La Cencerrada

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento



I

Todos los vecinos de Benimuslim acogieron con extrañeza la noticia.

Se casaba el tío Sento, uno de los prohombres del pueblo, el primer contribuyente del distrito, y la novia era Marieta, guapa chica, hija de un carretero, que no aportaba al matrimonio otros bienes que aquella cara morena, con su sonrisa de graciosos hoyuelos y los ojazos negros que parecían adormecerse tras las largas pestañas, entre los dos roquetes de apretado y brillante cabello que, adornados con pobres horquillas, cubrían sus sienes.

Por más de una semana esta noticia conmovió al tranquilo pueblecito que, entre una inmensidad de viñas y olivares, alzaba sus negruzcos tejados, sus tapias de blancura deslumbrante, el campanario con su montera de verdes tejas y aquella torre cuadrada y roja, recuerdo de los moros que, destacaba, soberbia, sobre el intenso azul del cielo, su corona de almenas rotas o desmoronadas como una encía vieja.

El egoísmo rural no salía de su asombro. Muy enamorado debía de estar el tío Sento para casarse, violando tan escandalosamente las costumbres tradicionales. ¿Cuándo se había visto a un hombre que era dueño de la cuarta parte del término, con más de cien botas en la bodega y cinco mulas en la cuadra, casarse con una chica que de pequeña robaba fruta o ayudaba en las faenas de las casas ricas para que le diesen de comer?

Todos decían lo mismo: «¡Ah, si levantase cabeza la siñá Tomasa, la primera mujer del tío Sento, y viese que su caserón de la calle Mayor, sus campos y su estudi, con aquella cama monumental de que tan orgullosa estaba, iba a ser para la mocosuela que en otros tiempos le pedía una rebanada de pan!»

Aquel hombre debía estar loco. No había más que ver el aire de adoración con que contemplaba a Marieta, la sonrisa boba con que acogía todas sus palabras y las actitudes de chaval con que se mostraba a los cincuenta y seis años bien cumplidos. Y las que más protestaban contra aquel hecho inaudito eran las chicas de las familias acomodadas, que, siguiendo las egoístas tradiciones, no hubieran tenido inconveniente en entregar su morena mano a aquel gallo viejo, que se apretaba la exuberante panza con la faja de seda negra y mostraba sus ojillos pardos y duros bajo el sombrajo de una cejas salientes y enormes, que según expresión de sus enemigos, tenían más de media arroba de pelo.

La gente estaba conforme en que el tío Sento había perdido la razón. Cuanto poseía antes de casarse y todo lo que había heredado de la siñá Tomasa iba a ser de Marieta, de aquella mosca muerta, que había conseguido turbarle de tal modo que hasta las devotas a la puerta de la iglesia murmuraban si la chica tendría hecho pacto con el Malo y habría dado al viejo polvos seguidores.

El domingo en que se leyó la primera amonestación, el escándalo fué grande. Después de la misa mayor, había que oír a los parientes de la siñá Tomasa: «Aquello era un robo, sí, señor; la difunta se lo había dejado todo a su marido, creyendo que no la olvidaría jamás, y ahora el muy ladrón, a pesar de sus años, buscaba un bocado tierno y le regalaba lo de la otra. No había justicia en la Tierra si aquello se consentía. Pero ¡vaya usted a reclamar en estos tiempos! Bien decía don Vicente, el siñor retor, que ahora todo está perdido. Debía mandar don Carlos, que es el único que persigue a los pillos.»

Así vociferaban en los corrillos de la plaza los que se creían perjudicados por el futuro matrimonio, ayudándoles en la murmuración casi todos los vecinos de Benimuslim.

El caso era que el tal casamiento no acabaría bien. Aquel vejestorio atacado de rabia amorosa estaba destinado a llorar su calaverada. ¡Pequeños iban a ser los adornos!...

Todo el pueblo sabía que Marieta tenía un novio, Toni el Desganat, un vago que había pasado la niñez con ella correteando por las viñas, y ahora, al ser mayor, la quería con buen fin, esperando para casarse que le entrasen ganas de trabajar y perder la costumbre de beberse en la taberna los cuatro terrones de su herencia en compañía de su amigo el dulzainero Dimoni, otro perdido, que venía a buscarle del inmediato pueblo para tomar juntos famosas borracheras, que dormían en los pajares.

Los parientes de la siñá Tomasa miraban ahora con simpatía al Desgarrat. Este se encargaría de vengarlos.

Y los mismos que antes le despreciaban, los ricachos que volvían la cara al encontrarle, buscábanle en la taberna el día de la primera amonestación, plantándose ante el muchachote, que estaba sentado en un taburete de cuerda, con la vistosa manta sobre las rodillas, la colilla pegada al labio y la mirada fija en el porrón, que, herido por un rayo de sol, reflejaba inquieta mancha roja sobre el cinc de la mesilla.

–¡Che, Desgarrat! –le decían con sorna–. Marieta se casa.

Pero el Desgarrat acogía esta burla levantando los hombros. Aquello aún había de verse. Hasta el fin nadie es dichoso, y él... ¡recordóns!, ya sabían todos que era muy hombre para vérselas con el tío Sento, que también la echaba de terne.

Así era, y por lo mismo todos esperaban un choque ruidoso.

Allí iba a pasar algo.

Al tío Sento –según propia afirmación– nadie le ganaba a bruto. Levantaba mucho peso en las elecciones, tenía grandes amigos en Valencia, había sido alcalde varias veces y estaba acostumbrado a enarbolar en medio de la plaza el grueso gayato de Liria para sacudirle dos palos con la mayor impunidad al primero que le incomodaba.

II

Llegó el momento de las cartas dotales. El tío Sento no hacía las cosas a medias, y además, buena era Marieta y su familia para despreciar la ocasión.

En trescientas onzas la dotaba el novio, sin contar la ropa y las alhajas pertenecientes a su primera mujer.

La casa de Marieta, aquella casucha de las afueras, sin más adorno que el carro a la puerta y dos o tres caballerías flacas en el establo, fué visitada por todas las chicas del pueblo.

Aquello era un jubileo. Todas, formando grupo, cogidas de la cintura o de las manos, pasaban ante el largo tablado cubierto por blancas colchas, sobre el cual los regalos y la ropa de la novia ostentábase con tal magnificencia que arrancaban exclamaciones de asombro:

–¡Reina y santísima! ¡Qué cosas tan preciosas!

La ropa blanca, clasificada por tamaños, apilada en altas columnas que casi llegaban al techo, cuidadosamente doblada, algo morena, como de tejido fuerte, pero con un olor a limpieza y lejía que daba gloria; todo a docenas de docenas, desde las camisas hasta los trapos de cocina, con iniciales de colores chillones y guarnecidas con profusión de randas las ropas de uso interior; los vestidos de seda, gruesos y crujientes, con vivos reflejos metálicos; las faldas de rameado percal., mostrando una fresca florescencia de primavera; las mantillas, con sus sutiles y complicados arabescos; los corsés blancos y negros pespunteados de rojo, delatando con imprudencia en sus rígidos contornos el cuerpo de la novia; y encerrados en sus marcos de cartón, los pañolones de Manila, con aves fantásticas volando en un cielo de seda blanca, y grupos de chinos, unos bigotudos y fieros, otros pelones y bobos, admirando con sus caritas de porcelana a las sencillas muchachas, que soñaban despiertas en aquellos misteriosos países, donde los hombres gastan faldas y tienen ojitos de cerdo. Después venían los regalos de los amigos: en su mayoría, pilillas de agua bendita para la alcoba, con sus ángeles de porcelana; cajas con cuchillos y cubiertos de plata, y dos grandes candelabros que descollaban majestuosamente. Eran el regalo del marqués, el cacique de la comarca, el hombre más eminente de España, según el tío Sento, el cual siempre que se trataba de sacarle diputado por el distrito, estaba tan dispuesto a empuñar el garrote como a echarse la escopeta a la cara.

Y como digno final a aquella exposición, en lugar preferente, ostentábanse las joyas chispeando sobre la almohadilla granate de los estuches: las uvas de perlas para las orejas, los alfileres de pecho con sus complicados colgajos, las grandes horquillas de oro para los caracoles de las sienes, las tres agujas con cabezas de apretadas perlas que habían de atravesar el airoso rodete, y aquel aderezo, famoso en Benimuslim, que la siñá Tomasa había comprado en catorce onzas en la calle de las Platerías.

¡Vaya una suerte la de Marieta! Ella se hacía la modesta, enrojeciendo cada vez que ponderaban su futura felicidad; pero había que ver los lagrimones de la madre, una mujercilla flaca, arrugada e insignificante, y la emoción del carretero, que iba como un criado tras su futuro yerno, guardándole todas las consideraciones debidas a un ser superior.

Por la noche fué la lectura de las cartas. Llegó don Julián, el notario, en su vieja tartana, acompañado de su acólito, un infeliz con cara hambrienta, con el tintero de cuerno asomado a un bolsillo y el papel sellado bajo el brazo.

Don Julián fué entrado casi en triunfo en la cocina, donde ya estaba preparada una mesilla para el escribiente con velón de cuatro brazos.

¡Qué hombre tan sabio aquél! Leía las escrituras en valenciano e intercalaba en el árido texto chistes de su cosecha... Vamos, que no había palurdo que pudiera estar serio en presencia de aquel señor, siempre grave, que tenía cierto aire eclasiástico, con su largo paletó negro, semejante a una sotana, el rostro carrilludo y frescote, cuidadosamente afeitado y las recias gafas montadas en la frente, lo que era para los vecinos de Benimuslim un capricho inexplicable propio de los grandes talentos.

Comenzó el notario a dictar en voz baja; garrapateaba el escribiente en los pliegos de papel sellado, y mientras tanto iban llegando los amigos de casa, con el cura y el alcalde, y desaparecían del largo tablado los regalos de boda para dejar sitio a los macizos bizcochos espolvoreados de azúcar, los platos de amargos y las tortas finas secas como cartón, a más de una docena de botellas de rosa y marrasquino.

Tosió varias veces don Julián, púsose en pie, tirando de las solapas de su paletó, y todos quedaron en silencio, mientras él agarraba los pliegos escritos con la tinta todavía fresca y comenzaba a leer en valenciano.

¡Qué hombre tan chistoso! Al nombrar al novio hizo una mueca grotesca, y el tío Sento fué el primero en celebrarlo con una ruidosa carcajada; al mentar a la novia saludó a Marieta con una reverencia de baile, y volvió a repetirse la risa; pero cuando llegaron las condiciones del contrato, todos se pusieron graves; un viento de egoísmo y de avaricia parecía soplar en aquella cocina, y hasta la novia levantaba la cabeza con los ojos brillantes y las alillas de la nariz dilatadas por la emoción de oír hablar de onzas, de la viña de la Ermita y del olivar del Camino Hondo: todo lo que iba a ser suyo. El tío Sento era el único que sonreía satisfecho de que tan honorable concurso apreciara hasta dónde llegaba su generosidad.

Así se hacían las cosas. Los padres de Marieta lloraban y las vecinas movían la cabeza con expresión de sentimiento. A un hombre así se le podía entregar una hija sin remordimiento alguno.

Cuando el papelote quedó firmado comenzaron a circular los dulces y las copas. El notario lucía su ingenio, mientras el famélico escribiente se atracaba en representación propia y de su principal.

Aquel don Julián era el encanto de su rudo auditorio. Ya verían de lo que era capaz el día de la boda. Don Vicente, el cura y él se habían de emborrachar, brindando por la felicidad de los novios: palabra de honor.

A las once terminó la fiesta de las cartas. El cura acababa de retirarse escandalizado de estar en pie a aquellas horas teniendo que decir la misa primera; el alcalde le había acompañado, y salió por fin el tío Sento con el notario y el escribiente, los que llevaba a dormir a su casa.

Las calles estaban oscuras. Más allá de la casa de Marieta estaba la densa lobreguez de los campos, de la que salían rumores de follaje y cantos de grillos. Sobre los tejados parpadeaban las estrellas con un cielo de intenso azul. Ladraban los perros en los corrales, contestando a los relinchos de las bestias de labor. El pueblo dormía, y el notario y su ayudante andaban con precaución, temiendo tropezar con algún pedrusco de aquellas calles desconocidas.

–¡Ave María Purísima! –gritaba a lo lejos una voz acatarrada–. ¡Las onse..., sereno!

Y don Julián sentíase intranquilo en aquella lobreguez. Le parecía ver bultos sospechosos, y en la esquina de la calle, espiando la puerta de Marieta, creyó distinguir gente en acecho...

–«¡Allá va!» Y sonó un terrible chasquido, como si se rasgara a un tiempo toda la ropa blanca de la novia; y de la esquina surgió una gruesa línea de fuego que avanzó rápidamente y serpenteante con un silbido atroz, que puso los pelos de punta al buen notario.

Era un enorme cohete. ¡Vaya una broma! El notario se arrimó, tembloroso, a una puerta, mientras el escribiente casi caía a sus pies, y allí estuvieron los dos durante unos segundos que le parecieron siglos, viendo con angustia cómo el petardo iba de una pared a otra como fiera enjaulada, agitando su rabo de chispas, conteniendo por tres o cuatro veces su silbante estertor, hasta que por fin estalló en horrendo trueno.

El tío Sento había permanecido valientemente en medio de la calle... ¡Redéu! Ya sabía él de dónde venía aquello.

–¡Chentola indesent –gritó con voz ronca por la rabia.

Y agitando su enorme gayato avanzó amenazante, como si tras la esquina fuese a encontrar al Desgarrat con toda la parentela de la siñá Tomasa.

III

Las campanas de Benimuslim iban al vuelo desde el amanecer.

Se casaba el tío Sento, noticia que había circulado por todo el distrito, y de los pueblos inmediatos iban llegando amigos y parientes: unos, a caballo, en sus bestias de labranza, con el sobrelomo cubierto con vistosas mantas, y otros, en sus carros, con sillas de cuerda atadas a los varales, en la que iba sentada toda la familia, desde la mujer con el pelo reluciente de aceite y la mantilla de terciopelo, hasta los chicos que lloriqueaban por las maternales bofetadas recibidas cada vez que atentaban a la limpieza de sus trajes de fiesta.

La casa de tío Sento era un verdadero infierno. ¡Qué movimiento! Desde el día anterior allí no se descansaba. Las vecinas que gozaban justa fama de guisanderas, iban por el corral con los brazos arremangados y el vestido prendido atrás con alfileres, mostrando las blancas enaguas, mientras que cerca de la gran hoguera algunos muchachos atizaban las hogueras de secos sarmientos.

Aquello era el matadero. El cortante del pueblo, cuchillo en mano, les abría el gañote a las gallinas; los chicuelos dedicábanse con el mayor entusiasmo a pelar los cadáveres, revoloteaban nubes de plumas, pegándose al suelo, manchado de sangre, y en las vacilantes llamas tostábase la fláccida piel todavía erizada de cañones, pasando después las víctimas a ser colgadas de una rama de higuera, donde la tía Pascuala, vieja criada de la casa, con delicadezas de cirujano experto, abríalas en canal, sacando los higadillos y los ovarios, bocados exquisitos para el almuerzo de todos los ayudantes de cocina.

Daba gloria ver tan alegre agitación. Aquellas gentes, que en el resto del año vivían condenadas a manejar la azada de sol a sol sin más consuelo que el tomate crudo, la sardina mohosa y el áspero bacalao, se embriagaban de grasa en la gigantesca inundación de comida. ¡Lo que hace tener dinero! Bien se estaba en una casa como aquélla, con todo lo que Dios cría de bueno.

Las paellas mostrábanse con la panza hollinada y las entrañas brillantes como plata, esperando el momento de chillar sobre las llamas; el arroz en sacos; caracoles de montaña en enormes cazuelas orladas de sal, saliendo del agua para enseñar sus movibles cuernos al sol naciente; en un rincón toda una hornada de rollos, esparciendo en aquel ambiente de sangre y grasa el perfume fragante del pan caliente y tierno; las especias a libras en una caja de latón, y de la bodega salían pellejos y más pellejos, que caían temblorosos en el suelo, como cuerpos palpitantes; unos enormes, conteniendo el vino rojo para la comida, y otras más pequeños, guardando el néctar de la bota del rincón, aquel patriarca del que se hablaba en el pueblo con respeto, y que con su colorcillo claro y su corona de brillantes hacía caer al más valiente.

¿Y los dulces? ¡Ave María! El tío Sento se había traído toda una confitería de Valencia. En sacos estaban los confites para tirar, las almendras roñosas, los canelados, todos aquellos proyectiles de azúcar y almidón, duros como balas, que habían de cubrir de chichones las cabezas de la pedigüeña chiquillería; y dentro, en el estudi, guardábanse las cosas finas: las tortadas cubiertas de flores de caramelo y rematadas por mariposas que temblaban sobre un alambre; los tiernos pasteles de espuma, las bandejas monumentales henchidas de frutas confitadas, todos aquello primores que desde la puerta, pálidos de emoción y chupándose el dedo con avaricia, contemplaban los chicos de los convidados.

La fiesta prometía. El gozo reflejábase en los rostros rubicundos; en el corral se desataban los pellejos para hacer cataduras y tomar fuerzas, y por si algo faltaba, allá en la calle sonó la alegre dulzaina con escalas que parecían cabriolas. Hasta Dimoni estaba en la fiesta: bien decían que el novio no reparaba en gastos. Había que darle vino para que tocase mejor, y el enorme vaso iba de mano en mano desde el corral hasta la puerta de calle, donde Dimoni empinaba el codo con gravedad, dejando el sobrante a su pelado tamborilero.

Ya era hora. Don Vicente esperaba en la iglesia, las campanas habían enmudecido y toda la comitiva nupcial salió en busca de la novia; ellas, con sus vestidos huecos y la mantilla a los ojos, y los hombres, arrastrando sus recias capas azules de larga esclavina y alto cuello, que les ponía rojas las orejas. Todo el pueblo esperaba a la puerta de la iglesia. Algunos parientes de la siñá Tomasa, violando la consigna de familia, estaban allí en última fila, y no pudiendo resistir la curiosidad, se empinaban pies en puntas para ver mejor.

Primero, una turba de muchachos dando cabriolas en torno de Dimoni, que soplaba con la cabeza atrás y la dulzaina en alto como si ésta fuese una gran nariz, con la que husmeaba el cielo, y después venían los novios; él, con su sombrerón de terciopelo, su capa con mangas que le congestionaba el sudoroso rostro, y por bajo de la cual asomaban los pies con calcetines bordados y alpargatas finas.

¿Y ella? Las mujeres no se cansaban de admirarla. ¡Reina y siñora! Parecía una de Valencia con la mantilla de blonda, el pañolón de Manila que con el largo fleco barría el polvo, la falda de seda hinchada por innumerables zagalejos, el rosario de nácar al puño, un bloque de oro y diamantes como alfileres de pecho y las orejas estiradas y rojas por el peso de aquellas enormes polcas de perlas que tantas veces había ostentado la otra.

Esto sublevaba a los parientes de la difunta.

–¡Lladre! ¡ ¡Mes que lladre! –rugían mirando al tío Sento.

Pero éste se metió en la iglesia con expresión satisfecha, chispeándole los ojuelos bajo las enormes cejas; y tras él desfilaron los padrinos, el alcalde con su ronda, escopeta al hombro, y todos los convidados sudando la gota gorda bajo el peso de las ceremoniosas capas, con grandes pañuelos de atadas puntas por el brazo y henchidos de confites, que había de tirar a la salida de la iglesia.

Los curiosos que quedaron en la puerta miraban a la taberna de la plaza. Hacia ella se fué el dulzainero, como si le molestasen los sonidos del órgano, y allí se encontró con el Desgarrat y sus amigotes, lo peorcito del pueblo, gente toda ella sospechosa que bebían silenciosamente, cambiando guiños y sonrisas con los enemigos del tío Sento.

Algo se tramaba: las mujeres comentaban el caso con voz misteriosa,, como si temieran que el pueblo fuese a arder por los cuatro costados.

Ya iba a salir la comitiva. ¡Gran Dios, qué batahola! Del polvo parecía surgir toda aquella chiquillería desgreñada y sucia que se arremolinaba en la puerta gritando: ¡Armeles, confits! ..., y mientras que Dimoni se aproximaba rompiendo a tocar la Marcha Real.

¡Allá va! El mismo tío Sento soltó como un metrallazo el primer puñado de confites que, rebotando sobre las duras testas, se hundieron en el polvo, donde los buscaba a gatas la gente menuda, mostrando al aire las sucias posaderas.

Y desde allí hasta casa de los novios, fué aquello un bombardeo; la comitiva sin cansarse de tirar confites y la ronda del alcalde teniendo que abrir paso a patadas y a palos.

Al pasar frente a la taberna, Marieta bajo la cabeza y palideció, viendo cómo sonreía burlonamente su marido mirando al Desgarrat, el cual contestó a la mirada con un ademán indecente. ¡Ay! Aquel condenado se había propuesto amargar su boda.

El chocolate esperaba. ¡Cuidado con atracarse! Era don Julián el notario quien lo aconsejaba: había que pensar en que dentro de dos horas sería la gran comida. Pero a pesar de tan prudentes consejos, la gente arremetió con los refrescos, los cestos de bizcochos, los platos de dulces, y en poco tiempo quedó rasa como la palma de la mano aquella mesa, que tenía alrededor más de cien sillas.

La novia mudábase de traje en el estudi, quedando en fresco percal; los morenos brazos casi desnudos y brillándole sobre el luciente peinado las perlas de sus agujas de oro.

El notario charlaba con el cura, que acababa de llegar con gorrito de tercioplelo y el balandrán a puntas. Los convidados huroneaban por el corral, enterándose de los preparativos de la comida; las mujeres se habían puesto frescas y formaban corrillos charlando de sus asuntos de familia; correteaban los chicos en las cercanías del estudi, atraídos por el tesoro que encerraba, y en la puerta de la calle sonaba la incansable dulzaina de Dimoni mientras la granujería se empujaba, dándose de cachetes, o rodaban en el polvo por alcanzar los puñados de confites que venían de dentro.

Llegó el instante solemne, y las paellas burbujeantes y despidiendo azulado humo fueron colocadas sobre la mesa.

Los convidados se apresuraron a ocupar sus asientos. ¡Vaya un golpe de vista! Lo que decía el cura con asombro: «¡Ni en el festín de Baltasar!» Y el notario, por no ser menos, hablaba de la bodas de un tal Camacho que había leído en no recordaba qué libro.

La gente menuda comía en el corral.

Y allí también, en una mesita como de zapatero, estaba Dimoni, el cual, a cada instante, enviaba el acólito adonde estaban los pellejos para que llenara el porrón.

¡Cuerpo de Dios, y qué bien lo hacía todo aquella gente! Las dentaduras, fortalecidas por la diaria comida de salazón, chocaban alegremente, y los ojos miraban con ternura aquellas paellas como circos, en las cuales los pedazos de pollo eran casi tantos como los granos de arroz, hinchados por el sustancioso caldo.

Con el pañuelo al pecho a guisa de servilleta, había bigardón que tragaba como un ogro, mientras las mujeres hacían dengues, llevándose a la boca la puntita de la cuchara con dos granos de arroz, mostrando esa preocupación de la mujer campesina que considera como una falta de pudor el comer mucho en público.

Aquello era un banquete de señores; no se comía en la misma paella, sino en platos, y bebíase en vasos, lo que embarazaba a muchos de los comensales, acostumbrados a arrojar un mendrugo sobre el arroz como señal de que era llegado el momento de pasar el porrón de mano en mano.

La cortesía labriega mostrábase con toda su pegajosidad y falta de limpieza. Ofrecíanse de un extremo a otro del banquete un muslo tierno y jugoso, y de unos dedos a otros llegaba a su destino. Todo era obsequios, como si cada uno no tuviese en su plato lo mismo que le ofrecían.

Marieta apenas si comía. Estaba al lado de su marido con la cabeza baja. Palidecía, contraíase su frente reflejando penosos pensamientos y miraba con alarma a la puerta de la calle, como si temiera alguna aparición del Desgarrat.

Aquel maldito era capaz de todo. Aún le parecía oír las últimas palabras de la noche en que se despidieron para siempre. Se acordaría de él, ya que por avaricia quería casarse con el tío Sento; y ella sabía que aquel bruto, con su cara de hereje, era capaz de hacer algo que fuese sonado. Lo más raro era que, a pesar de sus temores, el furor del Desgarrat le producía cierta inexplicable satisfacción. No había remedio; aquel maldito le tiraba mucho. No en balde se habían criado juntos.

La comida se animaba. Estaban ya limpias las paellas: ahora entraban los primores de la tía Pascuala, y la gente acometía los pollo s asados y rellenos, las fuentes enormes de lomo con tomate, toda la cocina indígena, sólida y pesada, que desaparecía en las fauces siempre abiertas de aquellos glotones.

Los graciosos alegraban la comida. El cura declaraba que ya no podía más, y el notario pellizcábale el tirante abdomen, buscando un huequecito para convencerle de que debía llenarlo. Algunos comenzaban a estar alumbrados, y con lenguas estropajosas les decían a los novios cosas que hacían guiñar los ojillos al tío Sento y enrojecer a Marieta.

Llegaron los postres con el famoso vino de la bota del rincón y se sacaron del estudi las tortadas, los pasteles y las tortas finas.

Como moscas salieron del corral todos los chicuelos, con el pecho y la cara embadurnados de arroz y grasa, yendo a meterse entre las rodillas de sus madres, sin quitar ojo de los postres tentadores.

Marieta púsose en pie con un plato en la mano, y comenzó a dar vueltas a la mesa. Había que regalar algo a la novia para alfileres; era de costumbre. Y los parientes del novio, a quienes convenía estar en buenas relaciones, dejaban caer sobre el redondel de loza la media onza o la dobleta fernandina, monedas relucientes y frotadas con anticipación para que perdiesen la negra pátina adquirida en largo encierro.

–¡Pera agulletes! –decía Marieta con vocecita mimosa.Y era un gozo ver la lluvia de oro que caía sobre el plato. Todos dieron, hasta el notario, que soltó cinco duros pensando en que ya se la vengaría al presentar la cuenta de honorarios, y el cura, con gesto de dolor, sacó dos pesetas, alegando como excusa la pobreza de la Iglesia por culpa del liberalismo. ¡Ah, si mandasen los suyos!...

Marieta, abriendo el amplio bolsillo de su falda, yació el plato con un alegre retintín que regocijaba el oído.

La cosa marchaba. Hablaban todos a un tiempo, y la gente deteníase en la calle para admirar la alegría de los convidados.

Aquel vinillo claro, coronado de brillantes, surtía efecto. Todos querían brindar.

–¡Bomba..., bombaa! –aullaban los más alegres.

Y se ponía en pie un socarrón, vaso en mano, y después de mirar a todos lados con sonrisa maliciosa que prometía mucho, rompía así:

Brindo y bebo, y quedó convidado para luego.

Todos, a pesar de que ese chiste lo oyeron ya a sus abuelos, acogíanlo con grandes risotadas, y gritaban palmoteando: ¡Vítor..., vítooor!

Y tras esta muestra de ingenio venían otras, todas ellas tan rancias, no faltando quien se lanzaba a improvisar cuartetas rabudas en honor de los novios.

El notario estaba en su elemento. Aseguraba que el tío Sento acababa de pellizcarle por debajo de la mesa creyendo que sus piernas eran las de Marieta; hablaba de la próxima noche de un modo que hacía ruborizar a las jóvenes, y sonreír a las madres, y el cura, alegrillo y con los ojos húmedos y brillantes, intentaba ponerse serio murmurando bonachonamente:

–¡Vamos, don Julián! Orden, que estoy aquí.

El vino hacía revivir la brutalidad de los comensales. Gritaban puestos en pie, derribando con sus furiosos manoteos botellas y vasos; cantaban acompañados por la dulzaina de Dimoni, a cuya son saltaban en el corral algunas parejas, y, al fin, instintivamente, dividiéronse en dos bandos, y de un extremo a otro de la mesa comenzaron a arrojarse puñados de confites con todas la fuerza de sus poderosos brazos, acostumbrados a luchar con la ingrata tierra y las tozudas bestias de carga.

¡Qué divertido era aquello! El tío Sento reía muy complacido, pero el cura huyó con las mujeres a refugiarse en el estudi, y el notario se ocultó debajo de la mesa.

Caían los cristales de las alacenas hechos añicos; quebrándose los vasos; un ruido de tiestos sonaba continuamente, y los campeones se enardecían, hasta el punto de que, no encontrando confites a mano, se arrojaban los restos de los bizcochos y los fragmentos de platos.

–Prou; ya teníu prou –gritaba el tío Sento, cansado de sufrir golpes.

Y en vista de que le desobedecían púsose en pie, y a empellones los echó al corral, donde los enardecidos mozos continuaron la fiesta, arrojándose proyectiles menos limpios.

Entonces fué cuando las mujeres volvieron al banquete con el asustado cura. ¡Reina y siñora, aquello no estaba bien! Era un juego de brutos. Y se dedicaron a auxiliar a los descalabrados, que se limpiaban la sangre sonriendo, sin cesar de decir que se habían divertido mucho.

Volvieron a sentarse todos a la revuelta mesa, en la cual el vino derramado y los residuos de la comida formaban repugnantes manchas.

Pero allí no se ganaba para sustos, y algunas respetables matronas saltaron de sus asientos, afirmando entre chillidos medrosos que algo iba por debajo de la mesa que las pellizcaba las abultadas pantorrillas.

Eran los chicos que, no ahítos de confites, buscaban a gatas los residuos de la batalla.

–¡Qué granujería tan endemoniada! ¡Pachets..., fora..., fora! Y a coscorrones fué expulsada aquella invasión de desvergonzados buscadores.

Y fuera gangueaba la dulzaina haciendo locas cabriolas, como si estuviera contagiada de aquel regocijo tan brutal como ingenuo.

IV

A las diez de la noche quedaba ya poca gente en casa de los novios.

Desde el anochecer, que comenzaron a salir del establo los carritos y las caballerías enjaezadas, la mayoría de los convidados emprendía el regreso a sus pueblos, cantando a grito pelado y deseando a los novios una noche feliz.

Los de Benimuslim se retiraban también, y en las oscuras calles veíase a más de una mujer tirando trabajosamente del vacilante marido, que era incapaz de excesos en los días normales, pero que en una fiesta se ponía alegre como cualquier hombre.

La vieja tartana del notario saltaba sobre los baches del camino, dormitando don Julián con las gafas en la punta de la nariz y dejando que guiase su escribiente, a pesar de que éste se sentía tan trastornado como su principal.

Ya no quedaban en la casa más que los padres de Marieta y algunos parientes.

El tío Sento mostraba impaciencia. Cada mochuelo a su olivo. Después de un día tan agitado, ya era hora de dormir. Y bajo las enormes cejas brillábanle los ojuelos con expresión ansiosa.

–¡Adiós, filla mehua! –gritaba la madre de Marieta–. ¡Adiós!

Y lloraba abrazándose a su hija, como si la viera en peligro de muerte.

Pero el padre, el viejo carretero, que llevaba media bodega en la panza, protestaba con lengua torpe y socarrona indignación: ¡Redéu! No parecía sino que a la chica la habían sentenciado y la llevaban al carafalet. Vamos, hombre, que era cosa de caerse de risa. ¿Tan mal le había ido a la madre cuando se casó?

Y empujaba a su vieja para desasirla de Marieta, que también derramaba lágrimas; y entre suspiros y gimoteos fueron hasta la puerta, que cerró el tío Sento, pasando después los cerrojos y la cadena.

Ya estaban solos. Arriba, en el granero dormía la tía Pascuala; en la cuadra se acostaban los criados; pero en el piso bajo, en la parte principal de la casa, sólo estaban ellos entre los desordenados restos del banquete y a la luz cavilante de un velón monumental.

Por fin ya la tenía; allí estaba, sentada en una poltrona de esparto, encogiéndose como si quisiera achicarse hasta desaparecer.

El tío Sento estaba intranquilo, y en la vehemencia de su pasión senil no sabía qué decir. ¡ Recordóns! No le había ocurrido lo mismo cuando se casó con Tomasa. Lo que hace la edad.

Por algo tenía que empezar, y rogó a Marieta que entrase al estudi. Pero ¡bonita era la chica! ¡Criatura más terca y arisca no la había visto el tío Sento!

No, ella no se meneaba; no entraba en el estudi aunque la matasen; quería pasar la noche en aquel sillón.

Y cuando el novio intentaba acercarse, replegábase medrosica como un caracol, faltándole poco para hacerse un ovillo sobre el asiento de cuerda.

El tío Sento se cansó de tanto rogar. Bueno; ya que ése era su capricho, que pasase buena noche.

Y agarrando rudamente el velón, se metió en el estudi.

Marieta tenía un horror instintivo a la oscuridad. Aquella casa grande y desconocida le causaba miedo; creyó ver en la sombra la cara ancha y pecosa de la siñá Tomasa, y, trémula, con paso precipitado, creyendo que alguien la tiraba de la falda, se metió en el estudi siguiendo a su marido.

Ahora se fijaba en aquella habitación, la mejor de la casa, con su silletería de Vitoria, las paredes cubiertas de cromos religiosos con apagadas lamparillas al frente y sus colosales armarios de pino para la ropa.

Sobre la ventruda cómoda, con agarraderas de bronce, elevábase una enorme urna llena de santos y de flores, ajadas; rodeábanla candelabros de cristal con velas amarillas, torcidas por el tiempo y moteadas por las moscas; cerca de la cama, la pililla de agua bendita, con la palma del Domingo de Ramos, y junto a ellas, colgando de un clavo, la escopeta del tío Sento: un mosquetón con dos cañones como trabucos, cargados siempre de perdigón gordo, por lo que pudiera ocurrir.

Y como suprema muestra de magnificencia, como complemento del moblaje, aquella cama famosa de la siñá Tomasa, complicada fábrica de madera tallada y pintada, ostentando en la cabecera media corte celestial, y con un monte de colchones, cuya cima cubría el rojo damasco.

El marido sonreía satisfecho de su triunfo.

¿No veía ella cómo por fin entraba? Debía obedecerle siempre y no ser tonta. Él sólo deseaba su bien, por lo mismo que la quería mucho.

El viejo a pesar de su rudeza, decía esto con expresión dulzona, como si aún tuviera en su boca algún confite de la comida, y extendiendo las manos con audacia.

–¡Estigas quiet! –decía Marieta con voz sofocada por el miedo–. ¡No s’acoste!

Y mudaba de sitio, huyendo de su marido. Iba de una parte a otra, mirando con ansiedad las paredes, como si esperara ver en ellas algún agujero, algo por donde escapar.

Si no sentía tanto miedo en la oscuridad, pronto hubiera abierto la puerta del estudi, huyendo de aquella lucha insostenible.

El tío Sento la concedía una tregua e iba desnudándose con resignada calma.

–Pero qué tonta eres –decía con entonación filosófica.

Y repetía la frase un sinnúmero de veces, mientras se quitaba las alpargatas y los pantalones de pana, desliándose la negra faja para que el vientre recobrase su hinchada elasticidad.

Oyóse a lo lejos el reloj de la iglesia dando las once.

Era ya hora de acabar aquella situación ridícula. Se acostaba Marieta, ¿Sí o no?

Y el tío Sento hizo con tal imperio la pregunta, que la novia levantóse como un autómata, volvió su rostro a la pared y comenzó a desnudarse con lentitud.

Quitó se el pañuelo del cuello, y después, tras largas cavilaciones, el corpiño fué a caer sobre una silla.

Quedóse al descubierto el ceñido corsé de deslumbrante blancura, con arabescos rojos, y más arriba, la morena espalda de tonos calientes, como el ámbar, cubierta de una suave película de melocotón sazonado y rematada por la cerviz de adorable redondez erizada de rizados pelillos.

Aproximábase el tío Sento cautelosamente, moviéndose al compás de sus pasos el blanducho y enorme abdomen. No debía ser tonta: él la ayudaría a desnudarse.

E intentaba meterse entre ella y la pared para verla de frente y apartar aquellos brazos cruzados con fuerza sobre el exuberante y firme pecho, oprimido por las ballenas del corsé.

–¡No vullc, no vullc! –gritaba con angustia la muchacha–. ¡Apartes d’ahí! ¡Fuixca! Con fuerza inesperada empujó aquella audaz panza que le cerraba el paso, y siempre ocultando su pecho, fué a refugiarse entre la cama y la pared.

El tío Sento se amoscaba. Aquello ya pasaba de broma, y él no se sentía capaz de contemplaciones. Fué a seguir a Marieta en su escondrijo, pero apenas se movió, ¡redéu!, parecía que el pueblo se venía abajo, que la casa era asaltada por todos los demonios del infierno, o que había llegado el Juicio final.

Vaya un estrépito. Eran latas de petróleo golpeadas a garrotazo limpio; cabezones agitando sus innumerables cascabeles, enormes matracas y grandes cencerros sonando todos a un tiempo, y al poco rato disparándose cohetes que silbaban y estallaban junto a la reja del estudi. Por las rendijas de las maderas penetraba un resplandor rojizo de incendio.

Adivinaba él lo que era aquello y a quién lo debía. Si la pena fuera un sou, si no hubiese presidio para los hombres, ya arreglaría él a aquella pillería.

Y juraba y pateaba, despojado ya de su fiebre amorosa, sin acordarse de Marieta, que, asustada al principio por el infernal estrépito, lloraba ahora, creyendo que sus lágrimas podían arreglarlo todo.

Ya se lo habían dicho sus amigas. Se casaba con un viudo y tendría cencerrada.

Pero, ¡qué cencerrada, señores! Era en toda regla, con coplas alusivas que la gente celebraba con carcajadas y relinchos, y cuando cesaba momentáneamente el estrépito de latas y cencerros, sonaba la dulzaina con sus gangueos burlones, y una voz acatarrada que conocía Marieta (¡Vaya si la conocía!) hablaba de la vejez del novio, de la carasera que había sido la novia y del peligro en que estaba el tío Sento de ir al día siguiente al cementerio si quería cumplir su obligación.

–¡Morrals! ¡Indeséns! –rugía el novio, e iba loco por el estudi, manoteando, como si quisiera exterminar en el aire aquellas coplas que venían de fuera.

Pero una malsana curiosidad le dominaba. Quería ver quiénes eran los guapos que se atrevían con él y de un bufido apagó el velón, abriendo después un ventanillo de la reja.

La calle entera estaba ocupada por el gentío. Algunos haces de cáñamo seco ardían con rojiza llama, y su resplandor de incendio abarcaba el corro principal de la cencerrada, dejando en la oscuridad el resto de la muchedumbre.

Allí estaban los autores. El Desgarrat al frente y toda la parentela de la siñá Tomasa. Pero lo que más indignaba al tío Sento era que estuviese allí Dimoni acompañando con su dulzaina las indecentes coplas, cuando el muy ladrón había recibido horas antes dos duros como dos soles por su trabajo en la boda. ¡Y cómo se reía aquel hereje cada vez que su amigo el Desgarrat cantaba una desvergüenza!

Había que hacer un disparate.

Lo que más alteraba al tío Sento, aunque él lo callase, era ver que aquel insulto a su persona lo presenciaba medio pueblo, los mismos que antes le temían o le buscaban humildes e imploraban su favor. Su estrella se eclipsaba. Todos le perdían el respeto después de su calaverada casándose con una chica.

Despertábase su soberbia de hombre duro acostumbrado a imponer su voluntad, y temblaba de pies a cabeza ante los feroces insultos.

Conformábase con el ruido: que golpeasen cuanto quisieran, pero que no cantase aquel perdido, pues sus coplas le aglomeraban la sangre en los ojos.

Pero el Desgarrat era infatigable; la gente acogía las coplas con aullidos de entusiasmo, y el viejo, ya trastornado, se hacía atrás, como si en la oscuridad del estudi fuese a buscar algo.

Aún permaneció en el ventanillo viendo cómo la multitud abría paso a algunos amigos del Desgarrat que conducían en hombros un objeto largo y negro..

–¡Gori, gori, gori! –aullaba la multitud, parodiando el canto de los entierros.

Y el novio vió pasar en la punta de un palo, a guisa de un guión, unos cuernos enormes, leñosos y retorcidos, y después un ataúd, en cuyo fondo descansaba un monigote con dos grandes marañas de pelo en el lugar de las cejas. ¡Cristo, aquello era para él! Ya se atrevían a lanzarle en el rostro aquel apodo de Sellut, que nadie había osado proferir en su presencia.

Rugió apartándose del ventanillo, buscó a los largo de la pared, a tientas, en la oscuridad; algo apoyó en su rostro, contraído por la rabia, y sonaron dos truenos, que hicieron parar en seco la ruidosa cencerrada. Había tirado a ciegas; pero tal era su deseo de matar, que hasta estaba seguro de haber acertado.

Se apagaron las rojas antorchas, oyóse el rumor de la gente que huía apresurada, y algunas voces gritaban desde la calle:

–¡Pillo..., asesino! El Sellut es. Asomat, granuja.

Pero el tío Sento nada oía. Estaba plantado en medio del estudi, como asombrado de lo que había hecho, con la caliente escopeta quemándole las manos.

Marieta, poseída de pasmo, gimoteaba en el suelo. Su estertor ansioso era lo único que oía él, y dirigiendo su furia a lo que más cerca tenía, murmuraba con ferocidad:

–¡Calla, cordóns!... ¡Calla o te mate a tú!...

El tío Sento no salió de su estupor hasta que golpearon rudamente la puerta de la calle.

–¡Abran a la Guardia Civil!

Debían de estar levantados los criados desde mucho antes, pues la puerta se abrió, acercándose al estudi el ruido de culatas y zapatos claveteados.

Cuando el tío Sento salió a la calle entre los dos guardias vió el cadáver del Desgarrat hecho una criba. No se había perdido un perdigón.

Los compañeros del muerto amenazáronle de lejos con sus navajas; hasta Dimoni, tambaleando por el vino y la emoción, le apuntaba fieramente con su dulzaina; pero él nada veía, y se alejó cabizbajo, murmurando con amargura:

–¡Bonica nit de novios!


Publicado el 16 de mayo de 2020 por Edu Robsy.
Leído 5 veces.