El Abanico

Vicente Riva Palacio


Cuento


El marqués estaba resuelto a casarse, y había comunicado aquella noticia a sus amigos, y la noticia corrió con la velocidad del relámpago por toda la alta sociedad, como toque de alarma a todas las madres que tenían hijas casaderas, y a todas las chicas que estaban en condiciones y con deseos de contraer matrimonio, que no eran pocas.

Porque eso, sí, el marqués era un gran partido, como se decía entre la gente de mundo. Tenía treinta y nueve años, un gran título, mucho dinero, era muy guapo y estaba cansado de correr el mundo, haciendo siempre el primer papel entre los hombres de su edad dentro y fuera de su país.

Pero se había cansado de aquella vida de disipación. Algunos hilos de plata comenzaban a aparecer en su negra barba y entre su sedosa cabellera; y como era hombre de buena inteligencia y de no escasa lectura, determinó sentar sus reales definitivamente, buscando una mujer como él la soñaba para darle su nombre y partir con ella las penas o las alegrías del hogar en los muchos años que estaba determinado a vivir todavía sobre la tierra.

Con la noticia de aquella resolución no le faltaron seducciones, ni de maternal cariño, ni de románticas o alegres bellezas; pero él no daba todavía con su ideal, y pasaron los días, y las semanas, y los meses, sin haber hecho la elección.

—Pero, hombre —le decían sus amigos—, ¿hasta cuándo vas a decidirte?

—Es que no encuentro todavía la muchacha que busco.

—Será porque tienes pocas ganas de casarte, que muchachas sobran. ¿No es muy guapa la condesita de Mina de Oro?

—Se ocupa demasiado de sus joyas y de sus trajes; cuidará más un collar de perlas que de su marido, y será capaz de olvidar a su hijo, por un traje de la casa de Worth.

—¿Y la baronesa del Iris?

—Muy guapa y muy buena; es una figura escultórica, pero lo sabe demasiado; el matrimonio sería para ella el peligro de perder su belleza, y llegaría a aborrecer a su marido si llegaba a suponer que su nuevo estado marchitaría su hermosura.

—¿Y la duquesa de Luz Clara?

—Soberbia belleza; pero sólo piensa en divertirse; me dejaría moribundo en la casa por no perder una función del Real, y no vacilaría en abandonar a su hijo enfermo toda una noche por asistir al baile de una embajada.

—Y la marquesa de Cumbre-Nevada, ¿no es guapísima y un modelo de virtud?

—Ciertamente; pero es más religiosa de lo que un marido necesita, ningún cuidado, ninguna pena, ninguna enfermedad de la familia le impediría pasarse toda la mañana en la iglesia, y no vacilaría entre un sermón de cuaresma y la alcobita de su hijo.

—Vamos; tú quieres una mujer imposible.

—No, nada de imposible; ya veréis cómo la encuentro; aunque no sea una completa belleza, porque la hermosura para el matrimonio no es más que el aperitivo para el almuerzo; la busca sólo el que no lleva apetito, que quien tiene hambre no necesita aperitivos, y el que quiere casarse no exige el atractivo de la completa hermosura.

Tenía el marqués como un axioma, fruto de sus lecturas y su mundanal experiencia, que a los hombres, y quien dice a los hombres dice también a las mujeres, no debe medírseles para formar juicio acerca de ellos por las grandes acciones, por los grandes hechos, sino por las acciones insignificantes y familiares; porque los grandes hechos, como tienen siempre muchos testigos presentes o de referencia, son resultado más del cálculo que de las propias inspiraciones, y no traducen con fidelidad las dotes del corazón o del cerebro; al paso que las acciones insignificantes hijas son del espontáneo movimiento de la inteligencia y de los sentimientos, y forman ese botón que, como dice el refrán antiguo, basta para servir de muestra.

Una noche se daba un gran baile en la embajada de Inglaterra. Los salones estaban literalmente cuajados de hermosas damas y apuestos caballeros, todos flor y nata de las clases más aristocráticas de la sociedad. El marqués estaba en el comedor, adonde había llevado a la joven condesita de Valle de Oro, una muchacha de veinte años, inteligente, simpática y distinguida, pero que no llamaba, ni con mucho, la atención por su belleza, ni era de esas hermosuras cuyo nombre siempre viene a la memoria cada vez que se emprende conversación acerca de mujeres encantadoras.

La joven condesa era huérfana de madre, y vivía sola con su padre, noble caballero estimado por todos cuantos le conocían.

La condesita, después de tomar una taza de té, conversaba con algunas amigas antes de volver a los salones.

—Pero ¿cómo no estuviste anoche en el Real? Cantaron admirablemente el Tannhäuser —le decía una de ellas.

—Pues mira: me quedé vestida, porque tenía deseos, muchos deseos, de oír el Tannhäuser; es una ópera que me encanta.

—¿Y qué pasó?

—Pues que ya tenía el abrigo puesto, cuando la doncella me avisó que Leonor estaba muy grave. Entré a verla, y ya no me atreví a separarme de su lado.

—Y esa Leonor —dijo el marqués terciando en la conversación—, ¿es alguna señora de la familia de usted?

—Casi, marqués; es el aya que tuvo mi mamá; y como nunca se ha separado de nosotras y me ha querido tanto, yo la veo como de la familia.

—¡Qué abanico tan precioso traes! —dijo a la condesita una de las jóvenes que hablaba con ella.

—No me digas, que estoy encantada con él y lo cuido como a las niñas de mis ojos; es un regalo que me hizo mi padre el día de mi santo, y son un primor la pintura y las varitas y todo él; me lo compró en París.

—¿A ver, a ver? —dijeron todas, y se agruparon en derredor de la condesita, que, con una especie de infantil satisfacción, desplegó a sus ojos el abanico, que realmente era una maravilla del arte.

En este momento, uno de los criados que penosamente cruzaba entre las señoras llevando en las manos una enorme bandeja con helados, tropezó, vaciló y, sin poderse valer, vino a chocar contra el abanico, abierto en aquellos momentos, haciéndolo pedazos. Crujieron las varillas, rasgóse en pedazos la tela, y poco faltó para que los fragmentos hirieran la mano de la condesita.

—¡Qué bruto! —dijo una señora mayor.

—¡Qué animal tan grande! —exclamó un caballero.

—Parece que no tiene ojos —dijo una chiquilla.

Y el pobre criado, rojo de vergüenza y sudando de pena, podía apenas balbucir una disculpa ininteligible.

—No se apure usted, no se mortifique —dijo la condesita con la mayor tranquilidad— no tiene usted la culpa; nosotras, que estamos aquí estorbando el paso.

Y reuniendo con la mano izquierda los restos del abanico, tomó con la derecha el brazo del marqués, diciéndole con la mayor naturalidad:

—Están tocando un vals, y yo lo tengo comprometido con usted; ¿me lleva usted al salón de baile?

—Sí, condesa; pero no bailaré con usted este vals.

—¿Por qué?

—Porque en este momento voy a buscar a su padre de usted para decirle que mañana mismo iré a pedirle a usted por esposa, y dentro de ocho días, tiempo suficiente para que ustedes se informen, iré a saber la resolución.

—Pero, marqués —dijo la condesita trémula—, ¿es esto puñalada de pícaro?

—No, señora; será, cuando más, una estocada de caballero.

Tres meses después se celebraban aquellas bodas; y en una rica moldura, bajo cristal, se ostentaba en uno de los salones del palacio de los nuevos desposados, el abanico roto.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 892 veces.