La Familia del Doctor Pedraza

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta



I

—Yo también—dijo Serrano—conocí, como algunos de ustedes, al doctor Rómulo Pedraza. No siempre he vivido en París, pasando mis noches en los restaurants de Montmartre. Para reunir la modesta fortuna que me permite llevar mi existencia presente, anduve muchos años por América ejerciendo diversos oficios y conociendo los más rudos altibajos de la suerte.

Estando en Argentina hablé por primera vez con el doctor Pedraza. Yo no vivía en Buenos Aires. Me había metido en empresas de colonización y roturaba muy lejos de dicha ciudad unas tierras que estaban esperando desde el principio del planeta al hombre que se preocupase de hacerlas productivas.

La necesidad de adquirir dinero me obligaba a visitar con frecuencia la capital de la República. Pero como los Bancos se negaron finalmente a hacerme más préstamos dudando del éxito de mi colonización, tuve que buscar, para seguir adelante en mi negocio, el auxilio del Banco Hipotecario Nacional. Con lo que me diesen los altos y poderosos directores de este establecimiento, dependiente del Gobierno, podría pagar la mayor parte de mis deudas a los Bancos particulares, recobrando mi prestigio financiero, y terminaría, igualmente, los trabajos de roturación, que iban a centuplicar el valor de mis tierras.

Me quedé en Buenos Aires por mucho tiempo, dispuesto a no volver a mi propiedad hasta ver aceptadas mis pretensiones por el Banco Hipotecario. No era empresa fácil, ni rápida. Como muchos de ustedes no han estado allá, ignoran cómo se hacen los negocios en la mayor parte de los países americanos de habla española.

Todo lo que tiene una relación, más o menos lejana, con el Gobierno debe desarrollarse pausadamente y tras largas esperas. Si se resuelven los negocios con rapidez y en pocas horas, pueden creer los maldicientes que se ha hecho algo ilegal para obtener ganancias enormes. Por eso en toda oficina pública le responden a usted ordinariamente: “Vuelva mañana”; y este mañana, que será el día de la resolución del asunto, tarda meses o tarda años.

Yo, pobre español, metido en trabajos importantes con poco dinero, falto de protectores, y que además no estaba casado con una señora del país—alianza que proporciona un apoyo semejante al de la solidaridad de la antigua tribu—, tuve que oír muchas veces “Vuelva usted mañana” y esperar semanas y semanas en las oficinas del Banco Hipotecario a que llegase mi “mañana”, o sea la concesión del préstamo.

Durante mis monótonas esperas en la antesala del presidente de dicho Banco vi por primera vez al doctor Pedraza, recibiendo la regia limosna de su protectora conversación.

Otra advertencia que considero necesaria para todos los que me escuchan y no han estado allá. Este doctor Pedraza era llamado “doctor”, no porque fuese médico, sino por ser abogado.

Desde Tejas al cabo de Hornos, en todas las repúblicas, los abogados son tan numerosos como los generales; y esto es decir algo. Pero en las repúblicas de la América que podemos llamar de arriba, los titulan simplemente “licenciados”, y abajo, en la Argentina y otros países, “doctores”.

He visto en el Archivo de Indias, de Sevilla, una súplica dirigida al rey de España por los primeros habitantes de Buenos Aires pidiendo que fuesen enviados a la ciudad naciente hombres de todas las profesiones, menos abogados, por ser la tal carrera nociva para la paz y la prosperidad de un país. Estos colonos de hace tres siglos adivinaban con prodigiosa anticipación las futuras calamidades de su patria. Hay quien asegura que si en la Avenida de Mayo o la calle Florida—lo más céntrico y concurrido de Buenos Aires—alguien grita en plena tarde “¿Doctor?”, cincuenta transeuntes se detienen al mismo tiempo y vuelven la cabeza creyéndose llamados. Algunos van más lejos y afirman que si el grito se repite varias veces pueden ser tantos los atraídos por él, que la circulación quede interrumpida. Pero esto último no debe ser tenido, en mi opinión, por rigurosamente exacto.

Después de tales explicaciones, les diré que el doctor Pedraza, como tantos otros doctores de su país, era un abogado de lujo que nunca había ejercido su profesión y cuando tenía que acudir a los tribunales por asuntos propios buscaba el auxilio de algún colega con “estudio” abierto. El título de doctor es como una distinción nobiliaria en aquella tierra de régimen democrático, crisis periódicas y riqueza incesantemente renovada, que surte a una gran parte de la Humanidad de panecillos y bifteques.

El doctor Pedraza se dedicaba a los negocios lo mismo que muchos argentinos de su generación. En su primera juventud había desempeñado una cátedra de Derecho en la Universidad de La Plata como profesor substituto; luego ocupó varios cargos políticos en la provincia de Buenos Aires, llegando, finalmente, a ser diputado nacional. Pero su palabra reposada y majestuosa, que se detenía, abriendo largas pausas, para cazar las expresiones más retorcidas y sonoras, no aspiraba a los triunfos parlamentarios. Su posición social y las necesidades suntuosas de su familia exigían mucho dinero, y sólo le era posible obtenerlo honradamente dedicándose en absoluto a los negocios.

Compraba campos—las más de las veces sin conocerlos—y los vendía, valiéndose para tan enormes transacciones de las cantidades que le prestaban los Bancos. Al mismo tiempo dirigía desde Buenos Aires una rica estancia heredada de sus padres y otra no menos importante que su esposa había aportado como dote. Era un personaje cuyo nombre figuraba casi todos los días en la crónica social de los diarios de Buenos Aires; “un exponente representativo de la alta vida del país” como decía él con su lenguaje rebuscado.

Alto de talla, fuerte y de inconmovible salud tenía la gallarda soltura de miembros de todos los hombres de allá, criados en las estancias, que aprenden a montar a caballo antes de saber andar. Al mismo tiempo que ágil, era recio de cuerpo y carnudo. No pueden ser de otro modo en una tierra donde los destetan de niños con carne asada.

Este buen mozo, de porte señoril, rostro aguileño y largos bigotes, cuidaba de su indumento como en los años que aún era muchacho y sentía sus primeros impulsos amorosos hacia la que después fué su esposa. Siempre vi sus pies, pequeños y arqueados como los de una mujer, en un encierro de brillante charol. Nunca le encontré, a partir de las primeras horas de la tarde, que no vistiese chaqué y llevase sobre la corbata una perla que parecía caída del turbante de un rajah. Jamás, al extenderse la noche sobre Buenos Aires, dejé de encontrar al doctor Pedraza puesto de smoking, si iba a comer con los amigos en el Jockey Club, o de frac, para acompañar a su familia al teatro Colón.

Su esposa y sus seis hijas no le hubiesen permitido la menor falta a las reglas que debe observar todo gentleman en uno u otro hemisferio de la tierra. Y el elegante doctor, hombre enérgico a sus horas y temible en el manejo de las armas, era incapaz de oponer resistencia a los caprichos y órdenes de las mujeres de su familia.

Este hombre, que gastaba muchos miles de pesos en el adorno de su persona, no había dado que murmurar a sus enemigos y envidiosos con la más pequeña aventura pasional. Se acicalaba para la gente de su casa; para gustar a su mujer; para que le admirasen sus niñas con esa satisfacción orgullosa que siente toda joven cuando contempla las elegancias y seducciones del género masculino a través de su padre.

Para el doctor Pedraza no había nada más allá de su familia. Ella le inspiró el más extraordinario de los heroísmos... Porque sepan ustedes que el hombre que les voy describiendo fué un héroe más grande que los héroes de la guerra o de la ciencia. Estos mueren por la gloria, orgullosos de su muerte y ganosos de que todos la conozcan.

Pedraza, héroe obscuro, al desaparecer de un modo que no hiciese sospechar a nadie su sacrificio, resulta más admirable.

Ustedes se convencerán de ello si tienen paciencia para seguir escuchándome.

II

Un cambio enorme se ha realizado durante los últimos cincuenta años en el interior de las familias acomodadas; algo tan importante como una de esas revoluciones que trastornan la organización política de un país o la forma de la propiedad.

Pero como esto sólo ocurre entre las gentes de dinero, que son las menos, la tal revolución ha pasado algo inadvertida hasta el presente y sólo se dan cuenta de ella los que sufren sus efectos.

Hace medio siglo, cuando un hombre se arruinaba voluntariamente, y no a causa de malos negocios, era casi siempre por el amor o por el juego. Una llamada “artista”, o una profesional, con sus dientecitos incansables había ido royendo la fortuna del pobre señor. Mientras tanto, la esposa vivía obscuramente en su casa, haciendo economías para remediar las locuras del marido, y las hijas, bajo la dirección materna, llevaban una existencia de sobriedad monjil.

Vestir con modestia era signo de distinción social. Las joyas vistosas, los trajes originales, los despilfarros, parecían un vergonzoso privilegio de las “artistas”, de las mundanas, de todas las criaturas brillantes, peligrosas y efímeras mantenidas al margen de la alta sociedad. La mujer decente, la madre de familia, debía ser económica, modesta, opaca, y ahorrar en su casa, mientras el marido gastaba fuera de ella. Las alas de mariposa eran para las mujeres “malas”, para las criaturas versátiles y locas sin otra preocupación que danzar en torno a la llama que acaba por quemarlas.

La existencia de muchos hombres resultaba parecida a la de los antiguos ciudadanos de Atenas, fieles visitantes de las hetairas de moda, para discurrir con ellas sobre el amor, los prodigios de las artes y el lujo, mientras la mujer legítima hilaba en el gineceo, se ocupaba de la limpieza de sus pequeños y ordenaba el trabajo de los esclavos.

Pero un día la mujer moderna se dió cuenta de la inferioridad que significaba continuar siendo señora decente; de la injusticia con que procedía el hombre con ella mostrándose económico en el hogar y despilfarrador con las hembras encontradas en la calle o en el teatro.

—Si nuestros maridos o nuestros padres—dijeron muchas—desean arruinarse por una mujer, que sea por nosotras. Nos pintaremos, nos vestiremos y devoraremos el dinero, lo mismo que las otras. Eso se aprende con facilidad. Sabremos hacerles conocer, igual que ellas, los refinamientos de un lujo disparatado y el orgullo de pagar lo mucho que cuesta. Si han de tirar una fortuna por vanidad, a lo menos que su locura sea aprovechada por las de la casa. Acicalémonos como las profesionales y tengamos sus mismas exigencias...

Total: que hoy todas las mujeres se adornan del mismo modo, se permiten iguales audacias en público, y uno no puede distinguir, como antes, la señora de la que no lo es. El único indicio para no equivocarse es tener por señora a la que menos parece serlo. Las mujeres decentes muestran en la actualidad el atrevimiento del neófito que acaba de entrar en una religión nueva, la audacia del esclavo recién libertado.

Algunos dicen que esta gran revolución en la vida doméstica ha venido a Europa desde América en los últimos cincuenta años; como los Palaces, como la afición exagerada al baile, como los jazz-band y tantas cosas contemporáneas. Otros afirman que no ha sido precisa la influencia americana para esto, pues en todo tiempo han existido en Europa esposas que arruinaron a sus maridos. Pero aunque así fuese, representó en su época una excepción, y de ningún modo algo general y corriente como en nuestros tiempos.

El hecho es que ahora, cuando se pregunta: “¿Cómo se arruinó Fulano de Tal?”, se escucha con frecuencia la misma respuesta: “Al pobrecito lo arruinaron su mujer y sus hijas.”

Esto tiene una explicación lógica. En los tiempos presentes, amigos míos, la mujer resulta más cara que nunca. Es empresa difícil sostener el lujo de una señora decente. Ríanse ustedes de las magnificencias de ciertas mujeres célebres que figuran en la Historia. El lujo de antes era deslumbrador, pero consistía principalmente en alhajas; es decir, en algo duradero y que representaba un capital, guardado en reserva. Un hombre, al hacer entonces regalos ostentosos a su mujer, iba depositando en realidad dinero para el porvenir en la caja fuerte de su casa. Lo terrible es el lujo de ahora: lujo de trapos, de blondas, pieles y plumas, cosas todas que duran un par de meses, o cuando más un par de años, que se ajan con facilidad y sólo pueden admirarse unos días, pues carecen de la seducción sólida, inconmovible, eterna, de las piedras preciosas.

Ustedes habrán oído hablar de Madame Recamier. Todo París estaba a sus pies hace un siglo. Era la mujer más elegante de su época. Los guerreros napoleónicos, los santos padres del naciente romanticismo, los hombres de moda, necesitaban ir todas las tardes a su tertulia, que era como una consagración. La divina Julieta estrenaba diariamente un vestido; lo llevaba unas horas nada más, y lo regalaba después a su doncella. ¡Trescientos sesenta y cinco vestidos al año!...

Pero el valor de cada uno de ellos equivalía, según testimonio de los indiscretos de aquella época, a unos tres francos cincuenta céntimos. Eran túnicas blancas de lino o de batista, sobre las cuales colocaba la divina Recamier una faja de seda celeste, y su belleza rubia no necesitaba más para tenderse en un diván, rematado por cuellos de cisne, a escuchar los lamentos ossiánicos de un arpa o los versos recitados por su amigo Chateaubriand.

Ahora, una mujer tenida por elegante se considera deshonrada si lleva vestidos de menos de mil francos. Lo corriente es que valgan dos mil. Y lo mismo ocurre con el sombrero, las botas, etcétera. Además, la pobre Recamier haría reír a nuestras amigas si intentase deslumbrarlas cambiando cada día de vestido. Un vestido por día: ¡qué suciedad!, ¡qué atraso!... Una mujer chic cambia ahora ritualmente de vestido tres veces al día, cuando menos, y debe preferir la muerte antes de conocer la deshonra de que sus compañeras la sorprendan dos días seguidos llevando las mismas ropas.

Aquellas cortesanas y comediantas, lujosas como la reina de Sabá y devoradoras de millones, que todos hemos conocido en el teatro y en los libros al describir la vida de París de hace medio siglo, son ya personajes fantásticos de comedia y de novela. Sólo existen en la imaginación de las gentes crédulas. Vayan ustedes a las joyerías de la plaza Vendôme, a los modistos de la rue de la Paix y demás proveedores del lujo femenino; pregúntenles por las “artistas” de costumbres ligeras y por las mundanas célebres, que deben ser sus mejores clientes, y verán cómo tuercen el gesto:

—Eso era en otros tiempos, señor. Ahora las gentes de tal clase no nos convienen; sólo saben hacer deudas. Ya no hay grandes duques rusos que las protejan. Unicamente quedan agentes bolcheviques, que vienen de allá llevando varios millones para la propaganda roja y los gastan con bailarinas viejas que admiraron en su juventud de bohemios hambrientos. Pero son tan pocos, que esto no significa nada. Háblenos usted de señoras decentes; de mamás y de niñas. Esa es la verdadera clientela de nuestra época. Los millonarios de América y de Europa ya no gastan el dinero más que en las mujeres de su casa. El despilfarro y la locura marchan ahora del brazo con la moral.

Y los tales comerciantes, si fuesen capaces de hablar con esta franqueza, dirían la verdad. Hay ahora niña casadera que antes de los veinte años presenta a su papá cuentas de modisto y de otros proveedores más enormes que las que pagó su abuelo ocultamente cuando se dedicaba a proteger bailarinas o a dar a conocer al mundo el talento de alguna comediante joven y de buen rostro.

La familia del doctor Pedraza era de esta clase. La eterna preocupación del prócer argentino consistía en ser rico, enormemente rico, para que su familia, compuesta toda de mujeres, no experimentase ninguna privación en sus deseos de lujo.

Cada vez que el doctor encontraba en los relatos de fiestas aristocráticas publicados por los diarios a “la distinguidísima señora de Pedraza y sus lindas e interesantes hijas”, sentía la misma emoción de vanidad satisfecha, el mismo legítimo orgullo del artista que ve elogiadas sus obras.

Para él, su mujer era la primera dama de Buenos Aires y sus hijas estaban destinadas a casarse con los jóvenes más ricos del país. Y esta admiración por su cónyuge se convertía en obediencia absoluta a todas sus indicaciones, como si la considerase incapaz de equivocarse en los asuntos concernientes a la familia. El, para los negocios, para ganar dinero; y su esposa, para la vida de alta sociedad, para gastar con “distinción”.

No resultaba extraordinario que después de veinte años de matrimonio siguiese tan enamorado de su esposa. Doña Zoila (allá no son raros nombres como éste) era una hermosa mujer: la patricia argentina, madre de numerosa familia, que mantiene intactas la belleza y la gracia de la primera juventud y muestra todavía un gran atractivo femenil rodeada de sus nietas. Esta matrona, de ojos negros y arrogante estatura, guardaba todas las magnificencias físicas de una raza sana y fuerte, que adopta por moda los enervamientos del lujo, pero no ha sido vencida aún por ellos.

Doña Zoila era la primera invitada a toda fiesta. Su opinión equivalía a una ley; ella indicaba lo que era distinguido y lo que debía ser considerado como “guarango”. Se estremecía de orgullo al declarar que todas sus ropas procedían de París y que los grandes modistos de allá se preocupaban del adorno de su persona, salvando el obstáculo de tres mil leguas oceánicas. Cuando llegaban los comisionistas de la rue de la Paix a Buenos Aires, apenas habían empezado a desenfardar en el hotel sus modelos para la estación próxima, a la primera que avisaban era a “Madame Pedraza”. Contaban con ella como gran compradora, y además sus gustos y sus recomendaciones eran seguidos por mucha gente.

Después de su reputación de mujer elegante, lo que más apreciaba ella al conversar en los salones con algún extranjero era poder decir:

—Y tal como usted me ve, soy madre de seis señoritas.

Una maternidad tan corta representaba para ella una humillación, y se apresuraba a añadir:

—Una hermana mía tiene diez y ocho hijos; muchos de ellos varones.

Esto es natural en un país poco poblado, que sólo cuenta un habitante por kilómetro. Mientras los dueños de estancia fomentan la cría de sus reses, en las ciudades, las esposas se afanan por aumentar el número de ciudadanos.

Además, amigos míos, aquellas mujeres que llevan en sus entrañas el porvenir de su país son sanas y prolíficas, con la frescura y la salud de un pueblo joven. Como la riqueza las impulsa a aceptar los caprichos de la moda, a lo mejor se resignan a sufrir los tormentos del hambre para ser extremadamente delgadas. “Hay que conservar la línea.” Pero a pesar de su demacración elegante y su agostamiento distinguido, no pueden ocultar la solidez del andamiaje interno, el noble vigor de sus antecesores los centauros de la pampa. Parecen, por lo flacas, que acaban de salir de una ciudad sitiada, o de un transatlántico con averías en alta mar que sometieron a los pasajeros a la media ración. Pero que la moda les dé permiso para comer y renacerán esplendorosas, como surge el trigo en la llanura argentina cuando llueve largo.

Decía, señores, que el doctor Pedraza amaba y admiraba al mismo tiempo a su esposa. Ni una sola vez había contestado negativamente a las peticiones de doña Zoila, y eso que la señora no reconocía límites ni escrúpulos en los gastos para sostener, como ella decía, “el prestigio de la familia”. Habitaban una casa nueva, grande y elegante en las cercanías del Parque de Palermo; estaban abonados invariablemente a uno de los mejores palcos del teatro Colón durante la temporada de ópera, y a otros palcos en diversos teatros. En Buenos Aires no abundan las fiestas de sociedad, y el llamado “gran mundo” se ve y se habla durante los entreactos en las representaciones tenidas por elegantes. Su servidumbre era numerosa. Poseían tres automóviles: uno, el de “negocios”, para el señor, y otros dos que empleaban la señora y las niñas para visitas o excursiones.

Doña Zoila enviaba a la casa donde el doctor tenía establecido su “escritorio”, todas las cuentas de sus proveedores urbanos, así como las que llegaban de París y Londres los días de vapor correo. Y Pedraza, sin hacer objeciones, iba llenando hojas y más hojas de su cuaderno de cheques, y las entregaba, dando por terminado el asunto.

Le enorgullecían los enormes gastos hechos por su cónyuge. Eran una demostración de su elegancia natural y de su noble origen. Porque el doctor creía más aún que su mujer en el linaje aristocrático de ésta.

—Soy de los Pérez Zurrialde—declaraba doña Zoila con orgullo en determinados momentos.

Y los demás, cuando querían hacer un elogio completo de ella, después de ensalzar su elegancia y su buen gusto, acababan diciendo: “Es una Pérez Zurrialde.”

Todos creían en la distinción aristocrática de esta familia, sin poder explicar el porqué de su creencia. En América se ve esto muchas veces. Hay familias que cuentan entre sus antecesores generales célebres, héroes patrióticos, presidentes de República. Pero otras, cuyos abuelos no hicieron nada y no fueron nada, pasan, sin embargo, por más distinguidas y más aristocráticas. Tal vez será porque estos predecesores hablaron poco, se mantuvieron al margen de las luchas del país, se preocuparon únicamente de vestir bien, dedicando a esto toda su inteligencia, y fueron muy exigentes en materia de casamientos, emparentándose solamente con sus allegados.

Si una familia se empeña en ser aristocrática, como ponga en ello su voluntad durante tres generaciones y lo afirme a todas horas, al cabo de un siglo todos acabarán por aceptar su aristocracia y creer en ella. ¿Quién va a escarbar la historia de nadie más allá del abuelo o el bisabuelo?... Hace cien años, en todas las colonias españolas de América el mayor signo de distinción y bienestar era tener tienda abierta: un establecimiento de comestibles o de ropas. Las familias linajudas de todas las ciudades históricas de aquellas repúblicas tuvieron por fundadores a tenderos españoles o criollos, que representaban la riqueza y la aristocracia de entonces. La agricultura y la ganadería no valían nada en aquellos tiempos. Sólo eran ricos los que vivían detrás de un mostrador. Pero doña Zoila no quería saber esto: “Soy una Pérez Zurrialde.” Y su marido, simple Pedraza que había alcanzado de niño a conocer a su abuelo, un emigrante venido de Castilla, participaba también de esta admiración por el noble linaje de su esposa, por la historia de aquella familia, que databa casi de siglo y medio, lo que equivale en América a perderse en la noche de los tiempos.

Además, esta esposa, todavía bella, de elegancia generalmente reconocida y que le había dado seis veces la reproducción de su propia persona, merecía gratitud por sus sólidas virtudes conyugales.

Con doña Zoila “no había miedo a novelas”, como decía el doctor, y un marido podía vivir en perpetua tranquilidad. Su avidez de audacias elegantes no iba más allá de las invenciones del modisto, de la sombrerera y demás artistas encargados del embellecimiento de la mujer. Para ella no existía otro amor que el conyugal. Los demás caprichos e invenciones eran buenos para las “locas de París” y no para ella, una señora, casada y madre.

Gustaba de que los hombres elogiasen en los salones la elegancia de sus vestidos y su sabiduría para apreciar lo que es chic y lo que no lo es; pero nada de alabanzas a su persona, nada de muestras de asombro o admiración por su belleza, que se mantenía fresca y viva, desafiando al tiempo.

—Pero usted—le dijo un europeo—gasta una fortuna en vestidos todos los años, y debe complacerle que los hombres admiren su lujo y se lo digan.

La señora de Pedraza acogió con un gesto desdeñoso tales palabras: Eso sería verdad allá en Europa, donde las mujeres sólo piensan en los hombres.

—Entonces—siguió preguntando el curioso—,¿para qué viste usted con tanta elegancia y se preocupa del adorno de su persona?...

Doña Zoila, antes de contestar, le miró con cierta conmiseración, como apiadada de su ignorancia:

—Para dar envidia a mis amigas y que rabien un poco.

III

Llevaba yo tres semanas de presentarme todas las tardes en la antesala del presidente del Banco Hipotecario, para saber si mi petición de empréstito iba a ser bien acogida por los señores de la Junta, cuando hablé por primera vez con el doctor Pedraza.

Algunos de ustedes tal vez no saben lo que son las cédulas del Banco Hipotecario Argentino. En las Bolsas de Europa las consideran como un papel de esos que llaman “de todo reposo”; un valor para que el padre de familia invierta en él sin miedo sus ahorros y la viuda pobre su escasa herencia. Estas cédulas hipotecarias gozan de más crédito entre la gente tímida que los empréstitos que emiten los gobiernos o las obligaciones de las empresas industriales, que siempre tienen algo de aventurado. Cada título representa un pedazo de tierra hipotecada, algo sólido, tangible, que no puede desaparecer ni volatilizarse en una guerra o una catástrofe. Y como los directores del Banco Hipotecario desean mantener incólume el prestigio reposado y seguro de su institución, de aquí que procediesen en mis tiempos con tanta lentitud y minuciosidad en sus operaciones, como si aun vivieran en la época colonial.

Yo aspiraba a que me diesen dinero con la garantía de mis tierras; pero ellos, antes de emitir sobre mi propiedad varios centenares de cédulas nuevas y venderlas en Europa a gentes timoratas que sólo tienen de América vagas ideas, necesitaban minuciosos informes y repetidas exploraciones de sus ingenieros para que en lo futuro no fuese posible una depreciación de la hipoteca.

El ujier del presidente se inclinó al entrar en la antesala un hombre vestido con elegancia y de aspecto aseñorado. Le abrió la puerta del despacho presidencial y luego creyó necesario darme una explicación para que no me doliese la injusticia de que alguien entrase antes que yo, no obstante mi larga espera.

—Es el doctor Pedraza..., un señor muy rico que ha sido diputado nacional.

Volví a verle otras tardes en el Banco Hipotecario, pero esperando lo mismo que yo, pues he observado muchas veces que la frecuentación de las oficinas no da mayor confianza al solicitante, sino, por el contrario, le quita poco a poco el prestigio y la entrada franca que tuvo en sus primeras visitas. El doctor Pedraza acabó por sentarse en la antesala cerca de mí. Unas veces había salido el presidente; otras, no deseaba hablar con él, sino con los ingenieros y los peritos del Banco, cuyo informe era siempre laborioso, circunspecto y lento. Un amigo cualquiera nos puso en relación, y como la soledad de la pieza predisponía a las confidencias, hablamos mucho durante las horas pesadas y al mismo tiempo optimistas que siguen al almuerzo, y son en Buenos Aires las de visita a las oficinas.

El doctor Pedraza solicitaba lo mismo que yo, aunque entre sus pretensiones y las mías existiese una diferencia igual a la que separaba mi humilde persona de colonizador extranjero de su opulencia de gran propietario. Quería hipotecar la estancia heredada de sus padres, operación importante para el Banco por tratarse de un préstamo de muchos centenares de miles de pesos.

Esto no me produjo asombro, ni quebrantó el respeto que me infundía el doctor como hombre rico. En aquel país se puede ser un gran millonario y deber al mismo tiempo sumas enormes. Hasta parece que la riqueza traiga aparejado lo de tener deudas. Se emprenden sin miedo nuevos negocios; se compra sin tener con qué pagar, dando por seguro que se venderá lo comprado antes de unos meses y con fabulosa ganancia; nadie vacila en tomar cantidades a préstamo... Así es como se ha engrandecido aquel país.

Para mí era indudable que este opulento personaje necesitaba el dinero de la hipoteca para emprender algún negocio considerable y secreto.

Seducido por el silencio con que le escuchaba, iba enumerando Pedraza las magnificencias de la estancia que pretendía hipotecar. Además, todo argentino nace propagandista de su patria, y se enardece hasta ser elocuente cuando relata las grandezas de la tierra natal. El doctor, exagerando un poco, me describía los pastos de sus praderas, pasándose una mano por el pecho para hacerme ver hasta dónde llegaba su altura. Yo, escuchándole, contemplaba imaginativamente el galope circular de las tropas de yeguas por el vasto campo cerrado con alambradas; el lento rumiar de los bueyes, mejorados por una continua selección, casi sin cuernos, con el lomo plano lo mismo que una mesa, y carnosos, como si en su interior hubiera quedado suprimido el andamiaje del esqueleto.

—Ha habido año que he vendido diez mil novillos; ¿sabe, compañero?...

Otras tardes sentía la nostálgica necesidad de hacerme ver el Buenos Aires de su infancia. Casas bajas de sobria arquitectura colonial; aceras de ladrillo que parecían escaleras por sus numerosos altibajos; calles profundas como barrancos, polvorientas unas veces y otras tan llenas de agua estancada que había que vadearlas lo mismo que riachuelos. Muy pocos transitaban a pie por la ciudad.

—Yo iba a caballo a la escuela, y los otros muchachos “bien” llegaban del mismo modo. Mientras duraba la lección había fuera de la casa unas cuantas docenas de caballitos “petizos”, que entretenían su impaciencia escarbando el suelo con las patas. Cuando yo salía de la escuela, mi “petizo” había abierto un hoyo así de grande. Los mendigos también iban montados, pidiendo limosna de puerta en puerta. Los cocheros públicos encontraban que era más barato no dar de comer a sus animales, y cuando éstos se les morían, enganchar otros nuevos. No tenían más que salir a las afueras de la ciudad para comprarlos por lo que querían ofrecer. Y ahora vendo yo caballos en mi estancia tan caros como en Europa... Además, ¡lo que ha cambiado nuestro Buenos Aires! Es cosa de asombrarse, compañero, viendo esas avenidas y esas casas que parecen las de Nueva York... A veces creo que lo de mi niñez fué algo soñado.

Pero el doctor cortaba su entusiasmo patriótico para protegerme con una de sus miradas bondadosas:

—Y usted, galleguito, ¿qué piensa hacer con su plata cuando esos señores le acepten la operación?...

Modestamente iba yo explicando mis planes de colonizador. Con el producto de la hipoteca terminaría la roturación de mis terrenos; compraría tractores mecánicos y otras maquinarias agrícolas de las que fabrican en los Estados Unidos; crearía un sistema de riego, y las ganancias del nuevo cultivo me permitirían pagar los intereses de la deuda y suprimirla finalmente, vendiendo tierra en pequeñas parcelas. Pero me avergonzaba de la modestia de mis planes al recordar la importancia del hombre que me estaba escuchando.

—Usted, doctor, sí que hará cosas enormes en su estancia con esa fortuna que le va a prestar el Banco. ¡Habrá que ver eso!...

Y el doctor acogía mis palabras moviendo la cabeza con pensativa gravedad. Luego hablaba. Los tiempos empezaban a ser malos; la compra y venta de terrenos se iba paralizando; ya no era un negocio la especulación. Sería conveniente volver al cultivo de las estancias, como lo habían hecho los padres y los abuelos, pero agrandándolas, modernizándolas...

Dejé de verle. La operación sobre su estancia estaba casi terminada, y de un momento a otro le iban a entregar las cédulas hipotecarias, o sea el dinero. Para él los informes de los técnicos se hacían breves, y los obstáculos rituales se derrumbaban ante su paso. Por algo era el doctor Pedraza, y su esposa una Pérez Zurrialde. Además, doña Zoila, la noble criolla, resultaba parienta, más o menos próxima, de la mayor parte de los directores del Banco.

Como si la protección que me había dispensado el doctor—expresada únicamente hasta entonces con palabras amables y ojeadas majestuosas—empezase a ejercer sobre mí una influencia real, algunas semanas después los poderosos personajes del Banco se apiadaron de mi insignificancia, concediéndome la hipoteca sobre mis tierras.

Esto representó un descanso en mi angustiosa empresa, un alto durante el cual podría resollar algunos meses con la tranquilidad que proporciona la abundancia de dinero. Ya no tendría que mendigar pequeños préstamos en los Bancos particulares. Pagué deudas, emprendí los trabajos que tenía proyectados, encargué maquinaria a los Estados Unidos, y como la nueva orientación de mi empresa exigía una espera, durante la cual permanecería inactivo, me acometió el deseo de hacer un viaje corto a Europa.

Bien había ganado este descanso en dos años de áspera lucha. Además me quedaba disponible algún dinero, varios miles de pesos, que podía gastar en el regalo de mi propia persona, e inmediatamente sentí lo que llaman en Buenos Aires “la enfermedad de París”. ¿Por qué yo, que pretendía llegar en lo futuro a millonario (estilo América del Sur), no me podía dar por algunas semanas una representación adelantada de lo que es en Europa la vida de un personaje de tal clase?...

Precisamente hacía un mes que en Buenos Aires los periódicos y las gentes hablaban todos los días del Cap Bojador, transatlántico alemán que había hecho su primer viaje desde Hamburgo e iba a emprender su travesía de regreso. Esto fué antes de la última guerra europea, y el tal Cap Bojador, que no sobrepasaba en importancia a la mayor parte de los transatlánticos que van a los Estados Unidos, era considerado como una maravilla por su gran tonelaje entre los buques que remontan el río de la Plata.

Las gentes hablaban de sus salones lujosos; de su piscina de natación; de las previsoras innovaciones establecidas en sus camarotes para atender a las más pequeñas necesidades higiénicas, del invernáculo que esparcía su jardín de flores tropicales sobre la última cubierta. Una muchedumbre interminable bajaba como en procesión al muelle para visitar esta maravilla flotante.

¡Pobre Cap Bojador! La organización germánica lo había previsto todo en él. Hasta guardaba en lo más secreto de sus bodegas unos cuantos cañones desmontados para convertirse rápidamente en corsario si estallaba una guerra. Y cuando la noticia de la guerra le sorprendió, años después, estando anclado en Buenos Aires, montó su artillería y salió al mar, para ser cañoneado y echado a pique por los cruceros ingleses cerca de las costas de Africa.

Familias que semanas antes no pensaban ni remotamente en un viaje a Europa, sentían de pronto la necesidad de pasar el Atlántico. Fué de moda ser pasajero del Cap Bojador en su primera travesía. Representaba una gran distinción. Sólo los millonarios podían permitirse, según el vulgo, este gusto inaudito.

Preparaba yo modestamente mi viaje en otro buque cuando me avisaron que en el famoso transatlántico había un pequeño camarote libre. Alguien había desistido de su excursión a última hora. ¿Por qué no había de darme el gusto de figurar, aunque fuese en último término, entre los opulentos pasajeros del Cap Bojador, cuando precisamente iba yo a Europa para hacer el aprendizaje de cómo viaja y vive un futuro millonario?...

La salida del buque fué precedida de una confusión clamorosa y triunfal. Todos los alemanes de Buenos Aires se habían aglomerado en el muelle para celebrar este acontecimiento glorioso. Músicas, banderas, ¡hocs! incesantes al Káiser, cánticos del Hüber Alles. Además, gran afluencia de familias criollas, que acudían para admirar y envidiar a los que se marchaban; haces de flores enormes, como gavillas de trigo; cajas de chocolates que parecían maletas; besos; miles de pañuelos tremolados como banderas...

Pasé modestamente a través de esa confusión. Nadie me conocía y yo no conocía a nadie. Cuando el buque se despegó del muelle tuve un encuentro en una de las calles de esta ciudad flotante que se iba deslizando sin el menor movimiento, como si resbalase sobre el fondo del río de la Plata. El doctor Pedraza iba a Europa con toda su familia.

Doña Zoila y las seis hijas se movían atareadas y confusas, no sabiendo qué hacer de las gavillas de flores y las cajas de dulces apiladas sobre varios sillones de la cubierta: regalos de las numerosas amistades que habían acudido a despedirlas. Todas ellas llevaban unos vestidos de violenta novedad, “modelos únicos”, encargados, sin duda, por cable a París apenas la familia decidió el viaje.

El doctor iba trajeado como yo me imaginaba entonces que vestían el presidente de la Cámara de los Lores o el primer ministro inglés al salir de excursión. ¡Las ilusiones de aquel tiempo, en que no habíamos visto aún los retratos de Lloyd George!...

Me distinguió el rico argentino una vez más con sus palabras amables, rebuscadas, majestuosas, y también con sus ojos protectores. En el curso del viaje se dignó muchas veces tratarme como si fuese amigo suyo, y hasta hizo mi presentación a doña Zoila y las niñas, las cuales me acogieron con una indiferencia cortés.

Era la familia más importante de a bordo por el número de sus individuos y por su lujosa instalación.

Doña Zoila y su esposo habitaban un amplio dormitorio, con salón propio y otras dependencias. Las seis niñas se habían resignado a ocupar tres amplios camarotes de los más caros, cada uno con dos camas. Además, formaban parte de esta expedición un par de doncellas españolas al servicio de las señoritas: una parienta, pobre, de doña Zoila, que no se dignaba prestar otro trabajo que el de servir de acompañanta a las niñas en ausencia de su madre; el ayuda de cámara italiano del doctor, y una vieja criada mestiza que había tenido en sus brazos a la señora de Pedraza y seguía la familia a todas partes, como un recuerdo histórico de la noble casa de los Pérez Zurrialde. En total, doce personas, ocupando todo un lado de cierto corredor del buque donde estaban las mejores habitaciones.

La señora y señoritas de Pedraza viajaban “a la ligera”, según declaración de la mamá, pues se proponían renovar enteramente su vestuario cuando llegasen a París. Esto no impedía que al lado de las puertas de sus camarotes estuviesen amontonados y obstruyendo el paso numerosos cofres y maletas: una pequeña parte destacada del grueso del equipaje oculto en las bodegas. El viaje de Buenos Aires a Boulogne iba a durar aproximadamente veinte días. Una persona decente debe cambiar de vestido tres veces cada veinticuatro horas, y ellas no podían resignarse a que las demás pasajeras dijesen que en los veinte días se habían puesto dos veces las mismas ropas. Total: sesenta vestidos por cada una de ellas, ¡y eran siete!...

Las dos hijas mayores habían dejado sus novios en Buenos Aires, y todas las mañanas escribían una carta, guardándola para echarlas luego juntas en los puertos donde hacía escala el buque. Sus hermanas menores bailaban en el gran salón o en la cubierta cuando los camareros del vapor se convertían en músicos, unas veces de instrumentos de cuerda, otras de metal. Además hacían continuos ejercicios gimnásticos para cultivar su delgadez, riñendo batallas tenaces y heroicas con el apetito juvenil, excitado por el aire del mar. Sus comidas consistían casi siempre en una taza de té, y alguna de ellas hasta suprimía este líquido con la ambición de llegar a ser más esquelética que sus hermanas.

En cambio, el doctor Pedraza gozaba con regodeo de la abundante mesa de a bordo, así como de la consideración y el respeto que le acompañaba en sus paseos por el buque.

—Es un doctor de Buenos Aires—decían algunos europeos de regreso a su tierra, al mostrarse a este personaje—, un estanciero riquísimo, una persona “bien”. ¡La plata que debe tener!...

Al verme Pedraza, poco después de haber zarpado el transatlántico, me saludó dándome en la espalda una de sus palmadas de buen príncipe.

—¡Usted aquí, españolito!... ¿Va usted a dar un paseo por Europa?... Hace bien; no todo ha de ser trabajo... Hay que gastar la platita.

¡Simpático y bondadoso personaje! Recordé nuestras conversaciones durante las primeras horas de la tarde, sentados en la antesala del Banco Hipotecario.

Luego una idea absurda, inverosímil, pasó por mi pensamiento. Se me ocurrió que el dinero facilitado por el Banco Hipotecario iba a servir en su mayor parte para este viaje suntuoso.

Tal vez el doctor Pedraza había hipotecado su estancia para dar gusto a su familia, deseosa de realizar un paseo triunfal por el viejo mundo: un viaje que excitase la envidia y la admiración de las amigas que dejaban a sus espaldas.

IV

Terminada la navegación nos vimos poco. Yo no podía vivir en el mismo plano que este millonario.

Además huía de él, no porque me fuese antipática su persona, sino por miedo a la deslumbrante doña Zoila y a sus hijas, que parecían esparcir una nueva luz sobre París.

Le Figaro, que es el diario que presta más atención al paso de los americanos, hablaba casi todos los días de “Madame de Pedraza, ilustre dama argentina, y sus hermosas hijas”.

Ocupaba la familia una parte considerable del primer piso de cierto hotel monumental, próximo al Arco de Triunfo. Algunas mañanas el doctor, con su esposa y las seis niñas, salían a caballo para galopar por las avenidas del Bosque de Bolonia. Esta cabalgata, que muchos, en el primer momento de sorpresa, tomaron por un desfile de artistas de circo, servía para demostrar la opulencia de la familia. Además, todos eran excelentes jinetes, que habían aprendido la equitación por instinto, en la estancia natal, al mismo tiempo que aprendían a hablar.

No se sabe si fué la admiración o la envidia la que inventó el mote; pero las seis señoritas Pedraza empezaron a ser apodadas “Las walkirias argentinas”.

El éxito de las hijas del doctor no podía ser más halagüeño para la vanidad de sus padres. No digo que París entero se preocupase de ellas. París es muy grande y su vida está dividida en sectores. Pero en el fragmento de mundo parisién donde se movían los Pedraza, o sea la porción comprendida entre el Bosque, la Avenida Kleber y los bulevares, la popularidad de las seis walkirias era cada vez más grande.

En los establecimientos de la calle de la Paz, de los Campos Elíseos y de la plaza Vendôme sonaba con frecuencia el nombre de madame de Pedraza y sus demoiselles, recomendando los jefes, con voz respetuosa, el rápido cumplimiento de los encargos de tan ricas clientes. Muchas veces, al contar yo que venía de la Argentina y tenía en ella mis negocios, escuché las mismas palabras:

—Ahora está en París un gran millonario de allá, el doctor Pedraza, con su esposa, una señora muy distinguida, y sus niñas, que parecen un coro de ángeles. ¡Lo que gasta esa familia! ¡La fortuna enorme que debe tener el padre!... ¡Qué collar de perlas el de la mamá!...

Y yo asentía a estas expresiones de asombro y admiración... ¿Para qué hablar? En Europa tienen tal concepto de la riqueza, sólida, inconmovible, cristalizada, que no pueden imaginarse la riqueza movible, inquieta y en continuo volteo de los países americanos: una riqueza que se aleja y vuelve, se desvanece y torna a reconstituírse, haciendo que un mismo hombre se vea tres o cuatro veces en su existencia millonario como un príncipe de cuento de hadas y mendigo visionario.

Además, el lujo enorme de la familia Pedraza, que yo apreciaba desde lejos, acabó por desorientarme, haciéndome dudar de lo que había visto al otro lado del Océano.

En realidad, yo sólo sabía del doctor que había hipotecado la mejor de sus fincas; pero esto no significaba nada extraordinario ni fatal. En el Nuevo Mundo no basta preguntar cuánto posee una persona; es preciso añadir: “¿Cuánto debe?”. Todos, por ricos que sean, tienen deudas enormes, contraídas para el agrandamiento de sus negocios. El crecimiento rápido de los pueblos jóvenes exige que los ricos vivan un poco a la ventura, como viven los jugadores, confiándose a su buena suerte y tomando sin vacilación todo el dinero que les ofrezcan, con la esperanza de poder devolverlo gracias a nuevos negocios.

Tal vez el doctor era más rico que yo me lo imaginaba, y su préstamo debía ser considerado como una operación transitoria y sin importancia. Al año siguiente una portentosa cosecha de trigo, o una de aquellas ventas de “hacienda”, en las que entraban los novillos a miles, y que él me había descrito entusiásticamente en sus conversaciones, bastaría para pagar enteramente su deuda sin tener que imponerse sacrificio alguno.

Antes de que yo regresase a la Argentina tuve noticias directas de los grandes éxitos obtenidos en París por doña Zoila y sus hijas. Las dos mayores se mostraban refractarias a todo coqueteo, e iban de fiesta en fiesta, estrenando cada vez un vestido riquísimo; pero graves y austeras, orgullosas de su lujo y dignándose mirar únicamente a las de su sexo, lo mismo que su noble madre.

—Somos muy argentinas y sólo podemos casarnos con uno de nuestra tierra.

Las dos seguían escribiendo diariamente a sus novios, que estaban en Buenos Aires. Unicamente les interesaban en París los vestidos y los elogios de las mujeres.

En cambio, las otras hermanas vivían asediadas por el amor y las peticiones matrimoniales. Hasta la más pequeña, que todavía iba de corto y con el cabello suelto, tenía varios suspirantes que la deseaban por esposa. La fama de estas millonarias recién llegadas se había esparcido por todos los círculos, más o menos aristocráticos, donde hay jóvenes que se tienden con desesperación en un diván después de haber perdido los últimos miles de francos en la sala destinada al juego.

Además, en los años anteriores a la guerra la República Argentina acababa de ponerse de moda, y los conocimientos geográficos de los hombres deseosos de adquirir una fortuna casándose se ensancharon considerablemente.

Todos habían acabado por descubrir una gran novedad; que existen dos Américas: la del Norte y la del Sur. El matrimonio con americanas de los Estados Unidos era ya entonces una industria en decadencia. Los títulos nobiliarios se aprecian allá cada vez menos. Las mujeres de aquel país, dotadas de un carácter práctico y escarmentadas por la experiencia, se reservan el manejo de sus bienes, y el marido sólo es un consocio bien alimentado, pero sin derecho a tocar la fortuna de su esposa: una especie de rey consorte, sin voz ni voto en el gobierno de la casa...

Era conveniente buscar acomodo en la otra América, donde también existen millonarias, menos numerosas, pero más inexpertas en esta clase de alianzas. El riquísimo doctor llegaba oportunamente con cuatro hijas casaderas, y todos los que en París esperaban salvarse por medio del matrimonio olvidaron lo que sabían de inglés para perfeccionarse en el tango y chapurrear algunas palabras de español.

Dos de las señoritas Pedraza empezaron a mostrarse distanciadas por una rivalidad aristocrática:

—Yo puedo ser duquesa si quiero—decía una de ellas—, y a ti sólo te pretende un marqués.

—Pero el mío es más joven que el tuyo—contestaba la otra.

Doña Zoila creyó oportuno cortar tales disputas con la autoridad de su noble pasado. Nada tenía que decir contra estos personajes que aspiraban a ser sus yernos; pero no le hacían ningún favor extraordinario al pretender entrar en su familia. Ellos tenían un pasado histórico, pero los Pérez Zurrialde no eran cualquier cosa allá en su tierra. Si llegaban a casarse con sus niñas no tendrían por qué ruborizarse, pues éstas eran iguales a ellos.

Empezó a circular entre los sudamericanos de París la noticia de que un duque y un marqués querían ser yernos del doctor Pedraza. Les corría prisa esta unión y deseaban realizarla antes de que la familia volviese a Buenos Aires. Las niñas, por su parte, también mostraban una prisa igual, pensando en lo que dirían sus amiguitas de allá al verlas con títulos nobiliarios.

Yo me marché de París en aquellos días; pero las confidencias de algunos amigos del doctor sirvieron para darme una idea aproximada de lo que debió ocurrir.

Estos nobles personajes que descienden a emparentarse con los ricos del otro lado del Océano muestran siempre un gran desinterés cuando llega el momento de tratar las condiciones materiales que deben regir la asociación matrimonial. Ocupados en el galanteo de la joven millonaria, no quieren interrumpir su dúo de amor con vulgares discusiones financieras, y envían a un llamado hombre de ley, a un notario que ha servido siempre a su familia o al administrador de su hacienda quebrantada para que ajuste el convenio con los padres.

El doctor Pedraza, hombre de negocios, consideró sin importancia estos tratos preliminares del matrimonio. El manejaría a su gusto a los dos nobles señores que pretendían ser hijos suyos. Pero en vez de hablar con ellos, tuvo que recibir la visita de dos leguleyos franceses, de palabra melosa, con el plumaje áspero y el pico duro, lo mismo que aves de rapiña.

Pedraza y su noble esposa se expresaron como príncipes generosos que no pueden contar la inmensidad de su fortuna. Los dos se comprometieron desde el primer momento a entregar a cada una de sus niñas una renta anual de trescientos mil francos. Pero los enviados no creían en rentas que pueden ser pagadas fielmente el primer año e ir disminuyéndose en los siguientes, hasta quedar suprimidas. Ellos necesitaban un capital positivo, aunque la renta fuese menor: campos, casas, valores mobiliarios, algo que pudiera convertirse en dinero a cualquiera hora, dando una seguridad de riqueza a sus poseedores.

En resumen: que éstas conferencias laboriosas, en las que se batían ambas partes con buenas palabras y perversas intenciones, terminaron tan mal como cualquiera de las entrevistas diplomáticas a las que asisten los Gobiernos con el propósito de engañarse unos a otros.

El duque y el marqués desaparecieron. Las dos niñas lloraron un poco. ¡No poder marcar con una corona heráldica sus pañuelos y sus ropas más íntimas, para envidia de las amigas!...

Las hermanas mayores, que habían sufrido en silencio el orgullo nobiliario de las otras, creyeron llegado el momento del desquite.

—Nosotras debemos casarnos con gentes de nuestra tierra. Aquí, en Europa, sólo nos buscan por nuestra gran fortuna. Os hubieran tomado la plata y después, ¡quién sabe si habrían acabado pegándoos!...

Doña Zoila apoyaba estas palabras:

—Allá no usamos corona, pero somos tan nobles como los de aquí. Vosotras, además de ser Pedraza, lleváis un gran nombre por vuestra madre.

La hermosa señora abominaba ahora de París. Según contó después a sus amigas de Buenos Aires, algunos mocitos que casi podían ser hijos suyos habían osado hablarla, en los salones, de “almas dormidas que deben ser despertadas”, burlándose a continuación de la vulgaridad de ser fiel al marido, y comparando su belleza con el sol de la tarde, más deslumbrador y ardoroso que el del amanecer... ¡A ella! ¡A una matrona respetada por todos en su país!... Si había aguantado en silencio tales audacias era por miedo a que se enterase su esposo, hombre violento en sus cóleras y famoso tirador de pistola.

Pedraza, arrepentido sinceramente de la satisfacción que le había procurado por unas semanas la posibilidad de ser suegro de tan aristocráticos personajes, mostraba ahora un recrudecimiento de sus entusiasmos de americano, hijo de una República.

—Lo de los títulos de nobleza, che, puede deslumbrar a los gringos de Europa; ¿pero a nosotros?... En la América del Sur eso nos hace reír.

V

Transcurrió mucho tiempo sin que yo volviese a ver al doctor. Me enteré por los diarios argentinos de su regreso triunfal de Europa. Otra vez su nombre y el de todas las mujeres que componían su familia volvieron a aparecer en las crónicas de la alta vida social.

Doña Zoila organizaba fiestas de caridad; se movía a la cabeza de todas las Juntas para la difusión de principios morales, y a la hora del té su palabra era escuchada como un oráculo, definiendo lo que es elegancia y en qué consiste la falta de chic. Después de haber pasado un año en París, su autoridad parecía inconmovible.

La vida del doctor resultaba menos dichosa y plácida. Yo le veía pasar en su lujoso automóvil por la avenida de Mayo o apearse en la calle Reconquista, donde están establecidos los Bancos de la ciudad, yendo de uno a otro para sus numerosas e importantes operaciones. Todos seguían considerándole con respeto, como un personaje influyente, y muchos envidiaban su riqueza. Pero de tarde en tarde llegaban hasta mí noticias inquietantes para el crédito del doctor. Sus amigos íntimos contaban que había gastado en Europa un millón de pesos (más de lo que le había prestado el Banco Hipotecario). En las reuniones de alta sociedad se hablaba con asombro del collar de perlas que doña Zoila había adquirido en París, y los envidiosos apuntaban que el marido no tenía fortuna para tantos dispendios.

En mucho tiempo no volví a acordarme de Pedraza, pues bastante tenía con preocuparme de mi propia suerte. La Argentina pasaba en aquellos momentos por una de esas crisis financieras que son en su existencia a modo de una enfermedad normal y periódica, repitiéndose aproximadamente cada diez años.

A los negocios rápidos y extraordinariamente productivos había sucedido la atonía del dinero; al despilfarro, el pánico, el egoísmo y la pobreza. Los Bancos que adelantaban antes capitales para toda clase de negocios, no sólo habían cortado repentinamente sus créditos, sino que exigían la inmediata devolución de sus préstamos. Yo tuve que luchar mucho en aquella época para no salir de la crisis completamente pobre. De no ocurrir tal calamidad estarían ustedes escuchando ahora a un millonario. Gracias que pude salvar lo preciso para retirarme a París y vivir aquí con modestia.

Pero volvamos a nuestro doctor. Su situación era semejante a la de otros compatriotas suyos. Continuaba siendo un capitalista para las gentes: seguía viviendo como un millonario; pero los directores de los Bancos y los hacendados sólidamente ricos, al nombrarle con respeto, contraían los labios como para cerrar el paso a una sonrisa burlona y cruel. Su infortunio llegaba hasta mí fragmentariamente, por noticias sueltas y espaciadas, como se aproximan o se alejan las detonaciones de un combate remoto, según los caprichos del viento.

La familia había tomado, como siempre, su palco en el teatro Colón al empezar la temporada de ópera. Esto era natural. La vida resulta inconcebible en Buenos Aires sin la asistencia a dicho teatro. ¡Antes morir! Pero el doctor había entregado al empresario por el abono del palco, no un cheque, sino un pagaré a noventa días vista. En las malas épocas muchos pagan así en aquel país. Se confía en el porvenir. Nadie cuenta únicamente con lo que tiene en la mano, como los tímidos del viejo mundo; todos admiten de consocia a la esperanza. ¡Quién sabe qué grandes negocios pueden hacerse en el plazo de noventa días!... Como la fortuna tiene alas, sólo necesita unos instantes para llegar hasta nosotros.

También supe que Pedraza había hipotecado la otra estancia que era de su mujer. Acababan de casarse las dos hijas mayores con una magnificencia que hizo acudir a toda la alta sociedad de Buenos Aires. Doña Zoila dió a las bodas de sus hijas el aparato de un acontecimiento histórico. Mientras tanto el pobre doctor se agitaba de la mañana a la noche por conseguir al mismo tiempo dos cosas que parecían antagónicas: sostener el aspecto opulento de su familia sin aminorar sus gastos, y pagar los enormes réditos de sus deudas.

Las cosechas de las dos estancias y las ventas de novillos criados en sus campos sólo servían para satisfacer los tales réditos. Pedraza, deseoso de evitar disgustos a su esposa, disimulaba las angustias de esta situación. Apenas se veía en su casa, rodeado de un ambiente de lujo, entre sus hijas solteras, que hablaban y reían como princesas seguras del porvenir; necesitaba mostrarse optimista, imaginándose una serie de negocios maravillosos que vendrían a sacarle de apuros al día siguiente.

No quiero cansar a ustedes describiendo detalladamente cómo se fué acelerando, cuesta abajo, la ruina de Pedraza. Necesitaba siempre dinero; en los Bancos no querían dárselo al interés corriente, y recurrió al préstamo usurario. Además tuvo que vender con pérdida enorme los terrenos que había adquirido para especular sobre su alza en la buena época del país, cuando circulaba vertiginosamente la riqueza.

Al mismo tiempo mostraba, al hablar con sus hijas casadas y sus yernos, la tranquilidad bondadosa de un hombre inmensamente rico, que al morir dejará caer un chaparrón de bienes sobre sus herederos. Aceptaba sin la menor mueca de contrariedad todas las peticiones de las hijas que vivían en su casa. Doña Zoila, que estaba vagamente enterada de que los negocios no marchaban del todo bien, parecía vacilar algunas veces al hacer a su marido la enumeración de los gastos de la familia, pensando en la posibilidad de ciertas economías. Un día hasta le dió a entender que, en caso de apuro, estaba dispuesta a desprenderse de sus joyas. Pero esto, aun siendo mera hipótesis, parecía causar tal pena a la señora, que el doctor se apresuró a disuadirla.

Le era imposible aceptar que su noble compañera modificase su vida ordinaria. Además, ¿qué dirían las gentes al ver disminuído el lujo de la familia?... Y era el pobre doctor quien recomendaba a su esposa que evitase las economías demasiado visibles. Las niñas debían casarse, y para ello era conveniente que la casa conservase su aspecto de abundancia segura y ostentosa.

Cuando de tarde en tarde me ponía la casualidad al alcance de la palabra solemne y los ojos protectores de mi amigo adivinaba yo los estragos que iba haciendo en su persona esta nueva vida de pobreza disimulada. Iba vestido con la elegancia de siempre; conservaba su aspecto señoril; pero estaba viejo, mucho más viejo que debía serlo por su edad.

—¿Cómo marchan sus negocios, españolito?... Mala época: ¡muy mala para todos!... Pero esto no puede durar.

Y me golpeaba la espalda con la bondad de un ser superior que sabe que existe la desgracia, pero es para los otros, pues él se encuentra por encima de las miserias del vulgo.

Su caída fué larga. Nadie se enriquece con la rapidez que se imaginan los que viven al margen de los negocios; nadie tampoco se arruina, por regla general, en unos instantes, como lo vemos muchas veces en comedias y novelas. Hay ruinas fulminantes, como hay naufragios instantáneos que sólo duran unos minutos; pero la mayoría de las gentes se enriquecen con lentitud, o van empobreciéndose como el que baja una escalera, peldaño tras peldaño. El naufragio del doctor fué igual al de los grandes veleros, que después de estar llenos de agua, todavía flotan con la quilla al aire mucho tiempo, yendo de un lado a otro, al capricho de las corrientes.

En realidad, sólo sé de Pedraza lo que me contaron incidentalmente algunos de sus amigos íntimos. Estas noticias son a modo de episodios sueltos y sin concordancia; pero yo he hecho de todos ellos algo compacto, uniéndolos con los hilos de mis suposiciones. Valiéndome del álgebra de la inducción, he llegado a imaginarme todo lo que le ocurrió al doctor. Dirán ustedes que lo que voy a contarles es en gran parte invención mía; pero hay invenciones más ciertas y verosímiles, por ser lógicas, que las noticias que nos dan como seguras los amigos y los periódicos.

He pensado muchas veces en las tardes que debió pasar cuando quedaba solo en su “escritorio”: un piso arrendado en la avenida de Mayo para sus oficinas. Lejos de su casa y libre de las seducciones que ejercían sobre él las mujeres de su familia, obligándole a verlo todo de una manera optimista, quedaba frente a frente al enigma de su situación. Iba a verse arruinado en un país donde el dinero tiene mayor importancia que en otras naciones y resulta más necesario para la vida. ¿Era posible la existencia de un Rómulo Pedraza protegido por sus amigos y con un empleo público para sostener humildemente a su familia?...

La idea de que su mujer y sus niñas tuvieran alguna vez que remendar sus vestidos, llevando la existencia dolorosa de los ricos arruinados que buscan el amparo de unos parientes más dichosos, le parecía tan absurda e inconcebible como un trastorno de las leyes astronómicas. ¿Era lógico que Zoila, su mujer, fuese alguna vez pobre?...

Además sentía miedo al pensar en sus hijas. El conocía la historia de muchas señoritas cuyos padres se habían empobrecido. Unas pocas conseguían casarse con ricos, lo mismo que en las novelas; las más se resignaban a descender, perdiendo la distinción de su origen, convirtiéndose en obreras ocultas que trabajaban mal recompensadas para el sostenimiento de una vida miserable; y algunas acababan sirviendo de amantes a hombres que en otras circunstancias no habrían osado aspirar a ser sus maridos.

El pobre doctor se estremecía de miedo y de cólera al pensar que sus hijas, las cuatro hijas que le quedaban en casa, podían verse en la misma situación de algunas infelices que atraen a los libertinos con un nuevo encanto: el de haber sido señoritas de buena casa, jóvenes, ricas y educadas en el lujo antes de que la ruina paternal les empuje a ser lo que son.

VI

Como todos los que viven inseguros y acechados por el peligro, creyendo sentir que la tierra vacila bajo sus pies, el doctor aceptó supersticiosamente la existencia de fuerzas misteriosas que pueden proteger a los mortales y salvarlos, fijándose en ellos con las secretas preferencias de la predestinación. ¿Por qué no había de ayudarle la fortuna, tirando de él con un manotazo maternal para elevarlo sobre aquellas miserias que le obligaban de día a dolorosos fingimientos, y le tenían la noche entera entre las roedoras mandíbulas del insomnio?... Había que abrir las ventanas a la suerte para que pudiese tocarle con sus alas.

Y se hizo jugador, jugando en la Bolsa y en los Clubs aristocráticos, de los que era uno de los socios más respetables y escuchados. Dió orden también a las gentes de su “escritorio” para que dejasen libre la entrada a todo el que llegase pretendiendo hablarle. ¡Quién sabe si el más humilde visitante vendría a proponerle un negocio salvador!... En los países jóvenes, de continua inmigración, que atraen a los aventureros de mala ley, pero igualmente a los visionarios geniales e inventores, todo es posible.

Un día, un agente de seguros sobre la vida le conquistó con su charla amena, haciéndole firmar una póliza de doscientos mil pesos a favor de su mujer y sus hijas. Esto iba a obligarle al pago de una prima importante todos los años; pero como estaba acostumbrado a los enormes réditos que debía entregar a sus acreedores, consideró insignificante el aumento de una cantidad más...

El agente de seguros, alegre por la comisión ganada, debió hablar a sus compañeros; la puerta del “escritorio” seguía franca, y empezaron a visitar a Pedraza casi todos los que en Buenos Aires se dedicaban al mismo negocio. Intentó resistirse al principio a una segunda operación basada en su muerte; pero al fin acabó mostrando cierto gusto por ella, y como continuaba acogiendo bien a tales visitantes, éstos parecieron pasarse el aviso unos a otros.

Rara era la semana que el doctor no suscribía una póliza nueva. Como a pesar de su madurez se mantenía fuerte, y los médicos de las Compañías de Seguros daban un informe rotundo sobre su espléndido equilibrio físico, libre de toda enfermedad, el negocio se hacía sin obstáculos. Al poco tiempo Pedraza estaba asegurado en más de una docena de compañías, unas del país, otras de Europa y de los Estados Unidos. Además había firmado contraseguros y hecho otras operaciones que le aconsejaban los agentes, deseosos de ganar nuevas primas.

Al fin, su persona había llegado a valer más de dos millones de pesos, según manifestaba con regocijo a sus amigos. Esta era la cantidad que deberían entregar las Compañías a su familia en el momento de su muerte. Pero los amigos, admirando la solidez de su cuerpo, contestaban:

—Antes de morir habrás pagado en primas algo más de los dos millones. ¡Mal negocio el tuyo! Vas a vivir mucho.

Y el doctor sonreía, orgulloso de su vigor, afirmando que se consideraba más fuerte que nunca, y al final serían efectivamente las Compañías de Seguros las explotadoras de su credulidad. Luego terminaba, con una displicencia de rico:

—Caro resulta eso; pero ¿qué importa?... Es plata que voy depositando para los míos.

Una mañana le escuché estas palabras en un Banco, cuando formábamos grupo en la antesala del gerente varios aspirantes a un préstamo inmediato.

Y de pronto la muerte, una muerte inesperada, que muchos llamaron “estúpida”, por su absurda inoportunidad; como si alguna vez la muerte pudiera resultar oportuna.

Era en verano y la familia del doctor estaba pasando una temporada en las islas del Tigre. Estas islas están cerca de Buenos Aires, y las forma el río Paraná al desembocar en el estuario llamado río de la Plata: una red intrincada de canales navegables entre tierras medio sumergidas, cubiertas de una vegetación frondosa, siempre verde. Es un lugar hermoso, digno de servir de escenario a un poema. Lo malo es que nunca ha ocurrido en él nada digno de mención.

Muchos ricos de Buenos Aires, especialmente las familias de origen antiguo, tienen una casa de recreo en las inmediaciones del Tigre, y doña Zoila había creído indispensable poseer un edificio igual, para complemento del lujoso hotel, cerca del Parque de Palermo. Considero necesario decir de paso que las dos nobles viviendas estaban hipotecadas.

El doctor pasaba las noches con su familia, acompañando a las niñas cuando bailaban en el Casino del Tigre. Por la mañana tomaba el tren para ir a Buenos Aires y ocuparse en sus negocios, regresando al anochecer. Fué en uno de estos viajes de vuelta cuando el doctor cayó a la vía, al pasar de un vagón a otro. Nadie pudo explicarse claramente cómo ocurrió este suceso, que produjo tanta emoción en la ciudad. Lo cierto es que el cadáver del doctor fué encontrado hecho pedazos entre los rieles.

Los periódicos hablaron largamente, censurando a la Compañía del ferrocarril por el mal estado de su material. Había cerrado ya la noche y la obscuridad debió ser la verdadera causa de esta desgracia; pero también resultaba culpable de ella la Empresa, por la vejez de sus vagones. Los puentes que los unían eran defectuosos; las portezuelas se abrían solas. Indudablemente un hombre como el doctor Pedraza, preocupado a todas horas por sus negocios, al pasar distraído de un vagón a otro, había sido víctima de tales deficiencias.

Sus funerales fueron magníficos. Los diarios publicaron largas biografías de él, considerando su trágica muerte como una pérdida nacional.

¡Ah, doctor! ¡Heroico doctor!... Unos pocos nada más nos mirábamos fijamente al mencionar su nombre. Nos hablábamos con los ojos, leíamos mutuamente en ellos nuestro común pensamiento; pero nadie se atrevía a expresarlo con palabras.

Algunos hubiesen querido hablar; pero ¿cómo interrumpir con suposiciones malévolas, inoportunas y peligrosas la unanimidad del sentimiento público por la pérdida de un ilustre hijo del país?... El duelo general había servido para demostrar cuán numerosas eran las amistades de la familia del llorado doctor y el prestigio de doña Zoila en la alta sociedad (¡una Pérez Zurrialde!).

La señora viuda de Pedraza y sus hijas cobraron dos millones de pesos de las Compañías de Seguros. Todos admiraron la previsión de este buen padre de familia. Le tenían por rico; dejaba a los suyos una gran fortuna (aunque indudablemente algo quebrantada por la crisis del momento), y había que añadir a tal herencia los importantes seguros sobre su muerte. El dinero siempre llega a tiempo, y en esta ocasión serviría para suavizar el dolor de la familia.

Doña Zoila libró de hipotecas sus propiedades, y al poco tiempo la Suerte—a la que el pobre doctor abría inútilmente la ventana para que entrase—se decidió repentinamente a ir en busca de sus herederos. Pasó la crisis nacional, circuló otra vez la riqueza; el mundo, que necesita para vivir panecillos y bifteques, compró a buen precio los trigos y las reses; las dos estancias de la familia, limpias de réditos, proporcionaron magníficas rentas.

La señora viuda de Pedraza continúa siendo una de las primeras matronas del país. Llama, como siempre, la atención de todos por su elegancia; pero ahora es una elegancia de noble dama que ha renunciado a dar envidia a sus amigas; una elegancia a base de colores apagados, de ricas blondas y joyas sólidas.

Para que un concierto o una función teatral de caridad tenga público hasta en los pasillos es preciso que ella la organice. Los comerciantes tiemblan al verla presidenta de una nueva institución benéfica, sabiendo que esto significa un tributo más que tendrán que pagar con miedosa sonrisa, so pena de verse sin clientela. Los comediantes célebres, los concertistas, los escritores que llegan de Europa a dar conferencias, están condenados al fracaso si no cuentan con su protección.

No ha vuelto al viejo mundo; pero desde Buenos Aires legisla sobre materias de elegancia, y los comisionistas de modas que llegan de París van a enseñarla sus novedades antes que al público.

Todas sus hijas se han casado ya. Los nietos empiezan a tirar de su falda, y cada vez que siente una fugaz simpatía por cualquiera de sus yernos, le dice suspirando:

—Hijo mío: sólo deseo que sea usted tan bueno para la familia como lo fué mi finado el doctor.


Publicado el 12 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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