hay síntomas revolucionarios?…, pues gente a presidio. Mientras se hagan cuerdas y más cuerdas y se envíen todas las semanas a los presidios de África o a las Marianas, a unos cuantos centenares de esos periodistas que tanto chillan, y de esos obreros ilusos, que se acuestan abrazados al trabuco, no hay cuidado que sobrevenga la revolución. En países donde la gente piensa en libertad, el palo es la única salvación, y, además, también estamos nosotros aquí, para por medio de intrigas y sobornos, esparcir la discordia y el desaliento en los partidos avanzados. Si el Gobierno sigue aconsejándose de mí unos cuantos años, no sólo se salvará la monarquía, sino que morirá el régimen constitucional y doña Isabel volverá a gozar la realeza absoluta como su padre don Fernando, a quien le fue muy bien siguiendo mis instrucciones.

—Grandes cosas puede hacer la Compañía. Hay en nosotros un espíritu que nos hace indestructibles. Sin duda es la protección de Dios.

El padre Claudio sonrió con expresión escéptica al oír las últimas palabras.

—Es otra cosa lo que nos salva y nos hace fuertes. Dejad a Dios querido padre Tomás, y tened el convencimiento de que si nuestros enemigos tuviesen la misma organización que nosotros, de seguro que nos derrotarían. Organización…, ésa es la palabra; eso es lo que nos salva y nos mantendrá incólumes y fuertes a través de todas las tempestades que la revolución desate contra nosotros.

El padre Tomás no se mostraba muy convencido de lo que afirmaba su superior.

—Buena es nuestra organización, reverendo padre, pero tan excelente como la nuestra la tienen otras órdenes religiosas, y sin embargo, no han prosperado ni llegarán nunca a la misma altura que la Compañía de Jesús. Esto demuestra que nuestra prosperidad procede de Dios que nos protege como objeto predilecto de su celestial cariño.

El padre Claudio sonreía escépticamente.

—¡Bah! Le repito a usted que deje quieto a Dios. No ha entendido usted lo que yo quise expresar al decir organización. Hablaré más claro. La gran fuerza de la Compañía consiste en que sabe estudiar al hombre, adivina sus facultades, y sólo lo dedica para aquello que sirve. Además, nuestra Orden tiene la gran virtud de barrer para adentro y admitir a cuantos se presentan de buena voluntad, segura siempre de que no hay hombre que no sirva para algo.

El padre Tomás, bien fuera por espíritu de adulación o porque realmente le chocara la explicación del padre Claudio, mostrábase sorprendido.

—No había yo pensado en eso, reverendo padre.

—El mayor mérito de la Compañía de Jesús ha consistido en proceder al revés que la sociedad, demostrando en esto gran sabiduría. La mitad de los males sociales proceden de que la mayoría de los humanos se dedican por lo general a las ocupaciones menos apropiadas a sus facultades, y de que el resto se pasa la vida sin hacer nada por no haber quien se dedique a estudiarlos indicándoles para lo que sirven. ¿Qué se ve todos los días en el mundo? ¿No se ha reído usted nunca al ver generales que rezan en latín y ayudan misa como el mejor acólito, y curas que a la menor revuelta agarran el trabuco y marchan al punto para resultar grandes soldados? ¿No ha encontrado usted nunca ingenieros que no sirven para peones; obreros que estudiando podían resultar grandes inventores, y gentes que pasan la vida afanándose por ser artistas y que gastan en ello su vida y su fortuna, cuando podían resultar muy útiles a la sociedad siendo unos buenos zapateros o albañiles? No lo dude usted, el desbarajuste social consiste principalmente en que nadie se dedica a aquello para lo que sirve y en que no hay una inteligencia superior que sepa utilizar para un fin determinado, las buenas o las malas cualidades de cada uno.

—Reconozco, padre, que mucho de eso existe en la sociedad.

—Pues bien, nada de esto ocurre en nuestra Compañía. Los santos fundadores diéronle un talismán para que su vida fuese eterna y su poder inextinguible, y este medio consiste únicamente en que la Orden procura estudiar para lo que sirve cada uno de sus individuos y para aquello lo dedica. Sobre todo, barremos para adentro y en esto estriba nuestra salvación. Imbéciles o sabios, pecadores o virtuosos, todos sirven, todos hacen su papel y contribuyen a la gran obra para mayor gloria de Dios.

—Sin embargo, no todos son buenos para vestir nuestra sotana. La Compañía de Jesús ha sido siempre una asociación de grandes inteligencias, una aristocracia del talento que San Ignacio estableció dentro de la Iglesia.

El padre Claudio lanzó una alegre carcajada.

—Me hace gracia esa afirmación. Mucho hubiese medrado la Compañía a ser cierto lo que usted dice. Si todos los jesuitas fuesen hombres de gran talento, la Orden no hubiese llegado a vivir un siglo. ¿Ha visto usted algo tan ridículo e inestable como una asociación de grandes inteligencias? Donde hay sabios, la envidia no tarda en surgir; el interés individual se sobrepone siempre al colectivo y con tal de aparecer algunos dedos por encima de los demás, se da al traste con todo lo que a los antecesores les ha costado mucho de organizar. Si aquí, en esta casa, fuésemos todos sabios, tenga usted el convencimiento de que nadie obedecería, y cada uno echaría por donde le aconsejase su voluntad. Eso de la sabiduría de los jesuitas es una frase hecha por el vulgo y que explotamos en provecho de nuestro prestigio. A los esclavos les consuela siempre suponer grandes talentos en el señor que los explota y los castiga. Esto hace más tolerable la servidumbre, y disminuye la propia degradación.

—¿Pues entonces —preguntó el italiano algo amostazado—, qué cree vuestra paternidad que es la Compañía de Jesús?

—Pues una asociación de hombres ni más sabios ni más ignorantes que todos los demás, pero admirablemente organizados, moviéndose todos al impulso de una voluntad única y universal, y dirigiendo sus esfuerzos siempre al mismo fin. Esta organización es admirable como antes decía, porque descansa en la infinita variedad de las aptitudes humanas, y porque cada uno de sus individuos sabe para lo que sirve y únicamente a ello se dedica. De aquí que los jesuitas desempeñen siempre tan a la perfección cuantos papeles se les encargan. ¿Qué diría usted si para construir un palacio se contara únicamente con los arquitectos que piensan, despreciando a los albañiles que ejecutan? En el mundo, es tan necesaria y preciosa la cabeza como el brazo, y es una estupidez despreciar a ningún hombre, pues repito que todos sirven para algo. No hay rueda inútil en la sociedad; si algunas están paradas y enmohecidas, es porque falta el artífice inteligente que las monte y las haga funcionar. Gran cosa es ser sabio, pero hay circunstancias en la vida, de las que sale un imbécil más airoso, y siempre será vencedor el organismo que en su mano tenga gente de todas clases; para unas ocasiones un hombre de talento, y para otras, un estúpido hábil. Todo consiste en saber estudiar a los hombres y adivinar para lo que valen.

Y el padre Claudio desarrollando su teoría, se animaba por grados y se erguía sobre el banco de piedra, lanzando omnipotentes miradas a aquellos grupos de subordinados que discurrían por el jardín.

—¿Ve usted toda esa gente? —continuó señalando a los novicios y padres que paseaban por las inmediatas alamedas—. Todos contribuirán a nuestra grande obra, todos aportarán su grano de arena al grandioso altar que en el porvenir levantaremos a Dios cuando por conducto de nuestra Orden reine sobre el universo entero; todos son buenos, todos sirven; ninguno dejará de ser un campeón aguerrido de la buena causa, y, sin embargo, los hay entre ellos que serían expulsados inmediatamente de otras órdenes religiosas, o que de vivir en el mundo, serían unos parásitos inútiles incapaces de hacer la menor cosa. Nosotros sabemos adivinar el diamante a través de las capas petrificadas que lo convierten en un guijarro, por esto todo hombre sirve para algo en nuestra Orden ya que no nos equivocamos acerca de sus facultades. Todo es cuestión de tener buen ojo y en la Compañía, justo es decirlo, cuando se llega a desempeñar alguna autoridad, es porque ya se ha aprendido a conocer lo que cada uno vale.

Calló el padre Claudio pero tan animado estaba, que no tardó en seguir desarrollando su tema favorito.

—¿Ve usted aquel muchacho de sonrisa afectada, regordete, que ahora conversa tan atentamente con el padre prefecto?

—Sí; creo que es el hermano López, un joven que da muchos disgustos a los maestros y que raro es el día en que deja de ser castigado.

—Eso es. El tal López de haber ingresado en otra orden religiosa hace ya tiempo que estaría en la calle. Es enredador e intrigante como él solo, miente con una facilidad pasmosa, y tal es su don de convicción, que si se empeñase ahora en hacernos creer que es de noche casi lo lograría. En esta casa nadie está tranquilo cuando él se lo propone; calumnia con la mayor frescura al más virtuoso, indispone entre sí a los padres más respetables con sus diabólicos chismes, y los más crueles castigos no logran modificar su carácter. ¿No es verdad que resulta difícil hacer un hombre de provecho de tal mozo?

—Así es, reverendo padre.

—Pues se engaña usted. El hermano López ha de ser una gloria de la Compañía y de seguro que será más útil a nuestros intereses, que muchos de esos santos y futuros sabios que hoy educamos. Hace tiempo que estudio a ese diabólico muchacho, y me afirmo cada vez más en mi convicción de que será un magnífico confesor de personas reales. Cuando se ordene de sacerdote y haya adquirido un aspecto respetable, lo destinaremos a confesor de alguna reina o princesa, y le aseguro a usted que ya le ha caído la lotería a la corte donde él desempeñe sus sagradas funciones. Aconsejará de un modo sublime haciendo que sus regios penitentes acojan como axiomas sus más leves palabras: intrigará en los salones, y con chismes por bajo cuerda, destrozará cuantas coaliciones formen contra él los cortesanos envidiosos de su poder. La nación a cuyos reyes confiese, cuente usted que ya es nuestra. Vea, pues, padre Tomás, cómo sirve para mucho ese individuo a quien otros hubiesen arrojado por inútil.

Y el padre Claudio miraba con expresión triunfante a su compañero.

—Muy bien —dijo el italiano—. Reconozco que pueda sacarse algún provecho de ese muchacho enredador, ¿pero querrá decirme vuestra paternidad que provecho dará a la Orden en el porvenir ese hermano Pezuela, el mismo que está allá abajo arrodillado y con los brazos en cruz castigado por sus picardías? Para algo debe servir también, ya que vuestra paternidad se ha opuesto siempre a que lo arrojase de la Orden y ha disculpado sus groserías.

—Le tiene usted ojeriza a ese pobre muchacho, y no hay para tanto. Sé que en varias ocasiones se ha burlado de usted graciosamente, remedándole cuando habla en italiano con sus compatriotas, pero más enojado debiera mostrarme yo contra quien escribió unos versos haciendo comparaciones poco gratas de mi figura y mi carácter. ¡Si viera usted qué salados eran los tales versos!…

Y el padre Claudio se reía bondadosamente recordando la sátira de aquel jesuita joven.

—¿Le hacen a usted gracia tales descaros? Pues si yo fuese un superior tan poderoso como usted lo es, no permitiría tales desvergüenzas dentro de la Compañía Eso sólo sirve para acabar con la disciplina de la Orden, y nunca podrá usted demostrarme en qué puede ser útil a la Compañía un trasto así, como no sea para deshonrarnos.

—¿Conque no puede sernos útil el hermano Pezuela? ¡Ah, padre Tomás! ¡Cuán mal dirigiría usted los intereses de nuestra Orden! Es usted un hombre de talento, pero no entiende gran cosa de adivinar lo que valen los demás. Ese hermano Pezuela será a la Compañía tan útil como pueda serlo López. Es un bicho de mala baba, tiene verdadera manía por burlarse de todo y de todos, con tal de decir un chiste sangriento no le importa que lo castiguen ocho días; posee el valor de la desvergüenza, trata con la misma facilidad la prosa y el verso, y al hombre más respetable sabe encontrarle inmediatamente el punto flaco para convertir su figura en caricatura. ¿Que es un canalla? Conforme. ¿Que no tiene conciencia ni cree en nada? Muchos podría yo señalar dentro de la Orden que son aún más escépticos. Pero en cambio, ese muchacho, para ser un Voltaire del catolicismo, sólo necesita que le pongamos una pluma en la mano y le mandemos escribir. El día en que nuestra Compañía cansada de sufrir los ataques de los escritores revolucionarios, quiera defenderse, Pezuela los abrumará a insultos y desvergüenzas, y de seguro que usted será el primero que se alegrará de tener entre los suyos uno que sepa tan acertadamente zurrarles la badana a los enemigos. Váyase usted convenciendo de que todos sirven y que hay que conservarlos.

—Bueno; me conformo también con la utilidad de Pezuela, pero creo que la teoría de vuestra paternidad sería como todas las reglas que tienen sus excepciones.

—Aquí no las hay. Todos sirven, absolutamente todos. Señáleme usted uno sólo de los que por ahí se pasean, y a ver si no le demuestro a usted que la Compañía tiene interés en conservarlo por los servicios que puede prestar.

—Conozco poco a los que viven en esta casa, pero alguno encontraré, reverendo padre.

Y el jesuita italiano, después de reflexionar por un breve rato, dijo, señalando a uno de los castigados que desde aquel banco se distinguían:

—¿Y para qué puede servir aquel bestia de cara cerril que está allá arrodillado y en cruz con una gran piedra en cada mano para que su castigo sea más cruel? Es un barbarote que sirve más para carretero que para jesuita. Por la cosa más insignificante da de bofetadas a sus compañeros, y aunque es dócil con sus superiores como un perro, y les obedece sin chistar, algunas veces se ha rebelado contra sus maestros intentando golpearles. ¿Para qué puede servir un animal así? ¿Es que vuestra reverencia va a encargarle que confiese reinas o quiere hacer de él un Voltaire católico?

—Hace usted mal en burlarse, querido colega —contestó el padre Claudio con aire de superioridad—. Ese muchachote dócil pero brutal puede servir para lo que nunca hemos servido usted ni yo, ni la mayoría de los padres de la Compañíad. Si el día de mañana surge una revolución en sentido avanzado, convendría a los intereses de la Orden, el deshonrarla con demasías y crímenes para que las clases conservadoras, asustadas, adquiriesen nuevo valor y acelerar de este modo la reacción. Para este encargo sólo sirven hombres como ése, pues la mayoría de los que estamos aquí no servimos para héroes de barricada ni tenemos serenidad en los difíciles momentos de una revolución. Si algún día el pueblo español derribara el trono, vestiríamos a ese muchacho con la blusa y la gorra del obrero; a fuerza de andar a golpes y de hacer heroicidades en las barricadas, conseguiría inmenso prestigio en el populacho y tendríamos un agente fiel y animoso a quien aconsejaríamos todas las barbaridades que fuesen necesarias para deshonrar la naciente revolución.

—¿Y si lo mataban antes de hacerse popular?

—Entonces otro al puesto y la Compañía no perdía gran cosa con su muerte. Lo que debe usted hacer es convencerse de que ese majadero es tan necesario como todos. No hay hombre inútil y el que uno sea un héroe o un papanatas sólo depende de las circunstancias.

—Admito también la utilidad de ese valentón de sotana, pero por mucho que usted se esfuerce, no podrá hacerme ver para lo que sirve ese jovencillo melifluo y rubito a quien sorprenden muchas veces mirándose en una vidriera y recitando los parlamentos más amorosos que encuentra en las comedias de Calderón y Lope. Me han dicho que fuera de la declamación, para la cual tiene facultades, manifiesta un entendimiento romo, y no creo que vuestra paternidad piense organizar con el tiempo una compañía dramática entre los padres jesuitas.

—Ese joven declamador tiene un gran porvenir. Da a su voz, cuando quiere, una dulzura celestial, las más vulgares palabras las emite con entonaciones angelicales, y luego, sus ademanes seducen por su majestad graciosa y sencilla. Mientras viva ha de gozar tanta fama como Bossuet, y seguramente eclipsará a nuestro padre Luis que tanta gloria alcanzó este año con sus sermones, escuchados por lo más selecto de Madrid.

—¡Cómo! ¿Quiere hacer vuestra paternidad un predicador de ese mequetrefe? ¿Y el talento? Si dicen que no es capaz de encontrar una idea durante un año entero. ¿Cómo va a ser un orador?

—Le escribirán los sermones y él los aprenderá con la misma facilidad que ahora retiene en la memoria una comedia entera después de leerla dos veces. Podrá no improvisar y verse obligado a decir lo que otro le dicte; pero en cambio ¡cuán hermosamente recitará su sermón! Con voz de enamorado, de trovador que entona una serenata, dirigirá las más bellas frases a la Virgen y su sermón parecerá una declaración de místico amor. Auguro un éxito completo. Desengáñese usted: han pasado los tiempos de la devoción sombría y horripilante; de los templos lóbregos, de las imágenes sanguinolentas y de los predicadores apocalípticos que hacían erizar el pelo a los oyentes. Hoy el catolicismo, educado por nosotros, gusta de la devoción dulce y sólo acude con placer a nuestras iglesias bonitas que parecen un lindo juguete al lado de los templos góticos. Causan muy buena impresión nuestras capillas alumbradas con gas, nuestros órganos con su musiquita ligera y casi bailable y, sobre todo, nuestros predicadores que hablan a un auditorio elegante con la delicadeza de un galán de comedia. Con este sistema de devoción, aristocrático y distinguido, se conquista a la mujer, y quien tiene hoy a las mujeres, querido padre, es dueño ya de todo el mundo. Le aseguro a usted que ese muchacho el día en que recite su primer sermón aprendidito de memoria, causará una revolución entre las devotas elegantes, y más de una Magdalena aristocrática, conmovida por aquella cara de niño Jesús y aquella voz tan dulce, llorará sus pasados errores y vendrá a arrojarse a los pies de la Compañía.

En aquel momento, tres hermanos profesos con la cabeza inclinada, los ojos mirando al suelo y los brazos en una santa inercia pasaron por delante de los dos padres.

El jesuita italiano los siguió con la vista, y volviéndose de pronto a su superior, dijo con expresión triunfante:

—Ahí va uno que de seguro será la excepción, pues en el porvenir es difícil que preste a la Compañía ninguna utilidad.

—¿Quién dice usted?

—El que va en medio de los otros dos: el hermano Baselga.

—¡Ah! ¿Ricardo? Pues se engaña usted también.

—No lo creo. Ese joven podrá habernos sido útil al pronunciar sus votos, si es que ha renunciado sus bienes en favor de la Compañía como es costumbre; pero en adelante no sé para qué puede servirnos. No está comprendido en esa utilidad práctica, que vuestra reverencia tiene por norma, y apurado se verá usted para darle una ocupación en la que pueda servir.

—¡Oh! Pues ese joven ha de ser célebre y honrará mucho a la Compañía. Leo en su porvenir. Nos hará ganar mucho dinero y fama.

—¿Cómo será eso, reverendo padre? —dijo escandalizado el jesuita italiano—. ¿Qué prestigio puede dar a la Compañía ese joven ignorante y perezoso que no muestra la menor afición? Mire vuestra reverencia que yo estoy enterado de las condiciones del hermano Baselga, por haber hablado de él con sus maestros. Por más que se esfuerza en estudiar, la ciencia no entra en él, es tardo en la palabra, dificultoso en la expresión y tan distraído se muestra siempre, que parece un cuerpo muerto, cuyo espíritu vuela lejos de este mundo. Sólo tiene afición a leer vidas de santos y a imitar sus ayunos y penitencias. ¿Qué piensa vuestra reverencia hacer de un mozo así?

Se detuvo el italiano como si le asaltase un extraño pensamiento, y añadió, sonriendo con cinismo:

—A no ser que vuestra paternidad quiera hacer del tal muchacho un Sor Patrocinio con sus llagas y sus estupendos milagros…

—¡Bah! Eso es procedimiento anticuado que ya no da resultados en estos tiempos. El hermano Baselga no será un santo de mentirijillas; llegará a algo más y la Compañía ganará mucho con ello. Cuando sea mayor de edad, la Orden le permitirá que cumpla una de sus más vehementes aspiraciones, enviándolo al Japón a convertir infieles. Es indudable que su exagerada fe, y su afán de imitar a los primeros mártires del Cristianismo, le impulsarán a cometer algún atentado contra la religión de aquellos indígenas y ya podéis suponer lo demás.

—Sí, le cortarán la cabeza… ¿y qué?

—Pues que tendremos un mártir más, y esto por su propia voluntad y sin que nadie le aconseje directamente tal sacrificio. Los periódicos y revistas que subvencionamos relatarán en todos los tonos la muerte sublime del joven jesuita; los predicadores ensalzarán la memoria de este héroe de la fe y hasta nuestros mayores enemigos, que a veces son cándidos hasta la estupidez, reconocerán que aunque enredamos en Europa, prestamos un gran servicio a la civilización, sacrificándonos por introducir la cultura en pueblos apartados. En resumen, ahí tenéis los resultados prácticos. Tendremos para más de diez años un nombre célebre que explotar, un mártir que será como el prospecto de nuestro heroísmo y abnegación, y de todas partes, el entusiasmo católico hará llover raudales de dinero dentro de nuestras cajas para que fomentemos las misiones en Asia. Esto sin contar con que tal vez aumentemos el prestigio religioso de la Orden, haciendo que con el tiempo figure en los altares San Ricardo Baselga, de la Compañía de Jesús.

El italiano estaba aturdido por las demostraciones del padre Claudio o al menos así lo fingía admirablemente.

Mostrábase poseído de entusiasmo, y abandonando su exterior frío y dulce, dijo con fogosidad:

—Es verdad cuanto dice vuestra reverencia. Barrer para adentro y admitir a todos para explotar a cada uno en aquello que valga; he ahí el gran secreto de la Compañía.

—Lo que la hará invencible e inmortal, padre Tomás.

El jesuita italiano movió la cabeza con desaliento y murmuró, como si estuviera solo:

—¡Qué gran desgracia que el padre Claudio no sea el general de la Compañía! Hombres como él hacen falta al frente de la Orden.

Estas palabras fueron un rudo pinchazo para el poderoso superior. Entusiasmado en la exposición de sus ideas, había llegado a olvidarse de la clase de hombre con quien hablaba; la confianza llegó a dominarle, y cuando menos lo esperaba, aquellas palabras venían a recordarle que tenía a su lado al espía de Roma, al esbirro encargado de adivinar sus pensamientos y sondear su comarca.

El padre Claudio reconoció que había sido sobradamente cándido y que su astuto socius, con su fingido entusiasmo, había intentado adormecerlo y arrastrarle a amigables confidencias.

Todo el abandono a que se había entregado el poderoso jesuita desapareció; púsose en guardia inmediatamente, y lanzando una mirada de indignación al padre Tomás, díjole con acento irritado:

—Le prohíbo a usted que use de mi nombre para desearme cosas a las que yo nunca he aspirado. Sólo quiero estar bien con Dios, y los honores del mundo me importan poco.

Luego sonrió, y dijo con una expresión de desaliento tan espontánea y natural, que hacía honor a su arte de fingir:

—Soy ya muy viejo. La tumba se abre bajo mis pies y mal puedo pensar en subir más, yo, que nunca he sido ambicioso y que, sin embargo, he llegado a mayor altura que mis merecimientos.

El padre Tomás se decía, mientras tanto, que aquel hombre era invulnerable y que resultaba imposible sorprenderlo.

IX. La tempestad se aproxima

A pesar de que el padre Claudio sabía defenderse bien de cuantos avances intentaba el astuto jesuita italiano, estaba cada vez más intranquilo.

Presentía que en torno de su persona se forjaba la tempestad que había de arruinarle y adivinaba las maquinaciones del padre Tomás, que, desesperado de arrancarle aquella confidencia por tantos medios solicitada, iba tejiendo la red que había de envolverle arrastrándolo a una eterna perdición.

Entre los dos jesuitas no existía ya la fría y recelosa separación, propia del espía y del que es vigilado. Aquellos dos atletas de la astucia, al tratarse, habían reconocido sus fuerzas y sé odiaban ya con todo el terrible encono que existe entre rivales.

El padre Claudio no podía perdonar al italiano la tenacidad con que le asediaba para adivinar su pensamiento, y por su parte, el padre Tomás, estaba lejos de olvidar que aquél era el primer hombre que había sabido burlar su astucia y sustraerse a sus pérfidas palabras.

El poderoso jesuita español, tan hábil y pronto en adivinar lo que pensaban los demás, notaba en el italiano la expresión del sabueso que ha descubierto un rastro y lo sigue con cautela para no espantar la pieza.

Esto le hacía redoblar las precauciones y vivir en continua zozobra.

Hacía que sus novicios favoritos, en los que tenía una confianza ciega, vigilasen de cerca al padre Tomás, pero este sistema apenas si le daba resultado.

El italiano vivía bastante alejado de todos los jesuitas que residían en Madrid, y únicamente demostraba sentir algún afecto por el padre Antonio, el antiguo secretario de su reverencia, con el cual sostenía largas conferencias en el célebre despacho, siempre que el superior estaba ausente.

Esta noticia alarmó al padre Claudio.

Tenía motivos sobrados para esperar gratitud y adhesión de su secretario, que debía a su protección cuanto era en el mundo y en la Orden. Pero el padre Claudio no era muy inclinado a bellos optimismos. Sabía de lo que era capaz un jesuita y estaba convencido de que no podía esperarse mucho de un ambicioso como el padre Antonio, que además era fanático por la disciplina y por la más extremada obediencia a la suprema autoridad de la Compañía.

El padre Claudio adivinó inmediatamente dónde estaba el peligro y de qué procedimiento se valía su enemigo para averiguar lo que él tan astutamente sabía ocultarle.

El italiano, convencido ya de que era imposible sondear el pensamiento de su colega, había puesto sus ojos en el secretario y le asediaba con sus preguntas, aprovechando todas las ausencias del padre Claudio.

Arrancar la verdad al padre Antonio era confesarle a él mismo, pues el secretario poseía todos sus secretos y no había asunto en que no lo hubiese hecho figurar como su alter ego.

Había que evitar que el padre Antonio se dejase sorprender por el astuto italiano, o cuando menos, saber a ciencia cierta si el ambicioso secretario estaba dispuesto a seguir siendo fiel a su superior.

Difícil fue para el padre Claudio el hablar a solas con su secretario, pues el maldito socius, como si adivinase su intención, no los dejaba nunca solos; pero por fin encontró un momento propicio para manifestar al padre Antonio las sospechas que abrigaba contra su fidelidad.

El secretario protestó; puso a Dios por testigo de sus sentimientos, recordó los motivos que tenía para ser eternamente fiel a su superior y habló con un lenguaje franco y conmovedor; pero a pesar de todo esto, el padre Claudio, que era muy ducho en el conocimiento de los hombres, no quedó satisfecho.

Cuando se separó de su dependiente, el padre Claudio se decía que allí había gato encerrado y que indudablemente el padre Antonio estaba en tratos con el italiano.

Desde aquel día, el célebre jesuita, más receloso que nunca, acometió la pesada tarea de vigilar a su secretario y a su socius.

Nunca en su larga vida de hábil intrigante, tuvo el padre Claudio tarea tan abrumadora como la de espiar a aquellos dos hombres astutos, cuyos rostros petrificados no dejaban adivinar la menor intención.

Todas las estratagemas del viejo jesuita se estrellaban en aquel exterior siempre frío e indiferente, a través del cual, sólo un hombre como el padre Claudio podía adivinar ocultas inteligencias y terribles planes.

Aquel blindaje de hielo en que se envolvían el socius y el secretario, exasperaba al padre Claudio que llegó a perder la calma terrible, que antes era el principal motivo de todos sus triunfos.

Transcurrían los días sin que apenas saliese de su despacho por miedo a que el italiano quedase solo con el secretario, y si por algún asunto político de importancia era llamado a Palacio, procuraba abreviar la conferencia y volvía apresuradamente a su casa.

En una de estas breves excursiones, el padre Claudio, que obraba ya como el más vil espía, volvió a su casa a pie para que el padre Antonio no se apercibiese de su llegada por el ruido del carruaje, y andando de puntillas se acercó al despacho.

El socius estaba allí como siempre y hablaba en voz muy baja con el secretario.

Debían tener muy finos los oídos aquellos dos sujetos pues callaron apercibiéndose de que alguien se acercaba, pero el padre Claudio aún pudo oír estas palabras de su secretario:

—Inútil es que lo repita. Ya sabe usted que yo sólo obedezco al general, que es para mí la única autoridad de la Compañía.

Aquello demostraba al padre Claudio que estaba vendido, y que su secretario, aquel protegido que tanto agradecimiento le debía, haríale traición así que se le antojase al general.

Entró en el despacho el padre Claudio y encontró a los dos jesuitas con su eterno gesto de seres automáticos y sin voluntad. No cuidó en esta ocasión de ocultar sus pensamientos; el padre Claudio miró con ira a los dos compinches, y después instintivamente fijó sus ojos en las estanterías cargadas de carpetas.

Otro hombre hubiera encontrado aquel archivo enteramente igual a como lo había dejado, pero él, con su mirada experta, adivinó que durante su ausencia se había verificado un registro en aquellos papeles.

Aquel día fue, para el padre Claudio, el más cruel que tuvo en su existencia.

Cuando más exasperado estaba por la calma de aquellos dos miserables, que después de revolverle el archivo y de conspirar indudablemente contra él, se estaban allí inmóviles y abstraídos como santos en oración; cuando se sentía con deseos de lanzarse sobre ellos para estrangularlos y lamentaba interiormente el ser tan viejo y no encontrarse, como en otros tiempos, capaz de dar de puñaladas a un enemigo, entró en el despacho su criado de confianza que se limitó a hacer un signo misterioso, saliendo inmediatamente.

El padre Claudio le siguió, y en un pequeño gabinete, donde recibía a los visitantes en secreto, entrególe el criado una carta con sello de Italia, y que iba dirigida a un nombre desconocido.

Aparte del correo normal para todos los asuntos de la Compañía, el padre Claudio tenía en Madrid a un infeliz que protegía y a cuyo nombre iban dirigidas todas aquellas cartas, que por tratar de asuntos particulares, convenía al jesuita que fuesen directamente a sus manos. Una crucecita trazada en un ángulo del sobre, daba a entender a aquel pobre diablo que la carta era para su poderoso protector.

—Acaban de traerla ahora mismo, reverendo padre —dijo el criado—. El protegido de usted quería entrar, como otras veces, a depositarla en sus propias manos, pero he logrado que se fuera, diciéndole que vuestra reverencia estaba muy ocupado.

Cuando el padre Claudio quedó solo en el gabinete, procedió a rasgar el sobre sin poder dominar su creciente agitación.

Por fin tenía noticias de Roma, y podría saber cómo iban sus asuntos en el Gesú la residencia del poderoso general.

La carta constaba de tres pliegos, cubiertos de renglones apretados, de una letra pequeña y compacta.

Antes de leer miró la firma y no pudo evitar un gesto de extrañeza. ¿Quién era aquel sacerdote Dom Vicenzo Novelli, que firmaba? No recordaba conocer persona alguna de tal nombre, y aguijoneado por una curiosidad creciente, se apresuró a leer aquella carta, tan rápidamente como se lo permitía la letra microscópica y su conocimiento del idioma italiano.

Al concluir el primer párrafo exhaló un grito que expresaba terror y sorpresa.

El padre Corsi, su amigo íntimo, su agente en el Gesú, el que le preparaba su elección de general, procurando acortar la vida del que desempeñaba actualmente tan alta autoridad, había tenido un fin trágico y acababa de morir entre horribles dolores en casa de un pobre sacerdote romano, que era el mismo Dom Vicenzo Novelli que escribía al padre Claudio.

La carta contenía una historia horrible, que el padre Claudio leyó varias veces como si no pudiera convencerse de su verosimilitud.

Era aquello el aviso que un moribundo, por conducto de un amigo fiel, enviaba a su colega para que se salvara si aún era tiempo.

X. La justicia jesuítica

El padre Corsi dormía en su celda del Gesú de Roma, cuando le despertó repentinamente una ruda impresión.

En el corredor inmediato sonaban los pasos recatados de varias personas y por las rendijas de la puerta filtrábase dentro de la celda una luz rojiza y vacilante.

El jesuita se incorporó en el mismo instante que el reloj de la casa daba la una de la madrugada y se abría la puerta de la celda, que según disponía la regla de la Orden, no podía cerrarse durante la noche.

Dos hermanos robustos y feroces, procedentes del fanático barrio de Transtevere y que desempeñaban en la casa las funciones de ayudantes de cocina, entraron en la celda y en la puerta se quedaron inmóviles y como para cerrar la salida con sus cuerpos, otros dos de igual clase, que alumbraban con grandes cirios.

El padre Corsi se incorporó despavorido, presintiendo que aquella extraña visita tendría un resultado fatal.

Conocía los misterios de la Compañía, los golpes de Estado y las venganzas que ocurrían en su misterioso seno, sin trascender al exterior, y al ver todo aquel aparato, no dudó que se acercaba su fin.

Dispuesto a defender su vida con palabras y rotundas negativas, como buen jesuita, saltó del lecho y se vistió la sotana, obedeciendo a uno de aquellos fornidos hermanos, que manifestaba con la mayor cortesía al reverendo padre cómo el general estaba aguardándole hacía rato.

El padre Corsi salió de su celda rodeado por aquellos cuatro esbirros del general.

Varias veces pensó en escapar, adivinando lo que iba a sucederle en la próxima entrevista; pero el aspecto de aquellos cuatro colosos, con sus puños descomunales, causaba gran pavor al intrigante padre, que era pequeño de cuerpo y de fuerzas débiles.

Bien adivinaba el jesuita lo que aquello podía significar. Toda su astucia y su recato habían resultado inútiles en aquel Gesú, donde hasta las paredes oyen y ven; el más fino espionaje había seguido todos sus pasos y sin duda el general conocía perfectamente sus relaciones con el padre Claudio y las tramas que había preparado para acelerar la vida de aquella autoridad y proporcionarle pronto un sucesor.

Conforme avanzaba el extraño grupo por los solitarios y oscuros corredores, el padre Corsi convencíase más de que aquella conferencia con el general iba a ser terrible.

Había oído hablar de cierta sala subterránea, donde se castigaba a los traidores a la Compañía y a los que intentaban perturbarla, y comprendía que a ella le conducían sus guardianes, en vista de que bajaron la gran escalera sin detenerse en el primer piso, donde estaban las habitaciones del general.

Llegó el grupo a los claustros del piso bajo y se encaminó hacia el extremo, donde estaban los almacenes destinados a guardar los muebles viejos.

Una puerta, en la que nunca se había fijado el padre Corsi, por creer que estaba condenada, aparecía abierta, y por ella penetraron los dos guardianes que le precedían y que eran los que llevaban los cirios.

El aterrorizado jesuita se detuvo. Aún era tiempo de resistir. Podía gritar y tal vez el escándalo que sus voces produjeran en el Gesú, detendrían a aquellos hombres que llevaban en sus rostros una expresión feroz.

Pero apenas se detuvo, formulando en su interior tal pensamiento, se sintió cogido por los brazos y empujado rudamente por los otros dos hermanos que le seguían.

—Adelante, reverendo padre —dijo con voz ronca uno de ellos, mientras el otro cerraba de golpe la puerta.

Atravesó el grupo varias habitaciones tenebrosas y desamuebladas, cuyo ambiente húmedo, polvoriento y oscuro, apenas disipaban los cirios que formaban en el espacio dos rojas manchas, y de repente el jesuita notó que bajaba por una rápida pendiente, viscosa y resbaladiza, al final de la cual abríase una puerta de arco irregular, que en aquellas tinieblas se destacaba como una dentada mancha de luz.

Los cuatro esbirros agrupáronse en la puerta y el padre Corsi fue empujado al interior de una vasta sala cuyos muros estaban formados por grandes piedras sillares, que tenían el tinte negruzco de la antigüedad.

Frente a la puerta, un Cristo horripilante, de doble tamaño natural, extendía sus descarnados y gigantescos brazos sobre el muro, y al pie de esta figura, sentados tras una mesa con negro tapete, inmóviles, pálidos y fríos como cadáveres, estaban el general y seis jesuitas de los más ancianos de la Orden, que vivían en el Gesú, como en un cuartel de inválidos. Dos candelabros cargados de cirios y puestos sobre la mesa alumbraban aquel tribunal de ultratumba, que horrorizaba antes de hablar.

Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase aquel silencio absoluto, propio de una habitación situada doce metros más abajo del nivel del suelo.

El padre Corsi miró, con ojos extraviados por el terror, aquella sala horrible, aquel mudo tribunal, y se sintió próximo a desfallecer. La intensidad de su miedo prodújole una idea consoladora. Aquello no podía ser real. Sin duda estaba soñando y era víctima de una cruel pesadilla de la que se reiría al día siguiente.

Tan horrible escena no podía ser cierta. Él había oído hablar de una sala de tormento dentro del Gesú y de horrorosos castigos; pero esto debían ser invenciones de los enemigos de la Compañía y lo que él estaba viendo, era producto de una pesadilla que no tardaría en desvanecerse.

Pero a pesar de estas ilusiones que se hacía mentalmente, el silencio de aquel tribunal le helaba la sangre de espanto. Sentíase anonadado por aquella amenazante frialdad y deseaba que hablase el general y los suyos cuanto antes. Así al menos podría él contestar, defenderse, y se convencería de si aquello era sueño o realidad.

El padre Corsi, que era tan cobarde físicamente como audaz y arrebatado en sus intrigas, estremecíase al pensar que pudiera resultar cierta aquella oscura leyenda que se relataba en el Gesú, sobre la cámara del tormento.

¿Dónde estaban los instrumentos de tortura? Miraba a todas partes y no veía potros ni garruchas; pero en un extremo de la vasta cámara sonaba una sorda crepitación, y fijándose bien, distinguió un gran brasero cargado de fuego, del cual saltaban algunas chispas y cuyas brasas iban inflamándose al contacto de la columna de aire fresco que entraba por la puerta.

Aquel fuego en pleno verano horrorizó al padre Corsi; pero pronto una voz vino a impedirle que pensase en lo que el brasero podía significar.

Era el general quien le hablaba, fijando en él sus ojos brillantes e irritados, que eran el único detalle de vida que se notaba en su rostro inalterable como el de una momia.

—¿Sois el padre Luis Corsi, profeso de los cuatro votos de la Compañía de Jesús y residente en Roma por estar al servicio de la alta dirección de la Orden?

El interpelado, a quien el terror había anudado la garganta, hizo un signo afirmativo con la cabeza.

Estaba a un extremo de la mesa un jesuita joven, de rostro repulsivo, que hacía las veces de secretario, y que comenzó a escribir encabezando el acta con el nombre y condiciones del procesado.

El jesuita mientras tanto se dirigió a sus compañeros de tribunal, que permanecían impasibles.

—Reverendos padres; por pertenecer al alto grado de la Compañía, lo mismo que ese desventurado que ante vosotros se encuentra, conocéis el reglamento secreto por que se rigen los iniciados que dirigen la Orden, y que es un misterio hasta para aquellos hijos de Loyola que no han sido iniciados en el grado supremo. A pesar de esto, voy a leeros todos los artículos de nuestra Constitución secreta concernientes al caso, porque así me está prescrito.

Los seis jueces permanecieron inmóviles y el general tomó de encima de la mesa un viejo cuaderno manuscrito, que trataba del gobierno secreto de la Compañía de Jesús. Estaba redactado en latín, como todos los documentos de la Orden. Lo hojeó el general, y al llegar al título IV, comenzó a leer, sin despojarse ni un solo instante de su impasibilidad:


Art.1.° Si quis superioris gradus Pater fuerit traditor, at que sínu Societatis rebelhs ac fautor discordia reperiatur, pereat.

Art.2.° Secretior tribunal judicet illum, ubi sex sedeant Paires superioris gradús á sorti designa ti, proesident te Prefecto.

Art.3.° Sententia nisi sex Patrum judicum, Patrisque Proefecti Generalis unanimi sufragio, non pronuntietur

Art.4.° Reus in ergatulo apparitorum manar redudator.
 

Art. 1.º: Si algún Padre de alto grado fuese traidor y se descubriese que es un rebelde y un fautor de discordia en la Compañía, debe morir.

Art. 2.º: Será juzgado por el Tribunal secreto al que asistirán bajo la presidencia del General seis Padres de alto grado, designados por la suerte.

Art. 3.º: La sentencia no se pronunciará más que por unanimidad de los sufragios de los seis Padres jueces y del reverendo Padre General.

Art. 4.º: El reo será encerrado en el calabozo por mano de los porteros o ayudantes.

(Del gobierno secreto de la Compañía de Jesús. Título IV)
 

El padre Corsi, en su calidad de jesuita del alto grado, iniciado en los más importantes misterios de la Orden, conocía aquel terrible código en todas sus partes; pero a pesar de esto la lectura de tales artículos prodújole una recrudescencia en el horror que experimentaba desde que entró allí. Reinó un largo silencio después de la lectura de los artículos. El general parecía meditar, y por fin, levantando su cabeza dijo a los otros jueces:

—Padres: el hombre que tenéis ahí está comprometido en el primero de los artículos citados y debe morir. No ha perturbado directamente la organización de la Compañía, pero ha hecho algo más, pues ha intentado asesinar al que es legítimo y supremo representante de la Orden; a mí, que soy el general de la Sociedad de Jesús. No necesito explicaros la gran trascendencia de tales maquinaciones y el gran peligro que correría la Orden si un hecho tan criminal quedara sin castigo. ¿Creéis reverendos padres, que quien atenta contra la vida del general de la Compañía merece la muerte? Los seis jueces que seguían inmóviles y mudos contestaron quitándose los bonetes.

—Ya lo veis, padre Corsi. El supremo tribunal de la Compañía opina que quien atenta contra la vida del general debe perecer. Ahora únicamente se trata de saber si vos, en combinación con otros padres de la Compañía que se hallan muy lejos, habéis intentado asesinarme. Contestad padre Corsi. Se os acusa de haber maquinado mi muerte por envenenamiento. ¿Qué decís a esto?

El padre Corsi deseaba defenderse y a pesar de aquel terror que anudaba la voz en su garganta, se apresuró a contestar.

—Niego. Y fue a pronunciar una larga defensa pero el general le interrumpió:

—Callaos, padre. Negáis y ya no es necesario que habléis más. Oíd al padre secretario que va a leeros la acusación.

El jovenzuelo antipático dejó de escribir y tomando un papel de encima ie la mesa comenzó a leer con entonación monótona.

Aquella acusación terrible hizo llegar a su más alto grado el terror del padre Corsi.

Sabía que el espionaje había llegado en los jesuitas al mayor perfeccionamiento, pero nunca había llegado a imaginarse que le pudieran vigilar dentro del Gesú, hasta el punto de conocer sus más insignificantes actos.

Cuanto había hecho el jesuita desde muchos meses antes, constaba en aquella acta acusadora, confundiendo al infeliz reo. Sabíase que todas las semanas sostenía correspondencia con un sujeto de Madrid, recatándose para ello y llevando por sí mismo las cartas al correo para evitar que se extraviaran; suponíase que esta correspondencia, aunque con nombre supuesto, iba dirigida al padre Claudio superior de la Orden en España; citábanse numerosos detalles que demostraban las subversivas y criminales intenciones del padre Corsi, y al final del documento, como golpe de gracia para el infeliz acusado, figuraba una declaración del hermano encargado de la cocina, el cual juraba por Dios, que el citado padre, después de dedicarse durante algunos meses a captarse su voluntad, le había propuesto envenenar al General, a lo que él accedió inmediatamente, sin perjuicio de ir acto seguido a revelar a su superior cuanto ocurría, descubriéndose de ste modo la odiosa trama.

El padre Corsi estaba horrorizado. Su vida de mucho tiempo aparecía allí consignada día por día, y aunque el acusador no presentaba pruebas resultábale imposible al reo el justificarse.

Cuando el acusador terminó su lectura, y se restableció el glacial silencio, el General, levantando su cabeza que tenía inclinada sobre el pecho, preguntó al acusado:

—¿Tenéis que decir algo contra esa acusación?

—Toda ella es falsa —contestó con voz ahogada el infeliz—. Es sin duda obra de algún enemigo que quiere perderme. Yo nunca he intentado nada contra mi General.

Y luego, con la tenacidad de un náufrago que intenta alcanzar el madero que ha de salvarle, dijo con más energía:

—¡Pruebas…! ¡Vengan las pruebas de mi crimen! Seguramente que nada podrá presentarse contra mí.

—Se presentarán las pruebas a su debido tiempo —contestó el General con frialdad—. Mientras tanto, contestad breve y verídicamente a cuanto se os pregunte. ¿Acostumbráis a escribir mucho en vuestra celda?

—Algunas veces escribo a varios amigos que tengo en las ciudades de Italia, donde he residido; pero esto, con poca frecuencia.

—¿Cuando escribís, secáis vuestras cartas con arenilla?

El padre Corsi reflexionó antes de contestar. Siempre había usado, al escribir, el papel secante, pero creyó mejor el negarlo, por este instinto de falsedad que siente todo acusado de conciencia intranquila, y afirmó:

—Sí reverendo padre; gasto arenilla.

—¿Y no hacéis nunca uso del secante?

El General miró de un modo tan terrible al acusado, que éste balbuceó:

—Sí; creo recordar que también lo he usado algunas veces.

—Acercaos a la mesa, padre Corsi, y ved si reconocéis la hoja de secante que el padre secretario tiene en sus manos.

El acusado obedeció, fijando sus ojos con expresión estúpida, en aquella hoja de secante que le enseñaba el jesuita. Era blanca y estaba manchada por algunos borrones y garabatos ininteligibles. Eran, sin duda, las huellas que en la hoja habían dejado los renglones secados.

—Este papel —continuó el General—, ha sido encontrado en vuestra celda. ¿Negáis que os pertenezca?

El padre Corsi pensó que negar empeoraría su situación. Miró el papel, en el que nada sospechoso se leía, y dijo después:

—Aunque no recuerdo si este papel ha sido mío, bien pudiera haberme pertenecido. Ni niego ni afirmo.

—Está bien: padre secretario, haced delante del acusado la prueba que antes habéis mostrado al tribunal.

El joven secretario sacó de bajo el montón de papeles un pequeño espejo y colocó ante el cristal el pedazo de secante.

—Padre Corsi —continuó el General—, mirad ese espejo y ved si podéis leer algo.

El acusado comprendió inmediatamente lo que significaba aquella orden y se estremeció de espanto. Estaba ya cogido en la red.

Las huellas que en aquel papel había dejado el escrito secado, parecían garabatos ininteligibles miradas directamente, pues el orden de letras en las palabras estaba invertido; pero puestas ante el espejo, recobraban su primitiva posición, ya no estaban al revés, y se reflejaban en el cristal de modo que la lectura era fácil.

Todo el contenido de la página secada surgía en el espejo, y aunque algunas palabras donde la pluma no habla apretado mucho aparecían borrosas, el conjunto era perfectamente legible.

El padre Corsi, ante aquel descubrimiento inesperado, se sintió desfallecer y sus rodillas se doblaron, cayendo de hinojos el infeliz.

—¡Perdón, padre mío! ¡Misericordia! Ha sido una tentación del diablo. Perdonadme, que nunca más me sentiré acometido por tan malos pensamientos.

Las quejas y sollozos de aquel desventurado no causaron efecto en el tribunal.

—Padres —dijo el presidente—, la prueba es completa. Antes de sentenciar invoquemos, según costumbre, a la gracia divina para que nos ilumine.

Todos los jueces, con la cabeza descubierta, se arrodillaron y los cuatro legos que obstruían la puerta hicieron lo mismo.

Durante algunos minutos aquel augusto silencio sólo fue turbado por el murmullo que producía el Veni Sancte Spiritus que rezaban y los sollozos del reo que, con la cabeza sobre las baldosas, lloraba como un niño. El tribunal terminó su rezo y volvió a ocupar sus asientos.

—Padres, ya conocéis la fórmula de sentenciar, pero la costumbre me ordena que os la advierta. Si creéis que basta con expulsar de la Orden al reo, contestad a mi pregunta ¡Expellatur!, si le creéis digno de absolución, decid ¡Insons!, pero si le consideráis merecedor de la muerte, contestad ¡Pereat! ¿Estáis prontos a sentenciar?

Los seis jueces inclinaron sus cabezas.

Comenzó el terrible acto, y el infeliz reo, que seguía con el rostro sobre el suelo, oyó por seis veces la palabra ¡Pereat!, dicha por diversas voces, pero siempre con igual energía. Su muerte estaba ya acordada. —¡Levantad al padre Corsi! —gritó el General.

Inmediatamente los mocetones que ocupaban la puerta se abalanzaron sobre el reo, lo pusieron en pie y siguieron sujetándolo, pues el desdichado no podía sostenerse.

—¿No hay misericordia para mí? —decía suspirando, y el tribunal seguía siempre mostrando su fría serenidad.

El padre Corsi, en un rapto de desesperación, cambió por completo de aspecto. La proximidad de la muerte le dio una repentina serenidad y no quiso seguir mostrándose débil.

Ya que iba a morir, quería al menos no proporcionar al General, a quien odiaba por causas particulares desde mucho tiempo antes, una satisfacción, cual era el espectáculo que él ofrecía llorando y gimiendo como una mujer. —Soltadme, hermanos —dijo a los que le sujetaban—. Puedo aún sostenerme y no se dirá de mí que no sé morir con dignidad. ¿Dónde está el calabozo en que seré enterrado vivo? Deseo entrar en él cuanto antes, para librarme de vuestra odiosa presencia, padre General.

Y aquel hombrecillo antes tan débil, enloquecido ahora por el terror, mostraba una serenidad heroica y erguía su cuerpo mirando con desprecio al tribunal.

—No tengáis prisa, padre Corsi —contestó el General, sonriendo por primera vez de un modo que daba miedo—; tiempo os quedará para aburriros de estar solo en vuestro calabozo. Nuestras leyes os conceden que antes de encerraros os pongáis bien con Dios. Podéis confesaros vuestras culpas con el padre que os dignéis escoger de cuantos están aquí.

El reo prorrumpió en una carcajada estridente.

—¿Con vosotros?… ¿Confesarme con vosotros? Muchas gracias, padre General. Conozco demasiado a todos cuantos aquí están, para ir a revelarles secretos que sólo a mí importan. Además estoy próximo a la muerte y ante la tumba el hombre no miente. Basta ya de farsas. Yo no creo en muchas cosas que vosotros, al salir de aquí, fingiréis tenerlas como ciertas. No me confieso. A nadie le importan mis secretos. Ya que muero quiero que ciertas cosas me acompañen a la tumba… Se acabaron los fingimientos y las comedias de fe.

El tribunal había salido de su impasibilidad para interrumpir varias veces al sentenciado.

—¡Impío!… ¡Blasfemo!…

El padre Corsi era el que ahora permanecía impasible gozándose interiormente con la irritación que sus palabras producían en sus jueces.

El General fue el primero en serenarse.

—Padres míos, os recomiendo la calma. El sentenciado quiere llevarse a la tumba secretos de gran importancia para la Compañía. Tenía cómplices de su crimen y esto es lo que importa averiguar. Escribía con frecuencia a Madrid, y aunque presumimos quién podía ser la persona con quien se comunicaba, no tenemos de ello una certeza absoluta. Los renglones impresos en ese secante y que habéis leído antes por medio del espejo, son fragmentos de una carta en la que él hablaba de sus preparativos para dar fin a mi vida. Se dirige en ella a una persona de su confianza, un amigo a quien promete un gran porvenir cuando yo muera, pero su nombre no figura allí y esto es lo que nos importa saber. ¿Creéis, padres, que tenemos derecho a que el sentenciado nos revele ese nombre antes de ser encerrado en el calabozo?

Los seis jueces hicieron signos de asentimiento.

—Ya lo oís, padre Corsi; estáis en el deber de revelarnos ese nombre. Hablad pues.

—No quiero, General asesino; no hablaré. Se trata de un amigo, de un buen compañero, que ha sido bondadoso para mí y me ha dispensado siempre tantos favores como tú perjuicios. No diré su nombre; puede hacer el tribunal lo que guste.

—¡Oh! Hablaréis, padre Corsi —dijo el General, reproduciendo su horripilante sonrisa—. Algo que no esperáis os hará decir la verdad. Creed, desgraciado padre, que sentimos en el alma amargar con crueles tormentos el poco tiempo que os queda de vida.

—¡Miserable! —dijo el sentenciado por toda contestación—. En ti está la crueldad hermanada con la más dulce hipocresía. Mereces ser General de la Compañía.

—Por última vez: ¿declaráis el nombre de vuestro cómplice? ¿Es el padre Claudio? Reparad que estamos convencidos de ello. Y que únicamente queremos vuestra declaración para ratificarnos.

—No, —dijo con energía el sentenciado—. No es el padre Claudio, al que apenas conozco. Es otro, pero nunca diré su nombre.

—Hermanos, cumplid vuestra misión.

A esta orden, dada con indiferencia, dos de los robustos legos dejaron de sujetar al padre Corsi y se dirigieron al rincón donde estaba el descomunal brasero.

Cogieron del suelo un gran fuelle, avivaron el montón de rojos carbones y después, valiéndose de su fuerza hercúlea, arrastraron el brasero al centro de la sala.

El padre Corsi no había presenciado esta operación por verificarse a sus espaldas, pero de pronto sintió una impresión de calor y volviéndose vio aquel montón de fuego que lucía de un modo horrible en la penumbra.

Aquello desvaneció la serenidad que había mostrado momentos antes.

Al ver el fuego dio un salto atrás e intentó librarse de aquellos dos legos que le sujetaban con sus robustos brazos, pero repuestos los guardianes de la sorpresa que en el primer instante les produjo el repentino movimiento, lo aprisionaron con más fuerza.

El padre Corsi, como un mísero ratoncillo entre las zarpas de dos gatazos, se revolvía furioso y desesperado; pero a los pocos instantes fue derribado al suelo y allí, con la sotana desgarrada y el rostro arañado, permaneció inmóvil.

Sintió cómo bruscamente y a tirones le arrancaban los zapatos y las medias y así que quedó descalzo, la voz del General volvió a sonar aunque con tono marcadamente sardónico.

—Nuevamente os lo ruego, querido padre Corsi. Decidnos quién era vuestro cómplice y no nos deis el disgusto de obligarnos a atormentaros.

El desgraciado, indignado por aquel ruego hipócrita contestó con un juramento indecente y acto seguido sintióse levantado del suelo, en posición horizontal por ocho robustos brazos.

Un rugido horrible, espeluznante, retumbó en la sala.

Los pies del padre Corsi acababan de descansar sobre aquel montón de fuego. Intentó el infeliz contraer las piernas para escapar de aquel tormento pero uno de los cuatro sayones se las sujetaba con hercúlea fuerza, haciendo que los pies quedasen inertes sobre el brasero.

Rugía el infeliz con voz que no parecía humana y se agitaba en agónicas convulsiones entre aquellos brazos que le tenían agarrotado.

El fúnebre silencio que reinaba en aquella sala era turbado por los mugidos de dolor que exhalaba el sentenciado, víctima de los más horribles dolores.

Chisporroteaba el fuego con más fuerza que antes y un humo espeso, de olor grasiento y nauseabundo esparcíase por la sala.

Los pies del padre Corsi se carbonizaban envueltos en las ardientes grasas. Era imposible resistir más y el jesuita iba a desmayarse.

—¡Misericordia, asesinos! —dijo con voz débil—. ¡Tened piedad de mí!

—Hablad —contestó el General, que seguía tan frío como de costumbre ante aquel horrible espectáculo—. Decid lo que os preguntamos.

El reo hizo una señal afirmativa, y los cuatro hermanos le retiraron del tormento y lo pusieron en posición horizontal, aunque sosteniéndolo para que no tocase el suelo, pues sus pies eran dos informes muñones, chamuscados y sangrientos que esparcían un hedor insoportable.

—Padre secretario, escribid —dijo el General—, que el padre Corsi va a revelarnos quién era su cómplice. ¿Era el padre Claudio?

El infeliz mutilado, en medio de su cruel situación, aún intentó resistir, pero la vista del brasero, la terrible mirada del General y aquel dolor horrible que le producía espeluznantes convulsiones, dieron al traste con su valor que renacía, y en voz baja, como si se avergonzara de su debilidad, contestó:

—Sí, era el padre Claudio.

Aún le hizo el General numerosas preguntas sobre el fin que perseguían con sus maquinaciones, contestando el padre Corsi con desmayados monosílabos.

Cuando quedó claro y palpable que el padre Claudio, por medio de su amigo Corsi, había intentado escalar la suprema autoridad de la Compañía envenenando al General, éste se dio por satisfecho.

—Terminado el juicio, padres míos —dijo a los demás jueces, la acta en que se consigna cuanto aquí ha ocurrido, una vez escrita con arreglo a nuestra clave secreta, quedará en el archivo secreto de la Compañía. Ahora sólo falta que se cumpla la sentencia.

—Hermanos —continuó dirigiéndose a los cuatro legos—, conducid al padre Corsi a su última morada.

El infeliz, desalentado y poseido ya del vértigo que le producía su horrible situación y sus heridas, apenas se sintió conducido por los brazos de aquellos hombres.

Abrióse una pequeña puerta en un extremo de la subterránea sala y el fúnebre grupo bajó unos cuantos escalones, dejando al sentenciado sobre el húmedo suelo.

La impresión de frescura que aquellas losas produjeron en los abrasados pies del padre Corsi le reanimaron momentáneamente haciéndole abrir los ojos.

Una densa oscuridad le envolvía. La puerta del calabozo acababa de cerrarse con gran ruido de hierros, y allá arriba sonaban los pasos de los jueces al retirarse.

El padre Corsi lloró en aquel supremo instante, como un niño.

¡Ya había muerto! Los hombres le abandonaban para siempre, y aquel resto de vida que le dejaban, era para que gustase todas las amarguras horripilantes de la tumba.

El sacerdote, Dom Vicenzo Novelli decía en su carta al padre Claudio que no sabía ciertamente del modo como su amigo Corsi había salido de aquel in pace.

En las primeras horas de la madrugada, un hombre desconocido y de atlética figura había llamado a la puerta de su casa y apenas entró en ella, dejó sobre una silla al padre Corsi que estaba en un estado deplorable.

El desdichado jesuita, a fuerza de cuidados, aún vivió dos días, y aprovechando los momentos en que sus dolores no le privaban del conocimiento, relató a su amigo el sacerdote romano, cuanto le había ocurrido en el subterráneo del Gesú, encargándole encarecidamente que pusiera todo el suceso en conocimiento del padre Claudio para que éste, una vez advertido, pudiera librarse de la venganza del General que iba a caer sobre él.

En cuanto a su evasión del in pace, el padre Corsi guardó un profundo silencio. Había jurado al que le salvó sacándole de allí, guardar el secreto, pues de lo contrario podía ser víctima de la venganza jesuítica.

Nada cierto sabía Dom Vicenzo, pero por algunas palabras que se le escaparon a su amigo, tenía la sospecha de que el misterioso salvador que en la misma noche del suplicio le había sacado del calabozo, era el cocinero, que después de delatarlo al General se había arrepentido de su vileza y había procurado borrarla librando a su víctima de la muerte. Cuando el padre Corsi mostraba tanto empeño en ocultar el nombre de su salvador, era porque éste dependía del General y podría ser víctima de una venganza.

El sacerdote romano terminaba su carta manifestando que nunca más volvería a relatar a nadie la historia de aquel infeliz amigo que había muerto en su casa, víctima de espantosas quemaduras.

No quería que el General de los jesuitas supiera que él era depositario de su secreto y que había recibido en casa a su mutilado enemigo.

«Conozco demasiado —decía—, el poder de la Compañía y la facilidad y prontitud con que sabe librarse de aquellos que le estorban. A pesar de que los conozco, reverendo padre, siento hacia vos una viva lástima. Sé quién es el padre General y hasta dónde llega su carácter iracundo y vengativo. Si queréis seguir el consejo de un hombre anciano y experimentado, creedme; apenas leáis esta carta salid de la Compañía y poneos en salvo. El rayo de Roma no tardará en caer sobre vuestra cabeza».

XI. Humillación

El padre Claudio, después de leer la carta varias veces, cayó en un estado de profundo desaliento.

Era tan terrible aquella noticia y llegaba tan inesperadamente, que al audaz jesuita le faltaba el valor indomable que había demostrado en otras ocasiones.

Su situación acababa de ser despejada de un modo terrible. Los altos poderes de la Compañía tenían ya certeza de su traición y no tardaría en sufrir él una muerte igual a la del padre Corsi.

No había que esperar misericordia. Él, que conocía como nadie de lo que era capaz el Gobierno de la Orden, comprendía la certeza de aquellos consejos que le daba el sacerdote Novelli en su carta, y pensaba que lo más acertado era huir y sustraerse a la venganza de la Compañía, ya que todavía era tiempo.

¡Huir!… conforme con ello; pero ¿a dónde dirigirse?, ¿qué hacer, viejo ya y abandonado de todos?

Y mientras pensaba en lo difícil e incierto de su situación, el padre Claudio murmuraba con estúpida terquedad:

—¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!

Así permaneció más de una hora, hasta que por fin una sonrisa iluminó su rostro y levantó la frente, antes abatida con expresión de triunfo.

Tenía adoptada su resolución. No huiría, pues huir era para un hombre como él, cien veces peor que la más horrible muerte. El campeón de la Compañía que se había distinguido siempre por su valor moral a toda prueba, no podía escapar como un cobarde al saber que su perdición estaba decretada en Roma. Combatiría, ya que éste parecía ser su destino, y a pie firme sin salirse de la Orden, esperaría los ataques de sus enemigos, seguro de que éstos tendrían que bregar mucho antes de derribarle.

Además había reflexionado mucho sobre su situación y no la encontraba desesperada. Era amigo de la reina y de los principales políticos, poseía secretos que le hacían muy respetable para el Gobierno, y cuando se viera perdido dentro de la Compañía, con salirse de ella ya estaba libre, pues la venganza de Roma no iría a buscarle en el seno de la sociedad civil donde contaba con buenos amigos.

Tenía, pues, la retirada cubierta y mientras tanto podría desesperar a sus enemigos desafiándolos con su insolente permanencia en la Compañía, sin negar las maquinaciones que había organizado en combinación con el padre Corsi.

Aquella resolución audaz, hizo recobrar al padre Claudio su antiguo valor, y sintió impaciencia por demostrar a sus enemigos de Roma que no les temía y que tampoco ignoraba sus intenciones respecto a él.

El padre Tomás, aquel jesuita solapado que sobornaba a su secretario e iba poco a poco labrando su perdición, era el representante de sus enemigos, y contra él se propuso romper las hostilidades.

Quería ser el primero en atacar, para que en Roma se convencieran una vez más de su valor.

Tan seguro estaba el padre Claudio de su poder, que se permitía risueñas ilusiones.

No; sus enemigos no se atreverían a intentar nada contra él. El general había osado acabar con el padre Corsi, porque éste era un jesuita de escasa importancia, y además lo tenía en el Gesú al alcance de su mano; pero tratándose de todo un padre Claudio consejero privado de personas reales, sostenedor de gobiernos, y además residente en España lejos del Gobierno central de la Compañía sus enemigos de Roma ya se cuidarían de intentar hostilidad alguna y lo respetarían aunque en adelante lo tratasen con frialdad.

Él era inviolable; para esto había trabajado tantos años en favor de los intereses de la Orden.

Animado por tales ideas, el padre Claudio, después de ocultar cuidadosamente la fúnebre carta en un bolsillo interior de su sotana, salió del gabinete y se dirigió a su despacho.

El padre Antonio escribía como siempre en su gran mesa, y el italiano seguía inmóvil en su asiento mostrando su rostro impasible, cuyos ojos de búho triste parecían no fijarse en nada, y lo veían todo.

La presencia de aquel espía de Roma indignó al padre Claudio. Hasta poco antes había podido sufrir, aunque con bastante impaciencia, la intimidad de aquel hombre que tan descaradamente le vigilaba; pero ahora al verle, el recuerdo del padre Corsi martirizado y muerto por ser amigo suyo, surgía en su imaginación y sentíase acometido de furor contra aquel espía que representaba a los sacrificadores.

El padre Claudio era poco susceptible de impresionarse por la suerte de ningún amigo, pero el suplicio de Corsi le hería de un modo más íntimo, pues sublevaba su orgullo. Él hubiera deseado que por el hecho de ser el reo amigo suyo, el General no se hubiese atrevido a llevar tan lejos su venganza, y al pensar en el martirio de Corsi le parecía que era él mismo quien habia sido chamuscado en el brasero del subterráneo del Gesú.

No se sentó el padre Claudio, al entrar en su despacho, y sin cuidarse de ocultar su sorda irritación, varias veces pasó entre aquellos dos hombres silenciosos que seguían indiferentes y con los ojos bajos, como si nadie hubiese entrado en la habitación.

El enfurecido jesuita dio algunos bufidos como para desahogar su pecho oprimido por la rabia, y al fin, plantándose frente al padre Tomás, le dijo con acento reconcentrado.

—Oiga usted. ¿Sabe usted bien quién soy yo?

Levantó el rostro el italiano sin que en él se mostrase la menor emoción por tan extraña pregunta.

—Creo que sí, reverendo padre —contestó con su eterna calma—. El nombre del padre Claudio es conocido allá donde se encuentre a un hijo de San Ignacio, pues todos saben los grandes servicios que ha prestado a la Compañía.

—Así es, señor italiano. Todos saben lo que yo valgo y merezco, todos menos esa gente de Roma que le ha enviado a usted aquí.

Se coloreó la desmayada faz del padre Tomás, pero no de aquí la emoción ni intentó contestar, pues la regla de la Compañía le impedía toda respuesta si su superior no le preguntaba.

—Oiga usted bien, padre Tomás, oiga lo que yo soy, para que me conozca perfectamente y pueda decir a esos que le envían el respeto que merezco. Cuando yo ingresé en la Compañía en Roma, tenía quince años y su situación no podía ser más deplorable. Las ideas revolucionarias del pasado siglo habían barrido al jesuitismo de todas las naciones. La Orden estaba casi en la agonía por culpa de toda esa cáfila de filósofos que tanto escribieron en el siglo XVIII contra nosotros. Nos habían arrojado de España, Portugal, Francia, de casi toda América; en una palabra, de todos los sitios donde nos convenía estar. La Compañía estaba reducida a Roma, donde vivía a la sombra del papado como un arbolillo mustio y enfermizo. Al morir la revolución con su último propagandista el tirano Bonaparte y al restablecerse en España el absolutismo, Fernando VII nos abrió las puertas de esta nación y yo vine aquí con unos cuantos viejos imbéciles que procedían de la expulsión verificada en el siglo anterior por Carlos III. ¡Bien hubiese marchado la Compañía de estar encargados los tales vejetes de su dirección! Por fortuna se me hizo justicia, y aunque yo era entonces un mozuelo, fui puesto al frente de la Compañía de Jesús en España. Soy modesto y no quiero entonar mis propias alabanzas, que por más que parezcan exageradas, serán siempre merecidas. Pero tengo que hacer constar que fui el peor enemigo que la revolución podía haber encontrado. Fomenté como nadie los sentimientos realistas y fanáticos del pueblo español; organicé las terribles persecuciones que sufrieron los realistas en el trienio constitucional del 20; la revolución pacífica y progresiva no pudo desarrollarse porque yo lo impedí fomentando algaradas y motines a diario; yo di el primer impulso a la guerra carlista, y cuando comprendí que el pretendiente no podía triunfar salvé a tiempo los intereses de la Compañía volviendo al lado de la reina Isabel, para evitar que ésta fuese dirigida por los progresistas; nuestra Orden ha crecido y sido omnipotente en España más que en otra nación; hoy manda en este país como pueda mandar en el Gesú de Roma, y todo gracias a mí, que no he descansado nunca ni sé lo que es gozar de la vida; que he expuesto mil veces mi existencia en los períodos de agitación; que formando la asociación de El Ángel Exterminador, atraje sobre mi cabeza las venganzas de numerosas familias afligidas por nuestras persecuciones, y que con tal de mantener el prestigio de la Orden, he desempeñado el más vil de los papeles, el de alcahuete regio, ofreciendo mujeres a Fernando VII y presentando hombres a su augusta hija. Ahora bien, padre Tomás, ¿qué le parece a usted de todo esto? El que ha arraigado de nuevo la Orden en España, de un modo que la revolución tendrá que bregar mucho para derribarla ¿no merece que le respeten esas gentes de Roma que están allá muy tranquilas gozando de ese poderío que nosotros les conquistamos aquí a costa de grandes esfuerzos?

El padre Tomás hizo un gesto de ambigua adhesión; pero el padre Claudio estaba demasiado exaltado para fijarse en la frialdad del italiano.

—Y no quedan reducidos sólo a esto mis trabajos —continuó—: ahí está mi secretario y eterno compañero, el padre Antonio, y allá en Roma está el registro central de la Compañía para atestiguar lo que yo he trabajado con el objeto de arraigar el poderío de nuestra Orden en todas las conciencias. Gracias a mí, se han fundado numerosos colegios donde la juventud más distinguida se educa tal como queremos; la aristocracia española está por completo a la voluntad de cuanto se piensa en este despacho, y a las arcas de Roma he enviado yo cuarenta millones de pesetas; esto sin contar ocho más que acabo de conquistar. Grande es nuestra asociación; no hay punto del globo donde no tengamos representantes; pero a pesar de ser tantos los jesuitas de seguro que no saldrá uno solo que pueda alegar más méritos que yo. ¿Es verdad o no, esto que le digo, padre Tomás?

Y esta vez se plantó ante el italiano y le miró fijamente con expresión iracunda, esperando su contestación.

—Así es, reverendo padre —dijo con su calma que contrastaba con el furor reconcentrado del padre Claudio—. Ya he dicho antes a vuestra reverencia que en todas partes donde hay jesuitas se le respeta en lo que vale.

—En todas partes menos en Roma; y si no vamos a cuentas. ¿A qué ha venido usted a Madrid?

—Yo no he venido por mi propia voluntad. He cumplido un voto que hice al entrar en la Compañía; el voto de obediencia. Me han ordenado mis superiores que viniese aquí y he obedecido.

El italiano dijo estas palabras con tanta modestia y sencillez, que el padre Claudio quedó desconcertado. No podía seguir atacando en tal terreno al italiano, pues éste le opondría sus votos.

Mudó de táctica y dijo al padre Tomás, como si olvidara lo anteriormente expuesto:

—No quiero investigar los motivos que le han traído a usted a Madrid. Lo que le digo a usted, es que no conviene a los intereses de la Orden que permanezca aquí inactivo y ocioso, dando un mal ejemplo a los demás padres, que se afanan y trabajan en bien de la Compañía de Jesús.

—Reverendo padre; si no hago nada aquí, es porque vuestra reverencia no me da ocupación.

—Trabajará usted y muy pronto. No se quejará usted en adelante de que lo olvido. Mañana mismo saldrá usted para nuestra casa de Valencia.

—Eso es imposible reverendo padre.

—¡Imposible!… Quisiera saber por qué. Usted ha prestado voto de obediencia y debe acatar las órdenes de los superiores.

El padre Claudio, movido por la indignación hablaba con una expresión furiosa que contrastaba con la frialdad del italiano.

—Yo siempre obedezco a mis superiores —dijo el padre Tomás—, y por esto mismo permanezco aquí, cumpliendo las órdenes del padre General, que es el único que me puede mandar. Vuestra reverencia olvida sin duda que yo soy padre de alto grado y que no estando inscrito entre los individuos de la Compañía que prestan sus servicios en España, sólo a la autoridad de Roma debo obedecer y seguir las órdenes que me dicte el padre General, Vuestra reverencia no tiene en esta ocasión ningún poder sobre mi humille persona. El General me ha enviado aquí, y aquí me quedo.

El padre Claudio quedó aturdido ante la fría firmeza con que el jesuita decía estas palabras.

Pero pronto se repuso de su sorpresa. Hacía cuarenta años que estaba acostumbrado a que la Compañía en España se pusiera en movimiento al más leve de sus gestos; nunca hombre alguno vestido con la sotana jesuítica había intentado desobedecerle y el ejemplo de aquel italiano, que osaba rebelársele, le produjo una irritación sin límites.

Su abotagado rostro cubrióse de mortal palidez, chispearon sus ojos, sus labios temblaron con el tic nervioso del furor y se sintió próximo a enloquecer por la afrenta que intentaban hacerle, ante aquel secretario que en su juventud consideraba a su maestro como un semi Dios.

¡Poder de la indignación! Hasta le pareció al jesuita que el padre Antonio, sin levantar la cabeza de los papeles, sonreía maliciosamente, gozando mucho en presencia de aquella humillación que sufría su soberbio superior.

Había que confundir al insolente italiano, y encarándose con él, le dijo sordamente:

—¡Basta ya de farsas y fingimientos, señor italiano! Su presencia aquí me es odiosa… ¿Lo quiere usted más claro? Mañana mismo saldrá usted de Madrid, pues me estorba y me irrita ese espionaje de que continuamente soy objeto. Cuando yo era joven, fingía tan bien como cualquier otro, pero ahora que soy viejo y célebre, y tengo, por tanto, derecho a que me respeten, no quiero mentir y doy a las cosas su verdadero nombre. Sé que usted es un espía del General y conozco tan bien como usted lo que ha ocurrido en Roma y cuál ha sido la suerte del padre Corsi, pobre amigo mío, sacrificado por el espíritu de venganza que allá sienten contra mí. No quiero tener a mi lado a uno de los asesinos de mi amigo Corsi. ¿Está usted enterado? Márchese cuanto antes y dé gracias porque yo soy ahora un viejo, que de lo contrario, no guardaría usted buenos recuerdos de su espionaje.

Y el viejo jesuita, tembloroso por el furor, pálido, rugiente y magnífico en su indignación señalaba la puerta con ademán imperativo, indicando al italiano que saliera cuanto antes.

El padre Tomás permanecía en su actitud impasible, con la mirada fija en el superior, y gozando internamente al ver su extremada irritación.

—¡Márchese usted! —gritaba el padre Claudio—. ¡Qué no le vea a usted más!

—Me iré cuando me lo mande el General.

—Aquí no hay más General ni más voluntad que la mía. Le arrojo a usted de aquí y puede marcharse al infierno si quiere. Hoy mismo daré órdenes para que no le admitan en la casa residencia, y que pongan en medio del arroyo todo su equipaje. Y ahora salga usted inmediatamente de este despacho o de lo contrario llamaré a los criados para que le arrojen.

El italiano no se inmutaba con aquellas amenazas. Continuaba impasible, y se limitó a decir con su eterna frialdad:

—Eso que hace vuestra reverencia es un verdadero golpe de Estado. Es desconocer la autoridad del General, es rebelarse contra la autoridad suprema de la Compañía, y caer de lleno en el artículo I del título IV de nuestro reglamento secreto. ¿Conoce usted el artículo?

—Sí; lo conozco. Valiéndose de él dieron muerte a mi amigo Corsi. ¿Aún te atreves a recordarlo, esbirro del demonio?… Yo soy el padre Claudio, el restaurador de la Compañía en España, y cuando se me falta al respeto y a la obediencia que merezco, paso por encima del General, del reglamento secreto y de cuanto se me ponga por delante. ¡A la calle, italiano!, ¡a la calle!

—Piense vuestra reverencia en lo que hace.

—¡Qué pesadez! ¡Y que no tenga yo puños suficientes para poner en la puerta a este miserable espía!

Y se abalanzó al cordón de la campanilla para llamar a los criados. —Un momento —dijo el padre Tomás levantándose de su silla, mientras que el iracundo jesuita se detenía al ver este movimiento de su enemigo—. Puesto que usted, padre Claudio, se empeña en expulsarme y falta a las reglas de la Compañía, despreciando al General y pronunciando frases ofensivas al espíritu de la Orden, ha llegado el momento de que se aclare la situación. Lea usted.

Y el italiano, hasta entonces humilde y rastrero, se irguió con altanera frialdad, e introduciendo su diestra en el bolsillo de la sotana, sacó un papel doblado que entregó al padre Claudio.

Apenas éste posó sus ojos por él, sintió un escalofrío de terror.

Estaba escrito el papel en la misteriosa taquigrafía que los jesuitas emplean en sus comunicaciones secretas y que sólo conocen los padres iniciados en el alto grado, y al pie del documento figuraba el garabato que era la firma simbólica del general.

El documento no podía ser más auténtico, y el padre Claudio habituado a leer durante muchos años tal clase de comunicaciones, la descifró de corrido.

Su contenido no podía ser más fatal.

La autoridad suprema le ordenaba, bajo la pena de pasar como traidor a la Compañía en caso de desobediencia, que inmediatamente que leyese aquella comunicación, se pusiera bajo las órdenes del padre Tomás Ferrari, que en adelante sería el vicario general de la sociedad de Jesús en España.

El viejo jesuita se estremeció desde la cabeza a los pies, pareciéndole que la habitación entera se desplomaba sobre él, y hubo de apoyarse en la mesa para no caer.

Verse despojado en la vejez de la autoridad que había ejercido toda su vida; contemplarse súbdito de un desconocido, él, que estaba habituado, desde su juventud, al mando absoluto, era un golpe tan terrible, que le faltó poco para llorar.

Encontró, sin embargo, en su debilidad, fuerza para reponerse y ya que se consideraba caído, quiso al menos acabar con dignidad y que sus enemigos no se gozaran en su dolor.

Serenóse y se dispuso a contestar. La resistencia era inútil, pues conocía la especial organización de la Orden en que la autoridad lo es todo, y el afecto nada, y sabía que sus mayores protegidos se revolverían contra él a la menor indicación del General, estando, como estaba, despojado del poder.

Inclinóse ante su nuevo amo, y devolviéndole el papel, dijo al padre Tomás con acento humilde:

—Espero las órdenes de vuestra reverencia.

El padre Antonio, mudo espectador de aquella escena, había dejado de escribir, pero seguía con la cabeza baja, muy atento a todo cuanto ocurría. No se notaba en él la menor señal de extrañeza. Sin duda el secretario sabía con anticipación cuanto iba a ocurrir, y conocía antes que el padre Claudio aquella orden del general.

No se impresionaba gran cosa por aquel cambio de situación tan rápido. Cambiaba de amo en apariencia, pero siempre seguía unido a aquella Compañía a la que amaba con el fiero cariño del lobezno a la loba. Además, no dejaba de hacerle gracia la caída estrepitosa de su antiguo amo, que tan soberbio y déspota se mostraba. Aquello le hacia admirar aún más a la igualitaria Compañía que encumbra o arruina a los individuos con igual indiferencia, sin consideración de ninguna clase y como si se tratara de autómatas y no de hombres. Acariciaba la esperanza de que si el padre Claudio bajaba ahora, algún día le tocaría a él el turno de subir.

El jesuita italiano contempló algunos instantes a su rival humillado, y después dijo con lentitud majestuosa:

—Padre Claudio mis órdenes son que usted, de esa puerta para afuera, siga figurando como director de la Orden en España. Conviene por ahora a nuestros intereses que aparentemente continúe la misma situación. Pero aquí, dentro de este despacho, se restablecerá la verdad, y usted será sencillamente mi amanuense, estando para todos los asuntos de oficina a las órdenes del padre Antonio, que seguirá desempeñando el cargo de secretario. Ya conoce usted mis órdenes.

El padre Claudio temblaba y hacía esfuerzos para no llorar de rabia. ¡Oh! Aquello era demasiado fuerte para sufrirlo con calma. La humillación iba más allá de lo que él había podido imaginarse.

Si después de su caída le hubiesen castigado colocándolo de portero en la casa residencia, obligándole a barrer la cocina o a desempeñar los más bajos servicios, al menos su ruina hubiese tenido cierta grandeza. A los que le habían conocido poderoso y omnipotente, les hubiese inspirado una respetuosa y tierna simpatía, semejante a la que se siente ante Napoleón, hambriento y enfermizo, remendándose su uniforme en Santa Elena; pero obligarle a fingir en público una autoridad que no tenía, y dentro de aquel despacho ser el escribiente de su antiguo secretario, era privarle del amargo placer de una caída estrepitosa, y envolverle en la humillación de una ruina secreta sin grandeza alguna.

En su porvenir había algo del suplicio de Tántalo. Viviría en adelante allí, corroído por la envidia, contemplando de cerca y a todas horas el poder que había perdido y que jamás recobraría.

La voz del nuevo superior le sacó de sus negras reflexiones:

—Padre Claudio comience a ejercer sus nuevas funciones. Siéntese usted, y prepárese a escribir.

El viejo obedeció con la pasividad de un autómata. Su obesidad no le permitía estar inclinado mucho tiempo y sufría al doblarse sobre el borde de aquella antigua mesa, frente al secretario, que seguía papeleando, impasible, como si realmente fuese un escribiente oscuro, su nuevo compañero de trabajo.

—Va usted a escribir —dijo el superior—, una comunicación a Roma, anunciando al General que el hermano Ricardo Baselga ha cedido a la Compañía toda su fortuna. Ponga usted la comunicación de modo que sea yo quien la firme.

Luego continuó, dirigiéndose al secretario:

—Padre Antonio, saque usted la escritura de cesión de bienes que firmó el hermano Baselga. La enviaremos a Roma junto con la comunicación, para que la guarden en el archivo central. Allí estará más seguro el documento.

El padre Claudio creía soñar, y cuando vio que el secretado sacaba el atado documento de un cajón de la mesa, no pudo reprimir una exclamación.

Todo lo comprendía. Días antes había entregado al padre Antonio aquel documento, para que lo enviase a Roma, con una comunicación en que se marcaran los grandes trabajos que había tenido que hacer el padre Claudio para alcanzar tal triunfo. El secretario le había hecho traición, guardándose el documento para no darle curso. Estaba, sin duda, en combinación con el italiano desde mucho antes, y ahora, al remitir la escritura a Roma, el padre Tomás se atribuía un servicio de gran importancia para la Orden, y aparecía como autor del negocio que él había venido preparando tan cuidadosamente a costa de mucho tiempo, y no menos paciencia.

Aquello fue el golpe de gracia para el humillado viejo.

No podía ya con el peso de tanto infortunio, y aquel hombre para quien la debilidad había sido siempre desconocida, al pensar que había estado trabajando tantos años en el interior de la familia Baselga, para que un advenedizo gozase el fruto de sus fatigas y se cubriera de gloria en Roma, sintió que una oleada ardiente subía de su pecho a la cabeza oprimiéndole la garganta.

Sollozó con fuerza el viejo, y sus lágrimas cayeron sobre el papel sin que cuidara ya de ocultarlas.

El padre Tomás, de pie junto a la mesa, sonreía diabólicamente y hasta el secretario esta vez creyó del caso el levantar la cabeza y hacer un gesto de admiración.

¡Lloraba el terrible jesuita! Bien valía la pena aquel espectáculo.

XII. La última misa

Nadie se apercibió de aquel golpe de Estado perpetrado en el mayor secreto, como todos los actos que se llevan a cabo en el seno de la Compañía.

Los padres jesuitas residentes en Madrid siguieron considerando al padre Claudio como el vicario general de la Orden en España, en vista de que éste desempeñaba, como de costumbre, sus altas funciones.

El exterior macilento y el aire desalentado del padre Claudio no llamaba la atención de nadie.

Se presentaba como siempre en público acompañado de su socíus el padre Tomás, y nadie a la vista del aspecto encogido y humilde de éste, hubiese sospechado que era el verdadero amo, y que cuando los dos se encerraban en el despacho, el padre Claudio le servía de escribiente y tenía que sufrir rudas reprimendas por su forma de letra, su lentitud en escribir y aquel cansancio que a causa de la edad le acometía, entorpeciendo su cabeza y sus miembros.

En la Compañía de Jesús no han sido nunca raros espectáculos de esta clase. El padre Claudio sabía que muchísimas veces el que había aparecido como director no era más que el criado del más humilde jesuita; pero esto no le hacía sufrir con paciencia tales humillaciones y juzgaba insoportable por más tiempo la comedia que venía representando.

No transcurría día sin que sufriera los más agudos tormentos morales. Cada vez que algún inferior venía a consultarle, o que recibía las muestras de cariño y respeto propias de su cargo, no podía evitar el volverse con movimiento instintivo a su terrible socius, que contemplaba sin inmutarse aquella farsa por él ordenada.

El pensamiento del padre Claudio siempre era el mismo. ¡Cómo se reiría el maldito, al considerar la irrisoria autoridad de aquel que momentos después le servía de escribiente! ¡Qué carcajadas sonarían en el interior del padre Tomás al ver a su amanuense dar órdenes y amonestar a los inferiores, fingiendo una autoridad que ya había huido de él para siempre!

La eterna presencia del italiano, que ahora no le dejaba solo ni un momento, era para el padre Claudio el peor de los tormentos, por lo mismo que equivalía a una burla perpetua. Aquello era querer que hiciese reír a sabiendas, el mismo hombre cuyo fruncimiento de cejas aterrorizaba algunos días antes.

Si iba por la calle, importantes personajes saludaban al padre Claudio con todo el respeto rastrero que los políticos de oficio demuestran a los que tienen el favor real. A veces, al ocurrir esto, el padre Claudio a pesar de su dolor, no podía evitar una sonrisa de amarga ironía. Él había derribado ministerios, creado personajes de la nada; el mundo le tenía aún por muy poderoso, y sin embargo, la víspera, por ejemplo, el padre Tomás, en su despacho, le había llamado canalla y miserable por haber empezado tres veces la misma comunicación a causa de su falta de pulso.

Si sus enemigos se habían propuesto castigarlo sometiéndolo a un martirio lento e inacabable, sabían bien lo que se hacían, pues era imposible tortura mayor que la que sufría.

Su punto vulnerable era el orgullo y éste era el sentimiento que más sufría en aquella extraña situación.

Tan intensa era su tortura, que varias veces estuvo próximo a humillarse a su verdugo, suplicándole que le castigara con mayor rudeza, pero que le librara de aquella parodia de autoridad, mas un resto de orgullo le contuvo y siguió sufriendo en silencio, procurando conservar en su caída la mayor dignidad posible.

Una incertidumbre cruel le agitaba en sus instantes de desaliento.

A pesar del desprecio con que le trataba el padre Tomás, obedeciendo sin duda las órdenes que de Roma le llegaban, él no podía creer que parase ahí la venganza del General.

Grande era la humillación que le hacían sufrir; pero un hombre como él, a pesar de su mísero estado, todavía era temible y el General no debía contentarse con saber que su rival había sido convertido en escribiente.

Aquella humillación la consideraba el padre Claudio como un refinamiento de crueldad del verdugo antes de decidirse a sacrificar su víctima.

La misma mano que había aniquilado al padre Corsi no tardaría en caer sobre él, inexorable y aplastante, acabando con su existencia.

Conocía él los procedimientos a que más afición mostraba la Compañía para acabar con sus enemigos y seguro de que el puñal no lo esgrimían los jesuitas en este siglo, procuraba guardarse de los venenos; de aquella aqua toffana que la Compañía había hecho célebre.

Su apariencia de autoridad le hacía ser respetado por todos los individuos de la Orden y de aquí que pudiera vivir con relativa tranquilidad, confiando en la adhesión del hermano cocinero, que preparaba la comida de su reverencia por sus propias manos.

Por esta parte estaba seguro el padre Claudio de no ser víctima de un envenenamiento; pero la actitud siempre reservada y fría del padre Tomás le causaba verdadero miedo. Algo ideaba en silencio aquel terrible enemigo, y el padre Claudio le acechaba, intentando adivinar sus secretas ideas.

Así transcurrió algún tiempo, hasta que llegó el día en que la Compañía acostumbraba a celebrar su fiesta anual, en honor de la fundación de la Sociedad de Jesús.

Revestía tal acto gran solemnidad. En dicho día la casa residencia, siempre tan tétrica, animábase con una alegría reposada y meliflua y una de las fiestas más notables era la gran misa que se celebraba en la iglesia perteneciente a la Compañía.

Era el superior de la Orden el encargado de oficiar en dicho acto, y el padre Claudio, que por espacio de cuarenta años dijo la misa en tal día, gozaba mucho con esto, pues podía apreciar cuán inmenso era su poder, viendo reunidos en la iglesia todos los padres y novicios que estaban por completo a sus órdenes.

Temía que el padre Tomás escogiese dicho día para humillarlo, prohibiéndole que dijese la misa y demostrando de este modo que era fingida la autoridad que aún ostentaba. Por eso su alegría fue grande cuando el italiano le dijo, en el despacho, la víspera de la fiesta, que al día siguiente se encargase de celebrar la solemnidad acostumbrada.

A las nueve de la mañana estaba ya el padre Claudio en la sacristía de la iglesia, dejándose despojar con sonrisa bonachona de su hopalanda y su bonete, por dos acólicos serviciales que se mostraban impresionados ante aquel hombre que creían terriblemente poderoso.

Llegaban hasta allí, amortiguados, por puertas y cortinajes, el sonido del órgano y los cantos de los tiples en la cercana iglesia; y dentro de la sacristía, el sacristán y sus ayudantes corrían de un lado a otro y se afanaban por arreglar todos los preparativos de la misa.

Dos padres jesuitas charlaban sentados en un rincón, el uno vestido de sotana y el otro con dalmática mientras que un tercero de pie, junto a la gran mesa de la sacristía, revestíase y se disponía a cubrirse con otra capa de igual clase, extremadamente pesada por la calidad de la tela y el grueso de los deslumbrantes bordados.

Eran los dos diáconos que habían de ayudar al padre Claudio en la misa mayor.

El viejo jesuita, instintivamente e impulsado por la fuerza de la costumbre, miró a todos lados para ver si los preparativos estaban corrientes.

Encima de la mesa y junto al grande y antiguo espejo con marco de oro ensuciado por las moscas y estrecho y largo hasta llegar al techo, estaba en cuidadoso montón toda la ropa sagrada de la misa. El cáliz de oro fino estaba a poca distancia, con su purificador, su patena y su hostia, cubierto todo por el cuadrado de tela igual a la casulla, y ésta acababa de ser tendida por el sacristán sobre la misma mesa, deslumbrando con sus bordados que representaban varios atributos de la Pasión de Cristo.

El padre Claudio, satisfecho de aquella inspección, se encaminó a una fuentecilla que estaba junto a la puerta de entrada de la sacristía y comenzó a lavarse las manos en aquel sonoro hilillo de agua. Estaba aquel día de buen humor, pues la fiesta que tan buenos recuerdos le había dejado siempre, conseguía disipar por primera vez aquella terrible tristeza que le había acometido desde su ruina.

Un jesuita entró en la sacristía.

Era el padre Felipe, aquel robusto confesor de la baronesa de Carrillo, que cada vez estaba más fornido y más imbécil.

—¡Hola, padre Felipe! —dijo el padre Claudio con la benevolencia que desde su caída demostraba a todos los humildes—. ¿Cómo está la iglesia?

—¡Ah, reverendo padre! Presenta un golpe de vista encantador. Está en ella lo más selecto de Madrid. Yo he conocido entre las señoras varias damas de Palacio y más de treinta condesas y marquesas. Es una fiesta que dará que hablar y demostrará que todo el mundo está con nosotros.

—¿Está también doña Fernanda, la baronesa?

—Sí; en primera fila la he visto, junto al presbiterio. Su hermana Enriqueta no ha podido venir; la pobrecilla cada vez se halla peor.

El padre Claudio había acabado mientras tanto de secarse las manos, y mascullando una oración se dirigió a la mesa donde estaban las sagradas vestiduras para comenzar a revestirse. Los dos acólitos pusiéronse a su lado para ayudarle y el sacristán mayor algo apartado, vigilaba con mirada atenta aquella operación.

El padre Felipe fue a conversar con los otros dos jesuitas que estaban sentados a un extremo de la sacristía, y el celebrante comenzó a vestirse.

Cogió el amito y después de besar la cruz bordada en su centro púsose el tiento sobre la cabeza y deslizándolo por la espalda hasta rodear el cuello de su sotana, se ató sus cordones a la cintura, después de lo cual vistióse el alba, signo de pureza, teniendo buen cuidado de introducírsela por el brazo derecho.

Los acólitos daban vueltas en torno del sacerdote, agachándose, tirando de la alba para que cayese en pliegues naturales y procurando que no estuviera en unos puntos más alta que en otros.

Iba a ceñirse el cordón que le presentaba el sacristán y que es recuerdo de la cuerda con que Jesús fue torturado en su Pasión, cuando fijando sus ojos en el gran espejo que delante tenía, vio como entraba con su habitual cautela el padre Tomás.

La presencia de aquel hombre turbó la alegría del padre Claudio. Mostrábase el italiano como siempre sonriente y humilde, pero el viejo creyó ver en él una expresión diabólica de gozo que no había notado en los otros días.

El padre Tomás fingía admirablemente en público una subordinación absoluta a aquel hombre que sólo era su escribiente.

—Reverendo padre, —dijo acercándose al padre Claudio—. El templo está hermosísimo. Pocas veces he visto una fiesta tan deslumbrante. Puede usted estar orgulloso de oficiar ante un concurso de fieles tan distinguidos. Crea que le envidio el papel que va a desempeñar.

—Eso mismo pienso yo, padre Tomás —dijo mezclándose oficiosamente en la conversación el padre Felipe—. Vale la pena oficiar ante gente tan notable.

Y el sencillote jesuita, sin fijarse en que el padre Claudio estaba murmurando las oraciones propias del acto de revestirse, púsose a reseñarle por sus nombres todas las damas distinguidas que estaban en la iglesia y varias veces le distrajo con su charla.

Entró otro jesuita, que era el padre Luis, el famoso orador sagrado, encargado de pronunciar el sermón en aquella festividad.

El orador, convencido de su valía y de su gloria, mostraba en su conversación bastante petulancia, y trataba a todos con dulce benevolencia y cierto aire protector.

No tenía prisa, pues aún tardaría el momento de subir al púlpito, pero venía a ver cómo se revestía el padre Claudio su maestro y protector bondadoso, y a fumar un cigarrillo. El predicador no podía callarse, y pegándose al padre Claudio con la misma familiaridad que si estuviese en su despacho, le anunciaba de antemano el éxito que iba a alcanzar con el sermón, y recitaba por adelantado algunos de sus fragmentos al mismo tiempo que guiñaba un ojo o se interrumpía, diciendo:

—¡Eh, reverendo padre! ¿Qué le parece a usted este parrafito? ¡Cómo se quedarán esas tortolitas místicas que vienen a escucharme! ¿Pues y este parrafillo en que les doy de firme a los picaros revolucionarios?

Mientras el predicador iba anticipando a entregas su sermón y el simple padre Felipe le oía con aire embobado, el padre Tomás abordaba en un extremo de la habitación, al atribulado sacristán, que aturdido por aquellos preparativos extraordinarios iba de un punto a otro sin saber qué hacerse.

—¡Qué, querido hermano! ¿Está ya todo corriente?

—Creo que sí, padre Tomás. ¡Si usted supiera cómo tengo la cabeza…! Esto es cosa de volverse loco. Yo creo que está todo… ¿a ver? El altar mayor lo han encendido hace ya rato, el misal lo acaban de llevar los muchachos, los dos ayudantes se han revestido ya, el reverendo padre lo está haciendo ahora; ahí está el cáliz, ahora… ¿qué más puede faltar?

El padre Tomás sonrió con cierta sorna.

—¿Y las vinagreras, desgraciado? ¿Y las vinagreras?

El sacristán hizo un movimiento de retroceso y se golpeó la frente con las dos manos, con la misma expresión de desaliento del inventor que descubre un defecto capital en la obra que creía perfecta.

—¡Virgen santísima! —balbuceó quedo, como si no quisiera que nadie se enterara de su descuido—. Es verdad. ¡He olvidado las vinagreras! ¡Qué descuido! Gracias, padre Tomás; muchas gracias. A no ser por usted, hubiese cometido una majadería.

Y se abalanzó a un pequeño armario de donde sacó unas vinagreras de rico cristal tallado, montadas sobre un armazón de plata antigua artísticamente labrada.

Llenó una en el hilillo de agua de la fuente; destapó después una gran botella que estaba en el mismo armario, y vertió en la otra redomilla un chorro de vino que se transparentaba con reflejos opalinos, y caía produciendo un delicioso glu-glu. Sacó de un cajón un lavamanos limpio y cuidadosamente planchado, púsolo entre las vinagreras y fue a salir por el oscuro pasadizo que desde la sacristía conducía al altar mayor.

El padre Tomás detuvo por la manga al azorado sacristán.

—¿Adónde va usted, hermano? Quédese aquí donde es necesaria su presencia, casi nadie reparará en su olvido. Yo me encargaré de llevar las vinagreras al altar.

El sacristán no sabiendo cómo agradecer al italiano su bondad lanzóle una tierna mirada, y el padre Tomás desapareció en el oscuro corredor llevando las vinagreras.

Nadie se apercibió de aquello en la sacristía. Los dos ayudantes de la misa y el otro jesuita discutían en el extremo opuesto, de espaldas al lugar donde habían hablado el italiano y el sacristán, y en cuanto al padre Claudio no había visto nada, ocupado como estaba en arreglarse la pesada casulla, y en escuchar al padre Luis, cada una de cuyas palabras asombraba y enternecía al robusto padre Felipe.

Llegó el momento de comenzar la misa, y el celebrante y sus dos ayudantes entraron uno tras otro en el oscuro pasadizo precedidos del sacristán y los acólitos. El padre Claudio sujetando el cáliz con la mano izquierda y apoyando en la tapa del mismo su derecha, iba rezando oraciones.

El padre Felipe se quedó en la sacristía para acompañar al vivaracho orador que seguía fumando su cigarrillo y haciendo comentarios sobre el efecto que iba a causar su sermón.

Aparecieron el celebrante y sus dos ayudantes al son de una marcha triunfal que entonaba el órgano, y en la vasta nave conmovióse aquella grey devota y aristocrática que sudando, cuchicheando a media voz y agitando el abanico, aguardaba con la misma curiosidad expectante que en el teatro Real las noches de debut.

Comenzó la misa, y los fieles se mostraron muy atentos a los cantos que salían del coro, reconociendo interiormente que los jesuitas sabían hacer las cosas muy bien y que aquella capilla de música era de lo más notable que podía oírse en Madrid.

El sagrado simulacro del drama en que Jesús fue protagonista deslizóse sin incidente alguno hasta que llegó el momento del sermón.

Los tres oficiantes sentáronse en ricos sillones, e inmediatamente la música rompió a tocar una graciosa marcha, que hacía mover instintivamente los lindos pies a la mayor parte de las aristocráticas damas que ocupaban la nave.

Era la señal de que el predicador iba a salir, y no tardó en aparecer en el altar mayor el padre Luis, con roquete de deslumbrante blancura, graciosamente rizado y encañonado.

Avanzó el orador con el aspecto meditabundo y teatral, propio de esos retratos en que se representa a los grandes artistas en el momento de recibir la inspiración; se arrodilló a los pies del padre Claudio para que lo bendijese e inmediatamente desapareció precedido de acólitos y sacristanes para surgir al poco rato sobre el púlpito, siempre al son de la misma musiquilla.

El público no había cesado de moverse. Las señoras se acomodaban en sus asientos para oír mejor; los hombres se agolpaban en los puntos de la iglesia que tenían condiciones acústicas favorables, y todos se preparaban a gozar con la palabra divina de aquel jesuita, a quien los periódicos del gremio llamaban el San Bernardo de la época.

Cesó la música, y el orador, después de algunas actitudes teatrales que tenían por objeto poner de relieve el perfil de su cabeza artística, comenzó a hablar.

Bien conocía el padre Luis a su público, y no se equivocaba al anunciar que obtendría un éxito. Su sermón hizo delirar de entusiasmo, durante una hora, a todos los oyentes, que por poco no aplaudieron la mayor parte de sus pasajes.

La oración se circunscribió a la festividad que se conmemoraba, pero sólo el padre Luis era capaz de sacar tanto jugo al tema. Habló haciendo párrafos inmensos que redondeaba con atropelladas imágenes, tan ruidosas, esplendentes y vacías, como los cohetes voladores que deslumbraban durante un instante y se remontaban para caer después chamuscados e inertes.

Los oyentes sacaban de todo el discurso la lógica consecuencia de que San Ignacio había sido el hombre más eminente del mundo, y la Compañía de Jesús la institución más benéfica y útil a la Humanidad que habían podido soñar los hombres.

San Ignacio, como santo, era el que seguía a Jesús en la corte celestial, y aún hacía el orador ciertas reservas y apartes que daban a entender su convencimiento íntimo de que por el tiempo, el de Loyola, podía muy bien ocupar el puesto de Dios hijo. Como a hombre, el fundador de la Compañía de Jesús, era, según el orador, el cerebro más potente, el sabio más asombroso que había surgido en la Humanidad desde que existía el mundo.

A su lado, desde Aristóteles y Arquímedes hasta Franklin y el contemporáneo Edisson, todos los sabios resultaban niños de teta y no había uno que pudiera compararse con el que había ideado la negra milicia de Jesús.

Y después de la apología del santo, del relato de sus aventuras y de sus locuras de caballero andante, ¡qué pintura tan conmovedora de la fundación y vicisitudes de la Compañía! La comunión de Montmartre, aquella mañana en que, Ignacio, tan desconocido como sus humildes compañeros, de rodillas en la cima del monte que domina a París, juraban ante la Virgen constituir la sociedad de Jesús; el rápido crecimiento de la Orden; los grandes servicios que prestó aconsejando a los reyes de Francia el degüello de la noche de San Bartolomé y a los de España que favoreciesen la Inquisición, para que ésta quemase a muchos herejes; la paternal autoridad de los jesuitas en América, que convertían el Paraguay en un paraíso; la ruda campaña de los filósofos enciclopedistas contra la Compañía; la ceguera de ciertos monarcas al expulsar a los hijos de Loyola de sus dominios; la resurrección vigorosa y esplendente de la Orden a principios de siglo y su brillante situación actual, todo surgía admirablemente descrito en aquel discurso, envuelto en dorada vestidura de arrebatadoras imágenes y matizado con inflexiones de voz y ademanes elegantes, que conmovían hasta en lo más recóndito las entrañas de aquellas devotas.

Luego vino la parte de actualidad que aún resultaba más agradable para aquel concurso privilegiado. ¡Oh! El infierno iba suelto por el mundo; el diablo hacía de las suyas; la revolución rugía, amenazando destruir todo lo existente; pero no había que temer mientras la Compañía de Jesús permaneciese en pie. La milicia de Cristo sería el baluarte donde se estrellarían todas las impiedades del siglo, pero para que el éxito fuese completo, había que ayudar a la Orden en su resistencia. Y el orador, dando esto por sentado, excitaba a aquel auditorio rico y poderoso con frases indirectas, cuyo verdadero significado era: «Obedecednos, servidnos como instrumentos, y no nos escaseéis vuestro dinero, que todo será para la mayor gloria de Dios y para evitar que el pueblo, despertándose reconozca la farsa y acabe con vosotros».

El auditorio iba ascendiendo rápidamente la escala del entusiasmo, y con los ojos fijos en el orador y la expresión de anhelante curiosidad, le seguía en la carrera de su discurso, accidentada, pero siempre florida.

En cuanto a los jesuitas que ocupaban el presbiterio, formando un apretado haz de negras sotanas, no le oían con tan extremada expresión de entusiasmo, pero tenían en sus labios una angelical sonrisa y acariciaban con su mirada al compañero, que tan hábil era, para conmover a aquella clase que el padre Claudio, en la intimidad y en sus momentos de buen humor, llamaba siempre papanatas aristocráticos.

El viejo jesuita, ocupando con su desbordada obesidad todo el sillón, y muy molestado por el peso de aquella rica casulla que le hacía sudar, escuchaba el sermón con cierta complacencia. Todas las frases del orador le resultaban lugares comunes sin ningún interés, pero le complacía el considerar que aquel hombre admirado era su discípulo, y que algunas de las palabras que más efecto causaban, las había aprendido el predicador de su antiguo maestro.

Aquel sermón era para el padre Claudio como un lindo espejo en el cual se contemplaba, encontrándose rejuvenecido.

A pesar de esto, fastidiábase en algunos momentos de la longitud del sermón que tanto gustaba al público, y molestado, además, por las vestiduras y el calor, buscaba el entretenerse paseando su vista por aquella concurrencia, en la que encontraba un sinnúmero de caras conocidas.

Vio en primera fila a la baronesa de Carrillo, llorosa y conmovida, por la elocuencia del predicador, como la mayor parte de las damas, que tenían vueltos los ojos al púlpito.

Todos miraban al padre Luis, cada vez más magnífico y arrebatador; todos… menos el padre Tomás, pues el viejo jesuita, al fijar varias veces su mirada en el grupo que formaban los padres más importantes, vio siempre que el italiano tenía puestos los ojos en él, con una expresión que al padre Claudio sin saber por qué, le parecía poco tranquilizadora.

Ya no atendió el celebrante al sermón, preocupado por aquellas extrañas miradas del italiano, y entregado a conjeturas y sospechas, pasó el tiempo hasta que el padre Luis terminó su discurso.

Cuando se apagó el murmullo de las tres avemarías que los oyentes rezaron a la Virgen por consejo del predicador, reanudóse la misa con gran contentamiento del padre Claudio, que derecho y moviéndose, no sufría tantas molestias como en el mullido sillón.

La capilla de música volvió a llenar el espacio del templo con celestiales armonías, y el público, fatigado por el excesivo entusiasmo que el sermón le había producido, seguía ahora la marcha de la misa con completo recogimiento.

Llegó el instante recordatorio de la consumación del divino sacrificio y el padre Claudio elevó la hostia a los acordes de la Marcha Real. El cáliz de oro había sido llenado a su tiempo con el contenido de las vinagreras, por el encargado de todo el servicio de la mesa.

El celebrante bebió en tres veces la preciosa sangre que contenía la áurea copa, sin apartar los labios del borde y cuidándose, como es regla, de consumir hasta la última gota del líquido.

Al beber, el padre Claudio no pudo evitar un pequeño gesto de repugnancia. Su fino paladar encontraba algo de extraño y acre en aquel vino sagrado, que él cuidaba siempre que fuese de agradable gusto, pues no era muy aficionado a bebidas alcohólicas.

Pero esta impresión pasó inmediatamente. El padre Claudio justificaba la extrañeza de su paladar. Acostumbrado a no beber vino en las comidas, y como por sus importantes negocios le había dispensado el Papa de decir misa obligatoriamente, hacía mucho tiempo que no consumaba el divino sacrificio, y había, por tanto, perdido la costumbre.

Poco faltaba ya para que la misa terminase, de lo que se alegraba bastante el viejo jesuita.

No estaba él ya para fiestas como aquélla. La rica casulla le molestaba con su peso, y el calor y el humo de los cirios le mareaban hasta producirle náuseas.

Era, sin duda, por el afán de terminar, por lo que el padre Claudio se sentía más ligero y vigoroso conforme avanzaba el tiempo.

Parecía circular por sus venas una sangre nueva y extremadamente ardiente, y al mismo tiempo que se sentía con mayor vigor, comenzaba a experimentar amagos de vahídos y le parecía que el altar, los que le rodeaban y el inmenso auditorio, iban de un momento a otro a agitarse en fantástica contradanza.

El padre Claudio también se explicaba aquéllo y se decía: «Estoy ebrio. Ese vinillo es demasiado fuerte y se me ha subido a la cabeza».

Y ebrio debía estar, pues en ciertos momentos se tambaleaba ligeramente, y a pesar del excesivo calor que sentía en su cuerpo, las piernas se negaban a obedecerle.

Hacía esfuerzos para que nadie notara su estado y recitaba con voz confusa procurando que no se fijaran en su lengua, cada vez más torpe y estropajosa.

A costa de grandes esfuerzos llegó al final de la misa, y cuando volviéndose a los fieles hubo de entonar el Ite, misa est salió de su garganta una voz ronca, tan estridente y extraña, que él mismo se asustó.

Sólo con gran esfuerzo de los pulmones, pudo entonar tales palabras y aquella violencia que hizo, le perdió.

Apenas se había extinguido en las bóvedas el eco de su voz, el padre Claudio tornóse densamente pálido, llevóse las manos al pecho, arañando la rica casulla, y se tambaleó próximo a caer al suelo.

Por fortuna, acudieron los más cercanos a él y lo sostuvieron en sus brazos.

El anciano, con las facciones desencajadas, agitábase en espantosas contracciones y abría la boca con angustia, como si le faltara aire para respirar.

Una ola ardiente subía por su garganta, ahogándole, y al fin su boca arrojó un gran golpe de sangre negra e infecta, que cayó sobre la rica casulla, manchando los relucientes bordados con repugnantes arabescos.

El público se arremolinaba en la nave, presa de la mayor curiosidad, y preguntando a voces qué era aquello.

El padre Tomás se confundió en el grupo que, con expresión desolada, rodeaba al padre Claudio.

—Es un ataque —dijo el italiano a los demás jesuitas—. Esto era de esperar. Su reverencia está demasiado gordo para su edad. Que lo lleven a la cama. Cójanlo ustedes y sáquenlo por aquí.

Y el padre Tomás, abriendo camino a los que conducían en brazos al enfermo, salió con tanta violencia de aquel apretado grupo, que dio con el codo a las vinagreras, colocadas en una mesa accesoria del altar, y las derribó al suelo.

Las dos ricas ampollas se hicieron añicos, y el líquido que contenían se esparció por el suelo, no dejando en él más que una pequeña mancha.

XIII. La agonía del padre Claudio

El padre Claudio se moría. De esto se hallaban convencidas ya todas las aristocráticas devotas, que, dejando en la puerta una larga fila de carruajes entraban en la portería de la residencia a enterarse del estado de reverendo padre, e igual certidumbre abrigaban todos los individuos de la Orden, que, con aquel inesperado accidente, veían turbada la fiesta solemne, en la que pensaban los novicios durante todo el año.

Reinaba en la casa de la Orden ese mismo silencio de las viviendas donde lucha con la muerte alguna persona importante.

Los novicios y los hermanos permanecían en sus celdas, y si se veían obligados a salir de ellas, iban por los corredores con paso precipitado y leve, deslizándose como fantasmas. Las campanas del templo no volteaban alegremente como en otros años para conmemorar la festividad, y los padres de importancia, entre los cuales se hallaba el padre Tomás, estaban reunidos en una aula, comentando el suceso, y haciendo votos para que recobrase la salud el reverendo padre, a quien todos manifestaban un cariño sin límites, desde que lo veían próximo a la tumba.

La noticia de lo ocurrido había circulado rápidamente por Madrid, y toda la aristocracia mostrábase conmovida por la próxima muerte de aquel hombre, que, durante cuarenta años, la había dirigido con sus consejos, siendo en unas ocasiones adusto amigo y en otras bondadoso protector.

Las clases privilegiadas hacían una verdadera manifestación con motivo del triste suceso, yendo en persona a enterarse del estado del enfermo o enviando a sus criados, y hasta el gentilhombre de servicio en Palacio entró en la portería de la residencia para preguntar en nombre de SS. MM., cómo seguía el enfermo.

No podía quejarse el padre Claudio. Moría envenenado, vencido por sus enemigos y con la rabia que le producía el pensar que el crimen quedaría en el más absoluto secreto, pero al menos podía servirle de consuelo aquel aparato de dolor público que rodeaba sus últimas horas, y que proporcionaba a la Compañía el placer de apreciar, por sus propios ojos, el gran prestigio que tenía aún sobre la clase aristocrática.

Triste caída la del padre Claudio, a pesar de tantos honores. Nunca había llegado a imaginarse él, aun en los instantes de mayor pesimismo, que pudiera perecer de un modo tan sencillo y traicionero.

Morir en medio de una conmoción popular, sacrificado por el odio de los enemigos de la Compañía, le hubiera gustado en su vejez, pues así, abandonaba el mundo rodeado de la aureola del martirio y dando a su nombre cierta notoriedad; pero caer en la tumba, víctima, en apariencia, de una lesión interior y en realidad asesinado por el padre Tomás, agente de sus mortales contrarios de Roma, amargaba los últimos momentos de su existencia con la más iracunda de las indignaciones.

Lo que hacía llegar su ira al período álgido eran las precauciones de que le rodeaban los asesinos para evitar que el crimen pudiera traslucirse.

Desde que le condujeron del altar mayor a una de las mejores celdas de la casa, no se había apartado de su lado el padre Antonio, aquel miserable ingrato que abandonaba al caído para convertirse en esclavo del victorioso, y que, a merced por completo del italiano, estaba allí, a pocos pasos de él, sentado junto a la cama procurando con la excusa de cuidarle, que nadie se acercara al enfermo ni recogiera las confidencias que pudiera hacer.

El padre Claudio tendido en aquella gran cama desesperábase al pensar en su situación. Sentía en todos sus miembros una terrible languidez que iba en aumento y que apenas le permitía moverse. Su lengua, aunque torpe todavía, estaba expedita para hablar; pero ¿de qué podía servirle esto, si sus asesinos habían hecho el vacío en torno de él y sólo entraban en la celda aquellos que por hechos pasados le odiaban, y a los que seguramente tenía ya el padre Tomás a merced de su voluntad?

La habilidad que sus enemigos habían demostrado para librarse de él y amargar sus últimos instantes con un completo aislamiento, aún contribuía a aumentar su desesperación. Reconocía, mal de su grado, que eran más astutos que él, y este convencimiento de su superioridad le empequeñecía y degradaba, hiriendo su orgullo.

Convencido de su debilidad y de que era inútil toda defensa, el padre Claudio se había dispuesto a morir con el estoicismo de uno de aquellos romanos que al ver levantada la espada homicida, se cubrían la cabeza con el manto. Tenía cerrados los ojos, y si alguna vez los abría, era para lanzar una mirada de fiero odio al padre Antonio, que en vista de la inutilidad de sus cariñosas e hipócritas palabras, leía atentamente en un pequeño libro, interminables oraciones en bien del alma del enfermo.

Una sola esperanza había acariciado el padre Claudio desde que se hallaba tendido en aquella cama. Al oír que iban a llamar al doctor Peláez, el médico a quien tanto había protegido, experimentó gran alegría. Aquel hombre le salvaría de la muerte si aún era tiempo, o cuando no, sería depositario de su secreto; pues a él podría revelarle que había sido envenenado con el vino de la misa, cuyo sabor desagradable ya le causó bastante extrañeza.

Pero apenas el doctor entró en la celda desvaneciéronse las esperanzas del padre Claudio.

Poseía éste el arte de adivinar al primer golpe de vista los pensamientos de los hombres que le eran familiares, y acertó en esta ocasión.

El doctor Peláez, antes de entrar en la celda, había hablado largamente con el padre Tomás y sabía que éste era la única autoridad, y que a él sólo debía obedecer.

No necesitaba saber más el doctor Peláez para ser en adelante un autómata del italiano, como ya lo había sido del padre Claudio.

El enfermo se abstuvo de hacerle ninguna revelación. ¿Para qué? Estaba ya juzgada la honradez de un médico que le examinaba con fingida atención y que decía que aquella enfermedad era un derrame interno, producido a consecuencia de un violento esfuerzo.

Intentó el padre Claudio darle a entender con expresiones indirectas, que bien podía ser víctima de un envenenamiento, y el doctor miró al padre Antonio de un modo, que parecía decir:

—El padre Claudio está delirando.

Después de esta terrible decepción, al viejo sólo le restaba entregarse a sus desesperados pensamientos, y morir.

Una resignación horrible se apoderaba de él.

—Muere —se decía—. Muérete como un perro viejo. Tus enemigos han sido más listos que tú. Les retastes sin medir bien tus fuerzas; sufre ahora las consecuencias. Cuando se es ya una ruina como yo lo soy, resulta una petulancia desafiar a gente vigorosa. He sido siempre muy afortunado; alguna vez había de perder. ¡A morir, viejo! A morir, abandonado de todos, rabiando, y sin tener el consuelo de vengarse de los enemigos. Vamos hacia la tumba, para dar gusto al padre General.

Y el enfermo, convencido de su debilidad, hacía esfuerzos para resignarse con su suerte.

No era él como la mayoría de los enfermos, que, asustados por la proximidad de la muerte, no creen en ella y se hacen ilusiones sobre un próximo restablecimiento.

Él sabía que iba a morir. Sentía que el veneno minaba rápidamente su organismo, y, aunque no experimentaba los dolores y las espantosas convulsiones del primer momento, notaba que su fin era inmediato.

Al anochecer, su dolencia se agravaba, y el enfermo veía ya inmediato el fin de su existencia.

Por un fenómeno extraño, el padre Claudio gozaba de gran lucidez para recordar su vida pasada, y todos los hechos principales, surgían en su memoria claros y precisos, hasta el punto de causarle agudos tormentos morales.

Las familias que había trastornado con sus intrigas; las persecuciones políticas que había organizado; los hombres que estaban en presidio o en la tumba por su culpa; y sobre todo el infeliz conde de Baselga, su última víctima, desfilaba por su memoria, causándole una tortura moral mil veces peor que aquellos espantosos dolores que la intoxicación le produjo en los primeros momentos.

Y no es que el padre Claudio estuviera arrepentido sinceramente de sus hazañas, por lo que éstas tenían de perversidad. Hombres como él no se arrepentían ni deploraban los hechos que ya estaban consumados; pero sentía una rabia sin límites al pensar que había causado tanto daño en el mundo, que había atraído sobre su cabeza tantos odios y tantos crímenes, todo en provecho de aquella Compañía y de aquel hombre que estaba en Roma, y que pagaba sus servicios con un poco de veneno.

El enfermo sentía la decepción horrible y desconsoladora del enamorado de la gloria, que pasa trabajando toda su existencia, y en los últimos instantes se convence de que su actividad ha sido inútil y de que su nombre se hunde en el mayor olvido.

Pero cuando el padre Claudio pensaba así, una idea, hija de su orgullo, venía a consolarle.

Le temían mucho los ambiciosos de la Orden: el padre General y los suyos le tenían miedo, y buena prueba de ello era que habían aprovechado la primera ocasión propicia para librarse de él.

Su vida les estorbaba, y habían de procurar extinguirla cuanto antes, robándola hasta los últimos minutos. ¡Ah! ¡Si se pusiera al alcance de sus uñas aquel sicario italiano, enviado por el General para acabar con su vida!

Tan convencido estaba el padre Claudio de que sus enemigos tenían impaciencia por deshacerse de él, que hasta llegó a pensar que el veneno que circulaba por su cuerpo les parecería escaso, y que todavía, por medio del engaño, procurarían hacerle tragar nuevas dosis.

Por esto se negó a tomar las medicinas que por pura fórmula había recetado el doctor Peláez. Éste era ya un autómata del padre Tomás, y podía haber recetado algo que acelerase aún más la marcha de aquella vida que se escapaba.

El padre Claudio apretando los dientes y adelantando sus trémulas y vacilantes manos, se opuso a tomar los líquidos que le ofrecía su antiguo secretario, al que miraba con ojos que causaban gran turbación en el padre Antonio, no obstante su impasibilidad característica.

A pesar de que avanzaba la destrucción que el veneno iba operando en aquel organismo, eran menos frecuentes los vómitos de sangre, que dificultaban el que al enfermo pudieran darle la comunión.

Esto era lo que discutían con gran calor en el aula donde se hallaban reunidos los padres más graves de la Compañía.

El padre Claudio no podía irse al otro mundo como un pagano, sin los últimos consuelos de la religión proporcionados con todo el aparato que exigía su elevada personalidad.

Los frecuentes vómitos dificultaban la administración del Viático al enfermo, y por esto aquel consejo de respetables jesuitas, esperaba que cediese un tanto el derrame sanguíneo, para proporcionar al doliente aquel último consuelo.

Como si aquellos jesuitas tuviesen el instinto de adivinar de parte de quién estaba la autoridad, desde que el padre Claudio había caído enfermo, todos respetaban y obedecían a su socius el padre Tomás, quien daba órdenes con una expresión que no permitía la menor réplica.

A él fue quien envió el padre Antonio el recado de que el enfermo acababa de experimentar una momentánea mejoría y que ya no arrojaba sangre, e inmediatamente se dispuso el Viático con todo el aparato que se reservaba para los padres de importancia.

Era el anochecer. El horizonte estaba teñido por las últimas fajas amarillentas y rojizas de la puesta del sol y las sombras del crepúsculo iban invadiendo la tierra envolviéndolo todo en fúnebre melancolía.

Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar con toques lentos y tristes y en el interior de la residencia circularon órdenes que pusieron a toda la comunidad en movimiento.

Novicios y padres abandonaron sus celdas para bajar a la iglesia, y en la sacristía invadida por las sombras, comenzaron a chisporrotear los blandones encendidos que se repartían entre los dispuestos a formar la comitiva.

El padre Claudio no tardó en apercibirse de este movimiento.

Dominado por la rabia que le producía aquel fúnebre desenlace, estaba inerte en el lecho como si ya hubiese muerto.

La presencia de su antiguo secretario agravaba su malestar, y, sin duda, por esto, gustábale permanecer envuelto en la espesa oscuridad que el crepúsculo esparcía por la habitación.

La sombra, privándole de la vista, parecía calmarle; pero ni aun este consuelo pudo gozar, pues el padre Antonio encendió dos velas ante un crucifijo que estaba inmediato a la cama.

—Reverendo padre —le dijo el secretario con tono hipócrita mientras encendía las velas—. Aunque no está usted próximo a la muerte y hay esperanzas de salvación, la comunidad ha dispuesto administrarle el Viático con toda la pompa que usted merece. Un buen cristiano debe estar dispuesto a recibir al Señor aun en las más leves enfermedades. Conviene precaverse para un caso inesperado.

El padre Claudio no contestó, pero hizo un gesto de desesperación, al mismo tiempo que se decía interiormente:

—Un tormento más.

Y bien fuese por esta contrariedad, o porque el tóxico obrara con más fuerza, sintió que volvían a martirizar su pecho aquellos agudos y espeluznantes dolores experimentados en el primer instante del envenenamiento.

Aquella recrudescencia del dolor contrariaba al padre Claudio. Él quería vivir aunque sólo fuese por unas cuantas horas; ansiaba conservar limpia su inteligencia y expedita su palabra para romper el espantoso vacío en que sus enemigos le habían arrojado después del crimen. Subiría la comunidad a aquella habitación acompañando al sacerdote encargado de administrarle el Viático y entonces él haría revelaciones en voz alta y acusaría al padre Tomás y a su antiguo secretario del envenenamiento de que era víctima.

Sabía que esto no llegaría a producir ningún resultado, y que los criminales quedarían sin castigo, pues la revelación se guardaría en secreto en la comunidad, no trascendiendo fuera de ella, pero al menos él experimentaría el consuelo de morir, después de hacer saber a todos los de la casa, grandes y pequeños, padres y novicios, que no moría por muerte natural, sino envenenado por gentes que le temían, sin duda a causa de su grandeza y su poder.

No encontraba el enfermo ningún inconveniente para hacer tal revelación. El padre Tomás se quedaría confundido entre la comunidad, pues aunque el padre Claudio le tenía por un bandido sin conciencia, no le creía capaz de ponerse en presencia de su víctima.

Ansiaba el enfermo que llegase el momento del Viático y su deseo no tardó en realizarse.

Las campanas comenzaron a sonar con mayor insistencia que antes, y sus sones melancólicos llegaban tan amortiguados a la fúnebre habitación, que parecían salir de un campanario de ultratumba.

El padre Antonio seguía leyendo a la luz de los cirios en su libro de oraciones, y únicamente se distrajo al oír, aunque lejano, el ruido producido por un tropel de gente que caminaba lenta y acompasadamente.

La ventana de la celda, situada en el primer piso, daba al gran patio de la residencia donde estaban los claustros, y sus cristales reflejaron un sinnúmero de cirios que iban pasando con mucha lentitud.

Era la procesión que comenzaba a salir de la iglesia por la bóveda que ponía en comunicación el templo y la residencia.

Una campanilla de argentina voz sonó tres veces e inmediatamente estalló un concierto de voces varoniles, foscas, compungidas y quejumbrosas, que recordaban las procesiones de esqueletos de las leyendas fantásticas.

El canto se arrastraba lento, monótono y con una expresión fúnebre que infundía pavor.

—Miserere mei Deus secumdum magnam misericordiam tuam.

El padre Claudio conocía bien aquel canto, lo había entonado muchas veces con bastante indiferencia, marchando al frente de toda la comunidad hacia la celda de algún compañero moribundo; pero en circunstancias tan terribles como las presentes, con aquel acompañamiento de lejanas y plañideras campanas, próximo a una muerte a que le habían arrojado traidoramente y sin esperanza de ser vengado, aquellas voces le produjeron un escalofrío de terror.

Quiso evitarse aquel espectáculo fúnebre, sintió tentaciones de escapar de allí y aún intentó incorporarse en la cama; pero fue inútil, pues su cuerpo era ya un tronco inerte que no podía hacer el menor movimiento.

El padre Claudio enclavado en aquel lecho de dolor había de apurar todo el cáliz de amarguras y sufrir el tormento de escuchar, hasta en sus menores detalles, la lenta marcha hacia su cama de aquella fúnebre comitiva que venía a anunciarle cómo la tumba estaba ya abierta.

La escalera se hallaba próxima a la celda y desde la cama oíase el rumor de pasos de toda aquella gente que comenzaba a subir con desesperante lentitud.

Otra vez estalló el mortuorio canto, otra vez las agudas y desagradables voces de los novicios y las roncas y graves de los padres, conmovieron el espacio con los sonoros y desgarradores versículos.

—El secundum multitudinem míserationum tuarum de inquitatem meam.

El padre Claudio estaba anonadado por aquel canto. ¡Oh! Sí que sabían, en aquella casa, hacer las cosas con aparato; pero al enfermo no le hacían gracia los últimos honores que le rendían, y más hubiera apreciado que le dejasen morir en un rincón, con el rostro vuelto a la pared, pero al menos tranquilo y entregado a sus pensamientos.

Lo único que le consolaba era que pronto tendría ocasión de desenmascarar a sus asesinos en presencia de toda la comunidad, y por eso aún le desesperaba más aquella lentitud y los cantos que entonaba la comitiva deteniendo la marcha.

Aún resonaron en la escalera varias estrofas, hasta que por fin sonaron los primeros pasos de la comitiva en la galería, en cuyo fondo estaba la puerta de la habitación.

Ésta se hallaba cerrada y por bajo de ella, iba marcándose una ancha línea roja, producida por el tropel de luces que lentamente iba acercándose.

La cama estaba colocada frente a la puerta, y el padre Claudio, con la mirada estúpidamente fija en aquella línea de luz, iba viendo cómo aumentaba en intensidad, conforme se oían más cercanos los innumerables pasos de la procesión.

Se abrió la puerta, y lo primero que entró por ella junto con un torrente de roja y humosa luz, fue el lúgubre campaneo de la torre y otro estallido de horripilantes voces que cantaban la última estrofa.

—No projicias me a facie tua: et spiritum sanctum tuum ne anferas a me.

El padre Claudio levantó cuanto pudo la cabeza y miró.

Desde la puerta al extremo de la galería, extendíase en dos grandes filas con blandones en las manos toda la comunidad, con las cabezas bajas, el aspecto encogido rebosando un dolor hipócrita y el labio agitado por el terrible canto.

En el fondo y casi confundido por el humo de los cirios, erguíase un sacerdote que llevaba en la mano el santo copón y a su lado otro sacerdote con el hisopo, la campanilla y todos los demás útiles necesarios para el acto.

Sobre el fondo oscuro de la galería, aquellos blandones que llenaban el espacio de más humo que luz colorando con tintas rojizas la doble fila de sotanas y aquellos rostros desmayados e inmóviles con los ojos fijos en el suelo, daban a la escena el aspecto interesante y aterrador de un drama inquisitorial.

El padre Antonio se dirigió a la puerta, y el enfermo, al ver lo que hacía, no pudo reprimir un movimiento de indignación y sorpresa. ¡Ah traidor! Recomendaba a los jesuitas más próximos a la puerta, que no entrasen en la habitación, pues con el humo de sus hachones podían causar molestias al enfermo.

Aquel miserable parecía haber adivinado la intención del padre Claudio, y sabía evitar sus revelaciones comprometedoras.

Otra sorpresa más dolorosa le faltaba aún experimentar al enfermo.

Las dos filas de sotanas pusiéronse de rodillas y el sacerdote encargado del Viático avanzó seguido del que le servía de sacristán.

¡Maldición! Estaba aún lejos de la puerta, cuando ya el padre Claudio había adivinado en él, por su alta estatura y su modo de andar, al terrible italiano. No quería sin duda abandonar a su víctima hasta el último instante, y sabía evitar su comunicación con los extraños al terrible negocio. Quien le servía de sacristán era el padre Felipe, aquel imbécil incapaz de discernimiento, y que además guardaba cierto rencor al enfermo por la falta de miramientos con que siempre le había tratado.

El padre Claudio perdió la esperanza, cotemplando aquellas dos filas de autómatas arrodillados en la galería. En aquellos momentos encontraba demasiado perfectas la organización y la disciplina de la Compañía. Era inútil que hablase. Aquellos hombres tenían oídos pero no oirían; porque el secreto que iba a revelelarles era demasiado grave, y en la Compañía se prefiere ser sordo, mudo o imbécil, a poseer historias que molesten a los superiores en su prestigio.

Además, el enfermo no se sentía con fuerzas para dar un escándalo. La audacia y la habilidad de sus enemigos, que parecían adivinar todos sus cálculos, habían llegado a intimidarle, y hacían aún mayor su debilidad.

El enfermo estaba ya resuelto a morir, pero como última protesta se propuso no tomar la hostia de tales manos. Discurría con torpeza, pero pensaba que la hostia bien podía ser un nuevo veneno que le daban para acelerar su muerte. ¡Creía el infeliz que no era suficiente el tóxico que circulaba por sus venas y que iba extinguiendo rápidamente su fuerza vital!

Entró el padre Tomás en la celda, y tomando el hisopo de manos de su compañero, roció el lecho con agua bendita murmurando el Asperges me Domine, hissopo, et mundabor, etc.

Después el italiano se colocó cerca de la cabeza del enfermo y a su lado el padre Antonio, formando con sus cuerpos una muralla que impedía a los que estaban fuera el ver al enfermo.

Querían aislar al padre Claudio por si intentaba hacer alguna protesta; pero el infeliz no se sentía con fuerzas para hablar, y se limitó a lanzar una intensa mirada al padre Tomás.

Sus ojos de moribundo claváronse con tal expresión en el rostro del italiano, que éste, a pesar de su cínica serenidad, no pudo menos de inmutarse, y volvió la cabeza huyendo de aquella mirada que le perseguía.

El odio más feroz, la rabia más inmensa, asomábanse como una extraña luz a aquellos ojos que comenzaba ya a empañar la muerte.

El padre Tomás sentía deseos de acabar, mas para recobrar su serenidad, dijo con su habitual audacia:

—¿Cómo se siente usted, reverendo padre? Ánimo, que esto no es nada.

El padre Claudio se asombró oyendo aquellas cínicas palabras y en el primer instante intentó protestar.

—¡Ca…na…llas!… —balbuceó con dificultad.

Y como desesperado por la torpeza de su lengua y la audacia de sus enemigos, hizo un esfuerzo supremo y girando sobre un costado, volvió el rostro a la pared.

No quería ver a sus asesinos y en señal de odio y de desprecio, les volvía las espaldas.

El padre Tomás no se desconcertó. Convenía seguir el acto antes de que se apercibieran los que estaban arrodillados fuera de la celda, y sacando del copón una hostia, la elevó a la altura de sus ojos y comenzó a murmurar la fórmula:

—Ecce agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi, etc.

El padre Claudio seguía presentando las espaldas y con el rostro vuelto a la pared, sin hacer caso de las palabras del sacerdote, que anunciaban la administración del Viático.

El padre Antonio estaba consternado.

—¿Qué hacemos, reverendo padre? —preguntó al padre Tomás.

—Haga usted que vuelva el rostro el enfermo.

El secretario, empujando dulcemente a su antiguo superior, intentó hacerle cambiar de posición.

El enfermo contestó con un rugido.

—Dejadme tranquilo… ¿Queréis envenenarme otra vez?

El padre Tomás palideció al escuchar estas palabras.

—Es preciso que el enfermo comulgue —dijo con energía—. El padre Claudio ha perdido seguramente la razón. A ver: vuélvanlo ustedes, aunque sea a la fuerza.

El secretario y el atlético padre Felipe se abalanzaron entonces sobre la cama y con grandes esfuerzos consiguieron cambiar de posición aquella masa de carne, que aunque inerte e incapaz de resistencia, pesaba mucho por su volumen grasoso.

El padre Claudio, sujeto por los brazos de los dos jesuitas quedó en el lecho tendido de espaldas con la mirada fija en el padre Tomás.

En su rostro, desfigurado por grandes manchas violáceas, que a cada instante se hacían más visibles, destacábanse los ojos, que lucían con brillo de intensa cólera.

El padre Tomás no se sentía capaz de mirar frente a frente a aquel moribundo, que parecía querer asesinarle con sus ojos. Había que apresurar el acto y con la hostia en la mano, inclinó el cuerpo, poniéndola a poca distancia de la boca del enfermo.

—Accipe frater Viaticum Corporis Domini nostri ]esu Christi, qui te custodiat ab hoste maligno et perducat in vitam aeternam. Amen.

Y estas palabras eran interrumpidas por la débil voz del padre Claudio, que tenazmente balbuceaba:

—¡Queréis enevenenarme! ¡No me engañaréis!

El padre Tomás miró a su víctima, la vio inmóvil a pesar de sus protestas, y avanzó la hostia hacia su boca, murmurando la acostumbrada fórmula: Corpus Domini nostri, etc.

Pero no pudo terminar, pues ocurrió un suceso inesperado.

Al sentir el moribundo, en sus contraídos labios, el contacto de la sagrada forma, se estremeció de pies a cabeza, y haciendo un esfuerzo para resistir, agitó los brazos desesperadamente.

—¡M…da! ¡M…da! —gritó con voz que parecía salir de la tumba, y que produjo un movimiento de escándalo y extrañeza en todos los que estaban arrodillados en la galería.

Y con su nervioso braceo dio un golpe en la mano del padre Tomás, y la hostia cayó rota sobre las ropas de la cama.

Oyóse un ruido seco semejante al que produce el tapón al saltar de la botella, y un vómito de sangre negra y pestilente se derramó sobre la cama, cubriendo los fragmentos de la hostia que acababa de caer.

Después la cabeza del padre Claudio quedó inerte sobre la almohada.

Había muerto, y en sus labios contraídos y manchados por la inmundicia, parecía leerse su última palabra, sucia como sus vómitos y soez como el alma de quien la había dicho.

Era el adiós más propio del padre Claudio al dejar el mundo.

Parte Tercera. Marujita Quirós

I. La baronesa y la revolución

El día en que se esparció por Madrid la noticia de la batalla de Alcolea, la baronesa de Carrillo creyó morir de indignación y de miedo.

Indignación contra el destino, contra la Providencia Divina, si necesario era, pues existiendo un Señor Todopoderoso en el cielo, no podía ella comprender cómo consentía que el trono de los reyes fuese destruido por las turbas revolucionarias, enemigas de Dios y de los santos.

Miedo, porque bien debía sentirlo una dama de Palacio, aristócrata de nacimiento y bastarda real, viendo pasar por la calle aquellas bandas de hombres armados, terribles revolucionarios que comenzaban a jugar a la milicia nacional, y daban a entender su ferocidad sin límites, destruyendo las coronas grabadas en los escudps o en las puertas de ciertos establecimientos.

Aquel cataclismo era suficiente para aterrar a la más valiente baronesa. Pero ¡Dios mío!, ¿qué iba a ser de España sin reyes? ¿Qué sucedería cuando la revolución expulsase a los padres jesuitas? ¿Podría salirse a la calle cuando mandase ese Prim, que aclamaban las masas o cuando fuese un hecho la República a la que daban vivas?

La revolución sumía a doña Fernanda en un mar de confusiones, y no sabía si quedarse en su casa, tranquila como si nada ocurriese, o huir para no ser víctima del canibalismo revolucionario, el día en que las trompetas de los descamisados tocasen a comerse curas y baronesas.

Ella había vivido hasta entonces muy tranquila, sin acordarse de que aquella gente que no tenía un título, ni iba a los bailes de Palacio, podía aspirar a gobernarse por sí misma; pero ahora, en vista del resultado, se confesaba que forzosamente había de ocurrir aquello más tarde o más pronto.

Los intereses de la monarquía y de la religión habían sido mal cuidados en concepto suyo. ¡Ah! ¡Si hubiera vivido el padre Claudio!

Después de los dos años transcurridos desde la muerte del poderoso jesuita, doña Fernanda era la única admiradora que se conservaba fiel a su memoria.

Ella no era enemiga de su sucesor, el padre Tomás. Admiraba la sagacidad y la astucia del italiano, pero no encontraba en él el encanto del padre Claudio, y se decía que a no haber muerto éste y de seguir aconsejando a la reina y a los gobernantes, no hubiese triunfado la revolución, ni las personas decentes pasarían tan malos ratos como proporcionaba la vista del pueblo armado en las calles.

Tan grande era el susto de la baronesa, que de buen grado hubiese seguido en su emigración a la reina y a sus queridos padres jesuitas. No podía acostumbrarse a vivir sin su antiguo amigo, el padre Felipe, aquel confesor insustituible, que continuaba siendo un modelo de brutalidades y fortaleza, y tampoco podía transigir con aquella vida de manifestaciones a diario, y motines cada semana, propia de los períodos agitados.

Por desgracia, la situación de la baronesa, no le permitía obrar con entera libertad ni cumplir sus gustos.

Ella, que tanto había buscado el matrimonio en su juventud, viéndose condenada por su fealdad y su carácter a un forzoso celibato, encontrábase ahora convertida en verdadera madre de una niña de cinco años, que alegraba, con su presencia y sus juegos, aquella casa de la calle de Atocha sobre la cual parecía pesar una maldición desde el trágico fin del conde de Baselga.

Era su sobrina María, la hija de Enriqueta, que llevaba el apellido de Quirós.

La baronesa, cuando ocurrió aquel cambio político que tanto pavor le produjo, llevaba todavía el luto por la muerte de su hermana.

¡Infeliz Enriqueta! Después de la terrible escena que presenció desde su balcón en las últimas horas del 22 de junio, todavía vivió más de un año, si es que podía llamarse vida a aquella existencia enfermiza de la que ella misma no se deba cuenta.

En un estado rayano a la idiotez, ciega y sin reconocer a su hija, a la que tanto adoraba antes, estuvo la pobre joven hasta el instante de la muerte. Algunas veces surgían los recuerdos como fugaces chispazos en su memoria, y entonces hablaba cosas ignoradas por la baronesa y que a ésta le causaban gran impresión.

De este modo supo doña Fernanda que la enfermedad de su hermana, que ella creía a consecuencia de haber visto muerto a su esposo sobre la acera, provenía en realidad de que vio a su antiguo amante, a aquel píllete republicano detenido por las tropas del Gobierno y próximo a ser fusilado.

Aquella noticia causó gran alegría a la baronesa, que odiaba intensamente al capitán Álvarez, y para comprobar si el hecho era cierto o si resultaba un delirio de la infeliz enferma, encargó a varios amigos de influencia que se enterasen en los centros oficiales de si un insurrecto, ex-oficial del ejército, llamado Álvarez, había sido fusilado en la calle de Atocha.

Tales gestiones no dieron resultado alguno, pues en ningún centro constaba la ejecución de un insurrecto de tal nombre. Además, Álvarez era muy conocido como conspirador y su nombre era imposible que pasara desapercibido para las autoridades.

Doña Fernanda se quedó dudando sobre la certeza de aquel suceso y no supo si creer muerto o vivo al revolucionario que tan antipático le era. En vista de la ignorancia de los centros oficiales se inclinaba a creer que el tal fusilamiento era una visión de Enriqueta, delirante al ver el cadáver de su esposo; pero cuando hablaba con su hermana, en los rápidos momentos de lucidez que tenía ésta, asombrábase y se inclinaba a creerla, viendo la serenidad con que le relataba, con gran abundancia de detalles, la fuga de Álvarez y su asistente por la calle de Atocha abajo y el encuentro con la patrulla que los fusiló.

Lo del fusilamiento nunca llegó a creerlo doña Fernanda; pero tuvo por indudable que su antipático enemigo había estado en la barricada de la plaza de Antón Martín, y como no le dolía atribuir a Esteban Álvarez cuanto de malo podía imaginar, tuvo por indiscutible que él era quien había enviado el balazo mortal al infeliz Quirós.

Enriqueta, debilitándose lentamente y corroída por una enfermedad que era más moral que física, agonizó cerca de dos años, hasta que por fin murió a principios del sesenta y ocho.

La baronesa quedó como madre de aquella niña, a la cual, a pesar de su aversión a los niños, quiso un poco más que a Enriqueta en su infancia.

La fanática señora habíase creado en torno de su persona el vacío. Ricardo estaba en la Compañía de Jesús; exaltado cada vez más por sus aficiones místicas y aspirando al supremo grado de santidad, no quería sostener relación alguna con su familia. El padre Claudio, que era su más adorado ídolo, había muerto.

Quedábale el padre Felipe, aquel atleta que parecía insensible al curso de los años, pues se conservaba con su aspecto de eterna y zafia juventud; pero la vejez había apagado en doña Fernanda sus furores insaciables, y poseída ya del frío y de la indiferencia propia de su edad, comenzaba a sentirse molestada en presencia de su confesor, cuya rusticidad y grosería reconocía ahora que sus ojos estaban libres del velo amoroso.

Aquella soledad extremóse al sobrevenir la revolución. Algunas de las damas con quienes estaba más en relaciones marcháronse a Francia para ponerse al lado de la destronada reina y comer con ella las trufas de la emigración llorando en París, con sus millones, las penas de un voluntario destierro; la mayor parte de las cofradías dejaron de funcionar momentáneamente, hasta ver en qué paraba aquello; la juventud dorada de los salones, que se burlaba del pueblo y leía al padre Claret después de salir de los burdeles, se ocultó, no se sabe dónde, y la baronesa encontróse sin amigas, sin entretenimiento, sin contertulios, y lo que es peor, sin poder seguir a los que se iban; pues por el momento no se decidía, a causa de aquella niña, cuya salud era delicada y a la que se había propuesto cuidar por sí misma.

Los jesuitas huyeron. La baronesa vio al padre Tomás el mismo día de la revolución, y le pareció muy trastornado a pesar de la serenidad que se esforzaba en fingir. Dijo que tras aquellos tiempos calamitosos no tardarían en sobrevenir otros mejores, pero al día siguiente, con toda la comunidad formada en grupos sueltos, tomó en camino de Francia, no parando hasta Bayona. A dicho punto fue también el novicio Ricardo Baselga, a quien la Compañía, cada vez tenía más empeño en presentar como futuro santo.

Doña Fernanda quedó sola en Madrid, y tan aislada como si de golpe hubiese trasladado su casa a la capital de Rusia.

Parecía que le habían arrojado de un empujón en un mundo nuevo, y su vida era un continuo gesto de extrañeza.

Leía los periódicos reaccionarios, aquellos que antes la entusiasmaban con sus artículos, en favor de la intolerancia religiosa y de los privilegios, y los encontraba ahora partidarios incondicionales de la revolución victoriosa, encomendándose a cada paso a la trinidad del día: Prim, Serrano y Topete.

Los nombres de políticos nuevos que surgían con una fecundidad alarmante no la extrañaban menos. ¿Quiénes eran aquellos señores que constituían la Junta revolucionaria de Madrid? ¿De dónde salían aquellas gentes a las que ahora daban vivas y que ella nunca había oído nombrar? Dos o tres años antes, en su tertulia, hablábase de un tal Castelar, que hacía discursos en el Ateneo, y de otro tal Pi y Margall, que escribía en La Discusión artículos socialistas que espeluznaban a las personas decentes; pero ella siempre había tenido a estos hombres y a otros como míseros pelagatos, que el Gobierno debía enviar a Ceuta, y por esto no podía comprender las aclamaciones de que constantemente eran objeto en las calles de Madrid, y lo mucho que de ellos hablaban los periódicos.

Había que huir de un país en que tales absurdos ocurrían. De aquello a degollar una mañana a todas las personas que en Madrid llevaban camisa limpia, no había más que un paso.

Cada una de las manifestaciones que hacía el pueblo de Madrid, costaba un susto a la baronesa.

Apenas oía vivas en la calle y rumor de gente que con banderas bajaban hacia la estación de Mediodía para recibir a algún personaje de la situación, la baronesa palidecía y temblaba, y si no corría a esconderse en el último rincón de la casa, era por la dignidad de clase, pues en su predisposición a imaginarse peligros y enemigos, creía que los criados eran terribles descamisados, que aunque la servían con el mismo respeto de siempre, fraguaban en su interior horrorosos planes de venganza: si ella demostraba poca entereza y falta absoluta de valor, eran capaces de degollarla una noche en la cama y poner en práctica la liquidación social, repartiéndose su dinero y alhajas.

Doña Fernanda vivía en perpetua alarma; no salía a la calle ni aun para ir a la iglesia y se estremecía de horror sólo al oír los títulos que voceaban los vendedores de impresos, y las canciones de los chiquillos.

Todos tenían en aquella época algo que escribir o que cantar contra la p…… de Isabel y sus compinches, el padre Claret y Sor Patrocinio; y cuando la baronesa pensaba que por sus venas corría algo de la sangre de aquélla, y que al mismo tiempo había sido gran amiga del cura palaciego y de la monja milagrera, estremecíase de horror creyendo que sus relaciones con aquellos caídos no podían conservarse en el secreto.

Para colmo de desdichas, el tabernero que vivía enfrente se tragaba todas las noches el contenido de las hojas y folletos que publicaba el ciudadano Roque Barcia y otros escritores de menos nombre, y ansioso de hacer algo contra aquellos nobles y privilegiados que tan furibundos anatemas merecían a las plumas democráticas, había fijado su ojos en la baronesa santurrona que tenía por vecina, y aunque el pobre hombre no era capaz de hacer daño a una mosca, poníase rojo de satisfacción cuando todas las mañanas detenía en la acera a la chismosa doncella de doña Fernanda, para decirle, ahuecando la voz, que pronto se vería un 93, y que todas las algaradas presentes, no eran más que preludios de la gran cuelga en los faroles que iba a hacerse de cuantos nobles y curas se encontrasen a mano.

Estas expresiones del sanguinario tabernero las transmitía textualmente la doncella y el portero a su atribulada señora, la cual se estremecía de horror cada vez que atisbando tras los visillos del balcón veía tras el mostrador el mofletudo y bondadoso rostro del tabernero, incapaz de otros crímenes que no fuesen el aguar el vino de sus toneles.

Por fortuna, para la atribulada baronesa, a los dos meses de agitación comenzó a cansarse el pueblo de tanta bullanga sin objeto y la revolución «entró en caja», como decían los periódicos sensatos. Con esto, doña Fernanda gozó de una relativa tranquilidad.

La nación se pasaba sin reyes, y no temblaba la tierra ni se venía abajo el cielo: funcionaba ya un Gobierno presidido por Serrano, al que la baronesa conocía de la época, en que joven, gallardo y con el apodo de El general bonito, disponía como dueño en Palacio y era el único que tenía imperio sobre la caprichosa Isabelita.

Dona Fernanda comenzó a encontrar más tolerable la situación y hasta reanudó su vida de antes, consolándose, con frecuentes visitas a las iglesias, de la fuga de sus amados padres jesuitas. Las cofradías comenzaban a funcionar y los antiguos compañeros de asociación volvían a encontrarse y a reunirse, para echar sendos párrafos sobre la impiedad de los tiempos y las desgracias de España, desde que en ella no reinaban los Borbones.

Ya comenzaba a encontrar la baronesa algo tolerable aquella vida en período revolucionario, cuando un suceso vino a sumirla nuevamente en la intranquilidad.

Desde que Paco Serrano reinaba, con el título de jefe del Gobierno Provisional, se sentía más sosegada, confiando en su protección, y de aquí que ya no le importasen gran cosa las amenazas del descamisado tabernero, ni procurara atisbar tras los balcones las actitudes de aquel Nerón, enemigo irreconciliable… del vino puro. Pero una mañana en que levantó el cortinaje de una ventana para ver qué tiempo hacía y decidirse a salir a pie o en carruaje, inmutóse al ver un hombre parado en la acera de enfrente y mirando con fijeza la fachada de la casa.

Era un militar que en su bocamanga llevaba los galones de comandante y que a pesar de ser joven, tenía en su bigote y en la cabeza algunas manchas de canas.

Doña Fernanda creyó reconocerlo más con el corazón que con los ojos, pero se detuvo, no queriendo admitir una idea absurda.

¡Dios mío! ¡Qué ilusión más completa! Parecía el mismo; pero no, no podía ser. Aquel otro había muerto fusilado casi en aquel mismo sitio, según el testimonio de la pobre Enriqueta.

La baronesa, embargada por la emoción del que ve levantarse un muerto de la tumba, intentaba convencerse de que era absurda su suposición, y buscaba en aquel militar algún rasgo que le demostrase cómo no era el mismo que ella se imaginaba.

Pero resultaba inútil. Las canas y ciertas arrugas prematuras eran lo único de nuevo que encontraba en aquel rostro; en lo demás, la misma expresión e idénticos ademanes.

Doña Fernanda iba ya creyendo que aquello era una aparición de ultratumba, una visión fantástica que surgía ante sus ojos en pleno sol y en medio de una calle grande y transitada, cuando el militar, que permanecía inmóvil y con la mirada fija enfrente, abandonó su actitud para alejarse calle arriba con lento paso.

Doña Fernanda, al verle moverse y codearse con los transeúntes que venían en dirección contraria, ya no dudó más.

No era una aparición. Aquel militar era Esteban Álvarez, el antiguo amante de Enriqueta, el verdadero padre de María… el fusilado el día 22 de junio.

II. Lo que fue del revolucionario Álvarez

Cuando el ex-capitán Álvarez, sentado en el café de Madrid, sito en el boulevard Montmartre y el más frecuentado por los españoles residentes en París, contaba, a sus compañeros de emigración, sus hazañas del 22 de junio, lo que más excitaba la atención y torturaba la curiosidad de todos, era la última parte de la jornada o sea lo que le ocurrió después de disparar el último tiro en la barricada de la plaza de Antón Martín.

¡Oh! ¡Qué gran cosa resulta la amistad cuando es verdadera! ¡Cuán poco debe uno guiarse por las apariencias! Muchas veces el amigo que se desprecia y que en menos se tiene es el que presta el servicio supremo que con más emoción se recuerda durante toda la vida.

Huían Álvarez y su asistente de la barricada que acababa de tomar la tropa, cuando al pasar por frente a la casa de Enriqueta, detúvose sorprendido viendo a ésta en un balcón. Hizóla una señal de adiós, y apremiado por el peligro, volvió a emprender su precipitada carrera; pero ya era tarde para salvarse.

Al pasar frente a una bocacalle, los dos fugitivos viéronse envueltos por un grupo de guardias civiles y les fue imposible resistir. Para escapar con más ligereza habían arrojado las armas y era inútil que intentasen resistir a aquella docena de guardias que les apuntaban con sus fusiles.

Dejáronse, pues, conducir por aquellos hombres que en lo ceñudo de sus rostros y en sus miradas iracundas daban a entender propósitos poco tranquilizadores.

Álvarez y su asistente, ennegrecidos por el humo del combate, con las ropas rotas y en desorden y sin sombreros, tenían un aspecto poco distinguido, y sin duda por esto, los guardias se abstenían de hacerles preguntas, tomándolos por dos revolucionarios vulgares y únicamente les dirigieron la palabra para llamarlos bandidos y canallas con otras lindezas por el mismo estilo.

Amo y criado habían sido arrojados contra una pared, y allí, cogidos de la mano, y erguidos con sublime jactancia, aguardaban la descarga con que les amenazaban una docena de fusiles apuntados a sus pechos.

Álvarez, próximo a recibir la fatal caricia del plomo, miró a aquel balcón en el que había visto a Enriqueta como una aparición momentánea. Allí estaba ella aún, casi doblada sobre la balaustrada y próxima a desvanecerse, y Álvarez la vio caer, al fin, pesadamente y golpeando su cabeza en los hierros.

El amante apenas se impresionó, pues en aquel día los sucesos terribles se seguían con una rapidez tan asombrosa que abrumaban su pensamiento.

Iba a morir, y preocupado por esta idea, sólo atendió al presente. Por un rasgo de coquetería varonil, semejante al que sentía Mural cuando al ser fusilado gritaba: ¡No tiréis a la cara!, Álvarez se cubrió el rostro con un brazo y esperó la descarga.

Álvarez oyó los pasos de mucha gente, voces imperiosas, y quitando el brazo de sus ojos vio a un pelotón de soldados de infantería que desembocaba por la misma bocacalle.

Un teniente joven, con el sable en la mano, cuestionaba con el sargento que mandaba el pelotón de guardias civiles:

—¡Se están ustedes deshonrando! —gritaba el joven militar—. No son ustedes nadie para fusilar a los prisioneros. Para eso están los consejos de guerra.

Los guardias estaban furiosos contra los revolucionarios. Muchos de los suyos habían caído atravesados por los certeros tiros de las barricadas y ansiaban vengarse con esa vehemencia rabiosa de los soldados viejos, entre los cuales el compañerismo es el mayor de los deberes.

El sargento intentó resistirse al mandato del oficial, pero éste se le impuso con el prestigio que la superioridad proporciona entre las gentes de armas.

La guardia civil bajó sus fusiles, y los dos prisioneros pasaron a poder del teniente que se comprometió a conducirlos al Principal, donde iban amontonándose los insurgentes cogidos con las armas en la mano.

Álvarez experimentó verdadera rabia al enterarse de aquel suceso. Sabía lo que significaba el ser conducido al Principal. Su persona sería identificada, tendría que comparecer ante un consejo de guerra que le aburriría con sus preguntas, y al fin sería fusilado, ni más, ni menos, que como ya iba a serlo por las armas de aquellos guardias.

Ganaba algunas horas más de vida, pero también se prolongaba su agonía y tenía que luchar con sus negros recuerdos.

Irritado contra el oficial que le había arrancado de manos de los guardias, lanzóle una mirada que demostraba su falta de agradecimiento. El militar no se fijaba en él y le volvía la espalda con ese desprecio que el vencedor siente hacia el caído.

Aquella rápida mirada sirvió a Esteban para hacer un descubrimiento. En el cuello de los soldados que le rodeaban, ostentábase el mismo número del regimiento a que él había pertenecido. Una nueva desgracia que caía sobre él. Sus guardianes no tardarían en reconocerlo a él y a su antiguo asistente, y sería imposible el impedir la identificación de personalidad que tan terrible había de serle.

A Alvarez le pareció adivinar en aquellos soldados ennegrecidos y transfigurados por el combate, algunos de los individuos de su antiguo batallón, y aunque ahora se fijó más atentamente en el oficial que los mandaba, le fue imposible reconocerlo, pues marchando al frente del destacamento le presentaba la espalda.

Una gran parte de aquella compañía, de la que estaba encargado el teniente por haber muerto el capitán en aquella mañana, siguió por la calle de Atocha arriba, para reunirse con las demás fuerzas que ocupaban la barricada de la plaza de Antón Martin; la guardia civil quedó detenida en la esquina y el joven oficial, con unos veinte soldados que llevaban entre sus bayonetas a los dos prisioneros, emprendieron la marcha por la calle del Fúcar.

Anochecía, y como en aquella zona de Madrid no era posible encender el alumbrado público hasta que se recompusieran los destrozos causados en las cañerías de gas por los insurrectos al levantar las barricadas, en las calles estrechas reinaba una oscuridad que hacía caminar a los soldados con bastante precaución.

El oficial, que iba al frente, fue acortando su paso, hasta quedar al nivel de los prisioneros y colocarse al lado de Álvarez.

Seguía en su actitud indiferente y desdeñosa y entonaba, entre dientes, los toques de corneta que había estado oyendo durante todo el día. Álvarez, a pesar de su triste situación, sentíase muy molestado por la petulancia de aquel oficialito, que pegado a él, parecía hacerle fisga con su monótono canturreo.

De pronto se estremeció al oír, entre un toque a la bayoneta y otro de alto el fuego, una voz conocida que le hablaba muy bajo.

—Te he conocido en seguida, querido Séneca. Ya me figuraba yo que era muy posible el encontrarte metido en esta zambra… ¡Eh! ¡No te inmutes! No me hables: podían apercibirse estos muchachos y lo echaríamos todo a perder.

Álvarez no volvió la cabeza e hizo esfuerzos para que no se conociera la sorpresa que experimentaba. Había reconocido al oficial; era su antiguo amigo, el vizconde del Pinar, aquél a quien llamaban en el regimiento el alférez Lindoro, y que durante la emigración de Álvarez había ascendido.

Perico, que marchaba a la derecha de su amo, casi pegado a él, oía perfectamente tales palabras y más sereno que aquél, no hizo el menor gesto de sorpresa. Él había reconocido al teniente desde que se puso al lado de los prisioneros, pero se callaba aguardando algo bueno de aquel encuentro.

El vizconde seguía hablando, aunque miraba a otra parte, sin mover los labios y como si tal cosa no hiciera; habilidad que había adquirido en los salones para decir cuanto quería, sin que se apercibiera otra persona que la interesada, y de la que él se mostraba siempre muy orgulloso.

—¡Buen día nos habéis dado con vuestra maldita revolución! Te digo que aquellos guardias tenían motivos de sobra para haberos fusilado. ¡Diablo!, y si no llego yo, de seguro que os despachan a ti y a tu asistente. Te he conocido en seguida a pesar de que te tapabas la cara… ¡Bien!, ¿y ahora qué?… La verdad es que no hemos adelantado gran cosa librándote yo de los fusiles de aquellos energúmenos. Vas a ser fusilado, querido Séneca, a pesar de toda tu filosofía, y lo mismo le ocurrirá a ese bruto de Perico, que comete la locura de seguirte a todas partes. Mi deber es conducirte al Principal, allí no faltará alguien que te reconozca, y no te digo si tendrán ganas de meterle plomo en el cuerpo a un conspirador como tú, que lleva revuelto el ejército arreglando pronunciamientos. Pero… ¡con mil demonios!, estáte quieto. ¡Anda como si nada te dijera! No vuelvas la cara ni intentes hablarme… Ya veremos de arreglar esto en el camino.

Y aquel buen muchacho inclinó la cabeza ocupado en pensar cuál sería el medio más seguro y acertado para salvar a su amigo.

Reflexionó largamente, y la única consecuencia que pudo sacar es que se había metido en un lío terrible, y que no le quedaba otro remedio que comprometerse gravemente o llevar a su amigo al degolladero.

El vizconde sentía que algo que dormía en el fondo de su vano cerebro se sublevaba ante la idea de que Álvarez fuera entregado por él mismo en el Principal, de donde saldría para ser fusilado con otros muchos prisioneros. No; esto no ocurriría, pues sería para él un eterno remordimiento.

«Yo creo en la Providencia —pensaba— y ¡qué diablo!… cuando las cosas han venido de modo que siendo tan grande Madrid, he sido yo el destinado a hacer a Álvarez prisionero, es que la suerte me designa para que sea su salvador. Y le salvaré… ¡sí, señor!, le salvaré».

El teniente, convencido por esta lógica, de que estaba en el deber de salvar a su amigo, aunque faltara a la disciplina y expusiera su vida, ocupábase en imaginar los medios de evasión, y de vez en cuando miraba con ojos recelosos a todos los soldados, que con el fusil al brazo y la bayoneta calada, marchaban detrás de los prisioneros. Aquel examen le tranquilizaba poco.

—Mira, Esteban —siguió diciendo a su amigo del mismo modo que antes—, veo muy difícil que tú te puedas escapar. Si fueras un desconocido, aún podría yo intentar algo con esos muchachos, diciéndoles que eres un honrado padre de familia, y que resultaría un crimen el fusilarte. Pero te conocen, Séneca, te conocen. Muchos de ellos son quintos del año pasado; pero vienen aquí dos gastadores de la época en que tú estabas en el regimiento, y hace rato que no te quitan la mirada de encima. Esos saben quién eres y las ganas que el Gobierno tiene de echarte la mano. Si te escapas de seguro que te disparan, y lo peor es que no errarán, pues son buenos tiradores. Pero… ¡con mil demonios! ¿Qué es lo que voy a hacer?

Álvarez no pudo contenerse esta vez, y a pesar de la oposición del teniente, habló con voz apenas perceptible.

—Llévame al Principal; es lo más fácil. Me importa poco vivir después de lo ocurrido.

—Por fin has hablado para decir una barbaridad. ¿Te parece, alma de cántaro, que yo, sin remordimiento de conciencia, puedo entregarte en manos de los que te han de dar la muerte?… Y el caso es —continuó con visible vacilación— que no es cosa fácil salvarte. Es fácil que un preso se escape, pero aquí sois dos y la cosa no resulta ya tan sencilla. ¿Qué haremos?

Y el teniente, que caminaba cada vez más lentamente, volvió a sumirse en una profunda meditación.

La oscuridad era cada vez mayor en las calles; la mayor parte de las casas tenían cerradas sus puertas y no se veía un transeúnte por parte alguna. Parecían las calles de una ciudad abandonada. El vecindario, aterrorizado por los combates que durante toda la tarde se habían sostenido en aquella zona de Madrid, sentía aún en los oídos el zumbido de las últimas descargas y no se atrevía a dejar libre la más pequeña rendija de su domicilio. La llegada de la noche y la carencia de alumbrado aumentaba aún más el terror.

La escolta y sus prisioneros estaban ya en la calle de Jesús, próximos a la plaza del mismo nombre, cuando el vizconde tocó con el codo a su amigo Álvarez.

—Oye, Esteban: he pensado bien lo que va a ocurrir y veo que no te queda más recurso que la fuga. Puede ser que alguno de éstos, al verte correr, te acierte y te meta una bala en el cuerpo; pero si llegas al Principal tu ruina es cierta, y muerte por muerte, más vale que tientes fortuna. Tal vez logres escapar sano. De dos hombres que huyen en distinta dirección, por lo menos uno, puede salvarse. ¿Nos oyes tú, muchacho?

Perico dio con el codo un suave golpe a su señor para indicarle que escuchaba las palabras del teniente, y Alvarez, por su parte, contestó afirmativamente a su amigo con idéntica señal.

—Está bien. Pues así que lleguemos a la entrada de la plaza, tú huyes por un lado de la calle de Lope de Vega, y Perico, por el otro. El lado de la derecha es el malo, pues conduce al Prado, donde es muy difícil sustraerse a la persecución; el de la izquierda es el mejor, pues por él puedes encontrar en las calles vecinas alguna casa abierta donde esconderte. Los dos lados son igualmente malos, si estos chicos que nos siguen tienen buen ojo y os aciertan en la oscuridad. Es inútil que os dé consejos, pues los dos sois veteranos. No hagáis caso de los tiros; la cabeza baja y a correr. Ya estamos cerca de la plaza. Séneca dame la mano sin que nadie se aperciba; así; aprieta fuerte y si te salvas, no seas tonto y no te metas en otro fandango como éste. Yo ya veré cómo salvo mi responsabilidad… ¡Créeme Esteban! El horno no está para tortas, y como esto no cambie, perderéis siempre los revolucionarios.

La escolta estaba ya en la entrada de la plaza de Jesús, cortando la calle de Lope de Vega. No había allí nadie, la oscuridad era densa, la soledad repercutía con eco agigantado las pisadas, y en las negras líneas que formaban las fachadas de las casas, brillaba luz alguna.

Perico caminaba cada vez más unido a su amo, y al llegar a tal punto, díjole al oído con acento imperioso:

—Usted por la izquierda.

Esteban se sintió violentamente empujado, y en el mismo momento, vio arremolinarse toda la escolta echándose los fusiles a la cara.

Era que el fiel muchacho, después de empujar a su amo hacia la izquierda, se había arrojado con velocidad aplastante sobre el soldado que iba a la derecha, y arrojándolo al suelo, huía por la calle de Lope de Vega con dirección al Prado.

Prodújose en la oscuridad un desorden espantoso. El teniente gritó con indignación tan espontánea, que daba honor a su disimulo y los soldados apuntaron sus fusiles e hicieron una descarga cerrada sobre aquella parte de la calle.

—Creo que va herido —gritó uno de los soldados que pasaba por tener una vista portentosa; e inmediatamente más de la mitad de la escolta se lanzó en la oscura calle en persecución de Perico.

Todo esto había pasado como una exhalación a los ojos de Álvarez. El estampido de la descarga le sacó de la estupefacción profunda por la rápida fuga de su asistente; vio a los soldados de espaldas a él haciendo fuego y al mismo tiempo el vizconde mientras gritaba animando a sus soldados a la persecución, le largó un sablazo de plano, como indicándole que huyera en seguida antes que la escolta volviera de su sorpresa.

El revolucionario escapó por la izquierda de la calle corriendo junto a la pared, con la cabeza baja y el cuerpo encogido, para presentar escaso blanco por si le hacían una descarga.

Estaba ya cerca de la calle de San Agustín, cuando un soldado bisoño se apercibió de la fuga de Álvarez.

—¡Que se escapa el otro! —gritó; y a esta voz, los pocos soldados que quedaban al lado del teniente, volvieron la cabeza hacia la izquierda de la calle. Parecíales distinguir la sombra que proyectaba en la oscuridad el fugitivo, pero ninguno pudo hacerle fuego por haber disparado poco antes sus fusiles.

Dos gastadores, los mismos que habían reconocido a Álvarez, según aseguraba el vizconde, fueron los que salieron en su persecución.

—¡No es necesario que carguéis! —dijo uno de ellos a los compañeros—. Nosotros tenemos buenas piernas y lo traeremos aquí.

Y los dos muchachotes, con el fusil colgando del hombro, salieron al escape de sus veloces alpargatas, y en la sombra se perdió el retintín que producían sus armas al agitarse con la violencia de la carrera.

Al teniente le disgustó que fueran aquellos dos hombres los que salieran en persecución de Álvarez. Sabían seguramente quién era, y por el afán de ser premiados, no dejarían de hacer los más grandes esfuerzos para apresarle.

Los dos gastadores, con su excelente vista de labriegos acostumbrados a ver en la oscuridad, distinguieron cómo el fugitivo doblaba la esquina de la calle de San Agustín.

Cuando ellos entraron en dicha calle la abarcaron en una mirada, y desde su entrada a la plaza de las Cortes, no vieron persona alguna.

Por mucho que corriera el fugitivo, y con la escasa ventaja que les llevaba, era imposible que hubiese atravesado toda la calle. En ella, pues, debía estar, y los dos la recorrieron despacio, fijándose en todas las puertas.

Una sola encontraron abierta, perteneciente a una casa antigua, de modesta apariencia, y cuyo portal era tan reducido, que la escalera comenzaba muy cerca del umbral.

Los dos muchachos se miraron sonriendo.

—Aquí está —dijo con acento de certeza uno de ellos.

—No es difícil adivinarlo; es el único refugio que ha podido encontrar. Tal vez nos estará oyendo metido entre la puerta y la pared. ¿Qué hacemos, Juanito?

—¡Bah! A éste lo fusilan si nosotros lo llevamos allá. ¿Te parece bien que maten como a un cualquiera a un hombre del que contaban tantas proezas en el regimiento? ¡Si allá en África dice que le llamaban Matamoros! Además, era el más fino de todos los oficiales cuando estaba en el regimiento, y yo le oí decir al sargento de la escuadra, que sabía más que un cura. Mira chiquio, lo que a él le pasa son desgracias que le pueden ocurrir a cualquier hombre, y esto son cosas de política en que no debemos mezclarnos. Dejémoslo en paz; para eso nos hemos encargado de seguirlo.

El llamado Juanito tenía gran ascendiente sobre su compañero pues éste se limitó a levantar los hombros en señal de conformidad.

—Vamonos… pero no, aguárdate un poco. Que conste esto que hacemos, pues ese señor de seguro que está ahí.

Y Juanito se acercó a la entreabierta puerta y la golpeó con la culata de su fusil.

—Mi capitán —dijo con voz leve acercando su cabeza al espacio que la puerta dejaba libre—. Sabemos que está usted ahí, pero no pase cuidado. Comprendemos lo que son estas cosas y para nosotros, un hombre, es un hombre.

El gastador iba a retirarse después de este rasgo de elocuencia, en que condensaba todos sus sentimientos, cuando creyó prudente añadir para que el servicio no quedase en el misterio:

—Yo soy Juan Cuesta, y mi compañero Pablo García, de la escuadra del segundo batallón, la que manda el cabo Rabiando. Somos de Belchite. Usted de seguro no tendrá el honor de conocernos, pero nosotros nos acordamos de cuando usted mandó, por una temporada, nuestra compañía. Aún me acuerdo de las dos guantadas que le atizó usted al cabo Solimán, aquel que tantas palizas les largaba a los reclutas. Parece que lo estoy viendo… ¡Qué buenos puños tiene usted!

Y el muchachote, como si temiera enfrascarse en aquellos recuerdos que le hacían sonreír, se apartó un poco disponiéndose a retirarse.

—Vaya ¡adiós, mi capitán!… Ese que iba con usted no se qué suerte habrá tenido. Creo que alguna de las chinas le habrá alcanzado. Que tenga usted mejor fortuna Capitán; procure que no le coja la policía o la guardia civil, que ahora mismo irán a la husma de los fugitivos.

Y el soldado aragonés se retiró, pero cuando ya estaba al lado de su compañero, volvió sobre sus pasos como si hubiese olvidado algo importante.

Le repugnaba retirarse sin tener una muestra de agradecimiento del perseguido, y acercando su cabeza a la entreabierta puerta, volvió a hablar:

—Mi capitán; ya que tal vez no nos veamos más, haga el favor de darme la mano. Soy un buen muchacho y tengo gusto en estrechar la mano de un valiente.

El gastador vio asomar por el borde de la puerta una mano varonil que apretó con toda la rudeza de un vehemente sentimiento.

—Bien, mi capitán; es usted todo un hombre. Da gusto hacer bien a valientes como usted. No se mueva; ahora mismo me voy.

Y volviéndose a su camarada, le llamó con un ligero siseo.

—¡Eh, tú! ¡Pablico! Ven aquí, que el capitán quiere darte la mano.

El otro aragonés acudió solícito a estrechar aquella mano que surgía de la oscuridad como la de una aparición fantástica, y los dos soldados, después de sonreír estúpidamente por aquel honor, se retiraron no sin antes decir el más avispado:

—Guárdese bien, mi capitán; que no lo cojan, y si algún día cambian los tiempos y usted es algo, acuérdese de estos pobres. No lo olvide, somos de Belchite.

Los dos gastadores se alejaron, y en su apostura notábase la interna satisfacción que experimentaban.

—Ves —decía Juanico—, da gusto hacer favores a hombres que son hombres. Te digo que el dar la mano al capitán me ha puesto más contento que cuando la Pepa me regala un real para vino. ¿No piensas tú así?

El compañero afirmó con una cabezada.

—Ahora —continuó el gastador aragonés— mucho mutis. Hemos hecho lo suficiente para ir al Fijo de Ceuta. Aunque Dios baje del cielo a preguntarte, cuidado con mover la lengua.

Cuando los dos llegaron a la entrada de la plaza de Jesús, vieron reunida ya a toda la escolta, y sentado sobre un fusil que sostenían por ambos extremos dos soldados, al desgraciado Perico, que había sido herido en una pierna al escapar hacia el Prado.

Los soldados, al recogerle del suelo bañado en sangre, aplacaron su furor, y perdonándole la carrera y la alarma que les había proporcionado, le trataban con bastante consideración.

La escolta púsose en marcha, y los dos gastadores, en el silencio con que el teniente acogió su declaración de no haber alcanzado al fugitivo, comprendieron que no habían obrado del todo mal.

Cuando Álvarez, oculto en aquel portal oscuro, oyó alejarse a los dos soldados, empujó la puerta tras la cual se guarecía y la cerró suavemente.

Ya estaba a salvo, aunque sólo fuera momentáneamente. Sentado en los primeros peldaños de la escalera, envuelto en aquella densa oscuridad y oyendo de vez en cuando sordos ruidos que provenían de los habitantes de los pisos superiores, pasó Álvarez gran parte de la noche, considerando aquel refugio incómodo y peligroso, como un lugar de delicioso descanso, después de las terribles aventadas de aquel día.

De vez en cuando sonaba a lo lejos el galopar de algún pelotón de caballería, y en la misma calle, se oyeron varias veces los pasos de patrullas que marchaban lentamente recorriendo la ciudad para efectuar registros en las casas sospechosas y detener a cuantos transeúntes de aspecto equívoco encontraban.

Álvarez, sumido en aquella oscuridad, presa de cruel incertidumbre sobre su porvenir, y a merced del primero que llamase a la puerta o bajase la escalera, sentía desvanecerse por momentos su presencia de ánimo.

Su situación no podía ser más crítica. Mientras había durado en él la excitación del combate, los peligros le habían parecido sin importancia; no había sentido la menor conmoción en las barricadas, ni al ver cerca de la casa de Enriqueta los fusiles de la guardia civil apuntados a su pecho: estos sucesos, así como la reciente fuga, recordábalos con toda la vaguedad de un sueño, pero ahora, al considerar fríamente su situación, sentía miedo y deseaba salir cuanto antes de tan angustioso estado.

Permaneciendo allí, estaba a merced del primero que lo encontrase en la escalera, y esta consideración le impulsó varias veces a subir para pedir a los vecinos de las habitaciones superiores que le auxiliasen; pero siempre se detuvo. Los habitantes de aquella casa, a juzgar por el portal reducido, mísero y sin portería, debían ser gentes pobres; pero aunque esto alentaba al fugitivo, por otra parte, atemorizábale la idea de encontrar arriba alguna mujer que, asustada por su presencia, diese voces que pusieran en alarma a toda la calle.

Álvarez, prefirió permanecer quieto, y allí estuvo muchas horas sentado en el duro peldaño y martirizado por la carencia de tabaco y fósforos.

De poder fumar, se hubiera distraído y alejado de sí aquella idea cruel y obsesionante de comparar su situación a la de un muerto y creerse en el fondo de una tumba, a causa de la densa oscuridad y del absoluto silencio.

Desesperado por la seguridad de que allí permanecería toda la noche y que al día siguiente sería descubierto y preso, entreteníase en contar las horas que iban sonando en todos los relojes del barrio. Así oyó desde las nueve hasta la una de la madrugada.

Daban aún tal hora los relojes más atrasados del barrio, cuando en la calle, por la que hacía mucho tiempo ya no transitaba nadie, sonaron las pisadas de una persona que se detuvo ante la puerta. Aquello hizo levantar de un salto a Álvarez, y su alarma aún subió de punto, al oír que introducían una llave en la cerradura.

Escondióse en el espacio que quedaba entre la pared y la puerta al abrirse ésta y 8oprimiéndose contra el muro, esperó.

Abrióse la puerta lentamente y un hombre entró en el oscuro portal, cerrándola tras sí. Después, en la oscuridad, el chasquido de un fósforo al ser raspado y encenderse, y una claridad rojiza se esparció por aquel reducido espacio.

Álvarez, al cerrarse la puerta, había quedado al descubierto, así es que vio inmediatamente al recién llegado y fue visto por éste.

Era un hombrecillo de enjuta y mísera figura, que tenía como rasgos más salientes en su aspecto, una nariz más que regular y una chistera mugrienta, cuyas alas daban sombra a una melena, lacia y canosa, que bajaba a cubrir de mugre el cuello de la camisa. Su levita raída a fuerza de cepillo, pregonaba una pobreza extremada pero digna, y todo en aquel vejete delataba al desgraciado que sabe llevar con nobleza su miseria y que aun la anima con algo de esa alegría serena y dulce, patrimonio de los hombres bondadosos.

Al ver a Álvarez, que sin sombrero, con las ropas rotas y el rostro ahumado, nada tenía de tranquilizador, el viejo experimentó gran sorpresa y se hizo atrás instintivamente, pero pronto se repuso y con ademán que pugnaba por ser imponente, se acercó al desconocido y empinándose sobre las puntas de los pies, al mismo tiempo que se afirmaba las gafas sobre el extremado caballete de su nariz, preguntó con voz hueca:

—¿Qué hace usted aquí, caballero?

El fugitivo contestó con voz trémula y con una dignidad que no pasó desapercibida para el viejo. Pedíale auxilio, que lo ocultase en su casa para librarse de una muerte cierta.

—¡Ah! Todo lo comprendo, caballero. Usted es sin duda de los comprometidos en esa jarana que ha aterrado a Madrid durante todo el día. Muy bien, caballero; está muy bien.

Y se quedó pensativo por algunos instantes. Álvarez no esperaba nada bueno de aquellas reflexiones y aguardaba el momento en que el vejete le ordenase salir de allí, insultándole por meterse en las casas y comprometer a las personas honradas.

Por esto su sorpresa fue grande cuando el hombrecillo señaló la escalera y con entonación propia de un personaje de drama, le dijo:

—Sígame usted, caballero. Arriba hablaremos.

Procurando hacer el menor ruido al subir los peldaños, iba el vejete delante encendiendo fósforos y casi pegado a su levita seguíale el fugitivo Álvarez, a quien después de lo ocurrido, le parecía aquel hombre la figura más simpática que había encontrado en su vida.

Vivía en el cuarto piso, en una habitación que tenía el aspecto de un desván y que ofrecía un golpe de vista raro. Había en ella más libros que muebles y más papeles que libros. El único adorno de la pared era un gran retrato al óleo de una mujer bastante fea, con soberbio marco dorado, que estaba pregonando su procedencia de la época en que el dueño de la casa había gozado de mejor posición social.

El viejo, después de enterarse de quién era Álvarez, sentía verdadero afán por corresponderle relatándole su propia vida. Aquel retrato era el de su difunta Ramona, el único ser que en este mundo le había comprendido, y había hecho justicia a sus méritos, desconocidos por el vulgo.

Él también había sido revolucionario… ¡je!, ¡je!… y miliciano nacional, aún debía tener en la cómoda como recuerdo los botones del uniforme. Las prendas las había gastado para ir por casa. ¡Jo!, ¡jo!… Y el viejo reía recordando el año 54, cuando él, en su evolución mil y tantas acerca de la utilidad de sus facultades, había pensado dedicarse a político. En el bienio progresista había perorado en los clubs, y hasta llegó a sargento furriel de una compañía del batallón de Ligeros que mandaba Sixto Cámara; pero no le llamaba Dios por el camino de la política, y la dejó para dedicarse a inventar el movimiento continuo.

Aquel D. Pedro Corrales —éste era su nombre— resultaba un ejemplar precioso de este tipo que tanto abunda en nuestra sociedad, del hombre listo que sirve para todo, que no encuentra asunto que no crea profundizar y dominar, y que, al fin, muere en la miseria sin haber hecho nada, ni servir en lo más mínimo a la sociedad.

A la muerte de sus padres era rico, y ahora estaba en la miseria. No era vicioso, ignoraba lo que eran locuras, y a pesar de esto, el dinero se le fue de entre las manos como si fuera azogue. No siguió carrera alguna porque se sentía poeta, y el genio no puede encadenarse a la monotonía universitaria. Amigo de todos los grandes hombres del período romántico, para revolucionar el teatro se metió a empresario, y perdió media fortuna; fue después editor, y su bolsa experimentó una segunda derrota; metióse en empresas industriales y acabó con su fortuna, sin que las desgracias lograsen quitarle aquella manía de hombre extraordinario llamado a transformar cuanto tocaba.

La miseria y el olvido no habían desvanecido ninguna de sus ilusiones, y oyéndole hablar se esperaba de un momento a otro que se golpease la frente y como Andrés Chenier, exclamase:

—¡Aquí hay algo!

En medio de la lástima que inspiraba a Álvarez oyéndole contar su vida tan llena de ilusiones, el revolucionario sentía por el viejo una viva simpatía cada vez que éste cortaba su relación, y mirando aquella cara fea del retrato decía con visible ternura:

—¡Oh! ¡Si viviera mi Ramona! Ésa me comprendía y sabía animarme. Sin ella me siento incapaz para todo.

El presente del buen viejo era bastante triste, pero a pesar de esto, aún hacía sonreír a aquel niño de cabellos blancos, destinado a bajar a la tumba con la virginal corona de sus primeras ilusiones. Ganábase la vida con un puesto de memorialista situado en la plaza de Isabel II, y según aseguraba, sonriendo irónicamente, no podía quejarse de su suerte; los del oficio le tenían envidia en secreto por su gran clientela, y muchas criadas iban a buscarle desde el otro extremo de Madrid, conociendo su buena mano para inventarse cartas amorosas en verso. Además, en los ratos desocupados escribía piececitas para el teatro infantil, único coliseo donde había logrado ver admitidas sus producciones. Le quedaba aún mucho de su antigua afición.

Y el vejete enumeraba las ventajas de su vida, con la misma entonación que un galán de comedia recita un parlamento.

—En fin, caballero; que lo paso ricamente, y sería un crimen quejarme de mi fortuna. Otros lo pasan peor y han tenido principios superiores a los míos. Hoy, a pesar de que la sarracina comenzó muy de mañana, he querido ir a mi cajón de memorialista, porque la puntualidad en el ejercicio de la profesión, es la base del crédito. Como hasta allí llegaban las balas, me he metido en el bodegón donde me dan de comer, y he estado en él hasta al anochecer en que he ido al café donde todas las noches me reúno con algunos amigos. No he encontrado a ninguno de ellos, el café estaba casi vacío, pero yo he pasado la noche hablando con el camarero, y no me he retirado hasta la hora de costumbre. La puntualidad; siempre verá usted en mí lo mismo, caballero.

Álvarez oía al viejo, ocupado en roer una libreta de pan bastante dura, que el viejo había encontrado registrando toda su habitación, y la mojaba en un vaso de vino rancio. El único sibaritismo de don Pedro, al hacerse viejo, había consistido en tener siempre en su casa algunas botellas del añejo que compraba en el bodegón.

El revolucionario, después de aquel día de terribles emociones, en el que apenas había comido, sentía ahora un hambre nerviosa, y procuraba aplacarla con aquellas sopas de vino.

De buena gana se hubiese tendido en la cama, que estaba en un extremo de la habitación, pues el cansancio, propio de una jornada tan agitada, entumecía sus miembros; pero el viejo, desde que sabía que su protegido era un antiguo capitán, y por añadidura ayudante de Prim, no quería que le tomase a él por un cualquiera, y hablaba sin descanso, relatando todos los incidentes de su vida. El mutismo a que le obligaba habitualmente la soledad de su vivienda, hacíale, en la presente ocasión, ser charlatán hasta el aburrimiento.

Y, aunque ahora era un pobre memorialista, había sido el amigo y el protector de todos los grandes hombres. ¡Cuánto le quería Pepe Espronceda! ¿Pues y Marianito Larra? Mayores favores le debía Pepe Zorrilla, el autor del Tenorio, y no es que él se quejase de ingratitud; pero como el otro estaba ya tan alto y él tan bajo, siempre que lo veía de lejos, don Pedro se avergonzaba y escurría el bulto, pues su timidez sublevábase con la más leve suposición de ser molesto a un amigo que podía sentir repugnancia ante su miseria.

Y el anciano seguía enumerando todos los amigos, grandes y medianos, que había tenido en su juventud, y alcanzado alguna notoriedad.

—¡Y pensar que yo que he sido dueño del teatro Español, que he tenido en la calle de la Montera la más hermosa casa editorial que se ha conocido, y que en Chamberí levanté una fábrica que asombró a cuantos la vieron, vivo en esta casa pobre y abandonado, sufriendo las impertinencias de soeces vecinos! ¡Qué vueltas da el mundo!, ¿eh, caballero capitán?

Álvarez, rendido de cansancio, y arrullado por la voz dulce de don Pedro, estaba próximo a dormirse; y si aún conservaba los ojos abiertos y contestaba con signos a la palabras del viejo, era porque tenía empeño en acabar de ablandar con vino el último pedazo de aquella libreta que tan rebelde se mostraba entre sus dientes.

Lo que mejor comprendió el capitán, es que hubiera corrido un gran peligro, si en vez de permanecer inmóvil en el patio, hubiese llamado en los pisos superiores demandando protección. ¡De buena se había salvado! En el primer piso vivía una vieja prestamista, de conciencia intranquila, gruñona, y que le bastaba oír el ruido de un ratón, para imaginarse que los ladrones forzaban su puerta y pedir socorro a los vecinos. Si Álvarez hubiese llamado a su puerta, de seguro que la vieja usurera hubiera contestado con chillidos suficientes para poner en alarma toda la calle.

En el segundo vivía una buena moza, querida de un cabo de policía, sujeto de malas entrañas, del que había que guardarse en adelante, pues era dedicado en especial a la persecución de los delincuentes políticos. La moza no era de mejores sentimientos que su amante, y de haber llamado Álvarez a su puerta, diciendo quién era, de seguro que la policía no hubiese tardado en echarle la mano.

—De todos modos, señor de Álvarez —decía el viejo con su entonación dramática y caballeresca—, más vale que tengamos vecinos de tal clase. Usted estará aquí muy seguro solamente con que tenga prudencia y no se deje ver, pues a nadie se le ocurrirá venir a registrar una casa donde vive el sabueso más listo de la policía. ¡Vaya por Dios! Alguna vez debía servir para algo esa vecindad soez que tantos disgustos me proporciona.

Y el pobre anciano, por el modo de decir estas palabras, daba a entender la repugnancia que le producía el trato con esas gentes incultas, que guardaban todos sus sarcasmos y desprecios para los pobres de levita que se ven obligados a vivir entre ellas, y a los que odian por su superioridad de educación.

La sencillez con que don Pedro se comprometía a tenerle en su casa por un plazo indeterminado, hasta que pudiera salvarse, conmovió a Álvarez hasta el punto de desvanecer la somnolencia en que estaba.

Dióle las gracias con un vigoroso apretón de manos y después sacó del bolsillo interior de su levita una abultada cartera. Tenía allí más de tres mil pesetas que eran el sobrante de los fondos que la Junta revolucionaria le había entregado para la preparación de una parte del levantamiento.

Quiso que don Pedro tomase la cantidad que juzgara necesaria para atender a los gastos que pudiera proporcionarle, pero el viejo rehusó con un gesto imponente que recordaba a los héroes de tragedia, rechazando la ciencia mortal.

—No; sería la primera vez que tomaría dinero a cambio de un favor. Guárdese sus billetes, señor de Álvarez. Aunque soy pobre, aún tengo algunos duros en esa cómoda y puedo hacer mi santa voluntad sin que nadie me ayude.

Álvarez no insistió, pues había conocido el verdadero carácter de aquel hombre.

Eran ya las tres de la madrugada, y don Pedro, excitado por aquella charla extraordinaria, no pensaba en dormir. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y hacía que el capitán bebiera copitas del añejo, según él decía, para que se le pasasen los muchos sustos que habría experimentado durante el día anterior.

A las cuatro, cuando ya comenzaba a romper el día se decidió a dormir, pero antes, aún quiso mostrar a su huésped lo que él llamaba el museo retrospectivo, y de dentro de un cofre viejo sacó un grueso manojo de anuncios de teatro y algunas docenas de pequeños volúmenes, encuadernados en pasta.

Los primeros eran los prospectos teatrales de cuando él era empresario y estrenaba dramas propios que vivían en el cartel una sola noche. Los libros constituían la biblioteca que él había publicado en pleno furor romántico, con el titulo de Galería de espectros trágicos y sombras ensangrentadas, colección de novelas con más prodigios que una comedia de magia y en las cuales las protagonistas ostentaban puñales y botes de veneno como quien lleva el abanico, y todos los héroes eran melenudos, de ojos satánicos y con palidez verdosa, como si todas las mañanas se desayunasen con vinagre.

La excitación de la charla y un par de copitas habían puesto a don Pedro en una situación tal, que, al contemplar aquellos recuerdos de gloria, se enterneció hasta el punto de que le saltaron las lágrimas por bajo de las gafas.

—¡Ah, caballero! —gimoteaba el viejo—; aquella fue mi grande época. Tenía dinero en abundancia, era respetado y querido por todos, se me consideraba como hombre llamado a hacer grandes cosas y sobre todo tenía a ésa —señalando al retrato—, a mi Ramona que era un dechado de perfecciones. Yo la maté, señor de Álvarez; no quiero ocultarlo, yo fui quien la maté, con mi afán de actividad y de especulaciones atrevidas. La pobrecita no pudo sufrir la ruina ni familiarizarse con la miseria. Había nacido en la opulencia y murió en el hospital. El primer día en que ella me vio en el cajón de memorialista, esperando a criadas y aguadores que entonces no venían, la infeliz cayó enferma. Era demasiado señora para sufrir aquello. Crea usted, que estos recuerdos son lo único que en esta vida me pone triste.

El anciano encerró los libros y papeles en el cofre y se dirigió a la cama, no sin beber antes otra copita, para olvidar aquello que tanto le afligía.

Los dos iban a acostarse en la misma cama, y cuando estaban ya en ropas menores, y don Pedro, dejando las gafas sobre la mesa iba a apagar el humoso quinqué, dijo al militar:

—Antes de dormir arreglemos nuestra vida, señor de Álvarez. Mientras yo esté, como de costumbre, en el cajón, usted permanecerá quietecito aquí cuidando de no cometer imprudencia alguna para que no se aperciban las gentes de abajo. Puede usted entretenerse leyendo los libros que hay esparramados por ahí; además le dejaré mi Galería de espectros trágicos y sombras ensangrentadas; se la recomiendo, hay en ella cosas muy buenas. El orden de las comidas lo arreglaremos en la siguiente forma. Yo almorzaré a las doce, en el cajón según costumbre; usted hará lo mismo con fiambres que ya le traeré a usted mañana. A las seis volveré a casa y como es la hora más a propósito para que ningún vecino curiosee, subiré yo mismo un pucherete con algo más que nos guisarán en una taberna de esta misma calle. ¿Está usted conforme?

Álvarez sonreía enternecido por la bondad de aquel viejo, que socorriendo a un desgraciado, parecía poseído de un gozo infantil.

Don Pedro apagó el quinqué, y buscando a tientas la cama, fue a acostarse al lado del revolucionario.

—Ahora a dormir —dijo con voz queda.— Estará usted mucho tiempo aquí como prisionero. Esto le será molesto, pero ¡qué diablo!, lo importante es librar la piel y aguardar que vengan tiempos mejores. Ya veremos de salir de este paso.

Calló el viejo, pero al poco rato en la oscuridad su risita infantil.

—¿Sabe usted por qué río, señor de Álvarez? Me hace mucha gracia el engañar al Gobierno teniéndole a usted aquí. ¡Ji!, ¡ji! ¡Cuánto me reiré cada vez que vea a ese groserote policía que vive abajo!

Al capitán le causaba cierto remordimiento la alegría del sencillo anciano.

—Piense usted bien lo que hace, don Pedro, socorriendo a un revolucionario. Estos gobiernos son capaces de fusilar a un viejo por haber ocultado a un desgraciado.

Reinó el silencio, pero al poco rato contestó el anciano, con voz grave:

—Me importa poco lo que pueda sucederme por hacer bien a un semejante. Aunque soy viejo, no me asusta la muerte. ¿Cree usted que si yo tuviera valor no hubiese ido hace ya tiempo a reunirme con Ramona?

Álvarez se estremeció escuchando aquellas palabras sencillas, que delataban una desesperación tranquila y un amor póstumo a toda prueba.

Los dos no tardaron en rendirse al sueño, y aquella noche Alvarez soñó que era pequeño, muy pequeño y que dormía abrazado a su padre, del cual apenas si se había acordado en mucho tiempo.

Más de un mes permaneció Alvarez en aquel escondite, haciendo la vida ordenada por don Pedro.

Éste no sólo le llevaba la comida a su huésped, sino que abandonaba su cajón y corría todo Madrid para cumplir los encargos que le hacía Álvarez.

A pesar de las precauciones que tomaban los vencidos, ocultos en Madrid, don Pedro, siguiendo las indicaciones del capitán, pudo ir enterándose de cuál había sido la suerte de cada uno.

Alvarez, seguro en su escondite, no tenía prisa en huir, convencido de que cuanto más tardase a salir de Madrid, menos obstáculos tendría que salvar en su fuga.

El embajador de Inglaterra, que había ya arreglado la escapatoria a los principales comprometidos en la revolución, era el encargado de facilitarle los medios de huida.

La policía andaba muy escamada, según decía don Pedro, que ahora hablaba más frecuentemente con el vecino polizonte, y había que esperar a que se presentase una ocasión oportuna.

Una dama inglesa, que había venido a España muy recomendada al embajador, con el solo objeto de ver corridas de toros y pintar en su cuaderno de acuarelas algunas cabezas de gitanos, fue la que se encargó de salvar al revolucionario.

Propúsole el embajador a la romántica miss, que al regresar a Inglaterra llevara hasta la frontera de Francia, en calidad de criado, a un capitán español condenado a muerte, y la descendiente de Ofelia aceptó, encontrando la aventura muy novelesca y propia para causar sensación en los salones de Londres.

Don Pedro, que servía para todo, afeitó a su protegido concienzudamente, le ayudó a vestirse un traje que había comprado el día antes, y Álvarez quedó convertido en el tipo perfecto de esos criados elegantes y respetables que constituyen la aristocracia de la domesticidad.

Aquella misma noche, a final del mes de agosto, el revolucionario llevando el saco de noche de la enjuta y huesuda miss que le precedía, atravesó el salón de espera y el andén de la estación del Norte, pasando por entre la policía que vigilaba atentamente a los viajeros.

Don Pedro, sonriendo como un ángel, contemplaba la escena desde un extremo de la estación y cuando el tren partió, lanzó un suspiro de satisfacción acompañado de unas cuantas carcajadas.

¡Je!, ¡je! ¡Cómo se la habían pegado al Gobierno y a su vecino el cabo de policía!

De este modo salió Esteban Álvarez de aquel levantamiento tan heroico como infortunado.

Al llegar a París se despidió de su protectora inglesa, que en todo el viaje no le había dirigido media docena de palabras, limitándose a mirarle descaradamente a través de su monóculo, con la misma insistencia que si fuese un bicho raro.

Los primeros días de estancia en París fueron insoportables para el emigrado. Se hallaba completamente solo y todo traía a su memoria el recuerdo de su asistente, de su fiel Perico, que había sido en aquellos lugares su inseparable compañero.

Ignoraba cuál había sido su suerte desde que el pobre muchacho le abandonó en la calle de Lope de Vega para hacer más fácil la huida de su amo.

Creía unas veces que estaría sano y salvo en Francia y hacía pesquisas para encontrarlo, pero ningún compañero de emigración había oído hablar de él y se ignoraba cuál había sido su suerte.

Al mes de emigración la ansiedad experimentada por el capitán era tan grande, que resolvió escribir a su amigo, el vizconde, preguntándole por Perico. Envió la carta al Casino donde pasaba la vida el vizconde y no puso su firma, pues sabía que el Gobierno era maestro en el arte de leer la correspondencia sospechosa, sin detenerla, y él no quería comprometer a su amigo. Limitábase a preguntar qué era de Perico, y consignaba la dirección que debía dar a su respuesta.

El vizconde reconoció la forma de letra de su amigo y contestó a vuelta de correo lacónicamente, para evitarse compromisos.

Perico estaba actualmente en Melilla. Una bala le había roto una pierna en su huida. Después había sido conducido al Hospital Militar, y si no le habían fusilado, lo debía a estar herido, a las influencias que el vizconde puso en juego, y más que todo, a la serenidad que demostró negando su personalidad.

El valiente muchacho dijo en todas sus declaraciones que era francés y que tan sólo arrastrado de origen por una curiosidad imprudente había ido a las barricadas, mezclándose en la lucha. Un certificado del consulado francés que le encontraron en un bolsillo del traje, fue lo único que le salvó de ser pasado por las armas, pero esto no le evitó al supuesto francés el ser condenado a veinte años de cadena en los presidios de África, y apenas estuvo convaleciente de su herida, salió para su destino formando parte de una de aquellas famosas cuerdas en que iban a la deportación mezclados con los más abyectos criminales, algunos centenares de ciudadanos honrados, arrancados a sus familias por el delito de amar mucho a su patria.

Aquella carta conmovió al revolucionario y le hizo odiar aún con más fuerza el régimen político contra el cual conspiraba.

III. Álvarez después de la revolución

Al triunfar la revolución en septiembre de 1868, Álvarez vino a España, entrando por Cataluña con algunos generales emigrados. En Barcelona se reunió con Prim, que hacía su viaje insurreccional por las costas del Mediterráneo, y entró en Madrid formando parte del Estado mayor del célebre general, que fue acogido en la capital de España con la ovación más delirante que se recuerda.

Álvarez no olvidó a su asistente, quien a los pocos días entró también en Madrid, completamente convertido, pues a pesar de su sencillez, no dejaba de darse alguna importancia en vista de las atenciones recibidas en el camino.

Había desembarcado en Málaga con otros deportados políticos, y desde allí hasta la corte, su viaje había sido una serie de ovaciones tributadas por el pueblo a los que se habían sacrificado por su libertad. Perico quería seguir siendo para su amo un fiel asistente, pero para los demás aspiraba a los honores de personaje, y muchas noches, mientras Álvarez estaba ausente, iba él a alguno de los clubs populares que entonces comenzaban a formarse y recibía allí de los oradores los elogios destinados a los mártires, conmoviéndose hasta el punto de derramar lágrimas.

Uno de los más fervientes deseos de Álvarez era encontrar a D. Pedro Corrales, aquel inesperado y extraño protector que le había salvado la vida. Fue a la calle de San Agustín, y nadie, en aquella vieja casa, pudo contestar a sus preguntas. El policía y su moza no vivían ya allí; la vieja prestamista aún ocupaba el primer piso, pero en las conferencias que a través del ventanillo de su puerta sostuvo con el militar, no le dio noticia alguna.

Don Pedro se había trasladado hacía más de un año, no se sabe dónde. A esto quedaban reducidas todas las noticias.

Buscó Álvarez por todos lados, ganoso de encontrar a su protector, pero sus gestiones fueron inútiles. Su cajón de memorialista no existía ya.

El agitado océano de Madrid se había tragado a aquel náufrago social que con tanta dignidad y santa sencillez sabía mantenerse en su infortunio.

¿Había muerto víctima de la miseria? ¿Había cambiado su fortuna en aquellos dos años? ¿Habría encontrado por fin el valor que le faltaba para reunirse con su Ramona?

Álvarez no supo nunca nada de aquel hombre, cuyo recuerdo quedó fijo por siempre en su memoria.

Su encuentro con aquel viejo había sido de esos que ocurren en la vida, y que, a pesar de pasar fugaces, impresionan más que las amistades eternas.

El memorialista era para la vida de Álvarez un demente necesario. Le había encontrado en el momento preciso, y después el destino le hizo desaparecer. Los dos habían sido como los buques que se encuentran en los desiertos mares; se prestan auxilio, se expone al peligro el uno por el otro, y después se alejan con igual indiferencia para no encontrarse jamás.

Álvarez sólo fue ascendido a comandante, mientras que oficiales que habían permanecido en España, no atreviéndose a desenvainar nunca la espada por la revolución, saltaban ayudados por el favor, y de un solo golpe, dos o tres empleos.

Había en el infatigable conspirador; en el héroe del 22 de junio, algo que le hacía poco simpático a los ojos de aquella brillante pléyade militar que se reunía en los salones del ministerio de la Guerra, donde Prim daba audiencia a sus cortesanos de espada.

El comandante Álvarez era republicano, y a tal punto llevaba su fe política entre todos aquellos soldados de fortuna, que eran partidarios de la revolución porque a la sombra de ésta se alcanzaban entorchados, que no vacilaba en manifestar su pensamiento ante el mismo Prim, que tan justa fama tenía de poco sufrido.

Las manifestaciones monárquicas que había hecho el general al desembarcar en Barcelona le habían descorazonado. ¡Adiós, ídolo! Prim, que hasta entonces había sido para él un ser sobrenatural, un patriota sin precedentes en la historia de España, convertíase ahora ante sus ojos, en un político doctrinario incapaz de romper los moldes forjados por sus antecesores, y ansioso únicamente de ser la espada protectora, el factotum de una monarquía con ciertos visos de democracia.

Álvarez no vaciló en decir al marqués de los Castillejos la opinión que le merecía, y de aquí que las recompensas revolucionarias fuesen tan parcas para él, como exorbitantes para otros.

Prim apreciaba mucho a su antiguo agente; sabía de lo que era capaz y tenía interés en conservarlo a su lado, por lo que intentó atraerlo a sus planes políticos favorables a una monarquía democrática. Prometióle el mando de un regimiento y el fajín de allí a poco tiempo, si se declaraba adicto a la monarquía que soñaba en fundar, pero todas sus seducciones se estrellaron contra el austero republicanismo del comandante.

Él había trabajado por la revolución, y expuesto mil veces su vida en la creencia de que aquélla era para arrojar para siempre a los reyes de España; con esta idea había militado a las órdenes de Prim, pero ahora que éste se decidía en favor de la institución monárquica, él le abandonaba, y aunque la disciplina militar obligábale a ser fiel al Gobierno provisional, su corazón estaba de parte de la República federativa, de aquella República que Pi y Margall, Castelar, Orense, Garrido y otros iban predicando por todas las provincias de España.

Entre el progresismo triunfante que le ofrecía todos los honores y grandezas de la victoria, y el evangelio republicano que comenzaba a conquistar el corazón de las masas humildes y necesitadas, estaba con el último, así como unos cuantos meses antes estaba por los derechos del pueblo, contra la tiranía de los Borbones.

Álvarez rompió abiertamente con Prim.

—Ese chico es un loco —decía el general en su tertulia—. Siento que se aleje, porque es un buen amigo. Veremos qué le dan esos republicanos, a cambio del sacrificio que hace alejándose de mí.

Álvarez quedó en Madrid, aunque sin incorporarse a cuerpo alguno.

Libre de aquellas ocupaciones políticas que tanto tiempo le habían absorbido, dedicóse a cumplir un deseo que hacía tiempo le agitaba.

En la emigración había sabido la muerte de Enriqueta. Leía los periódicos españoles, y especialmente de Madrid, para estar al tanto de los acontecimientos políticos ocurridos en su patria, y muchas veces tropezaban sus ojos con el nombre de la baronesa de Carrillo, eterna presidenta de cuantas cofradías celebraban fiestas religiosas u organizaban cuestaciones caritativas. A pesar del odio que profesaba a doña Fernanda, alegrábase cada vez que encontraba su nombre, pues esto parecíale que le aproximaba a la mujer amada.

Quiso enterarse varias veces de la suerte de Enriqueta y de su viudez, en la que tanta participación había tenido Perico; y aunque pensó en escribirla, nunca llegó a atreverse.

Por un periodista que fue a Amberes, donde él se encontraba con Prim, supo que Enriqueta se hallaba enferma, pero no llegó a persuadirse de la verdad de esta noticia, pues el que la daba hablábale con el tono vago e indeciso del que no se entera de cosas que le son indiferentes.

Un día leyendo en el café de Madrid, en pleno boulevard Montmartre, un número de La Época, encontróse con una esquela mortuoria que le hizo palidecer. Era la de Enriqueta. En un suelto de regulares dimensiones que el cronista del mundo elegante dedicaba a la finada, que ésta había sufrido una larga enfermedad que la tenía privada de conocimiento a consecuencia de la sorpresa que experimentó el 22 de junio, al ver a su querido esposo muerto a las puertas de su casa. El revistero aristocrático aprovechaba la ocasión para anatematizar a los feroces revolucionarios, y hacer la apología de la reina y de la nobleza de sangre. A Álvarez le hizo aquello mucho daño. Ignoraba la verdadera causa de aquella enfermedad de Enriqueta; no sabía que ésta le creía fusilado, y al leer lo que el revistero decía sobre el inmenso cariño que la señora de Quirós había profesado a su esposo, pasión que se acrecentó después de la muerte, experimentó terribles celos y se dijo con ferocidad de amante ofendido, como si la infeliz todavía viviera:

—¡Fíese usted de las mujeres! ¡Tanto como parecía quererme, y ahora resulta que muere enamorada del píllete de su marido!

La imagen de Enriqueta ya no ocupó desde aquel día el lugar preferente en la memoria de Álvarez, pero cuando éste se vio en Madrid después de triunfar la revolución, uno de sus más vehementes deseos fue el ver a su hija, a la pequeña María, que sólo había contemplado furtivamente en aquellas tardes que Enriqueta, esposa ya de Quirós, acudía a sus inocentes citas.

El comandante volvió a rondar como en otros tiempos el palacio de Baselga, pero ahora era con más aplomo y convencido de su derecho.

No iba en busca de amores; era un padre que quería ver a su hija.

Entonces fue cuando la baronesa de Carrillo le vio un día desde un balcón, y si la devota señora experimentó gran susto al creerle un aparecido, no fue menor la alarma que sintió cuando llegó a convencerse de que era un hombre de carne y hueso, o más bien dicho, que era aquel mismo pillete republicano que tantos disgustos le había proporcionado y que tan pático le resultaba siempre.

La baronesa, con su fino olfato de beata, adivinó inmediatamente lo que significaban aquellos paseos del militar.

¡Oh! ¡No cabía el dudarlo! Álvarez era el verdadero padre de Marujita, y sin duda, sentía el deseo de verla y estrecharla entre sus brazos.

¡Y pensar que aquel miserable había mezclado su sangre plebeya con la de una familia tan aristocrática!

Pero a la baronesa no le duró mucho tiempo la indignación que le producían tales consideraciones.

Pensó en su situación actual, en la revolución que tanto horror le causaba, y en que aquel hombre odiado era de los victoriosos y debía disponer de las masas que aterrorizaban a la baronesa, con su aspecto poco distinguido.

Había que ser prudente y no hacer, como en pasadas épocas, demostraciones de desprecio a aquel ogro que la maldita revolución ponía nuevamente ante ella.

IV. Un revolucionario y una beata

En toda la noche no pudo dormir la baronesa, agitada por los pensamientos que le producían el haber visto a Álvarez la mañana anterior.

A la madrugada, cuando ya sonaba en las calles el campanilleo de las burras de leche y el cencerro de las vacas, pudo atrapar al sueño, pero no gozó de tal dicha por muchas horas.

Eran las once cuando entró su lenguaraz doncella a avisarle, con tono de alarma, que había estado a visitarla un comandante, anunciando que volvería a la una, pues tenía que hablar con urgencia a la señora.

El modo con que la doncella decía estas palabras, acabó de disipar la torpeza que invadía a doña Fernanda, bruscamente sacada de su sueño.

Adivinábase que aquella muchacha conocía a Álvarez y no ignoraba la importancia que tenía la visita.

La baronesa así lo comprendía. ¡Dios sabe de cuántas murmuraciones habría sido objeto su difunta hermana por parte de la servidumbre, gente respetuosa e inmóvil que parece no fijarse en nada, y, sin embargo lo ve todo!

Doña Fernanda, herida por la audacia que demostraba Álvarez presentándose en su casa, saltó inmediatamente del lecho y comenzó a vestirse.

¡Dios mío! ¿Qué quería aquel hombre? ¿Cómo se atrevía a poner los pies en aquella casa? ¿Con qué derecho quería hablar nada menos que a una baronesa muy católica y no menos ilustre? Que se fuera a sus centros, a sus clubs, a sus logias horripilantes, donde se pisoteaba a Cristo, se cometían los mayores sacrilegios y se pronunciaban terribles palabras que mataban a una persona sólo con oírlas. ¡Mire usted que era audacia la del aquel demagogo!

Lo único que la consolaba es que ella hablaría con Paco Serrano, que la estimaba mucho, y sabría meter en vereda al audaz comandante.

Estaba resuelta a no dejarse imponer por el descamisado y dio orden terminante a la doncella para que no le permitiera la entrada.

Pero no tardó en cambiar de opinión. Parecióle sin duda indigno de ella el evadir la presencia de Álvarez, y bien fuese por imposición de su dignidad, o por no tener un enemigo en un hombre que figuraba entre los revolucionarios a quienes ella tanto temía, lo cierto es, que dio contraorden a su doncella, la cual fue autorizada para hacer entrar al comandante en el salón, así que se presentara.

Una hora después, Álvarez, vestido de uniforme, entraba en el salón de la baronesa. Ésta le hizo aguardar mucho rato, y, por fin, se presentó, vestida de negro, con rostro austero y todo el aspecto de una reina viuda.

Al ver al comandante, que se puso en pie respetuosamente, hizo doña Fernanda uno de esos gestos de extrañeza cortés que se reservan para las personas desconocidas cuyas intenciones son un problema.

Cuando los dos estuvieron sentados, el comandante comenzó a hablar a la baronesa que le escuchaba con gesto altivo y casi impertinente.

—Señora: no sé si usted me conocerá… ¿Que no? No lo extraño. Hace ya mucho tiempo que no nos hemos visto, y las circunstancias de la vida me han envejecido bastante. Sin embargo, tal vez haga usted memoria cuando sepa mi nombre. Yo soy Esteban Álvarez.

Doña Fernanda volvió a hacer con su cabeza signos negativos.

—A pesar de esto, usted me conoce, señora. Nunca nos hemos hablado, pero tengo las seguridad de que yo no soy para usted un desconocido.

Tal vez recuerde usted mejor cuando yo le diga que fui novio de su difunta hermana Enriqueta. Creo que algunas veces he tenido la desgracia de incurrir en la muda indignación de usted.

Y Álvarez dijo estas palabras sonriendo discretamente.

La baronesa ya no pudo seguir negando y acogió aquellas palabras con la expresión del que recuerda una cosa que le interesa poco.

—¡Ah!, sí, caballero. Me parece recordar que mi hermana tenía un capitán que parecía algo enamorado de ella… ¿Era usted mismo, caballero? Vaya, pues, lo celebro mucho. Ya sabrá usted que la pobrecita murió.

Y doña Fernanda sonreía desdeñosamente, envuelta en su superioridad de raza y esforzándose en darle a entender con su actitud, que el haber tenido relaciones amorosas con su hermana, no autorizaba a ningún plebeyo, y por añadidura revolucionario, para inmiscuirse en el seno de una familia de antigua nobleza.

—Sí, señora. Sé que murió Enriqueta y éste es el mayor infortunio de cuantos he experimentado. Ha sido mi único amor.

—Veo que es usted constante, caballero —dijo la baronesa con acento sarcástico—. No podría decir lo mismo mi pobre hermana si viviese, pues ya sabrá usted que ella contrajo matrimonio después de sus galanteos con usted. Se casó con un hombre distinguido y de gran talento, que murió heroicamente peleando en favor de las doctrinas de sus mayores y de los intereses del orden y de la familia. Desgraciadamente, hoy no están en moda tales esfuerzos, pues nos han salido otros héroes de nueva clase.

La baronesa profesaba gran simpatía a su cuñado Quirós, aun después de muerto, y como si no conociera las circunstancias de su desgraciado fin, complacíase en forjarse una novela sobre sus últimos instantes y en tenerlo como un héroe, que, consecuente con los principios que siempre predicaba, habíase batido el 22 de junio como un león, siendo mártir de la monarquía y del catolicismo. En todas partes hablaba de su cuñado, llamándole héroe y mártir sublime, y la sociedad que la rodeaba, creíala o fingía creerla, pues a todos interesaba el formarse dentro de su clase un grande hombre.

Por los labios de Álvarez vagó una débil sonrisa al encontrarse convertido en héroe al despreciable Quirós, pero se abstuvo de todo comentario sobre esta creencia, así como sobre las últimas palabras de la baronesa, que eran una sátira contra la revolución, y siguió como si no se hubiera fijado en tales expresiones.

—Conozco, señora, el matrimonio de su hermana, lo que esto significaba, y de igual modo, hasta qué punto era su esposo ese señor Quirós, de quien usted habla. Sólo conociendo estas cosas, como las conozco, es como yo me he limitado a callar hasta el presente y no he hecho uso de un derecho que tengo, si no valededero ante la sociedad, legítimo como el que más a los ojos de la naturaleza.

—¡Dios mío! ¡Caballero! —dijo con fina sonrisa la aristócrata—. Habla usted de un modo tan imponente, que siguiendo así llegará a aterrorizarme. Además, no sé qué derechos pudiera usted tener sobre mi hermana. ¿Que era novia de usted? Conforme. ¿Que se escribían cartitas y algunas mañanas se veían en el Retiro? No lo sé cierto, pero algo he oído decir y no quiero ponerlo en duda. Pero esto, señor mío, no autoriza a nada. ¿Quién no sabe lo que son amoríos a los veinte años? ¿Tienen esta clase de relaciones alguna importancia, para crear esos derechos de que usted habla en tono tan formal? Si todas las muchachas tuvieran que quedar ligadas eternamente con aquellos hombres a los que hubiesen dado palabra de fidelidad a los veinte años, le aseguro a usted que el amor, y hasta la vida, serían imposibles. Crea usted, caballero, que no entiendo lo que usted dice.

La baronesa fingíase con habilidad completamente ignorante de cuanto había existido entre Enriqueta y Álvarez, y aunque no se sentía muy tranquila en presencia de aquel hombre, empujaba hábilmente la conversación hacia un punto que excitaba su interés y que era lo que principalmente había motivado su repentina decisión de admitir al revolucionario en su casa.

Deseaba saber la verdad de las relaciones entre su hermana y Álvarez. Durante la enfermedad de Enriqueta, ésta, con palabras sueltas, le había dado a entender algo que pudo añadir a lo mucho que ya sabía sobre la aventura de su hermana y el modo con que Quirós había logrado explotarla, pero le faltaba conocer la historia con todos sus detalles, y por esto impulsaba hábilmente a aquel enemigo a que saciase su curiosidad.

Álvarez, al notar el desprecio cortés con que le trataba la baronesa y la certeza con que le negaba todo derecho sobre Enriqueta, queriendo hacerlo pasar como a un extraño, indignóse, y aunque con bastante discreción, para no herir de lleno la honra de su difunta amante, comenzó a relatar todo lo ocurrido desde el día en que la hija del conde de Baselga huyó de su casa para ir a buscarle a él en su modesta vivienda.

La baronesa le escuchaba atentamente a pesar de que fingía incredulidad conforme avanzaba la relación. En vez de indignarse, ai saber la estratagema villana de que se había valido Quirós para comprometer a Enriqueta, encontró que tenía mucha gracia la intriga y ratificó interiormente el concepto de hombre de talento en que tenía a su cuñado. Lo que más estupefacción le produjo, fue la noticia de que Quirós sólo era marido de Enriqueta en apariencia, pues ésta, fiel siempre al recuerdo del que era padre de su hija, no había concedido la menor confianza al aventurero que por tan villanos medios consiguió su mano.

A pesar de la impresión que le produjo esta noticia, la baronesa protestó inmediatamente.

—Caballero; eso que usted me cuenta es abominable. Además, fácilmente se conoce que todo es pura fábula. ¿Cómo puede usted estar tan enterado, de lo que, según afirma, ocurría en esta casa? ¿Cómo conoce usted esa frialdad que supone en las relaciones de los dos difuntos esposos?

—Señora —contestó el capitán con dignidad—. Yo no miento nunca. Le juro a usted, por mi honor de soldado, que esto que le digo, lo sé por la misma Enriqueta. Ella me lo dijo al justificar su conducta cuando yo le pregunté sobre su casamiento.

—¿Y cuándo pudo usted verla? —observó con incredulidad la baronesa. Según usted acaba de decirme huyó de Madrid perseguido por las autoridades la misma noche en que mi hermana con una ligereza inconcebible, abandonó esta casa. No creo que usted haya vuelto por España, hasta ahora, estando como estaba sentenciado a muerte.

—Pues volví, señora; vine aquí para tomar parte en el movimiento del 22 de junio, algunos meses antes.

La baronesa, a pesar de que sabía muy bien que Álvarez había estado en Madrid después de su primera fuga y que en la calle de Atocha lo había visto su hermana, próximo a ser fusilado, hizo un gesto de extrañeza y luego preguntó con marcada incredulidad:

—¿Y cómo hablaba usted entonces con Enriqueta? Le advierto a usted que mi hermana ha vivido siempre muy unida a mí, y que son pocas las cosas que ha hecho, de las cuales no me haya yo enterado inmediatamente.

—¿Duda usted, señora, que yo hablase con Enriqueta después que volví ocultamente de mi primera emigración? Pues yo le daré detalles que le probarán cuanto digo. Hablé por primera vez con Enriqueta en una iglesia, cuyo nombre no recuerdo en este instante, pero en la cual predicaba entonces un jesuita llamado el padre Luis, cuyos sermones causaban verdadero furor. Era una tarde en que usted estaba enferma y Enriqueta fue sola al templo. Al terminar el acto hablamos largamente, y sin que yo la obligase a ello, me relató la vida que hacía con su esposo. Desde entonces nos vimos con gran frecuencia aprovechando todas las tardes en que usted no acompañaba a su hermana. Le juro a usted que Enriqueta supo respetar la nueva posición que ante el mundo tenía y no me permitió nunca la menor libertad en nuestras sucesivas entrevistas. Ya ve usted, señora, que doy bastantes detalles para ser creído.

La baronesa estaba convencida interiormente de la veracidad de cuanto decía Álvarez.

Sabia por las palabras que se habían escapado a Enriqueta, que su hija lo era de Alvarez, y ahora, recordando la frialdad con que su hermana había tratado siempre a Quirós, convencíase de que no era menos cierta aquella separación absoluta que en secreto observaba el matrimonio.

Pero a pesar de esto, la baronesa no estaba dispuesta a aceptar como buenas tales explicaciones. Sublevábanse sus preocupaciones de aristócrata ante la posibilidad de reconocer como pariente a un hombre como Álvarez, y acogió todas sus palabras con gesto de superioridad desdeñosa.

—Podrá ser verdad cuanto usted afirma; pero ¡Dios mío! ¡Resulta todo eso tan extraño…! Parece un capítulo de novela.

El comandante palideció al escuchar estas palabras, que equivalían a un insulto, pero se contuvo y supo dominar su cólera, limitándose a contestar que él respetaba a las señoras lo suficiente para no sentirse molestado por sus expresiones.

—Y en resumen, caballero —continuó doña Fernanda—, ¿qué es lo que us ted desea? No creo que haya venido a esta casa con el solo objeto de desenterrar moralmente a mi pobre hermana, contándome una historia, que, en realidad, me ha interesado poco.

—Señora, he venido aquí impulsado por unos sentimientos que apreciaría usted mejor si fuese madre. Vengo a ver a mi hija. No tengo familia en el mundo ni seres que me amen, y esa niña constituye toda mi ilusión. Quiero ver a Marujita.

La baronesa, a pesar de que estaba preparada, y sabía que el visitante expondría tal demanda, no pudo evitar un movimiento que mostraba su intranquilidad.

—¡Oh! No se asuste usted, señora —se apresuró a decir el comandante con extremada dulzura—. No pretendo arrebatarle a usted esa niña, a la que, según tengo entendido, cuida usted como una madre. Nunca he tenido tal intención, además, me sería imposible encargarme de ella, pues mi profesión, y mi modo de vivir, me imposibilita de tener niños a mi cuidado. Usted la tendrá siempre, señora; usted la conservará a su lado: yo únicamente le pido un favor pequeño, insignificante. Sólo quiero tener libre la entrada aquí, para venir de vez en cuando a dar un beso a mi hija.

Se detuvo el comandante y después dijo con la indecisión y la timidez del que solicita una cosa indispensable y teme no se la concedan:

—¿No podría yo verla ahora mismo?

La baronesa creció en orgullo al verse solicitada tan humildemente y contestó con una mentira:

—No; ahora es imposible. La niña ha salido a pasear, en compañía de su aya. El médico ha ordenado para ella los paseos matinales.

Álvarez hizo un gesto de resignación: otra vez sería más afortunado.

Reinó un largo silencio que la baronesa empleó en preparar una pregunta que hacía rato escarabajeaba en su lengua. Desde que ella supo que Alvarez había tomado parte en la jornada del 22 de junio, con todos los demás sucesos que Enriqueta, durante su enfermedad, relataba con bastante incoherencia, la baronesa había adquirido la convicción de que aquel hombre odiado era el autor de la muerte de Quirós. No tenía más certidumbre que la que proporcionaba su antipatía, pero para ella era indiscutible que estando Alvarez en aquella revolución, forzosamente había de ser el matador de su cuñado.

Deseaba afirmarse en su creencia y por esto buscaba el medio de abordar a Álvarez, de modo que le sorprendiera, arrancándole la verdad.

Por fin, rompió aquel largo y embarazoso silencio del cual no sabía cómo salir su interlocutor.

—Diga usted, caballero. Usted debió encontrarse en la barricada que el 22 de junio levantaron ahí en la cercana plaza. Enriqueta me dijo que lo vio a usted escapar.

—¡Ah…! ¿Le dijo a usted Enriqueta que me había visto próximo a ser fusilado?

La baronesa comprendió que daba un paso en falso para su orgullo, si revelaba a aquel hombre que el espectáculo de su próxima muerte había sido causa de la enfermedad de su hermana.

Esto equivalía a darle a entender que Enriqueta le había amado hasta la muerte.

—¡Bah! Enriqueta nada vio, o al menos, nada me dijo. La pobrecita estaba impresionada por la vista del cadáver de su esposo, al que amaba mucho, aunque usted se empeñe en afirmar lo contrario. Esto fue lo que le produjo su lenta agonía. Pero conteste usted, caballero: ¿Estaba usted en la barricada de la plaza de Antón Martín?

El comandante contestó afirmativamente.

—Pues entonces usted sabrá quién mató a mi cuñado. Nadie lo vería mejor que usted.

La baronesa recalcó mucho estas palabras y Álvarez, incapaz de fingimiento, y creyendo que ella conocía la participación que su Perico había tenido en el suceso, se inmutó hasta el punto de palidecer y balbucear con visible una débil excusa.

—No, señora; no vi nada. No sé quién pudo ser el matador.

—¡Oh! —afirmó doña Fernanda con vehemencia varonil—. Lo sabe usted perfectamente. El rostro le hace traición; está usted turbado y se delata como asesino del pobre Quirós. Ya estaba yo convencida de que el matador no podía ser otro que usted.

Álvarez, absorto ante aquella acusación inesperada, sólo supo levantarse del sillón, exclamando con una extrañeza que acreditaba su inocencia.

—¡Yo, señora! ¡Yo asesino…! Usted no me conoce.

—Sí; usted —gritó doña Fernanda con la faz rubicunda por la cólera y poniéndose en pie—. Salga usted inmediatamente de aquí.

Y serenándose inmediatamente, dijo con una ironía cruel:

—A menos que en los presentes tiempos revolucionarios, los hombres como usted estén autorizados para venir a turbar la paz de una casa honrada y para insultar con su presencia a una dama respetable.

Álvarez cerró los ojos con nerviosa contracción como si acabase de recibir un latigazo en pleno rostro y apretó convulsivamente sus puños. ¡Ira de Dios! ¡Por qué aquel marimacho no había de cambiarse en hombre para tener él el gusto de pulverizarlo a golpes!

La lengua de la baronesa era demasiado expedita y sus insultos sobradamente crueles para sufrirlos con calma; pero a pesar de esto, aún hizo Álvarez un esfuerzo y se dominó, consolándose con la idea de que se sacrificaba por su hija.

—Señora, le ruego que se calme, por lo que usted más quiera. Yo no he sido nunca asesino. Profesaba a Quirós un justo odio, pero para vengarme de él, acudí a medios nobles y leales, como él podría atestiguarlo si viviese.

—¡Salga usted! ¡Salga usted ahora mismo! —repetía con tenacidad la baronesa, que deseaba aprovechar la ocasión para librarse de su enemigo.

Sabía ya de Álvarez cuanto deseaba, y ahora quería separarse cuanto antes de un hombre que le era odioso.

—¡Eh! Señora. Yo he venido aquí por un asunto que usted seguramente olvida. Quiero ver a mi hija, necesito darle un beso, después de tan larga separación. Es un consuelo que reclama un padre.

—Pues puede usted prepararse a consolarse por sí mismo —repuso con insolencia la baronesa—, pues la niña no la verá usted nunca. Salga usted… pero con la convicción de que ya nunca volverá a entrar aquí.

—¡Me arroja usted de esta casa!

—Sí, señor. Le arrojo, y si tarda usted en salir, llamaré a los criados.

—Sería inútil su auxilio si yo me empeñase —dijo Álvarez con convicción de su superioridad—. No llame usted para hacerme salir de aquí, pues les sería difícil despacharme a viva fuerza; pero tranquilícese usted; me voy, por mi propia voluntad.

Y Álvarez, tembloroso por aquel ultraje, buscó el ros que había dejado en el sofá, casi a tientas pues el furor le cegaba.

Cuando ya estaba en la puerta del salón volvióse a mirar a la baronesa, que tras una butaca y apoyando las manos en el respaldo, se erguía enorgullecida por su triunfo. Aún sabían imponerse las gentes privilegiadas a la canalla triunfante.

—Hace usted mal, señora, en ultrajarme de tal modo. Soy un hombre honrado, pero cuando me tratan tan injustamente, me siento capaz de todo. Hoy no estamos en la misma situación que hace algunos meses, y yo no tengo ya por qué ocultarme. Para algo hemos barrido la inmundicia que ustedes habían arrojado sobre la nación. Quiero lo que es mío; quiero a mi hija. Allá veremos quién gana al fin.

La baronesa torció ligeramente la boca con un gesto de desdén.

—¿Amenazas también…? No temo nada, caballero. Tengo amigos en la presente situación. Hablaré con alguien que meta a usted en cintura.

Aquello dio al traste con la forzada paciencia que se imponía el capitán. Sintió necesidad de contestar al desdén con el insulto, y sonrió cínicamente.

—Nos veremos; hija… de Fernando VII.

El origen bastardo que enorgullecía a doña Fernanda, lo recibió en esta ocasión en su verdadero valor: como un insulto; e iracunda cual una furia avanzó algunos pasos, señalando la puerta con su rígido e imperioso brazo.

—¡A la calle…! ¡Descamisado!

¡Oh! Ella también había encontrado el insulto supremo.

Durante algunas horas paladeó con fruición su victoria, pero por la tarde estaba ya arrepentida de haber excitado la cólera del revolucionario.

V. La resolución de la baronesa

La baronesa, cada vez más arrepentida de haber excitado con su altivez la cólera del comandante Álvarez, buscaba el medio de librarse de los peligros que sospechaba próximos.

El revolucionario se vengaría de ella; esto era indudable para la baronesa.

Al principio pensó avistarse con Serrano, aquel amigo Paco, que era para ella el ángel de salvación en la tormenta revolucionaria que forzosamente atravesaba; impetraría su auxilio, pidiéndole que el gobernador de Madrid cuidase de vigilar a Álvarez para evitar que robase a la niña.

Pero pronto se convenció de que esto era imposible. A un hombre como Álvarez, que tantos servicios había prestado a la revolución y que era amigo de Prim, resultaba imposible hacerle vigilar en aquella situación, y menos aún que la autoridad intentase contra él una arbitrariedad.

Nada podía hacer su poderoso amigo para salvarla de la venganza de Álvarez. Si éste le arrebataba la niña, entonces todo lo más que la autoridad podría hacer en su obsequio, sería cumplir la ley, saliendo en persecución del raptor que públicamente no tenía derecho alguno sobre la que realmente era su hija.

A doña Fernanda no le cabía duda alguna de que el militar procuraría arrebatarle la niña, aunque fuese a viva fuerza, y al mismo tiempo estaba convencida de que para nada podían servirle sus valiosas relaciones. ¡Oh! ¡Si aquello le hubiese sucedido antes de la revolución! ¡Si algunos meses antes, aquel mismo Álvarez hubiese osado insultarla, amenazándola con su venganza! Entonces le hubiese bastado una visita al Ministerio, tal vez una simple tarjeta, para que al momento, y sin alegar motivo alguno, hubiese sido arrestado el hombre que la estorbaba y conducido después a Chafarinas o Fernando Poo, en las famosas cuerdas.

¡Qué tiempos tan villanos aquellos de la revolución! Una persona distinguida quedaba al nivel de las de más baja estofa y de nada le servían las relaciones que antes le daban la omnipotencia.

Convencida la baronesa de que le era imposible luchar con aquel hombre, que tanto había despreciado, y que ahora la odiaba por recientes ultrajes, buscó un medio de salir del atolladero.

Ella no se dejaba arrebatar la niña. Antes al contrario, parecía que la quería más desde que el descamisado pretendía aparecer como su padre y participar de su cariño.

La baronesa, sola en aquella casa, que tantos recuerdos de familia tenía para ella; sin otros acompañantes que la servidumbre; alejados sus queridos consejeros, los padres jesuitas, y separada de su Ricardo, aquel futuro santo que la enorgullecía como la honra de su familia, sentía imperiosamente la necesidad de amar. Su carácter seco y áspero en la juventud habíase modificado con la edad, como esas piedras bastas y angulosas que el tiempo va puliendo hasta darles una fina tersura, y ahora, teniendo en sus brazos aquella niña de hermosa cabecita y escuchando su seductora charla infantil, sentíase arrastrada por arrebatos desconocidos y por nuevas emociones, que le hacían presentir los goces de la maternidad.

Pasó una noche terrible, agitándose nerviosamente en su lecho, cada vez que pensaba en la posibilidad de que su Marujita le fuese arrebatada, y a la mañana siguiente había ya adoptado una resolución.

Saldría aquel mismo día de Madrid y pondría a la niña en un lugar seguro y a cubierto de cuanto pudiese intentar su padre para apoderarse de ella.

Recordaba que el padre Claudio en sus últimos años de gobernar la Compañía, deseoso de abrazar por completo la educación de la juventud aristocrática, había fundado en varios puntos de España grandes colegios de niñas, que dirigían religiosas francesas, peritas en esa educación insustancial, meliflua y pedantesca, que constituye la cultura de las hermosas elegantes que bailan en los salones.

El colegio, establecido en Valencia bajo la advocación de Nuestra Señora de la Saletta, era el montado más escrupulosamente y el más estimado por el padre Claudio. La baronesa había conocido a la directora en uno de los viajes que ésta hizo a Madrid para consultar al superior de la Compañía, y a dicho colegio se propuso llevar a María.

Allí la educarían y la tendrían a cubierto de una asechanza de Alvarez, si éste llegaba a descubrir su paradero.

Además, el clima siempre benigno de Valencia sería de buen efecto para su enfermiza sobrina, y ella, libre ya de su cuidado absorbente, volvería a ser dueña de sus acciones, y cuando no le conviniera vivir en aquel Madrid perturbado por la revolución marcharía a Francia para confundirse con las personas distinguidas que estaban al lado de la reina destronada, y volvería a tratarse íntimamente con sus queridos padres jesuitas, los más principales de los cuales estaban establecidos en Bayona.

A la baronesa le pareció inmejorable su idea, e inmediatamente la puso en práctica.

A la caída de la tarde, acompañada de su sobrina, y con poco equipaje, salió de casa en el más modesto de sus coches, y se trasladó a la estación del Mediodía.

Había tomado con anticipación un reservado de primera clase, y en él se colocó, extasiándose en la contemplación del asombro que producía en la niña aquel viaje que era el primero que realizaba.

Cuando la pequeña María se cansó de mirar a través del cristal de las ventanillas, la oscura masa de los campos agujereada de trecho en trecho por alguna lejana luz, y hubo agotado toda la curiosidad que le producía la tibieza que se escapaba de los caloríferos del departamento, sentóse en las rodillas de su tía, que pasaba el tiempo rezando oraciones.

La baronesa pasó su descarnada mano por aquella cabeza ensortijada, y como si cediese a una necesidad interior comenzó a hablarla de lo que pensaba, sin fijarse en que se dirigía a una niña de cuatro años.

¿Sabía por qué viajaban las dos así tan apresuradamente? Pues era por librarla del coco, de un hombre malo que se llamaba Esteban Álvarez, y que quería agarrarla a ella, para llevársela al infierno.

La niña se estremecía abriendo con espanto sus ojazos, y con esa mezcla de curiosidad y miedo que sienten los niños por los cuentos fantásticos que les atemorizan y los deleitan, fue escuchando cuanto decía la baronesa.

Nunca se le olvidó a la niña lo que oyó aquella noche en el interior de un tren, que iluminando el espacio con sus bufidos de fuego, iba arrastrándose por las áridas llanuras de la Mancha.

—¿No olvidarás nunca su nombre? ¿Verdad, cariño mío? Se llama Esteban Alvarez. Cuídate de ese hombre; es el coco.

Claro que la niña haría esfuerzos para no olvidarse de tal nombre, y propósitos de librarse de él en todas ocasiones. ¡Flojo bandido sería aquel sujeto del que su tía hablaba con tanto terror! Aquella revelación fue la primera impresión fuerte que María recibió en su vida, y en su memoria infantil quedaron perfectamente grabadas todas las palabras.

Aquel coco era perseguidor de la familia, algo semejante a aquellos diablos disfrazados de hombres vulgares que asediaban a los santos y los martirizaban con los tormentos más crueles. Al difunto abuelito, el conde de Baselga, le había acarreado la muerte (primer movimiento de espanto de la niña); al papá lo había muerto de un tiro en medio de la calle, cuando ella aún casi estaba en la cuna (nuevo terror de María que se sentía próxima a llorar); y había sido después el verdugo de la mamá Enriqueta, pues ésta había perecido víctima del terror que le inspiraba aquel ser infernal.

La niña se abrazaba a su tía furiosamente, como si sintiera a sus espaldas las manos del monstruo, ansioso de apoderarse de ella, y tanto era su terror, que ni aun se atrevía a llorar como si presumiera que sus suspiros podían atraer al cruel perseguidor.

Pero su miedo aún iba en aumento escuchando a la tía que no parecía cansarse en inculcar en aquella criatura el odio y la repugnancia a Álvarez.

Iba a llevarla a un lugar donde estaría cuidada por unas buenas señoras, unas santas, y donde tendría por compañeras a muchas niñas elegantes y bien educadas, que la querrían mucho. Allí viviría muy bien; sería feliz, y su única preocupación debía ser guardarse mucho de aquel monstruo horrible, que tal vez fuese a buscarla en el mismo colegio, intentando apoderarse de ella.

María se durmió pensando en aquel colegio donde su vida iba a deslizarse tan feliz. Pero su sueño fue intranquilo, pues varias veces se agitó convulsa, con suspiros de terror, creyendo ver a aquel hombre terrible, a quien no conocía, y que se imaginaba con la misma horrorosa y repugnante catadura de los diablos pintados en las estampas de San Antonio.

El mismo día de su llegada a Valencia, la niña entró en el colegio de Nuestra Señora de la Saletta y aún permaneció la baronesa más de una semana en la ciudad, ocupada en arreglar a María el equipaje de colegiala.

Las buenas madres recibieron a la baronesa con grandes muestras de cariño. Sabían el aprecio en que la tenía la alta dirección de la Orden por sus servicios, y acosábanla a todas horas con esa cortesía pegajosa que las gentes religiosas tributan a los poderosos.

La niña no tenía la edad reglamentaria para ser admitida en el colegio, pero su ingreso fue asunto indiscutible, en gracia a los méritos de su tía, lo que llenó a ésta de gran satisfacción.

Doña Fernanda no ocultó a las religiosas el motivo que la obligaba a llevar su sobrina a aquel retiro, y las fue enterando minuciosamente de la historia de Álvarez y Enriqueta hablando con tanta franqueza como si se estuviera confesando con su director espiritual, y no experimentando ningún rubor en darlas a entender, aunque con términos velados, aquella debilidad de su hermana, que hubiera ella misma desmentido enérgicamente de oírla en boca de otro. La fanática señora sentía tal atracción en presencia de toda persona dedicada a la religión, y en especial, si pertenecía a la Compañía de Jesús, que no vacilaba en revelar los mismos secretos que después la ruborizaban o lastimaban su orgullo al recordarlo a solas.

Ella les decía todo aquello a las buenas madres para que viviesen prevenidas y alerta, no dejándose sorprender por el infame Álvarez. No sabían ellas bien qué clase de hombre era éste. Si llegaba a apercibirse de que la niña estaba allí, era aquel descamisado muy capaz de pegarle fuego al colegio para robar a María.

Y la baronesa iba amontonando cuantos detalles horribles le sugerían su imaginación, para hacer el retrato de su enemigo, asustando al mismo tiempo a aquellas religiosas francesas, que se figuraban al revolucionario como un monstruo apocalíptico, capaz de engullírselas a todas.

La niña, con todo el valioso y abundante ajuar comprado por la baronesa, quedó mezclada entre más de cien niñas, y encerrada en aquel gran caserón de bonitas rejas y muros de un gris claro, que estaba al extremo de la ciudad en el barrio más tranquilo y aristocrático, con una de sus fachadas próximas al río, y la otra, más pequeña y humilde, que servía de entrada, al extremo de un solitario callejón que parecía aislar el establecimiento del ruido del mundo.

María, encantada por la animación infantil del colegio, y recordando con cierto horror la quietud monástica de su casa de Madrid, no mostró gran pesar cuando la baronesa se despidió de ella.

Ya estaba libre doña Fernanda, ya no se vería obligada a vivir en Madrid tragando bilis con la indignación que le producían las manifestaciones del populacho, ni tendría que sufrir más visitas de aquel audaz militar que la había insultado en vistas de su insolente altivez.

Al prestigio religioso y político de la baronesa no le venía mal desempeñar, aunque sólo fuera por poco tiempo y de mentirijillas, el papel de víctima de la grosería revolucionaria, y con este objeto marchó a París a presentarse en el palacio Basilescki, donde vivía la desterrada Isabel II. Adhirióse a aquella mezquina corte de agradecidos, que se disgregaba y empequeñecía conforme se alejaba la posibilidad de una restauración, y tuvo ocasión de lamentarse, como los otros, de la maldad triunfante, pintándose poco menos que una María Estuardo, fugitiva, por no sufrir la venganza de la canalla revolucionaria, que conocía bien su entusiasmo monárquico y religioso.

Viviendo unas veces en París al lado de la reina destronada y otras en Bayona reanimando su trato con los principales jesuitas españoles, pasó doña Fernanda más de un año. Su hermano Ricardo apenas si la veía, cada vez más entregado a su vida de aislamiento ascético y de piadosas extravagancias, y el padre Tomás permanecía en Roma largas temporadas o entraba en España con todo el aspecto de un sacerdote pobre y vulgar, para hacer excursiones, especialmente por Navarra y las Vascongadas. El objeto de estos viajes era un secreto hasta para los individuos de la Orden; pero la baronesa esperaba muy buenas cosas de ellos, al ver cómo sonreían maliciosamente los más altos jesuitas al hablar de su superior ausente.

En cuanto al padre Felipe, su antiguo director espiritual, encontrábalo la baronesa poco menos que desconocido. El pobre no podía amoldarse a aquella emigración forzosa que le tenía oscurecido y anulado. El recuerdo de sus buenos tiempos de Madrid, cuando se lo disputaban las más aristocráticas beatas, y la indiferencia y frialdad que le rodeaba ahora en Bayona, donde la amistad le era imposible a causa del irreconciliable odio que se tenían él y la lengua francesa, habían dado al traste con su buen humor de bruto feliz, y el robusto padre languidecía y se adelgazaba, no quedándole bríos más que para maldecir a aquella cochina revolución que le había abierto la tumba, obligándolo a abandonar el campo de sus glorias.

Doña Fernanda permaneció en Francia hasta el asesinato de Prim y la entrada de Amadeo de Saboya en España.

Estos sucesos causaron en ella bastante impresión. Muerto Prim y sentado en el trono de España un rey, aunque no legítimo para ella, parecíale, con sobrada razón, a la fanática baronesa, que el espíritu revolucionario se había extinguido en gran parte y que ya podían volver a su patria las personas decentes a quienes aterraba el despertar del pueblo.

La baronesa volvió a Madrid, y tuvo la satisfacción de ser recibida por sus amigos y cofrades como un personaje político de gran importancia. Venía de París, había vivido al lado de la reina, y esto era suficiente para que la recibiesen con el respeto que se tributaba al depositario de importantes secretos, toda aquella aristocracia que por odio a la revolución de la que se reían ya como de un león con las garras cortadas y los dientes arrancados, hacían manifestaciones de chulería, que ellos creían españolismo, para amedrentar a la dinastía saboyana sostenida por los progresistas.

Doña Fernanda, aunque su carácter y aficiones la alejaban de manifestaciones bulliciosas ideadas por la juventud, tomó una parte importantísima en organizar la protesta pacífica y desdeñosa que la aristocracia hizo en el paseo de la Castellana, presentándose las damas con la tradicional mantilla blanca y la manolesca peineta, para echar en cara a la reina Victoria su condición de extranjera. La baronesa fue también de las manifestantes, pues rompiendo con sus costumbres devotas, enemigas de mundana ostentación, presentóse en elegante carruaje, y hecha un mamarracho, con la deslumbrante mantilla sombreando su rubicundo rostro y acompañada de dos jovencitas, hijas de un magistrado del Supremo, que por ser viudo y gran amigo de doña Fernanda rogaba a ésta muchas veces que se encargara de la dirección de las niñas.

Pero esta clase de manifestaciones políticas, que a pesar de su inocencia preocupaban algo al sencillote gobierno de Amadeo de Saboya, sólo apartaron por pocos días a la baronesa de sus favoritas ocupaciones. Las asociaciones piadosas habían vuelto a ponerse tan en auge como en tiempos de los Borbones; todos los enemigos de la situación se agrupaban en las cofradías para hacer algo contra lo existente, aunque sin comprometerse mucho, y la baronesa se sentía feliz al ser considerada como un personaje importante, como una madama Roland de la buena causa en aquellas juntas de la sociedad de San Vicente de Paul, donde se veían pocas sotanas, a pesar de lo cual respirábase en el ambiente un marcado olor a jesuitismo.

Nunca tuvo en su vida la baronesa época de más actividad y satisfacciones que aquélla. Su nombre rodaba incesantemente por los periódicos al antiguo régimen; toda la aristocracia femenina la consideraba como su jefe natural e indiscutible; los hombres importantes de la pasada situación, los generales isabelinos por una parte, y por otra, los diputados carlistas, la trataban casi como un colega; el padre Tomás unas veces desde Roma, y otras oculto en Madrid, en ignorado lugar, la escribía dándole instrucciones y consejos, y hasta un día, su satisfacción llegó al colmo, recibiendo un autógrafo de doña Isabel, en el cual daba las gracias a su querida Fernandita por los grandes y valiosos servicios que estaba prestando a la causa de la restauración.

La baronesa, halagada por el incienso que le atribuían los suyos, y ebria por el orgullo que le producían tantas distinciones, llegó a ilusionarse sobre su propio poder y hasta se avergonzó del miedo que en otro tiempo le habían producido las turbas populares. ¡Valiente tropel de piojosos!

Ahora todo estaba tranquilo aunque sólo fuera en apariencia. Los republicanos se agitaban sordamente y querían derribar aquel trono ocupado por un advenedizo, pero los progresistas, convertidos en perfectos gubernamentales, no se permitían el menor desahogo y la reacción iba levantando la cabeza al no ver triunfantes y libres aquellas masas que tanto miedo le inspiraban.

Cuando doña Fernanda volvió de Francia aún le inspiraba algún cuidado la posibilidad de encontrar en Madrid a Esteban Álvarez, aquel monstruo descamisado, como ella decía, sin duda para no confundirle con los monstruos de la naturaleza que deben vivir abundantes en cuanto a ropa interior.

Pasó el tiempo sin que encontrase en parte alguna al odiado perseguidor y esto en vez de tranquilizarla excitó su curiosidad, por lo que hizo cuanto pudo para enterarse de la suerte de Alvarez.

No tardó en saber la verdad. Éste, cada vez más divorciado con los que monopolizaban la revolución y más afecto al partido republicano, había tomado parte activa en la preparación del alzamiento federal de 1869. Al dirigirse a una provincia de Castilla la Vieja para sublevarla, había sido detenido, y estuvo preso algunos meses, hasta que por fin, Prim, pocos días antes de morir, lo había puesto en libertad volviendo a ingresarlo en el ejército. El célebre general no podía olvidar los servicios que le había prestado y aunque hablaba en público pestes de aquel iluso demagogo, complacíase en favorecerle secretamente, aunque cuidando de que el interesado no se enterase de dónde procedía tal protección.

Él fue también de los militares que, negándose a jurar fidelidad a Amadeo, fueron dados de baja en el ejército, y desde entonces, Alvarez, sin otros medios de vida que su pluma, llevó la vida agitada del periodista y conspirador.

La baronesa tropezaba a cada paso con su nombre en las columnas de los periódicos, y leía con complacencia los ataques que le dirigían los órganos de la situación y los reaccionarios. Juntábase, al odio político, la antipatía que profesaba ella a aquel hombre, el cual aparecía en su concepto, inspirado por el diablo según la actividad que desarrollaba al combatir la monarquía, la Iglesia y todo cuanto representaba el mundo viejo.

Un día leía la reseña de un meeting que Alvarez había organizado en provincias, para protestar contra lo existente, y a la semana siguiente tropezaba con la noticia de que la policía había detenido a Álvarez como sospechoso de conspiración o andaba en su busca.

Algunas veces era en el mismo Madrid, donde brillaba el revolucionario con su propaganda intransigente, y una tarde, el carruaje de la baronesa hubo de detenerse en la calle de Alcalá, para dejar pasar a una inmensa masa que salía de un meeting republicano, y al frente de la cual iba Álvarez casi llevado en triunfo.

Aterraba a la baronesa el gran poderío que su enemigo parecía poseer sobre aquellas masas a las que ella en algunos momentos despreciaba pero a las que también temía mucho, y lo único que lograba darle cierto consuelo era la seguridad de que la República era una utopía, y de que Álvarez no haría carrera. ¡Bah!… Aquel bandido tenía que pensar al fin en ser fusilado.

Además, alegrábase pensando que mientras Álvarez estuviese envuelto en el torbellino de la agitación revolucionaria, no se le ocurriría ir en busca de su hija, ni intentaría apoderarse de ella. Ya tenía buen cuidado la baronesa, cuando aprovechando un descanso en sus ocupaciones, marchaba a Valencia a ver a su sobrina, de preguntar a las buenas madres si se había presentado en el colegio el hombre terrible, al cual odiaban ahora por su propia cuenta las religiosas, a causa de su propaganda anti-católica.

Doña Fernanda indignábase cada vez que pensaba que había sido amante de su hermana y mezclado su sangre con la de la familia, aquel demagogo del que oía hablar con horror en los salones… ¡Un hombre que predicaba la guerra a la Iglesia, por ser ésta el eterno obstáculo de la libertad!

Aquel Álvarez era un verdadero castigo que Dios había enviado a la noble familia de la baronesa. ¡Aunque cualquier día lo fusilarían!

La baronesa se alegró cuando supo la última hazaña de su enemigo. Los republicanos, como si presintieran que Amadeo iba a abandonar el trono de España y quisieran acelerar su caída, acababan de intentar un pronunciamiento nacional, que, por falta de organización, habíase reducido al levantamiento de numerosas partidas.

Álvarez mandaba algunas de éstas en los montes de Cataluña, y se hacía notar como guerrillero audaz y afortunado. La mayor parte de las partidas habían sido disueltas por las tropas del Gobierno, y él, a pesar de que tenía en su persecución fuerzas aplastantes por su número, seguía sosteniéndose y aun encontraba medios de escarmentar de vez en cuando a sus enemigos.

La baronesa estuvo leyendo durante algunos meses en la prensa noticias en que se daba cuenta de la tenaz resistencia de aquel demagogo, y al fin, supo con dolor, que aunque sus fuerzas habían sido dispersadas, el cabecilla se había puesto a salvo pasando la frontera. ¡Vaya una suerte la de aquel bandido! Sin duda tenía empeño en no darle gusto a la baronesa dejándose fusilar.

Por algún tiempo no oyó doña Fernanda mentar el nombre de Álvarez. Sólo en las reuniones populares se hablaba de él como de un modelo de revolucionarios, y algunas veces, la prensa gubernamental dedicaba gacetillas desdeñosas o burlescas a los manifiestos y artículos que Álvarez enviaba desde la emigración a los periódicos del partido.

Pero el trueno gordo, el golpe político que parecía imposible y absurdo a la baronesa y a las gentes de su clase, estalló cuando menos se esperaba.

Amadeo, de la noche a la mañana, en un arranque sorprendente de fastidio y de impotencia, abandonó el trono, y la República quedó proclamaba en la noche del 11 de febrero.

¡La República en España…! ¡El gobierno de los descamisados en la nación de San Fernando y de otros reyes más o menos celestiales! Aquello sí que era cosa de echar a correr.

Y la baronesa, pensando así, no aguardó mucho para poner pies en polvorosa con dirección a París, a aquel palacio Basilescki, donde estaba la legitimidad representada por la reina destronada.

No quería permanecer en Madrid, a merced de Álvarez que ahora sería omnipotente. ¡Quién sabe lo que era capaz de hacer contra ella aquel malvado!

Álvarez no tardaría en ser diputado, quizás ministro, y no era racional permanecer quieta en un punto adonde pudiesen llegar sus iras.

Doña Fernanda, en la emigración dorada y cómoda que sufría, dábase mayores aire de víctima que nunca, y en las tertulias de la soberana destronada, hablaba a todas horas de su terrible perseguidor, de aquel Álvarez del cual contaba embrolladas historias para justificar el odio que le tenía.

Para ella, la República con todos sus programas terroríficos para la clase aristocrática, y las personalidades odiadas de los hombres que iban ocupando la presidencia del gobierno, simbolizábase en la persona de Álvarez sobre el cual descargaba todo el caudal de maldiciones que le sugerían su odio particular, y su indignación de monárquica ferviente.

En su concepto, Álvarez era el autor de cuanto malo ocurría en España, y un día leyó en la prensa de Madrid el resumen de un discurso suyo, que respiraba ateísmo en todas sus expresiones, arrojó el periódico al suelo, lo pateó, y no quedó contenta hasta que lo hubo llenado de salivazos.

Lo que más extrañeza causaba a doña Fernanda era la escasa representación oficial de aquel hombre que antes tanto había trabajado por el advenimiento de la República. Brillaba en las Cortes como diputado fogoso y director de un grupo de la extrema izquierda, y en uno de los primeros gabinetes de la República, había desempeñado interinamente y casi por compromiso, un cargo importante en el ministerio de Guerra. Pero no pasaba de ahí, y aunque su nombre era de los más sonados y populares, no adquiría ningún alto puesto, ni entraba a formar parte de la gobernación de la República.

Pronto tuvo la baronesa la clave del misterio a causa de la atención con que seguía en la prensa la marcha del nuevo Gobierno.

Álvarez no estaba conforme con aquella República. Le resultaba una especie de interinidad monárquica a causa de su lentitud en las reformas y de su parsimonia en cuanto a medidas revolucionarias. Federal, antes que republicano, veía con malos ojos cómo la República, con sus timideces inexplicables, mantenía el régimen unitario y centralizador de la monarquía, y aunque no era de los levantiscos, que, haciendo caso omiso de las circunstancias, fomentaban el movimiento cantonal, tampoco estaba con el Gobierno, al que combatía por su prudencia hija de la falta de valor.

Aquello hizo llegar a su grado máximo el asombro y la indignación de la escandalizada baronesa.

¿Tenía ya su República… y aún quería más aquel feroz descamisado?

¡Dios mío…! Parecerle aún conservadora aquella República de gentes que no creían en Dios… ¡De qué cosas tan horrendas sería partidario el antiguo amante de su hermana!

Y doña Fernanda, a pesar de hallarse en lugar seguro, se estremecía de horror recordando que aquel hombre había estado sentado en su salón y al lado de ella.

De buena se había librado. Un hombre así, sólo debía hallarse a sus anchas después de beberse una ración de sangre azul.

VI. El colegio de Nuestra Señora de la Saletta

A la semana de encontrarse Marujita Quirós en el colegio de Valencia, encontraba muy agradable su nueva vida.

Ella, que se pasaba horas enteras al lado de su aya, en la casa de Madrid, escuchando con aire estúpido la conversación monótona propia de una vieja, o que había limitado todos sus juegos a los que le proporcionaba alguna burda criada, y esto a espaldas de la señora baronesa, que, llevada de sus preocupaciones, condenábala a eterna inmovilidad, no podía menos de alegrarse con aquella nueva vida que se deslizaba en perpetua animación en continuo bullicio en medio de un centenar de niñas, que, por ser mayores que ella y notar la gran predilección que la tenían las buenas madres, tratábanla como el bebé de la casa, asediándola con cuidados y tiernas atenciones.

María encontraba muy hermosa su vida. Levantábanse a las seis en verano y a las siete en invierno, bajaban a la capilla a oír misa y rezar a coro las oraciones, tomaban el eterno desayuno de chocolate con migas; entraban después en las diferentes clases, comían a las doce, jugaban después en el patio de recreo hasta las dos, volvían otra vez a sus trabajos hasta las seis, hora en que reaparecía el juego, pasando el restante tiempo hasta las nueve, hora de acostarse, en cenar y rezar oraciones. En las tardes de los jueves y domingos las colegialas, formadas en parejas y vigiladas por dos de las maestras más respetables, salían a paseo por los alrededores más tranquilos de la ciudad.

La niña era tan tímida en los primeros días, parecíale el colegio tan inmenso, que no se atrevía moverse del punto donde la dejaban sus maestras, como si creyera perderse en aquellas habitaciones, que le parecían inmensas, y que apenas si se decidía a recorrer con su paso vacilante, que le valía entre sus compañeras el inocente apodo de patito gracioso. Pero poco a poco fue creciendo en audacia hasta convertirse en la más correntona del colegio. Aquel edificio era para ella un mundo desconocido, que necesitaba de continua y arriesgada exploración; y la niña, aprovechándose de la libertad en que la dejaban a causa de su pequeñez, y valiéndose de su inocencia graciosa que la libraba de castigos, se escapaba de la sala de estudios o de la de labores al primer descuido de la buena madre, que la tenía cerca de ella, acariciándola; y después que la mayor parte del personal del colegio poníase en movimiento para buscarla, encontrábanla en la terraza del edificio jugando con las flores de las enredaderas o en las más apartadas habitaciones del piso bajo que servían de guardamuebles, escondida tras un rollo de esteras, o alineando cacharros viejos con una fijeza de muchacha terca.

Aquella vida común con niñas de su misma edad había dejado al descubierto el carácter de María. Era enérgica, voluntariosa y de genio independiente; sentía animadversión a toda clase de trabas y le gustaba desobedecer a las buenas madres. Su tía era la única persona a quien temía, y en ausencia de ella le gustaba hacer por completo su voluntad.

Sus travesuras, sus infantiles rebeliones, en vez de ofender a las buenas madres, hacían gracia a todo el colegio. María era la niña mimada de aquella infantil comunidad.

Todas las colegialas la trataban con igual predilección, disputándosela como un objeto precioso. Las de once o doce años, muchachitas altas y pálidas por un repentino crecimiento, con un metro de piernas y un palmo de cintura, que movían sus faldas como si éstas vistiesen a un palo, se pasaban a Marujita de mano en mano en las horas de recreo, meciéndola y arreglando sus ropas cual si fuese un bebé automático, de los que gritan papá y mamá; las señoritas, a las que sólo les faltaba un año para salir del colegio y aborrecían de muerte el uniforme que las ponía feas, borrando sus nacientes y seductoras curvas, reíanse con ella al oírla repetir con aplomo imperturbable las malicias que le decían al oído; y en cuanto a las pequeñas, las de ocho o nueve años, constituían la eterna corte de aquel monigote adorado, que parecía llenar todo el colegio. Estas mujercillas en miniatura, mofletudas, con formas esféricas, que hacían reír, y con la boca todavía arruinada por la caída de los primeros dientes, quitaban golosinas de la cocina para dárselas, llamábanla aparte para hacerle regalo de sus tesoros, algunos botones y retales de seda recogidos en sus casas en los días de salida, o se disputaban por vestirla y desnudarla en el dormitorio, cuya mejor cama ocupaba siempre María. Hasta había una de aquellas colegialitas que se envanecía con la misión de saltar de su cama, en las noches más frías, para darle el orinal a la maliciosa mocosuela, que correspondía a tantos mimos con caprichos y rabietas de reina absoluta.

Aquella adoración continua de que era objeto la niña resultaba hija del cariño que le tenían; pero entraba también por mucho la consideración de que por el tiempo sería condesa y brillaría entre la aristocracia de Madrid; perspectiva que turbaba y envanecía a aquellas niñas, pertenecientes en su mayor parte a esa burguesía que constituye la aristocracia del dinero y que a pesar de sarcasmos y humillaciones, encuentra muy grato rozarse con la misma nobleza que antes ha criticado. Por más que resulte extraño, las preocupaciones sociales alcanzan hasta la niñez, y no son esos pequeños seres tan candorosos e inocentes, en muchas cosas, los que más exentos están de la influencia de la vanidad.

Fue creciendo la niña, encerrada en aquel colegio, y aumentando su travesura, que causaba siempre muy buen efecto en las tolerantes religiosas.

Cuando en las tardes de los jueves y domingos, María salía a paseo en la sección de las pequeñas, como éstas iban formadas por orden de estaturas, ella marchaba al frente, en el centro de la primera pareja, llamando la atención por su pequeñez y por aquel aire decidido y gracioso con que miraba a los transeúntes. Muchas veces tenían que reprenderla por sus travesuras las religiosas encargadas de la vigilancia; pero una sonrisa de la niña lograba desarmar inmediatamente su indignación.

Sólo había un medio para que las buenas madres lograsen aquietar a aquel diablillo imponiéndole un poco de calma.

Cuando más rebelde se mostraba y con más tenacidad desobedecía a las maestras, bastaba llamarla y decirle al oído que iban a llamar a Álvarez, para que inmediatamente se pintara en su rostro una expresión de terror y permaneciera quieta todo el tiempo que la permitía su afán por agitarse y molestar a los demás.

Aquello suponía para la niña la llegada del coco, y tanto era el miedo que profesaba al Álvarez desconocido, que muchas veces permanecía quieta, no atreviéndose a subir a la terraza, ni a bajar a los cuartos solitarios, temiendo que se le apareciera el monstruo horrible al que tanto temía la baronesa.

La infeliz crecía odiando cada vez más al que era su padre, y si alguna vez pensaba en la posibilidad de encontrar en el porvenir a aquel don Esteban Álvarez estremecíase de horror como el preso que piensa en la posibilidad de ser condenado a muerte.

No; ella no encontraría a tal monstruo. Le rogaría al buen Dios de que le hablaban las religiosas y al Santo Ángel de la Guarda, que apartasen siempre de su paso a tan terrible malvado, y su súplica sería atendida.

Esto era lo único que la consolaba, produciéndole gran tranquilidad.

Creció en aquel convento, sin que ocurriera en su vida otro accidente notable que los quince días que hubo de pasar fuera de Valencia, en un pueblo de la huerta, a causa del bombardeo que sufría la ciudad levantada en cantón contra el Gobierno de la República, a semejanza de otros puntos de España.

La vida campestre, y no exenta de necesidades, que llevaron durante aquellos días las religiosas y las pocas alumnas a quienes sus familias no habían sacado del colegio, divirtió bastante a María que no creía en una existencia más allá de los muros del establecimiento de la Saletta.

La vida reglamentaria y monótona del colegio borró en poco tiempo las aficiones adquiridas en aquel corto período de aire libre y agitación campestre, y cuando ya tenía cerca de nueve años y comenzaba a considerar al coco de Álvarez como un ser fantástico inventado por la baronesa y las religiosas para hacerle miedo, encontróse con aquel hombre terrible en el despacho de la directora.

VII. La primera época de colegiala

Ya sabemos de qué modo Esteban Álvarez vio a su hija en el convento de Nuestra Señora de la Saletta y cómo le recibió la asustada María.

Fugitivo de Madrid, después del golpe de Estado del 3 de enero, detúvose algunas horas en Valencia, y dejando en su hospedaje a Perico, el fiel compañero de aventuras políticas, fue al colegio a ver a aquella niña, cuyo recuerdo no le había abandonado en ninguna circunstancia.

Sabía de mucho tiempo antes el lugar a donde la baronesa había llevado a su sobrina para evitar que él pudiese verla, desde entonces había formado el proyecto de ir en busca de María; pero la vida de continua agitación y no menos zozobra que le hacían llevar las difíciles circunstancias por que atravesaba la República, impidiéronle cumplir este deseo que únicamente pudo realizar cuando, en vez de ser poderoso y respetado, veíase convertido en un fugitivo sobre el que sus enemigos podían cebarse.

Terribles impresiones había experimentado Álvarez en su vida agitada y aventurera; muchas veces se había visto a dos pasos de la muerte y sabía cómo era esa angustia terrible que se experimenta al sentir próximo el fin de la vida; pero a pesar de esto, llegó al súmum del dolor cuando contempló a su hija asustada en su presencia como si estuviera enfrente de un verdugo y temblando de pies a cabeza.

Terminó aquella violenta escena del modo que ya sabemos, y si terriblemente emocionado salió del colegio el infeliz padre, no fue menor la impresión experimentada por la niña en tal entrevista.

A pesar de que para ella pasaban los sucesos como vistas de linterna mágica, difuminándose y perdiéndose el recuerdo con la misma prontitud que las fantasmagorías, la huella de aquella escena se conservó fresca y de relieve en su memoria durante mucho tiempo.

Por fin había visto al monstruo, a aquel hombre terrible que tanto miedo le causaba a su tía la baronesa.

Cuando recordaba sus ojos llameantes por la indignación, su rostro congestionado por la ira y las iracundas palabras que con ademán amenazador arrojaba a la directora y al padre Tomás, la niña se estremecía comprendiendo lo justificado del miedo que todos parecían tener a aquel gran diablazo enemigo de Dios.

Pero había algo en tal escena que preocupaba a la niña y le hacía dudar sobre la maldad de aquel hombre: era el cariño, la ternura que le había demostrado.

Intentó besarla, estrecharla entre sus brazos con un enternecimiento visible… pero ¡bah!; ella, a pesar de su poca malicia, adivinaba lo que tales manifestaciones podían significar. Quería halagarla con su dulzura, para así arrebatarla mejor, llevándosela lejos del colegio y de las buenas madres, a sus antros horribles donde perpetraba seguramente toda clase de maldades. Pero… había hecho algo más que ella ya no podía explicarse tan fácilmente.

Aquellas miradas tristes que Álvarez le dirigió al verse obligado a retirarse; sus palabras, que demostraban un cariño melancólico y profundo; su sincero dolor, al despedirse sin atreverse a darle un beso en vista de su resistencia, eran recuerdos que conmovían a la niña sumiéndola en dudas interminables.

Además ¿por qué la había llamado tantas veces ¡hija mía!? ¿Por qué le había dicho que era su padre en presencia de la directora y del sacerdote que callaban en aquel instante?

La niña tuvo motivo para entregarse a vastas e interminables reflexiones.

Después del suceso, las más principales de sus maestras le habían hablado de aquella escena, procurando excitar en la niña la animadversión al monstruo que venía a perseguirla hasta en aquel santo lugar de recogimiento.

María oía y callaba, como poseída todavía del pavor experimentado al verse frente a aquel hombre; pero en realidad, su silencio obedecía a la confusión que en su cerebro infantil producía la gran discordancia por ella notada, entre el exterior simpático de Álvarez demostrando un dolor sincero al verse rechazado por la niña, y los horrores que a ella le habían contado de tal hombre.

Un auxiliar de las religiosas, en la tarea de ennegrecer el recuerdo del hombre que había pasado por el colegio como una tempestad de ternura y justa indignación, fue el padre Tomás, aquel sacerdote humilde y siempre sonriente, que en ciertas épocas aparecía ante los ojos de la colegiala para desaparecer inesperadamente, dejando vacía la sala que ocupaba en el establecimiento, contigua a las habitaciones de la directora.

La época revolucionaria, el tiempo transcurrido entre la revolución de septiembre y la caída de la República, fue para el poderoso jesuita el período de más agitación en su vida. Nunca había trabajado tanto en favor de los intereses políticos, a cuya sombra podía volver la Compañía a gozar su antigua omnipotencia.

Entraba el padre Tomás de incógnito en España, afectando el exterior humilde y encogido de un sacerdote pobre. Se le vio en las provincias del Norte poco antes del levantamiento carlista; viajaba después por el antiguo reino de Aragón, teniendo su cuartel general en Valencia, desde donde escribía a los caudillos de las hordas absolutistas que pululaban por el centro, y algunas veces iba a Madrid, aun a riesgo de ser conocido, para fomentar con consejos y grandes cantidades de dinero, las tentativas liberticidas que se preparaban contra la República, y que fracasaban sin que el jesuita experimentara gran contrariedad. El fruto, en su opinión, no estaba maduro todavía, pero no tardaría mucho en caer.

Jugaba con dos barajas el poderoso jesuita, según su propia expresión; y al mismo tiempo que favorecía a los carlistas, alentaba a los elementos que conspiraban contra la República, para restaurar en el trono a la dinastía caída, en la persona del hijo de Isabel II.

Había apoyado con sus poderosos medios el levantamiento carlista en su primera época, ganoso de crear obstáculos a la revolución y debilitarla con una continua lucha; pero al caer la República, después del golpe del 3 de enero, ya no era de la misma opinión, y empleaba la fuerza de la Compañía en proteger la restauración alfonsina, pues a su fino olfato jesuítico no se escapaba que por esta parte avanzaban la fortuna y el éxito.

De aquí que la noticia del golpe de Estado del 3 de enero, al sorprenderle en Valencia, le proporcionara una inmensa alegría. Ya comenzaban a marchar bien los negocios de la Orden. Ahora, que triunfase don Carlos o quedara victoriosa la restauración alfonsina que todos veían próxima, la Compañía de Jesús resultaría siempre gananciosa, pues podría regresar a España con la faz descubierta a reanudar sus antiguos negocios.

La presencia de Álvarez en el colegio de la Saletta no logró turbar su gozo, pero le hizo recordar el importantísimo negocio planteado por su antecesor, el padre Claudio. Había que terminar su obra, apoderándose de la mitad de la fortuna de Baselga, de que era poseedora aquella niña.

Ahora que la Compañía, en virtud de los sucesos políticos, iba a entrar otra vez de lleno en el goce de su antiguo poder, convenía conquistar aquellos millones que eran el complemento de la gran cantidad cedida a la Orden por el fanático padre Ricardo, el tío de María.

El único obstáculo que en el porvenir podía ofrecerse a la realización de tal plan era Esteban Álvarez, aquel hombre que conocía el móvil que guiaba a la Compañía al inmiscuirse de tal modo en los asuntos de la familia Baselga, y que algún día podía llegar hasta María para convencerla de que era su padre, y librarla, con sus consejos y su apoyo, de las pérfidas seducciones de los jesuitas.

Sabía el padre Tomás que Álvarez no podría nunca volver a España, pues la Orden se encargaría de hacer imposible su regreso sacando del olvido los procesos que se le habían formado por ciertos actos de necesaria violencia cometidos en su época de guerrillero republicano; pero cauto y previsor siempre el poderoso jesuita por si acaso el emigrado, en un rasgo de audacia, se presentaba ante su hija, procuró aumentar en ésta el odio a su padre, y ayudó a las religiosas en la tarea de pintar a Álvarez como un horrendo monstruo.

María se vio por algunos días tratada con gran amabilidad por el padre Tomás, que hasta entonces sólo había acogido a la colegialita con frías sonrisas.

La sermoneó, pintándola con negros colores el carácter de aquel hombre que, arrastrado por una locura criminal, decía ser su padre, y la perseguía; y cuando la niña mostraba más terror, él la tranquilizó asegurándole que en todas ocasiones le tendría a él y a su tía la baronesa, para protegerla.

No tardó María en olvidar aquella escena. La dulce monotonía de colegio era como una esponja que, pasando sobre su memoria, borraba todos los recuerdos no relacionados con la vida íntima del establecimiento.

La niña creció, marcándose cada vez más en ella un carácter voluntarioso y enérgico y un afán de movimiento y de bullicio propios de un cuerpo henchido de vida y por el cual circulaba una sangre rica y fuerte.

Aquel diablillo con faldas, al crecer, había adquirido gustos de muchacho, y estaba reñida eternamente con la tranquilidad y el recogimiento.

No podía permanecer quieta en la sala de estudios, y apenas la hermana vigilante dejaba de tener en ella fijos los ojos, cazaba moscas para dejarlas volar, después de colocarles en la parte posterior trompetillas de papel, o se escurría bajo los bancos para pellizcarle las pantorrillas a alguna compañera que gozaba fama de tonta y paciente. En la sala de labores, al menor descuido, escondía los trabajos de una o deshacía los bordados de otras, y hasta un día, en unión de dos amiguitas, que constituían con ella la banda de las traviesas, se atrevió a poner alfileres de punta en el sillón que solía ocupar la segunda directora, cuando vigilaba personalmente los trabajos de las alumnas.

Sus libros eran siempre los más sucios y rotos que se veían en el colegio; sus manos estaban siempre afeadas por cortes y rasguños que se hacía introduciéndose en los más oscuros rincones del edificio o intentado subir a los desvanes; y, a pesar de que la baronesa era en extremo generosa, y con frecuencia enviaba dinero a la directora para que repusiera el ajuar de su sobrina, ésta se presentaba siempre rota, polvorienta y como haciendo gala de su desprecio hacia los trapos que tanto cuidaban las compañeras.

Un vestido le duraba una semana; profesaba un horror sagrado al coser y demás labores de su sexo; las hermanas vigilantes habían de sostener con ella diarias batallas para obligarla a que peinase sus hermosos cabellos, siempre abandonados y flotantes; y muchas veces encontraban que su cama no había sido removida en una semana, pues mientras sus compañeras al despertarse, cumpliendo el reglamento, levantaban sus lechos, ella se entretenía en empujarlas para hacerlas caer, o les daba baños de impresión con el agua de palanganas.

A los once años, aquel diablazo, demasiado alto y robusto para su edad, era el bandido del colegio, y tenía su cuadrillita de amigas que, obedeciéndola ciegamente e imitándola por admiración, iban como ella con la cabeza greñuda, el vestido rasgado y las botinas rotas, aprovechando todas las ocasiones para aturdir el colegio con infernal gritería.

Las religiosas ya no podían tratar con su antigua benignidad a la revoltosa muchacha, y creían intimidarla con severos castigos; pero la niña tomaba a broma todas las medidas de rigor, y seguía en sus costumbres con la pisada indiferencia de los cerebros aturdidos.

Si la ponían de rodillas en el centro de la clase, encontraba medios de provocar la risa en todas las compañeras; si la sentaban en el deshonroso banco de las pigres, no demostraba el menor pesar, y aun burlábase con graciosos gestos a espaldas de la maestra; y una vez que, como castigo supremo y casi desconocido en el colegio, la encerraron en un cuarto oscuro del piso bajo, donde guardaban tinajas y vasijas de metal, hubieron de ponerla en libertad a las pocas horas, a causa del infernal ruido que movía haciendo rodar sobre el pavimento aquellos objetos.

Las buenas madres hablaban con cierto terror de aquella muchacha que parecía tener los demonios en el cuerpo y que revolucionaba al colegio con su carácter cada vez más revoltoso y maligno.

La directora comprendía ahora la certeza de las afirmaciones de Álvarez. Aquella niña, famosamente, había de ser hija suya. Demostraba tener en su sangre inquieta algo del espíritu diabólico que animaba al terrible revolucionario.

Pero las religiosas, a pesar de los continuos disgustos que les producía la niña, respetábanla pues en especial la directora y las madres de alguna importancia, conocían las altas miras que en ella había puesto la Compañía.

Además, María, en medio de todas sus travesuras y de su espíritu perturbador, se hacía querer por ciertos rasgos. Los días en que accedía por capricho a ser buena, entusiasmaba a las buenas madres. Su precoz talento y su facilidad para el estudio asombraba a sus maestras, que la veían, durante las cortas rachas de laboriosidad y calma, permanecer horas enteras sobre sus libros rotos y manchados aprendiendo en un solo día lo que durante muchos meses había despreciado.

Aparte de esto, tenía rasgos de nobleza que la hacían ser perdonada por todas sus anteriores faltas.

En medio de aquella graciosa y seductora tribu de colegialas, ella, imponiéndose por su carácter turbulento y el prestigio de su nombre, administraba justicia con toda la bárbara e impetuosa rectitud de un caciquillo indio.

Odiaba a las muchachas presumidas, pertenecientes a la encopetada y orgullosa aristocracia del dinero y las perseguía con crueles burlas; mediaba en todas las desavenencias que surgían a la hora de recreo, imponiéndose con su descaro y audacia hasta a las señoritas de último curso que estaban ya próximas a salir del colegio y pretendían abusar de su superioridad; no había niña tímida y humilde que, al quejarse de ser martirizada por sus compañeras, dejase de encontrar en ella decidida y valerosa protección.

Las buenas madres confiaban que la edad modificaría el carácter varonil de la niña; pero sus deseos no se cumplían, y María, a los doce años, seguía siendo aún un muchacho con faldas, que lo mismo se reía de los sermones de las religiosas que de aquellas cartas amenazantes y terroríficas que le enviaba su tía, al tener noticia de sus travesuras.

En cuanto al padre Tomás, hacía ya mucho tiempo que las religiosas no podían valerse de su auxilio, pues la restauración borbónica, por mediación del omnipotente Cánovas, había abierto a la Compañía las puertas de España, y el poderoso jesuita se hallaba en Madrid sobradamente ocupado en los negocios de la Orden, para fijarse en las travesuras de María.

Ésta, al tener doce años, fue cuando se encontró en la plenitud de aquel poder absoluto que ejercía sobre todas sus compañeras. Era la reina del colegio, y nadie osaba protestar contra su despotismo. En las horas de recreo era cuando podía gozar apreciando por sus propios ojos la grandeza de su absoluto poder.

Al terminar la hora de la comida, el silencioso patio del colegio, con uno de sus extremos bañado por el dulce sol de la tarde y el resto envuelto en la fresca y húmeda sombra que proyectaban los altos y verdosos muros, conmovíase por el pataleo y los gritos de aquel rebaño de caras sonrosadas y faldas flotantes que lo invadían.

Los gorriones, que picoteaban en las desiertas baldosas llamándose con sus piídos, retirábanse discretamente a lo alto de los muros, apenas oían a lo lejos el rumor de la invasión; pues conocían, por experiencia, la malignidad graciosa, mas no por esto menos terrible, de aquellos diablillos, ansiosos de vengarse con desenfrenados cánticos, furiosos pataleos y convulsas manotadas de las largas horas, de meditación, rezo y ojos bajos, a que obligaban las costumbres del colegio.

Apenas María, rodeada de su banda de admiradoras obedientes, aparecía en lo alto de la escalera, el recreo tomaba el aspecto de infantil aquelarre. Ella era la inventora de las más extrañas diversiones; la introductora de cuantos juegos violentos veía a los muchachos de las calles los días en que salían a pasear por la ciudad.

No parecía contenta, hasta que ella con su banda, turbaba los juegos de las demás niñas, y experimentaba cierto gozo maligno cuando alguna amiga torpe, queriendo imitarla en sus arriesgados saltos, caía de bruces y se contusionaba el rostro hasta hacerse sangre.

Ella fue la inventora de la sencilla diversión de dejarse resbalar a horcajadas por al pasamano de la gran escalera de piedra a una altura de más de quince metros, temeridad en la que muy pocas la quisieron seguir; y cuando la segunda directora, sorprendiéndola en tan peligrosa ocupación, le quitó las ganas de repetir con unos cuantos tirones de oreja, entonces dedicóse a huronear por los alrededores de la habitación del portero, a quien ponía en cuidado la picardía del gracioso bandido, pues apenas se alejaba el hermano José un momento, se encontraba al volver rasgadas las estampas con que adornaba su cuarto, sufriendo con esto un cruel berrinche, pues amaba a aquellas imágenes como si fueran individuos de su propia familia.

Un día llevó la niña su audacia, hasta el punto de, al atravesar el viejo portero el patio a la hora de recreo, saltar a su espalda y dejar al descubierto su pelado y puntiagudo cráneo, arrebatándole el mugriento gorro de terciopelo que de mano en mano, como una pelota, fue de un extremo a otro. A cada una de estas hazañas conmovíase todo el personal del colegio, bramaba la austera subdirectora, miraban al cielo con aire de escandalizadas las otras hermanas, y la directora llamaba a su despacho a la terrible niña, consiguiendo con todos sus sermones que se repitiera siempre la misma escena.

María no negaba, pues era incapaz de mentir. Sí; ella había hecho aquello de que le acusaban. ¿Y por qué? ¿Por qué había cometido tal monstruosidad? A esta pregunta siempre contestaba lo mismo, con encogimiento de hombros y sonrisas picarescas. Ella no sabía explicar, aunque quisiera, el móvil de sus travesuras. Hacía aquello, no porque gozase en hacer mal, sino porque sentía en su interior un impulso irresistible a moverse y a provocar ruido, y porque en ella la acción seguía rápida e irreflexivamente al pensamiento.

No lo volvería a hacer; lo prometía formalmente a la directora y ella, en su interior, estaba dispuesta a cumplirlo; pero apenas salía del despacho con los ojos bajos y el exterior compungido, sentíase asaltada por el demonio del escándalo (como decían las religiosas), y si encontraba al paso un mueble que volcar con estruendoso ruido o una buena madre a quien clavar en el sayal un alfiler con una maza de papeles, hacíalo con tanta rapidez como lo había pensado.

Convenciéronse, por fin, la directora y sus subordinadas, de que era imposible dominar aquella travesura natural, que llegaba hasta el extremo de atar los orinales a la cola de los gatos y azuzar después a éstos para que entrasen corriendo en la capilla a la hora del rezo; y se propusieron armarse de paciencia para sufrir todas las ruidosas bromas de aquella niña.

Justamente, entonces fue cuando María experimentó un brusco cambio en su organismo que modificó su carácter.

Estaba próxima a los trece años, cuando comenzó a sentir un sordo malestar, una agitación nerviosa que la turbaba, impidiéndole hacer las locuras de siempre.

Sus ágiles miembros mostrábanse torpes como si comenzasen a experimentar una interna petrificación, y los ejercicios violentos conmovíanla hasta el punto de hacerle sufrir vahídos y bruscas alternativas de asfixiante malestar.

Quejábase de violentos dolores en las caderas que le obligaban a inclinarse como si no pudiera resistir el peso de su cuerpo, y tan visible era su fiebre, que las buenas madres la llevaron a presencia del médico del colegio a la hora en que éste hacía su diaria visita.

El médico interrogó con cierta discreción a aquella niña que le miraba descaradamente con sus hermosos ojazos, y sonrió finalmente al escuchar las respuestas, haciendo un guiño singular a la directora que estaba presente.

¡Oh! Aquello no era nada. Exceso de salud y vida; lo de siempre: la crisis que todas forzosamente habían de pasar al llegar a cierta edad.

La fiebre hizo dormir a María durante toda la noche con intranquilo sueño, y al despertarse a la mañana siguiente, incorporóse en su cama con nerviosa inquietud, llevando en su pálido rostro y en sus ojos asombrados una expresión de terror.

Sentía algo extraño bajo el vientre, y todo su organismo estaba dominado por una languidez que le robaba las fuerzas.

Parecíale que durante el sueño había sido herida por una mano brutal, y notaba que la parte alta de sus piernas descansaba sobre una pegajosa humedad.

Alarmada y con miedo palpó bajo las sábanas, y, al sacar su mano manchada de sangre rojiza y oscura, púsose densamente pálida, agitó su cabeza como si el terror no le dejara aire que respirar, y lanzó un grito de angustia que resonó en todo el dormitorio.

Acudieron las buenas madres, y el miedo de la colegiala trocóse en sorpresa y estupefacción, al ver que las religiosas, al enterarse de lo ocurrido, permanecían silenciosas, con los ojos bajos y ruborizadas, mientras que en los labios de algunas de ellas vagaba una débil sonrisa.

Era aquello el despertar de la pubertad, la revelación del sexo, la dolorosa y molesta iniciación de la niña que pasaba a ser mujer.

María tardó mucho tiempo en convencerse de lo que aquello significaba, y aun así, sólo adivinó a medias la importancia de la revolución que se había operado en su organismo; pues las religiosas procuraban conservar a sus educandas en la más absoluta ignorancia respecto a las funciones de la naturaleza, llegando a tal extremo de pudibundez, que prohibían a las niñas, bajo las más severas penas, el llamar por su nombre a los objetos de íntimo uso, y ponían de rodillas a la que, hablando de su camisa, le daba tal nombre, en vez de llamarla la indispensable.

Las consecuencias que tuvo para María aquel suceso, fue abandonar en el mismo día el dormitorio de las medianas para pasar al de las señoritas mayores y transformar su vestido, añadiendo algunas pulgadas más de tela a la falda de su uniforme.

VIII. Sinfonía de colores

Al sentirse María tocada por la mano de la Naturaleza fue cuando cambió por completo de carácter.

La pubertad parecía haber limpiado obstruidos canales de su organismo por donde ahora circulaban nuevos torrentes de vital energía, y se despertaban en ella sensibilidades desconocidas que le hacían percibir cosas hasta entonces nunca imaginadas. Parecía que su piel se había adelgazado para ser más sensible a todas las impresiones externas; que sus ojos habían estado empañados hasta entonces y ahora lo veían todo en un nuevo aspecto y con asombrosa claridad; y que sus miembros, antes enjutos, ágiles y nerviosos como los tentáculos de un insecto, al henchirse en el presente con esa fuerza vital que hace estallar el capullo y esparce en el espacio un tropel de colores y perfumes, adquirían nueva fuerza, y lo que perdían en ligereza ganábanlo en solidez siendo como raíces que la unían a la vida.

Aquella revelación de la pubertad que tanto alarmó su ignorancia, cambió por completo sus gustos y aficiones.

Huyó de las diversiones ruidosas; en el patio del recreo miró con gesto desdeñoso los juegos inocentes a que se entregaban sus compañeras menores; acogió con la irritación del que le proponen una cosa indigna, las excitaciones de su banda para que volviese a reanudar las antiguas diabluras; y gustó de permanecer en las horas de apuramiento, sentada en un rincón del patio, con el aire enfurruñado del que está descontento de sí mismo, y mirando a todas partes con ojos interrogadores, como si quisiera encontrar el poder que la había herido en su organismo produciendo aquel cambio que en ciertos momentos la irritaba.

A pesar de aquellas fieras melancolías y de los vagos deseos de venganza sin objeto, su varonil carácter iba cediendo el paso a nuevas aficiones y desaparecían en ella rápidamente todos los gustos que le hacían semejante a un muchacho con faldas.

Ella, tan rebelde siempre a toda clase de labores femeniles, se aficionó de repente a los trabajos delicados y aunque era visible su torpeza para esta clase de faenas, pues únicamente tenía facilidad asombrosa para el estudio, llegó a ser una de las mejores alumnas de la subdirectora, si no por su habilidad, por su tenaz perseverancia.

En las horas de recreo, colocábase en el banco del patio al lado de algunas señoritas mayores que ella, que llamaban la atención por su exaltada sensatez, y allí permanecía mucho tiempo entregada de lleno a sus labores de punto, con los ojos bajos y fijos tenazmente en sus móviles dedos y sin dar otras señales de vida que las oleadas de sangre comprimida y violentada por tal quietismo que, subiendo atropelladamente a su cabeza, la inundaban de púrpura el semblante.

Pero aquel carácter, que a pesar del cambio experimentado conservaba movible e inquieto, no podía ceñirse mucho tiempo a una vida de continua inmovilidad y fijeza.

Su cuerpo no deseaba el movimiento, pero en cambio, el espíritu, que habia permanecido como muerto durante aquella alborotada niñez, reclamaba ahora su parte de agitación y esparcimiento y se desesperaba aturdido por la monotonía de las laboriosas distracciones a que se entregaba la joven.

De repente dejó de bajar al patio a las horas de recreo, y cuando las buenas madres, alarmadas por las desapariciones de aquella niña terrible que las tenía en perpetua alarma, fueron en su busca, encontrábanla siempre en la azotea del colegio, vasta planicie de ladrillo que, por su altura, permitía gozar de un magnífico panorama y que estaba cubierta por una celosía de alambre a la cual se enroscaban centenares de plantas trepadoras formando una hermosa bóveda de verdura.

Como María era siempre sorprendida por las religiosas, inmóvil en la azotea, mirando con soñolienta vaguedad a lo lejos, y no se notaba el menor desperfecto en las plantas, las buenas madres prefirieron dejarla allí a que siguiese bajando al patio, donde un día u otro podrían volver a despertarse sus instintos varoniles y perturbar de nuevo la quietud del colegio. María se consideró feliz con aquella tolerancia que le permitía permanecer en la azotea hasta la hora en que la campana del colegio, con sus repiqueteos, le indicaban que era llegado el momento de volver al trabajo.

El espectáculo que desde allí se gozaba, llenaba por completo la aspiración que sentía su alma, por todo lo grande, lo inmenso. Además, en aquel ambiente de libertad, limitado por el infinito, se respiraba mejor que en el interior del colegio, entre las oscuras paredes, desnudas y frías, con el efecto mercenario de las buenas madres.

¡Dios mío! ¡Qué hermoso era aquello! María nunca se cansaba de contemplarlo y el panorama producíale una dulce somnolencia en la cual transcurrían las horas con vertiginosa rapidez.

Lo primero con que tropezaban sus ojos al subir, era con la imponente torre del Miguelete, que parecía abrumar el espacio con su pesada masa octogonal y que remontaba sus ocho caras de piedra tostada, compacta y desnuda de todo adorno; para coronarse al final con una cabellera incompleta de floridos adornos góticos, a los que sirve, como de sombrero, el feo remate postizo que remedia el defecto de la obra sin terminar.

El coloso de piedra hundía su base en la vieja catedral erizada de pequeñas cúpulas, entre las que campea la gótica linterna; y a su alrededor, como las escamas de una inmensa concha de galápago, extendíanse un mar de tejados, rojizos o negruzcos, empavesados por las ristras de blanca y flotante ropa puesta a secar y cortados a trechos por las moles pesadas e imponentes de los edificios públicos o por los innumerables campanarios, esbeltos, casi aéreos, remontándose en el espacio con la graciosa audacia de los minaretes de las mezquitas.

Y cuando la niña cansábase de mirar a la ciudad, sumida en la modorra propia de las primeras horas de la tarde bajo un sol siempre ardiente; cuando se sentía aturdida por el cachazudo y discreto campaneo que llamaba a los canónigos al coro, o por el zumbido de colmena que salía de las calles ocultas a su vista pero marcadas por las desigualdades de los tejados y por los trozos de fachada que quedaban al descubierto con sus alegres balcones cargados de plantas y sus cortinas listadas flotantes a la brisa, no tenía más que girar sobre sus talones, para sumergirse en una contemplación de distinto carácter y sentirse envuelta en esa somnolencia ideal que produce la naturaleza exuberante, envuelta en esos esplendopres que son la desesperación del arte y que el hombre no llegará nunca a reproducir.

Delante, casi a sus pies, el río con su gigantesco cauce seco y pedregoso, bateado aquí y allí por corrientes de agua mansa, que se deslizaban indecisas y formando grandes curvas como para llegar más tarde al mar que ha de tragarlas; las lavanderas tendiendo sus montones de ropa entre los altos olmos, alineados a lo largo de los pretiles y con sus raíces hundidas en el fango de las avenidas; los antiguos puentes de roja piedra, albergando bajo sus chatos ojos tribus enteras de gitanos con su acompañamiento de niños sucios, voceadores y en camisa, revueltos con asnos consumidos por el hambre, y adornándose en su parte superior con santos berroqueños, mancos, sin narices y picados por las irreverentes pedradas de innumerables generaciones de muchachos; y, juntos a los más apartados riachuelos, las manadas de toros destinados a la matanza, paseando su gravedad de raza y su aplomada estampa, y mirando con expresión de hartura los bullones de hierba fresca arreglados por el pastor.

Más allá del río, el espectáculo se agrandaba, se extendía hasta el infinito, con interminable variedad de colores y de luces.

El Hospital Militar con sus cuadradas torres; las grandes fábricas con sus chimeneas humosas; las frondosidades de la alameda en las que lucía el tono verde con todas sus infinitas variedades y sobre las cuales se elevaban como dos toscos ídolos chinos, las torrecillas de los guardias vestidas con pétreos escudos y cubiertas con caperuzas de barnizadas tejas; todo esto formaba el marco de la opuesta orilla del río, y tras aquella línea extensa y profunda de edificios y vegetación, esparcíase la huerta, perdiéndose por un lado en el lejano horizonte y muriendo al pie de las montañas.

Aquel espectáculo causaba a la vista el efecto de un licor fuerte, pues los ojos se embriagaban y aturdían, al abarcar de un golpe el desordenado tropel de colores.

Era aquello como un mosaico caprichoso, como un chal indio de extraños y vistosos colores tendido desde la ciudad al mar.

La nota verde predominaba en aquella grandiosa sinfonía de colores; era la nota obligada, el eterno tema, sólo que subía y bajaba, se adelgazaba como un suspiro o se abría como una frase grave, tomando todas las gradaciones y tonalidades de que es susceptible un color.

El verde oscuro de las arboledas resaltaba sobre el blanquecino de los campos de hortalizas; el amarillento de los trigos hacía contraste con el lustroso y barnizado de los naranjos y los pinares, allá, en último término, destacaban las negruzcas curvas de sus copas, sobre el fondo que formaban las primeras colinas rojizas, que acariciadas por el sol, tomaban un tinte violeta.

Y aparte de los colores ¡cuán bellos aspectos presentaban vistas desde aquella altura, todas las obras del hombre, todos los signos de vida que se destacaban sobre aquella naturaleza esplendente!

Como los caprichosos veteados de un inmenso bloque de mármol, extendíanse tortuosas fajas rojizas y blanquecinas, que eran otros tantos caminos, formando intrincada red, y perdiéndose a lo lejos, matizados por puntos negros en los que apenas si por el tamaño se adivinaban a hombres y vehículos. Las innumerables acequias, recuerdo fiel de la civilización sarracena, confundíanse y se enmarañaban en intrincadas revueltas, como montón de plateadas anguilas sobre un lecho de verdes hojas, y por todas partes donde se dirigía la mirada, confundidos hasta el punto de parecer que sólo mediaban algunos pasos de unos a otros, veíanse pequeños pueblecitos, grupos de casas, grandiosas alquerías; manchas, en fin, de esplendorosa blancura, que bien podían ser comparadas por un poeta con un tropel de gaviotas descansando sobre un mar de esmeraldas.

La vega tenía sus límites.

A un extremo, cerrando el horizonte y recortando sobre él su desdentada crestería, surgía la audaz cordillera que iba a hundirse en el Mediterráneo en rápido descenso de cumbres, sustentando en la última de éstas el histórico castillo de Sagunto, cuyas largas cortinas e innumerables baluartes, parecían vistos desde Valencia, las revueltas de una sierpecilla cenicienta, encogida y dormitando al cariño del sol; y a partir de tal punto, el mar, orlando toda la huerta a lo largo con su recta y azulada faja, llanura inmensa en la que blancas velas se movían como triscadores corderillos.

Todo era animación allá donde se fijaban los ojos. La vida se desbordaba lo mismo en las obras de la naturaleza que en las del hombre, y como manadas de oscuros pulgones, veíanse esparcidos por los campos centenares de puntos negros, sobre los cuales una vista poderosa distinguía el brillo de veloces relámpagos. Las herramientas agrícolas volteando sobre la cabeza del jornalero, caían y arañaban las entrañas de la tierra, removiéndolas sin piedad para acelerar el parto de su producción preciosa. La madre común era fozada brutalmente a crear, para dar el sustento a sus hijos que no le permitían el menor descanso.

Pero aquel detalle de fatiga y laboriosidad humana pasaba casi desaparecido para la soñadora niña y desaparecía absorbido por el imponente espectáculo que presentaba el conjunto.

María, acostumbrada a ver todos los días y a las mismas horas aquel paisaje encantador, estaba familiarizada con él, y a pesar de esto nunca se cansaba de admirarlo, ni lo encontraba monótono.

Se sentía feliz allí. Era un atracón de libertad y de espacio infinito que se daba la púber al mismo tiempo que sentía correr por sus venas torrentes de sangre ardiente y atropellada, comparables a las impetuosas corrientes de savia que animaban aquel mar de verdura; era una borrachera de luz y color que reanimaba a la fogosa niña y le daba fuerzas y resignación para resistir el monótono y frío interior del colegio, con las austeridades de su educación monjil.

La niña, obsesionada por aquel espectáculo, tenía ideas muy extrañas. Primero creyó ver en aquel dilatado panorama las más estrambóticas imágenes; algo semejante a un aquelarre de figuras monstruosas, esbozos grotescos y formas de embrión. Había oscuros cañares que, moviendo los blancos plumajes de sus alturas, parecíanle negruzcos dragones tendidos y agitando con nerviosos estremecimientos su manchado dorso; hablaba y hacía muecas a su chino, que era una torrecilla lejana cuyas dos ventanas le parecían ojos desmesuradamente abiertos, bajo la puntiaguda techumbre de tejas que tenía gran semejanza con la montera de un mandarín del celeste Imperio; y las lejanas montañas, se presentaban a su vista revistiendo las más extrañas formas animadas: unas eran cúpulas de catedral, otras sombreros de ridiculas formas, y hasta en un pico lejano de perfil encorvado y en las grandes manchas formadas por hondonadas y barrancos, parecía encontrar cierto parecido con el rostro del hermano José, el portero del colegio, con su picuda nariz y su mirada maliciosa.

Pronto su imaginación soñadora, abismándose en la contemplación diaria de un panorama al que amaba con creciente cariño, cansóse de buscar en él extravagantes semejanzas y de adivinar fantásticas formas. Familiarizándose cada vez más con el paisaje, encontraba una sorprendente novedad que al principio le hizo sonreír.

¡Qué locura! ¿Pues no le parecía que cantaba aquella vasta y deslumbrante llanura, entonando un himno vago que no producía en sus oídos conmoción alguna, pero que veía vibrar en el espacio?

Era aquello un terrible despropósito; mas no por esto resultaba menos cierto que la risueña vega, con sus azuladas montañas de tonos violáceos y su mar que se confundía con el azul del cielo, entonaba una sinfonía muda, una música de la que gozaban los ojos en vez de los oídos y en la cual cada color representaba una nota, un instrumento que interpretaba su parte con nimia exactitud, sin desentonar en el armonioso conjunto.

María recordaba las fiestas del colegio, aquellas representaciones teatrales en honor de la santa patrona del establecimiento; la comedia mística desempeñada por las más avispadas colegialas y en la que ella, por su desenvoltura, se encargaba siempre del papel de graciosa: entonces, durante los entreactos, alegraba con sus risueños sones las desiertas salas del edificio, una orquesta formada por los músicos más viejos de la ciudad, que asistían a los entierros y a las funciones religiosas.

La joven había oído en tales ocasiones interminables sinfonías de carácter clásico y ahora encontraba que era muy semejante aquella maravillosa sucesión de colores, con el engarce de notas de las grandes piezas musicales.

Dudó al principio; pero al fin se dio por convencida. ¡Oh…! ¡Maravilloso…! ¡Divino! El campo entonaba su sinfonía ni más ni menos que como salía de los instrumentos de todos aquellos profesores viejos, la mayor parte con peluca, que alegraban el colegio en la fiesta anual.

Primero, las notas aisladas e incoherentes de la introducción eran aquellas manchas verdes y aisladas de los árboles del río, las masas rojizas de los puentes y edificios, las mil formas que se veían recortadas, separadas e individuales a causa de su proximidad; y tras esta incoherencia de colores, que por estar próximos al espectador no podían confundirse y armonizarse, tras esta breve y fugaz introducción, entraba la sinfonía, brillante, deslumbradora, atronándolo todo con su grandiosidad de conjunto, sin perder por esto el gracioso contorno de los detalles.

Los cabrilleos de las temblonas aguas de acequias y riachuelos heridas por la luz, eran el trino dulce y tímido de los melancólicos violones destacándose sobre la masa de los demás tonos; los campos de verde apagado, hacían valer su color, como suspiros tiernos de clarinetes, esos instrumentos que según Berlioz «son las mujeres amadas»; los agitados cañares con sus amarillentas entonaciones esparcidos a trechos, parecían formar el acompañamiento; los trozos de frescas hortalizas, con sus tonos claros y esplendentes, como charcos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto cual apasionados quejidos de la viola de amor o románticas frases de violoncelo; y en el fondo, aquella inmensa faja de mar con su tono azul espumado, semejaba la nota prolongada del metal que a la sordina lanzaba un suspiro sin límites.

Sí; María se afirmaba cada vez más en su idea. Era aquello una sintonía clásica, en la que el tema fundamental se repetía hasta lo infinito.

El tema era la nota verde, que tan pronto se abría esparciéndose para tomar un tono blanquecino, como se condensaba y oscurecía hasta convertirse en azul violáceo.

Semejante al pasaje fundamental, que salía de un atril a otro, para ser repetido por los diversos instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en el paisaje, subía y bajaba perdiendo o ganando en intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los quejidos de la cuerda; se tendía sobre los campos desperezándose con movimientos voluptuosos y dulzones como las melodías de los instrumentos de madera; se extendía azulándose sobre el mar con prolongación indefinida, como el soberbio bramido del metal; y para completar más el conjunto, cual el vibrante ronquido de los timbales matiza los pasajes más interesantes de una obra, el sol arrojaba brutalmente a puñados sus tesoros de luz sobre aquella inmensidad, haciendo resaltar con la brillantez del oro unas partes, y dejando envueltas otras en la penumbra del claro oscuro.

Y la soñadora niña, con su exaltada fantasía, seguía la marcha de aquella sintonía muda, que por partes iba desarrollando ante sus ojos, sus sublimes grandiosidades.

La blancura de los caminos eran cortos intervalos de silencio en aquel gigantesco concierto, el cual, una vez salvados tales obstáculos, seguía desarrollándose con todas las reglas de la sublimidad artística. El tema crecía en intensidad y brillantez conforme iba alejándose y adquiriendo un tono oscuro; en las orillas del mar llegaba al período esplendente, a la cúspide de la sinfonía y desde allí comenzaba a descender, buscando el final, las postreras notas. Corría así el colorido del tema sobre el mar, esfumándose en el horizonte y adquiriendo la suavidad indecisa de las medias tintas; encaramábase por las lejanas montañas, cuya pálida silueta casi confundía sus contornos con el espacio; y desde aquellas alturas, arrojábase en pleno cielo y marchaba velozmente hacia el final, como los instrumentos que entran ya en los últimos compases de la sinfonía. Una vez allí, lo que en el suelo y a corta distancia era verde brillante, se difuminaba en tonos débilmente azules hasta ser blanquecinos, como el tema sinfónico que después de ser brillante y ensordecedor, al ser repetido por última vez, adquiere la vaguedad indecisa del sueño; y al fin se confundía en el horizonte, indeterminable, pálido, extinguido, sin extremo visible, como el último quejido de los violones que se prolonga mientras queda una pulgada de arco y que adelgazándose hasta ser un hilillo tenue, una imperceptible vibración, no puede darse cuenta el que escucha de en qué instante cesa realmente de sonar.

Podía ser aquello una locura, pero María oía cantar a los campos y al espacio, y gozaba en la muda sinfonía de la Naturaleza, en aquella obra musical silenciosa y extraña, que comenzaba con lentas palpitaciones de tintas campestres; que se iba agrandando hasta el punto de que las diversas tonalidades de color se sofocasen entre sí, como el canto de las sirenas, imperioso, enervante y desordenado, sofoca las solemnes preces de los peregrinos en la obertura del Tannhauser, y que terminaba por fin, perdiendo su intensidad, palideciendo, como debilitada por aquella orgía de tintas y esparciéndose en el infinito espacio cual el fatigado espíritu que en loca aspiración intenta en vano sorprender el misterio de la inmensidad.

Todas las tardes, apenas la campana del colegio daba el toque del recreo, la niña, cada vez más soñadora, se lanzaba a subir a la azotea, con todo el apresuramiento febril de la joven que se dispone a ir al teatro, donde sus padres sólo la llevan de tarde en tarde.

Ella llamaba su palco a aquella azotea, y el espectáculo que desde allí gozaba, parecíale de inacabable novedad, pues nunca llegaba a fastidiarse dejándose absorber por la grandiosa monotonía de la Naturaleza.

Tan atraída se sentía por la azotea del colegio, que muchas tardes, a la hora en que repasaba su lecciones de solfeo, pretextaba necesidades apremiantes o burlaba la vigilancia de la madre inspectora, para subir a aquel punto del edificio, alcázar dorado de sus ensueños, donde hubiera querido vivir a todas horas.

Las puestas de sol la conmovían hasta el punto de arrancarle gritos y contraer su rostro con un gesto de estupidez contemplativa.

Aquel espectáculo era aún más hermoso que la sinfonía de color, y cada día se presentaba bajo una nueva forma, prolongándose sus radicales variedades hasta lo infinito.

¡Cuán hermosa resultaba la agonía de la tarde!

En los días tranquilos, el cielo era una inmensa pieza de seda azul, por la que rodaba lentamente, sin quemarla, el sol, como una bola de fuego, y cuando en su descenso majestuoso se acercaba al límite del horizonte, formábase como un lago de sangre, en el cual se sumergía el astro, tomando un tinte violáceo.

Otras veces, en las tardes nubladas, la apoteosis final del día verificábase en medio de un tropel de vapores, y entonces el espectáculo adquiría imponente grandiosidad. Parecía el horizonte maravillosa decoración de melodrama mágico, sometido a rápidas mutaciones. Las nubes, que momentos antes semejaban gigantescos copos de blanco algodón, heridos ahora por los últimos rayos de luz, chisporroteaban como un mar de azufre; veíanse allí formas extrañas, cambiando al menor soplo del viento; lo que parecía una torre, adquiría de pronto el perfil de una roca batida por olas de fuego; las siluetas de monstruo, trocábanse en flotantes vestiduras de ángel, y muchas veces el sol en sus últimos estremecimientos, rompía el murallón de cárdenas nubes, y a través de tal brecha, lanzaba horizontalmente sus postreros rayos, como una lluvia de flechas de oro que cruzando veloces el espacio venían a herir la retina del espectador.

Cuando caía el crepúsculo y tenues gasas parecían arrollarse lentamente a todos los objetos, María, con los ojos todavía deslumhrados y suspirando con inexplicable melancolía descendía al interior del edificio más feo y triste que de costumbre.

Sus ojos, conmovidos aún por aquella borrachera de luz y de color, no podían habituarse a la negra y desierta sombra que iba apoderándose de aquellas habitaciones.

En su cerebro iba germinando una idea que se imponía con la fuerza irresistible del deseo. Salir de allí cuanto antes, vivir envuelta en aquellos esplendores que la deslumhraban; ser libre, completamente libre, como las brisas, como los colores que ella veía con un anhelo inexplicable que la conmovía hasta en lo más íntimo.

La continua contemplación de la Naturaleza despertaba en ella un anhelo inexplicable que la conmovía hasta en lo más íntimo.

Deseaba algo que no podía determinar. Ansiaba salir de allí, para vivir sola y libre como un pajarillo, de los que ella veía saltar en los árboles; como una de las flores que matizaban la sinfonía de colores; pero… no estaba muy segura de si esto le bastaría.

Un suceso inesperado revolucionó su existencia y vino a arrancarla de sus fantásticas contemplaciones.

IX. Se oye un violín

Una tarde, estaba tendida sobre el vientre y con la barbilla apoyada en las manos, soñolienta y amodorrada por los golpes de sol que pasaban a través de la bóveda de enredaderas.

Había llegado la primavera; el vivificante abril abría los pétalos de la flor del naranjo, impregnando la atmósfera con el punzante perfume del azahar, y al respirar, aspirábanse esos efluvios de amor y de bellos sueños que trae consigo la más hermosa de las estaciones.

María no se abismaba, como de costumbre, en la contemplación del paisaje. Tenía sus asuntos serios en que pensar y que por cierto le preocupaban bastante.

En primer lugar, sólo faltaban dos meses para los exámenes y el reparto de premios que se verificaban en el colegio al llegar el verano, y aunque ella por ser con el consentimiento general, una de las más desaplicadas, estaba exenta de aspirar a los honores destinados a la laboriosidad, habíasele metido en la cabeza el conseguir lo que alcanzaban aquellas compañeras remilgadas e hipócritas. Hasta entonces sólo había alcanzado premios en la clase de gimnasia, donde brillaba acometiendo las más audaces diabluras; pero aquella mañana había tenido una pelea con una burguesilla pedante, que hablaba de gramática y aritmética a las que sólo se ocupaban de vestidos; la sabidilla la había llamado ignorante, y este insulto había hecho germinar en ella el deseo de disputarla uno de los premios literarios. En verdad que nada sabía, que sus libros rotos y manchados a fuerza de arrojarlos al suelo, estaban olvidados en el fondo del pupitre; pero esto no doblegaba su firme voluntad, ni la hacía retroceder en el propósito de alcanzar el premio anhelado.

Otro asunto aún más importante ocupaba su pensamiento.

Su tía, la baronesa de Carrillo, no tardaría en sacarla de allí. También en aquella misma mañana lo había oído de labios de la subdirectora, sorprendiendo su conversación con otra religiosa.

La baronesa, desde que había sabido que su sobrina no era ya tan traviesa y que en vez de alborotar el colegio, se mostraba formal como una mujercita, sentía deseos de tenerla a su lado, y había escrito en este sentido a la directora, prometiendo que sacaría a María del colegio apenas sus ocupaciones le permitieran abandonar Madrid por unos días, lo que ocurriría indefectiblemente a principios del verano.

La joven a pesar de sus deseos de libertad, estaba acostumbrada a la vida del colegio, y tan extraña a su persona le resultaba ahora doña Fernanda, a la que había visto pocas veces desde que estaba allí, que no sabía si alegrarse o entristecerse por la nueva existencia que llevaría en Madrid.

Seducíala la perspectiva de brillar en un mundo de elegancia y riqueza, que sólo de oídas conocía; pero al mismo tiempo, desde que tenía la certeza de abandonar en breve aquel edificio, escenario de su niñez, presentábasele con cierto encanto y se sentía como atraída por sus paredes.

Entregada a estas reflexiones, y sin saber cómo acoger la idea de su próxima marcha, permaneció María por mucho tiempo tendida sobre el embaldosado de la azotea que la comunicaba grata frescura.

De pronto se incorporó, avanzando la cabeza como para oír mejor.

Sobre el ruido que producían los carruajes pasando por las cercanas calles y por la avenida existente entre el colegio y el pretil del río, destacábase un sonido agradable y continuo, que por su novedad alarmó a la niña.

¿De dónde procedía aquello? Era la primera vez que escuchaba aquel sonido que a ella le parecía dulcísimo, y que cesaba de vez en cuando para volver a reanudarse con mayor fuerza.

María se levantó, poniendo en el oído toda su voluntad, para que el ruido de las calles no sofocara tales armonías.

Era el sonido de un violín: pero lo notable consistía en que las armonías no subían de la calle, sino que parecían salir a través de la pared que María tenía a su derecha.

Aquel pequeño muro, blanqueado y cubierto de enredaderas, había sido levantado para aislar la azotea del colegio de una casita pequeña y humilde, pegada como una molesta verruga, al grandioso edificio que ocupaba el resto de la manzana.

María sintió el impulso de una curiosidad irresistible, y pensando en qué medio emplearía para ver quién tocaba el violín al otro lado de la pared, quedó extática y meditabunda escuchando las melodías del instrumento.

Aquella música le parecía deliciosa a la joven; lo que no impedía que fuese obra de una mano inexperta y torpe que cometía un desacierto a cada compás.

El tema de El Carnaval de Venecia, esa cancioncilla insufrible por lo vulgar, que repiten desde los profesores de café hasta los clowns en el circo, era lo que tocaba aquel violín, con la desesperante monotonía del principiante tenaz. El arco, en algunos pasajes, arrancaba a las cuerdas sonidos bastante limpios y agradables; pero de vez en cuando, se le iba la mano al ejecutante, y el aire se poblaba de estridentes chirridos, como si un nido de ratas acabase de caer bajo la zarpa del gato.

Con aquella musiquilla de principiante había suficiente para crispar los nervios del más pacienzudo; pero a María, influenciada por el ambiente poético en que se sumía apenas entraba en la azotea, parecíale la cancioncilla una fantástica serenata que un genio misterioso, oculto tras aquella pared, daba en su honor.

Ella sentía vehementes deseos de enterarse de aquel misterio, de conocer al incógnito artista, y se arrancó de su expectación extática para escalar la pared, a cuyo borde casi llegaba con las puntas de sus dedos.

Amontonó algunos tiestos de flores sobre un fuerte banquillo de madera, y así logró encaramarse con relativa comodidad, hasta asomar su despeinada cabeza al borde del muro.

Ansiosa por satisfacer su curiosidad, miró abajo, y vio como a unos tres metros, un tejado mohoso, antiguo y con la mayor parte de sus tejas rotas, y en el centro de su declive, una pequeña azotea que tenía a uno de sus extremos una garita casi derruida por donde desembocaba la escalera. Además, entre la azotea y la parte más alta del tejado que daba a la calle, levantábase una casucha de yeso y madera, agrietada por sus cuatro caras, que parecía haber servido de palomar o conejera en otros tiempos.

De allí salían los sonidos del violín. La puerta, construida con maderas de cajón que aún llevaban la marca de fábrica, estaba abierta, dejando al descubierto el interior de aquella construcción rara. Algunos libros estaban esparcidos por el suelo o amontonados sobre una tabla sin cepillar, pendiente del techo con cordeles. No se veía al que tocaba el violín… pero ¡detalle horrible! sobre aquella tabla que servía de biblioteca, vio un cráneo, limpio, lustroso, con ese color amarillento de mármol viejo que el tiempo da a los huesos humanos.

Aquel cráneo era grotesco hasta lo horrible. Una mano irrespetuosa lo había cubierto con una gorrita vieja, y en sus cuencas negruzcas y vacías parecía brillar una imaginaria mirada de terrorífica malicia; así como en su mandíbula superior, desdentada a trechos, vagaba una sonrisa que daba frío.

María, aterrorizada, estuvo a punto de dejarse caer, y hasta le pareció que la musiquilla producíala algún fúnebre compañero del sardónico cráneo que la espantaba con su sonrisa; pero la curiosidad pudo en ella más que el terror y permaneció inmóvil con la esperanza de conocer al artista.

Permaneció mucho tiempo en su incómoda atalaya, escuchando con algunos intervalos de silencio y repeticiones hijas de la torpeza, aquellas interminables variaciones sobre el tema de El Carnaval de Venecia, que parecían constituir todo el repertorio del artista.

Por fin cesó la musiquilla y entonces María vio asomarse a alguien a aquella puerta, a la que no miraba ya, por miedo de que sus ojos tropezasen con la burlona calavera.

Primero asomó una cabeza de muchacho, pálida, con el cabello al rape, orejas algo salientes y las mejillas sombreadas por esa pelusa de membrillo que enorgullece a la pubertad como aviso de próxima barba; después fue apareciendo el resto del cuerpo, delgaducho, pero con cierta gallardía y cubierto con un traje que resultaba corto y ridículo a causa del rápido crecimiento de su dueño.

Aquel muchacho parecía tener unos quince años, y en su rostro descolorido se estaba verificando esa revolución de facciones que se experimenta al salir de la pubertad y que fija para siempre los rasgos típicos de cada hombre. Estaba algo feo y ridículo, con su cabeza redonda y rapada, sus orejas salientes que clareaban al sol cual si fuesen de cera y sus pómulos pronunciados; pero en su rostro quedaban rasgos permanentes que anunciaban una futura distinción, y además sus ojos tenían una luz dulce y tranquila que parecía derramar un ambiente simpático sobre toda la cara.

Llevaba en sus manos el violín y el arco, y jugueteando con ellos mientras descansaba, mostraba intención de entrar pronto en la casilla a continuar su cencerrada de aprendiz.

Como María estaba tan alta y el muchacho miraba a lo lejos, no pudo conocer inmediatamente que era espiado; pero por ese desconocido fenómeno que hace que las personas nerviosas se inquieten y aperciban, así que otra persona fija en ellas sus ojos, el violinista sintió como el peso de las miradas que desde lo alto le lanzaba la colegiala, y levantando su cabeza, vio a la curiosa.

Fijóse en la cabeza maliciosilla y hermosa, coronada por una diadema de desordenados y rizosos cabellos, y por algunos instantes no pudo apartar su vista de aquellos ojos insolentes que se clavaban en él con una expresión mezclada de insolencia y afecto.

El muchacho enrojeció como una doncella sorprendida en un baño por la ardiente mirada de la curiosidad lúbrica; sintió, al par que el rubor, una impresión de ridículo y de vergüenza, y rápidamente se refugió en el fondo de su madriguera.

La niña quedó asombrada por esta brusca desaparición.

—¡Pero, Dios mío! ¡Cuán tonto es ese muchacho!

A pesar de toda su tontería, María encontrábalo altamente simpático, y en medio de su despecho, congratulábase de que el colegio tuviese tales vecinos.

Deseosa de verlo otra vez, y como retenida por una fuerza superior a su voluntad, permaneció en su observatorio esperando otra aparición del violinista. La asquerosa calavera ya no le causaba tanto pavor desde que conocía a su simpático compañero de habitación.

Varias veces le pareció ver a través de una ancha grieta de la pared, el brillo de unos ojos fijos en ella: sin duda el tímido muchacho la espiaba, deseando que ella se ausentase para volver a ensayar en el violín.

María, comprendiéndolo así, se agachó tras el muro y esperó.

A los pocos instantes volvieron a sonar las tan sobadas notas de El Carnaval de Venecia, y cuando ya María iba a hacer de nuevo su aparición sobre el muro, repiqueteó la campana del colegio, indicando que la hora de recreo había concluido, y la niña, contrariada, tuvo que abandonar su observatorio.

X. Amor en torno a un violín

Al día siguiente apenas sonó la hora del recreo, ya estaba María en la terraza del colegio, y colocando de nuevo todos aquellos tiestos que le servían de escalera, se encaramaba sobre el muro.

El descubrimiento del día anterior había causado tal impresión en su vida monótona de colegiala, que turbó su sueño, y durante toda la noche estuvo sonando en su oído el chillón violín. Además, varias veces vio en sueños a aquel muchacho con sus claras orejas, su cabeza pelada, sus ojos hermosos y dulces y aquel rubor de señorita que le resultaba tan chusco a la traviesa María.

Cuando ésta se asomó a su atalaya vio la puerta del casucho abierta y el horripilante cráneo sobre su pedestal libro. El muchacho debía haber subido ya a su tugurio, pues ella, por ciertos ruidos que sonaban en su interior, adivinaba la presencia del violinista.

Temerosa de espantar con su presencia al tímido aficionado, se ocultó en el mismo instante que el muchacho asomaba la cabeza por la puerta del tugurio.

Bien fuese que hubiera reflexionado sobre su timidez del día anterior y se sintiera avergonzado, o que le diese ánimos el ver cómo se ocultaba la niña, lo cierto es que no mostró su acostumbrada cortedad ni se ruborizó, y agarrando su violín púsose a tocar la eterna canción sin retirarse al fondo de la casucha.

María le oyó, al principio agachada y oculta tras el muro; pero aquellos chillidos de las cuerdas que la conmovían profundamente, parecían atraerla con fuerza irresistible, y poco a poco fue irguiéndose hasta apoyar sus codos en el borde de la pared, como si fuese el antepecho de un palco.

El muchacho, de pie, en el centro de la puerta, tocaba su violín adoptando una actitud artística, y en sus gestos se notaba el convencimiento de que estaba haciendo una gran cosa y que para él eran prodigios de arte los discordantes chillidos del instrumento.

Cuando cesó de mover el arco, dejando a la mitad la variación mil y tantas, María palmoteó, moviendo como una loca su rizada cabecita, y dijo con entusiasmo:

—¡Bravo! Muy bien. Toca usted de un modo admirable.

Y así lo creía ella con toda su alma.

El muchacho parecía muy satisfecho por tales palabras, y se excusó con la modestia de un gran artista que desfallece bajo el peso de los laureles.

—¡Oh! Es usted muy amable. Toco por afición, y todavía sé poquito.

Con esto se agotó todo su caudal de palabras, y ambos muchachos se quedaron mirándose fijamente y sin hacer otra cosa que sonreír estúpidamente.

Transcurrió mucho tiempo sin que se atrevieran a romper el silencio. María en lo alto, con cierto aire de superioridad varonil y con expresión maligna y sonriente; el muchacho abajo, confuso, aunque muy contento por la amistad que comenzaba a contraer, y haciendo esfuerzos por manifestarse tranquilo y no ser huraño como en el día anterior.

Como María era la que conservaba su serenidad, ella fue la que reanudó la conversación.

—¿Y no toca usted otras cosas? Vamos, sea usted amable; hágame oír otra canción. Yo toco el piano aunque poquito, y tengo afición a la música.

Aquel diablillo malicioso sonreía de un modo tan encantador, que el muchacho se sintió subyugado, y aunque confusamente, conoció que acababa de encontrar un ser con tal imperio sobre él que era muy capaz, si quería, de hacerle cometer las mayores locuras.

El joven obedeció, y henchido de satisfacción por tales deferencias, al mismo tiempo que deseoso de demostrar su superioridad, agotó todo su repertorio: cuatro valsecillos ligeros con una interpretación de aficionado tan detestable como la de El Carnaval.

María le escuchó encantada, y tan feliz se sintió oyendo la musiquilla y contemplando de cerca y fijamente la cabeza del artista, que cuando sonó la campana del colegio, parecióle que el tiempo había transcurrido con mágica rapidez.

Pesarosa y con el aspecto de quien acaba de ser despertado en lo mejor de un hermoso sueño, hizo, con su mano, una señal de despedida al músico, y desapareció.

La colegiala pasó todo el resto del día como una sonámbula, abstraída por sus pensamientos y sin poder fijar la atención en sus ocupaciones.

Aquel musiquillo llenaba por completo su imaginación y sentía hacia él un afecto mayor que el que la habían inspirado sus famosas compañeras que, en tiempos anteriores, habían constituido la banda alborotadora del colegio.

Después de conocerlo, de hablar con él, sentía una viva ansiedad por enterarse de su historia, de su familia y de su clase de vida, reprochándose su descuido al no acordarse de preguntarle cuál era su nombre.

Toda la noche la pasó soñando en el tocador de violín, oyendo vagamente sus incorrectas armonías y las palabras que le había dirigido, y a la mañana siguiente levantóse febril e impaciente, deseando que las horas transcurrieran veloces y que llegase pronto el anhelado momento del recreo para dirigirse a la azotea.

Cuando María, tras largas crisis de impaciencia y después de mostrarse en el comedor, contra su costumbre, completamente inapetente, vio llegado el momento de subir a la azotea, corrió a ella y se encaramó en su observatorio, encontrando que el joven la esperaba ya, aunque afectando una profunda distracción y apoyado en la puerta de la casucha con estudiada postura.

María, al dirigir la primera ojeada, notó en su indumentaria grandes cambios. ¡Ah, el grandísimo coquetón! Como tenía la seguridad de que ella subiría a verlo, se había puesto la ropa de los domingos, un chaqué pelado que sin duda su mamá había sacado a luz reduciendo una pieza mayor, y además el nudo de su corbatita azul, con su seductora cuquería, delataba por lo menos media hora pasada ante el espejo, desechando formas incorrectas y buscando una nueva que fuese el desideratum de la sencillez y la elegancia.

Aquellas novedades, que demostraban claramente el deseo de agradar, enorgullecieron a la maliciosa coquetuela que ahora comprendía su importancia.

El muchacho, al ver a María, la saludó con una sonrisa ingenua, y a pesar de que se proponía ser fuerte y mostrarse impasible, no pudo menos de ruborizarse.

—¡Buenas tardes! —dijo María con su hermosa voz de contralto—. ¿Es que hoy no está usted por hacer música?

—No, señorita —contestó el muchacho con acento algo temblón—. El violín lo tengo ahí dentro y yo no me siento con ganas de tocarlo.

Se detuvo algunos instantes y después haciendo un esfuerzo como para tragar algo que le obstruía la garganta; añadió con voz que apenas si el temblor dejaban oír:

—Me gusta más hablar con usted que tocar el violín.

María prorrumpió en alegres carcajadas y batió palmas. Le resultaban muy graciosas las palabras del muchacho. Ella también gustaba mucho de hablar con él, y por esto, con acento de ingenuidad, exclamó:

—¡Oh! sí; tiene usted razón, hablemos. Esto es más divertido.

Y añadió inmediatamente con marcado apresuramiento, como si le quemase la lengua una pensada pregunta que deseara arrojar lejos de sí:

—Ante todo, yo me llamo María Quirós de Baselga, y según dicen las buenas madres, soy condesa: ¿cuáles el nombre de usted?

El muchacho quedó como espantado al saber que aquella linda cabecita erizada de desordenados bucles era la de una condesa. Por esto manifestó cierto reparo en contestar, y fue preciso que María le volviera a repetir con impaciencia:

—¿Cuál es el nombre de usted?

—Me llamo Juan.

—Me gusta el nombre: Juanito.

Y quedó silenciosa como paladeando aquel nombre que decía gustarle. —¿Juanito a secas? —añadió con curiosidad creciente.

—Juanito Zarzoso.

—¿Es usted de Valencia?

—Sí, señora. Vivo en esta casa con mi mamá.

—¡Ah! ¡Tiene usted madre! —dijo María con la dolorosa extrañeza del que carece de una cosa que poseen la generalidad de los que le rodean.

—Sí; tengo mamá. La pobrecita está casi ciega y sólo sale a paseo cuando yo la acompaño. Papá era magistrado y murió siendo yo muy niño.

Estas palabras conmovían a la niña sin que ella pudiera explicarse la causa. Aquella señora casi ciega, que salía a paseo apoyada en su hijo, a pesar de que era para ella un ser desconocido, casi le hacía llorar.

Parecíale más interesante el muchacho desde el momento que había comenzado a decir quién era.

María, cada vez más animada por la curiosidad, esforzábase en recitar la charla del muchacho para de ese modo conocer por completo su historia.

Juanito hablaba con ingenua franqueza. El papá, hombre modesto y muy pobre de espíritu, había encanecido en la judicaturía; había sido durante muchos años una rueda inconsciente y metódica de la administración de justicia, y su amor a la imparcialidad, así como su repugnancia por la política, sólo le habían servido para hacer una carrera lenta y penosa y luchar continuamente con las estrecheces de una posición social en la que los gastos eran tan grandes e imprescindibles, como exiguos los ingresos.

Hijo de una familia de labriegos y casado con una mujer modesta, hacendosa y sufrida, descendiente de pobres industriales, el juez se consideró feliz cuando ya con su cabeza blanca, consiguió llegar a la magistratura. Pero este bienestar, que él llamaba felicidad, fue muy breve; pues murió casi al año de su ascenso, como si el Estado, al concederle la ambicionada toga, le hubiese regalado la mortaja.

La madre y el hijo habíanse quedado en Valencia; pero abandonaron su antigua habitación por razones de economía, yendo a habitar aquella casa vieja, pegada al colegio y cuyo piso bajo ocupaba un carpintero, antiguo dependiente del abuelo de Juanito y que había conocido desde niña a su madre.

La viuda vivía y educaba a su hijo con la modesta pensión que le daba el Estado, y cuando no encontraba lo suficiente en sus propios recursos, sólo tenía que escribir cuatro letras a Madrid para recibir a vuelta de correo la cantidad necesaria; ventaja preciosa de la que nunca abusó, y que únicamente hacía valer en circunstancias extremas.

Y aquí entraba la parte risueña; el capítulo de esperanzas e ilusiones, en aquella historia vulgar y triste.

La vida actual de Juanito no era muy hermosa; pero ¡qué diablo! tampoco había para desesperar, pues si el presente estaba negro, el porvenir era rosado como una alborada de abril.

Su miseria actual no era como esos callejones sucios e infectos que hace aún más horrible el no tener salida; él entraba en la vida por una calle estrecha y sin otro adorno que la fría limpieza y la dignidad de la miseria resignada, pero en cambio no encontraba obstáculo alguno ante su paso, y siguiendo tranquilamente y sin impaciencias su camino, estaba seguro de salir en breve tiempo a campo raso, gozando de los horizontes sin límites de una posición social digna y elevada. Todo consistía en ser bueno y aplicado.

Él se veía ahora obligado a distraerse en la azotea como un gato, tomando el sol y tocando el violín, mientras sus compañeros de clase iban a los cafés y se pasaban las horas jugando al billar, había de contentarse con los trajes de su padre, arreglados y reducidos casi a tientas por su habilidosa mamá; no había puesto los pies en el teatro desde que quedó huérfano, y todas sus diversiones estaban reducidas a los paseos que daba en las tardes de los domingos, por los alrededores más solitarios de la ciudad llevando a su madre del brazo; la miseria digna y altiva del pobrecillo de levita había anulado la fresca alegría de su juventud, haciéndole grave y reflexivo como un viejo; pero a cambio de tantas penalidades, poseía la envidiable felicidad de tener en el porvenir una confianza sin límites.

Esta confianza simbolizábase en la persona de un hermano de su padre que vivía en Madrid, y era quien socorría a la viuda en sus apremiantes necesidades de dinero.

¡Qué fervor el de Juanito al hablar de su tío, a quien sólo había visto dos veces! El acento de admiración supersticiosa y de terror con que el fanático habla de milagrosas imágenes, resultaba pálido al lado de la veneración con que se expresaba el muchacho al tratar dicho asunto. Su tío resultaba un personaje dotado de misterioso poder; un semidiós que vivía allá lejos, y parecía envuelto en sagrados velos para no cegar al mundo con el esplendor de su grandeza.

Y el muchacho, al par que hablaba con cierta conmoción de miedo, mostraba también legítimo orgullo por ser pariente de aquel gran hombre que honraba el apellido de familia.

María escuchaba con creciente interés las palabras de su simpático amigo y en su imaginación iba agrandándose la figura del tío de Juanito, tomando los contornos de un gigante. ¡Dios mío! ¿Quién sería aquel hombre del cual su sobrino hablaba con tan religiosa admiración? Por esto su desilusión fue grande, cuando en el curso del relato, el misterioso y colosal personaje, quedó reducido a un médico famoso, a una celebridad en el ramo de enfermedades mentales y nerviosas, del que hablaban con justa admiración todas las publicaciones facultativas.

Sí; el tío de Juanito era don Pedro Zarzoso, el famoso médico alienista, no menos célebre por sus extremadas y revolucionarias teorías científicas y religiosas que levantaban tempestades cada vez que las exponía en la cátedra y en la prensa.

Aquel sabio solterón y de carácter rudo y arisco, sólo había tenido en la vida una pasión que trastornase su carácter férreo e impasible de batallador: el cariño a su hermano. Amaba como a una novia a aquel hermanillo, fino y delicado cual una señorita: le admiraba sin darse cuenta de ello, tal vez; porque encontraba en él facultades que desconocía, cual eran la imaginación y el gusto por las artes, que el rudo doctor miraba sin entenderlas, completamente ciego para todo lo que no fuese raciocinio y experimentos. Él fue quien, con los primeros ahorros de la profesión, hizo seguir una carrera a su hermano, el cual, por su delicadeza física, se había ya arrancado de la vida de los campos, dedicándose desde niño a la existencia oficinesca; y él también, el que violentando su carácter con penosas ductilidades, intrigó y rogó en Madrid en busca del favor oficial para que su niño querido pudiese entrar en la judicaturía a ganarse el pan.

Aquel hermano fue la eterna pasión, el constante pensamiento del doctor Zarzoso. Nadie, al ver a aquel gigantazo de la ciencia, rudo y anguloso como una montaña, que acompañaba con puñetazos las explicaciones científicas, y apenas entraba en los hospitales con un bufido de malhumor ponía en conmoción a todo el personal, nadie hubiese sospechado que aquel ogro de la medicina era capaz de dejarse guiar como un niño y de estarse con aire embobado como esperando órdenes, en presencia de un juececillo, falto de salud y pobre de espíritu, que desconocido y mísero administraba justicia allá en un rincón de España, en un apartado distrito de la provincia de Valencia.

Cada vez que el famoso doctor alcanzaba un triunfo, su pensamiento volaba al punto donde se hallaba su hermano. En vez de producirle sus victorias un sentimiento de justa satisfacción, apesadumbrábanle, como si al dejar que su nombre fuese repetido por la publicidad de la fama, cometiese una mala acción contra su hermano. ¡Él, tan célebre mimado por la fortuna, y en cambio el pobre juez olvidado en un mísero distrito y arrastrando una existencia estúpida y monótona! Olvidaba el doctor su talento, sus largos estudios, aquellas interminables bregas a puñetazo limpio con la ciencia, para obligarla a que le mostrase sus más recónditos secretos; hacía caso omiso de lo que valía, y experimentaba remordimientos al contemplarse rodeado de todas las distinciones que constituyen la felicidad de los hombres y ver a su hermano tan humillado.

Sublevábale aquella diferencia y parecíale injusta la sociedad al olvidar a un hermano mientras elevaba a otro.

Al doctor Zarzoso parecíale que el juez tenía más derecho que él a la celebridad. Bastaba que él lo adorase considerándolo superior, para que toda la sociedad tuviese el deber de imitarle en el fraternal culto. Si le hubiesen preguntado al sabio cuáles eran los méritos de su hermano para ser admirado universalmente, seguramente que no habría sabido responder; pero se le había encasquetado la idea de que el juez, por el hecho de ser su hermano, era también un hombre superior, y que ya que de pequeño en la miserable barraca de sus padres había compartido con él, el pan, la cama y hasta el mugriento abecedario en que aprendieron a leer, debía ahora compartir igualmente la gloria; y esta desigualdad de suerte exasperaba muchas veces aquel genio de todos los diablos que usaba el doctor.

La muerte del magistrado fue como un violento mazazo descargado sobre su brava cerviz. Él, que con su genialidad hacía temblar a cuantos le rodeaban, lloró como un niño al saber la fúnebre noticia, maldiciendo a la indecente materia, que no sabía vivir unida formando un ser más que por espacio de algunos años, y que siempre se disgregaba para dejar paso franco a la muerte.

Fue a Valencia para arreglar los intereses de su hermano, y entonces, a la vista del pequeño Juanito, sintió renacer en él, el cariño que había profesado a su difunto padre.

Hubiera sido una gran satisfacción para el doctor poder llevarse el niño a Madrid y gozar las delicias de una paternidad fingida, dedicándose a su educación; pero la madre se opuso, dando esto lugar a algunas disputas entre los dos cuñados.

Ya que la viuda se empeñaba en pasar en Valencia los últimos años de su vida, él se conformaba; pero para que no creyera nadie que olvidaba a su hermano al dejar éste de existir, manifestó repetidas veces a la esposa y al huérfano, que no se privasen de nada y que le pidieran cuanto necesitasen, pues al fin y al cabo él era hombre de pocas necesidades y aunque no buscaba utilidad en la ciencia, ésta hacía entrar el oro a raudales por la puerta de su clínica; tanto que, a pesar de repartir a manos llena entre los necesitados, aún le quedaba lo suficiente para considerarse rico.

La viuda, mujer tan tímida y apocada como su esposo, no abusaba de estos ofrecimientos, y muchas veces había de sufrir las iracundas cartas de su cuñado, indignado por aquella cortedad que se limitaba a pedir en un gran apuro, veinte duros, cuando él estaba dispuesto a enviar miles de pesetas.

El doctor Zarzoso estaba cada vez más entusiasmado con su sobrino, y aunque por carácter se mostraba seco y huraño en las cartas que le escribía, es lo cierto que le proporcionaba una semana de felicidad cada noticia que recibía sobre la aplicación del chico y los premios que alcanzaba en las asignaturas del bachillerato.

Siempre decía lo mismo a su cuñada en sus breves cartas. El muchacho no estaba desamparado; otros querrían llorar con los mismos ojos que él. Que estudiase y fuese un chico de provecho, que allí tenía a su tío para darle la mano y guiar los primeros pasos, que son los más difíciles, por un camino llano y cómodo que a él le había costado muchos esfuerzos el abrir.

Lo que más entusiasmaba al buen doctor, era el entusiasmo que su sobrino manifestaba por la medicina. Bien fuese que en el muchacho hubiesen causado impresión las palabras del padre, que desde su niñez le había repetido que había de ser médico como su tío, o que realmente tuviese afición a esta ciencia, lo cierto es Juanito mostraba gran entusiasmo por la carrera que iba a emprender.

En la actualidad estaba en el último curso del bachillerato y de todas las asignaturas, la Fisiología era la que ejercía sobre él una seducción mágica.

Se había procurado aquel cráneo que tanto horror inspiraba a María, y lo había colocado en el lugar preferente de su casuchita a la que él llamaba pomposamente su cuarto de estudio, pareciéndole que tal adorno daba a la desmantelada pieza el carácter de un gabinete de sabio. Además, su ardor científico era tan intenso, que había esparcido el terror en todos los gatos, ratones y sabandijas de la vecindad, pues no caía bicho de aquellos tejados en sus manos, sin que al momento le abriese las entrañas con un mal cortaplumas, con el intento de ir iniciándose en los misterios de la vivisección.

Aquel muchacho, como aprendiz de médico, era tan terrible como aficionado al violín.

Se sentía dominado por el afán de ser un médico célebre, tanto por no dar un disgusto a su tío, del cual, a pesar de su franca y vehemente bondad, recordaba el terrible ceño y los puños de gigante, como por el deseo de sucederle un día sin visible decadencia, en el servicio de su distinguida clientela y en el cuidado de los manicomios puestos bajo su dirección.

María oía como encantada lo dicho por el muchacho.

Gustábale aquella historia, y además sentía crecer el interés que le inspiraba su nuevo amigo Juanito.

Entonces se enteraba de que al otro extremo de la ciudad había un colegio grande, muy grande, que llamaban el Instituto, al cual acudían centenares de muchachos; y con maligna curiosidad hacía preguntas, para saber si entre la bulliciosa tropa masculina había gentecilla revoltosa y levantisca que diese disgustos a los profesores, como ella se los daba a las buenas madres.

Cada vez más ansiosa de penetrar en la interesante vida íntima del muchacho, molíalo a preguntas, indiscretas unas, inocentes otras, que Juanito recibía con sonrisa de ingenuidad.

—¿Y cuándo estudia usted?

¡Oh! Él estudiaba bastante. Todas las tardes, después de tocar un rato el violín, entregábase al estudio, y además, por las noches, abajo en su habitación, y cerca de la alcoba de su madre, pasaba las horas agarrado a los libros del actual curso, y repasando el texto de las asignaturas anteriores, pues de allí a dos meses, en junio, después de aprobar las últimas asignaturas, iba a hacer los ejercicios del bachillerato, y si no los ganaba con premio, le daría a su tío un serio disgusto. Todo antes que esto… Él gozaba estudiando, pero el caso era… Al llegar aquí el muchacho, se ruborizaba; pero ¡adelante, qué diablo!; el caso era que desde que la había visto se sentía falto de aquel ardor que le permitía pasarse las horas enteras inclinado sobre los libros, y así que ella al oír la campana del colegio, desaparecía, él quedaba muy triste, esperando con ansiedad el día siguiente.

María acogía con sus locas carcajadas estas palabras. ¡Ay, qué chusco era aquello! ¡Qué gracia tenía! Pero a pesar de su ingenuidad salvaje, se guardaba de decir que la gracia para ella consistía en que también experimentaba idéntica ansiedad, y esperaba con igual impaciencia la llegada de la tarde siguiente, con una nueva entrevista.

Los dos jóvenes se sentían atraídos por una espontánea y dulce simpatía.

A la media hora de conversación, hablábanse ya sin rubores ni reservas, como si toda la vida se hubiesen conocido.

Por esto mismo su tristeza fue grande cuando sonó la campana del colegio. Aquel repiqueteo les pareció un toque lúgubre, y los dos se quedaron inmóviles a mitad de la conversación, y sintiendo que aún les quedaban muchas cosas por decir.

—Adiós, Juanito. Me voy antes que vengan a buscarme. Mañana a la misma hora nos veremos y hablaremos más.

Juanito bajó la cabeza como un personaje melodramático que cede a la fatalidad irresistible; pero un débil ruido que le alarmó, hízole levantar prontamente los ojos, para ruborizarse nuevamente como un imbécil.

Maria, llevándose una mano a la boca, le enviaba un beso con las puntas de los dedos.

Después, al notar el rubor de señorita que invadía el rostro de aquel grandullón, lanzó al viento su carcajada de alegre locuela, y desapareció saludándole.

—¡Ay qué majadero!

XI. Dúo de amor en el tejado

Desde entonces ni una sola tarde dejaron de verse los dos jóvenes. A la hora en que la ciudad parecía dormir la siesta al arrullo del ardiente sol, y en que los calientes tonos de luz hacían resaltar los colores del bello paisaje, los dos muchachos subían al tejado para venir a encontrarse en aquella pared que separaba sus respectivas viviendas. María, en lo alto, como una dama feudal asomada al borde de robusto torreón, y Juanito, al pie, con su actitud de trovador enamorado, lanzando a su dama platónicos floreos. Faltaba la dorada guzla y las vestiduras brillantes y caprichosas, para que aquello fuese igual a uno de aquellos paisajes de abanico que tanto gustaban a la niña.

En los dos, aquellas diarias entrevistas, eran ya una necesidad, sufrían un disgusto sin limites, un desaliento mortal, cuando en las tardes lluviosas la colegiala no subía a la azotea, por miedo a excitar las sospechas de las buenas madres.

Poco a poco su amistad se iba estrechando tan íntimamente, que aquel muchacho, antes tan ruboroso y reservado, se abandonaba ahora a la confianza, y le hacía confidencias cariñosas sobre su porvenir y sus propósitos.

María se sentía feliz escuchándole, y únicamente experimentaba cierto malestar, cuando su amigo interrumpíase a lo mejor de una conversación y se ruborizaba, como arrepentido de algún mal pensamiento que repentinamente había surgido en su cerebro.

¡Pero qué tímido era aquel muchacho! Su indecisión irritaba a María, tanto más cuanto que ésta, adivinaba desde mucho tiempo antes lo que su amigo quería decirle y que siempre se le atragantaba, produciéndole palideces de miedo y nerviosos temblores.

Todo cuanto les rodeaba en las vespertinas confidencias, parecía animar a Juanito; y sin embargo, el gran pazguato permanecía indeciso y dominado por la timidez hereditaria, agitado por el deseo de hablar, y sin atreverse nunca a soltar la lengua.

Los cercanos campos, henchidos de la lujuriosa savia de primavera, enviábanles bocanadas de excitantes y voluptuosos perfumes; las blancas campanillas de la azotea del colegio, formando un regio dosel sobre la cabecita de María balanceábanse en brazos del libertino airecillo con amorosos estremecimientos; los palomos de un palomar vecino, venían a arrullarse a pocos pasos de ellos, sobre el borde del tejado, conmoviéndolos con el susurro de un diálogo monótono, eterno y excitante; y a pesar de que lo mismo los campos, que las flores y las aves, entonaban el aleluya del amor, aquel marmolillo permanecía inmóvil y frío como un copo de nieve, sin que pareciera darse cuenta de que en su interior sentía el fuego de la pasión.

Lo que más indignaba a María era que transcurrían los días sin que su amigo dijese lo que ella esperaba y que se exponía a que las conferencias fuesen interrumpidas por la vigilancia de las buenas madres, pues ya la subdirectora había subido varias veces a la azotea, muy intrigada por aquella afición a la soledad que manifestaba la colegiala, aunque ésta había tenido siempre la buena suerte de retirarse a tiempo de su atalaya.

Por el momento nadie sospechaba en el colegio la amistad de María con un vecino; pero la niña se desesperaba, pensando en la posibilidad de que la subdirectora sorprendiera, a lo mejor, sus conferencias.

Y en vano empleaba ella todos los recursos para animar al tímido muchacho. Cuando él, colorado como un pavo, se detenía en el momento mismo que iba a lanzar la anhelada palabra, María intentaba darle nueva fuerza con una benévola sonrisa y tenía especial cuidado en guiar la conversación de modo que fuese a parar siempre al mismo tema. ¡Oh! Debía ser muy hermoso el convertirse en marido y mujercita como las personas mayores… A ella le hubiese gustado mucho transformarse en una paloma, como cualquiera de las que revoloteaban por allí cerca, y pasarse la vida en perpetuo arrullo al borde de un tejado… se encontraba muy mal en el interior del colegio, rodeada de niñas que la querían poco y las monjas que tenían gusto en castigarla; necesitaba de alguien que la quisiese, pero… ¡ira de Dios! aquel muchacho era un poste; la escuchaba con la mayor complacencia, conmovíase al saber que ella tenía necesidad de amar, pero no se lanzaba nunca a decir esta boca es mía.

Esto desesperaba a María; pero al mismo tiempo producíala cierta complacencia. Le resultaba graciosa la cortedad de aquel muchacho, pues al notar su femenil timidez, ella se engreía con aquel carácter varonil de que tan orgullosa estaba. Aquel trueque de papeles, le recordaba las aleluyas de El mundo al revés, uno de los clásicos ilustrados que con entusiasmo leían las colegialas en las horas de recreo.

Por fin, un día se lanzó el muchacho, y su resolución resultó tan ridicula como todas las que toman los caracteres tímidos después de innumerables vacilaciones.

Fue a la mitad de una conversación interesante, sobre el importantísimo tema de que, en verano hace más calor que en invierno, conversación que María seguía con cierta sorna y no menos despecho, cuando Juanito, comprendiendo que la timidez le hacía decir innumerables necedades, se detuvo en seco, y después, cerrando los ojos como un desesperado que se arroja a un precipicio, dijo con acento imperioso:

—Yo tengo que decir a usted una cosa.

María sonrió picarescamente. ¡Oh! ¡Por fin!…

—Hable usted. Diga cuanto quiera, Juanito.

Y este Juanito fue pronunciado con una ondulante suavidad de terciopelo. Era como una promesa cierta de que la demanda sería fallada favorablemente.

—Es que… francamente; es que no me atrevo a decirlo de palabra. María comenzó a impacientarse. Ya surgía de nuevo aquella maldita timidez que aguaba todas sus alegrías.

—Pero criatura, ¿cómo va usted a decirme esa cosa si no quiere hablar?

—Yo traigo aquí una cartita, que quiero lea usted después que se marche.

Aquel chico no tenía apaño: tarde y mal; pero en fin, más valía la carta que un absoluto silencio.

—A ver; venga ese memorial —dijo la traviesa niña riéndose de aquel modo de declararse, que buscaba los procedimientos más tortuosos, teniendo expeditos los más fáciles.

Juanito sacó de su bolsillo una pequeña carta, obra maestra de su ingenio, para la cual había hecho veinte borradores distintos y roto una docena de pliegos satinados por descuidos caligráficos más o menos importantes.

Tuvo un verdadero disgusto al ver arrugada horriblemente una de las puntas del sobre, pero aún aumentó su pesar, al tropezar con los inconvenientes que se oponían a la transmisión de la carta.

¿Ella no tenía un hilo? Pues él tampoco. Y el desgraciado muchacho, después de algunos cabildeos, se resignó a meter dentro del sobre dos yesones de la pared, y probó a tirarla arriba con tal lastre.

Las tentativas fueron otros tantos fracasos, y María pataleaba de impaciencia, comprendiendo que aquello era ridículo.

—Mire usted, Juanito; guárdese la carta. Es inútil cuanto hace.

—¡Cómo!… ¡Qué! —exclamó con terror el pobrecillo como si oyera su sentencia de muerte—. ¿No quiere usted mi carta?

—No. ¿Para qué? Adivino perfectamente cuanto en ella dice. ¿Por qué no repite usted lo mismo de palabra? ¿Le doy yo miedo?

El muchacho quedó avergonzado y permaneció algunos minutos con la cabeza baja, pero por fin la levantó con repentina resolución. ¿A qué tanto miedo? ¡Adelante!

—Y si usted conoce lo que la carta dice, ¿qué es lo que contesta?

El rostro de María se animó con un rubor ligerísimo, y desde su altura lanzóle una mirada de indefinible seducción.

—¿Yo?…, pues que sí.

—¿Que sí?… ¿Qué es a lo que usted dice que sí?

María se indignó ante tal torpeza.

—¡Hombre, no sea usted majadero! Digo que sí le amo, y que quiero que los dos, ya que somos amigos, seamos también iguales a esas palomas que se buscan, se quieren y se arrullan como unos angelitos. Usted será en adelante mi maridito, y yo su mujercita.

En este ideal inocente encerraba la niña todo el concepto que tenía formado del amor.

Juanito vio el cielo abierto, y miró ya aquella linda cabecita como cosa propia, tanto, que cuando la campana del colegio y la niña hubo de retirarse, el muchacho sintió celos como si María le abandonase para acudir al llamamiento de un rival, y de buena gana, a tenerlo a las manos, la hubiese emprendido a puñetazos con aquel impertinente artefacto de cascado bronce.

Desde la famosa tarde de la declaración, comenzó a desarrollarse entre los dos jóvenes la pasión que había de constituir su primera novela amorosa.

María puntualmente subía a la azotea a hablar con su maridito, y el inocente matrimonio, para estar más en contacto, había establecido un sistema de comunicación que consistía en un largo bramante a cuyo extremo iba atada una diminuta cesta. Maria, al retirarse, escondía tras los tiestos de flora esta prueba de delito con la que hacia subir las flores, las lindas estampas y todos los objetos que la regalaba su apasionado adorador.

¡Cuán veloces transcurrían entonces las horas en que podían verse los pequeños amantes!

Sus conversaciones eran triviales, inocentes, sosas; María, más viva y despierta en materias de amor, reconocía en su novio una candidez que le hacía reír, pero a pesar de esto, tenían gran encanto aquellas pláticas cuyo continuo tema era la promesa de amarse eternamente sin dejar nunca que el olvido o la frialdad se introdujeran en sus relaciones.

—¡Oh! sí, Marujita mía; te amaré siempre, te seré fiel hasta la muerte como lo son esas palomas que todas las tardes vienen a arrullarse en este tejado.

—¿Que si te quiero? Más que a mi vida. Ahora tengo más ganas que nunca de ser hombre para hacerme rico y célebre y llegar a ser tu maridito de verdad.

Y estas apasionadas expresiones y juramentos de amor, acompañadas con otras cursilerías por el estilo, eran el eterno tema de todas sus conversaciones.

Aquel par de muchachos no se daban nunca por vencidos en punto a decirse ternezas interminables; siempre, al separarse, se encontraban con que no lo habían dicho todo, pero sí que se cansaban de estar siempre separados por aquel muro y además le parecía que era muy breve el tiempo de la entrevista.

Verse de cerca, estrecharse las manos, hablarse con las bocas casi juntas y mirar su propia imagen en los ojos del otro, era un deseo que les roía la imaginación a los dos.

A María fue a quien primero se le ocurrió aquella idea y aunque arriesgada fue muy natural.

Cuando después se le ocurrió a Juanito, desechóla inmediatamente, juzgándola como un deseo extravagante.

Pero, como si aquellos dos pensamientos iguales se atrajeran por su misma identidad, el asunto no tardó a surgir en la conversación.

Juanito hablaba de verse de noche en aquel mismo sitio, con la misma vaguedad y aire de duda que un visionario habla de un viaje al sol; pero su mujercita seguía encontrando muy natural al proyecto y esto fue suficiente para que el muchacho lo diese por realizable, temiendo atraerse, con una vacilación, las burlas de la chiquilla varonil y audaz.

Con el misterio y la alarma de los conspiradores que fraguan su plan, los dos fueron acordando todos los detalles de aquella entrevista arriesgada.

Ella, a las once en punto, hora en que todo el colegio estaba abismado en el primer sueño abandonaría el dormitorio de las mayores, que estaba en el último piso, cerca de la escalera de la azotea, y se deslizaría hasta el lugar de la cita. Esto tenía la ventaja de no hacer ya necesarias aquellas subidas en plena tarde que habían alarmado el fino olfato de la subdirectora. María había de luchar con el terrible inconveniente que ofrecían los chirridos de los cerrojos de la puerta de la azotea al descorrerse, pero ella contaba con el auxilio del aceite y más aún con su maña.

En cuanto a Juanito, se comprometió a tener, para la noche siguiente, una cuerda con garfio de hierro, que María se encargaría de sujetar a las columnillas de hierro que sostenían la bóveda de enredaderas. La mamá se acostaba invariablemente a las nueve, todas las noches; tenía el sueño pesado y además no era fácil que extrañase su ausencia, pues él, con la cafetera al lado, se pasaba las horas estudiando muchas veces hasta la madrugada. La cuerda necesaria, se la proporcionaría un trapecio que tenía abajo en su cuarto para desempalagarse con algunas volteretas, cuando el continuado estudio venía a fijarle en la frente un clavo de dolor.

Con absoluto misterio fueron forjando su plan los dos muchachos.

A la noche siguiente sería la nocturna cita, y esta proximidad los llenaba a los dos de zozobra e intranquilidad, al par que de alegría. ¡Si aquello llegaba a descubrirse!

Además, sentían ambos un remordimiento, comprendiendo que la nueva clase de entrevistas vendrían a trastornarles más, impidiéndoles el cumplimiento de su deber.

Ella consideraba ya como de imposible realización, sus propósitos de disputar el premio mayor del colegio a aquella marisabidilla a quien odiaba; él pensaba con verdadero dolor que el mes de mayo tocaba ya a su fin, que dentro de pocos días tendría que sufrir el terrible examen y que aún le quedaban algunas lecciones importantes por estudiar.

Pero aquello sólo fue un débil relampagueo del deber; un fugaz remordimiento que pasó sin dejar huella ni aminorar con su roce el deseo vehemente de estar en el silencio de la noche, juntos, hablándose quedo, con ese dulce abandono que proporciona la seguridad de no ser sorprendidos.

Hacía ya más de un mes que eran novios y ¡qué diablo! ya era hora de verse próximos y no pasar el tiempo en violenta posición con la cabeza inclinada y siempre de pie.

Se buscaban, querían aproximarse arrastrados por el ciego impulso del amor; pero al mismo tiempo, aunque de ello no se daban cuenta, eran impulsados por el egoísmo de la comodidad.

XII. Mecidos por la brisa

La grave campana de la Catedral dio las once de la noche, con tan calmosa prosopopeya, que parecía que allá, en lo alto, sobre un púlpito de piedra de cincuenta metros, un panzudo canónigo de bronca voz, comenzaba a predicar su sermón.

María se incorporó cuidadosamente en su lecho; oyó cómo por espacio de algunos minutos se iban pasando la hora todos los grandes relojes de la ciudad, poblando con fuertes campanadas el desierto y oscuro espacio, y cuando se restableció en el dormitorio aquel silencio, únicamente turbado por las tranquilas y acompasadas respiraciones de las compañeras que dormían, la colegiala entreabrió las cortinas de su cama y se deslizó sin hacer ruido.

Habíase metido su falda antes de bajar del lecho y el cuerpo lo llevaba encerrado en una chambra que dejaba al descubierto el nacimiento de su cuello virginal, que comenzaba a dibujarse con la seductora y voluptuosa curva de la mujer hermosa.

Cogió sus botas que estaban al pie de la cama; y agachada, en actitud expectante, permaneció algunos minutos para convencerse de que nadie iba a apercibirse de su salida.

Nada; la calma más absoluta reinaba en toda la piara. La velada luz que la alumbraba, en sus continuas palpitaciones, hacia bailotear un sinfín de sombras sobre las colgaduras de los alineados lechos, y en aquella pared de enfrente, desnuda y blanqueada, rota a trechos por la línea de cerradas ventanas, entre las cuales estaban los lavabos de las colegialas con sus toallas, limpias y rígidas por el planchado, que vistas en la movediza penumbra, parecían mortajas de virgen colgadas como exvotos.

Del interior de aquellos lechos, circuidos de blancas cortinas rosadas por la luz, salían las acompasadas respiraciones del sueño. Nadie la vería marchar. Sólo tres camas la separaban de la puerta de salida y en la última dormía la hermana inspectora, encargada de la vigilancia de la pieza.

Lo más importante era pasar ante su lecho sin que se apercibiera la vieja religiosa, que por cierto era enemiga feroz de María, por lo mucho que ésta la había molestado en otro tiempo con sus travesuras.

Apenas avanzó algunos pasos con la silenciosa cautela de un gato en acecho, la joven se tranquilizó oyendo un sordo y estridente ronquido que recorría toda la escala del fagol. En aquel dormitorio de lindas y espirituales señoritas sólo la hermana Circuncisión podía roncar así.

Dormía… pues ¡andante! Y María, con los pies descalzos y las botas en la mano, salió ligeramente de la habitación, hundiéndose en la densa sombra del vecino corredor.

Conocía palmo a palmo todas las revueltas del edificio, así es que aunque cautelosamente y evitando hacer ruido, avanzaba con gran seguridad.

Varias veces se detuvo asustada al escuchar esos pequeños ruidos propios de la noche y que el silencio agranda considerablemente. El débil crujido de una madera, el chasquido de un granito de polvo bajo el peso de sus pies desnudos, y el lejano rumor que producía la respiración de tantos seres encerrados en aquel edificio y entregados al sueño, asustábanla, hacían afluir apresuradamente toda su sangre al corazón y la obligaban a permanecer inmóvil, alarmada y temblorosa durante mucho tiempo.

Nunca había recorrido ella de noche aquel edificio, teatro de sus diabluras, y la novedad de la correría, la oscuridad absoluta y el misterioso silencio, la impresionaban hasta el punto de mostrarse algo arrepentida de su temeridad al arreglar la cita.

Avanzaba lentamente, a tientas, extendiendo sus manos para no tropezar, y la picara imaginación se divertía con ella, agrandando las más horribles visiones, conforme María sentía decaer su valor.

La memoria le jugó una mala partida, recordando la horrible calavera que Juanito tenía sobre sus libros y que a ella tanto horror le había causado.

Parecíale que en el denso velo que ante sus ojos se extendía, iba marcándose como una mancha blancuzca que al momento tomaba el contorno del cráneo horrible; y hasta creía distinguir la mirada indefinible de sus vacías cuencas y la sonrisa espeluznante de las desdentadas mandíbulas.

Toda la virilidad de carácter que demostraba en pleno día cuando se hallaba rodeada por sus compañeras, aquel arrojo que la hacía ir a trompis con todas como si fuese un muchacho, había desaparecido en tal situación, y su imaginación, excitada por la sombra y el misterio, apoderábase cada vez más de ella y la arrastraba por donde quería, como un caballo desbocado que no siente ya el freno y desprecia al jinete.

Ahora avanzaba las manos con temor, pues le parecía que de un momento a otro sus dedos iban a tropezar con la superficie pelada y brillante del horroroso cráneo.

El miedo la hacía temblar; teniendo sus desnudos pies sobre el frío suelo, su frente era surcada por gotas de sudor, y al tropezar con una escoba que habían dejado olvidada en la escalera de la azotea, le faltó muy poco para huir despavorida con dirección a su dormitorio pidiendo a voces socorro; pero por fortuna para ella pudo dominarse, y llegó a la puerta del tejado poniendo sus manos en el gran cerrojo.

Aquella tarde había tomado ella sus precauciones para que el cerrojo corriese sin ninguna dificultad ni delatores chirridos, y así ocurrió felizmente.

Al encontrarse María en el centro de la azotea, aquel lugar que tan familiar y querido le era, un suspiro de satisfacción ensanchó su oprimido pecho.

Por fin ya estaba a gusto, como en su propia casa, y no sólo experimentaba esta tranquilidad, sino que había recobrado su valor, y ahora le parecía una soberana ridiculez el miedo experimentado momentos antes.

La noche era oscura; el cielo, aunque despejado, tenía un tinte azul negruzco que no lograban aclarar los luminosos parpadeos de las vigilantes estrellas; pero María, habituada a la densa sombra de abajo, encontraba excesiva luz y veía claramente cuanto la rodeaba.

Allí estaban sus queridas plantas; aquel tupido follaje que le servía de dosel en las horas de sol, y hasta distinguía las blancas y gentiles campanillas que se desperezaban entre las hojas y reanimadas por el fresco de la noche, abrían sus boquitas de fino raso enviándola su aliento de perfumes.

La luz de las estrellas sólo sacaba muy débilmente de la oscuridad los contornos de aquel paisaje conocido, y María, por la fuerza de la costumbre, lanzó una ojeada al horizonte en el que apenas si se marcaba el perfil de los edificios y las arboledas.

Buscó tras los tiestos de flores el bramante y la pequeña cesta que le servían para subir los regalos de Juanito, y una vez los encontró, con el corazón palpitante de emoción, subióse a su observatorio.

Por fin iba a saber lo que era el amor de cerca; iba a ser igual a una de aquellas señoritas pintadas en los abanicos que, apoyadas en una almena, reciben con los brazos abiertos al mancebo que sube por la consabida escala de seda.

Apenas se asomó al borde del muro, vio rebullirse a una sombra en la oscuridad de abajo.

—¿Estás ahí, Juanito?

—Sí, vidita mía. Échame el cestillo y subirás la cuerda.

María arrojó el bramante y poco después lo recogía, llevando agarrada a su extremo una cuerda gruesa con un garfio de hierro.

Ya tenía la niña la cuerda en la mano y se disponía a agarrar el garfio de una columnilla de hierro, cuando se detuvo para hacer otra cosa. Sus pies descalzos se lastimaban sobre aquellos ásperos tiestos.

Un ligero siseo la hizo asomar de nuevo la cabera.

—¿Pero qué haces? ¿Es que no encuentras dónde fijar la cuerda?

—Espérate; no seas impaciente, que ahora mismo subirás. Me estoy poniendo las botinas.

Poco después el muchacho tiraba del extremo de la cuerda al oír: «Ya está», y encontrándola firme comenzó a ascender por ella con ágil rapidez.

Para él resultaba un juego aquella ascensión, y con unas cuantas contracciones llegó a la azotea, dentro de la cual saltó con sobrada brusquedad.

—¡Chist!… ¡demonio! No andes de ese modo, que el dormitorio está abajo y nos pueden oír.

Juanito quedó inmóvil y como embobado ante esta repulsa de su mujercita.

María experimentaba cierta decepción. Ella esperaba otra cosa como principio de la entrevista. Los trovadores como aquél, al subir hasta donde estaba su dama, debían arrodillarse y besarla la mano, o cuando no, algo parecido que ella no sabía explicarse; y aquel gran pazguato, en vez de hacer esto, entraba en la azotea como un salvaje, moviendo gran ruido con su pesado salto y exponiéndose a que las monjas se apercibieran de que alguien andaba por el tejado.

Era la primera vez que el muchacho entraba en la azotea de la cual sólo veía desde abajo el follaje; así es que lanzó una mirada de curiosidad a su alrededor y cuyo significado comprendió María.

—¡Eh, qué te parece! Es bonito esto, ¿no es verdad? Mira qué plantas tan hermosas; qué campanillas tan perfumadas.

Y la colegialita, con el aire de una señora mayor que hace los honores de la casa y llevando agarrado a su novio de un brazo, fue enseñándole todas las preciosidades de la azotea; las guirnaldas de verdura que, como serpientes de hojas, subían enfoscándose a las columnas de hierro y los grupos de flores que se erguían sobre las filas de escalonados tiestos.

Juanito encontraba aquello muy hermoso; pero pronto dejó de mirar las flores para fijar sus ojos en su novia, de la cual se veía cerca por primera vez.

Hubiese querido el joven hacer salir el sol en plena noche, un sol que sólo alumbrase aquel rincón de la azotea, para ver de cerca a María y contemplar su cabecita vivaracha que tanto le impresionaba los otros días asomándose al borde de la tapia. Sus ojos se acercaban a ella haciendo esfuerzos por atravesar la semioscuridad que los rodeaba y se entregaban a un dulce éxtasis, contemplando aquellas facciones que vagamente marcaban sus hermosos perfiles en la sombra y la mirada brillante con una luz que a él le parecía superior al latido de las estrellas que parpadeaban sobre sus cabezas.

No supieron ellos cómo fue aquello, pero de pronto se encontraron sentados en una fila de tiestos, sin compasión a las flores que aplastaban y mirándose fijamente, mientras sus cerebros parecían sumidos en lánguido sopor.

Un lúgubre campaneo fue lo que les sacó de aquella contemplación tan estúpida como dulce. Sonaban las doce; ya había transcurrido una hora. ¡Demonio! ¡Y cómo pasaba el tiempo!…

Los dos novios permanecían inmóviles, como absorbiéndose el alma con sus miradas, y sólo de vez en cuando cruzaban algunas palabras vagas, incoherentes como las frases de un sueño o las exclamaciones de un ebrio.

En verdad, que para aquello no valía la pena de haberse desollado las manos subiendo por una cuerda y exponiéndose a caer; esto podía pensarlo un espíritu escéptico, pero aquellas dos almas puras e inocentes de niños grandes, gozaban una felicidad sin límites, dejando transcurrir el tiempo, inmóviles, juntitos, con marcada inconsciencia de sus actos y embriagándose en ese ambiente seductor y fantástico que siempre nos parece percibir en torno de la persona amada.

Ni la más leve sombra de impureza venía a turbar el pensamiento de los dos jóvenes, que se sentían satisfechos, dichosos y como ahitos de felicidad, con sólo hablarse de cerca al oído, sintiendo el contacto de sus ropas y confundiendo sus alientos.

María recordaba con la vaguedad de un sueño un atrevimiento único de su amante. Al sentarse en aquellos tiestos había sentido en sus labios el contacto de los de Juanito que le daban un beso; pero aquel beso era de castidad apasionada, beso desmayado de felicidad, sin el chasquido ruidoso de la caricia voluptuosa, ni el fuego de la voracidad apasionada y que iba dirigido más al alma que a la carne. Era aquel beso del tímido muchacho, como una toma de posesión de su amada, a la que por primera vez tenía al alcance de sus labios; pero con él no buscaba apoderarse de la carne, ciego instrumento de pasión, no pretendía despertar a la sensualidad dormida, sino que se hacía dueño de la seductora mirada, de la dulce y graciosa sonrisa, de la boca que le enloquecía con sus palabras de amor, de todo cuanto tenía María de espiritual y etéreo.

Y no era que en los dos jóvenes no existiesen esas violentas pasiones, esos irresistibles impulsos que oscurecen el cerebro, anulan toda percepción y convierten al ser humano en bestia insaciable de los lúbricos estremecimientos de la carne que hacen vibrar la red nerviosa como las cuerdas de una arpa colia.

En ellos el sexo se había revelado hacía poco tiempo pero se encontraban, como el que despierta atolondrado de un profundo sueño y aunque ve perfectamente las cosas que le rodean, no comprende para lo que sirven ni se da cuenta exacta de su importancia.

Tal vez al repetirse tales entrevistas en la sombra y en aquel ambiente silencioso y perfumado que excitaba los nervios, el demonio de la lubricidad, soplando sobre los muchachos su aliento de carnales deseos, empañara la tranquila inocencia, la dulce castidad de aquella primera cita; pero en aquella noche, la novedad de verse tan de cerca, la dulce timidez que aún les embargaba y cierto miedo que les causaba su audacia de verse allí, impedíales caer en los malos pensamientos.

Eran dos niños que juegan a maridito y mujer: aún no habían llegado a convertirse en novios apasionados y anhelantes que no sacian nunca su sed de amor y que de beso en beso van recorriendo toda la escala de sucesivos atrevimientos e involuntarias concesiones, hasta caer de lleno en la impureza.

Aún su inocencia estaba incólume: la novedad de la entrevista era en aquella noche el mejor guardián de su castidad.

Él se consideraba ya satisfecho, sólo con tenerla cerca, apoyada en un hombro, aspirando su aliento, sintiendo el roce de un pico de su falda sobre la rodilla y acariciando su dedo meñique cuando no pasaba su mano por su ensortijada cabellera. Hubo un momento en que el muchacho, oyendo el rumorcillo que producía una flor caída, al ser volteada por la brisa sobre el suelo, bajó su mano sin darse cuenta de adonde la dirigía, y tropezó con una cosa satinada, dura como el vigor muscular y con ligero espeluznamiento producido por el contacto. Era la pantorrilla de su novia, que la desordenada falda dejaba algo al descubierto: las medias habían quedado abajo en el dormitorio y sus desnudos pies hundíanse en las botas, que no había tenido tiempo de abrochar.

Juanito, estremeciéndose como el creyente que contra su voluntad va a cometer un sacrilegio, retiró enseguida la mano y por algunos minutos permaneció avergonzado pensando con terror en la posibilidad de que María tuviese aquel acto por intencionado.

En cuanto a ella estaba como anonadada por la vaga felicidad que sentía. Su carácter malicioso, burlón y algo dominante, se había evaporado al tibio contacto de aquel muchacho que la contemplaba con el mismo aire de embobada y fanática adoración con que un rústico mira al patrono de su lugar.

El ambiente masculino del joven la embriagaba, turbando su cerebro y desvaneciendo su virilidad de carácter. Apoyábase con abandono en el hombro de Juanito, y en su inmovilidad desmayada, en su rostro animado por una soñolienta dulzura, leíase la resolución de entregarse sin resistencia, de dejarse arrastrar por donde ordenase la voluntad del hombre amado. La embriaguez de amor no había dejado en ella el más leve resto de firmeza: en manos de otro hombre aquella noche lo hubiese sido de deshonor para María.

De vez en cuando, estremecíase como si despertase, y lanzaba extrañas miradas a su novio, tan embriagado como ella por el dulce contacto. Notábase algo de alarma y de ansiedad que desaparecía ante la actitud tranquila de Juanito. ¿Adivinaba algo de lo que podía suceder así que se desvaneciera la novedad de la primera entrevista? ¿Es que, a pesar de todas las precauciones de las monjes, sabía ella lo que el hombre significaba y presentía la natural y última tendencia del amor? Seguramente ella sabía lo que sus compañeras, las colegialas mayores; algo que se susurra misteriosamente al oído; algo que se colige de palabras sueltas sorprendidas al vuelo, en las visitas o en la calle; pero imposible determinar hasta qué punto llegaba su conocimiento del misterio del amor; pues toda mujer, aun la más desgraciada a quien el vicio lleva al último límite de la degradación, guarda como un recuerdo sagrado e inviolable el concepto que en su pubertad tenía del hombre y cómo se imaginaba la vivificante confusión de los sexos. Tal vez callan las mujeres y guardan tal fondo, como avergonzadas de que su imaginación de púber concibiera esas cosas bajo formas ideales y divinas que después han destruido las sucias brutalidades de la realidad.

Cuando los dos novios salían de su mutua contemplación, era para estrecharse con mayor fuerza y dirigirse una de esas frases vulgares hasta la imbecilidad que son de ritual en toda conversación amorosa; frase que ya los amantes prehistóricos debieron decirlas en las primeras épocas del mundo, allá en el fondo de horribles cavernas; pero que sin embargo suenan como música original y armoniosa cuando salen de unos labios que no pueden mirarse sin besarlos.

—¿Me quieres?

—Con toda mi alma.

Y los relojes de la ciudad, como envidiosos de tanta dicha, parecían acelerar exageradamente el movimiento de sus ruedas para triturar entre ellas más rápidamente el tiempo.

¡La una!… ¡la una y media!

Los dos novios, a pesar de su embriaguez de amor, experimentaban gran extrañeza al oír las campanas de los relojes. ¿Pero es que estaban locos? ¿O es que la noche, ebria como ellos por los punzantes perfumes de la primavera, corría desbocada, furiosa, como una bacante en delirio?

Reservábales aquella noche fugitiva un espectáculo sublime, que venía a ser como una escena de apoteosis para su amor.

—Mira, Marujita mía; mira allá abajo… ¡qué hermoso!

En el horizonte, sobre el límite del mar, marcábase una nubecilla de luz tenue, una mancha de color lechoso que iba agrandándose rápidamente, tomando reflejos rosados, hasta convertirse en roja claridad de incendio.

Algo asomaba entre aquellas nubes de fuego que parecían reflejar un subterráneo incendio.

Primero fue como una cúpula fantástica de hierro candente, como una media naranja de vivo fuego que parecía flotar sobre el mar, invadiendo las aguas con fosforescentes resplandores, y poco a poco, como si el horizonte sufriera un parto laborioso, fue saliendo toda la esfera deslumbrante de la luna, que comenzó a remontarse lentamente como «la hostia santa» a que la compara Núñez de Arce.

Como si el azulado éter que surcaba, la limpiase de las sangres e impurezas que habían cubierto al astro al salir del vientre del infinito, la luna, conforme ascendía, iba perdiendo su rojizo color y recobraba su poética palidez, esa blancura deslumbrante y luminosa, que acaricia los ojos como una sonrisa de amor.

Todo se conmovía; todo cambió de color y forma con la aparición del astro, eterna musa de los poetas soñadores. El espacio fue invadido por un polvillo luminoso, ante el cual parecía palidecer el brillo de las titilantes estrellas; la silenciosa vega, antes hundida en el misterio de la oscuridad, cobró nueva vida, surgiendo sus mil contornos de la sombra y animándose con el fantástico vigor del dormido esqueleto que resalta de la tumba para dar cabriolas en la danza macabra; brillaron como hojas de espada perdidas en la hierba, las acequias y remansos de la dilatada llanura; las lejanas montañas parecieron sacudir sus vetustas cabezas y erguirlas en aquel espacio que acababa de alumbrarse; y el mar reflejó con incesante centelleo la lechosa claridad del melancólico astro, como un inmenso mostrador de joyería sobre el cual se hubieran arrojado las joyas a puñados, o como si en sus aguas nadase una numerosa banda de peces de plata, que, rebullentes e inquietos, marchaban formando un triángulo, cuyo vértice estaba en el límite del horizonte y cuya indeterminable base venía a morir en el límite de la playa, donde las ligeras ondas se desplomaban desmayadas.

Todo parecía animarse a la tibia mirada de la luna. Las charcas del vecino río que por la mañana eran deshonradas con los picantes espumarajos del jabón de las lavanderas, vestíanse ahora de deslumbrante plata; brillaban las hojas de los árboles, sacudiendo a impulsos de la brisa el sucio polvo que oscurecía su fino barniz, y el vientecillo de la noche parecía hacerse más fresco y susurrador, desde que por entre él, flotaba aquella gigantesca vejiga de luz, escoltada por tenues nubecillas que a su esplendor irisado, tomaban todos los resplandores del nácar.

—¡Qué bonito!… ¡Pero qué bonito es esto!…

Y los dos jóvenes, admirando aquella nueva decoración de la vasta escena de la Naturaleza, se acercaban cada vez más, se oprimían para comunicarse mutuamente su calor y defenderse de la brisa, que era agradable pero con cierta picante frialdad.

Ahora sí que se hallaban bien. Gustábales más el espacio alumbrado por la luna, que la misteriosa oscuridad de antes; ya no tenían rubores ni timideces que ocultar en la sombra y a aquella luz vaga y misteriosa, luz fabricada de encargo por la Naturaleza para las inocentes entrevistas de amor, los dos jóvenes podían contemplarse a su gusto y mirarse fijamente en los ojos para sentir estremecimientos de pasión indefinible.

Aquella tibia claridad que bruscamente lo había invadido todo, aunque acrecentaba el encanto de la entrevista, había reanimado sus lánguidos nervios disipando la absorbente embriaguez.

Ahora hablaban más aunque sin dejar por esto de mirarse y de permanecer estrechamente agarrados por la cintura.

Su conversación se basaba sobre ilusiones; resultaba inocente, pueril; pero sus balbuceantes palabras tenían el poder de abrir nuevos horizontes a las imaginaciones excitadas por el amor.

Cuando fueran mayores y casaditos de verdad, harían esto y aquello; y aquí enjaretaban todos sus deseos inocentes, todas sus aspiraciones, propias de almas puras, que hubiesen hecho lanzar a un escéptico una carcajada digna de Mefistófeles.

Los dos arreglaban su porvenir de un modo hermoso; y con ese egoísmo propio de los enamorados, no vacilaban en desearle la muerte a medio género humano con tal de arreglar su felicidad. Ya vería Juanito cómo los dos serían muy dichosos. Él llegaría dentro de pocos años a ser en Madrid un médico famoso, moriría su tío legándole la clientela y la celebridad, y entonces se casarían y vivirían juntitos con la mamá, aquella pobre señora ciega a la que amaba la colegiala sin conocerla. En cuanto a su tía la baronesa, también se moriría como el doctor Zarzoso y de este modo, in mente, los dos muchachos iban matando a todos los seres importunos que con su presencia podían turbar su dicha.

Y mientras se entregaban a esta destructora tarea, los relojes iban que volaban, hasta el punto de que a los dos les parecía que entre las horas y los cuartos sólo mediaba un silencio de algunos segundos. El tiempo es enemigo del hombre y se goza en contrariar sus deseos; pasa veloz, como una bocanada de aire, en la primera cita de amor, y transcurre con la desesperante lentitud de la tortuga, en los momentos de cruel pesar, de dolorosa incertidumbre.

Los dos jóvenes ya no atendían a los relojes. Se hallaban allí muy bien y mientras fuese de noche no tenían prisa. Las otras entrevistas serían más breves, pero en ésta, en la primera, había que apurar la novedad, el placer de verse de cerca, de hablarse con las bocas casi pegadas, de estremecerse con rápidos contactos hasta que el alma, hábitat de efluvios amorosos, gritase ¡basta!

No sabían ellos que este instante de fastidio nunca llegaría en aquella noche.

Sus palabras eran cada vez más lentas, más vaporosas; parecían nacidas de un sonambulismo amoroso, y en su tono débil adivinábase que no tardarían a extinguirse. Los nervios puestos en excitante tensión durante muchas horas, languidecían ahora buscando el descanso.

María, sin notarlo, fue reclinando la cabeza sobre el hombro de su novio; su voz se fue extinguiendo lentamente y al fin su respiración, queda y regular, indicó que acababa de dormirse.

Juanito seguía dominado por aquella dulce embriaguez que le producía el perfume de la joven. Su brazo arrollado al hermoso busto de María, percibía la vibración de su pecho al respirar y hasta el débil tic-tac de su corazón que se agitaba como un pajarillo en la jaula.

¡Cuán bella la encontraba entregándose confiadamente a él, durmiendo sobre su hombro con el abandono de un niño en el regazo de su madre!

—¡Oh, Marujita! ¡Vida mía!… Te amo.

Y conmovido por la pasión inclinó su rostro sobre la cabeza de María, hundiendo su nariz en aquellos ensortijados cabellos que tanto le gustaba acariciar.

Apretándola cada vez más entre sus brazos, dulcemente acariciado por el tibio calor de su cuerpo, sintiendo en su nuca el frío beso de la brisa y mareado por el perfume de aquella cabellera, el muchacho sintió cómo su cuerpo era invadido por una creciente languidez.

Iba a dormirse y ni por un instante se le ocurrió que era peligroso permanecer en aquel sitio. El punzante olor de las campanillas que impregnaba el suave ambiente parecía anonadarle empujándolo al sueño.

No supo él darse cuenta exacta de si levantó la cabeza; pero así como en sueños, le pareció ver que la luna palidecía, que allá en el horizonte se extendía una ancha faja de blanquecina claridad, que el espacio comenzaba a impregnarse de una luz azulada, y hasta en sus oídos, como ecos lejanos, sonaron el rumor de los carros al ir al mercado, las canciones de los huertanos y las sonoras campanadas del toque del alba.

Era el hermoso momento en que Romeo y Julieta, en el famoso drama, discuten sobre el canto de la alondra y el ruiseñor.

Era la alondra, era la mañana.

Sintió frío, mucho frío; le pareció que la brisa del amanecer le mordía con sus helados besos; y como si fuera víctima de imantada atracción, volvió a pegar su rostro a la cabellera de María y el sueño se apoderó de él por completo.

XIII. Una carta. Jesús, María y José


Señora baronesa:

Con el corazón profundamente apenado tomo la pluma para escribir a usted. Bien quisiera evitarle este disgusto, pero mis ideas religiosas y mis deberes como directora de este colegio, me obligan a dar un paso del que me consuelo, más que todo, considerando el dolor que causarán mis palabras en una persona tan respetable y querida como usted lo es para mí.

Ya conoce usted las travesuras de María, que tanto han alborotado este colegio, con gran disgusto mío y de las demás hermanas que prestan sus servicios en este establecimiento. Teníamos a la niña por traviesa e incorregible, como dominada por el espíritu diabólico que nunca deja en paz a ciertas almas; pero jamás creíamos que en su afán de escándalo llegase tan adelante.

Esta mañana, ¡oh, dulce Corazón de Jesús!, me aterro al intentar escribir lo sucedido: hace muy pocas horas, las hermanas encargadas de la limpieza del establecimiento han encontrado a su señora sobrina en la azotea del colegio… ¡oh, Dios! ¿Me atreveré a decirlo? durmiendo, con las ropas en desorden, y estrechamente abrazada a un hombre desconocido que dormía también sobre su seno.

Señora, desde aquí veo la dolorosa sorpresa que causará en usted esta revelación y creo oír los tristes sollozos que arrancará a su pecho la perversa conducta de su sobrina.

Figúrese usted lo que habrá sucedido en esa azotea en la oscuridad, tratándose de una niña que no manifiesta el más leve temor a Dios y de un hombre desconocido.

La hermana que hizo el descubrimiento bajó a darme cuenta del terrible suceso inmediatamente, y cuando yo subí, encontré a María sola. El seductor había huido; pero por una cuerda encontrada en la azotea y por otros indicios, he venido en conocimiento de que el tal sujeto es un estudiantillo que vive al lado del colegio.

No pienso intentar por mi parte nada contra ese muchacho. Hacer intervenir en el asunto a la autoridad sería dar un escándalo que redundaría en desprestigio de este santo establecimiento. Lo tengo bien pensado y no intentaré nada contra ese pecador que inspirado por el demonio ha violado el sagrado aislamiento de esta casa.

Señora baronesa, bien sabe usted el respetuoso afecto que le profeso. La admiro y reverencio por los grandes servicios que presta a la buena causa de Dios; conozco el justo aprecio en que la tienen los buenos padres de la Compañía, y aunque poco valgo a los ojos del Señor, tengo siempre especial cuidado en encomendarla al Altísimo en mis oraciones.

Por esto siento más aún el paso que me veo obligada a dar. Señora baronesa, aunque con gran dolor de mi alma, le pido que saque cuanto antes a su sobrina de esta santa casa. Por el honor de su noble familia y por el prestigio del colegio, he procurado rodear el asunto del más absoluto secreto; pero si la niña permanece aquí, las más leve indiscreción puede hacer que renazca la verdad y entonces el escándalo haría que ninguna madre quisiera enviar sus hijas a una casa en la cual una educanda ha cometido tales horrores.

Ruégole, pues, en nombre del dulce Jesús y de su Santísima Madre, a los que usted tanto ama, que apenas reciba la presente me comunique sus órdenes para la salida de María de esta santa casa.

Si usted no puede venir, la niña será entregada a la persona que usted designe.

Señora baronesa, repito a usted mi sentimiento por tener que comunicarle tan fatales noticias, e inútil es que le manifieste una vez más que me tiene siempre a sus pies, como admiradora, sierva y humilde hermana en Cristo.

Sor Luisa de Loreto,

Directora del Colegio de Nuestra Señora de la Saletta
 

Parte Cuarta. Juventud a la sombra de la vejez

I. La viuda de López

A las ocho de la mañana estaba ya vestida, encorsetada y tomando su chocolate, junto al velo y los negros guantes colocados sobre la mesa del comedor indicando una próxima partida, la señora doña Esperanza Mora, viuda de López, ministro del Tribunal de Cuentas, según rezaban sus tarjetas de visita, de las cuales, raro era no encontrar un ejemplar en todas las antesalas de la aristocracia rancia y linajuda, aferrada al pasado y refractaria a todas las locura de la elegancia moderna.

Era doña Esperanza una buena moza a pesar de hallarse próxima a los cincuenta, y aunque según confesión propia se había dejado caer y no observaba con su persona otro cuidado que el de apretarse el talle, sin duda para que resaltase más la curva de su prominente seno, todavía sus hermosos cabellos rubios en los que las canas se disimulaban, sus ojos lánguidos que la edad no empañaba, y su perfil arrogante, le daban cierto aire bizarro de diosa destronada que en sus ratos de melancolía aún podía paladear muy dulces recuerdos.

Mientras tomaba el chocolate, ajustaba cuentas con la criada, que acababa de llegar del mercado, y daba sus disposiciones como dueña de casa hacendosa y económica. Vendría a comer a las seis; ya sabía pues a qué hora debía poner el puchero al fuego. ¡Ah! Se le olvidaba advertirle que tuviese más cuidado al limpiar el salón. Acababa de notar que la urna de San Ignacio estaba muy sucia de moscas y esto era una vergüenza en casa de una señora como ella, que en la época en que vivía su marido gozaba justa fama por su curiosidad.

¡La curiosidad! Ésta era la eterna manía de doña Esperanza, la palabra que pendía eternamente de sus labios, y a pesar de esto, su casa era la imagen del desorden a causa de que era para ella como un mesón, como un punto de parada, en el que sólo se la podía encontrar a las horas de dormir, pues aun en las de comer muchas veces estaba ausente, ya que nunca rehusaba las invitaciones de sus amigas y protectoras en cuyas mesas aparecía algo mejor que el clásico y empalagoso puchero.

La vida que llevaba desde que enviudó, sus aficiones predilectas, su afán de servir a todas sus numerosas amigas y su prestigio como hábil agente en todas cuantas obras de carácter religioso emprendía la aristocracia de Madrid, le absorbían todo su tiempo y convertían su existencia en un perpetuo movimiento, del que ella jamás se fatigaba; antes bien mostrábase muy gustosa y satisfecha de ser como la indispensable para todas aquellas encopetadas señoras.

Desde la mañana hasta la noche estaba agobiada por ocupaciones tan insignificantes como precisas y resultaba en Madrid un tipo muy conocido; pues se la veía en las calles a todas horas con su velo de viuda y sus andares de buena moza; tan pronto en un coche de punto atestado de compras que le encargaban sus amigas, como en las sacristías, hablando confidencialmente con los sacerdotes más conocidos, y con la misma familiaridad entraba en un establecimiento de ropas a hacer compras de lienzo barato en representación de cualquiera de las sociedades benéficas de que era secretaria, como en una agencia de domésticas, para encargar una doncella de confianza con destino a alguna de sus aristocráticas amigas.

Ninguna de éstas había oído jamás a la viuda de López la palabra no, y la elogiaban y querían por lo mismo que les resultaba como una sirvienta, bien educada, inteligente y cariñosa, que estaba por completo a sus órdenes. No había comisión por molesta que fuese que no aceptase, ni gestión humillante que se negara a desempeñar, con tal que se le pidiera sonriendo y como haciendo justicia a sus merecimientos.

De este modo la viuda, que de ser hombre hubiese resultado un repórter inimitable, pues tenía el afán de la noticia y del chisme para divulgarlos inmediatamente esparciéndolos a todos los vientos, iba adquiriendo gran importancia en la alta sociedad devota, y no perdía con esto nada; pues a lo que le daba el Estado en concepto de viudedad, podía añadir las migajas que le arrojaba la amistad de sus benévolas protectoras, que no eran pocas.

Nadie recordaba cómo aquella mujer de la clase media, casada con un político de última fila, que a fuerza de humillaciones en los despachos ministeriales alcanzó la entrada en el Tribunal de Cuentas, había logrado introducirse en el alto y privilegiado círculo de una aristocracia meticulosa que no admitía a otros plebeyos que los que vestían sotana.

Tal vez fue la protección oculta de algún sacerdote poderoso o el afecto que supo captarse de los padres jesuitas, lo que le abrió el camino o también pudieron ser sus propios méritos reconocidos por alguna persona inteligente; pero lo cierto era que se encontraba entre la clase encopetada como en su elemento natural y que por momentos iba aumentando en prestigio y utilidades.

Aquella mañana tenía doña Esperanza muchas ocupaciones, según costumbre.

Acabó de tomarse el chocolate, su criadita le ayudó a ponerse el velo, calzóse los guantes y se fue a la calle pensando en escalonar sabiamente los diversos quehaceres que tenía y cuidando de no olvidar ninguno.

Ante todo debía ir a San José a oír la misa de nueve, que decía invariablemente el padre Bernardo, un sacerdote íntimo amigo suyo, que por su pobreza y humildad le era muy simpático y al que ella protegía dándole todas las misas en sufragio de almas que le encargaban sus amigas.

Después de santificar de este modo su día y rogar a Dios que le saliera todo bien, iría desempeñando todas sus comisiones. Lo primero que había de hacer era pasarse por la Librería Católica a ajusfar cuentas.

Doña Esperanza era publicista, aunque publicista en pequeño, como ella decía modestamente y procurando ruborizarse; lo que no impedía que cuando alguna revistilla devota le dedicaba un bombo, preguntase a sus amigas con aire escandalizado qué les parecía aquello, y que por la noche leyese el laudatorio suelto a su criadita para que así la respetase más y se convenciera de que tenía el honor de servir a una persona notable.

La viuda de López tenía una gran facilidad de asimilación. Sin darse cuenta de ello, imitaba perfectamente todas las exterioridades de estilo de lo último que acababa de leer y además era notable por su facilidad de palabra y su desparpajo, lo que le hacía pasar por indiscutible oradora en las Juntas Benéficas de señoras, donde con ademán olímpico dejaba caer su voz sobre unas cuantas docenas de cabezas rellenas de crepé por fuera y tal vez por dentro.

Doña Esperanza tenía su ambición, que consistía en brillar como una eminencia sin rival en un género de literatura extravagante, fundado en un simbolismo tan loco como ridículo, y que tenía por objeto la salvación de las almas por medio de una predicación estrambótica.

Ella era la autora de unas hojitas tamañas como la mano, que se vendían a gruesas en las librerías religiosas a las personas que deseaban propagar la santa verdad, repartiendo tales esperpentos literarios. Algunas de aquellas diminutas obras habían alcanzado gran fama en los conventos y asilos y se la llamaba ya por antonomasia en los periódicos del gremio «la ilustre autora de la Receta para confitar almas», hojita notabilísima en la cual se marcaba el medio de llegar al cielo, con procedimientos de confitería.

Aquello de decir que se cogiera una calderita de purísima conciencia, y si estaba empañada, se le echase un poco de vinagre y sal de propio conocimiento, y con un estropajito de diligente examen se limpiase con la gracia sacramental, resultaba para las monjas y beatas que leían la colección de «Hojas Místicas», publicadas por doña Esperanza, sublimes rasgos de ingenio, inspiraciones casi divinas para la salvación de los humanos; y la admiración del crédulo público aun iba en aumento cuando leía el resto de la obra, o sea, todos los elementos que entraban en la célebre receta para confitar almas. En ella figuraban artísticamente combinados el azúcar de la confianza en la bondad de Dios; la mansedumbre que podía ser comprada en abundancia en la droguería de Vita Christi; el agua de doloroso llanto; las parrillas de prudente disimulo; el fuego del amor de Dios; la ceniza de verdadera humildad para envolver las brasas; la cucharadita de virtuosos afectos; la espumilla moteada de la presunción; el lienzo de rectísima intención; las cuñitas de madera de negación del propio juicio y de negación de la propia voluntad; y así, en espantoso galimatías, la autora de la Receta iba amontonando imbecilidades, hasta que al final, decía textualmente hablando del alma que quería someterse a las prescipciones de tal confitado:

«Todo esto hecho, póngase sobre la calderita una cobertera de oportuno silencio; y déjese que vaya hirviendo al fuego de las tribulaciones de esta presente vida, y que poco a poco se vaya apaciguando, dulcificando y confitando, hasta que tenga un punto de perfección tal, que agrade al Dueño que la ha de comer».

Y esta obra maestra, de la inteligente viuda de López, habíale valido a su autora, que modestamente se ocultaba tras el incógnito, los más apasionados elogios de parte de la prensa católica y de los padres jesuitas, y sus ejemplares, comprados a miles por las damas benéficas, eran repartidos como cédulas de salvación en las escuelas y colegios, y en las viviendas de los pobres, a quienes se daban bonos de pan, a cambio de cumplir escrupulosamente las exterioridades del Catolicismo.

Pero doña Esperanza no era un talento de esos que sólo por una vez inflama la inspiración. La Receta no era su única obra maestra. Habíanle rogado encarecidamente sus encopetadas amigas y los sabios padres jesuitas que no dejase dormir la brillante pluma destinada a hacer en las clases ignorantes una propaganda salvadora, y ella había vuelto inmediatamente a la tarea, animada por la sobrehumana fe de aquellos Santos Padres, a quienes el mismo Espíritu Santo en persona les ordenaba que escribiesen.

Su segunda obra maestra fue, ¡quién lo pensara!, una tarifa de ferrocarriles; sólo que esta tarifa no era de aplicación a ninguna de las vías férreas de España. Su título era Ferrocarriles de Ultra-Tumba. Lineas del Paraíso y del Infierno en combinación con las de la muerte y del juicio. Indicaciones para los viajeros de ambas líneas. Y a continuación, con una seriedad sublime, iba marcando los precios del pasaje en las líneas del Paraíso y del Infierno, haciendo distinción entre primera, segunda y tercera clase.

¡Oh! ¡Sublime! ¡Hermosísimo! Toda aquella tarifa, con sus numerosas advertencias, tanto en una línea como en otra, resultaba muy ingeniosa y hacía sonreír de gusto, lo mismo a las monjas, que la leían en el fondo de sus celdas, que a los sacristanes, que la comentaban, encontrándola muy chusca. Sólo un ligero defecto tenía la obra: un pequeño descuido, que pasó desapercibido para la inspirada autora, y que le hizo notar la inocente malicia de un acólito. El precio del ferrocarril del Infierno, en primera clase, era la impiedad, y en tercera, el indiferentismo; y, según afirmaba el inocente comentador, convenía más ser impío que indiferente, pues de este modo, en el viaje al lugar del eterno tormento, se iba en clase más distinguida y se gozaban de mayores comodidades.

Pero las tales «Hojas Místicas», a pesar de las sangrientas burlas con que las acogían los periódicos avanzados, propagandistas de doctrinas infernales, proporcionaron a su autora, si no grandes ganancias a causa de lo insignificante de su precio, sí inmensa consideración entre aquella gente ilustre que la protegía, y el desempeño de ciertos cargos, en los cuales, según ella decía, a la par que iba poniendo piedrecitas al camino que la conduciría al cielo, sacaba también para los garbanzos.

Únicamente por el prestigio que le daban sus obras, había conseguido ser secretaria de casi todas aquellas sociedades piadosas y benéficas, de las cuales era presidenta perpetua la baronesa de Carrillo, y figurar como elemento indispensable en las colectas y fiestas de beneficencia, cuyos productos, al pasar por sus manos, siempre dejaban escurrir algún ochavo en su bolsillo.

¡Ay, si su pobre marido, aquel señor infatuado y pedante que la miraba a ella como un ser inferior, incapaz de comprenderle, levantase ahora la cabeza! De seguro que quedaría asombrado al ver que su Esperanza servía para algo más que para ir a los Ministerios, como en su juventud, a alcanzar los ascensos del marido con graciosas sonrisas y lánguidas miradas de promesa. Desde que era viuda y podía agitarse libremente y por su cuenta, se sentía grande, ilustre, y en camino de llegar a inmensa altura. Bien era verdad que las amigas aristocráticas le hacían pagar su protección con humillantes servicios y la mandaban como a una criada bien vestida, sin consideración a sus glorias de publicista; pero estaba en su carácter entrometido y servicial, aquello de hacer servicios siempre que se le pedían como favores, y además, le consolaba en esta degradación el pensar que los más eminentes escritores del siglo de oro habían tenido a mucha honra el llamarse en las dedicatorias de sus libros, criados de tal o cual grande, que eran sus mecenas.

Además, su instinto servicial y su facilidad para adaptarse a todo, le valía el agradecimiento pródigo de aquellas ilustres gentes criadas en la abundancia, y ella, que a pesar de su visible carácter generoso e ideal, era en el fondo terriblemente avara, sabía explotar a sus amigas, y en su afán de pedigüeña, cuando no sacaba dinero, les arrancaba con graciosas sonrisas los vestidos pasados de moda, los abanicos ligeramente ajados, y otras prendas de más valor, que, después, como conocedora de estas industrias ocultas que, alimentadas por el espíritu de imitación y de falsa opulencia, existen en el seno de la sociedad, lograba revender hábilmente.

De este modo, según ella murmuraba, iba preparándose una vejez digna y tranquila.

Todavía encontraban sus cabellos rubicanos y su perfil de diosa, ojos que los mirasen con marcada codicia; aún la seguía alguno por las calles como en sus buenos tiempos, admirando aquel talle sólido y airoso, y aquellas caderas movidas por antigua costumbre, con airoso contoneo; era «una jamona que estaba muy fresca», según decían sus propias amigas; pero a pesar de estos homenajes tributados a su belleza en decadencia, fuertemente excitante, y con un esplendor sobradamente vivo, como los últimos rayos del sol que muere, doña Esperanza se mostraba sorda a todos los requiebros y las proposiciones que al paso le salían.

Su corazón era cruel para cuantos pantalones intentaban cerrarle la marcha en los salones y en las calles. Sabía ella demasiado para comprometer su porvenir y su prestigio con una tontería, como la más inexperta de las pollas.

Aborrecía los pantalones, y sin duda por esto sólo se mostraba alegre y comunicativa con los amigos que tenía en el clero, y que eran casi todos los sacerdotes de Madrid.

De ella eran estas palabras:

—¡Oh! ¡Los hombres! Hay que temer su lengua más que la de las mujeres. Los triunfos de amor les amargan si no pueden publicarlos, y una mujer que se estime no puede ser amable sin temor a comprometerse. Si tomaran ejemplo de los curas que callan por propia conveniencia, entonces yo sería más generosa.

Su esquivez inquebrantable con los pantalones y de la cual no sabemos si se libraban las sotanas, valíale el aprecio de todas sus protectoras que la tenían en elevado concepto de virtud. Esto hacía que la viuda, a pesar de sus genialidades de publicista y de su carácter risueño y decidido, fuese recibida con entera confianza aun en el seno de aquellas familias rancias y vetustas como sus pergaminos, y que en su horror al siglo sólo abrían las puertas de sus casas a contadísimas personas.

Doña Esperanza, al par que la agente de todos los negocios de dichas familias, era la depositarla de todos sus secretos, la que daba el consejo decisivo en las situaciones apuradas y la que mejor se captaba el afecto de las hijas de la casa (si es que las había), seduciéndolas con su graciosa charla, y halagando sus pasioncillas.

De aquí que tanta atención, tanto encargo, tan abrumadoras y continuas muestras de confianza, la trajesen muy atareada absorbiéndola todas las horas del día sin dejarla un momento de descanso.

Aquella mañana no era su tarea más sencilla que en los otros días.

Después de oír misa en San José y de arreglarle las cuentas al librero católico, se hundió de lleno en la confusa red de una interminable serie de visitas y de correteos por las calles de Madrid, yendo muchas veces de un extremo a otro de la capital para cumplir un pequeño encargo. Subía en los tranvías con una ligereza extraña en sus años y en sus carnes; tomaba un coche de punto cuando la carrera por lo larga bien se merecía el gasto de una peseta, y en cuantos vehículos ocupaba hacía siempre la misma operación. Del gran limosnero de cuero negro que llevaba pendiente del puño, sacaba disimuladamente algunas hojitas de papel impreso y las dejaba sobre los bancos del tranvía o los raídos almohadones del simón. Eran ejemplares de Ferrocarriles de Ultratumba. Ella aprovechaba todas las ocasiones favorables para repartir su obra, tanto por el afán de hacerla popular, como para lograr por tales medios la salvación de las almas y el arrepentimiento de los pecadores.

Tenía ya completado su plan para aquella mañana. Cuando terminase sus encargos, o sea allá a la una, iría a visitar a su gran protectora, la baronesa de Carrillo, en cuya casa entraba casi con tanta franqueza como en la suya propia.

La eterna presidenta apreciaba mucho a la perpetua secretaria, que no perdía ocasión para adularla del modo más rastrero. Doña Esperanza a cambio de esta humildad, tenía al palacio de la calle de Atocha como su propia casa, y comía allí cuando le parecía, encontrando siempre abierta la bolsa de doña Fernanda.

Junto a esta diosa de la beatería, que daba el tono a toda la aristocracia piadosa, la viuda de López desempeñaba el papel de favorita, y no acudía la baronesa a fiesta o reunión de cofradía, sin que llevase al lado a su inseparable doña Esperanza.

Ahora era más necesaria que nunca la presencia de la secretaría al lado de la presidenta que estaba desconsoladísima.

Dos días antes había recibido la baronesa la noticia de que su hermano, el padre Ricardo, de la Compañía de Jesús, joven sacerdote que prometía ser la honra de la familia, había muerto.

¡Pobre padre Ricardo! El tierno corazón de doña Esperanza quedaba oprimido y las lágrimas asomaban a sus ojos, cuando recordaba lo mucho que en aquellos días hablaban los periódicos sobre el triste fin del joven sacerdote, víctima de sus santos deberes.

Desde que se había ordenado, sus superiores esforzáronse en reprimir y contener aquella santa vocación que le impulsaba al martirio.

Pero no había para esto medios humanos. Dios le llamaba, sentíase con vocación de santo y su afán era corresponder a la predilección del Altísimo, haciendo en su honor el sacrificio de la vida.

¡Con qué entusiasmo relataban los periodistas católicos la vida de aquel santo joven, que reproducía en pleno siglo XIX, siglo de descreimiento e impiedad, la firmeza heroica de los primeros cristianos! ¿Y aún decían los impías que la Compañía de Jesús no servía para nada? ¿Aún negaban que de ella podían salir héroes sublimes, los cuales, yendo a difundir la verdad y la civilización por países apartados, alcanzasen la palma del martirio?

Todos los hechos del padre Ricardo Basalega eran repetidos por cuantos periódicos católicos existían en la tierra, y los creyentes de todos los países estaban ya tan enterados de su vida como la misma baronesa. Triste era su muerte, pero ¡oh, qué honor para la familia! De aquella fama, a figurar en los altares, solo había un paso que la Compañía ya se encargaría de salvar, por el egoísmo de añadir un nombre más a la lista de sus santos.

De niño, en el colegio del noviciado, había hecho milagros; después, en un rasgo de sublime humildad, regaló su enorme fortuna a los pobres (aquí los periódicos callaban que el único pobre que participó de tal largueza había sido la Compañía), y por fin, al ordenarse sacerdote y faltando muchas veces por su exagerado celo religioso a la obediencia prescrita en la Orden, pedía a sus superiores con lágrimas en los ojos que lo enviasen, como al heroico Javier, a los países infieles, a predicar la verdad evangélica entre los indígenas y a ofrecer su sangre en prueba de la verdad de la doctrina. Por fin, los superiores cedieron, y el padre Ricardo Baselga fue al Japón, a aquel país terrible, donde otros misioneros, tan entusiastas como él, habían encontrado la muerte.

Los apologistas del reciente mártir no decían que aquellos superiores, al dar su bendición al joven catequista, sabían perfectamente que iba como una res al degolladero, e igualmente callaban, tal vez por no saberlo, que esos mismos superiores eran los que por medios torcidos e indirectos, habían hecho germinar en su inteligencia la idea de ser misionero, deseando convertir en un mártir sublime a un fanático que para nada les servía y proponiéndose por este medio aumentar el prestigio de la Sociedad de Jesús.

Desembarcó el joven padre en el Japón y a los dos meses escasos, los fanáticos del país lo hacían trizas con sus sables a las puertas del templo de uno de sus más queridos ídolos. La santa audacia de aquel iluminado era la principal causa de su muerte.

Los que cantaban las glorias del joven mártir indignábanse y arrojaban las más terribles maldiciones sobre aquellos diabólicos japoneses que tan bárbaramente trataban a los enviados de Dios; pero al hablar así no pensaban que no lo pasaría muy bien un brahaman indio que entrando en una aldeílla vascongada derribase al suelo y patease el santo patrono del lugar. El fanatismo es lógico en todas partes, y lo que harían los fanáticos españoles con cualquier sacerdote de una religión extraña, que viniera a turbar su culto, lo hicieron los fanáticos japoneses con el joven jesuita que entró en un santuario a insultar y golpear su ídolo, para demostrarles con el ejemplo que aquel monigote carecía de todo poder sobrenatural.

Dona Fernanda estaba inconsolable por la pérdida trágica del hermano, que era el único ser de su familia al que había profesado verdadero cariño.

Sentía un vehemente y franco dolor; pero al mismo tiempo, por un extraño fenómeno propio del humano carácter, a su pesar se asociaba cierta satisfacción íntima y profunda, por el prestigio que daba a la familia el haber producido un mártir y futuro santo.

Pero a los ojos de la sociedad, doña Fernanda estaba inconsolable, y por esto la viuda de López tenía verdadera prisa en llegar a casa de su presidenta, para animarla un poco con aquella elocuencia sentimental que todos le reconocían.

Además no tenía en el estómago otra cosa que el chocolate de la mañana e iba pensando en que, llegando a la hora del almuerzo, no le faltaría un asiento en aquella mesa bien servida, propia de una solterona vieja, a la que no le era lícito otro placer que el de la gula.

II. El sobrino en la calle y el tío en la casa

Cuando el carruaje de alquiler que conducía a doña Esperanza llegó a la calle de Atocha, tuvo que detenerse antes de llegar a la puerta de casa de doña Fernanda, pues una elegante berlina con ruedas amarillas le cerraba el paso.

La viuda, al bajar de su carruaje, vióse envuelta por un tropel de estudiantes de Medicina que salían de las clases, y subían calle arriba, con la algazara propia del que se ha librado, por el resto del día, de una esclavitud enojosa.

Aguantando miradas de insolente fijeza y oyendo con frialdad los floreos que le dirigía aquella juventud bulliciosa que pasaba por su lado, doña Esperanza ajustó su cuenta con el cochero y como propina le entregó algunos papelillos de los que almacenaba su limosnero. El auriga quedóse cómicamente sorprendido y con las hojas místicas en la mano, y al enterarse de lo que eran, él, que esperaba por lo menos un real de propina, correspondió al regalo con unos cuantos juramentos que hicieron apresurar el paso a la viuda de López. Buen modo de hacer propaganda.

Rompiendo con trabajo la contraria corriente de estudiantes, fue avanzando doña Esperanza, y al llegar a la gran puerta de casa de la baronesa, se detuvo para lanzar una mirada de curiosidad a la berlina detenida a pocos pasos.

La conocía bien: era la del doctor. Sin duda doña Fernanda había vuelto a experimentar sus terribles ataques de nervios.

Entrábase ya la viuda por el portal, cuando llamó su atención un joven, parado en la acera de enfrente, y que medio escondido tras el tronco de un árbol cambiaba señas con alguien que estaba en el interior de casa de la baronesa.

Era un muchacho bien vestido que parecía ser estudiante, y llevaba en la mano un grueso cuaderno de notas.

Doña Esperanza le miró fijamente, intentando en vano conocerle, y después levantó sus ojos a la fachada para ver quién era la persona que correspondía a las señas del estudiante.

No vio nada, pues todos los balcones tenían cerradas las vidrieras, y sin duda la persona a quien dirigía el joven sus señas estaba medio oculta tras algún cortinaje.

Subió doña Esperanza la ancha escalera de mármol; en la antecámara vio pendiente del perchero la chistera del doctor, y entró en un gabinete, el mismo donde la difunta Enriqueta había pasado la noche anterior al 22 de junio.

Estaba ya sentada en una otomana, esperando que volviese la doncella encargada de noticiar su llegada a la baronesa, cuando se percibió de que no estaba sola en aquella habitación.

Vio moverse uno de los ricos cortinajes de la ventana y adivinó la presencia de una persona que, oculta por aquéllos, miraba a la calle. A los pocos momentos asomó una linda cabeza que exclama con hermosa voz de soprano:

—¡Ah! ¿Es usted, doña Esperanza?

Y la sobrina de la baronesa, la pollita de la casa, como llamaba la viuda a María Quirós, avanzó al centro del gabinete procurando ocultar su turbación.

Doña Esperanza sonrió con la maternal benevolencia que tan simpática la hacía a los ojos de todas las jóvenes cuyas casas frecuentaba.

Ya había aclarado el misterio y esto la llenaba de gozo, pues lo que más le placía era poseer secretos ajenos. María tenía amoríos con un estudiante de la inmediata escuela de Medicina. Esto, a primera vista, carecía de importancia; relaciones inocentes, galanteos de balcón a calle, homenajes, en fin, insustanciales que desean todas las jóvenes y que son muy pocas las que dejan de conseguirlo; pero tratándose de una sobrina de doña Fernanda de Carrillo, la cosa variaba de aspecto y aumentaba en importancia, pues la devota señora era capaz de indignarse de un modo terrible, al saber que María andaba en amoríos con un estudiante.

La viuda de López se fijó con insistencia en la hermosa muchacha que tenía delante.

¡Mire usted que no haberse fijado hasta entonces en aquella belleza picaresca y graciosa, que forzosamente había de trastornar a los hombres! ¿Qué de extraño tenía, que a una joven con un palmito así, le hiciesen el amor a pesar de que la mayor parte de los días los pasaba en la iglesia o encerrada en casa? Por algo decían que el buen paño hasta en el arca se vende, y lo que es la muchacha había que confesar que era paño amoroso, del mejor y más fino, capaz de secar las lágrimas del mayor desesperado del mundo.

Ningún día la encontró doña Esperanza tan bonita como entonces, y mirando aquel cuerpo hermoso en el cual dieciocho primaveras habían aglomerado todas sus suavidades, sus perfumes y sus colores delicados, y aquella cabeza de un perfil correcto y gracioso como un camafeo griego, animada por dos ojazos de mirada atrevida y terminada por un moñete lindo, en el que todos los peines no lograban domar la subversiva protesta de un rizado natural, encontraba que nada tenía de extraño que se enamorasen de una joven así y hasta que llegasen a hacer por ella verdaderas locuras.

Doña Esperanza se ratificaba ahora en sus anteriores predicciones. ¡Oh! Aquella muchacha, lista, algo insurgente, que tenía su alma en su armario y cuando le parecía contestaba a los sesudos consejos con alguna fina impertinencia, daría mucho que hacer a la santurrona de su tía, que hubo un tiempo en que pensó hacerla monja.

¡Vaya una monjita! Bien se acordaba doña Esperanza de aquello del colegio… de aquello de la azotea con el vecinito de al lado; y no quería decirse más a sí propia, pues no le gustaba murmurar de nadie ni aun interiormente.

Lo que ella aseguraba, era que la tal niña se casaría, o de lo contrario daría muchos disgustos a la baronesa.

Tenía la publicista católica una razón de peso para creerlo así.

«Es de mala sangre —se decía interiormente—. Forzosamente ha de parecerse a su padre, aquel revolucionario infernal cuya historia tantas veces me ha contado la baronesa. Hará muchas cosas sólo para justificar que lleva la sangre de su padre».

Ella, como depositaría de los secretos de su presidenta, estaba al tanto del origen de María, y tenía el convencimiento de que ésta, aunque muy linda, había de dar poco de sí en punto a fervor religioso.

—¡Vaya, pollita! ¿Qué hacíamos en la ventana?

María había recobrado su serenidad, y al ver la sonrisa maliciosa de doña Esperanza, le contestó con aquel gestecillo impertinente que sabía usar cuando le hacían preguntas inoportunas.

—Nada. Me divertía mirando la calle.

—Yo también he mirado bien antes de subir aquí. Sobre todo a la acera de enfrente.

—¡Sí!, ¿eh? Pues me alegro mucho.

—Vamos, picaruela; no te hagas la desententida con ese gesto de inocencia, que parece que en la vida has roto un plato.

—Doña Esperanza; no la entiendo a usted.

—Vamos, no tengas reparo en hablarme. Lo sé todo.

—¿Sí? ¿Y qué sabe usted?

—Lo que he visto. Que un joven que parece estudiante de San Carlos te hace el amor desde la acera de enfrente.

—¡Oh! ¡Hay tantos que me hacen el amor!…

Y la joven dijo estas palabras con tan graciosa petulancia, que la viuda no pudo menos que acogerlas con una sonrisa.

—¡Qué picara eres, Maruja! No es extraño que desde aquí, encerradita en casa y burlando la vigilancia de tu tía, vuelvas locos a los hombres. Además, cada día te encuentro más guapa.

—Muchas gracias, doña Esperanza. Pero usted también es guapa.

—¡Quién!, ¿yo?… Lo era, hija mía; lo fui en otros tiempos, pero ahora sólo quedan los restos. ¡Ay, quién tuviera tu edad!

Y la viuda lanzó un suspiro de jamona sensible que llora los pasados tiempos, y en la frialdad de su situación, todavía se conmueve viendo los ardores de la juventud.

—Vamos, niña; cuéntamelo todo. Me gusta ayudar a la juventud en sus asuntos, y gozo viendo cosas que me recuerdan mis tiempos de polla. No tengas cuidado; habla.

—¡Quia! Buena consejera está usted. Es amiga íntima de mi tía, y por lo tanto de las que creen que la felicidad de las chicas es meterlas monjas.

—Eso es; ¡buena monja estarías tú! Nunca he creído que llegaras a serlo, y en cambio, tengo la firme esperanza de comer los dulces de tu boda. Vamos, dime, ¿quién es ese muchacho que te hace señas?

—Un hombre.

—¡Ah picarilla! Te pregunto por su nombre, por su posición.

María quedó por algunos instantes como perpleja y, por fin, dijo con repentina resolución:

—Mire usted, doña Esperanza. Se lo diría a usted todo, pero como es tan amiga de mi tía, temo que llegue a oídos de ésta, y la verdad, me asusta solamente al pensar que ella pueda saber algún día mis secretillos.

—¿Por quién me tomas, mujer? ¿Crees tú que voy yo a delatarte?

Y la viuda se deshizo en excusas, para demostrarle que ella no revelaría el secreto de la joven. La quería mucho y deseaba servirla, porque ella les tenía mucha ley a las muchachas y sentía un gran placer en ayudarlas, sin duda porque esto le recordaba sus buenos tiempos.

María llegó a tranquilizarse con estas muestras de adhesión y por fin se decidió a espontanearse.

—Pues bien, doña Esperanza; ese muchacho es un estudiante de Medicina y se llama Juan Zarzoso.

—¿Es pariente acaso del célebre doctor que visita a tu tía?

—Sobrino carnal.

—¡Tiene esto gracia! De modo que mientras el tío está aquí dentro, el sobrino hace el amor desde la calle. ¿Sabe algo el doctor de estas relaciones?

—Nada. El buen señor, según cuentan, tiene el genio algo rudo y no consiente a su sobrino la menor distracción en los estudios. Juanito teme al doctor tanto como yo a mi tía.

—¿Y está muy adelantado en su carrera ese joven?

—Termina en el año próximo. Tiene un brillante porvenir, pues sucederá a su tío en el ejercicio de la profesión. Será un sabio como el doctor Zarzoso.

—¡Vaya, hija mía! Da ganas de reír ese tonillo de mujercita juiciosa con que hablas. ¿Qué sabes tú lo que significa un brillante porvenir? Distráete dejando que ese muchacho te haga el amor, pero no adoptes el aspecto de mujer enamorada, pues algún día tendrás forzosamente que olvidarle.

—¡Olvidarle… imposible! He de ser su esposa.

—¡Quién!…, ¿tú? Vamos, niña; estás loca. ¿Te parece que una sobrina de la baronesa de Carrillo, la bella condesita de Baselga, millonaria y perteneciente a la más distinguida nobleza, puede ser la esposa de un médico, por más célebre que éste sea? Tú no conoces lo que es la sociedad ni te has parado a pensar en la desigualdad de clases. De modo que a pesar de ser tú condesa y millonaria, bastaría que cualquiera, yo misma por ejemplo, me sintiera algo enferma, para arrebatarte inmediatamente al esposo que tendrías a tu lado. Piensa bien en lo extraño que esto resulta.

Y María, efectivamente, se abismaba en profunda reflexión, como si por primera vez tropezase con inconvenientes que hasta entonces no había visto.

—Sí, es verdad —dijo por fin a la viuda—; pero todos estos inconvenientes están resueltos sencillamente con que Juanito no ejerza su profesión y se dedique a ser sabio y a escribir libros de ciencia. De este modo podré casarme con él.

—¡Bah, hija mía! Tú estás reservada para algo más que ser la esposa de un rebuscador de librotes. Cuando tu tía se convenza de que eres una joven como las demás, para lo cual falta poco, y de que deseas casarte, ya te buscará un marido que esté en consonancia con tus merecimientos y tu alcurnia.

—Pero yo quiero casarme con Juanito —dijo María con sonsonete de niño mimado.

—Pues no lo lograrás, hija mía. Procura no forjarte esas ilusiones. ¡Buena se pondría tu tía si llegara a conocer tus amoríos con el sobrino de don Pedro!

Iba María a contestar, pero un ruido le llamó la atención y dijo a doña Esperanza:

—Es el doctor que se marcha…

E inmediatamente se dirigió a la antesala seguida de la locuaz viuda.

El doctor Zarzoso era para ella una persona muy simpática, sencillamente por ser tío de su novio. El afecto que profesaba a Juanito venía a reflejarse en aquel hombre rudo, que se esforzaba en ser amable con aquella joven que le trataba con un cariño que él no sabía a qué atribuir.

En la antesala fue donde encontraron al doctor Zarzoso, tomando del perchero su chistera y el bastón.

La edad no había conseguido debilitar aquel corpachón de combatiente, y únicamente como para dejar recuerdo de su paso, el tiempo arañó su rostro, haciendo más profundas las arrugas del entrecejo, que delataban una característica terquedad.

María, al acercarse a él, le preguntó cómo encontraba a su tía.

—No está grave. Le dura la agitación nerviosa producida por la noticia de la muerte de su hermano. La cosa es natural, pues también cuesta disgustillos una honra tan grande como es tener santos mártires en la familia.

Y don Pedro decía estas palabras sin el menor acento de zumba, pero miraba a doña Esperanza, la beata intrigante a quien él conocía bastante, como mujer que se mezclaba en todo.

La viuda de López adivinaba la ironía en aquellas palabras. ¡Ah, maldito ateo! ¡Y pensar que siendo tan pecador era tan sabio, que hasta las personas más creyentes no podían prescindir de él en caso de enfermedad!

El doctor enumeró a María todas las precauciones que se debían tomar con la baronesa, para combatir y evitar los ataques de nervios que en tan espantoso estado la ponían.

Doña Fernanda, mientras tanto, estaba en el fondo de su gabinete, donde se pasaba las horas envuelta en un grueso chal, no saliendo más que para ir al comedor cuando el ataque no la retenía en la habitación.

El doctor se despidió, dando antes su mano a María con una afabilidad extraña en él y que hubiese asombrado a los practicantes de San Carlos.

A doña Esperanza sólo la saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza. Decididamente le cargaba aquella jamona, explotadora de la piedad, e intrigante y aduladora de un modo que al doctor le causaba náuseas.

—Dime —exclamó la viuda cuando don Pedro estaba ya en la escalera—. Ahora va a encontrarse en la calle con su sobrino, y es capaz, si adivina lo que hay, de dar un escándalo y hasta de pegarle con el bastón. ¡Oh! Conozco mucho a ese tío.

—No lo encontrará. Se iba ya Juanito cuando notó que usted se hallaba en el gabinete.

—Bueno, querida: vamos a ver a tu tía, que estará solita. Ella no saldrá hoy al comedor, ¿verdad? Pues me quedo a almorzar contigo: no quiero que estés sola y fastidiada, pichoncita mía.

Y la gorrona viuda se entró salas adentro, con la misma confianza que si fuese la dueña de la casa.

III. Lo que fue de María al salir del colegio

Fácil es imaginar el recibimiento que la baronesa de Carrillo haría a su sobrina, cuando ésta, recién salida del colegio, llegó a Madrid.

Doña Fernanda no quiso ir a por ella. La carta de Sor Luisa de Loreto le produjo una impresión terrible. Después de furiosos transportes de indignación, sintióse avergonzada como si ella misma fuese la sorprendida en la azotea del colegio en brazos de un muchacho, y no se decidió a ir ella misma en persona a buscar a su sobrina, como si temiese que las monjas fuesen a echarle una reprimenda por ser la tía de María.

Fue a por ésta un viejo criado de la baronesa, especie de administrador con aspecto de sacristán, que los padres jesuitas le habían recomendado como hombre en quien podía depositar toda su confianza.

María, a pesar de todos sus bríos de muchacho con faldas, entró temblando en la casa de la calle de Atocha, que le pareció más lóbrega aún y fatídica que el colegio de Nuestra Señora de la Saletta.

Contra todo lo que ella esperaba, la cólera de la baronesa no se desbordó como terrible tempestad. Limitóse a dirigirle unos cuantos insultos, y después, con aire de verdugo, afirmó que no tardaría ella en arrepentirse de aquella ligereza que había deshonrado a la familia.

La vida que desde entonces hubo de hacer María fue horripilante para un carácter como el suyo, siempre dispuesto al bullicio y a la agitación.

Ya no pudo, como en el colegio, corretear por todas las habitaciones de la casa; allí no había una azotea donde entregarse a melancólica contemplación, dejando pasar rápidas las horas, y se veía obligada a permanecer durante todo el día como pegada a las faldas de su tía.

Por las mañanas, vestida con una modestia que casi rayaba en tacañería, iba con la baronesa, unas veces a pie y otras en el más pobre carruaje de la casa, a oír misa en la iglesia donde oficiaban los padres jesuitas, y allí permanecía en su asiento, aburrida por la monotonía del espectáculo, más de dos horas, hasta que por fin la tía se decidía a volver a casa. Inmediatamente había de agarrar las labores en que tan torpe se mostraba, y hasta la hora del almuerzo permanecer al lado de la baronesa, con las manos en continuo movimiento, la vista baja, el aspecto encogido, siempre dispuesta a ser advertida en la menor distracción, con un tirón de oreja de su enojada tía, que se había propuesto martirizarla, contrariando todos los naturales impulsos de su carácter, incompatible con la inercia.

Por la tarde comenzaban las visitas, si es que doña Fernanda no tenía que asistir a alguna junta de cofradía.

La tertulia de la baronesa no había variado. Eran los mismos visitantes que en tiempo de Enriqueta, aunque todos más maltratados por la edad; como aquel gran salón que en conjunto era también el mismo de antes, aunque bastante ajado por el polvo de los años, que despertado y barrido por los diligentes plumeros de los criados, volaba a refugiarse en las cornisas y molduras del techo, formando una espesa pátina sobre los grupos mitológicos que el conde de Baselga hizo pintar cuando estaba en la luna de miel.

Al principio, aquellas tertulias de la tarde distrajeron algo a María. No era muy agradable la conversación, pero al menos veía gente y se animaba algo la soledad monástica en que parecía envuelta aquella casa.

Variaba poco el personal. Regularmente y con ciertas intermitencias en la asiduidad de los visitantes, la tertulia se reducía a una media docena de condesas y marquesas, que habían sido amigas de doña Fernanda cuando eran jóvenes y ahora estaban tan arrugadas y malhumoradas como ésta; y a otros tantos caballeros, pertenecientes a la más rancia nobleza y que usaban los trajes cortados a la moda de veinte años atrás, con ricos chalecos de colores vivos e irguiendo el cuello apergaminado y tendonoso, sobre grandes corbatas con alfiler de perlas. La intrigante y aduladora viuda de López no faltaba nunca a la tertulia, pues por muy ocupada que estuviese, siempre tenía tiempo para asomarse y echar un vistazo, muy oronda y satisfecha por tratarse con aquellas momias que olían a agua bendita y que eran la quinta esencia, el extracto de la alta sociedad creyente y partidaria de la buena causa. Algunas veces aparecía también en el salón el padre Tomás; pero sus visitas eran muy raras a pesar del inmenso agasajo con que se le recibía, de las deferencias de que era objeto, y de la revolución que producía con su presencia.

A María, maliciosilla y burlona, le divertían tales fachas cuyo exterior anacrónico no se escapaba a su buen sentido. No; aquellas gentes de seguro que no eran como las demás; parecía como que olían a muerto, eran nadadores testarudos que se empeñaban en ir contra la corriente social, y agarrados al peñasco de la intransigencia, resistían el oleaje continuo, protestando y quejándose a cada onda que batía sus cuerpos e intentaba arrastrarles.

Reinaba en el salón de la baronesa de Carrillo una intransigencia política y religiosa que llegaba hasta la ferocidad; a esto iba unido una educación y una pulcritud de las que parecían enamorados los mismos actores, pero que, seguramente, habría hecho reír al primer transeúnte que se hubiese colado de rondón en aquel santuario de las veneradas tradiciones, donde nunca se apagaba, como fuego sagrado, el amor al tiempo que pasó.

Cristalizados en un momento de su vida, o sea en el de la juventud, cuando aún eran respetadas e imperaban las ideas que consideraban santas, para aquellas personas no había transcurrido el tiempo, y se trataban del mismo modo que si aún tuvieran veinte años.

María hacía esfuerzos para no reírse cada vez que a la hora de tomar el tradicional chocolate, costumbre que se conservaba en la casa como todas las antiguas, veía cambiarse dengues y monadas entre las viejas marquesas y los pollos del año treinta y tantos. Un día la baronesa púsose roja de indignación, al ver que su sobrina contenía una carcajada, porque uno de aquellos respetables señores la llamaba Fernandita, como en sus buenos tiempos.

Para aquella tertulia de reaccionarios biliosos, cuyo bello ideal hubiese sido parar todos los relojes, volviendo las manecillas hacia atrás, el progreso no existía ni aun dentro de su clase, y con el furor de la imbecilidad pretenciosa que no consiente a su alrededor nada que la sobrepuje, odiaban a todos los que, participando de sus ideas, transigían con el espíritu del siglo.

Trataban con el mayor desprecio en aquella tertulia, a sus parientes y amigos que pertenecían a la aristocracia en activo; a ésa que brilla, se divierte, es religiosa sólo porque esto resulta de buen tono, y aturde al mundo con sus ruidosas fiestas.

Todo se acababa; hasta la fe y la dignidad de clase. ¡Qué gente, Señor! ¡Qué tiempos! Y la tradicionalista tertulia hablaba con horror de los grandes de España que hacían política y figuraban en partidos llamados liberales, aunque con el aditamento de conservadores; de las familias que no tenían otra religión que la moda y ponían en práctica todas las extravagancias llegadas de París, sin temor al escándalo, no asistiendo a los templos más que en las grandes solemnidades, cuando se hacía buena música, o había un predicador que llamaba la atención; y no trataba con mayores consideraciones a los descendientes de los héroes de la Reconquista, que después de vender a los anticuarios los espadones y las armaduras de sus gloriosos antepasados, para pagar sus deudas en la ruleta del Casino o ir de juergas flamencas con los toreros, se casaban con la hija de un bolsista enriquecido a fuerza de pilladas, o con la viuda de un contratista del Estado, dando sus inmaculados pergaminos a cambio de algunos millones, adquiridos Dios sabe cómo.

¡Qué tiempos, Señor; qué tiempos! Había para morir de pesar. Si de tal modo se envilecía la aristocracia, ¿qué iba a quedar después? Y aquellas momias, que en el semioscuro salón se movían como esfinges que encerraban todas las putrefactas grandezas del pasado, envolvían en las maldiciones que arrojaban resignadamente al progreso y a la civilización, a sus mismos parientes, a sus familias, que transigían e iban mezclando su sangre con clases más inferiores, a las cuales la revolución había elevado, recibiendo sus desprecios como única recompensa.

Aquel sanedrín odiaba la fama y el prestigio que proporciona la inteligencia, como algo que oliese a demagogia. Ser célebre, era para tales personas igualarse a los oradores revolucionarios, a los generales de pronunciamientos, a los rojos de club. Hablar de una persona los periódicos que no eran de la comunión de los fieles, equivalía para la tertulia de la baronesa a un certificado de impiedad y progresismo.

Despreciaban a cuantos se distinguían en algo y metían ruido, y de aquí que mirasen con desvío, u olvidasen por completo a los mismos que más se habían esforzado en defender los ideales a que la tertulia rendía ferviente adoración.

Aparici y Guijarro era, para aquellas gentes, casi un revolucionario, que por el hecho de haber disentido en las Cortes con los liberales se había infeccionado forzosamente con su virus de impiedad; el canónigo Manterola inspiraba poca confianza, pues en su concepto debía haber permanecido en su cabildo sin meterse a vociferar en un Congreso revolucionario; y en cuanto a Donoso Cortés, sólo lo conocía y se acordaba de él uno de aquellos señores que tenía sus puntos y ribetes de literato.

Nada encontraban bien; todo se habla maleado, en su concepto, al contacto del siglo; hasta la monarquía. ¿Ir a Palacio, ellos, que eran fieles representantes de un pasado tan lleno de grandezas como de ceremonias? ¡Imposible! La aristocracia que sabía respetarse no podía asistir a las fiestas de un Palacio contaminado por los vientos revolucionarios, hasta el punto de que los reyes, salidos de la Restauración de Sagunto, habían abolido la moruna costumbre de tutear a todos sus súbditos, y hablaban con más amabilidad a un Cánovas o a Martínez Campos, plebeyos elevados por la fortuna, que a un Grande de España, cuyos blasones se perdían en las tinieblas del pasado.

¡Aquellos tiempos de Isabel II! Cuando en Palacio se trabajaba por revestir la vida del mismo aparato que en el anterior siglo, y cuando la reina trataba a todos con tan despótica familiaridad, como si fuesen lacayos. Aquello ensanchaba el alma y daba claras muestras de que la monarquía vivía por sus propias fuerzas, y no por las concesiones del espíritu revolucionario.

Al principio de la restauración, a aquella tertulia de ultrarrealistas les quedaba alguna esperanza, simbolizada en la persona del pretendiente Don Carlos; pero poco a poco fueron desvaneciéndose sus ilusiones. También el representante de la buena causa, del sano y respetable pasado, se contaminaba del espíritu moderno, y daba al traste con la tiesura tradicional de la majestad. A sus oídos llegaban noticias sobre la vida del pretendiente en París y sus calaveradas, hijas de un espíritu ligero, que sólo a la fuerza se amolda a las ceremonias de su rango.

Y luego aquellas aventuras escandalosas; los derroches de dinero, las fiestas de húngaras: cosas eran todas éstas sobradamente importantes para horripilar a tanta persona grave, que aunque en su juventud no habían hecho vida muy santa, por esto mismo la vejez les había blindado con la más austera virtud, y la más asustadiza hipocresía.

En fin, que aquella tertulia era una verdadera reunión de demagogos blancos, que en nombre del pasado pedían la completa destrucción de lo existente, que nada encontraban bueno, y que como astros muertos bogaban por el ambiente social de su época, repelidos de todas partes, y sin sentir la menor atracción de simpatía.

Eran revolucionarios a su manera, y de seguro que al tener en sus manos un poder irresistible, hubiesen destruido toda la obra del siglo. Por aquello de que los extremos se tocan, miraban con lástima y horror a los hombres de ideas avanzadas, pero no pasaban de ahí; y en cambio guardaban todo su odio, su desprecio sin límites, para los llamados monárquicos liberales que, transigiendo eternamente, y escépticos en el fondo, pretendían amalgamar el pasado con el porvenir.

Aquella tertulia era invariable e indestructible. Eran muy pocos los neófitos que lograban introducirse en ella, y menos aún los que desertaban. Permanecía inmóvil, con la inercia de una momia, que tenía fijos sus muertos ojos en el pasado.

Al entrar en el salón y contemplar los rostros apergaminados, contraídos ligeramente por una sonrisa de aristocrático desdén, podía decirse, como Hamlet: Algo hay aquí que huele a muerto

Era aquello una charca inmóvil, en cuyo fondo dormían todos los putrefactos ídolos del pasado.

Tan firmemente estaba convencida la tertulia de la baronesa de sus creencias, tan intransigente era con su época, tan alejada se hallaba de lo existente, que la sorprendía de un modo terrible alguna palabra del padre Tomás, de su ídolo; palabra que como piedra veloz caía en el pantano ultrarrealista, produciendo ondulaciones de asombro que duraban muchos días.

La sorpresa conmovía a las momias hasta el punto de que a sus deslustrados ojos casi asomaban las lágrimas.

¡Oh Dios! Hasta la Compañía de Jesús comenzaba a abandonar la buena causa para transigir con el siglo. El padre Tomás, aquel hombre que en casa de la baronesa resultaba una divinidad, sólo aparecía de tarde en tarde en la majestuosa tertulia, y en cambio, visitaba a la aristocracia a la moda, a las familias que, renegando de su pasado, se mezclaban en el movimiento de la época. ¡Qué más!… Hasta recomendaba la tolerancia con lo existente, y el afecto a la nueva situación política, diciendo que era necesario transigir para salvar los intereses de la religión.

Esta conducta asombraba a los ultrarrealistas; pero acostumbrados a acoger con la mansedumbre del esclavo todas las palabras del padre Tomás, no osaban en su presencia hacer la menor objeción, limitándose a lamentarse en su interior de aquella presunta defección que les hería en sus sentimientos.

Rodeada de este ambiente que olía a tumba, era como María pasaba todas las tardes del año.

Sentada al lado de su tía tiesa como una vieja con alto corsé, y con los ojos fijos en el suelo, que sólo se atrevía a levantar muy contadas veces, había de permanecer unas cuantas horas aburrida por una charla ceremoniosa y lenta, cuyas lamentaciones no entendía.

Este quietismo después de la bulliciosa movilidad del colegio, atormentábale de un modo horrible y sentía impulsos de levantarse de su asiento y cometer alguna diablura; pero las frías miradas de su tía la tenían como clavada en la silla.

Algunas veces aquel señor que hablaba de Donoso Cortés, en un rapto de genialidad, se atrevía a hablar de las cosas de la Corte de Fernando VII, cuando estaba en Aranjuez, y aunque comenzaba por vía de exordio, con palabras confusas y guiños que sustituían a las palabras, no tardaba en oírse la voz de la baronesa diciendo con acento imperioso:

—Niña; vete fuera.

Y María salía del salón sin sentir curiosidad alguna. ¡Valiente cosa le importaban las anécdotas de aquel señor!

Siempre relataba las mismas, y ella las había oído la primera vez que fue despedida de la tertulia, quedándose escondida tras los cortinajes de la puerta.

Pero esta indiferencia ante los chistes del viejo y aristocrático narrador no impedía que ella se alegrara mucho así que comenzaba a iniciar sus trasnochadas relaciones. De este modo se veía libre de la engorrosa tertulia y podía pasar las horas que transcurrían hasta el final de la tertulia charlando con la doncella de su tía, o mirando a la calle y buscando en esto distracción, como ya en otro tiempo lo había hecho su madre.

Aquella casa, construida por el conde de Baselga para nido de sus amores, era la cárcel en que había languidecido la juventud de su hija y la de su nieta, bajo la austera y rabiosa vigilancia de la baronesa de Carrillo.

Por las noches María rezaba con su tía un rosario interminable, pues a él se unían oraciones y jaculatorias para casi todos los santos del almanaque, y a las diez ya estaba en la cama, martirizándola el sordo ruido que producían los coches en el pavimento de la calle, y que por un salto propio de su imaginación viva, evocaban ante los ojos de su espíritu un tropel de hermosas jóvenes vestidas de brillantes colores, y saliendo del fondo de confortables berlinas para entrar en el teatro, pasando por entre los grupos de elegantes que les enviaban saludos y frases galantes.

La cruel realidad que había sucedido a sus ilusiones de colegiala producíala un furor, propio de su carácter varonil, cuando se encontraba a solas en su cuarto.

Para ser un adorno mudo de las vetustas tertulias de su tía, para convertirse en un monigote que sólo podía hablar cuando su tía le concediera permiso, bien estaba allá en el colegio donde al menos tenía una relativa libertad. Ahora no podía menos de reírse amargamente de las ilusiones que en el colegio se había hecho acerca de la vida que llevaría en Madrid.

Así transcurrieron los dos primeros años de su estancia al lado de la baronesa.

Por fortuna, pasado este tiempo comenzó a notar en su tía alguna variación. Se había amortiguado en la baronesa el recuerdo de la aventura que había ocasionado la salida de su sobrina del colegio y conforme se desvanecía la memoria de un suceso que a ella le resultaba horripilante, María gozaba de mayor libertad y su tía la trataba con más consideración.

Conocíase en doña Fernanda el propósito de hacerse agradable a su sobrina y de captarse su voluntad y hacerse obedecer más por la simpatía que por el terror.

Adivinábase que en su pensamiento germinaba una idea que iba a exponer de un momento a otro y que sólo era una preparación hábil aquella amabilidad realmente extraña en ser bilioso y atrabiliario como doña Fernanda.

Pronto se despejó la incógnita. La baronesa no renunciaba a la idea de tener una monja en su familia. Ya que ésta contaba con un futuro santo como Ricardo, no era justo que la línea femenina se excluyera de la sublime misión de dar al cielo bienaventurados.

Asunto era éste del que hablaba con el padre Tomás siempre que podía encontrarlo, pues el poderoso italiano, aunque seguía interesándose bastante por la familia Baselga, se sentía atraído a otros círculos sociales por la necesidad de las circunstancias.

Además, el astuto jesuita no se mostraba tan seguro como doña Fernanda de la facilidad con que la joven abrazaría el estado monástico.

En sus visitas a la baronesa había tenido ocasión para estudiar con ojo certero el carácter de María, y además sus hazañas de la niñez, de las que estaba enterado por las religiosas del colegio de Valencia, le daban a entender cuál era el verdadero temperamento moral de la joven; pero resultaba en doña Fernanda una preocupación tradicional el creer que bastaba que a ella se le ocurriera una cosa para que inmediatamente pensasen lo mismo los individuos de su familia.

Ella deseaba que María fuese monja y no había ya más que hablar; María lo sería.

Pronto experimentó una decepción. María tenía en sus venas la sangre del belicoso Álvarez y su carácter varonil no se doblegaba con momentáneas concesiones como el de la infortunada Enriqueta.

La baronesa creíase segura con aquellos dos años de reclusión y obediencia automática a que había castigado a su sobrina.

—No dude usted, padre Tomás —decía siempre al italiano—, que María me obedecerá. Es toda una jaquita brava; más bien dicho, lo era, pues antes resultaba idéntica al bandido de su verdadero padre; pero ahora, desde que yo la he sometido al régimen del silencio y de la obediencia, es mansa como una cordera y hará cuanto yo le diga.

Y la baronesa así lo creía, viendo aquella niña tímida en apariencia, que acogía todas sus palabras con los ojos bajos y el aspecto encogido.

Por esto su asombro fue inmenso cuando, a las primeras indicaciones que le hizo acerca de las bondades de la vida monástica, María, como el que abandona un disfraz se despojó de aquel exterior de mansedumbre y dijo con resolución:

—No, tía. Está usted muy engañada. Yo no seré nunca monja y si usted cree que va a hacer conmigo lo que con mi pobre madre, está en un error muy grande. ¡No, no y siempre no!

Y dijo estas palabras con una energía, cuya fuerza ya se notaba en sus ojos brillantes y fijos en los de su tía, con insolencia de reto.

Sin duda en sus conversaciones con la lenguaraz y antigua doncella de la baronesa, había llegado a conocer algo de la historia de su madre y de las desavenencias entre ésta y su hermanastra, cuando doña Fernanda se empeñaba también en meterla en un convento.

La enérgica resolución de la joven despertó las crueldades de carácter de la baronesa, y las escenas violentas de otros tiempos volvieron a ocurrir en el palacio de Baselga. Pero esta vez doña Fernanda tenía que habérselas con un carácter de hierro, que no mostraba el menor temor ante sus violencias y que a los golpes y a los insultos contestaba con el estoicismo propio de un carácter vigoroso o con miradas de ira, que algunas veces lograban detener el brazo de la baronesa.

Duró esta situación violenta cerca de un año. Empleó la tía cuantos medios se le ocurrieron para domar la enérgica resistencia de María; pero todo fue en vano, pues la joven oponía siempre su varonil protesta. Esta situación de continua violencia había hecho perder también bastante terreno a la tía; pues desde el momento en que la joven, para resistir y protestar, había tenido que despojarse de su actitud sumisa y su aspecto gazmoño, ya no quiso recobrar la máscara hipócrita y se tomaba libertades dentro de su casa sin que le intimidasen en lo más mínimo las furibundas miradas de la baronesa.

La represión de ésta y sus violencias estaban en razón directa de las insolencias de María, que se hacía más atrevida conforme su tía se indignaba y apelaba cada vez con más tenacidad a los procedimientos enérgicos.

Doña Fernanda casi se confesaba vencida en presencia de sus íntimos.

—Pero esa niña es el mismo diablo, padre Tomás. ¡Cómo se conoce de quién es hija! De tal palo, tal astilla. Es imposible hacer de ella nada bueno, como Dios no obre un milagro.

—Calma, señora baronesa —contestaba siempre el italiano—. No hay realmente prisa en decidir sobre el porvenir de la niña. Si ella no quiere ser monja ya buscaremos el medio de que salve su alma sin violentar su voluntad ni obligarla a entrar en un convento.

Y era que el padre Tomás, menos dispuesto que su antecesor el padre Claudio a acudir a medidas decisivas ni a violentar la marcha de los acontecimientos buscaba ya en su astucia, y creía haberlo encontrado, un medio que asegurase el ingreso en la caja de la Orden de los millones que restaban de la herencia de Avellaneda.

En cuanto a la viuda de López, siempre que era consultada por doña Fernanda sobre el porvenir de María, contestaba de idéntico modo:

—Señora baronesa, no logrará usted su deseo. Me basta mirar a una persona para conocerla; me precio de ello, y le aseguro que a esa niña lo que le atrae es el matrimonio y no las tocas monjiles. Además, sus antecedentes no son los más propios para que se sienta inclinada a la vida del claustro; acuérdese usted de aquello del colegio que varias veces me ha relatado.

Y al decir esto, callaban las dos viejas, dejando que en su imaginación se amontonase un cúmulo de maliciosas suposiciones.

Todas las perversidades de la pasión las admitían antes que la verdad de lo ocurrido.

Su malicia de beatas no podía conformarse con la ingenua inocencia de aquella velada en la azotea del colegio.

IV. Reanúdanse los amores

Algunos meses antes de recibirse la noticia del martirio del padre Ricardo, experimentó María una gran sorpresa.

Por las mañanas, aprovechando los descuidos de su tía o sus salidas de casa por asuntos de devoción, una de sus más predilectas distracciones era mirar a la calle en las horas que los estudiantes de Medicina entraban o salían en el inmediato Hospital de San Carlos.

Así vio un día a Juanito Zarzoso, del cual, aunque se acordaba algunas veces, no guardaba ya más que un recuerdo lejano y borroso, como amortiguado por el tiempo y por aquel régimen austero a que la sometía su tía y que parecía influir en su parte mora…

Cuando ella vio a un joven vestido de luto, parado en la acera y mirando con insistencia al balcón, sin hacer caso de las pullas de los compañeros que seguían adelante, sintióse molestada por la curiosidad de aquel importuno y casi estuvo tentada a retirarse; pero de repente encontró en aquella figura algo que parecía serle conocido y que atraía sus ojos, y entregándose entonces a un fijo examen, no tardó en reconocer a su tímido novio de la época de colegiala.

Estaba tan desfigurado el estudiante que era difícil conocerlo. Había crecido mucho, aunque perdiendo bastante de su primitiva robustez; sus facciones habíanse fijado definitivamente, formando un rostro inteligente y simpático, y una barba corrida y fuerte daba aspecto varonil a aquella cara de niño. Sus ojos, cuya luz parecía amortiguada por el estudio, brillaban tras unas gafas de oro.

María permaneció inmóvil, como asustada por la aparición, y en su aturdimiento, únicamente supo contestar con sonrisas ingenuas, que demostraban su placer, a los saludos que le dirigía el estudiante.

Desde entonces, todas las mañanas los dos jóvenes, aprovechando el uno los intervalos entre dos clases, y valiéndose la otra de los descuidos y ocupaciones de la tía, se veían de lejos, cambiaban saludos y se sonreían con esa plácida estupidez de las personas que se consideran felices únicamente con contemplarse.

Pronto no les bastó con esto y ambos experimentaron la necesidad de una comunicación más expresiva y amplia que las miradas que se lanzaban de lejos, bien a través de los vidrios del balcón, o en las calles cuando María salía en compañía de la baronesa.

La intrigante doncella de ésta fue la que, por puro amor al arte de chismear y por el placer de jugar una treta a su señora, a la que odiaba en el fon8do, a pesar de muchos años de servicio, se encargó de poner en comunicación a los dos antiguos novios.

Ella fue la que entregó a María la primera carta de Juanito y así supo la joven que la madre de su novio, aquella infeliz señora casi ciega a la que, sin conocer, amaba con respetuosa simpatía, había muerto algunos meses antes y que al ocurrir esta desgracia, el doctor Zarzoso había ido a Valencia para llevarse a su sobrino a Madrid, trasladando su matrícula a la escuela de San Carlos.

Juanito manifestaba además, con una satisfacción casi infantil, sus notables progresos en la carrera, los premios que había alcanzado y lo contento que estaba su tío al ver que iba a tener un sucesor digno de su fama.

Desde entonces se entabló una correspondencia continua y apasionada entre los dos novios, volviendo a renacer aquel amor que, aunque veloz como una ráfaga, les había unido durante algunos días, allá en los tejados de Valencia.

María pasaba las angustias de un ladrón que intenta hacer invisible el fruto de sus rapiñas, para ocultar las plumas y el papel que le servían para escribir a Juanito, y no contentos los dos con cambiar una carta diaria, todavía aprovechaban cuantas ocasiones se presentaban para comunicarse, con señas, de balcón a calle, todas las mañanas.

Nadie notaba las relaciones amorosas sostenidas por los dos jóvenes.

La baronesa, a pesar de su astucia, no llegaba a recelar de la conducta de su sobrina, y en cuanto al doctor Zarzoso, aunque notaba que Juanito no estudiaba tanto como los primeros meses de su estancia en Madrid y que salía con más frecuencia de casa, atribuía esto a la atracción que produce una ciudad desconocida y a las necesidades de la juventud.

El doctor sonreía con malicia. Ya sabía él lo que aquello significaba: algún amorcillo. Y al decirse esto guiñaba el ojo, afectando conocer muy bien tales deslices, como si olvidase la salvaje virginidad de su juventud, ignorante para todo aquello que no fuese la lucha con la ciencia.

Los amoríos que suponía el doctor Zarzoso eran pasioncillas de un día, correrías a ciegas en busca de unas faldas para acallar los hambrientos bostezos de la carne, y de seguro que si al ser llamado a casa de la baronesa de Carrillo, para curar a ésta sus ataques de nervios, hubiese sabido que en tal vivienda estaba la mujer amada, y que ésta era aquella sobrinilla aristocrática, no hubiese manifestado tanta bondad.

El endiablado sabio, plebeyote hasta la médula de los huesos y orgulloso de su origen, estremecíase de horror ante la posibilidad de unirse por lazo alguno con cualquiera de aquellas familias elevadas, corroídas por dolencias extrañas y hereditarias, a las que él visitaba, y su indignación inmensa sólo podía compararse a la que experimentaría una princesa de las que figuran en el almanaque de Ghota, al proponerle que diera su mano a un barrendero.

Profesaba a sus distinguidos clientes el horror que siente una persona sana, robusta y egoísta, ante los apestados que pueden contaminarle.

Su frase favorita era: La aristocracia es un pudridero; y hablaba con gran elocuencia del inmenso caudal de enfermedades y gérmenes de locuras que el aislamiento de clase y el horror a cruzarse con gentes más humildes y vigorosas, había ido amontonando en aquellas familias, desde los tiempos de las extravagancias feudales y de la barbarie guerrera divinizada.

—Por algo dicen esas gentes que tienen la sangre azul. Es pura porquería lo que circula por sus venas; virus que infecciona de una a otra generación y que en nada se parece a la sangre de los demás seres. Si yo tuviera un hijo —sólo al hablar de esto pensaba el doctor en los hijos—, juro que primero lo ahorcaba que le permitía el casarse con una mujer de cuyo vientre forzosamente habían de salir generaciones de escrofulosos o de locos.

Afortunadamente, el doctor Zarzoso, para el cual su sobrino era un verdadero hijo, ignoraba qué clase de amorcillos eran los que turbaban la tranquilidad del joven estudiante.

Cuando al recibir la noticia de la muerte trágica del padre Ricardo, la baronesa sufrió una espantosa crisis nerviosa, el doctor Zarzoso fue llamado para su curación. Este suceso produjo en el estudiante gran alegría. Sería ridicula la idea, pero a él le producía cierto placer el que su tío entrase en aquella casa, frente a la cual tantas veces paseaba él, y hasta le parecía que en torno de la ruda figura del doctor, quedaba adherido algo del ambiente que creemos percibir rodeando a la mujer amada.

El suceso no causó menos impresión en María. Al saber que su tío había muerto como un mártir, a manos de los fanáticos japoneses, lloró cuanto pudo para no resultar una nota disonante en el concierto de dolor que estalló en la casa; pero, a pesar de esto, su desconsuelo fue más aparente y ceremonioso que real. No tenía grandes motivos para llorar la muerte del tío jesuita. No lo había visto jamás, y juzgando por los apasionados elogios de la baronesa y sus amigos, imaginábaselo como un hombre huraño, misterioso, desligado por completo de todo vínculo terrestre y propio para inspirar más miedo que amor.

La enfermedad de su tía sirvióle para poder dedicarse con más libertad a hacer telégrafos a Juanito con sus vivaces manos tras los vidrios del balcón.

Además, en tal circunstancia, conoció personalmente al tío de su novio, aquel personaje terrible del cual se había hablado con expresión de miedo en las tertulias de su tía, y que a ella, a pesar de tales prejuicios, le resultaba un buen señor.

El famoso sabio, con toda su ciencia y aquel conocimiento del mundo y de las personas que afectaba su fingida malicia, no podía explicarse la causa de la exagerada amabilidad con que le trataba la niña de la casa. Era un secreto para él el porqué de las sonrisas graciosas y la expresión de alegría con que le recibía la sobrina de la baronesa; pero ¡ah cándido doctor!, si no hubiese siempre marchado con la cabeza baja y preocupado por sus ideotas luminosas, de seguro que al salir de la casa se lo hubiera explicado todo al ver a su sobrino alejarse rápidamente, o esconderse en algún portal, al notar la presencia del tío.

María era la única de aquellas señoritas aristocráticas a la que no miraba con expresión de lástima y asco; no era un gatito desollado, como él llamaba a las otras.

Conocía bien la historia de la familia. Bastante le había dado que hacer la muerte del conde de Baselga en el manicomio que él dirigió en otros tiempos, y aunque estaba convencido de su locura, no dejó de preocuparle el tiro de pistola que el infeliz demente se disparó en su celda. Aquella arma fatal hacía presentir al doctor la existencia de una diabólica intención, que había intervenido en el arreglo de la tragedia. Y como era en él característico atribuir todos los males a la gente de sotana, no vacilaba en tener por culpable de cuanto había ocurrido a aquel padre Claudio, de quien ya casi nadie se acordaba en Madrid.

Además conocía algo de la historia de María, y esto amenguaba un tanto la extrañeza que le producía notar en ella un vigor y una energía serena, impropia de la familia. Él recordaba haber escuchado ciertas murmuraciones, de las cuales no salía muy bien librada la virtud de la madre ni la dignidad del padre; murmuraciones en las que danzaba el nombre de cierto célebre revolucionario.

Pero todas estas ideas sólo podían preocupar por poco tiempo a un hombre como el doctor, obsesionado por los oscuros problemas de la ciencia; así es que, apenas hubo dejado de visitar a doña Fernanda, repuesta ya de sus ataques nerviosos, olvidó por completo a la tía y la sobrina.

Los amores del estudiante y María seguían, entretanto, su curso, fortalecidos ahora por la protección de la viuda de López.

La explicación surgida entre doña Esperanza y la sobrina de la baronesa había servido para que la viuda, arrastrada por su afición a los enredos y por el afán de hacer favores, se pusiera a las órdenes de los novios.

Ya se sobreentendía que ella hacía esto únicamente porque la niña se divirtiera, porque, al fin, había que dar a la juventud lo que era suyo, y dejar que gozara cuando le llegaba su tiempo; mas no por esto creía ella que tales amoríos podían terminar en un casamiento.

Unos amores inocentes y nada más. Cosas de muchachos. ¿Qué pecado se cometía dejando que María tuviera un novio, como todas las de su edad? Más adelante ya entraría en ella la reflexión, y cuando su tía se convenciera de que la muchacha nunca llegaría a ser monja, ya le arreglarían un matrimonio digno de su posición y de su nombre.

Apoyándose en tales reflexiones, con el objeto de afrontar mentalmente el peligro que suponía para ella el ser infiel a su presidenta, la viuda de López protegía a los dos jóvenes, mesurándose muy contenta en ser su mediadora bondadosa, y dándose ciertos aires de maternidad.

Hablaba en la calle con Juanito, al que encontraba muy simpático, a pesar de la repugnancia que en las primeras entrevistas sentía al pensar que era el sobrino de un empedernido ateo, y que tal vez participase de sus doctrinas. Cada vez que el estudiante solicitaba de ella un favor, la viuda no podía menos de sentirse satisfecha, pues aquel muchacho sabía rogar de un modo que llegaba al alma, y ante el más pequeño servicio manifestaba un agradecimiento conmovedor.

Doña Fernanda, como si se hallara quebrantada por su reciente enfermedad y la muerte de su santo hermano hubiese cercenado su antigua energía y movediza actividad, mostrábase reacia a salir de su casa, y muchas veces, por no moverse de su asiento, ahogaba su curiosidad y no iba en seguimiento de María para averiguar la causa de que ésta permaneciera tanto tiempo atisbando a través de los balcones.

Este atado de doña Fernanda ocasionaba también un aumento de atribuciones y libertades en la intrigante viuda de López, del cual se aprovechaban los dos novios.

Doña Esperanza, con su bondad sin límites, era la que se encargaba de sacar a paseo a la niña y de acompañarla a las funciones religiosas cuando la tía no se sentía con ánimo para salir de casa.

De estas circunstancias se aprovechaba Juanito para hablar con María, siempre bajo la vigilancia de doña Esperanza, que se mezclaba en la conversación apenas ésta tomaba un carácter marcadamente amoroso.

La viuda de López estaba lejos de imaginarse que aquel estudiante era el mismo muchacho con quien habían sorprendido a María en la azotea del colegio. Los dos novios guardaban instintivamente su secreto, ante la indiscreta curiosidad de la viuda.

Procuraban las dos mujeres el salir a pie, pues de este modo podía unirse a ellas el enamorado estudiante. Doña Esperanza adoptaba un aire de mamá complaciente que va acompañando a su hija y al novio, y así iban los tres a la iglesia o a alguna solitaria alameda del Retiro.

Transcurrieron de este modo muchos meses, sin que nunca llegase a oídos de la baronesa la menor noticia de la traición que le hacía su secretaria.

Juanito, como si calmasen su sed amorosa aquellas conversaciones que sostenía con María, coreadas por la complaciente viuda, había recobrado su tranquilidad y volvía a dedicarse al estudio con el mismo ardor que antes.

Estaba próximo ya al término de su carrera, y veía cercano el día en que alcanzaría su título de doctor en brillante oposición, dando fin de este modo a sus estudios que le acreditaban en San Carlos como el alumno más aprovechado y que con mayor rapidez había seguido sus cursos.

La proximidad de aquel suceso, tantas veces soñado por el estudiante, llenaba de alegría a los dos novios. ¡Oh, qué dicha! Apenas tuviera su título de doctor, era preciso buscar ya una fórmula para hacer públicas sus relaciones y decidir al doctor Zarzoso a que pidiese a la baronesa la mano de María.

Todo les parecía muy fácil a los dos jóvenes, y encontrándose cada vez más fuera de la realidad, juzgaban como pequeños inconvenientes el carácter iracundo de la baronesa con sus preocupaciones religiosas y la terquedad ruda del doctor.

A doña Esperanza comenzaban a asustarle aquellos amores. Comprendía, aunque demasiado tarde, que había estado jugando con fuego y que aquellos galanteos no eran relaciones ligeras para divertirse que fácilmente podían ser rotas, pues tenían ya todo el carácter de una pasión firme e indestructible.

Conocía bien a María, y estaba convencida de que opondría una resistencia terrible cuando la despertasen del dulce ensueño de amor satisfecho en que estaba sumida.

¿Qué diría doña Fernanda cuando supiera que su fiel secretaria había sido la mediadora en tales amores?

Doña Esperanza, tan confiada y satisfecha por costumbre, mostrábase ahora temerosa y asustada al pensar en la posibilidad de que la baronesa llegase a saberlo todo. Y lo que más le desconcertaba era que tal descubrimiento, un día u otro, había de ocurrir, pues nunca faltan gentes chismosas y noticieras; o cuando no, aquellos dos jóvenes, engañados por sus ilusiones, eran capaces de cometer una barrabasada declarando a sus tíos que se amaban hacía ya mucho tiempo y que deseaban casarse.

Alguna tranquilidad le proporcionaba el saber, por declaración del mismo estudiante, que así que terminase su carrera, el doctor Zarzoso pensaba enviarlo por una regular temporada a París a perfeccionar sus estudios como ayudante de los más célebres profesores.

Si esto llegaba a ocurrir, confiaba doña Esperanza en una larga ausencia como remedio contra una pasión sobradamente viva. Pero a pesar de esta confianza, no lograba tranquilizarse.

Conocía que voluntariamente, e impulsada por su eterna manía de servir a todo el mundo, se había metido en un atolladero y buscaba un auxilio para salir de él.

El padre Tomás fue la primera persona que se le ocurrió para el caso.

V. En el despacho del padre Tomás

El poderoso jesuita había recibido a doña Esperanza con una forzada sonrisa de resignación.

Aquella lagartona, con sus confidencias, sus intrigas y sus hojitas piadosas que sometía a su examen antes de darlas a la imprenta, le tenía fastidiado a pesar de lo convencido que estaba de la utilidad que prestaba a la Orden.

El padre Tomás había indicado al mandadero que le servía de ayuda de cámara, que no dejase entrar a doña Esperanza en el despacho, pues temía la conversación interminable de la locuaz jamona que venía a turbar sus ocupaciones; pero en aquel día, la viuda de López manifestó tal urgencia y tantas veces pidió que la dejasen pasar, que al fin el lego, con el permiso de su superior, permitióle la entrada.

Tan largo fue el preámbulo que la locuaz señora puso a las revelaciones que pensaba hacer, que el jesuita comenzó a arquear las cejas y a mover los dedos en señal de impaciencia, convenciéndose de que doña Esperanza, en aquella ocasión, como en las otras, iba sólo a estorbarle.

Pero pronto cambió de posición al notar que la viuda, atolondrada por tales muestras de impaciencia, entraba en lo más interesante de su consulta.

Nada calló la buena de doña Esperanza, y procurando excusar su ligereza en aquel buen deseo que le animaba y le hacía servir a todos, fue relatando cómo había tenido conocimiento de los amoríos de María y cómo también se había prestado ella a desempeñar el papel de mediadora.

El jesuita escuchaba inmóvil y silencioso, sin que en su rostro de marmórea fijeza se notase la menor expresión que delatase sus internas impresiones, y sólo cuando la viuda se detenía como indecisa y temerosa del efecto que sus palabras podían causar en el padre Tomás, éste salía de su mutismo para murmurar:

—¡Adelante!… ¿Y qué más pasó?

Doña Esperanza no se detenía e iba relatando cuanto había llegado a saber y algo más que inventaba por propia cuenta.

En resumen; que los chicos se amaban mucho, que la cosa era más seria de lo que ella en el primer momento había podido imaginarse, y que temblaba solamente al pensar que la baronesa podía saber algún día la participación que su secretaria tenía en tales relaciones. Por esto acudía en demanda de auxilio y le rogaba al padre Tomás que no la abandonase en situación tan apurada y que hiciese lo posible por remediar su ligereza. Bien sabía ella el noble interés que la Orden sentía por la familia Baselga, que tan ligada estaba por su piedad a la Compañía de Jesús, y por esto acudía al padre Tomás en demanda de saludable consejo.

El jesuita quedó silencioso y reflexionando por largo rato. Conocíase, a pesar de su frialdad exterior, que le había impresionado bastante la noticia.

Tenía sobre María formado un concepto muy distinto del de la baronesa, pero no esperaba encontrar a la joven comprometida por una pasión tan vehemente.

Por fin rompió el silencio para asegurarse de la formalidad de tales relaciones.

—¿Y dice usted, doña Esperanza, que son serios esos amores?

—¡Oh, reverendo padre! Esos muchachos se quieren de un modo que a mí me causa miedo. Es empresa difícil el separarlos, y crea usted que la baronesa tendrá que bregar mucho si quiere combatir esa pasión. Parece, al verlos tan dominados por el amor, que se conocen desde la niñez y que sólo la muerte podrá separarlos. ¡Ah, reverendo padre! ¡Si usted encontrase en su sabiduría un medio para desbaratar esa pasión que yo misma he fomentado con mi ligereza!

El padre Tomás preguntó, tras un largo silencio y con la expresión del que resuelve un problema:

—¿Sabe ese joven que María fue expulsada del colegio de Valencia por cierta aventurilla que usted creo ya conoce?

—No, reverendo padre; seguramente no tiene noticia de aquello.

Y la viuda afirmaba sus palabras con movimientos de cabeza, muy convencida de la certeza de cuanto decía. Ella estaba muy lejos de imaginarse que el protagonista de aquella aventura en los tejados, a la cual daba su malicia una importancia que no tenía, era el mismo Juanito Zarzoso, al que creía ignorante por completo de tal suceso.

El jesuita, al oír las afirmaciones de la viuda, sonrió triunfalmente.

Ahí estaba la solución; el medio de enfriar aquel amor que asustaba a doña Esperanza, después de haberlo fomentado.

Ella sería la encargada de revelar al novio la aventura de María en el colegio de la Saletta, y el jesuita tenía la certeza de que por este medio surgirían los celos y sobrevendría el rompimiento.

—Así lo haré, reverendo padre. Tan pronto como vea a ese pollo, le diré cuanto recuerdo de aquella travesura de María y no he de cejar hasta que logre que la desprecie.

El jesuita se mostraba pensativo.

Lo importante —murmuró—, es que baste esto para que abandone a la niña.

—¡Oh! Bastará, reverendo padre. Es un joven que parece muy pundonoroso, y no le creo capaz de seguir amando a una mujer después de convencerse de que en su niñez andaba por los tejados y la encontraban dormida en brazos de un muchachuelo.

—¿Conoce usted bien el carácter de ese joven?

—Creo que sí. He hablado con él muchas veces; se expresa con franqueza, y le aseguro que a mí me parece mentira que sea sobrino de un impío como el doctor Zarzoso.

—Seguramente tendrá las mismas ideas que su tío.

—Me parece que sí; aunque en mi presencia procura contenerse y no enseñar el rabo del diabólico librepensamiento. ¡Buena soy yo para sufrir impiedades!

—¿Y no le cree usted capaz, al saber la aventurilla de María, de seguir por interés haciéndole el amor?

—No entiendo a usted, reverendo padre —dijo la viuda con perplejidad.

—Quiero suponer que ese joven, después de convencerse del pasado de María, podía seguir fingiendo que la amaba, tan sólo por atrapar sus millones. Ya sabe usted que la sobrina de la baronesa es muy rica, tanto que casi toda la fortuna de que hoy goza doña Fernanda le pertenece a ella.

—En ese punto defiendo yo al sobrino del doctor Zarzoso. Podrá ser un impío, un ateo; pero gracias a Dios, las infernales doctrinas no han llegado a corromper del todo su alma y aún queda en él un gran caudal de buenos sentimientos. No, él no ama a María por sus millones, y si llega a aborrecerla la abandonará sin pensar en la riqueza.

—Le defiende usted con gran calor, doña Esperanza. ¿En qué se funda usted para tener tal seguridad?

—En lo que mil veces le he oído decir cuando hablaba con María. A ese muchachuelo republicano y librepensador le estorba que su novia sea noble, tenga un título ilustre y posea una gran fortuna. Yo misma le he oído decir, pero de un modo que no daba lugar a duda, que sería más feliz si María se convirtiera en una pobre modistilla, pues así nadie podría atribuirle en tal amor la menor sombra de egoísmo ni de ambición. Y ¡qué más!… Hasta la misma María está contaminada por tales ideas, y muchas veces he reído escuchando cómo la heredera de muchos millones hablaba con gran seriedad de los adelantos científicos de su novio y cifraba su felicidad en que éste fuese con el tiempo un médico afamado que tuviese como clientela a la gente más selecta de Madrid. Tan enamorados están esos muchachos, que han perdido ya toda noción sobre el significado de un título nobiliario y de una gran fortuna, y para ellos no hay más dinero que el que uno mismo pueda ganarse. No, reverendo padre; no es posible que ese joven ame a María con el único objeto de hacerse dueño de sus millones. En este punto le defiendo, no es de tal clase de hombres.

—Mucho mejor —dijo el jesuita, que había escuchado atentamente a la viuda—. Es más favorable para nosotros que en tales relaciones sólo haya amor sin sombra de mezquino interés. Así romperemos más fácilmente los vínculos que los unen: basta con que introduzcamos entre ellos la desconfianza.

—Lo que yo deseo, reverendo padre, es que terminen estos amoríos antes que la baronesa pueda apercibirse de ellos.

El jesuita reflexionaba.

—¡La baronesa! —murmuró—. Esa señora cree conocer muy bien a las personas y empieza por no formarse concepto exacto de los seres que la rodean, de los individuos de su propia familia. Quiere hacer monjas a todas las mujeres de su raza, sin llegar a convencerse nunca de que han nacido para casarse, como seres vulgares, y de que aun ella misma no serviría para vivir en un convento.

—Tiene un genio en extremo dominante.

—Eso la pierde, amiga mía; y lo peor es que cree que basta que ella quiera una cosa para que ésta sea inmediatamente. Se empeñó en que su hermana fuese monja, y ya sabe usted lo que ocurrió poco después de haberse suicidado el conde de Baselga; ahora quiere meter en un convento a su sobrina, y ya acaba usted de decirme el camino que ella sigue y que no puede ser más distinto del que le señala su tía.

—Efectivamente, doña Fernanda es tan ciega como tiránica.

Dijo la viuda estas palabras con la expresión de gozo del inferior que al fin encuentra ocasión para hablar mal del mismo a quien adula y sirve; pero este tono, que no pasó desapercibido para el padre Tomás, la volvió a la realidad.

Era imprudente hablar de tal modo en presencia de mujer tan chismosa e intrigante como doña Esperanza, de la baronesa de Carrillo, que al fin había sido uno de los principales apoyos de la Compañía en Madrid y en quien basaba el jesuita grandes esperanzas para el porvenir. Por esto se apresuró a hablar con el propósito de deshacer el efecto de sus anteriores palabras.

—Hay que reconocer que el deseo de la baronesa no puede ser más santo y sublime. ¿Qué mejor destino puede ambicionar para su sobrina, que hacerla esposa del Señor? Lo difícil en este asunto es que la niña no se ajusta a las exigencias de su tía, y por carácter huye de la vida tranquila y santa del convento.

—Eso es, reverendo padre. María no será monja aunque la martirice su tía. Hace ya mucho tiempo que estoy convencida de ello.

—Y yo también. Esa joven quiere casarse, siente la necesidad de amor, y si nosotros logramos que rompa sus relaciones con el doctor Zarzoso, así que se desvanezca el pesar que esto le cause, no tardará en fijar sus ojos en otro hombre. ¿No lo cree usted así, amiga mía?

—Así lo creo; hace un instante que pensaba en lo mismo.

—Hay, pues, que ser cautos en este asunto; y ya que la niña va por el camino del matrimonio, procurar que no se extravíe en él como su madre. La baronesa, empeñándose en hacer de María una monja y cerrando los ojos para todo lo que no sea esto, corre el peligro de que su sobrina caiga en manos de un hombre que en modo alguno convenga a la familia y que sea enemigo de esa religiosidad respetable que siempre ha residido en la casa de Baselga. Ya que ella, por su desmedido amor a la religión, es ciega en este asunto, nosotros seremos cautos y procuraremos salvar a María del peligro que la amenaza.

—Según eso, reverendo padre, ¿cree usted que María debe casarse?

—Así lo he creído siempre, amiga mía.

—Haría usted, pues, un gran favor a la pobre niña disuadiendo a su tía de los planes que abriga acerca de su porvenir y demostrándole que la felicidad de su sobrina no consiste en que entre en un convento.

—Así pienso hacerlo, y tenga usted la seguridad de que María se casará. Aquí lo que importa es que no venga a caer en manos de un impío como ese Zarzoso, que seguramente la apartaría de la religión. Ya nos encargaremos, cuando sea tiempo oportuno, de buscarle un marido que le convenga.

—Y mientras llega esa oportunidad, ¿qué hago yo, reverendo padre?

—Procurar que se desunan los dos amantes, valiéndose de la revelación que antes hemos acordado.

—¿Y si este recurso no produjera efecto?

—¡Oh! Seguramente lo producirá. No conozco a ese muchacho, pero por la descripción que usted me ha hecho de su carácter, adivino que forzosamente ha de producir en él un efecto terrible el saber esa aventura de María.

—¿Y si tanto le cegase el amor, que sobreponiéndose a los celos y al despecho, siguiese adorándola?

—Entonces todavía nos quedaría un medio seguro.

—¿Cuál, reverendo padre?

—¿No dice usted que el doctor Zarzoso muestra empeño en enviar a su sobrino a París? ¿Tardará mucho en verificarse este viaje?

—Antes de tres meses. Juanito terminará su carrera dentro de pocos días, y el doctor no tardará en enviarlo a París.

—Pues bien, la ausencia es el medio más favorable para combatir el amor. Ensaye usted el efecto de esa revelación que hemos acordado, y si el novio resiste, ya aprovecharemos su ausencia para convencer a María de que debe olvidar tales amores. La joven es altiva y tiene un amor propio excesivo e irritable; como logremos herirla en este punto vulnerable, seguramente que hará cuanto le digamos.

—Perfectamente. Sé ya cuál es mi obligación. Primero abrir los ojos a ese joven con la aventurilla de Valencia, y si esto no resulta, esperar a que se vaya a París dejando entonces a vuestra paternidad que obre como lo crea más conveniente.

—Otra cosa ha de hacer usted. Yo creo que no me costará mucho convencer a la baronesa de que debe resignarse al casamiento de su sobrina. En tal caso buscaré entre los jóvenes que conozco y que aman a la Compañía como una santa institución, uno que, por su nacimiento, su educación y su religiosidad, sea digno de alcanzar la mano de María.

—Eso es lo que yo había pensado muchas veces, reverendo padre. A María le conviene un esposo así, y nadie como usted puede proporcionárselo.

—Lo introduciré en casa de la baronesa sin darle otro carácter que el de amigo. Conviene que así que lo vea usted en aquel salón trabaje en su favor, es decir, que lo apoye en todos sus avances, haciendo de él grandes elogios y procurando inclinar de su lado el ánimo de María.

La viuda de López así lo prometió, y segura ya, en vista del giro que tomaba el asunto, comenzó a charlar alegremente de todos los negocios devotos por ella emprendidos con la cooperación más o menos directa de la Orden.

Acababa de librarse de aquel gran peso que gravitaba sobre su ánimo. Ya no temía a aquella baronesa en el caso de que se descubriera la participación que ella había tomado en los amoríos de la sobrina. El padre Tomás era ahora su consejero, obraría por su mandato y podía escudarse bajo su inmenso poder, si se desataba contra ella la furia de doña Fernanda.

Cansóse pronto el jesuita de la charla de doña Esperanza, que ya no le interesaba, y con muestras de marcada impaciencia, le dio a entender que era llegado el momento de retirarse.

Cuando la viuda salió del despacho, el padre Tomás frotóse alegremente las manos. Estaba solo, pues el padre Antonio, su antiguo secretario y cómplice, había muerto en Francia durante el período de emigración, y el astuto y desconfiado italiano comprendía las desventajas de tener siempre presente un compañero que aunque adicto, podía llegar algún día a la infidelidad. Recordaba mucho la caída espantosa que él hizo sufrir al padre Claudio, para que pudiese llegar a fiarse de autómatas que, al fin y al cabo, eran hombres.

Como estaba solo, no creyó ya preciso el disimulo, y sonriendo picarescamente, murmuró:

—Ya es hora de que volvamos a ocuparnos de la familia Baselga. Los millones esperan que vayamos a por ellos. Lo que el padre Claudio comenzó, yo lo acabaré más hábilmente. Nada de violencias… ¿Quiere casarse la niña? Pues bien, la casaremos; y por este medio, lo mismo que si entrase en un convento, su fortuna vendrá a nuestras manos.

Púsose grave el rostro del jesuita, y tras una profunda meditación, murmuró:

—Somos invencibles; cada vez me convenzo más de ello. Donde uno de nosotros cae, se levanta al punto un nuevo hermano con mayores fuerzas, y siempre avanzamos impertérritos, sin vacilar un instante, hasta que conseguimos lo que nos proponemos.

VI. Cambio de decoración en casa de la baronesa

Llegó el momento fatal en que Juanito Zarzoso, con su título de doctor en Medicina, alcanzado con gran brillantez, obedeciendo las órdenes de su tío, al que temía tanto como amaba, hubo de separarse de María para trasladarse a París.

En los tres meses que transcurrieron, desde la conferencia con el padre Tomás hasta el día en que partió el joven médico, doña Esperanza no había logrado aminorar el cariño de los novios ni enturbiar la confianza que mutuamente se tenían.

Un día en que el estudiante esperó a la viuda en uno de los puntos que ella frecuentaba, para darle una carta con destino a María, doña Esperanza aprovechó la ocasión para abrirle los ojos, según decía.

Con afectada inocencia llevó la conversación al terreno que ella deseaba; habló de la niñez de María, de su carácter ligero, de sus atrevimientos hombrunos en el colegio, y como digno final de tanta preparación, como el que cierra los ojos para disparar el trueno gordo, sin hilación alguna… ¡paf!, la viuda espetó al estudiante la relación de cuanto ella suponía ocurrido en aquella noche célebre, cuando las monjas encontraron a la joven en el tejado, durmiendo en los brazos de un muchacho.

Al ver la viuda que Juanito se ruborizaba intensamente escuchando sus palabras, creyó que el joven iba a estallar en indignación; pero se quedó fría, cuando en vez de la emoción terrible que esperaba, púsose a reír el joven, diciendo que nunca había él llegado a imaginarse que doña Esperanza supiera tales cosas.

La intrigante viuda, que pensaba sorprender al estudiante, resultó la sorprendida, y su asombro fue sin límites cuando Juanito le dijo que aquel muchacho que amaneció en la azotea del colegio era él mismo.

El golpe había fracasado, y en vez de desunir a los novios aquella revelación, sólo había servido para convencer a la viuda de que tal amor, por lo mismo que antiguo y nacido en el dulce despertar de la pubertad, había de ser forzosamente de larga duración.

Apresuróse doña Esperanza a llevar la noticia al padre Tomás, quien, al saberla, no mostró su acostumbrada y fría indiferencia.

—Ahora resulta —dijo— más preciso que nunca apartar cuanto antes a esos dos jóvenes. Veo que la tarea va a ser más difícil de lo que al principio creíamos; pero con tal de que él marche pronto a París, todo se logrará. Es simplemente cuestión de tiempo y de paciencia.

—¿Y qué me aconseja usted, reverendo padre? —dijo la viuda—. ¿Debo seguir siendo medianera en estos amores?

—Sí, continúe usted hasta que ese joven se vaya a París. Nada adelantaríamos con que usted se negase a facilitar sus entrevistas y a llevarles sus cartas: encontrarían otro medio para cumplir sus deseos. Ya daremos el golpe cuando estén separados.

Desde que el padre Tomás supo los amoríos de María, visitó con más asiduidad la casa de la baronesa.

La tertulia de momias realistas alegrábase por esta distinción que le dispensaba el padre Tomás. Aquello era, para los visitantes de doña Fernanda, como un halagador holocausto a su terquedad reaccionaria y una demostración de que el poderoso jesuita, reconociendo que en la aristocracia transigente con el siglo sólo se encontraba miseria e impiedad, volvía al seno de sus antiguos amigos, los puros, los integristas, los que protestaban contra todo lo que no oliese al polvo del pasado.

Lejos estaban aquellos seres de adivinar el verdadero motivo que impulsaba al padre Tomás a visitar con tanta frecuencia la casa de la baronesa.

Doña Fernanda no era la que se sentía menos ufana por aquella asiduidad del poderoso jesuita. El más grave pesar, a la muerte del padre Claudio, lo había experimentado pensando que el nuevo jefe de la Orden en España no visitaría ya su casa con tanta frecuencia, y así ocurrió; por esto al ver ahora al padre Tomás casi todas las tardes en su salón, confundido entre sus habituales tertulianos y hablándole con gran dulzura, el orgullo y el amor propio satisfecho coloreaban su rostro con el rubor de la felicidad, y se sentía dichosa como pocas veces.

Su satisfacción era inmensa al pensar que en los elegantes hoteles de la Castellana, donde residía aquella aristocracia moderna, a la que odiaba secretamente, se notaría la ausencia del padre Tomás, a quien ella contaba ya como uno de sus acostumbrados tertulianos y, deseosa de retenerle, lo asediaba con toda clase de consideraciones y se mostraba dispuesta a obedecer su más leve indicación.

No le costó, pues, gran trabajo al jesuita, el inculcarle sus deseos.

Doña Fernanda, a pesar de tener su director espiritual, que era un individuo de la Compañía, quiso confesarse con el padre Tomás, arrastrada por el deseo de aparecer públicamente como penitente del célebre jesuita, que sólo se sentaba en el confesonario en muy contadas ocasiones.

Durante la tal confesión, fue cuando el padre Tomás convenció a la baronesa de que debía consentir en que su sobrina contrajera matrimonio, no violentando su carácter y las tendencias de su temperamento.

Doña Fernanda oyó con recogimiento casi religioso las palabras del jesuita, e inmediatamente se propuso obedecerle como un autómata.

Tan grande era el poder que sobre ella ejercía el padre Tomás, que sus indicaciones bastaron para derrumbar las ilusiones que la baronesa se forjaba hacía ya muchos años.

No; María no sería monja, ya que así se lo aconsejaba un sacerdote tan ilustre y digno de respeto. Ella había soñado en hacer de María una santa como su tío Ricardo; quería meter a su sobrina en un convento, creyendo que esta resolución sería muy grata a los ojos de Dios y que resultaría del gusto de los padres jesuitas, a los que ella consideraba como legítimos representantes del Señor; pero ya que un sacerdote tan respetable le aconsejaba todo lo contrario, ella estaba dispuesta a obedecer inmediatamente.

Y doña Fernanda, al decir estas palabras, extremaba el gesto y los ademanes, intentando demostrar de este modo que su sumisión a las órdenes del jesuita era inmensa.

Lo que ella pedía únicamente, lo que solicitaba a cambio de su obediencia, era que, ya que María debía casarse, fuese el mismo padre Tomás quien se encargase de buscarle un marido propio de su condición social, con la seguridad de que la elección sería acertada.

Nadie como él conocía a los jóvenes de la aristocracia. Habíanse educado todos ellos en el colegio de los jesuitas, a los más principales los dirigía el padre Tomás en los momentos difíciles de su vida y, merced al espionaje perfecto de la Compañía, conocía hasta en sus menores detalles la vida y las costumbres de cada uno.

—Casar a María —decía doña Fernanda en la rejilla del confesionario—, es un asunto tan difícil, que yo misma no me atrevo a encargarme de ello, y preferiría que usted, reverendo padre, llevado del cariño con que siempre ha distinguido a nuestra familia, se encargase del asunto. Mi sobrina es riquísima, como usted ya sabe; el título de condesa de Baselga a ella le pertenece, y ya ve usted que una joven que tales condiciones reúne, bien merece que se fije toda la atención al buscarle un esposo. ¡Oh, reverendo padre! ¡Si usted fuese tan bueno que accediera a encargarse de este asunto! Ya que María ha de tener marido, viviré ya tranquila si éste es del gusto de usted.

Y el padre Tomás fue tan bueno, que, después de exponer algunos escrúpulos sobre la incompatibilidad que existía entre su augusto ministerio y el ser agente de matrimonios, accedió por fin a encargarse de buscar un esposo para María.

Para esto era necesario, según consejo del jesuita, que doña Fernanda cambiase algo su sistema de vida, que olvidase un poco la exagerada devoción y se acordara algo más del mundo; en una palabra, que ella y su sobrina ocupasen el lugar que les correspondía por su rango, en este mundo elegante que brilla, se agita y se divierte.

Fiel doña Fernanda a los consejos de su director, desde aquel día cambió por completo de vida.

Los rancios tertulianos de la baronesa vieron con asombro que su amiga deponía una parte de su intransigencia con el mundo, y que en aquel retorno a la vida de la juventud, arrastraba a su sobrina, con gran contento de ésta.

El palacete de la calle de Atocha perdió rápidamente aquel sello conventual que lo distinguía. Parecía como que, abiertos los balcones, el viento de la calle había penetrado arrollándolo todo y desvaneciendo aquella atmósfera pesada que olía a incienso.

Los carruajes de forma antigua y modesta que usaba la baronesa para ir a la iglesia fueron cambiados por elegantes landós; los salones perdieron su aspecto conventual y sombrío, siendo adornados con nuevos muebles, y en las personas de doña Fernanda y su sobrina operóse igual cambio, pues sus antiguos vestidos oscuros y de corte casi monjil, fueron reemplazados por trajes de última moda.

María se dejaba llevar dulcemente por aquella tendencia que su tía manifestaba a favor de las costumbres que poco antes anatematizaba con severo lenguaje.

Tan vehemente era el deseo de entrar de lleno en la vida de gente experimentado por doña Fernanda, que muchas veces reñía a su sobrina cuando ésta se mostraba reacia a asistir a las diversiones, sin duda porque la falta de costumbre influía en su carácter.

—Mujer, eres un hurón —decía su tía—. Es preciso que te acostumbres a esta vida agitada y de continuo goce. Por ti, hago yo también esta vida. Se acabaron ya nuestras costumbres de antaño, y es preciso que vivamos a la moderna. Otras muchachas se darían por muy contentas con tener una tía tan amable y complaciente como yo lo soy para ti, y tú parece que no quieras agradecerme lo que por ti hago. ¿No te negabas a ser monja? Pues bien, no lo serás; yo no quiero violentar a nadie que no se sienta con vocación suficiente para abrazar la vida de santidad. Ya que tu carácter te aleja del claustro, serás mujer elegante, dama del gran mundo y te casarás con un hombre que sea digno de ti. Ya ves que no puedo ser más complaciente. A ver si tienes talento para brillar en sociedad y distinguirte entre las jóvenes de tu clase.

María, con el cambio que la baronesa hacía en su modo de vivir, veía realizado aquel bello ideal que ocupaba su imaginación en Valencia, cuando soñaba en ser una señorita del gran mundo y asistir a las suntuosas fiestas, que sólo de oídas conocía, o por las relaciones de las pocas novelas que a hurtadillas leía en el colegio.

Ya figuraba en aquella sociedad tan acariciada por su pensamiento; ya asistía todas las noches a las óperas del Real en una platea de las más elegantes; paseaba por la Castellana, contestando a numerosos saludos, y hasta un día había figurado su nombre con los adjetivos de hermosa y distinguida, en una reseña que del baile de la embajada francesa hizo un periódico de gran circulación; pero estas satisfacciones, que en otra época hubiesen constituido su felicidad, no bastaban ahora para amortiguar el dolor que sufría, justamente en los días en que verificaba su iniciación en la vida elegante.

Juanito estaba ya próximo a partir.

El doctor Zarzoso lo apremiaba para que cuanto antes fuese a París, pues ya había escrito recomendándolo a los más famosos profesores de Francia, y el pobre muchacho no sabía qué excusa inventarse para prolongar algunos días más su estancia en Madrid.

El pesar que a ambos amantes producía la próxima separación era lo que hacía que María se mostrase huraña a los halagos de su tía, y asistiese a todas las diversiones con el ánimo preocupado por tristes ideas.

En el teatro, en el paseo, en las reuniones elegantes, en las suntuosas funciones religiosas, en todos los puntos de distracción donde se encontraba, la idea de que Juanito iba a partir enturbiaba todas sus alegrías.

Contribuía a hacer aún más penosa su situación, la circunstancia de que la baronesa, con su nuevo género de vida, hacía menos frecuentes las ocasiones en que María podía hablar con su novio.

La joven rara vez lograba ir de paseo acompañada únicamente por doña Esperanza, pues así que manifestaba deseos de salir, la baronesa se prestaba a acompañarla.

Fueron, pues, poco frecuentes las entrevistas de los novios en los últimos días que pasó el joven médico en Madrid, y forzosamente hubieron de contentarse con verse de lejos, como en los primeros tiempos de sus amores, y cambiar apasionadas cartas, que doña Esperanza, siempre complaciente, llevaba de uno a otro, cada vez más amable y satisfecha, conforme se acercaba el momento de partida para Juanito.

La última vez que los novios se hablaron fue en el Retiro, una mañana en que María consiguió salir a pie, en compañía de la viuda de López.

La escena fue sencilla y conmovedora, tanto que impresionó un poco a doña Esperanza. ¡Ay, Dios! Así se despedía ella de su difunto marido, cuando aún era su novio, cada vez que abandonaba el pueblo para ir a estudiar a Madrid.

Hablaron poco los dos amantes; parecía que cada palabra que salía de sus labios iba a provocar una explosión de sollozos, y se limitaban a mirarse con expresión compungida, estrechándose las manos nerviosamente.

Convinieron en la forma que debían adoptar para cartearse, sin que se apercibiera la baronesa.

Él dirigiría las cartas a doña Esperanza, que se encargaría de entregarlas a María, y recoger las de ésta, remitiéndolas a París.

Despidiéronse veinte veces, para volver otra vez a entablar una conversación incoherente y temblorosa, en la cual, las miradas significaban más que las palabras, y al fin se separaron, no sin volver a cada paso la cabeza para verse por última vez.

Al día siguiente, cuando comenzaba a cerrar la noche, María contemplaba melancólicamente el reloj de su gabinete.

Era la hora en que el exprés salía para Francia. En él se alejaba Juanito.

María creía percibir en torno de ella un espantoso vacío, que por momentos se agrandaba, y se sintió próxima a llorar.

Pero la voz de su tía vino a sacarla de esta estupefacción dolorosa.

Había que prepararse para ir aquella noche al Real. Era noche de debut; un célebre tenor cantaba Los Hugonotes, y todo el mundo elegante se había dado cita en el aristocrático coliseo para tomar parte en aquella fiesta, que iba a ser una de las grandes solemnidades de la temporada.

La baronesa callaba el interés que tenía en asistir a dicha función.

Uno de los más respetables individuos de su tertulia le había pedido permiso para presentarle en un entreacto a Paco Ordóñez, muchacho distinguido, e hijo segundo del difunto duque de Vegaverde.

VII. En el Teatro Real

Cuando la baronesa y su sobrina entraron en su platea, la representación de Los Hugonotes había comenzado ya.

El debutante, un Raúl algo aviejado, con tipo de mozo de cuerda y un poco patizambo, que según era fama le costaba a la empresa seis mil francos por noche, estaba en aquel momento lanzándole al público, ensimismado y silencioso, el famoso raconto, describiendo un primero y novelesco encuentro con la gentil Valentina.

La media voz del tenor, subiendo y bajando siempre igual, sin perder en intensidad como deslumbrante hilillo con que se tejiera una tela de plata, resonaba en medio del profundo silencio que reinaba en el gigantesco teatro, y las dos damas hubieron de entrar en un palco, casi de puntillas, por no turbar la profunda atención del público.

No les gustaban a la baronesa ni a su sobrina esos arranques de distinción de muchas de aquellas damas que estaban en los otros palcos, las cuales tomaban asiento después de producir algún estrépito para llamar la atención, atrayéndose con esto los feroces siseos de los dilletantis fanáticos que estaban en las alturas.

María, al tomar asiento, apoyó un codo en la barandilla del palco, y cogiendo sus gemelos de nácar y oro, paseó su mirada por todo el coliseo.

Presentaba el vasto teatro el mismo aspecto deslumbrador y lujoso de todas las noches, sólo que en aquélla era más perceptible el recogimiento, la expectación de un público deseoso de juzgar por sí mismo a una notabilidad, que llega precedida por el ruido de las ovaciones recibidas en los primeros coliseos del mundo.

Los palcos estaban deslumbrantes, como doble fila de dorados canastillos, dentro de los cuales brillaban montones de joyas sobre rizadas cabezas y hombros esculturales de nítida blancura; al agitarse algún torneado y desnudo brazo, dejaba tras sí el reguero de azuladas chispas que la luz arrancaba a las pulseras de brillantes; y semejantes a estrellas parpadeando en blanquecino cielo, en el centro de tersas pecheras, tiesas y crujientes como corazas, titilaban gruesos diamantes envueltos en irisados resplandores. Todo el Madrid elegante se amontonaba en aquellos palcos, y desbordado, se extendía por las infinitas butacas del patio, donde los vistosos uniformes militares y los alegres trajes de las señoras matizaban con vivos colores la sombría monotonía del frac negro.

María paseó sus gemelos por encima del patio, vasto mar de cabezas peinadas, las más en correcta raya desde la nuca a la frente, y erizadas las otras de airosas plumas y cabellos rizados que dejaban en el ambiente un grato perfume femenil.

Para completar María su examen, apuntó sus gemelos a lo alto, y entonces fue viendo los palquitos superiores para hombres solos, donde se agrupaban como pollada recién salida del cascarón, los socios de los clubs elegantes, los gomosos que a aquellas horas comenzaban su existencia diaria hasta las primeras horas de la mañana; y más arriba aún, el populacho, según decía doña Fernanda, el público anónimo, la gente sin gusto, que iba allí a oír la ópera con el silencioso recogimiento del fanatismo musical, sin fijarse para nada en aquel derroche de suntuosidad y elegancia que tenían a sus pies.

María miró al palco de la familia real y lo vio vacío, lo que no le extrañó. Sabía por las murmuraciones de salón, que para el rey Alfonso la música era el ruido que menos le incomodaba, y que cuando asistía a la ópera estaba siempre próximo a dormirse si es que no le entretenían hablándole de corridas de toros, o de juergas en las posesiones reales.

El acto primero tocaba a su fin. El tenor al terminar su raconto había recibido ya una ovación, aunque ésta había sido recelosa y en gran parte obra de la claque, como si el público no estuviera del todo convencido de la eminencia del artista y reservase su opinión para más adelante.

La baronesa, después de contestar a varios saludos que le dirigieron de los palcos vecinos, curioseaba con sus gemelos de un modo impertinente, sin fijarse para nada en el escenario, al cual volvía la espalda.

María, por su parte, después de examinar el teatro, que todas las noches le causaba idéntica impresión de deslumbramiento, miraba a la escena deseosa de distraerse y olvidar aquella idea fija que la martirizaba.

¡Ay, Dios! Aquel Raúl, que tan melancólicamente expresaba su tristeza al no ver a la mujer que se había apoderado de su corazón, a pesar de que físicamente, con su abdomen algo hinchado y su aspecto maduro, no tenía la menor semejanza con Zarzoso, forzosamente le hacía recordar al joven médico, que a aquellas horas, mientras ella encontrábase en un lugar de diversión, era arrebatado por el veloz exprés, y en el interior del vagón iba sin duda llorando, desalentado por la larga ausencia que vela en su porvenir.

Y luego aquella música de Meyerbeer, que como ninguna sabe interpretar con exacta verdad los diversos estados del alma humana, en vez de producirle placer, causaba en su corazón el efecto de una lluvia de fuego que todavía aumentaba sus sufrimientos.

La joven se sentía molesta, y casi deseaba que dejase de sonar cuanto antes aquella música que, sin que ella pudiera explicarse la causa, la entristecía hasta el punto que en los pasajes más vivos y alegres, la acometían deseos de llorar.

Cuando terminó el acto no faltaron visitantes en el palco.

La platea de la baronesa era una de las mejores del teatro, y doña Fernanda, para adquirirla, había tenido que dar una prima de algunos miles de pesetas a sus anteriores poseedores que tenían prioridad en el abono. Esto parecía dar alguna distinción a la actual dueña del palco y a los que la visitaban, lo que, unido a la hermosura de María y a su fama de millonaria, hacía que se considerase como un gran honor el ser admitido en la tertulia del palco, y el que fuesen muchos los que durante los entreactos dirigían a él los gemelos con insistencia.

El primero que entró aquella noche fue el viejo señor que en la vetusta tertulia de la baronesa hablaba de Donoso Cortés y el cual, entre la aristocracia anticuada, era respetado como un genio literario, porque en su juventud había escrito dos sonetos y cinco romances, méritos, que con el de tener un título de marqués, habían sido considerados suficientes para hacerle sentar en un sillón de la Academia Española.

El aristocrático académico, que para sostener su fama de poeta creía necesario mostrarse galanteador y pegajoso como un cadete, dirigió algunos floreos a Fernanda, asegurando, bajo palabra de honor, que la encontraba cada vez más joven y distinguida (afirmación que repetía todas las noches) y después le disparó a María unos cuantos requiebros mitológicos, mostrando al hablar así, la facha más deplorable, con su tupé teñido, su dentadura postiza que le hacía cecear y su chaleco bordado, de moda veinte años antes, y que no quería abandonar, porque, según afirmación propia, le sentaba muy bien.

Él fue quien se encargó de toda la conversación, pues su charla incesante nunca dejaba meter baza, y comenzó a hablar del tenor, repitiendo su biografía y sus anécdotas que ya conocían todos por haberlas publicado la prensa días antes.

La conversación duró hasta que los timbres eléctricos dieron la señal de que iba a comenzar el acto segundo.

El académico se levantó dando su mano a tía y sobrina, con el mismo extravagante ademán de los gomosos, cuyas costumbres imitaba.

—Adiós, baronesa; vuelvo a mi butaca. Hasta luego.

—Adiós, marqués; y no olvide usted el presentarme a ese joven de quien me habló. Tendré mucho gusto en que sea nuestro amigo: basta que sea presentado por usted.

—Paco Ordoñez también tiene deseos de conocer a ustedes. En el otro entreacto vendremos.

Y el aristocrático poeta, al ver que comenzaba el acto, salió del palco con toda la ligereza que le permitían sus gotosas piernas.

Transcurrió el segundo acto sin incidentes. El tenor hacía esfuerzos por agradar al público que le aplaudía, pero a pesar de las demostraciones de agrado con que era acogido su canto, notábase en el entusiasmo general cierto fondo de frialdad; era el convencimiento de que aquello no valía seis mil francos, reflexión justísima que acomete al público en presencia de todos esos hijos del arte, que al par son hijos mimados de la fortuna.

En el otro entreacto se presentó en el palco el marqués académico, seguido de un joven alto, enjuto de carnes, con una fisonomía a primera vista agradable, y que llevaba con una soltura sobradamente graciosa para no ser estudiada, su frac cortado tan mezquinamente como aconsejaba el último figurín.

—Baronesa. Presento a usted a mi amigo don Francisco Ordóñez, hermano del senador del reino, duque de Vegaverde.

El presentado se inclinó haciendo una reverencia ceremoniosa, copiada sin duda de algún galán amanerado de comedia.

María le examinó con esa curiosidad pronta e instintiva de las mujeres, que con una sola mirada aprecian a un individuo desde la cabeza hasta los pies.

No era mal mozo, pero encontraba en él algo que le desagradaba. Parecíale algo fatuo, y además demasiado aviejado para los treinta años que representaba. Iba peinado según la moda favorita de los gomosos, y su cabeza relamida y charolada tenía algo de bebé. Olía toda su persona a tonta insustancialidad, pero a su rostro asomaba en ciertos momentos una expresión maliciosa que le hacía antipático.

Había algo en aquellos ojos negros, moteados de pintas doradas, que no era una expresión de astucia, sino de despreocupación canallesca, y en sus facciones cuidadas y un poco embadurnadas por afeites de tocador mujeril, notábanse ciertas placas violáceas que eran como el indeleble sello de placeres buscados en los postreros estertores de la orgía y en las últimas capas del vicio.

María no comprendía el verdadero significado del exterior de aquel hombre, pero adivinaba en él algo repugnante y le resultaba antipática su presencia.

Atraída por la fuerza del contraste, hizo mentalmente un parangón entre aquel hombre, fiel representación de la juventud aristocrática, y el que a aquellas horas marchaba en el exprés de Francia y se sintió próxima a maldecir en voz alta a la fatalidad, que dejaba a su lado tipos como Ordóñez, mientras alejaba al joven doctor Zarzoso.

El hijo segundo del difunto duque de Vegaverde era bien conocido por toda la aristocracia de Madrid.

Su hermano mayor, el heredero del título de la casa, prócer sesudo, que en el Senado llamaba la atención por la manera de decir si o no en las votaciones y que desde niño había sentado plaza de hombre tan formal como imbécil, demostraba cierto rastro de buen sentido, despreciando a su hermano menor y diciendo en todas partes que era un perdido, que deshonraba a la familia; pero la sociedad elegante no le hacía coro, antes bien, encontraba que Paco era un muchacho distinguido, ligero, eso sí, pero con mucho chic.

A los veinticinco años, cuando entró en posesión de su herencia, ésta quedó entre las uñas de prestamistas y usureros, a causa de los enormes anticipos aumentados por intereses bárbaros que se le habían hecho antes de ser dueño de su fortuna.

El elegante Ordóñez se encontró arruinado y casi en la miseria, justamente cuando más agradable comenzaba a encontrar la existencia, pero no era él (según decía) mozo capaz de ahogarse en tan poca agua y siguió adelante en su vida de despilfarros y locuras, sin fijarse en el presente, ni importarle gran cosa el porvenir.

Las grandes fortunas son como esos navíos colosales, que al ser tragados por el mar, dejan sobre la superficie innumerables objetos que sobrenadan y son todavía utilizados. Ordóñez, a pesar de su total ruina y de que su fortuna entera había quedado en manos de los usureros, todavía gozaba de recursos que sobrevivían a su empobrecimiento y el principal era el crédito que le daba su apellido y sus relaciones sociales.

El hijo del duque de Vegaverde fue el tipo perfecto del aventurero aristocrático, que explota su nacimiento y vive a costa de los que le rodean, explotándolos con gran frescura como quien hace uso de un derecho y tiene por feudataria a toda la sociedad. Dio sablazos de miles de pesetas; vendió fincas que ya no le pertenecían; tomó cantidades a préstamo que nunca debía devolver, firmando para ello escrituras de depósito; importunó a todos sus amigos que él creía ricos e imbéciles, pidiéndoles favores pecuniarios con diversos pretextos; llegó hasta la estafa, y todo esto lo hizo con la mayor sangre fría, con la más asombrosa indiferencia, con una ligereza insolente y sin arrepentirse de sus acciones ni temer las consecuencias, pues, según él decía, los presidios se habían hecho únicamente para gentes sin distinción, y era imposible que llegase a entrar en ellos un individuo cuyos antecesores gozaban de la grandeza de España desde muchos siglos antes, y que, además, tenía un hermano senador por derecho propio.

Por dos veces había estado próximo a ser expulsado del Casino a causa de sus trampas en el juego; gozaba, entre la juventud elegante una fama poco envidiable; pero, a pesar de esto, ninguno se negaba a estrechar su mano y era frase corriente al hablar de él, exclamar:

—¿Quién? ¿Paco Ordoñez? ¡Lástima de chico! Tiene mala cabeza, pero en el fondo es un corazón de oro. Su defecto más capital es no tener un céntimo.

El corazóh de oro consistía en que Ordóñez, en su época de opulencia, había derramado el dinero con loca prodigalidad, dejando tras sí muchos estómagos agradecidos, y en que gozaba fama de espadachín, habiendo muchas veces pagado a algún acreedor de los que se creaba en torno de la mesa de juego, primero con insultos y después con una estocada.

Además, entre la balumba de necios con quienes vivía en intimidad en el Casino, y en todos los puntos de reunión de la juventud elegante, tenía sus admiradores y llamaba la atención por la originalidad de sus maneras y la extremada novedad de sus trajes. Sus reverencias y saludos, copiados de actores, eran imitadas por su corte de gomosos, que también en el vestir se regían por aquel aventurero, que tenía, como acreedores, a los principales sastres y sombrereros de Madrid.

Ordóñez vivía en grande, gastaba como un potentado, era uno de los árbitros de la moda, ocupaba un lindo entresuelo en la calle de Alcalá, y él mismo no sabía explicarse cómo verificaba el milagro de gastar cual un potentado, sin otras rentas que el dinero ganado en la ruleta alguna noche de buena suerte.

Era muy inteligente en materia de caballos; asistía todas las noches a la Ópera sin que sus conocimientos artísticos fuesen más allá de saber que la tiple tenía buenos brazos y conocer algunas obscenas anécdotas de bastidores; y en las corridas de toros, distinguíase como furibundo aficionado, tuteándose con todos los toreros de renombre, a los cuales consideraba como compañeros de juerga.

Su mala fama no era un secreto para nadie. Sus canalladas trascendían, y aumentadas por la voz pública, eran conocidas por todas las pudibundas señoritas y severas señoras de la alta sociedad; pero a pesar de esto, no se le cerraba la puerta de casa alguna, antes bien, en las fiestas aristocráticas era muy apreciado como un hábil organizador de cotillones.

Ordóñez era hombre de suerte. También, entre las mujeres, se había fabricado una frase en honor de él y las mamás se decían:

—¡Oh! ¡Ordóñez! Un buen muchacho; algo ligero de cascos ¡eso sí!, pero muy distinguido, muy chic, y además, ya sentará la cabeza cuando se case. Esos que son tan calaveras en la juventud, después resultan maridos modelos. Lástima que esté arruinado.

Y el aventurero, con su cabeza charolada, su bigotillo erizado y su fría sonrisa de hombre audaz y fatuo seguro de su cinismo, exhibíase en todas partes, siempre distinguido y correcto, con su frac a la última moda, la camelia en el ojal y el claque apoyado en el muslo.

Las jóvenes casaderas, con el instinto propio de las mujeres, leían en su cerebro. Bailaban con él, admitían con gusto los obsequios de un hombre de moda, pero no hacían el menor esfuerzo para retenerle. Todas decían lo mismo:

—¡Oh! Ése no sirve; no hay que poner en él esperanzas. Ése busca una buena dote.

Cinco años de aquella vida de despilfarro, sin una base firme, comenzaban a agotar su ingenio y a gastar rápidamente sus hábiles procedimientos de elegante estafador. El número de acreedores era tan inmenso que le aplastaba como una inmensa mole y todas las fuentes de dinero comenzaba a encontrarlas cegadas.

Había contado, como un protector seguro, al padre Tomás de la Compañía de Jesús, que era antiguo amigo de su familia por ser el difunto duque uno de los hermanos laicos de la Orden.

El poderoso jesuita le había protegido en varias ocasiones. Nunca le pidió dinero, porque sabía el aventurero que a los hijos de Loyola los distribuyen desde Roma, sobre las diversas naciones, para que chupen el jugo de éstas, afectando siempre la mayor pobreza para ponerse a cubierto de toda clase de demandas; pero en cambio Ordóñez solicitó del jesuita lo único que éste podía hacer, que eran favores.

Cuando se veía asediado por los acreedores y su ingenio agotado no le proporcionaba recursos para salir del paso, cuando contemplaba próxima una causa criminal por sus ligerezas en tomar dinero, entonces acudía a impetrar el auxilio del padre Tomás, y el amigo del difunto duque, tocando los ocultos resortes que constituían su poder, hablando a unos y mandando a otros, lograba alejar por algún tiempo la nube amenazadora que se cernía sobre la frente del calavera.

Esta amistad con el padre Tomás, servía también al joven para dar a su persona cierto tinte de religiosidad, que no sentaba mal en los salones que frecuentaba. Podía ser calavera, tener costumbres canallescas, cometer ligerezas penadas en el Código, pero cuando en las tertulias elegantes se hablaba de religión, Ordóñez sabía ponerse serio, y con la gravedad del hombre sesudo, declaraba, cerrando los ojos, que era preciso creer en algo y de paso ensartaba cuatro lugares comunes que había leído en cualquier periódico conservador y que recordaba por casualidad.

El padre Tomás, que era quien conocía mejor su vida y sus enredos, apreciábale a pesar de esto. La audacia y el cinismo del aventurero de frac gustábanle al aventurero de sotana, y el poderoso jesuita sentía por Ordóñez la misma simpatía que en otros tiempos había profesado el padre Claudio a Quirós.

Ordóñez sentíase próximo a la ruina en la época que fue presentado a la baronesa de Carrillo y su sobrina.

Su amigo, el poderoso jesuita, no quería ya sacarle a flote en sus enredos, o no podía alcanzar nada de los acreedores para desenmarañar la situación del aventurero, y éste, a pesar de su serenidad, comenzaba a desconfiar sobre su porvenir.

Un matrimonio de negocio era su única esperanza; pero lo juzgaba irrealizable, pues las herederas ricas eran cada vez más raras, y él ofrecía pocos alicientes para encontrar una que le concediese su mano.

En esta situación fue cuando el marqués académico, otro de sus protectores a quien hacía blanco de sus aceradas burlas, sin duda despechado por lo poco que le servía, le propuso presentarlo a la baronesa de Carrillo, que era para Ordoñez casi desconocida. La casa de la baronesa, con aquel aspecto claustral que hasta entonces había tenido y la beatería que en ella se reunía ofrecía pocos alicientes para un aventurero que iba siempre en busca de gente que pudiera serle útil y a esto era debido que desconociese la existencia de tal familia; él, que se trataba con toda la alta sociedad.

La sobrina de la baronesa era una estrella mate que tímidamente se había presentado en el cielo de la elegancia y en la cual apenas se fijó Ordóñez hasta entonces. Pero cuando el académico, con ciertas palabras indiscretas que se le escaparon, dio a entender que su presentación a tal familia le había sido recomendada por una persona importante, Ordóñez pensó que ésta no podía ser otra que el padre Tomás, y esta circunstancia le interesó bastante.

Puesto que el poderoso jesuita descendía a ocuparse de un asunto tan baladí como era su presentación, resultaba indudable que sentía interés por el porvenir de su joven protegido.

Ordóñez no tardó en suponer el significado de aquel acto.

«Sin duda —se dijo—, el padre Tomás, compadecido de mí, al verme en situación tan apurada, piensa en mi porvenir y me pone en camino de hacer fortuna. Algo significa el querer que me presenten a la baronesa de Carrillo, cuya sobrina es millonaria. ¡Adelante, amigo mío! No hay que desconfiar del éxito; pues en este asunto, el reverendo padre trabajará en la sombra como él sólo sabe hacerlo».

Y Ordóñez se dejó presentar.

La baronesa le recibió con gran amabilidad. Sabía muy poco de su vida y costumbres, y el padre Tomás le había hablado con grandes elogios de aquel muchacho, que aunque algo calavera, tenía muy buen fondo, y prometía ser un hombre de provecho el día en que la edad le hiciese sentar la cabeza. Además, doña Fernanda, como la mayoría de las devotas viejas, sentía cierta inclinación en favor de los calaveras.

A invitación de la baronesa, sentóse Ordóñez entre ella y su sobrina; el académico quedó en pie apoyándose en un sillón y adoptando esa actitud rebuscada de personaje de cromo, que a él le parecía el colmo de la elegancia espiritual, y entre los cuatro entablóse una conversación animada sobre el asunto de la noche, o sea la ópera y sus intérpretes.

La baronesa experimentó gran satisfacción al ver que el joven se adhería en todo a la opinión que ella manifestaba. ¡Cuán pronto se conoce la buena y sana educación! ¡Cómo se daba a entender que aquel joven había sido educado por los padres jesuitas!

Doña Fernanda lanzaba dulces miradas a Ordóñez, cada vez que éste se manifestaba de su misma opinión, y rebuscando palabras, alambicando conceptos, ni más ni menos que si estuviera presidiendo una junta de cofradía, hablaba de la ópera y del debutante, que era el tema de conversación en todos los palcos, alternado con las noticias del día y la crítica del vestido y de las joyas de la que se sentaba en el compartimiento inmediato.

¡El tenor!… ¡Pchs! No le parecía mal a la baronesa: además ella, según confesión propia, no entendía gran cosa en apreciar el mérito de las voces. Pero… la ópera que se cantaba aquella noche, Los Hugonotes, no le merecía igual indiferencia desdeñosa.

Era un atentado contra la moral y las buenas costumbres que se permitiera la representación de óperas como aquella. No negaba ella que la música era buena, así lo afirmaban los que lo entendían, y además a ella le parecía muy bien, sobre todo, en los bailables.

Pero la baronesa de Carrillo fijaba por completo su atención en el libreto, en el argumento, y al llegar aquí se mostraba iracunda e inexorable. ¿No era una vergüenza que en un país tan eminentemente católico como España, asistiera la gente más distinguida a una representación, en la cual los protestantes desempeñaban la parte más noble y simpática, y los representantes de la buena causa, los defensores de la Iglesia y del Papa aparecían como verdugos alevosos, como asesinos dominados por el salvajismo? Aquello era inicuo y parecía imposible que un público tan distinguido no silbase a Meyerbeer, que creaba un Raúl simpático, a pesar de ser protestante, y un Saint-Bris torvo y sanguinario, sin tener en cuenta que era un señor católico.

Y luego aquel Marcelo, grosero soldadote, que siempre tiene en los labios la monótona canción del maldito Lutero; y aquella Valentina, mozuela correntona y desobediente, que a pesar de ser educada por su señor padre en los sanos principios católicos, se hace hugonote por seguir al boquirrubio de Raúl, eran personajes que irritaban a la baronesa, quien, hablando sobre la obra de Meyerbeer, resumía su opinión con estas desdeñosas palabras:

—Al fin y al cabo, la obra de un judío. A mí en óperas me gusta tanto como el Poliuto.

El académico, para dejar bien sentado su prestigio de poeta y volver por el honor de los de la clase, protestaba débilmente, limitándose a formular una sentencia tan profunda como ésta:

—Baronesa, es usted muy injusta. El arte es el arte.

Y aquí se atascaba su luminosa inteligencia no encontrando mejores argumentos.

Ordóñez acogía las palabras de la baronesa con sendas inclinaciones de cabeza, y hacía esfuerzos para demostrarle que era en un todo de su opinión.

¡Oh! Él también pensaba así. La ópera era inmoral; iba contra el catolicismo, y esto no podía consentirse, porque era preciso confesar que había algo. Y esto lo decía con tono sentencioso, mirando arriba, y con la expresión de un hombre que, tras profundísimas reflexiones, ha llegado a adivinar la existencia de la divinidad.

Además, él, arrastrado por el deseo de agradar a la baronesa, llegaba hasta la exageración, y no se contentaba con criticar Los Hugonotes, sino que encontraba la ópera en general digna de ser suprimida, como atentatoria a la moral y a las buenas costumbres. Y daba pruebas de ello. En La Africana, poníase en ridículo a la respetable clase de obispos; en La Hebrea, un cardenal resultaba padre de una judía, y así casi todas; y cuando no resultaban tales obras encaminadas a escarnecer la religión, aún era peor, pues hacían ruborizar con sus bailes inmorales y sus dúos de amor, en que faltaba poco para que el tenor y la tiple se comieran a besos a la vista del público.

Y aquel granuja a quien tuteaban todas las bailarinas del Real y que en cierta ocasión galanteó a una tiple para empeñarle los brillantes, hablaba de la inmoralidad de la ópera con un santo horror de capuchino que impresionaba a la baronesa.

Doña Fernanda, oyéndole, se afirmaba en su primitivo pensamiento. ¡Qué gran cosa era la educación de los jesuitas, cuando aquel joven, después de su borrascosa vida de calavera, todavía conservaba tan buenas ideas, tan sanos principios!

Pero el académico, más sencillo o menos crédulo, contemplaba a Ordóñez con mirada fija, y pensando en las mil perrerías que cometía todos los días, se decía interiormente, poseído de cierta admiración:

«¡Ah, redomado hipócrita! ¡Ah, grandísimo tuno! ¡Cómo mientes!».

María sólo atendía a ratos a la conversación. Ordóñez le resultaba antipático y adivinaba algo de la falsedad que encerraban sus palabras.

La proximidad de aquel hombre había servido para excitar en ella el recuerdo de Juanito Zarzoso, y la tristeza la invadía de tal modo, que, para disimularla, miraba a todas partes con sus gemelos, sin fijarse en nada.

El acto tercero había comenzado y los dos hombres seguían en el palco, pues la baronesa los había invitado a quedarse.

Doña Fernanda y Ordóñez seguían conversando sobre el tema religioso; el académico miraba a todos los palcos con expresión aburrida y María fijaba toda su atención en la escena, buscando en las sensaciones artísticas un medio para olvidar momentáneamente su dolor.

Estaba de espaldas a Ordóñez, y dos o tres veces que éste, aprovechando momentos de silencio con la tía, intentó dirigirle la palabra y hacerla sonreír con alguno de sus chistes mordaces que tanto efecto lograban entre las damas, quedó desconcertado ante la frialdad con que le contestó la joven.

María estaba conmovida. Conocía muy bien la ópera, pero en aquella noche las diversas escenas le impresionaban más que de costumbre, sin duda a causa del estado de su alma. Aquella Valentina que con el velo de desposada se escapaba de la iglesia e iba en la oscuridad nocturna buscando a su Raúl, parecíale que era ella misma, que marchaba desolada en busca de su novio, huyendo de la baronesa, que quería casarla con otro hombre; por ejemplo, con el majadero pretencioso e hipócrita que tenía al lado.

Y esta novela que rápidamente se forjaba en su imaginación, la hacía mirar con odio a aquel Ordóñez que se mesuraba obsequioso y galante de un modo que desesperaba.

Terminó el acto, y los dos hombres se levantaron para retirarse.

La baronesa ofreció a Ordóñez su casa. Ella no tenía muchos amigos, ni las reuniones en su casa ofrecían gran atracción; allí sólo entraban personas sesudas y de sanos principios, y por esto mismo tendría mucho gusto en recibir a un joven tan sensato, que por sus ideas y su modo de ver las cosas, tenía alguna antología con su difunto cuñado Quirós, el padre de María, el héroe de la causa santa en el 22 de junio, y del cual la sociedad ingrata y olvidadiza no se acordaba para nada.

Ordóñez consideróse muy honrado por tal invitación y se retiró.

El académico, que se quedó en el palco, siguió hablando con la baronesa y contestando a las preguntas que ésta le hacía sobre Ordóñez.

Iba a comenzar el acto cuarto, cuando la baronesa se levantó. Estaba muy excitada por la conversación que había sostenido con el joven.

—¿Nos vamos ya, tía? —preguntó con extrañeza María.

—Sí, hijita. No me siento con fuerzas para ver ese acto, que siempre me ha repugnado; y esta noche más aún. No quiero presenciar esa infernal conjura, en la que salen revueltos frailes y monjas con el puñal en la mano. Detesto ese acto.

—¡Pero Fernandita! —exclamó escandalizado el académico—. ¡Si es lo mejor de la obra!… Además, todos esperan en el gran dúo al tenor, creyendo que en él hará prodigios. ¡Vamos, quédense ustedes!

—¡Que no! No quiero tragar bilis viendo tales impiedades en escena. Niña, ponte el abrigo.

Y las dos mujeres salieron del teatro. El académico las acompañó hasta el vestíbulo, y tía y sobrina subieron en su carruaje.

María se felicitaba de la resolución de la baronesa. Aquel dúo de amor, con sus gritos de suprema pasión y su penosa despedida, le hubiese causado mucho daño, y tal vez, haciendo estallar su comprimido llanto, habría revelado el dolor que la dominaba por la marcha de su novio. Bien había hecho la baronesa en retirarse.

Rodaba el elegante carruaje con dirección a la calle de Atocha, y las dos mujeres guardaban el más absoluto silencio.

María iba ensimismada, hasta el punto de no darse cuenta exacta de dónde estaba. La voz de la baronesa la sacó de tal situación.

—Di, niña, ¿qué te ha parecido ese joven?

—¿Quién? —preguntó azorada la joven, que aún no había salido de la sorpresa producida por tan repentina pregunta.

—¿Quién ha de ser, tonta? Paco Ordóñez, ese muchacho que nos ha presentado el marqués.

María tardó en responder, y por fin dijo con indiferencia:

—Pues me ha parecido un hombre insignificante.

Y reclinándose otra vez en el fondo del coche, cerró los ojos y volvió a entregarse de lleno a sus pensamientos, que le arrastraban lejos, muy lejos, a la infinita cinta de hierro, por donde, rugiendo y exhalando bufidos de fuego, volaba el tren que le arrebataba a su novio.

VIII. Trato cerrado

El hermano que desempeñaba junto al padre Tomás el cargo de doméstico de confianza, dijo al elegante joven que esperaba en la antecámara:

—Señor Ordóñez, el reverendo padre dice que ya puede usted pasar.

Paco Ordóñez entró en el despacho del poderoso jesuita con el mismo aplomo que si estuviera en su propia casa.

Siempre que entraba allí, su ojo certero de inteligente en materias de lujo y confort, no podía menos de irritarse a la vista de aquellas paredes polvorientas, con el papel rasgado en flotantes jirones, los muebles viejos, construidos con arreglo a la moda de principios de siglo, y aquellos innumerables armarios atestados de panzudas carpetas verdes, que apenas si lograban contener tan inmensa cantidad de papeles.

—Percibíase allí ese olor húmedo y pegajoso de sacristía que forma el ambiente de todas las habitaciones cuyos balcones se abren muy de tarde en tarde, para dejar franco el paso al aire exterior.

Ordóñez, por el instintivo impulso de la costumbre, lanzó una mirada a la larga fila de armarios que rozaba al pasar. Los estantes, arqueados por un peso que soportaban tantos años, parecían próximos a romperse, como si no pudieran sufrir por más tiempo la inmensa carga de papeles, rotulada y numerada.

«¡Diablo! —se dijo el joven—. Conozco bien lo que este archivo significa. Aquí está, como en conserva, la conciencia de media humanidad».

El padre Tomás, sentado a la gran mesa de roble, seguía escribiendo, sin levantar la cabeza, como si no se hubiera apercibido de la presencia de Ordóñez, y únicamente cuando éste, plantándose a pocos pasos de él, obstruyó con su cuerpo la luz que caía sobre los papeles en que escribía el jesuita, sin salir de su mutismo, hizo un gesto como indicándole que se sentara y esperase en silencio.

Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase la calma sepulcral de aquel vasto edificio, en el que se adivinaba la existencia de una omnipotente voluntad, que gobernaba sin trabas y era obedecida automáticamente.

Por fin, el padre Tomás dejó de escribir, y fijando su aguda mirada en Ordóñez, que seguía contemplando con ojos burlones el aparato anticuado y polvoriento de aquella gran sala, comenzó la conversación.

—¿Cómo va, pollo? ¿Qué tal la situación que atravesamos?

—Mal, muy mal, reverendo padre; y de seguro que si usted no viene en mi auxilio, como otras veces, y me salva del naufragio, soy hombre perdido por completo. Por eso me he apresurado a venir a verle apenas recibí su aviso, esperando que usted, con ese talento y esa bondad que nadie como yo le reconoce, sabrá salvarme.

—Lo que hoy te sucede es la consecuencia lógica de esa vida de escándalo y despilfarro que tanto amargó en los últimos años la vida de tu difunto padre. Paco, has sido muy calavera.

—Me ha gustado divertirme, no lo niego.

—Has derrochado una gran fortuna.

—Hoy, en cambio, vivo sin rentas, conservando el mismo boato que cuando era rico. Ya ve vuestra paternidad que para esto se necesita algún ingenio.

—Tienes más acreedores que todos los calaveras de Madrid juntos.

—Tampoco lo niego; pero cuento con la protección de usted, que es para mí un padre cariñoso, y que con su influencia sabe sacarme de todas las situaciones difíciles. Sin usted, ¿dónde estaría yo a estas horas?

—En presidio; no lo dudes, joven atolondrado. Has cometido verdaderas locuras; con tal de adquirir dinero, no has vacilado en firmar cuantos papeles te han presentado, sin fijarte las más de las veces en su contenido; y si yo he podido salvarte hasta ahora de la deshonra, no sé si en adelante seré tan afortunado. Por esto creo que ya es tiempo de que pensemos en tu porvenir. Ya ves que no puedo interesarme más de lo que lo hago, en beneficio de un joven pervertido, y que ningún honor proporciona al que lo protege. Este interés que me tomo, no es porque tú lo merezcas, sino porque pienso en tu padre, que fue gran amigo mío, y quiero rendir tal tributo a su memoria.

Ordóñez, que era un hábil farsante, al oír el nombre de su padre, creyó del caso conmoverse afectando profunda confusión; pero pronto recobró su aspecto natural, al ver que el jesuita no hacía caso de sus gestos forzados que fingían contener unas lágrimas imaginarias.

—Reverendo padre; yo, por mi propio interés, deseo regenerarme y encontrar un medio para salir de esta situación en que me encuentro. Estoy cansado de la agitada vida de calavera, y crea usted que con mucho gusto me convertiría en hombre honrado y de costumbres tranquilas, si es que encontrara una ocasión favorable para cambiar de estado. A mí me convendría casarme.

Dijo estas últimas palabras Ordóñez, bajando los ojos con modestia y afectando la sencillez del que habla sobre un acto que cree irrealizable; pero el padre Tomás clavó inmediatamente en él su aguda mirada, diciéndose interiormente que aquel grandísimo tuno le había adivinado y tenía prisa en llevar la conversación al terreno de su conveniencia.

El jesuita, al convencerse de que su protegido había adivinado ya parte de sus planes, no quiso divagar más tiempo, y bruscamente le preguntó:

—Y bien, ¿cómo están en casa de la baronesa de Carrillo? ¿Vas por allí con mucha frecuencia?

Ordóñez sonrió con ingenuidad y contestó con expresión intencionada:

—Desde que tanto empeño se mostró en presentarme a la baronesa, comprendí que algo bueno para mi porvenir podría encontrar en aquella casa, y desde entonces la visito con asiduidad, y encuentro que allí se pasan las horas muy agradablemente. Hay sin duda una providencia, a la que estoy muy agradecido porque vela por mí, y me señala los puntos donde puedo encontrar la salvación para mi porvenir.

Y al decir esto, el joven sonreía intencionadamente, y miraba con fijeza al jesuita, el cual, con su rostro impasible demostraba no darse por aludido.

—¿Resultas muy simpático en aquella casa? —dijo el padre Tomás—. A mí la baronesa me habló el otro día muy bien de ti.

—¡Oh! En cuanto a la baronesa todo va perfectamente. Demuestra tenerme mucha afición, y me oye con gusto. La sobrina es la que no me distingue tanto. No creo que llegue hasta serle antipático, pero por lo menos le resulto un tipo indiferente.

—Pues es un mal, querido Paco.

—Así lo creo yo también. Esa indiferencia puede dar al traste con mi porvenir, con esa regeneración que usted, como protector bondadoso, ha soñado para mí. ¿No es esto, reverendo padre?

El jesuita sonrió bondadosamente.

—¡Ay qué diablo de muchacho! —exclamó—. ¡Cuán listo eres! Inútil es ya ocultarte mi pensamiento, puesto que lo has comprendido en seguida. Yo pensaba casarte con María Quirós, una buena muchacha, un ángel, al lado de la cual, forzosamente habrías de regenerarte. Además, con esta unión salvarías tu porvenir, pues la sobrina de la baronesa es muy rica; tiene una fortuna de más de nueve millones de pesetas. Por esto hice que te presentaran en la casa, y ahora que hace ya más de cinco meses que la frecuentas, deseaba enterarme por ti de los progresos que has hecho en ella. Pero veo con pesar que has adelantado poco. No me extraña. Vosotros, los calaveras, acostumbrados a las conquistas fáciles, aficionados a los amores impúdicos que nacen, crecen y mueren en el espacio de un día no sabéis interesar el corazón de una joven honrada y sencilla. Estáis corrompidos, y vuestro hábito parece como que avisa a la mujer inocente a quien os dirigís.

Ordóñez reía cínicamente al escuchar estas últimas palabras.

—¡Bah! ¡Bah! —dijo interrumpiendo sus carcajadas—. Parece, reverendo padre, que esté usted predicando un sermón. Tiene gracia eso del hábito corrompido… A un hombre como yo, le es fácil conquistar una joven como la sobrina de la baronesa. Más difíciles que ella han caído. Lo que hay, cuando me mira con tanta indiferencia a pesar de mis obsequios e insinuaciones, es que su corazón debe estar ocupado por algún otro hombre más feliz.

—Bien pudiera ser —dijo sonriendo el jesuita—. Veo que sabes apreciar las mujeres.

—Hace tiempo que estoy convencido de la existencia de un rival, y lo que me desespera es no poder adivinar quién sea éste. No hay que pensar en los otros hombres que entran en la casa, colección de vejestorios que van a hacer la tertulia a doña Fernanda. El hombre amado debe estar fuera de la casa, y yo por más que busco no puedo saber quién es. No sé por qué, me dice el corazón que esa lagartona de doña Esperanza es la que lo sabe todo; pero por más que me protege y parece estar a mi favor, no quiere hablar.

—Y no hablará, tenlo por seguro, no hablará a pesar de su locuacidad característica, hasta que se le dé permiso para ello.

—También lo creo yo así y estoy convencido de que ella sólo dirá lo que vuestra paternidad quiera, pues usted seguramente es el que sabe quién es el incógnito novio de María y el que puede lograr que yo sea el marido de la sobrina de la baronesa.

El jesuita quedó silencioso y reflexionando, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y tras una larga pausa comenzó a hablar sin levantar los ojos:

—Mira, Paco; ha llegado ya el momento de que hablemos claro y pensemos francamente en tu porvenir. Voy a decirte cuál es mi pensamiento. Como te quiero y veo que es imposible sostenerte por más tiempo en esa vida de trampas y aventuras que llevas, pensé salvar tu situación buscando una heredera rica con quien casarte y fijé mis ojos en María Quirós. Sabía bien, al hacerte que te presentasen a la familia, que no conseguirías interesar el corazón de la joven. Ésta hace tiempo que ama a un hombre a quien conoció siendo niña, allá en un colegio de Valencia, y no era lógico esperar que abandonase su primer amor para ir a encapricharse de ti, joven gastado, de mala famna y que hasta en el rostro llevas las marcas de tus desórdenes.

Ordóñez hizo un movimiento de sorpresa y torció el gesto como ofendido por tan rudas palabras, pues tenía pretensiones de belleza y creía que ciertos afeites ocultaban en su rostro las huellas que había dejado la lepra del vicio. El jesuita no hizo caso de este movimiento y continuó:

—Mi intención al pedir que te presentasen a la familia era únicamente lograr que te hicieses simpático a la baronesa, lo cual no era difícil, y al mismo tiempo que adquirieses cierta amistad con la sobrina, mostrándote a sus ojos como un hombre enamorado hasta la locura, que a pesar de todos los desprecios y frialdades sigue resignadamente adorando el objeto de su pasión.

—Ésa es precisamente mi situación actual. La tía me adora y en cuanto a la sobrina, me considera como un ser insignificante: aunque bien considerado, allá en el fondo de su corazón, debe profesarme esa gratitud que toda mujer siente por el hombre que la ama, aunque no esté dispuesta a aceptar su pasión.

—Me alegro que así sea. Ha llegado el momento, querido Paco, de que nos entendamos. Tú serás el marido de esa joven si es que yo quiero.

—Siempre lo he creído así. Conozco el poder de vuestra paternidad y la influencia que tiene en aquella casa y sé que si se empeña, antes de unos cuantos meses habrán terminado los amoríos de María con su desconocido novio y yo podré casarme con ella. Ahora, reverendo padre, sólo faltan las condiciones, pues cuando usted plantea de tal modo la cuestión, seguramente que algunas quiere imponerme.

—Tienes el raro don de adivinar lo que uno piensa. Efectivamente, quiero imponerte condiciones, pues un hombre como yo, un sacerdote que por mi augusto ministerio estoy encargado de velar por la virtud, no puede consentir que un calavera como tú, que aunque ahora manifiestas propósito de enmienda, puedes recaer en tus antiguas locuras, se apodere de la fortuna de una joven inocente y la derroche como derrochaste el caudal que te dejaron tus padres. Mis condiciones son éstas: Al casarte con María gozarás las rentas de su colosal fortuna, y además, yo me encargaré antes de que contraigas matrimonio de poner en claro tu situación pagando a tus numerosos acreedores. Serás rico, vivirás en la opulencia, pero te guardarás muy bien de inducir a María a que retire la más pequeña parte de los millones que tiene depositados en el Banco. Mientras viva ella serás millonario y si por desgracia muriese antes que tú, entonces no has de oponerte a que su fortuna pase toda a manos de la baronesa.

—¿Y si tengo hijos? —preguntó con curiosidad Ordóñez.

—¡Bah! —contestó el jesuita con escéptica sonrisa—. Hombres tan gastados y corrompidos como tú no tienen hijos y si por un capricho de la Naturaleza llegan a tenerlos, la sangre que llevan en sus venas es suficiente para envenenar su breve existencia; quedamos, pues, en que hay que descartar esta circunstancia. ¿Aceptas mis condiciones?

El joven calavera parecía dudar, y el jesuita continuó, sin esperar su contestación:

—Hago todo esto en interés tuyo. Si no contraes este matrimonio dentro de poco, la inmensa balumba de acreedores caerá sobre ti, y tienen motivo más que suficiente para conducirte a la cárcel. Si aceptas, puedes salvar tu nombre de la deshonra y al mismo tiempo vivir con ese boato que tanto te place, gozando una posición sólida y segura. No te puedo prometer más. Sería un crimen injustificable a los ojos de Dios, el que yo no te impusiera estas condiciones, pues mi conciencia tendría que dar estrecha cuenta, después de haber entregado una joven honrada y rica, en manos de un calavera capaz, si no se le pone freno, de devorar las mayores fortunas del mundo. No puedo hacer más por ti. Piensa bien que nada pierdes al aceptar estas condiciones y que ganas mucho saliendo de tu actual situación y asegurándote el vivir en adelante en medio de la mayor opulencia. Además, si muriera María, y su fortuna pasase a manos de la baronesa, tú no te hallarías desamparado, para siempre me encontrarías a mí y a la Compañía dispuestos a protegerte. Conque decídete. ¿Aceptas?

El joven aún reflexionó largo rato. Repugnábale el aceptar de un modo tan condicional aquella fortuna, lo que equivalía a tener perpetuamente como vigilante administrador al padre Tomás; pero pensó al mismo tiempo en su situación apurada, en aquel tropel de acreedores rabiosos con que le amenazaba el jesuita, en la cárcel que podía tragarle para siempre, y deseoso de seguir gozando el halago de la riqueza, sin el cual no comprendía la vida, se decidió a aceptar, violentando su voluntad, y con la misma decisión del fugitivo que con tal de librarse de sus perseguidores se lanza en un precipicio cuyo fondo ignora.

—Acepto, reverendo padre. Queda cerrado el trato.

El jesuita estaba seguro de esta determinación, así es que no hizo el menor movimiento al ver aceptada su propuesta.

—Te casarás con María —dijo con la rígida frialdad del que está seguro de su poder—. Yo lograré romper esos amores que tanto preocupan ahora a esa joven, y poco he de poder, o también he de alcanzar que ella te ame. Quiero que seáis felices, y mi conciencia gozará de dulce tranquilidad al ver realizada una obra tan hermosa, como es regenerar a un pervertido como tú, creando al mismo tiempo una familia cristiana. Únicamente he de advertirte que estás muy equivocado si piensas engañarme en lo futuro.

—¡Yo, reverendo padre! —exclamó el joven ruborizándose, como si el jesuita hubiese adivinado su pensamiento.

—Tal vez hayas creído posible engañar mi santa previsión el día en que te encuentres casado. Entonces, aprovechando un descuido mío, podías inducir a tu esposa a que enajenase una parte de su fortuna para tus locos despilfarros, y como yo no soy miembro de la familia, ni tengo realmente ningún derecho para intervenir en estas cuestiones íntimas, gozarías de completa impunidad y volverías a repetir el juego cuantas veces lo permitiese la inexperiencia y la buena fe de María. Pero vas equivocado si crees posible tales desmanes; por tu propia conveniencia te advierto que te tendré cogido seguro y fuertemente. Conozco todas tus trampas, tus sucios negocios. Antes de un mes habré pagado a tus acreedores, pero será con la condición de utilizarlos contra ti cuando yo quiera. Has tomado dinero firmando escrituras de depósito, has percibido préstamos sobre fincas que ya no eran tuyas, has cometido toda clase de repugnantes estafas que no quiero repetir ahora por no avergonzarte, y en una palabra, con menos motivos que tú hay muchos centenares de hombres en presidio. El día en que faltes a lo convenido aquí, el día en que me irrites con nuevas canalladas, ten la seguridad de que inmediatamente lloverán en los tribunales muchas denuncias contra ti, por estafador y falsario y no confíes en el auxilio de la influencia que puedas tener por tus amigos, pues contra la Compañía de Jesús no valen recomendaciones, y si la rectitud de la justicia ha de torcerse, seguramente que será en favor de la Orden y nunca en contra. Piensa, pues, bien a lo que te expones no obedeciéndome. Si eres fiel a mis órdenes, vivirás feliz y en la opulencia; si te rebelas morirás en un presidio. Ya conoces mi carácter y sabes que cumplo cuanto digo.

Ordóñez había escuchado con marcado sobresalto estas amenazas que profería el terrible jesuita sin que se descompusiera en lo más mínimo la impasibilidad de su rostro.

Estaba en lo cierto el padre Tomás al decir que le tenía cogido fuerte y seguramente. Era imposible el ser ingrato y faltar a los compromisos después del casamiento, y forzosamente había de marchar unido a la pesada protección del padre Tomás.

Pero esto no le hizo cambiar de propósitos, pues en su situación era imposible rebelarse. Estaba decidido a casarse con María y a no faltar a las condiciones que le exigía el padre Tomás.

—¡Oh, reverendo padre! Hace usted mal en dudar de mí. Estoy demasiado agradecido a su benévola protección para que intente serle infiel. Mándeme como guste, que obedeceré inmediatamente.

Después de estas seguridades que el joven dio al jesuita, extremándose en demostrar su desinterés ya que le era imposible engañarlo, los dos siguieron conversando sobre el asunto que tanto les interesaba, o sea el lograr que María abandonase a su antiguo novio para admitir el amor de Ordóñez.

Al cuarto de hora de conversación, el joven calavera comprendió que estaba estorbando en sus ocupaciones al poderoso jesuita y se apresuró a retirarse.

—Conque quedamos, reverendo padre —dijo Ordóñez—, solucionando el estorbo de ese amante desconocido.

—Eso es. Permanece tranquilo que no tardaremos en vernos libres de ese obstáculo.

—¿Y yo qué hago entretanto?

—Seguir visitando a la baronesa y haciendo el amor a María. Ten calma, que tal vez llegue un momento en que despechada y herida en su amor propio esa joven, te recuerde tus anteriores declaraciones de amor y solicite que la hagas tu esposa.

—¡Je, je! Tendría gracia verme solicitado por una señorita. Sería el mundo al revés. Y todo es posible si usted se empeña; le reconozco poder para eso y mucho más.

—Lo importante es que al casarte no olvides que tú sólo eres un usufructuario de la fortuna de tu mujer y que si ésta muere sus millones deben pasar a la tía. Ya sabes por dónde te tengo cogido. O la obediencia ciega, o el presidio.

Ordóñez hizo un signo de afirmación, como dando a entender que estaba sobradamente convencido de que el padre Tomás era hombre que cumplía sus amenazas.

—Seré fiel a la palabra que doy, reverendo padre. Creo que no tendrá usted el menor motivo de descontento.

—Ten calma y confianza. La viuda de López te ayudará en el asunto, y además, aquí estoy yo.

Después sonrió amablemente el jesuita como si nada hubiese ocurrido, y tendió su mano al joven, que la estrechó con efusión.

—Estamos ya entendidos… ¿Trato hecho?

—Trato cerrado, reverendo padre.

IX. El vicario de España al padre general

Gustábale al padre Tomás despachar por sí mismo todos los asuntos importantes, temiendo la traición y el espionaje, bases de la organización de la Compañía de Jesús y que se encierran siempre en la persona del socius, del individuo más allegado y querido.

No quería él tener a todas horas en su despacho subordinados que en apariencia eran autómatas, pero que sin abandonar su actitud impasible, lo veían y recordaban todo, y por esto mismo procuraba, al trabajar, el aislarse por completo en el fondo de su sombrío despacho.

Pero las grandes necesidades que en sí llevaba la administración de la Orden, la inmensa correspondencia que había que sostener con la oficina central de Roma, dando cuenta al general de cuantos trabajos había realizado la Compañía durante el mes, y las apremiantes necesidades de aquel archivo secreto, en el que había que almacenar hasta el más pequeño dato de las personas que por algún concepto eran interesantes para la Orden, obligaban al padre Tomás a tener empleados más de una docena de jesuitas jóvenes, hábiles e infatigables para el trabajo de pluma; los cuales, si no le merecían una confianza completa, al menos le proporcionaban cierta seguridad relativa, a causa de la reserva de su carácter y de que se profesaban un odio mutuo, lo que impedía toda clase de inteligencia en contra del superior.

Esta oficina de escribientes con sotana funcionaba lejos del despacho del jefe, al otro extremo del viejo edificio, y el más hábil de todos los funcionarios, un joven vascongado que era quien mejor merecía la recelosa confianza del padre Tomás, estaba encargado de la correspondencia con Roma, siendo el único que, por especial favor, conocía la clave misteriosa que usaban los altos padres de la Compañía para comunicarse.

Este funcionario fue el que pocos días después de la conferencia habida entre el padre Tomás y Ordóñez, recibió de su superior el encargo de poner en cifra una larga comunicación que le entregó, dirigida al padre general, encargándole de que apenas terminase la traducción del documento, lo remitiera a Roma.

El documento decía así:


A. M. D. G.

Negocio Baselga / Avellaneda.

Recordaréis respetable padre, que desde que ingresó en nuestra Orden nuestro bienaventurado mártir, el padre Ricardo Baselga, que hizo donación a la Compañía de toda su importante fortuna, quedó pendiente de resolución el hacer que llegase a nuestras manos el resto de la herencia Baselga, empresa que ya inició en sus tiempos el difunto padre Claudio, a quien la Orden castigó por traidor.

Hace ya muchos años que yo tenía puestos los ojos en tal negocio, pues creo que la Compañía no debe iniciar nada sin acabarlo, pero permanecía inactivo comprendiendo que las circunstancias no eran propicias para reanudar el asunto.

Hoy ha cambiado la situación y creo que es llegado el momento de dar el golpe, por lo que he dado principio a las negociaciones.

Los nueve millones de pesetas que restan de la fortuna de Avellaneda, corresponden a la joven Maria Quirós de Baselga, nieta del difunto conde, heredera de su título y biznieta del afrancesado don Ricardo Avellaneda.

Administra actualmente esta fortuna la baronesa de Carrillo, tía de la poseedora y cuyos informes secretos obran en la sección española de ese archivo central. La baronesa es buena cristiana, muy afecta a la Compañía, y, además obediente a nuestros mandatos; y tanto se interesa por la Orden que «motu propio» quiso obligar a su sobrina a que entrase en un convento haciendo antes donación de sus bienes terrenales en favor nuestro.

Pero el carácter de la joven se aviene mal con la vida religiosa, según he podido apreciar yo mismo en un estudio detenido que he hecho de su parte moral, y según consta también en los informes que sobre ella existen en ese archivo.

Como la Compañía, en los presentes tiempos, al realizar sus negocios no debe usar de violencias, como muchas veces lo ha recomendado así esa suprema dirección, aconsejando que, para provecho de la Orden, supiéramos explotar las aficiones y tendencias de cada individuo, yo no he creído prudente oponerme a los deseos de la joven María Quirós, que en vez de entrar en un convento quería casarse, y he procurado utilizar en provecho de nuestros intereses, esa tendencia que ella manifiesta en favor del matrimonio.

Nuestro negocio sería casarla con un hombre que estuviera por completo a merced de la Compañía, y de este modo, aunque tardáramos en percibir su fortuna, ésta estaría en seguridad, y en plazo más o menos largo, vendríamos a ser dueños de ella.

E1 plan que expongo a la aprobación del reverendo padre general, consiste en lo siguiente: Casar a María Quirós con Francisco Ordóñez, el hijo segundo de nuestro difunto amigo el duque de Vegaverde. Por los informes que de él existen en ese archivo, puede conocer el padre general sus malos antecedentes y lo obligado que está a obedecer a la Compañía en todo aquello que le mande. El se compromete, al contraer este matrimonio, a gozar únicamente las rentas de la fortuna de su esposa, sin inducirla nunca a que haga la menor enajenación, consintiendo en que si muere su esposa, la fortuna pase íntegra a manos de la baronesa, la cual, haría inmediatamente donación en favor nuestro.

Como en estos negocios conviene siempre partir de una base firme, y Ordóñez, por su carácter y sus costumbres, no presenta la menor seguridad de que una vez realizado su matrimonio cumpla lo que ha prometido, conviene sepa esa dirección que poseo el medio de tener perpetuamente asegurada la obediencia de dicho joven, pues existen numerosos acreedores que pueden entablar contra él una acción criminal por manifiestas estafas. Como la mayor parte de estos acreedores son afectos a la Compañía, ya buscaremos el medio de ajustar con ellos un arreglo ventajoso, reservándonos el derecho de perseguir a Ordóñez, si es que llegara a faltar a sus compromisos.

Este plan ofrece a primera vista el inconveniente de que el matrimonio puede tener hijos, circunstancia que desbarataría toda nuestra combinación; pero no es verosímil que un hombre gastado y corrompido por los placeres llegue a tener prole, y si la tuviera, ésta, por un vicio de origen, no alcanzaría larga vida, tanto más, cuanto que nosotros nos encargaríamos de su educación y no nos faltaría un medio hábil y disimulado para suprimir tales estorbos.

El inconveniente más serio con que actualmente tropieza este plan es que María Quirós no siente la menor simpatía por Ordóñez, y, en cambio, está enamorada de un joven médico llamado Juan Zarzoso, sobrino del famoso doctor Zarzoso, sabio de reputación universal y librepensador furibundo, cuyos antecedentes figurarán indudablemente en ese archivo, en la sección de «Enemigos temibles de la Compañía».

Este inconveniente sería fácil de destruir, si es que a vos, padre general, os parece aceptable mi plan.

El joven Zarzoso se encuentra en París perfeccionando sus estudios por mandato de su tío, y escribe cartas a María, enviándoselas por conducto de la viuda de López, a quien creo habréis oído nombrar alguna vez, pues es una publicista devota, cuya pluma y actividad emplea la Compañía para ciertos actos de propaganda.

Dicha señora, que por una imprudencia censurable propia de su carácter intrigante, protegió en un principio los amores de estos jóvenes, está hoy por completo a nuestra voluntad y hará cuanto yo le diga.

He comenzado por ordenarle que rompa cuantas cartas le envíe desde París el joven Zarzoso para su amada, y que haga lo mismo con las que le entregue María destinadas a aquél. El silencio que por este medio se establecerá entre los dos amantes, excitará su desconfianza y les hará pensar en una traición amorosa, especialmente a María, que es muy susceptible, y cuyo amor propio resulta irritable en sumo grado: antes de un mes las sospechas de infidelidad habrán acabado con la fe amorosa que ambos pudieran profesarse, y entonces será el momento oportuno para dar un golpe decisivo que acabe con ese amor.

Si a vuestra paternidad le gusta mi plan, puede encargar a cualquier hermano hábil, de los residentes en París, ese golpe decisivo en que cifro mis esperanzas.

París es la ciudad del placer, de las locas seducciones. Zarzoso es joven, y, según mis informes, inocente e inexperto en materias amorosas como hombre que ha pasado su adolescencia entregado al estudio. No sería difícil lanzarle al paso una de esas arañas de París, que le enloqueciera, arrancándole una prueba de amor, un objeto que demostrara su infidelidad y que pudiéramos aquí enseñar a María.

Esta es impresionable y susceptible, y como por otra parte se sentiría irritada por el inconcebible silencio de su novio, cuyas cartas no recibirá de hoy en adelante, es indudable que, despechada, olvidaría su amor, y en justa venganza daría su mano al primero que se presentara; a Ordóñez, por ejemplo.

Espero, reverendo padre, que os dignéis manifestar el concepto que merece mi plan.

Por si os parece propio el intentar la seducción de ese joven médico que ahora hace vida de estudiante en el Barrio Latino, os daré sus señas para que las comuniquéis a vuestros subordinados en París.

Llámase Juan Zarzoso, hace próximamente medio año que se encuentra en la gran ciudad, habita en el número 9 de la plaza del Pantheón, y asiste a la clínica del doctor Charcot, en la Salpetriere, para estudiar las enfermedades nerviosas, que es la especialidad en que tanto se ha distinguido su tío. Al mismo tiempo, por sus propias aficiones, se dedica al estudio de las dolencias de los niños, y asiste a varios hospitales.

Aguardo con verdadera impaciencia vuestras órdenes, padre general.

No sé si os agradará mi plan, pero si éste es desacertado, que conste, una vez más, mi vehemente deseo de allegar recursos para esa gran empresa que la Compañía llevará a feliz término para mayor gloria de Dios.

Vuestro siervo que os pide la bendición,

P. TOMÁS FERRARI

Vicario general de la Compañía de Jesús en la provincia de España
 

Parte Quinta. En París

I. La orilla izquierda del Sena

En los pasados siglos, París era comparado a un navío, a causa de la forma que afecta la isla de la Cité, pequeño territorio que era lo que abarcaba entonces el perímetro de la ciudad, y que hoy no llega a constituir uno de sus barrios. Este barco simbólico lo adoptó la municipalidad como escudo de la gran villa, y aún sigue siendo París la ciudad del navío, a pesar de que la Babilonia moderna en la actualidad, con su monstruosa grandeza y sus barreras que avanzan cada diez años amenazando tragarse la campiña, no conserva nada de su antigua forma.

Si hoy se tratase de buscar una figura que simbolizase París, únicamente podría buscarse en la sirena, animal fabuloso, compuesto de dos formas tan distintas como son un hermoso busto de mujer junto a una horrible cola de monstruo.

París es hoy un nuevo Jano de doble faz, que ofrece una sonrisa, una caricia, un halago, para cada uno de los gustos.

Una de sus caras tiene la alegre contracción de la sonrisa del vicio voluptuoso y atractivo; la otra cara lleva impresa el gesto sublime del genio en el momento de recibir el beso de la inspiración.

Los dos grandes genios de Francia parecen ser los santos patronos de la gran ciudad; los que se la han repartido amigablemente, organizando cada uno sus dominios con arreglo a su carácter y a sus ideas.

A un lado, Rabelais, con su guasona sonrisa, su panza de vividor y su mirada de escéptico, cantando la vida en lo que tiene de agradable y sensual, idealizando los placeres groseros y diciendo a la humanidad: «Ama, bebe y danza, que ésa es la felicidad». Al otro lado, Víctor Hugo, con su serenidad olímpica y su frente de dios en la que se refleja el iris de la inmortalidad, dejando caer de sus tranquilos labios las perdurables estrofas que hacen tener fe en el porvenir, que elevan el ánimo a las regiones de lo infinito y hacen creer en un más allá que es la regeneración de la humanidad libre y dichosa: y corriendo entre los dos, manso y tranquilo, para marcar y diferenciar los diversos campos, el Sena, el histórico Sena, que divide la ciudad, empujando y aglomerando en su orilla derecha a todo lo que brilla, a todo lo que seduce a Europa y la corrompe al mismo tiempo, y guardando en la orilla izquierda el pensamiento que alumbra al mundo, la gente que estudia, que piensa y que trabaja.

Teniendo en cuenta este doble carácter de la gran ciudad, esta diferencia tan completa en sus gustos y aficiones, es cómo se comprenden los radicales cambios que París sufre en su fisonomía y que lo convierten en una antimonia viviente.

Es la ciudad de los cafés cantantes y de las sublimes discusiones políticas; de los desvergonzados couplets y de la divina marsellesa; baila una danza de monos que llama can-can, y eriza sus calles de barricadas apenas la libertad está en peligro; sostiene unas veces a una raza de aventureros dementes con el nombre de Bonaparte, y otras conmueve al mundo elevando entre general clamoreo la majestuosa imagen de la República; admira lo mismo a la cocotte de gracia felina que en una noche devora una fortuna, que al sabio que, con una teoría, asombra al Universo; y considera tan hijos suyos al patriota como al vividor audaz, al libro como al escándalo, a la nueva forma política que regenera la humanidad como la postrera extravagancia que se llama última moda.

¿En qué consiste esa terrible y continua contradicción? Es que, para producir tan diversos resultados, basta sencillamente que se agite una u otra orilla del Sena.

El aspecto que presentan esos dos trozos de la gran ciudad separados por el río, es lo que manifiesta más claramente su diverso carácter.

En la orilla derecha, los Ministerios, los grandes almacenes, los bulevares, la vida moderna en todo lo que tiene de más atractivo y seductor, y el vicio convertido en primer medio de explotación, casi elevado a la categoría de un culto; y en la orilla izquierda, los grandes centros de enseñanza, los faros que proyectan su luz vivificante sobre el Universo entero, el Instituto, la Sorbona, el Colegio de Francia, la Escuela de Medicina, y una población laboriosa, ilustrada, que vive en perpetuo abrazo con el cuerpo siempre joven y fecundo de la Ciencia, y que piensa y estudia para media Europa.

La orilla derecha del Sena es la cortesana de gastada hermosura que se cubre de afeites y apela a diabólicos excitantes para seducir ruidosamente, la Cleopatra que lleva tras sí un tocador inmenso y cifra su gloria en la fugaz conquista de los más groseros sentidos; la orilla izquierda es la hermosura tranquila y natural, la belleza que brilla por su propia fuerza retirada y oculta como la violeta tras el follaje; la Margarita de Goethe, que pasa los días inclinada sobre el laborioso torno, sin pensar que esto puede ajar su belleza y que vive sin darse cuenta de su valer y sin preguntarse si son ciertos los floreos que le dirigen.

El París de la derecha tiene los más suntuosos edificios, los templos de la burocracia, del dinero y del vicio; pero frente al Pantheón, que se levanta majestuoso en la orilla izquierda, elevando las nubes la gloria de Francia, sólo puede presentar el Folies Bergere, que, en sus salones, resume toda la aspiración, todo el ideal de tal parte de París.

El hombre instruido y serio que no se deja seducir por el falso oropel del vicio, al atravesar el París de la derecha, esplendoroso, retocado y lleno de mejunjes como una cortesana vieja, siente la tentación de gritar, como el dulce poeta François Copée:

—¡Viva la antigua ribera izquierda, en la cual el transeúnte lleva casi siempre un libro debajo del brazo y un pensamiento o un ensueño en la mirada!

La orilla derecha tiene, en sus majestuosas calles, en sus deslumbrantes edificios, algo de la atmósfera de la orgía. Allí se agolpa el bandidaje de frac; el canallesco arte del vividor, elevado a la categoría de ciencia; y precisamente ese París es el que seduce y admira el mundo, el que atrae las miradas de todas las naciones, el que devora a cuantos viajeros penetran en la gran ciudad por los cuatro puntos cardinales. Es como el espejuelo giratorio que atrae las alondras de todas partes, y en sus tiendas de lujo, santuarios elevados a la divinidad del dinero, y que sobrepujan en fausto y majestad a los más grandiosos templos de todas las religiones, se agita un confuso cosmopolitismo y allí se codea el ruso con el brasileño y el árabe con el yanki.

Ése es el París de los cafés, el París de los teatrillos desvergonzados, de las bandadas de cocottes, de los restaurants que admirarían a Gargantúa; el París que dice al mundo entero con acento dictatorial cómo ha de ser la forma de los sombreros y los trajes, y que en el último arrebato de su extravagancia ha puesto en moda la danza del vientre.

La mayor parte de los viajeros que llegan a París desde los más apartados rincones del mundo, no pasan nunca el Sena, desconocen por completo la orilla izquierda, y al volver a su país, viviendo tal vez en la opulencia, recuerdan con fruición la gran ciudad, con su restaurante, en que les envenenaban lentamente, y sus mujeres embadurnadas de blanquete que adoran por una noche al mejor postor, a tanto la caricia.

La orilla izquierda del Sena, tal vez porque no es frecuentada por esa horda de viajeros con el bolsillo repleto y el apetito hambriento de toda clase de pasiones, es lo más notable que tiene París, lo que guarda mejor el carácter de esa primacía intelectual que distinguió a la gran ciudad en los pasados siglos y aún la distingue hoy.

En esa orilla izquierda, el centro, el corazón, lo más selecto y atrayente es el Barrio Latino, nombre que hace palpitar de emoción el pecho de toda persona que haya visitado la metrópoli francesa con el deseo de estudiar.

Ese barrio es la representación del gran París antiguo; el París que guarda la Sorbona, antorcha de la ciencia, que disipaba las tinieblas universales de la Edad Media y atraía a los hombres eminentes de todo el mundo, los cuales, al abandonar la Universidad madre, volvían a sus respectivas naciones a difundir los conocimientos que habían adquirido.

Las calles que componen este barrio de París son, sin disputa, las más importantes del mundo, pues en ellas han vivido y viven los primeros genios de Francia, juntos con hombres eminentes de todas las naciones que fueron a establecerse en el distrito de la ciencia, empujados por persecuciones políticas o por el deseo de estudiar.

El viajero ilustrado, al transitar por las calles del Barrio Latino, no puede impedir el sentirse dominado por espontánea emoción. En los sitios que le sirven de paseo, en los cafés donde descansa, y tal vez en el mismo hotel que le alberga, han vivido los grandes hombres, cuyas obras son el encanto de la generación presente.

Si todavía quedan en las viejas casas del barrio recuerdos de la juventud de Voltaire y Crebillon cuando eran pasantes de un curial, mejor se conserva aún la memoria de personajes contemporáneos que asombran al mundo con su gloria, y que en la pobre pero brillante cuna del cuartel Latino, nacieron y crecieron. Aún quedan en él viejos dueños de hotel o encargados de restaurante que recuerdan cómo alborotaba durante el imperio de Napoleón III los cafés del barrio, con sus discursos republicanos dichos con voz de trueno, un estudiantote tuerto y de figura atlética, gran perseguidor de caras bonitas, y que llevaba el nombre entonces desconocido de León Gambetta; aún se conserva fresca en la memoria de algunos la imagen de un muchacho tímido y enteco, con melenas merovingias y las manos ocupadas siempre por paquetes de libros, el cual respondía al nombre de Alfonso Daudet; conocido fue también en el bulevar Saint-Michel, principal arteria del Barrio Latino, un tal Emilio Zola, que era entonces dependiente en una librería; y remontándose a muchos años antes, queda memoria de que en un mal figón inmediato a la Sorbona, comía a franco el cubierto un joven pequeñito, de raída levita, cuyos bolsillos estaban atestados de libros y notas, y el cual tenía de apellido Thiers.

En ese barrio han llorado y han reído, cuando muchachos, todos los hombres que estaban destinados a dar a Francia esa hegemonía intelectual que tiene sobre el resto del mundo; en él han sufrido hambre y frío, solos y desconocidos, los que después han ganado millones con su pluma o han ascendido a la primera magistratura del país, y en él también han tenido sus primeros amores los genios a quienes la admiración universal ha colocado en la categoría de semidioses.

Muchachas del Barrio Latino, pizpiretas, sonrientes, maliciosas como duendes y aturdidas como chorlitos, eran las Zoraidas y las Fátimas para quienes escribía sus primeras Orientales, allá por 1825, un jovenzuelo melancólico y pobre que se llamaba Víctor Hugo.

Y así como se encuentran en tal barrio los vestigios que han dejado de su paso hombres eminentísimos, se halla también el café donde lucía su imaginación inmensa y su fatuidad innata un joven mulato llamado Alejandro Dumas, que era entonces empleado en la administración del duque de Orleáns, y no pensaba todavía en escribir novelas; la cervecería donde Alfredo de Musset recitaba sus escépticas poesías a una turba de admirados estudiantes, que inocentemente hacían gala de un cinismo afectado; la taberna donde Enrique Murger, ahumando a todos con su pipa, predicaba con el ejemplo las dulzuras de aquella vida bohemia que después imitó la juventud literaria e ilusa de todos los países; y la tasca miserable del tío Anteojos, donde se reunían los principales ladrones y asesinos de París, y a la cual asistió muchas noches Eugenio Sué, con el príncipe heredero de Suecia, disfrazados ambos de granujas; el uno para estudiar del natural los tipos de Los Misterios de París, y el otro en busca de sensaciones fuertes.

Así como de la orilla izquierda del Sena han salido todos los grandes hombres de Francia, en ella han vivido los políticos extranjeros en sus épocas de emigración, atraídos por la vecindad de las mejores bibliotecas del mundo, y de las cátedras, donde dejan oír su voz los sabios que forman en la vanguardia del ejército de la ciencia.

El aspecto que presenta el Barrio Latino es el más propio del lugar donde tiene su nido la ciencia y la ilustración.

En cualquiera de sus grandes calles hay más estatuas que en uno de los barrios de la orilla derecha, con la diferencia de que estos monumentos no están destinados, como los que existen en el resto de París, a inmortalizar guerreros más o menos heroicos o políticos mejor o peor reputados, sino a eternizar la memoria de grandes hombres en ciencia y literatura, que han influido notablemente en el progreso humano. Homero, con la frente arrugada por la contracción del pensamiento gigantesco, pulsa su lira de mármol en el peristilo de la nueva Sorbona; y Dante y Claudio Bernard, los dos grandes descriptores del infierno y del cuerpo humano, yerguen su figura de bronce en el centro de un jardincillo a las puertas del Colegio de Francia. Esteban Dolet, el librero y filósofo del siglo XVI, eleva al cielo, sobre grandioso pedestal, su frente de mártir en el mismo lugar donde se encendió, para consumirle, la hoguera inquisitorial; a corta distancia, Broca, el padre de la antropología, aparece con un cráneo en la mano, libro infalible, en el que fundó toda su doctrina; y, a pocos pasos, como un inmenso bloque de bronce, fundido por la tempestad y cincelado por los rayos, remóntase en el espacio la figura del gran Danton, en el momento que con su voz de trueno gritaba a la Francia amenazada por toda la Europa monárquica: «¡Audacia, audacia, siempre audacia, y salvaremos la República!».

En el Luxemburgo, a la fresca sombra de árboles seculares, alinéanse innumerables filas de estatuas de mármol, y el gran pintor Delacroix, al susurro de los surtidores de artística fuente, muestra al porvenir su rostro de bronce, aplaudido por Apolo, y sintiendo cerca de su frente los laureles con que va a coronarle la Fama, levantada por los brazos del Tiempo.

En el Barrio Latino agólpanse todos los célebres establecimientos de enseñanza, a los que no sólo acude la juventud francesa, sino los estudiantes de todas las naciones. La Sorbona es el centro; y a mayor o menor distancia de ella, álzanse los suntuosos edificios de las Escuelas de Derecho, Medicina, Ingeniería, Química, Politécnica, Bellas Artes, y además, la Biblioteca de Santa Genoveva, soberbio palacio atestado de miles de libros escritos en todos los idiomas.

Como si Francia concediera al barrio que ha sido el alma mater de su ciencia, el honroso encargo de velar el eterno sueño de sus hijos ilustres, en el centro de él, sobre el lugar más eminente, hundiendo sus cimientos en la antigua colina de Santa Genoveva, álzase el Pantheón, en cuyo frontispicio, cincelado por David D'Angers, brilla en letras de oro el reconocimiento de la patria, y cuya gigantesca cúpula, apoyándose en aérea columnata, escala el cielo hasta hundir en las nubes su cruz, en torno de la cual revolotean las aves, reinas del espacio. En lo profundo de este grandioso edificio, que, con la monotonía colosal de sus paredes de sillares no rasgadas por ventana alguna, y su ambiente misterioso recuerda las faraónicas pirámides, duermen envueltos en la oscuridad de la sepulcral cripta Voltaire y Rousseau, campeones de la libertad teórica, junto a los paladines de la República Marceau y Latour d'Auvergne, que dieron su sangre por implantar las doctrinas de aquéllos; y encerrado en su féretro de metal cuajado de estrellas, bajo un monte de flores y laureles, descansa Víctor Hugo, quien, como si adivinara el sitio donde sus huesos irían a reposar, al escribir su Oda a los muertos en la revolución de Julio, dedicaba a ese mismo Pantheón una estrofa grandiosa:

¡Para estas caras sombras lanza y sube,

Hasta la parda nube, El Pantheón su columnata bella:

Y cada día al asomar la aurora,

Nuevamente la dora,

Y el gran París corónase con ella!

En el lugar más visible del Barrio Latino, a la orilla del bulevar San Miguel, álzase, entre ruinosas arcadas mordidas por la dentellada del tiempo y bóvedas que se sostienen milagrosamente, el Museo de Cluny, viviente recuerdo de aquel París, que se llamaba Lutecia en remotos siglos, y que comenzó como edificio por servir de Thermas y palacio a Juliano el apóstata.

Todas las épocas han venido a depositar su gusto artístico, sus caprichos arquitectónicos en este edificio de corte extraño y original. Los sólidos muros de argamasa romana, agujereados por esbeltas ojivas góticas de afiligranados remates, vístense con lápidas de inscripciones en idiomas casi desconocidos, o se erizan, lanzando en el espacio gesticulantes gimios o mascarones de piedra, tan horribles y epilépticos como los podían concebir las extraviadas imaginaciones de los artistas de la Edad Media; y los tonos sombríos y negruzcos del viejo edificio, alégranse y cobran un agradable claro oscuro, con las verdes culebras de hiedra, que, enroscándose a los salientes, suben hasta lo más alto de almenas y torrecillas. En el interior del histórico edificio agólpase la historia de la humanidad descrita por los mismos productos de los pueblos. Allí figura desde el hacha de piedra de los tiempos prehistóricos hasta el sutil espadín del pasado siglo; lo mismo el extravagante zapato de la castellana medievica, que el microscópico chapín de la incroyable: en una misma estancia amontónanse armaduras de todos los tiempos, trajes de todas las épocas y carruajes de todas formas, desde el trineo del esquimal a las casas con ruedas que llamaban carrozas; y sólo algunos metros separan el yatagán del sarraceno del lecho del rey gótico; la férrea corona del duque feudal, de la diadema de un emperador romano; y un primoroso cincelado de Benvenutto Cellini, del férreo cinturón de castidad que el señor feudal cerraba sobre las caderas de su esposa antes de partir a las guerras de las Cruzadas.

El jardín que rodea al edificio es tan notable por su carácter romántico, que podría servir de decoración para el cuadro fantástico de Roberto il Diabolo.

Entre los altos árboles, álzanse fragmentos de arcadas góticas y ásperas piedras sepulcrales, con borrosas inscripciones; estatuas de obispos lacios consumidos, en actitud de bendecir; grifos quiméricos y bustos griegos, todo ello roído por los dientes del tiempo, gastado por los vientos y las lluvias, devorado por las plantas trepadoras que se empeñan en encerrarlo en un estuche de hojas, pero en pie, a pesar de tales enemigos, y pareciendo entonar, en nombre de los siglos pasados, un himno mudo de interminable protesta contra los faros de luz eléctrica que por la noche envían sus rayos desde el vecino bulevar; contra el vapor que brama en los barcos del cercano Sena; y contra el Gobierno, que les hace permanecer en una gran ciudad moderna, al lado de una calle populosa, y en un jardín donde muchas veces sirven de ridicula diversión a imbéciles y a niños.

Este jardín guarda todo un mundo de recuerdos. En él fue proclamado Juliano el apóstata emperador de los romanos por los legionarios de las Galias, y a la sombra de sus árboles paseó en otro tiempo un monje alemán llamado Hildebrando, que después debía tomar el nombre de Gregorio VII, para asombrar al mundo con su audaz tentativa de monarquía universal en favor del Papado; y este escenario de tantas grandezas y tan gigantescas y prematuras ambiciones, ¡oh poder del tiempo!, hoy sólo se ve frecuentado por unas cuantas viejas, que, sentadas en los verdes bancos, hacen calceta hablando de los tiempos en que ellas eran jóvenes y había reyes en Francia, o por turbas de chiquillos que se meten en la yerba, para contemplar de cerca, y con cierto temor, al dragón de piedra que tiene eternamente abiertas sus amenazantes fauces, o hacerle muecas a la estatua de algún preste barbudo, que envuelto en su capa pluvial, mira al cielo desesperadamente con sus huecos ojos.

Tan notable y original como el Barrio Latino resultan sus habitantes. Es el único punto de París donde, en el tropel de los transeúntes, se puede ver una cara dos veces en un mismo día, pues su población está alejada del contacto de los grandes bulevares y no se mezcla en ella ese incesante torrente de gente que Europa entera hace desfilar por las grandes arterias del París lujoso.

En las calles del Barrio Latino se ven siempre los mismos rostros e idénticos tipos, a causa de que tiene una población propia que no se renueva más que muy de tarde en tarde.

Los estudiantes, que constituyen su vecindario, guardan aún cierto espíritu de clase y se agrupan para hacer la vida en común, y resistirse contra la tendencia igualitaria que reina en la sociedad presente y que destruye todas las asociaciones tradicionales.

En París, como en Alemania e Inglaterra, la clase escolar se resiste al nivelador rasero de los tiempos presentes, y si no conserva todas sus costumbres antiguas goza aún de existencia especial que la distingue. Alemania tiene sus masonerías escolares con sus grotescas y muchas veces terribles ceremonias; Inglaterra conserva sus universidades rivales de Oxford y Cambridge con sus eternas y originales luchas; y Francia posee el Barrio Latino con sus costumbres extravagantes y su aspecto cosmopolita.

El distrito parisiense, que tiene por corazón la Sorbona, es en realidad una aglomeración de representantes de todos los pueblos. En sus calles suenan las voces de todos los idiomas conocidos, pues a más de una verdadera nube de estudiantes negros, americanos y rusos, los hay chinos, japoneses, egipcios y árabes.

En el reducido espacio de un café del Barrio Latino, suenan confundidos los más raros y difíciles idiomas. En cada mesilla se habla una lengua diferente y muchas veces estudiantes de la misma nación se separan para charlar en el dialecto de su provincia.

La misma confusión que reina en el Barrio Latino, en cuanto a idiomas, impera también en cuestión de trajes. El centro de la orilla izquierda del Sena vive en perpetuo carnaval, y de seguro que los vestidos que allí pasan sin extrañeza provocarían una carcajada al exhibirse en la orilla opuesta.

Confundidos con los alumnos de la escuela de Derecho o de la de Ingenieros, que van siempre correctamente vestidos con arreglo a la última novedad, lo que les vale cierto desprecio de los otros compañeros, pululan los estudiantes de Medicina con sus descomunales boinas de terciopelo negro o sus chisteras de alas planas, que sirven de coronamiento a unas hirsutas melenas que siempre rebasan los hombros; los cursantes de Bellas Artes, imitando en sus trajes las modas de pasadas épocas, con su capa española o italiana y un chambergo romántico que pide a voces una tiesa pluma de gallo; las estudiantes, en su mayoría procedentes de Rusia, feas como muchachos, con el pelo cortado, unas gafas sobre la chata nariz, y por toda indumentaria un largo pardesú, una gorra de astracán y una descomunal cartera de cuero para meter los libros y papeles; y los alumnos de la escuela Politécnica con su vistoso uniforme negro y dorado, su airoso sombrero de picos, su ferreruelo impermeable y su espada rabitiesa, atalaje que visto de lejos, les da el aspecto de pájaros exóticos.

Singular vida la de los estudiantes de París. Entre ellos es rara la desaplicación, y son muy contados los que pierden los cursos, pero a pesar de esto, se les ve de continuo en las calles con una muchacha del brazo, alborotando como energúmenos, o dedicándose a ejercicios de fuerza o de destreza.

Como aquella juventud española de los pasados siglos que se agrupaba en las aulas de la inmortal universidad de Salamanca, y que se hizo célebre por su carácter bullicioso y audaz, la juventud escolar francesa es enérgica y aventurera; animada por su notable robustez, ama la esgrima y la gimnasia, y en sus clubs de recreo, se fortalece los brazos levantando pesos enormes, o pasa horas enteras tirando a la espada y contándose los botones a estocadas, cual aquellos licenciados de Salamanca de que hablaba Cervantes.

El Barrio Latino, a principios de siglo, cuando sus principales vías eran míseras callejuelas, cometía tan estupendas extravagancias que forzosamente la policía había de intervenir en ellas; hoy no conserva del pasado tormentoso más que una orgía anual, que consiste en el baile que dan a sus compañeros los estudiantes que terminan su carrera.

Confundidos con esa población joven, bulliciosa e ilustrada, que es el porvenir de Francia, figuran los hombres graves del barrio, los escritores que viven en él, y los catedráticos, graves, melenudos y distraídos como el célebre doctor Miravel, que salen por la mañana de la Sorbona o del Colegio de Francia después de haber explicado su lección, puestos de frac y corbata blanca, traje oficial de los profesores franceses, y marchan por la calle tan abstraídos con la lectura de una revista científica, que se meten en el arroyo o están próximos a ser aplastados por un carruaje.

La orilla izquierda del Sena tiene tal atractivo para la juventud estudiosa y al mismo tiempo tan alegre, que ésta vive siempre encerrada en los límites del Barrio Latino, bastándose a sí misma, y encontrando vulgar y burgués, como ella dice en su jerga, todo lo que ocurre en la orilla opuesta.

Como dice Julio Simón, el estudiante del Barrio Latino, sólo cuando se siente empujado de esa fiebre por lo desconocido que acometen los más heroicos viajeros, es cuando se atreve a pasar el Sena, y así y todo, a costa de un esfuerzo supremo, llega hasta la calle de Rívoli.

El escolar que esto hace, es un Stanley que pronto se arrepiente de su heroicidad, y fastidiado por el París comercial y elegante de la ribera derecha, vuelve a su querido Barrio Latino en el que no hay fábricas ruidosas, sino silenciosas bibliotecas; en el que la amistad y el compañerismo son algo más que palabras, en el que las mujeres se entregan por amor, y pudiendo hacer fortuna a la otra parte del río, prefieren compartir el mísero cuarto y la menguada comida con el estudiante que habla de cosas que ellas no entienden y que en un rapto de locura amorosa, no contento con dar su juventud vigorosa e incansable, llega a regalarles un ramo de violetas de a cinco céntimos.

A este distrito de París, al célebre Barrio Latino, fue a establecerse Juanito Zarzoso, apenas llegó a la gran metrópoli.

II. El primer amigo

Alquiló el joven médico un cuarto en el segundo piso de un hotel de estudiantes de la plaza del Pantheón.

Conocía, por referencias de algunos de sus condiscípulos de Madrid, la vida del estudiante parisiense en el Barrio Latino. Se abonó por meses en un restaurante de los más concurridos, adonde acudían las notabilidades del porvenir a nutrirse con elementos tan problemáticos que, según afirmaban los estudiantes, las chuletas eran de caballo enfermo y las tortillas se componían de los más absurdos ingredientes.

El doctor Zarzoso, que era espléndido por carácter, y más aún tratándose de su sobrino, no quería que éste hiciese en París una vida miserable, y le había dado letra abierta para el banquero a quien iba recomendado; pero el muchacho, acostumbrado a una existencia modesta y con poca afición al lujo y los placeres, no pensaba abusar de la magnanimidad de su tío, y se proponía seguir las costumbres de un estudiante pobre.

Al día siguiente de su llegada, se apresuró a presentarse a los célebres profesores a quienes iba recomendado y que le recibieron muy bien, e inmediatamente entró como alumno en aquellas famosas clínicas de las que salen los más portentosos descubrimientos de la ciencia médica.

Zarzoso oyó con profundo respeto, como si se hallase en presencia de seres sobrenaturales, las profundas observaciones de Charcot y las elocuentes explicaciones de Tillot en el anfiteatro de la Escuela de Medicina; asistió con fruición sin límites a las operaciones de Pean y del modesto Championet, y estos espectáculos científicos, reavivando su amor a la ciencia, le hicieron entregarse de nuevo en cuerpo y alma al estudio.

Esto le hizo experimentar un gran consuelo. El panorama grandioso que desarrolla París a los ojos del viajero que le visita por primera vez, sólo llegó a distraer a Zarzoso por muy pocos días.

Así que se desvaneció la primera impresión de sorpresa, el recuerdo de María, de aquella mujer adorada de la que ahora estaba separado por tantas leguas de distancia, volvió a obsesionarle, ocupando por completo su imaginación.

No podía admirar cualquiera de las cosas sorprendentes que encierra la gran ciudad, sin que al momento dejase de ocurrírsele la misma idea:

—¡Oh, si se hallase aquí María! ¡Cómo se alegraría de ver esto!

Por otra parte, causábale cruel martirio el ver continuamente en el Barrio Latino amorosas parejas que, acariciándose con sus miradas casi tanto como con sus palabras, iban por las aceras cogidas del brazo haciendo descarado alarde de su juventud y su dicha. Pocos eran los estudiantes que no tenían por compañera una cabeza picaresca coronada de cabellos rubios.

Este continuo alarde de amor en las calles, esta felicidad juvenil que no cabía en las estudiantiles buhardillas y se esparcía por las aceras, irritaba a Zarzoso al par que le hacía sentir amarga envidia.

La soledad en que vivía agravaba aún más su situación. Nunca se había agitado en un vacío tan absoluto. Primero con su madre, después con su tío, siempre había vivido en familia; y ahora, al encerrarse en su cuarto y pasar la noche completamente solo, al pasear por las calles sin encontrar una cara amiga, parecíale que le habían arrancado de la tierra donde tenía sus afecciones, para arrojarle en un mundo desconocido y extraño.

En las clínicas, donde asistía diariamente, habíase formado amistades con otros médicos extranjeros que estaban en París para estudiar una especialidad; pero estas relaciones no tenían otro carácter que el de compañerismo, y Zarzoso no quería intimar con aquellos hombres austeros, dedicados de lleno a la ciencia, y en los que no adivinaba afecto alguno.

El primer mes de su estancia en París, lo pasó Zarzoso en la más absoluta soledad. Por las mañanas asistía a las clínicas; por las tardes, después del almuerzo, paseaba por el Luxemburgo, el gran pulmón del Barrio Latino, o visitaba los Museos, y la noche pasábala en su cuarto, si es que no se sentía con fuerzas para atravesar los puentes y entrar en un gran teatro.

Detestaba los cafés ruidosos del bulevar Saint-Michel con sus orquestas ratoneras y sus pendencias de estudiantes, y se aburría en el tempestuoso baile de Bullier, donde solía ver a alguno de sus compañeros valsando con la misma muchacha a la que meses antes había hecho el diagnóstico en el hospital.

Su único placer en tal época de aislamiento era escribir a María, y permanecía horas enteras trazando largas cartas, en las que amontonaba las exclamaciones propias de una pasión excitada por la ausencia y la distancia.

En aquella vida de aislamiento y de continua monotonía que obligaba al joven a refugiarse en el estudio como único medio de olvido, también experimentaba inquietudes y alegrías producidas por las cartas de María, que doña Esperanza se encargaba de remitirle desde Madrid.

Bastaba que se retrasase unos cuantos días la contestación de la joven a cualquiera de sus cartas, para que inmediatamente Zarzoso se mostrase inquieto, y una triste y continua preocupación le embargase aun en los momentos que dedicaba al estudio.

Su imaginación, alarmada por tal silencio, volaba hasta Madrid, forjándose las más absurdas suposiciones; en la clínica se distraía y cometía torpezas, inexplicables en un alumno de tan reconocida aplicación, y se mostraba meditabundo y como obsesionado por aquella carta que tanto esperaba, sin llegar nunca.

Todo lo más extraño, novelesco y excepcional que pueda existir en el mundo, lo imaginaba Zarzoso, antes que pensar en explicarse la tardanza por una circunstancia tan sencilla como era la de no haber podido María entregar su carta a la viuda de López, a causa de la vigilancia de su tía.

Por las noches, cuando el joven médico se retiraba a su casa, pensando en la posibilidad de encontrar en ella la ansiada carta, andaba lentamente, como si temiese llegar demasiado pronto y que una cruel desilusión viniera a desvanecer la vaga esperanza que le alentaba.

Con tardo paso, como si quisiera prolongar aquella dulce ilusión, subía Zarzoso la ancha calle de Soufilot, y al entrar en la plaza del Pantheón, iba a detenerse al pie de la estatua de Juan Jacobo, donde permanecía algunos minutos calculando mentalmente, y por centésima vez en aquel día, el tiempo que había transcurrido desde que María recibió su última carta, y lo extraño que resultaba el que no le hubiese contestado.

Por fin, en un rapto de heroica resolución, se decidía a entrar en el hotel, y temblando de incertidumbre acercábase al casillero de madera que había en la portería, donde colgaban las llaves de los diferentes cuartos y dejaba el conserje la correspondencia de cada huésped. Si Zarzoso contemplaba negra y vacía la casilla marcada con el número de su cuarto, inclinaba la cabeza con desaliento, y encendiendo su bujía en el mechero de gas, subía la escalera con la resignación del reo a quien llevan al cadalso, y en toda la noche no lograba conciliar el sueño; pero si veía blanquear la esperada carta junto a la colgante llave, experimentaba un sacudimiento de pies a cabeza, salvaba los peldaños con loca precipitación, y allá arriba, en la soledad de su cuarto, gozaba una felicidad sin límites, leyendo y releyendo la esperada carta. Todas las sospechas y las suposiciones trágicas que le habían estado agitando durante algunos días, desvanecíanse inmediatamente a la vista de aquella letrita angulosa y elegante que evocaba en su imaginación el recuerdo de los finos dedos y los graciosos hoyuelos de la mano que la había trazado; y cuando se cansaba de leer, besaba con pasión aquellos períodos más apasionados de la carta, y al dormirse, estrujaba aún amorosamente entre sus manos el papel que de tan lejos le traía la felicidad, y en el que percibía el mismo perfume que le había acariciado cuando se hallaba cerca de la mujer amada.

De este modo transcurrió para Zarzoso el primer mes de su estancia en París; siempre solo, unas veces agitado por la duda y la incertidumbre, otras poseído por una vaga felicidad, y siempre con el pensamiento fijo en Madrid, donde se hallaba aquella mujer, cuyo recuerdo le hacía encontrar horribles a todas las muchachas parisienses que encontraba a su paso.

El joven médico entraba y salía como un autómata en su restaurante del bulevar Saint-Michel, sin fijarse en ninguno de aquellos rostros alegres y vivarachos que se le aparecían en la nube formada por el vaho de los calientes platos, y el humo de las pipas.

Comía el joven español con silencioso recogimiento, con la cabeza baja, sin fijarse en nada de lo que ocurría a su alrededor. Fastidiábanle los desplantes graciosos de muchos de los parroquianos; entristecíale el aspecto de todas aquellas muchachuelas de cabello rubio, que solas o acompañadas comían apresuradamente para comenzar cuanto antes su noche de aventuras; y sentía una sorda irritación contra las risotadas brutales y los cínicos chistes que se cruzaban de una a otra mesa.

Zarzoso era para todas las gentes que se veían diariamente en aquel lugar casi a la misma hora, un parroquiano insignificante, que al entrar y al salir les arrancaba un ceremonioso saludo; y únicamente le merecía cierta estimación cariñosa a la gruesa señora encargada del mostrador, la cual simpatizaba con el joven español por su seriedad y buen porte.

Una tarde, a la hora de la comida, Zarzoso tuvo un encuentro en dicho restaurante. Ocupó al entrar una pequeña mesa que vio desierta, y cuando acababa de comer su sopa, entró otro joven, que vino a sentarse frente a él, y que le saludó con un desenfadado movimiento de cabeza.

Zarzoso contestó fríamente al saludo, y como al mismo tiempo estallase un concierto de chillidos al extremo del comedor en una gran mesa ocupada por varias parejas de las másrevoltosas del barrio, el recién venido volvió la cabeza, y con sorpresa para Zarzoso, murmuró en español, con acentuación muy marcada:

—¡Rediós! ¡Cómo escandalizan esos marranos!

Era un compatriota, y esta circunstancia hizo que Zarzoso, siempre tan retraído y ensimismado, fijase en él la atención con curiosidad, y lo encontrara muy simpático desde el primer momento.

Aparentaba tener la misma edad que el joven médico, y era robusto y sonrosado como un tudesco, luciendo en su rostro una barba tan espesa y peinada melodramáticamente, que se le comía más de la mitad de la cara. Su cabeza greñuda y cierto desaliño en el vestir, delataban el afectado empeño de adquirir un aspecto terrorífico y siniestro, que era contradecido inmediatamente por la expresión atrayente de sus miradas dulces y cándidas. Adivinábase en él al buen muchacho de simpático carácter, sencillos sentimientos y entusiasmos ruidosos, empeñado en falsificarse, fingiéndose peligroso y terrible. Era, en una palabra, uno de esos ilusos agitados por el amor al renombre y capaces de arrancarse la existencia con tal de llamar la atención. Su levita raída, brillante por los codos, y con el galón deshilacliado, formaba un rudo contraste con un gran chambergo blanco que se echaba sobre las cejas, adquiriendo con esto el aire de uno de esos terribles dinamiteros que tanto pasto dan a la caricatura.

Sin fijarse gran cosa en la curiosidad que su presencia había despertado en el compañero de mesa, comenzó a examinar la carta del restaurante frunciendo el ceño y murmurando con enfado:

—Siempre dan los mismos platos. Esta cocina es insufrible. Me…

Y acompañó sus quejas con una serie de votos y blasfemias que soltaba con la mayor facilidad, como si la costumbre no le permitiese apreciar el valor de las palabras.

Zarzoso se sentía atraído por aquel individuo que le resultaba original en extremo, y sin proponérselo, como si una fuerza oculta le impulsase, le dirigió la palabra en castellano.

—¿Es usted español?

El interrogado levantó con viveza la frente, y un flujo de palabras desbordóse ante aquella pregunta. ¡Vaya si era español!, y por añadidura catalán, de la misma Barcelona; y después de decir su nombre, que era el de José Agramunt, comenzó con el mayor desenfado a moler a preguntas a su interlocutor, enterándose a los pocos minutos de quién era, cómo le llamaban, dónde había nacido, a qué familia pertenecía y qué era lo que iba a hacer en París.

El catalán, animado por aquel encuentro que parecía encantarle, dejaba suelta su locuacidad a toda prueba.

Mientras el camarero le iba sirviendo, él preguntaba a Zarzoso, y cuando se creyó ya bien enterado de quién era, entonces comenzó a hablar de sí mismo, con un descuido tal, con una franqueza tan absoluta, que al mismo tiempo que se hacía simpático ponía toda su existencia de cuerpo presente.

Era hijo de un fabricante arruinado de Sabadell; huérfano desde su infancia, había estado al cuidado de unos tíos que ejercían una pequeña industria en Barcelona. A causa de su precoz inteligencia, de su vivacidad de carácter y de aquella audacia infortunada que había adquirido de su difunto padre, en vez de ser dedicado al comercio, sus parientes le hicieron entrar en la Universidad, donde cursó la carrera de leyes, adquiriendo el título de abogado; un papelote, según él decía, que para nada podía servirle.

Odiaba a la monarquía como puede odiarla un muchacho que se dormía todas las noches teniendo a la cabecera de la cama los libros más populares sobre la Revolución Francesa, soñaba en la grandeza de los héroes republicanos y en su sublime austeridad, como apasionado lector de Los Girondinos de Lamartine y sabía de memoria cuantos apóstrofes elocuentes y períodos de oratoria tempestuosa se habían pronunciado en la Convención. Para él, Danton era el primer hombre del mundo, y al tratar de la política española, creía en que Ruiz Zorrilla era el llamado a representar idéntico papel en nuestra patria.

Había sido periodista en Cataluña; orador de plantilla en cuantas manifestaciones republicanas se organizaban; peatón encargado de dar recados insignificantes en varias conspiraciones fracasadas; y tanto empeño puso en el ejercicio de estos cargos, que haciéndose sospechoso unas veces a la policía y procesado otras muchas, a causa de las embestidas de su entusiasmo, que no respetaba cosa alguna, y lo mismo atacaba en un meeting a la persona del rey que en un artículo se burlaba graciosamente de la Santísima Trinidad, llegó a excitar tantas iras con su conducta y a atraerse tan enconada persecución, que al fin, para no ingresar en presidio, tuvo que pasar de ocultis la frontera, estableciéndose en París, donde estaba a las órdenes del que él llamaba siempre don Manuel, o el hombre, con una expresión de familiaridad respetuosa y admirativa.

Zarzoso escuchaba con mucho agrado la interminable relación de aquel locuaz compatriota y lo encontraba cada vez más simpático.

Aquel fanatismo político rudamente intransigente que demostraba; aquella fe en el éxito de la revolución y en el ídolo a quien seguía, hacíale gracia al joven médico, quien, por otra parte, sentía hacia el nuevo amigo la atracción que produce la comunidad de doctrinas.

—¡Usted también será republicano! —decía sonriendo el simpático catalán.

Zarzoso hacía signos afirmativos.

—Indudablemente también querrá poco a los curas, o de lo contrario no sería sobrino del eminente doctor Zarzoso.

El médico volvía a contestar afirmativamente y el joven revolucionario seguía preguntando:

—¿Y no ha sido usted en España republicano militante?

—¡Oh!, no, señor —contestó con modestia Zarzoso—. Yo, hasta ahora, sólo me he dedicado a la ciencia y no he tenido tiempo para meterme en belenes políticos.

—Eso es cuestión de carácter —declaró Agramunt con expresión doctoral—. El ser revolucionario está en la masa de la sangre.

Y con un salto inesperado e incoherente propio de una imaginación sobradamente viva, el joven catalán pasó de repente a hablar de su vida en París. Vivía en un sucio hotel de la calle de las Escuelas, en el último piso, y no contaba con otros medios de subsistencia que el producto de ciertas crónicas de París que enviaba a los principales periódicos de Cataluña y el jornal de tres francos que le daban en una gran casa editorial del barrio por traducir, en compañía de otros españoles emigrados, un gran Diccionario enciclopédico destinado a las naciones de la América latina.

En la actualidad vivía contento y satisfecho y únicamente amargaba su existencia lo mucho que don Manuel tardaba en hacer la revolución, y las innumerables porquerías que se cometían en el hotel de la calle de las Escuelas.

Zarzoso sonreía encantado, al escuchar la relación que hacía el joven emigrado de las angustias e irritaciones que todas las noches había de sufrir en su casa. Era aquél un hotel de mala fama, una hospedería sospechosa, un edificio de entrada lóbrega y disimulada, que por esto mismo era el escenario de todos los rendezvous que se daban en el barrio las personas que por su posición tenían interés en ocultar sus amoríos.

Eran muchos los vecinos de la casa que no vivían solos; las paredes parecían de papel, según la facilidad con que dejaban pasar los sonidos; y Agramunt no podía dormir por las noches, ni escribir de día, pues le distraían de un modo horrible todos aquellos roces sospechosos.

—Le aseguro a usted, paisano —decía a Zarzoso—, que aquello es el acabóse. Las paredes son horriblemente indiscretas y dicen todo cuanto presencian; las camas chillan y crujen como una locomotora vieja a la que se hace andar demasiado aprisa: en fin, que aquello es un burdel; que ya me voy cansando de tales serenatas, y que el mejor día agarro mi busto de la República y me mudo de casa.

Y el muchacho daba otro salto en su conversación y se ponía a describir, con caluroso entusiasmo, el tesoro que poseía, consistente en un busto de la República hecho en yeso, que había comprado por tres francos a un saboyano que colocaba su museo barato sobre el pretil del puente del Chatelet.

Aquel busto tenía una historia bastante accidentada, pues le había ocasionado al joven más de un disgusto. Por él había reñido con una muchacha del barrio, que iba a hacerle compañía, por las tardes, mientras escribía, y que, furibunda realista como la mayor parte de las señoritas de vida aventurera, tenía la costumbre de colocar su sombrero de vistosas flores sobre el gorro simbólico de la severa matrona, desacato que la rigidez republicana del joven no podía consentir.

Y Zarzoso seguía riendo, al decirle Agramunt que era ya popular en casi todos los hoteles baratos del barrio a causa de que cada dos meses mudaba de habitación, y al hacer el traslado dejaba que el mozo de cuerda se encargase del equipaje, presentándose él después, abrazando amorosamente el busto, con el mismo cuidado de un sacerdote que no quiere dejar la sagrada imagen confiada a manos sacrilegas.

Agramunt enterábase de las condiciones del hotel de la plaza del Pantheón, que habitaba Zarzoso; preguntaba si el servicio era bueno, si el garçón charolaba bien las botas que se dejaban por la noche a las puertas de los cuartos, y comenzaba ya a sentir la comezón de la novedad, que le obligaba cada dos meses a mudar de casa.

—Nada, paisano; que cualquier día le doy una sorpresa mudándome a su casa. Estoy ya harto de las cochinadas de mi hotel.

Zarzoso no experimentaba ninguna sorpresa con la familiaridad insirulante de aquel joven que aún no hacía media hora le había conocido y ya hablaba de irse a vivir con él. Había algo en su persona que inspiraba completa confianza, y por otra parte su buen humor, su natural franqueza, le recomendaban como a buen compañero.

Terminaron la comida los dos jóvenes con tanta familiaridad y confianza como si se hubiesen conocido toda la vida. Zarzoso comprendía que al lado de aquel nuevo amigo no podría experimentar las largas horas de cruel nostalgia, de las que era la principal causa la absoluta soledad en que vivía, y tal satisfacción experimentaba por el hallazgo de este compañero, que en vez de retirarse inmediatamente a casa, como lo hacía siempre, le propuso acabar la noche en el teatro.

Agramunt aceptó con verdadero entusiasmo, pero con una desenvoltura adorable puso la condición de que fuese Zarzoso quien pagase, pues él se hallaba en aquellos días en las últimas, esperando que llegara el primer día del próximo mes para cobrar en la casa editorial.

Por exigencias de él, la noche se pasó en la Ópera cómica, único teatro que, con la Grande Ópera, merecía la aprobación de Agramunt, furibundo filarmónico como buen catalán, y muy versado, según él mismo afirmaba inmodestamente, en toda clase de asuntos musicales.

De sus aficiones artísticas podían hablar, mejor que nadie, los habitantes de su hotel, pues continuamente les aturdía los oídos cantando a toda voz los motivos más principales de todas las óperas conocidas.

A la salida del teatro, Agramunt se empeñó en acompañar a su nuevo amigo hasta la puerta de su casa, y a la una de la madrugada aún estaban los dos jóvenes a un extremo de la desierta plaza del Pantheón, al pie de la estatua de Juan Jacobo, hablando con entusiasmo y cambiando con la mayor facilidad de tema en su conversación.

Aquel mes de aislamiento y de continua soledad en que había vivido Zarzoso, parecía haber amontonado en su interior un inmenso caudal de palabras, que ahora salían atropelladamente de sus labios, compitiendo en locuacidad con el verboso Agramunt.

Los dos jóvenes, poseídos de una confianza sin límites, se tuteaban ya, y al despedirse Agramunt lanzó una mirada escudriñadora al silencioso hotel.

—¡Chico, no tiene mal aspecto tu casa! ¿Hay en ella cuartos baratos? ¿Me dejarían estar en el último piso por veinte francos al mes?… ¿Sí? Pues me parece que mañana mismo te doy una sorpresa.

Y, efectivamente, al día siguiente, cerrada ya la noche, cuando Zarzoso bajaba la escalera dirigiéndose al restaurante, tuvo que apartarse para dejar franco el paso a un mozo de cuerda, cargado con un enorme cofre.

Detrás vio aparecer la greñuda cabeza de Agramunt, quien en una mano llevaba su tesoro, su sagrado busto de la República, y en la otra un quinqué encendido. A la luz de éste había hecho todos los preparativos de mudanza en la calle de las Escuelas, y por no tomarse el trabajo de apagarlo, lo habría llevado encendido por todo el bulevar Saint-Michel sin producir movimiento alguno de extrañeza, en aquella población de muchachuelos y estudiantes habituada a las más estupendas extravagancias.

III. La vejez del revolucionario

Los dos jóvenes españoles vivían en el hotel del Pantheón, con la más amigable familiaridad.

Agramunt se mostraba encantado por la mudanza, tachándose a sí mismo de estúpido por no habérsele ocurrido hasta entonces trasladarse a una plaza donde, según él decía, se gozaba el honor de tener tan ilustres vecinos.

Todas las mañanas, al levantarse, abría su ventana del último piso y, mirando la inmensa mole del Pantheón, que extendía su cruz de ciclópeos muros en el centro de la gigantesca plaza, saludábala moviendo sus manos, y como si le pudieran oír en el fondo de la cripta del monumento, gritaba:

—¡Buenos días, Voltaire!

Otras veces el saludado era Rousseau, o cualquiera de los demás hombres ilustres, que tenían sus huesos en las entrañas del grandioso monumento.

El hotel estaba algo movido por la aparición de aquel nuevo huésped, que en pocos días se habla hecho amigo de todos los jóvenes que en él vivían, y que eran estudiantes procedentes de los más distintos países. No había en la casa un solo huésped francés; en cambio sus cuartos eran un viviente cosmopolitismo, pues se albergaban en ellos lo mismo griegos que yanquis, e ingleses que árabes.

En la tablilla indicadora de los vecinos, que figuraba en la portería, veíanse confundidos los nombres más extravagantes, los apellidos más impronunciables, y en los pasillos sonaba tal confusión de lenguas extrañas que, según afirmaba Agramunt, aquella casa era una verdadera pajarera.

A pesar de esta confusión de lenguas, con todos se entendía él y entablaba largas conversaciones, valiéndose del francés, que conocía muy a fondo, pero que destrozaba al hablar, con su pronunciación marcada, que hacía sufrir igual suerte al castellano.

Cuando él se levantaba por las mañanas, Zarzoso ya había marchado a la clínica, y para pasar el tiempo, si es que no tenía que hacer algún trabajo urgente para su editor, canturreaba sus fragmentos de ópera favoritos por los pasillos del hotel, o entraba en el cuarto de alguno de sus nuevos amigotes, para preguntar a un griego o a un rumano, si en su país había muchos republicanos, y enterarse del carácter que allí tenía la Prensa.

Bromeaba campechanamente con los garçones del hotel, llevándolos en sus días de opulencia a la taberna vecina para tomar la absenta, o salía a dar una vuelta por el bulevar hasta la hora del almuerzo, en que se reunía con Zarzoso, el cual, según la expresión del periodista, entraba en el restaurante oliendo todavía el ácido fénico de la clínica.

Por las tardes iban los dos amigos al café de Cluny, que era el establecimiento que gozaba en el barrio de mayor fama de seriedad, por no permitirse en él la entrada a las alegres muchachuelas que pululaban por el vecino bulevar.

Zarzoso veía siempre en dicho café el mismo público: burgueses de la vecindad, graves y sesudos, que leían los más antiguos periódicos de París; señoras viejas que escribían cartas, y algún par de profesores que, tomando su taza de café, discutían pausadamente sobre los sistemas de enseñanza.

Los dos jóvenes no acudían a dicho establecimiento por su carácter serio y tranquilo, sino porque en él tenía Agramunt antiguos amigos que acudían diariamente al café de Cluny, desde puntos muy lejanos.

A un extremo del café, entre aquel público silencioso, mesurado y prudente, agrupábanse unos cuantos parroquianos que no hablaban en francés, que no sabían decir nada en voz baja, y que sus ruidosas palabras las acompañaban siempre con fuertes puñetazos sobre el mármol de las mesas: eran españoles, procedentes de las emigraciones republicana y carlista, los cuales, a pesar de su radical divergencia en punto a doctrina, reuníanse amigablemente sintiéndose atraídos por ese espíritu de nacionalidad que tan imperiosamente se experimenta cuando se está fuera de la patria.

La tertulia era, por lo general, pacífica, pero muchas veces, olvidando la mutua conveniencia y reapareciendo antiguos odios, salían a plaza las ideas políticas de cada uno, y entonces eran de ver los rostros escandalizados de los tranquilos parroquianos del café, ante aquellas discusiones tormentosas, en las que se sucedían sin interrupción los puñetazos sobre la mesa, y las vociferaciones matizadas por palabras tan enérgicas como poco cultas.

Zarzoso, a pesar de aquellas disputas que diariamente surgían, encontraba muy agradable la tertulia porque en ella podía hablar la lengua de su patria, y, además, reía con las ocurrencias ingeniosas de algunos de aquellos desgraciados que paseaban su hambre y su levita raída por todo París, con una altivez digna del carácter español.

El joven médico tenía grandes deseos de conocer al que era como el jefe de aquel ruidoso cenáculo, personaje de importancia, del que le hablaba Agramunt con mucho respeto.

—Ya verás cuando venga don Esteban —decía Agramunt—, cómo te resultará muy simpático. Es todo un hombre, y yo estoy seguro de que si en su esfuerzo consistiera, hace ya tiempo que habríamos triunfado. Tiene una historia heroica; se ha batido un sinnúmero de veces en favor de la República, y en el año 73, si no hubiese sido tan modesto, hubiese llegado a hacer grandes cosas. En fin, tú ya conoces de nombre a don Esteban Álvarez. Aquí lo pasa bastante estrechamente; trabaja para el mismo editor que yo, y ahora está en Caen, a donde le ha enviado la casa para ciertos asuntos, pues tiene en él absoluta confianza. Lo que yo más siento es que goza de poca salud y cualquier día nos va a dar un disgusto.

Zarzoso, que continuamente oía hablar de aquel señor, tanto a su amigo como a los demás emigrados que acudían al café, sentía grandes deseos de conocerle.

Por fin, una tarde logró ver en el café de Cluny a aquel hombre que por su historia política tan accidentada y aventurera le había resultado siempre interesante.

Al entrar él con Agramunt, fijáronse en las mesas que solía ocupar la reunión de emigrados.

La tarde era muy desapacible. Caía una de esas lluvias torrenciales propias del otoño parisiense y tal vez por esto la concurrencia era escasa, pues muchos de los emigrados vivían en barrios que estaban a algunos kilómetros de distancia.

Sólo dos hombres ocupaban las mesas de la tertulia, y Zarzoso se fijó inmediatamente en uno de ellos, al mismo tiempo que Agramunt, tocándole con el codo, murmuraba:

—¡Mírale! ¡Allí está!

Zarzoso había visto muchas veces en periódicos republicanos el retrato de Esteban Alvarez, tal como era en el año 73, pero esto sólo le sirvió para experimentar una gran extrañeza, al ver los estragos que una vejez prematura había hecho en el famoso revolucionario.

De su época pasada de juventud, bríos y marcial presencia, sólo le quedaba su bigote, aquel hermoso bigote que era el encanto de todo el regimiento en sus tiempos de militar, y que ahora caía lacio, desmayado y horriblemente canoso sobre unos labios contraídos por amarga expresión de desaliento y de dolor.

Alvarez había engordado mucho al hallarse cercano a la vejez, pero su obesidad era floja y malsana; era la transformación en grasa de aquellos músculos de acero.

Su rostro abotagado y de una palidez verdosa estaba surcado por arrugas profundas, y lo único que en él quedaba de su antiguo esplendor eran los ojos, que, bajo unas espesas y salientes cejas grises, brillaban con todo el fuego y la audacia de la juventud.

Acercáronse los dos jóvenes a la mesa que ocupaba Alvarez, e inmediatamente Agramunt hizo la presentación de su amigo.

El revolucionario sonrió con amabilidad, y tendiendo su mano amigablemente a Zarzoso, le hizo tomar asiento a su lado. Él conocía el nombre de su tío, el célebre doctor, y se enteraba con mucho interés del objeto que había llevado al joven a París.

—Celebro mucho —decía con su voz cansada— que un joven como usted venga aquí a ser de los nuestros. Seremos amigos; aunque esto, bien mirado, poco puede halagarle a usted, que es joven y tiene ante su paso un brillante porvenir. Yo, hijo mío, ya no soy más que una ruina, un andrajo que para nada sirve. Mi misión ha terminado ya en el mundo y ahora sólo me queda el morir aquí olvidado de todos.

Y bajaba tristemente la cabeza, como un reo que está seguro de su próximo fin.

Zarzoso se sentía conmovido por la expresión desalentada de aquel hombre, en otros tiempos todo vigor y energía y que ahora, con las fuerzas agotadas por una vida de infortunios, aventuras y terribles agitaciones, hacía recordar al limón mustio, blanducho y despanzurrado después que le han exprimido todo el jugo.

Mientras tanto, Agramunt daba palmaditas amistosas en la espalda a un sujeto morenote, forrado, con la cara afeitada a excepción de unas patillejas y que de vez en cuando lanzaba a don Esteban miradas cariñosas como las de un perro fiel.

El joven catalán le preguntaba cómo iban sus asuntos, pues hacía ya algún tiempo que no le había visto.

—Van bien, no puedo quejarme —contestaba aquel hombre que no era otro que Perico, el antiguo asistente de Alvarez—. En el almacén me tratan con bastante consideración, sólo que el trabajo es mucho y no puedo venir por aquí con tanta frecuencia como deseo. La dirección de la casa es muy rígida en cuanto a las obligaciones. Hoy he logrado alcanzar un permiso para ir a recibir a mi amo a la estación, y por eso puedo estar en el café. ¿No es verdad que don Esteban ha venido más fuerte de Caen? Le han probado los aires de por allá; lo que siento es lo mucho que habrá sufrido al no tenerme por la noche cerca de él para que le cuidase.

Y el fiel criado a quien el tiempo y los infortunios habían elevado a la categoría de compañero y primer amigo de su señor, le dirigía miradas que demostraban la faena de aquel cariño indestructible que tanto tiempo existía entre el comandante y su asistente.

Álvarez, entretanto, como si le molestasen las muestras de mudo cariño que le daba su criado, aparentaba no fijarse en ellas y hablaba a Zarzoso de su viaje a Caen.

Había ido allá con el único objeto de arreglar ciertos asuntos de su editor, que le apreciaba mucho y tenía en él una completa confianza. Y hablando de esto el revolucionario pasó insensiblemente a tratar de su situación.

No se quejaba de la suerte. La casa editorial pagaba de un modo harto modesto, pero al fin le distinguía retribuyendo sus trabajos mejor que a los otros emigrados que para ella traducían.

Su tarea no era para matarse de fatiga.

Traducía cuentecillos de los más célebres escritores franceses, y, cuando no, escribía libros de texto para la niñez; obrillas insustanciales formadas por retazos que tomaba aquí y allá, y que el editor enviaba a miles al otro continente para que sirviesen de pasto intelectual a la juventud de las escuelas americanas.

El emigrado, al dar cuenta de sus trabajos a su nuevo amigo, sonreía amargamente como si todavía no se hubiese desvanecido el asombro que le causaba el verse, en su vejez, dedicado a tan nimias tareas después de haber sido un verdadero héroe revolucionario y haber gozado de poder suficiente para trastornar a cualquier hora el orden de su país.

Aquella tarde la pasaron por completo en el café los dos jóvenes, hablando con don Esteban y su criado sobre la política española, las costumbres de la patria que tan hermosas resultan cuando se vive en extranjero suelo, y las probabilidades de éxito que podía tener en aquellos instantes una intentona revolucionaria. Hablando acaloradamente, forjándose ilusiones y demostrando a ratos gran confianza en el porvenir, transcurrieron las horas de la tarde para aquellos hombres agrupados en un rincón del café, mientras fuera seguía lloviendo cada vez con más fuerza, y por encima de las blancas cortinillas de las vidrieras desfilaba un inacabable ejército de paraguas, goteando por todas sus varillas.

La sombra del crepúsculo comenzaba ya a invadir las calles, en las que brillaban los primeros reverberos, pero el grupo de emigrados, animado por el recuerdo de la patria y fiando cándidamente en el porvenir, parecía como que recibía en sus ardientes cerebros un cálido rayo del sol de España.

Llegó la hora de retirarse y entonces don Esteban, levantándose trabajosamente de su banqueta, tendió la mano a Zarzoso.

—Seremos grandes amigos —dijo con su voz que revelaba franqueza—. Yo tengo mucho gusto en tratarme con la juventud ilustrada y valerosa, que es la que ha de regenerar a España. Venga usted a verme cuando tenga un rato libre. Vivo en la calle del Sena; cerca de aquí. Ya le acompañará Agramunt cuando usted se digne visitarme.

Los dos jóvenes fuéronse al restaurante, y allí, mientras comían, Agramunt fue relatando a Zarzoso todo cuanto sabía de la vida de don Esteban Álvarez.

Después de la caída de la República española, el famoso revolucionario había huido de España, a la que ya no debía volver más.

Había sido sentenciado a muchos años de presidio por varios procesos que se le habían formado a consecuencia de ciertos actos violentos, pero propios de las circunstancias, que había llevado a cabo en tiempos de don Amadeo de Saboya, cuando mandaba partidas republicanas.

En opinión de Agramunt, debía existir algún poder oculto que trabajaba ferozmente contra don Esteban, pues las sentencias habían caído sobre éste, por actos que a otros no les habían causado la menor inquietud.

No había esperanza de que ningún indulto le permitiese regresar a España, donde sin duda estorbaba su presencia, y, don Esteban, por otra parte, no mostraba el menor deseo de volver a la patria, si esto había de costarle alguna humillación, pues aun en los momentos de mayor desgracia, seguía mostrando su intransigencia sin límites contra aquellos enemigos políticos a los que tantas veces había combatido.

Agramunt explicaba así la vida de Álvarez, desde que dejamos a éste, en el momento que abandonó Valencia, después de su dramática visita al colegio de Nuestra Señora de la Saletta.

Se había establecido en París en compañía de Perico, su antiguo asistente y fiel acompañante, que no le abandonaba aun en las circunstancias más difíciles.

La primera época de su estancia en la gran ciudad fue terrible y penosa, pues Álvarez, a pesar de haber desempeñado grandes cargos durante el período de la República, se hallaba tan falto de recursos como antes. Por otra parte, el estado de la emigración había variado mucho.

Ya no ocurría como antes del 68, en aquella época en que era capitaneado por un Prim el grupo de la emigración, en el cual figuraban los hombres más ilustres de España. Entonces la revolución tenía dinero, y ayudándose unos a otros con fraternal compañerismo, la vida resultaba fácil; pero ahora veíase Álvarez casi solo en París y sin otros medios de subsistencia que los que él mismo pudiera proporcionarse.

Buscó trabajo como escritor, y los principios fueron dificilísimos, pues sólo encontraba traducciones baratas y esto con poca frecuencia.

En un período tal de miseria y horrible penuria, fue cuando se reveló en toda su sublime grandeza el carácter de Perico, aquel servidor fiel que consideraba a su señor como un padre y un hermano. Sin que don Esteban llegase a enterarse, hizo los mayores sacrificios para que nunca faltase la comida a su mesa, ni el portero pudiera ponerlos en la calle por falta de pago.

Fue toda una epopeya de sufrimientos, de titánicos esfuerzos de recursos heroicos para la conquista de un franco, la vida que arrastró el fiel aragonés durante el primer año de estancia en París. Conocedor de las costumbres de la gran ciudad por la vida que en ella hizo durante la primera emigración, encontró el medio de dedicarse a un sinnúmero de bajas ocupaciones, mientras buscaba trabajo más lucrativo. Fue mozo de cuerda, revendedor de contraseñas en los teatros, cargador en los muelles, y hasta pidió limosna en las calles más concurridas, exponiéndose a ser arrestado por la policía; todo para ganar dos o tres francos diarios que entregaba a su señor, el cual estaba desesperado por la inercia forzosa a que le obligaba su falta de ocupación.

Afortunadamente, la vida de los dos desgraciados varió por completo así que hubo transcurrido un año.

El aragonés logró una colocación de mozo en uno de los grandes almacenes de novedades, con cuatro francos diarios, y casi al mismo tiempo don Esteban entró en relaciones con la casa editorial, para la cual trabajaba actualmente, y que le proporcionó un trabajo medianamente retribuido, pero continuo.

Entonces fue cuando se trasladaron a la calle del Sena, a una casa vieja y sombría, pero de desahogadas piezas, y cuando normalizaron su vida azarosa y llena de privaciones.

Perico permanecía en el almacén desde las siete de la mañana hasta igual hora de la tarde; pero apenas quedaba libre de sus ocupaciones, corría a reunirse con su amo, el cual permanecía trabajando casi todo el día en su casa, a excepción de las pocas horas que pasaba en el café de Cluny para leer los periódicos españoles y charlar con los otros emigrados, única distracción que gozaba en su existencia de continuo trabajo.

La vieja portera de su casa era la encargada de guisarles, y por la noche, amo y criado, sentábanse amigablemente a la mesa; distinción que enorgullecía a Perico, y al mismo tiempo le hacía comer con escasa tranquilidad, pues bastaba que don Esteban hiciese el menor movimiento buscando algo, para que inmediatamente se pusiera él en pie, ansioso de servirle.

Los domingos paseaban los dos por algún bosque de las inmediaciones de París, y este día de descanso y holganza les ponía alegres para toda la semana, como colegiales que se desquitan en alegre gira del quietismo y de la falta de luz que sufren en su vivienda.

Agramunt le estaba muy agradecido a Álvarez y hablaba de él siempre, tributándole los mayores elogios.

Solamente en un punto se mostraba contrario a don Esteban, y era en la frialdad que éste demostraba por su ídolo.

Álvarez, a pesar de su carácter de emigrado y de su historia política, iba poco a casa de don Manuel, como le llamaba por antonomasia Agramunt, y sonreía con cierta frialdad siempre que oía hablar de aquel hombre ilustre.

Subsistía aún en don Esteban su antiguo fanatismo federal, que le hacía intransigente dentro del republicanismo, y esta conducta excitaba la indignación del catalán, que no consentía en nadie la frialdad y la indiferencia al tratarse del que él titulaba el Danton español.

Variando Agramunt su conversación sobre Álvarez, con uno de aquellos saltos de imaginación que tan característicos le eran, hablaba de su vida privada con el respeto instintivo y la admiración que todo joven siente ante un hombre afortunado en materia de amores.

Él no conocía a fondo la vida privada de Álvarez, pero había oído en el grupo de los emigrados y la misma vaguedad de sus noticias contribuía a agrandar en su imaginación la figura de don Esteban, al que consideraba ya como un antiguo Tenorio de irresistible seducción.

—Tú no puedes imaginarte —decía a Zarzoso— lo que ese hombre ha sido de joven. Yo no sé ni la mitad de sus aventuras, pero lo cierto es que, ahí donde lo ves ahora, con su facha de desaliento y su triste sonrisa, ha sido en su juventud un conquistador terrible que ha rendido a docenas las mujeres, sin pararse a distinguir en punto a condición social. Cuando era militar tenía fama de guapo mozo, y mira si picaba alto que, según me han dicho, estuvo próximo a casarse con una condesa muy guapa. La cosa tuvo consecuencias, pues según mis noticias hay en el mundo una hija como resultado de aquellos amoríos.

IV. El padre de María

Todas las mañanas, al levantarse de su cama, Agramunt alzaba la blanca cortina de su ventana y, mirando el vasto horizonte que dejaba visible la anchura de la plaza del Pantheón, murmuraba con desaliento:

—Definitivamente, el sol ha muerto.

Había cerrado ya el invierno; una luz mortecina y sucia se filtraba por los vidrios, entristeciéndolo todo, y dando al modesto cuarto del periodista un tinte fúnebre. París hacía cerca de un mes que tenía sobre sus tejados un cielo ceniciento, monótono y tétrico, y si alguna vez por casualidad el sol, con un coletazo de su flamígero manto desgarraba las plomizas nubes, asomaba tan sólo un rostro pálido que daba lástima, y se retiraba inmediatamente, dejando que las nubes descargasen torrenciales chaparrones sobre la gran ciudad, acostumbrada a sufrir estas injurias del cielo.

Zarzoso, criado en el templado clima de Valencia, y poco acostumbrado al invierno de Madrid, aún encontraba más intolerable el frío parisiense, y muchas mañanas, al levantarse y ver las calles cubiertas de nieve, sentíase acobardado, y en vez de ir a la clínica, subíase al último piso del hotel y entraba en el cuarto de Agramunt, para hablar con él, junto a la chimenea recién encendida que les halagaba con su cálida caricia.

Agramunt hablaba del invierno parisiense como si fuese un personaje que seis meses al año abandonaba su veraniega mansión del Polo y venía a establecerse en París, envuelta la plomiza cara en un cuello de diluviadoras nubes, y con unas patas de hielo que enfriaban la tierra hasta cubrirla de escarcha congelada.

Aquella estación, que venía a aumentar su presupuesto de gastos con el combustible que consumía en la chimenea, y que le causaba mil molestias por no estar muy sobrado de ropa de abrigo, le tenía furioso, y frotándose las manos para hacerlas entrar en reacción, prorrumpía en invectivas contra el invierno.

—Aborrezco a ese canalla —decía a Zarzoso con tono melodramático—; tiene instintos de bandido y gustos de niño mal criado. Se pasea por esas calles con aire de señor absoluto, y mientras que al banquero o a la gran dama que van reclinados en el fondo de su acolchado carruaje sólo les envía un helado suspirillo a través de los vidrios de las portezuelas que aún les da placer y les hace gozar con más delicia del calor que les rodea, tiene la cruel satisfacción de helarle las piernas al albañil, que por dar sustento a su familia trabaja en el alto andamio, y aún le empuja con su aliento huracanado, por ver si cae y se rompe la cabeza contra los adoquines; cubre de sabañones las manos de la pobre obrerita que llena su estómago en relación con la prontitud con que maneja su aguja; sopla en la boca de la infeliz mujer que, metida en el Sena hasta las rodillas, lava la ropa de su familia, y, el ¡gran canalla!, desliza la pulmonía al fondo de su pecho; regala con horrible esplendidez a su querida, que es la Muerte, cuantos desgraciados encuentra debilitados por el hambre o corroídos por las enfermedades de la miseria, y si en sus paseos nocturnos pilla dormido en los muelles del río a alguno de esos muchachuelos, que parecen hijos del barro de París y que están lejos de creer que alguna vez han tenido madre…, ¡paf!, de una patada lo deja yerto, da a su cuerpo la frialdad de la nieve y, metiéndose la inocente alma bajo el brazo, la lleva a la eternidad, muy satisfecho de haber dado materia a los periódicos, para que al día siguiente publiquen una triste gacetilla.

Zarzoso miraba fijamente a Agramunt, que se paseaba de un extremo a otro del cuarto gesticulando y adoptando aires de orador, como si se hallara en uno de los meetings que le habían llevado a la emigración, y como si aquel invierno odiado fuese la monarquía.

El joven médico encontraba a su extravagante amigo poseído de la fiebre de la elocuencia y le oía con gusto; así es que se alegró cuando Agramunt volvió a reanudar la apasionada peroración que parecía dirigir a la revuelta cama, las cuatro sillas desvencijadas, el estante de libros y el mármol de la chimenea, sobre el cual se erguía el severo busto de la República, entre dos pastorcillos italianos de barro cocido, el uno manco y el otro falto de narices.

—Cuando ese gran ladrón no se siente poseído por tan crueles instintos, se divierte con bromas pesadas, propias de un muchacho que falta a la escuela. ¡Ah, cochino invierno! Así que hiciste tu aparición en París, te dio la manía por subirte a los árboles y robarles las hojas, despojando de toda belleza al campo y a los paseos. Los árboles se han dejado arrebatar la vestimenta, sin otra protesta que su acompasado balanceo, y hoy presentan el aspecto ridículo y triste del hombre que, a las dos de la mañana, se ve asaltado por audaces ladrones en cualquier calle de París, y se presenta sin pantalones, y en camisa, en el primer puesto de policía. ¿Cómo has dejado el Bosque de Bolonia? ¿Y el de Saint Cloud? Da lástima verlos. Los poéticos lugares cubiertos por bóvedas de verdura han desaparecido con la misma facilidad que se desvanecen las aéreas ojivas y las fantásticas arcadas que traza en el espacio el humo del cigarro: no has dejado en los bosques ni un mal rincón discretamente cubierto por una cortina de matorrales, donde puedan darse cita la modistilla, que para llevar un traje a dos pasos de su taller emplea toda una tarde, y el muchacho a quien el severo papá haciendo cuentas tras el mostrador, supone a tales horas enterándose en el aula de las profundidades jurídicas de Justiniano, o revolviendo humanos despojos en el anfiteatro anatómico.

Detúvose el declamador y, pasándose la mano por la frente con expresión trágica, añadió con el mismo acento del poeta que llora la ruina de bellezas muertas ya:

—En aquellos lugares de delicia en el verano, donde la vista se ahitaba en una orgía de verde y el oído se complacía con un interminable gorjeo, no quedan ahora otras cosas que una gruesa alfombra de hojas secas y millares de colosales escobas que con los rabos hincados en la tierra y chorreando humedad elevan su ramaje al cielo, suplicando al sol que les haga una visita de atención, a lo menos dos veces por semana, y que empeñe su valiosa influencia con la lluvia para que no sea tan inoportuna… La belleza ha muerto por unos cuantos meses y tú eres su asesino, cruel invierno.

Zarzoso seguía mirando con creciente extrañeza a su amigo. ¿Se había vuelto loco aquel muchacho?

Pero pronto comprendió la verdadera causa de tales lirismos.

Agramunt iba a verse obligado en adelante a salir de casa todos los días para ganarse el pan. Su editor, ocupado siempre en el profundo estudio de adquirir la mayor cantidad posible de cuartillas, dando poco dinero, y encontrando que la traducción española de su famoso Diccionario le resultaba cara, se había decidido por el trabajo en comunidad y obligado a todos los que trabajaban en la citada obra a que acudiesen a su casa donde, en una gran sala y bajo la vigilancia de un dependiente antiguo, habían de trabajar por horas.

Le era forzoso, pues, acudir diariamente a la oficina como un empleadillo, abdicar por completo de aquella libertad que le permitía fijar a su gusto las horas de trabajo, escribir bajo la vigilancia del perro de presa del amo, como si fuese un muchacho en la escuela, e ir en aquellas crudas mañanas de invierno pisando la nieve de las calles.

¡Oh! Aquello era cosa de desesperar y de maldecir al invierno, al editor que planteaba tan peregrinas ocurrencias y a la picara necesidad que le obligaba a sufrir tantas molestias, todo para ganar cuatro o cinco francos traduciendo barbaridades, según él decía.

Aquella misma mañana iba a comenzar la traducción en comunidad y Agramunt se desesperaba pensando que en adelante tendría que levantarse puntualmente como un colegial y permanecer encerrado hasta el anochecer, almorzando en la misma casa del editor. Tan continua reclusión ¡a él!, que era un bohemio por vocación y que encontraba agradable la vida de París por lo libre que resultaba.

Desde aquel día los amigos, a excepción de los domingos, sólo pudieron verse al anochecer, cuando se reunían en el restaurante a la hora de la comida.

Pasaban alegremente la noche, eso sí, y se resarcían de aquella separación que les resultaba violenta después de tres meses de amistad, en que sus respectivos caracteres se habían compenetrado de un modo absoluto.

Zarzoso fue quien más sufrió, en los primeros días, por la ausencia de su amigo. Las mañanas pasábalas bastante distraído en la clínica, estudiando ese inmenso caudal de enfermedades y de casos curiosos que únicamente se presentan en los hospitales de París, pero por las tardes, así que quedaba libre, acometíale un fastidio sin límites.

Algunas veces se entretenía escribiendo a María o releyendo sus cartas, pero esto, a lo más, le ocupaba un par de horas e inmediatamente el fastidio volvía a aparecer.

Sentía nuevamente en su existencia aquel vacío del primer mes de estancia en París y era que el maldito catalán le había acostumbrado de tal modo a sus genialidades y a su movediza actividad, que no podía vivir apartado de él. Su carácter, reposado y grave, necesitaba por la ley del contraste el tener cerca aquella imaginación exaltada y extravagante que empollaba a centenares las más atrevidas paradojas.

Por las noches, después de comer, los dos, agarrados del brazo, conversaban amigablemente paseando por el bulevar, iban a la Ópera o se metían en Bullier, el tradicional lugar de la borrascosa alegría del Barrio Latino, y allí veían bailar el can-can por todo lo alto y convidaban a cerveza a unas cuantas señoritas, sin querer llegar hasta las últimas consecuencias de tales encuentros. Agramunt era despreocupado en materia amorosa, y su compañero hacía la vista gorda cuando le veía arrastrar tras sí a alguna antigua amiga a altas horas de la noche, invitándola a que subiera a ver su nuevo cuarto. En cuanto a Zarzoso era inflexible en esta cuestión y Agramunt nada le decía, pues tenía noticias de los amores con aquella joven de Madrid cuyas cartas recibía, y él, además, no gustaba de desempeñar el papel de tentador.

Pero todas las diversiones nocturnas no impedían que Zarzoso se fastidiase horriblemente por las tardes.

Gustaba de entregarse a una profunda meditación, recordando sus entrevistas con María, aquellos paseos por el Prado y las calles de Madrid; pero esto no siempre conseguía endulzar sus horas de tedio.

La vida de París había penetrado insensiblemente en sus costumbres; sentía esa atracción que por el bulevar experimentan los parisienses, y en vez de permanecer como antes encerrado en su cuarto, tomaba el sombrero y, pretextándose a sí mismo la necesidad de hacer una compra cualquiera al otro lado del Sena pasaba los puentes e iba a callejear en los grandes bulevares centrales, cuyo ruido y animación le encantaban.

En las tardes que hacía buen tiempo paseaba por el Luxemburgo, alrededor del kiosko de la música, y cuando no se sentía con ánimo para ir hasta el centro de París entraba en el café de Cluny para charlar un rato con el grupo de emigrados, que había disminuido considerablemente, tanto porque la mayoría de ellos trabajaba a aquellas horas con Agramunt en la casa editorial, como porque don Esteban Álvarez prefería quedarse en casa escribiendo a salir a la calle, donde las nieves o las lluvias eran casi continuas en tal época.

Una tarde, a las cinco, cuando ya comenzaba a anochecer, Zarzoso, cansado de hojear libros nuevos en los puestos de venta establecidos en las galerías del Odeón, dirigióse al bulevar Saint Germain con la intención de bajar por tan largo paseo hasta la plaza de la Concordia. Acababa de entrar en la citada calle, cuando las nubes comenzaron a descargar un fuerte chaparrón. Zarzoso no llevaba paraguas y se refugió en un portal, donde ya se habían agolpado algunas gentes.

El bulevar, casi desierto por aquella brusca acometida del cielo, dejaba barrer sus anchas aceras por los turbiones de agua al mismo tiempo que sus árboles se inclinaban a impulsos del huracán.

Zarzoso veía frente a él extenderse la recta calle del Sena, e inmediatamente pensó en su viejo amigo que vivía en ella. Aquélla era la ocasión más apropiada para hacerle una visita, y apenas formuló tal pensamiento, sosteniéndose con ambas manos el sombrero de copa que quería arrebatarle el viento, atravesó corriendo el bulevar y, mojado de cabeza a pies, se metió en la calle del Sena.

Sabía dónde estaba la casa de Álvarez, por habérsela mostrado Agramunt un día que pasaron por dicha calle. Se entraba por un pasillo estrecho, húmedo y tenebroso, que se abría entre una rotissene y una tienda de libros viejos, y que al final se ensanchaba formando un patio cuadrado, con una bomba de agua en el centro, y un pavimento mugroso y húmedo al cual nunca había bajado un rayo de sol.

La portera estaba encendiendo el farolucho que alumbraba el estrecho pasillo, cuando entró Zarzoso sacudiéndose el agua como un perro recién salido del baño.

—¿El señor Álvarez? —preguntó a la mujer del conserje.

—Primera escalera, piso segundo, segunda puerta —contestó con laconismo la vieja.

El joven médico comenzó a subir los peldaños de madera, fijándose en los rótulos que tenían las puertas de las habitaciones, y en los cuales se marcaba el nombre del inquilino y su profesión.

En el piso segundo detúvose ante una puerta que ostentaba una pequeña tarjeta de visita clavada con cuatro tachuelas y en la que se leía el nombre del que buscaba.

Llamó y vino a abrir el mismo Álvarez, que parecía haber sido interrumpido en su trabajo, pues aún conservaba la pluma en la mano.

—Siento haber venido a incomodarlo a usted. Es mala hora ésta para visitas.

—¡Ah! ¿Es usted, joven? Hace tiempo que deseaba esta visita. El otro día pensaba en usted. Adelante, pase usted adelante sin cumplimientos.

Y Álvarez, con su simpática franqueza de viejo militar, empujaba a su joven amigo hacia el salón en el que ardía un gran fuego en espaciosa chimenea.

Aquella habitación tenía mejor aspecto que la casa vista desde la calle. Constaba de un pequeño comedor, un gran salón y dos dormitorios, todo esto con proporciones desahogadas, techos altos y sin ese raquitismo de las modernas construcciones en que se utiliza hasta el más pequeño rincón.

Zarzoso, cariñosamente empujado por Álvarez, tuvo que ir a sentarse ante el gran fuego que ardía en la chimenea del salón, y allí estuvo secándose, mientras que el dueño de la casa permanecía en pie junto a él sonriendo paternalmente.

El joven mientras se calentaba lanzó una mirada curiosa a todo el salón, que aparecía iluminado por el rojizo reflejo de la chimenea y la luz de una gran lámpara puesta sobre una mesa escritorio, entre un revuelto montón de libros y cuartillas.

Estaba amueblada aquella vasta pieza con modestia no exenta de comodidad, y sus sillones panzudos, sus sillas de estilo Imperio y su alfombra con una escena mitológica ya casi borrada, daban a entender que procedían del Hotel de Ventas, siendo su adquisición en alguna subasta del mobiliario del antiguo palacio. Las paredes cubiertas de oscuro papel estaban adornadas a trechos por algunos cuadros, uno de los cuales era una litografía que representaba al general Prim en su traje de campaña de la guerra de África, y que tenía al pie una larga dedicatoria. Los demás cuadros eran cromos baratos, láminas de periódicos ilustrados, a excepción de uno al óleo que ocupaba el puesto preferente sobre la chimenea. El rojizo vaho de ésta dando de lleno en la pintura parecía animar con palpitaciones de vida aquel retrato de mujer.

Zarzoso, para disimular su atención, lo miraba con el rabillo del ojo, al mismo tiempo que se imaginaba toda una novela sobre aquel retrato. La mujer que el cuadro representaba debía ser una de las conquistas que le había relatado Agramunt; tal vez aquella condesa que tan enamorada había estado del célebre revolucionario.

Este curioso examen que el joven hizo del salón, sólo duró algunos instantes, pues comprendía que era forzoso entablar conversación con su viejo amigo.

—¿Se trabaja mucho? —dijo el joven, no encontrando otra palabra vulgar para comenzar su conversación.

Inmediatamente comenzó ésta, pues Álvarez púsose a lamentarse de aquella necesidad imperiosa en que se veía de trabajar todos los días para ganarse la subsistencia. Y cuando se hubo quejado bastante de su situación preguntó con interés al joven sobre sus ocupaciones actuales y los progresos que hacía en la vida de París.

Alvarez volvía a sus lamentaciones de hombre desalentado al hablar de los placeres y distracciones que proporciona la gran ciudad.

—Yo soy aquí un hurón —decía sonriendo con amargura—. Me siento viejo y cansado, y vivo en París como podría vivir en Alcobendas; metido en mi casa sin ver apenas a nadie, ni tener otra distracción que mis conversaciones con Perico y con esos buenos compañeros que se reúnen en el café de Cluny. En otros tiempos le hubiera podido ser a usted de alguna utilidad en esta Babilonia, acompañándole a todas partes; pero hoy soy viejo, y ya que no puedo entretener mis horas de fastidio rezando el rosario como los imbéciles, me distraigo dando vueltas a esa noria literaria a la que estoy amarrado. Mi vida es escribir cuartillas y más cuartillas y hablar con mi fiel compañero sobre cosas que estén al alcance de su pobre imaginación. Es un porvenir bien triste, pero hay que resignarse a él… ¡Y pensar que hubo una época en mi juventud en que yo imaginé llegar a ser célebre y alcanzar una vejez hermoseada por los laureles de la gloria!

Y Álvarez decía estas palabras con expresión tan amarga, que el mismo Zarzoso se sentía conmovido.

Miraba el viejo al suelo, y al joven médico le parecía ver sobre la desteñida alfombra, despedazadas y muertas, todas las ilusiones de aquel hombre que había sido famoso durante unos pocos años, para caer después en el más absoluto olvido y vegetar lejos de la patria. ¡Si la fatalidad le reservara igual suerte a él, que también se forjaba ilusiones sobre el porvenir y pensaba en la celebridad!

—Hoy —continuó el emigrado— no tengo más esperanza de dicha que la que me proporcione el inalterable descanso de la tumba. No puedo siquiera volver a ver el sol de España, aquel cielo hermoso que aún me parece más esplendente cuando el cruel invierno cae sobre Paris. En mi primera emigración todo me resultaba fácil y hermoso; el suelo extranjero me parecía igual al de la patria. Era joven, sentía entusiasmo, tenía fe en el porvenir y con estas condiciones se está bien en todas partes. Pero hoy que soy viejo y que no me quedan en el mundo seres que me aman a excepción de ese pobre muchacho que es el fiel compañero de mi existencia, me parece la vida tan aborrecible que de buena gana me libraría de ella en algunos instantes. ¡Ah! ¡Soy un cobarde! A mí me sucede como a un buen anciano que conocí en cierto momento de mi vida y el cual confesaba que si permanecía en el mundo era por falta de valor.

Se detuvo Álvarez algunos instantes mirando con extraña fijeza a Zarzoso, y por fin, dijo haciendo con su cabeza un movimiento de decisión:

—A usted se lo digo todo. Es usted más serio que ese aturdido de Agramunt, y además, hay en este mundo ciertas caras que basta verlas una sola vez para que inspiren inmediatamente confianza. Sépalo usted, joven. Siento un violento deseo de acabar con mi existencia, y parece que hay algo dentro de mí que me insulta porque no me meto inmediatamente entre los bastidores de la muerte y permanezco en escena haciendo reír al mundo. Varias veces he tenido el revólver en la sien, pero siempre me ha hecho bajar la mano la maldita idea que me recordaba el profundo pesar, la desesperación que este acto causaría a ese pobre muchacho, a ese Perico que es toda mi familia. Sería un crimen, una infamia incalificable el que yo pagase con un disgusto desesperante toda una vida de abnegación y de inmensos sacrificios. Y esto es lo que me detiene, esto es lo que me hace subsistir sufriendo a todas horas pues no hay nada tan horrible como vivir desesperado, sin ilusiones y convencido hasta la saciedad de que en la vida el mal es lo seguro, lo generalizado, lo vulgar; mientras que el bien y la virtud son raras excepciones, fenómenos que únicamente se presentan por una equivocación de la naturaleza. Hoy soy un escéptico; no creo ni aun en la República, que en mi juventud me merecía una adoración fanática.

Sólo esos muchachos de la emigración pueden tener fe en el triunfo de la libertad y de la justicia. Locos como Agramunt son los que sirven para el caso; yo soy demasiado viejo, y estoy convencido de que el país, que después de lo del 68 y del 73 admite y sostiene la restauración de los Borbones, es una nación perdida, un pueblo que no merece que nadie se sacrifique por él.

Zarzoso escuchaba con asombro al viejo revolucionario que se expresaba con un escepticismo tan desconsolador, y su sorpresa aún fue en aumento cuando le oyó decir con una frialdad que espantaba:

—Lo único que me consuela es que la muerte viéndome tan cobarde viene en mi auxilio. No tengo valor para acabar con mi vida, pero llevo dentro de mí el medio que ha de librarme de esta existencia que me pesa. Los médicos dicen que tengo un aneurisma, regalo que me han proporcionado los muchos sustos y zozobras que he sufrido en esta vida, por cosas que miro ahora con la mayor frialdad. Usted, como médico, sabe mejor que yo lo que es eso. El mejor día… ¡crac!, estalla algo aquí dentro del pecho y me retiro discretamente de la vida sin que nadie pueda motejarme de suicida, ni me maldiga por mi desesperada resolución. Crea usted que estoy muy agradecido a la naturaleza por haber inventado enfermedades tan cómodas que le permiten a uno retirarse a la nada sin escándalo y sin convulsiones que afean y atormentan.

Zarzoso, a pesar de estar junto al fuego, sentía escalofríos al oír hablar a aquel hombre con tal naturalidad sobre el próximo fin que tanto deseaba y debió ser visible su inquietud por cuanto Alvarez cambió inmediatamente la expresión de su rostro y sonriendo con amabilidad exclamó:

—¡Pero bravas cosas le estoy diciendo a usted para entretenerle! ¡Vaya un modo de recibir las visitas! Dispense usted a la vejez, amigo Zarzoso, que siempre tiene rarezas. Ya procuraré otra vez no dejarme llevar por tan tristes pensamientos, y ahora voy a ver si ese muchacho ha dejado por ahí algo que sirva para hacer a usted los honores de la casa.

Y Alvarez se levantó y con expresión alegre, como si él no fuese el mismo que había hablado momentos antes, dirigióse al comedor y momentos después volvió a entrar llevando sobre una bandeja una botella de coñac y dos copitas azules.

—Bebamos un poco —dijo dejando la bandeja sobre un velador—. Se ha secado usted ya, pero no le vendrá mal una copita después de la mojadura que ha sufrido para llegar aquí. En la campaña de África el coñac era muchas veces el capote impermeable que nos servía para defendernos de las inclemencias del tiempo.

Los dos bebieron y encendiendo sus cigarros tomaron la actitud de dos amigos que se disponen a conversar familiarmente.

Álvarez, como si tuviera empeño en alegrarse y olvidar sus melancólicas ideas de momentos antes, parecía un muchacho con su rostro animado y los ojos brillantes que miraban a Zarzoso con simpatía.

—Vamos a ver, amigo mío, con franqueza —le preguntó—. ¿Cómo vamos de conquistas en París? Usted debe ser muy afortunado con las bellezas del Barrio Latino.

Zarzoso protestó ruborizándose ante tan inesperada pregunta. No, él no; eso de las conquistas quedaba para el buena pieza de Agramunt que se trataba con casi todas las muchachas del barrio y las hacía desfilar por su nuevo cuarto., procurando que no se enfriasen antiguas relaciones.

Zarzoso manifestaba su situación a su viejo amigo con entera franqueza.

No es que él sintiese la aspiración de ser un asceta, ni que se considerase más virtuoso que los demás, él era un hombre como todos, pero resultaba que en más de cuatro meses de residencia que llevaba en París, no se le había ocurrido tener relaciones con aquellas mundanas callejeras que continuamente le codeaban en el bulevar y en los bailes, que alguna conversación alegre en torno de los bocks de cerveza a que las habían convidado Agramunt o él.

Álvarez hizo un guiño malicioso al escuchar estas explicaciones.

—Vamos, ya comprendo. Usted tiene sus amores en España. Ha dejado allá en Madrid alguna cara bonita, cuyo recuerdo le obsesiona y hace que le parezcan horribles todas las mujeres de por aquí. Es usted un enamorado que vive de ilusión.

—Efectivamente, algo hay de eso —contestó sonriendo Zarzoso, que veía de este modo descubierto su secreto.

—¡Oh! Yo conozco perfectamente esas cosas. Aunque ahora soy viejo, también he tenido mi época, pero sería una enorne mentira el querer hacerme pasar por calavera. He hecho lo que todos; he tenido mis trapícheos y sobre todo un amor serio, que como a usted me hacía mirar a las demás mujeres con indiferencia.

Zarzoso, cediendo a un movimiento instintivo y sin considerar que cometía una inconveniencia, fijó su mirada en el gran retrato que estaba sobre la chimenea.

Entonces fue Álvarez quien se inmutó, ruborizándose un poco.

—Ha adivinado usted. Ese fue mi amor serio, lo que llenó mi existencia y por esto ese cuadro me acompaña y me da cierta alegría, aunque en realidad sólo despierta en mí recuerdos tristes. Como obra artística el cuadro es malo, pero lo aprecio porque el parecido es exacto. Lo hizo un pintor español que vivía en el barrio, copiándolo de una fotografía que yo conservaba.

Y Álvarez, como si sintiera arrepentimiento por haber entrado a hablar de tal asunto, callóse y permaneció algunos minutos con la frente inclinada.

Zarzoso no sabía qué decir y la situación iba haciéndose violenta; pero su viejo amigo volvió a hablar, pues sentía un vehemente deseo de comunicarle sus penas como poco antes.

—Le deseo a usted, querido amigo, que no sea en cuestión de amor tan desgraciado como yo. Amé a una mujer, fue mía y, sin embargo, no pude hacerla mi esposa, porque parece que me persigue la fatalidad en todos los actos de mi vida. ¡Oh! He sido muy desgraciado, créalo usted, Zarzoso. Mi vida ha sido semejante a la de esos personajes fantásticos de las leyendas sobre los que pesa una maldición y que no pueden hacer nada sin tropezar al momento con la desgracia.

Quedó silencioso y absorto, pero a los pocos instantes, como cediendo a una necesidad imperiosa de hablar, murmuró con la vista en el suelo, vagamente, como un sonámbulo:

—Y la verdad es que fui amado de veras. Una mujer que por su nacimiento había sido colocada por la sociedad a más altura que yo descendió hasta mí, endulzando mi existencia con su amor espontáneo y desinteresado. ¿Pero a qué recordar tales cosas? Aquello fue un chispazo fugaz de felicidad; un momento de dicha que pasó muy pronto, dejando tras sí como maldecida estela, un sinnúmero de desgracias… ¡Cuánto he sufrido! Usted, amigo mío, es muy joven, entra ahora en la vida y no puede comprender ciertas cosas. Pero el día en que usted sea padre apreciará en toda su horrible grandeza el pesar que experimenta un hombre al tener una hija, que es sangre de su sangre y que sin embargo desconoce al que le dio el ser y le odia como a un monstruo. Hay para desesperarse, para adoptar esa resolución de la que hablaba antes y de la cual no me siento capaz. Vivir solo, aislado, con la muerte en perspectiva, y saber sin embargo que tengo en el mundo una hija que ignora mi existencia, que no sabe el derecho que sobre ella poseo y que no acude a velar por mí en los pocos años que me quedan de vida, es el más horroroso de los tormentos.

—¡Tiene usted una hija! —exclamó Zarzoso deseoso de desviar la conversación para evitar a su viejo amigo que volviese a caer en aquella melancolía que le hacía pensar en el suicidio—. ¿Y no la ha visto usted nunca?

—De pequeña, cuando aún estaba en la lactancia, la vi varias veces, siempre ocultándome como hombre que comete una acción ilegal y teme dejarse llevar por sus sentimientos más íntimos. Ella llevaba el apellido de otro y yo no tenía derecho alguno a los ojos de la sociedad. Después la vi una vez… ¡pero, en qué circunstancias! Más me hubiera convenido no verla, pues así me habría evitado un doloroso recuerdo que aún hoy, después de muchos años, renace en mi memoria y me hace derramar lágrimas de desesperación… Pero no pensemos en el pasado.

Y Álvarez volvió a sumirse en el silencio.

El joven médico se sentía molesto y no sabía ya de qué hablar para que aquel hombre, desesperado de la vida y con la memoria acribillada de dolorosos recuerdos, no volviese a recaer en su negra melancolía.

Creía importunar a don Esteban con su presencia y por esto pensaba en retirarse, no atreviéndose a hacerlo por no encontrar ocasión oportuna para ello.

Tardó poco Álvarez en volver a reanudar su conversación. Era en punto a su triste pasado, como esos enamorados que sufren con resignación los desdenes de la mujer amada y gozan cierto doloroso placer al recordarlos y por esto, a pesar de la pena que lo afligía, volvió a hablar de su hija.

—Crea usted, joven, que lo único que me falta para morir tranquilo es volver a ver mi hija. Si ella me reconociese por padre, si se convenciera de que me debe el ser y que yo fui el verdadero esposo de su infeliz madre, entonces moriría de felicidad. A mí me falta para expirar con la sonrisa en los labios un solo beso de María.

—¡Ah! ¡Se llama María! —exclamó Zarzoso apenas oyó las últimas palabras de su amigo.

—Sí, ése es su nombre. Hace ya muchos años que no la he visto pero según los informes que han dado varios amigos que la vieron en Madrid, es tan hermosa y agraciada como su difunta madre. Y eso que la pobre Enriqueta era bella como pocas. Mire usted bien el retrato de la mujer que amé.

Y don Esteban fue a su mesa de trabajo, cogió la lámpara y levantándola más arriba de su cabeza hizo que su luz diese de lleno en el retrato que estaba sobre la chimenea.

Aquel busto de beldad sólo lo había entrevisto Zarzoso en la penumbra rojiza que antes lo bañaba y que aunque pareciera comunicarle vitales palpitaciones confundía su contorno y sus rasgos más característicos. Ahora, con aquella clara luz, pudo apreciarlo detenidamente, pero al primer golpe de vista no pudo evitar un rudo movimiento de sorpresa.

Creía tener delante el retrato de María; pero algo había en aquella mujer sonriente y púdicamente escotada que la diferenciaba de la sobrina de la baronesa de Carrillo.

La mujer del retrato era más distinguida, más espiritual, como dicen en la jerga de los salones; notábase en ella cierta anemia aristocrática y la ausencia de aquella robustez sanguínea que a María había dado el oculto entroncamiento con la sana raza plebeya; pero en lo demás la semejanza era exacta: las mismas facciones, idéntico aire de familia y los mismos ojos que miraban con graciosa e intensa dulzura.

A Zarzoso le pareció, ante aquel retrato, ver a su novia asomada a una ventana, de dorado marco y engalanada con las modas de veinte años antes.

Su movimiento de sorpresa no pasó desapercibido para Álvarez.

—¡Eh! ¿Qué es eso, amigo Zarzoso? ¿Es que acaso la conoció usted?… No puede ser, es usted demasiado joven. Su tío, el doctor, sí que la conocería, pues en cierta ocasión visitó al padre de Enriqueta.

Zarzoso no contestaba, pues la sorpresa parecía haberle paralizado. Seguía mirando con ávidos ojos el retrato y su estupefacción no le dejaba razonar sobre tan inesperada sorpresa. Lo único que se le ocurría era que aquella escena resultaba dramática; una casualidad de esas que sólo se encuentran en las novelas de interés y que algunas veces se reproducen en la vulgaridad de la vida.

Álvarez se alarmaba ante la sorpresa de su joven amigo y no sabía cómo explicársela.

—Pero, vamos a ver, amigo Zarzoso; ¿es que acaso la ha conocido? Vaya, no permanezca usted de ese modo, expliquese con mil demonios.

Don Esteban había perdido la paciencia, pues deseaba que cuanto antes se explicase el joven, comprendiendo que en su extrañeza se ocultaba algo interesante.

Zarzoso salió de su estupefacción.

—Señor Álvarez, ¿dice usted que esa señora se llamaba Enriqueta?

—Sí, amigo mío.

—¿Y cuál era su apellido?

—Baselga. Era la hija del conde de Baselga a quien su tío conoció en circunstancias bien críticas.

—¿Y la hija de esa señora lo es de usted?…

El joven hizo de un modo esta pregunta que Álvarez sintió en su cerebro como un rayo de luz que aclaraba todo el misterio.

—De modo que mi hija, que mi María es…

Y no dijo más, pero Zarzoso habla hecho con su cabeza una señal afirmativa.

Entonces fue a Álvarez a quien le tocó sorprenderse.

¡Oh, poder de la casualidad! El novio de su hija era aquel muchacho que tanto amaba, pues momentos antes había manifestado, como bajo la influencia de su recuerdo, se mantenía puro en el lodazal vicioso de París.

No se dieron cuenta de cómo fue aquello, pero los dos hombres se encontraron abrazados y casi próximos a llorar.

—¡Ah, hijo mío! —dijo Álvarez con voz temblorosa por la emoción—. El corazón habla muchas veces, aunque los materialistas no quieran creerlo, y por eso me fue usted tan simpático desde el primer día en que le vi. Algo encontraba en usted que me atraía y me inspiraba confianza, hasta el punto de que hace pocos instantes me impulsaba a decirle cosas que jamás he revelado ni aun al más amigo.

Los dos hombres, pasado aquel primer momento de emoción y ya más tranquilos, volvieron a ocupar sus asientos.

—¡Oh! Hablemos, hablemos —dijo con expresión de felicidad el viejo revolucionario—. Crea usted que este momento no lo cambio yo por el placer más grande que un hombre pueda experimentar. Esto alarga mi vida unos cuantos años… Diga usted, ¿cómo es mi hija? ¿Cómo comenzaron sus amores? ¿Qué vida hace ahora María? Hable usted con entera franqueza, no escasee detalles. Las cosas más insignificantes resultan de gran interés cuando se trata de un ser querido.

Y Zarzoso animado por la viva mirada de aquel hombre envejecido, que le escuchaba con un interés que emocionaba al par que producía lástima, fue relatando toda la historia de sus amores con María desde que la conoció en el colegio de Valencia, hasta que la vio por última vez en el Retiro, pocos días antes de marchar a París.

Las travesuras de María alegrábanle tanto como le indignaban las imposiciones tiránicas de la baronesa.

¡Oh!, aquel vejestorio de devota tenía una perversidad sin límites y bastante le había hecho sufrir a él en esta vida. Ella y sus amigotes, los padres jesuitas, eran los autores de todas las desgracias que habían afligido al pobre Álvarez, y de ellos forzosamente había de proceder cuanto de malo ocurría a la familia Baselga.

—¿No es verdad, hijo mío —decía don Esteban—, que usted nota en la familia de María un poder oculto que se parece a la mano de la fatalidad? Pues yo creo que esa maldición que sobre ella parece pesar existe únicamente por la baronesa y sus amigos los jesuitas, que deben tener cierto oculto interés en mezclarse en los asuntos de la familia. Los millones a que asciende su fortuna son un cebo más que suficiente para atraer a todos esos monstruos de sotana negra que no reparan en los medios para cumplir su fin. A todos nos han ido devorando. Primero al conde de Baselga, de cuya trágica muerte estoy seguro que ellos fueron los autores, después a la pobre Enriqueta y a mí, cuyos amores voy a relatarle; y últimamente a ese infeliz Ricardo, el fanático hermano de mi amada, al que enviaron a morir al Japón, después de robarle la fortuna. Ahora conviene que esté usted en guardia y no se deje sorprender, pues le perseguirán, ya que la respetable fortuna que aún posee María es más que suficiente para tentar su codicia de bandidos. ¿Duda usted de lo que le digo? ¿Cree usted que estas persecuciones de que hablo son simplemente manías nacidas de la imaginación de un viejo? Si su tío, el doctor, estuviese aquí, él afirmaría, seguramente, lo que yo le digo; pero para que se convenza, basta que yo le cuente la historia de mis amores con mi Enriqueta.

Y don Esteban comenzó a relatar al joven la dramática historia de sus amores, que parecía toda una novela y que causó honda sorpresa en Zarzoso. La figura de Enriqueta, que veía surgir de la relación, dulce e interesante, perseguida y esclavizada siempre por su hermanastra la baronesa, resultábale muy simpática, y sentía por ella un espontáneo afecto, tanto por las penas que había sufrido como por ser la madre de María.

Cerca de una hora duró la relación de Álvarez, y a pesar de esto a Zarzoso le pareció que sólo habían transcurrido algunos minutos, pues escuchaba con tanta atención al padre de María que sus sentidos estaban muertos para todo cuanto le rodeaba.

Al terminar, daban las siete en un antiguo reloj de tallada caja, que ocupaba un ángulo del salón.

A Zarzoso no le cabía ya la menor duda de que don Esteban Álvarez era el padre de María. Lo que sí le causaba profunda extrañeza era que su novia ignorase que existía en el mundo el ser que le había dado la vida y siguiese creyéndose hija de aquel hombre indigno cuyo apellido llevaba.

Ahora recordaba Zarzoso, con la vaguedad del que piensa en un ensueño, que María le había hablado de un hombre que fue a buscarla al colegio y que, en su concepto, era el perseguidor de la familia.

Esto coincidía con las revelaciones de don Esteban Álvarez y sublevaba el ánimo de Zarzoso, que no podía transigir con una infamia tan grande, como era ignorar una hija la existencia de su padre y vivir éste devorado por el vehemente deseo de conocerla.

—¡Oh! Es una feliz casualidad que nos hayamos conocido —dijo Zarzoso—. Siento indignación ante esa trama oculta que ha hecho que una hija desconozca a su padre, y he de procurar por todos los medios hacer que María sepa su origen. Esta noche misma le escribiré todo cuanto ocurre, y ella me creerá, pues tiene en mí la inmensa confiana que porporciona el amor. Ánimo, don Esteban; tal vez no muera usted ya sin recibir ese beso de su hija que tanto anhela.

Álvarez hizo un gesto negativo, como dando a entender que no creía en que un desgraciado como él, perseguido por la fatalidad, pudiese llegar a sentir tan inmensa dicha.

—¡Oh, sí! —dijo con entusiasmo—. Escríbale usted. Dígale que yo soy su padre, que bastará que me oiga para convencerse de ello; pero no tarde usted en hacer tales revelaciones, pues a pesar de que he esperado tanto tiempo me parece que me faltará ahora para experimentar tanta felicidad y que voy a morir antes de sentir tan inmensa dicha.

Después añadió con el acento del que advierte una cosa importante:

—Sobre todo que la baronesa no se aperciba de nada de esto. Ese vejestorio podría estorbar la santa obra de reconciliación que va usted a emprender.

—No se apercibirá de nada, yo se lo aseguro. Tengo el medio de comunicarme directamente con María sin que se aperciba la baronesa. Hay una buena persona que se encarga de proteger nuestra correspondencia.

Álvarez, dominado por aquella emoción que humedecía sus ojos, hacía signos afirmativos con su cabeza, sin saber por qué.

—También le ruego —dijo— que no comunique nada de lo que hemos hablado a ese loco de Agramunt. Para él conviene que sigamos siendo dos buenos amigos y nada más. Es un atolondrado que si llegara a saber que mi hija es la misma mujer a quien usted ama, encontraría el caso muy novelesco y no contento con relatarlo a todos los emigrados, sería capaz de repetirlo en alta voz, en pleno bulevar, para que lo supiera París entero.

Zarzoso sonrió ante aquiella exageración.

—No es charlatán hasta ese punto —dijo—, pero hace usted bien en no tener gran confianza en su lengua. Nada le diré.

—Haremos una excepción en favor de Perico. Ese muchacho, a fuerza de sacrificarse por mí, ha llegado a serme tan indispensable que no puedo guardar con él el menor secreto.

—Sin embargo, no creo que usted le haya hecho saber esa tendencia al suicidio que tanto le agitaba.

Álvarez contestó con un gesto de alegre extrañeza:

—¡Eh! ¿Quién piensa en eso? Esas ideas fúnebres eran las de un padre que se veía alejado para siempre de su hija; pero ahora la cosa ha variado por completo y me siento feliz. Sí, señor, estoy contento como si hubiese encontrado a mi hija después de tenerla perdida cerca de veinte años.

La campanilla de la puerta, que sonó discretamente por tres veces, dio fin a la conversación.

—Es Perico que vuelve del almacén —dijo don Esteban—. De seguro que antes de subir ha conferenciado con la mujer del conserje para enterarse de cómo andaba la comida.

Álvarez fue a abrir y momentos después entró en el salón, mientras que su fiel criado iba y venía por el comedor, dando a entender, con el choque de platos y el retintín de cristales, que se ocupaba en poner la mesa.

Zarzoso se levantó para irse. Quiso detenerlo Álvarez invitándole a que comiese con él para solemnizar su extraño reconocimiento, pero el joven se excusó alegando que Agramunt le esperaba ya a aquellas horas a la puerta del restaurante, y que era hombre capaz de no entrar a comer mientras él no llegase.

Por fin el joven salió de la casa acompañándole hasta la escalera el mismo Álvarez, que parecía remozado con su brillante mirada y su apostura marcial de otros tiempo.

Al pasar por el comedor pellizcó alegremente en un brazo a su criado, diciéndole al oído con risueño misterio:

—¡Ah, Perico! ¡Si supieras!… ¡Si supieras!…

En el rellano de la escalera se despidió de Zarzoso con un fuerte abrazo, y por fin lo dejó ir con la condición de que al día siguiente vendría a comer con él y de que no faltaría ninguna tarde para charlar una horita sobre un tema tan grato como era María; aquella joven en la que se confundían los cariños de los dos: el del padre y el del novio.

En la misma noche, mientras Agramunt se iba a bailar a Bullier, Zarzoso se encerró en su cuarto y escribió a María una abultada carta de ocho pliegos, en la cual, con todas las salvedades que deben emplearse al hacer ciertas revelaciones a una joven soltera, le relataba por completo la historia de su madre, los amores de que ella era hija, y al mismo tiempo hacía una pintura conmovedora del estado de abandono y desesperación en que vivía su verdadero padre, héroe caído, patriota infeliz que languidecía en extranjero suelo, agobiado por la desesperación de tener una hija que no le reconocía, y antes bien le consideraba como a un monstruo.

El joven quedó satisfecho de su obra y al poner su firma murmuró con convicción:

—Seguramente que María dará crédito a cuanto le digo y reconocerá a su padre como a tal. Sería necesario tener un corazón tan duro como el de la fanática baronesa de Carrillo, para no conmoverse ante el espectáculo que ofrece ese hombre infeliz, solo en el mundo y desconocido por el único ser al cual tiene derecho a exigir un poco de cariño. María contestará inmediatamente a esta carta, y tal vez pueda dar al pobre don Esteban un motivo de verdadera satisfacción, una alegría suprema.

Zarzoso fue a comer al día siguiente con Álvarez y desde entonces no dejó de ir todas las tardes a hacerle la visita, en la cual la conversación versaba siempre sobre el mismo sujeto, o sea sobre María.

—¿No ha contestado todavía a su carta? —preguntaba con avidez el infeliz padre.

—Pero ¡por Cristo! Si anteayer salió la carta y aún tal vez no la haya leído María. No sea usted impudente, y ya que tantos años ha esperado, tenga calma por unos cuantos días.

Álvarez bajaba la cabeza con resignación. Era verdad. Su cariño de padre, su ansia por saber el concepto que merecía a su hija, hacíale ser impaciente y ridículo.

De los tres hombres que se reunían en aquella habitación de la calle del Sena, Perico era el único a quien no entusiasmaba gran cosa la joven de la que tanto hablaban el amo y su joven amigo.

Él respetaba mucho a aquella señorita María, a la que nunca había visto. Bastaba para ello que fuese hija del hombre al que adoraba como a un ídolo; pero le profesaba poca simpatía por el hecho de pertenecer a una familia de aristócratas que parecía maldita, pues acarreaba desgracias a todos cuantos la trataban.

Por culpa de aquellos Baselgas había muerto su tía en la cárcel; por ellos también su señorito había pasado por apurados trances y se veía ahora fuera de la patria, y como si no hubiera bastante, ahora salía a plaza aquella María, otra Baselga que renegaba de su padre y le sorbía los sesos a un buen muchacho que prometía ser un gran médico.

Y el rudo ex-asistente, al hablar así, miraba con expresión de lástima a Zarzoso.

¡Pobrete! También sacaría su astilla de mal, ya que había cometido la torpeza de enamorarse de una mujer perteneciente a aquella familia santurrona que parecía dada al diablo, según la facilidad con que sembraba la desgracia a su alrededor.

V. Las hijas de la noche

Empiezan a hacerse más densas y oscuras las sombrías gasas que el crepúsculo extiende sobre las calles de París; comienzan a brillar inquietas las lenguas de fuego del gas, dentro de los faroles o a centellear los blancos focos eléctricos, semejantes a las pupilas de un albino; termina en los cafés la hora de la absenta; empieza el trabajo en los restaurantes, y apenas tal sucede, sobre el asfalto de los bulevares, sentadas a las mesas de los comedores públicos o contemplando con fingido interés los escaparates, mientras miran al mismo tiempo con el rabillo del ojo a los que están detrás aparecen un sinnúmero de mujeres que van solas o formando parejas, mujeres que tienen una existencia particular y rara, a quienes jamás se ve durante el día y que semejantes a las aves nocturnas, como si el sol les incomodara, aguardan las primeras sombras para salir de su madriguera.

París, en las primeras horas de la noche, parece una ciudad invadida por inmenso ejército femenino. Doquiera se dirigen los pasos se encuentran siempre los mismos tipos, aunque presentados en diversas formas. Unas, las de clase más modesta, vestidas extravagantemente con ropa que a la legua delata su procedencia de desecho, se paran en las esquinas devorando el pedazo de pan y de carne que acaban de comprar en la cremerie y que tal vez constituye su única comida diaria; otras que apenas si parecen llegadas a la pubertad, pequeñas, entecas y vistiendo todavía como niñas, saltan y corren por las aceras con grande algazara, gozando en empujar rudamente al pacífico transeúnte que nada les dice; muchas pasan andando con gravedad soberana, vestidas con arreglo al último figurín y dejando tras sí una estela de punzantes perfumes; pero todas ellas miran de igual modo y llevan idéntica expresión en el rostro, lo mismo la que viste de negro con cierto aire monjil y lleva la cabeza descubierta, que la que ostenta el ancho sombrero de alas serpenteadas y ondulantes plumas.

La virtuosa madre de familia, la joven honrada, no se atreven a salir así que cierra la noche, sino del brazo del esposo o del hermano, porque muchas veces las identidades en el vestir producen gran confusión y tremendas equivocaciones.

Esa invasión que nocturnamente sufre la gran ciudad es lo que la deshonra a los ojos del mundo; es la que hace aparecer como centro, únicamente de placeres y vicios, a una población cuyo vecindario en su gran mayoría es honrado, trabajador y virtuoso.

Pero el inmenso número de seres que alberga París, pertenecientes a la clase antes descrita, es suficiente para dar a una capital un carácter poco honroso, que realmente no tiene.

¿Cuántas son las mujeres que en las primeras horas de la noche salen a las calles de París a buscar el sustento a cambio del honor?

Primeramente se imagina que son algunos miles, pero cuando se acaba por ver que apenas hay calle ni establecimiento de recreo de la inmensa ciudad donde ellas no envíen su representación, no se puede menos de creer que, semejantes a los descendientes de Abraham, su número es tan inmenso como las estrellas del cielo o las arenas del mar.

Su cifra espanta y hace pensar con tristeza en que otras tantas son las madres honradas que ha perdido la sociedad.

Este inmenso ejército del vicio se ve diariamente combatido con gran rudeza por la miseria y las enfermedades; en él, la muerte se ceba con una insistencia feroz que no guarda para otras clases, y a pesar de esto, sus filas no se aclaran y en el hueco que deja una que cae para siempre aparece inmediatamente otra que trae todavía en las mejillas el color de melocotón sazonado, signo de salud y robustez que no tardará mucho en perder.

Para que tan incesante reemplazo se verifique en su ejército, el vicio tiene especiales y activos reclutadores, y el más principal de éstos es la atmósfera de corrupción de las grandes ciudades.

Según las observaciones de uno de esos sabios parisienses que se dedican a estudios en la apariencia algo fútiles, pero que en el fondo tienen trascendencia social, de cada diez mil muchachas que anualmente llegan del fondo de los departamentos a la gran ciudad para dedicarse al servicio doméstico, mil vuelven a sus pueblos a los pocos meses por no ser aptas para tal profesión o sentir demasiado la nostalgia de la patria; otras tantas consiguen a fuerza de sisas y economías, por espacio de cuatro o cinco años, reunir tres mil francos con los que compran un marido, garçon de hotel o simplemente visitante de tabernas; unas diez o doce se arrojan al Sena, pues cometen —como diría un parisiense— la insigne tontería de tomar el amor en serio; y las restantes, maleadas por el ambiente de la ciudad, con la conciencia corrompida por los ejemplos que continuamente se presentan a sus ojos, desesperadas de poder reunir la cantidad de dinero que necesita en Francia una mujer para casarse, y seducidas por el espectáculo de algunas que, meses anta, fregaban platos como ellas y en la actualidad visten mejor que sus antiguas señoritas y gastan a todas horas traje de alquiler, se deciden a hacer un cambio radical en su vida y conducta, pasan el Rubicón, que en estas circunstancias representa el honor, y van a engrosar aquellas mesnadas femeninas que atraen la presencia en París de toda la gente rica y corrompida de las cinco partes del mundo.

¡Qué triste historia sintetiza cada una de esas infelices que pasa la vida riendo por las calles y cafés de París! Muchas veces la más descocada e insolente que remedando los ademanes que veía hacer a sus antiguas señoritas ha conseguido darse cierto aire de distinción, y hace creer a sus imbéciles amigos que es hija de un banquero arruinado, de un general perdido por la política, etcétera, es causa de que dos pobres ancianos, allá en lo más ignorado del último departamento y en su miserable choza, lloren noche y día creyendo muerta la hija que salió del pueblo cuando muchacha para ir a servir a París, con las mejillas rojas por el rubor, los ojos bajos y el aire tímido e inocente. Los infelices padres recibían antes todos los meses una carta garrapateada, en la que la niña les decía que su salud era buena y les contaba las cosas de sus amos; pero llegó un mes en que la carta faltó, al siguiente tampoco vino y así fue sucediendo durante mucho tiempo, hasta que al fin los dos viejos fueron a París a buscar a su única hija; pero su intento resultó vano y a los pocos días, asustados del ruido de la gran ciudad, se volvieron a casa para llorar a la muchacha que, según sus deducciones, habría sido aplastada por un coche o se habría ahogado en el Sena. Aquellos infelices lloran sin tregua… y con motivo, pues se conduelen de la muerte de la hija honrada e inocente, y ésta no existe puesto que los virtuosos ancianos nunca querrían reconocer a su hija de ayer en la mundana desenvuelta de hoy.

Historias como éstas hay muchas en la gran ciudad, pues se encargan de formarlas la mayor parte de esas jóvenes que llegan a París cubiertas con ridiculas cofias y mirando a todos con aire serril y salvaje, para al cabo de un año ir por las calles llevándose tras sí centenares de miradas, cubiertas de las más costosas galas que constituyen la última moda y muchas veces salpicando de barro, con las ruedas de su carruaje, a las mismas familias a quienes meses antes les servían la sopa todas las tardes a las seis en punto.

Muchas veces esas mujeres que tal salto han dado en su existencia, rodando de brazo en brazo, encuentran algún poeta que les cante, porque la lira de la juventud, que sólo quiere entonar himnos a la belleza, es poco escrupulosa en cuanto a moralidad, e indudablemente entre las Ninon, las Ninettes y las Lilis a quienes dedicaba sus originales sonetos Alfredo de Musset, el poeta más dulce y más cínico a la par que ha tenido Francia; entre aquellas mujeres que merecían tan hermosas frases y tan aéreos conceptos, las había que poco tiempo antes barrían las escaleras, se llamaban Paulas o Mauricias y no conocían más versos que los estúpidos de los couplets populares.

¡Es triste cosa que un par de trajes elegantes y cuatro ademanes imitados basten para trastornar el seso de un gran poeta, y que su lira rompa deshonrosamente a cantar el vicio y la corrupción!

Pero no es solamente la clase antes indicada la que contribuye a que el vicio tenga siempre un sacerdocio en París, pues éste se ve también engrosado por otros elementos.

Acuden a la gran ciudad, como mariposas atraídas por fuerte luz, desdichadas de todos los países; lo mismo de las risueñas campiñas andaluzas que de los campamentos cosacos; igual de las Repúblicas americanas que de las posesiones europeas de África, y ellas hacen desfilar por frente a esos millonarios que durante el invierno sientan sus reales en los bulevares, todos los tipos, colores y configuraciones de los diversos pueblos de la tierra.

Junto a todas éstas, descuella y se da inmediatamente a conocer la indígena o propiamente parisiense, la que si ha salido más allá de las barreras sólo ha sido para llegar hasta Versalles o Suressnes, y que cree que el centro del universo, a cuyo alrededor giran el sol y todos los planetas, es el bulevar de los Italianos; mujer original y rara a quien gusta todo lo extravagante y que tiene la ágil perversidad del mono, la fatuidad y los discordes chillidos del pavo real y las marrullerías y malas intenciones de un gato viejo.

El tipo de la alegre parisiense es un ejemplar repetido hasta lo infinito, pero siempre con el mismo texto. Su historia es siempre idéntica. Nacen y crecen en una portería o en un sotabanco. La madre vende flores o frutas en un carretoncillo por las calles, el padre trabaja tres días a la semana y en la noche del sábado, después de andar a puñetazos con su mujer por cuestión de mejor derecho para guardar los ochavos, se mete en la taberna, de donde sale el miércoles casi a gatas. La niña, como ya es grande, trabaja en un taller tranquilamente hasta que un día la compañera la tienta a ir por la noche a un baile cualquiera, y allí con un muchacho que empieza su conquista regalándole un ramo de violetas de cinco céntimos y convidándola a un bock, y acaba por enamorarse de aquel tipo delicioso que sabe ponerse el sombrero de canto sobre la nariz, que imita el canto del gallo con exactitud sorprendente, que baila la cuadrilla haciendo el pajarito y que tiene un sinfín de hermosas habilidades, aunque desconoce la más principal, o sea, la del trabajo, pues no falta quien le asegura a ella que el tal ente vive de poner contribución a los afectos de sus enamoradas.

Desde aquel día la muchacha no vuelve a su casa; el padre, entre vaso de vino y copa de kirskic, jura a sus compañeros de la taberna que donde la pille la va a matar; la madre llora y cuenta sus penas a la vecina, y así pasan los meses, hasta que un día la encuentran en el bulevar los autores de sus días, elegantemente vestida, del brazo de un caballero, y… no sucede absolutamente nada, pues al marido le parece muy agradable tener una hija que siempre que le encuentra le da un par de francos para beber y la mujer casi se alegra de que la niña no haya venido a casarse al fin con cualquier muchacho del barrio, que la haga desfallecer de hambre y le administre una paliza semanal.

¡Especial modo de ser el de gran parte de las familias parisienses! Las honradas familias españolas jamás podrán comprender, para fortuna nuestra y de la moral, esa indiferencia afrentosa que se manifiesta aquí entre ciertas clases ante la pérdida del honor.

El espectáculo que ofrecen esas infelices jóvenes, entregadas a una incesante crápula, en la edad de los ensueños y de las ilusiones, no puede ser más triste y desconsolador. Se ven entre ellas rostros francos y hermosos que a primera vista parecen frescos e inocentes, pero que mirados con más detención delatan una fatiga inmensa propia del abuso de la vida; y aquellas bocas, muchas veces plegadas por angelicales sonrisas, se abren para dejar oír voces roncas por el alcohol, que profieren las más soeces frases o los más tremendos juramentos, con una naturalidad abrumadora.

La vida nocturna de esas infelices está de continuo llena de sobresaltos y peligros, pues cuando no las incomoda el vicio con sus más hediondas formas, las persigue la sociedad, que tiene más cuidado en sacar provecho de los seres que viven fuera del mundo de la moral, que en redimirlos de tan degradante esclavitud.

Muchas veces, el transeúnte, de rostro bondadoso, que pasea su bonhomía por las calles durante la noche, se ve de repente agarrado del brazo por una mujer que empieza a marchar junto a él con naturalidad de antiguos amigos. Él, sorprendido, intenta preguntar, pero ella hace que calle, y así andan un poco, hasta que al llegar a cualquier esquina el hombre, que ya empieza a interesarse por adivinar en qué parará aquello, ve que su pareja le abandona y desaparece.

Es que aquella infeliz va perseguida por la policía, que siempre se muestra cruel con el vicio que no da parte de sus rendimientos al Estado, y para salvarse se agarra al brazo del primer hombre que encuentra, lo que la pone a cubierto.

Tan inmensa falange de víctimas de la concupiscencia de una gran ciudad aumenta todos los días. Raro es aquél en que las oficinas de la policía no reciben reclamaciones de dos o tres familias para que busquen otras tantas jóvenes fugitivas del hogar doméstico; pero como no andaría muy medrada la institución que vela por la seguridad pública si tuviera que atender a tan continuas demandas, son pocas las diligencias que se hacen para buscarlas, y a las muchachas emancipadas de la tutela paternal para ser víctimas de las pasiones, les basta mudarse a un barrio de París, algo distante del que ocupan sus parientes, para que éstos no las encuentren en años.

El antimoral ejército que pulula por París tiene dos tremendos enemigos que ametrallan de continuo sus filas, causando muchas bajas: el hambre y las enfermedades.

Cuando el vicio forma las legiones que sostienen su bandera y pasa revista, encuentra muchos huecos en aquéllas. ¿Qué se ha hecho de Tilín, Odilia, Shara, Iseult y Mimí?

Que se lo pregunten al Hospital o al Sena. Las más han perecido a manos de la miseria y sus cuerpos figuran en las mesas de disección de la Escuela de Medicina, y las otras se han suicidado arrojándose al río, porque estaban cansadas de vivir… a los veinte años.

VI. Judith la rubia

Seguía Zarzoso el bulevar Saint-Germain en dirección contraria al Sena a la hora en que los reverberos de las calles acababan de encenderse y en que las tiendas comenzaban a iluminar sus escaparates ante los cuales se detenían los curiosos.

El cielo ceniciento, que como sucia cortina se extendía sobre los tejados, estaba empapado aún con el último y moribundo reflejo del crepúsculo.

El joven médico parecía muy preocupado. Hacía un frío molesto por lo punzante; soplaba un cierzo que parecía herir el cutis como sutil cuchilla; todos los transeúntes andaban apresuradamente con las manos metidas en los bolsillos y arrebujados en sus abrigos y a pesar de esto Zarzoso, como si fuera insensible a los rigores de la estación, caminaba con lentitud, con el gabán desabrochado, el cuello bajo, los brazos cruzados sobre la espalda sosteniendo con desmayo el bastón y la cabeza inclinada, cual si no pudiera resistir la pesadumbre de la inmensa balumba de pensamientos que se agitaba en su cerebro.

Acababa de salir de la calle del Sena, donde había pasado una hora en conversación con Álvarez, si es que conversación podía llamarse a la repetición infinita de una misma pregunta, bajo diferentes formas.

—¿Todavía nada? —preguntaba con ansiedad el infeliz padre.

—Nada —contestaba con lacónico desaliento el novio de María.

Y los dos hombres quedaban silenciosos, mirándose con expresión dolorosa, combatidos por diversos pensamientos, hasta que transcurridos muchos minutos se atrevían a volver a hablar:

—Es extraño ese silencio, hijo mío. —Realmente es muy extraño, don Esteban.

Y así seguía la conferencia de los dos hombres todas las tardes, hasta que por fin, Zarzoso, cansado de la incertidumbre de Álvarez que aumentaba la suya propia, le daba las buenas noches y lo abandonaba.

El joven médico, al salir aquella tarde de la calle del Sena y remontar con aspecto desalentado el bulevar Saint-Germain, iba pensando en que justamente aquel mismo día hacía un mes que había escrito a Maria la carta en que le notificaba el encuentro casual con el que era su verdadero padre.

Esperó seis días confiando en que, transcurrido este plazo, que era el que necesitaban sus cartas para alcanzar contestación, María le escribiría como siempre; pero pasó el tiempo y la carta no llegó.

Zarzoso sospechaba de la Administración de Correos; creía ocurridos los más absurdos incidentes en el viaje de la correspondencia para explicarse de este modo la desaparición de su carta; de todos pensaba mal menos de Maria, y volvió a escribir y a esperar otros seis días mortales, siendo acogida esta segunda tentativa con el mismo absoluto silencio.

Aquello era absurdo, le resultaba imposible, y tanta fe tenía en María, que hasta en algunos instantes creyó que soñaba.

La sospecha de que sus cartas se hubiesen perdido resultaba inadmisible, pues en tal caso María, alarmada por este silencio, se hubiese apresurado a escribirle pidiéndole explicaciones.

Fue aquel mes la época más terrible que en su vida tuvo Zarzoso. Acosó a preguntas al conserje de su hotel y casi lo sometió a un interrogatorio, como si temiera que ocultase las cartas recibidas, bajó al portal a las horas en que solía llegar el cartero para hostigarle con reclamaciones que estaban próximas a originar una pendencia, hasta llegó a ir con Agramunt a la Administración Central de Correos para enterarse de las probabilidades de extravío que tenía una carta de Madrid a París; pero toda su nerviosa inquietud, toda su irritada movilidad, no le sirvió más que para convencerse de que nadie le escribía y que aquel silencio postal tenía su principal motivo en Madrid y no en los encargados de transmitir la correspondencia.

Zarzoso presentía en este silencio un hostil misterio, un poder oculto que había descubierto su amor y trabajaba contra él; pero estaba lejos de adivinar su verdadero significado y de dónde procedía.

El joven, desesperado ya, en vez de dirigirse a su novia, escribió a doña Esperanza, la viuda de López, que era a quien enviaba siempre las cartas. Pidióle explicaciones sobre aquel silencio inesperado, pero éste continuó y su novia no le escribía, tampoco la viuda se dignó darle contestación.

Entonces Zarzoso llegó a desesperarse de un modo que inspiró inquietudes a Agramunt.

Roído por la incertidumbre y agitado por las sospechas, Zarzoso, a los veinte días de aquel silencio, apeló a los medios más extremos.

Con la desesperación del náufrago que se agarra al más insignificante objeto confiando que va a salvarle, creyó que apelando al telégrafo adquiriría mejor resultado que valiéndose del correo, y envió telegramas urgentes, con la contestación pagada, a la viuda de López, sin que por esto lograse romper aquel silencio absoluto y desesperante que le salía al paso apenas intentaba comunicarse con Madrid.

Zarzoso no sabía ya qué hacer para explicarse la causa de aquel silencio.

No había que pensar en la posibilidad de que María no contestase por hallarse enferma. En un número de La Época que leyó en el café de Cluny, encontróse con una reseña de un gran baile, en la que se dirigían elogios a la sobrina de la baronesa de Carrillo, haciendo una descripción dulzona de su hermosura, su gracia y su elegancia.

Además, Zarzoso había pedido noticias a un amigo de Madrid, antiguo condiscípulo de la escuela de San Carlos, en el que tenía absoluta confianza, y éste, que contestó inmediatamente, le dijo haber visto a María en los paseos con el aspecto de siempre, y que en cuanto a la viuda López estaba bien de salud y habitaba la misma casa, que era donde Zarzoso dirigía toda su correspondencia amorosa.

Esta noticia hizo llegar al período álgido el asombro y la desesperación del joven.

No estaban enfermas María y su acompañante doña Esperanza; no había ocurrido nada de particular en su existencia, ¿por qué guardaban, pues, tan inexplicable silencio?

Zarzoso, del abatimiento y de la tristeza comenzó a pasar a la violencia. Escribió cartas en estilo amargo, irónico, casi insultante y las envió a Madrid, sin ser por esto más afortunado ni lograr romper aquel silencio.

Hubo momentos en que acarició la idea de abandonar París y presentarse en Madrid inesperadamente, con el propósito de pedir cuentas a María de su inexplicable conducta; pero el joven experimentaba un pavor infantil al pensar en su tío, y la consideración de que éste podría enterarse de tan extraño viaje era más que suficiente para hacerle desistir.

Enclavado en París, y en aquel aislamiento desesperante en que le dejaba la mujer querida, Zarzoso permaneció un mes entero, experimentando en los últimos días una gran indignación que trocaba su antiguo amor en irritación sorda y terrible contra María.

El joven creía ya haber encontrado, en los últimos días de aquel mes de espera e incertidumbre, la clave que explicaba tan misterioso silencio.

¡Ah, la miserable! ¡La orgullosa aristócrata! La extensa carta que le había enviado su novio dándole cuenta del encuentro con el que resultaba su verdadero padre era el único motivo de aquel silencio absurdo. La condesita se avergonzaba sin duda de su origen; irritábase indudablemente contra su adorador, por haber éste descubierto el misterio de su nacimiento y a ello era debido que, deseando romper unas relaciones que le resultaban ya molestas, se negara a contestar a las cartas de Zarzoso, acabando los amores con tan villano procedimiento.

Así se explicaba Zarzoso el silencio de María, y como cada vez se sentía más atraído por esta solución que había imaginado, comenzaba a considerar con cierto desprecio a su antigua novia, teniéndola por una mujer vulgar, fatua y preocupada por las ideas rancias de su clase.

En esto iba pensando aquella tarde al salir de la casa de la calle del Sena, y se ratificaba cada vez más en sus ideas al notar que don Esteban participaba de ellas, aunque no se atrevía a manifestarlo por miedo a aumentar el desaliento que experimentaba el joven médico.

Cuando éste, dejando el bulevar Saint-Germain, entró en el de Saint-Michel, iba tan preocupado con sus pensamientos que monologaba en voz baja, gesticulando hasta el punto de llamar la atención de los transeúntes más próximos.

—¡Qué engañado estaba! Quien mejor conoce a esa familia es Perico, el antiguo criado de don Esteban. ¡Raza de orgullosos, en la que sólo se encuentran amores nocivos! Ahora veo claro: María es igual a todas las mujeres de su familia, tan orgullosa y falta de sentimientos como su tía la baronesa, sólo que con su carita de ángel y su aparente bondad sabe engañar mejor y ocultar la ruindad de su fondo. ¡Vive Dios! ¡Y que no pueda yo dejar de amarla!… ¡Que no tenga yo la fuerza suficiente para olvidar y permanecer indiferente ante ese silencio abrumador!

Y el joven, a pesar de sus quejas, de sus recriminaciones contra María, reconocíase impotente para combatir aquel amor, que según su expresión había penetrado en él hasta los tuétanos, y tanta necesidad sentía de ser correspondido, que cual el desesperado que no pierde la esperanza de salvarse hasta en los últimos instantes, en su cerebro acababa de surgir la halagadora idea de que María tal vez le habría contestado y a aquellas horas la carta estaba esperándole en el casillero de la portería de su hotel.

Cuando Zarzoso formuló este pensamiento, se encontraba casi a la puerta de su restaurante, situado frente al Luxemburgo.

Dudó algunos instantes. ¿Qué hacer?

Era absurda la esperanza de que le aguardase en el hotel la anhelada contestación de María. En las horas que había permanecido fuera de casa sólo había un reparto de cartas, y en éste rara vez entraba la correspondencia española; por esta misma inverosimilitud de su esperanza el joven se sentía atraído por ella, y al fin se decidió a remontar la calle Soufflot y entrar en su hotel para convencerse de si había adivinado la llegada de la carta. No quería comer agitado por la incertidumbre o halagado por absurdas esperanzas.

Cuando el joven; atravesando la plaza del Pantheón fue a entrar en su hotel, apenas si se fijó en una mujer joven, vestida con bastante elegancia y que estaba parada cerca de la puerta, al pie de un reverbero, y teniendo a pocos pasos un perrillo lanudo y feo que jugueteaba con un pedazo de periódico.

Zarzoso penetró en la portería y lanzó al casillero una ansiosa mirada. La mayor parte de las casillas de los otros huéspedes tenían cartas o periódicos con fajas selladas que demostraban su lejana procedencia; pero en la suya nada absolutamente, la llave nada más colgando con tristeza del clavo, como si sintiera desaliento al verse en tal soledad.

Haciendo un gesto de resignación salió de la portería y al volverse de espaldas para cerrar la mampara de cristales, tropezó con una mujer que entraba resueltamente en el portal. El joven la miró, balbuceando una excusa y llevándose la mano al sombrero.

La reconoció inmediatamente. Era la joven que momentos antes se hallaba al pie del farol de gas y su perro estaba ahora allí, junto a ella, apretándose contra sus faldas como si sintiera temor al penetrar en una casa desconocida.

Era de mediana estatura, de un cutis blanco de transparencia lechosa y lo que en ella llamaba la atención, más que las facciones y las formas de su cuerpo erguido con petulancia, eran los cabellos y los ojos ofreciendo un rudo contraste que inmediatamente saltaba a la vista. La cabellera era rubia, pero de un rubio dorado, oscuro, brillante, que parecía irradiar luz; y los ojos, por un contrasentido de la naturaleza, aparecían negros, rasgados, agrandados aún más por ciertas líneas y sombras del lápiz de tocador, y haciendo recordar los de las circacianas encerradas en el fondo del harem, adivinábase una inmensa malicia: lo mismo sabrían fingir la cándida mirada de la inocencia y del asombro, que animarse y chispear con la excitación brutal de la orgía.

En toda su persona perfumada, que esparcía un ambiente de dulce olor de violeta, notábase algo de original, cierto corte bohemio que la elevaba sobre la vulgaridad de la cocotte.

Vestía con elegancia y, sin embargo, en toda su persona, que respiraba originalidad, notábase la tendencia a huir de la última moda vulgar, de combatir el último figurín, que es siempre artículo de fe para las mujeres parisienses. Su traje de raso, de color malva, transigía un poco con la moda; pero en la cabeza llevaba un artístico chambergo erizado de ondulantes y largas plumas, y los hombros estaban cubiertos por una capa de seda negra que le bajaba hasta los pies en pliegues estatuarios. Adivinábase en aquella mujer, con su aspecto ligero y un tanto fatuo, el fanatismo del arte que absorbe todos los sentimientos y comprendíase que el modelo de sus trajes, en vez de copiarlo de los periódicos de modas, los sacaba de los hermosos retratos de marquesas y duquesas del pasado siglo, que existían en el museo del Louvre.

Como para completar aquel atavío artístico, que resultaba algo extravagante, su cabellera luminosa caía suelta en bucles sobre el cuello de su capa y en la mano llevaba un latiguillo de correa que le servía algunas veces para atar a su perro, pero que casi siempre empuñaba, chasqueándolo con aire de amazona.

Zarzoso, a pesar de su preocupación, no pudo menos de quedarse sorprendido, mirando a aquella mujer tan extraña y hermosa que resultaba original aun en el Barrio Latino, cuna de tanta extravagancia.

—Señora, dispense usted —dijo llevándose la mano al sombrero.

—Gracias, señor —dijo con una voz que por su timbre grave desdecía algo de su tipo de belleza—. Es usted muy amable.

Y la hermosa rubia, sin moverse de la pared, parecía sentir deseos de entablar conversación; pero Zarzoso, poco acostumbrado a tratarse con las mujeres del barrio, seguía sintiendo miedo y por esto se apresuró a saludar, saliendo inmediatamente del hotel.

Estaba el joven a la mitad de la calle Soufflot cuando ya había olvidado a la gentil rubia. La inquietud producida por el silencio de María había vuelto a reaparecer y el joven pensaba nuevamente en su novia, sintiéndose desalentado.

Cuando llegó al restaurante encontró a Agramunt sentado ya a la mesa y hablando amigablemente con un grupo de estudiantes que comían en la mesa inmediata.

—Oye, Juanillo —dijo el catalán cuando el joven médico se sentó a su lado—. Esta noche hay baile de moda en Bullier. Ya sabes, concurrencia distinguidísima. Las cocottcs con más chic del otro lado del río pasarán esta noche ios puentes para asistir a la fiesta y bailar la cuadrilla. Además se dispararán fuegos de artificio, habrá sorpresas; en fin, un gran programa, según me acaban de decir esos chicos que están en la mesa de al lado. El placer armonizado con la economía; entrada, dos francos para los caballeros y gratis para las señoras. ¿Vienes?

—No voy —contestó Zarzoso con mal humor.

—Pues harás mal. Necesitas divertirte para que se te vaya esa melancolía cruel que te devora por momentos. Tampoco hoy hemos recibido carta, ¿eh?… Me lo figuraba; ni al mismo diablo se le ocurre enamorarse de una condesita orgullosa que te ha hecho caso mientras estuviste en Madrid y la divertías con tus miradas lánguidas y tus suspiros, pero que te ha olvidado apenas has vivido algunos meses lejos de ella. Dios sabe cuántos novios tendrá a estas horas la niña. Debes creerme a mí y dejarte guiar por mis consejos, pues aunque no soy viejo tengo experiencia. Diviértete, goza todo lo que puedas y piensa como lo que eres; como un joven de talento que tiene muchos años de vida por delante, y no como un viejo que anhela casarse y constituir una familia. ¿A quién diablos se le ocurre a tu edad tener novias en serio y tomarse tantos disgustos por si ha venido o no una carta de Madrid? ¿Quién te ha de escribir esa carta? ¿Una mujer hermosa? Pues aquí, sin salir del barrio, las encontrarás a docenas y de seguro mejores que aquellas sosas de allá; pues yo, querido, aunque pase por mal patriota, prefiero la mujer francesa. Además, los amores de aquí son algo más sustanciosos y divertidos que los noviazgos de allá, limitados siempre a palabritas dulces, miraditas tiernas y un sinnúmero de señas con las manos desde el balcón a la calle. Créeme, Juanillo, no seas inocente; ven esta noche a Bullier y yo me comprometo a buscarte media docena de novias, superiores a esa que tienes en Madrid y que tan mal se porta contigo.

Zarzoso comía con la cabeza baja, ocultando la sorda irritación que le producían las atrevidas comparaciones de Agramunt, el cual no cesaba de animarle a su modo, intentando decidirle a que fuese al baile de Bullier.

De este modo transcurrió la comida y cuando los dos jóvenes se levantaron de la mesa, Agramunt, con expresión marrullera de cariño, cuyo verdadero significado adivinaba Zarzoso, enlazó su brazo con el de éste y le dijo, con expresión fraternal:

—Vamos, Juanillo, decídete… ¿vienes?

—No, no voy. No seas pesado —dijo Zarzoso con voz en que se notaba la ira.

—Bueno, pues no reñiremos por eso. Te acompañaré a dar unas cuantas vueltas por el bulevar y a las diez te dejaré para que te vayas a casa, a llorar tus desdichas. Yo me iré al baile… ¡Ah!, y ahora recuerdo. Harás el favor de prestarme diez francos por si tengo algún compromiso en el baile. Ya ves, siempre saltan al paso antiguos conocimientos.

Zarzoso sonrió a pesar de la irritación que sentía. Ya había salido al exterior la verdadera causa de aquella expresión cariñosa que momentos antes había mostrado Agramunt. Siempre que su amigo le hablaba en aquel tono era signo de próximo sablazo, cuyo importe le era después devuelto con más o menos retraso cuando el escritor cobraba en la casa editorial.

Zarzoso dio a su amigo medio luis y ambos, encendiendo sus cigarros en el mechero del mostrador, salieron del restaurante.

Bajaron por la ancha acera del bulevar para ir, como de costumbre, a tomar café a Cluny y a los pocos pasos, ante un gran escaparate de camisas y corbatas, vieron a una mujer que parecía mirar con gran atención los géneros expuestos, pero que al hallarse próximos los dos jóvenes, volvió rápidamente la cabeza y se quedó con los ojos fijos en ellos.

Zarzoso hizo un movimiento de sorpresa, sin poderse explicar la causa de ello.

Era la misma mujer de poco antes, la hermosa rubia que había encontrado en el portal de su hotel.

Agramunt tardó más en apercibirse y cuando ya estaba junto a ella fue cuando se fijó, haciendo también un movimiento de sorpresa.

—¡Calla!… ¡Es Judith la rubia!

La joven sonreía como encantada por aquella sorpresa, y al mismo tiempo movía con mano varonil su latiguillo.

—Si, soy yo, ya hace tiempo que no nos veíamos.

Y luego, tendiendo su mano con cierto aire soldadesco, dijo al escritor:

—¿Cómo estás tú, buena pieza?

VII. La primera noche

El reconocimiento fue afectuosísimo. Judith parecía encantada por aquel encuentro, y hasta su perrucho, como si participase de la alegría de su ama, rabitieso y con las orejas rectas, hacía la rosca en torno de los dos jóvenes.

¡Vaya un encuentro!

—¿Y qué es de ti ahora? —preguntaba con curiosidad Agramunt—. ¿Cómo has estado tanto tiempo alejada del barrio?

Y Judith, con su voz hombruna, dando palmadas de compañero en los hombros del escritor y hurgándole en el vientre con el puño de su látigo, siempre que se permitía alguna observación subida de color, iba relatando, con frases incoherentes cortadas por ruidosas carcajadas, la historia de su desaparición del barrio.

—El amor, chico, el amor: esa maldita afición a los artistas pobres y de talento que ha de ser mi perdición, y no me deja hacer carrera como a otras.

Y matizando su puro lenguaje francés con palabras sacadas del Barrio Latino y del de los arrabales, fue relatando su viaje por Bélgica e Inglaterra, que había durado más de ocho meses.

Se había ido de París con un dibujante de Le Monde Ilustré que emprendió una excursión artística por orden de sus editores. El viaje había sido feliz, se arrullaban como dos tórtolas, se amaban con el fuego indestructible de las grandes pasiones, llamaban la atención en los hoteles y hasta en los trenes por aquel amor público que no se recataba y que iban paseando de país en país; pero en Londres surgió la primera nubecilla con motivo de ciertas sospechas de infidelidad que Judith inspiró a su amante con su ligero carácter. Aquella escena de celos fue decisiva.

Chico, aquello fue todo un quinto acto de los melodramas que representan en la Port Saint-Martin. Yo, cansada de sus lamentaciones, le di con este látigo; él me tiró su caja de dibujo a la cabeza; estuvimos pegándonos hasta que entraron a separarnos los criados del hotel, y avergonzada de aquella escena, porque ya sabes que yo soy muy señora y no me gustan los escándalos como a ciertas mujercillas, pasé el canal, y al día siguiente estaba ya en París, con mi Nemo, el fiel amigo de Judith.

El perro, al ser aludido, ladró alegremente, poniendo las patas en las faldas de su ama, la que le contestó con un latigazo.

Zarzoso, a pesar de sus preocupaciones, miraba con creciente curiosidad a aquella mujer original, extraña e incoherente, que interpolaba los más sucios y canallescos vocablos en un elegante lenguaje que parecía de una actriz de la Comedia Francesa, y que, estrambótica en todo, ponía a su perro el nombre del misterioso personaje submarino imaginado por Julio Vene.

Judith afectaba no fijarse en Zarzoso y continuaba su conversación con Agramunt, el cual, dominado por cierta curiosidad, seguía preguntándole:

—Y ahora, ¿estás con Luigi, el modelo italiano?

Esta pregunta pareció contrariar a la joven; pero se repuso y contestó con resolución:

—Con ése siempre. Es otra de mis debilidades. Cuando nadie me quiere voy a buscarle. Pero ahora no estoy con él.

—¿Y qué hacías ante ese escaparate?

—Nada, me distraía. No sé dónde ir: te digo que empiezo a encontrar ya insulso este barrio y si supiera dónde existe una población en que pueda una divertirse más que en París, allá me iría inmediatamente. Estoy aburrida de la vida y el día menos pensado me arrojo al Sena.

—¿Por tercera vez? —dijo con acento burlesco Agramunt.

—No, por cuarta —contestó con gravedad Judith—. Figuro ya por tres veces en el registro de la policía, como salvada por esos cochinos que se arrojan al río para ganar la prima de veinticinco francos e impedir que una mujer se ahogue cuando le dé la gana… Sólo que entonces —añadió con expresión melancólica— era yo tan imbécil que intentaba suicidarme por amor, enloquecida con las perrerías que hacían mis amantes. ¡Qué tiempo aquél, tan feliz y tan estúpido! Ahora que voy siendo vieja, pues tengo veintidós años, mi paladar está tan gastado que ya no encuentro nada que me interese. Podría rodar de brazo en brazo por entre todos los muchachos del barrio, sin encontrar uno que lograse conmoverme.

—¿Y yo? —dijo enfáticamente Agramunt, estirándose el chaleco.

—¡Bah!… ¡Tú! Ni me acuerdo de cómo te conocí. Eres un buen muchacho, pero todos sois iguales. Adoráis por egoísmo una sola noche y después… muchas gracias si os dignáis conocerla a una en la calle. Yo no soy de las que me hago ilusiones ni creo en la felicidad del porvenir. He tenido amantes a docenas; he perdido la cuenta de las camas en que he dormido; en casi todos los hoteles del barrio he dispuesto de un adorador; he tenido a la otra orilla del río hotel y criados; por mí se batieron dos imbéciles americanos que no llegaron a comprender que de ambos me reía; ahí enfrente, en el Luxemburgo, en las tardes de concierto, le han hecho estruendosas ovaciones a Judith la rubia, faltando poco para que la llevasen en triunfo; sé cómo hacen el amor los hombres de casi todos los países; tuve un amante negro que era príncipe heredero en África; en cierta época un vizconde me ponía las medias por las mañanas y un duque viejo me pagaba una suntuosa habitación, con doncella de servicio y groom, sólo porque le consintiera ciertas porquerías que me hacían reír; han hablado de mí los periódicos, y hay un libro muy leído que trata de mujeres galantes y que lleva mi retrato y mi biografía; y sin embargo tengo la seguridad de que el día en que sea vieja, dentro de unos cuantos años, y tenga que vender periódicos en el bulevar, como otras muchas que en su juventud fueron tanto o más que yo, ninguno de vosotros vendrá a darme un sueldo, y hasta tal vez os deis el gusto de saludarme con la punta del pie, como a un perro sarnoso. ¡Ah, cochina vida! ¡Qué harta estoy de ti! Antes que se acabe mi belleza y se vuelvan blancos estos cabellos rubios a los cuales les han dedicado resmas de sonetos los muchachos del barrio, le doy vuelta a la llave de la estufa de mi casa, tapo bien las rendijas de la puerta y muero por asfixia. Lo único que me detiene es que así mueren la mayor parte de las heroínas de folletín y a mí me parece muy burgués eso de insultar a los demás.

Zarzoso oía con asombro a aquella joven hermosa y en apariencia feliz, que hablaba con tanta tranquilidad de su sombrío porvenir y demostraba conocer exactamente su actual situación. Oír a Judith era ser arrastrado por un torbellino loco e ir saltando de sorpresa en sorpresa.

Agramunt no se inmutaba y seguía contemplando a la rubia con cínica sonrisa.

—Estás esta noche muy fúnebre —dijo a la joven—. ¿Es que acaso sientes próximo uno de esos ataques de nervios que te convierten en una loca?

—¡Bah! Déjate de tonterías. Estoy triste y nada más. Esta mañana me he peleado con Luigi y aún me dura la excitación. Pero bien mirado soy una tonta al decir todas estas cosas, pues a nadie le importan mis penas.

Y cambiando rápidamente, su fisonomía volvió a adquirir su sonrisa petulante, insolente y protectora.

—¡Qué!, ¿adónde vais esta noche?

—Yo a Bullier, hija mía. Creo que tú también irás al baile.

—¿Y este señor que tan silencioso está?

Y al decir esto la hermosa rubia se fijó en Zarzoso, al cual hasta entonces había afectado no ver.

—¡Calla! ¡Yo creo haber visto a este caballero alguna vez! ¡Ah, sí! Fue hace poco rato, en el hotel de la plaza del Pantheón, donde entré a hacer una pregunta. Di tú, furibundo descamisado, ¿este señor es amigo tuyo? ¿Es español también?

Agramunt, aludido de este modo, creyó del caso dar a conocer a su amigo, y con exagerada y cómica expresión de gravedad, presentó a Judith al joven doctor Zarzoso, lumbrera científica de la escuela de Madrid y que en la actualidad vivía en París para perfeccionar sus estudios al lado de los más famosos sabios.

Judith, mientras escuchaba las hipérboles de aquel tronera de Agramunt, sonreía a Zarzoso, envolviéndole en una mirada protectora que tenía una expresión casi maternal.

—¡Ah! ¡El señor es médico! Lo celebro mucho. A mí me han gustado bastante los médicos: tuve un amante que lo era.

—Sí, conozco la historia —dijo Agramunt—, aquel que conociste en el Hotel Dieu, cuando intentaste envenenarte.

—¡Bah! No hablemos de cosas tristes. ¿Ibais a alguna parte?… ¿Dices que al café de Cluny? Pues vamos allá. Es un café que no me place, pues sólo van a él burgueses y viejos imbéciles. No es chic el tal establecimiento; pero en fin, nunca viene mal, en medio de las locuras del barrio, darse cierto barniz de seriedad.

Los tres emprendieron la marcha bulevar abajo; pero a los pocos pasos se detuvo ella y dijo con gravedad, afectando los ademanes de una persona sesuda:

—Mirad, hijos míos. Pasaremos la noche juntos hasta la hora de retirarse; pero nada de locuras, ¿eh? Mucha seriedad que es lo que da distinción a una persona. Iremos al café y después al baile con toda la prosopopeya y la sensatez de una familia burguesa. Yo seré la mamá y vosotros los niños. Andad pues, hijos míos.

Agramunt reía como un loco. ¡Oh! ¡Oué gracia tenía aquello!

—¡Mamá! ¡Mamá mía! —dijo dando saltos como un niño en torno de la hermosa rubia y le plantó un sonoro beso en los labios enrojecidos por el bermellón.

Judith, afectando cómica indignación, le contestó con un latigazo en las piernas y los transeúntes se detuvieron riéndose y encontrando que aquella rubia tenía mucho chic.

—Vamos, hijos míos: adelante y cuidado con hacer otra travesura, porque la mamá es muy mala cuando se lo propone. Con este descamisado es imposible la seriedad. Vamos, doctor, usted que es más formal, deme usted el brazo.

Los tres bajaron al bulevar sin que ocurriera ya ningún incidente.

Agramunt abría la marcha moviendo su bastón para hacer saltar al lanudo Nemo y detrás marchaban Zarzoso y Judith sin cambiar una sola palabra. La rubia, erguida, insolente, lanzando a todos lados miradas de soberana, y el joven cohibido, casi avergonzado por aquel encuentro que le obligaba a pasear por el bulevar a una mujer tan llamativa, y asustado por las demostraciones que ésta arrancaba al pasar frente a las puertas de los cafés o junto a las cuadrillas de estudiantes que se paseaban cogidos del brazo.

A los oídos de Zarzoso llegaban un sinnúmero de exclamaciones, que sonaban a sus espaldas, producidas por el paso de la pareja.

—¡Mira, es Judith!

—¡Judith la rubia!

—¿De dónde habrá salido ésa?

—¿Será ése su nuevo arreglo?

—Debe haber pillado algún marqués español.

Y algunos, al verla pasar, canturreaban una canción de indecentes elogios que un coupletista del barrio había compuesto en honor de Judith la rubia.

Esta explosión de popularidad parecía satisfacer mucho a la joven, la cual miraba a todas partes con el aire de una soberana que se pasea entre sus vasallos.

El Barrio Latino era su reino. Allí la conocían todos; la apreciaban, pues raro era el que no había sido agraciado con sus favores, y la joven tenía derecho a exigir aquel homenaje del distrito literario, pues le había sido siempre fiel, negándose a pasar al otro lado del río, donde encontraba siempre la fortuna.

Entraron los tres en el café de Cluny y apenas hubieron tomado asiento en una mesa, Judith se levantó dejando su látigo en el asiento.

—Vuelvo en seguida, hijos míos. Tú, Nemo, quédate aquí.

Y mientras el perro, como si comprendiese su lenguaje, saltaba sobre la banqueta de terciopelo, quedándose en actitud correcta y mirando con gravedad a sus dos nuevos amigos, la joven, dejando flotar su capa de seda y sus cabellos rubios en el aire que producía su ligero paso, salió del café, contenta y sonriente, como satisfecha del asombro que producía en los tranquilos parroquianos de las vecinas mesas, los cuales la miraban escandalizados.

—¿Adónde va ésa? —preguntó Zarzoso, que aún parecía no haber salido del asombro que le produjo aquel encuentro, y de la mala impresión causada por los comentarios que Judith había producido a su paso por el bulevar.

—No lo sé ciertamente —contestó Agramunt—. Pero apostaría cualquier cosa a que se ha metido en ese kiosko de gabinetes de necesidad que existe a pocos pasos de aquí, en el bulevar Saint-Germain. Es una de las rarezas más características de Judith. Pero no vayas por esto a hacer comentarios desfavorables para la chica; no creas que está atacada de continua disentería. Es que en esos kioskos hay siempre un tocadorcillo donde por veinticinco céntimos se encuentran polvos, bermellón y demás artículos de embellecimiento, y Judith es una persona que no puede pasar cinco minutos sin contemplarse a sí misma, para reparar el menor desorden en su belleza. No existe en el mundo idolatría más fanática que la que esa chica se profesa a sí misma. Es un Narciso con faldas; está enamorada de su cuerpo tan por completo que si pudiera les levantaría un altar a sus pechos o a sus muslos. Y se comprende ese cariño, ese amor vehemente a sus propias formas, porque has de saber, querido, que de ellas come en la temporada que está aburrida de los hombres, y no quiere comprometerse con ningún amante, pues entonces se la disputan los pintores y los escultores, que la consideran como la primera modelo de París. ¡Oh! ¡Qué muchacha ésa! ¡Qué Judith! Estoy seguro de que la Saffo que describe Daudet, no era tan notable como ésta.

—Pero ¿quién es ella? —preguntó Zarzoso con curiosidad que pretendía ocultar—. ¿Conoces tú algo de su vida?

Agramunt hizo un gesto de asombro.

¿Quién no sabía en el Barrio Latino la biografía de Judith la rubia? ¡Si hasta figuraba en ciertos libros! Ante todo, había que advertir que la muchacha era judía, como lo indicaba su nombre, y que no había nacido en Francia, pues sus padres eran unos judíos húngaros que habían venido a París a probar fortuna, trayendo consigo a la niña, que tenía entonces seis años. Los padres murieron a los pocos meses de su llegada a la gran ciudad, y la pequeña Judith fue recogida por un matrimonio de obreros que aún vivían en Batignolles y a los cuales iba a ver ahora de vez en cuando aquella bohemia extravagante, pues al encontrarse cansada, tras algunos meses de existencia aventurera, sentía renacer en su pecho un fugaz chispazo de cariño filial.

La muchacha creció terca, voluntariosa y con caprichos que demostraban una imaginación fantástica y desordenada. En cuanto a diversiones, gustaba únicamente de los violentos juegos de los muchachos; odiaba todas las labores femeniles, fueron vanos los esfuerzos de sus padres adoptivos para hacerle aprender un oficio, y a los catorce años, formada, desarrollada y hermosa, con esa precocidad propia de su raza, apareció en el Circo Hipódromo, como ecuyere de última fila en las pantomimas ecuestres.

Pronto su luminosa cabellera flotante al viento, sus hermosas piernas que oprimían nerviosamente el vientre del caballo y sus temeridades propias de muchacho travieso, despertaron una tempestad de hambrientos deseos en los abonados de primera fila, y a la puerta del zaquizamí donde ella se vestía, alineáronse los nuevos fracs, esperando permiso para entrar y ofrecer a la figuranta costosos bouquets de rosas acompañados de proposiciones deslumbrantes.

Los elegantes lobos del Hipódromo, entre el montón de carne gastada del grupo de figurantas habían olido la carne fresca, la virginidad bravia y al mismo tiempo maliciosa de aquel gracioso diablejo de rubia cabellera, y la subasta se acaloraba, los postones empeñábanse en una batalla en que los ofrecimientos subían rápidamente empujados por la competencia, hasta que por fin, una noche, después de una cena en la Maisson Doré, en la que el champaña corrió a torrentes, Judith cayó en brazos de un conde ruso millonario y gastado.

Ya no volvió más al Hipódromo; tuvo un piso en la calzada de Autin, con la servidumbre correspondiente; pero al mes se aburría en aquel gabinete acolchado y mono como una bombonera, y una tarde se fue al Barrio Latino para no volver a salir más de él. Allí estaba en su elemento. Iba a empujones con la juventud vigorosa, brutal e insaciable, que no retrocedía ante las más estrambóticas locuras, y además, en aquella atmósfera de continua crápula al aire libre, se encontraba algo del ambiente científico y artístico que traía consigo la juventud escolar, y que agradecía mucho a la imaginación ardiente de Judith y a su inteligencia de una precocidad asombrosa.

En aquel barrio, haciendo locuras en la calle, rompiendo servicios en los cafés y siendo conducida casi todas las semanas a los cuartelillos de la policía por haberse mezclado, a puñetazo limpio, en las peleas de los estudiantes, Judith fue bien pronto celebre, gozando de una popularidad que la convertía en la primera mujer del barrio, y que hizo que en varias ocasiones de jarana estudiantil la muchedumbre escolar la llevase en triunfo sobre sus hombros por el bulevar Saint-Michel.

Al mismo tiempo que de tal modo labraba su reputación tormentosa en el barrio, adquiría una ilustración tan incoherente como enciclopédica, oyéndosela hablar de los misterios más recónditos de una ciencia, al mismo tiempo que daba a entender que desconocía lo más rudimentario y vulgar de ella. Contábase que cuando cualquiera de sus amantes permanecía en casa estudiando, por hallarse próxima la época de los exámenes, ella le acompañaba, entreteniéndose con gran ahinco en la lectura de los libros de texto, que muchas veces no entendía.

A fuerza de acostarse con los estudiantes de Derecho, hablaba de Justiniano y Papiniano con la misma franqueza que si se tratara de algunos señores que la habían convidado a un bock en el café Vachette; de los estudiantes de Medicina había sacado un incompleto conocimiento del cuerpo humano, que la autorizaba a hablar con tono doctoral sobre las más difíciles enfermedades; mezclaba en su conversación citas históricas, problemas matemáticos y términos de ingeniería; pero su afición predominante, su cuerda sensible, su capricho de todas horas eran los artistas, el arte, y aquella Ecole de Beaux-Art, de la que hablaba con respetuosa admiración.

En este centro de enseñanza, adonde acudían los pintores y escultores del porvenir, Judith era popular, pues no había uno solo de aquellos muchachos melenudos y audaces que no tuviera derecho a su intimidad.

Desde el principio de su estancia en el barrio, le habían enamorado los alumnos de Bellas Artes por su existencia aventurera y su carácter extravagante que tanto armonizaba con el suyo, y esta continua intimidad con pintores y escultores, la habían llevado insensiblemente a convertirse en modelo, profesión que aunque incómoda le gustaba, pues era como un homenaje tributado a su cuerpo, que ella misma tanto idolatraba. Además, necesitaba los quince francos que le daban por sesión, pues una de las rarezas más notables de aquella mujer tan extraordinaria era no admitir de sus amantes otra cosa que el cuarto y la comida.

Recibía como una ofensa el dinero de sus amigos, pues ella se entregaba siempre por amor, y miraba con mayor simpatía a los más pobres entre sus allegados.

Sus caprichos de mujer histérica hacían furor en el barrio.

En una ocasión se enamoró de la antigua estatua del Gladiador que existe en el jardín de Luxemburgo, y pasaba las horas enteras sentada ante ella, contemplando con mirada extraviada por el deseo la potente y armoniosa musculatura.

Un día que en casa de un ropavejero encontró una hermosa copia en yeso de la célebre estatua, la compró por treinta francos y la metió en su cama, pasando la noche entre espantosas convulsiones y rugidos, que asustaron a los vecinos e hicieron que al día siguiente los amigos de Judith rompiesen a patadas el insensible cuerpo del infeliz Gladiador.

Aquella brutal afición al arte, aquella adoración al desnudo y a las correctas y armoniosas líneas del cuerpo humano fueron siempre la perdición de Judith. Pasaba indiferente de unos brazos a otros, sin llegar a preguntarse nunca si estaba realmente enamorada de alguno; se entregaba a todos, porque esto le daba ocasión para lucir la esplendidez de su cuerpo, para enorgullecerse con la admiración que inspiraba y los elogios que le dirigían, y justamente por esto prefería a los pintores, que eran los que mejor sabían apreciar las ondulantes líneas de sus formas.

Rodando de estudio en estudio, conoció al signor Luigi, modelo italiano, avariento, villano y rufián, que se hacía pagar muy bien las sesiones en que mostraba ante el artista su musculatura, que parecía modelada sobre una de las estatuas sublimes de la Grecia clásica.

Aquel bandido napolitano, con su pelo a la romana y su sombrerito calabrés graciosamente abollado, a pesar de que gozaba fama de corresponder a la pasión de las mujeres, sacándoles el dinero y golpeándolas, fue quien logró interesar el corazón de Judith que se fue a vivir con él, y le perseguía agitada por celos furiosos, recibiendo todos sus desdenes y sus injurias brutales con la pasividad que el esclavo demuestra ante el señor absoluto.

La misma mujer, que de vez en cuando, al sentirse aburrida por las agitaciones del Barrio Latino, pasaba al otro lado del Sena para distraerse con la vida elegante, y era la querida desdeñosa de millonarios y altos personajes, tenía su corazón a merced de un tipo despreciable, que con sus golpes, sus latrocinios y sus desprecios vengaba sin saberlo los disgustos que Judith causaba a sus adoradores más distinguidos.

Transcurría a veces un año sin que la joven volviera a juntarse con el modelo italiano, pero siempre le amaba y le buscaba, solicitándolo con aquella loca pasión de la forma artística que en ella era ya una manía. Acogía los desdenes de Luigi con una resignación sin limites; una mirada benévola de él la hacía sonreír, y la menor de sus palabras era para ella como una orden imperiosa.

Agramunt, después de relatar estos amores de Judith con el italiano, se reconocía ya impotente para reseñar lo restante de su vida.

—Mira, chico —decía a Zarzoso—. Yo creo que ni ella misma sabe el número de amantes que ha tenido en esta vida. Muchos la han poseído sin que ella, en la loca prodigalidad de su cuerpo llegara a apercibirse. Yo mismo la tuve en mis brazos después de una noche en que paseamos por el barrio con el estruendo propio de una tempestad, y de seguro que si se lo pregunto dirá que no se acuerda de nada. Ha tenido amores, creo que en todos los distritos de París, y lo más notable, lo sorprendente, es que no obstante siete años de una vida tan agitada y de continuas caricias, su cuerpo está tan fresco como cuando era ecuyere en el Hipódromo; sus formas artísticas de Venus clásica consérvanse intactas a pesar de la continua caricia del vicio, y no parece sino que ese cuerpo de juventud milagrosamente eterna, ha sido bañado en la Estigia para permanecer insensible a las injurias del tiempo y a los contagios de la crápula… ¡Ah, querido! —continuó Agramunt—, si ese perro que está ahí sentado con la gravedad de un senador pudiera hablar, de seguro que nos contaría cosas muy lindas.

Zarzoso escuchaba con atención aquella historia aventurera que le relataba su amigo, y experimentaba tan pronto una impresión de asombro como de asco.

¡Vaya un pingajo la tal Judith, pasada de mano en mano, como un objeto de risa, a lo largo de una cadena de hombres que se perdía en el infinito!

Pero al mismo tiempo causábale cierta impresión atractiva aquella existencia bohemia, y especialmente la extraña dignidad que la obligaba a no recibir dinero de sus amantes.

A pesar de todo esto, Zarzoso no parecía sentir la admiración que demostraba Agramunt al hablar de aquella aventurera.

Él la tenía por un tipo algo interesante, por una mujer estrambótica que únicamente podía vivir tranquila en medio de las locuras del Barrio Latino pero cuya amistad debía evitarse por toda persona seria que deseara entregarse al estudio.

Él tenía ya formado su plan para aquella noche. Permanecería con Agramunt y Judith hasta media hora después, que era cuando comenzaba el baile, y entonces los dejaría, yéndose rápidamente a su casa para entregarse a la lectura de un libro recién publicado.

¡Bien estaría que él pasase la noche haciendo locuras, justamente cuando estaba furioso por aquel silencio incomprensible que guardaba María! No quería exponerse otra vez a la molesta atención de todos, pasando con Judith del brazo por el bulevar Saint-Michel.

Zarzoso reflexionaba, y Agramunt entreteníase en hacer cosquillas a Nemo para obligarle a gruñir, cuando en la puerta del café apareció la ondulante capa de seda y la suelta cabellera de Judith, provocando un nuevo movimiento de curiosidad en los escandalizados parroquianos y furibundas miradas en la empleada que ocupaba el mostrador.

A las diez salieron del café, Judith en medio de los dos amigos y el perro abriendo la marcha.

Zarzoso estaba decidido a despedirse así que llegasen a la esquina de la calle de Souflot y, mientras tanto, marchando a paso lento, escuchaba a la rubia, que con entonación juiciosa y aire tranquilo hablaba de las grandezas del arte, de los pintores Carolus Durán y Bonnat, del escultor Falguieres y de otras eminencias del arte, a los que conocía por su oficio de modelo.

Al llegar frente a la calle que conducía a la plaza del Pantheón, Zarzoso intentó despedirse, provocando con esto un estallido de protestas en sus dos acompañantes.

—¿Eh? ¿Qué es esto? —le dijo Agramunt en español—. ¿Quieres burlarte de nosotros? ¿Te parece que podemos consentir que vayas a aburrirte en el hotel mientras nosotros nos divertimos? Vente a Bullier. Me parece que este encuentro que hemos tenido bien vale la pena de que hagas este sacrificio.

Y al decir esto, agarraba a Zarzoso de un brazo, mientras éste intentaba desasirse, sonriendo ante aquella importunidad.

Judith intervino con la mayor finura:

—Caballero, sea usted amable y acceda a los deseos de su amigo; acompáñenos usted, yo se lo ruego. —Y al decir esto ponía su manecita enguantada en un hombro de Zarzoso y se acercaba tanto a él que le rozaba el chaleco con su pecho recto, firme y turgente, que no llevaba encerrado en las ballenas del corsé, pues ella, satisfecha de su belleza, no usaba nunca esta prenda por estar convencida de que deformaba el cuerpo.

Zarzoso se estremeció de pies a cabera con aquel contacto; pero a pesar de esto volvió a negarse a ir al baile.

—Pues al menos —dijo la joven—, ya que es usted tan testarudo que no quiere entrar en Bullier, acompáñenos hasta la puerta y allí le dejaremos. Vamos; en marcha.

Y enlazando su brazo con el del médico, le empujó con una rudeza que demostraba la fuerza de una antigua ecuyere.

Zarzoso se dejó llevar por Judith, andando ambos con lento paso, mientras que Agramunt iba delante, echando ojeadas a todas las muchachas que pasaban solas, con el deseo de formar una pareja que armonizase con la que marchaba detrás de él.

El escritor no se hacía ilusiones aquella noche acerca de Judith.

Adivinaba que ésta sentía cierto interés por Zarzoso, y él se proponía dejar el campo libre. Le halagaba la idea de que su amigo, a pesar de toda su gravedad, fuese también de los que aquella muchacha arrastrase en su torbellino. ¡Tendría gracia ver a un chico tan preocupado por el silencio que guardaba su novia de Madrid, enamorarse de aquella carne milagrosamente intacta, a pesar del tiempo y del continuo roce y que ningún hombre podía mirar sin sentirse brutalmente atraído!

Él no haría nada por su parte para que Zarzoso cayera en la tentación; pero… ¡allá él!, si es que era débil y la caprichosa Judith tenía deseo de saber cómo resultaba en la intimidad un muchacho austero, casi virgen, dedicado por completo al estudio, con rostro de persona grave y gafas de sabio.

Cuando llegaron a la terminación de la avenida del Observatorio, vieron que la concurrencia en el bulevar iba engrosando y que todos marchaban en la misma dirección.

Al volver un ángulo, apareció Bullier, con su fachada árabe alumbrada por hileras de llameante gas, encerrado en vasos de colores que afectaban la forma de flores exóticas.

Los carruajes de alquiler llegando en veloz carrera deteníanse ante el dentado arco de la puerta, donde la policía iba de un lado a otro para impedir la aglomeración de gente. La turba de ramilleteras y de pequeños vendedores de toda clase de artículos pululaban en torno de la estatua del bravo mariscal Ney, deteniendo a los transeúntes para ofrecer su género.

Zarzoso, al verse junto a la puerta del baile y confundido ya en aquella multitud que pugnaba por entrar, hizo un movimiento de retroceso e intentó desasir su brazo del de Judith, interrumpiendo a ésta en lo mejor de su conversación seria y elevada sobre el arte.

—¡Cómo! ¿Se va usted?

—Sí, señorita. Sólo he prometido acompañarla hasta el baile, y ahora permítame que me retire.

—¡Qué desgraciada soy! —murmuró la rubia—. A mí me gusta mucho el conversar con un señor serio e instruido como usted lo es, y a usted por lo visto no le resulta muy simpático mi trato.

Zarzoso se hacía el sordo y miraba a todas partes, buscando con los ojos a Agramunt, pero no lograba verlo entre aquella multitud. Sin duda el escritor, para complicar más la situación de su amigo, se había escabullido voluntariamente.

—Pero ¿dónde estará ese pillo? —murmuraba Zarzoso.

—¡Oh! Adivino la causa de su desaparición. Sin duda habrá encontrado alguna antigua amiga, y confiando en que usted me serviría de caballero esta noche, nos ha dejado plantados. Esto está muy mal hecho, sí, señor, muy mal hecho; es dejar a una mujer en un compromiso que avergüenza. ¿Cómo voy a entrar en el baile, sola, con aspecto de abandonada y sin un amigo que me dé el brazo?

Lanzó al joven una mirada, de aquellas que se habían hecho célebres en el barrio, por su voluptuosidad irresistible, y con acento mimoso de niña mal criada, murmuró junto a su oído:

—¡Ah! ¡Si usted fuese tan amable que se prestara a ser mi caballero, aunque sólo fuera para entrar en el salón!… ¡Si llevase su condescendencia hasta ese punto!…

Zarzoso intentó resistirse, pero aquel diablejo dorado, que parecía adivinar el punto vulnerable en su armadura de castidad, suplicándole con los ojos, se rozaba marrulleramente contra el chaleco del joven y éste, al sentir el contacto de aquellos pechos duros y vírgenes, iba debilitando su tenaz negativa.

Le pareció que Judith le miraba con cierto desprecio, como si se hallara en presencia de un tacaño que por no gastar dinero en el baile se negaba a acompañarla. Esto dio al traste con toda su austeridad. ¡Qué diablo! Él no era ninguna doncellita pudorosa que por entrar en Bullier perdería su prestigio virtuoso, y además, bien podía meterse llevando una mujer del brazo, pues otros lo hacían valiendo tanto como él.

Estaba decidido, adentro pues; al fin y al cabo aquella noche de loca diversión le serviría para olvidar el silencio de su novia, que tan apenado lo tenía.

Remolcando a Judith, la cual, por su parte, se abría paso con sus puños de acero, atravesaron la muchedumbre que se agolpaba en el despacho de billetes y en el guardarropa, y bajaron la ancha escalinata que conducía al gigantesco salón de baile.

La bulliciosa juventud del barrio se había posesionado de aquel encerado pavimento, obligando a refugiarse en las tribunas a gran parte del elemento elegante y correcto que había venido de la otra orilla del Sena.

Lo que se había anunciado como una fiesta chic, a la que concurrirían los elegantes del centro de París y las princesas de los grandes bulevares, iba a terminar en una fiesta de estudiantes, con todas sus locuras y sus grotescos desvarios.

El salón de baile, al entrar Zarzoso, presentaba un aspecto grotesco y casi infernal. Aquello era un sábado de la Edad Media, con sus danzas diabólicas y su música discordante. La orquesta sólo tocaba cuadrillas, con gran acompañamiento de timbales y platillos, y un inmenso pataleo conmovía el pavimento y hacía trepidar el techo, hasta el punto de que oscilasen los faros de luz eléctrica.

La danza Macabra resultaba tranquila en comparación con la de aquella masa de estudiantes y muchachas, que se agitaban con el deseo de producir un escándalo mayúsculo que espantase a las gentes correctas del otro lado de París que habían acudido a invadir el barrio. Bailaban sin ajustarse a reglas de ninguna clase. Hombres y mujeres se agarraban del brazo y, formando corro, pateaban como locos y echaban las piernas al aire, hasta que por fin llegaba el monomio, nombre que los estudiantes dan a la serpenteante fila que forman agarrándose unos a otros de los hombros, y con sus vertiginosas evoluciones barría el salón hasta en sus últimos extremos, arrojando al suelo a los danzarines.

Zarzoso se detuvo indeciso al pie de la escalinata mirando con cierta inquietud aquel ruidoso aquelarre, mientras que Judith sonreía encantada por aquel desorden para ella embriagador, y dilataba ansiosamente las alillas de su nariz aspirando placenteramente la pesada atmósfera que levantaba el gigantesco pataleo.

A pesar de esto, no tardó en sentir alguna inquietud al ver que muchos de aquellos alborotadores fijaban en ella su mirada de antiguos amigos, y deseosa de no ser arrastrada por el bullicioso torrente y para evitar una ovación de aquella masa que la desconceptuara a los ojos de Zarzoso, le dijo a éste:

—Vamos a las tribunas. Esos locos me conocen y si me ven son capaces de cometer una tontería.

Ya eran varias las muchachas que sobresalían en aquel mar de cabezas y que pasaban de hombro en hombro empujadas por rudas manos, entre ruidosas carcajadas, y mostrando en el aire desnudeces que provocaban comentarios cínicos. Zarzoso reconoció también en el tumulto el blanco chambergo y las melenas de Agramunt, que en aquel oleaje de cabezas iban de un punto a otro. El escándalo y el estruendo eran los elementos favoritos de aquel mala cabeza.

Judith y Zarzoso ocuparon un velador en una de las tribunas y, bebiendo cerveza tranquilamente, vieron cómo entraba un pelotón de guardia republicana, llamado por los inspectores del baile, que se reconocían impotentes para restablecer el orden.

Los alborotadores fueron expulsados, disolvióse el tempestuoso grupo y media hora después se había restablecido la calma y bajaban a danzar o a pasearse sobre el encerado pavimento las cocottes del barrio de Europa o del de Nuestra Señora de Loreto, con los gomosos flamantes, de camelia en el ojal y monóculo en el ojo.

El joven médico bajó también llevando del brazo a su compañera.

La atmósfera voluptuosa del baile se había apoderado de Zarzoso, que estaba completamente aturdido, hasta el punto de no pensar en nada. Judith le hablaba al oído, mareándole con su perfume y diciéndole cosas picantes que le hacían sonreír con expresión de estúpida bondad, y por otra parte aquella orquesta ruidosa, infernal, atronadora, tocando siempre aires canallescos, le atontaba y producía en su cuerpo un deseo de movimiento, de agitación y de escándalo.

Dos horas pasaron vagando por aquel salón que parecía un mundo.

A instigación de Judith, paráronse ante todos los puestos de venta de champaña, donde unas cuantas cocottes retiradas despachaban sus botellas a fuerza de sonrisas, de miradas y de besos, y en cada una de las mesillas apuraron unas cuantas copas de ese vino enloquecedor, suave y fantástico, que es el principal adorno del vicio.

Zarzoso estaba alegre a los pocos paseos por el salón; Judith reía a carcajadas como una loca y únicamente conservaba su serenidad para evitar las miradas y los saludos de los muchos amigos que tenía en el baile.

Preludió la orquesta un vals de Metra, de esos que hacen que los pies se muevan instintivamente, y Zarzoso no supo cómo pasó aquello, pero lo cierto fue que él, que no había bailado nunca, se encontró de repente dando vertiginosas vueltas sobre aquel resbaladizo pavimento y llevando cogida por la cintura a Judith, que era la que, más diestra en la danza, le remolcaba a él.

El joven pensaba, a pesar de las espesas sombras que comenzaban a envolver su cerebro, en que Bullier era un punto bastante divertido y que había sido antes un imbécil al negarse a entrar con tanta tenacidad.

Tenía entre sus brazos aquel cuerpo joven, fresco y erguido que esparcía en torno al ambiente propio de la hermosura, y a pesar de que el champaña embotaba algo sus sentidos, estremecíase al contacto de aquella cintura cimbreante y libre de ballenas que abarcaba con el brazo, y de aquella carne que aplastaba su dureza elástica sobre su chaleco.

Dieron vueltas vertiginosas mientras duró el vals, sin fijarse en que Agramunt, ocultándose tras las columnas, y esquivando su encuentro, reía ruidosamente con la estúpida carcajada de la embriaguez de vino y escándalo, al ver a su amigo el doctor, siempre tan grave y austero, dando vueltas como una peonza, arrastrado por los forzudos brazos de Judith.

Ésta sentíase acometida de todos los caprichos, y llevaba tras sí a Zarzoso, que mareado por el champaña y por el contacto de aquella carne que a tanta gente había enloquecido, la obedecía como un colegial.

Al terminar el vals, la rubia compró cuantas chucherías se vendían en el baile, jugó en el billar romano y en cuantos aparatos se habían colocado en el salón para arrancar el dinero a los concurrentes, y Zarzoso a cada punto tenía que sacar su portamonedas sosteniendo verdaderas batallas con Judith, que ya le tuteaba y se empeñaba en pagar ella misma, siempre fiel a su decisión de no tomar el dinero de sus amantes.

La orquesta preludió la última cuadrilla del baile, que es siempre la más tempestuosa, y Zarzoso, llevando agarrada de la cintura a su compañera, colocóse en un corro en el centro del cual iban a bailar las cuatro cancanistas más famosas en la opuesta orilla del Sena. Eran muchachas de aspecto agranujado, que parecían conservar aún en sus personas el ambiente de los mercados o de la portería donde habían pasado su niñez, pero que se presentaban con costosos sombreros, cubiertas de seda y haciendo centellear a cada uno de sus movimientos el irisado reflejo de numerosos brillantes.

Nunca había visto Zarzoso bailar la cuadrilla con tanto cinismo, con tan tranquila desvergüenza. A los pocos compases, de entre las blancas nubes de almidonadas enaguas, surgían las veloces pantorrillas cubiertas con medias negras cuya seda marcaba el suave y abultado contorno de los músculos de las bailarínas: pero aquello fue sólo el preludio, pues conforme la atropellada música aumentaba en viveza extremábanse las actitudes del baile, hacíanse más cínicos y descocados los movimientos y las faldas moviéndose de un lado para otro, arremolinándose como el empuje del torbellino de aquella tempestad musical, dejaban al descubierto los pantalones de encaje de traidora sutilidad, mil veces más inmoral que el franco desnudo, pues aumentaban la excitación y el deseo, con la rosada carne que transparentaban y las sombras que dejaban entrever.

Aquel descocado espectáculo era para Zarzoso como la chispa que hacía estallar la mina de su continencia. Los deseos, dormidos durante tanto tiempo dedicado a la ciencia y a un amor puro y espiritual, despertaban ahora hambrientos y poseídos de salvaje furia, reclamando su parte por el tiempo que habían permanecido inactivos y como muertos. Experimentaba el joven escalofríos extraños y oprimía convulsamente la cintura de Judith, crispando su mano sobre la tela, como si pretendiera rasgarla para llegar a la carne anhelada.

La rubia le miraba fijamente, sonriendo con malicia, y fingiendo cómica extrañeza, exclamaba:

—Pero ¿qué es eso, niño? ¿Qué atrevimientos son éstos? ¿No hemos quedado antes en que yo era la mamá?

—¡Vámonos! ¡Vámonos pronto de aquí! —contestaba Zarzoso con acento de ardiente súplica y con una voz que apenas se le oía, pues tenía la boca seca y parecía que la lengua iba a pegársele al paladar.

Terminó el baile y la gente comenzó a salir del salón. En el guardarropa, mientras Zarzoso se ponía su gabán y ayudaba a Judith a colocarse la capa de seda, apareció Agramunt, que se mostraba furioso por habérsele escapado una conquista que creía ya realizada.

Los tres salieron a la calle y allí no tardó en reunírseles Nemo, perro discreto y bien educado, que de antiguo tenía la costumbre de esperar a su ama a la puerta de Bullier en las noches de baile.

El fresco de la noche pareció disipar un tanto la embriaguez de los tres; pero esto no les impidió seguir haciendo locuras, pues la fiesta iniciada en Bullier continuaba sobre las aceras del bulevar. Los grupos de hombres y mujeres cogidos del brazo y en fila, andaban a saltos, cantando a grito pelado a pesar de las reconvenciones de las parejas de policía, y de una a otra acera cruzábase un tiroteo de chistes y de insultos, dichos sin dejar de reírse y con voz atronadora que despertaba a los vecinos pacíficos.

Judith estaba encantada por aquella noche que le resultaba muy divertida. Reía, cantaba couplets y lanzaba el grito de moda en el barrio a los que iban por la acera opuesta; pero no soltaba el brazo de Zarzoso, al que dirigía voluptuosas miradas, y dos o tres veces que Agramunt se atrevió a pellizcarla con disimulo, le contestó con un latigazo.

Al llegar a la entrada de la calle Soufflot, reuniéronse los tres para celebrar consejo. Judith hablaba de irse sola a su casa para dormir, pero lo decía de un modo tan débil y vago que daba a entender que en lo que menos pensaba era en esto.

Agramunt, que tratándose de fiestas y de jolgorio era un atroz e incansable apuracabos, habló de comprar una botella de un Marssala notable que vendían en una taberna del barrio y algunos pasteles, para ir a acabar la jornada en el hotel de la plaza del Pantheón.

Judith, que hablaba de retirarse, aceptó inmediatamente.

—Bueno, hijos míos, iremos a vuestra casa; pero por una hora nada más. Así que toquen las dos me voy a mi casa. Hay que tener buena conducta, pues esto da distinción… ¡Tú, descamisado! —continuó dirigiéndose a Agramunt—. No me pellizques las piernas o de lo contrario te cruzo la cara con el látigo.

Agramunt se fue a comprar la botella y los pasteles, diciendo que ya los alcanzaría a los dos, y la pareja, precedida por el perro, comenzó a subir con lento paso la calle Soufflot.

Zarzoso parecía un imbécil, pues demostraba no darse cuenta de lo que le sucedía. Caminaba al lado de Judith llevándola siempre agarrada por la cintura, y el perfume de la hermosa rubia y sus miradas de fuego parecían aumentar la ebullición del champaña que tenía en el estómago, y cuyo humo se le subía a la cabeza.

En aquella embriaguez de deseo, apenas si se había enterado del plan propuesto por Agramunt, y lo único que sabía es que iban al hotel. Esto le hacía reflexionar en su excepcional estado, mientras que Judith caminaba canturreando, apoyada la cabeza en su hombro y rozándole la nariz con las plumas de su sombrero.

¿Iban al hotel? No tenía inconveniente en ello; pero la fiesta no sería en su cuarto, sino en el de Agramunt. Sobrevivía en el joven, a pesar de su embriaguez, un resto de pudor, de consideración para sus antiguos amores y no quería que sirviese para una escena de crápula aquel cuarto donde tan puramente había soñado y donde gozó inefable placer escribiendo a María y leyendo las cartas de ésta.

Pasaron la parte de la calle de Soufflot ocupada por los ruidosos cafés estudiantiles, y al llegar a aquella donde los gigantescos y cerrados edificios oficiales proyectaban densa sombra, Judith inclinóse con mayor desmayo sobre el hombro de su joven acompañante, esperando que la oscuridad alentara a éste para un atrevimiento cualquiera.

Zarzoso seguía caminando como un sonámbulo y, obsesionado por la misma idea fija, con la tenacidad de un beodo.

No, aquella fiesta de última hora no sería en su cuarto. Ya que Agramunt era quien la había propuesto debían reunirse en su habitación, en aquella buhardilla donde no existían recuerdos sagrados y por donde había desfilado toda la carne femenil, gastada y en venta, que existía en el barrio.

Pero sintió en sus labios un suave roce que le hizo volver en sí, abandonando sus pensamientos. Era que Judith, cansada de esperar un beso que no llegaba, había tomado la ofensiva y removía la sangre de aquel pazguato con sus caricias de fuego, que parecía imposible fuesen fingidas.

Zarzoso sintió, como si en su interior se rompiera algo y un torrente de lava inundara sus venas, y trémulo por la pasión buscó entonces la boca de Judith.

Fue aquello como un tiroteo de besos. Se olvidaron de que estaban en la calle, y que aún había en ella transeúntes, y con las bocas pegadas como si no pudieran separarse, pasaron ante el cuartelillo de policía, sin fijarse en las risas de los agentes, y cruzaron la plaza del Pantheón sin mirar la estatua de Juan Jacobo el filósofo que en su juventud había tenido muchas escenas semejantes a aquélla.

En la puerta del hotel se les reunió Agramunt, que llegaba apresuradamente con la botella y los pasteles. Hubo discusión entre los dos amigos sobre el cuarto donde sería la fiesta, y Agramunt, apoyado por Judith, y fundándose en que la habitación de Zarzoso era más grande y confortable, decidió no pasar del segundo piso.

Subieron la escalera cautelosamente, con paso de ladrón, para no despertar a los vecinos, pues Zarzoso, en un resto de su austera dignidad, no quería que en el hotel se apercibiesen de que por la noche tenía mujeres en su cuarto.

Al entrar en éste, Judith arrojó su sombrero sobre la cama, y Nemo, con impasibilidad filosófica, se introdujo bajo de ella, como perro de pocos escrúpulos y acostumbrado a tales escenas.

Agramunt colocó sus provisiones sobre la mesa, y, mientras tanto, la rubia curioseaba, mirándolo y tocándolo todo, y buscando sorpresas hasta en el último de los rincones.

Después se sentó entre los dos amigos, y atacó un pastel con la furia de una niña golosa, tomando cuantas copas le ofrecían sus compañeros. Zarzoso, por espíritu de imitación o instintivamente, buscaba también a cada momento la botella, y de esto resultaba que el más sereno de los tres era Agramunt, quien, por su parte, no se sentía muy seguro sobre los pies.

Judith sonreía con aire bondadoso, y hablaba del amor y de la amistad, conmoviéndose a sí misma hasta el punto de que los ojos se le empañaban de lágrimas.

A cada instante decía que iba a irse, pero no se movía del asiento; antes bien, aseguraba que en aquel cuarto se estaba perfectamente y avanzaba su cabeza hacia Zarzoso, con aire de gata enamorada, para que continuase la, interrumpida serie de besos.

De pronto se levantó de un salto y fue a colocarse ante la clara luna del armario-espejo, encendiendo las dos bujías de sus ángulos y acercando el quinqué para que su luz diese de lleno.

Parecía abstraída, ensimismada en su propia contemplación; no oía lo que le decían, y se fijaba en sus facciones con tenacidad, como si pretendiera encontrar en ellas un nuevo encanto. Se arreglaba los rizos de su cabellera, cruzaba los brazos sobre su nuca desperezándose y tomando graciosas actitudes de estatua, e iba ensayando todos sus gestos de modelo, sonriendo una veces maliciosamente, como un tipo de elegante acuarela, y mirando otras al cielo con la mística expresión de un personaje de pintura sagrada.

Agramunt reía por lo bajo, sabiendo por experiencia lo que iba a ocurrir, y tocando con su codo a Zarzoso, que estaba abstraído en la contemplación de aquel hermoso cuerpo, en tan diversas actitudes, le dijo por lo bajo:

—Pronto vendrá lo bueno. Esa chica, con su manía de contemplarse y adorarse a sí misma, no puede ver un espejo sin que se plante inmediatamente ante él. Ahora ensaya los gestos y las actitudes, pero antes de cinco minutos ya se habrá desnudado para contemplarse las carnes.

Y así ocurrió efectivamente. Judith, sin dejar de mirar el espejo, como si estuviera hipnotizada por aquella luna brillante con el reflejo de tanta luz, comenzó a desabrochar su corpiño con cierta inconsciencia, cual si cediera a la fuerza de un deseo supremo.

La chaqueta y la chambra cayeron al suelo; desabrochó las hombreras de su camisa, aflojáronse las ataduras de su talle, y de repente, con un movimiento instintivo, como una náyade que al alcanzar la playa se sacude el manto de espumas y de algas, todas aquellas ropas se deslizaron a lo largo de sus piernas, deteniéndose en las rodillas, y salió a la luz aquella carne maciza, viciosa y que sin embargo suavizada por las líneas de correcta ondulación y por las tintas lechosas y sonrosadas, despertaba más la adoración artística que el vehemente deseo sensual.

Un bucle de sus cabellos, semejante a una serpiente de oro, saltaba sobre los hombros para descansar sobre aquellos pechos turgentes y reducidos que se erguían con cierta fiereza; la espalda sólo se veía a trechos, cubierta en parte por la revuelta madeja de brillantes cabellos, y el vientre, pequeño y deslumbrante por su blancura, lucía como una luna de hermosura, surgiendo sobre una mancha de sombra y las revueltas nubes de tela que envolvían las piernas de la modelo.

La luz, corriendo a torrentes sobre aquella piel de raso, daba al cuerpo de Judith todas las entonaciones del blanco; desde el blanco lechoso y sólido de la flor de almendro, hasta el blanco dorado de la camelia.

Judith parecía embriagada en su contemplación y por sus labios entreabiertos vagaba una sonrisa de triunfo, de orgullo y de majestad.

Se creía Venus surgiendo de las espumas del Océano, y el satén de su cutis erizábase con ligeros escalofríos, como si sintiera la fría caricia de las gotas del agua salada.

Era aquello una borrachera de orgullo al verse tan hermosa; una profunda satisfacción al pensar en las miradas ávidas que tenía a sus espaldas, contemplándola con apetito salvaje, y, al mismo tiempo, como todo era extraño en aquella extravagante criatura, a su fatuidad de cocotte, uníase el entusiasmo artístico, la ansia vehemente de ser útil al genio; y contemplando con mirada amorosa sus pechos semejantes a cerradas magnolias, su vientre de suave curva y el hermoso rubio de su pelo que brillaba con más intenso fulgor entre tanta blancura, murmuraba melancólicamente:

—¡Rubens! ¡Oh Rubens!… ¡Si me hubieses conocido!

Pero la cruel realidad vino a sacarla muy pronto de su entusiasmo artístico.

Agramunt la pellizcó suavemente más abajo de la espalda y ella se volvió sonriente, creyendo encontrarse con la mano de Zarzoso; pero al ver que era el periodista el autor de la broma, púsose furiosa y le gritó:

—¡Tú, pequeño Marat! Márchate a dormir a tu cuarto. Aquí estorbas. No permito bromas esta noche más que a ése, que es para quien me desnudo. ¡Largo! ¡A la calle en seguida!

Agramunt acogía con risotadas la indignación de aquella muchacha que, desnuda, iba de un lado a otro buscando el látigo para despedirle a golpes; pero comprendiendo que era muy cierto aquello de que estorbaba, cogió su palmatoria, y después de dar una vuelta por el cuarto canturreando la marcha nupcial del tercer acto de Lohengrin y de desear a los dos muy felices noches, salió al pasillo y emprendió su ascensión al último piso, mientras que Judith, abalanzándose a la puerta, corría el cerrojillo.

Zarzoso no se había movido de su asiento; estaba asombrado, con la mirada vaga, como si todo aquello fuese un sueño que se desvanecería apenas despertase.

VIII. Nuevas caídas

Cuando los relojes de la quinta Alcaldía de París y de la iglesia de San Esteban del Monte lanzaron en el ancho espacio de la plaza del Pantheón las campanadas que anunciaban las ocho de la mañana, Zarzoso, que no estaba ni dormido ni despierto, pues se hallaba bajo la influencia de una pesada modorra, se incorporó con violento impulso, y una vez sentado en la cama, lanzó una mirada de asombro a su cuarto, que no le parecía ya el mismo.

Sentía un violento dolor de cabeza, como si sobre su cerebro gravitase la gigantesca masa del vecino Pantheón, notaba cierta torpeza en los ojos, viéndolo todo turbio, y su lengua, inflamada y pastosa, parecía estorbarle dentro de la boca, seca a consecuencia de lo mucho que había bebido la noche anterior.

Tardó bastante tiempo en darse cuenta del lugar donde estaba, pues su cerebro, entorpecido por los excesos, discurría con dificultad.

Parecíale al joven que acababa de despertar de un sueño cataléptico que había durado algunos meses a juzgar por la dificultad que encontraba en ir recordando lo ocurrido antes de acostarse.

Un ruido que sonó dentro del cuarto le trajo a la realidad.

Junto a la ventana, por entre cuyas cortinas se filtraba el sol trazando arabescos de oro sobre la charolada madera del pavimento, un perro feo y lanudo jugueteaba con un zapato. La vista de aquel animal trajo rápidamente a Zarzoso a la realidad. Entonces fue cuando se dio cuenta de que sus piernas, bajo las revueltas sábanas, rozaban algo que despedía suave calor, y volviéndose contempló la misma cabeza que creía haber visto en sueños, y que estaba allí, sobre la almohada, menos hermosa que la noche anterior; con el cabello en enmarañada madeja, las correctas facciones contraídas por el estertor de un brutal ronquido, los polvos de arroz apegotados en un extremo de sus mejillas, y el bermellón de sus labios extendiéndose más allá de las comisuras de su boca.

Zarzoso experimentó una inmensa decepción. Parecíale que desde muy alto caía y caía hasta hundirse en el cieno de un charco sin fondo, y sintió tentaciones de llorar como una virgen deshonrada, al ver que de un modo tan estúpido, en una noche de embriaguez, había perdido su prestigio de amante casto y de joven de costumbres austeras, encanallándose con aquel pingajo de carne hermosa, que había rodado durante siete años por todas las camas del Barrio Latino.

Sintió rabia contra su propia debilidad, indignóse por lo fácilmente que había caído y murmuró, bajando su frente, en la que se extendía el rubor al pensar en Madrid y en aquella mujer sencilla y pura, a la que todavía amaba:

—¡Muy bien, señor Zarzoso! Puede usted estar satisfecho de su conducta. En vez de estar triste y desalentado por el silencio de María, pasa usted la noche emborrachándose como un píllete, y por añadidura se entrega en brazos de la primera perdida que le sale al encuentro.

Y como si le produjera inmenso asco el contacto de aquel cuerpo de raso que calentaba toda la cama, saltó inmediatamente de ésta y resumió todo el furor que sentía contra sí mismo, con estas amargas palabras:

—Ya no eres el mismo de ayer. Ahora eres un canalla.

El despertar de aquella noche de amor fue terrible. Entre los dos amantes existía un visible despego, una falta de franqueza que hacía la situación pesadamente embarazosa.

Judith, después de saltar de la cama, iba de un punto a otro del cuarto, canturreando y afectando alegría, mientras hacía su toilette.

El joven, molestado por la presencia de aquella mujer, que evocaba en él impulsos brutales, y a la que hubiese dado golpes de muy buena gana por vengarse de la caída que le había hecho sufrir, fumaba en un rincón del cuarto, acogiendo con sonrisas que daban miedo cada una de las caricias y los mimos que Judith pretendía hacerle.

Ésta se vistió con gran prontitud, pues, según manifestaba, la estaría esperando un artista, con el que se había comprometido a servirle de modelo en un cuadro que representaba a Clemencia Isaura, en su poética corte de amor; pero no debía tener gran prisa en acudir a la cita, por cuanto rogó a Zarzoso que la convidase a almorzar.

El joven accedió de mala gana, pues le resultaba pesada en extremo aquella aventura y deseaba separarse de Judith cuanto antes.

Salieron del hotel cogidos del brazo, y las miradas de asombro de la dueña del establecimiento, que estaba en su despacho en la portería, atormentaron a Zarzoso que veía en una noche destruida su fama de hombre serio y de costumbres arregladas.

Al atravesar la plaza del Pantheón, los carruajes engalanados de un cortejo nupcial deteníanse ante el palacio de la Alcaldía del quinto distrito.

Judith sonrió maliciosamente, y haciendo un gesto de asombro afectado, exclamó:

—¿Y aún hay quien se casa?… ¡Qué asco!

Estas palabras aún la hicieron más antipática a los ojos de Zarzoso.

El almuerzo resultó muy violento para el joven. Entraron en el mejor restaurante del bulevar Saint-Michel; un establecimiento serio, en el que no dejó de causar cierto escándalo el subversivo aspecto de Judith, la cual, sin fijarse en el efecto que causaba, hizo toda clase de habilidades para llamar la atención de los parroquianos y de la servidumbre.

Zarzoso estaba avergonzado por una compañía tan ruidosa, así es que vio el cielo abierto cuando llegó la hora de pagar y de despedirse sobre la acera del bulevar.

Judith se alejó de él enviándole besos con sus dedos, lo que hacía detener a los transeúntes, y aun retrocedió varias veces para rogarle que no faltase aquella tarde, a las seis, en el café Vachette, donde volverían a reunirse para pasar una noche tan alegre como la anterior.

—Puedes esperarme sentada —decía Zarzoso al alejarse—. Una vez y no más. Bastante siento la infame caída de esta noche.

Zarzoso pasó todo el día melancólico, malhumorado y sin saber qué hacer, pues no se sentía con la suficiente fuerza para ir a la clínica. Paseó en el Luxemburgo hasta las cinco, y como ya anochecía, viendo que en el vecino bulevar los cafés comenzaban a poblarse de gente que tomaba la absenta, temió que Judith surgiera a su paso para atraparle, y se dirigió a casa de Álvarez con el intento de pasar allí unas cuantas horas, proponiéndose después el ir a comer y acabar la noche al otro lado del río, donde tenía la certeza de no encontrar a aquella sirena del vicio.

Zarzoso, desde su caída, parecía que llevaba dentro de sí un principio fatal que envenenaba su existencia, le hacía estar violento en todas partes y no le permitía hablar con la misma franqueza e ingenuidad de antes.

Su visita a don Esteban resultó muy dolorosa para el joven.

Estremecíase de miedo y sentía inmensa vergüenza al pensar lo que diría aquel hombre envejecido, si supiera que un joven que parecía tan enamorado de su hija María, pasaba la noche como un libertino y metía en su mismo cuarto una mujer que escandalizaba el barrio.

Por una coincidencia, pero que hizo aumentar más aún la turbación de Zarzoso, Álvarez, que estaba apenado por el silencio de su hija, comenzó a hablar mal de ésta, al mismo tiempo que hacía la apología de su joven amigo.

—Sí, señor. Es una infamia eso de dejar sin respuesta las cartas de usted, rompiendo de un modo tan villano unas relaciones de amor que parecían tan fuertes. ¿Quién podía esperar tal cosa de mi hija? ¡Cuán pronto olvidan las mujeres sus juramentos de amor! Por eso exclama con razón Shakespeare: «¡Fragilidad!, tú tienes nombre de mujer». ¡Abandonarlo a usted, de ese modo; a usted, que es un joven honrado, probo y de costumbres puras, condición que hoy es casi ya imposible de encontrar!…

Zarzoso, alarmado por estas palabras que resultaban un sarcasmo en tal situación, miraba fijamente al padre de María, sospechando si éste se burlaba de él. Pero no tardó en convencerse de que Álvarez hablaba con franqueza, pues siguió diciendo así, con acento de desesperación:

—Y lo más triste es que yo soy el autor de ese infortunio que usted sufre. ¡Qué mala idea tuve yo al rogarle que manifestase a María su origen y quién era su padre! De seguro que su silencio no reconoce otra causa que esta indiscreción. ¡Oh! Es muy amargo el decirlo; pero para las jóvenes que al tener uso de razón se encuentran en alta esfera, resulta muy difícil el reconocer su verdadero origen y al que les dio el ser, si es que éstos son humildes. Tales descubrimientos, que hieren su amor propio, las sublevan, las indignan y son más que suficientes para que el cariño se trueque en odio. Sí, vuelvo a repetirlo: María le ha abandonado a usted por haberle dicho que yo soy su padre, y que usted es amigo mío. Hay para desesperarse al considerar que uno hace el mal sin saberlo, y que, viejo ya, solo e inútil, todavía sirve para matar la felicidad de un joven como usted, para labrar su infortunio.

Álvarez demostraba tal sentimiento por la culpabilidad de que se hallaba convencido; era tan vehemente su desesperación que conmovido Zarzoso, estuvo varias veces próximo a interrumpirle, para contarle todo lo que ocurría.

El autor del rompimiento amoroso era ahora él mismo. Ya no podía exigir explicaciones a María por su conducta, pues se sentía manchado y tenía, en su conciencia de hombre puro, un remordimiento que le hacía reconocerse como indigno para aspirar a la mano de una señorita honrada.

Pero Zarzoso no se sentía capaz de tan suprema franqueza y calló, dejando que Álvarez se sumergiera en la desesperación que le causaba el haber intervenido indirectamente en los amoríos de los dos jóvenes.

Cada uno de los elogios que don Esteban hacía de su joven amigo era para éste como una puñalada en la conciencia, y por esto, no pudiendo sufrir tan incesantes tormentos, se apresuró a despedirse, y marchando a la casa editorial donde trabajaba Agramunt pasaron ambos amigos el río y fueron a terminar la noche en la Grande Ópera.

El catalán se reía del temor que Zarzoso mostraba al pensar que podían encontrarse con Judith, y con su ductibilidad de buen amigo se prestaba a encargarse de romper aquellas relaciones de una sola noche.

Transcurrieron cuatro días sin que el joven médico, que no salió del Barrio Latino, viera por parte alguna la rubia cabellera de Judith. Esta ausencia le tranquilizaba: Judith no era importuna, y además debía haber comprendido que no tenía en él un adorador loco, y tal vez por estas mismas consideraciones, por la seguridad que comenzaba a abrigar de que la rubia no iría en su persecución, pensaba en ella más de lo que le convenía, y a pesar de todos sus esfuerzos mentales, no podía desechar de su memoria el recuerdo de aquella noche tormentosa, con sus placeres delirantes que recordaba con la misma vaguedad que las escenas de un ensueño.

Aquel encuentro vicioso había dejado en él una levadura de brutalidad lasciva, y a esto atribuía Zarzoso el raro fenómeno que experimentaba, pues a pesar de odiar a la hermosa rubia y de estremecerse al pensar que ésta podía volver a su cuarto, complacíase sin embargo en ir recordando las escenas de tal noche, y su carne se estremecía de placer al pensar que podía repetirse la embriaguez amorosa.

Estaba Zarzoso ocupado en leer un libro nuevo que le había prestado un compañero y distraído pensaba al mismo tiempo, con una confusión de recuerdo que le avergonzaba, en su antigua novia que no le escribía, y en Judith, cuyo recuerdo le obsesionaba, cuando sonaron algunos leves golpes en la entreabierta puerta de la habitación.

—Soy yo —dijo una voz que hizo estremecer a Zarzoso.

E inmediatamente entró en la habitación, sonriendo y con paso ligero, la rubia Judith, que no conservaba de su aspecto de algunas noches antes más que el látigo de cuero y Nemo, que marchaba siempre pegado a sus faldas, como si fuese un adorno de éstas.

Llevaba un traje de la misma pana con que los artistas se hacían sus chaquetones para trabajar en el taller e ir por el barrio, y la rubia cabellera, arreglada ahora en forma de peinado griego, cubríala con una gorrita cosaca de velludo astracán, de la que caía un blanco velillo sobre el rostro.

El joven médico, a pesar de que momentos antes pensaba involuntariamente en ella, al verla no pudo reprimir un movimiento de contrariedad.

Judith, afectando no ver aquel gesto, tomó asiento y comenzó a hablar con tranquilidad.

No había venido a estorbarle. La visita era casual; pasaba por allí de vuelta de un taller, donde había estado todo el día sirviendo de modelo, y se decidió a subir en confianza, sin ir antes a su casita de la calle Monge, a quitarse aquel traje que era el del trabajo.

Judith hablaba con naturalidad, sin afectación alguna, como si estuviera en presencia de una amiga de confianza, y sin hacer la menor alusión a aquella cita en el café Vachette, a la que había faltado Zarzoso.

Éste, en vista de la tranquilidad y prudencia que demostraba la joven, había vuelto a recobrar su confianza, y alegremente se afirmaba en su idea de que todo había terminado entre los dos y que las escenas de aquella noche eran locuras sin consecuencias que ya no volverían a repetirse.

Judith había tomado un cigarrillo de encima de la mesa, y con una pierna montada en el brazo del sillón, hablaba calmosamente, mirando las aéreas espirales de humo que bogaban tranquilamente hacia la abierta ventana donde el viento iba arremolinándolas.

Zarzoso, ante la cordura de la joven, se espontaneaba como con un compañero, y hablaba con el mismo abandono que si su interlocutor fuese Agramunt.

¿Cómo fue aquella segunda caída? Zarzoso no pudo darse cuenta de ella; obró más instintivamente y ciegamente que la primera vez, con el agravante de que en esta ocasión la caída fue fría, sin arrebatos de pasión, como si se sintiera empalado por una ruda e irresistible fatalidad.

A las siete, hora de la comida, salieron los dos del hotel cogidos del brazo. Zarzoso demostraba la mayor indiferencia ¿Qué le importaba ya que le vieran en tal compañía? ¿A que fingir hipócritamente una virtud que estaba lejos de tener? Era un miserable, un cobarde, sin energía ni dignidad, que se sentía enloquecido ante una corrupción porque era hermosa, y que no tenía voluntad para resistir la más leve de las pérfidas insinuaciones de aquella mujer que llevaba al lado.

Judith le había aprisionado, le había convertido en un esclavo de su lascivia, y él se resignaba al considerar que eran de rosas las cadenas que le aprisionaban.

Agramunt quedó asombrado al ver de qué modo se había apoderado Judith del ánimo de Zarzoso, el cual, después de su segunda caída, estaba desalentado y se mostraba impotente para luchar.

El escritor había tenido siempre a Judith en concepto de mujer terrible, pero no creía a Zarzoso capaz de rendirse con tanta facilidad; su asombro se trocó en temor cuando aquella noche les oyó hablar a los dos amantes de su futura vida, arreglando la existencia que llevarían desde aquella noche.

Ella se mostraría seria, evitaría el trato con sus antiguos amigos del barrio y vivirían con la tranquilidad de burgueses unidos por el lazo del matrimonio. Judith miraba con ojos de ternura a Zarzoso y aseguraba a Agramunt único espectador de la escena, que jamás había amado a ningún hombre como a aquel pequeño doctor.

Ella no abandonaría su linda habitación de la calle Monge, que jamás había dejado a pesar de todos sus galanteos y en la que nunca permitió la entrada a sus amigos. Allí tendría su vestuarios sus secretos, los objetos de su intimidad, pero aparte de esto, dormiría en el hotel de la plaza del Pantheón, comería con Zarzoso.

Pasearía con él y mientras éste estuviera en las clínicas, ella se ocuparía en sus visitas y quehaceres.

Habló de seguir sirviendo de modelo para ayudar a los gastos de la nueva existencia, pero Zarzoso protestó con una energía tan rotunda que en ella se notaba un principio de celos.

Agramunt estaba admirado. ¿Qué le había dado la gran perdida a aquel muchacho tan sensato para volverle de tal modo el juicio y convertirlo en un estúpido?

A medianoche, mientras Judith, con aire de señora absoluta, se acostaba en la cama de Zarzoso, éste y Agramunt tuvieron una explicación en los pasillos del hotel.

—Pero, hombre —decía el periodista—. ¿Te parece sensato eso que haces? Yo quería que te divirtieras, que no vivieras como un topo melancólico metido entre estas paredes; pero de eso a que te líes seriamente con una mujerzuela como Judith hay una distancia inmensa. Esto que haces me repugna. No puedo ver con calma que estés tan encaprichado por una perdida que es popular en todo el barrio. ¿Has pensado bien el papel ridículo que vas a hacer? Y lo que más me indigna es que parece que estás enamorado de ese harapo. Antes, en el café, me deban ganas de reír, y al mismo tiempo sentía deseos de llorar de rabia al ver con qué energía de hombre celoso te oponías a que Judith siguiera visitando los estudios como modelo. ¡Celoso tú! ¿Celoso de una mujer que hasta ha dormido con los garçons de los hoteles?

Zarzoso parecía muy contrariado por la justa reprimenda de su amigo, pero aún tuvo energía para contestar:

—Su pasado nada importa para el presente. El que antes haya sido de todos no impedirá que ahora sea únicamente mía. Ya que estoy loco, ya que por ella me encanallo y me pierdo, quiero ser el único dueño de su cuerpo.

—¡Pero si es un pingajo que se ha tendido sobre todas las camas del barrio!

—Sí, pero es muy hermosa —contestó Zarzoso con acento que demostraba una estúpida testarudez—. Una copa de oro cincelada por Benvenuto Cellini, aunque en ella hayan puesto los labios un sinnúmero de generaciones, no por esto resulta menos hermosa.

Agramunt lanzó una sonora carcajada, y tan grande fue su acceso de risa, que sofocado y jadeante se hundía los puños en el vientre, haciendo ridiculas contorsiones.

—¡Oh!…, ¡famoso!, ¡divino! —balbuceaba entre carcajadas—. Ya se te va pegando algo de ella. Ya la imitas en lo de sentencias artísticas, y sabes de memoria sus frasecillas aprendidas en el taller.

Zarzoso mostrábase hosco y malhumorado con su amigo, y afortunadamente hizo terminar la conferencia la voz de Judith que le llamaba impaciente desde su cuarto.

Así comenzó la falsa vida marital; aquel amancebamiento repugnante y penoso que fue una mancha en la existencia del joven médico.

Éste parecía más absorbido cada vez por el carácter dominador, caprichoso y fantástico de Judith.

Faltaba Zarzoso muchos días a la clínica, por estar hasta muy tarde en la cama fumando cigarrillos y disputando con Judith sobre cuestiones sin importancia; hacía una vida imbécil que transcurría por las tardes en el Luxemburgo y por las noches en los cafés y en los bailes; y tan grande era el aislamiento a que le sometía tal amor que muchos días sólo veía a Agramunt durante algunos minutos, cambiando con él insignificantes palabras. Parecía estorbarle la presencia del joven escritor, como si éste, mudamente, le echase en cara su envilecimiento; y en cuanto a don Esteban Álvarez, hacía ya más de dos semanas que no le había visto, tanto porque las exigencias de Judith no le dejaban un momento libre, como porque temía hallarse en presencia de aquel infeliz señor que le abrumaba con los elogios a su virtud.

Todo lo que le recordaba su pasado lo avergonzaba, y cuando surgía en su memoria algún recuerdo de su amores con María, el joven estremecíase con instintivo terror y se ruborizaba intensamente.

Judith, para atraer mejor a su nuevo amante, y demostrar las ventajas del amancebamiento, dábase aires de mujer hacendosa, y al mismo tiempo que reñía al garçon del hotel porque según ella, no hacía dignamente el arreglo del cuarto, andaba siempre a vueltas con la ropa blanca de Zarzoso, y armada de dedal y aguja pretendía hacer zurcidos, con puntarracos disformes que demostraban que nunca habían sido su fuerte las labores femeniles.

Justamente en el armario-espejo, que era donde estaba la ropa blanca, tenía oculta Zarzoso una cajita de laca que contenía las cartas escritas por María, y un sinnúmero de objetos insignificantes, pero queridos, que le recordaban aquella pasión terminada de tan inexplicable modo.

La cajita estaba oculta bajo un montón de ropa blanca que no parecía había sido tocada por Judith, pero a pesar de esto el joven temblaba cada vez que la rubia metía sus manos revolvedoras en el armario.

Una tarde en que Zarzoso estaba solo, se resolvió a sacar de allí la cajita para ponerla en punto más seguro, como era el cajón de la mesa de escribir, cuya llave llevaba siempre consigo.

Sería para él un tormento horrible que Judith, con sus manos pecadoras, cogiera tales recuerdos de su amor, y que les dirigiera alguno de aquellos chistes cínicos que constituían su repertorio gracioso, burlándose de María, de la mujer dulce y virtuosa, cuya imagen, a pesar de todos sus encanallamientos, estaba en pie en lo más íntimo de su ser, como la imagen en el fondo del sagrado santuario.

Él quería evitar tan terrible escena, porque si Judith, al descubrir algún día sus antiguos amores, era capaz de burlarse de la mujer amada como si se tratase de una compañera, sería posible que él, cegado por la rabia, estrangulase a su querida.

Sacó la cajita del armario, y con temblorosa emoción, como si llevase en sus manos un objeto sagrado, la dejó sobre la mesa y permaneció mucho tiempo con los ojos fijos en la charolada tapa. ¡Qué de recuerdos acudían a su memoria!

Un deseo vehemente se apoderó de él. Parecíale que dentro de aquella caja se agitaba comprimida una atmósfera de casta pasión, un ambiente de virtud, y el desgraciado sentía deseos de abrirla, como si de ella fuese a surgir un purificante Jordán en el que podría lavar las suciedades de su degradación y su encanallamiento.

Con mano trémula e instintivamente abrió la caja y lo primero con que tropezaron sus ojos fue con el rostro hermoso, tranquilo y feliz de María, que sonreía desde el fondo de la caja, sobre un lecho formado por el paquete de antiguas cartas.

Aquella aparición pareció romper el encanto fatal y corruptor a que estaba sometido Zarzoso desde que conoció a Judith. Ésta le parecía ahora un monstruo repugnante, un amasijo de corrupción y de vicios, modelado artísticamente por la experta mano del diablo, y contemplando el sereno rostro de María dábase cuenta exacta de su situación, y lloraba desconsolado, como pudiera hacerlo el doctor Fausto cuando, después de dormir con Elena, la prostituta de los siglos, pensara en la dulce y sencilla Margarita.

Permaneció mucho tiempo el joven inclinado sobre aquella caja de la que parecían salir efluvios consoladores que refrescaban su espíritu angustiado. Las campanadas de los relojes de la vecina plaza le volvieron a la realidad. No tardaría en llegar Judith, y el joven se apresuró a esconder la cajita en su mesa, con la misma zozobra del ladrón que teme ser sorprendido en su infame tarea.

Pero antes de ocultarla quiso apreciar por última vez, en todos sus detalles, aquel tesoro amoroso, y hundió sus dedos en la cajita.

Allí estaban sus cartas, tal como él las había atado, con una cinta de color rosa; allí el retrato de María, y debajo un pañuelo de mano, que cariñosamente le había arrebatado una mañana que paseaban por el Retiro… Pero ¡Dios mío! ¡Algo faltaba allí!… ¿Qué era? ¡Qué era!… Y el pensamiento del joven, con la velocidad de un relámpago, recordó cuanto le había entregado María como prueba de amor.

¡Ah!, ya sabía lo que faltaba allí. El recuerdo de María más íntimo y más personal: un rizo de sus cabellos que le había entregado, en presencia de doña Esperanza, la víspera de su partida a París.

El joven lo había sacado de su cajita muchas veces, en aquellas noches de insomnio y de desesperación que le causaba el silencio de María, y recordaba cómo aquel rizo estaba envuelto en un papel finísimo, sobre el cual la adorable mano de la joven había escrito con su correcta letra inglesa, y algunas adorables faltas de ortografía: A mi Juan: en prueba del eterno amor de su María.

Aquella falta, tan repentinamente notada, aturdió al joven, sumiéndolo en una confusión enloquecedora.

Con mano ansiosa revolvió la cajita, buscó hasta en el interior del paquete de cartas y… nada, el rizo con el papel que lo envolvía no aparecía en parte alguna.

Aquel recuerdo resultaba el más querido para Zarzoso, pues era la primera y única concesión que María había hecho a su amor, ya que a fuerza de ruegos había conseguido que la joven le diese un rizo de su cabellera. Además ¡qué de recuerdos tenía para él esta prenda de amor!, ¡cuántas noches había pasado besando y suspirando, con aquel recuerdo de la mujer amada junto a sus labios!

En el aturdido cerebro de Zarzoso, surgía un mundo de atropellados y contradictorios pensamientos.

La posibilidad de que en una de aquellas noches de desesperación amorosa hubiese dejado olvidado sobre la mesa el recuerdo de María, y a la mañana siguiente el criado del hotel lo hubiese hecho desaparecer en su indiferente limpieza, lo desesperaba; pero esta explicación no le parecía convincente y acariciaba con mayor predilección una sospecha, que poco a poco iba agrandándose en su pensamiento.

¿Sería Judith quien, aprovechando una de sus ausencias, le arrebató aquella prenda de amor, por lo que de íntima tenía, para hacer burla después con sus amigas de aquella pura pasión? No resultaba muy verosímil esta sospecha, pues parecía que Judith no se había apercibido de la existencia de la caja; pero por otra parte el joven desconfiaba de su querida, cuyo carácter astuto y maligno le era bien conocido.

Sí, ella debía ser la autora de la sustracción, y Zarzoso, enfurecido por el fatal descubrimiento, se proponía interrogarla apenas se presentase, y se sentía capaz de todas las brutalidades, si es que llegaba a convencerse de la culpabilidad de su querida.

Acababa de ocultar la cajita en el cajón de su mesa, cuando entró Judith vestida con un traje de colores llamativos y demostrando mayor descoco que de costumbre. Ya no era la muchacha hábil que sabía fingir ternura y apasionamiento, era algo más que la cocotte cínica y descocada, era la loca del barrio, la muchacha excéntrica y depravada que no tenía noción alguna de la moral, que pisoteaba las más rudimentarias conveniencias sociales y que creía que la virtud, el amor y la decencia, eran defectos que afeaban a las personas honradas y tranquilas, que ella desdeñosamente llamaba burgueses.

Zarzoso quedó frío ante aquella ruidosa entrada. Entre la Judith que él momentos antes, allá en su imaginación, se proponía interrogar, y la Judith que ahora tenía delante, existía una inmensa diferencia.

¿Cómo iba a hablar a aquella perdida de su antigua pasión y de sus recuerdos de amor tan sagrados? ¿Y si ella no era la autora de la sustracción, ni se había apercibido de nada, y resultaba que él le abría los ojos, facilitándole el que se burlara de su antiguo amor?

Zarzoso decidióse repentinamente a no decir nada, proponiéndose obrar con cautela y espiar a su querida, para de este modo convencerse de si era cierta su culpabilidad.

Además Judith lo aturdió con sus palabras, pues riendo ruidosamente, comenzó a relatarle una aventura muy chistosa que le había ocurrido a una de sus amigas.

El único rastro aparente que dejó tras sí el penoso descubrimiento hecho por el joven fue la melancolía y la irascibilidad que parecía dominar al joven.

Así vivieron tres semanas más, completamente aislados hasta que Agramunt, que según él manifestaba, no quería entrar en el cuarto de los amantes, pues al verlos le deban tentaciones de empezar a bofetadas con los dos; a él por bruto, y a ella por… (y aquí el republicano, encajaba un calificativo tan franco como genuinamente español).

Algunas veces Agramunt, al encontrar a Zarzoso en la escalera del hotel o en el restaurante, lo detenía para decirle con hostil seriedad:

—El pobre don Esteban está muy desmejorado; me pregunta por ti siempre que le veo y yo le digo que no vas a visitarle porque estás muy ocupado en tus clínicas. Esta mentira es lo mejor que puedo decirle al pobre señor.

Zarzoso experimentaba honda pena cada vez que le recordaban de este modo al infeliz Álvarez. ¡Pobre señor! Grande sería su decepción si llegaba a enterarse del género de vida que hacía el joven amigo, al que consideraba como un modelo de constancia amorosa y de buenas costumbres.

Conforme transcurría el tiempo, Zarzoso encontraba que iban haciéndose pesadas sus relaciones con Judith.

Había pasado ya el primer arrebato de pasión; estaba desvanecida la embriaguez artística que causaba en Zarzoso la contemplación de aquel lindo cuerpo de estatua, y en cambio la intimidad, el trato continuo y franco, ponían al descubierto la mala educación de Judith, sus groserías aprendidas en el taller y sus costumbres incoherentes y extrañas de muchacha aventurera, que con la misma indiferencia había dormido en un gabinete lujoso que en una zahurda.

La mala educación de la rubia, sus groserías a todo pasto y sus respuestas insolentes, eran motivos de continua querella entre los dos amantes, y Zarzoso sentía tal aburrimiento cuando pasaba solo con Judith algunas horas; se hartaba de tal modo de aquella atmósfera canallesca que parecía flotar en torno de ella, que acogía hasta con gusto las visitas que venían a turbar una conversación monótona, que siempre versaba sobre el mismo tema: los vestidos con chic artístico, los pintores, sus bromas pesadas y toda la chismografía que se aprende en los talleres.

Como Judith, con su carácter imperioso, dominaba a su amante, y en el hotel, como en todas partes, dábase aires de señora absoluta, sus amistades femeninas iban a visitarla, y por las tardes, en aquella habitación antes tan tranquila, reuníase una alborotada tertulia de muchachuelas insignificantes, viciosas, que giraban atraídas en torno de Judith como astros menores de la sensualidad y que adoraban a ésta cual una mujer superior.

Zarzoso, el sabio, la esperanza legítima de la ciencia médica, se agarraba a aquellas chicuelas como a una tabla de salvación contra el fastidio, y conversaba con ellas horas enteras, sin notar que poco a poco se hundía en una intimidad viciosa. Aquel trato con Judith y su corte le hizo adivinar terribles monstruosidades. Sospechó de la intimidad de la rubia y sus amigas, de sus explosiones de celo y del afán con que se disputaban la predilección de la diosa; adivinó cosas ocultas y asquerosas, locuras de organismos gastados y ahitos de vicio; pero cerró los ojos voluntariamente, y prefirió no ver para evitarse la náusea de lo repugnante.

El joven, dominado por Judith, se agitaba como un sonámbulo en aquella atmósfera fétida; había perdido por completo su voluntad, y obedecía en todo a los caprichos de su querida, sin permitirse la menor observación.

Él, que al principio de su nueva vida tenía reparo y mostraba cierto rubor en acompañar a Judith por la calle, salía ahora con la mayor impasibilidad al lado de su querida y dos o tres de aquellas amigas a las que conocía el barrio entero, y algunas de las cuales, por sus embriagueces y sus escándalos en la vía pública, habían visitado más de una vez la comisaría de policía del barrio.

Zarzoso, con su aspecto de hombre de ciencia, con aquellas gafas que le daban un aire de profesor de la Sorbona, marchaba erguido e impávido en el centro del revoltoso grupo formado por tales mujerzuelas que dejaban tras sí una atmósfera de escándalo y de indignados comentarios.

El infeliz Zarzoso nunca llegó a apercibirse del concepto en que le tenían en el barrio y de las apreciaciones que sobre él hacían, cuando en tal compañía pasaba ante alguno de los cafés del bulevar Saint-Michel.

Había quien, a pesar de su aspecto honrado, le creía un ser envilecido que comía de las más inmundas mujeres, a cambio de servirles de caballero acompañante. Agramunt, que sabía toda la verdad y conocía los comentarios del barrio, estaba furioso contra su amigo por su estúpida pasividad, y llegaba hasta evitar su saludo.

Fue una tarde a las siete cuando ocurrió el encuentro que tanto temía Zarzoso.

El joven había ido a la otra orilla del Sena, acompañando a Judith y a dos amigas para hacer unas compras en los almacenes del Louvre, y después había entrado en la cervecería de La Paleta de Oro, en la calle de Rívoli, pues la rubia era muy pródiga con sus amigas y siempre que salían las convidaba con el dinero de su amante.

Al regreso, cuando ya los reverberos de las calles estaban encendidos, subía el alegre grupo por el bulevar Saint-Michel, demostrando con sus carcajadas, sus saltos y las insolentes palabras que dirigían a los transeúntes, la fuerza alcohólica de la buena cerveza negra de Estrasburgo.

Fue cerca de la esquina del Café de Cluny, donde Judith, con su voz de carretero y ademanes de cargador borracho, tuvo un altercado con una mujer que pasaba y que en su concepto había hecho burla de ella.

La proximidad de una pareja de guardias de la Paz, hizo terminar el conflicto, pero no impidió que los transeúntes se detuvieran, fijándose en el grupo que formaban las tres mujeres y Zarzoso.

Éste, avergonzado por el incidente, pugnaba por llevarse a Judith, y por eso no se fijó en un hombre que acababa de salir del café y que se acercó al grupo, demostrando primero una fría curiosidad y después profundo asombro.

Era don Esteban Álvarez, que en unas cuantas semanas se había aviejado de un modo alarmante y que tenía un aspecto tal de decaimiento, que inspiraba compasión.

Al reconocer a Zarzoso en el acompañante de las tres perdidas y ver la intimidad casi desdeñosa con que éstas le trataban, el pobre enfermo experimentó una ruda impresión.

Por fortuna para el joven médico, estaba de espaldas y no pudo ver el triste gesto de dolorosa sorpresa que hizo su viejo amigo.

Cuando el grupo se alejó, Álvarez estuvo aún algunos minutos inmóvil en la acera, como si todavía no hubiese vuelto en sí después de la sorpresa experimentada.

¡Oh! ¡Qué frío sentía en el corazón! Su culpabilidad, aquella culpabilidad imaginaria con la que se atormentaba, volvía a atenazar su conciencia.

Se alejó lentamente con dirección a la calle del Sena, marchando con paso inseguro, al mismo tiempo que murmuraba:

—¡Esto me mata! Yo soy el autor del infortunio de ese joven. Queriendo acercarme a mi hija, hice sin saberlo, que él fuera abandonado por su novia, y ahora ese joven bueno, sencillo y virtuoso, se ha perdido… ¡se ha perdido por mi culpa! ¡Qué terrible remordimiento!… Desesperado de reconquistar un amor puro, se ha entregado en brazos del vicio para olvidar. ¡Y yo tengo la culpa de todo! Esto me mata; hoy termina mi vida: como si lo viera. ¿Qué fatalidad arrastró a ese muchacho hasta hacerle mi amigo? ¿Qué fatalidad hay en mí que hiere a cuantos seres se me aproximan y me aman?…

IX. El entierro de Álvarez

Estaba Zarzoso leyendo la sección de noticias de un periódico de la noche, y se disponía ya a acostarse, en vista de que los relojes de la plaza del Pantheón acababan de dar la una de la madrugada.

Las caídas cortinas del lecho ocultaban a Judith, que roncaba con bastante estrépito y la luz del quinqué crepitaba de un modo alarmante, dando a entender que estaba próxima a apagarse por falta de petróleo que alimentase su llama.

Sonaron atropellados pasos en el pasadizo que conducía a la habitación y Zarzoso, sin poder explicarse el motivo, sintió cierto sobresalto, pues sus nervios se hallaban muy excitados a causa de una reyerta que había tenido con la hermosa rubia antes de acostarse ésta.

Llamaron a la puerta con dos suaves golpes, y el joven se apresuró a abrir, presintiendo que algo grave ocurría. En la penumbra del pasillo percibió a Agramunt, que parecía haberse vestido apresuradamente momentos antes, pues todavía se estaba abrochando el chaleco, y llevaba la corbata sin anudar. Tras él aparecía un viejo de aspecto ordinario, que mostraba ser por su aire un portero de casa pobre.

Agramunt hablaba con voz queda y acento misterioso.

—¿Estás solo, Juanito? —preguntó—. ¿Duerme Judith?

Zarzoso contestó con un gesto afirmativo, y entonces su amigo se apresuró a decir:

—Toma el sombrero y vámonos inmediatamente. Ocurre una cosa grave, una desgracia.

—¿Qué es? —se apresuró a preguntar Zarzoso.

—Vámonos en seguida, ya te lo contaré por el camino.

Y mientras Zarzoso, de puntillas para no despertar a su querida, buscaba el sombrero y el gabán, Agramunt le decía en voz baja:

—Acaba de venir a buscarme este buen hombre, el portero de la calle del Sena. Don Esteban está gravísimo: una dolencia mortal. Creo que ya debe haber expirado hace rato.

Y el joven escritor decía esto convencido de que su viejo amigo hacía ya mucho tiempo que había muerto, pues conocía el carácter de Perico, su antiguo criado, y comprendía que muy terrible debía ser el suceso para que se decidiera a avisar a los amigos.

Zarzoso acabó de arreglarse y de puntillas salió de la habitación, sin que se apercibiera de su marcha Judith, que seguía roncando.

Los tres hombres, al estar en la calle, apresuraron la marcha como si alguien les persiguiera, y jadeantes y sudorosos llegaron a la casa de la calle del Sena, en la que reinaba gran agitación.

En la escalera tropezaron con el comisario de policía del distrito y sus empleados, a los que había ido a llamar la mujer del conserje en vista de lo repentino de aquel fallecimiento.

Perico estaba desolado, y con ese gesto de estupidez que proporciona una desgracia tan abrumadora como inesperada, iba de un lado a otro, con la inconsciencia del loco, por todas las habitaciones de la casa, dando de vez en cuando lastimeros mugidos para desahogar su pecho de hércules, agitado por torrentes de llanto que pugnaban por salir y no podían.

Casi en el centro del salón, frente a la chimenea donde humeaban algunos tizones y de aquel retrato de la mujer adorada, yacía el cadáver de Álvarez como enorme masa, que sólo alumbraba en parte la luz del quinqué puesto sobre la mesa de trabajo.

Estaba tendido de espaldas, con los brazos casi en cruz, y en su rostro, que rápidamente iba adquiriendo un tono violáceo, brillaban sus ojos, desmesuradamente abiertos, como si aún persistiera en el cadáver la sorpresa que le causó sentir una muerte que llegaba rápida e instantánea como el rayo.

Perico, que se había colocado junto a los dos amigos, hablaba lentamente, cortando sus palabras con suspiros penosos, y rehuía la vista del cuerpo de su señor como si temiera caer en un nuevo acceso de desesperación a la vista de aquel cadáver que en vida fue lo que él más quiso.

¿Quién iba a esperar aquello? El señor, antes de comer, había ido al café de Cluny a pasar un rato y volvió cerca de las ocho, cuando él ya estaba arreglando la mesa.

Parecía más decaído y triste que de costumbre; comió silenciosamente, dando de vez en cuando suspiros que alarmaban a Perico, y después de levantado el mantel, comenzó a hablar del pasado a su sirviente y de la posibilidad de que él muriera en plazo breve y cuando menos lo esperase.

Recordó con dolorosa amargura a la hija que tenía en Madrid; habló de su ingratitud, a pesar de la cual la amaba cada vez más, y como consecuencia de todo lo que habló, le dijo así a su antiguo asistente:

—Mira, muchacho; mi hija me odia, buena prueba de ello es que ha roto sus relaciones con ese buen chico de Zarzoso, sólo por saber que es amigo mío; pero al fin y al cabo es mi hija y no puedo dejarla desamparada, pues sé que a pesar de que tiene familia, se halla rodeada de enemigos que conspiran contra ella. Si yo pudiera volver a España, velaría por María, aunque ella me pagase con la más repugnante ingratitud; pero si yo muero y tú quedas libre para volver a la patria, has de jurarme que vivirás cerca de ella, que velarás por su tranquilidad y que la defenderás en cuantos peligros pueda correr. ¿Lo juras así?

Perico prometió todo cuanto su amo quiso exigirle. Él estaba dispuesto a obedecer a don Esteban más allá de la tumba, y muerto su señor quedaba libre y podía abandonar París para cumplir esta última voluntad; pero lo que él no sospechaba es que el fin de la existencia de su amo estuviera tan próximo como éste lo presentía.

Don Esteban tuvo frío y se sentó junto a la chimenea, permaneciendo allí hasta cerca de medianoche. Su criado, que estaba en el comedor, le oyó varias veces suspirar, murmurando palabras que él no comprendía.

—¡Yo soy el responsable de ese rompimiento! —decía con acento quejumbroso—. ¡Yo soy el autor de la degradación de ese joven!

Era ya cerca de medianoche, cuando sonó en el salón un suspiro sordo, pero tan angustioso, que a Perico, según propia expresión, le puso los cabellos de punta.

Entró apresuradamente en la gran sala, y aún pudo ver a su señor que acababa de levantarse del sillón y que, tambaleándose, con las manos puestas en el pecho como si pretendiera abrírselo en un fiero arranque de angustia, anduvo dos o tres pasos para caer después desplomado.

Cuando Perico, a pesar de su dolorosa sorpresa, se convenció de que su señor había muerto, pidió socorro a los porteros; y mientras el marido iba en busca de los dos amigos del difunto que vivían más próximos, la mujer se dirigió a la Comisaria del barrio, para que se instruyeran las diligencias propias del caso. El médico oficial, que debía volver al día siguiente a practicar la autopsia, manifestó que don Esteban había muerto a consecuencia de la ruptura de un aneurisma que se le había formado hacía ya mucho tiempo.

Los dos amigos, en vista del aturdimiento de Perico, se encargaron de todas las gestiones que era necesario hacer en tales circunstancias.

Agramunt redactó unas cuantas líneas para los periódicos de la mañana, anunciando la muerte de aquel emigrado que había perecido en la oscuridad, a pesar de haber desempeñado altos cargos; y mientras el portero iba a llevarlas a las redacciones, él impulsado por su actividad de buen muchacho servicial, salió para ir a una agencia de pompas fúnebres a arreglar lo concerniente al entierro, que se había de verificar al día siguiente a las tres de la tarde.

Zarzoso se quedó solo en el salón, frente al abandonado cadáver de Álvarez, mientras Perico, fuera, en el comedor, disputaba con la vieja portera, que en vista de su angustia quería hacerle tragar algunas tisanas para calmarle.

El médico miraba con terror el cadáver de su viejo amigo.

Aquellas frases incoherentes que Álvarez había pronunciado antes de morir y que resultaban ininteligibles para su criado, las comprendía él fácilmente, y sentía por ello intenso remordimiento.

Aquel hombre desgraciado había fallecido víctima de la preocupación dolorosa que en él produjo la creencia de que involuntariamente había sido la causa del rompimiento de relaciones entre Zarzoso y María.

Lo que más entristecía al joven y le avergonzaba era la injusta opinión de virtud en que le tenía Álvarez; y al mismo tiempo, le aterraba la sospecha de que éste, antes de morir, podía haberse convencido casualmente de la degradación en que estaba el mismo a quien él creía un joven de buenas costumbres.

Cuando volvió Agramunt, después de cumplidas sus comisiones, los dos jóvenes, ayudados por Perico, levantaron de la alfombra el cadáver de don Esteban, y a fuerza de puños lo llevaron hasta la cama, donde cayó sordamente, con el peso abrumador de la muerte, y haciendo rechinar los hierros del lecho.

La mañana siguiente la pasó Agramunt corriendo París, para avisar a todos los compañeros de emigración y a cuantos españoles conocía, y ultimar los preparativos del entierro, que había de ser lo que la gente llama bastante correcto, pues el editor para el que trabajaban los emigrados se había brindado a pagar todos los gastos.

Zarzoso tuvo que sostener una ruda pelea con Judith, que por uno de los caprichos de su extraño carácter se empeñaba en ir a ver al muerto, proposición absurda para el joven, que pensaba que aquello equivaldría a un insulto póstumo.

Zarzoso y Agramunt juntaron sus ahorros para comprar una corona, y el primero, vestido correctamente de luto, llegaba a la calle del Sena poco antes de las tres.

Un coche fúnebre, de buen aspecto, estaba parado junto a la casa mortuoria, y su presencia había hecho salir a las puertas, impulsados por la curiosidad, a todos los industriales, porteros y comadres de las casas inmediatas.

En el portal estaban agrupados unos cuantos españoles, demostrando con sus diversos trajes y sus gestos más o menos tranquilos, las veleidades de la fortuna, que mientras acaricia a unos trata a otros a bofetadas.

Llegaban de los extremos de París los náufragos de las borrascas revolucionarias que la persecución había barrido más allá de los Pirineos, todos con el gesto avinagrado, la mirada altiva, el traje raído y un mundo de absurdas esperanzas en la imaginación.

Aquel suceso servía para agrupar a la desbandada colonia de emigrados que, esparcidos por los cuatro extremos de París y entregados a diversas ocupaciones, pasaban meses enteros sin verse, y aprovechaban la ocasión para estrecharse la mano y hablarse amigablemente como compañeros de desgracia, esto sin perjuicio de separarse de allí a dos horas, para no volver a encontrarse hasta de allí a medio año.

Parecían muy impresionados por la muerte de Álvarez y sentían una espontánea emoción; pero a pesar de esto, reunidos en grupos en aquel portal, departían sobre su tema favorito y fundándose en el triste fin del difunto que había muerto pobre, abandonado y lejos de la patria, cosa que les podía ocurrir muy bien a ellos, hablaban egoístamente de la necesidad de hacer la revolución cuanto antes, para que terminase su violenta situación de emigrados.

Bajaron el cadáver encerrado en un sencillo y elegante féretro, sobre el cual se amontonaban más de una docena de coronas, dos o tres de artísticas flores, y las demás de perlas de vidrio, formando inscripciones de pacotilla, de esas que tienen preparadas en todos los almacenes de París.

El cortejo se puso en marcha, y el cielo, que estaba todo el día encapotado y amenazante, comenzó a despedir entonces una lluvia sutil y fría.

Iba delante el coche fúnebre, con su féretro y sus coronas, llevando al lado al triste Perico, que marchaba encorvado como un viejo, con los ojos enrojecidos, recibiendo las salpicaduras de barro de las ruedas, y atento, con estúpida fijeza, a que no cayera ninguno de aquellos adornos del ataúd. Detrás marchaba el cortejo fúnebre: los dos amigos, sombrero en mano, presidían el duelo, llevando en medio al editor, un viejo de cabeza cuadrada y mirada sórdida, que había llegado a París con zuecos, vendiendo coplas, y que ahora tenía más de cincuenta millones; y seguían todos los invitados, aquel rebaño de la emigración, siempre guiado por el resplandor de las ilusiones, que marchaba en grupos, dividido por el recelo y la envidia, y resguardándose de la lluvia con paraguas abierto, aquel que lo tenía. Cerraban la marcha el coche del editor, y dos ómnibus del servicio fúnebre.

Aquel entierro produjo bastante impresión en la calle del Sena. Álvarez era muy apreciado por los vecinos, aunque no tuviera con ellos trato alguno, y además su entierro puramente civil, causaba bastante impresión en las porteras, gente beata abonada a diario a los sermones en San Sulpicio o a las fiestas con orquesta en San Germán de los Prados.

Cuando el entierro salió de la calle del Sena, ya no recibió más homenaje que esa compasión oficial de la educación francesa, que consiste en quitarse el sombrero ante el primer muerto que pasa.

La lluvia arreciaba, el coche fúnebre iba acelerando su marcha, y el cortejo caminaba con paso apresurado, a pesar de lo cual eran muchos los que se rezagaban y no pocos los que escurrían el bulto, huyendo disimuladamente por la primera callejuela que encontraban.

Tardó cerca de media hora en salir el cortejo del recinto de París, y al llegar a las barreras, cuando la lluvia arreciaba más, se detuvo para continuar el viaje con mayor comodidad hasta el cementerio de Bagniores.

El editor, hablando de sus numerosas ocupaciones, se despidió cediendo su carruaje a los dos jóvenes, y en cuanto a los invitados, quedaban tan pocos que cupieron desahogadamente en los dos ómnibus.

El cortejo emprendió la marcha por un camino que la lluvia convertía en barrizal casi intransitable, y el coche fúnebre, dando tumbos a cada bache, caminaba rozando las tapias de ambos lados que cercaban grandes solares.

Perico no quiso acceder a los ruegos de los dos jóvenes, y como si tuviera por una infidelidad el abandonar el cadáver un solo instante, marchaba agarrado al carro fúnebre, exponiéndose muchas veces a ser aplastado por las ruedas.

Zarzoso y Agramunt iban en la berlina del editor, tristes, silenciosos y como sumidos en tétricos pensamientos.

La pobreza de aquel entierro, la falta de verdaderos afectos que en él se notaba y el desorden y la deserción que la lluvia había producido en él, les impresionaba de un modo desconsolador, y al mismo tiempo aquel cielo plomizo, sucio y diluviador, influía en ellos dando un carácter tétrico a sus ideas.

Zarzoso, mirando la caja que contenía el cadáver de aquel amigo que tanto le amaba y que iba saltando violentamente dentro del carruaje cada vez que éste se inclinaba en un bache, sentíase atenazado por un vivo dolor y los remordimientos de la noche anterior volvían a asaltarle.

En cuanto a Agramunt evitaba el fijarse en aquel féretro, como si quisiera rehuir las tétricas ideas que le inspiraba, y dejando vagar sus ojos por aquella campiña triste y desolada, en la que sólo se veían yermos solares, negruzcos hornos de cal y alguno que otro hotel cerrado y de aspecto fúnebre, preguntábase si valía la pena ser patriota, revolucionario, mártir de una idea, aspirar a la gloria y al aplauso popular, sacrificarse por la libertad de los demás, para venir al fin de la jornada a morir desconocido y casi solo, en una ciudad indiferente y ser conducido a la tumba seguido de dos docenas de amigos, de los cuales apenas si más de tres lloraban verdaderamente su muerte.

El joven revolucionario sentíase dominado por un cruel escepticismo. La realidad había venido a rasgar la venda de sus ilusiones e inexorable, con sonrisa cruel, le mostraba el porvenir.

A la media hora de marcha comenzaron a surgir casas de aspecto mísero a ambos lados del camino. Eran tabernas y almacenes de objetos fúnebres, industrias nacidas en torno del cementerio, como los hongos en el tronco del árbol viejo y carcomido, y que vivían del dolor más o menos fingido de los numerosos cortejos que diariamente pasaban por allí.

Entraron en el cementerio casi al mismo tiempo que por distinto camino llegaba otro convoy fúnebre, con gran aparato de coches enlutados, en el primero de los cuales iba un cura con sus monaguillos para rezar las últimas preces.

Echaron pie a tierra los invitados de ambos cortejos, y aquella gente desconocida, enguantada, correcta y elegante lanzó miradas de desprecio al raído grupo de emigrados, demostrando que las preocupaciones sociales llegan hasta la tumba.

El cura y sus acólitos miraron con hostilidad aquel entierro puramente civil, que además tenía la agravante de ser pobre.

El editor había comprado para el cadáver de don Esteban una sepultura en el suelo por cinco años, y el féretro, en hombros de los sepultureros, comenzó a avanzar por las espaciosas y frías avenidas hacia el extremo donde descansaban los cadáveres ambiguos, de los que, por su posición social, si tenían dinero para librarse de ir a la fosa común, no poseían el suficiente para dormir eternamente en las sepulturas a perpetuidad, reservadas a la gente rica.

El cementerio de Bagnoires es un cementerio moderno, democrático, con las avenidas tiradas a cordel, una vegetación raquítica y enana, y todo el aspecto de un horrible tablero de ajedrez. No hay panteones, mármoles artísticos, ni umbrías solitarias y románticas como las de las tumbas descritas en las novelas. Es el cementerio moderno de la gran ciudad, e imita por completo las costumbres de ese París cuyos hijos se traga.

En él se duerme el sueño de la muerte tan aprisa como se vive en la metrópoli; las tumbas, en su mayoría, sólo son compradas por cierto número de años no muy grande; el tiempo necesario para que la carne se disuelva, los huesos queden pelados y blancos y la tierra se beba los jugos de la vida, e inmediatamente las tumbas son removidas, los despojos van a un rincón, el terreno alisado y arreglado y… ¡venga más gente!

El féretro de Álvarez tenía que atravesar todo el cementerio, y mientras el pequeño cortejo le seguía por aquellas avenidas de acacias raquíticas y enfermizos rosales que apenas levantaban un palmo del suelo, Agramunt iba fijándose en los campos plantados de cruces y cubiertos de coronas, que en su mayoría eran de perlas de vidrio, género de pacotilla que por su baratura es de moda en París, para los desahogos fúnebres de dolor más o menos auténtico.

Por todas partes se veían coronas y a la luz gris e indecisa de aquel crepúsculo lluvioso, parecía el fúnebre campo cubierto por cristalizado rocío.

Detúvose el cortejo ante una gran fosa abierta en un espacio libre de cruces y de coronas.

Aquellas dos docenas de hombres se detuvieron y agruparon en torno del féretro que estaba ya en tierra, mirándose con cierta complacencia y como satisfechos de que la ceremonia fuera a terminar.

Les resultaba ya pesado aquel entierro, que duraba más de una hora y les obligaba a ir pisando barro, recibiendo en sus espaldas una lluvia sutil y traidora que le empapaba las ropas.

Agramunt, al borde de la abierta fosa, experimentaba una tristeza inmensa.

¿Iba a salir del mundo de los vivos tan fría e indiferentemente aquel amigo a quien consideraba como un héroe?

El joven sintió en su interior aquella emoción nerviosa que le hacía perorar en los meetings de España y ser aplaudido; experimentó la necesidad de hablar, de decir algo, sin fijarse en lo reducido del auditorio, pues de estar solo lo mismo hubiese hablado dirigiéndose a los árboles, a las cruces y a los sepultureros.

Ya que en la muerte de aquel héroe desgraciado, de aquel caído campeón de una causa que era la del porvenir, no había descargas de honor, ni músicas ni cantos, al menos que sobre su féretro sonaran algunas palabras españolas pronunciadas por una voz amiga, y que hiciesen justicia al mérito del difunto, despidiéndole al borde de la tumba, con la seguridad de que el porvenir le haría justicia y de que sus esfuerzos no serían infructuosos, a pesar de que ahora parecían caídos en el vacío.

El joven, ensimismado, dominado por los pensamientos que fluían a su cerebro, con la impasibilidad de un sonámbulo, subió sobre un montón de tierra, en la que asomaban algunos huesos su blanca desnudez, y con la cabeza descubierta, sin fijarse en la lluvia que le empapaba, pronunció un corto discurso, con una elocuencia espontánea y conmovedora que salía del alma. Al principio le oyeron con extrañeza aquellos hombres que se agrupaban en torno del féretro; pero poco a poco les impresionó la temblorosa voz del joven, y a los ojos de algunos hasta asomaron las lágrimas.

Agramunt hablaba a un público que era el único que podía realmente comprenderle; cada una de sus palabras causaba hondo eco en aquellos corazones, y al describir la ingratitud de la patria, la cruel indiferencia del pueblo español que dejaba morir en oscura y mísera emigración a los que habían expuesto su vida y sacrificado su reposo por defender la dignidad nacional, la libertad y la moralidad política, todos ellos se agitaron con nervioso movimiento y con sus gestos parecían decir:

—Es verdad, moriremos aquí porque el pueblo es un ingrato y olvida a los que le han defendido.

Y después, cuando Agramunt trazó con arrebatada palabra el cuadro del porvenir; cuando habló de la revolución que se acercaba a pasos de gigante, del próximo triunfo y del esplendor de la futura República, todos los rostros se animaron, las ilusiones, aquellas malditas ilusiones que los habían arrastrado a la desgracia y la miseria en extranjero suelo, volvieron a renacer más fuertes y vigorosas que nunca, y todos miraban ya el triunfo como un suceso del día siguiente, como cosa segura, que famosamente había de ocurrir en plazo breve, aunque los hombres no quisieran y por una ley fatal de la historia.

Aquel grupo de infortunados llenos de fe y de esperanza estaba entusiasmado al pronunciar Agramunt las últimas palabras, y cuando éste terminó, despidiéndose del campeón caído que estaba en el féretro, con un ¡viva la República!, todos contestaron al unísono, con voz que era grave y sombría, en atención al lugar donde se hallaban.

El ataúd fue descendido a la fosa y uno tras otro fueron todos los acompañantes arrojando sobre él una paletada de tierra, y estrechando la mano de Perico, que lloraba al despedirse definitivamente de su amo, y que estaba conmovido por el discurso de Agramunt.

El regreso a París fue más triste aún que la marcha al cementerio.

Los individuos del cortejo, una vez desvanecida la impresión que les había causado el discurso, entablaron en el interior de los dos ómnibus violentas discusiones sobre el porvenir, o se enzarzaron en la apreciación de hechos pasados, hasta el punto de levantar la voz, no importándoles dejar al descubierto sus malas pasiones y mostrando sus envidias o sus rencores, sin acordarse de que habían ido a enterrar a un amigo, y que demostraban haberlo ya olvidado. En cuanto entraron en la gran ciudad se separaron casi sin saludarse, y cada uno se fue por su lado, para no verse más hasta que la muerte de cualquiera de ellos volviera a reunirles.

Zarzoso y Agramunt hicieron subir en su berlina al desconsolado Perico y fueron todo el camino sin despegar los labios.

Una vez enterrado el pobre don Esteban, cuya muerte había aproximado a los dos huéspedes del hotel de la plaza del Pantheón, la antigua frialdad había vuelto a separarles. Existía entre los dos el vicioso cuerpo de Judith, que impedía el renacimiento de aquella franca amistad que tan felices les había hecho.

Al llegar el carruaje al bulevar Saint-Germain, era ya de noche. Agramunt iba a la calle del Sena con Perico, para hablar los dos solos sobre el porvenir de éste, y hacer un inventario de lo que dejaba don Esteban.

Zarzoso, comprendiendo que estorbaba con su presencia a aquellos dos hombres y ofendido por la frialdad que le mostraba Agramunt, se apresuró a echar pie a tierra, y abriendo su paraguas, pues la lluvia arreciaba conforme iba avanzando la noche, se metió por la calle de la Escuela de Medicina, con dirección a su hotel donde ya Judith le estaba aguardando impaciente.

X. Se aclara el misterio

Al entrar Zarzoso en su hotel y pasar frente a la portería, lanzó una mirada distraída al casillero donde se depositaba la correspondencia para los huéspedes, e inmediatamente experimentó una ruda impresión de sorpresa.

En la casilla marcada con el número de su cuarto, sobre la oscura madera, destacábase el blanco sobre de una carta que inmediatamente hirió los ojos del joven médico.

El portero, que lo había visto a través de los cristales, salió apresuradamente y entregó la carta a Zarzoso, que permanecía sorprendido al pie de la escalera.

—Carta de España —dijo sonriendo intencionadamente el conserje, pues sabía la gran impaciencia que por más de dos meses había devorado al joven, esperando una carta que nunca llegaba.

El asombro de Zarzoso fue en aumento, cuando al mirar el sobre reconoció la letra fina y elegante de María.

Aquella carta, por tanto tiempo esperada y que llegaba cuando menos podía aguardarla el joven, causábale cierto terror, y por esto la revolvía entre sus manos, sin atreverse a abrirla.

¿Por qué había callado María mientras él fue un amante consecuente y puro? ¿Por qué le escribía ahora que se hallaba sumido en la mayor de las degradaciones?

Zarzoso no sabía contestar a ninguna de las preguntas que mentalmente se hacía, pero continuaba impresionado por aquella carta que no se atrevía a abrir, presintiendo tal vez que en su interior se encerraba algo que forzosamente había de serle fatal.

En aquella situación degradante a que le había arrastrado un amor impuro, la carta de María equivalía un remordimiento que surgía ante su vista.

Subió la escalera lentamente, mirando con fijeza estúpida la cerrada carta que tenía en sus manos, y al llegar al rellano del piso en que vivía y detenerse bajo un mechero de gas, no pudo contener un instintivo impulso y rasgó el sobre para enterarse inmediatamente del contenido.

A pocos pasos de allí, en su cuarto, le aguardaba Judith, la mujer aborrecida, a la que sin embargo estaba encadenado por la pasión carnal, y hubiese resultado un sacrilegio el ir a abrir la carta en presencia de aquel ser impúdico que aprovechaba todas las ocasiones para fisgarse de las mujeres honradas.

Sacó del abierto sobre un pliego de papel de cartas, dentro del cual se notaba la presencia de otro papel.

Zarzoso leyó apresuradamente las pocas lineas que contenía, y tuvo que volver a releerlas varias veces, para darse cuenta exacta de su contenido, pues la sorpresa parecía haberle arrojado en un estado de imbecilidad.

La carta decía así:

«Le devuelvo este recuerdo de un amor que ha muerto, segura de que si usted conserva su antigua dignidad, la vista de ese papel le producirá eterno remordimiento. No me creía merecedora de que usted olvidase sus antiguos juramentos uniéndose a esa mujer perdida, con quien vive.

»En el primer momento me hizo mucho daño el saber su degradación; pero hoy, afortunadamente, estoy ya curada de tales impresiones. Todo ha concluido entre nosotros. Cuando usted lea esta carta, tal vez seré ya la esposa de otro».

Aquí terminaba lo escrito en el pliego. No había firma al pie ni signo de clase alguna; pero Zarzoso no dudaba, pues conocía bien aquella letra fina, y que en algunas palabras aparecía temblorosa y exageradamente rasgada, como obra de una mano agitada por la indignación o por el dolor.

Zarzoso, temblando y como asustado al ver que su situación era conocida por María, y que todo el edificio de su antigua dicha caía estrepitosamente al suelo, se apresuró a sacar del interior del pliego aquel papel oculto que sentía al tacto y que era una finísima hoja arrugada y amarillenta, en la que también había algo escrito.

Zarzoso, conmovido, con la vista turbia por la emoción, fue leyendo con lentitud:

«A mi Juan: En prueba del eterno amor que…»

El joven no quiso leer más. Con terror reconoció que aquel papel era el mismo que le había dado María, envolviendo un bucle de su cabellera, y cuya desaparición había notado dos semanas antes al examinar la cajita que guardaba sus recuerdos de amor.

Por si podía ocurrirle aún alguna duda, encontró todavía pegados al papel dos o tres cabellos sutiles como la seda, que habían quedado allí adheridos al retirar los restantes.

Aquella sorpresa dejó absorto y como aplastado al joven médico. Únicamente tenía presencia de ánimo para hacerse mentalmente una pregunta: ¡Gran Dios! ¿Cómo podía haber llegado aquel objeto a manos de María? ¿Quién se había encargado de robarle tal recuerdo de amor?

No había acabado de leer aquella inscripción trazada por la mano de María, pues sabía de memoria su contenido; pero le llamó la atención algunas palabras que vio de repente, escritas más abajo con una letra irregular, caprichosa y de contorno dentellado, que también le era conocida.

Aquellas pocas palabras eran un alarde de cínico imputar, un comentario sucio y canallesco sobre la procedencia de los cabellos que envolvía el papel, y más abajo, con un descoco repugnante, figuraba la firma de Judith suscribiendo tan villano insulto.

Zarzoso miró aquello fijamente, como si no se atreviera a dar crédito a una revelación tan repentina que ponía en claro la misteriosa desaparición de su recuerdo de amor; pero, de repente, como si despertara de un sueño, exhaló un sordo rugido, y ciego e impetuoso como una bomba, se arrojó en el pasadizo, abriendo con una furiosa patada la entornada puerta de su cuarto.

Judith, que estaba leyendo a la luz del quinqué el último número del Diario Alegre, levantó sorprendida la cabeza ante aquella entrada tempestuosa de su amante, el cual, poniéndole el papel delator ante los ojos, rugió, mezclando en su furia palabras españolas con las francesas:

—¡Ah, grandísima zorra! ¡Miserable ladrona! ¿Conoces esto?

Y le metía el papel por los ojos, mientras levantaba la diestra amenazante.

Judith estaba asustada ante la cólera de aquél, a quien ella tenía por un tímido gozquecillo; pero en un arranque de su fiero carácter, intentó la resistencia y, saltando de su silla, agarró el látigo de cuero que estaba sobre la repisa de la chimenea y púsose bravamente a la defensiva, insultando con su insolente mirada al indignado joven. Esta actitud de Judith acabó de excitar al enfurecido Zarzoso. Así la quería ver para desahogar su rabia. Era villano pegar a una mujer débil e indefensa; pero con un marimacho así, que tenía músculos de acero y que se había mezclado en todas las peleas estudiantiles, bien podía medirse un hombre como con uno de su sexo.

Al avanzar sobre ella, recibió un latigazo en el cuello que acabó de cegarle, y embistiendo a la amazona le arrancó la fusta de la mano, la tiró a un rincón y de la primera bofetada la hizo caer de rodillas.

Fue aquello una escena violenta, repugnante y breve. Nadie oía el ruido de aquella lucha, pues como era la hora de comer, los cuartos inmediatos estaban vacíos.

Zarzoso pegaba sin consideración a aquella mujer que tenía bajo sus rodillas, y sus puños ciegos e inflexibles martilleaban el hermoso rostro y las blancas desnudeces que habían quedado al descubierto, amoratándolas a cada golpe. En su furor acompañaba los puñetazos con injurias e insultos, y su boca parecía la abierta y negra garganta de un retrete, rebosando la inmundicia del lenguaje.

Judith, que había recibido los primeros golpes con protestas y chillidos, callaba ahora y ofrecía con tranquila pasividad su bello cuerpo a los furores de aquel energúmeno, y mirando amorosamente a Zarzoso agitábase con voluptuosidad a cada uno de sus golpes.

Aquella loca, en su depravación, gustaba de que sus amantes la vapuleasen, y ésta era la causa principal de que estuviera tan enamorada del modelo italiano a quien obedecía.

Cansóse antes Zarzoso de pegar que ella de recibir los golpes, y cuando el joven se incorporó, sudoroso y jadeante, ella, sin levantarse del suelo, sonriendo insolentemente como de costumbre, y echándose atrás su cabellera de leona, exclamó:

—Y bien: ¿ya estás satisfecho? Podías pegarme un rato más. A mí me ha gustado siempre que los hombres me zurrasen, pues esto es una prueba de amor. Antes no te quería, te miraba como un ser insignificante y ridículo; pero ahora empiezo a tenerte cariño en vista de que son fuertes tus puños.

Zarzoso pareció no oír estas cínicas declaraciones, y señalando el delator papel que estaba sobre la mesa, le dijo con entonación de juez que interroga:

—¿Por qué has hecho eso? ¡Habla pronto o te mato!

Judith contestó con una alegre carcajada:

—Mira, voy a serte franca, ya que ha llegado la hora de decírtelo todo. Yo soy una buena muchacha, tengo un gran corazón, y me gusta hacer favores cuando se trata del reposo y de la felicidad de las familias.

Zarzoso creyó que Judith se burlaba otra vez de él y estuvo a punto de emprenderla a golpes, pero ella explicó sus palabras haciendo una revelación importantísima.

Antes de que conociera a Zarzoso, cuando ella acababa de llegar a París, reciente su rompimiento con aquel dibujante que la llevó hasta Londres, le rogaron que prestase el gran favor de enamorar a Zarzoso, diciéndole que éste estaba encaprichado con una chiquilla de Madrid, una cualquiera, sin fortuna y sin nombre, que no convenía a la familia del joven, por lo que era preciso impedir su casamiento haciéndole contraer otro tipo de relaciones. Judith intentó resistirse, encontrando que el papel que iba a desempeñar no era muy agradable; pero la persona que le encomendaba el servicio tenía gran poder sobre ella, disponía de muy contundentes medios para convencerla y al fin aceptó, marchando a la noche siguiente al encuentro de Zarzoso, para hacerse su querida, empleando todos los medios de seducción.

—Lo que pasó después —añadió Judith— lo sabes tú perfectamente.

—¿Pero quién fue el hombre que te indujo a tomar parte en tan repugnante intriga?

La joven intentó resistirse a contestar; pero cuando Zarzoso nombró al modelo italiano, ella, turbada por las amenazas de muerte, contestó con un signo afirmativo.

—Ya le ajustaré yo las cuentas a ese bandido napolitano. ¿Pero qué interés puede tener ese hombre que no me conoce en labrar mi perdición?

—Eso es lo que yo me he preguntado muchas veces, sin poder darme una contestación definitiva. Él no te conoce, es verdad, y por esto mismo no he podido nunca comprender por qué trabajaba contra ti.

La modelo quedó silenciosa por algunos instantes y después añadió con tono sentencioso:

—Mira, querido; tú por algún oculto motivo debes serle odioso a los curas de tu país.

—¿Por qué dices eso?

—Porque Luigi es protegido desde su niñez por los padres jesuitas, a quienes servía ya cuando estaba en Nápoles. Ellos fueron los que le salvaron cuando le iban buscando por dos o tres puñaladas que dio allá, y los que le trajeron a París poniéndole en camino para que fuese un buen modelo. Es el perro de los jesuitas; hace cuanto le dicen, y si le mandan morder, muerde. En este asunto deben tener mucha participación los protectores de Luigi: esto es lo que yo he creído siempre.

Zarzoso hizo un gesto que indicaba su inmensa sorpresa y quedó pensativo, mientras que Judith seguía hablando, deseosa de sincerarse ante aquel muchacho, al que había cobrado cariño desde que apreció la fuerza de sus puños.

Al faltar Zarzoso a la primera cita que le dio Judith, recomendáronla a ésta que fuese a encontrarle, y cuando hacía ya con él vida marital, le ordenaron que buscara entre los efectos de su nuevo amante una cajita en que guardaba todos los recuerdos de su antiguo amor. Judith debía robar uno de éstos, que, según le decía Luigi, era para enviarlo a Madrid, con el propósito de que la novia de Zarzoso se convenciera de que éste ya no la amaba y romper de este modo completamente unas relaciones que estorbaban a la familia.

La rubia, al revolver aquella caja de recuerdos, escogió el papel con el rizo que contenía, y por indicación del mismo modelo italiano puso allí la primera grosería que se le ocurrió para desesperar a la desconocida muchacha de Madrid.

—Ahí tienes cuanto ha ocurrido, vida mía —decía la rubia fijando una mirada amorosa en el indignado Zarzoso—. He sido ligera, lo sé: he obrado como siempre, con aturdimiento; pero al fin y al cabo lo hacía por tu bien, creyendo librarte de un matrimonio que no te convenía, y espero que me perdonarás. Además, te quiero mucho, te amo desde que me he convencido que eres todo un hombre.

Y ya levantada del suelo, avanzaba con los brazos abiertos hacia Zarzoso para darle un estrecho abrazo.

El joven la rechazó con un violento empujón que la hizo chocar las espaldas contra la pared, y señalando la puerta dijo con acento imperioso:

—¡Márchate en seguida, perra inmunda! Me has hecho mucho daño, y si no te vas pronto tal vez me acometa el furor y sea capaz de convertirme en asesino.

Y diciendo esto, contemplaba con torva mirada un cajón de su mesa de escribir, en el que tenía una gran navaja jerezana, comprada en París, más por españolismo que porque necesitase de ella.

Aquella mirada dejó fría a Judith y le produjo mayor terror que los golpes de antes. Como la mayoría de las mujeres de su clase, tenía un miedo casi supersticioso a las armas blancas, y siempre lanzaba exclamaciones de terror cuando Zarzoso, al revolver sus papeles, se le ocurría abrir la navaja.

La posibilidad de que el joven sacase del cajón la terrible arma la impresionó de tal modo que, pálida, silenciosa y con actitud sumisa, púsose su sombrero y su abrigo y llamó a Nemo, perro discreto y bien educado, que había presenciado filosóficamente desde un rincón la anterior paliza, como acostumbrado a que a su ama le hiciesen tal clase de caricias.

Cuando Judith, siempre bajo la amenazante mirada de Zarzoso, hubo acabado de arreglarse y salió del cuarto, se detuvo en el pasillo, pensando que una mujer como ella no podía retirarse así, sumisa y atemorizada como una cualquiera. Llamó en su auxilio a su bravia altivez, hizo asomar a sus labios la sonrisa cínica que la caracterizaba y, con voz irónica, que parecía el silbido de una víbora, dijo, inclinando el cuerpo como dispuesta a huir:

—Mira, niño; si no me despacharas, yo te hubiera dado pelo igual al que tenías de esa muchacha. ¡Pobre chica, ir a darse un tijeretazo tan lejos de la cabeza! Lo que yo he escrito en ese papel es la pura verdad.

Aún quiso Judith desahogar su despecho con mayores indecencias, pero el latigazo que aquella perdida descargaba sobre la honra de María enfureció nuevamente a Zarzoso, el cual se abalanzó al pasillo con propósito de estrangular a la infame; pero cuando llegó allí, ya la rubia, seguida de su perro, bajaba apresuradamente la escalera del hotel.

En el portal tropezó violentamente con un hombre que entraba sacudiéndose la lluvia.

Era Agramunt, que acababa de dejar, en la calle del Sena, al desconsolado criado de don Esteban y que volvía al hotel a despojarse de su traje negro de ceremonia antes de ir al restaurante.

Fijóse en Judith, que pasó lanzándole iracundas miradas. En su rostro desordenado y marcado por las huellas de los golpes adivinó que había pasado algo grave entre los dos amantes, y vio cómo la rubia, andando con paso inseguro y sin hacer caso de la lluvia, se hundía en la húmeda oscuridad de la plaza, cuyos reverberos alumbraban inciertamente a causa de las ráfagas del huracán.

Agramunt, alarmado por aquel encuentro, subió rápidamente al segundo piso.

Al entrar en el cuarto de Zarzoso vio algunas sillas voleadas, una cortina rota y una porción de desperfectos que indicaban una reciente lucha. Zarzoso estaba doblado al borde de la cama con la cabeza entre las manos.

—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? —gritó asustado el buen muchacho.

Zarzoso levantó su cabeza, en la que se retrataba el más terrible asombro, y se abalanzó a su amigo, exclamando con voz conmovida por penoso estertor:

—¡Ay Pepe! ¡Pepe mío! Soy muy desgraciado.

Y como el niño enfermo que cree huir del dolor arrojándose en brazos de su madre, Juanito Zarzoso dejó caer su cabeza sobre un hombro de Agramunt, y después de agitarse su pecho con un supremo estertor, rompió a llorar copiosamente.

Parte Sexta. El casamiento de María

I. Sospechas

Hacía más de un mes que Maria Quirós se mostraba triste y preocupada por alguna oculta idea que en vano intentaba descubrir su tía, doña Fernanda.

La baronesa, por más esfuerzos de imaginación que hacía, no lograba adivinar la causa de aquella continua preocupación. Ella, siguiendo los consejos del padre Tomás, se desvivía por hacer agradable la vida de su sobrina, y a pesar de que comenzaba a cansarle aquel renacimiento de su existencia elegante, no perdonaba fiesta alguna y asistía con María a todos los bailes de la alta sociedad y a los estrenos en los principales teatros.

Su sobrina se dejaba arrastrar a todas las fiestas, demostrando que eran impotentes tales diversiones para devolverle la perdida alegría, y doña Fernanda, con no poca sorpresa, vio varias veces en sus ojos la señal de haber llorado cuando se encerraba en su cuarto.

Esta conducta era incomprensible para doña Fernanda, tanto más cuanto que habituada de antiguo al espionaje y al registro, por más pesquisas que hizo en el cuarto de María cuando ésta se hallaba ausente, no podo encontrar nada que pusiera en claro aquel misterio.

María era más hábil que su madre para ocultar sus cartas de amor.

La negativa con que la joven contestaba a todas las preguntas de su tía, excitaba la curiosidad de ésta y la hacía acariciar las más absurdas ideas.

Hubo un momento en que llegó a creer que María estaba tan triste porque se hallaba enamorada de Ordóñez, aquel joven simpático que ahora las visitaba tan asiduamente; pero esta suposición se desvaneció en vista de que su sobrina acogía con el mayor desapego todas las galanterías que le dirigía el elegante.

La baronesa, viendo que la persona de confianza de María era la viuda de López, intentó sondear a ésta; pero doña Esperanza, con una sencillez ingenua y seráfica, le manifestó que nada sabía; entonces doña Fernanda acudió al padre Tomás, varón tan santo como amable, y que ahora era uno de los más asiduos concurrentes a su tertulia.

El poderoso jesuita manifestó que tampoco sabía nada, pero en gracia siempre a aquel interés noble y generoso que le había inspirado en todas ocasiones la familia Baselga, y que la baronesa no sabía cómo agradecerle, prometió sondear hábilmente el ánimo de María, y enterarse de aquel oculto pesar que venía afligiéndola.

Se equivocaba la baronesa al buscar en torno de ella la causa del anormal estado en que se hallaba su sobrina. Dicha causa no estaba en Madrid, sino lejos, mucho más lejos; en aquel París que guardaba al hombre amado y que permanecía silencioso sin enviar nunca la carta esperada.

Todo lo que Zarzoso allá, en la plaza del Pantheón, sufría por entonces a causa del silencio de su amada, lo sufría María al ver que ninguna de sus apasionadas cartas merecía contestación.

Aquel infame aislamiento en las comunicaciones entre los dos amantes, ideado por el diabólico padre Tomás, se había realizado hacía ya más de un mes.

El mismo día en que se decidió el jesuita a poner en práctica su plan, en vista de la aprobación que había dado a éste la superioridad de Roma, fue a buscarle en su despacho la intrigante viuda de López, llevando una carta que acababa de recibir de Zarzoso para entregarla a María.

Doña Esperanza no se había atrevido a abrirla; pero como le llamaba su atención lo voluminoso de su contenido, se apresuró a presentarla al padre Tomás para que éste ordenase lo que debía hacerse con ella y acabar de tal modo con su indecisión.

El jesuita, sin mostrar el menor escrúpulo, rompió el sobre y comenzó a leer los ocho pliegos de que se componía la carta; pero antes de llegar al segundo, en su cara de mármol se retrató una sorpresa inmensa, y no pudo menos de exclamar.

—¡Diablo! Buena la hubiéramos hecho si usted llega a entregar esta carta a María. Con ser tan grande París, se han encontrado allí y trabado relaciones de amistad los dos hombres que más fatalmente pueden influir en el porvenir de María. Ese Zarzoso se ha hecho amigo de Esteban Alvarez, aquel bandido republicano y ateo que tantos pesares dio a la señora baronesa y que en su juventud tuvo amoríos con Enriqueta Baselga. Ese mediquillo, lisa y llanamente le cuenta a su novia cuanto sabe sobre su nacimiento, y además le asegura que su padre es el tal Álvarez. ¡Buena complicación nos hubiese traído el que María leyese esta carta, teniendo tanta fe como tiene en las palabras de su novio! ¡Al fuego estos papeles!, y desde hoy, doña Esperanza, sépalo usted; el servicio de correos queda interceptado entre los dos novios.

La viuda de López obedeció ciegamente y fue rasgando cuantas cartas recibía de París y las que María le entregaba para ponerlas en el correo.

La situación de la joven, en vista de este silencio, era aún más insostenible y penosa que la de Zarzoso. Éste al menos podía lamentarse sin temor a ser espiado; podía desahogar su pena, lo mismo en su cuarto que paseando por las calles de la gran ciudad; pero María había de fingir continuamente una serenidad que no tenía y ahogar en lo más hondo de su pecho, la zozobra que la dominaba y que le hacía concebir las más violentas sospechas.

Siempre que tenía ocasión en su casa para hablar a doña Esperanza sin testigos, la llevaba a un rincón, preguntándole con ansiedad:

—¿No ha llegado nada?

—Nada —contestaba imperturbable la viuda.

—Le he escrito quejándome de ese silencio incomprensible. ¿Ha tirado usted misma la carta al correo?

—Sí, hija mía. Yo misma, pues no me gusta encargar estas comisiones a personas extrañas.

—Pues entonces, indudablemente, dentro de pocos días tendré la contestación. Es muy extraño lo que sucede. Antes me escribía puntualmente, sin que sus contestaciones se retrasaran un solo día.

—¡Ay, hija mía! —contestaba doña Esperanza con sonrisa escéptica como persona muy conocedora de las debilidades del mundo—. Acuérdate del refrán: «Cántaro nuevo, hace el agua fresca». Todos los hombres son iguales; al principio aman hasta ser empalagosos, y después olvidan con una facilidad que asombra ¡Dios sabe en lo que pensará ahora ese señor Zarzoso!

Y la viuda iba excitando hábilmente las sospechas en la joven, que parecía aturdida por aquel silencio inexplicable.

María, deseosa de justificar en su pensamiento al hombre que tanto amaba, imaginábase que Zarzoso se hallaba enfermo de alguna gravedad; pero inmediatamente apresurábase la maléfica viuda a desvanecer esta idea que equivalía a una esperanza, asegurando que Juanito gozaba de buena salud, y escribía regularmente a su tío, el doctor Zarzoso, lo que en el fondo era verdad.

¡Infeliz María! Cada una de las insinuaciones de aquella intrigante jamona, producíale una nueva decepción o un aumento en su tristeza, y sin embargo, si hubiese podido registrar los bolsillos a aquella confidenta que tenía toda su confianza, tal vez hubiese encontrado en ellos alguna de las cartas de Zarzoso, esperadas con tanto anhelo, y que la viuda le ocultaba.

Llegó un momento en que la joven no quiso escribir más, en vista de que sus cartas eran acogidas siempre con el mismo desesperante silencio, y comenzó a apuntar en ella aquel exagerado amor propio que era la nota más saliente de su carácter, y que doña Esperanza procuraba excitar.

—Haces bien, hija mía —decía la intrigante viuda—, en no escribir más a ese ingrato, indigno de ti. Eso sería rebajarte, y tú, por tu nacimiento, por tu hermosura y por tu riqueza, estás para que los hombres se arrastren a tus pies, solicitando una palabra de benevolencia, y no para humillarte a un mediquillo olvidadizo, a un chisgarabís sin importancia, que tal vez a estas horas se divierte bailando el can-can, con esas perdidas de París, que se llaman cocottes. No creas que esto es una exageración; yo soy ya vieja, he visto mucho, y sé de lo que son capaces estos jóvenes de ahora, que como no tienen religión viven al día, y con tal de divertirse pisotean los más sagrados e íntimos sentimientos.

La joven, cuando de este modo excitaban su amor propio, sabía resistirse al infortunio y olvidar por algunas horas al injustificado silencio de su novio; pero no tardaba en sobrevenir la reacción, el antiguo apasionamiento volvía a aparecer, y María experimentaba aún con mayor fuerza el pesar producido por aquel silencio de Zarzoso, cuyo verdadero significado estaba muy lejos de adivinar.

Nunca se le ocurrió el tener la menor duda sobre la fidelidad de doña Esperanza, pues ésta sabía interesarse por su dolor y fingir una indignación sin límites al hablar de lo que ella llamaba la ingratitud de Zarzoso.

En una de estas crisis de apasionamiento amoroso, en que reaparecía intensamente el dolor causado por el olvido en que la tenía su novio, fue cuando Maria abordó resueltamente a doña Esperanza, exponiéndole un deseo que hasta entonces no se había atrevido a manifestarle.

—Estoy convencida —dijo— de que ese hombre me ha olvidado. Yo creo, que hasta en esto que hoy siento por él, hay más odio que amor; pero quisiera, ya que soy villanamente abandonada, convencerme de mi desgracia en toda su extensión, y saber por qué causa ha faltado Juanito a sus juramentos de amor. Diga usted, doña Esperanza: ¿usted que tiene tantas amistades, no encontraría un medio para que nos enteráramos con exactitud de lo que Juanito hace en París?

La viuda hacía ya mucho tiempo que esperaba esta petición y sobre ella había hablado extensamente con el padre Tomás; pero a pesar de esto, fingió, como lo tenía por costumbre, y en el primer instante manifestó no encontrar lo que María deseaba.

Después pareció como que vislumbrara el auxilio apetecido.

—Creo que he encontrado lo que tú deseas. Enterarse de la vida que Zarzoso hace en París, de sus locuras y depravaciones, si es que realmente ha caído en ellas, nadie puede hacerlo mejor que el padre Tomás, ese santo varón que viene aquí casi todas las tardes y que tiene en París fieles amigos que pondrán en su conocimiento todo cuanto ocurra. Antes de diez días, si tú quieres, sabremos toda la verdad.

María intentó resistirse. Le causaba cierto temor el hablar de sus amores a aquel sacerdote que, a pesar de su característica amabilidad, le resultaba austero e imponente; pero doña Esperanza logró convencerla.

—No seas tonta, niña. Es fácil hablar de asuntos como éste a un padre jesuita. Ellos, a pesar de su santidad, se mezclan en los negocios mundanos para bien nuestro; además, el reverendo padre, que es antiguo amigo de tu familia, te quiere mucho y no vacilará en prestarte este servicio. El es tu director espiritual, lo mismo que de tu tía; yo, en tu nombre, solicitaré una conferencia, y para hacer menos penosa tu petición, me adelantaré a decirle algo de lo que ocurre. Vamos, no seas niña y acepta.

María acabó por decir que sí a todo cuanto le proponía doña Esperanza, y al día siguiente por la tarde, estando la baronesa y su sobrina en el gabinete próximo al salón, entró el padre Tomás.

Las miradas significativas que se cruzaron entre el jesuita y la aristocrática beata, daban a entender la inteligencia que existía entre los dos.

Por la mañana se habían visto la baronesa y el padre Tomás y éste había rogado a la entusiasta penitente que en su visita de la tarde procurase dejarle solo con su sobrina, pues creía llegado el momento de averiguar la oculta pena que agobiaba a la joven.

Por esto, apenas se cambiaron algunas palabras entre los tres, la baronesa, pretextando una ocupación, salió del gabinete, dejando solos al jesuita y a la joven.

El padre Tomás miró a la puerta con cierta alarma, pues sabía que la baronesa era muy capaz de quedarse tras un cortinaje, escuchando y por esto se acercó más a María, a la que comenzó a hablar en voz muy baja.

—Hija mía, sé algo de lo que te sucede y comprendo que en esta situación angustiosa necesitas el auxilio de personas sensatas y de sereno juicio que te aconsejen. Habla con entera franqueza; no te intimide lo sagrado e imponente de mi ministerio. En este momento, no es el sacerdote quien te escucha, sino el antiguo amigo de tu familia, el que te profesa un cariño tan puro como si fueses su hija. Nosotros, los padres jesuitas, tenemos una gran ventaja sobre los demás sacerdotes. No nos limitamos a auxiliar a la humana criatura en sus necesidades religiosas; comprendemos que muchas veces necesita apoyo en su vida social y por esto sacrificamos nuestro reposo hasta el punto de intervenir en asuntos que no son de nuestro ministerio; habla, hija mía, habla con entera franqueza. Nuestros penitentes son nuestros hijos y ¿qué no hará un padre cuando se trata de la felicidad y del sosiego de los que son pedazos de su alma?

Estas dulces palabras tranquilizaron a María y le hicieron tener absoluta confianza en el poderoso jesuita, que ya no le resultaba austero e imponente, sino cariñoso y benigno.

La joven, tranquilizada ya, relató concisamente al jesuita la historia de aquellas relaciones que él conocía perfectamente desde mucho tiempo antes y a continuación formuló la súplica de que se interesara en averiguar cuál era la conducta de Zarzoso en París y el porqué de aquel silencio inexplicable que había venido a romper tan inesperadamente sus amores.

El padre Tomás, aquel santo varón que quería a sus penitentes como si fuesen hijos y se desvivía por su felicidad, aceptó inmediatamente el encargo.

Sí, él lograría saber punto por punto lo que Zarzoso hacía en París, y con entera imparcialidad se lo revelaría a María, pues en tal clase de asuntos no le gustaba engañar ni mantener ilusiones que no eran ciertas.

Aquel mismo día escribiría a sus amigos de Francia, rogándoles, en nombre de los intereses de la Orden, que procurasen averiguar todo lo concerniente a la existencia actual de Zarzoso, y se comprometía a dar respuesta a la joven en el plazo de diez días.

El jesuita iba ya a terminar la conferencia y a llamar a la baronesa, cuando añadió, como sabrosa posdata:

—Te advierto, hija mía, que no debes hacerte ilusiones sobre la contestación que recibiremos. No sé por qué, me anuncia el corazón que será poco grata. Ignoro qué clase de vida hará ese señor Zarzoso; pero París es un foco de corrupción donde no entra un joven que deje de perder sus más nobles cualidades. Ya ves tú ¿qué otra cosa puede esperarse de una ciudad republicana que inicia todas las revoluciones, y de la cual el impío Gambetta ha expulsado a los hijos de San Ignacio, viéndose obligados los padres de la Compañía a vivir ocultos?

María, a pesar de esta seguridad que el padre Tomás manifestaba por adelantado sobre la corrupción de Juanito, sentía cierta esperanza y aguardaba impaciente que transcurriese aquel plazo de diez días, fijado por el jesuita, para saber toda la verdad.

En estos días, a la incertidumbre de María, vino a unirse otra incomodidad.

El elegante Ordóñez, que era el tertuliano más asiduo de la baronesa, aprovechaba todas las ocasiones para repetir a la joven sus declaraciones de amor, y raro era el día en que no le hablaba de lo feliz que se consideraría si llegaba a alcanzar su mano.

Para colmo de desdichas, la baronesa habló una tarde a su sobrina del porvenir de la mujer: dijo que ella debía ir pensando en casarse ya que siempre había manifestado cierta tendencia en favor del matrimonio, y terminó indicándole que no vería con disgusto que el pretendiente preferido fuese el hijo del duque de Vegaverde.

II. Amor propio herido

Era la hora en que la tertulia vespertina de la baronesa de Carrillo estaba en su período más brillante y animado.

No faltaba ninguna de las antiguas realistas que desde hacía muchos años acudían puntualmente a hacerle la corte a Fernandita, en quien reconocían cierta superioridad, y allí estaban todos, graves y correctos, en aquel rejuvenecido salón en el cual brillaba siempre, por su reconocido talento, el marqués académico, Mentor del Telémaco Ordóñez, que estaba siempre entre él y la baronesa.

Doña Esperanza, a pesar de su carácter intrigante y movedizo, estaba en un rincón afectando insignificancia y procurando, con su silencio, que nadie se fijase en su persona, mientras ella contemplaba a todos con curiosidad, y especialmente a María, que también formaba parte de la tertulia.

En aquella tarde espiraba el plazo que había fijado el padre Tomás, y ella aguardaba aquellas noticias de París tan ansiadas.

Hacía ya algunos días que el poderoso jesuita no visitaba la casa y esta misma ausencia le hacía esperar que el padre Tomás no faltaría a la reunión de la tarde, tal como lo había prometido diez días antes.

Hablaban los tertulianos justamente de aquella ausencia del poderoso jesuita, cuando un criado le anunció, entrando poco después el padre Tomás, quien dio su mano a besar a unos, estrechó las de otros y esparció sus amables sonrisas por toda la tertulia.

Una rápida mirada, que el reverendo padre dirigió a la joven, dio a entender a ésta que traía las ansiadas noticias.

María sufría una horrible incertidumbre al ver que el padre Tomás no se apresuraba a hablarle y se enfrascaba en insustanciales conversaciones, con aquellos vejestorios de la tertulia.

Ordóñez, que se acercó a la joven para dispararle su cotidiana declaración, fue recibido con una frialdad que rayaba en grosería.

Llegó la hora en que, según antigua costumbre de la casa, entraron los criados con el tradicional chocolate, que reemplazaba al lunch de la alta sociedad montada a la moderna. Las ricas salvillas de plata circularon de mano en mano, y entonces fue cuando el padre Tomás, después de haber hablado algunas palabras al oído de la baronesa, se dirigió con cautela al inmediato gabinete, indicando a María con un ademán que podía seguirle.

Los tertulianos, animados por el soconusco, hablaban con más calor, formando amigables grupos, y a excepción de Ordóñez y doña Esperanza, no parecieron fijarse en aquella desaparición de María y el jesuita.

Cuando los dos estuvieron en el gabinete, María interrogó con una ávida mirada al padre Tomás.

—Calma, mucha calma, hija mía —dijo el jesuita sentándose—. Las noticias que traigo son muy graves, y es preciso que te armes de valor para oírlas. Los jóvenes dais vuestro corazón al primero que se os presenta y os resulta agradable; no buscáis el sano consejo de la experiencia y después os veis obligadas a llorar una terrible decepción y a desconfiar de la misericordia de Dios, cometiendo con ello gravísimo pecado.

María estaba para oír noticias y no consejos, así es que interrumpió al jesuita:

—Pero ¿qué es lo que hay?… Hable usted pronto, padre, pues me resulta imposible contener la impaciencia. ¡Oh!, ¡respóndame por Dios! ¿Me ha olvidado Juan?

El jesuita contestó inclinando afirmativamente su cabeza y María quedó silenciosa durante algunos minutos, como abrumada por la fatal revelación.

—¡Oh, padre mío! Dígame usted pronto cómo ha sido eso. Necesito saber por qué causa me ha olvidado un hombre que juraba amarme tanto.

—Recuerda, hija mía, lo que te dije sobre París la última vez que nos vimos. Es la ciudad del diablo. La sentina de corrupción donde no puede entrar un alma sin corromperse. Yo no culpo a ese joven, pues lo que le ocurre, forzosamente había de sucederle. Educado por su tío, hombre ateo y de reconocida impiedad, tiene la desgracia de carecer de toda clase de sentimientos religiosos, y a esto se debe que haya caído con tanta facilidad en el pecado, al verse rodeado por las seducciones de esa Babilonia moderna.

—Pero, en fin, padre Tomás —dijo impaciente la joven—. ¿Qué es lo que le ocurre a Juanito? Necesito que me lo diga usted sin más preámbulos, pues siento una atormentadora impaciencia. No tenga miedo de hablar, soy fuerte y sabré resistir la pena por grande que ésta sea. ¿Es que acaso ama hoy a otra mujer?

—Tú lo has dicho —contestó con entonación bíblica el jesuita—. Ese ingrato te ha olvidado hasta el punto de enamorarse de la primera mujer que ha encontrado al paso en las calles de París.

—¿Y quién es ella? —preguntó María con dolorosa curiosidad.

—Hija mía —contestó el jesuita con pudorosa expresión y fijando su mirada en el suelo—. Eres una señorita cristiana, bien educada y virtuosa, y por lo tanto, siento hablarte de ciertas miserias humanas que tal vez ignores; pero es preciso que descendamos a ciertas podredumbres de la sociedad para que comprendas mejor cuál es tu situación y la del que fue tu novio. Juanito ama a una mujer depravada, a una perdida de esas que venden su amor y pasan con la mayor desvergüenza de los brazos de un hombre a los de otro. Ya ves cuán terrible es su ingratitud al abandonarte así, repentinamente, por un pingajo del vicio.

—¿Y es hermosa?

—¡Oh!, en cuanto a eso mis informes son muy favorables. Esa mujer tiene una diabólica belleza, como todas las de su raza, pues has de saber que es judía y se llama Judith, teniendo el apodo de la Rubia por su blonda y espléndida cabellera. Esto hace más abominable e infame la falta de Zarzoso. ¡Ya ves tú!, abandonar a una señorita virtuosa y católica por una perdida que, además de sus vicios, tiene la mancha de pertenecer a una raza infame que crucificó a Nuestro Señor Jesucristo.

A María no parecía preocuparle mucho que la amante de Zarzoso fuese hebrea y estuviese por tanto contaminada con la mancha del deicidio; lo que sí excitaba su rabia era que fuese tan hermosa la mujer que le había robado su amor.

Quería ella tener pleno conocimiento de su infortunio, enterarse detenidamente de aquellos amores impuros que la atormentaban, y por esto rogó al padre Tomás que, sin más preámbulos ni preparaciones, le relatara cuanto supiese sobre la vida de Zarzoso en París.

El jesuita, haciendo uso de su extremada habilidad, habló de modo que cada una de sus palabras fue una puñalada para María. El joven médico no escribía porque estaba enamorado como un loco de Judith, viviendo con ella maritalmente y supeditado por completo a su voluntad, como si fuese un esclavo o más bien un ser automático.

—Según eso, reverendo padre —dijo María con ansiedad—, ese hombre ya no se acordará de mí.

—¡Ay!, hija mía, ojalá fuese así.

—¡Me asusta usted, padre mío! ¿Qué quiere usted decir con eso?

El jesuita, silencioso e inmóvil, se gozó durante algunos instantes en contemplar la dolorosa zozobra de la joven, y al fin dijo, con lentitud:

—Ese hombre, para tu desgracia, se acuerda mucho de ti y se complace villanamente en burlarse de tu amor y en ostentar impúdicamente, a la vista de todos, los recuerdos más íntimos de tu pasión.

María parecía aterrada por tales noticias, y mientras tanto el jesuita, con mefistofélica calma, seguía relatando la historia infame que anticipadamente se había forjado.

Le era muy penoso, según él decía, hacer tales revelaciones a una joven pura y honrada, que tal vez no pudiera resistir tan fatal información; pero era preciso decir la verdad, pues de lo contrario María, al no tener pleno conocimiento de su infortunio, podría algún día caer en la tentación de perdonar al que tanto la había ofendido. Zarzoso, según afirmaba el jesuita, al enamorarse de aquella perdida, había tenido el especial gusto de burlarse de su antiguo amor, e impúdicamente enseñaba a su banda de amigos y amigas, gentecilla perdida del Barrio Latino, todos cuantos recuerdos conservaba de María.

—¿No tenía él —continuó el jesuita— un cofrecillo de laca en el que guardaba todas tus cartas y algunos objetos que eran como prendas de amor? Pues bien, hija mía, me cuesta mucho el decírtelo, pues sé que esto te producirá inmenso dolor, pero ese tesoro de cariño, ese montón de sagrados objetos que debía inspirar a Zarzoso una adoración casi santa, por proceder de quien proceden, sirve de objeto de befa a toda la gentecilla depravada que vive en el Barrio Latino. Judith, esa perdida que tiene esclavizado a tu antiguo novio, mete sin compasión sus impuras manos en la cajita y revuelve tus cartas, tu retrato, tus pañuelos y una trenza de cabello, mostrando todo esto a sus impuras amigas para que saluden tu nombre con groseras carcajadas en presencia de ese mismo Zarzoso, que muchas veces se une al coro de indecentes chistes y obscenos comentarios que tu recuerdo provoca. Ya ves que conozco bien el contenido de esa cajita de laca, lo que demuestra que mis informes no pueden ser más ciertos.

María escuchaba pálida, aterrada, con los ojos desmesuradamente abiertos, como si no pudiera creer en aquella infamia, que por lo inmensa nunca había llegado a imaginar.

No era la decepción amorosa lo que la hacía sufrir en aquel momento, no sentía el dolor de la enamorada y tierna doncella que se contempla olvidada con desprecio, en ella se había despertado la susceptibilidad terrible y arrolladora; aquel amor propio que caracterizaba a la familia de Baselga, y que prefería la muerte antes que quedar en ridículo.

La joven estaba abrumada por tan terribles revelaciones, y en su imaginación veíase ella misma desnudada por el mismo Zarzoso, expuesta a las miradas injuriosas e insultantes de una juventud ebria y corrompida, la cual, entre carcajadas y groseros chistes, iba arrancándole a jirones su propia piel. Este tormento era igual, en concepto de la joven, al que le hacía sufrir Zarzoso entregando a la publicidad sus recuerdos de amor, y haciendo que circulasen de mano en mano, entre mujeres, impuras, aquellas prendas queridas que ella había entregado en un momento de pasión.

Era tan enorme esta ingratitud de Zarzoso, resultaba tan inverosímil el ser tratada así por un hombre al que no había dado el menor motivo de queja, que María levantó con arrogancia su frente, y clavando su fija mirada en el jesuita, exclamó:

—¡Pero Dios mío! No es posible tanta infamia. Aunque Zarzoso me haya olvidado por otra, no es natural que se complazca en insultarme de un modo tan infame. Esto sería propio de una cruel venganza y yo no he dado a mi novio el menor motivo de queja. ¡No, no es posible lo que usted dice! Necesito pruebas para creerlo, ¿lo oye usted, padre Tomás? Necesito pruebas.

Y al decir esto miraba al jesuita con recelo, como si comenzara a adivinar que todo aquello era un miserable tejido de falsedades.

El reverendo padre sonrió con frialdad y dijo con la misma expresión que si compadeciera a María por su ceguedad amorosa.

—¿Te convencerías de lo que te digo si te enseñara alguna de esas prendas de amor que entregaste a Zarzoso y que éste tenía la obligación de guardar?

—¿Y cómo puede usted haber adquirido esa prueba?

—Ya te dije que entre los amigos de Zarzoso circulan tus recuerdos de amor como objetos de risa. Hoy se han cansado ya de burlarse de ti y por esto no le ha sido difícil adquirir uno de ellos al amigo a quien yo encargué, cediendo a tus ruegos, que se enterase de la existencia de Zarzoso en París. Tengo en mi poder un objeto que te pertenece, y sépaslo, desgraciada, mi amigo lo adquirió de manos de la misma Judith a cambio de unos cuantos francos.

María, pálida y como si la emoción no le permitiese hablar, se limitó a hacer un gesto imperioso, indicando que quería ver cuanto antes aquella prueba fatal.

—Antes de verla —continuó el jesuita— conviene que recuerdes bien, para que así sea más completa la identificación. ¿Antes de marchar Zarzoso a París no le entregaste tú, una mañana en el Retiro y en presencia de doña Esperanza, un bucle de tu cabellera envuelto en un papel en el que habías escrito algo?

María contestó moviendo afirmativamente la cabeza.

—Pues bien, desgraciada; mira esto y veas si lo reconoces.

Y el jesuita, introduciendo una mano en el bolsillo de su sotana, sacó el objeto que Judith había robado a su amante.

María, apenas tuvo en su mano aquel papel, reconoció su letra, y abriéndolo vio que era el mismo rizo que ella había cortado de su caballera. No cabía ya la duda, y abrumada por una infamia tan evidente, no tuvo fuerzas ni para lanzar la dolorosa exclamación de sorpresa que subió hasta su garganta.

—¡Oh, qué infamia! ¿Qué he hecho yo para merecer tanta maldad? —y murmurando estas palabras con quejumbroso acento, dejóse caer en el sillón inmediato, pugnando por ahogar el llanto que hacía agitar su pecho con movimientos de estertor.

El jesuita permanecía impasible, como hombre incapaz de conmoverse por la desesperación que producían sus mentiras y tuvo especial cuidado en aumentar el dolor de su víctima, diciendo con amable expresión:

—Aún no lo has visto todo, hija mía. Fíjate bien en ese papel, que en él hallarás la prueba de la repugnante burla de que has sido objeto.

María volvió a fijar nuevamente sus ojos en el papel de la envoltura, y entonces vio la frase cínica, inmunda y repugnante, que Judith había estampado con su firma al pie de la tierna dedicatoria que ella había escrito allí, al entregar su recuerdo a Juanito.

Aquellas palabras de infame indecencia la anonadaron momentáneamente y retorciéndose en su asiento con suprema expresión de dolor, grito sin cuidarse de que la podían oír en el inmediato salón:

—¡Oh, Dios mío! Esto es demasiado, no se puede sufrir. E inmediatamente experimentó una reacción propia de su carácter varonil y su desaliento doloroso trocóse en furor e indignación.

Consideraba como un rasgo de imbecilidad el llorar y el desesperarse por la expresión infame de una mujerzuela corrompida. No, ella no lloraría; no daría gusto a aquel canalla que estaba en París, manifestando dolor por haber sido abandonada; lo que ella sentía era odio, inmensos deseos de destrucción; lo que ella deseaba era vengarse de tales infamias, demostrarles que en nada le habían impresionado sus canallescas burlas.

Y manifestando estos pensamientos con entrecortadas palabras, iba de un extremo a otro del gabinete, gesticulando como una loca y moviendo sus crispadas manos en el vacío, como si buscara en él invisibles seres para estrangularlos.

Aquella cara de mármol que se erguía impasible sobre el cuello de la sotana sonreía sin duda interiormente, y mientras tanto, con acento paternal, aprobaba cuanto decía la joven.

—No es muy buena la venganza, hija mía; la Iglesia la prohibe; pero hay ciertos momentos en la vida en que conviene no recibir las ofensas con evangélica mansedumbre. Tú puedes vengarte, hija mía: debes demostrar a esos infames que de ti se han burlado, que no te impresionan gran cosa sus insultos y sus injurias. Debes negar con un acto de enérgica resolución ese amor del que se ha valido Zarzoso para ponerte en ridículo.

Y hablando así, el jesuita señalaba con un gesto expresivo el inmediato salón. María lo comprendió inmediatamente. Sí, allí estaba la venganza, allí la satisfacción del amor propio herido.

Guardó apresuradamente aquel papel que había derrumbado con rapidez el aéreo palacio de sus ilusiones y seguida del jesuita, entró rápidamente en el salón.

Los tertulianos, después de tomar su chocolate, seguían agrupados en corrillos conversando con animación, mientras la baronesa iba de unos a otros, procurando ocultar la inquietud de su curiosidad excitada, por aquella conferencia entre su sobrina y el jesuita.

Apenas entró María en el salón, el elegante Ordóñez, como si presintiera lo que iba a ocurrir, fue inmediatamente al encuentro de ella, que aún mostraba en su rostro la anterior agitación.

—Señor Ordóñez —dijo María volviendo su vista a otra parte, como si temiera que en sus ojos pudiera leerse lo que pensaba—. He tenido el honor de que usted solicitara mi mano repetidas veces, atención que le agradezco mucho. Entonces no podía responder; pero hoy, por circunstancias que no son del caso relatar, me considero libre y me complazco en decirle que acepto. Hable usted con mi tía, a quien considero como si fuese mi madre. Le advierto que por hoy no siento hacia usted más que un sencillo afecto amistoso; pero tal vez con el tiempo llegue a amarle si su conducta es como yo espero.

Ordóñez estaba asombrado, más que por la resolución de María, por el modo como se expresaba. Nunca había creído él a aquella muñeca capaz de hablar con tanta serenidad y con un acento tan enérgico y decidido.

El joven se inclinó saludando profundamente, y mientras María se retiraba del salón, el elegante se dirigió a la baronesa para pedirle la mano de su sobrina, manifestando la conformidad de ésta, y añadiendo que en caso de aceptarse su demanda iría al día siguiente su hermano mayor el duque de Vegaverde, como jefe de la familia, a formular la petición oficialmente.

Mientras la baronesa consultaba con una rápida mirada al padre Tomás, los tertulianos se apercibieron de la significación de aquella escena, así es que cesaron todas las conversaciones y aguardaron silenciosamente la respuesta de doña Fernanda.

—Ya que la niña está conforme —dijo la baronesa—, por mí no hay inconveniente. Creo que usted, al abandonar su vida de soltero, será un marido virtuoso y cristiano que hará feliz a mi María.

Los tertulianos, se manifestaron muy sorprendidos y contentos, por aquel inesperado suceso que venía a turbar la monotonía de la reunión.

Menudearon los plácemes, quiso llamarse a la niña para felicitarla, pero algunos, más considerados, se opusieron, teniendo en cuenta el rubor, propio del caso.

El marqués académico, que era, de todos los presentes el que se creía con mayor competencia en asuntos de amor, charlaba por los codos, y parándose ante cada grupo, exclamaba con la satisfacción del que dice una gran cosa:

—¡Carape! Esto ha sido sorprendente; sí, señor, muy sorprendente. Lo mismo que en las comedias, donde al finalizar el acto, se casan los que menos se imagina el espectador.

Mientras tanto, el héroe de la fiesta, o sea Ordóñez, había cogido al padre Tomás de un brazo, y llevándoselo junto a un balcón, lo contemplaba admirado.

—¡Oh, reverendo padre! —le decía con acento respetuoso—, ahora estoy más convencido que nunca de que es usted un grande hombre que alcanza cuanto se propone. Me dijo usted que la misma María, a pesar de todos sus desdenes, vendría a buscarme, y así ha sucedido. ¿De qué misterioso poder dispone usted, padre Tomás? Me parece que después de esto, ya puede usted hacerle la competencia al diablo, seguro de ganarle.

El jesuita parecía muy halagado por estas últimas palabras, que le hacían sonreír con complacencia.

Mientras en la tertulia era todo agitación y gozo, María, encerrada en su cuarto, daba por fin rienda suelta al tropel de lágrimas que antes había contenido.

¡Adiós muertas ilusiones! ¡Adiós risueñas esperanzas de amor! Todo había acabado para ella, y ahora marchaba rectamente a un porvenir monótono y triste, unida a un hombre a quien no amaba y que casi le resultaba odioso.

Sentía ya arrepentimiento por su desesperada resolución de momentos antes; pero al convencerse de que todavía amaba a Juanito, volvía a surgir en ella la indignación y el deseo de venganza que pedía a voces el amor propio herido.

¿Por qué la había abandonado de un modo tan infame? No le amaría más, aunque para ello tuviese que batallar con aquel corazón débil que se empeñaba en seguir considerando cariñosamente al que tanto la había ofendido.

Su amor propio y su altivez de raza eran incompatibles con la injusta bondad y no le permitían desempeñar el papel de víctima resignada.

No se arrepentía de lo hecho, y si no hubiese encontrado a Ordóñez para casarse, hubiera ofrecido su mano al primero que pasara por la calle.

Aquel papel que tenía entre sus manos, aquella inscripción insultante de una meretriz impúdica, era suficiente para mantenerla en su furor y hacer que, impulsada por el odio, se limpiase las lágrimas como avergonzada de tal debilidad y se revolviera en su cuarto cual una leona herida, derribando al paso cuantos muebles encontraba.

III. Una respuesta del doctor Zarzoso

Apenas la mano de María fue pedida oficialmente por el duque de Vegaverde, aquel senador sesudo que consideraba con el mayor desprecio a su hermano calavera, la baronesa y el novio, aconsejados por su irreemplazable oráculo, el padre Tomás, comenzaron a arreglar todos los preparativos de la boda.

Doña Fernanda, no se sabe si por propia inspiración o por ajeno consejo, se mostraba muy radical en todos estos preparativos.

—Yo no soy partidaria de los noviazgos largos —decía continuamente a sus amigos—. Me gusta que lo que tenga que ser, sea pronto.

Y por esto la boda de María marchaba con gran rapidez a su desenlace.

El suceso era muy comentado en la alta sociedad, pues llamaba la atención, tanto la respetable fortuna de María como los antecedentes del novio, que no podían ser más públicos.

Ordóñez, tal vez porque envidiaban muchos su buena suerte, era objeto de numerosos e irónicos comentarios.

—Ese ya ha encontrado lo que quería —decían sus amigos en el Casino—. Una mujer millonaria y además beata y algo tonta según aseguran los que la conocen. Es de esperar que antes de dos años, Ordóñez se le haya comido la fortuna.

El padre Tomás había fijado la boda para dos semanas después del día en que María aceptó la declaración de Ordóñez, y como hombre poderoso en todos los asuntos concernientes a la Iglesia, se había encargado del arreglo de los documentos y demás formalidades necesarias para que el matrimonio canónico se efectuara en el plazo marcado.

María asistía como una sonámbula a todos aquellos preparativos de boda, que parecían destinados a otra mujer, según la impasibilidad con que los acogía.

Recibía, al lado de su tía, las visitas íntimas, acogiendo sus felicitaciones con estúpidas sonrisas; y experimentaba alegrías de niña mimada, al ver los regalos con que la obsequiaban los numerosos amigos de la casa y las principales familias de la nobleza, unidas a los Baselgas, con lazos de parentesco más o menos lejano.

Muchas veces en aquella calma insensible en que parecía sumida, surgían relampagueos de odio que le hacían recordar su exacta situación. Era entonces cuando menos arrepentida se mostraba del matrimonio que iba a contraer, y experimentaba una alegría amarga y punzante, pensando que todo aquello le serviría para vengarse del hombre que tan injustamente la había despreciado.

Abrigaba la esperanza de que Zarzoso no era capaz de olvidarla repentinamente tan por completo y creía que el día en que tuviese noticia de su casamiento, el joven médico sentiría renacer su antigua pasión y experimentaría un remordimiento sin límites.

En esto cifraba María su venganza, y por ello cada vez que recibía un regalo de bodas, o su futuro esposo le dirigía una galantería amorosa, pensaba con fruición en que si Zarzoso estuviera allí, todo aquello sería para él un motivo de terrible desesperación.

Se aproximaba el día señalado para la boda, y la baronesa mostrábase muy complacida en arreglar las cosas con solemnidad. Quería que todo se hiciese en grande, como correspondía a la clase social de los novios y además, por su afición tradicional, odiaba las costumbres de la moderna aristocracia que efectúa los casamientos con sencillez, casi ocultándose, como si se avergonzase de un acto tan solemne.

Ella quería que el matrimonio de su sobrina fuese bien público, a la luz del día, con aparato casi regio; y en esto la apoyaba Ordóñez, a quien no le venía mal que moviese mucho ruido su boda con una millonaria, en aquella sociedad que, aunque le halagaba, le tenía por un estafador y un aventurero de mala ley.

El padre Tomás dispensaría a los novios el alto honor de darles su bendición. Al acto que se verificaría en la capilla de la casa, acudiría lo más selecto de todo Madrid, y la misa sería amenizada por una gran orquesta y los principales cantantes del Teatro Real. En fin, que la baronesa, ya que no había conseguido que su sobrina fuese monja, quería al menos que su casamiento metiese ruido en el gran mundo, y no reparaba en gastar miles de duros, aunque esto le atrajera el dictado de cursi.

Terminada la ceremonia, los novios saldrían de Madrid para efectuar el largo viaje que es de rúbrica y cuyo itinerario se discutió bastante, pues María no transigía con entrar en París aunque sólo fuera de paso. A pesar del ansia de venganza que sentía y de su vehemente deseo de mortificar a Zarzoso, estremecíase solamente al imaginar que podía encontrarse en los bulevares con el joven médico, yendo ella del brazo con Ordóñez.

La proximidad de su matrimonio no evitaba que pensase en su antiguo amor, y la víspera misma de la ceremonia, fue cuando envió a París el papel que envolvía sus cabellos, con una carta sin firma, en la que daba cuenta de su casamiento, experimentando, al pensar lo que sufriría Zarzoso al recibirla, la amarga complacencia del desesperado que muere matando.

Cuando entregó la carta a doña Esperanza, que esta vez fue fiel y la puso en el correo, experimentó cierto vacío, como si con aquella prueba fatal que tanto excitaba su odio, desapareciera el vehemente deseo de venganza.

Mostrábase arrepentida de su violenta resolución que la empujaba a un matrimonio poco grato, y para hacer más doloroso su estado, la víspera misma de la boda, doña Fernanda sufrió un accidente que puso en conmoción a toda la casa.

No se supo si fue a consecuencia de la agitación producida por los preparativos de la boda o por el berrinche que le causaron las murmuraciones de ciertas amigas suyas que la criticaban por lo ostentoso de la boda, tachándola de cursi y de persona de mal gusto; pero lo cierto resultó que en aquella mañana doña Fernanda tuvo un ataque de nervios, asustando a toda la servidumbre, pues desde la muerte de su hermano, el padre Ricardo, no la habían visto en un estado tan alarmante.

Fueron a buscar en seguida al viejo doctor Zarzoso, y como si su presencia ejerciera cierto influjo sobre el excitado ánimo de la baronesa, ésta se calmó apenas el doctor estuvo algunos minutos a su lado.

María experimentaba gran complacencia al ver en su casa, y en la víspera misma de su boda, al tío del hombre odiado, y se mostraba amable en extremo, enseñándole sus regalos de boda y abrumándole a fuerza de atenciones, con el loco intento de mortificarle, como si el pobre señor hubiese alguna vez tenido noticias de que Juanito era dueño de aquella beldad.

El doctor, como un oso domesticado a medias, refunfuñando y visiblemente molestado, se dejaba llevar por la joven, no pudiendo comprender el motivo de tanta amabilidad. Siempre le había llamado la atención la inexplicable benevolencia de aquella joven sonriente, a la que él, por otra parte, consideraba con alguna simpatía, pues en su concepto era la única sangre algo pura que había en la familia.

Miraba con poca atención todos los valiosos objetos que le enseñaba la joven y que para él eran chucherías sin importancia, dijes propios del afeminamiento que existía en la sociedad; pero en cambio, no quitaba sus ojos del novio, de aquel Ordóñez al que miraba con la misma atención que el naturalista contempla a un bicho raro.

¡Vaya un tipo el de aquel elegante, enjuto, extenuado y que con gestos de soberano desdén, ocultaba el aire de cansancio de la vida que se notaba en su rostro! El doctor admiraba a este representante de la degeneración aristocrática, que era un tipo acabado de esa degradación hereditaria de las altas familias, que tiene su principio en la glotonería y en la lujuria y su fin en el raquitismo y la imbecilidad.

No pasaban desapercibidas para el doctor las señales exteriores que en aquel mozo había dejado su anterior vida de crápula, y se fijaba con una insistencia que no pasaba desapercibida para Ordóñez, en las manchas de su rostro, que delataban un emponzoñamiento de la sangre por la lepra del vicio.

La mirada del viejo Zarzoso iba desde Ordóñez a aquella joven robusta, fresca y alegre, a la que quería por no pertenecer físicamente a la raza aristocrática y degenerada que tales censuras le merecía; y al pensar que iban a unirse en íntimo contacto dos organismos tan distintos, sintió tentaciones de protestar en nombre de la salud y de la naturaleza, amenazando, en caso contrario, con un contagio terrible que desharía rápidamente la lozanía y el vigor de una joven tan sana, fuerte y hermosa.

Pero el doctor se abstuvo de hablar en presencia de toda aquella gente aristocrática, que podía considerarse aludida por sus apreciaciones, y se despidió de todos dando las gracias a María por su amabilidad y a la baronesa por su invitación a que asistiera a la fiesta del día siguiente. Doña Fernanda, en vista de la negativa del doctor y de que ella no se sentía aun muy segura de sus nervios, le arrancó la promesa de que al menos al día siguiente iría a visitarla después que hubiese terminado la ceremonia.

Cuando el viejo Zarzoso salió a la calle iba refunfuñando:

—Ese casamiento es un asesinato que se lleva a cabo en presencia de la sociedad entera y sin que ninguna ley lo castigue. Ni al mismo diablo se le ocurre casar una muchacha sana y robusta con un hombre que en las venas debe tener pus en vez de sangre. ¡Bueno está el tal mocito! De seguro que tiene la tuberculosis y no tardará en contagiar al organismo puro de su mujer. ¡Buenos hijos producirá el tal matrimonio! Las leyes de hoy son una farsa, pues sólo tratan de cosas que únicamente debían ser de la competencia de los médicos alienistas, y en cambio no se preocupan del porvenir de la humanidad. ¡Ni una sola disposición para fomentar el vigor y la salud de las generaciones venideras! Si estos gobiernos tuvieran sentido común, ordenarían el examen médico antes de todo matrimonio; así se evitarían muchas desgracias y podríamos librarnos de que antes de un par de siglos la humanidad sea un vasto hospital y un gigantesco manicomio.

Al día siguiente verificóse el acto del que tanto se hablaba en la alta sociedad.

María y Ordóñez se casaron con todas las solemnidades deseadas por doña Fernanda, y después de despedirse de aquel público brillante y privilegiado que había asistido a la ceremonia, salieron para el extranjero.

La baronesa se despidió de ellos en el mismo andén de la estación, y cuando volvió a su casa, recibió al poco rato la visita del doctor Zarzoso.

—¡Ay, querido doctor! —le dijo la baronesa—. ¡Qué sola me encuentro desde que ha partido la niña! Parece como que la casa esté deshabitada. Y sin embargo estoy contenta, sí señor, muy contenta. La ceremonia del matrimonio ha sido una fiesta solemnísima, como en muchos años no se había visto en Madrid. Además, María será muy feliz, tendrá un esposo modelo.

Debió traslucirse en el rostro del doctor el mal efecto que le causaban estas palabras, por cuanto la baronesa se apresuró a añadir:

—¿No piensa usted lo mismo que yo? ¿Cree usted que este matrimonio resultará desgraciado? Vamos a ver, hable usted con entera franqueza. ¿Qué opina usted del casamiento de mi sobrina?

El doctor saludó y dijo con su rudez que no admitía réplica:

—Señora, opino que ese casamiento ha sido un crimen.

Parte Séptima. Paquito Ordóñez

I. La clínica de los niños

Todas las mañanas, a las once, el portero de aquella gran casa de la Carrera de San Jerónimo experimentaba una sorda desesperación que se conocía en su rostro, al ver subir por la escalera de deslumbrante mármol, adornada en el centro por una ancha faja de fieltro rojo sujeta con doradas varillas, a toda una procesión de gente pobre, sucia y desharrapada, en su mayoría mujeres de los barrios bajos, llevando al brazo o cogidos de la mano una turba de chiquillos voceadores y mugrientos, que al mismo tiempo que ensuciaban los brillantes peldaños promovían al subir, temerosos y azorados, una verdadera tempestad de protestas, lloros y aullidos.

Era la hora en que se abría la clínica gratuita para enfermedades de niños en el segundo piso, donde vivían, instalados con gran lujo, el viejo doctor Zarzoso, catedrático jubilado de la Escuela de San Carlos y que ya no quería visitar, y su sobrino don Juan Zarzoso, médico de gran fama a pesar de su juventud, tanto por numerosas curas casi milagrosas que había realizado, como por haber permanecido cinco años en París estudiando la especialidad de enfermedades infantiles, circunstancia que no era la que menos impresión causaba en la generalidad del vulgo, que mira con cierto respeto supersticioso la ciencia que procede del extranjero.

El joven doctor era muy apreciado entre las clases elevadas de Madrid; pero este afecto no tenía comparación con la popularidad que gozaba entre la gente humilde, a causa de aquella consulta gratuita que abría todas las mañanas en su propia casa, y en la cual no sólo recetaba, sino que muchas veces, cuando se hallaba en presencia de la verdadera miseria, proporcionaba a los enfermos medios de subsistencia y de higiene.

Aquella sucia oleada de pobreza que todos los días invadía la hermosa escalera produciendo sordo rumor, malhumoraba al rígido portero y a los inquilinos de las otras habitaciones. Hasta el mismo doctor Zarzoso, el viejo, encontraba que iba haciéndose abusiva aquella clientela que aumentaba rápidamente; pero en el fondo agradábanle mucho la delicadeza y paciencia de su sobrino al socorrer a la humanidad doliente. Complacíase en reconocer que Juanito no era rudo y atrabiliario como él, que, según decían en el hospital, siempre había hecho el bien a puñetazos.

El joven Zarzoso tenía una popularidad tan grande que, de haberse presentado alguna vez en los barrios bajos solicitando algo de sus clientes, es indudable que todas las madres le hubiesen llevado en triunfo dejándose matar por él.

Su nombre corría de boca en boca por los barrios obreros, y no caía enfermo un pequeñuelo sin que faltase al momento la amiga oficiosa que se encargase de decir a la desconsolada madre que aquello no sería nada, pues bastaba que al día siguiente fuese con el pedazo de sus entrañas a casa del médico joven, como le llamaban por antonomasia; un señor muy amable, muy fino y mu cabayero, que no sólo se abstenía de sacarles pesetas a los pobres, sino que, si les faltaba algo para poner el puchero, se rascaba el bolsillo en obsequio al pobre enfermito.

La fama de aquel bienhechor corría de un extremo a otro de Madrid, y las horas de consulta gratuita eran muchas veces insuficientes para la inmensa concurrencia de madres y padres con sus correspondientes pequeñuelos, que no encontrando sitio en las antesalas ni aun para permanecer en pie, acampaban en la escalera y tomaban asiento en los peldaños de mármol, con gran desesperación del portero, que veía aumentar con esto sus tareas de limpieza.

A la gratitud vehemente y conmovedora de aquella clientela miserable, uníase cierta satisfacción de amor propio halagado, al saber que el mismo médico que curaba gratis a la gente pobre era muy apreciado entre las clases acaudaladas, a las cuales hacía pagar las visitas con bastante esplendidez.

Esto contribuía a aumentar su popularidad entre los miserables.

—Es un gran hombre —decían algunos de los filósofos con gorra de seda y blusa blanca, de los barrios bajos—. Ese cabayero sabría arreglar perfectamente la cuestión social. Les saca a los ricos cuanto puede para dárnoslo a los pobres.

Hasta las once de la mañana el portero tenía orden de no permitir la entrada a las mujeres y niños, que iban deteniéndose en la acera, y entablando conversaciones sobre las enfermedades que les obligaban a ir en busca del bondadoso médico; pero apenas sonaba dicha hora, el rebaño de la miseria asaltaba la escalera, anunciando su presencia con un confuso pataleo, y pugnando todas las madres por llegar las primeras y coger buen número, entraban en los lujosos salones de espera, donde los criados iban estableciendo el turno entre aquella pobre gente, que por su escasa educación provocaba cada instante ruidosos altercados.

Zarzoso, con algunos ayudantes jóvenes como él, y que le admiraban cual a maestro, ocupaba un gabinete por el que iban desfilando todos los niños, con el acompañamiento de sus familias, las cuales contestaban a coro a todas las preguntas del doctor y muchas veces se enzarzaban en grotesca discusión antes de dar una respuesta.

Necesitábase toda la paciencia del joven doctor y su sonriente calma para sufrir diariamente aquella consulta de algunas horas que fatigaba a sus ayudantes. Las madres, al hablar al doctor, lloriqueaban como si viesen ya a sus hijuelos camino del cementerio; los niños, temerosos y asustados al fijarse en los aparatos y objetos científicos que estaban en el gabinete, aullaban apenas el doctor les ponía la mano encima, como si temiesen que cada uno de sus dedos fuera a convertirse en un cuchíllete que practicara en su cuerpo las más dolorosas operaciones; y fuera del local de la consulta, en aquellos dos vastos salones de espera, sonaba un murmullo de gigantesca colmena, producido por la impaciencia de la gente que deseaba entrar.

Algunas veces el viejo doctor Zarzoso salía de sus habitaciones y se encaminaba al gabinete de consultas, pasando por entre aquella multitud, a cuyos saludos contestaba refunfuñando, y repartiendo algunos tirones de oreja entre los chicuelos, que jugueteaban con la misma confianza que si estuvieran en la Ronda o se escondían tras los muebles.

A pesar de que le satisfacía el inmenso y conmovedor servicio que prestaba su sobrino, el viejo doctor refunfuñaba por costumbre.

—Esto es intolerable —le decía a Juan—. Has convertido nuestra casa en una prolongación de la calle. ¡Vaya una confianza la de esa gente que hace aquí lo mismo que si estuviera en su casa! Yo no critico el que cures a toda esa gente; lo que sí encuentro mal es que tengas tus habitaciones particulares tan mal arregladas, y en cambio te hayas gastado tantos miles de pesetas en amueblar esos salones que sólo sirven para que esperen en ellos las gentes más piojosas de Madrid. Ya que tienes ese capricho, al menos procura rociar con ácido fénico todos los muebles. Los criados dicen que después que se va esa gente, necesitan tener abiertos los balcones más de dos horas para que se aireen las habitaciones, y aun así, todavía queda olor. ¡Vaya una gente curiosa! Hay ahí una caterva de chicuelos tiñosos que se restregan la cabeza contra el respaldo de los sillones, y el otro día agarré a un píllete en el acto de limpiarse los mocos con una cortina de terciopelo. ¡Flojo fue el cachete que se llevó!

Y así seguía el viejo enumerando todos los abusos de aquella gente, sin que en el fondo los sintiera gran cosa, pues únicamente le servían para refunfuñar y desahogar su rudo carácter que todo lo encontraba mal.

El joven Zarzoso limitábase a sonreír en contestación a todas las quejas que con agrio acento formulaba su tío.

—Hay que dejar a los pobres —decía a sus ayudantes— que gocen de algunas comodidades, aunque sólo sea por unas cuantas horas. Es criminal y egoísta el reservarse para uno solo las ventajas que le produce su posición social.

Y con cierta coquetería de bienhechor satisfecho de sus actos, atendía al embellecimiento de aquellos salones, por los que desfilaba todo el Madrid miserable, sin fijarse en que este capricho le costaba mucho dinero.

Las respetuosas indicaciones de sus criados merecían siempre idéntica contestación.

—Señor, la alfombra del salón número 1 está ya muy ajada. La compró el señor este mismo año y sin embargo está quemada y rota.

—Avisa al tapicero y que ponga otra.

—Si me lo permite el señor, le indicaré que hay unas alfombras de fieltro más baratas y más fuertes. Así me lo ha dicho el tapicero.

—Haz lo que te digo, y que la alfombra sea de igual clase que la rota.

Y a este tenor eran todas las conversaciones entre Zarzoso y sus criados. La seda de los sillones habían de cambiarla cada tres meses, a causa de los desahogos naturales de los niños y del pringue que en ella dejaban las faldas de las madres; y no todo eran suciedades de la miseria, pues también el irritante abuso y la costumbre del delito pasaban por allí, dejando sus huellas, sin tener en cuenta la misión sagrada y santa que en aquella casa se cumplía.

Las flores de las doradas jardineras, las estatuillas puestas encima de las chimenas y los bibelots que adornaban los rincones eran hurtados diestramente, a pesar de la vigilancia de la servidumbre.

Había entre aquella gente desharrapada muchos seres que, por costumbre o por manía, sentían removerse en su interior el instinto del robo a la vista de tales preciosidades; y a pesar de que esto era una confirmación práctica de las teorías que sustentaba el viejo doctor Zarzoso, éste juraba como un condenado cada vez que desaparecía un objeto, y afirmaba que cualquier día iba a ponerle una carta al gobernador, pidiendo que considerara aquellos salones como vía pública y estableciera en ellos un retén de policía.

La benévola calma del joven doctor era inalterable, y en vez de ofenderse con unos robos que tanta ingratitud denotaban, aún se esforzaba en excusar a los autores fundándose en su escasa educación, en el ambiente en que vivían, etcétera.

—Señor, los libros y los álbumes artísticos que puso usted en los veladores de los salones han desaparecido en su mayor parte, y los que quedan están faltos de hojas y les han arrancado las mejores láminas.

—Está bien —contestaba sonriendo— me gusta la noticia. Eso demuestra que esa pobre gente siente el afán de ilustrarse, y para aprender a salir de la ignorancia apela hasta al robo. Mañana pondremos más libros.

Y de este modo, aquel joven bienhechor que se esforzaba en servir a sus semejantes sin hacer ostentación de su virtud y sin fijarse casi en sus actos seguía acogiendo pacientemente, todos los días, a aquella turba de desgraciados, atento únicamente a hacer el bien y sin fijarse en los desmanes que pudieran cometer en su propia casa.

Era rico; los niños nacidos en elegantes alcobas y criados entre los esplendores del lujo se encargaban de proporcionarle, con sus dolencias hereditarias, cuanto dinero necesitaba para sus filantrópicos despilfarros, y bien podía él darse el gusto de derrochar miles de duros auxiliando a la clase obrera y desheredada, siendo el protector de aquellos otros niños que no sólo carecían de comodidades sino que muchas veces su enfermedad procedía de la falta de nutrición.

Su clientela pobre y el estudio de los últimos adelantos científicos constituían sus únicos placeres, y a pesar de la riqueza y del lujo que le rodeaban, hacía una vida casi austera que alarmaba a su tío, a pesar de que éste, entregado de lleno a la ciencia, no había gustado gran cosa de los placeres de la vida.

El viejo doctor tenía a veces ideas muy originales, según afirmaba su sobrino. Cada vez que se enfurecía con los desacatos de aquella clientela pobre, terminaba sus recriminaciones siempre con la misma pregunta:

—Oye, Juan; ¿por qué no te casas? La presencia de una mujer aquí pondría orden y haría que acabasen todos esos abusos que me irritan.

—¿Y usted, por qué no se ha casado, tío? —decía el joven, eludiendo la respuesta.

—Porque nunca he tenido tiempo para pensar en eso y porque no había a mi lado una persona que me lo recordase. Pero tú, que me tienes a mí, debes seguir mí consejo, y si te decides a casarte yo me encargo de buscar una mujer, que a más de las condiciones de su sexo tenga la salud necesaria y un gran equilibrio orgánico, para que vuestros hijos no sean micos como la mayor parte de los productos de la generación actual. Vamos, sobrino, decídete: me gustaría eso de tener nietos sin haber sido padre.

Pero el joven no se dejaba convencer por las palabras de su tío, a las que respondía siempre con una enigmática sonrisa.

Él ya estaba casado. Había contraído matrimonio con toda la pobreza de Madrid, y le sería fiel mientras viviese.

Esta resolución le resultaba muy extraña al tío, quien llegó a creer en ciertos momentos que su sobrino tenía amores ocultos; alguna querida a quien visitaba en secreto; pero no tardó en convencerse de la falsedad de tales suposiciones.

La ciencia y el bien de sus semejantes eran las únicas pasiones del joven doctor.

Una mañana en que caía uno de esos terribles aguaceros que convierten las calles en arroyos y dispersan rápidamente a los transeúntes que se guarecen en los portales temiendo por la integridad de sus paraguas, Zarzoso abrió, como de costumbre, su clínica a las once.

Era poca la gente que esperaba, en proporción a la de los otros días, pues sólo en uno de los salones se agrupaban algunas mujeres con sus niños.

La lluvia había acobardado, indudablemente, a muchos de los que asistían diariamente a la clínica.

Fueron desfilando por la puerta del gabinete aquellos grupos de desgraciados, dejando sobre las ricas alfombras sucias manchas con sus embarrados pies, y cuando ya no quedaban esperando más que dos o tres familias, entró apresuradamente en el primer salón de espera un hombre moreno, fornido y con patillas a la inglesa, que vestía una lujosa librea.

Preguntó apresuradamente por el doctor a uno de sus criados, que le trataba con gran atención, ateniéndose a que aquel servidor, por su traje y por sus maneras, debía pertenecer a una gran casa.

Quería ver al doctor inmediatamente, y cuando el criado de éste le dijo que su señor no estaría libre hasta que terminase la consulta, el recién llegado manifestó gran alarma.

—Es un caso de urgencia —decía en voz alta, sin fijarse en la curiosidad con que le oían las gentes que aún estaban en el salón de espera—. El señorito se muere y la señora condesa espera al doctor como si esperase a Dios. Vaya, amigo —continuó dirigiéndose al criado—, haga, por Dios, el favor de decirle al señor Zarzoso que me deje entrar en su gabinete, para rogarle que venga en seguida.

Él criado entró en la habitación donde estaba su señor y momentos después volvió a salir, dejando franca la puerta al recién llegado.

Éste, cuando se halló en presencia de Zarzoso y sus ayudantes, le rogó con entrecortadas frases que le siguiera sin pérdida de tiempo.

—Tengo abajo el carruaje, señor doctor. Venga usted cuanto antes, pues la señora condesa está muy asustada en vista de la enfermedad de su hijo.

Zarzoso estaba muy habituado a aquella clase de entradas rápidas e inesperadas, en las cuales se pintaba la zozobra y la alarma, y por esto preguntó con el tono frío e indiferente del que cumple un acto de su profesión:

—¿Dónde vive la señora de usted?

—Én el Paseo de la Castellana. Mi señora es la condesa de Baselga.

Zarzoso, a pesar de su carácter frío e impasible, y del gran dominio que tenía sobre sus nervios, no pudo evitar un instintivo movimiento que aquel criado tomó por una negativa.

—¡Qué!, ¿no quiere el señor venir?

Zarzoso parecía dudar y por fin contestó:

—Iré después, cuando termine la consulta.

—¡Por Dios, señor doctor! Ese retardo sería fatal; el señorito está muy enfermo y su madre, la condesa, es capaz de morirse de desesperación si usted tarda en presentarse.

—¿Es el hijo de la condesa el enfermo?

—Sí, señor doctor; su hijo, su hijo único; un niño que siempre está enfermo. La señora condesa tiene en usted gran confianza y me ha encargado que no volviera sin que usted viniese conmigo. El señor doctor comprenderá que cuando la condesa se decide a llamarle, el caso debe ser muy urgente.

A Zarzoso le pareció que el criado decía estas últimas palabras con cierta intención y hasta creyó ver en sus ojos una expresión maliciosa que subrayaba lo anteriormente dicho.

¿Llamarle a él María? ¿Pedirle que fuese a su casa para que salvase a su hijo, a aquel fruto de una unión que tanto le atormentaba? ¡Qué cosas tan extrañas ofrece la vida!

Aquella frialdad de carácter, aquel tenaz empeño de olvidar el pasado, aquella vida ascética que había caído como una losa sobre sus recuerdos, permitiéndole vivir tranquilo durante cinco años, todo se desvaneció rápidamente, y los antiguos sentimientos volvieron a reaparecer.

Zarzoso creyó sentir sobre su rostro la caricia del pasado y que un ambiente de nueva juventud le rodeaba, y hasta se creyó igual, momentáneamente, a aquellos tiempos en que todavía estudiante, iba a la calle de Atocha a esperar una ocasión favorable para ver un instante a María asomada tras los vidrios de un balcón.

—Vamos allá —fue todo lo que dijo al criado, y pidiendo a uno de su servidumbre el sombrero y el gabán salió por entre aquella clientela que miraba hostilmente al hombretón que había venido a arrebatarles su médico.

Los ayudantes de Zarzoso quedaron encargados de la clínica como era costumbre cuando éste tenía que ausentarse.

Frente a la puerta de la casa estaba parada una elegante berlina con soberbio tronco, cuyos cocheros aguantaban impávidos e inmóviles el diluvio que les caía encima.

El médico y el criado atravesaron rápidamente la acera bajo aquel torbellino de agua, y Zarzoso tomó asiento en el interior de la berlina mientras su acompañante gritaba al cochero: «¡A casa!», y se colocaba después frente al doctor.

El carruaje emprendió una desesperada carrera por las calles casi solitarias, arrastrado por aquel par de fogosas bestias, a quienes cegaba la lluvia que el viento empujaba hacia sus ojos.

En el interior de la berlina el criado, con su galoneada gorra en la mano, pues no quería cubrirse en presencia del doctor, miraba a éste con sonriente fijeza.

Su voz vino a sacar de pronto al doctor de las reflexiones en que parecía sumido, mientras miraba distraídamente las gotas de lluvia que se deslizaban por los vidrios de las portezuelas.

—Creo, señor doctor, que usted no me ha conocido.

Zarzoso le miró por algunos momentos y después hizo un gesto negativo.

—Sin embargo —continuó el criado—, hace ya mucho tiempo que nos conocemos, sólo que este traje que ahora visto y los modales propios de la profesión desfiguran mucho al hombre. Míreme usted bien. ¿De veras que no me conoce?

Zarzoso volvió a hacer otro ademán negativo, y entonces el criado dijo alegremente y con expresión de confianza:

—Pues bien, don Juan; yo soy Pedro Martínez, el antiguo asistente de don Esteban Álvarez, aquel Perico que usted conoció allá en París, en la calle del Sena.

II. ¡La familia está completa!

Aquella mañana era de sorpresas para el doctor Zarzoso. Le llamaba la mujer a quien tanto había amado y después reconocía a un antiguo amigo en el criado que había ido a avisarle.

No le cupo duda alguna al joven doctor de que aquel hombre era el antiguo y fiel compañero de don Esteban Álvarez. Era verdad que la librea le desfiguraba mucho, pero a pesar de esto, su rostro, aunque algo modificado por el tiempo, tenía aún aquellas facciones rudas y enérgicas que, según el mismo interesado, eran el distintivo de todos los brutos que habían tenido la honra de nacer en la parroquia de San Pablo, de Zaragoza.

Zarzoso había perdido de vista al fiel Perico poco después de la muerte de su señor. Sin despedirse de otra persona que de Agramunt, desapareció de París sin decir adonde iba, y ahora se lo encontraba Zarzoso convertido en criado de una gran casa y siendo sin duda el servidor de confianza de María.

El joven doctor estrechó la mano que le tendía su antiguo y rudo amigo, el cual, comprendiendo que Zarzoso deseaba conocer la causa de aquel cambio, habló así:

—Apenas me vi solo en París, me propuse cumplir sin pérdida de tiempo el ruego que mi difunto señor el buen don Esteban me había hecho poco antes de su muerte. Prometí yo pasar el resto de mi vida al lado de su hija doña María, velando por ella y dispuesto a toda clase de sacrificios si se encontraba en un peligro, y pocos meses después de la muerte de mi señor, me vine a Madrid con la intención de cumplir lo prometido. La condesa de Baselga había vuelto ya de su viaje de novios, y su marido, que es un antiguo calavera, y que aquí entre los dos lo considero como un píllete, capaz, si le dejaran, de comerse en cuatro días la fortuna de su mujer, se estaba ocupando entonces en montar su casa al estilo más moderno y elegante. El palacio de la calle de Atocha, con ser hermosísimo y estar dispuesto con las mayores comodidades, no le parecía bien al señor, por resultar, según él decía, anticuado y sombrío, y no paró hasta convencer a su esposa y a la tía de que dicha finca debía venderse, comprando con el producto de esta venta un magnífico hotel con jardín en el Paseo de la Castellana. Así se hizo, y al mismo tiempo que mudaron de domicilio reemplazaron la servidumbre; y todos aquellos criados de la baronesa que tenían aire de mandaderos de monjas fueron despedidos y reemplazados por nuevos domésticos. Entonces entré yo en la casa sin encontrar obstáculo alguno, pues bastó presentar mis certificados acreditando que había servido mucho tiempo en París y demostrar que conocía con alguna perfección el francés, para que inmediatamente me admitiesen, pues la gente aristocrática, con su habitual extravagancia, prefiere siempre los criados extranjeros a los del país. Hace ya mucho tiempo que estoy en la casa y todo va en ella con bastante regularidad. La señora, a pesar de que ignora la sagrada misión que me he impuesto de velar por ella, me trata con gran amabilidad, y soy de todos los criados el que mejor merece su confianza. Parece que lea en mis ojos el interés que me inspira. Yo soy el hombre a quien ella acude en todos sus momentos de tribulación, y aunque nunca olvida su rango y me habla siempre con cierta altivez natural, no por esto ha dejado, en algunas ocasiones, de escapársele ciertas palabras, que demuestran su situación y el poco afecto que existe entre ella y su esposo.

—¿Cuál es la conducta de Ordóñez? —preguntó Zarzoso con marcado interés.

—El señor sigue siendo tan calavera como antes de su matrimonio. En los primeros meses se contuvo y mostraba cierto empeño en agradar a su esposa; pero desde que tuvieron el hijo y la señora estuvo muy enferma, volvió a sus antiguas costumbres, y creo que desde entonces se ocupa en derrochar las rentas de la colosal fortuna de su mujer. Como sus calaveradas en Madrid son inmediatamente del dominio público y hacen que tanto la baronesa como su inseparable consejero, el padre Tomás, le citen a capítulo y le endilguen severas reflexiones, él ha encontrado ahora el medio de ponerse a salvo de tales censuras, emprendiendo continuos viajes, con excusa de su afición a las carreras de caballos. Ahora está en Londres por un asunto de sport, y como también la baronesa se halla ausente por haber ido a ciertos famosos ejercicios en un convento que los jesuitas tienen en el Norte, de aquí que la señora, al verse sola en casa y con el niño enfermo de tanta gravedad, haya perdido la cabeza hasta el punto de llamarle a usted. Crea, señor doctor, que para la condesa supone un inmenso sacrificio eso de llamarle a usted a su casa. Se conoce que le quiere a usted muy mal. Como yo sabía sus antiguas relaciones, varias veces en la conversación he procurado sacar a plaza el nombre de usted, con la idea de ver qué efecto le producía saber la fama y la justa popularidad que usted goza en Madrid por sus beneficios; pero siempre ha puesto mal gesto y con acento enojado ha procurado desviar la conversación.

A Zarzoso producíale un efecto fatal el saber que María le odiaba, guardándole aún rencor por aquella traidora caída que ocultos enemigos le habían hecho sufrir en París, y mientras él reflexionaba sobre sus antiguos y desgraciados amores, el sencillo Pedro añadió:

—Y sin embargo, la condesa hubiese sido muy feliz casándose con usted, que de seguro no la haría sufrir como el granuja de su marido. Pero todas las mujeres son ciegas cuando se trata de su porvenir, y más aun las pertenecientes a la familia Baselga, gente altiva y orgullosa, que por escrúpulos de nacimiento abandonan siempre a los hombres que las quieren, para casarse después con verdaderos perdidos.

La veloz berlina, pasando como un rayo la calle de Alcalá, había entrado en el Paseo de la Castellana, y atravesando una magnífica verja con remates dorados, rodó por la enarenada avenida, hasta detenerse bajo una gran marquesina de cristales, en la que caía la lluvia con incesante murmullo.

El doctor y el criado saltaron a tierra y entraron en un elegante hotel construido con arreglo al arte francés del pasado siglo, sin ninguna originalidad y con esa monotonía de los edificios de moda que parecen producto de una arquitectura de pacotilla.

En el primer piso, Zarzoso se encontró frente a frente con María.

Esperaba el doctor que aquel reconocimiento tras cinco años de ausencia iba a ser terrible, y se engañó por completo.

Después de su regreso de París, Zarzoso, para conservar su tranquilidad estoica, había procurado evitar un encuentro con María y por esto huyó de todos aquellos puntos donde asistía el mundo elegante.

Creía el doctor que aquel encuentro con su antigua novia en circunstancias tan especiales le produciría una impresión profunda que vendría a reavivar el ya muerto amor; pero la entrevista sólo despertó en él una viva curiosidad no exenta de lástima.

María estaba desconocida. El dolor y la zozobra que le causaba el estado de su hijo producía algún desorden en su rostro, pero además de esto, Zarzoso notó en ella algo que forzosamente debía llamar la atención del golpe de vista de un buen médico.

Había perdido la joven aquel aspecto de salud y frescura que tanto la hermoseaba antes. Aún era bella, y sus ojos, que parecían haberse agrandado, brillaban con mayor fuego; pero, en cambio había adelgazado, perdiendo la vigorosa robustez que tan atractiva la hacía antes; su piel, que había adquirido un color densamente pálido, caía desmayada sobre el hueso, marcando rudamente todas las sinuosidades del cráneo, y la nariz, muy afilada, destacábase mucho sobre su rostro.

Zarzoso, al encontrarla tan cambiada, no pensó en su antigua pasión. Su carácter de médico se sobrepuso al amor, y lo único que se le ocurrió pensar al verla fue que María estaba muy enferma y que él tenía el deber de combatir aquella dolencia aún desconocida, que indudablemente se ocultaba en el interior de la joven y que poco a poco iba minando su organismo.

Fue realmente frío el encuentro de los dos antiguos novios.

María, por su parte, preocupada por el estado de su hijo, sólo tuvo para él una mirada de curiosidad. Le vio casi igual al último día en que entre suspiros y lágrimas se había despedido de él en el Retiro; los años transcurridos habían aumentado su aspecto de hombre grave y estudioso, y María, al verle así, dudó un momento de que aquel joven de aspecto sesudo y frío hubiese sido en París un calavera sin conciencia, que se entregaba a todas las locuras de la crápula.

Hubo un instante en que, contemplando a aquel hombre que había sido dueño de su corazón, el recuerdo de la antigua dicha surgió en ella con todos sus risueños atractivos; pero inmediatamente sobrevino en su memoria la burla que de ella habían hecho en París y el pensamiento de que su hijo estaba a pocos pasos de allí, delirando con la fiebre; y esto fue suficiente para que se repusiera y, con marcada frialdad, como si se tratara de un extraño recién llegado, dijera a Zarzoso:

—Pase usted adelante, doctor. Mi hijo está muy enfermo y toda mi esperanza la pongo en usted, que tanta fama tiene.

Zarzoso encontró al hijo de Ordóñez y de su antigua novia agitándose en su camita, víctima de una fiebre espantosa y balbuceando con la incoherencia propia del delirio.

A la vista de aquel pobre niño que tanto sufría, Zarzoso olvidó su anterior preocupación que le hacía mirar con odio al hijo de Ordóñez, y no pensó más que en ser médico y cumplir su santa misión.

En cuanto a la pobre madre, todo lo olvidó: su antigua pasión, la presencia de aquel médico a quien tanto había amado y los comentarios maliciosos que la vida podía suscitar en las personas enteradas del pasado. Comenzó a llorar silenciosamente y pugnando por ahogar sus sollozos, como si pudiera oírla aquel pobre niño enloquecido por la fiebre, y olvidada de todo, con esa suprema desesperación de la madre, capaz de las mayores locuras cuando ve próximo a perecer el pedazo de sus entrañas, sin darse cuenta exacta de lo que hacía, puso su mano en un hombro de Zarzoso y, con el mismo misterio que cuando le hablaba de amor, murmuró junto a su oído:

—¡Por Dios, Juan, sálvale! Tú sabes mucho, tú lo puedes todo; se cuentan de ti cosas milagrosas. Olvídate del pasado y piensa únicamente en mi hijo; piensa en mí, que moriré de pena si mi hijo llega a perecer.

Y poco después añadió, como si hubiese leído en el pensamiento del doctor:

—Olvida quién es su padre. Piensa únicamente en que yo soy su madre y quiero que viva. ¿Lo oyes bien, Juan? Quiero que viva; soy yo quien te lo ordeno.

Zarzoso estaba habituado a los lamentos de las madres y a sus accesos de desesperación, así es que, a pesar del tuteamiento de María y de sus súplicas ardientes, en aquel momento supremo no perdió la serenidad y procedió inmediatamente al examen del enfermito.

No necesitó hacer numerosas preguntas a la madre ni mirar mucho tiempo al hijo para convencerse de la clase de enfermedad de éste.

La hinchazón desmesurada de aquella cabeza que asomaba entre las sábanas, la terrible fiebre que consumía al raquítico cuerpecillo y un sello especial en aquellas facciones infantiles, le reveló la existencia de una meningitis aguda que había de combatir inmediatamente, pues la inflamación de las envolturas del cerebro amenazaba con un desenlace mortal.

Aquel descubrimiento sirvió a Zarzoso para ir encadenando una serie de observaciones hasta llegar a una conclusión fatal.

Miró a la madre, que ya al entrar le había parecido muy enferma, aunque se mantenía firme por un vigor nervioso, y haciendo un esfuerzo de imaginación, recordó el tipo físico de Ordóñez, a quien había visto varias veces en la calle; esto, unido al conocimiento de su vida de depravado, vino a convencerle de que la terrible tuberculosis se había apoderado de la familia.

El placer desordenado, los brutales excesos y la lepra del vicio, habían hecho nacer el terrible germen en el organismo del padre, donde, por un capricho de la naturaleza, tenía un carácter benigno que prometía largos años de lento desarrollo. Valiéndose del beso de amor, la tuberculosis habíase transmitido a la madre, donde se desarrollaba con mayor rapidez, como en un campo virgen dispuesto a acoger todos los cultivos y a desarrollarlos con inmensa fuerza, y de esta unión de seres emponzoñados por la enfermedad había nacido aquel pobre niño, organismo contagiado en el mismo vientre de su madre y que venía al mundo con el único destino de luchar algunos años contra una dolencia que al fin había de acabar con él.

Zarzoso seguía mentalmente la historia y el desarrollo de este contagio, transmitiéndose de unos organismos a otros, e inconscientemente, sin reparar en la presencia de María, murmuró, mirando la hinchada cabeza del niño:

—No hay duda, ahí se halla el terrible monstruo microscópico que tantas vidas acaba. ¡Oh! No ha sido muy escrupuloso en sus conquistas. La familia está completa.

Maria se alarmó al oír hablar de este modo a Zarzoso, y éste, apercibiéndose de su imprudencia, quiso remediarla, dando a la madre alguna esperanzas.

Se le había avisado muy tarde, pero aun así, tal vez se podría salvar al pequeño enfermo.

Preguntó después sobre los remedios que se habían dado al niño, y supo con sorpresa que el médico de la casa era un amigo, un protegido del padre Tomás, que parecía no dar importancia a la enfermedad, por lo cual la madre, desesperada y olvidando todo lo pasado, se había decidido a llamar al notable especialista de los niños.

Zarzoso experimentó gran sorpresa al ver que también en aquel asunto se mezclaban los jesuitas, de los cuales tan fatal memoria conservaba, desde que Judith le hizo aquellas revelaciones la misma noche en que la despidió.

El joven doctor, pasando a la habitación que servía a Ordóñez de despacho, extendió una receta, mientras que María, de pie a espaldas de él, le contemplaba fijamente.

La pobre madre, tranquilizada por las esperanzas que le daba el doctor, había recobrado la calma y ya no le tuteaba, volviendo a hablarle con la frialdad del primer momento.

—Tome usted, señora —dijo el doctor ceremoniosamente, entregando la receta a su antigua novia—. Que vayan en seguida con esto a la botica.

—¿Cuándo volverá usted, doctor? —preguntó con ansiedad María, pues la presencia de aquel hombre parecía devolverle la calma.

—Antes de tres horas estaré aquí y le aseguro que no me retiraré hasta que por el momento hayamos vencido la enfermedad.

Zarzoso volvió al hotel, tal como lo había prometido, y pasó toda la noche a la cabecera del enfermito, poniendo en juego cuantos recursos le proporcionaba su ciencia y batallando con la terrible meningitis que parecía empeñada en arrojar al niño en brazos de la muerte.

María y el doctor pasaron la noche a ambos lados de la cama sin que se cruzaran entre ellos más palabras que las que arrancaban las diversas alternativas por que pasaba el enfermo.

De vez en cuando, en los momentos en que el niño parecía entrar en el período de favorable reacción, sus miradas se encontraban sin darse cuenta de ello y Zarzoso veía desaparecer poco a poco en los ojos de su antigua novia la fría hostilidad con que le había recibido aquella mañana.

Al amanecer, Zarzoso, mirando al niño, lanzó un suspiro de satisfacción. Estaba ya seguro del éxito; y la madre, adivinando en el rostro del médico tan grata noticia, volvió a llorar, pero esta vez fue de alegría.

La fiebre descendía rápidamente, el delirio había desaparecido ya, y el pobre niño, extenuado por tantas horas de atroz calentura y con cierta expresión de imbecilidad que aún hacía más conmovedora su mirada, fijaba los ojos en la pobre madre, que, enloquecida por la alegría, se inclinaba sobre el lecho abrazando a su hijo convulsamente.

Zarzoso se retiró a descansar, asegurando que volvería aquella misma tarde a las dos, y salió del hotel acompañándole Pedro hasta su casa, muy satisfecho de que la enfermedad del niño hubiese servido para que se formara cierta débil amistad entre dos seres que antes se habían amado tanto.

Aquella misma mañana, a las diez, entraba en el hotel el padre Tomás y se detenía a hablar con el portero, un guipuzcoano que él había introducido en la servidumbre de la casa, con el objeto de que le diera exacta cuenta de todas las visitas y al mismo tiempo le enterara de los secretos de la familia.

El poderoso jesuita había sabido, casualmente en la misma mañana, el estado desesperado del niño Paquito Ordóñez y acudía presuroso a enterarse por sí mismo de lo que ocurría.

Aquel niño era el ser que tal vez le interesaba más en todo Madrid y su nacimiento le había producido un verdadero acceso de furor. ¿Quién diablos iba a figurarse que un hombre corrompido como Ordóñez llegara a tener hijos? Aquel nacimiento había sido un obstáculo inesperado, un accidente con el que no había contado el padre Tomás al forjar su plan y que venía a impedir la realización de todas las esperanzas que el jesuita se forjaba acerca de la colosal fortuna de María. Por fortuna para él, el niño era digno hijo de su padre, y el médico de la casa, que estaba por completo a merced de la Compañía, aseguraba que no viviría mucho tiempo el triste retoño de un árbol podrido.

Estas seguridades eran lo único que alentaba al poderoso jesuita, el cual no perdía la confianza de que muriera de un momento a otro aquel niño a quien la medicina dosificaba con el título de candidato a la tuberculosis y cuyo organismo estaba predispuesto a adquirir las más terribles enfermedades.

Por esto, cuando en aquella mañana le dijeron el grave estado del niño, acudió presuroso al hotel con la infame esperanza de encontrar un cadáver.

—¡Qué! ¿Ha muerto ya? —preguntó ansiosamente al portero.

—No, reverendo padre. El señorito está mejor desde esta madrugada y se da ya por seguro su restablecimiento. La señora condesa ha pasado toda la noche en vela en compañía de Pedro, viendo las cosas extraordinarias que hacía para salvar al niño ese médico tan famoso que vive en la Carrera de San Jerónimo y que cura gratis a los pobres.

—¿Qué médico ese ese? ¿Es que no han llamado al de la casa?

—¡Quiá! La señora condesa dice que para curar a los niños no hay nadie como el doctor Zarzoso.

El padre Tomás retrocedió un paso y se quedó mirando con asombro al portero, como si dudase de sus palabras.

—¿Dices que el doctor Zarzoso ha estado aquí?

—Sí, reverendo padre: aquí ha estado hasta esta madrugada y él es quien ha sacado al señorito de las garras de la muerte. Le he visto yo mismo: es un joven delgado, con gafas, muy serio y muy afable y simpático.

El jesuita quedó reflexionando por algunos minutos y dijo después:

—¿Ha quedado en volver hoy por aquí?

—Sí, reverendo padre; vendrá esta tarde a las dos.

—Pues bien —dijo el jesuita con acento imperioso, después de una pequeña vacilación—, cuando venga, lo haces entrar en el salón del piso bajo, diciéndole que espere un momento hasta que la señora se prepare para recibirle; yo estaré allí.

—Está bien, padre Tomás.

—Hasta luego, hijo mío; ahora tengo que despachar algunos asuntos.

Y el jesuita se alejó del hotel, sin que María se apercibiera de su llegada, pues la pobre madre, a pesar del sueño y del cansancio, no quería separarse un solo instante de la cama de su hijo.

III. La bofetada

El corpulento portero se inclinó al paso del doctor Zarzoso, diciéndole con expresión respetuosa:

—La señora condesa no está visible en este momento, y me ha encargado ruegue a usted que tenga la bondad de esperarla algunos minutos.

Y diciendo esto, el criado condujo al doctor a un elegante salón del piso bajo, y después de volver a saludarle con la misma ceremonia se retiró.

Zarzoso, al verse solo, púsose a examinar aquella pieza, amueblada con exquisito gusto, ocupación que le era muy grata, pues a pesar de sus austeridades de hombre de ciencia gustábanle mucho los esplendores del lujo y los objetos elegantes que tenían cierto aspecto artístico.

Pasó algunos minutos ocupado en apreciar los originales dibujos de los cortinajes, la forma de los muebles y el mérito de las acuarelas y estatuillas que adornaban el salón, y cuando más ocupado estaba en admirar un gracioso barro de Benlliure, sintió a sus espaldas un ruido producido como por el roce de una persona que pisaba cautelosamente la alfombra.

Volvió rápidamente la cabeza creyendo encontrarse con María, y vio un sacerdote con el sombrero en la mano que, después de saludarle con exagerada finura, fue a sentarse en un sillón a corta distancia de donde se hallaba Zarzoso.

Púsose de espaldas a la luz, que entraba por las dos ventanas del salón; pero el doctor tuvo tiempo para apreciar aquel rostro anguloso y picudo que recordaba el hambriento perfil de las aves de rapiña.

No conocía personalmente al padre Tomás Ferrari, del que había oído hablar mucho; pero instintivamente, sin poder explicarse la verdera causa, pensó que aquel cura debía ser el famoso padre de la Compañía.

El jesuita sonreía bondadosamente, fijando su mirada sencilla en el joven, y después de algunas tosecitas, como si quisiera entrar en conversación sin saber cómo, dijo al médico, que interiormente se sentía alarmado, aunque procuraba permanecer impasible:

—La señora condesa debe estar descansando, ya que nos hace esperar. ¡Pobrecita! ¡Cuán angustiosa es su situación! Sólo una madre puede resistir tantas fatigas sin decaer un solo instante.

Zarzoso se limitó a hacer un signo afirmativo, evadiendo la conversación que el sacerdote quería entablar.

—Ha sido muy notable el que Paquito se haya salvado tan rápidamente y que ahora se encuentre fuera de peligro. Ese doctor Zarzoso que le cura ha demostrado que es digno de la gran fama que goza en Madrid.

El médico, a pesar de su convencimiento de que el padre Tomás buscaba el entablar conversación con él, creyó del caso corresponder a estas últimas palabras inclinándose, al mismo tiempo que decía:

—Muchas gracias, señor.

—¡Ah! ¿Es usted el doctor Zarzoso? No tenía el honor de conocerle, aunque hace tiempo que le admiraba por los grandes servicios que presta a los desgraciados.

—Cumplo con mi deber y nada más.

—Tenía verdaderos deseos de conocerle a usted y de ser su amigo, aunque, en verdad, un hombre como usted no debe tener en mucho el afecto de uno de mi clase.

—¿Por qué, señor?

—Porque para nadie son un misterio las ideas que usted profesa ¡Lástima que un hombre tan caritativo tenga ideas tan contrarias a los dogmas religiosos!

—¡Bah! Yo soy amigo de todos sin fijarme en sus ideas religiosas. Me basta que los hombres sean honrados y probos.

Estas palabras las dijo Zarzoso con una intención que no pasó desapercibida para el jesuita y que le dio a entender que el médico le había reconocido.

—Usted me dispensará, señor Zarzoso, si me tomo ciertas libertades, pero, francamente, me apena ver a un hombre del criterio de usted alejado del gremio de la Iglesia, y desvaneciendo con su impiedad esos grandes méritos que contrae a los ojos del Señor, sacrificándose por la gente desheredada y miserable. ¡Ah, señor Zarzoso! Usted sería un santo, usted iría al cielo, si creyese algo más en Dios.

—No hago el bien con la esperanza de una recompensa futura. Para estar satisfecho de mis trabajos, me basta el agradecimiento de toda esa pobre gente cuyas enfermedades curo. La gratitud de las madres vale más, para mí, que todas las recompensas que pudiera encontrar más allá de la tumba, si es que realmente después de la muerte hay algo.

El médico dijo estas palabras con sencillez y convicción, por lo que el padre Tomás, que no quería entablar una discusión que le alejase de su objetivo, hizo caso omiso de las afirmaciones antirreligiosas del joven, y dijo variando repentinamente el tema de la conversación:

—La señora condesa debe estar muy agradecida a usted por el grande servicio que la ha prestado salvando a su hijo. Fue una resolución acertada la suya, al mandarle llamar.

Zarzoso callaba, no sabiendo adónde iría a parar el jesuita.

—Lo que extraño —continuó el padre Tomás— es que la señora condesa haya prescindido del médico de la casa, del cual no creo que tenga queja alguna. ¿No le parece a usted así?

Zarzoso hizo un gesto de irritación e impaciencia, y contestó de mal talante:

—Nada me importa eso que usted dice.

El jesuita calló durante algunos minutos y, por fin, dijo con resolución, afectando una franqueza ruda:

—Señor Zarzoso, me ha dado usted a conocer, hace poco, su nombre, y justo es que corresponda a tal franqueza. Yo soy el padre Tomás Ferrari, de la Compañía de Jesús.

—Le conozco a usted —dijo intencionadamente el médico.

—No es extraño. Aunque Dios no me ha favorecido con grandes cualidades, trabajo en su favor cuanto puedo, y mis servicios al Altísimo me han dado cierto renombre. Conozco el concepto en que ustedes, los enemigos de la Iglesia, nos tienen a los hijos de San Ignacio. En su concepto somos avariciosos, falsarios, maquiavélicos y hasta asesinos; pero esto no hace decaer nuestro ánimo, ni nos quita nuestra cristiana fe. También calumniaron al dulcísimo Jesús, y cuando el hijo de Dios sufrió pacientemente las injurias, bien podemos aguantarlas nosotros, que somos representantes indignos del Altísimo.

Zarzoso encogió los hombros con visibles muestras de impaciencia y como dando a entender que nada le importaba aquello, y el jesuita continuó:

—Yo soy un antiguo amigo de esta casa. La familia Baselga ha sido siempre muy afecta a la Compañía de Jesús, y en cuanto a Ordóñez, el marido de la condesa, soy para él como un segundo padre. No extrañe, pues, que me interese mucho por los asuntos de esta casa y que procure el velar en ella por la tranquilidad y la virtud que debe existir siempre en el seno de toda familia cristiana.

El padre Tomás, al hablar así, miraba fijamente a Zarzoso, y éste, impacientado ya, no pudiendo sufrir por más tiempo aquellas manifestaciones cuyo sentido no comprendía, pero en las que adivinaba cierta intención de molestarle, le interrumpió diciendo con expresión hostil:

—¡Bien! ¡Y qué! ¿Qué me importa a mí todo eso que usted me dice mirándome fijamente como si debiera darme por aludido? ¿Tengo yo algo que ver con las cuestiones internas de esta familia a la que visité ayer por primera vez? Yo me limito a ser médico y a prestar mis servicios cuando me llaman, dejando a usted la misión de arreglar las familias, o, lo que es más probable, de desarreglarlas.

Zarzoso estaba irritado, y como no creía necesario el fingirse amable con aquel inesperado visitante, le miraba con franca hostilidad.

—Hace usted mal en irritarse —dijo el jesuita cada vez con mayor calma, conforme se endurecía el joven—. Me he tomado la libertad de decirle las anteriores palabras, justamente porque estoy convencido de que de usted depende la futura tranquilidad de esta casa; solamente que muchas veces hacemos el mal sin saberlo, y cuando se nos reprende por ello, no podemos menos de extrañarnos.

Esto, que equivalía a una acusación, acabó de indignar a Zarzoso, quien, sin embargo, procuró contenerse, y dijo con frialdad amenazadora:

—Expliquese usted, caballero.

El padre Tomás parecía gozar viendo la creciente indignación del joven y, después de una breve pausa, se expresó así:

—Lo que usted ha hecho acudiendo a esta casa donde un pobre niño necesitaba los auxilios de su ciencia es muy santo y muy bueno; pero no lo sera tanto si usted sigue viniendo por aquí, ahora que el enfermito está ya fuera de peligro. ¿No le parece a usted que la gente podrá hacer comentarios muy desfavorables al ver que usted viene con mucha frecuencia a esta casa?

—¡Caballero! O usted no tiene muy firme la razón —dijo Zarzoso con voz temblona por la ira—, o quiere divertirse conmigo, cosa que no le permitiré. ¡Es donosa la ocurrencia! ¿Puede acaso llamar la atención de nadie el que un médico visite la casa de un enfermo? Entonces la calumnia se cebaría continuamente en nosotros los médicos, pues en un mismo día entramos en diferentes casas para cumplir nuestra sagrada misión.

El padre Tomás, sonriéndose, acercó su sillón al asiento del joven y le dijo confidencialmente:

—Eso que dice usted es verdad; pero aquí, en la presente ocasión, aunque usted se resista a creerlo, sus visitas pueden originar comentarios muy desfavorables. El pasado no es para todos un secreto.

—¿Qué quiere decir usted con eso?

—Que hay quien sabe que no es la primera vez que la condesa de Baselga y el doctor Zarzoso se encuentran, y como usted comprenderá, esto puede dar lugar a comentarios muy desfavorables. ¿Se altera usted, doctor? ¿Se ofende acaso por mis palabras?… Conozco que no es muy grato cuanto le digo, pero mi carácter de antiguo amigo de la casa me obliga a ser franco hasta la rudeza. Aún estamos a tiempo de evitar el mal; aún podemos lograr que la gente no murmure. Si usted siente algún interés por la condesa, si en algo estima su prestigio de mujer honrada, debe agradecerme lo que yo hago en estos momentos y ayudarme a evitar murmuraciones escandalosas. Señor Zarzoso, créame usted: debe alejarse usted de esta casa bien convencido de que con ello presta un gran servicio a la condesa.

—¿Le ha encargado a usted ella misma que me dijera tales palabras? —preguntó con amargura el joven.

—No. La condesa ignora que en estos momentos los dos nos hallamos aquí. Esta resolución, que usted juzgará como crea más conveniente, es mía absolutamente y está inspirada en el santo deseo de conservar la paz en una familia cristiana. Estoy plenamente convencido de que usted, señor Zarzoso, a pesar de sus ideas antirreligiosas, es un hombre honrado; pero no puedo permitir que algún malicioso, conocedor del pasado, en vista de las frecuentes visitas de usted a esta casa, dude del honor de María.

Y el jesuita se expresaba con tanta sencillez y con tal aire de hombre honrado, que el doctor iba perdiendo terreno y hasta se convencía de que algo había de cierto y prudente en los temores que manifestaba. Sin embargo, sintió la necesidad de sondear a aquel hombre terrible para saber hasta dónde llegaban sus designios.

—Algo hay de cierto en cuanto usted supone y prometo dejar de visitar esta casa apenas el niño entre francamente en la convalecencia; pero… ¿qué es eso del pasado que usted nombra?, ¿qué sabe usted de mi vida, para afirmar que mis visitas a la condesa pueden dar lugar a comentarios?

—Señor Zarzoso, lo que en este mundo se hace nunca queda en el misterio. Yo sé que usted y María se amaron hace algunos años y por esto me temo que la antigua pasión vuelva a renacer con el continuo trato.

Zarzoso, a pesar de que estaba en guardia contra la astucia del jesuita, no esperaba que éste tuviera conocimiento de sus antiguos amores, así es que quedó muy sorprendido al oír las últimas palabras del padre Tomás.

—Pero ¿cómo sabe usted eso? —preguntó el médico con extrañeza.

—¡Oh, señor Zarzoso! Nosotros, por razón del cargo de que estamos investidos, sabemos muchas cosas que los interesados creen guardadas por el más absoluto secreto. Yo conozco toda la historia de los amores entre usted y María, y por lo mismo, puedo apreciar con imparcialidad el carácter de ambos y tener el convencimiento de que es conveniente que ustedes no se vean con frecuencia. Se han amado demasiado en otros tiempos para que puedan tratarse ahora con esa tranquilidad de ánimo que es la fiel compañera de la virtud.

Y el jesuita sonreía con expresión triunfante al ver desconcertado y confuso al médico por la inesperada revelación.

Zarzoso, con la frente inclinada y muy extrañado de que el padre Tomás se atreviera a hacer tales manifestaciones, reflexionaba intentando adivinar la verdadera intención del jesuita al decir tales palabras.

—Es muy extraño —dijo Zarzoso con irónico acento— que usted, por su afecto a esta familia, se tome tanto interés en averiguar el pasado. Oyéndole es como he comprendido, hace pocos momentos, ciertas cosas que en mi época de enamorado no podía explicarme. Yo he sido muy combatido por enemigos desconocidos que se ocultaban en la sombra; yo he tenido que luchar con terribles maquinaciones cuya procedencia ignoraba, pero que ahora veo claramente. Padre Tomás Ferrari, ya que usted se ha descubierto voluntariamente, yo voy a ser también muy franco. Ya no somos aquí el sacerdote y el médico; somos dos seres iguales, dos hombres que únicamente estamos separados por una diferencia que consiste en que el uno hace todo el bien que puede y ése soy yo, y el otro se ha pasado la vida produciendo el mal, y ése es usted. Vamos a hablar con entera franqueza. ¿Tenía usted conocimiento de mis amores cuando yo aún era dueño del corazón de María?

—No acostumbro nunca a negar mis actos, y por esto no vacilo en decirle, que antes de que usted marchara a París, ya sabía yo sus relaciones con María.

Zarzoso iba contrayendo su rostro con un gesto de hostilidad, que aún resultaba más terrible en un joven que siempre se mostraba frío y correcto. La franqueza del padre Tomás le irritaba más que si hubiese mentido, pues creía ver en aquélla, como un reto a su indignación y un desprecio a su persona.

—¿Y fue usted —preguntó con voz temblona por la ira— quien hizo terminar aquellos amores?

El jesuita sonrió con expresión de mansedumbre, como despreciando las furibundas miradas que le dirigía el joven, y contestó con calma:

—Sí, yo fui.

Zarzoso, nervioso y conmovido, saltó de su asiento abalanzándose sobre el jesuita; pero la calma de éste le desconcertaba a pesar suyo, y en vez de golpearle, como era su primer deseo, se limitó a exclamar con asombro:

—¡Y tiene usted el valor de confesarlo!

—Señor Zarzoso, el hombre debe siempre decir la verdad, y si confiesa sus malas acciones, ¿con cuánta más razón debe hacer alarde de sus buenos actos? Usted no tendrá por acción meritoria el hacer que terminasen aquellos amores; esto es simplemente cuestión de apreciación, pues yo en cambio creo que presté un servicio inmenso rompiendo las relaciones que existían entre usted y María. La condesa es cristiana, pertenece a una familia que siempre se ha distinguido por su puro catolicismo y su amor a las sanas doctrinas, y yo, como servidor fiel de los intereses de Dios, no podía consentir que una joven así se uniera eternamente con un impío que podría ser muy honrado, no lo dudo, pero que es enemigo de Dios, que escandaliza a la sociedad con sus infernales doctrinas, y sobre el cual, más o menos, pronto caerá la cólera del Altísimo. Como usted comprenderá yo, que tanto amo a María, no podía permanecer tranquilo al verla marchar rectamente a su perdición.

—No está mal, jesuita —contestó el joven con acento seráfico—. No está mal hilvanada esa excusa. No quiso usted permitir que María se uniese a un hombre que no es católico porque esto podía traerle la desgracia, y en cambio la casó usted con un píllete a quien conoce todo Madrid, con un aventurero de la peor especie, a quien ninguna persona honrada puede dar la mano sin sentir rubor.

El jesuita afectaba escandalizarse por estas enérgicas palabras.

—Señor Zarzoso, piense usted bien eso que dice contra Ordóñez, pues sentiría que esta conversación fuese causa de un incidente desagradable. Ordóñez no es ningún picaro. Ha tenido sus cosillas, propias de un joven atolondrado y rico, pero no ha traspasado los limites de la honradez y se ha portado siempre con la decencia propia de un joven que ha sido discípulo mío. Además está usted en su casa y no creo muy correcto eso de insultar al dueño que se halla ausente.

Zarzoso estaba demasiado irritado para hacer caso de las indicaciones del jesuita. Las insolentes declaraciones de éste habían enfurecido al joven, y bien sabido es cuán terribles son los hombres fríos y tranquilos cuando llegan a encolerizarse.

—Yo diré cuanto quiera —rugió Zarzoso— y no será usted quien me lo impida. ¿Cree usted acaso que me atemoriza la idea de que Ordóñez me pida cuenta de mis palabras? Yo soy un hombre que no busco las reyertas, pero que tampoco las rehuso cuando llega la ocasión, y experimentaría un placer sin límites si algún día me viera frente a frente de ese antiguo aventurero a quien odio. Lo digo y no me retractaré nunca pues estoy bien convencido de ello. Ordóñez es un canalla aristocrático que ha buscado una mujer inocente y sencilla para explotarla, y usted un miserable calumniador, que no vaciló en atacar mi dicha por los más infames medios, indudablemente con la intención de apoderarse de la colosal fortuna de María. Conozco mucho a los jesuitas y sé cuál es la principal norma de todos sus actos.

El médico se detuvo mirando fijamente al padre Tomás para apreciar el efecto que le causaban sus palabras; pero su indignación fue en aumento al ver que el jesuita permanecía callado, afectando la santa resignación del justo que se ve calumniado.

Zarzoso, a pesar de la rabia que le producían aquellas declaraciones del jesuita, quiso saber toda la verdad y siguió preguntando.

—¿Usted, indudablemente, me seguiría también con su astuta mirada hasta en París, buscando una ocasión para desconceptuarme a los ojos de María? ¿No es eso, padre Ferrari?

—Señor Zarzoso, ¿a qué seguir hablando, si esto no ha de producirle a usted más que indignación ahora y reyertas después? Somos dos caracteres distintos, dos hombres de diversas ideas que no podremos llegar nunca a comprendernos y por más que yo me esfuerce, nunca sabrá usted apreciar en lo que vale la bondad de esa conducta que le parece infame. Sí usted amaba a María, yo la quiero como a una hija y no podía permitir que perdiera su alma por toda una eternidad, uniéndose a un impío que la contaminaría con sus ideas infernales. Inútil es que usted me pregunte más. Bástele saber que he hecho cuanto he sabido y podido para romper las relaciones entre usted y María y que la muerte de su amor debe atribuirla exclusivamente a mí. Después de esto, y en pago de mi franqueza, sólo le pido que se retire cuanto antes de esta casa donde su presencia resulta fatal.

—¡Me iré, sí, me iré! —dijo Zarzoso con furor—. No quiero permanecer en una casa donde es fácil codearse con canallas como Ordóñez y su maestro y protector el padre Tomás. ¡Pobre María! ¡De qué gente estás rodeada! Pero antes de marcharme, quiero conocer en toda su extensión la vil trama de que fui objeto. Padre jesuita, conteste usted con claridad. Tenga usted el valor de los grandes bandidos que se envanecen de confesar sus fechorías. ¿Fue usted quien hizo que allá en París, una mujer fatal se apoderara de mí, con el único objeto de proporcionarse un recuerdo de mi amor con María, que sirviera para enemistarme con ésta?

—Sí, yo fui —contestó con cínica audacia el jesuita—. De seguro que usted considerará el acto como poco correcto; pero todos los medios son buenos cuando con ellos se trata de salvar un alma. El Señor escoge muchas veces los caminos más apartados para hacer el bien y por esto aquella mujerzuela de París sirvió para librar a María de la perdición eterna.

Zarzoso, que estaba en pie y a corta distancia del jesuita, habló, gesticulando como un loco, al escuchar estas últimas palabras:

—¡Ah, miserable hipócrita! ¡Reptil con sotana! ¿Conque tantos males ha hecho usted con el único objeto de salvar el alma de María? Lo que la Compañía ha buscado siempre, al vivir tan unida a la familia Baselga, ha sido apoderarse de sus millones, casando a las mujeres de esas familias con hombres miserables y sin conciencia que sirvieran al jesuitismo de instrumento. Por eso la Compañía ha perseguido a todos los que por amor han intentado unirse a las hembras de la estirpe de los Baselgas; por eso fue acosado hasta morir en extranjero suelo aquel infeliz mártir que se llamaba don Esteban Alvarez, y por eso yo también he sido víctima de traidores maquinaciones. ¡Ah, infames! Conozco la significación que en labios de un jesuita tiene esa frase de salvar un alma. Vosotros sólo salváis almas que tengan millones.

El padre Tomás no se inmutaba ante aquella indignación creciente del joven, que hacía que las manos de éste se agitasen cerca del rostro del jesuita, y aun en su cínica audacia tuvo valor para decir:

—Según lo enterado que usted se muestra de la gran fortuna que posee María, no parece sino que su indignación reconozca por causa el haber perdido la ocasión de un matrimonio que le hubiera hecho dueño de tantos millones. Siento, en verdad, haberle estorbado tan bonito negocio.

Este insultó causó tal efecto en el joven, que el jesuita se arrepintió inmediatamente de haberlo pronunciado, y se levantó con rapidez de su asiento. Pero Zarzoso, que estaba ciego por el furor y temblaba de ira, cayó sobre el padre Tomás antes que éste llegara a enderezarse, y dio al jesuita una terrible bofetada.

Recibió éste el golpe y en sus ojos brilló una iracunda expresión de furor reconcentrado, propia para infundir miedo al que supiera de lo que era capaz aquel hombre; pero inmediatamente se repuso, y apoyando en un hombro la mejilla enrojecida por la bofetada, presentó la otra al joven, diciendo con evangélica resignación:

—Siga usted pegando. Mayores humillaciones sufrió Dios por hacer el bien. Pegue usted, joven, que yo le perdono.

—¡Ah, hipócrita! ¡Hipócrita! —rugió Zarzoso con la mano todavía levantada.

Pero el aspecto de aquel hombre, que afectando humildad y resignación aguardaba el golpe sin conmoverse, le desarmó en seguida, haciéndole bajar la mano. Él no podía seguir desahogando su justo furor, a pesar de que estaba convencido de que aquella resignación era pura farsa.

Irritado porque el enemigo, a quien odiaba, no era tan audaz en sus actos como en sus palabras, y comprendiendo que de seguir allí cometería la infamia de ensañarse con un hombre que no quería defenderse, se apresuró a salir de la casa.

No quería ver más a María, y maldecía en aquel momento la hora en que a ésta se le había ocurrido llamarle, sacándole de la plácida tranquilidad en que vivía.

Marchó de espaldas hacia la puerta, lanzando iracundas miradas al jesuita, que seguía con la cabeza baja, afectando humildad; y cuando llegó a la puerta, dijo con resolución:

—Se cumplirán los deseos de usted; no volveré más por aquí, pero conste que el niño que está arriba se halla ya fuera de peligro, y si es que hay malvados que le hacen sufrir una mortal recaída, aquí estoy yo que sabré exigir responsabilidad a los culpables. Adiós, jesuita. Estamos en paz: mucho daño me has hecho, grandes dolores me has obligado a sufrir, pero al menos acabas de proporcionarme la satisfacción de que abofetee ese rostro, inmunda máscara tras la cual se oculta la doblez y la mentira.

Salió el médico de la habitación, y al quedarse solo el jesuita, permaneció algunos minutos inmóvil y ensimismado.

Después rascóse la mejilla, enrojecida por la bofetada, y dijo con calma, sonriendo con expresión diabólica:

—¡Ah doctorzuelo! Caro te ha de costar este desahogo.

Inmediatamente salió del hotel, sin que la desconsolada condesa, siempre al lado de la cama de su hijo, llegase a apercibirse de lo que había ocurrido en el piso bajo, y media hora después el jesuita estaba en su despacho escribiendo un papel, que luego entregó a uno de sus secretarios, encargando que inmediatamente lo llevasen a su destino.

Era un telegrama:


«Londres. Fleet Street, 5. Hotel Hig-Liffe Francisco Ordóñez».

«Ven inmediatamente; asunto de honor urgentísimo. Te necesito. Tomás Ferrari».
 

IV. La mansedumbre del padre Tomás

Cuatro días después, estaba ya en Madrid el elegante Ordóñez.

Había sido muy oportuno para él el telegrama del padre Tomás.

Las grandes corridas de caballos de la ciudad de Londres habían sido muy funestas para Ordóñez, pues perdió todas las apuestas que hizo, y éstas eran tan considerables que no sólo se quedó sin dinero, sino que tuvo que recurrir a pedir prestados algunos centenares de libras esterlinas a los amigos que tenía en la alta sociedad londinense.

El telegrama del jesuita sirvió a Ordóñez de pretexto para huir, antes de que terminasen las carreras, sin que sus amigos pudieran achacar este acto al temor de seguir perdiendo; e inmediatamente salió para Madrid, pensando de dónde sacaría los seis o siete mil duros que debía entregar sin pérdida de tiempo a sus aristocráticos acreedores.

Ordóñez, que nunca se había preocupado por las deudas, sentía ahora la impaciencia de pagar cuanto antes, para no sufrir menoscabo alguno en su fama de hombre opulento, pues sus amigos de Londres le creían dueño absoluto de la presente fortuna que pertenecía a su mujer.

Ordóñez tenía puestos sus ojos en el padre Tomás, proponiéndose que fuese éste quien se encargara de satisfacer la presente deuda como ya lo había hecho con otras.

¿No le llamaba con gran urgencia diciendo que necesitaba de él? Pues bien, ya que con tanto imperio le mandaba, al menos que pagase la exacta obediencia, encargándose de extraer, del peculio de María, la cantidad que el esposo necesitaba para pagar sus deudas.

Deseoso Ordóñez de arreglar cuanto antes aquel asuntillo, y de mostrarse obediente y respetuoso con el padre Tomás, fue a buscar a éste en su despacho el mismo día de su llegada.

El jesuita le recibió con la misma cordialidad fría y calmosa que si le hubiese visto el día anterior.

—¡Hola, perdido! —le dijo con benevolencia—. Por fin te has decidido a venir, abandonando ese maldito sport, que ha de ser tu ruina. ¿No has sabido la peligrosa enfermedad de tu hijo?

—Sí, un día antes de recibir el telegrama de usted me telegrafió María, y yo me disponía ya a venir, cuando recibí la orden de vuestra paternidad que sirvió para acelerar aun más mi marcha.

Ordóñez mentía, pues la enfermedad de su hijo, aunque le causó cierta impresión, no le había decidido a regresar rápidamente a Madrid. Al recibir el telegrama de María le quedaba todavía algún dinero y confiaba desquitarse en las corridas que aún habían de verificarse.

«¡Bah! —se dijo el amable vividor al recibir el aviso de su desolada esposa—. Porque yo vaya allá, Paquito no se pondrá mejor; además, las madres exageran siempre mucho. Esto no pasará de ser una enfermedad propia de la niñez y que todos hemos sufrido; el sarampión, por ejemplo. La semana que viene me iré…»

Y Ordóñez se olvidó por completo de su hijo, lo que no impedía que ahora, en presencia de su temible protector, se esforzase en demostrar que le había herido en el alma la noticia de la enfermedad del niño, y que experimentó una alegría inmensa a su llegada, al saber que Paquito estaba ya fuera de peligro.

—Vaya, no te esfuerces tanto en demostrarme lo que no sientes —dijo el jesuita, que conocía bien a su discípulo—. No niego que querrás a tu hijo, pero estoy convencido de que entre él y el Gladiateur, el Vincitor o cualquier otro caballejo de esos que corren en las carreras, te vas con los últimos.

—¡Oh, padre Tomás! ¡Qué bromas tiene usted!

—Vamos a ver. ¿Cómo te ha ido en las carreras?

Ordóñez se animó con esta pregunta. Antes de entrar en aquel despacho, estaba muy preocupado buscando el medio de abordar al jesuita para suplicarle que le librase de tan afrentosas deudas, y ahora, he aquí que era el mismo padre Tomás quien inesperadamente le ponía en camino de hacer la petición.

El aristocrático calavera adoptó un gesto de compunción y murmuró:

—Mal; muy mal, reverendo padre. He sido muy desgraciado, y la fortuna se ha burlado de mí todo lo que ha querido. No sólo perdí cuanto dinero llevaba, sino que además he contraído algunas deudas con mis amigos del Gentheleman-Club de Londres. Esto es terrible; deudas que no pueden ser más sagradas y que hay que pagar apenas llega uno a su casa, así tenga que vender hasta su última camisa.

Ordóñez se detuvo, pues como la costumbre siempre que le iba con tales demandas al jesuita, éste ponía la cara fosca, preparándose a anonadarle con un terrible sermón; pero con gran sorpresa del calavera, el padre Tomás no sólo impasible, sino que hasta le pareció a él que por sus labios vagaba una tenue sonrisa.

Buen signo era aquél. Ordóñez sintió renacer su ánimo, y su osadía aún fue en aumento, cuando el jesuita, sin hacer comentario alguno, le preguntó sencillamente:

—¿Y cuánto es lo que debes?

—Veinte mil duros —contestó sin vacilar Ordóñez y sin importarle mentir otra vez.

Veía tan bien dispuesto al padre Tomás y tan animado por una inesperada benevolencia, que juzgó muy prudente el aprovecharse de la ocasión para adquirir dinero. El jesuita, al conocer la cantidad hizo un gesto de desagrado y Ordóñez creyó que en vez de pagar sus deudas, lo que iba a hacer el jesuita, era dirigirle uno de sus terribles sermones; pero pronto se tranquilizó al oírle hablar.

—Mucho dinero es ése, y de seguro que a seguir en tu desordenada vida, pronto serán insuficientes para tus gastos las cuantiosas rentas de tu mujer.

Pero el padre Tomás pareció arrepentirse del tono con que hablaba a Ordóñez, y añadió después benévolamente:

—Pero en fin, hijo mío, ya que has contraído tales deudas, preciso es pagarlas, y no seré yo quien me oponga a ello. Al hacer aquel trato que tú recordarás, te prometí mi consentimiento para que gastases cuanto quisieras de las rentas de tu esposa, y no he de faltar a mi palabra a pesar de que noto que abusas demasiado de mi permiso. Mañana mismo hablaré con el administrador de tu esposa, y aunque creo que no anda muy sobrado de fondos, arreglaremos el asunto para que tengas cuanto antes los veinte mil duros.

Ordóñez estaba encantado por la servicial benevolencia del padre Tomás.

Ni aun influido por el mayor optimismo, podía él imaginarse que iba a serle tan fácil el adquirir la exagerada cantidad en que había fijado sus deudas.

El elegante manifestó su agradecimiento con las más expresivas palabras que encontró; pero se detuvo de pronto, y afectando gravedad, dijo a su protector:

—Perdone usted mi aturdimiento, padre Tomás. Ocupado en mis asuntos, he olvidado que usted me necesita y que por esto me envió el telegrama a Londres. ¿En qué puedo yo servirle? Mande, que inmediatamente obedeceré.

El padre Tomás puso también un gesto de gravedad y entró de lleno en el asunto que a él le resultaba más importante.

—Es verdad que hablando de tus deudas hemos olvidado el asunto principal. Te he mandado llamar porque en tu pronta venida consistía que tu honor quedase a salvo.

—¡Mi honor! —exclamó Ordóñez, que, como perfecto aventurero de la clase elevada, era capaz de cometer las mayores estafas, sin que por esto dejase de palidecer apenas se ponía en duda lo que él llamaba su honor.

—Sí, tu honor, hijo mío —continuó el padre Tomás con la expresión del que hace revelaciones importantísimas—. Durante tu ausencia han ocurrido en tu casa algunas cosas que hacían necesaria tu pronta llegada aquí.

—Hable usted, padre Tomás. Espero con impaciencia esas revelaciones importantes.

—¿Recuerdas que María, antes de concederte tu mano se mostraba preocupada y desdeñosa, hasta el punto de que tú creías que tenía ciertos amores en secreto?

Ordóñez contestó con un signo afirmativo.

—Pues bien: lo que tú sospechabas era la verdad. María amaba con delirio a un joven médico que estaba haciendo sus estudios en París, y que ahora es un doctor célebre a quien conoce todo Madrid.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó con impaciencia Ordóñez.

—El doctor don Juan Zarzoso. Es especialista en enfermedades de niños y tiene gran fama por sus asombrosas curaciones. ¿Lo conoces?

—No lo he visto nunca; pero he leído muchas veces su nombre en los periódicos.

—Pues bien; ese hombre fue novio de María, y sus amores no eran una niñada para pasar el tiempo, pues te puedo asegurar que María lo amó como una loca y tal vez hoy la imagen de Zarzoso aún ocupa en su corazón un lugar preferente. Si la que es hoy tu mujer accedió a darte su mano, fue porque en aquel momento estaba irritadísima por una infidelidad, más o menos cierta, del hombre amado. Sé que María, por su educación y por su carácter excesivamente pundonoroso, es incapaz de faltar a sus deberes conyugales; pero tengo la certeza de que en el fondo ama más a su antiguo novio que a su marido.

Ordóñez se había preocupado pocas veces del amor de su esposa. Seguía, como antes, entreteniendo a bailarinas y disputando la posesión de las mundanas más famosas a sus compañeros en calaveradas, pero a pesar de la indiferencia con que siempre había mirado a su esposa, no pudo evitar un movimiento de despecho al oír tales revelaciones. Aquello no eran celos, sino una irritación del amor propio herido.

Con una mirada hostil, dio a entender al jesuita el efecto que le causaban sus revelaciones, y éste continuó, bastante satisfecho del resultado de sus palabras:

—Pues bien, hijo mío; ese hombre que en realidad es el dueño del corazón de tu esposa, ha entrado estos días en tu casa y ha permanecido allí una noche entera.

—¡Eh! ¿Qué es lo que usted dice, padre Tomás? —exclamó furioso y alarmado Ordóñez por aquellas palabras dichas con tan marcado deseo de molestarle.

—¡Calma, hijo mío, calma! No hagas todavía suposiciones, y espera que acabe de hablarte. María te es fiel, no ha faltado a sus deberes, pues Zarzoso entró en tu hotel llamado como médico y no como antiguo amante. Tu hijo estaba gravemente enfermo de un ataque de meningitis aguda, y María, no sabemos si aturdida o con otra intención, en vez de llamarme a mí y al médico de la casa, solicitó el auxilio de Zarzoso, el cual, justo es confesarlo, salvó al pobre Paquito después de pasar una noche entera a la cabecera de su cama luchando con la terrible enfermedad.

Ordóñez se había tranquilizado al ver el giro que tomaba la revelación, y dijo sonriendo:

—Según esto, no veo que la cosa sea tan grave. Es verdad que María ha obrado ligeramente al llamar a casa a su antiguo novio, pero una madre no repara en nada cuando se trata de salvar a su hijo que está en peligro.

—Es verdad —dijo el jesuita contrariado por la benevolencia que mostraba Ordóñez— que hasta aquí la cosa nada tiene de grave; pero ahora verás cómo cambia de aspecto. Yo fui a tu casa apenas supe el estado de tu hijo; allí me encontré casualmente con el doctor Zarzoso y supe con asombro, que él era quien curaba al niño y que por esto pasaba gran parte del día en el hotel. Ya puedes imaginarte lo que pensaría yo en presencia de aquel hombre, cuyos antiguos amores sabía. Comprendí que de conocer alguien, que no fuera yo, la historia de los pasados amores, no tardarían en surgir desfavorables comentarios en vista de la asiduidad con que Zarzoso entraba en tu casa, y por otra otra parte, me asustó la natural idea de que rozándose dos seres que se habían adorado tanto, no tardaría en despertar el adormecido amor, y entonces María sería capaz de olvidar sus deberes y serte infiel. ¿Pensaba bien o no? ¿Qué te parece, hijo mío?

Ordóñez contestó afirmativamente, y dio a entender al jesuita que esperaba con impaciencia el resto de sus revelaciones.

—Movido por el deseo de impedir ese peligro que veía tan próximo, hablé a Zarzoso rogándole en nombre del cielo, que no volviese más por aquella casa, con lo cual dejaría tranquila una familia y se portaría como un caballero. ¿Y cuál crees tú que fue su contestación?

El jesuita se detuvo como gozándose en la perplejidad y la impaciencia de su protegido, y añadió después:

—Debo advertirte que el tal Zarzoso es un impío, un ateo, un defensor de doctrinas infernales, que tal vez hace todos esos actos de caridad que tanto prestigio le dan, con el único objeto de engañar y seducir a la gente sencilla. ¡Qué diferencia entre ese joven y los que, como tú, habéis sido educados por la Santa Compañía en los sanos principios religiosos! En vez de respetar mis años y estos sagrados hábitos que llevo, contestó a mis cariñosas palabras, a mis mansas exhortaciones, con insultos y amenazas, acabando por darme una bofetada.

—¡Le abofeteó a usted!… ¡Y en mi casa! —exclamó Ordóñez con asombro.

—Sí, me golpeó villanamente en esta mejilla, y como si esto no le bastara para desahogar su rabia, te insultó a ti que estabas ausente, diciendo que deseaba matarte, porque en su concepto eres un canalla que le has robado a la mujer amada, añadiendo que te conocía muy bien, que eres un estafador, y qué sé yo cuántas cosas más.

Ordóñez se había levantado de su asiento, pálido, tembloroso y con el bigotillo erizado por un gesto de ira.

Revivía en él el antiguo espadachín, que valido de su superioridad en las armas, quería siempre tener razón y a los que le acusaban por sus estafas o por sus fullerías en el juego, les contestaba con estocadas.

El jesuita, aunque permanecía exteriormente impasible, debía sentir en su interior gran satisfacción, al ver el coraje que tales palabras producían en su discípulo.

—Yo no siento la bofetada —dijo con expresión de mansedumbre—. Sacerdote soy del Hijo de Dios, que recibía con la más sublime paciencia las más terribles injurias, y tengo la obligación santa de perdonar a los que me maltraten. Pero yo, hijo mío, permanecería impasible y aún daría gracias a Dios, porque así pone a prueba mi paciencia, si el que me abofeteó fuese uno de los nuestros, un buen católico que en un rapto de furor hubiese cometido tal atentado; a ése le perdonaría; pero no puedo transigir con el hecho de haber sido abofeteado por un impío, por un ateo a quien inspira el diablo. Esto es para mí intolerable, pues tengo la convicción de que ese desgraciado obró así con el afán de humillar a nuestras divinas creencias, y que al golpearme a mí no pensó en insultar al sacerdote, sino a la Iglesia entera.

Se detuvo el jesuita para apreciar el efecto de sus palabras, y viendo a Ordóñez cada vez más conmovido por una sorda irritación, continuó:

—¡Abofetear a la Iglesia!… ¿Crees tú, hijo mío, que tal atentado puede quedar impune? Yo, como campeón de Dios, no puedo transigir con la idea de que triunfe el Infierno y la Iglesia quede humillada, cosa que sucederá si ese hombre terrible no sufre un castigo digno de él. ¡Ah! ¡Si yo no vistiese estos hábitos!… ¡Si no fuese tan viejo! Mi situación es igual a la del anciano padre del Cid, después de recibir la bofetada del conde Lozano; pero en vano busco a mi alrededor quién ha de vengarme, pues no encuentro un Rodrigo dispuesto a desenvainar su espada por mí.

Ordóñez le interrumpió, como ya lo esperaba el jesuita:

—Yo seré ese vengador que vuestra reverencia necesita. Odio a ese joven, tanto por el atentado de que le ha hecho a usted víctima como por sus antiguas relaciones con María. Además, los insultos que según usted afirma me dirigió, y el haber ocurrido en mi casa la violenta escena, me autorizan para retar a ese caballero y para matarle después; pues ya sabe usted que hay pocos tan hábiles como yo en el manejo de las armas.

El padre Tomás afectaba estar conmovido por aquel rasgo que calificaba de sublime y decía con expresión de júbilo:

—Acepto tu generoso ofrecimiento, tengo la seguridad de que Dios te premiará este servicio que vas a prestar a su causa. Admito tu ofrecimiento principalmente porque estoy convencido de que saldrás victorioso. Tienes gran fama de tirador.

—¿Y ese médico no es experto en el uso de armas? —preguntó con cierta inquietud el elegante.

—No creo que sepa manejar otro acero que el del bisturí. Toda su vida la ha empleado en aprender infamias científicas, para negar a Dios y a la religión.

—Esta misma tarde le enviaré mis padrinos. Voy a ir, sin pérdida de tiempo, en busca de dos amigos de confianza. Los pillaré en casa antes de que salgan.

—Espero, hijo mío, que para nada figurará mi nombre en este asunto.

—Pierda usted cuidado, padre Tomás. Conozco de sobra lo que son estas cosas. Mi reto estará fundado en el disgusto producido por ciertas violencias que Zarzoso se ha permitido en mi casa y por los insultos que me dirigió estando yo ausente.

—¡Bravo! Eso es. Que no se mencione para nada la bofetada que me dio.

—Así se hará; tanto más, cuanto que él, como persona inteligente, podrá adivinar de dónde viene el golpe y cuál es la verdadera causa del reto.

Aún hablaron durante algunos minutos el padre Tomás y aquel protegido a quien él llamaba pomposamente el campeón de Dios, a causa de la venganza de que se había encargado.

El reloj del despacho dio las once y Ordóñez se apresuró a marcharse.

—Buena hora —dijo alegremente— para pillar a mis dos amigos en la cama. De seguro que ninguno de los dos se ha levantado todavía. Hasta mañana, padre Tomás. Antes de veinticuatro horas ese mocito habrá llevado su merecido.

Estaba ya Ordóñez junto a la puerta cuando le llamó el jesuita, diciéndole con acento bondadoso:

—Escucha, atolondrado. El que nos ocupemos de mis asuntos no es motivo para que olvidemos los tuyos. Hablaré esta tarde al administrador de la condesa para que te entregue lo que necesitas y puedas pagar tus deudas. Y mira, he pensado que en tu situación, esos veinte mil duros no te sacan de penas, pues como son para pagar deudas, te quedarás inmediatamente sin un céntimo. Lo he pensado bien, y creo que será mejor hacer un empréstito para ti de veinticinco mil duros; medio millón de reales, así la cuenta resulta más redonda.

—¡Oh, reverendo padre! Tantas bondades me confunden y no sé cómo agradecerlas. Gracias, muchas gracias; se necesita ser un impío dejado de la mano de Dios para abofetear a un hombre tan bondadoso y tan bueno.

Y Ordóñez, besando la mano de su protector, salió del despacho con aire de satisfacción y alegría.

El padre Tomás, al quedar solo, agitó su mano con expresión amenazante, como si se dirigiera a algún ser invisible que estuviese en la habitación, y murmuró:

—¡Ah, doctorcillo! Me parece que de ésta ya no darás más bofetadas.

Mientras tanto, Ordóñez bajaba la escalera de aquella antigua casa, diciéndose interiormente:

«La verdad es que el servicio no puede estar mejor pagado y que la proposición ha sido hecha del modo más correcto y diplomático, sin que pueda considerarse herida mí susceptibilidad. Veinticinco mil duros si matas a ese caballerete que me ha abofeteado; esto es en el fondo la proposición con toda su crudeza. No se puede negar que el padre Tomás se porta como hombre espléndido cuando trata de librarse de un enemigo… Pero ¡qué demonio!, si ese dinero que me va a dar es mío, puesto que pertenece a mi esposa… Reconozco en este golpe a los jesuitas. Siempre se muestran generosos y pródigos cuando disponen del bolsillo ajeno».

V. Asesinato legal

Cuando el doctor Zarzoso recibió la visita de los padrinos de Ordóñez, no experimentó gran extrañeza.

Al disiparse la ira que le había dominado durante su violenta conferencia con el padre Tomás, pensó fríamente en su situación, adivinando que un hombre tan terrible y maligno como lo era aquel jesuita, no tardaría en tomar venganza. En su concepto abofetear al jefe del jesuitismo en España era exponerse a mil iras vengadoras ocultas en la sombra y por esto se extrañaba al ver que transcurrían unos cuantos días sin notar la persecución del ofendido padre Tomás.

Los padrinos de Ordóñez era un coronel más conocido por sus jugadas en el Casino que por sus campañas, y un marqués que tenía reputación de ser el primer tirador de armas de España, y cuya intervención resultaba imprescindible en todos los duelos que se concertaban en Madrid.

Llegaron a casa del doctor a las dos de la tarde, cuando éste acababa de terminar su diaria consulta para los pobres, y después de enseñarle una carta de Ordóñez en que les facultaba para representarle en el lance, diéronle otra del mismo individuo, la cual produjo en el doctor terrible efecto.

Ordóñez exigíale una satisfacción por lo ocurrido en su casa; pero el estilo de la carta era tan despreciativo y abundaban tanto en ella las palabras irónicas y mortificantes, que Zarzoso, pálido por la ira, arrojó el papel con visibles muestras de desprecio.

—Señores —dijo a aquellos dos espadachines elegantes—, soy un hombre de ciencia y como ocupado en el estudio no he tenido tiempo para enterarme de ciertas cosas, ignoro lo que se hace en casos como el presente. Dispensen ustedes mi ignorancia; pero si yo me niego a dar esas satisfacciones humillantes que pide ese señor, ¿qué ocurrirá entonces?

—Tendrá usted que batirse con nuestro apadrinado —contestó el coronel.

Y el marqués añadió con entonación campanuda, como si hablase de una cosa santa:

—Así lo exige el código del honor.

—Perfectamente —dijo con ironía Zarzoso—. ¿Y qué más ceremonias exige ese sagrado código?

—Debe usted nombrar dos padrinos para que se entiendan con nosotros y concertar entre los cuatro las condiciones del combate. Esto se sobreentiende que será si usted se niega a dar explicaciones.

—Me niego, sí, señor. No conozco a ese caballero a quien ustedes representan, pero no sé por qué, me halaga la idea de romperme la cabeza con él. Voy a presentarles a ustedes mis padrinos.

Y el joven doctor se dirigió a su gabinete de operaciones donde aún estaban los ayudantes, esperando las órdenes del maestro, antes de retirarse hasta el día siguiente.

Escogió dos de los que le inspiraban más confianza y los presentó a los padrinos de Ordóñez, quienes los saludaron con una ceremonia grave y casi fúnebre, invitándoles a reunirse de allí a media hora en el domicilio del marqués, para concertar el duelo.

Cuando Zarzoso quedó solo en su salón, reflexionando sobre aquel suceso, vio entrar a su tío, el viejo doctor, con una expresión ceñuda y volviéndose a todos lados como si quisiera husmear algo extraño en la atmósfera.

Paseando por el salón, miraba de vez en cuando a su sobrino y gruñía sordamente, hasta que por fin se plantó ante el joven y le dijo con expresión de juez que interroga:

—Oye, hace un momento he visto salir de aquí a dos caballeros a quienes conozco. Les llamo caballeros porque esto no significa nada, pero en realidad son dos perdidos, dos tahures espadachines de esos que pululan en la alta sociedad y que sólo sirven para hacer daño a las personas honradas. ¿Qué querían esos individuos? De seguro que no venían a buscarte como médico.

El joven permaneció indeciso por algunos momentos, no sabiendo qué contestar; pero al fin se decidió a decir la verdad y habló a su tío del lance que tenía próximo, aunque procurando ocultar su verdadera causa y diciendo que consistía en ciertas palabras que se le habían escapado hablando con algunos amigos sobre un hombre muy conocido en la alta sociedad y cuyo nombre no quería revelar.

—¿Y qué es lo que dijiste de él? —preguntó el tío.

—Dije que era un canalla, un estafador y un tahur que había apelado siempre a los más reprobados medios para ganar dinero en el juego.

—¿Y es esto verdad? ¿Tienes pruebas de ello?

—¡Bah! ¡Si esto lo sabe todo Madrid! El tal sujeto, cuyo nombre no quiero revelar, tiene la fama tan bien sentada, que no hay persona alguna que no le considere como a un píllete.

El buen sentido del viejo doctor, su lógica de hombre rudo, pero recto, sublevábase al oír estas palabras.

—¿Y vas a batirte con un hombre así? Te digo que no comprendo estas cosas y que me parece que el mundo no es ya más que una vasta jaula de locos. Comprendo que un hombre quiera matar a otro cuando éste lo insulta, atribuyéndole cosas que no ha hecho; pero hablar del honor, de la dignidad y de satisfacciones por haber sido llamado tal como se merece uno me resulta la mayor de las demencias. El píllete siempre será pillete, aunque lleve en el bolsillo un código del honor y sepa tirar a todas las armas para asesinar a los que lo llaman con el nombre que merece, y el hombre honrado será un jumento, si por respeto a esas farsas que se llaman conveniencias sociales accede a exponer su vida riñendo con aquel a quien ha insultado dándole los calificativos que merece por su infame conducta. La cosa es clara. Si esos espadachines aristocráticos que viven en sociedad como en país conquistado, no quieren verse ofendidos a cada punto en lo que ellos llaman su honor, que lleven mejor vida y sean más virtuosos y dignos, pues así se evitarán que el hombre honrado les diga la verdad. Tú le has dicho canalla a ese individuo, cuyo nombre no quieres revelarme; ahora lo que a él le toca, a los ojos de la sana razón, es demostrar que no merece tal calificativo y hacer, enseñándote pruebas, que tú lo confieses así. Conque ya lo sabes; te prohibo que te batas. Me avergonzaría de tener en mi familia un imbécil que por lo que podrán decir cuatro desocupados, fuese a matarse con un hombre que no merece ni su estimación ni su respeto, a causa de su falta de vergüenza.

Zarzoso oía a su tío sin que sus palabras le produjeran efecto alguno. Había ya adoptado una resolución y se batiría con Ordóñez, pues odiaba a este hombre. El viejo doctor debió adivinar en la mirada de su sobrino algo de lo que éste pensaba, y para disuadirle de su tenaz propósito, se apresuró a añadir:

—Además, es una solemne barbaridad, una locura inconcebible, el batirse con un hombre acostumbrado al manejo de las armas. Eso equivale a un suicidio, a dejarse asesinar voluntariamente. ¿Eres tú acaso espadachín? ¿Has perdido mucho tiempo ejercitándote en el uso del sable y de la pistola? No, tú eres hombre de ciencia, te has dedicado a saber curar las heridas y no a abrirlas, y entre ser aprendiz de sabio o aprendiz de asesino, has preferido lo primero. En cambio, ese caballerete que te reta debe ser un consumado espadachín, pues así lo da a entender la calidad de los amigos que te ha enviado. Si es que tiene interés en librarse de ti, para que no le censures más tiempo diciéndole lo que se merece, te ensartará como un pajarillo o te meterá una bala en la cabeza. ¿Y crees tú, que tiene sentido común el marchar a la muerte voluntariamente y por un mal entendido amor propio? ¿Qué dirías tú de un hombre que débil y desarmado se metiera voluntariamente en una calle donde supiera que le aguardaba emboscado un asesino para matarle? Si ese enemigo tuyo fuese un hombre de ciencia que, como tú, se hubiese pasado la vida entregado al estudio, sin conocer el manejo de arma alguna, entonces se podría transigir con el lance, pues al menos existiría entre los dos cierta igualdad; pero ir a ponerse enfrente de uno de esos perdidos aristocráticos que apenas saben leer y que cifran todos sus conocimientos en bailar bien y tirar a las armas, es una locura que yo no puedo consentir a un sobrino mío.

Se detuvo el doctor para apreciar el efecto que causaba en el joven todo cuanto iba diciendo, y como conforme hablaba, entusiasmábase el viejo con el desarrollo de aquel tema, se apresuró a añadir:

—Tú bien sabes que la mayor de las inconsecuencias en que puede caer un hombre sabio es arrebatarle la vida a un semejante. Tú que eres médico contesta. ¿No te parece que bastantes auxiliares tiene la muerte, con esas innumerables y terribles dolencias que la Naturaleza descarga sobre la humanidad? ¿No se desangra bastante la especie humana con esas guerras que provocan los reyes y que muchas veces tienen por fundamento una ridicula cuestión de cortesía? Yo bien sé que los hombres tenemos algo de fiera y que muchas veces, alterándose nuestro sistema nervioso, se oscurece la razón y apelamos a los puños como supremo argumento. Eso está muy bien, ¡qué demonio!, y no seré yo quien pretenda corregir la plana a la Naturaleza. ¿Se insultan dos hombres? ¿Se odian por motivos particulares? Pues bien, comprendo que al encontrarse desahoguen su furor dándose unos cuantos puñetazos y hasta me parece lógico que en un arranque de su brutalidad excitada, lleguen hasta matarse. Pero lo que no comprendo lo que no concibo como la ley no lo castiga con las más terribles penas, es que dos hombres, algunos días después de haberse insultado vayan con la mayor sangre fría, casi sin odio, a matarse en el campo que llaman del honor, rodeando el crimen de un aparato ceremonioso y ridículo, propio de costumbres bárbaras, que afortunadamente pasaron para no volver. Me tiene sin cuidado que esos tontos de la aristocracia y una turba de imbéciles que quieren imitarles, cometan estas sangrientas estupideces; pero no puedo consentir que un sobrino mío, que además es sabio, caiga en un ridículo tan deshonroso.

Calló el viejo doctor y dio algunos pasos por la habitación, hasta que poco después volvió a detenerse ante el joven, e irguiendo su corpachón, dijo con cierto orgullo:

—Aquí tienes a tu tío que nunca ha llegado a caer en tales ridiculeces y, sin embargo, me tengo por más valiente que todos esos señores que palidecen de ira a la menor palabra y que hablan de acudir inmediatamente al campo del honor. A ellos, que son tan valientes, les hubiera querido ver yo bregando con los locos y quitándoles muchas veces las armas de las manos, Pues bien, yo, que no sé lo que es miedo, nunca he admitido esos ridículos, desafíos, en los que se escuda, las más de las veces, la gente que no tiene razón. Una vez, cierto doctor que tenía reputación de espadachín, ofendido por algunas expresiones que se me escaparon en el calor de una discusión científica, me envió sus padrinos diciendo que no podía vivir tranquilo mientras que yo no le diese una reparación en el terreno de las armas. Despedí a los padrinos a cajas destempladas, diciendo que si mi enemigo no podía vivir sin vengarse de mí, que viniera a buscarme solo, pues tenía un buen garrote para darle la contestación, y ésta es la hora en que todavía no lo he visto. Otra vez, un cliente me dio su tarjeta en señal de reto, y yo le contesté con unos cuantos mojicones, y por esto ha transcurrido el tiempo sin que nadie se atreviera a irle con más farsas de éstas al doctor Zarzoso. Créeme, Juanito, eso de los desafíos es un procedimiento inventado por ciertas gentes que no sirven para nada, con el fin de conservar por el terror su supremacía en la sociedad. Si todos tuviesen sentido común e hiciesen lo que yo, despreciando tan ridiculas preocupaciones, ten por seguro que pronto terminaría esa ridicula costumbre apadrinada por la fatuidad francesa y que hace revivir la Edad Media en pleno siglo XIX. Conque contesta, muchacho: ¿Estás dispuesto a obrar como cualquiera de esos cabezas de chorlito que pululan en la sociedad, imponiéndole sus ridiculas costumbres?

Zarzoso, mientras hablaba su tío, habíase formado su plan. Sabía que el viejo doctor no era capaz de transigir con el duelo y le impediría por todos los medios el que llegara a batirse.

El joven comprendía también la verdad que encerraban las palabras de su tío, pero aquella carta de Ordóñez que él veía blanquear en el rincón adonde la había arrojado, conmovíale y le hacía pensar con frunción en la delicia que experimentaría al verse frente al marido de la condesa con un arma en la mano. Estaba decidido a no retroceder, encontrándose, como se encontraban tan adelantados los preparativos del duelo. Adivinaba la inmensa ventaja que llevaría Ordóñez sobre un hombre que no conocía el manejo de las armas, pero al mismo tiempo pensaba que era más preferible morir, que dar lugar a que aquel hombre tan odiado se jactase ante María de haber inspirado miedo a su antiguo novio.

Esto era lo que más decidía a Zarzoso a dejar que la aventura siguiese su curso. Estaba decidido: antes morir que dar pretexto para que María le tuviese por un cobarde.

El joven, deseoso de librarse de su tío, dio a éste toda clase de seguridades. No se batiría ya que así se lo mandaba él, y prometió al mismo tiempo tenerle al corriente de cuanto ocurriera en aquel asunto.

El viejo doctor, a quien nunca había engañado su sobrino, se tranquilizó con tales promesas, y poco después lo dejó solo para ir a dar un paseo con otros dos profesores jubilados, que eran sus únicos amigos, por lo mismo que en genio rudo y en opiniones intransigentes casi llegaban a su misma altura. Los diarios paseos de aquellos tres sabios, con sus incesantes discusiones, equivalían a una continua tempestad científica.

El joven doctor permaneció en el salón reflexionando sobre la aventura de que iba a ser protagonista y ensimismado en sus ideas, pasó para él tan velozmente el tiempo, que habían transcurrido ya dos horas y comenzaba a anochecer, cuando él creía que sólo habían pasado algunos minutos.

Al volver los dos ayudantes designados por él como padrinos, encontráronlo tendido en un diván, con la mirada fija en el techo y la expresión del que sueña despierto.

Los dos jóvenes le enteraron de las condiciones concertadas con los otros padrinos.

La discusión había versado principalmente sobre la gran desigualdad que existiría entre los combatientes a causa de que el doctor era inhábil en el manejo de toda clase de armas. La pistola había resultado inadmisible a causa de que Qrdóñez pasaba por uno de los mejores tiradores de Madrid, y al fin, como se había de optar por alguna arma, los cuatro padrinos decidiéronse por el sable, aunque en su manejo también se distinguía el marido de la condesa.

A Zarzoso le pareció todo muy bien, y cuando uno de sus ayudantes le propuso ir al salón de armas del Zuavo a que éste le diese algunas lecciones, el joven doctor contestó con un gesto de indiferencia.

¿Para qué? Estaba convencido de que una lección de unas cuantas horas sólo serviría para fatigarle sin proporcionar ninguna superioridad sobre el enemigo. Además, sus ayudantes le decían que en las luchas a sable, lo principal era tener coraje abrumando a golpes al enemigo, y él pensaba que si le mataba Ordóñez no perdía gran cosa, pues estaba cansado de la vida y ésta no tenía para él atractivo alguno desde que María resultaba imposible para él.

Tan indiferente le era la existencia a Zarzoso, que durmió aquella noche con bastante tranquilidad y únicamente se preocupó de que su tío no se apercibiera de que el lance iba a verificarse a la mañana siguiente.

Habían convenido los padrinos que el encuentro fuese en una posesión que el marqués, amigo de Ordóñez, tenía en las inmediaciones de Madrid, y allá fue donde Zarzoso, a las seis de la mañana, se dirigió en un carruaje acompañado de sus dos ayudantes.

En una enarenada plazoleta del jardín, que se extendía a espaldas de la villa del marqués, fue donde se encontraron aquellos dos hombres que no se conocían, y sin embargo se buscaban con el propósito de matarse.

Zarzoso sólo había visto algunas veces a Ordóñez de lejos en las calles de Madrid, y el marido de la condesa contempló por primera vez al hombre a quien aborrecía y cuya muerte le había sido pagada con tanta generosidad por el jesuita.

Los cuatro padrinos prepararon la lucha con toda la ceremoniosa liturgia propia de tales casos, y sobre la arena pusieron los sables con que aquellos hombres debían herirse.

Ordóñez y sus padrinos, aunque afectando seriedad, mostraban estar acostumbrados a actos como aquél. Zarzoso permanecía indiferente, y en cuanto a sus dos ayudantes, parecían asombrados de que con tanta frialdad se preparase la muerte de un hombre.

Después de los saludos, de señalar el puesto de los combatientes y de dejar ultimados todos los preparativos, Zarzoso y Ordóñez despojáronse de la levita y el chaleco, arremangáronse el brazo derecho y cogieron sus sables.

El joven doctor estaba decidido a no dejarse matar y a causar a su enemigo todo el daño que pudiera; pero cuando los padrinos dieron la voz de ¡en guardia!, él notó en los labios de Ordóñez una sonrisa desdeñosa y en el rostro de sus padrinos un gesto de asombro.

—Esto va a resultar un crimen —murmuraba el coronel, padrino de Ordóñez—. Ese muchacho no sabe lo que tiene en la mano y se va a dejar mechar inmediatamente.

Así era, pues Zarzoso, con el sable en la mano hacía la figura más ridicula, demostrando desconocer hasta las más rudimentarias reglas de la esgrima.

El sol de la mañana, filtrándose a través de las vecinas arboledas, iluminaba aquella plazoleta, bañando en luz el sombrío grupo de los padrinos y haciendo centellear las hojas de los sables.

Reinaba un fúnebre silencio, únicamente interrumpido por los rumores de los árboles, y en aquella augusta y silenciosa majestad de la Naturaleza, iban a exponer su vida dos hombres: el uno por el qué dirán de la sociedad, que hace cometer las mayores tonterías, y el otro obedeciendo a la sugestión de un superior y obrando como un asesino pagado.

Apenas comenzó el combate, Zarzoso avanzó sobre Ordóñez dirigiéndole golpes a diestro y siniestro, sin regla ni concierto alguno.

El joven doctor tenía buen brazo, estaba excitado por el coraje que sentía, y Ordóñez, a pesar de ser un experto tirador, hubo de retroceder en el primer instante algunos pasos para librarse de aquella lluvia de cuchilladas.

Esta impetuosidad en el ataque y tan hostil desorden en la agresión, hubiesen servido de mucho a Zarzoso tratándose de un enemigo tan inexperto como él; pero Ordóñez no tardó en reponerse, y notando que su contrario siempre le dirigía los golpes a la cabeza, limitóse a ponerse a la defensiva, sonriendo con desdén.

El coronel seguía murmurando, a pesar de que su compañero el marqués le tocaba con el codo para que callase.

—Ese muchacho tiene bríos. ¡Lástima que no sepa absolutamente nada de esgrima! Ordóñez se está divirtiendo con él y así que quiera lo despachará a su gusto. Él mismo será el encargado de matarse.

Aún duró el combate unos cinco minutos.

Zarzoso, jadeante e irritado, se movía de un lado a otro, saltaba, buscando atacar a su enemigo por todos lados; pero siempre le salía al encuentro el sable de Ordóñez, parando con exactitud sus más furibundas cuchilladas.

Aquella defensa pasiva y desdeñosa irritaba aun más a Zarzoso, quien, ciego de furor, deseaba que su enemigo tomase la ofensiva y lo rematara de un golpe, pues así al menos no le serviría de objeto de diversión.

Tuvo un momento de descuido Ordóñez, en que el sable del doctor silbó cerca de una de sus orejas y entonces el rostro del elegante perdió su desdeñoso gesto para tomar un aire de ferocidad.

Los padrinos adivinaron que llegaba ya el momento supremo.

Zarzoso, más confiado y ensoberbecido por aquella cuchillada que tan cerca había pasado de su enemigo, levantó el sable, y audazmente, a cuerpo descubierto, avanzó un paso; pero en el mismo momento, rápido como un relámpago extendió Ordóñez su brazo, con el sable horizontal y rígido, y al acercarse impetuosamente el doctor, se lo clavó él mismo en el pecho.

Zarzoso, pálido y con la mirada extraviada, cayó de rodillas, al mismo tiempo que un grueso chorro de sangre manchaba su blanca camisa y caía goteando en la arena de la plazoleta.

Los dos ayudantes que se abalanzaron a sostenerle en sus brazos, al ver el sitio donde estaba la herida y la gran cantidad de sangre que manaba, cambiaron entre sí una mirada de horrible desconsuelo.

Buena mano tenía el tal Ordóñez. No era necesario que ellos abriesen su botiquín para hacer la cura. La punta del sable le había atravesado el corazón y aquellas convulsiones del infeliz médico eran el estertor de la agonía.

Cuando una hora después los dos ayudantes, auxiliados por el portero, subían el cadáver todavía caliente de Zarzoso por la lujosa escalera de su casa, la primera persona que encontraron al llegar al rellano del segundo piso, fue al viejo doctor. Estaba muy desfigurado y su rostro rudo y siempre cejijunto, parecía el de un león con fiebre.

Al levantarse aquella mañana y no encontrar a su sobrino, había adivinado toda la verdad, y furioso contra Juanito, por haberle engañado, ocultándole lo que ocurría, iba de un punto a otro de la casa, rugiendo, insultando a su ausente sobrino por lo que él llamaba su doblez y desahogando su cólera dando patadas a los muebles y a cuantos criados encontraba al paso.

Cuando vio el cadáver de su sobrino no experimentó gran emoción aparentemente. Hacía ya rato que esperaba aquello.

—¡Ah imbécil! —exclamó dirigiéndose al inanimado cuerpo—. Al fin te has salido con la tuya. Era preciso que cuatro estúpidos que ni te conocían ni te apreciaban no pudieran decir que el doctor don Juan Zarzoso no era hombre de honor, y para esto nada más sencillo que dejarse matar por un cualquiera, sin importarte gran cosa que después tu tío reviente de pena. ¡Ah píllete! ¡Ah gran infame! Ya estarás satisfecho: a ti te han matado y yo no tardaré en seguirte. Puedes estar contento de tu hazaña. Dejándote asesinar has salido del mundo con muchísimo honor, como un completo caballero a los ojos de la estupidez y como un bestia para mí.

Y el pobre viejo hablaba con voz ronca, gesticulando y braceando como un loco.

Los ayudantes y el portero permanecían inmóviles, sosteniendo el cadáver ante aquel hombre imponente en su dolor, que parecía cerrarles el paso; y como uno de ellos, en su aturdimiento, soltase la cabeza del muerto, que pesadamente hacia atrás, el viejo exclamó con ira:

—¡Tened más cuidado, animales! ¿No veis que le estáis haciendo daño? Esperad, que allá voy yo.

Y al sostener entre sus manos la helada cabeza del joven, toda su ira desapareció, e inclinándose sobre ella, estampó un beso en aquella boca lívida a la que asomaba una espuma sanguinolenta.

—¡Pobrecito! ¡Chiquitín mío! —gritó con una voz que parecía un aullido doloroso y que causó escalofríos de terror en los hombres que estaban presentes—. ¿Por qué me has engañado? ¿Por qué fuiste a morir sin acordarte de mí, que soy tu padre? ¡Ay! ¿Qué haré yo ahora, solo en el mundo, sin este muchacho que era toda mi familia?

Miró con ojos de idiota a aquellos tres hombres, como si no los reconociera, y les dijo:

—Ustedes no saben quién era mi Juanito. ¡Qué han de saber ustedes hasta dónde llegaba esta cabeza que tengo entre mis manos! De estudiante, asombraba a los profesores de San Carlos por su aplicación y su portentosa inteligencia; yo, estaba tan orgulloso que hasta me hacía la ilusión de que lo había parido; después, en París, se mostró como un portento, y si quisiera les enseñaría a ustedes cartas de Charcot y de otros sabios, en que hablan de mi niño como de un compañero, y luego aquí ha hecho curas tan grandes, que yo mismo me consideraba a su lado como un discípulo ignorante. Además… ¡tan bueno!, ¡tan sencillo!, siendo el consuelo de los enfermos pobres y el salvador de todos esos chicuelos haraposos que vienen aquí por las mañanas… Respondan ustedes: ¿Había alguien mejor que él?… Nadie; no hay en todo Madrid quien pudiera descalzarle. ¡Vaya un suceso divertido! ¡Y luego aún hay imbéciles que se empeñan en hacernos creer que existe Dios, la Providencia Divina y todas esas zarandajas, buenas para engañar a los tontos!…

El viejo miró arriba, y rechinando los dientes, rugió:

—¡Baja, bandido!…, ¡baja si te atreves, y me explicarás el porqué de esa inmensa sabiduría, que mientras consiente la muerte de un hombre benéfico y virtuoso, deja en pie a un canalla y hiere mortalmente a un pobre anciano!

El doctor seguía a aquellos hombres que iban empujando el cadáver dentro de la habitación. No soltaba la cabeza de su sobrino, y cuando al atravesar uno de los salones de espera la luz de un balcón dio de lleno en aquel rostro de lívida palidez, el viejo, con un rugido, hizo detener a los conductores.

—Mirad, mirad bien esa cara: es la misma de mi pobre hermano. Esto es intolerable, esto es inhumano; parece imposible que en una nación que se llama civilizada, los pobres viejos tengan que pasar por tan terribles agonías. Críe usted hijos, haga usted de ellos unos sabios, enorgullézcase con sus triunfos, que la ley del honor ya se encargará de enviarle un espadachín que a la primera cuchillada derrumbe todas sus ilusiones al suelo… ¡Oh, Juanito! ¡Hijo mío!

Y el viejo pudo por fin dar libre expansión a aquel dolor comprimido en su pecho, y derramando abundantes lágrimas, cayó de rodillas, descansando su blanca cabeza sobre la lívida faz del muerto.

VI. El porvenir de la familia Ordóñez

La trágica muerte del doctor Zarzoso produjo gran impresión en Madrid.

Los periódicos se ocuparon del suceso, aprovechando la ocasión para declamar contra la bárbara costumbre del duelo y al entierro del doctor acudió toda la aristocracia de la ciencia en unión de aquella clientela pobre que adoraba a Zarzoso como un ser casi sobrenatural, a causa de sus bondades sin límites.

Durante algunos días la muerte del doctor fue el tema de todas las conversaciones en Madrid; pero al domingo siguiente, Frascuelo tuvo una cogida, y el público novelero no tardó en olvidarse del trágico desafío para ocuparse únicamente de la salud del diestro.

Dos semanas después, eran ya muy pocos los que se acordaban de la triste suerte del doctor Zarzoso, la excitación pública desvanecióse, y así no resultó difícil que Ordóñez fuese condenado únicamente a dos años de destierro, juntando con este castigo la esperanza de que el gobierno le indultaría de la pena así que, transcurridos algunos meses, se hubiese olvidado por completo el trágico suceso.

Ordóñez acogió con satisfacción aquella sentencia que le daba un pretexto para satisfacer su afición a vivir en el extranjero, y salió inmediatamente para Londres, después que el padre Tomás, muy satisfecho de su comportamiento, le prometió interponer su valiosa influencia, para que el administrador de la condesa atendiese a todas sus necesidades con frecuentes envíos de dinero.

Quedó, pues, María completamente sola en su hotel, al cuidado de su enfermo hijo, pues su tía, la baronesa, había olvidado por completo las costumbres de mujer elegante que observaba antes del matrimonio de su sobrina y en los primeros tiempos de éste, y había vuelto a sus aficiones devotas, pasando la mayor parte del año fuera de Madrid, visitando conventos y tomando parte en ejercicios religiosos y romerías que organizaban los jesuitas para levantar el espíritu católico, que, según ellos, estaba muy decaído. La viuda de López ya no ejercía de confidente de la baronesa y de María. Doña Fernanda había perdido toda su confianza en la intrigante viuda, y ésta, por su parte, cansada de servir a sus aristocráticas amigas, y habiendo ganado con sus complacencias lo que creía necesario para el resto de su vida, habíase retirado a Andalucía, dedicándose a negociar con sus ahorros en Sevilla, donde prestaba al treinta por ciento a las gentes más necesitadas.

Fue para María una época muy triste los dos años que permaneció sola en su hotel, sin otra distracción que el cuidado de su enfermizo hijo, ni otras visitas que las del padre Tomás y el médico de la casa.

Algunas veces doña Fernanda, fatigada por las correrías religiosas que le hacían viajar por todas las provincias de España, permanecía algunas semanas en el hotel; pero aquella quietud en una casa que tenía algo de hospital y cuyo ambiente apestaba con el acre olor de las medicinas, no agradaba a una mujer que era inquieta y movediza, por el instinto de la propaganda y la organización, e inmediatamente la vieja paloma mística levantaba el vuelo para continuar aquella obra que tan grata les era a los padres de la Compañía.

Mientras la baronesa permanecía en Madrid, María abandonaba su pasiva existencia de mujer resignada y triste, y obedeciendo a su tía, la acompañaba a las iglesias o a las reuniones piadosas, mostrándose entonces a los ojos de las gentes de su clase, que la creían enferma al no verla en los paseos y en los demás puntos de reunión donde se codeaban las clases privilegiadas.

La joven condesa de Baselga, por más que transcurría el tiempo, no lograba reponerse de la dolorosa sorpresa, del inmenso pesar que le produjo la noticia del triste fin del doctor Zarzoso.

Adivinaba que ella había intervenido indirectamente en aquella espantosa tragedia, en la cual su marido había desempeñado el papel más odioso, quedando su antiguo adorador con el prestigio sublime del hombre de corazón que se deja matar por haber amado mucho.

Antes de aquel duelo, miraba con indiferencia a Ordóñez, pero ahora lo odiaba, viendo en él al asesino de Zarzoso, y se sentía satisfecha por vivir alejada de su marido, pues hubiese sido un tormento horrible el tener que estar a todas horas junto al hombre que aborrecía.

El recuerdo de aquel trágico suceso producíale una melancolía incurable, y prefería permanecer encerrada en el fondo de su hotel a tomar parte en las diversiones de la vida elegante o a mostrarse simplemente en público.

Por otra parte, la continua e interminable dolencia que debilitaba a su hijo, obligábala a permanecer siempre encerrada, adivinando muchas veces que no era Paquito el único enfermo, pues ella sentía la falta de salud, y en su rostro marcábanse cada vez más aquellos signos que alarmaron a Zarzoso la primera vez que entró en el hotel y que le hicieron sospechar que la tuberculosis del padre había contagiado a toda la familia.

Cada vez que ella se quejaba de su falta de salud, presintiendo que existía en su organismo un principio de terrible enfermedad, el médico de la casa y el padre Tomás bromeaban sobre lo que ellos llamaban escrúpulos y manías de la condesa.

En concepto de dicho médico, lo que sentía María era el cansancio producido por las muchas noches en vela y la angustia que le causaba el estado de su hijo, al cual prometía él curar en plazo muy breve, a pesar de cuyas promesas la enfermedad de Paquito no dejaba de ir en aumento rápidamente.

El terrible hidrocéfalo no podía ser más visible. La cabeza del niño había ido desarrollando exageradamente su volumen de un modo lento y progresivo. La frente se había extendido, elevándose y avanzando hacia los ojos, de un modo que éstos estaban dirigidos hacia abajo y recubiertos por el párpado inferior hasta el centro de la pupila. La cabeza tomaba la forma de una pirámide con la base hacia arriba; la cara se achicaba, haciéndose pálida y huesuda; el cuero cabelludo sólo estaba cubierto por muy escasos y finos cabellos, y las venas subcutáneas de las sienes y de la frente, hinchábanse destacándose bajo la piel con marcado relieve.

A pesar de unos signos tan característicos, el doctor protegido por el padre Tomás, negaba siempre que aquello pudiera ser el hidrocéfalo y atribuía tales síntomas a todas las enfermedades, antes que a una tuberculosis encefálica.

El padre Tomás, al hablar de la enfermedad de Paquito, atribuíala siempre al exagerado cuidado de su madre y a la anormal temperatura de Madrid, asegurando que el niño se curaría así que estuviera en condiciones para entrar en cualquiera de los colegios de educación que la Compañía tenía establecidos en provincias y en el cual, con un clima saludable y un régimen reglamentario e higiénico, no tardaría en desaparecer la hinchazón del cráneo que tanto alarmaba a María.

Transcurridos los dos años de destierro a que habían condenado a Ordóñez, éste volvió a Madrid con el único fin de avistarse con sus amigos, pues le gustaba más la vida de París o de Londres que la de Madrid. En cuanto a su mujer y a su hijo apenas sí se acordaba de ellos, pues sólo de tarde en tarde había enviado a María una breve carta por pura cortesía, preguntando con marcada negligencia por la salud de Paquito.

Cuando la condesa vio de vuelta a su marido, experimentó un gran disgusto. Le era muy grato vivir sola en su hotel, sin otra compañía que la de su hijo, pues así su imaginación excitada se hacía la ilusión de que era una viuda y que su esposo había sido aquel infeliz doctor, al cual amaba ahora sin sombra alguna del antiguo despecho, desde que lo había visto morir a causa del amor que le había profesado.

Ordóñez, como si adivinara cuáles eran los sentimientos de su esposa, no intentó con ella la menor intimidad. Además, el aventurero sin corazón que explotaba de tal modo a su esposa, como había estado tanto tiempo ausente, notó al primer golpe de vista lo envejecida que se hallaba por las penas, y la interna destrucción que en su organismo iba operando la enfermedad, y esto era más que suficiente para que aquel hombre corrompido y sin sentimiento, que en cuanto a amor no había ido más allá de una carnívora brutalidad, rehuyese todo contacto con la esposa honrada, que por ser madre, había perdido una gran parte de su frescura y de su belleza.

La fría indiferencia entre los dos cónyuges era visible para todos cuantos entraban en la casa, y apenas sí al sentarse a la mesa, los pocos días en que Ordóñez comía en casa, dirigía éste algunas palabras a su esposa, la cual, por su parte, tampoco tenía gran interés en tratarse con un hombre a quien odiaba.

Un día Ordóñez se mostró con su esposa más insinuante y cariñoso que de costumbre.

Después del almuerzo, en vez de salir apresuradamente como lo hacía siempre para acudir a las mil citas de amigos y amigas que le asediaba desde que había llegado a Madrid, Ordóñez permaneció sentado, mostrando deseos de entablar conversación con María, a la cual inquietaba algo tan inesperada solicitud.

Hablaron primeramente del estado de su hijo, que en aquellos días parecía experimentar cierta mejoría y correteaba por la casa sin pesadez y sin mostrar esa manifiesta imbecilidad que produce el hidrocéfalo en los niños.

—Tú verás —decía Ordóñez a su esposa— como al fin no resulta nada la enfermedad de nuestro hijo. Son dolencias ésas, que cuando niños todos hemos pasado y que desaparecen al robustecerse el cuerpo y salir de la infancia. Como esa enfermedad se hará más grave, será, si tú te empeñas en tener siempre a Paquito cosido a tus faldas y rodeado de los más nimios y escrupulosos cuidados. Eso sólo servirá para que su dolencia se agrave y tú te pongas más enferma, porque ¡mira, hija mía!, voy a serte franco; tú no estás muy bien y de seguro que si te empeñas en sacrificarte tanto para cuidar a tu hijo no tardarás en morirte. Me parece muy bien que una madre cuide a su hijo sin reparar en fatigas; lo mismo hacía la mía; pero esto no impide que uno se cuide a sí mismo. Yo también estoy muy delicado y, sin embargo, me hago la cuenta de vivir muchos años, porque me preocupo mucho de lo que puede hacer daño a mi salud y procuro cambiar de aires con frecuencia, pues esto siempre es bueno. Dirás que soy muy egoísta; conforme, no lo discuto; pero con egoísmo se vive y si yo muriera, nadie de este mundo se encargaría de resucitarme. Los muchachos, ¡qué demonio!, deben acostumbrarse a vivir libres de cuidados; esto los robustece y a Paquito lo que le conviene es estar una buena temporada lejos de ti, rodeado de otros chicos que le animen y sometido a un régimen sin contemplaciones que excite su energía.

María se asustó al oír estas palabras y adivinó ya lo que su esposo iba a decirle.

—Yo he hablado del asunto con el padre Tomás y éste que, como ya sabes, es persona de mucha ciencia, cree lo mismo que yo y aconseja que enviemos a Paquito a uno de los colegios que la Compañía tiene en provincias; al de Valencia, por ejemplo, asegurando que allí sabrán robustecerlo y librarlo de toda enfermedad, hasta el punto de que antes de un año estará rollizo y sonrosado como un tudesco. Yo también pasé mis primeros años en un colegio de jesuitas y te aseguro que allí no nos iba mal, pues me crié perfectamente, y al mismo tiempo que me fortalecí supe muchas cosas que jamás hubiese aprendido metidito entre las faldas de mi señora madre. Conque ya lo sabes, María: como quiero mucho a mi hijo, por más que tú creas lo contrario, quiero que ingrese pronto en un colegio donde aprenderá a ser hombre.

Desde aquel día el porvenir de Paquito fue el motivo de todas las conversaciones que se entablaban entre los dos esposos.

María resistíase con energía a acceder a aquella separación; pero la asediaban continuamente con sus palabras, a más de su esposo, el padre Tomás y el médico de la casa, el cual hablaba de los grandes peligros del clima de Madrid, que amenazaba continuamente con una pulmonía al organismo débil y delicado del niño.

Un nuevo refuerzo tuvieron los que atacaban la resistencia maternal de María con la llegada de la baronesa de Carrillo, que vino a descansar un mes de sus tareas de propaganda y a saludar a Ordóñez, su tunante sobrino, a quien seguía profesando gran simpatía, porque sus calaveradas le hacían mucha gracia.

Doña Fernanda después de escuchar reverentemente la autorizada voz del padre Tomás, mostróse decidida partidaria de que el niño fuese al colegio.

Con su carácter dominante e irascible, atacó la resistencia de su sobrina, y llevada de la indignación que le producía tanta tenacidad, llegó a decir con imponente voz:

—Si se muere el niño, tú serás la culpable, pues te empeñas en retenerlo aquí con gran peligro de su vida, y no quieres enviarlo donde indudablemente adquirirá la robustez que le falta. Amas mucho a tu hijo, pero esto no impide que seas una mala madre.

Llegó la infeliz a imaginarse que podían ser ciertas tales palabras, y con el deseo de no causar el más leve mal a su hijo, accedió a consentir tal separación, aunque estaba segura de que esto le produciría un disgusto sin límites.

Quedó acordado que el niño iría a educarse al colegio de los jesuitas de Valencia, por ser el clima templado de esta ciudad el que más convenía al enfermizo niño.

María, deseosa de separarse de su hijo lo más tarde posible, se encargó de ser ella quien lo condujese a Valencia, y la baronesa, que cada vez estaba más dominada por su manía de viajar, prestóse a acompañarla.

La joven condesa llegó hasta proyectar el traslado de su domicilio a Valencia, para vivir de este modo más cerca de su hijo, pero tuvo que desistir de tal idea ante la rotunda negativa de su esposo.

El antiguo calavera, que, según decía, comenzaba a sentirse viejo y se hallaba algo cansado de ser simplemente en sociedad un aturdido, quería adquirir el prestigio de hombre serio y distinguido, y pensaba, aprovechando la ausencia de su hijo, en arrastrar a María a las fiestas del gran mundo y presentarse en bailes y recepciones, grave y estirado con su esposa del brazo, como convenía a un hombre que aspiraba a solicitar a la primera ocasión oportuna una embajada en cualquier nación de segundo orden.

La misma noche en que María, ante su familia y sus amigos se decidió a permitir que la separasen de su hijo, llevando éste al colegio de Valencia, el padre Tomás y el médico de la casa, al salir del hotel y subir al carruaje, que les esperaba, entablaron inmediatamente conversación sobre la salud del hijo de la condesa de Baselga.

—¿Cree usted, doctor, que ese niño puede gozar larga vida?

—Lo que me extraña, reverendo padre, es que no haya muerto ya. La tuberculosis del padre contaminando a la madre, ha producido en el hijo ese hidrocéfalo tan marcado, que seguramente llevará al niño a la tumba.

—¿Y tardará mucho en morir?

—No puedo asegurarlo, pero un tuberculoso es un campo abonado para toda clase de enfermedades. Bastaría que en el colegio sufriese un ligero enfriamiento, que se expusiera a una corriente de aire después de la agitación propia de la hora de recreo en que juegan los alumnos, para que inmediatamente se declarase en él una pulmonía, que en pocas horas le produciría la muerte.

El padre Tomás sonrió en la oscuridad que envolvía el interior del carruaje.

—¿Y la condesa? —preguntó el jesuita—. ¿Cree usted que será muy larga su vida?

—También está amenazada de muerte, pues la tuberculosis hace en ella rápidos estragos. Tal vez no tarde mucho a declararse en ella la tisis.

—Pues entonces tampoco a Ordóñez le quedan muchos años de divertirse, ya que él ha sido el foco de la enfermedad que ha contaminado a toda la familia.

—¡Oh! Tal vez viva ese más años que nosotros. La tuberculosis se presenta en él en forma muy benigna. Esto le parecerá extraño a vuestra reverencia, pero las enfermedades tienen sus rarezas, lo mismo que los seres humanos. Hay quien esparce la muerte en derredor suyo y sin embargo vive muchos años gozando una relativa salud.

Callaron los dos hombres y permanecieron inmóviles en la oscuridad del carruaje, hasta que por fin la voz melosa e hipócrita del jesuita dijo:

—¡Oh, Dios mío! ¡Cuán triste es el porvenir de esa familia! Crea usted, doctor, que siento haberla conocido y que si hubiese llegado a adivinar que Ordóñez no era hombre de completa salud, me hubiese opuesto a su casamiento con la condesa.

VII. Un telegrama

Aquella mañana el padre Tomás esperaba en su despacho la visita de uno de sus subordinados, perteneciente a la casa-residencia de Sevilla y el cual había sido llamado a Madrid por orden de su superior.

El jesuita italiano, llevado siempre de su idea de hacer las cosas por sí mismo, cuando estaba disgustado de alguno de sus subordinados, no quería valerse de intermediarios para formular sus repulsas y les hacía presentarse en Madrid, donde podía vigilarlos de cerca.

El jesuita que había incurrido en su desagrado y a quien él esperaba aquella mañana para desahogar en su persona su mal humor, era un jesuita andaluz, el padre Palomo, que gozaba de cierto renombre a causa de sus aficiones literarias y de los articulos y novelas que publicaba en todo periodiquillos y revistas, más o menos subvencionado por la Comañía de Jesús.

Poco después de las once entró su criado de confianza a anunciar la llegada del padre Palomo y pasados algunos segundos, presentóse en el despacho el jesuita andaluz, al que examinó el padre Tomás con una mirada.

Era un hombre de mediana estatura, de aspecto enfermizo y de frente espaciosa y pronunciada, bajo la cual brillaban unos ojos que aunque fijos en el suelo, con la tenacidad de la costumbre, chispeaban de vez en cuando con la llamarada propia del hombre observador y de inteligencia despierta.

El padre Tomás, al notar en la figura del recién llegado cierta delicadeza de modales y un asomo de indolencia aristocrática, recordaba con su prodigiosa memoria la historia de aquel padre de la Compañía.

Su juventud había transcurrido en los salones, siendo un hombre en moda, disputado por las damas y a quien el amor había reservado grandes triunfos. Su existencia alegre y aventurera le hizo arrostrar grandes peligros, y al verse en cierta ocasión próximo a la muerte y salvar inesperadamente la vida, su imaginación de poeta excitada por el riesgo que había corrido, vio en aquella aventura la milagrosa protección de Dios y abandonó el mundo, ingresando en la Compañía de Jesús, poseído de la mayor fe.

Los jesuitas fomentaron sus aficiones literarias comprendiendo que podían proporcionar algún honor a la Compañía, que siempre muestra empeño en presentar como eminencias a aquellos de sus individuos que no pasan de ser medianías, y consiguió el padre Palomo ser en breve un escritor a quien todos los afectos a la Orden consideraban como un portento literario.

El padre Tomás tenía motivos para estar quejoso de aquel jesuita que, aunque proporcionaba cierto honor a la Compañía, hacíase objeto de censuras por la altivez con que acogía las órdenes de sus superiores y el orgullo que parecía poseerle desde que la Orden había hecho de él una eminencia.

Al entrar el padre Palomo en aquel despacho y verse en presencia del hombre poderoso que dirigía los negocios de la Orden en toda España, bajó sus ojos con la humilde expresión del esclavo y arrodillándose a los pies del padre Tomás, le besó reverentemente la mano.

El italiano mostró entonces en su rostro impasible una expresión de superioridad, y con severo acento comenzó a hablar al padre Palomo, que había vuelto a ponerse en pie:

—¿Sabe usted por qué he mandado llamarle?

—No, reverendo padre.

—El superior de nuestra residencia en Sevilla me ha dado sus quejas por la conducta de usted. El demonio del orgullo le domina a usted, reverendo padre, desde que se ve aplaudido por esa gente estólida que lee novelas; y porque sus libros han tenido alguna aceptación, que, dicho sea de paso, es debida principalmente a nuestros reclamos, se cree usted ya con suficiente mérito para despreciar a sus superiores naturales, a los que debe exacta obediencia. ¿Cree usted que los éxitos que en el mundo alcanza un jesuita corresponden a él únicamente?

—No, reverendo padre.

—Celebro que así lo reconozca usted. La gloria de un jesuita es la gloria de la Compañía entera, y si usted ha alcanzado éxito en sus libros, ese éxito es de la Compañía. El autor no es más que un simple instrumento que produce, para que todos sus hermanos gocen por igual de la gloria.

El padre Palomo, con su pasividad y su silencio, daba a entender que nada tenía que objetar contra aquella teoría puramente jesuítica que anulaba lo más notable y digno de cada individuo.

—Ha sido usted muy culpable, padre Palomo —continuó el jesuita con creciente severidad—. Merece usted un cruel y saludable castigo que le libre de ese orgullo que parece dominarle, y no sé cómo me detengo y dejo de ordenarle que vaya unos cuantos años a Filipinas a vivir entre los igorrotes, para olvidar de este modo esas aficiones literarias que han despertado su fatuidad.

El jesuita escritor permaneció inmóvil ante tal amenaza, pero con su aspecto resignado demostraba que estaba dispuesto a sufrir cuantos castigos le impusiera su superior.

—Aquí —continuó éste con visible irritación— no hacemos las reputaciones de los individuos de la Compañía para que éstos se enorgullezcan, y queremos que por encima de todas las satisfacciones que a un jesuita puedan producirle los aplausos del mundo, exista el respeto y la sumisión a todo aquel que sea superior en rango. Aquí me tiene usted a mí —continuó con creciente exaltación—, que soy el superior de la Orden en toda España y que tengo en mi vida militante hechos suficientes para mostrarme orgulloso y satisfecho de mí mismo; pues bien, si ahora entrase por esa puerta el general de la Compañía, me vería usted inmediatamente postrarme de hinojos a sus pies, y si me ordenaba él arrojarme por ese balcón, no tardaría un segundo en tirarme de cabeza. Sólo con una obediencia ciega e inflexible es como podemos realizar nuestra grande obra: la conquista del mundo para Dios.

Al padre Palomo le impresionaba algo la inquebrantable fe que demostraba su superior, y le parecía sublime en un hombre tan poderoso, aquella obediencia ciega y aquella confianza tan absoluta en todo superior.

El italiano comprendió el efecto que sus palabras producían en el literato, y como tenía sus miras acerca de éste, se apresuró a terminar la parte severa y dura de tal conferencia, para entrar después en otra más agradable y útil.

—Vamos a ver, padre Palomo: yo no tengo gusto en castigar a un individuo de la Compañía, y cuando tomo severas disposiciones con alguno, sufro tanto como el mismo interesado. ¿Está usted arrepentido de sus faltas de respeto y sus altiveces con el padre superior de Sevilla?

—Sí, reverendo padre.

—Pues bien, yo le perdono su falta, aunque con la condición de que nunca ha de volver a incurrir en desobediencia. De rodillas, padre Palomo, y solicite usted su perdón.

El escritor estaba demasiado acostumbrado a las prácticas humillantes e infantiles del jesuitismo para intentar la menor resistencia; así es que se apresuró a ponerse de rodillas, y vióse entonces al mismo hombre de quien la crítica literaria hacía grandes elogios y que gozaba del favor del público, decir humildemente, arrodillado y con los brazos en cruz:

—Pido a Dios y a mi superior, el reverendo padre Tomás Ferrari, que me perdone mi soberbia, mi orgullo y mi desobediencia.

Con estas prácticas degradantes, que matan en el hombre el sentimiento de la dignidad convirtiéndolo en un autómata inconsciente, es como el jesuitismo sostiene la ruda y perfecta disciplina de sus huestes.

—Levántese usted, padre Palomo. Dios le perdona, pero para que acabe de ser vencido ese demonio del orgullo que tanto le ha dominado, es preciso que durante siete días, a la hora de comer, se arrodille usted en el refectorio de la casa-residencia y repita esas mismas palabras ante los demás padres. Es una santa humillación que conseguirá alejar del todo al espíritu malo.

El escritor elevó sus ojos con expresión de santa mansedumbre y dijo con místico acento:

—Así lo haré, reverendo padre. No me duele esa humillación, porque me la ordenan mis superiores y es beneficiosa para mi alma.

—Ahora que ya hemos hablado de asuntos particulares —dijo el padre Tomás con entonación más amable, aunque sin perder su gesto de superior—, conviene que hablemos de otros asuntos que serán beneficiosos para la Compañía. Ante todo advierto a usted, padre Palomo, que va a quedarse en Madrid.

—Haré lo que mis superiores me manden.

—Seguirá usted dedicado a sus tareas literarias, pues conviene a la Compañía, en las presentes circunstancias, el emplear las facultades que Dios le ha dado a usted, aunque advirtiéndole que no por esto debe volver a caer en su antiguo orgullo.

—Seré humilde como un buen soldado de Jesús.

—Soldado; ésa es la palabra. Va a ser usted combatiente en favor de nuestra gran causa. Hasta ahora sólo ha escrito usted novelas de puro entretenimiento, ¿no es esto?

—Sí; pero todas ellas tienen su fin: el de demostrar que la Compañía de Jesús es la institución más santa, y que todos deben ponerse bajo su dirección.

—Sí; lo sé. He leído algunas de esas obras, pero no basta eso. La Compañía necesita un libro de batalla que mueva ruido y que escandalice. ¿Antes de entrar en la Orden no pertenecía usted a esa juventud elegante que penetra hasta en lo más recóndito de las alcobas de las grandes damas, y conoce todas las miserias de la alta sociedad?

—Sí, reverendo padre. Vi el gran mundo de cerca, aprecié todas sus miserias y por esto mismo, desengañado de la existencia terrenal, entré en la Compañía.

—Pues bien, aproveche usted todos sus recuerdos, sus antiguas observaciones, para escribir un libro que sea como una sátira sangrienta contra la aristocracia. Nada de escrúpulos ni vacilaciones. Palo seco con todos, y mucha verdad en la descripción, sin temor a incurrir en una crudeza impropia de un sacerdote: ahora está en moda el naturalismo.

Calló el padre Tomás, pero como su subordinado daba a entender con su silencio que no había comprendido del todo lo que deseaba su superior, éste añadió:

—Para que usted se capacite de lo que tal obra debe ser, le explicaré el objeto que la Compañía se propone. Hoy la aristocracia, a fuerza de imitar la elegancia francesa, se ha contaminado de cierto volterianismo, y no viene ya a buscarnos como en otros tiempos, solicitando nuestra dirección. Piense usted, padre Palomo, lo que sería de nuestra Compañía, si la gente de dinero nos fuera infiel separándose para siempre de nosotros. Yo, después de varias tentativas, me he convencido de que es imposible atraer a esa aristocracia veleidosa e ingrata por medio de la persuasión y la dulzura, y no nos queda más recurso para encadenarla a nuestra dirección que apelar al terror, atemorizándola con un soberbio varapalo. Para eso quiero el libro de usted. Éste es el objeto que ha de llenar. Pondremos a la aristocracia en ridículo, describiendo todos sus vicios y miserias, y esto, al mismo tiempo que hará volver al redil a los ingratos, nos proporcionará la adhesión de la clase media, que odia a la gente privilegiada, y tal vez hará que por espíritu de partido nos miren con menos hostilidad los hombres que son nuestros irreconciliables enemigos. ¿Ha comprendido usted ya la tendencia del libro en cuestión?

El padre Palomo había ido entusiasmándose conforme su superior le exponía el espíritu de la obra, y en sus facciones coloreadas por la animación notábase el satisfecho gesto del escritor que encuentra un tema de su gusto.

—¡Muy bien! ¡Eso es! —decía el jesuita andaluz, despojándose de su actitud humilde y encogida—. La idea es magnífica y digna de vuestra paternidad. Fustigaremos a la aristocracia, que es la clase que mejor conozco, y yo le aseguro a vuestra reverencia que con las anécdotas que recuerdo y los escándalos que he presenciado en mi época de hombre de mundo, hay más que suficiente para formar una novela que mueva ruido. La titularemos Miserias, si a vuestra paternidad le parece bien.

—Me gusta el título. ¿Cuándo va usted a ponerse a trabajar?

—Mañana mismo; así que descanse de las fatigas del viaje, comenzaré a hacer mis apuntes y a clasificar mis recuerdos.

—Está bien. Vivirá usted en nuestra casa-residencia, y yo daré orden de que nadie le incomode en sus trabajos.

Hablaron aún los dos jesuitas un buen rato sobre la futura obra, oyendo el escritor con gran respeto las indicaciones del padre Tomás, y cuando el padre Palomo salía del despacho satisfecho del resultado de una conferencia que tanto había temido, entró uno de los secretarios del italiano, mudo e impasible como una estatua, según era costumbre en todos los que trabajaban en la casa, y le entregó un telegrama que acababa de llegar.

El padre Tomás rasgó la cubierta y, al leerlo, una ligera sonrisa de satisfacción vagó por sus labios.

Era el padre director del colegio de Valencia quien le telegrafiaba, manifestándole que el niño Paquito Ordóñez estaba gravemente enfermo, a consecuencia de una pulmonía.

No había resultado deficiente la gestión del padre Tomás desde Madrid, y la enfermedad llegaba con tanta precisión como él la había previsto.

Por fin, el heredero que tantos cuidados inspiraba ya no estorbaría más los planes de la Compañía.

Es preciso —se dijo el jesuita—, avisar a los padres de este triste suceso. No sé si Ordóñez estará en Madrid. El otro día me dijo que pronto iba a salir con algunos amigos a cazar en un coto de Extremadura. Vamos allá: siempre encontraré a María, y ésta es la única a quien podrá impresionar la noticia; conozco bien a toda aquella gente.

Así fue. María prorrumpió en alaridos al saber que su pobre hijo estaba enfermo de gravedad.

Medio año hacía que Paquito estaba en el colegio de Valencia, y a pesar de que el director del establecimiento le escribía frecuentemente dando noticias de su salud, la pobre madre no podía contener su impaciencia, y dos veces había tomado el tren, sufriendo las fatigas del viaje, tan sólo para estar en Valencia algunas horas al lado de su hijo, y regresar inmediatamente a Madrid.

La segunda de aquellas entrevistas le había proporcionado un inmenso placer, pues vio a su hijo con aspecto menos enfermizo, notando también que había disminuido algo el volumen de su cabeza. Esto le hizo creer en la bondad de aquellos consejos del padre Tomás y en que realmente sería beneficiosa para Paquito la estancia en el colegio, y cuando más ilusionada estaba, venía una noticia tan fatal y urgente a sumirla en la desesperación.

La pobre madre releía sin cesar aquel telegrama, como si en su conciso lenguaje pudiera encontrarse la certeza del porvenir del niño, y por más esfuerzos que hacía el padre Tomás para convencerla de que el niño podía salvarse, como ya había ocurrido cuando dos años antes tuvo el ataque de meningitis, María no se tranquilizaba, y aturdida por el dolor, sólo contestaba con gemidos y frases incoherentes.

No lograría tranquilizarla el reverendo padre. Le decía el corazón que su niño estaba enfermo, muy enfermo, y aun podía ser que a aquellas horas hubiese muerto ya.

La pobre madre desesperábase por no tener alas para volar hasta donde agonizaba su hijo, y pensaba con terror que aún habían de transcurrir algunas horas hasta el anochecer, que era cuando salía el tren correo de Valencia.

Aquella ciudad, en la que había pasado su infancia soñando tanto, y teniendo en ella sus primeros amores, y en la que ahora agonizaba el pedazo de sus entrañas, era el lugar que llenaba en tales instantes su imaginación, y por encontrarse en ella hubiese dado en dicho momento su fortuna y hasta su vida.

Estaba resuelta a salir en el correo de aquella noche, y el padre Tomás, por una complacencia instintiva o por un refinamiento de artista que desea ver su obra acabada para convencerse de su perfección, se prestó a acompañarla.

Como la baronesa estaba ausente, María, al abandonar su casa, dio sus instrucciones al criado Pedro, que era quien merecía toda su confianza.

A las siete de la tarde la condesa y el anciano jesuita subían a un reservado de primera clase en el tren que iba a salir de la estación del Mediodía.

La joven madre cubría con un velo aquel rostro antes tan fresco y hermoso y que ahora estaba consumido por la enfermedad y desencajado por el dolor.

De vez en cuando una tosecilla seca y violenta agitaba el extremo del velillo.

—Hasta las once de la mañana no llegaremos a Valencia. ¿No es eso, padre Tomás?

—Sí, hija mía.

—¡Oh, Dios misericordioso! ¡Qué noche me espera! La impaciencia de llegar es más terrible que mi dolor. Cada minuto es un siglo y únicamente me sostiene el deseo de ver a mi Paquito, a mi hijo, que tal vez esté muriendo en este mismo momento.

La pobre madre, asustada por sus propias palabras, rompió a llorar, dejando caer su cabeza sobre los grises almohadones que manchaba con sus lágrimas.

Al otro extremo del departamento iba, inmóvil e impasible, el padre Tomás, que movía sus labios como si rezase y miraba fijamente la luz del farol que oscilaba con la trepidación del tren en marcha.

VIII. La muerte del niño

A través de las vidrieras que cerraban herméticamente las ventanas de la enfermería, entraban en ésta los alegres rayos de sol, después de juguetear entre el ramaje del inmediato jardín, donde un tropel de pájaros piaba en las alturas y más de un centenar de muchachos correteaban abajo, por las enarenadas avenidas, divirtiéndose con juegos ruidosos que producían explosiones de risas y de gritos.

La animación y el ruido del jardín contrastaba con la soledad y el silencio de aquella habitación con cuatro ventanas que servía de enfermería.

Doce pequeñas camas de hierro con ropas de deslumbrante blancura alineábanse a lo largo de la pared, enfrente de las ventanas, y todas ellas estaban vacías, a excepción de la primera, sebre cuya almohada destacábase una cabeza que, por lo abultada, parecía pertenecer a otro cuerpo que a aquel pequeño tronco raquítico y menguado, que apenas si se destacaba con las convulsiones de una respiración jadeante bajo los pliegues de la cubierta.

Era el hijo de la condesa de Baselga el único enfermo que ocupaba aquel departamento del colegio.

Acababa de ausentarse el hermano lego, encargado de la enfermería, mocetón de anchas mandíbulas y aspecto de imbécil, que manifestaba gran cariño a los niños y entretenía al enfermito con cuentos milagrosos.

El niño sentíase abrumado por la espantosa soledad en que vivía.

La tuberculosis, que paralizaba en parte su cerebro, no había logrado borrar la precocidad de pensamiento que distinguía a Paquito y que parecía agrandarse conforme avanzaba el curso de su enfermedad.

Más que su dolencia, más que aquella terrible opresión en el pecho, que le hacía respirar penosamente, conmovía al niño la soledad en que vivía y el cariño frío y mercenario que le rodeaba.

Al pasear su debilitada vista por aquella vasta pieza silenciosa y fría, el niño se acordaba con dolor y envidia de la casa paterna, donde él reinaba en absoluto; de aquel elegante y confortable hotel donde vivía entre plumas y abrigos, rodeado de cuantas comodidades puede proporcionar una gigantesca fortuna y un solícito cariño.

Pero más aún que el lujo y el bienestar, lo que el pobre enfermito echaba de menos en su actual situación era su madre, aquella hermosa señora con los ojos siempre empañados por las lágrimas, que cuando él despertaba veía siempre a la cabecera de la cama, triste y llorosa como las Vírgenes que tantas veces había contemplado en la semioscuridad de las capillas.

No podía quejarse de la solicitud de que era objeto en el colegio; pero el niño, con su pasmosa precocidad, adivinaba lo mercenario de aquel cariño que cuidaba por obligación y trataba a cada uno según su riqueza y rango social.

Bien le cuidaba el mozo de la enfermería, pero sus manos rudas no podían ser comparadas con aquellas finas y suaves que allá en Madrid le manejaban con tanta delicadeza, como si su cuerpo fuese un copo de algodón. Todos los padres profesores del colegio entraban diariamente en la estancia a preguntar al niño por el estado de su salud, pero en su frías palabras y en sus impasibles rostros no se notaba el menor asomo de aquel cariño vehemente, de aquel doloroso anhelo, que la pobre madre llevaba impreso en todo su ser.

Aquel abandono moral en que le tenían, aquella frialdad que le rodeaba, era lo que entristecía al pobre niño y le hacía sumirse en un decaimiento absoluto, que favorecía el progreso de la enfermedad.

Él, que pertenecía a una poderosa familia, que no había ni aun sospechado la verdadera significación de la palabra miseria, que había vivido rodeado siempre de la riqueza, el fausto y la comodidad, y que al experimentar el menor dolor había visto inmediatamente en torno de su lecho a un gran número de solícitos sirvientes, pensaba ahora, con envidia, en los hijos del conserje de su hotel, en aquellos pobrecillos, tímidos y mal abrigados, que subían algunas veces a su cuarto para entretenerle con sus juegos.

¡Cuán felices eran aquellos miserables! ¡Cómo les envidiaba su suerte! Ellos, al menos, si caían enfermos, tendrían a su lado una madre que los cuidase, con ese cariño infatigable y heroico del que únicamente es susceptible el corazón de la mujer; y no había miedo de que se viesen como él, que por ser rico e hijo de una gran familia, se encontraba ahora en un lugar extraño, en una pobre cama, y sin ver otros seres que el rudo criado, el médico de la casa y media docena de hombres negros, cuyo rostro impasible parecía de bronce, y que a sus terribles dolores sólo sabían contestar con frías palabras, en las que no se notaba el menor asomo de afecto.

Paquito lloraba silenciosamente y sus lágrimas iban a caer sobre el embozo de su cama, que movía con vaivén de oleaje la respiración jadeante de sus congestionados pulmones.

Un pensamiento cruel obsesionaba el cerebro del niño. ¿Es que sus padres no le amaban ya y por esto habían mostrado tanta prisa en alejarlo de su presencia? El pobre niño no podía creer que dejase de amarle aquella mujer que tanto cariño le había demostrado allá en Madrid y que por dos veces, llorando de emoción, había venido a verle en el colegio; pero al mismo tiempo pensaba con amargura que los padres que quieren a sus hijos hacían como el conserje de su hotel y otras gentes humildes que él había conocido y que por todo el oro del mundo no consentían en separarse un solo día de los que eran pedazos de sus entrañas.

El infeliz ignoraba la existencia de inhumanas costumbres que la sociedad ha establecido con el carácter de suprema distinción y que hacen que los padres abandonen a sus hijos en la infancia para entregarlos a manos extrañas, justamente en la época en que más necesitan de los cuidados del verdadero cariño.

No era que el niño pudiera quejarse de haber sufrido violencias ni desprecios en aquel colegio, especie de convento de la infancia a que sus padres le habían enviado. La servidumbre le trataba con más cariño que a los otros alumnos; algunos de éstos, malignos e insolentes, que se burlaron de su timidez y de su abultada cabeza, fueron castigados rigurosamente por el director; los padres maestros le trataban siempre con las mayores consideraciones; pero a pesar de tantas atenciones el niño, criado al calor de una maternidad cuidadosa y solícita, no podía avenirse con la fría reglamentación de aquella casa y con los cuidados mercenarios de que era objeto y en los que se notaba más el impulso de la obligación que el del afecto.

No; por más que hicieran aquellos hombres para serle agradables, no podían llenar en su corazón el vacío que había dejado la ausencia de la madre.

Paquito notaba en el cariño de todos ellos algo que para él era digno de censura, por más que se fundara en la reglamentación del colegio y en la necesidad de considerar iguales a todos los alumnos.

¿Por qué en la sala de estudios habían destinado para él aquel pupitre cercano a la puerta, donde llegaban frías corrientes de aire cada vez que alguien abría la mampara de cristales y levantaba el cortinaje? ¿Por qué en el dormitorio, con el pretexto de que era el último alumno que había ingresado, ocupaba la cama más inmediata al corredor, lo que le hacía pasar las noches con el cuerpo entumecido y tosiendo dolorosamente? De seguro que, de estar allí su madre, no hubiese vivido él tan desprovisto de cuidados y la enfermedad no hubiera hecho de su cuerpo una víctima, oprimiendo con mano de hierro sus débiles pulmones.

Y mientras el niño pensaba con dolor en su desgracia al ser conducido a aquel establecimiento, escuchaba con marcada expresión de envidia el rumor que producían sus compañeros jugando en el inmediato jardín, en aquella hermosa arboleda que era la única parte del colegio a la que profesaba algún cariño.

Su madre era el recuerdo que ocupaba por completo su memoria, y pensaba en ella con la desesperación del desgraciado que ha perdido el protector en quien cifra todas sus esperanzas.

¡Oh, si ella llegase! Si ella apareciese de repente en la enfermería, extendiéndole sus brazos con loco arrebato de pasión y gritando: ¡Hijo mío!, ¡con esa voz que sale del alma!

Dos días hacía que el pobre niño se hallaba enfermo en aquel lecho, y cada vez que pensaba en la posibilidad de que su madre apareciese en aquel lugar, la esperanza le reanimaba, dándole nuevas fuerzas, y hasta le parecía que, de realizarse tal milagro, no tardaría en desvanecerse la terrible opresión que agobiaba sus pulmones.

Paquito creía en la posibilidad de que su madre viniese a verle y confiaba en que, antes de morir, podría contemplar aquel dulce rostro que tantas veces había distinguido al borde de su cuna, como si fuera la buena hada de sus sueños. ¿No había ido a visitarle cuando gozaba de relativa salud? ¿Por qué había de abandonar ahora a su pobre hijo que se sentía morir?

Para el niño, era Valencia una ciudad que le recordaba su madre. Cuando le acompañó desde Madrid para que ingresara en el establecimiento de los jesuitas, la condesa, con la emoción del que recuerda los mejores años de su vida, había mostrado a su hijo la fachada del colegio de Nuestra Señora de la Saletta, en cuya terraza había experimentado las más gratas emociones de su existencia.

La idea de que su madre había respirado aquel mismo ambiente de perfumes, teniendo casi la misma edad que él, y que sobre el mismo suelo había estado sometida a una existencia reglamentada como la suya, producíale al niño una placentera emoción y afirmábale en su confianza de que, en un país que tales recuerdos guardaba, no podía menos de surgir por arte mágico la dulce figura de la condesa.

El anhelo por ver a su madre y la incertidumbre que le acometía después de permanecer algunos instantes con esta esperanza fatigaban al pobre niño y, en su enfermizo cuerpo, sólo quedaba ya vigor para pensar.

Poco a poco su cerebro fue debilitándose; una soñolencia abrumadora se apoderó de él y se cerraron aquellos ojos macilentos, que hasta entonces con tanta codicia habían contemplado los rayos de sol que se filtraban por las ventanas.

Según el testimonio del encargado de la enfermería que entró varias veces a verle, el niño deliraba llamando a su madre y pidiéndole con voz quejumbrosa que lo sacara de allí.

Así transcurrieron más de tres horas y por fin cedió un tanto el delirio y se abrieron los ojos del enfermito, justamente en el instante en que sonaba un tropel de pasos en el inmediato corredor.

Abrióse la entornada puerta y lo primero que vio el pobre niño fue al administrador del establecimiento y a un sacerdote viejo, de elevada estatura, cuyo rostro impasible y austero creyó reconocer, aunque no pudo darse exacta cuenta de quién era. Tras ellos entraban el encargado de la enfermería con su azul delantal y otro criado que le servía de ayudante; y en el centro del grupo marchaba una mujer, de la cual, por su baja estatura, sólo se veía el plumaje de la capota.

El anciano jesuita, extendiendo su brazo hacia atrás, parecía contener a aquella señora.

—Calma, condesa, mucha calma —decía con su fría voz—; una impresión demasiado fuerte podría hacerle daño.

Pero la mujer, con un violento empujón, salió del grupo y se abalanzó a la cama, arrojando atrás el velillo de su sombrero.

El pobre niño exhaló un grito ante tan súbita aparición. ¡Ya se había realizado el milagro! ¡Ya estaba allí su buena hada, con el rostro dulce, lloroso y conmovido, de virgen dolorosa!

—¡Mamá! ¡Mamá mía! —gritó el pobre enfermito, con su voz débil, pero de expresión indefinible.

Y no pudo decir más, pues ahogó su pobre voz, aquel rostro que derramando lágrimas se pegó a sus demacradas facciones cubriéndolas de besos.

La madre y el hijo parecieron formar una sola masa que exhalaba tristes gemidos, mientras que el grupo de hombres que estaba en la puerta permanecía impasible, como gente que al entrar en la asociación jesuítica había renunciado a los afectos de la familia y no podía conmoverse ante tales escenas. El padre Tomás miraba con sus fríos ojos de acero a la madre y al hijo, y mientras pensaba sin duda en que pronto iba a verse libre de aquellos dos estorbos, cruzaba las manos sobre su vientre y hacía juguetear distraídamente a sus pulgares.

Aquella emoción producida por la llegada de la madre aceleró el triste desenlace que el médico del colegio había anunciado ocurriría fatalmente en aquella misma mañana.

Sólo dos horas vivió el infeliz niño.

Su agonía fue terrible, y el padre Tomás, ayudado por otros jesuitas, tuvo que arrancar a viva fuerza a la enloquecida madre, que con la cabeza de su hijo entre sus manos y su boca pegada a la del enfermo parecía aspirar con delicia el hálito de la agonía.

La condesa dando alaridos de dolor fue conducida a las habitaciones de la dirección, cuando ya el niño se agitaba en las últimas convulsiones, buscando un aire vivificante que se negaba a entrar en su pecho.

El padre Tomás conservó su presencia de ánimo y cuando el cuerpo de Paquito era ya un cadáver comenzó a dictar todas las disposiciones propias del caso y ordenó el entierro, que había de ser digno, por su aparato, de la familia a que pertenecía el finado y del establecimiento en que había muerto.

No se separó un solo instante de la cama en que tan larga agonía había sufrido el infeliz niño, y hubo un momento en que quedó completamente solo en la vasta habitación. Los criados habían salido buscando el uniforme de Paquito para amortajarle.

El terrible jesuita, puesto en pie junto al lecho mortuorio, estuvo contemplando fijamente la deforme cabeza de aquel niño que aún parecía más horrible con el tinte violáceo de la muerte.

—Dios te tenga en su santa gloria —murmuró el padre Tomás—. La verdad es que, para ser hijo de un padre tan corrompido, has sabido resistir bravamente a la muerte. Te ha costado el caer.

Después se separó del lecho, comenzando a pasearse por la enfermería con cierto aire de satisfacción.

Llegaban hasta allí, amortiguados por la distancia, estridentes alaridos de dolor que no parecían salir de una garganta humana.

Era la infeliz madre que, abajo, en el despacho del director, entregábase a transportes de pena, rodeada de casi toda la servidumbre del colegio, que la sujetaba temiendo que se causase algún daño en una de aquellas convulsiones de loco dolor.

El padre Tomás escuchó durante algunos instantes, sin que en su impasible rostro se notara la menor emoción, y lentamente se dirigió a la puerta. Pero antes de salir lanzó una postrera mirada al cadáver y murmuró con voz casi imperceptible:

—¡Adiós, heredero!… Ya hemos enmendado el único error que tenía mi plan.

Parte Octava. Donde acaba de cumplirse el plan del padre Tomás

I. Señora y criado

Reinaba una calma dulce e inalterable en aquel lujoso y elegante gabinete, de alfombras mullidas y paredes acolchadas de raso azul, adornado con todos los objetos superfluos y hermosos que produce la moda.

Sillones de curvo perfil que parecían convidar al sueño, sillas doradas con bordados asientos, taburetes de rameado terciopelo con rapacejos que arrastraban por la alfombra, y almohadones de deslumbrantes colores estaban esparcidos con aparente y artístico desorden por aquella aristocrática habitación, cuyos ángulos estaban ocupados por vistosas plantas artificiales en macetas gigantescas de chinesca porcelana, y aparadores de ébano poblados por todo un mundo de bibelots, estatuillas de biscuit en las más graciosas posiciones y jarrones vetustos que demostraban la superioridad de la antigua cerámica.

En un extremo, ocupando uno de los ángulos del gabinete, había un lecho sencillo, que entre aquellos esplendores de un lujo soberbio parecía simbolizar la imagen de la modestia.

Tan elegante estancia producía en los ojos como una embriaguez de colores escalonados armoniosamente; pero existía algo en la atmósfera que destruía inmediatamente el efecto del brillante golpe de vista. Entre tanto esplendor, algo había que olía a enfermo.

No era olor punzante de medicinas lo que allí se notaba, sino ese ambiente indefinible que parece existir doquiera se encuentra una persona debilitada por esas enfermedades terribles que son lentas y mortales.

La tenue claridad de la tarde, que se filtraba a través de las cortinas de blonda que dejaban en parte al descubierto los abullonados cortinajes de terciopelo, conservaba la habitación en una agradable penumbra, propia de una persona que, hallándose enferma, temía la caricia demasiado fuerte del sol de la tarde.

Sentada en un gran sillón de forma antigua y elevado respaldo estaba, junto a una de las semiveladas ventanas, la dueña de aquel elegante gabinete, la enferma que parecía empapar el ambiente de la habitación con el hálito de su dolor.

Vuelta de espaldas a la puerta de entrada, el respaldo del alto sillón sólo dejaba al descubierto el remate de una linda cofia de encajes que se agitaba de vez en cuando movida por una tosecilla seca y significativa que hubiera hecho fruncir el ceño al médico menos experto.

Era María, la condesa de Baselga, que pasaba casi todo el día sentada en aquel sillón, dominada por una inercia que se iba apoderando rápidamente de su organismo, y sin otra diversión que contemplar con ojos distraídos, a través de los resquicios que dejaban las corridas cortinas, los vistosos trenes de lujo y los grupos elegantes que pasaban ante su hotel por el espacioso Paseo de la Castellana.

Desde que murió su hijo, cinco meses antes, la salud de la condesa había empeorado visiblemente, tomando un carácter más alarmante aquella tosecilla seca, cuyos progresos seguía con mirada atenta el padre Tomás.

El médico de la casa y la misma baronesa de Carrillo manifestaban gran confianza acerca de la suerte de la joven. Doña Fernanda se mostraba optimista en extremo. Ya desaparecería aquel malestar que, en su concepto, sólo era el resultado del disgusto terrible que había producido en su sobrina la muerte del niño.

Ordóñez también se mostraba igualmente confiado, y mientras tanto la enfermedad hacía rápidos progresos, y como si dentro del delicado cuerpo de la condesa existiese una voraz hoguera que consumía sus músculos y tejidos, iba demacrándose rápidamente todo su organismo, hasta el punto de que su rostro, antes tan hermoso, presentase ahora el aspecto de un cráneo pelado, cubierto por una piel terrosa que se pegaba a todas sus sinuosidades; y de que por entre las mangas de su peinador de blonda asomasen unas manos enjutas y afiladas, que parecían un manojo de látigos al extremo de un brazo blanco y descarnado como un hueso.

La pobre enferma vivía en el mayor abandono, pues su tía y su esposo, amparándose siempre en la consabida frase de que aquello no era nada, seguían entregados a sus gustos y aficiones sin preocuparse de la infeliz María ni atender a su curación. La baronesa seguía dedicada a sus asuntos devotos, que ocupaban todo su tiempo, y en cuanto a Ordóñez, éste continuaba su vida elegante, con el mismo abandono que si fuese un soltero, y cuando le preguntaban en los salones por su esposa, entonces se acordaba de que era casado y solía responder con expresión indolente:

—No es cosa grave lo que tiene María: la emoción que le ha producido a la pobre la muerte de nuestro hijo. Así que olvide un poco el triste suceso, de seguro que se pondrá tan sana y robusta como antes.

Y así seguía viviendo la infeliz María, en medio del mayor abandono y siempre con el pensamiento puesto en su hijo.

La persona que más la visitaba era el padre Tomás, que intentaba animarla con frases hechas sobre la bondad de Dios y la posibilidad de que cuanto antes recobrase su salud, si es que el Altísimo así lo disponía; pero a la enferma gustábanle poco estas visitas, pues con ese instinto especial de las mujeres adivinaba algo funesto y terrible en aquel poderoso jesuita que tanto había intervenido en su vida.

La fría mirada del padre Tomás tropezaba siempre, al entrar allí, con los grandes ojos de María, que la enfermedad había hecho más vivos y brillantes, y que mirándole fijamente parecían interrogarle, buscando una coyuntura para penetrar en lo más hondo de aquel tétrico personaje cuyas intenciones eran un misterio.

De todas cuantas personas rodeaban a María, sólo una le inspiraba simpatía y confianza, por el franco cariño y los cuidados que le prodigaba, sin afectación ni deseo de hacerse agradable. Era el criado Pedro, aquel doméstico callado, atento e inteligente que parecía adivinar sus deseos y que acudía inmediatamente a todos sus llamamientos, sin demostrar la menor contrariedad ante los caprichos y las nerviosidades propias de una enferma.

Desde que María quedó como abandonada en el fondo de su lujoso hotel, sin recibir otras visitas que las del padre Tomás por la mañana y las de Ordóñez y la baronesa antes de acostarse, el fiel criado se había constituido en su perpetuo auxilio, y cuando no estaba dentro de aquel gabinete-dormitorio, rondaba por cerca de la puerta, para acudir al primer llamamiento.

Parecía adivinar los menores deseos de su señora, y ésta, muchas veces, al volver rápidamente la cabeza, sorprendía en él una mirada de intensa ternura.

Era que el antiguo asistente de Alvarez se reprochaba el haber creído un monstruo de orgullo y altivez a aquella joven, víctima de oculta fatalidad, que abandonada villanamente por los suyos sabía sostener su desgracia con tanta mansedumbre y dulzura.

Por las tardes nadie visitaba a María, pues ésta, reconociéndose sin fuerzas para recibir a las numerosas personas de la alta sociedad, que por pura cortesía y sin afecto alguno entraban en el hotel a preguntar por su salud, había dado orden de que no estaba visible para nadie, y las gentes aristocráticas, muy satisfechas de esta disposición, que las libraba de ver a un enfermo, retirábanse después de dejar sus tarjetas al conserje.

Las horas de la tarde eran, pues, las que pasaba María en la más absoluta soledad y toda su ocupación consistía en contemplar un gran retrato de su hijo muerto, que tenía en lugar preferente del gabinete, o en besar, llorando, un gran medallón que contenía los cabellos de Paquito.

Estos desahogos de fúnebre cariño, que le costaban raudales de lágrimas, agravaban terriblemente su enfermedad, y aun después de haberse serenado, su tos era más seca y dolorosa; como si a cada uno de sus accesos se desgarraran sus pulmones.

Algunas veces, cuando mirando el retrato de su hijo asaltábanle aquellos pensamientos que la enloquecían, temía entregarse a su fúnebre dolor y entonces era cuando llamaba a su criado Pedro, haciéndole sentar en su presencia y entablando conversación con él, pues parecía que la presencia y las palabras de aquel hombre, a quien la domesticidad no había quitado cierta altivez franca y simpática, disipaban momentáneamente su dolor y la hacían olvidar su triste situación.

Esto mismo ocurrió en la tarde en que María, sentada cerca de una ventana, miraba por entre las cortinas la gente que pasaba ante su hotel.

La vista de algunos niños que sus madres, con expresión de gozo, llevaban cogidos de la mano, evocó en la condesa el recuerdo de su hijo, y tan triste se sintió que hubo de acudir inmediatamente a su recurso extremo, cual era buscar compañía que la distrajese.

Tocó un timbre que estaba en una mesilla inmediata, y aún sonaban en el espacio las últimas vibraciones, cuando se presentó en la puerta el criado Pedro, vistiendo el uniforme flamante y de vivos colores, que Ordóñez había puesto a toda su servidumbre masculina.

—¿Manda algo la señora? —dijo el criado, cuadrándose con su antiguo aire de militar.

—Entre usted, Pedro. Me siento muy triste y le ruego que haga el favor de acompañarme por algún rato. Me distrae mucho su conversación y le pido por favor que me dispense las molestias que le causo.

Cada vez que la aristocrática señora le hablaba con tanta dulzura y sencillez, el criado enrojecía de satisfacción y no sabía cómo contestar a tanta amabilidad.

Avanzó tímidamente entre aquellos muebles esparcidos por el gabinete y al fin se detuvo indeciso ante una silla, colocada a pocos pasos de la condesa.

—Siéntese usted, Pedro —insistió María—. Deseche usted esa cortedad: estoy tan sola y me manifiesta usted tanto cariño y respetuosa solicitud, que no es posible que yo lo trate como a un criado cualquiera. Hablemos como amigos.

Pedro se sentó ruborizado por la satisfacción que le causaba el oír que la condesa lo llamaba amigo, y descansando en el borde de la silla en actitud respetuosa y pronto a ponerse en pie a la menor orden, esperó que hablase su señora.

—Vamos a ver, Pedro. Cuénteme usted algo que me distraiga; es una obra de caridad entretener a los pobres enfermos, para que olviden sus dolores. Usted debe saber cosas muy interesantes, porque ha corrido algo el mundo y ha vivido mucho tiempo en Francia. Además, el otro día, creo que usted me dijo que había sido soldado. ¿No es eso?

—Sí, señora condesa —dijo el criado con cierta satisfacción.— He sido soldado y me he batido en la campaña de África.

—¿Y qué motivo le llevó a usted a París donde vivió tantos años? Varias veces he pensado en esto y como no puedo evitar el ser curiosa con las personas que me interesan, tenía grandes deseos de preguntárselo.

—Señora, he estado emigrado por cuestiones políticas.

—¡Ah! —exclamó María con extrañeza—. ¡Se ha mezclado usted en política! ¿Es que era usted carlista?

—No, señora; estuve emigrado por republicano.

La condesa hizo un mohín de disgusto, por lo que el criado se apresuró a añadir:

—Yo, señora, aunque odio la tiranía, realmente no me he metido por mi voluntad en los asuntos políticos. Como hombre de pocos alcances, no entiendo mucho de estas cosas; pero servía a un comandante del que había sido asistente y como éste era un temible revolucionario, le acompañé a la emigración y a su lado estuve hasta que murió. Le quería como si fuese mi padre y no me remuerde la conciencia el haberle sido infiel en ninguna ocasión.

—¿Y no ha servido usted a otras personas?

—No, señora condesa —dijo Pedro con intencionada expresión—. En toda mi vida, sólo he tenido un amo y muerto él sólo podía servir a usted.

—¿A mí? —exclamó con extrañeza la condesa no comprendiendo aquellas palabras—. ¿Y por qué no a otras personas?

—Es verdad, señora; no he sabido explicarme bien —contestó el criado comprendiendo que había estado próximo a descubrirse y queriendo enmendar su descuido—. Quería decir que después de estar acostumbrado a un amo a quien servía más por cariño que por obligación, sólo podía prestar mis servicios a una persona tan digna de ser amada como la señora condesa.

Por el pálido y enjuto rostro de aquella infeliz enferma vagó una triste sonrisa al escuchar el alarde de cortesanía del criado.

Durante algunos minutos el silencio fue absoluto, hasta que María, deseosa de reanudar la conversación, preguntó:

—¿Y era buena persona ese comandante?

—Un ángel, señora condesa. Muchos hombres he tratado en esta vida, y sin embargo no he encontrado uno solo que pudiera ser comparado con él. Era muy bueno, noble y valiente, al mismo tiempo que sencillo y crédulo, y por esto fue muy infeliz en esta vida, y murió, sin duda, abrumado por antiguos disgustos.

Calló Pedro, y en su frente contraída, adivinábase el esfuerzo mental que estaba haciendo para encontrar palabras y comparaciones que retratasen fielmente lo que en la vida había sido su antiguo amo.

—¿La señora condesa ha leído Los Tres Mosqueteros?

Hay que advertir, que la célebre novela de Dumas, era para el antiguo asistente, la mejor de las obras conocidas, la producción maestra de la inteligencia humana, pues experimentaba goces infinitos enterándose de las intrigas y contando las estocadas y estupendas pendencias de que se componía el libro.

Por esto, cuando la condesa contestó afirmativamente a su pregunta, se apresuró a añadir con satisfacción:

—Pues bien, señora condesa, mi amo era una exacta copia de aquel caballero Athos que aparece en dicho libro. Era valiente, noble y sabio como él y quería a su asistente con delirio; pues yo, más que un criado era un respetuoso amigo, un fiel acompañante en toda clase de aventuras. Nos queríamos mucho, señora condesa; como tal vez nunca en la vida se hayan querido dos hombres.

Detúvose Pedro, y después de lanzar una rápida mirada a su señora, añadió bajando los ojos.

—Tengo la seguridad de que si la señora condesa hubiese llegado a conocerlo, también le hubiese concedido su amistad. ¡Qué hombre aquél! —continuó el criado en un rapto de entusiasmo y animándose su voz y sus gestos—. ¡Cómo exponía su vida para salvar a un amigo!… ¡Aún recuerdo, como si acabase de suceder, lo que nos ocurrió en África!

—¿Y qué fue ello? —preguntó María, que ansiosa por distraerse, deseaba que su criado le contase algo que despertara su curiosidad.

—No fue ningún asunto de verdadero interés, que pueda entretener agradablemente a la señora condesa. Nada… un lance de los muchos que tiene la guerra. ¿Se empeña la señora condesa en que lo cuente?… Pues fue que yendo con mi amo, en la compañía de guías que se habían formado por orden del general Prim una mañana marchamos a la descubierta, delante de la vanguardia del ejército. Componíase la compañía de gente muy distinguida: licenciados de presidio, aventureros de mala especie, gente, en fin, de pelo en pecho, de cuyo mando se había encargado mi amo, ganoso siempre de estar en el puesto de mayor peligro, donde se conquistara la gloria a fuerza de balazos y cuchilladas. Como gente valiente, y por tanto confiada, nos adelantamos demasiado a la vanguardia, el ejército nos perdió de vista, y en esta disposición, abandonados de todos, sin más auxilio que el de Dios, cincuenta hombres que éramos, caímos en una emboscada y de repente resonó un infernal griterío y nos vimos rodeados por centenares de moros harapientos, feos como demonios. No había salvación para nosotros.

La pobre enferma atendía con la expresión propia del interés poderosamente excitado, y al ver que el criado se detenía como para coordinar mejor sus recuerdos, preguntó con impaciencia:

—¿Y qué ocurrió después?

—A la primera descarga que hicieron los moros yo caí al suelo. Una bala perdida, después de chocar contra una piedra, vino a darme aquí, en la sien, donde todavía tengo una cicatriz, y me derribó, aunque sin hacerme perder el sentido. Al ver que tenía la cabeza manchada de sangre, creyéronme muerto, además de que la situación no era la más propia para atender a los que caían. La compañía, formando un apretado pelotón, comenzó a retirarse, haciendo un fuego horroroso, que no lograba tener a raya a aquel enjambre de moros. Yo, como ya he dicho, no había perdido el conocimiento y me daba cuenta exacta de mi situación. Tendido en el suelo, y con todo el aspecto de un muerto, pues aquella bala parecía haberme anonadado con su golpe, vi cómo retrocedían mis compañeros, y al mismo tiempo, cómo algunos moros, al avanzar, iban rematando con sus gumías a los que habíamos caído. ¡Aún me horrorizo cuando recuerdo aquello! Un negrete que parecía un gigante se acercó a mí con su yatagán desenvainado, para cortarme la cabeza, como ya lo había hecho con otros, pero en el mismo instante que su cuchilla brillaba sobre mis ojos, le vi caer exhalando un rugido de muerte, e inmediatamente me sentí cogido por los sobacos y levantado en alto. Era mi amo, que al verme próximo a perecer, había abandonado el pelotón que mandaba, y despreciando las balas y riñendo cuerpo a cuerpo con los más audaces enemigos, había llegado donde yo estaba, matando al negrazo de un tiro de revólver. Sosteniéndome con uno de sus hercúleos brazos, mientras con el otro se defendía jugando magistralmente su sable, intentó llegar a donde estaban nuestros compañeros, cada vez más abrumados por la superioridad del número, pero le fue imposible, pues un grupo de moros nos cerró el paso. Mi amo apoyó sus espaldas en una roca, y esperó valientemente, con la desesperación del que va a morir.

—¿Y cómo se salvaron los dos? —interrumpió la interesada condesa.

—Yo no sé cómo fue aquello; pero apenas mi amo, echando mano al revólver, contra los que nos cercaban sus dos últimos tiros y cuando ya sus espingardas y sus yataganes se dirigían a nuestros pechos, les vimos huir perseguidos por un tropel de jinetes que pasaron a galope tendido, con las lanzas en ristre y gritando ¡viva España! Eran dos escuadrones de lanceros que Prim había enviado para salvarnos.

—¡Ah!… ¡Por fin! —exclamó María con la expresión del que se libra de un pensamiento angustioso.

—Sí, nos salvamos en tan difícil situación; pero yo, antes de que llegase nuestra caballería a sacarnos de tan apurado trance, cuando la muerte nos acechaba a pocos pasos, pronta a caer sobre nosotros, experimenté la más grata satisfacción que he sentido en mi vida. Miraba aquellas armas enemigas prontas a destrozarnos, y sin embargo me sentía feliz.

—¿Cómo pudo ser eso?

—Cuando mi amo se consideró perdido, viendo el círculo de enemigos que nos estrechaba, dispúsose a morir, pero antes… ¡ah, señora condesa!, ¡todavía me conmuevo al recordar tal escena! El capitán me sostenía con su brazo izquierdo, y antes de defenderse a sablazos de los ataques de la morisma, me miró con unos ojos que aún parece estoy viendo; me contemplaba como mi pobre padre cuando yo era niño, y él, que era todo un caballero, un grande hombre, un portento de valor y de sabiduría, me dio un beso en la ensangrentada frente, diciéndome con un acento que me llegó al alma: «¡Adiós, Perico! ¡Hermano mío! ¡Hasta que nos veamos en la eternidad!» Yo no contesté, pues el golpe de la bala me había privado de mis facultades; pero aquella voz aún parece que la tengo en los oídos.

El criado quedó silencioso y meditabundo un buen rato, abismado en sus conmovedores recuerdos.

—Ya ve usted, señora condesa —continuó—, que actos como los de mi pobre amo no se olvidan con facilidad.

—Sí que era un hombre notable el señor a quien usted servía. ¿Y murió en París?

—Sí, señora. Murió allá cansado de la vida, hastiado del mundo y abrumado por los desengaños y pesadumbres que habían llovido sobre él sin compasión alguna. Aquí en Madrid había desempeñado muy altos cargos cuando mandaba la República: en el Ministerio de la Guerra fue el dueño absoluto durante mucho tiempo, y sin embargo murió pobre; y él y yo, señora condesa, no siento rubor al confesarlo, hemos sufrido mucha hambre en París.

—¿No tenía familia ese señor?

—La tenía, pero nunca quiso ésta reconocerle. Yo fui para él toda su familia y quien se encargó de cerrarle los ojos, después de ser su fiel compañero durante treinta años.

—¿Y cómo era que los suyos no le reconocían?

—¡Ah, señora condesa! Es una historia muy triste la de mi pobre amo; una relación que parece propiamente una novela.

—Ante todo, mi amo, siendo capitán y poco después de llegar de África, cometió la tontería de enamorarse locamente de una mujer perteneciente a una clase muy superior a la suya.

—¿Era noble y rica?

—Era la hija de un conde millonario; una señorita muy hermosa que parecía corresponder al amor de mi amo; pero que al fin se portó con él con la mayor ingratitud.

—¿Le abandonó?

—Sí. Mi pobre amo, estando en la emigración por primera vez, triste y en la miseria, supo que la mujer amada, aquélla en la que él tenía una absoluta confianza, había dado su mano a otro hombre que por sus antecedentes y por su carácter era indigno de merecer tal honor.

—¿Y qué hizo entonces el amo de usted?

—Mi señor debía haber olvidado a la mujer ingrata; pero no lo hizo así, porque la amaba mucho, y por algo dicen que el amor es ciego. Además, aquellos amores sostenidos en secreto habían dado su fruto, y mi señor tenía una hija, una niña encantadora que constituyó en adelante su eterno pensamiento, su constante ilusión.

—¿Y qué es de esa hermosa condesa? ¿Vive todavía?

—No, señora. Murió hace ya muchos años.

—¿Y la hija?

—La hija vive y es una de las más elevadas damas de Madrid.

—¿Y conoció a su padre? —preguntó la condesa, que se iba interesando rápidamente por aquella historia, en la que adivinaba algo muy importante.

—Señora condesa —contestó Pedro, que temía decir demasiado pronto la verdad—, mi amo no sólo fue desgraciado como amante, sino que como padre sufrió las mayores amarguras. Fue una historia muy triste la de sus relaciones con su hija, y francamente, como la señora condesa ha sido tan buena madre, y aún está conmovida por el recuerdo de su hijo, temo entristecerla con la relación de los sufrimientos de un padre infeliz.

—No, Pedro; hable usted sin cuidado. Me interesa mucho esa historia.

—Pues bien, señora condesa, mi amo ha muerto antes de conseguir que su hija le reconociera como a padre. Había nacido cuando su madre estaba ya unida a otro hombre y ella creía y sigue aún creyendo de buena fe que éste último, de quien lleva su apellido, es su verdadero padre.

—¿Y no consiguió nunca ese pobre señor acercarse a su hija revelándole de viva voz el secreto de su nacimiento?

—Sí que lo intentó, pero sus gestiones resultaron siempre infructuosas. Hay que advertir, señora condesa, que sobre la familia de aquella otra condesa parecía pesar una terrible fatalidad. Un jesuita ambicioso dirigía los asuntos de la familia para llevar poco a poco a todos sus individuos a la perdición, y éste es el que hizo una cruda guerra a mi amo, comprendiendo que podía estorbarle sus planes. Tenía ciertas miras sobre la niña, una de las cuales era sin duda el arrebatarle su colosal fortuna, y por esto le interesaba que la hija no llegase nunca a conocer a su padre y que siguiese sola y abandonada, sometida a las órdenes que él quisiera dar y a la vigilancia de parientes fanáticos.

María se estremeció mirando fijamente el respetuoso rostro de su criado, para ver si adivinaba en él alguna intención determinada al decir tales palabras. Llamábale la atención el sorprendente parecido que comenzaba a encontrar entre aquella historia y la suya propia.

—¿Y murió ese señor sin haber logrado que su hija le reconociera y sin que en el último instante de su vida recibiera de ella una frase de consuelo?

—Nada de esto. Mi infeliz amo murió en la más espantosa soledad, como antes he dicho, y puedo añadir que la ingratitud, que el desvío de su hija, fueron la principal causa de su muerte. Mi pobre viejo se imaginaba que el silencio de su hija obedecía al orgullo y al desprecio, y yo creo ahora que aquel silencio sólo era debido a que la hija desconocía la existencia de su verdadero padre. El comandante tenía, sobre todo, clavado en el alma, un recuerdo cruel que acibaraba su existencia. Esa gente diabólica que por su interés tenía moralmente secuestrada a la pobre señorita, no se contentó con impedir que el padre llegase a ser reconocido por su hija, sino que hizo creer a ésta que aquel hombre a quien debía la vida sin que ella lo supiera era un ser horrible, una especie de bandido monstruoso, que por un odio tradicional era el perseguidor de la familia, de generación en generación.

—¡Ah! —exclamó la condesa con asombro al encontrar una circunstancia que aún hacía mayor la identidad entre aquella historia y la suya propia.

—¿Y qué escena fue esa de que usted hablaba? —preguntó después la condesa con ansiedad que era ya visible.

El criado calló, mostrando una expresión indecisa, como si no se atreviera a decir a su señora las últimas palabras, que serían la solución decisiva del misterio, la revelación de toda la verdad; pero al fin se determinó a hablar, con un violento esfuerzo de su voluntad.

—Señora, esa escena fue terrible, según la relataba mi pobre amo. Al caer la República, no quiso marchar a la emigración sin antes ver a su hija, y se dirigió a Valencia para visitar a la niña que estaba en un colegio dirigido por monjas. Aquel hombre, tan dulce como enérgico, después de algunos años de continua agitación en que había expuesto cien veces su vida y derrochado la fuerza de su inteligencia, quería, antes de sumirse en la calma y la miseria de la emigración, dar un beso a su hija, oír de sus labios una palabra cariñosa, y con esto se conceptuaba ya con fuerzas suficientes para arrostrar todas las contrariedades y las tristezas del proscrito.

—¿Y qué colegio era ése a donde se dirigió su antiguo amo? ¿Cuál era su título?

—Creo que se llamaba de Nuestra Señora de la Saletta. El pobre comandante fue allá; preguntó por su hija y no quisieron reconocerle, y cuando a fuerza de ruegos y amenazas, consiguió que se la mostraran, entonces no sé cómo su corazón no se rompió en pedazos. La niña no sólo no quiso reconocerle, sino que al oír su nombre se estremeció de horror, pues como antes he dicho, los enemigos que querían monopolizar su suerte le habían hecho creer que mi amo era un bandido, un perseguidor tenaz y sanguinario que acosaba a su familia. Yo creo que desde aquel día mi pobre señor adquirió la enfermedad que le llevó a la tumba.

La condesa, a pesar de que su rostro estaba siempre pálido por la enfermedad, aún perdió algo de color al oír estas palabras, y se agitó nerviosamente en su asiento. ¡Gran Dios! No cabía ya la duda: aquella historia era la suya propia.

—Pero…, ¿qué nombre era el de ese señor? —preguntó con ansiedad—. ¿Cuál era su nombre?

—Se llamaba don Esteban Álvarez.

María, a pesar de sus años y de su posición, sentía aún tan latentes los recuerdos de su niñez que no pudo menos de estremecerse de horror al oír el nombre que tanto miedo le había causado cuando niña.

Pedro la contemplaba con mirada fija, y al ver en su señora tan marcada expresión de terror, dijo con acento triste:

—Veo que aún duran en el ánimo de la señora condesa las huellas de las infames calumnias con que la engañaron cuando era niña. La señora puede odiar todo cuanto quiera el recuerdo de aquel pobre mártir, pero tenga la seguridad de que no ha existido en el mundo mujer alguna a quien haya amado su padre con más vehemente cariño.

La condesa estaba asombrada y aturdida ante el tono sincero con que el criado decía sus palabras.

Reinó un largo silencio, durante el cual la señora y el criado parecían reflexionar, y por fin Pedro continuó:

—¿Quiere la señora condesa que le diga cuáles fueron las últimas palabras que me dirigió al morir ese monstruo terrible, ese perseguidor horripilante? Pues bien, ese hombre, a pesar de la ingratitud y olvidando antiguos pesares, sólo tuvo fuerzas para recomendarme y hacerme jurar por el honor, que nunca abandonaría a su hija y que buscaría el medio de vivir junto a ella velando por su vida, obedeciendo todos sus mandatos y haciendo por ella cuantos sacrificios fuesen necesarios. La señora condesa —añadió el criado con sencillez—, puede decir si yo he cumplido mi juramento.

Por fin conocía María la verdadera causa del cariño que le demostraba su criado y de aquellas miradas de paternal afecto que había sorprendido muchas veces en sus ojos.

—¿De modo que usted —preguntó María asombrada por tanta abnegación—, ha entrado aquí con el único objeto…?

—Señora —le interrumpió el criado con sencillez, no exenta de noble altanería—, he servido durante treinta años a un hombre demasiado grande para que yo pudiera conformarme ahora a recibir las órdenes de ningún otro. Soy soldado y no criado, y si he llegado a vestir este traje, ha sido por cumplir el sagrado juramento que le hice a un pobre moribundo, a quien quería como a mi padre. Puede pensar la señora condesa lo que aquel hombre la amaría, cuando en la hora de la muerte, su último pensamiento era para ella y me obligaba a mí a dedicar toda la existencia al cuidado de su hija. Señora, tal vez resulte insolente y atrevido, pero en este momento, puesto ya a decirlo todo, creo que me ahogaría si llegase a callar alguna verdad. Mucho ha querido la señora condesa a su pobre hijo, pero su amor no puede ser comparado ni remotamente con el que el pobre don Esteban le profesaba a su hija, a pesar de que la creía ingrata y orgullosa.

La pobre enferma estaba aturdida y asombrada por aquella revelación que la sorprendía casi a las puertas de la muerte y que tan radicalmente venía a trastornar su pasado.

Parecíale extraña y novelesca tal historia, pero al mismo tiempo abonaba su veracidad, el aspecto sencillo y franco del criado y aquel cariño inexplicable que le había demostrado en todas ocasiones.

Además, ¿qué interés podía tener aquel hombre en suponerla hija de un pobre señor que ya había muerto?

Aparte de esto, ella recordaba la escena ocurrida en su niñez allá en el colegio de Valencia y que siempre le había parecido muy extraña, recordando todavía que don Esteban Alvarez la había llamado ¡hija mía! varias veces, con una expresión tan dulce y melancólica que a ella le había impresionado a pesar de que le decían que aquel hombre era un monstruo.

Ahora comenzaba a comprender algo de aquella expresión misteriosa y solapada que había creído adivinar en el padre Tomás, cuyos actos le inspiraban ya mucha desconfianza.

—¡Pero Dios mío! —dijo al criado que la contemplaba atentamente para apreciar el efecto que le había producido sus revelaciones—. ¡Yo pierdo la cabeza al pensar en estas cosas tan extrañas! ¿Qué misterios son éstos? ¿Cómo puede usted explicarme que ese señor me creyera su hija, cuando mi padre fue don Joaquín Quirós, al que yo no conocí, pues murió siendo yo muy niña, pero de quien habla muchas veces mi tía?

El criado vio llegado el instante de relatar toda la verdad, para acabar de conquistar la confianza de aquella mujer, y volviendo a sentarse respetuosamente, comenzó la relación de la vida de Álvarez, de sus amores con Enriqueta, de aquella fuga de la casa paterna que acabó en noche de bodas, de la emigración forzosa que sobrevino inmediatamente; y terminó haciendo una pintura exacta del carácter y la moral de Quirós.

El criado guardóse de decir quién era el que había disparado el tiro desde la barricada de la plaza de Antón Martín, pero tan hábilmente supo describir al hombre que en apariencia era el padre de María que ésta se lo imaginó inmediatamente como un sujeto igual a su marido, y sintió una profunda compasión por su pobre madre que habría sido tan desgraciada como ella con Ordóñez.

Pedro contó a la condesa cuanto sabía del que era su verdadero padre y que tanto había sufrido por ella, y al hablar de su vida oscura y penosa en París deslizó hábilmente en la conversación el nombre del doctor don Juan Zarzoso.

María se incorporó en su asiento con las mejillas coloreadas por un fugaz rubor.

—¡Ah! —exclamó sorprendida—. ¿También ha conocido usted a ese señor?

—Vivía con nosotros en París, y el pobre don Esteban le amaba como un hijo al saber que era el hombre que poseía el cariño de su hija.

La condesa mostraba deseos de hacer nuevas preguntas sobre aquel hombre, cuyo recuerdo compartía en su memoria en lugar preferente con el del infeliz niño Paquito; pero el criado deseaba que toda la conversación versara sobre su amo, y por esto se apresuró a añadir:

—Ya hablaremos después del señor Zarzoso y se convencerá la señora de que no era tan malo como ella creía en cierta época. Pero ahora hablemos de mi pobre amo; hablemos del padre de la señora condesa.

Y Pedro continuó la apasionada y conmovedora descripción de los sufrimientos de aquel pobre padre, que sin más familia ni seres queridos que su hija, veíase desconocido por ella.

—Aquel hombre fue muy desgraciado. La señora condesa, que hoy se halla enferma y llora continuamente recordando a su hijo que murió, es un ser feliz comparada con aquel desgraciado que no tenía ni un retrato de su hija para contemplarlo.

María hizo un movimiento de extrañeza y asombro al oír hablar de su felicidad.

—Si, señora condesa; me afirmo en lo que digo. Si la señora llora hoy la muerte del señorito, al menos tuvo una época feliz en que se estremecía de placer al sentir su cabecita apoyada en sus rodillas, y en que gozaba una satisfacción sin limites, convirtiéndose en su enfermera y pasando las noches en vela a la cabecera de su cama. Podía besar a su hijo, oír su encantador y balbuciente lenguaje, y esto es siempre una felicidad, un recuerdo que llena el alma de dulce melancolía, aunque después venga la muerte a amargar tanta dicha. Pero ¿y mi pobre amo? ¿Y aquel desgraciado don Esteban que por ser hombre tenía que avergonzarse del llanto y muchas veces se tragaba las ardientes lágrimas que le quemaban los ojos? El estaba convencido de que tenía una hija y, sin embargo, murió abandonado de ella, soñando siempre en una felicidad que nunca llegaba y que para él consistía en que una voz pura y argentina, que yo he oído mil veces, le llamase ¡padre mío! Esa situación sí que es horrible; es, como él decía, el suplicio de Tántalo; ¡tener casi a la vista una hija querida, un ser que hasta en su rostro lleva algo del que le dio la vida, y sin embargo no poder acercarse a ella, no poder abrazarla derramando sobre su frente lágrimas de dulce emoción!

La condesa se había cubierto el rostro con las manos y lloraba silenciosamente, sin que Pedro pudiese asegurarse de si aquellas lágrimas procedían del recuerdo de su hijo o de la emoción que le causaban las penalidades de aquel pobre padre al que reconocía por fin.

El criado quiso excitar más aún aquella emoción.

—Hay para espantarse al considerar la desgracia de aquel hombre, sostenida con heroico valor por espacio de más de veinte años. La señora condesa, que es madre, podrá apreciar mejor que yo hasta dónde llegó el infortunio del pobre don Esteban. ¿Qué hubiese hecho la señora, que tanto amaba a su hijo, si éste no la hubiese querido nunca reconocer como madre? ¡Cuán inmenso dolor hubiese experimentado si cuando iba a verlo en el colegio de Valencia, el señorito, en vez de recibirla con los brazos abiertos, hubiese huido de su madre como si fuese un monstruo! ¿No es verdad que la señora hubiese muerto entonces de pena? ¿No se hubiera roto su corazón en mil pedazos? Pues bien, el pobre don Esteban sufrió todas estas pruebas terribles, y sin embargo aún quedó en pie durante muchos años para vivir agonizando. Juzgue la señora condesa si la vida de su padre no fue un verdadero infierno.

María seguía llorando, pero sus suspiros eran ya cada vez más ruidosos, y con acento entrecortado murmuraba cariñosas exclamaciones.

—¡Oh, padre!… ¡Padre mío!

El criado, apenas le pareció oír estas palabras, dichas con voz casi imperceptible, buscó apresuradamente algo en los bolsillos de su casaca.

Mientras tanto María, convencida por sentimiento de que aquel Álvarez que tanto la había horrorizado era su padre, y recordando algunas palabras sin sentido que había sorprendido a su tía y al padre Tomás y que ahora se explicaba perfectamente, lloraba conmovida por el recuerdo de aquel pobre mártir que tanto la había adorado.

La voz de Pedro le hizo apartar las manos de los ojos y levantar su cabeza.

—¡Aquí está! ¡Contemple la señora condesa!

Era que el criado le mostraba un sencillo marquito de latón, a través de cuyo cristal se veía una fotografía iluminada, que representaba, de medio cuerpo, a don Esteban Álvarez cuando todavía era capitán y acababa de regresar de África.

El fiel asistente, como si aquel recuerdo de su amo fuese un poderoso talismán, lo llevaba siempre consigo.

María contempló con fruición aquella cabeza vigorosa, de enérgica hermosura, y en la que se veía retratada la fiera altivez y la mirada pensadora, de un hombre nacido para la guerra al mismo tiempo que para el estudio. Sustituyendo el poncho del uniforme por una gola de hierro y un coleto de ante, aquella cabeza podía confundirse con la de los ínclitos soldados del siglo XVI, que sojuzgaban Flandes o conquistaban imperios como Méjico o el Perú.

La condesa, con el escuálido rostro animado por el rubor de la emoción, examinó atentamente aquel retrato, encontrando inmediatamente su parecido con ella, en la época que aún era hermosa y la enfermedad no había consumido su organismo.

Todavía en sus ojos quedaba algo de aquella mirada brillante y avasalladora que en los momentos de indignación llegaba a imponer.

María no dudó más sobre la verdad de cuanto le había dicho su criado.

No razonó, pues en tales momentos de emoción la razón se anula dejando su puesto al sentimiento.

La condesa se dejó llevar de su instinto; de un impulso vehementísimo e irresistible que la empujaba, y llevándose el retrato a sus labios, al mismo tiempo que volvía a derramar lágrimas, murmuró con un acento que equivalía a un reproche a sí misma por su indiferencia:

—¡Oh, padre!, ¡padre mío! Si me oyes, perdóname.

II. La última advertencia

Cuatro días después de aquella tarde en que Pedro hizo su revelación a la condesa, en el momento en que los relojes del hotel daban las ocho de la noche, bajaban la pequeña escalinata del edificio el elegante Ordóñez y el padre Tomás, conversando amigablemente.

El jesuita tenía el mismo aspecto de siempre, y en cuanto al marido de la condesa, su sombrero de clac y el gabán abrochado para ocultar el traje de etiqueta, daban a entender que pensaba pasar la noche en alguna fiesta del gran mundo.

Los dos hombres siguieron la ancha avenida que, partiendo el jardín del hotel conducía a la verja, fuera de la cual esperaban dos carruajes, y al llegar a un espacio donde no alcanzaban las luces de las dos farolas que adornaban la puerta del edificio, el jesuita se detuvo, cogiendo suavemente a su protegido por un brazo.

—Mira, Paco —le dijo con entonación de consejero bondadoso—, harías muy bien en no salir esta noche de casa o al menos en volver cuanto antes. No sé por qué, me parece que esta noche va a ocurrir lo que tanto tememos y que tu esposa no verá el sol de mañana. Ya ves que, al menos, por el buen parecer y para que no murmure la gente, conviene que tú permanezcas esta noche al lado de María cumpliendo tu deber de buen esposo.

—Pero, padre, ¡si María no morirá esta noche! Hace usted mal en alarmarse tanto. Los enfermos de tisis son como esas luces que se apagan lentamente y cuando uno cree que ya están extinguidas, vuelve a surgir la llama y aún alumbra trémula y vacilante por mucho rato.

—¿Qué ha dicho el médico esta tarde?

—La verdad es que la ha dado ya por muerta y ha dicho que de un momento a otro sobrevendría el fin.

—¿Ves como debes quedarte?

—Sí, pero tengo la confianza de que María ha de llegar a mañana, aunque sólo sea para desmentir al médico. La tisis tiene sus bromas.

—Pues ten la seguridad de que esas bromas las reserva para ti, que tan convencido pareces de que tu esposa llegará a mañana. Créeme, Paco: quédate esta noche en casa, o si es que tienes verdadera precisión de salir, regresa pronto, para que la gente murmuradora no pueda decir nada contra ti.

—Volveré a las dos de la mañana; antes me es imposible. Tengo precisión de asistir esta noche al baile de la embajada francesa.

—¡Desgraciado! ¿Teniendo a tu esposa tan grave te atreves a ir a un baile? ¿No comprendes que la sociedad murmurará con sobrada razón y que tú perderás con ello el escaso prestigio que te queda?

—¡Bah! La gente está ya acostumbrada a verme en todas partes teniendo a mi mujer enferma, y no se fijará esta noche en mí, pues todos ignoran que María se halle tan grave. En las enfermedades lentas, la gente se cansa de preguntar y acaba por olvidarse del paciente. Además, reverendo padre, es un compromiso de honor el que yo acuda esta noche a ese baile.

—Lo sé, desgraciado; lo sé todo. No creas que ignoro que en la actualidad haces el amor a la esposa de uno de los empleados de la embajada; una francesa que te sorberá el poco seso que te queda.

Ordóñez, a pesar de su ligereza fría y aristocrática, que se cifraba especialmente en no asombrarse de nada, no pudo evitar un gesto de extrañeza al oír tales palabras.

—¿Cómo sabe usted eso, padre Tomás?

—¡Bah! No te creía capaz de asombrarte por tan poco. Yo sé todo lo que hacen mis amigos. Ya sabes que mi despacho es como un fonógrafo, que me repite todas las palabras y hasta los actos de cuantos amigos tengo esparcidos por el mundo. Hay pocas cosas que yo no sepa.

Los dos hombres quedaron silenciosos y avanzaron algunos pasos con dirección a la verja.

Ordóñez se detuvo al ver que el jesuita se plantaba mirándole con sus ojos fríos e interrogadores que parecían llegar al alma.

—Mira, muchacho —dijo con severa superioridad—. No sólo conozco a fondo la vida de mis amigos, sino que leo en su pensamiento y adivino todo cuanto se proponen hacer en contra mía. Ha llegado el momento de que hablemos claro: ninguna ocasión mejor que ésta.

—Diga usted, reverendo padre —murmuró Ordóñez, algo alarmado al notar el giro que tomaba la conversación.

—Pues bien, te hablaré claro. Tu esposa va a morir y ha llegado el momento de que se cumpla el pacto que hicimos antes de que te casases.

—¡El pacto!… ¿Qué pacto es ése, padre Tomás? —dijo Ordóñez con expresión distraída, como si fuese en busca de un recuerdo que se le escapaba.

—Eso es; hazte el olvidadizo. ¿No te acuerdas ya, angelito? —contestó el jesuita con sarcástica ironía—. Veo que eres muy desmemoriado; pero afortunadamente yo, como te decía, leo en el pensamiento de los amigos y te ayudaré a recordar, diciéndote que a la hora en que me dé la gana, a pesar de tu lujo, de tus brillantes relaciones y de fama de hombre elegante y calavera, puedo enviarte a presidio. ¿Te acuerdas ahora?

—Vuestra paternidad tiene un modo terrible de recordar las cosas.

—Es porque tu memoria resulta como uno de esos caballos maliciosos que remolonamente se niegan a andar. Conviene darle algún latigazo para que se avive.

—Bien, padre Tomás; me acuerdo del pacto, ¿qué quiere usted de mí?

—Sabes que con arreglo al último Código Civil, tus derechos de marido te hacen heredero en usufructo de la mitad de la fortuna de tu mujer.

—Ya sé, reverendo padre; ¿qué es lo que usted quiere advertirme?

—Conforme al trato que hicimos los dos, antes de que tú te casases con María debías limitarte a gastar sus rentas, y te quedaba prohibido inducir a tu esposa a que enajenase la más mínima parte de su capital.

—Así lo he hecho, reverendo padre. No tendrá usted queja de mí en este punto y creo estará satisfecho.

—No del todo, pero en ciertas ocasiones has gastado algo más que las rentas, embrollando con esto la administración de tu casa; pero no me quejo de estos pequeños excesos. Al fin, así y todo, te has portado con bastante prudencia si se tienen en cuenta tus antecedentes de hombre desordenado.

—¿Y qué es lo que usted quiere ahora?

—Que se cumpla lo convenido en nuestro pacto, renunciando tú a la parte que corresponde en la herencia de tu mujer.

Ordóñez se atusó el erizado bigotillo con marcado aire de decisión.

—Padre Tomás, eso es muy duro. No resulta razonable tal exigencia.

—Pues así ha de ser.

—Fíjese vuestra reverencia en que sólo se trata de un usufructo. El día menos pensado me ataca una pulmonía o me dan una estocada en un desafío, y entonces esa parte de la fortuna de mi mujer irá a parar, sana y sin detrimento alguno, a manos de quien corresponda.

—La baronesa de Carrillo es vieja y además no está para esperar a que tú mueras.

—¡Ah! ¿Conque es doña Fernanda la que ha de heredar toda la fortuna de mi mujer? —preguntó el elegante, con una expresión de incredulidad que no procuró disimular.

—Sí, la baronesa heredará a su sobrina, y ya que pareces dudar de mis palabras, para que no creas que aquí se encierra algún misterio o alguna negociación censurable, te diré toda la verdad. La virtud no necesita recatarse de nadie. La baronesa heredará a tu mujer e inmediatamente traspasará la fortuna a manos de nuestra santa Compañía, para que ésta la emplee en obras de caridad y en hacer propaganda para la mayor gloria de Dios. Es una promesa que doña Fernanda ha hecho al Altísimo. Ya comprenderás que en un asunto tan sagrado y que directamente interesa a Dios, tú, pobre criatura humana, no debes oponer tu mezquina voluntad.

Ordóñez, a pesar de que hacía esfuerzos por conservar su exterior indiferente y desdeñoso de hombre elegante y despreocupado, que tantos triunfos le valía en la alta sociedad, sentía hervir en su interior el fuego de la ira.

—Pero eso es robarme mis derechos de marido —dijo, no pudiendo contenerse.

—¿Robar? —contestó el padre Tomás con su imperturbable frialdad—. Dura es la palabreja, pero ya que la has dicho, la acepto y te contesto que antes has robado tú a otros con escrituras falsas y firmas falsificadas. Por esto mismo puedo enviarte a presidio a la hora que quiera, y esta hora llegará inmediatamente si te niegas a obedecer mis órdenes.

Ordóñez conocía perfectamente a su protector, y sabía que era imposible que éste retrocediese así que adoptaba una resolución. Además, el elegante, viviendo con lo que le proporcionaban las rentas de su esposa, había perdido su ductilidad de aventurero y no era capaz de humillarse pidiendo misericordia a aquel hombre terrible, que se mostraba sordo a los ruegos que le contrariaban.

El aristócrata resistió su desgracia con dignidad, y únicamente se dignó hablar de su porvenir.

—Y si yo renuncio a mis derechos, ¿qué será de mí, padre Tomás?

—Permanece tranquilo, que renunciando a la herencia sirves a la Compañía y ésta jamás olvida a los que le son fieles. Aquí estoy para protegerte. No vivirás con el mismo esplendor que ahora, pero te sostendré en una posición que corresponda a tu rango, y ¿quién sabe si encontraré para ti otra mujer con algunos millones de dote?

Estas palabras no parecían tranquilizar mucho a Ordóñez, y por esto el jesuita se apresuró a añadir:

—No puedes quejarte de mi protección. Antes de casarte vivías entrampado, sin tranquilidad alguna y próximo a caer en la deshonra. Te tendí la mano, te libré del precipicio, has vivido algunos años derrochando como un potentado, y ahora, al morir tu mujer quedarás en la misma situación de antes, aunque con la ventaja de no tener deudas y de contar con mi protección, que será más eficaz y segura. ¿De qué te quejas pues?, ¿has hecho acaso un mal negocio?… Cree que me irrita tu ingratitud.

El jesuita dijo estas últimas palabras con expresión de disgusto, y durante largo rato permanecieron silenciosos el protector y su protegido.

—Vamos a ver —dijo el padre Tomás, cansado por aquel silencio—. Decidámonos pronto. ¿Renuncias a la herencia? ¿Cumples la palabra que me diste?

Ordóñez hacía un gesto de desesperación en la sombra. ¡Siempre cogido!, ¡siempre a merced de aquel hombre, a pesar de la fama de listo que a él le concedían en la alta sociedad!

Había que conformarse forzosamente, y Ordóñez tendió su mano al jesuita en muestra de aprobación, y murmuró:

—De usted es toda la fortuna de María.

—Conforme. Quedo agradecido a tu desprendimiento, y te prometo no abandonarte nunca. Ahora vámonos, pues se hace tarde y los dos tenemos ocupaciones apremiantes. Procura volver pronto a casa, pues esta noche ocurrirá el suceso que esperamos.

Los dos hombres atravesaron la verja, y después de estrecharse la mano, subieron a sus respectivos carruajes; el uno para dar un vistazo al Casino, antes de ir al baile, y el otro para volver a trabajar en aquel despacho, que era como el centro del horrible embudo formado por la telaraña jesuítica que envolvía a toda la península.

Ninguno de los dos miserables que con tanta frialdad habían estado hablando sobre la próxima muerte de María, volvieron la cabeza para lanzar una mirada de compasión a aquella ventana, que sobre la oscura fachada del hotel destacábase débilmente, bañada en una luz pálida, velada e indecisa. Los millones de la agonizante era lo único que ocupaba su pensamiento.

Los dos carruajes se alejaron en distintas direcciones separando a aquellos dos compadres de crimen que se aborrecían mutuamente.

—¡Vive Dios! —decía Ordóñez en voz alta y rugiente, que tal vez era oída por sus cocheros—. Ese tío es un ladrón que me tiene cogido por las orejas.

Si algún día se me presenta ocasión le había de meter un palmo de acero en el vientre.

Mientras tanto el padre Tomás murmuraba en el interior de su berlina, con acento de hipócrita escandalizado:

—Abandona a su mujer para ir a hacerle la corte a otra, y tal vez la pobre condesa haya entrado ya en el período de agonía. Siempre le he tenido por un canalla, pero no me imaginaba que su cinismo fuese tanto.

III. La muerte de María

La condesa moría lentamente en aquel gabinete elegante, donde había pasado toda su enfermedad.

Se veía casi abandonada de los suyos, mas no por esto se consideraba sola, pues la rodeaban hermosos recuerdos que parecían endulzar sus últimos instantes.

Las sombras de su hijo, don Esteban Alvarez y del infortunado Zarzoso, aquellos tres seres queridos a los que pensaba encontrar más allá de los umbrales de la muerte, parecían rodear su lecho y animarla con invisibles sonrisas en tan supremo trance.

María sabía ya toda la verdad sobre su pasado.

El fiel Pedro, no sólo había relatado la historia de su padre, sino que justificó a Zarzoso, haciéndole saber la repugnante maquinación que contra él se había urdido allá en París, para lograr que María le aborreciese por su infidelidad manifiesta, que era más obra de las circunstancias y de pérfidas intrigas que de su propia voluntad.

La condesa, gracias a las revelaciones de su criado, conocía ya la terrible participación que los jesuitas, y en especial el padre Tomás, habían tomado en los asuntos de su familia, y por esto miraba con franco horror al reverendo padre y no ocultó la repugnancia que sentía cuando éste se aproximaba a su lecho.

La pobre joven, extenuada por la terrible enfermedad, cansada de un mundo que sólo le había proporcionado dolores y tristezas, y deseosa de sumirse cuanto antes en la sombra eterna con esperanza de encontrar allí a su padre y a su antiguo adorador, con los cuales había sido injusta aunque sin voluntad para ello, caía impasible y sumisa, sin el menor intento de rebelión y limitándose a compadecer aquellos hombres negros que tanto daño le habían causado.

—¡Les perdono! —murmuraba la pobre mártir—. Perdono a todos a pesar de mis desgracias. Ellos también han de morir; ellos también se verán en el mismo trance que yo, y entonces de seguro que no experimentarán esta santa tranquilidad que ahora siento.

Y la infeliz perdonaba también mentalmente a aquel esposo ligero e infame que era el autor de su infortunio, que había envenenado su sangre pura con los gérmenes de una terrible enfermedad adquirida en el vicio, y que en el momento supremo no se cuidaba ni aun de fingir un dolor propio de las circunstancias y la abandonaba para ir a una fiesta donde indudablemente haría el amor a otra mujer.

Sí, ella perdonaba a Ordóñez, a pesar de todas sus infamias y no le causaba impresión alguna la cínica serenidad de aquel hombre sin conciencia, pues su pensamiento, su corazón, estaban puestos en aquellos tres seres queridos, cuyas sombras parecíale ver vagar en torno de su lecho, para ayudarla a bien morir y escoltar después su espíritu por las infinitas regiones de lo desconocido.

La condesa perdonaba también a su tía, aquella mujer irascible, fanática e hipócrita, que le había martirizado cuando niña, y que después, obedeciendo automáticamente órdenes superiores, la había entregado en brazos de un hombre corrompido, cuyos besos resultaban contagiosos y mortales.

Aquella misma baronesa, que estaba muy lejos de recelar lo que pensaba su sobrina, se hallaba en tales momentos cerca de su cama, sentada junto a una mesa sobre la que se erguía un hermoso crucifijo entre un par de cirios.

Doña Fernanda, arrastrada por sus preocupaciones devotas, no había tenido inconveniente alguno en amargar los últimos momentos de la enferma, aterrándola con todo el imponente aparato que el fanatismo guarda para tales casos.

María, que al fin había conocido quiénes eran los sacerdotes que la habían rodeado desde la niñez, aunque sin abandonar por esto las creencias religiosas en que la habían educado, se negó en absoluto a confesarse con el padre Tomás, desobedeciendo con ello las recomendaciones de la baronesa.

Ésta se hallaba escandalizada por la tenaz negativa de su sobrina, y deseosa de que la próxima conquista de la muerte no careciese del refrendo de la religión, había montado un altar sobre una de las mesitas del gabinete, y sentada al lado de él, leía en voz baja un grueso libro de oraciones, mirando de vez en cuanto a la enferma, que inmóvil y respirante penosamente, fijaba sus ojos en el techo como absorta en sus pensamientos.

A pesar de que, con esa falsa esperanza que nunca abandona a los tísicos, María aún creía que su fin estaba lejano, no quería mirar todo aquel aparato religioso montado por su tía, pues la horrorizaba, al par que le producía cierto despecho la falta de consideración que mostraba la baronesa.

El silencio era absoluto en aquella habitación: una lámpara velada y las llamas de los dos cirios alumbraban el gabinete, formando en su centro un círculo de luz, más allá del cual, todo quedaba en una densa penumbra.

Junto a la puerta, erguido e inmóvil cual una estatua, estaba el fiel Pedro esperando órdenes, La oscuridad que le envolvía no permitía a la baronesa el ver el gesto extraño, mezcla de compasión y de ira, que contraía el rostro del criado al contemplar a la pobre enferma.

Pedro se sentía con deseos de estrangular aquella vieja bruja, como él llamaba a la baronesa, la cual, después de desatender a su sobrina en la época que su enfermedad todavía era susceptible de curación, permanecía ahora a su lado, para amargar sus últimos instantes con terroríficas muestras de devoción, impidiendo de paso que pudiera acercarse a la enferma, él, que era el único ser de aquella casa que sentía por la desgraciada algún interés.

La condesa pareció salir de su profunda meditación cuando uno de los relojes de la casa dio las diez.

—¡Pedro! —dijo la enferma con voz débil.

Y al acercarse el criado, dióle a entender con un gesto lo que deseaba.

Aquél le trajo una rica capa forrada de pieles y la puso sobre los hombros de la condesa que se había incorporado.

Después la enferma, mostrando sus extremidades devoradas por la consunción y que parecían los huesos de un esqueleto, bajó de la cama ayudada por los robustos brazos del criado, y apoyándose en él, llegó penosamente hasta un gran sillón que estaba colocado de espaldas al Cristo y a las dos luces de la baronesa.

María experimentaba la necesidad, que todos los tísicos sienten de morir erguidos y fuera de la cama, que parece causarles horror.

Pedro, sin abandonar su actitud respetuosa, miraba fijamente a su ama y no podía ocultar la impresión de desconsuelo que le producía aquel rostro terroso, enjuto y consumido por la enfermedad. Veíanse en él los signos de una próxima muerte y sobre sus facciones parecía extenderse un denso velo que las ennegrecía.

Pedro recordaba lo que aquella tarde había dicho el médico sobre el próximo fin de la enferma, y se afirmaba en la creencia de que la condesa moriría aquella misma noche. Extinguíase la vida en el interior de aquel organismo anonadado y ya no quedaba en él más que un débil soplo vital que le permitía hablar, aunque con voz tan tenue que sólo podía oírse en aquel absoluto silencio.

—Pero tía —dijo débilmente dirigiéndose a la baronesa que estaba a sus espaldas—, ¿es que tiene usted deseos de que yo muera pronto y por eso me aturde con esas oraciones que murmura?

Este reproche dicho de un modo dulce hizo que la baronesa levantase su cabeza, en la que se marcaba un gesto de indignaciones.

—Mira, María —contestó con una severidad impropia de las circunstancias—. No quiero que una persona de mi familia vaya al infierno, y como tú te niegas a ponerte bien con Dios yo me encargo de subsanar esta falta y le ruego al Señor que te reciba en su santa gloria, si no por tus méritos, al menos por los de otras personas de tu familia.

La enferma estuvo callada durante algunos minutos y después dijo con dulzura:

—Yo no necesito confesarme. He sido muy desgraciada en este mundo y no recuerdo haber hecho daño a nadie. He obedecido siempre a las personas que me han rodeado, creyendo firmemente cuanto me decían.

Calló la enferma breves instantes y añadió después con marcada intención, volviendo la cabeza y buscando con la mirada a su tía:

—¡Ojalá no hubiera sido tan crédula y obediente! No hubiese sido tan desgraciada y tal vez ahora me vería en diferente situación.

La baronesa no contestó, pues adivinaba un gran cambio en el carácter y las ideas de su sobrina, y no quería exponerse a que ésta, con la franqueza del que va a abandonar la vida, le dijese algunas verdades que forzosamente habían de resultar amargas.

Volvió doña Fernanda a abismarse en la lectura de sus oraciones, afirmando los lentes de oro sobre su picuda nariz, y mientras tanto, la enferma, después de lanzar una mirada de gratitud a aquel criado, modelo de fidelidad y de abnegación, que parecía consternado al contemplar a su señora, volvió sus ojos al rincón más oscuro de su gabinete, y así permaneció impasible e inmóvil.

Transcurría el tiempo en aquella inercia silenciosa, que sólo turbaba el murmullo de los rezos de la baronesa y las llamas crepitantes de los cirios.

Los relojes del hotel daban sus campanadas para marcar el paso del tiempo y a aquellas tres personas les parecía cosa de milagro la rapidez con que se sucedían las horas, pues absortas en sus pensamientos, creían que las horas se confundían unas con otras según la frecuencia con que las escuchaban.

Pasaba el tiempo velozmente, y era ya más de medianoche cuando la enferma pareció volver en sí de sus tristes reflexiones y dirigió la palabra a su fiel criado, que seguía de pie, sin que la fatiga consiguiera rendirle.

En el rostro de la condesa veíase una expresión más animada que parecía presagiar el principio de un restablecimiento. Su cutis, antes tan pálido, estaba ligeramente coloreado, y su voz había adquirido nueva potencia.

La baronesa miraba a su sobrina con cierto asombro, no pudiendo explicarse cómo aquel cuerpo tan débil, todavía tenía fuerzas para resistir la enfermedad; pero el criado se entristeció al notar aquella mejoría.

Sabía bien lo que significaba. El médico le había dicho que momentos antes de morir, los que estaban enfermos de la misma dolencia que la condesa experimentaban una rápida y fugaz mejoría.

Pedro, pues, veía próxima la muerte de su señora; muerte dulce y casi insensible, como la de todos los tísicos, y cual convenía a aquella pobre mártir que tanto había sufrido en vida.

Acababa de dar el reloj del gabinete la una de la madrugada cuando María se incorporó sobre los almohadones que Pedro había colocado en su sillón, y tendió sus brazos al fiel criado, agarrándose a sus hombros con la intención de levantarse y respirar mejor puesta en pie.

La capa se deslizó a lo largo del escuálido cuerpo y la enferma quedó en ropas menores, mostrando sus brazos enjutos y consumidos, capaces de inspirar lástima al más indiferente.

La condesa sosteníase agarrada a su criado, sin dar ninguna orden ni atreverse a andar. Su cuerpo se agitaba con un débil estremecimiento, y sus ojos, desmesuradamente abiertos y con expresión de angustia, miraban a aquel rincón oscuro, como si en él viera impalpables imágenes que en aquellos instantes atraían toda su atención.

—¡Ah! ¿Estáis ahí? —murmuró con voz tan queda y débil como un suspiro—. ¡Hijo mío! ¡Juanito! ¡Papá! Allá voy.

Y sus manos soltaron los hombros del criado, mientras su cuerpo caía inerte en el sillón.

La baronesa se levantó de un salto, y el criado, tosca pero cariñosamente, agarró entre sus manos aquella cabeza que caía inerte sobre uno de los enflaquecidos y angulosos hombros.

No era posible dudar: la condesa había muerto.

Pedro contempló aquellos ojos desmesuradamente abiertos, vidriosos y empañados, que miraban todavía al oscuro rincón; la nariz, que adquiría un tinte negruzco, y aquella boca entreabierta y todavía contraída por una sonrisa sobrehumana, como si hubiese sido provocada por una visión hermosa, por la vista de la felicidad existente más allá de la tumba.

El aspecto horrible de aquel cadáver, miserable manojo de huesos y piel, al que faltaba ya la misteriosa esencia que lo hacía atractivo y aquel calor vital que rápidamente se iba desvaneciendo dejando al cuerpo cada vez más frío, trajeron a la realidad al pobre criado, que rugiendo de dolor, para desahogar su oprimido pecho, se arrojó a los pies del sillón y comenzó a besar, con la furia de un loco, una de las manos amarillentas y descarnadas.

—¡Señorita…, señorita! —gritaba el pobre hombre conmovido por aquel suceso, a pesar de que lo esperaba hacía ya mucho tiempo; y trastornado por su desesperación, echábase en cara el no haber salvado a la infeliz hija de su antiguo amo, el no haber velado por su vida tal como lo prometió en París, como si el desdichado tuviera poder para combatir a la más terrible de las enfermedades.

Permaneció así postrado, el infeliz Pedro, mientras tuvo fuerzas para llorar, y por fin, extenuado, debilitado y recordando que su deber le exigía algo más que entregarse al llanto, se levantó, abandonando aquella fría mano inerte sobre el brazo del sillón.

Cuando Pedro, puesto en pie, miró con extrañeza a su alrededor, vio agrupados en la puerta a la baronesa y a Ordóñez, mirando con espanto casi supersticioso aquel cadáver hundido en el sillón, que parecía aún más repugnante por las desnudeces descarnadas y angulosas que dejaba al descubierto.

El marido de la condesa conservaba todavía su traje de etiqueta, pues acababa de llegar del baile.

Había vuelto una hora antes de lo que había prometido. No se diría que era un esposo incorrecto y desatento con su mujer. Aún había llegado a tiempo para ver el cadáver de su esposa, y… ¡Dios mío!, ¡cuán fea era la muerta! Ver aquellos hombros que con sus rígidas puntas parecían romper la piel, cuando aún los ojos guardaban el recuerdo de los hermosos escotes contemplados en el baile, resultaba un contraste extraño, una visión dolorosa que él sufría como buen marido, aunque convencido de que nadie le agradecería tan terrible sacrificio.

En cuanto a la baronesa, estaba también conmovida por la fealdad de la muerte. Era ya vieja, su fin estaba próximo, y aunque por sus aficiones devotas estaba en relación amistosa con Dios y los bienaventurados, contando como seguro su ingreso en la corte celestial, no por esto dejaba de producirle una impresión anonadadora el espectáculo de la muerte.

Además, sus gustos y sus delicadezas de persona distinguida sublevábanse a la vista de un cadáver, y comenzaba a encontrar que en aquel gabinete existía un olor especial que hería e irritaba su aristocrático olfato.

El rudo y fiel criado, a quien la reciente desgracia había hecho olvidar lo que él era y representaba en aquella casa, lanzó una mirada altiva e interrogadora a la baronesa y a Ordóñez, esperando que éstos se acercasen al cadáver; pero al ver que permanecían inmóviles, levantó los hombros con expresión desdeñosa y de desprecio, y agarró el inanimado cuerpo para conducirlo a la cama.

Anduvo algunos pasos cargado con aquel cadáver que pesaba menos que un niño, oprimiéndolo contra su pecho con expresión cariñosa y paternal y procurando que la inanimada cabeza descansase sobre su hombro. Los caídos brazos golpeaban suavemente sus rodillas como si la muerta acariciase cariñosamente al único ser que había hermoseado los últimos días de su existencia con un poco de amor y abnegación.

Al llegar cerca de la cama, el criado volvió la cabeza con instintivo impulso, y al ver a los que estaban en la puerta, no pudo ahogar una exclamación de sorpresa.

La baronesa de Carrillo aspiraba con codicia el contenido de un bote de perfume, mientras que en honor a las circunstancias hacía esfuerzos porque asomasen algunas lágrimas a sus ojos; y el lindo Ordóñez, se tapaba la cara con las manos para llorar, pero lo que agitaba su cuello no era el estertor del llanto, sino el escalofrío de la repugnancia y de la náusea.

El honrado Pedro sintió que en su interior despertaba una indignación feroz y que, a no tener sus brazos ocupados en el cadáver, le hubiese arrastrado al homicidio. Pensó en el pasado, en que aquella vieja aristócrata y aquel aventurero distinguido eran los principales causantes de la muerte de María, de aquella joven infortunada nacida bajo el peso de una fatalidad y que había atravesado la vida pagando cada minuto feliz con interminables años de dolor; y olvidando su condición de criado, pensando únicamente en que en tal momento representaba al pobre padre muerto allá en París y a todos los Baselgas caídos uno tras otro en la inmensa red de la negra araña jesuítica, fijó sus ojos centelleantes en la tía y el sobrino, y con voz ruda, atronadora, como si saliese de la boca de un dios vengador, les apostrofó diciendo:

—¡Canallas! ¡Tienen asco!

Epílogo

Eran las cinco de la tarde y la calle de Alcalá presentaba el brillante aspecto, propio de la principal arteria de una gran ciudad, a la hora en que la aristocracia comienza su día y tumbada en el fondo de sus carruajes se deja conducir con el suave balanceo de los muelles, al paseo, donde se saludan y se dirigen sonrisas las gentes que se ven diariamente en todos los puntos de diversión y apuramiento.

La tarde era espléndida. El sol de la primavera campeaba en un cielo azul medrado por jirones de blancos vapores, y la hermosura de la tarde parecía comunicarse al alma de las gentes que discurrían por las aceras con cierta expresión satisfecha mirando los carruajes que pasaban veloces por el centro de la calle.

Era el primer día que el antiguo asistente de don Esteban Álvarez se sentía un tanto alegre después de la muerte de la condesa de Baselga, ocurrida ocho meses antes.

Esta desgracia le había sumido en una melancolía horrible, y cuando volvió del cementerio, después que el féretro fue sepultado en el panteón de los Baselga, aquel pobre hombre se juzgó ya solo en el mundo, y sin un ser que le conociese.

El cuidado de la infeliz enferma fue su última ocupación grata; después de esto, su corazón quedaba muerto, y cayendo en una espantosa misantropía, el infeliz se creyó en un desierto donde era imposible que encontrase más seres que excitasen su cariño y que no correspondieran a su afecto con una terrible indiferencia.

La indignación que había mostrado junto al cadáver todavía caliente de María, y las sordas amenazas que profirió contra la baronesa y Ordóñez, hicieron que el mismo día del entierro fuese despedido de la casa.

El pobre Pedro vivió miserablemente con sus escasos ahorros durante un par de meses, y al fin pudo encontrar una colocación modesta, que apenas sí le daba para comer.

Aquel hombre sencillo y leal, al considerarse tan completamente solo en el mundo, acogía la vida como una carga pesada que había que sobrellevar forzosamente.

No podía acostumbrarse a vivir en tan completa soledad, pues hacía ya muchos años que su existencia se deslizaba siempre al lado de un ser querido. Primero tenía a don Esteban Álvarez, que era el objeto de todas sus atenciones; después le habían ocupado los cuidados que debía dedicar a aquella infeliz joven, cuyo organismo estaba minado por la tisis; y ahora, al contemplarse solo, sin otra ocupación que la de ganarse el pan, y arrojado en el seno de una sociedad indiferente, el desgraciado Pedro a pesar de que gozaba de absoluta libertad, se creía aun en la época de su juventud, en que por salvar a su amo, fue herido, hecho prisionero y conducido a Ceuta, donde se vio en absoluto aislamiento.

El antiguo asistente tuvo noticia de cuanto ocurrió en la familia a quien servía, después de la muerte de la condesa.

La baronesa de Carrillo, que heredó toda la fortuna de su sobrina, habíala cedido a los padres jesuitas, quienes se apresuraron a vender el hotel del Paseo de la Castellana y los demás inmuebles de que constaba la herencia, y a realizar los títulos que representaban el resto de aquel respetable capital.

Doña Fernanda, limitada a la pequeña fortuna que había heredado de su madre, la intrigante Pepita Carrillo, y que era suficiente para sus modestas necesidades, dedicábase ahora con más entusiasmo que nunca a su propaganda devota, y pasaba la mayor parte del año fuera de Madrid, visitando conventos y organizando en provincias cofradías de damas aristocráticas.

En cuanto a Ordóñez, sin otro auxilio ya que la protección del padre Tomás, hacía su vida de soltero y ocupaba un lindo entresuelo, gastando con la prodigalidad de siempre el producto de lo que había podido sustraer a la voracidad de los jesuitas, así como lo que le proporcionaba su antiguo crédito, pues no había perdido la costumbre de contraer deudas.

Pensando en la rapidez con que se había deshecho tan grande fortuna entre las manos de los jesuitas, subía Pedro la calle de Alcalá, con paso lento, pues aún le quedaba tiempo para acudir a su cita.

Dos días antes había experimentado una inmensa alegría, que rompió la abrumante soledad que le rodeaba, demostrándole que aún quedaban en el mundo seres que le reconocían y que le daban el titulo de amigo. A la puerta de un café, le detuvo un caballero joven, echándole los brazos al cuello y celebrando con ruidosas carcajadas el inesperado encuentro.

Era Agramunt, el revolucionario Agramunt, que había regresado a España en virtud de una ley de amnistía que acababa de dar el gobierno, y que antes de volver a Barcelona, deteníase en Madrid algunos días para cumplir ciertos encargos políticos.

Aquellos antiguos amigos que tantas cosas tenían que contarse, pasaron horas muy felices recordando el pasado, y apenas terminaban sus ocupaciones iban a buscarse inmediatamente para pasar la noche juntos, hablando de Zarzoso, de Álvarez, de su desgraciada hija, y de todas cuantas personas conocían, aunque sólo fuera de oídas por haber intervenido ellos en tan triste historia.

Como Agramunt tenía dinero, convidaba generosamente a su antiguo amigo, y aquella tarde Pedro iba en su busca para dar un paseo juntos, antes de ir a comer en Fornos.

En la esquina del Suizo se encontraron los dos amigos y cogiéndose familiarmente del brazo, emprendieron la marcha hacia el tiro.

A los pocos pasos, llamóles la atención un hombre de aspecto elegante, que pasó galopando sobre un hermoso caballo inglés y mirando a todas partes con expresión de superioridad insolente y desdeñosa.

—Mire usted, Agramunt —dijo Pedro, tocando con el codo a su amigo—. ¿No quería usted conocer a Ordóñez? Pues, ése es.

—¡Ah bandido! —exclamó el joven escritor con amargura.

Ahí va orgulloso como un rey, saludando a las gentes que se apresuran a contestarle, y sin embargo, muchos asesinos mueren en el patíbulo con menos causa que él. ¡Qué sociedad ésta!

Los dos amigos, al llegar frente a la iglesia de San José, se detuvieron, pues Pedro, que tenía muy buena vista, señalaba con un gesto a una señora vestida de negro, que bajando de una modesta berlina se disponía a entrar en el templo.

—Aquélla es la baronesa. Es tan mala como ese Ordóñez, pero al menos por pudor sabe fingir y aún lleva luto por la muerte de su sobrina. No es como el botarate del marido, que un mes después de fallecer la condesa, ya se presentaba en público, divirtiéndose sin escrúpulo alguno y haciendo el amor a cuantas mujeres le gustaban. A pesar de esto, si me diesen a escoger entre la baronesa y el sobrino…

—No te quedarías con ninguno —interrumpió Agramunt—, y comprendo que tal hicieras, pues la vieja beata debe ser más terrible que el botarate de Ordóñez, porque según tengo entendido ella es el mejor agente que tienen los jesuitas.

Los dos amigos estaban de espaldas a la acera y al volverse rápidamente tropezaron con un anciano, que con el sombrero de copa hundido hasta las cejas, la cabeza baja, moviendo el bastón de un modo extravagante y murmurando incoherentes palabras, marchaba con lento paso.

El viejo contestó con un gruñido feroz y una mirada irritada al empujón de aquellos dos hombres, y siguió su camino lentamente, mientras que Pedro se estremecía diciendo al oído de su amigo con voz ansiosa:

—Mírele usted bien. ¿Le conoce?, ¿le conoce?

—¿Quién es? —contestó con extrañeza Agramunt.

—El viejo doctor Zarzoso; el tío de nuestro desgraciado amigo don Juan.

—Hablémosle. Tal vez se alegre ese pobre viejo de conocer a quien fue tan amigo de su sobrino.

—No —contestó Pedro con acento triste.— Tal vez nos arrepentiríamos de revivir en el anciano penosos recuerdos. El pobre doctor, desde aquella mañana en que le llevaron a su casa el cuerpo de su sobrino asesinado por Ordóñez, perdió casi por completo la razón, y si en la actualidad no lo tienen encerrado en el mismo manicomio que el fundó, es porque su locura es pacífica y no da a nadie el menor motivo de queja. Va por todas partes lo mismo que usted lo ve ahora, y si alguien le habla, él contesta incoherentemente; su manía es que las leyes deben reformarse, y que es un absurdo que la sociedad, mientras castiga al hombre de blusa, que ebrio y rabioso mata a la puerta de una taberna, tiende su mano protectora sobre el hombre distinguido que ante cuatro amigos atraviesa de una estocada a un semejante.

—Pues no discurre mal el viejo doctor —dijo Agramunt—. Me parece que él es cuerdo y que los locos son los que se burlan de sus palabras.

—Ha perdido por completo la memoria —continuó Pedro—. Cuando le hablan de su sobrino escucha con gran extrañeza, y en vez de contestar ríe de un modo que causa miedo. ¡Ay, amigo Agramunt! ¡Si usted viera qué pena causa en todos los que tratan al doctor, ese estado de imbecilidad en que ha caído un hombre tan sabio y tan ilustre!

Los dos amigos permanecieron inmóviles durante mucho rato siguiendo con la vista al pobre loco que se alejaba lentamente, y cuando éste se confundió con los demás transeúntes, ellos volvieron a emprender la marcha, cabizbajos y visiblemente emocionados por aquel doloroso encuentro.

Agramunt pensaba en las crueldades de la fatalidad que ocasiona a los humanos tan terribles tristezas.

Estaban ya frente al Ministerio de la Guerra y junto al palacio del Banco de España, todavía en construcción, cuando les hizo detener el paso de un grupo de curiosos, en el centro del cual se movían los kepis de los guardias del Orden público.

—¿Qué es eso? —preguntó Agramunt a su compañero que se había adelantado para enterarse de lo que ocurría.

—Poca cosa. Han prendido a un ladrón que intentaba robarle el reloj a un caballero; ahora lo están atando… ¡Ya se lo llevan!

Y abriéndose el curioso grupo, apareció un hombre mal vestido, pálido, con el pelo pegado a la frente por el sudor y con las señales de haberse resistido fieramente antes de entregarse en manos de la policía. Llevaba los brazos atados por detrás, y los guardias, enfurecidos sin duda por la anterior resistencia, le empujaban rudamente.

Aquella escena vino a aumentar aún la triste impresión que experimentaban los dos amigos, y doblando la esquina entraron en el Prado, al mismo tiempo que viniendo en dirección contraria se cruzaban con ellos dos sacerdotes: uno joven y de rostro insignificante que miraba humildemente al suelo, y el otro que a su derecha, viejo y erguido, fijaba en todos los transeúntes sus ojos curiosos e investigadores.

—¡Vive Dios! —exclamó Pedro—. Esta tarde abundan los encuentros. Ahí tiene usted al padre Tomás Ferrari.

Agramunt contempló con curiosidad no exenta de ira al viejo jesuita, que se alejaba majestuosamente convencido de su inmenso poder, y contestando con sonrisas protectoras a los saludos respetuosos que le dirigían algunos transeúntes.

Agramunt sonreía con amargura, avanzando con su amigo por el centro del Prado.

—Ahí tienes lo que es el mundo, amigo Pedro. La sociedad acosa como a una fiera al ladrón que roba un reloj tal vez por hambre, y en cambio saluda y presta homenaje a otro ladrón que ha estado preparando un robo de millones durante muchos años y que para realizar su plan no ha vaciladoen premeditar asesinatos y en realizarlos con irritante alevosía.

El joven dio algunos pasos, sumido en el silencio propio de un hombre que reflexiona, y añadió después:

—Verdaderamente resultan admirables por lo grandes esos bandidos negros. ¡Qué sublimidad para el mal tiene el jesuitismo! Para los obreros de la sagrada Compañía, la palabra imposible carece de sentido. El desaliento es cosa desconocida entre ellos y con tal de realizar sus planes a la sordina y sin escándalo, disponen de los años y de los siglos con la misma indiferencia que nosotros disponemos de los minutos. Su fuerza es siempre igual, y si cae uno en sus filas, no tarda en ocupar otro su puesto. El mundo está en peligro: la libertad y el progreso serán palabras vanas que representarán cosas inestables, mientras siga en pie esa sombría institución que dispone de los primeros tesoros del mundo, aumentándolos cada vez más, y de hombres sumisos e inconscientes que se mueven como máquinas y marchan rectamente a su fin, seguros de que a la corta o a la larga han de lograr su objeto. La tiranía imperante los protege; no contentos con disponer de las clases privilegiadas, intentan hoy seducir al pueblo, y si esto continúa por algunos años, llegará el momento en que la libertad caerá anonadada, y cual otro Juliano el Apóstata, dirá con desaliento al hombre que en la historia simboliza la reacción: «¡Venciste, Loyola!»

Calló el escritor, y agarrando de un brazo a su amigo, detúvose sin darse cuenta exacta de lo que hacía.

Sus ojos, con cierta expresión propia de un inspirado, miraron al horizonte cubierto de vapores, que adquirían un dote rojo, bañados por los últimos rayos del sol.

Aquel resplandor de incendio de que parecía empapado el horizonte, entusiasmaba al revolucionario.

—Mira, Pedro, mira bien. Ese incendio del cielo es la imagen del porvenir. El fuego todo lo purifica, y en la actualidad resulta el único remedio. Sé muy bien que Torquemada sentía estas ideas y las aplicaba en favor de la reacción. Pues bien, el mundo necesita hoy un Torquemada en sentido inverso, que queme al presente, no en nombre del pasado, sino en el del porvenir. Mira bien, ¡qué alegre resplandor! Un fuego que todo lo devore, una inquisición que respete a las personas, pero que convierta en cenizas todas las instituciones caducas del presente… ¡he ahí el más bello porvenir para la humanidad!

Y el joven revolucionario, como si le asaltase la idea de que aún estaba lejos aquella solución anhelada y esto despertase su ira, cerró los puños convulsivamente y miró otra vez al cielo, murmurando con voz anhelante, como si hablase con un ser invisible:

—Pero ¿cuándo te decidirás a barrer tanta podredumbre? ¿Cuándo darás el gran escobazo?


Publicado el 4 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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