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Febrer se encontraba con ellas frecuentemente: en la Pinacoteca, frente a los Evangelistas de Durero; en la Glicoteca, contemplando los mármoles de Egina; en el teatro rococó de la Residencia, donde cantaban las obras de Mozart, sala de otro siglo, con una decoración de porcelana y guirnaldas que parecía imponer a los espectadores el uso del tacón de púrpura y la peluca blanca. Habituados a verse, Jaime la saludaba con una sonrisa, y ella parecía contestarle tímidamente con el brillo de sus ojos.
Una mañana, al salir de su cuarto, encontró a la inglesita en un rellano de la escalera. Inclinaba su busto de muchacho sobre la barandilla.
—¡Lift!¡lift!—gritaba con su vocecita de pájaro, avisando al encargado del ascensor para que lo subiese.
La saludó Febrer al entrar con ella en la caja movible y dijo algunas palabras en francés para entablar conversación. La inglesa callaba, mirándolo fijamente con sus pupilas azules claras, en las que parecía flotar una estrella de oro. Permaneció inmóvil como si no le entendiese, pero Jaime la había visto en el salón de lectura hojeando diarios de París.
311 págs. / 9 horas, 5 minutos.
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Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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