La Leyenda de un Santo

Vicente Riva Palacio


Cuento


Lo que es en algunos cuerpos la propiedad de reflejar la luz, y en otros la de repetir el sonido, es en la humanidad la tendencia de las generaciones para repetir a las posteriores lo que oyeron de sus antepasados, no valiéndose del libro ni de la escritura, sino del recuerdo y de la palabra. Viven así las tradiciones, y tienen por eso frescura que encanta e interés que subyuga; y estudiadas luego a la luz de la historia, se empañan con el polvo de los archivos, se amaneran con el buen decir de los literatos, y pierden su hechizo bajo el peso de los reflexivos estudios de los eruditos.

Hace muchos años —tantos ya, que aún era yo niño—, me contaban la historia del protomártir mexicano Felipe de Jesús; y evocando sus recuerdos, y sin recurrir a documentos históricos, voy a contarla como la oía con infantil atención de la boca de aquellas viejas, a las que la ignorancia daba la voz de la inocencia, llenas de fe y creyendo como una verdad incontrovertible todo lo que me referían.

No había en todo el barrio muchacho más levantisco, ni más pendenciero, ni más travieso que Felipe de Jesús. Víctima de su carácter inquieto y turbulento era su pobre madre, que estaba siempre llamándole y buscándole, porque el chico jamás estaba en su casa: vivía, como acostumbraba decirse en aquellos tiempos, con el «Jesús» en la boca cada vez que notaba la falta del muchacho; y no acertaba con un camino para alcanzar que Felipe hiciera, no alguna cosa buena, sino menores males de los que causaba.

Y era el caso que por más que la madre reñía y por más que una tras otra rezaba novenas a todos los santos del cielo, y, sobre todo, a Santa Rita, de quien dicen que es abogada de imposibles, Felipe, en vez de ir a la escuela, se iba con otros muchachos a los ejidos a perder el tiempo, y volvía a su casa, unas veces con la ropa hecha pedazos, otras con un ojo amoratado, la cabeza rota o una mano fuera de su lugar.

En la mitad del patio de la casa que habitaba Felipe había un tronco de higuera seco, pero respetado: porque todas esas higueras que había entonces en los patios de las principales casas de México eran llevadas desde Jerusalén, como obsequio, por religiosos que emprendían el viaje a los Santos Lugares y escogían, como recuerdo, esquejes de aquellas higueras, que, plantados en Nueva España, se convertían fácilmente en árboles frondosos.

Cada vez que la madre de Felipe tenía un disgusto con el chico, y eran frecuentes, exclamaba: «—¡Felipe, Dios te haga un santo!».

Y la vieja esclava decía siempre por lo bajo: «¿Felipillo santo? Cuando la higuera reverdezca».

Con tan estimables cualidades, aunque salvado siempre de peligros, llegó Felipe a ser joven; y como no daba muestras de arrepentimiento, ni señales de enmienda, el padre, que hasta entonces no había tomada cartas en el negocio, determinó adoptar una enérgica resolución que cortar pudiera el camino que llevaba Felipe, y que a su juicio debía terminar, si no en la horca, cuando menos en un presidio.

Preparóse viaje y en la primer nao de China que salió de Acapulco, partió Felipe con un sencillo equipaje y unas cartas de recomendación para un amigo de su padre, español y rico comerciante de Manila.

Muchos años pasaron: murió el padre de Felipe, y la pobre madre, acompañada sólo de la vieja esclava, siguió viviendo en la misma casa, siempre pensando en su hijo, de quien no tenía noticias, y siempre mirando aquel tronco seco, que le recordaba el dicho de la negra: «—¿Felipillo santo? Cuando la higuera reverdezca».

Una mañana, en el mes de febrero, es decir, en pleno invierno, al abrir la negra las puertas de la ventana que daba al patio, miró asombrada el viejo tronco de higuera cubierto de hojas tan verdes y tan frescas como si estuviera en los primeros años de su lozanía.

Inmediatamente dio la vuelta y entró por la casa gritando:

—¡Señora, señora! ¡Felipillo santo! ¡Felipillo santo! ¡La higuera ha reverdecido!

Dice la tradición que aquel día Felipe de Jesús, profeso en la Orden de San Francisco, había sufrido el martirio en unión de otros misioneros en Nagasaki.

El papa Urbano VIII le beatificó, y la madre, que tanto por él había sufrido, salió al lado del virrey en la procesión, el día en que se celebró en México la beatificación de Felipe.

La historia no cuenta todo esto así; pero a mí me halaga más la tradición.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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