Los Ceros

Galería de Contemporáneos

Vicente Riva Palacio


Crítica, Artículo



Prólogo

«Caballero andante sin amores —decía don Quijote— es árbol sin hojas y sin frutos, y cuerpo sin alma.» ¿Qué diré yo, en los tiempos que corren, de un libro que no tenga prólogo y advertencia del editor? Y eso a buen componer, porque algunas veces sucede como en la Carmen de Pedro Castera, que el autor del libro hace descolgarse sobre el público de buena fe, amén de un prólogo con pretensiones de filosófico, escrito por un amigo del autor, un aguacero de cartas que, como certificados de buena conducta, y corroborando aquello de satisfacción no pedida, acusación manifiesta, llegan, a la sombra de más o menos conocidas firmas, a referir en todos los tonos, en todos los estilos, y casi en todos los idiomas (porque hay algunas que parecen escritas en francés y otras en inglés, y otras en italiano), que aquel libro es el mejor de los libros, aquel autor el mejor de los autores, y aquel público el mejor de los públicos.

Y nada voy a decir de nuevo (porque es seguro que muchos lo han de haber dicho ya) del prólogo de nuestro buen Vigil en su traducción de Persio; que va la obra del satírico latino, entre el prólogo y las notas, como un chico que ha roto un farol y camina entre dos gendarmes a la comisaría.

Hasta el amable Luis G. Ortiz arrima su prologuito a su traducción de Francesca de Rimini.

Libros hay, como el de Coquelin sobre el crédito y los bancos, en que vale tanto la introducción como la obra; y el pensador Renan dispara introducciones que, sólo por ser tan buenas, no parecen tan largas.

Y a propósito de Renan, me ocurre aquí tomar su defensa aunque no tenga yo poder jurídico para ello. Un señor don Armando Palacio Valdés, primer secretario de la sección de Ciencias Morales y Políticas del Ateneo de Madrid, en un libro que se llama Los oradores del Ateneo, se nos viene magistralmente diciendo: «Ernesto Renan ha convertido en sistema lo que no pasaba de vergonzante inclinación, pretendiendo sustituir a la aristocracia de la sangre, que ya no tiene ninguna significación positiva en nuestra época, otra más verdadera y respetable: la del talento.»

Señor don Armando: con toda la consideración que usted me merece, me atrevería a preguntarle: ¿en dónde ha dicho Renan semejante cosa, ni de dónde lo puede usted haber inferido? Precisamente en la obra de Renan titulada: Ensayos de moral y de crítica, en el ensayo sobre M. de Lacy, dice expresamente: «la honradez es la verdadera aristocracia de nuestros días».

La cita no puede ser más clara; pero además, en otra obra titulada Cuestiones contemporáneas, en el estudio sobre Filosofía de la historia contemporánea, tiene Renan un párrafo que no parece sino que lo escribió a propósito, para quitarse de encima el peso del falso testimonio que le ha levantado el señor secretario de la sección de Ciencias Morales y Políticas del Ateneo de Madrid; dice así:

los liberales participan de la idea, muy extendida entre nosotros, que los puestos son debidos al mérito, y que el hombre de talento tiene una especie de derecho natural para ser funcionario en su país: siendo así que el hombre de talento no tiene más que un derecho (derecho que es común a todos), y es desarrollarse libremente; es decir, no encontrar en el gobierno un rival celoso que le oprima o que le haga una competencia desleal.

Pero volvamos a lo del prólogo: yo tenía necesidad de escribir éste, ya que los artículos de Cero, van a coleccionarse y a salir a la luz pública con toda la majestad de un libro.

Bueno sería también que el editor pusiera, como es usanza, una advertencia encomiando la obra y de paso al autor; pero es pensar en devaneos figurarse que este don Francisco Díaz de León, notabilidad en honradez y en tipografía, se metiera, como decían nuestros antepasados, en la renta del excusado.

Y buena falta que le hace a este libro y a su autor la tal Advertencia: tentado me encuentro de suplantar ese trabajo y apoderarme del nombre del editor y fingir un articulito que vaya antes que el prólogo; pero tropiezo con dos inconvenientes: que yo no conozco el estilo de Díaz León, y que, aun cuando lo conociese, buen cuidado tendría él de que dicha advertencia no se publicara.

Pero, ¡ah!… Si yo pudiera… Van a ver ustedes un rasgo de cómo escribiría yo esa advertencia; en pocos renglones se puede formar idea de lo que contendría toda ella, porque como dice un refrán vulgar entre nosotros, «para muestra basta un botón», y allá va eso; diría el editor:


La obra que tengo la honra de presentar al público es quizá el más importante trabajo literario que en el idioma de Cervantes ha hecho crujir las prensas desde la invención del arte tipográfico.

El autor de esta obra (una de nuestras más brillantes glorias literarias) se oculta bajo el pseudónimo de Cero, más por modestia, virtud propia de las altas personalidades, que por la maligna intención de hacer un carnaval literario.
 

Y luego más adelante:

Difícil cuanto dispendiosa ha sido para el editor de esta obra, la empresa de recoger los dispersos artículos de Cero impresos en el periódico La República, porque el distinguido mérito literario de ellos, ha sido causa de que se busquen y se guarden por todos los hombres de buen gusto, como joyas exquisitas: que sólo a precio de ruegos, empeños, disgustos y hasta grandes sacrificios en numerario o en billetes al portador, emitidos por algunos de los bancos de esta capital, se ha podido obtener la colección.

Con estas y otras ligeras alabanzas por el estilo, puede que ya hubiera yo quedado un poco tranquilo.

Y no digas, lector, que me ciegan la ambición o el amor propio, porque yo no quiero más que lo que se le da a todo el mundo; y si no, si no es esto lo que se le da a todo el mundo, consiento, si digo una mentira… ¿en qué consentiré para castigarme?… ¡Vamos! Consiento en que Rodríguez y Cos ponga todo este tomo de Ceros en octavas reales y me regale un ejemplar, y me venga a preguntar todos los días a dónde voy, qué he leído y qué opinión tengo. Consiento en estar en la Cámara de Diputados durante una discusión en que tomen la palabra Justo Sierra, y Joaquín Alcalde, y Juan Mateos, y Sánchez Facio. Consiento, en fin, en que de una tirada me lea Malanco todo su informe sobre hospitales, o Juan Peza la Constitución de 57 en décimas.

Ves, lector, que no me paro en precio, y que después de esto, nada tendría yo que envidiarles a aquellos brahmas a quienes los poetas Valmiky y Kalidasa llaman ricos en tesoros de mortificación y penitencia.

Pues digo que todo esto y más estoy dispuesto a sufrir si no es verdad que hoy nuestros periódicos no hablan de un hombre público a quien no le llamen eminente; no hablan de un poeta a quien no le digan inspirado; y son así, todos los generales, esforzados y valientes; todos los magistrados, integérrimos; todos los publicistas, sabios; todos los diputados, patriotas y elocuentes, que también el silencio tiene su elocuencia; todos los financieros, hábiles; todos los escritores, chispeantes, aunque no dicen si serán chispas de las que salen del hierro al majar, o de las que, en el lenguaje del pueblo, salen de las cantinas, al tomar; y por último, toda institución es benéfica, y toda medida acertada, y toda resolución del gobierno, salvadora.

Pasamos a otro punto: lector, si yo te hubiera dicho mi nombre al escribir estos artículos, me hubieras calificado, no por ellos sino por mí, porque ya me conoces; pero como por fortuna yo también te conozco a ti, no te pongo quién soy, para que no te tomes el trabajo de hablar mal de mí y de mi libro; conténtate con murmurar de él, que yo hago contigo en esto lo que el torero en los lances supremos: deja la capa y se pone en salvo, y como de esta capa que te dejo tengo la seguridad que no es la del casto José, porque acción tan gloriosa no se cuenta en los anales de mi familia, ni de mí, ni de ninguno de mis ilustres antepasados, quedo tranquilo con la seguridad de que tal resolución no me hará, como al hijo de Jacob, arrastrar el ridículo al través de treinta siglos. En fin, para concluir, voyte lector a poner este epigrama de Marcial:


Seria quum possim, quod delectantia malim
Scribere, tu causa es, lector amice…
 

que no traduzco en verso porque no tengo humor de andar en busca de consonantes hoy que todo el mundo en México anda en busca de negocios con el gobierno, de subvenciones para ferrocarriles, de concesiones para establecer bancos, de intervenciones de vías férreas, de contratos de colonización y de otras pequeñeces por el estilo que modestamente puedan dar una rentecilla de diez o doce mil duros anuales; pero esos versos latinos dicen que dicen: «Lector, si en lugar de ocuparme en escribir como pudiera, alguna obra seria, prefiero estos asuntos de mera diversión, tú tienes la culpa.»

Concluyo el prólogo diciéndote, caro lector, con el famoso don Francisco Manuel de Melo, en su Guerra de Cataluña:

Yo te inculco mi juicio como le he recibido en suerte; no te ofrezco mi persona, que no es del caso para que perdones o condenes mis escritos. Si no te agrado, no vuelvas a leerme, y si te obligo, perdónote el agradecimiento; no es temor, como no es vanidad. Largo es el teatro, dilatada la tragedia; otra vez nos toparemos; ya me conocerás por la voz; yo a ti por la censura.

Cero

Luis Malanco

Como una prueba de que la fecundidad no es el único título que tiene un escritor para ser conocido en el mundo de la literatura, vamos a ocuparnos hoy de nuestro amigo Luis Malanco; y basta que le llamemos nuestro amigo, para que se comprenda que hemos de tratarle como a l’enfant gaté de nuestro peine crítico, que siempre procuramos pasar con dulzura sobre la cabeza de nuestros escogidos, y el cual, si bien algunas veces produce sensaciones desagradables, eso depende de que inadvertidamente peinamos contra el pelo, que es como quien afeita para arriba, o como el chico que usaba un cepillo para alisar al gato de su abuelita.

Luis Malanco ha escrito poco, pero todo con buena fe y, como dirían nuestros padres, concienzudamente; porque Malanco, para escribir un artículo de dos columnas, consulta veinte libros, treinta periódicos, cuarenta folletos, cincuenta manuscritos; lo lee sesenta veces, lo corrige setenta, lo consulta ochenta, y vacila cien antes de publicarlo, y después de estas operaciones que hacen de cada una de sus obras el resultado de más complicadas ocupaciones que las que se necesitan para hacer una aguja, el artículo ve la luz, y las gentes lo leen con satisfacción.

Apenas habrá ejemplo de un hombre cuyo carácter esté más en armonía con sus producciones, que Malanco.

Desde que Buffon dijo «el estilo es el hombre», ya todo el mundo ha creído esto como un artículo de fe; y de seguro que los que leen a Fígaro, se figuran en Larra, no el sombrío suicida, sino una especie de polichinela diciendo chistes todo el día; y a través de los chispeantes y graciosos versos de Quevedo, se imaginan descubrir, no al austero teólogo cubierto con negro ropaje y con sus enormes gafas sobre la nariz, sino un calavera alegre, osado y decidor, como el famoso conde de Villamediana.

El estilo es el hombre; y sin embargo, el famoso Sheridan, el elocuente orador británico que asombró al Parlamento con sus profundas doctrinas de moral y de economía política, en la cuestión de las factorías inglesas en la India, era tan calavera, que mandaba pedir a una zapatería, para prueba, botas del pie derecho, y a otra del pie izquierdo, para completar un par y salir alegremente a la calle.

Catón asombra con la austeridad de sus doctrinas; su nombre ha pasado a la posteridad como la cifra de la virtud estoica, y sin embargo, César le probó, y los historiadores están conformes con César, que el severo censor adiestraba a sus jóvenes esclavas en los encantos del amor, a fin de sacar con ellas una renta que aumentara su capital, para el cual no echó en olvido ni la planchuela de oro de los dientes postizos de su hermano Cepión, que extrajo de las cenizas después de la cremación del cadáver, según las costumbres romanas. También este cuento es de César, y César no se paraba en nada al hablar en contra de sus enemigos.

Insensiblemente hemos ido a dar hasta Roma y hasta César, hablando de Malanco; pero éste es uno de los efectos del magnetismo: Malanco ha estado de secretario de la legación mexicana en Roma, y ha hecho un viaje a Egipto, y nos ha escrito un artículo sobre el Nilo, y otro sobre Alejandría, recordando que los caballos de Julio César abrevaron en el río sagrado, y que sus soldados quemaron la biblioteca de la ciudad fundada por el hijo de Filipo de Macedonia.

Malanco es igual a sus escritos: como sus pensamientos son para sus amigos, nunca escribe un artículo que no esté dedicado a alguno de ellos; y como siempre procura que en esos artículos haya alguna noticia curiosa y extraña, así procura también tener en su casa todas las curiosidades que puede.

Guarda en su museo unas piedras de Belem, y el general Riva Palacio dice que realmente son de Belem, porque se las regaló «Cristalito». Guarda un frasco con agua del Jordán, y el mismo autor citado asegura que ese Jordán es el baño de caballos que está por el rumbo de las Delicias.

Conserva cuidadosamente tierra del Calvario, y el dicho autor agrega, que la recogió en su sombrero sobre la calle del mismo nombre, al sur de la Alameda. Y la arena del desierto, que enseña con mucha satisfacción, es legítima del convento del Desierto de Carmelitas que está en Cuajimalpa.

Malanco lleva estas bromas sobre sus curiosidades, no sólo con tranquilidad, sino hasta con gusto, porque para él sus amigos son todo.

Malanco tiene un estilo peculiar. Difícil será describirlo, pero fácil de comprender con un ejemplo: supongamos que está hablando de México en el mismo tono que habló del valle de Josafat o de las pirámides; entonces diría:

«México ha sido patriota con Juárez; mártir con Hidalgo; guerrero con Morelos; constante con Guerrero; orador con Pedraza; poeta con Quintana Roo; santo con Felipe de Jesús y con Bartolomé Gutiérrez; festivo con Guillermo Prieto; pintor con Cabrera; escultor con Noreña; impresor con Cumplido; editor con Díaz de León; químico con Río de la Loza; astrónomo con Jiménez; México ha pensado con el cerebro de Zavala; ha cantado con la lira de Justo Sierra; ha escrutado los espacios celestes con Díaz Covarrubias; ha reído del orgullo humano con Ramírez; ha levantado monumentos imperecederos con Tolsá; ha conjugado los verbos irregulares con Marroquí; ha profundizado la sintaxis con Rafael Ángel de la Peña; ha domado caballos salvajes con don Ignacio Mejía; ha amodorrado a sus lectores con Vigil; ha protegido al marqués de Carmona con Emilio Velasco; ha convertido en chinampa el atrio de catedral con Eugenio Barreiro; ha destrozado la Alameda con Bejarano; ha sido la última vela con Juan Mateos; ha crucificado el gusto arquitectónico en la fachada del Hospicio con Torres Torija; ha transportado a sus calles los precipicios de los Andes con el Municipio; ha contrariado el fiat lux con Knight; en México ha vivido Humboldt; ha comido don Carlos; ha dormido Grant; ha cenado la Ristori; ha roncado Tamberlik; ha ejercido sin éxito el doctor Frimont; ha poetizado Zamacois; ha florecido Gerardo López del Castillo; se ha vigorizado el doctor Peredo; ha deslumbrado Cantoya; ha encantado Alegría; ha tocado León; ha predicado el padre Davis; ha aterrorizado Guillermo Valle; ha curado Bianchi.

»Por aquellas amplias calles han pasado los gendarmes de Ugalde; en aquellas plazas se han estacionado los simones de Vanegas; en aquellos paseos han corrido los chicos de las escuelas municipales; en aquellos portales han gritado los billeteros; en aquellas charcas han abrevado los burros de los indios y han cantado las ranas de los españoles; en aquellas torres se han parado los zopilotes; han repicado las monjas; han doblado los sacristanes; se han fortificado los pronunciados del tiempo de don Anastasio Bustamante; han anidado las lechuzas; han ocultado su vergüenza los murciélagos; en aquellos canales transparentes han navegado los bergantines de Cortés; han naufragado las piraguas de Guatimotzin; han sido robadas las trajineras de Chalco; han lavado sus lienzos las vírgenes del barrio del Pipis; han humedecido sus capas los ensabanados de Xochimilco; han apagado su sed los perros del barrio de la Palma; han llenado sus cubetas los matadores del rastro; han adobado sus pieles los curtidores del barrio de San Pablo; han resonado los bandolones de los días de campo; han flotado las abandonadas hojas de los tamales; han hecho un surco como la Vía Láctea los restos del pulque y del atole de leche; han nadado las cáscaras de tuna y de naranja, y se ha retratado una vez por siglo la imponente figura de un gendarme; en aquellos museos se conservan como reliquias santas una tenia de Vallarta; los cálculos hepáticos del ministro Montes; una guedeja gris de míster Zamacona; unos lentes del senador Raygosa; la espesa cabellera del general Carrillo; el cráneo de Eduardo Garay cuando era niño; el cráneo de Eduardo Garay cuando era hombre; la pluma con que Rodríguez y Cos escribió El Anáhuac; el tintero que usó Pizarro Suárez para escribir El monedero; el papel con que Justo Sierra debió de haber escrito El ángel del porvenir; un brindis que Alcaraz debió de haber pronunciado si Juárez hubiera vivido y hubiera dado un convite y le hubiera convidado el año de 1881; una colección completa de leyes que no se observan desde la independencia hasta la fecha.»

El estilo no estará muy bien imitado, pero él es.

Malanco tiene mucho de arabismo en sus escritos; por ejemplo, si habla del desierto, dice: los árabes le llaman bahr, que quiere decir: inmenso. Esto es muy útil y muy cómodo; una palabra árabe puede ser todo un calificativo o una descripción lo más extensa que se desee.

Con ese sistema, si Malanco escribiera un viaje a México, tendría mucho que decir, y el árabe haría mucho papel en la descripción de la ciudad; verbigracia:


Llegué a México en la estación de aguas; las calles estaban llenas de lodo; a esto los árabes le llaman ajamaz, es decir, pantanos urbanos.

Tomamos un coche de alquiler; los españoles y los mexicanos le llaman a esto un simón, los árabes le llaman il-man-man-jan, que significa: cajeta vieja tirada por mulas éticas.

Pasamos cerca de un paseo; estaba desierto, tenía el aspecto de un cementerio de las ciudades de tercera clase de Egipto: los mexicanos le llaman alameda; los árabes, con su estilo elegante y figurado, le llaman ma-jun-mah-juin, que quiere decir: olvidada del municipio; allí vimos unas fuentes de esas que en lengua oriental se llaman kal-mon-lin, que quiere decir: siempre secas.

Sonó un reloj y dio las cinco; habríamos andado cincuenta metros cuando otro reloj llamó nuestra atención dando siete sonoras campanadas; poco después en otro reloj sonaron las cuatro y cuarto, lo que prueba que en esa ciudad cada reloj marca un tiempo particular. Los árabes le llaman a este fenómeno Rablún jimelá, que quiere decir: descuido de los regidores…

Después de comer salimos a dar una vuelta: había anochecido; largas hileras de faroles con una luz semejante a las de esas lamparillas que se usan en las alcobas, nos producían el efecto de una inmensa procesión de fumadores con su cigarro en la mano. Los árabes llamarían a este alumbrado Domeil jaraú, poética frase que quiere decir: moribundo pigmeo de quien se burlan las tinieblas. Sin embargo, a este alumbrado los mexicanos le llaman de gas, y los hijos del profeta le designan con el nombre de jis-li-mi-nim, equivalente a: empresa que se burla del público, o mejor dicho, a: público que se deja burlar por la empresa.

Comenzamos a caminar; cada dos pasos nos costaban un tropezón, y cada cuatro una caída. Íbamos por lo que los mexicanos llaman banqueta, y los árabes braumo hum que significa: escabrosidades en que peligra la existencia.
 

Las comparaciones y las figuras poéticas forman el encanto de Malanco. No recordamos precisamente ningún trozo de sus escritos para citarlo, ni tenemos a la mano un ejemplar para sacar una copia; pero siguiendo el camino que nos hemos trazado, escribiremos algo en su estilo.

Supongamos que sigue hablando de su paseo en México; diría:


A la mañana siguiente salimos a la calle: el cielo estaba azul y sereno como los rayos de luz que pasando al través de un zafiro, cayeran sobre el seno turgente y blanco de una odalisca. Algunas nubecillas de plata flotaban en aquella atmósfera inundada por los rayos brillantes del sol tropical, como el velo de una hurí arrebatado por los vientos perfumados del paraíso del profeta. A cada paso tropezábamos con perros que no tienen dueño; que viven a expensas del público; que amenazan al transeúnte; que se multiplican; que son como las moscas que cayeron sobre el Egipto cuando el faraón rebelde impedía la salida del pueblo de Abraham y de Jacob y de Isaac y de Moisés y de Agar y de Ismael.

Tal abundancia de perros vagabundos sólo la hemos visto en los barrios de Constantinopla, quizá porque aquí como allá, es desconocido el poder municipal, y los vecinos poco o nada se cuidan de eso que en Francia se llama policía de seguridad, de salubridad y de ornato.

México tiene algo de las ciudades semíticas, como Jerusalén, en lo abandonado y sucio de sus calles que recuerdan los estragos de Tito. Se extraña la voluntad de Adriano y la iniciativa poderosa de Juliano el Apóstata para convertir en verdaderas vías públicas aquellas calles sinuosísimas que recuerdan el seco cauce del Cedrón.

Hay barrios de la ciudad abandonados por la mano protectora del municipio. Allí hemos visto una muchedumbre de seres desgraciados viviendo en la miseria, como los restos últimos del poderoso pueblo de Salomón después del espantosísimo sacudimiento de Juan de Guischala, Simón de Gioras y Eleazar, que trajeron sobre la hija de Sión las poderosas legiones de Vespasiano.
 

Al leer nuestro artículo estamos seguros de que dirá Malanco: esto se llama en árabe, ras-chis-blú-ji-lem, que quiere decir: montaña de tonteras. Nosotros con humildad admitiremos la significación y agregaremos, que sencillamente debían llamarle en el centro del Cairo, zocodozoron, es decir, cosas de Cero.

Manuel Payno

Tengo la honra de presentar a ustedes a Manuel Payno, a quien le diré como Homero: «ni de ti, ¡oh atrida!, se olvidaron los dioses inmortales, y de todos, Minerva la primera», y vamos a tratarte y a retratarte con todo el cariño que nos mereces.

La cosa no es muy fácil, porque como dice Brucke: «la representación del objeto debe provocar en el ojo del observador una impresión análoga a la que produciría el objeto mismo», y yo desconfío de que haya en mi paleta colores tan suaves que puedan producir esa impresión al emprenderse el retrato de Manuel Payno, con quien es difícil tener un disgusto cuando se le llega a conocer íntimamente.

Sin embargo, pudiera ser que la semejanza fuera tan perfecta, que el público le acordara su aprobación. Cosas más grandes se han visto; se cuenta, no sé con qué fundamento, que por motivos de emulación, Zeukis y Parrhasio, los más famosos pintores de la antigüedad, convinieron en pintar cada uno un cuadro para competir en destreza. Zeukis pintó un ramo de uvas que los pájaros vinieron a picar. Parrhasio pintó un cortinaje, y al llegar Zeukis a visitarle, dijo: «descorre esa cortina para que veamos tu cuadro». Convencido de su engaño, exclamó: «Zeukis ha engañado a las aves; pero Parrhasio ha engañado al mismo Zeukis».

Aunque este es cuento, como todas las mentiras autorizadas, se refiere de cien maneras.

Y si hay quien desconozca el retrato, a fe que no hemos de hacer lo que Apeles, pintor famoso, cuando disgustado Alejandro Magno de un retrato que le hizo, lo presentó a Bucéfalo, y al relinchar el caballo del conquistador, exclamó el artista: «los animales tienen mejor conocimiento que los hombres».

Manuel Payno es uno de los veteranos de nuestra literatura; se atrevió a escribir novelas en México, cuando esto se tenía por una obra de romanos, y fue, con Guillermo Prieto, con Domingo Revilla y con Juan Navarro, el vulgarizador de los buenos conocimientos literarios, como Figuier y Flammarion lo han sido en Francia de la ciencia, y Alejandro Dumas, padre, de la historia.

También Manuel Payno tiene, como Malanco, un museo en su casa. Me dirán que esto nada nos importa, pero asegura Jenofonte que: «no solamente las acciones serias de los hombres distinguidos, sino aun las más sencillas, divierten y son dignas de memoria»; y apoyados en la autoridad del capitán a quien hizo famoso la retirada de los diez mil, seguiremos con el museo de Manuel Payno.

Con la misma facilidad se encuentra en su habitación el castillo de San Juan de Ulúa hecho de popotes, que una borgoñota de los soldados de Francisco I; y lo mismo se puede contemplar un tejido de pluma de los días de la Malinche, que el alfiler que se ponía en la corbata el ministro Pitt; un cálculo vesical de Zumárraga, la tabaquera de Revillagigedo o el breviario en que rezaba el padre Margil.

Las ratas embisten algunas veces contra esos tesoros; pero Manuel Payno, que además de ser enemigo práctico de la pena de muerte, tiene una índole completamente pacífica, celebra con ellas tratados de paz como los Estados Unidos con los bárbaros, y establece reservaciones, llevándoles personalmente pedazos de pan y de azúcar. Las ratas se civilizan a tal grado, que llegan a comer en su presencia, como las gallinetas de Chateaubriand de que nos habla Alejandro Dumas. Un día, sin embargo, las ratas se llevaron un tintero, y Manuel Payno siguió el ejemplo del emperador Teodosio el Grande en la invasión de los francos: llamó en su auxilio a los godos, es decir, trajo un gato a vivir tranquilamente en su biblioteca. Por supuesto, el triunfo quedó por parte de Teodosio.

En política Manuel Payno tiene amigos y enemigos, en lo cual se parece a todo hijo de vecino, y no es extraño tratándose de contemporáneos que son pecadores, cuando de Teófilo, arzobispo de Alejandría el año de 389, decía el gran padre San Gerónimo, que era un verdadero santo, al mismo tiempo que San Crisóstomo declaraba que era el verdadero demonio.

Pero como la política no importa a Cero, y aun cuando le importara, Cero no le importaría a la política; y como definitivamente Cero podría ser el San Gerónimo de Manuel Payno, dejamos ese


Campo de soledad, mustio callado.
 

sobre el que luchan tantos buscando su propia ruina, y vamos diciendo con fray Lúis de León:


¡Qué descansada vida
La del que huye el mundanal ruido!
 

Manuel Payno en su juventud se dedicó a la poesía. Eran los tiempos de Rodríguez Galván, de Joaquín Téllez, de Franco La Chauset, de Lacunza, de Lafragua y de Ramírez; lucían aún los genios de Quintana Roo, de Carpio, de Sánchez de Tagle y de Pesado.

Pero Payno poco a poco fue abandonando a las musas, quizá porque no se guisan con la economía política, o porque, como opina Macaulay, la poesía declina inevitablemente a medida que la civilización progresa. Ahora Manuel sólo ha quedado de orador en la Cámara, y en sus peroraciones usa de un estilo enteramente peculiar e inimitable. Jamás orador alguno ha subido a la tribuna con tanta tranquilidad; ni ha tratado al auditorio con más confianza. Por muy grave que sea el negocio, por muy acalorada que esté la discusión, por muy exaltados que se encuentren los ánimos, Payno se presenta impasible y habla como podría hacerlo en su despacho o en una reunión de dos o tres amigos acostumbrados a escucharle; no anda buscando ni las frases pomposas, ni las figuras poéticas, ni los golpes de teatro; muy pocas veces se exalta, y no hay peligro de que muera por la impetuosidad de su carácter, como el emperador Valentiniano después de la derrota de los Quados, al echar en cara su ingratitud a los insurrectos.

Si están de humor las galerías para interrumpir su discurso y tosen o dan tumultosas señales de desaprobación, Payno dice con envidiable tranquilidad: «pues sí, señor, he de decir la verdad aunque se enoje todo el mundo».

El día que está de vena, con esa especie de conversación familiar en la tribuna, hace reír a la Cámara hasta que quiere, sin que la más leve sonrisa se dibuje en su rostro, y como si estuviera hablando solo.

En la tribuna, Manuel Payno piensa en voz alta; mete, por ejemplo, la mano en el bolsillo, y sin perder la entonación exclama: «ya perdí los apuntes que había yo hecho»; continúa su discurso, y luego sin preocuparse de que le están escuchando, dice al diputado que ve más próximo: «hágame usted favor de ver si se han caído por ahí mis apuntes». Ese valor y esa sangre fría son raros y envidiables. Cicerón, a pesar de que dominaba al pueblo, cuando defendía a Milón se acobardó tanto, que perdió su causa. Milón tuvo que escapar de Roma a media noche, y cuando recibió en Marsella el discurso de Marco Tulio perfectamente escrito, exclamó suspirando: Si Cicerón hubiera hablado como ha escrito, Milón no estaría en estos momentos comiendo salmones en Marsella.

El estenógrafo de la Cámara puede con toda tranquilidad dar al redactor del Diario de los Debates los discursos de Payno, porque además de que éste habla como escribe, nunca se cuida de corregirlos, pues parece que lleva por lema: quod scripsi, scriptum.

Como de oradores y poetas de esta crónica, queremos presentar una ligera imitación de estilos, vamos a probar en el caso presente si alcanzamos buena fortuna en la parodia.

Supongamos que se trataba del Código: diría Manuel Payno:


Pues señor, yo no entiendo cómo se puede llamar a eso administración de justicia: oigan ustedes cómo yo he visto que se hace alguno de nuestros códigos: se nombra, por ejemplo, a tres abogados, verbigracia, a mi apreciable amigo el señor Alcalde que me escucha; al señor licenciado Linares que está aquí a mi lado, y al señor don Guillermo Valle que está de secretario de la Cámara.

Pues bueno, resulta presidiendo la Comisión el señor don Guillermo Valle, a quien ya todos conocemos, de un carácter amable, que anda siempre con una mascada de colores debajo del brazo, que se pone sus anteojos para leer y que fuma unos tabacos muy famosos; pues las juntas son en la casa del señor don Guillermo Valle, aquí muy cerca, en la calle de Medinas: todas las tardes van llegando a eso de las cuatro, don Joaquín Alcalde, en su cupé azul, ese que viene por él todos los días al Congreso; hablando con mucho entusiasmo, y subiendo las escaleras muy aprisa, y el señor Linares muy echado para atrás, con esa mesura que ustedes le conocen. ¿Cómo va, Vallecito? ¿Cómo va, Joaquinito? ¿Cómo va compañero?

¿Qué hacemos esta tarde? Pues nada, ahí tengo ya unos artículos del código de Batavia y otros del ordenamiento de Alcalá, que me parece que han de quedar bien en la práctica.

No se vayan a enojar estos señores de quienes estoy hablando, porque sólo es un ejemplo; no los creo capaces de que lo hicieran así, pero es un verbigracia. Pues bueno, después de un año, con unos artículos del Código de Batavia, y otros del ordenamiento, y otros del código francés y otros del español, y si se ofrece hasta completando con un verso de El moro expósito, le presentan un código al gobierno: llega aquí; se pasa a una comisión para que dictamine; nos reparten impreso el proyecto del código en un libro muy gordo que nos vamos cargando cada uno a nuestra casa después de que se acaba la sesión; la mayor parte de los señores diputados no le vuelven a hacer caso, ni siquiera lo mandan empastar; no vayan a incomodarse porque les digo esto; pero es la verdad.

Yo sí, le mando empastar, porque tengo la curiosidad de hacer que empasten todos los proyectos de códigos, y ya conservo en mi casa cerca de cuarenta, que les puedo enseñar a los señores diputados, aunque la verdad no he entendido ninguno.

Llega el día de la discusión; no hay discusión: aprobamos el dictamen con dos votaciones nominales; se pone en vigor el código y empiezan las quejas contra los jueces; que si son malos, que si no saben administrar justicia, y todo eso que han oído los señores diputados mejor que yo, y la administración de justicia carga el pecado que debíamos cargar nosotros por no estudiar el proyecto; a la nación le cuesta quince o veinte mil pesos o más, para los abogados que lo trabajaron, y en esta parte sí me alegraría yo de que no fuera un ejemplo sino una verdad, que les tocara esta repartición a los señores licenciados Valle, Alcalde y Linares.
 

Y en todo este discurso Manuel ha pedido agua, ha descansado y ha tosido como si se lo estuviera platicando a los tres del verbigracia.

Nos preguntarán los hombres de la Cámara cómo sabemos todo esto; nos dirán quizá como dice Herodoto que le dijo la Pitia en Delfos a un rey que iba a fundar una colonia en Libia:


Sin ir a Libia que en ganado abunda,
¿Pretendes saber más acerca de ella
Que yo misma, que allí a verla estuve?
¡Tienes mucha confianza en tu talento!
 

Ciertamente nosotros no hemos ido como diputados a la Cámara, pero merced a la benevolencia del León que, sentado en las propileas del templo de los legisladores defiende la entrada, nunca nos falta en las tribunas un buen lugar.

Payno ha sido un escritor fecundo, en el sentido de que es mucho lo que ha escrito para el tiempo de que ha podido disponer.

Así como una vaga reminiscencia conservo la idea de que él y Guillermo Prieto escribieron para el teatro. No hay que creérmelo, porque yo mismo estoy en duda de si era un drama o una ley de presupuestos; un sainete o un proyecto de arancel de aduanas marítimas; porque en esto, tanto Payno como Prieto, han hecho una hibridación de la economía política con el Parnaso, sin duda porque la economía política tiene por objeto el fisco, y el fisco ha sido en todas partes un Monte Parnaso, no porque en él hayan vivido las musas, sino porque en nuestro pueblo, eso de Monte Parnaso se entiende así como una cucaña, o cosa por el estilo, en donde desaparece el respeto al derecho ajeno.

Como novelista, Manuel Payno se hizo famoso por su Fistol del diablo: tengo la creencia de que Manuel no formó un plan para escribir esa novela, sin duda porque siendo hombre honrado, juzga que no es bueno tener un plan preconcebido; y un arrier pensé no cuadra a sus buenas intenciones, y de aquí es que la novela creció por acumulación, pero llegó a su término; aunque no todos los suscriptores tuvieron conocimiento de eso.

En el periodismo, Payno ha hecho un papel digno: jamás ha insultado a nadie, a pesar de que no ha faltado quien le insulte. El que ha tratado a Manuel, ya puede conocer un artículo suyo aunque no haya visto otro: hay hombres que se parecen mucho a sus cosas, y tanto, que bastaría ver un objeto de su uso para saber a quién pertenecía. Por ejemplo: un sombrero viejo de don Bonifacio Gutiérrez, o una capa de don Vicente Parada, colocados sobre un poste en la Alameda, denunciarían con mudos gritos, como diría nuestro poeta Agustín Cuenca, el nombre de sus antiguos poseedores. Hay levitas que acusan clérigo, aunque estén en un alquiler de trajes de máscara, como hay chalecos que vocean usura aunque cubran el abultado abdomen de un canónigo.

Se dirá: «supuesto que el estilo es el hombre, no es ninguna novedad que los escritos de Payno retraten a su autor». Yo contesto que hay moralistas cuyas obras se pueden enseñar como texto en los colegios, al paso que ellos hacen falta en un presidio.

Muchos pueden predicar como San Pablo: «haced lo que os digo, y no hagáis lo que hago». Pocos, como Arístides, tienen derecho de decir: «haced lo que hago aunque no entendáis lo que digo».

El escritor que escribe de buena fe, que dice lo que siente y lo que piensa, es el único a quien pueden denunciar sus escritos, porque son sus hijos y tienen que serle semejantes: el que no cumple con estas condiciones, tiene tanto derecho a que su estilo le denuncie, como puede tener cualquiera hijo de vecino a la semejanza con los hermanos de su mujer.

Manuel Payno es el mismo, en la conversación, en la tribuna, en el libro y en el artículo del periódico: no tiene faces.

Joaquín Alcalde

Tócale ahora su turno a Joaquinito Alcalde, y comenzaremos como Virgilio en su égloga V:


Pues que juntos estamos y contentos,
¡Oh! caro Mopso, todo nos convida
A divertir agora estos momentos.
 

Joaquín Alcalde, a quien a pesar de que ya pasa de los cuarenta y cinco, le llamamos todos Joaquinito, quizá porque en la estatura no es un Áyax de Telamón, de quien dice Homero:


Con su broquel cubierto, que una torre
Semejaba, y de bronce era forrado
Y siete grandes cueros le formaban
De toro
 

es la antítesis de Manuel Payno; porque Joaquín tiene una actividad febril, es profundamente impresionable, se enoja, ríe, llora, declama, grita y salta en la tribuna; y en honor de la verdad, que nada de eso es fingido. Siente Alcalde cuanto está diciendo, y si pinta un combate remeda los sonidos del clarín, los gritos de los combatientes, el pesado avanzar de la infantería, la vertiginosa carga de los escuadrones, las voces de mando, los ayes de los heridos, y hasta las alegres dianas de los vencedores; y después de una tirada de éstas, queda jadeante y sudoroso, meciéndose de fatiga sobre la tribuna, como si real y efectivamente acabara de acuchillar a un regimiento de cazadores de África.

Es lo mismo en su conversación particular, o cuando lee en voz alta una oda o un artículo de costumbres: Joaquín se posesiona, se entusiasma, se identifica con el personaje de quien habla, con el asunto que describe y con el autor cuyas producciones declama.

Cuenta Filóstrato, que Apolonio de Tyana, por una especie de segunda vista, miraba desde Efeso al emperador Domiciano asesinado por Clemente, y que lanzando miradas aterradoras, gritaba lleno de entusiasmo: «hiere, hiere al tirano». Esta idea nos despierta Alcalde en la tribuna cuando se entrega a uno de esos arranques de enérgica oratoria. Pero ya nos ocuparemos de su estilo, y antes, vamos a pintar algunos rasgos de su carácter.

Joaquín, como todos los hombres de corazón, es muy buen amigo, no más que hay que tratarle con cuidado, porque la impetuosidad de su genio puede producir una colisión. Joaquín no tiene museo, y no porque le haya faltado mucho que guardar, sino porque es excesivamente franco. Tiene un objeto curioso, por ejemplo, un hacha de armas de la edad media: pues si llega de visita a la casa de un amigo y éste tiene una panoplia, Joaquín le dice inmediatamente: «yo tengo un arma muy curiosa y que le ha de gustar a usted mucho; voy a mandársela». Llega a su casa y desde luego remite el hacha a su amigo.

No hay que alabarle a Joaquín con entusiasmo nada de lo que tenga en su despacho, porque no necesita más que convencerse de la buena fe de la alabanza, para regalar el objeto.

Nos hemos propuesto no hablar de política; mas al tratar de Joaquín, le podemos comparar con don Juan Tenorio: se apasiona súbitamente de las causas políticas con una energía increíble; pero pierde la ilusión también con una facilidad admirable.

Le hemos visto diversas veces en las Cámaras, en algunos periodos, pelear como César en la batalla de Munda, pro vita, y después caer en la atonía como si nada le importara ninguna de las peripecias de la lucha.

Esto depende de su profunda impresionabilidad; los que le tratan íntimamente, observan con extrañeza que se pone furioso muchas veces porque un criado le pierde una caja de tabacos, y en ese mismo día un comerciante quiebra llevándole dos o tres mil pesos, y Joaquín se ríe, no vuelve a hacer caso del asunto, y sólo una que otra vez hace de esto motivo de jácara y conversación.

Como orador en los bancos de la oposición, Joaquín es un hombre terrible: cuando se decide a hacer la guerra a un ministerio en el Congreso, nadie le iguala en audacia ni en valor civil; se le ha visto abrumar a un ministro con interpelaciones, tomando la palabra en la misma tribuna que ocupa ese funcionario, como esos duelos que cuentan los novelistas, en que los contendientes se atan de la mano izquierda con un pañuelo.

Alcalde tampoco tiene miedo a la tribuna; es capaz de decir un discurso sobre un tonel en la plaza, como Massaniello.

Alcalde hace versos; no podemos decir que sean muy buenos; pero sí aseguramos que, cuando los declama en público, nadie como él tiene los honores del triunfo. Nadie con tanta energía ha dicho en medio del ejército de Oriente:


Puebla, te vine a ver, y en tu recinto
Sentí latir el corazón de gozo,
 

y es seguro que Guillermo Prieto tiene más facilidad que Joaquín para entusiasmar a las masas leyendo o recitando versos.

Joaquín Alcalde pertenece a la generación literaria de Mateos, de Riva Palacio, de Altamirano, de Luis G. Ortiz, de Julián Montiel, de Juan Diaz Covarrubias, de José T. Cuéllar, de J. de Rodríguez y Cos; pero ha sido el más perezoso de todos para escribir, y jamás ha coleccionado sus producciones, ni guarda un solo ejemplar de ellas.

Como toda fisonomía que sale de la esfera de lo vulgar, la elocuencia de Joaquín se presta para la parodia, y vamos nosotros a ensayar su estilo:


Señores:

Es imposible soportar el completo desprecio con que se ven las Leyes de Reforma por algunas autoridades; y esas leyes que han costado la sangre de los pueblos, y la vida de sus defensores, y las lágrimas de las viudas, y el llanto de los huérfanos, y el incendio de las poblaciones, y la ruina de los labradores; ahora ¿qué sucede? ¡Prrrum! Entramos en la diligencia en un pueblo, y apenas llegamos al hotel, ¡glan, glan, glan, glin glan, glin glan! ¿Qué es eso? El repique de las campanas, porque es la fiesta titular y va a salir la procesión; y por todas partes ¡pum! ¡pum! ¡pum! los cohetes que atruenan el espacio; y en medio de ellos ¡bum bom! ¡bum bom! las cámaras, señores, costumbre que no se ha podido perder en nuestras poblaciones rurales. No ha pasado un cuarto de hora, y ya delante de las ventanas del hotel va desfilando lentamente una procesión, y las gentes se arrodillan devotas (el orador dobla una rodilla y se vuelve a levantar); pasa un Cristo (el orador abre los brazos, inclina la cabeza y se mueve como un crucifijo que va en una procesión), y después, ¡tam, tam, rataplam, plam, plam! (el orador imita en la tribuna la marcha de la infantería) ¡un piquete de guardia nacional que viene detrás de la procesión! Y entretanto, ¿qué hace el jefe político?, y ¿qué hace el gobernador del estado? Decir por los periódicos que se le ha cobrado la multa al cura, y cobrar efectivamente esa multa que no es más que la paga de una licencia que en ningún caso autorizan para dar, las Leyes de Reforma.

¡Esto es inaudito, señores! Yo nunca he pasado la plaza de perseguidor ni de intransigente; pero a la vista de tan flagrantes infracciones del Código fundamental y de las Leyes de Reforma, preferiría perder los ojos antes que callar. Pido que se haga una interpelación al gobierno y que venga a explicar aquí esa conducta, con cuyo objeto paso inmediatamente a la mesa a formular la proposición, con la que pido que se dé cuenta desde luego a la Cámara; y para que el señor presidente del Congreso no proceda a levantar la sesión, pido que ésta sea declarada permanente hasta tanto que se resuelva sobre la moción que voy a presentar.
 

Por supuesto que con cada uno de estos rasgos arma Joaquinito en las Cámaras, como dirían los españoles, un belén que tiembla el misterio, y después de una discusión acalorada, y de discursos enérgicos, y de terribles invectivas, y de sangrientos apostrofes, cuando se espera encontrar a Joaquín orgulloso con un triunfo, o espumando de cólera por una derrota, se le halla tranquilamente al salir del Congreso, hablando con algún abogado con la mayor naturalidad, de los autos que sobre rescición de un contrato y pago de daños y perjuicios, siguen, en estado de apelación, don Nicomedes Chiribía contra doña Pancrasia Chupatesa.

¡Qué cosas!, ¡qué contrastes! Pero nada, el hombre es así como Dios lo ha hecho; y al leer este artículo, quizá se pondrá furioso, y alentando coraje se dirigirá a la redacción de La República; mas si la buena suerte le depara en su camino a Vicente Parada que le hable del concurso de Jecker, o a un amigo a quien dar su queja, su enojo cesará diciendo con Esquilo en las Suplicantes:

«Son una procaz y malvada ralea estos hijos de Egipto que no se hartan nunca de contiendas, aunque se lo estoy diciendo a quien lo sabe como yo»; y encendiendo un puro repite aquel conocido verso de una comedia, que dice:


Cuando así juntos nos vemos,
Que hermanos somos presumo;
El brazo…, la vida es humo;
Fumemos, chico, fumemos.
 

Nosotros le oímos, y sin darnos por aludidos, al otro día, al encontrarnos con él, le diremos, con algún recelo:

—Adiós, Joaquín —y de fijo que con su cara festejosa como siempre, nos ha de contestar:

—Adiós, Cero.

Si Alcalde se hubiera dedicado a la oratoria sagrada, es decir, previas las órdenes eclesiásticas, ¡qué predicador tan famoso habría sido! ¡Qué sermones del prendimiento y de las tres caídas! ¡Qué pésame el Viernes Santo! ¡Qué pláticas sobre las postrimerías!

¡Ah!, de seguro que no sabe la Iglesia lo que ha perdido con no tener entre sus canónigos a Joaquín.

Cuando él, en un templo iluminado por la moribunda luz del día, escasamente secundada por el resplandor trémulo de algunos cirios, subiera al púlpito, y con esa voz que tan bien sabe apropiar a los relatos pavorosos o a las descripciones de cosas terribles, comenzara a hablar del juicio final, de bramidos subterráneos, de nubes negras vomitando fuego y peñascos, de estrellas desprendiéndose de sus centros, de muertos saliendo pálidos y ensabanados de sus sepulcros, de la trompeta del juicio, y de toda la portentosa y tremenda decoración con que los libros místicos exornan, como dicen los cómicos, ese espantoso drama que pintó San Juan en su Apocalipsis y que glosó Malanco en su artículo sobre el valle de Josafat; de seguro que los fieles que asistieran a ese sermón habrían de pasar un mal rato; y aquello sería un verdadero día del juicio, porque unas mujeres gritarían, y otras caerían convulsas con accidentes de histeria y otras huirían desmelenadas a la calle, y los chicos pondrían el grito en el cielo, y los hombres se mesarían los cabellos, y en un descuido, la policía, espantada, tomaría parte, y los campaneros tocarían a fuego, y la alarma cundiría hasta los cuarteles, en tanto que Joaquín, desde lo alto de la cátedra de los apóstoles, haría temblar las bóvedas del templo con un apostrofe contra los pecadores contumaces, o imitaría el pavoroso toque de la trompeta del arcángel.

Luego descendería tan tranquilamente del púlpito como si nada estuviera pasando, y después de agitar coquetamente una de esas ricas tabaqueras de oro esmaltadas y cinceladas que usa, diría con una sonrisa de amabilidad admirable, a cualquiera de sus amigos que estuviera allí para felicitarle: «¿Un polvo?»

En Atenas, refiere la historia que en los tiempos de Cimón, o Kimôn, como escribirían los filólogos alemanes o ingleses, que no se conforman con la ortografía latina para los nombres griegos; en esos tiempos que fueron los de la edad de oro para la tragedia clásica, un poeta fue multado por los arcontes, por haber hecho representar una tragedia en la que había episodios tan terribles, que más de veinte mujeres abortaron en el teatro, otras enfermaron gravemente, y la mayor parte de los espectadores salieron huyendo antes de que terminara la pieza que se representaba.

En un sermón de esos, que entre el clero se llaman de «desempeño», Joaquín hubiera sido muy capaz de producir el mismo efecto que el poeta griego.

Pero si Alcalde ni predica ni ha de predicar, ¿a qué viene hablar de eso?

Pues viene, porque me da gana de disertar sobre esa hipótesis.

Tito Livio, que escribió su gran historia cuando no había libertad de imprenta, supuesto que ni imprenta había, y que no tenía como yo, garantida la libre emisión del pensamiento por un artículo expreso del pacto fundamental (vulgo, Constitución), gasta muchas hojas de su libro no más para discutir qué hubiera acontecido si Alejandro Magno, en vez de emprender sus conquistas en el Asia, se hubiera dirigido a Europa y sobre la República romana, y si hubiera podido triunfar o no de Camilo, y de los Mucios, y de los Manlios, y si los elefantes, y el armamento de sus tropas, y la falange macedónica habrían prevalecido sobre la táctica y el valor de las legiones romanas; y yo, ¿no he de ser libre para extender un comentario en honra y gloria de Joaquín Alcalde?

Bastará que yo termine para que pueda decírseme con Aristófanes en la paráfrasis de su comedia Los caballeros: «En gracia de esa modestia, que le ha impedido deciros más necedades, tributadle un aplauso que iguale al estruendo de las olas.»

Justo Sierra

Ayer fui presentado a Justo Sierra, y… perdonad esta ingenua confesión de ranchero… no le encontré como me lo había figurado.

Allá, por los años en que era novelista Juan A. Mateos, y cuando el buen Julián Montiel aún escribía versos, llegó rodando hasta mi aldea un número del periódico intitulado El Renacimiento, y en éste, algunas hojas de una novela que, si mal no recuerdo, tenía por nombre El ángel del porvenir.

Cautivado (en los pueblos nos cautivamos con muy poca cosa) con el estilo de aquellos párrafos, fuime a leérselos al cura, y me dijo:

—¡Ah!… ¡ah!… ¡ah! eso está escrito por un joven a quien puede llamarse el poeta del porvenir. Ya lo conocerás, ya verás su espesa melena cuando vayas a la Babilonia de la república.

—¿Y qué es Justo Sierra?, le pregunté.

—Es una esperanza de la patria, y en estos momentos el primero de los poetas que colaboran en El Renacimiento.

Mi cura era muy tolerante.

Ustedes se podrán imaginar cómo me figuré al poeta yucateco.

¡Más me hubiera valido no hablar de él nunca! Ayer mi decepción fue horrible.

Cuando me llevaron a conocerle, estaba leyendo con interés una entrega en cuyo forro amarillo aparece un grabado que representa a un hombre medio desnudo, barbón y escaso de pelo, con una copa en la mano en actitud de brindar y rodeado de unos cuantos ensabanados, como dijo el otro.

Sobre el grabado leíase con enormes caracteres: El positivismo.

No pude entonces sofocar mi curiosidad de saber qué representaba la escena a que he aludido, y lo pregunté a mi mentor:

—¡Es Sócrates!, bárbaro.

Y yo había creído que era don Matías Romero, por la perfecta semejanza de aquella cara.

Sócrates —me dije para mis adentros— a quien Augusto Comte ha llamado discursista vulgar, ¿puede figurar por antojo del doctor Parra en la portada de un semanario positivista?

Así ha quedado San Agustín, pisando a los herejes sobre la puerta mayor de la Biblioteca Nacional.

Pero no nos desviemos de nuestro relato: presentáronme al señor don Justo en los momentos en que estaba rodeado de algunos personajes, que por apuestos, buenos mozos y vestidos de nuevo, comprendí al instante que debían ser redactores del periódico más grande y de más circulación de cuantos salen en en la capital.

Mucho tiempo permanecí escuchándoles… hablaban bien… muy bien… ¡extraordinariamente bien!

Pero a mí me llamaba la atención principalmente mi hombre, aquel a quien desde mi pueblo ansiaba conocerle y darle un abrazo.

¿Un abrazo?, ¡imposible!… mis brazos, ni siendo de caoutchouc, alcanzarían para tanto. Hoy está grueso, y poco le falta para igualar en obesidad a Alejandro Dumas, padre.

Su espesa melena, que según me dicen, fue negra como el ala de un cuervo, tiene hoy partes en que parece que la ha teñido con albayalde. Bajo una frente amplia y abultada, se ven hundidos los ojos que ya no relampaguean sobre las páginas del Tasso. Las facciones toscas; pómulos salientes y delineados como todos los pómulos yucatecos, es decir, como los de Peniche, de Castellanos y de Pancho Sosa…

Su cutis es blanco cargado de rojo, como todas las carnes que pinta Ocaranza, y su barba está más llena de harina que el pelo. ¡Ay!, me dije, el volcán se ha cubierto de nieve por dentro y por fuera…

Del exterior, se van encargando los años; del interior, ¡hace tiempo que se ha enseñoreado la filosofía positiva!

¡Nieve por todas partes!

¡Que frío tan intenso y tan constante!

Después de que se separó de aquel grupo un joven muy inteligente, que para cada chiste hace cien gestos, y que, según se me aseguró, fue en un tiempo colaborador del Domingo con el pseudónimo Junius, tomaron los demás sus sombreros y se marcharon por diversos rumbos.

Ahora sí, me dije, voy a hablar a solas con el poeta; y haciendo un esfuerzo de valor supremo, abrí la boca y expuse los deseos que desde hacía tiempo abrigaba de conocer al autor de «Playeras», «El canto de las hadas», «Nocturno», «Miriam», El ángel del porvenir, Piedad, «Confesiones de un pianista», etc., etcétera.

Para mí, los olanes en que duerme el ámbar, los cíclopes de la luz que en lo infinito con suprema efusión se dan la mano, y aquel genio atribuido a Shakespeare, que soportaba treinta y cinco medidas de gigante en su talla divina, eran cuestiones de poca monta. ¿Quién no ha dicho en su primera juventud eso y más al desbordarse las impresiones del alma en torrentes de endecasílabos?

De Justo Sierra pudo decirse como de Iceo dijo Horacio: Torrentior Iceo!… ¡Era torrentoso! Pero si secáis el océano y queréis volver a llenarlo con el inmenso chorro que producen al despeñarse juntos el Erie y el Ontario, no busquéis más la catarata del Niágara.

Sierra midió sus versos con ese compás sublime que no puede encontrarse en los estuches de matemáticas que vende De Gress a cincuenta pesos (he escogido los más caros), y vació en ellos sentimientos que no se traen en cajas de terebinto, como los abanicos de marfil que construyen los moros, sino que se desarrollan y viven dentro del corazón.

¡Ah!, como ya os he dicho, ¡mi decepción fue horrible!… Aquel soñador de 1868 y 69, aquel héroe de las veladas literarias dadas por Martínez de la Torre, por Riva Palacio y por Altamirano, ha muerto ya, ha muerto desde hace mucho tiempo.

Cuentan que un inglés, que jamás había salido de Londres, ni conocía los pericos, llegó a Veracruz, y en busca de un hotel se internó en la ciudad.

Caminaba dirigiendo miradas investigadoras a todas las puertas, cuando un loro, volando desde un balcón, vino a posarse en la banqueta, casi a los pies del hijo de Albión.

Los vivos colores del plumaje del animal, la figura de su pico y la mansedumbre que demostraba, llamaron la atención del viajero a tal grado, que se detuvo y se inclinó extendiendo la mano para tomar al pájaro.

Iba ya a asegurarlo cuando el loro, retirándose pausadamente con ese aire zalamero que suele tomar en las ocasiones solemnes, dijo:

—Lorito, ¿eres casado? ¡Ay, qué regalo!

El asombro del britano fue terrible; retrocedió como si hubiera visto a una serpiente, y quitándose ceremoniosamente el sombrero, exclamó dirigiéndose al perico:

—¡Perdone usted, caballero; yo creí que era usted pájaro!

¿Quién no ha oído en la república hablar de Justo Sierra como poeta? ¿Quién no ha sentido el entusiasmo con alguna de las odas del poeta campechano?

Se desea conocerle, oír al vate inspirado; se le encuentra, se le habla; pero si por desgracia está en un periodo de positivismo, si en vez de hablar del Dante, de Shakespeare, de Milton, de Tasso, del Petrarca, a quienes tan bien conoce, diserta sobre Augusto Comte, Stuart Mill, Bain o Spencer, entonces hay que dar un paso a retaguardia, descubrirse ceremoniosamente y exclamar como el inglés del cuento:

—¡Perdone usted, caballero; yo creí que era usted pájaro!

Justo Sierra es un literato retirado a la vida pública, es decir, a la política; es un poeta metido en «camisa de once varas»; digo, en el positivismo.

Como aquellos dos principios que según las construcciones míticas de la religión de Zoroastro, personificados en Ahura Mazda y Angra Mainyu, luchan eternamente disputándose la influencia en la humanidad, así en Justo Sierra hay dos fuerzas que se disputan su espíritu; la poesía y el positivismo, Victor Hugo y Spencer; fluctúa, vacila, tiene intermitentes «perniciosas»; pero no puede jamás decirse en ese combate, como dijo Victor Hugo:

—Esto matará a aquello.

Ésta es una especie de bigamia espiritual, para la cual le sobra a Justo inteligencia y vigor; y ya se sabe que la bigamia en el mundo va proscribiéndose, por cuestiones de economía y de tranquilidad domésticas.

Justo Sierra tiene una inteligencia privilegiada, una inspiración fecunda y vigorosa, y una rica y variada erudición. Guillermo Prieto y Sierra son, entre nuestros contemporáneos, en México, los dos poetas cuyo estro está templado para la epopeya; pero Guillermo resbala en la economía política, y Justo se embarca en la filosofía.

Sierra debe ser un gran poeta, y esos que se señalan como los defectos de sus versos, son las señales de lo aventajado de su talla.

Esas «cataratas de soles», y esa «clámide constelada», y «las treinta y cinco medidas de gigante», y el hablar siempre de colosos y de titanes, y del infinito, prueban que en el molde de su inteligencia no se engendran las concepciones raquíticas.

No queremos lisonjear su vanidad ni establecer comparaciones que le embriaguen; pero todos los grandes poetas han tenido esa tendencia; todos ellos, como nuestros antepasados en la humanidad, han visto esqueletos de gigantes en los fósiles del megaterio.

Dice don Fernando S. Brieva y Salvatierra en su introducción a las tragedias de Esquilo que tradujo tan bien al castellano:

Esquilo es el poeta de la energía y de la fuerza. De pensamientos giganteos y formas descomunales, más que a lo bello, aspira a lo sublime; más que la gracia de los contornos, busca lo atrevido y extraordinario de la expresión; es como el Miguel Ángel de la tragedia clásica. Carece de la corrección de líneas de Sófocles, y no tiene la elegancia de Eurípides; viviendo en la esfera de los misterios religiosos, para expresar cosas que pasan de lo humano, busca también lenguaje sobrehumano, aquellas palabras larguísimas, sexquipedalia verba, que dice Horacio. Él acumulará metáfora sobre metáfora, imagen sobre imagen, para llegar a la cima de su pensamiento, como los titanes amontonaban montañas para llegar al empíreo. No siempre es exacto en la expresión poética; pero siempre atrevido, brillante y gigantesco… El poeta que pinta a los montes «arrojando de sus sienes torrentes de espuma y devorando los campos con mandíbulas de fuego», seméjase mucho al que, hablando de profunda caverna, la llama negra boca por donde «el monte meláncolico bosteza»… pero así sólo escriben los grandes maestros.

Este párrafo, trazado por mano diestra, aclara la idea expresada, mejor que cuanto comentario pudiera yo hacer.

Justo Sierra, naturalmente y sin afectación, piensa, siempre que escribe versos, en gigantes y en colosos y en titanes; no parece sino que se nutrió, en sus primeros años de educación, con las tradiciones caldeobabilónicas de Beroso, con los relatos del Génesis, con los comentarios del padre Calmet, con la Gigantomaquia y la Titanomaquia helénicas, con la guerra de los aloades contra los dioses, o cuando menos con la historia de Los Doce Pares de Francia, por el arzobispo Turpin, en donde andan a las vueltas Fierabrás y Floripes.

Como míster Lenormant, el famoso arqueólogo e historiador orientalista, Justo Sierra es un campeón del relato bíblico de Moisés; no por supuesto en la parte geogénica ni teúrgica, sino como antigüedad y autenticidad del monumento. No pasa a Jacoliot, y le llama mentiroso y charlatán, no tanto por los prodigios que atribuye a la fuerza magnético-animal, como porque sostiene que los Vedas son la fuente de todos los libros sagrados, persas, egipcios, búdicos y judíos, y porque cree que el Pentateuco fue escrito después de la cautividad de los israelitas, cuando Justo lo admite contemporáneo de los libros caldeoegipcios.

Sierra comenzó á escribir una gran novela: El ángel del porvenir, le llamo «grande» porque me sospecho que tal fue la intención de su autor; pero sólo se exhibió al público una pequeña parte: ello es que el «ángel» quedó «por venir», y aun hoy mismo no se puede afirmar que Sierra sepa quién iba a ser el «Ángel»; quizá el editor.

Justo ha escrito una comedia, porque, ese teatro, tiene todavía que causar grandes perjuicios a las mejores famas literarias.

Pero, señor, ¿no puede un hombre tener talento y no escribir comedias? Pues ello es que se ha creído que no, y hasta el pensador Renan escribe dramas, el Calibán y el Agua de Juvencio; por supuesto, dice que no se pueden representar, que no se prestan a ello; aquí era de contestarle como en «Los polvos de la madre Celestina» dice maese Chirinela:


Ya miraba yo y temblaba
sin que usarcé lo dijera.
 

La comedia de Justo no era comedia sino drama, y tenía parte en ese delito literario Enrique Olavarría. Se intitulaba Don Fernando el emplazado, y el título dice el argumento, que siempre era mejor que el de Torquemada, de Victor Hugo.

Don Fernando el emplazado fue escrito para poner en juego escénico eso que se llama entre bastidores «los espectros luminosos» (perdonen los físicos; pero así les llaman), y dar un gran espectáculo.

Como es de suponerse, los desdichados Carvajales andaban siempre bajo el foro, ¡eran muertos! El doctor Peredo dijo que era una tragedia subterránea; el fenómeno de óptica no se produjo; pero aplaudieron al autor, y la pieza no volvió a representarse. Esto dependió de que el público era escaso y todo de confianza. Sierra había realizado el deseo de Sócrates, cuando calificaron de pequeña su casa: «¡Ojalá, contestó, que pudiera llenarla de verdaderos amigos!» El rey don Fernando hablaba en Victor Hugo, y en Victor Hugo los Carvajales: era en los días en que Justo estaba entusiasmado con el estilo del autor de Los miserables. Quizá hoy los Carvajales hablarían en Spencer, y don Fernando resultaría positivista.

¿Por qué Justo no se dedicará más bien a escribir un poema?

A pesar de todo y de que ya estamos escarmentados de llamar a muchos «esperanza de la patria», y después resultan desesperación, todavía esperamos mucho de Sierra, sobre todo si de sus principios positivos se decide por el de que «positivamente debe dedicarse a la literatura, hacer muy buenas odas, y dejar lo demás para quienes eso no puedan hacer».

Ipandro Acaico

Entre las tribus nómadas de los antiguos árabes, había la costumbre inmemorial de que cada vez que en alguna de ellas aparecía un poeta, ese descubrimiento era celebrado con festines, músicas, juegos y bailes; no sólo por aquella tribu, sino por todas las vecinas que con ella estuvieran en paz.

Y a fe que tenían razón, porque aun cuando no sea más que en el sentido figurado, un «verdadero poeta» merece más el título de profirogénito (nacido en la púrpura), que los hijos de los emperadores de Oriente, a quienes se aplicaba ese nombre.

No es esto soplar con el viento del orgullo en el cerebro de todos los que hacen versos, porque si el demonio de la soberbia quisiera levantarse en esos corazones, no dejaría de producirles el efecto que, según los católicos, produce el agua bendita a la familia de Satanás, aquello de «verdadero poeta» que equivale, para enfriar ánimos engreídos, a tosecilla maliciosa que interrumpe pedantesco discurso.

Pero como la calificación del mérito, por más que se diga, no es el patrimonio de los contemporáneos, y nosotros de contemporáneos hablamos, nos reduciremos a dar un voto, apreciable sólo en esas balanzas docimásticas de Gumesindo Mendoza, y unos datos que sólo podrán aprovechar los Basilios Pérez Gallardo del porvenir.

Ya hemos por incidente nombrado entre nuestros poetas a Ipandro Acaico, y ya el público sabe que bajo este nombre es conocido el arcade romano y compatriota nuestro, obispo don Ignacio Montes de Oca.

A quien ha distinguido con sus merecidas alabanzas Menéndez Pelayo, Miguel Antonio Caro, el más famoso de los traductores de Virgilio, y nuestro modesto y valioso Roa Bárcena, poco cuidado debe dársele de que Cero arremeta contra él, y estará más tranquilo que la Luna cuando el profeta de los creyentes prometió metérsela en un bolsillo. Pero como sería faltar a la justicia dejar a Ipandro Acaico sin suerte en esta distribución de «Ceros», con todo el respeto que su saber nos merece y con todo el cariño que su amistad nos inspira, diremos para comenzar: «ésta es, señor, la estrena de mis afanes oratorios, y éste el exordio de mis funciones pulpitales», como dijo fray Gerundio de Campazos en su sermón del Sacramento.

Ipandro Acaico se ha distinguido en el mundo de la literatura, no sólo por sus poesías originales, sino por sus hermosas traducciones de los bucólicos griegos.

Dedicado a la carrera eclesiástica, y ocupando un alto puesto en la jerarquía de la Iglesia católica, Ipandro Acaico ha sentido su inspiración detenida por terribles ligas, y todavía al publicar los Idilios de Bion en 1868, viene disculpándose con la homilía de San Basilio sobre la lectura de autores profanos, y con lo que dicen San Gerónimo y San Francisco de Sales, y con el ejemplo de San Crisóstomo, y aun con el del mismo San Pablo.

Miguel Antonio Caro cita también en abono de estos trabajos de Ipandro Acaico, a Lactancio, a Juvencio, a San Próspero y San Gregorio Nacianceno, y a poetas como Lope de Vega, Calderón y Moreto, curas; a Tirso de Molina (fray Gabriel Téllez), fraile; y hasta a don Juan Nicasio Gallego y a don Alberto Lista.

Y si ejemplos faltaran, nosotros, aunque sin tan profundos conocimientos, citaríamos al monje Barlaam que fue el que primero resucitó en la Italia el estudio de los clásicos griegos; al cardenal Bessarion y al singular protector de esta literatura, el pontífice Nicolás Quinto.

Pero éstos no son más que ligeros escrupulillos de Ipandro Acaico y de sus amigos; que entre los escritores eclesiásticos ahí está Luitprando, subdiácono de Toledo, diácono de Pavía y obispo de Cremona y Luizon, que escribió una historia del imperio griego, en donde hay cuentecitos que no se desdeñaría un poeta francés de tomar como argumentos para alguna ópera del género de las de Offenbach; y sin embargo el obispo de Cremona no tenía más escrúpulo en esto, que desagradar al rey Berengario II, que lo envió de embajador a Constantinopla.

Ipandro Acaico siente, como todos los poetas, la necesidad de cantar al amor; y menos despreocupado que el padre fray Manuel Navarrete, desahoga su inspiración con la traducción de los bucólicos griegos.

Esa necesidad de sacudir alguna vez las cadenas que oprimen el pensamiento, se manifiesta a los ojos del observador, aun en las cosas más triviales.

¡Con qué satisfacción, con qué rostro tan placentero oyen algunas veces los arzobispos y los obispos, y los hombres más graves y sesudos, un cuentecillo color de rosa, con tal de que vaya velado con las transparentes gasas del bien decir! ¡Con qué placer se le deslizaban a Quevedo aquellos romances, como Yo el menor padre de todos, Padre Adán, no lloréis duelos, o las Cartas del caballero de la Tenaza, después de haber meditado y escrito la Vida de San Pablo, la Virtud militante, la Política de Dios, y el Gobierno de Cristo!

Hace cincuenta años, cuando el dominio del clero era tan absoluto que los transeúntes no pasaban jamás cerca de un sacerdote sin quitarse el sombrero los varones, y besarle la mano las mujeres y los niños; cuando las conversaciones en todas la tertulias, sobre todo delante de señoras, giraban siempre sobre el sermón del padre Fulano, sobre la plática del padre Mengano, sobre los maitines de Catedral, la calenda de Loreto, el vespertino de San Francisco o las tres horas de la Profesa; cuando a todas las novias las iban a pedir los canónigos o los curas; cuando todos los niños jugaban con capillitas, y en todas las enfermedades ofrecían las muchachas ponerse el hábito; entonces, como una venganza, como una muestra de insurrección de los espíritus, pasaban de boca en boca, lo mismo en las tertulias de los ricos que en el chocolatero de los canónigos, o en el cuadrante de las parroquias, cuentos de religión y de sacerdotes en que se ponían en ridículo al culto y a sus ministros.

Reían de muy buena fe todas aquellas timoratas personas, cuando les referían que al alzar la hostia, un cura vio en un espejo a un muchacho que se subía en uno de los árboles del cementerio, y exclamó: «sube, picaruelo, ya verás cómo bajas»; y se contaba la historia de las tres herejías; y todo ese libro que se llama de los Ejemplos, y que no olvidó en su colección Rivadeneira, está formado de cuentecillos por el estilo, en donde andan a las vueltas San Gregorio y San Agustín, y el papa Martino, y Santa Teodora, y San Benito, y otros santos.

Porque, digan lo que quieran los que sostienen aquello de que «cualquiera tiempo pasado fue mejor», hoy el que es católico lo es, y ni la hipocresía tiene para qué tomar parte en la religión, ni la herejía necesita engañar disfrazándose.

Un poeta que lleva el hábito de sacerdote debe de encontrarse a cada paso con terribles dificultades; no porque la religión ahuyente a las bellas letras, ni porque sea un mal ejemplo para la grey la poesía erótica de su pastor, sino porque el mal sentido del vulgo confunde al poeta con el hombre, y cree que el que escribe unos versos de amor está enamorado, y el que canta los goces de la buena mesa es un glotón de primera fuerza; y no se comprende que por esto el poeta es distinto de los demás hombres, porque puede crear, y el Dante no podía haber sentido al mismo tiempo la agonía de las víctimas y el rencor de los verdugos.

Ipandro Acaico, como poeta, puede compararse a Miguel II, que arrancado de la prisión en que le tenían sus enemigos, y revestido con el manto imperial, antes de poder limar los grillos que sujetaban sus pies, gobernó muchas horas aherrojado, cubriendo con la púrpura los eslabones de sus cadenas.

Entre el genio de Justo Sierra y el de Ipandro Acaico, hay la diferencia que entre «la salvaje inspiración del Dante», usando de las palabras del célebre historiador Gibbon, «y los clásicos y monótonos cantos del Petrarca».

La poesía de Justo Sierra es el paisaje fantástico en que la montaña alza sus enhiestas rocas, y muestra sus flancos cubiertos de árboles gigantes, entre los cuales se despeña el torrente y cruzan las nubes arrebatadas por el huracán; la poesía de Montes de Oca es el parque del potentado británico en donde los árboles obedecen, en sus elegantes formas, a la mano del hombre; las aguas transparentes se derraman de surtidores de bronce, sobre fuentes de mármol, y las flores y los arbustos forman caprichosos y artísticos dibujos.

En Justo Sierra la inspiración ahoga a las reglas; en Ipandro Acaico las reglas asfixian a la inspiración.

Ipandro Acaico, fuera de sus magníficas traducciones, tiene que entretener a las musas con sus florecillas del breviario romano, con sonetos históricos o mitológicos, con himnos o canciones sagradas y con algún ensayo heroico, como Fiesco.

Pero cuenta entre sus sonetos muchos bellísimos, que si quisiéramos citar, ocuparían muchas columnas.

Sin embargo, Ipandro Acaico forma una nubecilla por cierto, que oscurece el lustre de su colección de poesías, y es cuando resbala en el terreno de la política.

Esas frases que arranca a su lira al tratarse de México, no cuadran a la dulce caridad que predicó el mártir del Gólgota, ni al cuerdo patriotismo de San Gregorio Magno, ni siquiera al altruismo frío de los modernos sociologistas.

De todos modos, Ipandro Acaico es una de las glorias literarias de México; su nombre es saludado con respeto en el viejo mundo, y algún día él comprenderá que si los hijos honran a la madre, también la madre honra a los hijos; quizá entonces vuelva a tener por su país y por su raza el cariño ardiente con que hoy México dice, como Cornelia la romana: «siento más orgullo en ser madre de los Gracos que hija de Escipión el Africano».

Las Odas de Píndaro

Dice Aristóteles que nunca debe uno hablar de sí mismo ni bien ni mal, porque si es bien, será vanidad insufrible, y si mal, necedad ridícula. Razón tiene el estagirita; pero a pesar de tan sabio consejo, siempre Cero va a hablar de sí mismo, aunque no sean sino unas cuantas palabras.

No escribo para los sabios: en primer lugar porque me encontraría yo en el caso de Fígaro, en la pregunta de ¿quién es el público y dónde se le encuentra?; en segundo lugar, porque no sé cómo se escribirá para los sabios, y en tercero, porque siendo tan pocos, según dice fray Luis de León, no valdría la pena de calentarse para ello la cabeza, cuando la moderna ciencia del comercio tiene establecido el principio de «para ganar mucho vender mucho, y para vender mucho, vender barato»; y éste es el siglo de Mercurio, por más que Minerva quiera decir que es el suyo.

Así pues, no es extraño que Cero hable y escriba tanto en un estilo, que nuestros calaveras llamarían catrerito, aunque los maestros en el buen decir, llevados de la indulgencia propia de quienes saben, lo bautizarían con el menos ofensivo nombre de estilo llano.

Ha llegado a mis manos un libro intitulado: Odas de Píndaro, traducidas en verso castellano por Ipandro Acaico, y materia dará ese libro el día de hoy para mi natural locuacidad y distracción de mis lectores.

Antes de todo, preciso será decir que hay un rasgo de patriotismo en el prólogo de esta obra, que viene a rehabilitar a Ipandro Acaico de las duras apreciaciones que por su falta de cariño a México y a los mexicanos, hice en mi artículo anterior.

Y ciertamente es satisfactorio leer en la primera página y en la carta dirigida a don Marcelino Menéndez Pelayo, las siguientes líneas:

Al fin remito a usted la versión de Píndaro, con tanto ahínco solicitada y hace mucho tiempo ofrecida; pero no va manuscrita como usted la espera, sino impresa con bellos tipos en la capital de la que fue Nueva España. A pesar de las ventajosas proposiciones de los editores de Madrid, prevaleció en mi ánimo un sentimiento de patriótica vanidad, y quise que la primera traducción métrica española del príncipe de los líricos saliese a luz en la misma México que vio nacer al traductor.

Antigua es, entre los maestros de la literatura, la cuestión de si es posible traducir a los clásicos antiguos griegos y latinos, y en caso de ser posible, si los poetas deben traducirse en prosa o en verso.

El abate Dubos ha tratado de probar que las mejores traducciones no ponen, a los que no entienden el griego o el latín, en estado de comprender las bellezas de un poeta que escribe en alguno de estos idiomas; que al traducirlos pierden el vigor de su estilo y sus mayores bellezas, y llega a sentar en sus Reflexiones sobre la poesía y la pintura, que en una traducción se pierden los hermosos rasgos y se conservan fielmente todos los defectos.

Doussault declara intraducibles a los clásicos por la imposibilidad de reproducir en nuestras lenguas modernas el carácter, el gusto y la dicción del latín o del griego. Marmontel en sus elementos de literatura, duda hasta de que Tácito haya sido traducido, y Montesquieu llega al anatema contra los traductores.

Realmente esto es llevar más que a la exageración, al ridículo, el fanatismo literario; es, por decirlo así, el fetichismo del idioma, y es suponer que el objeto de las palabras que el escritor empleaba no puede conseguirse sino con sus mismas palabras y en oídos acostumbrados a la pronunciación y a las modulaciones de aquel idioma.

En efecto, ¿qué se propone un poeta, qué intenta un escritor al usar de una figura o referir un acontecimiento? Indudablemente despertar en el cerebro del que lee o escucha, la misma idea que brota de su cerebro, el mismo sentimiento que hace latir su pecho, y la contemplación exacta del cuadro que en su mente ha concebido, con igual energía en los contornos y con la misma viveza en el colorido, con la misma fuerza de entonación; por eso buscan la dulzura del ritmo, la elegancia en las frases, y hasta la onomatopeya en las palabras.

Y ¿quién puede decir que el idioma castellano, el francés o el inglés, no hacen sentir a un hombre que hable cualquiera de estos idiomas, las bellezas de Homero y de Virgilio, con Hermosilla, con Pope, con Delille, con madame Dacier o con Miguel Antonio Caro?

Sería necesario que en todo el mundo no se hablara más que un solo idioma, y que en ese idioma hubieran escrito todos los autores.

Las religiones no serían posibles sino entre los individuos que hablaran en la lengua del fundador, porque si comprender las bellezas poéticas por medio de una traducción es imposible, los misterios y las sutilezas teológicas, que forman el fondo de las religiones, hubieran tenido que morir en su cuna.

Ninguna de las naciones que hoy profesan el cristianismo tendría idea de los Evangelios, y muy pocos alcanzarían el sentido de las Escrituras, redactadas en idiomas que hoy se llaman muertos, y conocidas sólo por las traducciones.

Homero pinta un combate delante de los muros de Troya, y ocurre para dar brillo a su épico relato, a la figura de un león cayendo sobre un rebaño; las palabras no serán las mismas del inmortal cantor de la Iliada, pero el que leyere una buena traducción, verá levantarse ante sus ojos, como evocados por un conjuro mágico, aquellos guerreros, caminando sobre sus carros en medio de las enemigas huestes; verá caer uno tras otro a sus poderosos adversarios, y luego, transportado por la voz del poeta, contemplará el ensangrentado redil en donde el león, con las fauces cubiertas de espuma, siembra el espanto en la inerme grey.

Supuesto que todos esos maestros que anatematizan a los traductores, quisieron pasar por sabios en esta materia, bueno habría sido ir más adelante, no contentándose sólo con asentar a priori, que es imposible comprender a un poeta si no se le puede saborear en el original, y que hubieran estudiado en el cerebro del hombre los fenómenos de la sensibilidad y del pensamiento.

Es opinión recibida, que la facultad del lenguaje articulado está circunscrita a una pequeña parte de los hemisferios cerebrales, en el borde superior de la cisura de Sylvius, frente a la ínsula de Reil y ocupando entre la mitad y tercera parte superior de la tercera circunvolución frontal. Esta aseveración que induce a localizar en diversos puntos de la masa encefálica las operaciones del pensamiento, estudiada por Broca, ha tenido comprobación en las observaciones más modernas por las perturbaciones que causa una lesión en el cerebro, y que produce, ya la amnesia paralítica, ya la incoordinada, ya la afasia, la agrafia o la afemia. Así lo dice Charlton Bastian en la adición de su obra sobre el cerebro y el pensamiento, publicada en París en el presente año.

Pues bien, el cerebro, educado para pensar en el idioma materno, al recibir la impresión de un idioma extraño, por más que a fuerza de estudio haya llegado a familiarizarse con él, siempre ejecuta esa operación que se llama traducir, aun cuando se suponga con algunos, que se puede llegar a pensar en idioma extraño.

La influencia de la lengua que primero se ha aprendido —dice el famoso filologista americano Whitney, en su obra intitulada: La vida del lenguaje— no se borra jamás de un espíritu. Son formas que una vez creadas, no pueden refundirse. Cuando aprendemos una lengua nueva no hacemos más que traducir sus palabras a la nuestra.

Llega sin embargo una época en que ya no necesitamos hacer esa traducción, o que al menos no tenemos conciencia de que se ejecute ese procedimiento en nuestro cerebro; entonces algunos filólogos creen que se piensa ya en esa lengua extraña, puesto que aun la nuestra llega a olvidarse algunas veces.

Yo difiero enteramente de su opinión. La lengua materna se adquiere, para decirlo en su último análisis, aplicando las palabras a los objetos; los niños conocen las cosas por sus nombres, antes de poder ellos pronunciar esos nombres; por ejemplo: en una casa católica la madre le enseña al niño un crucifijo, y le dice: «papá Dios», y cierra las manos en actitud de plegaria: el niño no comprende la relación entre esas palabras, mejor dicho, entre esos sonidos y la imagen del Crucificado, y la actitud de súplica; pero cada vez que o le pongan delante la imagen, o le repitan esas palabras, juntará sus manos, indicando con esto que se ha despertado en su cerebro la misma idea.

Aquella idea tiene su nombre en aquellas palabras, y ha de aparecer siempre con ellas, porque los

cerebros humanos —dice el doctor Luys es su obra El cerebro y sus funciones— en presencia de incitaciones exteriores que llegan a conmover su sensorium, reobran (responden), en todo tiempo, de una manera idéntica y común. Representan todos, más o menos, una serie infinita de prismas de la misma composición, expuestos en ángulos semejantes a los mismos rayos incitadores que llegan a atravesarlos.

Las palabras aplicadas a las ideas, no vienen, pues, cuando se pronuncian delante del que conoce el idioma a que pertenecen, sino a poner en actividad impresiones adquiridas, que almacenadas en las regiones del cerebro, permanecen en estado latente, y que forman con su acumulación el fondo del lenguaje y la reserva de que se hace uso para el comercio intelectual entre los hombres.

Pero al mismo tiempo, con la lengua materna se va formando lo que puede llamarse «el lenguaje interno», el lenguaje del pensamiento que no necesita ya nombrar la cosa, ni la relación, sino que las combina sin signo, y entonces, cuando el cerebro ha alcanzado el pleno desarrollo en un idioma cualquiera, no sucede ya como en el niño, que la palabra concreta la idea; es la cosa o la comparación que apropia la palabra y vienen la sinonimia, y la figura, y la metáfora, haciendo revivir, no ya la impresión adquirida y dormida, sino la palabra que la produjo primitivamente.

Así, cuando una lengua extraña llega a hablarse con facilidad, sus palabras vienen a ser tan familiares que no se traducen ya; pero forman, no palabras de ajeno idioma para el cerebro, sino realmente sinónimos de las palabras de la lengua materna: no se piensa en ese nuevo idioma porque las impresiones y las relaciones están ya formadas por el primitivo; se piensa en «lenguaje interno». Una vez formada, recibida la impresión que corresponda en un cerebro a la palabra «Dios», es la misma impresión la que despierta el Deus latino, el Theos griego, el God inglés, el Teotl náhuatl, para todos los que conozcan estos idiomas, porque —como dice Charlton Bastian, citando a Thomson— dos interlocutores no se detienen a investigar el sentido y significación exacta de las palabras, «como no reflexionarían que cada soberano que pasa por sus manos equivale a 240 peniques».

La traducción puede producir tanto o más efecto que el original, indudablemente, según que el lector de una o de otra, sean más a propósito para recibir la impresión.

Un lector que no haya visto jamás un león furioso, aun cuando su lengua materna sea el griego antiguo, comprenderá menos una descripción que haga Homero de un león furioso, que un hombre que lea esa descripción traducida a su idioma, pero que haya presenciado en las montañas las terribles escenas de cólera del rey de las selvas.

El poeta no hace más que despertar impresiones existentes y producirlas por medio de comparaciones entre elementos formados de ideas preexistentes en sus lectores; el efecto será mayor cuando esos elementos o impresiones sean más vivos y cuando el procedimiento intelectual en el lector para la comparación, sea más rápido y más feliz.

Así, en las traducciones, la belleza de la idea despertada, depende del lector; las apreciaciones sobre la pureza del lenguaje en el original, eso es cuenta de literatos que siempre califican según sus gustos.

Pero aún hay más, aún puede profundizarse esta materia.

El procedimiento intelectual para entender una lengua extranjera cuando aún no es completamente familiar, debe comprenderse en la categoría más compleja de acciones voluntarias, pues no se requiere sólo lo que constituye una acción voluntaria simple, según James Mill, «la idea o sensación, el acto, y entre una y otro un deseo, un movimiento», sensomotor o ideomotor; hay además combinaciones nuevas y variadas que aumentan la dificultad de conseguir el resultado; hay que buscar la palabra que corresponda a la idea preexistente, o la idea que debe formarse por la palabra nueva.

Pero este trabajo, este procedimiento cerebral extraño, difícil y complicado a fuerza de ejercitarse con atención, llega a ser completamente sencillo y familiar, y entonces, como dice Bastian:

Al alcanzar el último grado de perfección, las acciones antes voluntarias en el sentido más estricto de la expresión, pasan a la categoría de automáticas secundarias, pues la idea, la sensación o la emoción, pueden ser seguidas sin intervención de estado consciente alguno de un movimiento complejo. Así, movimientos que el individuo no podía ejecutar sino lenta y penosamente, llegan a serle tan fáciles como las automáticas primarias.

Esto es lo que indudablemente puede aplicarse a esas personas de quienes se dice que piensan en un idioma que no es el suyo.

Todo esto debe entenderse en el supuesto de que se trata de dos idiomas, poco más o menos igualmente pulidos, ricos y trabajados, pues si la referencia de una traducción es al polinesio, o a alguno de los que se hablan en el centro del África, las palabras del original no encontrarán ni equivalentes que expresen la idea, ni la idea podrá llegar a formarse en los cerebros que no estaban preparados para ella.

Porque un lenguaje rico y trabajado hace adquirir al que le aprende, si el suyo no está a la misma altura, multitud de conocimientos nuevos, permitiéndole al mismo tiempo clasificar con claridad los adquiridos anteriormente.

Pero volvamos a Ipandro Acaico y a su hermosa traducción de Píndaro. Indudablemente que los maestros que busquen una versión «literal» del príncipe de los líricos griegos, no ocurrirán a la obra de Ipandro; pero el que quiera formarse idea de las bellezas de relación, de descripción y de imágenes de Píndaro, podrá saborear los hermosos versos castellanos de nuestro compatriota.

Seguir servilmente al poeta griego en todas sus palabras, hubiera sido más fácil que traducirlo en verso; pero eso era un trabajo de escuela que ni hubiera sido grato a los lectores que no son helenistas, ni el poeta mexicano habría tenido un campo tan vasto para lucir sus ricas dotes.

Podrá decirse que esas traducciones en verso no son sino una imitación más o menos brillante, conseguida a expensas de la fidelidad y de la exactitud, o una composición nueva sobre un asunto ya tratado, como dijo Richard Bentley a Pope, a propósito de la traducción de la Iliada: «un bellísimo poema, pero no el de Homero». Esto no es exactamente cierto; hay necesidad de apartarse del original, pero la idea y las imágenes producen casi siempre el mismo efecto.

Para que pueda verse cuál ha sido el trabajo penoso de Ipandro Acaico y cuánto ha ganado su traducción métrica sobre la literal, me permito citar algunos trozos de una y de otra: sea por ejemplo en la oda I de las Nemeas.

Dice la traducción literal, sin responder yo de que sea perfecta:

Respiración augusta de Alfeo, Ortigia, vástago de la ilustre Siracusa; asiento preferido de Diana; de ti se lanza el himno de dulces palabras para fundar la grande alabanza de los caballos de pies rápidos como la tempestad, que deleitará a Júpiter Etneo; porque el carro de Cromio y Nemeo me excitan a componer un canto de elogio por los trabajos que alcanzaren la victoria.

Ipandro Acaico dice:


¡Vástago de la noble Siracusa,
Ortigia sacra, que reposo a Alfeo
Diste cuando corrió tras Aretusa!
Los rápidos corceles que el Nemeo
Triunfo obtuvieron, cantará mi musa,
Y a Cromio al celebrar, y a Jove Etneo,
Empezaré por ti, cuna de Diana,
Y de la errante Delos bella hermana.
 

Dice la invocación a la paz, oda VII de las Píticas, literalmente:

Bendita paz, hija de la justicia, que haces más grandes las ciudades, que posees las llaves supremas de los consejos y de las guerras, admite el honor de la victoria pítica de Aristómenes, porque tú sabes hacer y probar igualmente las dulzuras, con una oportunidad exacta.

Ipandro Acaico dice:


¡Oh paz, hija divina
De la justicia, cuya augusta mente
A la bondad se inclina;
Para los pueblos de riqueza fuente,
Que las supremas llaves
Tienes de guerras y consejos graves!
La espléndida corona
Que rendido te ofrece Aristómenes,
Y que alcanzó en Pitona,
Recibe, ¡oh diosa! pues a dicha tienes,
Según las ocasiones,
Distribuir y aceptar preciosos dones.
 

La traducción métrica de Píndaro no sólo es una honra y una novedad para el pueblo que vio nacer al traductor, sino también para todos los que hablan la lengua de Cervantes,


Hay, sin embargo, algunas nubecillas,
Pero ¿en qué firmamentos no hay nublados?
 

y yo voy a apuntar algunos que quizá no valdrán la pena y que quisiera ver desaparecer de la obra.

Por ejemplo, en la oda VI de las Olímpicas, dice un terceto de Ipandro:


Fue Pitana gentil, ninfa sencilla
Que Neptuno sedujo; y de aquel lazo
Provino Evadne, dulce morenilla.
 

Eso de dulce morenilla, podrá ser muy castizo; pero no cuadra bien con el estilo elevado, ni de ésa ni de ninguna oda; quedaría perfectamente colocado en uno de esos cantares andaluces, por el estilo de:


Moreno pintan a Cristo,
Morena a la Magdalena,
Moreno es el bien que adoro,
¡Viva mi dulce morena!
 

O en boca del viejo don Restituto, el de la Familia improvisada, cuando está refiriendo sus campañas amorosas con la valencianita y la morenilla; pero no en las atildadas composiciones de todo un Ipandro Acaico.

En la oda IV de las Píticas, dice así:


De Jolcos al llano
Verás un guerrero
Que baja del monte
Con doble lanzón.
¿Será ciudadano?
¿Será forastero?
No importa: tú ponte
En guardia, ¡oh varón!
Y está preparado
Al rudo combate
En tanto que se ate
Un solo calzado.
 

¿Es verdad que estos versos desdicen de la altura a que el poeta ha levantado el estro? El metro, quizá por el uso que tiene en las pastorelas, ha caído del favor de las personas de buen gusto, y luego eso del doble lanzón está muy campechano; ese aumentativo de lanza trae a la memoria del lector, aun cuando sea en contra de su voluntad, aquello de

Era tanta la pujanza

de señor San Baltasar,

que una vez llegó a ensartar

ciento cincuenta en su lanza.

¡Oh lanza, divina lanza,

lanza, lancita, lanzón,

danos mucha contrición

y la bienaventuranza!

Amén.

Tanto más, cuanto que la traducción literal de la estrofa, poco más o menos dice así:

El oráculo terrible pronunciado en el centro de la tierra, viene a conmover el corazón del sabio monarca; deberá sin cesar estar en guardia contra el hombre calzado de un solo pie, que desde el fondo de la montaña descenderá del lado del poniente a las llanuras de los ilustres Folcos, extranjero o ciudadano.

No debió, pues, adelantarse Ipandro a hablar del doble lanzón en esa estrofa cuando en la siguiente dice Píndaro: «Apareció, en fin, este terrible mortal, la mano armada de dos flechas», etc., etc., que traduce elegantemente Ipandro Acaico en una octava que comienza:


El semidiós que predijera el bardo
Llega por fin vibrando doble lanza.
 

Pues esto es; así se dice, y el doble lanzón sale sobrando.

La traducción aquí no podía ser tan libre que se pusiera: «en tanto que se ate, un solo calzado», y doble lanza por «doble flecha o venablo», porque Píndaro no puso arbitrariamente: «calzado de un solo pie», y más adelante, «la mano armada de doble flecha»; quisieron hallar, el oráculo primero, y luego el poeta, de un «arquero», y entre los griegos, los arqueros se descalzaban siempre un pie para tirar y combatir, con el objeto de estar más firmes: así lo dice Tucídides en su historia de la guerra del Peloponeso, al referir el sitio de Platea.

Era, pues, necesario conservar la idea original, que no podía cambiarse sin desnaturalizar el sentido.

En la oda II de las Píticas, dice, hablando de Ixión:


Del mísero Ixión narra la fama
Que en la rueda girando eternamente,
Por orden de los dioses así exclama:
«Paga, ¡oh mortal! con gratitud ardiente
Los beneficios de amorosa mano»
¡Ay, lo aprendió a su costa el insolente!
 

Eso de que lo aprendió a su costa el insolente, será muy castellano y hasta muy académico, y muy digno de que se lo apliquen a Cero; pero viene tanto al caso como una égloga de Virgilio en el prefacio de una misa cantada.

La traducción literal es la siguiente: «cuentan que Ixión, girando siempre sobre la rueda, dice estas cosas a los mortales por orden de los dioses: es preciso pagar los beneficios recibidos con amable retribución, y él lo aprendió claramente», aunque otros traducen: «él no lo supo sino muy tarde».

Sentiré que Ipandro se disguste porque no encuentro ese regaño doméstico dirigido a Ixión, digno de sus clásicos versos; pero la verdad, si no lo dijera lo pensaría, y como yo otros muchos: que la única gracia de mis artículos es: que pienso como la multitud, o que la multitud piensa como yo.

José María Vigil

At pulchrum est digito monstrari, et dicier, hic est.

Abrimos la escena con este verso arrancado de una de las sátiras de Persio; puesto que vamos a ocuparnos de Vigil que a su turno se ocupó también de traducir a Persio, y con el piadoso fin de que nuestros lectores que no entiendan el idioma de Cicerón, no se queden, como dice el vulgo, en ayunas, con permiso de Perreau, de Boileau, de Dryden y de todos los traductores de esas sátiras, incluso el mismo señor Vigil, nos tomaremos el permiso de verter en romance el pensamiento del inmortal hijo de Volterra o de Liguria, que eso va en opiniones, y cada uno aceptará la que mejor le parezca:


No hay cosa como pasar
Por donde haya dos o tres
Que al mirarnos, sin hablar
Nos comiencen a apuntar
Diciendo todos: ¡ése es!
 

Verso que si no se puede calificar como una traducción clásica y digna del original, en cambio puede cantarse cómodamente con la música del «Palomo», del «Aforrado», del «Atole» o de cualquiera otra de esas canciones populares que constituyen la delicia de La musa callejera de Guillermo Prieto, y que van, como las ondas que forma el agua al caer una piedra, alejándose de nuestras actuales costumbres más y más cada día.

Antes de hablar del santo de hoy, o de nuestro José María muy amado, como le escribe Fidel, haremos una pequeña digresión, siquiera para dar resuello a nuestro protagonista, a fin de que pueda serenarse y continuar la lectura de sus glorias literarias.

De estas glorias puede decirse lo que el rey Clovis dijo de San Martín de Tours, con ocasión de un milagro que le hizo y por el que tuvo que dar una gruesa limosna (haremos en latín la cita porque se trata del traductor de Persio): Verè Beatus Martinus est bonus in auxilio, sed carus in negotio, lo que Sancho Panza interpretó, diciendo: «si buena ínsula me dan, buenos azotes me cuesta».

Redúcese la digresión a decir que algunos malandrines, acostumbrados al estilo y trato con que muchos de nuestros diarios se ocupan de los hombres públicos de México, extrañarán que con sedoso guante, más que con acerada manopla, acariciemos a todos nuestros escogidos.

Esto tiene varias explicaciones, y sea la primera, que blando cojín de pluma parece siempre el macizo canto que da en la frente del prójimo, y que, la dicha nuestra dulzura, aunque por tal la tenga el espectador, quizá parecerá áspero cardo, al rotundo Justo Sierra, al redondeado Malanco, al rápido Joaquinito Alcalde, al mesurado Aguilar y Marocho, al impasible Manuel Payno, al impetuoso Juan Mateos, al arrebatado Guillermo Prieto y a tantos que, como diría Dublán, han salido o saldrán por tercería de dominio, a danzar en estas fantásticas procesiones:


Al dulce lamentar de dos pastores.
 

Además, y a pesar de que Cero ha tenido la fortuna de nacer en este país, del que, siguiendo un estilo conocido, podemos decir que fue la cuna de Juan Diego, el último reposo de Pane, el teatro de las hazañas de don Matías Romero, el espejo de las glorias de Escoto y el palenque de Bermúdez (el del Siglo), no es posible que pretenda seguir esa costumbre desgraciadamente adoptada por muchos periodistas, de manchar la reputación de todos los hombres, deprimir todas nuestras glorias y hacernos aparecer ante el mundo civilizado como un pueblo de bárbaros y de ladrones en el cual no se encuentre ni un hombre limpio para gobernante, ni honrado para banquero, ni inteligente para literato, ni hay una sola acción que sea digna de alabanza

Con esto se corrompe al pueblo y se alienta la osadía del extranjero. Referiré, a propósito de esto, un hecho histórico.

Hace tres o cuatro años, un periódico de París, al ocuparse de México y de sus cosas, nos vino poniendo, como decían nuestros mayores, como Dios puso al perico, verde y en una estaca.

Subiósele el patriotismo a la cabeza a un diario de esta capital, y contestó furioso el citado artículo, colocando a México en el lugar debido. Terció entonces en la contienda un periódico francés, que se publicaba en la república, haciendo poco más o menos este razonamiento:

En mi país no se conoce a México más que por sus periódicos. Y ¿qué culpa se tienen los escritores de allá de haberse formado tan mala idea de la tierra de Moctezuma, cuando constantemente leen en las obras de los mismos mexicanos, que todos los días hay cuarenta robos en la capital y doscientos en los caminos; que no se conoce la policía; que todos los presidentes son unos tiranos y unos imbéciles; que el ministro que no es ladrón es inepto; que el soldado que no es traidor, es cobarde; que el escritor que no es ignorante es plagiario, y que hasta la vida privada anda por esos mundos de Dios, mal traída y peor llevada en los papeles públicos?

Pues, y no le faltó al sujeto más que agregar, como en la antigua canción popular del trágala, trágala:


Tú lo quisiste, fraile mostén,
tú lo quisiste, tú te lo ten;
 

aunque el autor del verso sea fray Gerundio.

Mas es ya tiempo de que volvamos a ocuparnos de José María Vigil.

Los versos de Pepe muy amado, son verdaderamente un trabajo chino; no hay palabra que no se use en su verdadera acepción; los acentos, como los abonados del teatro, llegan siempre a su propio lugar; las sílabas están medidas con micrómetro, y las reglas tan bien y escrupulosamente observadas como quisiéramos que se observaran las Leyes de Reforma en algún estado.

Pero… ese pero me asesina; pero le falta empuje, le falta entusiasmo, le falta inspiración. Vigil, como literato, es notable; como poeta no lo es mucho; le sobra erudición, le falta fuego.

Dice un antiguo verso, muy conocido de todos:


Bello plan, bien combinado;
Más ¿de qué sirve el talento
Cuando falta el ardimiento
En el pecho del soldado?
 

Quizá sea esto debido al carácter tranquilo de Vigil; las pasiones exaltadas que hacen al poeta, y que no escasean en los hijos de Jalisco, no se libran sin duda esos combates homéricos, de que hablan los novelistas, en el alma de nuestro amado José María.

Si empuñara la lira de Virgilio o de fray Luis de León; si se dedicara a la descripción de los apacibles goces de la vida del campo o de la biblioteca, que no deja de ser sosegada, Vigil haría obras notables. Las luchas del drama, y el desordenado tropel de las odas quintanescas (como dijo Menéndez Pelayo), son para él como la fruta del cercado ajeno de Garcilaso, más sabrosas sin duda, pero menos fáciles de alcanzar.

Y esto no es un reproche, es la herencia de la naturaleza humana. Nerón anhelaba la gloria del canto; César envidiaba la de las letras, y el príncipe de los oradores romanos se desvivía por ser poeta, y salió en el Fortunata nata como si dijéramos con un domingo siete.

Con el desorden que me es característico, me ocurre aquí hablar de las estatuas y bustos que varios artistas están haciendo para la Biblioteca de San Agustín.

La ejecución nos ha dejado verdaderamente complacidos y honra a los escultores mexicanos.

Las estatuas representan al Dante, a Valmiki, a Isaías, a Orígenes, a Confucio, a Alarcón, y los bustos a Carpio, a Navarrete, a Alzate, a Gorostiza y a otros esclarecidos compatriotas.

Las estatuas quedarán en el interior de la biblioteca, y los bustos en el atrio, sobre las columnas del enverjado.

Una de estas tardes, a eso de las dos, con el deseo de ver los trabajos de los escultores, fuime entrando pausadamente hasta el taller; y como no hice ruido siguió una alegre con versación que se escuchaba en el interior. Creí que serían los trabajadores; pero cuál fue mi sorpresa al descubrir que las estatuas, unas formadas y otras en formación, sostenían la más íntima y deleitosa plática. Zumbaban al bueno de Alarcón con motivo de que todos sus paisanos se la iban a pasar al aire libre, como Simeón el Estilita, mientras los sabios de lejanas tierras vivirían muchos años al abrigo de las majestuosas bóvedas de aquel templo de la ciencia.

—Buen frío se van a chupar, don Juan, vuestros paisanos, decía Orígenes, trepados como unos pájaros encima de la reja.

—Y nada digo de los aguaceros, agregó pausadamente Confucio, enmedio de muchos chin-chan-chaus-chin-chous, porque le cuesta buen trabajo hablar el español.

—Van a quedar como el segundo avatar de Visnú, convertidos en pescados, exclamó Valmiki.

—Y eso sin contar con las pedradas de los chicos que ni a me respetaron en Florencia, interrumpió Dante.

—Y allí se estarán, dijo Isaías, hasta que las llamas salgan de las entrañas de la tierra a consumir esta ciudad malvada.

—Y a usted, ¿quién le mete? interrumpió don Juan Ruiz de Alarcón, no pudiendo soportar tanta chifleta; estará usted viendo visiones como las vio sobre Judá y Jerusalén, en los días de Uzzias y Jothan y Achas y Ezequías; ¡profeta de malas nuevas! y el don Orígenes, que mejor fuera que le reemplazaran San Agustín o San Basilio o San Juan Boca-de-oro, Crisóstomo, como le decían los griegos; y después el Confucio, tan feo, a quien se le puede decir lo que a mí don Juan Fernández, de quien me alegro que la fama no haga mención:


Tanto de corcova atrás
Y adelante, Alarcón, tienes,
Que saber es por demás
De dónde te corcovienes
O a dónde te corco-vas.
 

¿Qué nos importa que descienda usted de Ti-Ye, vigesimoséptimo emperador de la segunda raza de su tierra, ni que haya sido usted empleado en el reino de Lu, acaso de oficial quinto en la sección de rezagos, ni que haya usted hecho la oposición al rey Xi? Todas éstas serán mentiras de los cronicones de su celeste imperio, adulteradas por el tiempo, pues ya vemos que en esta tierra, sólo de la calle de Plateros a la Plaza se cuentan tantos absurdos y los creen en el Portal de Mercaderes, ¿qué sucederá con los anales de ustedes? Y luego ese Valmiki: qué ¿se habrá figurado, que aquí le vamos a hacer caso y a creerle que se robaron a Cita, y que se la tuvo el amante un año, y que la fue a reconquistar el marido con un ejército de monos, y que allí se la encontró, como decía don Quijote, tan doncella como la madre que la parió, aunque después armó pleito con ella?

Y el italiano, ¿de qué le viene haciendo burla a mis paisanos, cuando allí andaban los suyos pelando el Coliseo y las Termas para hacer sus casitas; hasta que dijo el pueblo: «¿que lo que no hicieron los bárbaros lo hicieron los Barberini?»? Después de todo, tienen ustedes razón, porque mis pobres paisanos se la van a chupar al sol y al agua como los anacoretas; pero bien me acuerdo de que en un viaje que hizo mi espíritu a Querétaro, vio pintado en un mesón de por San Francisco Soyaniquilpan, a una América muy grande dándole el pecho a unos niñitos vestidos de marineros ingleses, y cerca de ella, llorando y desnudos, otros niños, indios, y abajo este verso:


¡Ay, pobre patria! ¿hasta cuándo
Han de ver los extranjeros,
A tus hijos siempre en cueros
Y a los ingleses mamando?
 

Calló el buen don Juan, yo me eclipsé, para terminar con el apreciable Vigil.

Cuando este señor escribía el «Boletín» del Monitor, era cosa de ver aquellos sumarios ¿han leído ustedes algunos de ellos?… ¿No?, pues ahí va una muestra para concluir.

La situación.—El presidente.—Peligros.—Rumores.—Marcha probable del negocio en Guatemala.—¿Por qué?—Los usureros y las Leyes de Reforma.—El ferrocarril Sullivan.—¿Cuándo?—Opinión de Ticho Brahe.—Voltaire y su siglo.—¡Cómo!—Esperanzas.—La Biblioteca de San Agustín.—Extraña elección de personajes.—Mañana.—Ya.—¡Oh!—¿Qué?

Una traducción

Hace tres días un amigo me entregó una carta y un libro; el libro era Sátiras de Persio, traducidas en verso castellano por José María Vigil.

La carta decía:


Apreciable Cero:

Le ruego escriba lo que le ocurra acerca de la obra que le acompaño.

Es una injusticia que esté en la oscuridad. Que realice su autor la idea que encierra el mote impreso en la portada: «Fac et spera.»

Cerón.
 

El compromiso era ineludible. Una recomendación de Cerón no puede ser desairada; ¿quién se niega a trabajar cuando Cerón lo quiere?

Es la influencia decisiva y única sobre Cero; es mi Agrippa, mi eminencia gris, mi Richelieu, mi Bismarck.

¿Saben ustedes quién es Cerón? ¿No? Pues ni yo tampoco; pero él sí lo sabe, y supuesto que envía una orden como el récipe de un doctor, seguridad tendrá de ser obsequiado, y no debo defraudar sus lisonjeras esperanzas.

Digo, pues, como don Junípero: «Cierro los ojos y embisto».

Pláceme, antes de comenzar el juicio del libro en cuestión, advertir a mis lectores, que más extensas serán las divagaciones que la materia principal; tanto porque no siendo yo, ni con mucho, escritor clásico, sé pocas reglas y hago menos caso de ellas, cuanto porque a tal modo de razonamientos se presta el asunto como podrá juzgar el discreto lector en éste, que quizá sea uno de los más extensos artículos que de mi pobre péñola han brotado, sirviendo para descargo de tan mal acabado trabajo, la intención que me ha guiado siempre de dar a conocer a los escritores mexicanos contemporáneos.

Nada indica Vigil en el prólogo de su traducción que pueda hacernos comprender la razón que tuvo para dedicar su tiempo y su erudición a la ingrata tarea de poner en verso castellano la obra del más embrollado y menos simpático de los satíricos latinos. Y ni alcanza a disculparle de haber arremetido esta empresa la falta de traductores, ni lo interesante de la materia, pues dice muy bien un escritor moderno (Tencé):

No debe emprenderse una traducción al azar y por la sola misión de que falta en el público, sino porque el traductor está posesionado de su modelo, porque se ha identificado con él en un estudio constante y profundo, en una perfecta conformidad de pensamientos, de sentimientos y de estilo, sin lo cual corre el peligro de fracasar.

Se comprende muy bien que Vigil haya llegado hasta la admiración con Persio, porque les es común a ambos la noble cualidad de la honradez acrisolada, y porque el traductor, más que el poeta, ha probado su amor al pueblo y su odio a la tiranía; pero es difícil creer que Vigil haya penetrado y se haya empapado en el espíritu de Persio, cuando éste ha sido siempre considerado como oscuro e impenetrable, aun por los mismos literatos que se han proclamado sus admiradores.

Cassaubon consideró, a pesar de su asombrosa erudición, que Persio era absolutamente ininteligible, y declarando que cuando un escritor se reserva el derecho de entenderse a sí mismo, cualquiera es dueño de entenderle como quiera, se lanzó a tales comentarios, a tantas investigaciones y a tal número de conjeturas, que al leer su libro escribió Scalígero: en el Persio de Cassaubon, la salsa vale más que el pescado, que es lo que nosotros decimos con aquello de que vale más el caldo que las albóndigas.

San Gerónimo no pudo llegar a entender a Persio, y cuenta que lo arrojó al fuego para volverlo más claro, y Vigenero, al referir el hecho, parodia el verso de Ovidio:


Emendaturis ignibus ipse dedi.
 

Trist…, libro IV, eleg. 10, ver. 62.


(Para bien corregirlas las di al fuego),
 

de esta manera:


Intellecturis ignibus ille dedit.

(Para salir de dudas le eché al fuego).
 

Scalígero, que tenía en verdad mal dispuesto el corazón contra Persio, escribe hablando de él: «puesto que se ha embozado tanto, hagámosle a un lado… y además que no he encontrado en él sino la desarreglada marcha de un febricitante».

Heinsius exclama: «este joven, asistente del Pórtico, nos ha dejado un libro tan triste y tan repugnante, como si sólo se hubiera alimentado con mostaza».

Hay anécdotas respecto a la interpretación de Persio, que no dejan de ser graciosas. Cuenta Dusaulx, que leía en la Academia de Bellas Letras de París una Memoria sobre las sátiras de Persio, y suplicando al abate Batteux, para quien los poetas latinos eran muy familiares, que explicara algunos de los pasajes del satírico que habían ocasionado alguna discusión, él contestó con mucha franqueza: «la verdad es que yo los entendía el año pasado; pero en el presente ya no los entiendo».

Llevaron a un amigo mío un libro en que estaba la traducción del Persio con el texto original enfrente. Pocos días después le preguntó el que había hecho tal obsequio: «¿qué tal le ha parecido a usted la traducción?» Y mi amigo repuso: «aunque me ha costado algún trabajo entenderla, ayudándome con el texto latino en los casos de duda, la he comprendido bien».

El padre Vavasseur, dice: que seguramente la oscuridad de los escritos de Persio es lo que ha dado a ese autor la fama de profundo y erudito.

Y tenía razón el buen padre, que la gente, y en esto entran hasta los literatos, más enaltece lo que menos comprende, y las dificultades y el fastidio de interpretar o traducir una obra de esta clase van produciendo insensiblemente la idea de que es un monumento digno de admiración y un jeroglífico que encierra profundos misterios, cuya clave de oro sólo les es dado tener a los sabios; y como se presta a toda clase de interpretaciones, pasa con él lo que con los oráculos de la Pitia de que nos habla Herodoto: cada cual lo toma en el sentido que más le halaga, y todos quedan contentos.

Con razón dijo el poeta Lucrecio: «hay muchos que no aman ni admiran sino lo que está velado con términos misteriosos» (Libro I, vers. 642).

Bayle llamó a Persio el Locofrón de los latinos, y otro escritor, Colucio, ha dicho con gran naturalidad: «puesto que no ha querido que lo entiendan, yo no quiero entenderlo»

Todavía hay quien duda de si Boileau habló de buena o mala fe en aquellos dos versos:


Persio en sus versos oscuros
Pero juntos y apretados,
Quiso aparentar que tiene
Más sentido que vocablos.
 

Arte Poética. Canto II, ver. 155.

¿A qué viene tal granizada de citas?, preguntarán los lectores, y yo contestaré con el poeta Pardo Aliaga:


Excelentísimo señor, A pelo…
 

porque no quiero que se crea bajo mi palabra, que Persio es un autor tan oscuro que hasta hoy no ha podido llegar a ser entendido, y que su traducción, si bien no es un trabajo necesario, puesto que sólo francesas hay más de cuarenta traducciones, sí es una prueba que ha dado Vigil de admirable laboriosidad, de riquísima erudición y de conocimientos poco comunes en la lengua latina.

La traducción de Persio ha sido entre las notabilidades literarias, como entre los matemáticos la cuadratura del círculo, entre los mecánicos el movimiento perpetuo, entre los físicos la dirección del aerostato, y entre los economistas el valor de la moneda.

La traducción hecha por Vigil es muy buena, en cuanto se puede decir esto, dado el antecedente de que el original se presta, como dice Cassaubon, a todas las interpretaciones; pero sin prestarse, como digo yo ahora por la misma razón, a servir de término comparativo de la fidelidad del intérprete.

Pocos poetas, o más bien dicho ninguno, han tenido como Persio, tantos encontrados juicios sobre el mérito de sus obras y sobre la verdadera inteligencia de ellas.

Las sátiras de Persio, aunque escritas bajo el reinado de Nerón, no se hicieron públicas sino hasta el imperio de Antonino; y a fe que, por más que el poeta diga en uno de sus versos, que él habla como en reserva, no hubo motivo de tenerlas ocultas en tiempo de Nerón, porque en medio de la terrible tiranía que hizo pesar sobre el mundo el hijo de Agripina, Suetonio nos dice que jamás persiguió a los que contra él escribían sátiras o panfletos, y que por el contrario, se divertía oyéndolos leer, con lo cual animaba el espíritu de mordacidad.

Por otra parte, las sátiras de Persio encierran el ataque a la tiranía, en frases tan ambiguas y en tan débiles alusiones, que hubiera sido precisa, no la desconfiada malicia de Nerón, sino la venenosa suspicacia de los inquisidores, para haber encontrado en esos versos motivos de una persecución.

El panegírico de Helvidio Prisco costó a su autor un destierro, porque el emperador vio en él un principio de revuelta y no un ataque a su persona.

Los tres grandes satíricos entre los romanos, a juicio de los críticos, fueron Horacio, Persio y Juvenal; pero Horacio era el cortesano que lanzaba el dardo procurando hacer brotar una alabanza de cada herida, como la lanza de Aquiles curando la llaga que producía; Juvenal, como un rayo, hería para matar, y si alababa era para causar más profundo el dolor; Persio se divagaba con ataques a poetas sin nombre, a profesores sin reputación, a escolares sin antecedentes y a costumbres que apenas conocía.

Horacio es el cortesano de la buena sociedad que está reñido con el vicio, pero que no se atreve a combatirlo cuando es llevado en triunfo por los grandes señores que le protegen; Juvenal es el vengador de los hombres de bien y el consuelo hasta hoy de los oprimidos y de los débiles. Persio es el oráculo oscuro por el que pueden adivinarse los vicios de la enseñanza y la decadencia de la literatura, y transparentarse los abusos del poder; pero todo esto es en medio de mal humor, de disgusto y de predicaciones indigestas de las doctrinas estoicas.

Usando de una elegante frase de Dusaulx, Horacio escribió en cortesano, Juvenal en ciudadano; yo agregaré, Persio en catedrático, en domine.

Por eso Horacio está siempre de moda, porque siempre hay Augustos y Mecenas; por eso Persio se va perdiendo en la oscuridad, porque pocos le entienden; por eso Juvenal, como una barra de metal candente, todavía quema cuando pasa en medio de una sociedad, porque después de diez y ocho siglos, si las grandes virtudes han desaparecido, los vicios que atacaba el valiente satírico romano siguen imperturbables su marcha a través de remotos pueblos y de diversas razas.

El programa (como se diría hoy) de Horacio, está en estos versos que pintan su carácter:


Nihil admiran prope res est una, Numici.
Solaque, quœ possit facere et servare beatum.
 

Lib. I, epist. 6, ver. I.

que todos convienen en traducir de esta manera:


No afectarse por nada, puede ser,
Numicio, el solo y único
Modo de vivir siempre dichoso.
 

¿Y el de Juvenal? ¡Oh! El de Juvenal me voy a permitir trasladarlo aun cuando sea un poco extenso, sin atreverme a darle versión métrica:


Pero ¿por qué escoger de preferencia él campo, ya recorrido por el que se nutriera en el país de los Auronces?, ¿podéis disponer de un poco de tiempo?, ¿puedo contar con vuestra atención imparcial? Oid:

Cuando un eunuco se atreve a contraer matrimonio; cuando Mevia con un dardo en la mano y el seno descubierto ataca a un jabalí; cuando el barbero que me afeitaba en mi juventud compite hoy en riqueza con nuestros patricios; cuando un hombre del más vil populacho de Egipto, un Crispinus, esclavo hace poco en Canope, envuelve negligentemente sus espaldas con la púrpura de Tiro, y con sus dedos empapados de sudor mueve sus anillos de estío porque se considera muy delicado para soportar los de mayor peso, es difícil rehusar la sátira.

¿Habrá por ventura en esta ciudad corrompida, un mortal bastante sufrido e insensible para contenerse cuando encuentra al abogado Mathon llenando con su obesidad una litera que sólo desde ayer posee, «para encontrar al delator de un ilustre patrón que se apresta a arrebatar a los nobles que ha arruinado, los restos de su fortuna»?

Massa le teme; Caro intenta dulcificarlo por medio de regalos, y el trémulo Latino le entrega a su esposa Timelia…
 

Y en su sátira III, que indudablemente inspiró al esclarecido poeta don Manuel de Bretón de los Herreros su comedia intitulada: Me voy de Madrid, dice Juvenal:


Abandonemos esta ciudad en que viven Artorio y Cátulo; que permanezcan en ella aquellos que saben dar al crimen los colores de la inocencia; aquellos mercenarios, aquellos especuladores ávidos para quienes todo es fácil, ya sea que se trate de reparar los establecimientos públicos, ya de limpiar los puertos, los ríos o las cloacas; de llevar los cadáveres al cementerio o de vender los esclavos en la plaza pública.

En otro tiempo histriones, se les veía correr de ciudad en ciudad, haciendo resonar las campanillas de los espectáculos; hoy dan juegos, y para adular al pueblo, a la menor señal hacen correr la sangre del gladiador vencido. Al salir de la fiesta, ellos contratarán las letrinas públicas, ¿por qué no? Ellos comprenden que no hay oficio por abyecto que sea, que no deba ejercitarse con tal de que conduzca a la grandeza.
 

Persio vivió sólo veintiocho años; su austera moralidad, su excesiva dedicación al estudio y la rigidez de las doctrinas estoicas que profesaba, le alejaron indudablemente del tumulto de las intrigas cortesanas o de las espantosas escenas de prostitución de la grandeza romana. Sus sátiras contra la corrupción de las costumbres tienen que adolecer de su falta de conocimientos prácticos. Se indigna y escribe contra lo que sólo conocía por noticias; formaba de aquellos cuadros de disolución el mismo juicio que puede tener una doncella recatada, a los quince años, de una orgía del Carnaval.

Persio para atacar las costumbres, no estaba en la madurez de la reflexión, por más que su clarísima inteligencia y sus profundos conocimientos teóricos le hubiesen dado esa precocidad que todos le admiramos. Horacio no escribió sátiras hasta después de cumplir cuarenta años, y Juvenal en edad más avanzada.

Todos los traductores de Persio y todos sus admiradores han procurado dar a entender que sus versos envuelven terribles acusaciones contra Nerón y contra los vicios de los gobernantes, y casi no hay un prólogo ni una biografía de Persio en que no se cuente que el poeta había llegado a escribir este verso:


Auriculas asini Mida rex habet
 

que traducido al castellano dice:


«El rey Midas tiene orejas de pollino»,
 

pero que, como Nerón podía interpretar que se le aplicaba, se cambió en estas palabras:


¿Auriculas asini qui not habet?

¿Quién no tiene orejas de asno?
 

A pesar de que no eran ciertamente un ataque al César que probara una predestinación al heroismo, y aunque ninguna de las dos versiones tiene gracia, sin embargo Persio dice a renglón seguido:


Y por la Iliada
No cambio el gozo que esta risa encierra.
 

(Traducción del señor Vigil.)

Rasgo de modestia envidiable. También quieren decir que algunos versos de la sátira I son parodias de los de Nerón; pero por más que le dan vueltas a todo esto, no llegan a convencernos de que tales ataques de Persio contra la tiranía valgan la pena.

Respecto a la moralidad del poeta, sí confieso que es cierto que Orígenes y Tertuliano y muchos doctores de la Iglesia llegaron a considerarle como una especie de precursor de la moral cristiana, que así lo aseguran todos sus panegiristas incluso Moreri.

Pero todo ese prestigio, como dice Dusaulx, ha pasado ya de moda, a pesar de que hace dos siglos todavía el mismo Quevedo se inspiraba en el poeta latino, como dice el señor Vigil en el prólogo de su traducción, citando en su apoyo a González de Salas en la edición de las poesías de Quevedo de 1648.

Todos los escritores imparciales se preguntan y discuten por qué alcanzó tanta popularidad Persio, y todos vienen a dar en que Quintiliano dijo en sus Instituciones de oratoria (libro I, cap. X): «Persio, aunque sólo escribió un libro, alcanzó mucha y muy verdadera gloria», y que Marcial (libro IV, epístola XXIX) dijo: «Persio tiene más reputación con un solo y pequeño libro, que Marsus con su Amazonaida», y además de esto el prestigio que le da su oscuridad.

Quizá se crea que por no ser admirador de Persio, no le miro rodeado de esa gloria con que le revisten sus panegiristas; pero para librarme de este cargo, he citado todos los autores que me han enseñado a juzgarle, y puedo asegurar que otro tanto se queda en el tintero por no fastidiar al respetable público.

Entre todas las traducciones que he visto de Persio, aun en francés y en italiano, ninguna me ha parecido tan buena como la de nuestro compatriota Vigil; y no se diga que un mexicanismo mal entendido me hace prorrumpir en esta alabanza, porque unos traductores tan literalmente vierten las palabras de Persio, que a pesar de todas las notas, apenas puede comprenderse el sentido, y otros con tanta libertad dan vuelo a su fantasía, que más bien parecen autores que traductores.

Vigil, sin caer en ninguno de estos dos extremos, procura acercarse al original, dando a los lugares oscuros un giro tal, que a estudiarse sólo esa traducción, parecería imposible que tantas dificultades encerrara el original.

El estilo que adopta Vigil es digno del austero estoico romano, y el lenguaje es correcto y severo.

La introducción de Vigil es notable; campean allí la erudición, el juicio, y sobre todo la honradez; tiene con los otros estudios que sobre Persio hemos leído, los puntos de contacto inevitables cuando varias inteligencias discurren sobre un mismo asunto; pero hay en él mucha novedad y consideraciones originales.

Respecto a las notas, punto muy importante en la traducción de los clásicos, las hemos comparado escrupulosamente con las de otros traductores, y a excepción de aquellas que aclaran un punto histórico o geográfico ya muy conocido, en todas ellas se demuestra nuevo e ímprobo trabajo.

Vigil llevó a cabo una empresa que le honra y que da gloria a las letras mexicanas: ¡Ojalá que el tiempo que en eso empleó lo hubiera ocupado en traducir a Juvenal! Quien ha hecho alarde tal de sus conocimientos, bien pudo haber obsequiado a sus contemporáneos con una traducción del príncipe de los satíricos romanos.

Querer traducir y explicar a Persio hoy, equivale a que dentro de mil ochocientos años quisieran traducir y explicar El ahuizote: cada renglón sería una oscuridad y cada palabra necesitaría una nota.

Para dar de esto una idea a nuestros lectores que no estén familiarizados con esa clase de estudios, vamos a poner una quintilla sobre cosas del día con las notas que necesitará para traducirse dentro de diez y ocho siglos:


Ya en los de Ramoncito colocado,
Después que a Salvador pagué tributo,
Fui al asilo por Valle gobernado;
De allí, por la epidemia acobardado,
Voyme, y en la de Pane me zambuto.
 

Parecido a éste es el trabajo de interpretar a Persio; quizá tengan ustedes el mismo ¡oh lectores!, con este artículo.

Aguilar y Marocho

Sin contar con las alas de paloma que nuestro querido poeta Carpio deseaba


para cruzar los valles y los ríos,
 

Cero, que hace días se está cerniendo sobre el campo liberal, pasa en un momento a los últimos reductos del partido conservador a buscar allí, en prueba de imparcialidad, el hoy escogido, si no por su corazón, sí por su pluma.

¿Quién será de ese compacto grupo el que merezca romper la marcha en el desfile de las notabilidades vivientes del partido neocatólico?

Indudablemente es un hombre que a primera vista aparece como jefe del grupo militante… Le estoy mirando… tiene una estatura regular, al menos en nuestra raza; representa mayor edad de la que realmente cuenta; los disgustos políticos y las enfermedades han hecho que los años pasen más duramente sobre su cabeza que se ha inclinado antes de tiempo, y los múltiples surcos de su tez pálida dan a su fisonomía un aspecto que no debería tener si su vida se hubiera deslizado tranquila sobre el bufete y entre los in folium del jurisconsulto.

Pero el torbellino de la política le arrebató hasta llevarle a un ministerio, y muchos de sus años han corrido entre las sombrías y agitadas esperanzas del conspirador. Su inteligencia le ha colocado muchas veces a la cabeza de su partido, y su constancia, que otros llamarían obstinación, le ha hecho sobrevivir al naufragio de sus banderas y a la deserción que ha aclarado las filas de sus compañeros.

Ya se entiende, y si no, debe de entenderse, que nos ocupamos de don Ignacio Aguilar y Marocho, y aunque de paso hemos tocado su vida pública, más bien ha sido como muestra de su carácter que como apreciación de su credo político.

Él y Cero han estado siempre bajo opuestos estandartes; Aguilar se ha aferrado al lábaro de Constantino, como aquel griego Kynégyros, de quien cuenta Herodoto que asió con la diestra mano la proa de una nave enemiga; cortáronsela con un golpe de segur; se asió con la siniestra que también perdió, y entonces se aferró con los dientes, hasta que un tercer golpe le hendió el cráneo y le hizo perder la vida, como Jaafar el lugarteniente de Mahoma en la batalla de Muta contra las tropas del emperador Heraclio. Jaafar llevaba la bandera santa del profeta; perdió la mano derecha y enarboló la bandera con la izquierda; perdió también ésta, y con los puños sangrientos sostuvo aún el estandarte sagrado hasta que cayó atravesado por cincuenta heridas (así al menos lo cuenta Gibbon apoyándose en la autoridad de Abul-feda); o por último, para que no falte un cristiano, tercer ejemplo, tomado del padre Mariana en su historia de España, como el alférez Olea, que en la batalla de Cantespina, por defender el pendón de Castilla contra las huestes de Alfonso el Batallador, perdidos ya uno y otro brazo, se arrojó en tierra, protegiendo con su cuerpo el estandarte que no consiguieron arrancarle hasta después de haberle cercenado la cabeza.

Pero aunque Cero haya visto en opuesto campo al redactor de La Voz de México, hoy, al ocuparse de él, le dice lo que el gran Quintana al héroe de la batalla de Trafalgar:


Terrible sombra,
No esperes, no, cuando mi voz te nombra,
Que vil insulte a tu postrer suspiro:
Inglés te aborrecí, y héroe te admiro.
 

Inútil sería buscar el tipo de Aguilar entre los que nos ha traído la historia de la edad moderna, contándose ésta desde la dieta de Worms como quieren unos de un lado del Rhin, o desde la revolución francesa, como pretenden los de la orilla opuesta.

Aguilar pertenece de derecho por su carácter, a los cristianos del cuarto siglo de la Iglesia; estudiándolo bien, se comprende que debe de llevar el espíritu de uno de aquellos terribles contendientes de las luchas teológicas bajo los reinados de Constantino y de Constancio. Al verle cruzar silenciosamente por las calles, se siente algo como si se viera a Atanasio el de Alejandría, o a Arrio su poderoso enemigo.

Aguilar —diría uno de los partidarios de Darwin— es un atavismo político, literario y religioso; entre los antecesores de este señor debe contarse San Cirilo de Alejandría; el alma de Aguilar, diría un discípulo de Allan Kardec, en otra encarnación ha de haber tomado parte muy activa en la sangrienta cuestión de la consustancialidad.

Los combates entre los homoousianos y los homoiousianos deben haber fatigado ese espíritu nutrido con el estudio abstracto y difícil del logos de Platón trasplantado a los inabordables limbos de los tres principios árchicos.

En el Concilio de Nicea, Aguilar, en esencia, combatiría sin duda los primeros y vigorosos arranques de la doctrina heterodoxa, luchando contra Eusebio de Cesárea y Eusebio de Nicomedea.

Aguilar es un hombre a quien puede buscarse entre los personajes de los escritos de San Epifanio, de Sozómeno, de Tillemon y de San Ambrosio; se puede pensar de él, que como San Ignacio de Loyola, divide sus horas de estudio y meditación entre La imitación de Cristo, atribuida a Kempis; la Acta Sanctorum, del padre Bolando, y libros de caballería como el Amadís de Gaula, Palmerín de Inglaterra, Florismarte de Hircania u Olivante de Laura.

Si en el último cuarto del siglo XIX, el ruido de las máquinas y el estallido de los cañones de Krup no distrajera tanto la atención de los escritores y de los políticos, muchos en México se habrían fijado ya en el carácter de Aguilar, tan completamente extraño a la época en que vivimos.

Los hombres como Prudhome, se adhieren a una esperanza; los hombres como Aguilar se adhieren a un recuerdo; los unos sueñan en una creación ilusoria; los otros en una resurrección imposible. Muchas generaciones cruzarán sobre el planeta que habitamos, y no llegará a nacer nunca el Mesías de los hebreos; muchas han de tornarse polvo también, y no volverán nunca a la vida ni Alejandro, ni César, ni Pompeyo.

Pero unos y otros tienen su fe, y la fe es una virtud muy rara en el siglo del fonógrafo y del fotófono.

Aguilar, en su juventud era poeta; quizá lo sea todavía; la facilidad y la gracia de sus versos, hacen sensible que haya abandonado la lira de Apolo por la pesada pluma de la gaceta.

¿Quién no recuerda aquellas chispeantes décimas de la Batalla del Jueves Santo? Aguilar las escribió cálamo currente, y aunque inspiradas por la pasión política, cuando su autor estaba oculto, distan mucho de semejarse a esos libelos en que la ruin personalidad y el grosero insulto quieren hoy entre nosotros ocupar el lugar de la sal ática y de la fina alusión de los escritores del siglo de oro de la literatura. ¿Quién no sabe de memoria las siguientes preciosas décimas de la composición citada?


De tu casa en el blasón
Es bueno que se registre,
Con escudo, lanza en ristre,
Manopla y yelmo, un campeón,
Que al correr de su trotón
En la plaza principal,
Entre aplauso general,
Se vea con estudio y arte
Pasando de parte a parte
A la iglesia catedral.

¡Moribundas dos navetas,
Desangrándose un telliz,
Manca una sobrepelliz;
Una alba huyendo en chancletas;
Una estola con muletas;
Prisioneros dos manteos;
Dispersos seis solideos;
Contuso un bonete adulto
Y un misal pidiendo indulto,
Éstos serán tus trofeos!
 

Éste es un cuadro vivo y palpitante que no se hubiera desdeñado de honrar con su firma el duque de Rivas; y el mismo Juan José Baz contra quien iba dirigida la sátira, celebró como hombre de mundo y de talento la inspiración del autor y la gracia de las décimas.

Por honra de la literatura mexicana, Aguilar debió de consagrar a la poesía esas dotes intelectuales que se consumen hoy en la fatigosa redacción de La Voz de México.

Así nuestra patria hubiera tenido quizá un Quevedo, y algo más sobre que hablara el pobre Cero.

Pero la culpa es de Aguilar y Morocho, a quien, siguiendo el lenguaje católico, le podemos decir que el día del juicio final, en que como dice el catecismo del P. Ripalda, todos liemos de comparecer resucitando con nuestros propios cuerpos, le tomará Dios estrecha cuenta del rumbo que ha dado a su barca, y quizá se le pregunte con voz terrible, como el Señor le preguntó a Caín: Ignacio, ¿qué has hecho de tu musa? y don Ignacio, que no habrá perdido sus recuerdos de México, contestará con aquel verso del «jarabe»:


En fin, ella se ausentó
Sin darle ningún motivo;
Por tres días que no comió
Ya no quiso estar conmigo.
 

Después de esto, tal vez se creerá que en su trato familiar, don Ignacio Aguilar es un hombre seco y de pocas palabras, de quien se puede decir lo que creo que San Basilio dijo de uno de los arzobispos de Constantinopla: «católico sin unción y justo sin caridad». Pues nada de eso; como otra prueba de que el estilo no es el hombre, Aguilar es muy afable en su trato, gracioso y jovial en su conversación y eso a prueba de golpes de fortuna y de persecuciones políticas.

Su honradez ha resistido hasta la pluma de sus enemigos, y ni por calumnia le han llamado pícaro; ha vivido la vida del contraste; poeta y jovial, ha pasado muchos años escribiendo artículos dignos de un teólogo; creciendo en medio de la revolución reformista, ha profesado con encarnizamiento las doctrinas conservadoras; no ha cedido jamás un palmo de sus opiniones; es como era y será como es.

Gritos discordantes forman la armonía de la humanidad. En este gran compuesto cada componente tiene su razón de ser, y forman el admirable cuadro de la marcha del espíritu humano, Voltaire y Santo Tomás, Safo y Santa Teresa, el cosmos de Anaximeno o de Índico Pleustos y el cosmos de Humboldt y de Laplace; las slocas de Manu, los suras de Mahoma y los versículos de la Biblia; los ejércitos de César y las hordas de Atila; la Inquisición y la Comuna; la Constitución de 1857 y el Syllabus; La Voz de México y La República; Aguilar y Juan José Baz.

Guillermo Prieto

Más cansado que quien escucha un discurso de don José María Mata, y con más honda sensación que la que le produjo a Boissy d’Anglas ver a José Rafael Álvarez cruzar en pantuflas verdes el salón de sesiones del Cuerpo Legislativo, no tomaría hoy la pluma para pintar otro Cero en una cuartilla de papel, si no hubiera tenido dichoso encuentro con una persona digna de ser tratada con mayor miramiento que el que usa para con su piocha color de llamas el diputado Ramón Cadena, o para con sus quevedos de oro y cristal de roca el senador Genaro Raigosa.

Angélico de Fiesola (cuentan las crónicas) se ponía de rodillas para pintar sus Madonas; yo, para escribir este artículo, debo tener el sombrero en la mano izquierda, a no ser que prefiera dictarlo, en cuyo caso no hay inconveniente para tenerle en la diestra, y esto porque voy a ocuparme del veterano de nuestra literatura, del más inspirado de nuestros poetas líricos.

Pero es el caso que como escribo dentro de mi casa, y ni sopla el viento, ni me molesta el sol, mi sombrero está lejos y no necesito tenerle ni en una ni en otra mano, y además, como he venido al mundo en el siglo de todas las herejías, religiosas, políticas, científicas, sociales, etc., etc., etc., inspirado por el maldito espíritu del siglo, pierdo el respeto que debo a mi hombre y arremeto con él, no sin exclamar como el senador aquel de La cabaña del tío Tom: ¡Otra ilegalidad! ¡Otra murmuración!

A ejemplo de los buenos historiadores, hago primero la descripción del terreno y luego paso a la narración y a los comentarios.

Mi personaje cubre su cabeza con negro y polvoroso sombrero de anchísimas faldas; sus vivos pero pequeños ojos, se cierran y abren diez veces en cada palabra; sobre su nariz que debió ser aguileña, vacilan unos anteojos de varillas de oro; su bigote gris se junta con la piocha, ocultando unos labios sutiles que a su vez encubren una dentadura que ha sufrido «avería».

Su levita, holgada y de buen paño, ostenta en la corteza de polvo que la cubre, las huellas de las últimas gotas de lluvia que le cayeron encima a principios del mes pasado, como esos ejemplares que guardan cuidadosamente los geólogos, de formaciones que conservan las impresiones de la lluvia; su corbata se mueve a voluntad, por sí sola; en el cuello y en la pechera de su camisa suelen aparecer dos enormes brillantes que recuerdan los esplendores de Sirio o de Arturus en las noches de enero.

Por estos pequeños rasgos se ve que nuestro hombre no es precisamente lo que nosotros llamaríamos un buen mozo, y los españoles en Madrid un mozo muy guapo. Claro; hay todo un abismo, y abismo insondable entre él y Abdallah, hijo de Abdul-Motalleb y padre del profeta Mahoma, de quien se refiere que era un hombre tan bello, que la noche de su matrimonio con la hermosa Amina, doscientas doncellas murieron de celos y desesperación.

Me sospecho (aunque sin fundamento) que Guillermo Prieto, que es de quien me ocupo, no ha tenido la desgracia de que murieran por él doscientas doncellas, y aún quizá, ni una de las viudas que pensionadas por la nación, sufrieron (sin paciencia) largos ayunos y abstinencias en los periodos en que él dirigió el Ministerio de Hacienda. Pero como no presento a Guillermo de candidato para modelo en la Academia de San Carlos, ni de tipo para los elegantes de México, dejemos sus prendas materiales, que harta materia han dado ya ellas a los periódicos de caricaturas.

Prieto es el poeta más grande de cuantos han nacido bajo el cielo de México, y su vida entera está ligada a los sucesos memorables de la patria.

Todo periódico ilustrado y sensato de los publicados en este país, en el espacio de treinta años, ha engalanado sus columnas con los cantos de Prieto: las luchas civilizadas le han dado argumentos para canciones, que entre nosotros serán, como las de Beranger para los franceses, la sublime expresión de los sentimientos del pueblo.

¿Queréis recordar nuestro retroceso de la libertad a la opresión y a la dictadura? Haced que os toquen «Los cangrejos».

¿Queréis grabar en vuestra memoria las atrocidades de Santa Anna? Leed los Viajes de orden suprema y fijaos en los romances de aquellas páginas.

¿Queréis saber cómo se distinguían aquí los partidos reaccionario y liberal, llamados mocho el primero y puro el segundo? Pedid que os canten «Los moños verdes».

¿Necesitáis ver expresados en hermoso y galano idioma los sufrimientos, las amarguras, las esperanzas de los peregrinos de Paso del Norte en tiempo de la intervención? Leed los romances Recuerdos de la frontera.

Y para ver al pueblo de este país en toda su audacia, su arrojo y su gracejo, abrid ese libro intitulado: La musa callejera.

Prieto firma con su nombre sus cantos sublimes, y con el conocidísimo pseudónimo de «Fidel» sus versos populares.

Para conocer las costumbres del pueblo y poder retratarlas en romance —decía una vez en el Liceo Hidalgo, Ignacio Ramírez— se necesita ser Guillermo Prieto; y quien no tenga la misma facilidad que él tiene, que renuncie a ser poeta con el mismo dolor con que Guillermo renunció la cartera.

En efecto, asombra, cautiva, fascina la musa de Prieto; alguien quiso imitarle y el público le castigó esa profanación apenas lanzó audaz su primera parodia.

Prieto, que llora y palpita, y jadea y tiembla y se estremece en la tribuna, y que en nombre de sus canas y de sus desengaños, de sus tempestades y de sus dolores, pide enérgicamente en la Cámara que se reforme cualquier dictamen presentado por la Comisión de Policía, es el primero, el más grande, el más inspirado, el más mexicano de nuestros poetas cuando canta las glorias o las heridas de la patria.

Un día, 8 de septiembre de 1872, habló en el bosque de Chapultepec, pintando el heroísmo de los que en tan hermoso sitio pelearon contra los invasores en 1847, y parecía cuando hablaba que los ahuehuetes recobraban su savia primaveral al recoger aquellos ecos, que pueden llamarse de la gloria y de la libertad.

¿Y su oda a Zaragoza? ¿Y su canto a Juárez?

¡Ah! Cuán grande es ese viejo risueño y cariñoso que apenas es comprendido y estimado por esos literatos de última hornada que se han extendido como una sombra sobre el periodismo, sobre la tribuna y sobre el Parnaso.

Prieto, el último veterano de la guardia vieja de la literatura patria; el compañero de Lacunza, de Ramírez, de Calderón, de Rodríguez Galván y de Zarco, debe sentirse huérfano y extranjero en el mundo literario que hoy le rodea.

Los nuevos poetas a quienes más ha estimulado le han vuelto la espalda y le acusan ¡espantaos!, de retrógrado.

¡Cómo!, me diréis, ¿por qué?…

¡Ah! Prieto es defensor ciego de la Constitución del 57, de esa ley suprema, base y fundamento de nuestro modo de ser político.

Y para el grupo nuevo, para los que se han educado a plena luz con Mill, o con Baine, la Constitución es una cosa vieja e impracticable, es una serie de falacias que no caben dentro del límite lógico en que deben encerrarse las verdades científicas.

Prieto para ellos es un palabrero, un fantasista, quizá un enajenado; para mí, es un gran poeta, un leal patriota, un liberal que ha difundido las ideas regeneradoras, lo mismo en el artículo extenso que en el discurso breve, lo mismo en el canto épico destinado a conmemorar grandes hechos, que en el romance ligero y picaresco, dedicado a describir un fandango o a ensalzar los amores de la china.

Prieto, progresista o retrógrado, será siempre el orgullo de nuestra poesía, gala de las letras mexicanas, intérprete fiel de la manera de ser y de pensar del pueblo.

De Guillermo Prieto, como orador, puede decirse lo que dijo de Quevedo el gran Quintana: «es extremado».

Cuando Prieto habla en una de esas discusiones en que no se agita cuestión grave sino que se trata sólo de la dispensa de derechos fiscales a las farolas que van a colocarse en la plaza de una pequeña población, de la manera con que debe interpretarse un artículo del reglamento interior de la Cámara, o de la pensión que solicita la viuda de un retirado que murió a consecuencia (remota) de sus campañas, entonces procurad no oírle porque perderíais la ilusión por el tribuno.

Entonces su discurso lento y monótono se arrastra pesadamente por la tierra procurando en vano levantar el vuelo a regiones más elevadas; entonces Prieto vacila, balbute, se detiene, repite las palabras, las ideas, las frases enteras, parece como que sólo habla su boca y su espíritu está en otra parte; él mismo, se retira descontento de la tribuna, y de seguro nadie se acerca a felicitarle.

Pero, esperad: llega un momento supremo; un grande interés de la patria o de la humanidad le hacen tomar la palabra, y entonces la inspiración con su soplo de fuego enciende el cerebro del viejo cantor de la libertad; y su palabra brota fácil, ardiente, conmovedora, sublime; el silencio más profundo en las tribunas y en los bancos de los representantes prueba que todos escuchan con una profunda atención, y vibra su acento levantando un eco de ternura o de entusiasmo en todos los corazones. Entonces no es el Guillermo Prieto de las letrillas y de los romances, el amigo chancista y decidor, a quien todos hablamos de «tú»; no es Fidel el de los artículos de costumbres, es un hombre superior que se levanta sobre todos nosotros, es un espíritu iluminado que se cierne más allá del mezquino relieve de las cosas vulgares.

Quizá no hallaréis en sus oraciones, o más bien dicho en sus arranques épicos, las aplicaciones de las reglas que los grandes maestros de la palabra han señalado para la corrección de un discurso; quizá leyendo una de esas peroraciones os parezca su lenguaje desaliñado; pero no leais a Prieto, oídle. ¿Quién trasladará jamás al papel el salvaje rugir de la catarata? ¿Quién exige del bramido de los huracanes, del pavoroso retumbar de la tempestad, o del gemido de las auras entre las juncias, las clásicas armonías de Haydn, de Beethoven, de Mozart, de Haendel o de Wagner?

Hermosos y conmovedores son esos inmensos ruidos de la naturaleza, aunque no haya diapasón capaz de encerrarlos y de sujetarlos a las leyes de la armonía.

Como poeta Guillermo Prieto ha cultivado con especialidad la oda y el romance: la una le ha valido la celebridad como gran poeta; el otro el renombre de poeta popular.

A ninguno puede aplicarse en México con más acierto que a Guillermo, lo que don Antonio Ferrer del Río dice de don Manuel José Quintana:

¿Quién ha podido negarle jamás el renombre de gran poeta? La musa del patriotismo le ha inspirado sus más altas concepciones, y los ecos majestuosos de sus cantos enardecieron el corazón de los hijos de España en la época por siempre memorable en que el opresor de Europa fue por ellos vencido y humillado.

Guillermo ha sido el único que se ha dedicado a pintar las costumbres de nuestras gentes y las tradiciones de nuestra historia en esas composiciones verdaderamente populares que se llaman «romances».

El «romance» es el patrimonio de los pueblos que hablan la lengua castellana; en los romances se pueden estudiar no sólo la historia del idioma desde que separándose del latín comenzó a tener vida propia como lengua rústica, susceptible de progreso y perfeccionamiento, sino también la historia del pueblo español, sus creencias, sus inspiraciones religiosas, su espíritu nacional, sus costumbres, sus héroes legendarios o reales, sus preocupaciones, sus dolores y sus triunfos. En ese rico joyel del idioma castellano, que se llama el Quijote, como diamantes incrustados lanzan fulgores los fragmentos de romances sabiamente escogidos que el inmortal Cervantes sabe tan a propósito presentar.

El romance, proscrito muchas veces, como obra del mal gusto y propia sólo de la gente vulgar, levantado otras a grande altura, en las alas del genio por Quevedo, Lope de Vega, Góngora, y otros, ha llegado hasta el duque de Rivas, siendo siempre la poesía por excelencia para los pueblos que hablan la lengua castellana.

Prieto ha escrito muchos romances; quizá es el único que en México ha cultivado este género de poesía.

Sus romances históricos son buenos, tienen ese sabor arcaico que podemos llamar clásico, y al leer esos romances se recuerda involuntariamente aquellos famosos


Mediodía era por filo,
Las doce daba el reló,
Comiendo está con los grandes
El rey Alfonso en León.
 

o el de Juan de la Encina


Gritando va el caballero
Publicando su gran mal,
Vestidas ropas de luto
Aforradas en sayal.
 

Con estos romances históricos Prieto presta un servicio a su patria, forma tradiciones de gloria para un pueblo que las tiene siempre en olvido, cuando no por desgracia en desprecio.

Sus romances de costumbres, jocosos o satíricos, degeneran algunas veces por demasiado llanos unos, por lo malamente conceptuosos otros, y muchos por la elección de asuntos que no son dignos de la pluma que de ellos trata. Realmente tienen esos romances el defecto de confundir el «pueblo» con el populacho, la clase pobre con la canalla.

Guillermo ha escrito para el teatro dos piezas: una comedia que se llamaba el Alférez: dice que fue muy aplaudida; hay que creérselo porque confiesa que la otra arrancó una silba espantosa: se intitulaba Los tres boticarios.

Ya tres boticarios juntos es mucho para una comedia; por otra parte, parece que además de su botica cada uno de ellos tenía en la pieza un argumento separado, que el público no comprendió, o mejor dicho, comprendió muy bien que aquella no era comedia, y


Desde la primera escena
(Y por cierto que es muy buena)
Sentí levantado el látigo
Contra mi drama, ¿qué tal?
 

Según noticias, Guillermo vio desvanecerse allí sus ilusiones de autor dramático.

Los tres boticarios entraban y salían a la escena, y


¡Ánimas del purgatorio
Cuál bufaba el auditorio!
 

Y Prieto menos constante, menos enérgico que Chavero y Juan Mateos, huyó de las glorias dramáticas, poniendo, como los antiguos caballeros, su vista en Dios, y su corazón en su «musa callejera».

De las tres unidades clásicas, sólo hubo una en Los tres boticarios, la de acción, y ésa, era el público quien la observaba al silbar la pieza.

El doctor Peredo

Si el cartabón que señala la estatura de los granaderos fuera el punto de partida para escoger a los poetas, de seguro que Fergusson y Pancho Vera serían como Homero y Virgilio y el doctor don Manuel Peredo, a quien por antonomasia llama el vulgo Peredito, sería cuando más evangelista, no de los cuatro de la Sagrada Escritura, sino de aquellos que inspirándose al aire libre, ocupan el último peldaño de esa escalera en cuya más elevada meseta pasean el Dante y el Petrarca, y Quintana y Píndaro; pero en cuyos descansos asoman de cuando en cuando cabezas conocidas que nos hacen exclamar unas veces ¡Juan Mateo! otras ¡Terrazas! otras ¡Justo Sierra! y otras ¡Sixto Casillas!

En el camino del Parnaso no hay que ofenderse por la compañía, sino recordar aquello de nuestro malogrado Rodríguez Galván:


A caballo y con arnés
Unos, o en coche magnífico,
Otros en asno pacífico,
Y los más en cuatro pies.
En tan angosta vereda
Mezclados van pobre y rico;
Si el grande atropella al chico,
Atropellado se queda.
 

Pues el doctor Peredo es chico de cuerpo, lo cual no es afrenta, antes economía, que en buena ley menos género debe de gastar él en una capa que don Vicente Manero en un chaleco, y como último recurso en alguna de esas inundaciones de que dicen que dicen los sabios está amagado México, no sería difícil que nuestro querido doctor pudiera salvarse viento en popa a toda vela en una pantufla de don Pomposo Verdugo.

Pero la gloria no es sólo de los hombres de gigantesca corpulencia, que si Basilio el Macedonio debió a su elevada estatura y a su prodigiosa fuerza muscular el imperio de Constantinopla, Juan Zimicés cuya talla, como diría Joaquín Alcalde u otro amigo de don Pancho Gómez del Palacio y de Manuel M. de Zamacona (¡los hombres de la talla!), era poco más o menos la del doctor Peredo, también se arropó en la púrpura de Constantino, y llena está la historia del Bajo Imperio de gloriosísimos recuerdos de ese chaparro como le diría Vallarta.

Alejandro el Grande, que de seguro no llegaría al nacimiento del pelo al general Santibáñez, según he podido inferir de lo que dice Quinto Curcio, con un puñado de macedonios causó más terror en la India, que el que causan a los indios de México los empleados del municipio que van a cobrar la contribución del viento, gabela que entre paréntesis fue inventada allá en el año de 550 por el emperador Justiniano, el mismo del código y del digesto, y a quien es fama que le reza todas las noches una estación el apreciable romanista don Ezequiel Montes.

Pues y los dos Napoleones, el de Waterloo y el de Sedan, ¿acaso podrían calzarse unas botas fuertes de Loaeza o de Antillón?

Hasta Atila, según nos cuenta Prisco, era un chaparrón fornido y rubio, y aunque no con líneas tan suaves, ni con maneras tan corteses, ni con palabras tan dulces, pero así como el licenciado Inda, sin aquello de andar dormido en la calle ni otras pequeñeces.

Dionisio el exiguo, que tanto influyó con sus cálculos en cronología eclesiástica, pequeño debió ser para que hasta hoy le llamemos el exiguo. ¿Y Pedro el Ermitaño? Armó a la Europa contra la Asia, y no paró hasta coronar en Jerusalén a Godofredo de Bouillon, y esto teniendo él una estatura cuando más alta como la del ministro Mariscal, y una robustez que nada tenía que envidiar a la del ingenioso hidalgo de la Mancha.

¡Oh, qué reminiscencias históricas tan halagüeñas y tan estimulantes para los hombres de la talla de Félix Romero y Joaquín Alcalde! ¡Y cómo se han de estar chupando los dedos al considerar que les vendría como anillo en el dedo, ya que no como pedrada en ojo de boticario, la coraza de Alejandro Magno, el redingote gris de Napoleón I, o el manto de púrpura de Juan Zimicés! De seguro que al leer este artículo se van a soñar en Babilonia, en las pirámides o en Constantinopla; pero sólo a Malanco ha cabido tal gloria en compañía de Chucho Cuevas.

Peredo ha sido parco en crecimiento. Spencer dice, en sus Principios de biología: «El crecimiento depende, caeteris paribus, de la cantidad disponible de materia asimilable.» El pobre doctor no debió encontrar «disponible mucha materia asimilable»; o quizá, conforme a otro principio biológico que asienta «que la cantidad de nutrición no debe pasar de la aptitud de asimilar», se encontró con la materia disponible pero sin la facultad suficiente para asimilar la necesaria; lo cierto es que nuestro doctor no creció; en cambio es individuo correspondiente de la Real Academia española, honor muy merecido, y váyase lo uno por lo otro.

Peredito es un literato que guarda el dulce sabor de la fraseología de los tiempos de Reyes Veramendi y de don Anastasio Bustamante, sobre todo en la conversación familiar; esto da a sus producciones un temple cervantesco, como diría Menéndez Pelayo, y estas reminiscencias de las que puede decirse:


¡Oh dulces prendas por mi mal halladas!
¡Dulces y alegres cuando Dios quería!
 

como dijo Garcilaso, imitando el:


Dulces exuviae, dum fata Deusque sine bant
 

de Virgilio, son siempre muy agradables. Por ejemplo, las chinas mexicanas ya no existen sino en los versos de Guillermo Prieto y en las litografías de cuadros nacionales que se hacen en la casa de Debray; y sin embargo, a todos nos gusta recordar el tipo de la china.

Peredito (usando su lenguaje) es lo que se puede llamar un terrón de amores; jamás se disgusta, y siempre, en medio de su mayor entusiasmo, abre los brazos, echa la cabeza para atrás, mueve violentamente las narices, parpadea con rapidez, contrae la boca, y encorva el cuerpo como buscando el equilibrio de las gafas que cabalgan sobre su nariz inquisitorial.

Tiene el doctor mucha gracia para sus versos humorísticos y mucha sal para su conversación. Cuando él lee sus poesías, se siente uno verdaderamente encantado; si el buen lector, como decían los maestros de las antiguas escuelas, es el que da más sentido a lo que lee, Peredito no tiene rival, porque posee un caudal inagotable de gestos y movimientos complementarios, como dicen los físicos hablando de los colores, que llegan a hacer que se adivine el verso por la acción, o la acción por el verso.

Otra virtud distingue a Peredito, y es su modestia; con lo que él ha escrito y con lo que pueda escribir andarían otros más orgullosos que regidor nuevo o que candidato oficial para diputado.

Peredo se eclipsa, hay necesidad algunas veces para encontrarle, de echar mano de esas varitas encantadas que en las haciendas y en los pueblos del campo guardan algunos rancheros que tienen ribetes de mágicos para buscar tesoros escondidos.

¿Quién sabe dónde se mete el doctor Peredo? Casi, casi, estoy por declarar que existe en estado latente, y sin embargo, si hay una reunión literaria o si se representa en el teatro algún drama de importancia, Peredito aparece como una evocación; todos los literatos le abrazan, y de seguro que él no responde una palabra cuando le dicen, como a las ánimas en pena: «de parte de Dios te pido que me digas si eres de esta vida o de la otra».

El teatro es la gran pasión de Peredo; él ha hecho juicios críticos de las comedias; es quizá el más asiduo de los concurrentes a la primera fila de butacas; ha dado cátedras de declamación; ha escrito comedias de costumbres y dramas; ha representado con los aficionados; el último cuartel general que se le conoce es una botica que está frente al más viejo de nuestros coliseos, y no le falta ya en materia de teatro, más que ser foro, bastidor o bambalina.

Como pruebas de su afición al teatro, Peredo las ha dado más palpitantes que los mártires en las arenas del Circo; quien aguanta en el año de 1882 el Sancho García de Zorrilla, ya tiene para reír de los ratos de mal humor de Nerón y de Domiciano.

Quien escucha al conde de Castilla decir:


¡Silencio! en fin al cuerpo demos
El nutrimiento necesario y justo
Los que muy pronto pelear debemos.
Sancho, sírvenos ya que lo tenemos,
Si es de mi madre voluntad y gusto,
 

y no tiene voluntad y gusto para irse a la cama, es un héroe tan grande como Leónidas, a quien todos los autores de la antigüedad declaran muerto en las Termopilas, y sólo al mismo famoso Zorrilla, autor de Don Sancho García, se le ocurrió matarlo en otra parte, diciendo en una composición intitulada «La gloria»:


Por ti una noche con aliento extinto
Tumba Leónides demandó a Platea;
 

aunque puede ser que este Leónides de quien habla Zorrilla fuera el licenciado Leónides Torres, y Platea fuera alguna de las plateas del Nacional, que en vez de tumba demandan al buen don Fernando Batres aseo y abonados.

¡Qué cosas de Zorrilla!

¿Acaso se puede olvidar cómo puso a los mexicanos cuando volvió a su patria? Ya se ve, ¿qué podía esperarse de un hombre que cantando no sabemos a qué, ha dicho lo siguiente?:


Entre sus ondas
De orlas redondas
De notas hondas
Cuyo hondo son,
Es de la espuma
Burbujadora
Que la devora
La ebullición.
 

Esto sólo se puede ver como él dice, con:


Los desiertos sin luz cóncavos ojos;
 

verso que no entenderían todos los averroístas de Córdoba que se pelaban las barbas por interpretar a Aristóteles, ni todos los teólogos que se quedaron calvos a fuerza de dilucidar el si procede o no procede.

El día menos pensado, abusando de la magnanimidad de Peredito, pone en escena don Perico Delgado La creación y el diluvio universal del citado Zorrilla, que tiene todo el corte de las pastorelas del Pensador, y donde se presentan como personajes: Luzbel, la Tentación, San Miguel, San Gabriel, Adán, y Eva que no habla, única novedad del autor, y donde hay versos de este chisgo, dignos de una novena de Santa Rita, abogada de imposibles:


Orad a Dios que os hace
Progenitores de un mundo,
Orad, y Dios que os infunde
Su fe tan inalterable,
Con su antorcha hasta el sepulcro
Os alumbre y acompañe.
 

Con los cuales cierra la comedia, el público aplaude, pide al autor, y como dice Bretón:


Tabló. Dase la batalla
Entre el granizo y los truenos;
Desmáyase doña Elvira;
El prior canta el Te Deum;
La fragata se va a pique;
La bruja baila el jaleo;
Arde la ciudad, y baja
El telón.
 

Don Ezequiel Montes

Alguien dijo, y no hace mucho tiempo, que el busto de don Ezequiel Montes está pidiendo a gritos los mármoles de Paros o de Carrara y aunque pudiera decirse de ese escritor, como el rey Midas en la zarzuela que lleva su nombre: «me gusta este hombre porque no es adulador», sin embargo, parodiando su frase diré yo: que don Ezequiel Montes está pidiendo a gritos un artículo de Cero.

Realmente, el señor don Ezequiel ha sido un orador notable: su voz, su figura, y hasta el nombre que recibió con las aguas del bautismo, le prestan ese prestigio de profeta que todos le reconocen.

Podría ya hacer una apuesta: que nadie que haya escuchado en la Cámara a don Ezequiel Montes, cuando oiga nombrar al profeta Ezequiel, deja de revestirle en su imaginación con la misma cabellera blanca y rizada, la misma espaciosa frente, la misma poblada barba, y quizá hasta los mismos anteojos de oro del actual ministro de Justicia.

Y que no me vengan con aquello de que el nombre es el que produce este fenómeno psicológico, porque muchos conocen a Napoleón Saborío, alto, flaco y de luenga nariz, y a nadie se le ha ocurrido aplicar esa figura al vencedor de Austerlitz; todos los días encontramos a Guillermo Valle y nunca pensamos en ver sobre su cabeza el casco del emperador de Alemania; ni hay diputado ni concurrente a la galería que al ver que se levanta a pedir la palabra el apreciable representante de Puebla señor Cantú, se imagine que es el autor de la Historia universal.

Montes indudablemente estudió su figura en la juventud para saber qué tipo debía escoger como modelo, y como era y es decidido partidario del derecho romano y de los oradores romanos, y de la literatura romana, todo ello le decidió a tomar ese aire consular y a imaginarse que los mal ensamblados tablones que forman el recinto de la Cámara de Diputados dentro del Palacio Nacional, eran la rostra que, decorada con los espolones de vencidas galeras enemigas, daba su sombra a Hortensio y a Cicerón, y a Craso y a Catón, y al mismo Clodio. Y con toda seguridad la negra y bien cortada levita de paño que cubría su ancho pecho, le ha de haber parecido a veces a nuestro querido don Ezequiel, la garbosa clámide de Pompeyo, y el lapicero de oro con que hace sus apuntes lo ha de haber sentido entre sus dedos como el estilo con que Julio César tomaba notas, se limpiaba las uñas o se rascaba la cabeza en sus momentos de distracción.

Hablando con verdad, no nos ha contado Montes nada de esto; quizá sea un falso testimonio que como los alguaciles de Quevedo levantamos sin escrúpulo de conciencia; pero como hay una regla de moral que dice: no quieras para otro lo que no quieras para ti, y calumnias de esta clase más que disgusto nos causarían satisfacción, si en suerte nos cupiese ser víctima de ellas; el gusano roedor de los remordimientos no da en estos momentos señales de vida en nuestro pecho.

No nos ocuparemos de la vida pública de don Ezequiel, como político, porque no decimos como Virgilio: Arma virum que cano; no; vamos a dedicarnos sencillamente al orador con algunos rasgos del hombre, porque a nuestro juicio no es cierto que en la tribuna valga la verdad por sí sola, que, sin dejar de serlo, muchas veces no será creída, al paso que el error estará convenciendo.

Y esto depende de quién habla y de cómo habla, pues suele acontecer que se crea lo que no se debe y que se niegue lo que es un hecho.

Cuentan que cuando el duque de Rivas volvió a España después de una larga permanencia en Italia, le preguntó a un antiguo criado que le había acompañado en toda la expedición, qué tal le habían tratado sus compañeros, y el criado le contestó: «muy bien, señorito; les he contado muchísimas mentiras de esas tierras por donde hemos viajado, y todo me lo han creído, y la única verdad que les he dicho me la han negado y se han reído en mis barbas, porque les aseguré que en Nápoles había un cerro que echaba humo».

Así son las cosas del mundo: don Ezequiel tiene una honradez catoniana, y a pesar de la dulzura de su carácter, cuando se encarama en la tribuna, cuando está sintiendo sobre sus hombros aquella clámide de que hablamos, despliega una energía verdaderamente romana, pero de los mejores días de la República, de los buenos tiempos de Catón el viejo, de Helvidio y de Valerio Máximo.

En esos momentos puede oírse a Montes; su acento varonil vibra con el estremecimiento del patriotismo, y nutrido en la clásica escuela de Cicerón, el orden, los giros y la elevación de su discurso hacen al auditorio recordar también las tumultuosas sesiones del Senado durante la conspiración de Catilina.

Pero —y volvemos a esos peros que son el escollo de los favorecidos de Cero, el Scila y Caribdis de los que navegan con viento en popa en el mar de nuestros artículos—, pero don Ezequiel romaniza demasiado; se trata de una cuestión de derecho público, y nuestro apreciable amigo quiere resolverla con Antisteo Labeón y con Anteyo Capitón; se trata de una cuestión de derecho internacional, y entonces ocurre al auxilio de Ulpiano y de Papiniano; se agita algo de derecho constitucional, y entonces salen a cuento Triboniano, y Cayo y Paulo y Modestino; y los argumentos que como una granizada se lanzaban sabinianos y proculeyanos y Casianos y pegasianos, y el Código y las Pandectas y la Instituta de Justiniano, que se llamaron modestamente por el año de 550 los eternos oráculos.

Aquí, sin saber por qué, nos viene a las mientes un recuerdo que, aunque nada tiene que ver, sino que entre tan respetables materias de discurso aparece como la cizaña del Evangelio, no queremos dejar en el tintero. Hay una comedia de cuyo nombre no quiero acordarme, como dijo Cervantes: una familia quiere montarse a la moda, y mandando preparar una comida después de haber oído grandes elogios de las trufas, encarga pavo trufado, pastel de trufas, sopa con trufas, merluza en trufas, trufas heladas, dulce de trufas, café con trufas, vino con trufas y tabacos habanos, pero trufados.

Seguramente que no se le podía dar mayor disgusto al señor Montes que sostenerle aquello de que Justiniano y los jurisconsultos que codificaron las leyes, quemaron orgullosamente todos los manuscritos anteriores declarando que ya nada de eso servía: que el latín de las Pandectas, del Código y de la Instituta no pertenece ni a la edad de plata del idioma de Salustio; que Justiniano declaró que se castigaría como falsarios a los que se atrevieran a interpretar el texto de sus leyes, y que seis años después declaró también que la primera edición estaba imperfecta, haciéndola cambiar y agregándole más de doscientas leyes y cincuenta decisiones sobre puntos oscuros, y según cuenta Procopio, cada año de su largo reinado se marcaba por alguna novedad en los oráculos eternos, fuera de aquello que llamaban antinomias, contradicciones entre el Código y las Pandectas y eterna desesperación de jurisconsultos tan eminentes como el señor Montes.

¿Qué hubiera hecho don Ezequiel sin el descubrimiento de las Pandectas en Amalfi, que según cuenta Ludovico Bologniano, fue por el año de 1137?

No nos ocurre contestar esa pregunta como si nos dijeran: ¿qué hubiera hecho Bayazeto si Mahoma no nace o le queman en Meca o en Medina?

Los caballeros de la edad media, es decir, aquellos en quienes soñaba don Quijote, don Belianis de Grecia, don Amadís de Gaula, don Florismarte de Hircania y otros, sacaban la espada y arremetían con gigantes y endriagos y malandrines, sin pararse en sexo ni edad, ni en pelo ni en colores cuando se trataba de su dama; así nos parece que nos ha de arremeter nuestro querido don Ezequiel por haber tomado entre manos, ya que no entre ojos, su amado derecho romano, y que armado con la espada de Cujacio o la lanza de Vinnio, o la maza de Heinnecio, nos hace trizas por tan terrible desacato.

Pero esos golpes, como los del dormido caballero manchego, no encontrarán ni gola que segar, ni almete que hender, ni exila que traspasar, sino la invulnerable, por triste y desconocida, personalidad de Cero.

Don Ezequiel mira con gran respeto a los hombres de los pasados siglos, y esto, unido a su veneración por el derecho romano, le hace suspirar indudablemente por situaciones políticas de un pueblo que vemos hoy al través de las mágicas pinturas de la educación escolar clásica.

Es natural: lo que le pasa a Montes ha pasado a todos los patriotas de todos los países civilizados; las famosas coplas de don Jorge Manrique


Como a nuestro parecer
Cualquiera tiempo pasado
Fue mejor,
 

responden siempre al pensamiento de los hombres reflexivos.

Homero pone en boca del sabio Néstor un discurso que puede traducirse diciendo que el tiempo que era pasado fue mejor. Demóstenes, lo mismo que Cicerón, Jenofonte y Tucídides, lo mismo que Tácito y Salustio, todos los historiadores, los oradores y los poetas antiguos y modernos de buena fe, han encontrado perverso y corrompido el siglo en que viven, e ilustres y gloriosos los que no conocen sino por la tradición o la historia, y este sentimiento ha hecho brotar a los Horacio, Juvenal, Persio y tantos otros que sus sátiras nos dejan comprender que no fue su siglo, por más que haya pasado, un envidiable modelo de virtudes, ni cosa digna el cambiarle por el que atravesamos, o mejor dicho, que nos atraviesa a nosotros.

Como en aquella vieja comedia, que se llama Sueños hay que son lecciones (mala y de autor desconocido), quisiera poder magnetizar a don Ezequiel, y siquiera en sueños hacerle vivir en la corte de Justiniano y de Teodora.

¡Allí de la honradez y la energía de nuestro buen amigo!, ¡qué sustos y qué desengaños encontraría en ese retroceso histórico!

Ciertamente: el imperio romano a primera vista podía juzgarse floreciente y feliz.

La gran sedición a la que se dio el nombre de Nika (vencedor), motivada por las facciones del Circo llamadas de los «verdes» y los «azules», y que redujo a cenizas una gran parte de Constantinopla, había sido reprimida; los vándalos derrotados en África dejaban al general romano la histórica plaza de Cartago; la Sicilia era presa de las tropas de Justiniano, que invadían después a Nápoles y se apoderaban de Roma, sembrando el terror en los godos, que al fin quedan subyugados; Vitiges cautivo; el terrible Totila derrotado y muerto; los búlgaros rechazados de Constantinopla por un puñado de veteranos; Abisinia conquistada; en fin, Belisario y Narces paseando por todas partes vencedor el lábaro de Constantino; ésta era la situación en materia de guerra y de conquistas.

Por otra parte, los grandes monumentos aparecían como brotando de la tierra; la iglesia de Santa Sofía destruida por un incendio fue reconstruida según el plano presentado por el famoso Antemio, ocupándose en los trabajos más de diez mil obreros, y sin escasear ricos y extraños mármoles de todos colores que eran traídos a gran costo del Asia Menor, del Egipto, del África, de las Gaulas, de las islas y del continente de la Grecia; el bronce, la plata, el oro y las piedras preciosas se empleaban con profusión, y aquella basílica fue una maravilla. El palacio de Bizancio se reconstruyó con gran suntuosidad; por todo el imperio se levantaban soberbios templos; casi no había santo en el calendario que no tuviese el suyo; todas las ciudades fueron dotadas de hospitales, acueductos, puentes; en el camino de Jerusalén se abrieron pozos para calmar la sed de los viajeros y peregrinos fatigados, y se introdujo en el imperio la cría de los gusanos de seda, y todas las industrias consiguientes a este nuevo ramo.

Multiplicáronse las fortificaciones de la Europa y del Asia de Belgrado al Euxino; del Sava al Danubio se encadenaban más de ochenta fortalezas. Seiscientos castillos fueron reparados, en Dacia, el Epiro, la Tesalia, la Macedonia y la Tracia; reparáronse los muros de las ciudades, y se levantó la muralla en Grecia, que comenzando en el mar atravesaba la Tesalia, cerrando esa entrada que había sido el teatro del heroísmo de Leónidas.

¡Hermoso era aquel cuadro!, pero y bajo él ¿qué había? La decadencia y la prostitución.


La imaginación más fecunda, dice Renan, no podía aumentar nada a los sombríos horrores que nos ofrece la Historia secreta (de Justiniano por Procopio).

Que se conciba una sociedad desnuda de sentimiento moral, en donde la grosera avidez de naturalezas perversas sea la única ley; un infierno en donde reinan dos funestos genios (Justiniano y Teodora) en nombre del mal, que lo cultivan con arte, que lo aman por él y por el placer que encuentran en hacerlo. Una venalidad inusitada, una degradación de costumbres apenas creíble; el robo organizado; ninguna seguridad personal; herido siempre el buen sentido; la razón amenazada; Bizancio transformada tan pronto en una casa de locos como en un espantoso lugar de asesinatos. He aquí la horrible pesadilla que se desenvuelve en las doscientas páginas de ese escrito.
 

Y no son éstos, gritos de rabia o de despecho de Procopio en sus «anécdotas», ni narraciones indignas de fe. Montesquieu les da entero crédito, y el ilustre historiador Gibbon las acepta apoyándose en autoridades como las de Evagrio, Juan Malala, Theofano, Sonaras, y otros, y por ellas nos refiere lo que pasaba en Constantinopla.

Justiniano, criminalmente condescendiente, se prestaba a todos los infames caprichos de su mujer Teodora, la impúdica comedianta de Chipre, y de sus corrompidos favoritos. Las rentas públicas eran el patrimonio de cortesanos aduladores; los monopolios, el fácil modo de pagar repugnantes servicios; los empleos y las dignidades se alcanzaban no por el mérito ni la aptitud, sino por medio del cohecho y el soborno, por la vergonzosa condescendencia de una esposa o una hermana, por el silencio y el secreto de una afrenta.

El palacio de Bizancio era un gran mercado de favores y de influencias, en el que Teodora, y su cómplice la prostituida Antonina, mujer del ilustre Belisario, de acuerdo unas veces, y en lucha otras con el prefecto del pretorio Juan de Capadocia, daban el ejemplo y el ánimo a toda aquella turba de parásitos insaciables.

La honradez era padrón de infamia y motivo aun de persecuciones, porque presentando insuperable barrera para la complicidad buscada por los favoritos, acusaba con su silencio, no más, el crimen y la prostitución.

La impunidad de los partidarios era espantosa. Una joven se precipitó al Bosforo por libertar su honra de la sensualidad de uno de ellos, y ninguno se atrevió a reconvenir al culpable. Tal era el terror que inspiraban, porque, como dice Aurelio-Víctor, «en reinados de esta clase es más peligroso atacar a un favorito que al emperador mismo».

Juan de Capadocia, el prefecto del pretorio, se distinguía sobre todos. «Desde la aurora [dice Gibbon] hasta la hora de comer, trabajaba sin descanso por aumentar a costa del imperio, su fortuna y la de su amo; dedicaba el resto del día a sus placeres sensuales y obscenos, y el temor perpetuo de asesinos o de la justicia venían a turbarle en medio de la noche.» Él fue quien sugirió a Justiniano la idea de la contribución «del viento», que no estaba establecida por ley ni tenía objeto determinado: el prefecto entregaba al emperador seiscientos mil pesos cada año, y era libre para reembolsarse esa suma por los medios que le parecieran convenientes.

Los tributos de las ciudades se aumentaron hasta el exceso, los impuestos al comercio de importación y exportación crecieron sin regularidad, y se llegó hasta las confiscaciones para aumentar el tesoro imperial, o mejor dicho, de los favoritos de Justiniano y de Teodora.

En cambio la intriga minaba las más merecidas glorias. Belisario cayendo en desgracia por la envidia abandona Italia cuando iba a destruir completamente a Totila, y por las mismas intrigas muere después en el mayor abandono, cuando acababa de salvar a Bizancio de los búlgaros.

Pero… ¿a dónde vamos?, basta de historia de Occidente; despierto ya a mi querido don Ezequiel, y le pregunto:

—¿Es verdad que comparados con esos tiempos, se ven mucho mejores los que alcanzamos? No hay por qué entristecerse. Cosi va il mondo.

No por esto se crea que don Ezequiel pertenece al partido conservador o reaccionario; no, Montes ha sido en la tribuna uno de los más firmes sostenedores de las ideas de progreso, y ya he dicho que entre nuestros oradores políticos, muy pocos cuentan con las dotes intelectuales y fisicas de que don Ezequiel dispone; lo que sucede es que la humanidad, colectiva o individualmente, camina siempre, siempre como un borracho, vacilante, unas veces dando un paso atrás y dos adelante, deteniéndose para buscar el equilibrio, perdiendo el camino recto, yéndose para uno y otro lado, y muchas veces, cuando sin dudar, sin buscar apoyo, sin extraviar camino, marcha rápidamente y se cree que todo va perfectamente, ¡cataplum! da contra un guardacantón, y gracias si no queda sin conocimiento.

Alfredo Chavero

¿Cómo hiciera yo para no comenzar por el principio? Con esto me devano los sesos; que como tantos principios he tenido que poner, todos me están pareciendo ya iguales, y eso que con ser mis hijos tengo de verlos graciosos; pero el público, que no tiene en ninguno de ellos ni siquiera la paternidad que confiesa el caballero de la Tenaza, de Quevedo, puede quizá encontrarlos detestables.

No faltará chusco que me diga: «en poca agua te ahogas; recuerda la historia (que historia es y no cuento) de aquel sujeto a quien el médico advirtió que la primera cucharada de cierta medicina le sabría mal, pero ya no tanto la segunda ni la tercera, y entonces con mucha gravedad el enfermo dijo a sus amigos: “si la primera me ha de saber mal, buen tonto seré en no comenzar por la segunda”». Siguiendo pues, consejo y ejemplo de tan ilustre varón, empezaré mi historia como si ya la hubiera comenzado, pues digo: Alfredo Chavero ha sido muchas veces diputado, y a decir verdad, no ha sido diputado de los del contramilagro. Para que mis lectores entiendan esto, necesito referirles otro cuento; pero éste sí trae en su apoyo sabios y profundos escritores, y está cubierto con el manto de la Santa Madre Iglesia. Allá va, que es para chuparse los dedos.

Eneas de Gaza, citado en la Biblioteca de los Santos Padres, refiere que los habitantes de Tipasa, colonia marítima de la Mauritania, distante diez y seis millas de Cesarea, se habían distinguido allá por el año de 576, como unos ortodoxos rabiosos, burlando y eludiendo todas las disposiciones de Heunnerico, que dominando el África estaba entregado en cuerpo y alma a los arrianos. Ocurriósele al tirano enviar un obispo herético a Tipasa; los habitantes huyeron, y Heunnerico, que no se andaba con repulgos, les hizo prender a todos y cortarles la mano derecha y la lengua; pero ¡oh prodigio!, como diría el padre Burguichani, todos, sin excepción, siguieron hablando sin tener lengua, incluso un niño que no sabía hablar antes de que se la arrancaran.

En todos los martirologios se cuenta tan maravilloso suceso de que hay quienes sin tener lengua sigan hablando, comparable sólo al de muchos diputados, que teniendo lengua, jamás dicen: esta boca es mía. Por eso a los de Tipasa les llamo los del milagro y a los de México los del contramilagro.

Chavero no es de éstos; usa la lengua que Dios le dio para hablar, y a fe que siendo diputado no se le han de enmohecer los muelles de la palabra, como dijo Juan Mateos. En lo que sí ha contrariado a la naturaleza es en la nariz, que si la recibió para la salida, él la convierte en entrada, llenándosela todo el día de rapé, lo cual casi es un pecado contra natura.

Chavero habla bien, es lógico, y su lenguaje es fácil y aliñado. Lo haría mejor si el timbre de la voz más le ayudara; pero buena voz y mucho rapé no puede ser, dice un refrán que deberá inventarse en lo porvenir.

Vamos, pues, a estudiar a Chavero por sus dos lados flacos, es decir, por sus lados fuertes, porque es cosa curiosa que en la humanidad siempre digamos: «éste es mi fuerte», tratándose de cualquiera afición, cuando el sentido común traduce inmediatamente: éste es su flaco; que fuerte es el lado inexpugnable, y siempre al flanco más vulnerable le llamamos el lado fuerte.

¡La arqueología y el drama! Les parecerá a ustedes título de comedia. Pues no señor, son precisamente las pasiones de nuestro amigo Alfredo Chavero.

Verdad es que arqueólogos y dramaturgos hacen mucha falta en este país, tan lleno de antigüedades y de cómicos; pero la empresa es difícil y el camino está sembrado, más que de espinas, casi de bayonetas.

Alfredo ha hecho bonitos dramas, pero dominado noblemente por el espíritu de patriotismo, ha querido poner en la escena a personajes como la reina Xóchitl y Meconetzin, y con estos personajes nadie labra en México una reputación, porque multiplica escollos que no se pueden vencer. Nuestra sociedad, nuestro pueblo, no tiene amor a sus tradiciones. De esto quizá tengan la culpa los escritores que buscan siempre por argumento de sus leyendas personajes de la edad media que aman y luchan en los fantásticos castillos de los bordes del Rhin, o damas y caballeros de los tiempos de Orgaz y de Villamediana; los novelistas que se desdeñan de nombrar siquiera en sus obras las comidas, los trajes y las costumbres de nuestra sociedad; que sueñan dar un corte aristocrático a sus novelas, fingiendo en México escenas parisienses y dibujando clases sociales que han visto al través de las páginas de Arssenne Houssaye, de Emilio Zola, de Henry Bourger o de Ponson du Terrail; y nuestros poetas que hablan siempre de ruiseñores y de alondras y de gacelas y de jacintos, sin atreverse nunca a dar lugar en sus endechas ni al cuitlacoche, ni al cenzontle, ni al cacomite, ni al yoloxóchitl.

Por eso un argumento mexicano, sobre todo si es de los tiempos antiguos, hace rodar el mejor drama. En Francia, la figura histórica de Clodoveo con su larga cabellera y de sus soldados con las cabezas rapadas, causa entusiasmo patriótico, y Cuauhtémoc en la escena, en México, no ha podido nunca sobrevivir. Una novela en que se hable de la calle de Olmedo o del Puente de Monzón, provoca risa, y corre la triste suerte de El capitán Rossi, de Niceto de Zamacois, o de las Ironías de la vida, de Pantaleón Tovar.

Por eso es disculpable Luis Gonzaga Ortiz, que fecha en Sorrento, en Portici, en Nápoles o en Venecia, poesías escritas entre los bastidores del Teatro Nacional; por eso es perdonable que algunos escritores se firmen el Duque Job, Raoul o simplemente Moi, y que llenen columnas enteras con palabras francesas o galicismos; que nadie diga ramillete sino bouquet, sello sino timbre, y gracia, gusto o garbo sino chic, y que hasta Agustín Cuenca diga reverie y no ensueño o delirio.

Las cosas de México, parece que les caen mal a las gentes de México; por eso Alfredo Chavero ha encontrado tantas dificultades y ha podido apenas salvar del naufragio a Quetzalcóatl y a la reina Xóchitl. Ha querido mexicanizar la escena en México, y su gran mérito no está sólo en eso, sino en que no se desalienta, y ya lo veis, puede decir como Lope de Vega,


Que más de ciento en horas veinticuatro
Pasaron de sus manos al teatro.
 

En arqueología Chavero es terrible; ese calendario mexicano le ha sacado, como decían nuestros padres, canas verdes; un bajorrelieve de la piedra de los sacrificios le arranca de sus casillas, y es capaz de estarle contemplándolo tres horas, en las cuales se mete a la nariz veinte onzas de «Penique» y cuatro libras de «Civette».

Como los árabes tienen su hégira, los cristianos su era y los rusos su calendario sin la corrección gregoriana, Chaverito tiene su era y su cronología particular. Nada le importan la edad eolítica ni la neolítica, ni el periodo jurásico ni el cretáceo; él cuenta y divide sus periodos de una manera peculiar y accesible para nosotros los profanos en las ciencias geológica, arqueológica y paleontológica.

Dice, por ejemplo, tratando de arqueología: en las mocedades de don Manuel Payno (hablando del hombre preadamita); a la Corte de Justicia le llama el yacimiento de Saldaña; de los hombres como Guillermo Prieto, como Ignacio Ramírez y como Ramón I. Alcaraz, dice que son de la capa geológica de Guillermo Valle; a los soldados como Corona, como Loaeza y como Escobedo les dice formaciones plutonianas; a los productos de las aduanas marítimas les llama formaciones neptunianas; le llama la edad de piedra al tiempo en que lo eligieron diputado; a las clases pasivas del presupuesto y a las viudas pensionistas les llama fósiles; megaterios a los proyectos de códigos; iguanodontes a los presupuestos, y plesiosauros a los usureros. Cuando dice: antes de la creación, entiéndase que se refiere a los días en que aún no había sido gobernador del Distrito, y si dijere: después de Cristo, deberá suponerse que habla de una época posterior a su permanencia en el Ministerio de Relaciones; y cuentan por fin que es tan hábil para comprender los jeroglíficos, que ha descifrado toda la historia de Xochimilco en las huellas que dejaron las viruelas en el rostro de un hijo de esa población.

Chavero no necesita de museo; en los barrancos de las calles lee las ordenanzas municipales y en las tinieblas que envuelven a la ciudad por las noches adivina la ilustración de los ayuntamientos.

Lo único que se ha escapado a las sabias investigaciones de nuestro amigo, es el origen que tiene la costumbre municipal de no cuidar de los paseos, y el objeto que se propone el ayuntamiento al dejar sin agua a muchos barrios de la ciudad.

Sobre esto parece que va a escribir una obra intitulada: Quejas de una prensa terciaria en una edad primaria, contra un ayuntamiento arcopolítico. El argumento se reduce a un proverbio antiguo que dice: «Hazte sordo y no hagas caso aunque te hablen por tu nombre.»

¡Oh poder de la ciencia arqueológica!, ¡y cómo descubre, desenvuelve, desentraña y desenmaraña los más ocultos e intrincados misterios de las edades pasadas, con sólo el feliz descubrimiento de un botón, un limpiadientes o una navaja de afeitar!

Encuéntrense ustedes, lectores, una de esas piedras, que tan comúnmente se hallan al hacer una excavación en México, un trozo de roca en donde toscamente se miran grabadas o en relieves horribles e informes figuras, mándenla ustedes lavar y preséntensela a Chavero.

Alfredo arrugará los ojos, dará un buen sorbo de rapé, pondrá luego ambas manos atrás, y sacando todo lo más que pueda el abdomen, os espetará una bonita disertación:

El pasaje que representa la piedra es muy conocido; figura un episodio de la gran guerra entre los atepocates, pueblos belicosos del sur del Anáhuac, y los escuincles sus rivales, y en la que definitivamente fueron vencidos los últimos. El personaje que está en pie es Chilpocle XI, de la dinastía de los Chacualoles, que por muerte de su padre Chichicuilote III heredó el trono estando en la infancia, y durante su menor edad fue regente su madre, la famosa reina Apipisca II, la Semíramis de Tepechichilco. El personaje que está de rodillas es Chayote V, infortunado monarca de los vencidos, que debió la pérdida de su imperio a la traición de su consejero Chincual que es el que está detrás de él. Los dos sujetos que están cerca del vencedor, son su hijo, que fue después el célebre conquistador Cacahuate II, y su consejero, el ilustre historiador y filósofo Guajilote, por sobrenombre llamado Chicuase, con motivo de tener seis dedos en la mano izquierda, y que fue quien escribió la crónica de la sublevación y destrucción de la tribu de los mestlapiques. Esos signos estrellas de dos picos que se ven en la parte superior, son las armas del fundador de la dinastía, Chahuistle el Grande, y esta piedra está labrada en el siglo de oro de las artes, de los atepocates, cuando figuraron entre sus escultores el insigne Ajolote, entre sus pintores el famosísimo Tlecuil y entre sus arquitectos el célebre Huausontle.

Sin ofender, por de contado, a Chaverito, ni a ningún otro de los arqueólogos pasados, presentes o futuros, digo que sobran quienes crean todas estas explicaciones, sin duda porque de tan buena fe se dicen como se escuchan, y siempre será verdad aquello del poeta latino que dijo: «Si vis me fluere dolendum est tibi primum».

¡Qué tragaderas tiene la humanidad!, eso de «comulgar con ruedas de molino», que canta el refrán, se hace diariamente en todas partes del mundo. La interpretación de la escritura ideográfica, más que en la representación directa, en el simbolismo, es cuestión grave, y sin embargo, hasta en la caprichosa figura del tatuaje con que los maoríes de la Nueva Zelanda se cubren el rostro y la mayor parte del cuerpo, el sabio alemán Wuttke encuentra un verdadero libro, quizá con su respectiva foliatura.

Y con qué tupé (como diría un español) nos traduce Maspero un gran trozo de las instrucciones que el rey de Egipto de la duodécima dinastía, Amon-em-hat I, daba a su hijo y sucesor Ousor-te-sen I, o parte de una descripción de los artesanos escrita en ese mismo tiempo. La seguridad me admira con que desde Champollion, ¿qué digo?, desde Heródoto, Diodoro de Sicilia y Manethon sacerdote en la ciudad de Theb-noutzi en el Delta del Nilo, hasta Maspero, Mariette y Lenorman, hablan de las treinta y una dinastías egipcias que comienzan en tiempos, así no muy remotos, cinco mil cuatro años antes de la era cristiana, y nos dicen con la mayor sangre fría que el primer rey, Mena, o Menes, como le decían los griegos, arregló el curso del Nilo, como si nos contaran de cómo se formó un boulevard en París en tiempo de Napoleón III.

Pero en esto no hay más que creer, y creer, so pena de echarse encima a todos los sabios, literatos, aficionados, ilustrados, etc., etc., que forman en el mundo una muy respetable agrupación.

Y como yo no quiero la enemistad de nadie, creo y confieso de la misma manera en Rama y Cita de Valmyki, que en Papi II, llamado por Manethon, Nofer-ka-Rá, de la undécima dinastía egipcia, que reinó cien años (envidia de reyes y gobernantes), que en el cacique Chochocol III, y su mujer Zempasúchil II de que nos hablaría el licenciado Sánchez Solís, si ocasión para ello le diéramos, o en el rey Ahuautli y en la princesa Tlatlaoyo, cuya historia nos referirá Chaverito el día menos pensado, o nos hará tomar en forma de drama.

Últimamente hizo representar Chavero una comedia suya intitulada Los amores de Alarcón. Con toda imparcialidad digo que la pieza me parece buena, quizá la mejor de las que el autor ha escrito: los caracteres y las costumbres de la época están bien estudiados y comprendidos, el lenguaje es castizo y corresponde perfectamente a la fecha en que se supone la escena. No agradó, ¡injusticia! Fue esto a mi juicio porque el público no estaba a la altura de la pieza, o quizá porque en el mejor paño cae la mancha. Alfredo a pesar de todo no se desconcierta: bien hecho.

Joaquín Téllez

¿No conocéis…?, no hay que alarmarse, no voy a decir: ¿No conocéis a Laura?, como Selgas, sino que digo: ¿no conocéis la historia del asno de Apuleyo? Seguramente que sí, a lo menos el argumento, en una comedia que se llama La almoneda del Diablo; pero me hace tanta gracia ese cuento, que no puedo resistir al deseo de decir algo sobre él, acompañando la relación con su respectiva moraleja.

Pues cuenta el hombre, que un joven llamado Lucio, llevado por sus negocios a Tesalia, se alojó en la casa de un viejo cuya mujer era maga de primer orden. Lucio (no el médico, sino el del cuento), quizá por aprovechar el tiempo o porque como dijo un sabio: el hombre es fuego, la mujer estopa, y viene el diablo y sopla, en un quítame allá esas pajas, contrajo relaciones amorosas con Fotis, criada de la casa, o doncella como la llaman los españoles a pesar de Quevedo.

La cosa era muy natural; él era hombre, ella mujer, y el diablo debe de estar soplando todo el día en casa de una hechicera.

Lucio, que entre todas sus buenas cualidades tenía la de ser curioso, consiguió que la doncella (de labor) lo llevara a espiar por la hendedura de una puerta a la señora de la casa, que untándose cierta pomada se convertía en lechuza y se echaba a volar por esos mundos sin temor del prójimo, como noticia de periódico.

El galán comprometió a la muchacha a que lo introdujese a la cámara de la bruja, y como es un hecho que todo lo vence el amor, ella condescendió, y Lucio, que por lo visto era muy frágil para las tentaciones, no pudo resistir a la de ungirse como la vieja para transformarse en ave. Pero ¡oh dolor!, como diría el padre Burguichani, trastrocó los frenos, según la expresión de los rancheros, tomó un bote por otro, se ungió, y quedó convertido en asno.

He aquí, lectores, ni más ni menos, lo que me ha sucedido. Habréis extrañado, porque estoy seguro de que lo habéis extrañado, que durante tantos días haya dejado de escribir ocupándome de los hombres que en esta tierra emprenden el bloqueo ya que no el asalto al Parnaso, pretendiendo rendir a las musas por hambre cuando no pueden conquistarlas como Sai a la capital de la Persia en los tiempos de Omar.

Pero esa ausencia ha consistido en que equivocando los brevajes, en vez de seguir mi tranquila prosa metíme a poeta, y el resultado fue la huelga de las musas.

Hoy vuelvo a la carga y a preguntar: ¿no conocéis a Joaquín Téllez? Pues Joaquín Téllez es uno de nuestros poetas más inspirados y más fecundos; pero como sucede constantemente, los sucesos de la vida pública y privada influyen sobre el carácter del individuo, el carácter influye sobre las musas, las musas sobre los versos, y éstos en la popularidad de cada meritorio de la castálica oficina.

Enfermedades, desgracias de familia, ingratitudes de los gobiernos y contrariedades sin cuento en la política, agriaron el carácter de Téllez que sin todo esto hubiera sido un poeta festivo de gran valía y un gran escritor satírico y chispeante.

Pero casi tiene abandonadas a las nueve hermanas de Apolo, y nada más de cuando en cuando, como las fiebres intermitentes, suele dar señales de vida literaria con beneplácito de sus amigos.

Cero cree que debe sacar del olvido en que ahora yace el nombre de Téllez, y a fe que lo merece, siquiera por la novedad con que presenta siempre sus pensamientos.

Joaquín Téllez ha sido para nuestra literatura lo que son en la diplomacia aquellos que conservan los archivos de una legación, durante el tiempo en que una guerra interrumpe las relaciones amistosas, y ha permanecido al lado del altar en que se apagó el fuego sagrado que nuestros poetas encendieron en la academia de Letrán y en la primera época del Liceo Hidalgo, con Lacunza, Granados Maldonado, Alcaraz, Ramírez, González Bocanegra, Félix Escalante, y otros, hasta que volvió a levantarse la llama muchos años después con Pimentel, Mateos, Rodríguez y Cos, Anselmo de la Portilla, Peredo, Ramírez, Prieto y Riva Palacio.

El Liceo Hidalgo cerró sus puertas por segunda vez, y Téllez, inconsolable como la viuda de Mausolo, vaga tristemente por las tardes en los ya abandonados jardines de la Plaza de la Constitución.

¡Cuánto diéramos por oír una de esas lamentaciones en que Joaquín Téllez y su buen amigo Rodríguez y Cos pasan como en revista las notabilidades literarias de estos calamitosos tiempos!

«Ya ve usted, dirá Téllez, el estado de postración a que ha llegado nuestra literatura; nadie se ocupa ya del estro sino de los negocios; de todos nuestros literatos, los que no han muerto se han dado de baja o están retirados o dispersos. El Liceo Hidalgo, si llegara a reunirse, presentaría el aspecto del cuartel de inválidos de Santa Teresa a la hora de tocar lista.

»Oiga usted no más: Ramírez, muerto; Prieto, con una inspiración tan poderosa entreteniéndose en escribir La musa callejera que no le trae honra ni provecho; Pimentel, estudiando a solas lejos de la capital y diciendo quizá como Escipión: ingrata patria, no tendrás tú mis huesos; Alcaraz, aprendiendo a orador en la escuela de sordomudos; Mateos, consagrado a los negocios después de habernos dado como despedida en el teatro una colección de aves, la blanca, la negra, y quién sabe cuántas otras; Justo Sierra, metido a positivista y a catedrático de historia; el doctor Peredo, perdido; figúrese usted que lo han hecho miembro de la Academia Mexicana; ¿y usted y yo?, nadie nos hace caso, ni nosotros se lo hacemos a nadie. Desengáñese usted, los dioses se van.

»No es posible que haya un hombre que piense en componer un poema, cuando puede conseguir que lo nombren inspector de un ferrocarril; ni quien escriba una oda cuando le pueden escribir una credencial de diputado; ¿quién ha de llenar tres columnas de un periódico con una leyenda como la de Juan de las Peñas que yo compuse, si tiene más cuenta incensar al gobierno o deturpar a los gobernantes, que al cabo todo viene a parar en dinero? ¡Qué locura será firmar una letrilla cuando se puede firmar una póliza! ¡Qué insensatez la de contar las sílabas cuando en más breve tiempo se puede contar una quincena!

»Quédese para los tontos y para nosotros los retirados, ocurrir mejor al Liceo Hidalgo que a la cantina del Globo o a la casa de Messer. ¿Quién canta ya a Laura, a Elvira, a Lesbia o a Felisa y consume su tiempo en platónicos amores, habiendo de sobra tantas que llevan un nombre de combate y con quienes se baila y se divierte, sin fastidiarse escribiendo sonetos y madrigales?

»¿Ni cómo puede llamarse ilustrado y literato a quien extraña en la comedia a Bretón, en la tragedia a Quintana, y en la ópera a Rossini, a Bellini, o a Meyerbeer, pudiendo instruirse y gozar con “La Marjolaine”, “La Mascotte” o “Le jour et la nuit”?

»La poesía va ganando a cada momento en fuego y en expresión; aquellos versos sentidos y caballerescos que eran nuestras delicias hace pocos años, aquellos arrebatos patrióticos que nos conmovían han desaparecido, y como en las transformaciones de los teatros, la dama y la patria se desvanecieron y no quedan más que la hembra y el presupuesto.

»Antes a una mujer se le decía con Quintana así:


¡Ah Célida! Quien sepa
En esa faz tan nítida y tan bella
Buscar, hallar la imperceptible huella
Del triste afán que dentro te consume;
El que presente te respete y llore
Por volver a tus pies cuando esté ausente,
Si siente al fin como mi pecho siente;
Éste te ame feliz, ése te adore.
 

»Ahora se le dice a una mujer: yo te quiero dar veinte mil besos, y morderte los carrillos, y pellizcarte los brazos y hacerte cosquillas, y gozar contigo hasta saciar todos los deleites del amor.

»Áteme usted esos cabos; ¡qué respeto a las damas y al público!

»Antes se le decían a la patria cosas como ésta que dijo el gran Quintana, después de la guerra con los franceses en 1808;


Sí, yo lo juro, venerables sombras;
Yo lo juro también, y en este instante
Ya me siento mayor. Dadme una lanza,
Ceñidme el casco fiero y refulgente;
Volemos al combate, a la venganza:
Y el que niegue su pecho a la esperanza,
Hunda en el polvo la cobarde frente.
Tal vez el gran torrente
De la devastación en su carrera
Me llevará. ¡Qué importa! ¿Por ventura
No se muere una vez? ¿No iré, espirando,
A encontrar nuestros ínclitos mayores?
¡Salud, oh padres de la patria mía,
Yo les diré, salud! La heroica España
De entre el estrago universal y horrores,
Levanta la cabeza ensangrentada,
Y vencedora de su mal destino,
Vuelve a dar a la tierra amedrentada
Su cetro de oro y su blasón divino.
 

»Hoy con la mayor frescura se publican sonetos a la patria como este de Ipandro Acaico a quien todos conocemos:


Desventurada raza mexicana,
Mandar no sabe; obedecer no quiere;
Al que aclamaba rey, voluble hiere;
Al que hoy ensalza abatirá mañana.

Victoriosa facción republicana,
No goces, no; Maximiliano muere,
Mas en tu seno sobra quien impere
Con despótica vara y ley tirana.

Después del que hora sacudir te plugo
Con infanda traición, otro más grave
Romperá tu cerviz sangriento yugo;

Y nunca satisfecha, harás que clave
Siempre nuevos puñales el verdugo
Y roja tumba a sus señores cave.
 

»Tiene usted mucha razón, ha de haber exclamado Rodríguez y Cos; los tiempos están cambiados, y los dioses no se van, porque ya se han ido.

»Evidentemente —continuaría diciendo Joaquín Téllez— no estamos en la época de la literatura ni de la poesía. Medir versos para recibir desengaños no puede halagar a quien tiene facilidad de medir kilómetros para recibir una subvención. El libro es imposible, porque, en lo general, los literatos somos pobres y no podemos imprimir por nuestra cuenta; los editores son más escasos que el ave Fénix, y a fe que tienen razón; gástese usted dos o tres mil duros en imprimir una novela de Juan Mateos, las obras dramáticas de Chavero o las poesías de Justo Sierra, para que los que tengan deseos de leer, presenten como moneda corriente la gratitud y pretendan adquirir las obras a cambio de un apretón de mano. ¿Qué editor, aun pudiendo, lleva el heroísmo a tal sublimidad?

»En cambio, nos inundan las imprentas del extranjero con novelas de Fernández González, de Pérez Escrich o de don Pascual del Riesgo. El papel para las impresiones es malo y caro, porque en la escuela económica de nuestros gobiernos se ha adherido como un pulpo, el pensamiento ilustrado y progresista de proteger a los fabricantes de papel, y ¡a costa de quién!… de la literatura nacional; porque las ediciones mexicanas tienen que salir caras y malas como es el papel; las extranjeras buenas y baratas, y el público de nuestra patria, poco afecto a lo que produce el país, todo viene a dar como preciso resultado que el pobre autor ande con sus manuscritos de la casa de un editor a la de un amigo, a las antesalas de los ministerios y a las redacciones de los periódicos, buscando un modo de poder dar a luz sus obras, porque el precio del papel, gracias a la protección a la industria nacional, necesita escritores millonarios, o editores pródigos.

»La literatura se refugia en el periodismo: ¡ay amigo! ¡y lo que pasa en el periodismo!…

»Un periódico significa un contrato entre el editor y el gobierno, o el editor y sus suscriptores. En el primer caso acontece aquello que por nuestra tierra se llama entre el vulgo comprar un valiente. El gobierno dice: yo te ayudo y tú me defiendes, y el editor traduce: tú me pagas y yo hago lo posible por no comprometerme.

»En el segundo caso el editor le dice al público: cómprame el periódico y te prometo ser independiente. Y el público traduce: yo pago un peso cada mes para ver todos los días a nuestros gobernantes como chupa de dómine.

»Una vez establecido el periódico, se contrata el cuerpo de redacción y se organizan los trabajos.

»Todo periódico se divide en cuatro partes: editorial, llenos, gacetilla y avisos. No pongo de quinta parte el folletín, porque ése es como las cortinas de los balcones, puro adorno.

»El editorial debe dar su color al periódico. Si éste es subvencionado, el editorial debe ser una constante alabanza, todo conforme a las costumbres de China, porque en el Celeste Imperio, patria imaginariamente adoptiva de un señor Caravantes, se dice siempre que todo magistrado es íntegro, todo orador elocuente, todo poeta inspirado, toda medida del gobierno sabia e ilustrada, toda desgracia inmerecida, y que los sabios de aquel dichoso país tienen obligación de borrar en cuanto documento leyeren, todo lo que pueda atacar la reputación, eclipsar la gloria o manchar el buen nombre de los emperadores y mandarines.

»No de otra manera se guisan aquí las cosas. En un editorial de periódico subvencionado en la patria de Moctezuma, y en el año de mil ochocientos ochenta y dos, pululan y hierven los héroes, y los sabios, y los magnánimos, y los virtuosos, y no hay disposición que vaya fuera de acierto ni proyecto en que el “éxito más completo” no corone de gloria al iniciador.

»Si es periódico independiente, entonces ¡ancha Castilla!, a la vuelta de cuatro números no queda títere con cabeza, ni hay gobernante que tenga buenas intenciones, ni administrador de los fondos públicos que no se revuelque en el fango del cohecho y del peculado, ni antecedentes gloriosos que salgan ilesos de aquellas flechas, ni nombre que valga la pena de mentarse con respeto en el extranjero.

»Los hombres públicos que forman parte de la administración, quedan tales entre las garras de uno de esos periódicos, que no hay lugar sano por donde tomarles, y a juzgar de nuestras cosas y de nuestros hombres por estas producciones, en nación extraña, preciso será declarar que la república es un caos y que todos nuestros gobernantes han sido, son y serán fieras tan repugnantes, que Claudio, Nerón y Calígula no les llegan al tobillo en materia de maldades y desaciertos.

»Para combatir una elección presidencial, se pone en duda hasta la nacionalidad del candidato, y por atacar a un ministro de Estado se levanta una cruzada en favor de una nación que lucha con nosotros por cuestión de límites.

»Se hiere a un ministro de Fomento porque tiene empeño en atraer la colonización; el establecimiento de un Banco se declara peligro de la independencia nacional; la reorganización del ejército, arranca un grito de indignación; los establecimientos de beneficencia traen sobre el secretario del Interior el anatema más espantoso; se pinta a la patria al borde del precipicio; se agotan los colores de la paleta para figurar la tempestad más deshecha,


Y el mundo en tanto, sin cesar navega
Por el piélago inmenso del vacío.
 

»Pasemos a la gacetilla. La gacetilla debe de tener las condiciones de la buena granizada, según dicen los rancheros: tupida y maciza.

»Es necesario dar muchas noticias y todas de sensación, aun cuando sean falsas y aun cuando nos hagan aparecer como una nación de bárbaros ante el mundo civilizado.

»Para esto, surtidoras fuentes son las crónicas de los tribunales, los partes de policía, los pronunciamientos verdaderos y supuestos, y los “siniestros” que diariamente “ocurren”. Una madre que ha devorado a seis de sus hijos, da materia para un buen párrafo. Por supuesto que la tal madre fue una rata que comió a sus crías por falta de otro alimento; pero se cambia el teatro y se varían los personajes, y al día siguiente corre de boca en boca la noticia de que en el puente de Chiribitos, una mujer, llamada Leona Ratajo, ha devorado a toda su familia.

»Todo cabe en la gacetilla y de todo hay necesidad de hablar. En cualquier matrimonio, al marido se le llama el distinguido amigo nuestro, y a la novia la bella y virtuosa señorita, deseándoles siempre una eterna luna de miel, aunque esto no le importe al periodista ni a los conocedores prácticos de los almíbares de esas lunas.

»Toda defunción se anuncia como si se copiara la lápida: tierno hijo, amante hermano, inmejorable esposo, virtuoso padre, eminente ciudadano, sin faltar por supuesto lo de séale la tierra leve, deseo que no puede estar conforme con las intenciones del sepulturero, del Consejo de Salubridad y probablemente con las de los herederos, si el difunto ha legado algunos bienes terrenales de aquellos cuyo aborrecimiento nos predican siempre los ascéticos.

»En la gacetilla es necesario tratar a todo el mundo con confianza, aunque no se le conozca; por ejemplo, jamás ha visto el gacetillero a don Pedro Diez Gutiérrez, gobernador de San Luis, o si le trata es siempre con el mayor respeto; pues bien, se habla de una escuela en la capital del estado, y se suelta un párrafo del tenor siguiente:

»“Escuelas. Ayer se ha inaugurado una escuela dotada con todos sus útiles en San Luis Potosí, merced a los esfuerzos del gobernador.

»¡Bien, Perucho!”

»Y se preguntará: ¿quién es este Perucho a quien tratan con tanta confianza? Pues es ni más ni menos que el primer magistrado de aquella entidad federativa.

»Dice otro párrafo:

»“Seguridad Pública. Según las noticias de nuestros corresponsales, es completa en todo el estado de Puebla. ¡Hurra por Juanillo!”

»Pues este Juanillo es el señor general don Juan N. Méndez, respetable no sólo por su posición social sino también por su edad y por sus méritos.

»El día menos pensado sale un periódico diciendo:


Pepe Vigil y Nacho Vallarta, en unión de Peredito, van a escribir la historia de Nacho Comonfort, que se publicará en la imprenta de Pancho Díaz León, con prólogo del viejo Ramírez, y dedicada a Porfirio.

Se recibirán las suscripciones en la imprenta de Filomeno, y si se quieren hacer envíos fuera de la capital, bastará entenderse con Navita o advertirlo en la alacena de Martínez.
 

»Usted comprenderá que todas estas confianzas son peores que las de casa de vecindad; pero ¡qué! la gacetilla que mejor imita a una casera es la más apetecida y la que más se vende.»

Después de una larga tirada, Téllez toserá magistralmente, quedará un momento en silencio y seguirá diciendo:

«¡Qué cosas! ¡Y qué maltrada anda la literatura en los periódicos! Yo he visto hace muy poco tiempo, dos meses, un párrafo que he aprendido de memoria:


Curioso. El palacio de la primera exposición veracruzana ha sido fabricado en miniatura por un hábil e inteligente industrial, bajo una rigurosa escala de medio centímetro por metro.

Sabemos que próximamente se enseñará en algunas redacciones para que la prensa emita un juicio imparcial sobre la obra a que nos referimos.
 

»Realmente al que debían de pasear por las redacciones, sería al autor de este párrafo; en él dice lo que no quiso decir, y lo que quiso no lo dijo; pues nadie deja de entender que lo que se ha hecho en miniatura es el verdadero palacio, y no un modelo como quiso decir el gacetillero.

»Y versos de este corte que valen bien la pena de aprenderlos de memoria, como lo he hecho yo.


Adiós… Yo te perdono,
Mi alma no te implora,
No puede despreciarte,
Y menos olvidar;
Pero también te digo…
Que esa alma no te llora
Que se conserva altiva…
Que tu desdén no adora…
Y todos los desprecios
Los sabe perdonar.
 

»Nada, no hay que acumular citas, abundante pasto pueden dar para estas críticas muchos de nuestros periódicos; pero nadie se toma el trabajo de escribir una crítica literaria, quizá porque a nadie le importa el asalto de los nihilistas al Parnaso, o porque como todos buscan provecho, nadie quiere buscarse malas voluntades.»

De seguro que todo esto dirá Joaquín Téllez; y lo dirá, porque una de sus cualidades como literato ha sido la franqueza. Jamás he oído a Téllez hacer una alabanza a un mal verso, y le critica sin compasión en las barbas de su autor, por más que éste sea una persona a la que Téllez le merezca gran cariño. Mucho hubiera ganado la literatura mexicana si Téllez no hubiera perdido su afición al periodismo, y hubiera fundado y escribiera un periódico crítico puramente literario.

La ocasión hace al ladrón, dice el refrán: pero también el ladrón hace a la policía; la impunidad forma a los malos literatos que faltan al respeto al público, haciendo imprimir lo que ni siquiera deberían haber escrito; pero esta plaga hará nacer el correctivo. Vamos andando.

Juan de Dios Arias

Juan de Dios Arias merece un artículo, porque como escritor y periodista satírico ha tenido su gran época, en aquellos días terribles en que la prensa, la tribuna y la guerra eran los múltiples terrenos en que libraban terribles combates los partidarios de la reforma y sus obstinados enemigos, en ese tiempo en que la discordia civil enardecía los ánimos de tal manera, que desde el hogar doméstico hasta el campo de batalla se desconfiaba, se luchaba y se odiaba.

Arias pertenece al partido progresista más avanzado; esta circunstancia por sí sola no constituye un motivo de alabanza, porque todos los partidarios de buena fe son dignos de respeto, cualesquiera que sean sus ideas; el credo político es cuestión de apreciaciones, es una forma de patriotismo, que en último análisis viene a convertirse en la creencia de que por tal camino, mejor que por tal otro, se puede llegar a la felicidad pública, estableciendo el gobierno más adecuado a las tendencias del pueblo, la administración más conforme a las exigencias nacionales, y una política más conveniente a las costumbres y al modo de ser de una sociedad.

Pero Arias no sólo ha sido un partidario constante y atrevido, en cuyo caso no Hablaríamos de él, que la política no nos llama la atención, sino un periodista popular y afortunado, y esto es lo que le hace caer en nuestras manos.

Juan Arias se formó solo, y esto sí es un gran mérito. En México tienen la costumbre todos los que de alguna manera figuran, y que son la rama de una familia pobre, de decir que se han «formado solos», aquilatando con esto los méritos que han sido parte a su elevación, y buscando siempre algo de ese reflejo fantástico que realza tanto las proporciones de hombres como Nerva, Sixto V o Lincoln; pero esto generalmente no es más que una vanagloria, y tan vana como la de los que hablan siempre de nobilísimos y distinguidos parientes que, o no existen o no tienen con ellos más vínculos que los que reza el entremés de los Remendones:


De que una abuela con otra
Vienen a ser dos abuelas.
 

Se forma solo, un hombre, cuando no cuenta para su educación con el Estado, con un pariente rico, o con un generoso protector que le alimente y le dé todo lo necesario; cuando como Rodríguez Puebla, el famoso rector del Colegio de San Gregorio, niño pobre y desvalido, tiene que pedir prestados sus libros a los colegiales para ir durante la noche a estudiar a la luz de los hachones de los puestos de los mercados, trabajando durante el día para ganar el sustento: pero entre nosotros, lo más común es que el Estado o el clero tomen por su cuenta a estos niños desvalidos y sean su providencia, hasta el día en que obtienen el título de una carrera profesional o un empleo para ganar la vida. Éstos, cuando llegan a hombres, cuando de alguna manera hacen algún papel distinguido en la sociedad, no pueden sin ingratitud, decir que se han formado solos, ni adornarse con la corona del atleta vencedor, porque no han tenido que sostener esa doble y fatigosa lucha por la existencia y por el saber.

Juan Arias desde los trece años de edad necesitó ganar su vida y aprovechar el tiempo del descanso en la instrucción; y notables aptitudes debe poseer cuando ha llegado a distinguirse como periodista y poeta, y aun ocupar una secretaría de Estado.

Arias redactó un periódico satírico, La Pata de Cabra, que tuvo tan gran popularidad que, pasados ya muchos años, no faltan quienes lo recuerden con gusto. Como historiador, su «Reseña» sobre las campañas del Ejército del Norte, está llena de datos interesantes; y eso que puede decirse que fue escrita a paso de carga: se creyó necesaria la publicación de la obra en un tiempo dado, y no hubo remedio; a llenar pliegos y a dar trabajo a la imprenta.

Juan Arias pertenece ya a los veteranos de la prensa: de sus compañeros, de sus contemporáneos en el periodismo, la mayor parte han tomado cuarteles de invierno, y él sigue impertérrito escribiendo ya serio, ya jocoso, según se le presenta la oportunidad. Durante su vida periodística, ha fundado catorce periódicos, muchos de los cuales han tenido larga existencia, y colaborado en la mayor parte de los que se han escrito en la capital de la república.

En los aciagos días de la intervención, Arias se vio obligado a permanecer una temporada en México, y escribió en dos periódicos republicanos, La Sombra y la famosa Orquesta. En sus escritos se ve el reflejo de la prensa de los tiempos de Pancho Zarco, de Joaquín Téllez, de Alcaraz y de las mocedades de don José María Iglesias.

Arias se ha distinguido por su honradez; habiendo ocupado elevados puestos, vive ahora en una humilde medianía. Tiene grandes aptitudes que no ha querido aprovechar: es pintor y músico, sin que de esto haya sacado nunca provecho: es uno de esos hombres que no son de este tiempo; por eso la pasa en la oscuridad.

Arias tiene conmigo un punto de contacto que me hace profesarle más cariño: su afición a la comedia. Bretón de los Herreros es su gran autor; ríe con él cada vez que toma una de sus comedias entre manos, y a fe que le sobra razón.

La comedia es el verdadero cuadro de las costumbres en la escena. Si como se ha dicho siempre, el teatro sirve como escuela de moral práctica, encomiando a la virtud y haciendo odioso al vicio, realmente ni el drama ni la tragedia pueden cumplir esta misión. Los vicios que tenemos los hombres civilizados del siglo XIX, no son los que pintan los dramas y las tragedias, salvo casos excepcionales; y por eso no es fácil corregirlos presentando a Valero, a la Cairón, a Arjona, a Catalina, a Vico, ni a Rossi, ni a Boot.

¿Quién busca la enmienda en un trilogio de Esquilo, en La Orestiada por ejemplo, y ve a Agamenón, Las coéforas, y Las euménides para quitarse la tentación de matar a su madre, digo, a su propia madre? ¿Quién deja de estar enamorado de una muchacha cuyo padre (como todos) se opone al trapicheo, porque ve representara Don Álvaro o la fuerza del sino? Ni todos los enamorados salen entonces figurándose que van a matar al padre y al hermano y al otro hermano parando por fin en tirarse de cabeza de la torre de catedral, o cuando menos arrojándose en alguno de los barrancos con que el ayuntamiento tiene adornadas las principales calles de la ciudad.

Pero se dirá: «Hay dramas como El gran galeoto que pintan las costumbres sociales modernas como ellas son, y no ocurren a cuadros fantásticos como La muerte en los labios, En el puño de la Espada, o La conjuración de Venecia.» Sobre esto hay mucho que decir, porque realmente, El gran galeoto lo único que podrá curar será el derecho de juzgar las acciones ajenas, porque los personajes, el desenlace del drama y los episodios, todo está hecho para uso particular del autor, para poderse servir a su gusto, como dicen las recetas de cocina: caliente y en la propia tortera.

La comedia critica y burla, más que crímenes, que no se impiden con versos, costumbres de sociedad y pequeños vicios que, sin ser infracción de leyes divinas o humanas, molestan al prójimo, como decía el filósofo Heineccio, más que una arena dentro de un ojo, y que pueden fácilmente corregirse, con la agudeza de un chiste, con un verso fácil pero significativo, que los espectadores recogen y conservan en la memoria, o con el nombre de un personaje que viene a ser la representación de aquel defecto.

Dicen los que saben, que la comedia, lo mismo que la tragedia, tienen un origen sagrado; que fiestas y ceremonias religiosas, entre los griegos hicieron nacer la una y la otra. Esto, más fácil es creerlo que averiguarlo; y a ser cierto, podría suceder muy bien que yendo y viniendo siglos, dentro de dos mil años, se escribiera por los sabios de esos tiempos que la ópera, es decir, Semíramis, Norma, Aída, La africana, y los Hugonotes, tomaron su origen, en el siglo XIX, de las misas cantadas; y la zarzuela, desde Buenas noches señor don Simón, hasta La bella Elena, El timbal de plata, y El tributo de las cien doncellas, de las misas rezadas, de los responsos, de los rosarios, o de muchas otras de las ceremonias de la Iglesia en que el rezo se mezcla con el canto.

Pero no hemos de leer esos comentarios, y por ahora nos contentamos con creer lo que nos dicen de la comedia. A mí, la explicación que sobre esto más me satisface, es la que da Filleul en su Historia del siglo de Pericles; porque además de que está bien apoyado, es quizá el único que se ocupa de la verdadera fuente de la comedia. La comedia nació en los Scómmata, que era una especie de penitencia en los misterios religiosos antiguos: la confesión hecha por el propio pecador estaba en uso, sobre todo en los misterios de Samotracia; el Scomma, era el reproche, la burla que se hacía públicamente al pecador para corregirle. En los misterios de Eleusis, la multitud esperaba a los iniciados al salir, en el puente de Cephisa, para asaltarlos verdaderamente con bromas y chistes picantes, o con graciosas burlas, a lo que se daba el nombre de gephyrismos, y que puede traducirse como farsas del puente, según Renan.

En las Tesmoforias, las damas atenienses se echaban en rostro unas a otras sus defectos, pero con tal cuidado, que más que reproches eran chanzas de buen gusto; en las comidas sagradas, los esparciatas jóvenes tenían que sufrir terribles Scómmatas; y todo esto se creía un deber religioso en que debían mezclarse lo jocoso y lo serio. Aristófanes lo indica claramente en el canto de los iniciados en la comedia de Las ranas, y llegó a haber hasta un premio para el mejor Scómmata, cuya profesión se conoció por scomma o scopto.

El kommos era el festín que seguía al sacrificio; los convidados salían en grupos cantando, y este canto se llamaba kommodia: los cantores recorrían las calles y los senderos en carros, lanzándose unos a los otros, así como a los transeúntes, scómmatas más o menos graciosos. Pero a poco, estas kommodias fueron organizándose por decirlo así, teniendo sus canciones propias, sus recitados, y sus máscaras y sus trajes, y constituyendo una especie de representación al aire libre. Allí nació la comedia, que no tardó en instalarse en el teatro al lado de la tragedia, siguiéndola y perfeccionándose como ella, y como ella considerándose también acto religioso e intermedio de las comidas sagradas; porque se comía en el teatro, y dice Filleul, citando a Ulpiano el escolasta de Demóstenes, que se distribuían al pueblo dos óbolos por cabeza para pagar la entrada al teatro; uno destinado al arquitecto, decorador del edificio, y otro para pagar la comida en que se repartían fiambres y vino a los espectadores y a los cómicos.

La comedia antigua, a pesar de su carácter religioso, se ocupaba principalmente en insultar y deshonrar a los hombres más prominentes y a los mismos dioses. Hércules y Mercurio aparecen en las comedias de Aristófanes como borrachos, tragones e interesados.

En La paz, por ejemplo, cuando Trigeo llega al cielo, Mercurio le recibe como portero de ministerio, y le dice:


MERCURIO (enojado): ¡Por la Tierra! Vas a morir si no me dices tu nombre.

TRIGEO: Soy Trigeo el Atmonense, viñador honrado, enemigo de pleitos y delaciones.

MERCURIO: ¿A qué has venido?

TRIGEO: A traerte estas viandas.

MERCURIO (cambiando de tono): ¡Oh pobrecillo! ¿qué tal, qué tal el viaje?

TRIGEO: Glotonazo, ¿ya no te parezco bribón? Ea, vete a llamar a Júpiter.
 

En Las aves, Hércules es el que hace el papel de glotón: enviado con Neptuno para hacer un arreglo con Pistétero, fundador de la ciudad de las aves, Neptuno dice:


NEPTUNO: ¡Peste de estúpido! No he visto dios más bárbaro. Dime, Hércules, ¿qué haremos?

HÉRCULES: Ya lo has oído; mi intención es estrangular, sea el que sea, a ese hombre que nos ha bloqueado.

NEPTUNO: Pero, amigo mío, si hemos sido enviados a tratar de la paz.

HÉRCULES: Razón de más para estrangularle.

PISTÉTERO (fingiendo no haberlos visto, y preparando el banquete): Alárgame el rallador; trae silfo; dame queso; atiza los carbones.

HÉRCULES (dulcificando la voz, a la vista de los preparativos culinarios): Mortal, tres dioses te saludan.

PISTÉTERO: Lo cubro de silfo.

HÉRCULES: ¿Qué carnes son esas?

PISTÉTERO: Son unas aves que se han sublevado y conspirado contra el partido popular.

HÉRCULES: ¿Y las cubres primero de silfo?

PISTÉTERO: ¡Salud, oh Hércules! ¿Qué ocurre?

HÉRCULES: Venimos enviados por los dioses para cortar la guerra.
 

Pero esto no es más que una ligera muestra; hay rasgos más enérgicos que pintan el respeto que se les tenía a los dioses. En el drama satírico, que era composición muy distinta de la comedia, se extremaba la burla. En uno de esos dramas, que es de Eurípides, Hércules hace un papel admirable: un agricultor le compra por esclavo y le envía a trabajar. El salvaje dios arranca la viña; lleva los troncos sobre sus espaldas hasta la casa; allí con ellos hace fuego para cocer enormes tortas de pan, en las que emplea toda la harina de los almacenes; asa un buey entero, el más grande del establo, y con esto, y con todo el vino que encuentra en las bodegas, almuerza tranquilamente, sobre las puertas de la casa que arranca para hacerse una mesa; y después de haberse hartado, saca de cauce un río y sumerge la granja.

En cuanto a los hombres públicos, como generalmente la comedia, en los tiempos de Aristófanes, que pueden llamarse la edad de oro del teatro griego, era política y no respetaba la vida pública ni la privada, ni se detenía ante calumnia alguna por abominable que fuese, y presentaba las acciones y los vicios más vergonzosos en un lenguaje tan claro y tan repugnante que avergonzaría a un carretero español, ya se puede suponer cómo serían tratados; y más, recordando que por hábiles artistas se hacían máscaras representando exactamente al personaje que debía salir a la escena; de manera que no podía caber la menor duda de a quién se trataba de herir.

En Los caballeros, por ejemplo, Aristófanes se propuso insultar y poner en ridículo a Cleón, a Cleón el jefe del Estado y el omnipotente de Atenas. No hubo un artista que se atreviera a hacer la careta, ni un cómico que se resolviera a desempeñar el papel; y sin embargo, se representó la comedia porque Aristófanes mismo con la cara embadurnada, representó al tirano; y tan clara era la alusión, que el poeta hace decir a Demóstenes, uno de los personajes de la comedia, hablando de Cleón: «No temas, ni siquiera verás su rostro, pues ningún artista se ha atrevido a esculpir su máscara. Sin embargo, yo aseguro que se le conocerá; los espectadores no son lerdos.»

Y después por medio de los coros le dirige insultos terribles, como éste:

CORO: Hiere a ese canalla, enemigo de los caballeros, recaudador sin conciencia, abismo de perversidad, mina de latrocinios, canalla, y cien veces canalla, y siempre canalla, que nunca me cansaré de decírselo, pues lo es más cada día.

Y más adelante:

CORO: ¡Infame, bribón, tu audacia llena toda la tierra, toda la asamblea, las oficinas de recaudación, los procesos, los tribunales! ¡Removedor de fango, tú has enturbiado la limpieza de la República y ensordecido a Atenas con tus estentóreos clamores: tú, desde lo alto del poder, acechas las rentas públicas, como desde un peñasco acecha el pescador los atunes!

En Las nubes, Sócrates fue la víctima; y como no había dificultad para conseguir la máscara, el filósofo salió a la escena, como si verdaderamente hubiera sido él, cargado de insultos y de calumnias; pero es una vulgaridad creer que Las nubes de Aristófanes contribuyeron a la condenación de Sócrates, porque entre la primera representación de la comedia y la muerte del filósofo, mediaron veinticuatro años.

Se han perdido muchas comedias de Cratino, Eupolis, Susarión, Magnes, Ecfántides y otros muchos, y dicen autores muy graves, que era lo mejor del teatro griego en materia de comedias: no hay que creerles; siempre se dice que lo mejor es lo que se ha perdido. Si desaparecieran las novelas de Pérez Escrich, los sabios del porvenir vivirían lamentándose de que no había llegado hasta esas retiradas generaciones la flor y nata de las literaturas del mundo civilizado, desde el siglo XVI hasta el XIX.

—¡Cómo se divaga usted! —dirá algún lector y yo contesto:

—Tiene usted mucha razón, pero escribo para divagar, y lo peor es que no prometo la enmienda; conque siga usted leyendo, y déjeme disparatar sobre la comedia latina.

Plauto y Terencio, a pesar de que casi todas sus comedias las tomaban del teatro griego, tienen ya mejor acierto en lo que nosotros llamamos el argumento; hay más complicación en la intriga, y presenta más interés en su marcha, y aunque hay grandes trozos que no podrían oír sin ruborizarse hasta el blanco de los ojos las damas de nuestro siglo, no imitan esos rasgos de vergonzosas libertades en que abunda la comedia griega. Terencio pretende pasar por algo más aristócrata que Plauto: su lenguaje tenía fama de tan elegante, que llegó a decirse que si las musas hablaran el latín, lo harían como él. Plauto es más llano y menos cuidadoso; para Terencio, con muy pocas excepciones, todas las gentes son buenas, todos sus personajes, aun las mismas cortesanas, tienen sentimientos delicados; en las comedias de Plauto, hierven los bribones; Terencio conservaba la ilusión del teatro como en la comedia moderna, para que el espectador se figurase estar viendo siempre una escena verdadera; Plauto se divertía en hacerle comprender al público, a cada momento, que aquella era comedia, y los que la representaban, cómicos, cortando a cada momento la ilusión del espectador y produciendo indudablemente esa disonancia, esa sensación desagradable que experimentamos hoy en la zarzuela, cuando al terminar un dúo, un cuarteto o un septimino, comienzan los actores a hablar en su voz natural y destemplada.

Pero estas comedias iban directamente a herir las malas costumbres y los vicios sociales que eran de posible corrección. La comedia tiene dos modos de moralizar: el entusiasmo por la virtud, y el odio al vicio por medio de escenas patéticas, de razonamientos elocuentes, de modelos admirables, que hagan amar la una y aborrecer el otro; o presentando el peligro en el vicio, la tranquilidad en la virtud, el mal que se espera en obrar mal y el bien que se aguarda en obrar bien, es decir, la una es la moralidad del heroísmo, la otra, en el egoísmo. La especie humana es más gobernable por el último de estos sentimientos, y es el que pone en juego generalmente la comedia, recetando siempre penas como la del ridículo, a vicios y defectos que no llegan a la categoría de crímenes ni de delitos.

Tiene además la comedia la gran ventaja como monumento histórico, de presentar las costumbres de su época y el cuadro de la sociedad, tal como no se han cuidado de pintarle los historiadores, cuando casi siempre hay que ocurrir al fondo de la vida privada y de las costumbres de los hijos de un pueblo, para explicar grandes acontecimientos históricos.

No es posible comprender la sociedad griega, ni la romana, ni tener una idea de sus costumbres, si no se conoce más que a Tucídides, y a Heródoto, y a Jenofonte, y a Platón, y a Aristóteles; a Tito Livio, a Tácito, a Salustio, a Cicerón y a Quintiliano. Platón dijo a Dionisio el joven, que para que conociese las costumbres y las instituciones de Atenas, estudiara las comedias de Aristófanes.

Leyendo los historiadores —dice Naudet— podéis ver a los romanos en el foro los días de comicios o en los campamentos, alrededor de las águilas de sus legiones; al Senado en la gravedad de su deliberación, o con el aparato de su imperiosa majestad, cuando recibe a los embajadores de los pueblos vencidos, o de los que se prepara a vencer. Pero ¿queréis mirar el Velabro con sus tiendas llenas de bribones, o el paseo de la Venus clausina, lugar de cita de todos los hombres distinguidos? ¿Queréis visitar el Foro que hormiguea de gentes ocupadas, de ociosos, de comerciantes, de banqueros, de calaveras de cuarenta años que se arruinan por mujeres que los engañan, y de habladores, que se fastidian unos, y otros se distraen murmurando? ¿Queréis penetrar en el interior de las casas y sorprender a los romanos divirtiéndose con sus queridas, o disputando con sus mujeres, no cubiertos con las armas ni con la toga pretexta, sino en bata, o en mangas de camisa? ¡Leed a Plauto!

Su teatro, dice el mismo autor citado, es el suplemento necesario de los libros históricos; es la historia secreta y anecdótica de la vida romana; las memorias de los hombres vulgares, que, sin estar consignados en los anales, dan la medida común del carácter nacional, del cual son las excepciones los héroes y los hombres ilustres.

Si cada periodo histórico hubiera tenido en la antigüedad un Aristófanes, o cuando menos un Plauto o un Terencio, la dificultad para encontrar la explicación y la clave de muchos acontecimientos, sería menor.

Molière y Bretón de los Herreros, con mejor arte y casi con tanta verdad, han pintado las costumbres de sus tiempos; y aunque Molière toma algunas veces el fondo, la idea de la comedia latina para vestirla con el traje francés, y aunque el horizonte que Bretón de los Herreros abarca en su teatro es muy limitado, sin embargo, en lo porvenir estas comedias han de ser tan útiles para estudiar la sociedad en que vivieron sus autores, como las de los clásicos griegos o romanos.

En México apenas se ha hecho caso de la comedia: pocos poetas se han dedicado a presentar nuestras costumbres en escena, y eso, cuantos han acometido la empresa, como Calderón en su comedía Ninguna de las tres, Hipólito Cerán en sus Ceros sociales, Anievas en su Valentina, Juan Mateos en las varias que ha escrito, y otros, han ido siempre tomando aquellas costumbres que, aunque mexicanas, tienen su certificado de europeas. Un hombre de calzoneras, un arriero con su gabardina y su cuera, un ranchero con su sombrero ancho y su cotón de venado, ni se han atrevido ni se atreven a presentarlos en el teatro.

Las escenas como las de A Madrid me vuelvo, de Bretón, que pasan en provincia y en poblaciones pequeñas, aquí no tenemos ni esperanzas de verlas, porque ni hay valor en los poetas, ni bastante patriotismo en el público para que el teatro represente la plaza de San Juan Ixtayopa, la casa de un comerciante en Maravatío, o una calle de Moroleón. Los nombres mexicanos, otomíes o tarascos, de las cosas y las poblaciones, y que forman parte de nuestro idioma, se oirían como una profanación en un teatro donde se representan dramas de Echegaray; y los trajes de los indios y de los rancheros harían reír a una sociedad que no quiere ver en el palco escénico y representando a la clase pobre, sino obreros franceses de blusa y de cachucha, gallegos imaginarios que más bien parecen colonos italianos de los que ha traído el gobierno en estos últimos años, o majas fantásticas, vestidas como sólo se encuentran en los antiguos cuadros de Goya.

Por eso es imposible la comedia y hasta la novela nacional, y tendremos que resignarnos leyendo novelas mexicanas en que los hacendados hablen como Victor Hugo, las muchachas de los pueblos como las damas de honor de la corte de Luis XIV, los curas indígenas como monseñor Bienvenido, y los guerrilleros como Artagnan o como Porthos. Por eso hemos visto algunas, en que los personajes conversan alrededor de la chimenea en Yucatán, o en que se sirve el te a la inglesa en Guadalajara, cerca también de la chimenea, como si la escena estuviera pasando en Londres.

Pero ahora sí ya tendrá razón el que diga que me he divagado completamente, que he olvidado a Juan Arias, y que si así continúo, no tendré cuándo acabar; pero no encuentro la punta, y para salir del compromiso no me queda más arbitrio que el gran principio táctico del general Bum: cortar y envolver.

Mariano Bárcena

Lo feo es lo bello, dijo Victor Hugo, echándose a cuestas todas las reglas de los clásicos; y como el genio tiene la propiedad del rey Midas, que convierte en oro cuanto loca, Victor Hugo convierte en figuras angélicas al espantoso Cuasimodo que se mecía, como un colibrí en el cáliz de una flor, sobre las campanas de las góticas torres de Nuestra Señora de París, y a Gwymplaine que necesitó una ciega que le amara, como el hombre ama a la divinidad sin conocerla.

Y si feo es lo bello, mis artículos tienen que ser bellos en fuerza de ser feos; que, como dijo fray Gerundio, o hay sacramento en Campazas o no hay en la Iglesia fe; o tomando la comparación de más humilde y escondida fuente: dice el barba en el sainete del Alcalde toreador, que se representaba con mucho éxito allá por el año de 1824:


O yo no soy bueno,
O el alcalde es malo;
O esta es una cosa
Que yo no la alcanzo.
 

No hay cosa que ambicione tanto un escritor, como ser el niño mimado, como diría Peredito; l’enfant gaté, dirían nuestros elegantes, o el hijo del cura, como decía La Orquesta, del público a quien el destino le depara por patrimonio.

Y pues de eso se trata, y cada uno tiene su alma en su almario, y Cero, como dice don Modesto de la Fuente,


Ni cuenta con ciencia infusa
Ni tiene gracia especial,
Sino un corazón tal cual,
Y un alma de eso que se usa;
 

también pretende que le hagan caso, ha determinado, como dicen los jueces, visto lo alegado y probado, no circunscribirse a los hombres de la tribuna y de la prensa en México, sino extenderse en éstas, para él sabrosas pláticas, a personajes que puedan prestarse a dar grato entretenimiento a la pluma y alegre lectura a los amigos.

Hoy me ha ocurrido hablar de Mariano Bárcena, el joven director del Observatorio Meteorológico Central; y aunque la especialidad que él cultiva no sea ni la poesía ni la oratoria, meteré la hoz en mies ajena, siquiera para poder decir como don Pedro el Cruel, en una de las comedias del famoso autor de Don Juan Tenorio:


Que dicen, por decir algo,
Que sólo en la guerra valgo.
 

Y por otra parte, Bárcena debe entrar en el número de los periodistas, porque además de que ha colaborado en muchas publicaciones científicas, ha sido casi el director del Boletín del Ministerio de Fomento que inserta las observaciones del establecimiento que Mariano dirige. Así pues, también como periodista científico, tiene que ocupar un lugar en esta Galería.

Mariano Bárcena es un muchacho que gasta toda la calma y toda la prudencia de un viejo; el estudio de las ciencias naturales tiene la ventaja de dar al espíritu la madurez de la ancianidad, conservándole siempre el perfume de la niñez.

Arago y Laplace eran unos niños gigantes, en la astronomía, así como Pico de la Mirandola, de quien refieren los autores que a los diez años sustentó un espléndido acto de teología, debió haber sentido en su corazón la verdad de aquel axioma de derecho que dice:


Malitia sepae suplet aetatis.
 

Bárcena no sabe cómo anda la política de esta tierra; encastillado en el Observatorio Meteorológico, pensando en los cirrus y en las presiones atmosféricas, y en las oscilaciones del termómetro, y en el ozona, pasa por los corredores de Palacio, en marzo de 1882, soñando en encontrar en el Ministerio de Hacienda a don Matías Romero, o en el de Relaciones al severo Mata. ¡Oh sancta simplicitas!, como dijo Juan Huss cuando vio llegar con un tizón para encender su hoguera, a una vieja a quien él jamás había hecho daño.

Y Mariano Bárcena está metido en un laberinto, junto del cual las cuestiones políticas que agitan a la prensa periódico-política de nuestra capital, parecen tan pequeñas como un bache de la Alameda, comparado al lago de Chapala.

Los problemas meteorológicos son siempre extraordinariamente complicados: la multiplicidad de sus elementos, la incertidumbre de los datos, la enorme oscilación de los coeficientes y la variabilidad de las combinaciones, hacen de ellos el objeto de un estudio laborioso, difícil, y no siempre de precisos resultados.

Pero tratándose del problema meteorológico de México, todas estas dificultades y complicaciones suben de punto, ya por la influencia de los elementos geográficos, ya porque no se encuentran fácilmente estudios extranjeros que puedan servir de auxiliares, habiendo sido tan escasos los que se han hecho, relativos a alturas tan considerables como la en que está fundada nuestra ciudad.

La atmósfera, como todos sabemos, es una capa transparente que envuelve por todas partes a la tierra, y compuesta de elementos que aunque parecen contrarios, se combinan perfectamente, así como los que se llaman amigos de un gobierno, que se entrelazan, y se chocan, y se confunden, y se dividen, y que sin embargo, cada uno va a su objeto: el uno quiere un ministerio; el otro una curul; el de más acá la administración de una aduana marítima; el de más allá una magistratura; aquél, la dirección de un ferrocarril, éste una plaza de gendarme para un primo del hermano del cuñado del sobrino de un compadre del marido de la cocinera de una amiga suya.

En la atmósfera, en esa gran oficina en que se engendran la vida y la luz para todos los organismos de los reinos vegetal o animal; en ese gran Ministerio de Hacienda de la naturaleza, en que las pólizas se pagan sin necesidad de estar en distribución, las moléculas constituyen la perpetuidad de la vida: los que hoy con su aglomeración forman un cuerpo humano, una planta, o una nubecilla vaporosa, ayer o antier se han desprendido de otro organismo, que en virtud de ese fenómeno metamórfico que llamamos la muerte, cedió sus componentes para formar otra individualidad.

Nosotros, los que hoy alentamos, criticamos, o somos criticados sobre la tierra, llevamos en nuestro cuerpo las moléculas que ayer se han separado de otros.

¡Oh admirable naturaleza!, ¿y quién había de pensar que lo que fue un lirio fragante y perfumado, adornando gallardo la negra y profusa cabellera de una hija de Anáhuac, formara hoy parte de esa interesante persona que se llama Ramón Isaac Alcaraz; ni que esos gases escapados del niveo seno de Elena Leroux o de María Aimée, constituyeran el gallardo continente de Hermenegildo Carrillo o de Moisés Rojas?

¿Y quién puede pensar que un suspiro o una lágrima de Pérez Jardón vendrán a brillar mañana en las pupilas de Chucha Servín, o a vibrar en los acentos vigorosos de Sostenes Rocha?

Y no hay que admirarse de estas transformaciones: en esa eterna cadena que forma la ley de las metamorfosis de la naturaleza, el mismo peso mexicano que paga la casa de moneda al gobierno por su descabellado arrendamiento, anima el humilde hogar del empleado, resuena alegre en la bolsa del usurero, baila en las cajas de La Sorpresa, vuela a la casa del banquero, y vuelve a entrar en la Tesorería, quizá para salir nuevamente a manos de don Sebastián Camacho, como parte alícuota de la subvención del ferrocarril Symon.

Con cuánta razón dijo Lucrecio en su poema de la «Naturaleza de las cosas»: el jugo de los alimentos se distribuye en todas las partes del cuerpo. Los árboles crecen y se cubren de flores y de frutos, porque al través de canales imperceptibles, la savia lleva de la tierra a las raíces, cruzando por las ramas, la fuerza y la vida a todas las hojas.

A la grande altura (más propiamente altitud) de México sobre el nivel del mar, que complica los fenómenos estudiados en países y en lugares en que la atmósfera tiene una gran pesantez, hay que agregar los extensos lagos que ocupan una parte considerable del valle en que la ciudad está construida, y las dos elevadas montañas, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, que ejercen una decisiva influencia en el estado atmosférico; la poca densidad del aire, lo bajo de la presión barométrica, produce fenómenos que no nos llaman la atención, porque a ellos estamos acostumbrados, pero que hacen de México un lugar excepcional por la influencia que ejerce tal condición, desde las más complicadas operaciones de la naturaleza en el crecimiento, conservación y desarrollo del organismo humano, hasta en las más sencillas del artesano y del obrero.

Materia de un libro y no de las pocas líneas de un artículo, sería ese estudio; pero basta reflexionar qué extraños cambios se originan en fenómenos estudiados en otras partes, en fisiología por ejemplo, por el esfuerzo y trabajo de los pulmones en la respiración; por la aplicación del principio de Dalton, de que «la cantidad absoluta que se disuelve está siempre en relación con la presión que el gas ejerce en la superficie del líquido disolvente», aplicado al oxígeno que se encuentra físicamente en relación con la sangre en el acto de la respiración.

Basta fijarse en que la poca densidad atmosférica hace perder a la luz y al calor la difusión, produciendo increíbles diferencias en la altura del termómetro entre el sol y la sombra; dando a las fotografías hechas en México ese aspecto duro de los paisajes iluminados por la luna; obligando a los arquitectos a buscar siempre en las habitaciones que construyen, la luz directa; haciendo inhabitables por su oscuridad, cuartos que en París por ejemplo, tendrían una luz dulce y templada, y hasta disipando rápidamente el perfume de un pañuelo.

La poca presión atmosférica precipita de una manera increíble la evaporación; media hora después de haberse regado los paseos y las calles, está el terreno tan seco que el menor soplo de viento levanta nubes de polvo: el sistema Mac Adams es casi imposible, porque esa rápida evaporación hace que profundas grietas surquen con mucha facilidad el pavimento de las calzadas: los coeficientes de dilatación en metales, maderas y cristal, se manifiestan enérgicamente en todas sus oscilaciones, merced a estos bruscos cambios del frío al calor y de la resequedad extrema a la saturación del aire: las armaduras de hierro se flexionan, las vigas y los muebles crujen y estallan; el cristal mismo presenta algunas veces fenómenos de esta clase, y todo debido a la altura en que vivimos y a la falta de presión consiguiente a ella.

La extensa sábana de agua que forma los lagos, es el correctivo de la falta de humedad atmosférica, que en las noches serenas y despejadas de México, produciría por la irradiación del calor del suelo en el espacio, continuas heladas, haciendo imposible la vida vegetal en otra estación que no fuera la de las lluvias, y multiplicando para los hombres y para los animales las dificultades y los peligros de la lucha por la existencia.

Las inmensas masas de perpetua nieve que cubren nuestros volcanes, aun cuando por el enfriamiento que producen en las capas atmosféricas favorecen la falta de humedad, haciendo bajar el grado de saturación del aire, que es menos elevado a medida que hay más frío, sin embargo, representan en nuestro valle el papel de gigantes condensadores de nubes arrebatando, para formar la lluvia que fecunda nuestras campiñas, el vapor de agua de que vienen cargados todos los alisios de la gran corriente, que vuelve del Ecuador a los Polos repartiendo la vida y la animación por todos los países que atraviesa.

¡Qué infinidad de datos se necesita recoger para el estudio de nuestra atmósfera, y cuántas dificultades y cuánta laboriosidad hay que vencer y que aplicar fabricando un edificio científico, sobre bases tan perfectamente movibles como la misma atmósfera de que se ocupa!

Pero volvamos a Mariano Bárcena. Mariano es una honra para México; no va a la Concordia ni a los Tívolis, ni a la Palestina, ni al Globo, ni a la casa de Messer, ni le conocen como a su parroquiano Recamier, Porraz, ni Fulcheri, ni hay un jin-cock-tail a la Bárcena ni un cherry-cobler a la Marianito, ni un mint-juleps a la Observatorio; en cambio las sociedades científicas del extranjero se empeñan en contarle entre sus más esclarecidos miembros honorarios; los botánicos bautizan con su nombre nuevas plantas y los mineralogistas dan su apellido a metales que eran desconocidos.

Bárcena en el Observatorio Meteorológico fabrica los elementos que enriquecen ese arsenal de conocimientos para la economía humana, en que los médicos vienen a buscar armas para combatir las enfermedades.

Ni los preparativos del emperador Alexis, para prevenir la invasión de Rogerio Huiscardo al imperio de Oriente, ni los datos de que se arma Payno para combatir la ley de impuestos sobre tabaco, ni los argumentos que preparan Mancera y Juan Mateos para defender la introducción de la sal libre de derechos al estado de Hidalgo, o la baja del impuesto sobre pulques, pueden compararse al número de cifras que arrojan los registros del Observatorio.

Y ese trabajo tiene que ocupar los días y las noches, y ser tan incesante como el que lleva el presupuesto de egresos contra la Tesorería de la Nación; porque si de los coches simones el vulgo dice que corren parados, de las quincenas puede decirse que velan durmiendo ya que no que duermen velando.

¡Qué inflexible pintaban los antiguos al tiempo! ¿Pues cómo pintaría Fuentes Muñiz a la quincena? En los cuentos y en eso que llamaban ejemplos los viejos místicos, todavía suele referirse entre chistes y veras, de alguien que detuvo a la muerte a la puerta de su casa: dicen de un zapatero que dio albergue a Jesucristo, que le pidió por única gracia que quien llegara a sentarse en el banco de la puerta de su casa, no pudiera desprenderse de él sin la previa licencia del dicho artista de obra prima, y agregan que cuando la muerte vino a llevarse al zapatero, este bienaventurado discípulo de San Crispín creyó la visita tan inoportuna como la de un cobrador de contribuciones o la de un casero, y con una urbanidad que envidiaría Raygosa, el sobrino de mi tío, la hizo sentar en aquel banco, del que la fiera representante de las Parcas no pudo moverse hasta que celebró con el zapatero una capitulación más vergonzosa que diputado de la oposición cuando pide pagas adelantadas.

Que las quincenas no son así, dígalo el tesorero, y si se sientan es para levantarse con más energía y gritar con una voz más poderosa que la de Aquiles, el de Homero, o la del jefe de los normandos que invadieron a Sicilia.

Si la baja presión atmosférica produce o no la anemia barométrica en México; si el aire que se respira en la capital por su falta de densidad es o no más provechoso a los tísicos, si el desarrollo del tórax es mayor en los que nacen y se crían en este municipio que tantas cosas espera de la actividad de Guillermo Valle, son cuestiones que la ciencia médica vacila para resolver, pero que el conocimiento y la experiencia de los cobradores de contribuciones resuelve siempre en un sentido favorable para el municipio.

Nada importa la anemia barométrica con tal que haya plétora en las cajas del erario; poco supone el desarrollo torácico con tal de que exista en el impuesto, y nada dice la conveniencia de la altura para los tísicos, si se considera que el viento produzca los pingües resultados que para el municipio en general, y para sus amigos en particular, se proponen siempre los que cuidan de la meteorología de la bolsa.

Bárcena se ha ceñido también, si no la corona, cuando menos el kepí o el chacó de los mártires de la ciencia, que ganó gloriosamente en los días de la fundación del Observatorio.

Jamás traición alguna a la patria, deserción a vista del enemigo, golpe de Estado, infracción constitucional, impía o tiránica disposición, audaz y cínico robo de los caudales públicos, ha producido escándalo mayor ni grita más destemplada contra el culpable, que la fundación de los observatorios científicos de México. Los amigos y parciales de don Rodrigo, el de la Cava, si hubieran tenido imprenta, no habrían tratado con más rigor al obispo don Opas y al conde don Julián: una cruzada levantaron los periódicos para atacar los observatorios; no hubo estilo, serio, jocoso o moderado, que no emplearan, ni arma periodística que no se esgrimiera: se multiplicaron las burlas, se menudearon los sarcasmos, se agotaron las calumnias, se inventaron palabras y motes, se fraguaron cuentos y anécdotas: en aquellos días se había dado una disposición permitiendo públicamente los juegos de azar, y esta disposición pareció una predicación mesiánica, o un tratado de honrada filosofía al lado del espantoso crimen de fundar un observatorio científico. Quizá tenía razón la prensa periódica, porque presentaba argumentos tan incontestables como el de la inutilidad de la institución, el desfalco injustificado de ochocientos o mil pesos que había costado montarla, y el ningún resultado útil y práctico que vendría a dar la noticia de que ayer o antes de ayer, a las once de la mañana, el termómetro centígrado había señalado veintidós grados.

Si refiriera yo acontecimientos del siglo de Pericles, no podría ser creído bajo mi palabra, y las autoridades que en mi apoyo citara, quizá no a todos les parecerían del mismo peso; pero esto de que voy hablando, ha pasado como quien dice esta mañana: muchos de esos periódicos aun viven; no es preciso ni siquiera decir cómo se llaman; y buscándolos o hallándolos por casualidad, cualquiera se puede convencer que lo dicho no es calumnia, tanto más, cuanto que hoy todavía no faltan algunas veces párrafos o alusiones que aparecen, como recrudecencias o recaídas de aquella enfermedad. Y en aquella enfermedad se confundían el Observatorio Meteorológico con el Astronómico, hasta el punto de que en uno de los cuentos inventados, se decía que estando en el Meteorológico observando el anillo de Saturno, uno de los personajes del gobierno preguntó en qué dedo tenía el anillo.

Hubiera sido de desear que todas estas cosas se hubieran hecho en una nación que estuviera en guerra con nosotros: ¡qué rica mina entonces para divertirse!

Es cierto que en los Estados Unidos, el presidente en cuya administración se estableció el gran Observatorio Astronómico, tuvo que sufrir grandes disgustos y terrible oposición, pero entonces se trataba de la designación de sumas respetables.

En fin, para honra de México, el gobierno ha seguido protegiendo el Observatorio, y continúan haciéndose allí observaciones horarias directas, además de las que producen los grandes instrumentos automáticos y registradores.

Hay necesidad también de disculpar al vulgo por el poco aprecio con que mira los observatorios meteorológicos. De los astronómicos salen las predicciones de los eclipses, de las conjunciones, de los pasos y de todos los movimientos del sistema planetario; muchas veces hasta de la aparición de los cometas, porque, sujetos los cuerpos celestes a leyes conocidas e inmutables, hasta en sus mismas perturbaciones, el observador puede trazar sobre el inmenso espacio de los cielos la línea por donde han de elevar su curso y las horas en que han de rendir esas jornadas: por eso las predicciones son seguras y satisfacen el deseo o la curiosidad popular; y acostumbrados los hombres a eso, esperan y exigen también de los observatorios meteorológicos, pronósticos de movimientos atmosféricos y de meteoros, como si se tratara del orto y el ocaso del sol.

Puede la ciencia llegar al punto de hacer esos pronósticos, pero nunca tendrá la infalibilidad astronómica, y para poder establecerse una regla serán necesarios muchos millares de observaciones que necesitan muchos días de trabajo:


se exige de la meteorología —dice Barthélemy Saint-Hilaire en su prefacio a la traducción de Aristóteles— que sea sobre todo, aplicable a las necesidades y a los trabajos de la sociedad: si no predice el tiempo, parece inútil y desciende por un injusto desdén al rango de simple curiosidad. De esta opinión, aunque exagerada, han sido muchos sabios de los que se tienen por más autorizados en estos tiempos, y de ahí viene contra la meteorología la prevención que originan esas exigencias poco fundadas.

Entre los antiguos, y principalmente en Aristóteles, no hay nada semejante; parece que jamás se preocuparon en sacar ventaja de las observaciones meteorológicas. Existe una profunda diferencia entre los antiguos y nosotros, enteramente favorable para ellos; la ciencia no debe afanarse por ser útil; debe buscar únicamente ser la verdad; con esto lleva una carga bastante pesada. Sería un absurdo, sin duda, renunciar en lo absoluto a las aplicaciones provechosas que se ha tenido la fortuna de descubrir; pero no es éste el objeto esencial de la ciencia, éste es un fin secundario que, cuando se empeña en perseguirle temerariamente, la hace alejarse y extraviarse de su camino; los errores que cometa en este empeño que no es el suyo, la desacreditan no sólo a los ojos del vulgo sino a los de los espíritus más serios. Se tiene como un triunfo descubrir y publicar la falsedad de una predicción hecha por la meteorología, como si ella tuviera por misión el predecir y como si fuera su deber asegurar a los agricultores y a los marinos el éxito de sus trabajos y de sus viajes.

La meteorología comete una imprudencia dejándose seducir por preguntas y consultas indiscretas que se le dirijan: debe dedicarse al estudio de la naturaleza, tan complejo por los fenómenos que la forman, y dejar a otros el cuidado de sacar de ese estudio enseñanzas para la práctica de cada día.
 

La meteorología, como ciencia independiente y constituida como una especialidad y no como una parte secundaria de la física, cuenta pocos años de existencia; pero como estudio de los fenómenos de la naturaleza, confundiéndose muchas veces con la astronomía, tiene muchos siglos de vida.

Acostumbrado ya a las divagaciones en mis artículos, voy a dejar a Mariano Bárcena para extraviarme en algo de la historia de la meteorología como yo la he llegado a comprender, y fácil será, para el amado lector que no tenga voluntad de leer lo que voy a decir, saltarse, como dicen los muchachos de la escuela, lo que falta para concluir este artículo, y dirigirse con benévola mirada a otro personaje de esta Galería.

No puede señalarse con precisión el año en que comenzaron los hombres a dedicarse a los estudios meteorológicos; pero sí con exactitud puede fijarse la época, porque para eso basta una ligera reflexión.

Mientras que se creyó que había un Dios que directamente ejercía su poder en todos y cada uno de los fenómenos naturales, como creyeron los pueblos semíticos, o que cada uno de esos fenómenos era un dios, como creían todos los politeístas en la antigüedad, el estudio de la naturaleza era completamente inútil, cuando no sacrilego. La idea de las leyes de la naturaleza nacida en Jonia, quizá poco antes de que figurara Tales de Mileto, fue la que dio principio a lo que se llama la ciencia meteorológica.

El frío, austero y terrible monoteísmo de los semitas ahogaba no sólo esas fantásticas y poéticas creaciones de la mitología indoeuropea, sino todo instinto científico y toda investigación de las causas que producen los fenómenos atmosféricos.

En el libro más desconsolador que tienen las religiones de los hombres, en ese libro en que el mundo se presenta como un desierto sin árboles, sin flores y sin verdura, cubierto por un cielo pajizo sin nubes y sin colores, en que la vida se describe y se comprende como la ausencia de toda esperanza, de toda ilusión y de todo goce, en que el hombre se considera como si le hubieran enterrado vivo bajo una bóveda de granito; en este libro que comienza, vanidad de vanidades y todo vanidad, en el Eclesiastés, en sus tres primeros capítulos, toda investigación, todo estudio de la naturaleza se denuncia como una vana ocupación que debe abandonarse; y en el libro de Job se considera como una impiedad, como una usurpación de los derechos de Dios.

El no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios, llevado hasta la exageración en el monoteísmo semítico hacía imposible la ciencia, y el sistema del mundo, como dice Renan, se reducía a esta simple concepción: «Dios creador del Universo y agente universal, hace vivir con su soplo a todos los seres y produce directamente todos los fenómenos de la naturaleza.»

En el libro de Job puede leerse el verdadero curso de meteorología semítica.


Dios es muy grande para que nosotros podamos conocerle.
El número de sus años es incalculable.
Él atrae a sí las emanaciones de las aguas que se desatan en lluvias y forman vapores.
Las nubes las esparcen en seguida y caen pequeñas gotas sobre la multitud de los hombres.
¿Quién podrá comprender cómo se desgarran las nubes y el estrépito de su pabellón?
Tan pronto se cubre en los relámpagos como en una cortina, tan pronto parece como ocultarse en el fondo del mar.
Los huracanes le sirven a la vez para castigar a los hombres y para proveerles de lo necesario para su manutención.
Tiene en su mano los rayos luminosos y los lanza contra sus enemigos.
El trueno anuncia su marcha, y el terror de los rebaños anuncia su aproximación.
Su voz llena toda la bóveda del cielo y sus relámpagos tocan hasta los bordes de la tierra.
Después del relámpago viene el rugido de su voz.
Él dice a la nieve: «cae sobre la tierra».
Manda a las olas y a las lluvias torrenciales.
Al soplo de Dios se forma el hielo; el agua se contrae y se condensa.
Él carga a la nube de vapores húmedos y tiene delante de si las nubes que llevan el rayo.
Y los rayos van de un lado a otro para ejecutar lo que Él les ordena sobre la faz de la tierra.
 

Éste es el espíritu de todos los libros sagrados de los pueblos semíticos. Era por consecuencia imposible ni aun la idea de la meteorología.

La personificación antropomórfica de todos los fenómenos naturales en el politeísmo hacía también imposible la existencia de la meteorología como ciencia: los vientos, las lluvias, el rayo, el calor del sol, las brisas, las nieblas y hasta el iris, todos eran dioses, diosas o ninfas que pensaban, que tenían pasiones y caprichos y que unas veces obedecían y otras no, la voluntad del padre de los dioses.

Aunque no creo en el simbolismo teológico de Creuzer que a tan absoluto extremo le lleva, que las ideas abstractas aparecen como dioses de la mitología griega o romana, tampoco pertenezco a la enseñanza del Evémero que ve en todos los dioses de la antigüedad, hombres que han existido y que la leyenda y la superstición han convertido en divinidades; soy de la escuela del vulgo que piensa que realmente algunos de esos dioses fueron hombres, otros representan ideas más o menos abstractas, y la mayor parte son la personificación de los fenómenos de la naturaleza que los hombres no podían explicarse. Por eso, el sol, su marcha, sus rayos y todos los fenómenos que la luz y el calor producen sobre la tierra, vinieron a formar en la India a Varuna, Surya, Savitri, Indra, Mitra, Aryaman, Agny, destello de sol, fuego, vida, fecundidad; Apsara, viento, tempestad, rayo, relámpago: por eso en la religión de la Persia, Ormuzd y Ahriman, día y tinieblas sol y nubes, bien y mal, personificados por estas divinidades, luchan constantemente; por eso en la Grecia y en la Roma, los trabajos de Hércules simbolizan los combates del sol con las nubes; por eso Astreo y Eos tienen por hijos a Zéfiro, a Bóreas, a Argestis, a Notos y a una multitud de vientos; por eso los dioses se multiplican como los fenómenos de la naturaleza, y hasta el arcoiris hace crear la fábula de la mensajera de los dioses; por eso los mexicanos tuvieron a Tláloc, personificación del viento, del granizo, de las lluvias y de las tempestades.

Con estas ideas religiosas fue imposible el estudio científico, hasta que el principio fecundísimo de que la naturaleza tenía leyes, abrazado con ardor por Tales de Mileto, por Demócrito, Esopo, Platón, Hipócrates, Pitágoras, Esquilo y otros filósofos de la antigüedad, dio nacimiento a la física y con ella a la meteorología que Aristóteles en el siglo de Alejandro Magno, vino a reunir en un tratado, aunque confundiéndola muchas veces con la astronomía y con la geología.

Durante más de dos mil años, los principios de Aristóteles fueron seguidos por todos los sabios. Diógenes de Apolonia, Aratus, Posidonio, Erastótenes, Estrabón, Séneca y Plinio, todos bebieron de esa fuente, y sólo las luces del renacimiento hicieron que comenzara a echarse en olvido al filósofo estagirita.

Y sin embargo, cuando se lee la Meteorología de Aristóteles, se comprende la fuerza de aquella poderosa inteligencia que sin la riqueza de instrumentos y de métodos de observación que hoy posee la ciencia, resolvió con acierto tan graves dificultades: los vapores y las emanaciones son la base de su atmósfera; y esas emanaciones debían hacer un gran papel en la meteorología hasta el año de 1600 en que el químico Van Helmont inventó la palabra gas que tanto prestigio y tanta influencia ha tenido en el progreso de la humanidad.

Aristóteles, algunas veces, cuando trata por ejemplo de dar la razón de por qué el agua del mar es salada, de los grandes movimientos del viento, de las corrientes equinocciales, de la cauda de los cometas, llega casi hasta tocar la verdad y repentinamente se extravía; pero en el fondo se advierte una presentimiento, una intuición admirable de todos esos descubrimientos que hoy vienen a constituir la ciencia moderna.

Han sido necesarios largos estudios, profundas meditaciones, centenas de millares de observaciones y enormes gastos para hacer avanzar la meteorología que apenas está, sin embargo de todo eso, dando sus primeros pasos.

No falta quien se asombre de lo que cuesta en México un observatorio, sin saber que sólo en ascenciones aerostáticas para observar la atmósfera en las grandes altitudes, en Francia y en Inglaterra, se han gastado considerables sumas y han expuesto la vida hombres como Gay-Lussac, Biot, Flammarion, Glaisher y Coxwell.

El hombre necesita, antes que todo, conocer el medio en que vive: la debilidad humana, la preocupación, la ignorancia y el fanatismo, pondrán siempre obstáculos a la marcha del saber; pero la ciencia triunfará dejando señalado su camino, ya con grandes mártires como Pilâtre de Rozier y como Ritchman, o por víctimas de la burla como los fundadores de los observatorios en México.

Juan A. Mateos

En la prensa, en la tribuna, en el teatro, en el periodismo, en la leyenda, en el poema, en la poesía lírica, en todas partes, nos encontramos con Juan Mateos. ¡Vaya si ha sido trabajador!

Su nombre, como literato, es conocido en toda la república, y apenas habrá un rincón en nuestro país en que no haya penetrado alguna de sus obras.

Mateos tiene un talento claro, una imaginación ardiente, una facilidad extraordinaria para escribir, y es fecundo como una sardina y atrevido como el primero que comió zapote prieto; pero escribe mucho y lee poco. Es una planta que necesita poco riego, y toma su alimento de la atmósfera que le rodea.

Cuando comenzó a escribir versos, la mayor parte de los jóvenes que entonces se dedicaban a la literatura, eran imitadores de Zorrilla: Zorrilla con su fecundidad, su entusiasmo patriótico y religioso, su poesía rica de imágenes fantásticas y su estilo apasionado, fue el modelo de toda esa generación. Lo que Victor Hugo debía ser veinte años después, entre nuestros escritores, lo fue entonces Zorrilla, y Mateos, más fácil de impresionarse que la mayor parte de los que en ese tiempo comenzaban a escribir, dio a sus poesías el giro favorito de Zorrilla, imitando también todas sus incorrecciones.

Pero si había alguno que pudiera ser el Zorrilla de nosotros, era indudablemente Juan Mateos, porque su carácter y sus aptitudes lo llamaban a desempeñar el papel que entre los poetas españoles ha hecho el célebre autor de Don Juán Tenorio.

Mateos se dedicó a escribir para el teatro: sus dramas y sus comedias no han tenido el éxito que se debía esperar del talento del autor, porque Mateos estudia poco, muy poco; su genio puede algunas veces salvarlo, pero es más fácil que lo deje en la estacada.

Tiene Juan Mateos, como autor dramático y como novelista, el gran mérito de haber intentado crear la escena nacional: alguna vez se ha atrevido, más que a presentar en el teatro las costumbres de la clase alta de nuestra sociedad, a llevar a él a personajes escogidos entre los hombres del campo, exhibiendo en el palco escénico los tipos del guerrillero y del labrador.

El público recibió con aplausos esa novedad: indudablemente aquel hubiera sido el principio de una nueva era para nuestra escena, si por desgracia Juan no se hubiera encontrado con un obstáculo que es casi insuperable, que hará abortar todas las tentativas que se hagan para formar un teatro nacional, y que nos obligará a no ver representadas más que comedias españolas o dramas traducidos del francés.

Ese obstáculo son las compañías dramáticas: generalmente hay muy pocos actores mexicanos, más bien por negligencia en el estudio del arte que por falta de aptitudes; y esos actores o tienen que resignarse a formar parte de una compañía española, dirigida autocráticamente por un actor español, o en el caso de que pretendan formar un grupo que alguno de ellos dirija, se ven obligados, por falta de elementos y de protección, a tomar en arrendamiento un teatro de tercer orden en la capital, o emprender la peregrinación por los estados, entrando modestamente en la esfera de cómicos de la legua.

Y como los actores españoles que a México llegan precedidos de gran fama, la mayor parte de las veces no nacida en Madrid ni en España, sino en las costas del Golfo y en las redacciones de nuestros periódicos, ni tienen un alto concepto de las producciones dramáticas de los nietos de Moctezuma, ni tomarse quieren el trabajo de estudiar piezas nuevas, contentándose para salir del paso con lo que ya de antemano traen sabido, resulta que el pobre autor que pretende que se ponga en escena alguna comedia suya, necesita más empeños, mas influjo y trabajo más grande que si solicitara la cartera de Hacienda o la administración de la Aduana marítima de Veracruz.

Sólo aquellas compañías que no alcanzan a conseguir «buenas entradas» ni «casa llena», tienen el valor de aceptar estas comedias con las que esperan llamar la atención y hacer su agosto; pero entonces sucede que, con un cuadro incompleto y con pocos recursos para «montar» la obra, la concurrencia, si acude, no se forma un buen concepto de la pieza, y aplauden tibiamente «el público en general y los amigos en particular».

Mateos, luchando contra todos estos obstáculos, ha conseguido ver representadas sus obras y estar ya reconocido, entre nosotros, como autor dramático y a salvo de los escollos con que tropieza el poeta novel y desconocido.

Como novelista, Mateos ha logrado no sólo renombre sino provecho. Un literato en México vive con mucha dificultad de su pluma, porque si no alcanza un buen lugar en la redacción de un periódico, la publicación de sus trabajos, aun cuando pueda conseguirla a costa de heroicos sacrificios, le produce pocas ganancias; y Mateos ha vendido bien todas sus obras, teniendo relativamente un extraordinario número de suscriptores.

El Sol de mayo, El Cerro de las Campanas, Sacerdote y caudillo y Los insurgentes, pertenecen a la novela histórica; y no pocas veces, datos que en publicaciones serias relativas a la historia del país no pueden encontrarse, se hallan en algunas de las novelas de Mateos.

Para escribir cualquiera de ellas, ha sacudido su indolencia y ha buscado y encontrado la manera de referir los acontecimientos públicos más notables, enlazándolos con la ficción del argumento de una manera fácil y natural.

El carácter y las costumbres de algunos de nuestros hombres distinguidos, están mejor pintados en los libros de Juan Mateos que en muchas de las biografías que de ellos se han escrito.

Juan es perezoso porque tiene facilidad para comprender y para escribir. En la tribuna, cuando no convence, alucina, o por lo menos agrada; tiene siempre una extraña novedad en sus frases y en sus giros y es difícil encontrarle un plagio porque no ha ido a beber la inspiración a extraña fuente. Los hombres que han leído mucho, son plagiarios sin quererlo y sin comprenderlo; el que vuelve de apagar un incendio huele a humo, y él sin embargo juraría que no, aunque todos lo sientan a diez metros de distancia.

No diré que Juan Mateos sea un gran orador, porque un orador perfecto, o al menos con pocos defectos, que se acerque siquiera al modelo que de él nos presentan los maestros, o al ideal que tenemos formado, seguramente es muy difícil encontrarlo; pero orador en el sentido de meditar más o menos una cuestión, y ocupando la tribuna expresarse con facilidad y casi con elegancia y hacer un discurso, sí puedo decir que Juan Mateos es orador.

Para mí, el hombre que trabaja en la tranquilidad de su gabinete una pieza literaria, que la pule, que la estudia, que la arregla con el mayor cuidado, teniendo tiempo y facilidad para consultar libros y maestros, que después la aprende de memoria, la repite en alta voz delante de alguien que le corrija, como el niño que da una lección en la escuela, que ensaya delante de un espejo los movimientos que debe hacer, y después de todo este gran trabajo, en una asamblea o en un concurso cualquiera, sube a la tribuna y pronuncia aquella oración; para mí, repito, ese no es orador, será cuando más un escritor que tiene la paciencia de aprender de memoria sus mismas obras y repetirlas en voz alta escogiendo la oportunidad.

Si esto fuera ser orador, ¿qué escritor no lo sería?, porque con mayor o menor dificultad se aprendería cuanto escribiese, ni serían necesarias tantas reglas y tanto trabajo para formar un orador, y ni habría motivo para distinguir al escritor del orador, si la línea de separación consistía, no más, en que el uno enviase sus trabajos a la imprenta y el otro aprendiéndolos de memoria los publicara por medio de su voz.

No digo que yo tenga razón al asentar esto; pero no he encontrado cosa que me convenza de lo contrario, y como acostumbro, sobre todo para escribir, plantar mis opiniones sin que me cause el menor cuidado lo que de mí juzguen, no vacilo en repetir que para mí, orador es el que estudia y medita detenidamente una cuestión sin preocuparse de llevar en la memoria más que la estructura de su discurso y no el detalle de las palabras; es orador, el que con el fondo de sus conocimientos y meditaciones, puede en un parlamento, en una asociación científica o en una reunión popular, hablar bien y hablar con acierto sin necesidad de que se le permita que vaya a su casa a estudiar cuatro o cinco días para contestar un discurso o defender una proposición de la que no tenía antes conocimiento. El vulgo, y yo con él, llama a esos oradores que llevan un discurso estudiado y que son incapaces para la réplica improvisada, pistolas de un tiro.

Cuando se lee a Cicerón, y más que él a Quintiliano, y se recuerdan todas las reglas y todas las prescripciones que no sólo para la parte intelectual sino para el aspecto físico se encargan a los oradores, se convence uno, aun cuando esto que voy a decir parezca una herejía literaria, que aquellos hombres que en Grecia y en Roma se distinguían en la Pnyx y en el Foro, en la bêma o en la rostra, eran unos verdaderos cómicos que estudiaban la manera de peinar, de vestir, los movimientos más insignificantes y hasta la clase de joyas que debían llevar.

Sabido es que el gran orador romano tomaba lecciones de Rosio el cómico, para presentarse y perorar de una manera agradable, es decir, para hacer en el Foro, y recitando composición propia, lo que los cómicos hacen en la escena, declamando extrañas producciones.

Y no es un atrevimiento mío el decir esto, porque esos grandes maestros de la elocuencia están a cada paso señalando y llamando la atención de los oradores sobre esa línea imperceptible que los separa de los cómicos y en cuyo lindero muchas veces no están de acuerdo algunos de ellos:

así —dice Quintiliano—, golpearse la pierna es un movimiento que Cleón fue el primero en introducir en Atenas; está hoy en uso entre nosotros y excita al auditorio a sentimientos de indignación. Cicerón siente que este movimiento le faltara a Calidio: «jamás, dice, se golpeaba la frente ni la pierna». Respecto a lo de la frente no estoy de acuerdo y encuentro que esto, batir las manos y golpearse el pecho, son cosas que deben dejarse a los cómicos.

Un poco más adelante dice: «Es permitido algunas veces, apoyarse en el pie derecho, con tal que el cuerpo no se incline mucho hacia adelante; porque ya esa postura conviene más al cómico que al orador.»

Por fin, para no gastar mucho tiempo en citas, pondré esta última, también de Quintiliano: «Para marcar la diferencia que debe existir con el cómico, el orador procure atender en sus gestos y movimientos más al sentido que a las palabras, que aun esto observan los “actores” que conocen la dignidad de su arte.»

Es curiosa la comparación que resulta de los consejos y prescripciones de Quintiliano en sus Instituciones oratorias, con el movimiento de las manos y de los brazos que vemos hacer a nuestros oradores todos los días.

No es fácil, ni quizá posible el cuidado de esos movimientos en nuestro tiempo y por nuestros hombres, pero no por eso deja de ser divertida la aplicación de los antiguos preceptos.

Cicerón asienta que la gracia en los movimientos es la elocuencia del cuerpo. Quintiliano dice:

Las manos hablan; ¡qué variedad de expresiones!, instar, prometer, llamar, despedir, amenazar, suplicar, pintar el horror, el espanto, la alegría, el dolor, la duda, el convencimiento, el arrepentimiento, las medidas, la cantidad, los números y el tiempo, las manos bastan para todo. ¿No excitan, no prohíben, no suplican, no aprueban, no muestran la admiración y la vergüenza?, ¿no hacen las veces de pronombres y de adverbios para designar personas y lugares?, y finalmente, en medio de esa prodigiosa diversidad de idiomas que hablan tantos pueblos diversos, ¿no forman las manos una especie de lenguaje común a todos los hombres?

En verdad Quintiliano tiene razón; pero oigamos algunas de sus reglas y recordemos a algunos de nuestros hombres:

veamos —dice Quintiliano— de qué defectos son más susceptibles los movimientos de las manos… Yo he visto a un orador levantando las manos como para sostener la techumbre. [¿Quién no conoce a Guillermo Prieto?] A otro, osando apenas separarla de su pecho. [Aquí el señor Bermúdez.] Alargando otro el brazo en toda su longitud. [Aquí entra Dublán.] Moviendo otro la mano como si tuviera un látigo. [No hay más que recordar al diputado Carvajal.] Alguno afectando la postura de la estatua del Pacificador, inclinada la cabeza sobre el hombro derecho, el brazo tendido a la altura de la oreja, la mano desplegada y el pulgar al aire. [Éste es un retrato de Justo Sierra.] Algunos oradores meciéndose constantemente de un lado a otro como Curión, el padre, de quien Julio preguntó: ¿Quién es ese hombre que habla desde un buque? [Y parece que había visto al diputado Enríquez.]

¡Qué hubiera dicho Quintiliano si en su tiempo se hubieran usado pantalones y hubiera contemplado a muchos de nuestros hombres, perorando con las manos metidas en los bolsillos! ¡Qué hubiera sentido Cicerón al mirar ese vasito de agua del que a cada cinco palabras liban nuestros tribunos en las Cámaras!

Manus sinistra nunquam sola gestum recte jacit. La mano izquierda nunca puede hacer sola un movimiento gracioso, dice Quintiliano; y aquí vuelve a tomar su cauce este artículo, porque Juan Mateos luego que sube a la tribuna deja en inacción la mano derecha y pone en activo ejercicio la izquierda. Siempre me ha llamado esto la atención y he llegado a creer que ni es una mala costumbre ni el resultado de un acto voluntario; el movimiento de la mano izquierda de Juan Mateos, en el momento en que comienza a hablar en la tribuna, es el efecto de un cambio de centro de actividad en la masa encefálica. A ser cierta la teoría del cruzamiento, según la cual el hemisferio derecho en el cerebro produce los movimientos de los miembros del lado izquierdo del cuerpo y viceversa, se puede asentar que en la conversación, Mateos pone en ejercicio el hemisferio izquierdo de su cerebro y cuando toma la palabra, cuando se reconcentra y esfuerza su inteligencia, todos sus pensamientos nacen del hemisferio derecho, excita y pone en actividad los centros ideomotores del mismo hemisferio, despertando por decirlo así, las localidades, centro de los movimientos automáticos de la mano izquierda.

En este caso podríamos decir como dijo un frenologista, que hay un estrabismo intelectual, lo que, traducido en romance, querría decir que Mateos piensa bizco en la tribuna. A esto sin duda puede atribuirse esa volubilidad literaria con que Juan Mateos se pone tan fácilmente a escribir una letrilla como a rumiar el discurso que pronunció en una discusión del presupuesto, como a preparar el argumento de un drama. Esta diversidad de objetos a que aplica su energía intelectual debe tener por consecuencia que profundice poco las cuestiones que desflora; pero Mateos no se para en pelillos; poeta, compone un poema a Jesucristo; orador, truena contra el catolicismo y llama al papa la tenia del Vaticano; autor dramático, se echa por la calle de en medio, convertido en ave negra, transformándose repentinamente en ave blanca, como esas hermosuras de caoba que concurren al Zócalo ocultando la piel de Moctezuma bajo la espesa capa de polvo de arroz y algunas veces de harina flor.

Juan Mateos es un creador de frases retumbantes en la tribuna, como Justo Sierra en la poesía. Seguramente que de ambos quizo hablar Zorrilla cuando dijo en una detestable composición a Napoleón I: «Dos gigantes los siglos nos trajeron».

Si Galileo viviera no estaría tan orgulloso del éxito que ha alcanzado aquella su frase: e pur si muove, como debe estarlo Juan Antonio de la brillante popularidad que le han valido palabras como éstas, que pasarán a la posteridad: «tengo enmohecidos los muelles de la palabra»; «he dejado las sandalias en la puerta del Congreso»; «yo no abandono al maestro como los ensabanados de Gethzemaní»; «yo seré la última vela del tenebrario político»; «se le quiere hacer la operación del trépano a la Constitución»; «la sociedad no quiere vientres secos»; «estamos en presencia del desastre», etcétera.

Y ¡qué cosas dice Juan Mateos en sus discursos! ¿De dónde le vienen a las mientes citas tan extrañas y personajes tan disímbolos? Algunas veces al oírle, se cree uno presa de una de esas pesadillas en que vemos a don Manuel Toro y a don Trinidad García bailando el can-can con Aspasia, la de Pericles, o con Pinike, la hermana de Kimôn, y Sila o Mario se empeñan en rasurarnos, y entramos a tomar tamales y atole de leche en el Partenón, en compañía de Voltaire, de Alejandro VI y de don Diego Álvarez de la Cuadra.

¿Recordáis el discurso del desagüe? Allí salieron (¿a qué o por qué? Mateos lo sabrá) el monumento de Henrico Martínez, el obispo Palafox, Revillagigedo, el tenor Arcaraz, la escalera de Palacio, Pedro Arbués, la Patti, las profecías de la madre Matiana, el ingeniero Garay, Pelletan, Niceto de Zamacois, los títeres del Teatro de América, un soneto de Caravantes, las desgracias de Colón, un plan de hacienda de Bejarano y la pulquería Los Amores de un Turco.

Cuando en la Cámara habla nuestro Juan, Justo Sierra se lame los labios, los Mijares Añorga se santiguan devotamente debajo de la barandilla, Bermúdez aprieta los ojos y sacude la cabeza, don Ignacio Michel se forma una concha con la mano sobre la oreja para no perder una palabra de la lección, Vallecito se reconcentra, y a Guillermo Prieto le brillan los ojos y vuelve complacido el rostro por todas partes, como diciendo: ¡éste es mi discípulo amado!

Sólo Joaquín Alcalde clava taciturno la barba sobre el pecho y exclama en su interior: pues señor, éste sí me desbanca, y etcétera, etcétera…

Veamos un trozo de elocuencia de nuestro orador. Se trata del permiso que solicita el estado de Hidalgo para la introducción de sal del extranjero. Juan Antonio se yergue (como diría Justo Sierra), y con toda la energía de que es capaz (como diría el señor don Ezequiel Montes), lanza las jaras silbadoras de su elocuencia (como diría Hilarión Frías) en esta forma:


Ciudadanos diputados:

Con las velas de mi bajel henchidas por el proceloso viento de la discusión, me arrojo entre las revueltas ondas de este debate, como las perdidas carabelas de Colón entre las nieblas del Atlántico.

El estado de Hidalgo lanza su cañonazo de socorro, y por eso, antiguo soldado de la reforma, quiero hacer fuerza de debate antes que la sombra pavorosa del bonete de los hijos de Loyola se proyecte como un recuerdo de Torquemada y Pedro de Arbués sobre los campos del estado que vio brillar el sol de Calpulalpam.

Los buitres que se ciernen sobre la Constitución huirán a ocultarse medrosos bajo los mármoles del Vaticano, al primer estallido del rifle del progreso que suena como precursor del gemido de la locomotora.

¡Que brille, ciudadanos diputados, la alta sabiduría de la Cámara, para apagar las antorchas sangrientas del fanatismo, arrancadas de la hoguera de Juan Huss y de Savonarola!
 

No me atrevo a decir que Juan Mateos no sabe lo que dice, cuando dice todas estas cosas, porque me expondría yo a que dijeran de mí que hablo como un loro.

Y a propósito de loros, tengo la convicción de que les calumnian los que sostienen que esos animales no conocen el peso y la significación de sus palabras, y les comparan a los hombres ligeros para expresarse.

En esa comparación, opino que quienes pierden son los loros, y ellos deberían poner el grito en el cielo por tamaño insulto.

Yo me atrevo a decir semejante cosa, porque he tenido oportunidad de hacer algunas observaciones, que si aquí no vienen al caso, no por eso dejarán de divertir a los lectores, cerrando este artículo con un broche de oro, como diría Guillermo Prieto.

Yo conocí en Tacámbaro un loro, con quien me presentó su amo, que era un coronel que aguantaba pocas pulgas; el loro me reconoció como amigo de su amo, y observé que ese animal, más desvergonzado y más agresivo que una mujer borracha, andaba siempre en campaña de palabras con los asistentes y los criados de la casa, diciendo tales infamias, que era cosa de taparse los oídos; pero apenas escuchaba los pasos de su amo o los míos, o alcanzaba a distinguirnos desde lejos, tomaba repentinamente el aspecto más mojigato, y creyendo sin duda que pertenecíamos al Seminario de Morelia, comenzaba a cantar con voz gangosa: Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal.

Heródoto a cada paso dice en su Historia al referir algún acontecimiento:

—Esto lo vi, esto me lo contaron; pero no lo creo.

Y así voy a referir una historia que de testigos veraces, aunque no les creí, supe en una de las poblaciones del sur de la república.

Es el caso, que en ese pueblo había un maestro de escuela llamádose don Lucas, y el cual dicho maestro tenía en la puerta del establecimiento un perico que todo el día estaba dando vueltas en su estaca, oyendo lo que pasaba en la escuela y cambiando frases más o menos graciosas con los muchachos.

Una mañana, el loro, enfadado de aquella vida, o creyendo quizá que había terminado su educación primaria, levantó el vuelo y en menos de un cuarto de hora estuvo ya en la sierra inmediata y en donde abundan los loros, los pericos, las cotorras, las guacamayas y toda esa gran familia de pájaros que son candidatos a oradores.

La pena de don Lucas por la ingratitud de su favorito fue, como debe suponerse, honda y prolongada; pero como no hay dolor que el tiempo no cure, al mes no se acordaba ya del perico.

Un día, don Lucas tuvo necesidad de atravesar la sierra para ir a una de las poblaciones cercanas; levantóse temprano, antes que el sol, ensilló su caballo flaco, puso en las cantinas de la silla una torta de pan, un pedazo de queso y una botella con mezcal, y sin encomendarse a Dios como don Quijote, ni al diablo como las brujas, echó por la vereda aprovechando la fresca para caminar, no sin tomar de cuando en cuando algunos tragos de la botella.

Serían las diez de la mañana, cuando atravesando por lo más espeso de la selva, empezó a oír por todas partes en grandes gritos, voces como humanas que decían «b, a, n, ban»; «b, e, n, ben» y así sucesivamente; como maestro de escuela, fastidiado estaba de oír deletrear y de tratar con muchachos que, entre paréntesis, me figuro que los maestros de escuela deben tener por patrón a Herodes, aquel que degolló tantos chicos, o a Kansa, aquel tirano de la India que, según cuentan los libros de los Brahmas muchos siglos antes de Herodes, había también tenido el mismo inofensivo capricho. Pues como iba diciendo, don Lucas creyó al principio que aquello era una alucinación, que había tomado un poco más mezcal del que convenía, o que el diablo trataba de martirizarle; pero poco a poco se fue convenciendo de que real y efectivamente aquellos gritos partían de los árboles.

Loco se volvía tratando de explicarse ese misterio, hasta que repentinamente una inmensa bandada de loros cruzó sobre su cabeza repitiendo todos en coro: «b, a, n, ban»; «b, e, n, ben», y detrás de ellos solo, y como cuidándoles, el ingrato, el desertor perico, que con mucha gravedad dijo al pasar junto al asombrado preceptor:

—Don Lucas, ya tengo escuela.

Yo he tenido ganas de hacer de este cuento una fabulilla, y la moraleja, que por supuesto debe ser en verso, ha de decir: «Dios nos tenga de su mano, el día en que muchos de nuestros literatos abran escuela.»

Francisco Sosa

Aquí en donde todos somos capaces de todo, dedicarse a la crítica literaria es empeño más peligroso que el de abrir un templo protestante en Puebla o proponer en la Cámara la disolubilidad del matrimonio; decir a un escritor que no sabe gramática, prueba más grande atrevimiento que el de Lutero al presentarse en la dieta de Worms; y para demostrar a un poeta que su inspiración es postiza y de mala ley, se requiere más valor que el de Horacio Cocles, resistiendo solo en un puente a todo el ejército enemigo, que el de Marcelo atacando con un puñado de caballeros a la muchedumbre de los galos, según cuenta Valerio Máximo, o que el de Pedro Castera poniendo en venta sus Ensueños y armonías. No se puede ser crítico en un país en que cada literato se cree digno, no sólo de respeto, sino de la admiración de todas las generaciones presentes y venideras.

Todos los tormentos que se agotaron en Lyon en el siglo II de la Iglesia para martirizar a Blandina y a Póntico, parecerían poco castigo si se tratara de aplicárselos a un desgraciado que quisiera tomar el papel de censor en esta ciudad en que las letras están en su apogeo: por eso, aunque me voy con tanto cuidado en mis artículos, como esos acróbatas que dan en los pueblos el espectáculo de cruzar con los ojos vendados sobre un terreno erizado de cuchillos y bayonetas, no dejo de maldecir en mi interior, el día y hora en que, por mi desgracia, me he metido en este laberinto, sin llevar, como el semidiós de la Grecia, el hilo maravilloso de Ariadna.

Pero a lo hecho, pecho; y vamos andando, que fin ha de tener todo esto y el hombre ha nacido para sufrir y padecer.

Y hanme ocurrido todas estas reflexiones, porque voy a hablar de Pancho Sosa, que ha tenido siempre la franqueza de expresar sus verdaderas opiniones, todas cuantas veces ha escrito artículos de crítica literaria, lo cual le ha valido no pocos disgustos ni escaso número de malas voluntades.

Sosa, como crítico, algunas veces es demasiado severo; pero esto que más bien es resultado de su carácter, no ha dejado de ser útil en el tan desacotado campo de nuestra literatura; y como la venganza no sea arma extraña entre nosotros, muchos descargan sobre él sus rencores, sin perdonarle por más que pasen los días y los años; que entre los poetas, las ofensas, supuestas o reales, prescriben con más dificultad que en los siglos pasados los bienes raíces de la Iglesia o de los municipios.

Sosa ha engalanado con sentidos versos y con leyendas, periódicos de buen nombre, como El Domingo, El Federalista, El Renacimiento, El Artista y la Revista Mexicana.

A pesar de esto, será muy difícil que muchos confiesen el mérito de Sosa; y él se tiene la culpa, por andar queriendo decir siempre la verdad, en todas ocasiones, y por no darle tornillo a su carácter, poniendo en juego algo más que la indulgencia para llamar genios, a todos los que escriben cuatro renglones desiguales; eminencias, a los valles; cóndores, a los gorriones, y soles, a las anémicas linternas de los coches de sitio.

Para tener fama literaria bien sentada, es preciso callar todo lo que puede refluir en mengua de cuantos, bien o mal, escriban en todos los periódicos, libros y décimas de la plaza, conocidos y por conocer, y alabar hasta lo inalabable, por más que haya loas que parezcan inverosímiles.

Eso depende de los anteojos con que se lee.

Dijo un poeta:


En este mundo traidor,
Nada hay verdad ni mentira;
Todo es según el color
Del cristal con que se mira.
 

Cuentan que un carpintero tenía un caballo y sólo le faltaba la pastura para mantenerlo: por las mañanas le echaba el aserrín y los recortes de madera, como almuerzo; pero como el animal nada de esto quería comer, al buen carpintero se le ocurrió, para que el caballo creyese que toda aquella madera era yerba húmeda y fresca, ponerle anteojos verdes.

Necesítanse pues, unos lentes verdes, que así creeremos que todo es yerba, aun cuando mucho sea paja, y luego convencerse de que en materia de alabanzas todo debe regirse por el Do ut des, y facio ut facias.

Sosa ha tenido el candor de decir que las comedias de Cuenca, de Peza, de Segura, algunas de Chavero, otras de Juan Mateos y otras de Peón, no valen lo que los autores creen, o lo en que los cómicos las aprecian; y ha tenido con esto mucho que rascar.

Le han gritado envidioso, acre, intratable, y antipatriota, porque el patriotismo tiene su modo de entenderse, aunque se haga alianza con el enemigo extranjero en un campo de batalla, con tal de que se diga siempre, que nosotros somos la raza privilegiada de la tierra para escribir en prosa y verso, ya hay seguridad de aparecer más patriotas que Mucio Scévola, que Vercingétorix, que Pelayo, o que Guerrero.

Es peligroso saber, y más que saber, publicar todos esos secretos misteriosos de la literatura, que se han vuelto ya como los secretos de las religiones. Cuentan que Aristófanes por haber hecho alusión a algunos misterios religiosos, fue acusado de impío, y no pudo salvarse sino probando que no estaba iniciado, y que todo aquello lo había sabido por la voz pública.

Renan refiere lo siguiente:

Un personaje elevado del islamismo me contó que había sido preciso hacía pocos años reparar el interior del sepulcro de Mahoma en Medina; y se publicó una convocatoria a los albañiles anunciando en ella que aquel que tuviera que entrar a lugar tan sagrado, sería degollado al salir. No faltó uno que se presentara; descendió, terminó su trabajo y se dejó decapitar. Es necesario, me dijo mi interlocutor, que se tenga cierta idea de estos lugares y que nadie pueda decir que son de otro modo.

Esto es precisamente lo que causa la mala voluntad contra los críticos: es preciso que se tenga cierta idea de tales personas, y no sería malo degollar a todos los que intentaran probar que esa idea no es la verdadera.

Pancho Sosa se ha dedicado principalmente al estudio y publicación de biografías de los hombres que en México han tenido alguna importancia en las ciencias o en la literatura, o de alguna manera han contribuido al progreso moral y material del país, y tiene escritas ya más de setecientas.

Este trabajo es ingrato y peligroso; pero entre los auxiliares de la historia, es sin duda el que mayores servicios le presta.

En las biografías de los hombres de pasados tiempos, la dificultad para encontrar datos fehacientes burla muchas veces el laborioso empeño del escritor, y las encontradas apreciaciones sobre el mérito de los contemporáneos le expone a los enconosos tiros de la envidia.

Con una serenidad imperturbable y con una constancia digna de respeto, Sosa arrostra por todo, y sigue sin interrupción estudiando y escribiendo biografías, y acumulando con ellas un caudal de noticias y juicios críticos que serían un tesoro para los historiadores en lo porvenir, por más que hoy no le produzcan a su autor ni grande honra ni provecho alguno.

La historia de los hechos de los hombres, que de alguna manera se distinguen por sus virtudes o por su saber, en los pocos años que viven sobre la tierra, se ha considerado siempre, si no de gran brillo, sí de notable utilidad, por escritores dignos de respeto.


Antigua costumbre —dice Tácito en la vida de Agrícola— ha sido narrar los hechos y costumbres de los varones esclarecidos, y aun nuestra misma edad, aunque poco apreciadora de los suyos, siempre cuida de eso cuando alguna grande e ilustre virtud vence y sobrepuja la ignorancia, la envidia y el aborrecimiento de lo bueno, vicios comunes a las grandes ciudades y a las pequeñas poblaciones. Pero entre los pasados, así como había más inclinación para hacer cosas dignas de recuerdo y ocasión más oportuna para ello, así también movíanse los ingenios a escribir la memoria de esas virtudes, más por el precio de la buena conciencia que por el estipendio o la ambición. Narraron muchos sus propias vidas, confiando en la severidad de sus costumbres, que no aconsejados por la arrogancia; y por esto ni fueron murmurados Rutilo y Scauro, ni se dudó de la verdad de su dicho. Tanto así, en los siglos fecundos de virtudes, es fácil la justicia en la apreciación; y yo, escribiendo la vida de un hombre que ya no existe, necesito una indulgencia, que no solicitaría si atravesáramos los tiempos crueles y enemigos de las virtudes.

Sabemos que Aruleno Rústico y Herennio Seneción fueron condenados a muerte por haber escrito la apología, el uno, de Pœtus Tráceas, y el otro de Prisco Helvidio; y no contentándose la persecución con los autores, fueron quemadas por la mano de un ejecutor, y en medio del Foro, aquellas obras, esclarecidos monumentos del genio. Se pretendía, sin duda, consumir con el fuego la voz del pueblo romano, la libertad del Senado y la conciencia universal, ahogando la sabiduría de los profesores, y desterrando a todas las buenas artes por temor de encontrarse con algo honesto. Ciertamente dimos grandes muestras de paciencia, y como la edad pasada vio los últimos términos de la libertad, vimos nosotros los últimos de la servidumbre, perdiendo por temor a las denuncias hasta el trato y conversaciones familiares; y hubiéramos perdido hasta la memoria misma, si estuviera en nuestra potestad el olvidar como lo está el callar.
 

Después del testimonio del príncipe de los historiadores, que traducido por mí pierde toda la elegancia del original, nada sería preciso agregar en pro de los trabajos biográficos; pero de alguna cosa serviría aducir algunos otros.

Por tanto —dice Plutarco en la vida de Pericles—, es visto que no son de provecho para los espectadores aquellas cosas que no engendran celo de imitación, ni tienen por retribución el incitar el deseo y conato de aspirar a la semejanza; mas la virtud es tal en sus obras, que con admirarlas, va unido al punto el deseo de imitar a los que las ejecutan, porque en las cosas de la fortuna, lo que nos complace es la posesión y el disfrute, pero en las de la virtud, la ejecución; y aquéllas queremos más que nos vengan de nosotros, y éstas por el contrario, que las reciban los otros de nuestras manos; y es que el honesto mueve prácticamente y produce al punto un conato práctico y moral, infundiendo un propósito saludable en el espectador, no precisamente por la imitación, sino por sola la relación de los hechos. De aquí nació en mí el propósito de ocuparme en este género de escritura.

El famoso escritor español don Manuel José Quintana, en el prólogo de sus Vidas de españoles célebres, dice al mismo propósito:

Las vidas de los hombres célebres son, de todos los géneros de historia, el más agradable de leerse. La curiosidad excitada por el ruido que aquellos personajes han hecho, quiere ver más de cerca y contemplar más despacio a los que con sus talentos, virtudes o vicios extraordinarios, han contribuido a la formación, progresos y atrasos de las naciones. Las particularidades y pormenores en que a veces es preciso entrar para pintar fielmente los caracteres y las costumbres, llaman tanto más la atención, cuanto que en ellas se mira a los héroes más desnudos del aparato teatral con que se presentan en la escena del mundo, y convertirse en hombres semejantes a los otros por sus flaquezas y sus errores, como para consolarnos de su superioridad.

Pero todos estos pensamientos se condensan, de una manera admirable, en unos versos tomados de los que don Antonio Pons, pone en su Viaje a España y dice haberlos leído en dos tablas al lado del sepulcro del célebre conde don Pedro Anzures, en una capilla de la catedral de Valladolid.


La vida de los pasados
Reprende a los presentes;
Ya tales somos tornados,
Que mentar los enterrados
Es ultraje a los vivientes.

Porque la fama del bueno
Lastima por donde vuela,
Al bueno con la espuela,
Y al perverso con el freno.
 

Jenofonte llevaba más adelante el empeño en conservar el recuerdo de las acciones de los hombres ilustres, pues dice al comenzar El banquete:

«Me parece que no solamente las acciones serias de los hombres honrados y virtuosos, sino aun sus simples entretenimientos, son dignos de memoria; y llevado de este pensamiento, quiero publicar algunos rasgos de que yo he sido testigo.»

Seguramente por esto hay tantos escritores honrados que se han dedicado a los estudios biográficos. Tácito escribió la vida de Agripa, Quinto Curcio la de Alejandro Magno, Plutarco y Cornelio Nepot vidas de griegos y romanos, Jenofonte la de Ciro el Grande, y Diógenes Laercio las de muchos filósofos; Suetonio las de los doce Césares, Filostrato la de Apolonio de Tyana y la de los sofistas, Eunapo las de los filósofos.

El año de 1643, el jesuita Bolland comenzó la publicación de la grande obra Acta Sanctorum, interrumpida en 1794 por la revolución, y que no comprendiendo más que del 1 de enero al 14 de octubre, contaba ya cincuenta y tres volúmenes en folio: Monje, en nombre del instituto; Gizot, en nombre de la historia, y los personajes más importantes de Bélgica, pidieron la conclusión de ese monumento que por un voto de las cámaras belgas en 1837, se continuó por una sociedad de bollandistas escogida por la Compañía de Jesús; hasta 1853 habían publicado ya dos grandes volúmenes con más de dos mil cuatrocientas páginas.

Estas biografías de los santos, tan populares en el mundo católico, son el resumen de la literatura dominante de la edad media, y que influencia tan poderosa ejerció en el modo de ser de las sociedades y en el modo de existir de los gobiernos.

En nuestros días, a la luz deslumbradora de la ciencia moderna, apenas puede comprenderse el influjo decisivo que esas leyendas tuvieron en el ánimo de aquellas generaciones, no sólo en la vida doméstica, no sólo en el criterio de la conciencia religiosa y moral, sino en la guerra, en las ciencias, en las artes, en las letras y en la industria.

Relatos de fantásticas y maravillosas aventuras, milagros, éxtasis, profecía, ubicuidad, penitencias espantosas y episodios de abnegación inverosímiles: los santos de la Iglesia de Oriente venciendo en constancia y en sufrimientos a los faquires del Ganges y del Indo, los estilitas permaneciendo inmóviles sobre su columna tantos años y anidando bajo sus brazos los pájaros; María la Egipcia enterrándose viva hasta el cuello; los mártires de la Iglesia de Occidente, sufriendo sin murmurar y muchas veces en medio de cantos triunfales, los horribles martirios de la silla candente y la muerte entre las garras de los tigres o las pesadas patas de los elefantes; la innumerable muchedumbre de solitarios, haciendo una monstruosa mezcla de la filosofía de los gimnosofistas, de los pitagóricos, de los estoicos y de los cristianos; éste es el almacén de donde están sacados todos los hilos que tejen y traman la tela de la vida de los santos, durante los tres primeros siglos de la Iglesia.

Y sin embargo, estas vidas, llevadas por la tradición, inspiraron a toda la edad media, y puede decirse que de ella nacieron los libros de caballería; los libros de caballería que no son otra cosa sino biografías más o menos fantásticas de hombres maravillosos: porque la humanidad, por más que digan los escritores católicos, tiende al politeísmo, y los santos son para el vulgo del catolicismo una especie de semidioses, como lo fue Teseo entre los griegos, como lo fue Hércules antes de ser elevado a la categoría de dios, y semidioses fueron para la edad media, los caballeros andantes; porque el pueblo en los días del politeísmo criaba sus semidioses; en los primeros siglos del cristianismo, formaba santos milagrosos; y cuando la Iglesia estableció que los santos no se declaraban más que en Roma, el pueblo comenzó a crear demonios y héroes fantásticos y legendarios.

Libros de caballería y vidas de los santos, fueron el alimento literario de San Ignacio de Loyola, que envolvió al inundo en una red de acero con la Compañía de Jesús: vidas de los santos y libros de caballería, nutrieron el espíritu de la sublime histérica Teresa de Jesús, y quizá el Fausto de Goethe, y el Mágico prodigioso de Calderón hayan tenido, como opinan muchos, la vida de San Cipriano por fuente de inspiración.

En los últimos siglos las colecciones biográficas han tomado generalmente el carácter de diccionario, y se han formado grandes colecciones. Branthome, Moreri Ladvocat, Bayle, Michaud, Vaperau, Renniè y otros muchos cuya lista sería interminable, se han dedicado a esta clase de trabajos, entre los cuales no son de despreciarse el de Robertson en la Vida de Carlos V, Wathson en la de Felipe II, y el mismo Voltaire en la de Carlos XII.

Hay sin embargo, en medio de todo esto, la biografía que podríamos llamar bastarda: la que escriben los aduladores para halagar el amor propio y lisonjear servilmente a un magnate, profanando el recuerdo de Plutarco y convirtiendo las balanzas de la justicia en romana de tienda de abarrotes en que se pesa para vender.

Esta clase de biografías son como la flor que llamamos nosotros de Navidad; son como la maravilla: apenas pueden vivir siquiera durante el día que las ve nacer; pero de este trabajo debe hacerse el mismo aprecio que el público hace de él: le considera como uno de tantos medios que han inventado los cortesanos para halagar a su señor; se leen por diversión como la noticia de la sierpe que se apareció en la iglesia de Loreto, y si sirven para hacer alguna calificación, no es precisamente la del personaje de quien se habla, sino la del Homero que a tal Aquiles canta. De tales obras nunca hemos llegado a ver una colección, y a fe que hace falta, no como un modelo de literatura ni menos como un dato histórico, sino como prueba de la volubilidad de las cosas de este mundo, y como coeficiente de abyección en algunos periodos de la vida de los pueblos.

Cuando se medita en la influencia de los estudios biográficos, viene necesariamente a nuestra memoria la gran cuestión a que se ha llamado la teoría del grande hombre, y sobre la que voy a permitirme decir unas cuantas palabras, si quiera para poder hablar de grandes hombres, ya que entre nosotros son tan escasos.

Otra clase de espíritus hay —dice Spencer en su obra Introducción a la ciencia social— que no está mejor preparada para interpretar científicamente los fenómenos sociales; aquella que no considera en el curso de la civilización, sino un recuerdo de los personajes notables y de sus acciones. Uno de los que han expuesto esta teoría con más brillo ha dicho esto: «Yo concibo la historia universal, como la historia de lo que el hombre ha hecho en el mundo, y esto en el fondo forma la historia de los grandes hombres que en él han existido.» En esta creencia, aunque no tan netamente formulada, hemos sido educados casi todos nosotros.

Se extiende después Spencer explicando por qué a su juicio la teoría del grande hombre ha sido tan bien recibida, y por qué encuentra tan fácilmente espíritus preocupados para aceptarla, y que buscan siempre el influjo de una personalidad eminente en todos los progresos humanos y en todas las evoluciones sociales.

El gusto universal por la personalidad, cualidad activa y persistente en todos los hombres, el interés y el entretenimiento que lleva consigo el relato de acciones y palabras de grandes hombres, y la facilidad con que los hechos históricos y los problemas sociológicos de pasados tiempos se explican por la intervención y poderoso influjo de un hombre distinguido son, a juicio del eminente filósofo a quien me refiero, las causas que más eficazmente contribuyen a mantener en el mundo de la inteligencia la teoría del grande hombre, y a dificultar el estudio de las ciencias sociales.

«Pero si descontentos de la vaguedad —dice Spencer— buscamos que nuestras ideas sean más exactas y precisas, descubrimos que esta hipótesis es profundamente incoherente. Si en vez de darnos por satisfechos explicando así el progreso social, queremos profundizar más y preguntarnos ¿de dónde viene el grande hombre?, encontramos la teoría completamente defectuosa; porque hay dos soluciones posibles para esta cuestión: o el origen del grande hombre es sobrenatural, o es natural. En el primer caso es un dios en misión, y caemos en el principio teocrático, o más bien dicho, no caeremos, porque estamos obligados a conceder a M. Shomberg, citado más arriba, que la determinación de invadir la Bretaña fue inspirada a César por la divinidad, y que desde él, hasta Jorge III el Grande y el Bueno, nuestros amos, fueron escogidos sucesivamente, para cumplir los designios sucesivos de Dios. ¿Puede ser aceptable esta solución?

»Por otra parte, si el grande hombre tiene un origen natural, preciso es clasificarle sin vacilar, entre los otros fenómenos de la sociedad donde ha nacido, y entre los productos de los estados anteriores de esa sociedad. En el mismo grado que toda la generación de que forma una pequeña parte; en el mismo que las instituciones, el lenguaje, la ciencia y las costumbres; en el mismo que la multitud de las artes y sus aplicaciones, el grande hombre no es más que una resultante del enorme agregado de fuerzas, que han obrado de concierto durante muchos siglos.

»Tendréis a la verdad el derecho, si os place, de ignorar lo que enseña la observación más vulgar, y que confirma la fisiología, si admitís que de padres europeos pueda nacer un niño negro, o que dos papúes de cabellera crespa sean capaces de producir un hermoso niño del tipo caucásico y de cabellos lacios. Tendréis también que admitir bajo ese supuesto, que el grande hombre puede aparecer no importa dónde ni con qué condiciones. Si no queréis tomar en cuenta estas resultantes, acumuladas por la experiencia y expresadas hasta en los proverbios vulgares lo mismo que en las generalizaciones de los psicólogos, si suponéis que Newton pueda nacer de una familia de hotentotes, y un Milton pueda surgir de en medio de los andamanes, que un Howard o un Clarckson pueda tener a los fidgienes por padres, entonces podréis fácilmente explicar el progreso social, como producido por la acción del grande hombre.

»Pero si toda la ciencia biológica, viniendo en apoyo de las creencias populares, acaba por convenceros de que es imposible que un Aristóteles venga de un padre y una madre cuyo ángulo facial mida cincuenta grados, y que no hay la menor probabilidad de que aparezca un Beethoven en una tribu de caníbales, cuyos coros en un festín de carne humana semejan un gruñido rítmico, estaréis obligados a admitir que la génesis del grande hombre, depende de largas series de influencias complejas, que han producido la raza en medio de la cual aparece, y el estado social al que ha llegado lentamente esa raza.

»Si es verdad que el grande hombre puede modificar de su nación la estructura y las acciones, también es cierto que antes de su aparición, ha habido forzosamente modificaciones que han constituido el progreso nacional; antes que él pueda reformar la sociedad, es necesario que la sociedad le haya formado a él; todos los cambios de que es autor inmediato tienen causas principales en las generaciones de que él desciende; si existe una explicación verdadera de tales cambios, preciso es buscarla en el conjunto de condiciones de donde han salido los cambios y el hombre.»

Más especioso que verdadero viene a ser todo este razonamiento de Spencer. Lo que todos han creído, y que forma la base de la teoría del grande hombre, es, que hay en la historia personajes que han influido directamente en el progreso o retroceso de la nación a que pertenecen, o de gran parte de la humanidad; que muchas evoluciones sociales pueden explicarse por el influjo de un hombre, y que la historia de muchos de estos grandes hombres, es la historia de su país o de su época; así parece que Spencer comprende también la teoría del grande hombre, y bajo este sentido es como la ataca y llama preocupados a los que en ella creen.

Indudablemente, ni todo el progreso, ni todas las evoluciones sociales, pueden tener explicación satisfactoria en la teoría del grande hombre; pero es una preocupación sistemática negar su influencia, y establecer como principio absoluto, que el grande hombre no es sino el resultado, y nunca causa única, o cuando menos cooperativa, del progreso.

No necesitamos ocuparnos de si el nacimiento del grande hombre es natural o maravilloso, supuesto que no admitimos entre los datos para la resolución de los problemas científicos nada que no sea enteramente natural; pero a nuestro turno ponemos también este dilema: o la evolución social tiene que verificarse precisa e indispensablemente, indefectible en tiempo y en modo, o está sujeta a la eventualidad de todos los acontecimientos sociales y es susceptible de variar en tiempo y forma, y de ser o no ser. Si lo primero, entonces tendremos ya el fatalismo árabe, el estaba escrito, y por consecuencia el destino manifiesto, la falta de la libertad naciendo del conjunto de las libertades; el libre albedrío de las unidades engendrando una entidad arrastrada ciegamente por el destino, como los personajes de Esquilo; las afirmaciones coordinadas produciendo la negación absoluta; en fin, la deidad ciega de la mitología, el Alá del islamismo; lo maravilloso también, y sobre todo más que lo metafísico, lo teológico: un Jehová disponiendo caprichosamente de la suerte de las sociedades. Esto no se puede admitir. Entonces, busquemos el otro extremo de la disyuntiva, y establezcamos sin vacilar que las evoluciones sociales no son absolutamente necesarias, ni en su tiempo ni en su modo de ser, y que están sujetas a la combinación de los elementos que hacen de ellas la unidad más compleja y menos resoluta para el estudio científico.

Para combatir la argumentación de Spencer, me valdré de principios y de reflexiones tomadas del mismo autor; pero con el objeto de ni presentar como mío lo que no es, ni tener a cada paso que estar advirtiendo de quién he tomado esas palabras, pondré subrayadas todas las frases que traslado del sabio filósofo y que recojo de varias de sus obras.


Una sociedad, cualquiera que sea, no puede compararse, por más que sea un agregado, ni con los agregados inorgánicos, ni con los orgánicos; no con los primeros, porque un todo cuyas partes son vivientes, no puede tener caracteres generales semejantes a los de aquel cuyas partes están privadas de vida; no con los segundos, porque las partes de un animal forman un todo concreto, mientras las de una sociedad forman un todo discreto: las unidades vivas que pueden componer al animal, están unidas en estrecho contacto, en tanto que las que componen a la sociedad, son libres, discretas y dispersas más o menos lejos unas de las otras.

Pero la ciencia sociológica considera las unidades sociales, sometidas a ciertas condiciones constituidas física, emocional e intelectualmente, en posesión de ciertas ideas adquiridas y de sentimientos correspondientes, y tiene por misión explicar los fenómenos que resultan de estas acciones combinadas.
 

Es claro que la sociedad influye sobre el individuo, como el individuo en la sociedad, y es necesario estudiar ambas influencias, porque ésta es una de las primeras incógnitas que debe eliminarse en el problema.

En una evolución social, pueden considerarse muchas causas productoras, impulsivas, reguladoras, persistentes o variables; pero como no nos vamos a ocupar más que de la influencia del hombre, o más bien dicho, del grande hombre, en esas evoluciones en que a él le creemos el principal factor, no trataremos de ninguna de esas otras fuerzas motrices.

En una sociedad, las diversas unidades vivientes están en contacto las unas con las otras, y son diferentes por la intensidad de sensación y emoción que causas semejantes pueden producir en ellas: mientras unas se muestran insensibles, otras poseen en alto grado la sensibilidad; en una misma sociedad, entre miembros que pertenecen a la misma raza, y más aún, siendo razas distintas, se encuentran estas diferencias: las unidades, entregadas a un trabajo mecánico y a una vida penosa, son menos sensibles que las que viven la vida mental.

De aquí se puede inferir con toda seguridad, que hay una parte social que debe influir decididamente sobre la otra, o al menos que está en aptitud de dirigir el movimiento y evolución; pero aún hay más: ciertas clases sociales influyen decisivamente en la marcha de la evolución, precipitándola o deteniéndola, como por ejemplo: un grupo de ciudadanos que produce algún artículo para el consumo nacional, o que provee de alguna manera las necesidades sociales; este grupo en diferentes tipos, aparece en cada localidad, según su industria o comercio, apoderándose de todos los destinos de aquella localidad; dominando y dirigiendo la evolución en el sentido más conveniente a su clase, ya minera, ya agrícola, ya manufacturera, ya comercial.

Y más notable se hace la preponderancia de una de estas clases, cuando en un país agrícola por ejemplo, viene a descubrirse una gran riqueza mineral; entonces la influencia dominante en la evolución que allí se verifica desde aquel momento, está en el grupo que impulsa la industria que acaba de descubrirse; en virtud del movimiento progresivo, se adueña completamente de aquella situación. Éste es un extracto de Spencer.

Pues no sólo ese grupo puede imprimir una marcha determinada a la evolución, sino precipitarla fuera de tiempo y de orden:

lo mismo que en el embrión de un animal superior se ven partes importantes de diversos órganos aparecer fuera del orden primitivo por anticipación, lo mismo para el cuerpo en general sucede que órganos enteros que en la serie de fenómenos de la génesis primitiva del tipo, han aparecido relativamente tarde, se manifiesten relativamente violentos en la evolución del individuo: esta anticipación que el profesor Hoekel ha llamado heterocronia, se manifiesta por la aparición rápida del cerebro, en el embrión del mamífero… Cambio análogo de orden en la evolución social, se nos revela por la formación de sociedades nuevas que heredan habitudes o costumbres de sociedades antiguas.

Vemos, pues, dos cosas: que hay desarrollos que pueden llamarse prematuros, y que éstos son muchas veces producidos por agrupamientos que influyen sobre el cuerpo social.

Y ahora, ¿podrá negarse que estos agrupamientos agrícolas, industriales, etc., despiertan, se mueven, se organizan y se ponen en actividad por la iniciativa, el cálculo, la ciencia, la constancia o el atrevimiento de un hombre? ¿Será necesario poner ejemplos de esto en un siglo en que las sociedades anónimas, que nacen siempre de la idea de un solo hombre, están produciendo una inmensa evolución en todo el mundo civilizado? ¿Será necesario citar casos cuando apenas habrá individuo medianamente acomodado que no tenga parte o intervenga de alguna manera en alguna sociedad anónima, creada por la iniciativa de un solo hombre?

Pues lo que se dice de la influencia de éstos en lo relativo al movimiento de mejora material, no hay motivo para negarlo tratándose de una evolución religiosa, filosófica o política.

La gran objeción que se hace es que todos los grandes hombres fueron a su vez influidos por la sociedad, y recibieron el acopio de conocimientos de las generaciones anteriores: que de una tribu de caníbales no puede surgir un Beethoven, de una madre que tenga un ángulo facial que mida menos de cincuenta grados, nacer un Aristóteles, ni un Newton de una familia de hotentotes.

Esto es llevar el razonamiento al ridículo, y hablar con los hombres que se dedican al estudio de la sociología, como si se dirigiera la palabra a un grupo de marmitones, o a una reunión de niños que estuvieran apenas comenzando la educación primaria.

Jamás los escritores que han creído en la teoría del grande hombre, han negado la influencia de la sociedad y de los conocimientos adquiridos por las generaciones anteriores en el hombre que, a su vez, la ejerce tan decisiva en sus contemporáneos y en sus postreros, ni han supuesto nunca que un lipan o un apache convirtiéndose de pronto en un Humboldt o en un Laplace, pueda hacer repentinamente de su tribu un grupo tan ilustrado como los miembros del Instituto, y tan aristócrata como los señores del Faubourg Saint German en París, ni menos han creído que del centro de África Ecuatorial aparezcan inesperadamente un Dante, un Wagner o un Victor Hugo.

Las sociedades, como la naturaleza, no caminan a saltos; las evoluciones sucesivas se encadenan unas con las otras de una manera lógica; pero en las sociedades, la lógica de una evolución no exige ni que sea en tal sentido mejor que en tal otro, ni en tal tiempo con preferencia a tal otro: después que han pasado se hace gala de sabiduría, explicando los motivos que la prepararon y desarrollaron; pero como se trata siempre de dar explicación a un hecho consumado, y el más ilustre es aquel que mejor lo explica, se tiene miedo de decir que pudo esto haber sido de otra manera tan fácilmente que como fue. Si el termómetro bajó repentinamente seis grados, es muy sencillo afirmar que una corriente fría que vino del norte determinó el brusco cambio de temperatura, y nadie se toma el trabajo de sostener que pudo muy fácilmente haberse producido un fenómeno meteorológico que elevara a cuatro grados el calor.

La teoría del grande hombre no implica necesariamente la idea de que él ha creado los elementos sociales, sino de que él los amalgama, los combina, los aprovecha y los dirige en tal sentido, que producen una evolución inesperada, o que violentan la que debía venir; y en cualquiera de estos dos casos, es la influencia de aquel hombre la que se siente en la evolución, y la historia de ella es la historia de él.

Si la evolución viniera ya formada, y el grande hombre fuera como ella, producto natural de la sociedad, ¿por qué esas grandes luchas de los grandes iniciadores y de sus discípulos, contra las sociedades que les rodean? ¿Por qué esa crucifixión de Jesús y ese sangriento combate de tres siglos para establecer el cristianismo, si era una evolución que había verificado ya la sociedad? ¿Por qué esa persecución y ese aislamiento de Mahoma, y esa hégira, y esas guerras tremendas, si ese mundo islámico había engendrado la revolución del profeta? ¿Por qué las grandes guerras de religión que siguieron a la dieta de Worms, si Lutero no hacía más que responder a un hecho consumado? Y ¿por qué Galileo y Colón no encontraron todas las facilidades, el uno en su sistema y el otro en sus descubrimientos, si no eran ambos más que el eco de los conocimientos sociales de su siglo?

Las opiniones de Spencer, además de no ser fundadas, envuelven la más negra ingratitud de la humanidad para con los hombres que han aprovechado los elementos sociales precipitando la marcha del progreso; y si llegaran a establecerse como regla en las naciones, además de convertir a la sociedad en una especie de planta, sin libertad de iniciativa, que debía necesariamente florecer en la primavera, dar sus frutos en el otoño y secarse en el invierno, siguiendo fatalmente una ley que no conoce, establecería la absoluta irresponsabilidad sociológica de todos lo gobiernos; la más completa inutilidad en todas las instituciones, y el esterilismo más triste en los esfuerzos de los hombres públicos. La evolución ha de venir, ha de llegar y ha de pasar precisamente: si la influencia del grande hombre no debe tomarse en cuenta, no hay motivo para que se tome tampoco la de hombres que apenas serán «medianos»: si no hay que agradecer a los que pasaron, no hay ni que temer ni que esperar de los que son; la sociología debe estudiarse entonces sólo como la biología de una nación, aunque Spencer diga que la sociedad no es más que un nombre colectivo empleado para designar un cierto número de individuos.

Mientras no se encuentren nuevas razones, creeré que el grande hombre influye directamente sobre su nación y sobre su época; porque aun creo más, que hay acontecimientos y pequeñas causas, que pueden producir, por un encadenamiento de circunstancias, grandes evoluciones, como el maquinista que en una locomotora no necesita más que abrir fácilmente unos cuantos grados el ángulo de una palanca, para despertar ese pavoroso movimiento de émbolos y ruedas que ponen en marcha un enorme tren cargado de mercancías; y pensaré con Renan, cuando dice: «Hay más de un ejemplo de cosas bellas y permanentes que no se han fundado sino sobre una niñería: es preciso no buscar ninguna proporción entre el incendio y la chispa que lo produce.»

Así pues, para todos los hombres que deseen para sí y para sus sucesores, nobles modelos de virtud que imitar, dechados de constancia en el estudio que seguir, y una esperanza que alimentar de que su nombre y sus sacrificios no se olvidarán, el trabajo de los escritores de biografías debe tener una alta estima.

Ojalá Sosa, comprendiendo esto, recuerde siempre cuántas buenas voluntades están de su lado, y no desmaye en sus ávidas tareas, y siga sacando del olvido a tantos como lo merecen por sus virtudes o su ciencia, y desdeñe como pequeñas miserias de la vida, los tiros de los que hoy puedan atacarle.

Juan de Dios Peza

Cuando yo era estudiante, porque yo he estudiado aunque no se me conozca y aunque necesite presentar certificados para probarlo; cuando yo era estudiante, repito, tenía un condiscípulo que tanto en la cátedra como a la hora del examen, apenas le hacían cualquiera pregunta, se soltaba ensartando de lo lindo, unos tras otros, disparates o trozos de la obra de texto de enseñanza; pero con tal rapidez, que el tiempo se deslizaba sin sentir, y generalmente salía bien librado en todas sus pruebas escolares.

A mí me llamaba de eso la atención, más que todo, el éxito; un día le supliqué que me explicara la razón de todo aquello.

—Es muy sencillo —me contestó—. Sin saber o sabiendo contesto inmediatamente lo que me parece; procuro ligarlo con algo que venga o no venga al caso, y dé materia suficiente para hablar, procurando siempre no permitir que me interrumpan, de lo que resulta que cuando el catedrático o los que examinan paran la atención en un disparate y quieren corregirme, ya yo voy en otro mayor, con el que sucede exactamente lo mismo que con el anterior; el tiempo pasa, la concurrencia advierte que no me corrigen, esto se toma como prueba de mi acierto, y al último, natural es la aprobación de los sinodales; porque si hay duda de si conozco la materia, no queda de que tengo audacia y elocuencia.

Realmente, el raciocinio no puede ser mejor, y la prueba de que a mí me lo parece, es que en todos estos artículos lo he observado al pie de la letra, y sin parar, y sin esperar contradicción, y sin dejar de zurcir mucho que ni al caso viene, he traído al lector hasta el punto en que nos encontramos, aunque no puedo responder de si el número de los que comenzaron a leer estos artículos, es igual al de los que han llegado hasta aquí, porque bien pudiera suceder que la mayor parte haya arrojado el libro por cansancio o fastidio, dejándolo abandonado para siempre, como se hace en la política con esos ministros improvisados a quienes un favoritismo más perjudicial que discreto, eleva repentinamente adonde nadie esperaba verles tan pronto, y que después, perdiendo el equilibrio, se hunden para siempre sin que nadie de ellos a acordarse vuelva.

Pocos de nuestros poetas jóvenes han tenido, como literatos, la fortuna de Juan de Dios Peza; es verdad que su talento y su carácter le ayudan; pero nada es bastante si se tiene en contra a la fortuna, y la fortuna ha sido para Juan tan cariñosa, como novia de viudo con los niños del pretendiente. Peza ha tenido teatro, auditorio de buena fe y compañeros cariñosos; y con tales elementos, ya tiene un ingenio modo de brillar sin que la fama necesite andar de puerta en puerta preguntando si hay algo que sacar a lucir, como en los cuentos de Las mil y una noches el mal genio que quería robar a Aladino la lámpara maravillosa.

Ha dicho Lamartine que «la nobleza es la predestinación a la gloria»: los demócratas ponen por supuesto el grito en el cielo y sacan a luz a tantos que desde la más triste oscuridad han llegado hasta a deslumbrar al mundo; las teorías de Darwin llegan luego en apoyo del poeta francés, y la ciencia se declara partidaria de la aristocracia de sangre; pero, en medio de todo, la verdadera predestinación a la gloria no es más que el teatro en que se representa, es decir, la época y la sociedad.

Los apóstoles predicando una reforma moral y religiosa, tan completamente radical en nuestro siglo, como lo fue el cristianismo en el mundo pagano, no hubieran alcanzado el martirio ni la canonización; cuando mucho un proceso en un tribunal correccional de policía, y algunos de ellos un buen lugar en un manicomio. Napoleón el Grande, viviendo en México por los años de 28 a 40, habría ganado la acción del «Gallinero», habría derrotado a Torrejón, habría sido presidente dos años y habría muerto honradamente de director de artillería, o de jefe de la Plana Mayor; César viviendo en los Estados Unidos, sería empresario de ferrocarriles, presidente de tres o cuatro grandes sociedades anónimas, fumaría muy buenos puros habanos y no tendría que temer a más Brutos que los que andan en cuatro pies. Sixto V de porquerizo en Tangancícuaro, habría llegado a cura de Uruapan, o cuando más a canónigo de Morelia.

Sólo Catilina, a ser cierto, que lo dudo, todo lo que de él dicen Cicerón y Salustio, viviendo en París durante la revolución de la Comuna, podría haber dado todo el vuelo a sus tendencias humanitarias y progresistas; o alguno de los monarcas de Raghuvamsa, que ha cantado Kalidasa, y que buscaban las salvajes vertientes del Himalaya para hacer sus penitencias, podrían estar a toda su satisfacción en la Alameda de esta capital.

No hay que engañarse; el teatro lo hace todo. Un Valero de la legua está seguro de no encontrar un periodista que le diga una flor; y nadie conoce esto más que los artesanos: entre nosotros, lo mismo que en España, un sastre que se llama Moranchel, Zapata o Güicochea, si bien corta, hará chaquetas para los sacristanes de catedral o remendará pantalones de estudiantes pobres en un cuarto interior de la calle de Manito, y no tendrá nunca, aunque se saque la lotería y ponga un almacén en la calle de Plateros, una clientela aristócrata y distinguida, si no cambia la razón social y pone un gran rótulo con letras de oro, que diga: «Larochefocauld y Ca., sastre de París», «Wellington and Company, sastre de Londres», o cosa por estilo.

Pero como no sólo basta el teatro sino que se necesita el talento, por eso muchos que han tenido tan buen teatro como Juan Peza, no han podido, como él, alcanzar tan buena fortuna.

El célebre don Ignacio Ramírez, exagerado quizá en sus críticas literarias, temido hasta por los hombres de más bien adquirida fama, porque a la severidad de sus juicios y a su rica y variada erudición agregaba una sátira punzante, y oportuna, envolviendo siempre algún pensamiento filosófico y expresado con tal arte, que casi no hacía más que salir de sus labios y alcanzaba popularidad, tuvo por Peza una gran predilección: en el prólogo de las poesías que Peza publicó, Ramírez hace de él alabanzas más apreciables por lo inusitadas que por lo mucho bueno que dicen del joven poeta Ramírez veía en él un porvenir para las letras mexicanas; y cuando ese hombre tales cosas dijo, yo no vacilo entonces en creer que no voy desacertado al pensar que si Juan sigue como hasta aquí y se dedica al estudio, será una gloria para nuestro país.

El mérito de un poeta o de un literato cualquiera, no consiste sólo en conquistar un buen nombre en su época y entre sus contemporáneos; que tal puede ser aquélla y tales éstos, que bien se pueda aplicar el refrán de que en la tierra de los ciegos, el tuerto es rey.

Así por ejemplo, en los siglos IX y X, se hacen grandes ala banzas de sabios como Alcuino, Eginardo, Teodulfo, Rábano (¡qué nombre!), Lupo (¡otro!), y algunos por el estilo; pero Alcuino, el astro, el sol de todos ellos, el consejero científico y maestro de Carlo Magno, aquel de quien se dice que impulsó y levantó las ciencias y la enseñanza, era un inglés a quien el emperador mandó traer expresamente para ponerlo a la cabeza de la enseñanza en Francia; y al decir del abate italiano Andrés, en su obra Origen de la literatura,

el grande Alcuino no era al fin otra cosa que un mediano teólogo; ni sus decantados conocimientos filosóficos y matemáticos se extendían más que a algunas sutilezas dialécticas y a los primeros rudimentos de música, aritmética y astronomía, indispensables para el canto y cómputo eclesiástico. Entonces el que sabía precisar el curso del sol y de la luna, regular las fiestas movibles de la Iglesia y formar con alguna exactitud un calendario, era un singular matemático y un astrónomo incomparable.

Y en otra parte agrega:


Si alguno por su raro ingenio y aplicación extraordinaria llegaba a tener nociones de los primeros elementos que se exponían en los libros latinos, era tenido por un hombre de la más vasta y sublime erudición

Apenas se encuentran elogios a autores de los siglos ilustrados como los que se dieron pródigamente a los literatos de aquellos tiempos rústicos e incultos.
 

Con sólo esto se podría tener idea de la negra ignorancia que se tendía sobre Europa en aquellos siglos en que casi ninguno de los nobles sabía leer, y en que el mismo emperador Carlo Magno, a pesar de su gran ingenio, del empeño siempre digno de alabanza con que se afanó por difundir la ilustración en su dilatado imperio, fundando escuelas y academias, alentando y protegiendo a todos los hombres de ciencia y haciendo venir a su corte a cuantos de alguna manera se distinguían en las letras en extraños países, apenas sabía escribir su nombre.

Era tan grande la ignorancia, que el clero, de quien se dice siempre, por decir algo, que fue el depositario de las ciencias de la edad media, nos da la muestra de la oscuridad que reinaba en aquella época.

Walter Scott cuenta que muchos frailes sin saber leer, decían de memoria la misa, rezando lo que puede llamarse un oficio parvo de la Virgen. Los concilios más severos, como el octavo de Toledo, en el canon octavo, prohíben admitir a las sagradas órdenes a quien no supiera el «salterio», los «cánticos usuales», los «himnos» y la «ceremonia del bautismo», probando así, que leer y cantar eran suficiente tesoro de conocimientos para formar un sacerdote.

La fórmula de examen que los obispos debían hacer a los sacerdotes de su diócesis, la escribe Reginon en estos términos:

Si Evangelium et Epistolam bene legere possit, atques altem ad litteram ejus sensum manifestare. Item: si sermonem Athanassi de fide Sanctissimae Trinitatis memoriter teneat, et sensum ejus intelligat, et enuntiare sciat. Es decir, que supiesen leer y entender los Evangelios y las Epístolas, y saber de memoria un sermón de San Atanasio, y ya podían soltarse por esos mundos con un púlpito en cada dedo. Y en tiempo de Carlos el Calvo se propuso para el arzobispado de Reims a un Gislemaro que leía regularmente el texto del Evangelio en latín, «aunque no podía entender palabra alguna».

Hubo necesidad de fundar escuelas en los conventos para que aprendieran los frailes, y todos los grandes estudios científicos que cursaban los que se perdían en los arcanos peligrosos de la ciencia, se reducían al Trivio y al Quadrivio el Trivio, eran la gramática, la retórica y la dialéctica; el Quadrivio, la música la aritmética, la geometría y la astronomía; y aventura de caballeros andantes o empresa de roma nos era emprender aquellos estudios que pocos llegaban a concluir, quedando siempre fatigados al terminar el curso del Trivio y pasando al del Quadrivio los que se tenían como monstruos de inteligencia.

El abate Andrés trae dos versos latinos en que están comprendidos esos estudios y su explicación, y que no puedo dejar de poner, porque dan la muestra de aquella famosa literatura


Gram loquitur, día vera docet, reht verba colorat.
Mus canit ar numerat, geo ponderat, ast colit astra.
 

El papel llegó a faltar completamente con motivo de la invasión de los árabes en Egipto; se tuvo que usar pergamino; pero el pergamino, además de lo alto de su precio, era muy escaso, y como se necesitaba de él para escribir los salterios y antifonarios de las iglesias, se borraron los escritos de los antiguos clásicos, que en pergamino existían en los archivos y bibliotecas de los conventos, para poner en lugar de ellos la música del canto llano y los oficios de la Iglesia. De aquí necesariamente la escasez de los buenos libros y el colmo de la barbarie.

En épocas semejantes realmente, aun cuando los hombres deban juzgarse según los tiempos que atraviesan, no era ni envidiable ni difícil tener un buen nombre; pero Peza vive en una nación en que la literatura, si no está en su siglo de oro, tampoco puede decirse que se encuentre en el estado de decadencia. Peza ha tenido contemporáneos no sólo de talento sino de ilustración y de notables aptitudes para la poesía, como Agustín Cuenca, Rincón, el malogrado y famoso Acuña, Zayas Enríquez y otros de quienes verdaderamente se puede decir que han sostenido el brillo de la poesía en la generación a que pertenecen.

Como todas las épocas, la que nos ha tocado ha resentido esas epidemias que periódicamente visitan el Parnaso: el culteranismo y la vulgaridad.

Góngora dijo en un soneto a la pluma del doctor Babia:


Pluma, pues que claveros celestiales
Eterniza en los bronces de su historia,
Llave es ya de los tiempos y no pluma;
Ella a sus nombres, puertas inmortales Abre, no de caduca no, memoria
Que sombra sella en túmulos de espuma.
 

Gerardo Lobo, según escribe don Leopoldo Augusto de Cueto, «después de decir que el templo es orador de sí mismo y que se lleva la cátedra de la agudeza retórica con sus tropos, sus frases y sus figuras, llama a la cúpula prosopopeya, y a la Iglesia entera sinécdoque del arte y


Catácresis marmóreo de la gloria.
 

Y no contento con ver


Un demóstenes suyo en cada peña,
 

quiere lucir los artificios del equívoco, y asegura que el sagrado monumento


… forma con espanto
un cántico de Dios en cada canto»
 

El divino Herrera también dijo:


Ondoso cerco que purpura el oro,
De esmeraldas y perlas esmaltado,
Y en sortijas lucientes encrespado,
Al que me inclino humilde, alegre adoro.
 

Así, no hay que extrañar que entre nosotros también poetas distinguidos se hayan contagiado de cultismo o culteranismo, y hayan nacido versos por este estilo:


Yergue en la escuela con febril intento
Destellando sus fuegos soberanos,
La cariátide astral del pensamiento,
Con la curva de un cielo entre las manos;
 

que no he llegado a comprender hasta hoy; o este otro dirigido a una muchacha que cosía en una máquina americana:


Tu dulce hermana, dulce melodía
Al piano hace brotar; tú, americana,
Fatigas invención con que galana
Hermosura lucir que te atavía.
 

Y por fin éste:


Quien quiera conocer vuestros abuelos,
Que busque en el pasado
El olímpico polvo de los cielos
En los campos helénicos regado.
 

El culteranismo ha sido enfermedad de todos los tiempos, aunque en España se le bautizó con ese nombre que es el que nosotros hemos adoptado; y en verdad que el público es el culpable del extravío de los poetas, que ya por lo vulgar, ya por lo hinchado, celebra a rimadores que la buena crítica, natural en los venideros, hace echar en olvido.

No hay cosa que llame más la atención del pueblo en materia de poesía que extrañeces ingeniosas, episodios complicados, monstruosos, inverosímiles, frases equívocas, sutilezas, expresiones hinchadas, pensamientos falsos, con tal de que tengan el aspecto de gigantescos, palabras rebuscadas en los diccionarios y desconocidas en el uso común, ya por su antigüedad, ya por su origen, y transposiciones violentas aunque nuevas.

Preciso es que los poetas jóvenes que aman siempre el aplauso, y miran que todo esto agrada, hagan esfuerzos por imitar a esos malos modelos, cuyo nombre vuela de boca en boca, sin detenerse a pensar «que la celebridad no es la gloria».

Peza no ha dejado de caer algunas veces en el culteranismo, aunque en honor de la verdad, pocas; y puede agregarse como dijo el poeta:


Culpa fue de su tiempo.
 

Por ejemplo, en su composición a Garibaldi, aquello de


La blusa roja su purpúreo manto
Y el gorro frigio su imperial diadema.
 

Pero estos versos le valen un huracán de aplausos.

¿Quién podría culparle si seguía en esta senda?

El estímulo del pueblo, es el que alienta a la virtud y a la ciencia, o el que presta alas al crimen y a la pedantería: generalmente los hombres que extravían su camino en el perfeccionamiento moral o intelectual, lo deben a la sociedad en que se desarrollan, que de arriba viene el ejemplo y la inspiración; y si las nubes son de cieno, la lluvia no puede caer perfumada.

En su abono, tiene Juan Peza la modestia, porque comprende que no todas las alabanzas deben contarse como moneda legal y acuñada en los talleres del buen criterio, ni el estudio y el consejo están de sobra, ni son pesada carga para quien procura adelantar por buen sendero en el camino de la literatura; y por eso estudia y busca buenos modelos, y gusta de la conversación seria e instructiva.

En la literatura es quizá en donde el entendimiento humano necesita mayor acierto para la elección del modelo, y más continuada conversación sobre la materia. La mayor parte de los ingenios extraviados en la poesía española, han enfermado de la sobrada admiración que han profesado, ya a la hinchazón de Góngora, ya al conceptismo de Quevedo, ya a la empalagosa dulzura de Meléndez o de Arriaza, ya a la vulgaridad, en otros tiempos, de Benegasi, de fray Juan de la Concepción, ya a la hueca palabrería de Zorrilla; sin conocer que todos estos poetas, si han poseído eminentes cualidades y han alcanzado por esto renombre y respeto, han padecido también graves errores; han adolecido de notables defectos, porque en los grandes hombres tan altas son las buenas cualidades como graves y trascendentales las malas; y el acierto consiste, evitando las segundas, en tomar las primeras como dechado.

Para el cultivo del espíritu quizá no haya nada que tanto aproveche como la conversación seria, que enseña si el interlocutor es de más elevados conocimientos, y que ejercita el entendimiento y fija las ideas si aquel con quien se habla, aprende en vez de enseñar: el diamante necesita para pulirse del polvo del diamante, y la conversación con los hombres ilustrados y de espíritu levantado, es un polvo de diamante para la inteligencia; pero se necesita ser también piedra preciosa para buscarlo y aprovecharlo; se necesita amar lo bello y lo bueno para no divagarse con lo bajo y con lo vulgar.

En su permanencia en España, Peza tuvo oportunidad de tratar en Madrid a varios literatos distinguidos de aquella tierra madre de nuestra buena literatura; y el gusto de Juan se perfeccionó y se aquilataron sus buenas cualidades.

No creo que la literatura española decaiga. La poesía, como dice Macaulay, se cultivará y se apreciará menos a medida que la civilización progrese, y la poesía moderna, como dice Bain en su obra sobre la ciencia de la educación, siempre creciente en el campo de las alusiones, es menos agradable para las masas; y esto depende, como indica el mismo filósofo, de que para comprender y sentir la alta poesía, es preciso un oído delicado, una sensibilidad exquisita, una gran experiencia de la vida y conocimientos, o por lo menos aptitudes literarias regularmente desarrolladas: se entiende que no quieren hablar de esos versos vulgares, ya eróticos, ya de patriotismo, en que siempre se dicen las mismas cosas, casi con las mismas palabras, y que son como las cajas de figuras que venden para divertir a los niños, en las que con los mismos recortes de madera pintada se forma, ya un gigante comiéndose a una rata, ya una lechera caminando al mercado.

La literatura clásica se cultiva, y se cultiva con éxito, en los países que hablan la lengua de Cervantes; y distinguidos representantes son de ella, Menéndez Pelayo en España, el obispo Montes de Oca entre nosotros y el famoso don Miguel Antonio Caro en las otras Américas españolas.

Tendrá la literatura intermitencias de decaimiento y de corrupción, seguirá la suerte de los pueblos cuya lengua representa; pero no creo yo en esas aplicaciones geométricas de Boscovich y de Algarotti, mencionadas por Andrés en su Historia de la literatura, comparando el primero la marcha de las letras «a una curva asíntota que, apartándose de la recta, se eleva hasta cierto punto del que no puede pasar, y empieza luego a descender, no sólo perdiendo la adquirida elevación, sino llegando hasta el plano de donde vuelve a levantarse, alternando continuamente del estado de perfección al de decadencia», y poniendo el segundo la imagen de las

ordenadas de una hipérbola o de cualquiera otra curva que va a una asíntota; y el tiempo que se emplea en recorrerla se expresará por las abscisas de la misma curva, al principio rápidamente tras la asíntota, pero en el progreso, después, corriendo un larguísimo espacio antes de acercarse un tanto y no llegando a tocarla sino en tiempo infinito.

Todas estas teorías me parecen delirios inexplicables que sólo como curiosidad bibliográfica pueden conservarse y que pretenden sujetar la marcha del espíritu humano, tan libre en la individualidad como irresoluble y complejo considerada como grupo social, a las inflexibles prescripciones de las leyes de Kepler o de Newton.

No han faltado autores cuyos escritos, por fortuna, apenas como noticia han llegado hasta nosotros, que en éstos o en semejantes extravíos han perdido los pocos días que tienen de vida sobre la tierra, como esos mal entretenidos que emplean ocho o diez años en hacer un castillo de San Juan de Ulúa de popotes, un México en miniatura, de cartón, o el ejército de Iturbide, de pulgas. Un literato antiguo, Madero, emprendió y escribió un tratado sobre bibliotecas anteriores al diluvio; Hilschero fraguó una biblioteca adamítica y hasta declaró que el padre Adán era poeta y literato distinguido, Reimanno escribió una Historia de la literatura antediluviana. No han faltado eruditos que se echen a buscar un libro de filosofía que escribió Adán y dos que escribió Jesucristo, de los cuales dicen que conocen hasta el título, y seguramente lo único que les falta para dar gloriosa cima a sus pesquisas, es la noticia exacta de la imprenta y del editor de esas agotadas publicaciones.

La principal dote de un poeta debe ser el sentimiento; sin el sentimiento podrá formarse un buen literato, pero no un poeta.

Blacerna, el famoso profesor italiano, dice, hablando de la música, que la ciencia podría reconstruir todo lo que hay sobre arte musical si éste desapareciera repentinamente; pero nunca suplir al arte en la inspiración y el sentimiento. Lo mismo podremos decir de los poetas: muchos hombres hay que conocen las reglas de la métrica, que son capaces de señalar con una precisión astronómica la extensión de un verso, la cesura, la modulación de las sílabas y el movimiento de ellas.

Con el mayor magisterio nos hablarán «de la sílaba impropiamente llamada larga y de las palabras oxítonas, paroxítonas y proparoxítonas»; nos referirán

que en el modo de contar los versos, el método clásico ítalohispano numera las sílabas hasta la última acentuada inclusive, y añade una; que es verso de cuatro sílabas el que tiene el último acento en la tercera, y de cinco el que lo tiene en la cuarta; y que los más usados son los de cinco, seis, siete y ocho; su quebrado de cuatro, diez y once, que lo fueron el de doce (seis más seis); el de catorce (siete más siete); que el d e diez y once, tienen acentos obligatorios el primero en la tercera y sexta a la vez, y el segundo en la sexta, o en la cuarta y octava al mismo tiempo; que no hay sílabas de dos tiempos, ni por consiguiente cantidad, aunque la colocación del acento produzca algunas veces movimientos análogos a los versos latinos, apareciendo el trocaico, el yámbico, el adónico, el anapesto y los lesbios y anfíbracos.

Pero toda esta charla, que no muchos pueden entender, no producirá un solo poeta si faltan la inspiración y el sentimiento.

¿Qué es la inspiración? Los teólogos, como los antiguos poetas, dirán que es una luz que viene de lo alto, de Apolo, de las musas, o del Espíritu Santo; los metafísicos, dirán con Victor Hugo, que es la embriaguez del alma consigo misma; los positivistas, que es una conformación especial en las circunvoluciones de la masa encefálica. Lo cierto es que la inspiración ni la tienen todos, ni sin ella se puede ser poeta, por más que se posea una inteligencia clarísima y una profunda erudición.

El sentimiento es, a mi juicio, la delicada predisposición para recibir las impresiones morales y ser afectado por ellas, más o menos vivamente; los metafísicos dirán que la sensibilidad está en el alma; los que no lo son, le darán por residencia el cerebro; los poetas no transigen nunca con que deje de tener el corazón por asiento; y partidarios de la legalidad, y legitimistas obstinados, vivirán como Justo Sierra, positivistas en prosa y siempre poetas en la poesía, y siempre llamando al hombre de grandes sentimientos, gran corazón; y al que es sensible y generoso, corazón de oro.

Éstas son las inconsecuencias de la humanidad, que es necesario perdonar y no tomar nunca a lo serio.

Pero, resida la sensibilidad en donde se quiera, y sea o no bien definida, como la presentan los metafísicos, los positivistas o los poetas, el hombre que no se entusiasme ante un acto de valor; que no se enternezca ante una escena de amor filial; que no sienta humedecerse sus ojos delante de una gran desgracia; aquel en cuyo pecho no se encienda el fuego santo de la indignación mirando el abuso de la fuerza y el poder; que no comprenda el amor sino como el goce material de los sentidos; que no mire en la patria más que una reunión de hombres a quienes explotar; aquel para quien las miserias de la humanidad no sean más que fenómenos tan naturales y tan indiferentes como la caída de las hojas en el otoño, y que cuente sólo de la vida, las horas que gozó y no las que amó, ése no puede ser poeta; será un filósofo, un matemático, un sabio, pero nunca un poeta.

El astrónomo que observa las culminaciones de la luna, no se preocupa de que a la luz de aquel astro, cuyo camino observa, tienen quizá dulces y misteriosas citas muchos amantes; el estadista que traza una curva necrográfica no piensa que esa línea que va formando un dato científico sobre el papel, representa una inmensidad de dolores, es un río de llanto cuyo cauce señala aquella curva y que forma parte del que debe correr siempre en la humanidad; el médico que sobre la plancha del anfiteatro hace la disección del cadáver de una vieja, no encuentra sobre aquellos nervios las huellas de las terribles pasiones que esa mujer en su juventud sintió e inspiró.

Porque todos esos íntimos resortes de la humanidad, cuyo estudio forma la misión del poeta, ni se resuelven con una ecuación, ni se encuentran con un escalpelo, ni se descubren con un reactivo; pero forman quizá la parte más importante de la vida, las ilusiones, esas ilusiones que todos hacen gala de despreciar en público y que todos acarician en secreto, como si fueran una mujer de cuyos amores tuvieran que avergonzarse; esas ilusiones que revisten la forma de un torrente de oro para el comerciante, de un laurel de gloria para el soldado, de un canto de la fama para el artista, de una mujer para el hombre apasionado, de un cielo cristiano para el asceta católico, de un paraíso para los musulmanes.

Y a los poetas se les burla mientras viven sobre la tierra y se les llama locos, y la sociedad en coro grita que no sirven para nada serio ni para nada útil; ¡como si no fuera nada serio y nada útil llevar una gota de consuelo al fondo de un alma destrozada por el sufrimiento; como si no fuera nada serio y nada útil llorar en la soledad con el que llora, gozar al lado del que goza, alentar al que desmaya en el camino del infortunio, encender el valor en el corazón del hombre que vuela al combate, ofrecer una mano vigorosa al que tropieza en la senda de la virtud, y prodigar la inmortalidad, dando a los hombres que la merecen, esa vida objetiva que todos buscan y que se llama la gloria!

Poesía son todos los grandes libros de las religiones; el de Manu, en la India; Zendavesta, en la Persia; la Biblia, en el pueblo de Israel; los Evangelios, entre los cristianos; el Corán, entre los sectarios de Mahoma; hasta la Leyenda de Oro, entre los mormones.

¡Qué poesía tan poderosa la de Homero que ha atravesado tantos siglos!… ¡Qué entonación tan levantada no necesitaría Pedro el Ermitaño y qué raudal de inspiración y sentimiento para haber exaltado el espíritu de la Europa y llevarla en armas contra el Asia, haciendo chocar las dos civilizaciones más poderosas de su siglo!

Pero volvamos a Peza, a quien dejé abandonado hace tanto tiempo.

Ni sentimiento ni inspiración faltan a su alma para hacer de él lo que puede llamarse un poeta; y entre sus buenas cualidades brilla, como Venus en llena en medio del estrellado firmamento, el amor filial. Todo hijo, a no ser un monstruo, ama a su padre, y sin embargo, hay algunos que se distinguen por su mayor ternura.

La composición de Peza a su padre, podrá tener algunos defectos literarios; pero ¿qué poesía no los tiene?

Hermosilla, a pesar de esa idolatría que profesa a Homero, de haber dedicado tanto tiempo y tanto trabajo para escribir, a mi juicio, la mejor traducción de la Iliada y anotarla, no cesa de decir a cada instante aquello de


Aliquando bonus dormitat Homero.
 

Pero a pesar de los defectos que puedan encontrarse en la composición de Peza a su padre, hay en ella tanta ternura, se descubre allí tanto respeto por aquel anciano, se transparenta un fondo de honradez tan noble, que a mí me ha deleitado siempre, y no puedo resistir al deseo de copiar algún trozo de esa composición, en la que al describir a su padre comienza por decir que lleva en la cabeza


El polvo del camino de la vida
 

para hablar de su cabellera cana.

Dice el poeta:


Mi padre tiene en su mirar sereno
Reflejo fiel de su conciencia honrada;
¡Cuánto consejo cariñoso y bueno
Sorprendo en el fulgor de su mirada!

La nobleza del alma es su nobleza,
La gloria del deber forma su gloria;

Es pobre, pero encierra su pobreza
La página más bella de su historia.

Seca su llanto, calla sus dolores,
Y sólo en el deber sus ojos fijos,
Recoge espinas y derrama flores
Sobre la senda que trazó a sus hijos.
 

No se puede expresar con más nobleza ni con más ternura, que como lo hace el poeta en los dos últimos versos, la misión sagrada y cariñosa de un padre que guarda para sí los dolores y procura esmaltar de rosas el camino de la virtud que deben recorrer sus hijos; y no hay un buen padre que no quisiera que de él se dijese:


Recoge espinas y derrama flores
Sobre la senda que trazó a sus hijos.
 

El amor a la patria ha inspirado a Peza hermosos y dulces pensamientos.

Dice en una composición hecha en España y hablando de México:


¡Oh vergel de mis sueños, tierra hermosa
Que guardas mis recuerdos y mis lares!
¡Queda con Dios tras los revueltos mares!
Yo lejos vengo a suspirar por ti.
 

Y más adelante:


El nombre de la patria en tierra extraña,
Es un himno, un poema, una oración.
 

En otra poesía escrita a la memoria del general González Ortega, dice, hablando de la rendición de Puebla:


Presentas con asombro al extranjero
Rotas las armas y el honor entero.
 

Esta cifra con que se pinta el fin glorioso de este sitio siempre memorable para los mexicanos y modelo de patriotismo y honor militar, es magnífica.

Para el teatro ha escrito Peza tres comedias que han sido muy aplaudidas; sobre todo, una que se intitula La ciencia del hogar, el argumento es bueno; la trama, natural y ordenada; fácil y sencilla la versificación; recta y enérgica la crítica de algunos vicios de nuestra sociedad; en esa comedia, más que el mérito, hay que considerar la medida que da Juan Peza de sus aptitudes para llegar a ser un distinguido escritor dramático; y sensible es que pierda su tiempo y los años de su juventud en escribir artículos ligeros de periódico, versos eróticos, o revistas de cosas que a nadie interesan, cuando podía con el estudio, la dedicación y sobre todo con el abandono de esa literatura de mariposa que pasa de una a otra flor sin formar jamás un panal, y que es la que se usa, no por el periodista serio, sino por el que busca sólo llenar la hoja que debe entregarse al suscriptor, escribir mucho útil para su patria, adquiriendo con esto una verdadera y honrada fama.

Para concluir este artículo, tengo que hacer una confesión que cumple a mi honradez el hacerla por más que me duela decir que yo también me he tomado alguna vez lo ajeno, qué pecado tan común debe ser éste en la humanidad, que dio origen a aquellos versos tan sabidos que a cada momento decían nuestros antepasados al hablar de los mandamientos:


Si en el sexto no hay perdón
Ni en el séptimo rebaja,
Ya puede nuestro Señor
Llenar el cielo de paja.
 

Y la historia es esta: comenzó Peza a escribir para La República artículos que firmaba con el pseudónimo de Cero: leyóme uno y otro, y otro, y tanto me gustaron, que sucedió aquello de:


A un amigo yo llevé
A casa de la que amaba;
Y tanto llegué a llevarlo,
Que después él me llevaba.
 

Ocurrióseme a mí también la tentación de escribir Ceros: tomé la idea, me apropié del pseudónimo, y han salido estos artículos, cuya inspiración le confieso a Peza; y cumplo con lo que Ripalda aconseja como condición para perdonar pecados contra el séptimo: «que pago lo que debo, o a lo menos la parte que puedo».

José Peón Contreras

Para escribir artículos de crítica, «científica, literaria o artística», no basta tener conocimientos, ni estar dotado de una inteligencia mediana siquiera, y poseer toda la rectitud y todas las buenas intenciones de que blasona siempre en la tribuna nuestro querido amigo don Ezequiel Montes; es preciso que el modo de sentir y de comprender sea conforme con eso que se llama el sentido común, que no por llevar este nombre, es tan común como parece; que lo que podemos llamar idiosincrasia intelectual puede hacernos ver como bella una cosa que realmente no lo sea, o al contrario.

Estas aptitudes físicas o morales para emitir un juicio acertado, suelen ser origen de extraviadas calificaciones.

Ocúrreme, con motivo de esto, una historia que no deja de ser divertida y cuya responsabilidad dejo completamente al ilustre Figuier que es quien la refiere.

Cuando David Brewster inventó el estereoscopio de refracción o de prisma, tan usado hoy, fue a París en 1851 con el objeto de hacer fabricar, por los ópticos de aquella ciudad, su aparato.

Hizo en París Brewster amistad con el abate Moigno, quien tomó tan a pechos aquel descubrimiento, que se propuso no sólo acreditarlo sino popularizarlo en la Francia, y para esto, lo primero que se le ocurrió fue dirigirse al Instituto y presentar el instrumento a la Sección Física de la Academia de Ciencias. Y aquí va lo bueno de la historia.

El estereoscopio necesita para ser útil, que la persona que de él hace uso, tenga regulares los órganos de la visión.

El abate comenzó su peregrinación por Arago, secretario perpetuo de la Academia y cuya autoridad era inmensa.

Arago recibió al ilustre abate con la mayor benevolencia y aplicó sus ojos al invento; pero por desgracia, Arago no podía juzgar de aquel instrumento, porque estaba afectado de diplopía, es decir, veía dobles los objetos, y por consecuencia en el estereoscopio los veía cuádruplos: permaneció un momento contemplando el aparato y después se separó diciendo:

—No veo nada.

El abate recogió humildemente el instrumento, lo metió debajo de su manteo y se dirigió a la casa de Félix Savart, otro de los miembros de la Sección Física.

Savart tenía un ojo nublado, casi era tuerto, pero vencido por las súplicas del abate, consintió en aplicar su ojo bueno en el aparato, y como era natural, se retiró exclamando:

—No veo gota.

El abate, suspirando tomó su instrumento y se dirigió al Jardín de las Plantas en busca de Becquerel, célebre por sus descubrimientos en electricidad, pero que no se había ocupado jamás de óptica, por la sencilla razón de que era tuerto, y no podía, por mucho que quisiera, juzgar de la bondad de un instrumento que exige el concurso de los dos ojos.

El ilustre abate no perdió la paciencia y ocurrió a buscar a Pouillet al Conservatorio de Artes y Oficios, y le presentó aquel desgraciado instrumento.

Pouillet, como dice Figuier, tratándose de ciencias, se inflamaba siempre en un santo celo; pero en este caso, ese celo era ineficaz porque el famoso físico tenía un ligero defecto, era bizco, y como es de suponerse, un bizco no puede aprovechar el descubrimiento del estereoscopio, y Pouillet tampoco vio nada.

Así, un crítico armado de todas las buenas aptitudes para la empresa que acomete, puede resultar intelectualmente afectado de estrabismo, de miopía, de diplopía, o de cualquiera otra de esas enfermedades que tanto las padece el cuerpo como el espíritu.

Lo mismo que en la percepción de los colores, de los sonidos y del sabor, en literatura hay apreciaciones que podrán llamarse extraviadas; pero que no dependen de la voluntad del individuo, ni puede culpársele por ello, supuesto que aquella apreciación es el resultado, en último análisis, de su organismo. Literatos distinguidos ha habido que no encuentran gusto ninguno en la lectura de Homero; hombres de ilustración que apenas distinguen un aria de Aída o de Semíramis, de una malagueña o de un jarabe. Yo confieso, con vergüenza, que no puedo leer con paciencia dos páginas seguidas de Lamartine; me parece tan femenil, tan afectada, tan empalagosa la sensibilidad de que a todas horas quiere hacer gala el poeta francés, que me produce el mismo efecto que ese sentimentalismo romántico con que muchos escritores quieren sustituir el sentimiento clásico.

Quizá al escribir estos artículos, haga yo apreciaciones que no estén conformes con el juicio común que, acerca de mucha cosas y aun de muchas personas, tengan escritores dignos de respeto; pero repito que no es culpa mía.

Dalton, el célebre químico, descubrió ese defecto en la vista que tiene el nombre de acromatopsia y que consiste en la falsa percepción de los colores, sobre todo del rojo, que los individuos afectados de esta enfermedad orgánica, nunca perciben ni conocen; y no descubren en el espectro más que dos colores: amarillo y azul; pero lo curioso en la historia de este estudio tan importante, es que Dalton, el iniciador, era víctima también de la acromatopsia, y el mundo científico, por esto, la llamó daltonismo.

Puede ser muy bien que los vicios de la crítica a que me he referido, los tenga yo; pero en todo caso no pueden ser de consecuencias tan terribles como el daltonismo, que a un empleado de ferrocarril le hará ver en una noche oscura la linterna roja que anuncia peligro, blanca o verde, causando una catástrofe en el tren.

En fin, con este criterio, bueno o malo, supuesto que otros han sido ya juzgados, voy a tratar ahora de Peón Contreras, nuestro poeta dramático más distinguido, y que ha alcanzado tantos aplausos como ningún otro puede gloriarse de haber recibido.

Peón Contreras ha escrito para el teatro los siguientes dramas: María la Loca, El castigo de Dios, El conde de Santiesteban, Un odio de la niñez, ¡Hasta el cielo!, El sacrificio de la vida, Gil González de Ávila, La hija del rey, Un amor de Hernán Cortés, Luchas de honra y amor, Juan de Villalpando, Impulsos del corazón, Esperanza, Antón de Alaminos, El conde de Peñalva, Entre tu tío y tu tía, Por el joyel del sombrero y El capitán Pedreñales.

Todos ellos han sido recibidos con grandes extremos, no por el público, en la representación, sino por la prensa, que los ha juzgado siempre de una manera favorable.

Y a fe que hay razón para ello; Peón tiene grandes aptitudes para ser autor dramático y sabe aprovecharlas; estudia y pule sus dramas, escoge buenos modelos, y procura siempre amoldarse a las reglas del buen gusto literario.

Casi todos los dramas de Peón pertenecen a esa escuela de Calderón y de Lope de Vega, que tanto brillo y renombre tan grande han alcanzado para el teatro español.

Esas comedias que vulgarmente llamamos de capa y espada, buscando para la denominación las prendas y el vestuario que caracterizan a los actores en ellas, se prestan más fácilmente que las del teatro moderno, a presentar aventuras romancescas y acciones heroicas: el amor convertido casi en una religión; la mujer levantada hasta el idealismo; el valor llevado hasta la temeridad poética; el honor dirigiendo hasta la acción más insignificante, y el sentimiento religioso sin producir esos colores abigarrados de los libros místicos, pasando sobre el cuadro como una veladura de concha nácar, dan al poeta poderosísimos elementos para conmover a los pueblos, y sobre todo a los pueblos de origen meridional, y arrancar un laurel a la gloria para cada una de sus obras.

Peón ha comprendido todo eso, y su teatro está lleno de bellezas; su versificación no tiene el afectado sentimentalismo de la Flor de un día, por ejemplo, pero no sólo agrada sino que conmueve; conoce por el estudio o por la intuición, el estilo en que deben hablar sus personajes, y no tropieza ni en el ridículo arcaísmo en el lenguaje, ni en el anacronismo en las frases y en las imágenes: esto, que ha sido un escollo para muchos escritores dramáticos que han querido tomar por modelo a Calderón o a Lope; que ha hecho escasas en nuestro tiempo composiciones de esa clase; que da más brillo al mérito de Echegaray, y que forma, como decían los antiguos, el quid de la dificultad, ni ha detenido a Peón Contreras, ni ha hecho zozobrar su bien adquirida reputación.

Yo no estoy de acuerdo con algunos críticos que opinan que esta clase de dramas y comedias no tienen ya razón de ser en la escena del siglo XIX, fundados en que si el teatro es la escuela de las costumbres, nada se aprendería con presentar las que parece que han pasado para siempre y que tan lejos están de las nuestras.

Pero la fuerza de la reflexión está en lo que para mí es error; siempre se dice que el teatro es la escuela de las costumbres, cuando realmente no debe considerarse sino como la escuela de los afectos y de los sentimientos; en una palabra, de lo que en nuestro lenguaje común, aunque figurado, llamamos el corazón; y el corazón se educa quizá con más facilidad que el cerebro, y para resistir desde la niñez el influjo de los buenos modelos, de los sanos consejos y de las dulces amonestaciones que vienen de la boca de un padre, de la imaginación de un poeta o de la franca verdad de la historia, se necesita, siempre hablando en estilo figurado, un corazón orgánicamente defectuoso que, así como el cerebro puede estar viciado por el idiotismo o la estupidez, esté, desde los primeros años, atacado de insensibilidad o de dureza.

El teatro, como he dicho en otro artículo, considerándolo escuela de las costumbres, sólo puede ser útil con la comedia, y con la comedia de costumbres; pero como escuela del corazón, en la que al par del solaz y la distracción, pone en ejercicio el sentimiento y predispone el alma a las grandes acciones y a los nobles afectos, cumple su misión con el drama y con la tragedia.

Así lo han considerado todos los pueblos cultos, y por eso los orígenes del teatro se pierden en la oscuridad de los tiempos.

Todos hemos leído, y así nos lo cuenta Aristóteles, que la tragedia comenzó por tener un carácter distinto de las masas corales que cantaban los himnos en honor de Dionisio (el Baco de los griegos); que el actor Tespis fue el primero que introdujo un personaje; que Esquilo introdujo otro, y se formó el diálogo; que Frínico hizo tomar parte a la mujer en la representación; que el arte de adornar a los actores con trajes y máscaras correspondientes, calzarles el coturno para hacer más elevada y majestuosa su figura, formar el palco escénico y arreglar las decoraciones, se le debió a Esquilo; y que después, Sófocles y Eurípides llevaron la tragedia a la mayor perfección que se vio en la Grecia. Pero estos datos, por lo mismo que tienen ya tal carácter de exactitud, no nos enseñan sino la época en que el teatro apareció entre los griegos, y de ninguna manera dan el indicio de la fecha en que otros pueblos civilizados usaban ya de la tragedia y de la comedia Yo creo que, antes de los griegos, en la India y entre los judíos había ya dramas y comedias, que si bien respecto a los hebreos, ni en su historia ni en sus instituciones se hace mención alguna del teatro, nos queda como un monumento El cantar de los cantares, falsamente atribuido a Salomón y extrañamente tomado como un libro simbólico de religión por los cristianos, y que nos da la muestra de un verdadero drama en los pueblos semíticos.

El cantar de los cantares puede dividirse perfectamente, como lo ha hecho Renan, en actos y escenas; pueden señalarse sus personajes:


LA SULAMITA, doncella de la villa de Sulem, de la tribu de Issachar.

UN PASTOR, amante de la Sulamita.

EL REY SALOMÓN.

LOS HERMANOS de la Sulamita.

LAS MUJERES del harem de Salomón.

MUJERES de Jerusalén.

PASTORES.

ACOMPAÑAMIENTO de Salomón; y por último,

UN PERSONAJE que aparece diciendo, al terminar la pieza, la sentencia que, como la moral de una fábula, condensa el espíritu del drama.
 

La Sulamita, arrebatada por las gentes de Salomón y llevada al harem, resiste a todas las seducciones de la riqueza y del ejemplo, constante en su pasión por un pastor, con el que al fin logra encontrarse saliendo del palacio del rey; las últimas escenas son verdaderamente tiernas.

ACTO V

ESCENA III

LA SULAMITA (corriendo hacia su amante): Ven, mi bien amado; salgamos a los campos, volvamos a vivir a nuestra aldea; allí nos levantaremos con la aurora para correr por los viñedos; veremos sí las cepas han germinado, si las yemas han abierto sus hojas, y si los granados están en flor; allí te daré mis caricias. La manzana del amor exhalará su perfume; a nuestra puerta ruedan los más bellos frutos, nuevos y viejos: los guardo para ti, mi bien amado, ¡oh!… ¡que no seas mi hermano!… ¡que no te hayas nutrido en el seno de mi misma madre para que yo pudiera, cuando te encontrara, besarte sin que me culparan por ello!

Yo te conduciré, yo te introduciré a la casa de mi madre; allí, tú me enseñarás, y yo te daré a beber el vino aromatizado, el jugo de mis granados.

(Comienza a desvanecerse y dice a media voz): Su mano izquierda sostiene mi cabeza y con su derecha me abraza.

EL PASTOR (al coro): Yo os lo suplico, hijas de Jerusalén; no la despertéis; no despertéis a mi bienamada hasta que ella quiera.

ESCENA IV

El pastor conduce a la Sulamita desmayada y la coloca a la sombra de un manzano, frente a la casa materna.

EL CORO: ¿Quién es ésta que sale del desierto apoyada sobre su bienamado?

EL PASTOR (a la Sulamita): Yo te despierto bajo el manzano; mira el sitio donde tu madre te ha dado al mundo, donde tu madre te ha dado a luz.

LA SULAMITA: Ponme ahora como un sello sobre tu corazón; como un anillo sobre tu brazo; porque el amor es terrible como la muerte; la pasión, inflexible como el infierno; sus llamas son como las llamas del incendio, como las flechas de Jehová.

UN PERSONAJE (apareciendo dice): Las aguas más abundantes no podrían extinguir el amor; los ríos no bastarían a apagarle. Cuando un hombre quiere comprar el amor a precio de sus riquezas, no recoge más que confusión.

Ciertamente sería exigencia ridícula querer encontrar en esos dramas el arte y el juego escénico de nuestros teatros modernos; pero es indudable que El cantar de los cantares puede calificarse como un drama, mejor quizá en sus condiciones literarias, que muchos de los que recibieron este nombre en los tiempos de Esquilo.

Resta la dificultad de saber si se representaba esta pieza como un drama, o solamente se cantaba estando presentes todos los actores.

Bossuet cree que El cantar de los cantares se recitaba en los días de las bodas; pero de todos modos, la composición no deja de tener el carácter de un drama.

Ahora bien, los primeros ensayos trágicos de Tespis fueron, según los mejores datos cronológicos, por el primer año de la cincuenta y nueve Olimpiada, que corresponde al de 580 antes de Jesucristo; el Alcestes, de Tespis, se dio el año I de la Olimpiada sesenta y una, por el año de 536; y Esquilo disputó el premio de la tragedia en la Olimpiada setenta y siete, en el IV año, que corresponde al 469 antes de Jesucristo.

El cantar de los cantares, según todos los datos históricos y filológicos, fue compuesto poco después de la muerte de Salomón, por los días del cisma de Samaría: en consecuencia, por el año 940 o 41 antes de Jesucristo; es decir, cerca de tres siglos antes de que figuraran Sófocles y Esquilo.

Kalidasa, el poeta indio, escribió, según los cálculos más aproximados, cosa de 150 años después que el autor desconocido de El cantar de los cantares, y cerca de 200 antes que hiciera Tespis los primeros ensayos de la tragedia; porque el poema Raghuvamsa, es decir, La raza o generación de Raghu, la dinastía de este gran rey, que confunden con el sol, alcanza en el XVIII y último canto compuesto en el reinado del hijo póstumo de Agnivarna, y así lo indica el poema.

El cálculo se funda y se resuelve así: desde Râma, el esposo de Sita, cantado por Valmyki, y de quien hace mención Kalidasa en en canto X, hasta el año I de la era cristiana, la cronología india cuenta sesenta reyes sucesivos: multiplicado este número por 22, término medio de la duración de cada reinado, produce 1320 años entre Râma y el primer año de nuestra era: el Raghuvamsa enumera veinticinco reyes desde Râma hasta la muerte de Agnivarna, fecha en que entró a gobernar la viuda en nombre del hijo póstumo, abarcando una era de 550 años, lo cual da por resultado que Kalidasa floreció por el año 770 antes de Jesucristo.

Dos comedias quedan de Kalidasa sobre las cuales no hay duda en materia de autenticidad: Vikrama y Ourvasi, en cinco actos, y El reconocimiento Sakountala en siete; el estilo de estos dramas es dulce, delicado, florido, lleno de sentimiento, abundante en sentencias morales y profunda filosofía, lleno de galantería y de gracia, y sembrado de figuras y descripciones verdaderamente admirables. El argumento, la fábula en ambas, a pesar de la extensión de las piezas, es enteramente sencillo, y los episodios, más que por la novedad, por la ternura y por el estilo encantan.

La escena entre Sakountala y el rey en el acto III, es casi un idilio griego: la joven siente los primeros impulsos del amor, y vacila contenida por la inocencia y el candor; se desprende por fin de los brazos del rey, pero apenas se ha separado, la agita el deseo de volver a estar a su lado, y encuentra, como un gran pretexto, ir en busca de un brazalete que se le ha caído y el rey ha levantado: esta escena merece copiarse, y yo lo hago, traduciéndola de la versión de Hipólito Fauche.

EL REY: ¡Ah! La fortuna detiene mis pasos; he aquí como una cadena para mi corazón, el brazalete de fibras de loto, que se ha deslizado de su brazo y está impregnado aún del perfume de su seno. (Levanta con veneración el brazalete).

SAKOUNTALA (aparte, mirando al rey, oculta tras un rosal): ¡Ah!… No lo había advertido; se me ha escapado; mi debilidad me obligó a bajar los brazos.

EL REY (estrechando contra su pecho el brazalete): ¡Oh qué dulce contacto! De tu brazo querido me llega aquí esa graciosa prenda que se ha desprendido de sus contornos; sabe, mi bienamada, que tu infortunado amante recibe un consuelo, no de ti, sino de este objeto tan insensible como tú.

SAKOUNTALA (aparte): ¡No tengo fuerza para resistir más! Voy a aprovecharme de ese pretexto para ofrecerme de nuevo a sus ojos.

EL REY (mirándola venir): ¡Oh felicidad! ¡He aquí la soberana de mi vida! El favor del destino debía venir en mi ayuda al escuchar mis lamentos. Expirando de sed el tchâtaka, pide una gota de agua y he aquí la lluvia que vertida por las nubes viene a caer en el pico del ave dichosa.

SAKOUNTALA (tímidamente): Estaba a la mitad del camino de la ermita, cuando he advertido, señor… y vuelvo sobre mis pasos buscando un brazalete de fibras de loto que se ha escapado de mi mano «¡Ah! —dije yo, como si mi corazón hubiera adivinado— él lo habrá encontrado.» ¡Vuélvemelo! No su falta sea un indicio a los ojos de los anacoretas y nos acuse a ambos.

EL REY: Consiento en volverlo, pero con una condición.

SAKOUNTALA: ¿Cuál?, dime.

EL REY: Que yo lo pondré en el mismo lugar en que estaba.

SAKOUNTALA (aparte): No hay medio de rehusar (acercándose al rey). Sea; ponlo pues.

EL REY: Sentémonos sobre el banco que nos ofrece esta roca. (Se sientan.) ¡Qué dulce contacto! (tocando la mano de la joven). Tengo entre mis manos un retoño del árbol del amor, consumido por el fuego de la cólera de Siva, y que un destino feliz hizo renacer regándole con ambrosía.

SAKOUNTALA (estremecida): ¡Detente, detente, hijo de mi señor!

EL REY: Soy feliz, porque ese título no se le da más que a un esposo. ¡Niña encantadora!, las fibras de este brazalete no forman un buen nudo; ¿quieres que lo arregle de otra manera?

SAKOUNTALA (sonriendo): ¡Como tú quieras!

EL REY (fingiendo dificultad para atar el brazalete): Mira, hermosa niña; te diría que la luna ha huido del cielo, y para dar mayor esplendor a tu belleza y cambiada en fibras de loto, viene a entretejer sus rayos sobre tu mano encantadora con el azul de las venas.

SAKOUNTALA: ¡No veo nada!, mi vista está turbada, quizá ha caído en mis ojos el polen de las flores que llevo como zarcillos y que el viento sacude.

EL REY (sonriendo): Si tú me lo permites, soplaré en tus ojos con mi boca para limpiarlos,

SAKOUNTALA: Sería una acción propia de un hombre complaciente, pero no me fío de ti.

EL REY: ¡Desconfías de mí! Un servidor nuevo nunca se excede de las órdenes que recibe.

SAKOUNTALA: Pero éste es muy celoso, y yo no debo fiarme.

EL REY (aparte): Es preciso que yo no deje escapar esta brillante oportunidad de mi ventura. (Procura levantar el rostro de Sakountala; ella indica una resistencia sólo aparente, y acaba por ceder.)

¡Oh!, no temas, mujer de los ojos embriagadores, deja de temer un atrevimiento de mi parte. (Sakountala fija un instante su mirada en el rey y baja de nuevo el rostro: el rey le toma la barba con dos dedos, vuelve a levantarle el rostro, y dice aparte):

Esos labios delicados de mi bienamada, ¿no parece que trémulos de emoción tan encantadora me invitan a calmar la sed que me abrasa, de dar en ellos un beso?

SAKOUNTALA (tímidamente mirando que el rey vacila): ¿El hijo de mi señor duda en cumplir lo que me había prometido?

EL REY: Es, hermosa mía, que me he fascinado por la semejanza de tus ojos con los azules lotos que adornan tus orejas. (Sopla en los ojos de la joven.)

SAKOUNTALA: Mi vista ha vuelto al estado natural, pero tengo vergüenza de no encontrar un servicio que hacer al hijo de mi señor, en recompensa del que he recibido.

EL REY: Hermosa mía, esta recompensa es el suave aroma que he respirado en el borde de tus labios: ¿el perfume del loto, no es bastante para satisfacer a la abeja?

SAKOUNTALA (candorosamente): Pero si ella no está contenta ¿qué hará?

EL REY: Ella, hará esto. (Diciendo estas palabras, el rey besa, lleno de entusiasmo, la boca de Sakountala.)

(Se oye gritar adentro.)

La compañera de Tchakravâka (la tórtola) dice adiós a su esposo: la noche se aproxima.

SAKOUNTALA (escucha con atención y luego dice turbada): Hijo de mi señor, la venerable Gâautami se aproxima; sin duda ha percibido mi ausencia: escóndete pronto entre esos arbustos.

EL REY: Así lo haré.

Esta escena tiene la sencillez y la dulzura de un idilio griego: en los dramas indos los poetas no buscan nunca el terror como recurso dramático, que tan usado es entre los trágicos griegos y los latinos. La locura del rey, en el drama Vikrama y Ourvasi, no tiene nada de común ni con la de Ajax ni con la de Orestes; es un trastorno mental que se expresa por pensamientos dulces, elegantes, delicados, que no destroza el corazón, que no hace llorar: el rey ha perdido a su amada y vaga en las selvas preguntando por ella; ésa es su locura; ¡pero qué modo de expresarla!

La escena tiene un coro que alterna con sus estrofas los delirios del rey. Dice el coro:

Grabadas en su corazón las dulces miradas de su perdida compañera, un joven cisne se abandona a su dolor sobre las aguas de los más bellos lagos.

EL REY: Nube que bañas esa parte del cielo con un torrente de lluvia, encadena tu cólera; yo te lo ordeno: pero si recorriendo la tierra vuelvo a ver a la que amo, entonces sufriré contento cuanto quieras.

EL CORO: Entre las canciones de las abejas embriagadas de perfume, entre el concierto que forman al cantar las tórtolas, al soplo arrullador de los vientos que hacen ondular mansamente las ramas tiernas, el sagrado árbol de Kalpa hace los más graciosos movimientos.

EL REY (dirigiéndose a un pavo): Rey de los pavos, díme, yo te lo suplico, si has visto a mi amada cuando paseas en medio de los bosques; voy a darte sus señas para que puedas reconocerla: su rostro es bello como la luna, y su porte es noble y majestuoso. (Dirigiéndose a una tórtola): ¡Tórtola amante de quejas melodiosas, tú que vuelas incierta bajo las sombras de Nandana, dime si has visto a mi bienamada; ave que no has sido nutrida por tus padres, los amantes te llaman la mensajera de Madana; tú eres su flecha victoriosa que sabe triunfar de los corazones rebeldes al amor; conduce a mi bienamada a mi presencia, ave de las dulces canciones, o llévame al lugar en que vive la que yo amo! (Dirigiéndose a un fenicóptero y poniéndose de rodillas): ¡Misericordia, soberano de las aves acuáticas; tú irás después al lago Manasa; pero abandona un momento esas fibras de loto, provisión de viaje que tú volverás a tomar luego, y arranca la pena de mi espíritu dándome noticia de mi amada…! Vuélveme a mí amiga si tú has descubierto su camino, si tú la has visto en alguna parte; yo reclamo lo que me pertenece: vuélveme a mi amiga.

En ese lago mismo, cuando una flor de loto te roba la vista de tu compañera, ¿no gimes lleno de sentimiento pensando que está ausente? El amor, y el temor de encontrarse sola, ¿no la atormentan también a ella? ¿Qué alma es la tuya que me rehusas siquiera una noticia, a mí que lloro separado de mi esposa?
 

Esta locura, que más bien parece un relato infantil, tiene su belleza y no puede causar terror. Compárese con la horrible descripción que hace Séneca, el trágico latino, de la locura de Edipo, y que desconfío de poder verter con los colores que tiene el original.

ACTO V

ESCENA I

Habla un mensajero refiriendo el delirio del rey, y termina diciendo:

Dice así, y su cólera llega hasta el furor: un fuego salvaje anima sus facciones amenazadoras: sus ojos apenas pueden contenerse dentro de sus órbitas: se pintan en su rostro la cólera, la violencia, el arrebato feroz y la crueldad de un verdugo: lanza un gemido, se estremece de una manera horrible, lleva a su rostro las manos furiosas: sus ojos se presentan fijos, salientes, como ofreciéndose ellos mismos a la mano que los amenaza, como adelantándose a encontrar el suplicio. El desgraciado rey clava furioso sus crispados dedos dentro de las órbitas: arranca a la vez los dos globos que ellas encierran y los retira sangrientos y palpitantes; su mano después no encuentra ya en esas órbitas más que el vacío, pero siempre furioso clava más adentro sus dedos y hiere aun el interior de esas profundas cavidades donde la luz no volverá a entrar jamás, y se agota en vanos transportes y prolonga inútilmente su martirio: ¡pero tan grande así es el temor que tiene de volver a ver el día!

Levanta en fin la cabeza, y con sus órbitas sangrientas y vacías, recorre la extensión del cielo para probar la noche eterna en que él mismo se ha hundido, y arranca los cortinajes de carne que penden aún del sitio en que estaba su extinguida vista. Después, fiero de tan terrible triunfo, exclama dirigiéndose a los dioses: «Perdonad a mi patria; yo he cumplido vuestros decretos; he castigado mis crímenes y he alcanzado por fin a encontrar esas tinieblas cuyos horrores igualan al de mi himeneo». Una lluvia espantosa inunda su rostro, y de su cabeza mutilada brota en grandes olas la sangre de las venas que sus manos han despedazado.
 

Los dramas indios se distinguen, sobre todo de los griegos, por la diversidad del idioma en que hablan los personajes del drama; porque los dioses, los reyes y los héroes hablan el sánscrito; y las mujeres, aun cuando sean diosas o reinas, hablan el prácrito, lo mismo que los personajes de rango inferior.

La delicadeza en la escena indica tanto estudio y tanto refinamiento, que no es comparable no sólo con la perfección a que los griegos llevaron su tragedia, pero ni aun a nuestras representaciones escénicas actuales: cada pasión, puesta en juego, tiene metro distinto para el verso, distinta clase de música para el canto y diferente movimiento, a semejanza de baile, para ser expresada.

Sin embargo, yo encuentro un punto de contacto entre los teatros indio, griego y latino, en lo que llamaban los clásicos parábasis, que era un discurso o peroración que, en nombre del poeta y cortando la acción de la pieza, dirigía uno de los actores a los concurrentes, convirtiéndose en una especie de orador político, y que con tanta exageración llegó a usarse en el siglo de Pericles, que Platón, en el libro III de Las leyes, hace decir a uno de los personajes que en Atenas la democracia se convierte en una teatrocracia.

El drama de Vikrama de que hemos hecho mención, comienza presentándose el director del teatro diciendo:

«Esta reunión está cansada de no ver otra cosa que asuntos tratados por poetas de los antiguos tiempos. Voy a hacer representar delante de ella un drama (trotaka) nuevo intitulado Vikrama y Ourvasi, pieza de que es autor Kalidasa…» Y después de leer la lista de los personajes, agrega:

Ahora, con la frente inclinada delante de esta reunión de nobles y de ilustrados personajes, yo les dirijo la siguiente súplica: Prestad, señores, un oído atento a esta obra de Kalidasa, ya como efecto de esa política natural a las personas benévolas, ya por la estimación que os merezca un asunto felizmente escogido.

En Sakountala, el director, al principio de la pieza, dice en un diálogo con una de las actrices:


Noble señora, estamos delante de una sociedad la más rica en cualidades encantadoras, y es preciso divertirla con un drama nuevo que tiene por título: El reconocimiento de Sakountala, cuyo autor es Kalidasa; debemos representar nuestros papeles con todo cuidado.

LA COMEDIANTA: Nadie puede negar que el maestro presente perfectamente montada una pieza en el teatro.

EL DIRECTOR: Yo debo deciros una cosa, noble dama; que pongo en duda la bondad de una comedia mientras no ha recibido la aprobación de los conocedores. Así es que, meditando en estas razones, pierdo la confianza delante de un público tan ilustrado.
 

Aristófanes nos da la muestra también de parábasis en el teatro griego.

Dice por ejemplo en Akarnienses:

CORO: Desde que nuestro poeta dirige los coros cómicos, nunca se ha presentado a hacer su propio panegírico; pero hoy, ante los atenienses, tan precipitados en sus decisiones, sus enemigos le acusan falsamente de que se burla de la república e insulta al pueblo; preciso le es justificarse con sus volubles ciudadanos: el poeta pretende haberos hecho mucho bien, impidiendo que os dejéis sorprender por las palabras de los extranjeros, que os hechicen los aduladores, y seáis unos chorlitos.

Los latinos también acostumbraban la parábasis; verbigracia:

Comienza Plauto en el Asinario:

Yo os pido vuestra atención, espectadores, y que los dioses os ayuden como a mí, a los cómicos, a sus directores y a los magistrados que los emplean. Heraldo llama bien la atención del pueblo, y piensa solamente en no haber trabajado gratis. Ahora voy a decir el objeto con que me presento aquí, y es haceros conocer el título de la pieza; en cuanto al argumento, es muy sencillo; diré solamente que en griego se intitulaba Onagos; que Demófilo fue su autor; que Plauto la tradujo al latín y la llamó el Asinario, con perdón de ustedes; es alegre, divertida y graciosa; escuchadla con atención, y en recompensa, que Marte os continúe protegiendo como en otro tiempo.

Terencio, en su Andria, comienza con este prólogo:

Cuando nuestro poeta se puso a escribir para la escena, creyó que todo lo que tenía que hacer era componer piezas agraciables para el pueblo; pero comienza a entender que no es esto todo, y hele aquí obligado a perder su tiempo en hacer un prólogo, no para narrar el argumento de la pieza, sino para contestar los ataques de sus enemigos.

Esa costumbre de dirigirse al público por medio de un prólogo, duraba aún en los primeros tiempos del Renacimiento, y así vemos que Maquiavelo comienza sus comedias dirigiéndose al público.

Dios os guarde —dice en su Mandragora— buenos auditores, puesto que esta bondad viene de que os agrado. Si continuáis conteniendo vuestros murmullos, os voy a hacer representar una aventura acaecida recientemente en este país. Mirad esta decoración que se extiende a vuestros ojos; es vuestra Florencia; otra vez será Roma o Pisa. En cuanto a la aventura, estoy seguro que hará desprender vuestras quijadas a fuerza de risa.

Ahora sólo nos quedan, y no en los dramas sino en las comedias, los versos en que con el peor gusto posible se pide al público un aplauso al terminar la pieza, costumbre que disgusta a todo hombre de buen sentido literario.

Tanto tiempo hace que tengo abandonado a Peón Contreras, que ya volver a encontrarle me está causando rubor; y me hallo en la situación del que sin motivo ha dejado de visitar una casa donde le aprecian, deseando volver, y sin atreverse a verificarlo, lo hace delito, como decimos vulgarmente en México.

Un joven crítico, estudioso y de grandes esperanzas, Gómez Flores, ha hecho buenos estudios sobre las piezas de Peón Contreras. Si yo quisiera hacer un juicio sobre el teatro de nuestro poeta, para muchos dramas no tendría yo necesidad más que de copiar los artículos de Gómez Flores; pero como mi empresa no abarca tanto, me contento con hablar de generalidades.

La versificación en los dramas de Peón, es sonora y fluida, y aunque algunos críticos le acusan falta de entusiasmo, esto quizá proviene de que el público está viciado con el lirismo de comedias en que se cuida más de la gala que del argumento, Gómez Flores dice, hablando de Peón Contreras:

Sus defectos de estilo son pocos y se reducen a faltas prosódicas, supresiones frecuentes de sinalefas, escasa fibra y energía en varias composiciones que la exigen, contados galicismos, y algunos otros de poca monta, hijos todos, sin la menor duda, de la precipitación con que siempre escribe.

Francamente, si éstos fueran pocos defectos y de poca monta, no sé qué habría que guardar para la calificación de tanto poeta disparatador como hay; pero Gómez Flores, sin duda profesando tan gran cariño como se trasluce en sus artículos a Peón Contreras, quizo más bien pecar por rígido que ser acusado de condescendiente por amistad.

Peón Contreras tiene algunos de los defectos que indica el joven autor del juicio a que nos referimos; pero más que a la precipitación con que escribe el poeta, deben atribuirse a la dificultad de hacer una obra perfecta; manejar bien un idioma, y un idioma como el español, es tan peligroso como manejar una navaja de barba al afeitarse: la menor distracción, el más ligero estremecimiento, la preocupación más pasajera, bastan para herirse; y esto les pasa hasta a los grandes maestros, sin que pueda decirse de ellos que erraron por la precipitación con que escribían.

Todos los idiomas, pero principalmente el español, y sobre todo en México, tienen un modo de hablarse y otro de escribirse; quiere decir que hay frases y giros bien usados y bien recibidos en la conversación, y que ningún escritor ilustrado se permite presentar al público. Y no necesitamos que Max Muller nos lo diga ni nos lo pruebe, que una ligera observación lo hace comprender así.

Ésta es una dificultad para el escritor; y respecto a galicismos, están ya algunos tan infiltrados, tan naturalizados en nuestro idioma, que es difícil escapar de ellos, y quizá no faltaría ejemplo de alguno en el mismo Cervantes. Pero como la bandera cubre la mercancía, galicismos hay que a la sombra de un nombre ilustre en la literatura española, han dejado de serlo y tienen carta de nacionalización.

Peón Contreras ha escrito también muchas y muy hermosas leyendas nacionales, y sus composiciones sueltas tienen un mérito que no las hace parte menor en la bien adquirida fama del poeta yucateco.

Se dirá que yo llamo esperanza de las letras en México, a todos aquellos de quienes me ocupo; pero como casi todos están en el vigor de la edad, están en la época en que el árbol de la inteligencia pierde sus flores para comenzar a producir sus frutos, me creo con perfecto derecho para llamar también a Peón Contreras esperanza de nuestra literatura en lo porvenir, sin que en el presente deje por eso de ser una de las joyas del Parnaso mexicano.

José María Roa Bárcena

—Roa Bárcena —dice Sosa en la biografía que de él escribe— es en la sociedad mexicana tan cumplido caballero, como distinguido poeta y escritor.

En tan cortos renglones no puede hacerse más grande elogio de un contemporáneo; y lo más notable es que no hay exageración, porque Roa Bárcena merece bien ese elogio.

Apartado ahora de la política y dedicado a los negocios comerciales, ha ocupado parte de su tiempo, como Groto, en escribir la historia, no de las revueltas nacionalidades de la Grecia, y sí de tiempos y de nación no menos revuelta, como es la nuestra.

Roa Bárcena no se contentó con ser poeta; publicó bellísimas composiciones, obtuvo merecidos elogios, y sin embargo, parece que esto no le satisfizo.

Tampoco llenaba sus aspiraciones el periodismo; luchó por la causa de la reacción, fue uno de los paladines de las ideas conservadoras en la prensa; pero ha tenido el orgullo de haberse retirado del combate sin haber escrito nunca en tales diarios ninguna de esas diatribas, ninguno de esos artículos en que el insulto y la calumnia son el hilo y la trama de que se vale el periodista, y que por desgracia están de moda entre nosotros.

No me ocuparé de las ideas políticas que Roa Bárcena defendía; ya he dicho que para mí, en estos artículos las cuestiones políticas no tienen significación alguna; pero no puedo dejar de insistir sobre el giro caballeroso que Roa Bárcena dio siempre a todos sus escritos políticos en los momentos en que la lucha era más terrible.

El periodismo, entre los hombres honrados, entre los políticos de buena fe, entre las gentes que buscan el triunfo de una idea, es un sacerdocio, un apostolado, y no un medio de especulación: esto no quiere decir que yo crea reprobable que un escritor gane honradamente su vida como periodista; de ninguna manera; escribir para el público es siempre un trabajo que necesita retribución, y retribución espléndida porque supone, además de notables aptitudes, largos y pesados años de estudio, laboriosidad y meditación pro funda en el presente, y valor, resolución y serenidad para afrontar el peligro que siempre trae el ataque al poderoso, cuando abusa de su fuerza, y el grito de alarma a la sociedad, cuando el crimen oculto entre la sombra conspira contra la justicia; el odio de algún partido contrario y el disgusto de los propios correligionarios, cuando a ellos mismos se les dice una de esas verdades que ningún bando político quiere escuchar.

El periodista que escribe por adular al poder, buscando la protección y el favoritismo, el lucro y la ganancia, lo mismo que el que halaga las pasiones de la muchedumbre y los vicios del pueblo, yendo en pos de lo que muchos llaman popularidad, extravían el camino del honor por el que debe marchar siempre un escritor leal y patriota.

Tampoco esto quiere decir que el periodista no pueda cegarse muchas veces por el espíritu de partido; que arrastrado por el entusiasmo, cruce el vallado por donde nunca debiera atravesar: esto es malo; mas yo no lo considero realmente como un delito, sino como una desgracia, y desgracia a la que están expuestos todos los hombres.

Pero el «mercenarismo» de la pluma, el comercio de la conciencia del escritor, el vil contrato por el que un hombre que tiene mayor o menor facilidad para escribir, se compromete por un puñado de dinero a atacar las ideas que ayer defendió; a insultar y a calumniar a hombres a quienes no conoce o conoce quizá por beneficios que de ellos ha recibido; a espiar el hogar doméstico para llevar el escándalo a una sociedad y la desolación a una familia; el empeño retribuido de manchar por medio de la imprenta lo que está limpio, aun cuando esa mancha tenga que pasar, dejando su huella indeleble, sobre el nombre de la patria, eso sí lo considero criminal; eso sí lo creo punible, por más que nuestra Constitución y nuestras leyes lo autoricen, y por más que nuestros gobiernos y nuestros hombres públicos hayan interpretado siempre que la honra y la reputación de un hombre y de una familia deben estar en México sin garantía de ninguna especie, a la disposición del primero que, por una enemistad personal, por una retribución o por un rencor inmotivado, quiera lanzar al público un artículo en que llame a aquel hombre ladrón, plagiario, traidor, ebrio o jugador.

Desgraciadamente no están lejos los ejemplos de tales abusos en la imprenta, ni han pasado tampoco los días en que de esa manera se ejerce el ministerio del periodismo. Por eso cuando estudiamos los escritos de Roa Bárcena, nos detenemos con satisfacción delante del publicista a quien bastaron las leyes de la caballerosidad, para no excederse un punto en las luchas periodísticas, sin ocurrir nunca al inacotado campo de lo que se llama la libertad de imprenta.

El estilo de Roa Bárcena, no sólo como periodista sino en lo general como escritor, es fluido, sencillo, y sobre todo, es el estilo que corresponde a la lengua española y a la raza latina.

Victor Hugo algunas veces ha escrito en un estilo que muchos han procurado imitar; por ejemplo, en El derecho y la ley dice:


La inviolabilidad de la vida humana, la libertad, la paz, nada indisoluble, nada de irrevocable, nada de irreparable; tal es el derecho.

El cadalso, la espada y el cetro, la guerra, todas las variedades del yugo, desde el matrimonio sin divorcio en la familia, hasta el estado de sitio en la ciudad; tal es la ley.

El derecho: ir, venir, comprar, vender, cambiar.

La ley: la aduana, el portazgo, la frontera.

El derecho: la instrucción gratuita y obligatoria sin presiones sobre la conciencia del hombre, embrionaria en el niño; es decir, la instrucción laica.

La ley: los ignorantes.

El derecho: la creencia libre.

La ley: la religión del Estado.

El sufragio universal, el jurado universal, ése es el derecho; el sufragio restringido, el jurado escogido, ésa es la ley.

La cosa juzgada, ésa es la ley; la justicia, éste es el derecho.

Medid el intervalo.
 

Este estilo que se ha llamado bíblico, hizo gracia a muchos escritores, no sólo en México sino en España; y sin reflexionar ni pararse en pelillos, se soltaron escribiendo en renglones cortos y con cortados pensamientos, todo lo que a las mientes les venía, recordando que Victor Hugo dice en el Noventa y tres:


Nos acercamos a la gran cima.
He allí la Convención.
La mirada se petrifica en presencia de aquella altura.
Jamás apareció en el horizonte de los hombres nada más elevado.
Hay un Himalaya como hay una Convención.
La Convención es el punto más culminante de la historia.
 

Pulularon Victor Hugos por todas partes, desde Selgas en España hasta Juan Mateos en México; y los artículos de costumbres y de literatura y de política, se escribieron así.

¡Aquello era terrible! Y no se podía tomar un periódico sin encontrar luego un escrito que al primer golpe de vista parecía fluctuar, por sus apariencias, entre la oda y la lista de la lavandera.


Daban las doce de la noche.
La policía dormía.
El sueño es el invierno de la policía.
Velaba el ladrón.
El transeúnte cruzaba descuidado.
Se oyó un grito.
Acudió un policía.
Era tarde.
Una capa había desaparecido.
El devorante había puesto la garra sobre lo indevorable.
La propiedad se había evaporado delante de la fuerza.
El huracán arrebata a las nubes.
Los ladrones son el huracán de las capas.
Las capas son viables en los hombros o en los empeños.
Había una capa menos.
Muchos grados de frío más.
El abrigo es la burla de la temperatura.
Una pelliza se carcajea del termómetro.
Un termómetro se avergüenza delante de una chimenea.
El policía ayudaba al termómetro.
El transeúnte fue el campo del combate.
El hombre de la ley y el hombre de la desgracia se contemplaron.
Un robo es una afirmación.
Lo positivo estaba frente a frente de lo mitológico.
La policía es un mito.
Lo pasado y lo inverosímil se daban una cita en la oscuridad.
El policía era el número 13. El 13 es un número fatal.
El robado se llamaba don Gregorio Chamorro.
El nombre de Gregorio es fatídico.
La suerte tiene sus risas satánicas como los ángeles caídos del infierno cristiano.
Un policía que llega fuera de tiempo es como una carcajada de Satanás.
El paradero del ladrón quedó ignorado.
 

Éste sería un buen párrafo de gacetilla, en el estilo aquel famoso; y no he querido copiar un trozo original, por consideraciones a los descarriados que por ese atajo se arrojaron.

Sin embargo, no resisto a poner algo de Selgas, tomado de sus Hojas sueltas.


Las mujeres tienen diferentes habilidades.
Unas hacen flores.
Otras hacen dulces.
Algunas hacen lo que deben (sin duda será no leer esto).
Muchas lo que quieren.
Todas hacen señas.
Y ¡oh dolor!… hay también mujeres que hacen versos.
 

¿Qué tal? ¡Admirable!, ¡y que en nuestra sesuda madre, la vieja España, se haya tolerado esto!

Dice Selgas:


El corazón, puede decirse que es el cerebro de los sentidos. (Y el estómago el cerebro de la humanidad.)

La cabeza nos dice: piensa; el corazón nos dice: siente (Hartzenbusch nos dice: el descubrimiento no me parece tan plausible como el de las Indias.)

La inteligencia discurre. (Notición.)

El corazón adivina.

Lo que en la inteligencia es un cálculo, en el corazón es una esperanza.

La razón hubiera ya convertido en virtudes todos los vicios si hubiera podido seducir al corazón. (¡Qué lástima!)

La inteligencia más grande no vale tanto como un corazón hermoso. (Eso va en gustos, y la ciencia no es de ese mismo.)

La inteligencia propone: el corazón manda (o como dicen en México: el hombre pone, Dios dispone, y un tonto descompone).

Para medir bien la diferencia que hay entre la filantropía y la caridad, debe tenerse presente que la primera es una idea y la segunda un sentimiento. (Este hombre ni ha olido siquiera el griego, ni leído a Santo Tomás.)

La lógica del corazón dispone de argumentos irresistibles. (¡Cáscaras!)

Nada es más fácil que tener veinticinco años. (Ésta sí es buena noticia. ¿Cómo se hace?, todos somos marchantes.)

A poco de nacer los tiene cualquiera. (A poco, a los veinticinco años; no vayan a creer los lectores que a los cuatro o cinco días. ¡Como dice Selgas que es tan fácil!)
 

Lamennais tomó el estilo de Isaías; Victor Hugo imitó a Lamennais; Selgas quiso imitar a Victor Hugo, pero no salió bien; con razón no hubo quien le persiguiera en Francia por contrefaçon.

A Victor Hugo se le alaba y se le admira escribiendo así, porque el genio, como el rey Midas, convierte en oro todo cuanto toca; porque las ideas, vigorosas y nuevas, brotan del cerebro de ese hombre, bellas en su desorden e incapaces de someterse a las severas reglas que rigen en la marcha de las inteligencias comunes, como no es posible el orden en una concurrencia numerosa que sale espantada y en revuelta confusión por las puertas de un teatro huyendo de un incendio.

Victor Hugo, llegando al mundo con las proporciones de gigante, y encontrando sólo trajes cortados y hechos para hombres de talla común, necesitó vestir sin sujetarse ni a la moda ni a las costumbres de sus contemporáneos. Pero la verdad es que ese estilo, ese modo de escribir, ni es de nuestra raza, ni es de nuestra lengua: se le llama bíblico, porque en la Biblia es donde generalmente ha sido leído; pero verdaderamente debe llamarse semítico, porque es el estilo conforme con el espíritu y el idioma de los pueblos semíticos, y el usado en sus libros religiosos y sus poesías.


El arte de la oratoria —dice Renan en su Historia de las lenguas semíticas— en el sentido clásico, fue siempre desconocido a los semitas: sus gramáticos ignoran aun el arte de subordinar los miembros de la frase, y denuncian en su raza una evidente inferioridad en las facultades del razonamiento, aunque un gusto muy vivo de las realidades y una gran delicadeza de sensación. La perspectiva falta completamente en el estilo semítico; en vano se buscarían esos relieves, esos grabados, esas medias tintas que dan a las lenguas arianas como una segunda potencia de expresión. Llanas, sin inversiones, las lenguas semíticas no conocen otro procedimiento más que la «yuxtaposición» de ideas a la manera de las pinturas bizantinas o de los bajorrelieves de Nínive; es preciso confesar que la idea de estilo, tal como nosotros la entendemos, falta completamente a los semitas; sus periodos son muy cortos, y la extensión del discurso que abraza no pasa de una o dos líneas.

Únicamente preocupados con el pensamiento actual los escritores semitas, ni preparan de antemano el mecanismo de la frase, ni cuidan de la que pasó ni de la que debe venir: de allí, extrañas inadvertencias o incapacidad para seguir hasta el fin con el mismo giro, y la costumbre de no volver sobre sus pasos para corregir lo que está escrito. Se diría que es una conversación descuidada, tomada inmediatamente para fijarla en la escritura.

En la estructura de la frase, como en toda su constitución intelectual, hay entre los semitas menor complicación que entre los arianos; les falta un grado de combinación que nosotros juzgamos necesario para la expresión completa del pensamiento; unir las palabras en una proposición es su último esfuerzo; y no piensan jamás en hacer la misma operación respecto de las proposiciones entre sí: éste es, para usar de la frase de Aristóteles, el estilo infinito, procediendo por acumulación de átomos, en oposición con la rotundidad perfecta del periodo griego o latino; todo lo que puede llamarse número oratorio les es desconocido, y la elocuencia no es para ellos más que una viva sucesión de giros violentos y de imágenes atrevidas. En retórica, como en arquitectura, el arabesco es su procedimiento favorito.

La importancia del versículo, en el estilo de los semitas, es la mejor prueba de la falta absoluta de construcción interior que caracteriza su frase. El versículo nada tiene de común con el periodo griego y el latino porque no ofrece una sucesión de miembros, dependientes los unos de los otros; es un corte casi arbitrario en una serie de proposiciones separadas por comas; ninguna regla fija determina su longitud; el versículo corresponde al descanso que necesita la respiración; el sentido nada exige; el autor se detiene, no por el sentimiento natural del discurso, sino por la simple necesidad de detenerse. Que se intente dividir en versículos una oración de Demóstenes o de Cicerón, y se comprenderá cómo el versículo corresponde a la esencia de las lenguas semíticas.
 

He tomado esta larga cita del ilustre Renan, porque nada mejor ni más a propósito pudiera yo haber dicho de ese estilo con que tanto nos fatigaron, y que se convirtió en una especie de moda, sólo por imitar a Victor Hugo.

Afortunadamente va echándose ya en olvido, y vuelven nuestros escritores a buscar la gracia y la flexibilidad del estilo de las lenguas modernas.

Roa Bárcena, de quien como de costumbre, me había yo apartado, tiene entre sus trabajos como escritor público, algunos históricos que son dignos de aprecio; porque campea en ellos la más grande imparcialidad, hasta el grado de que en la mayor parte no puede traslucirse el color político de las opiniones del autor.

Escribir la historia ha presentado siempre grandes dificultades; prescindiendo del inmenso trabajo de investigación y de crítica de los datos que le sirven de base, la imparcialidad para formar el juicio y emitir opinión sobre los acontecimientos es un escollo contra el que se han estrellado muchas veces los escritores más ilustrados y de más buena fe.

Sin preocupación de ninguna especie, sin antecedentes de ninguna clase, nos ha pasado a todos, lectores y escritores, experimentar una simpatía o una antipatía inexplicables por algún pueblo o por algún hombre de los de la historia; y así vemos a muchos que son partidarios de los romanos contra los cartagineses, otros que tienen verdadera admiración por Aníbal, y muchos que sienten el mal éxito de Catilina y aborrecen a Cicerón como si fueran de los conjurados de Roma.

Cuando se escribe la historia, todo esto impide ver con claridad y juzgar con acierto, sobre todo en la historia contemporánea.

Buscando la imparcialidad, en China, cuentan el padre Mailla en el prólogo de su traducción de los Grandes anales de la China, y Parenni en sus Cartas edificantes, que más de veinte siglos antes de Jesucristo, desde el tiempo de Hoang-Ti, había un tribunal que se llamaba de la historia, formado de dos clases de escritores con el nombre de los de la derecha y los de la izquierda; unos recogían y consignaban los hechos, y otros los discursos, subdividiéndose en unos que se ocupaban de los negocios y de los acontecimientos de dentro del palacio, y otros de los de fuera; cada uno escribía secretamente y se guardaban con religioso cuidado todos esos fastos, a los que no se daba publicidad hasta pasados muchos años; generalmente hasta el cambio de una dinastía

Así parece que los trabajos históricos más antiguos son los chinos, y se conserva memoria de los libros de San-Fen, que se dicen perdidos enteramente; de Ou-Tien, de los que se conserva algún fragmento y que hacen remontar la historia propiamente dicha, más de treinta siglos antes de la era cristiana.

Después de los grandes descubrimientos de Champollion, cuando las escrituras jeroglífica y cuneiforme han comenzado a comprenderse, y cuando de cincuenta años a esta parte, el espeso velo que cubría al Oriente ha empezado a descorrerse, dejando penetrar la luz en los misterios de ese inmenso territorio que se extiende entre el Nilo y el Indo, las ciencias históricas han tomado un impulso maravilloso; y asombran los descubrimientos que los eruditos han hecho, de acontecimientos ignorados hasta hoy en esos pueblos que se consideran como la cuna de la humanidad y de la civilización: las fábulas van desapareciendo a la luz de la ciencia, como las sombras de la noche a la llegada del sol; «y el Egipto, reconquistado por la historia, toma un lugar entre los pueblos conocidos».

Hace pocos años, medio siglo, sólo Grecia y Roma preocupaban con su historia a los hombres de ciencia: el mundo antiguo no se veía sino en Grecia y en Italia; y vagamente se hacía mención de algo que indicara la grande importancia de los estudios verdaderamente orientales. El sánscrito era un idioma del que apenas hacían mención algunos misioneros que, modelos de amor a la ciencia, no sólo buscando adeptos para la religión que predicaban, sino luz para la humanidad, se entregaban a esos estudios.

En Grecia el primer historiador a quien tal nombre se concedió por los clásicos, fue Heródoto; antes de él se mencionaban a Cadmo de Mileto, Hecateo, Endemo y a otros, de los cuales sólo se conservan algunos fragmentos; pero que no formaban un cuerpo histórico en sus escritos, como hizo Heródoto, a quien por esto llamaron todos «el padre de la historia».

A Heródoto siguieron Tucídides y Jenofonte: Tucídides, ilustre como general y como filósofo, y que cobró afición a las letras, oyendo a Heródoto leer en unos juegos, una parte de su Historia; Jenofonte, famoso, tanto por haber mandado la terrible expedición que se llamó «La retirada de los diez mil», cuanto por haber escrito la historia de esa retirada, la de Ciro el Grande, y muchos otros tratados históricos, filosóficos y militares.

A mí, quizá por preocupación, me encantan estos tres viejos: leyendo a Heródoto parece que se oye a un amigo de confianza que, recostado en un sillón, y con un magnífico puro habano, delante de una taza de café, nos refiere con la mayor sencillez todo lo que vio y aprendió en sus viajes.

Jenofonte, como un padre de familia, aprovecha y aun amolda a su gusto los acontecimientos históricos que refiere para envolver en ellos la vigorosa savia de la moral que debe nutrir a la sociedad.

Tucídides, es el austero narrador sentado en una cátedra, dando un curso de historia, no a jóvenes estudiantes, sino a hombres de Estado.

Antes de esta trinidad griega no hubo verdaderamente historiadores; o si los hubo, sus obras se han perdido. Los relatos que de siglos anteriores a ellos se llaman historias, son verdaderamente teológicos, mitológicos, cosmogónicos, poéticos o heroicos. La creación del universo y del mundo, el nacimiento y los hechos de los dioses, las vidas de los semidioses que habitaban sobre la tierra en comunicación directa y continua con la divinidad, éste es el fondo de todas esas obras anteriores a los historiadores griegos, lo mismo en la raza ariana que en la semítica.

Los romanos tardaron más en despertar, como historiadores, que los griegos: los anales de los pontífices no merecen el nombre de historia, según opina Cicerón; Quinto Fabio, Lucio Cincio, y Escipión el hijo del Africano, escribieron las primeras historias en griego según dicen algunos autores, y verdaderamente los historiadores en Roma no pueden comenzar a enumerarse sino con Julio César, Cornelio Nepote y Salustio.

Tito Livio fue el primero que escribió una historia general, y Tácito vino a poner el sello de su grandeza en el monumento de las letras latinas.

La historia en los tiempos que alcanzamos, ha tomado un carácter más elevado y más noble: no es ya la relación más o menos florida de los acontecimientos que han pasado, ni el inocente pasatiempo del escritor y de los lectores; es el examen filosófico y crítico de las causas que han producido los grandes acontecimientos, el estudio de las terribles y consecutivas evoluciones que han traído a la humanidad y a los pueblos al estado de civilización y de progreso en que se encuentran; es el conjunto de datos ciertos para despejar esas importantes incógnitas que persigue la socio logia.

Entre nosotros Roa Bárcena ha comprendido perfectamente el espíritu y la tendencia de la historia moderna; notable es su obra intitulada: Recuerdos de la invasión norte americana en México, y el último capítulo de ese libro merece de parte de los mexicanos una profunda atención y una meditación muy detenida.

Dos cualidades hacen notable a Roa Bárcena como escritor: la prudencia y la modestia. La prudencia, esa virtud que los antiguos describían diciendo que es la que pone medio entre los extremos, el modus in rebus de que habló Horacio, es una virtud realmente escasa entre nosotros, que por naturaleza somos arrebatados y extremosos en nuestras determinaciones, y muchas veces ligeros en nuestros juicios. Quizá por el valor, o casi por la temeridad con que las gentes de nuestra raza afrontan cualquier peligro o acometen cualquier empresa en la que va de por medio la vida; quizá por la franqueza o tal vez prodigalidad con que aquí gasta la gente su dinero; quizá también por lo poco que todos cuidamos del porvenir, sin zozobras por el tiempo de la desgracia, entre los mexicanos eso que llaman prudencia, se encuentra con dificultad.

Por eso son tan apreciables aquellos que en los negocios públicos o privados manifiestan esa cualidad.

Manuel Dublán por ejemplo, que es un hombre reflexivo y prudente, ha de ser siempre buscado y considerado por todos los que gobiernan: en los negocios particulares y en su profesión de abogado, quizá no llegará a aconsejar a un cliente una operación atrevida y peligrosa, en la que duplique repentinamente su capital; pero sí es seguro que en negocio público o privado que a él se le consulte, examinará todas las dificultades, descubrirá todos los peligros, pesará cuidadosamente las probabilidades del éxito, y dará una opinión que se pueda seguir con tranquilidad.

Roa Bárcena tiene esta prudencia, y es seguro que como escritor público, pocas veces habrá tenido que arrepentirse de haber dado a luz un artículo o un libro que pueda producirle una situación comprometida por su contradicción con las ideas que profesa, o con las que otra vez ha manifestado.

La modestia no es tan escasa como la prudencia entre nosotros, aunque hay que distinguir la modestia de la timidez, que hay muchos que son tímidos sin que por esto pueda llamárseles modestos.

Algo se viciaron en materia de modestia nuestros poetas, sobre todo los de la generación de Roa Bárcena, por la presencia de Zorrilla en nuestra capital, y por el entusiasmo que causaba a nuestros poetas de entonces las lecturas del vate español; aquel «yo» tan constante en Zorrilla, aquel proclamarse tan desembozadamente el cantor de Dios y de la religión católica, aquel llamarse siempre y muchas veces, sin venir al caso, «vate, bardo, trovador, poeta», tenía que viciar a los inexpertos que escuchan como un oráculo a Zorilla cuando decía:


Dios me dio un corazón franco y sincero
Lleno de juventud y poesía,
De fe raudal, de inspiración venero,
Con un acento varonil y entero
Para cantar su gloria y la fe mía.

Cristiano y español, con fe y sin miedo,
Canto mi religión, mi patria canto.

Genios que del Pisuerga en la ribera,
Al rumor soñoliento de las olas
A oír llegasteis mi canción primera,
Tejed para mi negra cabellera
Fresca diadema de tempranas violas.

Y os dejé cuando débil y atrevido
El premio a disputar entré en la lucha;
Óyeme, dije al mundo, y el oído
Prestando el mundo, mi canción escucha.

Yo soy el trovador que vaga errante;
Si acaso vuestros son estos linderos,
No me dejéis pasar, mandad que cante.

Yo tengo en el arpa
Que guía mi canto,
El lánguido encanto
Del ruido del mar;
Las íntimas notas
Que arrancan el llanto,
Las que hacen a un tiempo
Gemir y llorar.

Por doquiera que voy va Dios conmigo.
 

Esto, exaltando la humana propensión de alabar lo propio y hacer gala de las personales cualidades, dio por resultado que amenguando la modestia, las alabanzas propias, o cuando menos el empeño de hablar de sí mismo, enturbiaron composiciones dignas de mejor giro y volvieron poco simpáticos para el público, a poetas dotados de brillantes cualidades; pero hay artículos y poesías en que verdaderamente se descubre un principio de megalomanía que hace dudar al lector si aquello debe tomarlo en serio o como una broma, o si el autor estaba sano o enfermo del cerebro.

Realmente hay producciones de esas en que involuntariamente viene a nuestra memoria aquel mal soneto de don Belianis de Grecia a don Quijote de la Mancha, que el inmortal Cervantes pone después de su prólogo:


Rompí, corté, abollé y dije y hice;
Más que en el orbe, caballero andante,
Fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
Mil agravios vengué, dos mil deshice.

Hazañas di a la fama que eternice;
Fui comedido y regalado amante;
Fue enano para mí todo gigante,
Y al duelo en cualquier parte satisfice.

Tuve a mis pies postrada la fortuna;
Y trajo del copete mi cordura
A la calva ocasión al estricote.

Mas aunque sobre el cuerno de la luna
Siempre se vio encumbrada mi ventura,
Tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
 

Roa Bárcena, como dicho llevo, no padece tal enfermedad; si por desgracia tiene sus rasgos de soberbia, que no lo creo, allá se los guarda solo y nunca pretende que el público le haga coro cuando canta sus propias alabanzas; y esto es lo bastante, sin que pretendamos juzgar el misterio de sus pensamientos secretos, para poder decir que sus buenas cualidades como literato, se realzan y se extreman cubiertas con el manto de la modestia.

Roa Bárcena, como Juan Arias, no estudió en colegio alguno; lo que sabe lo debe a sus propios esfuerzos y a su inteligencia: ha colaborado en los periódicos de más nota del partido conservador, como El Universal, La Unidad Católica y El Cronista; ha sido redactor en jefe de La Sociedad, y ha publicado varios tratados que sirven de texto en muchas escuelas, como el de Geografía universal y el de Historia de México, biografías, novelas, leyendas, y sobre todo, trabajos históricos de que ya he hecho mención.

Está aún en buena edad; puede hacer mucho todavía, y ojalá que no le embargue todo su tiempo el auri sacra fames.

Alfredo Bablot

Alfredo Bablot no es mexicano; su patria, Francia, está muy lejos de la nuestra, por más que el vapor, la electricidad y la convención postal se afanen en hacer que nos parezca más corta la distancia, haciendo más rápido y menos penoso el viaje de un pasajero, la conducción de una valija o la transmisión de un telegrama.

Todo esto será un triunfo de la ciencia y de la industria; pero la distancia se ha quedado la misma, a pesar de todas las facilidades, de todas las comodidades y de todas las ilusiones.

Pero Bablot, aunque no ha nacido entre nosotros, llegó a México muy joven; aquí, puede decirse, se acabó de formar y se desarrolló física y moralmente; su carácter agradable, comunicativo y franco, le ligó en estrechos vínculos de amistad con todos los hombres que entonces eran jóvenes, y que ahora, después de tantos años, no necesito presentar pruebas para decir que ya no lo son.

Poco tiempo después de haber llegado a México, ya nosotros, los de esta generación, considerábamos a Bablot como uno de nuestros compañeros, casi de infancia; y él por su parte, se sentía también como en medio de condiscípulos. En la amistad, lo mismo que en el amor, cuando se forma un verdadero vínculo, los tiempos pasados se revisten con la veladura del presente, y parece como que siempre, desde la infancia, se ha cultivado aquella amistad, lo mismo que se siente como si nunca se hubiera amado a más mujer que aquella; porque si es verdad que las leyes no deben tener efecto retroactivo, por un fenómeno inexplicable los buenos cariños tienen efecto retrospectivo; que el mirage, el espejismo, es un accidente que se presenta en el espíritu más comúnmente de lo que parece.

Dotado de una inteligencia clarísima Alfredo Bablot, aunque no hablaba bien el español, pudo rápidamente amoldarse a nuestro lenguaje familiar en México, a nuestra pronunciación y a nuestros provincialismos. Un idioma, según dice Max Müller, para conservar la vida y el movimiento, se nutre constantemente con elementos que día a día le proporcionan los dialectos que le rodean: entre nosotros no hay dialectos que hayan nacido del idioma español que se ha nutrido aquí, para la conversación familiar, con muchas palabras y escasísimos giros de los antiguos idiomas americanos.

España ha sido el puente por donde las lenguas semíticas han enviado muchas palabras a naturalizarse y confundirse con los idiomas de los antiguos pobladores de México; el hebreo y el árabe dieron a los españoles de los siglos XV y XVI palabras y costumbres que ellos han olvidado; pero que transmitidas entonces a México por los emigrantes, se conservan todavía y se usan frecuentemente en la conversación familiar, más por la raza indígena que por la raza mezclada.

Curioso sería hacer un estudio sobre esto y entresacar del español que hablan nuestras gentes de campo, esas palabras que ya en España están en desuso y que son árabes o hebreas. No sería difícil pero sí laborioso.

Bablot se dedicó al periodismo, y seguramente no hay uno entre nosotros que haya comprendido mejor ni desempeñado con más acierto la dirección de esta clase de publicaciones. Interés, variedad, oportunidad en las noticias, exactitud en el servicio del público, acierto en la elección de redactores, criterio sano para designar lo que debe reproducirse de ajenas publicaciones, pormenores minuciosos en lo que causa público interés, y sobre todo, caballerosidad y decencia al tratar de los hombres y de las cosas: todo esto puede asegurarse que se encontraba en El Federalista, en los muchos años que lo dirigió Bablot.

El grupo de redactores que para este periódico supo atraerse, fue simpático y escogido, y todos ellos, como una prueba de que merecen este elogio, han figurado después ventajosamente, en la literatura o en las ciencias. Justo y Santiago Sierra, Francisco Sosa, Silva, Peza, Cuenca y otros varios que daban a ese periódico tanto interés como popularidad, haciendo extraordinaria la circulación de aquel diario que, cuando Bablot lo recibió como director, no contaba ni con un centenar de suscriptores.

A su actividad y a su inteligencia, reúne Alfredo variados y notables conocimientos, sobre todo en la música, que es para él la pasión dominante; y ya se ve que con dotes intelectuales como las de Alfredo, el arte debe tener en él un admirable representante.

Notables por más de un título son los artículos de crítica musical de Bablot; y el gobierno, pensando en la reforma del Conservatorio de Música de México, y recordando quizá las aptitudes y los conocimientos que en esos artículos había demostrado, fijóse en él y le nombró director del Conservatorio.

La satisfacción no sólo de los amigos de Bablot, sino de los amigos de la música, de los que saben cuánto influye en las costumbres de los hombres y en su modo de ser moral el cultivo de la armonía, fue naturalmente grande y significativa, y raras veces un gobierno puede, como en esta vez, dar una disposición que sea del agrado, no sólo de los muchos, sino también de los buenos.

Como Alfredo tiene un carácter en el que a la par de la alegría y la jovialidad, de la dulzura y de la prudencia, lleva una buena dosis de energía y de firmeza, de constancia y dedicación, la obra casi magna de la reforma del Conservatorio y con ella la de los estudios de la música en México, tiene que llegar a feliz término, aunque tropezando con muy grandes dificultades.

Inútil me parece decir hasta qué punto es necesario para una sociedad el cultivo de la música, y hasta qué punto es indispensable, en la educación, la enseñanza de ella. Los padres de la Iglesia, lo mismo que los filósofos paganos; los poetas, lo mismo que los jurisconsultos, todos han convenido, no sólo en la utilidad, sino en la necesidad de la música.

Como una prueba de esto, voy a citar las palabras de un escritor que ni es de los más entusiastas por esa clase de estudios, ni pertenece en su escuela administrativa a esos autores a quienes Bluntschili llama románticos. Dice Bain en su obra La ciencia de la educación, hablando de la música:


De todas las artes, la más accesible, la más extendida, la más poderosa, es la música. De todos los placeres del hombre, la música puede considerarse como el más inocente y como el que le cuesta menos caro: en todos tiempos los hombres han estado tan ávidos de música, que no podemos comprender cómo han podido vivir alguna vez sin ella. En las épocas primitivas estaba unida a la poesía, y el elemento poético tenía un valor igual al de su acompañamiento musical, cuando no mayor.

Como los moralistas han reprobado siempre el anhelo del placer por sí mismo, y no lo permiten sino como el auxiliar de la moral y de los deberes sociales, los legisladores se han ocupado en determinar el género de música más a propósito para desarrollar las virtudes morales y las cualidades más elevadas del espíritu. Tal es la idea que se encuentra en las teorías de la organización social de Platón y de Aristóteles. En efecto, es incontestable que los diferentes géneros de música ejercen sobre el espíritu acción bien diferente: los dos géneros extremos, la música militar y la música religiosa, son bien conocidos de todo el mundo; y la imaginación puede sin trabajo presentarnos la multitud de timbres que en el intermedio de ellas pueden encontrarse.
 

¿Para qué citar a Platón que señala hasta los instrumentos y el aire que convienen para desarrollar en los espíritus sentimientos nobles?

Él deja la lira, el arpa, para las grandes emociones; proscribe los aires lúgubres y apasionados, lo mismo que los muy dulces, y no tolera más que los cantos dóricos y frigios, que juzga más a propósito para despertar pensamientos enérgicos y viriles.

Las noticias sobre la música en los remotos tiempos en que los arianos o los semitas comenzaban a despertar a la civilización y a la cultura, se pueden llamar con seguridad, más bien fantaseos de escritores alucinados por pretendidos descubrimientos, que datos seguros para la historia.

Nuestros conocimientos sobre la historia de la música arrancan desde los tiempos de Pitágoras.

Pitágoras y sus discípulos, con una intuición verdaderamente admirable, buscaron las armonías musicales en las relaciones numéricas: levantaron el arte musical a las matemáticas y a la física; le dieron o procuraron darle una base científica; y todo esto, que la ciencia moderna va cimentando de día en día, merced a la perfección siempre creciente de los métodos de observación y de los instrumentos, lo presintieron, lo adivinaron, lo quisieron plantear Pitágoras y sus discípulos.

Para ellos no podía haber consonancia sino en intervalos que expresaran relaciones sencillas, como la cuarta, la quinta y la octava, comprendidas en las razones 2/4, ⅔ y ½, y excluían algunas armonías por la razón de no ser simple la proporción, aun cuando después se han admitido en la música moderna.

Aristóxeno levantó una escuela enteramente opuesta a la de Pitágoras, no sujetando las armonías a más juicio que al de los sentidos y a la comparación que el oído le daba con los sonidos armónico y fundamental.

Los griegos tenían por base para todas sus teorías y para todas sus composiciones musicales, el tetracordio, es decir, ut, fa, sol, ut, cuyas relaciones se representan por 1, 4/3, 3/2, y 2 que, según la tradición antigua, constituían la lira de Orfeo.

Los tetracordios fueron tres: el diatónico, sólo tonos; el cromático, también semitonos, y el enarmónico con cuartos de tono.

La opinión más común es que en los coros griegos las voces de las mujeres eran reforzadas en octava baja por los coros de los hombres: con este sencillo mecanismo se conformaban todos sus cantos religiosos y guerreros. No es probable que un pueblo, que una raza que a tan gran altura había llevado todas las artes y que poseía un sentimiento estético tan puro y tan desarrollado, hubiera tenido sólo como órbita de la música, en sus coros, ya en los convites, ya en las ceremonias religiosas, ya en las marciales funciones, cantos semejantes a las salmodias de la Iglesia.

La instrumentación, lo que podemos llamar la orquesta, realmente debió haber sido pobre; porque ni en Platón ni en Aristóteles vemos que se haga mención de gran número de instrumentos; y la lira, el arpa, la flauta y algún otro, indudablemente debían haberse ahogado en las inmensa vibración de aquellas grandes masas corales; pero el orfeón moderno nos prueba todo el partido que puede sacarse de los diferentes timbres de la voz humana, y conocidas son las reglas de alta composición que aconsejan que, en ciertas ocasiones, el compositor debe hacer abstracción del acompañamiento de la orquesta, y puede ejecutarse aquella pieza sin necesidad del dicho acompañamiento.

La Iglesia, en el siglo IV, admitió los cuatro tonos de los griegos, que se llamaron dorio, frigio, lidio y misolidio. El papa Gregorio introdujo, 200 años más tarde, otros cuatro tonos que se llamaron colaterales, y éstos fueron el fundamento de los cantos de la Iglesia que llegaron a formar en esos siglos la base de toda la música. Pero aún no aparecía la verdadera gama musical.

Guido Aretino, tomando por fundamento, como los griegos, el tetracordio, formó un exacordio combinando los tonos griegos y a esto llamó gama, y a las notas que la formaron nombró ut, re, mi, fa, sol, la, tomando estas sílabas del himno de S. Juan:


Ut queant laxis
Resonare fibris
Mira gestorum
Famuli tuorum
Solve polluti
Labii reatum
Sancte Ioannes.
 

El si, estractado del séptimo verso (S e I), fue agregado para señalar la séptima nota en 1684 por Lemaire.

El uso de las denominaciones propuestas por Guido d’Arezzo no se extendió inmediatamente, pues en el siglo XIV, en tiempo de Juan de Muris, se solfeaba todavía en Francia con las sílabas: pro, to, no, do, tu, a.

En Inglaterra y Alemania se ha conservado a las notas de la escala los nombres de las letras C, D, E, F, A, B (i H).

Roqueplan dice que, según un libro del siglo XV que se conserva en la Biblioteca de Santa Genoveva, en París, los nombres de las notas fueron inventados por un alemán llamado Phontus.

Según Bohlen, los nombres son de origen persa, pues en Persia se solfea con las palabras durr-i mufassal, que significan «rosario de perlas».

Desde entonces las notas tienen este nombre, y cada vez que, hablando de la música de los griegos, hacemos relación del ut, del re o del fa, o de cualquiera otra de ellas, sólo salvamos el anacronismo, considerando la ignorancia en que estamos de su tecnicismo musical.

El estudio de la gama, dice Blacerna, nos da en compendio uno de los criterios más importantes para juzgar del estado musical de un pueblo: ya hemos visto algo de la gama entre los griegos; largo sería de estudiar el movimiento artístico y científico que la ha traído hasta el estado en que hoy la encontramos, y que sin embargo, científicamente no puede llamarse perfecto, por más que la educación no nos permita juzgar de los inconvenientes pequeños que tiene, pero sí de las ventajas que podrían sacarse con su reforma.

El sonido no es más que el producto de la vibración de las moléculas de un cuerpo; pero el sonido musical debe satisfacer la condición esencial de ser agradable al oído, y además, a mi juicio, debe también ser armonioso, es decir, que pueda descomponerse en elementos que estén en relación simple con el sonido fundamental. Me explicaré más claramente: hay sonidos, por ejemplo el que se produce golpeando suavemente una lámina de madera delgada, que por sí mismos no son agradables, pero que si sucesivamente y en intervalos proporcionales se golpean otras siete tablas que correspondan a la serie de sonidos armónicos de la gama, ya se convirtieron en agradables, y a éstos se pueden llamar sonidos armónicos; pero cuando al vibrar una cuerda que produzca un sonido, se observa por medio de un resonador de Helmholtz, por ejemplo, que en ese sonido las vibraciones toman una forma complicada y puede descomponerse en una serie de sonidos simples, pertenecientes todos a la serie armónica, entonces se puede decir que es un sonido armonioso; por ejemplo, si en un piano se hace sonar un ut grave, es fácil, por medio de un resonador, para las personas que no tengan el oído músico delicado y desarrollado, o sin el auxilio del aparato para los que posean esas aptitudes, se puede, repito, en ese ut encontrar fácilmente el tercero y el quinto armónico, y casi siempre la octava alta, que viene a reforzar el sonido fundamental; y esta experiencia, a mi juicio, se comprueba y explica con la resonancia que hace vibrar, cuando un cuerpo vibra, todos los cuerpos cercanos a él y que están en estado de producir un sonido idéntico. Sentado ese principio y entendiéndose que sólo se habla de sonidos armoniosos, el número de vibraciones es la base científica y fundamental de la música, combinado con el movimiento rítmico y la progresión por intervalos determinados.

El oído humano no percibe generalmente, por segundo, más que las vibraciones comprendidas cuando más entre 16, como más graves, y 38 000 como extremadamente agudas; pero no todas éstas son musicales: las muy bajas se oyen mal y como un rumor, y las muy altas molestan por agudas; el piano moderno de siete octavas abarca casi todas las vibraciones musicales, desde 27.5 la más grave, hasta 3 500 la más aguda, y aunque algunos instrumentos llegan a 4 700, ya en esa altura los sonidos se convierten en estridentes y la música no hace uso de ellos.

El más dulce, el más agradable y el más completo de todos los instrumentos, la voz humana, juega en sus seis divisiones, bajo, barítono, tenor, contralto, mezzosoprano y soprano, entre 82 y 1 044 vibraciones por segundo. Algunas voces maravillosamente dotadas, como las de la Cruvelli, la Catalani, la Patti y la Nilsson, han alcanzado límites más altos; según refiere la tradición, en 1770 cantó en Parma la Bastardella, cuya voz tenía una extensión de 3 ½ octavas y alcanzaba hasta 2 000 vibraciones.

La música requiere pues, para serlo, la relación proporcionada entre las vibraciones de los sonidos que la componen; y esto era lo que habían presentido los pitagóricos al fundar las bases de su armonía. Por esto, para la serie armónica de la gama, no se han podido tomar nunca en ningún pueblo, por bárbaro que se suponga, más que sonidos que tuvieran entre sí esa relación, y no escogidos al azar, guiándose los que han carecido de las reglas científicas, de un sentimiento estético más o menos acertado, después de multiplicados experimentos y de tentativas muchas veces desgraciadas.

Por eso, una de las cuestiones de importancia práctica que se ha resuelto en estos últimos tiempos, es la adopción del diapasón normal que debe poner de acuerdo todos los instrumentos en todos los países. El diapasón que corresponde al la de la segunda cuerda libre del violín, y en un piano completo de siete octavas al quinto la, contando desde el sonido más grave, había sido motivo de diferencias en algunos teatros de Europa.

En el año de 1700, en París se usaba un diapasón que producía 405 vibraciones; después uno de 425; en 1855 de 440, y en 1857 de 448: el teatro de Berlín adopta esta cifra, el de Milán 451, y el de Londres 455.

Los constructores de instrumentos elevan siempre el diapasón para obtener mayor sonoridad; pero la Comisión Internacional fijó como número de vibraciones para el diapasón normal, 435 por segundo.

Debe pues sentarse como un principio, que el oído no percibe como armónicos sonidos simultáneos y sucesivos, si el número de vibraciones no está entre ellos en relaciones simples, es decir, en relación de cifras simples; y la más sencilla de todas éstas es de 1 a 2, que corresponde a la 8.ª, indicando que si el sonido fundamental se produce con un número dado de vibraciones, la 8.ª alta debe tener doble número, y la baja la mitad; así, suponiendo 240 vibraciones para el ut, la gama mayor entre la música moderna, estará representada por las cifras siguientes:

ut   re   mi   fa   sol  la   si   ut
240, 270, 300, 320, 360, 400, 450, 480

y la gama menor por:

240, 270, 288, 320, 360, 384, 432, 480

Ahora bien: la gama inventada por Sebastian Bach, aceptada generalmente y usada por todos los artistas modernos, está representada por esta expresión.

ut   re    mi    fa    sol   la    si   ut
240, 269⅖, 302⅖, 320⅖, 359¾, 403⅖, 453, 480

Esta gama obvia grandes dificultades en la ejecución musical; a ella se deben, según dice Blacerna, grandes progresos en la música instrumental y la importancia creciente del piano en la vida social; pero comparada con la gama matemática, sólo los sonidos fundamentales y sus octavas coinciden, modificándose más o menos los demás sonidos; y aun cuando las diferencias parezcan insignificantes, sin embargo, estas diferencias tienen, en ciertos casos y en instrumentos como el órgano, que producir batimentos, trepidaciones, que son el indicio de la falta de proporción matemática y por consecuencia de armonía entre dos notas, influyendo de una manera sensible en los sonidos resultantes que deben producirse matemáticamente cuando la diferencia entre las vibraciones de dos notas pasan de 16 batimentos por segundo, y se convierten en un verdadero sonido agradable con tanta precisión, que Helmholtz dice que si se dan, por ejemplo, al mismo tiempo ut3, mi3, sol3, cuyas vibraciones son entre sí como 4, 5, 6, se escucha ut1, perfectamente unísono. La ciencia ha encontrado todas estas proporciones exactas, valiéndose de ese aparato que se llama La sirena de Helmholtz y que es el perfeccionamiento de La sirena de Cagniar-Latour.

La ciencia y la experiencia han venido a vindicar la memoria de Pitágoras y a demostrar que la proporción entre las vibraciones forma los sonidos armónicos, armoniosos, las consonancias, las disonancias, todo el sistema en fin, de la música; pero esto ¿por qué? La naturaleza, esa terrible esfínge que día a día presenta al espíritu humano nuevos y complicados enigmas, no ha encontrado quien llegue a darle la verdadera resolución de éste. Helmholtz, en una conferencia musical, en Bonn, ha logrado dar una que hasta hoy parece la más satisfactoria, coordinando las vibraciones del sonido con la organización anatómica del oído y sus relaciones con el sistema nervioso y con la masa encefálica.

La música llegará a adoptar la gama matemática, y entonces será la música perfecta y merecerá el nombre algo pretencioso de la música del porvenir. Los instrumentos de arco, la voz humana y aun los mismos instrumentos de viento, podrán entrar en esa reforma: el piano y el órgano presentarán grandes dificultades; «el piano —como dice un escritor notable—, es el verdadero instrumento de la gama inexacta, con ella ha vivido y probablemente con ella morirá». El piano es como sintético, quizá el único instrumento musical usado en sociedad; es un auxiliar poderoso para los compositores; es la alegría de nuestras casas; el compañero de nuestras fiestas domésticas; para el acompañamiento del canto no tiene ni rival y verdaderamente ni sustituto en los salones de la grande sociedad; en cambio, como instrumento clásico, sus sonidos se extinguen rápidamente cualquiera que sea la habilidad del pianista; sus notas falsas se esconden y se toleran con más facilidad, y su influencia en la música no ha dejado de ser nociva. El canto, la verdadera melodía en la música para piano, ha ido desapareciendo poco a poco; y como si no se tratara más que de dar una muestra de agilidad, de vigor y de fortaleza, se ha sustituido con una cascada de trinos, de grupetos, de ruidos, de movimientos extraños y convulsivos que servirán cuando mucho para probar la destreza del ejecutante, el trabajo del compositor y la condescendencia de los oyentes, pero que de ninguna manera pueden conmover nuestros sentimientos ni despertar en nuestro cerebro esas ideas dulces y melancólicas, o alegres y de satisfacción, que es lo que busca y procura la música.

Un pianista, de esos que gozan fama de buenos ejecutantes y que tiene delante de sí un papel cubierto de complicados arabescos de un género desconocido, y que se suelta produciendo ruidos que hacen gemir al piano, y causa, como dice Helmholtz, mal de nervios a los oyentes, podrá saber mucho; ser un gran prestidigitador; levantarse de allí enteramente satisfecho de su destreza y de su agilidad; recibir mil felicitaciones de los que, a fuerza de alabar lo que nadie entiende, quieren pasar por grandes conocedores; pero aquel hombre no ha ejecutado un trozo de música, por más que lo aseguren todos los dilletantis esto se llama mal gusto, perversión del arte y blasfemia científica, aquí y en toda tierra de cristianos; y así lo llaman los músicos científicos, por más que se le quiera dar el mal nombre de pieza fuerte.

Si un profesor de elocuencia quisiera probar el progreso y la aptitud de sus discípulos, presentando en un acto público jóvenes que pudieran pronunciar clara y distintamente, cincuenta palabras por segundo, aunque fueran de las Oraciones de Cicerón, todo el mundo diría que aquello no era elocuencia sino un baturrillo infernal.

A ningún literato le ha ocurrido que es prueba de gran saber, escribir y luego leer rápidamente y en un tiempo muy limitado, un gran trozo redactado en alguno de esos idiomas polisintéticos en que cada palabra tiene catorce o quince sílabas; y eso que se llama grande ejecución, a mí me da idea, en último análisis, de aquel juego de los muchachos que consiste en decir rápidamente y sin equivocarse: el arzobispo de Constantinopla se quiere des​arzobispo​constantino​polizar; el que lo des​arzobispo​constantino​polizare, buen des​arzobispo​constantino​polizador será, y esto equivale a suponer que es orador Emilio Velasco, porque con el mayor desenfado, como un reloj al que se la reventado la cuerda, habla una o dos horas sin detenerse.

Bablot, dotado de una inteligencia clarísima, con notables aptitudes para la música, como he dicho, y ayudado con grandes conocimientos podrá, como director del Conservatorio, y contando con el apoyo del gobierno, llevar adelante la reforma del gusto tan necesaria en México.

Si las grandes disposiciones que tienen los mexicanos para la música y su notable afición a ese arte, no hubieran hecho que aquí se cultivara con empeño, merced a esfuerzos privados y venciendo toda clase de obstáculos, indudablemente México en ese ramo sería el país más atrasado: casi todos los profesores, casi todos los artistas han tenido aquí que formarse solos; porque ni escuela ni maestros lograron alcanzar realmente todos los que en el arte se han distinguido; y a fe que muchas notabilidades mexicanas podrían contarse en los anales de la música, si hubieran encontrado, muchos también que han pasado inapercibidos, facilidad y modelos que les sirvieran de guía en tan difícil ejercicio.

El maestro Melesio Morales, apenas un corto tiempo, insignificante puede decirse, para lo que se tiene que aprender y que estudiar, permaneció en Europa; y el maestro Morales es una honra para nosotros, y al escuchar cualquiera de sus composiciones, los menos conocedores descubren un estilo y un gusto muy diferentes de aquel de que hablé al ocuparme de las piezas escritas para piano.

Ni faltan en México profesores distinguidos, ni faltan ejecutantes dignos de llamar la atención; pero creo que el estudio de la música está en decadencia entre nosotros, por los sistemas de enseñanza. Apenas un joven comienza a tener alguna destreza y algunos conocimientos en el piano, cuando contándose ya como secundaria la perfección musical, empiezan a ponerle los maestros, bien por halagar a la familia, bien por lucir los adelantos del discípulo, o por condescender con éste que se fastidia de la aridez del estudio, valses, polkas, danzas habaneras, mazurkas y toda esa multitud de piezas para baile, que sobre no ser de lo más clásicas, vician el gusto del discípulo, y además le hacen perder la afición por el estudio serio, como a un estudiante en cuyas manos se pusieran novelas y versos eróticos y se le quisiera después obligar a los duros estudios de la lógica o de las matemáticas; las piezas de música escritas que vienen a México, generalmente son de baile, o cuando más, variaciones en las cuales el amor propio del autor y del ejecutante se satisfacen a costa del buen gusto clásico; porque se busca en ellas más bien una dificultad que vencer, que no un pensamiento agradable y conmovedor que presentar; y no es el trozo de una tragedia que se declama, sino el peligroso y difícil ejercicio de un acróbata el que se ejecuta.

El arte, la dedicación y el estudio podrán crear una escuela nacional en México, porque hay elementos para ella; no digo que sería una escuela original; tendría necesariamente que ser ecléctica: la escuela italiana con sus dulces melodías y su bel canto, llevando a la orquesta a servir de acompañamiento a la voz humana; la escuela alemana rica en armonías, con sus grandes masas corales, sus magníficos movimientos de orquesta y convirtiendo casi la voz humana en instrumento de esa orquesta, han formado en París una escuela ecléctica francesa. En México, la índole de nuestra raza sería un factor importantísimo para formar esa escuela.

El fondo de nuestro carácter, por más que se diga, es profundamente melancólico; el tono menor responde entre nosotros a esa vaguedad, a esa melancolía a que sin querer nos sentimos atraídos; desde los cantos de nuestros pastores en las montañas y en las llanuras, hasta las piezas de música que en los salones cautivan nuestra atención y nos conmueven, siempre el tono menor aparece como iluminando el alma con una luz crepuscular. Inútil sería buscar aun en los bailes de máscara y en medio del bullicio del Carnaval, esa alegría atronadora que distingue a los franceses, de todos los demás pueblos de la tierra: vano intento ha sido querer trasplantar entre nosotros esas ruidosas manifestaciones del placer; y se han estrellado contra el indiferentismo o contra el ridículo, los imitadores de costumbres que no pueden aclimatarse aquí.

Cada raza, cada pueblo, tiene, como los individuos, su modo peculiar de sentir y de expresar sus sentimientos: los frutos intelectuales de cada raza, de cada pueblo, tienen que afectarse y que llevar en sí el sello del espíritu de esa raza; por eso una escuela ecléctica musical en México, llevaría también marcada la originalidad en el sentimiento, que siendo natural, estaría muy lejos de ese afectado sentimentalismo en que degeneró la escuela italiana.

Quizá Alfredo Bablot, al frente del Conservatorio de Música, pueda, ya que no ver consumada esta evolución que no es obra ni de un individuo ni de una generación, sí darle el primer impulso, iniciarla y marcarle el camino: tiene de sobra para ello, aptitudes y atrevimiento.

Adiós al lector

Lector querido: aquí cierro este libro, más bien temeroso de fastidiarte, que falto de asunto; pues aún se me quedan en el tintero personajes de quienes quisiera haberte hablado y que son dignos de tu atención, contándose entre ellos, como principales, Francisco Pimentel, Ignacio Altamirano, García Icazbalceta y otros que bien pueden formar una serie que, si te conduces bien conmigo y me alienta tu aprobación, podré presentarte dentro de algún tiempo, y si no, me bastará con ese desengaño.

¿Por qué se llaman ceros estos artículos? Yo mismo no lo sé: tomaron su nombre del pseudónimo con que estaban firmados, y estos bautismos populares son los más legítimos.

Podrá tachárseme de parcial en favor de los hombres a quienes juzgo. Tal vez haya razón para ello: pero yo que he presenciado sus esfuerzos y su buena fe para levantar las letras en México, no me avergüenzo de quemar delante de estos hombres que no cuentan con el poder ni con la riqueza, un incienso que nunca ha humeado delante de los magnates. Como ese instrumento primitivo de música que se llama vulgarmente el arpa del pastor y que tiene una sola cuerda, así en mi corazón sólo una tengo, y no vibra más que por el cariño; ni el miedo ni el interés han arrancado nunca una sola frase de mi boca: hoy, cansado del mundo y harto de desengaños, me da la gana de alabar a los que lo merecen; a aquellos de quienes nada espero ni nada temo, y con los que la sociedad es injusta mirándolos con indiferencia.

Ceros fuera de escena

Martes, 3 de enero de 1882

Es la primera vez que escribo para el público, y en verdad sea dicho, ni Cantolla ha de haber tenido más miedo cuando hizo su primera ascención, que yo al escribir este artículo.

Pero ya no hay remedio, estoy como los novios afortunados, enteramente comprometido, y sabido es que los hombres de honor no se desdicen.

Pedro Castera me ha invitado a colaborar en su periódico y estoy resuelto a acometer tan ardua empresa.

¡Sus! ¡Pecho al agua!, y que los lectores aguanten mi estilo.

Pero antes de todo ¿quién soy yo?… ¡ah!, eso es lo que nunca me atreveré a decir, por que no tengo el descaro de manifestarme como escritor puesto que nadie me conoce.

Aprendí la gramática por Herranz y Quiroz, cuando aún no daban cátedra Marroquí y Rafael Ángel de la Peña.

Mi libro segundo, no fue el de Mantilla que hoy usan esos precoces niños que a los diez años se reciben de profesores; no, mi pobre libro segundo, mal impreso en papel ordinario comenzaba así:

Blas, Bien, Buey, Crin, Col, Diez y tenía en la portada un San Miguel pisando al diablo.

Aprendí ortología por el padre García de San Vicente; historia sagrada por el abate Fleury, y urbanidad por Murguía.

Tengo un mérito que no he de callar, aprendí en mes y medio el silabario, y allí me planté, nunca pude volver a distinguirme en otra materia, por más que así hagan creerlo, mis numerosos diplomas y premios, firmados los primeros por don Leocadio Pantoja, y siendo los segundos obras de tan notoria utilidad como «Los Huérfanos de la Aldea» y «Alejo o la Casita en los Bosques».

Estuve en una escuela nacional, donde me hicieron aprender en sólo un año matemáticas, latín, griego, francés, astronomía y literatura, aplazando para más tarde el estudio del español como materia secundaria.

Presenté al fin de dicho año un examen tan lucido que se admiraron mis sinodales al ver que resolvía una ecuación de segundo grado conjugando, y que traducía el griego por medio de los logaritmos.

Mi mayor gloria fue haber sido discípulo del doctor Barreda, aunque nunca entendí el positivismo, cosa que lamento, pues de algo me hubiera servido en estos tiempos en que se escribe La libertad y se anuncian publicaciones como la del doctor Parra.

Al llegar a anatomía, porque tiempo es de que sepáis que llegué a anatomía, destripé, confiado en que la mayor parte de los que destripan llegan a la cima de la fortuna.

Con mis profundos conocimientos científicos, me fui a mi pueblo y allí me volví poeta. El cura, sorprendido de mi numen, se encargó de formarme el gusto y me prestó obras poéticas que nunca quise leer en mis días de colegio.

Entre las dichas obras me recomendó Saudades, llantos y fantaseos, por don José Agustín Eduardo Edmundo, con el de Bazán y Caravantes; «Samuel», poema bíblico dividido en éxtasis; y unas décimas, según me dijo de un afamado vate a quien él llamaba con amigable confianza Perico Calderón, y que en realidad se llamaba P. Calderón de Becerra (de Chalchicomula).

Para crearme afición a la novela me prestó el Mirtilo de Curtis; el Libro de Satanás por Alegría y la primera entrega de las Causas célebres de Enrique Enríquez.

No sé —me dijo el cura— si tú tendrás disposiciones para dramaturgo, pero por si las tuvieras, lee con detenimiento esta joya la más valiosa sin duda de cuantas existen en mi rica biblioteca.

El drama se intitulaba La catástrofe del puente de Esconce, obra escrita por los primeros actores Estrada y Bonilla y dedicada al público mexicano.

Cuando vuelvas a la capital, prosiguió el párroco, no dejes de asistir al Teatro de Nuevo México, allí trabaja López del Castillo, estudia sus actitudes, su voz y sus arranques, es un modelo que no debes despreciar.

En efecto… yo leí las obras citadas, vi al actor que me recomendaron; tomé una suscripción al gabinete de lectura de Nicolau, y cuando ya me sentí capaz de hacer novelas como Mirtilo, versos como los de Saudades y dramas como el del Puente Esconce, me dije orgulloso: si alguien me invita a colaborar en un periódico, acepto, porque ya me basta y me sobra con lo que he aprendido para ser literato.

Pensando en esto me encuentra Castera, y como si hubiera sorprendido mis deseos, me dice: hombre, sé que tú escribes, ¿eh?

Ruborizado (única vez en que me he ruborizado) le respondí:

—Suelo escribir algún articulejo de vez en cuando, y sirvo para parrafear.

—¡Vaya!, pues cuento contigo para que me ayudes en La República.

Vi el cielo abierto ¡La República! ¡El periódico en que el maestro Altamirano ha escrito tan admirables cosas! ¡El diario que tantas veces se engalanó con las producciones de Gabilondo, de Peza, de Castera, de Lerdo, etcétera!

—No tengas miedo —me dijo con resolución Pedro—, para ser escritor no se necesita más que saber escribir; si estás en ese caso, ven con nosotros.

Y ahora me pregunto: ¿sabré escribir?… Allá en el fondo de mi gaveta guardo un papel en que con caracteres góticos he leído mil veces que el año de 18… se me adjudicó un premio de escritura inglesa… ¿me bastará con esto?, ¡quién sabe!… si yo supiera escritura yankee estaría dentro de mi tiempo.

Sin embargo, me anima ver que para ser escritor basta con tener ganas de serlo.

Y a mí, me ha dado la humorada de escribir para el público.

¿Qué cosas diré? Ya lo iréis viendo, y por ahora, sabed que mi pseudónimo es mi biografía.

Miércoles, 4 de enero de 1882

Voy a ahogar en mi corazón toda la poesía que en él rebosa para no aparecer como un romántico.

Ya os dije ayer que estoy recién llegado de mi pueblo natal. ¡Ah!, si lo vierais; está situado en una hondonada que forman las montañas; la niebla lo envuelve en estos días de invierno y el sol lo baña de lleno en el verano.

Allí pasaba yo por primera persona. Nos reuníamos diariamente las notabilidades que siempre tuvimos asombrada a la buena gente de aquel rumbo; el cura, el médico, el boticario y yo.

Había un jefe político a quien nunca le hicimos caso porque no sabía leer ni escribir. El cura menudeaba sus latines, el médico me titulaba compañero, el boticario cuando las discusiones se acaloraban nos daba temperante y yo hablaba de México.

Por supuesto que el México a que yo me refería era muy distinto del que he venido a encontrarme ahora que ya soy periodista.

Yo les describía una ciudad sin luz eléctrica, ni tranvías, ni anuncios-atalayas sembrados a cada diez pasos, ni nada de lo que hoy se ve como testimonio de nuestro progreso.

Yo viví cuando era estudiante en esta ciudad, pero estaba de muy distinta manera.

¿Quién no suspira por sus tiempos?

¡Pobrecitas gentes las de las aldeas! Qué buen juicio tienen para apreciar las cosas. Ayer vino Melitón, sobrino del cura que me volvió literato prestándome los versos de Caravantes y el Mirtilo susodicho, y como nunca había visto la capital procuré llevármelo a las calles de Plateros a las siete de la noche.

Lo va a pasmar la luz eléctrica me dije contento; estos payos son capaces de quedar ciegos al mirar tan hermosas lámparas.

¡Qué chasco me pegué, tan redondo!

Melitón, en efecto, se asombró al pie de una lámpara, pero así que anduvimos un poco y cuando fue entrando en la sombra me dijo con mucha humildad: ¡si vieras que esta luz me recuerda una tontera de mi tío!

—¿Cuál? —le pregunté.

—Una noche, supo que a la tienda del pueblo habían llegado unas velas de estearina, que él llamaba bujías, y fuese corriendo a comprar una que llevó a casa diciéndonos lleno de gozo:

—Hijos, aquí traigo una bujía de las que se usan en México, apaguen esas inmundas candelas con que aquí nos alumbramos, pues con esta basta y sobra para iluminar todas las piezas.

En seguida fui y apagué la candela de la sala, las de las recámaras, la del comedor, la de la cocina, la de la escalera y la del patio, y grité con toda la fuerza de mis pulmones y en medio de la oscuridad más completa: ¡yaaaa…!

Mi tío encendió pacíficamente la bujía y nos dijo: ¡vengan!

Cayendo y levantando pudimos volver a la sala y con sorpresa nuestra vimos que aunque la vela era buena no bastaba a iluminar toda la casa y mi hermana que como recordarás es algo marisabidilla, se acercó al padre cura y dándole una palmadita en el hombro, le dijo al oído:

—Tío, si no compra usted y enciende todas las bujías que se necesitan, mejor es que nos deje las candelas, puesto que con ellas siquiera veíamos las caras en todas las piezas y hoy sólo podemos mirárnoslas en la sala.

Así están en tu ciudad civilizada, tienen en cada esquina una lámpara que convierte en un día la noche, mientras en la mitad de la calle reina la oscuridad más completa.

¿Qué trabajo costaría poner mayor número de lámparas, a fin de tener más luz, estando unas cerca de otras? Y luego echan en cara su tontería al tata cura: ¿quién se arregla aquí con el alumbrado?

—Cállate, le dije, aquí no andan las cosas como en el pueblo, y pensé en todos los ultrajes que con tanta frecuencia y a veces con tanta justicia y razón se hacen al ayuntamiento.

Yo estoy porque se aumente el número de focos luminosos, pero en caso de que esto no sea posible no querría que apagaran los que existen.

¡Ya estamos muy adelantados! ¿En qué país hay carros fúnebres por ferrocarril, como los tenemos nosotros? Merece un aplauso el que inventó esos tranvías que conducen a la eternidad.

Ésta es la ciudad de los vagones. En esos vehículos se va a las fiestas, a los baños, a los toros y a los cementerios.

Es decir, este conjunto de coches lujosos que no pueden andar fuera de los rieles, forman un gigantesco embudo por donde tenemos que filtrarnos todos los habitantes, vivos o muertos.

¿Quién no se somete a su ley terrible, aunque sea una sola vez al día?

Con sobrada justicia, Melitón el de mi villorrio, me decía condolido: «Noto con tristeza que aquí han nulificado a los coches simones y a la luna.»

Los tranvías y las lámparas eléctricas se han encargado de esa tarea, y debo confesar que por lo que toca a los coches simones, a pesar de las reformas introducidas por Nacho Bejarano, me alegro de todas veras.

Nuestras calles, hijas legítimas de la cuesta china de Querétaro, han sido hechas para tranvías, y todo carruaje que no marche sobre ruedas, se romperá en ellos a los pocos pasos.

Ésta es la ciudad de los grandes hombres y de los grandes precipicios.

Sin embargo, admira ver la extrema ligereza con que cada uno de esos jóvenes elegantes que cifran su vanidad en servirse ellos mismos de automedontes, conducen un faetón hecho de popotes por encima de los mil promontorios que afean nuestras calles, con la misma agilidad con que una de esas equilibristas del circo Orrín haría rodar su velocípedo sobre la cuerda floja.

¡Todo es vanidad en el mundo!

Yo puedo comprender que un cochero envidie a su amo, pero que el amo ocupe el lugar del cochero y trate de imitarlo, ya sea en el manejo de los animales o en el mal uso de la lengua, no ha podido caber nunca en mi imaginación.

Yo tengo una tendencia tan rara y tan censurable, como la que acabo de traer a cuento y voy a decírosla para que os asombréis.

Hay veces, por ejemplo, cuando me pierdo en el laberinto de calles que tiene México, y me veo de improviso en uno de esos barrios en que sólo se ven casas bajas, de muros sucios y descascarados, con aceras sin baldosas, con caño en medio de la vía pública y con tendajos en que se venden confundidas las bolitas de hilo con los terrones de azúcar, hay veces, repito, en que así como Víctor Hugo dijo: «Si j’ estais roi…» exclamo con énfasis: ¡Si yo fuera del pueblo!

Porque —porque no me juzguéis aristócrata— yo no soy del pueblo.

En esta ciudad republicana, un hombre que viste jacquet y pantalón de paño, que calza botines y cubre su cabeza con un sombrero de copa, convendréis en que es un señor decente y los señores decentes no son del pueblo.

A falta de esa gloria tienen otra; para ellos cuando son calaveras reserva el teatro sus ventilas, los coches simones sus cortinillas y las tiendas sus sacristías.

Pero hay que confesarlo, el señor decente es menos franco que el pobre hijo del pueblo, que si va a la comedia grita sus impresiones desde la cazuela, y si va a beber sale hasta el medio de la calle con un enorme vaso en la mano; que su plan político lo expone todo entero con un viva o un muera lanzado en la plaza pública en un diez y seis de septiembre, y que no tiene para presentar en el taller y en la sociedad más que los tres trajes consabidos: el que se quita, el que se pone y el que deja junto a su cama cuando se acuesta.

Sin embargo, nuestras reservas constituyen el buen tono, y muchas veces saber callar vale más que hablar a tontas y a locas.

Yo he traído del pueblo, la franqueza, la verdad y el arrojo para decir las cosas. Asi pues, no me callaré en lo sucesivo, y ya veredes como dijo Agrajes.

Pero el gallo canta… es más de media noche. Un diputado, aunque sea de Belchite, no debe desvelarse, porque se le seca el cerebro, y entonces no puede decir ni un ni un no en el parlamento.

Yo debo cuidarme por bien de las instituciones. ¡Ea!, apagaremos la luz y… hasta mañana.

Jueves, 5 de enero de 1882

¡Pobre de mí!, mis artículos publicados hasta hoy, han dado lugar a que, como luego dicen, me coman vivo.

Acaban de referirme, que en un círculo de pollos casquivanos de esos que no saben más que tomar cocktail y desvelarse reclinados sobre el tapete verde, se decía anoche:

¡Qué detestables artículos de Cero! ¡Qué estilo tan cansado y tan soso!

¡Ayúdame Dios, lectores! Yo sé antes que los demás que no valgo nada, absolutamente nada, por eso me llamo cero, símbolo y emblema de mi sabiduría literaria.

Puede que como a muchos prohombres de mi tiempo, la ignorancia me sirva de aereóstato para elevarme a las más encumbradas regiones de la fama y de la gloria.

Los aplausos no sirven de nada. Ese ruido que producen las manos ha desvanecido a algunos incautos, que todavía creen que la multitud tiene mayor número de sensatos que de imbéciles.

Estaba yo en mi pueblo y hasta mi pobre choza llegaba el rumor de los triunfos que en esta ciudad alcanzaban algunos jóvenes atrevidos que se lanzaron a la dramática con el mismo arrojo con que en una mañana de verano se sumerge un buen nadador en la Alberca Pane.

No se me han olvidado aquellos juicios que en El Correo del Comercio, periódico del nunca bien ponderado Nabor Chávez, publicaba Jesús Fructuoso López acerca de las obras de los dramaturgos de por acá.

Alberto Bianchi, que todavía usaba cachez-nez rojo para llorar en las escenas tiernas y que de improviso se oyó en el patio del viejo coliseo una tromba de gemidos que bastó para convencer a los incautos de que allí había una gran dosis de sensibilidad latente.

Gustavo Baz, que hoy de tanto estar en París, ya debería firmarse Gustave Bez tradujo la Fernanda de Sardou, y por sólo eso pusieron sobre su espaciosa frente tres gruesas de coronas que ya no sabía dónde guardarlas.

Lerdo, el mismo Lerdo, que en La República suele aparecer disfrazado de romancero, dio su Luisa, que según recuerdo la recibió el general aplauso y se la pasó al capitán olvido.

Acuña, dio El pasado. ¡Respetemos a los muertos aunque ellos sean culpables de estar en el sepulcro!

Cuenca escribió La cadena de hierro, y el señor Altamirano aseguró que era muy buena.

Es de cortesía no contrariar su opinión en este periódico.

Peza dio La ciencia del hogar, que aunque parezca al doctor Parra una profanación a la filosofía moderna se parecía al positivismo, en que para entender el argumento se necesitan diez años.

Ortiz escribió La hija del insurgente, por la cual se vino a saber que el insurgente no era otro que Manuelito Estrada.

Peón Contreras obsequió al Parnaso con catorce dramas, y Juan A. Mateos, el rey del punto y aparte, con diez o doce.

Pero vamos a la cuestión: cada uno de estos hijos de las musas, fue aplaudido y proclamado inmortal; los periódicos les llamaron, López, Calderones, Tirsos, Moretos, etcétera…

Se hincharon de gloria y desde aquel día entraron al reino de las notabilidades (perdónenme los dos que figuran en el cuadro de redacción de La República).

¿Y todos aquellos aplausos, aquel escándalo de admiración y entusiasmo, les ha servido para algo en este mundo?

Sólo Peón, gracias al escalpelo, y sólo Mateos, gracias a gracias, han podido flotar sobre ese mar revuelto de la fortuna.

Acuña se murió; Bianchi fue sepultado en un nicho de la Contaduría Mayor; Ortiz yace, muerto en vida, en los oscuros antros del Palacio de Justicia; Lerdo visita las garitas con la misma constancia con que las devotas siguen el vía crucis; Peza rompe su lira contra la puerta de los hospitales; Cuenca desafía al vómito en Veracruz; Baz pasea por los boulevares pensando en las ingratitudes de Carmona, y a ninguno le sirven los aplausos y los rumbosos calificativos que en horas de entusiasmo les dieron con prodigalidad.

Y ¿habrían de servir a mí, a un provinciano desconocido que a nadie envidia ni adula a nadie?… Yo siento haber venido a esta ciudad en que pasa lo mismo que en el mar, que los peces grandes andan en pos de los chicos para devorarlos en la primera oportunidad.

¡Ah, si yo fuera un Duque Job, un Fru-frú, un Pomponet, un Mr. Can-cán, un Gutiérrez Nájera, en fin!

Sólo así podría salvarme y disminuir mi trabajo; me bastaría comprar algunos libros y podarlos como a los árboles, aprovechando las hojas caídas, para secarlas y utilizar su polvo en el abono de mis tierras.

¿Qué podría importarme que una mano atrevida desenterrara más tarde los tesoros de Byron, de Shakespeare o de Castelar, escondidos por mí entre los viejos trastos de mi humilde tugurio?

Yo tengo miedo a acometer a las obras ajenas, para evitar que cuando se publique el primer tomo de «Figuras y Figurones» que un notable escritor tiene anunciado, vaya a aparecer mi semblanza con este título Cero ó le petit Cobos. ¡Ah!, le tengo un gran miedo a los rurales porque son muy crueles con los secuestradores, con esos piratas de tierra, mil veces peores que aquel que llevaba diez cañones por banda, viento en popa, a toda vela…

En todas partes se cuecen habas, dice un refrán, y también en mi pueblo, allá en las vertientes de la Sierra Abuela, porque ya lleva siglos de Sierra Madre, se plagia, pero la verdad sea dicha, lo hacen con más valor y con la cara descubierta.

Yo no sé lo que debo hacer para transformarme en escritor.

¿Cómo se hicieron escritores todos esos niños que dan hoy con un énfasis admirable su opinión sobre todos los negocios en las columnas de un periódico? Nadie lo sabe.

Me he convencido de que quien más mira menos ve.

Por ejemplo, los grandes conocedores del derecho internacional como Castilla Portugal, Aspíroz y Pepe Díaz Covarrubias (que ya está aquí) nada dicen sobre la cuestión de Guatemala que tanto interesa en estos momentos, y en cambio los que el cura de mi pueblo llamaba bastardillos, los filisteos de la prensa, esos gritan sin ton ni son, de la manera más descompasada, y dan sus opiniones ajenas a todo principio de derecho, enmarañando y descomponiendo un asunto que no entienden ni pueden entender.

Así, pues, en esta época en que los buenos se callan y los reclutas hablan, entro yo, sin tacha y sin miedo, sin ilustración y sin méritos, a meter mi cuchara en esa olla de literatura y de política, de ciencias y de artes, de la cual sale el potaje diario que se sirve impíamente a los suscriptores de los periódicos.

Doy las gracias a los redactores de éste en que aparezco tal como soy, por su deferencia en admitir mis primeros ensayos que valen lo que este pseudónimo, expresión de mis aptitudes literarias.

Sábado, 7 de enero de 1882

Mira; aquel buen señor que da sendos sorbos de café, con un codo apoyado en la mesa y un cigarro de Monzón en la diestra; aquel buen señor que todas las tardes encontrarás en este sitio, llamado «Café de Manrique», que usa anteojos joveros, es decir con un cristal azul y otro blanco; y que contrae la fisonomía cada tres segundos; ¡es el viejo Ramírez!

—¿El Nigromante?

—¡No, bárbaro!, ¡no! El Nigromante ya pasea por la historia en brazos de la fama, y éste aún sigue por el mundo dando el brazo a cualquiera.

Al viejo Ramírez corresponde una gloria semejante a la de don Eulogio Florentino Sanz. A los dos les ha bastado escribir una obra para darse a conocer con todo su valimiento en la república de las letras.

Don Eulogio con el drama Don Francisco de Quevedo.

El viejo con la novela Una rosa y un harapo.

Por supuesto que ya no busques la rosa en las inspiraciones de nuestro novelista; el harapo flota hoy encima de su cabeza, fúnebre y triste como la bandera triangular amarilla con lagarto azul que aparece sobre la casa del ministro Chi-Lam-Pin en una de las calles de Washington.

José M. Ramírez pertenece a la generación anterior a la presente. No es tan viejo como haría creerlo su título que ha sido sancionado por el público.

¡Adiós, viejo!, le dicen todos al saludarlo, pero no lo es tanto, hay quien asegure que le lleva sólo dos años a Eduardo Garay que como sabes ahora empieza a ser presidente del Senado.

Me han dicho que Ramírez fue un buen estudiante en el Colegio de San Ildefonso en los tiempos en que don Sebastián era rector y maestro.

Aquel colegio era en ese tiempo un nido de grandeza; Pancho Villaseñor, Pedro Gallantes, Ignacio Manjarrez, Carlos Diez Gutiérrez, Víctor Banuet y Emilio Ordaz, estudiaban facultad mayor, y de la menor eran estudiantes Justo Sierra, Pablo Macedo, Emilio Pardo, Jr., Juan Antonio Valdivia, Manuel Luján y otros.

Entonces en las escuelas de jurisprudencia resonaban las elocuentes palabras de Lacunza, de Ortiz de Montellano, de Sierra y Rosso, de Alamán, y de otras cien notabilidades en la ciencia de Ulpiano y Paulo.

El viejo llegó a pasante, le faltó sólo un día para recibirse, y ¡ya lo sabes!, aún no ha llegado ese día.

Un tomo de poesías y varios artículos, originales y festivos como los de Selgas, descollando entre todos el que intituló Mi frac, le sirvieron de pase al mundo de los escritores.

Iba una vez triste por estas calles de Dios y oyó que le llamaban desde un coche. ¡Jamás ha tenido mejor encuentro!

Era Altamirano que venía del sur, trayéndole así como a Juan Mateos y a Joaquín Alcalde una credencial, para ocupar cómodo asiento en la Cámara de Diputados.

Dos años gozó de la vida del parlamento nuestro buen José María, y cuando salió de esas venturas, escribió su obra maestra: Una rosa y un harapo.

La obra se reprodujo en Madrid y se tradujo al francés.

La gloria del viejo brilló con todos sus esplendores.

Vino después la decadencia; la decepción, el hastío; pasaron los años; Ramírez dejó el cielo de los sueños y descendió al barro de las realidades frías y amargas; conoció a Filomeno Mata; trató a Joaquín Trejo; colaboró en La Mosquita, redactó La Casera… ¡se murió vivo!

En un rincón oscuro del café de Manrique, se sienta Vilard, aquel inteligente redactor del Pájaro Verde, cuya pluma dio muy buenos productos a Villanueva; Vilard va allí a tomar café y a esperar al viejo.

El viejo va a tomar café y a esperar a Vilard.

Se ven, se hablan, recuerdan sus tiempos; hacen grandes esfuerzos para soñar, pero sienten el alma gastada y enferma, y Ramírez suele decir: el mundo entero es el argumento de mi segunda novela que no se acabó de publicar.

¿Recuerdas algo de esta novela?

Se llamaba Los Pícaros.

¡Pobre viejo! En esta tierra donde todos nacen con disposición para escritores y para diputados; aquí donde el que menos sirve suele brillar más que cualquiera; el autor de la Rosa y el harapo no encuentra atmósfera.

Por eso se ha llenado de canas de polvo y de café; por eso busca a Vilard y se distrae con Luis G. Iza; por eso busca en Trejo un báculo y en El Diario del Hogar su recreación literaria.

Los árboles que fueron fecundados por las fuentes de Hipocrene, no viven ni se desarrollan en los áridos potreros que rodean la ciudad de México.

Hoy el viejo no habla jamás de derecho y lo he visto quitarse con respeto el sombrero para saludar a uno de esos ilustres y jóvenes abogados y médicos, laureados en las universidades de Tlaxcala y de Cuernavaca, que juzgan muy secundario el puesto de presidente de la Corte, y que cuando llegan, siquiera sea, a defensores de pobres, largan unos discursos capaces de matar al reo antes de que vaya al patíbulo.

Ese café de Manrique es una sucursal del Monte de Piedad de poetas (no de ánimas)…

Allí están representantes de todos los partidos y de todos los estilos; desde el siempre nuevo de Selgas, hasta el siempre viejo de Pérez Escrich.

Mira —ya se va Ramírez— se ha despedido de Vilard y va acompañado de un hombre igual al Otelo de González Pineda.

Ya te diré quién es.

Lunes, 9 de enero de 1882

A los pocos días de mi llegada a México se inauguró la Sociedad de Libres Pensadores.

¡Qué cosas tan originales pasan entre nosotros! El espíritu de sociabilidad está muerto, nadie se ve, pocas familias se visitan, la etiqueta es un código inútil que jamás se practica, pero eso sí, diariamente se inaugura una nueva sociedad que desgraciadamente dura lo que las rosas de Malesherbes.

La Sociedad de Libres Pensadores se inauguró un cinco de mayo en el pórtico del Gran Teatro Nacional.

Supongo que ustedes han visto con detenimiento los bustos que adornan aquel pórtico. El de Gorostiza ya sin narices, el de Castro sin ojos, el de Fernando Calderón próximo a quedarse sin cabeza, y el de Ángela Peralta, cubierto de polvo y carcomido por las moscas.

Me acuerdo que una tarde, Julián Montiel sacudió su melena y la esponjó hasta lo inverosímil, alquiló una música; reclutó dos docenas de muchachos de barrio, proveyéndole de cañas verales y gallardetes; obligó a Acuña y a Peza a escribir versos y a Cuenca y a Silva, discursos, y armando más escándalo que el que se armó en Peralvillo el día que los vecinos eligieron general a Beléndez, fuese al teatro, allí resonó el himno, los poetas y oradores lanzaron sus ecos al aire libre, y como recuerdo de semejante solemnidad quedó dentro de un nicho mal estucado la efigie de la diva mexicana, del ruiseñor tantas veces aplaudido, de Ángela Peralta.

Juvenal que ya se encontraba en el alto puesto de que aún no ha podido descender, rabió y declamó contra aquel acto que muchos dieron en llamar apoteosis y que sólo produjo un poco de ruido, unas buenas quintillas de Acuña y ese busto que ya se está cayendo en pedazos.

Pues como dije al principio, en ese pórtico celebró la Sociedad de Libres Pensadores su sección inaugural en la que surgieron cuatro notabilidades cuyas siluetas procuraré copiar, valiéndome de la linterna mágica de mi memoria.

¿Quiénes eran esas cuatro grandezas? La primera Gostkowski; la segunda Torroella; la tercera Bulnes; la cuarta Gustavo Baz. Ellos subieron en ese día a la tribuna acompañados de gloriosos antecedentes. El Barón hijo de Polonia, e hijastro de París, había visto con sus inmensos y abultados ojos, iguales a esas inmensas canicas de vidrio azul que despiertan la codicia de los niños en los escaparates de la Dulcería de Jenin, pasar en su torno todas las tristezas y todas las miserias de la proscripción.

Había vivido alguna vez en dernier étage, y comido en el bouillon de la Rue Cadet; sabía de buena tinta que desde la cuna hasta el sepulcro la vida es cuestión de forma y que el que sólo tiene un duro debe emplearlo antes que en comer, en comprar betún para las botas, cepillo para la levita, almidón para la camisa y álcali para renovar el sombrero y sobre todo: una leontina gruesa y vistosa para cubrir el chaleco, una sortija heráldica para afirmar el dedo anular y un bastón de puño de estaño con diamantes de Apipilhuasco para jugar con los rayos de la luz a medio día y distraer así poéticamente el apetito.

Hombre de mucha lectura y de gramática parda, el Barón cautivó con su palabra chispeante y amena a los que primero le trataron y poco a poco se fue internando en nuestros círculos literarios hasta confundirse en ellos.

El Barón, aislado, era una avispa con una ala, y para tener la otra, buscó a Bulnes. Así ya pudo emprender el vuelo, escribir en El Domingo las «Humoradas Dominicales» y las «Caras y Caretas» y dar más tarde al teatro El duque Gontran en que compartió los aplausos con su colaborador en la obra, el doctor Peredo, hombre todo manos y todo reglas.

Bulnes era entonces un jovencito de cutis de seda, de cabellos finísimos y algo ensortijados; estudiaba mucho, se desvelaba cavilando con Voltaire, despertaba con Rabelais, almorzaba con Balzac y comía con Taine.

Estudiante de minería, con la costumbre de sacar el primer premio en todos los años, con la tendencia a contrariar el reglamento, disgustando al albérchigo —hoy Santiago Ramírez— imitando en el vestir a Pepe Vizcarra; en el hablar pulcro a Blas Escontría (¡hoy secretario del Senado!) y en el discurrir a sus mejores maestros; Bulnes salió al mundo con una bien sentada reputación de inteligente, de elegante, de erudito y de calavera.

A pesar de esto, no pensaba ser diputado ni su compañero Eduardo Garay esperaba ser coronel. ¿Quién hubiera creído semejantes cosas al ver en una comedia de colegiales, hacer al primero el papel de Tomasa en el Tigre de Bengala y al segundo el de Marcela en la ídem de Bretón?

De estas dos damas jóvenes puede decirse hoy con Petrarca: Appena s’il pou dir questa fú rosa!

Bulnes se presentó en la Sociedad de Libres Pensadores y le oímos un discurso tan breve como venenoso, tan irónicamente escrito y tan magnífico en su forma como mal leído.

Bulnes, contrario al padre Malavear en ideas, le es igual en la voz; la de Bulnes resuena en el Parlamento como la del famoso predicador en el templo de Santa Clara.

¡Parece que hablan ambos dentro de un cántaro vacío!

¡Pero esto no es un impedimento para levantarse a las grandes alturas!; peor dicen que hablaba Francisco de Asís y se sentó (aunque del lado izquierdo) en el trono de España.

A Bulnes no le faltan ni tres meses para sentarse en la silla principal del Congreso; es decir, en el trono de la democracia.

Ya Eduardo Garay ha presidido el Senado y Escontría es allí secretario. ¡Vamos!, ¡están de turno los colegiales de Minería!

Su discurso pronunciado en el pórtico del teatro le valió muchos aplausos, aunque no tantos como los que el público tributaba a sus cartas, firmadas «Junius».

Tiene un gran talento y sus aptitudes para crítico no reconocen rival.

Ha sido feliz en su carrera. A causa de faltar diariamente al Ministerio de Fomento, don Blas Balcárcel llegó a extrañarlo y un día que le vio entrar después de las diez de la mañana le llamó para reprenderlo.

—¿A qué horas cree usted señor Bulnes, que deben comenzar los trabajos de la oficina?

—Sólo sé que la civilización comienza a las once —le respondió haciendo gestos.

Don Sebastián, no el rey de Portugal sino el zar de México, quiso de tal suerte a Bulnes que lo envió de historiógrafo de la comisión, que presidida por Díaz Covarrubias, fue a observar el paso de Venus por el disco del sol, en el imperio japonés

Desde entonces empezó para Pancho la vida de la fama Así refiere la crónica que un día se llevó O’Donnel a un escritorcito chispeante y galano para que hiciera algunos apuntes sobre la guerra entre España y los marroquíes.

Aquel escritorcito, no era otro que don Pedro Antonio de Alarcón, y su libro Diario de un testigo de la guerra de África, vale más para eternizar los hechos del duque de Tetuán, que los mármoles y los bronces.

Bulnes quiso también corresponder con una obra el favor que se le había hecho y escribió más de catorce entregas de sus Once mil leguas sobre el hemisferio norte.

¡Es una lástima que no la concluyera porque tiene páginas dignas de Stendhal!

Bulnes fue un día soldado en la unión de Talavera y dicen que el general Carbó se quedó pasmado de ver a ambos presentir la derrota desde que llegaron al campo de batalla.

A Bulnes le basta con su talento, su viaje a China, su instrucción y su estilo, para asombrar a la Cámara. ¡Siempre las lumbreras de la Beocia parecieron pálidas junto a cualquier lamparilla de Atenas!

Bulnes era un filósofo sui generis, original, nuevo, y un día se metió al positivismo y ya no volvió el público a entender la mejor parte de sus discursos.

Francamente, ¡es una gran pena tener que permanecer cinco años en la escuela preparatoria para poder ir a las galerías de la Cámara a enterarse de las grandes peroraciones de los nuevos apóstoles de la filosofía de Comte!

Cuando se comparan los desastres de la guerra civil, como el precipitado de las sales de mercurio tratadas por algún oiduro; cuando se dice que la cólera popular se parece al hidrógeno arseniado, o que las maquinaciones de la política son la fuerza catalítica de las sociedades; cuando para hablar de la Corte de Justicia y del ejecutivo se cita cualquiera ley mecánica, por ejemplo: que la potencia y la resistencia están en razón inversa de los brazos de palanca; o cuando se intenta reformar la Constitución por medio de diferenciaciones aprendidas en el cálculo de Boucharlat, entonces, se necesita ser bachiller para entender a los oradores que llevan la voz del pueblo y francamente no hay todavía un pueblo tan ilustrado y tan grande.

Pero a pesar de todo, Pancho Bulnes es de lo mejor que tiene la nueva escuela que ya figura en el periodismo y en la política, pero no basta para sostenerla ni para impulsarla.

Nos daba mayor placer mirarlo pensando por sí propio y todavía notará que le aplauden cuando habla con su boca y no con la de Taine o la de Parra.

Amigos suyos eran Torroella y Baz, muerto ya el uno y ausente hoy el otro.

¡Mañana estudiaremos ese par!

Martes, 10 de enero de 1882

No es oro todo lo que relumbra. ¡Qué refrán tan vulgar y tan añejo! De tanto repetirlo me ha cansado y de tanto estudiarlo me ha convencido.

¡Cuántas veces la espada de Santa Catarina ha servido para ganar una batalla, y cuántas también una pluma arrancada de la cola de un pavo indiano, ha servido para conquistar fama y renombre!

¿Esto es lo que se llama anomalías?

¡Lo ignoro! Yo sólo sé decir que he visto cosas que me han dejado estupefacto.

Pero no hablaré de ellas hoy puesto que debo cumplir una oferta solemne que he hecho a mis lectores. Dejo, pues, para cualquier día tan ardua tanda y voy a entrar en materia.

En uno de los cementerios de La Habana, hay una tumba cuya sencilla lápida de mármol negro, ostenta, rodeado por un laurel de oro, este nombre: «Alfredo Torroella».

¿Se acuerdan ustedes del vigoroso poeta?

Era cubano, pero no se parecía a muchos cubanos. Me explicaré más claramente: Torroella no pertenecía a esa inmensa legión de hombrecicos de bajtón de ejtilete con soltijón velde, que defienden la independencia de su patria a diez mil leguas del campo de batalla y que se comen al prójimo con la misma facilidad con que se comen las letras.

¡No! Torroella era verdaderamente un proscrito, y siempre que soñaba en volver a su tierra, el espectro de Juan Clemente Zenea se le aparecía, diciéndole: ¡Mírame!

Huyendo de la muerte vino a México, y la noche de un diez y seis de septiembre leyó en el Teatro Nacional unas quintillas hermosas y entusiastas.

Justo Sierra, que todavía era poeta, se levantó de su asiento y lo recibió con un abrazo al verlo bajar de la tribuna.

Después de Justo, toda la bohemia recibió de igual manera al que nos dijo aquella noche:


dejadme tremolar vuestra bandera
mientras que puedo tremolar la mía.
 

Ya se sabe cómo cunden en México las noticias, y el éxito del poeta habanero se supo al día siguiente lo mismo en los palacios de las calles de San Francisco como en los tugurios de la calle de la Buena Muerte.

Era Torroella, alto, grueso, blanco, de cabeza rizada, de grandes ojos, de modales francos y de voz llena y firme con la cual dominaba a su auditorio por numeroso que fuera.

Se le estimaba en todos los círculos y se le aplaudía desde que pisaba la tribuna.

Al inaugurarse la Sociedad de Libres Pensadores leyó un soneto terrible, y desde ese día se le trató de otro modo. ¡Así es México!

Pasó el tiempo; el poeta se fue en calidad de empleado a la Aduana de Matamoros, cayó el gobierno de Lerdo, y entonces Torroella vino a la capital, de donde a los pocos meses partió para La Habana, aprovechando la amnistía dada por Martínez Campos.

Ya iba enfermo pero no desmayaba en inspiración.

No hacía un año que vivía en su primera patria cuando le sorprendió la muerte…

Nicolás Azcárate, Martí y Triay, le acompañaron en unión de varios poetas y periodistas, a la última morada.

El cuerpo quedó sepultado en oscuro nicho pero la memoria del cantor de «Palma» aún vive entre nosotros.

Yo respeto más que nadie esa memoria.

Amigo de Torroella era también Gustavo Baz, otro de los que en el pórtico del Coliseo Batres echó el resto el día de la inauguración de la Sociedad de Libres Pensadores.

Todos conocéis a Baz; hace más gestos que Bulnes y tiene tres cuartas y media de elevación sobre el nivel de cualquier terreno en que pise.

Según la opinión de peritos en la materia, no hay palabra que hiera más que la suya, ni nadie ha padecido una glositis ponzoñosa más grave.

La enorme y abultada frente de Calibán no es la hermosa fachada de una casa vacía; al contrario, encierra un gran talento y poquísimo juicio.

Siendo muy joven escribió dos obras verdaderamente notables: la Vida de Benito Juárez y la Historia del Ferrocarril Mexicano. De ambas hizo lujosas ediciones que se agotaron en brevísimo tiempo.

Como sus chistes, más agudos que una lezna, y cortantes como una navaja de Albacete, cayeron en gracia a Mateos y a Cuéllar, a Peredo y a Gostkowski, que estaban convencidos de la instrucción del escritor precoz, lo estimularon de mil maneras hasta encarrilarlo directamente al porvenir.

Pero como nadie está contento con sus propias aptitudes, razón por lo cual Guillermo Prieto se cree economista; Manuel Payno, financiero; José Rafael Álvarez, orador; Hammecken, político; Caravantes, poeta; Julio Barreda, diplomático, y Navita, joven; Gustavo Baz, se creyó más útil a las musas que a la crítica, y perdió en ensartar consonantes, un tiempo que pudo con toda facilidad emplear en algún libro de la alta importancia de los primeros que publicó.

Sus versos son correctos, aunque no del todo inspirados; en cambio tiene artículos literarios, por ejemplo, sus estudios sobre la literatura española, que honrarían al más exigente escritor.

¿Por qué adoptó Baz el pseudónimo de Calibán?

¡Quién sabe! En una Noche Buena de la bohemia, se adornó la sala de la casa de Facundo con varias caricaturas ejecutadas por Villasana. Allí estaba Gustavo, perfectamente retratado teniendo a sus pies este letrero:

¡Monstrum horrendum!

Eneida

¡Cómo! ¡Si yo no estuve en Troya!

Calibán el de acá.
 

Si ustedes conocen al personaje de Shakespeare, cuyo nombre eligió nuestro literato en cuestión para firmar sus artículos, ya se habrán explicado por qué le fue simpático, y si conocen a Gustavo ya habrán entendido la alusión de la caricatura.

Baz se metió a político en los momentos más aciagos para el partido en que se afilió, y tuvo el mérito de seguir a Lerdo en aquella horrible peregrinación por Huetamo y el río de las Balsas, en que los mosquitos, el pinolillo y el jején, se encargaron de comerse los últimos restos de una fe, que como la estrella de los magos, estuvo a punto de llevar a Belén (el de acá) a los defensores del ex presidente.

Se fue no a la legalidad que andaba vagando por Salamanca, sino a los Estados Unidos; de allí marchó a París y ya no ha vuelto a México desde aquella época.

En París, según me han contado, le prestó un gran servicio al marqués de Carmona.

El rico personaje que pagó cuatro mil pesos por su retrato ecuestre y seis mil por cuatro bustos (todos de él) para colocar uno en cada rincón de la sala principal de su palacio, encargó un día a Baz que le llenara su biblioteca.

El encargo fue cumplido a la mayor brevedad, Calibán midió la anchura de los estantes y se fue a comprar obras como se compran la manta o el calicot.

—Deme usted tres metros y medio de libros —le dijo a uno de esos viejos que tienen sus puestos cerca de la rué Seguier.

—Explíquese usted, caballero.

—Sí, deme usted todos los libros que quepan en un espacio de tres metros y medio, y repítame usted esa operación sesenta veces.

El puesto quedó vació y la biblioteca del marqués de San Basilio estaba llena al día siguiente.

Personas que han visto a Calibán en París, dicen que habla el francés con tal propiedad, que lo toman por oriundo de la tierra en que vieron la luz Musset y André Chénier.

El gobierno lo puso como agregado a la legación que dirige Velasco, pero no pudo soportar a este ministro, y pidió irse a otra parte.

Hoy está nombrado oficial de la legación en Madrid, y dicen que irá contento pensando que después de haber aprendido el francés y desvelándose en Bougival, no es malo estudiar el español y pasar algunas horas de la noche en el Salón de Capellanes.

Siete años hace que no hemos visto a Calibán. Ya debe de tener barba, a no ser que como su hermano Max sea refractario a esa costumbre y siga afeitándose con una toalla empapada en agua de Opoponax.

Viernes, 13 de enero de 1882

Ustedes se habrán sorprendido mirando en los escaparates de alguna tienda de vinos unas botellas, en cuyos membretes aparece pintado con pálidos colores, un personaje, flaco, calvo, de ojos vivos y de largos bigotes, a quien jamás podríais conocer si no hubiera en el cuello del frasco el letrero siguiente:


Licor Castelar
 

¡Hola!, exclamáis estupefactos, en verdad que sin tal aviso nadie hubiera salido del apuro.

Pues sorpresa más grave de lo que os refiero tuve un día en que por acompañar a un amigo, entré al salón de los Jurados… Estaba en la tribuna nuestro Castelar, es decir, un Castelar peor que el de los membretes consabidos: pero eso sí, más joven, porque el nuestro contará apenas veintiséis años de edad por más que como orador se crea con medio siglo de fama y diez siglos de ilustración.

Laureado por un gobernador en el paraninfo de la Universidad de Morelos, defendía con calor en la tribuna a un reo de filicidio.

Habló así:


Extrañeza y no poca causádome ha, que el representante de la sociedad, vulgarmente llamado agente del Ministerio Público, califique de crimen atroz el filicidio. En la mitología, señores, aparece Saturno comiéndose a sus hijos, y si esto hacía un dios, ¿qué podrá esperarse de un simple mortal, que ofuscado por las pasiones, no acierta a comprender hasta dónde llega el límite de la potestad paternal?

Este hombre que veis allí sentado mató a su hijo… ¡bien!… ¿y qué?, lo mismo iba a hacer el padre Abraham sobre la nevada cima del Ajusco de la Historia Sagrada, que llamaremos aquí el monte Oreb.

A Abraham le detuvieron la mano, señores, y a mi defenso nadie se atrevió a impedirle el movimiento terrible que produjo la cesación de la vida en el párvulo difunto.

Morir de muerte súbita figúraseme que no en todos casos acontecer suele, a los de por suyo desventurados del valle terrenal habitantes.

La ley de las doce tablas daba a los padres derecho de vida y muerte sobre sus hijos, y a comprender no alcanzo por qué la legislación moderna ha borrado del catálogo de los derechos del padre el principal a que aludo. El hombre que engendra un hijo, que lo alimenta, que lo cuida y que lo educa ¿no puede matarlo?

Convenceos, señores jurados; la docena de tablas está a la vista y meditad en que la Constitución no pugna con ella.

Absolved al reo y daréis pruebas de que aun alienta en los de ustedes corazones el de la edad media conocido arrojo y de los para siempre pasados siglos el no desvirtuado y humano valor.

He dicho…
 

Los jurados, que eran los mismos que perdonaron a los traviesos de Barranca del Muerto, se quedaron mirando con fijeza al petit Castelar, que con los brazos abiertos y los claros ojos fijos en las vigas del salón, parecían un Eduardo González representando en el Redentor del mundo aquella escena tremenda en que Jesús atraviesa el lago Tiberíades.

El orador dejaba que su melena rubia flotara sobre la espalda y después de diez minutos de tan silenciosa actitud, bajó a ocupar su sillón con más orgullo que el que mostró Guillermo de Prusia al sentarse en la galería de los espejos del Palacio de Versalles.

El discurso breve pero profundo, había producido en los jurados tal excitación que no pudieron menos que extender la siguiente y lacónica sentencia:


Se condena a muerte al reo X… y a su defensor Z… al primero por filicidio, al segundo por «Castelaricidio». Ejecútese a la mayor brevedad, fusilando al primero en un patio de la cárcel y guillotinando al segundo en el sillón más lujoso de la Peluquería de Micoló.

El fusilamiento deberá ser presenciado por los detenidos de Belén, y de la agonía del guillotinado deberán dar fe los jóvenes Manuel Gutiérrez Nájera y Manuel Sierra («Prefillet») por ser responsables de la megalomanía parlante que ha producido en el orador Z… discurso como el que hoy hemos oído.
 

No sé si ya se habrán ejecutado las sentencias, lo que sí puedo asegurar es que antes de asistir a un jurado me cuido de averiguar quién es el defensor del reo.

En estos tiempos no todos tienen la sabiduría de San Agustín, ni la fuerza de voluntad suficiente para dejar de ser verdugo de los reos antes de cerciorarse si en realidad merecen la horca.

Sábado, 14 de enero de 1882

Hay jóvenes precoces, que leen antes de haber abierto el silabario, y de sufrir el primer palmetazo en la Amiga. Os parecerá increíble, pero nada es más cierto.

¡Qué!, ¿no han conocido ustedes, lectores míos, a un jovencito de cabeza picuda como los pájaros azulejos, de andar grave, nariz abultada, frente voluminosa y maneras estudiadas, que colabora en todos los periódicos, juzga todas las obras de los autores grandes y chicos, describe todas las tertulias, le llama a la alta sociedad high life, a sus criadas duquesas, a sus tentaciones esas señoras, a sus cuadernos mis libros, al oyamel palisandro, a la manta astrakán y a cada uno de sus artículos chef d’oeuvre?

¡Ah!, de seguro que le conocéis, es el sol del Nacional, la nebulosa de la Libertad, el asteroide del Cronista, el relámpago de la Revista Mexicana, el cometa del Noticioso, y para no cansaros, el ángel bueno de Manuel y Pepe Sierra, el Homero de Agustín Verdugo, el encanto de Brackel-Welda, y en una palabra la mascotte de la prensa.

Este niño prodigio no necesitó aprender el difícil arte de la lectura; iba en brazos de su nodriza y solía levantar la cabeza y volviendo los ojos hacia el rótulo de alguna tienda exclamaba: «La reforma de la miniatura», «Tienda y vinatería». Solía equivocarse alguna vez y leer baulote, por baulot, pero todo es disculpable en un infante de pocos meses.

Creció pronto, e ingresó a una escuela de la Sociedad Católica, en la cual ganó en diez materias treinta premios, pues era tan prodigiosa su memoria que se fotografió en el picudísimo cerebro, todas las páginas con sus puntos y sus comas, del voluminoso catecismo del padre García Mazo.

Amaba la poesía con esa casta pasión que inspira la primera novia y tenía marcada tendencia a hablar de todo y a emitir su opinión sin que nadie se la pidiera, sobre los más intrincados negocios que traen revuelta a la pícara humanidad.

En una función de premios apareció vestido de obispo y dijo un sermón, que aunque escrito por el padre Lacordaire, creyéronlo suyo, por lo bien dicho y declamado.

¡Ay!, aquellos aplausos fueron la perdición del inocente parvulito, porque no quiso volver a hablar en estilo inferior al del elocuente dominico francés, y hételo desde entonces, aprendiéndose capítulos enteros de las obras de Castelar y olvidando los más elocuentes párrafos de La quijotita y su prima y del Simón de Nantua, que tan buen nombre y fama de memorista le valieron en su escuela.

Discípulo del Santo Terrazas, le bebió los alientos en todo lo relativo a creerse el más notable literato mexicano, y así como Terrazas dio en la manía de ser eminente matemático, llegando a inventar hasta un número nuevo, nuestro niñuelo cayó en la de declararse por sí y ante sí, crítico, periodista y poeta.

Como el diablo proporciona a los justos instrumentos de perdición, puso en manos del chiquitín varios libros, que como el rico estuche presentado por Fausto a Margarita, le deslumbraron y, ya ciego, le impelieron al hurto de los pensamientos.

El niño pensó para sí: en el mundo físico es peligroso contrariar el séptimo precepto de las tablas mosaicas, porque la policía se ocupa en hacer efectiva su observancia, pero en el mundo de las ideas no hay gendarme ni agentes secretos; además yo puedo pensar como Victor Hugo y éste puede pensar como yo en muchos casos, y cátate lector, que de cabo a rabo copió una poesía del desterrado de Guernesey y la calzó con su nombre.

Primero e imperdonable pecado de que no podrá lavarse ni con las aguas del Jordán traídas en botellas champaneras por Luis Malanco.

Corrió el tiempo y nuestro niñito necesitó hablar de las grandes obras y de las grandes figuras de la historia. ¿Qué hizo para esto? Le usurpó al invierno sus facultades destructivas, y con helada mano arrancó las hojas de varios libros, de esos árboles del talento, fecundados con el estudio y las vigilias de extraños y conocidos hortelanos. ¡Pobre Castelar! ¡Infeliz Carlyle! ¡Mísero Selgas! ¡Desdichado Castro y Serrano!, ¡y mil veces infortunado Román Leal!

¿Quién hubiera dicho al primero que sus pensamientos servirían para hablar en un periódico mexicano sobre el «Crucifijo», al segundo que daría contingente para hablar de la edad media, en el mismo diario; al tercero que sus hermosos artículos serían desmembrados impíamente; al cuarto, que su artículo «El baile» serviría para describir la fiesta de unos señores muy ricos, y al último, al quinto, que su juicio sobre Locura o santidad, vendría a cambiar de clima y de firma en mi patria?

Pero esa costumbre que los pueblos bárbaros todavía castigan con cortar la mano ha valido al párvulo tantas glorias que ya calza guante, fuma puro, tose recio y escupe por el colmillo.

Hay veces en que llega a las doce y media de la noche a su alcoba, enciende la bujía (de estearina), arroja el sombrero, se queda en pechos de camisa, se pone los zapatos de orillo, toma un cabo de pluma, corta algunas cuartillas de papel florete, prepara el tintero (una botellita de las que se venden a medio real en la esquina de Palacio), enciende un puro de la marca «Los orizabeños», tose, se sienta en amplia poltrona que tiene un pedazo de alfombra vieja por asiento y sin miedo a los ladrillos fríos y polvorientos alarga las piernas, apoya en la mano la frente, en la mesa el codo y comienza de la siguiente manera su décimo artículo (porque lleva hechos nueve en el día), fijando de vez en cuando su atención sobre un tomo de poesías de Caravantes, que tiene allí cerca:


En mi cronómetro dan las doce de la noche, como diciendo minuit y parece que la esfera de esmalte azul que le sirve de péndola se ha suspendido al oír los ecos de la campana de oro que vibra herida por un martillo de diamante.

Sobre mi mesa de palisandro se destaca el tintero, de bronce cincelado por Benvenuto Cellini, representando una Venus capitolina, saliendo de las ondas del mar Egeo.

Yo tengo la costumbre de dejar sobre esas ondas de bronce, la pluma de oro que me regaló el opulento Z. como recuerdo de nuestro último y peligroso viaje [un viaje a la Villa hecho en vagón de segunda clase el día 12 de diciembre].

Mi lámpara de cristal bohemio, con pedestal de alabastro, agita su inmensa flama que yo alimento con gasolina. Estamos en invierno; cae nieve que azota las vidrieras de mi camarín, pero he atizado la chimenea a tal grado que me quemaría si para detener su irradiación no hubiera puesto una rica y bordada pantalla griega.

Además, mi cabeza está cubierta con la gorra de astrakán que Corral me trajo de París, y tengo bien ceñida al cuerpo mi bata de cachemira.

¡Qué tristemente abandonado está sobre mi mesa mi Horacio! Es una edición elziveriana que compré a gran precio.
 

(En estos momentos la criada trae un pocillo de chocolate con dos partes de huesitos de manteca y deja todo sobre la mesa del escritor).

Éste continúa:


Ah ¡duquesa qué grato es el amor de la lumbre, comer tranquilamente una pechuga de faisán trufado y dar algunos sorbos de vino de Chipre!

¡Qué importa el invierno! Y o cubro mis pies con unas san dalias japonesas y cuando la temperatura baja, extiendo sobre ellos la piel de un tigre que maté (¿de hambre?) en la última cacería de la hacienda de la Teja.

Soy un sibarita; escribo en papel preparado para mis plumas, por Gonthier Dreyfus; y no comienzo una obra hasta después de instalarme en mi amplio sillón de caoba, incrustado de marfil, respaldo de seda capitoneada.

El crujir de la seda sobre la cachemira, es la voz de lujo y yo me arrullo con esa voz ultra épica.

Pero la chimenea se apaga y yo me entristezco; me cautiva oir cómo chisporrotea el fuego… ¡eh!, ¡lacayo!, trae leña de la más añeja del sótano.

¡Pobres gentes las de mi servidumbre!

Estoy abrumado, he visto Carmen ¡ah!, ¡charmante!, duquesa, ¡charmante!

La Marie está formada de cera blanda, teñida con pétalos de azucena y de gardenia. La hermosa señorita X, estaba princiére.

Sigue cayendo nieve. ¡Ah!, el invierno es la estación más fría del año.
 

La vela de estearina ha terminado y el escritor concluye su obra.

Al siguiente día el artículo aparece en un diario firmado: El Duque Job o Mr. Can-Cán o ¡Fru-Frú! y los lectores exclaman:

¡Bravo!, ¡preferimos las grandes mentiras originales, a las grandes ideas ajenas!

Que siga el Duque Job ese camino que lo llevará a San Hipólito y todos lo verán con agrado, porque de otra suerte iría, digámoslo con franqueza… al patíbulo levantado al pie del Parnaso para los secuestradores de los pensamientos.

Lunes, 16 de enero de 1882

Hasta hace muy pocos días conocí personalmente a Juan Peza, y no puedo resistir la tentación de decir algo sobre su extraña personalidad.

¿Cabrá en La República la pequeña biografía de uno de sus redactores? Si no cupiera, mala idea me formaría yo de la imparcialidad de ese grupo que no sé si con acierto dirige una publicación que para mí tiene el mérito de haber dado hospitalidad a mis escritos.

Pero basta de perfumería. ¿Ustedes conocen a Peza? Pasaremos desde luego a la filiación usada en los pasaportes.

Estatura mediana, nariz ultrachata, y patillas de toreador. Es un retrato de Cúchares hecho en la litografía de Inclán, por eso creo que le sentaría mejor que la levita la chaqueta con alamares.

Siempre ha hecho versos; pero ya su fecundidad se va agotando, porque ya no sabe pensar por sí solo. Al menos, tal es mi opinión; humilde, pero fundada.

Peza fue a España, y no sacó mayor ventaja de tan largo viaje que la de decir zeñores, iluziones y la caza de usted está en tal parte. Es decir, volvió lleno de zetas y soñándose una eminencia.

Quise informarme con él, de la estadística, de la agricultura, del comercio de la antigua madre patria y por única respuesta me dijo dos o tres cuentos de gitano, y como son los mismos que le cuenta a todo el mundo, vengan o no vengan al caso, le doy diez años de término para por sólo esa seña adivine quién soy.

Peza ha hecho con las musas lo que el carlista Cabrera con las mujeres indefensas, les ha cortado el pelo, cubriéndolas de plumas, y así las ha sacado a la plaza para la expectación y el ridículo.

Tiene endecasílabos que podrían salvarlo, si no hubiera (por desgracia profusamente repartidas) largas tiradas de décimas, rivales de las del Caballito. Hace un gran mal a los hijos de Apolo tener inspiración de orden suprema. Seré más explícito: Peza ya no escribe, si no le encargan unos versitos para unos premios, o para los octogésimos aniversarios de las sociedades de curtidores y de zapateros.

El compañero de Bianchi en la redacción del Porvenir no ha progresado más que ese vate de corbata roja, en los lustros que van corridos de setenta a ochenta y uno.

Y eso es lastimoso si se considera que desde el momento en que todo lo que se pasa por agua se mejora, y que nuestro cantor no ha avanzado ni un palmo a pesar de la sal de Andalucía, de los literatos madrileños y del continuo trato con personas de alta ilustración, por ejemplo Julio Espinosa, de quien es compañero y admirador, o de Heberto Rodríguez a quien contagió en la pasión de las décimas sin considerar lo trascendental de semejante vicio.

¡Oh!, jóvenes entusiastas por las letras, no imitéis nunca, ni en horas de febril delirio ese canto a Magdaleno Gómez escrito por el autor de La ciencia del hogar.

La barba de Peza es poblada, pero tiene menos hebras que su dueño versos patrióticos.

No hay cinco de mayo, ni quince de septiembre, ni premios Fournier, ni aniversario de la sociedad de «Meseros», ni honras fúnebres a cualquier difunto, sin que venga, como indispensable accesorio, alguna poesía de nuestro don Juan.

Me han contado personas que de antiguo lo conocen que allá en el Colegio de San Ildefonso era una especie de Joaquín Villalobos; su cuarto, verdadero nido de aviones, era el centro de todas las conspiraciones estudiantiles y sus primeros ensayos poéticos, que corren impresos, valen acaso el doble de lo que suele hacer actualmente.

Habíanme dicho que era erudito, ¡qué chasco tan completo me dieron con semejante noticia!

¿Erudito?, delante de mí le preguntó a Castera si Soconusco era la capital de Chiapas, y yo creí morirme de rubor al escucharlo.

Pero ya se ve, para hacer versos no se necesita saber geografía, ni para ser periodista interesa averiguar los nombres de las capitales de provincia.

Decididamente, antes que hablar en serio con don Juan de Dios (vaya el nombre casi celeste) prefiero oírle cuentos de cubanitos y de gitanos, de los que ya le tengo aprendidos una gran parte. ¿Estos cuentos le servirán de arsenal para sus conversaciones en los tiempos que pasó de diplomático?

Otro punto que me olvidaba tratar… ¡Diplomático! Saludo a vuesencia señor don Juan, ¿qué tal os caía el sombrero montado, el casaquín y la polaina?

¡Pim! ¡pam! ¡pum! yo soy el general… ¡mentira!… ¡era usía el oficial de la legación en Madrid! Yo lo felicito cordialmente.

Y por supuesto en la villa y corte no vieron La ciencia del hogar, ni aquello de Colón (no recuerdo cómo se llamaba) que costó a Galza varios días de cama, por los muchos y larguísimos versos que sin punto, ni coma, ni interrogación, ni admiración, ni paréntesis, tuvo que recitar en un solo acto.

No os enojéis, carísimo, hispanísimo y fecundísimo vate, pero no servís para la escena como yo no sirvo para escritor; podéis dedicaros a zurcir por orden propia (ya basta de encargos e imposiciones) otro millar de consonantes que aumente en algo los billones que forman en ese sentido vuestro capital flotante.

Otro consejo; no os firméis Almaviva porque vuestro mejor pseudónimo sería «Frascuelo» o en último caso «El tío Canillitas».

En algo se ha de parecer el pseudónimo al nombre.

Volviendo a lo anterior; Peza se fue a España y allá publicó La lira mexicana… Esto me recuerda otro título La Voz de México… ¿Me permitiría la redacción de La República una confidencia terrible…? ¿Sí? Pues allá va:

El libro de Peza debería llamarse La lira de mis amigos, como el diario de las Escalerillas La Voz de los Timoratos, porque México tiene que ver de una manera muy indirecta y muy superficial con el uno y con el otro.

Para Peza sólo hay un maestro, y ése es Altamirano. Desgraciadamente para Altamirano, no hay sólo un discípulo. Esto entristece al cantor de Magdaleno Gómez.

¿Ustedes no leyeron una novela que nuestro buen Juan publicó en la edición literaria del Federalista?… ¡Ah!, eso es soberbio; la escena pasa en brevísimo tiempo; en un día, y con excepción del autor, se mueren todos los personajes que allí toman parte…

Para concluir, no vamos a herir la persona, sino juzgar al poeta: Peza, de los cien mil versos que ha escrito, sólo verá salvarse, cuando mal le vaya, dos composiciones. ¿Cuáles son éstas? Que lo adivine el aludido, porque no seré yo quien arroje entre todas las pobres hijas de su numen la manzana de la discordia.

Que no se desconsuele mi compañero en la prensa; ya sabe que en el mundo, de cada mil almas, una va con Dios y novecientas noventa y nueve se lleva el diablo.

Martes, 17 de enero de 1882

Gracias, por haberme hecho conocer personalmente a Manuel M. Flores.

Es un Faetón en el cielo de la poesía mexicana.

Comprenderéis que no me refiero al carruaje faetón sino al hijo, según Hesíodo, de Titón y Hemera, a quien arrebató Venus y le confió la guarda de su templo.

El Faetón de Homero, cantado por Safo, al decir de los escoliastas, llegó a ser Faón, y el cómico Cratino, en una pieza de la cual sólo existe el testimonio de Ateneo, dice que lo ocultó Venus debajo de las lechugas; y que llegó a adquirir, merced a un unto mágico, tan prodigiosa belleza que todas las mujeres se enamoraban de él, contándose entre éstas la inmortal hija de Lesbos.

El Faón de México, engrandecido por las notas apasionadas de su lira gigantesca, ha vivido oculto bajo los liquidámbares de Jalapa y no tiene menos fuego y pasión en sus versos de la que tuvieron en el alma Alceo, Anacreonte, Arquíloco, Hiponax y otros amadores de perpetuo renombre.

Flores no leerá jamás a Aristófanes ni a Eurípides, porque éstos pintan a las mujeres de la peor manera posible, sobre todo el primero, que no tiene comedia en que no les consagre terribles epítetos.

Nuestro poeta ha hecho una diosa de la bella mitad del género humano, ha empapado la pluma de miel de las flores crecidas en la falda del monte Himetho; ha puesto en las cuerdas de su lira de oro la voz de las brisas que murmuran en derredor de la isla de Chio y las ha pulsado a la hora de los sueños, turbando la soledad de los bosques de Coatepec, mucho más bellos que los descritos en los libros orientales.

Flores, erótico, no tiene rival entre sus compatriotas, y basta para convencerse de tal verdad, abrir el libro que intituló Pasionarias.

Hay en estas páginas como en el cielo de la Jonia, horizontes azules que esconden negras y sonoras tempestades. Se creería que después de escribir con tanta pasión los cantos que las llenan, ha quedado el cerebro del poeta lleno de hondas cicatrices como las dejan en los muros de un gran horno las oleadas destructoras del fuego que lo alimenta.

¿Conocéis a Flores?

Es un árabe de levita; sus grandes ojos parece como que siempre están buscando otros ojos en que retratarse; su cutis moreno recuerda a los valientes compañeros de Aben-Hamar y su largo, espesísimo bigote requiere para destacarse con más pompa en el rostro, tener como cúpula la espiral del turbante.

Dicen que para escribir Alfredo de Musset sus versos dulces, tomaba mezclados dos líquidos amargos: la cerveza y el ajenjo. Flores no tiene en ese punto el mal gusto del apasionado de Jorge Sand y de la Malibrán y toma café de Uruapan o de Colima.

El café es el néctar negro de los sueños blancos, dijo un día nuestro vate, y cuentan que Manuel Romero Vargas, único poeta que ha sido mi amigo, le repuso: el café guarda en sus ondas oscuras el cielo del cerebro y el infierno de los nervios.

Ustedes dirán después de saborear los versos de Flores si es o no venenoso el fruto cuya florecita hizo inmortal a Plácido.

Flores nació a la falda del orgulloso Citlaltépetl que ha sido para sus días de oro lo que fue para Endimión el monte Latmo.

En su juventud escribió «María» y con sólo ese canto se atrajo el aplauso de todos. En la Escuela de Minas le veían sus compañeros con cierta extrañeza, sabiendo que no podía llegar a ingeniero quien en vez de dibujar planos, alzaba palacios sobre las estrellas.

Dicen que se le miraba atravesar solitario a la media noche los amplios corredores, fumando un enorme veguero, e irse a sentar al pie de las escaleras con la misma tristísima actitud de aquellos judíos que describe Pepe Fernández en su composición «Super flumina Babilonia».

Amaba a todas sus conocidas y sufría por todas ellas.

Su corazón era comparable a la Basílica de San Pedro en Roma, el día 29 de junio.

¡Cuánta gente! ¡Cuántas asistentes al supremo oficio de aquel estudiante apático y soñador!

Los años corrieron. Flores pasó de Minería a Letrán y de Letrán a… la política.

Asombraos, fue soldado que defendió la reforma y después de la lucha se refugió en Jalapa. Allí, en ese vergel delicioso, escribió la mayor parte de sus composiciones, casi todos esos hermosos versos que a todos enloquecen y encantan…

¿Quién lo inspiró?… ¡Nadie! No es verdad que tengan dueño esas estrofas; se hacen al cielo y se depositan en cualquier altar.

Se ve en sueño al ángel que las inspira y se recitan al despertar a la que puede y quiere escucharlas; pero ni el poeta conoce al ángel ni en el auditorio humano conocen el valor de las estrofas.

Flores, como todos los que tienen razón para estar altos es… ¡un empleado de la sección liquidataria!… cosa muy natural en nuestro siglo.

Ha sido unas veces diputado; otras periodista; alguna soldado, y es y será siempre poeta.

Su biografía la guarda la gramática en la conjugación del primero y más hermoso de los verbos; su historia la tienen repartida en esquelas perfumadas las nueve musas con que se engalana el Parnaso.

El gran tesoro de Flores, la juventud, le ha sido ingrato, y le ha hecho lo que la linda Cometho a su padre Pterelao, le ha cortado la cabellera de oro de que dependía su vida y se ha fugado, no con Céfalo, sino con otros mil a quienes hoy mima y enamora como antes al poeta.

¡Ya en el moruno bigote hay escarcha, y cuando nieva en Marruecos la humanidad presiente una catástrofe…! Ya sobre la frente voluminosa quedan pocos cabellos que han de recordar a su propietario ciertos decasílabos de Espronceda en uno de los Cantos del diablo mundo.

¡Tan! ¡Tan! …¿Quién es? …¡La madurez!

¿Quién?… La última juventud, ¡señor poeta!

¿Qué le importa al cantor de «María» la escarcha y el cierzo?… Le quedará un alma joven, y cuando esa alma se vaya, que así está sentenciado a todas, quedará un libro siempre nuevo y siempre hermoso: ¡Pasionarias!

Flores creó una Eva, que no encanecerá ni tendrá rugas como nuestra plus quam abuela del mismo nombre.

Sus cantos de amor tienen que causar muchos males todavía entre los estudiantes y las estudiantas; y dentro de algunos años, cuando ya sean ancianas muchas que hoy son niñas, en el álbum que les sirve de altar, si es que lo conservan con empeño, ya habrán caído todas las hojas con la misma facilidad con que a ellas se les habrán caído todos los dientes, pero quedará una página color de rosa, escrita con caracteres de fuego, ostentando a su pie, medio borrado, pero claro y simbólico, este brevísimo nombre: «Manuel Flores».

De aquí para entonces puede decíroslo el antiguo Galván: ya habrán caído muchos aguaceros.

Viernes, 20 de enero de 1882.

El año de 1857, a la par que nacía la Constitución para sufrir todas las amarguras que reserva a las grandes leyes el valle de la política, nacía, a la vida de la fama entre los niños de escuela, una de las actuales joyas del periodismo mexicano.

En la época a que me refiero, había en el portal de las Flores (clásica galería de la industria del país, que en materia de muñecos de trapo y de flores de papel, no se ha modificado en el transcurso de tres siglos) una escuela de instrucción primaria, dirigida por un hábil maestro que juzgó más hermosa tarea la de enseñar a leer que la de escribir un poema al Anáhuac, o consagrar cuartetas a las mariposas y los colibríes.

En dicha escuela había una diminuta y rubia notabilidad, un niño blanco como la nieve, rubio como el oro, con ojos tan azules como el cielo de México, serio como un prusiano, discreto como un trapense y poseedor de una memoria capaz de guardar todos los capítulos de cualquiera obra de Rivera Cambas, si por entonces ya se hubieran conocido las producciones de tan insigne autor.

Dicho niño se llamaba Pancho y recitaba, cada vez que el maestro se lo pedía, las más largas y difíciles páginas de la Historia de México por Clavijero.

Eran sus compañeros en la escuela, Emilio Ordaz y Eduardo Garay, pero refieren las crónicas que los superó por aquellos días en aprovechamiento y por ende los tornó en sus admiradores.

Cuando ya supo todo lo que el buen profesor pudo enseñarle, pasó al Colegio de San Ildefonso que estaba en manos de los jesuitas. ¡Ah!, entonces había colegio grande y colegio chico; era rector y maestro el doctor don Basilio Arillaga, vicerrector el padre Soler (que actualmente dirige el seminario), maestro de lógica el padre Velasco, y encargado del colegio chico, el padre Barragán.

El último de estos padres era alegre, divertido, bullicioso; tenía gusto en formar en doble hilera a los muchachos y guiarlos al refectorio, como un general al frente de sus tropas, haciéndolas dar dos o tres vueltas alderredor del patio, para representarse mejor una gran parada.

¡Pobrecito padre Barragán!, ¡cuántos tirones de orejas le debimos los niños de entonces!, pero también ¡cuántos acitrones y calabazates nos puso en la boca en los días de comunión o de premios!

Él se encargó de nuestro Francisco y lo convirtió en buen latino primero, después en buen matemático, luego en mejor filósofo y al fin, no volvió a verlo porque el plan de estudios cambió y los jesuitas se fueron, entregando el establecimiento a don Joaquín Eguía Lis, que en honor de la verdad, lo hizo progresar de una manera notable.

¡Nada es duradero en este mundo! El plan de Artigas cayó en desuso, y surgió con el triunfo de la república, la Escuela Preparatoria.

Allí apareció Pancho; rubio como antes; chiquito como siempre; vivaz como hoy, y estudió física como sólo Ganot puede haberla estudiado.

De allí se fue al convento de la Encarnación, no a profesar de monje sino a estudiar derecho.

La ciencia de Triboniano y de Gregorio López le pareció árida y fría, pues no encontraba en ella los encantos que la poesía y el periodismo ofrecen a los que sueñan con una corona o con un aplauso.

Por esto, Pancho se fue un día a la calle de los Rebeldes y se metió a la imprenta de Cumplido, donde varios estudiantes próximos a destripar, elaboraban El Eco de Ambos Mundos, periódico inmenso como una sábana, y lleno de sal y de gracejo.

Cuando se presentó nuestro hombre, encontró que Santa María (no nuestra señora, sino Javier), Lescano, Cuenca, Acuña, Rodríguez Rivera, Cantarell y Peza, estaban haciendo una gacetilla en sonetos.

Pancho en dos por tres escribió cuatro y aquellos literatos los aplaudieron hasta rabiar.

No hubo necesidad de mayor estímulo. Quedóse de redactor el joven jurista y desde entonces descolló como un periodista original y de fuerza.

Más tarde en El Siglo XIX, en El Federalista, y en La Libertad escribió mucho, pero ya no con pluma, gustóle más tomar un estilete, mojarlo en veneno y… ¡pobre humanidad!… las avispas de Alfonso Karr pican con más suavidad que cualquiera de los mansos párrafos salidos de aquella punta y escritos con aquella tinta.

¡No cita Brillart-Savarin el manjar del prójimo entre los que más delicia han producido a los clásicos de la mesa, pero no hay otro que le supere en deleitoso y en nutritivo!

Nuestro Francisco ha vaciado la hiel de todos los hígados en sus artículos más moderados y por esto se le ve como a esos bordes cubiertos de pedazos de vidrio que impiden saltar de una azotea a otra a los funámbulos nocturnos.

Las mejores esencias, la de rosa que venden a tal alto precio los moros, y la de cinamomo que los peregrinos betlemitas ofrecen a los que visitan el sepulcro de Cristo, están encerradas en frascos tan pequeños que poco les falta para ser imperceptibles; los venenos que los indios salvajes cargan consigo para fijar la muerte sobre las puntas de sus saetas, van dentro de vejigas más diminutas que el huevo de una calandria; y el esprit periodístico de nuestro Pancho no ha necesitado de un cuerpo gigante como el de Pancho Vera, por ejemplo, sino que bulle vivo y picante en uno de dos centímetros y medio (escala de los planos de García y Cubas).

—¿De quién es este artículo tan chispeante, que parece escrito con agua regia? —pregunté a Justo Sierra.

—De Franz —me respondió.

—¿Y quién es Franz?

—¡Pancho!

—¿Y Pancho?

—Francisco.

—Y Francisco …

—¡Cosmes!

—¡Ah!, el alma de La Libertad y ¿qué tal le va en París?

—¿En París? muy mal, muy mal… mejor está en Tantoyuca; entre la capital del mundo y la villa veracruzana hay un abismo; sabedlo de una vez, no es lo mismo ser oficial de una embajada que rector de un colegio.

El refrán lo dice: vale más ser cabeza de ratón que cola de león… y tratándose de ser cola de Velasco es preferible ser cabeza de Caravantes.

Vous avez raison. Duchesse!

Sábado, 21 de enero de 1882

Es un gran mérito en los tiempos de corrupción social, consagrar las horas a la propaganda de la moral y del bien.

Esta verdad, que más de mil veces la debe de haber escrito Terrazas en sus editoriales de la Voz, la traigo a colación para tratar de un poeta que no tiene enemigos dentro ni fuera del Parnaso.

Me refiero a José Rosas Moreno, prueba viviente de que Lagos no sólo ha producido al legendario alcalde de que tanto se habla en tantas partes.

La misión de Rosas ha sido cumplir con aquella hermosísima frase del mártir del Clavario: «Dejad a los niños que vengan a mí».

Sus más bellas obras Libro de oro, La ciencia de la dicha, Excursiones por el cielo y por la tierra, están dedicadas a los que no saben burlarse de los autores, ni maldecir al estilo, ni destrozar impíamente la fama de nadie; a los que comienzan un viaje cuyas estaciones están construidas por el mal y vigiladas por la muerte; a los niños en fin.

Rosas nunca será dramaturgo; es de esos poetas que escriben para que el lector los comprenda y los adivine, no para enterarle de todas las circunstancias de la acción que relata.

En las comedias que ha escrito, la intriga es sencilla, los personajes pocos, pero definidos, y los diálogos, en versos siempre fáciles y sonoros, tratan de lo abstracto y no de lo terrestre; se acercan a lo ideal y esto convierte a sus personajes en seres extraños al mundo y a la sociedad en que vivimos.

Los poetas líricos, en la extensión de la palabra, brillan y se levantan sin necesidad de recurrir a la declamación magistral de don José Valero.

La obra principal de Rosas a juicio de todos son sus Fábulas, verdaderas joyas literarias por su originalidad y su belleza.

Ha escrito según sabemos, más de catorce libros; se han representado siete de sus comedias, y raro será el periódico de los que se publican en este país que no se haya engalanado con alguna de sus composiciones.

La inspiración de Rosas no es impetuosa ni ardiente como la de Flores; sus versos en vez de quemar, acarician, y sus pensamientos no entusiasman, cautivan.

Es uno de esos ruiseñores que interrumpiendo la calma nocturna gimen solitarios en el bosque, y cuyos ecos llenos de dulzura causan al viajero que los recoge a distancia la misma impresión que la que en horas de calor y fatiga le dieron las primeras brisas de la tarde.

Sin ser romántico, he sentido más de una vez cierta complacencia misteriosa leyendo los Recuerdos de la infancia, y sin conocer personalmente al poeta le he dado un lugar preferente en el mundo de mis afectos.

¿Qué hace hoy Rosas para vivir?, le pregunté a un amigo, temeroso de que como todos los poetas no tuviera ninguno de los privilegios positivos que a los seres más prosaicos concede la fortuna.

¡Hace versos!, ésta es su única misión; ¡hace versos para los niños!

La política le ha dado grandes pesares; en tiempo de la reacción fue perseguido por el gobierno de Guanajuato, de tal manera que anduvo errante y sufrió varias prisiones y multas por sus escritos.

Ha sido Diputado al Congreso general más de cuatro veces y hoy es simplemente: un poeta.

Rosas tiene en su estilo y en su manera de describir y de narrar mucha semejanza con Aurelio Luis Gallardo, que pertenece a la misma generación literaria que él y según creemos al mismo estado en que Rosas vio la primera luz.

Nos dice quien lo sabe, que Rosas acaba de recibir de los Estados Unidos un volumen elegantemente impreso conteniendo sus fábulas traducidas a la lengua de Milton y de Byron, pero que en su inmensa modestia a muy pocos ha comunicado ese triunfo que más que a su persona, enorgullece a las letras mexicanas.

Nosotros conocíamos solamente una de sus fábulas traducida por W. Cullen Bryant.

Es una contrariedad no ser Mecenas para tender y levantar a nuestro poeta que ya ha pintado a los niños un mundo que sólo ha sido descrito por el autor de Zodiacus vitæ y que sólo en el espacio azul de la niñez puede comprenderse y sentirse como si fuera real.

Con esto basta. Yo me felicito de que el más grande de nuestros eróticos, se llame Flores, y el más inspirado de nuestros moralistas, se llame Rosas.

En el vasto jardín del Parnaso mexicano, no hay muchas flores como las de Manuel, ni abundan Rosas como las del autor de que hoy me he ocupado.

Esto me tiene contento y diré algo más: orgulloso.

Miércoles, 25 de enero de 1882

Habíamos cenado opíparamente. Lúculo había comido en el salón de Apolo. Habíamos pasado las primeras horas de la noche entre la crema del high-life como diría cualquiera. Todos los vinos espumosos desde el Asti rosso de la Italia hasta el cognac mousseux, habían depositado su impalpable espíritu en nuestro cerebro para hacer contrapeso en la palanca de nuestro organismo a las trufas, a los vol-au-vents, a las viandas y a los mariscos que entraron de lastre al estómago.

Una taza de excelente café, de un café compatriota de un síndico del Ayuntamiento, amigo nuestro; y un embriagante veguero (no de los Vegas de la electricidad, el del telégrafo), sino de las Vegas de la siempre fiel, completaron aquel programa menos inocente pero más atractivo que el de los premios de las Escuelas Lancasterianas.

Salimos de la casa hospitalaria a las once de la noche o a la hora de Hidalgo, como diría Justo Sierra, más como un ministro en víspera de crisis, que como un honrado labrador acostumbrado a cruzar con pie firme entre los secos terrones que levanta el arado en los primeros barbechos de febrero.

Nuestro pobre lecho nos espera con toda la resignación de una mujer de jugador, y a pesar de no estar acostumbradas a tan malas partidas ni las sábanas ni las almohadas dijeron esta boca es mía, y eso que nos desnudamos con más dificultades que las que tiene el poeta eximio para hacer un soneto.

Decididamente el pobre de Cero estaba en presencia del desastre, como diría Juan Mateos.

Un minuto después nosotros mismos hubiéramos escuchado nuestros ronquidos si hubiéramos estado despiertos. Éste es un apotegma digno de Castera.

Soñábamos, y lo peor es que vamos a referir ese sueño.

No hay que alarmarse; referir los sueños dicen luego que es monada propia de gente común, en opinión de don Junípero.

Pero no, sino que tiene graves trascendencias. Si faraón no sueña lo de las siete vacas y lo de las siete espigas y no se los cuenta a los amigos, se quedan los egipcios como nuestros empleados civiles en tiempo de guerra; y si el copero y el panadero de faraón no le cuentan sus sueños a Pepe el Casto, entre la oscuridad de la chirona de Sesostris, se queda sin trama toda la historia de las doce tribus.

A cada momento la Biblia nos habla de los sueños, y con todo, si César hubiera hecho caso del sueño no se le hubiera cortado tan pronto el hilo del imperio, al paso que si Bruto hace lo mismo, tampoco se atreve a dar el golpe maestro. ¡No hay que burlarse de los sueños! Hoffmann toma los de sus personajes por motivos de sus cuentos.

El gran Quintana nos regala una tirada de cien versos para contarnos el sueño del duque de Viceo, y el inmortal Quevedo ocupa multitud de páginas con el sueño de las calaveras y con otros.

Junto a esas eminencias llega Cero, y como del Capitolio a la roca Tarpeya no hay más que un paso, démoslo y vamos a referir lo soñado:

Era un local espacioso, confusa mezcla de teatro y asamblea; había foro pero no había telón; veíase en el fondo algo como el tribunal del Consejo de los Tres en Venecia, rodeado de una barandilla que les daba el aspecto de fieras enjauladas. Sobre ellos se desplegaba una cortina roja que vacilamos en tomar por un dosel o por uno de esos baldaquines que en los pueblos de indígenas le ponen al santo patrono el día de la fiesta titular. Hasta nos pareció descubrir a los lados de aquel cortinaje, pendientes las grandes roscas de pan, las gallinas y los racimos de plátanos, honrados aprovechamientos de curas y sacristanes.

Sin embargo, allí había entrado la civilización, porque el local aquel estaba profusamente iluminado; pendía en el centro un hermoso lustro de cristal sin bujías de ninguna clase (por supuesto no era él, el que iluminaba), en cambio dos elegantes lámparas, como las que se usan en los billares de Iturbide, y multitud de arbotantes, como los que la Compañía del Gas ha llevado a algunas boticas de tercer orden, repartían una brillante claridad…

Advertimos unas tribunas y comprendimos que estábamos en el interior de un parlamento.

Tentados estuvimos de creer que estaban interrumpidos los trabajos según el confuso rumor que de risas y conversaciones se levantaba de aquella honorable reunión, entre las nubes de humo que producían los tabacos de ciento cuarenta diputados y de más de trescientos asistentes a la galería.

De súbito reinó el silencio…

Tilín-tilín ¡la campanilla del presidente!…

El secretario, hombre de edad equívoca, corta estatura, de voz suave y de maneras corteses y amables, dice:

«Continúa la discusión del dictamen que propone la exportación de los muéganos de Puebla, libres de derechos, por el puerto de Guaymas.»

Por un fenómeno inexplicable ni pudimos conocer a ninguno de los asistentes, ni conservar de ellos los nombres. Sólo los discursos quedaron como estereotipados en nuestro cerebro.

Un diputado, desde la barandilla de su asiento:


Señores diputados. No es la palabra sentida y vibradora, dulce e insinuante, que como una catarata de perlas hace caer los pensamientos sobre la copa de oro de la discusión parlamentaria. El viento de los años y de las desgracias; las tempestades de la miseria y de la muerte; los empujes del destino y de la política, han dejado yerto y seco y calcinado y triste y agotado el corazón del patriota; yo he visto como esos viejos ahuehuetes, pasar las tormentas de la lucha civil y extranjera, arando y surcando, y rompiendo y cavando y destrozando rocas y arbustos y fuentes y peñas y robles y chozas y todo. ¿Y qué, señores, ahora, vendré a negar mi palabra a un proyecto del que va a depender indudablemente el equilibrio del presupuesto?

Bastiat lo ha dicho con toda claridad; y aunque Smith con su engañosa escuela lo combate, vino después Chevalier apoyando las doctrinas de Blanqui, hasta que Le Roy Baulieau ha zanjado definitivamente la cuestión. ¿Y que, señores, no están ahí los luminosos escritos de tantos mexicanos distinguidos? ¿Y qué dice Párraga, en su tratado de derecho sobre el muégano? ¿Y qué Chaneque en su directorio de los dulceros poblanos? ¿Y qué Ursino?, ¿y qué Chagoya?, ¿y Güicochea?, ¿y Menchaca?, ¿y Barriga?, ¿y Chanfaen?

Esta operación es a la que los franceses llamarían pot-pourri; hunde el presupuesto, desequilibra el erario, pone en peligro las instituciones y llega después, la bancarrota, la miseria, el hambre, la desolación, el caos… Por eso negaré yo mi voto al proyecto que se discute.
 

Nutridos aplausos en las galerías.

Levantóse otro diputado y dijo:


Ciudadanos diputados: entro audaz al campamento de la palabra, arrojando la clámide sobre escaños de vuestra soberanía, como los gladiadores de los Césares en las doradas arenas del Circo de Nerón; dejando que bañe mi frente el sol del debate, sin buscar el velarium de púrpura que cubría a los patricios y a las vestales.

Tenéis ciudadanos diputados sobre esa carpeta un negocio de la más alta importancia y podéis como el conde de Revillagigedo, sentir los vientos de la murmuración que no llegarán hasta la altura de vuestra soberanía como no han llegado, señor, los rabiosos gritos de los partidarios del retroceso hasta el augusto santuario de la Constitución de 1857.

Tengamos valor, señores, y demos ese decreto que es el ukase de la democracia y que reclaman ya los altos fueros de la civilización y del progreso.

Pido pues a esta asamblea se sirva dar su voto aprobativo al dictamen que se discute; yo por mi parte no dudaré de apoyar con el mío a los honorables signatarios de la proposición.
 

El presidente dijo: «un señor ministro para informar…»

El ministro:


He estudiado detenidamente la secuela de este negocio, para venir con la voz informativa que me da el reglamento a ocupar por un instante la atención de tan digna asamblea.

Dice el Código de Justiniano: Res comsuo onere transit, luego, al pasar los ciudadanos del estado de Puebla libres de derechos por el puerto de Guaymas, deben serlo igualmente los muéganos que lleven consigo. Ni podía ser de otra manera supuesto que si se les quitaran perecerían para ellos, porque la cosa es de su dueño sea quien fuere el poseedor o más bien dicho, citando la ley 44 del Digesto. Res, ubicumque sit, prosuo domino clamat.

Extensamente lo explica Carleval: De Judicis; Salgado: De laberintha creditorum; Gayo en su Instituta; y Faría en aditionis ad Covarrubias.

El Decreto núm. 34 que la Junta Gubernativa expidió en 1 de febrero de 1882, con un espíritu verdaderamente liberal, declara que el tlachique pague la mitad de la cuota asignada al pulque y el de 6 de febrero del mismo año declara también abierto al comercio extranjero el puerto de Guaymas. Maquiavelo en su libro El príncipe es de la misma opinión y hace treinta y seis años me lo decía mi respetable amigo el señor don Luis de la Rosa, un día 10 de febrero a las cuatro de la tarde, en la plaza de Armas, hoy de la Constitución, en el momento en que se publicaba un decreto sobre reducción de pago de derechos a las harinas extranjeras. Doctrinas son éstas en uso en tiempo de los romanos como pueden verse en Tácito, Suetonio, Plutarco y Veleyo Patérculo.

Por eso yo, con toda la buena fe que me caracteriza y con toda la energía de que soy capaz, declaro que esta ley será la salvación del presupuesto, como ya lo palpa de bulto la Cámara.

Aprobadla, señores, para que pueda exclamar satisfecho el ejecutivo: quod semel placiut amplius desplicere non potest. Aprobadla, y nadie os lo tomará a mal, porque el que faze alguna cosa por mandado del jugdgador a quien ha de obedecer non semeja que lo faze a mal entendimiento; porque faze el daño que lo manda fazer. Dixi.
 

Este dixi del ministro retumbó bajo las bóvedas aquellas como no retumbó nunca el eureka que uno de nuestros oradores célebres puso en boca de ¡Napoleón el grande!

Levantóse de su asiento un diputado joven, y dijo con voz de trueno:


Señores:

Las connotaciones de la palabra ley, vista la evolución inductiva que la sociología presenta sobre el altruismo lleno de falacias en la política, me obligan a deducir una relatividad que no está basada en voliciones propiamente dichas.

Analizando filosóficamente la libertad de derechos de los muéganos diré lo que dijo Comte en la 3.ª parte de su discurso preliminar en el Sistema de política positiva.

La palabra derecho debe separarse del verdadero lenguaje político, como la palabra causa del verdadero lenguaje filosófico. De estas dos nociones teológico-metafísicas, la una es considerada inmoral y anárquica (el derecho); la otra irracional y sofística (la causa). En el derecho positivo, que no admite títulos celestes, la idea del derecho desaparece irrevocablemente. Cada cual tiene deberes para con los demás, pero nadie tiene ningún derecho propiamente dicho.

No habiendo pues, derechos ni libertad, es ocioso tratar de esto entre hombres pensadores que tienen vasto campo de observación y de experimentación para los hechos y los principios que sean verdaderos y no problemáticos, porque la conciliación entre la metafísica y la experiencia es imposible.

Decir ley es suscitar una cuestión de lenguaje y decir ley fundamental tratándose de un sistema político, es erróneo y lastimoso, porque ley fundamental es por ejemplo, la que dice que los cuerpos se atraen en razón directa de sus masas e inversa del cuadrado de las distancias; esto sí está observado y experimentado; pero afirmar a priori que los derechos del hombre son absolutos, inmanentes, anteriores y superiores a toda legislación, es bárbaro y ridículo.

Nada hay absoluto, y ya en comprobación os he dicho las palabras del gran maestro ¡Nuestra libertad es muy relativa y la democracia y la república son palabras vanas que tienden con intervención teológica a destruir la universal preponderancia del sentimiento sobre la razón y la actividad…
 

Un grito de horror se escapó de los labios de los concurrentes (eran hijos de un pueblo que cree en la libertad, en la justicia y en el derecho) y este grito agudo y penetrante nos hizo despertar sobresaltados y comenzamos a vestirnos diciendo con el famoso don Pedro Calderón de la Barca:


¿Qué es la vida? Un frenesí:
¿Qué es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
Y el mayor bien es pequeño;
Que toda la vida es sueño
Y los sueños sueños son.
 

La luz entraba ya por las rendijas de la puerta, y nos hizo ver nuestra pobre, nuestra paupérrima alcoba.

Habíamos soñado y ese sueño pasó como todos, dejando una memoria que el transcurso del tiempo convertirá en

Cero

Sábado, 28 de enero de 1882

Nunca me he sentido más satisfecho que ayer, al encontrar en La Libertad un párrafo en que con exquisita delicadeza se manifiesta que mis artículos, es decir, los de Cero, pertenecen al general Riva Palacio.

¡Gracias, amado pueblo! ¡Gracias! ¡Gracias!

Por mucho que el colega elogie al citado general, a nadie podrá ocultarse que esos elogios me pertenecen de derecho, puesto que un artículo mío los ha suscitado, y en consecuencia, los recojo y quedo con ellos más esponjado que una lechuga de León (de los Aldamas) y más ancho que una levita de Manuel Loera.

Pero debo ser franco; el párrafo de La Libertad me contraría más de lo que me halaga, pues en los momentos en que apareció publicado, yo me ocupaba en copiar sobre una de las hojas de mi carnet, el perfil bien conocido del antiguo redactor de La Orquesta y del Ahuizote.

Después de lo que La Libertad ha dicho acerca de tan público personaje, ¿qué he de decir yo, que parezca a los lectores original y nuevo?

Yo sé bien que don Vicente Riva Palacio es general, abogado, poeta, novelista, dramaturgo, historiador, astrólogo, hidrógrafo, cartógrafo, ex ministro, ex candidato para la presidencia de la Suprema Corte de Justicia, y francamente, no sé en que se le pueda confundir conmigo.

Yo, lo diré con franqueza, no tengo canas, ni cuento largos relatos de combates en que pude salir herido, ni he publicado la vida de Pedro de Urdimalas, primo de Martín Garatuza; ni me he asociado jamás con Mateos para producir Las liras hermanas (delito que habrán de tener en cuenta al señor Riva Palacio el día en que haga declaración de sus hechos en ese Valle de Josafat del que sólo ha vuelto Luis Malanco); yo no he sido nunca émula de Safo como Rosita Espino; tampoco he tenido bajo mi brazo otra cartera que la de rojo cordobán en que conservo algunos billetes blancos del Montepío y una tarjeta de Hammecken en que me recuerda que tiene algo que prometerme; yo no vivo en palacios de marmóreas escaleras ni soy buscado, aplaudido y saludado por todas partes como el ex director de El Radical, nunca llevo de uno y otro lado a Bárcena y a Pancho Sosa, no tengo coche cerrado, ni abierto, ni pintado; no he hecho versos ni comedias; no soy amigo de Villasana, ni de Juan Arias, no me preocupa el país de los elefantes; ni busco las tradiciones de Brahma, ni los avatares de Visnú; ni las excursiones de los espíritus; ni uso toga viril, ni me he sentado en el Rincón de Romos de la Cámara; ni puedo decir orgulloso: mi guerra de Reforma, mis cien batallas, ni mis campañas de Michoacán.

Mi sueño es ceril, no ahuizotil; para rasguñar prefiero El fistol del diablo de Payno al alfiler de oro de probable César Cantú de la guerra de intervención.

Para no ser más enfadoso, repetiré aquello de un personaje de Zorrilla.


Si yo me parezco a un rey
Y el vulgo por rey me tiene,
Citar al vulgo conviene
Pero no a mí, ante la ley.
 

¡Qué fácil es engañar a los mortales! ¡Dios mío!, ¡qué fácil! Todo un señorón don Telésforo, todo un poetazo don Justo, todo un chispeantísimo escritor don Pancho Bulnes, han creído que Cero es un escritor conocido, ilustrado, antiguo en achaques de periodismo, etcétera, pero nada hay más erróneo, nada más falso, cero es cero, ego sum qui sum, o para no profanar la grandiosa exclamación: Cero sum in papiro Republicae, etiam in rebus publicis, quoque in literarum imperio, in domo et ubicumque cero.

Sé bien que adivinar quién sea el autor de un artículo por su estilo literario, conduce a mayores engaños que los que experimenta Juan Díaz de las Cuevas queriendo leer las pasiones del alma en las protuberancias del cráneo. Nada es más fácil que imitar el estilo y en esa tarea no debo hacerlo tan mal cuando los redactores de La Libertad han conocido a los personajes que se aparecieron en mi sueño, y cuyos nombres no se desbordaron de mi pluma.

Enemigo de herir a nadie, ni la más leve ofensa se ha deslizado en mis humorísticas digresiones, y protesto bajo mi honor que primero podrá Pancho Mena entrar derecho por un arco del Portal de Agustinos, que yo entrar al terreno de la diatriba o del insulto.

A los personajes que Cero suele citar los estima, y sus tijeras de aprendiz de crítico nunca harán una incisión que pase más allá del forro de la levita.

¿Quién es Cero?

La Libertad asegura que Riva Palacio; Pancho Osorno Cosmes y Payno juran que es Peza; Trinidad Martínez le cuelga el milagro a Pancho Lerdo, y no falta quien crea que Altamirano da sus pinceladas de vez en cuando.

¡Qué ciego es el público! En este país no se puede ver impreso un estudio sobre los usnus, xayhuas, sayanas y otros monumentos de los incas, sin sospechar que es obra de Alfredo Chavero.

No se puede anunciar un drama anónimo sin atribuirlo desde luego a Peón Contreras, aunque se le intitule El sargento Berenjenales.

Todavía cuando se habla de las revoluciones de Cuba, se busca la firma de Martí y de Nicolás Azcárate; y cuando se oye decir en verso: corcel domado del destino, cíclope gigante o cariátide astral, se vuelven los ojos a todas partes buscando al primitivo Cuenca.

Si alguno oculta su nombre para probar sin miedo que son apócrifos los viajes de Juan de Fuca y de Lorenzo Ferrer Maldonado, o que ejercieron gran influencia las misiones en los adelantos de la geografía mexicana, el público dice: ese artículo es de Antonio García Cubas ¿no ve usted que cita algo de geografía?

Si alguno quiere disputar a Orozco y Berra su legítima gloria, que diserte sin firmar sobre el organismo y textura de los idiomas indígenas de América o sobre la posibilidad de la traducción de los quipos en la escritura gráfica. Esto bastará para que diga algún lector ilustrado: eso es Orozco ¿no lo ve usted?, ¡cuestión de lenguas y de jeroglíficos!

Cero no aspira a ser confundido con cualquier ingenio, pero agradece a La Libertad que lo crea de tanta fuerza literaria para la sátira como la que caracteriza a Riva Palacio.

Esto me pone en grave situación para lo futuro; ¿podré conservar tan buena fama…?, lo ignoro, pero si la flor ha sido lanzada para arredrarme, puedo asegurar al ilustrado periódico que ni Adamastor pudo aterrar a los intrépidos navegantes de Camoens en el cabo de las tormentas, ni a mí han de estremecerme elogios tan grandes como el que se ha hecho de mi último artículo con sólo atribuirlo al más festivo y más original de los escritores de México.

Que se crea que en mis artículos hay algo del estilo del ilustre nieto de Guerrero, me satisface tanto, como si le dijeran a Ipandro Acaico que en sus versos campean los grandes pensamientos de Demódoco y de Homero; o que le aseguran a Pancho Urgell que sus leyendas son iguales a las que en el norte han producido los Eddas.

Las flechas de mi aljaba no tienen la punta de oro y de diamante como las que vuelan del arco siempre certero del maestro Altamirano, o las que se dispararon desde aquella gran fortaleza de papel que se llamó El Ahuizote. Yo soy una personalidad que nada vale y que a nada aspira, por eso río de ver a los que quieren alcanzar a puñetazos un asiento en el festín de la fama y de los que todavía creen que con hacer renglones cortos y con ensartar consonantes han de inmortalizarse en una época en que nadie vencerá en ciencia al diccionario de Pierre La Rouse, ni superará en inspiración al Homero. Cero está a la izquierda de las cifras literarias de México y La Libertad le ha hecho un gran honor con ponerlo a la derecha siquiera por un solo día.

¡Gracias amado pueblo! ¡Muchas gracias!

Para concluir, recordaré lo siguiente a mi buen Justo Sierra.

Pasaba por una calle el entierro de X. ¿Quién es el muerto?, preguntó un curioso.

—¡El que va dentro de aquel ataúd!, respondió un oportuno.

¿Quién es Cero?

El que escribe estos artículos, ¿y quién escribe estos artículos?

Cero

Jueves, 2 de febrero de 1882

UNA CARTA DE CERO


Sr. D. Froilán Güereque

En Batopilas

México, febrero 1 de 1882

Condiscípulo y amigo:

Te supongo muy ansioso de tener noticias mías y de saber cómo me ha ido en esta gran ciudad, centro político y literario de nuestra gran república, asiento de los supremos poderes y escogida reunión de mexicanas y contemporáneas notabilidades.
 

Espero satisfacer ampliamente tu curiosidad, y aunque no como quisiera en una sola epístola, sí en una sucesión no interrumpida de cartas, te iré poniendo al tanto de cuanto a mí me pase y de cuanto vea y observe en estas apartadas regiones, en que tan lejos se está de nuestro querido estado, que si dices jolas, nadie entenderá que hablas de los centavos; si amasijo, nadie traducirá bizcocho; y si a pedir aciertas una forja, de fijo que nadie te llevará un sombrero. Aquí es otro el modo de hablar, y tanto por haberme ya acostumbrado a él, como porque tu ilustración conozco, me lisonjeo de que a mal no llevarás el que te escriba como pudiera hacerlo para un periódico.

Porque de saber tienes querido Froilán, que soy en México lo que puede llamarse todo un periodista. Ya me parece que estoy mirando el gesto de asombro que habrás hecho al leer esta solemne declaración, tú que conoces lo menguado y triste de mi literario capital.

Un algo de gramática española que primero estudiamos tú y yo en casa del señor Francisco el esmerado, y que después vine a perfeccionar con mi mal latín con los jesuitas, y lo que tú y yo pudimos leer a mi vuelta a ésa, en los libros del señor cura y de algunos amigos. Pues con estos recursos, vuelvo a repetirte, he conseguido ya ser periodista.

¿Recuerdas qué ilusiones tan halagüeñas despertaba en nosotros la idea del periodismo, y cómo gozábamos haciendo castillos en el aire suponiéndonos ya en México, en medio del tumulto de esa Babilonia, entrando y saliendo a la redacción del Monitor, de La República, de La Libertad y hasta de La Voz de México, y codeándonos con Juvenal, con Cumplido, con Nabor Chávez y con García Torres?

¡Oh, y que gigantescas se levantaban delante de nosotros, las figuras de Tancredo y de Almaviva!, ¡cómo nos figurábamos que de la boca de aquellos periodistas de México estaría brotando de continuo un torrente de frases saturadas de erudición o de chiste!, ¡qué confraternidad literaria, casi de árcades, tan estrecha y tan dulce, suponíamos que existiera entre aquella luminosa pléyade de escritores!

Pero, ¡ay!, de esto ya te hablaré más adelante y en otra carta, por ahora bajemos al mundo de la realidad, y escucha la historia de mi ingreso al periodismo.

Con toda la timidez propia del verdadero mérito (ya ves que en eso de modestia estoy adelantado), adopté como pseudónimo la palabra Cero, es decir, la negación de todo valor individual, y comencé a observar y a escribir. Lo que escribí debes haberlo leído. Lo que observé, es lo que voy a referirte.

En primer lugar, he observado que mis amables colegas, los periodistas de esta capital, no quieren pasar, o si pasan es después de grandes y poderosas pruebas, porque exista un individuo, que aunque conocido por el género y por la familia, no lo sea por su novedad en el campo de la literatura. Y de aquí en que detrás de la careta de cero, cada uno cree reconocer a algún antiguo personaje en servicio o retirado del ejército de los plumíferos.

¡Cómo te hubieras divertido con estas suposiciones!

Después me he puesto a reflexionar qué cosas constituyen un periódico, en cuántas partes se divide y cómo se escribe, o mejor dicho, cuáles son las reglas para escribirlo.

Estáme atento porque voy a entrar en materia.

Un periódico significa un contrato entre el editor y el gobierno o el editor y los suscriptores. En el primer caso acontece aquello que en nuestra tierra se llama entre el vulgo comprar un valiente. El gobierno dice yo te ayudo y tú me defiendes y el editor traduce: tú me pagas y yo hago lo posible por no comprometerme.

En el segundo caso el editor le dice al público: cómprame el periódico y te prometo ser independiente. Y el público traduce: yo pago un peso cada mes para ver todos los días a nuestros gobernantes como chupa de dómine.

Una vez establecido el periódico se contrata el cuerpo de redacción y se organizan los trabajos.

Todo periódico, Froilán amigo, se divide en cuatro partes: editorial, llenos, gacetilla y avisos. No te pongo de quinta parte el folletín porque eso es como las cortinas de los balcones, puro adorno.

El editorial debe dar su color al periódico. Si éste es subvencionado el editorial debe de ser una constante alabanza, todo conforme a las costumbres de China, porque ya sabrás que en el celeste imperio, patria imaginariamente adoptiva de un señor Caravantes, se dice siempre que todo magistrado es íntegro, todo orador elocuente, todo poeta inspirado, toda medida del gobierno sabia e ilustrada, toda desgracia inmerecida y que los sabios de aquel dichoso país tienen obligación de borrar en cuanto libro o documento leyeren todo lo que pueda atacar la reputación, eclipsar la gloria o manchar el buen nombre de los emperadores y mandarines.

No de otra manera se guisan aquí las cosas. En un editorial de periódico subvencionado verás que en la patria de Moctezuma y en el año de mil ochocientos ochenta y dos, pululan y hierven los héroes y los sabios y los magnánimos y los virtuosos, y que no hay disposición que vaya fuera de acierto ni proyecto en que el éxito más completo no corone de gloria al indicador.

Si es periódico independiente, entonces ¡ancha Castilla!, a vuelta de cuatro números no queda títere con cabeza, ni hay gobernante que tenga buenas intenciones, ni administrador de los fondos públicos que no se revuelque en el fango del cohecho y del peculado; ni hay antecedentes gloriosos que salgan ilesos de aquellas flechas; ni hay hombre que valga la pena de mentarse con respeto en el extranjero.

Los hombres públicos que tienen parte en la administración, quedan tales entre las garras de uno de esos periódicos que no hay lugar sano de donde tomarles, y a juzgar por estas producciones en nación extraña, preciso será declarar que la república es un caos y que todos nuestros gobernantes han sido, son y serán fieras tan repugnantes que Claudio, Nerón y Calígula no les llegan al tobillo en materia de maldades y desaciertos.

Para combatir una elección presidencial se pone en duda hasta la nacionalidad del candidato, y por atacar a un ministro de Estado se levanta una cruzada en favor de una nación que lucha con nosotros por cuestión de límites.

Se hiere a un ministro de Fomento porque tiene empeño en traer la colonización; el establecimiento de un banco se declara peligro de la independencia nacional; la disminución y reorganización del ejército arranca un grito de indignación; los establecimientos de beneficencia atraen sobre el secretario del Interior el anatema más espantoso; se pinta a la nación al borde del precipicio; se agotan los colores de la paleta para figurar la tempestad más deshecha.


Y el mundo en tanto, sin cesar navega
por el piélago inmenso del vacío.
 

Pasemos a la gacetilla. La gacetilla debe tener las condiciones de la buena granizada, según dicen los rancheros: tupida y maciza.

Es necesario dar muchas noticias y todas de sensación, aun cuando sean falsas y aun cuando nos hagan aparecer como una nación de bárbaros ante el mundo civilizado. Para esto, surtidoras fuentes son la crónica de los tribunales, los partes de policía, los pronunciamientos verdaderos y supuestos y los siniestros que diariamente ocurren. Una madre que ha devorado a seis de sus hijos, da material para un buen párrafo. Por supuesto que la tal madre fue una rata que se comió sus crías por falta de otro alimento, pero se cambia el teatro y se varían los personajes, y al día siguiente corre de boca en boca la noticia de que en el puente de Chiribitos, una mujer, llamada Leona Ratajo, ha devorado a toda su familia.

Todo cabe en la gacetilla y de todo hay necesidad de hablar. En cualquier matrimonio al marido se le llama el distinguido amigo nuestro y a la novia la bella y virtuosa señorita, deseándoles siempre eterna luna de miel, aunque esto no le importe al periodista y a los lectores, conocedores prácticos de los almíbares de esas lunas.

Toda defunción se anuncia como si se copiara la lápida; tierno hijo, amante hermano, inmejorable esposo, virtuoso padre, eminente ciudadano, sin faltar por supuesto lo de seále la tierra leve, deseo que no puede estar conforme con las intenciones del sepulturero, del Consejo de Salubridad y probablemente con las de sus herederos, si el difunto ha legado algunos bienes terrenales de aquellos cuyo aborrecimiento nos predican siempre los ascéticos.

En la gacetilla es necesario tratar a todo el mundo con confianza, aunque no se le conozca; por ejemplo, jamás ha visto el gacetillero a don Pedro Díez Gutiérrez, gobernador de San Luis, o si le ha tratado ha sido siempre con el mayor respeto; pues bien, se trata de la apertura de una escuela en la capital del estado, y se suelta un párrafo del tenor siguiente: «Escuelas. Ayer se ha inaugurado una escuela dotada con todos sus útiles en San Luis Potosí, merced a los esfuerzos del gobernador. ¡Bien Perucho!»

Y tú preguntarás, ¿quién es este Perucho a quien tratan con tanta confianza? Pues es ni más ni menos que el primer magistrado de aquella entidad federativa.

Dice otro párrafo: «Seguridad pública. Según las noticias de nuestros corresponsales, es completa en todo el estado de Puebla. ¡Hurra por Juanillo!»

Pues este Juanillo es el señor general don Juan N. Méndez, respetable no sólo por su posición social sino también por su edad y por sus méritos.

El día menos pensado sale un periódico diciendo:


Pepe Vigil y Nacho Vallarta, en unión de Peredito van a escribir la historia de Nacho Comonfort, que se publicará en la imprenta de Pancho Díaz León, con prólogo del viejo Ramírez y dedicada a Porfirio.

Se recibirán la suscripciones en la imprenta de Filomeno, y si se quiere hacer envíos fuera de la capital, bastará entenderse con Navita o advertirlo en la alacena de Martínez.
 

Tú comprenderás, Froilán, que todas estas confianzas son peores que las de casas de vecindad, pero ¡qué quieres!, la gacetilla que mejor imita a una casera es la más apetecida y la que más se vende.

Quisiera escribirte más, pero se va el correo; don Manuel Toro es inflexible, y además, creo que con lo expuesto basta para animarte a venir a México, donde te aseguro, ya sobra con mi influencia para que ingreses a una redacción.

Te diré más, no creo que se negarán a recibirte cuando su benevolencia llega a tanto que se admiten y se leen las producciones de tu invariable.

Cero

3 de febrero de 1882

LOS PREMIOS SEGÚN CERO

Una mañana de estas, la criada de casa, no el lacayo con la elegante librea del duque Job, nos entregó, así, de mano a mano, no en bandeja de plata como diría Pomponet, una carta o al menos un papel hecho cuatro dobleces y metido en un elegante sobre.

La tomamos con toda la indolencia con que recibió Caracalla el anónimo en que le anunciaban la conspiración que debía llevarle el sepulcro, pero no tuvimos la debilidad de aquel emperador, de pasarla a nuestro secretario; primero, porque no tenemos secretario, y luego, porque en caso de haberle tenido, en esos momentos no estaba delante.

Apoyados pues, en estas poderosísimas razones, rompimos el nema y sacamos y extendimos un elegante pliego de papel que a diez leguas revelaba no ser originario de las fábricas de Peña Pobre y de Atemajac.

Ptolomeo Soter, que con tanto empeño hacía copiar libros para formar la biblioteca de Alejandría o el emir Abd-el-Moumen, protector de la literatura árabe contra el fanatismo de los almohades, se hubieran sentido felices con haber encontrado papel de esta clase en sus respectivos siglos.

Elegantemente impresa, contenía aquel pliego una invitación, de la que haremos gracia a los lectores, porque fundadamente suponemos que muchas veces habrán recibido algunas semejantes.

Decía en sustancia, que la señorita Violeta Casta Lencerie, invitaba para la distribución que de los premios entre las alumnas más aprovechadas de su instituto, sito en la calle de la Maceta núm. 24, se haría en el Teatro Nacional en determinada noche, presidiendo el acto uno de los altos funcionarios de la república literaria.

Volvimos la hoja y encontramos el siguiente programa:

Primera parte

  1. La cascada de perlas… Guillermo Prieto.

    Gran obertura ejecutada por la orquesta que dirige el maestro José Rafael Álvarez.

  2. Reseña de los trabajos escolares.

    La directora.

  3. Orfeón mexicano dirigido por el primer tenor Felipe Buenrostro, y los barítonos Juan José Baz y Eugenio Barreiro… Ituartof.
  4. Le papillon noir… Mr. Pierre Barand. Diálogo en francés entre don Manuel Loera y don Feliciano Chavarría.
  5. «¡Oh mía celeste Puebla!»… Romero Vargas, aria de bajo ejecutada por el señor diputado Miguel Méndez.
  6. The rail road… Sullivan. Fábula inglesa recitada por el ingeniero Chimalpopoca.
  7. Fausto, Faustísimo… Symon. Fantasía brillante a cuatro manos y cuatro pies, ejecutada por los alumnos del Conservatorio, Ramón G. Guzmán y Sebastián Camacho.
  8. «La última quincena»… Fuentes Muñiz. Melodía fúnebre ejecutada por algunos señores diputados que no salen reelectos.
  9. «La risa de los sepulcros y el resuello de los muertos»… Lizarriturri. Poesía fantástica que recitará, con las narices tapadas, Almaviva.
  10. «La redención del obrero»… Filomeno Mata. Solo de clarinete, ejecutado por su autor.
  11. Distribución de premios consistentes en valiosos libros y juguetes, a todos los niños cuyos padres pagan puntualmente más de cuatro pesos mensuales.

    Segunda parte

  12. Pt-Pourri por todas las bandas de la capital… Nacho Bejarano.
  13. «La grupa del corcel del mundo»… Cuenca. Recitada por su autor en equilibrio sobre dos bayonetas.
  14. Juegos malabares. La percha egipcia y las argollas mágicas, ejecutadas por don Manuel Inda, don David Fergusson y don Félix Romero.
  15. De Irolo a Texcoco. Saltos en el trampolín por el ingeniero Ventura Alcérreca y el cuasi ingeniero Delfín Sánchez.
  16. El paseo de Santa Anita. Matías Martínez. Preciosa tanda de títeres.
  17. Se lidiará a muerte un magnífico y valiente puntal por la cuadrilla de Bernardo Gaviño.
  18. «La inocencia»… Bermúdez. Coro por las alumnas del Instituto.
  19. Distribución de diplomas a las niñas cuyos padres pagan menos de cuatro pesos mensuales, con poca puntualidad.
  20. Toro embolado, con monedas de plata, para los aficionados, himno nacional, fuegos artificiales y jura de cacahuates, confites y tejocotes.

El programa no podía ser más halagador, teníamos el gusto de conocer de vista y aun de oídas a todos los ejecutantes, así es que nos prometimos solemnemente no faltar, y prometemos también a los lectores darles algún día exacta cuenta de nuestras impresiones en esa noche feliz que esperamos con más ansiedad que los romanos sitiados por Porsena, el resultado de la atrevida expedición de Mucio.

¡Qué bonitas son las funciones de premios, y cómo ha llegado a alambicarse la materia por el fecundo magín de los preceptores! Ya no saben qué hacer para llamar a la gente, y atendido el gusto de nuestro pueblo, comprendemos por qué la señorita Violeta Casta Lencerie anunció corrida de toros y ejercicios acrobáticos sin olvidar la tanda de títeres ni la jura de tejocotes. Pero aún falta mucho qué explotar. Una distribución de peneques entre los concurrentes; un can-cán como aquellos de los jacalones; y una piñata representando a Merolico, llena de dulces, pendiente de la linternilla central del teatro, y que puedan quebrar con los ojos vendados los más graves sesudos de los concurrentes, mayores de sesenta años de edad, serán novedades que muy pronto hemos de ver en juego, capaces por sí solas de sacar de sus casillas a don Manuel Zamacona o a don Pomposo Verdugo.

Y esos premios, ¡con qué equidad, con qué economía y con qué acierto se distribuyen!

El primer premio de moralidad y buena conducta, lo obtiene la niña Elvira Candores y lo recibe en la preciosa obrita titulada Historia del baroncito de Faublas.

El primer premio de tejido de agujas lo obtiene la niña Virginia Inquietudes y lo recibe en la obra titulada Antonii Gomezii, ad leges Tauri Comentarium.

El tercer premio de gramática española lo obtiene la niña Clara Frases y lo recibe en la obra titulada La moral evolucionista por Hebert Spencer.

El primer premio de doctrina cristiana, lo ha merecido la niña Elodia Santosi y lo recibe en el Gran tratado de artillería por el excelentísimo señor don Tomás de Moría del Consejo de S.M.

El segundo premio de ortografía lo obtuvo la señorita Eleonora Fragos y lo recibe en la obra intitulada El manejo del sable por el vizconde de Cochinilla.

El único premio de quietud y aseo, lo alcanzó la niña Nieves Piedra y lo recibe en las obras intituladas: Defensa de estados y campos retrincherados por el general A. Brialmont e Historia del Congreso Constituyente por don Francisco Zarco.

Algunas veces, o casi siempre, hay premios que son una sorpresa para los concurrentes, pero eso sí, dignos de un protector de la instrucción primaria; por ejemplo: a la niña Plácida Siempreviva, que ha faltado a la escuela nueve meses, se le concede un premio extraordinario por los vehementes deseos que ha tenido de asistir a las clases y se le regalan dos tomos truncos del Diario de los debates de un congreso que no vale porque lo declaró nulo una revolución.

A la otra niña se le concede solemnemente un premio, por los adelantos que hubiera podido hacer en el plano si no le faltara la mano izquierda y se le regala al son del himno nacional un Remington niquelado y con la culata de caoba.

El día menos pensado se premia a cualquiera niña por su buen apetito dándole un roast-beef que pese veinte libras y una torta de pan como el sombrero de Peniche.

No faltará tampoco un premio por la buena elección de novio que debe consistir de seguro en un bastón de gendarme o en una férula de las que usaban los padres betlemitas.

Pero de todas maneras ¡qué bonitas son las funciones de premios!


Si a alguna niña le han dado
El Manual del artillero
Por lo mucho que ha rezado;
Premie alguien con un bordado
Este artículo de
 

Cero

8 de febrero de 1882

Hoy tiene Cero humor para filosofar y aunque esto puede entenderse de muchos modos, nosotros a tal palabra no le damos más significación que la de ir pensando y escribiendo cuanto se nos ocurra.

Parece que Aristóteles fue el primero que usó el nombre de filósofo que quiere decir amante de la sabiduría, porque antiguamente y aún después de Aristóteles dichos amantes se llamaban modestamente sofistas, es decir, algo como sabios y no es en este sentido como tomaremos la palabra filosofar.

Pues estábamos pensando qué cosas tan curiosas tiene la humanidad, y cómo son inexplicables sus caprichos por más que Spencer, Robert, Mill y Condorcet hayan soñado que va muy adelantada la sociología y la teología; que si los médicos nos hablan de idiosincrasia difícil será, si no imposible, comprender lo que gobierna a la humanidad.

Realmente esto es para desesperar; Blunschli considera a la Iglesia católica, en su famoso tratado de derecho público, con un carácter femenino, en contraposición al Estado a quien concede la virilidad. Quizá la humanidad pueda considerarse con su carácter de mujer y decirse de ella lo que el poeta español dijo a cierta actriz que se embarcaba para el nuevo mundo:


Cosas tenéis las mujeres
que al talento más profundo
desconciertan…
 

O cantarle como el duque en el último acto de Rigoletto.


La donna é mobile
qual piuma al vento.
 

Tan largo exordio viene como de molde en una cuestión que ha agitado profundamente los ánimos de nuestros representantes en las cámaras no en una, sino en muchas ocasiones, hablo de la libertad profesional.

No hay que espantarse pensando que vamos a reproducir los largos discursos, los terribles argumentos, los sangrientos sarcasmos, las citas oportunas, las peroraciones vehementes, ni los eruditos sermones que con sus respectivos intermedios de toses, pausas y tragos de agua, han hecho retemblar la cubierta de zinc del benemérito teatro de Iturbide, dulce albergue, en otros tiempos, de Mata, Morales y la Cañete, y hoy amoroso y caliente nido de Carbajal, Mancera, Baz y Joaquín Alcalde.

Menos alta tarea como dijo el poeta, va a ocupar nuestra ociosa pluma, que se dedica hoy a buscar, no el hombre de Diógenes, sino las contradicciones humanas en esta materia.

Como siempre, ocurriremos a nuestro lenguaje familiar; somos de confianza con el público y es inútil andarnos con cumplidos. Dice Renan, que al público no se le debe tratar como a un niño ni como a un hombre, sino como a una dama. Y esta conversación, esta cosserie, como le llamarían los franceses, es siempre muy del agrado de una mujer de gran mundo, que encuentra más encanto en las digresiones que en el monótono camino de un mismo negocio; como divierte más un paseo matutino a caballo por una montaña, que veinte horas de vertiginosa traslación en una vía férrea.

Si un hombre, un padre, advierte el menor síntoma de enfermedad en cualquiera de sus hijos, inmediatamente el cariño multiplica las proporciones del peligro y envía a buscar un médico.

Ese médico ha de ser el doctor que cura a la familia, que conoce la naturaleza, el organismo de todos los individuos de ella, y que está armado de un título que ha recibido del gobierno, bajo la garantía de un respetabilísimo cuerpo científico.

Como se trata de la salud de un individuo de esa familia, es indispensable que quien recibe tan delicado encargo sea tan conocido como conocedor; que estudie en los últimos libros llegados de París, que sólo por capricho haya leído a Hipócrates y a Galeno, y que si ha oído mentar a Ibn-Sina, y a Ibn-Rochd, sea sólo con los vulgarizados nombres de Avicena y de Averroes.

Pero a este mismo padre de familia se le ocurre echar una cana al aire, y seguido de su esposa y de su prole, y de sus amigos y de las esposas y proles de éstos, se encaja en un wagon de primera clase, y en medio de la alegría y de las risas, salen de la estación sin preocuparse un solo instante, ni del nombre del maquinista que dirige aquel gran convoy, ni de las garantías que da con su saber, de tantas y tan queridas existencias.

Y un hombre, que para curarse un catarro quiere un médico titulado, pone su vida y la de sus hijos en manos de un maquinista que con la menor distracción, por levantar demasiado la palanca de la máquina o el codo de su propio brazo, puede hacer más perjuicios que un atrevido curandero con su ignorancia.

Cualquier barbón pregunta antes de afeitarse qué tal mano tiene el barbero, y si son buenas las navajas; y al entrar en un coche simón a nadie se le ocurre ni pensar cuál será el brío de las mulas, ni si el automedonte es tan aturdido que puede a pocos pasos estrellar el vehículo contra el primer guardacantón, vulgo tumba borrachos.

Cuentan Amiano Marcelino, Libanio y otros, que cuando el emperador Juliano, cuyas costumbres filosóficas y austeras le hacían mirar con disgusto el prodigioso fausto de su antecesor Constancio, entró al palacio de Constantinopla, pidió que le llevasen un barbero, y poco después apareció un hombre ricamente vestido y lleno de joyas deslumbradoras.

Quedósele mirando el emperador y dijo a los que acompañaban «he perdido un barbero y no un senador». (Ego non RATIONALEM jussi, sed tonsorem acciri.)

¿Qué hubiera dicho Juliano al encontrarse con muchos diputados de éstos y de otros tiempos? Porque es en verdad curioso que para poner un caustico o para vender un tercio de arroz se exija una autorización del gobierno y un título profesional, y se discuta en las cámaras si el que no está armado con ese salvoconducto puede curar el hipo o arrancar un colmillo, y que quien ha de decidir de la suerte de la patria o quien va a sentarse en los sitiales de la Corte de Justicia no necesite más que una credencial, buena a juicio de los que están en el mismo caso.

¡Oh caprichos de la humanidad!


Y en ese trajín y afán
Hay hombre, miseria humana.
Que es duque por la mañana
Y por la tarde rufián.
 

Así dice en el Privado del virrey el inolvidable Rodríguez Galván, y decimos nosotros: hay hombre que armado de la bendición de sus padres lleva por esos mundos de Dios una locomotora que arrastra un tren y llega sin novedad a la estación final sólo porque, como antes se decía que hay un dios para los borrachos, ahora debe decirse que hay una providencia para los pasajeros de ferrocarril.

Y hay otros hombres que puede ser que hasta sin la bendición llegan a ocupar una curul, y cuando alguien que los ha conocido les mira desde la galería, repite para sus adentros aquellas palabras de un cuento que aunque muy sabido no se ha de quedar hoy en el tintero:


Había en cierto pueblo un cura famoso por su completa falta de inteligencia y a quien sus feligreses llamaban no se sabe por qué: el padre Zoleta. Vínose dicho párroco a México y yendo y viniendo días, tal vez por aquello de que tanto dura un ruin en un pueblo hasta que lo hacen alcalde, hubieron de fiarle un sermón del Espíritu Santo en catedral.

Comenzaba nuestro rústico Massillon a desplegar las alas de su elocuencia, cuando a entrar acertaron dos de sus buenos y antiguos feligreses. Acercáronse al púlpito y no cabían en sí de su asombro mirando ocupada la cátedra de la metropolitana por el padre Zoleta.

Por fin uno de ellos, rompiendo el silencio, dijo al otro con una voz que indicaba la fluctuación de su espíritu entre la

duda y el espanto:

—¿Es el padre Zoleta?

—El mismo, contestó el segundo, que parecía ser más avisado que su acompañante.

—¡Caracoles! ¡Cómo ha subido el padre Zoleta!

—No digas eso, bárbaro. ¡Cómo ha bajado catedral!
 

La cuestión es de apreciaciones, y cuídense ustedes si no quieren pasar por envidiosos o viperinos, de aplicar nunca tal chascarrillo a ninguno de nuestros cuerpos colegiados, entre otras cosas, porque como dice el vulgo: nadie está safo…

Y os ruego que no digáis nunca: ¡cómo ha bajado la república!, sino ¡cómo ha subido!

Cero

14 de febrero de 1882

Habéis de saber ¡oh lectores!, que Cero profesa y cree a pie juntillas en la transmigración de las almas, o más bien dicho en las reencarnaciones progresivas.

Los griegos se gloriaban de que esta doctrina había sido inventada o descubierta por Pitágoras. Ciertamente que no es así; Pitágoras la aprendió en la India en donde la metempsicosis es la base de todo el sistema religioso. En el libro de Manu, el más antiguo de todos los libros sagrados, ya la reencarnación del espíritu de un brahmán en el cuerpo de un lechón, se presenta como castigo cuando ese brahmán tenga pasajeros amorcillos con algunas de las que podemos llamar hijas de confesión.

Pitágoras, según el testimonio de Diógenes Laertio, contaba que su espíritu había habitado el cuerpo del troyano Euforbo, aquel de quien dice Homero:


Su larga pica
Vibró segundo el fuerte Menelao,
Y cuando Euforbo, sin volver el rostro,
Retrocedía, le clavó la punta
En el pecho a raíz de la garganta,
Y empujó firme con la fuerte diestra;
Y atravesando el delicado cuello,
Sobre la nuca apareció la pica.
 

El famoso Apolonio de Tyana, de quien los filósofos contemporáneos de los apóstoles quisieron hacer un rival de Jesucristo, contaba una porción de reencarnaciones, cuya memoria decia no haber perdido, y hombre hemos conocido nosotros, que a no haber sido porque tuvo algunos votos para elector primario, juraríamos que acababa de cambiar domicilio, y que la existencia anterior la había pasado tranquilamente en el gallardo cuerpo de un borrico.

Otros hay, que a la hora de comer denuncian que el anterior empleo de su espíritu, ha sido algún marrano de esos que perezosamente atraviesan por las mañanas las calles de la capital, caminando al patíbulo con la serenidad del mártir.

Por eso Pitágoras no comía nunca carne, porque creía que todos los animales eran candidatos más o menos próximos a la humanidad, como si en este tiempo no hubiéramos visto nosotros, hijos del siglo diez y nueve, a muchos políticos comerse a su candidato y luego que como el espíritu seguía su peregrinación, no veo reprobable el que Pitágoras se hubiera comido un conejo que encerraba el germen espiritual de Napoleón I, de Moltke o de don Ignacio Mejía.

Ni un paso se hubiera detenido la marcha de la civilización ni el progreso del espíritu, si en una cena hubieran servido a Pitágoras unas chuletas de carnero cuya alma debía animar en el año de mil ochocientos ochenta y dos y para honra de la literatura mexicana, la robusta y bien acondicionada personalidad de don Pedro Castera, como no perjudicará para la publicación de las leyendas de los mineros, que se convierta en envoltura de chocolate el papel que Castera había pensado comprar para los forros de los cuadernos.

Todo esto de la metempsicosis y la transmigración y la palingenesia, viene como prólogo para contar que Cero ha tenido ya otras existencias, cuenta varias reencarnaciones (en ambos sexos) y por eso habla y hablará de cosas que han pasado en tiempos lejanos como testigo presencial de ellas. Y si acaso cita graves y sesudos autores, esto más es para infundir confianza en su dicho, que por tener necesidad de recurrir a más archivo que el de su propia memoria.

Por vía de distracción y antes de tomar en un artículo alguna personalidad literaria, bueno será hoy hacer algunas reminiscencias de aquellos días en que cultivaban las primeras letras hombres que hoy han hecho papel como notables entidades en nuestros artículos anteriores, tanto porque esto servirá para medir el trabajo que han tenido de llegar a donde están, como porque todos vamos de acuerdo con aquel poeta que dijo:


Plácenme historias pasadas
De andantes caballerías,
Y en ser las noches llegadas
Divertir las ansias mías
Con los recuerdos de las hadas.
 

¡Qué abismo entre el sistema de enseñanza objetiva y las escuelas de instrucción primaria en los primeros años de nuestra gloriosa emancipación social!

El tierno y cuidadoso padre de familia, después de maduras reflexiones y de largas y entretenidas pláticas con su mujer y conjunta persona y con algunos amigos de la casa, tomaba de la mano a su pimpollo, que bien acicalado esperaba el momento de la partida, y lo desprendía de la casa paterna entre el llanto de la madre, la bendición de las tías y la compasión de las criadas, y le llevaba a la escuela con anticipación, escogida para que recibiese los beneficios que los mitológicos de la Grecia dicen haber recibido de Cadmo.

Las escuelas en aquellos tiempos tenían necesariamente de preceptor a un sacerdote o a un viejo seglar, que al recibir al niño y en su presencia escuchaba de boca del progenitor esta consoladora y expresiva frase: «Aquí le entrego a usted este niño y rájelo a azotes o entrégueme las orejas, pero que salga bueno.» Y no se lo decía a un sordo, porque ni el maestro tenía orejas de mercader, ni los castigos escaseaban, ni el aspecto del dómine, ni la vista de la palmeta, de la disciplina y de multitud de chicos arrodillados en medio del salón o en los balcones, en cruz y con orejas de burro, era para tranquilizar al muchacho que temblaba más que los cautivos de Alarico.

Las muestras de escritura consignaban terribles apotegmas como esas sentencias que se leen algunas veces en los panteones: la letra con sangre entra; las letras para los niños son espinas, y otras por el estilo, que más daban indicio de que se traspasaban los umbrales de la Inquisición, que de penetrar en un establecimiento de enseñanza, y esto sin contar con que a cada momento se escuchaban los gritos, los palmetazos y los azotes.

El niño tenía que salir de mal corazón, porque víctima siempre de la tiranía, el premio de su laboriosidad era ser escogido para verdugo.

Siempre el más aplicado ministraba el recetado castigo, ya con la palmeta en las blandas palmas de las manos de sus compañeros, ya con la disciplina sobre las desnudas posaderas del que no acertaba a sacar una cuenta.

Los libros de texto eran espléndidos; una cartilla en que se aprendía el abecedario comenzando por leer desde un Jesús y una cruz que estaban pintados hasta el punto final al que llamaban tilde. Esto tenía la ventaja de que comenzaban también a aprender la escritura jeroglífica y por eso yá, émulos de Champollion, decían al leer el alfabeto: «Jesús y Cruz, a. b. c. d… hasta terminar con zeta tilde».

Como perforar el Mont-Cenis, como romper el istmo de Suez, como abrir el túnel entre Francia e Inglaterra, así era el trabajo de aprender la cartilla.

Entonces y no ahora debieron de haber traído los americanos sus cartillas impresas en lienzo, que sobre ser muchas las que rompían los muchachos, su precio era como cinco veces más del que tienen en la actualidad.

Seguíase después el libro segundo, confuso hacinamiento de palabras incoherentes, clasificadas sólo por el número de sus sílabas, como en un escuadrón los caballos por colores o en un regimiento los hombres por tallas.

Luego el libro de lectura, en donde se bebían las primeras impresiones literarias, era el Simón de Nantua o El mercader forastero.

¡Qué encanto producía a cada gravedoso padre oír a su tierna edición, que leía con voz trémula delante de las visitas, el primer párrafo del Simón de Nantua!: Piedra que rueda no cría moho, dice un antiguo proverbio que oí muchas veces a mi abuelo, etcétera.

El Catón censorino, sencilla mezcla de religión y de moral, iba en compañía del catecismo del padre Ripalda, encuadernados ambos en pergamino, a formar la parte mística de aquella enseñanza, y el catecismo se cantaba sin duda en prueba de devoción como cantaban los romanos sus oraciones en los templos católicos cuando fue a visitar la Ciudad Eterna no recordamos si Constancio o Valentiniano.

La aritmética se reducía a lo que se llamaban las cuatro reglas, sumar, restar, multiplicar y partir. Sólo un genio, un muchacho comparable a Pico de la Mirandola, que a los ocho años sustentaba un acto de teología, llegaba a aprender regla de compañía y una fórmula aritmética que se llamaba la cuarterola y que era por decirlo así como la piedra filosofal en la ciencia de los números, hasta el grado que ni don Alfonso el Sabio, que se gloria de haber descubierto el modo de hacer oro y de haber aumentado con esto su caudal, según dijo en aquel verso:


La piedra que llaman filosofal
Sabía facer e me la enseñó.
Ficímosla juntos, después sólo yo
con que mucha vece creció mi cabdal
 

estaba tan orgulloso de su saber como el ranchero que conocía la cuarterola.

En aquellos tiempos felices no había funciones de premio; entraban en el derecho privado la pela al modorro y el Víctor en familia al que acababa de aprender la cartilla, cosa que aún existe como la estela que ha dejado en el mar de nuestra civilización el paso del navío que condujo a la eternidad a esas pasadas generaciones.

Por lo que atañe a lo que llamamos urbanidad, las reglas eran más estrictas y multiplicadas; comprendíase en esto rezar el bendito de rodillas al entrar y salir de la escuela; quitarse el sombrero y besar la mano a cuanto clérigo se encontraba en la calle; decir ¡Jesús!, a todo el que estornudaba; persignarse la boca al bostezar, exclamar con mucha unción ¡ave María Purísima!, siempre que entraba la luz en una pieza oscura.

El diablo hacía un papel muy importante en esa educación, y tanto que merece un artículo aparte que prometo escribir próximamente.

Pero con estos elementos por todo bagaje, había que entrar al colegio si se emprendía una carrera literaria.

¡Oh, y cómo necesita también otro artículo eso del colegio ni más ni menos que el diablo! Zorrilla, dijo:

Donde quiera que voy va Dios conmigo, y los niños de aquellos tiempos, de cargar tenían con el diablo por todas partes.

Si uno de aquellos perceptores que hacía él mismo la tinta, que armado de una malísima navaja tenía que tajar y enseñar a tajar la pluma de ave a los muchachos; que tenía que pautar y enseñar a pautar el papel para que el niño comenzara con vacilante mano a trazar los palotes hasta llegar a la muestra número veinte de Torcuato Torío de la Riva; si uno de esos pobres preceptores que tenían la obligación de rezar las doce con sus discípulos, se encontrara hoy repentinamente en medio de uno de esos establecimientos en que aprenden con tanta facilidad los niños de ahora, indudablemente se quedaría como el marqués de Villena al salir de la famosa redoma, asombrado de todo pero más de que los chicos llevaran las manos limpias, la cara lavada, y que no salieran de su casa dando aullidos y retorciéndose entre los brazos de un criado o de un cargador.

Si un dómine de los que enseñaron a leer a Miguel Mosso o a don Bonifacio Gutiérrez pudiera resucitar en medio de una función de premios de Fournier o de Kattain, creería que eran los maitines de San Pedro en catedral, el sábado de gloria en la casa de ejercicios o la fundación del Corpus en La Profesa, y todo esto ha cambiado la faz de la ciudad en cuarenta años.

¡Qué cambio! Si el tiempo lo permite como dicen los anuncios de las funciones de teatro en los pueblos y de las corridas de toros, de todo esto se irá ocupando Cero, aunque, como dijo un jefe militar, procurando evitar el orden.


Y lector si tú me ayudas
Con tu malicia y tu risa
Verdades diré en camisa
Poco menos que desnudas.
 

Todo depende del modo con que yo vea que recibes ¡oh público!, mis escritos; al fin que ya como dijo el erudito don Francisco Javier de Melo en su historia de las guerras de Cataluña: ya nos conocemos, tú a mí por la palabra y yo a ti por la crítica.


Falta una corrección muy peregrina
Hablando de Aguilar (seré sincero)
Dije Platea… léase Salamina,
Fue un lapsus linguae.
Hasta mañana.
 

Cero

22 de febrero de 1882

Propio es del corazón humano mostrarse menos reconocido con quien le halaga que indignado con quien le hiere, decía el famoso Dussaulx en su discurso sobre los poetas satíricos latinos, y no por huir de esa sentencia, sino porque realmente Cero no se siente comprendido en el triste anatema del ilustre crítico francés, quiere comenzar hoy su pobre artículo pregonando su gratitud a La Discusión, El Noticioso, La Voz de México, y otros muchos periódicos por el benévolo juicio que han emitido sobre sus producciones; juicio en que a decir verdad campea el caballeroso sentimiento de estimular al escritor desconocido, pues a tanto no llega nuestra vanidad que merecidos juzguemos esos elogios. Sin embargo, menos benévolos censores acusan a Cero de que multiplica las citas y las autoridades en sus artículos. Quizá podría excusarlas; podría sin duda, a semejanza del grajo de la fábula de Fedro, o de la avutarda de la de Iriarte, presentar como de propia cosecha ajenos pensamientos, vistiendo la pluma del pavo o empollando la cría del jilguero, pero además de que esto es indigno de un escritor que aunque humilde se estima en lo que debe, veríase expuesto a sufrir aquello que dice Iriarte:


Los que andáis empollando obras de otros,
Sacad, pues, a volar vuestra cría;
Ya dirá cada autor: «Ésta es mía;
Y veremos que os queda a vosotros.»
 

Y aunque este sistema de escribir no es raro en los tiempos que alcanzamos, Cero no quiere entrar en esa moda.

Por otra parte, cuando se firma Cero, es porque tiene la convicción plena de su poco valer; esto puede provenir de que a pesar de que muchos no lo creen, hay en el mundo una cualidad que se llama modestia respecto de la cual llevan los hombres la regla que daba aquel santo padre al hablar de las brujas, diciendo: que hay brujas es un hecho; pero no se debe creer en ellas.

Pues si Cero no cree en la autoridad de su palabra, ¿con qué derecho se le puede reprochar que ocurra a la ya reconocida de los pocos sabios que en el mundo han sido?

Así pues, si éste es defecto no espero corregirme de él; cargue quien la inventó la responsabilidad de una frase y yo sólo con la culpa de citarla con más o menos oportunidad.

Hay en México un diario que se mete por todas partes, que anda en todas las manos, al que ninguno le concede autoridad y sin embargo nadie deja de leer, que quien hoy se siente herido por él le busca a la mañana siguiente para ver si hiere a otros; que hace sistemática oposición a todos los gobiernos, que se torna amigo de los ministros desde que abandonan la cartera y que en medio del laberinto de sus editoriales y de las contradicciones de su gacetilla ha sido siempre el defensor de la libertad y de la reforma.

Sin ser tan viejo como El siglo XIX, en sus columnas lleva ya como dijo Juan Peza:


El polvo del camino de la vida
 

y ha sido durante mucho tiempo un periódico popular.

Ha pasado por las manos de Florencio M. del Castillo; de Guillermo Prieto; de Juan Mateos; de Castillo Velasco; de Vigil; hoy se encuentra en las de Juvenal que va a ser el pretexto de este artículo.

No suponemos al público a la altura de Fritz el de La gran duquesa, para creer que después de los anteriores datos quiera preguntarnos a qué periódico aludimos; por sabido se calla y al fin y al cabo que no a él sino a Juvenal vamos a consagrar nuestras labores.

Cuántas veces Enrique Chávarri, habrá repetido a solas después de llenar cuarenta cuartillas de papel con las «Charlas del domingo», aquel verso de la sátira IX de Juvenal el grande, que con permiso de Vigil he traducido de la manera siguiente:

Que este oficio, que ha hecho la fortuna de tantos otros, en mi triste vida jamás me ha dado a mi cosa ninguna,

porque realmente las filas del periodismo se han aclarado a la hora de formarse los congresos; de los pingües destinos los dichosos poseedores han salido muchas veces de una redacción; muchos ministros que han hecho gemir al pueblo habían antes hecho gemir las prensas defendiéndolo; y muchas veces también con una colocación se ha logrado enmudecer los gritos destemplados de un diario oposicionista.


Cosi va il mondo!
 

Chávarri, en medio de ese agitado torbellino, no ha alcanzado, a pesar de su constancia en el periodismo, nada de eso que quizá otros con menos valer obtuvieron fácilmente.

Tiene toda generación contemporánea un terrible microscopio, con el que ve y por el que juzga a los hombres que viven en su tiempo, y en ese peligroso instrumento el átomo es una montaña y el microzoario un monstruo apocalíptico.

Por eso, ni sabe estimar los méritos ni disimular los defectos, al paso que de los hombres de la antigüedad, sobre todo de los que han obtenido gracia delante de la literatura, se olvidan hasta los crímenes más horribles o las acciones más indignas.

Nadie al leer la Farsalia de Lucano, recuerda ni echa en cara a éste, que por salvarse denunció a su propia madre ante Nerón, por delito de lesa majestad; nadie culpa a Marcial de que narre y admire las escenas de circo, donde se representaba ya el drama de Laureolo en que un cautivo era realmente enclavado en una cruz y devorado por fieras; ya el de Ícaro, en que un prisionero era lanzado a los aires por medio de una máquina, viniendo a caer en la arena, sobre la cual un oso lo despedazaba, o ya por fin un esclavo a quien obligaban a quemarse la mano para representar el heroísmo de Mucio Scévola.

Marco Aurelio goza la fama de un emperador clementísimo y tenía dentro de su palacio un león a quien alimentaba arrojándole diariamente hombres vivos. Catón es un modelo de virtuosos, y entrega su mujer al rico Hortensio, para volver a recogerla viuda y rica después de algunos años. Cicerón encanta con la moral que respiran sus cartas y sus discursos, y repudia su mujer Terentia, la fiel compañera en las tempestades de su vida, por casarse con una joven que le trae una rica dote para mejorar su fortuna.

Para todos éstos nosotros tenemos abierto el pecho a la indulgencia; para los que viven a nuestro lado, la férula de la crítica y la cimitarra de la intolerancia están siempre dispuestas a moverse.

No quiere decir tanta cita de hombre ilustre que nosotros vayamos a comparar a Juvenal el de aquí con Juvenal el de la Roma; a Justo Sierra con Píndaro; a Vigil con Séneca; a Chavero con Esquilo; a Payno con Cicerón; a Alcalde con Demóstenes; a Montes con Papiniano; ni a Juan Mateos con Marcial; pero los ejemplos como los personajes de las tragedias se toman de los héroes o de los semidioses y basta a nuestro intento que el público se convenza con todo lo dicho de que no hay justicia para los contemporáneos y sigamos adelante con Chávarri.

El boletinista del Monitor Republicano ciertamente tiene el mérito de la constancia y de la asiduidad. Quien ha escrito en un periódico comprende todo el sacrificio que hay que hacer y toda la abnegación que hay que obtener para cumplir con tan ruda y fastidiosa tarea.

Apenas el día basta a un pobre periodista para llenar esos toneles de las Danaides que se llaman columnas.

Después de sudar seis horas, de agotar el esfuerzo del cerebro, de recorrer todos los periódicos nacionales y extranjeros; de sentir en la mano convulsiones por tanto mover la pluma; cuando cree que el periódico está lleno y que su misión ha terminado y que puede marcharse al teatro o a una visita, se le aparece como la sombra de Nino a Semíramis un hombre que le dice con voz pavorosa: faltan tres columnas.

El que sabe y ha sufrido todo esto, comprende a Juvenal después de haber leído durante muchos años sus boletines diarios y sus larguísimas «Charlas de los domingos». Juvenal ha sido un obrero infatigable y constantemente combatido Unos le atacan y le burlan por su estilo y por su erudición en modas; otros le hieren porque habla de todo en sus boletines, y sin embargo, con todos esos defectos que se le echan en cara, con toda esa incorrección de que se le acusa, Juvenal ha sido en México un poderoso auxiliar para difundir en las masas la afición por la lectura de los periódicos.

Sus adversarios, sus enemigos, culparán a Cero de parcial o de imbécil; Cero está dispuesto a recibir cualquiera de estos calificativos, pero cree que la justicia es antes que todo y exclama como Payno: he de decir la verdad aunque se enoje todo el mundo.

Ver a todos los hombres de nuestros tiempos en México cubiertos con la lepra del desprestigio es cosa que lastima el corazón; Cero ha querido revelar el mérito de nuestros escritores públicos, poniéndose fuera de la atmósfera de los antagonismos personales; y popularizar a los representantes de la tribuna y del periodismo.

Si el tono de la sátira suena muchas veces en estos artículos, es sólo como el incentivo que se da al lector para que los reciba con gusto, pero esas sátiras se evaporan y el fondo queda puro; México sabrá quiénes son sus hombres de letras y Cero habrá formado una guirnalda en la que con distintos matices, pero con la misma honra, se ven entretejidos los laureles por ellos conquistados, y mañana, cuando esta generación desaparezca, quizá algún Chaverito de los siglos futuros llegue a alcanzar datos para escribir de los hombres de 1882 en los artículos de

Cero


Publicado el 3 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
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