Calvario y Tabor

Vicente Riva Palacio


Novela


Dos palabras
Libro primero. La Flor de la Costa
I. Alejandra
II. Don Plácido
III. El delito de un veterano
IV. El delito de un veterano. (Continúa)
V. El delito de un veterano. (Concluye)
VI. Tío Lalo
VII. El testigo oculto
VIII. La vuelta del explorador
IX. El secreto de la tía Úrsula
X. El viaje y el encuentro
Libro segundo. El nido de las águilas
I. Zitácuaro
II. El alojamiento
III. Nicolás
IV. La sorpresa
V. La caza del gallo
VI. El herido
VII. Misterios de los bosques
VIII. Una antigua conocida
Libro tercero. El lobo y el pastor
I. El fandango
II. El buen Pastor
III. Malas noticias
IV. Celso Valdespino
V. La persecución
VI. El abandono
VII. Corazones de oro
VIII. Nueva vida
IX. Ya al caer…
X. La leva
XI. De la ceca a la meca
XII. La víbora en el seno
XIII. Hasta el abismo
XIV. La casa del crimen
Libro cuarto. Penas
I. La voz de la historia
II. Murillo
III. La caridad en las selvas
IV. En el campo enemigo
V. En comisión
VI. El campamento republicano
VII. La ejecución
VIII. Después del triunfo
IX. Algo de historia
Libro quinto. En México
I. México
II. La familia Murillo
III. El hogar paterno
IV. Don Juan de Caralmuro
V. Los certificados
VI. Los planes de don Celso
VII. Una azucena entre cardos
VIII. La corte marcial
IX. Una gota de acíbar en una copa de miel
X. Un calvario
XI. Otra faz de don Celso
XII. Una gota de miel en una copa de acíbar
XIII. Un clavo de oro en la rueda de la fortuna
XIV. El cerro de Barrabás
XV. El incendio
Libro sexto. Fuego, sangre y exterminio
I. El 11 de abril
II. El asalto
III. Sin novedad
IV. Lo que pasó en Zitácuaro
V. Los dos amores
VI. El barillero
VII. Veneno
VIII. El perro del balsero
IX. El rancho de La Laja
X. Histórico
Libro séptimo. Las tres huérfanas
I. Inés
II. Una escena de amor
III. Un proyecto de matrimonio
IV. En el jubileo
V. El amor y el interés
VI. La madre y la hija
VII. ¿Pues quién soy yo…?
VIII. Las dos resoluciones
IX. La prisión
X. Cacomixtle
XI. La cena y el desayuno
XII. Por qué Cacomixtle no llevó la comida
XIII. El consejo de familia
XIV. Una confidencia imprudente
XV. Hambre
XVI. Auxilio inesperado
XVII. A saco
XVIII. La llave de un secreto
XIX. La noticia de Cacomixtle
XX. El fósforo
XXI. Mexicalzingo
XXII. Las dos rivales
XXIII. ¿Por qué fue Alejandra a Mexicalzingo?
XXIV. El nido materno
XXV. Un retrato
XXVI. Amor mío
XXVII. En el campo de batalla
XXVIII. Una abuela
XXIX. La noche del desorden
XXX. Las dos viejas
XXXI. Entre los sitiadores
XXXII. Un huésped y un portero
XXXIII. Un castigo del cielo
XXXIV. En que esta historia va tocando a su fin
XXXV. En casa del vicario
XXXVI. El amor de otros tiempos
Epílogo

Dos palabras

Cuatro años de espantosa agonía, en que la víctima ha acabado por humillar al verdugo: he aquí el «Gólgota» del pueblo mexicano, de este pueblo mártir sobre cuya cabeza han dejado caer los farisaicos reyes de Europa, su anatema y el poder de su fuerza brutal.
¡La Victoria! he aquí el «Tabor» desde cuya altura, México, el atleta de las libertades americanas, se ha transfigurado delante del mundo, y muestra a sus enemigos su rostro que resplandece como el sol.
Este libro encierra la historia de esos dolores y de ese glorioso triunfo, revestida con las galas que la imaginación de un poeta ha sabido prestar a sus heroicos recuerdos, que son también los de la Patria.
¡Soldado de la República, valiente hijo del pueblo, que luchaste sin descanso defendiendo la tierra de tus padres! Tú que ahora ves flamear tu orgullosa bandera mecida por el viento de la gloria, y quitas de ella la corona de laureles para colocarla como ofrenda votiva en la tumba sagrada de los que murieron por la libertad; tú, hombre de corazón que conoces la grandeza de los sacrificios de la Patria: abre y lee.
Ahí está tu propia historia; ahí está el libro de tu alma; ahí están las hojas dispersas que escribiera el dolor con sus lágrimas de fuego, y que ha recogido el tiempo en sus armas de bronce para hacerlas leer a las generaciones futuras.
Abre y lee… y cuando en las calladas horas de la noche, sentado junto al hogar, las recites a los hijos de tu amor… orgullosos de tener tal padre, diles que ésta no es una fábula inventada para entretener el ocio; sino la verdad, aunque disfrazada con el atavío de la leyenda.
Y que la guarden en su memoria para que la evoquen cuando esté próxima a extinguirse en su corazón la llama del patriotismo.


IGNACIO M. ALTAMIRANO

Libro primero. La Flor de la Costa

I. Alejandra

Los que no han recorrido esa hermosa tierra de promisión que se llama la costa del Pacífico, difícilmente podrán formarse idea de todo el encanto que encierra allí una tarde apacible del mes de enero, cuando en otras partes un manto de nieve se extiende como una inmensa sábana que guarda el sueño de la naturaleza, y que vela el misterio de la vida que debe aparecer en la primavera; las aves no cantan, el sol no brilla; los árboles desnudos y sin verdura, oscilan tristemente al impulso de un viento que frío y perezoso, cruza algunas veces entre el esqueleto de su ramaje, y se arrastra después, haciendo ondular la seca yerba de los prados, y barriendo en los bosques los muertos despojos de los robles o de las encinas. La floresta es un inmenso cementerio, las llanuras un páramo, y el arroyo prisionero entre sus aguas congeladas, ni quiebra entre sus ondas puras los rayos del sol, ni deja percibir entre las flores su constante murmullo; silencio, muerte, soledad, he aquí, lo que deja el invierno en donde alcanza con su mano seca y cubierta de escarcha, he aquí cómo conocen a enero los que no han visitado la tierra caliente, la verdadera zona tórrida.

Era una tarde de enero: el sol se hundía lentamente tras esa inmensa masa de aguas que se llama el Pacífico, sus rayos habían perdido su fuerza, y entre la bruma transparente que se levantaba de las ondas, el astro que no permite ni la mirada del hombre, semejante a un globo de metal candente, parecía flotar sobre la superficie de los mares, ondulando a merced de las olas que se levantaban soberbias y gigantes en alta mar, para llegar a morir humildes y dulces en la playa, besando tristemente el muro de arena, convertidas en raudales de espuma blanca como los pétalos de una azucena y brillantes como las estrellas del cielo tropical.

La brisa acariciaba las altas y graciosas copas de los palmeros, y los mangles se inclinaban voluptuosamente hasta tocar las aguas tranquilas y puras del estero, que reflejaba como un espejo sus mil y mil arcos, formando infinitos y confusos laberintos, y entre los cuales pasaban de cuando en cuando tardos e indiferentes verdinegros caimanes.

Algunas chozas formadas de madera y cubiertas con hojas de cayaco, se miraban a la entrada del bosque y en donde venía a terminar la faja de arena que rodea al mar: pequeñas columnas de humo se escapaban de sus techos y se percibían algunas veces voces y cantos mezclados confusamente con las notas de un arpa.

En la costa todo el mundo canta: los tumbos del mar despiertan en el alma el deseo de la armonía: es imposible caminar en la playa, mirando ese eterno movimiento de las aguas, y escuchando ese eterno rumor de las olas, sin sentirse inclinado a mezclar su voz en aquel concierto que la inmensidad ofrece a Dios; es imposible descansar sobre una roca en la orilla del mar sin producir un canto, y el alma ofrece siempre algún recuerdo del pasado que saborear o que llorar, mezclado con las notas de alguna música que ha tomado ya cuerpo o alma en aquel mismo recuerdo, en aquel acontecimiento, que se ha identificado con él, que es ya el mismo, como la canción que cantaba nuestra madre en nuestro lecho de niño para llamar el sueño sobre nuestros ojos, o las tiernas notas del aire favorito de la primera mujer que amamos en el mundo.

Por eso, sin duda, alegre y ligera, caminaba cantando por uno de los senderos del bosque y con dirección a una vertiente de agua purísima que se deslizaba entre la yerba, una joven como de quince años. Era una morena esbelta y garbosa pero con ese garbo que es propio sólo de las mujeres de las costas; sus ojos grandes, negros y brillantes, velados por largas y rizadas pestañas; sus dientes blanquísimos, y sus encías nacaradas y frescas, hacían el contraste más delicioso con el óvalo perfecto de su rostro, al que sombreaba la más encantadora mata de pelo negro que haya podido imaginar el alma reflexiva de un pintor, o el calenturiento cerebro de un poeta.

Una camisa blanca y cuyas mangas y cuello estaban literalmente formados de encajes, de holanes y de esas mil curiosidades que inventa el sexo bello para soplar el fuego del amor o del deseo, y una sencilla enagua azul, formaban todo su traje; pero en su garganta lucían hermosos collares de oro y de coral, y sus manos ostentaban con profusión sortijas y anillos de oro, con perlas, conchas y corales. Era sin duda la hija de una familia acomodada, rica tal vez; pero todas las mujeres en la costa trabajan, y por eso ésta caminaba ligera, llevando sobre su cabeza un cántaro que por un efecto de las leyes del equilibrio, se mantenía allí sin el auxilio de las manos de la joven. Si un pintor hubiera podido verla, Rebeca hubiera nacido de su pincel, porque nada hay más gracioso y pudiera decirse más bíblico, que esas niñas de la costa que van y vienen al arroyo, llevando, sin sujetarlos y en equilibrio sobre sus cabezas, grandes cántaros de agua, sin doblar la cerviz y sin perder por eso tampoco la gracia y la ligereza de sus movimientos.

La joven seguía el camino del río cantando alegremente una de esas lánguidas y melancólicas «malagueñas» que forman el encanto de aquellas gentes, y deteniéndose apenas, para contestar el respetuoso saludo de algunos jóvenes que volvían contentos de su trabajo, cubiertos con grandes sombreros de palma, y vestidos con un ancho calzón, y una camisa que flota a merced del viento del mar, pero llevando siempre pendiente del hombro izquierdo, con una correa de venado, el cortante machete cubierto con una vaina de cuero negro, y con una sencilla empuñadura de cuerno.

—Buenas tardes, Alejandra.

—Adiós Pedro —contestaba la joven graciosamente; y seguía cantando:


Corazón, pues tú quisiste
Querer a quien no te amó,
Que vivas o mueras triste
¿Tengo yo la culpa? no,
Corazón, pues tu quisiste.
 

Alejandra, con su sencillo vestido de la clase pobre de la costa, parecía una princesa: de seguro que sobre aquellos hombros descubiertos, tan torneados y mórbidos, hubiera podido sin rubor flotar una mantilla de blonda o un schal de cachemira, y los más aristocráticos borceguíes se hubieran encontrado dichosos aprisionando aquellos libres y desnudos pies que se iban dibujando sobre la tibia arena del arroyo.

Una mujer ya anciana y que vestida con un traje semejante al de Alejandra, aunque sin llevar alhajas, llenaba su cántaro en el río. La joven se acercó familiarmente a ella y se inclinó a su lado para tomar también agua.

—Buenas tardes, tía Úrsula; qué temprano ha venido usted hoy por agua.

—Estamos a seis de enero, hija, y necesito retirarme temprano para rezar mis oraciones a los Santos Reyes; además, debes recordar, Alejandra, que hoy hace seis años que murió Andrés mi marido, y el pobre viejo me encargó que nunca dejara de rezar por él.

La vieja se limpió con sus pobres enaguas, dos lágrimas que rodaban sobre sus secas y arrugadas mejillas.

—No llore usted, tía Úrsula, o me va usted a hacer llorar a mí también —dijo la joven conteniéndose apenas.

—Vamos, no hay que afligirse; ello es, que ya pasó hace tanto tiempo, y Andrés estará gozando de Dios: ¡era tan bueno!

—Sí, tan bueno, como que me acuerdo el día que aquel voga se cayó privado al mar cerca del morro grande, cómo se arrojó a salvarle; era yo tan niña y parece que le estoy mirando.

Las dos mujeres pusieron los cántaros sobre sus cabezas, y comenzaron a caminar hacia el grupo de casas que se divisaba a lo lejos.

—¡Ay, Alejandra! yo ya estoy muy vieja, pronto me llamará la tierra, pero antes, en un día de estos, tengo que contarte mil cosas, hija mía, cosas que te interesan mucho…

—Pues ¿por qué no va usted a la casa, tía Úrsula?

—Lo que tengo que referirte es a ti sola, y no debes decir nada a don Plácido.

—¿A mi padre?

—Sí, tu padre don Plácido debe ignorar todo, como lo has ignorado tú hasta hoy en que creo que ya me reclama el cementerio, y que no puedo morir sin decírtelo; mañana, cuando salgas a traer tu agua, me llamas al pasar por mi casa, y en nuestros viajes yo te contaré; ahora vete, estamos ya cerca de tu casa y yo en la mía.

—Adiós, tía Úrsula, hasta mañana.

—Adiós, hija mía, hasta mañana.

II. Don Plácido

Casi a la entrada de aquella pequeña población, se descubría la casa de don Plácido el padre de Alejandra; era una especie de galera techada con esas magníficas hojas de la gigante palma que produce el cayaco llamado vulgarmente coco de aceite. Esta galera dividida por delgados tabiques, formados como las paredes de la casa, de tejidos de ramas llenos de lodo, construcción muy general que los costeños llaman de «bajareque», contenía tres piezas destinadas para los diversos usos de la familia, graneros, cocina y recámara de las mujeres, porque los hombres dormían en un gran corredor que se extendía delante de la casa, sostenido por delgados troncos de árbol y con un cobertizo igual al de la casa. En este corredor que los naturales de allí llaman «toro», se veían suspendidas cuatro o cinco elegantes hamacas, que es lo que constituye el gran lujo de las habitaciones de la costa.

En una de estas hamacas se mecía perezosamente un hombre viejo, de elevada estatura, flaco, con una nariz aguileña como el pico de una ave de rapiña, y unos ojos pardos, redondos, chispeantes y vivos a pesar de la edad avanzada del individuo. Era una fisonomía que indicaba resolución y astucia, pero había algo de noble y de benévolo en aquella frente limpia, sobre la que caían algunos desordenados aunque escasos mechones de pelo blanco.

Aquel hombre vestía calzón ancho y la camisa de los naturales de la costa; pero no podía vérsele por un momento sin reconocer en él al viejo soldado, bien por su aire resuelto, o por el arco atrevido de sus blancos bigotes; a través de los sencillos vestidos del pescador, se adivinaba el uniforme del veterano. El que ha comido el pan de la campaña por algunos años, y sentido el fuego enemigo, nunca puede ocultar demasiado bien el continente militar; la vida de la guerra se adivina entre las costumbres de la paz, y entre la tranquila conversación del hogar; sus hábitos y sus recuerdos son demasiado profundos para perderse, y si durante el día se olvidan, los sueños de la noche llevan al espíritu las memorias de sus goces y de sus dolores, de sus esperanzas y de sus decepciones.

Don Plácido, pues era él, fumaba un enorme puro, y sumergido en una profunda meditación, se mecía en la hamaca contemplando los blancos y azulados grupos de humo que se desprendían de su tabaco, y que se alejaban o acercaban en los vaivenes de su flotante lecho. Mucho tiempo había permanecido así indiferente, sin mirar siquiera a una vieja criada que hilaba sentada en el suelo a poca distancia, ni al magnífico mastín de pelo leonado que al pie de la hamaca seguía con su mirada inteligente los movimientos de su amo.

Nada interrumpía allí el silencio, sino la discorde voz de dos magníficas guacamayas, que se acariciaban en una percha horizontal colocada entre dos de los troncos que sostenían el cobertizo.

La voz de la joven que se acercaba cantando, animó la escena; el viejo levantó pesadamente la cabeza, la anciana criada dejó caer con negligencia sus manos sobre su regazo para contemplar a la doncella, y el mastín se adelantó moviendo alegremente la cola, al encuentro de la muchacha.

Aquella niña era el alma y la vida de aquella familia; aquellas miradas tranquilas, eran la prueba de que ni una nube turbaba el cielo tranquilo de aquel hogar.

Alejandra llegó hasta el «toro», acarició al perro y llenó de agua una tinaja encarnada que estaba en la puerta de la casa, colocada sobre una rama de árbol que se clavaba en la tierra por el extremo grueso, y que recibía la tinaja sobre el otro extremo en que se dividía en tres brazos cortados a la misma altura; esta especie de mueble se llama por allí «churingo».

Cuando cesó el ruido del agua que caía de una a otra vasija, don Plácido volvió la cabeza y dijo:

—Alejandra, ¿has concluido?

—Sí, padre —contestó la joven.

—Bueno, ven a sentarte aquí que quiero hablarte; Juana irá por allá dentro a preparar la cena.

La vieja criada comprendió que aquello era una orden, recogió el algodón que estaba hilando, y se retiró sin decir una palabra.

—Aquí, Alejandra —dijo don Plácido mostrándole una hamaca que estaba inmediata a la suya—, siéntate aquí, y óyeme con atención, porque voy a contarte una historia triste para los dos, pero no me interrumpas porque tal vez no tendría valor para concluir.

La joven, con una alegría infantil, besó la mano del viejo que se había incorporado en su hamaca, y se sentó.

III. El delito de un veterano

Por algunos minutos reinó el mayor silencio: el viejo había apoyado la frente sobre sus manos como para reunir sus lejanos recuerdos, o para meditar sobre lo que iba a decir a la joven, que por su parte le miraba con extrañeza y sin atreverse a interrumpirle.

La tarde iba muriendo, y el cielo había tomado un color de naranja con bellos cambiantes rojos y de oro; las brisas seguían soplando suaves, cargadas con el perfume de los azahares que se desprenden más vivos al morir el día, y un mar apenas rizado se extendía a lo lejos.

El viejo alzó por fin la cabeza, Alejandra redobló su atención.

—Hace catorce años —dijo don Plácido—, vivía yo en Acapulco. Acababa de pedir mi separación del servido, y como aún no me había fijado en el nuevo género de vida que debía adoptar, pasaba el día conversando con los amigos, y la noche jugando con alguno a las cartas, o en los fandangos que se formaban en los barrios del puerto.

Desde muy niño había yo seguido la carrera de las armas; la guerra de independencia me entusiasmó, seguí al señor Morelos, a Galeana, y después a Guerrero, hasta que por fin, cansado y con unas divisas de comandante, cuando había comenzado en la clase de soldado, volví después de cuarenta años de aventuras a Acapulco, mi tierra natal, a buscar la tranquilidad y a esperar la muerte que no había salido a encontrarme en la campaña.

A pesar de mi edad, a mi regreso al puerto de Acapulco, aún conservaba yo el genio de mi juventud, alegre, chancista, amigo de bromas y de juguetes; los hombres y las mujeres buscaban mi compañía, y los jóvenes se deleitaban oyéndome contar, ya los peligros de un combate, ya las travesuras de mi vida de campamento o de guarnición.

Mi existencia, pues, se pasaba tranquila, y para matar el tiempo, como decíamos, ya inventaba yo un viaje a una feria, ya un baile, ya un chasco o una travesura.

Había en Acapulco en aquel tiempo un pobre hombre a quien nosotros llamábamos Juan de Jarras, apodo que nunca pude averiguar qué origen tenía; era un hombre como de treinta años, que vivía pacíficamente con el producto de una pequeña huerta, y que jamás se mezclaba en nuestros grupos ni en nuestras diversiones, a pesar de que mil veces le hicimos víctima de nuestras burlas.

Juan de Jarras era casado con una mulatita muy trabajadora, que no asomaba la cara por el pueblo para nada; vivía en la casita de su huerta, dedicada a sus trabajos domésticos y la educación de una niña de cerca de dos años de edad, fruto de este honrado matrimonio.

Juan venía cada tercer día al mercado, pero se retiraba temprano, y nunca le habíamos visto embriagarse.

Una noche que volvía de un fandango, llegando cerca de mi casa, descubrí, al incierto resplandor de la luna, a un hombre que caminaba vacilando y en un estado completo de embriaguez, hasta que vino a caer precisamente en la puerta por donde yo tenía que pasar.

Inclineme para verle, y reconocí a Juan de Jarras.

Era la noche del cumpleaños de uno de sus amigos: Juan, seducido, arrastrado por ese amigo, se había detenido en su casa al volver del mercado, y el resultado era aquél.

Juan estaba borracho por la primera vez.

Entonces me asaltó una idea que me hizo sonreír; era lo que llamábamos un chasco.

Llamé a la puerta de mi casa.

Andrés, el marido de la tía Úrsula, era el asistente que me había acompañado durante algunos años, y que estaba aún a mi lado.

Andrés abrió la puerta.

—Andrés —le dije—, ¿hay alguien despierto?

—Nadie —me contestó—, todo el mundo duerme.

—Ayúdame a poner a este cristiano en mi cuarto.

Andrés, acostumbrado a obedecerme sin preguntar, dejó en el suelo la luz y tomó de los pies a Juan, mientras yo le levantaba por debajo de los brazos.

Al colocarle en el pavimento del cuarto, Andrés le conoció.

—¡Calla! el bueno de Juan, pues es curioso, nunca…

—Silencio —le dije—, ¿dónde encontraremos una poca de sangre?

—¡Sangre!

—Sí, sangre de toro, de borrego, de pollo.

—¿Sangre?… ¿sangre? pues no hay donde.

—Pues es preciso encontrarla.

—Sólo que matemos un corderito de los que hay en el corral.

—Bien dicho, trae un cuchillo.

Andrés trajo el cuchillo, dejamos a Juan durmiendo, y armados con una gran bandeja, nos dirigimos al corral.

Matar al cordero fue obra de un momento, y poco tiempo después, volvimos a donde estaba Juan, trayendo Andrés la vasija llena de sangre.

—Andrés —le dije—, vierte esa sangre sobre Juan, principalmente en su brazo derecho.

Andrés comprendió que se trataba de una burla y obedeció.

—Muy bien, ahora ponle ese cuchilllo con que hemos dado muerte al corderito, en la mano derecha.

—Bueno, dejémoslo.

Juan seguía durmiendo sin comprender lo que le pasaba, yo estaba alegre como un chico que logra hacer una diablura, Andrés se sonreía, como quien entiende poco, pero no pregunta por no pasar por tonto.

Encerramos a Juan, y yo y Andrés nos retiramos a descansar.

IV. El delito de un veterano. (Continúa)

(Continúa)

Me fue imposible dormir aquella noche: el deseo de ver el resultado de aquella, para mí tan inocente chanza, no me dejó conciliar el sueño.

Muy temprano me levanté, tomé una luz y fui a ver a Juan.

Dormía el pobre hombre profundamente, pero ya no era el sueño pesado de la embriaguez: su respiración tranquila y su aire de felicidad en el sueño, estaban ya muy lejos de indicar el sopor estúpido del borracho.

Me acerqué a él y le llamé.

—¡Juan! ¡Juan!

—Margarita, ¿eres tú? —dijo volviendo en sí y figurándose que estaba en su casa—: ¿ya despertó la niña?

—No Juan, soy yo.

—¡Ah! don Plácido, ¿pues adónde estoy? ¿yo no dormí en mi casa? ¡Ay Dios mío! ¿qué dirá mi pobre Margarita? Es la primera vez que me pasa esto.

—Juan, levántate con cuidado, pero pronto: ¡desgraciado! ¿No sabes lo que ha sucedido? ¿Sabes tú lo que has hecho anoche?

—No, don Plácido, me he dormido, me he emborrachado, no sé lo que ha sido de mí.

—¡Infeliz, mira tu ropa, tus manos!

El desgraciado lanzó un grito de terror, su vestido estaba lleno de sangre, y aun tenía en la mano el cuchillo que yo le había puesto.

—Pero ¡qué es esto, Dios mío! ¿Me han herido, me han muerto?

—Peor que eso Juan, peor que eso; anoche has tomado más de lo regular, has comenzado a escandalizar al pueblo, el prefecto en persona te ha reconvenido; tú, ciego con los humos del licor, has desconocido su autoridad, la cuestión se hizo acalorada, él ha querido llevarte preso, y tú con ese cuchillo, que tenías no sé dónde, le has clavado el corazón tendiéndole muerto a tus pies.

Juan exhaló un gemido y se cubrió el rostro con ambas manos: había seguido la relación que yo le hacía, procurando tomar un aire compungido, con la mayor ansiedad; sus ojos parecían querer salir de sus órbitas; pálido, temblando, murmuraba por lo bajo mis mismas palabras, y gruesas gotas de sudor se desprendían del nacimiento de sus cabellos y rodaban sobre su desencajado rostro.

Cualquiera se habría compadecido de él, pero el demonio había soplado en mi cerebro, y yo deseaba llevar hasta su fin aquella infernal comedia.

—El prefecto murió en el momento —continué yo—, y tú, cubierto de sangre echaste a huir hasta la puerta de esta casa, en donde caíste falto de fuerzas y privado de conocimiento, en los momentos en que yo llegaba, y sabiendo lo que había pasado, mientras que te buscaba la justicia, yo te he ocultado en este cuarto.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuraba el desgraciado retorciéndose con desesperación—: ¡Dios mío, qué va a ser de mí! ¡Qué va a ser de mí…! pero no, yo diré que lo hice sin saber lo que hacia… yo lo negaré.

—Nada te valdrá: ¿crees que podrás negarlo, cuando más de cien personas atraídas por el escándalo han presenciado el hecho? ¿Crees que será disculpa el que hayas estado ebrio, cuando saben todos que tú jamás bebes? Además, eso de embriagarse, más es delito que disculpa.

—Cierto, cierto, señor don Plácido… pero usted, usted que sabe tanto del mundo, dígame qué haré; aconséjeme, ilumíneme, sólo usted podrá salvarme.

—Bien, escúchame, porque no me ocurre más que un solo medio, pero lo creo seguro, eficaz.

—¡Dígamelo usted! ¡Dígamelo usted!

—Mira, es preciso que te vayas de aquí siquiera por algunos días, pero lejos…

—Señor, ¿y mi familia, y Margarita y mi hija?…

—No te apures, yo diré a tu mujer que fuiste a un viaje imprevisto, y mientras tanto, nada les faltará, yo me encargo de ello.

—¡Ah, señor, don Plácido! ¡qué bueno es usted, qué bueno!

Y el pobre hombre me besaba las manos.

Tentado estuve de descubrirle todo, decirle que era solo una burla, pero el deseo de que mi aventura se supiese y se celebrase al otro día, me contuvo: además, yo no temía ningún mal resultado para Juan, y estaba dispuesto a dar lo necesario y aún más a su familia, en los pocos días que durara su ausencia, que yo suponía muy corta.

—Y ¿cuándo deberé salir? —me preguntó.

—Ahora mismo, y antes que acabe de amanecer.

—Pero ¿y esta sangre? —me dijo horrorizado—, y esta sangre me venderá, me descubrirá, llamaré la atención por todas partes, me haré sospechoso…

—Cálmate, yo te daré otra ropa.

Me dirigí a mi caja, saqué unos calzones y una camisa, Juan se lavó la mano y el brazo que estaban cubiertos de sangre, se mudó la ropa, tomó su zarape, una manta y un machete que yo le ofrecí, y luego lleno de resignación me dijo.

—Ya estoy listo.

—Pues sígueme —le contesté.

Salimos a la calle sin hacer ruido: la luz de la mañana como un vapor luminoso y blanco se tendía ya por el cielo como una gasa; comenzaban a dibujarse las cumbres de los montes, y la mar como un espejo de plata líquida y movediza, comenzaba a distinguirse en el horizonte.

Yo caminaba por delante, Juan cabizbajo y pensativo me seguía, pero no revelaba su continente la inquietud del criminal, sino el decaimiento profundo del desgraciado.

Pocas gentes encontramos a nuestro paso, algunas mujeres que iban por agua a los arroyos, algunos pescadores cargados con sus redes y sus arpones que volvían de su paseo nocturno en el mar, llevando grandes sartas de pescados, pero todos apenas fijaban su atención en nosotros; ni tenían por qué; dos hombres caminando a la madrugada, nada tienen por qué ser notables.

Llegamos hasta la salida del pueblo por el lado del camino de México; allí no había quien nos viera.

—Ya estás en puerto de salvación —dije a Juan—, toma el camino que quieras, ¿para dónde vas?

—No sé, Dios me guiará. Adiós, don Plácido, nunca olvidaré lo que hace usted por mí: adiós.

Me estrechó contra su corazón, besó mi mano, y comenzó a trepar ligero como un gamo por la montaña.

Mi primer impulso fue reírme del susto que llevaba el desgraciado, pero después comencé a reflexionar sobre lo que había hecho: alcé la cara, allá a lo lejos, ya encumbrando la montaña, miré a Juan; se había detenido, llevó la mano izquierda a su sombrero y se lo quitó; después con el rostro vuelto a su casa, bendijo desde allí su pobre hogar, llevó la mano a la boca, le envió un beso, y volvió a cubrirse con su sombrero.

Le vi entonces limpiarse los ojos con la manga de su camisa; lloraba, y seguía caminando.

En ese momento no sé lo que pasó por mí; el puñal de los remordimientos hirió mi corazón; me sentí un monstruo y lloré también, grité a Juan con todas mis fuerzas, habría dado la mitad de mi vida porque nada de aquello hubiera pasado; como un loco, como un insensato, eché a correr en seguimiento de Juan, llamándole, buscándole desde todas las alturas, registrando todos los senderos, siguiendo todas las huellas; pero nada, la fatalidad me perseguía, Dios castigaba mi delito, no me fue posible encontrarle ni alcanzarle.

Toda la mañana caminé: apenas veía a lo lejos un hombre, me parecía Juan; corría, le alcanzaba, le veía, y no era.

El sol señalaba ya el medio día, cuando ya rendido por la fatiga, y devorado por la sed, caí en la orilla de un arroyo; calmé en sus aguas el ardor de mi garganta, y me puse a llorar: la figura dulce y resignada de Juan aparecía en mi mente a cada momento, y yo, en mi remordimiento, no podía sino llorar.

La carne venció al espíritu y el cansancio al dolor, y me quedé dormido a la margen del arroyo.

V. El delito de un veterano. (Concluye)

(Concluye)

Don Plácido inclinó el rostro y quedó sumergido por algunos instantes en una profunda meditación.

Alejandra había seguido llena de ansiedad la relación del viejo, y más de una vez había tenido que limpiar sus ojos empañados de lágrimas; aquella historia la afectaba profundamente.

—El viento de la tierra —continuó don Plácido—, refrescó mi frente y volví en mí. El día había avanzado, y eran ya las dos de la tarde; un sol ardiente derramaba torrentes de fuego sobre la costa, y sólo de cuando en cuando, una ráfaga del terrero refrescaba la sofocante atmósfera que me rodeaba: tú sabes, hija mía, que a esa hora ni las aves se atreven a volar, y se adormecen entre las ramas de los ceibos o de los cocoteros.

Al despertar nada recordaba: miré a mi derredor para coordinar mis ideas ofuscadas por el sueño, y entonces la melancólica figura de Juan, destacándose sobre nuestro cielo, sereno y azul y saludando por la vez postrera a su casa, volvió a dibujarse en mi alma por la mano del remordimiento.

Me levanté violentamente y me dirigí, sin pasar por la población, hacia la huerta de Juan, situada en el extremo contrario al que yo me hallaba.

Más de dos horas tardé en llegar y encontrarla; por fin, di con ella.

En medio de un bosque de adelfas, de naranjos y de plataneros, y rodeados de flores y de verdura, se levantaba el pobre jacal en que vivía la familia de Juan.

Era una casita pobre y pequeña, pero sumamente aseada.

La mujer de Juan, Margarita, recargada en uno de los troncos que sostenían el «toro» de la casa, miraba triste y desolada para el camino; dos perritos blancos jugaban indiferentes a sus pies entre la yerba, y pendiente del techo de la casita, se mecía una cuna en donde dormía tranquila la hija de Juan.

Aquel espectáculo lastimó mi corazón: Margarita era una mujer graciosa y bonita; era además entre las muchachas pobres de Acapulco, el modelo de las esposas.

Casi temblando me acerqué a ella.

—Margarita —le dije—, vengo a traerle un recado de Juan.

—¿De mi hombre? —me preguntó.

—Sí; dice que va a hacer un viaje inesperado, pero que pronto dará la vuelta.

—¡Un viaje! ¿y así, sin despedirse, sin llevar su bastimento, sin ver a su hijita? No, don Plácido, usted me engaña; a Juan le ha sucedido algo de otra manera no me tendría con tanto cuidado.

Y la muchacha se puso a sollozar.

—Margarita, Margarita —la dije—, no llore usted; Juan está bueno, nada le ha sucedido; un amigo le ha proporcionado un quehacer, y esto es todo; de allí tomó lo que necesitaba para el viaje; además, yo estoy encargado por él, de dar a usted lo que necesiten mientras vuelve… créame usted.

La hablaba yo con tanta firmeza, que la pobre comenzó a serenarse: me invitó a sentarme; la sed me devoraba, Margarita me dio una gran taza de coco llena de «tuba» que apuré con delicia.

Calmé por fin su ansiedad, y después de haber acariciado a la niña y dejado algún dinero a Margarita, me retiré algo más tranquilo.

Pasaban los días, y ni la menor noticia de Juan: nadie le había visto, nadie sabía tampoco la causa de su desaparición, sino Andrés y yo, que nos guardamos bien de decirla.

Las más absurdas consejas se formaron en el pueblo sobre esto: unos decían que Juan al bañarse en el mar, había sido devorado por las tintoreras; otros, que había caído en un precipicio.

La autoridad me interrogó: le conté lo mismo que a Margarita, y poco después todo se había olvidado.

—¿Pero nunca se ha vuelto a saber de él? —preguntó Alejandra.

—Nunca, hija mía, nunca.

—¿Y Margarita, y su hija?

—Margarita desapareció también poco tiempo después, dejándome una carta, en que me decía, que iba en busca de su esposo, y confiando a mi honor y mi amistad a su tierna hija que no vacilé en recoger.

—¿Y en dónde está, en dónde está? —preguntó casi espantada Alejandra.

—Hija mía, hija mía, esa niña eres tú.

La joven dio un grito y cayó desvanecida en los brazos del veterano.

VI. Tío Lalo

Tío Lalo era el herrero más trabajador y más inteligente del pueblo: no había memoria de cuando había comenzado a ejercer su oficio, pero de seguro, que ningún vecino podría decir tampoco que algún día, no siendo feriado, había visto sola la fragua, o había dejado de escuchar el ruido del yunque.

Al salir el sol ya tío Lalo estaba en su obrador: cuatro columnas de madera sosteniendo un techo de palma, una fragua y un yunque, éste era el taller.

Tío Lalo era como un retrato: jamás se notaba un cambio en su traje; calzones de pana azul, zapatos de vaqueta amarilla, una camisa siempre limpia y llena de randas y de labrados, pero siempre desabrochada del cuello, y un gran paliacate de cuadros colorados atado en la cabeza, constituían el vestido del tío Lalo, y si tenía que salir a la calle, un ancho sombrero negro de lana.

En otro país se hubiera llamado armero, porque no hacía más que esos anchos machetes de exquisito temple, que no faltan jamás a los costeños, pero allí se llamaba sencillamente herrero y nadie como él sacaba una hoja limpia y sin pelo, y nadie como él daba ese filo con el que puede un hombre rasurarse; era una notabilidad, lo conocía, y con orgullo ponía en las hojas brillantes de los machetes: Ladislao Pamplona, y luego dos estrellas.

Desde muy lejos recibía cartas de marchantes solicitando sus artefactos, y el viajero costeño que hubiera pasado por su casa sin hacer una compra, se habría tenido por desgraciado.

La fragua del tío Lalo era además, el lugar de reunión de los ociosos del pueblo.

Hay una tendencia marcada en todos los ociosos de la tierra de ir a perder su tiempo contemplando a los que trabajan.

La ley de los contrastes.

En las grandes ciudades, los que nada hacen, se pasan los días enteros en las puertas de las tiendas y de los almacenes más concurridos, contemplando esa muchedumbre inquieta y trabajadora que circula en su derredor, como una colonia de abejas o de hormigas.

En los pueblos más cortos, la botica es el punto de reunión.

En las rancherías o en los barrios, siempre hay un taller que se convierte en lonja, y mientras suda y trabaja el artesano, los tertulianos fuman y discuten, sin meterse quizá nunca a comparar su vida con la del hombre que los recibe en su casa.

Tal vez el artesano envidiaría la vida del perezoso, pero lo que sí es seguro, es que el perezoso envidia la del artesano.

Es un axioma, nadie tiene más gana de trabajar que el flojo.

Cuando digo gana, se entiende deseo ardiente algunas veces, deseo que atormenta, que punza, pero nada más deseo: nada más.

¿Pues por qué no trabaja?

La contestación es natural, pero nos encierra en un círculo vicioso; no trabaja, porque le sobra el deseo y le falta la resolución, la fuerza de voluntad, la acción; en fin, porque es perezoso.

Tío Lalo golpeaba de lo lindo: su cara chata y cubierta con las cicatrices de las viruelas, estaba roja por la fatiga y por el reflejo del activo fogón que soplaba en la fragua un muchacho como de catorce años, ahijado del herrero, criado y casi nacido entre el carbón y el fuego del obrador.

El ruido del martillo y los bufidos del viento de los fuelles que moría sobre los hornillos, mezclados con la jadeante respiración del tío Lalo, formaban un desapacible concierto, pero que no impedía seguir la alegre conversación de tres o cuatro hombres que fumaban sentados sobre las piedras o los haces de leña y a la sombra del pequeño techo de la fragua.

—Tío Lalo —dijo uno de ellos—, anoche hubo función en casa don Plácido.

—¿Qué función, Perucho? —preguntó el herrero.

—Yo no sé lo que sería, pero Colasa mi mujer dice que hasta muy noche oyó que lloraba Alejandra, y que su padre la consolaba.

—Andará ya en amorcillos la «Flor de la Costa» —dijo otro de los ociosos—, y a fe que ya es tiempo, la muchacha está linda como una perla, y antojadiza como una mantequilla: si a mi…

—Vaya Epitacio, ni digas eso, tú que tienes una mujer tan buena y tan bonita…

—No, tío Lalo, pero si no es más que un buen deseo.

—¿Buen deseo? ¡llamas a eso buen deseo! si te oyera tu mujer, a quien tú no mereces…

—Sí, tío Lalo, pero…

—No hay pero que valga, no la mereces tú, tan haragán, tan…

—Más de cuatro conozco yo —interrumpió Perucho—, que darían algo porque los quisiera la Florecita.

—¿Qué sabes tú, hablador? —dijo el herrero poniendo en la fragua un gran trozo de metal.

—¿Qué se yo? mucho que sé: mire usted tío Lalo, que no todo se puede decir, ni todo se puede callar, pero el españolito de la tienda de Santander, está que se las pela por ella.

—Bueno, pero para eso, ni caso…

—Ni caso, pero él, erre que erre, y luego, luego… ya usted me entiende, tío Lalo —dijo Perucho haciendo sobre su cabeza una seña como de cerquillo o tonsura.

—¿Qué, qué?

—¿Cómo qué? el padre Bernal, que diera, como quien dice, los diezmos y primicias de todo este año, y que han estado buenas las cosechas, por darla siquiera un abrazo a Florecita.

—Cállate, hablador.

—Bueno, callaré, pero eso nada tiene de malo, porque al fin, aquí que estamos en confianza, tanto tiene don Bernal de padre como yo de obispo; no más que como el señor cura es tan bueno, le ha protegido, pero así me coma un caimán, primero que yo me confesara con él.

—En mentando al ruin de Roma, luego asoma —dijo otro mostrando a ios demás un hombre que se acercaba por el camino en una magnífica mula prieta con cabezadas y arreos adornados de plata.

No era un joven, pero aún estaba en la fuerza de la edad viril, grueso, más blanco que moreno, completamente rasurado, su rostro, merced a su mirada incierta, tenía algo de repulsivo, vestía chaleco y pantalón negros, chaquetón blanco de lino, y llevaba un cuello de cuentas de chaquira blanca y azul, como distintivo de la clase sacerdotal: un ancho sombrero de lana amarilla, con adornos y ribete dorado completaba su equipo.

A todo el trote de su mula llegó aquel hombre, a quien habían designado los tertulianos de la herrería con el nombre de padre Bernal, hasta la puerta de la casa, y haciendo detener violentamente su cabalgadura, se apeó sin hacer ninguna clase de saludo, y entregó las riendas en manos de un hijo del tío Lalo que había salido de la casa.

El muchacho se puso a pasear la mula, y mientras el recién llegado se quitaba las espuelas, el tío Lalo, dejando su trabajo, acudió en su auxilio con las mayores muestras de consideración hasta que concluyó, y los dos se metieron a la casa sin que entre ellos hubiera mediado ni una palabra.

—Oye Cacomixtle —le dijo Perucho al muchacho que jalaba los fuelles—, ¿qué negocio tiene tu patrón con ese místico?

—Yo no sé —contestó el muchacho saliendo de la fragua—, serán cosas de la misa.

—Oye taimado, oye, ¿adónde vas? —gritó Perucho.

—A descansar un rato a la huerta, para eso que he jalado los fuelles desde que Dios amaneció, y son ya las horas de almuerzo.

—Buen pícaro eres tú —dijo otro.

Pero el Cacomixtle, como ellos le llamaban, ya no les oyó.

Apenas llegó al pequeño huerto que estaba a la espalda de la casa del tío Lalo, su fisonomía adquirió una viveza increíble, y ligero como el animal cuyo nombre le daban las visitas de su patrón, comenzó a trepar por un montón de escombros que estaban a la espalda de la casa, cubierto por un grupo de plátanos y entre los cuales la exuberante vegetación de los trópicos había hecho brotar plantas y arbustos de diversas clases.

Apoyándose ya en una rama, ya en una piedra, pero trepando con increíble ligereza, el muchacho llegó hasta la altura del desván de la casa, y allí, como una serpiente, se deslizó debajo del cobertizo y se introdujo en el espacio que dejan esas casas de tejado entre las tablas que forman el techo de la habitación y el techo de la casa: allí comenzó a caminar con tal precaución, que ni una sola de las tablas crujió con su peso: paróse de repente y escuchó.

Las voces de dos hombres que hablaban bajo y como con reserva, subían de la habitación del herrero.

El Cacomixtle se tendió sobre las tablas y aplicó primero un ojo por uno de los intersticios de la madera.

Tío Lalo y Bernal estaban literalmente debajo de él, y sostenían en voz baja una conversación acalorada.

Cacomixtle se sonrió con satisfacción, cambió la postura de la cabeza aplicando el oído al entarimado, y quedó sin moverse como si la vida le hubiera abandonado.

VII. El testigo oculto

—Ese plan —decía el tío Lalo—, es completamente irrealizable: robarse a Alejandra de su casa, no conviene. Alejandra, a pesar de que como le tengo a usted dicho, no se la conoce más amor que Jorge, y ese anda ahora con la chinaca, es una muchacha muy querida y respetada de todos los mozos del pueblo, que serían capaces de armar un «mitote» por defenderla.

—Entonces ¿qué debemos hacer? Yo estoy fastidiado, cansado de tener esperanzas hoy, para perderlas mañana.

Un poco más de paciencia, padre —dijo socarronamente Lalo—, que al fin se trata de llevarse nada menos que a la Flor de la Costa, y esto sin haber contado con su voluntad.

—No he venido aquí para oír tus sermones: necesito tener en mi poder a esa muchacha, y tú te has comprometido a entregármela; pues bien, ¿qué te detiene? ¿qué te falta? ¿dinero? cuanto me pidas tendrás, y con el dinero todo se consigue.

—Sí, se consigue, pero no inmediatamente; vamos, no se impaciente usted, voy a mandar un explorador, como si dijéramos, a la casa de don Plácido, y según lo que nos digan, veremos, porque Perucho me dijo que anoche había habido allí trifulca.

—Bueno, pero que sea pronto —dijo el padre Bernal sacando un magnífico reloj de oro— son las once, y a la una tengo que salir para San Jerónimo.

—De aquí a la una tiempo hay, pero voy a mandar…

Cacomixtle oyó el ruido que hacía tío Lalo al levantarse, y se preparó a saltar a la huerta, por si el viejo se dirigía a la fragua, pero la voz entera del herrero se dejó oír, gritándole a su mujer:

—Ramona, Ramona.

—Voy, hombre —contestó desde el otro cuarto una voz cascada y hueca—. ¿Qué quieres?

—El padre desea saludarte —añadió en voz baja dirigiéndose al padre—, es preciso que todo se haga con disimulo.

Cacomixtle había recobrado su tranquilidad, y volvió a aplicar el ojo y luego el oído a las tablas del techo.

El herrero había vuelto a sentarse. Ramona se había presentado en la escena. De tanta edad como su marido, casi negra, con un paliacate de cuadros en la cabeza y unas enaguas formadas también de paliacates, la mujer del herrero era una figura verdaderamente repugnante.

Saludó humildemente al padre y le besó la mano.

—Oye, Ramona —le dijo tío Lalo—, vas a hacer este empeño, pero cuidado con una tontera, porque es cosa del padre, y si lo echas a perder ya verás —y acompañó estas palabras con un movimiento de mano que indicaba nada menos que una paliza si la vieja salía mal de su comisión.

—Pues bonita soy yo para quedar mal en lo que me encargan —contestó la vieja— acuérdate que siempre…

—Cállate, navolena, y pon cuidado a lo que te voy a decir: te vas ahora mismo a la casa de don Plácido y te haces aparecida, pero cuidado, que no vayan a maliciar que llevas plan.

—No, yo diré que voy a pedir un cántaro prestado a la chica, porque ayer Cacomixtle rompió el de acá.

—¡Cómo! ¿Rompió el cántaro ese pícaro? —dijo el herrero—; ahora verá que tal le va.

—No hombre, si no es más que el pretexto que voy a ponerles —contestó la vieja.

Cacomixtle se sonrió socarronamente desde su observatorio.

—Pues bien —continuó el tío Lalo—, me vas a averiguar qué es lo que ha pasado en la casa de don Plácido, por qué regañó anoche a la muchacha; en fin, todo, todo cuanto puedas averiguar, pero con cautela y pronto, porque el padre quiere irse.

—Está muy bien, ya verás qué razón te traigo.

La vieja salió de la habitación y los dos interlocutores quedaron en silencio: el padre Bernal con los codos sobre las rodillas, apoyando la frente en sus anchas manos, y el herrero formando un gran cigarro de una hoja de tabaco que tomó de encima de una mesa en donde había una imagen de la virgen de los Dolores, y delante de la cual, en una copa de cristal rota, ardía una mechita que nadaba en un lago de turbio aceite.

El Cacomixtle pudo desde su escondite, ver a Ramona que, fingiéndose más vieja y más vacilante en su andar, se dirigía para la casa de Alejandra; el muchacho la observó por un momento y volvió después a su posición anterior.

El silencio se prolongaba todavía; el tío Lalo y el padre Bernal permanecían como absortos en sus meditaciones.

Por fin, el segundo se atrevió a hablar.

—Tío Lalo —le dijo—, es preciso que esa muchacha venga a dar a mi poder, cien veces te lo he repetido cueste lo que costare.

—Y yo le he dicho a usted que aunque la cosa no es tan sencilla como parece, yo me comprometo, Dios mediante, a entregarle a usted esa criatura.

—Hace mucho tiempo que me prometes lo mismo, y hasta ahora nada hemos avanzado, y ya sabes que este negocio puede hacerte feliz si se logra.

—Yo no le sirvo a usted sólo por interés, sino porque me ha confrontado su persona y me causa lástima verle tan apasionado de esa muchacha que se hace la remilgosa. Vaya, pues qué más podía esperar; sólo que quiera que venga por ella el Emperador; y luego, padre, que usted no sabe quién es don Plácido, pues bonito él para que se la peguen; es más avisado que un cuervo, y belicoso, que es capaz de armar campaña con su misma sombra. Pero usted no me hace caso, distraído, distraído, siempre; tomaremos una copita de mezcal.

El tío Lalo se levantó, llenó de mezcal dos pequeños vasos aclarinados, y tomando uno presentó el otro al padre Bernal que no salía de su meditabundo silencio. Apuraron los dos hasta la última gota, y el padre, sin decir una palabra, se reclinó negligentemente en una cama formada con delgados otates y que había en uno de los rincones del cuarto.

—Bueno —dijo el tío Lalo—, repose usted un momento mientras vuelve Ramona; entretanto voy a la fragua a continuar mi trabajo.

Al decir esto cubrió la cama con el limpio pabellón de indiana, y se retiró entornando cuidadosamente la puerta.

Quizá no había acabado esta operación, cuando el Cacomixtle, ligero como un relámpago, estaba ya en la fragua dando vida al ya casi extinguido fuego.

VIII. La vuelta del explorador

Por más de media hora los fuelles gimieron al impulso del Cacomixtle, los carbones encendidos recibieron su aliento, y el tío Lalo preludió, por decirlo así, la hoja de un curvo machete destinado tal vez a hacer un papel importante en alguno de esos escándalos que brotan casi siempre de los fandangos de Tierra Caliente.

La fragua estaba sola, los tertulianos habían ya desaparecido, y el herrero y el muchacho trabajaban sin cruzar una palabra.

Entre los dos formaban una máquina: el ciego motor de los fuelles, y el motor inteligente del martillo y de las tenazas.

Y sin embargo, en aquellas dos cabezas germinaba el mismo pensamiento; la misma ansiedad devoraba aquellos dos corazones.

De cuando en cuando el tío Lalo abandonaba el martillo y cubría con su mano derecha, como con una visera, sus penetrantes ojos, dirigiendo inquietas miradas por el camino que debía traer su mujer.

El Cacomixtle entonces, apoyándose en el cable que movía los fuelles, se empinaba sobre las puntas de los pies, y por encima de la cabeza del herrero, que le interceptaba la vista, exploraba curiosamente el horizonte.

Así se pasó un largo rato, y ya el tío Lalo comenzaba a dar algunas muestras de impaciencia, cuando se dejó ver a lo lejos la figura de Ramona, que caminaba más aprisa que lo de costumbre.

Tío Lalo suspendió su trabajo, y pocos momentos después la vieja había llegado hasta la fragua.

—Mucho te has tardado —le dijo el herrero.

—Mucho, pero en cambio traigo noticias muy importantes: ¿ya se fue el padre?

—Qué se ha de ir, esperándote está; pero creo que se ha dormido. Vamos entrando y nada me digas hasta que estemos delante de él. Cacomixtle, vengo, y no me quemes mucho carbón mientras te quedas solo.

Cacomixtle no contestó.

La vieja y el herrero entraron en la casa, cerrando tras sí la puerta, y el Cacomixtle volvió rápidamente a su observatorio, abandonando la fragua.

El Estado de Guerrero es en nuestra República un país verdaderamente original.

Allí no se conocen los ladrones: lo mismo puede dejar abandonados en una plaza o en un camino el artesano los instrumentos de su trabajo, que el caminante su maleta de viaje o un costal de polvo de oro. Nadie se atreverá a tocarlo.

El instinto del robo no entra para nada en el gran compuesto que forman las pasiones en el corazón de los hombres de aquellas tierras.

Impetuosos y ardientes en sus amores, belicosos y susceptibles en sus relaciones sociales, son capaces de hacerse matar por la mirada de una mujer, o por la picante sátira de un verso de la Malagueña; pero para ellos el respeto a la propiedad no es ni una virtud ni un sacrificio.

La policía no tiene parte en esto; y la razón es muy sencilla: la policía no ha existido ni existe en el Estado de Guerrero.

Sujeto, dominado por sólo la voluntad de los Álvarez, durante muchos años, el Estado de Guerrero ha sido un cacicazgo, un patriarcado, en donde la única ley ha sido siempre la voluntad absoluta de los miembros de una familia a la cual el Gobierno General de la República, al través de leyendas y tradiciones fantásticas, ha visto con proporciones tan gigantescas, que no se ha atrevido nunca a destruir con sólo una plumada, como hubiera podido hacerlo, aquella república de Andorra, aquel Paraguay que puede ser con el tiempo, y libre de los lazos que la oprimen, la perla de los Estados, la joya preciosa de la República, y el emporio de la agricultura, del comercio y de la minería.

Cubierto por magníficos bosques de maderas preciosas y de construcción, regado por caudalosos ríos, cruzado do quiera por gruesas y robustas venas de todos los ricos metales; sembrado de criaderos, de esmeraldas, de granates, de ágatas, de rubíes, de topacios y de diamantes; poblados sus bosques por tigres y águilas; feraces sus tierras, con esa exuberante vegetación del mundo en los tiempos del Génesis, y teniendo en sus costas los más hermosos puertos del Pacífico, el Estado de Guerrero sólo espera la llegada de un Mesías que le diga como Cristo al paralítico: levántate y anda…

Pero los años pasan, y los cedros caen de vejez en los bosques, y los ríos profundizan sus cauces, y los vientos de la mar arrojan sobre las azucenas de las playas desiertas, las arenas ardientes que sepultan: y las palabras divinas no resuenan aún sobre aquella tierra de promisión.

IX. El secreto de la tía Úrsula

Alejandra no acudió a la cita que le había dado la tía Úrsula: en vano la buena vieja hizo más viajes al arroyo de los que necesitaba, y acarreó tanta agua como si tratara de apagar el incendio de su casa.

La mañana se pasó sin haber visto a la muchacha, y llegó por fin la tarde de aquel día, y la tía Úrsula iba creyendo ya que no vendría Alejandra, cuando la vio cruzar delante de su casa.

La Flor de la Costa, como la llamaban los mozos del pueblo, no iba alegre y cantadora como la víspera; melancólica y distraída, caminaba como instintivamente, sin contestar un saludo, y sin volver siquiera la cara al jacal de la tía Úrsula.

La vieja salió precipitadamente en su alcance, y a pocos momentos caminaba ya a su lado.

—Hija mía, toda la mañana te he esperado: te dije ayer que tenía que hablarte de una cosa importante, y anoche he soñado tanto, que antes de que saliera el sol ya no podía dormir; soñaba que me moría, que me llevaban al cementerio, y que no podía decirte este secreto que puede importarte mucho. ¿Qué te ha sucedido? ¿qué tienes? ¿por qué no viniste hoy en la mañana? No me contestas… estás distraída, ¿estás enferma?

—Sí, tía Úrsula —contestó Alejandra—, estoy enferma: apenas he dormido anoche; me duele la cabeza, me siento mal, muy mal.

—¡Ave María Purísima! serán las calenturas: es preciso curarte, curarte pronto; yo me iré esta noche a tu casa.

—No hay necesidad, tía Úrsula, esto no ha de ser nada, nada: y creo que mañana ya estaré buena. ¿Sabe usted que mañana tenemos que salir?

—Salir, ¿y para dónde?

—Tenemos que hacer un viaje a Morelia: mi padre dice que tiene allí un negocio importante.

—¿A Morelia? Hija, Dios lo dispone todo: ahora más que nunca es necesario que yo te diga un secreto: siéntate aquí sobre este tronco.

—Pero tía Úrsula, si me esperan en casa: no me puedo tardar, tal vez me regañan.

—No importa, el negocio de que tengo que hablarte, es el último encargo de Andrés; te lo diré muy pronto, y ahora mismo, porque el corazón me dice que tú te irás y no nos volveremos a ver nunca.

Alejandra se sentó maquinalmente sobre un tronco de palmera, y la vieja se colocó a su lado.

En aquel momento pasaba a corta distancia de ellas y caminando hacia el arroyo, la mujer del herrero.

—¿Tú sabes, Alejandra —comenzó a decir a la tía Úrsula— quién era tu padre?

A una pregunta tan intempestiva y sobre una materia que en aquel momento tenía enteramente preocupado su espíritu, la joven se sintió como sorprendida en el misterio de su pensamiento, y contestó como respondiendo a sus propias reflexiones: —Todo lo sé.

—Pues bien —continuó la vieja—, no hay que hablar de eso, no hay que hablar de eso ya. Andrés era un hombre de buen corazón, y la suerte de tu padre y la de Margarita y la tuya le afectaban sobremanera; no estaba en su mano remediar aquellas desgracias, pero él tenía un secreto que quiso dejarte como una herencia para remediar parte del mal, al que había contribuido tan inocentemente.

Tú sabes que mi marido sirvió en la guerra de la Independencia: pues bien, hubo una vez en que yo no sé cómo ni por dónde nuestras tropas fueron completamente derrotadas: Andrés andaba entonces en la escolta de la Comisaría del señor Morelos. Todo se había perdido: Andrés y otro compañero suyo lograron sacar seis u ocho mulas cargadas de dinero: eran costalillos llenos de onzas de oro, porque en aquel tiempo el dinero no andaba tan escaso como en éstos; caminaron todo el día y toda la noche, porque los soldados del Rey hacían una persecución muy activa y era necesario ponerse a salvo.

Así llegaron hasta la orilla del río de las Balsas, pero les fue imposible pasar: el río estaba crecido, y el temor de las tropas realistas impedían a los barqueros atravesarle.

Reconocieron el lugar en que se encontraban: era precisamente el balseadero que queda en la orilla opuesta del pueblo de Zirándaro.

Andrés y su compañero se pusieron a reflexionar: atravesar el río era imposible, volver atrás era caer irremisiblemente en manos de las tropas españolas; y ¿cómo ocultarse en el monte, llevando aquellas mulas y sin tener un lugar seguro donde permanecer? Era, pues, preciso ocultar aquel dinero y conducir a las mulas tan lejos que no por ellas se pudiese entrar en sospechas.

Así determinaron hacerlo: caminaron entonces desde allí en la misma dirección de la corriente, y sin dejar la margen derecha del río, hasta cosa de media legua: allí encontraron una ziranda inmensa, y al pie de este árbol determinaron depositar su carga. A cada uno de los lados de aquella ziranda crecía una palma; creeríase que la naturaleza se había empeñado en poner allí aquellas señales para volver a encontrar el depósito.

Con las espadas, con los cuchillos, con algunas estacas de árbol, Andrés y su compañero hicieron en muy poco tiempo una profunda excavación, descargaron las mulas y colocaron allí dentro diez y siete sacos de dinero: volvieron a cubrir, y ya al retirarse, el otro soldado le dijo a mi marido:

—¿No te parece que sería bueno poner encima aquella piedra grande que está allí?

—No es necesario —contestó Andrés—: aquí la yerba crecerá muy pronto, y esta piedra arrancada de su lugar puede llamar la atención.

—No seas flojo —repitió el otro—; bájate del caballo y ayúdame. Y acompañando la acción a las palabras, se apeó del caballo y se dirigió a la piedra.

Andrés le imitó: la piedra no pesaba gran cosa, y con pocos esfuerzos comenzaba ya a moverse en su alveo, cuando el compañero de Andrés lanzó un grito y se puso horriblemente pálido, retiró las manos de la piedra y en la izquierda se mecía prendida una terrible víbora de cascabel.

Andrés, sin perder su sangre fría, y comprendiendo lo activo de aquella ponzoña, dio muerte a la víbora y propuso inmediatamente a su compañero cortarle la mano, remedio espantoso, pero el único eficaz en semejantes casos.

El hombre se resistía al principio, pero el frío glacial de la muerte comenzaba ya a apoderarse de su mano con dolores horribles y con una rapidez asombrosa, se armó entonces de resolución, y le dijo a Andrés: corta, poniendo su brazo sobre la misma piedra que habían intentado mover.

Andrés sacó el machete y descargó un golpe sobre aquel brazo; pero el trabajo de la excavación había acabado el filo del machete, y la emoción y el cansancio habían agotado las fuerzas de Andrés; una ancha herida por donde brotó un manantial de sangre, fue el resultado de aquel primer golpe.

El hombre dio un grito, pero no retiró su brazo; córtame, córtame —decía—, córtame pronto; la ponzoña sube, tengo unos dolores insoportables; si no cortas pronto, me muero.

Andrés vacilaba: el soldado, pálido, iba adquiriendo en su rostro sombrío, tintes azulados, su boca comenzaba a llenarse de espuma, y con acento desesperado y con voz ronca, córtame —decía—, que me muero.

Andrés entonces se sintió como trastornado, levantó el machete y dio otro golpe y otros, hasta que la mano quedó separada del brazo; pero era ya inútil, en vano el herido había soportado aquella bárbara operación; el veneno había circulado por su sangre, y pocos momentos después expiró en medio de una espantosa agonía.

Andrés nada podía hacer, no podía tampoco perder mucho tiempo; y dejando allí el cadáver de su pobre compañero y todas las mulas, volvió a tomar tristemente por la orilla derecha del río, caminando entonces contra la corriente.

Después de esto no le fue posible volver al lugar en que había depositado el dinero: habló de ello a varios de sus jefes, pero nadie le hizo caso.

Poco antes de morir me dijo: cuando Alejandra sea ya grande, confíale este secreto y que haga ella con ese dinero su felicidad y la de sus hijos.

—Ya lo has oído, hija mía: a media legua del balseadero de Zirándaro, río abajo una ziranda, entre dos palmas; no lo olvides: y ahora adiós, abrázame, porque mañana te vas y no nos volveremos a ver.

—Adiós, tía Úrsula, rece usted mucho por mí que soy muy desgraciada.

Las dos mujeres se abrazaron llorando, y cada una tomó por su camino.

Poco tiempo después la mujer del tío Lalo llegaba a su casa repitiendo en voz baja: río abajo una ziranda, dos palmas, ¿qué demonios querrá decir esto? ¿por qué no llegaría un poco antes? En fin, veremos si el padre Bernal puede entenderlo.

X. El viaje y el encuentro

Muy temprano, y al amanecer el día siguiente, un movimiento inusitado se advertía en la casa de don Plácido. Dos criados cargaban fardos de equipaje sobre robustas mulas mientras que otros tenían del ronzal algunas ensilladas, y entre las cuales se notaban dos que indudablemente debían ser de los amos.

La una era una poderosa mula prieta, con silla y bridas adornadas de plata, con un primoroso tapa-ojo bordado de chaquira que fingía deliciosas flores: tenía en el arzón un magnifico par de pistolas dragonas, y pendiente de la cabeza de la silla una espada con la empuñadura de plata y la vaina de cuero negro bordada de oro y plata. La otra mula era retinta, más pequeña, pero más bien formada, más viva, por decirlo así; el arnés era semejante al de la primera, sólo que no se veía ninguna clase de armas, y que sobre la silla cuidadosamente cubierta por ella, se ostentaba una manta de abrigo de encendidos colores; y una banda roja formaba una especie de columpio de la cabeza a la teja de la silla, colgando por el lado de montar.

Los criados terminaron su tarea, reconocieron la carga de las mulas, y poco después don Plácido y Alejandra salieron de la casa, seguidos de la criada que lloraba amargamente.

Don Plácido llevaba chaqueta y calzoneras; su sombrero no era ya el de palma, sino un elegante fieltro con toquillas de plata y Alejandra tenía un sombrerito semejante: un saco de indiana abrigaba su cuerpo, y su rebozo, terciado del hombro a la cintura, hacía lucir su esbelto y gracioso talle.

Acercaron las mulas, don Plácido ayudó a subir a Alejandra, que saltó ligera, y luego se colocó bizarramente sobre la suya. Los criados montaron, haciendo caminar por delante a las bestias cargadas.

Todas las puertas de la vecindad estaban llenas de curiosos que salían para ver partir a los viajeros; don Plácido y Alejandra contestaron a sus adioses más o menos sinceros, y pusieron al trote sus mulas.

Al principio, el camino seguía la misma dirección que el arroyo adonde ocurría Alejandra por la mañana y por la tarde. La tía Úrsula, en la puerta de su casita, bendecía a los viajeros, murmurando en voz baja una oración que se prolongaba todavía, cuando éstos habían ya desaparecido entre el espeso bosque que comenzaba al otro lado del arroyo.

Don Plácido caminaba por delante silencioso y meditabundo, dejándose guiar casi por el instinto de su mula: Alejandra le seguía también sin despegar los labios, y contemplando unas veces la hermosura del paisaje que se extendía hasta tener la inmensidad del mar por horizonte, y reflexionando otras sobre la historia lastimosa de sus padres.

El camino comenzó a hacerse más sombrío; los viajeros se internaban en el tupido bosque de mangles y de palmeros, bajo la bóveda espesa de verdura que formaba sus entrelazadas hojas; ni un débil rayo de sol penetraba nunca en aquellos desiertos senderos. El musgo cubría los troncos de los árboles; bandadas de hermosas y pintadas guacamayas lanzaban sobre la verde bóveda y entre el ramaje, alegres y destemplados gritos.

Algunas veces, en medio de la yerba que se levantaba casi a la altura de un hombre, aparecían las gallardas encornaduras de los venados que huían ligeros a la aproximación de la cabalgata; a medida que avanzaban en el bosque, se iban debilitando los ruidos que interrumpían el silencio de la selva en la costa, las bandadas de aves eran más raras, y llegaron por fin a faltar enteramente.

Nada turbaba entonces el solemne silencio del bosque, sino el eco sordo de las pisadas de las bestias.

Los viajeros iban enteramente preocupados con sus pensamientos, y sólo algunas veces se oía la voz de algún criado regañando a las mulas de carga o alentándolas con silbidos agudísimos.

De repente, en uno de los recodos del camino, la mula de don Plácido se detuvo y retrocedió espantada; dos detonaciones seguidas de armas de fuego atronaron los ecos del bosque; el jinete vaciló en la silla y cayó pesadamente al suelo, en el momento en que cuatro hombres, montados en soberbios caballos, armados de mosquetes y cubierto el rostro con pañuelos de seda negros, se lanzaron sobre Alejandra que estaba a punto de desmayarse, y sobre los criados, que atónitos por la sorpresa, no habían pensado siquiera en hacer uso de sus armas.

Libro segundo. El nido de las águilas

I. Zitácuaro

La libertad es como el sol.

Sus primeros rayos son para las montañas, sus últimos resplandores son también para ellas.

Ningún grito de libertad se ha dado en las llanuras, como en ningún paisaje se ha iluminado primero el valle.

Los últimos defensores de un pueblo libre, han buscado siempre su asilo en las montañas.

Los últimos rayos del sol, brillan sobre los montes, cuando el valle comienza a hundirse en la oscuridad.

Por no desmentir este axioma, la Convención Francesa en 93 tuvo su llanura y su montaña.

Zitácuaro está situado en una fragosa serranía del Estado de Michoacán.

Era una graciosa ciudad de ocho mil habitantes.

Sus calles, rectas; sus casas, aunque no elegantes, limpias y bonitas.

Su comercio activo, y su agricultura floreciente.

Ésta era Zitácuaro en 1863.

La República de México había sido invadida por los franceses.

Los malos mexicanos se habían unido con ellos.

El Gobierno legítimo abandonó la capital después de esa gloriosa epopeya que se llamó el sitio de Puebla.

El ejército de Napoleón III ocupaba las ciudades y los pueblos sin resistencia.

Aquélla era la marcha triunfal de la iniquidad.

El paseo militar de la fuerza que vence al derecho.

Pero el derecho debía tener sus representantes sobre la tierra, para protestar y combatir.

Debía tener sus mártires y los tuvo.

Y los representantes del derecho y de la libertad se refugiaron en las montañas para protestar y combatir.

Y los mártires encontraron en las montañas su calvario.

Las tropas fieles de Toluca buscaron un asilo en Zitácuaro.

Al principio, es decir, antes de que comenzara esa larga serie de sangrientos combates que con fuerzas tan desiguales sostuvieron los defensores de aquel heroico pueblo, la hospitalidad no fue de lo más cordial.

Después que el fuego enemigo los encontró juntos, todos fueron unos.

En las primeras invasiones, la población emigraba en masa.

Así podía llegar la noticia de la venida del enemigo a la mitad del día, como a la mitad de la noche; en una mañana serena o en una tarde tempestuosa.

La alarma corría veloz como la electricidad y todo el mundo se ponía en movimiento, y la población en masa emigraba a los bosques, llevando cada una de aquellas familias lo poco que podía de sus muebles y de sus animales.

Era un espectáculo tierno y sublime.

Las madres cargando a sus hijos, los hombres llevando a cuestas a los enfermos, las ancianas conduciendo con los niños y pesadamente, los mansos bueyes y los corderos, las gallinas y los cerdos; todo en una inmensa confusión, pero sin gritos, sin sollozos, sin maldiciones; con la resignación de los mártires, pero con la energía de los héroes.

Y esa desgraciada muchedumbre se ponía en marcha muchas veces de noche; enmedio del agua que caía a torrentes, y alumbrada apenas por hachas de brea, que la tormenta y el aire apagaban a cada momento.

Y así caminaban entre aquellos precipicios, como una procesión fantástica, resbalando en las lodosas pendientes, cayendo a cada instante, pisados, maltratados, estrujados, llenos de fango, hasta la orilla del bosque; en donde cada familia buscaba, no un abrigo, sino un lugar en que esperar la salida del sol, y los acontecimientos del otro día.

Pero las invasiones y los combates se hacían más y más frecuentes.

Apenas se pasaba una semana sin que los ecos del orgulloso cerro del Cacique, en cuya falda se extendía la población, repitiesen los gritos de «viva el imperio», y con las detonaciones de la fusilería.

Las familias comenzaban a cansarse, pero no transigían con el enemigo.

Poco a poco fueron dejando abandonada la ciudad y retirándose a los pueblos y ranchos de Tierra Caliente, adonde el enemigo no había logrado aún penetrar.

Por fin, en la época en que vamos a tomar el hilo de nuestra novela, Zitácuaro era sólo un campamento.

Es decir, estamos en enero de 1865.

II. El alojamiento

En una de las casas de aquella ciudad, de que hemos dado una idea, aunque imperfecta, y en un cuarto que tenía una puerta para la calle, al derredor de una pequeña y derrengada mesa de pino, cenaban alegremente tres personas.

Eran tres oficiales de caballería, con blusas encarnadas de fino paño, quitado en un convoy a los franceses, y calzoneras de casimir mezclilla con botonaduras de plata; los tres estaban igualmente vestidos, sin más diferencia que las hechuras y adornos de sus trajes.

Los tres cenaban sin quitarse los anchos y bordados sombreros, y sin desceñirse las espadas ni el revólver.

Servía la mesa un chinaco alto y fornido, de blusa y pantalón colorados, que tenía atravesado del hombro a la cintura el freno y las riendas del caballo de su jefe, precaución de todo chinaco para que los caballos no lo revienten, y tenerlo más listo a la hora de embridar.

El cuarto en que esto pasaba, era muy amplio, pero sin ninguna especie de muebles.

El suelo lleno de paja de pedazos de cuero y astillas de madera, indicaba que allí nadie se tomaba el trabajo de barrer.

En la pared había algunas estacas clavadas, y destinadas a colgar armas, arneses de montar o ropa.

Los convidados estaban sentados alrededor de la solitaria mesa, en adobes colocados unos sobre otros, y alumbrados por una vela de sebo a la que servía de candelero una botella rota.

Excusado es decir que no había platos, ni cubiertos, ni vasos, ni manteles.

Una cazuela llena de carne asada, una tasa inválida, con una salsa de chile colorado y un montón de tortillas en un viejo chiquihuite, esto era todo.

Pero cada uno de aquellos hombres comía con un apetito envidiable, partiendo la carne con el puñal que llevaba en la cintura.

En el fondo de aquel cuarto, a donde apenas alcanzaba la luz de la vela, reclinado sobre un trozo de madera y cubierto sólo por su zarape, se agitaba calenturiento otro oficial herido hacía pocos días.

Los independientes heridos, sobre la marcha se aliviaban o se morían.

Algunos compañeros aficionados hacían de médicos o de sepultureros.

—Gallo —dijo uno de los que cenaban.

—Mande usted, mi comandante —dijo saliendo el asistente.

—Trae un jarro de agua.

El asistente salió.

—Oye, oye ¿no tienes por ahí algo de licor?

—Nada, mi comandante; hace quince días que no hay sueldo; antes las tortillas me las fiaron.

—Bueno, trae el agua.

—¡Vaya una pobreza! —dijo otro de los oficiales—, no se adónde vamos a parar.

—¿A dónde? —replicó el comandante—. A un palo, colgados del pescuezo y sacando la lengua, o a México triunfantes y alegres.

—Larga veo la cosa ¿no es verdad, Jorge? —replicó el otro—, dirigiéndose al tercero que aún no había hablado.

—Larga o corta —dijo Jorge—, para mí es igual; si no nos matan, de ganar tenemos, Murillo.

—Puede, pero esto se pone cada día peor; y si se me sube lo Murillo a la cabeza, me largo a mi tierra y no vuelvo ni a ver para acá.

Jorge iba a replicar, cuando se abrió la puerta de la calle, y apareció un joven, delgado, pálido, de poca barba, vestido con un pobrísimo uniforme de infantería, llevando en el hombro un viejo pleyd.

—Buenas noches, señores.

—Hola, Carrillito —dijo el comandante—, ¿qué anda usted haciendo? venga usted a cenar: aquí hay troncha, tortillas y chile.

—Muchas gracias, me voy porque estoy de jefe de día: al pasar oí ruido, y como somos amigos, quise hablarles y pedirles un puro; la noche está muy fría y no tengo ni qué fumar.

—Pues de ese cuero es mi correa —dijo Murillo—: no tengo ni un cigarro.

—Ni yo.

—Ni yo.

—¡Qué hemos de hacer! adelante, me voy, no vayan a dormirse, ya saben que hay alarma y es fuerza vigilar.

—¿Pero hay algo de nuevo? —preguntó Murillo.

—Acaba de llegar un correo de Huetamo —dijo el joven Carrillo—, y trae malas nuevas: parece que se ha sublevado la división que estaba en Uruapan, desconociendo al general en jefe, y el coronel Romero tiene orden para marchar a Tacámbaro con todas las fuerzas que hay aquí.

—¡Eso está bueno para nosotros! —exclamó el comandante—; siquiera por allá habrá más que comer que esta maldita carne asada, y los cigarros no estarán tan escasos.

—Siquiera eso —dijo Carrillo, buscando algún tabaco disperso en sus bolsillos.

—Yo —dijo Jorge—, pienso al llegar por Tuzantla, pedir una licencia al coronel, para dar una vuelta por mi tierra.

—Si la muchacha te estará tocando llamada de honor: Rita, o ¿cómo nos has dicho?

—Alejandra —dijo Jorge suspirando—: ¡pobrecita! ni con quien escribir: ¡va tan poca gente por allá!

—Ahí viene el coronel —dijo el asistente Gallo, entrando al cuarto.

El ruido de algunos caballos herrados que se detenían enfrente de la casa, se escuchó en la calle.

Los oficiales se pusieron en pie; la puerta se abrió, y el célebre Nicolás Romero penetró en la estancia.

III. Nicolás

El león de la montaña, como le decían los franceses, era un hombre como de treinta y seis años, de una estatura regular, con una fisonomía completamente vulgar, sin ninguna barba, el pelo cortado casi hasta la raíz, vestido de negro, sin llevar espuelas, ni espada, ni pistolas: con su andar mesurado, su cabeza inclinada siempre, y sus respuestas cortas y lentas, parecía más bien un pacifico tratante de azúcares o de maíz, que el hombre que llenaba medio mundo con rasgos fabulosos de audacia, de valor y de sagacidad.

Y sin embargo, Nicolás Romero era para sus enemigos y para sus soldados, un semi-dios, una especie de mito. Jamás preguntó de sus contrarios ¿cuántos son? sino ¿dónde están? y allí iba.

—¿Cómo les va? —dijo sencillamente, apretando una a una las manos de aquellos oficiales.

—Mi coronel —dijo Carrillo quitándose el sombrero—, estoy de día y no hay novedad.

—Bueno —siéntese usted.

El asistente había servidora cena, lo mismo que a los oficiales: carne asada.

Romero llevaba a la boca el primer bocado, cuando se oyó el galope de un caballo y la voz de un hombre que preguntaba a los soldados apresuradamente:

—¿Dónde está el coronel?

—Carrillo, vea usted qué me quieren —dijo Romero.

Carrillo salió, y a poco volvió a entrar con una carta que entregó al coronel.

Rompió éste el sello, se acercó a la vela, y después poniendo la carta sobre la mesa, dijo a Carrillo:

—Que salgan las fuerzas a formar a la plaza.

Y siguió cenando tranquilamente.

—¿Ponemos bridas? —dijo el comandante.

—Sí.

—Mi coronel —gimió el herido desde un rincón—, ¿hay novedad?

—Sí, me escriben de Tuxpan, que una columna francesa viene para acá: tardará todavía dos horas.

—Pues voy a prepararme.

—Monta, y vete poco a poco adelantando por el camino de Laureles.

—Bueno, mi coronel.

El herido se levantó penosamente, y apoyado en la pared salió vacilando del cuarto.

Romero siguió cenando solo, sin interrumpirse el silencio que reinaba más que por las sordas pisadas de la infantería que pasaba por la calle, o por el tropel de algunos jinetes que marchaban a incorporarse a sus cuerpos.

Así pasó un cuarto de hora.

—Todo está listo, mi coronel —dijo Carrillo presentándose en la puerta.

—Vamos —contestó tranquilamente Romero levantándose.

Montó a caballo y se dirigió a la plaza, seguido de sus ayudantes que le habían esperado en la calle.

El aspecto de la plaza era imponente: en medio de la profunda oscuridad de la noche, y a la incierta y rojiza luz de algunos trozos de ocote que tenían encendidos varios oficiales, se adivinaban más bien que se veían, los cuerpos de la división, silenciosos e inmóviles, como un ejército de fantasmas o como algo más densamente oscuro en medio de la oscuridad.

El coronel dio algunas órdenes en voz baja, y poco después la columna, sin hacer ruido, como una serpiente que se deslizara sobre una alfombra, comenzó a desfilar perdiéndose en el fondo negro de las calles.

Romero caminaba el último, sin hablar, sin levantar siquiera la cabeza.

Media hora después, Zitácuaro era una ciudad desierta, un inmenso cementerio: ni una luz, ni un ruido, ni nada que anunciara que de allí acababa de salir una división.

La ciudad vestía el luto para esperar a sus enemigos.

IV. La sorpresa

Romero tenía orden de escaramucear y retirarse después sin pérdida de tiempo para Tacámbaro.

Pero Romero era un valiente, y no se contentó con esto, sino que se batió un día entero con los franceses y al otro emprendió su marcha.

Treinta leguas había caminado la división en cuatro días, y Romero determinó dar un día de descanso a la fuerza.

Estaban en una pequeña ranchería que se llama Papazindan.

Ésta es una cañada en medio de montañas elevadas, pero montañas, sin árboles, sin verdura, sin vegetación. El ardiente sol de los trópicos calcina los peñascos que las cubren; la yerba que se atreve a brotar, muere como tostada por sus rayos, y apenas se descubren algunos arbustos raquíticos y sin hojas, retorciéndose a la viveza del fuego que parece circular en la atmósfera; ni aves ni cuadrúpedos, ni aun insectos.

Por eso la cañada de Papazindan forma un delicioso contraste: arroyos caudalosos, grandes y majestuosas zirandas y parotas, muchas aves, mucho ganado, y una grama verde y tupida. Es un oasis en aquel ardiente desierto.

El camino que había traído la fuerza, y que era el mismo que debía llevar el enemigo en caso de una persecución, era una vereda incómoda y en donde no cabían dos hombres de frente, escabrosa, y costeando la montaña: un ejército podía haberse descubierto desde una legua de distancia, que tardaría lo menos tres horas en atravesar, y con cien hombres podía cerrarse el paso a tres mil.

Romero, pues, podía estar tranquilo.

Pero la suerte de los hombres y de las naciones, depende de la Providencia.

Eran cerca de la diez de la mañana; la tropa descansaba bajo los árboles, los caballos desensillados pacían libremente, y los oficiales y los jefes departían alegres en grupos esparcidos acá y allá.

A la sombra de una hermosa ziranda, Jorge y Murillo, acostados sobre sus zarapes, se entregaban a sus tristes recuerdos.

—No lo dudes —decía Jorge—, sólo el cariño que tengo al coronel, me hizo no pedir licencia en Tuzantla, pero estoy muy triste, no tengo ni la menor noticia de Alejandra, anoche la soñé y antenoche, y creo que siempre la sueño.

—Pero ¿por qué no pediste aunque fueran ocho días? te veo muy preocupado.

—Mira, te voy a confesar una cosa, aunque te rías, pero al fin eres un amigo: anoche se espantó la caballada, ¿te acuerdas?

—Como que si me acuerdo, ¿pues no fue mi bayo el que nos hizo correr tanto para cogerle? y ¿qué con eso?

—Que siempre que la caballería da estampida, es señal de desgracia: ¿te ríes?

—No me río, que bien experimentado lo tengo.

Hay otra cosa —dijo más bajo Jorge, y acercándose a su amigo—: la noche que dormimos en Tuzantla, una mariposa negra estuvo volando al derredor del Coronel, hasta que se le paró en el sombrero.

—¿Pero tú la viste?

—Yo, tan cierto como que deseo que no me salgan ciertos mis pronósticos, porque…

—¿Oyes? —dijo repentinamente Murillo, levantándose precipitadamente.

—El enemigo —dijo Jorge tomando el mosquete.

Se habían escuchado algunos tiros, luego un rumor extraño, y repentinamente los zuavos, seguidos de una caballería de imperialistas, invadió el campo republicano.

Nadie pensó en resistir; el pánico de la sorpresa se apoderó de todos, y el enemigo mataba y aprisionaba sin el menor embarazo.

La división de Nicolás Romero se deshizo como el humo.

V. La caza del gallo

Jorge y Murillo no pensaron en el momento sino en huir: el enemigo estaba sobre ellos, o más bien dicho, ellos se encontraban en medio del enemigo.

Jorge sin soltar su mosquetón, tomó uno de los senderos que tenía al frente, y que estaba desierto, pero a pocos pasos oyó detrás el galope de un caballo; un dragón con el sable levantado, estaba ya a corta distancia. Jorge quiso huir pero no era tiempo: sintió sobre su frente un golpe formidable, y un espantoso dolor como si la montaña se hubiera desplomado sobre su cabeza; cruzó ante su vista un relámpago rojo, sangriento, vertiginoso, y luego ya no supo más.

Cuando volvió en sí, no podía recordar lo que había pasado, ni en dónde estaba; se sentía como despertando de un profundo sueño: le dolía la cabeza, llevó allí la mano y la retiró cubierta de sangre: entonces lo comprendió todo. El sable del dragón le había causado una herida profunda, y había caído privado de conocimiento entre la maleza que crecía profusamente a los lados del camino, y seguramente creyéndole muerto, no se habían ocupado ya de él.

Pero esto debía haber pasado hacía poco tiempo porque la sangre aún estaba caliente.

El sentimiento de la propia conservación le hizo reflexionar.

Era necesario ocultarse, por si el enemigo aun no se había marchado.

Levantó cuidadosamente la cabeza, y a poca distancia oyó un toque de cometa.

Jorge había hecho bastante tiempo la campaña, para no conocer que era un toque francés.

Varios zuavos pasaron entonces a su lado, pero sin parar la atención en lo que ellos creían un cadáver.

Dos dragones venían después, y al llegar en frente de él se detuvieron.

Era un momento supremo de agonía: Jorge contuvo la respiración.

—Mira —dijo uno—, a éste yo le maté.

—Puede que esté vivo —contestó el otro.

—Qué vivo, nadie se queda vivo cuando yo le doy un machetazo.

—Quién sabe, lo veremos.

—Déjale, yo respondo.

—¿Y si no está muerto?

—Pues tírale un tiro y vámonos.

Jorge oyó el mido seco y nervioso que hace una arma de fuego al prepararse, apretó instintivamente los párpados y se estremeció.

Se escuchó una detonación que fue repitiéndose hasta perderse en los ecos de la cañada, y Jorge sintió el proyectil que se enterraba en el tronco de un árbol muy cerca de él.

—Vamos, mata muertos —dijo una voz detrás de los soldados—, a su cuerpo.

—Mi capitán sí estaba vivo.

—Qué vivo: a su cuerpo, yo les enseñaré a gastar inútilmente el parque.

Jorge conoció por el mido de las pisadas de los caballos, que los jinetes se alejaban.

Abrió los ojos: estaba solo.

Entonces arrastrándose, sufriendo atroces dolores, deteniéndose a cada instante y procurando no mover ni la maleza comenzó a caminar entre la espesa yerba, y entre los tupidos arbustos que formaban allí un bosque, donde nadie podría penetrar si no era arrastrándose como él.

A cada momento sentía deslizarse bajo su mano, culebras, iguanas, lagartos, sabandijas de todas clases, que vivían entre los despojos de los árboles, y que por primera vez sentían turbados su reposo.

Jorge, horrorizado, se detenía, pero volvía a seguir caminando después; por fin, desgarrado las espinas, perdida su ropa y casi exánime, llegó hasta una pequeña eminencia.

No había avanzado gran cosa; casi a sus pies estaba el campamento francés.

Pero cerca, muy cerca, podía escuchar sus risas y sus cantos de triunfo: afortunadamente el bosque, aunque de arbustos, era allí muy tupido, Jorge podía ver sin ser visto.

Los soldados preparaban su comida, y entre aquellos grupos había uno que reía y palmoteaba a cada instante.

Jorge quiso descubrir qué motivaba aquella algazara, y vio un soldado francés que perseguía, sin lograr alcanzarle, a un hermoso gallo.

El animal tomó el camino del bosquecillo, y Jorge tembló: podía llegar hasta donde él estaba, y el soldado que le perseguía le descubriría, y entonces estaba perdido.

El gallo corría más y más, estaba ya muy cerca, pero el soldado le arrojó su gorra de cuartel, y el animal, espantado, tomó otra dirección.

Jorge respiró, y sin embargo no estaba tranquilo: seguía con interés aquella caza: se había salvado una vez; pero ¿quién le aseguraba que no volverían por allí el perseguido y el perseguidor?

Por fin, el animal, acosado, llegó al pie de un árbol, y haciendo un esfuerzo supremo, voló a colocarse en las ramas.

El soldado alzó la cabeza y lanzó un grito.

Muchos lo oyeron, y un gran círculo de tropa se reunió en derredor.

Hablaban a lo alto.

Entonces sucedió una cosa extraña: en vez del gallo, un hombre descendía de lo alto de las ramas.

Jorge redobló su atención: ansiaba saber quien era aquel desgraciado que caía entre sus enemigos.

Jorge lanzó una exclamación.

Aquel hombre era… Nicolás Romero.

VI. El herido

Romero desapareció entre la turba de los franceses que le rodeaban y que se alejaban perdiéndose en el pequeño grupo de casitas de Papazindan.

Jorge permaneció inmóvil mucho tiempo; la cabeza le pesaba como si fuera de bronce; la piel de su rostro, cubierta con la sangre cuajada, había perdido su elasticidad y estaba casi insensible; sólo en la herida, las picaduras de los moscos le hacían sentir nerviosos y rápidos estremecimientos.

Quiso levantarse y caminar, pero sus miembros se negaban a obedecer.

La sed le abrasaba, el sol llegaban a la mitad de su carrera, y el viento no movía ni la hoja de un árbol.

La naturaleza tenía una calma desesperante.

El herido oyó tocar llamada, vio formarse los cuerpos y ponerse en marcha la columna por el mismo camino que había traído.

Sólo que ahora llevaban entre sus filas, mártires y víctimas para el altar de la República.

Romero caminaba montado en uno de sus caballos, con la misma serenidad, con la misma indiferencia que siempre.

La columna trepó la montaña, los últimos soldados se perdieron entre las sinuosidades del camino, y volvió a reinar en la cañada un silencio profundo.

A no ser por algunos cadáveres esparcidos acá y allá, si alguien hubiera pasado en aquel momento, no habría adivinado que acababa allí de representarse la primera parte de aquel sangriento drama, cuyo desenlace tendría lugar en la Plazuela de Mixcalco de México.

Jorge respiró, estaba salvado; entonces le pareció como que sus músculos recobraban la fuerza, se apoyó en un árbol y se puso en pie.

Por un momento tuvo un vértigo tan horrible, que creyó caer, sintió nublarse el sol y vacilar la tierra, pero se apoyó en el árbol, y el vértigo pasó.

¿Qué camino, qué rumbo tomaría? El terreno era desconocido para él, los franceses se dirigían seguramente a Huetamo a batir las fuerzas que allí había.

Jorge salió del bosquecillo; lo primero que necesitaba era calmar su sed.

Y a poca distancia brillaba como un pedazo del sol caído en el mundo, un arroyo que asomaba saltando entre la yerba.

El herido se dirigió a él vacilando. Estaba cerca, y sin embargo le parecía eterno el camino.

Al margen del arroyo, Jorge vio un soldado con el cráneo abierto de un sablazo, adelante otro, otro más allá. ¡Cuántos muertos! —exclamó—; y el nombre de sus amigos vino a sus labios como una pregunta que hacía a Dios.

Se inclinó sobre el riachuelo, bebió hasta calmar su sed, después lavó su rostro con su pobre pañuelo, refrescó con agua su herida, y se cubrió con aquel mismo pañuelo empapado.

A pocos pasos había un viejo sombrero de petate, le levantó y se le puso.

Entonces se sintió ya capaz de caminar, y apoyado en un bastón improvisado, se puso en marcha.

Poco a poco logró subir a una de las lomas que cierran la cañada, y exploró el horizonte.

Por el poniente nada: montañas áridas y desconocidas que se perdían en lontananza, con infinitas formas, con inexplicables contornos, con sombras incomprensibles pero desiertas, tristes, pavorosas; aquello era un océano tempestuoso, petrificado repentinamente por la voz de Dios.

Hacia el sur, y allá a lo lejos, como una cinta negra sembrada de polvo de acero que reflejaba la luz del sol, distinguió la columna francesa que tomaba la dirección de Huetamo.

Jorge no se había engañado.

Volvió la vista hacia el oriente.

Destacándose en el azul purísimo del cielo, y dominando sobre las crestas de los montes que los rodeaban, dos inmensos y esbeltos trozos de granito, semejantes a dos minaretes árabes, parecían indicarle el camino.

Eran los picos de Cucha, esos caprichos gigantescos de la naturaleza, que llaman la atención de los viajeros y que guardan los recuerdos del célebre Barón de Humboldt, que los bautizó con el nombre de «Las Torres de Cucha».

Cerca de esas torres estaba Tuzantla, Zitácuaro, es decir, un país de amigos, un refugio para curarse o morir en paz.

Pero para llegar allá, ¡cuánto trabajo! y sobre todo, ¡qué precaución para evitar el camino que recorrían entonces las tropas enemigas!

Y sin embargo, era preciso, y Jorge tenía esa resolución indomable que caracterizaba a los hombres de la República, durante el paso de la patria por su época de prueba.

Procuró orientarse, cerró un momento los ojos como para fijar en su alma detalles de los cerros y de las cañadas, y comenzó a caminar.

VII. Misterios de los bosques

Quizá, alguno, al leer estas relaciones de sufrimientos y abnegación, piense que son las visiones de un sueño, de un cerebro calenturiento; pero no; desgraciadamente nada hay en esto de exagerado; es quizá una sola de las espinas de esta punzante corona que ciñó el pueblo en los días de su calvario.

Aún hay mucho que referir, aún hay mucho que saber.

Jorge se había internado resueltamente en los bosques: conservaba el revólver y el puñal, podía defenderse de las fieras; de los hombres nada tenía que temer, porque en el camino que había elegido, era casi imposible encontrar uno solo.

Profundos torrentes atravesaban por donde quiera aquel terreno, llevando en el fondo sombreado por gigantescos árboles, cristalinas corrientes.

Los troncos y las ramas se entrelazaban formando más que un sólido inmenso, muro, y los bejucos y las lianas de todas clases, formaban redes y laberintos que hacían más impenetrables aquellas regiones: parásitos desconocidos se alimentaban y crecían entre las ramas y en los troncos, y el musgo lo invadía todo, las peñas, la tierra, los troncos y las lianas.

Aves de todas clases volaban entre el follaje, y cantos y gritos extraños atronaban la selva.

Saltando unas veces sobre los picos de las rocas, arrastrándose otras, abriéndose paso con su puñal entre las ramas y los bejucos, trepando con el auxilio de las manos y de las rodillas, Jorge avanzó hasta que ya el sol comenzaba a ponerse.

Estaba fatigado, quiso descansar junto a un arroyo, y se sentó.

Las chicharras levantaban un concierto triste y monótono; sus mil cantos formaban una especie de rumor; de zumbido, que desvanecía, que ensordecía.

De repente oyó Jorge el grito que lanzan en su cóleras las urracas, y que anuncia siempre la aproximación de un hombre.

Las urracas vuelan de un árbol a otro, por delante de los caminantes, lanzando chillidos destemplados.

Jorge lo sabía: los gritos de los pájaros se percibían cada vez más cerca, y las chicharras habían callado; era indudable que se acercaba un hombre: entonces se ocultó detrás de una peña.

La maleza se movía y crujía al otro lado del arroyo; las ramas se abrieron, y Jorge pudo ver a su amigo Murillo, que pálido, sin sombrero y con el vestido desgarrado, se arrojó anhelante en el suelo para beber del agua que corría a sus pies.

Jorge salió de su escondite; Murillo alzó la cara, y los dos amigos se arrojaron llorando el uno en los brazos del otro.

Había una ternura inmensa en aquellas lágrimas.

Quizá serían las primeras que derramaban aquellos hombres, después de sus llantos de niños.

—Jorge tú estás herido: ¿en dónde? ¿estás muy malo? dime, siéntate, te ayudaré, ven aquí, sobre esta piedra: ¿dónde está tu herida?

—Cálmate Murillo; estoy herido, pero aun tengo fuerzas, caminaremos hasta encontrar algún rancho, y allí me curaré.

—Pero enséñame tu herida, no te habrás curado nada: pobrecito, a ver, ¿dónde es?

—Aquí, en la cabeza —dijo Jorge quitándose el sombrero y mostrando su cabeza, a la que se había pegado el pañuelo con la sangre.

—¡Jesús! ¡pobrecito! ¡pobrecito! —decía Murillo, examinándole con la ternura de una madre—, ven, acércate al arroyo, te lavaré, lavaré el pañuelo; esa sangre coagulada puede dañarte, ¡hace tanto calor! ven, ven, hijo agárrate, ¿te duele mucho? quéjate, quéjate, no me he de enfadar; pégame si te lastimo y sus ojos se arrasaban de lágrimas, que limpiaba con su tosca mano a cada momento, porque nublaban su vista.

La operación fue larga y dolorosa: era preciso arrancar el lienzo adherido a los hinchados labios de la herida, apartar de allí los cabellos que habían formado con la sangre un cuerpo compacto y duro; Murillo lo hacía con tal cuidado, con tal ternura que el herido no se atrevía ni a quejarse por no apenarle.

Cuando acabó de lavar el pañuelo y vendar la cabeza de Jorge, era ya de noche; los últimos resplandores del crepúsculo se habían extinguido, y la luna brillante y pura, se levantaba en un cielo sereno.

El hambre comenzaba a atormentar a los dos fugitivos, pero nada se decían.

Hay momentos en que la desgracia da a los corazones más duros, instintos sublimes de delicadeza.

Nada se decían, y sin embargo la necesidad era urgente.

—Murillo, ¿cómo escapaste? —dijo Jorge.

—Ni yo mismo lo sé: me interné en el bosque al separarnos, y no he dejado de caminar ni de pensar en ti, hasta que nos hemos encontrado. ¿Y tú?

—Lo mismo: un dragón me hirió y me creyeron muerto: después, como Dios quiso, llegué hasta aquí, donde nos hemos encontrado.

—Y no ha sido mala fortuna: ¡qué demonio! ya juntos los dos, que vengan penas. Pero tú estarás muy cansado; duerme un rato, yo velaré. ¿Traes tu pistola?

—Sí.

—Yo también; estamos de buenas, acuéstate.

—Pero hombre…

—No hay pero, duérmete, que yo velo: otra vez lo harás tu conmigo; con que ¡eh! ya no te contesto aunque me hables.

Jorge se reclinó y quedaron los dos en silencio.

La noche tiene en los bosques ruidos y armonías misteriosas y desconocidas.

Aves que cantan a las sombras, a las estrellas, a la luna.

Reptiles que silban entre la yerba, insectos que zumban en la oscuridad.

Fieras que salen de sus guaridas a buscar su presa o a calmar su sed.

La noche en un bosque tiene algo que releva los primeros días del mundo.

Se sienten crecer los árboles y las plantas.

Se adivina brotar la yerba.

Parece que Dios pasea entonces su mirada sobre la tierra.

El corazón siente el misterio y el alma concibe la superstición.

Los ruidos o el silencio, todo habla con Dios, todo conmueve al hombre.

El ateísmo es imposible en el bosque durante la noche, como lo es en el mar.

Un movimiento fuerte entre la maleza hizo levantar la cabeza a los dos chinacos.

Un gallardo venado se acercaba confiado al agua a pocos pasos.

—¿Le tiro? —dijo Murillo muy bajo.

—Sí —contestó Jorge—; apúntale bien es nuestra cena.

Murillo sacó la pistola, apuntó detenidamente y salió el tiro.

A la luz de la luna pudo verse el venado, que dio un salto terrible y cayó entre la yerba.

—Moro al agua —gritó Murillo corriendo hacia aquel punto.

El venado se agitaba en las últimas convulsiones, Murillo le acabó de matar con el puñal.

Después le arrastró hasta donde estaba Jorge, y más listo que un carnicero, comenzó a quitarle la piel; a poco el animal estaba destazado. Jorge miraba silenciosamente a su compañero.

—Ahora la lumbre —dijo Murillo y se levantó.

Reunió algunas varas delgadas, otras más gruesas, y trajo después un puñado de yerba seca.

Arrancó un pedazo de su camisa, que era de algodón, y envolvió con ella la punta del puñal, sacó después de la bolsa una cápsula de fusil, introdujo esa punta dentro de él, y rascó un poco. El mixto de la cápsula se inflamó y el pedazo de camisa quedó ardiendo como una mecha.

Colocó este fuego dentro del puñado de yerba seca que tomó en su mano, agitó el brazo violentamente varias veces, sopló con la boca, y la llama se levantó.

Un momento después ardía una gran hoguera, y un trozo de venado daba vueltas en un asador de madera.

VIII. Una antigua conocida

—Nomás espero que venga la señora para marcharme —decía un negrillo joven de veinticinco años, a una muchacha que cosía sentada a la puerta de un rancho situado en la falda occidental de los cerros de Cucha.

—Pues poco ha de tardar: aunque yo me figuro, Carmen, que te vas a volver como te fuiste.

—Nada —dijo Carmen acabando de cargar una vieja escopeta de dos cañones— yo te aseguro, Dominga, que mañana a estas horas, si Dios es servido, ya se está secando aquí la pielecita del tigre.

—Dios lo haga, que ya se ha llevado de aquí dos borreguitos, y anoche, cuando salí a ver mis gallinas, por allí andaba pujando.

—Y además, que por el pellejo bien me darán cualesquiera dos pesos, amén de que mi compadre Diego, el que vive en el rincón de Taracatio, me ha ofrecido una gala si mato el animal que el otro día le ha desgraciado un potrillo, tan chulo que no más. Mal ojo con el animalito, y qué dañero que ha salido.

—Pero dónde le vas a topar hora.

—Aquí nomás allá me voy arroyo arriba, hasta aquellos cuirindales muy altos y muy verdes que están en la barranca del Tamarindo; que allí me dijo señor Nicolás el caporal que baja el tigre al agua.

—¿Y no te llevas los cachorros?

—A la fuerza, vaya; pues cuando no.

—Ahí viene la señora —dijo Dominga.

—Buenas tardes, señora Margarita —dijo Carmen a una mujer que se acercaba.

—Buenas tardes ¿adónde vas? —contestó aquélla—, ¿vas ya a ver al tigre?

—No más a su mercé esperaba para llegar a mete sol al aguaje.

—Bueno, bueno; mucho cuidado, no te vaya a suceder algo.

—No se apure su mercé ¡vámonos Temeroso, Temeroso, Paloma, Paloma, Paloma!

Dos perros pequeños y flacos salieron del rancho, y a poco apareció moviendo la cola otro más chico.

—Ah, tú también quieres ir, Chupamirto; pues vámonos.

El negro se puso la escopeta en el hombro, y empezó a caminar entre sus perros, que saltaban alegremente.

La señora Margarita, como nuestros lectores habrán sospechado, era nuestra antigua conocida, la madre de Alejandra.

¿Cómo había venido a dar allí?

Nadie lo sabía: lo único que averiguaron los curiosos, porque también en los ranchos hay curiosos, era que un día una mulatita muy pobre y muy cansada, vino a pedir posada en aquel rancho, que era de un matrimonio de viejos; que se enfermó allí, y fue quedándose y ganando el cariño de aquella pareja, hasta que muriendo uno y después otro, y no teniendo hijos, la habían dejado de única heredera.

Margarita, pues era propietaria.

Margarita tendría treinta y dos años, y aún conservaba la gracia de la juventud, a pesar del profundo tinte de melancolía que se descubría en sus facciones.

No había una arruga en su rostro, ni una sola cana en sus cabellos.

Muchos rancheritos habían bebido por ella los vientos, pero ninguno podía gloriarse de haber obtenido ni una esperanza.

La tarde había expirado.

Carmen caminaba seguido siempre de sus perros; nomás que como desde el rancho había hecho ya una larga tirada, llevaban las orejas y la cola inclinadas.

El cazador estaba muy cerca ya del lugar de acecho.

Seguía distraído por toda la orilla del arroyo, como le había dicho a Dominga, cuando a lo lejos escuchó en medio del silencio un grito.

Era el grito de un pasajero extraviado. Los hombres de por allí, tienen para llamarse entre la selva, un grito particular, que no puede equivocarse con otro; y el que Carmen oyó, no pertenecía a esta especie; era, por decirlo así, un grito «forastero», como llaman ellos a todo el que no es de la tierra.

—¡Alabado sea Dios! —dijo Carmen—: algún forastero que se ha descaminado; le buscaremos. Vamos, Temeroso, vamos.

Los perros levantaron la cabeza, y tomaron decididamente un rumbo.

Otro grito se dejó oír.

—Pues será cosa de cuidado —pensó Carmen, y animó a los perros.

Pero no era necesario; los tres comenzaron a hacer su marcha más veloz, lanzando de cuando en cuando pequeños aullidos.

Carmen, acostumbrado a caminar por las montañas, los seguía, corriendo por el bosque.

De repente, al llegar a una pequeña planada, los perros se lanzaron a la carrera, ladrando, y de unas peñas se desprendió un enorme tigre poniéndose en fuga.

Hay en el tigre una particularidad, la excesiva delicadeza de oído.

Cualquiera que no haya visto la caza de este animal, se supondrá fundado en esos fantásticos cuadros y grabados que nos envían los franceses, que es necesario llevar soberbios lebreles, arrogantes caballos, espadas, fusiles, lanzas, y en fin, sostener terribles combates.

Nada menos que eso.

La astucia ha triunfado de la fuerza.

El tigre es valiente y fuerte; con un golpe solo de su pujante garra, es capaz de derribar un caballo.

Es ligero y ágil más que un venado.

Pero en cambio, la delicadeza de su oído le pierde.

Los cazadores de tigres llevan dos o tres perros pequeños, cuyo ladrido es agudísimo.

El tigre se siente tan penosamente afectado cuando estos perros le rodean y le ladran, que huye sacudiendo la cabeza y acobardado, hasta encontrar un punto en donde treparse.

Entonces, está, como dicen los cazadores, encaramado; allí sería una locura atacarle; pero rodeado de los perros, no se atrevería nunca a bajar, aunque viera a sus pies al hombre.

En esta situación, el cazador más torpe puede estar seguro de plantarle una bala en la cabeza o en el corazón, y es negocio terminado.

Carmen se puso en seguimiento del tigre, con esa ansiedad de todos los cazadores cuando descubren la pieza, y no advirtió el grupo que a su derecha formaban dos hombres, sentado el uno en tierra y como desmayado, y el otro sosteniéndolo hincada una rodilla.

Eran Jorge y Murillo.

Jorge, casi loco, con la fiebre de la herida.

Murillo rendido: había traído a su amigo hasta aquel lugar, y había caminado dos días en el monte.

Jorge estaba sin conocimiento: Murillo sintió entre las yerbas pujar un tigre, y se puso en guardia.

El animal apareció y comenzó a dar vueltas, pujando al derredor de los oficiales; de cuando en cuando se detenía a contemplarles, moviendo la cola, como un gato que está contento.

Murillo, en una de estas veces, le apuntó con la pistola, pero el tiro no salió; la terrible humedad del bosque había perdido la carga.

El tigre hizo un movimiento para arrojarse sobre él; pero Murillo lanzó un grito agudo; y el animal se retiró. Éste fue el primer grito que oyó Carmen.

Volvió Murillo a probar la pistola, y volvió a faltarle por segunda vez; y ya se creía perdido, cuando como enviados por Dios, salieron de entre las ramas los perros, y el tigre se puso en fuga.

Estaba reflexionando en aquella casualidad, a que debía la salvación de su vida, cuando oyó un tiro, y luego otro: el tigre debía estar muerto, y el cazador estaría pronto allí, porque cerca de ellos había dejado su sombrero, que se le cayó al comenzar la persecución del tigre.

Así sucedió: Murillo esperó poco tiempo: Jorge algunas veces estaba insensible y silencioso, y otras deliraba.

Por fin Carmen apareció.

Los perros fueron los primeros que notaron la presencia de los oficiales, y comenzaron a ladrar, pero de una manera bien distinta de como lo habían hecho al ver al tigre.

Carmen vio a Jorge, y se dirigió a él sin alarmarse; por allí los hombres ni se desconfían ni se temen.

—Amigo, ¿qué anda haciendo por aquí a estas horas? —dijo el negro.

—Amigo, somos oficiales del coronel Romero, que hemos sido derrotados…

—¡Derrotados!

—Si, en Papazindan.

—¿Y el Coronel?

—Prisionero.

—Alabado sea Dios: y ¡qué pesadumbre para la señora cuando lo sepa! Pero ¿cómo fue eso?

—Ya se lo contaré después; pero antes ayúdeme a llevar a este compañero, que le traigo muy mal herido.

—¡Mal haya! ¡pobrecita! Amigo —dijo Carmen inclinándose.

—No puede ni hablar —observó Murillo—; casi cargando le he traído por todo el camino y sin comer; estoy rendido, no se qué hacer.

—Pues bonito apuro: le llevaremos a la casa de la señora…

—¿Está cerca?…

—Dos o tres leguas.

—Pero él no puede andar, y ya no tengo fuerzas para cargarle.

—Para eso me dio Dios a mí buenos lomos: vaya, ¿le había yo de dejar así? A ver, vámonos, que quiero ir por una mulita para llevarme el tigre, que de milagro no se los ha comido.

Murillo ayudó a levantar al herido; Carmen se le cargó con ayuda de su zarape, y echaron a andar, abriendo la marcha los perros que llevaban todavía erizado el pelo del lomo; indicio de su reciente cólera con el tigre.

Libro tercero. El lobo y el pastor

I. El fandango

Vamos a llevar a nuestro lector, al mismo pueblo de San Luis, donde comenzó a tener relaciones con los personajes de nuestra historia, o hablando en términos más cultos, donde tuvimos el honor de presentarle a Alejandra, y a quien suponemos que no habrá olvidado.

Como los acontecimientos están pasando por los mismos días, suponemos también, que al decirle que es de noche, no habrá necesidad de agregarle que hay luna, pues tantas cosas ha visto ya a su luz en los alrededores de Zitácuaro.

En un espacioso palenque, que durante la tarde servía para los combates de gallos, y se convertía por las noches en salón de baile, un músico con una arpa y otro con una vihuela, preludiaban alegres malagueñas.

Poca gente había aún en aquel sitio; hombres cubiertos con sus zarapes, a pesar del calor, muchachos que jugaban y alguna que otra mujer que iban llegando poco a poco.

Los músicos tocaban alegremente, descansaban un rato para fumar un cigarro o tomar un trago, y volvían después a su tarea.

De cuando en cuando un hombre se paraba en medio del palenque, y esforzando cuanto le era posible la voz, se ponía a gritar:

—Mujeres, mujeres, mujeres, mujeres.

Método sencillo, aunque raro y descortés, de llamar a la fiesta al bello sexo.

Por fin la plaza se llenó, y comenzaron los bailadores a lucir el garbo.

Jamás baila sino una pareja: allí no hay abrazos, ni apretones de manos, ni cortesías, ni contacto alguno entre el bailador y su pareja.

Uno frente a otro, sin más espacio para mostrar su habilidad, que una tarima de dos varas de ancho, por cinco de largo, colocada sobre una excavación que cierra herméticamente para darle la sonoridad de un tambor, aquel hombre y aquella mujer zapatean y se mueven, se acercan, se separan y cambian de colocación, sin llegar a tocarse, hasta que uno de ellos se cansa y se retira a su asiento, dejando a la pareja sin ninguna especie de ceremonia.

Entonces, si hay quien que le reemplace, siguen bailando; y si no, el que ha quedado continúa solo hasta que se cansa o se enfada.

Los hombres allí no sacan a bailar a la mujer; el que quiere se dirige a la tarima, se pone a zapatear, y si hay quien le acompañe, bien, si no, le será indiferente.

Exactamente hacen lo mismo las mujeres.

Basta de digresiones, y vamos a nuestro relato.

El lector nos perdonará si le hacemos retroceder un poco en el hilo de los acontecimientos; será sólo un día.

Es decir, a la víspera del viaje desgraciado de don Plácido.

Perucho nuestro conocido, se hacía rajas, como se dice por allá, bailando un zamba-rumbero, con una chica como un confite, y los aplausos eran repetidos.

El tío Lalo, envuelto en un zarape, fumaba sentado en un banco al lado de su vieja Ramona; y el Cacomixtle, hecho un ovillo, estaba dormitando a sus pies.

De repente, tío Lalo sintió que le tocaban al hombro, y al volver, se encontró con la cara del padre Bernal.

—¿Puedes venir un momento?

—Sí señor.

—Pues anda.

Tío Lalo se levantó, pasó sobre el banco y siguió al padre, atravesando el círculo de curiosos que veían el fandango.

El herrero, siguiendo a su conductor, caminó hasta un lugar apartado, desde donde no se oía ni el rumor de la fiesta.

Allí se detuvieron.

Entre la ondulación que causó en la gente la salida del tío Lalo, Cacomixtle, se escurrió.

Un hombre seguía misteriosamente y como recatándose, al padre y al herrero.

Cacomixtle iba más atrás.

En una de las esquinas de aquellos angostos callejones, el muchacho se adelantó hasta ver la cara al hombre.

—¿Es usted, don Roque?

—¡Ah! ¿tú eres Cacomixtle?

—Creía que se había usted dormido.

—Quizá me duermo yo en un negocio del señor cura.

—Bueno, entonces usted sigue; y yo no tengo aquí que hacer, voy en un brinco a ver al señor cura, antes que me extrañen tío Lalo y la vieja.

—Anda.

El muchacho apretó a correr por un lado, don Roque siguió la dirección que llevaban el tío Lalo y el padre Bernal.

Se habían detenido éstos a la espalda de un pobre jacal que no tenía por qué infundirles sospechas; el herrero, que conocía a palmos el pueblo, sabía que era de una mendiga infeliz, casi idiota, a la que todos conocían con el apodo de «Guacha», porque hacía muchos años que había llegado del rumbo de México.

Don Roque se detuvo, y luego sin vacilar y evitando ser visto, dio un rodeo, y entró resueltamente en el jacal.

Una vieja calentaba, en un fogón casi extinguido, una miserable cena.

Al ver a don Roque, quiso hablar; él la hizo la seña de que callara, llevando a sus labios el dedo índice, y sin cuidar más de ella, se fue a colocar en el lugar correspondiente al que ocupaban fuera, Lalo y su compañero.

II. El buen Pastor

El cuarto era la casa más aseada del pueblo. La hermana del cura le tenía, al decir de todos, como una taza de China.

La señora Joaquina era una anciana que valía la plata: tenía además tal semejanza con el cura, que ni los más maldicientes se atrevieron jamás a dudar del parentesco.

La señora Joaquina era mayor que su hermano diez años. El cura contaba cincuenta Jueves Santos; la señora contaba, y lo que es más, confesaba, sesenta.

Estaban de sobremesa: la señora Joaquina en la cabecera y el cura a la derecha.

Dos golpecitos sonaron en la puerta.

—Tocan —dijo el cura.

—Voy a ver.

—Será alguna confesión.

La señora Joaquina volvió a poco.

—Es ese muchacho que viene luego a buscarte.

—¿Cuál?

—El de la casa del herrero.

—Que entre y ciérrame ahí para que nadie nos interrumpa.

El Cacomixtle entró, se adelantó hasta el cura y le besó la mano.

—Dios te haga un santo —dijo el cura, pasando cariñosamente la mano sobre la cabeza del muchacho—. ¿Qué hay de nuevo?

—Acabo de dejar a don Roque, al padre Bernal y al tío Lalo, porque estábamos en el fandango, y el padre fue a sacar al tío de la plaza y se fueron yendo los dos; pero yo vine a ver si usted me mandaba algo.

—A ver, repíteme lo que supiste hoy en la tarde, por si algo nuevo has recordado.

—Nada más, señor cura sino que la señora Ramona llevó la razón de que don Plácido salía con la muchacha Alejandra mañana muy temprano por el rumbo de Morelia, y entonces el tío le dijo al padre que era buena oportunidad de quitar a la muchacha, y que él se comprometía a dar el plan; pero que el padre buscara unos hombres que no fueran del pueblo para desempeñarlo, y nomás: el padre se fue.

—¿Pero nada dijo al irse?

—Ah, sí: que en la noche se verían, y que iba a ver si comprometía a sus arribeños que habían llegado a San Jerónimo.

—Esta bien, vete para que no te extrañen, y mañana a la hora que acabe la misa, me ves.

Cacomixtle volvió a besarle la mano, y poco después entraba al fandango.

La vieja Ramona conversaba con una comadre, y no había notado su ausencia.

El herrero aún no había vuelto.

—Dios sabe lo que tú traes entre manos, Antonio —dijo al cura la señora Joaquina, entrando en la sala—, te veo tan preocupado como nunca, perdóneme su divina Majestad, pero ese muchacho me da mala espina.

—No formes esos juicios, hermana —contestó dulcemente el cura—, óyeme, porque ya sabes que para ti nunca te tengo secretos. ¿Tú conoces al padre Bernal?

—Sí; y aunque me riñas porque me formo juicios temerarios, no me parece un hombre bueno.

—En esta vez sólo, pero sólo en esta vez, puede que tengas razón.

—¿Qué tal? y luego dices que son locuras mías; que es pecado, que es enfermedad, que es histérico, hipocondría.

—Bien: pero un solo caso no me da motivo a pensar mal del prójimo. Óyeme y verás: ese chico que acaba de salir, me ha avisado que el padre Bernal formaba un plan con ese herrero a quien llaman tío Lalo.

—Con razón me parecía a mí que el dichoso herrero tenía cara de no hacer cosas buenas… y luego dices.

—Vaya, vaya, Joaquina, volvemos a lo de siempre: óyeme hasta el fin. Pues como te iba diciendo, fraguaban un plan para robarse nada menos que a Alejandra, la hija de don Plácido, la muchacha más juiciosa de toda la feligresía.

—Sí, y la novia de nuestro Jorge: eso no dices tú, pero yo sé porque ni un momento le olvido, que si mi hijo fuera, no le quisiera tanto; ¡pobrecito! ¡quién sabe que lo estará pasando ahora! Malvados franceses, Dios los castigue por esta guerra.

Y la señora Joaquina lloraba.

—Cálmate, cálmate y ten fe, que Dios nos le ha de traer bueno y sano. Cuando nos le dieron en Tacubaya, que yo era vicario y tan pobre, estaba él tan enfermo, que tú creías que se moría, y no teníamos ni para el médico; y Dios le salvó. Cuando le envíe a estudiar a los Estados Unidos, lloraste mucho; y Dios nos le trajo. Ahora será lo mismo. Con que no llores, y vamos a hablar de Alejandra.

—¿Se la querían robar? —dijo serenándose la señora Joaquina.

—Se la querían robar mañana que sale don Plácido para Morelia con ella; pero lo malo está en que no se bien cómo han preparado el rapto, aunque ya tengo a Roque el sacristán siguiéndoles la pista, y él sabrá algo: no tarda en traernos razón.

—Pero ¿por qué no das parte al alcalde?

—Por la simple denuncia de un muchacho, no haría caso, y además, tengo fe en evitarlo sin que demos un escándalo, y que ya sabes, porque te lo he dicho, que los cánones prohiben denunciar…

—Tocan —dijo la señora Joaquina.

—Abre, será Roque.

—Él es.

—¿Qué hay? —preguntó el cura con inquietud.

—Que es una cosa decidida: unos hombres deben salir mañana a don Plácido en el camino, y quitarle a la muchacha, aun cuando haya que matarle; una mujer esperará a cierta distancia, y bajo su cuidado están comprometidos esos hombres a llevarla hasta Cuernavaca.

—¿Pero por qué camino?

—Por el del manglar.

—Bien; ahora lo que importa es que veas a cuatro o seis muchachos, que salgan antes que don Plácido, y se vayan por todo el camino, explorando, para evitar una desgracia. Tú que sabes el interés que tenemos por Alejandra, además de la caridad, hazlo con empeño: la noche está avanzada, y es necesario no dormirse.

Don Roque salió, y algunos minutos después sacaba a Perucho disimuladamente del fandango.

III. Malas noticias

A su parecer, el buen cura tomaba todas las precauciones para evitar una desgracia; pero como el lector habrá visto, de nada sirvieron, y el viejo insurgente cayó atravesado de un balazo en medio del camino, y los encubiertos se apoderaron de Alejandra.

El pobre cura no pudo dormir, y se paseó de arriba a abajo en su salita, toda la noche. La señora Joaquina quiso hacerle compañía, y se sentó en una silla; resistió un poco el sueño, pero como su espíritu no estaba tan agitado, a poco tiempo se reclinó sobre la mesa y comenzó a roncar.

A cosa de las tres llegó don Roque.

—¿Qué sucede? —dijo con impaciencia el cura.

—Todo está dispuesto: van a ensillar ya los muchachos, y salen luego; hemos perdido mucho tiempo buscando algunas armas, porque no tenían más que sus machetes, pero ya están listos.

—¿No quedarán mal?

—Pierda usted cuidado, son de toda confianza.

—Bueno, retírate a descansar.

—Voy a dar una vuelta a casa de Perucho, para agitarle, y me voy a acostar.

El cura cerró la puerta, despertó a la señora Joaquina, le envió a su cuarto, y él se tendió sobre una hamaca.

La inquietud le devoraba, y no pudo pegar ni un instante los ojos.

La luz de la mañana comenzó a deslizarse por las hendiduras de las puertas de la calle.

El cura se levantó.

Aquel día dijo la misa más temprano que de costumbre, y los feligreses advirtieron que se olvidó, aunque era domingo, de leer las amonestaciones de los matrimonios, después del evangelio.

La señora Joaquina levantó de la mesa casi intacto el enorme pocilio de chocolate y el cerro de marquesotes del desayuno.

Cerca de las doce del día, un hombre, montado en una mula flaca, llegó a la puerta del curato, se apeó dejando su mula abandonada, y entró sin ceremonia.

El cura, en su hamaca, meditabundo pensaba: ¿qué habrá sucedido?

—Buenos días de Dios a usted, señor cura ya estoy aquí, me ha ido muy mal, hemos tenido una desgracia muy grande.

El cura se paró como impulsado por un resorte, pero no se atrevió ni a preguntar.

Por la puerta de la calle asomaba el rostro espantado de don Roque.

La señora Joaquina aparecía pálida por la otra entrada del interior de la casa.

—Pues señor, ello es, que como Perucho había dado sabana a los animales, y no estaban en la casa, tardamos en salir, y don Plácido se adelantó; nosotros pica que pica para alcanzarlos, hasta que oímos dos tiros, y echamos a correr para divisar qué sucedía; a poco, zas, los mozos que volvían huyendo; les hicimos volver, y llegamos al recodo: don Plácido, tirado en el suelo, herido, su perro junto a él aullando, ¡pobre animalillo, y qué fiel que es! y la muchacha ¡anda vete! ni su luz.

—¡Jesús nos valga! —exclamó el cura, cubriéndose la cara con las manos.

—Pero ustedes ¿qué hicieron? —preguntó don Roque, tomando parte en la conversación.

—¡Toma! pues yo ir por unos hombres para traernos a don Plácido en un tapestle de ramas que hicimos, como que hasta cerca del estero encontré su mula, que por más señas había perdido una pistola, y no después me hagan el cargo…

—Bien, bien, ¿y los demás? —dijo el cura.

—Los demás se fueron por todo el camino, recio, recio, porque todavía los otros los vimos lejos; pero Perucho dice que si no llevan muy buenas bestias, no se le escapan.

Un rumor se escuchó en la plaza.

Doña Joaquina se asomó.

—¿Qué traen ahí, que viene tanta gente?

—Ha de ser a don Plácido —dijo el hombre que trajo la noticia—, que yo les encargué a los muchachos que para acá se vinieran, porque ahora el pobre no tiene ni quien le cure, y la señora Joaquina es tan buena…

—Has hecho bien, muy bien —dijo la señora Joaquina.

—Que entre, que entre.

Don Plácido, excesivamente pálido, y cubierto de polvo y de sangre, venía en una especie de camilla improvisada con ramas, casi desmayado.

La gente que le acompañaba, se detuvo respetuosamente en la puerta del curato, quitándose los hombres los sombreros: el herido entró, la puerta volvió a cerrarse, y el concurso se disolvió, haciendo cada uno diversos comentarios. Los que conducían la camilla se retiraron, y don Plácido, acostado en la misma cama del cura, quedó solo rodeado de la señora Joaquina, el cura y don Roque.

Sin embargo, otra persona se había deslizado por la puerta, y quedaba en uno de los rincones contemplando la escena con una especie de curiosidad muda.

Era la «Guacha».

Nuestros lectores conocen ya a la «Guacha», a la propietaria del jacal adonde entró don Roque para escuchar la conversación del padre Bernal con el tío Lalo; pero ahora vamos a procurar describir su persona, y lo poco que se puede saber de sus antecedentes.

La «Guacha» era una mujer alta, blanca y de una edad incierta: algunos rasgos de su fisonomía indicaban que aún no era una vieja; pero la miseria y los padecimientos habían encorvado su cuerpo, que demacrado y cubierto por los harapos de indeciso color, había tomado el aspecto de la ancianidad.

Un viejísimo rebozo era el complemento de su traje: la «Guacha» era la personificación de la desgracia, de la miseria del hambre, del abandono.

Las gentes de la costa llaman «Guachos» a los que van del interior del país: palabra despreciativa, que entre ellos significa advenedizo, como en el diccionario la de expósito significa abandonado.

Hacía como seis años que una pordiosera había aparecido en el pueblo, y venía del rumbo de México.

Su color, sus costumbres, su modo de hablar, indicaban a los vecinos que era de alguno de los Estados del centro; no tenía nombre, al menos ninguno lo sabía, y la bautizaron con el apodo de «Guacha».

El cura le dio por asilo un jacal abandonado, y allí le enviaba siempre algunas provisiones; la mujer no tenía ya necesidad de salir, y se pasaban dos y tres meses sin que se la viera por la calle.

No iba ni aun a misa, pero sus enfermedades la disculpaban, y ni los más timoratos se escandalizaban; por el contrario, las limosnas eran cada día más abundantes, y la pobre mujer vivía tranquila; sin salir ni ver a nadie.

Aquel día, como una cosa notable, se la veía en las calles.

Había entrado hasta la pieza en que estaba el herido; pero ni el cura ni los demás notaron su presencia: tan preocupados estaban con los acontecimientos.

La señora Joaquina y don Roque habían ya desnudado a don Plácido y le habían metido entre las sábanas.

—Ya no tardará el barbero que viene a hacerle a usted la primera curación; por ahora, estése usted muy quietecito.

—Sí —indicó el enfermo con la cabeza.

La puerta crujió, y la luz que penetraba por la ventana iluminó de lleno la cabeza del padre Bernal, que se destacó a la entrada del aposento.

—Lobo —murmuró la hermana del cura.

—¿Puedo pasar? —dijo el padre Bernal, deteniéndose en el umbral.

—Espéreme usted afuera un momento en la otra pieza —contestó el cura notablemente emocionado.

Bernal desapareció, y la puerta volvió a cerrarse.

El cura se acercó a la cama del herido, le miró como para cerciorarse ce su estado, y luego se dirigió al cuarto en que Bernal lo esperaba.

En el momento en que llevaba la mano al pasador, sintió que le tomaban convulsivamente del brazo, y vio a la «Guacha» que trémula; con los ojos chispeantes y más pálida que de costumbre, le decía con una voz conmovida y que no era la suya:

—Ese hombre no es sacerdote, ese hombre es un criminal, un malvado, cuídese usted, señor cura; porque es una serpiente.

—¡Pero cómo! —dijo asombrado el cura por aquella repentina mutación de la idiota.

—Después le hablaré a usted; pero sin duda, pregúntele usted a ese hombre si conoce a Celso Valdespino.

El cura vaciló un momento, y salió de la habitación.

IV. Celso Valdespino

—Con que parece —dijo descaradamente el padre Bernal— que ha habido su desgracia en el pueblo.

—En el pueblo precisamente no —contestó el cura, procurando dar un aire de perfecta indiferencia a sus palabras—: en el camino; a cosa de cuatro o cinco leguas.

—Dicen que está herida la muchacha, esa hija de don Plácido.

—No: don Plácido ha sido encontrado en el camino gravemente herido.

—¿Y la muchacha?

—Nada se sabe de ella: desapareció, y no hay noticia del paradero que haya tenido.

—¿Pero qué, no hay ningunos pormenores acerca del acontecimiento? ¿nada dice el herido? ¿a los criados no les han interrogado?

—El herido está en un estado tal de postración, que no ha podido hablar una sola palabra: en cuanto a los criados, huyeron al primer tiro, y nada pueden decir.

—Es extraño: ¿y ni aún acerca de la causa de la desgracia se dice algo? tal vez haya sido una tentativa de robo.

—No es probable: tiempo tuvieron los perpetradores del crimen para haberse llevado cuanto hubieran querido, y ni aún la mula que montaba don Plácido se perdió.

—Entonces tal vez algunos trapícheos de la muchachilla: dicen que es bonita; yo apenas la conozco.

El cura sintió que la sangre le subía al rostro: aquel rasgo de impudencia le indignaba.

—Alejandra era la futura de Jorge, nuestro hijo adoptivo, y yo estoy seguro de que no tenía amores con nadie; el interés del muchacho me hacía vigilarla cuidadosamente.

—¡Ah! —dijo Bernal contrariado.

—En el pueblo se hacen mil comentarios, que no son de lo más favorable a personas que por su carácter debieran ser el modelo de virtud…

—En los pueblos pequeños siempre hay calumnias y chismes que los hombres de juicio, de educación y pensadores, desprecian.

—Pero es que hay rumores que tienen tal gravedad…

—Señor cura, señor cura —dijo Bernal con afectada calma—, la calumnia no se detiene ni en las mismas gradas del altar… Y a propósito —agregó ligeramente y con objeto de variar la conversación—, estoy convidado de hoy en ocho a cantar una misa en un pueblo de indios, cerca de Texca, y quería que usted me permitiera ir, porque aunque aquí na soy verdaderamente vicario de la parroquia, sin embargo, el respeto que debo a usted…

Si el cura hubiera dudado de la participación de Bernal en los atentados de la mañana, la turbación de éste le habría convencido.

—Mire usted, padre —le dijo—, en el mundo, sobre todo para nosotros los que somos pastores de los pueblos, no basta sólo ser buenos: es preciso también parecerlo.

—¿Y a qué viene eso?

—Ya lo verá usted; el pueblo ha comenzado a murmurar, y hay quien se atreva a suponer a usted, ¡Dios me libre de creerlo! autor del rapto de Alejandra.

—¿Y quién se atrevería a suponer tal cosa? —contestó Bernal, poniéndose densamente pálido.

—¿Quién? muchos, padre, muchos, y cualquiera que en este momento viera a usted tan pálido y descompuesto como si estuviera ante un tribunal.

—Pero eso es infame; y si yo me inmuto, es porque hay quien se atreva a lanzar esa mancha al rostro de un sacerdote, de un ministro del Señor.

—Es —continuó lenta y gravemente el cura—, que también niegan que esté usted investido de tan sagrado carácter.

—¡Oh! ¡eso es horrible! ¿y ustedes no los han desmentido? cuando yo les he mostrado mis licencias, cuando por su mano han llegado cartas de México dirigidas a mí…

—Esas licencias y esa cartas son para el padre Bernal, y usted es…

—¿Quién? —dijo Bernal con los ojos inyectados de sangre, y apretando con violencia los puños.

—Don Celso Valdespino.

Bernal lanzó un grito salvaje, un rugido de tigre; su boca se llenó de espuma; volvió rápidamente la vista por todo el curato para ver si estaban solos, y entonces con voz ronca y entrecortada, dijo al cura.

—Tú sabes mis secretos; bueno: pero yo te cortaré la lengua, yo te impediré que lo digas. Ya verás, ya verás —y sacó de debajo de su chaleco una daga, e hizo un impulso como para precipitarse sobre el cura, que pálido pero sereno, le miraba sin perder uno solo de sus movimientos.

—Encomiéndate a Dios, miserable, porque te voy a hacer callar para siempre.

—¡Oh no! —dijo una voz tranquila detrás del cura.

Bernal alzó la cara buscando a aquel nuevo enemigo, y el fornido don Roque se asomó en la puerta apuntando a Bernal con un fusil.

—Yo, yo soy el que voy a matarte, tigre malvado, asesino, raptor, falso sacerdote; yo; pero cuidado, no te muevas, porque te despacho: a ver, llama ahora a tu tío Lalo, a tu herrero. ¡Infame! ¡de rodillas!…

—Roque, Roque, en nombre del cielo, no tires, te lo suplico, te lo mando.

—Pero señor cura…

—Te lo mando: salga usted de aquí, don Celso, y póngase en marcha para México inmediatamente, si no quiere ser víctima de la indignación pública.

Bernal, o más bien don Celso, no replicó: guardó la daga, y salió lanzando feroces miradas al cura y a don Roque.

Montó en su mula, que estaba en la puerta del curato y desapareció.

—¡Ah! señor cura, la excesiva bondad de usted nos ha de perder: le hubiera yo despachado al otro…

—Nadie tiene derecho de quitar la vida a sus semejantes —contestó el cura, entrando al aposento del herido.

La «Guacha» se arrojó verdaderamente sobre sus manos, y las cubrió de besos, regándola con su llanto.

—¿Sí? —dijo Roque meditando un momento— ¿si?… pues lo que es asi no se queda… ahora veremos.

Y echándose el fusil al hombro, salió ligeramente del curato.

V. La persecución

Alejandra se vio rodeada por hombres: vio a don Plácido moribundo y cubierto de sangre, y se creyó presa de una horrible pesadilla.

Quiso gritar y le faltó la voz; quiso resistir y le faltó la fuerza.

Uno de aquellos hombres tomó el ronzal de la mula, y comenzó a caminar en la misma dirección que debían llevar los viajeros, y otro por detrás arreaba al animal para hacerle trotar.

Los demás permanecieron en el lugar del atentado.

Alejandra caminó así como una hora, conducida por aquellos dos hombres, mudos y sombríos.

Entonces se incorporaron los que habían quedado atrás, y uno de ellos dijo secamente a los otros:

—Es preciso avanzar, porque nos persiguen.

Toda la caravana se puso al instante al galope.

A corta distancia encontraron un rancho abandonado a la orilla del camino; una vieja con un túnico color de café, un rebozo atravesado del hombro a la cintura, y un sombrero ancho muy maltratado, esperaba en la puerta. La marcha se detuvo un momento.

—¿Se logró el golpe? —preguntó.

—Sí, pero monte usted pronto, vámonos, porque nos vienen siguiendo.

La vieja, con una ligereza impropia de su edad y de su aspecto, desató un caballo que estaba amarrado a un árbol cerca del rancho, monto con tanta destreza como hubiera podido hacerlo el mejor jinete, y volvieron a emprender la marcha al galope.

Sólo en las subidas o en los descensos muy pendientes, caminaban al paso por no fatigar las cabalgaduras; pero apenas el terreno lo permitía, volvían a galopar.

Y sin embargo, en cada altura que dominaba el camino que dejaban atrás, uno de aquellos hombres hacía alto para explorar, y siempre volvía diciendo:

—Ahí vienen.

Alejandra sentía renacer su esperanza; eran sus salvadores los que venían. Volvían a caminar, y el desaliento se apoderaba de ella: ¿quién sabe si al fin los perseguidores se cansarían? Por otra parte: ¿quién podía, herido don Plácido, interesarse por ella, pobre y desvalida huérfana?

—Ahí vienen, y muy cerca —dijo uno.

En efecto. Alejandra volvió el rostro, y distinguió al otro lado de un pequeño barranco que acababan de atravesar, una nube de polvo, y entre el polvo el brillo de algunas armas y la figura de algunos hombres.

Entonces se le ocurrió dejarse caer de la mula: quizá por no detenerse la abandonarían, y se salvaba así de las manos de sus raptores.

La ejecución fue tan rápida como el pensamiento; pero Alejandra cayó tan mal, que su cabeza dio contra una piedra, y quedó sin sentido. Los hombres se detuvieron.

—Se ha caído esta maldita —dijo uno.

—Y está privada —observó la vieja—; ¿qué hacemos?

—Es preciso detenerse —dijo el que hacía como de jefe—. A ver, dos de ustedes conmigo a tirotear a esos que nos persiguen, para dar tiempo a que otro se eche en la silla a esa criatura, y con la señora se vayan adelantando lo más que se pueda: nosotros los alcanzaremos.

En la energía con que este hombre tomó su resolución y en la prontitud con que se puso en práctica, podía conocerse que estos personajes eran o habían sido soldados.

Ya se distinguía perfectamente a los perseguidores, y se oían sus gritos. Perucho, nuestro antiguo conocido, venía a la cabeza del grupo, que se componía de diez hombres armados.

Los otros se adelantaron resueltamente a su encuentro, y se oyeron luego los disparos de los mosquetones.

Entonces sucedió lo que sucede siempre, que el va en fuga, vuelve sobre el que le persigue: éste vacila.

Hay en el repentino valor del que huye amedrentado, algo de terrible y de imponente, porque no es el valor el que va a luchar, es la desesperación del que quiere morir matando; y esta resolución infunde siempre algo de espanto en el que se creía ya vencedor sin resistencia y sin peligro.

Hay en esta acometida algo de más sombrío que en la ira encarnizada de la batalla.

El valor de la debilidad es más terrible: no busca la victoria que comprende imposible; anhela la venganza a costa de la propia vida.

El ejército de Perucho se detuvo, se arremolinó y comenzó a retroceder haciendo fuego.

Los tres hombres no avanzaron, y esto animó a Perucho y a sus compañeros: si los enemigos hubieran cargado, ellos sin duda se dispersan, pero se detuvieron y el combate volvió a animarse.

Cerca de un cuarto de hora duró aquella escaramuza, y aún no había corrido la sangre.

De repente los tres hombres volvieron grupas, como dicen los soldados; apretaron las espuelas a sus caballos, y en un momento desaparecieron dejando tras sí una espesa nube de polvo.

Cuando ésta se disipó, iban ya muy lejos.

Perucho volvió a su persecución, pero con algunas precauciones: sabía ya que eran capaces de resistir, y no quería exponerse por una imprudencia; además, había conocido a su tropa.

Lo que importaba era no perder la pista. En el primer pueblo del tránsito pediría auxilio, y el golpe era seguro.

Mirándose algunas veces, perdiéndose otras de vista, y unos y otros caminaron hasta caer la tarde.

El camino, el bosque, el horizonte, se hundieron entre las sombras de la noche.

Los jinetes no habían comido en todo el día; los caballos fatigados no habían tomado siquiera agua.

En medio de la oscuridad y muy cerca, se descubrieron desde una loma las luces de un pueblo, como un pedazo del firmamento que asoma entre las nubes en una noche tempestuosa.

—En llegando al pueblo estamos salvados, pensaron los de adelante.

—En llegando al pueblo están perdidos, dijeron para sí los de atrás.

Los ladridos de los perros llegaban ya entre los vientos de la noche; comenzaba a percibirse ya muy cerca las luces.

Un momento después, los vecinos pacíficos salían a sus ventanas atraídos por el ruido de las herraduras, y los tertulianos de las tiendas, apiñados en las puertas y en los portales, hacían comentarios sobre aquel grupo de viajeros.

VI. El abandono

Los hombres que conducían a Alejandra, atravesaron a trote largo siguiendo a su jefe, aquel pequeño pueblo; y cuando se alejaron un poco, que ya no encontraron casas ni vecinos retardados, tomaron a la izquierda saliéndose del camino y retrocediendo con precaución hasta llegar a una de las casas de la orilla, pero casi por el mismo lado por donde habían entrado.

Echaron todos pie a tierra, bajando cuidadosamente a la muchacha, que había ya vuelto en sí, pero que estaba como insensible.

Uno de los hombres, procurando no ser visto, llegó muy cerca del camino y vio pasar a sus perseguidores, que también a todo trote entraron a la población preguntando por los que acababan de pasar.

Como último resultado de sus pesquisas, supieron que habían seguido de largo, y Perucho determinó hacer noche en el pueblo; los caballos estaban cansados, y él se había avanzado más de lo que pensaba.

Perucho con los suyos durmió en la misma población, pero en el extremo opuesto.

Al día siguiente, muy temprano, regresaban a dar malas cuentas de su misión al señor cura.

Nada de esto se escapó a los autores del rapto de Alejandra; y así es que con descanso, y ya bien claro el día, volvieron a emprender su marcha, montando a la joven en la mula que la vieja había cuidado de traer.

El camino se hizo con menos precipitación; hasta se permitieron detenerse un rato a comer en uno de los ranchos del tránsito.

Sin embargo, cuando pasaban por algún pueblo, notaban que la gente los miraba con mucha atención, que algunos hombres corrían, y aun les pareció notar que en uno habían tocado la campana.

Pero como nada, fuera de esto, los inquietaba, pronto volvían a tranquilizarse.

Se iba pasando el día, y ya en la tarde vieron venir a un hombre a pie que marchaba entretenido silbando y jugando con un perro.

—Sería bueno preguntarle a ese hombre qué hay; porque yo no sé por qué, pero estoy sobresaltada —dijo la vieja.

—Qué ha de haber, nada —contestó el jefe—, los que nos seguían se han vuelto.

—Sí; pero he observado que los pueblos están alarmados.

—No hay nada, no tenga usted miedo.

—¿Pero qué se pierde en preguntar?

—Preguntaré nomás por darle gusto, pero ya verá cómo nada hay. ¡Oiga, amigo, amigo! —dijo, dirigiéndose al hombre que venía ya cerca—, ¿me hace favor de decirme si hay algo por ahí? ¿iremos seguros?

El hombre miró fijamente al que le interrogaba, y después le contestó sonriendo:

—¿La verdad?… no, mi sargento Capilla.

—¡Cómo! —dijo éste asombrado— ¿me conoces?

Los demás se habían agrupado en derredor de los interlocutores, y todos manifestaron su asombro al ver que Capilla era reconocido en donde menos se le esperaba.

—Vaya —dijo el hombre—, ¿pues no se acuerda que yo era de su misma compañía y salí herido en el ataque de Ixtlahuaca que dimos ahora un año con mi general Pueblita?

—¿Pues cómo te llamas?

—Cásares, ¿no se acuerda, mi sargento?

—¡Ah! Cásares cabal, y ¿cómo te va?

—Muy bien, mi sargento, ya no soy soldado, desde que me hirieron me vine a mi tierra, y ahora soy el auxiliar del alcalde de San Pedro.

—¿El auxiliar, eh? bueno; ¿y qué hay por acá? ¿por qué dices que no vamos seguros?

—Mi sargento, yo a usted no le he de negar nada que le perjudique, para que se cuide. Ha llegado a los pueblos una cordillera en que dicen que se persiga y se aprenda a cuatro arribeños, que creo serán sus mercedes, y a una vieja —la vieja hizo un gesto muy feo—, porque se han robado una muchacha y matado a su padre.

—¿Pero cómo puede haber llegado tan pronto la cordillera?

—Vaya, muy fácilmente: con hombres de a pie que saben la tierra y que van veredeando y cortando terreno; llegan a un pueblo, entregan la orden, la lee el alcalde, y sale otro hombre de refresco; y así en la hora llega la noticia: yo vengo de vuelta de haber llevado la cordillera, usted dirá.

—¿Pero qué dice?

—Pues nada, que los prendan y los manden a San Luis, que allá debe estar preso el principal, que es un padre, o quién sabe:

—¿Qué hacemos? —dijo la vieja espantada.

—Según parece, el padre ya no vendrá.

—Pues lo que sea que sea pronto, mi sargento —dijo Cásares—, que no tardan en comenzar a salir los auxilios al camino, y yo ya me voy, porque tengo también que salir; con que hasta más ver, y que Dios los lleve con bien.

—Adiós, Cásares, y muchas gracias —dijo Capilla.

—Dios se lo pague —agregó la vieja.

Cásares se alejó, y Capilla se puso a discutir con los compañeros el arbitrio que debía tomarse.

Alejandra, indiferente, permanecía separada del grupo; no había escuchado a Cásares, y tenía, en consecuencia, perdida toda esperanza.

—Sería bueno dispersarnos —dijo uno.

—Dios nos libre —exclamó la vieja—, así cogerían más fácilmente a alguno.

—Es verdad —agregó otro—, pero unidos y con el estorbo de la chica…

—La chica estorba, es verdad: además, que preso el padre Bernal ¿para qué la llevamos? —dijo la vieja—, al fin ya no nos puede dar nada.

—Dices bien —exclamó Capilla—, caminaremos un poco, y por ahí la dejamos, pero será bueno llevarse la mula ¿no les parece?

—Sí —contestaron todos.

—Pues manos a la obra, y adelante.

Y se pusieron en marcha.

A cosa de un cuarto de legua, el camino estaba cercado de árboles, y a la derecha se dividía una vereda que se internaba en el bosque.

Capilla se detuvo y se dirigió a Alejandra.

—Hágame usted el favor de bajarse —la dijo.

La joven obedeció sin replicar: hacía dos días que no tenía ya voluntad propia.

Capilla tomó la mula.

—Está usted libre, niña —agregó—: puede usted irse por donde quiera, pero yo le aconsejo que tome usted por esa veredita, que ha de ir a dar a alguna parte; con que adiós: vámonos.

Y echó a andar, y todos le imitaron, dejando a Alejandra sola y abandonada en la mitad del camino.

La joven se espantó de encontrarse así en medio de un país desconocido, y ya cerca de la noche; pero la satisfacción de verse libre de aquellos malvados, le dio aliento.

Alzó los ojos al cielo, e instintivamente tomó la vereda que le indicó Capilla.

Estaba muy cansada; todo el cuerpo le dolía horriblemente, pero quería a toda costa alejarse del camino; temía que aquellos infames volviesen: las facciones repugnantes de la vieja la perseguían como una pesadilla.

Anduvo mucho tiempo; la noche había cerrado, y ni una luz que indicase una habitación, aparecía entre los tupidos árboles del bosque.

Iba desmayando, las fuerzas le faltaban, cuando oyó cerca, muy cerca, el ladrido de un perro.

Sólo el que se ha perdido de noche y en un bosque, comprende lo que se siente al escuchar la voz de ese amigo del hombre, en medio de aquella situación desesperada.

Alejandra lanzó un grito de gozo; anduvo un poco más, y al torcer un recodo del camino, se encontró en un pueblo.

Su primer impulso fue arrodillarse para dar gracias a Dios.

VII. Corazones de oro

A la salida del pueblo, delante de una pobre casita y debajo del portal de zacate que formaba la entrada, comían alegremente, en torno de un velón colocado en una piedra, cuatro personas, dos hombres y dos mujeres.

Las mujeres sentadas en el suelo, y los hombres sobre unos bultos de equipajes.

Procuraremos dar a conocer a estos nuevos personajes.

La primera pareja se componía de un hombre de poca estatura, ya entrado en edad, delgado, con una gesticulación rápida y extraña, y una mujer también de bastante edad, gruesa, de cara alegre y expresiva, pelo muy negro pero en el cual campeaban no pocos mechones de canas.

La otra se formaba de una joven morena, con unos ojos brillantes, un pelo negro y crespo que formaba graciosas ondas sobre su frente, y una boca roja y provocativa.

El hombre era joven también, alto, esbelto, con una musculación perfectamente desarrollada, el pelo negro, muy largo y rizado, y un bigote espeso bien atusado; parecía por su color un hércules de bronce.

Cerca de la joven dormía un niño como de dos años.

Como puede inferirse de la conversación, los viejos eran los padres de la muchacha, el joven era su marido, y el niño era su hijo.

Toda una familia.

—Dentro de cinco días —decía el viejo—, cálculo que estaremos muy cerca de Cuernavaca.

—Caminando recio —contestó la joven.

—Y eso sin detenernos a dar las funciones que tú quieres —agregó la anciana—: ¿es verdad, Diego?

—Es verdad, madre —contestó el joven a quien llamaron Diego—: pero si se proporciona, es fuerza trabajar algo en el camino; ni usted ni Anita van muy bien de dinero.

—Por mí no te apures, hijo —contestó la muchacha—; yo tengo algo, y economizaré, qué más quiero economía que verte trabajar en la reata; cada vez que haces el salto mortal o la dama triste, siento que me muero.

—Qué tonta eres, Anita; hace tanto tiempo que trabajo… y ¿a que no te acuerdas que me haya caído nunca? y eso era antes; ¿pues ahora? cada vez que trabajo me pongo a pensar en ti y en mi hijito, y me siento tan seguro, tan firme sobre la reata, con tanto valor, que te respondo de que no me caería ni a empujones; ganas me dan a veces de largar el timón: ¿verdad, padre, que así se siente cuando se trabaja con gusto y por la familia?

—Es cierto —dijo el viejo—; cuando yo me casé con Tula, estábamos muy pobres, y yo trabajaba mal; ninguno me contrataba, ni me llamaban en los pueblos; vamos, estaba perdido porque también me faltaba valor; pero nació Anita, y entonces, ¡ah! entonces sí que fue otra cosa: comencé a adelantar tanto y tejía tan bien en la reata y en el alambre…

—Que te caíste un día —interrumpió cariñosamente Tula—, y te quebraste una pierna, y tuviste que guardar cama cuatro meses; y si no te hubiera dado Dios tan buena memoria y tanta gracia para payaso…

—Barbera —dijo el viejo, dándole un golpecito en la cara.

—Sí, la verdad; tanta gracia para payaso, no se que hubiéramos hecho: confiesa, confiesa, Rito, que es muy mala vida esta de ser maromeros.

—¿Mala? ¿por qué, hija?

—¡Toma! siempre en riesgo, ganando poco, y luego, como que nos desprecia la gente: ahí vienen los «maromeros», y los «maromeros» por acá, y los «maromeros» por allá.

—¡Qué caso haces tú de eso, Tula! ganamos nuestra vida honradamente y sin perjudicar a nadie, y como dijo aquel cura en las fiestas de San Jerónimo: «más vale que vayan los fieles a perder su tiempo en la maroma, que su dinero en el juego o su pellejo en los fandangos».

—Dice bien mi padre —dijo Diego—, yo estoy contento; la carrera da para vivir, y estamos siempre alegres.

—Menos cuando te veo haciendo esas suertes tan peligrosas; lo único que me consuela es que mi padre siempre está allí pendiente.

—Como que el día que se caiga, en el aire le cojo; parezco tan débil, pero ya sabes que soy capaz de cargar un buey.

—En fin —dijo Tula—, acabó la cena; los hombres vayan a ver cómo están los animalitos, y mientras, alzamos nuestros trastos y disponemos las camas.

Los hombres se levantaron y salieron, y la anciana comenzó a tender en el suelo las pobres camas, y Anita a recoger y guardar los trastos que habían servido en la comida.

Aquella familia viajaba con todo su menaje: podía decir como el apóstol: «Omnia mea…». Todo lo mío va conmigo.

Rito y su yerno volvieron a presentarse, conduciendo a una mujer.

—Tula, Tula —dijo el anciano—; ven, mira a esta pobre criatura que nos hemos encontrado al ir a ver a nuestros animales; anda perdida, no es de aquí; mira, no ha comido, casi se desmaya de necesidad y de cansancio.

—¡Ave María Purísima! —dijo Tula viendo a Alejandra; pues como es de suponerse, era ella—. ¡Ave María Purísma! ¡pobrecita muchacha, qué descolorida está! ¡Jesús! toma, Anita, toma al niño, que me está estorbando.

Anita, enternecida también, tomó a su hijo de las manos de la abuelita, y ésta continuó:

—Venga usted, siéntese, ¿cómo se llama usted?

—Alejandra —balbuceó la joven.

—Pues siéntese usted, Alejandra; ya cenamos, pero yo veré qué cosa le doy a usted: aquí sobre el equipaje: Anita, ¿qué no traes nada en el itacate?

—Sí, unos bizcochitos del niño, y un pedazo de queso que le había guardado a Diego.

—Pues sácalo, hija, sácalo para esta pobrecita. Voy a traer el agua —dijo Rito y tomando un jarro, salió precipitado.

—Tome usted, tome usted, hija —dijo Tula dando a Alejandra los bizcochos y el queso—, es lo que hay ahora; ya traerá mi marido el agua; es mejor que no sea un alimento pesado, porque podría hacerle a usted mal.

Alejandra, en vez de tomar los bizcochos, asió las manos de la anciana, recargó su frente en ellas, y se puso a sollozar de ternura y de gratitud.

—Vamos, no llore usted —dijo Tula abrazándola—: no sea usted tonta, se va a enfermar; ya está, ya está, coma usted sus bizcochitos.

—Sí, cómalos usted —dijo Anita sentándose a su lado con el niño en los brazos— tranquilícese usted, que está con gentes de bien.

—¡Ah! señora, soy tan desgraciada y ustedes tan buenos —dijo Alejandra, besando al niño y dejándole en el rostro dos lágrimas como dos perlas, que nadie se atrevía a enjugar.

Diego miraba esta escena profundamente afectado, y sus ojos estaban preñados de llanto.

Aquella escena sencilla, quizá pueril, levantaba hasta el cielo entre el perfume de la caridad, aquellos corazones de oro.

—Pero ¿qué anda usted haciendo tan solita y a esta hora por estos caminos? —preguntó Tula, pero sin impertinencia, con interés y curiosidad.

—Si es un secreto, no nos diga nada, señorita —dijo Ana.

—No, no es secreto —contestó Alejandra— aunque sea muy breve, yo les contaré a ustedes lo que me ha pasado; han sido tan buenos conmigo. —Y les refirió en pocas palabras lo que había pasado, aunque sin decir nada del padre Bernal, pues ella ignoraba su intervención en el negocio.

A cada momento interrumpían su relación, ya las frases de indignación que brotaban de los labios de los hombres, ya las de compasión o de cariño que vertían las mujeres.

—Pues Alejandra —dijo Anita cuando ésta terminó—, nosotros no somos más que unos pobres maromeros que venimos de las fiestas de San Jerónimo, y que vamos para Cuernavaca; pero tendremos mucho gusto en servir a usted en lo que podamos.

—¿No tiene usted parientes por México, por Cuernavaca?… —preguntó Rito.

—Por ninguna parte: soy sola en el mundo; mi único amparo era mi padre y le han matado… —y Alejandra se puso a sollozar ocultando el rostro entre las manos.

—¡Pobrecita! —exclamaban aquellas buenas gentes, moviendo tristemente la cabeza y mirando a la joven.

—Vamos, niña —dijo al fin Tula—, vamos a descansar: dormirá usted con mi hija y conmigo; los hombres se acuestan afuera cerca de los animales para cuidarlos… ya mañana temprano veremos lo que se hace.

Todos se levantaron: los hombres volvieron a salir, y Tula tendió las camas, y poco después todo había quedado en silencio.

VIII. Nueva vida

Antes de amanecer, la familia estaba ya en movimiento, ensillados los caballos, que se reducían a dos, flacos y con malísimos atalajes, y listos dos burros, en los que iba el equipaje de la compañía, cuerdas, algunos lienzos de telón para los entremeses y la microscópica batería de cocina.

Quedó decidido en consejo pleno, que Alejandra seguiría con ellos, para ver en México si llegaba a encontrar un amparo en su orfandad: ¡la pobre niña había quedado tan sola sobre la tierra!

Siquiera en San Luis habría tenido la casita de la tía Úrsula; pero estaba tan lejos, era tan difícil volver…

Llegó el momento de montar: los caballos de ordinario estaban destinados a Tula y a Anita; los hombres caminaban a pie, arreando a los burros; pero ese día fue imposible obligar a Tula a que montase.

—No, y mil veces no —dijo con resolución—, Alejandra debe estar muy estropeada, casi enferma, es fuerza que vaya en mi caballo; iré a pie, con Rito y con Diego muy contenta.

—Pero señora —replicó Alejandra…

—No hay pero que valga: vaya, que porque me ven vieja, creen que no soy capaz de andar a pie; ya lo verán, ya lo verán; si no siempre hemos tenido caballos, también hemos sido muy pobres; vamos, suba usted, Alejandra, y no hablemos más, así me da usted gusto.

—Bueno, yo subiré —dijo Alejandra— pero con la condición de que más adelante, cuando la vea a usted cansada, vendrá usted a caballo.

—Está convenido, vamos…

Montó Alejandra y comenzaron a caminar.

A la vanguardia los pollinos con las orejas agachadas y cargados con un verdadero promontorio de objetos lo más heterogéneo posible.

Después los de a pie, y luego Anita con su hijo en los brazos y Alejandra a caballo, con anchos sombreros y armadas las dos de largas varas para animar a sus cabalgaduras.

Alejandra iba más tranquila; había encontrado en medio de la tormenta que la combatía, un amparo; quizá no era bastante, pero era ya mucho.

El náufrago que lucha con la muerte brazo a brazo y ya sin esperanza, se imagina salvado, cuando siente bajo sus pies la erizada frente de una roca: ¿qué hay más allá en el tiempo y en la tierra? no lo sabe; pero de pronto ha salvado la vida, es decir, ha tomado el primer eslabón de la cadena del porvenir en el momento de romperse.

Aquella familia era para Alejandra, no sólo el consuelo material y moral en la desgracia, sino el vínculo que la unía de nuevo a un mundo que tenía corazones tan nobles y tan hermosos.

Meditando sobre su situación, hablando de sus desgracias con Anita y distrayéndose algunas veces con los variados paisajes que se presentaba a cada paso, Alejandra caminó como cuatro horas; entonces empezó a notar que Tula no iba ya tan ligera, que se detenía de cuando en cuando y que el sudor anegaba su frente, por más que procuraba disimularlo; se conocía que la pobre mujer estaba muy cansada.

Alejandra se acercó a ella y se bajó ligera del caballo.

—Ahora le toca a usted —la dijo.

—No, siga usted, siga, si aún voy bien…

—Está usted cansada, se le conoce; suba usted, iré a pie un rato.

—Si no estoy cansada.

—Pues bien, no monte usted, iremos las dos a pie.

—¿Pero para qué es eso?

—Anita, dígale usted a la señora que monte; voy muy mortificada.

—Monte usted, madre —dijo Anita— y después volverá a subir Alejandra; por ahora yo también le haré compañía, y mi padre, se vendrá un rato en mi caballo: tenga usted al niño.

Tula montó a caballo y tomó al niño en sus brazos: el viejo payaso subió también en el caballo de su hija, y las dos jóvenes se incorporaron con Diego, que se iba adelantando con los burros.

Al medio día tomaron un ligero almuerzo, dieron agua a las bestias y siguieron adelante alternándose los hombres y las mujeres en los caballos.

A las cuatro de la tarde llegaron a un pueblo, donde se estaba celebrando una fiesta.

Las campanas repicaban a vuelo, todos los vecinos andaban por las calles muy limpios y con sus ropas del domingo; el piso estaba regado y se notaban en él flores y hojas.

La torre y la iglesia estaban engalanadas por fuera con bandillas y gallardetes de colores; había arcos de yerbas, de flores, de pañuelos, de bandas; en las ventanas y en las puertas de las casas había colgadas sobrecamas de indiana y de damasco, recogidas en el centro por flores de mano, y con cuadritos y estampas de santos; además, entre la gente se veían algunos hombres llevando faroles colocados sobre gruesas astas, ostentando grandes escapularios y seguidos de muchachos con largos carrizos que se habían arrancado con todo y hojas, y en los que, a guisa de banderolas, se ostentaban paliacates de colores.

Diego se informó de lo que era, y supo por un vecino que era la fiesta titular del pueblo.

Rito dejó a la familia y se separó para conseguir posada. En aquellos pueblos en donde no hay ni mesones, ni hoteles, ni paradores de ninguna especie, el viajero necesitaba siempre recurrir a la filantropía y a la hospitalidad de los vecinos para conseguir un abrigo en que guarecerse durante el tiempo que tenga que permanecer allí, y una casa en donde se le proporcionen los alimentos.

Y sea dicho para honor de aquellas gentes, que nunca se ha dado el caso de que un pasajero deje de encontrar lo que necesita: la hospitalidad es la gran virtud de los habitantes de la Tierra Caliente.

Bien fuera por el aspecto de la caravana que llegaba al pueblo, o bien porque alguien hubiera conocido a alguna de las personas que la formaban, la multitud comenzó a rodear a los viajeros, agrupándose en su derredor y formando un círculo de curiosos, compuesto en su mayor parte de mujeres y de niños, que se estrechaba y engrosaba sus filas a cada momento.

La noticia de que unos maromeros habían llegado, y mas siendo esto el día de una fiesta, conmovió a la población, corrió de boca en boca, y tomó las proporciones de un grande acontecimiento; los que podían abandonaban sus casas para ir a verlos, y los que no, se contentaban con esperar en las puertas y ventanas el paso de aquellos personajes.

Diego y su familia, acostumbrados ya a esta clase de escenas, paseaban sus miradas indiferentes por la multitud. Alejandra por el contrario, creada en el recogimiento y casi en la soledad, se sentía avergonzada, llena de turbación, de miedo, y sin saber la postura que debía tomar, sin atreverse a mirar a ninguna parte, porque por donde quiera encontraba ojos que se fijaban en ella.

—Están bonitas las muchachas —decía uno.

—A mí me gusta más la china —decía el otro, refiriéndose a Anita.

—Pues yo escogería a la otra.

—¿Y el mocetón no te gusta? —dijo una mujer.

—Ése está bueno para ti, deslenguada —contestó el que había hablado antes.

—¿Y qué, también esa mosquita sabrá bailar en el mecate? —dijo una vieja.

—Ya lo veremos —le contestó uno que estaba cerca—; y con el vestido de Mérica, estará de chuparse los dedos.

Alejandra escuchaba estos diálogos con una especie de terror: alzó los ojos para mirar a la mujer de Diego, ésta la miró también, y se sonrió con cariñosa expresión.

Había en aquella sonrisa, ternura, frases de esperanza y de consuelo, palabras de resignación.

Anita estaba a caballo, y aunque con algún trabajo se acercó a la huérfana.

—No se mortifique usted —la dijo por lo bajo—. Esas pobres gentes dicen todo eso sin intención de ofendernos; para ellos, criados sin más ley de educación que la naturaleza, nosotras debemos estarles muy agradecidas; pero no hay ni la menor intención de faltarnos: y si no, mire usted a Diego, que sería capaz de lanzarse como un tigre sobre cualquiera que se atreviera a mirarnos mal siquiera, con qué tranquilidad platica con los que tiene a su lado.

En efecto, Diego contestaba festivamente a las preguntas que hombres, mujeres y niños le hacían por todas partes, y casi sin dejarlo tomar aliento.

Por una de las calles se vio aparecer un gran grupo: eran Rito y el alcalde del lugar, seguidos de una multitud de curiosos.

—Hijo, el señor alcalde nos da posada en las Casas Consistoriales, pero quiere que esta noche demos una función: es la Titular del pueblo, y el señor cura, el Ayuntamiento y los principales vecinos, nos ruegan que demos una función: ¿qué dices?

Estas palabras de Rito, aunque pronunciadas a media voz, fueron oídas por muchos; y antes de que hubieran terminado, gritos y aplausos sonaron por todas partes, y comenzó a dispersarse el gentío para llevar cada uno a su casa la noticia de que iba a haber maroma.

Diego consultó con Anita y con Tula; se discutió el negocio un poco, y quedó acordado que se daría la función.

Después, conducidos por el alcalde, que iba a pie, con su gran bastón de puño de plata, con borlas, y seguidos por un gran concurso que marchaba casi lleno de entusiasmo, los viajeros entraron como en triunfo, a las Casas Consistoriales.

El cura y muchos de los principales de la población, los vieron llegar, los saludaron tan amables como si fueran conocidos viejos, y se les dio posesión de su alojamiento.

El pueblo estaba de gala, pero la iglesia se podía ver.

Arcos y portadas inmensas formadas de tule, de corazón de maguey y de esas flores amarillas que tanto gustan a los indígenas, que se llama cempasúchil, o más propiamente zempoalxochitl, que en español quiere decir veinte flores.

La estación, como llaman a la carrera de la procesión, regada de flores y con grandes buembas o vástagos de plátano, sembrados en ese día de uno y otro lado, tenía el aspecto de una alegre calzada.

Y de trecho en trecho las posas, esto es, capillas improvisadas con lienzos o enramadas, en donde debe detenerse la procesión y en donde se quema incesantemente esa goma olorosa que se llama copal.

Las campanas aturdían con su incesante clamoreo; y para dar más animación a la fiesta, entre los gritos de los jugadores de carcamán y lotería, se dejaba escuchar el estampido de las cámaras.

La función se contrató definitivamente en doce pesos, que se prorratearon entre el Ayuntamiento, el cura y algunos vecinos; se hizo la elección del local, y Rito y Diego, ayudados por algunos hombres que proporcionó el alcalde, comenzaron a trabajar en los preparativos.

IX. Ya al caer…

Desde la oración de la noche, una tambora llamaba con sus ecos sordos a todos los vecinos, al lugar destinado para la maroma.

Era este un extenso corral, cercado por un lado con una pared de adobes, por el otro con las bardas de una casa, y por los demás con cercas de piedra amontonada, sin mezcla ni argamasa, que es lo que se llama «tecorral».

Algunas hogueras, diseminadas, alumbraban aquel rústico circo, en medio del cual, un cable sujeto por sus dos extremos a gruesos troncos clavados en la tierra, y elevado y templado por dos tijeras formadas de morillos, constituía el aparato en que tenían que lucir su habilidad los acróbatas.

Inútil es decir que con la escasa claridad de aquellas luminarias, era más que valor atreverse a caminar, no se diga ya en la reata, sino en una senda por poco escabrosa que fuese.

Rito y Diego se habían transfigurado en uno de los cuartos de las casas Consistoriales, mientras en otro se vestía también Anita.

Rito tenía el rostro horriblemente pintado con harina, con bermellón y con ese negro vegetal que se llama vulgarmente «humo de ocote».

Llevaba un pantalón y una chaquetilla de remiendos de distintos colores, ajustados al cuerpo, adornados de cascabeles y lentejuelas, y cubría su cabeza un gran fieltro blanco con figura de cono, y con adornos semejantes a los del vestido.

Diego llevaba una camisa y unos calzones de punto color de carne, y unos borceguíes y una tunicela corta, roja, con bordados y lentejuelas. En la cabeza tenía una elegante aunque vieja gorrita adornada con grandes plumas rojas y blancas; además, para evitar que el pelo cayese sobre los ojos, llevaba atada en la frente una cinta negra.

Diego, a pesar de lo muy deteriorado de su traje, era un buen mozo.

Anita vestía como las bailarinas de los boleros en nuestros teatros, y en cualquier parte hubiera causado sensación al presentarse en aquel traje, que dejaba ver su pie pequeño, su pierna torneada, y sus formas graciosas y mórbidas; y si a esto se agregan sus magníficos ojos negros, su pelo crespo y su boca risueña, no habrá necesidad de decir que estaba hechicera.

Alejandra veía con cierta tristeza toda aquella hermosura, que iba a ser profanada por las miradas de la multitud: su pudor se alarmaba en la persona de su graciosa protectora, y al verla, entre su padre y su marido, presentarse en medio del concurso, y al escuchar los murmullos de aprobación del público, hubiera querido arrojar sobre ella un manto y librarla de tantas miradas investigadoras.

La función comenzó: sonó la música, una tambora, un violín y un clarinete; y Tula y Alejandra cerraron sus cuartos, y llevando al niño de Anita, se mezclaron entre la concurrencia.

Alejandra comenzó por no atender sino a las suertes de Diego y de Anita, y a los cuentos y relaciones del payaso: el cariño por sus nuevos amigos, le daba mayor atractivo a la fiesta.

Hubo un momento en que casi llegó a olvidar sus penas, pero al volver la cara para uno de los lados del espectáculo, observó un hombre que la miraba con mucha fijeza: apartó la vista de allí, pero sin querer, a poco volvió a mirar, y el hombre seguía observándola con tenacidad. Fijóse entonces ella, y reconoció al padre Bernal.

Un rayo de esperanza iluminó en el momento su alma.

El padre Bernal, según ella, debía haber venido a pasear; tendría que volver a San Luis, podría llevarla con seguridad a su pueblo, y allí sabría ella de don Plácido, que tal vez no habría muerto; y en último caso podía ir a vivir con la tía Úrsula o con la señora Joaquina, que siempre le habían mostrado tanto cariño.

Halagada con tan lisonjeros pensamientos, Alejandra, para comenzar a preparar el terreno, sonrió dulcemente al padre Bernal y le saludó con la cabeza.

Bernal, o don Celso, puesto que ya nosotros le conocemos, se puso encendido hasta en lo blanco de los ojos; no comprendió lo que pasaba, y buscó en su alrededor si había otro a quien fuera dirigido aquel saludo, pero no había nadie, era a él. Alejandra ignoraba, pues, la participación que había tenido en su rapto.

Don Celso quiso afrontar la situación, y aunque con dificultad, logró llegar hasta el lado de Alejandra.

—¿Pues qué haces aquí, hija mía? —la dijo— ¿dónde está don Plácido?

—¡Ay! padre —contestó la muchacha llorando—. ¿Qué, usted no sabe lo que ha pasado? Soy muy desgraciada, y no tengo más esperanza de volver a San Luis, sino que usted me lleve.

Contóle en breves palabras cuanto sabía del rapto.

Don Celso fingió un asombro que estaba muy lejos de sentir, y Tula miraba con desconfianza a aquel conocido de Alejandra.

—¡Pobre muchacha! —dijo don Celso—: ¡cuánto habrás sufrido! pero esperamos en Dios que todo se remediará; tal vez don Plácido no haya muerto y puedas volver a abrazarle; yo tengo aquí mi avío, porque vine sólo a ver las fiestas, pero hoy mismo me vuelvo para San Luis, aprovechando la luna y el fresco de la noche para caminar; con que si tú quieres, hija mía, te llevaré: me acompañan tres criados, y no creo que los bandidos se atrevan, aun dado caso de que volvamos a encontrarlos.

—Yo me iría con mucho gusto —dijo Alejandra—: ¿qué le parece a usted, doña Tula?

—Eso es cuenta de usted, hija: con nosotros nada le faltará, pero si usted cree mejor volver a su casa y buscar a su padre, no seré yo quien se lo desapruebe.

—Entonces no perdamos tiempo —dijo el fingido padre—: voy a prepararlo todo, y cuando acabe la maroma, nos iremos: ¿dónde están ustedes posados? porque supongo que la señora será también de la compañía.

—En las Casas Consistoriales —contestó Tula.

—Pues iré allá para que montes: hasta luego.

—Hasta luego —contestaron las dos mujeres.

Don Celso se escabulló entre el gentío. No cabía en sí de gozo; sin dificultad, sin zozobra, iba a conseguir lo que ya temía haber perdido para siempre: iba a tener a Alejandra en su poder, sola y sin defensa: aquella era mucha felicidad.

—¿Pero usted lo ha pensado bien? —preguntó Tula cuando don Celso hubo desaparecido.

—Si señora: este señor es el padre Bernal, que sirve en mi pueblo como de vicario del señor cura: allí le he conocido…

—No se por qué, pero a mi no me gusta la cara de ese hombre…

—Es verdad que no tiene una cara simpática, pero creo que no tenemos que temer de él.

—Yo le aconsejo a usted que consulte con Rito y con Diego: al fin y al cabo ellos son hombres y tienen más mundo que nosotras, y la quieren ya a usted mucho.

—Les consultaremos; pero ya verá usted como son de mi opinión.

La maroma acabó, y todos se dispersaron, y Rito y su yerno, después de quitar el aparato del circo, se retiraron a su casa.

—¿Saben ustedes que tenemos una novedad? —les dijo Tula.

—¿Cuál, madre? —preguntó Diego.

—Que se va Alejandra.

—¡Se va! —exclamaron todos.

—Sí —contestó Tula.

—¿Y con quién? —preguntó tristemente Anita.

—Con el vicario de mi pueblo, que encontré esta noche aquí, y que me ha prometido llevarme.

—¡Qué lástima! —dijo Anita— y yo que le había cobrado a usted tanto cariño; ¿pero es cosa decidida? ¿tiene usted suficiente confianza en ese señor? si no, no se exponga usted más: nosotros somos pobres, pero nada le faltará a usted.

—Eso mismo le dije yo —le interrumpió Tula— pero ella dice que va bien, y convenimos en que consultaríamos a mi marido y a mi hijo.

—Yo —dijo Rito—, no sé qué confianza merecerá ese señor vicario; pero supuesto que Alejandra se arriesga, creo que tendrá mucha seguridad y muchos deseos de saber de su padre…

Se oyó el tropel de gente de a caballo que llegaba, y luego un golpe en la puerta…

—¿Quién va? —preguntó Diego.

—Será el padre Bernal que viene por mí —dijo Alejandra.

—¡Tan pronto! —exclamó Anita.

—Quiere aprovechar la luna y el fresco de la noche para caminar.

—Dios la saque a usted con bien —dijo Tula— pero este viaje no me gusta: ese hombre me repugna.

—No tema usted —contestó Alejandra.

Alejandra abrazó llorando a sus amigos, y acompañada de todos ellos, se dirigió a la puerta.

Había un caballo dispuesto para la joven: don Celso venía acompañado de dos criados.

Alejandra iba a montar; pero en el momento de poner el pie en el estribo, una tropa de paisanos armados, mandada por el alcalde, se presentó en el lugar de la escena.

Todo el mundo quedó sorprendido.

—¿Usted es el padre Bernal? —dijo el alcalde dirigiéndose a don Celso.

—Yo soy —dijo don Celso poniéndose densamente pálido.

—Pues me ha llegado una cordillera para prender a su merced.

—¿A mí? ¿y por qué? —balbuceó don Celso.

—Porque su merced dispuso en San Luis el robo de una muchacha; mató al padre y se ha venido prófugo.

Alejandra dio un grito y se refugió en los brazos de Anita y Diego; se adelantó como para cubrir con su cuerpo el grupo de las mujeres.

—Maldita sea mi suerte —exclamó don Celso; y atropellando al alcalde, salió a escape de aquel lugar, entre los gritos de los curiosos y los tiros que al azar le disparaba aquella improvisada patrulla.

X. La leva

Apenas repuesto de su sorpresa, el alcalde, dio a correr tras el fugitivo, y los que le acompañaban hicieron lo mismo.

Anita y Tula condujeron a Alejandra, que aún no volvía en sí de su asombro, y Rito y Diego cerraron la puerta de la casa.

—De buena se ha escapado usted —dijo Tula—: con razón no me hacía ninguna gracia el hombre.

—Me horrorizo de pensar qué habría sido de usted —dijo Anita.

—Pero el alcalde llegó tan a tiempo —dijo el payaso—, que ya no tenemos ni que temer: vaya, serénese usted y vamos a comer alguna cosa, porque nosotros traemos hambre: ¿es verdad, Diego?

—Como que la función estuvo larga, y en Tierra Caliente el trabajo es más penoso; a poco ya se fatiga uno.

—A cenar, niñas —dijo el payaso—, que ya lo hemos ganado.

No es posible explicar la extrañeza que causaba a la huérfana la vista de aquel hombre tan ridículamente pintado y vestido de una manera tan rara, que tenía por oficio divertir al público a costa de su persona y de su dignidad de hombre, y que era en el seno de su familia no sólo un padre respetable, sino un hombre de corazón.

El payaso conservaba entre la harina y el bermellón que cubrían su cara, las huellas de las lágrimas que había derramado al despedirse de Alejandra. Era lo sublime del ridículo; Alejandra había sentido cólera al ver a la multitud reírse y burlar al pobre payaso, y habría llorado en la maroma, si hubiera comprendido el esfuerzo del hombre de corazón, que para buscar un pan se convierte en el ludibrio de una turba ignorante.

Cenaron todos ya más tranquilos: Alejandra se había salvado de un peligro inminente, y los maromeros tenían fondos para continuar su viaje al otro día.

—Tenemos —dijo gravemente Rito—, doce pesos que nos han dado por la función, y seis reales de galas que yo he recogido. Hagamos nuestra visión: nos debían tocar seis pesos tres reales a cada familia, pero ahora tenemos una personita más, y cada uno debe darle algo, pues la tomamos ya como nuestra hija.

Alejandra conoció que se hablaba de ella, y sintió que los ojos se le llenaban con las lágrimas de la gratitud.

—¡Oh! de ninguna manera —dijo—: yo no puedo ni debo tener parte en las ganancias de ustedes; ¿en qué les ayudo? ¿de qué les sirvo? de estorbo y nada más, tal vez comprometerlos alguna vez: no; bastante favor me han hecho para que quiera yo serles gravosa.

—¿De qué nos sirve usted? de mucho —dijo Anita—, de compañía, que estamos muy contentos con usted.

—Y además, es nuestro gusto —dijo Tula.

—¿No es usted la hermana de mi Anita? —dijo Diego.

—Y mi hija —agregó el payaso.

—Gracias, gracias —exclamó conmovida Alejandra—: teniendo usted dinero, ¿para qué lo necesito yo?

—¡Vaya! para muchas cosas —dijo Diego.

—Para cigarros.

—Si no se fumar.

—Pues no le hace —insistió Tula.

—Daremos un peso cada familia —agregó Rito—, y así irá ahorrando para un vestidito que estrenará al llegar a México.

—Sí, sí —dijeron todos.

—No —replicó Alejandra—; yo les suplico que me den nada más que los seis reales de las galas, que será lo único que reciba por no parecerles ingrata.

—Es muy poco, hija —dijo el payaso.

—Con eso estoy contenta: denme ustedes gusto.

—Sea como quieras: —y le entregó aquellos seis reales, que Alejandra recibió casi temblando de ternura.

Aquel era el dinero santo de la virtud, ese dinero que se da con la sonrisa de la bienaventuranza y se recibe con el llanto de la gratitud, sonrisa y llanto que son el perfume de las almas buenas; episodios de una tierra cubierta de sangre, que deben contemplar los ángeles, y que son una hoja más en ese laurel que ciñe la reina de las virtudes, la caridad.

Bendito sea el dinero, que puede llegar a servir de expresión de la caridad: unas cuantas monedas empleadas así, santifican todas las riquezas de la tierra, como siete justos bastaban para salvar del fuego las ciudades malditas.

La caridad es la estela luminosa que dejó Jesucristo a su paso por los mares tempestuosos de la humanidad.

Es el signo de las almas predestinadas.

Es la aurora del día de luz que debe brillar en el mundo, cuando la sociedad sea la madre y no la enemiga del hombre.

Es el vínculo y la palabra de reconocimiento para los soldados de la verdadera democracia.

El ciprés de las tumbas de los mártires verdaderos del Evangelio.

Pero aún no llega el reinado de la caridad.

Se anhela, se presiente, se adivina, pero aún no llega.

La doctrina y el corazón luchan siempre, y siempre ganando terreno.

El egoísmo les sale siempre, al paso, como aquella hidra de Lema a la cual le nacía una cabeza cada vez que otra se le cortaba.

Pero el egoísmo será vencido, y las doctrinas del Evangelio, que son las doctrinas de la caridad, brillarán.

Y entonces, el hombre libre, emancipado de todas las tiranías, podrá decir, a Cristo, como los antiguos inquisidores:


Exurje, Domine, et judica causam [tuam]
Preséntate Señor, y juzga tu causa.
 

* * *

Después de ocho días de camino, Alejandra y sus protectores estaban cerca de Cuernavaca.

Ya se descubría a lo lejos la ciudad, y entre los naranjos y los plataneros se alzaban sus torres y se percibían sus tejados.

Allí esperaban gozar unos días de descanso nuestros viajeros, antes de emprender su viaje a México.

Pero por el mismo camino que ellos llevaban, una pequeña nube de polvo comenzó a levantarse.

Por allí se sentía ya el aliento de fuego de la guerra, y aunque aquellos distritos estaban realmente en paz, el eco de los cañones de Zitácuaro llegaba sin ser oído, a pesar de la distancia, como el presagio de la tormenta.

—Ésa es tropa —dijo algo contrariado Rito.

—Tropa es, y viene para acá —agregó Diego.

En tiempo de guerra, el encuentro con la fuerza armada envuelve siempre un peligro, aun para los hombres más indiferentes.

—¡Dios nos saque con bien! —exclamo Tula.

Alejandra no había visto soldados uniformados: en su país, la tropa se forma de paisanos, armados con un fusil y provistos de una cartuchera; pero su traje no cambia en manera alguna.

Alejandra casi deseaba la llegada de la fuerza para conocer soldados.

Muy pronto se realizó su deseo, y se encontraron nuestros viajeros con un piquete como de cien infantes, vestidos de azul y conducidos por un capitán.

Al principio comenzó a desfilar la columna, sin que el jefe ni los soldados pararan la atención en la caravana que por su parte seguía avanzando lo más aprisa que podía.

Pero a poco otro capitán se quedó mirando a Diego y les mandó hacer alto.

—Zigüenza —gritó.

—Mande usted, mi capitán —dijo un sargento separándose de las filas y cuadrándose delante del oficial.

—Deténgame usted a estos hombres mientras hablo con el capitán Martínez.

—Está bien, mi capitán.

Y el sargento, descansando su arma, se paró con desenfado delante de nuestros asombrados viajeros.

El capitán picó su caballo y alcanzó al jefe de la columna.

—¿Le parece a usted, compañero, que tome a estos hombres que van ahí?

—Creo que son viejos —contestó el otro.

—No: ¡qué viejos! Están buenos, y los burros nos servirán para dos soldados que traigo enfermos.

—Como usted quiera.

El oficial se dirigía entonces hacia donde habían quedado los maromeros con el sargento, cuando oyó que el jefe de la columna le gritaba.

—Capitán Márquez, capitán Márquez.

—¿Qué decía usted? —contestó volviendo.

—Me pareció que traían dos caballos: ¿qué va usted a hacer con ellos?

—Uno será para la mujer del sargento Zigüenza, que se lo había prometido. Si usted quiere el otro…

—Sí, mándemele usted para mi asistente…

—Está bien —contestó Márquez, y salió al galope.

Temblando esperaban los viajeros la vuelta del capitán: el indiferente silencio del sargento los espantaba más que una amenaza.

—Zigüenza —dijo el capitán Márquez llegando— esas dos altas para la cuarta.

—¿Y los caballos?

—Escoge uno para tu mujer, y lleva el otro al capitán Martínez.

—¿Y los burros?

—Para los dos enfermos de la compañía.

—¿Y qué hacemos de esto? —dijo mostrando el equipaje.

—Que los recojan sus dueños.

—Vamos, buenos mozos —dijo Zigüenza, terciando su fusil—: a las filas: van ustedes, a servir al Emperador en su batallón de policía; ya verán la viva miel.

Nada será capaz de pintar el asombro y el dolor de aquellas tres pobres mujeres, ni la desesperación de aquellos dos hombres.

Las mujeres lloraron, gritaron, se arrodillaron delante del oficial y del sargento; pero nada valió, aquellos hombres tenían el corazón de roca.

Cuatro soldados más, llamados por el sargento, se apoderaron de Rito y de Diego; y en un momento, con un cuchillo, les recortaron las anchas alas de los sombreros, dándoles la figura de una ridícula cachucha.

Los caballos fueron entregados a las personas a quienes estaban destinados; los burros desaparecieron, y los bultos del equipaje fueron abandonados sobre el camino.

Las mujeres lloraban que era una compasión.

Rito y Diego conducidos por los soldados, se habían incorporado en las filas.

—Sacaremos de los equipajes los más necesario y lo que podamos llevar, para seguir a estos pobrecitos —dijo Tula sollozando.

Y sin hablar más, las tres mujeres se pusieron a trabajar haciendo tres líos de ropa, de los que cada una tomó el suyo.

Anita lloraba y besaba a su hijo: para ella era doble el trabajo y más negro el porvenir.

No pensaba en lo que ella tendría qué padecer.

Todas las madres comprenderán que pensaba en su hijo, y nada más que en su hijo.

La columna seguía su marcha, y las tres mujeres, siempre llorando, se pusieron a caminar tras ella.

Casi todo el pobre equipaje quedó en el camino abandonado, perdido.

El fruto de tanto trabajo, de tanto peligro, de tanta economía.

La esperanza del porvenir de dos familias: unos trapos viejos, unos cuantos arambeles, unas lentejuelas y algunos cascabeles.

¿Qué valor representaban en el mundo?

Casi nada.

Y sin embargo, para aquellas pobres gentes era todo: representaban un tesoro, una mina.

Porque representaban la industria, el trabajo, el patrimonio.

Es decir, el presente y el porvenir.

XI. De la ceca a la meca

Así dice el vulgo, de una persona que anda de aquí para allá, y así diremos nosotros de nuestros lectores, a quienes hacemos caminar y retroceder, ir y venir; pero esto, además de que es «cosa guisada» en las novelas, suponemos fundadamente que ni los cansa ni los expone a los riesgos del camino; cuando más, los fastidiará; pero ¿qué hemos de hacer? paciencia y barajar.

Llegamos otra vez a la costa, y estamos en San Luis, en la casa cural, y en la recámara del herido.

Se había hecho la primera curación, y el práctico o aficionado había solemnemente declarado que se comprometía a levantar a don Plácido, Dios mediante, y con tal que éste no hiciese alguna locura; la cual, atendidas su edad y práctica en heridas, no era posible que hiciera.

La ventana del cuarto estaba casi cerrada: una débil luz iluminaba el aposento, se escuchaba la tranquila respiración del herido que dormitaba: la señora Joaquina estaba sentada en una silla al lado de la cama; en el otro extremo de la pieza el cura en un viejo sillón de baqueta, hablaba inclinándose en voz muy baja con la «Guacha», que en un petate estaba sentada en el suelo y a sus pies.

—Bien, hija —decía el cura—, cuéntame todo; yo te prometo tener paciencia, y ahora no tengo que hacer, y puedes hablarme cuanto quieras.

—Yo le contaré a usted todo, señor cura, pero no se vaya usted a enfadar porque la historia es larga.

—No tengas cuidado, no me enfadaré: ¡qué! ¿no ves cómo escucho esas largas confesiones generales que duran tres y cuatro horas, por espacio de varios días? Comienza, hija mía, y no temas.

—Pues bueno, comenzaré; pero tendré que valerme para que nada se me olvide, de algunos apuntes que estaba yo haciendo para entregárselos a usted cuando estuviera yo en peligro de muerte.

La «Guacha» sacó del seno un bulto de papeles envuelto en un pedazo de trapo viejo; y unas veces hablando, y leyendo otras, hizo al cura esta relación.

—Nací en México: mi padre era un empleado del gobierno que ganaba un sueldo muy módico, y pasaba la vida con mucha economía.

No necesito deciros nada de mis primeros años, porque durante mi infancia nada pasó digno de referirse.

Nuestra vida era tranquila y casi monótona: ocupábamos una vivienda en una casa de vecindad de la calle del Águila, en donde vivían también unas señoras que tenían una amiga de niñas: allí aprendí a leer y a escribir; de tal manera, que no salía yo a la calle sino a misa los domingos a la iglesia de Santo Domingo, y algunas tardes al teatro con mi padre.

Teníamos tan pocas relaciones, que una visita era un acontecimiento grave en mi casa.

Por las noches mi padre leía en voz alta, mi madre escuchaba cosiendo alguna pieza de ropa, y yo dormitaba sentada en una silla y recostada en su regazo.

Así pasó mi niñez hasta que llegué a cumplir quince años.

Mi padre tenía una edad desproporcionada con respecto de la de mi madre; de modo que al cumplir yo quince años, mi madre tenía treinta, y sesenta y uno mi padre.

Ella era hermosa y tan bien conservada, que algunos nos tenían en la calle por hermanas.

Mi padre estaba robusto, y gozaba de una salud admirable.

Un día, al volver de misa, observé que me seguía un hombre elegantemente vestido, y que había estado en la iglesia cerca de mí. Creí que sería una casualidad: entré a mi casa, y no volví a pensar más en él en todo el resto de la semana.

Llegó el domingo, y al entrar a la iglesia el mismo hombre volvió a presentarse a mi vista.

Le puse entonces un poco más de cuidado.

No era joven, pero tampoco viejo, y en su figura se revelaba la honradez.

Pasó la misa durante la cual no dejó de mirarme: volvimos a la casa, y nos vino siguiendo como en el domingo anterior.

Después de esto, todo los días de fiesta sucedió lo mismo.

Yo comencé a pensar más en él.

No estaba enamorada, pero sí preocupada: aquel hombre no me causaba lo que se llama una ilusión; mas para mí era ya simpático, como un conocido, tal vez como un amigo.

Una noche, mi padre leía como de costumbre, y mi madre y yo escuchábamos: llamaron al portón, y la criada anunció que un señor buscaba a mi padre.

Cerró mi padre el libro, la puerta se abrió, y el hombre de la iglesia penetró en la sala.

No sé por qué, pero me causó esto tal espanto, que no pude ni moverme para contestar a su saludo: me creía culpable de un gran crimen, por no haber contado todo a mi madre: temía yo que mi padre conociese algo, y como conocía su carácter irritable, esperaba entonces un terrible drama de familia.

Mi padre le ofreció asiento, y nos hizo señas de que nos retiráramos.

Así lo hicimos, pero a poco tiempo mi padre llegó a la recámara en donde nosotras habíamos entrado, y nos hizo salir.

—Matilde —me dijo—, el señor viene a pedirme tu mano.

Yo quedé como si un rayo hubiera caído a mis pies.

—Le he dicho —continuó mi padre—, que yo nunca contrariaré tu voluntad; que tú eres libre para escoger el esposo que te convenga, y que tú serás la que resuelva en este caso.

Yo no hablaba palabra.

—Señorita —dijo entonces aquel hombre—, he dicho a su padre de usted, que aún no cuento con el cariño de usted, que tal vez haya conocido el mío; pero que he querido, pues mis intenciones son leales, dar antes este paso. Me llamo Felipe Mondragón, soy rico, comerciante, tengo treinta y dos años, sin padres ni parientes, y la quiero a usted mucho: usted me conviene para esposa, y será mi mayor felicidad el poderla llevar al altar.

La actitud benévola de mi padre me dio aliento.

—Señor —le contesté—, usted no me antipatiza, pero yo necesito pensar: si usted quiere, pida permiso a mis padres para visitarnos, yo le trataré y le conoceré, y prometo dar a usted una respuesta.

—¿Pero cuándo?

—Dentro de quince días.

—Es demasiado.

—Dentro de ocho.

—Pues bien, si usted me permite —dijo dirigiéndose a mi padre— visitar su casa…

—Sí, señor, puede usted venir cuando guste.

—¿Y a qué hora no seré molesto?

—A ninguna lo será usted —contestó mi padre—; pero mi familia puede recibirle a las dos de la tarde.

Yo conocí que mi padre, por delicadeza y por dejarnos más libertad, había escogido una hora en que él tenía siempre, por la oficina, necesidad de estar fuera de casa.

—Gracias, señor —contestó Mondragón— usaré del permiso que usted me concede; y sea cual fuere el éxito que obtenga en mis pretensiones, me será grato que usted vea en mi siempre un amigo leal.

—Lo mismo digo a usted —contestó mi padre.

Mondragón se despidió, mi padre le acompañó hasta la escalera, y volvió después a donde había yo quedado con mi madre, sin haber despegado nuestros labios.

—Conque ¿qué te parece, hija mía? —me dijo.

—Yo haré lo que ustedes quieran —contesté yo.

—No, Matilde —me dijo mi madre—; tú eres la que debes resolver; es tu porvenir el que va a decidirse, y yo no te daré mi opinión hasta no haber oído la tuya; pero es necesario que trates a ese señor, y que lo pienses; hasta entonces no hablaremos de esto.

—Muy bien dicho, muy bien dicho —exclamó mi padre—; entonces hablaremos; por ahora sólo te advierto que no tienes necesidad de casarte; tienes a tus padres y nada te falta: si fuera tu gusto lo harías, pero si no, no te corre prisa; aún eres muy joven.

Era la hora de retirarnos: me despedí de mi padre, y me fui a acostar.

El asunto era grave, y no pude conciliar el sueño.

Mondragón fue a visitarnos todos los días. Conocí que era un hombre honrado, que me quería, que mis padres estaban contentos, y a los dos meses estábamos casados.

Mi marido era bastante rico, y muy bien recibido en la buena sociedad de México.

Tenía coche, palco, lujo; asistía a bailes, a tertulias, a teatros, a paseos; en fin, vivía yo dichosa, y Mondragón era cada día mejor conmigo.

Mi padre y mi madre me visitaban diariamente, y yo también a ellos; pero su método de vida no se alteró en nada.

En aquellos días vino de Querétaro un sobrino lejano de mi padre, que era huérfano: se había educado en el convento de la Cruz con los padres de la Comunidad, y se había separado de ellos, según decía, por buscar en México un destino para poder subsistir.

Era un joven de veintitrés años, robusto, pero con un aspecto de humildad y de dulzura, que causaba hasta respeto.

Se llamaba don Celso Valdespino.

Mi padre se compadeció de él, le hizo ir a vivir en su casa y le consiguió un destino de escribiente.

Don Celso hacía una vida ejemplar, no visitaba a nadie, no salía de su casa, y era ya para mi padre como un hijo.

Mi madre tenía con él siempre un poco de más desvío.

Así pasaron tres años, y yo había tenido un niño y una niña en mi matrimonio.

Una mañana mi marido había salido, y estaba yo sola en mi casa, cuando mi madre se presentó un poco más temprano que de costumbre. Había una sombra de dolor en su rostro y parecía que había llorado mucho.

Una hija conoce estas cosas en el momento.

—¡Ay, madre! —la dije espantada— ¿qué tiene usted? Usted está enferma…

—Silencio —me dijo poniéndome la mano en la boca—, silencio, hija mía.

—Madre, me causa usted miedo. ¿Qué tiene usted? Por dios, dígamelo usted.

Mi madre me miró con los ojos extraviados; yo temblé; creí que iba a volverse loca.

Tomó mi mano, me la estrechó nerviosamente; y luego, acercándose casi hasta tocar mi rostro, sopló casi en mis oídos estas palabras:

—Estoy perdida.

—Me estremecí: no se qué de horroroso entreveía en sus palabras.

—¡Perdida! ¿y por qué? —la dije.

—Porque …no, no tendré valor para decírtelo —y se cubrió el rostro.

Yo la abracé y besé su frente: ella lloraba y ahogaba sus sollozos.

—Dígame usted qué tiene, en nombre del cielo, madre mía. Si no a mí, ¿a quién podrá usted decírselo? Se lo pido a usted de rodillas, llorando.

Me volvió a mirar: y luego de repente exclamó:

—Cierra esa puerta.

Cerré la puerta y volví a su lado.

Entonces ella se acercó a mí; y como haciendo un supremo esfuerzo, me dijo muy quedo:

—Estoy perdida… ese don Celso es un infame.

No necesité más para comprender lo que pasaba.

Mi madre, como agobiada por el esfuerzo de la revelación, cayó en mis brazos sin sentido.

No quise llamar a nadie: esperé que volviera de su desmayo; y sin preguntarle nada absolutamente, comencé a consolarla.

—Madre —la dije—, es preciso a toda costa evitar que mi padre sospeche algo: el dolor le haría morir. Dentro de dos o tres meses pretextaré un viaje a una de las haciendas de mi marido, por los llanos de Apam: llevaré a usted en mi compañía, estaremos allí el tiempo necesario, y ni mi padre ni Mondragón sabrán nada.

Mi madre accedió a todo.

Yo comprendía cuán terrible debía ser su situación, cuando se había decidido a confiar a su hija el secreto de su falta, y esta consideración me hacía pedazos el alma.

Pasaron tres meses, y fácilmente persuadí a mi marido, con el pretexto de la salud de los niños, a que me llevara a una hacienda. Mi madre fue conmigo, con el objeto de hacerme compañía, porque Mondragón tenía que regresar a México por sus negocios.

Seis meses estuvimos en la hacienda, al cabo de los cuales volvimos a la capital.

Durante este tiempo, mi madre dio a luz una hermosa niña, que dejamos encomendada a una buena ranchera.

XII. La víbora en el seno

Al llegar a México, mi padre se espantó de la palidez de mi pobre madre: le dijimos que había estado muy enferma, y quedó convencido.

Me parecía una iniquidad engañar a mi padre; pero ¿qué había de hacer?

Era necesario, indispensable, que don Celso no siguiera viviendo bajo el mismo techo que mi madre: yo lo conocía y ella también. A pesar de todo, mi madre le amaba, le amaba con delirio: jamás me lo había confesado, pero yo lo había descubierto en sus palabras, en su turbación, en frases que había escuchado, sin querer, durante su sueño.

No podía ya dudarlo: le amaba mi madre: se había casado sin amar a mi padre: no había estado enamorada jamás; y aquel hombre que había entrado en nuestra familia como una maldición, era su primer amor; y este primer amor, en la edad madura, debía ser una pasión terrible, y lo fue.

Despedir yo a don Celso de la casa, era imposible; avisar a mi padre también. Mi madre, volviendo a su lado, había vuelto a caer en aquella fascinación, y el peligro de que acababa de salvarse, se repetiría, y entonces cualquier ayuda que yo la prestara, sería una complicidad culpable en aquellos amores que yo maldecía.

Me ocurrió un medio.

Hice que mi marido le diera a don Celso una colocación en el almacén, con un buen sueldo, pero con la obligación de vivir en nuestra casa: don Celso admitió.

De esta manera logré sacarle de la casa de mi padre, y traerle adonde por consideración a mí, no podría mi madre verle. Ella lo comprendió: conocí que me lo agradecía y la creí salvada.

Don Celso entró al servicio de mi marido: se le destinó una pieza en nuestra casa, y por consideración a mi padre, de quien aparecía como el protegido, comía en la mesa con nosotros.

En poco tiempo, con su exactitud, su dedicación al trabajo y sus maneras respetuosas, ganó completamente el cariño y la confianza de Mondragón.

También yo, por mi parte, comenzaba ya a no verle con tanta repugnancia; y a encontrar disculpable su conducta. La hermosura de mi madre, la ocasión de encontrarse siempre reunidos, y casi siempre solos; en fin, su juventud y la fuerza de una pasión que no había podido dominar, le hacían ya a mis ojos menos culpable y más bien digno de lástima.

Yo nunca había tenido una pasión.

¡Debían ser tan terribles las pasiones!

Las relaciones con mi madre se habían cortado. Muy raras veces se veían, y casi siempre delante de mí: comprendía yo que evitaban las ocasiones de hablarse a solas: tenían el propósito sin duda de apagar aquel fuego mal extinguido, y yo procuraba ayudarles en aquella honrada determinación.

Sin embargo, alguna vez observé que la vieja criada de mi casa venía como a excusas y hablaba con don Celso; traía y llevaba cartas o recados: eran los restos de aquel amor, y habría sido mucho exigir el haber querido extinguirlo de un golpe, y por eso no me alarmé.

Un asunto importante de minas llevó por aquellos días a mi marido a Guanajuato, y dejó sus negocios y su familia encomendados a don Celso.

Al otro día de su salida, en la tarde, don Celso entró a mi recámara: jamás había entrado allí, y extrañé su visita.

—Buenas tardes, Matilde —me dijo.

—Buenas tardes —le contesté con sequedad—: ¿qué quería usted?

—Venía a hablar con usted de un negocio que nos interesa.

—Bien —le dije—, hable usted.

—Matilde, estoy cansado, fastidiado de los amores de su mamá de usted.

Di un salto como si hubiera pisado una víbora. Aquel cinismo me espantó, aquella era una falta de respeto infame.

—¡Don Celso! —dije irritada.

—No, no hay que alarmarse —contestó fríamente—, escúcheme usted hasta el fin.

—No quiero, salga usted de aquí.

—¡Oh! eso no es tan fácil: tenemos que hablar.

—Salga usted, se lo mando.

—¡Hola! usted se enfurece: no tenga usted prisa, yo saldré, pero será cuando usted esté más mansa que un cordero.

La sangre me ahogaba. Él se paró, cerró con llave las puertas, y luego se sentó a mi lado: yo le miraba, asombrada de su audacia.

—Matilde —me dijo con una voz cavernosa—, yo te amo.

Creí morirme de espanto y de indignación. Quise levantarme, salir, pero él me detuvo violentamente.

—Don Celso —contesté—, ¿y se atreve usted a decírmelo? Es usted un infame.

—Te amo, y es fuerza que seas mía. Mira —continuó con creciente excitación y oprimiendo mi mano hasta causarme dolor—, mira, por poseer tu amor, porque seas mía, soy capaz de todo: ¿lo oyes? ¡de todo! Dime, ¿me amarás? ¿serás mía?

—Nunca, monstruo, nunca: sal de aquí, te abomino, te detesto —y hacía yo esfuerzos por levantarme.

—Pues óyeme, óyeme bien: ¿ves estos papeles? Son las cartas de tu madre en que me dice que me ama, en que me recuerda nuestros días de placer, nuestros juramentos; en que me habla de nuestra hija, ¿lo entiendes? de nuestra hija, de esa hija cuyo nacimiento conoces tú y en que has ayudado a engañar a tu mismo padre.

—¿Y bien? —pregunté, comprendiendo casi lo que me iba a decir.

—Que todas estas cartas las enviaré a tu padre, si tú no consientes en ser mía; que tu padre morirá del dolor y de la vergüenza, y que tú deshonrarás a tu familia.

—Pero mi madre comprenderá que no podía hacer otra cosa…

—Te engañas, porque yo tengo en mi poder una carta tuya que le escribiste a tu padre, enviándole un reloj para que regalase a su esposa. Mira dice así: «Querido padre. Envío a usted eso para que pueda dar una grata sorpresa a mi madre. MATILDE». Se te olvidó la fecha, bueno: pues esta carta irá con las otras al autor de tus días; verás que divertido: creerán todos que has denunciado a tu misma madre, a la que yo tendré cuidado de escribir hoy mismo, previniéndole que tú, despechada, furiosa, porque tienes amores conmigo, has descubierto que nuestras relaciones no habían cesado, como yo te prometí, robado sus cartas y se las mandas a su marido.

—Pero esto es espantoso.

—Además, tendré cuidado de escribir a tu esposo, pidiéndole perdón por haber condescendido contigo, entrando a esta casa adonde me trajiste, engañándole, para vivir a mi lado con más libertad, y contándole lo de las cartas de tu madre, como prueba de todo; y al otro día me largo fuera de México, y buenas noches.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! esto es horroroso, horroroso —decía yo llorando.

—Conque, tortolita amorosa, ¿te decides a ser mía? Mira qué cuadro: tu padre muere del dolor; tu marido te lanza ignominiosamente de su casa; tu madre te maldice: ¿qué te parece?

—¡Oh don Celso! —dije cayendo de rodillas a sus pies—: usted no hará eso, ¿no es verdad? usted no lo hará; eso sería infame. ¡Por Dios! ¿usted no tuvo una madre? ¿no la tiene aún? Por ella, por su memoria, por lo que más ame en el mundo, no hará usted eso.

Y besaba sus manos y abrazaba sus rodillas y lloraba y me revolcaba en el suelo.

—Si usted me ama, no querrá hacerme desgraciada. Matar a mi padre, deshonrar a mi marido y a mi madre… no… usted no lo hará, ¿es verdad?

—Matilde, no creas que me mueva tu llanto, como no me movieron tus amenazas. ¿No te dije que pronto estarías mansa como un cordero? Matilde, ¿consientes en ser mía?

—Don Celso, don Celso ¿no teme usted que un rayo caiga sobre su cabeza?… ¿No teme usted a Dios?… ¿No teme usted a una mujer desesperada?… ¡Oh! jamás, jamás.

—Pues oye: aún quiero ser generoso contigo, y te doy de plazo seis horas. A las diez de la noche todo el mundo duerme en esta casa: vendré aquí a tu recámara: si la puerta se abre, nada tendrás ya que temer; pero si insistes en no acceder a mi amor, si te niegas a ser mía, si esta puerta está cerrada esta noche a las diez para mí, mañana México tiene por alimento de conversación, uno de los mayores escándalos del siglo, y yo iré muy lejos de la capital: conque hasta la noche.

—¡Ah! —dijo—: por si algún mal pensamiento surge en tu cerebro, te advierto, que voy a depositar en este momento todas las cartas de que te he hablado; y si algo me sucediere, serán remitidas a sus títulos. Hasta la noche.

Don Celso salió, y yo quedé como anonadada.

Al día siguiente, cuando llamaron para el almuerzo, don Celso subió radiante de alegría; yo, pálida y demudada, no me atreví a alzar los ojos para mirarle.

Las cartas no fueron a su destino.

La víbora había mordido por segunda vez el seno de su bienhechor.

XIII. Hasta el abismo

Don Celso siguió abusando de la posición en que me había colocado la desgracia, y pronto conocí que iba a ser madre.

Era un nuevo eslabón en la infernal cadena que me unía con aquel hombre.

La ausencia de mi marido se prolongaba: hacía seis meses que había salido de México, y yo no sabía qué hacer: apenas podía yo ocultar mi estado, y no tenía con quien comunicarme sino con don Celso.

A mi madre jamás le habría dicho nada: su pasión por aquel hombre era cada día más vehemente, y conocí que había llegado a tener celos de mí, pero celos horribles, celos de madre a hija en una pasión tan criminal.

Llegó por fin una carta de mi marido, en que me anunciaba que llegaría al día siguiente.

Mandé llamar a don Celso que estaba en el almacén.

—Mire usted —le dije.

—Tu marido viene mañana —me contestó—: ya lo sabía: me lo escribe a mí también: ¿y que?

—¡Cómo! ¿y qué? ¿Pues qué hacemos? ¿usted no ve el estado en que estoy?

—Ya lo veo, y no sé cómo vas a componerte con él.

—¿Cómo voy a componerme? Es decir que usted me abandona. ¡Qué! ¿no comprende usted que está tan expuesto como yo, o más?

—¿Yo expuesto, hija mía? te engañas: si no hay otro remedio, mañana tomaré la diligencia de Veracruz, y cuando él llegue aquí, estaré en Puebla: la caja de tu marido me ha provisto de recursos suficientes.

Si yo no hubiera estado tan preocupada con mi situación, estas palabras me habrían horrorizado; eran el colmo del cinismo.

—¿Pero usted, después de haberme hundido en el abismo, me abandona?

—No, si quieres seguir un plan que te propondré…

—¿Cuál, cuál?

—Esperaremos a tu marido.

—Pero ¿y no conocerá mi estado?

—No: te finjes enferma, guardas cama uno o dos días, y al tercero te sales una noche con mucha precaución: hoy mismo te llevaré a enseñar una casita que he tomado para este caso, en la plazuela de Loreto.

—¿Pero cómo? ¡abandonar a mis hijos… a mi marido… dar ese escándalo!

—¿Tus hijos? nadie se opone a que los lleves… Por lo demás, si a ti te ocurre otro medio, dímelo, te ayudaré.

—¡Oh! ninguno. ¡Dios mío! ninguno: estoy perdida.

—Porque matar a Mondragón…

—¡Matarle! —dije espantada.

—No matarle verdaderamente, pero que muera pronto. Ya sabes que hay muchos medios: tendría siempre el inconveniente de ese niño que va a nacer pronto, y que atraería sobre ti las sospechas…

—No, no: primero huiré, seguiré a usted…

—Entonces es cosa convenida: ponte un abrigo, y vamos a ver la casita.

Me puse un abrigo, me cubrí el rostro con un velo, y salí con don Celso.

En la retirada y casi desierta plazuela de Loreto, había tomado don Celso una casita sola: estaba amueblada pobremente, y una vieja servía de portera.

—Aquí —me dijo—, no tendrás lujo, ni coche, ni nada de eso; pero podrás estar tranquila y cuidar de nuestro hijo.

Esta palabra me causó calosfrío.

Volvimos a mi casa, escribí a mi marido que estaba enferma y me metí en la cama.

Al otro día llegó Mondragón.

Me halló en un estado tal de postración, que quiso hacer venir un médico: yo lo impedí, asegurándole que estaba mejor, y que muy pronto me vería buena.

Sus cuidados, sus atenciones, su pena, me hacían sufrir horriblemente.

Pasaron así tres días, y comencé a restablecerme aparentemente.

Don Celso entró a verme una tarde y me dijo:

—Esta noche hay un gran concierto en el teatro: tu marido gusta mucho, de la música; oblígale a que vaya, y aprovecharemos su ausencia: es la ocasión…

—Mondragón —dije a mi marido, que llegó a poco rato—, dicen que esta noche hay un concierto en el teatro.

—Sí, y es una lástima, mi vida, que no puedas ir; dicen que estará soberbio.

—Pero tú irás, ¿es verdad?

—¿Cómo había de ir sin ti? Estando tu enferma…

—¿Por qué no? ¿Crees que soy egoísta? No; ve, hijo, ve; trabajas mucho, y es fuerza que te diviertas.

—No, Matilde, no podría dejarte.

—Pues yo estaría mortificada de que te privaras por mi causa de una diversión que tanto te gusta. Anda, y me contarás todo lo que veas; y para mí será tanto placer oírlo de tu boca, como si lo hubiera presenciado.

—Ya que tanto te empeñas, iré por darte gusto, y para contarte después.

—Pero pones mucho cuidado de quiénes están, cómo van vestidas las señoras; en fin, de todo; ya sabes cómo somos las mujeres para que nos cuenten.

Mondragón me besó la frente, y se fue a vestir.

Yo caí en mi almohada, sofocando mis sollozos.

A las ocho y cuarto de la noche salió mi marido, y yo escuché el ruido del coche hasta que se perdió a lo lejos.

Una hora después llamaron a mi puerta: era don Celso. Había llegado el momento supremo.

Me vestí precipitadamente, y me puse un abrigo oscuro.

Don Celso me miraba con una risa satánica.

Dormían mis hijos: el mayor tenía cerca de tres años y la niña dos.

Los envolví en unos mantos.

—¿También esos van? —me dijo don Celso.

Volví el rostro furiosa.

—También —contesté.

—Que vayan.

Cargué a la niña; y al ir a tomar al otro, don Celso me detuvo.

—Llevaré a éste —y le levantó.

Salimos al corredor: el corazón me latía con una violencia espantosa. Nadie nos vio; don Celso me llevó por el almacén, y salimos a la calle.

El viento frío de la noche azotó mi frente; sentí que iba a desmayarme, y vacilé.

—Cuidado con la niña —me dijo don Celso.

Estreche a mi hija contra mi corazón, y recobré el ánimo.

A corta distancia encontramos un coche con los faroles apagados: don Celso abrió la portezuela: la vieja de la plazuela nos esperaba adentro.

—Tenga usted a ese niño —la dijo.

La vieja, sin hablar, recibió a mi hijo.

—Ahora entra tú —agregó ofreciéndome la mano.

A pesar de lo terrible de aquel lance, sentí subírseme la sangre al rostro, de vergüenza: era la primera vez que don Celso me hablaba con tanta familiaridad delante de personas extrañas. El último paso que me separaba del abismo, estaba salvado.

Don Celso cerró la portezuela, y dijo al cochero: Plazuela de Loreto; ya sabes.

El coche echó a andar, y yo sentí que rompía para siempre todos los lazos que me unían a la sociedad.

Llegamos a la casa, abrió la vieja, se despidió al cochero, y entré en mi nueva habitación.

Una cama estaba destinada en un cuarto para mis hijos. Los acostamos. Aquellos angelitos no habían despertado; no sabían ni podían comprender el abismo a que los había arrojado su misma madre.

Yo me retiré a la recámara que me indicó la vieja; me arrojé en la cama, pero ya no contuve mi llanto, ni mis sollozos; nadie podía oírme; era quizá el único consuelo que me quedaba.

Lloré, grité como una loca, como una mujer desesperada: la vieja, respetando mi dolor, se retiró a descansar, y yo, sin dormir un solo instante, vi despuntar la luz entre las puertas de un balcón.

XIV. La casa del crimen

El día le pasé en la mayor desesperación: mis hijos lloraban extrañando a su casa, a su padre, y yo no me atrevía ni a salir de mi cuarto; allí me hice servir la comida. La vieja me obedecía y callaba.

Cerca de la oración llegó don Celso, y yo corrí a su encuentro, por el deseo de saber lo que había pasado en casa de mi marido, durante mi ausencia.

—Por fin —le dije—, ha venido usted: ¡Ah qué noche! ¡qué día he pasado!

—Ya me tienes aquí, aunque será por poco tiempo.

—¿Qué hay por allá? No me atrevía ya a decir por mi casa.

—Nada, un escándalo terrible. Mondragón llegó anoche muy tarde, te creyó dormida, y no entró a tu recámara. Hoy en la mañana esperó hasta las diez, pero viendo que no se abría la puerta, que ninguno de los niños salía, entró a tu habitación. Ya puedes suponer su espanto: llamó a todos los criados, nos preguntó a todos, lloró, se enfureció, regañó; en fin, estaba como loco. Mandó llamar a tus padres que estaban tan ignorantes como él de lo que había pasado. Ha puesto en movimiento a toda la policía, con el objeto de averiguar tu paradero y el de sus hijos; pero nada conseguirá.

—¿Usted cree que no conseguirá nada?

—Sí lo creo, porque como de mí nada absolutamente sospecha, yo he sido encargado de dar parte al gobernador y datos a la policía, y por supuesto que los he desorientado completamente, y no te encontrarán.

—¡Dios lo quiera! yo lo que deseo es que me olviden, que me tengan por muerta, que no vuelvan a saber de mí jamás. Sería mi mayor suplicio encontrarme alguna vez delante de Mondragón.

—Pero no debemos descuidar por eso las precauciones. Es necesario por ahora que te separes de los niños.

—¿De mis hijos? ¡Oh! ¡imposible!

—¿Imposible? Y si llegas a verte en la necesidad de huir de noche, por un camino largo, extraviado, ¿no serán para ti un gran estorbo esas criaturas?…

—Preferiría caer en manos de la policía, a separarme de mis hijos.

—Sin contar con que además del bochorno de ser presentada a tu marido y a la sociedad, te separarían inmediatamente de ellos, y para siempre; al paso que ahora sólo será por algunos días, y mientras se cansa la policía y las cosas se calman. Vas tal vez a tener que mudar de habitación muchas veces, y repentinamente a cambiar de nombre, a ocultarte en casas ajenas: ¿qué harás con esos niños?

—Tiene usted razón, pero es un sacrificio inmenso.

—Será por pocos días, yo te lo aseguro. Pilar, la vieja que te cuida, los llevará a la casa de una amiga suya que vive por el barrio de Nonoalco; y dentro de quince días a lo más volverás a tenerlos a tu lado.

Estaba yo de tal modo atemorizada y había llegado a tener don Celso tal dominio sobre mí, que cedí a su razones, y consentí en separarme de mis hijos.

Aquella noche la vieja llevó dos mujeres que se apoderaron de los niños, y en medio de mi llanto y de mi desesperación, los arrancaron de mis brazos. Los besé por última vez; no debía yo volverlos a ver nunca.

Quedé sola, enteramente sola sobre la tierra, y sujeta enteramente a la voluntad de hierro de aquel hombre, que me había arrastrado hasta aquel abismo sin fondo…

Pasaron cinco o seis meses, yo di a luz a un niño, que felizmente murió al nacer.

Lloré su pérdida, como una nueva esperanza deshecha; pero la idea del porvenir que a él y a mí nos esperaba, templó mi dolor.

Don Celso me contaba cuando venía a verme, todo lo que ocurría por la casa de Mondragón.

La policía había desesperado de encontrarme, y mi marido en la mayor postración, se habría retirado del comercio, cerrando su almacén.

En México se habló mucho del lance por ocho días, y luego ya nadie se ocupó más de él.

Don Celso quedó sin destino, y se hizo corredor.

Su aire humilde, su afectada seriedad, su asidua asistencia a los templos y a las procesiones, le hicieron el favorito de los ricos de la capital; y muy pronto su crédito había subido como la espuma.

Entonces fue a vivir conmigo en la casa de la plazuela de Loreto.

Durante el día, frecuentaban nuestra casa abogados y negociantes.

Yo nunca salía de una pieza interior y en ella comía siempre sola; y nadie me veía, ni yo veía tampoco a nadie.

No teníamos más criados que la vieja Pilar, y en el día la casa era un modelo de sosiego y de honradez.

Pero en la noche la escena cambiaba terriblemente: don Celso se entregaba a toda clase de prostituciones y excesos: mujeres de mala vida, hombres de aspecto extraño y patibulario, viejas que comerciaban con la honra de las jóvenes, ésta era la sociedad que frecuentaba don Celso.

Yo no tenía voluntad propia, y veía, o más bien, adivinaba todo aquello, sin atreverme a decir una palabra.

Don Celso me trataba de una manera brutal, y con tanto desprecio, que llegó a obligarme a ir a abrir la puerta a aquellas mujeres o hacerles compañía mientras él hablaba con otras.

Yo estaba atada con aquel hombre por una cadena inflexible. Me había causado tanto mal, le había yo llegado a aborrecer tanto, que llegó el caso en que se desarrolló en mi corazón un sentimiento terrible, desconocido, inexplicable.

Cuando estaba a mi lado, cuando se acercaba a mí, cuando me acariciaba, sentía yo hacia él un odio profundo, reconcentrado, sangriento; pero cuando se alejaba, cuando alguna de aquellas mujeres llegaba a verle, cuando oía yo sus alegres carcajadas, en medio de sus orgías nocturnas, entonces el veneno de los celos abrasaba mi corazón; entonces sentía yo que le adoraba; me parecía grande, hermoso en sus excesos, en sus desórdenes, en sus crímenes.

Y en esta alternativa, entre el amor más ardiente y el odio más profundo, entre el desdén más frío y los más devoradores celos, pasaba yo mi vida, sin pensar siquiera en separarme de aquel hombre, sin acordarme ya del mundo ni de mis hijos, ni de nada, encenegada en aquella sentina del vicio, viviendo en la vida de mi verdugo.

Una noche había estado don Celso impaciente, violento, como quien espera a alguien que tarda demasiado: se había negado la entrada a todo el mundo y me había hecho preparar una cena para dos personas, con una extraordinaria abundancia de vinos y de licores.

El tiempo se iba pasando, y don Celso daba cada vez mayores muestras de impaciencia.

Por fin la vieja Pilar subió y dijo a don Celso.

—Ya está ahí.

—Que suba luego luego. Retírate a tu cuarto —me dijo—, y no salgas para nada. Obedecí, pero con la firme intención de espiarlos, para saber quién era aquel esperado personaje.

Quedéme oculta detrás de la puerta, y vi entrar a una mujer enteramente cubierta con un velo: don Celso la llevaba de la mano. La encubierta llegó frente a la luz, se arrancó el velo y se arrojó en los brazos de don Celso.

El corazón se me oprimió: quise gritar y me desmayé…

Era mi madre…

Cuando volví en mí, había formado una resolución irrevocable.

Don Celso y mi madre estaban aún cenando, y yo escuchaba sus voces alegres y el chocar de sus copas.

Yo me había precipitado en aquel abismo por ella, y ella venía a arrebatarme hasta en el fondo mismo de aquel abismo, el único vínculo que me unía al mundo, mi último amparo. Tal vez no sabía que estuviera yo allí, pero yo estaba conforme con mi suerte, mientras creí salvarla; cuando la vi en aquella casa, comprendí que yo no debía permanecer más en ella.

Mi sacrificio había sido estéril.

Me vestí un traje oscuro, me envolví con un manto semejante al que había yo visto a mi madre, y bajé resuelta la escalera.

Mi cuerpo y el de mi madre eran semejantes, y la vieja me abrió el zaguán tomándome por la persona que había entrado, y me encontré en la calle.

La noche estaba oscura y lluviosa, la plazuela desierta.

Comencé a caminar a la ventura, atravesé la plazuela sin detenerme y llegué a la calle de Chavarría. ¿Adónde iba? no lo sabía, pero marchaba siempre, y siempre alejándome de aquella casa maldita.

Serían las diez de la noche.

Las casas de comercio estaban cerradas: comencé a tener miedo y frío.

Llegué al callejón de Santa Clara, y de una fondita de mal aspecto salía un hombre que, a la luz que se desprendía de la puerta, me pareció extranjero.

Él me vio también y le llamé la atención: se acercó y me habló: era un inglés o un americano, según el acento de su pronunciación; me propuso que le acompañara y no vacilé en aceptar; no tenía dónde quedarme aquella noche, y además, ¿qué podía contenerme? ¿no era yo ya para el mundo un cadáver y para la religión una alma perdida?

Me dio el brazo, me apoyé en él, y caminamos hasta su casa.

Entramos en ella: tomó asiento en un sillón y yo en otro.

Pocos momentos después llamaron a la puerta.

—¿Quién? —preguntó en español.

—Abre, Ralph —dijo una voz con acento también extranjero.

—Otro día, Henry otro día, estoy acostado.

—Abre —insistió el de afuera.

—No —dijo resueltamente Ralph.

—Abriré yo —contestó el otro y dos terribles golpes hicieron ceder la puerta, que se abrió, presentándose un americano en completo estado de embriaguez.

Ralph se lanzó sobre él como tigre, y se trabó entre ambos un reñido combate a puñetazos.

El escándalo era terrible: caían las mesas, las sillas, y al ruido acudieron los vecinos de la casa, entre ellos varios paisanos de los que reñían, y una gran multitud invadió el cuarto.

Los amigos lograron restablecer la calma, la gente salió; pero quedó aplazado para el día siguiente un duelo a pistola.

Yo me había refugiado en un rincón, y desde allí, temblando, presencié todo: si hubiera tenido adonde ir, me habría salido en el momento, pero no tenía.

Ralph y yo quedamos solos. Entonces sacó de un armario, una botella de cognac, y comenzó a tomar hasta que cayó en su cama sin conocimiento.

Yo no me atreví a acostarme, y sentada en un sillón pasé todo el resto de la noche.

Ya no lloraba: mi corazón se había endurecido, y sólo atendía ya a las necesidades materiales.

También yo dormí en el sillón.

A la mañana siguiente los padrinos de Ralph vinieron a buscarle.

Él quiso que yo asistiese al duelo, y condescendí con aquella excentricidad. Los padrinos no se opusieron, y montamos todos en un coche.

Al llegar al lugar de la cita, cerca de Tacubaya, encontramos a los otros que ya nos esperaban.

Sin hablar palabras, se saludaron ceremoniosamente: se midió el terreno; se colocó a los dos adversarios y se entregó a cada uno sus armas cargadas.

Veinticinco pasos y avanzando, tirar a discreción, éstas eran las condiciones.

Se dio la señal, y comenzaron a avanzar el uno sobre el otro con una sangre fría admirable. El contrario de Ralph hizo fuego, pero no debió tocar a su contrario, porque seguían avanzando; volvió a hacer fuego por segunda vez, y sucedió lo mismo.

Estaba desarmado, porque cada uno tenía sólo dos pistolas, de un solo tiro cada una.

Ralph no había disparado las suyas, y podía caminar hasta tener a su enemigo a boca de jarro.

Era una cosa terrible ver a un hombre inerme caminar tan sereno a la muerte, y a otro tan impasible acercarse a él para matarle con más seguridad.

Los testigos estaban pálidos, y yo creía que me iba a dar un accidente.

Entonces uno de los testigos de Henry se dirigió a Ralph, y le dijo con voz firme:

—Ralph ¿cuánto valen los dos tiros de tus pistolas? Los compro.

Ralph se tuvo y reflexionó un momento:

—Tres mil pesos —contestó después.

—¿Estás conforme en darlos? —preguntó el padrino a Henry.

—Me parece mucho si no rebaja, que tire.

—Creo que olvidas —dijo el padrino—, el negocio de los algodones que te propuse: haz tu cuenta.

Henry llevó su mano a la frente y comenzó a contar entre dientes.

Dos, tres… cuatro mil quinientos, cinco mil. Luego sacó su cartera, y con puño firme hizo algunos apuntes.

Entretanto Ralph, impasible, estaba, sin cambiar de postura, mirándole y con las pistolas preparadas.

—Bien —dijo al fin Henry—: me conviene; dando tres, aún me quedan dos mil.

—Aceptado —dijo el padrino a Ralph. Ralph disparó al aire las pistolas y estrechó la mano de Henry.

Volvimos a montar en los coches y regresamos a México.

Al otro día Ralph salió para Puebla y me llevó en su compañía presentándome como su esposa.

Había ya perdido por completo la vergüenza y el respeto a la sociedad.

Desde entonces mi vida no fue sino una cadena de escándalos no interrumpida, hasta que enferma y despreciada de todo el mundo, mendigando de puerta en puerta, llegué a este pueblo, en donde Dios sin duda, condolido de mí, me deparó un abrigo para reposar y una mano caritativa para alimentarme.

La «Guacha», fatigada, inclinó la cabeza, y dos lágrimas rodaron por su mejilla.

El buen cura lloraba también: puso su mano sobre la cabeza de la pobre mujer, y le dijo con una voz conmovida:

—Matilde, ten esperanza y fe en Aquél que nos ha enseñado que a todo pecador alcanza su misericordia.

Libro cuarto. Penas

I. La voz de la historia

Casi dos meses habían pasado desde la prisión de Nicolás Romero, y el viento del infortunio seguía azotando las bandera de la República.

Oaxaca había caído en poder del enemigo; Porfirio Díaz estaba prisionero.

El desaliento cundía entre los partidarios de la República; casi se había perdido toda esperanza.

La caída de Oaxaca ha sido el último canto de la epopeya republicana, decía en México la Sombra, periódico que pasaba por el órgano del partido de la Independencia.

Pero la fe batió sus alas, y el sur de Michoacán encontró sus templos y sus altares.

La situación del ejército republicano era angustiosa. El general Echeagaray, derrotado en Zapotlán, había disuelto sus fuerzas, había entregado el armamento al enemigo, y se retiraba para México.

Carlos Salazar expedicionaba por los pueblos de las fronteras de Jalisco y Michoacán.

Pueblita descansaba con una pequeña brigada en el pueblo de Churumuco, en la orilla del río de las Balsas; y el resto del ejército republicano, reducido a doscientos infantes y otros tantos jinetes, se escalonaba entre Huetamo y Tuzantla.

Todo esto vendría a formar un total de dos mil quinientos hombres.

¡Pero en qué situación!

Faltos de parque, desnudos, con todo el armamento descompuesto por la acción del clima y por el mucho uso; sin maestranzas, sin depósitos, sin artillería; no recibiendo más sueldos que un pedazo de carne y algunas tortillas de maíz con que se hacía contribuir a los pueblos, los soldados republicanos, haciendo la guerra sin descanso y sin elementos, en un clima tan mortífero, eran más bien mártires resignados al sacrificio, que guerreros alentados por la esperanza del triunfo.

Casi todos aquellos hombres estaban pálidos y enfermizos, casi todos los días de los pobres cuarteles se sacaban cadáveres de soldados espantosamente flacos, que morían de miseria.

En las marchas pudiera seguirse su camino, por los cadáveres de hombres y de animales que morían de hambre, de sed o de fatiga.

Pero en aquellos países desiertos, cuando aquella columna en marcha caminaba así para dar un asalto o evitar una sorpresa, y la muerte arrebataba algún soldado, algún oficial o algún jefe, no se podía darle sepultura, porque ni había tiempo ni instrumentos con que cavar una fosa; no se podía tampoco dejar abandonado el cadáver a que sirviese de pasto al lobo o al puerco espín, y los compañeros, con las lágrimas en los ojos, amarraban aquel cuerpo con sus propios harapos, al brazo de algún árbol, y le cubrían con ramas secas, para evitar que las aves carnívoras vinieran a saciarse en sus restos.

Y la columna seguía caminando.

Éstos eran los últimos honores, éste el mausoleo de aquellos mártires desconocidos, cuyos nombres no pasarán a la posteridad, cuya suerte ignoran tal vez sus mismas familias, y cuyos huesos, blanqueados por las tempestades de la selva, yacen entre la hojarasca seca de los desiertos bosques del sur de Michoacán.

Los franceses y las fuerzas del imperio lo invadían todo, y todos los pueblos que forman la entrada de la Tierra Caliente, desde el Estado de México hasta el de Jalisco, estaban ocupados por fuertes guarniciones; de manera que los restos del ejército republicano estaban cercados por todas partes y reducidos al departamento de Huetamo, pobre y esquilmado, como centro de operaciones.

Cuando una columna salía de allí con objeto de procurar recursos u hostilizar al enemigo, puede decirse que se arrojaba en medio de un océano de peligros: apenas se sabía su aproximación, apenas atravesaba las fronteras del enemigo, cuando todas las guarniciones imperiales o francesas se ponían en movimiento: las guardias civiles levantadas y sostenidas por los hacendados ricos, enemigos todos de la libertad y de la República, salían de su natural apatía.

Los correos y los exploradores se cruzaban en todas las direcciones, ya mandados por las autoridades y los jefes militares, ya enviados por oficiosos partidarios del imperio; y ricos hubo entonces que invirtieron gruesas sumas en procurarse noticias de los bandidos, como ellos llamaban a los republicanos, con objeto de dar oportunos avisos a los franceses: y muchos de éstos, sin embargo, los hemos visto también figurar al lado del gobierno republicano, pocos días después del triunfo de la Independencia.

Comenzaba entonces una especie de batida de fieras sobre aquella pequeña columna de mexicanos, que unas veces volvía llena de orgullo a su cuartel general, burlando el encarnizamiento de sus enemigos, y otras se dispersaba, dejando a sus jefes en los cadalsos que se levantaban por los invasores, en el mismo lugar en que eran tomados prisioneros.

En aquella campaña no había distinciones entre el día y la noche, no había hora destinada para el descanso, no había hora destinada para la comida. Se hacía alto cuando se conseguía un pequeño triunfo, cuando se lograba, ya por la buena dirección de un guía, ya por la astucia de un jefe, ganar algunas horas de ventaja al enemigo. Entonces el soldado podía dormir un momento, pero sin soltar el arma de las manos, sin descargar las pocas mulas que llevaba la columna, sin desembridar siquiera los caballos.

Sonaba el clarín, y la tropa, que no había perdido ni su formación en columna de viaje, volvía a emprender la marcha.

Siempre el enemigo al alcance, siempre tiroteando a la retaguardia, siempre nuevas columnas, procurando salir por los flancos.

¡Ay del soldado o del oficial que, rendido por el hambre, por la fatiga o por el sueño, se desviara de la columna! ¡Ay del que se extraviara entre las sombras de la noche! Era casi seguro que caía entre las manos de los enemigos; era seguro que en ese mismo lugar encontraria su muerte; y colgado del cuello en una viga o en la rama de un árbol, podían contemplarle los viajeros dos horas después de haber sido hecho prisionero.

Así, compactos, sin separarse, sin descansar, como si fueran un solo hombre, y como si este hombre fuera de hierro, aquella pequeña columna expedicionaria avanzaba, retrocedía, atacaba, se defendía, se ocultaba, volvía a aparecer; y siempre en actividad, y siempre llena de fe, y siempre poniendo en alarma, vencedora o vencida, a fuerzas superiores a ella.

Esta actividad y esta audacia fueron sin duda la causa de la salvación de aquellos restos del Ejército Republicano.

México agonizaba; pero como los gladiadores romanos, habría caído a la hora de su muerte en una postura tan noble y en una actitud tan digna, como la de una estatua griega.

Pero no murió; porque los hombres que sostenían el pabellón de la Independencia, habían dicho como aquel semidiós de Homero: «Me salvaré a pesar de los dioses».

Apenas los republicanos, de los cañones de los órganos de alguna iglesia, de los tubos de cañería de las hacienda de caña, de las letras de alguna imprenta, o de la montera de un alambique de aguardiente, lograban reunir alguna cantidad de plomo, y fabricar cinco o seis cajas de parque, obteniendo la pólvora a costa de mil sacrificios, y buscando el salitre para elaborarla en las cavernas de las montañas, cuando inmediatamente se disponían y se efectuaba una expedición.

Las armas, el enemigo las tenía; de allí era preciso quitarlas; era el único medio de obtener el armamento, y se obtenía. No hay un ejemplo solo de que el Ejército Republicano, que hizo la guerra en el sur de Michoacán, a pesar del largo tiempo que estuvo en campaña, del gran número de combates que sostuvo y del alto número de fuerzas en que llegó a verse, no hay un ejemplo solo de que haya llegado a invertir una partida de trescientos pesos siquiera en compra de armamento.

Parece fabuloso, y sin embargo nada es más cierto.

Y una división quedaba destruida en una batalla; y un mes después el mismo jefe entraba al combate con otra nueva división que había brotado como la yerba de nuestros prados, después que un incendio pasa sus lenguas de fuego sobre aquella tierra.

Y la nueva división se desvanecía, tal vez como el humo, al primer combate; pero el desaliento no arraigaba en los corazones, y nuevos soldados venían a agruparse en derredor de la bandera; y nuevas luchas, y nuevos sacrificios, volvían a enriquecer la historia de México, y a convencer a Napoleón, y a Maximiliano, y a Francia, y al mundo, de que un pueblo que así luchaba por su independencia era un pueblo invencible, era un pueblo digno de ser libre.

II. Murillo

Se preparaba en Huetamo una de aquellas expediciones. Los soldados salían de sus cuarteles a formar en la plaza; los oficiales atravesaban al galope las calles de la población, buscando ya los bagajes, ya las dispersas prendas de su reducido equipaje, ya algunos de sus subordinados que tardaban en presentarse en el lugar de reunión.

Las mujeres que siempre acompañan a los soldados en traje de campaña, hacían sus últimos preparativos: cubiertas con sus anchos sombreros de petate, con sus enaguas formadas de cien piezas de distintos géneros y colores, cargadas con todo su mobiliario, llevando en el hombro un perico y seguidas de uno o dos perros, entraban y salían a las tiendas, hablaban con los soldados, sostenían disputas y diálogos acalorados con las mujeres del pueblo, reñían a los muchachos; en fin, introducían en la plaza ese exceso de movimiento que se llama desorden.

Tristes y cabizbajos los caballos de los oficiales, esperaban el momento en que debía volver a comenzar su martirio. Flacos, enjaezados con viejas sillas, muchas de las cuales tenían los estribos sostenidos por viejos mecates, algunos sin freno y cargados ya con inmensos maletones que no contenían más que ropas casi fuera del uso, aquellos animales parecían una protesta semiviva contra la expedición, y formaban con su taciturna gravedad el contraste más gracioso con la animación y el entusiasmo de sus amos.

—¿Adónde vamos por fin, mi teniente? —decía un sargento.

—A Zitácuaro —contestaba el otro.

—A Zitácuaro —repetía el sargento a su compañía, con una fisonomía en donde brillaba el gozo.

—A Zitácuaro —exclamaban alegremente los soldados, «haciendo cantar», como ellos dicen, su fusil ahora verán lo que es canela.

No parecía sino que se trataba de un paseo militar, y que se iba a poner un ejército en marcha, provisto de todos los elementos de guerra necesarios; y no eran más que doscientos infantes y cien jinetes; pero allí estaba la fe, y la fe vale más que un ejército.

Con soldados así, un jefe puede emprender cualquier movimiento: podrá quedar vencido, pero nunca deshonrado.

Serían las seis de la mañana: se había dado ya el segundo toque de marcha, y todo estaba listo.

En una humilde fondita se desayunaba al parecer con mucho apetito, un joven, que según las apariencias, acababa de llegar, porque su blusa y su sombrero estaban llenos de polvo y tenía aún las espuelas puestas.

Otros dos hombres le miraban comer con cierta satisfacción, casi con ternura, como un padre que contempla a un hijo después de una ausencia larga.

—Pues señor —decía el joven—, he sido afortunado: llego creyendo descansar unos días, y me encuentro con que ustedes están de viaje.

—¿Y estás muy cansado, Murillo? —preguntó otro, que era nada menos que Carrillo, a quien conocimos en Zitácuaro.

—Vaya si lo estoy —contestó Murillo— a las tres de la mañana estaba ya a caballo, y anoche a las diez aún no llegaba al paraje.

—¿Pues por qué no pides permiso para quedarte dos o tres días en Huetamo? —dijo Carrillo.

—Porque ustedes van a pelear, y yo no me quedo aquí: lo que haré será acostarme a dormir dentro de un rato, y a la tardecita me pongo en marcha y los alcanzo: estoy que me caigo de sueño.

—Puede que no se logre su proyecto —dijo entrando a este tiempo un oficial trigueño, grueso, de abultado labios, vestidos de lienzo y sin más armas que un revólver en la cintura.

—Mi coronel Robredo —dijo Murillo parándose a abrazar al recién llegado—, ¿qué hace usted?

—Poca cosa —dijo Robredo—, como ahora no tengo soldados, sirvo al general de secretario.

—¡Cuánto me alegro! —contestó Murillo, volviendo a abrazarle.

Robredo era todo un buen patriota: valiente, fiel, constante y lleno de inteligencia, de honradez y de abnegación, era uno de los jefes más queridos en el Ejército del Centro.

—Traigo una orden para usted —dijo Robredo.

—¿Qué orden? —preguntó Murillo.

—Ya sabe usted que sale la fuerza dentro de un momento para Zitácuaro.

—Sí.

—Pues dispone el general que salga usted en este momento para Tuzantla, para que manden allí exploradores, a fin de que a nuestra llegada se tengan noticias positivas de la fuerza enemiga, su número, sus posiciones, los jefes que mandan en Zitácuaro; en fin, todos los datos necesarios para poder formar el plan de ataque a la plaza. Nosotros haremos cinco días de camino; es fuerza que usted llegue allí mañana al medio día: aquí está su pasaporte. Para todo se pondrá usted de acuerdo con el coronel Alzati.

—Bueno —dijo Murillo sonriendo—, bueno: ¡bonito descanso voy a tener! ¿Y de recursos no hay nada?

—Un peso.

—Para los tiempos que corren mucho es, y me sobra: son cuarenta y tantas leguas.

—Pues váyase, y no perdamos el tiempo.

Murillo, sin replicar, abrazó a sus compañeros; y como si estuviera muy descansado ya, montó en su caballo, y media hora después trotaba por el camino que conduce a Zitácuaro, y la fuerza republicana comenzaba a desfilar en la plaza.

Murillo silbaba y cantaba algunas veces para espantar el sueño; pero el sueño es un enemigo terrible: ataca con tanta dulzura, acomete con tanto sigilo, sin alarmar, sin causar ninguna especie de disgusto, que es enemigo que vence con facilidad. Sólo los que han tenido que resistirle, sólo los que han tenido que caminar llevando consigo este enemigo tan poderoso que, para ser vencido, necesita ser vencedor, los que han pasado esas eternas noches de lucha a la cabecera de un enfermo, pueden comprender lo que es el sueño; sólo esos pueden comprender que no hay medio ni arbitrio para sacudirle; que nos puede rendir lo mismo en medio de un salón de baile, que en un puesto avanzado en los momentos de una acción.

Algunas veces nuestro oficial se dormía sobre su cabalgadura, y caminaba así hasta que un movimiento brusco del animal le despertaba espantado; y unas veces había perdido el camino y otras le había atravesado por un mal paso, y otras se encontraba enredado entre las ramas y los bejucos; despertaba con el fírme propósito de no dejarse dormir, sacudía la cabeza, se quitaba el sombrero y volvía a caminar; pero siempre lo mismo.

Maldito sueño, decía: va a parar en que me caigo o en que una rama me hace pedazos la cara.

De repente volvió a dormirse: el caballo encontró algún obstáculo, se detuvo y se puso también a dormir; y el jinete y el animal descansaban, como si el uno estuviera en un mullido lecho y el otro en la mejor cuadra de una ciudad.

La continua fatiga, las constantes desveladas y los muchos trabajos que pasaban los soldados en aquellos tiempos, hacían que estas escenas se repitieran constantemente: los dragones se dormían sobre sus caballos; algunas veces caían, y otras veces el animal, a su arbitrio, llevaba aquellos hombres dormidos, trastornando las formaciones, hasta que despertaban llenos de asombro en medio de un cuerpo que no era el suyo, entre la infantería, o lado a lado del mismo general y en medio del Estado Mayor.

Pero nadie los reconvenía, y por el contrario, los jefes con una solicitud paternal, andaban entre las filas despertando a los soldados, con objeto de evitarles una caída.

En esos largos y estrechos desfiladeros de la Sierra, aconteció muchas veces detenerse una columna después de dos o tres noches de camino y de vigilia, y resultar, que aquella detención era provenida de que el oficial y los soldados de la vanguardia, deteniéndose un momento para apartar algún obstáculo, se habían quedado dormidos, y el resto de la columna había hecho lo mismo.

¡Cuántos se reirán de esto, tomándolo por una exageración! ¡y cuántos que lo presenciaron sentirán brotar el llanto a sus ojos, al recuerdo de aquellos días aciagos y de aquellos pobres soldados mártires!

Murillo y su animal seguían durmiendo: de repente el caballo hizo un movimiento; Murillo abrió los ojos, y vio pasar a su lado unas mujeres; eran mujeres de la tropa; alzó la cabeza, y ya cerca, muy cerca, entre una nube de polvo, se acercó la columna que había salido de Huetamo.

—¡Jesús! —exclamó espantado—: me he dormido como si no tuviera que hacer; si el general me viera, estaba yo perdido; pero este maldito caballo que se paró, tiene la culpa…

Unas alegres carcajadas le hicieron volver la cara, y al otro lado del camino vio un grupo de oficiales, entre los cuales estaba Carrillo, y los cuales reían alegremente.

—¿,Han visto ustedes? —dijo Murillo, mortificado de que le hubieran sorprendido en el camino.

—Sí que hemos visto, que hace como diez minutos que te estamos observando.

—Pues si como son ustedes ha sido el tío el que me encuentra, a estas horas voy preso entre la infantería; pero ahí viene, y me voy antes de que me vea —y diciendo esto salió al galope.

—¿Es Murillo ese que va ahí? —dijo el jefe llegando pocos momentos después…

—No señor, es un explorador —contestaron gravemente los oficiales.

Y no se habló más del negocio.

III. La caridad en las selvas

Estamos en el rancho de Margarita, al pie de las torres de Cucha.

Jorge, restablecido, convaleciente ya, estaba sentado a la sombra de una ziranda. Meditaba tal vez en Alejandra, tal vez en Murillo, su hermano de armas.

El interior del rancho presentaba un aspecto triste y desgarrador.

Una mujer sentada en el suelo tenía en su regazo a un niño de dos años, que luchaba en la agonía con esas terribles calenturas de la Tierra Caliente, extraordinariamente pálido y flaco, con los ojos brillantes y fijos, y una respiración desigual y jadeante; el niño lanzaba de cuando en cuando un débil gemido; la madre le miraba, le estrechaba contra su seno como queriendo darle la vida con su vida, y las lágrimas de la pobre mujer caían como diamantes desprendidos de un collar, sobre el rostro abrasado de la criatura.

A poca distancia, un hombre ya viejo, vestido de chaqueta y pantalón oscuro, estaba sentado en una silla, sombrío y silencioso, apoyando su rostro entre las manos, inmóvil como la estatua del dolor.

Una niña de cinco años, pobremente vestida, jugaba indiferentemente en el cuarto.

Aquellos cuatro seres constituían una familia de chinacos, es decir, de gente que no transigía con la intervención.

Era un pobre empleado, con su mujer y sus dos hijos, que huyendo de la intervención y en medio de la más espantosa miseria, había llegado hasta allí, buscando un refugio.

El niño exhaló un gemido.

—Vázquez —dijo la pobre madre—, nuestro hijo se muere.

—El hombre se levantó penosamente, y se arrodilló al lado de su mujer: descubrió la cara del niño, y le miró con ansiedad.

La muerte se dibujaba ya sobre el rostro de aquel inocente: Vázquez le tomó una manita y la llevó a sus labios: el infeliz lloraba.

—Hijo mío, hijito de mi alma —decía la madre llorando—; mi vida, ángel mío, no te mueras, óyeme, mira, mira como lloro; no te mueras, amor mío, alza tu cabecita, mírame, óyeme.

Y le besaba, y alzaba su cabeza, y le movía: la pobre mujer, loca, delirando quería espantar la muerte como espantaba el sueño de los ojos de su hijo, en otros días más tranquilos.

Pero aquel niño agonizaba, y la vida se desprendía por momentos.

De repente la niña que jugaba, lanzó un grito.

—¡Jesús! —dijo Margarita entrando a este tiempo— a esta niña la ha picado un alacrán.

Vázquez se levantó como impulsado por un resorte, y tomó entre sus brazos a su hija, pálida y convulsa.

La madre, llevando al niño moribundo entre sus brazos, llegó allí también.

—Pronto, Margarita, pronto por Dios —decía la infeliz—: ¿qué le haremos? Estos piquetes son de muerte, yo sé que los niños se mueren.

Margarita salió corriendo.

—Hijita, ¿qué sientes? —decía Vázquez acariciándola—. ¿Qué te duele?

—Papá —contestó la niña balbuciendo las palabras—: se me duerme la lengua… tengo unos cabellos en la garganta… y me suben hormigas por el cuerpo…

—Margarita, ¡por Dios!, mi hija se muere.

—Aquí estoy —dijo Margarita entrando—; que tome esto, es agua con álcali.

Vázquez llevó el vaso a los labios de la niña, que se estremecía de repente como tocada por una máquina eléctrica.

—Toma hija, toma, con esto sanarás.

La niña no contestaba. Vázquez quiso hacerle tomar la medicina, pero sus dientes estaban de tal manera unidos, que era imposible separarlos, y de su hermosa boca se desprendía una baba espesa, fría, glutinosa y transparente.

La madre sintió estremecerse entre sus brazos al niño a quien por un momento había olvidado; descubrió su rostro, y… había expirado.

Aquella desgraciada lanzó un grito, miró a la niña que se retorcía entre los brazos de su padre, en espantosas convulsiones; y después de fijar en aquel cuerpo sus ojos desencajados, volvió en derredor el rostro casi sereno, y lanzó una estridente carcajada, cayendo sin conocimiento en los brazos de Margarita.

* * *

Seis horas después, la niña moría víctima del veneno del alacrán, la madre estaba completamente loca, y el viejo infeliz lloraba sobre los cadáveres de sus dos hijos, alumbrados por un pequeño cabo de vela de cera.

¡Qué cuadro para los que apellidaban bandidos y sin corazón a aquellas pobres gentes!

¡Qué sacrificios más dolorosos y más santos para el altar de la patria!

Eran las cuatro de la tarde.

Jorge, silencioso, contemplaba el dolor mudo y sombrío del desgraciado Vázquez, que en un momento se había quedado solo en el mundo.

La pobre loca reía estúpidamente, y Margarita a su lado lloraba.

El llanto es la única limosna que pueden dar los pobres a los que son más desgraciados que ellos.

Se escucharon unos gritos, luego un tiro, y una mujer llegó casi ahogándose de fatiga al ranchito.

Margarita, que la vio entrar, salió a su encuentro.

—¿Qué hay? —le preguntó.

—Señora, los enemigos, los enemigos.

—¿Pero por dónde?

—Aquí nomás vienen subiendo: se han entretenido tomando unos caballos, y Carmen, el negro, les ha hecho fuego; vienen furiosos.

Entre los árboles se divisaban los uniformes azules de la caballería imperial.

—El enemigo —gritó Margarita—, Jorge, Vázquez, el enemigo.

Vázquez, absorto en su dolor, nada escuchaba.

Jorge se paró y le tocó el hombro.

—El enemigo —le dijo—, vámonos.

—¿Y esto? —contestó Vázquez—, mostrando los cadáveres de sus hijitos ¿Y mi esposa? Que me maten, ¡soy tan desgraciado!

—¿Y usted cree que le abandonaré? Me quedo: que nos maten a los dos.

Vázquez le miró fijamente.

Váyase usted —le dijo— déjeme: yo nada tengo que perder.

—No me iré —replicó Jorge sentándose a su lado— si usted no se va.

—Vamos pronto, que vienen cerca —gritó desde afuera Margarita— vamos: yo me llevo a esta señora.

—Pues vamos —dijo de repente Vázquez: y tomó en sus brazos el cadáver del niño. Jorge hizo lo mismo con el de la niña; y siguiendo a Margarita, que casi a fuerza se llevaba a la pobre madre, se perdieron en el bosque.

Pocos momentos después los alcanzó el negro Carmen: traía en un hombro su escopeta y en el otro un mosquetón y una cartuchera.

—Don Jorge mire usted este mosquete y esta cartuchera: se lo quité a uno de esos que vienen: le di un balazo, y el caballo vino a tirarle junto a mí. ¿Quiere usted armas? y vamos a ver si les hacemos algo.

—Mira cómo voy —contestó Jorge, mostrando el cadáver de la niña que llevaba.

—¡Alabo! y ¡qué malo está eso! ¡pobrecita!…

—¡Un alacrán!…

—Jorge —dijo Vázquez—, llevaré a mi pobre hija también, para que pueda usted ir con Carmen.

—Esto no —replicó Margarita—, llevaré la niña yo que para algo he de servir.

Margarita recibió el cadáver, y Jorge tomó el mosquetón y la cartuchera.

En este momento una columna de humo se alzó sobre los árboles.

—Nos queman nuestra casa —exclamó tristemente Margarita.

—¡Infames! —rugió Vázquez.

—Pronto, pronto, Carmen, vamos —gritó Jorge.

—Vamos, don Jorge, nomás sígame usted, y yo le llevaré a donde podamos hacerles algo.

Los dos hombres se precipitaron en dirección del rancho.

Un cuarto de hora después se escuchó un tiroteo nutrido.

—Se baten —exclamó Vázquez.

—Que Dios los acompañe —dijo Margarita y sus labios murmuraban una oración. La loca reía.

IV. En el campo enemigo

—Parece —decía el capitán Márquez a varios oficiales que se calentaban al sol en la plaza de Zitácuaro— que los chinacos no volverán a asomar por aquí las narices.

—Así lo creo, y que perdieron para siempre a su Zitácuaro —contestaba otro.

—Ese Capilla, explorador, que se nos presentó por Cuernavaca —dijo Márquez—, regresó hoy de la expedición que hizo la caballería, y dice que fueron hasta cerca de los picos de Cucha, y que no hay enemigo.

—Pero trajeron algunos heridos, y dicen también que hubo algunas bajas de muertos.

—Bien; pero no fue el enemigo: los soldados se divertían en quemar un rancho que les dijeron que era de una vieja chinaca, y seguramente sus hijos, o sus parientes, hicieron fuego de entre las peñas, pero se les ahuyentó a poca costa, y eso es todo.

—Pues entonces podemos estar tranquilos y seguros.

—Como en un baúl.

—En fin señores, vuelvo dentro de un momento —dijo Márquez retirándose— hasta luego.

—Hasta luego capitán —contestaron los otros.

—Este capitán —dijo uno de los oficiales, cuando Márquez se hubo alejado— ha perdido la cabeza: está furiosamente apasionado de la chica, sobrina o hermana del maromero que tomamos de leva cerca de Cuernavaca.

—¿Cuál maromero?

—Diego, el que ahora es sargento de la cuarta.

—El marido de la china.

—Ah, sí, ese tan serio.

—Sí, ese; pero ¡qué buen sargento! escribe y documenta como el mejor.

—¿Con que de esa muchacha que anda siempre con la china y con otra vieja gorda?…

—De la misma; pero ella no le hace formal.

—Como a nadie.

—Pero es que Márquez ha hecho poderíos: le ha ofrecido dinero, ropa, alhajas; nada: y según me contó la mujer de mi asistente, le ha ofrecido hasta casarse con ella.

Los oficiales se soltaron riendo.

—No, no rían ustedes: es cierto, y ya verán en lo que para todo esto. Márquez es terco, la va a ver, y sino, mírenlo, ya entra en la casa, desde aquí se ve.

En efecto, el capitán Márquez había entrado en una de aquellas casas abandonadas de la población.

—Pues ahora se aprovecha, porque la muchacha debe estar sola —dijo un oficial—: acabo de encontrar a la vieja y a la chinita, que iban rumbo a la parroquia.

—Entonces el capitán no se duerme.

—Pero calle —exclamó uno— ¿no es el sargento Diego el que se dirige hacia ahí?

—El mismo.

—Buena se va a armar, porque el tal sargento es alzado como un demonio, y lleva su bayoneta.

—Pero qué, ¿será capaz?

—Toma, y bien; además, Márquez no lleva armas.

—¿No lleva?

—No.

—Pues vamos todos: no vaya a haber un lance, y perdemos un buen compañero y un buen sargento.

Los oficiales se dirigieron apresuradamente a la casa donde habían entrado primero Márquez y después Diego.

* * *

Alejandra, jadeante, con la cabeza erguida, los ojos chispeantes, los dientes apretados, y extraordinariamente dilatados los poros de la nariz, que es la señal de la suprema indignación entre las mujeres de su raza, estaba apoyada contra una de las paredes de la habitación; y enfrente, a poca distancia de ella, el capitán Márquez, con una fisonomía inyectada de sangre hasta lo blanco de los ojos, con la cabeza descubierta y el pelo en desorden, parecía querer lanzarse sobre la muchacha; pero la mirada y el ademán altivo de ésta, le contenían.

—Señor capitán —dijo Alejandra— si usted se atreve a tocarme, le mataré, o me mataré yo misma.

—Alejandra, no me precipites: te amo más que a mi vida; puedo hacerte feliz, puedo sacarte del estado en que te encuentras: te haré mi mujer, me casaré contigo…

—Retírese usted, retírese usted —repetía Alejandra— si no se va, doy voces, pido auxilio…

—Será inútil; sosiégate. Ni Tula, ni Anita, están ahí: las casas contiguas están desiertas; estás sola; ¿lo oyes? sola…

—¡Dios me protegerá!

—¡Oh! lo que es ahora no te me escapas: hablas de matarme, y no tienes ni un alfiler.

—Veremos, no se acerque usted, no me toque.

—Por última vez: ¿quieres ser mía por tu voluntad?

—Nunca.

—Pues lo serás por fuerza, mal que te pese.

Márquez dio un paso y asió el brazo de Alejandra, que lanzó un grito. Una especie de rugido contestó, y el oficial sintió dos manos de hierro que le tomaban por los hombros, que le arrancaban de aquel lugar, que le arrojaban lejos de allí, rodando entre el polvo.

Se levantó rabioso y buscó su pistola; pero no la llevaba. Enfrente de él, pálido, pero sereno, estaba Diego sirviendo como de muralla a la pobre Alejandra, que temblaba como una gota de rocío en una hoja que mueve el aire.

—¡Miserable! —dijo el capitán—, ¿te has atrevido a poner las manos en tu superior? puede costarte la vida.

—Como mi superior se atrevió a poner sus manos en una muchacha de mi familia, lo que también puede costarle la vida.

—¿Me amenazas?

—No, mi capitán; le advierto a usted.

—Pues, mira el caso que hago de tus advertencias, osado, infame.

Y Márquez, con un movimiento rápido, se lanzó sobre Diego, le arrebató la bayoneta que llevaba en el cinturón, y quiso traspasarle con ella; pero el sargento era ligero y fuerte: huyó el cuerpo y asentó un terrible puñetazo al pecho del oficial, que fue a caer de espaldas, arrojando lejos de sí el arma, de la que Diego se apoderó inmediatamente.

En este momento llegaban a la casa los demás oficiales.

Márquez estaba casi privado de sentido.

—Date preso —le dijo un capitán.

—Me doy —contestó Diego.

—Entrega esa arma —dijo otro acercándose.

Diego comprendió que si dejaba la bayoneta, eran capaces de matarle.

—No hay necesidad —contestó—: voy a presentarme preso a mi cuartel, de orden de mi capitán, y allí la entregaré.

Los oficiales vacilaron.

—Mi capitán —dijo Diego, dirigiéndose al que le había intimado prisión—: usted sabe que no soy capaz de faltar…

—Lo conozco —dijo el capitán—: es de fiar: ve a presentarte preso.

Diego salió entre los oficiales, tocándose marcialmente el chacó.

Márquez fue conducido a su alojamiento por sus compañeros, uno de los cuales decía sentenciosamente:

—Era muy natural que este sargento hiciera una de estas cosas: si siempre le he visto mucho de chinaco.

Cuando Tula y Anita llegaron, Alejandra bañada en lágrimas, le contó lo ocurrido.

Una hora después Diego estaba preso, con centinela de vista, y un capitán viejo y avinagrado, comenzaba el sumario, «por faltas graves a la subordinación y disciplina militar».

V. En comisión

Murillo caminó como sabían caminar los chinacos: de día y de noche, combatiendo el sueño y el hambre.

Cerca del oscurecer, el primer día de su salida de Huetamo, quiso dar agua a su atareado caballo.

Estaba en una cañada profunda y sembrada de árboles: el bosque era tan espeso, que sólo la angosta vereda que él llevaba, era practicable, y atravesándola un arroyo transparente y manso que dibujaba al través de sus aguas cristalinas las piedrecillas de mil colores que formaban su lecho, parecía destinado a calmar la sed de los viajeros.

Murillo, con esa calma que adquieren los hombres acostumbrados a viajar mucho a caballo, se apeó, aflojó la silla y la colocó bien en su lugar: esto es lo que ellos llaman «alegrar»; después quito el freno al caballo y le acercó al arroyo.

El animal bebía tranquilo, mientras Murillo, formando una especie de taza con una hoja de esas plantas que crecen a las orillas de los arroyos y que llaman «lampazo o caramicua», tomaba también agua.

Repentinamente el caballo cesó de beber, alzó pausadamente la cabeza, dejando escurrir el agua que tenía en la boca, echó hacia adelante las orejas, y comenzó a olfatear haciendo un ruido semejante al de un fuelle.

—Vamos, faceto, ¿qué te pasa? —dijo Murillo—: vamos.

Pero el animal estaba cada momento más alarmado; hasta que dando un resoplido, arrancó de las manos de su amo el lazo que le contenía, y echó a correr por la vereda.

Murillo oyó crujir los matorrales, y descubrió la cabeza de un leopardo que le miraba fijamente.

La situación era comprometida. Para caminar con más descanso, había colgado el revólver con el cuchillo, de la cabeza de la silla, y el caballo se los había llevado.

El leopardo seguía mirando sin moverse.

Murillo se agachó, levantó dos piedras, y le lanzó la primera.

Preocupado con el peligro, faltó a Murillo el tino, y la piedra pasó sin tocar a la fiera.

Lanzó al segunda, que cayó cerca de ella; y entonces, moviendo las orejas, y como quien no tiene ganas de emprender cuestión, el leopardo se metió entre la maleza; y el ruido que se alejaba, indicó al oficial que estaba libre de aquella visita.

Se echó a buscar su caballo: el animal no podía haber seguido más camino que el de la vereda: el bosque por ambos lados era impenetrable: ¿pero podría llegar a alcanzarlo? Ésta era la dificultad.

Había caminado ya un gran trecho llevando en la mano el freno, cuando allá a lo lejos escuchó un grito agudo y prolongado, que repitieron los ecos de la cañada.

El corazón del oficial palpitó de gozo.

Era un grito conocido, el grito de un amigo.

En aquellas regiones, en donde es tan fácil perderse, y tan difícil volverse a encontrar los compañeros de viaje o los que buscan a alguno que va en marcha; allí donde los árboles, los bejucos y la maleza, ayudados de las sinuosidades del terreno, impiden a dos hombres el verse, aunque estén a pocos pasos de distancia, en donde los caminos son accidentes tan pasajeros en la tierra, que la grama que crece en la primavera basta para hacerlos desaparecer, los hombres necesitan tener un grito como los animales, para llamarse y reconocerse.

Pero como todos los hombres tienen una fisonomía diferente, así allí cada uno tiene su grito particular, que lanza a los aires, y que llevaba por los ecos, hace exclamar a los que lo escuchan:

—Ése es fulano.

Y no es tan fácil gritar así; y uno de nuestros elegantes de la ciudad, lo mismo que uno de nuestros más célebres cantantes, o uno de los rancheros del bajío o de tierra adentro, se encontrarían allí con que sus pulmones no podrían arrojar un grito que se oyera ni a doscientos pasos, cuando aquéllos se escuchan a distancias fabulosas.

Murillo llevó las manos a la boca, y formando con ella una bocina, contestó al grito, y siguió caminado.

A poco escuchó otro grito más cerca, y contestó también.

Poco a poco los gritos fueron siendo más cerca, hasta que en un recodo descubrió un hombre que venía con una mula y traía también el caballo fugitivo.

—Mi coronel Alzati —exclamó Murillo.

—Amigo Murillo —contestó el otro inclinándose de la mula para abrazarle—: aquí está el caballo, y monte usted.

El oficial puso al caballo el freno que traía en la mano, y montó.

—¿A dónde va usted, mi coronel?

—A Huetamo, a ver al general.

—Pues no vaya usted, porque viene en marcha para acá con la fuerza; piensa atacar a Zitácuaro, y vengo en comisión para que de acuerdo con usted, mande exploradores y disponga lo necesario.

—Entonces me vuelvo a Tuzantla con usted; pero lo único que siento, es que mi mula ya no puede: de aquí allá está muy lejos.

—Pues mi caballo tampoco: ha caminado cinco días, y está mal comido.

—Nos haremos de otros: por este monte hay caballada mansa de los ranchos.

—¿Pero cómo alcanzarlos en éstos que traemos tan cansados?

—Pierda usted cuidado, que ya mañana vamos muy bien montados. Esta noche no podemos seguir adelante: oigo ladrar un perro; cerca debe estar algún rancho: mañana madrugaremos.

Alzati, siempre alegre y siempre fuerte en los trabajos, echó a andar seguido de Murillo y cantando una de esas monótonas canciones de aquellos rumbos.


Yo me llamo Juan García
Por sobrenombre Becerra,
Y llevo por deresera
El cerro de Apasindan:
Soy alegre, soy galán,
Sé cargar mi larga cuera.
Mi botita rodillera,
Mi calzón blanco de fuera;
Mi china se me enojó
Porque le bordé la anquera.
 

Alzati era un hombre tan popular como útil en el Ejército del Centro: bajo de cuerpo, delgado, buen jinete, conocedor del terreno como nadie, Alzati era una presea en la guerra de montaña. Le bastaba haber pasado una sola vez por un camino, para no olvidarle jamás; nadie como él seguía un rastro, ni podía decir, inclinándose un poco sobre su caballo, con más seguridad: «Por aquí pasó uno a caballo o en una mula, al paso, al trote o al galope».

Infatigable y valiente, no tenía precio para las comisiones difíciles o peligrosas.

Y Alzati no es un personaje de novela: ha muerto pocos días después del triunfo de la República.

Los dos viajeros llegaron hasta un rancho: se miraba dentro la luz del fogón; y como era natural, los perros salieron a recibirlos ladrando como unos rabiosos.

—Buenas noches, señora —dijo Alzati.

—Buenas noches —contestaron un hombre y una mujer que estaban sentados cerca de la lumbre, cubriendo sus ojos con la mano abierta, para que el resplandor de la hoguera no les impidiese ver a los que llegaban, en la oscuridad.

—¿No nos da usted licencia para quedarnos aquí esta noche?

—Pasen ustedes, señores.

Los de afuera se apearon, y comenzaron a desensillar sin ceremonias.

Así se entiende por allí la hospitalidad. Amarraron los caballos con largas reatas, después de darles agua, y entraron al rancho.

Poco había que comer, pero de eso poco comieron.

Se tendieron después en el suelo, y comenzaban a dormirse, cuando los perros empezaron a ladrar y vinieron a refugiarse a la casa: los caballos hicieron ruido.

—¿Qué sucede? —dijo Murillo incorporándose.

—No tengan ustedes cuidado —dijo la mujer—; es el tigre que anda pujando: ya va el hombre a espantarle.

El hombre salió con un gran palo, seguido de los perros, que se pusieron a ladrar, y volvió a entrar a poco rato.

—¿Qué hubo?

—Ya se fue.

Los perros siguieron ladrando, pero un cuarto de hora después, todo el mundo dormía; la lumbre del fogón iba expirando.

A media noche los viajeros se levantaron, ensillaron los caballos, y volvieron a emprender su viaje tiritando de frío.

En la Tierra Caliente en el invierno, a la madrugada, hace un frío horrible.

—¿Vamos a buscar la caballada? —dijo Alzati—. El hombre de la casa me dijo que duerme en un potrero aquí cerca, arroyo arriba.

—Vamos.

Siguieron algún tiempo el arroyo, hasta llegar a una meseta. Allí entre la obscuridad y a la escasa luz de las estrellas, se advertían unos bultos negros, eran los caballos: cada uno de los dos sacó su reata.

Apenas sintieron los caballos la presencia de los hombres, huyeron como despavoridos; hubiera sido imposible alcanzar uno.

—¿Ya lo ve usted? —dijo Murillo—, ni esperanza.

—Calma, calma, usted no conoce las costumbres de los animales: estése usted aquí sin moverse.

Murillo obedeció, y Alzati se perdió entre las sombras.

Seis minutos después los caballos, en fuerza de carrera, volvieron al mismo lugar.

Murillo no se movía por no espantarlos.

El coronel llegó a poco.

—¿Qué hace usted? ¿por qué no toma uno?

—Por no espantarlos otra vez.

—¡Qué! ya no se espantan, mire usted. —En efecto, llegó y lazó uno, sin que los demás se asustaran: Murillo hizo lo mismo.

—Los caballos mansos cuando duermen en el campo —dijo Alzati—, al ver al hombre se espantan y corren, y van a pararse a otro lugar cerca; si allí se les asusta, vuelven al primero, y entonces puede uno llegar a ellos con confianza, que no se irán.

—Bueno es saberlo —contestó Murillo.

Los dos ensillaron sus nuevas cabalgaduras, y dejando allí las que llevaban, echaron a trotar alegremente.

VI. El campamento republicano

Los pocos vecinos de la pequeña aldea de Tuzantla andaban como agitados e inquietos.

Era que las fuerzas republicanas estaban a cinco leguas, entre el monte, al pie de los picos de Cucha, en el arroyo de los Pintos.

Era necesario que los imperiales no lo supieran, y estaban por el rumbo opuesto a cinco leguas, en la hacienda de la Florida.

Cualquier indiscreción podría descubrir o indicar la presencia de los republicanos, y eran perdidos: el enemigo tenía triple número de hombres, mejor equipados y armados.

Pero el secreto se conservó.

El arroyo de los Pintos se desliza en el interior del bosque: allí no había habitaciones ni ranchos, ni nada en que tuviera parte el hombre: Dios y la naturaleza.

Allí estaba la pequeña fuerza de los liberales.

La marcha había sido penosa: muchos soldados habían muerto de hambre y de fatiga; otros, sedientos, se habían arrojado a beber agua fatigados, y habían quedado sin vida al tomar los primeros tragos.

Pero esto era cuestión de cada día.

Allí se acampó, y allí era preciso permanecer ocultos algunos dias, acechando un momento oportuno para dar una sorpresa a Zitácuaro.

Murillo había ido disfrazado hasta cerca de la ciudad, con objeto de dar avisos.

La infantería estaba incapaz de caminar, y menos de pelear, y fue preciso enviarla al pueblo de Casácuaro con parte de la caballería.

No quedaron, pues, allí más que cien dragones de Jalisco, y con esto era necesario emprender y triunfar, para poder así levantar la moral de la tropa, que de día en día se iba perdiendo.

Triste situación.

Allí no había más alimento que carne asada, sin pan, sin tortillas, hasta sin sal.

Y sin embargo todos estaban contentos: era que el fanatismo patriótico, si se puede llamar así al santo amor exagerado de la patria, ardía en el corazón de aquellos pobres soldados.

Cerca del campamento, a la sombra de un árbol, se veían cuatro personas sentadas silenciosamente.

Dos hombres y dos mujeres, algunos trastos de barro y unas piedras cubiertas de ceniza, indicaban que aquellas gentes vivían bajo aquel árbol.

Un oficial se acercó a ellos, y al ver a uno de aquellos hombres exclamó:

—¡Jorge, tú aquí!

—Yo, Carrillito —dijo Jorge sin levantarse— estaba muy aliviado de mi herida, el enemigo llegó al rancho donde me curaba; lo incendió, lo arrasó todo, y hemos tenido que vivir bajo este árbol: la inflamación vino como un rayo, y apenas puedo moverme.

—¡Pobre Jorge! —dijo Carrillo estrechando su mano, y luego agregó dirigiéndose a las otras personas—: Buenas tardes.

—Buenas tardes —contestaron Margarita y Vázquez; pues el lector supondrá que son ellos.

—A mí no me pican los alacranes —dijo la loca y se puso a reír.

—No haga usted caso —dijo Vázquez—: mi pobre mujer tiene trastornado el juicio desde la muerte de mis hijos.

—¿Murieron? —preguntó Carrillo que los había conocido en Zitácuaro.

—Allí los enterré para poderlos mirar desde aquí —dijo Vázquez; y señaló a Carrillo dos pequeños promontorios de tierra regados con flores del monte, entre las cuales estaban plantadas dos cruces hechas con ramas.

—Ahí guardó Vázquez a mis hijitos, para sacarlos cuando vayamos a Toluca, y tengan su ropita nueva —dijo tiernamente la loca—: ¡pobres angelitos míos!, tendrán frío…

No había uno allí que no llorara oyendo a la pobre madre.

En breves palabras, Carrillo quedó instruido de todo lo acontecido en la familia de Vázquez, y a su tumo él les contó el objeto de la expedición.

En aquellos lugares, entre aquellas gentes identificadas por sus desgracias, por sus intereses y por su patriotismo, la reserva era excusada: jamás ni la indiscreción ni la mala fe hicieron traición a los soldados de la República.

—Si usted que conoce tanto estos terrenos y que puede caminar sin infundir sospechas, quisiera ayudarnos… —dijo Carrillo a Margarita.

—En todo —contestó Margarita con entusiasmo.

—¿Se atrevería usted a ir a Zitácuaro con pretexto de vender alguna cosa, para darnos noticias más seguras, ya que Murillo se ha avanzado hasta la hacienda de la Encarnación?

—Yo iría con gusto; pero esta pobre señora…

—¡Ah! por eso no tenga usted pena —dijo Vázquez con resignación—: mi pobre mujer tiene una demencia tan tranquila…

—Pero dejarlos a ustedes…

—Vaya usted, Margarita, es un servicio que hace usted a la patria; es un nuevo sufrimiento que yo le ofrezco. Los que combaten con las armas en las manos, dan a la República su sangre; y nosotros, los que no somos soldados, nuestras lágrimas y nuestras penas.

—¡Oh! —exclamó Jorge—, si todos hubieran hecho lo mismo.

—¿Vamos a ver al general? —dijo Carrillo.

—Vamos —contestó Margarita…

Esa misma noche salió Margarita para Zitácuaro.

Un correo de Murillo llegó anunciando que el enemigo no había sentido el movimiento, y que el coronel Ugalde, con cincuenta caballos, estaba oculto también por la Barranca honda, al oriente de la plaza.

Se dio la orden para salir al día siguiente a la madrugada, caminar todo el día, caer en la noche sobre un destacamento de caballería que estaba en la hacienda de la Florida, y amanecer en Zitácuaro.

El movimiento era expuesto: los imperiales tenían triple número de fuerza que los republicanos, tenían infantería que éstos no llevaban, y estaban en posesiones.

Iba a haber un gran triunfo, o tal vez una vergonzosa derrota.

Todos y cada uno pensaron en esto, y obedecieron, sin embargo, contentos.

Al asomar la luz del día siguiente, la columna iba ya en marcha para Zitácuaro.

VII. La ejecución

Margarita entró a Zitácuaro vendiendo unas botellas de vino de perón, que había comprado en la hacienda de la Encarnación.

Entró a todos los cuarteles y a las casas de los jefes.

En todas partes no se hablaba más que de la ejecución del sargento Diego Alva, que debía ser fusilado a las nueve de la mañana del día siguiente, por haber tratado de asesinar a un capitán.

Los soldados murmuraban, porque el oficial había faltado a la casa del sargento.

Los jefes y los oficiales decían que era preciso hacer un ejemplar; y con objeto de que lo presenciara toda la guarnición, se había de reconcentrar, aquella misma noche, el destacamento que estaba en la Florida.

Margarita estaba contenta; todo parecía prepararse a medida del deseo, para el asalto que al día siguiente iban a intentar los republicanos.

—Es tarde ya —pensó Margarita—; buscaré aquí donde quedarme observando en la noche, y a la madrugada saldré al encuentro del general, llevándole noticias frescas.

Se encaminó a una casa en donde vio luz. Llamó, le contestaron y pasó.

Tres mujeres arrodilladas lloraban y rezaban delante de una Dolorosa alumbrada por dos velas de sebo.

Un soldado viejo estaba sentado en un rincón, cubierta la cara con su capote.

—¿Qué quería usted? —dijo la mayor de las tres mujeres.

—¿Qué mandaba usted? —volvió a preguntar la mujer.

—Señora —dijo Margarita tímidamente—, soy de la hacienda de Laureles, se me ha hecho tarde, y venía con intenciones de pedir posada… pero creo que ustedes no me la podrán dar…

—En efecto, estamos muy afligidos: ¿por qué no busca usted otra casa?

—No conozco a nadie —contestó Margarita.

Una idea había brotado en su cerebro: aquella debía ser la familia del que iban á fusilar. Allí, como en ninguna parte, podía tener noticias de lo que pasaba y esta segura: era preciso quedarse allí.

—Señora —dijo— deme usted amparo esta noche: será una buena obra que Dios le tendrá en cuenta, y quizá les quite ese pesar que las atormenta.

La desgracia hace preocupados a los que la sufren, y en todo ven un anuncio del cielo: todo es para ellos un agüero.

El desgraciado siempre es supersticioso.

Es que entonces la lucha entre el temor y la esperanza, entre la fe y la desesperación, es espantosa.

Y el temor y la esperanza, y la fe y la desesperación, sienten en todo un auxiliar o un enemigo.

Se teme el mal, porque se padece, porque el día de la desgracia alumbra, y se considera eterno.

Se espera el bien, porque se padece, porque el día de la desgracia alumbra, y el mal no puede ser eterno.

Lucha de sentimientos que nadie comprende, que nadie explica.

El que sufre, porque no reflexiona; y el que reflexiona, porque no sufre.

Anita oyó las últimas palabras de aquella mujer que pedía asilo, como una profecía, como una esperanza, o como una amenaza.

—Madre —dijo—, que entre esa señora; que se quede aquí: tal vez una buena obra…

No pudo continuar, los sollozos la ahogaban.

Margarita entró silenciosamente: las tres mujeres siguieron rezando.

Tula volvió una vez la cabeza para ver lo que hacía.

Margarita, arrodillada, rezaba y lloraba también.

Entonces sintió un gran consuelo: ¡es tan dulce que alguien llore con nosotros!

Tula, conmovida, se levantó y salió, volviendo a poco, trayendo a Margarita una pobre cena.

—Cene usted, señora.

—No, señora: ¿quién piensa en eso, viendo el estado que ustedes guardan?

—Es usted una buena mujer —dijo Tula abrazándola.

—Señora, ¿el sargento que van a fusilar mañana, es pariente de usted?

—Es marido de mi hija —contestó Tula—: vea usted a mi marido como está.

El pobre payaso, con su uniforme militar y la cara cubierta con el capote, no se movía.

—¿Y no hay esperanza?

—Ninguna: hemos rogado, hemos llorado: casi todo el día hemos pasado de rodillas delante de los jefes… y nada…

—¿Pero por qué es tanto rigor?…

—Porque dicen que Diego es chinaco.

—¡Cómo! ¿pues no se presentó voluntariamente?

—No señora, le cogieron de leva como a mi marido: ¡oh! y nosotros todos con razón no quisimos nunca al imperio; el corazón nos avisaba.

—¿Pero por qué no se fue con los liberales?

—No hubo nunca ocasión…

—Tula —dijo el soldado Rito—, no seas imprudente.

—¡Imprudente!… ¿y ahora qué perdemos? que nos maten a todos…

En este momento tocaban a silencio en los cuarteles.

Ese toque grave y melancólico conmueve aun en medio de la paz, entristece aun en medio de una diversión.

Es el toque del sueño y del silencio: es decir, de la imagen de la muerte.

Alejandra estaba profundamente silenciosa.

Anita lanzó un gemido.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡qué pronto se va la noche! ¿Qué sentirá mi pobre Diego, qué dolor traspasará su alma al pensar, que ya no vuelve a ver a su hijo? Hijo mío —exclamó precipitándose a una camita en donde dormía el niño—: hijo mío, ésta es la última noche que tienes padre; mañana ya serás huérfano… pero tú no entiendes, no sabes lo que pasa, ángel mío: mañana… mañana…

No se atrevió a decir «fusilan a tu padre».

Hay cosas que es peor decirlas, pensarlas, que sufrirlas.

Margarita no pudo contenerse; el corazón la ahogaba, el llanto anudaba su garganta.

—Señora, señora, consuélese usted —dijo al fin con entereza—: creo que no sucederá esa desgracia; lo espero.

—¿Pero usted qué sabe? —dijo espantada Anita.

—Oigan ustedes lo que voy a contarles: es muy grave, quizá me costaría la vida si se supiera; pero el dolor de ustedes es superior a mi resolución. ¿Estamos solos?

—Solos —contestó Tula—; puede usted hablar.

Todos rodearon a aquella mujer; hasta Rito dejó su actitud triste y se acercó a ella.

—¿A qué hora debe ser la ejecución? —preguntó.

—A las nueve.

—Pues bien, no será, porque a la madrugada los liberales deben atacar a Zitácuaro: lo sé, porque vine a explorar.

Como una cortina que se descorre, dejando ver la luz del sol en un recinto sombrío; como una flor que se abre de repente, así cambió la faz de aquella escena.

Rito y las tres mujeres se arrodillaron delante de Margarita, como si ella trajera la salvación, y entonces comenzaron a llorar de placer.

Las pisadas de un hombre que se acercaba, resonaron en el silencio que envolvía la ciudad.

Tula atrancó rápidamente la puerta, en el mismo momento en que alguien empujaba para entrar.

—¿Quién es? —preguntó Tula con entereza.

—Abra usted: soy el capitán Márquez —contestó una voz.

—Abrir, ¿y para qué? Por desgracia ha entrado usted aquí algunas veces. ¡Cuantos males nos ha causado! pero ahora ni nunca volverá usted a entrar…

—Abran, que tal vez les tenga cuenta lo que vengo a proponerles.

—¿Abrimos? —preguntó Tula vacilando.

Rito por toda respuesta señaló a Margarita.

—Nunca —contestó Tula—, señor capitán, ya que nos ha causado usted tantos males, siquiera no venga a insultarnos.

—¿Abren?

—No.

—Ya les pesará.

—No hay tiempo que perder —dijo Margarita cuando el eco de los pasos se perdió completamente—: había yo pensado quedarme aquí esta noche, pero en este momento me marcho. Voy a encontrar a la fuerza que debe estar cerca, y a decirles que se apresuren, que se trata de salvar a un hombre, y verá usted cómo lo hacen…

—Yo acompaño a usted —dijo Rito.

—Muy bien —exclamó Tula—; disfrázate.

En un momento se despojó Rito del uniforme, se puso un sombrero, se ciñó su bayoneta, y se envolvió en su zarape.

—¿Vamos? —dijo.

—Vamos —contestó Margarita—: yo conozco las veredas, y nada nos sucederá.

Los dos se escurrieron para la calle, y las tres mujeres volvieron a arrodillarse delante de la Dolorosa.

La noche pasaba, y entonces ya parecía eterna para aquellas mujeres.

Empezó a amanecer, y empezó para ellas el verdadero tormento.

Cada mido que escuchaban, cada hombre que pasaba por la calle, cada soldado que cruzaba frente a la casa, todo les parecía un anuncio; pero nada.

El sol comenzaba a nacer: ya principiaban a formar los cuerpos en los cuarteles para salir a la ejecución; ya sonaban los toques… y nada: ni alarma ni movimiento…

Empezaron a figurarse que aquella mujer las había engañado, que las había burlado, que los liberales habían mudado de plan, habían diferido el ataque, habían tenido miedo…

Comenzaron a culparse de no haber abierto al capitán Márquez.

¿Que sucedería? No se atrevían a salir, no tenían valor de estar en la casa.

Por fin, la tropa comenzó a salir a la plaza: toda esperanza se había deshecho; el cuadro estaba ya formado.

Las tres mujeres se abrazaron formando un grupo: era el momento, iban a sacar al reo.

En este instante un jinete a toda rienda penetró en la ciudad gritando:

—«El enemigo, el enemigo.» La alarma fue espantosa, la confusión aumentó el desorden.

El jefe que mandaba la caballería, formó su cuerpo y se dirigió al encuentro del enemigo.

La infantería se dispuso para pelear. Pero era inútil: el coronel Ugalde, a la cabeza de cincuenta jinetes, se precipitó como un torrente, como un huracán, sobre la caballería imperial, y la dispersó.

La infantería formó en batalla; pero a poco se desbandó también.

Y como para quitarles toda esperanza, por el lado opuesto al que trajo Ugalde, los cien dragones de Jalisco, que venían desde Huetamo, se lanzaron al camino para completar la derrota.

Los pueblos que rodean a Zitácuaro, se levantaron como un solo hombre, y formaron instantáneamente como un anillo de hombres, para evitar la fuga de los imperiales vencidos.

Toda la guarnición cayó prisionera; sólo el jefe, que se llamaba el comandante Rivera, con tres o cuatro oficiales, logró salvarse.

El triunfo había sido espléndido, y Diego salía de la prisión en los brazos de su familia.

Se había salvado de la muerte: comenzaba a vivir de nuevo desde aquel día de gloria para Zitácuaro.

VIII. Después del triunfo

Había en Zitácuaro una grande animación.

De todas partes habían ido casi instantáneamente tantas personas, que una inmensa muchedumbre invadía la plaza y las calles, pasando casi indiferente al lado de los cadáveres que habían quedado como la huella del combate.

Los vencidos se habían dispersado buscando la salvación en la fuga; pero todos, unos en pos de otros, iban cayendo en manos de los indígenas de los pueblos vecinos, que exploraban sin descanso los alrededores, y que durante todo el día estuvieron entregando prisioneros en Zitácuaro.

La derrota había sido tan completa, que exceptuando los muertos, las listas de revista de los imperiales podían servir para llamar a los prisioneros.

En los primeros momentos de la acción, Capilla se presentó en las filas republicanas, abandonando su bandera; y a la hora del triunfo era naturalmente el que con más ahínco pedía la muerte y el suplicio para los oficiales prisioneros; pero el desprecio fue lo único que alcanzó.

Diego, rodeado de Tula, de Alejandra, de Anita y del viejo Rito, teniendo a su hijito en los brazos, hablaba con entusiasmo de todo lo que había ocurrido.

Las mujeres le contemplaban con arrobamiento.

—Lo que más me atormentaba —decía—, no era que yo iba a morir, sino que Anita y este pobre niño se quedaban sin amparo, y que después de todo, Alejandra se quedaba a merced de ese infame capitán Márquez.

—¿Y qué habrá sido de él? —dijo Anita.

—Le han de haber matado —contestó Rito.

—Dios le haya perdonado —dijo Tula.

—Dios lo haga —añadió Diego—, porque quizá si le encontrara, no podría contenerme, y haría una mala acción.

—¿Pero qué ruido es ese?

En efecto, se oía en la calle un gran rumor: gritos, carreras, golpes.

Diego corrió a la puerta y los demás le siguieron.

Cuatro hombres armados de garrotes conducían prisioneros a dos oficiales, y el sargento Capilla, completamente borracho, los había detenido, insultando a los prisioneros en unión de otros dos o tres que le acompañaban.

—Ahora sí, traidores, hasta que la pagaron; ahora sí los fusilarán, y si no, yo mismo los despacharé, afrancesados.

—Capilla —dijo uno de los oficiales— hace dos horas que estaba usted con nosotros.

—Calle usted, traidor: estaba, pero ya no estoy.

—Pero señor, esto es infame —exclamó Diego queriendo lanzarse sobre Capilla— este hombre que esta mañana servía al Imperio, ahora insulta a los prisioneros.

—Deténte, Diego —dijo Anita— todavía tienes el uniforme de policía, y van a desconocerte, y más defendiendo así a…

Había hablado tan alto Anita, que los prisioneros volvieron el rostro, y Diego y todos los que le acompañaban, exclamaron a un tiempo:

—¡El capitán Márquez!

Márquez se inmutó al reconocer a Diego y a su familia, de una manera espantosa, y se quedó parado.

Entonces uno de los que le conducían, le empujó a tiempo que Capilla daba un paso adelante; los dos chocaron, y el sombrero de Capilla cayó al suelo; el sargento levantó la mano, y descargó sobre la cara del prisionero un bofetón.

La afrenta y el dolor le cegaron, y quiso lanzarse sobre Capilla; pero éste retrocedió dos pasos, y sacando la espada antes que nadie pudiera impedírselo, le hendió el cráneo de un machetazo.

Márquez abrió los brazos, azotó el viento con las manos, y cayó boca abajo.

Esto fue como una señal, porque los otros que acompañaban a Capilla, se apoderaron del otro oficial, y Capilla le atravesó con su espada.

Se formó un tumulto; Diego quiso ocurrir a la defensa de aquellos hombres, pero las mujeres y Rito le abrazaron, metiéndole dentro de la casa y cerrando la puerta.

Capilla se complacía en repetir sus golpes sobre aquellos desgraciados, de lo cual como muchas veces sucede, todos estaban horrorizados, pero nadie se atrevía a decirle nada, hasta que hendiendo la multitud, se presentó un oficial.

Era Jorge, que herido y débil, no había querido quedarse lejos de las fuerzas, y había venido a tomar parte en el combate.

Uno que corría, le refirió lo ocurrido con Capilla y los prisioneros, y venía creyendo evitar el mal.

La cólera y la indignación se reflejaban en su rostro.

—¡Infame! —gritó— ¿qué significa eso?

—¿Y a usted qué le importa? —contestó Capilla.

—¿Por qué has asesinado a esos hombres?

—Por traidores, y por eso le va a pasar a usted lo mismo; y se arrojó sobre Jorge con la espada levantada.

Jorge le vio venir con serenidad, tendió su pistola e hizo fuego.

El asesino dio un grito, y cayó rodando sobre la sangre de sus víctimas.

—¡Que viva! —gritaron todos.

—Y ahora esos otros dos —dijo señalando a los compañeros de Capilla—, que vayan presos: el general sabrá lo que hace con ellos.

Jorge se perdió entre la multitud, y no quedaron allí más que algunos curiosos, y los que estaban encargados de recoger los cadáveres.

—Te buscaba —dijo Murillo deteniendo a Jorge.

—¿Qué quieres?

—En este momento salimos.

—¿Todos?

—No, tú y yo.

—¿Y para dónde?

—Para México: llevo cartas e instrucciones del general, para trabajar en la ciudad, con el fin de salvar al coronel Romero.

—¿Pero yo qué?…

—El general dispone que te vayas conmigo para que te cures en México, porque aquí ni hay médicos, ni medicinas, ni nada; y además, ya dicen que viene sobre nosotros una columna francesa; y como este es negocio de nunca acabar, ahora que triunfamos, es cuando la persecución va a ser más terrible… Con que a ensillar. Debemos salir luego, antes que la noticia de lo que ha pasado aquí llegue a Toluca, y se establezca la vigilancia en los caminos.

—Siquiera me despediré de Margarita: la debo mucho…

—Es inútil: marcha también mañana para México: se ha comprometido a sacarnos de allí cápsulas que voy a comprar; pero como por ahora no corre el riesgo que nosotros, no necesita precipitar su marcha.

—Pues vámonos.

El caballo de Jorge estaba listo: se quitó la blusa, dejó sus armas, y transformado en un ranchero, salió de Zitácuaro, siguiendo a Murillo.

Alejandra estaba casualmente parada en la ventana de su casa, cuando los dos viajeros pasaron al galope y sin ver a Alejandra: conoció a Jorge; la emoción le impidió por el momento hacer ninguna demostración, pero después se puso a gritar:

—Jorge, Jorge…

Apenas entre el ruido de los caballos Jorge oyó los gritos y quiso detenerse.

—¿Qué es eso? —dijo Murillo.

—Oí que me gritaban…

—Deja, si vas a hacer caso…

—Pero es que me pareció voz de mujer.

—No.

—Sería un muchacho.

—Puede ser.

Y siguieron al galope el camino.

—¿Qué te pasa? —dijo Anita llegando a la ventana.

—Ay, Anita, que he visto a Jorge.

—¡Cuánto me alegro! ¿te habló?

—No me ha visto, aunque le grité.

—Bien; pero si está aquí, pronto le encontraremos.

Alejandra no cabía en sí de gozo; esa misma tarde esperaba abrazar a Jorge.

Al otro día por la mañana, Alejandra, Anita y Tula, salían para Tacámbaro, siguiendo a Diego que se había dado de alta en un escuadrón de las fuerzas republicanas.

Margarita, que había estado bajo el mismo techo que su hija, y a su lado, sin conocerla, se despedía de ellas en la plaza de Zitácuaro, prefiriendo en sus caricias a Anita, con quien la unía el vínculo de un gran beneficio.

Para Alejandra tuvo sólo un saludo de simple conocida.

Sólo en las novelas antiguas la sangre hablaba y descubría secretos.

IX. Algo de historia

El triunfo de Zitácuaro había sido brillante; pero en aquellos días un triunfo era casi una ilusión: ningún resultado definitivo se obtenía y sólo se aventajaba levantar el ánimo de los soldados, hacerse de algunos elementos de guerra y dar señales de vida, para que el Imperio no se creyese ya completamente establecido. Estos combates, estériles generalmente en sus resultados, eran la protesta de la nación contra el proyecto de esclavizarla; eran la honra de México, que no sucumbía sin combatir; eran la prueba de su desgracia, pero no de su degradación.

Cuando un pueblo que lucha por su independencia, no se acobarda ni cede, viendo sus ejércitos derrotados, sus principales caudillos muertos o prisioneros, sus elementos de guerra destruidos; cuando la pérdida de sus grandes ciudades no le desalienta, y sigue luchando, y encuentra jefes, y caudillos, y generales, en todos los que siguen con lealtad y constancia sus banderas, entonces este pueblo saldrá victorioso, aunque esté oprimido y vencido; será libre, aunque esté esclavizado; llegará a sentarse en el Tabor, aunque sangrado y adolorido, sienta Calvario.

Las naciones, como Jesucristo, tienen su Tabor y su Calvario.

Sólo que el Hombre Dios pasó primero por la transfiguración y después por la Cruz, y en las naciones casi siempre es lo contrario.

Porque las naciones se componen de hombres.

Y es necesario el espíritu de un Dios para soportar un Calvario después de pisar el Tabor.

La fortuna había tenido una sonrisa para México. Casi en los mismos días en que pasaban los acontecimientos que hemos referido, el general Salazar volvía de su expedición por el sur de Jalisco, y llegaba al pueblo de los Reyes, al oeste de Michoacán: allí una columna mixta de imperiales y franceses le sorprende en los momentos en que su caballería estaba a más de tres leguas de distancia; los asaltantes llegan hasta la plaza: Carlos Salazar, en medio de sus soldados, con su elevada talla, su voz de trueno, y su energía casi salvaje, se arroja sobre el enemigo, le arrolla, le vence, coge prisionero al jefe, y consigue, aunque por pocos días, verse libre de toda persecución.

El general Pueblita atraviesa rápidamente las líneas enemigas, y se arroja sobre la guarnición de Quiroga, ciudad que dista diez leguas de Morelia: un día se resisten los defensores de la plaza; pero en la noche salen de allí furtivamente, y Pueblita entra vencedor.

Pero todos comprendían la necesidad de reunirse y buscar una organización y un plan general de operaciones, para de esta manera poder obrar todos en acuerdo, siguiendo las inspiraciones de una sola cabeza, de una sola inteligencia: y es admirable cómo todos los jefes, como por una inspiración, concibieron el mismo pensamiento, y resolvieron, sin ponerse de acuerdo, sin haber mediado entre ellos ni una carta, ni un simple recado, dirigirse a Tacámbaro, como lugar de reunión.

Los franceses que guarnecían esta plaza, la desocuparon al tener noticia de los movimientos de las fuerzas republicanas, y ocho días después de la toma de Zitácuaro, todos los jefes y todas las fuerzas que componían el ejército republicano, estaban en Tacámbaro recibiendo una organización y un plan de campaña, que a pesar de las diversas peripecias y de los grandes golpes que tuvo que sufrir el ejército, debió subsistir con pocas diferencias, hasta el completo triunfo de la República.

Providenciales ciertamente fueron estos hechos que dieron vigor y esperanza a un ejército que estaba a punto de sucumbir.

Libro quinto. En México

I. México

Allí está México… Dejad que hable mi corazón.

¡México! El sueño, la ilusión, la esperanza de los pobres chinacos, que sin pan y sin abrigo, vagaban en los bosques, perseguidos y despreciados, delirando con la idea de plantar su estandarte sobre los palacios de Moctezuma y de Cortés.

Allí está México.

¡Cuánto hechizo encierra ese nombre para el proscrito, que antes que sentir en su frente la sombra del pabellón invasor, prefiere comer el amargo pan de la miseria, y ser extranjero donde debe serlo!

Allí está México.

Allí están esos seres queridos que lloran en la soledad la dura ausencia del hijo, del padre, del esposo; de allí salen entre el misterio y el peligro, esas cartas, frágiles hojas de papel, que llevan a los soldados del pueblo, palabras de consuelo para el dolor; frases de entusiasmo para el combate, alientos de constancia para el sufrimiento.

Pliegos que abre el soldado, trémulo por la emoción, entre el temor y la esperanza; cartas en que adivina cada día menos fírme el pulso del anciano padre que vacila como un tronco carcomido sin el arrimo de su hijo, y más segura la mano del niño que crece como un rosal abandonado sin la bienhechora sombra del padre.

Allí está México.

En medio de sus sombrías arboledas, se asoman sus casas y sus iglesias, y sus palacios, blancos y brillantes, como una bandada de cisnes que se mira en el cristal de un lago, a la sombra de las juncias y las espadañas.

Azules sus aguas como su cielo, el alma duda si es el cielo el que se retrata en el lago, o es el lago el que se refleja en el espacio.

México, hermosa sultana, tres veces cautiva y tres veces libre, ha sentido hasta el fondo de su corazón, el lúgubre sonido del asta-bandera de sus enemigos al clavarse en su suelo; y cantando al son de sus cadenas, ha vuelto sus ojos velados por el llanto, para buscar entre las selvas esa chispa, que convertida en un incendio, alumbrará la última noche de su martirio, extinguiéndose ante la blanca aurora de la paz y de la libertad.

El humo de los cañones nubla el horizonte; los gritos del combate llegan entre los gemidos del viento; los patíbulos proyectan en las calles y las plazas sus sombras fatídicas a la rojiza luz del sol de la esclavitud, que se opaca entre los vapores de la sangre.

Pero México esperó, porque México ha nacido al calor de una águila y en medio de una roca aislada entre las aguas, y se ha extendido de día en día, sembrando gigantes edificios, en donde antes apenas podría sostenerse la flotante linfa.

Y México esperó y venció, y la mancha que el aliento de los invasores arrojó sobre el pavés brillante de sus armas, se disipó ligera al impulso del viento agitado por las alas del águila triunfante.

México es el país de los buenos corazones: los grandes malvados son aquí un fruto que sólo se conoce en las novelas o en las leyendas.

El tipo de don Celso, tal como le hemos descrito, tiene quizá un colorido que parecerá exagerado, y que sólo podrá pasar como un personaje de novela.

La familia, y sobre todo la mujer, son en México modelos verdaderamente evangélicos y tiernos.

Cada hogar es un idilio.

Un crimen cualquiera, por poco notables que sean los accidentes que le caractericen, conmueve a esta sociedad.

Apenas el poeta, registrando mil anales domésticos, encontraría materia para escribir un drama.

Meditándolo bien, se siente orgullo en pertenecer a un pueblo en que la caridad no es una planta exótica, y en que la igualdad, la libertad y la fraternidad, a pesar de nuestras constantes luchas, no son una quimera.

Nuestras guerras han sido la operación dolorosa y sangrienta del cirujano que corta el miembro gangrenado por amor al enfermo, y no la herida del asesino que busca el exterminio de su víctima.

Europa nos condena sin comprendernos.

América nos comprende sin condenarnos.

Dios, la historia y el porvenir, nos darán el triunfo.

II. La familia Murillo

Don Bartolo del Murillo era un español, viejo, rico y honrado, que vivía tranquilamente en México desde el año del Señor de 1825, y ocupaba una magnífica habitación en la calle de Cadena.

La familia de don Bartolo se componía de su mujer doña Guadalupe, mexicana, criada con las costumbres de los tiempos coloniales, que no abandonaba nunca; de su hijo mayor Eduardo Murillo, a quienes hemos visto pasando trabajos por Zitácuaro; y de una preciosa muchacha llamada Elena, que era la joya y la adoración de la familia.

La casa de Murillo presentaba, pues, por razón de los personajes, una graciosa mezcla de tipos, de costumbres y de gustos, que se hacía notar desde el traje de los criados hasta las alhajas de las señoras.

Todo aquello en que Eduardo o su hermanita habían podido influir, tenía el carácter de la moderna civilización, y todo lo que era a gusto de los honrados viejos, llevaba al sello de las modas de los dichosos tiempos de Apodaca y O’Donojú.

La damita de honor, permítasenos dar este nombre a la criada de confianza de Elena, tenía chaqueta zuava, y castaña y botines, y casi casi se advertía cola en su vestido.

El ama de llaves de la señora doña Guadalupe, usaba armador y enaguas negras redondas y altas, babuchas, y molote, y peinetas de carey, y delantal azul con bolsas, y llevaba a la cintura, como distintivo de su oficio, un gran manojo de llaves.

El lacayo, que se colocó por influjo de Eduardo, se abría raya en el pelo, y traía chaleco, y corbata, y sombrero bordado con toquilla, y zapatos que rechinaban al andar, y hasta anillo; y el cochero, antiguo criado de don Bartolo, ni usaba corbata, ni chaleco, ni se abría raya en el pelo, y usaba pantalón azul de piel de tuza, chaqueta de bayetón del mismo color, y sombrero forrado de hule verde, con la falda angosta y la copa alta, salvo en los días en que los «niños», como él decía a los hijos de su patrón, le obligaban, mal de su grado, a plantarse la librea.

Los muebles de la casa iban también así así.

Si por un lado se veía un elegante reclinatorio con un cojín de terciopelo, que servía a Elena para rezar, por otro se presentaba un baldoquín de damasco encarnado, con un cuadro de la virgen de Guadalupe, y en el suelo, delante de él, un petatito de Puebla, en donde la madre se arrodillaba para hacer oración.

Los viejos muebles de la sala fueron arrinconados, pero no proscritos, y como la moda es tan caprichosa, las restauraciones se pusieron a la orden del día, y aquellos muebles se vengaron del abandono, volviendo a presentarse en escena más orgullosos que antes.

Así va el mundo.

Entre nosotros, ni en moda, ni en política, puede nadie decir de nadie, ni de nada, que ha terminado definitivamente su carrera.

Pero entremos a ver a la familia.

En una asistencia pequeña, alumbrada por una bujía de esperma, y amueblada con sillones y sillas de caoba tapizadas de cerda negra, conversaban tranquilamente don Bartolo y doña Guadalupe, mientras Elena dormitaba en un sillón.

—Son ya las diez —decía don Bartolo: me parece que puedes decir que nos sirvan la cena, para que nos vayamos a la cama.

—Otro día que se ha pasado sin que tengamos noticia de Eduardo; estoy con mucho sobresalto.

—Dios le cuidará…

—Algunas veces me pesa de haberle dejado ir…

—No era posible detenerle: su obligación como mexicano le llama allí, y debe cumplir con sus deberes.

—Con razón nunca me ha gustado que se meta en política…

—Esto no es meterse en política, señora: yo no le habría nunca aconsejado que tomara las armas, porque al fin soy su padre, y siempre habría querido verle a mi lado; pero me siento orgulloso al ver que ha comprendido su obligación: yo en mi país y en su caso, habría hecho lo mismo. Dios no permitirá que le suceda una desgracia; pero si así no fuese, me quedaría el consuelo de que había cumplido con su obligación. Con que no llores, y despierta a Elenita y pide la cena.

Dos fuertes golpes dados en el aldabón de bronce, sonaron en el zaguán.

—Tocan —dijo don Bartolo.

—¿Visitas a esta hora? —dio Elena despertando.

Se oyó el ruido de la cadena del zaguán, que se desprendía; rechinaron los goznes, sonó la puerta al volverse a cerrar, y los pasos de dos hombres se escucharon en el patio.

Doña Guadalupe alzó la cortinilla del balcón para ver quiénes eran.

Dos hombres pasaban bajo la luz del farol, y uno de ellos alzó la cara.

—¡Mi hijo! —gritó doña Guadalupe, lanzándose al corredor.

—¡Eduardo! —gritó Elena siguiéndola.

—¡Dios mío, Dios mío! —dijo el viejo— que no venga indultado.

III. El hogar paterno

La señora Murillo cayó casi desmayada de emoción en los brazos de su hijo: besos, lágrimas, suspiros y ni una palabra. Don Bartolo y Elena por un lado, y Jorge por otro, contemplaban también llorando aquella escena.

Por fin el hijo se desprendió de la madre para caer en los brazos de su padre y de la hermana; y así enlazados, los tres penetraron a la asistencia seguidos de doña Guadalupe y de Jorge, en quien apenas habían reparado.

Todos los criados, atraídos por la novedad, se agrupaban en las puertas, y el ama de llaves, más atrevida, vino a abrazar a Eduardo llorando también, y todos los demás la imitaron.

Para todos en la casa, el niño, como le decían a Eduardo, volvía de un viaje a los Estados Unidos: sólo la familia estaba en el secreto.

—Padre —dijo Eduardo cuando todos los criados salieron— le presento a usted a mi amigo Jorge: él ha sido para mí un hermano, un compañero inseparable: mamá, véale usted; háblale, Elena: él las conoce a ustedes, porque siempre le hablaba yo de ustedes, ¡es tan bueno!

Don Bartolo estrechó cariñosamente la mano de Jorge; doña Guadalupe hizo lo mismo, y Elena alargó tímidamente la suya.

—Viene muy enfermo —agregó Murillo.

—¡Cómo! ¿Pues qué tiene usted? —preguntó precipitadamente doña Guadalupe.

—Es cualquier cosa —respondió Jorge, desplegando sus labios por la primera vez.

—Sí, cualquier cosa —dijo Murillo— no le crea usted, mamá: tiene un sablazo en la cabeza, que casi le dividió el cráneo.

—¡Jesús! —exclamó Elena palideciendo.

—¡Ave María! —dijo doña Guadalupe—. ¿Pero cómo no nos avisaste luego, Eduardo? Siéntese usted, señor: ahora mismo enviaremos por un médico.

—No tenga usted cuidado, señora —contestó Jorge— le he recibido hace mucho tiempo, y casi estoy sano.

—Como que yo le hice la primera curación —dijo Eduardo.

—Así saldría ella —agregó don Bartolo.

—Pero nosotros tenemos hambre: ¿es verdad, Jorge?

Jorge no contestó.

—Hija, que pongan la cena —dijo don Bartolo.

—Ya está; vamos.

—Pues vamos.

Y Eduardo, como un niño, se dirigió al comedor, colgado casi del cuello de doña Guadalupe.

—Vamos, señor —dijo a Jorge don Bartolo.

—Cuando usted lo disponga.

Y los dos, precedidos por Elena, siguieron a la madre y al hijo.

La cena fue quizá de las más alegres de aquella familia.

Los criados servían con una diligencia inusitada.

Jorge comenzaba a tener confianza, y tomaba parte activa en la conversación.

Entretanto el ama de llaves iba de aquí para allá, preparando las camas de los huéspedes.

Terminó, y fue a dar parte en voz baja doña Guadalupe.

—Señora, he puesto dos camas en la recámara de allá arriba.

—¿Hay aguamanil y todo lo necesario?

—Sí señora.

—Pues ponga usted ya la luz, porque deben venir cansados y querrán acostarse.

—Jorge en mi misma pieza —dijo Eduardo Adivinando de lo que se trataba.

—Así está —contestó la madre.

A pesar de todo, la sobremesa se prolongó demasiado, ya hablando de negocios de familia, ya de los conocidos de la casa, ya de la herida de Jorge.

Llegó el momento de separarse, y se convino en que debía ir un médico al día siguiente, para comenzar la curación, y que se diría que los dos jóvenes, regresando de los Estados Unidos por el rumbo de Acapulco, habían sido asaltados por unos ladrones que habían herido a Jorge.

Además, temprano los sastres se pondrían en campaña para vestir a los recién llegados.

Eduardo besó la mano de su padre, y la frente de su mamá y de su hermana y se retiró a su habitación conduciendo a Jorge.

En esta noche Murillo no olvidó que era el enfermero de su amigo: le ayudó a desnudarse, y luego que le vio ya acostado, se sentó en la orilla de la cama.

—¡Qué diferencia entre esta noche y las que hemos pasado y volveremos a pasar en la campaña! —dijo Murillo.

—Parece un sueño —contestó Jorge—. Increíble se me figura que hace tan poco tiempo hayamos estado tan lejos de aquí y en una situación tan espantosa.

—¿Te acuerdas de la noche de la cañada de Papazindan?

—¿Y de nuestro camino hasta los picos de Cucha?

—¿Y del negro Carmen que nos salvó?

—¿Y de la buena Margarita?

—Parece imposible que estemos aquí, en medio del Imperio, recordando esas cosas…

Dos golpes se oyeron en la puerta.

—Adentro —dijo Eduardo.

—¿Aún no se duerme aquí?… —dijo don Bartolo entrando.

—No señor —contestaron los dos jóvenes.

—Recordábamos, padre, nuestros trabajos…

—A propósito de eso vengo —interrumpió don Bartolo algo embarazado—. Quiero preguntarte si vienes ya a vivir a tu casa tranquilamente.

Murillo se puso encendido de vergüenza.

—Padre mío —contestó humildemente— ¿usted puede creer que un hijo suyo abandone sus banderas?…

No pudo concluir: los brazos del honrado viejo estrechaban su cuello.

—Bien, bien —decía enternecido—, ya me lo esperaba yo, ya me lo esperaba… fui un tonto al pensar…

—Padre, vengo a una comisión importante: el general…

—Nada me digas, guarda tu secreto: son cosas del servicio y tú eres ya un hombre, un soldado. No querría yo saber más: hasta mañana, hasta mañana: que Dios te haga feliz.

Y el viejo salió precipitadamente, ocultando una lágrima que rodaba por su rostro.

—¡Qué bueno es mi padre! —dijo Eduardo metiéndose en la cama…—. ¡Oh! ¡y qué noche vamos a pasar tan tranquila! Sin alarmas, sin jefe de día… ¡Pobres de nuestros compañeros! ¿Qué estarán haciendo? Hasta mañana, Jorge.

—Hasta mañana.

Un momento después los dos dormían soñando en sus amigos.

Por supuesto, que muy entrado ya el día siguiente, todavía se prolongaba aquel sueño.

Pero a las doce los dos amigos bajaron al comedor completamente transformados: no eran ya los chinacos que conocimos de blusa encarnada y pantaloneras grises.

Elegantes trajes habían sustituido a sus pobres ropas de camino, y cada uno de ellos era un guapo mozo.

Jorge había sufrido su primera curación de mano de un médico, y no llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo: su pelo rizado y sedoso cubría la herida, y su rostro pálido hacía resaltar sus negros y brillantes ojos, y su atusado bigote había tomado una elegante curva: aquella fisonomía era lo que verdaderamente se llama interesante.

La familia de Eduardo, que le había visto en la noche, y con el traje de campaña, esperaba al verle salir, sentir esa especie de disgusto que nos causa contemplar a un buen amigo, a un hombre honrado, con un traje que le hace ridículo; pero al llegar al comedor en donde estaban los dos jóvenes, casi le desconocieron.

Jorge había hecho sus estudios en un colegio de los Estados Unidos, y tenía esas maneras corteses y despejadas, tan naturales en los hombres que han viajado por diversos países.

A Elena le pareció tan bien, que no pudo quitarle la vista en toda la comida; y casi se arrepintió de no haberle hecho caso la víspera.

—Es un hombre de sociedad tu amigo —dijo a Eduardo.

—Vaya si lo es; y tan instruido como valiente.

—¿Es mexicano?

—Mexicano; pero anda como yo en campaña, sin ser soldado: sólo por amor a la patria.

Jorge no advirtió que Elena le miraba, ni que hablaba de él. Estaba distraído.

—¡Qué simpático! —pensó Elena; y luego dijo a su hermano—: tu amigo parece triste.

—Sí: está enamorado.

—No pensaré más en él —pensó Elena, y ya no le vio.

Jorge tampoco observó que ya no le miraba.

Acabó la comida, y los dos amigos salieron a la calle.

Elena los vio por el balcón.

—Está enamorado —se dijo—: ya no pensaré en él.

Y sin embargo, pensaba.

La pobre niña comenzaba a enfermar.

La desgracia, el valor y el talento, son tres cualidades que cautivan a una mujer de corazón.

Elena era una mujer de corazón.

Jorge tenía talento y valor, y era desgraciado.

¡Pobre Elena!

Jorge soñaba aún en Alejandra.

¡Pobre Alejandra!

Elena pensaba ya en Jorge.

¡Qué alma de mujeres tan semejante, qué suerte tan diversa!

La una envuelta en seda y encajes, tenía, a su pesar, a Jorge como una esperanza.

La otra, pobre, caminando a pie por el sur de Michoacán, llevaba por único consuelo, el pensamiento de Jorge como un sueño.

¿Jorge podría llamarse un hombre afortunado?

Las fuerzas iguales y contrarias se destruyen.

Lo mismo puede decirse en amores.

Cualquiera de estos dos amores podía hacer la felicidad de Jorge.

Los dos labrarían su desgracia.

IV. Don Juan de Caralmuro

DON JUANDE CARALMURO

Murillo y Jorge se dirigieron audazmente y con ese valor que dan la juventud y la conciencia de una buena causa, por las calles principales, hasta llegar a la primera de San Francisco.

Algunas veces encontraban soldados y oficiales franceses o imperialistas, y al principio sentían una extraña mezcla de indignación y temor, pero nada podían allí contra ellos, y esto templaba su cólera; y ellos estaban tan cambiados que no podían ser reconocidos, y esto disipaba su temor.

Llegaron por fin a la calle de San Francisco, y Murillo entró resueltamente en una hermosa casa, que casi tenía la apariencia de un palacio.

Una elegantísima berlina con dos magníficos caballos prietos, ricamente enjaezados, estaba al pie de la escalera; varios lacayos con severas libreas azules, cruzaban por el patio, y al derredor de él, atados en las argollas que pendían de las paredes, se veían soberbios caballos de tiro y de silla.

Eduardo se dirigió al viejo portero, que sentado al sol en una especie de silla sin respaldo, leía un periódico con el auxilio de unos lentes redondos, montados en hojalata, y que cabalgaban sobre sus narices, comprimiéndolas hasta volver gangoso al individuo.

—¿Vive aquí el señor don Juan de Caralmuro?

—Si señor —dijo el portero sin dignarse apartar la vista de su periódico.

—¿Estará en casa?

—Suba usted.

Ésta no es una respuesta, pero así dicen los porteros, para evitar el que a su contestación afirmativa, siga la pregunta que ellos suponen casi segura: ¿podré hablarle?

Los porteros de las casas opulentas economizan palabras y cumplidos.

Son como los buldogs, capaces de desconocer a su mismo amo, si le ven con un traje distinto.

Eduardo y Jorge conocían que aquel permiso del portero era el todo.

Hay en todas las plazas fuertes un punto del que se dice: «tomado tal punto, está tomada la plaza».

En las casas de los grandes, o en los ministerios, tomado el portero, está tomada la casa; el portero da el ex equatur.

Los dos amigos comenzaron a subir lentamente la escalera, y el viejo portero, sin dejar por supuesto su lectura, alargó con negligencia la mano, y tiró del cordón de una campanilla, que produjo un ligero repique: aquel repique anunciaba las visitas, y marcaba el «hasta aquí» de la responsabilidad porteril.

Un criado salió al corredor, y se acercó sin hablar.

—¿El señor Caralmuro? —dijo Murillo.

—Pasen ustedes a la sala, voy a avisarle.

—Eduardo Murillo —dijo Eduardo; y siguió por el corredor y entró en la sala con su amigo.

Todo en aquella casa anunciaba no sólo la opulencia, sino el gusto y la elegancia: magníficos muebles, ricas alfombras, colgaduras y tapices de seda, mármoles, bronces, espejos, pinturas; candelabros y adornos caprichosos y de exquisito trabajo; todo esto combinado de la manera más artística y graciosa.

Y sin embargo, se notaba que en aquella casa faltaba la vida: no se escuchaba más ruido que el de los caballos que piafaban en el patio, y el que hacían abajo los criados hablando o silbando alguna canción popular.

—Aquí no debe haber señoras —dijo Jorge.

—En efecto —contestó Murillo—: Caralmuro no tiene familia, le sirven solo criados varones. ¿Pero en qué lo conoces?

—¡Vaya! en mil cosas: en primer lugar nota que habiendo aquí tanto lujo, no hay un piano; tampoco hemos visto en el corredor pájaros de ninguna especie; las macetas míralas tan severamente arregladas, que denuncian la mano de un jardinero, y no la dirección de una señora: además, nota en el mármol de las mesas y en el dorado de esos marcos, polvo; y las señoras no se llevan con el polvo, mientras, los hombres, por muy delicados que sean en el aseo de sus casas, hacen de esto poco aprecio.

—Tienes razón.

Una de las puertas se abrió sin hacer el menor ruido, y el dueño de la casa se presentó: los dos amigos se pusieron en pie, y Eduardo se adelantó a saludarle.

Don Juan de Caralmuro era un hombre como de cincuenta años de edad, aunque sus cabellos estaban casi blancos, trigueño, con una hermosa y despejada frente, completamente rasurado: tenía una blanquísima dentadura que mostraba a menudo en su benévola sonrisa, y alumbraban su rostro dos ojos grandes, negros y penetrantes.

—¡Eduardito! —dijo abrazando cariñosamente a Murillo—: ¡Cuánto gusto tengo de verle! ¿Cómo ha ido de trabajos? ¿cómo ha encontrado usted a su padre y a la familia?

—Muy bien, señor, muchas gracias —contestó Eduardo—: tengo el gusto de presentar a usted a mi amigo Jorge Ruiz.

—Servidor de usted —dijo Jorge.

—Mucho gusto tengo en conocerle —contestó Caralmuro estrechando la mano de Jorge—; ya los esperaba yo.

—¿Nos esperaba usted? —exclamó Murillo.

—Sí, anoche recibí un papelito del general, en que me anunciaba a ustedes y me avisaba la toma de Zitácuaro.

—¿Pero cómo tan pronto, si nosotros no hemos perdido ni un día? ¿por qué conducto?…

—Deje usted, que esos son secretos de su general —dijo graciosamente Caralmuro—: ya se cual es el objeto de ustedes al venir a México, y hablaremos algo hoy, porque un amigo me espera en el comedor.

—Entonces volveremos a otra hora —dijo Murillo.

—No hay necesidad: aprovecharemos el tiempo: en primer lugar, tengo orden de proporcionar a don Jorge lo que necesite para su curación, y él podrá decirme…

—Señor —interrumpió Murillo—, Jorge viene conmigo, y en mi casa tendrá cuanto necesite: nosotros conocemos la escasez de fondos de nuestro ejército, y no le gravaremos, porque no es necesario.

—Dice muy bien Eduardo, señor, y yo tendría remordimiento si tomara algo para mí cuando nuestros soldados están tan infelices.

—Muy bien, jóvenes, muy bien: con patriotas como ustedes, es preciso que triunfe una causa tan santa… Vamos a otra cosa: he mandado buscar ya las cápsulas, y dentro de dos o tres semanas podremos remitir con la señora que viene para llevarlos, una gran cantidad. ¿Usted ha de ver a esa señora?

—Tan pronto como llegue.

—Bien; usted me tendrá al tanto: ahora a lo que importa más: ¿ha pensado usted algo respecto de Romero?

—No señor, acabo de llegar, y no se qué habrá.

—Su causa va muy mal; hay gran empeño por fusilarle de parte de los franceses, y tanto, que creo que por ese lado toda esperanza está perdida: no nos queda más recurso que trabajar con Maximiliano para obtener el indulto, en el caso más que probable de que salga sentenciado a muerte; pero para esto es necesario conseguir certificados e informes que le favorezcan, sobre todo, respecto al ataque de Metepec.

—Señor, si hay hombres honrados que no teman decir la verdad, tendremos esos informes, porque todo el mundo ha visto siempre al coronel procurando dar garantías, contener a la tropa, y atenuar, en cuanto ha sido posible, los males de la guerra.

—Bueno; pues enviaremos a buscar estos informes: esta tarde me traerá usted una lista de las personas de quienes podemos valernos en Toluca, Tenango, Ixtlahuaca y Metepec.

—Está muy bien.

—Ahora vamos por el comedor a que tomen ustedes una taza de café, en compañía de uno de mis mejores amigos.

Caralmuro se levantó y condujo a Jorge y Murillo hasta el comedor, atravesando varias piezas, en las que se notaban el mismo lujo y la misma elegancia que en la que ya habían visto.

Un hombre de la misma edad casi que Caralmuro, esperaba en el comedor, fumando un magnífico puro habano. Delante de él, encima de la mesa, un gracioso servicio de café, cuyas piezas tenían formas caprichosas, fantásticas verdaderamente, esperaba a los convidados.

Al entrar Jorge y Murillo, el hombre se puso en pie.

—El señor don Felipe Mondragón —dijo Caralmuro, presentándole—: don Jorge Ruiz, don Eduardo Murillo.

Los tres se estrecharon ceremoniosamente las manos, y se sentaron al derredor de la mesa.

Una hora después, todavía tomaban café y platicaban como si todos fueran antiguos conocidos.

V. Los certificados

Sonó la campanilla del portero, y un criado entró anunciando a don Celso Valdespino.

—Que pase a la sala —dijo Caralmuro—. Señores, dentro de un instante estaré con ustedes: este sujeto que me busca, me trae noticias que me importan demasiado: supongo que ustedes tendrán la bondad de esperarme.

—Vaya usted con confianza —dijo Murillo.

Caralmuro salió del comedor, y se dirigió a donde le esperaba Valdespino.

Don Celso, a quien ya conocemos demasiado, estaba severamente vestido de negro, y jugaba distraídamente con una gruesa caña con empuñadura de oro, que le servía de bastón.

Al ver a Caralmuro, se arrojó en sus brazos, y los dos se estrecharon con efusión.

—Amigo don Celso, ¡cuánto gusto tengo en verle!

—Señor don Juan, ya me tiene usted aquí, y lo que es más, con brillantes noticias.

—Cuénteme usted, cuénteme usted, que estoy impaciente, y usted comprenderá que tengo motivo para ello.

—¡Oh! sí señor, y tanto que usted ve que no he vacilado para servirle, en emprender mi peregrinación a la costa de donde afortunadamente he vuelto con salud.

—Gracias.

—Pues señor, para no tener a usted por mucho tiempo en la incertidumbre, voy a referirle en compendio cuanto he podido averiguar, sin ocultarle nada, aun cuando haya cosas que lastimen su corazón.

—Hable usted, hable usted.

—Llegué a Acapulco, y comencé a preguntar por todas partes a los más ancianos de la población, por el paradero de Margarita y de su hija, pero nada, nada. Ya comenzaba a desesperarme porque los meses se pasaban sin obtener la menor noticia, cuando un día una vieja pordiosera que me pidió limosna, y a la que pregunté también siguiendo siempre el propósito de tomar informes de todo el mundo, me indicó que Margarita, poco tiempo después de la muerte o desaparición de su marido, se había ido a vivir al pueblo de San Luis, en donde tenía unos parientes o conocidos.

Como era natural, me dirigí inmediatamente a San Luis en donde pude saber que al poco tiempo de su llegada a aquel pueblo, Margarita había muerto, y la niña de cuatro años de edad, había sido recogida por una familia de México que casualmente estaba allí, y que por esos días regresó para esta capital. Aquí tiene usted un certificado con la firma del padre cura del pueblo, don Antonio Ruiz, de la partida de entierro de Margarita, que consta en los libros del Cuadrante de la Parroquia.

—¡Pobre Margarita! —dijo Caralmuro, y cubriendo su rostro con ambas manos, quedó sumergido en una profunda melancolía.

—Este otro documento —continuó don Celso sin darse por entendido del dolor de Caralmuro—, es la relación de su enfermedad y de la salida de la niña para México con la familia de que le he hablado a usted, y está firmado por un honrado herrero del pueblo, antiguo vecino, que se llama don Ladislao Pamplona.

—¿Es decir que la niña se ha perdido, y tal vez para siempre?

—¡Ah! no señor —contestó don Celso, sonriendo con aire de satisfacción— de ninguna manera: he seguido su huella, y vive, y está aquí en México.

—¿En México, don Celso? ¡En México! ¡Oh! vamos, vamos a verla: los caballos están enganchados…

—Paciencia, señor don Juan, paciencia, que no se ganó Zamora en una hora: usted la verá, y lo que es más, muy pronto la tendrá usted a su lado; pero antes es necesario ver a la persona que la tiene, y no podrá ser hasta mañana en la noche que yo vendré por usted.

—Oh, gracias; gracias: ¡cuánto le debo a usted!…

—Ya lo sé, ya lo sé; y comprendo el inmenso deseo que usted debe tener de volverla a ver; pero mañana en la noche la conocerá usted, y muy pronto podrá traerla a su casa. Por ahora me retiro: le dejo a usted esos certificados, y nos veremos mañana en la noche a las ocho; con que adiós, señor don Juan.

—Señor don Celso, ¿se va usted, y nada me dice de los gastos de su viaje, etc.?

—Será más tarde; hasta mañana.

—Pues cuando usted guste; hasta mañana.

Don Celso bajó la escalera, radiante de satisfacción, y Caralmuro volvió al lado de sus visitas, pálido y con los ojos encarnados y llorosos.

—¿Qué hubo? —preguntó Mondragón, como quien conoce el negocio de que se ha tratado—. ¿Qué tales noticias?

—Muy malas y muy buenas.

—Más vale así.

—Señores —dijo dirigiéndose Caralmuro a Jorge y a Murillo, que se habían levantado y tomaban sus sombreros para retirarse—, dispensen ustedes esta pregunta, que tal vez sea indiscreta: ¿en sus expediciones, alguno de ustedes no ha tenido ocasión de pasar por un pueblo que está cerca de Acapulco, y que se llama San Luis?

—No —indicó Murillo con la cabeza.

—Yo sí —dijo alegremente Jorge.

—¿Y conoce usted allí al cura don… don… —dijo Caralmuro buscando la firma en el documento.

—¿Antonio Ruiz?

—Sí; eso es —dijo precipitadamente Caralmuro—, eso es, Antonio Ruiz.

—Tanto le conozco —agregó Jorge—, que le miro como a mi padre: él me ha educado, y me ha dado hasta su mismo apellido, a pesar de que no somos ni aun parientes…

—¿Y será usted capaz de decirme si esta firma…

—¡Oh, es la suya! —dijo Jorge besando la firma en un arrebato de ternura.

—Es el certificado de una partida del Cuadrante —dijo Caralmuro, para satisfacer la curiosidad que adivinaba en el semblante de Jorge.

—¿Hace poco que llegó? —preguntó el joven.

—Me parece que ayer: de manera que usted debe estar tranquilo por su salud; además, yo me informaré…

—Mil gracias: será para mí un gran favor; Pero no más que no entienda nadie que yo quiero saberlo, porque tal vez sea esto motivo para que descubran nuestra venida a México…

—Pierda usted cuidado: yo me encargo de ello, y pasado mañana espero a ustedes.

—Muy bien.

Los dos amigos se despidieron; y apenas habían salido de la habitación, Caralmuro tomó la mano de Mondragón, y sacudiéndola convulsivamente, le dijo con una voz trémula de emoción:

—Margarita ha muerto, pero mi hija vive: está en México, y mañana mismo debo estrecharla contra mi corazón.

Mondragón alzó los ojos al cielo.

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó oprimiendo la mano de Caralmuro entre las suyas, él aún puede ser feliz, pero yo ni una esperanza siquiera sobre la tierra.

Una lágrima corrió por sus mejillas hasta perderse en su tupida barba.

Y el padre de Alejandra y el marido de la «Guacha» se abrazaron llorando.

VI. Los planes de don Celso

Don Celso vivía en la calle de Montealegre, y para allá se dirigió al salir de la habitación de Caralmuro.

La casa del santo varón era exactamente una casa de principios del siglo.

La puerta de la calle estaba siempre cerrada, y sólo se abría un postigo que daba entrada a un patio triste y oscuro; las paredes pintadas figuraban grandes tableros azules y amarillos, deslavados por el tiempo y por la lluvia; el piso enlosado, brotaba yerba en sus junturas, y un tronco viejo de higuera, con un cerco de mampostería casi destruido, constituía su único adorno.

En el descanso de la escalera había un inmenso cuadro con la imagen de la virgen de Guadalupe mexicana, y en él aparecían colgados, con listones de colores y como piezas justificativas de milagrosas curaciones, brazos, piernas, ojos y cabezas de plata.

La sala tenía por muebles un largo canapé, forrado de damasco amarillo; algunas sillas de tule pintadas de negro, con manzanitas y flores doradas, una mesa redonda en el centro, y cuatro rinconeras semejantes a las sillas; un petate angosto de los que se llaman de Puebla, blanco, con cuadros color de café, rodeaba toda la estancia; por delante del canapé y de las sillas y en las cuatro mesas de los rincones, había ridículas esculturas de santos, adornadas con flores de listón, y cubiertas con capelos ordinarios de vidrio. Por supuesto que no faltaba cuadros de santos en las paredes, ni una lamparilla ardiendo delante de la Santísima Trinidad, ni un braserito para encender los cigarros sobre una mesa, ni un platito de loza de china con una baraja y unos granos de maíz para jugar al tresillo o la malilla.

La servidumbre se componía de la vieja Pilar, a quien vimos en el rapto de Alejandra y a quien conocimos en la historia de la «Guacha», y que era, como si dijéramos, el ministro universal; de una cocinera y de un zapatero viejo, que servía de portero, y algunas veces de criado, sin más recompensa que el camaranchón que se formaba debajo de la escalera, por habitación y una pobre vela de a tlaco todas las noches para alumbrarse.

Don Celso tenía reputación de muy caritativo, y todas las mañanas, los sábados, más de treinta mendigos entre los que había hombres, mujeres y niños, se presentaban y se reunían frente a su casa; cubiertos de harapos, sucios, y casi repugnantes: permanecían allí dos, tres y hasta cuatro horas, impidiendo el paso a los transeúntes, y causando unas veces asco y otras lástima, pero llamando siempre la atención sobre sí, hasta que se les daba su caridad que consistía en una torta de pan de menos valor de un centavo, y que repartía ostentosamente Pilar, no sin reñirlos de paso porque estaban arruinando a su señor; y toda aquella munificencia casi nunca ascendía a tres reales.

Cuando don Celso llegó a su casa, Pilar estaba en conversación con una mujer ya anciana también.

—Buenas tardes —dijo don Celso.

—Buenas tardes, señor —contestó Pilar—: aquí está la señora que fui a buscar.

—Muy bien; ¿es usted?…

—Sí señor.

—Pues pase usted a la sala. Pilar, ve a abrir…

—Está abierta…

Don Celso se sentó en el canapé, y la recién venida a su lado.

—Supongo, señora —le dijo don Celso—, que Pilar habrá dicho a usted cuál es mi deseo.

—Sí señor —contestó la vieja—, y estoy conforme en ayudarle a usted. Yo, como usted sabe, tengo una niña que no es hija mía, y que debe tener muy cerca de diez y seis años; digo que eso debe tener, porque hace cerca de doce que me la dieron muy pequeñita, y desde entonces se ha criado a mi lado.

—¿Cómo se llama?

—Leonor la llamo yo.

—¿Y es bonita?

—Señor ¿qué le puedo decir a usted si la veo como hija?

—Vamos, señora, la verdad, que se trata de negocio: ¿qué señas tiene? veamos.

—Pues señor, es alta, blanca, de pelo negro algo quebrado, ojos negros muy grandes, la nariz ni aguileña ni roma, la boca muy fresca, muy bonitos dientes; no es gorda, pero no es delgada… garbosa como una reina…

—Bueno, me hago el cargo… ¿y está bien educada?…

—¡Ah! sí señor: sabe leer, escribir, contar las cuatro reglas, sabe tejer de gancho y con agujas, cose muy bien en blanco, hace unas marcas muy bonitas…

—Y de educación social, esto es, de trato de gentes, ¿qué tal?

—Algo, no mucho; como yo tengo pocas visitas, y no vamos a bailes, ni a diversiones…

—¿Y no tiene novio?

—Ni tiene ni ha tenido, porque la he cuidado como a las niñas de mis ojos; nadie la ve, y ella casi a nadie conoce.

—Todo está muy bueno, me conviene: ahora vamos al negocio; voy a proponerle a usted mi plan: se trata de que esa niña tenga una colocación muy brillante en la sociedad, y por consiguiente usted también como su madre adoptiva: van ustedes a ser muy ricas.

La vieja abrió los ojos desmesuradamente.

Don Celso continuó:

—Pilar me ha dicho que usted es una mujer de confianza y de secreto, y por ella conozco a usted y sé su nombre.

—Salvadora Gómez, para servir a usted.

—Ya lo sé, ya lo sé, vamos adelante; en primer lugar es necesario decir a esa muchacha que ha encontrado usted a su padre; ¿sabe ella que es huérfana?

—Sí señor.

—Pues bien, que ha encontrado usted a su padre, que es un señor muy rico, y que irá a verla mañana en la noche, y prepararla para que le reciba bien, contarle que nació en Acapulco, que se llama Alejandra, y que su madre, que se llamaba Margarita, murió en el pueblo de San Luis, en la costa, donde estaba usted casualmente con su familia, y en donde la recogió usted y se la trajo para México, hará doce años. Esto mismo debe usted sostener al padre a quien debo llevar mañana a la casa de usted.

—Pero si yo no conozco la costa, ni he estado nunca en ese San Luis, ni nada: puede cogerme en mentira…

—No hay cuidado: mañana muy temprano viene usted acá en donde la estará esperando un herrero de San Luis con su mujer, que se han venido conmigo: ellos le contarán a usted cosas de por allá que puede usted repetir, y creerán todos que ha estado por la costa, y si algo se le pasa, usted puede decir: «Ya no me acuerdo: hace ya tanto tiempo… estuve allí pocos días», y… otras mil cosas.

—Vaya, así puede que pase… y luego…

—Luego yo iré diciendo a usted lo que ha de hacer; lo que importa es que nada haga sin avisarme o consultarme: cuando no pueda usted personalmente, por medio de Pilar.

—Muy bien.

—¿Y cuándo podré ver a Leonor?

—Cuando usted quiera.

—¿Esta noche?

—Esta noche.

—A las ocho estaré en su casa de usted: ¿qué calle es?

—En la calle de la Merced, en la casa del Pueblo: no más pregunta usted a la casera por doña Salvadora, la de la velación, que así me dicen, porque siempre he tenido a mi cargo la velación en la iglesia de Loreto, y le llevarán a usted a mi cuarto.

—Vaya una casualidad; estamos de buenas: allí mismo vive, con su familia el herrero de quien le hablé a usted.

—Ah, entonces ya caigo: serán dos viejos que están siempre muy abrigados, y se pasan el día en el sol…

—Los mismos.

—Que tienen dos hijos y un huérfano que le dicen Cacomixtle…

—Los mismos.

—Pues entonces la cosa es mejor, y no necesito venir aquí para que me cuente: en la casa será más fácil.

—Sí: esta noche que vaya, lo arreglaré.

—Muy bien. Pues me retiro, porque comienza a pardear la tarde y voy a llegar noche a mi casa: con que le espero a usted a las ocho.

—Allá estaré.

—Bueno; hasta luego.

—Hasta luego, señora.

La vieja salió de la sala, y al pasar frente a una de las piezas, gritó:

—Hasta mañana, Pilarito.

—Hasta mañana, doña Salvadorita —contestó Pilar; y corrió a llevar el chocolate a don Celso, que había quedado solo.

Don Celso se estuvo escribiendo hasta que oyó sonar en el reloj de la catedral las siete y media.

Entonces llamó a Pilar, le pidió su capa y su montera; se puso ambas cosas, y echándose cuatro o cinco onzas en el bolsillo, salió a la calle, encargando mucho al portero que cuidara bien de la casa, que no abriera a nadie, y que no se fuera a dormir cuando él volviese.

VII. Una azucena entre cardos

México sentía la mano de hierro de los franceses.

Durante el día, el movimiento de las tropas, la afluencia de gentes que tenían necesidad de ir a sus negocios, el concurso de indiferentistas de ambos sexos que atraían a los paseos y a las plazas las músicas que con este objeto colocaban allí los conquistadores, comunicaba a la ciudad una especie de alegría ficticia, que hubiera muy bien podido tomarse por indicio de bienestar, de tranquilidad y de contento.

Durante el día, la ciudad, como una mujer víctima de secretos pesares, ocultaba como ella su dolor, y tenía sonrisas para la sociedad y para su tirano.

La ciudad tenía para el sol su careta de seda y su traje de gala.

Entonces los franceses se creían no sólo temidos, sino amados; soñaban entonces con la perpetuidad de su poder y con la eterna posesión de su conquista.

Soñaban a la luz del sol, porque el sol es tan bello, y sobre todo en México, que si no disipa, ahoga los remordimientos.

Pero llegaba la noche.

—La noche es la conciencia del malvado, porque le trae, entre sus sombras y sus misterios, la claridad y la verdad de sus crímenes, y en su silencio los gritos de sus víctimas.

La noche es el descanso del que sufre; bajo su negro manto pueden correr tranquilas sus lágrimas, pueden ahogarse sus sollozos…

México reía a la luz del sol con sus verdugos y con sus malos hijos, pero lloraba en la noche con sus leales y con las sombras de sus mártires.

Apenas oscurecía, las calles comenzaban a quedarse desiertas; y a las ocho de la noche, apenas en un silencio pavoroso se escuchaban las pisadas de uno que otro vecino que se retiraba temblando de encontrar al gendarme francés que se paseaba por la calle con su fusil, deteniendo y examinando a todos, y mandando presos al vivac a cuantos en su doble posición de gendarme y de conquistador, consideraba sospechosos.

A veces, por los balcones de alguna elegante casa, se veían salir un río de luz, y se escuchaba una música melodiosa que ejecutaba alegres danzas. Allí había un baile, y aquella luz y aquella música que se derramaba sobre una calle pavorosa y triste, eran la ironía más sangrienta.

Aquellas parejas bailaban alegremente toda la noche, y salían del sarao tranquilas y satisfechas, casi siempre a la misma hora que salían para la plazuela de Mixcalco, todos los días sin excepción, multitud de hombres condenados a sufrir la última pena, por el horrendo crimen de amar la independencia de su país. Iban a morir por haber querido dar una patria libre a los hijos de aquellos mismos que bailaban cuando ellos caminaban al suplicio. Y los últimos acordes de la música y el ruido de las descargas de la ejecución, se confundían en un solo eco.

México de día era la Mesalina de los franceses.

México de noche era la madre de los republicanos proscritos y perseguidos.

Vamos a nuestra historia.

Don Celso llegó hasta la casa que le indicó doña Salvadora, y se dirigió a un cuarto que tenía sobre la puerta un gran letrero que decía: «Casera.»

—Señora, buenas noches.

—Buenas noches —contestó una mujer—: ¿qué mandaba usted?

—Señora, ¿no me hace usted el favor de que me enseñen dónde vive doña Salvadora la de las velaciones?

—Sí señor, ya van. Tío Nacho, enséñele al señor dónde vive doña Salvadorita.

—Vamos, señor —dijo saliendo del cuarto de la casera un aguador viejito y pequeño de cuerpo—; por aquí.

Don Celso le siguió atravesando por delante de muchos cuartos y viviendas.

En unos había hombres y mujeres trabajando, en otros grupos que conversaban, que jugaban, que tocaban vihuelas y cantaban, en otros rezaban, lloraban, comían.

Aquélla era una Babel: al lado de un cuarto en que estaba tendido un muerto, tres muchachas perdidas reían y retozaban con dos hombres; y más adelante un viejo artesano encorvado por el trabajo, acababa una obra de zapatería, a la vacilante luz de un mechero de aceite que expiraba.

Subieron una escalerita en el segundo patio, y el aguador indicó a don Celso, con la mano, una puerta en el fondo de un corredor escasamente alumbrado.

Don Celso le dio una moneda, y se dirigió a aquella puerta, que se abrió antes de que él llamara.

La cabeza de doña Salvadora destacó su silueta en el claro de la habitación alumbrada por dentro.

Sonaba en este momento la plegaria de las ocho.

—Eso es, así me gusta, puntualidad —dijo la vieja—: pase usted señor don Celso; buenas noches.

—Buenas noches —dijo don Celso entrando.

—Siéntese usted.

—¿Y Leonor?

—Voy a llamarla: se estaba vistiendo para recibir a usted; ya le dije… —La vieja guiñó el ojo.

—¿Y qué dice?

—Muy contenta, todo lo ha creído, voy a llamarla.

—Vaya usted.

La vieja se entró a la pieza interior, y don Celso pudo ver la salita muy pobre pero muy aseada: en las rinconeras había unos vasos con amapolas y otras flores, y en una de ellas había un libro; don Celso vio el título: Los Miserables.

Don Celso movió la cabeza como diciendo: ¿qué tal? ¿qué le parece a usted?

—Señor don Celso, aquí tiene usted a Leonor —dijo doña Salvadora presentándose en el aposento.

Don Celso volvió la cara al oír la voz de la vieja, y casi quedó deslumbrado de la belleza de Leonor.

Aquello era más de lo que él se prometía; era más de lo que podía haberse imaginado.

Leonor era tal como la había descrito doña Salvadora, y sin embargo no hubiera podido nadie formarse una completa idea de su hermosura.

Un cutis blanco y transparente dejaba percibir en medio de un fondo suavemente rosado, los purísimos trazos de azuladas venas; los ojos grandes y negros tenían esa especie de somnolencia melancólica que distingue a la mujer de las razas meridionales; sus labios un poco gruesos y su boca un tanto grande, hubiera parecido defectuosa a un maestro de pintura, y adorable, encantadora, a un poeta y a un hombre de gusto.

—Señorita, a los pies de usted —dijo don Celso tan cortado como un estudiante que se encuentra por primera vez con la señora de sus pensamientos.

—Buenas noches —contestó Leonor haciendo oír el timbre de voz más melodiosa que había llegado a herir los oídos de Valdespino.

—El señor don Celso —dijo doña Salvadora dirigiéndose a Leonor—, viene a hacerte una visita, en nombre de tu padre, a quien tendremos el gusto de ver aquí mañana.

—¡Mi padre! —dijo Leonor—: ¡qué extraño se me hace oír esta palabra!

—Sí, su padre de usted, señorita, que la llora perdida hace tantos años.

—Pero yo desearía comprender este misterio. ¿Por qué me separaron de su lado? ¿por qué no estaba él al lado de mi madre a la hora de su muerte? En fin, necesito que se descorra este velo que oculta la historia de mi vida…

—Éstos son secretos de su padre de usted, señorita, que mañana mismo él tendrá el placer de aclararlos; yo no soy más que un enviado suyo.

—Pero ¿por qué no ha venido él mismo esta noche?

—Era preciso prepararte, hija mía —dijo doña Salvadora—, porque tal vez la sorpresa te hubiera hecho mal.

—O tal vez —añadió don Celso—, usted no le hubiera reconocido inmediatamente, y todas las explicaciones que ahora se han hecho ya a usted, hubieran tenido que hacérsele delante su padre, y usted comprenderá que su posición sería cruel embarazosa.

—¡Oh! —exclamó Leonor—, ¡qué deseos tengo de conocerle!

—Y quedará usted tan contenta de ello, como él satisfecho de la hija que el cielo le devuelve.

—¿Es muy bueno mi padre? —dijo Leonor acentuando tiernamente esta palabra.

—Tan bueno, tan rico y tan considerado, como usted lo merece.

—Tráigale usted, señor, tráigale usted.

—Mañana a las ocho de la noche —dijo don Celso levantándose—: mañana.

—¿Se va usted?

—Señorita, tengo que hacer.

—¿Tan pronto nos deja?

—Mañana volveré, y trayéndole a usted a su padre tierno y amoroso.

—Dios lo haga.

—Lo hará. Hasta mañana.

—Buenas noches.

Y don Celso estrechó la mano de Leonor, blanca y suave como un copo de algodón.

—Le alumbraré a usted hasta la escalera —dijo doña Salvadora tomando una palmatoria con una luz—. No salgas, niña, que hace frío; quédate.

Leonor cerró la puerta y se sentó en una silla.

Pensaba, pensaba, porque a pesar del deseo de conocer a su padre, no se sentía emocionada, y esto le parecía un delito: se acusaba de ser una hija desnaturalizada, pero todo aquello era tan extraño, tan misterioso, había tanta frialdad, tan poca efusión en los personajes que habían intervenido en los preparativos de aquel reconocimiento, que ella no se sentía bien.

—Dios me guiará —dijo entre sí—; quizá sea verdaderamente mi padre, y quizá no tenga el alma como estas gentes… pero si quisieran burlarse de mí, sacrificarme, explotar mi orfandad… Dios me guiará.

Mañana temprano —había dicho don Celso a doña Salvadora al despedirse— vendrá aquí el herrero; y como para contar a Leonor algo de su niñez y de su país natal, hablará; de todo eso, procure usted aprender bien la lección.

—Está corriente.

—Voy a verle, ¿dónde vive?

—Aquí, en el cuarto número 13; pero ya se habrá acostado.

—Las gentes de Tierra Caliente se acuestan muy tarde. Hasta mañana. —Y le deslizó dos onzas de oro al despedirse.

—Buenas noches, y mil gracias —dijo la vieja guardando su dinero.

Don Celso llamó en el cuarto número 13.

—Adentro —contestó una voz conocida.

Don Celso, empujando la puerta, penetró en la habitación: los muchachos dormían, y sólo Cacomixtle estaba en un rincón despierto.

—Señor don Celso —dijeron Lalo y Ramona levantándose—: ¿qué milagro?

—Lalo, te necesito: es preciso que mañana temprano vayas con Ramona a visitar a la señora doña Salvadora, que vive allá arriba, en el fondo del corredor: allí hay una muchacha muy bonita, y a quien vas a platicarle de tu tierra, que es también la suya.

—¡Qué! ¿es de la costa?

—No; pero es fuerza hacerle creer que es de allá; ya sabes que es Alejandra, que vino acá muy niña.

—Ah, ya caigo: ¿ésta es la que hemos de hacerle tragar por hija al otro?

—Cabal.

—Pues iré con Ramona, y usted verá.

—Está bien; adiós: toma —y le alargó la mano con dos duros.

—Gracias.

Don Celso salió. Lalo cerró tras él la puerta, y abriendo su mano, mostró silenciosamente a Ramona las dos monedas blancas y brillantes.

—¡Qué hombres más malos! —pensó el Cacomixtle—: ya tienen entre manos «obrita». ¡Qué falta me hace el señor cura, aunque el pobrecito se dejó dormir!…

VIII. La corte marcial

Nicolás Romero y sus desgraciados compañeros habían sido conducidos a México para ser juzgados por la Corte Marcial.

¿Quién no ha oído hablar de las Cortes Marciales francesas?

Tribunales espantosos y sanguinarios, si es que puede darse el nombre de tribunales a esa reunión de hombres destinados a dirigir y organizar asesinatos.

En las Cortes Marciales no había defensa posible: casi siempre la simple denuncia bastaba para fundar una sentencia de muerte, que se ejecutaba sin dilación: ninguna garantía, ninguna esperanza, ninguna salvación para el acusado.

Los vocales de esas juntas, ávidos de sangre, atropellaban las fórmulas más comunes y aceptadas en los juicios, y su solo objeto, su única misión, era procurar diariamente ocupación a los verdugos que, como el tigre que acecha su presa, esperaban todas las noches la lista de los que al día siguiente debían dejar de existir.

La Inquisición tenía más aparato para el suplicio, quizá más crueldad en los tratamientos que hacía sufrir a sus víctimas; pero más deseo de sangre y más constancia en el asesinato, no.

Las Cortes Marciales, en poco más de tres años que duraron establecidas en México, hicieron morir por lo menos triple número de individuos que la Inquisición en casi tres siglos.

Sólo la famosa ley de 3 de octubre, publicada por el Imperio, excedió en crueldad a las Cortes Marciales.

México estaba sobrecogido de espanto: la espada de Damocles pendía en cada hogar sobre la cabeza de cada miembro de la familia.

Todo el mundo esperaba un sangriento término en el juicio de Nicolás Romero y de sus oficiales, y nadie, a excepción de algunos hombres de corazón de hiena, estaba contento.

Le hacían a Romero cargos que, por ridículos, formaban un espantoso contraste con el valor que les daba la Corte Marcial.

Se le reprochaba como un crimen haber hecho requisición de caballos para montar a sus soldados, sin recordar que Bonaparte, el primer cónsul, había hecho en París lo mismo para reorganizar las caballerías del Ejército del Rhin.

Se le presentaba como prueba de las calumnias de que era víctima, una carta de su general, en que le aconsejaba el mayor orden y moralidad en la tropa, como si un consejo o un mandato en este sentido, probara otra cosa, que la nimia escrupulosidad que tenían los jefes republicanos para guardar y cuidar de las garantías sociales.

El fiscal o relator Lafontaine emplazaba orgullosamente a todos los jefes republicanos para el banquillo de la Corte Marcial, y pedía siempre con más o menos entusiasmo, la muerte para Romero y sus oficiales.

Vana fue la defensa, vanos e inútiles los esfuerzos de todos los hombres de bien.

La Corte recibió mil informes favorables a Romero.

Los testigos todos declararon su buen comportamiento, y sólo dos soldados franceses, que debían la vida a la generosidad del coronel republicano, declararon en su contra.

¡Pero no! Aún hubo otro, otro que por vergüenza de México es mexicano; otro que mostró en sus declaraciones una especie de rabia encarnizada, acusando a Nicolás de haberle robado hacía algunos años, su caballo, y que a pesar de los empeños y de los ruegos de varias personas, no quiso callar ni retirar declaración, que fue en la que casi se apoyó la sentencia de muerte: este hombre se llama Manuel Echávarri.

La familia Murillo estaba en aquella estancia misma en que la conocimos; Pero esta vez Elena no dormía, aunque también eran más de las diez de la noche. La joven estaba inquieta, y cada vez que oía tocar el zaguán, se levantaba a ver por el balcón que daba al patio, quién llegaba.

—Esta ansiedad es mortal —dijo doña Guadalupe.

—Horrible —contestó don Bartolo.

—¿Qué habrá sucedido?

—Yo tengo esperanza —decía don Bartolo— de que no le condenen a muerte: se han presentado buenos informes, y todos los testigos han declarado bien.

—Sí; pero ese Echávarri ha declarado: de manera que eso solo será bastante para que el pobre de Romero vaya al cadalso.

—Pero qué, ¿no le hablaron? ¿no le suplicaron?

—Sí, pero todo fue en vano.

—Dios se lo perdone.

—Dios se lo perdone —repitió don Bartolo.

En este momento sonó el zaguán.

—Ahí están —dijo Elena.

—¿Qué habrá sucedido? —dijo doña Guadalupe.

Se oían los pasos de Jorge y de Eduardo que iban subiendo la escalera; el silencio en la estancia era completo; don Bartolo, su mujer y su hija no se atrevían ni a hablar; casi contaban los pasos que se venían acercando poco a poco; por fin empujaron la vidriera.

—Abre —dijo a Elena doña Guadalupe.

Elena abrió: los dos jóvenes entraron sombríos y silenciosos.

—¿Qué hay? —dijo con ansiedad doña Guadalupe.

—Todo se ha perdido —contestó Jorge.

—No hay ya esperanza; están sentenciados a muerte —agregó Eduardo.

—Ese hombre muere, porque los franceses le tienen miedo —dijo el viejo don Bartolo.

Todos volvieron a quedar en silencio.

Eduardo estrechó la mano del viejo, y se sentó también.

Elena no se atrevía ni aun a mirarlos.

La muchacha sentía crecer cada día su simpatía por Jorge, en medio de su candor y su inocencia, no dejaba de dirigirle de cuando en cuando miradas incendiarias.

Estaba en su derecho, y esto en ella era casi tan justo como la defensa de la propia conservación, irreprochable y de derecho natural.

Pero aquella noche había de por medio un negocio tan grave, que Elena tuvo vergüenza de pensar siquiera en otra cosa.

—¿Y no habrá esperanza en el indulto? —preguntó doña Guadalupe.

—Creo que no, madre —contestó Eduardo.

—Pero el emperador se lo ha prometido al Lic. don Pedro Escudero y Echanove, diciéndole que le avise violentamente si sale condenado Romero.

—Ojalá —dijo Jorge—: pero temo mucho que nada consigan, porque cada día me convenzo más de que no es Maximiliano el que manda, sino los franceses.

—En fin, haremos otro esfuerzo —dijo don Bartolo— aunque ustedes ya saben que yo tengo pocas relaciones, y sobre todo con las gentes que figuran; pero haremos, haremos lo que se pueda. ¿Crees que aún habrá tiempo, Eduardo?

—Yo creo que sí, padre: casi a las diez se ha concluido la audiencia, y supongo que no será mañana la ejecución.

—Bueno —contestó don Bartolo—, pero por sí o por no, siempre lo más prudente será comenzar a trabajar esta noche. Mira, di que pongan el coche, y tú, Guadalupe, dame mi capa y mi sombrero.

—¿Vas a salir? —dijo doña Guadalupe.

—Voy a ver a Caralmuro, a ver si podemos hacer algo en favor de Romero.

Eduardo salió a mandar poner el carruaje, y doña Guadalupe entró por el sombrero y la capa de su marido.

En la mayor parte de las familias de México se observa que aun cuando están en el mayor grado de prosperidad, las mujeres tienen costumbre de servir y cuidar personalmente a sus maridos, sobre todo en estas pequeñeces. Hermosa y santa costumbre, que hace siempre del hogar, el hogar, y de la familia, la familia; que no permite a las riquezas ser el sepulcro de esas benditas obligaciones de la esposa, y que conserva en toda su pureza y en todo su vigor, esas delicadas atenciones del hombre con la compañera de su vida.

Entre nosotros la esposa, la mujer, es la mitad de nosotros mismos, y no se considera sólo como en otras partes, respecto al marido, como el socio industrial para ganar el sustento o padecer entre los pobres y el socio capitalista para negociar o derrochar entre los ricos.

—Aquí está la capa —dijo doña Guadalupe—: ¿te vas sin cenar? —Sí.

—Tome usted algo, papá —dijo Elena.

—No, hija: en la casa de Caralmuro tomaré algo si me da hambre; al fin es hombre solo, y yo tengo con él bastante confianza: lo que importa es no perder el tiempo. Ea, a ver mi capa.

Don Bartolo se puso su sombrero, y luego se volvió de espaldas para que doña Guadalupe le pusiera la capa.

—Muy bien.

—Ya está el coche —dijo Eduardo entrando.

—Pues vamos. Ya vuelvo, Guadalupe.

—¿Acompañamos a usted? —dijo Jorge.

—No: es mejor que se queden con la familia, porque tal vez vuelva yo tarde, y no estaría tranquilo si todos los hombres nos fuésemos.

Don Bartolo bajó la escalera, y poco después se oyó el ruido sordo del coche, rodando en el patio, y luego el ruido más sonoro que hacía en la calle, y que se fue perdiendo rápidamente en dirección al centro de la ciudad.

IX. Una gota de acíbar en una copa de miel

Daban las once de la noche en el reloj del palacio imperial, cuando el carruaje de don Bartolo se detenía en la puerta de la casa de Caralmuro.

—Ya estará don Juan durmiendo el segundo sueño —pensó Murillo—: si no fuera porque la cosa urge y es tan importante, no llamaba; los porteros estarán durmiendo ya; va a ser necesario alborotar la casa.

Don Bartolo llamó con dos golpes furiosos, y cuando esperaba que tardarían mucho en abrirle, y que sería necesario volver a llamar, vio que la puerta se abría inmediatamente.

—¿Está aún despierto Caralmuro? —preguntó.

—Sí señor, suba su merced —contestó un lacayito que había abierto el zaguán.

—Bueno —pensó don Bartolo—; esto me quita algo la mortificación.

Y comenzó a subir la escalera, tosiendo de cuando en cuando como todos los viejos.

Al llegar al corredor, observó mucha luz en la sala, y oyó voces de señoras que hablaban y reían en ella.

—¡Calla! —dijo deteniéndose—: ¿qué es esto? ¿si habré equivocado la casa? Pero no; si el lacayo me dijo que Caralmuro estaba aún levantado: ¿Se habrá casado este hombre?

—¿Qué mandaba usted? —dijo una criada que salió al corredor.

—¿Criadas? —dijo entre sí don Bartolo—: si aquí no había más que hombres.

—¿Buscaba usted al señor? —insistió la criada viendo que no respondía.

—Sí, al señor don Juan de Caralmuro —contestó don Bartolo, esperando con esta contestación sacar algo en limpio.

—Pues pase usted a la sala, allí está con la niña —dijo la criada, y volvió a entrarse a las piezas.

—¿Con la niña? pues ahora sí que no lo entiendo: pero vamos a ver —y se dirigió resueltamente a la sala.

En un sofá Caralmuro y Mondragón conversaban alegremente con Leonor y doña Salvadora, que estaban con ese aire de confianza que tiene una mujer en su casa, sentadas en dos sillones al lado del sofá.

Leonor estaba encantadora: sus mejillas coloreadas por el placer y sus ojos brillantes por la satisfacción, la hacían más bella que nunca: una elegante bata de muselina vaporosa, y transparente, había sustituido a su pobre vestido de percal blanco con listas cafés; y sin más alhajas que unos sencillos pendientes de coral y un fino bejuquito de oro en el cuello, estaba verdaderamente ideal.

Caralmuro la contemplaba con delicia, y la muchacha le hablaba con esa gracia y esa ligereza que son el ámbar que exhala el alma virgen de una mujer a los diez y seis años.

—Vamos, hijita —decía Caralmuro—: ¿de nada te acuerdas? ¿ni del mar, ni de las palmas, ni de nada?

—De nada, papacito —contestaba la muchacha tomándole una mano—: no recuerdo más mar que el que hay pintado en un cuadro de Robinson en mi casa de la Merced, ni más palmas que las del domingo de ramos.

Caralmuro reía.

—Salió tan niñita de la costa —decía la vieja Salvadora—, que es imposible: si yo, como le digo a usted, apenas recuerdo, pues ella…

—Buenas noches —dijo en la puerta don Bartolo.

—¡Oh amigo don Bartolo! —dijo Caralmuro—: cuánto bueno por esta casa. Pase usted, pase usted, que no podía llegar en mejor ocasión: estoy de enhorabuena, soy verdaderamente feliz en esta noche: voy a presentarle a mi hija, a mi Alejandra, a quien yo creía ya perdida para siempre: mírela usted, mírela usted. Alejandra, te presento a mi buen amigo el señor don Bartolo de Murillo, un hombre muy honrado, padre de una muchacha muy bonita y de un joven muy simpático. ¿Es verdad, don Bartolo, que es muy bonita mi hija? ¿Es verdad que no me ciega el amor de padre? Diga usted que tiene tan buen gusto.

—En efecto, esta señorita es muy hermosa contestó don Bartolo atarantado con aquel diluvio de palabras, con aquella locuacidad tan extraña en el carácter reposado de Caralmuro.

Un gran dolor o un gran placer cambian el carácter de un hombre, vuelven tonto al más hábil y al más avisado: y don Bartolo comprendió que allí pasaba una cosa muy extraordinaria, porque jamás recordaba haber visto de esa manera a su amigo; y así es que después de saludar a Mondragón y a doña Salvadora, se determinó a esperar la explicación de aquel enigma, y la oportunidad para hablar de su negocio. Conocía que no había llegado en buena hora, pero también sabía que no había otra.

—¡Oh! pues oiga usted —continuó Caralmuro—: hace catorce años por lo menos, que perdí a mí hijita, y hasta hoy me la vuelve Dios, ¡qué hermosa y qué buena! porque ahí donde usted la ve, tiene un corazón de ángel. ¡Oh! usted sabe lo que se quiere a una hija; figúrese usted lo que sentiría si se perdiera su Elena…

—¡Eh! —dijo don Bartolo, que ante esta idea olvidó hasta el negocio que llevaba.

—Que se perdiera su Elenita y que la llorara usted por muerta trece o catorce años, y sin saber de ella…

—¡Jesús! ¡Dios me libre!

—¿Y qué sentiría usted el día que volviera a encontrarla?

—¡Ah! ya lo creo.

—Pero soy un loco —dijo de repente Caralmuro—: usted debe tener algo importante que decirme, donde ha salido de su casa a esta hora; pero estoy tan contento soy tan feliz, que de todo me olvido hoy.

—Sí, en efecto, tengo algo que decir a usted —contestó don Bartolo.

—Pues pase usted por acá —dijo Caralmuro levantándose y dirigiéndose a un gabinete inmediato.

—Vamos, con permiso de las señoritas.

—¿Qué tiene usted, amigo? —preguntó Caralmuro, luego que se hubieron sentado.

—Señor don Juan, malas noticias: Nicolás Romero ha sido sentenciado a muerte.

—¡Cómo!…

—Como usted lo oye: a las diez, poco más o menos, se ha pronunciado la sentencia.

—Pero eso es inicuo, infame; eso no tiene nombre.

—Será lo que usted quiera; pero así ha pasado.

—¿Y cuándo debe ejecutarse la sentencia?

—No se sabe; pero creo que no debemos perder tiempo.

—Tiene usted razón, no debemos perder tiempo, y los momentos son preciosos: el Emperador ha prometido el indulto y es necesario obtenerlo esta misma noche. Voy a decir que enganchen…

—No hay necesidad: mi carruaje está a la puerta y puede usted disponer.

—Muy bien: pase usted a la sala mientras vuelvo: voy a ver a Escudero.

Caralmuro besó la frente de Leonor, ésta le besó la mano, y sin más despedida, salió de la sala y bajó las escaleras.

Leonor y las visitas quedaron en silencio, y se oyó en la calle, distintamente, la voz de Caralmuro, que decía al cochero: calle de Medinas número 5, y el carruaje echó a andar.

—Si logro salvar a Romero —decía Caralmuro, arrellanándose cómodamente en un rincón del carruaje—, es este el día más feliz de mi vida. Encontrar a mi hija, y librar de la muerte a un buen patriota.

Media hora después el coche volvía de la calle de Medirías, y Caralmuro pensaba:

—¡Qué desgracia en un día tan feliz para mí! Una gota de acíbar en un copal de miel.

X. Un calvario

La familia Murillo esperaba la vuelta de don Bartolo, y era ya más de medianoche.

A cada ruido de coche que se oía por la calle —decía Elena—, ahí viene, y se asomaba al balcón. Jorge y Eduardo estaban anonadados: les parecía imposible que se atrevieran a fusilar a Romero; tan valiente, tan generoso, tan desinteresado, tan patriota.

Por fin se oyó venir un carruaje que se detuvo frente a la casa, y se escuchó ese silbidillo que sirve a los cocheros en la noche para anunciar su llegada y que se les abra sin necesidad de llamar al zaguán.

La puerta se abrió, y el coche penetró en el patio, que comenzaba a estar oscuro.

Don Bartolo llegó al lado de la familia.

—No hay esperanza —dijo para ahorrarles la pena de preguntar.

Todos callaron.

—¿Quieres cenar? —preguntó un cuarto de hora después doña Guadalupe.

—No —contestó don Bartolo.

—Ni yo, ni yo —dijeron todos unos después de otros.

—Pues vamos a nuestras habitaciones. Y cada uno se retiró silenciosamente.

Es inútil decir que nadie pudo conciliar el sueño.

Serían las cuatro de la mañana, y Jorge se incorporó en el lecho.

—¿Qué tienes? —preguntó Eduardo.

—No he podido dormir un solo instante.

—Ni yo: he contado las horas unas tras otras.

—¿Vas a vestirte?

—Sí, me es imposible estar en la cama más tiempo, y quizá me atreva a salir para ver por última vez al coronel.

—Pero eso sería horrible.

—Más horrible sería no volverle a ver siquiera por última vez. ¿Qué diremos a los compañeros y al general, cuando nos pregunten si acompañamos al coronel en el último trance?

—Dices bien; vamos.

Se vistieron y procuraron salir sin hacer ruido.

Al pasar cerca de la recámara de doña Guadalupe, vieron luz por dentro y se acercaron: la madre y la hija rezaban.

—Buenos días, madre —dijo besándola Eduardo.

—¿Adónde vas? —preguntó la madre.

—Por ahí —contestó Eduardo algo embarazado.

—Elena —decía Jorge por otro lado—, usted ha llorado mucho.

—Jorge —contestó Elena—, el que va a morir es un hombre, un patriota, es… su coronel de usted.

¡Cuánto quería decir con esto! Jorge lo comprendió, se sintió tentado de hacerle una declaración amorosa, de esas que por estar ya casi preparadas, se explican y se entienden con una frase, con una palabra, con una seña; pero se contuvo. ¡Qué iba a hacer! Comprometido con Alejandra solemnemente y amándola tanto, ¿cómo podía decir amores a la hija de una familia que le había recibido en su seno y a la hermana del hombre que tenía como a un hermano? Y a pesar de todo, Jorge empezaba ya a amar a Elena, sin perder por eso su pasión por Alejandra.

Lo que prueba que se puede amar a dos mujeres a la vez.

(Y perdonen nuestros lectores; pero escribimos novela con todos los visos de verdad).

—Vamos, Jorge —dijo Murillo.

Jorge le siguió, sintiendo aún fijas en su frente las miradas dulces de Elena.

—Vamos —pensó—: pues no estoy haciendo el papel del casto José.

—¿Adónde será mejor dirigirnos? —preguntó Eduardo.

—Creo que a la plazuela de Mixcalco.

—Pues vamos.

De la calle de Cadena a la plazuela de Mixcalco, donde tenían lugar las ejecuciones, había una muy larga distancia, que podían haber atravesado en carruaje, pero que prefirieron cruzar a pie para no llamar la atención: ¿qué era para ellos, hombres tan avezados a la fatiga, una media legua de camino?

Cuando llegaron a Mixcalco, estaba allí mucha gente esperando la llegada de los sentenciados, y fue preciso a los dos amigos abrirse paso casi a fuerza, hasta llegar al cuadro.

En los primeros días de su dominación en México, los franceses eligieron por teatro de sus ejecuciones la plazuela de Santo Domingo, que está casi en el centro de la población, y que tiene por límites al sur, edificios particulares, al norte la antigua Iglesia de los Dominicos, que da su nombre a la plazuela, por el oriente el edificio de la Aduana, y por el poniente una portalería que sirve de asilo a esos escribientes y poetas pobres, que se llaman en México vulgarmente «evangelistas», y que sentados en un pequeño taburete, delante de un miserable pupitre, ganan a escasamente su vida, escribiendo y redactando versos y cartas de todas clases, para los criados domésticos, para los aguadores y para los amantes pobres que no saben escribir; escritores que son la primera grada de esa inmensa escalera, en cuyo último peldaño se disputan un lugar Milton y Shakespeare, Cervantes y Quintana, Victor Hugo y Lamartine, el Dante y el Petrarca.

Aquella plazuela está verdaderamente empapada en sangre. Allí han sido sacrificadas tantas nobles víctimas, que si un laurel o una palma brotara en memoria de cada mártir, ese lugar sería el bosque más impenetrable de la tierra.

Pero hay modas hasta en el asesinato y Santo Domingo cayó de la gracia de los civilizadores de México, y la plazuela de Mixcalco pasó a la categoría de favorita de los franceses.

Mixcalco está al oriente de la ciudad, cerca de la garita de San Lázaro.

En otro tiempo había sido el lugar de la ejecución de los criminales; por eso tal vez causaba cierto pavor a los habitantes de la ciudad y por eso casi siempre estaba desierta.

Absurdas consejas corrían sobre aquella plazuela: quien contaba que un hombre ahorcado, allí, por haberse robado unos vasos sagrados, paseaba de noche envuelto en un sudario; quien refería que la cabeza de un reo muerto impenitente aparecía en las altas horas también de la noche, pidiendo «confesión»; quien decía haber oído un grito agudísimo y desgarrador que lanzaba una mujer vestida de blanco y con el pelo suelto, y que era nada menos que una madre infanticida, muerta allí mismo por manos de la justicia.

Sea por esto, o lo que es más probable, por la escasez de agua de aquel barrio, las casas que forman la plazuela se fueron quedando vacías y arruinando; de modo, que en la época en que los franceses ocuparon la capital sólo vivían por allí pobres carboneros, que durante el día salían a expender su mercancía.

En aquel lugar triste y apartado debía tener su desenlace ese drama que hemos visto comenzar en Papazindan.

Se oyó un rumor en la multitud; el movimiento uniforme y simultáneo de las armas de los franceses produjo con la naciente luz del sol, un relámpago siniestro que cruzó por encima del agrupado pueblo; y Nicolás Romero, sereno y animoso, casi indiferente, penetró en el cuadro en unión de otros dos oficiales que iban a sufrir su misma suerte.

Infinitas precauciones había tomado la plaza para llevar a efecto la sentencia: la popularidad de Romero y la notoria injusticia del procedimiento hacían temer una sublevación popular. Se había adelantado la hora: la guarnición estaba sobre las armas, la artillería lista, las patrullas y la gendarmería en movimiento y, sobre todo, la policía secreta, esa víbora que brota como la yerba venenosa de los pantanos, del seno de los gobiernos impopulares, en una actividad espantosa.

Romero fumaba desdeñosamente un puro. Los dos oficiales que le acompañaban y que también debían morir eran: un subteniente que había sido el mariscal de un escuadrón de la brigada de Romero, y el comandante Higinio Álvarez, jefe de los exploradores de la misma brigada. Romero iba envuelto en la misma capa que usaba en campaña, y Álvarez en un zarape tricolor, que imitaba la bandera de la República.

¿Para qué referir la ejecución? Los tres murieron con tanta sangre fría y con tan orgulloso desdén, como si no fueran a morir.

El sargento francés dio a Romero el golpe de gracia, y sin embargo, como si aquella alma de gigante no hubiera podido desprenderse del cuerpo, al conducir el cadáver de Romero a su última morada, hizo un movimiento tan fuerte, que rompió el miserable ataúd en que le conducían sus verdugos.

El pueblo se dispersó sombrío y cabizbajo.

—¡Oh! —dijo Jorge—; es necesario marcharnos cuanto antes, libertad a la patria, o morir como el coronel.

—Mañana mismo —exclamó Murillo.

A las diez de la mañana de ese día, la tierra había bebido ya la sangre de aquellos mártires, el sol había secado otra parte, y los vientos habían borrado con su polvo los últimos rastros.

Los carboneros, indiferentes, hacían su comercio como la víspera, sin ocuparse apenas de lo que acababa de pasar allí.

XI. Otra faz de don Celso

Entre las personas que volvían de la ejecución, caminaba un hombre que por su traje parecía recién venido de la Tierra Caliente.

A poca distancia, y sin perderle de vista, la seguían otros dos, uno de ellos con el mismo aspecto y su compañero de levita y sombrero negro, con apariencias de un hombre acomodado.

—¿Estás seguro de no equivocarte? —decía a su compañero el hombre de la levita negra.

—No, señor, no me he equivocado: don Roque es, como yo, hijo de mi madre.

—Veremos —dijo el otro.

—Lo verá usted.

Un coche que pasaba hizo detener al hombre que era objeto de aquella disputa, y los de atrás pudieron acercarse a él sin ser vistos.

—En efecto, es él.

—¿Ve usted, señor don Celso, como yo tenía razón?

—Sí tenías, pero ahora es fuerza que no se nos escape.

—¿Y cómo hacer?

—Mira, ¿conoces a los gendarmes?

—Sí, señor.

—Pues te vas detrás de don Roque; y tan pronto como encuentres alguno, le pides auxilio para prenderle, y que le conduzcan a la «plaza francesa».

—¿Pero sí él me conoce?

—¿Qué importa? ¿Tú crees que tendrá tiempo de contar el cuento? Ya sabes, tío Lalo, que yo nunca te comprometo: con que anda, y mientras, voy a que te preparen alojamiento.

Don Celso subió en un coche del sitio, y tío Lalo siguió las pisadas de don Roque, que tan tranquilo como inocente, se iba deteniendo a cada paso, ya para contemplar una guerra pintada en el fondo de una pulquería, ya para comprar un muñeco de barro en una velería, ya para extasiarse delante de un almacén de modas o de una mercería.

Don Celso llegó a la diputación y se dirigió directamente, sin vacilar ni preguntar a nadie, y como hombre que conoce bien el terreno, hasta el despacho del Prefecto Político.

Los empleados y la gente de policía le saludaban como a un conocido de confianza. El ordenanza abrió la puerta, y don Celso penetró en el despacho.

El Prefecto firmaba: el secretario, de pie a su lado, leía el extracto de las comunicaciones que se iban despachando, y un empleado, con un diligente servilismo, recogía los pliegos firmados, les echaba arenilla para que no se borrasen, y los colocaba uno sobre otro cuidadosamente.

El Prefecto no tenía ni el trabaja de quitar el pliego de encima para escribir en el que seguía; el empleado era un Proteo en esto de evitarle molestias.

Don Celso entró sin hablar por no interrumpir el trabajo, y se paró junto a la mesa; el secretario le estrechó silenciosamente la mano, y siguió leyendo.

«Orden a los periodistas para que no se hable de lo que ocurre por Zitácuaro».

El Prefecto firmó, y al mojar la pluma, alzó la cabeza casualmente.

—¡Hola! señor Valdespino —dijo sin dejar de escribir—: ¿qué hay de nuevo?

—Nada, señor, venía yo a hablar con usted.

—Siéntese por ahí.

—«Segunda advertencia al periódico la Orquesta» —dijo el secretario.

Era el último pliego.

—¿No hay más? —preguntó el Prefecto.

—No, señor.

—Muy bien: que salga luego luego el despacho.

—Vamos, señor Valdespino; ¿qué nos dice usted de bueno? venga usted por acá.

Don Celso se sentó humildemente al lado del Prefecto.

—Pues señor, en la ejecución de Romero no hubo novedad.

—¿Ya terminó eso?

—Sí, señor.

—Vaya, bendito sea Dios; enemigo menos.

—Andaba por allí un hombre que ha sido de los soldados de Romero, y a quien conocí en mi último viaje a la costa: le llaman Roque el sacristán, porque fue sacristán de la iglesia del pueblo de San Luis: es hombre malo, ladrón famoso, enemigo del imperio, y temible; porque además de ser astuto y valeroso, tiene un gran prestigio en la Tierra Caliente.

—¡Hola!, ¿eh? ¿y qué hace aquí?

—No sé; pero no ha de haber venido a nada bueno: él estaba hablando con varios hombres del pueblo, y creo que sólo las precauciones tomadas pudieron impedir que hubiera hecho una intentona en favor de su antiguo coronel.

—Pero ¿dónde está?, ¿usted no averiguó dónde vive?

—¡No, señor!

—¡Qué lástima!

—Pero he enviado tras él a un hombre que le conoce de cara y mañas, tan bien como yo, y a esta hora el tal Roque debe estar preso.

—Es usted una alhaja, señor Valdespino —dijo el Prefecto, golpeando una pierna de don Celso suavemente—: yo le prometo a usted que S. M. no olvidará sus servicios y sabrá premiarlos dignamente.

—Señor, no lo hago con ese interés.

El ordenanza abrió la puerta y entregó un pliego al Prefecto, que lo abrió y lo leyó.

—¡Magnífico! —dijo—: me dan parte de haber sido aprehendido Roque Marín (alias) el sacristán, a pedimento de don Ladislao Pamplona. ¿Es el mismo?

—El mismo.

El Prefecto agitó la campanilla.

—Que venga el señor secretario —dijo al ordenanza.

El secretario se presentó.

—Hágame usted el favor —dijo el Prefecto—, de que con inserción de este oficio se remita al reo de que se trata a disposición de la Corte Marcial, agregando que tanto el aprehensor como el señor Valdespino pueden dar antecedentes de su conducta.

—Pues ya no le quito a usted el tiempo, y me retiro —dijo don Celso.

—Un momento, señor Valdespino; hágame usted un favor.

—Mándeme usted, señor.

—El coronel Van-der-Smisen, jefe de la Legión belga, y que hace la guerra en Michoacán, desea un hombre inteligente y de toda confianza, conocedor del terreno, etc., etc., para que le sirva de explorador, pero no explorador común, una conciencia selecta.

—Tengo uno.

—¿No le digo a usted? si usted es una alhaja.

—¿Y cuándo podemos contar con él? porque mañana o pasado sale un convoy para Morelia, y sería bueno que siquiera le alcanzara por Toluca. Estará muy bien pagado.

—Puede usted contar con él hoy mismo.

—Y ¿cómo se llama?

—Ladislao Pamplona, el mismo que prendió a Roque.

—Magnífico: esta tarde a las cuatro le espero.

—Yo mismo le traeré; hasta la tarde, señor.

—Hasta la tarde, señor Valdespino.

Don Celso salió, diciendo entre sí: el tío Lalo tendrá un buen empleo, y lo mejor es que le ahorcaran los chinacos en un descuido; así como, así, me alegro, me sirve: pero sabe de mí más de lo que me conviene.

—He aquí, pensaba el Prefecto, cuando salió don Celso, un hombre honrado y de provecho: merece una cruz, y yo se la conseguiré.

El padre Antonio, la señora Joaquina y don Roque habían llegado la víspera a México, con motivo de la próxima erección del obispado de Chilapa, al cual pertenecía San Luis.

Como la gente de los pueblos cuando viene a México, habían procurado traerse a todos los conocidos, y sólo pudieron arrastrar a don Plácido convaleciente y a la «Guacha».

En todo el día no apareció don Roque, que había salido temprano a ver la ejecución de Romero. El cura y su hermana comenzaron a apurarse en la noche. México, para los que vienen así, es una especie de Babilonia llena de precipicios.

El cura salió a buscarle; pero no conocía a nadie, ni nadie conocía a Roque.

El pobre cura no debía volver a ver a su honrado sacristán; las cosas iban muy ligeras en la Córte Marcial.

El día siguiente al de la ejecución de Romero, y en el mismo lugar, con las declaraciones de don Celso y del tío Lalo, don Roque, juzgado por la Corte Marcial, sufría la última pena, y su cadáver era arrojado en la fosa común, cuando el padre Antonio decía alegremente a la señora Joaquina:

—¡Qué contento se va a poner Roque ahora que vuelva, cuando le enseñe estos pantalones de pana negra que le he comprado!

XII. Una gota de miel en una copa de acíbar


Señor don Bartolomé de Murillo: «Querido y buen amigo»: He respetado los nueve días del duelo que supongo habrán tenido usted y Eduardo, por la catástrofe de Nicolás: hoy reclamo algo para mí. Espero a usted, a Eduardo y a Jorge a comer conmigo esta noche a las siete. Suyo.

JUAN DE CARALMURO.
 

—Eduardo —decía don Bartolo, después de leer en voz alta este billete—, supongo que tú y Jorge no tendréis inconveniente…

—Ninguno —contestaron los dos jóvenes.

—Entonces a las seis y media aquí; pero sin falta, militarmente; aunque sea dicho en confianza y aquí inter nos, tengo la picara idea de que ustedes conocen poco de eso que se llama Ordenanza.

—No, señor —dijo Jorge.

—Ya veremos, ya veremos.

Don Bartolo se equivocó, porque a las seis y media en punto los dos muchachos estaban listos, y a las siete aquella trinidad se hacía anunciar en la casa de Caralmuro.

No había más convidados fuera de ellos, que Mondragón, el constante compañero de Caralmuro: siempre amable, pero siempre melancólico.

Leonor hacía los honores de la mesa; doña Salvadora no se presentaba en estas reuniones. Si no hubiera contado ella que Leonor no era su hija, de seguro que siempre se habría conocido: ella la había educado; ella había sido el único modelo vivo que la muchacha había tenido siempre a la vista; y sin embargo, Leonor era tan amable, tenía para la sociedad un tacto tan exquisito, que parecía que había sido siempre una gran señora.

Esa delicadeza, ese tacto, que un hombre de educación no conseguiría tener en diez años de observación y estudio, una mujer puede adquirirlo en un mes; puede, si se quiere, adivinarlo, inventarlo, sin más ayuda que unos cuantos libros, que a nosotros no nos servirían ni de pasatiempo; ayudada y guiada de esa exquisita sensibilidad y de esa maravillosa intención que dios ha concedido a las mujeres en cambio de las dotes viriles que les ha negado.

Las mujeres son como esas aves que cantan o enmudecen anunciando la calma o la tormenta, cuando el hombre y los otros animales más fuertes que ellas ni aun presienten el lejano cambio de la atmósfera.

Eduardo no conocía, como era natural, a Leonor, y Leonor no conocía a Eduardo: allí fueron presentados el uno al otro. ¿Había algo de violento en que simpatizaran? ¿Era creíble que dos jóvenes libres, interesantes, y sobre todo, de distinto sexo, y que no estaban enamorados, que dejaran de enamorarse?

Leonor «hizo tilín» a Eduardo, como dicen los españoles.

Eduardo no le pareció a Leonor tercio de paja, como decimos los mexicanos.

Las pasiones y los amores no nacen, como cuentan los novelistas, en el momento de conocerse, o antes, como aseguran los más exagerados; pero la verdad es que la primera impresión decide casi siempre del porvenir; y si los amantes tienen que rondar a la dama y dar mil pruebas de constancia antes de obtener el «sí» feliz, esto no depende de que la dama no haya formado desde el principio la fírme resolución de corresponderle, si no de que hay, en el inédito código de amor femenil, la terminante disposición de que para estos casos se inventó el refrán de «no se ganó Zamora en una hora»; y esto se lleva a efecto por honor del sexo, aunque allá en el fondo, más de cuatro reniegan de esa tiranía y de ese respeto a la legalidad.

Aunque «por casualidad», las miradas de Leonor y de Eduardo se encontraron muchas veces durante la comida, y hubo algunas preferencias casuales también en el giro de la conversación, como por ejemplo, escuchar ella cuando él hablaba, con gran atención, y distraerse cuando otro tenía la palabra, contestar él a las preguntas de ella siempre, aunque fueran hechas en general.

Sólo Jorge notó estos pormenores, que al fin era hombre y joven, y aunque estaba enamorado, no por eso dejó de decir, como lo hubiera hecho cualquiera en su edad y en sus circunstancias, delante de una muchacha tan bonita: «Veamos por dónde sopla aquí el viento»: notó lo que pasaba, y se puso a comer tranquilamente: «No tenía vela en aquel entierro», como reza el antiguo refrán.

Se tomaba el café, la conversación era acalorada y franca, los diálogos se animaban, y las miradas aquéllas eran más frecuentes y más fijas.

—Señores —dijo don Juan—, voy a dar a ustedes una prueba de confianza y de cariño.

—Veamos —contestó don Bartolo.

—Supongo, y con justicia, que ustedes, como mis verdaderos amigos, tendrán, si no empeño, sí deseo de saber cómo me separé de mi hija, a quien felizmente he vuelto a ver.

—Por supuesto, exclamó Eduardo con entusiasmo, y lanzando a Leonor una mirada más incendiaria que esas camisas embreadas de que nos cuentan los artilleros de principios del siglo.

—Y yo también —dijo Leonor, contestando aquella mirada con otra que hablaba tanto en tan cortos instantes, que hubiera avergonzado a la taquigrafía y al telégrafo.

—Pues señores, aunque corta, es casi una novela, y si me prometen no enfadarse…

—No, señor —contestaron todos.

—Pues al grano.

Todos se acomodaron perfectamente, disponiéndose para escuchar; se llenaron de nuevo las tazas de café, y los que fumaban encendieron sus tabacos.

Eduardo dirigió una miradilla que le fue bien contestada, y se colocó de manera que pudiera, sin llamar la atención, estar contemplando a Leonor durante el relato de Caralmuro, que él rogaba a Dios que fuera largo, muy largo.

En ese momento olvidó sus penas, sus compromisos, el porvenir que le aguardaba en el campo republicano, todo, todo: sentía en medio de tantos dolores, un placer puro, inmenso, desconocido.

Era la gota de miel que caía en la copa de acíbar.

Era nada para aquel pasado, aquel presente y aquel porvenir, tan sombríos y amenazadores.

Era mucho para aquel corazón ardiente, juvenil y entusiasta.

Los criados se retiraron, y Caralmuro comenzó su relación.

«Hace catorce años era yo tan pobre, que necesitaba ganar el pan con mi trabajo corporal; y tan ignorante, que leía Carlos usted, donde decía Carlos V.

»Escribía ogtubre con g, y contaba con los dedos en la venta de tres melones a dos reales cada uno».

Al oír esta franca relación, los convidados de Caralmuro se miraron entre sí con esa mirada que indicaba la ternura y el respeto que inspira siempre una confesión de esta clase en boca de un hombre de honradez, y que se encuentra en una posición elevada.

«Vivía yo en Acapulco con mi mujer y mi hijita, muy tranquilo y muy feliz.

»Un accidente inexplicable, y que no es del caso referir, me hizo separarme violentamente de mi familia, y tomar el rumbo de la Tierra Caliente de Michoacán.

»Práctico en aquellos terrenos, y cortando la Sierra, como decimos por allá nosotros, llegué hasta un pueblo que está a la orilla del río de las Balsas, y que se llama Coyuca.

»Sin conocer a nadie, pero fiado en la Providencia, me entré resueltamente en la población, hasta llegar a la iglesia, que estaba abierta, y me senté en la puerta a refrescarme en la sombra que el edificio proyectaba en el cementerio.

»¿Qué hacía? Yo no sé si rezaba pensando o pensaba rezando, pero yo pensaba y rezaba al mismo tiempo.

»Oí ruido, y vi pararse en la puerta de la iglesia a un hombre, que conocí inmediatamente que era el cura. Buscaba por todas partes con la vista, y esperó un largo rato; por fin se dirigió a mí, y me dijo:

»—Oye, tú: porque en los pueblos, los curas tienen el derecho de hablar de tú a todos los pobres.

»—Mande usted, señor cura —contesté levantándome con el sombrero en la mano.

»—Ayúdame a cerrar la iglesia; después saldrás por el curato.

»Me entré al tiempo, puse mi sombrero en el suelo, y cerré aquellas puertas tan llenas de cerrojos y trancas, como si fueran las de algún palacio encantado y que, sin embargo, no guardaban más que unas cuantas imágenes, unos ornamentos viejos, un cáliz, un copón, y una custodia de plata, y algunos candeleros, atriles y ciriales de madera dorada.

»Al estar cerrando me dijo el cura:

»—Tú eres forastero, ¿es verdad?

»—Sí señor, soy de Acapulco.

»—¿Y qué andas haciendo?

»—Señor, vengo a buscar mi vida.

»—¿Tienes familia?

»—Aquí, no señor.

»—¿Pues quieres quedarte de sacristán conmigo? que ahora no tengo.

»—¿Pues cómo no?

»—Pues mira; te daré casa, comida y doce reales cada mes. Tus obligaciones son: tener listas todas las cosas de la iglesia; no barrer, porque eso lo harán los semaneros, ni ayudar las misas, porque eso es obligación del maestro de la escuela; pero tocar al alba, las doce, las tres y las ocho; yo te diré a qué horas. ¿Te conviene?

»—Sí, señor.

»—Me sirves la mesa, vas por agua para el gasto de la casa, rajas leña para la cocina de humo, matas cada cuatro días el corderito que se ha de comer en el curato, barres el corredor del curato y el cuadrante; ¿lo entiendes?

»—Sí, señor.

»—Y cuando salga yo a dar misas o a confesiones, me acompañas a pie; a llevarme la bolsa con la sotana, y cuidar mi caballo en donde lleguemos, y esto es todo: ¿te conviene?

»—Sí, señor.

»Al señor cura todavía le parecía poco el trabajo; pero en fin, nos arreglamos, y yo quedé de sacristán en toda forma.

»Como por allí no hay ladrones, de nadie se desconfía; así es que no hubo necesidad de fianzas ni de conocimientos, y comencé al momento a ejercer mi nuevo empleo».

XIII. Un clavo de oro en la rueda de la fortuna

«Tres años pasé —continuó don Juan—, al lado de aquel buen cura, que además de ser honrado, era un hombre de conocimientos poco comunes, inteligente en las ciencias naturales, y dividía su tiempo entre el ejercicio de su ministerio y el estudio.

»Al principio sólo le acompañaba yo en sus excursiones científicas como un criado; pero poco a poco, y viendo mi afición, comenzó a considerarme como un discípulo, y después como un colaborador.

»Yo me dediqué a la lectura y al estudio, y pronto conocí que había aprendido más de lo que esperaba.

»Un día convidaron al cura a una fiesta que se celebraba en el pueblo de Pungarabato, que estaba a pocas leguas de la orilla opuesta del río, le acompañé como de costumbre, y pasamos la noche en aquel pueblo.

»La mañana siguiente quiso el cura que regresásemos a la parroquia, y muy temprano nos pusimos en marcha; a las diez del día llegamos a la margen derecha del río.

»Durante la noche había caído una tormenta en la Sierra, y el río venía extraordinariamente crecido.

»Era un espectáculo imponente; yo me había criado en la orilla del mar y, sin embargo, aquella mole inmensa de aguas turbias y cenagosas, arrastrando entre sus ondas, árboles seculares arrancados de raíz, casas enteras, toros, caballos, borregos, cerdos, gallinas; alzando de cuando en cuando oscuros penachos de espuma, chocando, retorciendo, avanzando, arremolinándose, y sin ruido, sin estrépito, como si se deslizara en un acueducto de mármol bruñido, como si sólo se estuviera soñando, como si no existiera realmente, me sobrecogió, me asombró.

»Creí que nadie se atrevería a pasar al otro lado, pero me engañé: pocos momentos después de llegar, se presentaron dos hombres enteramente desnudos, ofreciendo su balsa para cruzar el río.

»La balsa es un tejido de mimbres o de carrizos, que tendrá vara y media en cuadro, y que se mantiene flotando sobre las aguas, merced a una multitud de calabazos secos y vacíos, que llaman bules o balsas, que se le adhieren con cuerdas delgadas a la parte inferior: es imposible arrojarse al agua en más frágil embarcación; una tabla sería más segura.

»No tiene bordes, es un trozo de estera que flota; el peso solo de un hombre la sumerge, hasta hacer brotar el agua entre sus más unidas piezas; y durante la navegación, las ondas pasan sobre ella, empapando siempre a los viajeros: los nadadores la impulsan y la dirigen.

»El cura estaba muy acostumbrado a pasar en la balsa, y sin embargo, ese día preguntó:

»—¿Qué tal va el río?

»—No está peor —contestó el balsero.

»—¿No nos llevará?

»—Cuándo.

»El cura entró primero y se sentó, porque sólo sentado se puede estar en la balsa, yo le seguí y me acomodé a su lado. Uno de los hombres comenzó a entrar al río estirándonos, y otro por detrás impulsando suavemente. Mientras iban haciendo pie en el fondo, caminamos perfectamente; pero faltó tierra, y comenzaron a nadar: el movimiento era horrible, impulsos y sacudidas violentas que nos hacían vacilar; choques contra las maderas flotantes, que nos ponían en inminente riesgo; olas que pasaban sobre nosotros cubriéndonos completamente. Yo estaba mareado, aquel movimiento del agua me desvanecía, a pesar de estar acostumbrado al mar.

»Caminamos mucho tiempo, y yo observaba que las dos orillas estaban siempre a la misma distancia de nosotros, a pesar de que nuestro movimiento se iba haciendo cada vez más acelerado; alcé la cara para ver al cura, estaba pálido y rezaba en voz baja.

»Entonces comprendí lo que pasaba: los balseros no tenían fuerzas para atravesar, y la corriente nos arrebataba; el hombre que impulsaba la balsa se quedó muy lejos sin poder alcanzamos; el otro luchaba con el agua como un desesperado: era nuestra única esperanza, quizá podía salvamos. Un. madero que flotaba chocó en su cabeza, el hombre soltó la balsa, se hundió y el torrente nos arrebató en el momento.

»Casi me es imposible describir lo que sentí y lo que sucedió entonces: la corriente nos arrastraba como una pluma; el movimiento y la velocidad eran espantosos; los árboles de la orilla parecían correr en dirección opuesta; pero pasaban tan rápidos, tan vagos, que semejaban una carrera infernal de fantasmas; las montañas perdían sus formas a nuestra vista, y el aire que íbamos rompiendo nos hacía oír ruidos y voces desconocidas y extrañas y todo se envolvía en una especie de nube.

»No sé qué tiempo anduvimos así; a mí me pareció muy largo y muy corto; de repente sentí crujir la balsa, y me encontré envuelto en una masa de agua, al través de la cual descubría la luz; sentí un peso inmenso sobre todo mi cuerpo, y un rumor sordo y atronador; perdí el conocimiento. Habíamos caído en una pequeña catarata…

»Abrí los ojos y me encontré en la margen derecha, enredado entre ramas, yerbas y troncos que el río había depositado allí en una presa natural formada por una vieja palma caída al pie de una ziranda colosal. El agua se había retirado, y yo estaba salvado.

»Me levanté casi maquinalmente, busqué por todas partes a mi protector, o al menos su cadáver, y nada: las ondas le habían llevado hasta el océano, o durante mi desmayo había servido de pasto a los caimanes.

»Por algún tiempo permanecí en la orilla mirando el agua, sin saber qué partido tomar, ni adónde dirigirme: estaba yo en un lugar completamente desconocido para mí; habíamos caminado, arrastrados por la corriente, mucho tiempo y con una velocidad increíble, que yo calculaba en más de veinte leguas por hora; habían pasado a nuestro lado pueblos y rancherías; pero ni las había visto nunca, porque nunca había yo bajado el río, ni me hubiera sido fácil reconocerlos, en la disposición de ánimo que yo llevaba.

»Entonces me senté en el tronco de la palmera, y apoyé en mis manos la cabeza; estaba yo desnudo, porque es una propiedad de los ríos desnudar en poco tiempo a los que arrebata.

»Meditaba mirando el suelo, y me pareció que entre las yerbas brillaba algo; me acerqué, y era una moneda de oro».

Don Bartolo y los demás que escuchaban la relación se miraron entre sí como asombrados.

«Me agaché a tomarla, y ya supondréis cuál sería mi asombro al encontrar cerca de ella otra y otra, y otra, y muchas. Comencé a cavar con las manos, y luego con una rama, y ahondando siempre, y siempre encontrando dinero.

»Había allí una cantidad muy grande, muy grande, más de lo que yo había imaginado tener nunca, más de lo que yo, hombre pobre y humilde, había pensado que podía ver reunido nunca en el mundo.

»Yo pensé durante mi tarea, que aquel dinero debía haber sido enterrado allí durante la guerra de Independencia, porque todos aquellos lugares están sembrados de tradiciones más o menos fantásticas, acerca de tesoros ocultos por los insurgentes, y casi no hay un solo individuo por allí que no tenga una de estas historias que llaman relaciones.

»Yo estaba lelo; era una dicha superior a mi razón, y si el viento de la tarde, evaporando el agua que empapaba mis cabellos, no hubiera refrescado mi cabeza, creo que me habría vuelto loco con los acontecimientos de aquel día.

»Aquel tesoro era mi porvenir y mi felicidad: yo no podía volver a Acapulco, pero podía radicarme en cualquiera otra parte, enviar en busca de mi mujer y de mi hijita, y traerlas a mi lado, ya no a padecer, sino para verlas muy felices.

»Pero por el momento no veía yo modo de transportar mi tesoro, ni lugar adónde llevarle; le acababa de adquirir, y ya tenía la zozobra de perderle; entonces determiné volverle a esconder, para venir en su busca cuando me fuera posible.

»Volví a enterrarlo en el mismo lugar, y como ya sabía yo que el río lo había descubierto una vez, para impedirlo la segunda, que hubiera sido más fácil por estar la tierra recién removida, emprendí colocar sobre aquel lugar una gran piedra que estaba cerca.

»Debía tener aquella piedra muchos años de estar en aquel lugar, porque estaba profundamente adherida: allí seguramente había crecido, porque, digan lo que quieran los sabios y los naturales, nosotros los que hemos vivido muchos años en los bosques y que conocemos las piedras y los árboles de nuestras montañas, como a unos amigos viejos, podemos asegurar que las piedras crecen hasta convertirse de jigas en grandes peñas, o disminuyen hasta tomarse en arenas.

»A costa de mil esfuerzos llevé aquel peñasco, valiéndome del auxilio de una palanca improvisada, y le coloqué en el lugar de mi tesoro; le acuñé con otras piedras pequeñas, y me puse a pensar los medios de salir de aquella situación.

»Tomé todas las señales del lugar en que dejaba mi dinero: había una vieja ziranda, a la derecha una palma en pie y a la izquierda una palma derribada por el torrente; no había temor de olvidar ni de equivocar el sitio.

»Entonces me puse a caminar poco a poco, por la orilla, en contra de la corriente, no sin volver continuamente la cara para descubrir la palma y la ziranda. Caminé así algún tiempo, hasta que vi venir por el río, que estaba ya tranquilo, una canoa con cuatro hombres; le hice seña y se acercaron adonde yo estaba.

»—Amigos —les dije— ¿no me hacen el favor de llevarme?

»—Vaya —contestó uno de los hombres enfadado— que nos haya llamado para eso, amigo; yo creí que era otra cosa: busqué quién le pase, que nosotros vamos ocupados; vamos a ver si encontramos una balsa que se llevó el agua esta mañana con el señor cura de Coyuca y otro cristiano.

»—Pero óigame —le dije, viendo que volvía a remar para alejarse— si yo soy el que venía con el señor cura.

»—¿De veras? ¿a ver? —contestó saltando en tierra.

»Contéle cuanto había pasado, y me recibieron en la pequeña canoa, que era un tronco enorme de parota, ahuecado por medio del fuego.

»—Siempre iremos más adelante, a ver si sabemos algo del señor cura.

»—Oh sí —contesté yo.

»Pasamos otra vez al lado de la palma y de la ziranda: el corazón me latía; se me figuraba que iban a descubrir lo que yo había ocultado allí.

»Abordamos cerca de una ranchería; se quedó allí la canoa, y pie a tierra nos volvimos por la margen izquierda, llegando en la noche al pueblo de Zirándaro.

»La gente de aquel pueblo tan pequeño y tan retirado puede servir de modelo por su caridad, su franqueza y su honradez: jamás un desvalido quedará allí sin amparo, y jamás un viajero dejará de recibir una hospitalidad tan generosa y desinteresada como la de los tiempos bíblicos.

»Todos se empeñaron en socorrerme: me dieron ropa, me alimentaron y me señalaron una buena casa por alojamiento, en donde una familia prodigó a mi desgracia las más dulces atenciones.

»¡Bendito sea ese pueblo noble y hospitalario! Si los votos de la gratitud llegan al cielo, Zirándaro debe tener un porvenir de felicidad».

XIV. El cerro de Barrabás

«A poco tiempo de estar en Zirándaro, hice relaciones con un mozo soltero, sin familia, emprendedor, audaz, gran cazador de tigres, y nadador célebre en los contornos.

»Se contaban de él cosas maravillosas. Amaba a una mujer, y ésta le manifestó deseos de conocer un tigre vivo: Torralva, que así se apellidaba, no contestó nada; al día siguiente tomó su escopeta, y seguido de sus perros se internó en el bosque; nadie supo lo que pasó, pero el domingo siguiente, todo el pueblo, espantado, pudo ver frente a la casa de la novia de Torralva, dentro de una formidable jaula de madera, con toscas ruedas y tirada por dos borricos, un hermoso tigre que venía sin la más leve herida.

»Torralva salía algunas mañanas a cazar patos a la orilla del río: una vez, una mujer que lavaba dejó acercar mucho al agua a su hijo; el niño resbaló y cayó al río; y cuando la madre ocurrió, un caimán le arrebató con sus enormes mandíbulas. Torralva tiró la escopeta y se arrojó al agua con su puñal; no era ya posible salvar a la criatura, porque el monstruo la había devorado, pero era preciso matar al caimán, porque si estos animales llegan alguna vez a probar la carne del hombre, después se vuelven terribles y peligrosos, porque ya no gustan de otro alimento, y atacan las canoas, y salen hasta las orillas de los pueblos y de las rancherías a comerse a los muchachos y a las mujeres.

»Torralva nadaba como un pez, y trabó con el caimán un combate horroroso: el monstruo se defendía sumergiéndose, dando colazos espantosos, sonando los dientes de una manera que hacía estremecer, y lanzando gritos aterradores, semejantes a los de un toro que huele la sangre del matadero: Torralva procurando estar siempre debajo del animal y esquivar el golpe, le abrió el vientre con su puñal, y el caimán, herido, salió como hacen todos ellos, a morir en la ribera.

»Con este hombre llegué a tener una estrecha amistad.

»Yo no olvidaba mi tesoro: y un día, para ver si alguien tenía noticia de él, hice recaer la conversación sobre “dinero enterrado”, como se dice allí.

»—Yo conozco un lugar en donde hay mucho dinero enterrado —díjome Torralva—, y un día hemos de ir a ver si sacamos algo.

»—¿En dónde? —pregunté sobresaltado.

»—Miré usted —me dijo mostrándome hacia el Sur—: ¿ve usted ese cerro tan alto y tan aislado? pues ese se llama el cerro de Barrabás: allí durante mucho tiempo tuvo su campo el general Guerrero; y teniendo que abandonarle, y no pudiendo llevarse una gran cantidad de dinero, lo arrojaron en unas grietas muy profundas que hay allí.

»—Pero ¿será verdad?

»—Oiga usted; cuando el sol está derecho, por esas grietas se ve brillar el dinero en el fondo.

»—¿Y cómo no lo han sacado ya?

»—Eso yo no sé; será porque los mexicanos somos así: pregunte usted también ¿por qué no volvió el general Guerrero a buscar las minas de diamantes que todos estamos seguros de que encontró, y que sabía dónde estaban?

»Yo no supe qué contestar.

»—Pero ahora no se quedará así: mañana mismo convido a dos amigos y nosotros dos, y vamos los cuatro a ver qué sacamos: no se necesita más que unas reatas largas.

»—¿Está lejos?

»—No, en un día vamos y en otro volvemos: eso sí, andando recio.

»—Muy bien, iremos.

»Amaneció el día siguiente, llegaron los dos amigos, y nos pusimos en camino llevando nuestro itacate, que consistía en carne seca, tortillas gordas hechas con manteca, y esa harina de maíz preparada con dulce, que se llama “pinole”.

»Todo el día caminamos, y al caer de la tarde llegamos a la cima del monte.

»—Aquí dormimos —dijo Torralva—, y mañana emprendemos la obra.

»Encendimos fogatas para libramos de las fieras y de las víboras, cenamos alegremente y nos dormimos tranquilos, fiados en la vigilancia de los sagaces perros de Torralva, que se pusieron como centinelas avanzados cerca de la lumbre.

»Antes que el sol saliera, estábamos en pie y nuestro guía nos condujo a la grieta deseada.

»En medio de aquel cerro había una especie de barranca profundísima, pero estrecha, estrecha casi hasta no permitir en algunos puntos la entrada a un hombre, y cortada perpendicularmente a pico, como si el cerro se hubiera dividido, como puede dividirse una esfera de cristal.

»Todos se comprometían a entrar; echamos suertes, y le tocó a Torralva: se ató la cuerda en la cintura, hizo la señal de la cruz sobre su rostro, y comenzó a bajar.

»Se deslizaba rápidamente apoyándose en las paredes de la grieta, y nosotros sosteníamos las reatas por precaución. Así siguió bajando: apenas le distinguíamos, tan estrecha y oscura era la entrada a aquel precipicio.

»De repente sentimos un brusco movimiento, y luego nada.

»—Torralva, Torralva —gritamos espantados— ¿ha sucedido algo?

»—Nada —contestó él desde abajo— me iba a caer; pero me he quedado atorado, y no puedo subir ni bajar más.

»Había entrado en un lugar más estrecho, como una cuña, y no podía moverse: por las oscilaciones de la cuerda, conocimos que hacía grandes esfuerzos.

»—¿Tiramos la cuerda? —le grité.

»—Sí —contestó.

»Y nos pusimos a tirar como desesperados.

»—Te vamos a lastimar —gritó uno de sus amigos.

»—No importa: estiren, que si no, me quedo aquí.

»—Volvimos a tirar entonces con más fuerza, y la cuerda se reventó.

»La cosa se iba poniendo seria; volvimos a anudar otra reata y bajamos la punta a Torralva.

»—Amárrate esa punta —grité.

»Y sentí que la tiraban del fondo.

»—¿Ya? —pregunté.

»—Ya —contestó Torralva.

»Volvió a suceder lo mismo, y en vano se repitió la operación.

»Estábamos espantados: ¿qué hacer?

»Aquel hombre no podía salir de allí, y humanamente no era posible auxiliarle; no le podíamos tampoco abandonar.

»La situación de Torralva, así como incrustado vivo en una peña y a una profundidad tan grande, adonde no podía llegarle socorro alguno, era espantosa.

»Se determinó que fuese uno al pueblo a pedir socorro, pero en esto se perdían dos días; aquello era horrible.

»Comenzamos a descolgarle algo de comer en una servilleta, pero él lo rehusó, y nada quiso tomar; pasamos así el día y la noche hablándole para consolarlo, pero él nos contestaba:

»—Si ustedes vieran de qué manera estoy, no guardarían esperanza.

»A la mañana siguiente nos gritó, pidiéndonos su escopeta para matarse, y se la negamos.

»Le ofrecimos alimento, y se negó también a tomarlo.

»—No conseguiré sino prolongar mi agonía: ¿puedo yo vivir aquí?

»Llegaron en la tarde los del pueblo, con reatas, escaleras, luces, pero todo fue inútil; nadie pudo llegar a donde él estaba, y todos los esfuerzos para sacarle fueron vanos.

»—¡Ah qué corazones tienen! —gritó—: si ven que es imposible sacarme, ¿por qué me niegan mi escopeta? para verme morir desesperado.

»Aquello nos partió el corazón; uno de sus amigos amarró la escopeta en una reata, y le gritó:

»—Ahí va la escopeta; pégate bien en la frente, no vayas a quedar herido.

»—Gracias —contestó Torralva—, y se escuchó la detonación.

»Todo había terminado.

»Los perros de aquel desgraciado aullaban dolorosamente, agitándose en el borde de la grieta y mirando al fondo.

»Todos dimos la vuelta al pueblo, cabizbajos y sin hablar una palabra; a los perros fue imposible quitarlos de allí: pocos días después, algunos curiosos fueron a ver el lugar de la desgracia, y aquellos fieles animales andaban en el cerro: acostumbrados a la caza, no les faltaba alimento, y al fin llegaron a ser tan completamente montaraces, que como unas fieras infundían miedo e impedían la entrada en aquellos lugares».

XV. El incendio

«Pasaban los días, y yo necesitaba salir de aquella situación, sacar mi dinero, para poder emplearlo y, sobre todo, para estar tranquilo.

»Con pretexto de pasear y de cazar a los caimanes que salen todos los días a dormir a la orilla del río a la hora en que es más fuerte el calor del sol, me hacía pasar del otro lado y llegaba hasta el lugar de mi tesoro, determinado a sacar algún dinero para comprar mulas y sacos en qué transportarlo; pero siempre en el momento de emprender la operación, me parecía que alguien me miraba, que me habían seguido, y lo dejaba para otro día.

»Por fin me decidí, y pretextando un viaje de pocos días, atravesé el río, en la tarde me embosqué cerca de la ziranda misteriosa, y ya muy avanzada la noche cavé la tierra por un lado de la roca, saqué un poco de dinero, volví a cubrir y me dirigí a Huetamo, adonde llegué amaneciendo: compré allí seis mulas aparejadas, y en la tarde salí calculando el tiempo para llegar a media noche al río.

»Todo salió como lo había meditado; eché el dinero en unos sacos, cargué las mulas, las “mancorné” como se dice por allá, unas con otras para que no se extraviara alguna, y eché a caminar buscando el rumbo de México, adonde no había yo venido nunca, pero adonde era preciso llegar.

»El dinero estaba colocado de tal modo en los aparejos, que parecía que nada iba en las mulas.

»Tres días llevaba yo de camino, y tomando guías en los ranchos iba perfectamente.

»Al cuarto día por la mañana había caminado ya cinco leguas, y estaba en un bosque de espinos y de chaparros: la yerba y la maleza estaban completamente secas con los ardores del sol, y eran tan espesas que podían ocultar a un hombre.

»Iba yo absorto en mis meditaciones, cuando sentí pasar como una sombra sombre mi cabeza; era humo.

»—Muchacho —dije al guía—: ¿hay por aquí algún rancho?

»—No.

»—Pues ¿y este humo?

»—Será de alguna roza.

»Llaman por allí roza el terreno en que para sembrar se desmonta y se quema la maleza.

»Seguíamos caminando, pero el humo se iba haciendo más denso.

»—Se está quemando el monte —dijo el guía.

»—Pues ¿qué hacemos?

»—Nos iremos yendo más aprisa: no nos vaya a alcanzar.

»Trotamos, pero el viento nos seguía, y con él las llamas que avanzaban con una velocidad increíble.

»Galopando atravesamos una Barranquilla.

»—Aquí no pasa la lumbre —dijo el muchacho.

»En efecto, a poco llegó a la orilla y se detuvo: yo estaba ya tranquilo.

»—Ahora sí pasa —gritó de repente el guía.

»—¿Y por qué? —pregunté yo.

»—Mire usted a los cuervos y a los zopilotes que ya están ahí.

»—¿Pero eso qué importa?

»—Mírelo usted.

»Entonces vi lo que no hubiera creído: los cuervos y los zopilotes llegaban al lugar del incendio, tomaban brasas ardiendo en el pico y las pasaban del otro lado; las arrojaban entre la yerba seca, y agitando las alas, soplaban el fuego, hasta que brotando la llama, el incendio se propagaba. Comprendí entonces por qué duran tanto aquellos incendios en la Tierra Caliente.

»—¿Y por qué harán eso? —pregunté al guía.

»—Porque así salen los animales de la yerba, como los conejos, las víboras, las iguanas, y ellos tienen que comer sin trabajo.

»En efecto, de aquel mar de fuego salían, espantados, multitud de animales de todas clases: los toros y las vacas bufando furiosos; los venados, los lobos, los coyotes, las víboras, las iguanas, todos revueltos, en confusión: sin atacarse, sin mirarse siquiera; el humo formaba una defensa nube, y una inmensa cantidad de aves de rapiña se cernían sobre el lugar de la catástrofe.

»—Ahora sí nos alcanza el fuego —dije al guía.

»—Puede que sí —contestó.

»—¿Qué hacemos?

»—¿Tiene usted lumbre?

»—Sí, tengo unos cerillos.

»—Pues deme usted unos.

»Le di la cajita, él encendió dos o tres cerillos juntos, y comenzó a incendiar también en derredor nuestro la yerba en varios puntos.

»—Pero ¿qué haces bárbaro? —le dije.

»—Ya verá usted.

»Las llamas se alzaron amenazadoras en nuestro derredor; pero luego, buscando alimento, se inclinaron y comenzaron a correr en todas direcciones, como un círculo que se ensancha rápidamente, como esas olas que forma la superficie de un lago al caer en ella una piedra.

»Pocos minutos después nos encontramos enmedio de un terreno seguro del fuego, porque todo el combustible había desaparecido, y a lo lejos, las llamas que iban y las que venían avanzando, se encontraban, se estrechaban, se retorcían como dos serpientes que luchan y se extinguían.

»Permanecíamos allí un poco para dejar enfriar el piso de la vereda, y después continuamos nuestro camino.

»A los diez días de viaje llegué a México, tomé un cuarto bajo en un mesón, enterré mi dinero en mi mismo cuarto debajo del viejo entarimado, y vendí mis mulas.

»Con el precio de ellas determiné mantenerme para ir poco a poco entrando en negocios; la suerte siguió siéndome favorable, y de uno en otro contrato y de una en otra relación, empleando prudentemente mi dinero, al cabo de pocos años llegué a la situación en que ustedes me ven.

»Por supuesto que no descuidé mandar en busca de mi mujer y de mi hija: varias veces fueron por mi cuenta a la costa, y nunca pude tener más noticias si no que habían desaparecido de Acapulco.

»Por fin mis negocios me hicieron contraer relaciones con el señor don Felipe Mondragón; tuvimos una amistad íntima, y conociendo parte de mis desgracias, me aconsejó que me valiese de un amigo nuestro, don Celso Valdespino, el cual generosamente se ofreció a ir en busca de mi familia.

»Algunos meses ha pasado por la costa, escribiéndome a veces cartas que me llenaban de esperanza, y a veces noticias que me causaban el más profundo desconsuelo.

»Volvió por último a México; y con los buenos datos que adquirió y ayudado de sus rectas intenciones y de su clara inteligencia, encontró a esa hija que tantos años lloré perdida.

»Ésta es, señores, mi historia: en cuanto a don Celso, aunque esta clase de servicios con nada se pagan, hoy para mostrarle mi gratitud, le he enviado los títulos de propiedad de una casa en la calle de Mesones, que puede producirle una renta de trescientos pesos cada mes».

Libro sexto. Fuego, sangre y exterminio

I. El 11 de abril

—Creo que nuestras tropas se han retirado de Tacámbaro, y que nos lo vamos a encontrar solo.

—O tal vez esté ocupado por el enemigo: en Tuzantla nos dijo uno que los belgas se dirigían para este punto.

—Es preciso tener muchas precauciones, no vayamos a dar en la boca del lobo; yo conozco poco este terreno.

—Pero quien lengua tiene a Roma va.

Este diálogo lo sostenían dos hombres que bajaban tranquilamente por la cuesta del Toro, que dista poco menos de dos leguas de Tacámbaro, por el camino de Zitácuaro.

A fuer de hombres francos, y para no hacer de ello un misterio, al lector debemos confesarle que eran no más que Jorge y Murillo que regresaban de México buscando su Cuartel General.

—Mira —dijo Jorge—: por allí veo a un hombre a caballo, y ese puede damos razón.

—Es soldado, porque distingo el mosquete.

—¿Será de los nuestros?

—Quién sabe; por sí o por no, lo mejor será ir rodeando esta loma, y salirle de repente.

—Nos emboscaremos detrás de esos encinos, a ver si viene solo.

—Pero pronto, que puede vernos.

Los dos se ocultaron tras un grupo de encinos, y amartillaron sus pistolas.

El hombre seguía acercándose confiadamente y, según su traje, debía ser un chinaco; pero no era seguro que lo fuese, porque también el imperio tenía soldados de blusa y sombrero ancho.

El caballo subía poco a poco la cuesta, deteniéndose de cuando en cuando a tomar resuello; el jinete le dejaba hacer, no tenía prisa, y se divertía en cantar.

Los chinacos son cantadores como zenzontles, en el camino, en el campamento, en todas partes, y cuidado que tomen una canción a su cargo, que todo el día y toda la noche se oirá por todos lados.

Entonces su canción se llamaba la «Churumbela».

—Viene cantando —dijo Jorge.

—La «Churumbela» —contestó Murillo.

—Entonces es nuestro.

—Oiremos.

El hombre cantaba:


Dicen que vienen los belgas
Bajando por el Parral;
Que vengan o que no vengan,
Por nosotros es igual.
Churumbela de mi vida,
Churumbela de mi amor,
A la guerra van los hombres,
¡Válgame Dios! ¡qué dolor!
 

—Gallo —exclamó Murillo.

—Gallo, mi asistente —repitió Jorge.

Y salieron de su emboscada.

—¿Quién vive? —gritó Gallo con una voz estentórea, templando las riendas y sacando rápidamente el mosquete.

—República —contestaron los otros.

—¿Qué regimiento?

—Zitácuaro.

Gallo se acercó sin bajar el mosquete, a pesar de ver a los otros con ademanes tan pacíficos.

—Gallo —dijo Jorge.

—¡Mi capitán! —exclamó el soldado con una alegría que nadie en el mundo hubiera supuesto fingida— señor Murillo ¡qué gusto! ¡ah, cómo los han extrañado! Yo estoy en un cuerpo; pero ahora me vuelvo con mi capitán.

Y abrazaba a los dos oficiales, una y otra vez, y los veía y volvía a abrazarlos.

—¿Qué hay por acá de nuevo? —preguntó Murillo.

—Que los belgas están en Tacámbaro.

—¿Y los nuestros?

—En Turicato: aquí cerca está la escolta del general en jefe, y toda la infantería anda por Zinapécuaro.

—Tú ¿adónde vas?

—Yo vine a explorar, y voy a ese cerro, desde donde se divisa muy bien, a pasar allí la noche, y mañana temprano a Turicato.

—Entonces esta noche nos quedamos aquí contigo, y mañana nos vamos a ver al general en jefe.

—Pues vamos —dijo Gallo—, y echó a andar por delante.

Siguiendo a Gallo, que atravesaba el monte sin llevar camino señalado en la tierra, llegaron los oficiales a un cerro elevado, que desprendiéndose de la cordillera, se avanzaba dominando a los que le rodeaban, como un observatorio.

Gallo se apeó y comenzó a desensillar los caballos de Jorge y de Murillo, que le habían imitado.

—Pero hombre —dijo Jorge—, ¿qué es cosa de desensillar?

—Sí, señor; ahora verá usted.

—Tan cerca del enemigo.

—Si no sacan ni las narices: mire usted, aquí podemos verlo todo y dormir seguros; no hay más subida que la que hemos traído, y desde aquí se descubriría una fuerza desde que saliera de la plaza; vea usted, todavía hay buena luz: Tacámbaro está entre dos cerros elevados; pero ese del camino de Morelia domina completamente.

—¿Y lo tienen ocupado?

—No, señor; tienen poca caballería: serán ochenta dragones imperiales y cuatrocientos infantes belgas; tienen un cañón de montaña frente a la Parroquia; esta noche duerman tranquilos, yo respondo.

—¿No tienes algo qué comer por ahí?

—Tortillas… queso… carne… aquí no estamos como en Zitácuaro… tengo un trago de mezcal, puros…

Y conforme nombraba algo, lo iba sacando, como comprobante, de dos alforjas que colgaban a los dos lados del arzón de la silla.

Los oficiales traían también algo de provisiones, y comieron alegremente.

La noche cerró y comenzó el frío. En una hondonada y fuera de la vista de la ciudad, se encendió una hoguera, y los dos jóvenes se acomodaron para dormir, fiados en la vigilancia del asistente. La edad y el cansancio lo exigían, y estaban cayéndose de sueño.

—¿Vamos a dormir? —dijo Jorge.

—Sí, pero creo que voy a soñar a don Leonardo Márquez.

—¿A Márquez?, ¿y por qué?

—¿No te acuerdas que mañana estamos a 11 de abril, aniversario de los célebres asesinatos de Tacubaya?

—En efecto, mañana es el aniversario de un día bien triste y, sin embargo, no sé por qué, pero el corazón me anuncia algo de bueno, y lo espero; ¡es tan noble siempre el corazón!…

—¡Ojalá! —contestó Jorge, distraído.

La noche había cerrado completamente, y soplaba un viento terrible; los árboles se agitaban doblándose algunas veces como dominados, y enderezándose luego como para luchar de nuevo, produciendo un rumor semejante al de un mar agitado.

De cuando en cuando una ráfaga más violenta que las otras arrancaba de raíz algunos arbustos, o deshacía algunos montones de maleza y hojas secas, de esos que se forman sin saberse cómo en los bosques, y arrastrados estos despojos, cruzaban entre los troncos de los árboles, como reptiles que huyen en bandadas.

Al pie de la roca en que fijaron su asilo Jorge y Murillo, se perdía la vista en una densa oscuridad, entre la que brillaba vacilante la luz de alguna casa, y el mismo rumor de los árboles y del viento subía, remedando siempre el ruido del mar.

—¡Cómo me recuerda ese rumor del viento el ruido del Océano! —dijo Jorge.

—¿Te gusta mucho el mar?

—Me encanta, sobre todo de noche. Algunas veces, cuando vivía tranquilo en mi casa, me embarcaba a media noche en una lancha ligera, con dos vogas que remaban sin hacer ruido, y me llevaban mar adentro, mar adentro, hasta perder el ruido que hacen las aguas contra las rocas, hasta que los tumbos no interrumpían aquel silencio divino: entonces, sentado en la popa, sin ver nada, sin oír nada, sin sentir más que el movimiento de las aguas, entonces pensaba… pensaba…

—¿Y en qué pensabas?

—¡Caramba!… ¡En Dios!…

Los dos callaron, y como si la respuesta de Jorge hubiera sido la señal del silencio y el punto de la meditación, no se volvieron ya a dirigir la palabra, y arrullados por el rumor de la arboleda y pensando quizá en Dios, se durmieron. Murillo soñó que volvía a ver a Leonor; Jorge, que Alejandra y Elena lloraban, y que él no se atrevía a consolar a ninguna por temor de la otra.

El que duerme en un monte sin más toldo que el firmamento, despierta siempre antes que llegue la luz, porque la aurora tiene allí por mensajeros, no a los blandos céfiros perfumados de que hablan los poetas que nunca han visto la rosada aurora, sino un vientecillo penetrante y frío que se cuela hasta la médula de los huesos, y ante el cual huye Morfeo a toda rienda y sin ninguna consideración.

Los oficiales durmieron hasta que llegó lo que se llama la madrugada, y con ella el viento y con él el frío.

—Vamos; arriba, Murillo —dijo Jorge.

—Vamos —contestó Eduardo, sentándose.

La hoguera ardía aún, y junto a ella estaba el asistente, tan despabilado como si fuera mediodía.

—Mi capitán —dijo con una sonrisa de franqueza y de satisfacción que daba gusto—: ¿se desayunan?

—¿Qué tienes por ahí? —preguntó Jorge.

—Pues lo de anoche.

Calentáronse las tortillas, y estaban desayunándose alegremente, cuando por el lado de Tacámbaro, un relámpago brilló entre la bruma de la mañana, y se oyó luego el estampido de un cañón.

II. El asalto

—¡Fuego! —gritó Murillo—: ese fue cañonazo.

—Otro —dijo Jorge.

—¿Será salva? —preguntó Gallo.

—No, qué salva; ataque a la plaza: miren los fogonazos de la fusilería. Ensilla pronto.

En un momento los caballos estuvieron listos; entretanto el fuego se hacía cada vez más activo en la plaza; la mañana aclaraba, los fogonazos se distinguían menos, pero eran ya perceptibles las columnas de los republicanos que bajaban por el camino de Morelia, y la reserva, que inmóvil y amenazadora coronaba el cerro que domina la ciudad por el lado del Norte.

—Guíanos —dijo Jorge a Gallo.

El asistente, sin contestar, salió al trote, seguido por los dos jóvenes, y en menos de media hora estaban ya en el lugar del combate.

La lucha era encarnizada: los belgas, reducidos al centro de la población, se defendían como unos héroes, y las tropas del general Régules atacaban como unos valientes.

Jorge se puso a la cabeza de un grupo de infantes que avanzaban por una de las calles que conducen a la plaza; el oficial que los mandaba había caído herido, y Jorge le remplazó.

Dentro de una casa se defendía obstinadamente el enemigo. Los infantes republicanos ganaban terreno poco a poco, caminando tan pegados a las paredes como si se embarrasen en ellas; Jorge en medio de la calle los arengaba y animaba; pero la tropa estaba ya vacilando, cuando apareció un refuerzo que a paso de carga entraba a la calle en medio de una lluvia de proyectiles. Un jefe venía a la cabeza con un revólver en la mano.

—Robredo —dijo Jorge.

—Jorge —contestó Robredo llegando a su lado y estrechándole la mano— adentro.

—Adentro, adentro, muchachos: ¡Viva el coronel Robredo!

—¡Viva! —gritó la tropa, y se lanzaron los soldados furiosos sobre el enemigo.

Una descarga cerrada contestó a sus gritos, y Robredo cayó atravesado de dos balazos; un soldado le arrebató en sus brazos y le sacó del combate, y un cuarto de hora después, Luis Robredo no existía.

—A vengar al coronel —gritó Jorge.

La tropa contestó con un rugido de rabia; las puertas de la casa cayeron, el fuego se apoderó de los techos y entre el humo y las llamas se escuchaban las descargas de la fusilería y el estampido de los cañonazos del combate que se empeñaba en la plaza mayor de la ciudad.

Los ayudantes pasaban a escape comunicando órdenes: los cuerpos de caballería al trote largo cruzaban las calles bajo el fuego mortífero que hacían los belgas desde las alturas, y el ruido acompasado de los guaraches de la infantería aumentaba el horror de la escena.

No hay casi nunca en nuestros combates esos gritos lastimeros de los heridos, de que hablan todos los que describen batallas; nuestro soldados caen y mueren sin quejas, y sin lamentos, y sin escándalos; caen y mueren como deben caer y morir los valientes, silenciosos y resignados.

Jorge avanzó seguido de su tropa en medio de las llamas; los que defendían aquel punto, cayeron prisioneros, y era ya preciso salir, porque todas aquellas casas ardían.

—Mi capitán —dijo un soldado—, ahí dentro se está quemando una mujer.

—¿Cómo?

—Grita mucho.

—¿Por dónde?

—Por allí.

Y el soldado mostró a Jorge por dónde había oído los gritos.

—Sargento —dijo Jorge—, cuide usted a esos prisioneros, y apretándose el sombrero, se lanzó en la dirección que le indicó el soldado.

Atravesó algunas piezas que estaban ardiendo, y llegó hasta una especie de patio cercado por altas paredes, y en donde pudo distinguir, en medio del humo, a una mujer arrodillada. Se acercó a ella; casi estaba sofocada: la tomó en sus brazos, y echó a correr buscando la salida. El humo que penetraba en sus ojos, le producía en ellos un ardor tan grande, que le era casi imposible abrirlos, y esto hacía su situación más difícil; pero casi a ciegas continuaba avanzando: una lengua de fuego llegó hasta él como buscándole, sintió en su espalda el calor, y oyó ese ruido particular que se escucha cuando se queman nuestros cabellos.

Casi le faltaba el aliento cuando se encontró ya en el calle y en los brazos de los soldados.

—Agua, que me ahogo —dijo.

—Aire mejor, y luego será el agua —dijo Murillo llegando a su lado—. A ver, dos soldados que metan a esa mujer desmayada a esa casa; recomiéndela usted, sargento.

—Jorge, ¿estás mejor?

—Sí; pero aún no puedo abrir los ojos: me arden y me lloran tanto con el humo…

—Pronto pasará… pero calla, que estás chusco con todo el pelo quemado…

Un ayudante llegó en este momento.

—Que se reconcentre toda esta tropa a la plaza, porque el enemigo está reducido a la Iglesia.

Jorge y su amigo recogieron toda la fuerza que pudieron, y llegaron a la plaza.

Los belgas seguían defendiéndose en la Iglesia; pero la Iglesia y las casas de los alrededores ardían. La plaza estaba llena de cadáveres: el coronel Villada estaba herido; Régules había tenido dos caballos muertos, y multitud de oficiales estaban ya fuera de combate.

Por fin, las fuerzas independientes se lanzaron sobre la Iglesia, y la guarnición de la plaza se rindió a discreción.

El 11 de abril de 1865 debía ser en lo de adelante un día de gloria para Michoacán.

—Por poco me muero asado —decía Jorge a su amigo—, algunas horas después del triunfo.

—Pero salvaste de las llamas una buena moza.

—¿De veras era bonita?

—Vaya, pues, ¿no la viste?

—No: ¿qué había de ver, si el humo me cegaba?

—¿Quiéres conocerla? vamos.

—¿Dónde está?

—No sé; pero este sargento nos dirá, que a él se la recomendé. Sargento, ¿dónde se quedó la muchacha que sacó esta mañana el capitán de la quemazón?

—Mi capitán, no le podré dar a usted las señas; pero yo le llevaré.

—Pues vamos.

—Por aquí —dijo el sargento—, entrándose por un callejón y llevándolos hasta una casita aislada que estaba cerca de la orilla.

—Aquí es.

—Bueno; vete a tu cuerpo.

Una viejilla estaba parada en la puerta.

—Señora —dijo Murillo—, ¿me hace usted el favor de decirme si está aquí una señora que trajeron privada esta mañana dos soldados?

—Sí señor.

—¿Me hace usted el favor entonces de decirle que el oficial que la salvo tiene deseos de saludarla?

—Pasen ustedes —dijo la anciana. Entraron a una pieza que tenía el pavimento de tierra suelta, y las paredes de adobes, sin pintura y sin argamasa de ninguna especie, oscura y triste. Una banca, dos taburetes y una mesa de madera sin pintar constituían todo el menaje propio de la casa; pero había por todas partes bultos de ropa y muebles en desorden, que indicaban que allí se había depositado gran parte de todo lo que los vecinos habían logrado salvar del incendio: todo aquello entristecía.

—Aquí está —dijo, entrando la dueña de la casa, seguida de una joven.

Los dos oficiales se acercaron: Jorge un poco atrás y Murillo por delante y como presentándole.

—¡Alejandra! —exclamó Jorge, palideciendo de emoción.

—¡Jorge! —gritó Alejandra, arrojándose en su brazos.

¡Tableau! —dijo Murillo socarronamente, cruzando los brazos y queriendo fingir que no se conmovía— estamos en pleno drama.

La vieja, como quien dice esto no va conmigo, se había vuelto a parar a la puerta de la calle, mientras por la interior asomaban multitud de cabezas y de caras que mostraban a legua la curiosidad.

III. Sin novedad

Margarita llegó a México, y allí recibió de manos de Murillo los cápsules que debía conducir al campo republicano.

La vigilancia de la policía francesa era increíble: nada salía por las garitas sin un escrupuloso registro, y desgraciado de aquel a quien se le llegaba a encontrar algo que infundiera sospechas a los gendarmes: la Corte Marcial daba muy pronto cuenta de su persona.

Margarita determinó jugar el todo por el todo: compró unos burros viejos a unos carboneros, y en los aparejos repartió la carga; dos muchachos de confianza que la habían acompañado desde Zitácuaro se disfrazaron de carboneros, llenándose la ropa, las manos y la cara, de ese polvo menudo que llaman cisco las mujeres, y se lanzaron resueltamente a las calles, arreando sus burros.

Mientras no salían del centro de la ciudad, había muy poco que temer, nadie paraba en ellos la atención; mas conforme se iban acercando a la garita, la duda, el temor y la zozobra iban siendo mayores, y aquellos muchachos se habrían desalentado, de no haberlos animado Margarita.

Las mujeres, en lo general, son tímidas; pero cuando llegan a decidirse, ningún hombre puede igualarlas en resolución.

Adán tuvo al alcance de su mano la célebre manzana, y sólo Eva tuvo valor para cortarla. Un hombre no se atrevería a casarse si las obligaciones en el matrimonio estuviesen invertidas. Hay monjas, porque las monjas son mujeres: los hombres no tendrían valor ni resolución para hacer y cumplir esos votos.

Llegaron por fin a la garita: unos soldados tomaban perezosamente el sol, sentados sobre una piedras, y unos oficiales platicaban bajo un portal con unas mujeres, y compraban dulces que les ofrecía un vendedor en un cajoncito cubierto con una servilleta blanca como nieve; frente a la oficina de la garita, había mulas, burros y carretones, que sufrían el doble y escrupuloso registro de la Aduana y de la policía: los conductores, sentados también en las piedras, en los postes, o en los mismos carretones, esperaban con una paciencia, que si no era verdadera, al menos estaba perfectamente imitada, que les dieran el superior permiso para continuar su camino.

Todo esto se hace, por supuesto, «para evitar contrabandos y proteger así al comercio, impidiendo el desequilibrio en la balanza mercantil, con fraude y perjuicio del erario, que es la gran fuente y el centro de la circulación». Dios se los perdone a los economistas y a los legisladores.

Nuestros conocidos se escurrían bonitamente por aquel gentío, deslizándose, ya entre los sencillos carretones de leña, ya en los pesados carros que venían del Interior con lana, ya entre las gordas y soberbias mulas que llegaban de Morelia, con azúcar y piloncillos, y ya entre los pobres borricos que del rumbo de Santa Fe traían carbón, tablas y tejamanil.

Pero uno de los soldados logró verlos, cuando ya casi estaban en salvo.

—Ahí se van pasando unos burros de carbón —gritó por una ventanita que daba al camino y correspondía por dentro al despacho del alcabalero.

Margarita sintió que se le hundía el mundo a sus pies; los muchachos habrían corrido, si se hubieran sentido con fuerzas para ello: un empleado de pantalón color de huevo, chaqueta de alpaca gris y sombrerito de fieltro salió de la oficina, buscando como un toro en el redondel, adónde debía dirigir el golpe, y a pocos pasos vio a Margarita con sus muchachos y sus burros, que se habían detenido al escuchar la denuncia del soldado.

—¡Hola! pícaros, ¿con que se quería estafar el peaje?

—No, señor —dijo temblando uno de los muchachos.

—Pues ¿para qué se pasaban?

—Si no nos pasábamos: lo que sucedió fue que por allí no podíamos acercarnos.

—Bueno, bueno: debían ser dos reales por cuatro burros; pero ahora por la multa, serán diez.

—Pero señor…

—No hay pero, bribón: diez reales, o les embargo los burros.

Margarita comprendió que dar luego la multa sería hacer entrar en sospechosas al garitero, y prefirió fingir.

—Señor, somos muy pobres… no nos íbamos a ir… siquiera cuatro reales no más.

—Qué pobres, ¡pobres!, y con cuatro burros y un caballo. Ustedes siempre tienen dinero, y siempre se lloran pobres; donde lloran está el muerto. A ver, a ver los diez reales, que tengo que hacer.

—Señor, por vida de usted, por vida de los niños.

—Si yo no tengo niños.

—Por vida de su mamá.

—Vamos… yo no tengo madre.

—«Ni madre tiene» —dijo maliciosamente un soldado que escuchaba el diálogo, y todos los otros soldados soltaron una carcajada, porque entre los soldados no tener ni madre es como estar destituido de todo lo bueno en el mundo; es como ser un perdido. El garitero volvió con enfado la cabeza para ver quién había dicho el chiste; pero el soldado no le hizo caso.

—¿No dan los diez reales? Pues que metan los burros a la Aduana —dijo tomando por el ronzal a uno.

—Sí señor, sí señor —contestó espantada Margarita—: entrégalos —dijo a uno de los muchachos.

El muchacho se desató una de las puntas de su faja, y en ella estaba envuelto y anudado cuidadosamente un poco de dinero; serían tres presos: tomó diez reales, y los entregó al empleado.

—¿Qué tal? —dijo éste— ¿no decían que estaban tan pobres? Ustedes son llevados por mal, y el que se vuelve miel, se lo comen. Váyanse: ahora fueron diez reales, pero otro día pierden sus burros; con que largo de aquí.

La caravana volvió a emprender su marcha.

Caminaron todo el día, hicieron parada en un rancho, y muy temprano salieron. A cosa de las nueve pasaron por un pueblito: era domingo, el pueblo estaba en animación, daban la segunda llamada para la misa. En los pueblos se llama a misa tres veces, y en cada vez dura la llamada un cuarto de hora.

Al frente de algunas casas, en la calle había grandes hogueras en donde se calentaba agua en respetables calderos de cobre. Allí la escena era curiosa: muchachos, mujeres, hombres y perros formaban un círculo de derredor del caldero; el dueño de la casa, con las mangas de la camisa remangadas hasta los codos, y lleno de sangre, con un enorme cuchillo en la mano, entraba y salía, atizando el fuego, sin hacer caso de nadie, y suspendido por los pies, de un morillo que se apoyaba contra una de las paredes, derramaba la última gota de su sangre, el inocente mártir de aquella función, un gordo y bien cuidado cerdo.

Los cerdos se matan en los pueblos los domingos, y en ese día se alborotan los gastrónomos rústicos, porque hay chicharrón, y carnitas, y longaniza, y los muchachos consentidos del dueño de la matanza tienen facultad de echar un pedazo de pan a freírse en aquel inmenso lago de manteca.

Los escuderos de Margarita eran antojadizos, y en premio de su fidelidad fue preciso consentirles que se detuviesen a comprar algo de todo aquello, para que siguieran más contentos.

A los ocho días de camino descubrieron el cerro del Cacique, y Zitácuaro apareció a los ojos de la ansiosa Margarita, como el faro de salvación.

Había cumplido su encargo, y estaba salvada.

Llegaba, como dicen los soldados: «sin novedad».

IV. Lo que pasó en Zitácuaro

Margarita había faltado tres meses de Zitácuaro, y cuando volvió a verlo se horrorizó.

En donde antes se levantaba la ciudad alegre y bulliciosa quedaba sólo un montón de ruinas ennegrecidas por el humo, y entre las cuales brotaba ya la calabacilla silvestre y la malva: alguno que otro vecino cruzaba por aquel campo de desolación, y una que otra familia vivía entre aquellos escombros, en chozas improvisadas de madera y de ramas.

Los pueblos que formaban los alrededores, tan laboriosos y tan patriotas, habían desaparecido también, y en toda la extensión que alcanzaba la vista no se descubría ni un rebaño de ovejas, ni una yunta, ni siquiera un caballo paciendo sobre la yerba. Soledad, tristeza y desolación.

¿Qué había pasado?

He aquí lo que Margarita pudo averiguar:

La legión belga, en unión de una pequeña brigada de imperialistas, llegó a Zitácuaro, que fue desocupado por la corta guarnición republicana que la custodiaba; los belgas entraron sin resistencia, y estaban seguros, a pesar de las escaramuzas, que no faltaban casi en todas las noches. El grueso del ejército republicano expedicionaba entonces por Tacámbaro.

Pero una idea infernal nació en el cerebro del jefe belga. Determinó evacuar la plaza, incendiando la ciudad y los pueblos vecinos.

Algunos acusan a Carlota, la archiduquesa, de haber mandado la orden para que se llevara a efecto una providencia tan infame; otros suponen que fue un pensamiento de Van-der-Smisen: lo cierto del caso es que se puso fuego a Zitácuaro.

Algunos comerciantes que no habían podido sacar sus efectos recibieron orden de llevarlos a la mitad de la plaza mayor para salvarlos del incendio, porque los necesitaban los belgas, y la quemazón se practicó como un trabajo organizado.

La oficialidad se espantó de aquello, se horrorizó de tanta barbarie, y se reunió en la casa de uno de los capitanes con objeto de declarar demente al coronel y destituirle del mando, avisando inmediatamente a Maximiliano: los soldados estaban a punto de sublevarse, y nadie sintió tranquila su conciencia después de aquel rasgo de ferocidad.

Las llamas envolvieron a la ciudad; el humo en densas y negras nubes ocultaba el firmamento; los árboles crujían y se desgajaban; anchas grietas se abrían en las paredes que resistían al impulso del voraz elemento; y el ruido de los derrumbamientos y el polvo que se confundía con el humo hacían de aquel espectáculo en cuadro digno del infierno.

Desde los peñascos de la loma de la Palma, desde las mesetas del cerro de Camémbaro, desde los encinales que cubren la falda del Cacique, los pobres vecinos de Zitácuaro vieron a su ciudad como una hechicera de los tiempos de la Edad Media, agitarse entre las llamas, estremecerse, consumirse, desaparecer… y luego… un manto de ceniza como un sudario, tenderse sobre el antiguo recinto de la ciudad heroica.

La furia de los invasores no estaba saciada.

Salieron expediciones a los pueblos de los alrededores, como a una partida de caza, y todo lo incendiaron, casas, trojes, semillas, sementeras: allí se mataba todo lo que se movía y que no podía ser arrebatado por ellos, ya fuese un hombre, o un niño, o una mujer, ya un perro, un cerdo o una gallina. Las cenizas marcaron el lugar de las habitaciones, los cadáveres el lugar de las calles.

Entonces aquella columna se retiró de Zitácuaro, pero como nos dice la Historia Sagrada de los viajes de los Patriarcas, llevando sus camellos, y sus bueyes, y sus corderos y sus ovejas.

La columna llevaba a su retaguardia un número increíble de animales que habían pillado en aquellos desgraciados contornos: mulas, caballos, toros, vacas, ovejas, borricos, y sin cuidado, y sin vigilancia. Aquello era el botín de una ciudad, de un país entero, en el que hubiera entrado a saco el ejército de Atila.

Los soldados vendían en el camino un buey por cuatro reales; cambiaban una oveja por una tortilla, por una cajetilla de cigarros, por un vaso de aguardiente. Sólo viéndolo podía creerse en aquel vandalismo, en aquel espantoso desorden.

Si nuestra imparcialidad no fuere suficiente garantía de la verdad de los hechos que referimos, todo el Estado de Michoacán abonará nuestras palabras, que algún día recogerá la historia para grabarlas en sus páginas de bronce.

¡Y cuán lejos estaban, y aún están quizá, los que han vivido en México, de creer que se cometían semejantes atrocidades! Tal vez muchos habrían abandonado al Imperio.

Margarita no pudo contener las lágrimas, y pasó sin detenerse al lado de Zitácuaro.

Tenía que caminar lo menos seis días para llegar a Tacámbaro; pero estaba en un país amigo, y libre de la persecución de los imperiales y franceses.

Por fin llegó a Tacámbaro, y Jorge fue la primera persona conocida que encontró.

—¿Con que ha habido por acá un gran triunfo? —preguntó Margarita.

—Sí —contestó Jorge— hemos derrotado a los belgas.

—Estará usted muy contento…

—¡Oh! mucho, mucho, porque esta acción me ha hecho el hombre más feliz de la tierra.

—¡Cómo!

—Es una historia muy bonita, que yo le contaré a usted; pero vaya usted primero a entregar cuentas de su comisión, y aquí la espero: yo la puedo llevar a una casa en donde se aloje, porque quiero probarle siempre mi gratitud por tanto esmero con que me cuidó en su rancho: entonces sabrá usted lo que me ha pasado.

Margarita se dirigió a la casa del general en jefe.

Arteaga, sentado en un sillón, leía en voz alta un periódico a varios jefes que estaban a su derredor sentados o en pie.

Arteaga aún era joven, muy grueso, con un cutis tan fresco y un color tan limpio como el de una doncella, grandes y brillantes ojos; carecía enteramente de barba, y un escaso bigote sombreaba su pequeña boca; vestía un medio uniforme de paño gris con botones dorados, y tenía en la mano una cachucha azul bordada de oro.

Arteaga era hombre muy popular y muy alegre: recibió a Margarita, escuchó la relación de su viaje y las noticias que traía de México, y mandó a un ayudante que recibieran los cápsules.

Margarita se retiró contenta y satisfecha: el general le había ofrecido pagarle su comisión, y ella lo rehusó desdeñosamente. Jorge la esperaba en la puerta.

—Ahora sí, ya estoy libre de cuidados —dijo Margarita— ahora me dirá usted dónde puedo alojarme y me contará su historia.

—Vamos, la llevaré a usted, y en el camino le contaré lo que me ha pasado: en primer lugar, he encontrado a mi novia.

—¿A su novia?

—A mi novia.

—Es decir, alguna muchacha de aquí, que usted habrá enamorado desdo que llegó…

—No, mi misma novia, a mi costeña, a mi Alejandra…

—¿Alejandra se llama? —preguntó Margarita, algo conmovida.

—Sí, Alejandra: ¡qué!, ¿no le había yo contado a usted?…

—Nunca…

—Pues sí, Alejandra: una muchachita muy buena, muy virtuosa, muy bonita, de Acapulco, hija de un viejo don Plácido…

—¿Dónde está?, ¿dónde está? —exclamó Margarita, pálida y trémula.

—Por Dios, Margarita, ¿qué tiene usted?, ¿qué le ha dado?…

—¿Dónde está esa muchacha?, lléveme usted, por Dios, luego, lléveme usted… ha de ser ella; sí ha de ser… seguro: don Plácido no tenía hija… Alejandra… vamos, Jorge, lléveme usted.

—Cálmese usted —contestaba Jorge, espantado a su vez de aquella exaltación—, vamos allá, vamos allá.

Y Margarita casi corría, y era ya ella la que guiaba.

—No por ahí —decía Jorge—, por acá, por acá, en esa puerta. Margarita se lanzó dentro de la casa. Anita, Tula y Alejandra estaban sentadas frente a una ventana.

—¿Cuál es? —preguntó temblando Margarita—, sin reconocer a aquellas mujeres a quienes en una noche de tribulación se presentó como un ángel de consuelo.

—Ésta —dijo Jorge, tomando la mano de Alejandra.

—¡Hija mía! —gritó la pobre mujer—, ¿no me conoces?, yo soy Margarita, soy tu madre; hija mía, soy tu madre —y la estrechó contra su pecho, con un ardor incapaz de describirse.

Alejandra nada comprendía, pero lloraba: Anita y Tula conocieron a Margarita y lloraban también.

Jorge estaba a punto de gritar.

V. Los dos amores

Anita y Tula obligaron a Margarita a sentarse. Para las madres, sus hijos siempre están en la infancia, siempre son niños en su ternura y para sus caricias.

Margarita sentó a Alejandra en su regazo, y la arrullaba como si estuviera en la lactancia, la besaba, la estrechaba contra su seno, y lloraba y no podía hablar.

Alejandra lloraba también, y se sentía volver a su primera edad.

¡Santo, divino amor de madre! ¿Quién no se descubre con respeto ante una madre, sea la que fuere? ¿Qué madre en el mundo no despierta en el alma la idea de la nuestra?

En medio de las tempestades que agitan nuestra vida, en medio de esas borrascas que se levantan en nuestro corazón, cuando la gloria, la fortuna y los placeres nos rodean, cuando el infortunio, la miseria y el crimen mismo tocan a nuestra puerta y se sientan en nuestro lecho, ¿hay dardo que penetre hasta el santuario en que guardamos ese amor? ¿Hay uno solo de los miasmas de la tierra que pueda corromper aquel puro y único firme aroma del corazón?

Habladle al soldado endurecido en la campaña y acostumbrado a ver el combate y el exterminio, habladle de su anciana madre, que sentada cerca del hogar, con sus lentes y su cabeza amarrada, lee con vacilante y trémula voz un cuento de hadas a sus nietecitos; recordadle eso, y veréis a aquel hombre que se ríe en medio de la matanza, llorar cómo un niño y, lo que es más, no se avergüenza de esas lágrimas que gotean por las puntas de sus bigotes.

Jamás una madre puede estar en caricatura, y el peor artista y el escritor más detestable están seguros de enternecer, pintando a una madre.

Jorge pensaba en esto, y lloraba también.

Quizá se nos tache porque hacemos llorar a nuestros personajes siendo soldados; pero el que tal diga no conoce a los mexicanos ni a los chinacos. Nuestros jóvenes lloran en el teatro con un rasgo generoso o con una escena tierna de familia; pero son capaces, si es necesario, de arrojarse sobre un parapeto a la cabeza de una columna, o batirse con revólver a diez pasos, antes de que el viento haya secado aquellas mismas lágrimas.

En cuanto a los chinacos, basta decir que tienen por refrán: «Que las barbas no estorban para llorar, sino para huir».

—Hija mía —dijo por fin Margarita— ¿ya te habían hablado de mí? ¿Ya sabías que tenías una madre?

—Sí, madre mía; don Plácido me había contado todo, todo, y yo no perdía la esperanza de hallar algún día a usted y a mi padre.

—¿A tu padre, hija mía? ¿Sabes tú algo de él?

—Sí, madre, quizá lo que usted ignora todavía.

—Cuéntame, cuéntame.

—¿Usted no sabe por qué desapareció mi padre de nuestro lado?

—No, mi vida.

—Pues óigame usted; voy a contárselo todo, tal como me lo ha referido don Plácido, a quien he tenido hasta hace poco por mi verdadero padre.

Y Alejandra, interrumpida sólo por los besos, las caricias y las lágrimas de su madre, refirió delante de Jorge, de Tula y de Anita, cuanto le había contado don Plácido, y cuanto ella había pasado desde la salida de su casa. Al referir su encuentro con los maromeros, Margarita tomó una de las manos de Tula, y la llevó a sus labios; pero al llegar a los recuerdos de los aciagos días de Zitácuaro, Anita fue la que besó a Margarita en la cabeza.

Aquellas mujeres se habían ido acercando y formaban un grupo hechicero. Margarita, con la belleza severa de la matrona, tenía en su regazo a Alejandra, encantadora niña de dieciséis años, con toda la hermosura de la mujer del trópico; en el suelo, a sus pies, la vieja Tula, con los rasgos más característicos de la bondad pintados en su rostro, y de pie, apoyando su mano en el hombro de Margarita; Ana, con ese encanto provocativo de las «chinas mexicanas», de pelo negro, ojos brillantes y boca de ángel, porque no puede decirse otra cosa.

Alejandra había vuelto a ver a Jorge, y encontraba a su madre. Sola, sin arrimo, sin amparo y hasta sin esperanzas, había llegado a Tacámbaro, y allí se miraba de repente en medio de los seres más queridos de su alma, su novio y Margarita.

Eran dos amores que halagaban su corazón, dos amores grandes, profundos, ardientes, pero que no se excluían, que no luchaban, que no combatían entre sí; por el contrario, que se animaban, que eran el uno el complemento del otro.

Alejandra amaba a Jorge como ama la mujer en su primer amor, porque casi todas las mujeres pueden decir cuál ha sido su primer amor, y casi ningún hombre podrá hacerlo, y es que casi siempre las mujeres comienzan en la primavera de su vida por una pasión, y los hombres por un capricho, por un pasatiempo: el corazón de la mujer se forma casi de repente; de repente pasa de niña a joven, como la flora que en una noche, de capullo se convierte en rosa.

Jorge amaba a Alejandra con esa ternura y esa pureza que hacen de la mujer amada una especie de religión, conservando el respeto que la circunda de una atmósfera misteriosa y poética.

—Señora —dijo Jorge a Margarita cuando la relación de Alejandra terminó—: aquí hay un misterio que yo no puedo comprender, pero que tal vez ayudándome usted, podríamos aclarar.

—¿Y cuál? —preguntó Margarita.

—Esa persona que tanto nos ayuda en México, que nos ha proporcionado los cápsules que usted trajo, y a quien no quiso usted ir a ver por temor de comprometerla, es un hombre cuya historia tiene con la de ustedes tantos puntos de contacto, que no sé ni cómo explicarlo.

—Pero ¿cuáles? Díganos usted.

—Señora, es de Acapulco; se ausentó de allí hace cosa de catorce años, dejando a su mujer y a su hija en el abandono; y su hija se llamaba Alejandra.

—¡Ah! Entonces es él, es Juan —exclamó Margarita.

—Sí, en efecto, don Juan se llama, pero aquí está el enigma, ha encontrado él a su hija, a su Alejandra, que así se llama; la ha reconocido públicamente… la ha presentado en la sociedad y a sus amigos; yo la he visto también.

—¡Pero Dios mío! ¿Cómo puede ser esto? Dígame usted, Jorge, ¿ese don Juan no es un hombre más bien alto de cuerpo que chaparro?

—Sí.

—¿Con el pelo rizado?

—Sí.

—¿Con los ojos un poco azules?

—Sí, sí.

—¿Con una pequeña cicatriz entre las dos cejas?

—El mismo, el mismo.

—Entonces es Juan, es mi marido: ¿pero usted dice que es muy rico?

—Sí señora.

—Y Juan era muy pobre.

—También eso me ha contado, pero me refirió al mismo tiempo cómo se hizo rico, encontrando un dinero enterrado en la orilla del río de las Balsas, un poco más abajo del pueblo de Zirándaro.

—Eso es, eso es —exclamó Alejandra, como recordando algo repentinamente.

—¡Cómo, hija mía! —dijo Margarita— ¿sabías tú eso?

—No, madre mía, pero el marido de la tía Úrsula, el viejo Andrés de quien hablé a usted, que era asistente de don Plácido, enterró allí ese dinero; y al morir encargó a la tía Úrsula que me dijera el secreto para reparar el mal que nos había causado… «río abajo, en la margen derecha, una ziranda entre dos palmas».

—Cierto, cierto —dijo Jorge, asombrado—, las mismas señas: de allí ha sacado la fortuna don Juan.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó Alejandra—, que mi padre ha vivido tranquilo con ese dinero…

—Pero ¿quién es esa otra Alejandra que pasa por hija suya? Le habrán engañado. ¿Será alguna aventurera?

—No señora: si hay engaño, esa joven es también una víctima, porque la pureza y la virtud brillan más en su rostro que la hermosura; pero yo le prometo a usted que este misterio se aclarará.

—Jorge, si usted nos quiere, si tiene corazón, ayúdenos, protéjanos; que Alejandra encuentre a su padre y yo a mi marido.

—Margarita —dijo Jorge solemnemente y tomándole una mano—, Alejandra le dirá a usted que era la prometida por mi corazón para ser mi esposa: usted que me conoce bien, creo que no se opondrá; ahora figúrese usted si me interesará su felicidad.

—¿Es verdad? ¿Le amas? —dijo Margarita.

Alejandra, en vez de contestar, ocultó su rostro, ruborizada en el seno de su buena madre.

Margarita estrechó la mano de Jorge, y se sonrió dulcemente.

Era también mujer, y sabía que para las mujeres es preferible el martirio a la confesión en los amorosos secretos del alma.

VI. El barillero

¿Para qué pintar las escenas de amor que tuvieron lugar por aquellos días entre Jorge y Alejandra? Dos amantes siempre tienen lo mismo qué decirse, sobre todo cuando sin obstáculos y llenos de fe en el porvenir, se entregan al placer de repetirse mil y mil veces que se adoran, lo cual tendrá para ellos mucho encanto, pero poquísimo atractivo para los lectores, que ya parece que los vemos sonreírse, diciendo: «Eso ya me ha pasado, y no necesito que me lo cuenten».

Margarita determinó quedarse con su hija en Tacámbaro, mientras le era posible emprender un viaje a México; pero sentía una especie de celos de que otra ocupase el lugar de su hija; le parecía que si tardaba en desengañar a su marido, ya después no sería tiempo, y se acordó en familia que Jorge escribiera a don Juan participándole lo ocurrido, sin embargo de que en este medio se tuvo muy poca confianza, porque las comunicaciones con México eran difíciles y poco seguras.

Murillo había salido con una partida de caballería, el día siguiente a la toma de Tacámbaro, y nada sabía de estos acontecimientos, lo mismo que Diego y Rito, nuestros antiguos conocidos los maromeros.

Un correo llevó a Tacámbaro la noticia de que una fuerte columna, compuesta de franceses, belgas e imperiales, se movía de Morelia, a las órdenes del coronel De Potier, sobre las fuerzas republicanas, y se decidió evacuar la plaza y retirarse rumbo a la Tierra Caliente.

Las tropas republicanas salieron con dirección a Puruarán. Margarita se quedó en Tacámbaro con objeto de observar al enemigo y remitir constantes avisos.

La columna se desprendía ya de la ciudad, y caminaba poco a poco por aquellos senderos escabrosos. Jorge, pensativo, iba a la retaguardia, vigilando que los soldados no se quedasen atrás, que los conductores no abandonasen alguna mula, y que no se cometiese algún desorden por alguno de tantos hombres que acompañan sin destinos y sin empleo, a las tropas en su marcha.

Murillo, con su piquete de caballería, vino a incorporarse a la columna: la tropa entró en su colocación, y él, bajo la sombra de un árbol, la vio desfilar toda, buscando a Jorge, hasta que logró verle.

Los que comprendan la clase de guerra que se hacía entonces tendrán idea del placer que sentían dos amigos al volverse a encontrar después de algunos días de ausencia: allí los amigos se querían como hermanos, y los compañeros como amigos. ¡Estrechan tanto los corazones sus vínculos en el infortunio!

Los dos amigos se encontraron y se abrazaron.

—Murillo, grandes cosas tengo que contarte.

—¡Cómo! ¿Qué ha habido?

—Admírate, hijo, admírate.

—Pero ¿qué hay?

—Admírate primero.

—Ya me admiro; aunque se me figura que vas a salir con un «domingo siete».

—¿Con un domingo siete? Ya verás, ya verás: sábete que la verdadera Alejandra, hija de don Juan de Caralmuro, es ni más ni menos que Alejandra la mía, y que es hija también de nuestra buena Margarita.

—¡Jesús, hombre! ¡Qué me cuentas!

—Lo que oyes, hijo mío —y Jorge refirió a Murillo cuanto había sabido, averiguado e inventado, en todo el tejido de la historia de Margarita, de don Juan y de Alejandra.

Murillo lo escuchaba estupefacto.

—Pero, en fin —le dijo, cuando hubo concluido—: todo eso estará muy bueno, ¿y quién es entonces esa hermosa muchacha que ha reconocido por hija suya don Juan?

—No lo imagino: debe haber en eso una trama infernal.

—¿Y tú crees capaz a esa muchacha, que parece un ángel, de semejante infamia? Porque si tal fuera, te aseguro que sería cosa de no volverse nunca a fiar del exterior de nadie; sería para mí la decepción más espantosa.

—Consuélate, Murillo: esa niña ha de estar tan inocente de lo que pasa, como el mismo don Juan: me has confesado que estabas enamorado de ella, y creo que tu pasión no disminuirá porque sea o deje de ser la hija de don Juan, o porque sea o no sea rica.

—No, antes mejor: siendo pobre estará más a mi alcance y podré hacerla más dichosa, que acostumbrada a ese lujo asiático de la casa de Caralmuro.

—Bien pensado. Ahora lo que importa es desengañar a Caralmuro, contarle lo que hay: yo le he escrito, pero temo que o no le llegue mi carta, o se ría de mí; escribe tú a tu padre…

—¡Jorge! ¡Jorge! ¿Y me crees capaz de denunciar como una aventurera, como la usurpadora de un nombre y una fortuna, a una mujer que es ahora mi única ilusión, mi único pensamiento?…

—Tienes razón, Murillo, he sido un cándido en proponerte semejante cosa: no te incomodes, no hablemos más de eso; pero creo que no te ofenderás, si trabajo yo por devolver a mi pobre Alejandra su nombre y su familia…

—¡Qué tontería! ¿Por qué me había de enojar? Estás en tu derecho, y aún más: estás en obligación de hacerlo. Alejandra y Margarita son muy buenas personas, y lo merecen todo; en cuanto a la otra Alejandra, yo veré cómo la salvo de la vergüenza y de la miseria.

Los dos oficiales siguieron caminando en silencio por algún tiempo.

Desde la salida de las tropas de Tacámbaro, uno de esos hombres que venden objetos corrientes de mercería por los pueblos, llevando una especie de papelera con su tapa de cristales por todo depósito y por todo mostrador, y que por allí se llaman «barilleros», se había ido pegado a la retaguardia.

Era un viejo con todo el aspecto del hombre de bien, y le acompañaban una vieja y un muchacho.

La vieja llevaba algunas botellas de aguardiente, que vendía a precio muy alto entre los soldados, y el muchacho, cigarros y puros, con los que comerciaba con la oficialidad.

Durante el camino, no perdían de vista a Jorge y a Murillo. La columna hizo alto para dar descanso a los soldados, y todos buscaron una sombra donde guarecerse de los ardientes rayos del sol.

Nuestros dos amigos se sentaron bajo una ziranda, y en la misma sombra se guareció también el barillero con su familia.

Cada uno comía lo que se había podido proporcionar.

—Mira —dijo Murillo—: ¡qué casualidad! Una ziranda entre dos palmas, como las señas del tesoro de la tía Úrsula.

—¡Ah! Eso es aquí que abundan las palmas y las zirandas: pero las señas nada tenían de vagas; la buena vieja no era tonta.

El barillero y su mujer no perdían una palabra de la conversación.

—Si al más tonto —continuó Jorge— le dicen: «Río abajo, margen derecha, a un cuarto de legua del balseadero de Zirándaro, entre dos palmas una ziranda», de seguro que da con el tesoro.

—Lo hubiera yo tenido por una conseja de la tía Úrsula, si ella me lo hubiera contado.

—Pero ¿ahora lo dudarás?

—Antes dudaría del sol que nos alumbra.

Los clarines llamaron «atención», se dieron los toques respectivos, y se pusieron en marcha.

El barillero y su mujer no habían perdido ni una sílaba de la conversación de los oficiales.

—¿Combinas lo que has oído con lo que yo te referí que había oído que contaba la tía Úrsula a Alejandra? —dijo la vieja.

—Claro —contestó el hombre—: el tesoro debe existir, y aquí estamos cerca.

—Le iremos a buscar.

—Muy bien pensado: por ahora tengo sed. Cacomixtle, dame agua.

Era la honrada familia del tío Lalo, desempeñando la honrosa comisión de espías.

VII. Veneno

Los acontecimientos que vamos a referir en este capítulo son tan extraordinarios, que a no ser tan verdaderos, no nos permitiríamos ni darles entrada en una novela: porque siendo una ficción, sería faltar al respeto a nuestros lectores el presentarles este cuadro. Pero más de tres mil testigos pueden jurar la verdad de este episodio, que no comprendemos, porque pasó casi inapercibido.

Los franceses y belgas habían ocupado a Tacámbaro, y la columna republicana tomó el camino de la hacienda de Puruarán, donde pernoctó: allí quedó el general Arteaga, a quien sus heridas antiguas no le permitían caminar más, con doscientos jinetes, y el resto de la fuerza se dirigió rumbo a Uruapan, pasando cerca de Ario, lugar ocupado por el enemigo.

El primer día de camino, la tropa tuvo que pasar en la Sierra, por un lugar que llaman la Cuesta del Tigre. Era el mediodía: los soldados iban fatigados, sedientos y sin comer, y uno de ellos descubrió entre los encinos un arbusto semejante a una mimosa, con un racimo de uvas pequeñas y rojas.

Sabido es que los soldados comen cuanto ven con figura de fruta, y aquél cortó la frutilla y la devoró con ansia.

Un oficial que iba cerca, lo advirtió.

—¿Qué comes? —le dijo.

—Esta frutilla, mi capitán, ¿quiere usted?

—¿Cómo se llama?

—No la conozco, pero está sabrosa.

—Quizá será veneno.

—No, mi capitán.

El oficial volvió la cara, buscando a alguien que conociese la fruta, porque los arbustos se iban haciendo más y más abundantes, y todos comenzaban ya a comer.

Tío Lalo, Ramona y Cacomixtle iban cerca, y el oficial los llamó.

—Oye —dijo a Lalo— ¿conoces esa frutilla?

—Sí señor: nosotros la llamamos petatillo.

—¿Se puede comer? ¿No es veneno?

—No, señor: por mi tierra hay mucha, y hacen atole de él las mujeres; pueden comer cuanta quieran, que no hace mal.

Muchos oyeron la relación del tío Lalo, y la noticia de que aquella frutilla era inocente voló de boca en boca, y hasta los más tímidos se pusieron a comer sin escrúpulos.

—¿Qué has hecho? —dijo Ramona a su marido— ¡si esa fruta es veneno!

—Mejor; ya lo sabía yo: déjalos que revienten todos: lo que importa es alejarnos, no comience a hacer efecto, y me echen la culpa. Vámonos: anda, Cacomixtle.

Y se pusieron a caminar, ganando terreno, porque los soldados estaban entretenidos en la cosecha del petatillo, abundantísimo por allí.

—Jorge —dijo Murillo—, no comas esa yerba.

—¡Dios me libre! Me causa aversión.

Pero todos comían, a pesar de las amonestaciones de Murillo y Jorge.

Se siguió el camino, y habían ya pasado dos horas, cuando un soldado lanzó un grito extraño, tiró el fusil y cayó a tierra en medio de espantosas convulsiones. Nadie se acordaba de la frutilla; nadie atribuyó aquello sino a algún mal crónico, a epilepsia que sin duda padecería aquel hombre.

A las cinco de la tarde, la infantería hizo alto en una pequeña ranchería que se llama Urapita, y la caballería en una pobre fundición de fierro que se llama las Escobillas.

Eran dos mil infantes y ochocientos jinetes: las mujeres, los criados, los vivanderos, etc., podrían componer otras cuatrocientas personas: formaban aquel grupo, pues, en total de tres mil doscientas personas cuando menos.

Todos habían comido el fruto del petatillo a la misma hora, y a la misma hora con corta diferencia, debía hacer efecto el veneno. La tropa acababa de hacer alto, y se iba a pasar lista.

Un dragón lanzó un grito y cayó del caballo, y casi al mismo tiempo, otro, y otro, y veinte, y ciento, y todos.

Los hombres caían como granizo: por todas partes lanzando aquellos gritos estridentes, horrorosos, que hacían estremecer: se retorcían y se revolcaban por el suelo haciendo gestos espantosos, con los ojos torcidos, mordiéndose y destrozándose la lengua, y arrojando la sangre de aquellas heridas, revuelta con una espuma blanca y fétida.

Un sudor frío y viscoso cubría sus rostros azulados, y hacía pegarse en ellos el polvo del campo, dando con esto un aspecto más sombrío a todos aquellos infelices.

Pasaban un acceso, entraba un momento el reposo, y de repente otro ataque más terrible que el anterior venía a causar nuevos dolores y nuevos tormentos a los enfermos.

Ninguna medicina, ningún auxilio era allí posible; treinta o cuarenta personas habían quedado en pie, y con ellas nada se podía hacer, siendo los atacados más de tres mil.

No había centinelas, ni guardias, ni nada; no se desembridaron los caballos, y aquellos animales, acosados por el hambre y la sed, comenzaron a buscar alimento y agua, arrastrando unos la lanza que se atoraba en la cuja, rompiendo otros la montura entre los árboles, haciendo otros dispararse los mosquetones al echarse en tierra con y las armas, que nadie había podido quitarles.

Aquello era espantoso: cualquiera descripción es fría y descolorida, comparada con aquel cuadro de luto y desolación; cualquiera idea que pueda formarse es débil y dista mucho de aquella escena sombría.

La noche tendía ya su manto, y negras y tempestuosas nubes se iban levantando por el Oriente.

La maleza del bosque dio paso a un hombre que se adelantó cautelosamente en medio de los envenenados, que se agitaban como reptiles moribundos.

Era el tío Lalo.

—Bien —dijo—, surtió efecto; es una fortuna: en dos horas de camino estoy en Ario, y a las doce de la noche ya está aquí nuestra tropa, lanceando a estos perros que no harán más resistencia que si fueran cerdos: —y desapareció por donde había venido.

—Murillo —dijo Jorge—, esto es horrendo; me parece que soy víctima de una pesadilla.

—¡Qué noche, Dios mío! —contestó Murillo—: esos gritos, y esos gestos, y esas bocas llenas de espuma sangrienta, todo me aterra, me espanta: creo que voy a volverme loco.

—Y la tempestad que está encima, y no hay ni con qué cubrir a uno solo de esos desgraciados…

—No es eso sólo; si el enemigo lo sabe, con cincuenta hombres nos derrota, nos aprehende a todos…

—Pero ¿habrá quien tenga corazón de avisarle?

—Creo que no; sería necesario tener corazón de hiena.

—¿Han muerto muchos?

—No sé: yo he visto expirar a varios…

—Ya está ahí la tempestad.

En efecto, los rayos se hacían más frecuentes y caían más cerca, y el agua se desprendió de las nubes; en un instante quedaron empapados aquellos infelices enfermos…

Tío Lalo y su familia caminaban lo más aprisa que les permita la oscuridad de la noche, con objeto de llegar a Ario y dar parte de lo que acontecía en el campo republicano; pero por más que hacía, el camino era escabroso y la tempestad ennegrecía más y más el cielo, hasta que comenzó a llover.

Entonces, maldiciendo a su suerte, y a los republicanos, y la lluvia, y hasta al cielo mismo, tuvo que detenerse a su pesar.

Los torrentes crecieron con la lluvia, los senderos del bosque quedaron intransitables, y el tío Lalo reservó para la madrugada la buena noticia que llevaba a los imperiales.

Así es que mientras los independientes se quejaban de la tormenta, la tormenta los salvaba de caer en manos del enemigo, que los hubiera encontrado inermes.

Toda la noche lucharon los enfermos entre la vida y la muerte; muchos sucumbieron, pero fueron muchos los que se salvaron, y cuando el sol del día siguiente alumbró, los muertos estaban depositados en una galera de la fundición, y los que habían escapado, pálidos y vacilantes, formaban en sus cuerpos respectivos en el llano sembrado de flores, donde se levanta la ranchería de Urapita.

Cuando los imperiales vinieron al lugar de la catástrofe, sólo encontraron cadáveres, y unos muy pocos enfermos, que quedaban incapaces de caminar, y a los que determinaron desde luego fusilar en Ario.

El tío Lalo, satisfecho de su obra, pero temeroso de los republicanos, se decidió a emprender un viaje en busca del tesoro, y seguido de su Ramona y de Cacomixtle, tomó el camino de Huetamo.

VIII. El perro del balsero

Dejemos a las tropas de la República seguir su marcha, y acompañemos al tío Lalo y a su Ramona, que viajan en busca del tesoro de la tía Úrsula.

El camino era tan seguro como penoso, despoblado, pero en cambio, tan tranquilo, que podía hacerse noche y descansar en cualquiera parte libre de zozobras: seis días de fatiga, y llegaron al río de las Balsas.

—¿Estás segura de las señas? —dijo el herrero.

—Segura —contestó Ramona—: «Río abajo como un cuarto de legua del balseadero, al pie de una ziranda que está entre dos palmas».

—Bueno: mañana la emprendemos; hoy descansamos aquí en las casitas del embarcadero, y nos procuramos algunos instrumentos para hacer la excavación; pediremos posada en la casa del balsero.

La casa del balsero era un jacalito con un «toro» pequeño, bajo el cual estaban moliendo maíz para hacer tortillas dos mujeres. Las mujeres muelen por allí paradas, no arrodilladas como en la tierra fría; el metate está colocado sobre unos horcones de madera que le ponen a la altura de una mesa.

Tío Lalo encontró hospitalidad, cenó con su familia un enorme pescado acabado de sacar del río, y pasó el resto de la noche platicando con su mujer o soñando en su tesoro.

Muy temprano iban ya en marcha buscando la ziranda.

—Es fortuna —decía tío Lalo—, haber sabido esto.

—Y más —contestaba la mujer—, ganarles la mano y llegar antes que ellos.

—Pero ¿será una cosa segura?, todavía me parece que no hay nada.

—Eso de que no hay nada no puede ser; tú has oído la conversación que tenían Jorge y su amigo.

—¡Qué casualidad que no nos hayan conocido!

—No se han fijado, y tú has variado de rostro con haberte dejado crecer toda la barba.

—Ya lo creo… Pero mira, aquí hay una ziranda y una palma.

—Pero no dos palmas.

—Es verdad, pero puede haber caído la otra.

—También es cierto; pero marcaremos este lugar, y vamos más adelante a ver si hay algo más parecido a lo que sabemos.

Y siguieron caminando. Habían andado más de dos leguas cuando el herrero dijo:

—Más adelante no puede ser, porque esto es doble de un cuarto de legua: nada hemos encontrado, y si en algún lugar está, es allá donde yo te dije.

—Pues volvámonos.

Volvieron siempre examinando la ribera, hasta llegar al árbol que había llamado la atención de Lalo: no había que vacilar, allí debía ser.

—Descansaremos un poco —dijo Ramona—; comeremos algo de lo que viene en el itacate que trae Cacomixtle, y comenzaremos a trabajar.

Cacomixtle acercó las alforjas, y sacaron carne, tortillas, huevos cocidos y una botella de mezcal.

El herrero comió con muchas ganas, tomó un gran trago de mezcal, y se puso en la lengua algunos granos de sal.

Ésta es una costumbre de la gente de por allá; toman mezcal y luego un poco de sal, que dicen que hace buen efecto, y verdaderamente les quita el mal sabor que aquel vino puede dejarles.

—Ahora, manos a la obra. A ver, Ramona, dame esa tarecua.

La tarecua es una especie de pala de hierro, con la figura de medio corazón, y que tiene un mango largo de madera muy fuerte.

—Esta piedra parece que se puso aquí como señal: vamos a ver.

Y el herrero comenzó su trabajo con tal entusiasmo, con tanta exaltación, como si de veras fuese a encontrar algo.

Había cavado ya dos horas: el sudor empapaba su rostro, el trabajo adelantaba rápidamente porque todo aquel terreno era muy blando, pero no daba resultado alguno.

Lalo volvía a la carga, y Cacomixtle tuvo que reemplazarle; pero Cacomixtle era muy joven, y también se rindió a la fatiga, y Ramona tomó la tarecua: no era ya una sola excavación la que se había hecho, eran varias más o menos profundas, pero aquel lugar se iba convirtiendo en un harnero.

Lalo volvía a la carga, y Cacomixtle, y Ramona, y se relevaban, y se remplazaban, y volvían a cansarse y a reposar, y de cuando en cuando la botella de mezcal venía a restaurar sus fuerzas y a alentar su ánimo.

La noche llegó, y tío Lalo tuvo que desengañarse de que no existía tal tesoro, o si existía no era en aquel lugar, lo cual era la verdad, porque como nuestros lectores saben, hacía ya mucho tiempo que estaba en poder de don Juan.

Lalo se retiró con todo el mal humor de que era capaz, y quiso pasar aquella noche en el mismo lugar que la anterior.

Cuando una vez se ha recibido por allí hospitalidad en una casa, se contrae una especie de obligación con el dueño de ella, de ir siempre que se pasa por allí, a vivir en la misma casa.

La familia llegó, y comenzó la cena, pero tan silenciosamente como si volvieran todos de un entierro.

Cerca del tío Lalo estaba echado un perrito pequeño. Cuando uno está incomodado, todo le disgusta: Lalo tiró al perrito un pedazo de tortilla, y el animal no lo comió.

—¡Vaya! —dijo el herrero—, pues éste querrá marquesotes: ¿es de la casa este perrito señora?

—No, señor, es de un balsero; pero hoy se vino a meter aquí, y se ha estado ahí muy triste todo el día.

—¿Entonces le podemos correr?

—Como usted quiera.

Lalo se paró, y acercándose al perro quiso darle un puntapié, pero el animal no estaba para sufrir seguramente, y tío Lalo lanzó un juramento; el perrillo le hincó toda su dentadura en la pierna, y echó a huir.

Las mujeres, espantadas, rodearon a Lalo, pero él estaba muy enojado para dejarse curar.

—No quiero nada —dijo—, no es nada: mañana ya estaré bueno, y ni me acordaré de esto.

A la mañana siguiente caminaba ya muy tranquilo de vuelta para Morelia.

La dueña de la casa en que había pernoctado tío Lalo cosía sentada en la puerta de su cocinita; un muchachón alto y delgado, pálido como toda la gente de por allí, pasaba por enfrente.

—Adiós, señora.

—Adiós, Encarnación: ¿qué dicen de nuevo?

—Nada, señora: ¿se acuerda usted de mi perrito… el turco?

—Sí, vaya; pues si ayer todo el día se estuvo metido aquí.

—¿Aquí se estuvo? Con razón no le hallaba.

—Por más señas que mordió anoche a un forastero que se fue esta mañana.

—¡Ave María Purísima! ¿Le mordió?…

—Sí, ¿por qué?

—¡Cómo! Si desde ayer tenía el mal, y por eso acabo de matarle.

IX. El rancho de La Laja

Los meses habían pasado de los acontecimientos referidos en nuestro último capítulo, y en este tiempo la suerte no había sido adversa a las tropas de México.

La pequeña ciudad de Uruapan, que se extiende en el extremo de una gran llanura, como un tapete de flores y de cristal, había presenciado uno de los combates más reñidos.

Uruapan es un paraíso: ríos transparentes, flores perfumadas, frutas exquisitas, mujeres hermosas, y todo esto en abundancia: allí no tendréis sino inclinaros para cortar una violeta; no tendréis más que abrir los ojos para encontrar, no una, sino muchas mujeres bellas y provocativas.

¿Qué más puede decirse de una ciudad?

Los republicanos la atacaron y los imperiales la defendieron: el combate no fue largo, pero sí sangriento: veinticuatro horas duró el fuego sin cesar un minuto, y a las veinticuatro horas los liberales eran dueños de la plaza, y toda la guarnición, incluso su jefe, estaba prisionera. Pero la ciudad ardía: durante el asalto unos y otros incendiaban las casas para arrojar a sus enemigos, y el fuego cundía por toda la plaza.

El coronel Lemus, que mandaba las fuerzas imperiales, fue pasado por las armas de orden del general Arteaga: todos acusaban a Lemus de ser el que había dispuesto el asesinato de don Melchor Ocampo.

Los demás prisioneros fueron respetados.

La columna republicana, después de este triunfo, se retiró para la Tierra Caliente, porque entonces todas las fuerzas francesas, belgas e imperiales se pusieron en movimiento para destruirla, y habría necesitado cuádruple número de hombres y de elementos para poder resistir.

Aquella peregrinación fue un viacrucis: atravesando por desiertos bosques, faltos de toda clase de mantenimientos, los soldados y los oficiales morían de hambre: durante el día, un sol de fuego calcinaba aquellas frentes que guardaban como un tesoro la santa idea de la Independencia; durante la noche, una lluvia constante y tempestuosa dejaba yertos aquellos demacrados cuerpos, que sólo conservaban vida y sangre para ofrecerla en holocaustos ante el altar de la Patria.

En medio de aquellas sierras también hay llanuras; ¡pero qué llanuras, Dios mío! Inmensas, tristes, formando un horizonte como el de los mares: ni un árbol que dibuje su sombra sobre el suelo abrasado; ni un arroyo, ni un venero, nada, nada.

Arbustos que apenas se distinguen en medio de una yerba siempre seca, esto es todo; aquel cielo con un azul sereno y tan puro, tan igual siempre, que entristece, que desespera: casi nunca cruza una nube por aquel cielo, como casi nunca cruza una ave sobre aquella desierta llanura: estos son los Llanos de Antunes.

Para atravesarlos es necesario conocerlos perfectamente, o llevar un buen guía; de otra manera, un viajero se extraviaría allí con tanta facilidad, como en medio del mar sin tener una brújula, o como en una noche en medio de un bosque, tomando un rumbo cualquiera sin conocer el camino; un hombre o un animal morirían de sed antes que llegar a encontrar el agua o a salir de aquel llano.

Los vaqueros y los hombres de la tierra encuentran continuamente por allí cadáveres de hombres, de animales y hasta de familias enteras que se extravían en aquel espantoso desierto, y en donde viven como en los bosques, los tigres, los lobos, los venados y las serpientes.

Y se eslabonan estas llanuras como inmensos escalones: los Llanos de Antunes, el Plan de Urecho, el Llano de las Balsas, en diferentes niveles, con diversas faces, pero todas tristes, sombrías, en medio de ese torrente de luz y de fuego que les baña, oprimiendo el corazón en vez de ensancharle con sus dilatados y extensos horizontes, con su atmósfera transparente y limpia.

¡Cuántos soldados quedaron allí insepultos, víctimas de la sed! Aquello era horroroso: los hombres comenzaban de repente a caminar muy aprisa, a pronunciar palabras incoherentes, y caían; toda su sangre refluía a su rostro y a su garganta; brillaban sus ojos por algunos momentos de una manera fatídica; una espuma, apenas perceptible, manchaba sus labios secos y tostados, y luego la muerte, y morían tantos que no era posible enterrarlos; y los caballos y las mulas de la artillería, y hasta los perros que acompañaban a los soldados, sufrían aquella horrible muerte.

Desde el pueblito de Sin-agua, hasta más de ocho leguas que se prolonga el Llano de las Balsas por el oriente, los cadáveres de los hombres y de las bestias, muertos por la sed, podían indicar el camino de la columna.

Ocho días llevaban las fuerzas de marcha, y estaban cerca de San Antonio de las Huertas, que es una hacienda situada al sureste de Tacámbaro, y que servía de retirada a las tropas liberales.

En un ranchito que estaba sobre el camino que llevaban, en una fresca y pintoresca cañada, los soldados comenzaron a detenerse delante de una casa; los oficiales llegaban para separarlos de allí, y se quedaban también.

—¿Cómo se llama aquí? —dijo Jorge, que, como debemos suponer, siempre caminaba con Murillo.

—La Laja.

—¿Y qué habrá allí que todos se detienen?

—¿Vamos a ver?

—Vamos.

Los dos picaron sus caballos, y llegaron a la casita adonde se dirigían todos con curiosidad.

Lo que había allí era una cosa espantosa.

Delante del jacal y a la sombra de una enramada, un hombre ya viejo, muy robusto, con la ropa hecha pedazos, casi desnudo, mostrando en todo su cuerpo horribles contusiones y sangrientas mordidas; con el pelo en espantoso desorden, los ojos fuera casi de sus órbitas y la boca cubierta de espuma, se agitaba como un loco, atado a tres horcones de árbol clavados en la tierra: unas mujeres le contemplaban desde la puerta de la casa, y los soldados formaban en su derredor un círculo.

Aquel hombre rugía como un perro enojado, aullaba como un perro herido, y algunas veces producía sonidos y voces muy semejantes a un ladrido.

Algunas veces inclinaba la cabeza sobre el pecho, y quedaba como en calma; pero de repente se agitaba con tanta fuerza, que parecía que iba a romper aquellas ligaduras que se habían introducido ya en las carnes de sus brazos, de sus piernas y de su cintura: entonces parecía buscar algo que morder; sonaba los dientes como un lobo hambriento, y procuraba, haciendo increíbles esfuerzos, alcanzarse uno de sus mismos hombros para arrancarse los pedazos. Los soldados de adelante, impulsados por los de atrás, estrechaban el círculo; pero a cada movimiento del hombre, toda aquella masa retrocedía aterrada.

—¿Qué es esto? ¿Qué tiene ese hombre? —preguntó Murillo.

—Señor —contestó un soldado— tiene la rabia.

—Pero ¿no le curan?

—Si eso no tiene remedio, mi capitán.

—Más valía darle un balazo —exclamó un sargento, embarazando su fusil.

—Valía más; pero siempre es deber una muerte —dijo otro—: yo no me meteré.

El rabioso, indiferente a todo, se agitaba, se retorcía, aullaba, pero de una manera infernal.

—¿Dónde le mordió el perro? —preguntó Jorge a las mujeres de la casa.

—En Huetamo, o cerca de allí.

—¡Qué! ¿No es de aquí?

—No señor; venía de paso con una mujer y un muchacho: aquí le empezó a dar el mal; los hombres del rancho le amarraron ahí hace tres días, porque quería morder.

—¿Y la mujer… y el muchacho?

—Creo que no eran de su casa, porque tan luego como le vieron amarrar, se fueron.

—Y este hombre ¿cómo se llama?

—El muchacho le decía tío Lalo.

—¡Pobre! Debe padecer mucho.

—Sí señor, mucho; pero ya no tarda en morirse, ya no hace tantos esfuerzos; véalo usted. —En aquel momento, la mujer de un soldado se había atrevido a acercar a los labios del rabioso una vasija con agua.

El rabioso se agitó espantosamente: rechinó los dientes, y levantando muy poco a poco la cabeza convulsivamente, produjo un ronquido: la espuma inundó su boca, se estremeció violentamente y quedó muerto.

Tres días de lucha, de agonía, de los más espantosos sufrimientos; en fin, tres días de hidrofobia.

El dedo de Dios sobre la frente del culpable.

X. Histórico

Nuestro relato tiene que salvar algunos meses, porque aun cuando sean sus personajes fantásticos y de novela, no por eso les ha de estar aconteciendo algo notable todos los días, ni se han de aglomerar los sucesos, como en la comedia clásica, para conseguir aquellas tan imponentes unidades de tiempo, de acción y de lugar.

En cambio, tendrán nuestros lectores algo de historia; poco, pero lo bastante para que en este «entreacto», llamémosle así, no carezcan de la noticia de los acontecimientos más notables de la guerra de Independencia en el sur de Michoacán, que van estando encadenados con nuestro romance.

La retirada de las tropas republicanas en Uruapan, después de la toma de aquella ciudad, fue el principio de una serie de desgracias, que puede decirse que no terminaron sino con la última y mayor, que fue la muerte de Arteaga y de Salazar.

El general Pueblita, con una división, había llegado a San Juan de las Colchas, y se dirigía a Uruapan, al llamado del general Arteaga, cuando supo éste que una columna francesa avanzada por el rumbo de Paracho.

Arteaga dispuso la evacuación de Uruapan, y avisó a Pueblita violentamente.

Pueblita, sin embargo, dejó su tropa en San Juan, y con una escolta llegó a Uruapan, cuando ya Arteaga había salido.

En vano los vecinos de la ciudad avisaron a Pueblita la aproximación del enemigo; en vano le exhortaban a salirse; él desoyó todas las advertencias, y se puso a comer tranquilamente.

El enemigo se precipitó por las calles de la ciudad; la escolta fue batida y dispersada, y el general, buscando la salvación en una casa vecina, fue herido de un balazo y murió en el acto.

Entretanto, la columna que conducía Arteaga caminaba en medio de las más horribles privaciones, buscando por la Tierra Caliente la salida de Huetamo.

Había necesidad de caminar de día y de noche, siempre en medio de furiosos aguaceros, o bajo un sol abrasador: la estación no podía ser más desfavorable; era el mes de junio.

Una columna francesa venía por Uruapan a la retaguardia; otra salía por un flanco, dirigiéndose por Ario y el Tejamanil, a cortar el camino de La Huacana, y otra, compuesta por belgas e imperiales, tomaba la vanguardia por Tacámbaro y Turicato.

Era precisa una grande actividad, y el ejército republicano logró atravesar por Turicato, cuando las fuerzas belgas estaban en la hacienda de La Loma, a pocas leguas de distancia, burlando las combinaciones del enemigo.

Los republicanos hicieron alto en la hacienda de San Antonio de las Huertas, durante algunos días, y en este tiempo el enemigo evacuó a Tacámbaro.

La escasez de recursos obligó a Arteaga a ocupar aquella plaza, a pesar de los constantes avisos que se tenían de que sobre ella se proyectaba una expedición, y que la salida de los belgas de allí no había sido sino una estratagema, un anzuelo para sacar a los patriotas de la Tierra Caliente.

Pero la situación era espantosa: podía preverse con seguridad o una gran derrota, o una sublevación.

Las miserias, los trabajos, los grandes sufrimientos, habían exacerbado el ánimo de algunos jefes y oficiales, que creían encontrar el origen del mal, no en la situación misma, sino en el poco acierto de las disposiciones del general en jefe: se atrevían ya a censurarle, murmurando públicamente, alentados por personas que debieran haberlos calmado y reprimido.

Arteaga lo sabía y lo comprendía todo, y su limpio corazón se indignaba con aquellos rumores y con aquellas infames maquinaciones.

En este estado de cosas, un extraordinario llegó anunciando que el enemigo se aproximaba: aún había tiempo de retirarse, porque la tropa no estaba en estado de combatir, fatigada aún, y enferma con su larga peregrinación; pero Arteaga conoció que éste habría sido el pretexto que buscaban los descontentos para promover una sublevación, después de la cual la anarquía era lo único posible.

Determinó dar una batalla, y tomó posesiones en «Cerro Hueco», distante media legua al sur de Tacámbaro.

Quizá sea ésta la acción más desgraciada del ejército liberal.

Por las razones que hemos indicado, o bien porque aquel era un día fatal, las columnas enemigas se lanzaron a paso de carga sobre las fuerzas republicanas, y en menos de media hora todo estaba concluido; la infantería belga era dueña de la posesión, haciendo un gran número de prisioneros, y entre ellos muchos jefes, y la caballería imperial perseguía con encarnizamiento a los fugitivos.

El imperio celebró este triunfo como definitivo de Michoacán, y en efecto, con excepción de algunas pequeñas partidas, todas las fuerzas del ejército del centro habían perecido en este encuentro fatal.

Pero vivían los jefes, y con ellos la fe.

La acción de Cerro Hueco tuvo lugar el 16 de julio de 1865, y el 1.o de octubre del mismo año pasaba revista en Uruapan la primera división del ejército, con mil quinientos infantes y dos mil jinetes. Tan cierto es que el patriotismo hace milagros.

La alegría y la esperanza habían vuelto ya a renacer; la más cordial y franca unión reinaba entre los jefes, y todo parecía anunciar una nueva era.

Se había pasado en Uruapan la revista, y llegó entonces la noticia de que el jefe imperialista Méndez, venía de Morelia con una fuerte división mixta de belgas e imperiales.

Los jefes republicanos conferenciaron, y Arteaga y Salazar opinaron en contra del proyecto de dar una batalla en las llanuras inmediatas a la ciudad, que les propuso otro de los generales.

Se dio como razón el mal éxito de la batalla de Cerro Hueco, sin considerar que las circunstancias eran diversas.

Por fin se adoptó el siguiente plan. Arteaga y Salazar con la mayor parte de la fuerza se dirigirían para Tancítaro y Santa Ana Amatlán, y la otra parte de la división haría su marcha por el flanco del enemigo, para caer, sin que se sintiera su movimiento, sobre Morelia.

El objeto de la combinación era que de Morelia recibiera Méndez el parte de que la ciudad estaba amagada, en cuyo caso, lo natural era que volviese para protegerla; entonces la fuerza que había amagado Morelia le saldría al encuentro, y Arteaga y Salazar le atacarían por la retaguardia.

Dios dispuso las cosas de otro modo.

La columna que debía amagar a Morelia hizo su movimiento con tal rapidez y con tanto sigilo, gracias a los grandes conocimientos que de aquellos terrenos tenía el coronel Eugenio Ronda, jefe de la caballería, que muchos belgas de la guarnición fueron sorprendidos y hechos prisioneros en las garitas y en las calles, introduciéndose la confusión y la alarma en la ciudad.

Pero desgraciadamente Arteaga y Salazar fueron sorprendidos en Santa Ana Amatlán por Méndez, que había seguido en su persecución, teniendo lugar esta desgracia cuando no era posible que el jefe imperialista tuviese noticia del ataque de Morelia.

Casi toda la fuerza cayó prisionera, y Méndez, después de pasados ocho días de la sorpresa, y cuando ya todos los que habían caído en su poder creían segura su vida, hizo fusilar en Uruapan, fundándose en la sangrienta ley del 3 de octubre, a los generales Arteaga y Salazar, a los coroneles Villa Gómez y Díaz y al presbítero Pérez, que acompañaba al coronel Díaz.

Horrible asesinato, que los periódicos mismos del imperio no se atrevían ni a publicar, pero que valió a Méndez la banda de general que le envió el ministerio de «la ley de 3 de octubre».

Libro séptimo. Las tres huérfanas

I. Inés

Inés era una dama joven que hacía furor en uno de los teatros de tercer orden en la ciudad de México.

Jamás una rubia más encantadora había pisado las tablas del escenario, y jamás el público había aplaudido con más entusiasmo a una actriz.

Inés había llegado a México con una compañía de la legua, que venía de Tlaxcala; no era casada, y sólo la acompañaba una viejecilla, a quien ella tenía por madre y se llamaba doña Feliciana.

La compañía, tan compacta en los pueblos, se deshizo al llegar a la capital, como un terrón de azúcar que cae en una fuente, y sus individuos se confundieron entre la multitud. Inés buscó trabajo, y se contrató de parte de por medio, con un modesto sueldo.

El teatro aquel estaba de caída; sólo daba funciones los domingos y días de fiesta, y siempre dramas patibularios: la Abadía de Castro, la Huérfana de Bruselas, el Campanero de San Pablo: Inés hacía las criadas y los acompañamientos.

Poco a poco la fueron conociendo, y poco a poco el público masculino aumentó por ver aquella nueva perlita del teatro, y de los elegantes del barrio pasó la noticia a los leones del centro, y el teatro comenzó a prosperar, y el empresario a comprender por dónde venía la bonanza y el partido que podía sacar de Inés: la consideró con un buen ajuste, y algunos meses después de su llegada, Inés era dama favorita del público, y la niña mimada de sus compañeros y de la empresa.

La verdad es que ella también tenía genio y talento.

Era uno de los últimos domingos de febrero de 1867: el teatro estaba lleno, y aún se solicitaban billetes en el expendio. Se iba a representar el famoso «Trovador» de García Gutiérrez. Inés hacía el papel de Leonor, y esto explicaba la afluencia del público, y la inusitada novedad de verse en las puertas de aquel teatro tan poco frecuentado, elegantes carruajes.

El público es caprichoso como un niño o como una mujer: en aquel teatro había muy poco que llamara la atención y, sin embargo, estaba de moda los domingos por la tarde.

Mucho polvo, mal alumbrado, asientos incómodos, enormes ventilas en el techo, por donde entraba un aire molesto y la luz del sol, haciendo un desagradable contraste con las mezquinas lámparas del salón; escaleras y tránsitos que parecían de minas; dulceros que circulaban por el patio y los palcos con el sombrero puesto y ofreciendo en alta voz sus mercancías; orquesta poco menos que de aficionados, y, por último, una compañía que no podía ser peor.

En el telón de boca, sobre un fondo encarnado, con adornos amarillos, se leía:

«Con falso brillo y con diversos nombres,

Lecciones de moral doy a los hombres».

Dieron las cuatro, y sonó la obertura: un muchacho sucio y haraposo salió arrastrándose por debajo del telón, y atizó los quinqués de la embocadura, y volvió a meterse por el mismo lugar.

Los concurrentes iban entrando y tomando sus lugares, sin reconocerse al principio, deslumbrados por la inmensa diferencia de luz entre la calle y el salón del espectáculo.

—¡Hola!, señor don Celso; ¿usted también por aquí? Buenas tardes —dijo un hombre que estaba ya sentado, a otro que se acomodaba junto a él.

—Buenas tardes: ¿qué quiere usted? Venimos a pasar el rato; me han hablado tanto de la dama de aquí…

—¡Ah! ¿Usted no la conoce?

—No, señor.

—Verá usted: es muy bonita; una güerita preciosa, y lo hace bien.

—Eso me han dicho y, según veo, tiene muchos apasionados.

—Muchos.

—¿Y es casada o soltera?

—Casada no es, la persiguen que es temeridad; pero la verdad, lo merece.

—Vamos, no diga usted eso, que usted es un hombre juicioso.

—¡Ah, señor don Celso! Hablemos con franqueza: a mí me gusta como un dulce, y sería yo capaz de no sé qué… pero usted la verá: yo sé que usted es un hombre de gusto, y me dirá su opinión.

Tres golpes dados en las tablas del escenario, se oyeron en este momento, como el toque de prevención: todos se quitaron los sombreros, se acomodaron en sus respectivos lugares; sonó el silbato del apuntador, y se levantó el telón.

Todos los actores eran recibidos con una glacial indiferencia, y lo merecían, Manrique era un jayán, con una voz que parecía un bramido, con unos modales más bruscos que un carretero, y con una declamación de cura que predica: vestía un traje a la Luis XV. El de Luna tenía una trusa de panilla azul, con acuchillados amarillos. No había dos comparsas que representaran la misma época, y entre ellos, algunos se permitían sacar turbantes y cimitarra.

Inés se presentó, y un nutrido y prolongado aplauso fue la señal de su salida.

—De veras es hermosa —dijo don Celso a su vecino.

—¿No le decía yo a usted?

—Pero es una cosa notable…

—Vaya.

—¿Usted la trata?

—Mucho; llevamos muy buena amistad: ¿quiere usted que le presente?

—Si usted fuera tan amable…

—Con mucho gusto: mire usted, en el acto en que la bruja le cuenta su historia a Manrique, Leonor no tiene que salir, y aprovechamos la oportunidad de que está en su cuarto, para ir a verla: ¿le parece a usted?

—Muy bien, acepto.

—Ya verá usted qué amable.

Don Celso estaba impaciente porque se acabara el acto: aquel hombre de pasiones infernales había concebido un capricho por Inés, y contaba, para satisfacerle, con su voluntad de hierro, su astucia de demonio y su riqueza.

Una actriz pobre, sin porvenir, y tan joven podía muy bien o ser una niña sin experiencia, a quien se podía engañar, o una alma corrompida que se podía comprar.

Mil ideas cruzaban por el cerebro de aquel hombre acostumbrado a jugar con el corazón de las mujeres y a burlarse de la virtud.

Por fin llegó el momento, y pasando con mil trabajos por aquellas termopilas, pisando a unos, estrujando a otros, machucando un sombrero, tirando un bastón e incomodando a todo el mundo, don Celso y su conductor llegaron hasta la puerta del foro.

Cuando en los teatros hay una mujer bonita que está de moda, y que tiene muchos apasionados, los cuidadores de esta entrada se vuelven como los porteros de los Ministerios: orgullosos y déspotas.

Los dos gavilanes viejos tocaron, y después de un ligero altercado, lograron penetrar al Santa Sanctorum.

Nunca don Celso había estado en un foro, y todo le llamaba la atención.

Los viejos lienzos pintados con colores chillones y mal combinados; las puertas y las rejas de madera y de trapo, arrumbadas en el tránsito; los fragmentos de antiguas decoraciones, todo le parecía extraño.

Veía entre los bastidores muchachas y viejas sentadas en sillas desvencijadas, sosteniendo sabrosas pláticas con galanes que permanecían de pie enfrente de ellas, y entre todos, cruzar la diligente chusma de los maquinistas, llevando grandes bastidores que representaban murallas y conventos.

—Éste es otro mundo —dijo a don Celso su compañero—, como quien instruye a un novicio.

—En efecto —contestó Valdespino con hipocresía.

—Aquí es el cuarto de Inesita.

Habían llegado al término de su viaje: la puerta estaba abierta.

Era una estancia sumamente pequeña: en el fondo había una mesita de todo el ancho del cuarto, cubierta con un pedazo de indiana de colores, que llegaba hasta el suelo; encima un espejo pequeño, dos candeleros de porcelana con velas de esperma encendidas, y una inexplicable confusión de botes, frascos, cajas, rizos, horquillas, flores, cepillos, peines, cintas y pelucas. De las paredes pendían trajes de distintos colores: mantos, velos, enaguas, crinolinas, sombreros y gorros.

Grandes canastos de mimbre obstruían el paso, y a los dos lados había como seis sillas.

El cuarto estaba lleno de gente; apasionados y adoradores que iban a felicitar a Inés, y a perder su tiempo, para obtener en cambio de mil adulaciones, una sonrisa o un apretón de mano, que nada significaba.

Inés estaba frente al espejo, y una vieja le arreglaba la toca de su vestido de monja.

—¿Está bien, mamá? —decía Inés.

—Sí —contestó la vieja.

—Porque ese Manrique me deshizo hasta el peinado.

—Pero usted ha obtenido hoy un triunfo, que debe enorgullecería —decía un joven.

—Espléndido —agregaba otro.

—Todo ha salido brillante —decía un tercero.

—Más abajo la toca —decía Inés a la madre, sin hacer caso de las adulaciones.

—Buenas noches, Inesita —dijo el amigo de don Celso.

—Buenas noches —contestó la muchacha—, pasen ustedes.

—Inesita, me tomo la libertad de presentar a usted a don Celso Valdespino, mi amigo.

—Servidor de usted, señorita.

Inés tendió la mano a don Celso.

—Soy servidora de usted.

Don Celso pasó sin sentirlo, y sin saber de qué hablaba, cosa de una hora en el cuarto de Inés. Otro acto había ya comenzado.

—Señorita, prevenida —dijo el segundo apunte en la puerta del cuarto.

—Con permiso de usted —dijo Inés a don Celso, disponiéndose a salir—, nos vamos ya usted sabe dónde está su casa: tercera del Reloj…

—Tendré el gusto de pasar por allá.

Inés desapareció entre bastidores.

Don Celso salió pensativo, y no volvió en sí durante el resto de la comedia.

—Por fuerza tiene que ser mía esta mujer —decía—, tocando el zaguán de su casa. ¿Cómo? Ya lo veremos; pero mía ha de ser.

Y aquella noche dio mil vueltas en la cama, y no logró pegar los ojos.

II. Una escena de amor

Dos magníficos caballos alazanes piafaban impacientes, enganchados a un elegante y sencillo cupé, que estaba esperando en la puerta de una casa de pobrísima apariencia, en la tercera calle del Reloj.

El carruaje abonaba el gusto y la elegancia de su dueño, y no mostraba en el escudo de la portezuela más que estas dos sencillas iniciales: P. S., artísticamente enlazadas.

Los transeúntes miraban el carruaje, veían la casa y decían interiormente: «Será algún médico el dueño»: porque no suponían visita de tal categoría a tal casa.

Los vecinos mejor informados sabían que el coche aquél, u otro tan elegante, estaba allí todos los días, porque en él iban sin faltar nunca el joven don Pablo Serrallonga, novio de la hermosa Inesita, la actriz, como decimos nosotros, o la cómica, como ellos la llamaban.

Nosotros, más adelantados en noticias, vamos a entrar en la casa, y a escuchar lo que pasa allí.

En una salita pequeña, que tenía un balcón a la calle, sencilla pero graciosamente amueblada, Inés y Feliciana recibían la visita de Pablo.

Inés era más bella en su casa que en las tablas, su rostro sin los afeites de la escena, y su cuerpo libre de los extraños trajes de la comedia, tenían más atractivo, más encanto.

La vieja Feliciana tenía el aire de una mujer del campo; a pesar de su traje de lana oscuro y de su peinado que pugnaba por ser de moda, las dos trenzas de la ranchera se traslucían a despecho de su «castaña», y se adivinaba el ceñidor debajo del corpiño de su vestido.

Pablo era lo que puede llamarse un verdadero elegante, «un león». Sin amaneramiento en su traje, sin esa abundancia de cadenas, de botones, de fistoles y de dijes, que anuncian al calavera de mal gusto; sin esos colores chillantes que tanto agradan a los que sin elementos tienen pretensiones de lujosos y de figurines, había en todo el aire de Pablo aquel despojo, aquella naturalidad y aquella sencillez que caracterizan al hombre de sociedad, al hombre que está dominando su posición, y no dominado por ella.

Inés y Feliciana estaban sentadas en el sofá, y Pablo, indolentemente reclinado en el respaldo de un sillón, jugaba con una cañita con puño de oro, que le servía de bastón.

—Usted no puede estar contenta con esa vida de teatro, decía Pablo a Inés.

—Contenta, no, Pablo, porque es una vida tan azarosa, que no se cuenta en ella un momento de tranquilidad; siempre pendiente del humor del público, siempre temblando de que un mal queriente levante contra nosotros una tempestad: por lo demás, ¿qué quiere usted que le diga? A pesar de todo, se gana la vida honradamente y sin perjudicar a nadie.

—Es verdad; pero usted, Inés, debe estar más tranquila, porque creo que usted no tendrá nunca enemigos: tan buena, tan humilde.

—¡Cómo se engaña usted, Pablo! Las mujeres que trabajamos en el teatro somos como las flores de los paseos, que todo el mundo cree que tiene derecho a que sean suyas. En vano se procura una actriz el respeto de los hombres; en vano intenta retraerse en su vestidor y no ser cómica sino a la hora de la escena; todos se sienten con valor para dirigirle una declaración, y todos cuentan con la esperanza de ser correspondidos, porque para la gente que nos conoce, una actriz es una mujer que no tiene corazón, ni moralidad, ni religión.

—Es verdad, es verdad —dijo Feliciana.

—Inés, usted exagera: tal vez en los primeros días en que una actriz se presenta al público tendrá que sufrir esas contrariedades; pero después, cuando esté conocida, cuando su virtud quede fuera de duda…

—¡Ay, Pablo!, ¡qué poco conoce usted ese mundo! Cada hombre que llega y que nos presentan es un combate que se tiene que sostener, porque cada uno, aun cuando haya visto desairar a doscientos, piensa que para él está reservada aquella fortuna, porque no comprenden que haya una «cómica virtuosa», y si nada consiguen, todos esos son enemigos, y si al fin llegan todos a desengañarse de que ninguno es el preferido, antes que confesar honrada a aquella mujer, dicen por lo bajo: «Ésa debe tener algún amante oculto»: y una señora no querrá andar en la calle con nosotras, y si un hombre nos habla y nos visita, nunca su mujer, ni su novia, ni su familia, ni la sociedad, dirán que es un amigo, sino un querido, o un pretendiente, y sólo ante Dios, para quien no hay más nobleza ni más aristocracia que la pureza del alma, sólo ante él podemos decir que valemos tanto como una reina.

Pablo no contestó, y quedó meditabundo.

—Señora —dijo una criada en la puerta interior.

—¿Me necesitas? —dijo Feliciana.

—Sí, señora.

Feliciana se levantó y salió de la sala. Los dos jóvenes quedaron en silencio: Pablo distraído y fija en el suelo la mirada; Inés contemplándole cariñosamente. Pasaron así algunos instantes, y la joven estrechó la mano de Pablo: el joven volvió el rostro.

—¿En qué piensas, bien mío? —dijo Inés dulcemente.

—¿En qué pienso, alma de mi alma? Pienso en ti, en ti nada más; en que eres tan buena, tan virtuosa, tan espiritual…

—Pablo, ¿me quieres mucho?

—Ángel mío, mucho más que a mi vida, más de lo que puede imaginar que podía nunca llegar a querer a nadie: alma de mi alma, tú eres para mí la esperanza única de felicidad; tu amor es mi encanto: te amo con tanta ternura, con tanto respeto… tu amor es para mí una religión, una idolatría.

—Óyeme, Pablo mío: yo también te amo como ninguna mujer puede amarte sobre la tierra; no sé pensar sino en ti y por ti: cuando salgo a la escena, cuando repito alguno de esos entusiastas versos de amor, cuando algún aplauso corona mis esfuerzos, sólo es por ti, y para ti mi pensamiento… Eres tan bueno, tan diferente de todos los hombres; te veo tan alto, tan digno, que me fastidian esos necios que me persiguen, porque no me dejan sola para pensar en ti.

—Inés, Inés, eres un ángel: jamás te olvidaré; jamás dejaré de amarte, de adorarte: sin ti no comprendo la vida; sin tu amor no concibo la felicidad, porque si tú dejaras de amarme, moriría.

—Luz de mis ojos, ¿yo dejarte de amar? No, Pablo mío: te amo con un desinterés tan grande, que tú no puedes ni comprender. ¿Crees, amor de mis amores, que yo no conozco que tú, joven, rico, elegante, tan bien recibido en la sociedad, no pensarías nunca en dar tu mano y tu nombre a mí, a una pobre huérfana, a una cómica de la legua?…

—No Inés, no; por Dios, no me digas eso…

—Sí, Pablo: jamás he acariciado la idea de ser tu esposa, aunque jamás tampoco consentiría en ser tu querida: ser tu esposa es una felicidad superior a mis aspiraciones; ser tu querida… primero me moriría de dolor… Óyeme, ángel mío: tú sabes que yo no conozco a mis padres: desde que nací me entregaron a Feliciana, casada entonces con un pobre escribiente de una hacienda; murió su marido, yo crecí, no teníamos recursos, y vivíamos en San Martín Texmelucan, del producto de nuestras costuras y haciendo dulces. Se hizo en el pueblo una pastorela, y me confiaron el papel de Arminda; estudié con entusiasmo, y me aplaudieron, y en lo sucesivo, en todas las pastorelas, en todas las comedias de aficionados, la primera persona con quien contaban era conmigo: así le cobré amor a la carrera del teatro. Por San Martín pasan constantemente cómicos de la legua: una compañía paró en un mesón cerca de nuestra casa; la dama se enfermó, y supieron que yo era aficionada, y me convidaron para dar una función; acepté, y el director tuvo una soberbia entrada. Entonces me propuso contratarme: ¿qué querías que hiciese? Estábamos pobres; las costuras y los dulces producían muy poco: me contraté y salimos de San Martín: esta es mi pobre historia. ¿Crees que una mujer tan humilde en sus antecedentes tuviera la pretensión de llegar a ser tu esposa ante Dios y ante el mundo?

—¿Y nunca has averiguado quiénes son tus padres?

—Nunca, Pablo mío, nunca: si ellos me abandonaron, o no me amaban, o era yo para ellos un estorbo…

—¿Pero Feliciana nunca te ha dicho?…

—Aquí viene: ella podrá contarte mejor que yo. Mamá, ¿quieres decirle a Pablo eso que me has contado de cuando me entregaron contigo?

—¡Qué dice usted, don Pablo, qué niña tan caprichosa! ¿Usted quiere creer que nunca ha querido que busque yo a sus padres, cuando sería para mí tan fácil como ir al Coliseo?

—Mamá, no digas Coliseo; teatro, teatro.

—Hija, algo se me ha de quedar de nuestra tierra: vaya, déjame, y vamos a ver.

—¿Con que decía usted?

—Pues, sí, don Pablo: cuando vivíamos en los Llanos de Apam, un día me mandó llamar la señora doña Matildita, mujer del señor don Felipe Mondragón, y me dijo: «Sé que usted es mujer de bien, y su marido muy honrado; voy a pedirle a usted un favor». Como la queríamos todos mucho a esa buena señorita, le dije: «Con mucho gusto, señorita, en lo que usted quiera»: me dijo, pues voy a entregarle una niña, que usted la críe como su hija; me dijo: «Pero este es un secreto muy grande, que sólo usted y su marido han de saber, me dijo, pero por Dios que me cuide usted mucho a esa niña.» Como no teníamos hijos y ya era mi marido muy mayor, le dije: «Voy a consultar con mi esposo, a ver qué dice; fui a mi Procopio, le gustó tener a la niña, y la señorita me la entregó, y mil pesos que nos duraron mucho tiempo».

—¿Pero la niña no sería de la señora de Mondragón? —preguntó Pablo.

—No, porque estaba acabadita de nacer, y la señora andaba como si tal cosa.

—¿Y qué otra familia había en la hacienda?

—Nadie más.

—Pues es necesario averiguar, aunque Inés no quiera.

—¿Usted lo quiere así, Pablo? —preguntó tímidamente Inés.

—Sí, Inés, me interesa en ello la felicidad de usted.

—Pues haga usted lo que le parezca.

—Entonces, lo que hacemos —dijo Pablo—, es que voy a averiguar en dónde existe ese señor Mondragón, y doña Feliciana va luego a la casa con algún pretexto, a hablar con su señora, ¿qué importa? Ella está en el secreto, y quizá el motivo que hubo para ocultar el nacimiento de usted no exista, y usted recobre a sus padres.

—Haga usted lo que quiera —dijo Inés.

—Pues quedamos en eso: ¿es verdad, señora?

—Sí señor —dijo Feliciana.

Pablo tomó su sombrero.

—¿Se va usted? —dijo Inés.

—Son las siete, Inés, y tengo que hacer: esta misma noche averiguo dónde vive don Felipe Mondragón.

—Adiós, Inés; adiós, señora.

Pablo estrechó la mano de Inés, y bajó las escaleras más contento que un pájaro al salir el sol.

—A casa —dijo al lacayo que cerraba la portezuela.

—¡Oh!, si encuentro a los padres de Inés, ¡qué feliz voy a ser! Pero de todos modos, ella será mi esposa, diga y piense la sociedad lo que quiera; ¡es un ángel!

III. Un proyecto de matrimonio

Desde que la «Guacha» refirió su historia al cura de San Luis, no hemos tenido ocasión de volver a entrar en la casa de don Felipe Mondragón, pero los acontecimientos nos conducen allá, y es preciso volver a visitarle.

La habitación de don Felipe respiraba todo el aire de tristeza y abandono que era consiguiente a la disposición de ánimo de su dueño.

Los muebles, poco más o menos, eran todos los mismos que había cuando Matilde y sus hijos embellecían aquel recinto: Mondragón no había permitido que en nada se hiciera innovación de ninguna clase, y como habían cesado las visitas y el movimiento, todo se conservaba en el mismo estado.

Los muebles iban pareciendo ya de forma muy antigua: las cortinas, los tapices y las alfombras iban perdiendo sus colores, y todavía sobre algunas mesas se advertían ya un devocionario que usaba Matilde, ya el juguete de un niño, ya un pañuelo de la señora, o el sombrerito de la chiquilla.

Todo causaba una tristeza mortal: aquella casa daba la idea de un reloj parado hace muchos años, que marca el instante en que dejó de andar, como el único recuerdo de que tuvo un movimiento.

Los criados apenas se atrevían a entrar en aquellas habitaciones, y Mondragón, que había querido conservar aquellos recuerdos, pasaba por allí como no queriendo hacer ruido, por no turbar el reposo de alguno, y evitando también el mirar aquellos objetos.

Contradicciones inexplicables, pero muy comunes en el corazón de los hombres.

El padre de Matilde murió poco tiempo después de la desaparición de su hija y de sus nietecitos, a quienes amaba entrañablemente; la madre se había ido a vivir al lado de Mondragón, y era la única persona que le asistía. Toda aquella familia o, mejor dicho, aquellas dos familias se habían reducido a dos personas, Mondragón y doña Estefanía, la madre de Matilde.

Don Celso los visitaba, pero doña Estefanía le miraba, si no con aversión, al menos con indiferencia.

Don Celso concibió el proyecto de estrechar la amistad que reinaba entre Mondragón y don Juan de Caralmuro, por medio del matrimonio de Mondragón con la hija de Caralmuro.

Este proyecto era muy difícil de realizarse, porque Mondragón no tenía noticia de Matilde, y ésta podía vivir aún, y además, porque él tenía más de cincuenta años, y la hija de don Juan no llegaba a dieciocho: pero para hombres como don Celso no hay imposibles tratándose de maldades.

Habló a Caralmuro, comunicó su proyecto a Mondragón, atacó por todos lados a Leonor, para comprometerla, para obligarla, fraguó una información de la muerte de Matilde, levantada en Veracruz; y tanto y tanto se movió, que el negocio comenzó a tomar proporciones considerables.

Mondragón y Caralmuro habían tenido algunas conferencias sobre las ventajas de aquel enlace: la vieja Salvadora, vendida en cuerpo y alma a Valdespino, auxiliaba sus proyectos, y la pobre Leonor, sin tener adónde volver los ojos, estaba resignada al sacrificio: Mondragón era para ella un hombre simpático y respetable, como amigo, pero no le causaba esa ilusión que ella adivinaba como el amor; doña Salvadora le había dicho que esas eran sólo cosas de las novelas, y la pobre niña, aunque comprendía que eso no era verdad, callaba.

Murillo estaba siempre en su memoria; pero ¿sabía ella, si él pensaba también en ella y si volvería a verle algún día? Leonor comprendió que alimentar aquella ilusión y aquella esperanza, aun cuando no se lo había dicho doña Salvadora, era verdaderamente cosa de novela.

Comenzaban a hacerse los preparativos, y don Celso iba todos los días a la casa de Mondragón.

Largas horas pasaban los dos paseándose por la sala, con las manos en los bolsillos, y echando planes.

—Crea usted, amigo don Celso —decía Mondragón— que he llegado a alborotarme con esta boda.

—Con razón, señor don Felipe: esa criatura es una margarita preciosa; tan virtuosa, tan bella, tan señorita.

—Óigame usted: no es precisamente el deseo de que sea mi esposa lo que me preocupa; ¿usted me comprende? No: es que quiero ya tener familia, que haya alguien que se interese por mí, que goce o que sufra conmigo; ¡hace tantos años que vivo como en un desierto!

—Tiene usted razón; pero ya su vida va a cambiar.

—Así lo espero: mi edad, como usted ve, no es para tener esas fogosas pasiones de la juventud; pero quiero unir mi suerte a la de esa muchacha, porque la quiero; porque es la hija de un amigo mío, y porque ha sufrido mucho en su vida. Yo no tengo herederos: mi espíritu, tan agitado, envejece a mi cuerpo antes de tiempo; muy pronto dejaré la tierra, y seré muy feliz teniendo ya a esa niña a mi lado, que al cerrar mis ojos, se encuentre dueña de mi caudal.

—Esas ideas nobles son muy dignas de usted; pero no pensemos en la muerte, sino en la boda: ¿tiene usted intención de que se celebre muy pronto?

—En el mes que viene.

—De manera que los preparativos irán muy avanzados.

—Mucho: mire usted, tome su sombrero, y vamos a ver unos muebles que me están acabando de hacer.

Don Celso tomó su sombrero, y los dos salieron de la casa.

En la puerta de la escalera, una mujer pálida, enferma, haraposa, estaba como esperando algo: al ver a las dos personas que se acercaban, aquella mujer comenzó a temblar convulsivamente.

—¡Pobre mujer! —dijo Mondragón— tal vez esa convulsión será de debilidad; veremos que le den alguna cosa. ¡Doña Estefanía, doña Estefanía!

Las convulsiones de la mujer se hicieron más fuertes.

—Pero señor —dijo don Celso— los porteros no deben dejar que cualquier mendigo suba así: éstos luego son ladrones o espías de ladrones.

Quizá la mendiga hubiera contestado a don Celso, si no se presenta en este momento doña Estefanía.

La madre de la «Guacha» vestía de negro: había envejecido tanto, que no conservaba ya en su rostro ni uno de aquellos hermosos rasgos que encendieron los torpes amores de don Celso.

—Señora, ¿me hace usted el favor de que le den de comer a esta pobrecita? —dijo Mondragón.

—Sí —contestó doña Estefanía—; pasa, hija.

La pobre mujer, al oír que la llamaba «hija» doña Estefanía, lanzó un sollozo.

—Los pobres son muy agradecidos, don Celso —decía Mondragón, bajando la escalera.

—No lo crea usted: eso mismo me figuraba yo antes —contestó don Celso.

Y salieron a la calle.

La mendiga siguió a doña Estefanía como vacilando, deteniéndose a cada paso, mirando todo y limpiándose a excusas su llanto a cada momento.

Era el supremo instante en que todos los rayos del dolor y todos los martirios de la desesperación se reunían en un solo punto para destrozar el corazón de aquella mujer.

Arrastrada por una irresistible fatalidad, había salido de aquella casa, joven y hermosa, adorada de su marido, y con dos hijos que formaban su delicia, y volvía miserable, hambrienta, deshonrada, sin atreverse a decir su nombre; sin atreverse a levantar el rostro: su madre, su marido y su verdugo la veían cara a cara, y no la podían reconocer.

Ella lo había perdido todo por salvar la honra de su madre, y después de tan costoso sacrificio, encontraba viviendo tranquilos a los únicos responsables de su desgracia: a doña Estefanía y a don Celso.

Se necesitaba tener el corazón más religioso para no blasfemar de la Providencia: la «Guacha» lo tuvo; pero no pasó de allí su abnegación, y el odio más profundo contra don Celso hirvió en su pecho.

Dirigió sus miradas por el interior de las piezas, y reconoció su cama, que se descubría por una puerta del corredor; su costurero, todo, todo, hasta sus macetas y las jaulas de sus pájaros favoritos; sólo que ni los pájaros ni las plantas existían.

¡Qué raudal inmenso de dolorosos recuerdos brotó en su alma! ¡Qué sentimientos por tanto tiempo casi apagados se encendieron en el seno de aquella mujer desgraciada! Quiso gritar, pero ya no pudo; sintió que le faltaba el corazón, vaciló, se apoyó un momento en el barandal del corredor, y luego cayó desmayada.

IV. En el jubileo

El padre Antonio, nuestro antiguo conocido, tuvo que regresar a su curato de San Luis, sin haber logrado averiguar el paradero de su pobre Roque. Don Plácido y la «Guacha» determinaron quedarse en México.

Don Plácido encargó de todos sus negocios en la costa al buen cura, y vivía en la capital con lo que éste le enviaba, atendiendo a su salud, extraordinariamente quebrantada a resultas de las heridas, y con la fírme resolución de no volver jamás a la costa.

La «Guacha», como una expiación de sus faltas, quiso pasar su vida en la miseria y manteniéndose con el amargo pan de la mendicidad, sin aceptar los sinceros ofrecimientos del cura, que quería volverla a llevar consigo.

Don Plácido, como todos los hombres que han sufrido grandes desgracias, se volvió tan extraordinariamente religioso, que no faltaba a función alguna de la Iglesia.

Hay en esa vida ascética y contemplativa un goce de espíritu, una especie de voluptuosidad, que sólo son capaces de comprender los que la han sentido. Cuando el alma se entrega toda a esa idea ardiente y arrobadora de la Divinidad; cuando en medio de un templo se aísla del mundo, y comienzan a sentirse embargados los sentidos por las graves y melancólicas notas de un órgano, por el aroma del incienso que flota en blancas nubes frente al Tabernáculo, por el brillo del cristal y de la argentería, y por ese resplandor fantástico que esparcen los cirios, mezclando su luz con la luz del sol que se desliza como tímida en el santuario, al través de los densos cortinajes de las ventanas; cuando el espíritu se reconcentra en el espíritu y la materia se siente volver a la materia, entonces el alma parece desprenderse de la tierra, flotar en otro espacio, entre otro ambiente; se adivina a Dios, se comprende la fe, y si en aquel éxtasis se pudiera pensar en el cuerpo y en la tierra y en la materia, el hombre moriría; porque el espíritu, al sentirse libre, al encontrarse en el espacio de los espíritus, haría un supremo impulso y se separaría para siempre de la materia.

¿Por qué el cristianismo quiere aparecer anatematizando las teorías de los espiritualistas? ¿Por qué los espiritualistas no ponen las teorías cristianas respecto del alma, como la piedra angular de su sistema?

La religión cristiana, explicada por el clero, pinta la muerte como el dolor de los dolores, como la suprema angustia, como el terrible trance. El espiritualismo la considera como el dulce descanso de la agitada vida; no como un castigo del cielo a la humanidad, sino como el grato consuelo de las penas, sin esas ideas asquerosas y horribles, sin ese esqueleto cuyos huesos crujen al andar, cuyas desiertas órbitas miran sin ver, cuyas manos repugnantes esgrimen la espada sobre todas las cabezas, sin distinción. No, esta no es la muerte que envía la Divinidad a sus criaturas: dulce amiga, se acerca a nuestro lecho, blanda como el sueño que se comienza en la tierra para despertar en el cielo, amorosa y deseada como una libertadora que rompe estos vínculos de carne y de miseria que nos atan al mundo, y a la ignorancia, y a la preocupación, y a la tiranía, y con su diestra nos abre la puerta de ese mundo de luz, de ciencia, de libertad, de amor, en que el espíritu del justo y del que tuvo caridad sobre la tierra, cruza resplandeciente y puro, y el del hipócrita y del egoísta tiene que mostrar eternamente su vergüenza, y eternas las manchas negras de su conciencia.

Don Plácido se había entregado de lleno al ascetismo.

«Entraba el jubileo», como dicen las gentes de Iglesia, en Jesús María, El templo estaba sorprendente: el altar mayor era una especie de risco, erizado de oro, y de plata, y de cristal, y de flores, y de plantas y de arbustos; pero todo escogido, todo raro, todo exquisito, todo maravilloso. No se comprendía allí la forma, se admiraba el conjunto: destellos, colores, sombras, luces, visos, como fantásticas formaciones de un kaleidoscopio, cambiaba y aparecían al menor movimiento de la cabeza; aquello fascinaba, deslumbraba, hacía cerrar los ojos.

El aroma de las flores y del incienso, en densas nubes, subía como acariciando las pesadas columnas del templo, hasta perderse en las altas bóvedas, y las armonías de la música se apagaban de cuando en cuando para dar paso a los murmullos de la oración, que brotaba de los labios de la muchedumbre arrodillada frente al altar.

Don Plácido rezaba también cerca de una de las puertas del templo.

Un carruaje se detuvo allí, y una joven hermosísima, acompañada de un hombre de bastante edad, penetraron en el templo.

Don Plácido fijó su vista en la joven, y luego en el hombre, y sintió una especie de vértigo: aquello era una aparición, era la evocación de una sombra; era el alma, que tomando forma, viene a la tierra en fuerza de mágicos conjuros.

Los dos recién venidos eran don Juan de Caralmuro y su hija.

Don Juan pasó rozando casi a don Plácido; pero ni él ni su hija pudieron penetrar más adentro, y tuvieron que hincarse tan cerca de don Plácido, que éste podía oír sus conversaciones.

Don Plácido se estregaba los ojos; jamás había visto semejanza más completa: el hombre que tenía delante y el desgraciado padre de Alejandra debían ser uno mismo, o él soñaba.

De repente don Juan se inclinó para hablar a su hija, y don Plácido oyó claramente, no había duda, que aquel hombre decía a la joven:

«—Alejandra, no estés mucho tiempo de rodillas, hija mía, que estás muy débil».

El devocionario se le cayó de las manos a don Plácido: entonces sí creyó que soñaba o que estaba loco. Don Juan volvió la cara; pero era precisamente el momento en que don Plácido, mortificado, se inclinaba a recoger el libro.

Don Plácido quiso contenerse, rezar, o pensar siquiera en otra cosa; pero era imposible: aquella semejanza, aquel nombre tan conocido y tan amado para él, dado a una mujer desconocida, todo, todo le causaba una terrible confusión.

Por fin se resolvió. Poco a poco fue acercándose hasta quedar cerca de don Juan, y con una voz que él pudiera oír, dijo, como hablando consigo mismo:

—Juan de Jarras.

Don Juan volvió como tocado por una máquina eléctrica; miró fijamente a don Plácido, se levantó pálido, hizo una seña a Leonor de que le siguiese, y tomando a don Plácido de la mano, salieron los tres de la Iglesia, y sin hablar una palabra, montaron en el carruaje, que salió a todo el trote de los caballos.

V. El amor y el interés

—Ahora que no tengo qué hacer, voy un momento a la casa del señor Mondragón —decía Feliciana a Inés, poniéndose un pañuelo para salir a la calle.

—Está bien, mamá, supuesto que tú y Pablo se han empeñado en eso; pero por Dios que no vayas a hacer una imprudencia.

—No tengas cuidado, que yo estaré muy prudente.

—No vayas a hablar de tu negocio, más que a la señora de Mondragón.

—Sí, a doña Matilde, que ya debe estar muy grande.

—Y no le hables delante de nadie, y mucho menos del señor.

—Por supuesto.

—Bueno; pues anda, y no tardes, que me quedo sola.

—No tardaré, hija; hasta luego.

Salió Feliciana; Inés se quedó sola, y por aprovechar el tiempo, se puso a estudiar un papel nuevo que había recibido, en una comedia que debía estrenarse dentro de pocos días.

Media hora permaneció completamente entregada al estudio, cuando oyó llamar a la puerta del corredor.

—Adentro —dijo negligentemente y sin apartar la vista del papel: don Celso entró a la pieza.

Desde la tarde aquella en que don Celso conoció a Inés, no había dejado de perseguirla; se había hecho llevar a su casa, y de una en otra visita, y frecuentando más y más la amistad, se convirtió en lo que se llama una persona de confianza: allí, como en todas partes, pasaba don Celso la plaza de un hombre de bien, honrado a toda prueba, y caritativo como un San Vicente de Paul; siempre dando a Inés buenos consejos sobre la vida real o sobre la carrera de las tablas; siempre pendiente de lo que podía faltar; siempre adivinando hasta sus menores caprichos.

Don Celso creía que en las mujeres, la costumbre del continuo trato llega a engendrar el amor, o a destruir al menos, la repugnancia de un enlace desproporcionado por la edad. Sentía por aquella muchacha una pasión tan profunda y tan ardiente, como no la había experimentado nunca; no había sacrificio que no se considerara capaz de hacer por ella; estaba decidido, si de otro modo no podía conseguir su amor, a casarse con ella.

Aquel día le pareció a propósito para declararse. Inés estaba sola, y más hermosa que nunca; se sentó a su lado, y comenzó a empeñar la conversación.

—Siempre estudiando, niña.

—Siempre, don Celso, esta es mi vida: estudiar muchos días lo que tengo que decir una sola noche.

—¿Pero esa vida no le fastidia, no le cansa?

—Aunque me canse, ¿qué he de hacer? No tengo otro modo de vivir.

—Usted tan hermosa…

Inés miró con tal intención a don Celso, que éste se ruborizó.

—No sé por qué, una mujer bonita y honrada no ha de poder ser pobre —le contestó.

—Inés, usted es joven, bella, virtuosa; usted podría hacer la felicidad del hombre que la llamara su esposa.

Inés suspiró pensando en Pablo.

—Señor don Celso, no se casa uno cuando quiere, sino cuando puede.

—Es que hay como usted, mujeres que cuando quieren pueden.

—¿Lo cree usted así?

—Por supuesto: yo conozco una persona, que sería el más feliz de los mortales el día que pudiera llamar a usted suya, delante de Dios y de todo el mundo.

Cuando se tiene una idea fija, todo cuanto se oye se aplica a esa idea, se piensa que tiene relación con ella: Inés lo menos que se figuró, fue que don Celso se declaraba, y creyó la pobre niña que el hombre de quien le quería hablar don Celso era Pablo: sus ojos brillaron de alegría, y una sonrisa se dibujó en sus delgados labios.

Valdespino creyó que Inés había comprendido la alusión y que la recibía con gusto.

—Sí, Inés —continuó—: yo conozco a ese hombre que anhela ser su esposo; no es un joven, pero es un hombre de buena edad; es rico, bastante rico: usted podrá satisfacer hasta sus menores caprichos, y se retiraría usted de esa carrera que no le produce más que penas.

—Pero ¿dónde está ese hombre? ¿Por qué no se decide a casarse conmigo? —dijo Inés, pensando todavía que se trataba de Pablo.

—Inés, ese hombre aún no se atreve a declararse, porque su respeto por usted es tan grande como su amor: sus intenciones son santas; pero teme un desaire, porque usted es muy delicada, y siempre dice que no es digna de dar su mano a un hombre rico y bien colocado.

—Pero de esa manera jamás llegaremos a entendernos.

—Bien, Inés: entonces ¿usted le permitirá el presentarse pidiendo a usted su mano?

—Sí.

—Pues Inés, ese hombre, ese afortunado, que no espera más que su consentimiento para llevarla al altar soy yo; yo, que amo a usted, que soy libre, que soy rico, que puede hacerla feliz.

—¡Ah! —exclamó Inés.

—No se espante usted, Inés: es verdad que no soy joven, que mi figura no podrá haberla prevenido en mi favor; pero he querido que usted me tratara mucho, antes de hacerle la confesión de mi amor: usted me conoce, sabe que soy un hombre honrado, de buen carácter; piénselo usted Inés, porque creo que le conviene…

—Pero si yo… no…

—Inés, usted habrá conocido su posición: hoy tiene usted una bonanza, porque está de moda; mañana tal vez no tendrá usted ni quién la quiera contratar. El público es muy caprichoso; usted está sola en el mundo; mañana sucumbe usted a una pasión, que sólo tendrá por consecuencia la deshonra y la vergüenza; la carrera que sigue usted es tan peligrosa, como ninguna otra; los hombres son astutos: usted está en la flor de su edad y de su inocencia. Créame usted, Inés, las mujeres no cobran experiencia, sino a costa de su honra y de su tranquilidad, y cuando logran tenerla, es cuando ya para nada les sirve.

—Pero señor don Celso, cuanto usted dice es la verdad y, sin embargo, yo, que le quiero a usted tanto como amigo, no le puedo querer como esposo.

—Lo comprendo en estos momentos, Inés, porque sólo ve usted mi figura, porque está usted enamorada de Pablo: ese joven tan elegante y tan simpático, pero que no la puede hacer feliz, ¿qué espera usted de él, por más que usted le ame, y que él ame a usted? ¿Usted cree, Inés, que su familia, que él mismo, tan bien relacionado en la alta sociedad, la reciba para presentarla como su mujer, ante esa misma sociedad tan llena de preocupaciones? Hable usted la verdad, ¿lo cree?

—No señor.

—¿Se decidirá usted a ser hoy su querida, para que mañana la abandone deshonrada y sola?

—Nunca, nunca.

—Entonces ¿qué espera usted? Sacrificar sin provecho su juventud, consumiéndose en ese amor imposible, y el día que él, cansado de ese papel que representa y que no es el suyo, desaparezca, encontrarse usted sin más porvenir que la miseria o la prostitución.

—¡Oh, no me diga usted eso, por Dios!

—Sí, hija mía, debo decírselo a usted por su bien, porque yo la amo sin interés; porque ofrezco a usted el porvenir y la felicidad. Pablo ama a usted, y le dice mil cosas que le llegan al corazón; ¿pero usted está segura de que no dirá lo mismo a otras muchas?

—Sí, sí estoy.

—No sea usted niña. Pablo es un hombre que frecuenta las casas más elegantes y más aristócratas de México: allí, en donde hay tantas mujeres, tantas jóvenes hermosas cubiertas de seda, de crespón, de pedrería: esas jóvenes, tan orgullosas con sus riquezas y con su hermosura, que se creerían ofendidas con sólo que les propusiera ir al teatro en que usted representa: ¿usted cree que esas mujeres serán indiferentes a los ojos de Pablo?

Inés lloraba; don Celso continuó.

—Pablo es lo que se llama en la sociedad y entre las muchachas, «un buen partido»: las más bellas se sentirían dichosas si él las pretendiera. ¿Cree usted que teniéndole a su alcance, le dejen de atacar con ese insinuante disimulo que saben, cuando quieren, emplear las mujeres todas? Y Pablo se dejará querer: los amantes de Teruel no son ya de estos tiempos, y aunque me sea doloroso el decírselo a usted, quizá, quizá, Pablo se avergonzaría delante de esas muchachas del gran tono, si llegasen a sospechar siquiera que había puesto los ojos en usted.

A Inés la ahogaban los sollozos.

—Yo —continuó don Celso—, soy rico: a mi lado nada tendrá usted que envidiar; nadie podría oponerse a nuestro enlace, y una vez que usted llevara mi nombre, usted se presentaría en la sociedad, vengándose con su lujo y su hermosura, de esas mismas mujeres que ahora se reirían con el más alto desprecio de usted, si supieran que se había atrevido a amar a Pablo; porque usted, para ese hombre, puede ser cuando más el juguete que le sirva para satisfacer un capricho, pero un capricho del que se avergonzará ante esas mujeres aristócratas que él enamora en las horas del día, que son muchas, y en que no está aquí.

—Basta, basta, don Celso —dijo Inés dejando caer su cabeza sobre el papel que tenía en la mesa.

—Inés, no se aflija usted: lo que yo le digo es la verdad; pero usted es libre; si usted lo reflexiona, y acepta mi mano, aquí estoy, y prometo hacerla rica y feliz; pero si usted consiente en seguir haciendo ante el mundo y ante usted misma el papel ridiculo que ahora representa, y se empeña en destruir su porvenir, yo respetaré su voluntad. Por ahora la dejo: consulte usted con doña Feliciana, con el mismo Pablo, si usted quiere, y mañana volveré por la resolución de usted.

Salió don Celso, y la joven quedó anegada en llanto, sin levantar siquiera la cabeza.

Pocos momentos después se abrió de nuevo la puerta, y Pablo se presentó.

—¡Ángel mío! —dijo Inés arrojándose en sus brazos.

—Inés, alma mía, ¿qué es esto, qué tienes, qué te pasa, por qué lloras? Dime.

—¡Ay, Pablo mío, soy muy desgraciada!

—¿Desgraciada? ¿Por qué?

—No, no puedo decírtelo.

—¿No puedes? ¿Y por qué, vida mía? ¿Es acaso alguna cosa que me ofenda? ¿Es alguna desgracia que yo no pueda remediar? Dímelo. Jamás has tenido secretos para mí; esto debe pesarte mucho, mucho: ¿por qué lloras tanto?

—Pablo, Pablo, mucho he llorado y lloraré toda mi vida.

—Pero dime, luz de mis ojos, dime, ¿qué te apena?

—¿Qué? Que es necesario que todo termine entre nosotros.

—¡Que termine! ¿Y por qué?

—¿Crees, Pablo, que podemos seguir así? ¿No miras el porvenir que me espera? ¿No comprendes lo que yo padezco cuando pienso que tú no puedes ser mío, que tú serás de otra mujer, tal vez sin poderlo evitar?…

—Pero esas ideas no son tuyas, Inés: alguien ha venido a destrozar tu corazón con algún fin diabólico: ¿quién te ha dicho que tú no puedes ser mi mujer, que yo no puedo ser tuyo?

—Yo que lo comprendo…

Feliciana entró de la calle en este momento, y sin comprender lo que pasaba, se dirigió a Pablo.

—Buenas tardes, don Pablo: ¿a que no sabe usted de dónde vengo?

—¿De dónde? —dijo Pablo distraído.

—De la casa de Mondragón.

—¿Y qué ha sacado usted en limpio?

—Nada, como quien dice: que la señora doña Matilde murió hace muchos años; pero su mamá, que también estuvo entonces en la hacienda, vive, pero no la vi; pero en la casa de Mondragón me pasó una cosa célebre: yo que pregunto por las señoras, y una limosnera que estaba en la escalera dice: —¿Usted se llama doña Feliciana —dice—, que vivía por los Llanos? —dígole—, yo soy —dice—, pues tengo que confiarle a usted un secreto; —dígole—, bueno, ¿y cuándo? —dice—: esta tarde a la oración, frente a la puerta de Santa Catarina; —dígole yo—, bueno, —y dice—: no falte usted, y nomás, y me vine.

—¿Por supuesto irá usted?

—Dentro de un rato, que son ya las cinco y cuarto.

VI. La madre y la hija

El sol de la libertad comenzaba ya a levantarse majestuoso y brillante en el cielo de la República: los últimos batallones franceses habían salido de Veracruz; unas en pos de otras, se colgaban en la moharra de la bandera de México, las coronas de la victoria, y el Imperio, agonizante, hacía el supremo esfuerzo al encerrarse el archiduque Maximiliano dentro de las trincheras de Querétaro.

La nación se levantaba en masa, y los ejércitos republicanos no eran ya aquellos puñados de hombres desnudos, hambrientos, inermes casi, que hemos visto en los años anteriores: brillantes divisiones perfectamente armadas y provistas de todo lo necesario, se habían levantado por todas partes y por todos los caminos, como inmensas serpientes erizadas de bayonetas; las columnas de los liberales se dirigían sobre México, o sobre Querétaro, últimos refugios del expirante gobierno plantado por la intervención.

Encerrar como el episodio de una novela en dos o tres capítulos, esa serie de gigantescos combates que tuvieron lugar en el sitio de Querétaro, sería como querer compendiar al Dante, al Petrarca, a Cervantes; sería una audacia y una profanación. Tan cerca están esos acontecimientos que aún no se pueden abarcar con una mirada, y de cada combate sería preciso escribir una historia, so pena de verse desmentido.

El día de la sentencia del pueblo en la causa de Maximiliano ha pasado ya; el día de la sentencia de la historia aún no llega. Nosotros creemos que el juicio de la historia será conforme con el de México; pero actores en ese gran drama, nosotros mismos temeríamos faltar a la imparcialidad.

Paz a los muertos; pero también respeto a los vivos.

Si alguien extraña esos pormenores que otros se han atrevido a dar, y que nosotros poseemos más exactos en las hojas de nuestro libro de recuerdos, reflexione que en todos aquellos episodios está mezclado un nombre, que sólo nos será permitido dar a luz, sin faltar a la modestia republicana, el día, quizá muy próximo, en que con el carácter de históricas, lleguemos a publicar nuestras memorias.

Casi todo el país estaba en poder de los independientes, y las familias de los chinacos volvían a vivir en las ciudades, esperando no más que la rendición de la capital, para volver a su vida pacífica y tranquila.

Margarita y Alejandra llegaron a Toluca, y desde allí esperaban pasar a México.

En vano Jorge escribió a Caralmuro y se valió de todos los medios posibles para hacerle llegar sus cartas; nunca obtuvo una respuesta: y burlado en sus esperanzas, determinó, de acuerdo con Margarita, esperar mejores tiempos.

Con las fuerzas que salieron de Toluca para el sitio de Querétaro, salieron también Jorge y Murillo, y Rito y Diego, nuestros buenos conocidos los maromeros, quedaron en la guarnición de la plaza.

La vieja Tula y Anita formaban casi una familia con Alejandra y Margarita, y no podían dejar pasar un día sin verse, y no podían conformarse con la idea de estar separadas alguna vez.

Un refrán dice que la amistad vieja es como la plata vieja: éste es uno de tantos refranes, que pasan, porque pasan en el mundo tantas cosas.

La amistad antigua es muy buena, pero no por eso deja de serlo la nueva: el buen amigo lo es desde el primer día, como la plata es plata desde que sale de la mina, y el mal amigo lo será, aunque cultive nuestro trato por cuarenta años, como el cobre no será jamás oro, ni con el transcurso de todos los siglos.

Las fuerzas republicanas, al ocupar a Toluca, no pusieron ningún préstamo al comercio ni a la agricultura; no hubo exacciones; no se usó del sistema de la leva para cubrir las bajas del ejército, ni se persiguió a persona alguna: pero Toluca, puede decirse, sin vacilar, que es el modelo de los pueblos agradecidos, y nosotros acostumbramos hablar siempre con la ruda franqueza de los soldados republicanos.

Los pueblos, como los individuos, tienen vicios y virtudes, que dígase lo que se quiera, aquí sobre la haz de la tierra tienen, más tarde o más temprano, su premio o su castigo.

Todo el mundo opinaba que la gran cuestión de vida o de muerte para el Imperio debía decidirse dentro de los muros de Querétaro, y se tenía por una cosa indudable que sucumbiendo allí Maximiliano, México sucumbiría también inmediatamente.

Todas las miradas se fijaban, pues, en Querétaro.

La noticia de la más ligera escaramuza volaba de boca en boca por todos los ámbitos de la República: hasta las personas más indiferentes en política ansiaban y sabían los menores detalles de los acontecimientos que allí tenían lugar, y un niño o una mujer, en México, podían haber dado noticia de los nombres de los principales jefes que atacaban o defendían la plaza.

Sucumbiendo Querétaro, sucumbiría México, como ese reflejo que saliendo de un lago, desaparece tan pronto como se oculta el sol que alumbra el lago.

México no era más que el reflejo de Querétaro.

No se esperaba sitio ni combate en México, y muchas familias, buscando su seguridad, comenzaron a dirigirse a la capital.

Margarita y Alejandra, agitadas por el deseo de llegar cuanto antes adonde pudiera descorrerse el velo que les ocultaba los misterios de su historia, aprovecharon la salida del primer conocido para dirigirse a México.

La diligencia que corría de México a Toluca, a pesar de que las avanzadas del ejército republicano llegaban hasta Tacubaya, no se había suspendido, y una mañana, Margarita y Alejandra tomaron sus respectivos asientos en el carruaje, y entre las lágrimas y los sollozos de Tula y de Anita, y los bruscos apretones de mano de Rito y de Diego, salieron de la capital del antiguo Estado de México.

Un viaje en diligencia es una cosa muy molesta, sobre todo, para mujeres de la clase de Margarita y de su hija, poco acostumbradas a viajar en aquella especie de comunidad.

Apenas se atrevían a dirigirse por lo bajo la palabra, por vergüenza a los otros pasajeros, y procuraban siempre mirar al campo por los lados del carruaje, para no encontrarse con los ojos vivarachos y atrevidos de alguno de los compañeros de viaje.

Generalmente en esta clase de carruajes nunca falta alguno de esos hombres de mundo, algún tronera, algún viajero de profesión, que pocos minutos después de partir el carruaje, se apodera de la conversación, dice chistes, describe lejanas tierras, cuenta pavorosas leyendas de ladrones, ofrece puros a los compañeros, obsequia con vino a las señoras, y apura de cuando en cuando un pequeño frasco de coñac, que de un cordón verde está pendiente debajo de su brazo derecho.

Las diligencias se detienen generalmente al mediodía, para dar tiempo en algún parador a que almuercen los pasajeros, y por muy íntima conversación que hayan traído durante el camino, en aquel momento todos bajan como si no se hubieran conocido nunca, y almuerzan separadamente, sin ocuparse de los demás.

Esta costumbre, tan generalizada, no es ni puede ser verdaderamente una costumbre mexicana.

En este país en que dos personas que se conocen por primera vez, tienen la mayor satisfacción en invitarse una a la otra a tomar algo; en que el mayor gusto de un hombre de cualquiera clase de la sociedad es pagar por sus conocidos el consumo que hayan podido hacer en una fonda o en una taberna; en que nunca se ha dado el caso de que dos amigos o dos simples conocidos que entren a tomar una copa juntos, pague cada uno la suya, sino que cada uno de ellos se empeñe en pagar las dos; en este país en que hay esa galantería, sólo se puede explicar ese retraimiento y esa especie de egoísmo que hay en los carruajes públicos, por la afluencia de extranjeros de diferentes países que viajan constantemente en ellos.

Después del almuerzo, la escena cambia dentro de las diligencias, y bien por la fuerza del calor del sol, o bien por esa especie de sueño que produce la digestión, combinado con el movimiento del carruaje, casi todo el mundo duerme, sin turbarse la tranquilidad de aquel cuadro, más que por uno que otro brinco o sacudida violenta que produce alguna piedra, alguna zanja o algún mal paso del camino. Entonces el calaverón, que casi siempre va cerca de la portezuela, despierta frotándose un codo que chocó contra el carruaje; el viejo cura, sacándose el sombrero que se le hundió hasta los ojos; la elegante damita recogiendo el gorro que, desprendido, ha rodado hasta los pies de un ranchero, que robusto, gordo y enmarañado, ronca en uno de los rincones.

Todos se miran entre sí, sonríen, y vuelven a continuar la interrumpida siesta.

Rodaba la diligencia en que iban Alejandra y Margarita, por el patio del soberbio hotel de Iturbide de México.

Las puertas del hotel, por una costumbre que no sabemos a qué atribuir, se cerraban inmediatamente, y los curiosos, y la policía y los cargadores, y los cocheros de carruajes de alquiler, y los sirvientes del hotel, y los que esperaban a alguien, todos se agrupaban para ver descender a los pasajeros.

Alejandra y Margarita descendieron tímidas y ruborosas en medio de aquel gentío.

Todo pasajero sospechoso en aquel tiempo era conducido a presencia del Prefecto Político o del Comandante Militar de la Plaza, para ser minuciosamente examinado; las dos pobres mujeres parecían no haber llamado la atención de los sabuesos del gobierno, porque se dirigieron libremente, seguidas de los cargadores que llevaban su equipaje, hacia la puerta del hotel; pero un hombre oculto tras una de las columnas, había conocido a Alejandra, y aquel hombre era don Celso.

Don Celso, como hemos visto, pertenecía a la policía secreta del Imperio, más que por interés, por odio a los republicanos, y el Imperio contaba entre su policía secreta a muchas de esas personas, que por su posición social, estaban muy lejos de infundir sospechas, y de las que tenía las noticias más exactas y las denuncias más ciertas.

Don Celso hizo una seña a uno de los hombres que estaban allí como por casualidad, y el hombre se acercó.

—¿Ves esas dos mujeres que van ahí? —le dijo.

—Sí, señor —contestó el otro.

—Pues bien: llama otro que te acompañe, y de orden de la Prefectura las metes dentro de un coche con su equipaje, y las llevas a la Diputación: al alcaide, que queden las dos juntas en un separo, incomunicadas y su equipaje en la Alcaldía y depositado; que se tenga mucho cuidado con ellas, porque son espías del enemigo: voy yo inmediatamente a dar parte a la Comandancia Militar. Anda, y no se vayan a ir.

—Pierda usted cuidado —contestó el esbirro—, y haciendo una seña a otro compañero, salieron a la calle en el momento en que Margarita y Alejandra montaban en un coche de alquiler, donde habían hecho meter su equipaje.

—Señora —dijo el que había hablado con don Celso—, tengo orden de llevarlas a la cárcel.

Las dos mujeres se pusieron densamente pálidas.

—¿Por qué? —preguntó Margarita.

—Eso ni a usted ni a mí nos importa —dijo el hombre abriendo la portezuela y sentándose dentro del carruaje—, esa es la orden, y la debo cumplir —y dirigiéndose al otro policía le dijo—: Súbete al pescante, y vámonos para la Diputación.

Las dos mujeres no volvían en sí de su espanto. Algunos transeúntes habían observado lo que pasaba; pero estas eran cosas de todos los dias, y ya a nadie le llamaban la atención.

—Esta vez no te me escaparás —decía entre sí don Celso, mirando el carruaje que caminaba velozmente para la Diputación.

VII. ¿Pues quién soy yo…?

¿PUESQUIÉN SOY YO…?

—¿Conque esta muchacha no es Alejandra… no es mi hija? —decía don Juan a don Plácido en la sala de su casa.

—No, señor, no es su hija de usted, no es Alejandra, ya le he confesado a usted mi delito, ya sabe usted que no pesa sobre su conciencia la sangre de un hombre derramada por su mano; yo he criado a Alejandra, y no la he abandonado ni un instante, desde el momento en que Margarita la confió a mis cuidados: la he perdido en el momento en que creí perdida mi existencia, y cuando con el pecho atravesado por una bala, he caído en tierra incapaz de defenderla.

—Pero ¿quién se atrevió a semejante atentado? ¿Usted no tenía enemigos? ¿Alejandra no tenía alguien que la persiguiese? ¿Algún amante?

—No, don Juan: no sé que Alejandra tuviera ningún amante; yo no tenía enemigos.

—¡Dios mío, Dios mío! —decía don Juan, oprimiendo su frente con ambas manos— ahora es mi situación más espantosa: ¿qué será de mi hija? ¿Qué diré a esta desgraciada Leonor, que cree que ha encontrado a su padre?… ¿Por qué don Celso me ha hecho creer que es Alejandra?… ¡Esos certificados que ha traído de la costa!…

El pobre hombre se levantaba y se paseaba por la sala con la mayor ansiedad, y luego volvía a sentarse: don Plácido le miraba con interés, y se creía culpable de todas aquellas desgracias, como resultados de su primer delito.

—Don Juan —dijo— yo me considero muy culpable de todas estas desgracias: debo ser un monstruo a los ojos de usted; pero yo haré de mi parte cuanto sea posible para volver a encontrar a Alejandra, y créame usted, la encontraremos.

—Dios le oiga a usted, don Plácido: yo, por mi parte nada le reprocho, y le perdono, pongo a Dios por testigo, todas esas culpas de que usted se acusa.

Don Plácido estrechó la mano de don Juan, y sus ojos se arrasaron de llanto.

—Por ahora —dijo don Juan, como tomando una resolución repentina—, lo primero que debo hacer es poner al tanto de todo a Mondragón; ocultárselo sería tanto como engañarle: creo que en nada variarían sus intenciones respecto al matrimonio con Leonor; pero sin embargo, debe saberlo: ¿no le parece a usted, don Plácido?

—Tal creo.

—No debe tardar: hace tiempo que debía estar aquí, y quizá se haya quedado por allá dentro hablando con Leonor.

Se acercó a uno de los cordones de la campana, y tiró de él con impaciencia.

Don Juan sabía que doña Salvadora llamaba a aquella niña Leonor: él, desde que la reconoció por hija, la llamó Alejandra; pero desde que don Plácido le declaró que no era su hija, ni una sola vez volvió a llamarla más que Leonor.

Pocos momentos después se presentó un criado.

—¿Ha venido el señor Mondragón? —preguntó don Juan.

—Ahí está.

—Dile que entre.

El criado salió, y poco después Mondragón entraba en la sala.

—El señor Mondragón —dijo don Juan presentándole—, y después, tomando a don Plácido de una mano, dijo a Mondragón:

—Amigo mío, aquí tiene usted al señor don Plácido, de quien ya tiene usted noticia en mi historia.

Don Plácido y Mondragón se estrecharon las manos afectuosamente.

Don Juan les indicó los asientos, y luego continuó:

—Señor don Felipe, el señor me ha hecho revelaciones que son de la mayor importancia para mí, y… para usted.

—¿Qué hay, pues?

—En primer lugar, que Leonor no es Alejandra, ni es mi hija…

—¡Cómo!

—Efectivamente: Alejandra —dijo don Plácido— ha sido criada y educada por mí, y hace poco tiempo me ha sido arrebatada; pero no es la persona que he visto hoy con don Juan y que pasa por su hija.

—Entonces ¿quién es esa joven?…

—No sé —dijo don Plácido— amigo mío: tal vez usted y yo hemos sido víctimas de una superchería, que estuvo a punto de ser irremediable.

—Pero Leonor, tan buena, tan inocente, ¿será una aventurera sin pudor y sin corazón?

—No lo creo; pero es necesario salir de este abismo, saber la verdad, porque no creo que así pueda tener lugar ese proyectado enlace.

—No, don Juan, debo hablarle a usted con toda franqueza: una mujer que se presta a ocupar un lugar que no es el suyo, que usurpa un nombre que no le corresponde, no puede nunca ser la esposa de un hombre honrado.

—Pero ¿si ella es inocente, si es a su vez víctima como nosotros?…

—En ese caso será mi mujer, aunque sea la huérfana más pobre y desvalida.

—Pero ¿cómo saberlo?

—Creo que debemos hablarle con franqueza, y su rostro dará la prueba de su inocencia o de su delito.

—En efecto.

Don Juan salió, y volvió a entrar poco después con Leonor de la mano.

Leonor se sentó inocentemente en medio de todos.

—Hija mía —le dijo Caralmuro— ¿recuerdas todo lo que hemos hablado respecto a tu nacimiento?

—Sí señor.

—¿De nada más te acuerdas, ni sabes más que lo que me has contado?

—De nada más… pero ¿a qué viene todo eso? ¿Qué seriedad advierto en usted?…

—Leonor, en este momento he descubierto que tú no eres Alejandra, que no eres mi hija…

—¡Que no soy hija de usted! ¡Ah!… ¡Dios mío! Pues entonces ¿para qué me lo hicieron creer? ¿Para qué me trajeron aquí? ¿Por qué me han engañado?…

Y la pobre niña lloraba y ocultaba su rostro entre las manos.

Los tres hombres la miraban dolorosamente.

—Pero bien, hija mía —decía don Juan— ¿tú no tenías ni la menor sospecha de lo que pasaba?

—No, no: ¿Por qué han jugado conmigo, Dios mío?

—¿Usted es hija de doña Salvadora? ¿Quién es usted? —preguntó don Felipe.

Leonor levantó con dignidad la cabeza, sus ojos brillaban y su voz temblaba.

—Señor Mondragón, si yo fuera hija de doña Salvadora, si yo supiera quién soy yo, ¿hubiera entrado en esta casa fingiéndome la hija de don Juan? ¿Me ha tomado usted por una miserable aventurera? Por más que las apariencias me condenen, soy inocente de esta trama infernal que Dios cuidará de descubrir. El señor Caralmuro me dijo: «Tú eres mi hija», y lo creí, y me trajo a su casa, y le vi como a mi padre. Hoy me dice: «Tú no eres para mí más que una extraña», y le creo, y saldré de esta casa que no es la mía, y buscaré en el mundo el asilo que me depare la caridad, lejos de esas gentes que se han burlado de mi inexperiencia.

—Pero la señora Salvadora por fuerza debía saber algo de todo esto —insistió Mondragón—; debía…

—¿Aún duda usted? —exclamó Leonor—: veremos.

Y furiosa se levantó de su asiento, y salió de la sala.

—¿Adónde va? —preguntó Mondragón.

—No lo sé —contestó don Juan.

Entonces, como para contestar a la pregunta de Mondragón, se abrió la puerta violentamente, y Leonor, con el rostro encendido y los ojos chispeantes, apareció casi arrastrando de una mano a doña Salvadora, que la seguía pálida y temblorosa.

Leonor llegó casi hasta el centro de la sala, y empujando bruscamente a la vieja:

—Señora —le dijo—, venga usted a explicar aquí a estos señores, pero inmediatamente, cómo he podido yo aparecer como hija de don Juan; diga usted, diga usted, porque tal vez están creyendo que soy una infame, una aventurera, una ladrona; hable usted, señora, se lo exijo…

Doña Salvadora había quedado en medio del grupo como petrificada; sentía todas aquellas miradas fijas sobre su conciencia, no se atrevía a decir la verdad, pero menos se atrevía a mentir.

—Hable usted, señora —dijo Mondragón con una voz que la hizo estremecer, y entonces ella, como haciendo un esfuerzo supremo, contestó:

—Señor don Juan, hemos engañado a usted. Leonor no es su hija, y nosotros nunca hemos creído tampoco que lo fuese: perdóneme usted…

Leonor, como una fiera, se arrojó sobre doña Salvadora, y la tomó de un brazo.

—¿Nosotros? ¿Nosotros ha dicho usted? Estos señores van a creer que yo también, que yo tengo parte en ese infame complot: diga usted, yo ¿qué sabía?…

—Señores —dijo doña Salvadora solemnemente—: Leonor ha sido también víctima del engaño, lo juro por la salvación de mis padres.

—Gracias, gracias… ¿lo ven ustedes? Y se puso a sollozar amargamente.

—Ahora —dijo serenándose de pronto— ahora me voy de esta casa en donde no debo permanecer ni un solo instante ya, en donde no tengo derecho a estar. Señora, le prohibo a usted que me siga, ni con la vista, ni con el pensamiento. Es usted una infame: si usted me ha criado, ha sido para comerciar conmigo, explotarme; es usted una mujer infame.

Doña Salvadora había permanecido de rodillas y con el rostro inclinado; pero cuando Leonor dijo estas últimas palabras, la vieja se levantó como galvanizada. Leonor quiso salir de la pieza, y don Juan se precipitó a la puerta, y la tomó de la cintura.

—¿Adónde vas, hija mía?

—No lo sé, pero debo irme; ésta no es mi casa, usted no es mi padre, yo no conozco a esa mujer.

—Leonor —dijo doña Salvadora—, tú no eres mi hija; pero si yo me he prestado a engañar a don Juan, si me he hecho tan culpable a tus ojos, no ha sido más que por asegurarte tu porvenir, por verte dichosa…

—Hija mía —exclamó don Juan—, si por la naturaleza no eres mi hija, yo te juro ante Dios, que lo eres por el corazón; yo seré tu padre y tu amparo mientras el cielo me conserve la vida, y después de mi muerte tu porvenir quedará asegurado.

—Y yo, Leonor —dijo Mondragón—, la tomaré a usted por esposa, delante de Dios y del mundo, sea usted quien fuere.

Leonor estrechó el cuello de don Juan, y vencida por tantas emociones, quedó desmayada, exclamando con una especie de agonía:

—¿Pues quién soy yo, Dios mío? ¿Pues quién soy yo?…

VIII. Las dos resoluciones

A pesar de su curiosidad, Feliciana no asistió a la cita que le había dado la «Guacha», y el proyecto de descubrir a los padres de Inés, que abrazaba en un principio con tanto fervor, se le fue olvidando con ese eterno mañana, tan común por desgracia en México. «Mañana buscaré a esa mujer» decía Feliciana, y pasaba aquel día y no la buscaba; «mañana iré a la casa de Mondragón», y llegaba ese mañana, y siempre alguna cosa se ofrecía, y no llegaba a ir.

Entretanto, don Celso menudeaba sus visitas, apuraba sus argumentos, multiplicaba sus promesas, encendiéndose más y más cada día en aquella pasión infernal, a medida que más difícil se le presentaba el logro de sus deseos.

Pablo continuaba visitando la casa, pero sin dar una esperanza que calmara las inquietudes de Inés, sin indicar nada tampoco que desvaneciese sus ilusiones. Inés comprendía que su porvenir estaba con don Celso, pero su corazón era de Pablo.

El uno le ofrecía riquezas y nombre, el otro nada, y esto era tanto más terrible para ella, cuanto que Pablo era libre y rico.

La pobre muchacha jamás se hubiera atrevido a olvidar a Pablo, y sin embargo, tampoco se atrevía a presentar delante de él ni sus pobrezas, ni sus apuraciones, ni las exigencias terribles de su posición. Hablar de intereses con aquel hombre hubiera sido para ella el lance más crítico de su vida.

Las almas vírgenes y privilegiadas pasan sobre los intereses de la tierra, sin mirarlos siquiera, como esos rayos de luz que cruzan sin perder su pureza por una atmósfera emponzoñada.

Cada día Inés y Feliciana tenían que hacer frente a una nueva crisis pecuniaria.

Las pobres actrices que no tienen esos sueldos y esas ganancias fabulosas que cuentan las pocas notabilidades artísticas que de cuando en cuando aparecen sobre las tablas, como Lola Montes, la Rachel y otras, viven la vida del sufrimiento y de la privación, siempre teniendo que presentarse con lujo en la escena, siempre consumiendo sus pocos ahorros, ya en el costoso traje de una reina, ya en los elegantes vestidos de una duquesa o de una gran señora de los tiempos de Luis XIV o de Felipe V.

Necesitan tener, aunque no sea sino por una noche, el esplendor de una emperatriz, con el miserable sueldo que no hubiera alcanzado a una de aquellas señoras, para dar la más humilde de sus tertulias de confianza.

Las pobres alhajas de Inés iban y venían a las casas de empeño; las telas de sus más graciosos vestidos, merced a las consideraciones de algún dueño de cajón de ropa, se pagaban con pequeños abonos, compensándose más que largamente con el recargo de precio, la dilación del pago.

Muchas veces fue preciso a aquellas dos pobres mujeres suprimir algún platillo de su humilde mesa, para comprar con aquella economía, un tocado, un lazo, una corona de flores.

Inés cosía todo el día, y continuamente daba nueva forma a sus vestidos rejuveneciéndolos, y cambiando los adornos del uno al otro, y cambiando los encajes y las blondas, y los botones y las flores. Los guantes sufrían esas lavadas que los hacían aparecer nuevos a los ojos del público, y la industria femenina apuraba todos los recursos del ingenio y de la coquetería para agradar a una concurrencia, que no podía comprender aquellos sacrificios, aquellas penas, aquellos dolores; que no podía comprender cuántas noches había pasado la pobre muchacha junto a una mezquina vela de sebo, para poder presentarse dignamente, y cuántas privaciones había tenido que sufrir para reunir el importe del abanico, o de la pulsera que necesitaba llevar con aquel traje.

Pablo mismo lo ignoraba, porque las mujeres sonríen con la dulzura de la felicidad delante del hombre a quien aman, aunque el aguijón de la desgracia atraviese su corazón y el hombre pocas veces comprende estos ocultos y misteriosos sufrimientos.

Un hombre no descubrirá nunca esos dolores sobre la frente de una mujer, pero una mujer, y una mujer que ama, percibirá en los ojos del hombre, la más pequeña sombra de pesar que llegue a nublar su pensamiento.

Era uno de esos días aciagos para Inés. Don Celso no había ido, pero aún se conservaban frescas en la memoria de Inés sus expresiones de la víspera: estaba palpando sus predicciones.

La pobreza iba avanzando más y más cada día en aquella casa: podía ella remediarlo todo con sólo una indicación hecha a Pablo, pero jamás se atrevería a hacerlo.

Inés cosía un vestido y lloraba: era la gran lucha entre la cabeza y el corazón, entre el amor y el interés.

Se oyeron pasos: Inés limpió precipitadamente sus ojos, y Pablo con el semblante más risueño que nunca, se presentó en la sala.

—Buenas tardes, Inés —dijo tomando la mano de la muchacha y besándola apasionadamente.

Inés por toda contestación pasó el brazo alrededor del cuello de Pablo, le atrajo con dulzura, y le besó uno en pos de otro los dos ojos.

—Inés mía —dijo Pablo, arrimando una silla cerca de la joven— no vengo a permanecer a tu lado más que un momento.

—¿Por qué? —preguntó Inés—, tomando ese airecillo de enfado que muestran los niños cuando les quitan un juguete que les agrada, y que sienta tan bien a una muchacha enamorada.

—Porque vengo a anunciar a usted —dijo Pablo afectando un aire graciosamente ceremonioso— mi última resolución.

—¿Y cuál es?

—La de casarme, por lo cual muy pronto tengo necesidad de dejar de ser el novio de usted.

—¿Cómo? —dijo Inés, desconcertada.

—Como usted lo oye: mañana irremisiblemente deben comenzarse a practicar las diligencias, porque estoy resuelto a que mi enlace se verifique la semana que entra. No había querido participarlo a usted ni a mis amigos, hasta tener dispuesta mi casa para recibir dignamente a la mujer que debe llevar mi nombre.

Inés hubiera querido llorar: si hubiera estado sola, de seguro que habría gritado como una loca: aquello era más de lo que podía soportar; pero la dignidad de la mujer se sobrepuso a su dolor.

—¿Y no podremos saber —dijo, pudiendo hablar apenas— el nombre de la señorita que debe ser su esposa?

—No hay inconveniente —contestó Pablo, con la más glacial indiferencia—: eso no debe ser un secreto para nadie, y probablemente usted conocerá a mi mujer: es una muchacha hermosa como un sol, buena como un ángel, que me quiere como nadie puede quererme en el mundo… Y que se llama Inés Martínez.

—¡Pablo! —gritó Inés—, arrojándose bañada en llanto en los brazos de su amante.

—Inés, Inés mía, ¿quién podría ser mi esposa sobre la tierra, sino tú, tú que eres la única mujer a quien he amado verdaderamente en el mundo?… Pero vamos, ya no llores, sosiégate, cálmate, ángel mío; te va a hacer mal, estás pálida, convulsa. ¿Quieres que llame a alguien? ¿Quieres que te traiga agua? Te va a hacer mal esa emoción: cálmate…

—No, Pablo mío, el placer no mata; déjame llorar, déjame llorar en tus brazos, déjame desahogar… ¡Dios mío! Nunca creí llegar a ser tan feliz…

Y la pobre muchacha lloraba y temblaba, como si estuviese enferma.

Feliciana entraba en aquellos momentos de la calle: venía de empeñar unos pendientes de Inés, y traía debajo del tápalo una caja de cartón con flores y adornos, que había comprado con aquel dinero.

—¿Qué sucede? —dijo mirando a Inés, que lloraba en los brazos de Pablo.

—¡Bendito sea Dios que llegó usted, señora! —dijo el joven— para que me ayude a calmar a esta loquita que se ha puesto a llorar como una Magdalena por una noticia que le he traído.

—Madre mía, lloro de placer, porque Pablo es muy bueno, porque es un ángel… porque la semana que entra se casa conmigo…

—¡Se casa contigo! ¡Se casa usted con Inés! —dijo la buena vieja abriendo desmesuradamente los ojos.

—Sí señora, me caso, y el lunes de la semana que entra, Inés será mi mujer… digo, si usted no se opone a ello.

—¿Yo? ¿Oponerme cuando Inés va a ser feliz, cuando usted la ama, cuando ella ama a usted, y llora por usted todo el día, y habla de usted dormida y despierta, y a todas horas? De ninguna manera; de ninguna manera, y que se acabe el teatro, y las apuraciones, y el coser de noche, y los boletos de empeño, y el pedir prestado, y que Dios cargue con el apuntador, y con la empresa, y con los directores, y con el público, y con todas esas zarandajas.

Y la pobre Feliciana tiraba la caja de los adornos, y abrazaba a don Pablo, y abrazaba a Inés, y la besaba.

—Que Dios te haga una santa, hija mía —decía la pobre vieja llorando—. Dios ha de bendecir a usted, don Pablo, porque va usted a hacer feliz a una pobre muchacha, tan buena, tan humilde, tan resignada y tan bonita; ¿no es verdad, don Pablo?

—Mamá, mamá, no diga usted esas cosas.

—Déjela usted —decía don Pablo con esa sonrisa que sólo tiene el que acaba de hacer una buena acción—. Déjela usted, que está contenta, y tiene razón. Platiquen ustedes un poco, y cálmela usted, porque yo me voy en este momento: tengo aún muchas cosas que arreglar, y el lunes debo estar viviendo ya en mi nueva casa con mi mujer. Con que adiós, mujercita mía.

Y Pablo tomó la mano de Inés, y la levantó hasta cerca de sus labios.

—¿Me permite usted? —dijo con una sonrisa maliciosa a Feliciana…

—Puesto que va a ser su mujer…

Y Pablo dio, no uno, sino veinte besos en la mano de Inés.

—No tanto, no tanto —dijo Feliciana— que todavía…

—No van a la vicaria —agregó Pablo riéndose.

Y salió de la casa, radiante de felicidad. Al subir a su coche vio a don Celso que entraba en la casa de Inés, escurriéndose como un zorro que entra a un gallinero.

—¡Qué mal efecto me hace este hombre! —dijo Pablo—, pero ahora ya ¿qué me importa?

Don Celso subió las escaleras, y encontró a Inés y Feliciana tan alegres como unos gorriones que acaban de bañarse.

Después de un rato de conversación, Feliciana salió, dejando solos a don Celso y a Inés.

Don Celso quiso aprovechar los momentos.

—Por fin, Inés, ¿qué ha pensado usted?

—Señor don Celso, Pablo ha tomado ya su resolución.

—¿Y podemos saber cuál es?

—Sí señor, se casa conmigo.

—Pero ¿es cosa seria?

—Tan seria que el lunes se celebra nuestro matrimonio.

Don Celso se puso amarillo como la hoja de un árbol que se seca, y se mordió los labios hasta herirse, pero de aquellas heridas debió brotar hiel.

—Pues si esa es su resolución —contestó, mostrando la más perfecta indiferencia—, yo también formo la mía.

—¿Y cuál es esa resolución, señor don Celso?

—No volver a molestar a usted jamás con mis pretensiones, pero quedar siempre como su amigo, si usted me lo permite.

—Con mucho gusto —contestó Inés, tendiéndole la mano, que don Celso estrechó convulsivamente.

—¡Pobre hombre! —pensó Inés—, es bueno, y me quiere de veras; siempre hay que agradecérselo; seremos muy buenos amigos.

Feliciana salió a este tiempo: don Celso permaneció algunos momentos, y después se despidió como si nada hubiera pasado.

Bajó las escaleras, y al llegar al zaguán, volvió el rostro hacia dentro y con los ojos chispeantes, y con una voz ronca y gutural dijo:

—Si él ha formado la resolución de que tú seas su esposa, yo he resuelto que tú mueras antes que ser de otro hombre: veremos cómo se cumplen estas dos resoluciones.

IX. La prisión

Valdespino era hombre de una actividad diabólica, y de unas pasiones terribles: insaciable en su sed de oro y de mujeres, todos los medios le parecían lícitos, si con ellos conseguía su capital, o poseer de grado o por fuerza una mujer, por la cual hubiera concebido un capricho.

Y un amor y un deseo o una pasión no le embargaban por completo: perseguía a la vez dos o tres mujeres, y por cada una de ellas hubiera cometido mil crímenes, hubiera vendido su alma al diablo, si hubiera creído en el diablo; pero don Celso no creía en el diablo, ni en Dios, ni en nada; en nada más que en sus brutales apetitos.

Luego que vio a Alejandra, sintió renacer su apagada llama, sintió exaltados sus deseos, y la suerte parecía ayudarle de nuevo, cuando de nuevo le presentaba a su víctima.

Inmediatamente que vio el coche en que conducían a Margarita y a su hija dirigirse para la Diputación, emprendió el camino para la casa de Márquez.

Márquez era en aquellos momentos el árbitro de los destinos de México. Derrotado vergonzosamente por las fuerzas de Porfirio Díaz en San Lorenzo, había entrado a la capital cobardemente, y no soñaba más que en obtener la garantía de la vida; pero perdonar a Márquez habría sido más difícil para el partido republicano que jurar obediencia al archiduque sitiado en Querétaro.

Márquez en México es la encarnación de todo lo infame, de todo lo repugnante. Su carrera está marcada con sangre, sus mismos correligionarios le detestan, porque además de que le miran como un monstruo, tienen la convicción de que traicionó a Maximiliano, y le abrió la tumba.

Y, sin embargo, este hombre tan lleno de crímenes era el lugarteniente del archiduque. Siempre temblando, siempre soñando en asechanzas, en conspiraciones, en asesinatos, en envenenamientos, Márquez era el tirano cobarde y sangriento de que hablan todos los filósofos y que pintan con tan negros colores todos los poetas.

Don Celso necesitaba poco para entenderse con este hombre: se presentó a él, se hizo conocer por sus importantes servicios en la policía, y obtuvo una orden amplísima para hacer de las dos pobres mujeres cuanto le pareciese.

En aquellos momentos, el ejército republicano de Oriente se presentaba amagando la plaza, y Márquez, animado por sus principales correligionarios, y con la firme persuasión de que no alcanzaría misericordia, se resolvía a defenderse a todo trance.

La ciudad tomó el aspecto de un campamento, se suspendieron las diversiones, se prohibieron las reuniones del pueblo, y México cayó bajo el dominio del sable.

Don Celso llegó a la Diputación, y comenzó por un escrupuloso registro en los baúles de Alejandra y de Margarita: algunas cartas y algunos papeles de Jorge y de Murillo fueron para él un precioso hallazgo: eran un arma terrible en sus manos, y de la que haría uso si la necesitaba.

Entonces mandó que condujeran a su presencia a la de más edad de aquellas mujeres.

Margarita se separó llorando de su hija, y se presentó temblando ante don Celso. Se referían tantas cosas terribles de la policía imperial, que un hombre se habría acobardado en aquella situación.

Valdespino cerró las puertas, y quedó solo con Margarita.

—Vamos —la dijo—, es preciso que hable usted con sinceridad, porque de lo contrario, puede costarle caro: ¿cómo se llama usted?

—Margarita.

—¿De dónde es usted?

—De Acapulco, señor.

—Y esa otra mujer que la acompaña, ¿quién es? ¿Cómo se llama? ¿A qué vienen ustedes a México?

Margarita creyó salvarse confesándolo todo.

—Señor, esa muchacha es hija mía, se llama Alejandra; pero hace mucho tiempo que estábamos separadas; hace poco nos hemos encontrado y reconocido, y venimos a México buscando a mi marido, al padre de mi hija, a quien hace muchos años que no hemos visto.

—Hola, hola —dijo entre sí don Celso—, ¡con que ésta según parece es la mujer y la otra la hija de Caralmuro! ¡Vaya una casualidad! Aquélla que yo había escogido en la costa para hacerla pasar por hija de don Juan, resulta que es su hija verdadera. ¿Y Leonor? No, no me conviene que éstas encuentren lo que buscan, porque entonces don Juan conocería que yo le había engañado, ¿quién sabe adónde iríamos a parar? Por otra parte, la muchacha me gusta, y debo salirme con la mía: sería la primera que se me escapara teniéndola tan segura. Y que me gusta, vaya. Ya Caralmuro tiene una hija; que se conforme con ella. Y yo me guarde ésta, veremos. Y luego dijo en voz alta:

—¿Usted sabe cómo se llama su marido?

—Sí señor, don Juan de Caralmuro.

—Malo —pensó don Celso.

—¿Y don Juan sabe que ustedes le buscan?

—No señor, porque ha reconocido a otra joven por hija suya, y aunque le hemos escrito, no hemos tenido razón alguna.

—Bueno —dijo entre sí Valdespino—. Pues señora, todos esos son enredos que usted ha fraguado para burlar a la policía; porque en sus baúles se han encontrado cartas y papeles de los bandidos, y pronto caerá sobre usted el castigo de la ley.

—Señor, por Dios, le juro a usted que todo es verdad…

—¡Qué verdad!… A ver el alcaide.

El alcaide se presentó.

—Esta mujer queda aquí, señor alcaide, incomunicada, mientras examino a su cómplice.

—Muy bien, señor.

Don Celso salió, y Margarita quedó temblando.

Alejandra estaba en un separo: era un cuarto pequeño, con una ventana alta, custodiada por fuertes rejas; no había más muebles que un petate en un rincón, en donde la muchacha estaba sentada llorando; se respiraba allí una atmósfera pesada y corrompida.

Don Celso entró, cerrando tras sí la puerta con llave: Alejandra alzó la cara, y al principio no le reconoció.

—Alejandra, ¿me conoces?

—¡Jesús! ¡Dios mío! ¡El padre Bernal!

—Sí, Alejandra, el padre Bernal; pero no es ese mi nombre, ni yo soy sacerdote: yo adopté ese disfraz para poder verte, para seguir libremente tus pasos, porque estoy enamorado de ti, desde el día que te conocí.

—Pero usted ha sido muy malo conmigo; usted me ha querido robar, usted ha hecho matar a mi padre.

—Perdóname, Alejandra; el amor, la pasión que me inspirabas, me hacían capaz de todo; pero tú conocerás por esto cuánto te adoro, y de todo lo que soy capaz por ti; además, ni don Plácido ha muerto, ni era tu padre; tú lo sabes…

—Sí, pero le he visto como a mi verdadero padre, porque a él debo la educación…

—No hablemos de eso; ya sabes que vive: hablemos de mi amor, de esta pasión que por ti me ciega: mira tu situación, mira el peligro que corre Margarita…

—¿Que corre peligro mi madre?…

—Sí, Alejandra: está denunciada como espía del enemigo: dicen que viene ahora en comisión de los bandidos: ¿tú sabes lo que puede sucederle con esos papeles encontrados en su baúl, hoy que las cosas están tan delicadas?

—¿Qué?

—Perder la vida.

—¡Dios mío, perder la vida!

—Nada menos: ¿has oído tú hablar del jefe que manda la plaza? ¿Has oído mentar al general Márquez?

—Sí, sí; sé que es terrible.

—Y la mandará fusilar.

—¡Fusilar, fusilar, a mi madre! ¡Qué! ¿También se fusilan aquí mujeres? —decía Alejandra con desesperación.

—También: cuando dan motivo ¿por qué no?

—¿Qué haré, Dios mío? ¿Qué haré?

—¿Quieres salvarla?

—Sí, daría mi vida por la suya.

—No es necesario tanto; puedes salvarla con solo una palabra: ¿quieres ser mía? Di que sí: sé mía, y tu madre se salvará.

—A ese precio nunca.

—Nunca: ¿es decir que por un capricho de mujer dejarás asesinar a Margarita? Óyeme, y piénsalo bien: no te pido que seas mía para toda tu vida. Por una hora de tu amor, aquí mismo, sin que nadie, ni la misma Margarita lo llegue a saber, te prometo tu libertad y la suya; te prometo más, Alejandra: te volveré a tu padre rica y feliz; te reconocerá, y vivirás contenta a su lado.

—Nunca, nunca.

—Reflexiónalo, mujer: si tú te niegas mañana en la noche una patrulla vendrá por Margarita, y en medio de la noche la conducirán a los fosos de la Ciudadela, y allí recibirá cinco balazos, y tú la verás a toda hora, y despierta, y durmiendo, desnuda, ensangrentada, pidiéndote cuenta de su vida: ella hubiera dado por ti su vida, y tú la envías al suplicio por un capricho, por no quererme dar a mí, que tanto te amo, una hora de tu amor.

—¡Piedad, don Celso, piedad! ¡Mi honra o la vida de mi madre! Esto es más que infernal.

—Decídete, os voy a entregar a Margarita en manos del general Márquez.

—Siquiera déjeme usted pensar, por Dios, deme usted tiempo.

—Bien: para que veas que soy generoso, mañana vuelvo a la misma hora, y te daré tu libertad y la de Margarita, y te devolveré a tu padre; pero ¡ay de ti si te resistes! Margarita morirá, y tú ni conocerás a tu padre, ni saldrás jamás de la prisión.

Don Celso salió sin esperar contestación, cerrando la puerta del separo.

—Estas dos mujeres separadas e incomunicadas, porque son de riesgo. De mi casa vendrá la comida para ambas —dijo al alcaide.

—Siempre produce buen efecto este medio —decía don Celso caminando para su casa—: este arbitrio, sobre poco más o menos, me entregó a Matilde, y que era más difícil que la costeña; tan seguro como llamarme yo Celso Valdespino, que mañana la misma Alejandra me ruega, con todo lo que va a cavilar esta noche. Mañana Alejandra, y pasado mañana, o un poco más tarde, Inesita: ésta sí que está renuente; pero ya caerá.

Don Celso entró en su casa: era la víspera del día en que Inés le declaró que se casaba con Pablo.

X. Cacomixtle

Cuando Valdespino salió de la prisión de Alejandra, serían las cinco de la tarde, y se dirigió a su casa de la calle de Montealegre.

La vieja Pilar platicaba cosiendo en el corredor y sentada en el suelo, con Ramona, la viuda del tío Lalo, que abandonó en tierra caliente a su marido, atacado de hidrofobia, y acompañada de Cacomixtle se refugió en México en la casa de don Celso.

Valdespino les dio amparo, no por caridad, sino porque aquella mujer podía serle útil para sus proyectos, y además, estaba muy enterada de algunos secretos, que él creía más seguros teniéndola en su casa. Cacomixtle hacía algunos «mandados», y Ramona ayudaba a Pilar en los «quehaceres» de la casa.

Don Celso entró, y Pilar se levantó inmediatamente para disponerle el chocolate.

—¿Qué tal van los ratoncillos? —dijo Valdespino.

—Muy bien —contestó Pilar—, ya no quedan más de cuatro.

—Entonces será necesario ya darles libertad.

Para comprender este diálogo y tener una idea de todo lo infame que era don Celso, es necesario seguirle.

Entró con Ramona y Pilar a una especie de despensa en el interior de la casa.

Allí sobre una mesa había una gran ratonera de alambre de fierro, y dentro cuatro ratones vivos, y algunos miembros de otros esparcidos por toda aquella pequeña jaula.

Don Celso abrió la puertecilla, y los cuatro ratones huyeron precipitados. La explicación era muy fácil. La casa de don Celso, vieja y abandonada, se había llenado de ratones; mil arbitrios se presentaban para desterrarlos, pero él adoptó el que era más conforme con sus instintos. Hizo coger doce o catorce de aquellos pobres animales, y los encerró en una jaula, sin darles alimento de ninguna clase; a los pocos días, el hambre comenzó para ellos a ser tan terrible, que comenzaron los pobres animalitos a devorarse unos a los otros, hasta que no quedaron más de cuatro. Entonces don Celso dio libertad a éstos, porque, según sus reglas, éstos, habiendo comido a sus compañeros, al encontrarse libres habrían tomado ya tal gusto a esa clase de alimento, que irían a devorar a los otros que encontrasen, y así se ahuyentarían todos muy pronto.

Tan horrible receta sólo podía brotar de aquel cerebro, y ella indicaba el color del corazón de Valdespino.

Pilar sirvió el chocolate en la sala que ya conocemos, y permaneció en pie cerca de la mesa, mientras su amo concluía.

—¿Sabes, Pilar, a quién he encontrado?

—¿A quién, señor?

—A Alejandra, aquella muchacha de la costa: ¿te acuerdas?

—¡Pues no! Buen susto tuve cuando me mandó usted con Capilla para que la llevara yo; por poco nos prenden: si no hubiera sido por un soldado que había servido con Capilla y que encontramos en el camino, la hacemos buena.

—Me acuerdo, pero ahora no se me escapará.

—¿Pues dónde está?

—Segura; ya es mía, está en la Diputación…

—¿Por qué no se la tiene usted aquí unos días?

—Todavía no cae bien, todavía está esquiva, necesita domarse, pero ya vendrá; la traeré aquí unos ocho o nueve días, y luego tendré que plantarla en la calle, porque me parece que la comiquita siempre te viene a visitar también.

—¡Y qué linda es la güerita! ¡Qué! ¿Ya está borrachita?

—Y bien; se resiste algo y llora, pero poco a poco; no pasan quince días sin que diga que sí; yo le he ofrecido casamiento y cuanto hay…

—¿Pero usted cree que se consigue?

—¿Cómo no? Y la verdad, a ésta sí la quiero de veras, más que a Matilde, y más que a Estefanía, y más que a Alejandra, y más que a todas, y de seguro que también caerá.

Don Celso contaba sin el desengaño que al día siguiente debía recibir con la noticia del casamiento de Inés.

—Oye, Pilar, es necesario que prepares dos comidas, y que el Cacomixtle se las lleve a la Diputación, porque esa pobre Alejandra ha de haber comido estos días los alimentos de los presos, y es fuerza que no se desmejore.

—¿Pero dos comidas?

—Sí, para ella y para la madre, que también la tengo allí, y desde mañana cuidas de que no les falte el desayuno ni nada.

Don Celso se limpió los labios, y apuró con delicia un enorme vaso de agua.

En un momento Pilar y Ramona dispusieron las comidas, y Cacomixtle salió para la Diputación, llevando dos canastos pequeños, cubiertos con blancas servilletas.

—Es preciso que todo vaya muy bien —decía Ramona—, porque si Dios no lo remedia, ésta será aquí el ama a lo menos por ocho días.

Cacomixtle pensaba en el camino: ¿qué nuevo enredo será éste? Margarita… Alejandra… ¿Sí será la hija de don Plácido? ¿Pero qué había de hacer aquí, y luego en la cárcel? Yo saldré de la duda; aquí llevo una tarjeta de don Celso para el alcaide, y con ella entraré a ver a las dos mujeres, o debo ser muy tonto.

Cacomixtle presentó su tarjeta al alcaide, que le dijo:

—Está muy bien, deja aquí las canastas, ahora se llevarán a los separos.

—Es que el señor don Celso me dijo que yo mismo las entregara a esas mujeres.

—Pero si están incomunicadas.

—Sí, pero no para él, y yo soy de su casa, y si no quisiera que yo entrara ¿para qué me había de haber dado esa tarjeta? Con sólo mandar la comida era bastante.

—Tienes razón; pasa.

Cacomixtle entró a la prisión de Margarita, pero aquella mujer era desconocida para él, o al menos no recordaba haberla visto.

Dejó la canasta, y salió diciendo entre sí:

—Creo que no hay nada de lo que pensaba; veremos la otra.

Se abrió el separo de Alejandra, Cacomixtle entró, y se cerró tras él la puerta.

El muchacho conoció a la joven inmediatamente, y ella le conoció luego: habían vivido tanto tiempo en el mismo pueblo, y en un pueblo tan pequeño, que por fuerza debían conocerse mucho.

—¡Alejandra!

—¡Cacomixtle! —porque nadie le decía de otro modo en su tierra.

—¿Usted presa?

—¿Y tú aquí? ¿Qué andas haciendo?

—Le traigo a usted la comida: estoy en casa de don Celso: ¿sabe usted? Al que le decíamos el padre Bernal.

Alejandra hizo un movimiento tal de disgusto, que el muchacho no necesitaba ser tan inteligente como era para conocerlo.

—Sí, estoy con don Celso; pero no me tenga usted desconfianza; no le quiero nada, nada: yo bien sé lo pícaro que es, y lo malo; pero la tía Ramona vive con él, y mí me tienen allí porque les sirvo. El tío Lalo debe haberse muerto ya, cerca de Huetamo: le mordió un perro «del mal», don Celso metió a los hijos del tío Lalo al Hospicio, para que él quedara libre y pudiera irse adonde le mandaban.

—Pero ese don Celso, ¿qué dice? ¿Qué quiere por fin de mí?

—Vamos —dijo Cacomixtle maliciosamente— ya usted lo sabe mejor que yo.

—Primero me moriré… pero mi madre…

—¿Ya tiene usted madre? Porque en San Luis no tenía.

—Ya sabrás eso, Cacomixtle; por ahora, dime: ¿qué han sabido por allá? ¿Qué dice don Celso?

—No sé nada, porque no sabía yo que usted estaba aquí; pero ahora yo le vigilaré como le vigilaba en San Luis, de orden del señor cura, para cuidar a usted: ya, ya sabrá usted eso algún día.

—¿Y sólo has traído comida para mí?

—No, también para otra señora que está presa aquí cerca.

—Es mi madre.

—¿Se llama Margarita?

—La misma: ¿la has visto?

—Sí; pero no le hablé, no la conocía: ahora tengo que ir por los trastos.

—¿Le llevarás un recado?

—Lo que usted quiera; pero coma usted pronto, porque se hace tarde.

—Si no tengo hambre.

—Coma usted, que yo le ayudaré.

Alejandra probó algunos bocados, y Cacomixtle volvió a acomodar en la canasta los platos, y todo lo que había llevado.

—Ya me voy: ¿qué le digo a la señora?

—Que estoy buena y que la extraño mucho.

—Muy bien.

—Ah, oye: ¿nos podrás traer mañana lápiz y papel para escribimos? Pero a las dos.

—Sí.

—Dios te lo pagará: no dejes de decirme todo lo que puedas averiguar.

—Pierda usted cuidado: esta noche en la cena platica don Celso con Pilar, y no perderé una palabra, y mañana, cuando venga con el desayuno, le contaré a usted: ahora me voy; adiós, adiós, no vayan a maliciar.

Cacomixtle tocó la puerta, abrieron por fuera y salió.

Pasaba a recoger la canasta que había dejado a Margarita: la pobre mujer no había tocado la comida.

—Doña Margarita, nada ha tomado usted —dijo el muchacho— y hace usted mal, porque se va a enfermar, y le da usted una pesadumbre a Alejandra.

—¿Conoces a mi hija?

—Bien; si somos del pueblo y nos queremos mucho: ahora vengo de darle de comer y le traigo a usted un recado de su parte.

—¿Qué dice la pobrecita?

—Que está buena y que la extraña a usted mucho.

—¿Nada más?

—Nada más; pero me encargó lápiz y papel para escribirle a usted.

—¿Y se lo traes?

—Por fuerza, y a usted también para que conteste; pero mucho secreto, porque si no, yo la pago.

—No tengas cuidado, hijo mío: ¿cómo te llamas?

—Me llamo Cacomixtle.

—¡Cacomixtle! Pero ¿tu nombre de bautismo?

—De ése ya ni yo me acuerdo: Cacomixtle, y no más; hasta mañana a la hora del desayuno, y silencio…

—Adiós.

Cacomixtle salió de la Diputación alegrísimo, y silbando un son de su fierra, que ningún muchacho de México conocía.

XI. La cena y el desayuno

Cacomixtle llegó de vuelta a la casa cerca del anochecer.

Don Celso no había salido, y parecía dispuesto a no salir, porque había dejado la levita, poniéndose el chaquetón de dril blanco que le servía como de bata, y unas viejas chinelas de orillo.

—¿Ya estás de vuelta? —dijo al muchacho.

—Sí, señor.

—¿Qué dicen esas mujeres?

—Nada: lloran mucho.

—¿Tú conociste alguna?

—No señor, no me acuerdo de ellas.

—Bueno: anda, deja los trastos, y mañana temprano les llevas el desayuno, a las siete: ¿lo entiendes?

—Sí, señor.

Cacomixtle entregó las dos canastas a Pilar.

—Nada comieron —dijo la vieja quitando las servilletas que las cubrían.

—Nada: si nomás lloran.

—Ya se alegrarán —dijo Ramona.

—Ahora tú toma tu merienda —dijo Pilar al muchacho, y le dio una taza de atole y un pedazo de pan del mismo que venía en las canastas.

Cacomixtle se sentó, haciéndose estúpido, en la puerta de la cocina: las dos viejas platicaban preparando la cena.

—¡Ah! ¡Qué guerra le ha dado esta Alejandra al señor! —decía Ramona.

—Pero ahora —contestaba la otra— ya la tiene segura: ella será brava; pero al amo no le gana.

—Como que el señor es terco.

—Y afortunado. ¡Ah! Si usted viera qué gangas ha tenido… Pues ahí donde usted le ve, ha tenido unas muchachas como unas rosas, y copetonas: vaya, como yo le he visto tantas… porque eso si se lo agradezco, y Dios se lo ha de pagar, que tiene conmigo tanta confianza, que en todos sus empeños de mí se vale, y la verdad que paga muy bien.

—¡Oiga! ¡Eh! ¿Paga bien?

—Sí, no se amarra la bolsa para nada: consígale usted su gusto, y nada le niega; porque eso sí, la única caidita que yo le conozco son las mujeres, y cuidado, que hace como quince o veinte años que le sirvo.

—¿Tanto así, eh?

—¿Pues no? Y siempre le he visto muchachas muy chulas: la verdad, eso sí, le alabo el gusto. Si usted viera, me acuerdo como si fuera hoy, de una señorita rica y preciosa como una perla, que nos fuimos a sacar una noche, y era casada, y tenía dos niños. Al principio lloraba mucho, ¡pobrecita! Se llamaba Matilde: es la que más le ha durado al amo.

—¿Y qué le sucedió?

—La buscamos una noche, y anda vete; creo que se fue porque le vio al amo otra.

—¿Y qué dijo el señor? ¿Se enojó?

—Bonito él para enojarse por eso. Me dijo: Pilar, se fue Matilde; me alegro, porque ya me había cansado.

—¿Y los niños?

—Los repartí yo desde que llegó a casa la madre. El amo me dijo: A ver a quién das esos muchachos que me estorban.

—¿Y se murieron?

—No; yo sé dónde están, pero el amo nunca me ha preguntado por ellos. Cacomixtle, ve a poner la mesa para la cena, que es tarde, y el amo cena temprano cuando no sale.

Cacomixtle, edificado con la conversación, comenzó a poner la mesa, pensando en la suerte que le esperaba a Alejandra.

Un mantel sucio, con manchas de chile, roto en algunas partes, platos y vasos muy ordinarios, y una botella con pulque.

Dieron las ocho, y don Celso gritó:

—Pilar, la cena.

Pilar entró con el primer platillo, y se quedó según su costumbre, parada junto a la mesa, dando conversación a su amo.

Cacomixtle entraba y salía, procurando estar más tiempo en el comedor que en la cocina, para enterarse de la conversación y llevarle a Alejandra noticias al día siguiente, como se lo había prometido.

—¿Pero ya la muchacha está conforme con usted? —preguntaba Pilar.

—No está, pero estará mañana, que es lo mismo, contestó don Celso.

—¿De su voluntad?

—¡Oh no! Eso para mí es lo mismo: si no quiere, ya encontré medio de obligarla.

—¿Cómo?

—Muy fácilmente. —Cacomixtle, a otra cosa.

Cacomixtle conoció que tenía que salir en un momento muy interesante; pero no había remedio, quedarse era sospechoso, corrió a la cocina, y cuando volvió, Pilar decía:

—Eso es, ella por miedo de que fusilen a la madre, no se resiste.

—Cabal.

—Pero ¡qué! ¿La fusilarán?

—No seas tonta: ¿cómo la iban a fusilar? Ni hay por qué; pero ella no lo sabe, y cuando salgan, ya todo pasó, y no me importa que lo sepa.

—¿Pero lo creerá ella?

—Ya lo creo, vaya.

—¿Y luego se las trae usted acá?

—Puede que no, porque mañana luego que salga yo de verla, me voy a saber la resolución de Inesita, que creo que será buena, y esa sí me la traigo aquí por unos dias.

Don Celso acabó de cenar; se dirigió a la recámara seguido de Pilar, que llevaba una vela ardiendo; Cacomixtle quitó la mesa, y una hora después la casa estaba ya en silencio.

Al día siguiente, daban las siete de la mañana, y Cacomixtle salía con los dos canastos como la víspera, y se dirigía para la Diputación.

Entregó el desayuno a Margarita, y se pasó al cuarto en que estaba presa Alejandra.

—Buenos dias, Alejandra.

—Cacomixtle ¿cómo te va? ¿Qué noticias me traes?

—Muy buenas: anoche, en la cena, estuvieron hablando don Celso y Pilar.

—¿Quién es Pilar?

—La vieja que le cuida y que le ayuda en sus maldades, porque él es muy malo, muy malo.

—¡Ah! Bien lo sé: ¿y qué decían?

—Según pude entender, que la iban a amenazar a usted con fusilar a su madre, si no condescendía.

—¡Dios mío! ¡Qué gente tan infame! —decía Alejandra llorando.

—Pero no tenga usted cuidado, porque son mentiras.

—¿Cómo han de ser mentiras, hijo? Si ya me amenazó ayer, y dijo que hoy me había yo de resolver.

—No, si no digo que sean mentiras que han de amenazar a usted, sino que son mentiras que fusilen a la señora, si usted no quiere a don Celso.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—Muy bien, porque Pilar preguntó que si de veras fusilaban a su madre de usted, en caso de que no consiguiera nada, y don Celso, le dijo: tonta, si eso no es más que espantarla. ¿Cómo habían de fusilar a esa mujer? Ni hay por qué.

—¿Eso dijo?

—Eso.

—¿Es la verdad? ¿No me engañas? Júramelo.

—La verdad, se lo juro a usted. Y el muchacho hizo con la mano la señal de la cruz, y la besó.

—Entonces ¿qué haré?

—Resístase usted, pero no se dé por entendida, porque nos perdemos los dos.

—¿Y si le hace algo a mi madre? ¿Y si de veras la fusilan?

—No tenga usted miedo: no le hacen nada; usted estese firme, y yo le diré lo que haya: por ahora desayúnese usted bien, ya que no hay cuidado.

Alejandra se desayunó más tranquila.

—A las doce viene don Celso —dijo Cacomixtle.

—¡Qué miedo le tengo!

—Qué miedo, ni qué miedo: firme.

—¿Ya te vas?

—Sí, no me vayan a extrañar.

—¿Trajiste el lápiz y el papel?

—No he podido, hasta el mediodía que venga yo.

—No se te olvide.

—No, hasta luego.

El muchacho recogió las dos canastas y volvió a la casa. A las once y media entraba don Celso a ver a Alejandra.

—Buenos días, hija: ¿cómo te ha ido? ¿Has dormido bien? —Alejandra no contestó.

—Bueno: estamos enojados: eso no durará ya mucho: ¿es verdad, vida mía? Y llevó su mano a la cara de Alejandra, para hacerle un cariño: la muchacha le rechazó bruscamente.

—Vamos, a ti es necesario tratarte mal. ¿Qué resuelves? Se ha cumplido el plazo: o salgo de aquí feliz, o tu madre sale al cadalso.

—Es usted un malvado.

—Malvado o no, tú no tienes más remedio que ser mía, porque no te creo capaz de dejar morir a doña Margarita, que es joven todavía y te quiere mucho la pobre. Ya creo que vas a decirme mil denuestos, pero que maldiciéndome una y mil veces, vas a caer en mis brazos. Haces bien, resístete, enfurécete; así estás más encendida de color, más bonita, gozaré más. Esas resistencias nos agradan más a los hombres de mundo y de buen gusto, porque nos exaltan más; pero ya verás qué contenta te pones dentro de pocos días: me vas a querer mucho; así ha pasado con muchas: no soy tan malo; no es el león como lo pintan.

—Señor, salga usted de aquí, por última vez. Estoy resuelta a todo antes que volver a ver a usted: le aborrezco.

—¿Decididamente?

—Sí, y mil veces sí.

—Tú sabes lo que haces: me voy; ya verás los resultados: si te arrepientes, mándame llamar: ya dejo orden para que si me necesitas, me vayan a avisar.

Don Celso salió, y se dirigió al cuarto de Margarita.

—Señora —le dijo secamente—, si quiere usted escribir a su hija, tienen orden de darle a usted papel y tinta, avísele usted que hay orden de fusilar a usted por espía de los bandidos.

Margarita cayó como herida de un rayo.

Dos horas después, Alejandra recibía una carta de su madre, despidiéndose porque iba a morir.

Imposible sería describir la angustia de la pobre niña. ¿Para qué había creído a Cacomixtle?

Cualquier sacrificio le parecía pequeño tratándose de salvar la vida de Margarita.

Tocó la puerta y dijo al carcelero:

—Hágame usted el favor de que busquen a don Celso inmediatamente: que venga luego, luego.

—Sí, señora: hay orden de buscarle, cuando usted le necesite.

Don Celso había ido a casa de Inés, donde pasó la última escena que hemos visto y en la que Valdespino perdió la última esperanza, y el enviado de la cárcel no le encontró por eso en su casa.

A las dos se abrió el separo, y un carcelero entregó a Alejandra la canasta con la comida: Cacomixtle no había ido.

Esta circunstancia hizo confirmar los temores de Alejandra: el muchacho la había burlado cruelmente.

Alejandra temblaba: aquel sacrificio que le parecía tan cruel lo deseaba ahora: anhelaba caer en brazos de don Celso, para salvar a Margarita. Daban las cuatro y Valdespino no podía tardar, y Alejandra esperaba a su verdugo, como si esperara a su amante: estaba resuelta.

XII. Por qué Cacomixtle no llevó la comida

POR QUÉ CACOMIXTLENO LLEVÓ LA COMIDA

Cacomixtle llegó a la hora de costumbre a la Diputación, con las canastas de la comida.

Al subir las escaleras de la cárcel, vio en uno de los tramos a un general, bajo de cuerpo, de grandes bigotes, ojos claros y de movimientos rápidos como todos los hombres de genio violento, que hablaba en un gran grupo de oficiales que le escuchaban con el mayor respeto.

Cacomixtle se atrevió a preguntar quién era, y le dijeron que aquel hombre era el general O’Horán.

El muchacho tuvo una idea brillante, una verdadera inspiración.

En un momento subió las escaleras, entregó las dos canastas en la alcaldía, encargando que las metiesen porque él tenía que hacer, y bajó a donde estaba todavía O’Horán hablando con los oficiales.

Por eso el carcelero llevó a Alejandra la comida, y por esto ella, que no vio al muchacho, pensó que la había engañado.

Cacomixtle se dirigió resueltamente a O’Horán, atravesando el círculo de oficiales, que le miraban asombrados de su audacia.

—¿Qué quieres? —preguntó un comandante.

—Quiero hablar al señor general.

—A ver, ¿qué hay? —dijo O’Horán.

—Señor, vengo a ver a usted, señor, porque mi hermana y mi madrecita están aquí presas, y usted puede dar la orden de que me las dejen libres.

—¿Y por qué me vienes a ver a mí?

—Porque me han dicho que usted es muy bueno, y porque me nació del corazón.

—A ver, señor capitán —dijo O’Horán a uno de sus ayudantes—: pregunte usted en la alcaidía por qué están presas esas mujeres, y a disposición de quién.

—¿Cómo se llaman? —le dijo el oficial a Cacomixtle.

—Margarita y Alejandra.

—Anda con él —dijo O’Horán al muchacho.

—No señor, porque el alcaide es muy malo, y si no consigo nada, me va a coger entre ojos, y ya no me va a dejar ver a mi madrecita.

—¿Cómo no has de conseguir nada? —dijo uno de los oficiales, por adular al general: ni sabes a qué sombra te has arrimado.

—Mi general —dijo el ayudante volviendo de la alcaidía, están a disposición del señor general en jefe, y no se sabe por qué; nada más que uno de los jefes de la policía secreta dijo que estaban reencargadas: llevan ya varios días.

—¿Ya lo ve usted, señor? —dijo el muchacho.

—¿Ya lo ves? —dijo el general—, nada puedo hacer yo.

—Con que usted quisiera, pero no quiere.

—Pero si es orden del general Márquez.

—¡Vaya! Con una palabra de usted, todo está hecho, pero usted no quiere; ¡pobre de mi madrecita! —Y el muchacho se puso a llorar—. Si yo fuera general, no le haría yo a usted eso.

—¿Han visto ustedes qué muchacho tan audaz? Me gusta por eso. Ven, yo te conseguiré la orden; el general debe estar en palacio.

O’Horán era hombre que tenía continuamente esta clase de rasgos: montó a caballo, y el Cacomixtle echó a andar tras él.

Márquez estaba en palacio, y el muchacho, conducido por O’Horán, entró a una antesala, donde esperó tres horas largas.

Don Celso había vuelto a su casa furioso por el mal resultado de su última entrevista con Inés; sus ilusiones se habían desvanecido como el humo, y sólo pensaba ya en el modo de vengarse no sólo de Pablo, sino también de Inés. Había jurado verla muerta antes que en brazos de otro hombre, y don Celso no era el que dejara de cumplir semejante juramento.

No quiso hablar con nadie; se encerró en la sala de su casa, dio orden de que a cuantos le buscasen, se les contestara que no estaba, y se puso a pasear a lo largo de la sala.

Cinco o seis veces el que iba de la Diputación con el recado de Alejandra se volvió sin haberle podido hablar.

Don Celso no pensaba sino en el desaire que había sufrido de Inés: de repente se acordó de Alejandra.

—¡Vaya! —dijo—, esa sí es seguro que caerá, y esto me distraerá algo: es tan bonita como la otra, y aunque no tengo por ella el mismo capricho, porque ya la veo segura, no por eso deja de ser un bocado de cardenal. Pilar, Pilar.

—Señor.

—¿Me ha buscado alguien?

—Sí, señor, uno que ha venido lo menos seis veces de la Diputación: pero como usted…

—¡Qué tontera! ¿Y por qué no me han avisado?

—Como usted dijo que se contestara a todos que no estaba…

—Pero a éste no… ¡Ah, Inés, Inés! Por ti perderé este otro negocio… Quizá se arrepienta la muchacha por no aprovechar yo la oportunidad. ¿Y a qué hora vino la última vez?

—Hace muy poco.

—¿Y qué dijo?

—Le dejó a usted esta carta.

—¿Y por qué no me la dabas?

Don Celso abrió la carta; estaba escrita por Alejandra, y en estos términos:


Señor don Celso:

Estoy resignada a todo: puede usted disponer de mi: venga usted a la hora que quiera, o mande usted que vaya a donde lo disponga, pero salve usted a mi madre.

ALEJANDRA.
 

—Mi capa —gritó don Celso, guardando la carta—: mi capa y mi sombrero: pronto, Pilar.

La vieja, mirándole tan alegre, llevó la capa y el sombrero sonriéndose.

—¿Ya cayó Alejandra? —preguntó.

—Sí, dispones todo lo necesario, buena cena, vino, todo, porque voy a traerla en un coche. A la oración estaremos aquí. Por ahora olvido a la Inesita, pero ya nos veremos, ya nos veremos. ¡Ah! Que vaya Cacomixtle a comprar velas de esperma.

—Cacomixtle no ha vuelto desde que llevó la comida.

—Se andará paseando; pero hoy no le regañen, porque hay indulto; estoy de enhorabuena.

Don Celso salió a la calle tropezándose por ir aprisa, y Pilar, ayudada de Ramona, comenzó a disponer una cena suntuosa.

—¿Qué le decía yo a usted? —decía Pilar.

—La verdad, que el señor es afortunado, porque esa muchacha está como una plata; en nuestra tierra le decían la Flor de la Costa. ¡Ah! Si mi Lalo viera esto, ¡qué contento se pondría!

Y Ramona lloraba hipócritamente.

Valdespino llegó jadeando a la Diputación. Era ya cerca del anochecer, y comenzaban los guardas nocturnos a encender los faroles.

—Señor alcaide, ábrame usted el separo de esas mujeres.

—¿Qué mujeres, señor?

—Esas dos que trajeron el otro día, y a las que he estado viniendo a ver: Margarita y Alejandra.

—Señor, ya no están aquí; han salido.

—¡Han salido! —dijo asombrado don Celso—: ¿y a dónde han salido?

—¡En libertad!

—¿En libertad? ¿Y de orden de quién?

—Del señor general Márquez. Mire usted la orden.

—Pero esto es increíble. Usted las habrá dejado comunicar.

—Con nadie absolutamente.

—¿Y a qué hora han salido?

—Hará media hora. Yo creía que era cosa de usted, porque el mismo muchacho que venía con la comida trajo la orden de libertad.

—¡Infame Cacomixtle! Ha jugado conmigo, pero él me la pagará.

Valdespino, burlado en sus esperanzas por segunda vez, volvió a su casa, teniendo vergüenza hasta de la misma Pilar.

Al llegar al corredor, vio la mesa dispuesta, las luces, todo esperando, y la vieja salió con zalamería a recibirle.

—Señor, todo está listo: ¿viene ya la muchacha?

—El infierno es lo que viene —contestó Valdespino, entrando en su recámara.

—¿Qué habrá sucedido? —dijo Pilar muy quedo a Ramona.

—Algo muy malo, porque el señor viene muy enojado.

—Nunca le he visto así: ¿qué haremos?

—Pregúntele usted.

—Yo no me arriesgo.

—Pues yo menos.

—Pero las velas se están gastando de balde. ¡Qué caramba! Yo le pregunto.

Pilar entró muy poco a poco a la recámara, procurando no hacer ruido.

Valdespino se había tirado sobre la cama, y ocultaba el rostro entre las almohadas; la capa y el sombrero estaban en el suelo.

Pilar tuvo miedo, pero estaba ya adentro y no podía retroceder.

—¿Señor?

—¿Qué cosa?

—¿Quito la mesa, o cena usted?

—Haz lo que se te antoje, pero no me molestes.

Pilar iba ya a salir, cuando Valdespino la llamó.

—¡Ah! Oye. Cacomixtle no ha venido ¿es verdad?

—No señor.

—Pues ese bribón es el que ha llevado la orden de libertad con la que se ha escapado Alejandra.

—¡Se ha escapado! ¿Y cómo?

—No sé. No tengo ganas de platicar: vete, y que nadie entre.

La vieja salió espantada, porque todavía al cerrar la puerta, oía el rechinido de los dientes de su amo.

Cacomixtle esperó en la antesala de Márquez hasta las cinco. A esa hora la puerta se abrió, y un ayudante de O’Horán, el mismo que había subido en la Diputación a ver al alcaide, salió trayendo un gran pliego con una cubierta amarilla.

—Toma —le dijo al muchacho— aquí está la orden: dice el general que la lleves tú mismo para que te entreguen a tu madre y a tu hermana.

Cacomixtle tomó el pliego, y salió corriendo. El alcaide leía un libro descansadamente; abrió el pliego, lo leyó, y sin decir nada, se dirigió a los separos.

Margarita oyó sonar la llave, y casi se desmayó: creía que iban por ella para fusilarla.

—Salga usted —dijo el alcaide.

—¿A dónde? —preguntó la pobre mujer.

—En libertad.

Margarita no podía comprender lo que pasaba.

Cacomixtle se acercó a ella, y al abrazarla le dijo:

—Yo he conseguido la orden de libertad. Vámonos pronto, que importa: ya le contaré a usted despacio todo.

—¿Y Alejandra?

—Vamos por ella.

Alejandra, impaciente, esperaba a don Celso: le había mandado muchos recados, y mirando que no iba, se atrevió a escribirle la carta que hemos visto: cada momento que pasaba se le figuraba a la pobre niña que era el momento irreparable que decidía de la suerte de Margarita.

Sonó la llave, y se corrió el cerrojo: Alejandra creyó que era don Celso, y el rubor encendía su rostro: tembló, y se cubrió la cara con ambas manos: oyó entonces los pasos de un hombre, y más se confirmó en que era don Celso: sintió dos brazos que la estrechaban y se estremeció de vergüenza y de horror.

—¡Alejandra, hija mía! —dijo Margarita.

—¡Madre! —dijo Alejandra—, abrazándola.

—Vámonos: estamos libres las dos.

—Pero ¿cómo?

—No lo sé.

—Vámonos pronto —dijo el Cacomixtle—: no hay que perder tiempo.

—Pues vamos —contestaron las mujeres—, dejándose llevar.

Salieron a la alcaidía.

—¿Y los equipajes? —preguntó el Cacomixtle.

—De esos no habla la orden —contestó el alcaide.

—Pues que se queden.

—Llévate tus canastas.

—Volveré por ellas luego.

Lo que Cacomixtle deseaba era verse en la calle: comprendía que aquello era casi un milagro, y por eso bajaba precipitadamente las escaleras, seguido de las dos mujeres, temblando de encontrar a don Celso. No sabía a dónde dirigirse; pero importaba alejarse de la Diputación por un rumbo contrario al de don Celso.

Siguió andando maquinalmente, y cuando sonó la oración y se encontró por la plazuela de San Juan, se detuvo; volvió a mirar a las dos mujeres y dijo, lanzando un suspiro de satisfacción:

—¡Nos hemos salvado!

XIII. El consejo de familia

Leonor, afectada por las violentas emociones que había sufrido, cayó en cama, presa de una ardiente calentura.

Don Juan, comprendiendo la inocencia y la pureza de aquella alma, tenía por la joven un cariño verdaderamente paternal, y no se separó de la cabecera de la enferma durante diez días que duró aquella crisis.

Leonor comenzó a restablecerse, pero en todo el tiempo de la convalecencia, nadie quiso hablar de lo que había pasado, a pesar de que ella inició varias veces la conversación.

Don Plácido fue a vivir a la casa de Caralmuro, y los dos pasaban largas horas hablando de Alejandra y proyectando los medios de encontrarla.

Si la ciudad no hubiera estado cercada de las fuerzas republicanas, Caralmuro habría enviado correos y comisionados por todas partes, en busca de su hija; hubiera tal vez salido él mismo: pero el sitio se estrechaba cada vez más, al grado de que comenzaban a escasearle al pueblo los alimentos.

En tal situación, hubiera sido locura emprender nada, y Caralmuro determinó, aunque contra toda su voluntad, esperar a que pasaran de alguna manera aquellos acontecimientos.

Entre tanto, Leonor estaba ya casi buena e insistiendo cada día más en hacer una averiguación respecto de su origen.

Don Juan conoció que tenía razón, y una mañana llamó a don Plácido y a Leonor, y haciendo entrar a doña Salvadora, se encerró con ellos en una pieza.

La vieja temblaba como si estuviera delante de la Corte Marcial.

Leonor, pálida y conmovida, apartaba los ojos de ella con un profundo desdén.

—Siéntese usted —dijo don Juan a doña Salvadora, presentándole un sillón.

La vieja obedeció.

—Ahora —continuó don Juan—, es necesario que nos refiera usted con toda verdad cuanto sepa acerca del nacimiento de Leonor y que conteste a todas nuestras preguntas, sin ocultarnos nada absolutamente, aun de aquello en que usted haya tenido parte en esa trama urdida para hacer pasar a Leonor por hija mía: de lo contrario, tendré necesidad de dar un paso que no será muy del agrado de usted, porque irá a contestar esas preguntas delante de un juez de lo criminal.

—Señor, por María Santísima —dijo la vieja, queriendo arrodillarse—, no me pierda usted: haré lo que me digan, lo confesaré todo…

—¿Todo?

—Todo, señor.

—¿Sin ocultarme nada absolutamente?

—Nada, señor, nada, se lo juro a usted.

—Bueno: pues comience usted. En primer lugar, dígame usted ¿quiénes son los padres de Leonor?

—No lo sé, señor, no lo sé.

—¡Cómo! ¿Pues no me ha dicho usted que desde muy niña estaba a su lado?

—Sí señor, pero yo la recibí sin saber quiénes eran sus padres.

—Pues cuénteme usted eso.

—Hace muchos años que tenemos amistad con una señora que se llama Pilar, y que servía de ama de llaves, y ahora está allí todavía sirviendo, en la casa de un señor don Celso, que hoy vive en la calle de Montealegre.

—Le conozco: es el mismo que ha traído a ustedes aquí.

—Sí señor.

—Siga usted.

—Un día nos fue a ver la señora Pilar, porque entonces éramos dos hermanas que nos manteníamos, como siempre, de cuidar las velaciones en las Iglesias; es decir, éramos encargadas de recoger las limosnas de los hermanos de la Vela Perpetua, y cuando alguna persona no podía ir a velar, nos pagaba porque una de nosotras velara en su lugar, y así nos íbamos manteniendo. Pues como le iba yo diciendo a usted, un día fue doña Pilar a vernos a mi hermana y a mí, y nos dijo: —«Ahí tengo unos huerfanitos que yo quisiera que ustedes recibieran, porque ya en la casa en donde están no los pueden tener: son un niño y una niña, pero muy bonitos». Doña Pilar —contestó mi hermana—: «Si nosotras estamos muy pobres: apenas nos alcanza para nosotras». «Miren ustedes» —dijo ella— «que Dios da ciento por uno, y nadie pierde la caridad que hace por un huérfano: mañana tal vez aparezcan los padres de estos niños, que deben ser muy ricos, y ya ustedes verán cuánto les va a decir este sacrificio que hoy hacen por Dios. Mañana o pasado, la muchacha, que va a ser muy bonita, puede tener alguna buena suerte con algún rico; conque ya verán entonces, si Dios les da o no, ciento por uno. No sean tontas. ¡Cuántos conozco yo que dieran lo que no tienen, porque les dieran una muchacha tan bonita, como va a ser ésta! ¡Ay hijas! Ustedes no saben todo el partido que se puede sacar de una muchacha bonita, teniéndola una, así como quien dice a su disposición. Hoy todavía están ustedes fuertes, y pueden trabajar; más adelante, ¿quién sabe? Cuando ya sean viejas, si esta muchacha se logra, entonces “no por ti, ventana, sino por tu dama”; en las palmas de las manos las traerán a ustedes, y nada les faltará. Con que decídanse». Mi hermana me miró. Aquellas palabras me habían impresionado tanto que me parece que todavía las estoy oyendo. «Bueno» —dijo mi hermana—. «Pero, y el hombrecito, ¿qué haremos con él?» «No les faltará a ustedes que tienen tantos conocimientos, una persona a quién dársele. Además les debo advertir que el señor que tiene ahora a los niños da cien pesos a la persona que quiera recogerlos. Conque, ¿estamos convenidas?» «Sí» —contestó mi hermana, que desde el principio había llevado la voz—. Se fue doña Pilar, y al otro día fue por nosotras en un coche del sitio; nos llevó a la plazuela de Loreto, y nos hizo entrar en una casita: allí había una señora muy bonita, que debía ser madre de los niños, porque lloraba muchísimo; pero no se resistió a entregarlos: cargamos con ellos, recibimos los cien pesos y nos volvimos a nuestra casa.

—Pero aquella casa, ¿de quién era? —preguntó don Juan.

—No lo supimos entonces, ni lo hemos sabido hasta ahora —contestó doña Salvadora—. Como nosotras nos habíamos convencido de que era un buen negocio tener a la niña, determinamos quedamos con ella. Doña Pilar nos dijo «que se llamaba Leonor»; que como usted ve, es el nombre que hasta ahora lleva. Mi hermana tenía mucha amistad con una señora doña Joaquinita, que era hermana de un vicario que estaba en Tacubaya. El padre y su hermana eran muy buenos, y se hicieron cargo del niño, y no he vuelto a saber más de él. Nosotras seguimos criando a Leonor, le cobramos cariño de hija, y ya usted ve.

—Está muy bien. Ahora dígame usted: ¿cómo ha sido esto, de venir a presentarme a Leonor como a mi hija?

—Se lo voy a contar a usted todo; pero por Dios que no me vaya usted a hacer algo.

—No tenga usted cuidado: le he dado mi palabra de que si me dice la verdad, no tendrá que sentir, y se la cumpliré.

—Pues yo no había vuelto a ver desde entonces a doña Pilar. Un día, hace poco, que me la encontré por Catedral. ¡Qué gusto —me dijo— que la he encontrado a usted! La deseaba yo como la salvación. —Pues aquí me tiene para lo que guste mandarme. —Dígame usted: ¿todavía tiene usted aquella niña que yo le di? —¡Qué! ¿Ya aparecieron sus padres?, le pregunté yo. —No; pero ahora la necesitamos para hacer un buen negocio. —Todavía vive, y está muy grande y muy bonita. —¿No se ha casado? —No: es la doncella más guapa que hay en México. —¿Puede usted verme esta tarde? Porque le conviene mucho. —¿A qué hora? —A las cinco. —Allá iré—. Me dio las señas de su casa, y a las cinco ya estaba yo allí. Entonces me habló francamente, y me dijo que su amo necesitaba una muchacha bonita, doncella; como de dieciséis años, para presentarla a un señor muy rico, como su hija. Como ella me aseguró que no llevaba malas intenciones con la muchacha y que iban a labrar su felicidad y la mía, yo convine. Llegó después el señor don Celso: nos arreglamos: fue al otro día a mi casa; me dijo todo lo que había de hacer, y ya está.

—Pero usted ¿ha estado alguna vez en la costa? ¿Conoce por allá?

—No señor, nunca.

—Pues entonces, ¿cómo sabía usted, o cómo sabe tantas cosas de por allá?

—Porque don Celso me llevó un hombre y una mujer que son de la costa, y que vinieron con él: es un herrero, que por allá le decían tío Lalo.

—¡Tío Lalo! —dijo levantándose violentamente don Plácido—. Dígame usted: ¿la mujer de ese hombre se llama Ramona?

—Sí señor.

—¿Tiene un huérfano que le dicen Cacomixtle?

—Sí señor.

—¿Es un hombre alto, chato, con muchos hoyos de viruelas?

—El mismo, señor, el mismo.

—¡Ah, señor don Juan! ¡Qué rayo de luz ha sido éste! Es necesario buscar a ese hombre; pero buscarle sin perder un momento.

—Pero explíquese usted, explíquese usted —dijo don Juan, admirado de la repentina exaltación de don Plácido.

—¿Que me explique? Pues la cosa es clara: ese hombre, ese infame, ese tío Lalo, ha sido el cómplice, el auxiliar más poderoso que tuvo el malvado padre Bernal para robarse a Alejandra. Todo esto lo he sabido por el padre don Antonio, por el cura de San Luis, que pretendió impedirlo.

—Pero ¿quién es ese padre Bernal, y en dónde está? —preguntó don Juan.

—Ya le he dicho a usted que desapareció de la costa llevándose seguramente a Alejandra; que no era sacerdote, y que su verdadero nombre era otro, y el padre Antonio no me lo quiso revelar, porque me dijo que era un secreto que no le pertenecía y que le había sido confiado casi bajo el sigilo sacramental, sin permiso de decirlo más que al mismo padre Bernal: y yo he visto al padre Antonio prohibir severamente que descubriera este secreto, que había sorprendido por casualidad, a Roque, el sacristán de su parroquia.

—Pero es necesario descubrir a ese tío Lalo —dijo don Juan—: ¿Dónde vive?

—Señor —contestó doña Salvadora— vivía en la misma casa que nosotros, en la calle de la Merced, en la casa del Pueblo.

—Esta misma tarde le buscaré.

—¿Y mi hermano? —dijo Leonor, hablando por la primera vez en aquella grave conferencia— ¿cómo se llamaba? ¿A quién se lo entregó usted?

—Mi hermana se lo dio a la señora doña Joaquinita, hermana del padre don Antonio Ruiz, que era cura de Tacubaya: el niño se llama Jorge.

—Jorge, el padre Antonio, doña Joaquinita… Los conozco, don Juan, los conozco.

—¿Los conoce usted? ¿Dónde están? ¿Dónde está mi hermano? Dígame usted, por Dios…

—Señorita, el padre Antonio y su hermana estaban en San Luis: el padre Antonio era el cura de allí, y en cuanto a Jorge, había tomado las armas, y supimos que andaba con el coronel Nicolás Romero.

—¡Ah! —dijo don Juan—, entonces ya le conozco; le conoces tú también, hija mía.

—¿Yo le conozco? —preguntó espantada Leonor.

—Sí: ¿te acuerdas de aquel joven que acompañó a Eduardo Murillo y a su padre, cuando vinieron a comer aquí?

—Sí, sí me acuerdo.

—Pues bien, ése es.

—¡Ése es! ¿Pero cómo lo sabe usted?

—Muy bien; porque ahora recuerdo que cuando ese don Celso volvió de la costa me trajo, entre unos certificados que servían de base a sus maquinaciones, uno firmado en el pueblo de San Luis, por el padre Antonio. Jorge estaba aquí casualmente. Entonces yo le pregunté si conocía la firma; y él me contestó que el padre Antonio Ruiz le había recogido desde niño, y le había educado. Y no hay duda, él es.

—¡Dios mío! —decía Leonor—. Y yo he estado al lado de mi hermano, sin conocerle. ¿Por qué no me avisaría el corazón? Si él estuviera aquí, trabajaría, y muy pronto encontraríamos a nuestros padres.

—Y no cabe la menor duda —continuó don Juan—, porque este Jorge de quien hablo era oficial de Nicolás Romero.

—¿Y en dónde estará? —preguntó Leonor.

—No lo sé en este momento, porque él nunca me ha escrito; pero hay un modo muy sencillo de averiguarlo: yo le preguntaré a Murillo en dónde está su hijo, y allí debe estar Jorge.

A pesar de la excitación en que estaba Leonor, sintió una especie de placer, considerando que iba a tener noticias de Murillo, por quien ella tenía tanta ilusión; pero después se estremeció al pensar que si como hija de Caralmuro podía llegar a tener alguna esperanza de ser la esposa de Eduardo, ¿quién sabe ahora, huérfana, sin nombre y salida de entre aquella gente tan miserable como la que la había educado, si Eduardo se atrevería siquiera a pensar en ella?

—Pero ahora —dijo Caralmuro—, es necesario guardar el más profundo secreto de todo lo que se ha descubierto aquí; porque ese don Celso, que con tanta astucia me ha engañado, pudiera muy bien, por temor de verse descubierto, urdir alguna nueva trama, que nos impidiera seguir el hilo de las importantes revelaciones que hemos adquirido. Al mismo Mondragón es necesario ocultárselo: lleva con don Celso una amistad íntima y muy antigua, y tal vez con la mejor buena fe del mundo pudiera hacernos un perjuicio: yo meditaré el modo de arrancar una confesión de la vieja Pilar, para descubrir a los padres de Leonor, y buscaremos al tío Lalo y a ese padre Bernal, y los encontraremos, aunque sea debajo de la tierra. Y usted, señora Salvadora, mucho cuidado con decir una sola palabra, porque si por conducto de usted, alguna cosa se llegara a saber, yo sabría castigarla de una manera terrible. ¿Lo entiende usted? Terrible.

XIV. Una confidencia imprudente

Don Celso se había tomado más sombrío desde aquel día fatal en que Inés le había anunciado su resolución de casarse con Pablo, y que Alejandra se escapó de entre sus garras. Salía muy poco a la calle: sin embargo, no dejaba de ir a la casa de Inés, fingiendo a ella y a Pablo la amistad más franca y desinteresada.

El matrimonio debía verificarse de un momento a otro, y don Celso tomaba ya sus providencias. El deseo más innoble de venganza devoraba su corazón, y estaba decidido a ver morir a Inés antes que permitir que fuese esposa de Pablo.

El sitio era cada día más estrecho, y comenzaba a haber por todas partes gritos, tumultos y murmuraciones: las tropas se apoderaron de cuantos depósitos de semillas, grandes o pequeños, llegaron a descubrirse en la ciudad.

Los austriacos entraban a mano armada a cualquier habitación, recogiendo cuanto encontraban, en clase de víveres, sin respetar ni los de las familias particulares.

Don Celso, perteneciendo a la policía, no sólo estaba garantizado de aquellas exacciones, sino que él mismo y bajo de cuerda, las aconsejaba algunas veces, sacando de allí todo lo que necesitaba para el uso de su casa. Así es que su despensa era indudablemente una de las mejor provistas.

Hacía varios días que don Celso y Mondragón no se habían encontrado, y por esto Valdespino no estaba al tanto de nada de lo que había ocurrido con Leonor en la casa de Caralmuro.

Una tarde don Celso sintió que le tocaban el hombro, al volver de la casa de Inés.

—Amigo don Celso —le dijo Mondragón, porque él era quien le había tocado—: ¿qué ha sucedido con usted que no se deja ver?

—Estoy tan ocupado con esto de la escasez de víveres, que no me ha sido posible pasar a visitarle.

—¡Pero qué! ¿Le han llegado a faltar a usted?

—¡No a mi precisamente; pero tengo que buscar para otras muchas bocas!

—¿Ha sido usted nombrado proveedor?

—No: para los pobres, ya usted sabe.

—Usted siempre tan caritativo.

—No diga usted eso —dijo don Celso—, fingiendo ruborizarse.

—Vamos andando, y hablemos de otra cosa: supongo que estará muy próximo el casamiento de usted con Leonorcita.

—¡Ay, amigo! ¿Pues no sabe usted todo lo que ha ocurrido por la casa de Caralmuro?

—No: ¿qué ha sucedido?

—Seguramente nada le ha dicho a usted don Juan, por no mortificarle; pero se ha descubierto que la tal doña Salvadora… ¿la conoce usted? La que hacía de madre de Leonor…

—Sí, sí la conozco.

—Pues que esa nos ha engañado a todos: a usted, a don Juan, a mí, y hasta a la misma Leonor.

—Pero ¿cómo?

—Muy fácilmente; porque ni Leonor es Alejandra, ni don Juan es su padre, ni nada de todo lo que nos había contado. Vamos, si yo creía que usted estaba enterado de todo.

—No; pero supongo que don Juan ni un momento habrá sospechado de mí.

—¡Qué locura! Si hasta la misma Leonor que vivía con doña Salvadora, ha resultado inocente de todo.

—¿Y cómo se ha hecho ese descubrimiento?

—Por una casualidad, por una verdadera casualidad: don Juan encontró en la Iglesia de Jesús María al mismo que había criado a Alejandra, a la verdadera Alejandra, es decir, a su hija; un tal don Plácido.

—¡Don Plácido! —dijo don Celso, estremeciéndose y procurando ocultar su palidez.

—Uno de por allá de por la costa. Y ése fue el que descubrió todo el enredo y el que le dijo a don Juan que ni aquélla era su hija, ni había tal cosa. Llamó el amigo Caralmuro a doña Salvadora, y cantó de plano.

—Pero ¿qué dijo esa mujer?

—Nada; que los había engañado a todos. Don Juan ha querido seguir la averiguación, porque está sumamente indignado, pero Leonor está tan enferma a resultas de las emociones de ese día, que don Juan ha resuelto suspender todo paso hasta que ella se restablezca.

—¿Y usted qué piensa hacer?

—Si se confirma la inocencia de Leonor, casarme con ella, para hacer la felicidad de esa pobre niña, y si no, si resultare culpable, hacer todos los esfuerzos para que el castigo caiga sobre todos los culpables.

—Pues que Dios le saque a usted con bien, y aquí me quedo, porque tengo que entrar un momento a mi casa. No deje usted de contarme cuanto pase en este negocio: ya sabe usted lo que me ha interesado siempre su felicidad, y en cuanto yo pueda serle útil, con confianza.

—Ya lo sé, don Celso.

Los dos se apretaron las manos, y se separaron.

Una nube negra comenzaba a anunciar una tempestad en la existencia de aquel hombre. Doña Salvadora podía decir, o tal vez había dicho ya a don Juan, más de lo que Mondragón le había contado.

Don Juan no le había ido a ver, no le había llamado para pedirle informes: era más que seguro que desconfiaba de él; era más que seguro que había avanzado ya tanto en sus pesquisas, que le consideraba ya, si no como el reo principal, sí al menos como uno de los cómplices de aquella trama inventada para engañarle. Era, pues, preciso impedir que Caralmuro diese algún paso, al menos mientras él estaba satisfecho de lo que pensaba.

Las circunstancias no podían ser más a propósito.

La escasez de recursos en las cajas del ejército imperial que defendía la ciudad era cada vez más apremiante; se habían agotado por el general Márquez todos los medios lícitos de proporcionarse dinero. Como nadie creía en el triunfo de los sitiados, ni sus partidarios mismos se atrevían a hacer ninguna especie de desembolso para ayudarlos, teniendo, como tenían, la seguridad de no ser reintegrados.

En aquel estado de cosas, se determinó Márquez a usar de los remedios extremos. Los ricos eran sacados de sus casas y conducidos a la presencia del general en jefe: allí se les notificaba la cantidad, siempre excesiva, con que habían sido cuotizados, y no se les permitía volver a su casa, ni salir de un cuarto, ni aún moverse de un lugar, mientras no se entregaba aquella cantidad.

Ni llantos, ni súplicas, ni ruegos, ni empeños de ninguna clase valían entonces, y sólo la entrega del dinero bastaba para sacar a un hombre de aquella situación.

Pero aún había más: cuando algún rico, sabiendo los atentados que se cometían, procuraba ocultarse, entonces la policía se apoderaba del padre, de la mujer o de los hijos, haciéndoles sufrir los mismos tratamientos, y llegó el caso de verse a un niño conducido a una trinchera, y expuesto allí al fuego de los sitiadores.

Caralmuro estaba reputado en México por un hombre rico, y don Celso comprendió que por este lado debía dirigir el golpe.

No había que perder un momento: y al separarse de Mondragón, se ocultó en un zaguán hasta que le vio desaparecer, y luego se dirigió en busca del general Márquez.

Una hora después, dos empleados de la policía aparecían en la casa de Caralmuro, notificándole que inmediatamente, en compañía de ellos, se presentara en el Cuartel General.

Don Juan sabía lo que esto quería decir, y comprendía lo que se le esperaba. Se despidió de Leonor sin decirle el objeto de su salida; encargó su casa a don Plácido confiándole lo que pasaba, y tomando su sombrero, siguió resignado a los agentes de policía.

Don Plácido quedó con la mayor inquietud. Las horas pasaban unas tras otras, y ni don Juan volvía, ni había la menor noticia suya. Don Plácido no se acostó en toda la noche.

Por fin, a las dos de la mañana oyó llamar fuertemente al zaguán, se asomó al balcón, y a la luz de los reverberos de la calle, vio a un soldado que golpeaba la puerta.

—¿Qué se ofrece? —gritó don Plácido desde el balcón.

—¿Aquí es la casa de don Juan Caralmuro? —preguntó el soldado desde abajo.

—Sí: ¿qué cosa quería?

—Que aquí traigo una carta de parte suya.

—Pues aguarde un poco, que voy a abrir.

Don Plácido bajó la escalera, hizo abrir el zaguán, y recibió un pliego de manos del soldado.

—Me dijo de palabra —dijo el soldado—, que mañana temprano le manden la contestación, y que no le lleven ni comida, ni desayuno, ni nada, porque allá tiene todo.

—¿En dónde está? —preguntó don Plácido.

—En Santiago Tlatelolco. ¡Ah! Se me olvidaba, y me dijo también que me dieran su capa, para llevársela, porque allá hace mucho frío y no tiene con qué taparse.

—Está muy bien.

Un lacayo subió por una capa, se la entregó al soldado, se cerró el zaguán, y don Plácido se dirigió a la sala para leer la carta de Caralmuro. Era un simple recado, concebido en estos términos:


Amigo don Plácido. Se exigen por mi rescate cuarenta mil pesos. Estoy seguro de no tener en caja más que la mitad. Vea usted temprano al amigo Mondragón, a ver si se puede hacer el entero mañana mismo. Nada pude conseguir. Estoy satisfecho de que algún enemigo mío, que no imagino quién será, trata de arruinarme por este medio. Hombres más ricos que yo han sido cuotizados con menor cantidad. Además, pesa sobre mí la acusación de ser uno de los banqueros de los Republicanos. Adiós.

CARALMURO.
 

Aunque don Plácido, por su antiguo conocimiento con don Juan, poseía toda su confianza, por el poco tiempo que llevaba de vivir a su lado no podía saber ni quiénes eran sus enemigos, ni cuáles los recursos con que contaba para pagar la suma que se le exigía por su rescate. La carta no le decía más, sino que contara con veinte mil pesos de la caja y que se pusiera de acuerdo para el resto, con don Felipe Mondragón; y por muchos deseos que tuviese para activar el término del negocio, era necesario esperar que amaneciera.

Don Plácido se tiró vestido sobre su cama, pero no pudo conciliar el sueño; la noche se le hacía eterna, y a riesgo de pasar por imprudente, a las seis de la mañana entraba en la casa de Mondragón.

XV. Hambre

El Cacomixtle se encontró en la mitad de una plazuela, en compañía de sus dos protegidas, sin saber qué hacer, sin dinero y sin rumbo adónde dirigirse.

Allí fue preciso entonces deliberar con ellas.

—Estamos salvados —dijo el muchacho—. Ahora lo que importa es saber: ¿qué hacemos?

—¿Tú para dónde nos llevabas? —preguntó Margarita.

—¿Yo? Para ninguna parte; si no tengo para dónde llevarlas.

—Pues entonces ¿para qué escogiste este rumbo?

—Porque es por donde creo que no nos puede encontrar don Celso.

—¿Quién es don Celso?

—Pregúnteselo usted a Alejandra.

—Madre, es nuestro perseguidor; el mismo que le he dicho a usted que en la costa se llamaba el padre Bernal.

—No le conozco.

—Vaya si no le conoce usted —dijo el Cacomixtle— ¿quién le fue a decir a usted que la iban a fusilar?

—¿Ése?

—Ni más ni menos.

—Pero ¿tú le conocías, Alejandra? Cuéntame…

—Ya se lo contaré a usted otra vez. Por ahora no perdamos el tiempo: son cerca de las siete, y no es bueno a esta hora andar en la calle. Comienzan a encenderse las luces en las tiendas, y las mujeres deben retirarse. Vamos a ver a dónde nos vamos.

—Pues a un mesón —dijo Margarita.

—¡A un mesón! ¿Pero tienen ustedes dinero?

—Yo sólo tengo dos pesos —dijo Alejandra.

—Y yo otro —agregó Margarita. Cuanto traía se ha quedado en los baúles.

—Es bastante: con tres pesos podemos pasar, sin salir a la calle, tres días, y mientras, a ver qué piensan ustedes. Vamos a buscar un mesón.

Cacomixtle y Margarita conocían algo México: Alejandra era la primera vez que estaba en la capital, y de la casa de Diligencias había ido a la Diputación, y eso en coche; de manera, que se encontraba como mareada con la afluencia de la gente, con la multitud de luces, con los coches, con el ruido de la ciudad.

Porque en las ciudades grandes, mientras no llega el supremo momento de un asalto general, durante un sitio, mientras por una parte se combate, por la otra se baila y se pasea.

Las fuerzas imperiales y republicanas se cañoneaban por la garita de Belén, y en la Alameda, que dista un tiro de cañón de la línea que ocupaban los defensores de la plaza, las señoras paseaban y se divertían con la mayor sangre fría del mundo, a pesar de que algunas granadas llegaron a reventar encima de la concurrencia.

Alejandra estaba admirada de encontrar, por donde iba, hombres, y mujeres, y muchachos, que caminaban a sus negocios, sin cuidarse de las detonaciones de cañón que se escuchaban por todos los lados de la ciudad.

El Cacomixtle era el más conocedor de México, entre los tres, y las mujeres le seguían con la mayor buena fe. Ciertamente que había motivo para ello, porque la astucia y el cariño de aquel muchacho las acababa de salvar de la Diputación, y sobre todo, de las garras de don Celso.

Llegaron a la calle de Mesones, y allí era en donde el Cacomixtle estaba seguro de encontrar posada, porque cuando llegó a México por la primera vez en compañía del tío Lalo y de la familia, allí había ido a parar en un mesón, y el Cacomixtle tenía buena memoria.

Había ya dado la oración, y estaba oscureciendo.

Al retirarse la luz del sol, y tender la noche sus alas, hay una superabundancia de vida y de movimiento, que es curioso observar.

Entonces reina en las calles una confusión y una especie de desorden, que no comienza sino a esa hora, y que concluye cuando más una hora después.

Los artesanos y las mujeres que salen de sus talleres y de sus trabajos; los hombres de negocios que se retiran a sus casas; los criados y las criadas que se apresuran a comprar las provisiones de la noche; los paseantes y los ociosos, que fastidiados o cansados, vuelven de las calles y de las plazas; los que buscan en esas fondas ambulantes que se ponen en las esquinas, o en esos cafés improvisados que se plantan en las puertas de algunas tiendas, un refrigerio para su estómago; todos van, vienen, se encuentran, se chocan, hablan, riñen, se detienen, entran y salen en las tinieblas, y todos forman un inmenso rumor, una inexplicable confusión, y se agitan, y se mueven, y se cruzan entre la luz que muere y las tinieblas que nacen, como una cosa rara y desconocida.

A esa hora salen, sin saberse de donde, porque sólo a esa hora suelen encontrarse rostros y figuras monstruosas y deformes, mujeres con espantosas narices, hombres con barbas y cabellos increíblemente largos, muchachos sin figura humana en el rostro.

Entonces es el pedir limosna sin el menor escrúpulo ni vergüenza, mostrando mujeres, que parecen señoras principales, el descubierto seno sin camisa, como prueba de miseria, al entreabrirse de un tápalo de merino negro; hombres con la traza de caballeros, hacer gala de asquerosas llagas y de historias fabulosas de padecimientos.

En esa hora parece suspenderse el influjo del pudor: los hombres se atreven a dirigir palabras de amor y frases de equívoco sentido, sin avergonzarse, a las mujeres de todas clases, desde la señora hasta la ramera, y el que ostenta una casaca, y tal vez hasta una condecoración, no titubea en andar al lado de una mujer de reputación equívoca, o enteramente mala, quince o veinte varas, para declararle, no su amor, sino su deseo, y obtener las señas de una habitación y la hora de una cita.

Por eso la entrada de la noche, tan solemne, tan poética y tan dulce, en el campo o en la montaña, es odiosa y repugnante en medió de una capital populosa.

Margarita, su hija y el Cacomixtle entraron al mesón.

Los mesones en México son las posadas de las gentes pobres que vienen del campo, y para estar concurridos y tener fama necesitan no dejar el tipo mismo que tenían en los primeros años de nuestra emancipación social, porque de lo contrario, se convierten en hotel, y los parroquianos se marchan a otra parte.

Los mesones, para ser verdaderamente tales, deben tener un gran patio cerrado por la parte de la calle, con morillos que entren y se corran en un gran tronco agujerado, que se llama aguja.

Debe haber en aquel patio caballos y mulas que anden sueltos, y entre los cuales se miren entrar y salir hombres vestidos de cuero, con grandes sombreros y reatas en las manos.

Y por último, el administrador debe llamarse y tener sobre la puerta de su despacho un gran letrero que diga «Huésped».

Si no hay todo esto, no es un verdadero mesón; es un mesón apócrifo, falso, vergonzante, afrancesado; no es el mesón radical, tradicional; no es mesón, será casi hotel.

El Cacomixtle se dirigió al huésped, y le preguntó:

—¿Tiene usted un cuarto?

—Sí: ¿para cuándo?

—Luego, ahí está mi mamá.

—¿Cuántos son ustedes?

—Tres.

—¿Y bestias?

—No trajimos.

El huésped descolgó una llave, llamó a un criado y se la entregó.

—¿Cómo se llama tu madre?

—Mi padrecito, que vendrá mañana, se llama Ladislao Pamplona.

El huésped apuntó.

—Vamos —dijo el criado encendiendo un sucio farol de hoja de lata, con todos los vidrios quebrados—: ¿qué número, señor?

—Treinta y tres —dijo el huésped.

El criado echó a andar; Cacomixtle llamó a las dos mujeres, y todos le siguieron.

Subieron una escalera angosta, sucia y mal alumbrada, y llegaron por un corredor estrecho, hasta un cuarto que tenía encima un enorme número 33.

El criado abrió, puso una vela encendida encima de una mesa, y se salió sin hablar palabra.

En aquel cuarto no había más que una cama con un mal colchón, una mesa y una banca: en la pared el reglamento interior del establecimiento, sostenido por cuatro pequeños clavos, que para impedir que rompiesen el papel, tenía cada uno de ellos un pequeño disco de cuero negro.

El alquiler del cuarto era simplemente una peseta.

Alejandra y Margarita durmieron en la cama, y el Cacomixtle se acurrucó en uno de los rincones.

El cálculo del muchacho sobre el tiempo que podía durarles el dinero que tenían hubiera sido exacto, si por razón del sitio los efectos no hubiesen sufrido tan grave alteración en su precio; pero una torta de pan, que en tiempo ordinario se compraría por medio real, entonces apenas hubiera podido obtenerse por dos pesos: así es que en dos días se consumieron los tres pesos que tenían las dos mujeres, y se encontraron sin tener recursos, y sin esperanzas de salir de aquella situación.

El Cacomixtle no perdía la fe. Comenzó por llevar a vender los anillos y los pendientes de Margarita y de Alejandra; ayudaba a los viajeros que había en el mesón a sacudir sus ropas, a limpiar sus caballos, a dar lustre a sus botas; conseguía algunas costuras para que trabajaran las dos mujeres y, sin embargo, esto no alcanzaba para mantenerse.

Margarita y Alejandra tenían hambre; mucha hambre; se sentían desfallecer de necesidad, y no se atrevían a salir: preferían la muerte, y la horrible muerte del hambre, antes que caer en manos de don Celso.

Cacomixtle era el único que tenía valor para salir, y algunas veces, después de esos combates que tenía que sostener el pueblo, ya entre sí, ya con las tropas austriacas e imperiales, el Cacomixtle volvía a la casa, desgarrado, golpeado, con un sombrero que no era el suyo, pero llevando un poco de maíz, un puñado de lentejas, una torta de pan.

Entonces Margarita y Alejandra devoraban en un momento aquellas provisiones, que el Cacomixtle no se atrevía a tocar por no disminuir la comida de sus protegidas, siempre con el pretexto de que ya estaba satisfecho, y la verdad era que se estaba muriendo de necesidad y que no había comido en todo el día más que algún pedazo de tortilla dura que había logrado robarse de alguna fonda o arrancar a la caridad de algún soldado, porque el Cacomixtle iba a buscar sus provisiones hasta en los cuarteles mismos.

Margarita y Alejandra estaban ya pálidas y extenuadas; la situación era espantosa y el Cacomixtle comenzaba ya a desesperar.

XVI. Auxilio inesperado

Don Plácido llegó a la casa de Mondragón, le mostró la carta de don Juan, y los dos comenzaron a hacer las más activas diligencias para reunir la cantidad exigida a Caralmuro.

Eran las doce del día, y don Plácido volvió a la casa de don Juan sin haber conseguido nada.

Allí se encontró con una carta de Caralmuro, reservada, en que le decía que llevase al general Márquez diez mil pesos, como parte de su asignación; pero aunque con esto no conseguiría su libertad, se ampliaría su prisión, y tal vez no habría de necesidad de exhibir más, porque la situación de los sitiados era tan crítica, que no podía tardar el desenlace.

Don Plácido hizo poner el coche, metió en él los diez mil pesos, y se dirigió al Cuartel General; se hizo la entrega correspondiente, y después le permitieron hablar con don Juan, cuya prisión se amplió desde aquel momento.

Don Plácido y Caralmuro se encontraron en la prisión de éste, libres de testigos, merced a la orden que había para tenerle incomunicado.

—He traído la parte del dinero que usted me encargó —dijo don Plácido—, y se ha entregado ya en la comisaría.

—Bien: eso será lo único que se pierda, porque he observado que las cosas andan tan mal para estos señores, que muy pronto tendrán o que intentar una salida para romper el sitio, o que rendirse a discreción.

—¿Tan perdidos así los cree usted?

—He podido escuchar algunas conversaciones que me lo han dado a entender. Fingen no creer en la toma de Querétaro, ni en la prisión de Maximiliano; pero en la oficialidad y en la tropa están desmoralizados todos: los soldados hablan ya de la derrota como de una cosa segura, y esto es el peor síntoma de la situación. Esto no durará mucho tiempo.

—Pero entre tanto ¿qué cree usted que debemos hacer?

—Usted tener cuidado de la casa y de Leonor, y yo aguardar aquí otro poco, hasta que una mañana de éstas al despertar, me encuentre con que estoy solo, o con que están aquí ya los liberales.

—Quizá sea eso peligroso para usted.

—De ninguna manera: así estoy bien. Le suplico a usted que no olvide proseguir sus averiguaciones, hasta encontrar a ese tío Lalo.

—He ido a la «casa del Pueblo», y no dan razón ninguna de él.

—¿Ha preguntado usted en los mesones?

—No; pero esta tarde me dedicaré a eso.

—Creo que será muy oportuno antes que la plaza caiga en poder de los sitiadores, porque entonces la afluencia de gente será tal, que me parecería casi imposible encontrar lo que buscamos.

—Creo lo mismo, y no me descuidaré. Me voy, y mañana estaré aquí para ver a usted: entre tanto, ¿no se ofrece nada para la calle?

—No, mil gracias; hasta mañana.

Don Plácido montó en el coche, y regresó a la casa.

En la tarde hizo enganchar de nuevo los caballos, y comenzó a visitar los mesones.

A cosa de las cinco entraba don Plácido en el mismo mesón en que hemos dejado a Margarita y Alejandra sumidas en la mayor miseria y desesperación.

La llegada de un tren tan soberbio como el que llevaba don Plácido era un acontecimiento en aquella posada, y «el huésped» salió hasta la puerta de su despacho, con la pluma tras de la oreja, para saber a qué debía atribuir tan alto honor.

—Buenas tardes —le dijo don Plácido—: ¿usted es el huésped?

—Sí señor —contestó el otro, haciéndole una profunda caravana.

—¿Tuviera usted la bondad de decirme si está alojado aquí un sujeto que se llama don Ladislao Pamplona?

El huésped recordaba el nombre y sabía que efectivamente se había tomado un cuarto para aquel sujeto, porque nuestros lectores no habrán olvidado que éste fue el nombre que hizo inscribir el Cacomixtle; pero para hacerse el hombre interesante a presencia de un caballero que venía en carruaje, tan lujoso, fingió que no recordaba de pronto.

—No recuerdo precisamente —contestó—; pero si usted gusta, veremos mi libro de asientos.

—Si usted me hace el favor…

El huésped entró al despacho, seguido de don Plácido.

—Me hace usted la gracia de sentarse. —Y le ofreció una silla—. ¿Decía usted que se llamaba ese señor?…

—Ladislao Pamplona.

—Vamos a ver. Abrió un libro de cuentas, y como hablando consigo mismo, comenzó a decir, volviendo las hojas. «F… H… I… J… L… esto es, Leocadio, Luis, Lucas, Luciano, Lugarda, Librado, Luz, Ladislao». Aquí está Ladislao Pamplona. Núm. 33. Número treinta y tres.

—¿Y estará aquí?

—No: él no ha venido; pero ahí están dos señoras, que supongo serán de su familia, y que vienen con un muchacho muy listo, que todos conocen por el Cacomixtle.

—Ellos son —dijo don Plácido entre sí—. ¿Me hiciera usted el favor de que me enseñaran el cuarto?…

—Con mucho gusto. —El huésped sonó las manos—. Juan, enséñale a este caballero dónde queda el número 33.

—Con permiso de usted —dijo don Plácido.

—Usted mande.

Don Plácido subió la escalera, y el criado le dejó en la puerta del cuarto.

Margarita y su hija, acostadas en la cama, dormitaban.

Don Plácido llamó dos veces sin obtener respuesta.

La tercera vez llamó con más fuerza.

—Adentro —contestó una voz.

Empujó la puerta, y apenas había penetrado, Alejandra dio un grito, y se arrojó en sus brazos.

Margarita aún no le reconocía.

—¡Madre, madre! Es mi padre, don Plácido.

—¡Tu madre! —dijo don Plácido.

—¡Don Plácido! —exclamó Margarita. Y corrió a abrazarle.

—¡Oh, qué felicidad! —decía Alejandra—. ¿Cómo está usted aquí? ¿Cómo nos ha encontrado? ¿De dónde viene usted?

—Hija mía, buscando al tío Lalo, he llegado hasta aquí, y lo que menos esperaba, era encontrar a ustedes. ¿Qué ha sucedido? ¿Vives con el tío Lalo, hija mía?

—No, padre: tío Lalo ha muerto ya; vivimos solas con el Cacomixtle. Es una historia muy larga; pero usted ¿dónde vive?

—Vivo con tu padre.

—¡Con mi padre!…

—¡Con Juan!…

—Sí, con tu padre, con don Juan, que te busca por todas partes, y a quien habían engañado…

—Ya sabíamos eso…

—¿Ya lo sabían? Bueno; pero ahora lo sabe él también, y no anhela sino volver a verte.

—Pues iremos.

—Sí, esta misma noche; pero no luego, luego; porque no podemos salir a la calle: hemos empeñado para comer, hasta los rebozos…

—¡Pobrecitas! Pues voy yo mismo a traerles ropa y lo necesario en este momento, y vuelvo por ustedes. Entre tanto, les dejaré dinero que traigo, para que compren lo que quieran.

—Mil gracias —dijo Margarita avergonzada—; pero me mortifica.

—¿Por qué? Si este dinero es de ustedes, porque es de don Juan, del padre de Alejandra, y aun cuando fuera mío, ¿acaso ya no eres mi hija?

—¡Ah! ¡Siempre! —contestó Alejandra abrazándole.

—Pues voy, y vuelvo muy pronto.

—Sí —dijo Alejandra—: con eso, mientras viene el pobre de Cacomixtle, que tan bien se ha portado con nosotras, para llevárnosle.

—¿Se ha portado bien ese pilluelo?

—Sí, le debemos la vida —dijo Margarita.

—Y la honra —agregó Alejandra.

—No perdamos tiempo. Vuelvo, Margarita; vuelvo, hija mía.

Don Plácido besó la frente de Alejandra, y bajó precipitadamente diciendo:

—¡Qué día! ¡Qué día! Es el más feliz de mi vida…

XVII. A saco

El pueblo de México no podía soportar por más tiempo aquellas circunstancias, y a pesar de su carácter dulce y de su natural generosidad, comenzaron a levantarse en masa los barrios de la ciudad, pidiendo «pan».

Los primeros días se le pudo engañar; pero después no fue posible, y se recurrió a uno de los medios más reprobados; se le hizo entender que en algunas casas particulares había depósitos ocultos, y aquellas masas se lanzaban al allanamiento y al saqueo de la casa designada, capitaneados algunas veces por alguno de los generales que mandaban las fuerzas sitiadas, o por algunos oficiales superiores.

En la época en que va pasando ya nuestra historia, estas escenas de desorden eran muy frecuentes.

Don Plácido salió del mesón, y se dirigió a la casa de don Juan, con ánimo de llevar de allí ropa y todo lo necesario, para que Margarita y su hija pudieran salir a la calle.

Pensaba después marchar a Santiago para dar las buenas noticias a Caralmuro.

Distraído con estos pensamientos, no había notado que el coche, al acercarse a la casa, había comenzado a caminar más despacio por la inmensa muchedumbre que llenaba la calle, hasta que por fin se detuvo, sin poder avanzar ni retroceder.

Entonces don Plácido volvió en sí de su meditación, y observó lo que pasaba.

—¿Qué hay? —preguntó.

—Señor —dijo el lacayo que estaba ya a la portezuela— no se puede seguir adelante.

—¿Por qué?

—No sé; pero hay tanta gente en la calle, que sólo a pie se podrá llegar a la casa.

—Es extraño: ¿qué será? Abre.

El lacayo abrió la puerta del carruaje, y don Plácido descendió.

La muchedumbre llenaba la calle desde una acera hasta la otra: había un verdadero tumulto; aquellas olas hacían una especie de flujo y reflujo, entre el cual de cuando en cuando se notaban movimientos extraordinarios, como de repulsión y atracción.

Allí había hombres y mujeres de lo más bajo de los barrios, de la clase más infeliz de la sociedad; allí estaban los trajes desgarrados, incomprensibles, indescriptibles, incopiables; fisonomías patibularias y sombrías; figuras y rasgos que parecían no haber sido bañados nunca por la luz del sol; muchachos que parecían haber brotado entre las sombras y con la humedad de los sótanos o de los subterráneos, y se impulsaban unos a los otros, y se agrupaban y se estrechaban hasta formar como una mazorca humana, y hasta que un movimiento que venía del centro los rechazaba y los desunía.

Sólo en estos momentos era posible penetrar allí, porque pasada esta ondulación, ni el viento habría podido cruzar entre aquellos cuerpos, que no formaban más que uno solo.

Don Plácido sintió en el corazón una especie de presentimiento siniestro, y se lanzó con la cabeza agachada entre la multitud, para atravesarla.

A fuerza de luchar, rechazando al uno, apoyándose en otro, derribando al de más allá, y siempre seguido de maldiciones, de injurias y de denuestos, con la ropa hecha pedazos, sudando y fatigado, llegó hasta frente a la casa, levantó la cara y lanzó un grito.

La casa había sido allanada, y la multitud la invadía.

La gente entraba y salía como un cordón de hormigas, sacando siempre alguna cosa. Era que se apoderaban de todas las provisiones que había en la despensa de la casa de Caralmuro.

Don Plácido entró sin vacilar en el fondo. Unos hombres, con el mayor orden, repartían al pueblo cuanto encontraban: se había reglamentado el saqueo.

Ciego de cólera el viejo soldado de la independencia, se lanzó sobre aquello, que con tanta sangre fría ocupaban la propiedad ajena.

—¿Y quién les ha dicho a ustedes que han de venir a mi casa a robar?

—Mire usted lo que dice —dijo uno de ellos—. Nos está usted faltando sin darle motivo.

—Pues qué, ¿les parece poco venir a saquear una casa?

—Esto no es saqueo —dijo otro—. Venimos aquí por orden del general…

—¿De qué general?

—Del general Márquez.

—¡Mentira! Porque he ido yo esta mañana a verle, llevándole diez mil pesos, que aquí está el recibo, y no podía mandarme catear hoy. Ya verán ustedes con él.

Los hombres habían comenzado a espantarse, y abandonaban ya aún los restos de provisiones que tenían en la mano; las gentes del pueblo se detenían, esperando el resultado de aquella escena. Todo anunciaba que la energía de don Plácido iba a triunfar sobre la malevolencia de los agentes de policía, cuando otros dos agentes aparecieron en la escena.

—¡Qué caso le hacen ustedes a este hombre! —dijo uno—. Ni ésta es su casa, ni tiene que ver aquí.

—¿No es mi casa? —dijo con furor don Plácido.

—No es su casa de usted, y usted no quiere más que proteger a estos ricos que han escondido todas las provisiones para matar de hambre al pueblo y ayudar a los chinacos.

—¿Qué dice usted? —gritó don Plácido.

—La verdad que usted no es más que un entrometido, adulador de los ricos…

No había concluido aún el esbirro su frase, cuando ya don Plácido le había echado por tierra de un puñetazo. Entonces los otros se lanzaron sobre él, esgrimiendo los marrazos que traían ocultos debajo de sus sarapes. Don Plácido retrocedió, y se apoderó de una silla.

El combate era desigual; pero los policías estaban acobardados, y don Plácido ciego de furor.

La silla se hizo pedazos, pero otro policía vino al suelo, y el viejo hizo una arma de los fragmentos y cerró contra sus enemigos.

Don Plácido vio a poca distancia el marrazo de uno de los heridos, y se apoderó de él. Ésta fue la señal de la fuga de los demás esbirros.

El público veía aquel combate como si asistiera a una corrida de toros, y la fuga de la policía fue acogida con una salva de silbidos estrepitosa.

Don Plácido, encarnizado, perseguía entre la multitud a sus enemigos, cuando un soberbio garrotazo aplicado en la cabeza, le hizo caer sin sentido.

Los fugitivos tuvieron el triunfo por suyo, y antes de volver en sí, ya don Plácido estaba desarmado y atado.

A esta sazón, un jefe se presentó en la casa, e informado de lo que pasaba, hizo traer una fuerza, mandó retirar a la gente, y conducir en unas camillas a la Diputación, a don Plácido y a dos policías que habían resultado heridos.

Leonor y Salvadora, refugiadas en la pieza más apartada, habían escuchado el rumor espantoso del tumulto, los gritos de la multitud y los golpes que daban para forzar las puertas de la casa; después el silencio que reinó durante la riña de don Plácido con la policía, los gritos y los silbidos, y por último, el murmullo del pueblo que se retiraba, y el ruido del zaguán al cerrarse.

Pasó algún tiempo: todo parecía haberse calmado; pero aún no se atrevían a salir de su encierro. Al fin oyeron llamar a la puerta.

—¿Qué hay? —dijo Leonor.

—Señorita, que todos se han ido ya.

—¿Se fueron?

—Sí; pero ha sucedido una desgracia: se llevan al señor don Plácido en una camilla, porque le han lastimado.

—¿Pero cómo? —dijo Leonor saliendo.

La criada le contó cuanto había ocurrido.

Leonor se quedaba enteramente sola; don Juan preso, porque ella al fin había llegado a saberlo, y don Plácido herido y preso también. Tembló al pensar que estaba casi a disposición de doña Salvadora, y entonces le ocurrió como única esperanza, escribir lo acontecido a Mondragón, suplicándole fuese a acompañarla. Le puso una carta, y el lacayo salió violentamente a llevarla.

Doña Salvadora, atarantada con aquellos acontecimientos, en lo menos que pensaba era en abusar de su posición, y que en obsequio de la verdad, aquella mujer no era tan mala.

Cuando don Plácido comenzó a reñir con los policías, don Celso mezclado entre la multitud, lo observaba; vio la derrota de los suyos, y mandó aquel auxilio, que bien aleccionado, precipitó el lance.

Valdespino no abandonó la casa hasta que vio salir la camilla que llevaba a don Plácido.

—Enemigo menos —decía, metiéndose las manos en los bolsillos—; esto marcha bien.

De repente pasó a su lado un muchacho con un gran canasto de provisiones de las tomadas en la casa.

—¡Cacomixtle! —exclamó don Celso.

Cacomixtle volvió el rostro y lo conoció. Valdespino extendió la mano para cogerle; pero el chico desapareció entre la multitud, escurriéndose como una anguila, y cuando don Celso quiso perseguirle, no pudo ver siquiera el rumbo que había tomado.

XVIII. La llave de un secreto

En la casa de Inés todo caminaba, como se dice vulgarmente, «a pedir de boca». Pablo, más bueno y más amoroso cada día; Inés más contenta, y Feliciana más satisfecha.

Pablo era rico, y el sitio le encontró prevenido. Si no hubiera pensado más que en él, quizá no se habría acordado de nada; pero pensaba en su Inés, y esto le volvió precavido.

En todas las casas que visitaba, veía el afán de las familias para reunir víveres, y el temor a las escaseces del sitio, y consideró que Inés era pobre, que no podía hacer acopio de nada, y comprendió lo que se le esperaba. Por eso el día menos pensado Feliciana vio entrar en su casa al criado de confianza de Pablo, seguido de cuatro cargadores, que llevaban grandes cajas con todo género de provisiones.

Así, pues, para ellas no había necesidad, ni aún privación: sólo la carne podía escasear; pero pagándola un poco, o un mucho más cara, siempre se conseguía. Además, para tranquilizarlas enteramente, Pablo les aseguró que él por su parte tenía un repuesto más que regular.

Inés no salía de la casa; Feliciana por el contrario, con esa curiosidad propia de la vejez, se estaba la mayor parte del día en la calle «sabiendo noticias», que iba luego muy alegre a comunicar a Inés.

Pablo las acompañaba todos los días a la hora de la comida, y volvía después en las noches, riendo de todo corazón de las noticias de Feliciana, porque la pobre mujer creía de buena fe las más tremendas vulgaridades.

Un día noticiaba la toma de Querétaro antes que tuviera efecto; otro, contaba que el Emperador estaba en Cuautitlán, cuando era ya prisionero; otro, que iba a haber guerra entre los liberales; otro que Juárez venía con cincuenta mil hombres armados de picos, palas y azadones, para arrasar a México, y el resultado de todo era que se enojaba porque Inés no se lo quería creer, y porque Pablo se reía.

—Nunca les vuelvo a dar una noticia —les decía. Y en la tarde, cuando venía con la contraria, comenzaba diciendo:

—La verdad, que ustedes tenían razón esta mañana.

En una de sus excursiones, Feliciana se encontró con la limosnera que había conocido en casa de Mondragón.

—Doña Feliciana —le dijo aquella mujer—, me ha tenido usted esperándola todo el día hasta las ocho de la noche.

—Sí, estaba enferma —contestó Feliciana—, no atreviéndose a confesar su falta de exactitud y de empeño.

—Pero han pasado muchos días, y bien podía usted haberme buscado, como yo la he buscado a usted, hasta encontrarla. Usted no sabe cuánto importa lo que le tengo que decir.

—Como yo no sabía dónde vivía usted…

—¿Cuándo podemos hablar despacio, y en qué lugar?

—Ahora mismo, si importa mucho.

—Importa: y además, que me parece difícil encontrar otra oportunidad mejor: ¿a dónde vamos?

—A mi casa, es lo más seguro.

—¿No es mejor en otra parte?

—¿Pero dónde?

—Nos entraremos a una Iglesia.

—Tiene usted razón: aquí está cerca San Lorenzo, y ahora debe haber poca gente.

—Pues vamos.

Las dos se dirigieron a la Iglesia de San Lorenzo. El templo estaba casi solo, y no se oía más que el murmullo de uno que otro devoto que rezaba, y los pasos que resonaban en las bóvedas, de algún sacristán que atravesaba la Iglesia. El ambiente frío que corría por su nave, aumentaba el sentimiento natural de respeto que inspiraba aquel lugar.

Feliciana y la limosnera se arrodillaron en el rincón más oscuro y solitario, y se persignaron devotamente.

—Con que dígame usted —dijo Feliciana, sentándose sobre sus mismas piernas.

—Comenzaré —dijo la limosnera—, por preguntar a usted si es doña Feliciana Navas, mujer o viuda de don Procopio Martinez, que vivían hace diecisiete años en los Llanos de Apam.

—La misma soy: viuda de don Procopio Martínez, que de Dios goce.

—¿Recuerda usted que por aquel tiempo le entregaron a usted una niña recién nacida?

—Y bien me acuerdo, como que…

—Y esa niña ¿vive?

—Sí vive.

—Y usted ¿a qué iba a la casa del señor Mondragón?

—Y eso ¿para qué lo quiere usted saber? —dijo enojada Feliciana.

—No se incomode usted: respóndame, que nada pierde con eso, y tal vez pueda saber muchas cosas que ignora.

—Pues iba yo a buscar a la señora doña Matilde, mujer del señor Mondragón, que fue la que me entregó a mí la niña: si usted sabe la historia, debía saber esto también.

—Sí lo sé, porque entonces yo era la criada de confianza de la señora Matilde. ¿Y qué le dijeron a usted en casa de Mondragón?

—Que la señora había muerto; pero entonces me acordé que en aquel tiempo también estaba allí doña Estefanía, madre de la señora, y ella podía decirme algo respecto al nacimiento de la niña, que era lo que quería.

—¿Y no ha llegado usted a hablar con doña Estefanía?

—No he podido: se me han atravesado varias cosas que me lo han impedido.

—Pues nada hubiera usted conseguido, porque no llevaba usted la llave de este secreto.

—¿Y cuál es la llave?

—Ya se la voy a dar a usted.

Y la mujer sacó del seno un gran papel, doblado cuidadosamente.

—Este papel —le dijo— es el certificado de la entrega de la niña, firmado por doña Matilde: ella me lo dio con orden de entregárselo a usted cuando la encontrara: usted verá en él que doña Estefanía es la única que mediante lo que ahí dice, puede descubrirle a usted quiénes son los padres de esa niña. Pero para que yo se lo dé a usted, es preciso que me jure que va a hacer lo que yo le diga.

—Lo prometo.

—¿Me lo jura usted?

—Se lo juro.

—Es muy sencillo: busca usted a doña Estefanía, le dice usted su nombre, luego le enseña usted este papel; pero le prohibo a usted decirle cómo ha venido a dar a sus manos, y además le prohibo el que me busque en lo de adelante, el que se dé por mi conocida; en fin, el que usted hable a nadie de nada de lo que le ha pasado conmigo. Me lo ha jurado usted.

—Lo cumpliré: ¿y si doña Estefanía me pregunta de dónde me viene este papel?

—Le dice usted que lo recibió con la niña.

—Y a ella, a Inés ¿qué le digo?

—¿Quién es Inés?

—La niña, que así se llama.

—A ella, por ahora, nada; nada en lo absoluto. Doña Estefanía dirá a usted lo que debe hacer, pero mientras que ella no le dé a usted licencia de contarle ni de decirle nada a Inés, usted nada le dice.

—Muy bien.

—Me lo ha jurado usted no hacer más que lo que le he dicho.

—Y lo cumpliré.

—Pues adiós, hasta la eternidad —dijo la limosnera levantándose.

—Adiós —contestó doña Feliciana emocionada con esa despedida.

La limosnera, que no era otra que la «Guacha», salió del templo, y doña Feliciana abrió el pliego y lo leyó.


Conste por el presente, que hoy 1.º de enero de 1851, entrego una niña de dos días de nacida, a don Procopio Martínez y a doña Feliciana Navas, su mujer. Mi madre doña Estefanía podrá si quiere algún día decir quiénes son los padres de esta criatura.

MATILDE FRÍASDE MONDRAGÓN.
 

—Pues yo buscaré a esa señora, a ver si quiere decir quiénes son esos padres —dijo para sí Feliciana—. Entre tanto, mucho secreto, que se lo he jurado a esa pobre mujer, y en la iglesia, para que más valga.

Guardó el escrito cuidadosamente, y tomando agua bendita, se salió tan preocupada, que no pensó ya ni en buscar nuevas noticias de política para llevárselas a Inés.

XIX. La noticia de Cacomixtle

El Cacomixtle corría para el mesón con todas sus fuerzas; no sólo por escapar de don Celso, sino por llegar pronto a llevar a las mujeres aquellas provisiones, y no cabía en sí, al pensar lo contentas que se iban a poner cuando él llegase, y les presentase todo aquello.

Margarita y Alejandra esperaban impacientes al Cacomixtle, para contarle sus buenas noticias y para llevárselo consigo, en cuanto don Plácido volviera trayendo la ropa, y todo lo necesario para irse a la casa del padre de Alejandra.

Por fin, la puerta del cuarto se abrió por un violento impulso, y el Cacomixtle entró precipitadamente.

—Miren lo que les traigo —dijo levantando en lo alto sus provisiones.

—Albricias —dijo Alejandra, saliéndole al encuentro.

—¿Pues qué ha habido?

—Muchas cosas: pero cuéntame primero lo que te ha pasado —dijo Margarita.

—Pero antes comeremos —contestó Cacomixtle—, porque tengo yo muchisima necesidad, y traigo aquí jamón, sardinas, pan, queso, me parece que podemos comer muy bien.

Las dos mujeres tenían también mucha hambre: don Plácido les había dejado dinero; pero Cacomixtle no había vuelto, ellas no habían tenido una persona de confianza de quién valerse para que les fuera a buscar algo de comer; además, aquel muchacho se había portado tan bien, que las dos lo querían como de la familia.

—Será necesario —dijo Alejandra al Cacomixtle— que tú que eres el hombre de la casa, veas si quieres que se sirvan algunos vinos en la comida, y en ese caso dispongas que se compren, que para estos casos debe tenerse el dinero: y diciendo esto, arrojó sobre la mesa una onza de oro, que había entre el dinero que les dio don Plácido.

El Cacomixtle miró la onza, y luego clavó sus ojillos vivos y penetrantes en el rostro tranquilo y alegre de Alejandra.

—Con que es decir —dijo— que estamos ricos: me alegro; pero ya que soy el hombre de la casa, como usted dice, quiero saber ¿de dónde nos ha venido ese dinero?

—Ya lo sabrás más adelante; por ahora anda, compra un poco de vino para que no le vaya a hacer daño la comida a mi madre, después de tantos dias de dieta.

Alejandra guardó la onza, y sacó un peso que entregó al admirado Cacomixtle.

—Anda —le dijo— anda, y después sabrás lo que ha pasado aquí.

El muchacho salió, y mientras, las mujeres dispusieron la comida. Un cuarto de hora después, rodeando la mesa, comenzaron a comer tranquilamente.

—¿A que no adivinas quién ha estado aquí? —preguntó Alejandra.

—¿Quién? —contestó el Cacomixtle.

—Mi padre.

—¿Qué padre?

—Don Plácido.

—¡Jesús!… —exclamó el muchacho, dejando caer un pedazo de pan con jamón que llevaba ya cerca de la boca. ¿Con que ha estado aquí?… ¿Pero cómo?… ¿De dónde viene?… ¿No le mataron?…

—Que le habían de matar… Está bueno y sano, y hay otra noticia más grande: que he encontrado a mi padre, a mi verdadero padre.

—¡Pues qué! ¿Tiene usted dos padres?

—No, o más bien sí, uno que es el que me ha criado y el que tú conoces, y otro que es mi padre verdadero, el marido de mi madre que está aquí.

—¿Pero cuándo me contará usted toda esa historia?

—Cuando estemos tranquilos, que será muy pronto, porque dentro de un rato ya volverán por nosotros, para llevamos a casa de mi padre el verdadero, y nos vamos todos, mi madre y tú y yo, y ya no pasaremos trabajos, ni podrá hacernos nada don Celso.

—Y dígame usted —dijo Cacomixtle— ¿esta señora Margarita, ha de ser la última madre de usted? ¿O todavía tenemos que encontrar otra?

—No, ésta es mi única madre, mi verdadera madre.

—Pues mire usted qué casualidad, en todo el camino he venido pensando en don Plácido.

—¿Y por qué? —dijo Margarita.

—Va usted a ver —contestó Cacomixtle—. Se metió la plebe en la casa de un señor rico, que tenía muchas cosas de comer en su despensa: yo también fui allí, como que de allá fue todo esto: ya estaban acabando de repartir, cuando entra un viejo que creo que era el dueño de la casa, le reconviene a la policía, y a poco la emprende a golpes con ellos: se armó una del demonio, pero al cabo pudieron más los de la policía, y le dieron un palo, que en camilla se lo han llevado para la cárcel; pero yo, ya había sacado mis provisiones, no más que al salir llevé el susto más grande, porque me encontré de manos a boca nada menos que con don Celso; pero así tan cerquita como estamos aquí nosotros.

—¿Y qué hiciste?

—Me escabullí, y le dejé echando agua.

—Pero todo eso, ¿qué tiene que ver con don Plácido para que te acordaras de él? —dijo Margarita.

—¡Ah! Qué no les había yo dicho que el viejo aquél que se peleó con la policía y que se llevaron a la Diputación, se parecía mucho a don Plácido, sólo que éste iba de levita y muy elegante.

—¿Pero a qué hora fue eso? ¿Dónde fue eso? —preguntó sobresaltada Alejandra.

—Pues hace poco, cosa de las cinco y cuarto, en una casa de la calle de Plateros, de un señor que se llama… según decían allí, don Juan… Casuro o Camuro…

—Caralmuro —dijo Alejandra.

—Eso es —contestó Cacomixtle.

—¡Jesús! —exclamaron las dos mujeres levantándose—. La casa de mi padre. Pobre don Plácido. ¿Qué le habrá sucedido?

—Dios mío, Dios mío, ¿qué será de nosotras? —Y las dos mujeres lloraban.

Cacomixtle se había quedado sentado, mirando aquella escena, pero empezando a comprender lo que pasaba.

—Pues señor —decía entre sí—, bien lo hice, bien lo hice.

—Cacomixtle, ¿qué hacemos ahora? ¿Qué hacemos? —preguntaba Alejandra, apretándose las manos.

—Pues a mí me parece que lo mejor será que yo tome mi sombrero y me vaya inmediatamente a la casa de ese don Juan, que usted dice que es su padre, y le diga yo dónde están ustedes, y venga a llevarlas, y luego ya él sabrá lo que hace por don Plácido.

—Pero no te creerá, no me conoce, porque me dejó muy niña, y como ya le han engañado otra vez con una muchacha diciendo que era yo…

—Pero a mí sí me conocerá bien —dijo Margarita—. Si llegásemos a vernos, no vacilará un instante en reconocerme.

—Bien dicho —exclamó Cacomixtle. Y tomando su sombrero, echó a correr para la calle sin esperar nuevas razones.

Había oscurecido. Cacomixtle caminaba sin detenerse en medio del gentío que andaba por las calles, procurándose pan por todos los ángulos de la ciudad. Se escuchaba el cañoneo de las fuerzas que se batían en estos últimos días del sitio: cada noche y cada madrugada, se esperaba el asalto decisivo. El deseo de salir de aquella situación angustiosa hacía parecer imposible por más tiempo su prolongación.

Como llevadas por la electricidad se propagaban en México las noticias, ya del hombre que había caído muerto de hambre frente a la Diputación, ya de la mujer que había amanecido sin vida frente a una casa, ya de la familia que se había encontrado expirante dentro de una pobre habitación, en uno de sus suburbios.

Las familias más acomodadas comenzaban a alarmarse seriamente, y hasta en las mismas cárceles había síntomas terribles de sublevación entre los presos.

Todo el mundo comprendía que no podía durar aquello por más tiempo; que no se podía prolongar más la situación, y sin embargo, se prolongaba.

La toma de Querétaro y la prisión de Maximiliano eran una cosa fuera de toda duda, y que nadie vacilaba en creer, a pesar de que por orden del general en jefe de los imperialistas, se echaban a vuelo las campanas, y las músicas de los cuerpos recorrían las calles de la ciudad, para celebrar la llegada de un general que venía de Querétaro, anunciando que Maximiliano, triunfante, llegaba con su poderoso ejército, en auxilio de las tropas sitiadas en la capital.

Cacomixtle llegó a la casa de Caralmuro, y con la audacia del que va investido de una misión elevada, llamó al zaguán, dando tres fuertes golpes.

No le abrieron, pero poco después se abrió uno de los balcones y se asomó por él doña Salvadora.

—¿Quién es? ¿Quién es? —dijo sin poder distinguir al muchacho en la oscuridad de la noche.

—Vengo a buscar a don Juan.

—No está aquí —contestó doña Salvadora.

—¿A qué hora volverá?

—No ha de volver en toda la noche. ¿Qué le quería usted?

—Le traigo un recado, que importa mucho.

—Pues no está aquí, ni ha de volver. ¿Puede usted dármelo a mí?

—No señora, sólo a él.

—Entonces vuelva usted mañana, porque no está aquí.

—¿Ni el señor don Plácido ha vuelto?

—Tampoco.

El muchacho se quedó parado un largo rato, y después se retiró muy poco a poco, y como meditando en lo que había de hacer.

Así llegó hasta el mesón. Vacilaba en subir, por no dar aquella noticia a sus dos pobres protegidas; pero al fin se resolvió. «Al cabo —se dijo— yo no tengo la culpa, he hecho todo lo que he podido, no hay más remedio que esperar a mañana: la fortuna que las señoras tienen dinero, y yo he traído provisiones; podemos aguardar con tranquilidad».

Margarita y su hija esperaban con impaciencia.

—¿Qué hay? —preguntaron las dos a un tiempo.

—Nada —contestó Cacomixtle.

—¡Cómo nada! ¡Pues qué! ¿No fuiste?

—Sí, pero no me quisieron abrir en la casa.

—¿No te quisieron abrir?

—No: toqué, y salió una mujer por un balcón, y ella fue la que me dijo que don Juan no estaba en la casa, y que no había de volver en toda la noche, y que don Plácido no había vuelto: yo no le quise decir nada a nadie, porque bastantes chascos nos hemos llevado para volvernos a exponer.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Margarita.

—Acostarnos esta noche, y mañana temprano veremos lo que se hace.

—¿Pero cómo?

—No hay que morirse de ansia. Nada ha de suceder esta noche. En peores lances nos hemos encontrado, y Dios nos ha sacado con bien; conque acuéstense ustedes, y vamos a ver qué sucede mañana, que al fin y al cabo, mañana será otro día.

XX. El fósforo

Don Celso se había desenmascarado completamente. La excitación creciente de sus pasiones le había llevado a donde él mismo no lo hubiera creído.

En política tomaba ya descaradamente el partido de Márquez. En aquellos momentos de desesperación para los sitiados, él se unía con ellos: acababa toda hipocresía, todo disimulo: él personalmente aprehendía a los que le parecían sospechosos, capitaneaba la plebe para asaltar las casas, conducía al cuartel general a los capitalistas o a las personas de su familia para obligarles a dar dinero, y en fin, establecía los centinelas en las habitaciones de los ricos cuando se inventó sitiar las casas particulares para rendir por hambre a las personas que de otra manera no entregaran la suma que se les designaba.

Don Celso había arrojado el guante a la sociedad, y jugaba el todo por el todo, y cuanto más disimulada y engañosa había sido al principio su conducta, tanto más cínica y repugnante se presentaba después.

Por medio de la vieja Pilar supo que Caralmuro estaba al tanto de todas sus maldades, y esto le acabó de despechar: no había ya reputación qué cuidar, no había apariencias qué salvar: era necesario pues luchar a brazo partido, y a pecho descubierto; hundir a sus enemigos, o hundirse él para siempre.

Sólo en una parte conservaba su carácter meloso y solapado, pero era para conseguir mejor sus fines: en la casa de Inés.

Allí era el don Celso de siempre, el don Celso de la casa de Mondragón, el honrado y leal amigo, dispuesto siempre a prestar un favor, o a dar un buen consejo.

Como una serpiente se había deslizado en aquella familia ganando su confianza, adquiriendo el cariño del mismo Pablo, corazón franco y generoso que no hubiera podido comprender, ni aun explicándoselo, la ponzoña que guardaba el alma del hipócrita Valdespino.

Don Celso ni buscaba ni esperaba el amor de Inés: lo que anhelaba era vengarse, y vengarse de una manera terrible.

Como la situación de los imperiales era extrema, don Celso comprendía la necesidad que tenía de seguir su suerte, y huir, u ocultarse. El tiempo para poner en planta sus planes de venganza era ya muy poco, y Valdespino no quiso ya detenerse.

Era una mañana de junio, y don Celso estaba en su casa, con el traje de confianza que conocen ustedes lectores; se ocupaba en envolver en vistosas cubiertas de papel de colores, unos dulces que iba colocando en orden sobre la mesa.

Todas aquellas envolturas eran blancas o azules, y sólo había tres de color de rosa. Don Celso las tomó, y se quedó contemplándolas por un largo rato.

—Esto es —decía—: aquí está mi venganza, mi venganza; pero así como yo la deseo, como yo la necesito; un veneno que no mate como el rayo; no, eso no sería nada: si al fin todos hemos de morir, el que nos proporcione una muerte rápida y sin dolores nos hace un favor: no, el fósforo… el fósforo… no mata así; el fósforo hace padecer los tormentos todos del infierno… ¡Ah, Inés, Inés! Tú sentirás con esto cuanto me has hecho sentir en el alma y en el cuerpo. Tú sentirás una sed, intensa, devoradora, insaciable; una sed que por sí sola equivale a mil muertes: tú sentirás dolores tan espantosos como los que yo he sufrido en mi corazón por ti; convulsiones y estremecimientos horribles, como los que agitan mi alma… Y por último (si tú supieras que lo sé yo, te morirías de vergüenza); por último, esa espantosa excitación del cuerpo y del deseo que te acompañará hasta tus últimos momentos, sin remedio, sin esperanza, que te traerá la desesperación, y todas las tentaciones del infierno en medio de tu agonía, y morirás pensando y anhelando en los placeres inmundos de la tierra, en vez de pensar en la eternidad y en el espíritu.

Y aquel demonio reía unas veces como un condenado, y otras rechinaba los dientes como atacado de hidrofobia.

Guardó los dulces en una cajita de cartón, y se entró en su recámara a vestir.

Una hora después llegaba a la casa de Inés, poniendo la cara más amable del mundo.

Eran ya las doce, Inés y Feliciana comían, y Pablo como de costumbre las acompañaba.

Don Celso estuvo muy alegre; contó varias noticias, y al terminar la comida, Feliciana dijo que tenía que ir a un negocio muy importante, y salió a la calle.

—¿Qué dicen de hambre por ahí? —preguntó Pablo a don Celso.

—Cada día es mayor la necesidad, y los pobres son los que pagan por todos: cada día hay nuevas noticias de cadáveres encontrados en las calles.

—¿Nunca había sufrido un sitio México? —dijo Inés.

—Nunca —contestó don Celso—: yo no sé de otro, sino del que puso Cortés a Guatimotzin, el último emperador azteca.

—Y a propósito de emperador, ¿qué dicen de Maximiliano?

—Corren voces muy diversas: los puros dicen que está prisionero y hasta que le han fusilado, Dios no lo permita. Pero los señores del gobierno aseguran que viene pronto.

—Eso es lo que menos creo —dijo Pablo—. Y la conversación se prolongó así tratándose de política lo menos por una hora.

—¿Cuándo se acabará este sitio? —preguntó Inés—. ¡Qué ganas tengo de tomar leche y huevos frescos!

—A propósito de eso, tengo aquí unos de esos dulces que les dicen yemitas y les convidaré algunos, porque en este tiempo que corre, esto es un regalo exquisito.

Don Celso sacó la caja de los dulces, y se hubiera podido observar que le temblaban las manos.

—Ni los he probado: ahora mismo me los acaba de regalar la madre Sor Brígida de Sta. Catalina. Vea usted, Inesita, este color de rosa está muy bonito: usted este otro igual al de su prometida. ¡Quién sabe de dónde los conseguiría la monjita!

Don Celso tomó un dulce de los envueltos en papel blanco, y se lo comió.

Los dulces eran tan pequeños que cabían perfectamente en la boca, y Pablo e Inés se tomaron también los suyos.

Inés hizo un pequeño gesto de desagrado.

—¿Le supo a usted mal? —le preguntó don Celso.

—No, no señor —contestó Inés.

—Entonces aquí les dejo los demás, y yo me retiro, que es tarde: hasta mañana.

—Hasta mañana.

Valdespino salió a la calle, pero iba excesivamente pálido y trémulo.

—¡Qué mal me supo el dulce que me dio el viejito! —dijo Inés, cuando se retiró Valdespino—: si no hubiera sido por no mortificarle, lo escupo.

—Y yo también: tenía un sabor como a fósforo.

—¡Quién sabe qué porquería le pondría la monja!

—Cualquier cosa, ya pasó.

Valdespino llegó a su casa, inquieto. Acababa de cometer un crimen espantoso: envenenar a aquellos dos jóvenes tan buenos, tan felices, tan llenos de esperanza y de porvenir.

Se sentó en la mesa y le sirvieron la comida, pero no la probó: apoyó los codos, y clavó la frente entre las manos, y así permaneció como media hora, hasta que la vieja Pilar le sacó de su meditación.

—Señor, señor.

—¿Qué cosa? —contestó sobresaltado, creyendo que le venían a avisar que Inés se moría.

—La señora doña Estefanía busca a usted.

—¿Y qué quiere esa vieja?

—No me dijo.

—Pues pregúntele usted y dígale que estoy ocupado, que usted me traerá la razón.

Pilar salió y volvió a poco rato.

—Dice que tiene que hablar con usted.

—Pues dile que será mañana, otro día. Estas mujeres creen que porque una vez les hace uno el amor, ya toda la vida ha de ser su amante.

Pilar volvió a entrar.

—¿Ya se fue?

—No señor: dice que precisa que usted la oiga.

—¡Qué malestar! Dile que se siente, que ya voy.

Don Celso tardó mucho, pero por fin salió a la sala.

—Buenas tardes, doña Estefanía.

—Buenas tardes, don Celso: dispense usted que le haya molestado, pero el negocio nos importa.

—¡Nos importa! ¿Y qué negocio?

—Señor don Celso, ¿recuerda usted que en un tiempo no éramos tan extraños uno a otro?

—Ya salió aquello —dijo entre sí Valdespino—. Sí señora, pero eso ya pasó hace tanto tiempo que no debemos ni acordamos.

—No es por mí por quien vengo a hacerle ese recuerdo.

—¿Será por mí?

—Tampoco.

—¿Pues entonces?…

—Señor don Celso, burlando la fe de mi marido, tuve con usted relaciones de que me avergüenzo.

—Usted es dueña de avergonzarse de lo que quiera.

—De estas relaciones resultó una hija, hija de usted…

—Es verdad, pero ya debe haberse muerto, porque jamás me ha hablado usted de ella.

—No señor, vive, y está en México…

—¿Y qué quiere? ¿Dinero?

—No dinero, ella no quiere nada; pero es pobre, y aunque no la reconozcamos, es preciso protegerla, si a usted le parece.

—Por supuesto, si es mi hija, y yo no soy ningún tigre. ¿Cómo la había de abandonar? ¿Dónde está? ¿Cómo se llama? ¿Usted la conoce?

—Yo la conozco: está de cómica, y se llama Inés Martínez.

—¡Inés! ¡Inés! ¡Maldición! —gritó don Celso—. Y se lanzó a la calle como un loco, sin sombrero, y dejando a doña Estefanía asombrada y sin comprender lo que pasaba.

—¡Algo horrible hay en esto! —dijo ella. Y salió también a la calle en seguimiento de don Celso.

XXI. Mexicalzingo

Desde que el hambre había comenzado a hacer estragos en la ciudad sitiada, los habitantes comenzaron a buscar la salvación fuera del recinto fortificado, y en el campo, y en las poblaciones ocupadas por las fuerzas republicanas, dando con esto la mayor prueba de confianza a aquellos hombres a quienes los periódicos del imperio pintaban como unos forajidos sin corazón, sin moralidad y sin sentimientos humanitarios.

Al principio, un temor muy natural hizo que los que se atrevían a salir, mirasen aquel acto como uno de los trances más difíciles y comprometidos de la vida; pero la buena aceptación que encontraban en las líneas de los sitiadores, y la seguridad completa con que hacían la travesía, dio ánimo a todos los demás, y luego no fue ya por necesidad, sino casi por moda, por lo que todo el mundo se apresuraba a salir.

Sin distinción de color político, ni de clases, ni de nacionalidad, los liberales permitían y protegían aquellas salidas, y sólo los muy comprometidos con el agonizante imperio se abstuvieron de abandonar la ciudad.

El punto escogido para salir de la capital fue la garita de La Viga.

La facilidad de hacerse conducir en una canoa, y lo remoto del peligro en un punto en que no podía tener lugar un gran combate por lo accidentado del terreno, fue sin duda lo que dio origen a esta preferencia.

Desde el interior de México salen las canoas por este canal que recibe las aguas de la laguna de Chalco.

Turbias y cenagosas estas aguas dentro de la ciudad, van poco a poco apareciendo puras y cristalinas, a medida que se avanza en ellas, hasta llegar a divisarse el fondo de la laguna en los lugares más profundos.

Pocos paisajes habrá más pintorescos sobre la tierra, que los que se descubren navegando por el canal de la Viga.

Esmaltadas sus márgenes de flores, cubiertas las pequeñas heredades que riega, por verde y tupida grama, y sembrados por todas partes infinitos y garbosos sauces, la imaginación no puede concebir nada de más ameno que este cuadro, en cuyo fondo se destacan sobre un cielo encantador, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, con sus soberbias cumbres coronadas de eternas nieves, en donde el sol reverbera ardiente durante el día, y tiende al crepúsculo sus luces rojas, o color de rosa.

Mil pájaros trinan al encenderse el día y al asomar la noche, y entre aquella melancólica y dulce calma, llegan algunas veces como deslizándose sobre las aguas, los cantos monótonos y tristes de los remeros del canal, o de los pastores de las vegas.

Pero esta calma y esta tranquilidad habían desaparecido en el sitio, y no eran sólo ya la ligera chalupa cargada de flores y de verduras, y la pesada trajinera con maíz o paja, las que se miraban por allí: multitud de canoas de todos tamaños cruzaban el canal a todas horas, llevando y trayendo a los puestos avanzados de los liberales, tropa, oficiales, pertrechos, armamento, víveres; conduciendo a los ingenieros que practicaban sus reconocimientos, o a los generales que visitaban su línea.

Las canoas que iban de México presentaban el espectáculo más agradable: hombres y mujeres de todas las clases de la sociedad, con diversos trajes, con multitud de baúles, de cajas, de envoltorios, enarbolando banderillas blancas, como aviso de sus pacíficas intenciones; pero todos alegres, animados, platicadores, risueños, saludando a cuantos oficiales encontraban, refiriendo fantásticas noticias de lo que acontecía en la ciudad y mostrándose entre sí con una especie de alegría infantil, la fruta, la verdura, el pan, la carne, la leche; todo, todo aquello que miraban y de lo que habían estado privados por tanto tiempo.

Las señoras querían comprar de todo lo que veían: los hombres comían de todo lo que encontraban, y al llegar a Ixtacalco, todos se detenían y saltaban a tierra, y llevaban a las familias que habían quedado en las canoas, cuanto encontraban, y luego volvían a emprender su marcha para llegar a Mexicalzingo.

Mexicalzingo era el puerto en donde venía a terminar siempre la navegación de aquellas flotas, y al lado del puente se efectuaba el desembarque.

La animación era extremada: las gentes pobres cargaban sus pequeños equipajes y se deslizaban entre la multitud; las mujeres elegantes salían de las canoas en medio de los oficiales, que se agrupaban, por mirarlas, como esas heroínas de las novelas venecianas que saltaban a tierra en las gradas del mármol de sus palacios, abandonando sus góndolas de caoba y de sándalo, incrustadas de marfil y de concha.

Multitud de carruajes esperaban en Mexicalzingo a los viajeros, desde el humilde y modesto carretón de dos ruedas cubierto de petate, y tirado por dos mulas ruines y mal comidas, hasta las soberbias berlinas y las calesas elegantes.

Todos los pueblos de los alrededores de México estaban llenos de gente, y las familias tenían que dormir en las calles y en las plazas, en tiendas de campaña improvisadas, y de todos estos pueblos venía todos los días a Mexicalzingo una gran multitud a esperar a sus amigos, y a sus parientes, o al menos a recibir noticias suyas.

La familia Murillo determinó también abandonar a México, tanto porque se le comunicó aquella especie de contagio, cuanto por ver más pronto a Eduardo que había escrito a su padre que se encontraba en Mexicalzingo.

Don Bartolo y doña Guadalupe iban contentos porque iban a ver a su hijo; pero Elena pensaba tal vez más que en su hermano, en Jorge, por quien había llegado ya a tener un verdadero amor, a fuerza de pensar en él y de oírle mentar siempre en su casa.

No será necesario decir que la noche anterior al viaje, la muchacha no pudo pegar los ojos en toda la noche; se le figuraba que el día tardaba mucho, que sus padres dormían más de lo necesario, que los criados se detenían mucho en los preparativos, y temblaba al pensar que algún incidente podía impedir o retardar el viaje.

Amaneció por fin, y al primer albor, Elena estaba ya en pie despertando a todos, animando a todos, pero tan alegre, tan festejosa, que los viejos tenían un verdadero placer en mirarla. Se había vestido con tanta coquetería, se había peinado con tanto cuidado, como si se tratara de ir a un baile: la sombrilla más elegante, el abrigo de mejor gusto, los guantes más bonitos, los pendientes más graciosos, todo lo había escogido para este día: la pobrecita quería parecer hermosa a los ojos de Jorge, a quien iba a encontrar, y esto por supuesto, sin atreverse a confesárselo a sí misma, sin atreverse ni a pensarlo.

Llegó la hora de la partida, montaron en el coche, y Elena sintió que le brincaba el corazón.

Un dependiente de don Bartolo tenía ya dispuesta la canoa, y la familia se embarcó. Elena procuraba que no se descubriera un bulto mal colocado, que las botas de su papá no aparecieran entre las prendas de equipaje, en fin que nada hubiera allí que pudiera parecer prosaico, porque una mujer cuando está verdaderamente enamorada, tiene el tacto más exquisito para evitar todo aquello que pueda desvanecer la ilusión de su amante, y cualquiera injuria es capaz una mujer de perdonar primero que la imprudencia del que descubra ante el hombre que ella ama, el zapato que ha sido dado de baja en el servicio, o la media herida que se abandona por inútil.

Las mujeres odian todo lo que tiene siquiera un viso de ridículo, y antes le dará su amor una mujer a un hombre a quien ha visto cometer un crimen, que a un desgraciado a quien ha contemplado en ridículo en cualquier acto de su vida.

Desde que comenzaron a descubrirse las avanzadas republicanas, Elena no fue dueña de sí; se paraba en la canoa, se volvía a sentar, se componía el sombrero, se ajustaba los guantes, en fin, estaba en un constante movimiento.

Pasaron de Ixtacalco, y cerca ya de Mexicalzingo vieron venir una canoa pequeña que avanzaba a fuerza de remo y en donde venían dos oficiales.

Aquella canoa se aproximaba, y a Elena le dio un vuelco el corazón. Los dos oficiales eran su hermano y Jorge.

Las dos embarcaciones se juntaron, y los dos jóvenes pasaron a la que conducía a don Bartolo. Las circunstancias autorizaban un abrazo, y Jorge abrazó a Elena.

Preciosa estaba la criatura con su gracioso sombrerito de paja, encendida por la emoción y por el calor y animada por la dicha de aquel encuentro.

—¿Adónde iban ustedes? —preguntó don Bartolo.

—A encontrarles —dijo Jorge.

—¿Ya sabías que veníamos?

—No, pero tuvimos un presentimiento —contestó Eduardo—: como salen tantas gentes, creí que ustedes vendrían.

Llegaron a Mexicalzingo: Eduardo dio el brazo a su madre, y Jorge a Elena. La joven iba orgullosa: aquel hombre era uno de los más constantes en la larga lucha de independencia y sus compañeros le veían con respeto, y luego era un buen mozo; su sencillo uniforme le sentaba tan bien, lo llevaba con tanto garbo, que era preciso ser muy descontentadiza para no quererle.

Todo esto pensaba Elena. La familia tomó el alojamiento de Jorge y Murillo, que vivían en Mexicalzingo, asistidos por Tula y Anita, que estaban alojadas también allí, con Diego y con Rito.

Aquellas dos buenas mujeres se presentaron a la familia tan pronto como supieron que era la de Eduardo y comenzaron a servirles en cuanto se les pudo ofrecer.

Jorge comprendió que llegaba para él el momento del combate. Elena y Alejandra iban quizá muy pronto a encontrarse dentro de su corazón.

¿Quién vencería?

XXII. Las dos rivales

La familia Murillo pasaba sus días muy tranquilos en Mexicalzingo: ya nadie creía en la posibilidad de una salida por parte de los sitiados, y la rendición de la capital era un acontecimiento que se esperaba como seguro.

Eduardo y Jorge iban en los momentos en que el servicio se los permitía, a visitar a don Bartolo, y acompañaban a las señoras a dar algunos paseos por la población.

Como era tan grande el número de personas que salían de México, se habían improvisado fondas y cantinas por todas partes, y los vendedores de frutas y de dulces que venían de los otros pueblos diariamente, aumentaban el bullicio.

Elena era feliz: veía a Jorge todos los días, y por lo menos dos ocasiones en cada uno: tomaba su brazo en las excursiones que hacían por allí, y se sentaba a su lado en la canoa, cuando estos paseos se hacían por el canal, y en su candor esperaba de un momento a otro una declaración de Jorge; porque en esa edad las mujeres creen que para que existan amores y relaciones, es indispensable requisito la declaración.

Jorge, por su parte, se sentía como atraído sin querer, por aquellos nacientes amores: estaba fastidiado lejos de Elena, ansiaba por volver a su lado, y se había establecido entre ellos una especie de confianza que no era otra cosa que un amor tácito.

Cuando Jorge tardaba, Elena se tomaba ya la libertad de reconvenirle, y de hacerse enfadada, y él por su parte se mostraba sentido en cuanto le parecía notar algo de desdén.

Los dos se deslizaron por aquella pendiente dulce y engañosa.

Jorge tenía muchas veces remordimientos: la imagen de Alejandra iba como desvaneciéndose en su corazón, para dar paso a la de Elena, y los recuerdos de su pasión por la costeña se levantaban en su alma como la voz de una reconvención.

Jorge sabía que amaba a Alejandra, pero sentía que comenzaba a amar a Elena, y no se sentía con valor para abandonar a ninguna de ellas: veía algunas veces un precipicio abierto a sus plantas, y cerraba los ojos por no contemplarlo.

Una tarde, Jorge y Eduardo vinieron de sus puestos a visitar a la familia, y como de costumbre les ofrecieron dar un paseo: las señoras aceptaron, y Jorge, dando el brazo a Elena, dirigió a la comitiva por un rumbo opuesto al embarcadero.

La tarde era tranquila y apacible: la mayor tranquilidad reinaba en los dos campos beligerantes, y sólo de cuando en cuando sonaba uno de esos cañonazos que se disparan para impedir un trabajo que se hace furtivamente.

Elena iba más contenta que nunca: Jorge le refería algunos episodios de su vida de campaña, que la joven escuchaba con admiración y que hacían resaltar aún el mérito que ya Jorge tenía a sus ojos.

—¡Ah! —dijo Elena—; ¡y cuántas muchachas se habrán quedado enamoradas de usted por esos rumbos!

—No, Elena, ninguna.

—¡Qué ninguna! Si todos ustedes los hombres son iguales; por todas partes tienen amores, y por todas partes dejan a las pobres mujeres abandonadas.

—¿Pero usted cree que yo?…

—Todos, todos; pero la culpa es nuestra, que les conocemos, que comprendemos lo que pasa y lo que va a pasar, y sin embargo, les admitimos y les amamos: si no hubiera tantas mujeres tontas, no habría tantos hombres con fama de conquistadores.

—Tiene usted razón, Elena; pero no es cierto que todos seamos iguales: yo no me creo capaz de jugar con el corazón de una mujer, ni de engañarla nunca.

—Eso dice usted —contestó Elena—, y tal vez en este momento tiene usted en la memoria el nombre de alguna pobre mujer a quien usted ha apasionado por esas tierras.

Elena decía todo esto sin intención y sin comprender la verdad tan profunda que encerraban sus palabras: el nombre de Alejandra estaba escrito en el alma de Jorge con caracteres de fuego, y al escuchar a Elena se turbó: por la boca misma de su inocente rival, la pobre Alejandra le reprochaba su debilidad y su olvido.

—Mire usted, Elena, hemos llegado a la casa, y esa materia que tratamos es muy extensa: ¿cuándo podremos hablar más largamente, para que usted vea que no soy lo que se figura?

Esto equivalía ya a una cita; así lo comprendió Elena, y aunque ruborizada, feliz porque había llegado el momento que ella deseaba, contestó:

—Esta noche, después de cenar, que todos estén platicando, le diré a usted cuándo y en dónde podemos hablar.

En este momento llegaban al alojamiento: y las señoras, desprendiéndose de los hombres, entraban a sus habitaciones, cuando Elena oyó una voz de mujer que decía:

—¡Jorge!

Volvió el rostro, y vio a Jorge que se arrojaba en brazos de dos señoras, que estaban en el alojamiento de Tula y de Anita.

Eran Margarita y Alejandra. Elena no las conocía; pero Alejandra era demasiado bella para dejar de infundir celos en un corazón enamorado por la primera vez. Se sintió desvanecida; aquél era un sentimiento desconocido para ella.

Su hermano abrazaba también a las recién venidas.

—Yo lo sabré todo —dijo Elena, y entró haciendo pedazos una sombrilla que llevaba en la mano.

Pocos momentos después entró Eduardo: Jorge permanecía con Alejandra.

—¿Quiénes eran esas mujeres? —preguntó Elena con profundo desdén.

—Ésas se llaman Margarita la más grande, y Alejandra la joven, que es su hija.

—¿Y son conocidas de ustedes hace mucho tiempo?

—Mucho: si la joven es la novia de Jorge, con quien se va a casar cuando ganemos.

Elena se iba poniendo lívida, y tuvo que sentarse: afortunadamente para ella, la moribunda luz de la tarde no le permitió a Eduardo ver su turbación.

—Pues con esa muchacha le han pasado a Jorge cosas de novela; por eso la quiere tanto: es muy espiritual esa Alejandra: luego que descanse, te la traeré para que la conozcas.

—No; más vale que no.

—¿Por qué?

—Me disgusta; me parece que tiene traza de soldadera.

—Te equivocas, es una muchacha muy virtuosa y muy buena.

—Pero ¿qué quieres? A mí no me hace gracia.

—Como quieras: pero Jorge se va a sentir si sabe que no quieres recibirla.

—Que se sienta.

—Estás hoy inconocible. Yo me voy a ver a mamá: ¿dónde está?

—Por allá dentro.

Eduardo entró, y Elena se quedó repitiendo:

—¡Aventuras de novela!… ¡Muy espiritual!… ¡Muy virtuosa!… ¡Qué bien lo decía yo esta tarde! ¿Para qué me habré dejado llevar de mi ilusión? ¡Soy muy desgraciada, muy desgraciada!

Y la pobre niña lloraba.

Jorge vino en la noche temblando como un reo. Conocía que algo debía de haber pasado, pero la indiferencia de Elena le tranquilizaba o quizá no sabía o no maliciaba nada. Quiso salir de dudas en aquellos momentos en que todos entretenidos platicaban, y se acercó a ella.

—Conque ¿qué me dice usted de lo de esta tarde?

—¿De qué? —preguntó Elena con extrañeza.

—De nuestra conversación interrumpida.

—No me acuerdo.

—Yo sí —dijo Jorge, procurando mostrar indiferencia.

—Pues yo le aconsejo a usted que procure no acordarse más de eso. Hay conversaciones que interrumpidas una vez, sólo el poder de Dios puede reanudarlas: fuera de eso, nada. Y Elena se paró con mucho desembarazo.

Jorge comprendió todo lo que aquello quería decir, y se retiró pensativo y cabizbajo a su alojamiento.

XXIII. ¿Por qué fue Alejandra a Mexicalzingo?

¿PORQUÉ FUE ALEJANDRAA MEXICALZINGO?

Cacomixtle volvió a la casa de Caralmuro en busca de él y de don Plácido; pero la casa estaba sola y entregada al dominio de los criados. El muchacho procuró averiguar con el portero lo que pasaba, y sólo sacó en limpio que don Juan estaba preso y sin esperanza de salir, y que don Plácido había sido llevado al hospital, en calidad también de preso.

Por ello pronto se habría perdido toda esperanza: regresó, pues, al mesón en busca de sus protegidas, para deliberar con ellas el partido que debía tomarse.

Caminaba pensativo, cuando alcanzó a ver a don Celso que traía el mismo camino, y el chico, para evitar el encuentro, no tuvo más que meterse en una zapatería que estaba cerca.

—¿Qué hay? —dijo el zapatero.

—¿Tendrá usted unos zapatones de a dos pesos que me vengan bien?

El zapatero sacó unos de la medida de los pies del Cacomixtle. A este tiempo don Celso pasaba frente a la puerta, pero no volvió siquiera la cara.

—Están muy buenos estos zapatos —dijo el muchacho poniéndolos sobre el mostrador y parándose en la puerta para ver a Valdespino: de veras están buenos; la lástima es que no tengo los dos pesos.

—¿Pues cuánto das por ellos?

—Nada; si no quiero comprar, sólo era curiosidad.

Cuando el indignado mercader saltaba el mostrador para castigar la burla del muchacho, iba éste ya muy lejos.

Margarita y Alejandra le esperaban con ansia, pero el rostro del Cacomixtle les reveló lo que pasaba.

—¿Malas noticias? —preguntó Margarita.

—Malas —contestó el Cacomixtle—: Don Juan está preso, don Plácido lo mismo, la casa está sola, no hay ni con quién tratar.

—¿Pues qué hacemos?

—En eso venía yo pensando, y lo peor es que ya van dos veces que me encuentro a ese malo de don Celso, y esto no me ha gustado; porque un día me coge: ¿y entonces qué harán ustedes?

—¡Qué situación! —decía Alejandra.

—Y el sitio sigue —dijo Cacomixtle—, y ni con cien pesos se pasa el día: ese dinero se les acaba en un decir Jesús, y quedamos como antes.

—¿Pero por qué está preso mi padre?

—¿Qué sé yo? ¿Cómo me había de decir el portero? Apenas me contestaba; lo único que pude averiguar fue que no había esperanza de que saliera; a lo menos mientras dure el sitio.

—¡Dios mío! ¿qué haremos? —decía Alejandra.

—Yo creo —dijo el muchacho—, que el único recurso que nos queda es salimos de México.

—¿Y cómo?

—Muy bien: la gente se está saliendo toda por la Viga, y dicen por ahí que no les hacen nada, ni hay riesgo. Con el dinero que tienen, podemos vivir algunos días, hasta encontrar a nuestros conocidos, y en todo caso, allí nadie se muere de hambre, aunque sea de limosna, yo las mantendré, no hay cuidado.

Margarita atrajo al Cacomixtle y le abrazó conmovida.

—Porque aquí —continuó— tenemos, además de todo, el riesgo de que nos llegue a descubrir don Celso; él es muy astuto, y yo ando por todas partes, y me ve en cualquier descuido, y da con ustedes, y Dios sabe lo que resultará; conque creo que lo mejor es irnos.

—Pero entretanto, mi padre… don Plácido…

—¡Qué! Al fin mientras dure el sitio, no han de poder hablarles: ya sabemos dónde viven, y acabando esto entraremos luego, luego, y derechos a la casa: no se han de mudar tan pronto.

—Tienes razón —dijo Margarita— nos saldremos.

—Entonces mañana mismo a la madrugada: atravesamos las calles al amanecer, que así será más difícil dar con don Celso, y al salir el sol, fuera. Ahora voy a ver con mucho cuidado lo que compro para comer ahora y a la noche, para no tener necesidad de salir a la calle, para mayor seguridad, y mañana a esta hora estaremos en puerto de salvación.

—Pues anda —dijo Alejandra, y entregó dos pesos al muchacho para la compra de provisiones.

En todo aquel día no salió ya Cacomixtle de la casa: en el mismo mesón compró dos rebozos y dos sombreros de petate para el viaje, y se acostó temprano para poder madrugar.

Amaneció, y pagado el gasto del mesón, el muchacho y las dos mujeres se lanzaron a la calle; había muy poca gente; soldados y oficiales eran lo único que encontraron, casi hasta llegar a la Viga.

En la garita había ya bastante gente de todas clases, esperando el momento en que se permitía salir. Los soldados que cuidaban del punto conversaban en derredor de las hogueras que les habían servido en la noche y que no eran ya sino montones de carbón y ceniza de donde se escapaban tenues columnas de humo.

A medida que se aumentaba el concurso, crecía la impaciencia y comenzaban las murmuraciones: por fin un ayudante llegó con la orden de permitir la salida, y aquella multitud se puso en movimiento.

Todos los que tenían oportunidad de hacerlo entraban en las canoas para ir por el canal, y los que no podían o por su pobreza o por no encontrar ya lugar, caminaban a pie, por una angosta calzadita que iba por toda la margen hasta llegar a Mexicalzingo.

El número de familias que iban a pie era extraordinario, y todos llevaban por precaución una bandera blanca en la mano, lo que daba a aquella marcha el carácter y la apariencia de un víctor: algunos pobres enarbolaban un harapo de dudoso color que servía entonces no sólo como el anuncio de sus pacíficas intenciones, sino también como el padrón de su miseria.

Causaba compasión verdaderamente ver a tantos desgraciados, cargando a sus hijitos, llevando a sus enfermos, y huyendo del hambre, pero todos pálidos y extenuados a un grado tal que hubo desgraciados que al llegar a Mexicalzingo, quedaron muertos al tomar el primer alimento.

Los soldados rasos del ejército republicano se desprendían voluntariamente de su escaso haber y de su pobre rancho para socorrer a estas familias miserables. Y la gran casa cural de Mexicalzingo y la Iglesia eran un verdadero hospicio, en donde multitud de infelices encontraban abrigo y recibían de los jefes que mandaban aquella línea, el alimento para sus familias.

Al salir de la garita, observó Cacomixtle que muchos soldados imperialistas con sus oficiales se mezclaban entre los grupos de la gente que salía, y ocultándose entre ella, avanzaban sobre la línea de los republicanos. Conoció que se trataba, si no de una sorpresa en forma, sí al menos de una de aquellas travesuras tan comunes en los sitios, y así se lo advirtió a Margarita y a Alejandra. Los pobres caminantes iban a pasar un riesgo mortal; pero ¿qué remedio? Resignarse.

En efecto, comenzaban a descubrirse ya las avanzadas que estaban en el pueblo de Santa Anita, y los liberales, acostumbrados a aquella estratagema, observaron lo que pasaba, y se rompió el fuego.

Las pobres gente pacificas se tendieron en el suelo durante el tiroteo, que sería como de media hora, y cuando los imperiales se retiraron, volvieron a emprender su marcha.

Margarita y su hija llegaron a Mexicalzingo al pardear la tarde, y cerca del puente en donde desembarcaban los que venían por el canal, vieron a dos mujeres que lavaban.

Alejandra las conoció primero, eran Tula y Anita: ellas, por su parte, las condujeron a su alojamiento, que como hemos visto, era el mismo de la familia Murillo.

Anita informó a Alejandra que Jorge estaba allí, y que no tardaría en llegar a la casa, porque había ido a pasear con la hermana de Murillo. Alejandra se puso a esperarle.

He aquí por qué, al volver Jorge con Elena, encontró a su novia quizá cuando él menos la esperaba.

He aquí por qué vinieron a reunirse bajo el mismo techo las dos deidades que se disputaban sin saberlo el culto de Jorge.

Pero las mujeres tienen en sus amores un espíritu de profecía, y así como Elena comprendió en Alejandra una rival, así Alejandra, aunque sin decir nada a Jorge, sintió en el corazón el veneno de los celos.

Los hombres necesitan, para conocer a sus rivales, mirarlos; las mujeres no, adivinan decididamente, y aunque no venga al caso, es preciso confesar que el hombre y la mujer son razas distintas, y que para conocer el corazón de las mujeres, es fuerza haber sido alguna vez mujer, y creer en la transmigración de las almas, o no meterse a tratar del sexo bello.

XXIV. El nido materno

Mondragón recibió la carta de Leonor en la que le anunciaba la nueva desgracia de don Plácido, y la situación en que debía encontrarse la joven le impresionó vivamente.

A pesar de todo lo que había ocurrido, Mondragón conservaba un cariño y una ternura extraordinarias a su edad. Él mismo se admiraba de aquellos sentimientos, y la inocencia de la joven, con lo poco que había sabido, le parecía fuera de duda: así es que en cuanto recibió la carta, se dirigió a la casa de Caralmuro.

Reinaba allí la mayor aflicción: Leonor, que se veía sin derechos ningunos en aquella casa, nada se atrevía a disponer. Quizá, pensaba ella, se podría creer que se aprovechaba de la ausencia de don Plácido y de Caralmuro, para mandar.

—Señorita —le dijo Mondragón— he sabido por la carta de usted lo que ha pasado, y vengo a ver en qué puedo serle útil.

—Es usted mi único amparo —contestó Leonor—. ¿Qué hago? Yo no puedo permanecer sola, porque después de lo que usted sabe que se ha descubierto ¿qué confianza puedo tener en doña Salvadora?

—Efectivamente, usted no puede estar tranquila faltando Caralmuro. En esta casa sola y a merced de los criados, cuando ya tal vez ellos tienen sospechas de que usted no es la hija de don Juan, cuando menos, tiene usted el peligro de que no la obedezcan, o de que alguno de ellos le falte al respeto.

—Quizá eso sería lo menos; pero ¿quién me garantiza que las mismas personas que quisieron hacerme su instrumento para engañar al señor don Juan, no pretendan arrebatarme de aquí si me ven sola, bien para tenerme siempre en su poder, o bien para impedir que se descubra su crimen? La verdad es que yo tengo mucho miedo.

—Y tiene usted razón. ¿Quiere usted que yo me venga a vivir a esta casa, mientras dura la ausencia de Caralmuro?

—Muchas gracias, pero creo yo no tener aquí derecho alguno: si yo fuera la hija de don Juan, admitiría la proposición de usted porque nada de violento tendría que un amigo suyo viniera a acompañar a su hija en su aislamiento; pero desgraciadamente no lo soy y no sé si él vería con buenos ojos que usted se viniera a vivir aquí, no por usted, a quien quiere como un hermano, ni por mí a quien mira casi como hija, sino por el antecedente de haberme usted pedido en matrimonio: estas son cosas muy delicadas para disponerlas en casa ajena.

—Creo que piensa usted acertadamente.

—Si fuera posible que me recibieran, mientras, en un convento.

—Es muy difícil en estos momentos; pero me parece que me ocurre un plan que salva todos esos inconvenientes.

—¿Cuál es?

—Que usted se vaya a vivir a mi casa. Allí vive también doña Estefanía, la madre de mi primera mujer: es una señora amable y virtuosa, que le hará a usted compañía, y aún hay más: si en algo se resiste la delicadeza de usted, yo me vendré a vivir aquí mientras usted viva en mi casa: usted queda bien acompañada, y la sociedad nada podrá decir de usted.

—Acepto, señor don Felipe, acepto, porque estoy aquí sola tan acobardada y tan intranquila, que no podría vivir. Por supuesto, se irá conmigo doña Salvadora.

—Si usted quiere…

—Será bueno, porque aún no hay motivo para despedirla, y es necesario conservarla aún para descubrir muchas cosas importantes.

—¿Cuándo nos iremos?

—Cuando usted lo disponga.

—Pues ahora mismo: llame usted a doña Salvadora. Creo que por esta noche, no necesitará usted llevar nada y mañana puede usted enviarla a ella para que le lleve lo que le haga falta.

—Me parece bien.

Leonor llamó a doña Salvadora, se puso un abrigo, y salió a la calle, asida al brazo de Mondragón.

Cuando llegaron a la casa eran ya las ocho de la noche, y doña Estefanía se admiró al ver llegar a Mondragón con una señora a esas horas; pero él la impuso de todo, y comenzó a preparar la habitación de Leonor.

—En efecto —pensaba doña Estefanía—, esta muchacha se parece mucho a Matilde. Ya Mondragón me lo había dicho, pero, como todos los viudos que piensan volverse a casar, comienzan por encontrar parecidas a su primera mujer a cuantas muchachas les gustan, yo me figuré que sería una cosa así; pero se parece hasta en el cuerpo, en los ojos, en todo, en fin. Mientras esté aquí, dormirá en la cama de Matilde: ya si se casan, Mondragón sabrá lo que dispone.

Por una de esas casualidades, que no son raras como parece, en la vida, Leonor entraba en la casa de su padre, no sólo sin ser reconocida, sino como su futura mujer, y dormía aquella noche en la misma cama en que había nacido.

Todo lo preparó tan bien doña Estefanía, que Leonor no tuvo que extrañar en la mudanza, y la vieja Salvadora se encontró igualmente con una habitación lista y a su disposición.

Mondragón insistió en irse a la casa de Caralmuro, pero Leonor no lo consintió, porque creía que era demasiada molestia para él, y además el respeto de doña Estefanía bastaba para evitar cualquier hablilla.

Por esto el Cacomixtle encontró sola la casa de don Juan.

Al día siguiente, Mondragón salió muy temprano con el objeto de ver al general Márquez y conseguir una orden de libertad siquiera para don Plácido.

Leonor salió muy tarde de la recámara. Pasaban en su vida acontecimientos tan extraordinarios, que no había podido dormir en la mayor parte de la noche.

Al salir de su recámara, fue cuando pudo notar el aire de tristeza que reinaba en aquella casa: las piezas todas, fuera de la que ella ocupaba en la noche, y una sala en donde Mondragón recibía a los amigos, estaban cerradas, y aún en la que ella había dormido, se sentía una especie de olor a humedad, como el que hay en las habitaciones que están cerradas constantemente.

Doña Estefanía la esperaba para desayunarse: Leonor a pesar de su prudencia, no pudo dominar su curiosidad ni dejar de dirigir a doña Estefanía algunas preguntas.

—Señora —le dijo—, se conoce que siempre tiene usted cerrada su casa.

—Siempre, señorita, siempre: como no somos más que dos personas, Mondragón y yo, y nunca tenemos visitas, la casa, como usted la ve, está así hace más de catorce años: sólo se abre para barrer, y para que se ventilen un poco las piezas, y luego vuelvo a cerrar, y así será hasta que haya algún cambio que creo que será muy pronto; porque, según sé, Mondragón tendrá muy pronto la dicha de ser el esposo de usted.

—Probablemente.

—¿Cómo probablemente? ¡Pues qué! ¿No es una cosa resuelta? Como él ha mandado ya hacer el ajuar nuevo, y se dispone todo…

—Sí, pero usted ve cuántas cosas acontecen diariamente, y más en estos tiempos, que nada puede uno asegurar.

—En efecto; pero respecto a este matrimonio, lo más probable es que se verifique.

—¿Cuántos años lleva de viudo el señor Mondragón?

—Unos catorce.

—¿Y de qué murió su señora?

Doña Estefanía se sintió atacada por el flanco débil, y titubeó; pero respondió al fin:

—De pulmonía.

—¿Y no tuvo ningún niño?

—Sí, tuvo dos.

—¿Y viven?

—Se murieron.

—¡Pobrecitos! ¿Y muy chiquillos?

—Sí señorita.

La cuestión se iba comprometiendo: y doña Estefanía conocía a dónde podía ir a parar, y no estaba al tanto de lo que convendría a Mondragón que se dijese en aquellas circunstancias: así que necesitaba cortar a toda costa la conversación.

Afortunadamente para casos semejantes, todas las mujeres tienen siempre a mano el expediente de las lágrimas: el recuerdo de su hija y de sus nietecitos era muy natural que la hicieran llorar, y así sucedió.

—Válgame Dios, señora —dijo Leonor, conmovida también—, ¡qué imprudente soy! Ya hice llorar a usted con esos recuerdos. Perdóneme usted, y no hablemos ya más de eso: yo le prometo que no será esto entre nosotros motivo de conversación. Diváguese usted, y cuénteme ¿qué tales trabajos ha pasado usted en el sitio?

—La verdad no muchos, porque me previne con tiempo, y aún tengo gran cantidad de víveres; pero después de lo que les pasó a ustedes, tengo ya mucho miedo de que lo vayan a saber.

—No tenga usted cuidado: lo que pasó en nuestra casa, creo que fue obra de algún enemigo de don Juan, porque no había allí tantos víveres.

Una criada entró a avisar a doña Estefanía que la buscaba una persona: le contestó que la introdujese, y Feliciana se presentó.

Venía con las instrucciones de la «Guacha» a preguntar a doña Estefanía por los padres de Inés.

—Tengo que hablar con usted un negocio muy reservado —dijo Feliciana.

—Pues vamos por allá adentro —contestó doña Estefanía—. Dispénseme usted, señorita, que la deje sola un momento.

—Vaya usted —dijo Leonor. Y doña Estefanía y Feliciana se entraron a una recámara.

Una hora duró aquella conferencia que nosotros ya sabemos a qué se redujo. Feliciana salió, y poco después doña Estefanía se encaminaba a la casa de don Celso, en donde hemos presenciado lo que pasó.

XXV. Un retrato

Doña Estefanía no volvió en toda la mañana, pero Mondragón llegó a cosa de las doce: había conseguido la orden para que saliera en libertad Caralmuro, dando cinco mil pesos más, de manera que el hombre venía alegrísimo.

Encontró a Leonor conversando con doña Salvadora, y por supuesto que al comunicarles la noticia, también ellas se pusieron contentas.

—¿Y cuándo cree usted que saldrá libre don Juan? —preguntó Leonor.

—Espero esta misma tarde, o cuando menos mañana temprano, llevaré yo mismo el dinero, y Caralmuro vendrá conmigo.

—¡Ah qué gusto! Es decir que esta misma noche o mañana a más tardar, estaré en mi casa.

—Leonor, ¿tan mal le ha ido a usted en el alojamiento, que tanto desea usted salir de él?

—No, no lo digo por eso; al contrario, me ha ido perfectamente y no sé cómo mostrar a usted mi gratitud por tantos favores; pero ya supondrá usted que aun cuando aquélla no sea verdaderamente mi casa, he cobrado tanto cariño a don Juan, que le miro ya casi como a mi padre: además, yo he venido a causar tantas molestias…

—Ningunas, Leonor…

—Sí, señor Mondragón, usted tiene cierto género de vida del que nunca sale, y ciertas costumbres que he venido yo a trastornar.

—¿Pero cuáles?

—Mire usted, por ejemplo: esas piezas incluso la que ocupé anoche, jamás se abren, y las tiene usted siempre cerradas, con un respeto que he venido yo a interrumpir…

—No Leonor: esas piezas, esos muebles, no se han tocado nunca, porque encierran para mí tal número de recuerdos, dulces unos, y amargos otros, que siempre he vacilado si debo conservar la casa como está o darle nueva forma; pero ya estoy decidido a cambiar de vida, y esto me hará rejuvenecer, porque me hará olvidar.

—¿Usted ha sido muy desgraciado?

—Sí Leonor, y sin merecerlo; pero lo más terrible de mi situación es que la pérdida de mi familia está envuelta aún en un misterio profundo que he desesperado de descubrir.

—¿Cómo?

—Ya le contaré a usted más adelante esa historia tristísima; por ahora quiero que usted vea por dentro mi casa, que dentro de poco estará completamente variada: voy a abrirle a usted esas puertas para que pueda entrar; puede usted ir por el corredor.

Aunque el convite no era para doña Salvadora, ella, por su curiosidad, se creyó comprendida en él: así es que cuando Leonor se dirigió a la puerta que le indicó Mondragón, doña Salvadora siguió detrás.

Leonor esperó largo rato que le abrieran: oía rechinar por dentro los balcones y las puertas, después pasos: sonaron las cerraduras, y Mondragón bastante pálido apareció detrás de las vidrieras corriendo los pasadores para que Leonor pudiese entrar.

Se respiraba en aquellas habitaciones un aire pesado, y era más penetrante el olor a humedad que Leonor había advertido en la recámara en que pasó la noche.

—Está usted muy pálido, señor Mondragón, ¿se siente usted enfermo? —preguntó la joven.

—No, Leonor; pero hace tanto tiempo que no entro a esta sala, que he sentido al penetrar en ella, una emoción muy fuerte; hay tantos recuerdos para mí…

Leonor examinó los muebles, las colgaduras: todo indicaba allí la tristeza y el abandono. No era el uso lo que había acabado con todo aquello, era sólo el tiempo: aquellos sillones envejecidos sin uso, aquellas cortinas que caían a pedazos, sin que una mano las hubiese corrido, despertaban en su alma la misma idea dolorosa que si hubiera visto el cadáver momificado de un niño.

En la cabecera de la sala estaba colocado el retrato de una mujer joven y hermosa: era una magnífica pintura, y sin duda por la falta de luz se había conservado tan fresca, como si fuera obra de la víspera.

Leonor, preocupada de la hermosura de la mujer que representaba, no advirtió que Mondragón procuraba no mirar el retrato: doña Salvadora, por su parte, no quitaba los ojos del cuadro.

—Pues señor, mientras más la veo —decía la vieja—, más se me figura que yo conozco a esta señora.

—¿Pero dónde… dónde?

—¿Ésta era su señora de usted? —preguntó imprudentemente Leonor.

—Sí —contestó secamente don Felipe.

—¿Y hace mucho que murió?

—Muchos años.

—No hay duda —dijo doña Salvadora—, yo conocí a esta señora, que era de México.

—Sí —contestó Mondragón.

—¿Pero señor, dónde conocí a esta señora? Y debe ser una fisonomía que me impresionó mucho.

Y la vieja seguía mirando el retrato. De repente y como herida de una idea súbita exclamó:

—¡Ah! Ya me acordé, ya me acordé.

—¿De qué? —preguntó Leonor.

—De esta señora, que me entregó los niños en la plazuela de Loreto.

—¡Mi madre!

—¿Su madre? —dijo como fuera de sí—, Mondragón ¿su madre? Explíquese usted por Dios.

—Esta señora —dijo la vieja— ¿no tenía dos niños?

—Sí —contestó Mondragón, sintiendo como calosfrío en todo su cuerpo.

—¿Una niña y un niño?

—Sí, sí —decía Mondragón como devorando sus palabras.

—La niña Leonor, y el niño Jorge.

—Sí, sí, mis hijos, mis hijos.

—Aquí está Leonor, aquí está Leonor —gritó Salvadora.

—¿Leonor? ¿Mi hija? ¿La hija de esta mujer?

—Sí, la misma, la misma.

Mondragón estaba emocionado, pero vacilaba; Leonor lo mismo: habían visto lo que había pasado a Caralmuro, y temía un nuevo engaño.

La vieja Salvadora lo comprendió.

—Por Dios y por el alma de mis padres —dijo arrodillándose y con una voz que salía del corazón—, por mi salvación, juro que esta niña es la hija de esa señora; que no les engaño; lo juro, lo juro. Leonor, ¿para qué habré mentido una vez?…

Leonor y su padre no habían podido resistir, y estaban abrazados y llorando.

—Gracias, Dios mío —gritaba Salvadora— gracias, que me habéis permitido mirar esto, compensar con esto una mala acción. Señor abrácela usted, abrácela, es su hija, se lo juro mil veces, y que me trague la tierra si miento.

—¡Padre mío!…

—¡Hija de mi alma!…

—No, ahora no nos engañan: usted sí es mi padre, yo sí soy su hija: esta historia, sin saber quién fuese mi madre, ya la conocía yo: además que ahora siento cosas en mi alma, que no sentí cuando don Juan me reconoció por hija. ¿Es verdad que soy la hija de usted? ¿Qué usted lo cree? ¿Qué es verdad?

—Sí, hija mía, es verdad, es verdad, ¡ni cómo dudarlo si tú eres el retrato vivo de Matilde!

—¡Matilde! ¡Matilde! Ése era el nombre de la señora…

—Y Jorge, y mi hijo ¿qué será de él?

—Pronto lo verá usted, padre mío.

—¿Tú le conoces?…

—Sí, aunque sólo de vista como usted.

—¿Como yo?

—Sí, Jorge, el huérfano del cura Ruiz, de la costa, el amigo de Eduardo Murillo, el que va a la casa de Caralmuro.

—El mismo, padre mío, el mismo.

—Pobrecito hijo mío, tan bueno… ¿pero cómo lo supiste tú, hijita?

—Que le cuente a usted doña Salvadora toda la historia, y usted verá cómo lo he sabido.

—Bueno, cuénteme usted, doña Salvadora, cuénteme usted. Y Mondragón se sentó en un sofá con su hija en las rodillas: doña Salvadora en un sillón, a su lado.

Y entonces punto por punto y sin necesidad de hacerse preguntar, refirió a Mondragón todo cuanto hemos oído contar en la casa de Caralmuro el día del consejo de familia.

XXVI. Amor mío

Don Celso corría sin sombrero las calles como un loco: doña Estefanía caminaba detrás de él, siguiéndole lo más de cerca que le era posible.

Así llegaron a la casa de Inés: la puerta estaba entornada: Valdespino la empujó con violencia y subió sin detenerse: doña Estefanía entró también. Aquella brusca salida de don Celso al descubrirle el nombre de su hija, la circunstancia de dirigirse a la casa, cuyas señas le había dado Feliciana a doña Estefanía, todo, todo era para ella un presagio de algo terrible y siniestro.

Don Celso se precipitó en la sala: dos hombres vestidos de negro estaban en los sillones, y en el sofá se percibía un bulto, como de otro hombre que estuviera acostado, pero que tenía la cara cubierta con un pañuelo blanco.

Al entrar Valdespino, los dos hombres se levantaron ceremoniosamente; pero él, sin hacerles caso, se dirigió al sofá y tomó el lienzo que cubría la cabeza del que estaba acostado.

—Ya expiró —dijo secamente uno de aquellos hombres.

—¡Pablo! —gritó don Celso descubriendo el rostro del cadáver, y como un loco se dirigió a la puerta de la recámara, en donde se escuchaba una basca obstinada y nerviosa.

—No se puede entrar —dijo uno de los hombres, deteniéndole.

—¿Quién dice? —rugió don Celso.

—Nosotros, que somos los médicos —contestó con dignidad el otro hombre.

—¿Pero su padre? —dijo con tono de súplica don Celso.

Los médicos se miraron entre sí vacilando: don Celso tomó esto como un permiso, y entró violentamente en la recámara, seguido de doña Estefanía, que llegaba en aquel momento.

Inés estaba sentada en un sillón, con el pelo y el vestido en un completo desorden, y dejando descubrir su seno blanquísimo y terso, parecía un busto de mármol: sus mejillas estaban encendidas, y sus ojos brillaban de una manera que daba miedo: de cuando en cuando llevaba sus manos al vientre y lanzaba quejidos lastimeros, o se agitaba en violentas convulsiones.

Al escuchar los pasos de don Celso, levantó la cara, sonrió y quiso levantarse, pero las fuerzas la abandonaron y no pudo.

Don Celso se arrojó de rodillas delante del sillón, y los brazos de Inés se enlazaron en su cuello.

—¡Hija! —dijo don Celso.

—¡Amor mío! —balbuceó Inés, y estrechó a don Celso convulsivamente entre sus brazos.

Valdespino besó la frente de su hija: un sudor frío la bañaba: creyó besar un cadáver; pero Inés acercó su rostro, y los labios de la doncella buscaron la boca de don Celso, y su beso buscó el beso de Valdespino, que retiró la cabeza horrorizado.

No era el ósculo santo de la hija al padre: en aquel beso había toda la provocación del infierno, todo el fuego de la pasión; era todo el ardor del deseo concentrado en los labios: los ojos de Inés se extraviaban y oprimía más y más el cuello de su padre.

Todo lo comprendió don Celso; el veneno se manifestaba en los síntomas. Inés era una virgen tocada por el dedo de un demonio.

Valdespino pugnaba por separarse de Inés, y no se atrevía ni a hablar; pero la joven le tenía enlazado entre sus brazos de tal modo, que todos los esfuerzos que hiciera eran inútiles, a menos que no se decidiera a maltratarla para apartarse.

Inés hizo otro gran esfuerzo, atrajo la cabeza de don Celso y volvió a unir sus labios con los suyos; entonces sus brazos se desprendieron cayendo pausadamente sobre sus rodillas; su cabeza rebotó en el respaldo del sillón, y su cuerpo se doblegó. Estaba muerta…

Valdespino quedó como herido de un rayo. Dios había concedido a aquel miserable lo que él había creído el supremo goce dos horas antes, y que en aquel momento era el colmo de su desesperación, el último y más ardiente beso del amor de Inés.

Nadie se atrevió a hablar: Estefanía y Feliciana se arrodillaron sollozando, y don Celso, mudo y sombrío, apoyó la cabeza en las rodillas del cadáver.

Un cuarto de hora transcurrió así, hasta que la puerta de la sala se abrió, y uno de los médicos dijo en voz alta:

—Señores, ya no tiene esto remedio. ¿Por qué no salen ustedes un momento?

Las dos mujeres alzaron la cabeza, y obedecieron como unos niños, como si no hubieran tenido voluntad propia.

Don Celso pareció no haber oído.

—Caballero, caballero —dijo el médico—, tocándole suavemente la espalda.

—¿Qué cosa? —dijo Valdespino.

—Sería bueno que usted se saliera.

—Sí —dijo sombríamente Valdespino—, yo no debo permanecer aquí ni un instante; soy un infame, un réprobo.

Y sin hablar más, y sin hacer caso a nadie, salió a la calle, y se dirigió a su casa en un estado de completo idiotismo, y repitiendo como maquinalmente:

—¡Amor mío! ¡Amor mío!

Últimas palabras que había escuchado de la boca de Inés.

Doña Estefanía se empeñaba en quedarse aquella noche en la casa con el cadáver de Inés, pero Feliciana la convenció de que se retirara. Aun en aquellos instantes temía a la sociedad en su dolor, y le quería ocultar como había ocultado su amor de madre.

En otras circunstancias, este doble envenenamiento hubiera conmovido a la sociedad, pero en aquéllas pasó inadvertido con el carácter de casual. En esos momentos mismos la ciudad era un volcán en acción: grupos de mujeres y muchachos hambrientos corrían por las calles, y partidas de austríacos a caballo, con las espadas desenvainadas, los perseguían por todas partes, en verdad, no para matarlos, sino sólo para espantarlos, lo que no impedía que hubiera gran número de desgracias.

El cadáver de Pablo fue recogido en la tarde misma de la desgracia por sus parientes, que se conformaron con la explicación de la casualidad, como que esta casualidad los ponía en goce de una herencia que se alejaba de ellos con el casamiento de Pablo.

Eran las ocho de la noche, y en la recámara de Inés cuatro cirios alumbraban el cadáver de la joven, que con un traje negro y la cabeza cubierta con un paño del mismo color yacía sobre la cama, que había sido colocada en medio de la pieza.

El silencio que allí reinaba no se interrumpía más que por ese chasquido de la cera de las velas, y por uno que otro suspiro que lanzaban de cuando en cuando dos mujeres que estaban de rodillas una a cada lado del cadáver.

Aquellas dos mujeres eran Feliciana y la «Guacha».

XXVII. En el campo de batalla

Cada momento era más comprometida la situación de Jorge. Alejandra, devorada ya por los celos, exigía con la imprudencia natural en las mujeres que están en esa disposición de ánimo, que su novio se apartase de la amistad de la familia Murillo.

Elena no le había dicho nada absolutamente, pero aquel sentimiento reconcentrado varió su carácter de tal manera, que sus padres y sus hermanos mismos comenzaron a notar esa variación.

Elena tenía una palidez alarmante: sus ojos mostraban las huellas del llanto, y un malestar que se descubría en su rostro, con sólo mirarla, indicaban que aquella alma sostenía una lucha, que en aquel corazón había una tempestad.

Jorge sin dar a entender lo que pasaba, no podía dejar de visitar a la familia, y la fatalidad había hecho que Alejandra y Elena estuvieran en la misma casa.

Cada vez que Jorge entraba a las habitaciones de Murillo, Alejandra se sentía morir de celos, y cuando permanecía en las de Alejandra, Elena lloraba sin querer.

Las mujeres son observativas, están siempre dotadas de un carácter suspicaz, y cualquier acontecimiento les sirve de base para un raciocinio en el que casi siempre aciertan con lo que suponen.

Alejandra vio a Elena triste, pálida, llorosa. —Jorge —pensó entonces— ha abandonado a esta mujer, pero ella le ama, y él debe por lo menos haberle indicado también su amor; de lo contrario, ni ella tendría tanto sentimiento, ni estaría tan afectada. Quizá él ya no la ama, o no la ha amado nunca, pero ella es hermosa, ser amado así: lisonjea a un hombre, y esto es muy peligroso para mí; es fuerza cortar de raíz el mal.

Murillo observó el cambio que se operaba en su hermana Elena, y notó que ese cambio tenía principio en el día de la venida de Alejandra. No necesitaba mucho para penetrar la causa de todo: Alejandra era la prometida de su amigo, era el obstáculo para la tranquilidad de Elena; porque desde el día de su llegada comenzó a entristecerse: luego Elena estaba enamorada de Jorge, y esto, según Eduardo, no podía haber sido sino porque Jorge había enamorado a su hermana, y esto era una mala acción, y era preciso reconvenirle seriamente.

Nosotros no estamos conformes con esta lógica, pero era la de Eduardo, y es casi siempre la de todo hombre preocupado por un pensamiento que le afecta profundamente.

Eduardo buscó a Jorge, y no tardó en encontrarle apoyado en la baranda del puente, contemplando el desembarque de las familias que llegaban de México, y meditando en su situación.

—Jorge —le dijo con una voz insegura—, te necesito; vamos por aquí.

Y se dirigió a una de esas huertas que hay en todos esos pueblos de las lagunas de México, que forman una especie de islas rodeadas de canales angostos por todos lados.

Al llegar a un gran grupo de sauces, se detuvo Murillo.

—Aquí estamos solos —dijo—; podemos hablar.

—¿Pero qué tienes? —preguntó Jorge con interés—: ¿qué te pasa?

—Me pasa —contestó amarillo de cólera Eduardo—, me pasa que eres un mal amigo, un desleal, un infame.

—Eduardo, tú me insultas sin razón.

—¿Sin razón? ¿Qué más razón, que has abusado de la amistad y de la confianza de mi familia y de la mía, que has engañado a Elena, que eres un miserable?

—¡Eduardo! Óyeme, y no me insultes.

—No quiero oír nada; lo que quiero es que me digas si estás dispuesto a batirte conmigo.

—¡Yo batirme contigo! ¡Con mi hermano! ¡Nunca!

—Tienes miedo.

—Mira, Eduardo, lo que dices.

—Lo dicho: tienes miedo, miedo; y voy a contárselo a todos los compañeros, y a Elena, y hasta la misma Alejandra…

—Eduardo, no me precipites…

—Pues bien, ¿te bates conmigo?…

—Sí; pero óyeme: yo no puedo hacer armas contra ti, pero podemos salir los dos de nuestra línea, sobre el campo enemigo, en el momento en que se empeñe el primer combate, y Dios dirá quién de nosotros dos ha de morir, ¿te conformas?

—Bien; pero ahora mismo.

—Ahora mismo: vámonos para Santa Anita, que es el punto más avanzado.

Y ambos se dirigieron a la orilla del canal y poco después una chalupa los llevaba por los puntos avanzados.

Al separarse del lugar en que habían tenido su conversación, un hombre, a quien ellos no habían visto que estaba acostado entre la yerba, levantó la cabeza para ver el rumbo que tomaban.

Era Diego. Muy bien —dijo levantándose—, bonito negocio han arreglado este par de locos; pero yo sabré cómo lo desbarato. Toda la fortuna ha sido que por buscar un lugar sólo para dormir un rato, me vine aquí; si no, el demonio sabe lo que hubieran hecho estos amigos. Caramba, si éstos son dejados de la mano de Dios.

Y caminaba apresuradamente. Al llegar cerca del alojamiento, encontró a Rito, que tomaba el sol sentado en una cureña, fumando un puro.

—¿Qué hay? —dijo Rito—. ¿Por qué vienes tan agitado?

—Porque acabo de descubrir un secreto.

—¿Y ya me lo vas a contar?

—Sí, para que me ayude.

—Vamos a ver.

—En pocas palabras: el capitán Murillo está enojado con don Jorge porque dice que le ha enamorado a su hermana, y se van para Santa Anita desafiados.

—Eso es grave, ¿pero cómo no lo estorbaste?

—Porque lo que quieren es salirse los dos de la trinchera, a ver a quién de los dos matan los mochos.

—¿Y qué has pensado?

—Una cosa: espéreme usted aquí mientras veo al general que vive muy cerca y debe estar en su alojamiento.

—Bien.

Un cuarto de hora después volvía Diego con el rostro alegre y expresivo.

—¿Qué sucedió? —preguntó Rito.

—Que le conté todo al general, y me dio una orden para que conduzcan arrestados aquí a los dos; pero saqué la orden por escrito y duplicada para que usted se vaya con una, y yo con otra: además va también un ayudante a buscarles con la misma orden de palabra.

—Pues vamos nosotros luego.

—Vamos, porque oigo tiros en Santa Anita.

—Y yo también.

Eran las ocho de la mañana. De Mexicalzingo a Santa Anita se puede ir por tierra o por agua; éste es el viaje más descansado, pero más cerca es por tierra.

Diego y Rito montaron en sus caballos, y se dirigieron al galope en busca de Eduardo y de Jorge.

A medida que se acercaban, se oía más nutrido el fuego de fusilería y se escuchaban algunos cañonazos.

—La cosa se pone seria —decía Rito sin dejar de galopar.

—Quién sabe si ya esos habrán hecho una locura.

Cerca de Santa Anita era necesario dejar los caballos, y seguir a pie, porque los puentes de los canales habían sido destruidos y no quedaban más que vigas muy angostas para pasar.

Los dos se bajaron de sus caballos, y se incorporaron con una compañía que a paso veloz se dirigía por el mismo lugar que ellos.

Veamos lo que pasaba en Santa Anita en estos momentos.

Al llegar Jorge y Eduardo allí, todo estaba tranquilo; pero un poco después una fuerza enemiga salió de la garita de la Viga y se lanzó sobre la tropa que defendía el punto. Al principio fueron rechazados, pero nuevos refuerzos salidos de la plaza obligaron a los republicanos a replegarse, abandonando el puesto.

Los imperiales entraron al pueblo, y comenzaron a repicar en el momento en que una compañía, con la que venían Diego y Rito, llegaba en auxilio de los suyos.

Al apoderarse el enemigo de Santa Anita, Eduardo dijo a Jorge:

—Éste es el momento.

Y los dos de frente, sin retroceder, comenzaron a recibir el fuego del enemigo, disparando ellos de cuando en cuando sus pistolas para impedirles que se acercasen. Por fin, los tiros de las pistolas se agotaron y los imperialistas lo comprendieron, y se vinieron sobre ellos como perros rabiosos: un soldado sujetó a Murillo, y otro levantó la culata del fusil sobre su cabeza: Murillo cerró los ojos esperando el golpe, pero no lo recibió: ágil como un tigre, Jorge arrebató el fusil al soldado y comenzó a defender a Murillo, que no había podido hacerse de una arma: el partido era ventajoso; Jorge estaba cansado, y Murillo inerme como un niño.

El auxilio desembocó en este instante por la calle con bayoneta calada y paso de carga. Los imperiales huyeron.

—¡Jorge, perdóname! —dijo Eduardo abrazándole.

—De orden del general —dijo Rito, llegando—, los dos presos a Mexicalzingo.

XXVIII. Una abuela

Durante todo el día en que tuvo lugar el reconocimiento de Leonor por su padre, que según recordarán nuestros lectores, fue el mismo de la catástrofe de Inés, doña Estefanía no apareció por la casa de Mondragón, y era esto tanto más extraño, cuanto que hacía ya muchos años que no salía sino muy pocas veces a la calle, y entonces volvía a la casa, sin haberse hecho esperar jamás a las horas de la comida.

Pero aquel día, las horas se pasaban, y Mondragón comenzaba a inquietarse: el deseo de darle la feliz noticia, y de presentarle a Leonor como a su nieta, redoblaban el deseo de Mondragón, que la esperaba con impaciencia.

Desde el instante en que Leonor fue reconocida, todas las puertas de la casa y de los roperos se abrieron para ella. Mondragón estaba encantado, y para más confirmación, en uno de los cajones de Matilde se encontró una caja con una lámina de daguerrotipo, que representaba a Jorge y a Leonor. Salvadora no hizo más que verlos, y reconocerlos inmediatamente.

Mondragón estaba verdaderamente contento: el placer de haber encontrado a su hija y la esperanza de ver a Jorge le hacían olvidar la historia misteriosa de la desaparición de su mujer.

—¡Cuánto deseo, hija mía, que pronto se acabe el sitio, para ver a mi Jorge!

—Y yo también: me acuerdo de él como si le tuviera delante.

—¡Malvados hombres éstos! ¿Por qué no se rendirán? Nomás están sacrificándonos a todos. ¿Y para qué, si no tienen esperanza de remedio?

—Creo que muy pronto estarán aquí los liberales. ¿Iremos a recibir a Jorge?

—Por supuesto, por supuesto. ¿Y tú estás muy contenta?

—¿Cómo no, padre mío? Ahora si, porque ahora siento un no sé qué que me dice que ahora sí no nos engañan, que es usted mi padre, que soy su hija, que Jorge es mi hermano.

—Pero sería bueno que Salvadora fuera a ver a esa vieja de la casa del malvado Valdespino, para averiguar algo más.

—¿Pero si eso podía manchar la memoria de mi madre?

—Tienes razón: si tu madre vive, si no se presenta, debe ser porque su conciencia no se lo permite; si ha muerto, Dios la habrá ya juzgado.

En este momento un criado avisó que doña Estefanía había llegado, sin duda algo enferma, porque se había metido a su recámara sin hablar con nadie.

—Pues si no es cosa de cuidado —dijo Mondragón—, es fuerza que venga para que participe de nuestra alegría; yo mismo voy a traerla.

Mondragón se dirigió a la recámara de doña Estefanía: estaba cerrada por dentro, observó por el agujero de la cerradura: la pobre señora, de rodillas delante de una Dolorosa, rezaba y lloraba.

Mondragón llamó.

—¿Quién? —Preguntó doña Estefanía—, procurando serenarse.

—Yo: ábrame usted.

No había medio de rehusarse: doña Estefanía limpió sus ojos, y abrió.

—Señora —dijo Mondragón—, si no se tratara de un negocio tan importante, no la interrumpiera yo.

—¿Pues qué hay?

—Hoy va usted a encontrar a una hija que lloraba perdida desde su niñez, y que yo he encontrado.

Doña Estefanía, impresionada con la historia de Inés, creyó que de ella se trataba: sintió que se le nublaba la vista, y si Mondragón no la hubiera sostenido, hubiera caído.

—Por Dios, señora, no se afecte usted de esa manera, que va a hacerle mal: cálmese usted, y vamos a ver a su hija luego.

—Es tarde ya —dijo doña Estefanía, pensando en que se trataba aún de Inés.

—¡Tarde! ¿Y por qué?

—¡Oh! Porque ha muerto —dijo sollozando la pobre mujer.

—¡Muerto! ¡Ha muerto! No lo crea usted: aquí está con nosotros: en la sala nos espera…

—¿Pero quién? ¿De quién me habla usted?

—De Leonor, de mi hija, de la hija de Matilde, de su nieta de usted…

—¿De mi nieta? ¿Ha aparecido? ¿En dónde está?

—Aquí en la sala: no me cabe duda que es ella.

—¿Pero cómo? ¿Cómo?

—Venga usted y la verá.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo doña Estefanía cayendo de rodillas—: gracias, gracias, porque al lado de tanto dolor, has puesto tanto gozo.

—Venga usted, venga usted —decía Mondragón, tomándola de una mano y sin comprender el sentido de sus palabras—: venga usted a verla; es el retrato de Matilde.

Doña Estefanía caminaba conducida por Mondragón. Leonor estaba en la sala, y como por recuerdo se había puesto un abrigo que su padre le contó que era el que usaba de ordinario Matilde dentro de la casa; de manera que la semejanza era completa, y doña Estefanía creyó estar viendo a su hija.

—¡Leonor! ¡Tu abuela!

Leonor se paró, y doña Estefanía la recibió en sus brazos. Aquella pobre vieja había sufrido en el día tantas y tan grandes emociones, que no pudo ya resistir, y se desmayó en los brazos de Leonor.

Mondragón acudió en su auxilio, y la colocaron en el sofá.

Cuando pasó aquella primera sensación, quiso saberlo todo, quiso oír los más minuciosos detalles de la boca de doña Salvadora, y la sentó a su lado.

Doña Estefanía escuchó asombrada aquella relación, y al oír hablar de la casa de la plazuela de Loreto, y de la vieja, y de la señora que lloraba cuando le arrancaron a sus hijos, entonces lo comprendió todo. Aquella casa era la misma adonde había ido la última vez a ver a don Celso; aquella Pilar era la confidente de sus amores; aquella mujer que lloraba y que sin embargo entregaba a sus hijos, era Matilde, su hija, y al mismo tiempo su rival. Entonces recordó que había llegado a tener celos de Matilde en su pasión por Valdespino, y un rayo de luz disipó las sombras que confundían su inteligencia: Valdespino era sin duda el seductor de Matilde, el que la había obligado a abandonar la casa de su marido, y a seguirle en la plazuela de Loreto. Tal vez cuando ella había ido allí, también allí estaba su hija… Este pensamiento era capaz de hacer estallar su cerebro.

¿Pero de qué medios tan poderosos se había valido don Celso para obligar a Matilde a tan inmensos sacrificios? Esto era lo único que ella no podía alcanzar; si hubiera podido adivinar todo lo que había pasado entre Matilde y su seductor, la pobre Estefanía hubiera muerto de vergüenza y de remordimientos.

A la mañana siguiente, muy temprano, fue sepultada Inés, unos cargadores la conducían a su postrer mansión en una humilde caja pintada de negro: ningún cortejo fúnebre; Feliciana y la «Guacha», a pie, tras el cuerpo; esto era todo.

Don Celso no había vuelto por la casa.

Doña Estefanía pasó en la Iglesia toda la mañana: a las doce volvió a la casa, y encontró allí a la «Guacha», que iba muy seguido a recibir limosna.

—Ahora sí hay familia nueva —dijo la «Guacha» a doña Estefanía.

—Sí; Mondragón ha encontrado a una hija suya que se había perdido desde niña.

—¡A Leonor! —dijo la «Guacha» sin poderse contener y con el corazón de madre, olvidando el papel que representaba.

—¿Cómo sabe usted que se llama Leonor? —dijo admirada doña Estefanía.

—Por las criadas he oído este nombre en la cocina, contestó la «Guacha» dominándose y aparentando la mayor serenidad.

—Sí —dijo doña Estefanía—, a Leonor, mi nieta, la hija de mi pobre Matilde: aquí está; la hemos reconocido por una casualidad, por la mujer que la sacó del lado de mi hija, que es la que la ha criado. ¡Oh! ¡Y se parece tanto a mi pobre Matilde!…

—¡Qué ganas tengo yo de conocerla! ¿Dónde podría verla?

—Es muy fácil: siéntese usted aquí en la puerta de la cocina, y ya voy a traerla con cualquier pretexto: verá usted qué bonita, y mirándola a ella, es como si viera usted a mi hija…

—Bueno, bueno; pues aquí me siento.

Y la pobre mujer, desconocida de su madre, de su hija y de su marido, mendigando el pan en su propia casa, y sin esperanza de ser reconocida nunca, que se había impuesto a sí misma aquella miseria y aquel abandono, como una expiación a su falta, se sentó temblando en el suelo, y clavó sus ávidas miradas en la puerta por donde había de aparecer su hija.

Se oyó el roce de un vestido, la voz de doña Estefanía que hablaba, y en el fondo de la puerta se destacó la figura bellísima de Leonor.

La «Guacha» sintió toda su sangre afluir al corazón: quiso levantarse, gritar, pero sólo pudo agitar sus manos convulsivamente, y lanzar una especie de gemido sordo y gutural.

—Esa pobre viejita tiene algo —dijo Leonor, llegando precipitadamente a ella.

La «Guacha» no tenía vida sino en los ojos, que clavaba obstinadamente en Leonor.

—Es su mal —dijo una criada.

—Pero que le hagan alguna medicina —agregó Leonor.

—Ya se le pasará —dijo la criada—; ha de ser debilidad.

—Esto es muy extraño —pensó doña Estefanía—; aquí se encierra algún misterio.

—¡Leonor! —gritó adentro Mondragón.

—¡Voy, padre! —dijo Leonor—: Mamá grande, que le den algo a esa pobrecita.

—Aquí me quedo —contestó doña Estefanía.

Leonor se retiró, y su abuela permaneció al lado de la «Guacha», que comenzaba a volver en sí.

—Usted me oculta algo —le dijo—: ¿Quién es usted? ¿Cómo se llama? ¿Por qué se desmayó al ver a Leonor? Aquí hay un misterio que es preciso que me descubra.

—Mañana que estaré más calmada, le contaré a usted todo: por ahora me voy.

—No, cuénteme usted.

—Ya le dije que hoy no, mañana.

Y la pobre mujer, casi arrastrándose, salió de la casa:

—¡Hija mía! —decía en su corazón—: ¡Qué feliz fuera yo pudiendo vivir a tu lado, aun cuando fuera como una criada; pero es imposible, el corazón me vendería, y tú, para ser dichosa, necesitas no conocer la historia de tu desgraciada madre. No: no echaré en tu corazón virgen y puro, ni una gota de la hiel que rebosa en el mío. Por tu felicidad, mi último sacrificio. Mi madre ha comenzado a sospechar: quizá no tenga yo valor para ocultar por más tiempo quién soy. No, no, volveré más aquí! ¡Adiós hija mía! ¡Adiós madre mía! ¡Adiós!…

Y no tuvo valor ni para decir dentro de sí: «¡Esposo mío!».

XXIX. La noche del desorden

Con la alegría, olvidó Mondragón a su amigo Caralmuro, y no pensó en ir a rescatarle hasta el día siguiente al del reconocimiento; pero cuando lo recordó, era ya casi de noche, y lo dejó para la mañana próxima.

Aquella noche la guarnición estaba más inquieta que de costumbre: había habido en la tarde un fuego horrible de cañón por todas partes, y los vecinos pacíficos temían un asalto, al paso que entre los militares se hablaba, aunque con reserva, de capitulación y de garantías.

Se decía, como cosa cierta, que unos enviados de Márquez habían intentado entrar en arreglos con Porfirio Díaz, general en jefe del ejército sitiador, y que nada habían podido conseguir, y los subalternos murmuraban, asegurando que algunos jefes de alta graduación habían desaparecido de sus puestos. La desmoralización era completa, y a medida que avanzaba la noche, comenzaron a presentarse síntomas alarmantes que auguraban la próxima disolución del ejército.

Primero, las deserciones individuales, el abandono completo del servicio, la desaparición de los oficiales, y luego la sublevación, el desbandamiento, la derrota, el desorden más absoluto.

A la madrugada todo había terminado. Grupos de soldados atravesaban las calles disparando sus fusiles al viento, tirando los uniformes, y dejando en las puertas cerradas de las tiendas y de las casas, sus armas y sus fornituras.

La luz del nuevo día alumbró las fortificaciones de la ciudad ocupadas por el ejército republicano, y el palacio coronado por un corto número de austríacos, que no tardaron mucho en rendirse a discreción.

La ciudad se durmió imperial y despertó republicana.

A la mitad de aquella noche, Caralmuro, que dormía tranquilo en su prisión, oyó abrir la puerta, y vio penetrar por ella a un sargento, con su fusil al hombro y un farol en la mano.

Como todo se podía temer de aquellos hombres, Caralmuro creyó que iba a ser víctima de algún nuevo atropellamiento.

—¿Qué hay? —preguntó incorporándose en la mesa que le servía de lecho.

—Pues nada, mi jefe —contestó el sargento—, sino que ya estamos en la derrota.

—¿Cómo en la derrota? —preguntó Caralmuro, paseándose—: ¿ha habido asalto?

—No; pero ya todos nos desbandamos; cada uno se va para donde quiere, y yo vine a ver a su merced a ver si se quiere ir también, y si quiere llevarme, porque yo soy de lejanas tierras, y aquí no tengo casa, y como su merced me ha dado algunos medios…

—Pero ¿es verdad lo que dices?

—Sí yo los he visto irse todos, con estos ojos que se ha de comer la tierra: vaya, mi jefe, véngase, no entren los otros y la «molimos».

—¿Y nos dejarán salir?

—Sí, ya no hay nadie, vámonos.

Caralmuro tomó su sombrero y siguió a su guía: el cuartel estaba desierto, y sólo de cuando en cuando distinguía al pasar por los patios, algunas hogueras que los soldados habían dejado ardiendo al retirarse.

No hay una cosa que entristezca más en la vida militar, que esas fogatas solitarias que permanecen ardiendo en un campamento o en una ciudad abandonada repentinamente. Parece como que aquel fuego siente su soledad, como que es algo de la vida de los soldados que queda triste y entregado a los furores del enemigo. Hay cierta especie de amor por el fuego que manos amigas encendieran; se piensa en los que rodeaban aquella hoguera, en lo que pensaban; en fin, se siente una cosa tan inexplicable, pero tan profundamente triste, que quizá conmueva más al alma que un campo de batalla.

Al salir a la calle, Caralmuro vio atravesar por el fondo del cuartel un hombre embozado en una capa y seguido de dos que le alumbraban: Caralmuro reconoció a Márquez, que cruzaba por allí, como esas almas en pena de que nos hablan las fantásticas leyendas del pueblo, que vienen en las altas horas de la noche a visitar al teatro de sus crímenes.

El sargento tiró al foso el farol, que cayó sin apagarse, y comenzó a caminar seguido de Caralmuro, procurando tomar siempre las calles más extraviadas. Por todos lados encontraban oficiales y soldados dispersos, a pie o a caballo, que se iban perdiendo entre las sombras de las calles, y a cada bulto que aparecía y a cada rumor de pisadas, el sargento se detenía y armaba su fusil para defenderse; pero nadie les dijo nada; todos pensaban en sí, y no más que en sí.

Llegando ya al centro de la ciudad, el sargento preguntó a Caralmuro:

—¿A dónde?

—A la calle de San Francisco.

Y volvieron a caminar. Cerca ya de su casa, Caralmuro se adelantó para llamar al zaguán, y advirtió que un hombre en camisa y en calzón blanco, sin sombrero, y cubierto sólo con una frazada, llamaba también a la misma puerta.

Era uno solo; Caralmuro venía acompañado, y además el sargento traía su fusil; de manera que no había por qué temer: se avanzó hasta cerca de aquel hombre y le preguntó:

—¿Qué se ofrece?

El hombre dejó de llamar, y sin acobardarse por la pregunta, acercó curiosamente su rostro al de don Juan, para reconocerle en la oscuridad de la noche.

—¡Don Juan! —exclamó, tomándole entre sus brazos.

—¡Don Plácido! —contestó Caralmuro abrazándole a su vez—. ¿Cómo ha salido usted?

—¿Sabía usted que estaba preso?

—Sí, el amigo Mondragón me contó todo; pero entraremos, porque las calles están llenas de dispersos, y en estos momentos un encuentro cualquiera es peligroso.

Volvieron a llamar, y los criados que a través de la puerta habían conocido las voces, abrieron luego. Todos ellos estaban en pie, como sucedía casi en toda la ciudad; mas nadie se atrevía a salir a la calle.

—Entra —dijo don Juan al sargento—. Ahora cierren bien, y no abran a nadie sin avisarme: que se acueste por ahí ese soldado: búsquenle ropa y escondan la que trae y el fusil.

Caralmuro y don Plácido subieron alumbrados por un lacayo: los criados habían adivinado ya, por los acontecimientos, que don Juan volvería pronto, porque todo estaba dispuesto para recibirle.

—¿Y cómo ha salido usted? —preguntó don Juan.

—Pues me abandonaron, se fue la guardia del hospital, y yo me salí tras ella, sin sombrero y sin ropa, y hasta sin zapatos. ¿Y usted?

—Lo mismo, se fue la tropa.

—¿Conque Mondragón le dijo a usted cuanto pasa?

—Sí: ¿y usted sabía que Leonor se había ido a la casa de Mondragón?

—Sí; y no me parece mal, porque al fin va a ser su esposa.

—Pero no le he visto ayer, ni hoy, y es raro.

—Quizá le habrá sucedido algo. Pero antes que se me olvide, que no se me olvidaría, le daré a usted una noticia, que con el triunfo de los nuestros, va a colmar a usted de felicidad.

—¿Cuál es?

—Encontré a Alejandra.

—¡A mi hija!

—Sí, y además a Margarita.

—¡A mi mujer! ¡A mi Margarita! Pero ¿dónde, dónde?

—Aquí en México, en un mesón.

—¿Cómo no las trajo usted aquí? ¿Qué será de ellas?

—Oigame usted.

Don Plácido refirió lo más brevemente que le fue posible para calmar la ansiedad de Caralmuro, el encuentro de Alejandra y el lance que le había impedido traerlas.

—Pues vamos por ellas —dijo levantándose don Juan.

—¡A estas horas, y en esta noche! ¿Cómo ha de ser eso?

—¿Pero si les sucede algo? Están muy expuestas.

—Más lo estarán si las sacamos a la calle, a estas horas, con tanto soldado disperso. Piénselo usted, don Juan.

—Tiene usted razón: mañana en cuanto amanezca nos iremos; me mata la impaciencia. ¡Quién sabe las miserias que habrán pasado!

—Yo les dejé cuando llevaba, y quizá les haya alcanzado: mañana iremos, no se impaciente usted.

—¿Y Alejandra y Margarita saben que vivo, y que las busco?

—Todo, lo saben, todo.

—Margarita estará muy acabada.

—No, nada de eso: parece hermana de su hija: es una mujer perfectamente conservada.

—¿Y se acuerdan de mí? ¿Me querrán mucho?

—Vamos, ¡qué pregunta!

—Si estoy como loco, Dios mío, como los muchachos queriendo que amanezca antes que los otros días.

—Poco debe faltar; son las tres.

—Dos horas es mucho.

—Un poco más, porque hasta las seis no podemos salir.

—Dios mío, Dios mío, que venga el día, que venga el día.

Y don Juan se paseaba agitado, asomándose a cada momento al balcón, para buscar en el Oriente las luces de la mañana.

XXX. Las dos viejas

En otro corazón que no fuera el de Valdespino, el terrible drama de Inés hubiera producido una impresión tan profunda como duradera; pero aquella alma negra y corrompida sufrió el golpe como la conmoción que produce una máquina eléctrica en el cuerpo de un hombre: se siente por un momento, que todo el sistema nervioso se agita y se descompone, y casi en el mismo instante todo se acaba y queda sólo un recuerdo que bastan dos horas cuando más para hacerlo desaparecer.

Al día siguiente al de la desgracia, Márquez envió a llamar a don Celso, y la situación política era tan grave, que en todo el día le fue imposible volver a su casa.

A las ocho de la noche tocó el zaguán, y entró precipitadamente.

—Señor —le dijo Pilar—, hemos estado todo el día con mucho cuidado por usted.

—He tenido grandes ocupaciones.

—Yo quería ya irle a buscar —agregó Ramona.

—Era inútil, tanto más cuanto que me voy luego.

—¡Se va usted! —exclamaron las dos viejas.

—Sí, ponme algo que cenar; pero que sea pronto.

Pilar y Ramona salieron a disponer la cena, y don Celso se entró a su recámara. Abrió su ropero, y sacó de él un cinturón de cuero, de esos que los chinacos usan para llevar el dinero: tienen la figura de una víbora gruesa, y por la boca se pueden introducir las monedas hasta llenarle completamente, y luego con la misma hebilla que sirve para ceñírselo, queda cerrada aquella boca.

Don Celso tenía ya preparado el suyo, porque estaba literalmente henchido de monedas de oro: se lo ciñó, y luego puso en su bolsa una cartera que contenía muchas letras de cambio, y comenzó a quemar papeles y cartas que estaban ya apartadas. Como es de suponerse, Valdespino hacía sus preparativos para fugarse o esconderse, por temor de la justicia del vencedor.

—¡Jesús! ¡Cuánto humo! —dijo Pilar entrando—. Señor, ya está la cena.

Don Celso no contestó, y siguió quemando sus papeles hasta que todos quedaron convertidos en ceniza.

—Vamos —dijo cuando terminó.

Se sentó a la mesa, y comió tan precipitadamente, que en diez minutos había concluido.

—¡Pilar! —gritó.

—Señor —dijo la vieja.

—Ven acá: esta noche necesito irme, porque es seguro que mañana entrarán los puros, y si me llegan a coger, me fusilan.

La vieja comenzó a tener impulsos de llorar.

—Tengo que irme lejos, y quizá no vuelva a verte.

La vieja comenzó entonces a llorar y a limpiarse los ojos.

—He vendido todas mis cosas, y realizado todos mis fondos, para marcharme al extranjero a vivir tranquilamente.

Pilar sollozaba hasta quererse ahogar.

—Pero no te abandono; porque sabes que no soy ingrato.

Pilar comenzó a serenarse.

—Aquí te dejo este papel, por el cual la persona a quien va dirigido te entregará mil pesos: con ellos puedes vivir muy bien; poner un estanquillo, una sedería.

Pilar estaba enteramente consolada.

—Además, todos los muebles que hay aquí son para ti; procura mudarlos mañana mismo, para que no vayan a embargarte los puros, y porque el nuevo dueño vendrá también mañana. No abandones a Ramona; aquí están cien pesos en oro para ella. Ahora, adiós.

—Adiós, señor; que Dios le lleve a usted con bien —decía Pilar sollozando de nuevo y echando bendiciones a don Celso, que bajaba la escalera—. Adiós.

Don Celso salió a la calle, y cuando Pilar entró del comedor, encontró ya a Ramona, que la esperaba. Pilar hubiera de buena gana tomado para sí los cien pesos de su compañera, pero ella lo había escuchado todo.

—Ahora sí estamos bien —dijo Ramona.

—Sí: ¡pobre señor! Tome usted su dinero.

—¡Dios se lo pague!

Pilar tomó una vela, y comenzó, como propietaria, a practicar el reconocimiento de su herencia, acompañada de Ramona, llevando cada una, una vela encendida.

Todo lo abrían, todo lo registraban, desde la sala hasta la despensa, como si fuera la primera vez que se encontraban allí.

A la una de la mañana oyeron rumor en la calle, dejaron las velas y se asomaron al balcón. Era un gran grupo de dispersos, que pasaba corriendo en dirección a palacio.

Después venían algunas mujeres llorando, preguntando a todos por los cuerpos en que servían sus maridos, y sin encontrar quién les diera razón. En aquella noche, todos se buscaban y nadie podía encontrarse: la confusión era espantosa, y las mujeres de los soldados corrían por las calles llorando, y llamando a gritos a sus maridos. Los asistentes, los conductores, los trenistas, dejaban abandonados en las plazas los carros, los caballos y las mulas; el pánico era tal, que no se les ocurría llevárselos.

Las dos viejas contemplaban, o mejor dicho, adivinaban todo aquello que pasaba en la oscuridad, asomadas al balcón de la casa.

Oyeron pasos y voces debajo de ellas: un soldado caminaba de prisa, seguido por una mujer que cargaba un gran bulto.

—Anda aprisa —decía el soldado.

—Ya me canso —contestaba la mujer—; este bulto pesa mucho.

—Pues tíralo.

—No: ¿cómo lo he de tirar?

—Pues si no lo tiras, te dejo, porque yo no quiero que me vayan a coger.

—No, no me dejes, lo tiraré.

—Ahí en esa puerta.

La puerta era la de la casa de las dos viejas: la mujer se detuvo, se oyó sonar algo en el suelo, y luego, mujer y soldado continuaron su camino.

Cuando se perdió el eco de sus pisadas, Ramona dijo:

—¿Qué será lo que tiró?

—¿Vamos a ver?

—Vamos; porque esta noche estamos de fortuna; puede que sea dinero.

—Vamos.

Cerraron el balcón, y tomando una vela, bajaron al patio.

El viejo zapatero, que tenía a su cargo las llaves, estaba en vela como toda la ciudad, pero aprovechaba el tiempo remendando unas viejísimas botas.

Pilar pidió la llave y se dirigieron al zaguán.

Primero aplicaron el oído, todo estaba en silencio; entonces comenzaron a abrir poco a poco. Pilar sacó la cabeza y miró a todas partes cautelosamente; nadie parecía, y la oscuridad más completa envolvía todo: a lo lejos oyó las herraduras de un caballo, escuchó el ruido, se alejó, y volvió a reinar el silencio.

Cerca de la puerta había un gran bulto. Entre las dos viejas lo metieron y volvieron a cerrar con llave.

—¡Cómo pesa! —dijo Pilar.

—¡Con razón no podía ya la mujer! —contestó Ramona.

—¿Y lo subimos?

—Creo que no; mejor será registrarlo aquí para no subir cargando lo que no sirva.

—Dice usted bien, veremos; alúmbreme usted.

Ramona acercó la vela, y Pilar abrió el envoltorio.

—Una chaqueta de soldado, unos pantalones, una levita de oficial, unos libros, unas botas fuertes. Y estos paquetitos, ¿qué serán?

—Abra usted uno.

—Arrime usted más la luz.

Ramona acercó la luz. Cuando Pilar abría uno de los paquetes, una chispa cayendo del pabilo le incendió. Eran paradas de cartuchos, parque de fusil.

Un fogonazo inmenso envolvió las cabezas de las dos viejas, inclinadas sobre la ropa, y sus gritos lastimeros y agudos hicieron salir precipitadamente de la cobacha al viejo zapatero.

La luz se había apagado, y en medio de la oscuridad sólo se oían los gritos de las dos mujeres, y se miraban ardiendo lentamente algunos pedazos de lienzo.

El zapatero sacó una vela, y al acercarse a las dos mujeres, quedó horrorizado.

Las dos tenían completamente quemado el pelo, y aquellas dos cabezas, aquellos dos rostros, eran una cosa informe, horrible, asquerosa.

No había allí figuras humanas; eran dos masas de carne quemada, dos botijas sangrientas y negras, en donde apenas se adivinaba la boca como una pequeña hendidura de donde salían quejas y una respiración jadeante y desigual.

Sólo por el traje podría entonces haberse distinguido la una de la otra.

El zapatero no sabía qué hacer: llamó a las criadas de la casa, y ayudándolas él y su mujer, lograron transportar a aquellas dos infelices a sus respectivas habitaciones.

Hubiera sido un delirio pensar en un médico, y como ninguno de los presentes sabía el modo de curar aquello, se aplazó el remedio para la mañana siguiente.

XXXI. Entre los sitiadores

Las noticias del estado que guardaba la plaza llegaban continua y oportunamente al campo de los republicanos, y el general Díaz, con una prudencia notable en su edad, comprendió que la ciudad se rendiría muy pronto, sin necesidad de exponerla a los horrores de un asalto.

Se le hicieron proposiciones por parte de los sitiados, pero con esa lealtad heroica que distinguió a los caudillos de la segunda guerra de Independencia en México, Díaz no quiso traslimitar las facultades que había recibido del Presidente, y se negó a entrar en convenios.

Hay una observación curiosa qué hacer, en la sangrienta y larga guerra que sostuvo México contra Francia. El Presidente Juárez reconocido jefe legítimo de la Nación, arrebatado por los acontecimientos, había ido a establecer su gobierno a uno de los ángulos más remotos del país, y, desde allí, sin tropa y rodeado apenas de una media centena de hombres constantes, dictaba órdenes que, atravesando la Nación, conducidas por un arriero, por un hombre desconocido y escritas en un cuarterón de papel, y muchas veces sin sello de ninguna clase, eran acatadas y obedecidas por caudillos populares que combatían a la cabeza de miles de hombres, y que cumplían sin vacilar, disposiciones que muchas veces venían a arrebatarles el mando, y a poner en conflicto un ejército o una gran parte de la Nación.

La salvación de la Patria y el amor a la Independencia produjeron entre aquellos hombres rasgos tan grandes de abnegación y de lealtad, que el gobierno republicano no alcanzó ni a comprender, y que debían recogerse por la historia, antes que muchos laureles de sangrientos triunfos.

Los invasores, y una gran parte de personas influyentes en la capital, mandaron comisionados a un general primero, y luego al general Díaz, ofreciéndoles todos los recursos y pertrechos que tenía en sus depósitos el ejército francés, las principales plazas que ocupaban, incluso la capital, y la obediencia de una gran parte de los ejércitos imperiales, con la única condición de que no reconocieran a Juárez, y de que ellos subiesen al poder o proclamaran a cualquier otra persona. A pesar de lo halagüeña y seductora de esta promesa, los dos generales, sin ponerse de acuerdo, y separados por más de doscientas leguas, rechazaron los ofrecimientos, prefiriendo la prolongación de la lucha a un triunfo, que no estuviera conforme con sus ideas caballerosas.

La Providencia premió su lealtad, coronando de gloria sus banderas.

La línea de circunvalación en el sitio de México era tan extensa, que se habían establecido tres oficinas telegráficas para que pudiesen comunicarse entre sí los tres jefes de las líneas en que estaba dividida la de circunvalación.

La Villa de Guadalupe era el cuartel general de la del Norte, que mandaba el general Corona; Tacubaya era el cuartel general de la de Occidente, que mandaba el general Díaz, jefe también de todo el ejército sitiador, y Mexicalzingo era el centro de operaciones de las líneas de Oriente y Sur.

Durante la noche, los partes telegráficos cruzaban de uno a otro cuartel general. Todas las tropas estaban sobre las armas, y todo dispuesto para arrojarse sobre el enemigo, en caso de que, impulsado por su desesperada situación, pretendiese hacer una salida, buscando, no el triunfo, sino la salvación en la fuga.

Las familias refugiadas en todos los pueblos de los alrededores, velaban también con una ansiedad mortal.

Nuestros dos amigos, Jorge y Murillo, al lado de su regimiento, esperaban en una de las calzadas el momento de dar la carga. Cuando se espera un combate próximo, más que el temor, domina un sentimiento de impaciencia, que hace parecer eternas las horas, y quizá por eso, al romperse el fuego, no se sienten los hombres con esa impresión pavorosa, que es consiguiente al encontrarse frente a una muerte casi segura.

—Jorge —decía Murillo—, he sido muy imprudente contigo, pero tú te has vengado pagándome con una generosidad, digna sólo de ti.

—No hablemos de eso; porque si algún imprudente ha habido aquí, he sido yo, que estreché mi amistad con Elena, más de lo que debiera, y comprendiendo todo el peligro que en eso había.

—Tienes razón, no hay que hablar más: Elena está muy calmada, y todos podrán ser muy felices.

—¿Cómo podrán? Podremos debes decir mejor. Pues qué ¿no te acuerdas ya de Leonor, y no consideras que dentro de dos días a lo más estamos ya en México?

—No me hables ya más de Leonor, a pesar de que, como sabes por Alejandra, Caralmuro conoce ya que no es su hija ella; que a lo que parece, no busca sino una posición elevada. Ha logrado seducir al viejo Mondragón, aquel amigo de Caralmuro, que vimos en su casa, y muy pronto van a casarse.

—¿Pero cómo sabes todo eso?

—Un amigo que salió esta mañana de México por las canoas, que es conocido de Mondragón, me lo ha contado todo.

—Puede que todavía tenga eso remedio.

—¿Qué remedio? Si esa misma persona me ha contado que ha visto a Leonor, viviendo en la casa de Mondragón.

—Eso sí ya es grave. Entonces pensar en otra, que en México sobran muchachas bonitas, y cualquiera de ellas puede hacerte feliz: no hay que afligirse; el mundo es grande, tú joven, y nadie sabe lo que sucederá mañana.

—Tienes razón, soy un tonto.

La mañana comenzaba a aclarar, y todos los soldados comenzaron a moverse, porque en un campamento, aunque se pase la noche en vela, al despuntar la aurora, cuando suena ese toque que los soldados llaman de levante, y las músicas y las bandas de los cuerpos lanzan al viento las notas de esas alegres dianas con que se saluda al nuevo día, todo el mundo parece despertar como de un profundo sueño, y los tristes pensamientos de la noche se van como perdidos en las últimas sombras que se disipan.

Un ayudante pasó galopando junto a Jorge.

—¿Qué hay de nuevo, compañero?

—Que ya se acabó todo.

Muchos oficiales se agruparon en derredor del ayudante.

—¿Cómo se acabó? —preguntó Jorge.

—A la madrugada el enemigo abandonó todas las fortificaciones, los nuestros se apoderaron de ellas, y toda la ciudad está ya en nuestro poder. Oigan los repiques de la Catedral.

Los ecos sonoros y majestuosos de la campana mayor de la Catedral de México, llevados por las puras brisas de la mañana, llegaron a confirmar la verdad de las palabras del ayudante.

—Soldados: ¡triunfó la Independencia! ¡Viva México!

—¡Viva! —repitieron todos.

Y los oficiales lloraban y se abrazaban, y los soldados gritaban, y lanzaban al aire sus gorras, y las dianas atronaban los campamentos.

Aquel supremo instante de felicidad compensaba cinco años de penalidades, de sufrimientos, de dolores; aquél era el momento sublime del TABOR; allí la patria bella, radiante, transfigurada, contemplaba su triunfo. Aquél era el instante que todos y cada uno de los patriotas quisieran haber prolongado por una eternidad…

Inmediatamente que la noticia del triunfo circuló por Mexicalzingo, todas las familias que habían salido de la ciudad, comenzaron a disponerse para volver a ella, y tres horas después, multitud de canoas se deslizaban sobre las aguas de la laguna, conduciendo a México infinidad de personas, ansiosas por volver a ver a sus amigos y a sus intereses.

—¿Qué hacemos? —preguntó Alejandra.

—Qué hemos de hacer —contestó Margarita—; volvernos inmediatamente a México; no hay peligro ya de ninguna clase, y es necesario buscar a tu padre, antes que por estos acontecimientos, vaya a tener necesidad de salir de la capital. Cacomixtle sabe dónde vive, ¿es verdad?

—Sí —dijo Cacomixtle.

—Pues vamos —dijo Margarita.

—¿Y Jorge? —preguntó Alejandra.

—Ha de estar tan ocupado con la entrada de las fuerzas, que ya aquí no le hemos de encontrar; quizá estará ya en México; tú no te apures, que él tendrá cuidado de buscamos.

—Pues yo me voy —dijo Cacomixtle— a conseguir una canoa que nos lleve, porque más tarde será imposible; las espero en el puente.

El muchacho salió corriendo, y poco después las dos mujeres salían de la casa, acompañadas de Tula y de Anita, que las iban a dejar hasta el embarcadero, y que esperaban verlas al otro día en México.

El Cacomixtle tenía ya preparada una chalupa; los tres se colocaron en ella, y conducida por un remero mocetón y robusto, en dos horas llegaron a desembarcar dentro de la ciudad en el Puente de Jamaica: serían las doce del día. Cacomixtle se echó al hombro el pequeño equipaje, y preguntó a Margarita:

—¿A dónde?

—A la casa de Juan —contestó resueltamente Margarita.

Y el Cacomixtle echó a andar, sirviéndoles de guía.

A pesar de los repiques, no reinaba dentro de la ciudad la misma animación ni el mismo alboroto que en los campamentos.

Pocas personas se atrevían a salir; todos los vecinos estaban sobrecogidos aún, por las terribles escenas que habían presenciado, y casi todo el ejército sitiador permaneció, aun en estos momentos, fuera de las garitas de la ciudad.

Margarita, Alejandra y el Cacomixtle llegaron hasta la puerta de la casa de Caralmuro; el zaguán estaba abierto, y el viejo portero, con sus gafas puestas, leía un boletín del ejército republicano, con la misma fe con que pocos días antes recorría las líneas de los periódicos imperialistas.

—¿El señor don Juan? —le preguntó Margarita.

—Salió —contestó el portero.

Margarita volvió la cara a ver a Alejandra y al Cacomixtle.

—¿Y don Plácido? —preguntó el muchacho.

—También salió —contestó el portero.

—¿Qué hacemos? —dijo Alejandra.

—Los esperaremos —contestó Margarita, y luego dirigiéndose al viejo, preguntó—: ¿tardará mucho?

—No, porque ya es hora de que coma.

Las dos mujeres y el muchacho se sentaron entonces humildemente a esperar la llegada de don Juan, en una banquita de madera, de esas que hay en México en el zaguán de las casas.

XXXII. Un huésped y un portero

En la mañana del día del triunfo de los republicanos, después de la agitada noche en que don Plácido y Caralmuro salieron de la prisión, determinaron ambos salir en busca de Alejandra y Margarita.

Don Plácido conocía el mesón en que ellas estaban, y allí fue, por consiguiente, adonde se dirigieron primero.

El huésped era el mismo, pero el mesón había sufrido una gran variación en sus habitaciones: un cuerpo de caballería se alojaba allí en aquellos momentos, de orden de las nuevas autoridades.

Unas compañías habían entrado ya, y otras estaban todavía formadas en la calle; oficiales, soldados, asistentes, mujeres, todos entraban y salían, haciendo un ruido infernal, arrastrando las espadas, tirando del ronzal caballos y mulas, pisando perros, hablando, gritando; aquello era una torre de Babel, era casi imposible penetrar allí.

Por fin, a fuerza de trabajos, Caralmuro y don Plácido llegaron a la administración: el huésped estaba atarantado verdaderamente; quién le pedía la llave de un cuarto, quién le preguntaba por pastura, quién se metía como «Pedro por su casa», hasta la mesa de la administración, y se ponía a escribir descansadamente; el pobre hombre contestaba al uno, reconvenía al otro, detenía al de más allá que se llevaba, una escoba, o que se salía con la pluma tras de la oreja.

Los momentos no eran de lo más oportunos para averiguar, pero la cosa era de lo más urgente para Caralmuro y don Plácido, por la misma presencia de la tropa en el mesón.

—Dispense usted, señor —dijo don Plácido—: ¿vive aún aquí la familia que estaba el otro día, bajo el nombre de Ladislao Pamplona?

—¡Ladislao! —dijo el huésped…

—La llave del catorce —gritó un soldado.

—¿Para qué? —dijo el huésped.

—Es el alojamiento de mi capitán Rojas.

—Con permiso de ustedes, voy a dar esta llave.

El huésped entró con el soldado y le entregó la llave. En el momento de salir llegó un oficial.

—Amigo, ¿no nos puede abrir aquel cuarto grande que está cerca de los macheros?

—¿Cuál?

—Uno muy largo que dice: «Cal».

—Pero señor, si no les sirve de nada: allí se guarda la cal, y tengo ahora una poca de madera.

—Si nomás es para guardar las sillas de la compañía.

—Está muy sucio.

—No le hace, deme la llave.

El huésped se armó de paciencia.

—Aquí está la llave; nomás que no me tiren la madera ni me la vayan a coger para la lumbre, porque es fina.

—No tenga cuidado.

—Conque decían ustedes que una familia…

—Que vivía en el 33: dos señoras y un muchacho.

—¡Ah! Sí: que le decían…

—Amigo —dijo llegando otro oficial—: ¿no pudiera darnos una caballeriza chica que está allá adentro?

—Señor, tengo allí mis animales.

—¿Qué le hace? Al fin es por poco tiempo, y usted ha de tener por aquí alguna casa conocida adonde llevarlos; es para los caballos del coronel.

—¿Cuántos son los caballos?

—Dos del coronel, dos de los asistentes y una mula.

—Mire usted, los dos del coronel caben con los míos, pero los demás no.

—Puede que quepan; vamos a ver.

—Vamos: con permiso de ustedes, señores.

El hombre tardó en volver como media hora.

—Conque sí… dos señoras y un muchacho que le decían el ardillo —El Cacomixtle —dijo don Plácido.

—Eso es, el Cacomixtle; me acuerdo… Oiga, oiga, soldado, ¿adónde lleva esos costales? Déjelos.

—Son para la pastura.

—No: déjelos ahí.

—Es orden del mayor.

—¿Adónde está el mayor?

—En su alojamiento: vamos a verle.

—Vamos: si él me responde, los llevará; si no, no. Señores, con el permiso de ustedes, vuelvo.

—¿Será esto cosa de nunca acabar? —dijo don Juan.

—Así parece —contestó don Plácido—. ¡Pobre hombre! Le van a volver loco.

—Y a nosotros también.

—Ahí viene.

El huésped llegó diciendo:

—Un momento, un momento: nomás le entrego a este soldado unos costales, y que me den el recibo.

Fue preciso esperar que entregase los costales y que le pusieran el recibo.

—Aquí estoy ya; pero señor, esas señoras se fueron hace ya muchos días; ahora en el 33 está parte de la banda de este cuerpo.

—¿Y sabe usted adónde se fueron?

—El muchacho me dijo que se iban para Mexicalzingo.

—Señor, ¿no tiene usted un colchón que prestar para mi teniente, que está enfermo? —dijo un asistente.

—Vamos a ver si hay: señores con el permiso.

—Nos vamos nosotros: hasta luego, y gracias —dijo don Plácido.

Los dos se dirigieron a la puerta del mesón; la guardia estaba ya colocada.

—¡Atrás! —dijo el centinela.

—¿Por qué? —preguntó don Juan.

—No hay orden. ¡Cabo cuarto!

—¿Qué ocurre? —preguntó el cabo.

—Estos paisanos quieren salir.

El cabo miró al oficial de guardia.

—¡Salen! —dijo el oficial.

—¡Salen! —repitió el cabo.

El centinela terció su arma, y don Plácido y Caralmuro se encontraron en la calle.

—Ahora sí estamos mal —dijo don Juan—; ¿dónde buscarlas?

—Vamos a la casa, y de allí iremos a caballo por el rumbo de Mexicalzingo, a ver si están allí o las vemos por el camino.

—Me parece muy bien.

Margarita y su hija seguían esperando en el zaguán: Cacomixtle se asomaba continuamente hasta la mitad de la calle.

—¿Tardarán mucho? —preguntó Margarita al viejo portero.

—No sé —contestó secamente el viejo.

—¿No vendrán a comer?

—Ellos lo sabrán —y el viejo, sin más miramientos, se metió a su cuarto.

De repente se oyó el ruido de un carruaje, y el cupé de don Juan entró en medio del patio.

El portero salió de su cuarto, un lacayo abrió la portezuela, y don Juan y su amigo bajaron del coche y se dirigieron a la escalera, sin ver al Cacomixtle ni a las dos mujeres que no se atrevían a hablar.

—Señor —dijo el portero a don Juan, ahí están dos señoras esperando a su merced—: ¿les digo que no está aquí su merced?

—¿Qué quieren?

—No me han dicho.

—Diles que vengan.

Don Juan se detuvo al pie de la escalera, y don Plácido, que había subido ya algunos escalones, volvió para ver a las señoras.

Margarita y Alejandra, conducidas por el portero y seguidas de Cacomixtle, se acercaron. Don Juan no las reconoció, pero don Plácido inmediatamente bajó gritando:

—¡Alejandra, don Juan! ¡Alejandra y Margarita!

—¡Margarita! ¡Alejandra! ¡Hija mía!

—Sí don Juan —dijo don Plácido—; su hija, su esposa, que usted confió a mi cuidado y que Dios se las vuelve.

Don Juan estrechaba contra su pecho aquellas dos cabezas: Don Plácido, enternecido, contemplaba la escena; el portero estaba en babia.

Caralmuro comenzó a subir las escaleras abrazado de su hija y de su mujer, y don Plácido y el Cacomixtle, sin hablar una palabra, subían también tras ellos.

—Buena la hice —decía el portero—; si me guardaran rencor: al mejor se le va la liebre, ya Dios dirá.

XXXIII. Un castigo del cielo

Alejandra contó a su padre y a don Plácido todas las persecuciones de que había sido víctima: don Celso apareció tal cual era, y la indignación encendía mil veces el rostro de Caralmuro durante aquella relación.

—Es necesario —dijo—, castigar a ese monstruo: ni Dios ni los hombres honrados pueden tolerarle: yo sobre la tierra, en este momento, voy a hacerlo, y yo sabré hacerme justicia.

—¡Padre mío! —exclamó Alejandra—: ¿qué es lo que usted intenta?

—Castigar un malvado. ¿Usted me acompañará, don Plácido?

—Sí, iremos, y Dios nos iluminará en lo que hemos de hacer con él.

—¡Juan! —dijo Margarita viendo que Caralmuro tomaba su sombrero.

—Es inútil toda reflexión; nada oiré. Vamos, don Plácido.

—Vamos.

Era tan resuelto el aire que había tomado Caralmuro, que su mujer y su hija no se atrevieron a detenerle, y salió acompañado de don Plácido.

Caminaban de prisa y muy distraídos cuando al llegar cerca de la casa de don Celso, Caralmuro oyó que le llamaban por su nombre; volvió el rostro, y vio un oficial que viniendo a caballo se apeaba, dejando el animal a su asistente, y corría hacia él para abrazarle.

Caralmuro iba tan preocupado, que al pronto no conoció al oficial, pero luego que se fijó en él, exclamó:

—¡Don Jorge!

—¡Don Juan! ¡Señor don Plácido!

—Amigo, ¡cuánto gusto tengo! ¿A qué hora ha entrado usted?

—Acabo de llegar, y los vi, y no he podido resistir al deseo de hablarles: dispensen ustedes mi imprudencia, si los he detenido.

—No hay de qué —dijo Caralmuro—; por el contrario, no podía usted haber llegado con más oportunidad.

—¿Por qué, señor?

—Vamos a buscar y a castigar a un malvado, de quien usted habrá oído hablar.

—¿De quién se trata?

—De don Celso.

—¡Infame! Alejandra en Mexicalzingo me ha contado todas sus maldades.

—¿Vio usted allí a mi hija?

—Si. ¿Usted la ha encontrado ya?

—Está en mi casa.

—¿Pero cómo?…

—Ya le contaremos a usted eso: vamos pronto, antes de que se escape ese bribón.

—Permítame usted un momento —dijo Jorge—; me quitaré las espuelas para poder acompañarles.

Jorge se quitó las espuelas, se las entregó a su asistente, tomó su pistola, que colgaba de la cabeza de la silla, se la ciñó, y dijo:

—Cuando usted quiera, señor don Juan.

Los tres entraron en la casa de don Celso, y el asistente quedó en la calle teniendo el caballo.

El zaguán estaba abierto, y al entrar se notaban fragmentos de trapos y papel quemados y algunas balas; en el piso había una mancha negra.

—Aquí han quemado parque —dijo Jorge.

—¿En qué lo conoce usted? —preguntó don Juan.

—Mire usted el rastro de la pólvora, y las balas sueltas y ennegrecidas, y papel con que se envuelven las paradas, quemado también.

—Alguna nueva maldad de este hombre, tal vez.

Entraron al patio y no vieron a nadie; subieron la escalera, y tampoco.

La puerta de la sala estaba abierta, y los tres se dirigieron a ella.

—Nadie —dijo don Juan.

—Nadie —repitieron los otros.

—¡Si se habrá fugado! —dijo don Plácido.

—Es muy capaz —contestó Jorge.

—¡Lo dicho! —exclamó Caralmuro entrando a la recámara.

Todo estaba en el mayor desorden; los roperos, los cajones, las alacenas, todo abierto, todo vacío; era seguro que allí había habido un saqueo, se había perpetrado un robo.

El dueño nunca hubiera sacado de allí sus cosas de aquella manera.

Caralmuro y don Plácido seguían registrando la casa, Jorge iba detrás.

Al salir de la recámara de don Celso, Jorge vio un papel, lo levantó, y comenzó a leerlo.

Caralmuro oyó unos gemidos, abrió la puerta, y lanzó un grito de espanto.

En el mismo momento Jorge lanzó otro grito, y se puso pálido.

Don Plácido miró a los dos sin comprender la causa.

—¡Don Plácido! ¡Don Plácido! —dijo Caralmuro—, ¡mire usted qué cosa tan espantosa!

Don Plácido se adelantó para ver lo que le mostraba Caralmuro.

En una pieza completamente iluminada por el sol del mediodía, en dos camas colocadas una cerca de la otra, dos figuras, con el cuerpo y el traje de mujer y la cabeza horriblemente descompuesta, se retorcían agitando los brazos, y lanzando gritos inarticulados que nada tenían que se pareciese a la voz humana.

—¿Pero qué es esto? —decía don Plácido—, ¿qué es esto tan espantoso?

—Dos mujeres quemadas, a lo que parece, y abandonadas aquí sin auxilio de ninguna clase, sufriendo indudablemente dolores horribles, y sin una medicina, sin nada. ¡Jorge, Jorge!

Jorge se había detenido pensativo, pero al oír que le llamaban, se acercó, y al contemplar aquel espectáculo, no pudo menos, a pesar de la preocupación de su espíritu, de lanzar una exclamación:

—¡Qué horror! Señor Caralmuro. Pero estas mujeres ¿están solas?

—Quizá haya alguien por allá dentro.

—Voy a ver —dijo don Plácido.

Salió, y poco después entró diciendo:

—Nadie, nadie: la casa está sola y robada, a lo que parece.

En efecto, luego que los criados vieron el estado de Pilar y de Ramona, aprovechando el desorden que reinaba en la ciudad a consecuencia del desbandamiento de las tropas, se fueron todos llevándose cuanto encontraron, y dejando abandonadas a aquellas dos infelices.

El cielo castigaba los crímenes de aquellas mujeres, pero de un modo terrible.

—Es necesario dar parte de lo que aquí ocurre —dijo Caralmuro.

—Iré a avisar al jefe de la plaza —dijo don Plácido.

—Vaya usted pronto, porque estas desgraciadas se mueren.

Don Plácido salió a dar parte de lo que habían visto, y Caralmuro se acercó a las camas de las enfermas.

Pilar no hablaba nada; tenía una respiración jadeante y entrecortada, y de cuando en cuando lanzaba unos gemidos: había recibido el fuego más directamente.

Ramona estaba un poco menos mal, y Caralmuro creyó adivinar que decía:

—¡Agua!

—Esta mujer quiere agua. Don Jorge, vea usted si hay, y tráigame una poca.

Jorge trajo un vaso con agua, pero fue imposible hacérsela beber, toda se derramó en la cama, y había el riesgo de ahogarla si se insistía en que la tomara.

—Don Jorge —dijo Caralmuro—, permanezca usted un momento aquí, mientras voy a ver a un médico amigo mío, que vive aquí cerca.

—Muy bien, señor.

Jorge tomó una silla y se sentó frente a las enfermas: luego que se vio solo, sacó de la bolsa un papel y comenzó a leer en voz alta:


Señor don Celso:

Estoy resignada a todo: puede usted disponer de mí: venga usted a la hora que quiera, o mande usted que vaya a donde lo disponga, pero salve usted a mi madre.

ALEJANDRA.
 

Era la carta que Alejandra había escrito a don Celso desde su prisión, y que se había olvidado de quemar aquel malvado, o quizá intencionalmente, para deshonrar a la pobre muchacha, la había dejado allí.

Jorge la encontró, y al leerla y al reconocer la letra y la firma de su amada, había lanzado el grito de espanto que llamó la atención de don Plácido.

—¡Dios mío! —decía Jorge leyendo la carta—, ¡qué funesto descubrimiento! ¡Y en el día que yo creía el más feliz de mi vida! Y no hay duda: ¡es su letra!… ¡Es su firma!… «Disponga usted de mí…». ¡Esto es espantoso! ¡Ese infame se ha burlado de ella!… ¡Alejandra deshonrada… infame… Y me lo ocultaba… y me engañaba… y quizá se reía de mí… Y por esa mujer he dejado a Elena, a ese ángel de pureza!… ¡Dios mío! Pero si Alejandra sucumbió por salvar a Margarita… ¡Pobre Alejandra! ¡Pobre niña, víctima de esa víbora!… No: ella no es culpable… ¡Yo buscaré a ese hombre, yo le arrancaré el corazón!

Jorge inclinó la cabeza y quedó como sumergido en un letargo, porque no sintió los pasos de una persona que llegaba, y no alzó el rostro hasta que no oyó el grito que lanzó el recién venido al ver a las dos mujeres.

—¡Cacomixtle! Dios te envía: óyeme, respóndeme: ¿me dirás la verdad?

—¿Qué tiene usted con esa cara tan espantada?

—Respóndeme, ¿desde cuándo estás con Alejandra?

—Desde que las saqué de la Diputación.

—¿Pero eso cómo ha sido? No me ocultes nada.

—¿Para qué le he de ocultar a usted nada? Yo estaba con don Celso, ya le conté a usted: me enviaba a llevar la comida y logré sacar la orden de libertad, y se acabó: ya usted sabía eso.

—Bien: ¿pero don Celso no enamoraba a Alejandra?

—¡Vaya si la enamoraba! Y le dijo que si no le quería, fusilaba a doña Margarita: la pobre Alejandra lo creyó…

—¿Y qué? ¿Y qué?

—Que le escribió a don Celso diciéndole que la fuera a ver: eso me lo contó ella.

—Bien; ¿pero qué sucedió? ¿Qué sucedió? ¡Acaba por Dios!

—Voy, que no soy escopeta: que el viejo recibió la carta, pero cuando fue, si llegó a ir, ya yo me había sacado libres a las dos, y él se quedaría echando chispas. ¡Quién lo hubiera visto!

Y Cacomixtle lanzó una carcajada.

Jorge sintió que le volvía el alma al cuerpo: abrazó al Cacomixtle, le levantó, y hasta le besó; rompió la carta y pateó los pedazos, y se hubiera puesto a bailar si no lanzara un gemido una de las enfermas.

—¿Pero qué ha pasado aquí? —preguntó Cacomixtle.

—No sé: así hemos encontrado las cosas: tú tal vez conoces quiénes son estas mujeres.

—Por la ropa: bien, ésta es Ramona, la mujer del tío Lalo, y ésta Pilar, la criada de don Celso.

—¿Pilar y Ramona? —preguntó don Juan, que llegaba en este momento con don Plácido y con unos hombres que venían por las enfermas para llevarlas al hospital.

—Pilar y Ramona —dijo el Cacomixtle; venía yo a buscarlas para irle a avisar a usted que las castigaran de algún modo.

—Pues ya el cielo se encargó de eso —exclamó Caralmuro; y seguido de sus amigos salió del cuarto, dejando la casa en poder de la autoridad.

XXXIV. En que esta historia va tocando a su fin

Tan preocupados salieron Caralmuro y sus compañeros de la casa de don Celso, que apenas se acordó el primero de ofrecer a Jorge la suya, ni decirle nada de lo que se había descubierto respecto a su nacimiento.

Jorge montó a caballo y se dirigió al colegio de Minería, donde estaba el cuartel general: al pasar por la gran plaza de la Constitución, conoció a Mondragón, que caminaba a pie, llevando a Leonor del brazo.

Jorge, mal prevenido contra la joven por lo que Murillo le había contado en Mexicalzingo, hizo como que no les había conocido, y se pasaba de frente sin detenerse ni saludarles; pero ellos inmediatamente le conocieron.

—¡Padre! ¡Jorge! Ahí va Jorge.

—Llamémosle, hija mía; pero nada le digamos aquí; hay mucha gente.

—Le llevaremos a nuestra casa.

En este momento Jorge pasaba cerca.

—¡Jorge! —gritó Mondragón.

—¡Jorge! ¡Jorge! —gritó Leonor.

El joven tuvo que detenerse y saludar.

—Háganos usted el favor de apearse del caballo y venir con nosotros.

—En este momento tengo que ir al cuartel general —contestó Jorge—; es negocio importante.

—No importa —dijo Leonor—, venga usted con nosotros.

—Muy bien, señorita —contestó Jorge, y apeándose, fue a colocarse al lado de Mondragón.

—Vamos —dijo Leonor, y se tomó ligera del brazo de Jorge.

—¡Qué cosa tan extraña! —pensaba Jorge—. Esta muchacha me trata con una confianza como si fuéramos amigos viejos: aquí pasa algo: es necesario estar sobre aviso, porque esta muchacha es peligrosa.

Llegaron a la casa, entraron a la sala, y al momento Leonor, sin poderse contener, se arrojó en los brazos de Jorge, diciéndole:

—¡Hermano mío! ¡Hermano mío! ¿Me reconoces?

—¡Mi hermana! —dijo Jorge asombrado.

—Tu hermana, hijo mío, tu hermana —decía Mondragón abrazándole también, y llorando.

—¡Yo hijo de usted! ¿Qué es esto?

—La verdad, hijo mío, la verdad: Dios me ha permitido encontrar a ustedes antes de morir…

—¿Pero esta señorita no era hija de don Juan, no se iba a casar con usted?…

—¡Por Dios, Jorge, no me digas señorita! Leonor, tu hermana, tu hermana.

—Ya sabrás esas historias; por ahora no dudes, hijo mío, ten fe; ésta es tu hermana, yo tu padre: Don Juan, don Plácido, todos lo saben…

—¡Pero señor!…

—Ven, hijo mío, tienes motivos de dudar: acontecimientos de esta clase no pueden creerse así nomás; ven a ver a doña Salvadora, y conocerás la historia de tu nacimiento.

Y Jorge, llevado de una mano por su padre y de otra por Leonor, entró adonde estaban doña Salvadora y doña Estefanía.

La pobre vieja tuvo que contar por la décima vez aquella historia, y Jorge no pudo negarse a la evidencia, y abrazó, llorando de ternura, a su padre y a su hermana.

—Sólo me inquieta ya, hijos míos —dijo Mondragón—, la suerte de Matilde: cualquiera que haya sido su conducta, es vuestra madre…

—¿Pero cómo?… —dijo Jorge.

—Sólo la vieja Pilar podrá damos noticia de ella.

—Entonces pierda usted, padre, toda esperanza.

—¿Por qué?

—El cielo ha castigado a esa desgraciada, y hoy, yendo con don Juan a buscar a don Celso, hemos encontrado a Pilar y a otra vieja, que se llama Ramona, con las caras completamente quemadas, monstruosas, sin vista, sin oído, sin habla, abandonadas, casi moribundas…

—¡Jesús, qué horror! —dijo Leonor.

—¿Y don Celso?

—Ha desaparecido.

—Dios le castigará.

Jorge no pensó ya en todo el día en volver al cuartel, ni en salir de la casa, y apenas le alcanzaba el tiempo para contestar a don Felipe y a Leonor, que le hablaban del cura Ruiz, de la señora Joaquina y de Alejandra.

En la tarde, un coche llegó a la casa de Mondragón, y bajaron de él Caralmuro, Alejandra y Margarita.

Jorge había contado ya a su padre su amor a Alejandra y su promesa de casarse con ella; Caralmuro por su parte había sabido con gusto la pasión de su hija por Jorge, y la noticia fue para los dos padres, verdaderamente satisfactoria.

Mondragón, Jorge y Leonor salieron a recibir a Caralmuro y a su familia.

Todos se conocían, al menos de nombre, y todas aquellas personas se amaban y se consideraban una sola familia.

Caralmuro y Mondragón no hicieron misterio de los amores de sus hijos.

—Vamos, amigo don Felipe —dijo don Juan—: estaba de Dios que mi hija fuera esposa de un Mondragón, y sin que usted se ofenda, estoy mejor por el muchacho.

—¿Y tú también, es verdad? —dijo Mondragón acariciando paternalmente la mejilla de Alejandra.

La muchacha se puso como una amapola.

—Pues es cosa hecha, don Felipe, arreglaremos la boda —dijo Mondragón—: quiero que sea como las de «Camacho».

—O mejor —contestó Mondragón, alborozado como un muchacho.

—¿Y Murillo? —preguntó de repente don Juan—: ¿cómo no le veo aquí con su amigo Jorge?

Mondragón, antes de contestar, miró a Leonor: entonces tocó su tumo a Leonor de ponerse encendida.

—¡Pobre Murillo! —pensó Jorge—: ¡qué contento se va a poner! Y luego dijo en voz alta:

—Señor, si Murillo no está aquí, es por culpa mía, que buenos deseos tendría él de venir, si supiera lo que ha pasado; pero aún no le he dicho nada. Son las siete: voy por él.

—Ve, hijo mío; ese joven ha sido tu hermano en la desgracia; que venga a participar de tu felicidad.

Jorge salió precipitadamente a la calle y se dirigió al cuartel: temía ir a la casa de Murillo por no encontrarse con Elena.

Murillo estaba en el cuartel, en una silla reclinada contra la pared: el pobre muchacho pensaba en el desengaño que había tenido, al saber que Leonor se casaba con Mondragón.

Jorge venía radiante de felicidad; Murillo le tendió tristemente la mano.

—¿Qué hay? —dijo Murillo.

—Tú siempre tan triste —contestó Jorge, procurando contenerse para gozar más con la noticia que le traía.

—¿Qué quieres? Ésta es mi vida.

—¿En qué piensas?

—En esa mujer, en Leonor.

—Olvídala, hombre —dijo Jorge sonriendo.

—¡Imposible, imposible!

—Consuélate: quizá de repente serás feliz.

—Tú que sabes lo que pasa, ¿crees podré serlo?

—Creo que sí.

—¿Cómo?

—¿Qué me darás por una noticia que te traigo?

—¿Qué quieres?

—Un abrazo.

—Sin noticia y sin nada te lo daré.

—Pues dámelo, dámelo; porque la noticia lo merece.

Murillo abrigando una esperanza, abrazó tiernamente a su amigo.

—¿Amas mucho a Leonor? —preguntó Jorge.

—Más que a mi vida.

—¿Y te casarías con ella?

—¡Oh, sería para mí la suprema felicidad!

—¿Fuera su padre quien fuera?

—Sí, sí.

—Pues bien, Murillo, Leonor es mi hermana; es hija, como yo, de don Felipe Mondragón.

—¡Jorge! No me engañes, no te burles de mí —gritó Murillo, pálido de emoción.

—Por mi honor te lo juro, ven a mi casa.

Murillo se arrojó al cuello de Jorge, y le oprimió con todas sus fuerzas.

—¡Loco, loco! ¡Me ahogas, me ahogas!

—Sí, estoy muy contento.

—Bien; pero déjame: no te pedí más que un abrazo y no tantos. ¿Tienes aquí qué hacer?

—No, y aunque tuviera, ¿qué quieres?

—Vamos a mi casa, te esperan; allí está Caralmuro con su hija, que es mi Alejandra: ya sabes, nuestra buena amiga Margarita: ¡todos, todos muy contentos!

—Pues vamos, vamos.

Los dos llegaron a la casa, y Murillo fue recibido con verdadero placer por todos.

* * *

La boda de Jorge y Alejandra quedó arreglada.

Murillo no quiso quedarse atrás, y como el terreno estaba bien preparado, antes de dos días don Bartolomé de Murillo pedía a Leonor en matrimonio para su hijo Eduardo, y Mondragón no pudo negarse: la muchacha estaba enamorada, y Eduardo era todo un buen chico.

Las dos bodas se fijaron para el mismo día.

XXXV. En casa del vicario

A la derecha del camino que conduce de México a Morelia, y un poco más adelante de Toluca, hay un pueblo pequeño que se llama Jocotitlán.

Este pueblo, situado a la falda de un elevado cerro, que lleva el mismo nombre, debe a ese mismo cerro, que se descubre desde larga distancia, el ser más conocido que los otros que están en sus inmediaciones: por lo demás, nada se ve allí que pueda llamar la atención de los viajeros.

Una tarde, pocos días después de la rendición de México, un hombre vestido de cuero, montado en un hermoso caballo alazán y seguido de un criado, llegaba a la puerta de la casa cural de aquel pueblo.

El hombre se apeó con desembarazo, y entró en el curato como en la casa de un amigo: el criado se puso a pasear frente a la puerta los caballos, que parecían venir muy fatigados.

Pocos momentos después, casi arrastrándose, apoyada en un tosco bordón, llegó a la misma puerta una mujer que tenía todas las apariencias de ser de esas limosneras que caminan por todos los pueblos, y se mantienen en sus viajes, cansando su pobre cuerpo por no cansar la caridad que les da el sustento.

La mujer se sentó en el dintel de la puerta, y comenzó a dormitar.

Del interior de la casa salieron entonces, el viajero que había llegado a caballo, y un clérigo grueso y viejo, que se deshacía en cumplimientos.

—Sí, señor —decía el clérigo—; el señor cura está ausente, pero yo hago sus veces, y puesto que usted es su amigo, tendré mucho gusto en serle a usted útil de todas maneras.

—Mil gracias: sólo me detendré aquí esta noche —contestó el viajero—: ya usted sabe cómo andan las cosas, y no quiero comprometer a usted, aunque sé que es de los nuestros.

La limosnera al oír la voz de aquel hombre, alzó la cabeza y le miró; sus ojos brillaron de una manera siniestra.

—¡Muchacho! —gritó el vicario—: mete esos caballos y que te den al dentro la pastura; les echas de cenar, y luego subes a tomar algo. ¿Le parece a usted, señor?

—Sí, como usted lo disponga.

—Pues vamos a que tome usted su chocolatito.

El criado entró con los caballos y luego el vicario y su acompañante se entraron también.

La limosnera les vio subir, y luego exclamó:

—¡Don Celso! ¡Infame! Dios me envía tras de ti como tu sombra. Por ti, por tus crímenes huyo de mí casa, de mi madre, de mi hija… ¡De mi hija tan hermosa, tan simpática, tan buena!… Y sin pensarlo, y sin quererlo, cuando sólo busco un pedazo de pan con que saciar mi hambre, te encuentro… ¡Infame! ¡Estás maldito de Dios… y yo también!

La mujer se recostó en la puerta, y cediendo al cansancio y la debilidad, se quedó dormida.

Media hora permaneció así, hasta que los pasos de una persona que pasaba corriendo, la despertaron: era una criada del vicario: a poco salió un mozo corriendo también, y luego otro, y la primera mujer volvió acompañada de otra, y se notaba un movimiento raro en la casa, como si pasara algo funesto, porque todos los que entraban y salían, estaban como espantados.

La «Guacha» deseaba saber lo que allí sucedía, desde que había visto entrar a don Celso: lo que pasaba en el curato tenía para ella un interés muy grande, pero no se atrevía a preguntar.

Por fin uno que entraba, encontró con otro que salía.

—¿Qué ha sucedido aquí, Rosalío? —dijo el que entraba.

—Señor, una desgracia muy grande: que esta tarde un señor vino a visitar al señor vicario, y al acabar de tomar su chocolate, se ha caído muerto.

La «Guacha» se enderezó violentamente.

—¡Muerto! —dijo el que entraba.

—¡Muerto! Ya el señor vicario, y don Policarpo de la barbería, le reconocieron, y dicen que está bien muerto.

—¿Y qué va a hacer el señor vicario?

—Pues ya tendieron al señor con sus velas, y yo iba a llamar a usted para que hiciera el cajón.

—Ya me habían llamado, pero yo creía era para otra cosa.

—Pues suba usted, que le están esperando.

El que iba a hacer el cajón, que era el carpintero del pueblo, subió a la habitación del vicario.

En una salita pequeña, encima de una gran mesa, estaba tendido don Celso, con las manos atadas por delante, como se acostumbra hacer por allí con todos los muertos, y los pies ligados entre sí con un lienzo.

Cuatro enormes cirios ardían a los lados del cadáver.

—¿Qué dice usted, maestro, qué desgracia? —dijo el vicario viendo entrar al carpintero.

—¡Qué dice usted, señor! ¿Y cómo ha sido?

—Pues nada —tomando chocolate—, de repente cayó, y ya estaba muerto; pero tan rápidamente, que no alcanzó ni para apretarle la mano: nomás le absolví sub condicione.

—¡Pobre señor!

—Para que usted vea, maestro, cuánto importa estar preparado: nadie sabe cuándo llegará su hora… ¡Qué se va a hacer! Requiescat in pace. A ver, tómele usted medida para su cajón; pero que sea una cosa fuerte, porque nomás voy a depositarle mientras escribo a México, a ver si tiene familia…

El carpintero tomó medida.

—Señor vicario, la verdad es que no hay ahora buena madera.

—¿Cómo no ha de haber, con tantos montes?

—No hay, como haber Dios.

—No jure, maestro, que es pecado. ¿Pues qué no se conseguirán unas tablas buenas?

—Es difícil; porque los naturales, por la guerra: no han bajado en estos días; pero haré un poder, y no tenga usted cuidado.

—¿Para cuándo?

—Para mañana.

—Vela usted esta noche; ¿pues cómo he de tener el muerto en mi casa? Mañana le encajonamos, le digo su misa de Requien, y le deposito; por eso necesito muy temprano el cajón.

—Haré todos los imposibles, señor.

—Pues váyase pronto, y a trabajar: ¿cuánto me lleva por el cajón?

—Por ser para usted, señor, ahí serán cuatro pesos.

—¡Jesús, qué caro! Tres.

—No señor, está cara la madera.

—Tres pesos cuatro reales.

—Tres con seis.

—Vamos, tres con seis.

—¿No me presta usted un peso?

—Siempre pidiendo adelantado: tenga usted, y no vaya a tomar pulque.

—Pierda usted cuidado.

El carpintero salió a trabajar, y veló toda la noche.

La «Guacha» consiguió licencia de quedarse allí en la noche, y hasta le dieron de cenar.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, el carpintero entraba al curato con una gran caja de muerto, hecha de madera blanca.

—A ver, maestro, qué tal ha quedado usted —decía el vicario.

—Sí, todo está bueno, pero aquí tiene un gran remiendo esta tabla.

—Es la verdad, pero ya le dije a usted, señor, que no se encuentra madera.

—Pero si este remiendo viene a quedar enfrente de la cara del difunto.

—Sí señor, se lo puse ahí porque es donde no hace fuerza para nada; vea usted, en otra parte el remiendo cargaba peso, y aquí frente a la cara, no.

—Vaya, tiene usted razón: aquí está su dinero, pero ayúdenos a meter a este pobre señor en su cajón.

—Con mucho gusto. ¿No le envolvemos en algo?

—Sí, en el sarape en que está tendido. Le envolveremos el cuerpo; la cara no, ¿para qué?

El carpintero envolvió fuertemente el cuerpo de don Celso en su sarape, y luego le metieron en la caja.

—Maestro, está muy oprimido.

—Señor, es bueno así, por si se lo llevan, para que no se vaya jugando el cuerpo.

—Siempre tiene usted disculpa.

—La verdad.

—Clávelo usted.

El carpintero clavó la tapa del ataúd fuertemente, y remachó los clavos.

La verdad era que el ataúd no podía ser peor; madera vieja y mal hecho, pero no había otra cosa.

Cuatro hombres lo bajaron a la iglesia: el vicario, con ornamentos negros, le dijo una misa, y luego se depositó el cadáver en una pequeña bóveda que formaba debajo del altar mayor, y a la que se podía entrar por una pequeña puerta que carecía de llave.

Una vez depositado el cadáver, los fieles que habían asistido a la misa, salieron, el sacristán cerró las puertas, y la iglesia quedó sola y en el más profundo silencio.

XXXVI. El amor de otros tiempos

Cuando todo quedó ya en silencio dentro de la iglesia, del pie de uno de los altares se fue levantando la «Guacha», que había permanecido allí, sin que el sacristán lo hubiera advertido.

Poco a poco se puso en pie; y sin vacilar, como si la fuerza de su alma hubiera comunicado vigor desconocido a sus miembros, se dirigió a la puerta de la bóveda en que estaba depositado el cuerpo de Valdespino: llegó, la puerta estaba abierta; y la «Guacha» penetró en aquel recinto.

Era aquélla una pequeña y maciza bóveda de cantería, sin más entrada que la puerta, y alumbrada por una pequeñísima claraboya, a una altura como de tres varas de la tierra.

Aquella bóveda servía de almacén en la iglesia: había allí vigas, cajones, mesas, esculturas viejas; en fin, una gran porción de objetos más o menos servibles, pero todos de los dedicados al culto.

El ataúd estaba colocado en el suelo, en medio de la bóveda.

La «Guacha» se arrodilló cerca de él.

—Ya no eres nada… —dijo—, ya no eres nada; pero has muerto como no merecías morir: tú, el verdugo de la inocencia, tú, que causaste mi desgracia, mi vergüenza; ¡oh! Tú debías haber sentido por lo menos los tormentos que hiciste sentir a tu hija, a la pobre Inés; has muerto, y sin embargo… no te perdono, no te perdono.

La «Guacha» quedó pensativa, y de repente se enderezó espantada; había sentido ruido dentro del cajón; quiso huir, pero el terror se lo impidió.

Se oyó entonces como si el muerto golpease la tapa con la frente, y gritos ahogados.

—¡Socorro! ¡Socorro!

—¡Está vivo! —exclamó la «Guacha»—, ¡está vivo! —Una alegría infernal brilló en sus ojos.

Don Celso golpeaba con tanta fuerza, que el remiendo de la caja comenzaba a ceder: la «Guacha» le ayudó, y un momento después, la cara de don Celso apareció en la tapa del ataúd, pero nomás la cara: no tenía movimiento más que en la cabeza: el resto del cuerpo estaba ligado y envuelto en un sarape, y la caja sólo había perdido la pieza que cubría una parte poco mayor que la cara de don Celso.

—Gracias, gracias —dijo Valdespino—, gracias, señora: creí morir nomás del horror de considerarme enterrado en vida: ahora que puedo respirar, hágame usted el favor de ir a dar parte al vicario, que me venga a sacar de aquí; pero pronto, yo le daré a usted una buena gala.

—Sí, eso será después; pero antes tenemos que hablar de nuestras cosas, señor don Celso.

—¡Qué, qué! ¿Usted me conoce?

—Mucho, señor Valdespino, mucho más de lo que yo hubiera querido.

—¿Pues quién es usted?

—¿No me conoces?

—No, no.

—Mírame bien: soy tu amor, tu pasión: soy Matilde.

—¡Matilde! —gritó espantado don Celso.

—Matilde, la misma, ¿no me conoces? Mira mi rostro, mis ojos que eran tu encanto: mira esta boca, en donde estampaste tantos besos ardientes: mira este seno que fue tu delicia: ya no es lo que era, ¿es verdad?

—¡Matilde, Matilde!

—¿Te acuerdas de nuestros amores, de nuestras citas nocturnas en casa de Mondragón, amor mío? ¿Recuerdas nuestra casita de la plazuela de Loreto?

—Matilde, por Dios, ¿qué quieres de mí? ¿Qué pretendes?

—Nada, nada; un día más de tu amor, de aquel amor que me juraste, de aquel amor por el que perdí cuanto tenía sobre la tierra, por el que he perdido hasta la salvación de mi alma.

—¡Socorro, socorro! —gritó don Celso con los ojos saliéndosele de las órbitas, y el pelo erizado por el terror.

—Espera, espera, ángel mío —dijo la «Guacha»—, voy a tomar mis precauciones, como tú las tomabas en otro tiempo, para impedir que nos sorprendan en esta última conferencia amorosa.

La «Guacha» se levantó: la puerta de la bóveda se cerró por dentro, y aquella mujer, con una fuerza increíble, colocó allí vigas y piedras, y mesas, y todo cuanto encontró, hasta formar una barricada; era imposible forzar aquella entrada. Don Celso la miraba con terror, no podía ni gritar, hacía esfuerzos inauditos; pero estaba de tal manera envuelto, que ni un solo dedo podía mover.

Valdespino se estremeció: la calma de aquella mujer era horrible.

—Ya estamos solos —dijo la «Guacha» sentándose al lado del ataúd—; tan solos, que estamos en la tumba: el mundo no existe ya para nosotros, ni nosotros para él: vengo a tu lado a morir contigo, o a presenciar tu agonía.

Don Celso tuvo miedo, pero un miedo espantoso: aquella conciencia manchada, impura, sentía no el arrepentimiento, sino el pavor. La «Guacha» se alzaba delante de él como un remordimiento: entonces, como todos los malvados, apeló a la humillación y al llanto.

—Matilde —decía—: yo he sido muy malo contigo, perdóname, perdóname; te lo pido por Dios, por tus padres, por tu hija…

—¿Por mis padres? ¿Por mi hija? ¿Por Dios? Me das risa: ¿acaso no lo he perdido todo por ti? ¿No he sido una hija desnaturalizada, una esposa infiel, una madre sin corazón, y una mujer desmoralizada y sin fe, por seguirte? ¿Lo olvidas, don Celso? No: tú me obligaste a seguirte y te sigo, aquí me tienes, a tu lado, amorosa y tierna como en otro tiempo. Valdespino, dime ahora como entonces, que me amas, ángel mío.

Aquellas frases amorosas, y pronunciadas con una ironía tan sangrienta, aumentaban el horror de Valdespino.

—Pero Matilde, ¿qué quieres, qué intentas?

—¿Tú no lo comprendes, amor mió? Tú me arrancaste del mundo en otro tiempo para que fuera yo tuya, y nomás que tuya: yo, para pagarte tanto amor, te separo también del mundo para que seas mío, y nomás que mío.

—Entonces, sácame de esta tumba: yo te juro por Dios, que te llevaré conmigo, que nos iremos a vivir en donde nadie nos conozca, que te haré feliz, que nunca me separaré de tu lado. Todo, todo cuanto quieras haré; pero sácame de aquí, por Dios, por lo que amas más sobre la tierra, sácame. ¡Oh! Tú no comprendes lo espantoso de mi situación, sepultado en vida. Matilde, por Dios, sácame, sácame de aquí.

—¡Qué tonto eres Valdespino! ¿Piensas que voy a creerte? ¿Piensas que tengo algún deseo de vivir a tu lado? ¿Crees que te amo? ¡Miserable! ¡Infame! Tú, como una víbora ponzoñosa, mordiste el seno de tu protector, de mi padre, deshonraste sus canas: tú hiciste la desgracia y la vergüenza de mi madre: tú gozaste mi amor, valiéndote del medio más vil y reprobado; me hiciste abandonar a mi marido, me arrancaste a mis hijos, me arrojaste a la prostitución y a la miseria. ¿Tú esperas clemencia de mí? ¿Tú, el envenenador de tu hija, de la pobre Inés; tú, el perseguidor de Alejandra; tú, el asesino de Pablo y de don Plácido? ¡Nunca! Te odio, te detesto, vengo a verte morir con la agonía más espantosa, en medio de la desesperación más horrible: vengo a reír con tus gestos y con tus ansias, porque tú debes padecer mucho para morir: estás fuerte, y lucharás con la muerte, porque guardas la esperanza de que vengan a salvarte, y cuando te mire rabioso y expirante, entonces gritaré en tu oído todos tus crímenes, o te diré frases de amor, de esas que te agradaba oír, y si quieres, bien mío, recibiré en mis labios tu último suspiro.

Y la «Guacha» lanzó una carcajada estridente y nerviosa, como la de un réprobo.

Valdespino cerró los ojos por no ver aquella figura odiosa. Matilde no era ya aquella mujer humilde y resignada; sus ojos brillaban con un fuego infernal, su boca se plegaba con una sonrisa que helaba de espanto, y su respiración agitada salía de entre sus labios secos, como un aire que sale de un fuelle.

—¿Cierras los ojos, amor mío? —dijo—: no me conviene: ¡ábrelos! Quiero verme en su luz.

Valdespino rechinaba los dientes; la rabia sustituía al terror, y la rabia tanto mayor, cuanto era mayor la impotencia.

—Abre tus ojitos —decía la «Guacha», procurando con sus manos descarnadas abrir los ojos de don Celso.

—¡Déjame, mujer maldita! ¡Vete, vete! Déjame morir aquí desesperado; pero no quiero verte, no quiero oírte: ¡déjame!

—No, Valdespino: si sabes que te he amado tanto, ¿cómo te he de dejar? Por ahora, abre los ojos, que quiero que me veas.

—¡No, nunca! Prefiero no volver a mirar la luz.

—¿No, Valdespino?

—No: ¡déjame!

—Entonces yo te obligaré.

Don Celso no contestó: La «Guacha» sacó del pañuelo que tenía al derredor del cuello, un alfiler, y con una horrible sangre fría le clavó en uno de los ojos cerrados de don Celso.

Entonces no fue un grito, fue un rugido lo que lanzó aquel hombre: todo el ataúd se estremeció, y don Celso buscó con los dientes la mano que le hería, pero era imposible alcanzarla.

La «Guacha» retiró el alfiler, y don Celso abrió los ojos.

—¡Infame, infame! —gritó Valdespino.

—No te enojes, amor mío, no te incomodes, que puede hacerte mal. Esto no ha sido más que la prueba, y te advierto, que si te empeñas en cerrar tus ojitos y no verme, con este mismo alfiler te los picaré tanto, que muy pronto quedarán deshechos.

—¡Socorro, socorro!… —aulló Valdespino.

—No grites, porque es inútil: resígnate, que aún tenemos que vivir así lo menos dos días: tú, tal vez, más, porque siempre creo que moriré primero: tú tardarás algo más…

—¿Pero eres una fiera, un demonio, no tienes corazón?

—¡Y tú me hablas de corazón! Tú, monstruo infame; tú, serpiente vil; ¡tú no eres más que un miserable cobarde!

Don Celso, no sabiendo qué hacer, quiso escupir a Matilde, pero su saliva cayó otra vez sobre su mismo rostro.

Matilde volvió a lanzar otra carcajada.

—Tu mismo furor me venga. No tienes valor para morir resignado, que sería tu única esperanza: pues bien, muere desesperado, ¡traidor, asesino, sacrílego, seductor, infame!

La «Guacha» volvió a lanzar por tercera vez aquella carcajada estridente que hacía estremecer a don Celso. Aquella naturaleza cansada, destruida y que se sostenía sólo por la fuerza del espíritu y como esperando nomás el momento de la disolución, no pudo resistir aquella carcajada, aquel esfuerzo nervioso, violento, inusitado, y estalló, y su corazón cesó de latir.

Las constantes aflicciones, y los violentos combates de aquel espíritu, habían producido una aneurisma, que reventándose en aquel momento, produjo la muerte.

Y los ojos de Matilde quisieron saltarse de sus órbitas, sus manos se crisparon, y cayó repentinamente de cara.

Su rostro, por la postura en que estaba colocada, cayó precisamente sobre el rostro de don Celso: entonces don Celso, con la ligereza de un tigre que arrebata su presa, mordió los labios de Matilde, y apretó con todo el furor reconcentrado de la desesperación y de la venganza.

Pero ni un quejido exhaló Matilde, ni hizo el menor movimiento: Valdespino seguía apretando, jadeante de rabia: la frente de la «Guacha» tocaba su frente, y los dos rostros estaban unidos.

Así permaneció algún tiempo, hasta que le pareció que la frente de la «Guacha» se helaba, y que de su boca no salía ni un aliento: soltó su presa, abrió los ojos, y comprendió todo lo horroroso de su situación: la «Guacha» había expirado.

El rostro de aquel cadáver estaba sobre el suyo besándole, sofocándole: intentaba apartar su rostro, pero era imposible, no tenía movimiento alguno para los lados. Hizo un esfuerzo supremo para lanzar lejos de sí aquella cabeza impulsándola con la frente, la cara del cadáver se alzó un poco, y luego volvió a caer pesadamente sobre la suya.

Probó varias veces a apartarla, pero a medida que iba siendo mayor la rigidez del cadáver, el empeño era más impotente.

Don Celso sentía ya el frío penetrante de la muerte en aquel rostro que estaba unido al suyo, y respiraba en la abierta boca de aquel cadáver.

Tres días después, el vicario y el sacristán, que por temor de una fuerza liberal que se había alojado en el pueblo no se habían atrevido a salir, bajaron a la Iglesia.

El vicario determinó enterrar a don Celso, supuesto que nadie reclamaba el cadáver.

Al llegar a la puerta de la bóveda se encontró cerrada por dentro: se atribuyó esto a alguna viga caída que impedía la entrada: a fuerza de trabajo la logró penetrar, y el espectáculo más espantoso se presentó a su vista.

El cadáver de una mujer estaba como besando el descubierto rostro de don Celso.

Los dos en completo estado de descomposición.

Nadie pudo explicar el caso; pero hubo necesidad de enterrar a los dos juntos, e inmediatamente, para evitar un escándalo y una averiguación judicial.

Matilde y Valdespino durmieron el eterno sueño en el mismo lecho.

Epílogo

Tres meses después de la toma de la capital, en una lujosa casa de campo de Tacubaya, se celebraron dos bodas: Alejandra daba su mano a Jorge: Leonor se unía con Murillo.

Los dos estaban retirados ya del servicio.

Elena, olvidando sus ilusiones por Jorge, comenzaba ya a amar a un joven abogado.

Diego y Rito, separados también de la carrera de las armas ganaban su vida como dependientes, en una de las haciendas de Mondragón.

Doña Estefanía, siempre triste, pero tranquila siguió viviendo al lado de Mondragón, y pasaba una pensión a la pobre Feliciana.

El Cacomixtle, como hijo adoptivo de Caralmuro, se ha dedicado a las artes, y pocos días después del triunfo entró a la litografía de la calle de Santa Clara, en donde trabaja con tal empeño, y adelanta tan rápidamente en el trabajo, que hay esperanzas de verle, con el tiempo, convertido en un Constantino Escalante.


Publicado el 2 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
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