Las Plumas del Caburé

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I
II
III

I

Morales iba á seguir disparando su mauser, pero Jaramillo, que estaba, como él, con una rodilla en tierra y la cara apoyada en la culata del fusil, le dijo á gritos, para dominar con su voz el estruendo de las descargas:

—Es inútil que tires; no lo matarás. Ese hombre tiene un payé de gran poder.

Habían desembarcado, cerca de media noche, en el muelle de la ciudad. Dos vaporcitos los habían transbordado de la otra orilla del río Paraná. Eran poco más de cien hombres, reclatados en el Paraguay ó en la gobernación del Chaco, casi todos ellos hijos del Estado de Corrientes, que andaban errantes, fuera de su país, por aventuras políticas ó de amor. Mezclados con estos rebeldes autóctonos iban unos cuantos hombres de acción, amadores del peligro por el peligro, que se trasladaban de una á otra de las provincias excéntricas de la Argentina, allí donde era posible que surgiesen revoluciones.

Confiando en la audacia inverosímil que representaba este golpe de mano, en la sorpresa que iban á sufrir los adversarios, avanzaron por las calles como por un terreno conocido, dirigiéndose al cuartel de la policía. Los vecinos que tomaban el fresco ante sus casas saltaban de las sillas y desaparecían, adivinando lo que significaba este rápido avance de hombres armados.

Cuando los invasores llegaron frente al cuartel, vieron cómo se cerraban sus puertas y cómo salían de sus ventanas los primeros fogonazos. ¡Golpe errado! Pero nadie pensó en huir. Porque la sorpresa fracasase, no iban á privarse del gusto de seguir cambiando tiros con los aborrecidos contrarios.

—¡Viva el doctor Sepúlveda! ¡Abajo el gobierno usurpador!

Y repartidos en grupos ocuparon todas las bocacalles que daban á la plaza, disparando contra el cuartel.

Un hombre gordo y obscuro de color, oficial de la policía, se mostraba en una de las ventanas con una tranquilidad asombrosa. Extendiendo un brazo, disparaba su revólver contra los rebeldes:

—¡Canallas! ¡Hijos de...tal! ¡Perros!

Luego, sacando otro brazo, disparaba el segundo revólver, se metía adentro para cargar sus armas y volvía á aparecer.

La mayor parte de los asaltantes parecieron olvidar el motivo político que los había traído hasta allí. Ya no pensaban en el «gobierno usurpador» ni en asaltar el cuartel. Toda su atención la concentraron en aquel hombre que seguía insultándoles sin tomar precauciones. Llovían las balas en torno de su persona, pero ni una sola lograba tocarle.

—No gastes tus cartuchos, hermano—continuó Jaramillo, con una expresión fatalista—. Ese hombre posee un talismán, un payé que le hace invulnerable como el diablo.... ¿Quién sabe si lleva en el pecho alguna pluma de caburé?

Morales cesó de disparar. Tenía una ciega confianza en la sabiduría de su compañero. Además, conocía desde su niñez el poder de una pluma de caburé.

—¡Viva el partido blanco! ¡Abajo Sepúlveda! ¡Mueran los colorados!

Era el refuerzo enemigo que llegaba. Sonaron nuevos tiros en el fondo de las calles. Pasada la primera sorpresa, acudían las otras fuerzas del gobierno en socorro del cuartel.

—Esto se acabó. Hay que retirarse—dijo Jaramillo.

Los dos camaradas corrieron hacia el muelle, doblando el cuerpo para hacerse más pequeños ante las balas con que los perseguía el enemigo. Otros siguieron defendiéndose rudamente á sus espaldas.

Llegaron al puerto á tiempo para ver cómo uno de los vaporcitos huía río arriba, perdiéndose en la noche, y cómo el otro empezaba á apartarse del muelle de madera. Esto no extrañó á Jaramillo.

—¡Qué puede esperarse de extranjeros, de gringos que carecen de fervor político y no son del partido!...

Es natural, tratándose de dos capitanes genoveses.

Pero él y Morales, con su agilidad de hijos de la selva, saltaron en el vacío negro, cayendo precisamente sobre el borde de la cubierta fugitiva. Unos milímetros menos, y se perdían en el agua lóbrega poblada de caimanes.... ¡Que Dios protegiese á los valientes que se quedaban en tierra!

Cuando las luces del puerto empezaron á borrarse en la obscuridad, Jaramillo, considerándose seguro, empezó á formular sus protestas.

—¿A quién se le ocurre hacer revoluciones á media noche?... Es la peor de las horas, cuando todo el mundo vive y está despierto. Eso podrá ser en los países donde hace frío y la gente se acuesta temprano, ¿pero aquí?... Aquí, la hora mejor para la revolución es la una de la tarde.

Todos los oyentes aprobaron con gestos silenciosos. Desembarcando á la hora de la siesta, habrían entrado por las calles sin que nadie los viese, lo mismo que á través de una ciudad muerta; habrían sorprendido el cuartel, matando á la guardia, que seguramente estaría tendida á la sombra y roncando.

—Es una locura—continuó Jaramillo—intentar ataques de noche en un país como el nuestro. No hay mas que acordarse de lo que pasa en la selva.

Como todos eran hijos de la selva, persistieron en sus muestras de aprobación. Durante las horas de sol y de calor era cuando la selva dormía, sin un estremecimiento, sin un latido, con una calma de tumba. Luego, al morir la tarde, despertaba la vida; los insectos empezaban á zumbar, los pájaros sacudían sus alas, los cuadrúpedos estiraban sus patas, y en la sombra todos se agitaban para ofender ó para defenderse, para devorar ó ser devorados. La vida renacía con el fresco de la noche, reanudando sus aventuras y sus tragedias.

Morales admiró una vez más la sabiduría de su amigo. Era hijo de un brujo y había heredado muchos de los secretos paternales.

A veces, esta vida nocturna de la selva se paralizaba con una larga pausa de angustioso silencio.

Era porque rondaba cerca el jaguar, el tigre americano, de piel pintada á redondeles, al que los indios guaraníes, en su lenguaje, apodan «el Señor».

Otras veces, el silencio tenía un motivo más claro y determinado. Un grito estridente rasgaba la lobreguez, un alarido feroz, que hacía estremecer á los que lo escuchaban. Este grito inmenso salía de la garganta de un pájaro poco más grande que el puño, una especie de mochuelo del tamaño de un pichón de cría. Todas las bestias, las que vuelan, las que corren y las que se arrastran, se echaban á temblar cuando oían este alarido.

Morales no había logrado ver nunca al pájaro diminuto, soberano de la selva, pero lo conocía de fama desde su niñez.

Tenía por armas su pico, un terrible pico fuerte como el acero mejor templado, y una infernal mala intención. Allí donde clavaba su arma abría orificio, y el golpe iba dirigido siempre á la cabeza del adversario, devorando inmediatamente su cerebro al descubierto. No había cráneo que pudiera resistir á sus perseverantes picotazos, iguales á golpes de barreno. Atacaba al toro, al tigre, al caimán, blindado de planchas duras como un navío de guerra.

Este volátil pequeño y de malicia diabólica era el caburé.

II

Morales y Jaramillo debían tal vez sus apellidos y la poca sangre europea que corría por sus venas á dos conquistadores españoles llegados al país siglos antes; pero en realidad eran dos mestizos guaraníes, pequeños, ágiles, débiles de miembros aparentemente, y con una resistencia asombrosa para la fatiga y las privaciones.

Unidos por una amistad fraternal, se presentaban juntos á buscar trabajo en las cortas de árboles, en las explotaciones de hierba mate ó en los desmontes de un ferrocarril que estaban construyendo los gringos.

Trabajaban con verdadero furor, como si se peleasen á muerte con un enemigo. Los capataces recién llegados de Europa parecían asombrados. ¿Y aún dicen que los indios son perezosos?... Pero al cobrar el jornal de la semana desaparecían, y sus protectores y admiradores los esperaban en vano todo el lunes siguiente. Sólo cuando quedaba consumido el último centavo en las tabernas donde hay acordeón y baile, pensaban en reanudar el maldecido trabajo.

Las beldades cobrizas, descalzas, de gruesa trenza entre los omoplatos y falda blanca ó de color rosa, se asomaban á las puertas de sus ranchos para verlos pasar. Llevaban el calzón claro sujeto al tobillo por ligas de piel, los pies metidos en danzantes babuchas, un poncho avellanado cubriendo el busto, y un pañuelo rojo en el cuello. Este último era para ellos el detalle más precioso de su indumentaria. Podrían ir rotos y con las carnes más secretas al aire, pero sin un pañuelo rojo, ¡nunca! Era la señal del partido, el símbolo de los «colorados», así como los otros, los adversarios, llevaban siempre en el cuello un pañuelo blanco.

Los dos traían bajo el brazo sus espadas; no espadas viejas y con agarrador de madera, como los pobretones, sino con empuñadura de coruscante dorado y vaina de cuero, iguales á las que usaban los guardias municipales de la ciudad. De sus remotos ascendientes de la conquista les quedaba un amor irresistible á la espada. Las armas de fuego eran buenas para las revoluciones. Las querellas de amor y de bebida debían ventilarse, tizona en mano, á espaldas de la taberna.

Con el enfundado acero bajo el brazo, envueltos en su poncho y levantada el ala del fieltro sobre la frente, parecían dos caricaturas de los hidalgos de capa y espada, sus legítimos abuelos.

Cuando la policía visitaba los bailes indígenas, ocultaban ellos sus armas metiéndoselas en la faja, á lo largo del calzoncillo, lo que les obligaba á continuar la danza con una pierna rígida, lo mismo que si estuviesen paralíticos.

Un día, en uno de estos bailes, Morales, que era el menos listo de los dos pero el más dispuesto á la pelea, metió su espada por el vientre de cierto individuo que se empeñaba en danzar con la misma moza que él, echándole las tripas afuera.

—Aquí no ha pasado nada. ¡Siga la fiesta!

Se llevaron al muerto. Su familia se encargaría de levantarle una capillita al borde del camino y de ponerle cirios todas las noches. Un simple incidente; algo que se ve todos los días.

Pero la policía entrometida no quiso aceptar el suceso con la misma calma que la gente, y prendió á Morales.

—Una venganza política—dijo éste al entrar en la cárcel—. Bien se ve que mandan los usurpadores. ¡Como soy colorado!...

Al registrarlo en presencia del juez, encontraron que debajo de sus ropas llevaba el cuerpo cubierto de plumas de avestruz. Jaramillo hacía lo mismo. Era un secreto de su padre el brujo; el mejor medio para vencer en agilidad á los enemigos.

Le dió rabia ver cómo reía el juez ante tal descubrimiento. Todos los abogados jóvenes, que habían estudiado en Buenos Airea y despreciaban á los nativos, eran unos ignorantes.

—A no ser por estas plumas, doctor—dijo Morales—, el difunto tal vez me habría matado. Mire cómo fui yo el más ligero y le clavé por el vientre.

Le quitaron las plumas, le quitaron la espada, é iban á quitarle la libertad durante un buen número de años, por ser el muerto de los del pañuelo blanco, cuando Morales se escapó de la penitenciaría, refugiándose en el Paraguay, cuya frontera sólo está á dos horas de distancia.

Jaramillo, que andaba desorientado durante su ausencia, quiso seguirle, y para justificar la fuga y no ser menos que su amigo, mató á otro «pañuelo blanco» antes de pasar á la vecina nación.

Trabajaron en los llamados «hierbales» donde se cosecha el mate, té del país puesto de moda por los jesuítas en otros tiempos, cuando gobernaban la República teocrática de las Misiones, fundada por ellos entre el Brasil, el Paraguay y la Argentina.

Deseosos de volver á su patria, los dos interrumpieron su trabajo repetidas veces para tomar parte en las intentonas revolucionarias del partido. El grande hombre de los «colorados», el doctor Sepúlveda, vivía tranquilamente en Buenos Aires, esperando el momento de regenerar su provincia. Mientras tanto, los partidarios del doctor hacían toda clase de esfuerzos para lograr su triunfo: revoluciones de día, revoluciones de noche; sublevaciones en la ciudad, sublevaciones en el campo.

La gente de Buenos Aires apenas prestaba atención á estas hazañas y revueltas en la lejanísima provincia. ¡La Argentina es tan grande! Además, todo esto ocurría en un extremo del país, vecino al Brasil y al Paraguay; en una tierra que es argentina políticamente, pero por la raza es más bien paraguaya, y cuyos habitantes hablan generalmente el guaraní.

Después del sangriento fracaso de aquella intentona nocturna, los dos volvieron á trabajar en el Paraguay, en la recolección del mate. Ellos eran los más inmediatos consumidores, pues sentados al borde del gran rio en las horas de descanso, chupaban incesantemente el canuto hundido en la pequeña calabaza rellena de hierba olorosa y de agua caliente que sostenían en una mano.

Hablaban de la tierra natal con voz lenta y entornando los ojos, como si fueran á dormirse. Algunas veces, la conversación recaía sobre Jaramillo padre y su prodigiosa ciencia.

—Yo le vi—decía Morales con respeto—curar á los enfermos en menos que se reza un credo. Les chupaba la parte enferma ó ponía la boca en su boca, aspirando su aliento. Luego escupía un gusano, una piedra, una culebra pequeña ó una araña. Era la enfermedad que acababa de sacarles del cuerpo.... Algunos se morían; pero era porque les faltaba paciencia para esperar la curación y llamaban al médico.

—El mejor de sus secretos—insinuaba Jaramillo—es el que cura la mordedura de las víboras. Me lo reveló poco antes de morir. Vale más que una herencia de muchas talegas de onzas de oro.

—Dímelo, hermano—suplicaba Morales.

Su amigo parecía sobresaltarse.

—No lo esperes. Únicamente se puede revelar el secreto el día de Viernes Santo. Si lo cuento otro día, perderé mi poder curativo hasta el Viernes Santo del año siguiente.

Pero Morales empezó á importunar á su compañero con una tenacidad infantil durante semanas y semanas. Se acordaba de haber visto operar á Jaramillo padre cierto día que un vecino había regresado á su rancho con el brazo hinchado y negro por la mordedura de una serpiente. El brujo le había puesto unos remedios enérgicos sobre la herida, murmurando luego una invocación misteriosa sobre el reptil, muerto de un garrotazo.

Tú no eres un buen compañero—decía Morales con tristeza—. Yo te miro como mi única familia, y tú guardas secretos conmigo.

Jaramillo no quería quedarse desarmado por su indiscreción. ¿Y si le mordía á Morales uno de estos bichos venenosos al andar descalzo por los hierbales?...

—No hay miedo—decía el otro—. Acuérdate que me diste unas ligas de piel de anta, y las víboras huyen de mis pies al percibir el olor de este cuero.

Al fin, una tarde, Jaramillo hizo un esfuerzo, sacrificándose por la amistad.

—Ya que lo quieres....

Y cerrando los ojos le reveló el gran secreto. No había mas que inclinarse sobre la serpiente muerta y decirle en voz baja: «No eres víbora, que eres grillo.»

Inmediatamente el veneno perdía su poder ponzoñoso dentro del cuerpo de la víctima.

—¿Nada más?—preguntó Morales con visible decepción—. ¿Eso es todo?

Eso era todo. Pero las palabras había que decirlas en guaraní. Las serpientes, por ser del país, no pueden entender el español, lengua de Buenos Aires.

—Y ahora—terminó con melancolía Jaramillo—tendré que esperar hasta, el próximo Viernes Santo.

De pronto empezó á hacer frecuentes viajes á Asunción, la capital del Paraguay. Su amigo, alarmado por estas ausencias, le obligó á confesar la causa.

—Lo he visto—dijo Jaramillo misteriosamente.

Aunque no dió el nombre de lo que había visto, bastó el tono de su voz para que Morales adivinase á quién se refería.

Era el caburé. No podía ser otro. Los dos hablaban con frecuencia de él.

¡Quién tuviera una pluma de caburé, para ser invulnerable y por lo mismo el hombre más valeroso de la tierra!... Hasta el mismo Jaramillo padre, con toda su sabiduría, no había conseguido ver nunca un caburé en sus manos. Era muy difícil apoderarse de él. Por esto repitió el hijo, con una expresión de orgullo:

—Lo he visto: como te veo á ti.

Su poseedor era un gringo que vivía en Asunción sin más objeto que estudiar los animales y las plantas del país; un doctor alemán, gordo, rubicundo, de gafas doradas, muy amigo de bromear con las gentes simples del campo, para sonsacarles noticias. En el patio de su casa, que era tan grande como un claustro de convento, tenía numerosos pájaros y cuadrúpedos, y en mitad de él, ocupando una jaula especial, como rey de esta pequeño é inquieto mundo, al que podía hacer enmudecer con sólo un grito, estaba el caburé.

Al encontrar el doctor varias veces á Jaramillo inmóvil en la puerta de su casa, mirando desde el otro lado de la cancela al famoso pájaro, le había hecho pasar para mostrárselo de cerca.

—¡Qué joya! ¿eh?...—decia con orgullo—. Me cuesta más oro que pesa. Es una verdadera casualidad tener uno vivo.

Pero daba por bien empleados sus sacrificios pensando en el volumen de ochocientas páginas que iba á escribir, para Berlín, sobre el caburé y sus costumbres, libro que le valdría el premio de varias Academias.

A los dos amigos se les ocurrió lo mismo: robar la prodigiosa bestia ó llevarse cuando menos algunas de sus plumas.

El golpe sólo podía darse á la hora de la siesta. Jaramillo amaba esta hora como la más segura. Morales se quedaría en la calle para auxiliar á su compañero. ¿Quién puede adivinar lo futuro? Tal vez gritase el alemán, y fuese preciso matarlo. ¡Una vida menos significa tan poco!...

Entró Jaramillo en la casa saltando la tapia del patio trasero. Luego se deslizó, con los pies descalzos, por los frescos corredores, sin producir ruido alguno. Al pasar junto á una puerta oyó ronquidos. El alemán, deseoso de amoldarse en todo á las costumbres del país, dormía la siesta.

El mestizo salió al patio grande, deteniéndose frente á la jaula del centro, rodeada de arbustos con flores enormes, rojas y de cinco puntas, llamadas «estrella federal».

Allí estaba la célebre bestia: una especie de mochuelo diminuto, de pico breve y encorvado. Se miraron fijamente, lo mismo que si fuesen á entablar un combate. Los ojos redondos del animal, unos ojos de oro con una cuenta negra en el centro, contemplaron al hombre ferozmente. Luego parpadearon, como vencidos por la mirada humana.

Jaramillo no quiso perder tiempo. Con una contorsión de muñeca arrancó el candado de la jaula. Luego avanzó la diestra audazmente, y á pesar de su deseo de mantenerse silencioso, lanzó un rugido.

—¡Ah, pájaro del diablo!...

Tenía un dedo atravesado de parte á parte. No era un picotazo; era una puñalada. Un berbiquí ardiente acababa de perforarle la carne y el hueso.

Sobreponiéndose al dolor, cerró la mano ensangrentada para aprisionar á su enemigo. Deseaba ahogarlo y al mismo tiempo no quería oprimirle de una manera mortal, pues la pluma del caburé sólo conserva sus milagrosas cualidades cuando ha sido arrancada estando la bestia viva.

Con la otra mano libre le despojó de las plumas de atrás, y el animal lanzó un alarido al mismo tiempo que repetía su picotazo.

El grito espeluznante fué seguido de un profundo silencio. Los animales del patio callaron medrosos, ocultándose en lo más profundo de sus viviendas. Pareció que se inmovilizaba la vida en todo el barrio.

A impulsos del dolor, el mestizo había arrojado al caburé contra el suelo de la jaula, huyendo luego hacia la calle. El pájaro, viendo la jaula abierta, saltó fuera de ella como si pretendiese perseguir á su enemigo; pero después torció de rumbo, subiéndose al alero del tejado para desaparecer finalmente.

Jaramillo descorrió el cerrojo de la cancela, saliendo á la calle. Allí le esperaba su fiel Morales. No llevaba espada—esta expedición era de las de arma corta—; pero tenía la mano puesta por debajo del poncho en el puño de una faca, por lo que pudiera ocurrir.

—¿Qué es eso, hermano?—preguntó al ver la diestra ensangrentada de su compañero—. ¿Quién te ha herido?

El otro levantó los hombros con indiferencia, limitándose á mostrarle tres plumas pequeñas que llevaba entre los dedos.

Desde aquella tarde cambió radicalmente la vida de los dos. Jaramillo tuvo que ir en busca de un curandero amigo de su padre. Su dedo herido se había puesto negro, y era preciso cortarlo para que la podredumbre venenosa no le llegase al corazón. El mago indígena afiló en una piedra el mismo cuchillo de que se servía para rascarle el barro á su caballejo y para partir el pan. La amputación fué dolorosa; pero á Jaramillo le bastaba mirar la bolsita que llevaba pendiente sobre el pecho, con las plumas del caburé dentro, para recobrar su valor. Bien podía sufrirse un poco á cambio de tan poderoso talismán. Morales estaba triste y hablaba con timidez, como el que desea hacer una petición y no se atreve, midiendo su importancia. Al fin se decidió.

—Hermano, ¿si me dieses una de las plumas?... Piensa que siempre nos lo hemos partido todo, como si fuésemos de la misma madre. Tú tienes tres plumas; ¿qué te cuesta regalarme una? Serás igualmente poderoso con dos. Basta una sola para que nadie pueda herirte.

Pero aunque Jaramillo no había frecuentado la escuela, sabía que tres son más que dos, y estaba seguro de que, conservando las tres plumas, su poder resultaría más grande. Además, no podía admitir que Morales, luego de conservar sus dedos completos, quisiera igualarse con él. Le gustaba tenerlo bajo el imperio de su superioridad.

Y efectivamente, Morales empezó á sentirse esclavo. Su amigo era ahora otro hombre. Le hacía ejecutar su propio trabajo mientras él descansaba; le exigía su dinero; hasta le quitó una paraguaya de tez blanca y andar arrogante que al principio se había mostrado prendada de él.

«Debo matarlo—empezó á pensar—. Ya no podemos vivir juntos.»

Pero tuvo que repeler inmediatamente este mal pensamiento. Era imposible matar á Jaramillo mientras guardase su talismán, la bolsita con plumas de caburé, que le hacía invulnerable.

Y el déspota, animado por la resignación fatalista de Morales, extremó sus audacias. Un día lo abofeteó porque no le obedecía con rapidez, y al salir indemne de este atrevimiento, repitió á todas horas sus atropellos.

«¿A qué no se atreverá, llevando en el pecho lo que lleva?», se decía Morales con envidia.

Ni los hombres ni las fieras podían inspirar miedo á Jaramillo. En una taberna del campo se batió con cinco paraguayos de los más bravos, resultando ileso y vencedor. Nadaba en el río todos los días, á pesar de que ninguno de los que trabajaban en el hierbal osaba hacerlo, por miedo al «Tatita», ó sea al «Abuelo» en la lengua del país.

Este «Abuelo» era un «yacaré», un caimán famoso por su tamaño desde el lugar donde se forma el río de la Plata hasta lo más alto del Paraná. Los viejos del país, que saben adivinar la edad de los caimanes, le atribuían unos cuatrocientos años. Tal vez había visto de pequeño cómo los primeros españoles remontaron el río en sus naves de velas cuadradas con leones y castillos pintados.

—Allá está «el Tatita»—decían los del hierbal.

Y señalaban una especie de tronco rugoso y verde que descansaba en el barro de una isleta cercana, lo mismo que un árbol muerto traído por la corriente.

Como desde la última revolución paraguaya eran abundantes los mausers en los ranchos, empezaba un tiroteo contra la bestia centenaria. Algunos tiradores le marcaban el lomo á balazos. Tarea inútil: los proyectiles levantaban esquirlas de su coraza, pero el enorme lagarto apenas se movía, como si todos estos balazos fuesen para él leves cosquilleos. Si los cazadores se aproximaban, finalmente, en una barca, se dejaba ir perezosamente al fondo del río, levantando una corona de espumas amarillentas.

Morales había nadado de pequeño entre los yacarés, sin gran emoción. Pero eran caimanes tan inexpertos y tiernos como él. Los temibles son los viejos, á los que llaman «cebados» por haber comido carne de hombre. Así que la prueban una vez, quedan aficionados á ella para siempre, ¡y este «Abuelo» llevaba pasadas por su estómago tantas generaciones humanas!...

Siempre que Jaramillo se lanzaba a nadar, Morales, por un recuerdo de su antigua amistad, le hacía la misma recomendación:

—¡Cuidado con «el Tatita»!

El otro se alejaba, braceando alegremente, hacia el centro del río, en busca de las aguas profundas. ¡El cuidado que podía inspirarle un yacaré más viejo que las Américas!...

Un domingo, cuando Morales, sentado en la orilla, terminaba de fumar un cigarro paraguayo, que hacía caer por las comisuras de sus labios dos chorros de zumo negro, Jaramillo se echó al río. Morales, por estar en alto, pudo ver algo obscuro y enorme que se deslizaba entre dos aguas con la velocidad de un torpedo, viniendo en ángulo recto al encuentro del nadador.

—«El Tatita»—se dijo—. Sólo puede ser él.

Su camarada agitó los brazos desesperadamente, lanzó un alarido, y á continuación desapareció, como si tirase de él una fuerza irresistible.

Más que el hecho en sí, aturdió y desconcertó á Morales la posibilidad de que pudiese ocurrir. Todas las creencias de su vida temblaron, próximas á derrumbarse. Era para perder la fe.

—No, no es posible; Jaramillo tiene un talismán; Jaramillo no puede morir....

Instintivamente fué hacia el lugar donde el nadador había dejado sus ropas. Una sonrisa de certidumbre, de confianza recobrada, dilató su rostro.

—¡Bien decía yo!...

Sobre las ropas estaba la bolsita, el irresistible payé. El muerto se había despojado de él antes de echarse al río, tal vez por distracción, tal vez por algún otro motivo desconocido de Morales.

Éste pensó que existe una Providencia, como aseguran los padres misioneros. Luego se imaginó que tal vez aquel yacaré tan viejo como el río era alguna divinidad misteriosa que se encargaba de vengar á los humildes.

Y sin vacilación se colgó del cuello la bolsita, con el mismo aire de un soberano que se ciñese la corona del mundo.

III

La suerte acudió en seguida á sonreirle.

Triunfaron inesperadamente los «colorados». Ellos, que llevaban hechas tantas revoluciones, volvieron á apoderarse del gobierno del modo más pacífico y prosaico. El doctor Sepúlveda, siempre en Buenos Aires, consiguió que el gobierno federal enviase á su provincia una comisión interventora encargada de examinar los actos administrativos de los enemigos. Esta intervención puso al descubierto cosas censurables—como ocurre siempre en tales casos—, y el resultado fué que los «blancos» tuvieron que abandonar el poder y entraron á gobernar los «colorados».

Volvió Morales á su patria con el orgullo y la aureola de un mártir político. El grande hombre del partido, que era ahora gobernador de la provincia, le estrechó la mano, honor que hizo llorar al mestizo.

—Te conozco, héroe; eres un superviviente de la noche inolvidable. Ya quedan pocos.... ¿Qué deseas obtener?...

Morales era de fácil contentamiento. Quería, simplemente, entrar en la Policía. Llevaba muchos años recibiendo golpes de los enemigos, y deseaba, á su vez, darse el gusto de devolverlos.

Sus antiguos amigos lo encontraban en las calles de la ciudad con zapatos—¡un tormento!—, levitilla azul de botones dorados, y un casco inglés, blanco. La espada ya no la llevaba bajo el brazo ni oculta en el pantalón. Le pendía de la cintura, como á los militares, como á todos los que representan el orden y pueden pegar.

Su carrera fué rápida, y al término de ella le salió al encuentro la gloria. No hubo en todo el país un policía más valiente. ¿Qué puede temer un hombre que lleva en el pecho un talismán de plumas de caburé?... Cuando había algo difícil y peligroso que hacer, sus jefes daban siempre la misma orden:

—¡Que llamen á Morales!

En vano los rebeldes á la autoridad sacaban sus pistolas en tabernas y bailes. Antes de que disparasen, el mestizo se las arrebataba de un manotazo. Algunas veces conseguían hacer fuego; pero las balas se limitaban á agujerear su casco ó ciertas superfluidades del uniforme, sin tocar nunca su carne. Y él salía de estas pruebas sonriente y tranquilo, como de cosas ordinarias y bien sabidas de antemano.

En cambio, la certeza de ser invulnerable le proporcionaba un gran empuje para la acción. No teniendo que preocuparse de la defensa, concentraba todas sus potencias en el ataque, y no había mano más pronta y ágil que la suya. Si alguien se negaba á obedecerle, veía inmediatamente desdoblarse al mestizo, hasta convertirse en una compañía entera de Morales, todos espada en mano. Recibía un cintarazo por la izquierda, y al volverse encontraba un segundo Morales que le atizaba por la derecha. Luego un tercer Morales le tiraba al cráneo por lo alto, un cuarto lo hacía saltar golpeandole entre las piernas, y así sucesivamente, hasta que pedía misericordia.

Los más valientes de la provincia empezaron á hablar de él con temor, adivinando su secreto.

—Es inútil hacer nada contra su persona. Debe tener un payé.

Sus jefes le hubieran hecho oficial, pero no sabía leer. Se limitaron á darle los galones de cabo, y él creyó necesario, para el ornato de su nueva dignidad, dejarse crecer en forma de bigote los contados pelos de su rostro cobrizo.

En los días de gran mercado, las mujeres del campo, que venían á la capital montadas á estilo de hombre en sus caballejos de largo pelaje, admiraban al célebre policía. Le llamaban don Morales, poniendo el don ante el apellido, como es de uso en el país. Todas ellas palidecían al ver al héroe, pretendiendo atraerlo con las más dulces miradas de sus ojos oblicuos.

Una mañana, estando de servicio en el Mercado, don Morales se tropezó con cierto gringo corpulento, forzudo y rojo, al que había conocido años antes en el Paraguay.

—¡Don Macperson!... ¡Qué sorpresa! ¿Cómo le va?...

Se abrazaron. El policía lo despreciaba, como á todos los extranjeros, pero al mismo tiempo sentía por él una gran admiración.

El desprecio era porque ignoraba el guaraní y hablaba mal el español, signos evidentes de inferioridad mental. Además, como todos los gringos, tenía los pies enormes y calzaba zapatos que parecían navíos, lo que denuncia un origen ordinario en un país donde los hombres ostentan el pie pequeño y alto de empeine, lo mismo que una dama.

Lo admiraba porque era capaz de pasar un día entero con su noche sin levantarse de la mesa, vaciando botella tras botella. Además, tenía la elocuencia de un predicador cuando ensalzaba las virtudes curativas del whisky, remedio infalible para todos los disgustos y todas las enfermedades.

Morales hasta conocía sus manías. Cuando había bebido más de una copa, se irritaba si le llamaban inglés.

—Mi no ser inglés—decía en un español balbuceante—; mi ser escocés.

Llevaba un sinnúmero de años viviendo en la América del Sur. Había sido buscador de esmeraldas en Colombia, minero de plata en el Perú y de estaño en Bolivia, exportador de salitre en Chile, ganadero en Argentina, vendedor de hierba mate en Paraguay y borracho consecuente en todas partes. Unas veces se veía patrono, otras modesto empleado; tan pronto daba dinero á los simples conocidos, como solicitaba un préstamo para continuar sus viajes. Ahora—según declaró á Morales desde las primeras palabras—se ocupaba en comprar novillos, como representante de cierta casa del Uruguay que fabricaba carne líquida para los niños y los adultos débiles.

Esta carne líquida le hacía sonreír de lástima. ¡Habiendo whisky en la tierra!...

Morales vaciló mirando su propio uniforme. Era una autoridad, y sólo podía entrar en las tabernas para imponer respeto. Pero luego se enterneció mirando al gringo. ¡Un viejo compañero!...

—Oiga, don Macperson, ¿si fuésemos á tomar una copa?...

Entraron en una taberna del Mercado, y el dueño, en atención á Morales, les puso una mesilla en el fondo del corral. No había whisky, pero sacó una ginebra que arrancó elogios al extranjero.

—Beba, Don; beba todo lo que quiera—dijo el policía—. Ya sabe que yo aprecio mucho á los ingleses, y ahora que soy alguien en mi país....

—Mi no ser inglés; mi ser escocés.

Recordó Morales la manía de su amigo. Muy bien; él apreciaba también mucho á los escoceses. Y después de esto, como si solicitase la admiración del gringo, habló de sus hazañas y del respeto medroso con que le miraban todos.

—Lo sé, lo sé—dijo el extranjero.

Había oído hablar mucho del cabo don Morales, y su asombro era sincero, aunque algo molesto para el héroe. No podía comprender que este mozo pequeño, enjuto y enclenque en apariencia inspirase miedo á nadie. Lo contempló con una curiosidad algo irónica desde la altura de su corpulencia; le acarició los brazos con sus manazas, sonriendo al encontrar inmediatamente el hueso bajo los músculos nervudos pero delgados.

Un recuerdo surgido repentinamente en su memoria hizo esta sonrisa más insolente aún. Se vió en un hierbal del Paraguay algunos años antes, teniendo una disputa con Morales, que era su peón. El mestizo tiraba de la espada; pero él, de un manotazo, le quitaba la espada, propinándole después unos cuantos puñetazos de boxeador que le dejaban inánime en el suelo.

Por un fenómeno de simpatía mental, Morales evocó al mismo tiempo este recuerdo, pero añadiéndole una segunda parte. Se vió tendido al anochecer en los hierbales, esperando al gringo, que después de darle los puñetazos iba á pasar la noche en Asunción. Al tenerle cerca, le disparaba un pistoletazo. Quedaba mal herido el escocés, guardaba cama varias semanas, y luego de restablecerse se iba del país, convencido de que no es prudente tener cuestiones con la gente cobriza.

Se miraron largamente los dos hombres.

—¡Famoso Morales!... ¡Encontrármelo hecho un héroe!...

—¡Este don Macperson! ¿Por qué lo querré tanto?...

Y se estrecharon las manos por encima del tarro de ginebra, que empezaba á estar casi vacío.

Pero ya no se miraban lo mismo que antes. Detrás de sus pupilas persistía el mal recuerdo del pasado.

El policía mostraba empeño en que le admirase el otro. Toda la ginebra descendida á su estómago pareció alborotarse con la sospecha de que el gringo no creía en su valor y tenía por mentiras las hazañas que llevaba realizadas.

De su español aprendido en Buenos Aires, prefería el escocés una palabra que siempre había irritado á Morales. Cuando le contaban cosas inverosímiles, levantaba los hombros, diciendo con desprecio:

—¡Macanas!... ¡Todo macanas!

Adivinó que en el pensamiento del gringo estaba resonando incesantemente la misma palabra en aquellos momentos. «¿Las valentías del cabo Morales? ¡Macanas! ¡Todo macanas

El deseo de verse admirado le hizo ser humilde y revelar su secreto.

—Vea, don Escocés. Si soy valiente, reconozco que no hay en ello gran mérito. Aunque quisiera ser cobarde, no podría. Tengo un payé poderosísimo: llevo en el pecho tres plumas de caburé. Usted es casi del país; usted sabe lo que es eso. No hay hombre ni fiera que pueda nada contra mí.

—¡Macanas!... ¡Todo macanas!

Ya había surgido la terrible palabra. El policía empalideció al verse desmentido con un tono de desprecio.

—Pero ¿no le digo que tengo un payé?... Mírelo. A usted solo se lo enseño.

Y se desabrochó la levitilla y la camisa, mostrando la pequeña bolsa de cuero sudada y negruzca que pendía sobre su pecho.

—¡Macanas!... ¡Macanas!—repitió el extranjero, apurando el resto de la botella de barro y empezando otra que acababa de traer el dueño del cafetín.

Irritado Morales, habló de su infortunado camarada Jaramillo, del doctor germánico, del caburé, del caimán «el Abuelo»; contó toda su historia, sin que el otro cambiase de actitud.

El mestizo se puso de pie. Podía el gringo dudar de las virtudes de su madre, si gustaba de ello; por eso no dejarían de ser amigos. En realidad, él no estaba seguro de quién había sido su padre. Las gentes del país prescinden con frecuencia del casamiento, por los muchos papelotes, molestias y gastos que exige. ¿Pero dudar de su talismán?... ¿Tener por falsa su historia?...

—Oiga, don Inglés.

El escocés quiso protestar al oir que le llamaban así, paro se quedó con la boca entreabierta por la sorpresa, dándose cuenta de que este error era intencionado y representaba un insulto.

—Oiga, don Inglés. Vamos á hacer una prueba.

Había sacado de un bolsillo de su pantalón una pistola de dos cañones de enorme calibre. Él tenía sus armas á la vista y sus armas ocultas.

Se la ofreció al extranjero; y éste, que también se había puesto de pie con mal gesto, la tomó sin saber lo que hacía.

—Yo puedo matarlo á usted, si quiero, y usted, en cambio, no puede hacerme nada á mí.... Pero no abusaré. Prefiero que se convenza por sus propios ojos. A ver si así se le ablanda esa cabezota dura de bruto que tiene.... ¡Tire!

Se abrió con ambas manos sus ropas, mostrando el pecho desnudo y la prodigiosa bolsita. Podía el gringo hacer fuego sin cuidado. Se lo decía él con aire de reto.

Macperson, á pesar de su embriaguez, reconoció que la proposición era absurda. Aquel mestizo se había vuelto loco, y en su soberbia confianza hasta parecía burlarse de él.

—Tiene usted miedo de tirar, y hace bien. La bala rebotará sobre mi pecho y puede herirle á usted. Coloqúese de modo que no le alcance.

El otro, como si no entendiese estas recomendaciones, se había limitado á poner horizontal la pistola, apuntando al pecho que tenía enfrente.

—¡Mira que tiro!—dijo al fin con tono de amenaza—. Déjate de macanas, ó tiro.

Se perdió entre los dos todo respeto. Se miraron como enemigos.

—¡Tira, gringo del demonio, para que puedas convencerte!... ¡Cuando te digo que tengo un payé!...

—¡Mira que hago fuego!—volvió á repetir el otro con voz aún más sombría.

—¡Tira de una vez, hijo de perra!... Tú no eres escocés.... Tú eres....

No pudo seguir.

—¡Ya que lo quieres!...

Y el gringo apretó los dos gatillos al mismo tiempo.

Una nube blanca se extendió ante sus ojos.

Al disolverse el humo y extinguirse el doble trueno, vió á Morales tendido á sus pies. Tenía los brazos abiertos, el pecho destrozado y una sonrisa helada, de soberbia confianza, de fe inconmovible, que iba á ser el último de sus gestos.


Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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