El Matrimonio Desigual

Vicente Riva Palacio


Cuento


Comenzaba a anochecer cuando llegamos a Covadonga. La luna, en creciente, estaba casi a la mitad del cielo, y su débil claridad se mezclaba con las últimas luces del crepúsculo, dando a todos los objetos un aspecto fantástico, aumentando sus proporciones con la indecisión de los perfiles.

Muchos días hacía que soñábamos con Covadonga. Sentíamos la fiebre de la impaciencia por conocer aquel lugar histórico, y revivíamos las tradiciones y las crónicas en nuestro cerebro, y multiplicábamos las leyendas que brotan de cada uno de los cantos que han inspirado aquellas rocas, sagradas para los españoles. Así es que, al llegar y penetrar en la cañada en aquella hora tan misteriosa, nuestra imaginación se exaltaba, y nos parecía que escuchábamos el alarido de los moros y el ronco grito de los cristianos; y con asombro contemplábamos aquellos enhiestos peñascos, y Covadonga nos parecía una inmensa concha de granito que había cerrado sus valvas gigantescas para abrigar como una perla a un grupo de héroes, y las abrió después para que de allí saliera el germen de un pueblo que debía crecer y robustecerse cada día, reconquistar su patria y pasear triunfante sus banderas en el siglo XVI por la mitad del mundo.

Nos dieron albergue en la hospedería, y a las ocho de la noche nos sentamos a comer, los pocos peregrinos que allí estábamos.

La conversación de sobremesa tomó un carácter de familiaridad muy agradable, porque éramos pocos y todos habíamos llegado en busca de la impresión que debía causarnos aquel lugar.

Frente a mí sentáronse a la mesa un alemán joven —representaba unos treinta y cinco años—, y a su lado una señora como de cincuenta y cinco, que no podía decirse a primera vista si era madre o mujer del caballero. Los dos hablaban el español correctamente, y tuvieron la delicadeza de no dirigirse entre sí la palabra en alemán por temor de que nosotros no lo comprendiéramos, probándonos así, aunque indirectamente, que eran personas de distinción.

A la mitad de la comida ya sabíamos que aquella señora era la mujer del alemán, que se nombraba Leopoldo Schloesing; pero nos llamaba la atención que para nosotros fuera don Leopoldo, y su mujer le llamara Guillermo.

Quizá Leopoldo llegó a comprender que nos admiraba eso, y además la gran diferencia de edad que entre los dos había y el profundo cariño que se mostraban, porque, dirigiéndose a mí, dijo:

—¿Creerá usted que mi mujer tiene más edad que yo?

No supe qué contestar, porque decir que no, era una mentira que me habría conocido en los ojos; y que sí, una falta de galantería con aquella señora, que sonreía dulcemente cuando oyó la pregunta de su marido, y le miraba con una profunda ternura.

—Pues no, señor —continuó el alemán—; le llevo, cuando menos, ocho años, y esto puedo asegurarlo a ustedes bajo mi palabra de honor.

Ninguno de nosotros se atrevió a abrir los labios. Si aquello lo hubiera dicho en son de broma, a pesar de que reírse de ello hubiera molestado quizá a la señora, nos hubiera quedado el camino de la risa; pero al decir eso, su fisonomía había tomado todos los rasgos de la solemnidad, su voz tenía las vibraciones de una profecía, y sus ojos no se dirigían a nosotros, sino que en su mirada parecía perderse en lo infinito.

—No es un secreto, ni quiero hacer un misterio de lo que voy a contar a ustedes. Creo firmemente que van a tomarme por un loco, y van a tener lástima de mi pobre Margarita; pero es una verdad.

La señora oprimió entre sus manos el brazo de su marido, apoyó la cabeza en el hombro de él, y vimos llenarse sus ojos de lágrimas.

Nosotros estábamos como soñando, y hasta un criado y dos chicas que servían la mesa permanecían como petrificadas con los platos y los cubiertos, que limpiaban en ese momento en un trinchero que había en el fondo del salón.

La luz de las lámparas nos pareció que alumbraba menos. Aquel hombre había llegado a preocuparnos, por no decir a sugestionarnos.

—Tenía veintiocho años; era honrado, laborioso, inteligente; amaba con todo mi corazón a Margarita, que contaba entonces veinte, y que vivía con su buena madre en Hamburgo, si no rica, sí con bienestar. Su padre, al morir, le había dejado un, capital que, bien colocado, bastaba a cubrir con sus rentas las necesidades de las dos señoras, que no tenían pariente alguno.

Nuestro amor había nacido cuando éramos niños, y yo sólo esperaba formarme un caudal propio para casarme con Margarita; pues para eso, no sólo contaba con la aprobación de la madre, sino que la buena señora me quería como si fuera yo su hijo.

Por aquellos días se me presentó una brillante especulación en América, que sería largo explicar a ustedes, pero que no me tendría más de un año ausente de mi país y haría cuadruplicar los fondos que yo pusiese; mas no poseía yo ese capital, y esto me llegó a preocupar de tal manera que Margarita y su madre comprendieron que me pasaba algo, y me instaron a que les dijese mi secreto. ¿Qué podía negarles? ¡Eran mi único cariño sobre la tierra! Todo se los conté, y ellas procuraron consolarme; pero eso era difícil cuando yo sentía que se me escapaba una fortuna de entre las manos, y con ella mi felicidad, porque era la realización de mi matrimonio.

Pocos días después, al llegar a la casa de Margarita, las dos señoras se arrojaron en mis brazos, llorando verdaderamente de alegría. Habían realizado todo cuanto poseían y me lo ofrecían para mi empresa.

Me negué resueltamente a aceptarlo; pero ellas rogaron, lloraron, lo exigieron, haciéndome comprender que moralmente formábamos una sola familia; que debían ser comunes nuestras alegrías, nuestras penas, nuestras esperanzas, y, en fin, que si aquel capital se perdía, pobres Margarita y yo, nos casaríamos como pobres, y yo mantendría a la familia con el fruto bendecido de mi trabajo. No era posible resistir. Acepté: llegó el día de la partida; me despedí de Margarita y de su madre, y me embarqué para América.

El alemán permaneció un rato en silencio, durante el cual todos teníamos los ojos clavados en él.

—Ya sé —continuó solemnemente— que no hay para qué preguntar a ustedes que si creen en la metempsicosis, en las teorías de Pitágoras acerca de la transmigración de las almas, o en las doctrinas de la reencarnación que han sostenido con tanto empeño apóstoles del espiritismo como Allán Kardec o Juan Renau, porque todas esas teorías han de ser para ustedes delirio. Yo también tenía esas convicciones.

Contábamos el sexto día de la navegación, cuando nos envolvió una de esas cerradas nieblas tan comunes en los mares del Norte. Navegábamos como entre escollos, según las precauciones que el capitán tomó: un gran foco de luz en lo alto de uno de los palos; la máquina de vapor lanzando cada dos o tres minutos un prolongado y estridente gemido, y marineros vigilando entre las vergas. Pero todo fue inútil: yo iba sobre cubierta, y repentinamente vi obscurecerse la niebla delante de nosotros; surgió envuelto en ella, y como brotando del fondo del mar, un vapor enorme que vino a chocar contra el nuestro, produciendo un espantoso ruido que no puedo explicar. Se abrió nuestro buque, y no sé lo que pasó después, porque me sentí desvanecer, y confusamente, rumores, músicas, angustias. Recobré la conciencia de mi ser, pero no era yo lo que había sido. Me encontré ligero; estaba yo en el espacio como suspendido, y a lo lejos veía el lugar de la catástrofe, no más como una mancha de niebla sobre la inmensidad del mar, porque la tierra, sin arrastrarme en su movimiento, caminaba vertiginosamente flotando en lo infinito. Entonces comprendí que habla yo muerto. Comencé a adquirir la maravillosa perfección de los espíritus: pude ver a inmensa distancia, y entre muchos cadáveres que flotaban sobre las olas reconocí el mío.

Sufría la más terrible de las penas, pensando en Margarita y en su madre, en su dolor, en su aislamiento, en la vida de miseria que las esperaba, y formé la resolución de volver al mundo en su ayuda.

Volvió a callar Leopoldo, y ninguno de nosotros se atrevió a mirar a los demás compañeros, por temor de encontrarse un rostro burlón.

No creíamos aquella historia; pero tanto nos preocupaba que deseábamos creerla.

—Un año después —continuó Leopoldo— habla yo reencarnado en el cuerpo de un niño, hijo único de un opulento capitalista, y en la misma ciudad en que vivía Margarita. Hasta los siete años durmieron mis recuerdos; pero despertaron claros y brillantes con la conciencia de la misión que me había yo impuesto.

Era el momento de dar la prueba para que ella pudiera creerme. Busqué a Margarita como puede buscar un niño al que sólo llevan a los parques a tomar aire.

Por fortuna mía, una tarde que jugaba con otros niños pasó por donde estábamos, e inmediatamente que la vi, saliendo a su encuentro, la colmé de caricias. Admiróse ella de aquel amor tan repentino, y más cuando le dije: —Ven mañana a esta hora, que tengo que contarte una cosa muy hermosa.

Sin duda creyó que eran cosas de niño; pero al día siguiente allí estaba. Nos sentamos en un banco de piedra, mientras que mi aya, en otro banco apartado de allí, se entregaba por completo a la lectura de una novela. Entonces conté a Margarita que yo, el niño Leopoldo, era Guillermo: creí que iba a volverse loca, porque yo, para probarle aquella verdad, le repetí hasta las palabras de nuestras conversaciones y los más insignificantes detalles de mi vida anterior, pero cuidando de ocultarle mis proyectos para lo por venir. Supe que la madre de Margarita había muerto de dolor al recibir la noticia de la catástrofe, y que ella, siempre triste, se mantenía dando lecciones de música.

Desde entonces Margarita recobró su alegría, trabajaba con más empeño, ahorraba para poder comprarme un juguete, y procuraba verme en todas partes: sentía como la ternura de una madre.

Tuve veintiocho años; mi padre y mi madre habían muerto, y yo era dueño de una buena fortuna. Propuse a Margarita que nos casáramos; resistió, alegando la diferencia de edades; pero yo la obligué: nos unimos hace ocho años, y somos un felices como el primer día de nuestro matrimonio. Buenas noches, señores, y cada uno juzgue de mi historia como le parezca.

—Buenas noches —contestamos todos. Y Leopoldo, llevando a su mujer asida de un brazo, salió pausadamente del comedor.

Sin hacer comentarios nos retiramos todos en el momento, y apenas pude dormir pensando si habría algo de verdad en aquella historia, si eran dos locos o eran un loco y una mártir.

Cuando nos levantamos a la mañana siguiente, ya los alemanes habían partido de Covadonga.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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