Ciento por Uno

Vicente Riva Palacio


Cuento


Corría el año del Señor de 1540. Algunos de los afamados capitanes que con Nuño de Guzmán emprendido habían la conquista del nuevo reino de Galicia en Nueva España, hoy conocido como estado de Jalisco, comenzaban a caer ya bajo la guadaña de la muerte, como las secas hojas de los árboles a los primeros soplos del invierno.

Tocóle tan dura suerte en no avanzada edad al capitán don Pedro Ruiz de Haro, de la noble casa española de los Guzmán. Su muerte dejó en la pobreza y la orfandad a la viuda doña Leonor de Arias, con tres hijas tan bellas como tres capullos de rosa.

Doña Leonor abandonó la ciudad de Compostela, capital entonces de Nueva Galicia, y retiróse triste, pero resignada, a una pequeña hacienda de campo cerca de la ciudad, que se llamaba Mira valle, única herencia que a su familia había dejado el capitán Ruiz de Haro.

Allí, ayudada por el trabajo de sus manos, y más con privaciones que con economía, doña Leonor de Arias educaba a sus hijas en la santa escuela de la honradez, de la pobreza y del trabajo.

Una tarde doña Leonor, rodeada de sus hijas, cosía tomando el fresco delante de su casa y a la sombra de un humilde portalillo, cuando acertó a llegar allí, caminando pesadamente con el apoyo de un tosco bordón, un indio enfermo y viejo.

El indio pedía, no una limosna de dinero, sino un pedazo de pan para calmar su hambre; doña Leonor le hizo sentar, y las tres niñas, alegres y bulliciosas como si fueran a una fiesta, corrieron al interior de la casa a preparar la comida del mendigo.

Pobre, pero abundante, fue el banquete que las hijas de doña Leonor presentaron al indio, que comía delante de ellas, que lo miraban con la ternura que brilla siempre en los ojos de una mujer cuando calma un dolor o remedia una necesidad.

—Dios te lo pague, señora —dijo el mendigo al despedirse de doña Leonor—, y ten confianza en Dios; que si ahora estás pobre, te ha de dar tanto oro y plata que no has de saber qué hacer con ello.

Tres días pasaron desde ese acontecimiento, y ni doña Leonor ni sus hijas recordaban lo que habían hecho con el indio, cuando éste volvió a presentarse llevándole piedras de una mina completamente desconocida. La noble viuda comprendió que aquéllas representaban una inmensa riqueza; diole el mendigo la noticia exacta del lugar en que estaba situado aquel mineral, y se retiró sin que jamás se hubiera vuelto a saber de él.

Cinco años después, la viuda y las hijas del capitán Pedro Ruiz de Haro formaban una de las familias más ricas y opulentas de toda Nueva España.

La mina del Espíritu Santo, primera que se había descubierto en el reino de Nueva Galicia, producía asombrosas cantidades de oro y plata; las recuas que allí llegaban con tercios de víveres y efectos de comercio tornaban cargadas de oro y plata para México, y el rey tuvo necesidad de mandar establecer Caja real en Compostela para recibir las rentas que de esa mina alcanzaba la real Hacienda.

La choza de doña Leonor se convirtió en el palacio de los condes de Miravalle, y tres personajes del reino de Nueva Galicia, don Manuel Fernández de Híjar, sobrino del señor de Riglos y fundador de la villa de la Purificación, don Álvaro de Tovar y don Álvaro de Bracamonte, se sintieron honrados enlazándose con las tres hijas de doña Leonor de Arias.

Muchas veces en el palacio de los condes de Miravalle, doña Leonor, rodeada de sus hijas, de sus yernos y de sus nietos, refería enternecida la historia del mendigo, y terminaba diciendo siempre:

—No hay caridad perdida. Dios da ciento por uno.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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