La Bestia Humana

Vicente Riva Palacio


Cuento


No en París, en toda Francia era imposible encontrar un corazón más limpio y un carácter más dulce que el del señor Ramón.

Aquel pantalón azul pálido; aquella levita color de castaña, descolorida por los años y abotonada a todas horas, pero dejando ver el cuello y los puños de la camisa irreprochablemente limpios y brillantes siempre, envolvían el compendio más perfecto de la bondad y de la mansedumbre.

Desde el director de la compañía, desde el empresario hasta el último de los tramoyistas del teatro de La Gaité, adonde tenía un empleo, todos le llamaban papá Ramón, y ni hubo superior que tuviera motivo de reñirle, ni compañero a quien diese ocasión de disgusto.

Papá Ramón vivía para servir a los demás, y a pesar de sus cincuenta y cinco años y de su exterior endeble, porque era de pequeña estatura, tenía resistencia para trabajar todo el día, y no contaba ni con hora fija siquiera para almorzar, pero en la noche, cuando terminaba la función, papá Ramón recobraba su autonomía y comenzaba a pertenecerse a sí mismo.

Todas las noches, y era ya costumbre inveterada, al salir del teatro entraba en un modesto pero aseado restaurante, ocupaba siempre la misma mesa, a la derecha de la puerta de entrada, y allí, instalándose cómodamente, sacaba del bolsillo El Fígaro del día, y comenzaba la lectura, en tanto que el criado, que conocía el invariable gusto de papá Ramón, después de darle las buenas noches, iba colocando unos tras otros los platos que constituían aquella cena cotidiana.

Papá Ramón no abandonaba el periódico; leía mientras estaba comiendo, o mejor dicho, comía instintivamente, mientras que saboreaba la lectura.

Como el restaurante estaba cerca del teatro, y la calle era de tránsito para el espectáculo, y todo el mundo sabía cuál era el restaurante de papá Ramón, y a qué hora indefectiblemente estaba allí, muchas veces asomaban por la puerta, y como espiando, ya un rostro varonil, ya un grupo de cabecitas de mujer, envueltas en sus abrigos, que decían:

—Buenas noches, papá Ramón.

—Buena salud, papá Ramón.

—Que aproveche.

Y desaparecían en seguida.

Papá Ramón bajaba el periódico y volvía la cabeza; sus ojitos verdes brillaban con una luz de satisfacción, y en todo su rostro se pintaba la alegría; porque aquello era la felicidad para él. Tenía mucho cariño para todos, y sentía un verdadero placer con cualquier muestra de buena correspondencia. Papá Ramón realmente era bueno, y nada de aquello por su parte era forzado ni singular.

Una noche, en una de las mesas cercanas a la que ocupaba papá Ramón, comían tres personas: tres jóvenes; de ellos, el que parecía el principal, representaba unos treinta años: alto, membrudo, el pecho levantado, ancha la espalda, la cabellera negra y rizada, levantándose sobre las sienes para atrás; un bigote negro y unos labios gruesos le daban todo el aspecto, aun cuando iba cuidadosamente vestido de etiqueta, de ser uno de esos hombres que se llaman artistas y en los teatros de tercer orden o en las ferias de los pueblos, se exhiben haciendo ejercicios de fuerza, rompiendo cadenas, doblándose barras de hierro sobre el brazo o jugando con balas de cañón; además se le conocía una educación poco esmerada; reía brutalmente, hablaba alto, decía palabras inconvenientes, reñía por todo a los criados y encontraba malo todo cuanto le presentaban, lo mismo el vino que la comida. Sus compañeros, que eran una especie de parásitos o aduladores, le llamaban familiarmente Armando. Escuchaban con atención todas sus tonterías, y celebraban todos sus chistes de mal gusto.

Debió llamarles la atención el vecino que leía tranquilamente El Fígaro, porque le miraban, cuchicheaban y se reían evidentemente de él.

Así llegaron hasta la hora en que papá Ramón tomaba su café: el hércules, quizá excitado porque había comido fuerte, tomó un pequeño pedazo de pan, y procurando disimular el movimiento, lo lanzó sobre papá Ramón. Éste pareció no haberlo notado; pasó un rato, y los compañeros de Armando, alentados por el ejemplo, comenzaron a tirar a papá Ramón bolitas de miga o fragmentos de cáscara de nuez. El primer proyectil que rodó sobre el periódico hizo levantar la cabeza a papá Ramón, que, no comprendiendo qué era aquello, supuso, sin duda, que sería una piedrecilla desprendida del techo. Cuando ya se hizo cargo de que alguien le tiraba, volvió el rostro sonriéndose; y creyendo encontrar la alegre cara de un amigo que trataba de llamarle la atención con la confianza del cariño, se encontró no más con aquellos tres comensales que agachaban las cabezas, reían burlonamente y le miraban de soslayo.

Entonces conoció papá Ramón que era víctima de aquellos hombres. No se incomodó, pero procuró terminar cuanto antes para retirarse.

A grandes sorbos apuró la taza del café; dobló la servilleta, la metió en el anillo de metal, y luego enclavó el anillo en el gollete de su botella de vino. Plegó cuidadosamente el periódico, y más bien como quien escapa de las travesuras de unos niños que, como quien se separa disgustado y huyendo de gentes de mala educación, se preparaba a tomar ya su sombrero, cuando el hércules, alentado sin duda por aquella retirada, lanzó una nuez que, por la combinación de los movimientos de papá Ramón, llegó a herirle en la boca y le hizo brotar sangre.

Entonces pasó una cosa terrible. Con una rapidez, con una energía y con un acierto que nadie podía esperar, papá Ramón cogió la botella de vino y la arrojó con toda su fuerza. La botella fue a estrellarse en la frente de Armando, bañándole el rostro y el pecho, primero de vino, y después de sangre.

Derribando la mesa el hércules, ciego y vacilante por el dolor, por la ira y quizá por la conmoción cerebral, y con las manos crispadas, se levantó, pero antes de que pudiera avanzar, ya papá Ramón, lívido, desencajado, con un reflejo verde y brillante en los ojos y con la respiración agitada, estaba delante de él, y sirviéndose como de una maza de uno de esos sifones que contienen aguas gaseosas, descargó un segundo golpe, todavía más terrible, sobre la cabeza de Armando.

El hombre lanzó un grito sordo; batió el aire con los brazos y cayó de espaldas. Pero como si su cuerpo hubiera ejercido una atracción irresistible sobre papá Ramón, se arrojó éste también instantáneamente sobre su enemigo y comenzó a golpearle con furor en la cabeza, en la cara, en el cuello, en el pecho, con los pedazos de cristal, con los fragmentos de porcelana, con todo lo que podía encontrar.

El hércules tuvo al principio algunos movimientos convulsivos, y después quedó inerte; y mientras, papá Ramón seguía golpeando, hiriendo, destrozando: bramaba, rugía, silbaba como la serpiente; ya no era un hombre. Papá Ramón había desaparecido; era un tigre sediento de sangre; era un gorila feroz, encarnizado; era el niño que goza en hacer pedazos el más preciado de sus juguetes.

Todas esas capas de barniz que, en mil generaciones, se han ido colocando como estratificación y a fuerza de años, para formar una envoltura dentro de la cual pueda vivir oculta e inofensiva la bestia humana en el siglo XIX, se hicieron pedazos en menos de cinco minutos, y había surgido la fiera que duerme olvidada en cada uno de los hombres; que oculta su vida latente quizá en lo más profundo y misterioso de las circunvoluciones cerebrales, y que muchas veces se yergue y se asoma terrible, prestando a los músculos fuerza y elasticidad irresistibles; al cerebro, sus instintos y sus vértigos salvajes, y a todo el organismo sus energías y sus paroxismos incomprensibles.

La señora del comptoir [mostrador] gritaba; los amigos de Armando, aterrados, pegados al muro, no se habían atrevido a moverse; la policía no tardó, y su primer intento fue separar a papá Ramón de su enemigo; pero costó enorme trabajo, y cuando lo arrancaron de allí levantó entre sus crispadas manos sangrientos mechones de pelo de su adversario. El hércules estaba muerto; con uno de los cristales le había dividido papá Ramón la yugular; la cara era una masa informe de sangre, de carne, de pedazos de cristal y de fragmentos de porcelana.

Papá Ramón todavía, entre los brazos de los gendarmes, pugnaba por lanzarse sobre su enemigo; pero repentinamente echó la cabeza, trémula y confusa, hacia atrás; sus ojos se abrieron espantosamente y como si fueran a salirse de las órbitas; torcióse su boca, haciendo una mueca horrible; lanzó un grito estridente, y se desplomó, rebotando en el pavimento su cabeza; pero al caer saltaron los botones de la levita, y escapando del bolsillo del pecho, sin una mancha de sangre y cuidadosamente doblado, quedó sobre el brazo del cadáver el periódico que diez minutos antes leía con tanta tranquilidad y tanto gusto el pobre papá Ramón.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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