Martín Garatuza

Memorias de la Inquisición

Vicente Riva Palacio


Novela


Primera parte. Los criollos
1. En que se ve que algunas cosas son, para unos, juegos de niños, y para otros, dramas del corazón
2. En que se prueba que el patriotismo suele anidar en femeniles pechos
3. Dase a conocer al lector la familia de don Leonel de Salazar, y cuéntasele lo que en la casa de éste pasaba
4. A dónde llevaba el padre Salazar a su hermano don Leonel
5. Quién era el viejo que habló con los hermanos Salazar y de qué trataron
6. En que el lector encuentra tres personas, que serán quizá conocidas viejas
7. De lo que pasaba en la casa de la calle de las Canoas
8. Lo que pasó en México el 3 de noviembre de 1624
9. En que se refiere lo que hizo Martín Garatuza por servir al padre Salazar
10. En donde se prueba que los que andan siempre juntos no son siempre buenos amigos
11. En donde el virrey, el visitador y el padre Salazar se convencen enteramente de que Garatuza era una joya
12. Cuéntase lo que hablaron don Leonel y doña Juana de Carbajal
13. Cómo es muy cierto aquello de que «el hombre pone y dios dispone»
14. En donde el zorro al salir de su madriguera encuentra a la víbora y piensa levantarle el destierro
15. En donde se ve hasta qué grado puede ser peligrosa la vecindad de una muchacha bonita
16. Cómo Garatuza conoció a un amigo y fue reconocido por otro
17. En que Martín, creyendo acertar, yerra
18. Cómo hizo don Pedro de Mejía su primera visita a doña Catalina, y lo que en ella pasó
19. Cómo Martín hizo un escarmiento con don Baltasar de Salmerón, y lo que se originó de esto
20. En que se sigue la materia del anterior
21. De cómo Martín Garatuza salió de México
Segunda parte. Los descendientes de Guatimoc
1. En que se ve cómo hablaban mano a mano y sin ceremonia, su alteza el príncipe de Nassau y el célebre Martín Garatuza
2. En el que Garatuza prueba que el hábito hace al monje
3. De lo que había pasado en México con don Baltasar de Salmerón
4. En que se trata de una persona insignificante, pero que hace gran papel en esta historia
5. En que se verán cosas muy grandes
6. Cómo el hombre que duerme no ve formarse la tempestad
7. En que sigue la materia del que le antecede
8. Donde se da razón de don Leonel y de su padre
9. De cómo la marca de fuego de la familia Carbajal era un indicio seguro del fin que esperaba a los que la tenían
10. De lo que pasaba en la casa de don Carlos de Arellano en la noche de la boda de don Pedro de Mejía
11. De cómo el virrey se preparaba para resistir la invasión de los holandeses y las conspiraciones de los criollos
12. De cómo a un hueso y a un sombrero puede un hombre deberle la vida y la libertad
13. De lo que Martín, don César y Teodoro acordaron respecto de doña Esperanza y de lo que había pasado a doña Catalina
14. Donde se cuenta cómo entró Martín a la casa de don Pedro de Mejía y otras cosas
15. De cómo volvió doña Catalina a la casa de don Pedro
16. En donde sigue la misma materia del anterior
17. De cómo saldó sus cuentas con la justicia Martín Garatuza
18. De lo que pasó con el virrey y con Andrea
19. De cómo volvió a encontrar don Leonel a su prima doña Esperanza
20. De lo que hizo Martín después de que pasó por muerto
21. Cómo se abrió el testamento de don Pedro y lo que se siguió
22. Donde se prueba que la causa más mala tiene siempre modo de ser defendida
23. En el que resulta lo que menos podía esperarse
24. En que vuelven a aparecer unos antiguos conocidos
25. En donde se verá de todo lo que era capaz la vieja doña Catalina
26. En que Guzmán consigue la prueba que quería doña Esperanza
27. En el que Martín y Teodoro vuelven a perder la pista
28. De lo que había pasado a don César
29. Cómo se casó doña Esperanza de Carbajal con don Alonso de Rivera
30. En el que termina el que trata del casamiento de doña Esperanza
31. De cómo la vieja doña Catalina oyó terribles verdades
32. En el que se prueba que una hija puede hacer la conversión de su madre
33. De cómo toda Magdalena puede encontrar un redentor
34. En el que se da razón de lo que pasó a la vieja doña Catalina con el viejo don Baltasar de Salmerón
35. Dase razón de cómo habían venido don César y sus compañeros, y lo que se siguió después
36. En el que Catalina y don Leonel conocen que su situación es más triste de lo que ellos pensaban
37. Se ve lo que determinaron e hicieron Martín, don César y Teodoro
38. Cómo don Leonel supo de doña Esperanza, y lo que aconteció después
39. Continúase tratando de la misma materia que en el anterior
40. El fin de la historia
Epílogo

Primera parte. Los criollos

1. En que se ve que algunas cosas son, para unos, juegos de niños, y para otros, dramas del corazón

Por la plaza principal de México atravesaba, triste y pensativo, un joven como de veinticinco años, elegantemente vestido y embozado en una capa corta de terciopelo negro.

Cruzó por el puente que estaba frente a las casas de Cabildo, y se dirigió a la calle de las Canoas, como se llamaban entonces las que ahora se conocen con el de calles del Coliseo.

Comenzaba el mes de noviembre de 1621. La tarde estaba fría y nublada, y un viento húmedo y penetrante soplaba del rumbo del norte.

El joven procuraba cubrirse el rostro con el embozo de la capa, más bien como por precaución contra el frío, que por temor o deseo de no ser reconocido.

Así caminó largo tiempo hasta que se detuvo frente a una gran casa de tristísima apariencia.

En el alto muro que formaba la fachada de aquella casa, había sin cuidado ni orden, algunas ventanas guarnecidas de fuertes y dobladas rejas, todas cerradas por dentro, e indicando, por su poco aseo y por la multitud de telas de araña que las cubrían, que por mucho tiempo nadie se había asomado por allí.

La puerta de la casa tenía una figura rara también, y los batientes ostentaban gruesos clavos de fierro, que mostraban ya las señales de la vejez y del abandono.

El joven miró la casa con cierto aire de tristeza, lanzó un suspiro, y sacando la mano por debajo de la capa, llamó fuertemente a la puerta.

Al cabo de algún tiempo se oyó el ruido de los cerrojos y las cadenas, y la puerta se abrió rechinando sobre sus enmohecidos goznes.

Un anciano vestido de negro y con un gorro de lienzo blanco, recibió al joven.

—¿Qué manda usía? —dijo.

El joven se lo quedó mirando y luego le contestó con otra pregunta:

—¿Sois, por ventura, tío Luis?

—Luis Herrera. Pero vos ¿quién sois?

—¿No me reconocéis?

—No, al menos…

—Leonel.

—¡Ah! —exclamó el viejo—. ¡Don Leonel! ¡El señorito! El primo de la señorita.

—El mismo, viejo, el mismo. Dame un abrazo.

El anciano se arrojó en los brazos del joven llorando, con esa ternura infantil que se encuentra en el hombre por segunda vez al fin de la vida.

—¡Señorito, cuánto gusto va a tener la señorita al veros!

—¿Y está buena?

—Buena, y hermosa de grande.

—¿No se ha casado…?

—No, Dios nos libre. ¡Qué gusto tendrá! Voy a avisarle…

—No, cierra y yo subiré…

Leonel se desprendió del viejo y comenzó a subir la escalera.

Todo revelaba en aquella casa abandono y tristeza; ni rumor de criados ni de caballos, ni flores, ni plantas, ni pájaros; las arañas formaban sus telas libremente por todos los rincones, y el viento entraba gimiendo al través de las rotas puertas de las habitaciones.

Leonel atravesó con la confianza del que conoce el terreno, por algunos corredores, y el eco de sus pasos se repetía sin que nadie apareciese.

Llegó por fin al extremo de un largo corredor y llamó a una puerta.

El pálido rostro de una vieja dueña envuelta en negras tocas, apareció entonces.

—¿Qué mandáis? —dijo la dueña.

—¿Quiere usarcé anunciar a doña Esperanza que su primo don Leonel de Salazar, que acaba de llegar de España, desea hablarla?

La dueña, sin contestarle, desapareció cerrando la puerta.

Leonel quedó esperando, y poco después la dueña volvió a presentarse.

—Pasad, caballero, que la señora os suplica aguardéis un momento.

Leonel penetró en un salón que para él era bien conocido, porque paseando por todas partes miradas tristes, exclamó en voz alta:

—Lo mismo, lo mismo; pero el tiempo ha pasado por aquí su mano de bronce.

—Decid más bien la desgracia —contestó una voz dulcísima.

—¡Doña Esperanza! —exclamó Leonel estrechando entre sus brazos a la dama que había pronunciado aquellas palabras.

Doña Esperanza era una joven de diez y ocho años, alta y erguida; su rostro tenía el color de la aurora; su pelo casi rubio se tejía en anillos encantadores; sus ojos grandes y brillantes mostraban una dulzura infinita en sus miradas, y su boca pequeña parecía la de un niño por su tamaño y su frescura.

Vestía doña Esperanza un severo traje negro que hacía resaltar más su belleza y el blanco mate de su cuello gracioso, y no llevaba adorno ninguno en la cabeza. Aquella mujer vestida así, tenía algo de fantástica, de ideal.

—Sentaos, primo mío, que largos años hace que no nos hemos visto —dijo conduciendo de la mano a don Leonel hasta un canapé.

—Años que me han parecido siglos, doña Esperanza, años en que no pensaba sino en volver a veros.

—Sois muy bueno, don Leonel.

—No, doña Esperanza; es que jamás he podido olvidar nuestros juramentos de otro tiempo.

—¿Quién se acuerda de eso? Eran juegos de niños.

—¿Juegos de niños, Esperanza, juegos de niños? ¿Y vos me decís eso? ¿Y lo pensáis así? ¡Ah! ¿Para qué me lo habéis dicho? Quisiera que me lo hubierais ocultado.

—¡Éramos tan jóvenes! Quizá ni vos ni yo, don Leonel, pensábamos en lo que decíamos.

—¡Ah, Esperanza, qué cruel sois conmigo, que así me juzgáis!

—¿Es decir que no me habéis olvidado?

—¿Olvidaros, Esperanza, olvidaros? Al través de los mares, en medio de las tormentas, entre el fuego del combate, vos erais siempre mi pensamiento, mi ilusión, mi vida; os soñaba, os veía en las pesadas noches del campamento, entre los abrasadores rayos del desierto; vuestro nombre era mi primer idea si despertaba, vuestro recuerdo mi último pensamiento si dormía.

—¿Es verdad?

—Os lo juro, Esperanza. Aquello que para vos fue un juego de niños, hirió profundamente mi corazón, se hizo el alma de mi alma; mirad, Esperanza, el viento del infortunio y el fuego del corazón han comenzado a marchitar mi juventud antes de tiempo, mientras a vos, el ángel que acompaña a la virtud os cubre y os hace más hermosa cada día. ¡Oh, Esperanza, vos no podéis comprender cuánto he anhelado por este momento que llegó al fin, por este momento en que sin obstáculos ya, la mano de Dios me trajera a vuestro lado, para deciros, como en otro tiempo, cuando atravesábamos los campos unidos de las manos y cortando llores: Esperanza, alma mía, te adoro!

—¡Oh, Leonel, no recordéis eso que os he dicho, que fueron juegos de niños!

—Bien, doña Esperanza, llamad juegos de niños al primer amor del corazón, al más dulce perfume del alma; pero por Dios, por compasión, no me lo digáis a mí; me destrozáis las ilusiones más bellas de mi vida. Decidme ¿nunca me amasteis?

—Bien lo sabéis. ¿Para qué hacerme esa pregunta?

Leonel inclinó la cabeza y quedó pensativo.

—¿En qué pensáis? —dijo doña Esperanza.

—En vos, que sois mi único pensamiento, en que os amo más que nunca.

Doña Esperanza tomó una de las manos del joven y la estrechó con pasión.

Leonel alzó el rostro y clavó en ella una mirada de amor, pero llena de melancolía.

—No hablemos más de eso —dijo doña Esperanza.

—Para eso será necesario que yo me vaya —contestó Leonel levantándose.

—No os vayáis.

—Es preciso; no podría estar a vuestro lado sin deciros que os amaba…

—¿Pero volveréis?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—¿Me lo ofrecéis?

—Os lo ofrezco.

—Entonces adiós.

—Adiós.

—No lo olvidéis, mañana.

—Mañana.

Doña Esperanza vio desaparecer al joven y exclamó, alzando los ojos al cielo:

—¡Juegos de niños! ¡Ojalá! Le amo, le amo.

Don Leonel salió tan preocupado, que no se despidió siquiera del anciano portero, y marchaba por la calle repitiendo:

—La amo más que nunca, más que nunca.

2. En que se prueba que el patriotismo suele anidar en femeniles pechos

Permanecía aún doña Esperanza con la mirada fija en el corredor por donde había desaparecido Leonel, cuando se abrió sin ruido una puerta que a su espalda quedaba, y penetró en la estancia otra mujer.

Era una mujer como de cincuenta años, excesivamente pálida, pero con un pelo tan negro como el ala de un cuervo; vestía también, como doña Esperanza, un sencillo traje negro de lana, y tenía con la joven una perfecta semejanza; parecían las dos una misma mujer vista en dos edades diferentes.

Aquella especie de aparición parecía deslizarse, no andar, y sus ojos brillaban de una manera extraña: se acercó a doña Esperanza, que absorta en sus pensamientos no la había sentido; la contempló un momento con ternura, y luego la tocó ligeramente en un hombro.

Doña Esperanza se volvió sobresaltada.

—¡Madre mía! —exclamó.

—¡Esperanza! ¿En qué pensabas, hija mía?

—Acaba de salir de aquí mi primo don Leonel —contestó la joven.

—Le he visto, hija mía, y en tu semblante conozco lo que te ha dicho y en lo que estabas pensando ahora mismo.

—Suponéis, señora… —dijo ruborizada Esperanza.

—No supongo, hija mía, no supongo. Las madres no suponemos, adivinamos; el pensamiento de una hija como tú, candorosa y pura, se lee en la mirada, se ve cruzar sobre la frente.

—¡Madre!

—Ven, hija mía, siéntate a mi lado y hablaremos.

La dama se sentó en un sitial, y doña Esperanza, acercando un taburete, se sentó a sus pies.

—Escúchame, hija mía —dijo pasando su mano blanca y transparente entre los rizados cabellos de la joven—, escúchame con paciencia, porque quizá te diga lo que mil veces te he repetido, y ábreme, mi vida, tu corazón. ¿Tienes confianza de mí, hija mía? ¿Me quieres como siempre?

—Más que nunca, madre mía, más que nunca —contestó Esperanza, enderezándose hasta besar la pálida frente de la matrona.

—Haces bien, porque te quiero tanto… ¡y he sido siempre tan desgraciada! Vamos, hija mía, dime con verdad ¿tú amas a tu primo Leonel?

La joven se puso encendida como una amapola, bajó los ojos, y sin contestar comenzó a enrollar maquinalmente las anchas cintas que pendían del cinturón de su vestido.

—Háblame con franqueza, hija mía —dijo la madre tomándola dulcemente de la barba y procurando alzarle el rostro para verle los ojos—. ¿Acaso no soy tu madre yo? ¿Acaso hay alguien en el mundo a quien pudieras mejor fiarle tus secretos? Dime, hija mía, ¿le amas?

—Creo que sí, madre mía, creo que sí, a pesar de que procuro no amarle. Perdonadme, creía haberle ya olvidado, creía que él me olvidaba a mí también; pero le he visto, y todo el pasado volvió a mi memoria… y he conocido ¡ay, madre mía! que no habían sido juegos de niños, que aquel amor casi de infancia había dejado raíces profundas en el corazón.

Doña Esperanza, como fatigada del esfuerzo de aquella confesión, ocultó el rostro entre sus manos.

La matrona acarició aquella hermosa cabeza durante algunos instantes, y luego dijo:

—Óyeme, Esperanza, de nada tengo que perdonarte; tu corazón se enciende en un afecto noble, en una pasión que nada tiene de impura; pero olvida ese amor, hija mía, sofócalo en tu pecho. ¿Por qué hacerte tú misma desgraciada? Muchos años hace, hija mía, que vivimos aquí separados del mundo, aislados; casi desde que tuviste uso de razón has crecido tras estos muros tristes, sin más amistades entonces que tus dos primos Alfonso y Leonel de Salazar. Alfonso, de mayor edad que tú y con vocación para la carrera eclesiástica, jamás te demostró más que un cariño fraternal; Leonel comenzó a sentir amor por ti. Temblé entonces, pero por fortuna su padre lo envió a España a servir al ejército de Su Majestad, y creí como tú, hija mía, que aquéllos habían sido juegos de niños; sin embargo no me he cansado de amonestarte, y hoy que veo renacer ese amor, necesito que me oigas, necesito fortalecerte en tu heroica resolución de no amar jamás a ningún hombre.

—Sí, madre mía, habladme; habladme, sólo vuestra dulce voz y vuestro acento persuasivo podrán darme valor; habladme, decidme esas cosas, que aunque son tan tristes, me dan fuerzas, me animan.

—Cosas bien tristes son y capaces de causar la desesperación a otra alma que no estuviese templada como la tuya… pero tú has crecido bajo la sombra de la desgracia, y como una flor regada con llanto… Hija mía, ¿qué esperas del amor de un hombre? ¿Podrás unirte a él…? Desgraciada entonces de ti; nuestra familia lleva ante el mundo una mancha que nada es capaz de borrar, ya lo sabes; y aunque jamás te he referido la historia, tú no ignoras que mi madre, doña Isabel de Carbajal, y sus dos hermanas, Leonor y Violante, murieron en la hoguera por judaizantes.

—Madre mía, no recordéis eso que os hace padecer tanto.

—Es preciso, Esperanza, es preciso; tú legarías a tus hijos la deshonra. Además, tú eres criolla, tú no has nacido en España, Leonel tampoco. ¿Y sabes tú, hija mía, lo que quiere decir esta palabra entre nosotros? ¿Sabes tú lo que es ser criollo en la Nueva España? Es ser esclavo, despreciable, vil.

Los ojos de aquella mujer brillaban, y sus mejillas, a pesar de su ordinaria palidez, se encendían con el fuego de la indignación y el entusiasmo.

—Los españoles son nuestros conquistadores, nuestros amos, ¿lo entiendes? Nuestros amos; tus hijos serán unos seres abyectos que nacerán y vivirán como tú, como yo, como Leonel, como los animales viven y mueren, sin patria, sin tierra, y no les valdrá su inteligencia ni su valor para nada; y no los verás respetados ni considerados nunca, y en el clero serán cuando más, tristes curas de una parroquia de la sierra, y vivirán ignorados, y oirán hablar de gloria y de patria a sus amos, y se exaltará su corazón, y para ellos no habrá nunca ni patria, ni gloria, ni nada. ¡Ah, hija mía, hija mía! No ames nunca a un hombre, no te cases para tener hijos que aumenten el número de los esclavos.

—Calmaos, madre mía, calmaos —decía doña Esperanza mirando la creciente excitación de la dama—; calmaos por Dios, que temo que os dé alguno de esos ataques que soléis padecer.

—No, Esperanza; te he dicho que es preciso que me oigas, y haré un esfuerzo para conseguirlo.

—¡Ah, madre mía! Me hacéis temblar por vuestra salud; y al veros así ganas tengo a veces de esconderos esos libros que exaltan vuestro ánimo de tal manera.

—Harías mal, hija mía; esos libros, conseguidos a tan altos precios y que tenemos que ocultar cuidadosamente de nuestros amos y de la Inquisición, han abierto mis ojos a la luz, y con ellos he formado tu alma, hija mía, tan noble y tan pura…

—Es verdad, pero vuestra salud decae día a día…

—El cuerpo, Esperanza, sigue siendo el destino de todas las cosas del mundo, pero el espíritu se eleva y se acerca a Dios. Escúchame Esperanza, no quiero perder un día solo sin hablar a tu corazón; estás en la edad de las pasiones, tu pensamiento se preocupa ya con tu primo, y crees en estos momentos que cualquier sacrificio sería pequeño para ti con tal de vivir a su lado. ¿Es verdad, hija mía?

Esperanza bajó los ojos y casi sin quererlo dijo:

—Sí, señora.

—Lo comprendo, hija mía; pero oye, tú no sabes lo que es el amor de una madre para sus hijos, tú no concibes siquiera la idea de ese cariño tierno, inmenso, el único desinteresado que hay sobre la tierra, que no exige en su abnegación sublime ni siquiera la correspondencia. Pues bien, hija mía, una madre quiere para sus hijos todo lo bueno, todo lo grande, todo lo digno. ¿Y el día, Esperanza, en que vieras a tus hijos, jóvenes, hermosos, valientes, sabios, tal vez temblar ante la idea de una calumnia en la Inquisición, despreciados por hombres que valían menos que ellos, sólo porque ellos eran criollos? El día en que los vieras ansiosos por llevar un traje de terciopelo y oro, o montar un arrogante caballo, sin poderlo hacer porque tienen en sus venas sangre de judaizantes condenados por la Inquisición ¿ese día no te arrepentirías de haber dado la vida a seres tan desgraciados? ¿Vale un siglo de amor para una mujer, tanto como un día de luto y de vergüenza para sus hijos? Esperanza, ¿cambiarás el amor de don Leonel por la desgracia y la ignominia de tus descendientes? Habla, respóndeme con tu corazón, Dios te escucha.

—¡Oh! Nunca, madre mía, nunca; yo arrancaré de mi pecho esta pasión.

—Hija mía, Dios te bendecirá, Dios premiará tu sacrificio, y la lepra que mancha nuestra honra no se propagará a otros seres tan inocentes como nosotras, pero que serían también, como nosotras, desgraciados. Dios te bendiga.

Y aquella mujer, como una inspirada, tendió sus manos sobre la cabeza de su hija, y luego salió majestuosamente del aposento. Su agitación estaba enteramente calmada, y su rostro había vuelto a adquirir su transparente palidez.

Aquella mujer se llamaba doña Juana de Carbajal, y su vida era un misterio tan impenetrable, que su misma hija no había llegado nunca a descubrirlo.

Doña Esperanza quedó profundamente preocupada, sentada en el mismo taburete y reclinada la cabeza sobre el asiento del sitial que acababa de abandonar doña Juana.

3. Dase a conocer al lector la familia de don Leonel de Salazar, y cuéntasele lo que en la casa de éste pasaba

En una estancia amueblada con estrados y sitiales de cedro, tapizados de damasco amarillo, conversaban en derredor de una gran mesa que en el centro había, y a la blanca luz de dos grandes bujías de cera, tres personas, que a primera vista se conocía que eran de la misma familia.

Ocupaba el lugar de honor un anciano, pequeño de cuerpo, flaco, con ojos pardos y como velados por largas y blancas cejas, que vestía ropilla, calzones, medias calzas negras, todavía a la moda del tiempo de Felipe II; tenía cubierta la cabeza con un birrete blanco, debajo del cual se escapaban algunos mechones de canas.

El que ocupaba la derecha era un sacerdote joven, como de treinta años, y a la izquierda estaba don Leonel.

El viejo apoyaba los codos sobre la mesa, y parecía estar distraído, haciendo sonar los dedos de su mano derecha sobre los de su mano izquierda, que tenía cerrada.

—¿Conque es decir —dijo dirigiéndose a don Leonel— que tu primera visita la dedicaste a tu tía doña Juana de Carbajal o, más bien dicho, a tu primita doña Esperanza?

—Sí, señor padre.

—¡Hum! ¿Pues sabes que hiciste muy mal?

—Muy mal, señor, ¿por qué?

—¡Hola! ¿Ya quieres que te dé yo razones? Adelantados estamos: vaya, pues hiciste muy mal, porque yo lo digo.

—No sabía yo…

—Bien, no sabías, pero ahora ya lo sabes; no me gusta que frecuentes amistades de esa clase. Cuando eras niño, por condescender con tu madre (que en paz descanse) y que era prima de esa doña Juana, porque yo, gracias a Dios, no tengo parentesco con ella, consentía en que fuerais los dos, que ella al fin era criolla y tenía tales relaciones; pero en lo sucesivo ese parentesco como si no existiera. ¿Estamos, caballerito?

—Sí, señor.

—Porque ésa es raza de judaizantes, que no honran con su amistad a cristianos viejos como nosotros. ¿Y qué te contó la doña Juana? ¿La primita estará ya muy grande? Estará bonita, porque esas judías tienen la apariencia siempre de buenas gentes; sepulcros blanqueados, como dice el Evangelio. Responde.

—Sí, señor, mi prima es una joven muy hermosa.

—¡Mi prima! ¡Joven muy hermosa! —dijo el viejo repitiendo como con extrañeza estas palabras—. ¿Oyes eso, Alfonso? —dijo dirigiéndose al sacerdote—. Tu hermano está trastornado. ¿Qué, te has vuelto loco, Leonel? ¡Tu prima! ¿No te he advertido que ese parentesco se ha terminado? Vaya, téngome yo la culpa. ¿Qué bueno puede esperarse de ti si eres criollo?

Y el anciano, indignado, se levantó de la mesa y se retiró del aposento, repitiendo con cierto desprecio:

—Al fin criollo, al fin criollo.

Don Leonel cruzó sobre la mesa sus brazos y apoyó en ellos la frente.

El padre Salazar le contempló silenciosamente.

Así transcurrieron algunos minutos, hasta que don Leonel levantó fieramente la cabeza, y clavando en su hermano sus ojos negros y brillantes, exclamó:

—¡Hermano! ¿Es una maldición, por ventura, el haber nacido en Nueva España?

El padre Salazar se sonrió maliciosamente.

—Tal parece —contestó.

El silencio volvió a reinar algunos instantes más.

—Jamás lo hubiera creído —dijo don Leonel—; yo he vivido en los ejércitos del rey, he habitado en las grandes ciudades de la Península, pero jamás allí escuché esas frases de desprecio que nos siguen aquí por todas partes; jamás supuse lo que aquí sufrían los que han nacido en este suelo.

—¿Qué quieres? —contestó con dulzura el padre Salazar—; ésa es nuestra suerte, Dios lo dispone así.

—¿Y no habrá un medio para salir de semejante situación?

—No le alcanzo…

Los dos hermanos callaron, pero era indudable que en el cerebro de ambos germinaban ideas que pugnaban por salir, pero ninguno de ellos se atrevía a manifestar.

En aquellos tiempos se decía: «Con el rey y la Inquisición, chitón», porque ni aun delante de personas de su familia tenía un hombre confianza para quejarse de la tiranía.

Todo el mundo se creía en la precisa obligación de convertirse en denunciante, cuando escuchaba una palabra siquiera que pudiese considerarse ofensiva a los derechos de la Majestad o al respeto debido al Santo Tribunal de la Fe.

Y esto aun cuando se tratase del padre, del hermano y del hijo; negra la desconfianza, extendía sus sombras hasta en el seno mismo del hogar doméstico.

—¿Será posible tolerar así la vida? —exclamó don Leonel.

—Fuerza será buscar la resignación en Dios —contestó el padre.

—¿Pero no habrá un corazón fuerte, un brazo robusto y una cabeza inspirada por ese mismo Dios, que saque a Nueva España de tan fiero yugo?

—Quizá Dios envíe alguna vez sobre esta tierra desgraciada su espíritu, que animó a Gedeón y a los Macabeos.

—Pero ¿cuándo?, ¿cuándo? Hermano mío, ¿tú no sientes? ¿Tú no comprendes? ¿No se enciende tu rostro…?

—Leonel —contestó exaltándose repentinamente el padre Salazar—; Leonel, tú eres el que no comprende, tú el que no alcanzas; la idea vive, germina, Dios sólo puede mirar en el porvenir, dar el triunfo, o mandar la desgracia…

—Alfonso —exclamó don Leonel, admirado del entusiasmo que respiraban las palabras de su hermano— explícate, dime…

—Silencio —dijo el padre—, silencio, Leonel. ¿Te sientes con fuerza para arrostrar cualquier peligro por tu patria, por tus hermanos?

—Sí —dijo anhelante don Leonel.

—¿No temblará tu corazón ni delante de la muerte?

—¡No, no!

—¿Serás capaz de guardar el silencio de la muerte aun en medio de los mayores tormentos?

—¡Sí, sí! —dijo don Leonel con entusiasmo.

—Pues bien, hermano mío, Dios te escucha, y ante Él responderás de tus promesas: toma tu sombrero, y ferreruelo y tu espada, y sígueme.

Don Leonel se levantó precipitadamente y tomó su sombrero y su ferreruelo, colgó de su talabarte una larga espada, y se prendió en él dos pistoletes.

—Estoy listo —dijo.

—Vamos —contestó el padre Salazar.

Y los dos salieron de la casa.

4. A dónde llevaba el padre Salazar a su hermano don Leonel

Daban el toque de ánimas en todas las iglesias; la noche estaba oscura, y don Leonel, siguiendo a su hermano, caminaba sin hablar una palabra. Cada uno iba preocupado con su idea.

Atravesaron gran parte de la ciudad, dirigiéndose a la calle de Iztapalapa. Al principio de su viaje encontraron muy pocos transeúntes; pero al llegar casi al fin de la calle de Iztapalapa, por el lado del sur, Leonel creyó observar algunos hombres ocultos unas veces en las cerradas puertas de las casas, recatándose otras en las esquinas.

Uno de estos hombres salió repentinamente y cruzó al lado de los dos hermanos; don Leonel llevó por precaución la mano a la culata de uno de los pistoletes.

Pero aquel hombre pasó poniendo la mano en el ala de su sombrero y diciendo cortésmente:

—Buenos días.

Don Leonel extrañó aquel saludo en medio de la noche, pero su admiración subió al punto cuando oyó contestar a su hermano:

—Dios los enviará.

El hombre siguió de frente, y las sombras que inquietaban a don Leonel desaparecieron como por encanto, y la calle volvió a quedar desierta.

Don Leonel hubiera de buena gana preguntado a su hermano lo que aquello significaba; pero se sentía embargado por cierta especie de respeto y de fascinación.

En el negro y sombrío muro de una casa, cuyos techos se desvanecían entre las sombras de la noche, había un cuadro embutido en la pared y que representaba la imagen de Cristo en la cruz. El cuadro estaba defendido de la intemperie por una especie de alero de tejado, hecho de madera, y del centro de este alero pendía un farol con un pequeño mechero de aceite, que proyectaba un corto círculo de luz vacilante y triste.

A un lado de este cuadro había una pequeña puertecilla.

El padre Salazar se acercó a la puerta y dio un solo golpe, que resonó en el interior como en una bóveda.

—¿Quién? —preguntó un hombre por dentro.

—Uno y solo —contestó el padre Salazar.

Don Leonel le tiró de la capa para hacerle notar que lo que decía no era verdad; el padre se volvió a mirarlo y se sonrió.

Entonces en la puerta se abrió un postigo pequeño y defendido por una reja y el ojo de un hombre asomó escudriñando curiosamente a los que le llamaban.

—¿Tenochtitlan? —preguntó a través de la reja, el portero.

—Libre —contestó Salazar.

El postiguillo se cerró, y sonaron los cerrojos abriéndose la puerta.

El padre Salazar penetró, seguido de su hermano, por un largo y estrecho corredor, cuya bóveda repetía sordamente sus pisadas; en el fondo un farol más bien deslumbraba con su pequeño reverbero, que iluminaba el camino de los dos hermanos.

Llegados al extremo de aquel corredor, tomaron a la derecha. Aquel pasillo tenía la forma de una escuadra; una escalera escasamente iluminada los condujo al piso superior, y al llegar allí, don Leonel comenzó a escuchar un murmullo semejante al que forman muchas personas conversando.

Había después de la escalera un pequeño corredor que terminaba en una gran puerta, al través de la cual se escuchaba el murmullo y se percibía la luz.

El padre llamó con un golpe, y de adentro le preguntaron:

—¿Quién?

—Uno y solo —volvió a contestar el padre.

Como en la puerta de la calle, se abrió un postigo y se cruzaron entre el que llamó y el que abría, las mismas palabras.

—¿Tenochtitlan? —dijo el de adentro.

—Libre —contestó el de afuera.

Don Leonel comprendió que todas aquellas palabras eran una contraseña; se trataba indudablemente de una conspiración.

Se abrió la puerta y los dos hermanos penetraron en un gran salón, lleno de hombres de todas clases, pero entre los que podía notarse un gran número de eclesiásticos.

No hizo sino presentarse el padre Salazar y todos callaron y se pusieron en pie.

El padre atravesó sereno en medio del concurso, y sin inclinar siquiera la cabeza, y seguido siempre de don Leonel, subió a una especie de plataforma, en donde había varios sitiales, tomó el del centro y se sentó, haciendo sentar a don Leonel a su derecha: entonces todos se sentaron.

El silencio era tan profundo, que podía haberse escuchado el roce de la atmósfera contra las paredes.

Don Leonel comenzó entonces a examinar el aposento.

Era una gran sala casi cuadrada; tenía en uno de los lados tres ventanas que estaban herméticamente cerradas, pero no sólo con las puertas, sino con unas paredes hechas, a lo que parecía, recientemente, para evitar el que se observase algo desde afuera.

Viejas colgaduras, rotas y de color indefinible, cubrían las paredes, y adornaban la estancia toscos sillones forrados de cuero negro, y en los que a pesar de su vejez se advertían las señales de un blasón.

Don Leonel examinaba todo con extrema curiosidad; pero de repente llamaron su atención tres cuadros que había en el fondo de la sala; representaban esos cuadros a tres jóvenes, hermosas y ricamente ataviadas; las tres tenían entre sí una gran semejanza, y don Leonel lo atribuyó a la preocupación de su ánimo; pero aquellos retratos le trajeron a la memoria a doña Esperanza; tenían a sus ojos un gran parecido con su prima.

Absorto estaba en aquellos pensamientos, cuando escuchó que su hermano comenzaba a hablar.

Hasta entonces había comprendido que se trataba de una conspiración, que su hermano parecía ser el jefe de ella, pero no más.

Don Leonel se hubiera comprometido sin vacilar y sin preguntar nada, porque tenía un alto concepto de la inteligencia y de la honradez de su hermano; pero aquello, además, sin poderse dar cuenta él mismo de por qué, comenzaba a interesarle sobremanera.

—Hermanos míos —dijo el padre Salazar. Oyóse en todo el salón ese ruido que hace una gran concurrencia cuando se dispone a escuchar con atención y sin perder una palabra de lo que va a decir el orador—. Llegados son ya los momentos de obrar; lo que la cabeza ha discurrido, lo que la inteligencia ha dispuesto, el brazo debe ejecutarlo; ya no más palabras, ya no más proyectos; obras, el corazón lo quiere, y Dios presta su ayuda a las buenas causas. Todo está preparado, oídme. En esta tarde ha llegado uno de nuestros hermanos a quien envía a Acapulco el valiente príncipe de Nassau con una poderosa escuadra holandesa; navega en las costas de aquella provincia, esperando el día señalado para apoderarse del puerto. La guarnición no podrá resistir, y nuestro triunfo es seguro; con gente de desembarco organizará una expedición para venir en auxilio nuestro, trayéndonos armas y pertrechos de guerra; pero para que esto sea fructuoso, es preciso que casi al mismo tiempo se dé aquí el fruto de independencia, y las circunstancias sean favorables. Estamos a 2 de noviembre y mañana mismo debe hacer su entrada a México el marqués de Cerralvo, nombrado virrey de la Nueva España, y a quien acompaña el inquisidor de Valladolid don Martín Carrillo, nombrado juez pesquisidor para las causas de tumulto contra el marqués de Gelves. Todos los ánimos de los que entonces tomaron parte, están temerosos y secundarán el movimiento que hagamos nosotros, por huir de la justicia; llegó, pues, el momento de obrar: el 5 de noviembre debe atacar el puerto de Acapulco el príncipe de Nassau, y el 5 de noviembre, aprovechando el desorden que causen las fiestas que prepara la ciudad al nuevo virrey, debemos nosotros de dar el grito y levantar de nuevo el trono de Guatimotzin y de Moctezuma Ilhuicamina. Tenochtitlan libre, y libre el antiguo imperio de los aztecas.

Un relámpago de entusiasmo brilló en todos los ojos, pero nadie se atrevió a aplaudir. El silencio era la vida de aquella reunión.

Don Leonel creía estar soñando.

—Os he dicho —continuó el padre Salazar— que yo no podré por mi carácter ponerme al frente de vosotros; os he prometido un caudillo que tenga al trono los mismos derechos que yo, como descendiente del emperador Guatimotzin, y aquí le tenéis: es mi hermano don Leonel de Salazar.

Todos se pusieron de pie y extendieron silenciosamente el brazo derecho como en señal de asentimiento.

—Bien —dijo el padre— reconocedle. Y ahora dispersémonos, y recibiréis como siempre las órdenes por los mismos conductos.

Toda aquella concurrencia fue desapareciendo por las diversas puertas de la sala, y poco después no quedaban allí más que don Leonel, su hermano y un viejo que permanecía sentado en un sitial.

5. Quién era el viejo que habló con los hermanos Salazar y de qué trataron

—Acércate —dijo imperiosamente el padre Salazar.

El viejo subió a la plataforma y se sentó al lado de don Leonel.

—¿Estamos solos? —preguntó.

—Sí.

—¿Puedo descubrirme?

—Puedes.

—En ese caso, me permitiréis que me quite algunos arreos de guerra, que en verdad me estorban demasiado.

—Haz lo que te parezca —dijo el padre Salazar.

Don Leonel contemplaba todo aquello con admiración. El viejo con gran calma comenzó por quitarse una enorme peluca de canas, debajo de la cual tenía unas cintas que sujetaban su blanca barba, que se desprendió también; su cuerpo adquirió el vigor y la gallardía de la juventud, y el individuo, completamente transformado, hizo a los dos hermanos una caravana entre seria y graciosa.

—Estoy a vuestras órdenes.

—¿Eres tú el hermano que llegó de Acapulco con noticias del príncipe? —dijo el padre.

—El mismo soy.

—Esta tarde creí verte el pelo y la barba casi rojos.

—Son ardides de guerra necesarios en estas circunstancias.

—Bien, ¿y cómo te llamas?

—Martín de Villavicencio Salazar, por nombre de combate Garatuza, y pariente vuestro, a lo que supongo por lo que toca a mi apellido materno.

Don Leonel hizo un pequeño gesto de disgusto, pero su hermano permaneció impasible.

—¿Hablaste con el príncipe?

—No; pero un emisario suyo llegó a la costa, y de él he recibido las cartas y las razones que he traído a su señoría.

—¿El príncipe fijó como seguro el día del ataque a la plaza de Acapulco?

—Sí, señor, el 5 de noviembre.

—¿Visitaste la plaza? ¿Viste su guarnición, sus elementos de defensa?

El padre Salazar hacía todas estas preguntas con el aplomo de un veterano, y don Leonel le contemplaba admirado.

—Estuve en la plaza —contestó Garatuza—; apenas contará para resistir una hora con cien soldados y pocas municiones.

—¿Estás cierto de ello? ¿Lo viste o te lo han contado?

—Vilo yo mismo, que con el pretexto de pedir una misa que había ofrecido reunir de limosna por haberme salvado la Virgen de un gran peligro, entré a todas las casas y exploré detenidamente con los oficiales.

El padre Salazar quedó meditando en silencio: Garatuza comenzó entonces a examinar detenidamente todo el salón.

De repente don Alfonso miró a Martín y le dijo:

—¿Estarás dispuesto a volverte para Acapulco tan luego como sea necesario?

—Seguramente, que tengo por allá a mi familia y nada me agradaría tanto como eso.

—Bien; entonces está preparado, porque de un momento a otro puede ser necesaria tu marcha. Y no dejes de ir todos los días a buscarme para recibir las órdenes correspondientes.

—Entiendo.

—Puedes retirarte.

Martín con mucha calma volvió a sujetarse las barbas, se acomodó la peluca, y tomando el aspecto de viejo, salió de la sala como vacilando y comenzando a representar su papel delante de los mismos que sabían que no era lo que aparentaba.

—Y bien, hermano —dijo don Alfonso luego que quedaron solos—, ¿qué te parece todo esto?

—Paréceme —contestó don Leonel— que te hubiera sentado mejor el talabarte y la ropilla que la sotana y el rosario, que dotes tienes para haber sido un experto general, más que un ejemplar obispo.

—Las circunstancias hacen a los hombres; pero dejando eso, que poco a cuento viene, desearía saber tu opinión sobre lo que has visto y acerca de los acontecimientos que se preparan.

—Poco he visto, pero a ser verdad cuanto aquí se ha dicho, y a poderse contar con la lealtad y el valor de los comprometidos, en duro trance podrán verse en esta tierra los servidores del rey de España.

—Tal creo.

—En cuanto al éxito que esto pueda tener, dudoso es como todos los lances de guerra, que la suerte decide más que el valor y la pericia de los generales; pero los elementos que comprendo que existen son buenos.

—¿Es decir que tú no vacilas en ponerte a la cabeza de todos los hermanos?

—¿Vacilar? Aun cuando contárais con la cuarta parte de lo que tenéis, aun cuando tuviese yo la seguridad de sacrificarme inútilmente, no vacilaría un solo instante en ponerme al frente de los hombres que van a luchar por la conquista de su dignidad. Demasiado he sufrido desde que llegué a México, demasiado comprendo ya lo que quiere decir esa palabra «criollo» que llevo escrita en mi frente con letras de fuego, para vacilar un momento siquiera: la muerte es preferible al desprecio y a la deshonra. Digo como vosotros, desde hoy que os he conocido: ¡Tenochtitlan libre!

Don Alfonso contemplaba con los ojos húmedos de placer el creciente entusiasmo de don Leonel, y cuando éste acabó de hablar, no pudo resistir y le tomó la mano.

—Bien, hermano mío, bien; digno eres de la noble sangre de nuestra madre, digno eres de ser un descendiente del ilustre Guatimotzin. Dios te dará su fuerza; quizá seas llamado a dar libertad a esta tierra, arrojando de aquí los extranjeros que la oprimen.

—Pero pensemos ahora algo en los preparativos de ese día tan deseado. ¿Con cuántos hombres podemos contar?

—Con tres mil decididos, sin hablar de los indios, de los negros, de los mulatos, y aun de los españoles que, comprometidos en el negocio del tumulto, seguirán, aunque no sea sino por propio interés, nuestra bandera.

—¿Tenéis armas suficientes?

—Todos nuestros hermanos están armados y construyen todos los días cartuchos para sus arcabuces y mosquetones; esto es lo bastante para dar aquí el golpe. Después el príncipe de Nassau nos proveerá; tengo por escrito la palabra de su alteza y no faltará a ella.

Don Leonel quedó meditando.

—¿Y si faltara? —dijo después de un rato de silencio.

—Respondo de su alteza con mi vida: primero faltarían nuestros afiliados a su compromiso, que el príncipe de Nassau a su palabra.

—En todo caso, valor y constancia —dijo don Leonel.

—Que ésa sea tu divisa —exclamó detrás de los hermanos una voz dulce y melancólica.

Don Alfonso y don Leonel se pusieron en pie, pero don Alfonso como quien mira entrar a una persona a quien espera, y don Leonel como admirado de aquella aparición.

Era una dama alta, enlutada y cubierta con un velo tan tupido, que no permitía ni entrever siquiera el brillo de los ojos.

—Sentaos —dijo la dama descubriéndose.

—¡Doña Juana de Carbajal! —exclamó don Leonel conmovido.

—Nuestra tía —dijo don Alfonso sencillamente.

Leonel dirigió la vista a los tres retratos, y no parecía sino que uno de ellos se había animado, o que doña Juana de Carbajal había servido de modelo.

—¿Habéis escuchado, señora? —dijo respetuosamente don Alfonso.

—Todo lo he oído —contestó doña Juana— y creo que pronto brillará el día grande para los criollos.

Doña Juana se puso a mirar a don Leonel, que no cesaba de pasar la vista de los retratos a la dama y de la dama a los retratos.

—Veo y comprendo vuestra admiración, don Leonel. Esos retratos que veis son de mi madre y de mis tías, doña Leonor, doña Isabel y doña Violante de Carbajal; nuestra familia conserva los rasgos fisonómicos de sus antepasados, por eso observáis esa semejanza y podéis admirarla también en mi hija Esperanza.

Don Leonel se estremeció al escuchar este nombre.

—Señora —preguntó indiscretamente— ¿acaso esta casa es vuestra?

—Eso será una historia que sabréis más adelante —contestó con dulzura doña Juana.

Don Leonel calló avergonzado.

6. En que el lector encuentra tres personas, que serán quizá conocidas viejas

Hacía pocos días que el rico caballero don Pedro de Mejía había hecho un acto de caridad que todo el mundo había calificado como un milagro. Ésta era la historia:

Un domingo por la mañana al volver de misa, encontró don Pedro en la puerta de su casa a un hombre que aunque al parecer joven, estaba completamente extenuado por la enfermedad y la miseria.

Su rostro estaba cubierto por vendas que se cruzaban en todas direcciones, y es seguro que ni las mismas personas de su familia, si la tuviera, le hubieran conocido.

Su traje era sólo un conjunto de jirones, y por las roturas de su viejo calzado podían descubrirse sus pies sangrando y lastimados.

Aquel hombre debía haber pasado grandes trabajos y caminado muchas leguas a pie.

Al llegar don Pedro, el hombre se acercó a pedirle una limosna y un asilo.

Mucho debió suplicar el uno y mucho debió conmoverse el otro, porque al fin don Pedro dijo:

—En atención no más a que sois español, y a que tantos trabajos habéis sufrido, os permitiré que viváis unos días en mi casa, a condición de que, restablecida vuestra salud, o habéis de salir de ella, si no estáis capaz de trabajar, o tomaréis servicio en mi misma casa. ¿Os agrada?

El mendigo se atrevió a tomar una de las manos de don Pedro y quiso llevarla a sus labios; pero don Pedro la retiró con disgusto.

—Dejad. ¿Y cómo os llamáis?

—Señor, después de una gran desgracia que me aconteció y de mis grandes padecimientos, he hecho voto de llamarme Lázaro y olvidar el nombre que antes llevaba, hasta que Dios me saque de esta situación y me vuelva a mi condición primitiva.

—¿Erais rico?

—Y mucho.

—¿Noble?

—Y soldado del rey.

—¿De qué familia sois?

—Señor, ése es mi voto; pero os juro que a nadie, antes que a vos, descubriré el secreto el día que sea llegado de decir lo que ahora por una penitencia oculto.

—Bien está, los votos son sagrados. Seguidme.

Don Pedro de Mejía penetró en su casa, y el hombre caminando difícilmente, apoyado en un grueso y nudoso bastón, le seguía.

—¿Hay algún cuarto por aquí abajo que esté vacío para alojar a este limosnero? —dijo don Pedro a uno de los lacayos que andaban en el patio.

—Señor —contestó el lacayo— creo que hay una bovedita debajo de la escalera del segundo patio.

—Anda a mirar si es exacto eso.

El lacayo volvió poco después.

—Señor —dijo— está vacía esa bóveda, pero tan húmeda que el agua brota casi en la tierra.

—No le hace, siempre este hombre estará mejor así que viviendo en la calle; llévale, y avisa que yo le he mandado poner allí.

El lacayo hizo una seña al mendigo, que le siguió cojeando.

Llegaron al segundo patio, y debajo de una escalera había una pequeña bóveda, una especie de sótano, oscura, húmeda, fría, casi sin puertas, porque se cerraba con unas tablas que apenas cubrían la mitad de su altura.

El interior estaba lleno de basura, y el salitre invadía las paredes carcomiéndolas; era una habitación indigna de un perro.

Aquel sótano, aquella caverna, fue la habitación que don Pedro de Mejía dio al pobre mendigo; y aquel rasgo de generosidad inusitada en él causó una gran admiración entre la servidumbre y a los conocidos de Mejía.

Don Pedro no era lo que se llama un avaro; gastaba el dinero con profusión en carruajes, en criados, en muebles, en comidas, en fin, en todo lo que podía hacer agradable la vida; pero en cambio era incapaz de hacerle un beneficio a nadie, ni de tender nunca la mano a un desgraciado; su corazón, endurecido por la codicia y la sensualidad, no guardaba ni un lugar para la caridad.

Mejía no mostraba tener intimidad más que con don Alonso de Rivera, del cual apenas se separaba; comían siempre juntos, y don Alonso estaba al tanto de los negocios de Mejía quizá como él mismo.

Así pues, todo el mundo extrañó, en vista de todo esto, que don Pedro se hubiera tan fácilmente prestado a dar asilo al mendigo.

El mendigo tomó posesión de aquella especie de cueva sin manifestar la menor repugnancia y mostrando, por el contrario, la más profunda gratitud.

El primer día aquel hombre no salió de su habitación para nada; los lacayos, los palafreneros, y en general todos los criados, pasaron repetidas veces por la mal ajustada puertecilla, para saciar su curiosidad, para ver a aquel hombre. Un lacayo, más atrevido que los otros, entró con el pretexto de llevarle algo de comer, y salió contando que le había encontrado en oración y como en un éxtasis.

Verdad o mentira, esta noticia influyó de tal manera en el ánimo de aquellas gentes, que comenzaron a ver desde entonces al mendigo con cierto respeto, advirtiendo en él gran semejanza con San Alejo, de quien refieren las crónicas cristianas que siendo un caballero rico y noble, se ausentó de su casa el día mismo de su boda y volvió después de muchos años, a vivir de limosna a su mismo palacio, sin descubrirse ni a su esposa, que le lloraba muerto.

La servidumbre desde entonces comenzó a llamar al mendigo, no Lázaro como él había dicho, sino San Alejo, y la fama del hombre santo traspasó los muros de la casa de don Pedro de Mejía, llevada entre mil absurdas y fantásticas consejas por los criados, que la esparcían en la plaza y en las tiendas, a donde concurrían por sus mercancías.

Don Pedro en nada se afectaba por la conducta de su único protegido, y apenas llegaban hasta él las noticias de su santidad; sin embargo un día comenzó a poner más atención a resultas de una plática que con él y don Alonso de Rivera tuvo un amigo de ambos, don Carlos de Arellano, alcalde mayor de Xochimilco.

Don Pedro y don Alonso comían tranquilamente en la casa del segundo, cuando los criados anunciaron a don Carlos de Arellano.

Don Carlos, que había estado ausente de la capital y viviendo en provincia, llegó, como natural era, ávido de noticias, y entre las pocas cosas que preocupaban entonces los ánimos, se encontró con la historia del misterioso santo que habitaba en la casa de Mejía.

Al encontrarse con él en la casa de don Alonso, hizo don Carlos recaer la conversación sobre aquel hombre, excitando más su curiosidad la ignorancia, para él fingida, de don Pedro y de su amigo Rivera.

—No comprendo —decía Arellano a don Pedro— cómo es que un rumor que circula por la ciudad de boca en boca, os sea desconocido, cuando casi no hay una persona que de esto no se ocupe.

—Será como decís —contestó don Pedro—; pero aseguraos puedo que a mí noticia ni tal rumor han llegado, ni es fácil que le dé ascenso, que en tiempos estamos en que casi parece imposible ver un santo.

—Refiérese —insistió don Carlos— que el misterioso huésped de vuestra casa ha hecho, a lo que comprenderse puede, voto tan estricto de pobreza y humildad, que difícilmente se encontrará un ejemplo en la historia, pues que vive menos que como un hombre, y casi como un perro, mostrándose, sin embargo, ser caballero de noble alcurnia y que parece haber tenido próspera fortuna en otros tiempos.

—En cuanto a su humildad y a la vida que lleva —contestó don Pedro—, no dudo que será como decís; que en tal estado lo he visto, que quizá no le habrá tan miserable en toda Nueva España; pero que esto sea por un voto o por una desgracia, como sucederle puede a cualquiera, no respondo, y menos hasta asegurar que haya sido noble y poderoso.

—Dícese que él os lo dijo a vos.

—Sí que me lo dijo, pero no está el todo en que él me lo dijese, sino en que fuera cierto; que yo ni le creí, ni me curé tampoco de hacer que me rindiera informe de pureza de sangre. Admitílo en mi casa, movido más por lástima y como buena obra en descargo de mi conciencia y en abono de mis muchas culpas, que porque en él mirase un hombre de gran mérito y en olor de santidad; y si hablaros he la verdad, casi casi siento haberle dado asilo, que será quizá algún santón, haragán y mal entretenido, mejor que un hombre digno de compasión; y en un día de éstos le planto en la calle para que vaya a edificar a otra parte con sus virtudes.

—Mal haríais, y no sería yo quien tal cosa os aconsejase —dijo don Alonso—; que creída como está por la gente semejante historia, quizá se os tacharía de hombre sin piedad y poco cristiano con semejante disposición. Ese hombre quizá no será culpable de que tales voces se hayan esparcido por la ciudad, y le aplicaríais una pena que no merecía él, sino los criados mismos de vuestra casa, que son los que deben haber esparcido estas noticias.

—Tenéis razón —dijo don Pedro—; pero en todo caso, bueno será vigilar a nuestro hombre para no perjudicarle sin razón ni permitirle que siga engañando con su falsa virtud.

La conversación siguió entre los tres sobre diversas materias, y cerca ya de las oraciones de la noche, don Pedro, acompañado de don Alonso, llegó a su casa.

Preocupado con la idea del mendigo por la conversación de la mañana, hizo llamar inmediatamente a su mayordomo para tomar informes; pero nada pudo sacar en limpio, sino que aquel hombre para nada se mezclaba con los criados, y que o se salía a la calle, o permanecía encerrado y solo en su pequeña y triste habitación.

Don Pedro encargó al mayordomo que le hiciera vigilar escrupulosamente, y le diese cuenta de todo cuanto respecto de él se observase.

Desde aquel momento don Pedro no volvió a pensar más en Lázaro, pero se estableció por el mayordomo de la casa una especie de policía, que acechaba hasta sus más ligeras acciones y sus palabras más insignificantes.

A pesar de esto, nada pudieron sacar en limpio.

7. De lo que pasaba en la casa de la calle de las Canoas

La casa de la calle de las Canoas, que conoce el lector, había sido desde que pasó a vivir en ella doña Juana de Carbajal, una casa verdaderamente misteriosa; jamás se habían visto llegar a ella más visitas que don Alfonso y don Leonel de Salazar; pero desde que el primero tomó las sagradas órdenes y el segundo fue enviado por su padre a España, ninguna persona, a excepción del viejo portero, una negra esclava, vieja también, y una dueña, volvió a atravesar el dintel de aquella sombría habitación.

Al principio los vecinos tuvieron curiosidad de saber lo que adentro pasaba, y acechaban el momento de abrirse el zaguán para pasar por el frente, pero no descubrían más que un patio desierto. Otros observaban por las azoteas vecinas, y jamás pudieron alcanzar otra cosa que corredores y pasillos solitarios y ventanas y puertas cerradas por viejos batientes de madera; nunca un ruido, una voz, un grito, denunció la presencia de sus habitantes; nunca una luz vino a deslizarse por la noche al través de una de aquellas puertas.

Aquella casa parecía estar abandonada o habitada sólo por espíritus, porque los criados de las casas vecinas observaron que no se habían visto jamás salir por las chimeneas esas columnitas azuladas de humo que son como la respiración, como el aliento de la vida en las habitaciones.

Por fin pararon los curiosos en no ocuparse más de la «casa colorada», como la llamaban, por estar construida toda de piedra, especie de lava, de espuma ígnea que se llama en México tezontle.

Doña Juana de Carbajal y su hija Esperanza vivían solas, sin más servidumbre que el viejo portero a quien ya conocemos, una esclava vieja y negra, que los vecinos habían visto salir, y una dueña.

Doña Juana y su hija habitaban en dos piezas diversas, y no tenían más aposentos comunes a ambas que la sala en que vimos hablar a doña Esperanza con su primo, y el comedor de la casa.

La cámara de doña Esperanza no tenía más que una ventana que caía a un patio interior, y la puerta que comunicaba con el resto de las habitaciones; pero la de doña Juana se comunicaba, además, por una puertecilla secreta, con un aposento en donde se veían muchos libros, manuscritos, armas y trajes de los antiguos pobladores de la tierra, y algunos grandes arcones de encino con cinchos de hierro y enormes chapas y cerrojos del mismo metal.

A esta especie de museo-biblioteca Esperanza había penetrado muchas veces, porque allí pasaba doña Juana la mayor parte del día y de la noche; pero Esperanza jamás había pasado de allí, aunque había notado abierta algunas veces una puertecilla que conducía a una parte de la misma casa que no tenía comunicación con el resto de ella sino por allí.

Aquél era el secreto de doña Juana, que no permitía penetrar ni a su hija misma, reprimiendo con una mirada severa la menor muestra que ella daba de curiosidad.

Algunas noches doña Juana se despedía de su hija más temprano de lo que acostumbraba hacerlo, y entrándose en aquella biblioteca se encerraba por dentro, y doña Esperanza no volvía a verla hasta el día siguiente a la hora del desayuno.

La pobre niña pasaba una vida bien triste, pero estaba resignada, casi siempre sola en aquella casa tan triste, sin mirar siquiera a la calle, sin flores, sin pájaros, sin ninguna de esas cosas que causan el placer de los niños, sin ver más que el cielo azul o nebuloso por encima de los muros de la casa. Doña Esperanza vivió como una flor en un cementerio, sin que nadie admirase su belleza, sin que nadie comprendiera el perfume delicado de su alma.

Muy joven, casi niña, amó a su primo don Leonel; partió éste y su corazón quedóse solo; pero aquel amor, en vez de extinguirse con los obstáculos, creció en la soledad y se hizo una necesidad para ella el pensar todos los días en su primo; y la niña hecha joven, guardaba con una especie de veneración religiosa ya una flor que le había dado don Leonel, ya un adorno del vestido del joven, que se había caído en uno de sus juegos de niños.

Doña Juana lo comprendió todo, porque como había dicho a su hija, las madres adivinan, y había puesto todo su empeño en destruir aquel amor, en apagar aquella naciente pasión.

Doña Juana amaba a don Leonel como a su hijo; le parecía valiente, noble, generoso, digno en fin de ser el esposo de doña Esperanza; pero doña Juana guardaba terribles tradiciones de familia que le hacían ver con horror un matrimonio entre Leonel y Esperanza, porque quería ver terminar, acabar su familia, porque su imaginación le presentaba una calamidad cerniéndose siempre sobre su raza y descargando su brazo sin piedad en cada generación; y a fuerza de súplicas y de razonamientos, había logrado arrancar de su hija la promesa de renunciar al amor de su primo y de no amar jamás a ningún hombre.

Doña Esperanza hizo a su madre esa promesa en medio del llanto porque se arrancaba con ella hasta la última esperanza de felicidad.

Se creyó fuerte para cumplirla y pensó que podría aún volver a ver a don Leonel sin temor ninguno, como podría ver a un amigo, cuando más a un hermano.

¡Cuánto se engañaba!

Don Leonel volvió y entonces no era ya el adolescente de mirada tímida y de pudorosas indicaciones de amor. No: era ya un joven arrogante, esbelto, lleno de fuego y de pasión, de palabras ardientes y apasionadas; no era el niño que venía a solicitar un amor naciente, era ya el hombre que exigía la correspondencia de una pasión alimentada en la ausencia, nutrida por el infortunio, probada por la constancia.

Doña Esperanza quiso resistir aquella fascinación, quiso hacer creer a don Leonel que todo aquello había sido un juego, una niñería; quiso fingir que no creía en aquel amor, pero en el fondo de su alma conoció que aquella pasión existía, que su primo le hablaba con el corazón y con la verdad. Ella le amaba y en aquellos momentos, y luego, cuando doña Juana se retiró y la dejó sola, Esperanza comprendió que su promesa había sido terrible, superior a sus fuerzas y que no podía cumplirla.

Sentada en el taburete, reclinada en el asiento del sitial que había dejado su madre, lloró por largo tiempo, hasta que volvió doña Juana una hora después a buscarla.

La noche había cerrado ya y el aposento estaba envuelto en las sombras y doña Juana no vio a Esperanza y tuvo que llamarla.

—Esperanza, Esperanza —dijo dulcemente doña Juana.

—Madre —contestó la joven.

—¿Qué haces, hija mía?

—Oraba.

—¿Orabas?

—Pidiendo a Dios resignación y valor.

—Él te escucha, hija mía, y aparta de tu frente la tempestad.

—Así se lo suplico.

—Pero es ya tarde, hija mía; retírate a tu aposento.

—¿Os vais ya?

—Sí, Esperanza, me siento mal; necesito descansar, pero quiero antes mirarte ya recogida.

—Vamos, madre mía.

Doña Juana tomó a su hija de una mano, la levantó, y al besarle la frente sintió que lloraba.

—¿Lloras, hija mía?

—No me es posible contenerme.

—¡Pobre Esperanza! Lloras hoy para no tener que llorar mañana; lloras por la pérdida de tus ilusiones, pero no gemirás sobre la deshonra de tus hijos.

Doña Esperanza sollozaba en la oscuridad.

—Vamos, hija mía —dijo doña Juana acariciándola y pasando su brazo por el cuello de su hija, la condujo suavemente hasta su cámara.

—Adiós, hija mía, hasta mañana; Dios te haga feliz.

—Hasta mañana, madre —contestó Esperanza besándole la mano.

Doña Juana salió cerrando la puerta y Esperanza se arrojó sobre su lecho, diciendo:

—¡Qué desgraciada soy! Mi madre tiene razón; pero le amo, le amo.

Doña Juana se encerró por dentro en su cámara, sacó de una caja un tupido velo negro y cubriéndose con él salió por la puerta secreta de la biblioteca y al través de algunas estancias desiertas, hasta que llegó a un patio en donde sacando una pequeña llavecita, abrió una puerta que volvió a cerrar y se encontró en la calle.

Media hora después entraba, también por una puerta secreta, a la casa de la calle de Iztapalapa donde se reunían los conjurados, y aparecía a los dos hermanos en el momento en que don Leonel menos se lo esperaba.

Doña Esperanza lloraba entretanto sin consuelo encerrada en su cámara.

8. Lo que pasó en México el 3 de noviembre de 1624

Las noticias del tumulto de México contra el conde de Gelves llegaron a España tan oportunamente que, cuando se presentó en la corte el alférez real don Cristóbal de Molina para informar al monarca de lo que había ocurrido en la Nueva España, ya Felipe IV sabía que su muy noble y leal ciudad de Tenoxtitlan se había alzado contra su virrey, que le había despojado del mando y perseguido hasta hacerle ocultar en un convento, y que la Audiencia gobernaba la colonia.

Felipe IV comprendió el inmenso peligro que su autoridad estaba corriendo en México, y lo fácil que sería después del paso que había dado la colonia, con tanta facilidad y tan poca resistencia, avanzar un algo más y pretender la independencia, separándose de la metrópoli.

Mil rumores llegaban hasta los oídos del monarca español, y le indicaban que tenía razón en los temores que le asaltaban: hablábase de alzamiento de indios, de sublevación de negros y de conspiraciones más o menos ramificadas de los criollos. El ánimo real estaba inquieto y decidió poner a todo un pronto remedio.

Por esto cuando llegó el alférez real a la corte, se encontró ya con la noticia de que su majestad había nombrado virrey y capitán general de la Nueva España a don Rodrigo Pacheco Osorio, marqués de Cerralvo, enviando a México en su compañía y con el carácter de juez pesquisidor para proceder a la averiguación de todo lo relativo al tumulto, a don Martín Carrillo, inquisidor de Valladolid.

El nuevo virrey se puso inmediatamente en marcha para México en unión del juez pesquisidor.

Era el 3 de noviembre de 1624.

Las calles principales de la ciudad de México se vestían de arcos y de cortinas, los ricos ponían en sus balcones aparadores en donde se ostentaban soberbias vajillas de plata y oro, y toda la población estaba inquieta.

En aquel día debían hacer su entrada solemne el nuevo virrey marqués de Cerralvo y el inquisidor de Valladolid.

Desde muy temprano las gentes circulaban por las calles que debía atravesar el virrey, procurando los unos tomar un buen puesto para ver desfilar la comitiva, paseando otros para ver a las damas que se asomaban a los balcones y para lucir sus trajes de gala.

Soberbias cabalgatas pasaban de cuando en cuando con dirección a la garita, para esperar a los ilustres viajeros y aumentar su séquito.

El cabildo y las autoridades de la ciudad no fueron de los últimos en acudir, y cuando el virrey se presentó, había ya un inmenso y lucido concurso que le esperaba.

El marqués de Cerralvo atravesó las calles en medio de vítores y flores; las campanas de las iglesias repicaban a vuelo, y los cohetes se cruzaban en todas direcciones. Parecía aquello una verdadera ovación popular, y sin embargo un observador cuidadoso podría haber advertido que aquellas manifestaciones tenían más de aparentes que de cordiales.

Gritaban los muchachos, echaban flores algunas mujeres desconocidas, y lanzaban cohetes los hermanos de las cofradías y los esclavos de algunas casas grandes, pero en el fondo había en todo el mundo cierta inquietud, cierto temor, cierto malestar.

El clero miraba aquello con frialdad. La Audiencia manifestaba recelo, el pueblo en lo general no hacía grandes demostraciones de alegría, y sólo el cabildo de la ciudad se empeñaba en demostrar su regocijo.

Era que todos los corazones estaban inquietos, porque todas las conciencias acusaban. Era porque no se celebraba allí la entrada del virrey, sino la llegada del juez, y aquel día se consideraba por todos como el principio de las averiguaciones, como el anuncio del proceso, como el prólogo de un gran drama que debía sin duda terminar en terribles ejecuciones contra los culpables en el célebre tumulto de la ciudad contra el virrey de Gelves.

En medio de la muchedumbre pudieran haberse observado algunos hombres de fisonomías tristes y preocupados al parecer en el desempeño de alguna comisión, que pasaban de uno a otro grupo de curiosos observando las conversaciones y promoviéndolas de cuando en cuando.

Estos hombres iban vestidos con diferentes trajes que nada tenían de comunes entre sí, y sin embargo parecían reconocerse todos; y cuando uno de ellos pasaba cerca del otro, llevaban cortésmente la mano a sus sombreros y algunas veces podía escucharse que alguno de ellos decía:

—Buenos días.

Sin embargo, examinándolos más detenidamente, podía observarse que todos ellos llevaban un anillo de oro o de plata o de hierro, en el dedo índice de la mano izquierda, y procuraban mostrárselo mutuamente con el mayor disimulo como un medio para reconocerse.

La multitud, a pesar de todo, nada notaba.

Pasó la comitiva; la concurrencia comenzó a dispersarse y las calles a quedar más tristes que de costumbre; a la ficticia alegría de la fiesta sucedía el temor del porvenir; cada familia temblaba por alguno de sus miembros mezclado más o menos en el negocio del tumulto, y cada familia veía un peligro en la llegada de los nuevos gobernantes.

Las calles estaban ya desiertas, y sólo por la que tenía ya desde entonces el nombre de Tacuba, se veían caminar dos personas que sostenían por lo bajo una animada conversación.

Eran don Leonel y su hermano el padre Salazar.

—¿Has visto, hermano —decía el padre— cuán seguras han sido mis predicciones? El pueblo no está contento y teme y siente la llegada del virrey.

—¿Pero esos cohetes, esas flores, esas músicas…?

—Engaño, comedia; el pueblo se había comenzado ya a acostumbrar a no tener virrey, y esto es para nosotros una ventaja.

—En tal caso hase perdido el tiempo; que buena oportunidad era dar el golpe antes que llegase el de Cerralvo.

—Por el contrario, si el pueblo estaba contento con no tener virrey, el mejor instante es cuando le viene de nuevo, cuando está disgustado, cuando mucho teme y nada espera, cuando van a desatarse las persecuciones; entonces es la hora de obrar, y por eso la escogí yo como más oportuna.

—Tienes razón; y creo que esta noche, por lo que digan nuestros agentes, podremos formar mejor juicio de lo que pasa.

—Así será en efecto.

Llegaban a la sazón a la calle que pasaba tras de las casas del marqués del Valle.

Don Leonel se detuvo.

—Hermano, aquí me separo de ti.

—¿Nos veremos en la tarde?

—Nos veremos. Adiós.

Se estrecharon las manos; el padre Salazar siguió de frente, y don Leonel tomó a la izquierda el rumbo de la calle de las Canoas, y poco después llamaba a la puerta de la «casa colorada».

Subió la escalera y se dirigió a la puerta de la sala en que había encontrado la víspera a doña Esperanza.

Iba a llamar, cuando la puerta se abrió y apareció doña Esperanza misma: le aguardaba.

La joven le tendió la mano y don Leonel se la besó con respetuoso cariño.

—Pasad, primo mío —dijo Esperanza conduciéndole de la mano como tenía de costumbre hacerlo— pasad y hablaremos, porque creo que vendréis hoy más razonable y juicioso que ayer.

Al decir esto sonreía dulcemente.

—Esperanza ¿qué queréis que os conteste? ¿Llamáis tener juicio a no amaros? Es imposible entonces que lo tenga. ¿A no decíroslo? Callaré porque vos lo queréis.

—Hay cosas, primo, que vale más callarlas toda la vida.

—¿Aun cuando causaran la muerte?

—Cosas hay peores que la muerte.

—¿Cuáles?

—La deshonra y la infamia.

—Esperanza, ¿creéis que mi amor os deshonraría?

—No, Leonel, pero nos haría muy desgraciados.

—Explicaos, Esperanza, por Dios. ¿No me amáis?

—¡Ojalá no os amara!

—¿Luego es decir que me amáis?

—Os amo, Leonel, os amo más que a mi vida. Os amo, y en vano quiero reprimir este amor en mi pecho, en vano pretendo ahogar esta pasión, porque ese esfuerzo es superior a mis fuerzas y me domina, y tengo a mi pesar que confesar esto…

—¡Esperanza! ¡Esperanza, me dais la vida, soy feliz…!

—No, Leonel, no, no sois feliz, ni lo soy yo tampoco, porque este amor debe morir aun cuando nos costara la vida sofocarlo. No seré vuestra nunca ¿lo oís? Nunca.

—¡Nunca! ¿Y por qué? ¿Quién pudiera impedirlo?

—Dios, mi patria, mi conciencia; yo no puedo ser vuestra esposa para legar a mis hijos la deshonra, la esclavitud, la afrenta, don Leonel. Yo desciendo de judaizante, y vos y yo somos criollos. ¿Cuál sería el porvenir de nuestra familia? Don Leonel ¿habéis pensado alguna vez en esto?

—Ángel mío, todo lo comprendo; tu alma virgen, pura, inteligente, se ha remontado más allá, en su vuelo, de lo que sienten las almas vulgares; libre tu pensamiento, tiemblas ante la idea de la esclavitud de tus hijos ¡oh alma del alma mía! Tienes razón, te comprendo, y te juro, luz de mi vida, que no pensaré en que seas mía sino hasta el día en que un rayo de gloria borre para México tantos años de servidumbre; y ese día llegará, Esperanza, llegará, o moriré en la demanda.

—Leonel, Leonel ¡oh, qué hermosas palabras! ¡Cuánto te adoro así, grande, valiente, noble; así, pensando tocar el sol, elevándote como el águila que servía de emblema a nuestros abuelos! Leonel, si murieras, moriría yo, pero moriría contenta sobre el sepulcro de un héroe, y viviría triste bajo el techo de un hombre deshonrado.

—Bien, hija mía, bien —dijo doña Juana presentándose en la sala—; eres digna de la noble sangre que circula por tus venas, eres digna de ser esposa de don Leonel de Salazar. Hijos míos, Dios os bendecirá, y alguna vez podréis ser el uno del otro; y el día en que el águila vuele libre de sus cadenas —agregó con marcada intención y mirando a don Leonel— Esperanza será la esposa de Leonel.

—¿Me lo juráis, señora? —dijo don Leonel con entusiasmo.

—Lo juro.

—Dios os bendiga, madre mía.

Y Leonel y Esperanza se arrojaron trémulos de alegría en los brazos abiertos de doña Juana, y permanecieron estrechados por algunos momentos.

—Ahora —dijo doña Juana— es preciso que os separéis, que no os veáis con frecuencia, para que nada diga el mundo y para que el amor no distraiga el cerebro del hombre de atenciones más importantes. Don Leonel, despedíos de vuestra prometida y seguidme.

Don Leonel tendió su mano a Esperanza, que la estrechó con pasión; luego depositó un casto beso en la frente de la doncella, y siguiendo a doña Juana penetró con ella en la biblioteca.

9. En que se refiere lo que hizo Martín Garatuza por servir al padre Salazar

Al separarse de su hermano el padre Salazar se dirigió a su casa, y al llegar al zaguán de ella, descubrió un indio, con el pelo cortado sobre la frente con la figura de un cerquillo de fraile, y sobre las orejas dos mechones largos que le llegaban casi hasta los hombros, según la moda de todos ellos, y que llamaban de balcarrotas o balcarrias.

Aquel hombre, miserablemente vestido, se acercó al padre Salazar y le dijo humildemente pero haciendo brillar un anillo de plata en el dedo índice de la mano izquierda:

—Buenos días.

—Dios los enviará —contestó el padre Salazar, procurando inútilmente recordar el nombre, el rostro, la figura, la voz de aquel afiliado.

—¿Qué queréis?

—Hablar quisiera con su señoría.

—Pasad —contestó el padre— y seguidme.

Entraron al patio, subieron las escaleras y el padre entrando en su aposento se encerró en él con el indio, sin dar muestras ningunas de temor ni desconfianza; el padre Salazar tenía un temple de acero.

—¿Qué queréis? —dijo descansando en un sitial y sin ofrecer asiento al indio.

—En primer lugar —dijo el indio, tomando también sin ceremonia otro sitial y sentándose— aconsejaros que no seáis tan confiado. Si como soy un hombre de bien fuera un asesino, encerrado con vos os podría matar impunemente.

—Probad a hacerlo —dijo desdeñosamente el padre Salazar.

Su interlocutor le miró con asombro y con curiosidad.

—En fin, no vengo a eso; haced lo que mejor os plazca. Señor, ¿me conocéis?

—No recuerdo; sois de los nuestros y lo demás no me importa.

—Flaca memoria tenéis; anoche hemos hablado.

—¿A dónde?

—Después de la reunión…

—Entonces sois…

—Garatuza, para servir a usía, a Dios y a todo lo bueno.

—¿Garatuza?

—El mismo.

—A fe que no os miro un día igual a otro.

—Os he dicho que son mis ardides; tengo mucho que temer del rey y del Santo Oficio.

—Pues guardad.

—Inútil consejo, que bien me guardo. En fin, vengo a ver si os sirvo de algo, que me enfada el estar ocioso.

—Sí que servís, y más en estos momentos.

—Mandadme.

—Oíd; me importa, es decir, importa a nuestra causa saber lo que se habla en Palacio; pero no por el vulgo de la servidumbre sino por los altos personajes. ¿Podréis averiguarlo?

—Os prometo saber y contaros lo que digan el virrey y el pesquisidor.

—Mucho prometer es ése.

—Y lo veréis cumplido. ¿No más?

—No más.

—Corre de mi cuenta. —Y Martín se levantó.

—¿Os vais?

—Sí, que no debo perder instante. Dios os guarde.

Y sin esperar respuesta, Garatuza salió de la casa dejando confuso a don Alfonso con su actividad.

Preparábase en aquella tarde un suntuoso banquete, con que el cabildo obsequiaba al nuevo virrey; las cocinas y el comedor de Palacio hervían literalmente de gente: cocineros, marmitones, lacayos, curiosos, todos en confusión, iban, venían, se estorbaban, se empujaban, reñían entre sí. El lacayo que atravesaba precipitado conduciendo una fuente con dulces, se encontraba con el cocinero que venía de ver el efecto que hacían los pavos rellenos, y en el choque caían los dulces por un lado y la obligada gorra del gordo cocinero por otro; y allí era el regañar del uno y el disculparse del otro, y el aprovecharse en la cuestión los muchachos recogiendo los dulces. Todo era confusión y ruido, y apenas entre aquella especie de tumulto se escuchaba la voz del mayordomo, que dictaba sus órdenes como si estuviera en mitad de un combate.

De repente se advirtió un lacayo más lujosamente vestido que los otros, y que se llegó al mayordomo gravemente como investido de una misión elevada, y le dijo parándose delante de él.

—Dispense usía, ¿es acaso usía el jefe que dispone los arreglos del banquete?

El mayordomo, que era un simple comisionado del cabildo de la ciudad y empleado de un orden inferior, al oírse llamar usía tan respetuosamente por un lacayo tan bien vestido, y esto en presencia de un concurso tan numeroso, miró con cierta simpatía a su interlocutor y contestó con mucha afabilidad:

—Yo soy, ¿qué se ofrece?

—En primer lugar —contestó el lacayo— servir a usía, y en segundo, hacerle presente que yo me llamo Benjamín y soy el ayuda de cámara de su excelencia el señor virrey mi amo, que gusta siempre de que yo le sirva; y que, como todos los señores de alta alcurnia, tiene algunas ideas que aún no le conocen los demás de la servidumbre que ha puesto usía, aunque por otra parte, como escogidos por usía, deben valer más que yo.

—Siendo así —contestó el mayordomo sintiendo lisonjeado su amor propio con tanto usía y tantos cumplimientos y deseando corresponder a ellos— podéis tomar por vuestra sola cuenta el servicio de su excelencia: yo avisaré esto a los demás de la servidumbre y no tendrá que incomodarse su excelencia por nada. Venid a ver conmigo la mesa para que conozcáis la colocación de las personas, el lugar en que están los vinos, y lo demás que necesario sea para servir a su excelencia.

El lacayo siguió al mayordomo, y muy pronto estuvo al corriente de todo.

Llegó la hora de sentarse el virrey a la mesa, y los convidados esperaron que su excelencia lo hiciera, y luego cada uno buscó el lugar que mejor le convino.

El virrey, marqués de Cerralvo, ocupó solo la cabecera; a los lados de la mesa, a su derecha, se colocó el visitador don Martín Carrillo, y a su izquierda, el presidente de la Audiencia.

Detrás de su excelencia, pendiente de sus menores movimientos, adivinando en sus ojos los deseos, estaba el lacayo que había hablado con el mayordomo; él solo servía vino al virrey, retiraba los platos, presentaba otros nuevos, iba y venía; pero con tanta actividad, con tanta delicadeza, que el marqués de Cerralvo no pudo menos que llamar sobre ellos la atención del visitador, con quien por razón de su largo viaje que juntos habían hecho, tenía más confianza.

—¿Ha notado su señoría —dijo el virrey inclinándose hacia don Martín— qué buen servidor es éste que tengo dedicado a mi persona?

—Notado lo había —contestó el visitador— y creo que vuestra excelencia debía tomarle a su particular servicio, que criados así son raros aun en España misma.

—Tiene su señoría razón, y al levantarnos de la mesa le haré hablar, si no es que yo mismo lo hago.

El lacayo advirtió de lo que se trataba y redobló su actividad y su eficacia.

Al terminarse la comida el lacayo se inclinó, y con muestras de profundo acatamiento, dijo por lo bajo al virrey:

—Perdóneme vuestra excelencia que tenga el atrevimiento de hablarle, pero es por saber si vuestra excelencia quiere dormir siesta después de la comida, para ir a preparar todo lo necesario y esperarlo en su cámara para velar su sueño.

El marqués se quedó mirando al hombre entre asombrado de su audacia y agradecido de su previsión, y luego como resolviéndose le contestó:

—Sí, prepara lo necesario y vienes a avisarme para que me acompañes a mi cámara y me sirvas.

—¿Ya no me necesita aquí vuestra excelencia? —preguntó animado por la benevolencia del virrey, el lacayo.

—No.

El hombre entonces desapareció y en un momento se informó de dónde estaba dispuesta la habitación para su excelencia, y lo arregló todo, no sin causar alguna alarma a los verdaderos camaristas del virrey, y volvió al instante al comedor a decir al marqués:

—Cuando vuestra excelencia quiera, todo está listo.

Poco después se levantó el virrey de la mesa, y seguido por el visitador se dirigió a su cámara, en cuya puerta le aguardaba ya su nuevo servidor.

El primer día de un virreinato, y con recepción tan espléndida como la que México había hecho al marqués de Cerralvo, cualquier hombre, por frío y reconcentrado que sea, se vuelve alegre, comunicativo y generoso, y el marqués no podía ser excepción de esta regla, con tanta más razón cuanto que no sólo él, sino su compañero de viaje don Martín Carrillo, el visitador, era de un carácter apacible y de un genio dulce y conciliador, a inferirse del modo con que obraron, el uno en su gobierno y en su espinosa comisión el otro.

El virrey se entró a su cámara e hizo entrar también al visitador; el lacayo se quedó respetuosamente en la puerta.

—Ven acá —le dijo el virrey.

El lacayo se aproximó.

—¿Cómo te llamas y en qué te ocupas actualmente?

—Excelentísimo señor, me llamo Benjamín Ordaz, humilde criado de vuestra excelencia, y ahora no tengo destino: he venido a solicitar el servicio en el banquete sólo por tener la honra de conocer a vuestra excelencia y el orgullo de haber sido el primero que le sirviera en México.

La adulación es el veneno más activo y el que toman todos los hombres más fácilmente, por prevenidos que se encuentren; como el perfume del incienso, una vez desprendido, nadie puede dejar de aspirarlo, penetra con el viento que da la vida, se hace sentir sólo cuando ya no puede rechazarse.

—Y bien, Benjamín —dijo al mozo— ¿antes qué eras tú?

—Pertenecía, excelentísimo señor, a la servidumbre del marqués de Gelves, antecesor de vuestra excelencia.

—¿Y por qué lo dejaste?

—El día del tumulto caí herido defendiendo una puerta y tuve que esconderme por temor, hasta que llegó vuestra excelencia.

El marqués reflexionó un instante.

—Si me probaras la verdad de lo que has dicho —exclamó el virrey— te tomaría inmediatamente a mi servicio.

—Los pobres, señor excelentísimo, no tenemos facilidad de probar nada, y sólo podría mostrar a vuestra excelencia mi cuerpo atravesado de un balazo, como la ejecutoria de mi lealtad; pero tengo palabras de hombre honrado que sólo vuestra excelencia puede comprender, y si ellas no me valen y vuestra excelencia no me toma a su servicio, no podrá quitarme el orgullo de haber servido en esta vez al hombre que trajo la paz y la tranquilidad a estos reinos.

—Bien, pensaré —le dijo el marqués—; espera en la puerta a que te llamen; pero cierra y que nadie nos interrumpa.

Benjamín salió haciendo una humilde reverencia.

—Me retiro también —dijo el visitador levantándose—; que vuestra excelencia querrá tal vez reposar.

—No. Yo suplico a su señoría que permanezca, porque de hablar tenemos acerca de los negocios públicos ahora que nos encontramos solos y que debemos comenzar nuestros trabajos, porque de los primeros pasos depende en todas las empresas el éxito final.

—Razón tiene vuestra excelencia.

—Dígame vuestra señoría qué opinión ha formado de México por la manera con que nos ha recibido.

—Si he de hablar la verdad, la recepción me ha parecido demasiado suntuosa para ser sincera.

—No lo crea vuestra señoría, que esto puede ser efecto de que es cierto lo que en España se dice acerca de lo fastuosos que son los mexicanos.

—O tal vez de lo que acerca de ellos se dice también, que son falsos y astutos.

—No es ésa, por fortuna, mi opinión.

—Debo advertir a vuestra excelencia que apenas he llegado y he recibido luego un anónimo, en que se me denuncia una gran conspiración organizada por los criollos y próxima a estallar, que tiene por objeto la independencia de la colonia.

Al gesto de disgusto que hizo el virrey al escuchar esta noticia, correspondió, como dos relámpagos de esos que brillan casi simultáneamente en dos lados opuestos del horizonte, otro gesto de Benjamín, que espiaba tras de la puerta, sin perder una sola palabra de lo que se hablaba en el cuarto.

—¿Y qué pormenores daría vuestra excelencia acerca de esa conspiración? —preguntó el marqués.

Benjamín contuvo hasta la respiración para escuchar la respuesta del visitador.

—Nada más que lo que he dicho a vuestra excelencia —contestó don Martín—: que hay una gran conspiración que tiene por objeto la independencia de las colonias, y que debe estallar el día 5, es decir, pasado mañana, aprovechando los conjurados el desorden natural que en la ciudad produzcan las fiestas hechas en honor de vuestra excelencia.

—Lo malo está —dijo el virrey— en que poco conocemos aún a la gente de aquí; no tenemos personas de confianza, y contamos con el natural temor de todos los comprometidos en el tumulto.

—Que son muchos, casi todos.

—¿Lo cree, vuestra señoría, así?

—Estoy casi seguro de ello.

—¿Sabe vuestra señoría —dijo el virrey después de un rato de silencio— que no sería malo valernos de este muchacho, de Benjamín, para tener noticias exactas de lo que pasa?

—Es una buena idea de vuestra excelencia porque el tal Benjamín parece leal, valeroso e inteligente, y puede sernos de grande utilidad.

Benjamín se frotaba las manos alegremente por fuera de la puerta.

—Creído me tengo —dijo el virrey— que este Benjamín ha de llegar con el tiempo a ser el alma de nuestros servidores. ¿Os parece que lo llamemos?

—Como vuestra excelencia lo disponga.

Benjamín se retiró precipitadamente, y el virrey sonó la campanilla de plata que había sobre la mesa.

A la primera llamada Benjamín no acudió.

El marqués llamó por segunda vez, y entonces el lacayo apareció diciendo desde la puerta:

—¿Llama vuestra excelencia?

—Sí, y por dos veces.

—Retiréme por respeto y para impedir que alguien se acercase —contestó Benjamín.

—Bien, cierra y acércate.

Benjamín cerró la puerta por dentro y se acercó respetuosamente al marqués.

—¿Conoces bien la ciudad? —preguntó éste.

—Excelentísimo señor, como a mi misma casa.

—¿Serás capaz de dar razón de cuanto se te pregunte, si lo sabes, y averiguarlo si lo ignoras?

—Seguramente, señor.

—Bueno. ¿Qué has oído decir acerca de alzamientos y de tumultos?

—Además del que se hizo contra mi amo el señor marqués de Gelves, y en el que sin meterme a juzgar, creo que tuvieron parte todos los caballeros de esta ciudad…

El visitador dirigió una mirada de inteligencia al virrey, que no se escapó a la penetración de Benjamín.

—Hay —continuó— el rumor de que algunos criollos quieren alzarse con el reino, y que piensan dar el grito el día 5 de éste, porque dicen que en estas noches habrá grande alboroto por las fiestas que se preparan a vuestra excelencia.

El visitador no pudo ya contenerse.

—Lo mismo que decía yo a vuestra excelencia. Es una cosa pública.

—Permítame usía —interrumpió Benjamín— que tanto de público no puede decírsele, porque ellos lo guardan en profundo secreto; si a usía se lo han dicho, es porque usía tiene en México muy grandes simpatías como he oído contar por ahí.

La lisonja era fina y el visitador la tragó sin sentirla.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Tengo muy buenos amigos y muchos conocidos.

—¿Y nada más sabes?

—Nada más, porque no he cuidado de averiguar más.

—¿Qué necesitarías para estar al tanto de todo y darme avisos?

—En primer lugar, que vuestra excelencia lo disponga así, y en segundo que me dé vuestra excelencia una orden para entrar y salir a Palacio a todas horas y por todas partes.

—Se te dará. ¿Y dinero?

—Lo dejo eso a la prudencia de vuestra excelencia.

—No quedarás descontento, y esta noche lo tendrás todo: retírate.

Benjamín salió radiante de alegría.

10. En donde se prueba que los que andan siempre juntos no son siempre buenos amigos

Doña Catalina de Armijo era una hermosa dama que vivía por una de las calles que estaban cerca del monasterio de Santo Domingo.

Doña Catalina vivía con su madre, una anciana como de 54 años. Ni a la madre ni a la hija se les habían conocido nunca bienes de fortuna; pero ellas habían vivido siempre con cierto lujo, merced, según decía el vulgo, a las condescendencias de la vieja y a la arrogante figura de Catalina.

No había en aquella casa muchas visitas, pero sí tenían siempre algún constante protector que las visitaba asiduamente y con gran confianza, a todas horas del día y de la noche.

Primero fue un intendente, luego un oidor, después un comerciante acaudalado, más adelante un regidor perpetuo, un alférez real y otros varios, hasta que, según informes verídicos, don Alonso de Rivera ocupaba aquella posición en los días a que nos vamos refiriendo.

El público sabía que los protectores empobrecían y se retiraban, pero algunos habían notado que al encontrarse con doña Catalina en la calle, la saludaban como buenos amigos, lo que probaba que habían perdido la visita y la intimidad, pero no la confianza ni la buena amistad con ella.

En la casa de doña Catalina no se veían caballos, ni carrozas, ni lacayos; un ajuar elegante y pocos criados; pero en cambio, grandes cofres con ricos servicios de plata, cajas con numerario abundante y hermosas joyas, formaban el depósito de la dama y recordaban la ruina de sus adoradores.

Doña Catalina había comprendido y decía que la hermosura de las mujeres pasa como la forma de las nubes, y que era necesario aprovechar y guardar para la vejez, porque entonces debería al dinero lo que en su juventud a la belleza.

No se sabía si la madre había enseñado estas teorías a la hija, o la hija había convencido de ellas a la madre; lo cierto es que las dos estaban conformes con ellas.

Don Alonso de Rivera comenzó por gastar cuanto deseaba Catalina; el amor y la ilusión que le causaba aquella mujer no le hacía reparar en nada; pero sin sentirlo, sus cajas fueron agotándose y un día se encontró con la fatal noticia de que no tenía modo de contentar los nuevos caprichos de la dama.

El día de la entrada del marqués de Cerralvo, don Alonso hizo el último esfuerzo para llevar a Catalina un collar de perlas; la dama salió contenta con él, pero don Alonso determinó tener aquel día una explicación formal con Catalina.

Eran las cuatro de la tarde; cuando se presentó en la casa, Catalina se mecía en una butaca negligentemente.

Don Alonso la saludó con una frialdad que comprendió la joven, y comenzó a torturar a su imaginación para encontrar un vado en aquel negocio; por fin, limpiándose la frente, tosiendo y componiéndose los puños, dijo como cortado:

—Catalina.

—¿Qué hay? —contestó la joven volviendo el rostro con fingida curiosidad.

—Necesito que hablemos seriamente.

—Sí, ya lo había yo comprendido.

—Bien, pues vamos a ver cómo damos prisa a esta explicación.

—No sé para cuándo la guardáis.

—Catalina, sabéis cuánto os he amado y cuánto he hecho por complaceros.

—Sí, y creo que eso a nada viene; adelante.

—En efecto —contestó algo cortado don Alonso—, pero yo creía que era un preámbulo necesario.

—Suprimidlo, es mejor.

—Pues bien, yo os amo aún… pero… es…

—Decidlo claro, ¿estáis cansado de mí?

—¡Oh, Catalina! Eso nunca, pero…

—¿Qué hay, pues? Decidme claro.

—Que el estado de mis negocios es malo; no quiero decir por eso que estoy arruinado, pero no me creo ya capaz de soportar el gasto que yo deseara que hicierais siempre.

—Hablad claro, decid que os pierdo, que os arruino, que peso demasiado sobre vos.

—¡Oh! no digáis eso, por Dios, que no es lo que yo he dicho.

—Pero es lo que habéis querido decir: adelante.

—Pues…

—Entiendo, queréis que cese todo entre nosotros, que yo os releve de vuestro compromiso, ¿es verdad?

—No, eso no precisamente.

—Pues entonces ¿qué queréis?

—Oídme y prometedme no enojaros con lo que voy a deciros: es un negocio importante y ventajoso para los dos, pero os lo propongo como negocio.

—Decid con franqueza, que de nada me enfadaré.

—Pues bien, yo no tengo ya dinero, y vos necesitáis y yo necesito también. ¿Admitiríais un medio que tengo pensado, con el cual ambos, trabajando y poniendo algo de nuestra parte, podríamos hacernos de fondos sin perder la buena amistad?

—Hablad —dijo negligentemente doña Catalina, preparándose a escuchar.

—Decía yo que hay en México una persona que reúne cualidades de tan alta estima que me atrevería yo a proponérosla para que me sustituyese, si no en el amor que os he profesado, porque de eso no podría responder, sí en la generosa protección que merecéis por vuestras dotes de hermosura y talento.

—¿Y quién es esa persona?

—Es el hombre más rico de la Nueva España. No es joven, pero tampoco es viejo; tiene un genio amable y sobre todo, es un hombre enteramente solo en el mundo, sin padres, sin hermanos, sin hijos, en fin, sin herederos de ninguna especie; debiendo advertiros, además, que está muy lejos de ser un avaro.

—¿Y quién es ese fénix de los hombres? —preguntó con una sonrisa de duda doña Catalina.

—Se llama don Pedro de Mejía. ¿Le conocéis?

—De nombre. Y en cuanto a sus riquezas, estoy segura de que es como decís, pero respecto a lo demás lo ignoraba.

—Pues yo os respondo de todo ello con mi cabeza. ¿Aceptáis el partido?

—Antes de resolverme, saber quisiera qué interés llevaréis en el negocio y qué ayuda prestaríais, porque dijisteis que entrambos y para ambos lo haríamos.

—Así lo dije en efecto, y he aquí mis condiciones: vos y yo, señora, haremos una compañía, comprometiéndome yo a traeros a don Pedro y a influir porque caiga en vuestras redes (perdonad la palabra, señora). Vos ponéis de vuestra parte la seducción y el amor, yo le excito a ser generoso con vos y vos recibís sus dones, y de todo, y de la herencia, si conseguimos por algún medio obtenerla, iremos a mitad de utilidades; os advierto también que soy el único amigo de Mejía y el único que influye sobre él. ¿Os conviene?

Doña Catalina reflexionó.

—Meditadlo bien —agregó don Alonso— que os importa.

—¿Os parece que consulte con mi madre?

—Como gustéis.

Doña Catalina se levantó y salió del aposento; don Alonso quedó solo meditando su plan.

Un cuarto de hora después volvió a entrar doña Catalina y dijo a don Alonso:

—Aceptado, pero con la condición de que extenderemos un papel en que conste nuestro compromiso.

—Es inútil, porque no podría valer en juicio.

—No importa, mi madre lo quiere así.

—Cosas de las señoras grandes. Lo extenderemos.

—Ahí tenéis recado de escribir; ponedlo.

—Lo pondré, a pesar de que os repito que es inútil.

—Y yo os repito que no importa.

Don Alonso escribió y luego leyó en voz alta:


Conste por el presente cómo yo, don Alonso de Rivera, y yo, doña Catalina de Armijo, nos comprometemos solemnemente a hacer compañía con el objeto de conseguir que don Pedro de Mejía contraiga conmigo, doña Catalina de Armijo, relaciones amorosas, para lo que influiré y ayudaré yo, don Alonso de Rivera, y que de las larguezas de dicho don Pedro de Mejía, así como de su herencia, si conseguirse pudiere, para lo cual se harán los esfuerzos posibles, iremos a medias ambos. Y lo firmamos en México, a 3 de noviembre de 1624.

Alonso de Rivera
 

—Firmad vos, doña Catalina.

Doña Catalina tomó la pluma y firmó también.

Don Alonso dobló el papel y comenzó a guardarlo en la abertura de su ropilla.

—¿Qué hacéis? —dijo la joven.

—Guardar el documento.

—Tanto valía entonces no haberlo puesto.

—¿Pues qué queréis?

—Tenerlo yo.

—Y yo entonces…

—Pongamos otro igual.

—Es justo, y cada uno guarde el suyo; decís bien.

Don Alonso sacó una copia del documento y lo firmaron ambos, y cada uno tomó el suyo.

—Estamos en regla, sois una mujer admirable; ahora vamos a combinar nuestro plan.

—Vamos.

—¿Tenéis confianza en mí?

—¡Cómo no, si tengo este papel en mi poder, con el que puedo perderos el día que quiera!

—Se entiende, perdiéndoos también vos.

—Verdad; pero como yo no soy una persona de respeto en México, ni llevo amistad con don Pedro de Mejía, mi nombre sería el de una de tantas mujeres y no causaría el escándalo que el vuestro, cubriendo tan honroso documento.

—Dejemos eso —dijo Rivera algo molesto—, que no se llegará el caso de publicar ese papel; lo que quise preguntaros es si tenéis confianza en mi ingenio.

—Sí.

—Pues entonces dejadme preparar todo; seguid mis indicaciones y yo os instruiré del papel que debéis representar.

—Convenido, vos dirigís la comedia ¿Y cuándo comienza?

—Mañana mismo, y voy a hacer los preparativos.

Don Alonso se despidió de Catalina y salió meditando en su plan de campaña.

11. En donde el virrey, el visitador y el padre Salazar se convencen enteramente de que Garatuza era una joya

Serían las ocho de la noche; las calles de México, otras veces tan solas a esas horas, estaban llenas de gente que paseaba y se divertía en solemnidad de la entrada del nuevo virrey.

En las ventanas y en las puertas había farolillos encendidos; los ricos los habían puesto de vidrio y los pobres de papel; en algunas casas el lujo había llegado hasta poner en los balcones guardabrisas de cristal con bujías de cera. En las calles había lumbradas colocadas unas en el suelo y otras sobre un pie derecho de madera con una especie de jaula de hierro en la punta, adonde se ponía a arder la leña; estas lumbradas anunciaban los puestos en donde se vendían frutas, dulces, buñuelos, pato o tamales. La multitud se rodeaba allí de los puestos y las damas principales no desdeñaban de acercarse a comprar alguna cosa de las que excitaban su apetito.

Entre aquella animada muchedumbre cruzaba a toda prisa un hombre embozado en una gran capa negra, y que se conocía que iba muy preocupado; tomó el rumbo de la calle de Iztapalapa y siguió su camino hasta más allá de donde alcanzaba el bullicio y la luz de la fiesta.

Llegó aquel misterioso paseante hasta la casa del Crucifijo, que conocen nuestros lectores; llamó a la puertecilla y después de dar las señales convenidas, entró en la casa, dirigiéndose sin vacilar y sin detenerse a la gran sala en que había tenido lugar la junta en que fue presentado don Leonel.

El padre Salazar, completamente solo, escribía, teniendo delante de sí en la mesa una gran cantidad de papeles.

Al ruido que hizo el que entraba, el padre puso instintivamente la mano izquierda sobre los papeles, y sin dejar la pluma colocó la derecha frente a la bujía para que el resplandor de ella no le impidiera descubrir a la persona que llegaba a interrumpirle.

—Buenos días —dijo el que entraba.

—Dios los enviará —contestó el padre sin poder reconocer aún al que hablaba.

—Como de costumbre ¿no me reconocerá usía?

—¡Ah, Martín! —exclamó el padre después de un detenido examen de su interlocutor.

—El mismo, aunque perteneciendo ya a la servidumbre de su excelencia el señor marqués de Cerralvo.

—¿En la servidumbre del virrey?

—Precisamente, y quizá, quizá, el hombre de su confianza.

—¿Pero cómo?…

—No es tiempo de referir historias; bástele saber a su señoría que todo esto lo hago por cumplir con la comisión que me ha dado y en servicio de la buena causa.

—¿Y qué hay de nuevo?

—Cosas muy graves y que debéis de saber, porque de ellas quizá depende el éxito de todos nuestros planes. En primer lugar estoy comisionado y facultado para espiaros y vigilaros.

—¿A mí?

—A vos precisamente, no; pero a los criollos que conspiran contra la real autoridad.

—¿Luego sabe el virrey?

—Sabe que se trama una conspiración entre los hijos de la tierra para alzarse con ella, y sabe que se preparan para dar el grito el día 5 de noviembre.

—¿Pero cómo lo sabe?

—Os lo diré, porque estoy al tanto de todo y ésta era la misión que me encargasteis. El visitador don Martín Carrillo recibió hoy un anónimo que leyó al virrey y que yo escuché; luego me llamaron y para inspirarles confianza les denuncié como cosa que yo sabía, lo mismo que había oído leer en el anónimo sin que ellos lo supiesen; de aquí vino el que me comisionaran especialmente para inquirir algo respecto a la conspiración.

El padre Salazar reflexionó y luego dijo:

—¿Y qué piensas contar al virrey ahora?

—Eso es lo que me ha de decir su señoría.

El padre se puso a meditar apoyando su frente en la mano en que tenía la pluma, que aún no había soltado, y luego como inspirado por una idea repentina, cambió la pluma a la mano izquierda y escribió en un pedazo de papel. Esperó que se secara, y después lo arrugó entre las dos manos y lo entregó a Martín.

—¿Qué es esto? —preguntó Garatuza.

—Esto lo entregarás al virrey diciendo que lo has visto caer de la bolsa de algún español; el cómo lo viste y la persona que lo traía, tú lo combinarás como mejor te parezca; léelo, si quieres, antes.

Garatuza extendió el papel y leyó; era como el fragmento de una carta.


La orden es que el grito se dé el día 5 porque es preciso no dar tiempo a las pesquisas sobre el tumulto, que pueden damos triste resultado.

Es necesario que las sospechas de la conspiración recaigan sobre los criollos, y apruebo lo que me decís del anónimo; así se encontrarán aislados.

No dejéis de poner al… (roto el papel)… que de esto depende nuestra fortu…
 

—Comprendo —dijo Garatuza.

—Bien, vete y no dejes de ponerme al tanto.

Una hora después, el virrey y el visitador, que estaban tratando de los negocios de la tierra, oyeron llamar a la puerta suavemente.

Era Benjamín.

Benjamín entró con todo el aire de un ministro de policía.

—¿Qué hay de nuevo? —dijo el virrey.

—Excelentísimo señor, muy poca cosa.

—Habla.

—Pues cumpliendo con el mandato de su excelencia, fui a la casa del señor oidor don Pedro de Vergara Gaviria, adonde tengo conocimiento con unos lacayos, y en donde solía escuchar eso de la conspiración de que hablé a vuestra excelencia.

—Adelante.

—Me entré al cuarto del cochero, y dos señores españoles hablaban bajo; pero yo percibí que trataban de lo mismo y mentaban mucho el día cinco, y a los criollos, y a su excelencia y al señor visitador, y luego uno sacó un papel que le enseñó a otro y lo rompió y guardó los pedazos en la bolsa de su calzón; pero uno de los pedazos se cayó, y yo le alcé cuando se retiraron, porque tal vez sirva a su excelencia, porque escrito está.

—¿Y qué dice?

—No sé yo de eso de leer, y a nadie quise enseñárselo porque quizá sea importante.

—¿Dónde está?

—Aquí —dijo Benjamín sacando un papel arrugado y roto.

El lector habrá conocido que Benjamín no era otro que el mismo Garatuza, que sabía leer quizá mejor que el virrey mismo.

Su excelencia tomó el papel, lo leyó dos o tres veces y lo pasó en silencio al visitador.

Don Martín Carrillo lo leyó también por dos o tres veces, y con el mismo silencio lo volvió al virrey.

—¿Español dices que era el sujeto que esta carta llevaba?

—Sí, excelentísimo señor.

—¿Y sabes cómo se llama? —dijo el visitador.

—No, señor, pero le conozco de vista, y hoy le vi en Palacio cerca de su señoría; y si mañana viene, se lo mostraré luego a su señoría.

—Bien; espérate afuera hasta que llame —dijo el virrey.

Martín o Benjamín, como quiera llamársele, hizo una profunda reverencia y salió; pero se quedó escuchando tras de la puerta.

—¿Qué le parece a su señoría? —dijo el marqués.

—Me parece que este muchacho es vivo como la pólvora y que es un hallazgo inestimable para nosotros.

Martín se frotó las manos como acostumbraba hacerlo cuando estaba contento.

—¿Pero y esta carta? —dijo el virrey.

—Esta carta nos da la llave de todo —contestó el visitador.

—No puede ser falsa.

—Por supuesto; y lo conocerá su excelencia en la circunstancia del anónimo contra los criollos, que era una cosa que sólo su excelencia y yo sabíamos.

—Es una buena razón. ¿Conque lo que se pretendía era que se fijara la atención sobre los criollos para poder los otros trabajar sin recelo?

—Y que al sentir algo la noche del 5, se tomaran providencias contra los inocentes, mientras los culpables ganaban terreno.

—Estamos realmente sobre un volcán; sin embargo todo esto me lo había yo figurado ya de antemano; todos los comprometidos en el tumulto han de hacer cuanto puedan por impedir que vuestra misión se lleve a cabo.

—Y lo más sospechoso es el lugar en que Benjamín encontró la carta.

—Sí, en la casa del oidor Gaviria.

—Uno de los jefes del tumulto.

—Preciso será estar alerta, ya que no lograron engañarnos.

El visitador se despidió del marqués y salió. Al abrir la puerta descubrió en la antecámara del virrey a Benjamín, sentado en un sitial y que dormía como un podenco.

—¡Pobre muchacho! —pensó—. Necesita reposo porque verdaderamente es activo: ¡lástima que no sepa leer!

Y pasó a su lado procurando no despertarle.

12. Cuéntase lo que hablaron don Leonel y doña Juana de Carbajal

Asentóse doña Juana en un sitial y en otro inmediato don Leonel. Estaban enteramente solos en la biblioteca: el silencio era tan profundo que podía oírsele, y la escena estaba alumbrada por un gran candil de bronce colocado sobre la mesa y que reflejaba su vacilante resplandor sobre los viejos libros forrados en pergamino y sobre los encendidos colores de los vestidos y mantos de plumas que pendían de las paredes.

Don Leonel esperaba con impaciencia que comenzase a hablar doña Juana, en tanto que ella, apoyando su brazo en el del sitial y absorta en sus meditaciones, parecía haberse olvidado de que no estaba sola.

Doña Juana, semejante a una estatua de alabastro, no movía ni siquiera los párpados; así se mantuvo un largo rato hasta que de repente pareció animarse, alzó la cabeza, miró a don Leonel y le dijo con una voz tranquila y dulce:

—Leonel ¿amáis mucho a Esperanza?

—Mucho —contestó con entusiasmo el joven.

—Pues bien, creo que no será una imprudencia lo que voy a hacer, porque sé que sois un hombre de sentimientos elevados: voy a revelaros los secretos de mi familia, confiada en vuestra lealtad y en el amor que profesáis a doña Esperanza.

—Señora, me hacéis sobrada honra, y os aseguro que no os arrepentiréis jamás. Hablad.

—Don Leonel, sabéis que yo siempre me he opuesto a que Esperanza, mi hija, se case, y eso aun después que supe que vos erais el objeto de su amor; pero vos no comprenderéis sin duda el motivo de oposición ¿es verdad? Quizá os parecerá una locura, una monomanía, un delirio…

—Señora…

—No, no os avergoncéis, que ni digo que vos lo hayáis pensado, ni aun cuando así fuese, careceríais de razón, porque no conocéis nada de lo que tengo que deciros. Don Leonel, supuesto que insistís en vuestro amor, es preciso que sepáis cuál es la familia de vuestra prometida, y que os desengañéis de que no puede ser esposa vuestra mientras los criollos no sacudan el yugo de sus opresores; cuando conozcáis todo esto, entonces prometedme hablar con franqueza, y decirme si vuestro amor vive a pesar de todo, o si vuestra razón, más fuerte que ese amor, os aconseja olvidar a Esperanza.

—¿Olvidarla? ¡Ah señora, qué palabra habéis dicho! ¿Qué suponéis de mí?

—Nada supongo, don Leonel, sino que sois joven y estáis apasionado. Por lo demás, oíd, y cuando sea tiempo contestadme con entera lealtad.

Don Leonel iba a contestar, cuando doña Juana se levantó serena y le dijo con dulzura:

—Esperadme, que voy a traeros una cosa que debéis ver.

Don Leonel se levantó también por respeto.

—Sentaos —le dijo doña Juana— sentaos, y no os impacientéis si os parece que tardo. Supongo que esta noche no tendréis qué hacer porque no hay reunión, y además esto es un asunto que interesa demasiado a vuestro porvenir por más de un motivo, y que bien merece que le sacrifiquéis un poco de tiempo.

—Señora, estoy enteramente a vuestras órdenes.

—Bien, ya vengo; entre tanto tomad un libro para distraeros del fastidio…

Doña Juana abrió la puerta secreta y desapareció.

Cuando Leonel se encontró solo comenzó a examinar el aposento; había allí objetos que llamaban su atención, pero que necesitaban estudiarse uno por uno para comprender lo que eran.

El joven, aprovechando el permiso de doña Juana para tomar un libro, se levantó de su asiento y a la escasa luz del candil comenzó a examinar aquella especie de museo.

Los libros, sin embargo, fueron los que menos llamaron su atención; soldado desde su infancia casi, el amor a las letras no era sin duda el distintivo de su carácter; pero había en cambio allí otras cosas que excitaron su curiosidad.

Eran, a no dudarlo, armas e instrumentos de música antiguos, pero todos de una riqueza y de un trabajo artístico, maravilloso; arcos de maderas preciosas y desconocidas, flechas y lanzas con puntas de piedras brillantes y de diversos colores, las unas con ese verde dulce de la esmeralda, las otras con el encendido color del granate, las de más allá con la transparencia del cristal o con ese blanco de las grandes masas de nieve.

Las macanas de los antiguos señores de la tierra con incrustaciones primorosamente colocadas, representando figuras fantásticas de hombres, de animales, de flores, con los cortes de piedras también raras y sorprendentes, pero cortantes y agudas como la más bien templada cimitarra de Damasco.

Escudos de pieles resistentes como una daga española, con caprichosas formas y adornados con piedrecillas y conchas, y teniendo en el centro, como el chorro de una cascada, un penacho de plumas de aves desconocidas pero que caían, por decirlo así, ligeras y flotantes, ostentando sus colores vivísimos sobre el negro fondo del escudo.

Los trajes, los mantos, las diademas con sus penachos, eran materialmente unas nubes de colores que flotaban al impulso sólo del aliento, y entre las cuales se percibían los destellos del oro, de la plata y de las piedras preciosas.

Y todo aquello parecía estar conservado y cuidado con una religiosa dedicación, porque no se notaba en todo ni la huella del tiempo, ni aun el menor vestigio de polvo o de maltrato.

Aquello era, a no dudarlo, un resto del esplendor y magnificencias de la casa de alguno de los poderosos emperadores aztecas, que la familia de doña Juana conservaba más como una reliquia que como un tesoro.

Doña Juana salió por la puerta secreta de la biblioteca, pero no se dirigió por el pasillo y las habitaciones donde tenía la casa comunicación para la calle, y por donde otra vez la hemos visto salir, sino que abrió una puerta que a la derecha estaba, atravesando a oscuras dos cámaras, y llegó a una tercera que estaba alumbrada.

Era una estancia preciosa, pero abrigada, que recibía la luz durante el día por dos elevadas ventanas cubiertas por finos tejidos de ixtle, que los mexicanos llaman ayate, por la parte de afuera tenían gruesas rejas de fierro, y por la interior pesados batientes de madera que cerraban herméticamente. En uno de los ángulos había una gran cama de madera con caprichosos tallados, y encima de los gruesos colchones de pluma se tendía una manta de algodón tejida de diversos colores; en la estancia se advertían armarios de madera con grandes chapas, algunos sitiales tapizados de baqueta y cubierto el piso con esteras o petates finísimos de palma, y sobrepuestos de manera que apenas se percibía el ruido de las pisadas.

Cerca de la cama, en un enorme sitial cubierto por multitud de almohadones de plumas, estaba un hombre tan anciano que difícilmente podría haberse fijado su edad, si de su boca no se hubiera escuchado.

Aquel hombre parecía pertenecer a la raza indígena pura; su cabello y su escasa barba estaban completamente blancos, su cutis era seco y con ese brillo que da la vejez, sus manos estaban trémulas y su cabeza vacilante.

El viejo estaba enteramente envuelto en una gran bata de algodón blanca perfectamente acolchada, y entre sus profusos pliegues se perdían las formas del cuerpo.

Su cabeza estaba descubierta.

Sin embargo, en medio de aquella destrucción, de aquella ancianidad, podía notarse en la boca del anciano una dentadura blanca y bien conservada, sin más indicio de vejez que el advertirse un poco gastados los dientes incisivos.

El anciano leía un gran libro a la luz de una bujía de cera, sin auxilio de gafas, y volvía las hojas con su mano trémula, apoyándose en el pupitre que sostenía el libro.

—Buenas noches, padre mío —dijo doña Juana al entrar.

—Dios te bendiga, hija mía —contestó el anciano alzando la cabeza—. ¿Qué andas haciendo?

—Padre mío —dijo la dama besando la mano del anciano— vengo a tomar el libro de nuestra familia.

—¿Y a quién vas a leérselo?

—A don Leonel de Salazar.

—Bien; por lo que me has contado, puede y debe verle.

—Así lo he creído.

—¿En dónde está?

—Esperándome en la biblioteca.

—No le hagas aguardar; que a ese joven quizá Dios lo haya escogido para salvar a nuestro pueblo.

—¿Qué leéis, padre mío? —dijo doña Juana mientras que con una llavecita de plata abría uno de los cajones de un armario.

—La Biblia, hija, la Biblia. Es el único libro que me consuela y me alienta en mis desgracias.

—Vuelvo a veros pronto.

—Anda, hija mía, anda, y fortalece a nuestro joven en sus heroicas resoluciones.

Doña Juana salió y el anciano, después de contemplar la puerta por donde ella había desaparecido, exclamó dando un suspiro:

—¡Dios os alumbre! —y volvió a continuar su lectura.

Don Leonel continuaba absorto en la contemplación de los objetos que tenía a la vista, cuando sintió el ruido que hacía doña Juana al entrar. El joven se avergonzó de que le hubiera sorprendido en aquel acto de curiosidad; pero la dama, sin parar en ello la atención, le dijo:

—Don Leonel, lo que os voy a entregar es casi un tesoro, porque es la historia de mi familia: leed este libro y luego venid a verme.

Y al decir esto le entregó una cajita de ébano perfectamente barnizada, y de la que pendía una llavecita de oro por medio de una cadenilla del mismo metal.

Don Leonel la recibió con una emoción que él mismo no podía explicarse.

—Lleváoslo —continuó doña Juana— porque esa lectura es larga y requiere tiempo y recogimiento. No os fijo plazo para que la terminéis, pero procurad apresuraros; muchos han escrito en ese libro que no ven ya la luz.

Don Leonel guardó en su seno la cajita y tomó su sombrero.

—¿Os retiráis?

—Sí, señora; ardo en deseos de conocer esta historia que tanto me interesa, y cada momento me parece un año.

—Bien, seguidme.

Doña Juana sacó a don Leonel de la biblioteca.

En la sala esperaba aún Esperanza.

Don Leonel oprimió la mano de su prometida con efusión, y salió de la «casa colorada» estrechando contra su seno la cajita de ébano, y en su mano derecha la culata de uno de sus pistoletes.

13. Cómo es muy cierto aquello de que «el hombre pone y dios dispone»

En el momento en que don Leonel llamaba a la puerta de su casa, otro hombre llegaba por el lado opuesto de la calle.

—¿Leonel? —dijo el que llegaba.

—Hermano —contestó el joven reconociendo al padre Salazar.

—Dios te envía en el momento en que más te necesitaba.

—¿Qué ocurre pues? —preguntó don Leonel, contrariado en su determinación de encerrarse aquella noche a leer el libro de doña Juana.

—Cosas muy graves.

—¿Muy graves? Explícate.

—No es este lugar a propósito.

—Pues vamos entonces a tus habitaciones.

—Tampoco, porque los criados o mi padre podrían sospechar alguna cosa.

—Entonces ¿qué quieres que hagamos?

—Que vengas conmigo en este momento, pues sólo por hablar contigo y para llevarte he venido.

Don Leonel reflexionó un momento.

—¿Vacilas? —dijo el padre, comenzando ya a impacientarse.

—No, hermano, pensaba en subir un instante a dejar en mi habitación unos papeles…

—Considera que si te vieran entrar y volver a salir inmediatamente, sospecharían. Y que además puedes encontrar a mi padre, lo que sería para ti motivo de perder por lo menos media hora: lleva contigo los papeles y si son muchos y te molestan, yo te ayudaré a cargarlos.

—Vamos —dijo don Leonel resueltamente.

Y sin perder un momento el padre, emprendió la marcha para la calle de Iztapalapa.

Don Leonel era un valiente, y sin embargo aquella noche tenía miedo: la responsabilidad de llevar consigo aquellos papeles de doña Juana le hacía temer, y en cada esquina sacaba instintivamente la pistola.

Tan preocupados iban que no advirtieron hasta estar muy cerca de ellos, a una dama envuelta en su velo y un galán que la acompañaba, que se estaban parados en una puerta enfrente de la casa de don Pedro de Mejía y en una de las primeras cuadras de la misma calle de Iztapalapa.

Al acercarse los dos hermanos, la dama y su galán, que esperaban sin duda a alguien, tuvieron el siguiente diálogo en voz alta, que los dos hermanos escucharon:

—Allí vienen ya —dijo la dama.

—Ellos deben ser —contestó el hombre abriendo un pequeño zaguán que estaba por dentro escasamente iluminado, y haciendo seña a la dama para que entrase.

En este momento llegaron don Leonel y su hermano.

—¿Don Alonso? —dijo desde dentro la dama.

El padre Salazar, que llevaba también ese nombre, se detuvo.

—Venid —continuó la dama— ya os esperaba, entrad.

El padre Salazar no comprendía lo que le pasaba. Don Leonel, al escuchar la voz dulce de aquella mujer y al mirar la turbación de su hermano, creyó que había sorprendido sin querer una intriga amorosa. Un soldado es disculpable de formar un juicio temerario.

El padre seguía perplejo, y don Leonel lo atribuyó a que su presencia era importuna, y así es que acercándose a su hermano, le dijo en voz baja:

—Ea ¿qué te detiene? Entra, hermano, y te iré a esperar a la casa del Cristo, o te guardaré la espalda aquí.

El padre miró a su hermano con enojo, pero la noche estaba oscura y la dama volvió a decir ya con cierta impaciencia:

—Don Alonso ¿tenéis miedo? Entrad.

El padre Salazar atravesó la distancia que le separaba de la dama y se acercó a ella quitándose el sombrero al pie del farolillo que alumbraba el patio, de modo que la luz bañó enteramente su rostro y su cabeza tonsurada.

—Aquí me tenéis, señora —la dijo—. ¿Qué me ordenáis?

La dama, que lo desconoció, inmediatamente lanzó un grito echándose atrás, y el hombre que la acompañaba se interpuso entre ella y el padre poniendo mano a la espada, en el momento mismo en que un hombre que venía por la calle y que escuchó el grito, se lanzó al zaguán desnudando también la espada.

Don Leonel, que se había quedado de pie cerca de la puerta, advirtió todo y se entró tras de aquel hombre, a quien no pudo impedir el paso, con la espada también en la mano y dispuesto a defender a toda costa al padre, a quien creía en inminente peligro.

El hombre que entró de la calle, al escuchar el grito de la dama dejó caer su embozo, y don Leonel, aunque tenía pocos días de vivir en México, pudo reconocer a don Alonso de Rivera.

Entonces se explicó todo.

Don Alonso, al mirar delante de la dama a un eclesiástico con el sombrero en la mano, bajó el estoque.

Don Leonel le imitó.

La dama se acercó a Rivera y casi temblando le dijo:

—Don Alonso, pasaban dos personas: creí que una de ellas érais vos, y llamé por vuestro nombre, y este padre se ha entrado aquí.

—Razón tuvo —dijo tranquilamente Rivera—, que el señor llámase don Alonso de Salazar, persona de muy alto respeto en México por sus virtudes y saber.

El padre hizo una cortesía y don Leonel sonriendo envainó la espada.

—Buenas noches —dijo el padre saliendo.

—Dios os guarde, mi padre —contestó don Alonso saludando.

El zaguán se cerró y don Leonel riendo y el padre medio mohíno siguieron para la casa del Cristo.

En todo esto se había perdido mucho tiempo y cuando ambos llegaron a la casa del Cristo, eran las once de la noche.

Había ya esperándolos como una docena de personas.

Don Leonel y su hermano tomaron asiento.

—¿Sabéis —dijo el padre dirigiéndose a los demás— por qué razón os he mandado citar?

—No —contestaron todos.

—Es porque hemos sido denunciados al virrey por medio de un anónimo.

Un movimiento de sorpresa circuló entre los concurrentes.

—Pero aún no se ha perdido todo —continuó el padre—; el virrey sabe que se conspira, pero aún no conoce a las personas ni el objeto de esa conspiración; sabe que el día 5 debe haber un tumulto, pero ignora quiénes lo harán. Tengo tomadas mis medidas y creo poderos asegurar que el virrey y el visitador quedarán completamente desorientados. Sin embargo el aviso los ha preparado y quiero consultaros si será conveniente suspender o precipitar el golpe; hablad vosotros y luego me daréis vuestro parecer.

Aquél debía de ser el modo de tratar allí los negocios, porque inmediatamente que el padre acabó de hablar, todos los que había en el salón se reunieron en diversos grupos y comenzaron a discutir con acaloramiento.

Sonó entonces un golpe en la puerta, se dio la contraseña, y un sacerdote con los ojos bajos y un aire de mansedumbre evangélica capaz de edificar a un hereje, entró en el salón saludando humildemente; nadie le conocía, pero él conocía sin duda los usos de la casa, porque sin preguntar se dirigió a la plataforma en que estaban don Leonel y el padre, subió a ella, acercó su sitial y se sentó cerca de los hermanos, colocando en el suelo su sombrero y diciendo sencillamente:

—Buenos días.

Por esta vez ya don Alonso de Salazar reconoció a Martín; a fuerza de tratarle había llegado a conocerle en sus mismos disfraces.

—¿Qué hay de nuevo, Martín? —le preguntó.

—En todo salimos perfectamente —contestó Garatuza—; el virrey y el visitador han caído en el lazo, y creo que se desatará la persecución contra los comprometidos en el negocio del de Gelves; pero como se tomarán serias providencias para impedir un alboroto el día 5, supongo que sería muy bueno alargar el plazo.

—De eso se trata: siéntate allá abajo, escucha y cuando termine la reunión hablaremos.

Garatuza descendió de la plataforma, el padre agitó una campanilla y todos volvieron a sus asientos en el mayor silencio.

—Supongo —dijo el padre— que todos habréis ya pensado lo que conviene hacer.

—Sí, hermano —contestó uno de los que estaban entre la reunión— todos hemos opinado porque se difiera el golpe, a excepción del hermano Salmerón, que pretende que debe llevarse todo adelante y tal como estaba acordado de antemano.

—¿Y qué razones alega don Baltasar de Salmerón? —preguntó el padre Salazar.

Púsose de pie un hombre viejo, alto, rubio, cargado de hombros, enjuto de carnes, con la nariz corva, la barba espesa y la mirada siempre baja.

Vestía de negro y no llevaba más alhaja que una gruesa cadena de plata en el cuello.

—Lo que me obliga a decir que no se suspenda lo acordado —dijo— es que si hoy se ha descubierto una parte de nuestros trabajos, mañana serán sabidos todos, y entonces sí no habrá remedio; la vacilación nos perdería.

—Si es ése sólo vuestro temor —dijo el padre— podréis desecharle, que entre nosotros no hay traidores.

—Es que ya hay un mal síntoma.

—¿Cuál?

—Se ha hecho la primera denuncia y es preciso estar alerta. Yo no sospecharé de ninguno de mis hermanos, pero bajo de la desconfianza vive la seguridad; yo lo hago advertir a tiempo.

Garatuza fijó en el orador sus ojos vivos y penetrantes y dijo entre sí:

—Éste no me gusta.

—Pues queda resuelto —dijo el padre Salazar—. Se suspende el movimiento hasta saber qué giro toman las cosas: avisad a todos los hermanos.

Todos hicieron una señal de aprobación y comenzaron a desocupar el salón.

Sólo Martín se quedó sentado esperando que acabaran de salir.

Cuando estuvo solo con los dos hermanos, volvió a subir a la plataforma.

—¿Has oído? —le dijo el padre.

—Y muy bien que me parece.

—Es preciso que salgas mañana mismo para Acapulco, llevando despachos e instrucciones para el príncipe.

—¿Es preciso que sea mañana?

—Sí. ¿Tienes algún inconveniente?

—Uno solo.

—¿Cuál es?

—Desearía ver qué providencias piensan dictar el virrey y el visitador, que para nosotros es una noticia de mucha importancia.

—Tienes razón. Entonces ¿cuándo podrías marchar?

—Pasado mañana estaré listo.

—Bien, mañana en la noche estarás aquí.

Martín saludó y salió de la casa diciendo:

—Es preciso pensar algo más en mí: vamos a mi casita.

14. En donde el zorro al salir de su madriguera encuentra a la víbora y piensa levantarle el destierro

Caminaba Garatuza envuelto en su manteo con todo el aire de un cura que volvía de una confesión. Muy avanzada estaba ya la noche, y sin embargo encontró a dos o tres transeúntes que se quitaron respetuosamente el sombrero al pasar a su lado.

Tomó Garatuza por la plaza de las Escuelas, que estaba delante de la Universidad, pasó por el costado derecho de este edificio, y llamó en una puertecilla que había al extremo de la calle.

La puerta tenía un postiguillo que se abrió y se volvió a cerrar casi al momento; se escuchó el ruido de las trancas de la puerta y Martín empujó y entró sin ceremonia.

Con un candil de barro alumbraba un hombre medio vestido y medio desnudo.

—Cierra, Zambo —dijo Martín sin quitarse el sombrero. El hombre obedeció.

—Trae el candil.

El Zambo se acercó. Estaban en un cuarto bajo, socio, sin más muebles que una cama vieja y sin colchón que servía de lecho al Zambo, y algunas estampas de santos, verdaderas caricaturas, pegadas en la pared con papel mascado.

Martín se inclinó y levantó una tras otra hasta cuatro vigas de las que formaban el piso: debajo había una especie de sótano lleno de fango negro y hediondo, entre el que se miraban algunos de esos animales repugnantes que se crían en México en lugares semejantes, y a los que por odio a los criollos llamaron los españoles, mestizos.

Martín, sin cuidarse de nada de esto, bajó allí y dijo al Zambo:

—Alúmbrame.

El Zambo se arrodilló en el pavimento y bajó la mano con el candil de modo de alumbrar debajo de las vigas.

Martín abrió, con una llave que sacó de la bolsa de sus calzones, una gran caja que estaba allí oculta.

Aquella caja contenía trajes de todas las clases de la sociedad, alhajas, piezas de plata y de oro; en fin, era lo que hoy pudiéramos conocer con el nombre de bazar.

Martín sacó de debajo de la sotana algunos platos y otras piezas de vajilla de plata, las depositó en la caja, cerró y salió de allí, acomodando en seguida las vigas cuidadosamente.

Después se dirigió a la puerta, tomó del suelo una poca de tierra y la regó en el pavimento para borrar todo indicio de que aquellas vigas habían sido removidas de su lugar.

Se embozó después hasta los ojos y dijo al Zambo:

—Me voy, ten mucho cuidado.

—Está muy bien —contestó el Zambo.

Iba a salir Martín cuando se oyeron pasos en la calle.

—Apaga la luz —dijo.

El Zambo apagó el candil y Martín abrió el postiguillo de la puerta.

Comenzó a aclarar ya la mañana y Garatuza pudo ver que pasaba un hombre embozado en una capa.

—¡Hola! —dijo Martín— yo conozco a este pájaro: es el que no quería que se difiriera el golpe, don Baltasar de Salmerón. ¿A dónde irá su señoría tan temprano?

Los pasos se alejaron y Martín, procurando no hacer ruido con la puerta, salió a la calle y se encaminó a Palacio.

A poco andar advirtió un hombre que llevaba la misma dirección, y reconoció en el modo de andar al mismo Salmerón.

Acortó el paso por no alcanzarle, esperando que torciese para otra calle, pero don Baltasar llevaba siempre el mismo rumbo que él.

—Vamos —dijo Martín— parece que nos dirigimos todos al Palacio, sea en hora buena; allí se sigue él adelante y yo me quedo.

Pero Martín se engañó. Palacio estaba ya abierto y Salmerón entró por delante.

—¡Hola! —dijo Martín—. ¡En Palacio el amigo! Esto me huele mal: veremos.

Y tomando por los corredores que conducían a la habitación del virrey, dejó a don Baltasar dirigirse a la cámara en que estaba la secretaría.

Como era tan temprano, apenas estaban en pie algunos palafreneros. Martín, sin hablarles, se metió en su cuarto y vistió apresuradamente la librea, despojándose del traje clerical y quedando verdaderamente desconocido.

Aún no se observaba movimiento en las piezas de su excelencia, y Martín, después de cerciorarse de ello, salió por los corredores y se dirigió a la secretaría, procurando encontrarse con don Baltasar.

Don Baltasar hablaba en voz baja con uno de los criados que abrían las puertas de la secretaría del virreinato, y procuraba recatarse para que no le viesen.

Seguramente preguntaba por el virrey o por el visitador, porque al mirar a Martín, que ya era conocido entre la servidumbre por la confianza que en él había depositado su excelencia, el criado dijo a don Baltasar:

—Mire su señoría, con ese lacayo que viene puede vuestra señoría informarse de todo, porque es de todas las confianzas de su excelencia.

Don Baltasar miró a Martín y se dirigió a él sin vacilar.

—¿Podré hablar con su excelencia el señor marqués? —le dijo.

—Aún no está despierto —contestó Martín.

Don Baltasar pareció quedar muy contrariado.

—Si es cosa que os urge —dijo Martín— y creéis que vale la pena, podéis darme recado o carta, que yo la introduciré a su excelencia, que para ello tengo autorización, sea cualquiera la hora en que me parezca conveniente.

Y Garatuza al decir esto se pavoneaba con todo el aire impertinente de un lacayo consentido de su señor.

Don Baltasar meditó un momento, y luego sacando una carta dijo a Martín:

—¿Me conoces?

—Sólo para servir a vuestra señoría.

—Esta carta es sumamente importante y secreta, y debe recibirla sólo y en su mano propia el señor virrey ¿entiendes?

—Se hará como mandáis en el momento.

—¿Sabes leer?

—No, señor, por desgracia.

—Mejor…

—¿Cómo mejor?

—Deja, hablaba yo de otra cosa: toma esta carta y entrégala a su excelencia.

—¿Esperáis respuesta?

—Sí, pero quisiera que fuese en donde nadie me viese.

—Entonces, por aquí.

Y Martín llevó a don Baltasar a uno de los aposentos de la habitación del virrey, en donde no había aún persona alguna.

—Aquí estará bien su señoría, y para retirarse no tendrá sino tomar por esta puertecilla, y al fin del corredor encontrará una escalera que conduce al patio y cerca de la puerta de la plaza.

—Gracias; toma la carta.

Martín recibió la carta de manos de don Baltasar y se entró a la antecámara del marqués.

El viejo se quedó pensando:

—Con razón el virrey tiene a este hombre a su servicio; es una alhaja.

La antecámara de su excelencia estaba enteramente sola: Martín la registró para cerciorarse, y luego se encerró por dentro, corrió la cortina de una ventana y casi oculto entre sus pliegues para más precaverse, abrió la carta y se puso a leer su contenido.

Era la denuncia más completa de la conjuración y de sus autores, todos los planes y la mayor parte de los nombres, con notas y advertencias tales, que el visitador o el virrey no tenían sino que creer aquella carta y proceder con la conciencia tranquila contra los acusados.

El denunciante terminaba pidiendo misericordia por hallarse mezclado con aquellos hombres y protestando que lo había hecho sólo por seguir mejor su marcha y dar parte de todo a los representantes de su majestad.

—Víbora —dijo Garatuza doblando cuidadosamente la carta y ocultándola en su seno— víbora, yo te levantaré el destierro que te impuso Dios al venir al mundo, yo te volveré a tu patria celestial.

Y procurando tomar un aire natural, volvió a donde había dejado a don Baltasar.

—Ha leído su excelencia la carta —díjole por lo bajo.

—¿Y qué dice?

—Que os da gracias, pero que extraña que no mencionéis en ella la resolución tomada anoche…

—¿Cuál? —preguntó Salmerón, olvidando que hablaba con un criado.

—Que a resultas de la llegada allí de un clérigo, acordaron reunirse en la noche de hoy los principales jefes en la casa del Cristo, a las once.

—Lo ignoraba yo.

—Su excelencia dice que os advierta que no faltéis allí porque sabe por otro conducto que se tratará de enviar un comisionado al príncipe de Nassau.

—Puede ser, y no faltaré.

—Y que mañana a estas horas os recibirá.

—Muy bien.

—Su excelencia encarga muchísimo el secreto y la reserva.

—Entiendo, y me retiro, que es ya de día claro.

—Por aquí —dijo Martín mostrándole una puerta—, y por aquí vendréis mañana; os esperaré.

Don Baltasar salió por donde le indicó Martín y a poco andar se encontró en la calle.

Martín se asomó a verle por una ventana, y con una sonrisa de burla exclamó:

—Víbora, víbora, con razón me parecías desde el principio un mal hombre; vive Dios que con todo y mi mala fama y mi sobrenombre de Garatuza, no soy yo capaz de hacer lo que tú haces; pero esta noche me las pagarás todas juntas.

Y se entró precipitadamente, porque había sonado la campanilla con que acostumbraba llamar el virrey.

Su excelencia había despertado y necesitaba a Martín para vestirse.

15. En donde se ve hasta qué grado puede ser peligrosa la vecindad de una muchacha bonita

En esa misma mañana los lacayos de don Pedro de Mejía advirtieron una novedad en la calle.

Frente a la casa de don Pedro había una casita pequeña y humilde que estaba hacía mucho tiempo deshabitada y que por esa razón había permanecido cerrada, sin más vecindad que un viejo zapatero que la cuidaba.

En aquella mañana las ventanas estaban abiertas; había en ellas macetas con flores y jaulas con pájaros, y se podía descubrir en el interior un menaje pobre, pero limpio y de buen gusto.

Los curiosos esperaban con razón que, como nuevos vecinos, los habitantes de aquella casa se asomaran temprano al balcón, y no se equivocaron. Una vieja vestida de negro estuvo allí un rato y luego desapareció; pero a poco se dejó ver una joven rubia, hermosísima y vestida también de negro.

Todos los curiosos de la vecindad convinieron, y en esto aun las mismas mujeres, que la vieja era muy fea, pero que la joven, con sus cabellos de oro y sus ojos color de cielo, parecía un arcángel. La joven no se retiró tan pronto como la anciana, y los vecinos pudieron examinarla a su sabor sin encontrarle defecto.

Tenía un aire tal de candor y de pureza que parecía que aquel cuerpo tan bello encerraba un alma más bella aún.

La sencillez y la elegancia de su traje pregonaba a una dama de calidad, y su color negro y la ausencia total de alhajas, indicaban que llevaba luto por algún pariente muy cercano. En cuanto a sus bienes de fortuna, podía asegurarse que eran muy medianos.

Los balcones de la cámara de don Pedro de Mejía quedaban precisamente enfrente de los de la dama enlutada. Don Pedro se paseaba acercándose a ellos, y necesariamente llamó su atención ver abierta y habitada la casa por tanto tiempo abandonada y sola.

Los hombres y las mujeres, cuando llegan a cierta edad y no se casan y son ricos y no tienen grandes negocios que los preocupen, generalmente caen en el vicio de la curiosidad. Don Pedro tenía todas aquellas circunstancias, y además su educación descuidada no podía hacerle una excepción de la regla.

Quiso saber quiénes eran sus nuevos vecinos, y se plantó de centinela en un balcón.

Cuando salió la vieja don Pedro hizo un gesto de disgusto, pero no se retiró. Sin embargo su curiosidad aún no estaba satisfecha; a poco apareció la joven y entonces no fue el desagrado, sino la complacencia, lo que se retrató en su semblante.

—¡Linda mujer! —pensó—. ¡Y tan cerca de mi casa! Vamos, si Dios no me ayuda, caigo en la tentación.

La joven dirigió casualmente la vista al balcón y don Pedro, sin poderse resistir, le hizo un saludo cortés.

La enlutada contestó avergonzada y Mejía comenzó a preocuparse.

Durante todo el tiempo que ella permaneció asomada, él se mantuvo firme en su puesto; por fin la dama sintió sin duda que el sol calentaba demasiado y se entró cerrando las puertas. Don Pedro permaneció aún hasta que, perdida la esperanza de volver a verla, se separó pensativo.

En toda la mañana no pensó en otra cosa. La imagen de aquella mujer iba y venía siempre delante de él y estaba distraído, y hubiera querido pasarse el día sentado en el balcón para verla otra vez, pero ella no volvió a salir y él comenzó a fastidiarse.

Llegó la hora del almuerzo y sólo don Alonso de Rivera se sentó a la mesa con don Pedro.

Al principio guardaron silencio, pero don Alonso le interrumpió diciendo:

—¿Sabéis, señor don Pedro, que tenéis vecinos nuevos en la casa de enfrente?

—¿Sí? —contestó Mejía, entre afirmando y preguntando, y turbado como si le hubiera sorprendido en un secreto.

—Sí, una señora con su hija; personas de muy buena familia; la joven es viuda del marqués de Torreflorida, que murió de la peste en Manila, cuando apenas tenía dos meses de casado con esta dama. Él era un hombre ya anciano, podría haber sido su padre; pero ella se casó con él por gratitud: anoche han llegado, todavía tienen las ropas de duelo.

—¿Las conocéis?

—Tanto que a mí han venido recomendadas por un amigo de Filipinas. Esta mañana he estado a hacerles una visita.

—¿Cómo se llama la joven?

—Estela de Sandoval, marquesa viuda de Torreflorida.

—Precioso nombre.

—Héle ofrecido que si por vivir sola necesitase algo, vos que sois mi amigo tendréis gusto en serle útil. ¿Es cierto?

—Cierto es.

—Como no tienen amistades, ni quieren tenerlas, porque piensan partir muy pronto para España…

—¿Vanse pronto?

—Sí, que tienen que reclamar, según me han dicho, la herencia de un tío de Estela. El marqués dejó a su linda esposa un título, pero no un caudal.

Don Pedro no contestó y varió después el giro de la conversación.

Acabó el almuerzo, se levantaron los manteles y de sobremesa don Pedro volvió a promover el mismo asunto.

—¿Por qué —dijo— no ofrecéis a esa dama una de mis carrozas, para cuando quiera salir?

—Sería inútil, porque yo también le hice igual oferta, y contestó que no tenía para qué salir.

—¿Cuándo volveréis a verla?

—Dentro de un momento tengo que ir a la casa.

—¿Podríais pedirle permiso para llevarme a ofrecerle mis servicios y mis respetos?

—Con mucha satisfacción.

—Bien, no lo olvidéis.

—Imposible; y tanto más cuanto que en este momento, si me lo permitís, me retiro porque deben estarme esperando.

—Id, don Alonso, que mal haría en deteneros cuando se trata de tan noble y hermosa dama como decís que es ésta.

Don Alonso tomó su sombrero, bajó, atravesó la calle y entró en casa de la dama enlutada, no sin advertir que don Pedro estaba ya mirando desde el balcón.

La casa en que entró don Alonso era la misma, como habrá visto el lector, en que había entrado el padre Salazar, engañado por el equívoco de una dama.

Don Alonso subió ligero las escaleras y se dirigió a una estancia en que estaba la joven del traje negro, que no era otra sino doña Catalina de Armijo.

Don Alonso se llegó a ella familiarmente, le tomó el rostro entre las manos y besó aquella boca fresca y perfumada como un clavel.

—Buenos días y buenas noticias, hermosa —le dijo.

—¿Qué hay?

—El pez ha mordido el anzuelo y es nuestro.

—Ya lo sabía yo.

—¡Cómo…! ¿Tan pronto?

—Las mujeres no necesitamos ni un año ni un libro entero para saber a qué hombre le causamos ilusión.

—Lo creo.

—Nos basta una mirada, todas somos iguales; pero no todas somos tan francas.

—Bien, ¿pero qué habéis notado?

—¡Bah! Poca cosa: vuestro hombre…

—Decid mejor nuestro hombre.

—Me es igual; pero nuestro hombre me vio apenas en el balcón y me ha saludado y no me ha despegado la mirada.

—¿Os conoció?

—Sí.

—Pues nada me ha contado de eso.

—Otra señal; si se guarda reserva en estos casos, la cosa es hecha.

—¿Y qué os pareció?

—¿La verdad?

—La verdad.

—Un oso, un mastín o cosa semejante, pero menos un hombre.

—Sois injusta, a fe mía.

—¡Qué importa! ¿Creéis que le admitiré por su figura?

—Creo que no.

—Con tal de que tenga las demás cualidades que me habéis dicho.

—Las tiene.

—Entonces dejad que sea un nahual, cerraré los ojos.

—Hele contado cuanto hemos convenido, no lo olvidéis.

—Descuidad, que sabré hacer muy bien mi papel. ¿Y cuándo vendrá?

—Esta noche.

—Me alegro.

—Preparaos bien.

—Ya, ya veréis si vos mismo no quedáis satisfecho de la marquesa viuda de Torreflorida.

Y Catalina tomó un aire de gravedad y de modestia y de aristocracia que le sentaba a las mil maravillas.

—Sois encantadora —dijo don Alonso volviendo a besarla.

—Ya estáis al tanto de todo, y me voy.

—¿Conque esta noche?

—A las ocho. Adiós, Estela.

Don Alonso salió y doña Catalina se paró delante de una pequeña luna a estudiar el modo de darle más gracia a su fisonomía.

Entre tanto don Pedro cerca del balcón pensaba:

—¡Una marquesa! ¡Y tan linda! ¡Este lance no debe perderse!

16. Cómo Garatuza conoció a un amigo y fue reconocido por otro

El virrey se preparó a dar audiencia y recibir felicitaciones y Garatuza, que comprendió que allí nada tenía que hacer, sin decirle palabra de lo que había pasado con don Baltasar, salió a la calle ostentando su librea de la servidumbre del marqués de Cerralvo.

No faltaban en la plaza multitud de curiosos que ansiaban conocer al nuevo virrey, a quien no habían podido ver la víspera.

Garatuza se deslizó entre los grupos procurando escuchar las conversaciones.

De repente volvió el rostro con viveza, porque llegó a sus oídos una voz que le era muy familiar.

En uno de los grupos había varias personas conversando y entre ellas se distinguía por su elevada estatura un negro vestido con bastante lujo.

Martín le miró atentamente y luego sin vacilar se dirigió a él.

—Dispensad —le dijo— que os moleste, ¿tendréis por bien el oír algo que necesito deciros a solas?

—Sí —contestó el negro examinando con extrañeza a su interlocutor.

—En tal caso no tendréis inconveniente en seguirme.

—Ninguno —contestó el negro separándose del grupo en que estaba; y siguiendo a Martín, salieron de la Plaza Mayor por la gran calle de Iztapalapa.

Cuando se encontraron en una calle menos concurrida Martín se detuvo repentinamente y dijo al negro:

—Teodoro ¿conocéisme?

El negro le examinó detenidamente y luego le dijo:

—La verdad… no recuerdo.

—¡Teodoro! —exclamó Martín abrazándole—. ¿Posible será que no reconozcáis a vuestro amigo, a Martín?

—¡Martín! —exclamó Teodoro separándose un poco para mirarle el rostro a su sabor—. Martín ¿en ese traje?

—El mismo; yo os explicaré más tarde; por ahora abrazadme, que soy vuestro amigo.

Teodoro abrazó cordialmente a Martín, y comenzaron a caminar hablando muy amigablemente por la calle de Iztapalapa.

Teodoro llevaba el lado de la pared de las casas y Martín el de la calle; así pasaron por frente a la casa de don Pedro de Mejía.

En una de las puertas de las cocheras de la casa, sentado en el suelo, se calentaba a los rayos del sol un mendigo, el mismo que habitaba por la caridad del dueño de la casa, en una de las viviendas de don Pedro de Mejía: Lázaro.

Lázaro vio desde lejos venir a aquellos dos hombres y escuchó sus voces; y entonces sus ojos brillaron y comenzó a animarse su fisonomía.

Al acercarse a ellos, Lázaro se puso de pie, miró si alguien observaba desde los balcones o las puertas y tomando un aire triste y compungido y con una voz lastimera dijo, como decían entonces los mendigos:

—¡Señores, caballeros, por el honor que usías gozan y por la salvación de sus almas, una limosna a su pobre necesitado!

Detuviéronse Martín y Teodoro buscando una moneda que dar a aquel hombre, pero antes que lo verificasen, Lázaro, cambiando el tono, dijo:

—Teodoro, Martín, no me conoceréis quizá, pero no quiero limosna, lo que deseo es hablaros a solas.

—Teodoro y Martín se miraron asombrados; Lázaro continuó:

—Necesito hablaros a los dos y a solas; desde tierras muy remotas vengo a buscaros. ¿Cuándo y a dónde? Pronto, porque nos observan.

—Esta noche a las ocho, en la puerta de la casa del Cristo —dijo Martín dándole un duro para disimular.

—Esta tarde a las cuatro en la casa de don Carlos de Arellano. ¿Sabéis? —dijo Teodoro.

—Sí —contestó el mendigo besando el dinero que le habían dado, de modo que todos los transeúntes vieran esta acción propia de los hombres de su especie, y retirándose violentamente para no escuchar las preguntas de Martín y Teodoro.

No tuvieron éstos más recurso que continuar su camino, haciendo comentarios sobre quién seria el misterioso mendigo, pero sin alcanzar la menor idea de quién fuese.

A las cuatro de la tarde Teodoro esperaba en la puerta de la casa de don Carlos de Arellano y no tardó en distinguir al mendigo que se acercaba casi arrastrándose; se adelantó a su encuentro y le hizo entrar en uno de los aposentos que estaban en el último patio; se encerró con él y allí permanecieron hasta la oración de la noche.

A esa hora salieron y pudo observarse que a pesar del empeño que Teodoro mostraba en disimular, trataba al mendigo Lázaro con un gran respeto, casi con reverencia, y le acompañaba también en la calle como para llevarle a alguna parte.

El mendigo llevaba debajo del brazo un bulto que parecía ser de ropa y aun se asomaba entre ella la taza de una espada.

Entonces no fue Lázaro a la casa de don Pedro; siguió un rumbo muy distinto y entró con Teodoro en una casa de la calle de San Hipólito.

Era la casa de Teodoro y nada faltaba allí; ni la mujer del negro ni sus hijitos ni nadie.

En uno de los aposentos depositó Lázaro el bulto que cargaba y le abrió después.

Contenía ropillas, calzas, talabartes, ferruelos, todo cuanto podía ser necesario para el traje completo de un caballero, incluso la espada, pero todo de gran lujo, de seda, de terciopelo, con galones de oro y con bordados.

Lázaro puso todo en orden y se dispuso para retirarse.

—Aquí tenéis la llave de este aposento —dijo Teodoro—. Cuando gustéis entrar y salir de esta casa no tendréis obstáculo, cualquiera que sea la hora del día o de la noche en que os acomode.

—Gracias —dijo Lázaro—, gracias, esto es uno de tantos favores como os debo.

Y erguido, garboso, ligero, se dirigió a la puerta de la calle acompañado de Teodoro.

Apenas salió volvió a tomar su aire enfermizo y su modo de andar vacilante.

Teodoro le miró alejarse entre la vaga luz del crepúsculo vespertino y luego entró en su casa exclamando:

—¡Dios le ayude! La venganza es mala pero quizá en esta vez sea sólo un acto de la justicia del cielo.

Lázaro llegó muy fatigado a la casa de don Pedro de Mejía y se encerró en la bovedita debajo de la escalera.

Los criados le oyeron llorar y sollozar.

17. En que Martín, creyendo acertar, yerra

Martín tenía cita pendiente para la noche con el mendigo. Pensaba desembarazarse de don Baltasar de Salmerón, arreglar sus negocios para emprender el viaje a Acapulco el día siguiente, y por fin asistir en la tarde a Palacio para salir airoso del lado del virrey.

Muchos negocios eran éstos; pero Martín no era hombre que mirase obstáculos y determinó terminarlos todos satisfactoriamente.

Echó sus cuentas y determinó comenzar la tarea yendo a Palacio tan luego como se separó de Teodoro.

Aún había allí un gran número de caballeros y de personas principales de la ciudad que estaban cumplimentando a su excelencia.

Garatuza, merced a su librea, atravesó entre todos con toda la altivez de un lacayo de gobernante, y a poco se encontró con el visitador don Martín Carrillo, que salía de la cámara del virrey.

Don Martín al ver a Garatuza le llamó y apartándose de los que le rodeaban, le dijo en voz baja:

—¿No miras por aquí al sujeto de cuyas manos cayó la carta que anoche entregaste a su excelencia?

—No, señor —contestó Garatuza.

—Búscale, que si es español y de calidades, aquí debe encontrarse. Sígueme y si le vieres hazme una señal.

Garatuza calculó que cualquiera que designase, teniendo las condiciones que marcaba el visitador, era un enemigo natural de los conspiradores de la casa del Cristo, y así es que sin escrúpulo se puso a escoger su víctima entre los presentes.

Notable se hacía, por la viveza con que hablaba y por sus ademanes violentos y nerviosos, un español ya anciano, de poca estatura y que parecía ser muy considerado de los demás.

Garatuza le marcó en el acto y se acercó al visitador.

—¿Le encontraste? —preguntó éste.

—¿Advierte su señoría aquel viejo que habla y acciona como un espirituado?

—Sí.

—Pues ése es; le conocería aunque hubiesen pasado diez años.

—Está bien, retírate.

Garatuza se retiró mordiéndose los labios y diciendo entre sí:

—La llevaste.

La ceremonia se prolongó hasta la hora de la comida, el virrey fatigado se entró en su cámara sin querer tratar más de negocios y Martín tuvo que conformarse con esperar.

En la tarde las antecámaras volvieron a llenarse de gente y Martín, convencido de que tampoco podría hacer nada, se salió a la calle.

Habría andado cuando más doscientos pasos y sintió que le tocaban por detrás en el hombro; se volvió y reconoció al padre Salazar.

—¿Qué tenéis? —exclamó al mirarle pálido y agitado.

—Que en este momento las gentes del virrey están en mi casa y han preso a mi padre y a Leonel mi hermano; felizmente no tengo yo allí los papeles que puedan comprometemos, pero quizá Leonel los tenga y registren la casa; esto debe ser alguna denuncia.

—¡Ah víbora! —exclamó Martín pensando en don Baltasar—, quizá duplicaste la carta y pasó sin que yo la viera.

—¿De quién hablas? ¿Sospechas de alguien?

—Sí, ya os lo diré; por ahora lo que importa es salvar a don Leonel a todo trance: vos ocultaos.

—¿Pero cómo?

—Voy ahora mismo a vuestra casa y ya veréis.

—Nada conseguirás.

—Ya veréis; dejadme.

Y Garatuza echó a correr para la casa del padre Salazar.

Había allí un gran tumulto; centinelas, alguaciles, curiosos. Martín llevaba su librea, que era un salvoconducto; llegó hasta donde un capitán de alabarderos, que mandaba la expedición, dictaba sus órdenes y sin vacilar se dirigió a él.

—Su señoría dispense, vengo con una comisión secreta de su excelencia el señor virrey a esta casa y espero que su señoría me dará ayuda con la fuerza que manda.

—¿Qué misión es y cuál es la prueba?

—En cuanto a la misión, advertí a su señoría que era secreta; en cuanto a la prueba, podéis desengañaros con esta orden.

Y Martín, como haciendo gala sacó y mostró al capitán la orden amplísima que el virrey, a petición suya, le había dado para entrar y salir a Palacio a todas horas y por todas partes.

—Esto no es una prueba —dijo el oficial.

—Es prueba de que tengo comisiones secretas del virreinato —contestó Martín con altanería—. Vos podéis desconocerme, impedir que cumpla mi mandato; no insisto porque tenéis la fuerza: me voy, tened esto presente y esperad las resultas.

Y dio violentamente la vuelta como para retirarse.

—Aguardad —dijo el capitán desconcertado con la audacia de Garatuza—, aguardad, que sólo dudé pero no negué nada: decidme ¿qué queréis?

—En primer lugar ver a los detenidos.

—Venid.

El capitán introdujo a Martín en un aposento contiguo donde estaban don Leonel y su padre.

Poco faltó para que Garatuza hubiera dado un grito de espanto al mirarles. El padre de don Leonel era nada menos que el viejo a quien él había denunciado como conspirador.

Entonces lo comprendió todo: ni don Baltasar había duplicado su carta ni aquello venía por el padre Salazar y por don Leonel; todo era obra de su imprevisión; él había sido la causa de aquel escándalo que no se figuraba hasta dónde podía parar.

—Soy un bárbaro —pensó Garatuza—, un elefante; y ahora ¿qué hacemos? ¿Cómo saco yo a este pobre viejo del poder de los golillas?

—Aquí tenéis a los presos —dijo el capitán.

—Desearía hablar con el joven.

—Habladle.

Garatuza se acercó a don Leonel, que estaba a alguna distancia de su padre, y le dijo:

—No tengáis cuidado, todo esto no es ni por vuestro hermano ni por vos; nada se ha descubierto de lo de la casa del Cristo; vuestro padre ha sido denunciado como partidario de los autores del motín de enero y esto es todo.

Don Leonel miró a Garatuza sin conocerle; pero éste disimuladamente le enseñó el anillo que traía en la mano izquierda y don Leonel se tranquilizó.

—¿Deseáis —continuó Martín— salvar algunos papeles? Soy el hombre que vino de Acapulco, Martín, ¿recordáis?

—Sí, recuerdo. Oíd: al terminar este corredor que tenemos enfrente, hay un aposento; en él hallaréis un armario; sacad de él una cajita de ébano con una llave pendiente de una cadenita, lleváosla y ocultadla hasta que esté yo libre.

—Comprendo —contestó Martín y salió violentamente.

Entre tanto don Gonzalo de Salazar, el viejo padre de don Leonel, parecía estar sentado en un sitial de fuego; se removía en él, apretaba los puños, rechinaba los dientes y lanzaba de cuando en cuando un pujido enérgico, acompañado de un sacudimiento de cabeza que podía interpretarse, conociendo su temperamento, por una enérgica maldición.

Garatuza sacó la caja que le había indicado don Leonel y volvió a darle la noticia.

—He reflexionado —le dijo el joven— que mejor favor me haréis llevando esa caja a la calle de Canoas, en la «casa colorada», a donde buscaréis a doña Juana de Carbajal, entregándole de mi parte ese depósito y refiriéndole cuanto habéis visto.

—Así lo haré —contestó Garatuza—. En cuanto a vos, descuidad, que tengo de salvaros y os lo juro por el santo de mi nombre. Voyme, que no sería prudente que sospechasen.

Martín salió de la casa y se dirigió al Palacio.

El virrey estaba encerrado en su cámara con el visitador y había ya preguntado por Benjamín. Así es que cuando Garatuza llegó a Palacio todos los criados le avisaron que su excelencia le buscaba.

Martín había concebido ya su plan y la ocasión le venía como de molde.

Sudando y con muestras de grande agitación se presentó al marqués de Cerralvo.

—¿Vuestra excelencia —dijo hipócritamente— me manda venir?

—Sí —contestó el virrey— ¿a dónde estabas?

—Perdóneme vuestra excelencia, pero vi en una calle gran escándalo y por traer noticias a vuestra excelencia entréme en una casa que me dijeron ser de don Gonzalo de Salazar y usando de la orden que vuestra excelencia me dio, logré averiguar…

—¿Y qué averiguaste?

—En primer lugar que aprehendía la justicia al don Gonzalo y a sus hijos.

—¿Y qué más?

—Que se hacía cateo en sus papeles.

—¿Y qué otra cosa?

—Señor excelentísimo —dijo Martín como temeroso de lo que iba a decir— no sé si me atreva.

—Di, di.

—Pues con el perdón de vuestra excelencia y de su señoría el señor visitador, que… ¿Pero no se enojará vuestra excelencia?

—¿Hablarás?

—Nada, señor, sino que el escándalo de este asunto va a ser causa de que todos los comprometidos se preparen y vuestra excelencia nada averigüe.

El virrey miró al visitador y éste se puso encendido, comprendiendo que aquella mirada era una especie de reproche y que él había cometido lo que se llama una ligereza.

—Espérate afuera —dijo el virrey a Martín.

Garatuza salió fingiéndose compungido y cerró la puerta poniéndose en acecho como de costumbre, pero sonriéndose silenciosamente.

—¿Qué opinas de lo que dice este muchacho? —dijo el virrey.

—Lo cierto es —contestó el visitador— que el tuno tiene mucha razón, y que yo confieso con humildad mis faltas; reconozco que obré con ligereza.

—¿Pero cómo remediarlo?

—Podemos enviar orden para que se suspenda el procedimiento.

—Eso no producirá el resultado que se desea.

—Quizá sería mejor, para distraer a los españoles que conspiran y hacerles creer que todo esto es en virtud de la denuncia que me hicieron, librar a don Gonzalo y prender sólo a sus hijos, que como criollos podían reportar las sospechas…

—En efecto, éste sí es un medio de que los verdaderos conspiradores críen confianza, mirando que sus planes salen bien.

—Y podrá seguírseles la pista, porque piensan que el gobierno se ocupa de otra cosa.

—Perfectamente, quizá salga mejor así la cosa.

—Malísimo —decía entre sí Garatuza oyendo esta conversación— salió el tiro por donde menos lo esperaba; en fin, veremos, creo que me llaman.

La campanilla volvió en efecto a sonar y Garatuza entró, el visitador escribió y firmó, entregando el papel al virrey.

—Óyeme, Benjamín —dijo el marqués— llevas esta orden al capitán de alabarderos, que está en la casa de don Gonzalo, procurando leérsela delante de éste.

—Pero si no sé leer, excelentísimo señor.

—Es verdad ¡qué lástima! Lo había olvidado; pues entonces le dices que la lea ¿entiendes?

—Sí, señor.

—Pero inmediatamente.

—Con permiso de vuestra excelencia.

Y Martín salió haciendo una reverencia.

En la antecámara leyó la orden; decía sencillamente:


Como la denuncia que ante mí se ha hecho sólo envuelve a los criollos por una conspiración, os reduciréis a proceder únicamente contra los hijos de don Gonzalo de Salazar, y respetaréis la persona y papeles del dicho don Gonzalo. El visitador y juez pesquisidor,

Don Martín Carrillo
 

—¡Malo! —dijo entre sí Garatuza—. ¿Y cómo presento ahora esto? Van a creer estos hombres que yo los he denunciado… ¿Qué haré…? Nada, alma grande y adelante.

Llegó a la casa de don Gonzalo pero no subió, e hizo avisar al capitán que abajo le esperaba una orden del señor visitador.

El oficial bajó inmediatamente.

—Aquí tenéis —le dijo Martín— una orden de su señoría que debo entregaros en mano propia; advirtiéndoos que es la voluntad de su señoría que don Gonzalo se entere de ella sin que vos le digáis por dónde ha venido a poder vuestro.

—Cumpliránse las órdenes de su señoría.

El oficial volvió a subir y Martín se salió a la calle.

Don Gonzalo oyó leer la orden y no fue posible ya contenerse; su mal humor, reprimido por la presencia de la justicia, estalló.

—Muy bien —dijo dirigiéndose a don Leonel— ¿conque andáis vos y vuestro hermano en conspiraciones? ¿Y me ponéis así, en estos trances, a mí? ¿A uno de los más fieles vasallos de su majestad, que Dios guarde? Vamos, vamos, si no sé cómo me contengo. ¡Criollos habíais de ser los dos para andar con semejantes vilezas!

—Pero padre…

—¡Qué padre ni qué nada! Yo no soy, ni quiero ser, padre de criollos ¿lo entiendes?, de criollos, malditos criollos…

Y el viejo, sin escuchar más, usó de su libertad retirándose a su cámara y murmurando entre dientes:

—¡Al fin criollos, al fin criollos!

18. Cómo hizo don Pedro de Mejía su primera visita a doña Catalina, y lo que en ella pasó

Transportaremos al lector a la casa que había tomado doña Catalina en la calle de Iztapalapa y frente por frente de la soberbia habitación de don Pedro de Mejía.

Era de noche. Dos humildes velas de sebo alumbraban la sala de aquella casa, que estaba amueblada, según hemos dicho, con decencia pero muy pobremente. En el estrado estaban sentadas doña Catalina, la vieja madre y don Pedro de Mejía; don Alonso, en un sitial, estaba al lado de don Pedro. La conversación era animada y se trataba del asunto del día, de la entrada del nuevo virrey.

—¿Con que nada ha visto mi señora la marquesa? —decía don Pedro, procurando dar a su rostro un grande aire de amabilidad.

—Absolutamente nada ¿qué queréis? Una pobre mujer sin amparo, sin relaciones, quizá sin tener un caballero que la ofrezca su brazo para salir a los paseos.

—¡Oh! sois injusta conmigo, marquesa —dijo don Alonso— que os he ofrecido mi pobre compañía, que no habéis querido aceptar.

—Tiene razón —agregó la vieja—. El señor don Alonso te ha ofrecido, hija mía, que vendría por nosotras.

—Perdonadme, don Alonso —dijo Catalina—, no lo quise decir por vos, a quien no tengo sino mucho que agradecer desde el instante que pisé este suelo. Pero en verdad no podréis negarme que estoy en situación tan triste, que no puedo pensar en diversiones.

—No haréis bien, señora marquesa —replicó don Pedro—. Por el contrario, debéis buscar la distracción, los paseos; sois joven, aún podréis ser feliz en el porvenir.

—¿El porvenir? —dijo Catalina limpiando sus hermosos ojos como si llorase—. ¡Oh, está muy negro y muy tempestuoso el mío!

—No lloréis, marquesa, el destino puede quizá cambiar mañana.

—Eso mismo le digo yo todos los días, señor don Pedro, pero esta niña se ha empeñado en hacerse la vida pesada.

Don Pedro estaba mortificado, creyendo que él había sido la causa de aquel llanto, al tocar la fibra delicada del corazón de la marquesa, y la miraba con profunda ternura mientras que ella seguía con el rostro cubierto con el pañuelo y afectando algunas veces suspiros y sollozos.

Don Alonso y la vieja se cruzaron una mirada de inteligencia.

La vieja entonces se levantó y dijo a don Alonso:

—Pues en tan buena y honrada compañía queda mi hija, espero que el señor don Pedro me excusará un momento porque tengo que mostrar al señor don Alonso unas cartas que han llegado para mí, por conducto de uno de los de la comitiva del marqués de Cerralvo.

—Haced, señora, como gustéis —dijo don Pedro.

La vieja y don Alonso salieron de la sala y don Pedro quedó enteramente solo con Catalina.

La ocasión era tentadora, don Pedro comenzaba a sentirse enamorado y Catalina estaba hechicera.

Sus manos blanquísimas y perfectamente contorneadas y el nacimiento de sus torneados brazos, hacían un maravilloso contraste con su traje negro; sus cabellos de oro, cayendo sobre su cuello gracioso, formaban una especie de aureola a su rostro encantador.

Catalina había dejado salir como por descuido, fuera de la orla de su vestido, un pie pequeño y primorosamente calzado con un zapato de tafilete negro, con clavos y tacones de plata.

Don Pedro la examinaba con pasión y no se atrevía a dirigirle la palabra; por fin hizo un esfuerzo, comprendió que no debía dejarse pasar la ocasión y se arriesgó a decirle tímidamente:

—Marquesa ¡qué feliz será el hombre que pueda volveros la dicha!

—¡Ay!, ¿y cómo podía volvérmela nadie?

—Amándoos, señora, y siendo amado por vos.

—Don Pedro ¡qué mal conocéis el mundo! ¿Quién creéis que pueda pensar en mí, viuda, pobre, desconocida?

—Cualquiera, marquesa, cualquiera se consideraría dichoso si vos le amáseis, si le prometiéseis vuestra mano.

—Os engaña vuestro generoso corazón, don Pedro. Si yo hubiese heredado de mi esposo un rico patrimonio, si hubiera venido a México con un espléndido cortejo, a vivir en un palacio, teniendo carruajes, lacayos, palafreneros, damas, entonces tal vez, muchos habrían pretendido mi mano, me habrían ofrecido su amor; pero así, pobre, sin galas, sin trenes, viviendo en esta pobre casa y sin más amigo que don Alonso de Rivera antes y ahora vos, ¿pensáis que haya alguien que se ocupe de la pobre viuda, aun cuando sea una marquesa?

—Marquesa —dijo don Pedro con marcada intención—, si la modestia y la hermosura son las dos flores más bellas, y vos las poseéis, seguro estoy de que en este momento hay alguien ya que piensa más en vos que lo que vos podéis suponer.

—¿Y quién es? —preguntó Catalina con fingida inocencia.

—Es un hombre, marquesa, que quizá no os pueda presentar un título de nobleza ni una ejecutoria como la vuestra, pero en cambio puede ofreceros un amor sin límites y un caudal con que satisfacer hasta el más pequeño de vuestros deseos.

—Es imposible que haya un hombre que me ame así, cuando acabo de llegar a México y muy pocos me conocen.

—Pues entre esos pocos está, marquesa.

—Es que son tan pocos que quizá no pasen de don Alonso y de vos.

—Buscadle entre ellos —dijo don Pedro con exaltación.

—¿Don Alonso? —dijo Catalina tratando de llevar a Mejía hasta sus últimos atrincheramientos—, ¿don Alonso? Vaya, pero es raro, que jamás me ha indicado nada.

—Entonces no debe ser él.

—Luego…

—¿Luego qué, señora?

—Seréis vos.

—Yo, yo mismo —exclamó don Pedro.

Doña Catalina estuvo a punto de reírse al ver la cara que ponía aquel hombre.

—Parece un oso —pensó, y luego agregó en voz alta:

—Don Pedro ¿cómo creéis que yo me fiara de un amor tan violento y tan repentino? Eso sólo se cuenta en las historias.

—Se cuenta en las historias, marquesa, y siempre es verdad, creédmelo, porque yo jamás miento. Os amo, marquesa, y me creería feliz al haceros dichosa a vos.

—Vamos, si me parece cosa de milagro.

—Llamadle como queráis, marquesa, pero es cierto. Soy solo, rico, puedo haceros muy feliz. ¿Me amaréis, señora?

—¡Cuidado, señor don Pedro, cuidado! Muy de prisa vais: no es cosa de tomar así un corazón como una plaza, por sorpresa: nos trataremos y entonces veré si os puedo dar esperanzas.

—Mucha crueldad es ésa…

—No, prudencia, prudencia.

La vieja y don Alonso, que habían estado en acecho, comprendieron que era el momento de cortar la conversación y entraron a la sala.

Don Pedro procuró reponerse de la agitación que le había producido aquella escena.

—Nos retiramos, don Pedro —dijo don Alonso.

—Cuando gustéis —contestó don Pedro.

—¿Por qué tan pronto? —preguntó con un aire angelical doña Catalina.

—Es tarde, aún tenemos qué hacer —contestó don Alonso.

—Marquesa —dijo don Pedro—, supongo que mi amigo don Alonso de Rivera os habrá dicho que en mi casa hay constantemente una carroza enganchada siempre a vuestras órdenes, de tal manera que no tenéis sino que avisar y os la traerán.

—Gracias, don Pedro, pero ya os lo he dicho: por ahora no salgo a ninguna parte.

—Como vos lo mandéis, Dios os guarde, marquesa.

—Buenas noches, don Pedro.

Don Pedro y don Alonso bajaron la escalera y salieron a la calle sin hablar una palabra y ya allí, don Alonso dijo:

—¡Qué tal! ¿Estáis contento?

—Algo —contestó Mejía—. Hacedme, os suplico, el favor de venir mañana temprano, que quiero tratar con vos de un negocio que me importa.

—Bien —contestó don Alonso. Y pensó luego: ya tragó el anzuelo.

Doña Catalina quedó silenciosa hasta que escuchó el zaguán que se cerraba después de haber dado salida a don Pedro. Entonces se levantó, radiante de gozo y dijo a la vieja echándole al cuello los brazos:

—¡Madre mía! Ahora sí creo que me caso, y bien.

—Dios lo haga, que bien lo mereces.

Doña Catalina soñó que se casaba con don Pedro. Don Pedro soñó que se casaba con doña Catalina.

19. Cómo Martín hizo un escarmiento con don Baltasar de Salmerón, y lo que se originó de esto

El único de los hijos de don Gonzalo de Salazar que pudo ser habido por la justicia fue don Leonel, que en una carroza de su padre fue conducido a las casas consistoriales, porque aún la cárcel de Palacio no estaba completamente repuesta.

Martín salió de Palacio en la tarde y un hombre desconocido que le esperaba, le entregó un papel.

Martín se recató para abrirle y leyó que decía:


Buscadme luego en la calle de las Canoas en la «casa colorada». Dad por contraseña la misma muestra y os conducirán a mi presencia.

A. de S.
 

—Por la casa a que me citan y por las iniciales de la firma, don Alonso de Salazar debe ser el que me escribe —pensó Martín—. ¡Qué demonio! Podía yo, si tuviera sobre mí ese libro de don Leonel, llevarlo luego… Pero no… en todo caso vale más leerlo antes… Sí, decididamente mañana le llevo. Vamos a ver a don Alonso de Salazar antes que llegue la noche, que a las nueve tengo que dar una lección a don Baltasar.

Y sin perder tiempo se puso en marcha para la calle de las Canoas.

La «casa colorada» estaba, como de costumbre, cerrada enteramente. Martín llamó sin vacilar.

—¿Quién? —preguntó el viejo portero.

—Abrid —contestó Martín.

La puerta se entreabrió, quedando contenida por una gruesa cadena que se atravesaba en el interior y por allí asomó la blanca cabeza del viejo Luis Herrera.

—¿A quién buscábais? —preguntó.

—A un caballero que me envía a buscar.

El viejo no se movía.

—Abrid —dijo Martín.

—¿A quién buscábais? —repitió el portero.

Entonces comprendió Martín que era preciso dar la contraseña, porque el viejo no se la pediría nunca.

—¡Tenochtitlan! —exclamó.

—Libre —dijo Luis alegremente, quitando la cadena y abriendo.

—¡Cómo habéis tardado en dejarme entrar!

—Vaya, como que vos no dabais la contraseña; y primero me hubierais matado que yo os hubiera abierto sin esa condición.

—¿A dónde está el padre Salazar?

—Yo os conduciré. Esperad no más que cierre.

El viejo cerró cuidadosamente y luego dijo a Martín:

—Vamos, seguidme.

Y le condujo a un segundo patio, triste y solitario como toda la casa.

—No está vuestra casa de lo más alegre —dijo sonriéndose Martín.

—Triste es en verdad —contestó el viejo dando un suspiro—, triste como el corazón de los que en ella viven; pero llegará un día en que el sol alumbre aquí y en que estos patios hoy desiertos, se llenen de caballos y de palafreneros y que la música resuene en los salones…

—¿Y cuándo será ese día?

—Cuando llegue el que vos esperáis, como yo.

—¿No sois español?

El viejo se volvió a ver a Martín con indignación y nada contestó.

Habían llegado a una puerta que estaba al terminar la subida de una pequeña e incómoda escalerita que se descubría en el fondo del patio.

—Aquí —dijo el viejo—. Llamad.

Martín dio un golpecillo.

—¿Quién? —preguntaron de adentro.

—Uno y solo —contestó Martín.

Garatuza entró, mirando que la puerta se abría.

El padre Salazar, envuelto en un balandrán de paño negro y con una montera en la cabeza, salía a recibirle.

—Os esperaba con impaciencia —dijo.

—Aquí me tenéis —contestó Martín.

—¿Qué hay, pues?

—Poca cosa: hay orden de prenderos a vos y a don Leonel, no a vuestro padre; pero no temáis, que ni el virrey ni el inquisidor saben nada.

—¿Pero cómo? Explicadme.

Martín refirió a don Alonso cuanto había ocurrido.

—¡Bendito sea Dios! Me quitáis una losa de mármol que tenía sobre mi corazón; creía que alguien nos había traicionado y esto despedazaba mi alma.

—Desgraciadamente —contestó Martín— en cuanto a eso no podéis estar muy satisfecho.

—¿Cómo?

—Hay entre nosotros un traidor, un infame que ha ido a denunciar al virrey cuanto hemos pensado hacer y los nombres de todos nosotros; en fin, todo, todo.

—Entonces, somos perdidos.

—Aún no, que la denuncia ha caído en mis manos y no ha llegado a las del virrey; pero es preciso que ese hombre muera, porque mañana quizá no estaré aquí y entonces podréis comprender lo que sucederá.

—¿Pero quién es ese hombre?

—Por hoy, no puedo ni quiero deciros su nombre. Mañana, el que sepáis que ha dejado de existir esta noche, ése es el traidor.

—¿Quién lo matará?

—Yo —contestó con fiereza Martín.

El padre quedó silencioso por un instante y luego dijo:

—Si estás seguro de lo que dices, si tu conciencia queda tranquila de que obras en justicia, sea.

—Y será.

Los dos volvieron a quedar en silencio.

—Dime —exclamó de repente el padre—, ¿crees que será peligroso ir esta noche a la junta?

—No —contestó Martín—, creo que podéis ir, sobre todo procurando llegar allá antes de las nueve.

—¿Por qué?

—Seguid si queréis, mi consejo; pero no me preguntéis por qué.

—¿Irás tú?

—Iré después de las nueve, si Dios me presta vida.

—Misterioso estás hoy.

—A fe que tengo razón y ya lo veréis; en fin, me retiro y hasta la noche.

—Hasta la noche, y no faltes, que mañana debes partir para Acapulco.

Martín salió de la «casa colorada», despidiéndose amablemente del viejo portero, y se encaminó a la casa del Zambo.

Había anochecido y los transeúntes se encontraban en la calle sin reconocerse a causa de la oscuridad; sin embargo la librea de la casa del virrey que llevaba Martín no dejaba de llamar la atención cuando la hería la luz que salía de una tienda.

Martín entró en la casa del Zambo tan preocupado con la serie de acontecimientos del día, que ni siquiera le habló a éste.

Sin perder tiempo quitóse la librea y vistió apresuradamente un traje con medias calzas de venado, calzones de escudero y ropilla de vellorí pardo; ciñóse un talabarte y colgó de él una gran espada después de haberla examinado cuidadosamente; prendió en su cintura una daga de gancho, se caló un gran sombrero con pluma negra y se embozó en una larga capa, negra también.

El Zambo le miraba sin decir una palabra y cuando Garatuza acabó de ataviarse, el Zambo comenzó a levantar las piezas de la librea que Martín había dejado caer por tierra.

—Me esperas toda la noche —dijo Garatuza.

—Sí —contestó el Zambo, más bien con un gruñido que con una voz humana.

—Si necesitas dinero, ya sabes dónde hay.

—Sí —volvió a decir el Zambo.

Martín alzó el embozo, el Zambo le abrió la puerta y dándose todo el aire de un veterano, Garatuza desapareció en la oscuridad.

Sonaba en aquel momento la plegaria de las ocho.

—¡Demonio! —dijo Martín—. El mendigo me aguarda a las ocho en la casa del Cristo.

Y comenzó a caminar más de prisa.

Un cuarto de hora después llegaba al lugar de la cita y de una de las puertas se destacó un hombre.

Era Lázaro.

Martín le miró con desconfianza; bajó el ancha ala de su sombrero, pero no advirtiendo sin duda nada que le hiciera desconfiar, se acercó a él.

—¿Martín? —dijo Lázaro.

—El mismo —contestó Garatuza.

—Has tardado.

—Pero llegué al fin. ¿Qué me querías?

—Hablarte.

—Pues hablemos.

—¿Aquí?

—Si te parece.

—No cerca de los muros: «Las paredes oyen».

—Retirémonos.

Y comenzó Martín a caminar hacia una plazoleta que estaba cercana.

Allí, en medio, en donde nadie podía ni verlos ni escucharlos, se detuvo. El mendigo estaba a su lado.

—Aquí estamos bien —dijo.

—Sí —contestó Lázaro—. Escúchame: esta tarde he hablado con Teodoro y sé ya todo lo que ignoraba y lo que tal vez tú no habrías podido decirme. Martín ¿hasme reconocido?

—No, por el santo de mi nombre.

—Bien, voy a descubrirme contigo, como me he descubierto con Teodoro, porque fío en vosotros, y porque sois mi apoyo en los planes que tengo meditados.

—Pero ¿quién sois? —dijo Martín, comenzando a sentir instintivamente cierta especie de respeto por aquel hombre.

—Yo soy —contestó el mendigo acercándose al oído de Martín y como si temiese ser escuchado— yo soy don César de Villaclara; buscaba a Blanca, ha muerto y debo vengarla.

—¡Don César! —exclamó asombrado Martín.

—¡Silencio! No vuelvas a pronunciar jamás ese nombre: el que le llevaba no existe sino para los asesinos de doña Blanca, es decir, para don Pedro de Mejía y para don Alonso de Rivera; para ellos sí vive como un remordimiento, como una sombra que verán, que conocerán el día de la venganza, pero sólo entonces y hasta entonces.

—Pero ¿cómo…?

—Nada me preguntes, alguna vez lo sabrás; ahora yo soy el que debo Interrogarte. Martín ¿estás dispuesto a ayudarme en mi venganza?

—En todo —contestó Martín con exaltación.

—Cuento contigo, y si en la calle encuentras a Lázaro el mendigo, que vive como un perro en la casa de Mejía, no le conoces, Martín, te lo advierto; pero cuida si te hace una seña o te dice una palabra, y no faltes.

—Confiad.

—Adiós, nada más tengo que decirte. Separémonos.

—Adiós.

Y tomando cada uno distinto rumbo, se perdieron entre las sombras.

Garatuza se colocó en una puerta cerrada cerca de la casa del Cristo. Alzó el embozo, se caló el sombrero y se quedó inmóvil como una estatua y confundido en la oscuridad.

Así pasó más de una hora. Varios hombres cruzaron a su lado sin verle y fuéronse unos de largo, y otros llamaron en la casa, dando la contraseña para entrar.

Por fin a lo lejos se escucharon las pisadas de uno que se acercaba. Martín debió conocer el eco de aquellos pasos, porque se enderezó como un venado que oye un rumor en el bosque.

Un hombre estaba ya inmediato a él; era don Baltasar de Salmerón.

—Buenos días —le dijo Martín.

—Dios los enviará —contestó don Baltasar.

—Deseo hablaros, señor Salmerón.

—¿Qué decís?

—Preguntaros si estáis dispuesto a morir.

—¿A morir? —exclamó Salmerón dando un paso atrás.

—A morir, y ahora mismo, por traidor.

—¡Traidor yo! —contestó Salmerón tirando de la espada y arremetiendo a Martín, que le esperaba ya en guardia.

—Sí, tú traidor, traidor, y yo te castigo.

Martín arremetía también a su contrario, pero la escasa y vacilante luz del farol del Cristo no era bastante para alumbrar un combate y las espadas se mellaban inútilmente muchas veces, y cuando se encontraban volvían a perderse luego.

Martín sintió que el acero de su contrario penetraba en su brazo izquierdo y exhalando un rugido dirigió su espada hacia el punto de donde le venía el ataque, y conoció que a su vez había acertado.

—¡Confesión, confesión! —gritó don Baltasar—. ¡Confesión! ¡Me han muerto!

Martín limpió su espada y echó a correr.

Varias ventanas se abrieron y como por encanto apareció allí un alcalde con su farolillo y seguido de una ronda de alguaciles que rodearon al herido.

En la casa del Cristo se abrió con precaución el postiguillo: un hombre miró por allí un momento y volvió a cerrar. Aquella aventura alborotó a todo el barrio.

20. En que se sigue la materia del anterior

Garatuza sintió que le incomodaba un poco la herida que había recibido en el brazo; pero sin embargo como la sangre que de allí brotaba era muy poca, no se detuvo y se dirigió a la «casa colorada».

Como eran ya cerca de las diez, necesitó llamar a la puerta repetidas veces para conseguir que le abriesen.

Al fin, refunfuñando y medio dormido, el viejo portero se presentó, reconoció a Martín y le hizo penetrar en la casa.

—¿Aún no sale el padre? —preguntó Martín.

—Aún no —contestó el viejo.

Garatuza se entró hasta el aposento que ocupaba don Alonso.

—¿Qué hay? —preguntó el padre.

—En primer lugar, que no salgáis esta noche, ni vayáis a la casa del Cristo.

—¿Por qué?

—Todo aquel barrio está alborotado. Don Baltasar de Salmerón ha sido muerto, a lo que parece, de una estocada.

El padre reconoció todo lo que había hablado con Martín en la tarde y le miró con profunda curiosidad, notando que tenía sangre en la ropilla.

—¡Martín! —exclamó—, ¿estás herido?

—Poca cosa —contestó el otro con indiferencia, mostrando su brazo izquierdo—; la víbora alcanzó a morderme.

—Acércate —dijo el padre con interés y olvidando la conversación— algo se me alcanza de la medicina, a pesar de serme prohibido por mi estado.

—Dejad, esto se curará sin medicina.

—No —insistió el padre—, quiero curarte. —Y tomando la mano de Martín cortó la manga de la ropilla con unas tijeras y dejó descubierta la herida, que examinó cuidadosamente.

—Poca cosa es en verdad —dijo—. Basta lavarla y vendarle, que tu salud es robusta y sanarás pronto.

Entonces, con todo el despejo de un cirujano consumado, lavó el brazo de Martín y se lo vendó.

—¿Qué tal? —dijo.

—Me siento bien —contestó Garatuza.

—Continuemos nuestra conversación. ¿Murió don Baltasar?

—Debe haber muerto ya.

—¿Y qué hubo después?

—Que como las rondas aparecen cuando menos debieran de hacerlo, llegaron los alcaldes y los alguaciles y el demonio, y aunque nada sacaron de rastro, quise venir a prepararos para que por allí no aparezcáis, que pudieran daros un susto.

—Es verdad, pero se pierde la noche.

—No se pierde, que bien aprovechada está ya con la muerte de un traidor, y con las instrucciones que me daréis para el príncipe de Nassau, que no me conviene ya estar ni un solo día más en México.

—Entonces he aquí todo: una carta para su alteza y que tú le refieras cuanto ha pasado. ¿Cuándo piensas salir?

—A la madrugada de mañana; sólo que tengo que ver antes a la señora de esta casa para entregarle un depósito que me entregó Leonel.

—¿De qué se trata?

—De unos papeles.

—¿Los traes?

—No, voy por ellos y vuelvo.

—Adviérteselo entonces para que te espere.

—Tenéis razón; vuelvo.

Martín bajó al patio y se dirigió a la escalera principal.

La casa estaba envuelta en la más densa oscuridad y sólo al través de la puerta de la sala se notaba luz.

Martín llamó y a poco se abrió la puerta y apareció doña Esperanza.

—¿Quién sois? —exclamó asustada la joven.

—No os espantéis, señora —dijo cortésmente Garatuza—. Vengo de parte de don Leonel de Salazar, en busca de doña Juana de Carbajal.

—¡De don Leonel!

—Sí, señora. ¿Seréis vos la persona a quien busco?

—No, es mi madre, pero hase recogido ya.

—Señora, importa que le digáis que dentro de breves horas le traeré unos papeles que para ella me ha entregado don Leonel; que si fuera posible me aguardase porque mañana salgo para Acapulco y necesito cumplir antes con este encargo.

—Le avisaré a su merced —dijo doña Esperanza entrando.

Poco tardó en volver con la respuesta.

—Caballero —dijo— mi madre aguardará toda la noche.

—Volveré, pues, tan pronto como me sea posible —contestó Garatuza saludando.

—¡Ah! Perdonad, caballero —dijo tímidamente doña Esperanza.

—Mandadme, señora.

—Quizá sea una imprudencia… pero… quisiera preguntaros… mi primo don Leonel… ¿sigue preso?

—Sí, señora.

—¿Y creéis que le amenace algún peligro?

—Os aseguro, señora, que no le amenaza ningún peligro y creo que pronto saldrá libre.

—Gracias, caballero, gracias, y perdonad mi imprudencia.

—Podéis mandarme, señora —contestó Martín, y salió diciendo en su interior: «Aquí hay algo más que parentesco».

Llegó al zaguán y al salir dijo al viejo portero:

—Amigo, no os durmáis, que de volver tengo para un negocio de mi señora doña Juana.

—Está bien —contestó Luis Herrera con todo el mal humor posible.

Martín volvió al Palacio y, procurando no ser notado por el virrey, penetró hasta su aposento; sacó de él la caja que le había confiado Salazar y se encaminó a la casa del Zambo.

Como en Palacio todos sabían que Martín, encargado de misiones secretas del virrey, podía entrar y salir a la hora que quisiese, nadie puso atención en lo que hacía, y sin dificultad llegó a la plaza de las Escuelas y llamó a la casa del Zambo.

—Es preciso —dijo a éste al entrar— que en este momento vayas en busca de dos mulas para caminar; una para mí, otra para mi caja; y además que venga contigo un arriero de confianza; no te pares en precio; son las once de la noche; a las dos estarás aquí de vuelta; tres horas son más que suficientes. Andando.

El Zambo no contestó; tomó su viejo sombrero, una capa y salió cerrando tras sí la puerta.

Martín, con una actividad asombrosa, se desnudó, sacó de su caja un sencillo vestido de clérigo y un sombrero negro sin toquilla; guardó en la caja toda su ropa y la cerró con llave.

Entonces se acercó a la luz, tomó la cajita de don Leonel y sacó de adentro un libro manuscrito y primorosamente encuadernado.

Comenzó a hojearle; había allí letras y escrituras diferentes; leyó un trozo y luego otro, y al fin exclamó:

—Ciertamente que ésta es una historia curiosa y que bien vale el trabajo de leerla: tengo tiempo de hacerlo antes de entregarla a su dueño, y así no me fastidiaré esperando al Zambo: veamos desde el principio.

Y encendiendo una bujía de cera, se acomodó en la cama del Zambo, procurando estar muy a su gusto, y comenzó la lectura de aquel libro, que decía así:

La marca del fuego

(MEMORIAS DE DOÑA JUANA DE CARBAJAL)


Esperanza:

Para ti escribo, hija mía, estas memorias como las he oído de la boca misma de mi abuelo. En ellas verás la historia de nuestra familia y la tuya misma: aquí sabrás quién es tu padre, y cuando tú las leas, que será sólo después de mi muerte, olvida mis faltas y reza a Dios por mí.

Lee con atención, hija mía, y que el Señor del cielo te bendiga y te haga feliz.
 

La gran ciudad de México, como la llamaron los españoles, había caído en poder de Fernando Cortés, y el noble emperador Guatimotzin o Guatimoc, como ellos le decían, estaba prisionero.

El rey de España era dueño ya del rico imperio mexicano: era el año de 1521.

El conquistador trató al principio con toda clase de miramientos al prisionero monarca y le hizo sentar siempre a su derecha, y apareció siempre en público prodigándole toda clase de miramientos.

Pero esto duró muy poco tiempo.

Los tesoros encontrados dentro de los muros de la ciudad vencida, no alcanzaron a saciar la codicia desenfrenada de la tropa y comenzaron entonces las murmuraciones.

En vano se registraron hasta los sepulcros mismos, en vano se amenazó a todos los principales habitantes de la ciudad, para que descubriesen los ocultos tesoros de los reyes aztecas; nada pudo alcanzarse y los soldados se irritaban más y más.

Llegó por fin un momento en que aquellas murmuraciones tomaron casi el carácter de una sublevación y comenzó a decirse públicamente que Cortés había recibido de Guatimoc los tesoros; que él quería guardarlos para sí, robando al rey y a sus soldados.

Cortés, que no había retrocedido nunca ante ningún peligro, se espantó de aquellas viles murmuraciones; y para dar una prueba de su inocencia y animado por infames sugestiones, consintió en que se diera tormento al emperador quemándole a fuego lento hasta obligarle a declarar adónde había ocultado sus tesoros.

Tú sabes, hija mía, los pormenores de la ejecución de esta bárbara sentencia; porque ni hay mexicano que las ignore, ni perderán los siglos venideros la memoria de aquella frase sublime del emperador al escuchar la queja de su compañero de tormento:

«¿Estoy acaso en un lecho de flores?».

Cortés, avergonzado de su debilidad y arrepentido de una crueldad tan horrible, mandó suspender la ejecución, convencido quizá de que para un alma como la del emperador, nada importaban los mayores tormentos del cuerpo.

El desgraciado monarca, casi incapaz de alivio, fue separado de la hoguera.

Entre los soldados que con más entusiasmo habían pedido el suplicio y entre los que con más gozo habían asistido a él, se distinguía uno que se llamaba Santiago de Carbajal, hombre ya de alguna edad y que había dejado en España a su mujer y a una hija suya de quince años. Carbajal comenzó por odiar al emperador Guatimotzin y por reír cuando le miró conducir a la hoguera; pero a medida que el fuego se encendía, que las llamas se levantaban lamiendo apenas los desnudos pies del monarca, suspendido a corta altura sobre la terrible hoguera, cuando vio que se ungían aquellos pies con grasa para hacer los dolores más agudos y más prolongados, y que sin embargo el rostro del mártir permanecía sereno y una sonrisa de supremo desdén se dibujaba algunas veces sobre su boca; cuando escuchó aquellas sublimes palabras con que el emperador echaba en cara a su ministro su poco valor, entonces su odio se trocó en admiración, su desprecio en respeto y su gozo en remordimiento y en vergüenza.

Carbajal comprendió entonces lo que era un héroe, un mártir, un patriota.

Si la orden de suspender el tormento no hubiera llegado en aquel instante, Carbajal hubiera sido capaz de arrojarse sobre la hoguera para apagarla.

Tan profunda impresión había recibido y tan grande era el cambio que había tenido aquel corazón.

El rudo soldado, casi llorando, ayudó a quitar a Guatimoc del tormento y a transportarle a su casa.

El emperador miró a aquel hombre, que siendo de sus mismos enemigos procuraba auxiliarle, y le tendió la mano.

Desde aquel día Carbajal fue el protegido del emperador.

Había llegado el año de 1522. Muchas familias de los conquistadores estaban ya en México y entre ellas la de Santiago de Carbajal.

Santiago había hecho venir a su mujer y a su hija, porque merced a la generosidad del emperador Guatimoc era ya uno de los más ricos entre los soldados conquistadores.

La hija de Carbajal llamábase Isabel; era una joven hermosísima, con una piel blanca, pelo negro y sedoso, unos ojos brillantes y atrevidos; esbelta y garbosa, su elevada estatura le daba toda la majestad que da nuestra imaginación a las diosas de nuestros antepasados.

Isabel tenía un carácter apasionado y una inteligencia clara y casi privilegiada.

Vivía el emperador Guatimoc en la gran calle de Tacuba, en la esquina que forma una de sus cuadras con la calle del Factor, en el lado que mira al oriente, y Carbajal vivía en la esquina que frente a la casa del emperador estaba.

Las mañanas y las tardes son en México tan bellas, que Isabel tenía siempre la costumbre de asomarse a su ventana todas las mañanas y todas las tardes, ya a regar sus tiestos de flores, ya a respirar el aire puro.

El monarca, incapaz de caminar, se pasaba también los días cerca de sus ventanas, inmóvil en un sillón, recordando sin duda sus desgracias y mirando cruzar las nubes por el cielo.

El emperador era un hombre hermoso y, además, rodeado de esa atmósfera misteriosa y brillante del poder y de la desgracia, porque Guatimoc era un monarca para los mismos españoles, y la historia de su valor y de sus sufrimientos pasaba de boca en boca por la España misma.

La hija de Carbajal miró al emperador con curiosidad al principio, después con interés, luego con cariño.

Tenía para ella otro mérito más: era el protector de su familia.

Poco a poco aquel cariño fue convirtiéndose en un amor vehemente, en una pasión terrible.

Isabel de Carbajal no podía separarse ya de sus balcones, desde donde se descubría la casa de Guatimotzin; pero aquel amor era para ella un imposible, a pesar de que, con la perspicacia natural de toda mujer apasionada, había advertido ya que los negros y lánguidos ojos del infortunado guerrero azteca se fijaban en ella con mucha frecuencia.

Pero era imposible toda comunicación: él no podía moverse de su sitial, ella no podía penetrar en su habitación.

Isabel preguntó un día a su padre, que frecuentaba la casa de Guatimoc, si éste sabía ya hablar en español.

—Es un hombre tan hábil —contestó Carbajal— que le habla casi tan bien como tú y como yo, y eso que apenas hará un año que está prisionero.

—¿Y escribe?

—No; comienza a leer, pero muy pronto estará sumamente aventajado, porque es hombre muy hábil.

—¡Cómo tengo ganas de tratarle! —dijo Isabel.

—Fácil me será llevarte, pero no lo había hecho porque creí que no fuera de tu agrado.

—¿Cuándo me lleváis?

—Esta tarde pediréle su licencia, y mañana irás.

—¡Cuánto os lo agradezco!

En la noche Carbajal avisó a Isabel que el monarca estaba ya prevenido y que al otro día le sería presentada.

En aquella noche Isabel no pudo dormir; el temor, la esperanza, el deseo, luchaban en su corazón.

Isabel estaba verdaderamente apasionada.

Llegó la hora y, ricamente ataviada, penetró la joven, conducida por su padre, a la casa del último emperador de los aztecas.

En una espaciosa estancia, colgada de telas finísimas de algodón y de maravillosos tejidos de plumas, y en donde se ostentaban grandes sitiales de caprichosas formas, cubiertos con pieles de animales salvajes, en una especie de trono fabricado de maderas preciosas y raras, incrustado de oro, de plata, de conchas, y colocado sobre la inmensa piel de un cíbolo negro, el emperador Guatimoc recibió la visita de Santiago de Carbajal y de su hija.

Guatimoc era joven, su frente espaciosa revelaba su clara inteligencia. Sus ojos habían perdido la fiereza de su raza y la melancolía del sufrimiento pasado les daba un aire dulce y bondadoso.

Guatimoc no había perdido el traje de sus antepasados, sólo que no llevaba la corona de los emperadores, sino un sencillo penacho de plumas sobre la cabeza.

Una sencilla túnica ancha y corta de algodón, blanca y ceñida a la cintura por una gruesa cadena de oro, un manto de la misma tela, aunque recamado con brillantes dibujos de plumas de colores y lucientes brazaletes y collar de oro, formaban todo el traje del monarca.

Sus cacles de piel de venado perfectamente adobados, se ataban al pie por anchas correas de venado también y bordadas de oro, que subían entretejiéndose hasta cerca de las rodillas, en donde se sujetaban a un gran anillo de oro liso y bruñido.

Algunos esclavos estaban de pie al lado del emperador y en el suelo sentadas algunas indias jóvenes y hermosas.

Isabel al mirar a aquellas mujeres, sin saber por qué sintió celos.

Al presentarse Santiago con su hija, el emperador hizo como un impulso para levantarse, pero sus pies estaban inútiles después del tormento y tuvo que permanecer inmóvil en su asiento.

—Señor —dijo Carbajal, inclinándose respetuosamente—, os traigo a mi hija, a mi Isabel, que ha tenido deseos de ser presentada a vos. Ella sabe que sois el protector de su familia y os ama por eso y por vuestras desgracias.

—Acercaos, niña —dijo Guatimotzin con un acento dulce y sonoro, tendiendo su mano a Isabel, que la estrechó temblando—. Acercaos si no teméis que el infortunio que me persigue marchite las rosas de vuestras mejillas.

—Señor —contestó trémula Isabel— siempre es una dicha estar al lado de un hombre tan noble y tan desgraciado como vos.

Dos esclavas habían acercado un sitial para Isabel.

—Sentaos, niña, aunque quisiera ofreceros este lugar, que debiera ser el vuestro; pero ni aun eso me permite mi desgracia.

—Señor, la desgracia os quitó un trono, pero no pudo quitaros ni el amor y el respeto de los que os conocen, ni la grandeza de vuestra alma.

—Niña, no digáis eso, que en vano caerá la lluvia sobre el árbol que ha muerto. Oí decir cuando llegaron aquí los españoles que eran hijos del sol y no lo creí nunca, porque nunca os había visto a vos, que sois como las rosas de nuestros lagos, hija de la aurora y de las brisas.

Santiago conversaba con otras personas en el salón; los esclavos de ambos sexos se habían retirado por respeto y la joven estaba sentada casi sola con el emperador. Las miradas de ambos eran de fuego; se comprendían pero era necesario que alguno de los dos se descubriese, y cada uno de ellos temía disgustar al otro.

—Niña —dijo el emperador—, la luz que asoma sobre nuestro cielo a los primeros cantos de las aves, me parece menos apacible que el brillo de vuestros ojos; el color de las eternas nieves del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl cuando baña el último rayo del sol, no podrá igualar el suave rubor de vuestras mejillas. Si yo fuera aún el emperador, los mexicanos tejerían sus alfombras de flores para vuestras plantas y los aromas exquisitos de nuestros bosques perfumarían vuestra estancia, y las aves darían sus encendidas plumas para libraros de los ardores del sol; pero hoy, niña, nada valgo, nada puedo; como la yerba prisionera debajo del hielo, miro la luz sin sentir su calor y el frío de la noche me mata en la mitad del día.

Guatimoc inclinó su hermosa cabeza y quedó profundamente pensativo.

—Príncipe —dijo Isabel acercándose—, vos no conocéis el orgullo de las mujeres de nuestra raza: grande, poderoso, a la cabeza de un ejército y sobre el trono de un gran pueblo, quizá no hubiera escuchado vuestras palabras; pero triste, abandonado por la suerte, prisionero y destronado, sufriendo con la resignación y la altivez de los héroes vuestro infortunio, os eleváis, señor, ante mis ojos, a una altura inmensa; las mujeres de mi raza, príncipe, son capaces de sacrificarse pero no de venderse; y brilla más ante mis ojos vuestra corona de mártir que la diadema de un monarca.

Isabel iba animándose gradualmente; sus miradas eran más ardientes, su pecho se agitaba con violencia; el emperador la escuchaba con arrobamiento y sin moverse, como para no perder uno solo de los ecos de aquella voz dulcísima.

—Niña —le contestó—, la primera gota de agua que sentí en mi boca después del tormento que me dieron los españoles no ha sido para mí tan grata como tus palabras; rocío de ventura para mi corazón marchito son tus acentos. Niña ¿serías capaz de amar al desgraciado? ¿Buscarías sombra junto al encino derribado por los vientos? ¿Cantarías tus amores, ave peregrina, sobre el derruido muro? ¿Me darías tu corazón?

—Tuyo es, señor, hace mucho tiempo, tuyo es, que no me siento avergonzada de confesártelo. Por mirarte, señor, paso los días en mi ventana, por oír tu voz he llegado hasta aquí; si es un delito este amor ¿por qué no puedo arrojarle de mi pecho? Príncipe, si alguna mujer me culpa, que te resista si puede.

—Yo también, niña, te amaba; mis noches eran negras y largas porque no te veía; las aves me avisaban en mis ventanas que venía la luz, y con ella tú que eres mi vida; y los vientos me traían el aroma de tus flores como un consuelo, pero mi espíritu gemía sin esperanza; no podía seguir tu camino ni esperar que vinieses a mí: el arbusto mira pasar a la más bella de las mariposas y no tiene una flor para llamarla, ni tiene alas para seguirla, y como yo, gime porque la tierra le aprisiona. ¡Oh niña! Tristes días he pasado; y entonces, cuando te miraba, me parecían más crueles mis enemigos, por no haberme dejado morir en la hoguera.

—¡Pero ahora estarás alegre, príncipe mío!

—¿Se alegrarán los campos con el rocío? ¿Se alegrarán las plantas con la primavera? ¿Se alegrarán las aves y las flores y las fieras, y el mundo cuando huye la noche? ¿Se alegrará, niña, mi corazón con tu amor?

En este momento Santiago parecía haber concluido su conversación.

—Niña —dijo Guatimoc— tú me dejas tu corazón y te llevas mi alma; veré tu hermosura desde mis ventanas; pero yo pensaré y nos hablaremos.

—Dios lo quiera —contestó Isabel.

Desde aquel día Isabel estuvo más contenta y Guatimoc pareció salir de su habitual tristeza.

Isabel recibió a su servicio una joven india que casi nunca se separaba de ella y que casi todas las tardes entraba a la casa del emperador y hablaba con él mucho tiempo en su idioma, que los españoles no cuidaban de aprender.

Así pasaron algunos meses.

Era una noche oscura; el viento zumbaba por las calles de la ciudad, produciendo gemidos y rumores tristes y pavorosos.

Gruesos nubarrones cruzaban por el cielo dejando caer algunas gotas de agua y alumbrando de cuando en cuando el Valle con la luz de los relámpagos.

Terrible era la tempestad que amenazaba desprenderse de los cielos; los lagos, tranquilos siempre y tersos como un espejo, se agitaban negros y alborotados, y el trueno se repetía en las cañadas de la montaña del Ajusco.

Las calles de México estaban desiertas y ni una luz se miraba en las casas; todas las puertas estaban cerradas, todos los habitantes temían a la tormenta.

De repente, entre aquel triste desorden de la naturaleza, por la calle de Tacuba y de una de las puertas de la casa de Guatimoc, salió un hombre arrastrando un objeto que parecía ser una escalera.

El viento hacía sonar las ropas de aquel hombre, agitándolas violentamente a pesar de que las llevaba fuertemente atadas a la cintura.

Aquel hombre misterioso llegó hasta el pie de las ventanas de Isabel y allí se detuvo.

Brilló después un relámpago y pudo verse que aquel hombre había aplicado la escalera a la pared y subía por ella a uno de los balcones.

La tempestad seguía rugiendo y el agua comenzaba a caer a torrentes.

El hombre llamó cautelosamente a la ventana y pocos momentos después se abrió ésta y asomó la bella cabeza de Isabel.

—¿Eres tú, Tepos?

—Yo soy, señora; venid.

Isabel ligeramente vestida salió a la ventana y comenzó a descender ligeramente por la escalera hasta tocar la tierra.

Tepos, como le había llamado Isabel, pasó la escalera a la acera de enfrente, la sostuvo y dijo a la joven:

—Subid, señora.

Isabel sin replicar subió ligera, llegó hasta la ventana, que cedió al primer impulso, y penetró en la cámara.

Un rayo surcó los aires en aquel momento, un torrente de luz rojiza penetró en la estancia tras de Isabel y un trueno espantoso hizo temblar las casas hasta sus cimientos.

—¡Horribles presagios para nuestro amor! —exclamó Isabel, pálida y temblorosa, cayendo entre los brazos de Guatimoc.

—Venga la muerte —dijo el emperador—, si nos ha de encontrar juntos.

Tepos con la mayor sangre fría y sin cuidarse de la tormenta, quitó la escalera, la colocó en el suelo y se sentó tranquilamente al pie de los balcones.

Corría el año de 1525 y Hernán Cortés alistaba en México sus tropas para salir a la conquista de Comayagua, adonde se había rebelado Cristóbal de Olid.

Ese espíritu aventurero se había amortiguado entre los conquistadores de Nueva España; pero no faltaron, sin embargo, quienes ayudasen al capitán español en su nueva empresa, y entre éstos se contaba Santiago de Carbajal.

Todo estaba listo para la marcha cuando Cortés, movido sin duda por ocultas denuncias, determinó que en aquel viaje le acompañase también el infortunado Guatimotzin, con el pretexto de que peligraba la paz de las nuevas colonias si el monarca prisionero quedaba en medio de sus vasallos después de la partida del conquistador.

Guatimoc estaba a merced de sus enemigos y no tuvo más que obedecer.

Como otras noches, en la que precedió a la partida, el hombre misterioso puso la escalera y doña Isabel entró a la casa del monarca.

Isabel estaba extraordinariamente pálida y sus ojos indicaban que había llorado mucho.

Apenas vio a Guatimoc se arrojó sollozando en sus brazos. Él no trató de consolarla; acarició su rostro y besó triste y silenciosamente los ojos de Isabel empapados en lágrimas.

—¡Te vas, señor, te vas! —dijo la española—. Y el corazón me dice que no volveré a verte.

—Me voy, aliento de mi vida, me voy, y mi espíritu está triste también. ¿Quién puede decir que volverá el viento que ha pasado? ¿Quién podrá volver a mirar la onda que pasó en el torrente? Soy prisionero, me llevan; el Dios que tú adoras y que debe de ser el buen Dios, te enviará el consuelo, si muero; te dará la alegría y el placer, si vuelvo. No me olvides.

—¿Olvidarte yo, príncipe, olvidarte? ¡Ah, tú no sabes! Óyeme, porque voy a confiarte mi alegría; voy a decirte por qué no muero de dolor cuando te pierdo. Príncipe: pronto seré madre.

Un rayo de purísima alegría brilló en los ojos de Guatimoc y reflejó en el pálido rostro de Isabel: aquella noticia era la felicidad de aquellos dos seres infelices.

—¡Gracias, Dios bueno! —dijo el emperador estrechando la mano de la joven y alzando los ojos al cielo—, gracias. La sombra del águila cubrió a la paloma y nació una esperanza para mi estirpe y para mi pueblo; hombre de nueva raza, quizá su descendencia romperá las cadenas de sus hermanos y mi imperio volverá a ser uno y solo, y Tenochtitlan será libre. Isabel, si muero no quedarás sola, el tronco carcomido dejará lugar al retoño vigoroso; si mi nombre muere, mi sangre fecundará esta tierra porque de mi sangre y de tu sangre, Isabel, podrán nacer héroes.

Guatimoc hablaba como inspirado y la española lloraba de placer.

—¡Príncipe! —le dijo—, si tú mueres, lloraré por ti y viviré para nuestro hijo. ¿Lo oyes, señor? Nuestro hijo. ¡Qué dulce es decir nuestro hijo entre dos que se aman como nosotros! Viviré para él y para recordarte, y tendrá tu rostro y tu corazón, y heredará de mí el inmenso amor que te profeso y el orgullo de haber sido tuya.

—Isabel, si alguna cosa puede turbar mi alegría en este momento es pensar que quizá no veré nunca a ese niño; pero tú le verás y esto me consuela. Es ya de día, Isabel, las aves comienzan a trinar; abrázame por última vez y no me olvides.

Isabel, ahogándose casi de dolor, abrazó al emperador y salió.

Aquel día partió la expedición, llevándose al desgraciado emperador de México y a los reyes de Tacuba y Aculhuacán.

Pocos meses después Isabel, en medio de los santos dolores de la maternidad, dio a luz un niño.

El padre de Isabel había partido, sin saber nada, con la expedición. La madre había comprendido, algunos días después de la partida, el estado de su hija.

Isabel se arrojó llorando a sus pies. ¿Qué madre resiste al llanto de su hija, por grande que sea su indignación o su cólera? La madre no sólo perdonó a Isabel, sino que se empeñó en consolarla y se volvió su cómplice para ocultar la desgracia a su marido.

Isabel pasaba los días encerrada y llorando. El emperador había dejado a su fiel Tepos para esperar el nacimiento del niño y auxiliar a Isabel.

Nació por fin el hijo de aquellos infortunados amantes y Tepos le recibió para ocultarle y encargarse de su crianza y educación.

Llevóle a uno de los pueblos de las cercanías de México, cuidando sólo de que viniese continuamente para que le viese Isabel.

El niño era hermoso y tenía una extraordinaria semejanza con el emperador, sin mostrar nada que denunciase la sangre española que corría por sus venas.

Tenía, sin embargo, en la espalda una mancha roja semejante en la figura a una lengua de fuego, de esas que se desprenden de una hoguera.

Isabel era supersticiosa, y en México abundaban los adivinos y hechiceros. Isabel hizo venir a uno y luego a otro y a otros muchos, y todos le dijeron lo mismo.

Aquel niño viviría muchos años, aquella mancha roja era la marca del fuego; vendría a morir entre las llamas.

Pasaron así algunos días. Isabel comenzaba a recobrar su salud y su hermosura; los colores volvían a su rostro y estaba alegre.

Era que todo el mundo hablaba de la próxima vuelta de Cortés y de la expedición.

Una tarde se escuchó el ruido de las pisadas de varios caballos que entraban en el patio de la casa de Carbajal. Isabel se asomó y era su padre que llegaba.

Temblando de placer, corrió en busca de su madre.

—Madre, madre, ya vienen, ya están ahí —decía.

—Pero ¿quiénes? hija mía ¿quiénes?

—Mi padre, la expedición, el emperador sin duda —añadió por lo bajo.

Santiago llegaba en aquellos momentos y se arrojó entre los brazos de su hija y de su esposa; pero el hombre lloraba.

—Santiago —le dijo su esposa— ¿qué tienes? ¿Triste tú cuando vuelves a vernos?

—Esposa mía, traigo el corazón hecho pedazos.

—¿Qué pasa, padre mío? —dijo Isabel.

—¿Qué pasa? Horrorizaos: el emperador Guatimoc, el rey de Tacuba y el de Acolhuacán han sido ahorcados en Atzala, de orden de Cortés.

—¡Misericordia, señor! —gritó Isabel, cayendo a tierra en medio de espantosas convulsiones.

—¡Dios nos ha abandonado! —exclamó la madre arrodillándose a socorrer a su hija.

Isabel perdió la razón. Santiago y su esposa murieron algunos años después. La pobre loca quedó en poder de gentes extrañas que cuidaban muy poco de ella.

Todas las noches se oían gritos desgarradores en la casa de Carbajal, y todos decían con indiferencia: «Es la loca».

Un día no se oyeron los gritos y al siguiente tampoco.

Era que la pobre loca había huido.

El hijo de Guatimoc

(CONTINÚAN LAS MEMORIAS DE DOÑA JUANA)

Mediaba el año de 1546. Gobernaba la llamada Nueva España don Antonio de Mendoza, primer virrey nombrado por los monarcas españoles. Parecía que el cielo habla hecho caer sobre la desgraciada nación mexicana todo su enojo.

Una peste horrorosa asolaba los pueblos y las ciudades, cebándose sólo sobre los naturales del país. Las casas quedaban desiertas; los cadáveres, sembrados en las calles, en las plazas y en los caminos, ponían pavor en los corazones más esforzados, y en vano agotaban sus recursos para remediar noblemente tanta desgracia, los obispos, el clero y los principales jefes de las tropas españolas. Aquella calamidad no parecía tener remedio alguno; seis meses habían transcurrido y ochocientas mil eran ya las victimas de la peste.

El ánimo de los naturales del país, que se veían sometidos a la más espantosa esclavitud, estaba tan triste que la epidemia se propagaba por esto con más facilidad.

Entonces se negaba que los indios fuesen hombres que tuviesen alma racional; tratados como bestias por los encomenderos, morían en medio de las más rudas fatigas, y nadie cuidaba siquiera de enterrar los cadáveres y sus huesos emblanquecidos por el sol y las tormentas, indicaban muchas veces el camino por donde transitaban sirviendo a sus amos.

El clero tomó la defensa de la humanidad y los reyes de España oyeron por la boca de los sacerdotes las quejas que no les permitían oír las adulaciones de sus factores y sus visitadores.

El despecho y la desesperación hicieron que varios mexicanos pensasen en sacudir el yugo de los españoles, pero la conspiración fue denunciada y el virrey Mendoza hizo ajusticiar públicamente a los que declaró jefes de ella.

Así corría el año de 1546.

Entonces se distinguía en la ciudad, por su riqueza, por su elegancia y por su arrogante figura, un joven que se llamaba don Felipe de Carbajal.

Aquel joven parecía pertenecer a la raza indígena pura, y sin embargo los hombres inteligentes de aquella época descubrían que en sus venas había también sangre española, porque su pelo se rizaba y su negro bigote era algo más espeso de lo que correspondía a un indígena de sangre pura.

De todos modos aquel joven era el galán de moda en la ciudad; podría tener 21 años y nadie montaba mejor ni más soberbios caballos, que entonces tenían altos precios, ni nadie llevaba con más despejo el ferreruelo, el ancho sombrero con grandes plumas y la rica espada con empuñadura de oro y piedras preciosas.

Las jóvenes estaban locas por él y todo el mundo murmuraba por lo bajo que aquel joven era hijo del infortunado emperador Guatimotzin y heredero de fabulosos tesoros.

Le acompañaba casi siempre un anciano, al que tenía el joven todos los miramientos que podría haber tenido con su padre; y sin embargo no lo era, porque también el anciano respetaba al joven como a su jefe y casi como a su amo.

Aquel viejo era un indio y el joven le llamaba Tepos.

Muchos aseguraban haberle visto en la servidumbre de Guatimoc, y recordaban que en los días de la muerte del monarca, Tepos había desaparecido por muchos años.

Doña Violante de Albornoz era la más hermosa dama de toda la ciudad de México; no había un galán que por ella no penara y ni una sola noche dejaban de escucharse al pie de sus ventanas, músicas y trovas con que pretendían ablandar su pecho los apasionados de su belleza.

Pero doña Violante era una estatua de mármol; jamás se le había visto fijar con agrado sus negros y radiantes ojos en ninguno de sus amantes trovadores y no habían logrado arrancar una sonrisa de agrado los más hábiles jinetes que habían corrido cañas y lidiado toros en las fiestas que los encomenderos dedicaron al virrey en el año de 1546.

Doña Violante era hija del alférez real don Bernardino de Albornoz, hombre de gran consideración entre todos los conquistadores.

El joven Carbajal fijó sus ojos en doña Violante y la hizo señora de sus pensamientos; pero doña Violante miró a Carbajal con el mismo desprecio que a todos sus demás adoradores.

En vano el joven paseaba por la calle de su dama, vestía sus colores, le llevaba noche tras noche músicas y serenatas. En vano pretendía hacer llegar a sus manos riquísimos presentes; doña Violante ni admitía sus galantes obsequios ni entreabría siquiera los batientes de sus ventanas para escuchar la música. Fría y severa, desdeñaba siempre a Carbajal, que no había llegado a conseguir de ella ni un saludo.

El joven palidecía de dolor y aquellos amores eran ya el objeto de las conversaciones de todos los corrillos: las damas compadecían al amante y culpaban a la ingrata, y los hombres reían maliciosamente.

Una tarde doña Violante se había asomado a su ventana y Carbajal la miraba desde lejos sin atreverse a pasar por delante de ella por temor de disgustarla.

De repente, por el otro extremo de la calle, se oyó una gran vocería y desembocó una gran multitud de hombres, de muchachos y de mujeres, que dando estrepitosas carcajadas y silbidos agudísimos, corrían persiguiendo a una pobre mujer, anciana, sumamente extenuada, sucia, con el pelo en desorden, con los ojos saltándose de sus órbitas: jadeando y casi moribunda, huía de aquella muchedumbre que la burlaba, la escarnecía y la apedreaba entre gritos horribles de:

—«¡Loca, loca, ahí va la loca!».

La pobre vieja tropezaba a cada momento y buscaba un apoyo en alguno de sus perseguidores, que la rechazaban bruscamente, haciéndola rodar algunas veces por el pavimento. Y entonces una espantosa carcajada de la multitud era el aplauso de aquella acción.

La infeliz, con el rostro cubierto ya de lodo y de sangre, volvía a levantarse y procuraba seguir huyendo de aquellos bárbaros, pero sus esfuerzos eran inútiles, y expirante de fatiga, apenas podía ya dar un paso.

Habían llegado a la casa de don Bernardino de Albornoz.

Doña Violante apartó indignada la vista de aquella escena en el momento en que la loca caía exánime y sus perseguidores comenzaban a tirarle con lodo que recogían de la calle.

Carbajal, ciego de ira ante aquel espectáculo, se lanzó en defensa de la infeliz anciana.

La muchedumbre retrocedió al principio espantada, pero mirando luego que no era más que un solo hombre, y alegre de encontrar alguna resistencia, los más audaces cargaron sobre el joven, que tiró de la espada y comenzó a repartir mandobles y estocadas.

La escena se trocó en un verdadero combate: las piedras llovían de todas partes sobre Carbajal, y aunque procuraba tener a raya a sus enemigos, sin embargo perdía terreno a cada instante; el terror había hecho volver en sí a la loca, que se abrazaba del joven como de su único amparo, impidiendo la libertad de sus movimientos.

Una piedra lanzada con más destreza y más fuerza que las otras, tocó a Carbajal en el hombro derecho; el joven dejó caer la espada y vaciló también. La chusma lanzó un grito de triunfo y se arrojó sobre el joven, que había perdido el conocimiento con la fuerza del dolor.

En un instante le hubieran despedazado; pero repentinamente se abrió el zaguán de la casa de Albornoz y una multitud de criados y esclavos armados, salió por allí y arremetió contra aquella muchedumbre, que huyó en desorden, dispersándose por todas las calles vecinas.

Cuando Carbajal volvió en sí se encontró en un lecho, en medio de una estancia que no conocía y rodeado de muchas personas.

Abrió los ojos, sintió un gran dolor en el hombro y una sed ardiente.

Sin reflexionar en nada y sin recordar lo que había pasado, exclamó con una voz débil:

—Agua.

—Agua quiere —repitieron algunas personas.

Y pocos momentos después el grupo que rodeaba el lecho abrió paso a una mujer que traía el agua; Carbajal no pudo contener una exclamación de sorpresa: aquella mujer era doña Violante.

El joven quiso incorporarse y doña Violante lo contuvo.

—No os mováis, caballero —le dijo— vuestra situación es delicada; os daré yo misma de beber.

Y doña Violante aplicó el vaso a los ardientes labios de Carbajal, que apuró con delicia aquella agua.

—Gracias, señora —le dijo—, gracias; me habéis dado doblemente la vida.

Doña Violante se sonrió bondadosamente y no se retiró del lecho.

—Señora —continuó Carbajal—, decidme ¿cómo es que estoy aquí? ¿Cómo he venido? ¿Sueño? ¿Sois vos doña Violante? ¿Soy yo Felipe de Carbajal? Decidme, señora, si esto es verdad; y si es sueño, no me despertéis, porque me moriría de pena.

—Sosegaos —contestó doña Violante—, sosegaos, más adelante lo sabréis todo; por ahora pensad en vuestra salud, en que estáis entre personas que saben estimar cuánto vale un corazón noble y tened el consuelo de que habéis hecho una buena acción, y una buena acción jamás queda sin recompensa.

Carbajal quiso replicar, pero doña Violante le dijo:

—Si insistís en hablar, me retiro.

—Callaré —contestó humildemente Carbajal.

Y comenzó entonces a tener un vago recuerdo de todo lo que había pasado.

La pobre loca fue recogida también en la casa de Albornoz; pero por su mísera condición y a pesar de la gran caridad de doña Violante, quedó en una de las estancias del piso bajo, entregada al cuidado de los criados.

En aquella primera noche, aterrada aún con las escenas que quizá sin comprender había presenciado, apenas se atrevía a moverse, y durante aquella noche los criados no dejaron de vigilarla ni un instante.

La noticia del acontecimiento se divulgó por toda la ciudad, y Tepos no fue de los últimos en saberlo. Inmediatamente se dirigió a la casa de Albornoz y se instaló al lado del lecho del joven Carbajal.

A la mañana del siguiente día, dos físicos llegaron, llamados por doña Violante para reconocer al enfermo.

La entrada a una casa de dos personajes de esta clase llenaba de curiosidad a todos los habitantes de ella y los lacayos y los esclavos, bien porque les interesaba verdaderamente la situación del herido, o bien por simple curiosidad, abandonaron sus ocupaciones y llegaron a las piezas cercanas, esperando oír las decisiones y el parecer de aquellas dos lumbreras de la ciencia médica.

Carbajal estaba desnudo de la cintura arriba; los físicos le examinaron, volviéndole ya de frente ya de espalda, con la ayuda del viejo Tepos.

Doña Violante se había retirado a una de las habitaciones interiores.

Los físicos tocaban y miraban la espalda de Carbajal, y uno de ellos dijo a Tepos:

—Veo en esta espalda una mancha roja con la figura de una llama ¿es por ventura de nacimiento?

—Sí, señores, esta mancha roja la tiene desde el día que nació —contestó el viejo.

Y diciendo esto descubrió la espalda del herido.

En medio de los que se agrupaban para mirar aquella mancha, partió un grito agudo y desgarrador.

Todos, incluso el herido mismo, volvieron el rostro espantados y buscando de dónde había salido aquel grito.

En los brazos de un lacayo había caído como desvanecida la vieja loca, que abandonada en su cuarto había llegado hasta aquella estancia sin ser sentida y en el momento mismo en que descubrían a Carbajal.

Pero el desvanecimiento de aquella mujer era instantáneo y arrancándose de los brazos de los lacayos, se arrojó sobre el lecho del herido gritando:

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío!

Tepos la miraba fijamente.

—Quitad a esta mujer, que está loca —dijo uno de los físicos.

Los lacayos se acercaron para quitarla del lecho, pero Tepos se interpuso entre ellos y la mujer, exclamando:

—Loca, loca si queréis, pero tiene razón: este joven es su hijo.

La pobre loca, que no era sino la misma doña Isabel de Carbajal, había recobrado la razón al volver a encontrar a su hijo.

Desde aquel día doña Isabel vivió en la casa de don Felipe, que había tardado muy poco en restablecerse de sus heridas.

Seis meses después se celebraban las suntuosas bodas de don Felipe de Carbajal con doña Violante de Albornoz.

Toda la nobleza y los principales caballeros del reino acudieron a las fiestas, y entre ellos, siempre triste y con severas tocas de luto, se veía en los más apartados aposentos a doña Isabel.

Pasó la boda, pasaron las fiestas, y un día doña Isabel llamó en secreto a su hijo, a doña Violante y a Tepos.

Recostada en un sitial la pobre mujer hizo sentar a sus pies a su hijo y a Violante; Tepos de pie permaneció a su lado.

Entonces comenzó la historia de sus amores con el emperador, tal como consta en estas memorias, y luego, extendiendo sus manos sobre las cabezas de los jóvenes desposados, impetró sobre ellos las bendiciones del cielo.

Aquellas manos se apoyaron sobre las cabezas de los jóvenes, que lloraban; pasó así un largo rato en el más profundo silencio; por fin doña Violante alzó el rostro para mirar a la anciana y lanzó un grito.

Doña Isabel de Carbajal había dejado de existir.

Las tres hermanas

(CONTINÚAN LAS MEMORIAS DE DOÑA JUANA)

Treinta años habían transcurrido. Doña Violante de Albornoz había muerto y don Felipe de Carbajal vivía tranquilamente en México con tres hijas que había tenido en su matrimonio y que se llamaban doña Isabel la primera, a quien se puso este nombre en memoria de la desgraciada madre de don Felipe; doña Violante, llamada así por la esposa de éste, y doña Leonor la tercera.

Las tres jóvenes eran un prodigio de hermosura y todos los galanes de la ciudad habían pretendido ser admitidos en la familia, pero sólo doña Isabel se había casado con un primo suyo recién llegado de España y que se llamaba don Nuño de Carbajal.

Don Nuño era todo un cumplido caballero y además su boda había sido a satisfacción de don Felipe porque, no teniendo hijos varones, veía así perpetuarse el apellido de su familia.

Antes de casarse doña Isabel, había pretendido su mano un joven criollo, pero de muy mala reputación, llamado don Baltasar de Salmerón; pero fuese por su mala conducta o porque era excesivamente joven en la edad, aunque ya hombre en sus vicios y en sus pretensiones, doña Isabel jamás le hizo aprecio y se unió a don Nuño.

Don Baltasar juró vengarse y lo cumplió fielmente.

El año de 1573 doña Isabel dio a luz una niña que colmó de felicidad a la familia, y a esa niña le pusieron por nombre Juana, y esa niña, hija mía, era yo.

Tanto mi madre doña Isabel como sus dos hermanas, tenían en la espalda la mancha roja en figura de llama, que yo y tú tenemos; pero ya ninguno de la familia creía en la predicción de la bruja que había interpretado aquella mancha como la marca del fuego y como señal de que moriría en la hoguera el que la tuviera; aquella mancha era ya para nosotros como el distintivo de la familia.

Don Baltasar no dejaba de rondar la casa, persiguiendo a mi madre con su tenaz amor, por más que se viera despreciado, y ya mi padre le había reconvenido, sin conseguir otra cosa que repetidas protestas de enmienda.

Tendría yo un año de edad, cuando un día la nodriza que me cuidaba entró pálida y llorosa a la estancia en que hablaban con mi abuelo don Felipe de Carbajal, mi padre y mi madre.

—¿Qué ha sucedido con mi hija? —dijo doña Isabel espantada al mirarla llegar.

—Señora, unos hombres me la han arrebatado.

Mi madre dio un grito y se levantó como una loca, seguida de su padre y de su marido.

Todo el mundo se puso en movimiento, los criados y los esclavos de la casa, los amigos y los parientes, todos recorrían la ciudad, pero en vano.

Tres días pasaron en inútiles pesquisas y mi madre se moría de dolor.

Al cuarto día un hombre le entregó en la calle una esquela que decía:


Reservada. A doña Isabel de Carbajal:

Si os agradara tener noticias ciertas de vuestra hija, os las podría dar con tal de que esta tarde a las cuatro vinieseis sola, enteramente sola, a una casa que está a la izquierda de la capilla de los Mártires.

Os advierto que si alguien sabe esto o venís acompañada, jamás volveréis a oír hablar a vuestra hija. Os besa los pies.

Un antiguo conocido
 

Doña Isabel rompió aquella carta y se puso a reflexionar.

Indudablemente se trataba de atraerla a un lazo; la persona que le escribía manifestaba tener depravada intención. ¿Pero qué hacer? ¿Podía temer algo? Tratándose de su hija, una madre se cree con valor para arrostrar cualquier peligro.

Doña Isabel determinó acudir a la cita; guardó secreto y a las cuatro de la tarde, con pretexto de ir a la iglesia, salió a la calle.

A pesar de su resolución, temblaba al acercarse a la casa, pero no vaciló; iba a llamar cuando se abrió la puerta y un hombre enmascarado la hizo entrar.

El enmascarado cerró perfectamente y echó a andar, diciendo a doña Isabel:

—Seguidme, señora, y no temáis.

Llegaron así hasta una gran cámara en la que había varios sitiales antiguos y maltratados; el hombre hizo sentar a doña Isabel y se sentó también.

—Bien sabía yo, señora, que vendríais esta tarde —dijo.

—Pero decidme, ¿en dónde está mi hija?

—Calma, calma —contestó el enmascarado—, os lo diré, y lo que es más, os la volveré.

—¿Con que vos la tenéis? ¡Ah, cuánto os lo voy a agradecer!

—Sí, hablaremos ante todo; supuesto que yo no corro peligro alguno, me descubriré, que el antifaz me incomoda.

El hombre se quitó el antifaz y doña Isabel se levantó espantada; había reconocido a don Baltasar de Salmerón.

—Supuesto que me conocéis ya, no necesito deciros el precio que exijo por el rescate de vuestra hija —dijo don Baltasar con espantosa calma.

—Dejadme salir —dijo doña Isabel.

—Entended, señora, que esto no ha sido un juego; no saldréis de aquí sino muerta o con vuestra hija ¿comprendéis?

Doña Isabel volvió los ojos por todas partes y estaba sola, enteramente sola: entonces se arrepintió de haber acudido a la cita.

Don Nuño y don Felipe de Carbajal estaban verdaderamente desesperados. Doña Isabel había desaparecido de su casa y en quince días no se había tenido de ella ni la menor noticia.

En la ciudad se hacían mil comentarios y lo más válido era que la madre en su desesperación se habría tal vez suicidado arrojándose a algún canal.

La familia toda estaba de duelo, doña Violante y doña Leonor no salían de sus cámaras, y no se atrevían ni a preguntar por su hermana, esperando a cada momento tener una noticia funesta.

Llamaron una noche a la puerta de la casa y el portero asombrado miró entrar a doña Isabel, pálida y extenuada, con los vestidos desgarrados y manchados de sangre en algunos lugares.

Doña Isabel subió precipitadamente las escaleras y se arrojó en los brazos de su padre.

Don Nuño llegó entonces y la pobre dama le dijo con un aire de profunda desesperación:

—Nuño, nuestra hija estará aquí mañana, pero somos muy desgraciados.

—Explícate, explícate, Isabel, que me espantan tus palabras.

—Sí, me explicaré, me explicaré —contestó doña Isabel—, aunque me cause la muerte: oíd, padre mío, oíd vos también, y vengadme.

Y doña Isabel contó entre sollozos cuanto le había ocurrido, sin ocultar ni una palabra. Había querido matarse golpeándose contra las paredes, pero la habían contenido; había querido matarse de hambre, y habían abusado de su languidez cuando no podía resistir, cuando estaba casi desmayada, y entonces la habían arrojado a la calle prometiéndole como un consuelo enviarle a su hija.

Don Nuño y don Felipe se dieron una mirada significativa, después de haber escuchado con estupor aquella relación.

—Cálmate, Isabel, cálmate, hija mía —dijo don Felipe— eres la víctima de un crimen, tu conciencia debe estar tranquila.

—¡Padre mío! —contestó doña Isabel abrazándolo y llorando sin consuelo.

—Isabel —dijo don Nuño—, no tengo yo de qué perdonarte, una desgracia inmensa ha caído sobre nosotros; yo te vengaré, y ante todo es preciso guardar el más profundo silencio: el secreto es ahora mi honra, Isabel. Procura disimular, que nadie comprenda nada; veremos cómo se explica tu desaparición y tu vuelta.

—¡Oh Nuño, qué generoso eres y yo qué desgraciada! Dios mío, Dios mío ¿por qué me abandonaste? ¿Por qué me abandonaste? —decía la pobre mujer retorciendo sus brazos con desesperación.

—Isabel —dijo don Felipe— recuerda que tienes una hija y que mañana debe estar aquí.

—Ese hombre es capaz de engañarme, porque es capaz de todo; vos no le conocéis, padre mío…

En este instante sonaron en el zaguán tres golpes y doña Isabel, espantada, se refugió en los brazos de su marido.

Se oyó después abrir una puerta y luego pasos de muchas personas que entraban.

Don Felipe se adelantó para ver quiénes eran y descubrió una multitud de familiares del Santo Oficio a la cabeza de los cuales venía un comisario.

Estaba entonces recién establecido en México el Tribunal de la Inquisición, y aún no había celebrado su primer auto de fe.

Esto pasaba en 1573 y era el primer inquisidor don Pedro Moya de Contreras, que después fue nombrado arzobispo de México y virrey de la Nueva España.

A pesar de todo la Inquisición era ya el espanto de todas las naciones de donde se tenía noticia de sus crueldades y de su modo de proceder.

Don Felipe se estremeció, comprendiendo que una nueva desgracia le amenazaba.

El comisario del Santo Oficio llegó hasta la estancia en que estaba doña Isabel y dijo con voz solemne:

—Doña Isabel, doña Violante y doña Leonor de Carbajal ¿dónde están?

—Aquí estamos —contestaron las dos hermanas, que habían llegado atraídas por el rumor.

—Falta una —dijo el comisario.

—Aquí está —contestó doña Isabel presentándose ante sus hermanas asombradas, que ignoraban que estuviese allí.

—De orden del Santo Oficio, dense a prisión las tres —dijo el comisario.

El terror privó del uso de la palabra a todos.

Los familiares se apoderaron de las tres hermanas, y el comisario tomó posesión de la casa y de todos los bienes en nombre del Santo Oficio y como una garantía para los gastos del proceso.

Don Felipe y don Nuño fueron lanzados a la calle; igual suerte tocó a los criados y los esclavos quedaron por cuenta de la Inquisición.

Doña Isabel, doña Violante y doña Leonor partieron llorosas y tristes en medio de los familiares y casi no podían creer sino que soñaban.

—¿Qué hacemos, hijo mío? —dijo don Felipe.

—Señor —contestó don Nuño— esperadme aquí, que voy a seguir sus huellas hasta que me sea imposible acompañarlas más; voy a ver si averiguo el motivo de esta prisión; en fin, no sé verdaderamente lo que voy a intentar, pero las sigo.

Don Nuño partió tras la gente que llevaba a su esposa y don Felipe, apoyado contra el muro de su casa, cuyas puertas había sellado la Inquisición, quedó como anonadado ante desgracias tan grandes.

Las horas transcurrían y don Nuño no volvía. El cielo comenzaba a teñirse con la luz de la aurora; los vientos fríos de la mañana hicieron volver en sí a don Felipe.

A don Nuño debía haberle sucedido algo, porque de lo contrario hubiera vuelto; quizá lo habrían aprehendido también; era preciso buscarle en la misma dirección que habían tomado los familiares, que era indudablemente la de las cárceles del Santo Oficio.

Don Felipe comenzó a caminar.

En una de las esquinas de la Plaza Mayor vio un grupo de gente que se había detenido mirando algo; sin saber por qué su corazón latió con violencia. Se acercó al grupo: lo que miraban era un cadáver.

Don Felipe creyó que soñaba; aquel cadáver atravesado por una terrible puñalada en el pecho era el de don Nuño de Carbajal.

Tanto infortunio hubiera doblegado un espíritu menos fuerte que el de don Felipe; pero él tenía en sus venas la sangre de un héroe. Recibió este nuevo dolor con resignación, y no queriendo por más tiempo dejar expuesto el cadáver del marido de su hija a la curiosidad de la indiferente multitud, le levantó entre sus robustos brazos, se lo colocó en el hombro y echó a andar a la ventura, sin saber a dónde depositar aquella carga para él preciosa, sin saber a dónde encontraría un refugio.

Era ya de día y todos, al mirar a un hombre que llevaba a cuestas un cadáver ensangrentado, y que caminaba al parecer sin rumbo, se detenían, se hablaban, y muchos comenzaron a seguirle.

A poco rato aquello ya era un escándalo y un alcalde, acompañado de varios alguaciles, le salió al encuentro, le detuvo y le condujo a las cárceles de la ciudad.

Don Felipe obedeció sin replicar: llegaron a la cárcel, contestó con sencillez cuantas preguntas se le hicieron y, aunque don Felipe era persona muy conocida en la ciudad, su calidad de criollo y lo que había pasado a su hija con el Santo Oficio hizo que no se le creyese bajo su palabra. Los oidores de la sala del crimen mandaron sepultar el cadáver y mantener en prisión a don Felipe hasta que se averiguase la verdad de los hechos.

Diez meses permaneció en la cárcel el desgraciado Carbajal acusado, por las apariencias, del asesinato del marido de su hija; las declaraciones se sucedían, los testigos se multiplicaban y los días pasaban unos en pos de otros sin traer un consuelo a aquel desgraciado.

En una noche había quedado pobre y solo en el mundo; toda su familia había desaparecido, todos sus bienes estaban en poder de la Inquisición; nadie se interesaba por él y su causa iba como querían sus jueces.

Don Felipe había adquirido una resignación tan grande que no exhalaba una queja.

Por fin, un día las puertas de la cárcel se abrieron para dejarle salir y se encontró libre, pero miserable, solo, sin conocer a nadie, sin saber a quién acudir para tener noticias de sus hijas.

Pero su amor paternal le dio resolución y se dirigió antes que a ninguna parte, a las puertas del templo de Santo Domingo.

Allí estaba la Inquisición, allí, si aún existían, estarían sus hijas.

Parado a la entrada de aquel templo, pasaba Carbajal los días sin encontrar a quién hacer una pregunta.

En las noches se quedaba ya en una casa en que por caridad le permitían dormir, ya en el cementerio de alguna iglesia, ya en alguna callejuela desierta, y expuesto al frío y a la lluvia. Pero no desmayaba, porque creía que vigilaba a sus hijas.

Así pasaron también muchos meses.

Llegó así el año de 1575 y comenzaron a hacerse grandes preparativos para el primer auto de fe que debía celebrar públicamente y con grande solemnidad el Tribunal de la Inquisición.

El terreno escogido para esta horrible ejecución fue una plazoleta que había frente a las casas que fueron después el palacio de los marqueses del valle de Oaxaca, descendientes de Hernán Cortés.

Don Felipe creyó que mezclándose con los familiares y con los trabajadores que preparaban los tablados y demás aparatos, sabría algo de sus hijas y ofreció sus servicios, que desde luego fueron aceptados.

Se trabajaba durante todo el día y en las noches quedaban allí algunos veladores.

Una de esas noches tocó a don Felipe quedarse y se sentó algo retirado de una hoguera, al calor de la cual conversaba un familiar con un amigo suyo.

Don Felipe, a pesar de la distancia, percibió algo de la conversación y oyó pronunciar su nombre.

—¿Con que también las Carbajales salen mañana? —decía uno de ellos.

—También —contestó el familiar— que ahora se puede decir porque ya no es secreto, que mañana se leerán las sentencias.

—¿Y qué han hecho?

—¡Friolera! Están convictas y confesas de judaizantes y de que celebraban los sábados y la Pascua comían el cordero, y señalaban sus casas con la sangre del cabrito, como dicen que hacían los judíos y otras mil cosas.

—¿Conque así eran de malas?

—Sí, y lo que es peor, que tenían comercio con el demonio.

—¿Con el demonio?

—En carne y hueso, y eso que yo mismo lo vi.

—¿Cómo?

—Pues no es cuento, que después que le dieron el tormento a las dos más chicas, se quisieron seguir los señores inquisidores con la más grande y no pudieron aplicárselo porque estaba encinta.

—Sí; pero ésa, que según dicen se llamaba doña Isabel, era casada.

—Lo mismo pensaron sus señorías, pero cuando nació la criatura la madre se puso como una loca y no la quiso ver, y gritaba como desesperada pidiendo de por Dios que le quitaran a la niña, que una niña era; que se la quitaran, que no le dijeran nada a su marido, porque aquella muchacha era hija del demonio.

—¡Jesús me favorezca!

—Y yo recogí a su niña y fui a tirarla de orden de sus señorías; pero aquí va lo mejor, que la muchacha olía a azufre y tenía unos ojos azules pero como de lumbre, y como que me la dieron casi en cueros, yo antes de tirarla pensé hacerle una señal para reconocerla, y dije: «Hija del demonio es, pues yo póngole una cruz» y quise hacerle una cruz con mi daga en la espalda y me acerqué a una luz y la descubrí; pero ¿cuál sería mi horror al mirar que el demonio la había marcado ya antes?

—¡Ave María Purísima! ¿Y cómo?

—Con una llama roja que tenía pintada en la espalda.

—¿Y qué hiciste?

—Me asusté tanto que la dejé en la primera puerta que encontré.

—¿Se moriría?

—No, me dio lástima y me quedé allí cerca escondido para que no fueran a comérsela los perros, y tuvo la chica tanta fortuna que a poco ahí está un caballero embozado que pasa; ella, como si conociera, lloró: el caballero la levantó, la abrigó con su capa y se la llevó.

—¡Mira qué cosa!

—Pues falta lo mejor: como hubo de doblarse el tormento a las tres hermanas y me tocó asistir a él, pude observar que todas ellas tenían la misma marca que el diablo había puesto a su hija.

—Malas deben ser esas damas y es lástima, porque dicen que son muy hermosas.

—Cuéntamelo a mí que las vi desnudas: de lo que poco hay. ¡Qué pies, qué brazos, qué cuello! Vamos, si daba lástima ver cómo crujían aquellas carnitas tan suaves y cómo se crispaban aquellos miembros tan bien formados, porque les dieron el extraordinario.

—¿Y aguantaron?

—Algo, al fin confesaron; pero ya estaban muy maltratadas.

—¿Y ahora qué les van a hacer?

—¡Toma! A quemarlas por judías.

—¿Vivas?

—¡Vaya! Vivas y muy vivas, que lo merecen.

Un gemido interrumpió la conversación; era don Felipe que había oído aquella terrible relación.

—¿Quién se queja? —preguntó el familiar.

—Ese trabajador sueña; quizá tendrá alguna pesadilla.

—Puede ser.

Todo estaba dispuesto para el auto de fe.

Un tablado se levantaba a uno de los lados, y en él había una especie de trono suntuosísimo que debía ocupar el inquisidor mayor; el virrey y los demás personajes de la comitiva asistirían al espectáculo, tenían en el mismo tablado sitiales o asientos.

A los lados del trono había dos púlpitos para los relatores que debían leer los procesos y las sentencias; enfrente de ellos otro púlpito para el predicador.

Del mismo lado que el púlpito del predicador, había otro tablado para los penitenciados, que debían colocarse en bancas los menos principales, y los demás notables en una especie de escalinata que se elevaba en el centro de este tablado.

La curiosidad pública era suma; desde muy temprano los balcones, las azoteas, las ventanas y las puertas, en las calles que conducían del templo de Santo Domingo a la Plaza Mayor, estaban llenos de damas ricamente vestidas, y de apuestos caballeros; las carrozas y los jinetes ocupaban todas las bocacalles y los edificios se habían engalanado con cortinas y flores para que pasase por allí la procesión.

Muy temprano el virrey, la audiencia y los principales empleados del rey y de la ciudad, se reunieron en Palacio y se dirigieron a la Inquisición, en donde les esperaban ya los inquisidores para organizar la marcha de la comitiva.

Todo el mundo estaba en expectativa; sonaron las campanas de Santo Domingo y comenzó a subir la procesión.

Aquello era una mezcla de suntuosidad y de desgracia, que sólo oírlo contar causa horror.

Las mazas del ayuntamiento abrían la marcha.

Después seguían la infinidad de particulares y personas de posición en la ciudad, ostentando riquísimos trajes y orgullosos de tomar parte en el acompañamiento.

Después de ellos, en dos hileras, seguía a la derecha mano la universidad y el cabildo eclesiástico, y a la izquierda, el ayuntamiento, el corregidor de la ciudad y los oficiales reales, todos de gran gala.

Venían después el alguacil mayor, secretario y receptor del Santo Oficio, y luego el promotor fiscal, con el estandarte del Tribunal, cuyos cordones llevaban caballeros de la principal y más lucida nobleza de México.

Seguía la Audiencia y cerraba la marcha el inquisidor mayor, llevando a su derecha al virrey y a su izquierda al inquisidor menos antiguo.

Tras de tan lucido cortejo venían los sentenciados de dos en dos, acompañado cada uno de un fraile que les exhortaba a grandes voces, y custodiados por familiares del Santo Oficio.

Era una cosa espantosa mirar a aquellos desgraciados, cubiertos con sacos y corozas y sambenitos, en los que había pintados diablos, y víboras y sapos y llamas y calaveras, que parecían una mascarada, y con el terror y la desesperación y la muerte impresas en su rostro: aquello era burlarse de su agonía.

Las tres hijas de don Felipe de Carbajal caminaban entre los penitenciados; a pesar de sus grandes sufrimientos, doña Violante y doña Leonor conservaban su belleza, y la palidez excesiva de sus rostros hacía lucir más el encanto de sus brillantes ojos.

Marchaban penosamente, porque iban descalzas y sus pies pequeños y delicados podían apenas sostenerlas, maltratados por las piedras de la calle.

Llevaban por todo traje una especie de túnica negra ceñida en la cintura por un cordel, sin mangas, y que les llegaba apenas a las rodillas, dejando ver sus brazos torneados y blancos, cubiertos de horribles contusiones.

En la cabeza llevaban un cucurucho, como le decía la gente de la Inquisición, muy alto y negro también.

La túnica y el cucurucho estaban sembrados por todas partes de diablos, de llamas, de calaveras y de papel dorado y rojo.

A pesar de aquel espantoso atavío, quizá no había ni un hombre ni una mujer que no exclamase al verlas pasar:

—¡Qué lástima! ¡Pobrecitas, tan jóvenes y tan bellas!

La procesión llegó hasta el paraje destinado para el auto de fe; sentóse el inquisidor mayor y le imitaron todos.

Los penitenciados fueron colocados en sus respectivos puestos y los relatores de las causas subieron a los púlpitos.

En tres postes de piedra que tenían argollas de hierro enclavadas, y al pie de cada uno de los cuales había un grande haz de leña, fueron atadas las tres hermanas.

Doña Isabel no era ya ni la sombra de lo que había sido en otro tiempo; los sufrimientos la habían hecho cambiar de tal manera en pocos meses, que parecía una anciana.

Su rostro estaba surcado por las arrugas, su cabello estaba casi blanco y su mirada era vaga y casi estúpida.

Todas tres se dejaron atar sin resistencia al poste fatal.

En el centro quedó colocada doña Isabel, a la derecha doña Violante y a la izquierda doña Leonor.

Atadas al poste, tenían que estar de pie sobre la misma leña que debía consumirlas, mirando cerca de sí una gran fogata alimentada constantemente por los familiares y de donde se tenía que tomar el fuego para comunicárselo a las hogueras.

Aquel sufrimiento moral debía ser mil veces más terrible que la misma muerte; y se sienten crispar las carnes al pensar lo que sentiría el alma de aquellas desgraciadas durante el tiempo que tardaron las ceremonias, el sermón y las lecturas de los procesos y sentencias.

Un sol ardiente derramaba sus rayos sobre la cabeza de aquellas desgraciadas y la sed se hacía para ellas insoportable, porque dos o tres veces pidieron agua por amor de Dios.

Pero nadie les hizo caso.

Llegó por fin, después de tres horas de martirio, el momento supremo.

El verdugo se encaminó a la hoguera de doña Violante con una tea encendida y la introdujo entre la apilada leña.

Podía desde lejos mirarse el terror más espantoso retratado en el rostro de aquellas infelices, podía verse el temblor de sus carnes, podían oírse sus dientes chocar rápidamente unos con los otros, y el horror del cuadro aumentarse con los cantos religiosos y los rezos de los sacerdotes.

Una nubecilla de humo salió de la leña que debía consumir a Violante.

El verdugo había ya con rapidez puesto fuego a las otras dos hogueras, y casi en el mismo instante las llamas se alzaron en las tres, y tres gritos que partían el alma, tres gritos de supremo dolor, de horrible angustia, se escucharon simultáneamente.

Entre las llamas que se alzaban de las túnicas y el pelo, podían verse a las tres hermanas al través de una nube de humo, retorcerse, levantar los brazos y las piernas, hasta donde se los permitían sus cadenas, alzar el rostro y lanzar agudísimos gritos.

Poco a poco sus movimientos se hicieron menos violentos, sus carnes fueron quedando negras; por fin inclinaran las cabezas, las llamas consumieron aquellos rostros hechiceros, y después, carbonizados aquellos cuerpos, cayeron dentro de la hoguera y se convirtieron en cenizas.

Cuando el fuego se apagó para recoger aquellas cenizas y arrojarlas al viento como mandaba la sentencia, no quedaban ya de aquellas tres mártires más que una mano de doña Violante, adherida al anillo de hierro con que estaba atada.

Aquella mano estaba negra, pero había conservado su figura.

Los verdugos la arrancaron de allí y la arrojaron en otra hoguera preparada para quemar a un judío.

Don Felipe de Carbajal fue encontrado en una de las calles vecinas, tirado en el suelo y sin conocimiento.

Comenzaba entonces otra gran peste entre los mexicanos, que llevó al sepulcro más de dos millones de víctimas en un año que duró.

Era la epidemia más espantosa de cuantas hacía mención la historia, y ya apenas alcanzaba el tiempo a los vivos para enterrar a los muertos.

Muchos cadáveres eran arrojados a las acequias, y muchos devorados en los campos por las fieras.

El virrey don Martín Enríquez había hecho abrir algunas casas vacías para depositar y cuidar a los enfermos y el arzobispo Moya de Contreras había hecho lo mismo por su parte; pero no era posible ni aun enterrar el gran número de muertos que diariamente hacía la epidemia.

Ni el nombre de la enfermedad sabían los médicos, ni pudieron encontrarle jamás remedio.

Terribles dolores en la cabeza, calenturas, inquietud en el espíritu, un deseo irresistible de huir de las habitaciones, hemorragia por las narices; éstos eran los síntomas, y luego, a los nueve días, la muerte.

El médico más notable entonces, que era el doctor don Juan de la Fuente, declaró que nada valía la ciencia, y el cuidado de los apestados se encomendó a los frailes de los conventos de la ciudad.

México parecía entonces un panteón.

Don Felipe de Carbajal fue levantado de la calle el día de la ejecución de sus hijas, atacado ya de la peste, y conducido inmediatamente a uno de los lazaretos que había establecido el virrey.

Había perdido el conocimiento, arrojaba ya sangre por la nariz, estaba perdido.

Nueve días después, una mañana dos criados del lazareto sacaban el cuerpo de don Felipe para depositarle en un gran patio, adonde ocurrían grandes carretas para llevarse los cadáveres al cementerio.

Llegaron los conductores y comenzaron a hacinar cadáveres en su carro.

El de don Felipe fue uno de los últimos, y vino a quedar colocado encima de otros muchos.

Llegaron al panteón; allí se hacían inmensos zanjones y se arrojaban en él a los muertos que dejaban allí los conductores para ir en busca de otros.

Pero aquel acarreo era constante, aquel trabajo era sin descanso.

Los sepultureros tomaban los cuerpos de los pies y de las manos, y los arrojaban a la fosa común.

Habían comenzado ya su operación cuando oyeron un suspiro entre los muertos, luego un quejido, y después vieron que uno de los cadáveres se incorporaba.

Los sepultureros volvieron con indiferencia el rostro a mirarle.

—Vaya; otro que han traído vivo —dijo uno.

—Así es todos los días —contestó el otro—. Mejor; más trabajo para ellos, menos para nosotros.

—Agua —dijo el hombre que había resucitado de entre los muertos, y que era don Felipe de Carbajal— agua por amor de Dios.

—Dale agua a ese pobre —dijo un sepulturero a una mujer que llegaba.

La mujer, acostumbrada ya sin duda a aquellas escenas, llevó a don Felipe un jarro de agua, cuidando poco de andar por el suelo o sobre los muertos.

Mientras que Carbajal bebía el agua, la mujer le miraba.

Carbajal estaba desnudo y la marca roja de su espalda llamaba la atención de la mujer.

—Mira —dijo la mujer al sepulturero— este hombre tiene la misma señal en la espalda que la niña que nos dieron el año pasado.

—¿Cuál niña? —exclamó don Felipe.

—Una huerfanita —contestó la mujer—. Ven —agregó dirigiéndose al sepulturero—, ven a ver.

El hombre se llegó a Carbajal y comenzó a examinarle a su vez.

—En efecto —exclamó.

—Sí, tengo esa mancha —dijo Carbajal— y todos los de mi familia la tienen.

—Entonces esa niña debe ser de vuestra familia.

—¿Qué edad tendrá?

—Parece que dos años, comienza ahora a hablar.

—Señora, esa niña es mi nieta Juana, que nos fue robada el año pasado.

—Robada ¿y cómo? —dijo con interés la mujer.

—Yo mismo no lo sé —contestó Carbajal—; pero es ahora la única persona que me queda de mi familia; todo lo he perdido sobre la tierra.

—¿Con la peste?

—Sí —dijo Carbajal no queriendo descubrir su historia a aquellas gentes.

—¡Pobre niña, es tan bonita, tan humilde! La queremos como a nuestros hijos, y sólo por eso no la hemos dado, porque nosotros somos pobres y tenemos muchas criaturas.

—Ahora yo la recogeré —dijo don Felipe.

—¿Recogerla? —contestó con indignación la mujer—. ¿Recogerla? ¿Y os figuráis que después de haberla criado y de quererla tanto, se la íbamos a dar al primero que dijera «soy su padre»? No señor, nunca, nunca.

—Pero señora, si vos misma habéis visto la señal que tiene esa niña en la espalda y la que tengo yo.

—Eso puede ser una casualidad, que no es difícil entre diez mil cadáveres que han traído… Lo que yo podré hacer será que la veáis de visita en mi casa… pero darla, nunca… si la quiero como si fuera mi hija…

—¡Señora, por Dios…!

—Nada, si queréis así, bien; y si no, no; y eso, antes es necesario que estéis enteramente bueno y que haya pasado la peste, porque si no, como ella puede ser verdad que sea de vuestra sangre, quizá se nos vaya a contagiar…

—Tenéis razón… —dijo don Felipe reflexionando.

—Entonces procurad buscar una casa para curaros y después que todo haya pasado, veréis a la niña.

Don Felipe comprendió que no había más remedio que conformarse.

Haciendo un esfuerzo terrible, se levantó y salió de entre los cadáveres.

Por más que hizo no logró que la mujer le diese las señas de su casa.

—Aquí buscaréis a mi marido y él, que sabrá cómo va la peste por los cadáveres que entierre, dirá cuándo debéis ir; si os digo mi casa, me espiáis y en un descuido seréis capaz de robaros a la niña.

—Pero después sucedería lo mismo, si tales fueran mis intenciones.

—No, porque no habiendo peste, mi marido no necesita estar aquí todo el día, ni yo salir a traer la comida. Id a curaros y tened paciencia.

Don Felipe se resignó, y apoyándose en las paredes, salió a la calle en busca de un asilo para curarse.

Sólo Dios podía valerle en aquel horrible aislamiento.

Don Felipe encontró amparo en casa de unos pobres que se condolieron de su situación, pero su convalecencia era penosa y no le fue posible salir a la calle hasta que habían transcurrido ya tres meses.

El primer día que pudo andar se dirigió al camposanto; la peste disminuía en intensidad, y no era ya tan grande el número de cadáveres que se enterraban diariamente.

Don Felipe buscó entre los sepultureros y no encontró al que necesitaba; preguntó por él y no pudieron darle razón.

Por fin uno de los trabajadores había conocido al hombre cuyo paradero deseaba saber don Felipe.

—Ya me acuerdo de ése —dijo—; murió de la peste hace como un mes.

—¿Murió?

—Sí, aquí está también enterrado él, su mujer y dos hijos.

—¿Una niña entre ellos?

—No, varoncitos los dos; yo mismo los arrojé a la zanja.

—¿Y las otras criaturas que había en su casa?

—Pues quién sabe; como quedaron abandonadas, no sé qué habrá sido de ellas.

—¿Conocéis por ventura a alguno de sus parientes?

—A nadie.

Don Felipe quedó como si un rayo hubiera caído a sus pies; había concebido y alimentado una esperanza, y la perdió de repente.

La suerte no se cansaba aún de perseguirle.

Mi historia

(CONTINÚAN LAS MEMORIAS DE DOÑA JUANA)

Cuanto te he referido, Esperanza, acerca de nuestra familia, lo sé por las relaciones de mi abuelo don Felipe de Carbajal. Ahora voy a narrarte la historia de mi juventud y de mis desgracias.

Nada recuerdo de la casa del sepulturero ni de su familia. Era yo tan niña, que para mí todo eso es como si nunca hubiera existido; mi memoria se conserva desde que tenía yo ya cinco años, y que vivía con una mujer llamada Esther, cuyo marido, más joven que ella, había sido soldado y trabajaba como sobrestante en las obras de albañilería.

Ni Esther ni Luis, su marido, tenían parientes y en mi infancia me cuidaban con tanto esmero como si yo hubiera sido verdaderamente su hija. Y yo me acostumbré a llamarles «padre y madre».

Teníamos una vida tan tranquila que los años se deslizaban siempre iguales los unos a los otros, y así como sin sentirlo y sin comprenderlo, me encontré ya hecha una mujer, una joven de veintidós años.

Pero yo no conocía lo que era eso que se llama el mundo, jamás había salido de mi casa más que a misa a las cinco de la mañana en verano, y a las seis en invierno.

El resto del día lo pasaba encerrada en mi casa, y ni siquiera había llegado a comprender que hubiese algo que se llamase amor, a pesar de que algunas veces sentía en el alma cierta inquietud vaga y desconocida.

Había yo observado hacía ya algún tiempo que el hombre a quien tenía yo por mi padre iba tomando un aire de tristeza muy marcado, que me miraba de una manera extraña, que gustaba de estar a mi lado más tiempo cada día, que me acariciaba con mucho ardor, y que cuando, como de costumbre, llegaba yo a besarlo, se estremecía y se ponía encendido.

A pesar de mi inexperiencia, esto me hacía reflexionar algunas veces que algo extraño debía pasar en aquel hombre y lo que más me hacía pensar, era que algunas veces cuando me acariciaba oía acercase a mi madre y él se retiraba precipitadamente como con terror.

Yo, combatida por estos pensamientos, comencé también a entristecerme.

Un día mi padre me dijo con profunda ternura:

—Hija mía ¿me quieres mucho?

—Mucho —le contesté besándole una mano.

—Y si quisiera irme de aquí ¿me seguirías?

—Hasta donde tú quisieras.

—Entonces prepárate, porque quizá pronto partiremos.

—¿Y mi madre?

—Ni va con nosotros ni debes decirle nada ¿lo oyes? Si lo supiera, tú y yo seríamos perdidos.

En este momento oímos los pasos de Esther que se acercaba. Luis se retiró violentamente y se puso encendido.

La mujer entró y debió no haber notado nada, porque nada dijo.

Hacía también algún tiempo que había entre Luis y su mujer grandes y contenciosos altercados, y disputas que algunas veces tomaron un carácter tan violento que llegaban a las manos.

Entraba yo a apaciguarlos, y una vez oí a Esther que decía a su marido:

—Un día de éstos voy a contárselo todo a esa muchacha.

—Ese día te mato —dijo Luis.

Al verme, los dos callaron; pero aquellas palabras estuvieron dando vueltas muchos días en mi cerebro.

Cada vez que me encontraba a solas, Luis me decía:

—Hija, ¿ya estás dispuesta?

—Sí —le contestaba yo.

Había entendido que ambos querían separarse por la vida que llevaban; y como Esther había dado en maltratarme cruelmente todo el día, mientras que Luis me acariciaba y me contemplaba, yo no podía vacilar en la elección.

Para mí ellos eran mi padre y mi madre, y en caso de separarse, con alguno debía irme, y me parecía mejor que fuese con el que mejor me trataba.

Yo esperaba el día de la partida con temor por lo que podría decir mi madre; pero también con alegría, porque a cada instante era más triste mi situación.

Una noche, ya en las altas horas, oí una de tantas disputas en el cuarto de Luis y de Esther; creí que sería cuestión de toda la noche, pero me engañé; a poco todo volvió a quedar en el más profundo silencio.

Habría pasado una hora de esto cuando llamaron a la puerta de mi cuarto.

Me levanté creyendo que alguien se habría enfermado; abrí la puerta y vi a Luis en traje ya de camino, aunque sumamente pálido y desencajado.

—Vámonos —me dijo.

—¿A dónde?

—¿No te advertí que estuvieras preparada?

—Lo estoy.

—Pues vamos.

—¿Y si me pega mi madre?

—No tengas cuidado; ella se ha ido ya primero que nosotros y nada te dirá; pero date prisa y vámonos.

Él esperó en la puerta, yo me vestí apresuradamente, tomé toda mi ropa, que estaba ya preparada de antemano y dije:

—Ya estoy.

—Sígueme; ven.

Salimos de la casa y yo iba casi con terror; al pasar frente a la cámara en que dormía Esther advertí que no había luz; esto me calmó. Sin duda, como decía mi padre, ella había partido antes que nosotros, abandonándonos.

Llegamos a la calle y comenzamos a caminar.

Yo ni conocía las calles ni los rumbos ni sabía a dónde nos dirigíamos; del brazo de Luis, caminaba sin hacerle pregunta ninguna.

En todo aquello había algo de misterioso que me amedrentaba y que no me atrevía a sondear.

Luis iba sombrío y silencioso, pero al mismo tiempo sobresaltado, volviendo el rostro cuando creía escuchar algún rumor, y recatándose cuando creía que alguien se acercaba.

Cuando amaneció estábamos ya fuera de la ciudad.

Yo no sabía lo que eran los campos; caminando por ellos, la aurora, el cielo, los ríos, las aves, todo me encantaba, me hacía feliz.

Respiré el aire puro de la mañana y me puse tan alegre que Luis me lo conoció; entonces él también comenzó a perder el ceño y mirándome con ternura me dio un beso.

—¿Estás muy contenta, vida mía? —me dijo.

—Sí, padre mío —le contesté.

—¡Oh! No me digas padre.

—¿Por qué?

—No me gusta.

—Pero ¿por qué?

—¿Por qué? En primer lugar porque no soy tu padre.

—¿No sois mi padre? Pues entonces ¿qué sois mío?

—Por ahora, mi vida, nada; yo te crié y te quise como a una hija, pero creciste y me fue ya imposible verte como a tal. Me gustabas para mujer y no para hija. Esther era tan fea, tan vieja, tan mala, y tú tan joven, tan buena, tan bonita, que era preciso que yo te quisiera, y por eso te he sacado de aquella casa para que seas mi mujercita. ¿Te gusta?

Yo nada contestaba. Luis me abrazaba y procuraba besarme, pero desde que yo había sabido que no era mi padre, que quería que yo fuera su mujer, me repugnaba aquel hombre.

Como mi padre, lo veía simpático y amable; como amante, le veía viejo y repugnante.

Seguimos caminando y yo comencé entonces a ponerme triste y preocupada. En poder de Luis no tenía yo más remedio que sucumbir, porque me faltaba hasta el miserable apoyo de Esther. Yo pensaba en ella como en una esperanza; concebí la idea de disimular con Luis, escapármele en la primera oportunidad y volver en busca de Esther.

Almorzamos en un pequeño rancho adonde hicimos alto, porque iba yo muy cansada; allí Luis comenzó a presentarme a todos como su mujer.

Durante todo el camino y allí mismo, no había cesado de hablarme frases de amor y palabras provocativas para encender sin duda en mi pecho un amor que estaba muy lejos de sentir.

Volvimos a ponernos en camino aquella tarde y al anochecer llegamos a otro rancho.

Las gentes que lo habitaban eran hospitalarias como casi todos los campesinos. Luis pidió posada para él y para su mujer, y nos dedicaron un pequeño cuarto, cuyas paredes, como el rancho todo, eran de tablas.

Cenamos y nos retiramos. Yo me estremecía de horror al pensar que pasaría la noche tan cerca de él; confiaba yo en mi resolución, pero había llegado a tenerle miedo.

—Vamos a ser muy felices —me dijo así que estuvimos solos.

—Sí —contesté temblando.

—Porque yo te quiero mucho y llevo dinero para que vivamos muy contentos.

—¿Y no nos perseguirá Esther? —dije procurando alargar la conversación.

—Imposible.

—Yo le tengo mucho miedo y no seré vuestra mujer mientras ella pueda alcanzarnos.

—Entonces puedes serlo desde este instante, porque nunca nos alcanzará.

—¿Cómo?

—Sí; ahora que estamos lejos, voy a contártelo todo. Esther me tenía aburrido y era además el obstáculo que tenía yo para que tú fueras mía; todos los días pleitos y disputas ¡yo, que ya necesitaba poco! Anoche me dio una bofetada y yo tomé un martillo y le di con él en la cabeza.

—¡Jesús!

—Cayó, quise levantarla, pero estaba ya muerta.

Apenas podía yo respirar escuchando aquella relación.

—Viendo que aquello no tenía ya remedio —continuó Luis—, la acosté en su cama, tomé el dinero y las alhajas que pude; te llamé, nos salimos y laus Deo.

—¿Pero nos perseguirán? ¡Quién sabe qué será de nosotros, Dios mío! ¿Qué habéis hecho? ¿En qué me habéis comprometido?

—No temas, mi bien, que yo sabré arreglar las cosas de manera que no tengas nada que temer.

Calló él y callé yo, meditando quizá ambos en lo mismo.

Así pasó largo rato hasta que él me dijo:

—¡Alma mía! Mañana debemos madrugar para continuar nuestro camino y es preciso dormir un instante.

Yo ni pensaba en dormir, ni en descansar; no tenía más idea fija que huir del lado de aquel hombre que me causaba espanto.

Pero estaba yo encerrada con él y era preciso buscar un arbitrio y Dios me inspiró y me auxilió. Se oyeron por el camino que estaba al frente de la casa en que nos habían dado hospitalidad, las pisadas de varios hombres a caballo.

—¿Escucháis? —le dije fingiendo más terror que el que realmente sentía.

—Sí —contestó—, ruido de caballos.

—Salid a ver; quizá nos persiguen y es preciso huir.

Él vacilaba pero yo le animé y él, procurando no ser visto ni hacer el menor ruido, salió del jacalillo en que estábamos.

En el momento me lancé a uno de los lados del jacal, rompí las delgadas tablas de que estaba formado y me encontré en el campo.

La noche estaba oscurísima y yo no conocía el rumbo; pero corrí, alejándome sin pensar a dónde iba.

No sé lo que pasaría con Luis, porque yo corrí, corrí mientras tuve fuerzas, y después poco a poco, pero siempre avanzando, caminé hasta que comenzó a amanecer.

Casi desmayada de fatiga y de sueño caí al pie de un árbol y me quedé dormida.

Debí dormir una gran parte de la mañana porque cuando desperté el sol estaba ya muy alto.

Oí voces cerca de mí y me incorporé sobresaltada: un joven que se había parado junto a mí y me contemplaba fijamente, fue lo primero que llamó mi atención. Hablaba con dos o tres lacayos que, a caballo y a poca distancia, tenían la brida de un caballo ensillado que era sin duda el del joven.

Preocupada como estaba, creí al principio que sería tal vez gente de la justicia que me perseguía para prenderme y no me tranquilicé hasta que el joven me dirigió la palabra.

—A fe mía, señora —me dijo— que no comprendo ni cómo habéis venido hasta aquí, ni cómo os habéis atrevido a dormir con tanta confianza en un paraje tan solitario.

—Señor —le contesté— ni conozco el lugar en que estoy ni sé tampoco por dónde he venido aquí.

—Entonces ¿cómo es que os encuentro sola? ¿Habéis perdido a vuestra familia? ¿Os habéis extraviado?

—Señor, nada podré deciros porque nada recuerdo en este momento.

—Curiosa aventura debe ser ésa por cierto, pero supongo que no querréis permanecer aquí. ¿Qué pensáis? ¿A dónde pretendéis dirigiros? Decidme, porque os aseguro que sólo la casualidad nos ha hecho cruzar por este sitio, por el cual en muchos días no veréis quizá pasar a otro hombre.

En vez de contestarle, púseme a llorar.

—No lloréis, señora —me dijo—. ¿A dónde queréis que os conduzca? ¿A dónde está vuestra casa?

—No tengo casa, no tengo adónde ir; soy sola, sola sobre la tierra.

—¿No tenéis padres, ni parientes, ni amigos…?

—Nada tengo, nada más que mi desgracia —y torné a llorar.

—No os apenéis —me contestó—, tengo cerca de aquí una hacienda a donde podréis retiraros mientras pensáis, mientras determináis de vuestro porvenir; venid y no os apenéis.

El joven hizo acercar su caballo, montó en la grupa, me colocaron los lacayos en la silla y echamos a caminar.

En un pintoresco vallecito que descubrimos desde una altura, se alzaba la casa de la hacienda con sus paredes blancas, sus techos de ladrillos rojos sombreados por grandes árboles y a la orilla casi de un río cristalino.

El joven me había hablado muy poco durante el camino; me dejaba llorar y sólo de cuando en cuando me preguntaba si iba yo con comodidad.

Al llegar cerca de la hacienda uno de los lacayos se adelantó, sin duda para anunciarnos, porque cuando llegamos toda la servidumbre estaba ya esperando.

El joven me hizo bajar del caballo y me condujo a una habitación dispuesta ya para mí.

—Señora —me dijo— esta habitación es para vos; los criados están a vuestras órdenes. Vivo aquí enteramente solo: si queréis os servirán aquí la comida y si me honráis asistiendo a la mesa, tendré en ello un verdadero placer.

Preferí quedarme en mi cámara, y en todo el día y en el resto de la noche el hombre no volvió a presentarse, aunque los criados me servían con increíble eficacia.

Habían transcurrido varios días y yo me había hecho ya de alguna confianza con aquel joven que me prodigaba toda clase de atenciones.

Tenía yo siempre cerca de mí una criada que no me abandonaba y que había sabido ganarse mi afecto; aquella criada se llamaba María y por María supe que mi protector era don Pedro de Mejía, hijo de uno de los más ricos capitalistas de México, que era español y que había venido a aquella hacienda por pocos días, pero que la casualidad de haberme encontrado le había hecho detenerse allí.

Don Pedro había agotado sus galanterías y a pocos días de mi llegada había hecho traer de México para mí, trajes y cuanto podía necesitar una mujer.

Yo le había referido mi historia con la mayor franqueza.

Don Pedro y yo pasábamos la mayor parte del día juntos, ya en la casa, ya saliendo a dar largos paseos a pie o a caballo.

Una tarde volvíamos de una de estas correrías; él, acercando al mío su caballo, me dijo con mucha ternura:

—Decidme ¿nunca habéis amado a un hombre?

—Nunca —le contesté ruborizándome.

—¿Ni ahora?

No pude responderle, pero estreché su mano y agaché la cabeza.

Era que yo sentía que le amaba y que aquellas preguntas descorrían a mis ojos un velo.

Educada con el mayor abandono y sin el trato de la sociedad, ni conocía el peligro que me amenazaba ni lo que debía hacer para evitarle.

Tenía en mi corazón el pudor natural de una virgen, pero no la experiencia ni la luz de la educación.

Como aquél era mi primer amor, como debía yo tanta felicidad a aquel hombre, como él me rodeaba de tanta seducción, mi amor se encendió de una manera terrible y muy pronto su triunfo fue tan completo como fácil.

Pasaban los días fugaces para mí, había yo llegado a ser enteramente feliz, me olvidaba del pasado y no pensaba nunca en el porvenir.

Un día, sin embargo, noté que Mejía estaba fastidiado o triste y no pude conseguir que me dijera la causa.

Siguió así cada vez más sombrío, hasta que una mañana me dijo:

—He recibido cartas de mi padre y es preciso partir para México.

—¡Qué lástima! —le contesté— ¡éramos aquí tan dichosos!

—¡Qué hemos de hacer! Yo no tengo sino que obedecer; pero en México podremos seguir siendo dichosos.

—¿Lo crees así?

—Ya lo verás. He mandado que tomen para ti una casa y si no puedo ir a vivir a tu lado, te veré todos los días.

Yo me entristecí con estas noticias.

—Creo que voy a empezar otra vez a sufrir —le dije.

—No lo temas, ya verás cómo te engañas; tú partirás esta tarde para llegar a México de noche.

—¿Sola? ¿Sin ti?

—Yo me voy mañana; no es prudente que nos miren entrar juntos.

Callé, pero me puse a llorar.

Dos días después, acompañada de dos criados, llegaba yo a México, en donde encontré ya dispuesta una casa para mí.

Aquella casa era triste, mal amueblada, y estaba en uno de los suburbios de la ciudad, fuera ya de la traza por el lado del sur.

Uno de los criados me entregó algún dinero, recogieron el caballo que me había conducido y se retiraron.

Estaba yo completamente sola en la casa; no había ni una criada, ni una esclava, ni nadie absolutamente.

Procuré luego que una de las mujeres que vivían en las casas cercanas viniera para hacerme compañía y servirme, y comencé a prepararlo todo para el nuevo método de vida que iba a llevar.

Esperaba que don Pedro vendría muy pronto a verme, pero pasó un día y otro, y otro, y ocho y quince, y don Pedro no me enviaba ni noticias suyas.

Le amaba yo con tanto desinterés y con tanta fe creía en su amor, que lo menos que me figuré fue que me había abandonado.

Mi inquietud era grande porque suponía que estaba enfermo, que le había sucedido alguna desgracia, y no sabía qué partido tomar.

¿Buscarlo? ¿A dónde? Ni yo conocía la ciudad, ni sabía la calle en que él vivía.

Esperar era lo más prudente; él me amaba y aun cuando no fuera por mí, iba yo a ser madre y él no podía abandonar así a su hijo.

Pasó un mes y determiné por fin salir en su busca.

Para no perderme en las calles de la ciudad, determiné que me acompañase la mujer que me servía; todas las mañanas salíamos en busca de don Pedro y no podíamos encontrarle, retirándonos fatigadas en la tarde.

Un día en que estaba yo casi desesperada, acerté a pasar por delante de una gran casa que había en la calle de Iztapalapa.

Multitud de lacayos y de palafreneros conversaban en el zaguán de la casa y se divertían diciendo chuscadas a las mujeres que por allí pasaban.

Llegaba yo tímida a pasar por allí, cuando con la mayor sorpresa distinguí entre aquellos hombres a uno de los criados de don Pedro, que se llamaba Salvador, y al que había yo conocido perfectamente cuando estuvimos en la hacienda de Mejía.

Conocióme él también y apartándose de los demás, se dirigió a mí.

—Señorita —me dijo— ¡cuánto tiempo hace que no os veía!

—¡Salvador! —le contesté—, ¿qué ha sucedido con don Pedro? ¿Está enfermo, ausente?

—No señora, está muy bueno y sano aquí en México.

—Pero no ha vuelto a verme desde que llegué.

—Qué quiere usted, señora, así es el señorito con todas las mujeres.

Aquella respuesta me heló el corazón.

—Gasta —continuó el lacayo—, tira y hace mil locuras por una muchacha, mientras que le dura el capricho; después, anda vete, como si no la hubiera conocido. Le he visto encontrar a una chica con quien tuvo unos amores muy fuertes y ella se lo quedó mirando que hasta parecía tonta, y él ya ni se acordaba, y me preguntó: «Salvador ¿quién es esa muchacha? No está fea». Y cuando le dije quién era, se echó a reír como un niño.

Escuchando a aquel hombre, sentía yo que se hundía la tierra bajo mis plantas.

—Ahora —continuó Salvador— está muy entretenido con una muchacha muy bonita, y con ésa sí puede ser que se case, porque ésa sí es española…

No pude soportar más tiempo aquel martirio.

—Oye —le dije—, voy a pedirte un favor.

—Mándeme la señora.

—Vas a dar un recado a tu amo, de mi parte.

—La verdad, eso no, porque me regaña.

—¿Por qué tiene que regañarte?

—¿Cómo por qué? Porque cuando le hablo así de las mujeres que él ya dejó, me dice siempre muy atufado: «¿Quién te mete en eso? Si la quisiera yo para algo ¿crees que la hubiera abandonado?».

Me puse a llorar con tanta amargura que Salvador no pudo menos que conmoverse.

—Vamos, señora —me dijo—, no llore usted, yo veré si aprovecho un rato de buen humor del amo, y le digo. Vamos ¿qué quiere usted que le diga?

—Que quiero hablarle, que no exijo ya que me ame, pero que muy pronto voy a ser madre de su hijo; que no creo que tenga valor de abandonar a su hijo a la miseria. ¿Lo entiendes? A la miseria.

—Sí, señora, yo se lo diré; pero creo que salimos mal.

—¿Mal?

—Sí, porque el amo es tieso, y yo le conozco muy bien; ya otras pobres… pero en fin, se lo diré.

—¿Y me avisarás lo que contesta?

—Sí, señora. ¿A dónde os llevo la razón?

—¿Sabes mi casa?

—¿La que os tomó el amo?

—La misma.

—Bueno; entonces allá iré a deciros lo que se ha adelantado; pero no fiéis, porque yo sé que no hará caso, y bueno será que vayáis tomando vuestras providencias.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, allá os hablaré más despacio.

—¿Cuándo irás?

—Esperadme mañana o pasado mañana.

—Adiós.

—Adiós, señora.

No cesé de llorar desde allí hasta mi casa, que en verdad estaba muy retirada.

Salvador cumplió y al otro día temprano fue a verme.

En el rostro le conocí que no llevaba buenas noticias.

—¿Qué hay? —exclamé al verle entrar.

—Lo mismo que os había yo dicho; el amo me ha regañado de lo lindo.

—¿Pero qué te dijo para mí?

—Para vos ni una palabra; me llenó de improperios por haberme metido en este asunto: «Que ya se había cansado de vos»; «que si teníais un hijo, que Dios os la deparara buena» y en fin, que si me había yo figurado que era un lacayo para casarse con una criolla pobre, o un tonto para estarla manteniendo toda la vida, y que bastante honor os había hecho con teneros por dama algunos meses.

—¡Infame! —exclamé yo.

—Estábamos en esta tinga cuando acertó a entrar el padre del amo, que es un señor español de muy buen corazón y oyó de lo que se trataba.

—¿Y qué dijo, qué dijo?

—¡Ah! Ésa es otra cosa. Regañó a mi amo por andarse metiendo en amoríos con las criollas y le dijo que estos disgustos él se los buscaba porque se olvidaba de su alcurnia, bajándose así.

—¿Eso dijo? —pregunté indignada.

—Sí; pero agregó: «Esa mujer, ya que fue tu dama, no la abandones así, porque ya le diste honra que no merecía; es necesario que hagas algo por ella». Y entonces le aconsejó lo que debía hacer.

—¿Y qué era ello? —pregunté.

—Pues una cosa natural —continuó Salvador—. Me preguntó el amo si erais dama de mi gusto; contestéle que «muy mucho» y me dijo: pues entonces tómala por tu cuenta, que yo te aumentaré el salario en diez pesos para que puedas mantenerla. Creo que no quedaréis disgustada, porque al fin, algo habéis sacado, hermosa mía.

La sangre me ahogaba; aquello era una indignidad, una afrenta espantosa; aquello no tenía nombre.

El lacayo me tendía sus brazos para tomarme entre ellos, creyó sin duda que me consideraba yo feliz con lo que me proponía en nombre de sus amos.

—¡Miserable! —le grité dando un paso atrás— ¡miserable lacayo! No me toques, porque sería yo capaz de morirme de ira.

—Adiós —dijo él con desprecio—. ¡Qué criolla tan alzada!

—Retírate, Salvador, retírate; no vuelvas a poner aquí jamás un pie. Dile a ese infame de don Pedro, dile a ese miserable de su padre que yo trabajaré para mantenerme y para mantener a mi hijo; que me olviden como yo los desprecio a los dos, y que el cielo vengará mi inocencia y mi candor burlados por ese hombre, que sólo por rico se titula caballero. Sal de mi casa, sal inmediatamente.

Salvador, espantado de aquel arranque de furor que estaba muy lejos de esperar, salió sin murmurar una palabra.

Le vi alejarse, cerré la puerta de mi cuarto y me arrojé sollozando en un sitial.

La miseria me abrumaba; apenas tenías cuatro meses de nacida, hija mía, y yo tenía que ganar mi vida en los más rudos trabajos en que puede ejercitarse una pobre mujer.

Barría en las calles, ayudaba en las casas, hacía mandados en los conventos de monjas, y todo esto por una retribución tan corta que me alcanzaba apenas para comer.

Había dejado ya la casa que tomó para mí don Pedro, y dormía en un rincón del pobre cuarto que ocupaba la mujer que había sido mi criada; todos los muebles los había vendido, y sólo conservaba un colchón que tendía en el suelo por las noches.

Aún era yo joven y no me faltaban pretendientes que me ponían acechanzas, queriendo aprovecharse de mi desgracia y deslumbrarme con promesas; pero yo rechacé siempre esas proposiciones con desprecio.

Logré encontrar, por fin, un destino en una especie de hostería que se había establecido en la ciudad.

En aquel tiempo comenzaban a ponerse en México casas para los caminantes y hosterías.

En la que yo encontré acomodo concurrían gentes de buena clase, los jóvenes alegres y de la nobleza, y algunas familias que iban allí a tomar refrescos o a cenar.

Yo era joven y me encargaba la dueña de la casa de servir a los parroquianos limonadas, licores, bizcochos y otras cosas.

Como era natural, los jóvenes comenzaron a florearme y se atrevían, ya a apretarme la mano, a querer abrazarme, ya a procurar, aprovechándose de una distracción, darme un beso.

Yo sufría porque tenía necesidad de ganar mi vida, para dársela a mi hija.

Los parroquianos alegres me llamaron Hebe, que era, según la mitología, la que servía a los dioses el néctar, y yo tenía que obedecer y responder por este nombre mitológico.

Se distinguía entonces entre los concurrentes un hombre ya de edad, pero que era uno de los más «tormentistas», como los otros le decían; llevaba allí a unas damas de alegre vida y con dos o tres amigos permanecía en la casa, tomando, jugando y conversando hasta muy entrada la noche.

Este hombre, cuya historia supe después, se llamaba don Baltasar de Salmerón.

Don Baltasar determinó que yo sería suya y comenzó a molestarme de día y de noche, ofreciéndome y amenazándome sin alcanzar nada, y luego hasta interesar en favor suyo a la dueña de la casa, que se convirtió en intérprete de sus deseos y en auxiliar de sus malos intentos.

Una noche don Baltasar permaneció hasta muy tarde en la casa; observé que pedía más de beber que de costumbre, y que estaba sombrío. Un amigo íntimo suyo le acompañaba y se había sentado en una mesa que estaba cerca de la entrada de la cocina.

Como la noche estaba muy avanzada, se había cerrado ya la puerta que daba a la calle y en la casa, a excepción de la patrona que hacía sus cuentas del día, y yo que velaba por lo que podía ofrecerse, todos los demás dormían.

La conversación de Salmerón y de su amigo era acalorada y la curiosidad me llevó a escuchar: aquel diálogo me interesó.

—Sí, amigo —decía don Baltasar apurando un vaso de vino— hoy hace años la ejecución de las Carbajales y necesito distraerme para olvidar.

—¿Tal efecto os hizo?

—Si supiérais esa historia… —don Baltasar apuró otro vaso. Comenzaba ya a estar alucinado.

—Contádmela.

—¿Que os la cuente?… Vaya… os la contaré, aunque no con sus pormenores porque vos sabéis ya algo; pero en fin… ¿os acordáis de las Carbajales?

—Mucho. Tres muchachas como tres granos de oro, como tres perlas: doña Isabel, doña Leonor y doña Violante.

—Eso es cierto: pues yo era el amante de doña Isabel.

—¿Cómo? De la casada con…

—De la misma; esa dama tan rica y orgullosa fue mi dama.

—¡Y decían que era tan honrada!

—Ja, ja, ja… ¿Honrada, eh? Pues quince días vivió conmigo en una casa que está cerca de la capilla de los Mártires.

—¿Y su marido?

—Veréis, veréis si soy tonto. Mucho tiempo la seguí, y ella nada, desprecios y más desprecios. Se casó y tuvo una hija ¿recuerdas?

—Recuerdo.

—Robésela y púsele por condición para volverla a su poder, que me visitase sola.

—¿Y fue?

—Pues no… Fue y quiso resistirse allí, pero ya debéis suponer que era locura. Fue y me la tuve allí quince días.

—¿Y le devolvisteis a la niña?

—No soy tan imbécil; si la hubiera dejado mucho tiempo libre, me pierde, se venga; el día en que salió de mi poder estaba ya denunciada como judaizante en la Inquisición y el mismo día la aprehendieron, casi al llegar a su casa; ¡quizá me duermo!

—¿Y su padre y su marido?

—En cuanto a su padre, ni sé en qué paró; lo que es el marido, en esa misma noche le despaché al otro barrio.

—¿Le matásteis?

—¡Pues no! ¡Si me iba la vida de por medio!

—¿Y la niña?

—Debe ser ahora ya una moza como una amapola. Yo se la di en guarda a un sepulturero, murió éste de la epidemia de los indios, la niña quedó sola, y entonces se la entregué a uno que había sido soldado, que se llamaba Luis y que vivía con su esposa la vieja Esther, que jamás había tenido hijos.

—¿Moriría tal vez?

—No, y debe ser buena gaita la niña, porque he sabido que Luis se enamoró de ella, que mataron a la vieja y que huyeron; pero algún día la encontraré porque tiene la marca de la familia Carbajal, una llama roja pintada en la espalda.

Yo escuchaba atónita aquella relación; sin pensarlo había descubierto el secreto de mi nacimiento y la historia de mi familia.

Absorta en estas meditaciones, no advertí que la patrona de la casa estaba a mi lado.

—Mala costumbre es ésa de espiar a los caballeros —me dijo secretamente—. Retírate a tu cuarto, que yo arreglaré lo que falta que hacer.

Quise replicar, pero me miró de tal manera que atemorizada callé, y tomando a mi hija me retiré al aposento en que dormía.

Era este aposento un cuarto que tenía una ventana para una casa inmediata y una puerta que comunicaba con la cocina de la hostería.

Apagué la luz y pensando en doña Isabel y en don haltasar y en todo lo que había descubierto aquella noche, me quedé dormida arrullando a mi hija y soñando que caía yo en poder de Salmerón.

Desperté como sofocada; sentía que me oprimían y creí al principio que era un sueño, pero bien pronto me convencí de que era una realidad.

Dos brazos me estrecharon y una boca se posaba sobre la mía y me daba besos que me sofocaban, que me querían ahogar.

Luché al principio por desasirme pero no era posible; eran los brazos de un hombre robusto los que me aprisionaban; entonces conocí que mi única defensa era gritar.

Quise entonces gritar y grité:

—¡Socorro!

Pero una de las manos de aquel hombre buscó mi boca y me la tapó hasta ahogarme.

Luchaba yo con todas mis fuerzas, despertó la niña y comenzó a gritar.

Luchando siempre, logré levantarme, aquel hombre debía estar muy borracho porque vacilaba, y el nauseabundo olor del vino salía de su boca.

Por un momento quedamos inmóviles de fatiga; entonces él, aprovechándose de aquella tregua, me dijo:

—Cállate, muchacha; si no me conoces, yo soy rico, yo te sacaré de este miserable estado.

—Si no os retiráis grito, grito —le contesté.

—Eso será inútil; la patrona que podía auxiliarte está enteramente a mi disposición, la tienda está cerrada y nadie vendrá en tu auxilio.

—Sí, vendrá Dios.

—¿Vendrá? Pues aguárdale; no vaya a dejar ahora de hacer un milagro para una perdida como tú, y luego criolla.

—Dejadme, dejadme.

—Óyeme, soy el que por tanto tiempo te ha rogado, soy don Baltasar de Salmerón.

—¡Infame, el asesino de mi madre! —exclamé sin poder contenerme.

—¿De tu madre? —exclamó él, y sentí que sus manos me estrechaban con menos fuerza.

—Sí, sí —dije yo queriendo aprovecharme y desasirme de él.

—Pues que sea lo que el demonio quiera, no me importa —y volvió a luchar conmigo.

Gritaba yo, aunque no esperaba auxilio sino de Dios: mi hija lloraba y el hombre respiraba fatigado.

Casi exánime iba yo a caer, cuando se abrió repentinamente la ventana que caía a las casas vecinas y a la pálida claridad de la luna que por allí entró, vi destacarse claramente la figura de una mujer.

Don Baltasar quiso retroceder espantado y yo, aprovechándome de aquel momento, hice un esfuerzo desesperado y me separé de él.

—¿Qué sucede? —preguntó la mujer que había aparecido en la ventana, con un timbre de voz dulce y hechicero.

—¡Socorro, señora! —le grité—. ¡Socorro, este viejo…!

—¿Y a vos quién os mete? —le dijo con furor don Baltasar—. Idos a vuestra casa o la pasaréis mal; dejadnos.

Y diciendo esto volvió a lanzarse sobre mí.

—¿Cómo se entiende, viejo malvado? —contestó la mujer penetrando en el cuarto.

—Veréis cómo se entiende —dijo don Baltasar procurando darle un golpe con el puño.

Se trabó entonces una lucha, la ventana se había cerrado y estábamos completamente a oscuras; sentí que don Baltasar me había dejado y le oía yo agitarse combatido por mi protectora.

Yo los buscaba en la oscuridad para auxiliarla, cuando oí un golpe seco que resonó en la tierra y luego un momento de silencio.

—Señora, señora —me dijo la mujer—. ¿Adónde estáis?

—Aquí.

—Abrid la ventana.

Busqué la ventana y abrí.

Con aquella escasa claridad pude distinguir a don Baltasar inmóvil y tirado en el suelo.

—Vámonos —dijo mi protectora—. Creo que ese hombre está privado o muerto.

—¡Jesús! ¿Qué habéis hecho?

—Nada; cayó, y azoté su cabeza contra el suelo tomándole de los cabellos. Vámonos pronto.

—Dejadme llevar a mi niña.

—¿Tenéis aquí una niña?

—Sí.

—Pues buena fortuna que no le haya sucedido algo. Vamos.

Saltó ella por la ventana, que estaba muy baja, y la seguí yo.

Estábamos en el patio de su casa, me hizo entrar a una cámara y entonces pude ver que era joven y bella.

—Yo también —me dijo— tengo una niña; miradla.

Y me descubrió en su lecho a una hermosísima niña como un ángel, que abrió sus ojos azules como un cielo para miramos.

—¡Es preciosa criatura! —dije besándola.

—Se llama Catalina —me dijo la joven con todo el orgullo de una madre—. Catalina de Armijo, como yo.

Volvió a cubrir a la niña y luego agregó:

—Pero no perdamos el tiempo ¿qué pensáis hacer?

—No sé, verdaderamente.

—Creo que lo primero será ocultaros; ahora es preciso saber a dónde. ¿Tenéis alguna casa de confianza?

—Ninguna.

Púsose a reflexionar.

—Ya me ocurrió —exclamó repentinamente—, aquí cerca vive una especie de limosnero, un santón, que a pesar de todo, es muy buen sujeto. Podrá ocultaros, porque allí nadie sospechará que estáis. ¿Os parece?

—Haré cuanto queráis, porque vos me habéis salvado.

Se levantó la joven y llamó a una criada vieja que dormía sin haberse apercibido de nada.

—Mira —le dijo— ve con esta señora, y llama a la casa del «pobre» ¿sabes?

—Sí ¿del que viene los sábados?

—El mismo. Bien: dile que por el alma de su padre le ruego que esconda a esta muchacha allá, hasta que yo le diga y que mañana venga a verme.

—Sí, señora ¿y me vuelvo?

—Sí, vuelve.

Me despedí de aquella joven que había sido para mí tan generosa y seguí a la criada.

Caminamos dos calles y llegamos a un cuarto bajo y mal cerrado.

La criada que me llevaba llamó y se encendió a poco una luz en el interior, y un anciano, con toda la confianza del que nada tiene que temer, salió a abrirnos.

La mujer dio el recado, que escuchó el viejo con atención y contestó:

—Puede usted decir a mi señora doña Catalina de Armijo que será servida en todo. Pasad —me dijo.

La criada se retiró y yo entré siguiendo al anciano hasta el interior del aposento.

Había allí una pequeña puertecilla, que abrió, y entramos a otro cuarto más pequeño.

—Aquí podéis quedaros —me dijo—. Una noche es poca cosa; mañana veré de acomodaros mejor. Buenas noches.

Encendió un candil que estaba en el suelo y salió.

Yo quedé sola, meditando en mi suerte.

Aquel anciano, a quien los vecinos del barrio llamaban simplemente «el pobre» era muy fuerte, a pesar de que mostraba tener ya muchos años.

Nunca pedía limosna, pero nunca despreciaba lo que se le ofrecía.

Sus costumbres eran muy extrañas y todos los días, desde las diez de la mañana hasta las tres de la tarde pasaba las horas de rodillas rezando y llorando en la plazoleta que se forma frente a las casas de los marqueses del Valle.

Después se encerraba en su casa y no volvía a salir hasta el día siguiente.

Reunía una gran cantidad de limosnas, pero tomaba para sí sólo lo necesario, y repartía entre los otros pobres todo lo restante.

Podía decirse que aquel hombre que vivía de la caridad era el más caritativo de toda la ciudad.

Por eso todos le respetaban y todos se apresuraban a auxiliarle.

Todos estos pormenores acerca del anciano que me había recibido en su casa, los tuve por mi nueva protectora doña Catalina de Armijo.

Porque durante el primer día que pasé oculta, no vi más que al «pobre» como todos le decían, que con mucha puntualidad me trajo cuanto necesitaba para mis alimentos.

En la noche del segundo día se apareció en mi casa doña Catalina y se encerró a solas conmigo. Hablóme primero del «pobre» y luego me dijo:

—Extrañaréis el grande interés que he tomado por vos; pero siento una rara simpatía, un no sé qué que me obliga a quereros desde que os vi.

—Si no fuera —le contesté— porque tengo con vos una deuda tan inmensa, os diría que me pasa exactamente lo mismo; aunque si he de hablaros la verdad, tanto es lo que os debo que no sé ni cómo podría pagaros.

—¡Vale eso tan poco!

—¿Tan poco? ¡Y habéis luchado con un hombre y os habéis expuesto quizá a la muerte por mí, como si hubiérais sido un caballero!

—Poco me conocéis. Tengo el carácter más varonil que podáis imaginar: sé manejar las armas como un soldado, monto un caballo como el mejor jinete y no tengo miedo a nada.

—¿Es verdad?

—Mirad; debo ser huérfana, porque el hombre que me crió era un viejo militar, sin dinero, pero sin familia, que me encontró tirada una noche en una calle. Cuando crecí, mi bienhechor tenía verdadero placer en educarme como a un hombre, y reía como un bendito cuando tiraba yo con el sable, o corría en un caballo en pelo, o echaba un juramento de los que se usan en los cuarteles.

—¡Válgame Dios! —exclamé yo.

—No os espantéis, que a eso debisteis quizá vuestra salvación anoche. Si yo hubiera sido una damita como hay muchas, de seguro que vuestro viejo me hace correr; pero ya lo pusimos a buen recaudo. Y a propósito, ni han resollado en la hostería; mandé a mi criada a averiguar y me contó que el viejo, con el golpe y la borrachera, durmió toda la noche y temprano salió diciendo a la patrona: «Nos fue mal», «voló el pájaro», «silencio». Con que por este lado, nada hay que temer.

—Vale más, porque yo estaba temiendo los resultados.

—¿Qué resultados? En poca agua os ahogáis; ¡si viérais lo que yo era antes! Pero ahora tengo ya una hijita, y Dios sabe cómo me liga las manos.

—¡Y es tan bella!

—Sí, tan bella; su padre es un español.

—¿Español?

—Sí; mal nos quieren a las criollas ¿es verdad? Ya me lo sé, que también fui dama de un oficial expedicionario y me dejó plantada; pero a bien que ya no le quería yo.

—¿Y os casásteis con éste?

—¿Casarme? No; es un buen sujeto; de edad, pero muy caballero; rico, se llama don Nuño de Salazar.

—Dios os saque con bien.

—Dios sabrá lo que hace; pero si éste me abandona, le prometo que ni de su nombre me vuelvo a acordar, ni se lo digo jamás a su hija.

Estaba yo espantada de aquella franqueza y de aquel carácter.

—A ver —me dijo—. ¿Dónde está vuestra niña?

—Aquí está —le contesté enseñándole a mi hija.

—¡Qué bonita y tan desnuda! ¡Pobrecita! ¿Qué es eso? —exclamó de repente mirando la mancha roja de la espalda.

—Es una señal de familia —le contesté.

—¿De familia? ¿La tenéis vos acaso?

—Sí que la tengo.

—Mostrádmela.

Colocamos a la niña sobre el lecho y desnudé yo también mi espalda.

—¿De dónde es vuestra familia?

—De México.

—¿Tenéis parientes?

—Ninguno; soy huérfana y no sé quiénes son mis padres.

Yo le mentía porque había oído mi historia en boca de don Baltasar, pero temía decir la verdad.

Además, por aquel relato estaba yo segura de que no tenía yo parientes ningunos.

—Es extraño —dijo profundamente preocupada doña Catalina.

—¿Qué? —le pregunté.

—Mirad —dijo bajándose rápidamente el vestido y mostrándome la espalda— mirad, lo mismo tiene mi hija.

Sobre aquella espalda blanquísima se dibujaba una llama roja; era la marca de mi familia.

—En efecto —exclamé— como yo, como mi hija. ¿Qué es esto?

—No lo comprendo; pero debemos ser de la misma familia, hermanas tal vez. ¿Cuántos años contáis?

—¿Lo sé yo acaso?

—¿Nada sabéis de vuestros padres?

—Sólo he alcanzado a averiguar que fui hija única y que mi madre y mi padre murieron siendo yo muy niña.

—¿Y cómo?

—De mala muerte.

—Yo no sé sino que fui encontrada en una calle a media noche.

Las dos callamos.

—Pero es indudable que somos de la misma raza, de la misma familia —dijo doña Catalina.

—Así lo creo.

—Abrazadme, quizá somos hermanas; nunca he tenido hermanos, ni vos tampoco, y ha de ser muy dulce tener familia; abrazadme. ¡Voto al demonio! Que tengo ganas de que seáis mi hermana.

Aquella mujer revelaba en sus vicios un corazón que aún no estaba dañado.

Me arrojé en sus brazos, y ella lloró y yo también.

—Estamos de albricias, hermana —me dijo—. Yo quisiera llevarte a mi casa; pero don Nuño tiene un carácter muy imprudente. Vive aquí unos días; yo te buscaré habitación cerca de la mía y ¡ay del viejo si vuelve a mirarte siquiera! Le mato.

Salió doña Catalina y yo quedé sola; pero en el alma sentía una especie de consuelo inexplicable. Había encontrado algo que me parecía familiar; ya no estaba sola en el mundo.

En eso pensaba cuando llamaron a mi puerta.

—¿Dáis permiso? —dijo el anciano desde afuera.

—Entrad, señor —le contesté.

—Vengo, hija, sólo a ver si se os ofrece algo, si estáis contenta.

Tan contenta estaba que necesitaba contar mi dicha y participar al anciano de mi alegría.

—Sentaos un momento —le dije— porque en vuestra casa he encontrado a una hermana; soy feliz.

—¿A una hermana?

—Sí, a doña Catalina; nos hemos reconocido como hermanas.

—¿Y cómo ha sido eso?

—Casi por un milagro; no tenemos certeza de que así sea, pero sí un indicio de pertenecer a la misma familia y una resolución firme de ser hermanas.

—Pero explicadme, si merezco vuestra confianza.

—¡Cómo no! Vos, tan bueno, tan caritativo.

—Dejad eso.

—Pues oíd qué maravilla. Mirad primero —le dije tomando a mi hija entre mis brazos y mostrándole la mancha de la espalda—. ¿Véis esa mancha roja? Pues la misma tengo yo y ella y su hija. ¿Qué os parece?

El anciano, en vez de contestarme, trémulo y descolorido se dejó caer de rodillas y bañado en llanto, levantó los ojos y las manos al cielo, exclamando:

—¡Gracias, Dios mío, gracias; tras de tanto penar, al fin encuentro a mi hija!

—¿Vuestra hija? ¿Quién? ¿Yo? ¿Doña Catalina? Hablad.

—Sí, hija mía; tu padre tiene, mira, esa mancha roja que todos vosotros habéis heredado de mí.

—¿Pero cómo, cómo? —decía yo vacilando todavía.

—Sí; ¡yo que te perdí cuando iba a recobrarte en la casa del sepulturero José; yo, que no abrigaba ya la esperanza de recobrarte, hija mía!

—Señor —le contesté— ¿mi madre no fue doña Isabel de Carbajal, que murió en la hoguera?

—Sí, ¿quién te lo dijo?

—¿Mi padre no fue asesinado la misma noche que fue presa mi madre?

—Sí, sí, ¿pero quién te ha contado eso?

—¿No fue mi madre víctima de una celada infame que le preparó don Baltasar de Salmerón?

—Es cierto, es cierto —decía el anciano espantado.

—Entonces, señor, ¿quién sois, cómo os llamáis mi padre?

—Hija mía, yo soy el desgraciado Felipe de Carbajal, el padre de doña Isabel, de doña Violante, de doña Leonor, yo soy tu abuelo, el único que queda de aquella generación infeliz.

No sé si la razón me pareció concluyente o si el corazón me hizo creer en las palabras del anciano; pero yo me arrojé en sus brazos, llorando y exclamando:

—¡Padre mío! ¡Padre mío!

Largo rato transcurrió así; mi padre me hablaba algunas veces de nuestra familia, y otras me acariciaba.

De repente la idea de doña Catalina vino a mi memoria y pregunté a mi padre:

—Padre mío, supuesto que fui la única hija de doña Isabel, que mis tías no tuvieron familia ¿qué misterio encierra la existencia de Catalina? ¿Por qué tiene la misma marca que nosotros?

—Hija mía —me contestó— ésa es una historia horrible: tú conoces, porque me lo has dicho, el crimen que cometió don Baltasar de Salmerón; pues bien, ese crimen, por desgracia, tuvo resultados y tu pobre madre dio a luz en las cárceles del Santo Oficio a una niña que los inquisidores mandaron arrojar a la calle, esa niña tenía la marca de la familia y esa niña es, sin duda, hija mía, doña Catalina de Armijo.

—¿Entonces el padre de Catalina es…?

—Don Baltasar de Salmerón.

—¡Justicia de Dios! —exclamé horrorizada.

—¿Qué sucede? ¿Por qué así te asombras?

—Padre, sin saberlo, anoche han peleado llenos de encarnizamiento Catalina y don Baltasar, y en poco ha estado que ella no le hubiese matado, porque al menos como tal lo dejó tendido: fatalmente se han encontrado, y estoy segura que no respiran sino odio el uno contra el otro.

—Dios lo dispone así; cuéntame lo que viste.

Referí entonces brevemente a mi padre cuanto había pasado con Salmerón, y le vi estremecerse de indignación.

—Hija mía —me dijo—, es preciso huir de don Baltasar y de Catalina; esa raza, unida por desgracia con la nuestra, causaría muchos males en nuestra familia. Tú no debes tratar a Catalina; la sombra de mi pobre Isabel te maldecirá; es preciso que ellos no vuelvan a oír hablar de nosotros, ni nosotros a verlos; esta misma noche nos mudaremos de aquí.

—¿Pero cómo? Sin dinero, sin recursos…

—No temas; yo estoy así viviendo en la miseria porque quiero, porque nada me alucinaba ya sobre la tierra; pero te encuentro a ti, hija mía, tienes una niña, y es preciso que ambas seáis felices en adelante. La Inquisición me despojó de muchos bienes, pero aún soy muy rico; no tengo ni casa, ni haciendas, pero tengo oro, plata, piedras preciosas; aún puedes vivir como la descendiente de un gran monarca, aún puedes eclipsar con tu lujo a las damas españolas más orgullosas de la ciudad.

—¡Oh, no! —le contesté— no quiero nada de eso; no deseo sino vivir retirada del mundo, a vuestro lado y educando a mi hija, y ser feliz así en el seno de mi familia.

—Dios te bendiga por tan santo propósito, hija mía, ahora prepárate y salgamos cuanto antes de aquí.

Aquella misma noche, abrigando perfectamente a mi hija y envuelta yo en un manto negro, salimos de la casa que por tanto tiempo había habitado mi padre y nos dirigímos al otro extremo de la ciudad.

Era casi al amanecer cuando llegamos a una casita de los suburbios; llamó mi padre, abrieron sin ceremonia y entramos.

Había allí otro hombre anciano.

Mi padre se dirigió a él y tomándome de la mano le dijo:

—Luis, he encontrado a mi hija.

El hombre se quitó respetuosamente su pobre gorra.

—Desde mañana, Luis, vida nueva; hoy acabó la mendicidad y la tristeza para nuestros corazones.

Al viejo se le rodaban las lágrimas.

—Hija mía —me dijo mi padre—, este hombre es Luis Herrera, el hijo único de Tepos, confidente del emperador Guatimoc y mi segundo padre; ya sabrás esta historia; pero Luis es el fiel servidor que ha sobrenadado en ese inmenso naufragio, en esta tempestad que me arrebató familia, bienes, honor, todo, todo, Luis, te permito que abraces a mi hija.

El viejo Luis me abrazó llorando y me hizo llorar también.

—Parece un viejo —continuó mi padre— y sin embargo tiene veinte años menos que yo; pero a pesar de que no ha sufrido como yo todo el rigor del infortunio, su juventud y su vigor han desaparecido más rápidamente ¡pobre Luis!

Mi padre pasó su mano con cariño por la cabeza del viejo Luis, y éste la tomó y la llevó a sus labios.

Parecíame estar presenciando la conferencia de uno de los monarcas aztecas con alguno de sus favoritos; mi padre tenía la majestad y toda la dulzura de un gran rey.

Me instalé en aquella casa y pasaron así quince días, mientras que mi padre hizo los preparativos para que volviéramos a México a vivir con las comodidades necesarias.

Yo era feliz; tenía ya a mi buen padre, y mi hija estaba cada día más bella.

La «casa colorada»

(CONCLUYEN LAS MEMORIAS DE DOÑA JUANA DE CARBAJAL)

Una noche mi padre y Luis llegaron de la ciudad, y mi padre me dijo:

—Hija mía, todo está dispuesto; vamos para tu nueva casa.

Estaba yo tan contenta en mi retiro, que casi me pesó salir de él; pero obedecí.

Llegamos a la calle de las Canoas y tomé posesión de mi nueva casa.

Tú la conoces en parte y cuando leas estas memorias habrás visitado los aposentos que hasta hoy han sido secretos para ti.

La casa fue de todo mi agrado; poca servidumbre, una esclava, una dueña y Luis Herrera.

Siguiendo mis deseos, no había querido mi padre ni carrozas ni lacayos, ni nada que diera idea de lujo ni de ostentación.

Vivir felices y retirados de todos, éste era el programa de nuestra vida.

Como siempre, los primeros días la curiosidad de los vecinos era muy grande por saber quién habitaba la «casa colorada»; pero o lo averiguaron o se fastidiaron de sus inútiles pesquisas; lo cierto es que ya luego nadie nos hacía caso.

Mi padre nunca salía a la calle y yo iba sólo a misa muy de mañana.

Había observado que iba a Catedral y a la misma hora que yo, una dama que durante la misa lloraba.

Algunas veces llevaba en su compañía un niño, otras dos, y otras iba sola. Debía ser rica, porque al salir la esperaba una soberbia carroza; pero sin duda era muy desgraciada porque su rostro melancólico lo revelaba.

A fuerza de encontrarnos allí a la misma hora, llegamos a simpatizar; ella me saludaba y yo también. Solíamos cruzarnos algunas palabras; pero no llegábamos a tener una amistad íntima, hasta que por un incidente se estrecharon nuestras relaciones.

Una mañana salíamos de misa al mismo tiempo y observamos algún alboroto en la plaza y que algunos que pasaban decían: «¡Pobre, pobre!».

En medio de aquellas viejas vimos a un español que daba de golpes a un hombre, llamándole «criollo, vil, miserable» y otros mil denuestos.

La dama se volvió a mirarme y noté que su rostro estaba demudado por la indignación; debió conocer que lo misma pasaba en mí porque acercándose me dijo:

—He ahí lo que se espera a nuestros hijos.

—Tal vez no —le contesté— quizá entre ellos, o antes que ellos, venga el que nos ha de redimir.

—Dios escuche vuestras palabras ¿lo esperáis así?

—Todos los días se lo pido a su Divina Majestad.

—¿Venís mañana?

—Sí.

—¿Temprano?

—Sí, señora.

—Arrodillaos junto a mí; hablaremos.

Al día siguiente estaba yo muy temprano en el templo, y aquella dama me esperaba ya.

Me arrodillé a su lado y comenzamos a hablar.

—¿Sois casada? —me preguntó.

Yo titubeaba en contestarle; pero al fin:

—No señora —le dije— pero tengo una hija.

—¿Entonces viuda?

—Tampoco.

Ella volvió a mirarme.

—Señora —le dije— yo era una muchacha honrada y buena; un hombre me ha engañado abusando de mi orfandad y de mi inocencia.

—¿Y os abandonó?

—Así abandonó también a su hija.

—¿No reclamasteis?

—Su padre contestó que un caballero español no podía bajarse hasta ser el esposo de una criolla.

—Pero mi marido es español.

—¿Seréis rica?

—Mucho; desciendo por línea femenina y legítima del emperador Guatimoc.

—Señora, yo también, aunque por rama bastarda, desciendo de ese príncipe.

—¿Cuál es el apellido de vuestra familia?

—Carbajal.

—Conozco esa historia. ¿Me la queréis contar?

—¿Por qué no? ¿Acaso no circula por vuestras venas la misma sangre?

—Bien; iré a visitaros, aunque tengo para esto que luchar con el odio que mi marido tiene a los criollos.

—¿Quién es, señora, vuestro marido?

—Don Nuño de Salazar.

—¡Ah!

—¿Qué os pasa? ¿Le conocéis?

—De nombre.

—¿Será quizá el mismo que os ha engañado?

—No señora, ése se llama don Pedro de Mejía.

—Le conozco.

La misa había terminado.

—Mañana iré a veros, prima mía. ¿Dónde vivís?

—En la «casa colorada», en la calle de las Canoas.

—¿Sola?

—Con mi hija y mi padre.

—¿A qué hora estáis allí?

—Jamás salgo sino a misa.

—Iré. Adiós, prima.

—Adiós.

De vuelta a mi casa conté a mi padre lo que me había pasado y aprobó aquella amistad; la esposa de don Nuño de Salazar era una dama noble y virtuosa, y era verdaderamente de la familia del emperador.

Al día siguiente estaba ella en mi casa.

Alentada yo con la aprobación de mi padre, le referí la historia toda de nuestra familia, tal como la había podido formar con los relatos de mi padre y de Luis Herrera, sin ocultarle nada de mis padecimientos y de mis desgracias.

Aquélla era una mujer de un gran corazón; lloró conmigo y comprendió toda la amargura que guardaba mi espíritu.

Sólo que nada le dije respecto de los amores que había yo descubierto entre su esposo y doña Catalina de Armijo.

Desde aquel día fue para mí una hermana; yo no iba a su casa por no encontrar a su marido, pero ella venía continuamente a visitarme. Sus hijos iban creciendo y mi hija también, el mayor de sus niños era Alfonso y el más pequeño era Leonel.

Pasaron así muchos años y cada día era mayor el cariño que nos profesábamos mi prima y yo; pero no había llegado a conocer a su marido.

Mi padre había llegado a una edad muy avanzada, que no podía ya salir de su cuarto; sentado en un sillón pasaba la vida, no queriendo que le viese nadie, nadie más que yo. Tenía cerca de cien años, pero sus potencias intelectuales y sus sentidos tenían la misma fuerza y la misma penetración.

Alfonso y Leonel eran ya unos jóvenes y tú eras ya más que una niña.

La esposa de don Nuño murió repentinamente y yo quedé entonces más sola sobre la tierra y más triste.

Leonel fue enviado por su padre a España a servir en los ejércitos del rey.

Alfonso recibió las órdenes sagradas y su padre le prohibió que nos visitara.

Desde entonces comenzó verdaderamente la soledad y la tristeza en nuestra casa.

Alfonso venía ocultamente a visitarme, y yo había perdido hasta las ilusiones de ver libre a México.

Me dediqué a la lectura, y aunque con muchos trabajos, logré hacerme de una buena biblioteca, en donde pasaba los días y las noches encerrada estudiando y procurando cultivar tu alma.

México estaba conmovido; habíase levantado el pueblo instigado por algunos contra el virrey Gelves; la agitación de los ánimos era grande y todos temían fatales consecuencias.

En aquellos días los españoles, acobardados, trataban a los criollos con tales miramientos que éstos llegaron a conocerlo, y la idea de la independencia de México brotó en los cerebros de los hijos del país.

La ocasión no podía ser más oportuna: la tierra sin gobierno y sin tropa, los españoles divididos y la exaltación apoderada de todos los corazones.

Era el momento.

Una noche me anunciaron que me buscaba mi sobrino don Alfonso de Salazar, y salí a verle.

—Tía, quisiera hablar a solas con vos —me dijo.

Hícele entrar a la biblioteca.

—Estamos solos —le dije.

—Se trata, señora, y quiero ahorrar preámbulos, de proclamar la independencia de México.

—¿Y quién se atreverá?

—¡Yo! —me dijo con altivez.

—Arriesgada empresa.

—Pero digna del nieto de Guatimoc.

—¿Te encuentras con valor, con fe?

—Para todo.

—La muerte quizá te espera.

—La deseo si no llego a triunfar.

—Dios te bendiga, hijo mío, como te bendigo yo en nombre de tu madre que nos escucha.

Los ojos del joven sacerdote brillaban con el fuego del entusiasmo y del amor patrio.

—¿Es decir que aprobáis, tía?

—Apruebo, hijo mío. ¿Qué os hace falta?

—Nada: inteligencia y corazón me sobran; soldados, México tiene hijos que morirán por salvar su bandera; la justicia de nuestra causa y el grito de libertad valen tanto como el lábaro de Constantino para llevar a un pueblo a la victoria. Sólo esperaba vuestra aprobación, porque vos sois para mí la representación de mi madre.

—¡Dios te bendiga, Dios te bendiga y te salve!

—Que salve nuestra causa, que salve a México y aunque yo muera.

—Hijo mío, eres un héroe; si necesitas dinero, yo tengo, no os detengáis; yo tengo mucho y todo será para vosotros.

—Gracias, señora, gracias, nada nos hace falta; hemos comenzado nuestros trabajos y nos reuniremos en la casa del Cristo, calle de Iztapalapa: id una noche y veréis.

—Iré, aunque a nadie vea, para verte a ti, hijo mío, y para ayudarte en lo que pueda.

Desde aquella noche sigo los trabajos de los nobles hijos de México.

21. De cómo Martín Garatuza salió de México

Martín se frotó los ojos con las manos y cerró el libro; había leído por espacio de dos horas, a la triste luz del cuarto del Zambo, y descifrado casi la letra de aquel manuscrito.

Apoyó su frente sobre su mano extendida y quedó por un largo rato meditando; por fin hablando consigo mismo exclamó:

—¡Válgame Dios, y qué cosas hay en estas familias nobles! ¿Habránse visto horrores como los que contiene esta historia? La verdad es que todos los días vemos cosas semejantes; pero será porque siempre impresiona más lo que se lee o porque en un momento han pasado ante mi vista los acontecimientos de un siglo, lo cierto es que casi estoy por decir que estas memorias me han trastornado.

Tomó el libro y volvió a hojearle.

—¡Vaya! Pues el tal don Felipe, que a la cuenta debe vivir todavía, es el indio más viejo de toda la cristiandad…

¡Y cómo viven estos indios! Con razón cantan:


Cuando el indio encanece
el español no parece.
 

Y lo que es este libro, de seguro que no lo vuelvo; la fortuna que don Leonel no lo ha leído, a lo que parece: bonitas lindezas iba a saber de su padre… ¡Vaya, qué españoles!

En este momento llamaron de la calle.

—Ahí está ya el Zambo —dijo Garatuza apresurándose a abrir.

En efecto el Zambo se presentó.

—¿Todo está listo?

—Todo.

—¿Las mulas?

—Esperan por el camino de Colhuacán, a la salida de la ciudad, en la casa de los Doce Apóstoles.

—¿Y el equipaje?

—De llevarle tengo.

—Bien; despacha, que es tarde: allá me aguardas.

El Zambo sin replicar tomó la caja que contenía la ropa y los efectos de Martín y se la echó al hombro con tanta facilidad como si no hubiera pesado ni una onza.

—Cerraré aquí, y allá te entregaré la llave: vete.

El Zambo salió, Martín apagó la luz y saliendo también, cerró la puerta y se embolsó la llave.

Martín tomaba con extraordinaria facilidad el aire de las personas cuyo traje llevaba.

Aquella noche cualquiera le hubiera tomado por el más honrado cura de una parroquia de indígenas.

Cuando se encontró en mitad de la calle vaciló sobre el rumbo que debía tomar.

Llevaba el libro de las memorias de doña Juana; ella le esperaba; pero ciertamente Martín no tenía la menor intención de devolverlo. Quizá no le serviría de nada, pero quizá podría serle muy útil. ¿Quién puede mirar claro en el porvenir?

Reflexionándolo bien, llevar el libro a tan largo y tan expuesto viaje era peligroso. ¿A quién confiarle su guarda?

Martín daba vuelta en su cabeza a la lista de todos sus conocidos. De repente, como iluminado por una idea exclamó:

—¡Qué tontera! Pues si tengo uno que ni mandado hacer me lo encuentro más a propósito.

Y se dirigió rápidamente a la casa de Teodoro.

Había mucho que andar, pero Martín caminaba de prisa, tenía tiempo de que disponer y ya no le quedaba nada por arreglar en México.

Casi un cuarto de hora empleó en el viaje; pero llegó sin novedad.

Todo el mundo dormía en la casa del negro. Martín golpeó la puerta como un desesperado y después de los ladridos de los perros y de la tardanza del portero y de todas esas preguntas de costumbre, logró que le abrieran.

—¿Teodoro? —preguntó—. ¿Está dormido?

—Supongo que se habrá despertado con esta boruca.

—Hacedme favor de decirle que su amigo Martín desea hablarle urgentemente.

El portero se retiró llevándose la llave y dejando a Martín parado en el patio y enteramente a oscuras.

Pero tardó poco en volver.

—Pase su señoría —le dijo a Martín, y le guió a una pequeña cámara en donde Teodoro le esperaba envuelto en una gran manta de algodón, tejida de diversos colores.

Teodoro no era de los hombres que se impacientaban por nada, tratándose de servir a sus amigos, y mostraba la fisonomía tan risueña como si no fueran las tres de la mañana y no le hubieran interrumpido su sueño.

—Buenas noches, señor Martín —dijo tendiendo su mano a Garatuza.

—Decid más bien buenos días, porque casi está para amanecer.

—Pues tal me parecía que comenzaba yo a dormir.

—Razón de más para pediros mil perdones; pero el caso es éste.

—Sentaos.

—No, estoy muy de prisa y sólo por eso me he atrevido a despertaros; en este momento parto para Acapulco a un negocio de sumo interés, pero también de mucho riesgo.

—¡Qué malo está eso!

—Aquí traigo para encargarlo a vuestra fe, este cofrecillo que contiene un manuscrito muy importante, hacedme el favor de guardármelo. A nadie se lo entreguéis, ni le déis noticia de él; si sobrevivo en esta empresa, volveré por él; si no, hacedme favor de entregarlo a don Leonel de Salazar, caso de que esté libre. Si a este caballero le sucediere algo malo, que Dios no lo quiera, dad el manuscrito de mi parte a doña Juana de Carbajal, que vive en la calle de las Canoas, en la «casa colorada».

—Cumpliré.

—Ahora gracias; un abrazo y adiós.

—Puesto que no queréis deteneros, adiós, y que el cielo os lleve con felicidad y os traiga lo mismo.

El negro y Martín se abrazaron.

Garatuza salió, acompañándole Teodoro hasta el zaguán, se estrecharon las manos y la puerta volvió a cerrarse.

Los que conocían a Martín no se admiraban ya de sus largos y repentinos viajes, ni extrañaban verle cambiar continuamente de ropa, y encontrarle tan pronto de clérigo como de soldado, tan pronto de caballero como de lacayo.

Martín era un tipo raro, era una especie de Proteo, siempre en movimiento, siempre variando de forma, y apare riéndose en todas partes y cuando menos se le esperaba.

Había comenzado a hacerse de fama y algunas veces los oidores de la sala del crimen habían tenido deseos de conocerle, pero no lo habían logrado; bien que tampoco se había puesto para ello mucha diligencia.

Garatuza salió de la casa de Teodoro, y como ya nada le detenía en la ciudad, se encaminó en busca del Zambo, que le esperaba en la casa de los Doce Apóstoles, que era una especie de quinta, fuera ya de México.

En esto empleó cerca de una hora, y cuando se presentó en el lugar de la cita, comenzaba a amanecer.

Las mulas estaban ensilladas y el Zambo dormitaba sentado sobre la caja de Martín.

—Que carguen —le dijo Garatuza.

El Zambo y el arriero se apresuraron a cargar.

Martín subió en una mula y tomando todo el aire y continente evangélico de un cura que va a una confesión, emprendió su marcha por el camino de Cuernavaca.

Los primeros rayos del sol doraban la elevada cresta del Ajusco.

Segunda parte. Los descendientes de Guatimoc

1. En que se ve cómo hablaban mano a mano y sin ceremonia, su alteza el príncipe de Nassau y el célebre Martín Garatuza

Acapulco era el puerto más importante de la Nueva España, y por eso tenía siempre una guarnición que para aquellos tiempos en que las armadas europeas entraban tan raras veces por el Pacífico, era muy crecida.

Los piratas franceses, ingleses y alemanes tenían en alarma a la católica Majestad de España y a su real armada; pero sólo por el Golfo de México y por lo que se llamaba el Mar de las Antillas; allí era adonde naves y galeones españoles que volvían cargados con ricos tesoros de las colonias y de regreso a la madre patria, eran apresados por los audaces piratas, que de cuando en cuando se atrevían a las costas y las mismas ciudades de las nuevas posesiones de las Indias Occidentales.

Pero las fértiles costas del Pacífico habían tenido tan poco que sufrir que en Acapulco mismo, el castillo que defendía la plaza y la bocana era considerado más bien como un objeto de lujo que como una cosa necesaria.

Así pasaban las cosas en el año de gracia en que tuvo lugar el principio de esta historia, es decir, por 1626.

Una mañana, la corta guarnición de Acapulco estaba tan tranquila como si no hubiera guerra con los holandeses, y en todo se pensaba allí menos en combates, cuando de la pequeña isla de la Roqueta se desprendió una canoa que impulsada por cuatro vigorosos remeros parecía volar sobre la apenas movediza superficie del encerrado vaso que forma el puerto de Acapulco.

Un hombre en pie cerca de la popa, que volvía el rostro continuamente hacia atrás como si le vinieran siguiendo, alentaba con su robusta voz a los remeros.

—Remar firme —decía— remar firme, no hay que perder un instante.

En la playa había multitud de soldados que se bañaban unos y que paseaban otros por diversión; varios vecinos de la ciudad andaban por allí de paseo.

—Ligera viene aquella canoa —dijo un soldado.

—Como que el vigía tiene unos bogas que son capaces de remar debajo del agua —contestó un paisano.

—Noticia grande debe traer, según la prisa que le corre —dijo otro.

—Y tanto —agregó un tercero—, que todas las lanchas pescadoras que pasan al alcance de la voz, viran y se encajan a la costa.

—Cierto; ahí se va a encontrar ahora con la canoa de tío Salvador; veremos lo que hace.

En efecto, la canoa que venía de la Roqueta pasaba cerca de otra que iba en opuesta dirección; y como estaban cerca de la playa los curiosos, pudieron ver que el hombre que venía dentro de la primera, dirigía la palabra a los que iban en la segunda.

—Orza —gritó uno de los de la playa—, el tío Salvador vira y toma tierra.

—Algo grave acontece.

En estos momentos la canoa del vigía tocaba las arenas de la playa y el hombre que la mandaba saltó a tierra.

Todos corrieron a encontrarle.

—¿Dónde está el comandante? —preguntó el hombre a los soldados.

—En su casa. ¿Pero qué hay?

—A la vista velas desconocidas.

—¿Enemigo?

—Parece.

—¿Muchas?

—Una gran armada.

El hombre caminaba difícilmente, acosado por tantas preguntas.

—¿Qué pabellón?

—Holandés.

—¿Cerca?

—Más de lo que quisiéramos; el viento es favorable, y pronto estarán aquí, que siguen el rumbo.

Habían llegado a la casa del capitán del puerto; el hombre entró y de la multitud que le seguía unos corrieron a sus casas difundiendo el espanto y la alarma por todas partes, y otros quedaron esperando los resultados en la casa del capitán.

Media hora después, la ciudad estaba en completa revolución. Los soldados habían abandonado el castillo y se habían formado en la plaza, y los vecinos pacíficos se dividían, unos procurando huir, llevando lo que podían de sus bienes, y éstos eran los ricos, y otros se resignaban a esperar, y éstos eran los pobres.

En la playa y en las principales alturas que rodean el puerto, se distinguían multitud de hombres y de mujeres mirando al mar, hablando, gesticulando y mostrando algo entre sí.

De repente se escuchó un grito de angustia y todos comenzaron a correr y la tropa comenzó también a desfilar triste y como avergonzada.

Orgullosa y lanzando al aire sus brillantes flámulas y gallardetes y adornada como para una fiesta, se deslizaba sobre las aguas al impulso de un viento favorable, por la bocana del puerto, la primera de las naves que componían la poderosa escuadra del príncipe de Nassau.

Lucía el estandarte del príncipe almirante en el castillo de proa, y a los costados de la nave asomaban sus ennegrecidas bocas de bronce, cañones y pedreros, y la chusma diligente de los navíos entonaba canciones guerreras entre los ingratos sones del toque de zafarrancho y el monótono ruido de las aguas que iban rompiendo la quilla de los buques.

Detrás del buque almirante seguían los demás; todos ricamente empavesados y coronados todos por la tripulación, ansiosa de combate y de gloria.

El príncipe, sereno, miraba con su anteojo los movimientos de la gente de la plaza.

El castillo estaba abandonado, sus almenas desiertas, la ciudad solitaria; por las veredas de los cerros que circundan la población, como cordones de hormigas que huyen, los habitantes; allá a lo lejos y encumbrada ya, la guarnición que se ponía en salvo.

—Así me lo esperaba —dijo el príncipe; y se ordenó inmediatamente el desembarco.

De los costados de todos los buques se desprendieron grandes canoas cargadas de soldados y el príncipe de Nassau, solo, en una elegantísima lancha, atravesó entre todas ellas en medio de los vítores entusiastas de sus marinos y al son de músicas sonoras, que llevaban sus ecos hasta los oídos de la fugitiva guarnición.

El príncipe tomó posesión de la ciudad y sus soldados se repartieron los alojamientos.

Varios días habían pasado así. La armada holandesa permanecía en el puerto de Acapulco, sin que por parte de los habitantes ni de las tropas españolas se hubiese hecho ninguna muestra de hostilidad.

Los proveedores y los marinos se habían internado en las costas buscando reses, que se encontraban con gran facilidad y nunca habían tenido ninguna aventura.

Los vecinos habían cobrado confianza y habían vuelto a la ciudad y a sus casas abandonadas.

Se había mandado hacer acopio de provisiones para los buques de la armada y los exploradores del príncipe le aseguraban que por la parte de tierra nada había que temer.

Pero la gente de la escuadra comenzaba ya a fastidiarse de aquella situación y el príncipe se impacientaba también y no daba sin embargo orden ninguna para que las naves se aparejasen para marchar.

Era indudable que esperaba algo; pero lo que esperaba nadie lo sabía.

Una mañana se presentó en los reales del príncipe un eclesiástico que preguntaba con mucho empeño por su alteza. Unos soldados no le entendían, otros no le hacían caso; pero él, de puesto en puesto, continuó avanzando hasta que un oficial le condujo a la presencia de su alteza.

El príncipe hablaba en español correctamente.

El oficial le presentó al clérigo.

—¿Qué me queréis? —preguntó el príncipe.

El clérigo, sin hablar una palabra, sacó de debajo de su balandrán negro un pliego que le entregó.

Rompió el príncipe la cubierta y leyó con atención durante un largo tiempo; después dirigiéndose a los que le rodeaban, les dijo:

—Dejadme solo con este hombre.

Todos se retiraron y entonces su alteza hizo seña al recién venido, que había permanecido de pie, que se sentase; obedeció el otro con muestras de profundo acatamiento y el príncipe comenzó la conversación de esta manera:

—¿Conque según me indican aquí vuestros paisanos, no ha sido posible que el movimiento concertado se verifique en México?

—Así ha sucedido en efecto, señor.

—Cosas son éstas propias de vosotros, de quienes hice mal en fiarme.

—Hay, señor, acontecimientos que no está en la mano del hombre el dirigirlos.

—Y sin embargo de eso, heme aquí, que llego y tomo la plaza el mismo día que os lo ofrecí, mientras que vosotros no habéis podido cumplir vuestra palabra.

—Comprenda vuestra alteza la inmensa diferencia que existe entre llegar al frente de una poderosa armada que obedece como un esclavo las órdenes que salen de la bocina, al frente de una plaza cuya guarnición huye como una manada de ciervos, y levantar el estandarte de un pueblo que gime desarmado y débil, bajo el yugo de sus conquistadores.

—¿Conque es decir, señor reverendo —dijo el príncipe, cuyos ojos comenzaban a encenderse por la cólera— que juzgáis vos que nada vale haber tomado Acapulco?

—Líbreme Dios de semejante cosa; lo que aseguro a su alteza es que, mientras más difícil juzgue la empresa que acometió y llevó a feliz término, más debe comprender los escollos de la que abarcan en México mis hermanos.

—¡Bah! Con quinientos de mis marinos me comprometería yo a tomar México, y traer engrillado a mis galeras a vuestro virrey.

—Ya lo creo —dijo socarronamente el clérigo— pero la dificultad está en encontrar entre nosotros un jefe como vuestra alteza y quinientos hombres como sus marineros.

El príncipe tenía demasiado talento para no comprender que había dicho una cosa que era inconveniente y reportándose continuó:

—Ciertamente que os he dicho una exageración; veo que vosotros habéis hecho todo lo posible por adquirir vuestra independencia; pero no puedo yo permanecer aquí indefinidamente, ni exponerme a penetrar en el interior del país sin contar con un movimiento popular que me proteja. En consecuencia, tan luego como sople buen viento levanto anclas.

—Desgraciadamente no hay otro remedio.

—Y decidme por curiosidad ¿cómo os llamáis?

—Me llamo el bachiller Martín de Villavicencio Salazar, humilde servidor de vuestra alteza.

—Vuestro traje no podía engañar, puesto que clérigo sois.

—Por el contrario, no juzgue vuestra alteza por el traje, que no soy clérigo; visto así para caminar con menos dificultad, que en Nueva España vale más un manteo que una carta de nobleza.

—Y en la España vieja también —contestó el príncipe.

Terminó la conversación y aquella misma tarde se comenzaron a hacer por la escuadra los preparativos para levantar anclas, con gran satisfacción de toda la chusma.

2. En el que Garatuza prueba que el hábito hace al monje

Martín dejó que partiese el príncipe con su armada.

El viento sopló favorable. Henchidas las velas, hicieron estremecer los altos cascos de las naves; sonó la señal y como inclinándose ante la potencia del aire, las embarcaciones partieron, levantando graciosamente sus popas y haciendo hervir el agua bajo sus quillas.

La bocana quedó desierta y la plaza solitaria.

Entonces, como saliendo de sus tumbas, aparecieron algunos habitantes que volvían a mirar tímidamente a todos lados, como si temieran encontrar aún allí a los holandeses.

Poco a poco todos volvieron a sus casas y sólo las autoridades y la guarnición no participaban de la alegría general, porque se habían retirado a larga distancia.

Martín se aparecía también como recién venido y se hacía pasar por un clérigo extraviado que llegaba en los momentos en que los enemigos de la fe católica y de su majestad el rey de España se hacían a la vela.

El cura y los vicarios del lugar estaban ausentes. Los españoles avecindados en Acapulco querían función religiosa en acción de gracias, y Martín les venía como llovido del cielo y como enviado de Dios.

Comenzaron las súplicas y los empeños, y las promesas y Garatuza se encontraba en un verdadero conflicto.

En vano pretextó la pérdida de sus licencias; nada valía ante aquella gente obstinada. Y Martín cedió a la tentación y para el día siguiente se determinó que se celebraría una misa solemne en acción de gracias por haber librado Dios a Acapulco de sus encarnizados enemigos.

Una vez decidido Martín a representar el papel de clérigo, no le faltaban ni conocimientos ni audacia para salir airoso del empeño; y tomó tales maneras y dispuso tan bien las cosas que en un día se hizo el sacerdote favorito de toda la población. Pero lo más terrible era que los vecinos querían sermón.

Las primeras horas de la noche las pasó Martín meditando y buscando un texto bíblico; pero había la dificultad, en primer lugar, de que no había Biblias y, en segundo, que hubiera sido un inmenso trabajo para Martín engolfarse en los libros santos en busca de un texto.

Afortunadamente repasando en su memoria lo que recordaba de latín, para edificar a sus feligreses le vino como una inspiración:


Gloria in excelsis
Deo et in terra pax hominibus
bone voluntatis.

 

Martín estaba salvado; comprendió cuánto partido podía sacar de estas palabras y se echó a dormir tranquilamente.

A la mañana siguiente el tañido de las campanas lo hizo despertar.

Recordó su situación y su compromiso y salió del lecho repasando en su mente el texto de su sermón.

Una hora después Martín estaba delante del altar celebrando su primera misa en presencia de un devotísimo pueblo que miraba edificado al nuevo sacerdote.

Martín, con toda la devoción de un santo, imitaba las ceremonias de la misa.

Llegó el Evangelio, se quitó la casulla y trepó al púlpito.

Mucho tiempo había vivido Garatuza entre gente de iglesia para no conocer la retórica eclesiástica de aquellos tiempos; los gritos, las preguntas, los movimientos de las manos y de la cabeza y hasta el aire plañidero y magistral, según lo exigían las circunstancias y aquel repetir el texto en latín y castellano, viniera o no al caso, sin olvidarse de implorar el auxilio del Señor por intención de su divina Madre.

El sermón hacía furor, las devotas lloraban y el predicador descendió a continuar la misa en medio de las bendiciones de sus fieles.

El santo sacrificio terminó felizmente y Martín encontró en la sacristía un suculento desayuno, un papelito de colores en el que venían envueltas muchas monedas de oro, y un gran concurso que lo felicitaba y lo admiraba.

La casa en que se había alojado Martín fue durante todo el día el centro de reunión; como predicador había Garatuza adquirido un gran triunfo y las más lisonjeras ofertas se sucedían.

Se hablaba ya de pedir a la mitra de México el curato para el padre José Rivera, como se había hecho llamar Garatuza, y al fin pudo verse libre de aquella repentina popularidad con la promesa formal de volver en la Semana Santa a predicar y ayudar al cura en la administración de la feligresía.

Martín avisó a todas aquellas gentes que a la mañana siguiente saldría de la población y se retiró a su aposento a formar el balance de los productos del día.

La misa, el sermón, las galas de escudos que con tal abundancia se daban en aquellos tiempos, habían aumentado considerablemente el caudal de Martín.

—Decididamente —decía guardando su dinero en una larga bolsa de seda— yo debo cultivar esta gracia que Dios me ha dado y que no me conocía; y a fe que todo esto será más abundante en el interior del país, que cosa cierta es que en los puertos las gentes son menos devotas por el continuo trato con los marinos.

Al día siguiente muy temprano Martín salió de Acapulco, pero no como había llegado; muchos vecinos a caballo lo acompañaron a más de una legua y deseándole mil felicidades; se despidieron de él, no sin hacerle antes algunos regalos de vinos y otras cosas para el camino.

Martín tenía que llegar al pueblo en que había dejado a su familia, y de la que por muchos días había estado ausente; y Martín no era hombre que olvidara sus obligaciones.

Pero durante aquella travesía su capital aumentó, porque ya diciendo una misa, ya predicando, refiriendo una novela distinta a cada cura de pueblo y lamentando una desgracia en cada población, por todas partes encontraba las puertas abiertas, y en todas partes era recibido como un amigo, obsequiado como un hombre notable y sentido como un bienhechor que se aleja, o como un consuelo que se pierde.

Martín conoció que el negocio que había emprendido era de aquellos en que es preciso aprovechar el tiempo, y mandó a su familia a México, tomando él por un camino muy distinto.

La bonanza seguía deshecha; casi no se pasaba un día en que no celebrara una misa que, por lo mismo que era extraordinaria, se pagaba mejor.

Casi siempre a la hora de celebrar Martín, entraba en cuentas consigo mismo, y cuando tenía la hostia entre sus dedos y todo el pueblo cristiano se arrodillaba y oraba lleno de recogimiento y de fervor, cuando pasaba por su imaginación el peligro inminente que estaba corriendo, exclamaba a la hora de las palabras de la consagración:

Garatuza ¿en qué pararán estas misas?

La repetición de unos mismos actos forma la costumbre y Martín llegó a formar la costumbre de decir siempre al consagrar:

Garatuza ¿en qué pararán estas misas?

Algunas veces decía esto instintivamente y en voz tan alta, que no faltó quien lo percibiese, y la noticia de tan extraña oración comenzó a alarmar a ciertos cristianos no muy crédulos.

Pero como apenas permanecía unas cuantas horas en los pueblos después de la misa, de aquí resultó que aunque no quedaran allí muy tranquilos, los comentarios y las sospechas se formaban cuando él iba ya en marcha, y a muy pocos les ocurrió y nadie lo puso en práctica, emprender su persecución.

Unos temían que todo aquello no fuese más que una calumnia y otros decían perezosamente:

—¿Quién me mete a mí en la renta del excusado?

Y Martín seguía su viaje sin contratiempos de ninguna especie.

3. De lo que había pasado en México con don Baltasar de Salmerón

En una de las cámaras del palacio de los virreyes el marqués de Cerralvo y el visitador conversaban secretamente con don Baltasar de Salmerón.

—Supongo —decía el virrey— que tenéis sospechas de la persona que intentó mataros.

—Sospechas… sí… excelentísimo señor —contestó Salmerón— porque a juzgar por su voz, por lo que me dijo y por los antecedentes que he referido a vuestra excelencia, debe de ser el tal un criado de mucha confianza que en Palacio he visto.

—¿Y recordáis su nombre? —preguntó el visitador.

—No le supe, o si me lo dijo, hele olvidado enteramente. —¿Dónde le visteis por primera vez?

—Es el mismo que a su señoría dije que entregué la carta para su excelencia, en que le daba cuenta de todo lo acontecido en las juntas de los conspiradores y que jamás llegó al poder de su señoría.

—Calculo para mí —dijo el virrey— que otro no puede ser ése que Benjamín; su repentina desaparición es un indicio más que vehemente.

—En efecto —agregó el visitador— eso coincide también con la pérdida de una gran parte de la vajilla de Palacio.

—Órdenes tengo dadas de que se le persiga y no dudo que se conseguirá. En cuanto a vos, don Baltasar, creo que la herida de ese tuno no os habrá dado mucho que hacer.

—Así es en efecto, señor excelentísimo, que no fue cosa que pudiera poner en peligro, no digo mi vida sino aun mi salud por mucho tiempo, que más bien fue un ardid que usé para librarme de él, haciéndole huir así.

—Bien pensado; pero sigamos con la conspiración. Decíais que los principales en ella eran sin duda don Alfonso de Salazar y su hermano Leonel, recién venido de España.

—Y agregué a su excelencia que debían estar, o más bien dicho, que estaban de acuerdo con el príncipe de Nassau, que al frente de una escuadra debía aportar a la costa de Acapulco para ayudarles, intentando una invasión por el sur.

—Ilusiones me parecen ésas y delirios de su locura, que de la tal escuadra no hay noticias de que navegue por el mar de Filipinas.

—Eso era al menos lo que allí decían y por eso se lo refiero a su excelencia. Además había en el negocio una dama que se dice descendiente de Guatimoc y que es la más temible, porque da dineros para todo y goza de mucho poder entre los conjurados.

—¿Qué dama es ésa?

—En tal secreto se guarda su nombre que sólo he podido averiguar que tiene una hija hermosa por toda familia, que vive sola con ella, que visten ambas luto siempre y que se dejan ver pocas veces en la calle.

—Señales son ésas tan vagas, que estoy por creer —dijo el virrey— que vuestra dama misteriosa es como la escuadra del príncipe de Nassau.

Llamaron en este momento a la puerta, el virrey dio permiso y entró un lacayo.

—¿Por qué interrumpes? —preguntó severamente el virrey.

—Perdóneme vuestra excelencia; pero un correo trajo este pliego que asegura que urge mucho.

Y el lacayo presentó al virrey en una bandeja de plata un pliego cerrado.

Abrióle el virrey y palideció a medida que iba leyendo.

—Mire su señoría —dijo al visitador, tan preocupado que olvidó la presencia allí de dos extraños— el príncipe de Nassau ha ocupado el puerto de Acapulco.

Los ojos de Salmerón brillaron de alegría; aquella noticia venía a confirmar sus declaraciones y ponerle en un buen lugar delante del virrey y del visitador.

—Espera afuera —dijo el marqués al lacayo, que salió, cerrando la puerta.

—¿Qué pensáis de eso, señor visitador?

—Pienso que es negocio tan grave, cuando que confirma lo que el señor de Salmerón nos había dicho, y que es necesario tomar medidas muy enérgicas no sólo para esto sino también respecto a la conspiración.

—Energía —dijo el virrey—, energía y actividad; sólo así podremos salvarnos. ¿Están presos don Leonel y su hermano?

—Don Leonel está preso, su hermano don Alfonso no ha podido ser encontrado.

—Es preciso buscarle por todas partes, y en cuanto a vos, señor de Salmerón, supuesto que tenéis algunos datos, es preciso que salgáis en averiguación de quién era esa dama misteriosa que, según vos, es el alma de la conspiración; esta misma noche espero que me traigáis noticias.

—Haré como vuestra excelencia lo dispone.

—Entonces podéis retiraros.

Don Baltasar se levantó humildemente, hizo una caravana y se retiró.

—Pues que yo lleve —decía caminando para su casa noticias de esa dama, es necesario, preciso; quizá esto me puede valer mucho tal vez, y es casi seguro, llegaré hasta ser el favorito del virrey y del visitador.

Y meditando en esto, seguía por las calles de Iztapalapa.

Los amores de don Pedro de Mejía con Estela, como él llamaba a Catalina, la fingida marquesa, estaban de tal manera adelantados, que ya en todas partes se comenzaba a susurrar que don Pedro pasaba a segundas nupcias.

Pero en lo general esto se tenía por una calumnia, porque en México se sabía que don Pedro se había casado con una mujer que había desaparecido la noche de la boda sin saberse su paradero.

Sin embargo la verdad era que Mejía formalizaba ya su casamiento, y que Catalina y su madre habían llegado a saber que era casado y querían asegurarse de manera que, aunque esto resultara cierto, no se hubiera perdido el golpe.

—¿Sabéis, don Alonso —decía Catalina a don Alonso de Rivera, que hablaba a solas con ella—, que nuestro hombre me parece que tiene más de bellaco que lo que nosotros nos habíamos creído?

—¿Por qué me decís eso, hermosa mía?

—Porque según voces sueltas, a las que no puedo menos de dar crédito, es casado ese hombre.

—¿Y eso qué os importa?

—¡Cómo! ¿Me preguntáis eso? ¿Pues no sabéis que tengo ya recibida de él palabra de casamiento?

—¿Y qué?

—Me asombráis. ¿Os parece cosa de juego que me enlace con un hombre casado? ¡Jesús me asista!

—Catalina, dejad la comedia para otra vez.

—¿Llamáis comedia a un sacrilegio?

—Llamo comedia, hermosa, no al sacrilegio, que cristiano viejo soy; pero ¿cómo creéis que pueda suponer de buena fe que realmente os escandalizáis?

—¿Acaso no soy tan buena cristiana como vos?

—Podéis serlo tanto como el papa; pero seguro es que tanto se os da de que don Pedro sea casado, como si fuera musulmán.

—Me insultáis.

—No os insulto, os conozco; venid acá, lucero del alba. ¿Acaso yo creo que sois la tímida marquesita de Torreflorida? ¿No sé yo por demás que nunca habéis tenido, al menos desde que nos tratamos, escrúpulo de nada? ¿De dónde voy a comulgar ahora con esa virtud? Hablemos como buenos amigos que no nos podemos engañar.

—Pero si ese hombre es casado —dijo Catalina cambiando de tono—, me caso, aparece la otra y quedo burlada.

—En primer lugar os aseguro que la otra murió; en seguida, aun cuando viviese, ningunos derechos tiene.

—¿Y si acaso los tuviera y quisiera hacerlos valer?

—Pero si es muerta.

—Quiero suponer que vive.

—Entonces a don Pedro, por haberos engañado, le condenarían a daros una dote proporcionada a sus intereses y bienes, que sería muy respetable.

—¿Así sucedería?

—Os respondo de ello, que nuestros negocios están ligados y yo no me descuido: fiad en mí.

—Fío en vos, y es preciso que procuréis precipitar la boda, que ya me parece que es tiempo.

—Pronto seréis la esposa de don Pedro, que él más que nosotros desea que llegue ese momento.

Y don Alonso tenía razón; Mejía estaba verdaderamente apasionado de Catalina; ella había procurado seducirle, fascinarle y lo había conseguido.

Generalmente en el mundo los hombres que tienen la desgracia de ser ricos y tontos, son el juguete de las mujeres aventureras, sin que lleguen jamás a adquirir experiencia; cada golpe les hace exclamar: «Seré más prudente en lo sucesivo», y a cada nueva tentación exclaman también: «Ésta sí no es como aquélla ¡qué diferencia!».

Exactamente esto pasaba con don Pedro de Mejía; así hablaba con don Alonso, que procuraba por su parte sostenerle en sus propósitos, logrando con esto lisonjear sus pasiones, haciéndole más apreciable, y ayudar a doña Catalina en sus planes.

Don Alonso entró en la casa de don Pedro y le encontró contemplando un magnífico collar de perlas.

—¿Qué os parece, señor don Alonso este collar? —le dijo.

—En verdad —contestó don Alonso— que no le he visto igual nunca. ¿Le habéis comprado?

—Sí, que es uno de los regalos de boda para Estela…

—¿La queréis mucho?

—¡Oh! Como no he querido en la vida a ninguna mujer.

—¿Y lo merece?

—¡Cómo si lo merece! Mirad, tan bella como virtuosa, tan discreta como noble, tan tímida como amable: es una joya esa muchacha. Soy el hombre más feliz con ser su esposo.

—¿Y cuándo pensáis realizar ese matrimonio?

—Muy pronto, muy pronto, antes de ocho días, porque las horas que tarde en verificarlo me parecen años. Ya estoy corriendo las diligencias, tengo ya en mi poder el certificado del entierro de Luisa y voy al Arzobispado esta misma tarde a pedir la dispensa de las amonestaciones. En fin, todo va de prisa.

—Me parece muy bien.

—En este momento acabo de decir a mi mayordomo que anuncie esta buena noticia a los administradores de las haciendas para que vengan a reconocer a su ama, y que se manden hacer libreas nuevas para toda la servidumbre, y en fin, que todo se prepare con el boato que merece la marquesita.

—¿Y no habéis ido hoy a visitarla?

—En este momento iremos, si os parece y me queréis acompañar.

—Con todo mi gusto.

—Dejadme sólo guardar este collar.

Don Pedro guardó el collar en una gaveta, tomó su ferreruelo y su sombrero y salió acompañado de don Alonso.

En los patios había una especie de tumulto: el mayordomo había mandado reunir a los criados para anunciar las órdenes de su amo.

—¿Ya están ahí todos? —dijo el mayordomo.

—Sí —contestaron muchas voces.

—¿Todos? Porque el señor no quiere que falte nadie.

—Sólo el pobre Lázaro falta —dijo uno.

—Pues que le llamen.

Dos lacayos fueron por Lázaro, a quien todos le tenían un gran cariño por su humildad y le colocaron en primera línea.

—Es el caso que el amo —dijo el mayordomo— quiere casarse muy pronto, y dispone que esto sea con el mayor regocijo. Para esto, en este mismo mes, que será su boda, todos tendréis librea nueva de cuenta de la casa y salario doble.

—¡Que viva el amo! —gritó un lacayo.

—¡Que viva! —contestaron los demás.

—Ahora —continuó el mayordomo— es preciso saber corresponder, arreglarlo todo y dejar la casa como un plato de china para el día de las fiestas; con que no sea necesario que yo os ande cuidando ¿eh?

—No.

—¿Y al señor Lázaro qué le darán? —preguntó un lacayo.

—A ése —contestó el mayordomo mirando a Lázaro— a ése ya veremos; el amo no se quedará corto. Idos.

Y todos se retiraron vitoreando a don Pedro de Mejía.

4. En que se trata de una persona insignificante, pero que hace gran papel en esta historia

Lázaro, que como hemos visto no era otro que don César de Villaclara, salió en la tarde del mismo día en que se anunció el casamiento de don Pedro y se fue derechamente a la casa de Teodoro.

El negro le vio entrar y con gran disimulo le llevó hasta la cámara que le había destinado.

—Teodoro —le dijo don César cuando estuvieron solos— ¿recuerdas a Luisa, la mujer de don Pedro de Mejía?

—Perfectamente —contestó el negro.

—¿Sabes su paradero?

—Exactamente no puedo deciros ahora dónde se encuentra, ni si ha muerto o aún vive.

—Pues necesito saberlo.

—¿Os importa?

—Mucho; que don Pedro debe casarse muy pronto y esto sería el principio de mi venganza.

—En ese caso la buscaremos.

—¿Quién pudiera darnos razón de ella?

—Don Melchor Pérez de Varais, en cuya compañía vivía, o el oidor don Pedro de Vergara Gaviria.

—Difícil me será ver a cualquiera de ellos sin descubrirme.

—En tal caso también el arzobispo don Juan Pérez de la Cerna, que es enemigo mortal de don Pedro por los negocios del de Gelves.

—¡Oh, si estuviera aquí Martín!

—Dios sabe lo que será de él, porque hace mucho que no le veo, y me dijo una noche que partía para Acapulco, tal vez se haya ido ya.

—¿Qué hiciéramos?

—Veré al arzobispo.

—¿Tú?

—Yo; por los mismos asuntos del motín le he conocido.

—Bien; me hartas en ello un servicio.

—¿Y qué queréis que le diga?

—En caso de que llegues a hablarle, nuestro plan tiene que combinarse mejor; debes decirle que don Pedro, grande enemigo de él y de los suyos, trata de contraer matrimonio, que según entiendes, Luisa su mujer vive y que irritado como estás por las malas pasadas que os hizo don Pedro, quisieras consejo de su ilustrísima para buscar a Luisa y presentarla a don Pedro en el momento de la celebración del matrimonio.

—Y lo que me conteste…

—Me lo avisáis inmediatamente. ¿Cuándo piensas ir?

—Ahora mismo; si me esperáis aquí, pronto estoy de vuelta.

—Esperaré.

—En ese caso me voy.

Teodoro, cuando se trataba de servir a uno de sus amigos, era activísimo, pero en este caso, en que todos los padecimientos se encendían, no podía vacilar.

Poco rato después penetraba en el palacio de su señoría ilustrísima.

Don Juan Pérez de la Cerna no era ya, como en los tiempos del marqués de Gelves y después en los del gobierno de la Audiencia, un príncipe rodeado de cortesanos y de ostentación; la estrella del prelado comenzaba a nublarse y la tempestad rugía ya por el lado de la corte de España.

Por más cartas y manifestaciones que él y los suyos habían enviado al rey, su majestad había fruncido el entrecejo y el ceño real había, por decirlo así, atravesado el océano y venido a entristecer y a acobardar al poderoso arzobispo.

El palacio de su señoría ilustrísima había comenzado a quedar solitario; poco a poco habían ido desertando unos en pos de otros los aduladores, y cuando Teodoro llegó a visitarle, aquélla ya era la casa del verdadero obispo cristiano.

Su señoría ilustrísima estaba encerrado en su biblioteca leyendo o meditando, y en la antesala dormitaban dos familiares.

El desagrado del soberano se hacía sentir allí cruelmente.

Teodoro habló a uno de los familiares.

Como era natural, supuesto el aislamiento del arzobispo, no hubo necesidad de esperar mucho tiempo para conseguir la audiencia.

El familiar volvió a presentarse y abrió la puerta para hacer entrar a Teodoro.

Don Juan Pérez de la Cerna estaba sentado en un sillón dando muestras de profunda melancolía; su semblante indicaba cuánto sufría aquel espíritu vigoroso e inquieto con la situación en que la suerte le colocaba; podía decirse que el arzobispo había envejecido en pocos días.

Alzó indolentemente el rostro para mirar a Teodoro, y no lo reconoció al pronto.

—Buenas tardes, ilustrísimo señor —dijo Teodoro inclinándose respetuosamente.

—¿Qué se te ofrece? —preguntó el arzobispo sin contestar el saludo.

—Vengo a consultar a su señoría ilustrísima sobre un negocio.

—Habla; pero procura ser breve, porque estoy enfermo.

—Seré breve. Sabrá su señoría ilustrísima que yo fui aprisionado por el marqués de Gelves, cuando el negocio del tumulto que recordará su señoría ilustrísima.

El arzobispo movió con disgusto la cabeza y miró a Teodoro.

—¿Y a qué viene eso? —dijo.

—Permítame su señoría ilustrísima que le hable, porque eso tiene mucho que ver en el negocio de que voy a tratar.

El prelado inclinó la cabeza como resignándose a oír.

—Don Pedro de Mejía —continuó Teodoro— fue sin duda uno de nuestros mayores enemigos y quien influyó mucho en mi prisión; don Pedro era casado con una dama que se llamaba Luisa, la cual apareció después, porque don Pedro la abandonó la misma noche de su boda, como esposa del corregidor don Melchor Pérez de Varais.

El arzobispo comenzó a escuchar con interés.

—Yo —continuó Teodoro— sé que en estos días se casa don Pedro con una dama de quien está apasionado y quiero que me alumbre su señoría ilustrísima para que yo sepa lo que debo hacer, a fin de buscar a esa doña Luisa, para presentarla en compañía de la justicia, a la misma hora del casamiento de don Pedro. Ellos nos han ganado; el visitador nuevo quizá nos persiga; pero nos hemos de vengar de los que nos han traído tantos males a su señoría ilustrísima y a sus partidarios.

En la cabeza del prelado se acumularon en aquellos momentos sus recuerdos del pasado, sus decepciones del presente, su abandono, su aislamiento, su porvenir en la corte.

El arzobispo era hombre, y sintió hervir su sangre con las palabras de aquel que tenía valor de llamarse su partidario en la desgracia, que resentía lo que él había sufrido, y que pensaba aún en vengarse y en combatir, cuando todos temblaban y huían de él.

En vez de contestar preguntó el prelado:

—¿Cómo te llamas?

—Teodoro.

—¡Teodoro! Yo te conozco ¿verdad?

—Martín de Villavicencio, el bachiller, me presentó con su señoría ilustrísima en aquellos tiempos más felices para nosotros.

—Es verdad. ¿Y Martín adónde está? ¿También me ha olvidado?

—No lo piense su señoría ilustrísima, Martín tuvo que huir y está lejos.

—¿Qué objeto llevas al querer impedir el matrimonio de don Pedro?

—Castigarlo yo, ya que no hay autoridad que lo haga.

—¿Y cómo lo conseguirás?

—Si encuentro a Luisa y su señoría ilustrísima me protege, en primer lugar se estorba esa boda, y después se da un escándalo, en el que quien pierde es don Pedro.

—Pues yo no sé adónde está Luisa, pero preguntaré a quien debe saberlo; te lo diré, y te daré consejo; porque la venganza no es buena, aunque sí el castigo del malvado.

—¿Cuándo quiere su señoría ilustrísima que vuelva?

—Mañana mismo.

—En ese caso ya no molesto a su señoría ilustrísima y me retiro.

—Adiós, Teodoro, hasta mañana —dijo el prelado dándole a besar el pastoral.

Teodoro se retiró y el arzobispo le siguió con la vista hasta que le vio salir.

—He aquí un negro —exclamó— como debieran ser muchos blancos; éste tiene ánimo, éste no desmaya, éste no teme como yo, cuando debiera amedrentarse, más porque él puede subir al cadalso, mientras que yo nunca; y sin embargo, él está sereno y no se entristece, y vencido, desgraciado, lucha y espía el momento de su enemigo para combatirle y vencerle; porque lo vencerá y yo le ayudaré porque lo merece, y porque su causa es mi causa, y su venganza es mi venganza; y sería horrible que mañana que el rayo de la corte me hiera, estos hombres se rían de mi desgracia… No… no… ¡cuantos pueda derribar antes de hundirme, caerán!

El arzobispo se puso a pasear en silencio.

—Buscaré a esa Luisa y le ayudaré al negro. Don Pedro de Vergara Gaviria sabrá de ella; él también tiene mucho que vengar en nuestros enemigos; le comunicaré el proyecto de Teodoro, y nos ayudará… Le enviaré a llamar.

Y sentándose inmediatamente, escribió una esquela que plegó poniéndole la dirección.

Tocó en seguida una campanilla y un familiar se presentó a recibir sus órdenes.

—Esta carta al licenciado don Pedro de Vergara —dijo el arzobispo.

Media hora después don Pedro entraba en el palacio arzobispal.

—Aquí me tiene su señoría ilustrísima —dijo presentándose.

—Mi señor don Pedro —contestó el prelado— tome asiento su señoría y hablaremos de un negocio.

Sentóse don Pedro de Vergara y el arzobispo continuó:

—¿Os pesaría darle un mal rato a don Pedro de Mejía, nuestro antiguo conocido?

—A fe que no me pesaría mucho.

—Pues cosa fácil será si queréis.

—Quiero, que me tiene aún muy ofendido, y temo que de nosotros se ha de reír, según van las cosas…

—Entonces os diré que don Pedro está muy apasionado y muy pronto debe contraer matrimonio, para lo cual él prepara solemnes fiestas.

—¿Y bien?

—¿Cómo y bien? ¿No comprendéis aún?

—Os aseguro que no.

—¿Don Pedro de Mejía no se casó con Luisa?

—Sí.

—Luego siendo casado, no puede contraer…

—Permítame su señoría ilustrísima, que don Pedro no es casado.

—Pues ¿y Luisa?

—Murió en las cárceles del Santo Oficio.

—¿Murió? —dijo espantado el arzobispo—. Entonces nada se puede hacer.

—Por ese lado al menos.

Su señoría ilustrísima quedó pensativo.

—Pero ¿cómo es —dijo de repente— que don Melchor, que la hacía pasar por su mujer, no me refirió jamás esto?

—Ésa es una historia bien curiosa. Luisa fue ahorcada en las cárceles secretas del Santo Oficio; pero tratando de ocultar esto a don Melchor, se le dijo que por artes mágicas había perdido su figura, y con el testimonio del inquisidor mayor y el mío, tomó por su mujer a una negra, a quien le presentamos como tal y se la llevó, compadeciéndose mucho de su situación.

—¿Eso ha pasado?

—Como se lo cuento a su señoría ilustrísima, sólo que como se trataba de salvar el honor de la Inquisición, evitar un escándalo, yo me presté fácilmente, y suplico a su señoría ilustrísima que me guarde esto como revelado bajo el sigilo sacramental.

—He aquí que estamos salvados —exclamó el arzobispo.

—¿Cómo?

—Luisa, oficialmente, es decir, para nosotros, para la Inquisición, para la Iglesia, existe.

—¡Existe!

—Sin duda; testimonios irrecusables prueban que la sacó de la Inquisición don Melchor Pérez de Varais; eso lo declararéis vos, el inquisidor mayor, yo, don Melchor, el secretario y familiares del Santo Oficio, y que es la misma que debe vivir con Pérez de Varais, y aun cuando se empeñaran en negar ella y Mejía, el juez debía fallar por las pruebas secundum alegata et probata, y en este punto es seguro que se triunfa; luego resulta que es casado don Pedro de Mejía, que se impide el matrimonio que medita, que se le obliga a reconocer como su esposa a la mujer que entregásteis a don Melchor, y que el castigo es para él mayor, que era lo que quería yo probaros.

—Comprendo, comprendo.

—En ese caso, escribid a don Melchor que venga, trayendo a su esposa.

—Fácil será hacerle condescender, porque tiene que venir en estos días a felicitar al virrey.

—Entonces escribidle.

—Lo haré como su señoría ilustrísima lo dispone.

El arzobispo y don Pedro de Vergara siguieron conversando hasta una hora después, cuando éste se despidió.

En la misma noche un correo de don Pedro de Vergara salía para Metepec, con cartas para el alcalde mayor don Melchor Pérez de Varais.

Don Pedro de Mejía siguió haciendo los preparativos de su boda.

5. En que se verán cosas muy grandes

Una tarde, seis días después de los acontecimientos que referimos en el capítulo anterior, entraban a México dos carrozas seguidas de una multitud de criados a caballo.

En la primera iba don Melchor Pérez de Varais, alcalde mayor de Metepec, y que venía a presentar sus respetos al virrey y a sincerarse de los cargos que se le hacían por la parte que decían se le atribuía en el tumulto contra el marqués de Gelves.

El alcalde venía asomándose por las ventanillas del carruaje y saludando a los conocidos que encontraba entre la multitud, que se detenía en las calles para ver pasar la comitiva.

La segunda carroza iba enteramente cerrada y cubierta con una gran camisa blanca, llena de polvo, lo que era indicio de que muy pocas veces se había abierto durante todo el camino.

Don Melchor tenía en México su casa, y los dos carruajes y los criados penetraron al patio, cerrándose inmediatamente el zaguán, con lo que quedaron burladas las esperanzas de los curiosos que pretendían ver lo que contenía el misterioso carruaje cubierto.

Don Melchor saltó del que le había conducido y se dirigió al otro, que los criados habían comenzado ya a abrir.

En el interior se vio entonces a una negra con una fisonomía estúpida y horrible, pero cubierta de seda y adornada con multitud de alhajas de oro.

Dos criadas, esclavas a lo que parecía, la acompañaban.

La negra sonriéndose descendió, sostenida por don Melchor, que parecía tratarla con toda especie de miramiento.

Los criados sacaron de los coches multitud de bultos de equipaje y comenzaron a subirlos.

La negra con un aire estúpidamente alegre y apoyada en el brazo de don Melchor, subió también la escalera mirándolo todo con gran curiosidad y entrando en una de las cámaras se dejó caer en un sitial.

La negra seguía mirando todo y sonriendo, don Melchor la contemplaba con cierta especie de compasión y de tristeza.

—¿Estás cansada, Luisa? —le preguntó.

La negra le miró fijamente sin contestar. Don Melchor movió la cabeza e insistió en su pregunta alzando la voz.

—¿Estás cansada?

—Hambre yo, comer yo —contestó la negra.

—¡Pobre mujer! —exclamó el alcalde—. ¿Quién pudiera reconocerla así?

Entonces llamó a dos esclavas que vinieron a cuidar de la que él llamaba Luisa y se retiró a su aposento.

Don Melchor comía solo; a la negra le servían en su aposento y así se hizo también en aquel día.

A la mañana siguiente don Melchor entraba en casa del oidor don Pedro de Vergara.

—Heme aquí —dijo don Melchor después de los saludos de costumbre— heme aquí ya en México como deseábais, y trayendo a Luisa conmigo, que fue lo que me encargasteis más: deseo que me digáis el objeto de este viaje.

—Sí haré, y os aseguro que quedaréis satisfecho; trataré de castigar a un hombre sin fe y sin corazón, a un hombre que ha sido nuestro enemigo desde los calamitosos tiempos del de Gelves, a un hombre que ha abusado por muchos años del poder que le han dado sus riquezas, y que ha causado, en fin, vuestra desgracia y la de esa infortunada mujer…

—¿Pero de quién me habláis?

—De don Pedro de Mejía.

—¿De don Pedro de Mejía?

—Sí, y sabedlo de una vez si lo ignoráis: él fue el favorito del marqués de Gelves; por él se desató la persecución contra nosotros; él es el legítimo esposo de Luisa; él sin piedad la arrojó a la calle la noche de sus bodas, abandonándola impunemente; él, que sintió la mano de Luisa en los asuntos del marqués de Gelves, por artes maléficas la ha reducido al miserable estado que hoy guarda, causando vuestra desesperación; y él es, en fin, el que, olvidando todo esto, prepara sus bodas con una dama de esta ciudad, a la que abandonará tal vez mañana. Es preciso castigar a ese hombre, salvar a esa joven, vengar a Luisa, y sacar a la vergüenza a un miserable que se burla de todo lo más santo que hay sobre la tierra. ¿Lo creéis justo? ¿Queréis ayudarnos?

—¡Pero ese hombre es un monstruo!

—Es un aborto del infierno: en vuestra mano está ahora su castigo. ¿La levantaréis, la retiraréis sin herirle?

—Pero él es poderoso, luchará.

—Más lo somos nosotros, porque la justicia nos escuda; venceremos.

—¿Y quién nos ayudará?

—¿Quién? En primer lugar Dios; después todos los que le conozcan el día en que se le arranque el antifaz que le cubre. El señor arzobispo está de nuestra parte.

—Pero explicadme vuestros planes.

—Oíd: don Pedro está próximo a casarse; nada decimos entretanto; pero con gran secreto presentáis en nombre de Luisa vuestra acusación de que a pesar del cambio que ha sufrido su persona, ella es la verdadera esposa de Mejía; sobre esto pueden atestiguar el señor inquisidor mayor, los secretarios y escribanos del Santo Oficio, y yo, que intervine en todo. Además, consta la declaración de Mejía en que confiesa haber puesto a Luisa, su mujer, en el estado en que fue recogida por el Santo Oficio. ¿Creéis que esto no bastará?

—Bien está ¿y luego?

—Acabando de celebrarse la ceremonia y cuando esté rodeado de sus amigos y aduladores, el señor arzobispo se presenta repentinamente llevando a Luisa y seguido de todos nosotros, declarando sacrílego el acto, y ya supondréis cuánto seguirá después.

—Es un terrible castigo.

—Pero merecido.

—Sí, tal creo.

—Entonces ¿estáis conforme?

—¿No tendrá Luisa que sufrir más?

—De ninguna manera; su estado la pone a cubierto aun de la menor reconvención.

—¿Y yo?

—Vos menos; lo que hacéis por esa mujer es el acto más sublime de caridad, que nadie se atreverá a echároslo en cara. ¿Conque estáis resuelto?

—Que se haga como disponéis.

—Entonces, venid.

Don Pedro de Vergara tomó su sombrero y su capa, y dijo a don Melchor:

—Vamos a ver al señor arzobispo.

—¿Tan pronto?

—No hay tiempo que perder; ayer ha conseguido Mejía las dispensas en el arzobispado, y quizá mañana en la tarde tenga lugar la ceremonia.

—Vamos entonces.

La carroza de don Melchor estaba en la puerta, los dos montaron en ella y fueron a apearse a la entrada del palacio del arzobispo.

Su señoría ilustrísima no los hizo esperar mucho para recibirlos.

—El señor don Melchor Pérez de Varais —dijo el oidor— viene a ver a su señoría ilustrísima para el negocio de que su señoría ilustrísima y yo habíamos hablado. Don Pedro de Mejía apresura su matrimonio y es necesario que nosotros caminemos de prisa.

—¿Y cómo habéis pensado dar forma al negocio? —preguntó el arzobispo.

—De esta manera, si le parece a su señoría ilustrísima. Don Melchor presentará a su señoría ilustrísima un escrito diciendo que, aunque se han dispensado las moniciones a Mejía, ha llegado a su conocimiento que trata de casarse; pero como todo cristiano, está en obligación de manifestar los impedimentos que sepa, y que para descargo de su conciencia hace presente a su señoría ilustrísima que don Pedro de Mejía es casado y velado, coram faciem ecclesiae; que abandonó a su mujer, que por artes malos le trocó el color y le hizo perder la razón; que dicha mujer la recibió el mismo don Melchor y la mantiene de caridad, y que esto lo pueden certificar el señor inquisidor y ministros del Santo Oficio, el oidor Vergara Gaviria y le consta además por ciencia propia al ilustrísimo señor arzobispo.

—Me parece muy bien pensado y con total arreglo a derecho.

—Se presenta su señoría ilustrísima en la casa de Mejía con la infeliz Luisa y con todos nosotros que le acompañaremos; tan luego como haya terminado la ceremonia del casamiento, y si su señoría ilustrísima quiere, puede pedirse el auxilio del brazo secular para llevar a prevención alguaciles que prendan a don Pedro de Mejía.

En la misma cámara del arzobispo se formó el escrito, que firmó don Melchor y se mandó al provisor para que con el mayor empeño y secreto posibles, se procediera a recibir las necesarias declaraciones.

Don Melchor regresó a su casa y el arzobispo envió a llamar a Teodoro.

—Tengo —dijo su señoría ilustrísima al negro— el hilo del negocio de que me has hablado respecto al matrimonio doble de don Pedro de Mejía; y es, en efecto, todo tal como tú me lo habías pintado, y muy digno de castigo; pero hácese necesario que tú procures averiguar y avisarme con oportunidad, la hora, lugar y día en que celebrarse debe el casamiento.

—Fácil me será obedecer en eso a su señoría ilustrísima, porque tal empeño tengo en ello, además de lo muy obligado que le estoy a su señoría ilustrísima, que un criado existe en la casa que me pone al corriente de cuanto allí ocurre.

—En tal caso, tu misión se reduce a darme aviso, que por mi cuenta será lo demás. Anda y sé diligente.

—Su señoría ilustrísima quedará satisfecho de mí.

Teodoro salió inmediatamente a noticiar a don César lo que ocurría.

Don César tomaba el sol en la puerta de la casa de don Pedro de Mejía, y al ver que Teodoro pasaba y le miraba fijamente, comprendió que algo tenía que decirle; se levantó con disimulo y le siguió.

Uno en pos de otro llegaron hasta la calle de San Hipólito y hasta la habitación reservada a don César.

—¿Qué tenemos? —preguntó éste.

—Las cosas marchan —contestó Teodoro—. El arzobispo no se contentó con orientarme en el asunto, sino que ha tomado las cosas por su cuenta con tanto calor, que no desea saber sino la hora y lugar de la ceremonia; todo dice que lo tiene dispuesto.

—¿Habrá encontrado a Luisa?

—No sé nada; encargóme sólo de avisarle lo que os digo y nada más. Ahora quisiera saber si podemos darle el aviso oportunamente.

—Sí tal, que yo debo saberlo.

—Entonces os suplico que me lo digáis para no quedar mal con su señoría ilustrísima.

—Lo sabrás y podrás darle aviso.

6. Cómo el hombre que duerme no ve formarse la tempestad

Don Pedro seguía en los preparativos de su boda, sin sospechar siquiera lo que se tramaba contra él.

La noticia de aquella boda se había esparcido por la ciudad. Doña Catalina era conocida; pero como tenía cuidado de no presentarse en público y se había cambiado el nombre, nadie suponía que fuese ella la misteriosa prometida de Mejía.

Se contaban cosas maravillosas de su hermosura y de su nobleza; era, según don Alonso de Rivera, que había visto las ejecutorias de la casa, descendiente por línea recta del emperador Guatimoc, y de una de las familias más nobles de la península.

Esto y la vida misteriosa que tenían la hija y la madre, hacía que se hablara de ellas en toda la ciudad.

Don Baltasar de Salmerón daba vueltas sin encontrar en su cabeza un medio para salir airoso con el virrey y el visitador, en el negocio de la conspiración.

Las conversaciones acerca del casamiento de Mejía llegaron a sus oídos y comprendió que verdad o mentira, la madre de la que iba a ser esposa de don Pedro era muy a propósito para pasar por la misteriosa dama de que él había oído hablar.

Varias circunstancias contribuían a esto; eran una madre y una hija, vivían en el misterio, decíanse descendientes de Guatimoc, y estaban, por decirlo así, de moda; en todo caso él nada exponía con la denuncia y tal vez podría resultar que había acertado. ¿Quién le respondía de que aquella mujer no fuera la que buscaba, atendiendo a aquellas circunstancias?

Salmerón no vaciló y pidió una audiencia al virrey.

Ya éste le esperaba y muy pronto le concedió la entrada, con asistencia del visitador.

—¿Hase adelantado algo en la averiguación? —preguntó el virrey.

—Creo haberlo descubierto todo —contestó Salmerón.

—Hablad —dijo el visitador.

—Recordarán su excelencia y su señoría que dije que el alma de la conspiración era cierta dama misteriosa que yo no podía conocer…

—Sí —le interrumpió el visitador para hacer gala de su memoria— y que los únicos datos que teníais eran que ella se decía descender del emperador Guatimoc, que vivía sola con una hija hermosa y que tenían una existencia misteriosa.

—Exactamente, su señoría no olvida nada. Pues bien, creo que he dado con esa mujer.

—¿Quién es? ¿Cómo se llama?

—Su nombre no podré decirlo a su excelencia, porque aun no lo sé, pero sé quién es, sí.

—Pues ¿quién es?

—¿Sabe su excelencia que debe casarse muy pronto don Pedro de Mejía?

—Sí, el amigo del marqués de Gelves.

—El mismo.

—¿Y eso qué tiene que hacer?

—Que la dama con quien se casa es la que yo buscaba de orden de su excelencia.

—¿La madre?

—No, la hija es la que se casa; la madre es la mujer de la conspiración.

—Aguardo —exclamó el visitador— y sí, en efecto, que referir he oído que esa dama vivía y vive con tal misterio que nadie la conoce, y que se dicen ser de la familia de Guatimoc. Pues no había yo caído en cuenta. Puede que don Baltasar tenga razón.

—Al menos si me equivoco, su señoría comprenderá que soy disculpable.

—Vaya, lo creo; pero ya pensaremos qué se hace. Os ruego, señor don Baltasar, que averigüéis en dónde viven esas damas, porque las cosas están mal; no es posible formar tan pronto como se deseara la expedición que debe marchar para Acapulco, y esos pícaros herejes holandeses viven allí como si fuera su casa, y es seguro que seguirán entendiéndose con los criollos y que éstos, envalentonados con aquel revés, quieran el día menos pensado hacer aquí un tumulto como el que acaba de pasar, y ahora por desgracia cuentan con mayores elementos para ello; de modo y manera que urge el remedio, que tan fuerte debe ser como es grave el mal y aguda la enfermedad.

—¿Qué dispone vuestra excelencia que yo haga? —preguntó Salmerón.

—Nada más sino que esta noche me traigáis la noticia que os he pedido: adónde puede haberse a esa dama para prenderla.

—¿Su excelencia me permite una pregunta?

—Decid.

—¿Y si no saliera cierto lo que yo me he pensado y he dicho a su excelencia, porque no sea esa dama la que se busca, tendría yo que sufrir algunas malas consecuencias?

—Ninguna; porque os salva antes que todo vuestro empeño en el servicio de su majestad, y porque el señor visitador tiene la misma idea que vos.

—Exactamente —agregó el visitador— y los hombres por desgracia no somos infalibles.

—Gracias, excelentísimo señor; voy a trabajar con más fe, porque vuestra excelencia me quita un enorme peso del corazón.

—Id sin cuidado —dijo el virrey.

Don Baltasar se dio a averiguar adónde vivía la misteriosa prometida de don Pedro y cómo sé llamaba.

Ocurrióle dirigirse a la casa de éste y ver si le era posible cohechar a un lacayo y saber por su medio lo que deseaba.

Pasó por la casa y se detuvo enfrente; muchos criados entraban y salían, pero ninguno le daba las suficientes garantías.

Así pasó un largo rato hasta que observó que del interior hacia la calle se dirigía cojeando y apoyado en un grueso bastón, un mendigo.

Generalmente los hombres tienen más mala opinión de sus semejantes a medida que los ven más miserables.

Exactamente esto sucedió a Salmerón, que apenas divisó al limosnero, que era nada menos que don César, dijo en su interior:

—Éste es mi hombre.

Don César salió a la calle y Salmerón le fue siguiendo hasta que estuvo muy retirado de la casa de don Pedro; entonces se acercó a él por ver si le pedía una limosna y comenzar así la conversación.

Pero el mendigo le vio acercarse sin pedirle nada.

Salmerón anduvo a su lado provocándolo materialmente a pedirle, pero el mendigo continuó callado.

Entonces Salmerón hizo sonar el dinero que llevaba en las bolsas de sus gregüescos. El mendigo le miró y calló también.

—Esto es raro —dijo entre sí don Baltasar— quizá viene de ver a Mejía, que se ha vuelto pródigo con la boda y le haya dado una gran limosna. Probemos otro modo.

—Oye —dijo en alta voz dirigiéndose a don César.

—¿Qué manda su señoría? —contestó don César quitándose con mucha humildad su viejo sombrero.

—¿Vienes de la casa de don Pedro de Mejía?

—Allí vivo, señor.

—¿Allí vives?

—Sí, señor.

—¿Y es verdad que se casa?

—Sí, señor.

—¿Y con quién?

—No podré dar razón a su señoría, porque yo nunca subo y vivo en un cuarto del segundo patio.

—Pero los criados te habrán dicho…

—Me tratan muy mal, no me hacen caso.

—¿Entonces cómo sabes lo que me has dicho?

—Eso, porque todos saben que esta noche es el casamiento.

—¿Esta noche?

—Sí, señor.

—¿Y en dónde?

—Aquí en la casa.

—¿A qué hora?

—Ha mandado que todos los criados estén listos a las ocho, para salir con cirios a encontrar a la novia.

—¿Estás seguro?

—Sí, señor.

—Bien, toma por la noticia.

Don Baltasar dio a don César una moneda y se retiró.

—¿Qué querrá decir esto? —pensaba don César mirando la moneda—. ¿Será cosa del arzobispo? Creo que no; él sólo se entiende con Teodoro… en todo caso, creo que no es nada bueno para Mejía… En fin, vamos a avisar a Teodoro que importa que el arzobispo sepa lo que hay esta noche por acá; veremos lo que ha dispuesto y lo que hace su señoría ilustrísima.

Y guardándose la moneda, se encaminó apresuradamente para la casa de Teodoro.

Brillantemente iluminada, la casa de don Pedro de Mejía, anunciaba a los habitantes de la ciudad de México el segundo matrimonio del rico-home.

Los lacayos, los esclavos, los reposteros, entraban y salían; multitud de músicos llenaban el patio o esperaban en la calle, y de un momento a otro debía salir la novia de la casa para presentarse en la de don Pedro, que debía recibirla en la puerta de la calle.

Por un exceso de lujo y de ostentación muy común en aquellos tiempos, todo el camino que de su habitación a la casa de Mejía debía recorrer la desposada, por la calle y por los patios de una y otra casa, se había embaldosado, por decirlo así, con barras de plata que formaban una vía como de tres varas de ancho.

Aquella ostentación, que en nuestros días hubiera parecido locura era, sin embargo, la costumbre de los potentados de México en los primeros siglos de la dominación española.

Doña Estela, como se había hecho llamar doña Catalina, dio aviso de que iba ya a salir, y entonces, como formándole una valla militar, dos hileras de lacayos, soberbiamente vestidos y con gruesas hachas de cera, se colocaron a los lados de la vía de plata dispuesta para que pasasen la novia y la comitiva.

Todas las músicas sonaron, los cohetes poblaron el espacio iluminando verdaderamente gran parte de la ciudad y doña Catalina, vestida de blanco y cubierta con un velo, atravesó la calle en medio de gritos y aclamaciones.

Don Alonso de Rivera le daba el brazo, en el que Catalina se apoyaba desfallecida, no por la emoción sino por el orgullo.

—Os he cumplido mi palabra —decía por lo bajo don Alonso— ¿estáis satisfecha?

—Sois un hombre adorable —contestó Catalina— pero aún tiemblo, y no estaré segura hasta que haya pasado la ceremonia.

—Tenéis tanta fortuna, hermosa mía, que todo saldrá según vuestros deseos y a fe que estáis tan bella, que comienzo a sentir celos de don Pedro.

—¡Ingrato! —contestó Catalina con una sonrisa hechicera.

Mejía estaba ya en el zaguán de su casa y ofreció a Catalina su mano para entrar a ella y para subir las escaleras.

Al llegar al salón Catalina apartó el velo de su rostro, y la concurrencia lanzó un grito de admiración.

Aquélla no era una mujer, era un arcángel; sus ojos alumbraban como el sol y había en ellos tanta dulzura, tanta modestia, que hubiera sido necesario no verla para no amarla; desde lejos parecía percibirse el aroma de su aliento y la blanca luz de las bujías resbalaba sobre su frente tersa y bella, como orgullosa de poder bañar aquellas formas encantadoras.

Un sacerdote revestido salió de una de las piezas interiores; don Pedro se puso al lado de Catalina y don Alonso de Rivera y la madre de la joven desposada, tomaron sus respectivas colocaciones como padrinos en aquella ceremonia.

Doña Catalina, componiendo la falda de su traje, tocó la mano de don Alonso y se la estrechó convulsivamente. Don Alonso correspondió. Aquello quería decir:

—Llegó el momento.

—Triunfamos.

En medio del mayor silencio y del más completo recogimiento, don Pedro y doña Catalina pronunciaron los votos que debían unirlos para toda su vida. El sacerdote había echado su bendición sobre aquellas manos enlazadas y trémulas, cuando la gran puerta del salón en que se celebraba la ceremonia se abrió con gran estrépito y, rompiendo por en medio de la asombrada concurrencia, llegó hasta donde los novios estaban, el ilustrísimo señor don Juan Pérez de la Cerna, arzobispo de México, seguido de una gran comitiva y llevando de la mano a una negra miserablemente vestida y que le seguía, riendo como una insensata.

—En nombre de la Iglesia que represento y de nuestra sagrada religión, suspéndase este matrimonio, que no puede llevarse a efecto.

El asombro se pintó en todos los semblantes, y el mismo don Pedro no se atrevió a hablar; sólo el sacerdote que había dado la bendición tomó la palabra.

—Debo informar a su señoría ilustrísima —dijo con tono solemne— que la ceremonia ha terminado, que el matrimonio es ya legítimo y rato.

—¡Don Pedro de Mejía! —exclamó el arzobispo alzando la voz y tomando el aire más religiosamente trágico que le fue posible— habéis contraído segundo matrimonio viviendo aún vuestra primera mujer; habéis engañado a una joven hermosa y pura para arrastrarla al altar cegándola con el esplendor de vuestras riquezas, en tanto que tenéis arrojada a la miseria y al desprecio a vuestra legítima esposa, a quien habéis por artes reprobados y mágicos, hecho perder su natural figura y su inteligencia, convirtiéndola de una mujer bella en una negra estúpida. Don Pedro de Mejía, aquí tenéis a vuestra verdadera mujer, a la mujer a quien os dio la Iglesia, y vos la habéis arrojado contra toda ley y derecho: recogedla en nombre de la religión y del derecho.

Y tomando el arzobispo de la mano a la negra, la colocó violentamente en medio del círculo que formaban los concurrentes.

Doña Catalina lanzó un grito y se cubrió el rostro con ambas manos. Don Pedro, con los cabellos erizados, dio un paso atrás como si hubiera visto una serpiente, y la negra mirando por todos lados, rió estúpidamente.

Antes que pudieran volver en sí de su sorpresa los autores de esta escena, antes que bajase la mano el arzobispo, que tenía alzada con una ademán amenazador, un nuevo rumor se percibió en la entrada del salón, y volvió a oscilar el concurso y a separarse para dar paso a nuevos personajes.

Un alcalde de la Audiencia, seguido de escribanos, alguaciles, curiosos y con farolillos y varas, penetraron en el salón y se detuvieron en el centro al lado del arzobispo, que se mostraba entonces tan admirado como los demás.

—¿Quién es —dijo el alcalde— la madre de la nueva esposa de don Pedro de Mejía?

—Yo —dijo la madre de Catalina adelantándose.

—Dése presa a su majestad y sígame —dijo el alcalde tomándola de una mano para llevársela.

—¿Presa por qué? —exclamó ella.

—De orden del virrey.

Doña Catalina se arrojó en sus brazos como para impedir que se la llevasen y todos los demás permanecieron inmóviles y en silencio.

—Señora —dijo el alcalde— vamos, seguidme, y no me obliguéis a usar de la fuerza.

—¡Yo quiero ir con mi madre! —gritaba Catalina.

—Señora, es imposible.

—¡Dejadla, dejadla! —exclamaba Catalina arrodillándose a los pies del alcalde—. ¡Por Dios, señor alcalde! ¿A dónde lleváis a mi madre?

—Señores —dijo el alcalde— ¿no hay entre vosotros uno que contenga a esta señora, para que no impida el cumplimiento de una orden de la justicia, y vaya a tener que sufrir un desaire o una tropelía?

Don Alonso, pálido como un cadáver, salió de entre el concurso y levantó a Catalina, medio desmayada del terror.

El alcalde saludó y salió llevándose a la vieja entre los alguaciles.

Por un largo rato nadie interrumpió el silencio, hasta que al fin dirigiéndose a don Pedro y a Catalina, que lloraba amargamente, dijo el arzobispo mostrando a la negra, que no daba indicio de comprender lo que acontecía:

—No pueden quedar bajo el mismo techo la mujer legítima y la concubina; y esa dama, señor don Pedro de Mejía, estando aquí vuestra esposa, es vuestra concubina y debe salir de aquí ¿lo oís? La religión lo manda.

—Tiene razón —dijo con fiereza doña Catalina.

Y tomándose del brazo de don Alonso, salió del salón.

—Don Pedro de Mejía —dijo el arzobispo— os vuelvo al buen sendero, os entrego a vuestra esposa, arrepentíos y haced penitencia, y que Dios os vuelva a su santa gracia.

Y presentando de nuevo la negra a don Pedro, salió con toda su comitiva.

Los convidados quedaron agrupados en el fondo del salón contemplando la escena que se representaba en el estrado. Don Pedro, con la cabeza inclinada y la mirada fija, y la negra sentada en un sitial con su estúpida y eterna sonrisa.

7. En que sigue la materia del que le antecede

Un largo rato transcurrió sin que don Pedro se moviera y nadie osaba hablar.

De repente levantó el rostro, sacudió la cabeza y se lanzó a la calle: ninguno pensó en detenerle ni en seguirle.

Doña Catalina, apoyada en el brazo de don Alonso de Rivera, había atravesado sombría y silenciosa la calle que una hora antes cruzó llena de orgullo y de ilusiones. El rico panorama que le había pintado su ambición desapareció como por encanto: se encontraba sola, abatida, avergonzada, sin más apoyo que don Alonso y, lo que era más terrible aún para su vanidad, arrojada como una concubina por el arzobispo, de una casa de la que ya se creía señora; teniendo que inclinar su frente delante de la esposa que volvía al hogar con todos los derechos que la ley y la religión le daban, y esta esposa era una negra miserable, cubierta de harapos.

Estas ideas como una tempestad se chocaban y se confundían en el cerebro de doña Catalina. Llegó a su casa y la encontró sola; todos los criados se habían ido a la de don Pedro y sólo el portero estaba allí para abrirle.

Subió casi a oscuras la escalera y se entró acompañada de don Alonso a una cámara en la que no había más luz que la que, desprendiéndose de los balcones de las azoteas de la casa de don Pedro, penetraba allí también por los balcones.

Con esta incierta claridad percibió doña Catalina un sitial y se arrojó en él triste y desalentada.

Desde aquella cámara podían, al través de las cortinas de la casa de Mejía, verse las sombras de los que había en la sala; pero aquellas sombras parecían corresponder a cuerpos inanimados porque no se movían.

Don Alonso no quiso turbar el silencio; temió que una sola palabra hiciera estallar la tormenta. Salió dejando un momento a doña Catalina para subir una luz y encendió una bujía de cera.

Entonces pudo advertir la profunda emoción que se pintaba en el rostro de la joven; el tenaz fruncimiento de su entrecejo, el brillo siniestro de sus ojos, sus labios apretados y la palidez de sus mejillas, indicaban más que el dolor, el odio y la indignación reconcentrados.

Se escucharon pasos precipitados en el corredor y don Pedro de Mejía con el traje en desorden, pálido y jadeante de ira, se presentó delante de Catalina.

—¡Estela! —exclamó llegando a su lado—. Estela ¿por qué me abandonas?

Catalina se levantó severa y sin inmutarse, como una estatua de mármol que se moviera repentinamente, y fría y grave, con un acento sordo pero pausado, dijo arrojando sobre don Pedro una mirada indefinible, en la que iban mezclados el odio y el desprecio:

—Salid de mi casa porque sois indigno de estar aquí.

Y con un ademán soberbiamente imperioso le señaló la puerta.

—¡Estela! —exclamó don Pedro fuera de sí—, ¡Estela! ¡Soy víctima de una cosa horrible que no comprendo…!

—Salid —repitió Catalina— salid, mal caballero, que me habéis dejado arrojar de vuestra casa como a una vil manceba; salid o me obligaréis a retirarme.

—¡Por Dios, Estela, escuchadme!

—Señor don Alonso de Rivera —dijo Catalina—, ¿es tanta mi desgracia que no me queda un criado que ponga en la calle a este miserable?

—¡Oh! —rugió don Pedro—. ¡Estela, Estela, esto es demasiado!

—Señor don Alonso, hacedme, si sois caballero la gracia de arrojar de mi casa ese hombre. ¿O tendrá una dama que encerrarse, teniendo en su casa a un hidalgo, para verse libre de los atrevimientos de un villano?

Don Pedro se llevó las manos a los cabellos, dio un grito salvaje y se lanzó a la calle.

Entonces don Alonso creyó que le debía acompañar. Don Pedro volvió a su casa; toda la concurrencia se retiraba y él cruzó entre los caballeros y las damas que salían sin dirigirle siquiera una mirada.

En uno de los tramos de la escalera y por donde había más gente, don Pedro oyó una voz que le dijo:

—Todo esto se lo debes a don Alonso de Rivera.

Don Pedro y don Alonso, que le seguía de cerca, volvieron el rostro para buscar quién había pronunciado aquellas palabras, pero no pudieron lograrlo; entre aquel grupo bajaba el pobre Lázaro con el vestido de gala que le había regalado el mayordomo; pero nadie paraba la atención en él.

Mejía llegó al salón; la negra permanecía aún allí en el mismo sitial y en la misma postura.

Don Pedro y don Alonso se pararon a contemplarla.

De repente don Alonso se adelantó a ella, le tomó una mano y volviéndose a Mejía, le dijo con el tono de la más profunda convicción:

—Aquí hay una trama horrible; esta mujer no es Luisa.

—¿No es Luisa? —exclamó Mejía.

—Podría yo jurarlo.

—Entonces ¿quién es? ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué la presenta como mi mujer ese arzobispo que Dios confunda?

—Oculta todo esto un misterio tenebroso; pero tened entendido, don Pedro, que sois víctima de una cruel maquinación.

—¿Pero cómo probarlo? ¿Cómo encontrar la luz? ¡Me vuelvo loco!

—Valor, don Pedro, lucharemos; aún no se ha perdido todo.

—¿Y Estela? ¡Estela, que me desprecia, que me odia, que me ha lanzado a la calle como un villano!

—Dejad que pase su indignación; yo trataré de calmarla: fiad en mí.

—¡Oh gracias, gracias, don Alonso, sois mi único amigo!

—Pero es fuerza luchar, es fuerza; tenéis algún enemigo poderoso, astuto, que os sigue, que os acecha, que espía vuestra vida para heriros en lo más noble cuando menos lo esperáis; recordad el día de vuestra boda con Luisa…

—Pero vos ¿qué pensáis? ¿Qué me aconsejáis para desprenderme de esta horrible negra con quien se quiere encadenar mi existencia?

—¿Recordáis —dijo don Alonso como herido por la luz de una idea repentina—, recordáis quién preparó el castigo de Luisa?

—Sí. Don José de Abalabide.

—¿Que vive?

—Sí que vive.

—Pues bien, es necesario ver si por medio de su ciencia podemos probar que esta mujer es negra de nacimiento y que no puede ser la misma Luisa.

—Sí, sí, me salváis, amigo mío, me salváis.

—Entonces poned un correo ahora, en este instante, a don Carlos de Arellano.

—Debe estar en México, yo mismo voy a verle. Encerrad vos entretanto a esta mujer en donde nadie la vea, y disponed que alguien vaya a acompañar a Estela, que debe estar sola.

Y don Pedro tomó precipitadamente una capa y su sombrero, se ciñó una espada y se salió a la calle.

Don Alonso se puso de pie delante de la negra y comenzó a examinarla detenidamente.

Detrás de don Pedro salió otra persona, era un hombre embozado hasta los ojos: como todo era desorden en aquella noche, los criados no hicieron caso de él.

Don Pedro tomó el rumbo de la casa de Arellano y el hombre misterioso, tan luego como oyó que se perdía el eco de sus pasos a lo lejos, atravesó la calle y se entró en la casa de doña Catalina.

El embozado pasó sin que el portero le dijese nada; tales cosas acontecían aquella noche, que los criados no sabían qué hacer.

Subió la escalera; la casa estaba sola, y doña Catalina permanecía en su sitial como la había dejado don Alonso.

Al ruido de los pasos alzó el rostro creyendo encontrar a don Alonso; pero vio delante de sí un hombre en la fuerza de la edad viril, elegante y buen mozo.

—Señora —dijo el hombre— perdonad si me atrevo a presentarme a vos sin ser anunciado; pero vuestra casa está sola, enteramente sola.

—¿Quién sois? ¿Qué queréis? ¿A quién buscáis? —preguntó con cierto espanto doña Catalina.

—¿Quién soy, señora? Ya lo sabréis más adelante, quino me es posible decíroslo en este momento. ¿Qué quiero y a qué vengo? No quiero nada, y vengo sólo a deciros que os salvéis, y ofreceros mi brazo y mi amparo.

—¿Que me salve? ¿Y de qué? ¿Qué peligro me amenaza?

—Grande, señora; sabéis que vuestra madre ha sido presa y esto puede traeros grandes riesgos.

—Pero mi madre es inocente; esto debe ser una equivocación y yo nada tengo que temer.

El hombre miró fijamente a Catalina y había en aquella mirada tanta penetración que ella bajó los ojos y se puso encendida.

—Y bien ¿qué pretendéis? —dijo Catalina.

—Señora, hablemos claro —dijo el hombre— comienzo por deciros y perdonad la franqueza que las circunstancias disculpan, que yo os conozco mejor de lo que podéis suponer.

—¡Caballero, no comprendo! ¿Quién os autoriza…?

—Señora, el deseo de haceros un servicio es lo que me autoriza, y muy pronto os convenceré de cómo tenéis que agradecérmelo. En cuanto a que no me comprendéis, voy a explicarme, y de prisa, porque el tiempo urge.

—Hablad —dijo Catalina fascinada por la imperturbable calma de aquel hombre.

—Pues señora, no soy el único que sabe que ni sois marquesa ni venís de Filipinas, ni vuestro nombre es Estela, ni sois viuda, ni nada de eso que hicisteis creer a don Pedro de Mejía.

—¡Caballero! —exclamó Catalina levantándose.

—Sentaos, señora, y escuchadme, porque el tiempo vuela; hay otros que como yo, sabemos que os llamáis doña Catalina de Armijo, como vuestra madre, que habéis engañado a Mejía y que merced a este engaño, se ha unido hoy con vos.

Catalina sin replicar inclinó el rostro avergonzada.

—Hay, señora —continuó el hombre— intereses opuestos a los vuestros; los parientes de Mejía, los que creían heredarlo si permanecía viudo, no pueden ver con serenidad una boda que les arrebata sus esperanzas; he aquí vuestros enemigos, he aquí los que seguramente han preparado las escenas de esta noche. Pero la ceremonia estaba terminada y a pesar de la aparición de esa negra, vos sois esposa de don Pedro, y por consiguiente un obstáculo que es preciso quitar de en medio. La prisión de vuestra madre os deja aislada en el mundo y expuesta a las acechanzas de esos enemigos; quizá en este momento revelen a don Pedro todo el secreto de vuestra vida; quizá en este momento pidan una orden para prenderos u os denuncien en la Inquisición.

—¡Dios mío! —exclamó Catalina, que comenzaba a perder su valor y su serenidad.

—Sí, señora; sólo Dios sabe lo que en estos momentos se trama contra vos, lo que os amenaza.

—¿Pero qué debo hacer, caballero? Soy sola, sola en el mundo; vos que conocéis el peligro, decidme el modo de conjurarlo.

—A eso he venido, a ofreceros mi apoyo y mi protección.

—Pero si no os conozco, si ignoro hasta vuestro nombre, si queréis permanecer incógnito a mis ojos ¿podre fiarme de vos?

—Fiaos, señora, fiaos, y yo os salvaré.

—¿Y sin conoceros, y sin saber quién sois?

—Señora, el hombre que se ahoga no ve quién le tiende el remo salvador.

—Caballero… disponed… fío en vos.

—No os pesará, señora, que no tengo contra vos, os lo juro, la menor intención dañada y sí el deseo de haceros bien.

—Gracias…

—En primer lugar es preciso que ahora mismo os dispongáis a seguirme.

—¿Pero a dónde?

—A una casa en donde estaréis con toda seguridad y oculta por algún tiempo de vuestros enemigos…

—¿Pero huir así, como un criminal?

—Si vuestro corazón os aconseja que os fiéis de mí, seguidme, señora, o tal vez dentro de un momento estén aquí vuestros ocultos enemigos con una orden de prisión

—Pero ¿y mi madre? Si llega a salir…

—¡Ojalá y saliera en libertad! Pero no lo esperéis, y en todo caso, yo velaré por ella.

Catalina, sin poder resolverse, inclinó la cabeza como para reflexionar.

—Señora, dejad ese traje blanco; tomad un manto y seguidme, no os arrepentiréis.

Catalina se levantó violentamente y encendiendo otra bujía se entró a su cámara.

Poco después salió envuelta en un manto negro y vestida de luto; bajo los pliegues de aquel manto podía adivinarse que la joven llevaba una caja pesada.

—Estoy pronta.

—Vamos, apagad esas luces y cerrad; nos llevaremos las llaves y poco a poco y con misterio haré conducir a vuestra nueva habitación cuanto hay aquí.

—¿Pero con qué nombre debo conoceros?

—Decidme simplemente Lázaro el pobre.

—¡Extraño nombre!

—Es, señora, una promesa religiosa.

Y cerrando todas las puertas salieron los dos a la calle, procurando cubrirse perfectamente los rostros.

8. Donde se da razón de don Leonel y de su padre

Necesariamente los descubrimientos hechos por el virrey y el visitador, merced a la activa policía de don Baltasar de Salmerón, en nada dulcificaron la suerte de don Leonel y de su padre.

Encerrados en un cuarto de la cárcel, veían pasar los días, don Nuño renegando y desesperado, y melancólico y resignado don Leonel.

El hijo suponía la causa de su prisión, pero ni él ni su padre comprendían la detención de éste, y por eso es que don Nuño estaba cada vez más impaciente.

Sólo uno de los carceleros se había dolido de su situación y les daba de cuando en cuando algunas noticias que podía adquirir, por supuesto vagas, incoherentes, que sumían más en dudas y en conjeturas a los dos presos, a quienes no se había tomado ni una declaración.

Un día Pablo, que así se llamaba, entró más temprano que de costumbre y dijo a Leonel:

—Señor, he averiguado hoy muchas cosas de su señoría, en la Audiencia.

—Dime, dime.

—Pues fui custodiando unos reos para que dieran una declaración y vi a dos caballeros que conversaban y mentaban a su señoría.

—Y bien.

—Que según su decir, sus personas están presas porque se querían levantar con el reino.

Don Nuño se había acercado y escuchaba con atención.

—Y que además había otros que les ayudaban, y entre ellos una dama, que dicen que tiene una hija muy bella, y que es viuda la madre, y sólo vivía con su hija muy retiradas.

Leonel palideció; pensaba en doña Juana de Carbajal y en Esperanza.

—Pues —continuó el hombre— la dama ha sido presa.

—¿Presa? —exclamó Leonel.

—Presa, y ha declarado que es de la descendencia del rey Guatimoc y tiene una señal roja en la espalda, y dijo que su hija la tiene también, y que no quiso decir quién era el padre de esa muchacha; fueron a buscarla y ya había desaparecido.

—¡Ave María Purísima! —exclamó don Nuño.

—¡Perdida! —dijo espantado Leonel.

—¿Es acaso parienta de sus señorías? —preguntó Pablo.

—No —contestó don Leonel.

El carcelero se retiró y don Nuño y su hijo permanecieron silenciosos un largo rato; por fin Leonel rompió el silencio.

—Padre mío —dijo— esa mujer que está presa no puede ser otra que doña Juana de Carbajal, mi tía, y Esperanza la joven que ha desaparecido.

—Leonel —contestó don Nuño— ¿amas tú a tu prima doña Esperanza?

—Señor…

—Contéstame, hijo mío, y no temas porque éste es para nosotros un momento más solemne de lo que te parece.

—Señor, la amo hace muchos años, la amo más que a mi vida misma.

—¿Y ella te ama? —preguntó conmovido don Nuño.

—He sido para ella el primero y único amor.

—Desgraciados… desgraciados —exclamó don Nuño cubriéndose el rostro con las manos.

—Me espantáis, padre mío. ¿Qué hay? ¿Qué sucede? ¿Por qué nos llamáis desgraciados?

—Leonel ¿sabéis quién es el padre de doña Esperanza? ¿Conoces la historia de doña Juana?

—No, padre mío. La víspera de que nos aprehendieran, doña Juana me dio un libro en el que constataba la historia de su familia, pero no pude leer sino el principio, y por eso conozco que la mancha roja de la espalda es la señal de esa familia.

—Pues óyeme, Leonel, óyeme, y no me preguntéis más que lo que yo quiera contarte: doña Esperanza debe tener cosa de veinte años ¿es verdad?

—Sí, señor.

—¿No te ha dicho nunca quién fue su padre?

—No señor.

—¿Doña Juana es sola en el mundo?

—Sí señor.

—¿La hija y la madre tienen en su espalda una mancha roja?

—En figura de llama.

—Pues bien, hijo mío, olvida a esa joven, no pienses más en ella porque su amor es un crimen, porque Esperanza no puede ser tu esposa nunca.

—¿Qué me dices, padre mío?

—Que Esperanza es tu hermana, es mi hija.

Don Leonel lanzó un grito y se apoyó desvanecido en una de las paredes del cuarto que le servía de prisión.

Don Nuño inclinó el rostro como avergonzado de la confesión que acababa de hacer a su hijo.

El anciano ignoraba que doña Juana y su hija eran distintas de doña Catalina de Armijo y de la suya.

Doña Catalina había tenido relaciones con don Nuño, el resultado de ellas fue la niña que ya joven debió ser la esposa de Mejía, y como ambas tenían la marca de la familia Carbajal, don Nuño se había engañado completamente.

Garatuza llegó a México y su primera visita fue a la casa de Teodoro.

Martín, que había mandado a su familia, se encontró ya en la ciudad con un hogar doméstico, con la muda y con su hijita, que tenía por nombre Loreto.

Al día siguiente de su llegada se presentó en la casa del negro, y por él supo todos los acontecimientos de la ciudad y el gran escándalo de la casa de Mejía.

—Por supuesto —dijo Martín— que todo esto ha sido obra de don César.

—Es claro.

—¿Y qué piensas ahora?

—Lo ignoro; pero lo más curioso del caso es que desbaratada la boda y media hora después, don César ha tenido suficiente talento para obligar a la novia a que le siguiese.

—¿Y adónde se la llevó?

—Ya os lo podéis suponer, aquí en mi casa.

—¿Aquí la tenéis?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Doña Catalina de Armijo.

—¡Aguardo! Decidme, por ventura, ¿no tiene una mancha roja en la espalda?

—Exactamente. Servia, que la vio, me lo ha dicho. ¿Pero vos cómo sabéis esto?

—Es un secreto que os diré más adelante.

—¿Y no tiene familia?

—La misma noche de la boda le han aprehendido sin saber por qué, y en esto no tuvo parte don César.

—Es extraño.

—Y la madre ¿se llama?

—Como la hija, doña Catalina de Armijo.

—Ella es.

—¿Quién?

—Yo os lo diré más adelante. ¿Y sabéis por fortuna de don Nuño y don Leonel de Salazar?

—Presos.

—Bien.

Garatuza permaneció toda la tarde en la casa de Teodoro y a la oración emprendió camino para la calle de las Canoas.

Al atravesar la Alameda le pareció que iba delante de él una persona conocida; apretó el paso y se detuvo de repente.

—Había reconocido a don Baltasar de Salmerón.

—¡Válgame Dios! —exclamó Martín—. ¿Conque no murió esta víbora? Ya, ya caerá; y ahora que tengo el hilo de todo esto, el tuno de don Baltasar es abuelo de la hija de don Nuño, que es la nueva mujer de don Pedro de Mejía, el cual se ha casado con su sobrina y es padre de doña Esperanza, la novia, a lo que parece, de don Leonel, que es hermano de Catalina de Armijo, que está escondida en casa de Teodoro y que… ave María Purísima, ¡qué enredo! Dios nos saque con bien y no vayan a casarse padres con hijas y hermanos con hermanas… y luego que como yo tengo el secreto de todo, quizá sea yo responsable en conciencia… No, no… que salga don Leonel y canto claro…

Martín se apretó el sombrero y a paso largo llegó a la «casa colorada» y llamó con dos fuertes aldabazos.

9. De cómo la marca de fuego de la familia Carbajal era un indicio seguro del fin que esperaba a los que la tenían

La puerta de la «casa colorada» se abrió, y el viejo Luis Herrera se presentó como siempre, regañando en voz sorda.

—¿Vive aún aquí el padre Salazar? —preguntó Martín. El viejo, que al pronto no le había reconocido, vaciló en contestar.

—No tengáis desconfianza de mí —dijo Garatuza— yo soy el que otras veces ha venido; recordadlo bien: ¡Tenochtitlan!

—Libre —contestó el viejo.

Y las nubes de su rostro desaparecieron como por un soplo.

—¿Me reconocéis al fin? —exclamó Martín.

—¡Oh sí! Ya os reconozco; pasad, pasad. El padre Alonso está ya fastidiado de su soledad y tendrá mucho gusto de veros.

El viejo volvió a cerrar la puerta por dentro, sacó un candil de su cuarto y levantándolo hasta la altura de su cabeza, alumbró a Martín para que pudiese con comodidad entrar hasta el segundo patio, en donde tenía su cámara don Alonso de Salazar.

El padre leía a la luz de una bujía de cera, pero el fastidio se retrataba en su semblante y se adivinaba en sus movimientos y en la poca atención que ponía al libro, que más bien tenía delante como un pretexto que como una verdadera ocupación.

Al ruido de la puerta que abrió Martín, el padre Salazar volvió el rostro y le reconoció inmediatamente.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó el padre.

—Eso digo yo —contestó Martín—, que con bien he salido, como no esperaba.

—Cuéntame ¿viste al príncipe?

—Le vi.

—¿Y qué dijo?

—Parecióme indignado al principio de que no se le hubiese cumplido; pero tales razones le di que calló, y al día siguiente había levantado las anclas y bogaba para el mar adentro que era un gusto mirarle.

—¡Es una lástima haber perdido tanto tiempo y tan brillante oportunidad!

—¡Es una lástima! ¿Y vuestro hermano, señor, no se ha podido comunicar con vos desde la prisión?

—Nada; me has hecho una falta tan grande, que ni tú mismo puedes comprender.

En este momento una densa nube de humo invadió el aposento. Martín se levantó esperando y abrió la puerta; la luz rojiza de un cercano incendio iluminaba el patio de la casa.

—¡Fuego en la casa! —gritó Martín.

—¿Fuego? —repitió el padre levantándose precipitadamente.

Los dos salieron del cuarto y un espectáculo terrible se presentó a sus ojos.

La casa de doña Juana de Carbajal ardía; las llamas invadían todos los techos, salían por las ventanas, se levantaban formando penachos elevados o se arrastraban al impulso del viento lamiendo las paredes de la casa.

El humo negro y espeso se elevaba como una columna iluminada por el incendio y cegaba, sofocaba.

—¡Dios mío! —exclamó el padre—. ¿Qué será de doña Juana, de Esperanza? Quizá aún sea tiempo de salvarlas.

Y diciendo esto bajó precipitadamente, atravesó el segundo patio y se dirigió a la escalera principal.

En este instante se comenzó a escuchar el tañido de las campanas de algunos templos que anunciaban «fuego», y golpes en el zaguán de los que pretendían entrar para sofocarlo.

El viejo Luis Herrera había perdido la cabeza y no encontraba ni las llaves. Desde una de las ventanas de la casa, la vieja dueña y la esclava gritaban con todas sus fuerzas:

—¡Fuego!, ¡fuego!, ¡socorro!, ¡socorro!

Diremos lo que había pasado en el interior y la causa de aquella desgracia.

Doña Esperanza era presa de una mortal melancolía desde que supo la prisión de don Leonel.

Doña Juana procuraba consolar a su hija aparentando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir; pero en realidad estaba verdaderamente triste y acongojada.

Sabía que existía una conspiración y temía que una imprudencia o alguna denuncia hubieran hecho llegar a la noticia del virrey aquellos planes, y la prisión de Leonel y la persecución del padre Salazar le hacían creer fundadamente que la policía del virrey iba ya sobre la pista.

Qué datos tuviera la justicia, no lo alcanzaba ella; pero lo que sí era indudable, era que conocía ya a los dos hermanos reputados como los principales jefes de todos los conjurados.

Doña Juana no podía ni dormir; se pasaba las noches meditando y figurándose a cada momento que recibía la noticia de la ejecución de don Leonel.

El anciano don Felipe de Carbajal envejecía un año en cada hora y su espíritu y su cuerpo decaían con una rapidez asombrosa, por lo que doña Juana tenía necesidad de multiplicar con él sus cuidados.

En la noche en que Martín llegó a ver al padre Salazar, doña Juana había entrado al aposento del anciano y Esperanza había quedado en su cámara meditando y llorando.

El viejo don Felipe estaba sentado en su sillón; doña Juana llegó hasta donde él estaba.

—Padre mío —le dijo— ¿queréis acostaros?

—Sí, hija mía; estoy cansado, triste; pero creo que pronto descansaré para siempre.

—No digáis eso, señor.

—Juana, si tú supieras el inmenso peso de la vida cuando es muy larga, cuando, como el árbol seco, se han visto ya marchitarse en cien inviernos cien veces las flores que nos rodeaban; si comprendieras que entonces se anhela el sepulcro como el blando lecho después del largo y fatigoso viaje. Óyeme, Juana. El cuerpo que envejece, cuando el espíritu es cada día más inteligente y más puro, no es sino el capullo que encierra al gusano que debe pronto romper sus cadenas y abandonar su cárcel incómoda para cruzar el aire convertido en mariposa; y entonces la idea de la muerte es la idea de la transformación, de la nueva vida, de la pura existencia del espíritu. Vamos, dame la mano, hija mía, para levantarme de este sillón y pasar a mi cama, que es mi sepulcro en vida.

Doña Juana se acercó a su padre y el anciano, vacilante, se apoyó en ella; pero bien por su extrema debilidad o bien porque hubiera tropezado, perdió el equilibrio y doña Juana tuvo que sostenerle; pero este movimiento hizo caer la bujía de cera que ardía sobre la mesa y las colgaduras de la cama, formadas de finas telas de algodón, se incendia ron y con una rapidez asombrosa comunicaron el fuego a las ropas que cubrían la cama y a la gran bata de algodón en que estaba envuelto don Felipe.

Doña Juana lanzó un grito y quiso sofocar el fuego que abrasaba al anciano, pero no consiguió sino hacer que se le comunicara a su traje.

Entonces quiso levantar a su padre y huir con él, pero era imposible ya; las llamas lo invadían todo, el humo le cegaba y no podía dar un paso.

Comenzó a gritar, pero nadie podía escucharla y cayó sin sentido, repitiendo maquinalmente:

—¡La marca del fuego! ¡La marca del fuego!

Doña Esperanza comenzó a percibir, primero el olor de las telas que ardían y luego el humo.

Levantóse espantada: el humo venía de la habitación de doña Juana.

—¡Mi madre! —exclamó y corrió hacia la puerta de su aposento.

El humo era allí más denso. Abrió y con la corriente de aire se avivó el fuego, que se había apoderado ya de aquellas cámaras; retrocedió Esperanza horrorizada, pero el fuego la seguía saliendo por aquella puerta; ella se refugió en un ángulo y las colgaduras y los tapices comenzaron a arder.

La puerta estaba interceptada. Esperanza perdía el aliento y pidió socorro con voz apagada. ¿Pero quién podía dárselo? No había allí más que la dueña y la esclava; pensó en esto y se resignó a morir.

De repente un hombre atravesó entre las llamas, se llegó a ella y la levantó entre sus brazos.

Esperanza ya no sintió más; se había desmayado en los momentos mismos en que Martín, con un arrojo increíble, había penetrado hasta donde ella estaba y la salvaba de una muerte segura.

Cuando Garatuza salió de las llamas conduciendo a Esperanza, la casa estaba invadida por una multitud de personas que acudían llamadas por el lúgubre clamoreo de las campanas.

Martín no pudo ya encontrar a don Alonso de Salazar: no había en la casa lugar seguro para depositar a Esperanza, y pensó que lo más prudente sería sacarla a la calle y esperar noticias de doña Juana.

Así lo hizo y en la acera de enfrente se detuvo con su carga; la joven apenas respiraba y el humo que nublaba la atmósfera no era lo más a propósito para hacerla volver en sí.

Martín pensó en llevarla a su casa y volver a buscar al padre y a doña Juana, y se puso en marcha.

La «casa colorada» no era ya más que una inmensa hoguera que alumbraba las calles más lejanas.

Martín, llevando en peso a doña Esperanza, llegó hasta su casa.

La muda, su mujer, acostumbrada ya a todas aquellas escenas, le recibió alumbrándole y conduciendo de la mano a la hijita de Martín, que era ya una niña como un serafín.

Doña Esperanza fue colocada en un sitial. Martín hizo señas a María de que la asistiese y volvió a salir para volver a la «casa colorada».

Una inmensa multitud invadía la calle de las Canoas; el incendio había consumido ya la «casa colorada» y amenazaba a las que estaban inmediatas.

Entre la muchedumbre penetró Martín a fuerza de puños y llegó hasta muy cerca del lugar de la catástrofe.

Aquello era horrible: muebles hechos pedazos, restos de vajillas de porcelana, ropa, todo se había hacinado en la calle, pero en desorden, y todo estaba roto y todo tenía algo que mostraba las huellas del fuego.

En cuanto a las personas que habitaban la casa, no se sabía sino del viejo portero, de la dueña y de la esclava.

Martín tenía seguridad de que Esperanza se había salvado: don Felipe y doña Juana de Carbajal habían perecido entre las llamas.

Las predicciones de los hechiceros se habían cumplido.

10. De lo que pasaba en la casa de don Carlos de Arellano en la noche de la boda de don Pedro de Mejía

En un aposento estrecho y poco alumbrado por un pequeño candil, un hombre se agitaba sobre una pobre cama, en los últimos esfuerzos que preceden a la muerte.

Era un anciano extraordinariamente flaco, sus ojos tenían el brillo de la lámpara que se extingue, su respiración era débil aunque tranquila, y sus manos huesosas saliendo de debajo de las ropas de su cama, recorrían como buscando sobre las sábanas alguna cosa que quizá el moribundo mismo no sabía qué era.

Cerca del lecho un hombre ya de bastante edad le contemplaba lleno de interés y de cariño.

Nada interrumpía allí el silencio, y algunas veces podía percibirse el estertor que acometía al enfermo.

Aquel moribundo era don José de Abalabide, y el hombre que estaba en su cabecera era don Carlos de Arellano.

—Don Carlos —dijo débilmente el anciano.

—Aquí estoy —contestó don Carlos.

—Acercaos, porque creo que me muero…

Don Carlos se acercó.

—Dadme vuestra mano; voy a tan largo viaje… que quiero… despedirme… de vos…

Don Carlos tendió su mano al enfermo, que se la estrechó con efusión.

—Don Carlos… mucho os debo… me habéis recibido… en vuestra casa como un hermano… os he enseñado cuanto sabía… Yo no era malo… salí de la Inquisición… porque un día me echaron de allí y no supe más… no hice mal uso de mi ciencia nunca… quizá de lo único que me acusa mi corazón, es de lo que hicimos a Luisa… pero… a estas horas… la tinta debe haber caído y Luisa está como antes… ¡Ojalá que me perdone lo que la hicimos padecer!… Dios sabe cuánto me arrepiento… Adiós.

El anciano calló. Don Carlos llorando le miraba sin contestarle.

Poco a poco Arellano vio dibujarse la muerte en aquellas facciones; cesó la agitación del pecho, los ojos de Abalabide se cubrieron de un velo opaco; su boca quedó entreabierta y sin movimiento.

El anciano había expirado.

Don Carlos contempló largo rato aquel cadáver; después cerró los ojos con religioso respeto y salió del aposento en el instante en que sonaban en el zaguán dos fuertes aldabazos.

Poco después don Pedro de Mejía llegaba al lado de don Carlos.

Don Pedro tenía el rostro pálido y descompuesto y sin saludar a don Carlos y casi de una manera brusca, le preguntó:

—¿Don José de Abalabide vive aún aquí?

—Encomendadle a Dios, en este momento acaba de expirar —contestó tristemente Arellano.

—¡Maldición! —exclamó don Pedro furioso—. Todo me sale mal en esta noche.

Y sin esperar más, se embozó violentamente en su capa, y como un loco salió de la casa.

Don Alonso de Rivera, sentado en un sitial en la casa de Mejía, esperaba con impaciencia la vuelta de éste, que había ido en busca de don José de Abalabide.

Rivera tenía la persuasión de que llegando el anciano saldrían inmediatamente de la duda; podía tener un remedio para descubrir si el color de la negra que se quería presentar como la esposa de don Pedro era natural o efecto de algún arte. Éste le parecía el medio más sencillo para romper aquel nudo que venía a ligar la vida de don Pedro, impidiéndole contraer matrimonio con doña Catalina.

Oyó por fin pasos, la puerta se abrió con violencia y don Pedro entró más sombrío que antes.

—¿Qué ha pasado? —preguntó don Alonso—. ¿Qué es de don José?

—La maldición del cielo está sobre nosotros; en este momento acaba de expirar don José de Abalabide.

Rivera inclinó la cabeza y quedó silencioso.

—Don Alonso —dijo Mejía—, la madre de Estela está presa; ella había despedido a sus criados, quizá esté sola, quizá no haya quién la acompañe; me ha despedido vergonzosamente; pero aún la amo. Id. Procurad calmarla, haré por ella cuanto quiera; id, por vuestra vida os lo suplico.

—Iré —contestó Rivera, y salió calándose su sombrero y alzando el embozo de su capa.

Don Pedro se asomó al balcón para ver las ventanas de la casa de doña Catalina, pero la casa estaba oscura y triste.

Don Alonso de Rivera había atravesado la calle y llegaba a la casa de Catalina.

Sin ceremonia empujó el zaguán; estaba abierto y el portero salía a ver quién llegaba a esa hora.

Don Alonso, sin hablar, se dirigió a la escalera, que estaba sin luz.

—Caballero, caballero —dijo el portero.

—¿Qué se ofrece? —contestó deteniéndose don Alonso.

—¿Busca a alguien su señoría?

—¿No me conoces?

—Por lo mismo pregunto a su señoría.

—Busco a la señora.

—No hay nadie arriba.

—¡Cómo! ¿No hay nadie?

—No, señor.

—¿Pues y la señora?

—Hace ya rato que salió.

—¿Salió?

—Sí, señor.

—¿Sola?

—Con un caballero embozado, a quien no conozco.

—¿Dijo si volvía?

—Cerró todas las puertas y se llevó las llaves.

—¿Pero quién era ese caballero?

—No le conocí; tenía alzado el embozo y lo único que pude advertir fue que traía espada.

—Es extraño —pensó don Alonso— no me figuro quién pueda ser. ¿Y qué rumbo tomaron?

—No vi.

Don Alonso quedó pensativo y sin moverse; su cabeza se perdía en un laberinto de conjeturas a cual más absurdas.

Sacudió la cabeza y luego sin hablar más, salió a la calle y se volvió a la casa de don Pedro.

Mejía estaba aún en el balcón y al ver el bulto que dirigiéndose a su casa se desprendía de la de doña Catalina, tuvo la ilusión de que aquella mujer le enviaba a llamar y que una tierna reconciliación iba a compensar todas las penas de aquella noche. Don Alonso habría convencido a la joven, le habría manifestado la inocencia de su amigo y ella, sola y abandonada, comprendiendo su situación, se habría dulcificado.

Halagado con estas ideas y esperando una noticia feliz, don Pedro corrió al encuentro de don Alonso, que llegaba en aquel momento.

—Todo está arreglado ¿verdad? —le dijo—. Estela consiente en verme, en recibirme ¿no es cierto? Decid, don Alonso ¿por qué calláis?

—Don Pedro, tened valor —contestó don Alonso.

—¿Qué, insiste en no verme? ¿Nada habéis conseguido?

—Peor que eso, don Pedro, peor que eso.

—¿Pues qué hay? ¿Qué hay? Sacadme de esta ansiedad que me mata.

—Don Pedro, esa mujer ha huido.

—¿Ha huido? ¿Ha huido? Dios mío ¿estoy maldito?

—Valor, don Pedro, valor.

—¿Valor? ¿Valor es acaso lo que me falta? ¡Ah, ingrata! ¡Ha huido cuando yo la amaba tanto! ¡Esa mujer me engañaba, don Alonso! Es como todas, como todas, infame, infame…

Y como un loco, don Pedro se puso a pasear de arriba a abajo en el salón, pronunciando palabras entrecortadas. Don Alonso le miraba con lástima. De repente se detuvo Mejía y le dirigió la palabra.

—¿Y no pensáis —le dijo— que esa pobre niña, quizá por su abandono, por su situación, se ha desesperado y ha tenido que irse al lado de algunos parientes o conocidos suyos, donde la encontraremos?

—No abriguéis esperanzas, don Pedro; triste pero necesario me es decíroslo: ningún pariente, ningún conocido tenía más que yo. Esa mujer ha huido para siempre.

—¡Oh, eso es imposible, imposible! Ella, tan buena, tan humilde, tan virtuosa, dar semejante paso. No, vos la calumniáis, y por mi fe que no lo merece.

—Don Pedro, yo conozco que esto debe ser para vos incomprensible, como lo es para mí; pero ¿quién puede gloriarse de conocer el alma de una mujer? Don Pedro, quizá nos ha engañado; y puesto que nada os liga con ella, olvidadla, aún podéis ser feliz.

—¿Olvidarla, ser feliz? ¿Y lo creéis vos, don Alonso? Si ante el mundo no tengo vínculo ninguno con esa mujer, la tengo en mi corazón; la amo, la amo y soy muy desgraciado.

Don Pedro en un arranque de pasión se cubrió el rostro con las manos y se puso casi a sollozar.

A pesar de la frialdad de su corazón, don Alonso sintió remordimiento de lo que había hecho, de la parte que tenía en todo aquello y comenzaba a arrepentirse.

Pero declarárselo todo a Mejía era perderse con él y exponerse a la venganza de Catalina, que tenía en su poder como un arma poderosa el contrato que habían firmado.

—Don Pedro —dijo don Alonso— me ocurre otra cosa.

Mejía se quedó mirándole.

—Que quizá don Carlos de Arellano —continuó don Alonso— que vivió tanto tiempo con Abalabide, conozca algunos de sus secretos y pueda decirnos lo que no es posible preguntar a aquél.

—Tenéis razón.

—Mañana mismo me encargo de verle y le haré venir.

—Mucho os lo agradecería.

—Don Pedro ¿tenéis confianza en mí? Yo encontraré a Estela, puesto que tal empeño tenéis. Yo haré venir a don Carlos, y espero que mis sospechas saldrán ciertas, y yo, en fin, disiparé esa tempestad que ruge sobre vuestra cabeza.

Mejía escuchaba con placer, eran las primeras palabras de esperanza que oía en aquella noche, era el primer consuelo en su inmenso dolor; y luego don Alonso le hablaba con tanta seguridad, con tanta fe, que don Pedro no pudo menos de sentirse impresionado.

—Es muy noche —continuó Rivera— estáis muy fatigado; retiraos a vuestra cámara y procurad reconciliar el sueño. Mañana el sol os hará ver menos negra vuestra fortuna y mañana veréis cuánto avanzo en mis trabajos: os prometo romper esa red que nos ha envuelto. Id a descansar.

—Tenéis razón —contestó Mejía— lo que necesita mi cuerpo y mi espíritu es el descanso. Me retiro; buenas noches.

—Dios os consuele.

Don Alonso salió de la casa de don Pedro; éste se dirigió a su cámara, pero allí le esperaba otro nuevo disgusto.

El soberbio lecho nupcial estaba preparado para recibir a doña Catalina y don Pedro pensó en esto y le contempló con tristeza.

El lecho estaba envuelto en soberbias colgaduras de damasco y Mejía se acercó a él y las levantó; pero casi al mismo tiempo dio un grito, retrocediendo horrorizado.

Sobre los blancos almohadones y entre blondas y bordados, se dibujaba la fea cabeza de la negra que el arzobispo había traído. Dormía profundamente y se había acostado como en su cama.

En vano don Pedro quiso saber quién la había llevado allí, nadie pudo darle razón; y él, disgustado, fue a pasar la noche a otro aposento.

En aquellos momentos Lázaro el pobre, como le llamaban los lacayos, decía, procurando dormirse:

—No se ha perdido el tiempo; ¡pobre de ti Mejía, pobre de ti!

11. De cómo el virrey se preparaba para resistir la invasión de los holandeses y las conspiraciones de los criollos

Verdaderamente crítica era la situación del virrey marqués de Cerralvo en los primeros meses de su gobierno.

Los holandeses habían tomado Acapulco y por allí amenazaba, además de una invasión a la colonia, la interrupción completa de todo comercio con Filipinas; no se podían enviar, como era preciso, refuerzos y auxilios a Manila, y corrían riesgos aquellas posesiones de la corona de España con las audaces incursiones del príncipe de Nassau, que mostraba tener un genio emprendedor y un talento particular para buscar en la fuente de los recursos de los monarcas españoles sus propios recursos y la debilidad de aquella nación.

Pero en el interior de la colonia no estaba tampoco muy bonancible la situación para los dominadores.

El descubrimiento de la conspiración fraguada por los criollos a la sombra del gran tumulto acaecido en la ciudad contra el marqués de Gelves, tenía inquietos los ánimos del virrey y del visitador.

Algo habían descubierto de la conspiración, pero esto no era todo lo necesario para estar tranquilos; era, además, preciso, indispensable, formar unos tercios que salieran a libertar a Acapulco, y por lo menos algunas compañías, para atender a la seguridad de México y sofocar cualquiera clase de revolución.

El virrey y el visitador se dividieron el trabajo y el primero se dedicó a la organización de la fuerza que debía salir para Acapulco, y el segundo se encargó de seguir la pista a los conspiradores y atender a la seguridad del interior.

La recluta y el levantamiento de gente se hacía con la mayor diligencia; cada día aumentaba el número de los soldados y de las armas, y cada día iba disipándose más y más la sombría nube que cubría la frente del virrey.

El visitador por su parte no descansaba; con la prisión de Leonel y doña Catalina creía haber encontrado el hilo del ovillo, y había comenzado a levantar un proceso, practicando infinitas diligencias; pero todos sus esfuerzos se habían estrellado contra la ignorancia real o perfectamente fingida de doña Catalina y contra la tenaz e inflexible negativa de don Leonel.

El visitador comenzaba ya a desesperarse.

Don Leonel estaba desesperado; el terrible descubrimiento que le había hecho don Nuño de que la joven que amaba era su hermana y que toda esperanza debía perderse y ahogar en su seno aquella pasión, le tenía verdaderamente fuera de sí.

Don Nuño, por su parte, también estaba triste; comprendía que había causado la desgracia y la desesperación de su hijo, y a esto se agregaba el fastidio de aquella prisión, que se iba prolongando sin justicia ninguna.

Un día el carcelero les refirió que las llamas habían consumido la «casa colorada» de la calle de las Canoas; pero esta noticia apenas afectó al padre y al hijo; ambos creían que doña Juana estaba presa y doña Esperanza había desaparecido.

Los días pasaban y el visitador nada podía avanzar en el proceso; se había cateado y registrado escrupulosamente la casa del Cristo, en que don Baltasar de Salmerón había dicho que se reunían los conjurados, y aquella casa se había encontrado desierta.

El visitador se resolvió a consultar su negocio con el virrey, y aprovechó un momento en que el marqués parecía estar más desocupado para hablarle.

—Hállome —dijo el visitador— en un lance tan difícil que he creído necesario consultar a vuestra excelencia para buscar en su prudencia un consejo.

—¿Qué acontece a su señoría? —preguntó el virrey.

—Tengo en cárcel segura a don Leonel de Salazar y a la dama que dice llamarse doña Catalina de Armijo, denunciados por Salmerón como los principales en la conspiración de los criollos.

—Lo sabía yo, y creo que con esto ya su señoría puede decir que lo sabe todo…

—Esto es precisamente lo que me desespera. Hace ya varios días que están presos, se han practicado varias diligencias y sin embargo preciso será confesarlo a vuestra excelencia, ni de sus declaraciones, ni de ninguna de las diligencias, por más que mi mayor empeño he puesto en ello, brota ni la más pequeña claridad, ni el menor indicio, ni nada que guiarnos pueda en este laberinto, en el que no tenemos más que las denuncias de Salmerón.

—Quizá me adelante…

—Lo juzgo imposible; se ha hecho un registro escrupuloso en todas las casas indicadas por Salmerón, y nada. Una de dos cosas suceden: o la denuncia es falsa y calumniosa, lo cual no creo, o los culpables han tenido aviso y tiempo para ocultar todos los indicios de su delito, y para ponerse de acuerdo en sus declaraciones, caso de que pudiera haberse descubierto algo por la justicia.

—Eso me parece más probable. ¿Pero cómo podrían saber lo que aquí se trataba?

—Eso me parece lo más fácil. Recuerde vuestra excelencia a Benjamín, el ayuda de cámara de su excelencia.

—¡Y cómo no! Valiente tuno, que me ha saqueado en cuatro días el Palacio, como pudiera haberlo hecho una partida de los bravos marinos del príncipe de Nassau en ocho.

—Pues como debe suponerse vuestra excelencia, no es ése su único delito, sino que ejercía además aquí el papel de espía de los conjurados, y esto se confirma con los dichos de don Baltasar de Salmerón.

—Efectivamente, pero ahora ¿qué remedio? Lo que pasó, pasó, y debo, en honor a la verdad, confesar a su señoría que siento lo ocurrido, porque ese perillán me hace gracia.

—No se le puede negar que es hombre de ingenio…

—Y mucho.

—Pero ahora vamos a lo que quería consultar con vuestra excelencia.

—Y es verdad; dígame su señoría.

—Don Leonel y esa dama siguen en prisión, pero esto no puede prolongarse así por más tiempo; si inocentes son, yo no debo mantenerlos injustamente presos, y si culpables, como nada se les puede probar, están en el mismo caso que si no lo fueran. Ahora en lo que quisiera saber la opinión de vuestra excelencia, es en si sería peligroso para la pública tranquilidad el excarcelamiento de don Leonel y de la señora.

—¡Hum! —dijo el virrey— la cosa es grave.

—Grave es en efecto, porque de un lado tenemos nuestra obligación con su majestad de la guarda de estos sus reinos, y de la otra nuestro juramento de administrar recta y cumplida justicia.

—Podría tomarse un término medio.

—¿Cuál…?

—Que su señoría dispusiese que la dama se pusiera en libertad luego, por respeto a su sexo y su debilidad, y en cuanto a don Leonel, que quedara en guarda hasta practicar algunas más averiguaciones.

—Paréceme tanto más prudente la resolución de vuestra excelencia, cuanto que en la dama he reconocido un fondo de franqueza y de verdad tan claro, que nunca se niega a contestar a lo que se le pregunta como el don Leonel, ni hay en sus respuestas contradicciones ni reticencias.

—Alégrome entonces de haber dejado satisfecho a vuestra excelencia.

—Y tanto, que ahora mismo voy a hablar con la dama y a ponerla en libertad, y con el permiso de vuestra excelencia me retiro.

—Puede hacerlo su señoría.

El visitador se dirigió a la prisión de doña Catalina.

A pesar de los miramientos con que el visitador había dispuesto que se la tratara, la madre de Catalina estaba en una situación bien triste.

Como nadie de su casa había procurado buscarla, la vieja doña Catalina vestía aún el mismo traje de gala con que había salido de la casa de don Pedro; pero como en la prisión no tenía ni cama ni sillas, sino un miserable petate, aquella ropa estaba sucia, ajada y rota en algunas partes. Doña Catalina estaba pálida y casi enferma.

Había contestado la verdad en sus declaraciones, porque en efecto, ella nada sabía de la conspiración ni de los planes de don Leonel de Salazar ni del padre Alfonso.

Cuando el visitador penetró, doña Catalina estaba sentada en el suelo.

—Dios os guarde —dijo el visitador.

—Lo propio deseo a su señoría —contestó.

—Vengo a deciros que puesto que nada hay contra vos ni nada puede averiguarse, libre sois para poder ir adonde mejor os parezca.

—Tardía en verdad es vuestra justicia —contestó doña Catalina con una amarga sonrisa.

—No es en verdad por mi culpa, que mi mayor deseo ha sido no causaros molestia de ninguna clase.

—Y a fe mía que su señoría lo ha conseguido; me habéis arrancado de mi casa, tenido en prisión, registrado mi cuerpo por ver si tenía una mancha roja en la espalda, tomádome muchas declaraciones, y el día que mejor os dio gana, me decís con gran donaire: «Libre sois y podéis retiraros». ¿No piensa su señoría lo que diría su majestad al saber cómo se administra justicia en su reino y cómo se trata a damas tan principales como yo?

—Señora —contestó algo amostazado el visitador— si así agradecéis el empeño que por vos tomo, siento no haberlo sabido desde antes; pero os aconsejo, como más prudente, que en vez de procuraros nuevos disgustos con la justicia, salgáis aprovechando nuestro favor.

—¡Valiente favor y valiente consejo! Sin embargo le tomo, que inútil sería lo demás. ¿Dio su señoría orden para que no se me detuviera en la salida?

—Podéis hacer la prueba cuando gustéis.

—Entonces ahora mismo, que no me siento aquí nada contenta.

Y doña Catalina, tomando el manto mismo que para venir le había servido, se envolvió con él y salió sin despedirse del visitador.

—Gente ingrata e indomable son estos criollos —dijo él siguiéndola—. No merecen lo que se hace por ellos; pero si no fuera porque es necesaria la prudencia, yo les enseñaría cómo deben manejarse.

Cuando llegó a la puerta de la cárcel, ya doña Catalina había salido, y como ésta ignoraba lo acontecido en su casa con su hija, se dirigió para la calle de Iztapalapa.

Don Pedro, por una casualidad, la vio venir y comprendió por su traje que acababa de salir de la prisión y que no sabía la fuga de Catalina; creyó que esto era para él un acontecimiento feliz y se dirigió a su encuentro.

La vieja le vio venir y le reconoció al punto; estaba indignada por la escena que había comenzado a presenciar la noche del matrimonio de don Pedro; pero como no pudo ver el desenlace de aquella escena y conocía el carácter poco escrupuloso de su hija y la libertad de sus costumbres, se le figuró que don Pedro y Catalina se habían arreglado, y más teniendo por intermedio a don Alonso. Esta solución le parecía a la vieja la más oportuna y la más conveniente.

Don Pedro se acercó a ella triste y ella le recibió con la fisonomía más franca y más alegre.

—¡Cuánto gusto tengo —díjole don Pedro— de volver a veros!

—Como que a milagro puede tenerse, que así anda en esta tierra la justicia de su majestad.

—Paréceme, señora, que en efecto se os ha tratado como no merecéis.

—¡Oh! ¿Qué me decís de mi hija?

Aquella pregunta así, tan indiferente, aquel aire de menosprecio, para un acontecimiento como era el de la prisión, para una dama de entidad, comenzaron a chocar a don Pedro, que aunque no era hombre de gran talento, estaba acostumbrado al trato de las señoras más principales de la ciudad.

—¿Queréis pasar a mi casa y hablaremos? —dijo Mejía sin contestar directamente a la pregunta de doña Catalina.

—Supongo que mi hija estará allí.

—Por ahora no.

—¿Cómo es eso?

—Os suplico que entréis, porque muchas cosas tengo que deciros.

—Vaya pues.

Y don Pedro la condujo hasta una de las salas de la casa.

—Tomad asiento, señora, que aquí podemos hablar.

—Decid, que os escucho con atención.

—¿Recordáis cuanto pasó la noche desgraciada de mi enlace con vuestra hija?

—Sí, hasta el momento en que la justicia vino por mí.

—Bien; pues apenas habíais salido, vuestra hija se levantó y salió también sin decirme una palabra, se fue para su casa; seguíla para satisfacerla y pedirle perdón de lo acaecido, en lo que yo no tenía culpa, y me arrojó de su presencia.

—¡Qué tontera! —exclamó doña Catalina, pensando quizá en las ventajas que podía haber sacado de don Pedro en aquellas circunstancias.

—Salí desesperado, pensaba en la muerte, en la locura, yo no sabía lo que por mí pasaba. Don Alonso de Rivera se compadeció de mí y volvió a la casa; pero vuestra hija había desaparecido, saliendo, según dijo un portero, con un hombre embozado.

Cuando don Pedro esperaba que el asombro, el dolor, la indignación, se pintaran en el rostro de aquella mujer al escuchar la noticia de la desaparición de su hija, y que sollozos y lágrimas fueran la expresión de sus sentimientos, con el mayor espanto la miró permanecer tranquila, mover la cabeza, y hasta con cierta especie de sonrisa decir únicamente:

—Y es capaz de todo eso; así es ella.

Como una niebla que disipa el viento y deja ver puro el sol y claro el paisaje que ocultaba, así se corrió a los ojos de Mejía el velo que le había cegado; aquellas palabras hicieron brotar en su cerebro un mundo de ideas que antes le hubieran parecido absurdos y quimeras.

Comprendió qué clase de hija sería aquella de la que una madre se expresaba así; comprendió cuáles serían las costumbres y los antecedentes de una familia en la que así se recibía la noticia de un hecho tan escandaloso.

Don Pedro no tuvo ni qué decir; aquel descubrimiento helaba su sangre y sin embargo, sintió que su amor y sus deseos se encendían más, porque la mujer que había creído lejos de sí, la sentía acercarse repentinamente hasta el alcance de su mano.

—Supongo —dijo doña Catalina— que perdonaréis esta falta de mi hija: es tan joven, le falta la experiencia, y luego que sin mí no sabría ni qué hacer.

—En efecto —contestó Mejía.

—¿Y sabéis adónde está?

—Lo ignoro completamente.

—Yo la encontraré, y creo que no tendréis dificultad en recibirla.

Don Pedro estaba asombrado de aquel cinismo.

—Señora, podéis buscarla y decirla que siempre seré para ella el mismo, si ella es la misma para mí.

—Pues de encontrarla tengo; entretanto, viviré como antes, en la casa de enfrente.

—Y contad para todo conmigo.

—Gracias; os aseguro que pronto encontraré a mi hija.

La vieja se despidió y salió satisfecha de la conferencia, aunque disgustada de la conducta de Catalina.

Don Pedro quedó sin explicarse lo que sentía, si era el amor a la que él conocía por Estela, o era el desprecio hacia aquella familia; si era la tristeza de haberla perdido, o la de volver a encontrarla ya sin el velo misterioso que la rodeaba.

Pensaba en esto cuando oyó detrás de sí un ligero ruido y volvióse a ver quién era.

La negra había entrado y se colocaba en un sitial. Mejía contempló un momento aquel rostro estúpido y luego exclamó con cierto aire de resignación:

—Sea esta mujer Luisa o no lo sea, no me conviene ya aclarar este misterio; lo que ayer era para mí una desgracia, quizá sea hoy una fortuna: ya veremos.

12. De cómo a un hueso y a un sombrero puede un hombre deberle la vida y la libertad

Al siguiente día del incendio de la «casa colorada» Martín tomó uno de tantos disfraces y determinó salir a la calle en busca de noticias del padre Salazar y de doña Juana, porque no creía que ésta hubiera perecido. Como doña Esperanza se había salvado y todos la creían muerta, así podía haber acontecido con doña Juana.

Además Martín tenía otra razón para buscar a la señora Carbajal, y era que doña Esperanza estaba verdaderamente loca, queriendo salir en busca de su madre y sin encontrar consuelo en nada.

Martín tenía buen corazón y el estado de doña Esperanza le afectaba profundamente; así es que apenas fue de día claro, tomó su sombrero y se encaminó a la calle de las Canoas.

La «casa colorada» presentaba un espectáculo bien triste; ruinas humeantes y ennegrecidas, algunas paredes en pie, con ventanas cerradas que por casualidad había respetado el fuego; muebles rotos, baúles, cajones y hasta ropa; y luego multitud, de gentes que rascaban y que apartaban escombros buscando algo que aprovechar, algo que llevarse.

Garatuza penetró entre aquella multitud, buscando a su vez algún vestigio, procurando alguna noticia, pero nada; ni quien se hubiera tomado el trabajo de informarse de la suerte de los moradores de la casa.

Un hombre estaba inclinado examinando los restos de un volumen en folio que había sobre un montón de tierra; Garatuza estaba cerca de él y quiso probar fortuna por si acaso él sabía algo, y le habló.

El hombre volvió el rostro y poco faltó a Garatuza para gritar: era don Baltasar de Salmerón.

Si Martín era astuto, don Baltasar no le iba en zaga, y uno y otro se conocieron y procuraron mutuamente engañarse, y lo consiguieron.

Martín preguntó candorosamente y Salmerón le contestó con ingenuidad: nada sabía.

—No me ha conocido —pensó Martín.

—No me ha conocido —pensó Salmerón.

Martin procuró escurrirse por un lado para escapar, mientras que Salmerón procuró ocultarse para observarle, mandando luego pedir auxilio para aprehenderle.

Pero en aquel día la suerte estaba contra Martín y muy a mano se encontró Salmerón a los alguaciles, que antes de caminar dos calles echaron la garra a Garatuza, que en medio de los corchetes y con un traje semiclerical hizo su entrada solemne a la cárcel.

Don Baltasar ocurrió inmediatamente a pedir una audiencia al virrey; esperó más de dos horas en la antesala, pero al fin consiguió ser recibido.

—Señor excelentísimo —dijo haciendo una profunda reverencia— vengo a participaros una noticia que no deja de tener importancia.

—¿Qué ocurre?

—Con el oportuno auxilio de cuatro alguaciles, he logrado poner en segura prisión al hombre que, ganando la confianza de su excelencia, descubrió los secretos de Palacio a los enemigos de su majestad y logró interceptar las denuncias que hice a su excelencia.

—Buena presa, buena presa. ¿Y dónde está el perillán?

—En la cárcel, excelentísimo señor, a las órdenes de vuestra excelencia.

—Magnífico; esta noche misma iré a examinarle yo personalmente, porque es una pieza el tal Benjamín que ya…

—¿Quiere vuestra excelencia que dé alguna orden en la cárcel?

—Sí, tomad —el virrey escribió—. Ésta es la orden para que esta noche a las ocho me traigan aquí a ese maula.

—¿La entregaré al alcaide?

—Sí, y mañana tendréis cuidado de venir a verme.

Don Baltasar hizo una gran reverencia y se retiró a llevar la orden del marqués.

Poco antes de las ocho el virrey y el visitador estaban reunidos en una estancia de la habitación particular de su excelencia. Aquella estancia tenía dos puertas, una que conducía al interior de las habitaciones, y la otra a las antesalas de Palacio.

Su excelencia y el señor visitador estaban sentados en dos sitiales, y tenían delante una gran mesa sobre la que ardían dos bujías de cera, colocadas en dos magníficos candeleros de plata.

—¿Cree su señoría que no podrá sacarse nada del tal Benjamín? —decía el virrey.

—Dificúltolo mucho —contestó el visitador— que trazas tiene de muy listo y entendido.

—¿Ni con amenazas?

—Es el peor camino que pudiera escogerse, que bien creo que si algo se consigue, será por la dulzura; y diré más a vuestra excelencia, que si ese hombre se docilitara, ninguno como él podría hacer grandes revelaciones.

—Probaremos.

—Pruebe la dulzura vuestra excelencia, que si no produce el efecto que espero, tiempo quedará para el rigor.

—Creo que llega nuestro hombre, porque oigo ruido en la antesala, y acaban de sonar las ocho.

En efecto, anunciaron a su excelencia que el alcaide de la cárcel con una ronda, traía al hombre que su excelencia había pedido.

—Decid al alcaide que pase.

El alcaide se presentó haciendo grotescas reverencias.

—¿Viene ese hombre amarrado? —preguntó el virrey.

—Sí, excelentísimo señor.

—Le haréis quitar las ligaduras.

—Sí, excelentísimo señor.

—Luego haréis que entre solo, pero cuidando de registrar que no traiga arma oculta.

—Sí, excelentísimo señor.

—Despachad.

Aquí el alcaide hizo otras mil reverencias y salió. Pocos momentos después entró Martín con un aire contrito, y llevando en la mano un ancho sombrero de palma. Parecía el ser más humilde y más inofensivo de la tierra. Al entrar volvió a cerrar la puerta de la antesala.

—¡Hola! —dijo el virrey— mira qué humildad y qué cara de santo pones. Acércate.

Martín obedeció y quedó separado del virrey y del visitador por la mesa sobre la cual ardían las dos bujías.

—¿Conque tú —continuó su excelencia— te has burlado de mí, has robado en Palacio y has vendido los secretos del gobierno a los enemigos de su majestad?

—Señor… —dijo Garatuza.

—Bien mereces un ejemplar castigo y que te mande ahorcar en medio de la Plaza Mayor.

Garatuza inclinó la cabeza; pero sus ojos centelleantes examinaban toda la habitación.

—Sólo un modo hay para que te libres del patíbulo que te espera. ¿Quieres escapar de la horca?

—Con mucho gusto, excelentísimo señor.

—Pues confiesa.

—¿Qué he confesar?

—Ante todo ¿cómo has hecho para escapar hasta hoy de la justicia?

—Señor…

—Confiesa.

—Y si le muestro a vuestra excelencia el cómo ¿no tendré funestos resultados?

—No.

—¿De veras, excelentísimo señor?

—Vamos, te empeño mi palabra.

—Pues va a ver vuestra excelencia y lo hago todo con su permiso.

Garatuza entonces se caló sin ceremonia el sombrero, apagó violentamente las dos bujías que daban luz a la pieza y echó a correr por la puerta que conducía al interior de las habitaciones, cerrándola por dentro.

Tan rápidos y tan inesperados habían sido aquellos acontecimientos, que su excelencia y el visitador quedaron por algunos instantes estupefactos.

El virrey fue el primero que ocurrió a tocar la campana para llamar; pero su mano tropezó con los candeleros y no pudo encontrar lo que buscaba; gritó entonces, pero en la antesala creían que regañaba a Martín, y nadie acudió. Entonces el virrey y el visitador determinaron levantarse y llamar a los alguaciles.

Pero la oscuridad de la cámara era tan densa que varias veces uno y otro se encontraron sin dar con la puerta; el virrey reía con todas sus ganas y el visitador echaba espuma de la cólera.

Los alguaciles y los criados y todos entraron en persecución de Garatuza; pero cada puerta era un nuevo obstáculo, porque Martín había cuidado de irlas cerrando todas.

Garatuza llegó por el interior de Palacio hasta una escalerilla que conducía a la azotea; estaba cerrada, pero la llave estaba allí y Martín logró abrirla, y sintió el aire de la noche y se encontró en los terrados.

Comenzó a correr por allí buscando el lugar en que los techos estuvieran a menos altura de la calle para dejarse caer. Una tapia con una puertecilla débil se interpuso en su marcha; Martín no llevaba ni puñal, ni daga, ni otra cosa con que forzar la cerradura; buscó a tientas, y ayudándose algo con la escasa claridad de las estrellas, su fortuna le deparó un hueso. No era exactamente lo que necesitaba, pero ya era mucho para su situación.

Martín rompió la puerta con el hueso y logró pasar; ya era tiempo, porque a lo lejos miró en las azoteas el brillo de los farolillos de los alguaciles.

Había llegado Martín hasta un lugar de donde no le era posible pasar; allí, como un precipicio, estaba la calle que formaba la espalda de Palacio.

Midió con los ojos la distancia que le separaba del piso de la calle y se decidió.

Martín había andado bastante entre la gente perdida, para no saber lo que se hace en caso semejante, con objeto de procurar una caída suave disminuyendo la velocidad.

Sin conocer las causas físicas, sabía preparar los efectos.

El muro por aquel lado estaba enteramente plano; no había cornisa, ni ventana, ni moldura que interrumpiera hasta el cimiento su tersa superficie.

Martín se colocó en el bordo, tomó entre sus dos pies la copa de su sombrero, quedando el ala tendida bajo sus puntas, se suspendió con la mano izquierda mientras que con la derecha sujetaba como un puñal el hueso que había encontrado en la azotea, y le apoyó fuertemente contra la pared.

Entonces se desprendió.

Como era natural, el sombrero hacía el efecto de un paracaídas y el rozamiento del hueso contra el muro disminuía un tanto la velocidad de la caída, y le servía al mismo tiempo para conservar la posición vertical y aprovecharse del auxilio que le prestaba el aire oprimido por el sombrero.

Era seguro que ni Garatuza ni los truhanes que le habían enseñado aquellas cosas, sabían el por qué; pero era un método que siempre les había dado buenos resultados y esto era bastante; y merced a estas precauciones Martín llegó a tierra con felicidad.

El sacudimiento de la caída lo desconcertó por un momento, pero poco a poco se repuso, tomó su sombrero, se lo puso y echó a correr.

Desgraciadamente la alarma había cundido a la calle y los farolillos de los alguaciles y de las rondas comenzaban a lucir en las calles vecinas a Palacio.

Martín tomó sin intención la primera salida que se le presentó, pero a pocos pasos un hombre se destacó de una puerta y tendiéndole una lanza, le gritó con voz estentórea:

—¡Alto y téngase a la justicia!

Era un alabardero. Martín comprendió que cualquier vacilación podía perderle y determinó jugar el todo por el todo; se quitó rápidamente el sombrero con la mano izquierda y sirviéndose de él como de una adarga, apartó el arma que le amenazaba, y con el hueso que aún no había soltado, dio con la diestra tal golpe al alabardero en la cabeza que le dejó privado de sentido.

Saltó sobre el cuerpo de aquel infeliz y siguió corriendo.

Los alguaciles venían acercándose y Martín, fatigado ya, percibía cada vez más cerca el ruido de sus pasos.

Estaba ya exánime cuando volvió una esquina y oyó el ruido de un chorro de agua que caía de una de esas fuentes que había incrustadas en las paredes, de las que aún se conservan algunas, y que forman una especie de grutas en las calles.

Una idea súbita alumbró a Martín, y tan rápida como ella fue la ejecución.

Arrojó hacia adelante el sombrero con todas sus fuerzas, luego el hueso, y se metió dentro de la fuente.

La noche estaba oscura y los perseguidores no pudieron ver a Martin que se ocultaba, pero oyeron a lo lejos el ruido del hueso que iba rebotando sobre las piedras.

—Ahí va —dijo uno.

Y todos siguieron corriendo. Martín, temblando de frío, los sintió pasar a su lado y se sumergió más; cuando ya no había ninguno, sacó la cabeza y escuchó.

Habían encontrado su sombrero.

—Es seguro que por aquí pasó —decía uno— que aquí ha dejado el sombrero.

—Entonces debemos buscarlo por aquí —contestaba otro.

—Por aquí no —replicó el que había hablado primero—; si esta prenda se quedó aquí, el dueño debe ir adelante; el sombrero debe habérsele caído en la carrera y no había de adelantarse; que lo que se tira en una fuga queda siempre atrás y no adelante.

—Razón tenéis de sobra; soy un tonto.

Martín los vio alejarse rápidamente y salió escurriendo agua de su escondite.

Procuró tomar entonces una dirección opuesta a la de la ronda, sacudiéndose para secarse, y dando rodeos pollas calles, de manera que si por desgracia seguían el rastro del agua, no diesen con él.

Cuando estuvo seguro de que ya no se desprendían gotas tan gruesas y tan abundantes de sus ropas, se dirigió a su casa y llegó en los momentos en que menos le esperaba la pobre muda.

Martín se desnudó con tanta tranquilidad como si nada le hubiera pasado y a poco rato dormía como si no le anduviesen buscando las rondas por toda la ciudad.

13. De lo que Martín, don César y Teodoro acordaron respecto de doña Esperanza y de lo que había pasado a doña Catalina

Las pesquisas fueron inútiles para encontrar a Garatuza. El virrey se contentó con prevenir a la justicia que procurase su aprehensión, y Martín para no tener un mal encuentro, determinó permanecer oculto en su casa.

Doña Esperanza había quedado sola sobre la tierra y comprendió por fin su situación y la muerte de doña Juana, a pesar del cuidado que por ocultarla tuvo Martín.

Si Leonel no hubiera estado preso, quizá Esperanza no hubiera sentido tan absoluto su aislamiento; pero no sabía más de él sino que continuaba en desgracia y esto aumentaba lo profundo de su pena.

Martín se resolvió una noche a salir para ir en busca de Teodoro; era el único de sus amigos en quien tenía plena confianza, y el único capaz de darle sus consejos y valerle en algo.

Teodoro recibió a Garatuza con el mismo cariño de siempre y éste le contó los últimos acontecimientos de su vida. Teodoro le escuchó hasta el fin.

—¿Y qué pensáis hacer ahora? —le preguntó.

—En cuanto a mi persona, ya Dios dirá; pero he aquí que tengo otra cosa de más importancia que me aflige en estos momentos.

—¿Y qué cosa es ésa?

—¿Sabéis que se incendió la «casa colorada»?

—Sí, la de la calle de las Canoas.

—Exactamente; pues bien, esa casa pertenecía a doña Juana de Carbajal, que en ella vivía con su hija.

—Sí.

—Doña Juana pereció entre las llamas, yo logré salvar a la joven y está en mi casa; pero ha quedado sin tener en el mundo persona a quien volver sus ojos.

—¡Oh! Si eso es todo, ya sabéis que mi casa y mi persona pueden servir de algo; no soy muy rico, pero en fin…

—No, Teodoro, no es precisamente eso de lo que se trata; voy a contaros parte de un gran secreto, con el designio de que me ayudéis, que se trata de una buena obra.

—Bien, decid.

—Doña Esperanza, que así se llama la joven de que os hablo, es hija de don Pedro de Mejía.

—¿Hija de don Pedro?

—Lo sé de una manera indudable; es su hija y mi gran empeño es obligarle a reconocerla, porque esa joven debe y merece ser la heredera de don Pedro.

—Ciertamente.

—Pero esto importa prepararlo y ejecutarlo pronto.

—Tan pronto que según me ha referido don César, a consecuencia de todo lo acontecido, don Pedro ha comenzado a enfermarse seriamente.

—Pues entonces la cosa importa más de lo que yo pensaba. ¿Qué os parece?

—Paréceme que ante todo consultemos a don César de Villaclara, que está más al corriente de lo que ocurre en la casa de Mejía.

—Los tres podremos coordinar mejor nuestro plan; pero hay el inconveniente de que yo no puedo sin peligro salir con frecuencia a la calle, por lo que os llevo referido.

—Ésa es cuestión de poco momento, que yo tengo que buscar a don César y podré llevarle a vuestra casa, en donde trataremos el asunto que, como vos decís, es de grave importancia.

—¿Y cuándo creéis vos encontrar a don César?

—Quizá en esta misma noche, que me trajo en guarda a una joven que o porque no le agradó nuestra compañía o por lo que mejor le pareció, duró aquí poco tiempo, y sin despedirse siquiera, el día menos pensado se desapareció.

—¿Fugóse?

—Sí, y don César, que lo sabe ya, quizá venga esta noche a tratar de ello conmigo.

—¿Calculáis a la hora que debe de venir?

—Supongo que si viene no será ya más tarde.

Se oyó en estos momentos llamar al zaguán.

—Quizá sea él —dijo Martín.

—Es casi seguro —contestó Teodoro— que a nadie más espero.

En efecto, pocos momentos después se presentó don César. Teodoro le contó cuanto Martín le había referido, y además el proyecto que tenía entre manos.

—Prudente me parece todo eso —dijo don César— y debo advertiros que cuanto antes es mejor que comencéis vuestra obra, porque don Pedro se agrava día a día.

—Mañana mismo —contestó Martín— pero deseábamos consultar en esto vuestra opinión, para elegir el camino más seguro.

—Verdaderamente no me ocurre; el único amigo de don Pedro es don Alonso de Rivera, y estoy cierto de que él no patrocinará vuestra causa, porque se destruye con ella la esperanza cierta que tiene de ser el heredero de don Pedro.

—Tenéis razón…

Los tres se pusieron a meditar.

—¿Os parece —dijo Garatuza— que por medio del confesor de Mejía se conseguiría alguna cosa?

—Hay dos inconvenientes —contestó don César— por lo que he visto en la casa; primero, que don Pedro no tiene confesor, y luego aun cuando le tuviese, era difícil hacerle entrar en el plan y libertarle del espionaje que tiene allí establecido don Alonso de Rivera.

—Yo encontraría el modo de allanar todo si vos me ayudarais —dijo Martín.

—Dispuesto estoy.

—Permitidme que os haga algunas preguntas.

—Hablad.

—¿Vivís aún con vuestro carácter de pobre Lázaro en la casa de Mejía?

—Sí.

—¿Habláis con don Alonso?

—Casi nunca.

—¿Pero podríais hablarle?

—Seguramente que sí.

—¿No desconfía de vos?

—No, que yo sepa.

—En tal caso, si me dais permiso, me atreveré a indicaros lo que debéis hacer.

—Veamos.

—Como por vía de inspiración del cielo, o como consejo, o como resultado de la costumbre que todos los santones tienen de meterse en las ajenas conciencias, acercaos a don Alonso y decidle que vos conocisteis a un sacerdote que con vos fue hasta la Tierra Santa a pie, que es varón de ejemplares virtudes, que aunque por escrúpulos ni confiesa ni dice misa, ni cosa semejante, tiene del Espíritu Santo el don de consejo, y una grande unción evangélica; que convendría a la salvación del alma de don Pedro y al des canso de la conciencia de don Alonso, que con Mejía hablase. Creo que don Alonso no pondría dificultades, sobre todo si le decís que conviene que tenga él una conferencia con el dicho sacerdote que vos le proponéis.

—¿Pero cuál es el objeto?

—Ya veréis; hacedme, os ruego, tal servicio, que con ello serviréis a una causa noble y digna de vos.

—¿Y luego?

—Tan pronto como tengáis una resolución, avisadle a Teodoro, que él me lo dirá. Vamos en primer lugar a salvar de la miseria a una joven buena, inocente y digna de toda la felicidad, y en segundo, evitamos que las riquezas de Mejía pasen a las manos de don Alonso de Rivera.

—Creo que no habrá más trabajo que convencer a Mejía —dijo Teodoro.

—Os engañáis —contestó don César—, la lucha va a ser más terrible de lo que os podéis suponer, porque no es sólo don Alonso, sino que cuenta con auxiliares poderosos.

—Lo comprendo —agregó Martín—, pero ya veremos.

Martín se despidió y volvió a su casa tramando el plan de ataque y defensa para reconquistar a doña Esperanza la herencia de su padre.

La mañana siguiente al entrar don Alonso a la casa de Mejía, salió a su encuentro el pobre Lázaro.

—Perdóneme su señoría —dijo— pero me veo en la precisión de hablarle, molestando su atención.

—¿Qué se ofrece? —contestó con altivez don Alonso.

—Mi conciencia me obliga —dijo Lázaro— a dirigirme a su señoría, haciendo a un lado todos los respetos humanos, porque se trata de la salud de mi protector don Pedro de Mejía.

—¿Conoces por ventura tú algún remedio para aliviar su dolencia?

—La salud del cuerpo es lo que menos importa a un cristiano.

—¿Entonces?

—La salud del alma es superior a todas, y mi señor don Pedro la pierde, porque no da paso para ocurrir a la religión.

—¿Quién te mete a predicador?

—¿Quién mete a todo buen cristiano a procurar el bien de su prójimo? La obligación que tenemos de mirar los unos por los otros; gravada creería yo mi conciencia y expuesta mi seguridad con el Santo Tribunal de la Fe, si pudiendo salvar un alma no lo hiciese por negligencia.

—En efecto —contestó don Alonso vacilando.

—Porque —continuó Lázaro— si la Inquisición supiera que don Pedro moría impenitente, quizá intervendría, recogiendo todos sus bienes y dando sobre los que en la casa y en su amistad estábamos, porque no hicimos empeño en que se reconciliara con nuestra Santa Madre Iglesia.

—Pero si él se niega a confesarse.

—Lo supongo, y que no es por causa de vuestra señoría; pero por eso quería hablar a su señoría. Conozco un varón pío y ejemplar, que conmigo peregrinó hasta los Santos Lugares, el cual por demasiado escrupuloso no confiesa; pero tal unción llevan sus palabras, que a permitir vos que hablase con don Pedro, se convencería.

—¿Pero sin conocerlo yo?

—Le traería; que más prudente me parece que su señoría hable con él para que se forme juicio de su virtud y saber, y luego su señoría decidirá.

—Lo pensaré.

—Bien; pues le recuerdo a su señoría que he salvado mi responsabilidad, por si sucediere una desgracia y el Tribunal de la Fe haya de intervenir en el negocio.

Don Alonso comprendió que esto era casi una amenaza de denuncia en el caso de que Mejía muriera sin confesión; subió a ver al enfermo y seguía peor.

Las palabras del «pobre» le habían impresionado; quizá no tenía malas intenciones, quizá era un aviso del cielo.

Por otra parte, Mejía muriendo impenitente, sería declarado hereje, y la Inquisición daría sobre sus bienes y entonces don Alonso perdía todo.

Pocos momentos después don Alonso hizo subir a Lázaro.

—¿Dices —le preguntó— que tú conoces a un hombre que es justo y virtuoso, capaz de tocar el corazón de don Pedro?

—Con el favor de Dios creo que lo conseguirá.

—¿En dónde vive?

—Aquí en México.

—Llévame a verle.

—Mejor será que le traiga yo para que hable con su señoría.

—¿Por qué no en su casa?

—Porque allí ninguno de los del mundo entra.

—Bien, es lo mismo. ¿Cuándo lo traes?

—Esta noche, a la hora que mande su señoría.

—A las ocho.

—Vendrá.

—¿Respondes de él?

—Con mi vida respondo a su señoría.

Lázaro salió en busca de la persona de quien había hablado a don Alonso y necesariamente fue a dar a la casa de Teodoro, y puso al negro al tanto de todo lo ocurrido.

Entonces el negro fue el que salió en busca de Garatuza, dejando a don César en espera.

Tres cuartos de hora tardó, y al volver dijo a don César:

—Martín os suplica le digáis adónde debe buscaros esta noche, o si os parece mejor que espere aquí a las siete y media de la noche.

—Paréceme más conveniente el venir aquí por él, y así se lo diréis.

—De todos modos él vendrá aquí a las siete.

—En ese caso, aquí estaré. Adiós.

—Dios os guarde.

Doña Catalina no pudo resistir mucho tiempo la reclusión voluntaria que se había impuesto en la casa de Teodoro. Las teorías racionales y prudentes de don César habrían hecho efecto en otro corazón menos variable que el de aquella mujer, y en otro espíritu menos exaltado y menos afecto a las emociones violentas y las aventuras.

¿Qué esperaba ella en la situación en que se había colocado? Nada, ningún desenlace, ninguna peripecia, y una vida tranquila y pacífica no era propia de su carácter.

Meditó tanto en esto que su situación llegó a serle insoportable, y sin dejar de agradecer a don César, cuyos proyectos no conocía, ni a Teodoro, lo que por ella hacían, determinó abandonar aquella casa y volver a la suya.

Una tarde, cerca de oscurecer, tomó la caja en que tenía sus alhajas y envuelta en su manto salió sin que Teodoro ni su familia se apercibiesen de lo que hacía.

De propósito no había querido que se quitara la casa que habitaba en la calle de Iztapalapa, ni había querido dar las llaves, que conservaba en su poder.

Calculaba, durante el camino, que su madre no podría seguir mucho tiempo en la prisión, que fingiéndole ella una reconciliación con don Pedro, sacaría quizá tantas ventajas como si fuera su mujer y, además, que si la verdadera mujer de Mejía era aquella negra, cosa indudable sería que don Pedro no vacilaría entre dos mujeres de las que una era el tipo de la belleza y otra el modelo de la fealdad. Contaba ella con el apoyo de don Alonso, y si bien no se arrepentía del brusco rompimiento con don Pedro, sí creía conveniente templar su enojo y dar lugar a la dulzura y reconciliación. Tal vez así sería mejor y tal vez así encontraría modo de libertar a su madre.

Distraída con estas reflexiones llegó hasta su casa, y lo primero que llamó su atención fue ver luces al través de las ventanas.

Comenzó a subir y notó con admiración que las cerraduras de las puertas estaban forzadas.

Entró a la sala y se encontró en los brazos de doña Catalina.

Hija y madre se refirieron mutuamente sus aventuras y pasaron después a hablar de los negocios de la familia.

—Reflexionándolo bien —decía la vieja— creo que no conviene un rompimiento absoluto con don Pedro, y menos ahora que está enfermo y que, según me ha dicho don Alonso, es cosa grave.

—Sin conocer esa circunstancia había yo reflexionado lo mismo.

—Don Pedro está verdaderamente apasionado de ti, y si es casado, no es culpa tuya y puede que ni de él; además aún no es cosa segura que esa negra sea su mujer, hámelo así dicho don Alonso y que se piensa aclarar la verdad del asunto; si resulta que don Pedro no es casado, tú eres su verdadera esposa; y si, por el contrario, esa negra fuera su mujer y tú no eras insensible, ella tendría sólo el nombre, mientras que tú dispondrías de la persona y caudales de su marido.

—Eso mismo había yo pensado.

—Pero es necesario que la reconciliación se haga de una manera tan fina, que don Pedro la reciba como un gran favor, como un don especial del cielo.

—¿Don Alonso se encargaría de ello?

—Voy a enviarle a llamar, que allí estará en la casa de enfrente.

—Ante todo decidle que yo me resisto demasiado; es necesario que él mismo esté engañado en este negocio. Don Alonso es un hombre de quien yo no tengo entera confianza.

—Descansa en mí y ya verás.

—Por ahora me retiro, que no conviene que me vea sino hasta haber hablado con vos; ya me llamaréis.

—Anda.

14. Donde se cuenta cómo entró Martín a la casa de don Pedro de Mejía y otras cosas

Don Alonso de Rivera esperó la noche de la cita al personaje que le había anunciado Lázaro. Don Pedro seguía cada vez más enfermo, su postración era grande, y no quería absolutamente confesarse; creía que con esto aceleraba el momento de su muerte.

Don Alonso comenzaba a tener miedo a la Inquisición y, sobre todo, a que se apoderase de los bienes.

A las ocho en punto de la noche Lázaro se presentó, seguido de un hombre de extraña apariencia.

Era al parecer muy avanzado de edad, tenía la barba y el cabello enteramente canos y muy crecidos, andaba sin dificultad aunque apoyándose en un grueso bastón, y vestía un traje negro, sin adornos ni alamares; una larga capa también negra le cubría entre sus anchos pliegues, y llevaba en la mano un ancho sombrero de la forma de los que usaban los peregrinos.

La figura de aquel anciano infundía respeto.

—La paz de Dios sea en esta casa y en todos sus moradores —dijo el anciano.

Et cum spiritu tuo —contestó devotamente don Alonso.

—Traigo a su señoría la persona de quien le hablé —dijo Lázaro.

—Muy bien venido —contestó don Alonso y luego dirigiéndose a Lázaro agregó—: déjanos solos.

Lázaro se retiró inmediatamente y don Alonso hizo seña al anciano para que se sentara. El anciano obedeció, procurando colocarse de manera que no le bañara el rostro la luz de la bujía que alumbraba la estancia.

—Supongo, mi padre —dijo don Alonso— que Lázaro os habrá instruido de lo que se trata.

—Sí, hame dicho que hay un alma en peligro, que vuestro cristiano corazón se conmueve y que queréis que este pobre y humilde pecador os ayude en vuestra santa empresa.

—Sí, señor.

—Cortas son mis palabras y mi fe está distante de ser viva y ardiente, mi espíritu es débil y pobre mi lenguaje; pero pediré fuerzas al que me crió y no podréis nunca decir las palabras de Jeremías, Derelicta sola.

—Gracias, padre mío. Dios ha inspirado a Lázaro el pensamiento de hablarme de vos.

—Pero es necesario, cuando se cura el alma rebelde y contumaz, saber algo de la enfermedad, como el médico que cura el cuerpo necesita conocer también la naturaleza de su enfermo, y quisiera haceros algunas preguntas que no son inoportunas.

—Precisamente quería yo hablaros acerca de eso, porque de vos va a depender no sólo la salud del alma del enfermo, sino también la suerte de muchas personas…

—Bien está. Contestadme antes: ¿ha rehusado confesarse?

—Sí, señor.

—¿Tiene, que vos conozcáis, algún impedimento por parte del mundo, como amorosas y criminales relaciones?

—No, señor, y puesto que vais a conocer su conciencia debo poneros al tanto de un negocio del que hablaréis sin duda con él.

—Decid.

—Casóse don Pedro…

—¿Quién es don Pedro?

—El enfermo.

—Vamos.

—Casóse en primeras nupcias y la misma noche de su boda desapareció su esposa.

—¡Hum!

—No más volvió a saber de ella. Algunos años después contrajo segundas nupcias creyéndose viudo…

—Eso fue muy peligroso, que la sola falta de seguridad gravaba su conciencia.

—La noche de sus segundas bodas, al concluir la ceremonia, se presentó el señor arzobispo trayendo a una negra que dijo su señoría que era la esposa legítima de don Pedro.

—Matrimonio doble, bigamia simultánea; eso es grave… ¿y…?

—Aquí está el caso difícil; no se puede probar hasta ahora legalmente que la negra no es la mujer de don Pedro; pero en conciencia estamos seguros de que no es ella.

—Cuestión de fuero interno.

—Don Pedro quizá tenga por esto escrúpulo y tema su confesión, porque ama a su mujer entrañablemente.

—¿A la negra?

—No, a la otra, que la negra no es su esposa.

—Bien, adelante.

—Y… ya supondréis…

—¿Qué? Habladme sin embozo.

—Que quizá por temor, deje sin la parte de la herencia que le corresponde a la segunda mujer.

—¿Y vos creéis justo eso?

—Que esta segunda, que es la verdadera, o más bien dicho, la única, sea la que tenga la parte que de sus bienes le pueda dejar don Pedro.

—¿Ella está aquí?

—No, señor.

—¿Tiene el enfermo hijos, hermanos, padres, parientes?

—Nada absolutamente.

—Entonces tenéis razón; y aunque los confesores no podemos hacer indicación, pero sí nos es lícito hablar al corazón del penitente.

—Ciertamente.

—¿Cómo se llama su esposa?

—Doña Estela.

—Bien ¿y creéis que será oportuno que entre yo en este momento?

—Voy a ver, y volveré a avisaros.

Don Alonso se levantó y entró a la cámara de don Pedro.

El anciano examinó curiosamente el aposento; el brillo de sus ojos no correspondía al color de su barba ni a la edad que representaba.

Pocos momentos después volvió don Alonso.

—Podéis pasar —le dijo—; hele prevenido que sois sacerdote…

—Lo soy, pero tan malo y pecador que su santidad me ha concedido a fuerza de mil súplicas que no porte los hábitos de que no me considero digno.

—¡Gran humildad!

—No tanta como debiera tener conociéndome.

—Pues dije al enfermo que venís sólo para animar su corazón y para calmar sus escrúpulos y prepararle para recibir los Santos Sacramentos.

—¿Resistióse?

—No, por fortuna.

—Entremos pues, y no se pierda la oportunidad.

Don Alonso guió al anciano al aposento de don Pedro.

Mejía, pálido y extenuado, estaba tendido en su lecho.

—Aquí os traigo —dijo don Alonso— a un varón justo y sabio, que podrá aliviar los dolores de vuestra alma con el bálsamo de sus palabras y con el auxilio de nuestra santa religión.

—Dios me lo conceda, hermano mío —dijo el anciano.

—Sentaos, señor —dijo lánguidamente don Pedro.

El anciano tomó un sitial y se sentó.

—Aquí, más cerca —agregó Mejía.

El anciano se acercó hasta tomar una de las manos que le alargó el enfermo.

—Dejadnos solos —dijo don Pedro a don Alonso.

Don Alonso hizo una señal al viejo y éste contestó con un signo de afirmación.

—Contadme vuestras cuitas —dijo el anciano— porque el corazón que descarga sus secretos en la religión, descansa. No os exijo que sea una confesión, no, únicamente vuestras penas; por allí comenzaréis y más tarde, porque no estáis en tanto peligro, os confesaréis, que tal vez ni sea preciso, porque calmado el espíritu, quizá la salud vuelva sola.

Los ojos de don Pedro brillaron de gozo y miró a su interlocutor con muestras de gratitud: comenzaba a sentirse aliviado.

El anciano y don Pedro se miraron silenciosamente durante algunos instantes.

—Decidme, señor —preguntó por fin Mejía con ese terror propio de los enfermos que miran los preparativos de una confesión— ¿creéis que tan grave esté yo que necesite administrarme?

—Conozco poco de medicina; pero ni eso está nunca de más, ni es prueba de muerte próxima, ni un buen cristiano debe dejar el arreglo de sus negocios para el último trance.

—Pero si yo me siento aún con vigor suficiente para vivar, si yo no quiero morirme.

—La muerte no viene cuando se quiere ni cuando se espera. Dios dispone de sus criaturas, y ningún mortal puede tener la audacia de decir: «Hoy no moriré», aun cuando se sienta en estado completo de salud. Vos estáis enfermo y necesitáis más que ningún otro tener vuestras cosas y vuestros negocios temporales y espirituales completamente arreglados.

—Mis negocios están en orden, a nadie le debo nada, y tengo ya dispuesto lo que debe hacerse con mis bienes después de mi muerte.

—¿Nada en eso habéis olvidado?

—Nada, señor.

—¿Lo recordáis bien?

—Lo recuerdo.

—¿Y qué dejáis a vuestra hija?

—¿A mi hija? —exclamó don Pedro incorporándose en el lecho y mirando al anciano con ojos espantados— ¿a mi hija? ¿Tengo acaso alguna hija?

—Frágil sois de memoria, y os voy a hablar aquí bajo el sigilo del sacramento. ¿Habéis olvidado que tenéis una hija?

—No lo sé, no me acuerdo.

—He aquí cómo sois vosotros los que vivís encenegados en el vicio y la prostitución; cegados con vuestras riquezas y vuestras pasiones. Contestadme en nombre del cielo la verdad, porque quizá se acerca vuestra última hora, y no os detengan ni respetos ni temores humanos, porque tal vez dentro de poco tenéis que comparecer delante de aquel para quien no hay engaños ni artificios; respondedme, y esto os servirá como de un examen de conciencia para preparar la confesión.

Don Pedro comenzaba a espantarse; estaba ya impresionado y en todo aquello miraba algo de sobrenatural.

—Contestaré, contestaré —dijo.

—Bien, poned atención. ¿Recordáis en vuestra juventud, hace ya cosa de veinte años, haber encontrado en los terrenos de una de vuestras fincas de campo a una joven hermosa, que se había dormido bajo de un árbol y que vos llevásteis a vuestra casa?

—Sí, sí recuerdo.

—Pues bien, esa joven fue seducida por vos; esa joven, que según debéis recordar, tenía en la espalda una mancha roja con la figura de una llama…

—¡Oh sí! Me acuerdo, me acuerdo.

—Esa joven, que sirvió de juguete a vuestras pasiones, fue abandonada por vos cuando iba a ser madre, madre de un hijo vuestro.

—¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué pecador he sido!

—En vano la pobre mujer os buscó, en vano os envió recado con uno de vuestros criados, cómplice en vuestras torpes aventuras; no recibió sino desprecios, humillaciones de vos y de vuestro padre, y llegasteis hasta mandarle proponer que se uniera con ese criado, es decir, dabais por padre a vuestro hijo a uno de vuestros lacayos.

—¡Jesús! —decía don Pedro—; es cierto, soy un mal padre, un pecador.

—Esa mujer, en medio de la miseria más grande dio a luz una niña, y deshonrada y despreciada por vos, fue para todos un modelo de abnegación y de virtud, y combatiendo la seducción y el oro, porque era bella, trabajó como una esclava para criar a la hija del rico señor don Pedro de Mejía.

—¡Oh, he sido un hombre sin corazón! ¡Me arrepiento!

—Esa niña creció pura y virtuosa, es hoy una bella joven que merece un trono por su inocencia; lleva como su madre la mancha roja en la espalda, y honraría por sus cualidades las canas de su padre, aun cuando éste fuera un monarca.

—¿Pero adónde está? ¿Adónde está mi hija?

—Aquí, en esta ciudad vive y ha vivido desde que nació, sin separarse jamás de la pobre mujer que le dio el ser. Quizá mil veces la hayáis visto y pasado a su lado sin conocerla.

—¿Pero por qué no me ha hablado nunca? ¡Yo hubiera sido tan feliz en hablarla, en tenerla a mi lado! No moriría como un esclavo sin familia, y en medio de gentes extrañas que quizá no se apenan por mí.

—Ella quizá os conoce, pero no sabe que sois su padre.

—¿Pero por qué no se lo han dicho? ¿Por qué?

—¿Quién queríais que se lo dijese?

—Su misma madre.

—¿Su misma madre? ¿La mujer a quien habéis arrojado, despreciado? ¡Oh!, vos no conocéis el temple de alma de esa pobre mártir de vuestros caprichos. ¿Ella decírselo? Si supiera que yo poseo este secreto, que os lo estoy revelando, se moriría de vergüenza.

—Pero es mucho rencor; siquiera porque mi hija viviera con las comodidades, con las riquezas que yo podría proporcionarle…

—Así sois vosotros, creéis que todo se puede con las riquezas; no. Dios no abandona nunca a la virtud y a la inocencia; vuestra hija para nada necesita de vuestras riquezas ¿lo entendéis? El cielo castiga vuestra ingratitud, porque no quiere ni concederos el gusto de que vuestra hija os pida nada de esas vuestras riquezas, que pasarán a manos extrañas, que…

—Dios mío ¿y nada vale mi arrepentimiento?

—Quizá será ya demasiado tardío; esa mujer a la que vos abandonasteis, encontró a su padre, que muy distinto de vos, buscaba sin descanso a su hija para hacerla rica y feliz, y cuando la vio deshonrada y pobre, la perdonó y la consoló. Jamás supo que vos erais el padre de su nieta, pero esa nieta heredo sus riquezas, y no piensa ni necesita buscar las vuestras; ella cree que su padre está en el cielo y tiene razón, porque allí está Dios, que ha sido su único amparo sobre la tierra.

—¡Hija mía! —decía don Pedro casi llorando— ¡hija mía! ¿Pero seréis, señor, tan cruel, vos que poseéis este secreto, que no me ayudéis a reparar mi falta?

—¿Y qué queréis que yo haga?

—Que me traigáis a mi hija, que le digáis que soy su padre, que la obliguéis a que me perdone.

—La conozco, pero no la trato.

—Bien, pero podéis hablarle en mi nombre.

—No me creerá.

—Sí, os creerá.

—¿Qué prueba le daré de vuestro amor, de vuestro arrepentimiento?

—¿Qué prueba?

—Sí.

—Que venga y la oirá de mi boca; la reconoceré públicamente.

—¡Estáis loco! Rodeado como estáis de personas interesadas en que tal cosa no suceda, vuestra hija sería víctima si ellos advirtieran tal cosa; en el estado en que estáis sois prisionero de los que os rodean; quizá os harían sucumbir, u os declararían loco…

—Tenéis razón, tenéis razón… Entonces ¿qué haré?

—Es preciso obrar con astucia.

—¿Pero cómo?

—Decidme ¿qué estáis dispuesto a hacer por vuestra hija?

—Todo, todo.

—Entonces instituidla vuestra heredera universal, pero en secreto, sin que nadie lo advierta; después os la traeré, y ya no tendréis necesidad de reconocerla públicamente.

Don Pedro se quedó mirando al anciano sin contestar.

—¿Aún luchan en vuestro corazón —dijo éste— la codicia y el amor de vuestra hija? ¿Aún tembláis ante la idea de hacer una reparación tan justa? Pues bien, os abandono; no hagáis nada de lo que os he aconsejado y estoy seguro de que para ella esto será enteramente indiferente; no sabe que sois su padre, no sabe que pierde vuestra herencia, y aun cuando la codicia tuviera entrada en su corazón, como ignora que sois su padre, no sentirá el silencio que acerca de ella se note en vuestro testamento. No seré yo quien descubra este secreto, os lo juro; vuestros bienes pasarán a manos extrañas; pero vos lo habéis querido; dejemos, pues, eso y ocupémonos de la salud espiritual.

—No, haré lo que me aconsejáis.

—Me es igual, no quiero obligaros; vuestra hija para nada necesita de vuestras riquezas.

—Pero yo sí necesito que sean de ella todas, si muero, y si acaso Dios me concede vida, entonces que ella venga a mi lado y que sea feliz y poderosa conmigo.

—Dios ha tocado vuestro corazón.

—¿Pero cómo haremos?

—En efecto, es negocio difícil; aquí todos os vigilan, aquí, como os he dicho, sois un prisionero.

—Pero ¿qué arbitrio, qué remedio?

—Oíd: yo me encargo de hacer entender a don Alonso que vais a dictar una disposición en favor suyo y de la mujer que se llama vuestra esposa.

—¡Estela!… —dijo suspirando don Pedro.

—¿Suspiráis?

—La amo todavía.

—Bien; nada os impide dejarle un legado que la haga feliz; vuestra hija no tiene mal corazón y no deseará nunca el mal de nadie.

—¡Cómo me consoláis!

—Yo le diré todo eso a don Alonso; haré venir un escribano y otorgáis vuestro testamento cerrado. ¿Podréis escribir?

—Creo que sí.

—Dntonces escribid vuestra disposición y el escribano sabrá cómo la puede legalizar sin que nadie se imponga de su contenido, y que permanezca secreta hasta que vos consigáis la salud, o hasta que Dios disponga de vuestra vida.

—Sí, sí. ¿Y veré a mi hija?

—Muy pronto. Voy entonces a ver al escribano.

—Id, id.

—Silencio, y que nadie sepa lo que tratamos.

Al salir el hombre se encontró con don Alonso.

—Y bien ¿qué hemos avanzado? —preguntó Rivera.

—Más de lo que yo me esperaba —contestó el anciano—. Doy a su señoría mis parabienes, y creo que no me negará mis albricias.

—Contadme.

—Aun cuando todo ha pasado en el secreto, sin embargo como estáis interesado en ello tan directamente, no quiero ocultároslo, contando con que me deis palabra de no revelárselo a nadie, ni hablar de ello al mismo don Pedro.

—Os empeño mi palabra.

—Contando con eso, os diré que está dispuesto a confesar y comulgar como todo un buen cristiano, para aguardar la muerte que Dios sea servido en enviarle.

—Pero ¿y en cuanto a los bienes?

—Allá voy. Antes de confesarse desea otorgar testamento para dejar arreglados sus asuntos, y me comisiona para ir en busca de un notario…

—Pero es que yo deseaba saber…

—Oídme con calma, señor don Alonso: encontréle poco dispuesto a comprender en su testamento a la dama de que me hablásteis y que, según supe por él, se llama Estela.

—Cierto.

—En cuanto a vos, os había señalado un legado regular y el resto de sus bienes quería aplicarlo a la fundación de un convento de monjas…

—¿Y eso es cierto?

—Era; pero ahora ya es diferente; logré tocar su corazón y creo que en justicia no puede pensar mejor.

—Decid.

—Única y universal heredera, su esposa doña Estela; vos, albacea, y además un magnífico legado por vuestros buenos oficios durante su enfermedad.

—Sois un hombre admirable; habéis trabajado como un santo.

—Por eso os pedía mis albricias.

—¡Oh! Y las merecéis.

—En tal caso, os diré que tengo promesa de construir una ermita a San Juan Bautista en una de las calzadas de la ciudad, en desagravio de un hombre que maté en mis mocedades en ese lugar y en ese día, y deseo que me deis para cumplir esa promesa.

—¿Qué importará?

—Cuatro mil duros.

—Mucho es.

—No para el que va a recibir por la divina bondad una tan rica herencia, que quizá entra en los designios de su Divina Majestad haceros rico por mi conducto, para que yo por conducto vuestro me encuentre en aptitud de cumplir una promesa que va pesando hace muchos años sobre mi corazón.

—Contad con esa suma.

—¿Luego?

—Ansioso sois.

—Siempre debe serlo el buen cristiano para cumplir deudas de conciencia.

—Pero eso sería un adelanto.

—Adelanto que Dios por mi conducto ¿lo entendéis? por medio de este su digno siervo os devolverá centuplicado.

—Bien, pero…

—Haced como gustéis; pero pensad que si no hubiera venido yo a esta casa, otras serían las disposiciones de don Pedro; y en lo adelante prometoos, pues tanto de mí desconfiáis, no volver a mezclarme en los asuntos temporales del enfermo.

—No, os daré el dinero; id por el notario.

—¿Convenido?

—Convenido.

Y el anciano extendió su mano a don Alonso, que se la estrechó y se separaron.

Media hora después, el anciano, que como habrán comprendido nuestros lectores, era Martín, volvió a la casa de Mejía acompañado de un notario alto, flaco, vestido de negro, y que traía colgado en el cinto, a guisa de puñal, un enorme tintero de cuerno que llevaba por tapa un inmenso cono, y al lado del cual se miraba suspendido un cilindro de metal que contenía hasta cinco plumas de ave, teñidas de diversos colores; además el notario llevaba en la mano un gran rollo de papeles.

Don Pedro, que había permanecido solo, sintió abrirse la puerta de su aposento y se estremeció al reconocer al escribano; aquello era el indicio más seguro de que la muerte estaba cerca.

Don Alonso entró con Martín, con el escribano y con los testigos.

—Dejadme hablar una palabra con este anciano a solas —dijo don Pedro.

Todos se retiraron y Martín se acercó a don Pedro.

—¿Cómo se llama en el mundo mi hija? —preguntó Mejía.

—Doña Esperanza de Carbajal.

—Está bien.

—Dios os mira y os bendice en este momento.

—Acercaos —dijo don Pedro al escribano y luego dirigiéndose a Martín y a los demás, agregó—: dejadnos solos.

—Don Alonso, Martín y los testigos salieron, y Mejía quedó solo en su cuarto con el escribano.

—Supongo —le dijo— que debo tener entera fe en vos.

—Completa.

—Pues bien, decidme: deseo que mi testamento sea secreto, es decir, que nadie lo conozca hasta después de mi muerte.

—Ni yo ni los testigos diremos una palabra; puede su señoría estar seguro.

—No es eso; quiero que ni aun los testigos le conozcan.

—En ese caso, escribidlo vos, cerradlo y entregádmelo delante de los testigos, diciendo que es vuestra última voluntad, y todos firmaremos con vos en la cubierta.

—¿Y tendrá así el mismo valor?

—Sí que le tendrá.

—Dadme, pues, papel, tinta y una pluma.

El escribano desprendió el tintero y las plumas de su cintura y extendió un pliego de papel.

—Tomad —dijo.

Don Pedro se incorporó y pretendió escribir en la cama, pero no pudo.

—Dadme la mano —dijo al notario.

El hombre vacilaba.

—No temáis, que no tengo enfermedad contagiosa.

—¿Qué pretende su señoría?

—Dadme la mano y lo veréis.

El escribano dio a don Pedro su mano y entonces éste, haciendo un esfuerzo supremo, se levantó de la cama.

—Eso puede haceros daño —dijo espantado el escribano.

—Dejad lo que no es de vuestra incumbencia; ayudadme a llegar hasta aquella mesa.

El escribano sostuvo a don Pedro y llegaron así hasta un sitial que estaba frente a una mesa. Mejía se puso a escribir, pero tiritaba de frío.

El escribano tomó una manta de la cama y la puso con mucho esmero sobre los hombros de don Pedro.

—Gracias —dijo don Pedro, y continuó escribiendo.

Así pasó media hora.

Don Pedro echó arenilla sobre lo que había escrito, y dijo doblando el pliego:

—Ya está.

—Pues ciérrele su señoría y póngale su sello.

Don Pedro cerró el pliego, le puso en una gran cubierta y le selló.

—Ahora —dijo el escribano— ponga encima su señoría que este pliego encierra su última voluntad y firme esa declaración.

Don Pedro hizo lo que le decía.

—¿Y ahora? —preguntó.

—Llámense a los testigos, me entrega su señoría ante ellos el pliego y todos firmamos y rubricamos la cubierta, y después se deposita en la escribanía o adonde le parezca mejor a su señoría, y es todo.

—Bueno; vos depositaréis el pliego y lo entregaréis al que vaya de parte de doña Esperanza de Carbajal, pero guardando a cargo de vuestra conciencia el más riguroso secreto.

—Sí, señor.

—Llamad a los testigos.

El escribano llamó y don Alonso y Martín y los testigos entraron en silencio. Don Alonso estaba pálido, sentía como si fuera a escuchar un fallo y a pesar de las protestas de Martín, aún no estaba tranquilo. Todos se admiraron de ver a don Pedro sentado delante de la mesa.

—Aquí tenéis —dijo solemnemente Mejía al escribano— mi última voluntad, encerrada en este pliego sellado por mi mano; quiero que ella sea cumplida y siendo como una ley para mis herederos.

—La recibo —contestó el escribano— y suplico a los testigos que han presenciado el acto, firmen conmigo en la cubierta, conforme lo disponen las leyes.

El escribano sin apartarse de la mesa, puso la razón y firmó en la cubierta, los testigos hicieron lo mismo y don Alonso, invitado, firmó también; pero su mano estaba trémula.

—Guardad eso, señor escribano, y entregadlo después de mi muerte, ya sabéis —dijo don Pedro.

—Sí, señor —contestó el escribano, guardando el pliego cerrado en su pecho.

—Ahora —continuó don Pedro— llevadme a mi cama, porque me siento mal.

Martín y don Alonso condujeron a don Pedro al lecho.

—Dejadme un momento con este anciano —dijo Mejía.

El escribano se despidió y todos salieron.

—Necesito un sacerdote para confesarme —dijo don Pedro.

—Voy por él —contestó Martín—. Después de esta buena acción creo que no moriréis; pero siempre es bueno estar prevenido. Os suplico por vuestra propia tranquilidad que deis a entender a don Alonso que él y doña Estela son vuestros herederos.

—¡Pero es una mentira, un pecado!

—Muy venial, y sobre todo, es antes de la confesión; el sacramento os limpiará de él y de otros mayores.

—Decís bien; id por el confesor.

Martín salió y dijo a don Alonso:

—Voy por un confesor; entrad, que mi misión ha terminado y sois mi deudor.

—Don Alonso —exclamó don Pedro viendo entrar a Rivera en su cuarto—, quisiera haber sido diez veces más rico por vos y por Estela; pero después de mi muerte vos y ella os acordaréis de mí.

—Gracias —contestó don Alonso—, no penséis en eso.

Y era que él pensaba ya que era cierto cuanto le había dicho Martín.

15. De cómo volvió doña Catalina a la casa de don Pedro

El confesor no se hizo esperar, y se encerró con Mejía inmediatamente. Don Alonso tomó su sombrero y sin decir a nadie nada, se salió a la calle y se entró en la casa de doña Catalina.

—¿Qué tenemos? —dijo la vieja.

—Tenemos un triunfo completo; he conseguido volver a arreglar un negocio que esta muchacha estuvo a punto de descomponer con su genio violento y que era nada menos que el porvenir de todos nosotros.

Catalina hizo una mueca, que a no haber estado allí la anciana, le hubiera valido un beso de don Alonso.

—Contadnos.

—¿Qué tengo de contaros? Don Pedro de Mejía acaba de otorgar en toda forma su testamento.

—¿Y qué dice? —preguntó la anciana.

—Adivinadlo. ¿A quién pensáis que deja de su heredero universal?

—A vos —dijo Catalina.

—A su alma —dijo la vieja.

—Nada de eso; a la señorita Estela, su esposa.

La anciana dio un grito de gozo y los ojos de Catalina se abrieron y brillaron extraordinariamente.

—¿Y eso es verdad?

—Tan verdad que él mismo me lo ha dicho.

—¿Y cómo lo conseguísteis?

—¿Soy acaso algún tonto? ¿No tenemos un contrato Catalina y yo, al cual ha faltado ella?

—¿He faltado? —dijo alegre la joven.

—Sí; no haciendo lo que os he dicho.

—Pero prometo le enmienda —agregó la joven sentándose al lado de don Alonso y acariciándole delante de la madre con descaro.

—Así sea —dijo Rivera—. Es preciso que os resolváis a ir a la casa de don Pedro.

—Iré —dijo Catalina.

—Y que le cuidéis y le halaguéis mucho.

—Lo haré.

—En fin, que muera contento de vos; no vaya el diablo a hacer que se arrepienta.

—Triunfaré del diablo.

—Bien; preparaos, porque luego que se acabe de confesar vendré por vos.

—Os aguardo.

—Disponeos, que muy pronto estaré de vuelta.

—Id, y que Dios os lleve.

—Adiós.

Y don Alonso volvió a salir precipitadamente.

Don Pedro se había ya confesado cuando Rivera volvió a la casa; los sacramentos, como se le llama al sagrado viático, se debían preparar con gran solemnidad para aquella tarde.

Don Alonso dictó sus disposiciones y todos los criados se pusieron en movimiento y comenzaron a hacerse todos los preparativos.

Martín se presentó a cosa de las dos con don Alonso.

—¿Estaréis satisfecho ya de mí? —le preguntó.

—Sí que lo estoy.

—He cumplido cuanto os ofrecí y podíais desear. Don Pedro de Mejía ha puesto el conveniente arreglo en todos sus negocios espirituales y temporales, y creo que a entera satisfacción vuestra.

—Así lo entiendo.

—Pero supongo que estaréis enteramente satisfecho y contento.

—Lo estoy.

—Porque todo ha salido a medida de vuestro deseo ¿no es cierto?

—Sí, en efecto.

—Cumplí como cristiano y como vuestro servidor, y nada se podría apetecer más…

—Queréis decirme —exclamó impaciente don Alonso— ¿a qué viene todo eso?

—A nada; quería yo únicamente saber si habéis quedado satisfecho.

—Sí ¿y qué?

—Nada; que yo aún no lo estoy.

—¡Bien; otro día nos veremos; tengo hoy tanto que hacer!

—Nunca está un cristiano tan ocupado que no pueda cumplir una promesa hecha en honor de Dios y en su santo servicio.

—¿Seréis capaz, santo varón, de exigirme que os dé ahora mismo?

—¡Dios me libre de exigir nada! Hablo a vuestra conciencia y nada más.

—Es lo mismo: entrad a ver al enfermo, porque supongo que a eso vendréis…

—En efecto, a eso nada más vengo.

—Y al salir tendréis vuestro dinero…

—Dios os lo pagará.

Y Martín haciendo una reverencia a don Alonso, se entró a la cámara de don Pedro.

Al verle el enfermo, sus ojos brillaron y procuró incorporarse.

—¿Viene mi hija? —preguntó.

—No, señor; esta noche iré a verla: dedicad todo el día de hoy tranquilamente a vuestros negocios espirituales y que nada os distraiga: mañana veréis a vuestra hija.

—¡Ah! Quizá me agrave en esta noche, y quiero deciros, si es que no os lo dije ya: si muero, pedid al escribano mi testamento con el nombre de mi hija doña Esperanza de Carbajal: ésta es la orden que le he dado.

—Espero en Dios que os aliviaréis.

—Lo dudo.

—Reposad y mañana veréis a vuestra hija.

Suntuosos fueron los sacramentos de don Pedro de Mejía.

El virrey, el visitador y la mayor parte de los caballeros de la corte concurrieron a ellos, alumbrando con cirios desde la calle hasta la cámara del enfermo.

El viático, que lo traía el mismo arzobispo de México, venía en la más rica de las carrozas de don Pedro; multitud de hermanos de las cofradías acompañaban aquella procesión, y mil campanillas de todos tamaños venían por las calles, llamando la atención de los vecinos y acompañando con su incesante sonido el coro de los acompañantes del divinísimo.

Las señoras salían a los balcones, los hombres se agregaban a la procesión y la calle y la casa en que vivía don Pedro estaba literalmente llena de gente.

Don Pedro recibió devotamente la comunión y todos esperaban que volviera a salir el señor arzobispo para acompañarlo en su regreso; pero apenas acabó de dar la comunión a Mejía, se volvió a los que alumbraban dentro de la misma estancia y les dijo:

—Me permitiréis que hable un momento a solas con el enfermo.

Todos, incluso el virrey, se levantaron y salieron de la pieza.

Don Pedro miraba aquello con admiración.

—Solos estamos —dijo el arzobispo— y quiero revelaros bajo el sigilo sacramental y para tranquilidad de vuestra conciencia en estos momentos, un secreto.

—Escucho a su señoría ilustrísima —contestó don Pedro.

—¿Qué habéis hecho a la dama con quien os unisteis y de la mujer que se os presentó como vuestra esposa?

—Señor ilustrísimo, esa mujer está en uno de los aposentos de esta casa; en cuanto a la dama, no he vuelto a verla desde la noche de mi desgraciada boda; mi conciencia, sin embargo, me acusa de haber intentado hacerla venir. ¡Perdón, señor, pero yo la amaba tanto!

Y don Pedro se puso a llorar.

—No lloréis —dijo el arzobispo— porque nada tenéis ya de qué pedir perdón, ni por qué afligiros; sabed que he averiguado que esa negra no es vuestra mujer, que vuestra mujer murió y que hace ya algunos años que sois libre.

—¡Señor! —exclamó don Pedro incorporándose enteramente—. ¡Señor! ¿Será cierto lo que escucho? ¿Es decir que puedo sin pecar hacer que venga aquí Estela? ¡Oh Dios mío, Dios mío! ¡Ya puedo morir sin remordimientos, ya puedo morir tranquilo!

—Sí, nada tenéis ya que pese sobre vuestro corazón; sois libre, y esa dama pudo y puede ser vuestra esposa ante Dios y ante el mundo.

—Estáis muy agitado —continuó el arzobispo— y vuestra salud es en extremo delicada; calmaos, y después que hayáis rezado y meditado sobre el sacramento que acabáis de recibir, haced lo que mejor os parezca; que vuestra conciencia quede tranquila; es un consejo de vuestro prelado y casi una prevención.

—Obedeceré, ilustrísimo señor —contestó don Pedro con resignación.

—Y hasta el día de mañana, si Dios os presta vida, no habléis de esto a nadie.

—Así será.

—Ahora, que Dios os envíe la salud si os conviene, o la resignación que necesitáis para el trance postrimero.

Don Pedro besó respetuosamente el pastoral de su señoría ilustrísima y se recogió, pensando, muy contra su voluntad, no en el sacramento sino en Estela.

Toda aquella noche la pasó Mejía en las más profundas reflexiones, y sin embargo de la tranquilidad que sentía en su conciencia, anhelaba por la llegada de la mañana para hablar con don Alonso acerca del secreto que le había revelado el arzobispo.

Por fin amaneció y don Alonso, que no se separaba ya de la casa del enfermo, entró a verle.

—Don Alonso —dijo Mejía— tengo una gran noticia que comunicaros, una buena noticia para vos que sois mi amigo, y que os interesáis por mis negocios como si fueran los vuestros.

—¿Qué hay pues?

—Oíd, amigo mío, oíd: anoche, después que el señor arzobispo me administró la sagrada comunión, me ha dicho para la tranquilidad de mi conciencia, que esa negra no es Luisa.

—¿Qué os había yo dicho?

—Sí don Alonso, teníais razón; que no es Luisa, que Luisa murió hace algunos años, que yo era libre y que por consiguiente Estela es mi verdadera esposa.

—¡Oh, qué felicidad!

—Muy grande, don Alonso, muy grande. Estela volverá a esta casa como señora, como dueña; vos la persuadiréis ¿no es cierto?

—Sí, don Pedro, yo la persuadiré.

—Vendrá, porque quedará convencida de que ella y yo fuimos víctimas de una trama infernal.

—¿Pero cómo supo eso el señor arzobispo?

—Lo ignoro y no deseo saberlo yo tampoco; bástame conocer el resultado, que bastante feliz soy con ello.

—Tenéis razón.

—¿Y cuándo iréis en busca de Estela?

—Cuando vos lo dispongáis; vive ahora en la casa de enfrente, que a ella volvió luego que salió libre la señora.

—Entonces hoy, ahora, en este momento.

—Es aún muy temprano.

—No importa; id, id, que estoy impaciente por verla.

—Iré.

—Sí, dadme esa inmensa satisfacción; de un momento a otro quizá me sorprenda la muerte, y quiero ver a Estela antes de abandonar la vida.

—Voy al momento.

Don Alonso salió precipitadamente y don Pedro llamó a sus criados, se hizo peinar y mandó disponer la casa como para una gran fiesta.

Era aquella una cosa bien triste; un moribundo disponiendo una fiesta; pero toda la servidumbre se puso en movimiento.

Lázaro el pobre notó aquellos preparativos, preguntó la causa y nadie pudo darle razón; allí se hacían las cosas porque había órdenes de hacerlas y no se preguntaba nunca el porqué.

—¿Será posible —decía Lázaro, o más bien dicho, don César— que para recibir a su hija haga todo esto don Pedro? ¿Habrá logrado Martín tocar así su corazón? Quién sabe; él me dijo que había conseguido mucho. Voy a verle; quizá sea ésta alguna nueva intriga de don Alonso.

Y Lázaro salió en busca de Martín.

Don Alonso estaba ya en la casa de Catalina; al verle entrar, la hija y la madre advirtieron que su semblante radiaba de alegría.

—Muy buenas noticias debéis traer, puesto que aun en la cara se os descubre el gozo —dijo la vieja.

—Soberbias nuevas; a cada momento se ponen mejor las cosas y hemos triunfado por completo.

—Explicaos —dijo Catalina.

—El arzobispo ha declarado que la anterior mujer de don Pedro ha muerto hace ya algunos años, que don Pedro es libre y que vos sois su verdadera y legítima esposa.

—¿Es decir…?

—Es decir que vos sois la señora y dueña de la casa de Mejía, que nadie podrá poner en duda vuestros derechos, que don Pedro os pide que le perdonéis y os suplica que paséis a instalaros a su casa como señora.

—¿Y debo ir?

—Por supuesto; sois su mujer, no hay razón para resistirse; él tiene derecho para llamaros y a vos os conviene ir, y muy pronto; quizá mañana seais ya la viuda de Mejía y es preciso que os reconozcan antes todos como su mujer.

—Entonces iré.

—Vamos pues.

—Dentro de una hora: necesito disponerme y cambiar de traje; quizá llegue mucha gente atraída por la novedad del lance y debe verme como quien soy.

16. En donde sigue la misma materia del anterior

Martín no había creído prudente hacer revelación ninguna a doña Esperanza, mientras no tuviera la completa seguridad del reconocimiento de don Pedro. Otorgado el testamento y autorizado ya por Mejía para buscar a su hija y conducirla a la casa paterna, pensó que era necesario hablarle.

Doña Esperanza estaba ya firmemente persuadida de que la madre había perecido entre las llamas, y había caído en un abatimiento profundo, del que no bastaban a sacarla los consuelos que le prodigaba Martín, porque la mudita no podía sino acariciarla y llorar con ella.

La pobre joven se miraba enteramente sola sobre la tierra, y don Leonel no había vuelto a enviarle ni un recado, porque don Leonel creía por lo que su padre le había dicho, que Esperanza era su hermana y que era necesario ahogar aquella pasión, y en último caso declarárselo todo a ella y huir muy lejos.

Pero Leonel y su padre seguían presos por orden del visitador, y en su incomunicación no les era posible saber nada de Esperanza ni de doña Juana, cuya muerte ignoraban.

Así transcurrieron varios días, hasta que una tarde Martín habló a la joven.

—Dad un momento tregua a vuestro llanto —la dijo— y prestadme atención, que voy a hablaros de un negocio que os interesa altamente.

—¿Qué negocio puede interesarme a mí, pobre huérfana —contestó la joven— cuando todos los vínculos que me unían con el mundo se han roto?

—No lo creáis, aún os queda uno y muy fuerte.

—¿Leonel?

—Entonces serán dos y ya veis que no estáis tan sola.

—¿Pues de quién queréis hablarme?

—Escuchad ¿sabéis vos por ventura quién es vuestro padre?

—¿Mi padre? —contestó turbada Esperanza y poniéndose encendida— ¿mi padre? Murió hace muchos años; aún era yo muy niña y no le conocí.

—Os engañáis.

—¡Caballero!

—Repito, señora, que os engañáis; vuestro padre vive.

—Calumniáis la memoria de mi madre, y no lo consentiré —dijo levantándose la joven.

—Oídme un momento con paciencia y quedaréis enteramente satisfecha.

—¿Pero qué intentáis?

—Vuestro bien: oídme y luego me contestaréis.

—Bien, hablad.

—Hubo un hombre rico, muy rico, español —dijo Martín— que abusó del candor, de la inexperiencia y del aislamiento en que se encontraba en un tiempo doña Juana de Carbajal. Doña Juana fue madre cuando aquel hombre la abandonaba y la hija de aquel hombre erais vos, señora…

Doña Esperanza quiso hablar, pero Martín continuo:

—No me preguntéis nada sobre los pormenores de todo esto, que es una historia bien larga y muy triste, que pronto leeréis escrita toda la parte que con vos tiene referencia, por la misma mano de vuestra madre; básteos por hoy saber que yo soy el único que conoce y que posee ese documento, que la Providencia puso sin duda en mis manos para hacer esta revelación, de la que ni un instante debéis dudar. Vuestro padre vive, pero en estos momentos está moribundo, y le he hablado de vos; quiere veros, os reconoce, os nombra su heredera, me encarga que os lleve junto a su lecho de muerte. ¿Iréis?

—Nunca.

—¿Nunca, doña Esperanza?

—Nunca. Ir a ver al hombre que deshonró, que hizo la desgracia de mi pobre madre, que la abandonó…

—Pero ese hombre es vuestro padre, os llama, está arrepentido, y vos no tenéis el derecho de acusarle ni de juzgarle siquiera.

—¡Tenéis razón, tenéis razón; es mi padre! —exclamó sollozando Esperanza.

—Entonces ¿vendréis, señora?

—¿Pero qué seguridad tengo de que sea en efecto mi padre?

—¿Aún dudáis? Pues bien, el hombre que os llama, se nombra don Pedro de Mejía.

—Bien ¿y qué?

—¿Conocéis la letra de vuestra madre?

—Sí, sí —exclamó Esperanza.

Martín se levantó precipitadamente y sacó de un armario el libro que contenía las memorias de doña Juana de Carbajal, buscó el pasaje del nacimiento de la joven y se lo presentó, diciéndole:

—¿Conocéis esta escritura?

—Sí, es de mi madre, y de mi pobre madre —contestó Esperanza, bañada en llanto y besando el libro escrito por doña Juana.

—Pues leed —dijo Martín— leed. Yo os había querido evitar el dolor de reconocer esas páginas bañadas en llanto, pero vos lo queréis; leed sólo por el bien vuestro; no paséis adelante ni comencéis más atrás: cuando la calma vuelva a vuestro corazón sabréis toda la historia.

Doña Esperanza comenzó a leer, limpiándose los ojos empapados en llanto, a cada instante.

Martín de pie tras ella, la seguía con la vista en la lectura.

Había momentos en que la joven no podía continuar porque las lágrimas la cegaban, y entonces dejaba el libro y lloraba un largo rato; luego se enjugaba los ojos y volvía a continuar.

Cuando Martín conoció que había llegado hasta don de debía leer para satisfacerse, puso su mano dulcemente sobre el libro. Esperanza alzó admirada los ojos para verle absorta en los recuerdos de su familia, había olvidado a Martín.

—Creo que es ya bastante —dijo éste—. ¿Para qué queréis martirizaros más?

—Dejadme concluir.

—No, doña Esperanza. Estáis satisfecha de que yo no os engaño; dejad para otra vez esa historia que hará sangrar vuestro corazón, tan conmovido en estos momentos; quizá sea hoy la ocasión menos oportuna para entregaros a esa clase de recuerdos. Además, si ese libro tiene que permanecer aquí ¿para qué esa precipitación en leerlo todo y en estos momentos?

—¿Pero creéis que esté tranquila sin leerlo todo?

—¿Y creéis que en algo os tranquilizaría su lectura? Creedme, os lo suplico, y dejad por ahora ese libro: dádmelo.

—Bien; tomadle.

Martín recibió el libro y volvió a guardarle en su caja.

—Ahora —dijo— hablemos de vuestro padre.

—¿De mi padre? ¡Dios mío! Después de lo que acabo de saber…

—Si doña Juana viviera ¿os aconsejaría el rencor?

—Imposible.

—Pues bien; haced de cuenta que os habla, que os ve, que sabe que don Pedro, solo, moribundo, arrepentido, llama a su hija…

Doña Esperanza lloraba sin contestar.

—¿Qué me decís, señora? ¿Debo contestar a vuestro padre que su hija se niega a ir a verle morir, que no cuente más con ella, que expire solo como ha vivido, solo, que lleve al sepulcro su dolor y su remordimiento…?

—¡Oh no, no!

—Pues en tal caso…

—Iré a ver a mi padre.

—Dios os premiará.

—¿Y cuándo?

—Mañana.

—¿Mañana?

—Temprano.

Llegó el momento en que doña Catalina entrase de nuevo a la casa de don Pedro, conducida por don Alonso.

La dama se había vestido y ataviado solemnemente. A pesar de que entonces los trajes de las señoras les cubrían generalmente hasta el cuello, doña Catalina, por hacer ostentación de sus bellas formas, llevaba un vestido escotado y casi flotante sobre los hombros, y sus mangas enteramente abiertas colgaban a los lados, dejando ver los brazos hermosamente contorneados.

Como Catalina comprendía que se trataba de excitar el amor de don Pedro y aumentar su ilusión para apoderarse completamente de su espíritu, había adoptado aquel traje casi de fantasía, que llevaban entonces no más las mulatas y las mujeres de costumbres perdidas. Quería estar no sólo hermosa, sino seductora y provocativa, y lo había conseguido.

Don Pedro fue advertido por un lacayo de que Catalina se acercaba; y sentado en su lecho como un espectro, flaco, pálido y moribundo, pero con los ojos brillantes, no apartaba su vista de la entrada por donde debía aparecer Catalina.

Se oyó un ligero ruido, se abrió la puerta y la dama, arrojando con estudiada indiferencia el velo que la cubría, se presentó radiante de hermosura y se dirigió precipitadamente al lecho del enfermo.

Don Pedro tendió sus brazos secos como dos raíces, y recibió en ellos a su esposa, que fingía llorar y acariciarlo.

Aquella escena era repugnante: la cabeza encantadora de la joven, coronada de flores y de brillantes, descansaba sobre el hombro descarnado de Mejía, y la fisonomía pálida y desencajada de éste asomaba a un lado, estampando sus labios descoloridos en la turgente espalda de Catalina.

Parecía un arcángel preso en los brazos de un cadáver Cualquier observador imparcial hubiera sin embargo comprendido que doña Catalina tenía que hacer un terrible esfuerzo para permanecer así, y que aquella emoción iba agotando rápidamente la poca vida que le quedaba a Mejía.

Doña Catalina quiso llevar su papel más adelante, y arrodillándose cerca del lecho, clavó su frente sobre el colchón. Mejía entonces podía solamente mirarle la espalda.

El vestido de la joven se bajaba entonces de tal manera, que don Pedro distinguió la mancha roja que tenía Catalina, y una idea espantosa cruzó por su cerebro.

—¡Estela! ¡Estela! —dijo con terror.

La dama levantó el rostro espantada, al notar la emoción de don Pedro.

—¿Qué tienes? —preguntó.

—¿Qué mancha es ésa que llevas en la espalda?

—No te espantes, esposo mío; esa mancha la tengo desde el día en que nací.

—Estela ¿y tu madre tiene también esa mancha?

—También ¿pero por qué te asustas?

—Ay ¡dime, dime por Dios! Pero no me engañes ¿conociste a tu padre?

—¿A mi padre? —preguntó asombrada la joven y sin saber qué contestar al pronto.

—Sí, a tu padre. No me engañes, por Dios; va en esto la salvación eterna de tu alma y de la mía.

A pesar de su audacia, Catalina comenzaba a turbarse y a sentirse impresionada a la vez.

—Respóndeme, Estela —agregó, a cada momento más irritado—. Respóndeme.

—No le conocí.

—¿No le conociste? —gritó don Pedro—. ¿Ni sabes quién es?

—Sí —respondió temblando ya Catalina— era un español.

—¿Murió, murió?

—Creo que no, señor.

—Entonces ¿dónde está?

—No sé, porque abandonó a mi madre…

—¡Misericordia! —gritó don Pedro—. ¡Mi hija!

Y abriendo los brazos, cayó en el lecho como herido de un rayo.

—¡Socorro, socorro, don Alonso! —gritó Catalina levantándose como una loca—. ¡Socorro, socorro!

La puerta se abrió precipitadamente y don Alonso, seguido de varios criados de ambos sexos, penetró en la estancia.

—¿Qué hay? —preguntó.

—No lo sé, no lo sé. Mirad a don Pedro; aquí hay algo de horrible, de misterioso…

Don Alonso se precipitó al lecho de don Pedro, examinó con horror el rostro del enfermo y después de un momento de silencio, exclamó solemnemente:

—Encomendadle a Dios; ¡ha muerto!

Los criados se agruparon curiosamente, doña Catalina se dejó caer en un sillón y don Alonso repitió fatídicamente:

—¡Ha muerto! ¡Ha muerto!

En este momento se había abierto de nuevo la puerta, y un hombre con una dama cubierta se habían presentado; pero al escuchar las palabras de don Alonso, la dama lanzó un débil gemido y se desmayó.

El que la acompañaba la sostuvo en sus brazos, la retiró un poco y volvió a cerrar la puerta.

Eran Martín y doña Esperanza. Nadie se apercibió de su llegada ni de su salida.

17. De cómo saldó sus cuentas con la justicia Martín Garatuza

La policía del marqués de Cerralvo y del visitador Carrillo no inquietaba, por cierto, mucho a Garatuza, a pesar de que la Audiencia había dado sus órdenes para que todos los alcaldes procurasen su aprehensión. Martín era hombre de recursos y en último caso hubiera mudado de domicilio y marchádose a la ciudad de Puebla o Valladolid; pero estaba empeñado en el negocio de doña Esperanza, que además de su amor propio comprometido, le ofrecía un buen porvenir para su hija; y Martín comenzaba ya a pensar en el porvenir.

Así es que se hacía preciso para obrar con más libertad, saldar cuentas con la justicia, y Garatuza se determinó a verificarlo.

Llegó con doña Esperanza a la casa de Mejía en el momento en que éste acababa de expirar; Esperanza no pudo soportar aquel nuevo golpe y se desmayó; pero en aquellos momentos de confusión en la casa, nadie notó nada, y Garatuza luego que la joven volvió en sí, la condujo, procurando no llamar la atención, a su casa.

En aquel momento comenzaba verdaderamente la lucha: don Alonso y doña Catalina tomaban posesión de hecho de los inmensos bienes de don Pedro; y aunque Martín contaba con el testamento, que era un arma poderosísima, sin embargo, los contrarios eran ricos y esto les daba una gran superioridad.

Lo primero en que pensó Martín fue en quitarse de encima toda persecución por parte de la justicia; así es que luego que dejó a Esperanza en su casa, salióse a disponer lo necesario para lograr sus planes.

En uno de los barrios más pobres y apartados de la ciudad, en una casucha triste y miserable, estaba tendido el cadáver de un hombre como de cuarenta años, casi desnudo; tenía a su lado una pequeña vela de sebo que ardía pegada en el suelo, y sobre el estómago del cadáver había un plato de barro, viejo y roto, en el que se habían depositado algunas monedas de cobre.

Una vieja hilaba sentada a la puerta del cuarto.

Martín pasaba por allí, metiendo la cabeza en todas las casas y procurando encontrar algo: al ver aquel cadáver se detuvo y dijo dentro de sí:

—Éste me conviene.

La vieja alzó el rostro para mirar a Martín.

—Buenas tardes os dé Dios —dijo Garatuza.

—Buenas tardes —contestó la vieja.

—¿De qué murió ese pobre señor? —dijo Martín señalando el cadáver.

—Quién sabe; yo ya le encontré muerto.

—¿No era vuestro pariente?

—No tal; que yo por obra de misericordia he venido a cuidarle, mientras se junta para su entierro, porque como está solo, no vayan a comérselo los puercos o los perros.

—¡Pobre hombre! ¿De modo que no tiene parientes, ni amigos, ni nadie que por él se interese y lo mande enterrar?

—Nadie; yo le he puesto ese plato en la barriga para ver si se junta para la mortaja y la sepultura.

—Trazas tiene de no juntarse nada.

—Así es en efecto, y me causa mucha tristeza. ¡Quién sabe cuántos años le costará de purgatorio, eso de que le sepulten sin mortaja!

—Puede ser.

—¿No me ayudáis con nada?

—Sí, os ayudaré, y más de lo que podéis suponeros; que yo haré por mi cuenta todos los gastos del entierro y la mortaja, sin que vos tengáis que molestaros.

—Entonces ¿seréis muy rico? —preguntó la vieja con admiración.

—Muy rico, no; pero tengo lo suficiente para estos gastos y los haré. Ante todo quitad el plato y el dinero que se ha reunido.

—¿Y qué hacemos con ese dinero?

—Es muy poco y no quiero que nadie me ayude; tomaos el dinero y rezad en pago alguna cosa por el descanso de esa alma.

—¿No se gravará con eso mi conciencia?

—¡Qué se va a gravar! ¿Creéis que yo que pago todos los gastos, no sea libre de disponer de esa pequeña cantidad?

—Sí lo sois.

—Bien; pues tomadla bajo mi responsabilidad y a cargo de mi conciencia.

—Así, sí.

—Después, haced favor de cuidar aquí, hasta que yo mande unos hombres con un ataúd por el difunto, para que le trasladen a otra casa en donde le vistan y le amortajen.

—Sólo que yo tengo que hacer y pierdo aquí mi tiempo.

—Nada perderéis, porque los mismos que vienen por el cuerpo os darán un regalo de mi parte, y yo os doy esto a cuenta y como parte de la recompensa que Dios os enviará por vuestras buenas acciones.

Y Martín dio dos duros a la vieja.

—Que su divina majestad os haga muy rico —exclamo la vieja guardando su dinero—. Y ahora ¿qué más queréis que haga?

—Que nada, ni a nadie digáis nada de cuanto aquí hemos hablado, ni de lo que va a pasar, porque tratándose de cari dad, la mano derecha no ha de saber lo que da la izquierda.

—Está bien ¿y a qué hora vendrán los hombres por el cadáver?

—Dentro de dos o tres horas.

—Esperaré.

—Adiós.

Martín se encaminó entonces a una casita pequeña también, que estaba por las calles que hacían espalda al monasterio de Santo Domingo.

Era una casa entresolada con una sola ventana, y el zaguán estaba cerrado.

Martín llamó y una negrilla llegó a abrirle y le preguntó:

—¿Qué manda su señoría?

—¿Está ahí la Perla?

—¿Qué perla?

—No te hagas la tonta, tu ama Andrea.

—Sí, señor.

—Entra a decirle que aquí la busca el bachiller, su amigo de otros tiempos.

—¿La gracia de su señoría?

—Di como te digo, y no tardes.

La negrilla se entró precipitadamente, y poco después salió hasta el zaguán la misma dueña de la casa.

Era una mujer joven aún, pero demasiado gruesa: sus facciones conservaban todavía los restos de una gran hermosura, pero en ellas se notaban esos rasgos característicos de una vejez prematura producida por los vicios y los desórdenes. Aquella joven vieja llevaba un traje de colores muy vivos, y multitud de cintas y adornos en la cabeza. En México no estaba vigente ya la Ordenanza de Felipe II, que prevenía que las mujeres de mala vida vistieran de paño pardo con adornos de picos en el traje, de donde vino el refrán vulgar de «andar de picos pardos».

—¡Bachiller! —exclamó la mujer al ver a Martín, y arrojándose descaradamente en sus brazos—. ¡Qué milagro! ¿Qué santo te trae por aquí, después de tantos años? Entra, entra, mi bien, que no te he olvidado.

La Perla, como la había llamado Martín, le hizo entrar, llevando enlazados sus brazos al cuello de Garatuza.

—Mi Perla —dijo Martín—, ¿estás sola? ¿Podemos hablar un rato?

—Por supuesto, por supuesto; si tú no sabes el gusto que tengo en volverte a ver; se me figura que vuelvo algunos años atrás. ¡Éramos tan felices! ¡Qué vida! ¿Te acuerdas? ¡Qué paseos, qué bailes, qué almuerzos!

—Sí, Andrea, me acuerdo ¿pero no vendrá a interrumpirnos nadie?

—Nadie ¿quién ha de venir? Además ahora verás. ¡Dominguilla! ¡Dominguilla!

—Mande la señora —dijo la negrita.

—Cierra, hija mía, y a nadie le abres ¿lo oyes? No estoy aquí.

—Sí, señora.

—Quiero dedicarle todo mi tiempo al bachiller, a mi ingrato bachiller, que no había venido hace tantos años.

—Gracias, Andrea. Pero vengo a que hablemos de un asunto en que puedes servirme de mucho.

—Habla, mi bien, habla.

—¿Estás libre, Andrea?

—Libre como la pluma en el aire.

—¿Es decir que puedo contar contigo?

—Como siempre; ya sabes que yo te quiero como antes y te vendrás a vivir aquí a mi casa, y te cuidaré al pensamiento, y nadie entrará aquí más que tú…

—No, no se trata de eso —dijo Martín cortando el torrente de palabras de la Perla—, Andrea, ya somos viejos para esos amoríos.

—¿Viejos? —dijo la Perla haciendo un dengue—. Si no tienes ni una cana, y eres capaz todavía de causar ilusión a cualquier mujer.

—¡Vaya! Pero no se trata de eso, es otra clase de negocio el que vamos a arreglar.

—Sea como quieras. Dime ¿qué hay?

—Necesito que recibas aquí a un muerto.

—¡A un muerto! ¡Ave María Purísima! —dijo la Perla santiguándose.

—Sí, es decir, a un cadáver.

—¡Jesús me acompañe! ¿Pero cómo? ¡Dios me libre y me defienda!

—Óyeme, óyeme. A un cadáver, que he de ser yo.

—¿Tú? ¡Santo fuerte! Tú te has vuelto loco.

—No, sino muy cuerdo. Es un cadáver que diremos que es el mío, y que me he muerto.

—¿Pero para qué?, ¿para qué? Explícate.

—Porque tengo muchas cuentas con la justicia y así salimos de empeños…

—¡Acabaras! Es decir, que se murió otro, y se dice que tú; y muerto el perro… vaya… caigo en la cuenta.

—Eso es. ¿Conque me ayudas?

—¡Pero eso de traer un muerto a mi casa! Y luego ¿de dónde cogemos ese muerto?

—Eso correrá de mi cuenta.

—Pero pierdo mucho…

—Nada, yo te pagaré bien, y no tendrás de qué quejarte por eso.

—Vamos a cuentas; primero el plan y luego el precio.

—Eso se llama entrar en razón.

—Habla.

—Yo mando traer el muerto, aquí lo visten y lo amortajan, y lo lavan y todo eso.

—¿Pero quién? Yo no.

—Por dinero baila el perro. Yo te daré dinero y no faltará quién lo haga.

—¿Qué más?

—Escribiré una carta que llevarás al virrey, fingiéndote mi mujer…

—Buena es ésa. ¿Y dónde veré al virrey?

—Todo te lo explicaré después; y él cree que yo le escribí, que he muerto; se esparce la noticia, vienen a ver el cadáver, me entierran y laus Deo, se acabaron las persecuciones y los exhortos contra mí.

—Dicho es muy fácil; pero quién sabe.

—Ya lo verás. ¿Consientes?

—Se me figura increíble tener aquí a un muerto.

—Por pocas horas, que vamos a adelantar el trabajo; voy a darte una carta para el virrey, que llevarás a Palacio luego, que es hora ésta en que da audiencia. Por supuesto vas llorando, y le cuentas que escribí la carta y troné; si puedes conseguir que mande un oficial de justicia para el entierro, es mejor, y él te dará dinero para ti y yo te daré más.

—Me atengo al que tú me des.

—¿Cuánto quisieras?

—La verdad, el sacrificio es grande y vale cien duros ¿te parece mucho?

—No, cuenta con doscientos.

—Eres encantador —dijo la Perla besando a Martín.

—Pues anda a vestirte, mientras pongo la carta. ¿Tienes recado de escribir?

—Sí, ahí está.

—Pues ve a vestirte.

—¿No te parezco bien así?

—Hermosísima; pero el virrey no creerá en la viudedad por lo mismo que estás tan bonita y tan elegante.

—¿Qué me pongo, pues?

—Un vestido negro, viejo, y un mantón; te quitas esos adornos de la cabeza, te despeinas un poco y procuras frotarte los ojos con algo, para que parezca que has llorado.

—¿Con mis cabellos?

—Con lo que quieras, ya sabes el objeto.

—Voy, y ya verás.

—Óyeme ¿la negrilla es de secreto?

—Es una mujer de pecho como un sepulcro.

—Adviértele.

—Le diré, no hayas cuidado.

La Perla se entró a vestir, y Martín se puso a escribir la carta para el virrey, que meditó a todo su gusto.

Por fin volvió a salir Andrea.

Estaba como Martín se lo había dicho, vestida de negro y con los ojos encarnados como si hubiera llorado ocho días consecutivos.

—¿Qué te parece? —dijo haciendo una caravana.

—Soberbia.

—¿Ya está la carta?

—Sí; óyela.

—Ante todo ¿qué tengo que hacer?

—El papel de una viuda escandalosa, que quiere a todo trance arrancar dinero al virrey y hacer que entierren de balde a su marido.

—Adelante; a ver la carta.

Martín leyó en voz alta:


Excelentísimo señor virrey:

Cercano ya el fin de mi vida que una enfermedad que Dios nuestro señor se ha servido enviarme, y debiendo a su divina majestad el señalado favor de morir cristianamente y en su santa gracia, con todos los auxilios espirituales que necesarios son para el trance postrimero; en descargo de mi conciencia y próximo ya a comparecer ante mi Dios y señor, me dirijo humildemente a vuestra excelencia para pedirle su perdón como representante de su majestad el rey mi señor [que Dios guarde muchos años] por haber ofendido su justicia, y en particular a vuestra excelencia por haberle engañado entrando a su servicio con el supuesto nombre de Benjamín.

Si vuestra excelencia me otorga el perdón que humildemente solicito, podré morir tranquilo.

Así lo espero de la magnanimidad de vuestra excelencia, interponiendo como mi abogada y madrina a mi madre María Santísima de Guadalupe.

Dios guarde a vuestra excelencia muchos años. Beso los pies de vuestra excelencia.

Martín de Villavicencio (llamado Garatuza)
 

—Muy bien —dijo la Perla cuando Martín acabó de leer— muy bien, comprendo ahora perfectamente.

—Bien; pero anda a Palacio…

—¿Y qué sucede, tú has muerto o no?

—Claro está que sí; y si puedes conseguir que el virrey me mande enterrar…

—Eso es ¿y si se acompaña conmigo un alguacil para venir a ver el cadáver?

—Nada temas, cuando vuelvas todo estará arreglado.

—Entonces hasta luego.

—Hasta luego…

La Perla se envolvió en su mantón, se echó en la cara un velo y salió.

—Mi vida —le gritó Martín.

—¿Qué hay?

—Advierte a la negrilla que yo puedo hacer aquí lo que quiera.

—Sí.

La Perla habló con la negrilla y salió.

A poco salió Martín en busca de un ataúd y dos cargadores para conducir el cadáver que había contratado y llevarlo a la casa de Andrea.

18. De lo que pasó con el virrey y con Andrea

La noticia de la retirada del príncipe de Nassau y de las tropas holandesas del puerto de Acapulco, había llegado a México calmando los inquietos ánimos del virrey y del visitador. Se habían disuelto las compañías dispuestas ya para salir y por toda precaución el virrey dispuso que se repararan las cortinas del castillo de Acapulco y se le agregaran dos bastiones.

Así desapareció también el temor que se tenía a la conjuración de los criollos, en vista de que había pasado ya la coyuntura en que pudieran haber hecho algo.

Inclinados los ánimos del visitador y del marqués de Cerralvo a la templanza y a la benignidad, dieron trazas de abrir las prisiones y poner en libertad a las personas que en ellas tenían, entre las cuales se contaban don Leonel y su padre.

Acordaron, pues, hacer venir a éstos a su presencia a fin de amonestarles, notificándoles que quedaban en libertad y obligando su gratitud para impedirles en lo sucesivo otra tentativa.

Don Nuño y don Leonel comparecieron ante su excelencia. Los dos iban sumamente tristes y abatidos; había en ellos otro motivo además de la persecución de que eran víctimas; el secreto de familia que habían creído descubrir, les tenía completamente desasosegados.

—Sentaos, señores —les dijo el virrey mostrándoles dos sitiales.

Los presos obedecieron en silencio.

—¿Conocéis los motivos de vuestra prisión?

—Sí, señor excelentísimo —contestó Leonel.

—¿Me permitirá vuestra excelencia que hable? —dijo don Nuño.

—Seguramente; la justicia de su majestad no está nunca sorda a las quejas de sus vasallos.

—Pues bien, excelentísimo señor, yo estoy preso sin saber por qué y con la conciencia del inocente. Al aprehender a mis hijos, me han aprehendido; luego se me pone en libertad, y cuando me creo ya seguro, se vuelve a dar la orden de prisión contra mí y se me lleva a la cárcel. Y todo esto siendo yo, aunque mal esté en mi boca el decirlo, uno de los más leales vasallos del rey mi señor (que Dios guarde muchos años).

—Quieroos explicar, don Nuño, en qué ha consistido esto; que un truhán, un mal hombre que se introdujo en mi servicio con el supuesto nombre de Benjamín y que era nada menos que el mentado Martín Garatuza, a quien yo no conocía, hizo sobre vos denuncias y acusaciones tan graves y con visos tales de verdad, que necesarias han sido todas esas averiguaciones.

—De las cuales, señor, creo que resultará mi inocencia.

—Tan clara está y tan sin sospecha, que por todas partes se procura buscar al denunciante para aplicarle el condigno castigo; así es que podéis quedar satisfecho, y hoy mismo saldréis en libertad.

—Mil gracias —dijo don Nuño inclinándose profundamente, pero haciendo un gesto de desprecio, como quien dice: mucho favor es no castigar a un inocente.

—En cuanto a vos, señor don Leonel —continuó el virrey—, también saldréis libre con vuestro padre, y por consideraciones a él, que vuestra causa no es tan buena como la suya. Contra vos existen más que indicios, pruebas, y sólo por probaros la benignidad y grandeza de su majestad (que Dios guarde muchos años), a quien represento en estos sus reinos de las Indias, os concedo esa libertad, de la que espero no haréis el uso que de ella hacíais antes de haberla perdido, porque el perdón de la primera falta agrava la pena en la segunda.

—Señor —contestó Leonel— mi conciencia está tan tranquila que así la hubiera llevado al mismo cadalso; pero vuestra excelencia dispone que salga libre a nombre de su majestad, él es dueño de mi vida y de mis días.

El visitador había permanecido silencioso durante la conversación, pero en este momento dijo al virrey en voz baja:

—Figúraseme, excelentísimo señor, que escucho llantos y voces en una de las antesalas.

—Así me había parecido hace ya un rato.

—¿Quiere vuestra excelencia que mande a ver qué sucede?

—Si no os causa gran molestia…

—El visitador agitó su campanilla de plata que estaba sobre el tintero, y un lacayo se presentó.

Llamóle el visitador aparte y le dijo:

—¿Qué causa ese llanto que se escucha afuera?

—Señor —contestó el lacayo— una mujer enlutada que quiere ver a su excelencia, o cuando menos que le sea entregada una carta de que es portadora, que dice ser de un moribundo…

—Que se me traiga esa carta —dijo el virrey, que habla escuchado la conversación.

El lacayo se inclinó y salió, volviendo poco después con una carta que presentó a su excelencia en una bandeja de plata.

Tomóla el virrey, rompió la cubierta y comenzó a leerla; pero a poco lanzó una exclamación que causó curiosidad al visitador, el cual sin embargo no se atrevió a preguntar nada.

El virrey terminó su lectura y exclamó:

—Mirad, señor visitador, que hay cosas que parecen maravillas, hace poco que hablaba yo aquí a don Leonel y al señor su padre, del llamado Benjamín. ¿Os acordáis?

—Sí, señor —contestaron don Nuño y don Leonel.

—Pues en esta carta, que nos hará favor de leer el señor visitador, el tal Benjamín, o Martín, como él dice llamarse, pide perdón de sus maldades y se despide en artículo de muerte.

El visitador tomó la carta de Martín y la leyó en voz alta.

—¡Pobre hombre! —dijo su excelencia—. Su arrepentimiento parece ser verdadero.

—Aunque tardío por lo que respecta a la justicia humana —contestó el visitador—, que según parece, a estas horas debe ser ya un cadáver.

—Dios le habrá perdonado, que es con el único que tiene, si ha muerto, sus cuentas pendientes.

—Así es.

—¿Y la mujer que trajo esta carta se ha ido ya? —preguntó el virrey al lacayo, que había quedado esperando en la puerta.

—No señor, aún está ahí.

—Hazla entrar —dijo el virrey.

El lacayo abrió la puerta e hizo seña a la Perla, que se encontraba en la pieza siguiente. La mujer, sin hacerse de rogar, penetró en el despacho de su excelencia y se arrojó a sus pies.

—Alzaos, señora, alzaos —dijo el virrey—; alzaos y decidme qué es de Martín.

—No, señor excelentísimo, no me levantaré, que Martín me encargó que estuviera a las plantas de su excelencia hasta obtener su perdón.

—Bueno, bueno, alzaos y hablaremos. ¿Dónde está Martin?

—¡Ay señor, ha muerto! ¡Ha muerto! Y no tengo ni con qué enterrarle…

Y la mujer lloraba sin consuelo.

—Bien, le perdono en nombre de su majestad y en el mío —dijo el virrey, mirando lo poco que con este perdón exponía—. Alzaos, que yo os daré para su entierro.

—¡Qué bueno es su excelencia! —decía la mujer procurando buscar las manos del virrey—. ¡Qué bueno! Con razón me decía Martín que no saldría yo desconsolada.

—¿Y dónde está su cadáver?

—En nuestra casa, señor.

—Vaya; pues yo costearé el entierro en gracia de su arrepentimiento, y un lacayo irá con vos a ver el cadáver y a disponerlo todo.

—Como me lo pensé —dijo en su interior Andrea—. Dios nos saque con bien; allá Martín verá lo que hace.

El virrey había dado algunas órdenes y un lacayo estaba ya listo para acompañar a Andrea.

—Id —le dijo el virrey—, nada os costará el entierro y además yo os daré cien duros para lutos.

—Mil gracias, excelentísimo señor —contestó Andrea, y salió seguida del lacayo y pensando: doscientos de Martin y éstos son trescientos…

Aunque aquella mujer tenía confianza en Martín, sin embargo temblaba al acercarse a la casa. Si Garatuza no había hecho nada, de seguro que ella iba a dar a la cárcel.

Llamó a la puerta llena de temor y la negrilla salió a abrirla bañada en llanto. Andrea conoció que la negrilla estaba ya en la comedia.

—¿Qué hay por acá? —preguntó con desconfianza.

—Ya le amortajamos y le encendimos un velón —contestó llorando la muchacha.

—Pasad —dijo Andrea al lacayo, sintiéndose ya con ánimo.

El lacayo entró y llegaron al interior de la casa.

En medio de una estancia estaba tendido sobre una mesa un cadáver cubierto con una mortaja y cuatro gruesos cirios le alumbraban.

El lacayo al ver aquel espectáculo, se detuvo y se quitó el sombrero.

—¡Pobre hombre! —exclamó—. Dios le haya perdonado.

—¡Pobrecito, era tan bueno con su familia! —dijo Andrea.

—Dios tenga piedad de su alma; voy a arreglar el entierro.

—Sí, señor.

El lacayo por huir de aquel espectáculo salió de la casa y la Perla le vio por la ventana alejarse.

Entonces desapareció su aire de tristeza y lanzó una alegre carcajada sin respeto al cadáver, cuando al volver el rostro se encontró con el alegre de Martín Garatuza.

—¿Qué tal? —dijo éste.

—A pedir de boca —contestó la Perla.

—¿Viste al virrey?

—Sí, y mi papel salió muy bien.

—¿Qué te dio?

—Me dijo que pagaba el entierro y me daba cien duros para luto.

—Y doscientos que yo te doy…

—Son trescientos.

—Ya ves que no es mal negocio.

—No me quejo.

—Ahora otra cosa.

—¿Qué?

—Es fuerza que se enamore de ti el lacayo.

—¿Con qué objeto?

—Yo sé mi cuento.

—Pero…

—Haz lo que te digo y no te pesará.

—Lo haré.

—Así te quiero, obediente.

Llamaron en este momento, Martín corrió a esconderse y la Perla tomó su aire triste y se arrodilló al lado del cadáver.

Era el comisionado del virrey para el entierro, que volvía con un hombre que tomó la medida al cadáver para buscar un cajón.

Cuando aquel hombre, que debía ser el carpintero, salió, el lacayo miró a Andrea, que permanecía arrodillada.

—Señora —le dijo— creo que el cajón, caso de que lo haya hecho, tardará en venir dos horas; voy entre tanto a arreglar los negocios en el camposanto y la parroquia.

—Os suplico que no os tardéis mucho; ya comienzo a extrañar vuestra compañía. Estoy tan sola y sois tan bueno…

La Perla acompañó estas palabras con una mueca de coquetería que no iba del todo mal; además, como hemos dicho, aquella mujer ni era una vieja ni carecía de atractivo.

El lacayo la miró con alguna atención y dijo para si:

—Lo cierto es que la viudita no es tan despreciable… si yo me atreviera… ¿Pero cómo? Aún no sale el cadáver… Procuraré echarlo fuera cuanto antes; quizá entonces…

La Perla entendió como mujer de mundo, lo que pasaba en el alma del lacayo.

Puede decirse como regla general y se entiende que no tratándose de un viejo ni de una fea de primera calidad, que a toda mujer le halaga causar una ilusión, aun cuando esté dispuesta a no conceder favor de ninguna clase, y a todo hombre le alucina una muestra de predilección por parte de una mujer, aun cuando tenga la firme resolución de no darle cuartel. No hay más que una diferencia, que en el caso dado, la mujer puede llegar a sucumbir, y el hombre nunca; y la razón de tal diferencia consiste en que el hombre puede tomar la iniciativa, y esto no le es lícito a la preciosa mitad del género humano.

—¿Tardaréis mucho? —preguntó Andrea.

—Procuraré volver pronto —contestó el lacayo.

—Si os disgusta estar en la misma pieza que el cadáver, podremos ir a otra.

—Me parece bien.

—Entonces, mientras dais la vuelta dispondré otra.

—¡Cuánto os lo agradezco!

—¿Acostumbráis tomar chocolate temprano?

—Sí —contestó el lacayo como mareado por la coquetería de Andrea.

—En tal caso, yo misma voy a prepararlo para cuando volváis.

El lacayo miró las manos de Andrea y le parecieron preciosas.

—Voyme para volver cuanto antes —dijo.

—No tardéis —agregó Andrea, dirigiéndole una mirada capaz de volverle loco.

—No, voy volando.

Y salió casi corriendo de la casa, diciendo:

—Negocio seguro, negocio seguro.

Una alegre carcajada de Andrea acompañó al ruido que hizo el zaguán al cerrarse.

—¿Qué hubo? —dijo Martín saliendo.

—¿Qué hubo? Que tú debes haber nacido en Jueves Santo, según te sale de bien cuanto inventas.

—¿Qué dice tu hombre?

—¡Mi hombre, mala peste le mate! ¿De qué va a ser éste mi hombre, si yo nunca he tenido tratos sino con caballeros y gente principal?

—Gracias —dijo Martín.

—Cierto, y no es lisonja.

—Pero vamos ¿qué hay?

—Que ya cayó.

—¿Te dijo algo?

—Nada.

—Entonces ¿cómo sabes que ha caído?

—Se lo conocí.

—Si nada te dijo.

—¡Tonto! Sabrás tú de letras, pero nunca has sido mujer; y déjame, que yo sé mi cuento.

—¿Conque está seguro?

—Tan seguro como yo lo estoy de que tienes entre manos una gran diablura.

—¿Qué te dijo el hombre?

—Que pronto vuelve, y entonces verás cómo es la decisión.

—Bueno; entonces cuando él venga me iré yo, que ya no te quedarás sola, y es peligrosa aquí mi presencia.

—¿Y a qué fin pretendes que ese hombre se enamore de mí?

—Ya lo sabrás. Esta noche te espero en la plaza para que me cuentes cómo fue mi entierro y cómo sigue tu nuevo amor.

—¿A qué horas y en dónde?

—A las ocho, cerca de las tiendas nuevas.

—Iré, a pesar de que me da miedo salir de noche.

Una hora después llegó el hombre y Martín se salió sin que él lo advirtiese.

En esa tarde se sepultó el cadáver, no con pompa, pero sí con escándalo, porque muchos quisieron ver el entierro del célebre Garatuza costeado por el virrey, y hubo en el panteón gran concurso de ociosos y perdidos.

Como entonces no había de qué hablar en México, hasta los círculos más aristocráticos se ocuparon del asunto y fue objeto de muchas conversaciones la bondad del virrey y el arrepentimiento de Martín.

Excusado es decir que en la misma noche el lacayo contaba a sus compañeros que estaba enamorado de la viuda y que no perdía sus esperanzas.

19. De cómo volvió a encontrar don Leonel a su prima doña Esperanza

Don Nuño y don Leonel salieron libres de Palacio, como se los había ofrecido el virrey, y cesando las persecuciones, cada uno de ellos volvió a pensar en sus negocios particulares; uno había, sobre todos, que preocupaba a los dos sobremanera: la suerte de Esperanza. Don Nuño miraba en ella a su hija.

Don Leonel encontraba en ella a una hermana cuando había creído tener una esposa.

Uno y otro deseaban hablarse de lo mismo, y uno y otro temían promover la conversación.

A su salida de Palacio fueron informados de que la «casa colorada» había sido completamente devorada por las llamas y que nada se sabía de sus habitantes.

El padre Salazar aún no volvía a la casa paterna; pero como don Nuño y don Leonel ignoraban que estaba oculto en casa de doña Juana la noche del incendio, no se inquietaban por su suerte y esperaban verle llegar de un momento a otro.

Don Leonel en la misma tarde en que salió de su prisión quiso ver las ruinas de la «casa colorada»; pero no pudo resistir aquel espectáculo y con el corazón comprimido volvió a su casa.

Aquella noche don Nuño no pudo contenerse y después que acabó la cena, cuando los criados que servían la mesa se retiraron, el viejo se atrevió a hablar del negocio.

—Leonel —dijo— ¿sabes algo de… tu prima doña Esperanza…?

—Padre mío —contestó don Leonel— nada sé; he pasado por el lugar que ocupaba su casa, y nada… ruinas, desolación.

—Quizá… moriría —dijo el anciano, como pronunciando por fuerza esta palabra.

—¡Dios no lo haya permitido!

—¿Qué haremos para saber la verdad?

—Es muy difícil; el único auxilio que espero es el de Dios.

—¿Es decir que has perdido toda esperanza? ¿No intentas buscarla?

—Padre mío ¿sería yo por ventura más feliz si la encontrara? ¿No murió para mí toda esperanza desde que me revelásteis que era mi hermana?

—Es cierto; pero por ella, por mí, debes buscarla tú también. Quizá viva en la miseria, quizá no tenga adónde volver sus ojos, quizá la mano de la desgracia la arrastre al crimen, a la prostitución…

—¡Oh, Dios mío!

—Leonel, sé bastante fuerte para dominar tus pasiones y sobreponerte a las desgracias. Busca a Esperanza, y será feliz a nuestro lado.

—¿A nuestro lado, padre mío? Es un imposible, yo no puedo vivir así al lado de esa mujer; yo podré buscarla, conducirla a vuestros brazos, pero permanecer con vosotros… ¡oh no! Soy soldado, y puedo aún ir en busca de la fortuna y de la gloria para estar libre de ese martirio, y honrar vuestras canas y vuestro nombre con mis hechos.

—Dios dispondrá —exclamó por fin don Nuño levantándose y retirándose.

Don Leonel y el padre Alfonso quedaron solos.

—Supongo hermano —dijo el padre— que a ti más que a nadie le interesa el encontrar a doña Esperanza.

—Hermano, tengo tango interés como mi padre, o quizá menos.

—¡Cómo! ¿Pues no debías casarte con ella, o al menos ésas no eran tus intenciones?

—Es verdad; pero ahora todo ha cambiado.

—¿Cambiado? ¿Y por qué?

—Alfonso, ése es un gran secreto de familia que tú debes saber también como yo.

—Pero que ignoro.

—Lo sé; sé que lo ignoras, como yo por mi desgracia lo ignoraba también, hasta que una casualidad vino a abrir nuestros ojos.

—¿Cuál es, pues, ese secreto?

—Que doña Esperanza es hija de nuestro padre, es hermana nuestra.

—Pero cómo ¿hermana nuestra?

—Sí, mi padre me lo ha dicho; yo debía haberlo sabido, porque doña Juana me dio el libro en que estaba escrita la historia de su familia; pero yo no llegué a leer ese libro, porque las circunstancias se encadenaron de un modo tal que habiéndolo tenido en mi poder, no me fue posible leerle…

—¿Y qué fue de ese libro?

—Por librarlo de las garras de la justicia, encargué a Martín que le entregase a doña Juana.

—En efecto, que el mismo Martín cuando estuvo a verme en la «casa colorada» me dijo que tenía que llevar algo a doña Juana, pero no recuerdo bien si me agregó que de vuestra parte y si por fin entregó o no lo que llevaba.

—En todo caso, está perdido; si lo llevó, el incendio lo ha devorado; si no ¿quién puede saber, muerto ese hombre, adónde dejó ese libro?

—Siempre hay más posibilidad de encontrarle si él no lo entregó ¿quién sabe lo que suceda? Pero por mi parte, hermano mío, si te he de hablar la verdad, no creo que doña Esperanza sea nuestra hermana.

—¿En qué te fundas para tener esa creencia?

—Mira, Leonel, ¿doña Juana sabía tus amores con su hija?

—Sí.

—¿Y no se opuso a ellos?

—Al principio sí, pero después, cuando supo que yo le ayudaba en la conspiración, entonces consintió en ellos.

—Leonel, doña Juana debía saber quién era el padre de su hija, y sabía quién era el nuestro; si hubiera creído por un solo instante que tú y Esperanza eran hermanos, ni por un instante hubiera consentido esos amores: conocí demasiado a doña Juana para poder dudar un momento de su virtud.

—Pero por otro lado mi padre…

—Mi padre puede más fácilmente haberse engañado, y esto es lo que debe haber sucedido, y pronto creo que se descubrirá.

—¿Pero cómo, hermano mío, cómo? Sería yo el hombre más feliz.

—Ten fe en Dios.

—Alfonso, me das la vida, porque me vuelves la esperanza.

Y los dos hermanos se separaron.

Al día siguiente el padre Salazar vio llegar a su hermano pálido y agitado.

—¿Qué hay? ¿Qué te ha sucedido? —preguntó el padre.

—Acabo de ver a doña Esperanza —contestó don Leonel.

—Pero eso no es motivo para esa agitación.

—Si vieras cómo la he amado, no lo extrañarías. Pero además, aquí hay otro gran misterio: doña Esperanza iba en una carroza al lado de otra mujer y con un caballero elegantemente vestido, al que yo nunca he visto en esta ciudad.

—Quizá sea alguno de esos ricos de provincias internas.

—Ese caballero, ese hombre tan ricamente puesto, me ha parecido, y vas a reírte…

—¿Quién?

—Martín Garatuza.

—En efecto, cosa es de risa, y no puede eso ser sino efecto de tu preocupación, porque tú, mejor que nadie, sabe que Martín Garatuza ha muerto.

—En efecto, he oído leer la carta que envió al virrey, he oído las disposiciones que dictó su excelencia para el entierro, y he visto llorando en Palacio a la viuda…

—¿Y esa misma viuda era la dama que acompañaba a doña Esperanza y al hombre que te pareció Martín?

—No, no era ella, y tuve ocasión de observarlo, porque la carroza se detuvo en la calle de Iztapalapa, en la casa de don Pedro de Mejía el finado, y vi bajarse de ella a doña Esperanza y a la mujer que la acompañaba, apoyándose en el brazo del hombre que tomé por Martín.

—Entonces está claro que no es él.

—No está muy claro, quién sabe…

—¿Sospechas?

—Martín es capaz de todo, tú no lo conoces tan bien como yo, y no sería difícil que algún nuevo engaño…

—No es posible; el virrey tomaría sus providencias, y no es fácil que haya sido engañado como un niño…

—En efecto, el virrey envió a uno de sus criados de conlianza con la viuda.

—¿Ya lo ves?

—Y a pesar de todo, ahora soy yo el que tengo la fe, y creo que Garatuza no ha muerto y que por su medio podemos averiguar mucho; el libro de la familia de Esperanza debe estar en su poder.

—¿Pero y doña Juana?

—Quizá sea cierto que murió, porque doña Esperanza vestía luto.

—Es preciso buscar a ese hombre; tú también me has hecho concebir una sospecha.

—Yo le encontraré.

20. De lo que hizo Martín después de que pasó por muerto

Luego que supo Garatuza que el cadáver había sido enterrado bajo su nombre y que el virrey había dado una cantidad a la supuesta viuda, todo lo cual averiguó en la conferencia que tuvo con Andrea en la plaza a las ocho de la noche del día en que la había citado, comenzó a imaginar el medio de pasar en México por una persona distinta, con objeto de poderse dedicar más fácilmente a reclamar la herencia de don Pedro de Mejía para doña Esperanza.

La parte que la Perla había tomado en todo el engaño del virrey le aseguraba de su discreción; además Garatuza le hizo pomposas ofertas y terribles amenazas y Andrea juró por Dios y por todos los santos del cielo no decir nada a nadie, ni aun al mismo lacayo, que conforme a lo arreglado por Martín con Andrea, había entrado ya a llenar el supuesto vacío del marido difunto.

Aquella misma noche tuvo Martín una conferencia con doña Esperanza.

La joven no había tratado ni conocido nunca como su padre a don Pedro de Mejía, pero por las memorias de doña Juana sabía, a no dudarlo, que lo era, y por eso habla sido un golpe muy sensible para su corazón llegar a verle en el mismo momento en que expiraba.

Doña Esperanza estaba tan triste y tan desalentada que casi era seguro que si Martín no dirigía el asunto con tino y discreción, no querría ni pensar siquiera en la herencia de su padre y sin el consentimiento de ella nada podía hacer Martín. Era pues necesario convencerla, y pronto, para comenzar a obrar inmediatamente, para comenzar a obrar cuanto antes y con actividad, porque don Alonso y doña Catalina era seguro que no se detendrían por nada y además entrarían en desconfianza tan pronto como el escribano se negase a entregarles el testamento, lo cual era seguro, porque ellos no tenían la contraseña.

Lloraba doña Esperanza en un sitial de la pobre sala de la casa de Martín, cuando éste se llegó a su lado.

—¡Cuánta pena me causa, señora, vuestra situación! —dijo Martín sentándose al lado de Esperanza.

—Hay males que no tienen más remedio que llorar —dijo la joven.

—En efecto, uno de ellos es la muerte; pero aun en ese caso la religión que profesamos tiene consuelos para los vivos, que sirven de descanso y de gloria a los muertos.

—Es verdad.

—Y que tenemos obligación de procurar, y esto no sólo por nosotros sino por los que gimen y padecen en el purgatorio, de donde podemos sacarlos.

—Dios sabe que no dejo de pedirle un momento por el alma de mi padre y de mi desgraciada madre.

—Sí, pero eso no es suficiente.

—¿Pues qué más?

—Es preciso unir a esto las preces de la Iglesia, más o menos solemnes. La iglesia tiene sus ritos, sus ceremonias que son sin duda más eficaces para el descanso de las almas de los fieles.

—Vos sabéis tan bien como yo que con nada cuento sobre la tierra para todo eso, y que para eso se necesita dinero.

—Yo no sé que sea dinero lo que os falte.

—¿No lo sabéis? —dijo Esperanza mirándole fijamente.

—No, señora, por el contrario: lo que sé, y bien, es que si vos quisiéseis hacer algo por el alma de vuestros padres tendríais lo que quizá ninguno de toda la Nueva España.

—No os comprendo…

—Me comprenderéis muy fácilmente, señora. Si vos quisiéseis hacer algo, os basta con reclamar la herencia de don Pedro de Mejía, vuestro padre, de quien sois la única heredera.

—¡Jamás, nunca tocaré yo ese caudal que sirvió para perder a mi pobre madre, y del que nunca recibió ella ni una limosna: primero trabajaré para comer!

—Sois libre de hacerlo, señora, cuando ya este vuestro pobre amigo no exista, porque mientras él viva y pueda ganar el pan para su familia, vos no necesitaréis de nada.

—Gracias —dijo con emoción Esperanza.

—Pero vos —continuó Martín— no consideráis que ese caudal que es vuestro, pase a manos extrañas, se dilapide, se consuma, sin que de él se saque ni siquiera para decir una sola misa por el descanso de don Pedro y de doña Juana; vos no consideráis que esto grava vuestra conciencia de cristiana y de hija piadosa; no lo gastéis en vuestros goces ni en vuestras necesidades, pero recogedle para la religión y la caridad.

—Imposible, imposible.

—Mañana tendréis quizá hijos, señora, y no estará tranquila vuestra conciencia de madre; porque abandonar este caudal es casi robar a vuestros hijos por un capricho. Además ¿quién os dice lo que sucederá mañana, si vos pobre y abandonada, no seréis víctima del capricho de algún poderoso; si don Leonel, obligado por el orgullo de su padre, no tendrá que prescindir de vos para siempre? ¿Y quién os asegura que dueña vos de la herencia de vuestro padre, no seríais la esposa de don Leonel, porque su padre no negaría el consentimiento a un enlace tan ventajoso?

—¡Martín! —exclamó doña Esperanza, comenzando a ceder ante la idea de ser la esposa de Leonel.

—Señora, reflexionad que no perjudicáis a nadie con recibir esos bienes, que son vuestros por voluntad de vuestro padre, y pensad cuántos males os origina vuestra resistencia.

—¿Pero qué se diría de mí si yo reclamase?

—Se diría que vos pedíais, señora, lo que por decoro se os debe; se diría que la bendición de Dios bajaba sobre los pobres, porque esas riquezas en vuestras manos serían el alivio de los desgraciados, el auxilio del culto, la felicidad para mil familias; eso se diría. Las riquezas en manos del caritativo son como la lluvia sobre los prados secos y áridos; si esos bienes pasan a manos extrañas, quizá sirvan sólo para fomentar vicios, para perder almas. Señora, si para vos no queréis esos tesoros, si para los pobres y para la religión no los deseáis, al menos quitadlos del poder de los que harán mal uso de ellos, perdiéndose y perdiendo a otros.

Doña Esperanza callaba. De todas las reflexiones de Martín, ninguna era para ella de más peso que la que se refería a don Leonel. Si ella quedaba pobre, huérfana y desvalida, quizá no llegaría nunca a llamarse esposa de aquel hombre a quien había amado siempre, no porque él la despreciase, sino porque el viejo don Nuño no consentiría en tal unión; al paso que si ella se miraba rica y pode rosa, el padre de Leonel no se opondría quizá a su boda. Renunciar a la herencia de don Pedro era perder todas sus ilusiones.

Martín conoció que doña Esperanza estaba decidida, y que vacilaba sólo porque le faltaba valor para decir que consentía, y quiso evitarle este sacrificio.

—Creo que estáis convencida con mis razones, señora —le dijo— y es inútil que tratéis de resistir a la voluntad de Dios, que en este punto está manifiesta; así es que voy desde este momento a dictar mis providencias para que todo salga como yo lo deseo.

—¿Qué vais a hacer?

—Antes de reclamar esa herencia, son necesarios ciertos preparativos que facilitarían el camino. Prometedme, doña Esperanza, no oponeros a nada; dejadme obrar y ayudadme en caso necesario.

—¿Pero qué intentáis? —dijo alarmada doña Esperanza.

—Nada que pueda pareceros indigno; sólo que como tenéis necesidad de un hombre que os represente, y como no hay otro que lo haga sino yo, y como yo ni puedo valer nada con mi nombre de Martín, ni la justicia me sufriría, porque tenemos pendientes algunos pecadillos que me cobra, debo ante todo buscar un nombre y aparecer como un nuevo personaje.

—¿Vais a cambiar de nombre?

—Sí, señora, es preciso, y os suplico tengáis la bondad de prestarme el de uno de vuestros antepasados.

—¿De mis antepasados? Pero si no los conozco.

—Pero yo sí, y si me lo permitís, me llamaré desde hoy Santiago de Carbajal, tío vuestro y vuestro tutor.

A la mañana siguiente al día en que Martín tuvo esta conversación con doña Esperanza, en una de las calles que se llamaban del monasterio de San Francisco, se disponía una casa para recibir a unos señores ricos que venían del rumbo de Valladolid.

Los preparativos se hacían casi con precipitación porque en aquella misma tarde debían llegar los viajeros; y en efecto, a cosa de las cinco, cuando en aquellas calles había mayor número de gente que iba para la Alameda, entraron a la casa un caballero, dos damas y varios criados, montados todos en buenos caballos y cubiertos de polvo.

Multitud de curiosos se detuvo delante del zaguán a verlos entrar, y cuando el último criado penetró, se cerraron las puertas de la casa.

Todos los que los vieron llegar fueron haciendo comentarios, y en la noche se hablaba en México de un propietario muy rico que con dos damas muy hermosas había llegado de las provincias del interior.

Sin saberse por qué conducto, se había averiguado a las pocas horas de su llegada, que él era don Santiago de Carbajal, hombre muy poderoso, y que las dos damas eran su esposa y una sobrina suya.

Aquella noche permaneció la casa cerrada; pero al día siguiente el caballero y las damas salieron a sus balcones, observándose que la más joven vestía luto y era más hermosa de lo que ponderaba la fama.

Como el lector conocerá, el don Santiago de Carbajal era nada menos que Martín, y las damas doña Esperanza y María, la pobre muda, que seguía humildemente los caprichos de su marido.

Eran las dos de la tarde, y Martín hablaba con doña Esperanza sentados cerca de la mesa en que acababan de comer.

—No sé por qué tengo tanto miedo de esto que estáis haciendo —decía doña Esperanza.

—¿Por qué habéis de tener miedo? —contestó Martín—. Es un asunto en el que vos nada exponéis, señora; el que ha cambiado de nombre soy yo, el que representa otro papel que no es el suyo, soy yo; el que puede tener algún peligro soy yo. Vos, doña Esperanza ¿cambiáis acaso vuestro apellido? ¿Tomáis ajenos títulos? ¿No sois real y verdaderamente doña Esperanza de Carbajal? Pues entonces ¿qué podéis temer?

—Nada; pero no sé yo engañar a nadie.

—A nadie engañáis, doña Esperanza, a nadie engañáis, ni tampoco tenéis necesidad de hacerlo…

—Sí; pero hay en todo esto un engaño que no es posible.

—Dejad hacer y no temáis. Hoy comenzamos ya a preparar las cosas y dentro de muy poco sabré si en esta misma tarde podemos ir a presentarnos con don Alonso de Rivera y con doña Catalina de Armijo, que se han hecho dueños de la casa de vuestro padre.

En este momento avisaron a Martín, o a don Santiago, que un hombre muy pobre deseaba hablarle.

Martín se levantó y salió al corredor, adonde le esperaba un mendigo con el sombrero en la mano. El criado se retiró y Martín quedó solo con el mendigo.

—Buenas tardes —dijo Martín, acercándose a él sin desconfianza.

—Buenas tardes —contestó el hombre paseando en derredor una mirada indagadora—. Vengo a avisarte que esta tarde puedes ir y llevar a doña Esperanza; sé muy bien que no saldrán.

—¿Han avanzado algo respecto al testamento?

—Nada. Don Alonso ha visto al escribano, que se ha negado a entregarlo mientras no le den la contraseña que le dio el finado. Rivera ha comenzado a entrar en sospechas, y me ha hecho llamar preguntándome por el santón que le llevé y a quien dio cuatro mil pesos para la fabricación de una ermita. Hele contestado que había ido a Puebla a verse con el obispo, que pronto volvería.

—Compromiso es para vos.

—Y tanto, que puesto que ya nada tengo que hacer allí porque Mejía ha muerto, tan pronto como vosotros os presentéis y se lea el testamento, téngome yo que retirar y desaparecer, que para terminar el castigo de don Alonso y ayudarte a poner a doña Esperanza en posesión de su herencia, no necesito ya vivir en aquella casa.

—Ciertamente.

—¿Esta tarde vas?

—Iré llevando a Esperanza, y citaré para mañana la apertura del testamento.

—Me parece muy bien. Me voy; dame una moneda para desvanecer sospechas, por si alguien nos observa.

—Tomad —dijo Martín poniendo en manos del mendigo una moneda.

—Gracias —contestó el otro; y como guardando la limos na, agregó—: Martín, si necesitas dinero para Esperanza…

—No, señor, aún me queda mucho de lo que me dio don Alonso de Rivera.

—Adiós, Martín —dijo el mendigo.

—Adiós, señor don César —contestó Martín.

El mendigo bajó cojeando las escaleras y Martín entró a prevenir a doña Esperanza que debían ir aquella misma tarde a presentarse a don Alonso y a doña Catalina.

La casa de don Pedro de Mejía estaba rigurosamente enlutada en todo el interior.

Doña Catalina, reconocida como viuda de don Pedro, no había omitido gasto de ninguna especie para dar muestras de su dolor y había mandado cubrir con lienzos negros todos los muebles y los cuadros y las cortinas; las ventanas estaban cerradas y la viuda apenas salía por las mañanas al templo, envuelta en negras tocas.

Las mujeres codiciaban su fortuna, y los hombres anhelaban por el día en que cesara tanto duelo, para atreverse a pretender tanta hermosura y tan soberbio capital, porque don Alonso había hecho circular la voz de que doña Catalina era la única heredera, y como no aparecía en efecto nadie que disputase aquel derecho y los días iban pasando, nadie ponía duda en lo que se decía.

Sin embargo don Alonso y doña Catalina estaban muy lejos de aquella tranquilidad que aparentaban tener.

—¿Creéis, don Alonso —decía Catalina una tarde— que podemos estar ya seguros?

—Ahora menos que nunca —contestó don Alonso.

—¿Por qué?

—Los días se pasan y nadie se presenta, y nada se dice tampoco.

—Esa calma y ese silencio me espantan; es seguro, porque yo fui testigo, que don Pedro otorgó un testamento y ese testamento existe y está en poder de un escribano, y se me niega con el pretexto de que no soy yo a quien debe entregarse.

—Pero ¿a quién entonces?

—Lo ignoro. Aquí hay un misterio, un arcano que sólo podría revelarnos ese santón, ese infame que ha venido a esta casa por una de tantas aberraciones como tenemos los hombres en la vida, por mi falta de precaución…

—Pero ese hombre ¿adónde está? ¿Quién lo trajo?

—A dónde está, yo no lo sé; el infierno se lo ha tragado porque le he hecho buscar por todas partes y no parece.

—¿Quién lo trajo?

—Yo mismo, porque me fié de ese imbécil de Lázaro que me lo recomendó.

—¿Y no habéis preguntado a Lázaro?

—Se lo he preguntado, y nada he podido conseguir ni con promesas ni con amenazas. Dice que él ha sido engañado como yo, y que él entregó para la obra de un templo la corta cantidad que había reunido de sus limosnas.

—Ese hombre era un estafador, un ladrón.

—¡Quién sabe si algo peor!

—¿Qué teméis, pues?

—Temo que sea un agente secreto que haya venido con el infame designio de arrancar a don Pedro una disposición…

—¿Y a favor de quién suponéis?

—Quizá a favor de alguna comunidad religiosa.

—Puede ser.

—En esos momentos los hombres están débiles y quizá Mejía haya cedido con facilidad…

—En ese caso ya habrían reclamado.

—Temo de un momento a otro que suceda.

En esto se escuchó el ruido de una carroza que se detenía delante de la puerta.

Don Alonso llamó la atención.

—¿Quién podrá ser? —preguntó Catalina.

—Tal vez alguna persona que venga a darte el pésame.

—Es extraño.

Un lacayo avisó que un caballero y dos señoras esperaban en la antesala.

—¿Dieron sus nombres? —preguntó don Alonso.

—No, señor.

—Que pasen —dijo Catalina.

El lacayo abrió la puerta y dos damas enlutadas, seguidas de un caballero, penetraron en la sala.

Los que llegaban y los que recibían se saludaron fría mente con una ligera inclinación de cabeza y Catalina les ofreció asiento.

—Supongo, señora —dijo el caballero que entraba y que era Martín Garatuza— que tengo el honor de hablar con mi señora doña Catalina de Armijo.

—Servidora —contestó Catalina inclinando apenas la cabeza.

—¿Y con mi señor don Alonso de Rivera? —dijo Martín.

—El mismo —contestó don Alonso inclinándose también.

—Servidor de tan nobles personas —continuó Martín—. Yo soy don Santiago de Carbajal y estas damas son mi esposa y mi sobrina doña Esperanza.

Entonces todos se saludaron ceremoniosamente.

—Yo acabo de llegar —continuó Martín— de Valladolid.

—¿A qué vendrá todo esto? —pensó don Alonso.

—Se te conoce —pensó Catalina.

—Acabo de llegar de Valladolid y vengo en busca de vuestras mercedes nada más.

—Podéis mandar —dijo don Alonso.

—Sólo servir —replicó Martín— pues seré corto por no quitar el tiempo a vuestras mercedes.

—De ninguna manera.

—Sí, yo sé lo que es la corte… Pues, como iba diciendo, que mi sobrina tiene, o tenía por mejor decir, un parentesco muy cercano con el difunto don Pedro de Mejía, que en paz descanse.

Martín fingiendo gran calma, tosió y se limpió la frente.

Don Alonso y doña Catalina estaban como en ascuas, presentían algo grave y la calma con que hablaba Martín los desesperaba; hubieran deseado saber luego el objeto de su visita y suprimir aquellos preámbulos.

—Bien ¿y qué quería vuestra merced? —dijo Catalina.

—Pues como decía, mi sobrina era parienta de don Pedro, que de Dios goce.

—Sí, eso ya está dicho —exclamó don Alonso sin poder contener su impaciencia—; al grano.

—Voy, que cosa es ésta que necesita calma. Don Pedro, que santa gloria haya, era pariente muy cercano de Esperanza mi sobrina.

Don Alonso y Catalina hicieron un marcado movimiento de disgusto, que no se escapó a la penetración de Garatuza, el cual siguió diciendo:

—Como don Pedro es muerto, mi sobrina, que es su parienta cercana, deseaba ver si le había dejado algo en su testamento…

—Pues le aseguro a vuestra merced que no —dijo don Alonso.

—Esto es imposible —replicó Martín—, mi sobrina era parienta muy cercana, y no es posible que la haya olvidado.

—Pues la olvidó.

—¡Oh! No, no; perdóneme vuestra merced si insisto. ¿A dónde está el testamento?

Don Alonso y doña Catalina se miraron; Martín lo advirtió.

—Mi marido no hizo testamento —dijo Catalina.

—¡Oh! Sí, sí, señora, sí hizo, y cerrado, y firmó como testigo en él mi señor don Alonso de Rivera.

Don Alonso y Catalina volvieron a mirarse.

—Pues ese documento nada habla de la sobrina de mi señor don Santiago —dijo don Alonso.

—No lo puede saber mi señor don Alonso, porque es cerrado y aún no se abre, y nosotros queremos oír su lectura.

—Me parece difícil que la oigáis —dijo don Alonso, espantado ya de todo lo que sabía aquel hombre— porque el escribano se niega a entregarlo.

—Ya me lo sé eso; pero yo lo tengo todo arreglado, y mañana os suplico, que es a lo que venimos precisamente, que nos deis aquí audiencia para que delante de todos nosotros se abra y se lea ese testamento, para ver si se acordó don Pedro de mi sobrina Esperanza, que era parienta suya y muy cercana.

—¿Y si el escribano se niega a entregarlo? —dijo Catalina.

—Corre todo eso de mi cuenta —contestó Martín— sólo aguardo vuestro consentimiento, para retirarme y volver hasta mañana con el escribano y demás.

Rivera y la viuda se consultaron entre sí con una mirada.

—Bien —dijo don Alonso— sea como decís. ¿Y a qué hora?

—A las once de la mañana, si lo tenéis a bien.

—Convenido.

—Entonces soy como siempre el más humilde de vuestros criados —dijo Martín levantándose—. Don Santiago de Carbajal para servir a tan buenas personas y mi esposa y mi sobrina doña Esperanza, también.

Las damas se levantaron y haciendo una reverencia salieron de la sala.

Don Alonso y Catalina se quedaron por un largo rato en silencio y mirándose.

—¿Qué decís de todo esto? —dijo la dama.

—Me da mala espina —contestó Rivera.

—Afortunadamente el hombre, con esa calma, me da idea de ser de muy cortos alcances.

—Por el contrario, a mí me parece un hipócrita.

—Quizá no tengáis razón y sea menos el peligro.

—En todo caso más vale saber lo que contiene el testamento.

—¿Pensáis que ese hombre lo consiga traer?

—Me figuro que sí y por esto me alarmo más.

—Veremos; por ahora no hay que apresurarse todavía.

—No, que en todo caso podrá don Pedro haber dejado a esa doña Esperanza, que era su pariente muy cercana, como dice el hombre de la calma, un legado más o menos cuantioso; pero vos y yo somos los herederos y eso estoy tan seguro como ser de día.

—Siempre me molestaría tener que dar algo a personas desconocidas, de un caudal que considero ya como mío.

—Y con razón, vuestro es; y ésa era la voluntad de don Pedro; que cuando recuerdo cómo me hablaba de vos, me tranquilizo completamente.

—No hay que apurarse: haremos el sacrificio de dar el legado que haya dejado don Pedro a esa doña Esperanza, y veremos por fin ese testamento que tan inquietos nos tiene. Al fin más vale salir de dudas.

21. Cómo se abrió el testamento de don Pedro y lo que se siguió

Aquella noche don Alonso y Catalina no pudieron dormir con la inquietud de lo que iba a pasar al día siguiente.

Martín creyó que no debía perder el tiempo y que era necesario buscar aliados, porque el enemigo se defendería necesariamente con obstinación; así es que apenas de regreso a su casa, dejó a doña Esperanza y a María, y volvió luego a salir y se encaminó a la casa del padre Salazar.

Era ya cerca de las oraciones y aún hablaban don Leonel y don Alfonso acerca del encuentro del primero con doña Esperanza. El joven estaba tan impresionado, que cada vez que se encontraba a solas con su hermano, promovía conversación sobre el mismo asunto.

—Un hombre que parece ser un caballero —dijo un lacayo— desea hablar con sus señorías.

—¿Con los dos? —preguntó el padre Alfonso.

—Sí, señor.

—¿Qué clase de persona será? —dijo don Leonel.

—No es fácil decirlo a su señoría; aunque parece ser de fuera —contestó el lacayo.

—Dile que pase.

El lacayo salió y los dos hermanos se quedaron haciendo mil conjeturas.

—¿Quién podrá ser? —decía don Leonel.

—Quién sabe; a nadie espero y temo que sea espía del visitador.

—Pudiera ser muy bien. Mas ya está aquí.

La puerta se abrió muy suavemente, y Garatuza entró a la estancia, volviendo a cerrar tras de sí.

Para otras personas Garatuza podía y quería disfrazarse, para los hermanos Salazar fue muy fácil reconocerlo.

—¡Martín! —exclamaron los dos casi al mismo tiempo.

—Se engañan sus señorías, yo no soy Martín; Martín ha muerto y Dios le tendrá en su guarda.

—¿Querrás hacernos creer —dijo don Leonel— que tú no eres Martín el que conocimos?

—Que yo fui Martín, a vosotros y sólo a vosotros lo confieso, que por eso vengo a veros; pero de eso no se infiere que lo sea yo todavía. Os lo repito, Martín murió, y extraño que no haya llegado eso a vuestras noticias, cuando todo el mundo lo sabe.

—Sí, en efecto —dijo el padre Alfonso— nosotros lo habíamos sabido, y lo que es más, estábamos seguros de que tú no existías ya.

—Lo cual probará a su señoría que dispuse las cosas tan bien que nadie puso en duda la desgracia.

—¿Pero con qué objeto…?

—Ardides de guerra y su señoría no deja de tener en eso parte…

—Parte ¿en qué? —dijo el padre.

—¿En qué? En que por vuestra causa se hizo más tenaz la persecución de la justicia, con el negocio, ya sabéis, de la conjuración.

—¿Y qué hicisteis?

—Pues está claro, me morí y mandé a mi viuda a ver al virrey.

—Bien; pero enterraron un cadáver.

—Ese cadáver era uno que conseguí entre los amigos, y que me hizo favor de representar mi papel, perfectamente se entiende, porque nada se descubrió.

—Es decir, estás ya libre de la justicia.

—Saldamos cuentas, Mors solvit omnia: con la muerte no hay acreedores; traducción libre.

Perfectamente. ¿Y ahora?

—Ahora tengo aquí con sus señorías un asunto muy grave de familia.

—¿De familia?

—Sí; se trata de doña Esperanza de Carbajal.

—¡Que vive! —dijo el padre.

—Que vive, porque yo la salvé del incendio. ¿Recordáis?

—Sí, ¿y doña Juana?

—Murió.

—¡Dios la haya perdonado!

—Pues como decía yo, doña Esperanza resulta ser hija.

—¿De quién? ¿De quién? —preguntaron con ansiedad los dos hermanos.

—De don Pedro de Mejía.

—¿De Mejía? ¿Estás cierto, estás cierto? —preguntó pálido don Leonel.

—Lo estoy, y no sé cómo no lo estáis vos, que he leído eso en el libro que me confiásteis para entregar a doña Juana.

Don Leonel por respeto a su hermano procuraba disimular; pero estaba completamente emocionado.

—¿Y qué hiciste de ese libro? —dijo.

—Afortunadamente —contestó Martín— cometí la mala acción de leerle y no entregarle como me lo encargásteis. Y digo afortunadamente porque si le entrego y no le leo, arde en la «casa colorada» como un judío, y a esta hora quizá ni vos sabríais los secretos de mi familia que contiene.

—¿De tu familia? —dijo el padre.

—Sí, de mi familia; porque soy ahora don Santiago de Carbajal, tío y tutor de doña Esperanza.

—¿De veras? —preguntó don Leonel.

—Ardid, señor, ardid, en el que habéis de entrar vosotros también.

—Adelante —dijo el padre Alfonso.

—Trátase —continuó Martín— de que vuestras señorías me ayuden en la empresa de recoger para doña Esperanza la herencia de su padre.

—¿Y cómo pruebas que era su padre?

—Eso ya está probado, porque yo he obligado a don Pedro a reconocerla solemnemente en su testamento y constituirla su única heredera.

—¿Y existe ese testamento?

—¡Vaya si existe! Y mañana se le da pública lectura a presencia de la viuda de don Pedro y de don Alonso de Rivera, que están apoderados de la casa y de los bienes del difunto.

—Entonces si todo eso hay ¿para qué necesitas más? La ley ampara y favorece a Esperanza y basta con eso.

—Bastaría —replicó Garatuza— si no se tuviera que luchar con adversarios como don Alonso y la viuda; pero ellos no se pararán en medios para perder a doña Esperanza, y para hacerla desaparecer si es necesario; yo soy solo y además no tengo valimiento; mirad si será o no necesario que busque auxilio.

—Dices bien, y cuenta en todo con nosotros —dijo el padre.

—¿Dónde está mi prima? —preguntó Leonel.

—Vivimos ahora en la calle que va al monasterio de San Francisco.

—Iré a verla.

—Id, que ella y yo os lo agradeceremos.

—Y yo también iré —agregó el padre.

—Mejor que mejor; por ahora soy yo el que se va y os espera por allá si queréis cumplir vuestra palabra, y si no, vendré a buscaros en caso necesario.

Martín se embozó bizarramente en su capa, tomó su sombrero y salió, dejando a don Leonel con el corazón henchido de gozo.

—Hermano —dijo el padre cuando Martín salió— tenía yo razón en decirte que Esperanza no podía ser hermana nuestra.

—Sí, Alfonso —contestó don Leonel— como yo también la tuve al asegurarte que había visto a Martín.

—¿Y crees que será prudente contar esto a nuestro padre?

—¿Qué?

—Que Esperanza no es su hija.

—Creo que todavía no debemos decirle nada.

—¿Por qué?

—Porque volvería a afligirse pensando en su verdadera hija perdida.

—Tienes razón: esperaremos.

Al día siguiente había una solemne reunión en la casa del difunto don Pedro de Mejía. Don Alonso, Catalina, doña Esperanza, Martín, un escribano y los testigos: se iba a leer el testamento de don Pedro.

El escribano sacó un pliego cerrado y sellado que presentó a don Alonso de Rivera y a los demás testigos, dio testimonio de que los sellos no habían sido abiertos ni forzados, y el escribano procedió entonces a romper la cubierta.

Reinaba un silencio tan profundo que podía haberse escuchado el vuelo de un insecto. Al ruido que hizo la cubierta al romperse, palidecieron ligeramente la viuda y don Alonso.

El escribano desdobló el papel en que estaba escrita la última disposición de Mejía, se caló sus gafas y con voz gangosa comenzó a leer: «En el nombre de Dios Todopoderoso, etc., etc.».

La atención general se redobló. Nadie se atrevía ni a moverse.

Declaro que tengo una hija única —decía el testamento— llamada doña Esperanza de Carbajal, a quien reconozco de la manera más solemne y en la forma y vía que más valga y valedera sea, como hija mía única.

Todas las miradas se volvieron a doña Esperanza, que se puso encendida.

—Ítem —siguió leyendo el escribano—. Instituyo por mi única y universal heredera de todos mis bienes a mi supradicha hija doña Esperanza de Carbajal, la cual es mi voluntad firme y última que entre en posesión de mis dichos bienes, inmediatamente después de mi muerte, sin que nadie sea osado ni tenga derecho de impedírselo…

Un rayo caído a los pies de don Alonso y de la viuda, no los hubiera aterrado tanto. Pálidos y espantados se miraron entre sí, sin proferir una palabra.

—Ítem —siguió el escribano—. Es mi voluntad que si mi dicha hija Esperanza muriese sin tener sucesión, entre al goce de mi dicha herencia mi esposa doña Catalina de Armijo.

La sangre volvió repentinamente al rostro de Catalina, y miró a don Alonso, que había recobrado también su alegría al oír esta cláusula; sus miradas se cruzaron como las hojas de dos espadas, y entonces fue Martín el que se puso pálido. Aquello era la señal de una lucha a muerte entre Esperanza y Catalina.

El escribano acabó de leer el testamento, en el que se mencionaban dos ricos legados: uno para la viuda y otro para don Alonso.

—Señora —dijo Catalina luego que terminó el acto, dirigiéndose a Esperanza, y con un acento de ira mal reprimido— todo esto es vuestro, estáis en vuestra casa, no quiero ni por un momento turbaros en la posesión de esta herencia, y saldré de aquí; sólo que espero me permitiréis dos o tres horas para disponer mis cosas y saber a dónde debo de trasladarme.

—Todo esto, señora, es inútil —contestó Esperanza con dulzura— no hay necesidad de que os retiréis, que no exijo tanto, ni me urge entrar en posesión de una herencia que bien sabéis que no he pretendido. Además, sois, señora, la viuda de mi padre y espero que me veréis en lo de adelante como de vuestra familia.

—Gracias, señora —contestó doña Catalina, pudiendo apenas contenerse— pero me es imposible aceptar vuestros favores, porque…

Una mirada de don Alonso la contuvo.

—Porque mi posición, como veis, es muy delicada, y ¿qué diría el mundo si yo continuara siéndoos gravosa?

—El mundo no diría sino que vos y yo formábamos una sola familia. En cuanto a que me seáis gravosa, no lo seréis para mí aunque dispongáis de todo el caudal.

Don Alonso y la viuda se miraron de una manera extraña, como interrogándose qué quería decir aquella generosidad de Esperanza, que ellos no eran capaces de imitar.

Aquella mirada no se escapó a la penetración de Garatuza.

—Gracias, señora —dijo Catalina—. Lo pensaré.

—Bien, señora —contestó doña Esperanza— pensadlo, yo os dejo en libertad en vuestra casa, y me retiro.

—¿Cuándo os veré, señora?

—Probablemente no volveré muy pronto, porque el negocio no me urge a mí; y con vuestro permiso, me retiro.

Doña Esperanza se levantó y abrazó a Catalina, que la estrechó convulsivamente contra su pecho.

Martín dio las señas de su casa a don Alonso y salió tras de Esperanza, montaron en su carroza y se dirigieron a la calle de San Francisco.

—¿Qué opináis? —dijo Catalina al encontrarse sola con don Alonso.

—Que aún no se ha perdido todo.

—Lo mismo creo.

—Las cláusulas del testamento las tengo escritas con fuego en el cerebro.

—La heredera puede morir.

—Y quizá muy pronto.

—Después de todo, ésta no es más que una nueva dificultad que puede salvarse.

—Y fácilmente; por eso os hacía la seña para que no fuéseis a romper con ella.

—Os comprendí; y tenéis razón.

—Así es mejor.

—¿Y qué creéis que debemos hacer ahora?

—Pensaremos; es un plan que necesita meditarse.

—Pues meditaremos.

22. Donde se prueba que la causa más mala tiene siempre modo de ser defendida

Doña Esperanza regresó a su casa y Martín, lleno de satisfacción, fue en la misma tarde a dar parte de lo ocurrido a don Leonel y al padre Salazar.

Doña Esperanza había quedado sola con la muda y cerca de las oraciones de la noche se presentó un caballero seguido de otras dos personas, haciéndose anunciar como un escribano que tenía que hacer una importante notificación a Esperanza.

La joven se excusaba con la ausencia de Martín; pero el hombre insistió, y Esperanza, acompañada de la muda, salió hasta el corredor. Comenzaba ya a oscurecer.

—Señora —dijo el escribano acercándose respetuosamente— soy escribano y vengo con dos testigos a haceros una notificación importante.

—Decid —contestó Esperanza— aunque nada contestaré mientras no esté aquí mi tutor.

—Nada tenéis que contestar; no más que no conviene que otra persona se entere del negocio, y aquí está la señora —dijo señalando a la muda.

—Es de la familia —contestó Esperanza.

—No importa; es una notificación secreta.

—Esta señora es sordomuda.

—¿De veras?

—Jamás miento.

—En ese caso, tened la bondad de oírnos.

El escribano se acercó a Esperanza sacando un papel y los testigos se agruparon. La joven, que nunca había visto una notificación, nada extrañó de esto.

La muda permanecía indiferente a corta distancia; en el semblante de Esperanza nada descubría que pudiera alarmarla.

El escribano miró a la joven, luego a los testigos, y exclamó repentinamente:

—Ahora.

Los testigos estaban tan cerca de Esperanza que la joven no tuvo tiempo ni para moverse, y en un momento la envolvieron en una capa, le pusieron una mordaza y la arrebataron dirigiéndose a la escalera.

La muda se lanzó en su defensa; pero el fingido escribano se interpuso entre ella y los raptores con una daga en la mano.

María, que no podía gritar, se contuvo un momento; pero después dando una especie de ronquido gutural, se arrojó ciega sobre su adversario.

El hombre hizo al principio un ademán de herirla; pero cambiando después de opinión, empujó a la muda violentamente y con todas sus fuerzas; la infeliz cayó de espaldas, su cabeza rebotó contra el pavimento y luego quedó inmóvil.

El falso escribano esperó un rato observándola; pero viendo que continuaba sin moverse, guardó la daga y alcanzó a los que conducían a doña Esperanza, que iban ya en el patio.

Los criados los vieron salir, pero nadie les dijo una palabra, y los hombres metieron a la joven en una carroza que esperaba a la puerta; se colocaron ellos, y la carroza partió sin que ninguno pensase siquiera ver el rumbo que había tomado.

Media hora después llegaba Martín y tocaba alegremente la puerta de su casa. Los criados nada habían notado aún de lo ocurrido arriba, sólo advirtieron que los corredores permanecían oscuros y que no había movimiento.

Garatuza entró preguntando por qué no había luz en el corredor.

—Seguramente así lo habrá dispuesto la señora —contestó el portero.

—Es extraño —pensó Martín, y subió casi a tientas.

Al llegar al corredor y dirigirse a una de las habitaciones, tropezó con algo.

—¿Qué es esto? —dijo bajándose a examinar—. ¡Calle, ésta es una mujer dormida…! No, está inmóvil, estará privada. ¡Quizá muerta! ¿Pero quién es? ¡Cómo! ¿No habrán visto nada doña Esperanza y María? Voy por una luz.

Y Martín se entró por las habitaciones, que estaban oscuras y solas, gritándoles a María y a doña Esperanza, pero nadie le contestó; hasta que al fin en el fondo de la casa, en un aposento, encontró a su hijita rodeada de todos los criados y entretenidos hasta olvidar sus obligaciones, en escuchar un cuento de muertos y aparecidos que refería una vieja.

Al ver a Martín todos se levantaron, y la niña corrió a encontrarlo.

—¿A dónde están las señoras? ¿Por qué está la casa sola, oscura? —preguntó Martín.

Los criados no supieron qué contestarle.

—Una luz —continuó Martín— una luz, que en el corredor hay una muerta.

—¡Jesús nos ampare! —exclamaron los criados, con la impresión viva de los cuentos que habían oído a la vieja.

—¡Una luz pronto! —dijo impaciente Garatuza…

Una de las mujeres temblando le alargó el candil que había sobre la mesa.

Martín presintiendo ya alguna desgracia, salió precipitadamente; las mujeres le siguieron de lejos.

Llegó al corredor, acercó la luz al rostro de María y la reconoció.

—¡Maldición! ¡Es María!

—¡La señora! —repitieron las criadas acercándose y procurando impedir que la niña viera aquel espectáculo.

—¿Pero qué es esto? ¿Qué ha sucedido aquí? —decía Garatuza arrodillado en el suelo levantando la cabeza de la muda—. Está privada no más; pronto, acercaos, vamos a conducirla a la cama. ¿Dónde está doña Esperanza?

—Nada sabemos —dijo una criada.

—¡Oh! Es preciso averiguar; en esto anda la mano de don Alonso; pero ya me la pagarán, ya me la pagarán. ¡Vamos, alzad con cuidado!

Habían levantado ya a la muda y la conducían cuidadosamente para su cámara, cuando hizo un movimiento y abrió los ojos. Garatuza, que iba a su lado con el candil, la observó.

—Ya vuelve en sí —dijo— vamos con cuidado.

María vio a Martín y se sonrió son dulzura; él le tomó una mano.

La colocaron en su lecho y Martín la hizo tomar una poca de agua.

Entonces María se incorporó y por medio de señas indicó a Martín cuanto había pasado, hasta el momento en que el golpe la había dejado sin sentido.

—¡Lo decía yo! ¡Lo decía yo! —exclamaba Martín examinando la herida que el golpe había hecho en la cabeza de María—. Aquí andan don Alonso y doña Catalina; afortunadamente que esto no es nada; el golpe privó a mi pobre María del sentido, pero no es cosa de riesgo; una poca de agua fría. Pero esta doña Esperanza ¿dónde estará? ¿Cómo encontrarla? Preciso será que me ayuden don Leonel y el padre Salazar… Voy a verlos; en esto no debe perderse un instante; son capaces de matarla para hacerla desaparecer.

Acostó otra vez a María, y luego llamando a las criadas les dijo:

—Lavad esa herida de la señora con agua fría, cuidando de no lastimarla; yo volveré dentro de un instante.

Se acercó después a la cama e hizo seña a María de que iba en busca de doña Esperanza; la muda le hizo un signo de aprobación y Martín salió precipitadamente.

—Supongo que no os quejaréis de vuestra suerte —decía en la misma noche don Alonso a doña Catalina—. Apenas meditamos un plan, ya nos ha salido a pedir de boca.

—Sí, en efecto.

—La heredera de don Pedro de Mejía ha desaparecido y vos seréis la dueña del caudal, conforme lo dispone el testamento.

—¿Y no teméis que las sospechas recaigan sobre nosotros?

—Sí que lo temo, y por eso me he preparado ya.

—¡Cómo!

—Haciendo denuncia de don Santiago de Carbajal, que se ha presentado con una doña Esperanza que no existe, por lo que se le pide al juez que la haga comparecer, y aunque él asegura que ha desaparecido, ésta no es sino la prueba de que era una burla, una impostura, que la dicha Esperanza no existe, y él se verá obligado a defenderse, y no tendrá lugar de atacar.

—¿Pero no teméis el juicio?

—Le temiera sin la desaparición de Esperanza, porque entonces ella tendría el dinero y nosotros seríamos lo pobres, cuando hoy es todo lo contrario y la ventaja está de nuestro lado.

—Tenéis razón.

—Pero ahora es preciso meditar qué hacemos con esa muchacha.

—¿En dónde está?

—En una casita cerca de la orilla de la laguna. Es una casa aislada, triste y a la que nadie va; de manera que estamos enteramente seguros; pero no sé qué hacer de ella.

—Creo que lo mejor será entregársela a mi madre.

—Me parece bien.

—Y que ella determine.

—Pero es capaz de matarla.

—Mejor para nosotros; ella sabrá lo que hace; tiene ella más prudencia y más arbitrios que nosotros dos juntos.

—Llámala.

—Voy a traerla.

Doña Catalina se entró y don Alonso se quedó meditando.

Poco después salió la joven Catalina acompañada de la madre.

—¿Qué se ofrece? —dijo la vieja.

—Queremos consultarla y que nos ayudéis en un negocio.

—Es raro —dijo la vieja— porque hace mucho que no contáis conmigo para nada.

—Por no molestaros —contestó don Alonso.

—Conmigo nada de hipocresías; decid más bien que no me necesitábais. Adelante.

—Madre mía —dijo Catalina—, dejad esos sentimientos y ayudadnos, que estamos en una dificultad.

—Bien; hablad, que os escucho.

—Sabéis, señora, todo lo que ha ocurrido con el testamento de don Pedro de Mejía…

—Sí; sé que por vuestra demasiada confianza os burlaron esa herencia por la que tanto habíais trabajado.

—No os lo puedo negar —continuó don Alonso—; pero al fin, Catalina fue nombrada heredera para el caso de fallar doña Esperanza.

—Lo que seguramente no sucederá —dijo la vieja.

—Lo que sucedió ya —contestó don Alonso.

—¡Cómo!

—Nosotros hemos hecho robar esta noche a esa muchacha y está en un lugar seguro.

—¡Bendito sea Dios que pensasteis algo en orden! ¿Y qué va a ser de esa dama?

—Eso queríamos consultaros.

—¿Haréis lo que os diga?

—Sí, y aún más: lo dejamos a vuestro cargo.

—Pues dejadlo, y es mejor; vosotros no sois capaces de hacer dos cosas buenas, y ya habéis hecho una. ¿A dónde está esa muchacha?

—En una casita aislada, al oriente de la ciudad.

—¿La guarda gente segura?

—De toda confianza.

La vieja se puso a meditar. Don Alonso y Catalina se miraron.

—En primer lugar ¿sabéis a dónde y con quién vivía?

—Sí.

—Pues mañana temprano, cuidad de ir a buscarla a esa misma casa, y procurad mostrar asombro y dolor por su desaparición.

—No lo creerán.

—¿Quiénes?

—Los de su casa.

—Niño sois, don Alonso; que no lo creerán en su casa natural; pero entre el vulgo sí, y esto es lo que más os importa. ¿No sabéis lo que es tener uno al vulgo de su parte en una causa? Vale esto más que la sentencia de un juez.

—Iremos —dijo Catalina.

—Y luego vendréis, y yo os esperaré, y sabréis lo demás.

—¿Pero y la muchacha entre tanto…?

—Dejad eso a mi cuidado, que no soy tan bisoña como vosotros. ¿Creéis que no habrá cuidado en esta noche?

—Lo creo.

—Pues entonces dormid tranquilos, y mañana veréis.

—Fiamos en vuestra inteligencia —dijo don Alonso.

—Ojalá y eso hubierais hecho desde el principio, que no andaríais ahora en estos trabajos.

La vieja se levantó, y sin hablar más se metió a su aposento, dejando a don Alonso y a Catalina hacer comentarios sobre el plan que se había propuesto.

Martín llegó espantado a la casa de don Leonel.

Garatuza resentía el golpe doble, porque en el fondo tenía un gran cariño por doña Esperanza, cuyo carácter y cuyas desgracias le interesaban; y además él, que se tenía por hombre astuto, había sido burlado por enemigos que no le conocían, cuando él los conocía perfectamente.

Don Leonel estaba solo, el padre Alfonso había salido, y Martín pudo hablar al amante de doña Esperanza sin testigos.

—¿Qué se ofrece Martín? —preguntó don Leonel viendo que volvía tan presto cuando menos esperaba.

—Don Leonel, os traigo una noticia fatal.

—¿Qué ha sucedido pues?

—Que se han robado a doña Esperanza.

—¿Se la han robado? ¿Pero quién? ¿Cómo? Habla.

—No sé nada, nada; mientras estaba aquí con vosotros, tres hombres han entrado a la casa, le han dado un golpe a mi pobre María, y se han robado a la joven.

—Pero esto es increíble.

—Y sin embargo, así ha pasado.

—Tú no sospechas…

—Más que sospechar, tengo seguridad de quién es el autor de este crimen.

—¿Y quién?

—La viuda de don Pedro Mejía y su amigo don Alonso de Rivera.

—¿Serían capaces?

—No lo dudéis, ellos son, porque ellos solos tenían interés en que desapareciera doña Esperanza para entrar en el goce de la herencia.

—Pero eso mismo me hace creer que no sean ellos, porque comprenderán que de ellos debía sospecharse luego.

—Pues si no ellos ¿quién?

—Es preciso averiguar, y ante todo, por si ellos son, no proceder con ligereza. Serían capaces de matarla y careciendo nosotros de pruebas, sin más dato que tus sospechas…

—Ante todo lo que importa es buscar a Esperanza.

—Eso es lo primero. Vamos.

—Vamos.

Don Leonel se ciñó su espada, se enganchó una daga y dos pistoletes en el cinto, y cubriéndose con su ferreruelo, salió calándose hasta las cejas un sombrero negro, seguido de Martín.

—¿A dónde vamos primero? —preguntó.

—A mi casa —contestó Martín.

Y echaron a andar.

23. En el que resulta lo que menos podía esperarse

Don Leonel y Martín anduvieron en vano toda la noche; nadie les daba la menor noticia y como no conocían siquiera las señas del carruaje, sus preguntas y sus pesquisas eran más vagas.

Cansados, desesperados, sin saber qué hacer, regresaron muy cerca de la madrugada a la casa de Garatuza.

La muda dormía y los que la asistían dijeron a Martín que se había sentido muy aliviada.

Don Leonel se paseaba en la sala de la casa, sin querer acostarse en la cama que le había hecho disponer Martín.

—Descansad aunque sea un rato —dijo Garatuza— mañana quizá encontraremos algún indicio.

—Está esto tan oscuro que me parece imposible averiguar nada; a menos que una feliz casualidad nos dé el hilo de este ovillo.

—Creo que si pudiérais hablar con don Alonso de Rivera o con doña Catalina, tal vez alcanzaríais algo.

—Sí; al menos descubriría yo en sus semblantes si son o no culpables.

—Lo cual era ya mucho avanzar.

—Dices bien; mañana prometo ir a verlos.

—Pues para estar mejor dispuesto, descansad.

Don Leonel consintió en recostarse un rato sin desnudarse; pero era joven, estaba cansado y a poco dormía profundamente.

Eran las diez de la mañana del día siguiente, y don Leonel aún no despertaba, cuando Garatuza llegó al lado de su cama y le movió.

—¿Qué hay? —preguntó el joven levantándose azorado.

—Dispensad que me haya atrevido a despertaros, pero importa.

—Has hecho bien, porque he dormido como si no tu viera alma que salvar. ¿Qué hora es?

—Las diez.

—¿Las diez? Y yo quería ir a la casa de doña Catalina. Vamos, que se hace tarde.

—No es necesario ya que vayáis.

—¿Cómo, por qué?

—Ella está aquí.

—¿Está aquí?

—Sí, en la sala esperándoos; he hablado con ella y le he dicho que vos deseábais tener con ella una conferencia.

—Bien, vamos. ¿Qué clase de mujer es ésa?

—Una joven hermosísima.

Don Leonel, a pesar de su amor por su prima, se compuso instintivamente el peinado y arregló su gola y sus puños. Aquello de ir a tener una conferencia con una mujer así, era negocio serio para un soldado joven.

Doña Catalina, vestida de luto y sencillamente adornada, estaba encantadora; la blancura de su rostro y de sus brazos y el brillo apacible de sus ojos, hubieran impresionado al corazón más frío.

Catalina no sólo era hermosa, sino que conocía el arte de seducir, y en medio de la dulzura de sus miradas, sabía encontrar algunas veces un rayo de luz, de fuego y de pasión, con que cegaba al que la miraba una vez siquiera con afición.

Catalina era una mujer peligrosa; pero don Leonel, a pesar suyo, salía prevenido contra ella.

Don Alonso de Rivera acompañaba a la dama.

Cuando don Leonel se presentó, don Alonso y doña Catalina se pararon a recibirle, y el joven se adelantó ligeramente para saludarlos.

—¡Hermosa mujer! —pensó don Leonel, y en su lenguaje de soldado agregó también interiormente: moza de rey.

—Señora —dijo don Leonel para dar algún giro a la conversación— pensaba tener el honor de presentarme hoy en vuestra casa.

—Hubiera sido tanta honra para mí, que ya siento el haber venido, por no tener esa satisfacción; pero me lisonjeo, caballero, de que esto no será un obstáculo para que cumpláis vuestro propósito.

—Dependerá, señora, más que de mis deseos y de vuestra bondad, del resultado que tenga esta conversación.

—Mis deseos me dicen que será favorable, y debo comenzar por deciros que nuestra visita tenía por objeto avisar a doña Esperanza que la casa de su padre está en disposición para que ella la reciba.

—¿Entonces ignoráis lo que ha pasado aquí? —preguntó don Leonel, clavando en Catalina una mirada tan fija e indagadora que podía pasar por insolente.

—Todo lo ignoro —contestó con inocencia Catalina, resistiendo sin inmutarse la mirada de don Leonel.

—¿De veras lo ignoráis?

—Os lo aseguro, caballero.

—Pues anoche —dijo Leonel acentuando intencionalmente sus palabras— ha sido robada mi prima doña Esperanza.

—¡Robada! —exclamaron don Alonso y Catalina con un asombro admirablemente fingido—. ¡Robada! ¿Y por quién?

—Lo ignoramos, aunque es casi seguro que se descubrirá, porque hago pesquisas muy activas.

—¡Ay caballero! —dijo doña Catalina enternecida y casi llorando—. Ésta es una desgracia muy grande, es una infamia. Apenas conocí a doña Esperanza, pero me intereso sobremanera; yo os suplico que en cuanto podáis creerme útil, en cuanto pueda serviros, contéis conmigo; mi mayor felicidad sería contribuir en algo a la salvación de doña Esperanza. ¡Pobre joven! Tan bella, tan amable.

Había en el lenguaje de doña Catalina tal expresión de sentimiento, tanta exaltación, que don Leonel comenzó a suponer que estaba inocente, y de la suposición primera pasó después a la más profunda convicción.

Por otra parte, Catalina era tan bella, estaba tan interesante, tenía tal gracia, tal atractivo, que el joven se iba sintiendo fascinado.

—Esta mujer no puede ser culpable —exclamaba en su interior—. La maldad se descubre en el semblante, el crimen nos vende; esta mujer es inocente.

—Caballero —continuó Catalina con la mayor naturalidad— en estos momentos, y supuesto lo que nos acabáis de referir, creo que es una imprudencia por nuestra parte prolongar una visita que ya carece de objeto absolutamente; os suplico que nos permitáis retirarnos, y que ya que vos personalmente no podáis, porque sería mucho exigir, enviéis a algunos de vuestros lacayos para que sepa yo lo que se adelanta en una averiguación que es tan interesante para mí.

Y doña Catalina se levantó, tendiendo a don Leonel una mano preciosa, cubierta con un perfumado guante de seda negro.

El joven tomó la punta de los dedos de aquella mano y se inclinó hasta tocar el guante con sus labios respetuosamente.

—Señora —contestó— me tendré por muy honrado con que me permitáis ir personalmente a dar cuenta de lo que se adelante en el negocio de mi prima.

—Gracias, y os tomo la palabra.

Don Leonel ofreció su mano a Catalina y la condujo hasta el estribo de la carroza que la esperaba en el zaguán. Don Alonso los había seguido en silencio.

Subieron al carruaje y todavía al partir éste, don Leonel vio una hermosa cabeza y luego una manecita que le decía adiós.

—Confesad —decía don Alonso a Catalina— que ese joven os ha parecido muy de vuestro agrado.

—No puedo negároslo.

—¿Y qué, estaríais contenta con un nuevo triunfo?

—Estaré, porque lo creo ya seguro.

—Es una bonita conquista.

—Sin contar con que teniendo de mi lado a ese joven, todas las pesquisas que se hagan para buscar a doña Esperanza, además de ser enteramente inútiles, las sabremos nosotros.

—Es cierto; lo que importa es que ese joven no se escape.

—Y no se escapará; le veréis quizá esta misma tarde en nuestra casa.

—Ojalá.

—Es indudable; cuidad de dejarme sola con él. Lo demás corre por mi cuenta.

Don Leonel subía las escaleras completamente preocupado.

—Me avergüenzo de lo que voy pensando —decía— pero esta mujer me interesa más que doña Esperanza, pobre prima mía; me parece que vale más. Qué ¿sería yo capaz de amarla más? Quién sabe; quizá ella tenía razón al decir que todos habían sido juegos de niños; en todo caso, ella tendrá la culpa, porque ella inventó esa frase de juegos de niños.

Garatuza esperaba a don Leonel en el corredor.

—Ya estaréis satisfecho —le dijo— de que tenía yo razón.

—¿En qué?

—En deciros que éstos son los autores del rapto.

—Por el contrario, Martín, más seguro estoy ahora que nunca, de que esa dama es inocente.

—Don Leonel ¡es posible!

—Tan posible, que te suplico que si quieres contar con mi cariño, no vuelvas a infamar así a esa mujer.

—¿A pesar de los datos que tengo?

—A pesar de todo.

—¿Pero así cortáis el hilo principal de la averiguación?

—Así me opongo a que se manche a una mujer que no lo merece.

—Don Leonel, no os conozco. ¿Tan pronto habéis cambiado…?

—Martín, hablemos de otra cosa, porque me exalta esa prevención injusta.

Garatuza abría los ojos espantado, y no sabía lo que estaba pasando: don Leonel se volvía ciego partidario de doña Catalina.

—¡Qué cierto es —pensaba Martín— que la sangre habla! Don Leonel ignora que esta mujer es hija de su mismo padre, y sin embargo, siente por ella una rara simpatía ¿Qué tal si se lo hubiera yo confesado? Perdería completamente la esperanza de que me ayudara.

—Pues hablemos de otra cosa —agregó en voz alta ¿Queréis almorzar?

—No; voy a mi casa, y procuraré averiguar en el resto del día algo respecto de mi prima. Haz tú otro tanto y esta noche te espero.

—¿A qué hora?

—A las diez.

—Iré.

Don Leonel tomó su sombrero y se salió, distraído y pensando más en Catalina que en la suerte de dona Esperanza.

Garatuza le vio salir y dijo tristemente:

—He aquí un obstáculo en el que yo no había pensado y que era natural que apareciese. En fin, fuerza será resignarme y trabajar solo, porque no hay otro remedio. Quiera Dios y esto no pare en que don Leonel tome contra mí el partido de don Alonso: ¡pobre doña Esperanza!

Eran las cuatro de la tarde del mismo día y doña Catalina estaba en una de las habitaciones de la casa de don Pedro, cuando la puerta se abrió y se presentó don Alonso.

—Por mi fe, hermosa —dijo— que tenéis tanto talento como hermosura.

—¿A qué viene ahora esa flor? —dijo la joven.

—Para probaros que me declaro vencido.

—¿En qué?

—En lo que me decíais esta mañana respecto a don Leonel.

—¿Está ahí? —dijo Catalina poniéndose visiblemente encarnada.

—Sí, y espera vuestro permiso para entrar, el que supongo que no le negaréis.

—De ningún modo. Decidle que pase.

—Ya me lo suponía yo.

Don Alonso salió y doña Catalina aprovechó el momento para componerse y tomar una postura elegante. Comenzaba ella también a interesarse por don Leonel, a pesar de que procuraba aparentar con don Alonso que sólo era el interés el que la movía.

Don Leonel entró, pero don Alonso no volvió. Seguía las instrucciones de la joven.

—Sentaos, caballero —dijo ella— aquí, cerca de mí, que me siento muy satisfecha de este honor y de vuestra exactitud.

—Señora —dijo el joven— no cumplo sólo con lo que se debe a una dama de tal condición, sino que es para mí un placer que hubiera procurado.

—¿Y qué noticias hay de vuestra prima? —dijo la dama, fingiendo que quería dar otro sesgo a la conversación.

—Ninguna, señora, ninguna; estoy desesperado.

—Lo creo, porque según dicen, y perdonad mi indiscreción, esa niña era la dama de vuestros pensamientos.

Leonel se sintió ruborizar, pero comprendió que era un momento que debía aprovecharse.

—Lo fue, señora, lo fue.

—¿Cómo lo fue? ¿No lo es aún por ventura?

—Señora, yo mismo no me lo sabré explicar, pero…

—Seríais un ingrato, don Leonel, porque es una joven muy hermosa, y según dicen, tan buena, que no creo que os haya dado motivo…

Catalina nada sabía de los amores de don Leonel y de Esperanza, pero se los suponía; y además, como mujer de mundo, comprendió que éste era el medio que podía llevar al joven hasta donde ella quería: era inicial el combate, abrir una brecha.

—Pasan, señora —dijo el joven— ciertas cosas inexplicables en el corazón, y en el corazón no se manda.

—¿Cómo no se manda? Yo mando al mío.

—Entonces sois muy feliz.

—Sí, ciertamente lo soy.

—Os envidio.

—¿Vos no mandáis en el vuestro?

—No señora. ¡Ojalá y mandase! Me veo en una pendiente, siento que mi corazón me arrastra al abismo, a la desgracia.

—¡Jesús! Detenedle.

—Es imposible.

—¿Imposible?

—Sí, señora. ¿Vos no habéis amado nunca?

—La pregunta es tan intempestiva, que casi no sé ni qué contestaros, porque creo que yo misma no me la he hecho nunca; pero antes, a mi vez, quiero preguntaros yo ¿a que llamáis amor?

—¡Amor, señora! —contestó Leonel exaltándose gradualmente—; amor es un sentimiento inexplicable pero irresistible, que lleva nuestra vida, nuestro espíritu, nuestro ser a unirse con otro ser que no era el nuestro, pero que viene a identificarse con nosotros; es ardiente sed de ver, de oír, de acercarse al objeto de nuestras ansias; es locura que trastorna nuestra inteligencia, vínculo de acero a nuestra voluntad. Amor, señora, no sé deciros qué será, sino el cambio completo de nuestra naturaleza; amor es el constante tránsito del paraíso al infierno y del infierno al paraíso, es el inmenso goce en que se halla el inmenso dolor, es el infinito dolor que hace gozar, es el deseo de la muerte en la vida y la esperanza de la vida en la muerte; es la lucha de Dios y de Satanás en el alma de un hombre, que ni la explica el que la siente, ni la comprende el que no la ha sentido nunca.

Catalina con los ojos húmedos y brillantes de entusiasmo, seguía la creciente excitación del joven; sus mejillas se encendían y palidecían alternativamente, su seno se agitaba y su respiración se hacía casi fatigosa.

—¡Oh! —exclamó— ese amor así, nunca, nunca, le he sentido, mi corazón no ha experimentado jamás esas emociones, os lo aseguro, y no sé si las desee o las tema.

—Podéis temerlas, señora, porque aún no las habéis comprendido, porque no sabéis lo que es vivir de una mirada, porque no sabéis cómo se estremece el corazón, cómo circula fuego por todo nuestro cuerpo, cómo se enciende el alma al sentir siquiera el roce del vestido de la persona que se ama, porque no podéis aún alcanzar cuánta dulzura, qué melodía angelical encierran esas palabras de amor y de pasión que una boca amada murmura en nuestro oído; porque no sabéis cómo embriaga el aliento que sale del pecho que palpita por nosotros…

—¡Oh! debe ser muy hermoso ser amada así.

—Señora, tan hermoso es ese amor, que si los ángeles pudieran, bajarían al mundo para gozar de él; tan hermoso, señora, que Dios mismo abre las puertas de su paraíso al que le ama con ese fuego, con ese fuego que arde sin consumir, y que ciega nuestra razón a todo lo que no es la mujer que amamos.

—Don Leonel ¿y vos sois capaz de amar así?

—Señora, si no lo fuese ¿podría yo pintaros así el amor? ¿Creéis que el que no es capaz de sentir puede hacernos sentir algo con la verdad de la palabra?

—Debe ser muy feliz la mujer a quien amáis.

—Doña Catalina, no basta tener el corazón ardiente, no basta sentir y comprender el amor; es necesario que la mujer a quien se ama, le sienta, le comprenda también; que despierte en nosotros esta pasión, que explote el venero inagotable de ternura y de amor que encierra el alma; es fuerza que ame como es amada, porque de lo contrario la llama, por ardiente que sea, se extingue, la fuente copiosa se seca, las ilusiones más floridas se marchitan.

—Jamás a un hombre le pasaría eso conmigo —dijo irreflexivamente doña Catalina— porque yo comprendo ese amor, y porque yo me creo capaz de sentirlo y de inspirarlo.

—¡Dichoso mil veces el hombre que lo alcance, señora! —dijo don Leonel.

—¿Y creéis que haya alguien que lo desee?

—Lo creo, lo juro.

—Pero ¿quién, quién pensaría en mí, viuda, arruinada, pobre flor marchita y seca?

—¿Quién, señora? El mismo tal vez que rica y feliz no os hubiera dirigido siquiera la palabra, y para quien no sois viuda, ni pobre, ni nada de eso, porque sois para él un ángel de virtud y de belleza.

—¡Don Leonel!

—Sí, doña Catalina, para mí que no sé lo que me pasa desde que os he conocido, porque estoy apasionado, loco.

—Don Leonel, tened compasión de mí, porque me siento débil delante de vos, porque no podré resistiros.

—Doña Catalina, ¿seréis capaz de amarme?

—Don Leonel, no exijáis tan pronto esa confesión y menos en estos momentos de excitación. Idos, por favor, y mañana os contestaré, si venís por la respuesta.

—Pero…

—Haced por amor lo que os digo.

Don Leonel, sin contestar, tomó violentamente su sombrero y salió.

24. En que vuelven a aparecer unos antiguos conocidos

El marqués de Cerralvo y el visitador Carrillo no avanzaban mucho en la causa que seguían a los fautores del tumulto contra el marqués de Gelves. Cada día aparecían nuevas personas complicadas, y cada día era más profunda la convicción de ambos de que nada podía hacerse, por la necesidad en que se estaba de castigar a todos los habitantes de la ciudad o de echar un velo sobre aquello.

Cuatro o cinco infelices a quienes se había podido probar que tenían parte en el robo del Palacio, habían sido ejecutados; pero estas ejecuciones habían pasado como tantas otras que se hacían constantemente en la ciudad, con ladrones y bandoleros.

Algo más tenía inquietos los ánimos del virrey y visitador: la sombría conspiración de los criollos, sobre la que a pesar de las denuncias de don Baltasar de Salmerón, nada se descubría.

Había rumores de que pronto se volvería el visitador a España, y de que se había mandado llamar al arzobispo don Juan Pérez de la Cerna a la corte.

Don Baltasar seguía sirviendo al virrey, y tenía ya, aunque secretamente, gran valimiento en el Palacio. Don Baltasar había visto salir en libertad a don Leonel, veía tranquilo al padre Alfonso, y tenía por cosa cierta que ellos y otros de los conjurados conocían su traición y tarde o temprano querrían vengarse. Y don Baltasar tenía miedo, y su odio contra los hermanos Salazar era cada día más grande.

Comunicó sus temores al visitador, y éste le prometió velar por él y además castigar secretamente al que se atreviese a ofenderle; pero esto no era bastante, y don Baltasar espiaba en la sombra el momento oportuno para destruir a sus enemigos.

Apenas salía de su casa y eso sólo en las noches que iba a Palacio, pero tenía personas pagadas para darle noticias de lo que hacían don Leonel y el padre Alfonso. Por este medio supo que don Leonel había estado de visita en la casa de la viuda de don Pedro de Mejía.

—Es preciso —pensó— saber a qué va a esa casa. Quizá la viuda, que dicen que es joven y bella, sea la heredera de don Pedro y Salazar intente hacer con ella un buen casamiento; necesito tener en esa casa uno o dos criados de confianza.

Y aquella misma noche don Baltasar contaba ya con dos criados de la casa de doña Catalina, que se le habían vendido en cuerpo y alma.

El viejo se acostó con una alegría diabólica. Los criados le contaron que el joven permaneció mucho tiempo hablando con la señora, y que salió con grandes señales de contento y de excitación.

—¡Oh, esto es soberbio! —dijo—. Quizá por aquí caerá.

Preciso será confesar que don Leonel pensaba menos cada vez en doña Esperanza, y que Garatuza solo no podía contra aquella liga que se iba formando entre la viuda y don Leonel. Declarar al joven que ella y él eran hermanos, era afianzar más aquellos vínculos, y Garatuza no estaba conforme con ello.

Todo el día pasó en inútiles averiguaciones; en la noche fue a la casa de don Leonel y con poca diferencia se repitió la escena de la mañana. Martín pensó entonces en ocurrir a los consejos de Teodoro y de don César de Villaclara.

Sin perder tiempo se dirigió a la casa del negro, que le recibió con su habitual condescendencia.

—Vengo a tratar con vos un negocio —dijo Martín.

—Estoy como siempre a vuestras órdenes —contestó el negro.

—Quisiera haceros una consulta, pero desearía que estuviese presente nuestro amigo don César, que es hombre de ciencia.

—Más fácilmente no podía cumplirse vuestro deseo, porque don César vive ahora en mi casa y está ahí.

—¿Está ahí?

—Sí, desde que se abrió el testamento de Mejía, que le hablásteis, abandonó aquella casa; cada día está más triste y más pensativo. Sin embargo, le llamaremos.

—Si me hacéis la gracia…

El negro salió y a poco volvió seguido de don César, que no tenía ya el disfraz del pobre Lázaro, pero que daba señales de estar o muy enfermo o muy triste.

—Buenas noches, señor don César —dijo Martín.

—¿Cómo te va, Martín? —contestó don César.

—Os veo muy desmejorado.

—Es natural; mi vida ha sido más de goces que de padecimientos. Estoy triste, muy triste ¿qué puedo ya esperar en la vida?

—Don Pedro ha muerto, y vuestra venganza estará satisfecha.

—No, Martín; tengo tanta amargura en el fondo de mi corazón, que no creo que la muerte de don Pedro se pueda tener como un castigo. Teodoro vio morir a doña Blanca de Mejía, la hermana de don Pedro, que era un ángel y una mártir, y podrá deciros si hay comparación entre una y otra muerte; el verdugo ha expirado como si hubiera sido un inocente.

—Es cierto —contestó Teodoro—, otra cosa merecía don Pedro.

—Os queda don Alonso —dijo Martín.

—Es cierto, pero me he convencido que nada puede el hombre contra la voluntad de Dios, que no es la desgracia el patrimonio de los malvados, y que quizá la felicidad se hizo para los perversos. Dejo a don Alonso que siga la suerte que le depare el cielo.

—Sin embargo —insistió Garatuza— si hubiera en el mundo seres infelices, a quienes fuera preciso defender contra esos mismos perversos ¿os negaríais a ayudarme?

—Seguramente que no.

—Pues bien, escuchad esta historia y dadme vuestro parecer.

Martín refirió sucintamente todo lo ocurrido con doña Esperanza, y luego agregó:

—No hay ni modo de saber de esa joven; ocurrir a la justicia sería lo mismo, porque si yo no he podido averiguar nada, menos podrían los golillas.

—¿Estáis seguro de que el golpe fue dispuesto por don Alonso y por doña Catalina? —preguntó don César.

—Juzgadlo vos —contestó Martín.

—La verdad es que aun cuando en el tiempo que viví en la casa no observé nada, creo que ellos deben ser, porque son capaces de todo.

—¿Y vos que conocéis bien la casa, no podéis indicarme un medio para averiguar algo por los criados?

—No; don Alonso y doña Catalina son tan reservados que es indudable que nadie podrá más que ellos saber nada.

—Pero deben haberse valido de algunas personas para cometer el delito, y con ellas será más fácil.

—Id a adivinar quiénes serán esas personas; eso equivaldría a saberlo todo.

—¿Qué haremos?

—Me ocurre una idea —dijo Teodoro.

—Veamos.

—Robarnos a don Alonso y hacerle confesar por medio del tormento.

—No es malo —dijo don César.

—Pero otra cosa es mejor —dijo Garatuza.

—¿Qué?

—Que la robada sea doña Catalina.

—También —dijo don César.

—O los dos —agregó Teodoro.

—¡Excelente! —exclamó Martín.

—Entonces —dijo el negro— fijémonos: se trata de robarnos a los dos, o a él, o a ella, como mejor se pueda, por supuesto lo más pronto posible.

—Mañana mismo —dijo Martín.

—¿Pero los medios?

—Ésta noche meditaremos el negocio, y mañana mismo nos reunimos otra vez.

—¿A qué hora?

—En la mañana y temprano, porque importa. ¿Quién sabe lo que estará pasando doña Esperanza?

—Pues hasta mañana —dijo don César retirándose a su aposento.

Martín salió y se encaminó a su casa meditando el rapto de Catalina.

Martín no pudo dormir en toda la noche, meditando en sus planes, y muy temprano andaba ya en la calle, y casi sin intención se encaminó a la casa de Teodoro.

El negro y don César estaban ya levantados y hablaban en el jardín, por supuesto del mismo negocio.

—Hemos pensado —dijo don César—, si otra cosa mejor no discurrías, que Teodoro, que es el menos conocido de nosotros y el que no puede infundir sospechas, vaya hoy con cualquier pretexto a la casa de doña Catalina para explorar el terreno y buscar algún criado de confianza entre los que yo le indico, que nos ayude, para ver si hoy mismo se da el golpe.

—Paréceme muy bien —contestó Martín—. Vos y yo no podríamos entrar en casa de don Pedro y Teodoro, además de su natural inteligencia, no infundirá sospechas de ninguna clase.

—Iré —agregó Teodoro— y espero encontraros reunidos aquí a mi vuelta.

—¿A qué horas? —preguntó Martín.

—Supongo que será a las dos de la tarde.

—Muy bien; entonces no hay que perder tiempo.

La noche misma en que Martín, don César y Teodoro formaban el plan de robarse a doña Catalina, en la casa de ésta se discutía sobre la suerte de Esperanza.

—Decidme ya vuestro plan, señora —decía don Alonso de Rivera a la madre de Catalina—. Creo que tiempo es ya de que le hayáis meditado y de que lo sepamos.

—En verdad que os diré lo mejor que me he imaginado, y que dará sin duda el resultado apetecido.

—Veamos —dijo Catalina.

—Ante todo —continuó la vieja— contestadme con franqueza algunas preguntas. En primer lugar, don Alonso, y tú, Catalina, me dirás ¿es cierto que no os tenéis amor, pues, amor así de novios, y que en todo pensáis menos en casaros el uno con la otra?

A pesar del cinismo de los dos interpelados, ni ella ni él se atrevían a contestar, y no hacían sino mirarse.

—Vamos, contestad, que me es importante saberlo —insistió la vieja.

—Es cierto —dijo Catalina.

—Es verdad —contestó don Alonso.

—Así se habla. Adelante; pues no teniendo vosotros intención de casaros —dijo— los dos estáis libres para contraer matrimonio.

—En efecto —dijo don Alonso.

—Si nos conviene —dijo Catalina.

—Se entiende —replicó la vieja— un matrimonio de conveniencia y hasta de necesidad para la compañía.

—¿Adónde vamos a parar?

—Paciencia, paciencia. De lo que se trata es de que la herencia de don Pedro de Mejía no salga de vosotros, y que se divida entre vosotros por partes iguales, conforme a vuestro contrato ¿es verdad?

—Es verdad.

—Pues bien, si doña Esperanza casara con don Alonso, la herencia quedaba entre vosotros y podía dividirse sin obstáculo. ¿Estáis de acuerdo?

Catalina y don Alonso callaron.

—Contestad con franqueza —continuó la vieja—. Don Alonso se lleva un rico caudal y una real moza, y Catalina se queda bien puesta y puede casarse el día que quiera.

—¿Pero consentirá doña Esperanza? —dijo don Alonso, comenzando ya a conformarse.

—Eso es cuenta mía —replicó la vieja—. Contestadme si estáis o no de acuerdo.

—Estoy.

—Hay que advertir que como ahora la herencia no vendría por Catalina, sino por vos, y ese caso no está previsto en vuestro contrato, no vayáis a decir que en ese caso la ganancia no es divisible.

—No me creáis capaz de semejante villanía.

—Siempre es bueno estar de acuerdo, que cuenta y razón conservan amistad. Ahora ya advertido, cuidado tendréis de no faltar, que sabéis ya de todo lo que yo soy capaz cuando me engañan.

—No habrá nunca necesidad de eso.

—Bien; ahora hablemos del consentimiento de la novia, que aunque es cosa que corre de mi cuenta, quiero arreglarlo con vosotros. ¿Creéis que se resistirá mucho?

—Puede que sí —dijo Catalina.

—¿Le conoces tú algún novio?

—Sí, a don Leonel de Salazar.

—Apenas de nombre conozco a ese caballero; será uno de tantos Salazares como hay en México. ¿Y le ama mucho? Porque eso sí sería obstáculo grande.

—Creo que él no la ama mucho que digamos, porque hoy casi me ha declarado su pasión.

—¡Oh! Eso estaría soberbio —dijo la vieja— si tú consiguieras, dulcificándote algo con él, aun cuando no le quieras, una prueba de que olvidaba a esa muchacha, la cosa se facilitaría mucho.

—Sencilla cosa me pedís.

—Pues con eso y con otros arbitrios de que me valdré yo, es negocio arreglado. ¿Cuándo esperas tener esas pruebas?

—Mañana temprano, si lo deseáis.

—¿Si lo deseo? No sólo lo deseo sino que lo exijo de ti en bien de todos.

—Pues se hará como decís.

—Ahora os diré mis determinaciones: esa joven está entregada sólo a Guzmán.

—Sí, señora —dijo don Alonso.

—¿Y cuándo vendrá aquí Guzmán?

—Mañana temprano, para ver qué decidimos sobre ella; como sabéis, Guzmán tiene una casa por uno de los montes inmediatos, adonde habíamos determinado que se llevara a Esperanza, y que allí o la hacía su querida, que a él bien le gusta, o la hacía desaparecer de la tierra.

—No era mal pensado; pero probaremos antes este otro medio: como que quizá será vuestra mujer… ¿Supongo, don Alonso, que Guzmán no le habrá faltado a esa joven?

—Estoy seguro de su respeto.

—Adelante; pues mañana temprano que venga Guzmán; me voy con él. Entre tanto Catalina arregla lo del novio de Esperanza, y yo enviaré al mismo Guzmán algo más tarde, para saber si hay ya lo que necesito.

—Está bueno —dijo don Alonso— pero como la casa está lejos…

—No importa. Guzmán vendrá a caballo: en cuanto a mí, la carroza irá a dejarme hasta cierto lugar, y después cuando la necesite la enviaré a traer. ¿Esa joven ha comido algo?

—Nada; no hemos querido que se le dé alimento; la debilidad del cuerpo influye sobre la energía del alma.

—Bien dispuesto, ya es algo avanzado.

—¿Queréis, madre, que cite yo a don Leonel?

—Eso es cuento tuyo, y las mujeres en nada de amores necesitamos de consejos. Cuando preguntamos algo de eso, es sólo para buscar votos de aprobación y para engañarnos a nosotras mismas; tú sabes lo que quiero y me basta. Por ahora me retiro a descansar para levantarme temprano: no olvidéis mis prevenciones; al amanecer que enganchen una carroza y me avisen en cuanto venga Guzmán.

—Sí, señora.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

La vieja se retiró a su aposento y don Alonso dijo a doña Catalina:

—Confesad, señora, que no os disgusta el papel que tenéis que representar con don Leonel.

—Como tampoco a vos el que os toca con la heredera.

—Es cierto.

—Pues he aquí cómo mi madre ha concebido un plan que a todos nos deja contentos.

—¿Y seráis capaz de casaros con don Leonel?

—¡Quién sabe! Pero hasta ahora me parece que sí.

25. En donde se verá de todo lo que era capaz la vieja doña Catalina

En una casita aislada al oriente de la ciudad de México y a orillas del triste lago de Texcoco, estaba encerrada desde el día en que la robaron, doña Esperanza de Carbajal.

La casita constaba sólo de dos piezas: una interior, que era la que servía de prisión a doña Esperanza, y que tenía una ventana con una fuerte reja para la calle y una puerta para la pieza siguiente, que servía de habitación a Guzmán, guardia y carcelero de la joven.

En la pieza de Esperanza había un banco de cama viejo sin colchón ni abrigo, y una silla desvencijada. La ventana estaba abierta y desde allí se distinguía la tranquila superficie del lago, que atravesaban a lo lejos las canoas que de la ciudad iban para Texcoco.

Esperanza permanecía arrimada a aquella ventana mirando el lago y el cielo, y con la ilusión de que alguien pasase por allí al alcance de su voz para pedir socorro; pero todos los alrededores de la casa estaban siempre desiertos.

Pasó el día, la noche tendió sus crespones, y agua y firmamento se envolvieron en negra oscuridad, que rom pían sólo o la luz de alguna estrella que cintilaba en el cielo, o la de alguna canoa que atravesaba a lo lejos lentamente.

Comenzaba Esperanza a sentir hambre, cansancio, frío, tristeza, desesperación, terror; el aire húmedo zumbaba entrando entre los hierros de la reja, trayendo de cuando en cuando entre sus ráfagas inconstantes, lejanos ladridos de perros y cantos de gallos.

La habitación estaba oscura y Esperanza buscó a tientas el banco para reclinarse y descansar un momento; le encontró y se acostó; pero le hubiera sido imposible dormir meditando en su situación, y en un lecho tan incómodo.

El silencio de la noche era pavoroso y no se interrumpía sino por los ruidos que traía el viento, y por el canto monótono de los grillos y de las ranas que habitaban en los pantanos de los alrededores.

Algunas veces, cuando el viento arreciaba, le parecía a Esperanza que percibía el galope de un caballo o el rumor sordo de un carruaje que se acercaba; entonces se incorporaba, procuraba aplicar el oído, poner toda su atención; esperaba algo extraordinario, algún salvador desconocido; pero todo cesaba y ella volvía a recostarse desesperada, pensando en don Leonel y llorando.

La pálida luz de la mañana comenzó a deslizarse en el aposento de doña Esperanza y la joven se dirigió inmediatamente a la ventana.

Nada podía distinguirse desde allí; una neblina densa y blanca se tendía sobre la superficie de las aguas.

Doña Esperanza comenzaba a sentir cosas horribles, el hambre y la debilidad le producían vértigos, dolores vagos en la cabeza y en el cuerpo; de repente se sentía desfallecer, se oscurecía su vista, zumbaban sus oídos, y un sudor frío empapaba su frente; pero luego venía una reacción inexplicable y súbita como un relámpago, y entonces se sentía fuerte, pero dominada de un sentimiento de ira, de un deseo de venganza, de un rencor terrible, y sacudía las rejas de la ventana con una energía increíble.

Pero este vigor pasaba con la misma rapidez con que había llegado, y volvía a dar lugar a todos los sufrimientos del hambre y, sobre todo, de la sed.

La joven sentía sus fauces y su garganta secas y ardientes; aspiraba el aire frío de la mañana y ponía su lengua en los hierros fríos de la reja; pero aquello no podía templar su sed, sino sólo aumentar su martirio. A poco su lengua seca comenzó a inflamarse, y un nuevo sufrimiento vino a complicar más su triste situación.

Serían las siete de la mañana cuando se oyó en la puerta el ruido de la llave. Desde que Esperanza estaba allí, nadie había penetrado en aquella estancia; el único deseo que ella abrigaba, porque creía su muerte segura, era que la dejasen sus verdugos morir sola; temía, sin saber por qué, cosas más horribles que aquella muerte lenta a la que parecía habérsele condenado, y así es que al escuchar el ruido de la puerta, se refugió espantada en uno de los ángulos de su prisión.

Pero la puerta se abrió y en vez de hombres feroces o enmascarados, Esperanza vio entrar a doña Catalina, que volvió a cerrar luego que penetró.

Aunque el aspecto de la vieja nada nada tenía de agradable, sin embargo era una mujer, y doña Esperanza se tranquilizó. ¿Qué podría hacerle una anciana?

—Dios os guarde —dijo la vieja.

Doña Esperanza sin contestarle inclinó la cabeza como haciendo un saludo silencioso.

—Veo que estáis enojada, y no os falta razón, hija mía; quizá os han tratado con más dureza que la que era necesaria; pero todo podrá remediarse. Vamos a cuentas; sentaos aquí a mi lado y hablaremos como amigas, porque aquí sólo me trae vuestro interés.

Esperanza instintivamente se había ido acercando a doña Catalina. La vieja tomaba un aire de bondad y la joven tenía tanta necesidad de algún apoyo, que cuando la vieja acabó de hablar, ya Esperanza estaba sentada a su lado y mirando la casi con simpatía.

—Vengo —dijo la vieja— a proponeros de parte de quien puede hacerlo, vuestra libertad y la dicha de vuestra vida, y a deciros a todo lo que os exponéis en caso de una negativa obstinada. ¿Estáis dispuesta a escuchar?

—Sí, señora.

—Bien; atendedme. En primer lugar ¿qué es lo que de seáis más en este momento?

—Antes que todo, agua; me abrasa la sed, mi lengua se pega ya al paladar y apenas puedo hablar.

—Ya me lo suponía yo, y os he traído y tengo afuera excelentes refrescos para calmar vuestra sed. ¡Oh! Unas limonadas soberbias, horchatas; en fin, una fuente de placeres para vos, pobrecita, que debéis soñar ya con esos vasos de cristal llenos de agua fría y pura y transparente.

—Sí, sí señora; pero haced que los traigan; ¿no sabéis lo que es tener sed?

—Ya, ya veréis; capaz os supongo de tomar un vaso de chía fresca y olorosa sin respirar siquiera, o una de esas jícaras de Valladolid, rojas y doradas, con una horchata blanca y fría, en la que nadan polvos de canela y hojas de rosa…

La vieja, con una especie de lujo de crueldad y de rencor, procuraba con su ademán y sus sonrisas dar mayor fuerza a sus palabras, saboreando el tormento de Tántalo que había preparado a Esperanza.

—¡Oh! Pero señora, aunque sea agua, una poca de agua.

—Sí; venid, venid.

Y la vieja se levantó. Doña Esperanza la seguía sonriendo al placer de calmar la horrible necesidad que la devoraba; llegaron a la puerta, pero estaba cerrada; la joven empujó, y como los batientes no cedieron, dijo tristemente a doña Catalina:

—Está cerrada.

—Sí, mi alma, está cerrada, pero abrirán; mirad por la cerradura entre tanto lo que os aguarda.

Doña Esperanza, como el avaro que espía un tesoro, miró por el agujero de la chapa.

En la pieza inmediata, sobre una mala mesa, había una enorme palangana de plata, con vasos, botellas y jícaras que contenían agua y refrescos, rodeados de flores y hojas verdes.

—Que me den agua, que me den agua —dijo como fuera de sí la joven.

—Todo lo tendréis, pero hablemos un momento.

—Primero dadme de beber.

—No son ésas las instrucciones que tengo; os he dicho que voy a proponeros de parte de quien puede, lo que se desea de vos, y a presentaros lo que debéis esperar o temer, según vuestra resolución: conque paciencia y contestadme.

—¡Pero esto es horrible! ¡Quieren matarme de sed y de hambre!

—No, lo que se quiere es que comprendáis lo que se os espera, si no sois buena y condescendiente.

—¿Pero qué se exige de mí? ¿Qué se pretende?

—A eso vamos; no más que ya os lo hubiera dicho, pero no habéis querido oír.

—Vaya, hablad.

—¡Bendito sea Dios que os ponéis a juicio! Se trata no más que de un matrimonio.

—¿Matrimonio? ¿De quién?

—Vuestro.

—¿Mío?

—Sí.

—¿Pero cómo? ¿Con quién?

—¿Cómo? Dad vuestro consentimiento y lo veréis. ¿Con quién? Con un caballero muy rico y principal, con el señor don Alonso de Rivera.

—¡Con Rivera! —exclamó admirada Esperanza.

—Con el mismo don Alonso de Rivera, amigo íntimo de vuestro difunto padre don Pedro de Mejía ¡que en paz descanse!

—¡Imposible! —dijo la joven sentándose indignada.

—No, no digáis imposible, porque no lo es; es libre y rico, y vos también. No sé por qué os parezca imposible.

—¿Pero cómo os podéis suponer que pueda yo unirme con un hombre a quien no conozco, a quien no amo, con quien no me ligan relaciones de ninguna especie?

—Todo eso no importa nada; si consentís, ya lo conoceréis bien después, ya lo pensaréis, y muy pronto tendréis con él relaciones demasiado íntimas.

—Primero me moriría yo.

—Ésos son disparates, que los decís sin reflexionar porque sois una criatura sin experiencia; la muerte es cosa muy dura para preferirla a un matrimonio tan conveniente como el que yo os ofrezco. Meditadlo bien.

—Nada tengo que meditar. Primero muerta que mujer de ese hombre a quien apenas conozco y a quien odio.

—Vamos, vamos; la debilidad os hace delirar, y si no me doliera tanto vuestra suerte, no tendría ya paciencia para tanto; pero os quiero advertir a lo que os exponéis con vuestra obstinación.

—La muerte misma no me importaría nada.

—Puede ser; pero hay cosas que para una mujer como vos, tan llena de altivez, son peores que la misma muerte; por ejemplo, la sed y el hambre.

—Las sufriré hasta morir, y moriré contenta.

—No moriréis, ni cosa semejante; hay otro plan que voy a descubriros, porque no hay temor ni de que se lo comuniques a ninguno, ni de que os escapéis de él.

Doña Esperanza abrió los ojos con terror; la calma de la vieja y el convencimiento de que decía la verdad, la asombraban.

—Está claro —continuó doña Catalina— que vos tendréis valor para soportar el hambre y la sed; se os presentarán dentro de un momento, tan luego como yo me vaya, refrescos y manjares; pero en todos, hasta en la misma agua, habrá un veneno que no os hará morir; os sumergirá sólo en un profundo letargo y entonces, aquí va lo curioso, atended: el hombre que os vigila, que es un jefe de ladrones, que tiene una casita oculta en el monte, después (y así se le ha ordenado) de hollar aquí mismo vuestra pureza…

—¡Qué horror, Dios mío!

—Cuando vos no podáis oponer ninguna resistencia, cargará con vos y os llevará a su casa, de donde no podréis salir hasta que tengáis ya una familia que sea también suya…

—¡Pero esto es infame, infernal! ¡Dios mío! ¡Dios mío, socórreme!

—No hay que esperar socorro de Dios. Oídme: si no queréis probar de esos alimentos, entonces la fuerza suplirá a la astucia, y sucederá lo mismo con una poca más de solemnidad, porque Guzmán, que así se llama el hombre de que os he hablado, tendrá que entrar aquí con cuatro de sus compañeros que le ayuden a dominaros, y ya veis que para evitaros el dar espectáculo tan divertido a cuatro bandoleros, se os debe aconsejar, como lo hago, que toméis los refrescos…

—¡Sois una infame…!

—¿Infame porque os advierto los peligros que os amenazan? Bien; ésa es la gratitud: si no os hubiera dicho nada, lo mismo hubiera sucedido; conque ¿por qué me culpáis? Podrá evitarse todo: dad vuestro consentimiento, sed ante el mundo la honrada esposa de don Alonso de Rivera, y estamos del otro lado.

Doña Esperanza se cubrió el rostro con las manos y empezó a sollozar.

—Vamos, vamos, tened prudencia, que el sacrificio no es tan grande como os lo suponéis. Yo también he sido joven, y supongo lo que pasa en vuestro corazón; lloráis por otros amorcillos ¿los de vuestro primo don Leonel de Salazar, tal vez?

—¿Quién os ha dicho…? —preguntó doña Esperanza levantando con indignación el rostro y mirando a la vieja.

—Nadie; pero todo se sabe. Estáis enamorada de vuestro primo don Leonel, y de aquí viene toda esa resistencia…

—Yo no os autorizo para hablarme de eso.

—No necesito de vuestra autorización, como don Leonel tampoco la ha necesitado para tener amores y tratar de su matrimonio con la hermosísima doña Catalina de Armijo, viuda de vuestro padre.

—¡Mentira! ¡Mentira, señora! —dijo temblando de emoción doña Esperanza.

—¿Mentira? ¡Vaya una ceguedad! Yo lo sé, lo he visto y os lo probaré cuando queráis.

—¿Lo habéis visto? ¿Decís que lo habéis visto? Repetidlo, señora, repetidlo, para deciros que mentís.

—Decid cuanto gustéis, que no por eso dejará de ser menos cierto que yo misma, con estos ojos que se ha de comer la tierra, he visto a vuestro don Leonel en brazos de doña Catalina, cubriéndola de caricias, estrechándola contra su corazón, jurándole que la amaría eternamente, que no había amado a nadie como a ella…

—¡Imposible!

—¿Insistís en negar? Yo los he visto y a doña Catalina, tan bella, tan elegante, tan discreta, llorar de placer y llamarle su «ángel». Era un grupo encantador; parecen nacidos el uno para el otro, y todo el trabajo era que se encontraran sobre la tierra, que una vez encontrados, ellos conocen que nacieron para vivir amándose, y nadie ni nada será capaz de separarlos.

—¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué tormento, qué tormento! —decía doña Esperanza, retorciendo los brazos con todo el furor de los celos y de la desesperación.

—¡Oh! Y no os ofendáis por lo que voy a deciros —continuó la vieja— pero debéis disculpar a don Leonel. Doña Catalina es tan bella, tan bella, que bien se puede olvidar a cualquier mujer por su amor. Mirad, serán las diez, y en este momento don Leonel estará a su lado; yo soy vieja ya, pero les tengo envidia, y gozo al mismo tiempo con espiarlos. ¡Qué amor, qué fuego! ¡Cómo gozan esas dos almas, esas dos naturalezas! Si vierais una escena de ésas, cualquiera, lo que pasa tal vez en estos momentos, perdonaríais a don Leonel, porque quizá vos no le haríais gozar como doña Catalina.

—¡Oh! ¡Silencio, por Dios! ¡Silencio!

—Yo os lo cuento porque veáis lo que es don Leonel para vos, porque sepáis que aun cuando no llegue a casarse con Catalina, aun cuando cansado de ella la abandone mañana, nunca podrá ser vuestro, porque vos no seréis, al menos no os lo consentirá la Iglesia, la mujer del amante de vuestra madre, porque doña Catalina, viuda de don Pedro de Mejía, viene a ser como vuestra misma madre; de modo que para vos don Leonel está perdido para siempre.

—Pero la prueba, la prueba de todo eso, vieja infernal.

—¿La prueba? ¿Queréis una prueba? Muchas hay; pero voy a buscaros una. Guzmán —dijo la vieja abriendo la puerta.

—Voy —contestó desde afuera un hombre.

—Doña Esperanza —agregó la vieja— poned cuidado al hombre que va a entrar, que es el que está destinado para ser el padre de vuestros hijos, ya que perdéis a don Leonel y no queréis a don Alonso.

La tosca y repugnante fisonomía de Guzmán apareció en la puerta, y la joven, que no quitaba de allí los ojos como fascinada por una serpiente, dio un grito y cayó desmayada.

—Guzmán —dijo doña Catalina— monta a caballo y ve a pedir a don Alonso la prueba de que le hablé anoche.

Guzmán salió, la vieja volvió a cerrar y se acercó a Esperanza, que permanecía en el suelo sin sentido.

En este momento se escuchó el galope de un caballo que se alejaba.

26. En que Guzmán consigue la prueba que quería doña Esperanza

En aquel mismo día muy temprano, don Leonel recibió una esquela perfumada. La abrió y decía:


Don Leonel:

Vuestras palabras y la escena de ayer me han preocupado de tal modo, que necesito veros hoy en la mañana: si me amáis, venid lo más pronto que os sea posible.

Os besa las manos

Catalina
 

Don Leonel tomó la pluma y contestó inmediatamente con el mismo lacayo que había traído la carta:


Doña Catalina:

El amor me hará volar a vuestras plantas; a las diez estaré en vuestra casa para juraros de nuevo una y mil veces que os adoro. Vuestro hasta la muerte

Leonel
 

A las diez, como lo había prometido don Leonel de Salazar, entraba a la casa de doña Catalina, que le esperaba impaciente.

—Perdonadme —dijo la joven— estoy avergonzada, confusa, de haberme atrevido a escribiros; pero fue un momento de delirio, de locura, del que me arrepiento…

—¿Arrepentiros, señora? ¿Y por qué, por qué? ¿Acaso es vergüenza que vos, libre y joven, me amarais siquiera por un instante? ¿Me amarais a mí, a mí que os adoro, a mí que me abraso por vos? Si estabais impaciente por verme ¿cómo estaría yo? Doña Catalina, me habéis hecho el hombre más feliz de la tierra.

—¿De veras, don Leonel?

—¿Lo dudáis, señora? ¿Dudáis que se alegren los prados y las flores con la luz del sol? ¿Dudáis que se estremezcan de placer los árboles al sentir después del calor abrasador del día, las gotas frescas de las lluvias? ¿Dudais, señora, que sea feliz el alma que mira la luz de la esperanza entre las negras sombras de la incertidumbre y del desconsuelo? Señora, podéis no amarme, y nada podré deciros; pero dudar de mi pasión, nunca.

—Don Leonel, yo soy libre, pero vos no lo sois; podéis amarme, pero haréis mal, y mal haría yo en corresponderos, porque vos no sois libre, porque sagradas promesas y juramentos os unen con doña Esperanza de Carbajal.

—No me recordéis eso, por Dios, Catalina. Yo sé bien lo que debo a Esperanza; yo sé que me ama, que soy un infame en abandonarla, que quizá la haré infeliz para toda su vida. Todo eso lo sé, y sé cuanto vos me queréis decir: ¿cómo suponéis que no he meditado en esto? Y sin embargo, a pesar de lo que me dice mi razón, a pesar de todo, no puedo resistir, y os adoro y lo olvido todo, todo por vos, porque siento que me arrastra hacia vos una fuerza desconocida pero que no me es dado contrariar. No sé si es Dios o el demonio el que me ciega; pero por vos soy capaz de todo, del crimen, de la traición, de la locura.

Don Leonel hablaba con todo el fuego de la pasión. Doña Catalina, con su traje de luto y su rostro encendido por el entusiasmo que le inspiraban las palabras del joven, le escuchaba clavando en él sus ojos brillantes, y sin contestar una palabra, estrechaba convulsivamente una de las manos de don Leonel que tenía entre las dos suyas.

—Si yo pudiera mostraros mi alma para que la vierais como yo miro vuestros ojos, señora, entonces leeríais en ella cuánto os amo, así, tan claro como yo leo en vuestro semblante, señora, que me amáis a mí.

—¿Que os amo? —contestó Catalina con una sonrisa— ¿quién os lo ha dicho?

—¿Quién me lo ha dicho? Nadie, señora; pero yo lo conozco porque vuestros ojos os venden, porque no me lo podéis negar. Catalina ¿me amáis?

—¡Oh! No es cierto, os engañáis, no es verdad que os amo.

—No os empeñéis, señora, en negarlo. ¿No me amáis?

—Sí; os quiero como a un amigo, como a un hermano.

—Inútil fingimiento, Catalina: me amáis.

—Vaya un empeño, quererme hacer creer que os amo.

—Y me amáis —dijo con firmeza don Leonel, llevando con pasión muchas veces a los labios la mano de doña Catalina, que ella no cuidó en retirar— me amáis ¿a qué negarlo? Dejad que salga de vuestro seno esa pasión; dejadme oír esas palabras, tan dulces como la música de los cielos.

—No debe ser —contestó doña Catalina.

—¿No debe ser, alma de mi alma? No debe ser, pero es, y yo os amo y vos me amáis, y en este momento el único pesar que tenéis es el rubor de confesármelo. ¿Es verdad, bien mío?

Las cabezas de los dos jóvenes estaban tan cerca, que don Leonel no tuvo más que inclinarse un poco, y sus labios se unieron con los de Catalina, que instintivamente aspiró con delicia aquel beso.

—Por Dios, don Leonel —dijo la joven retirándose.

En este momento llamaron a la puerta.

—Pasen —dijo doña Catalina, procurando tomar un aire de tranquilidad.

—Aquí buscan a la señora —dijo un lacayo.

—¿Quién? —preguntó Catalina.

—Dice que se llama Guzmán.

—Con vuestro permiso, don Leonel —dijo Catalina levantándose—, voy a ver qué quiere ese hombre.

Don Leonel quedó solo, meditando en el amor que tenía a doña Catalina, y mirando en el fondo de su pensamiento la figura triste y melancólica de doña Esperanza.

Catalina salió al corredor y Guzmán la esperaba con el sombrero en la mano.

—¿Qué se ofrece? —dijo ella.

—La señora me envía —contestó Guzmán— a decir a don Alonso de Rivera que le mande la prueba convenida, pero don Alonso no está ahí, y me he atrevido a molestar a la señora.

—Has hecho bien. ¿Qué hay por allá?

—Verdaderamente no sé, porque apenas entro al aposento de la presa; pero se había desmayado.

—¿Mi madre habló con ella largo tiempo?

—Muy largo, y creo que todo va bien, porque le vi a la señora muy buena cara.

—Toma —dijo Catalina sacando de una escarcela la carta que le había escrito don Leonel en la mañana— lleva esto con cuidado, no se pierda.

—Está bien.

Guzmán bajó la escalera, y doña Catalina volvió a entrar adonde la esperaba don Leonel.

Quizá no haya cosa que enfríe más un diálogo amoroso que una interrupción larga en el momento del mayor entusiasmo; el placer que no se apura de un solo trago, no es un verdadero placer.

Don Leonel y doña Catalina no volvían a reanudar la conversación con el mismo calor. Hay una época en los amores en que la mujer recibe un beso con gusto, pero que es fuerza robárselo, porque necesita disculparse consigo misma, y en esa época, que por fortuna de los amantes dura bien poco, el hombre está siempre en una situación embarazosa, sin saber si acomete, a riesgo de recibir un desaire, o con peligro de que su prudencia pase por tontera. En este periodo el hombre de más mundo pierde la sangre fría, y una mujer que hiciera durar esto demasiado, acabaría por alejar al adorador.

Catalina se sentó y Leonel volvió tímidamente a su lado.

—Doña Catalina —dijo— ¿tendré que perder la esperanza?

—La esperanza —contestó Catalina marcando con intención esta palabra— es quizá lo que se interpone entre nosotros.

—¡Oh señora, por Dios! Os lo he suplicado, no hablemos de eso.

—Bien ¿de qué queréis que hablemos?

—De mi amor.

—Habéis avanzado hoy mucho para que yo no os tema y vos no estéis satisfecho.

—Mi pasión no se satisface con nada.

—Lo creo, pero no se ganó Zamora en una hora; dejad algo a la constancia del hombre y algo a la virtud de la mujer, que amores en que se triunfa sin combate y se sucumbe sin resistencia, son de poca vida y de poco mérito.

Decía esto doña Catalina con tanta frialdad, que don Leonel comprendió que el momento que debiera haber aprovechado para el triunfo había volado, y era preciso esperar que otro volviese a presentarse.

Pero los enamorados no pueden hablar sino de amor con la mujer que los inspira, y don Leonel, conociendo que la ocasión no era ya oportuna, tomó su sombrero, maldiciendo al lacayo inoportuno.

—¿Volveréis pronto? —dijo Catalina.

—Mañana, señora —contestó Leonel, estrechando la mano de la joven.

Guzmán salía en su caballo en el momento mismo en que Teodoro siguiendo las instrucciones de don César y de Martín, llegaba a la casa de doña Catalina para averiguar, si podía, algo sobre el paradero de doña Esperanza.

Teodoro se detuvo para dejar el paso a Guzmán, a quien no había conocido al principio; pero así que llegó cerca de él, la fisonomía de aquel hombre despertó en él tales recuerdos que no vaciló ya en asegurar quién era.

—¡Oh! —exclamó en su interior— yo debo seguir a este hombre; tiene conmigo una deuda atrasada que no le perdonaré jamás, y puede que éste me dé el hilo que busco; ave de mal agüero no puede anunciar sino desgracias.

Y sin pensar más, se cercioró de si llevaba su daga, y echó a andar siguiendo a Guzmán, que caminaba paso a paso para no llamar la atención de los transeúntes.

Mientras atravesaron la parte poblada de la ciudad, Teodoro pudo seguir fácilmente al hombre del caballo; pero a medida que iban alejándose, el caballo caminaba más de prisa, hasta que el jinete se puso al galope.

Teodoro seguía sus movimientos y cuando el caballo galopaba, él corría.

—¡Demonio! —decía el negro— éste lleva prisa; si vuelve el rostro y advierte que le sigo, se perdió el lance. ¿Qué asunto tendrá este bribón por aquí que es un rumbo tan distinto al suyo?

Y seguía corriendo.

—Esto no puede seguir así —continuó el negro— si va muy lejos le dejo seguir y caigo sofocado; apenas puedo. ¡Malditos años! En otro tiempo me hubiera cogido este lance… ¡Ah! Si tuviera yo diez años menos… Vamos, ya no puedo…

Verdaderamente el pobre de Teodoro ya no podía correr; su respiración era fatigosa; tronaba su corazón agitado como si quisiera romper el pecho; le flaqueaban las piernas y tuvo que dejarse caer entre la yerba seca.

Pero no perdía de vista a Guzmán, y le vio entrar en una casa aislada, la casa en que le esperaba doña Catalina.

—Vaya —dijo el negro— cerca está la lobera; me repongo un momento, y voy a ver si descubro algo.

La vieja doña Catalina había seguido exhortando a doña Esperanza a unirse con don Alonso de Rivera; pero la joven, extraordinariamente fatigada, apenas la escuchaba pensando en don Leonel. Los celos la devoraban; si lo que le decía la vieja era cierto, nada le importaba ya en la vida, y era capaz de casarse con don Alonso o con cualquiera.

El tiempo pasaba; el misionero que había ido en busca de las pruebas no volvía; doña Esperanza comenzaba a sentirse desconsolada; quizá todo aquello sería una calumnia urdida por sus enemigos. Doña Catalina comenzaba a temer; quizá su hija no se habría podido proporcionar la deseada prueba, y entonces no quedaba más remedio que matar a Esperanza.

A cada momento la vieja se asomaba a la puerta para ver si distinguía a Guzmán, y volvía dando muestras de profundo desagrado.

Doña Esperanza, más alentada con aquella tardanza, no perdía ninguno de los movimientos de doña Catalina.

—¿Creéis, señora —le dijo— que vuestro enviado tarda?

—Tarda, pero vendrá.

—Quizá no haya tal prueba, quizá todas sean calumnias.

—¿Y qué ganaríais con eso?

—¡Oh! Con tal de que eso no sea cierto, moriría contenta.

—Ya sabéis que no es la muerte lo que os espera. Viviréis, viviréis, os lo prometo, pero si sois la esposa de don Alonso, o la moza de Guzmán; ya le conocisteis; no es tan feo, y pasaréis a su lado días muy placenteros, sobre todo cuando tengáis en vuestros brazos al tierno fruto de vuestros amores.

—Señora, no me insultéis —dijo Esperanza encendida de cólera y levantándose.

—No os insulto; sólo os advierto lo que os espera. Y mirad lo que son las cosas; supongamos que fuera una calumnia lo de los amores de don Leonel con doña Catalina; pues en ese caso, vos esposa de don Alonso, todavía erais digna de don Leonel, todavía él tendría ilusión polvos, y como engañar a un viejo como don Alonso es fácil, podríais tener de amante a vuestro primo. ¿Pero creéis que él se dignaría miraros siquiera el día que supiera, como lo sabrá luego y por mi boca, que erais la manceba de un ladrón…?

Doña Esperanza no pudo contenerse al oír tales insultos y ciega, rabiosa, se lanzó sobre doña Catalina para ahogarla.

La vieja no esperaba el ataque, y como estaba desprevenida, no pudo impedir que la joven hiciera presa en su garganta con sus manos, que la oprimían hasta cortarle el aliento.

Pero doña Catalina había recibido una educación muy varonil y se sentía ahogar, y era preciso que hiciera una resistencia desesperada; luego que volvió en sí de la sor presa procuró desasirse de doña Esperanza, y se trabó entre ambas una lucha desesperada.

Doña Esperanza, derribada por la vieja, la arrastró en su caída, y rodaban por el suelo jadeantes, empolvadas y rechinando los dientes, y procurando dominarse una a la otra.

Nadie en estos momentos hubiera reconocido en doña Esperanza a la tímida y recatada doncella de la «casa colorada», nadie la hubiera visto sin horror debatirse en aquella lucha, convulsiva, desmelenada, y lanzando horribles maldiciones, que quizá ella misma ignoraba que sabía.

La lucha se había prolongado mucho, pero doña Esperanza estaba muy débil, y sólo la desesperación le había dado un vigor pasajero; las fuerzas comenzaron a faltarle y sus brazos se aflojaron.

La vieja lo comprendió y redobló entonces su ataque. La joven quedó vencida. Doña Catalina, como un luchador, se enderezó y le puso sobre el pecho una rodilla; con una de sus manos sujetó las dos de doña Esperanza, que casi ya no se resistía, y con la otra le quitó un pañuelo que tenía alrededor del cuello.

Doña Esperanza estaba casi desmayada y dejaba ya hacer a la vieja lo que quería. Con aquel pañuelo ligó doña Catalina las manos de la joven con tanta fuerza, que los dedos se pusieron morados, sin que ella exhalara ni un quejido.

Cuando estuvo segura de que estaba bien atada, se levantó y la dejó tirada en el suelo.

—¡Infeliz! —le dijo con cierto aire de desprecio—. ¿Qué podías tú contra mí? Si quisiera, podría matarte impunemente, y ganas me dan de colgarte de una viga hasta que mueras, pero necesito que vivas.

Doña Esperanza ni miraba a la vieja.

—Mira, tentada estoy de llamar a Guzmán y no esperar ya más.

La joven se enderezó como si le hubiera picado un alacrán; comprendió el inmenso peligro que corría.

—Señora, no, por Dios, no, por Dios, esperemos esas pruebas, y si todo pasa como me habéis dicho, os doy mi palabra que seré la esposa de don Alonso; pero por el amor de vuestra madre, no me entreguéis a ese hombre; me vuelvo loca sólo de pensar en eso.

—Bien, veo que vais siendo más racional; si así hubierais pensado desde el principio, no habríais tenido que sufrir tanto. Vamos, os levantaré y sentaos aquí en esta cama; no os desato las manos para impediros otra tentación y para probaros que fácilmente pudieran sujetaros cuatro hombres.

—Por Dios, no me digáis eso.

—Vaya, procurad levantaros.

La vieja ayudó a doña Esperanza a levantarse, y la sentó después en la cama.

—Haré más; voy a traeros un refresco.

—No, no, refresco no; antes morir de sed.

—No temáis, nada tiene el refresco; ya veis que soy franca y no os engañaría; estáis ya sujeta de tal manera, que no es necesario más que mi voluntad para mandar; tomad sin desconfianza.

La vieja había traído un vaso de horchata y le aplicó a los labios de Esperanza, que no podía hacer uso de sus manos.

La joven le apuró con delicia, y se sintió desvanecer.

—Me habéis engañado —dijo— esta horchata tenía algo.

—Nada, no temáis, es un accidente lo que os da por vuestra suma debilidad; pero ya pasará pronto.

En efecto, muy pronto pasó aquel desvanecimiento, y en este momento llamaron a la puerta.

—Es Guzmán —dijo la vieja levantándose a abrir.

—¡Guzmán! —repitió con terror doña Esperanza, porque aquel hombre traía la vida o la muerte para ella.

—Aquí está —dijo Guzmán entregando a doña Catalina la carta de don Leonel.

—Está bien, espérame —contestó la vieja volviendo a cerrar.

Esperanza se había incorporado en el lecho y la miraba fijamente, como deseando adivinar lo que contenía aquella carta.

La vieja desdobló el papel y le leyó en voz baja; ni una sola de sus facciones se alteró, nada pudo descubrir en aquel rostro la inquieta mirada de la joven.

—¿Conocéis vos la letra de don Leonel de Salazar, vuestro primo? —preguntó doña Catalina acercándose con el papel extendido en la mano.

—Sí, señora.

—¿Pero muy bien, muy bien, hasta el punto de no poder equivocar esa letra y esa firma con ninguna otra?

—Sí, sí.

—Pues leed y decidme si en algo os queda duda, si como yo os decía cuando vos llorabais por sus amores, no estaba él gozando de la belleza de doña Catalina.

Doña Esperanza tomó la carta entre sus manos atadas, y aunque con dificultad, la llevó a la altura de su vista con el auxilio de la vieja y comenzó a leer.

La carta era la que en aquella misma mañana había escrito don Leonel a Catalina, y que comenzaba:

«Catalina: el amor me llevará a vuestras plantas». Y concluía, «vuestro hasta la muerte, Leonel».

Esperanza sin dar un grito, sin arrojar una sola lágrima, leyó y releyó aquella carta y después, con una resolución que no aguardaba doña Catalina, le dijo:

—Señora, hacedme la gracia de soltar mis manos, porque no necesitáis ya de esas precauciones; estoy dispuesta a ser la esposa de don Alonso de Rivera.

—¿Y cuándo?

—Hoy mismo, en este momento si es preciso; cuanto más pronto será mejor.

Doña Catalina quitó el pañuelo que ataba las manos de Esperanza.

—Ahora —le dijo— que estáis libre y dispuesta a ser esposa de Rivera, voy a llevaros conmigo y para que no os quede ni la menor sospecha de que os engaño, os haré presenciar una entrevista de don Leonel y doña Catalina.

—Os lo agradecería en el fondo de mi alma.

—Y os prometo que yo haré lo que digo.

—Será el último favor que os pida.

—Bien; por ahora procuremos salir de este destierro. Guzmán, ve a la casa, que me traigan una carroza y que preparen una habitación independiente para esta señora, en donde sólo yo pueda verla.

Guzmán salió sin replicar, y volvió a montar a caballo.

Teodoro rondaba ya los alrededores de la casa y se ocultaba entre la maleza. Vio salir otra vez a Guzmán y dirigirse a México al galope.

—Bueno —dijo para sí— éste vuelve a la casa de don Alonso, mis sospechas se confirman; aquí debe haber algo: veremos y volveré violentamente a dar parte a Martín y a don César.

Y arrastrándose, fue dando la vuelta hasta llegar a la ventana del cuarto en que estaban doña Esperanza y la vieja. La casa era baja y desde afuera se podía ver por aquella ventana lo que pasaba dentro.

Teodoro escuchó; nada se oía y poco a poco se fue levantando hasta acercar su rostro a las rejas. Doña Esperanza estaba dándole el frente, y aunque Teodoro no la conocía bien, sin embargo se supuso que era ella; pero la joven, a quien todo impresionaba en aquellos momentos, al mirar la fea cabeza de Teodoro lanzó una ligera exclamación de espanto. Doña Catalina volvió el rostro y descubrió la figura del negro en la ventana y entonces, como una leona sorprendida, se levantó furiosa, sacando de su seno un puñal pequeño y agudo y se arrojó a la ventana tirando una puñalada al negro por entre las rejas; pero todo esto con tal violencia y con tanta rapidez, que a pesar de que Teodoro quiso huir el cuerpo, recibió, sin embargo, una ligera herida en el brazo.

Doña Catalina estaba tan furiosa que si aquel obstáculo no los hubiera separado, era capaz de haber matado al negro.

—¿Qué debo hacer? —pensó Teodoro—. Matar a esta mujer, armar un escándalo, darle a entender que vengo de espía; quién sabe si tendrán aquí gente oculta y yo estoy solo y todo se pierde. Mejor será irme y volver con algunas personas, antes que vayan a llevar a la joven a otra parte…

Y siguiendo esa determinación echó a correr para la ciudad.

Doña Catalina, con el puñal en la mano, había salido a la puerta de la casa y le vio ya a lo lejos ir huyendo. Volvió a entrar y cerró la puerta.

—¿Qué era eso? —preguntó temblando aún doña Esperanza.

—No temáis, sosegaos; sin duda alguno de esos negros cimarrones que venía a ver si podía robarnos. La fortuna es que son tan malos como cobardes, y ya va muy lejos.

Doña Esperanza se calmó y no volvió a hablar una palabra; pero levantó la carta de don Leonel y la leyó hasta saberla de memoria.

La vieja la observaba desde lejos.

Dos horas después se oyó el ruido de una carroza. Doña Catalina hizo una señal a Esperanza, que la siguió en silencio. Montaron en la carroza, Guzmán subió a la zaga y se dirigieron a la ciudad.

27. En el que Martín y Teodoro vuelven a perder la pista

Teodoro caminó sin descansar hasta volver a su casa, había estado ausente más de seis horas y Garatuza, que le aguardaba, se desesperaba ya de su tardanza Por fin le vio llegar cansado, lleno de polvo, pero con el rostro alegre y placentero, como señal de que llevaba una buena noticia.

—Albricias, amigo mío, albricias —dijo arrojándose en un sitial.

—¿Qué hay?, ¿qué hay? —preguntó Martín.

—Lo he descubierto todo, todo.

—¿Pero qué?

—El lugar en que tienen esas gentes a doña Esperanza.

—¿Cómo así?

—Como lo estáis oyendo; yo mismo la he visto.

—¿A quién?

—A doña Esperanza.

—¿Conocéisla por ventura?

—Casi, y sé donde está ahora.

—¿Estáis seguro?

—Tan seguro como de estar hablando ahora con vos.

—Llamemos a don César.

—Llamadle y os referiré a los dos todo lo que me ha acontecido.

Martín salió a llamar a don César y entró poco después a la estancia en que les aguardaba Teodoro, que había corrido tanto durante el día que no tenía aliento para levantarse.

El negro refirió minuciosamente a sus amigos todo lo que había visto y pasado desde su encuentro con Guzmán hasta la vuelta a la casa.

—¿Qué pensáis de esto? —dijo Martín a don César.

—Mi opinión es que Teodoro tiene razón, que esa mujer debe ser doña Esperanza y la vieja feroz que hirió a Teodoro, doña Catalina, y que es preciso no perder un instante sino ponerse en marcha para ir a libertar a esa joven.

—Bien pensado —exclamó Garatuza— en el momento nos vamos.

—Esperad —dijo Teodoro— el lugar está lejos y yo no puedo ya dar un paso; tengo los pies hechos pedazos.

—Iré a conseguir una carroza.

—¿A dónde?

—Id; pero me parece difícil.

—No tanto; ya veréis.

Martín salió precipitadamente a la calle; cerca de la Alameda vio una carroza que tirada por dos soberbias mulas caminaba.

Miró bien en el interior y advirtió que nadie la ocupaba. Entonces hizo señas al cochero para que se detuviera.

—¿Tenéis la bondad, amigo, de decirme —le preguntó con mucha urbanidad— si vais de prisa?

—Voy —contestó el cochero con agrado, viéndose tratar así por un caballero tan bien vestido— en busca de mi amo el señor adelantado de Filipinas, don García Legaspi de Albornoz.

—¡Oh, y qué feliz casualidad! Precisamente para su señoría buscaba una carroza; que le ha dado un accidente y hémosle metido aquí en una casa inmediata.

—¡Jesús nos ampare! —exclamó el cochero—. Pues vamos.

—¡El cielo os ha traído!

—Subid al coche, señor, y decidme dónde.

—No; seguidme, que voy mejor a pie guiándoos.

Y Martín echó a andar rumbo a San Hipólito, meditando adónde llevaría al cochero para deshacerse de él.

Llegaron así frente a la casa de Teodoro, y allí Garatuza dijo al cochero:

—Esperadme un instante, que voy a entrar aquí a ver si vive un amigo.

El carruaje se detuvo y Martín entró.

—Listo —dijo a Teodoro—: armaos, que os acompañen dos hombres de confianza y salid a esperarme a la esquina de la Alameda.

—¿Pero qué hay?

—Haced lo que os digo y sin dilación.

Martín volvió a salir y dijo como, para satisfacer al cochero:

—Equivoqué la casa: no es ésta la que buscaba.

Y siguieron andando: dieron vuelta a un callejón y allí dijo Martín deteniéndose delante de la puerta de una de las huertas:

—Aquí.

—¿Pero qué hacía por aquí mi señor? —preguntó el cochero.

—Silencio, y no os deis por entendido; aquí tiene una mocita como una perla. Voy a ver: dad la vuelta al coche mientras entro a avisarle.

El cochero se adelantó con el carruaje para tomar la vuelta, y mientras entró Martín a la casa.

—Señora —dijo a una vieja que encontró— ¿tenéis de venta un gallo?

—¿Un gallo?

—Sí; pero que sea viejo, porque es para remedio; os lo pagaré bien.

—Tengo uno, pero vale tres duros, porque es muy viejo, muy viejo —contestó la vieja, mintiendo por codicia.

—¿Y dónde está?

—Allá adentro ¿queréis llevarle?

—No; mi cochero vendrá por él.

—Bien; que venga.

—Venid conmigo para que le llevéis.

La vieja salió hasta la puerta acompañando a Martín.

—Mirad —dijo Garatuza al cochero— sería bueno que bajáseis para sacar al viejito, que lo haríais mejor que yo; entretanto yo tendré cuidado con las mulas.

—Muy bien —dijo el cochero— al fin son mansas.

—¿Está adentro? —preguntó Martín a la vieja.

—Sí, señor. Yo llevaré al señor adonde está.

El cochero entró y Martín se subió en la mula; y tan pronto como el hombre y la vieja desaparecieron, echó a caminar con el coche, que no hacía ruido porque en la calle no había empedrado.

La vieja llevó al cochero hasta unos cuartos en el fondo de la huerta y le dijo:

—Esperadme, que voy a traérosle.

El hombre se quedó parado y pensando.

—¡En qué cosas anda mi señor! ¡Quién lo hubiera creído! No sé cómo a su edad no tiene miedo de que le asesinen por aquí, en fin, yo debo ocultar a mi ama estas cosas porque no vaya a suceder que se descomponga un matrimonio de tantos años.

—Aquí le tenéis —dijo la vieja saliendo con un gallo en las manos.

—¿Pero qué es eso?

—El gallo viejo que quiere vuestro amo.

—Mala peste os mate a vos y a vuestro gallo, que yo no vengo aquí por eso, ni mi amo quiere tal gallo, que para nada necesita.

—¿Cómo se entiende, deslenguado y mal cristiano? ¿Vuestro amo no es ése que quedó al cuidado de las mulas?

—Mi amo es el señor adelantado de Filipinas, que me han dicho que aquí se hallaba enfermo de accidente, porque aquí tiene una moza; y ése es al que busco.

—Mal hayáis vos y vuestro amo, que mi casa es casa de pobres, pero honrada; y aquí ni él ni nadie tiene mozas y vos queréis burlaros de mí, porque no está aquí mi marido; pero yo os enseñaré cuántas son cinco, que conmigo no se juega.

Y la vieja dejó el gallo y arremetió a un palo para dar sobre el cochero, que se ponía ya en actitud de defensa, cuando acertó a entrar un hombre viejo que venía de la calle.

—¿Qué pasa aquí, Matiana? —dijo el recién venido.

—¡Qué ha de pasar! —contestó la vieja furiosa—. Sino que este hombre y su amo, el que verías en la calle cuidando un carruaje, viendo que no estabas quisieron divertirse conmigo.

—Cálmate, hija, cálmate, que será alguna equivocación, porque tal carruaje de que me hablas ni le hay en la puerta ni en todos los alrededores le he visto.

—¿No está una carroza en la puerta? —preguntó espantado el cochero.

—No hay nada.

—¡Madre Santísima de Guadalupe! —exclamó, y echó a correr para la calle, tropezando con la bota y la espuela que usaban los cocheros.

Llegó a la puerta y ni señas de por dónde se había ido el carruaje.

Hacía ya largo rato que Martín había llegado a la Alameda. Teodoro le esperaba allí con dos criados.

—¿Don César no vino? —preguntó Garatuza.

—No.

—Pues subid, y decidme para dónde vamos; afortunadamente ya es de noche y no distinguirán bien que no soy cochero.

En efecto, iba ya oscureciendo.

—Seguid derecho —contestó Teodoro— hasta atravesar la ciudad por la calle de Tacuba adelante.

El carruaje caminó de prisa y al cabo de una media hora estaban del lado del oriente.

—Aquí parad —dijo Teodoro.

Se detuvieron y bajaron del carruaje, que quedó encargado a uno de los criados.

—¿Podréis encontrar la casa? —preguntó Martín.

—Sí; debemos estar cerca, porque ya distingo la laguna —contestó Teodoro.

Comenzaron a caminar, hasta que el negro exclamó:

—¡Miradla!

—Bien; ahora con precaución —dijo Martín—. Las armas listas y seguidme, que voy por delante a ver si descubro algo.

—Todos sacaron sus espadas y se fueron acercando a la casa con precaución, procurando no hacer ruido.

Estaban ya muy cerca y se detuvieron.

—No se oye nada —dijo Teodoro.

—Ni se ve luz —agregó Martín.

Siguieron observando, y el mismo silencio.

—¿Estáis seguro de no equivocaros? ¿Ésta es la casa? —preguntó Garatuza.

—Mirad al derredor, a ver si hay por aquí otra —contestó Teodoro—. Seguro estoy de que es ésta.

—Acerquémonos.

Y llegaron hasta los muros de la casa.

—¿Por dónde visteis a Esperanza? —preguntó muy bajo Garatuza al negro.

—Por una ventana.

—¿Dónde está?

—Por el lado de la laguna.

—Vamos a ver.

Y como deslizándose por las paredes, llegaron a la ventana y se acercaron con precaución a la reja: el aposentó estaba oscuro y silencioso.

—¿Qué hacemos? Nada se ve —dijo Teodoro.

—Pues al asalto por la puerta.

Y armándose de resolución, se dirigieron a la puerta y la encontraron abierta.

Martín sacó una piedra y un eslabón y una pajuela, y encendió una torcida que llevaba el criado.

A la vacilante luz de la torcida que acaban de encender, Martín y Teodoro penetraron en las habitaciones; pero estaban enteramente desiertas; ni un vestigio había quedado del paso por allí de las personas que en la mañana había visto el negro.

—¡Nada! —dijo.

—¡Nada! —contestó Martín.

—Quizá os habréis equivocado; no hay señal de que esta casa haya estado habitada hace mucho tiempo.

—No, no me equivoco, ésta es la casa; mirad, en este ángulo estaba sentada la joven, más acá la vieja; por aquella ventana me asomé; por aquí me tiró el golpe con la daga: estoy seguro de que aquí estaban.

—Entonces os han conocido y se llevaron a la pobre Esperanza para otra parte.

—Es seguro.

—¿Qué habrán hecho de ella?

—Lo sabremos.

—¿Pero cómo?

—Buscando; quien persevera alcanza: aún no hemos echado mano del recurso de apoderarnos de alguno de los de la casa.

—Quizá sea el más seguro.

—En fin, no perdamos el tiempo: vámonos, que ya aquí es inútil buscar.

Volvieron a salir y se dirigieron adonde habían dejado el carruaje; subieron en él y se internaron en la ciudad.

En una de las calles oscuras del tránsito y ya cerca de la Alameda, dijo Martín, que llevaba las mulas:

—Aquí es preciso dejar este carruaje, porque es prestado.

—Me parece —contestó Teodoro.

Todos se bajaron y el coche quedó en la sombría calle abandonado.

Cuando llegaron a la casa de Teodoro, encontraron a don César que los esperaba, como siempre, triste y silencioso.

—¿Qué habéis adelantado? —les preguntó.

—Nada —contestó Martín.

—Nada —replicó Teodoro.

—¿Ni esperanza?

—Ni esperanza.

—Yo he sido menos desgraciado que vosotros.

—Contadnos.

—No es posible aún; tengo un plan con el que espero rescatar muy pronto a esa joven.

—¿Podéis comunicárnoslo?

—Ése es mi secreto.

—¿Y entre tanto?

—Buscad vosotros por vuestro lado y yo por el mío; así es mejor.

—Como vos dispongáis.

28. De lo que había pasado a don César

Cuando Martín y Teodoro salieron en busca de Esperanza, don César tomó una capa y su sombrero y se dirigió a rondar la casa de don Pedro de Mejía.

Era indudable para él que aquella casa era el centro de todas las intrigas y de todas las maquinaciones; allí debía haber alguien de entre los criados que conociera la historia de doña Esperanza y que supiera lo que había sido de ella. Allí era donde don César estaba seguro de averiguar la verdad.

Comenzó a pasear la calle con disimulo, esperando ver salir algún lacayo que le prestara confianza; la noche iba cerrando y en una de las puertas de las casas que estaban frente a la de Mejía, le pareció a don César observar a un hombre que acechaba, recatándose de los transeúntes.

Púsose entonces a examinarle desde lejos y se convenció de que en efecto aquel hombre esperaba algo.

Como en aquellas circunstancias todo llamaba la atención de don César, dejó de observar la casa de Mejía y no perdió ya de vista al hombre misterioso.

Largo tiempo estuvo éste en espera y don César en acecho; por fin, de la casa de don Pedro salió un hombre que observó por todas partes si alguien le esperaba, y alcanzando a mirar al misterioso personaje que había llamado la atención de don César, se dirigió hacia donde él estaba.

Pasó a su lado sin decirle ni una sola palabra, pero el hombre le siguió y se encaminaron ambos a una de las calles más retiradas y más solas.

Don César conoció a la persona que había salido de la casa de Mejía; era uno de los lacayos y entonces no dudó que el que acechaba la casa tenía en ella relaciones ocultas.

Se embozó en su capa y destacándose contra las paredes y procurando ahogar el ruido de sus pasos, siguió a corta distancia a los dos hombres que se alejaban.

Llegaron los unos seguidos por el otro hasta un callejón triste y solitario, y allí los de adelante se detuvieron y don César procuró con mucha precaución acercarse para escuchar la conversación.

Afortunadamente se creían solos y hablaban en alta voz.

—Mucho hay ahora que contaros —decía el lacayo.

—Como sea mucho y cierto —contestaba el otro, que al parecer era ya viejo— mucho tendré yo que pagar y tú que recibir.

—Pues cierto es todo.

—Habla.

—En primer lugar, tenéis que saber que como os he dicho, la viuda doña Catalina está ya en grandes amoríos con don Leonel de Salazar, y aun se murmura entre los criados que puede eso parar en casamiento.

—¿Pero qué hace el don Alonso?

—Ni dice ni hace nada.

—¿Él no tiene también amores con ella?

—No sabemos; pero creo que no, porque de ser así tendría celos, cuando ahora se dice que protege a los amantes.

—¿Y la vieja?

—Debe traer entre manos algún negocio grave, porque hoy en la mañana salió en un coche de los de la casa y la llevaron hasta cerca de la salida de la ciudad, por el lado de la laguna.

—¿Pero a dónde fue?

—No sabemos.

—¿No preguntaste al cochero?

—Sí que le pregunté, pero esta mañana me contestó que le habían dicho en el camino que se detuviera; se bajó del carruaje la vieja y le mandó que se volviera, y que ella siguió a pie; y me cuenta el cochero que ya venía lejos y volvió la cara y todavía la vieja caminaba a pie con Guzmán.

—¿Y luego?

—Guzmán volvió dos veces a México y habló con doña Catalina, y volvieron en la tarde a llevar el carruaje, y volvió la vieja con una mujer encubierta…

—¿Pero quién es esa mujer?

—Eso no he podido averiguar.

—¡Imbécil! Viviendo en la misma casa…

—Sí, señor, pero está tan retirada, que nadie la ha visto ni la conoce.

—¿Qué más sabes?

—No más.

—Pues eso no vale nada.

—Señor…

—Toma y mañana mismo me das noticia de quién es esa mujer y dónde está, y todo. ¿Lo entiendes? De todo.

—Sí, señor.

El lacayo recibió un puñado de monedas de mano del hombre misterioso.

—Me voy antes de que me extrañen en la casa —dijo.

—Vete —contestó el otro.

Y sin esperar más, el lacayo echó a correr.

El hombre que le había entregado el dinero había dado algunos pasos, cuando don César se presentó delante de él.

—Caballero —le dijo— perdonad que os detenga y escuchadme un momento.

—¿Con qué intenciones me detenéis? —dijo el hombre, dando un paso atrás y desnudando el estoque.

—No deben ser malas, cuando veis que no hago uso de mis armas —contestó don César cruzando sus brazos.

A pesar de que la claridad de la noche no era muy grande, el hombre pudo notar muy bien que don César le decía la verdad y esto le calmó un tanto.

—¿Entonces qué pretendéis? —preguntó.

—Tan sólo que me hagáis la gracia de hablar conmigo.

—Tengo casa y podíais haber ido a ella.

—Ignoro en dónde está.

—Puedo guiaros.

—Sería mejor hablar aquí.

El hombre miró a don César con desconfianza.

—¿Por qué? —preguntó.

—Por no perder tiempo.

—Bien; decidme —dijo aquel hombre después de vacilar un momento.

—Escuchad. Vos vigiláis y rondáis la casa de don Pedro.

—¿Y eso qué os importa a vos?

—Ya veréis si me importa.

—Ved que no os doy el derecho de intervenir en mis acciones.

—Ni yo lo deseo; sólo que, como veréis, debemos ser aliados.

—¿Aliados?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque vos necesitáis saber lo que acontece en la casa de la viuda de Mejía y yo también.

—Averiguadlo por vuestro lado.

—Cuidaré de hacerlo, pero esto no impide el que quiera estar de acuerdo con vos.

—Pero yo no os conozco.

—¿Y yo os conozco a vos? Tenemos un negocio semejante, quizá con diverso interés y nos unimos.

—¿Qué interés tenéis?

—Os lo confesaré, para enseñaros a ser franco, y a no desconfiar sin razón. Entre don Alonso de Rivera, la viuda y la vieja, como vos la llamáis…

—¿Y cómo sabéis que la llamo así?

—Ya lo sabréis; entre los tres han logrado robarse a una joven con el objeto de apoderarse de su herencia; yo busco el medio de encontrar a esa joven.

—¿Y eso es cierto?

—Como haber Dios.

—En ese caso yo os ayudo.

—Dios os premiará.

—¿Cómo habéis pensado hacer?

—Sacar a alguno de los tres y obligarle a confesar.

—Es mejor para eso la vieja.

—Lo creo.

—Pues yo lo haré. ¿Cómo se llama la joven robada?

—Doña Esperanza de Carbajal.

—¿La prima de don Leonel?

—La misma.

—Yo os respondo de todo. ¿Qué parte tendré en la herencia si lo consigo?

—Diez mil duros.

—Dstá bien.

Los dos permanecieron en silencio por un rato, como no atreviéndose a decir lo que pensaban.

—¿Y bien? —dijo don César.

—¿Y bien? —repitió el otro.

—Preciso será darnos algunas garantías mutuamente.

—Negocio es éste en que no hay más garantías que las que él mismo arroje de sí, os entrego a doña Esperanza o a la vieja y me dais el precio convenido; si no, ni una ni otra van a dar a vuestro poder.

—Conforme, a fe de César de Villaclara, para serviros.

—Conforme a fe de Baltasar de Salmerón.

—¿Y adónde nos veremos?

—¿Vuestra casa?

—En la calle de San Hipólito, en la casa del negro Teodoro.

—La conozco.

—Muy bien; un papel, un recado vuestro y ocurriré adonde me digáis.

—Pero ante todo, secreto.

—Secreto.

—Si la suerte hace caer en nuestras manos a don Leonel de Salazar, yo dispondré de su suerte.

—A sola condición de que yo disponga de la de don Alonso de Rivera, si llega a estar en nuestro poder.

—Convenido.

—¿Y cuándo esperáis conseguir vuestro objeto?

—La vieja, espero que será mañana, y ella dirá en dónde ocurro por la doncella.

—Entonces adiós, y buena fortuna.

—Adiós, y buena memoria.

Y aquellos dos hombres como dos sombras se separaron para ir cada uno a su destino.

Don César volvió a la casa de Teodoro.

Y don Baltasar a la suya, pensando y saboreando la idea de que ya tenía un modo de hacerse de dinero, vengándose en la familia de Salazar y destruyendo los planes de don Leonel.

Aquella misma noche disponían sus planes para el siguiente día Martín y Teodoro, que no habían quedado satisfechos ni con sus pesquisas del día ni con las promesas de don César de Villaclara.

Don César, por su parte, los escuchaba con la mayor indiferencia; para él su misión sobre la tierra estaba terminada; no había sabido amar y tampoco sabía vengarse: sólo don Alonso podía ya sufrir el castigo en cuanto al negocio de doña Esperanza; auxiliaba a Martín y a Teodoro porque ellos se lo habían pedido y por tener algo en qué ocupar su corazón vacío.

29. Cómo se casó doña Esperanza de Carbajal con don Alonso de Rivera

La vieja doña Catalina había llevado a Esperanza a la casa de su hija con tanto misterio que ni los criados supieron quién era ella, ni ella misma comprendió la casa en que estaba.

Una habitación completamente aislada le había sido preparada, y nadie, sino la misma vieja doña Catalina, la dudaba y la veía.

A su llegaba allí doña Esperanza fue conducida por la vieja a una estancia en donde estaba preparada una magnífica cena; la vieja se sentó e invitó a sentarse a la joven.

Doña Esperanza estaba débil y tenía hambre, y después de su resolución, su alma estaba triste pero tranquila: don Leonel la había engañado, había burlado su amor; ella quería casarse porque creía inocentemente que esto era una venganza y que el dolor había de ser terrible para don Leonel.

¡Pobres de las mujeres que se casan por despecho! Ellas sufren el dolor y ellas se ponen en el borde de un abismo para su virtud, abismo tanto más peligroso cuanto que sólo es poderosa para separarlas de él la misma mano por quien se creían impulsadas: en este caso la virtud de la mujer depende únicamente del hombre por cuyo amor han cometido aquel acto de locura.

Después de comer algo, doña Esperanza sintió la necesidad de dormir; se recostó en una cama y quedó sumergida en un profundo sueño.

Cuando la vieja la vio dormida, salió del aposento procurando no hacer ruido; cerró con llave la puerta por la parte de afuera y se dirigió a la estancia en que se reunían a esas horas don Alonso y doña Catalina.

—Curiosa me habéis tenido en todo el día, madre —dijo doña Catalina al verla llegar—. ¿Qué tal?

—Cuando os prometí —contestó la vieja— que yo lo arreglaría todo, era porque me creía capaz de cumplir lo que ofrecí.

—¿Y ya está arreglado? —preguntó don Alonso.

—Perfectamente. Doña Esperanza está dispuesta a ser la esposa de don Alonso de Rivera.

—Por muchos años —dijo Catalina sonriendo y haciendo una reverencia a don Alonso.

—¿Y para cuándo? —preguntó Rivera.

—Prisa os corre —contestó Catalina.

—Es que en eso —agregó Rivera— se interesan nuestros mutuos intereses.

—Eso depende de mi hija —dijo la vieja.

—¿De mí?

—Sí, con tal que me sigas ayudando como hasta ahora.

—Contad con ello.

—En ese caso, don Alonso, disponed las bodas para mañana en la noche.

—¡Tan pronto! Si apenas habrá tiempo.

—Pues mirad cómo tenéis que componeros, porque si se pierde la coyuntura, no respondo.

—Lo procuraré.

—No, lo haréis, que os sobra dinero y con él no hay dificultad ninguna en el mundo.

—¿Y qué tenemos que hacer? —preguntó Catalina.

—En primer lugar, disponer todo para el casamiento, incluso el vestido de la novia y sus arras, para mañana mismo; el sacerdote, las dispensas, todo, todo; preparando el oratorio al cura para la ceremonia, de manera que cuando yo os llame, ya no sea cosa sino de recibir la bendición.

—Eso don Alonso. ¿Y yo?

—Pues tú, mira ¿a qué hora llega mañana don Leonel?

—Supongo que a las once.

—Escúchame bien: ante todo dispones que entre a esta misma estancia; luego harás que ningún criado esté por las habitaciones interiores ¿comprendes?

—Sí.

—El objeto es el que yo pueda traer, sin que la vea nadie, a esa joven, hasta ponerla tras esa cortina, para que vea y oiga por sí misma lo que no quisiera.

—Entiendo, entiendo.

—Tú sabrás lo que haces decir al primo; procura sólo no olvidar que yo y ella os estamos mirando.

—No temáis —dijo sonriéndose Catalina.

—Éste será el golpe de gracia.

—¿Pero si ella pretende entrar, o da un grito o algo?

—No entrará, que yo cuidaré de sujetarla si gritare, la retiraré a tiempo, y tú dirás a don Leonel que es la esclava loca a quien pretendían hacer pasar por mujer de don Pedro de Mejía.

—Muy bien pensado.

—¡Cuando yo decía —exclamó don Alonso— que la señora es una alhaja!

—Ahora me voy con mi prisionera y no saldré de allí hasta que todo esté dispuesto; cuando don Leonel llegue envíame a avisar con el mismo don Alonso; que me dé cuatro golpes en la puerta, y será la señal de que todo está dispuesto y de que puedo traer a mi paloma.

—Sí, señora.

—Buena noche y no olvidar nada.

—No, señora.

—¿Creéis —dijo Catalina a don Alonso cuando se retiro la vieja— que a pesar de que no tengo con vos relaciones de amor, sólo y quizá porque las tuve, siento una especie de celos al ver que se acerca vuestro matrimonio con una mujer hermosa?

—Os lo creo —contestó don Alonso— porque cuando os unisteis a don Pedro, a pesar de que fui yo quien preparó e inventó aquel matrimonio, sentí unos celos horribles y es que nunca nos parece más bella y más seductora una mujer que cuando va a pertenecer a otro.

—Lo que es yo, me siento muy mal con este casamiento.

—No se hará, si así os place.

—¡Qué locura! Después de tanto trabajar, no casaros; pero tenga yo la seguridad de que sois siempre el mismo para mí.

—¿Podéis dudarlo? —dijo don Alonso estrechando en sus brazos a Catalina y atrayéndola hasta darle un beso.

—No lo dudo; pero vos que habéis sentido esto, supondréis lo que siento, y a fe que me avergüenzo. Esto casi me parece ridículo.

—Catalina, no sólo he sentido esos celos sino que los siento aún. ¿Creéis que no siento hervir mi sangre cuando veo llegar al don Leonel y tengo que dejaros a solas con él?

—Ahora me toca deciros: le despediremos si gustáis.

—Y yo os responderé: ¡qué locura! Tengo yo la seguridad de que sois para mí siempre la misma.

—Parecemos unos niños.

—Cierto; pero es fuerza dejar algo al corazón; que caigan esos dos pichones y ya después veremos lo que con ellos se hace.

—Mañana es el día decisivo.

—Mañana, hermosa mía; y si me dais permiso, me retiro, que tengo mucho que trabajar para arreglar esta boda o quizá estas dos bodas.

—Como gustéis.

—¿A qué hora esperáis a don Leonel?

—A las diez, y ya sabéis que mi madre os necesita.

—No faltaré, y lo que es más, a esa hora estará arreglado ya todo lo de la parroquia, y el cura…

—Es preciso.

—Adiós, alma mía, y espero que seréis conmigo siempre como siempre.

—Como vos conmigo.

Sonó un beso y los dos antiguos amantes se separaron; no más que don Alonso bajó la escalera riéndose y Catalina se entró riéndose a su aposento.

Ambos se reían de sí mismos.

Al lado de Esperanza durmió aquella noche doña Catalina, la vieja.

Doña Esperanza despertó temprano, como todo el que tiene grandes pesares; parece que el sueño se retira más pronto cuando menos deseos se tiene de volver a la realidad.

Doña Catalina hizo servir el almuerzo a la joven en el mismo aposento.

Serían las doce de la mañana cuando se escucharon en la puerta los cuatro golpes que la vieja esperaba.

—¿Qué es esto? —preguntó la joven.

—Señora —contestó la vieja— aunque tenéis dada vuestra palabra de casaros con don Alonso, os he prometido yo que veríais a don Leonel a los pies de la mujer a quien ama ahora; así, ni el más ligero escrúpulo podrá quedaros.

Doña Esperanza se puso densamente pálida y vaciló en contestar.

—Venid, venid; armaos de valor, contened un momento la fuerza de vuestro espíritu; quizá de este momento depende vuestro porvenir. Vale más el desengaño más cruel que la duda.

La joven meditaba en silencio lo que debía hacer; temía encontrar la realidad, pero temblaba ante la idea de proceder con ligereza.

—¿A qué os decidís? —preguntó la vieja.

—Vamos —exclamó doña Esperanza haciendo un esfuerzo.

—Bien, seguidme; pero os suplico que no hagáis el menor ruido, que no habléis, que ni una exclamación salga de vuestra boca, sea lo que fuere lo que vais a ver y a escuchar, porque sería yo perdida, y vos haríais un papel ridículo delante de don Leonel y de su amada.

—Callaré, tened confianza.

La vieja abrió la puerta y salió seguida de doña Esperanza, que apenas podía caminar, presa de la más terrible emoción.

Atravesaron así algunas habitaciones enteramente solas, sin ver a nadie y sin que nadie las viera; al entrar a una estancia que estaba casi oscura, la vieja se volvió a Esperanza y le dijo:

—Ya estamos en la pieza contigua a la que ocupan los amantes. Por Dios, silencio y dadme vuestra mano, porque aquí está oscuro.

Doña Esperanza tendió la mano y entró en la estancia.

Allí se percibían ya las voces de don Leonel y de Catalina que hablaban en voz alta. Esperanza sintió que las fuerzas le faltaban y tuvo que detenerse, apoyándose en el hombro de la vieja.

—Animo, señora —le dijo ésta—, ánimo.

—Le tendré —contestó Esperanza.

Y poco a poco, conteniendo aún el aliento, llegaron hasta la gran cortina de seda que cerraba una de las puertas.

Allí se percibía distintamente la conversación.

—Aquí podéis oír y ver —dijo tan bajo doña Catalina a la joven, que ella casi lo adivinó—. Acercaos —agregó atrayéndola.

Y doña Esperanza vacilante, llegó hasta aquella cortina que la separaba del desengaño.

Temblando levantó la joven uno de los pliegues de la cortina y estuvo a punto de lanzar un grito de dolor y de sorpresa.

Doña Catalina, radiante de belleza y de placer, soberbiamente ataviada, escuchaba sentada en un gran sitial de ébano, tapizado de seda, las dulces y tiernas palabras que le dirigía don Leonel, sentado a sus pies en un taburete.

Leonel tenía entre sus manos una de las de doña Catalina y la estrechaba contra su pecho, o la cubría de besos.

Doña Esperanza, haciendo un esfuerzo supremo, se reprimió y procuró escuchar con tranquilidad.

—Don Leonel —decía Catalina— por más que lisonjee mi orgullo y por más que quisiera con toda mi alma, no puedo creer en vuestra pasión, en una pasión nacida casi casi de repente.

—Señora, no me desesperéis —contestó el joven—. Os amo y jamás he mentido. ¿De repente decís que ha nacido esta pasión? ¿Y esto qué tiene de imposible? ¿No nace de repente el rayo en las nubes, y es por eso menos ardiente y menos terrible que si hubiera tardado un siglo en formarse? Catalina, decid que no me amáis, que no queréis amarme, pero no que yo no os amo, o que vos no lo creéis.

Doña Esperanza, tras de la cortina, se mecía agitada por la violencia de sus emociones, como una encina por un huracán; la vieja la contenía de una mano.

Doña Catalina, que adivinaba ya lo que estaba sucediendo, vio moverse la cortina y comprendió que era el momento de dar el golpe de gracia.

—Oídme, Leonel —dijo con dulzura— ¡cuán feliz sería yo creyendo en vuestro amor! Pero es imposible. Si vos no hubiéseis amado nunca, si vos al menos no hubiérais tenido sino impresiones pasajeras en el mundo, quizá me haría yo la ilusión de que os había causado una pasión violenta y terrible; pero vos habéis amado mucho, habéis amado desde vuestra niñez a doña Esperanza, vuestra prima, y no es posible que esa imagen se haya borrado de vuestro corazón.

Doña Esperanza estrechó terriblemente la mano de la vieja y escuchó.

—Doña Catalina —contestó Leonel— amé a mi prima cuando era joven, cuando no sabía lo que era una verdadera pasión; la amé como ella me amó a mí, porque habíamos llegado a esa edad en que el corazón necesita del amor, y ama lo que tiene delante, porque vivíamos casi juntos; pero aquél fue verdaderamente un sueño, un sueño del que despertando, me encuentro con la realidad, más hermosa que ese sueño, que ese sueño que no fue sino un presagio de lo que me esperaba sobre la tierra.

—¿Y es verdad?

—Os lo juro.

—¿Y no debo inquietarme por el recuerdo de Esperanza?

—Como yo por el de don Pedro de Mejía.

Doña Catalina pasó su mano por la cabeza de don Leonel, y éste la atrajo suavemente; el ruido del beso de los amantes impidió a don Leonel oír un gemido que salió de detrás de la cortina.

30. En el que termina el que trata del casamiento de doña Esperanza

Doña Esperanza no pudo resistir más y cayó desmayada en los brazos de la vieja, que la retiró violentamente del lugar en que estaban. Cuando volvió en sí, se encontró en otra estancia y sentada en un gran sitial, con una ventana abierta enfrente y la vieja doña Catalina haciéndole aire con un gran abanico chino.

—¡Ay Dios mío! —exclamó la joven sin comprender aún lo que sucedía.

—¿Qué tal, hija mía? —dijo la vieja—. ¿Pasó ya el mal? ¿Os sentís mejor?

—¿En dónde estoy? ¿Qué me ha sucedido? ¿Era un sueño?

—No, señora; afortunadamente no era un sueño, y digo afortunadamente porque ya vos comprenderéis el peligro de que os salvé. Ese don Leonel…

—No me habléis de él, señora; ese hombre no merece que yo le haya elevado hasta mi corazón.

—En efecto, su comportamiento ha sido muy malo, que no hay necesidad para enamorar a una dama, de decirle que otra…

—Sí, tenéis razón, podía haber amado a esa señora sin hablar nada de mí; bastaría con decir que ya no me amaba…

—De modo que estáis convencida.

—Lo estoy, lo estoy más de lo que quisiera.

—En ese caso no tendréis ya dificultad en dar vuestra mano a don Alonso de Rivera, como me lo habíais ofrecido.

—Pero señora, si no le conozco bien siquiera.

—Recordad vuestra promesa; aún estáis en su poder, y todavía en buen camino para ser la querida de Guzmán; tanto más fácilmente cuando que ni la esperanza más remota tenéis del amparo que pudiera prestaros don Leonel, vuestro antiguo amante…

—Señora, os he suplicado que no me habléis de ese hombre; estoy dispuesta a casarme, pero que sea ahora, ahora mismo, en este momento, y antes de que otra cosa suceda, porque ya no sé si podré mantenerme en esta resolución pasados estos momentos, para mí supremos.

—Se hará como decís, ahora mismo; venid, venid.

Y la vieja, casi arrastrando, llevó a doña Esperanza hasta su habitación.

Llamó entonces a los criados y dijo a uno de ellos:

—Avisad al señor don Alonso que la novia está dispuesta; que si por su parte no hay inconveniente.

Y doña Esperanza, sin voluntad, sin resistencia, como presa de un sueño, fue sentada en un sitial y rodeada de camaristas que la peinaban y la ataviaban, sin que ella dijera ni una sola palabra.

La vieja dirigía aquella operación y sin saber de dónde, Esperanza vio salir un traje de novia y un velo, y la corona de azucenas; y todo se le puso, y se encontró con el vestido de la desposada y llena de alhajas.

—Señora —dijo una camarista entrando—, el señor don Alonso y los padrinos esperan a la novia en el oratorio.

—Vamos —contestó la vieja, echando sobre sus hombros un mantón y tomando de la mano a doña Esperanza.

La joven la seguía como un autómata; tantas y tan terribles sensaciones habían como paralizado su razón, la habían vuelto indiferente a todo.

Llegaron al oratorio; el sacerdote, revestido ya, les esperaba, y don Alonso, acompañado de dos caballeros, salió a recibir a Esperanza y le ofreció su mano para llevarla al altar.

Don Alonso se puso al lado de la joven y un caballero y la vieja doña Catalina sirvieron de padrinos del matrimonio.

Esperanza pronunció el «sí» de su consentimiento casi con horror.

Terminó la ceremonia y como era aún hora a propósito y don Alonso quería no dejar pendiente requisito alguno, determinó que siguiera la de la velación y se arrodilló ante el altar al lado de la nueva esposa…

La visita de don Leonel se había prolongado; las horas vuelan para los enamorados y siempre creen que se separan demasiado pronto.

—Don Leonel —decía Catalina—, ¿seríais capaz de casaros conmigo?

—Por supuesto, ángel mío; sería para mí la mayor felicidad vivir siempre a vuestro lado, adorándoos, llamándoos mía, mía para siempre.

—¡Debe ser tan bello casarse con una persona amada, debe ser tan grato ser del que se adora!

—Pero vos habéis sido casada.

—Pero no por amor. En este momento creo que hay en esta casa un matrimonio.

—¿De quién?

—Se enlaza don Alonso de Rivera.

—¿Y con quién?

—Es un misterio para mí, porque me prometió revelármelo hasta el momento mismo de la ceremonia.

—¿Y no habéis ido siquiera por curiosidad?

—¡Ingrato! ¿Podríais creer que perdiera un solo momento de vuestra compañía por algo en el mundo?

—Gracias, gracias; me hacéis muy feliz.

—Ésa es una historia muy curiosa: figuraos que la dama huyó de su casa con don Alonso y que él la ha tenido aquí hasta que arregló la boda.

—¿Y no conocéis ni de cara a la dama?

—No.

—Es curioso.

—Deben estar en este momento en el oratorio. ¿Queréis ir a ver?

—No; tal vez se incomodaría don Alonso porque descubríais su secreto.

—Ya no es secreto. ¿No os digo que él no quería que se supiera nada hasta la hora de la ceremonia, seguramente porque temía que la joven tuviera parientes o novio?

—Pues bonito papel hará el novio.

—Divertido ¿conque vamos?

—Curiosita.

—Por vos lo hago.

—Pues vamos; dejadme tomar mi sombrero.

Doña Catalina guiaba y Leonel la seguía, aprovechándose de que no encontraba a nadie, para llevarla de la mano.

Entraron al oratorio; la misa estaba ya terminando y no podían ver a los novios sino por detrás.

Acabó la ceremonia y todos se agruparon en derredor de los recién casados.

—Vamos a verlos —dijo Catalina.

—No, mejor esperemos en la puerta que salgan —contestó Leonel.

Y salieron al corredor a esperar a los novios.

Poco después, a pesar de que don Leonel estaba como encantado mirando a Catalina, oyó el ruido de la comitiva que se aproximaba. Volvió el rostro; los nuevos casados venían por delante y Leonel reconoció a Esperanza en el momento en que ella los reconocía a él y a doña Catalina.

Leonel lanzó un grito y se precipitó a su encuentro.

—¡Esperanza! ¿Qué es esto?, ¿qué es esto? ¿Sueño?

—Caballero —contestó doña Esperanza con una frialdad y una altivez que helaron la sangre de don Leonel en sus venas— apartaos, que no os conozco, ni sé con qué derecho me detenéis.

—¡Esperanza! ¡Esperanza! —gritó como loco Leonel.

—Paso, caballero —dijo don Alonso apartándolo.

Don Leonel se sintió indignado, pero no pudo ni lanzar ya una exclamación ni moverse siquiera.

Doña Esperanza, altiva y desdeñosa, se unió al brazo de don Alonso y se retiró sin mirar siquiera a su primo.

Cuando don Leonel alzó el rostro, no estaba junto a él más que doña Catalina, que lo miraba amorosamente.

31. De cómo la vieja doña Catalina oyó terribles verdades

Doña Esperanza, con el alma destrozada, llegó hasta la cámara nupcial seguida de doña Catalina, la anciana, que había servido para formar todo aquel enredo y de otras varias personas.

Don Alonso quería representar el papel de marido joven y apasionado, a pesar de la frialdad y esquivez de doña Esperanza.

—Señora y esposa mía —le dijo— permitidme tomar asiento a vuestro lado, en éste para mí el día más feliz de mi vida.

—Libre y dueño sois de hacerlo —contestó con indiferencia Esperanza— tanto más, cuanto que aquí delante de estos testigos quisiera deciros algo que me interesa.

—Hablad, señora. ¿Qué cosa no haré por complaceros?

—De poca cosa se trata, señor…

—Decidme esposo, Alonso si queréis; pero apartad de nosotros esas ceremoniosas palabras de señor…

—Pues bien, don Alonso.

—¿Otra vez, esposa mía? Suprimid el don.

—Perdonad; eso lo hará el trato y la costumbre.

—Bien, esperaré, y ojalá sea pronto. Conque decíais…

—Decía yo que supongo que tendréis para mí y para vos otra casa que no sea ésta.

—¿Otra casa, Esperanza? ¿Pero cuál casa? ¿Acaso no es vuestra ésta? ¿No sois su dueña y señora como única y universal heredera de vuestro padre don Pedro de Mejía?

—Aún no he entrado en posesión de esa herencia.

—No le hace; vos sois dueña y señora de todo, y nadie se opone a ello.

—No importa; quisiera yo vivir en la casa de mi marido, en la que debe ser mi casa.

—Esperanza, mi casa, es decir, ésa que ya es vuestra, no es digna de recibiros…

—La habitación del esposo es siempre digna de recibir a su esposa, cualquiera que sea la categoría de ambos, cualquiera que sea la distancia que los dividía antes del matrimonio…

—Pero…

—Creed que no admitiré disculpas; enviad a preparar allá nuestras habitaciones, porque estoy decidida a no permanecer en esta casa ni dos horas más.

—Pero señora…

—No quiero, no me conviene permanecer aquí por más tiempo. ¿Lo oís? Y sería sensible para mí verme contrariada en los primeros momentos de mi vida y en una cosa tan justa como la que deseo.

Doña Esperanza había tomado un aire de resolución tal y hablaba con tanta firmeza, que don Alonso no se atrevió a contradecirla y contestó con resignación:

—Seréis servida.

Don Leonel había sido conducido por Catalina a uno de los salones de la casa y a pesar de que doña Esperanza estaba en la misma casa, como ésta era tan grande, unos en un ala del edificio y otros en otra, permanecían como independientes.

Don Leonel estaba sombrío, y no hablaba ni una palabra; Catalina le contemplaba también en silencio.

Por fin ella se atrevió a hablar.

—Permitidme —le dijo— que os advierta, don Leonel, que eso que conmigo hacéis es muy poco galante, no sólo para la mujer a quien hace poco jurábais amor eterno, sino hasta para una dama con la cual no os uniesen relaciones sino de simple conocimiento.

—Perdonadme, señora, tenéis razón. Conozco que he andado torpe y que tenéis razón de sentirlo; pero hay acontecimientos que afectan de una manera muy profunda.

—Creía yo que ya no amabais a vuestra prima.

—Señora, perdonadme esta ruda franqueza; yo creía también lo mismo, porque estaba seguro de mi amor…

—¿Y os habéis equivocado?

—Ciertamente.

—¿Es decir que la amáis aún?

—La amo y estoy desesperado.

—¡Caballero! —exclamó doña Catalina levantándose furiosa—. ¿Estáis loco para hacerme a mí una confesión semejante?

—No sé si estoy loco, señora, pero no sé tampoco lo que me pasa.

—¡Caballero!

—Es la verdad, señora, es la verdad, y no me es posible fingir; en este momento siento que mi cerebro estalla…

—¿Y el amor que me jurasteis?

—Señora, os amaba, sentía por vos pasión; pero amo a Esperanza, la amo, señora.

—¿Entonces era un capricho lo que sentíais por mí?

—No sé cómo explicaros eso.

—Caballero, hacedme la gracia de salir de mi casa —dijo doña Catalina mostrándole la puerta con ademán terrible.

—¡Señora! —contestó Leonel levantándose pálido como un cadáver.

—Sí, salid de mi casa; jamás hombre alguno se ha permitido semejante cosa. Salid, salid, y tened entendido que yo sabré vengarme de vos y de esa mujer.

—¿De ella? ¿Y por qué?

—Porque ella es la causa de esta herida que hacéis a mi orgullo; porque, ahora os lo confieso, había llegado a amaros, a amaros de veras, como no había amado nunca a nadie; porque había yo consentido ya en ser algún día vuestra esposa, sí, y por esa mujer que os ha olvidado, me injuriáis. Idos, don Leonel; os aborrezco, os desprecio; idos y cuidad de vos, porque me vengaré, os lo juro, me vengaré.

Y Catalina, agitada y con el rostro encendido por la ira, salió de la estancia, cerrando tras sí violentamente la puerta, y dejando a don Leonel espantado de aquella fogosidad de pasiones que no conocía.

El joven tomó su sombrero y como un loco salió a la calle, sin saber a dónde dirigirse.

Catalina entró a un aposento trémula y palpitante, se arrojó en un sitial y rompió en llanto.

¿Eran las lágrimas del dolor, o las de la desesperación? Ella misma quiso saberlo; pero pensó en que no volvía a ver a don Leonel, y el llanto fue más abundante. Entonces comprendió su desgracia; estaba verdaderamente apasionada de don Leonel.

Poco después llamaron a la puerta. Catalina limpió sus ojos violentamente y procuró tomar un aire sereno y tranquilo.

—Que pasen —gritó.

La puerta giró sobre sus goznes y la vieja doña Catalina entró al aposento.

—Hija mía —le dijo— todo ha terminado. Don Alonso de Rivera es, como lo viste ya, el esposo de doña Esperanza ante Dios y los hombres, y gracias a mí, vosotros sois ya legítimos dueños de las riquezas de don Pedro de Mejía.

—Me alegro —contestó secamente Catalina.

—¡Válgame Dios —dijo la vieja— qué frialdad para recibir una noticia tan grande! Pues no creas que no ha costado mucho trabajo conseguirlo; la tal jovencita tiene un carácter de hierro y estaba apasionada del don Leonel con todas las fuerzas de su alma…

Catalina necesitó hacer un esfuerzo muy grande para no volver a llorar.

—A no haber sido —continuó la vieja— por el ardid de que me valí, es casi seguro que haciéndola cuartos, todavía no se hubiera conseguido nada; pero los celos ¡los celos!, ¡oh! por los celos son los hombres y las mujeres capaces de hacer cualquier locura.

—Es verdad —murmuró doña Catalina, porque aquellas palabras de su madre contestaban a sus mismos pensamientos.

—Lo dices eso con un tono, que parece que tú también estás celosa. Sea por Dios, aquí todos están locos; quizá se te meta a ti el demonio de tener celos de doña Esperanza.

—¿Por qué?, ¿por qué? —preguntó furiosa doña Catalina, como si su madre hubiera penetrado en su corazón y adivinado lo que en él pasaba.

—Vaya, que estás hoy furiosa; pero ya voy creyendo que te has encelado por esa muchacha.

—¡Madre, por Dios!

—Lo dicho; a ti te pasó lo que sucede siempre. Decías que ya no amabas a don Alonso, y al ver que lo perdías, se te ha encendido la pasión y das a conocer que le quieres. Así sucede, es la verdad.

Como aquello era lo que había pasado a don Leonel con Esperanza, y Catalina lo sabía, las palabras de la vieja le hacían un efecto terrible; parecía que eran estudiadas a propósito para herirla por todos lados, para recordar todo lo que había pasado con don Leonel, para convencerla de que aquel hombre no podía amar a otra mujer más que a Esperanza.

—Así es el corazón —continuó la vieja— se apasiona cuando no debiera, deja pasar la dicha a su lado sin advertirlo, o la desprecia; ama lo imposible, nunca encuentra amor correspondido; es el trabajador constante de su desgracia y… ¿Pero qué es esto? ¿Te pones mala?

En efecto, doña Catalina se había dejado caer desvanecida sobre una mesa que estaba a su lado.

—Cuidado, muchacha —decía la vieja procurando hacerla volver en sí— vamos, ¿qué, te has vuelto sensible cuando menos lo temía yo? ¿Ha pasado?

—Sí —contestó Catalina— fue un ligero desvanecimiento.

—¿Pero qué es esto? ¿Qué tienes? ¿Ahora lloras? Catalina, ¿qué te sucede? Todo esto es muy extraño en ti: dime, no me ocultes nada.

—Señora, soy muy desgraciada.

—¿Desgraciada tú, ahora que eres rica? ¿Cuando eres joven y bella?

—Sí, soy desgraciada.

—¿Pero por qué?

—¿Creéis, señora, que ese don Leonel me ha despreciado, y lo que es más, me ha confesado que ama aún a doña Esperanza?

—¿Y eso te apura? Vaya que eres tonta: tú, tan joven y tan hermosa, puedes tener aún cien amantes mejores que ese mozuelo, y ahora rica, aun cuando estuvieses como yo, te sobrarían amantes. Si yo no hiciera ya tan poco caso de todo eso, con lo que yo poseo, que no es ni la décima parte de lo que tú tienes, me alcanzaría para proporcionarme diez amantes, apuestos, jóvenes, y buenos mozos.

—Pero madre…

—¿Ya tenéis capricho por él? Lo comprendo: yo también en mis mocedades tenía capricho por algún mozo de los de mis tiempos, y sin darme razón yo misma del porqué. Pero estos caprichos me preocupaban y como yo era tan guapa como tú, no paraba hasta que me salía yo con la mía. Así es que no te desesperes; ese joven volverá y caerá a tus pies; con tu vara y tu garbo no se resiste tan fácilmente un hombre; esa historia del casto José, sólo porque está en la Biblia la creo; la verdad es que la mujer debe haber sido o muy fea o muy tonta; pero ahora ya no hay de esos Josés, y los hombres dicen que nosotros somos débiles; pero ellos… ya, ya verás.

—No, madre, no es un capricho, os lo confieso; yo estoy enamorada de don Leonel, celosa, sí, horriblemente celosa de doña Esperanza.

La vieja soltó una carcajada de burla, que hizo estremecer a Catalina que, como todas las mujeres, había tenido su época de ser espiritual.

—¡Cosa más divertida! —decía sin poder contener su risa la vieja—. ¿Tú enamorada? ¿Tú, mi hija, criada en mi seno y educada con mis ideas? Vamos, Catalina; si no estás loca, no sé cómo tienes valor de decirme semejante cosa, a mí que sabes que no creo en esas pasiones de leyenda, y que te conozco a ti como que eres mi hija, y que te he criado y educado y que te he visto cambiar de amantes como de trajes.

—Es verdad eso por desgracia; pero también lo es que yo amo a ese hombre.

—Pero aun suponiendo que eso sea así ¿qué te impide que tú tengas amores con él? Ni tú ni él sois casados; ya te habrás vuelto escrupulosa, sin recordar que tu padre mismo era un hombre casado, y no conmigo.

Por acostumbrada que estuviera Catalina al lenguaje cínico y soez de su madre, sin embargo en aquellos momentos le hizo una impresión dolorosa; la mujer vulgar estaba enamorada, y el amor la enaltecía; la Mesalina se tornaba en Magdalena.

—¡Por Dios, madre! —exclamó—. No me habléis así, os lo ruego por Dios, no me habléis así.

—¿Pero qué es esto? No te conozco; pero si amas a ese hombre, no sé para qué demonio puedas quererlo.

—¡Madre!

—A no ser que te figures que pueda casarse contigo.

—¿Por qué no? Si le amo, si él puede volver a amarme.

—¡Válgame Dios! ¿Estás loca? ¿Piensas que hay dos Pedros de Mejía? Vamos, Catalina, vuelve en ti, y confórmate con el papel que te ha tocado en el mundo, sin andar pensando en locuras.

—Pero sí, yo sería muy feliz con ser su mujer —contestó Catalina con esa terquedad propia de los enamorados.

—Eso es imposible.

—¡Imposible! ¿Por qué?

—¿Crees, tonta, que ese hombre no sabrá lo que eres y lo que has sido, que si lo sabe antes no te tomará nunca por su mujer, y si lo sabe después del matrimonio, no te arrojarán de su casa sus lacayos? ¿Crees que no conozca a algunos de los muchos que te han llamado suya en México, que han gozado de tus encantos? ¡Oh! Desengáñate y no quieras volar más que hasta donde puedas.

—Pero si él conociendo mi vida…

—¡Locuras! ¿Se uniría contigo nunca cuando supiera que desde los quince años de tu vida estás entregada al vicio, y que desde esa edad comercias con tu hermosura?

—Decid más bien —exclamó Catalina furiosa— que vos sois la que habéis comerciado conmigo, la que entregasteis mi virtud y mi inocencia, la que procuró corromper siempre mi corazón y mancillar mi espíritu como mancillasteis mi cuerpo. Sí, vos, señora, que no habéis sido para mí una madre, porque no habéis visto en mí una hija, sino una mercancía para enriqueceros.

—Y tú también has enriquecido.

—Sí, yo también he adquirido a costa de mi honor, esas malditas riquezas, cuyo peso no conocía hasta este momento, porque me siento regenerada, señora, porque abro mis ojos a la voz de la verdad, porque comprendo que soy rica, pero que valgo menos que la esclava más infeliz; porque con mil tesoros más de lo que poseo, no conseguiría volver a la inocencia ni a la virtud; porque pobre, miserable y cubierta de harapos, quizá conservaría la ilusión de ser la esposa de un caballero; no tendría que ocultarle mi nombre ni mi historia, no bajaría mi frente con vergüenza delante de esa Esperanza a quien hemos hecho desgraciada, y que, lo confieso a mi pesar, es más digna del amor de don Leonel que yo; yo, que podré comprar amantes como vos decís, pero nunca inspirar una pasión ardiente y pura, una pasión noble; para mí los torpes placeres del amor, pero nunca el dulce goce del alma, del corazón, del sentimiento: estoy condenada eternamente al pecado y a la desesperación.

—Catalina, tú deliras —le dijo la vieja, asombrada del giro que tomaban las ideas de su hija.

—Sí, deliro, deliro porque comprendo lo que encierra de terrible mi situación; porque comprendo lo que soy, lo que valgo en el mundo. Sí, señora, esto es lo que me hace delirar. ¿Quién soy yo, madre? ¿Quién soy? Una mujer perdida, deshonrada, que cubre con el oro su vergüenza, que tiene que ocultar para unos su verdadero nombre, que tiene que ser Estela para don Pedro de Mejía, que engañado le dio su mano, y que no puede dejar de ser Catalina para los demás; Catalina, la desgraciada, la dama de picos pardos, la mujer que ha vendido su amor, que ha comerciado con su belleza, que no puede ni aun alentar la esperanza de ser digna nunca del amor del hombre a quien ama por vez primera…

La madre escuchaba sin atreverse a contestar aquel torrente de palabras. Catalina estaba como fuera de sí.

—¡Oh! Y lo que es vos, señora, me enseñáis el abismo profundo, inmenso, espantoso, en el que estoy sumida, cu el que vos me hundisteis, sin mostrarme la luz siquiera de una esperanza. Decidme, vos que recordáis mi vergüenza y mi rubor con el primero de mis amantes, vos que desvanecisteis mis temores, vos que le ayudasteis a burlar mi candor, haciendo brillar a mis ojos sus joyas y el oro, que me abandonabais a solas con él para que insensiblemente bebiera el veneno dulce de su seducción ¿qué hago yo? ¿Qué hago para ser digna del hombre que amo? Decidme, señora, vos que sois mi madre.

—El arrepentimiento —dijo como instintivamente la vieja.

—¿El arrepentimiento? ¡Oh! Sí, lo sé, lo sé; el arrepentimiento me abrirá las puertas del cielo si persevero en él; si hay un Cristo que me sostenga en mi propósito; pero eso es la muerte, ésa es mi despedida de la tierra, ése es el principio de la penitencia y de la austeridad; pero yo no quiero todavía el cielo, señora, porque amo a un hombre ¿lo entendéis? Porque daría todo mi ser, daría mi alma porque ese hombre fuera mío, porque sin su amor no comprendo ni la vida, ni el cielo, ni la salvación, porque me habéis perdido para el mundo y para la eternidad; yo amo a don Leonel, y por él, por él, no más, no por el cielo, siento el haber pecado, porque sin sentirlo he llegado a adorarle; es mi Dios, es mi todo; él mueve mi corazón para aborrecer el cieno en que he vivido. Sin conocerle, sin amarle, nunca hubiera pensado en esta contrición que siento por él, y si fuera capaz de perdonarme siquiera mis extravíos, si comprendiera lo que siento haberle ofendido antes de conocerle ¡oh! sería yo muy feliz, aunque muriera en el acto. Dios mío ¿por qué no conocí a este hombre cuando era pura? ¿Por qué le he conocido ahora que no soy más que una ramera, una infame?

Y Catalina, sofocada por aquel supremo esfuerzo de pasión y de entusiasmo, cayó de rodillas en el suelo y se recostó en el asiento de un sitial, sollozando.

La madre espantada, la contemplaba en silencio; era la primera vez que el relámpago del remordimiento alumbraba aquel corazón endurecido por el vicio.

32. En el que se prueba que una hija puede hacer la conversión de su madre

Catalina seguía llorando y sollozando, y como una estatua la vieja la miraba, haciendo entre sí terribles comentarios de aquella escena.

Después de un largo rato, la joven volvió el rostro algo más sereno y dijo con tristeza:

—¿Aún estáis ahí, madre mía?

—¿Podía yo acaso haberte abandonado así? ¿No eres mi hija?

—¡Ah sí! —exclamó Catalina levantándose—, sois mi madre, porque sólo una madre podía haber escuchado con paciencia cuanto os he dicho: deben haber sido cosas horribles…

—Horribles, es la verdad; pero he sentido no sé qué en mi alma, he conocido que hay una realidad que yo me empeñaba antes en no ver; sí, he oído de tu boca cosas horribles, pero yo las merezco…

—Perdonadme, señora, perdonadme, porque estaba loca, loca; soy muy desgraciada, mucho, muy desgraciada…

Y la joven volvió a llorar amargamente.

—Hija mía, pobre hija mía, conozco todo el peso de tu infortunio; ven, consuélate, consuélate y perdóname, porque yo soy la causa de todo, alma mía —y doña Catalina se sentó en un sitial y atrajo sobre su regazo a su hija y la sentó allí como si fuera una niña—. Yo soy la causa de todo, hija mía ¿pero me quieres? Yo no tenía educación, ni religión, ni nada, ni sé a quién debí el ser, ni conocí a mis padres; me crió un soldado y en mi juventud los hombres usaron de mí como un instrumento de placer, y nada más; y uno tras otro me abandonaron y nunca creí en amor, ni en pasiones, porque éstas eran para mí palabras sin sentido. No conocía ninguno de los goces del corazón, y pasó mi belleza y me encontré pobre y despreciada; entonces crecías tú, bella y sola también, y yo en mi vida quise encontrar lecciones para la tuya, y creí, y eso te enseñaba, que era todo en la vida conservar con el placer la utilidad y ganar con las gracias y la belleza de la juventud oro para tener una vejez tranquila y no vivir en los últimos años con el amargo pan de la caridad, y pedir a un hospital un jergón y un crucifijo para hacer el último trance.

—¡Pobre madre mía!

—Óyeme, óyeme hasta el final. Así te eduqué; creí que lo había conseguido todo cuando te vi rica, y en los momentos mismos de mi triunfo, tu voz me dice: «Madre mía, me habéis perdido ¿para qué quiero ser rica si no puedo ser feliz? ¿Para qué sirve el oro cuando se tiene el alma de cieno? ¿Para qué voy a tener las comodidades del lujo, si el infierno está en mi corazón?».

—Perdonadme, perdonadme.

—No, no tengo de qué perdonarte; tú eres quien debe darme el perdón. Dios me entregó un ángel y yo le vuelvo una mujer perdida.

—¡Madre, madre!

—Sí, una mujer perdida, Catalina; pero yo haré por ti cuanto quieras. ¿Qué quieres que haga yo por ti, por ese don Leonel? Por ahora sí creo en el amor, y en la pasión, y en todo, en todo…

—¡Oh! Así, así me gusta veros, abriéndome las puertas de la esperanza. ¿Creéis que tendré remedio?

—Sí, mi vida; un arrepentimiento como el tuyo, que es capaz de borrar hasta la huella del vicio, que redime el alma delante de Dios ¿cómo no ha de encontrar gracia delante de un hombre? Sí, creo que él se conmoverá cuando le veas, cuando le digas: «Don Leonel, por Dios no he hecho lo que hago por ti; si lo hiciera por Él, Él me miraría con amor; mírame tú siquiera con lástima».

—Sí, sí, eso le diré, eso le diré —exclamó Catalina loca de contento— y me oirá, y su corazón, que es noble y grande, conocerá lo inmenso de esta pasión que me purifica y me engrandece, y me mirará siquiera, porque yo he nacido para amarle, para servirle, aunque sea como la más infeliz de las esclavas de su casa.

—¿Y esa joven, esa Esperanza?

—Ése será nuestro eterno remordimiento… pero no… ella le amó, ella le ama quizá… que sufra, que sufra… Ante esa idea, ante el pensamiento solo de que se aman, siento brotar sangre de mi corazón. Me siento con las entrañas de una hiena y sería yo capaz de todo, porque pasan delante de mis ojos relámpagos de sangre y de fuego: ved qué hacéis con ella; que no la vea yo nunca, que no oiga ni su nombre, porque me siento ahogar por los celos…

—Ella ha determinado salir de esta casa e ir a vivir a la de don Alonso. Nada tienes que temer; sus relaciones con don Leonel están rotas para siempre; un muro de bronce que yo cuidaré de conservar, se ha levantado entre ellos, y uno para el otro han dejado ya de existir.

—Más vale así, para ella y para mí. ¿Y creéis que no se verán, que no volverán a encontrarse?

—Lo creo, y estoy casi segura de que ella va a sepultarse en vida dentro del recinto de la casa de su marido; este matrimonio ha sido la señal del perpetuo retiro para ella.

—Dios lo haga. ¿Y cuándo se va?

—Dentro de una hora cuando más, y eso venía yo a avisarte, que voy con ella a dejarla instalada dentro de su nueva casa, para volver de nuevo a ayudarte en tus planes de regeneración.

—Entonces id, madre mía, id y activad cuanto antes esa marcha, porque yo no puedo vivir bajo el mismo techo que ella; o yo o ella debemos salir de aquí.

—Voy, y pronto, muy pronto estaré aquí.

La vieja salió y Catalina se arrojó otra vez a llorar sobre un sitial.

Poco después la puerta volvió a abrirse y doña Catalina se presentó cubierta con un manto.

—Hija mía —dijo— en este momento me voy ya a dejar a su casa a doña Esperanza.

—Gracias a Dios, madre mía —contestó la joven— id, id y volved pronto; pero por Dios, madre mía, a nadie refiráis lo que ha pasado con esa joven, ni los motivos del matrimonio…

—¡Imposible!

—Si don Leonel lo supiera, sería para mí la última ilusión que se desvanecía.

—No temas, Catalina; aun cuando me costara la vida no diría yo nunca nada, te lo juro.

—Gracias, madre mía, me haréis feliz.

—¡Ojalá que pueda hacerte siquiera menos desgraciada!

Y doña Catalina salió, dejando a su hija entregada a las más profundas y tristes reflexiones.

Una carroza cerrada esperaba en el patio y en ella entraron doña Catalina, don Alonso de Rivera y doña Esperanza de Carbajal.

Los caballos partieron arrastrando el carruaje, y muy pronto llegaron a la casa de don Alonso.

—¿Queréis que os aguarde la carroza? —preguntó Rivera a la vieja.

—No, que se retire; volveré a pie, y vos, si no os incomoda, me acompañaréis; algo tendremos que arreglar.

El carruaje dio la vuelta para la casa de don Pedro, y doña Catalina y los nuevos esposos subieron a la casa de don Alonso.

Como éste había dicho, la casa de Rivera no estaba en estado de recibir a una novia tan joven, tan bella y tan rica.

La casa de Rivera no era ya aquel magnífico edificio de la calle de la Celada, en que don Alonso vivía con su hermana doña Beatriz en los tiempos de su opulencia; no había ni lacayos, ni carruajes, ni muebles suntuosos. Don Alonso había llegado casi a la pobreza, y ostentaba lujo sólo en su persona; su casa era una pequeña habitación en la calle de las Atarazanas, con bastantes aposentos, porque todas las casas en México y sobre todo en aquellos tiempos, eran grandes; pero esos aposentos estaban tristes, sin muebles, sin adornos.

—Esposa mía —dijo Rivera a Esperanza— ¿veis con cuánta razón os decía yo que mi casa no era digna de vos?

Esperanza no contestó.

—Pero qué queréis, hombre solo, sin familia, viviendo siempre en la casa de don Pedro de Mejía, casi nunca me ocupaba yo de lo que aquí pasaba, y era para mí muy duro el llegar aquí. Excusad, pues, todo esto, que ya trataremos de componer, y entretanto culpaos a vos misma de haber querido venir a habitar aquí, en lugar de vivir en vuestro palacio.

—¿A dónde está mi aposento, mi cámara? —preguntó doña Esperanza sin contestar a lo que decía Rivera.

—Nuestra cámara querréis decir —contestó con sonrisa maliciosa don Alonso.

—No, mi cámara —repitió con altivez Esperanza.

—Decís bien —dijo Rivera— la cámara y la casa son de la señora y no del marido. Venid.

Y seguido de Esperanza y de la vieja, se dirigió a la que se había dispuesto cámara nupcial, bien triste en verdad.

—Aquí la tenéis, señora —dijo con galantería, dejando pasar por delante a su esposa.

Esperanza contempló desde la puerta aquella estancia sin penetrar en ella, y luego volviéndose a don Alonso, con aire de mando le dijo:

—Don Alonso, ésta es mi estancia, mi cámara ¿lo entendéis? Mi cámara, pero nada más mía; desde este momento tomo posesión de ella y os prohíbo dar un solo paso dentro de ella.

—Pero señora…

—Ésta es mi voluntad, señor don Alonso de Rivera.

—Pensad, señora, que sois mi esposa y que tengo derecho de penetrar aquí a cualquier hora.

—Pienso que no entraréis nunca, que no me veréis más que cuando yo salga de aquí y os lo permita, que no os acercaréis a mí jamás, y que no tocaréis ni la orla siquiera de mi vestido.

—¡Doña Esperanza! —exclamó la vieja.

—Es mi voluntad y se hará.

—¿Pero desde cuándo la mujer prohíbe a su marido acercarse y penetrar en su aposento? —dijo Rivera.

—Desde que los hombres se casan no con las mujeres, sino con sus riquezas. Vuestra esposa es la herencia de mi padre; haced de ella lo que os agrade; en cuanto a mí, a quien no os habéis unido sino para tener un título a esa herencia, no os reconozco como esposo, porque bien sabéis que ni os amo ni os he amado nunca.

Don Alonso estaba asombrado y doña Catalina, impresionada por la reciente escena que había tenido con su hija, caminaba de sorpresa en sorpresa, no hablaba una palabra, y sólo pensaba en su interior:

—Estas muchachas no son como las de mis tiempos: comienzo ya a creer que existe el amor.

—Señora —dijo en alta voz don Alonso y como tratando de tomar la autoridad del marido— señora, debo advertiros que esto es ya demasiado y que he tenido sobrada condescendencia.

—Habéis hecho bien —contestó Esperanza— y espero que así será en lo de adelante, porque es el único camino que os queda.

—Os engañáis, señora, porque sabré hacer respetar mis derechos.

—¿Vuestros derechos? ¿Y cuáles pensáis tener? ¿El título de esposo, de marido de una mujer que no os ama? Os engañáis, don Alonso; antes de casaros conmigo, podíais haberme sacrificado impunemente mandándome asesinar; entregarme a la torpeza de un ladrón, venderme a él como su querida, deshonrarme; pero ahora todo es diferente; ahora tengo títulos para exigir vuestro respeto, para exigir y esperar que cuidéis de mi nombre y de mi honra, que son los vuestros; ahora vos sois el que tiene que obedecer y que temblar, porque yo puedo denunciar vuestros crímenes y la sociedad podrá preguntaros si intentáis hacerme desaparecer: «¿A dónde está doña Esperanza de Carbajal?».

Don Alonso y la vieja se miraron: comenzaba ya a oscurecer.

—Don Alonso, os lo prevengo, no entraréis aquí jamas ni me veréis ni me hablaréis sin mi permiso; y en cuanto a vos, señora —dijo dirigiéndose a la vieja— salid de aquí, y en lo de adelante os prohíbo presentaros en mi casa, bajo la pena de ser echada por mis lacayos. Don Alonso, haced que vengan unos criados para servirme, y buenas noches.

Doña Esperanza se entró en su cámara y cerró con un aire de soberano desprecio la puerta, que casi fue a chocar contra don Alonso y doña Catalina, que se habían quedado asombrados.

33. De cómo toda Magdalena puede encontrar un redentor

La noche había comenzado a tender su manto por las calles de México y entre aquella incierta claridad y entre aquella dudosa sombra se vio salir, como recatándose de la casa de don Pedro de Mejía, a una dama cubierta con un velo negro y envuelta en un gran mantón, negro también.

Por la gallardía de su talle y por el garbo con que caminaba, los lacayos conocieron a la viuda de su amo, a doña Catalina, que pasó entre ellos sin dirigirles una palabra, sin ordenar que la siguiese alguno, como era más que costumbre en aquellos tiempos y en aquella hora.

Doña Catalina salió y atravesó resueltamente la plaza sin hacer el menor aprecio ni mostrar siquiera que oía las flores y las galanterías que le decían al paso los hombres de buen humor que encontraba por la calle, y que la tomaban por una dama de picos pardos que buscaba aventuras.

Profundamente preocupada doña Catalina llegó hasta la casa de don Leonel de Salazar, subió las escaleras y se mandó anunciar con un lacayo, no dando su nombre sino solicitándole para una conferencia con una dama encubierta.

Don Leonel hablaba con su hermano el padre Alfonso. Después de haber salido de la casa de Catalina despedido por ella y con el corazón despedazado por el matrimonio de doña Esperanza, Leonel vagó por las calles de la ciudad sin encontrar consuelo y casi instintivamente entró a su casa y buscó a su hermano.

Don Leonel estaba en una situación incomprensible aun para él mismo; sentía celos horribles por el casamiento de su prima; pero en medio de su despecho sentía por ella un amor y una ternura infinitas, que luchaban, por decirlo así, como la luz y las tinieblas; con una especie de pasión volcánica que se encendía en su pecho al recuerdo de la belleza de Catalina, a la memoria de su gracia, de su voluptuosidad: el combate entre el ángel bueno y el ángel malo de que hablan las tradiciones cristianas se trababa en su alma. No sabía quién triunfaría por fin: amaba a Esperanza con toda la fuerza de su espíritu, y ese amor, por lo mismo que era imposible ya, se había vuelto el fuego de su corazón, con todo el vigor de su cuerpo: no hubiera sabido qué contestar si le hubieran preguntado a cuál prefería perder, pero tampoco hubiera sabido decir cuál de aquellas dos pasiones era más vehemente.

Don Leonel necesitaba contar a alguien lo que sentía, lo que pensaba; le era preciso desahogar sus penas en el corazón de un hermano o de un amigo, porque hay veces en que el placer o el dolor son de un peso superior al que puede sostener nuestro espíritu y necesitamos buscar quien nos ayude a sentir.

Don Leonel refirió a su hermano cuanto pasaba en su alma y cuantos acontecimientos habían tenido lugar en aquel día.

—Pero hermano mío —decía don Alfonso— parece increíble que nuestra prima doña Esperanza, la hija de doña Juana de Carbajal, criada en tanto recogimiento, se haya atrevido a tanto, se haya olvidado de ese amor que me has dicho que te juró tantas veces, para huir de su casa con un hombre viejo y de tan mala reputación…

—Y no lo dudes, Alfonso, yo la he visto ante el altar, yo la he visto pasar a mi lado orgullosa y serena, del brazo de su esposo, y cuando me he acercado a hablarla, a reconvenirla, ciego de admiración y de celos, ella me ha apartado desdeñosamente, diciéndome: «No os conozco». Esto es infame ¿es verdad, Alfonso? Infame…

—Al menos es incomprensible.

—No, eso no; yo sí lo comprendo, lo comprendo todo, todo; la codicia entró en el corazón de esa mujer; por no sé qué ligas misteriosas, don Alonso de Rivera venía a ser una persona necesaria para Esperanza, en la testamentaría de don Pedro y ella, por quitarse un obstáculo, por hacerse de un aliado, por encontrarse sin duda rica y poderosa, lo ha sacrificado todo, todo, mi amor, mi felicidad, su juventud, sus juramentos…

—Leonel, quizá haya en todo esto algún misterio que no puedes tú alcanzar; no culpes a esa joven, quizá habrá sido más desgraciada que criminal.

—Hermano mío, la nobleza de tu corazón te lleva siempre a disculpar las faltas de todos, pero ahora esa benevolencia se engaña. Si hubieras visto a Esperanza cómo iba satisfecha de sí misma, cómo me miró con desprecio ¡oh entonces no la disculparías, como yo no la perdonaré nunca!

—Somos crueles, Leonel, con los demás y demasiado indulgentes con nosotros mismos. ¿Qué contestarías a doña Esperanza si ella hubiera sabido tus amores con doña Catalina, si ella te hubiera reclamado la fe de tus promesas y tus juramentos?

Don Leonel bajó los ojos y calló.

—Pero ya doña Esperanza está perdida para ti; una vez unida a otro hombre, no te es permitido ni pensar siquiera en ella, ni recordarla. Debes evitar un encuentro con ella: si la amaste no debes hacerla desgraciada; quizá ella te ame aún, quizá algún compromiso terrible la haya hecho dar su mano a ese hombre, y llore en secreto su pasión por ti; y entonces ¿será digno, será noble que tú te acerques a ella, que le dirijas reproches, que le recuerdes lo que debe olvidar para siempre, que la pongas en la espantosa situación o de morir de pena o de faltar a sus deberes?

—No, nunca, nunca cometeré semejante vileza. Viva feliz y estaré contento.

—Así, así te quiero ver, hermano mío, con esos arranques de nobleza y de generosidad. Si ella, como yo creo, te ama y tú la amas también, haced un esfuerzo, sobreponeos, y quizá el tiempo y otro nuevo amor os hará olvidar vuestra desgracia.

—Me parece imposible.

—Nada hay imposible para Dios, y mírale patente; cuando era segura tu desgracia, y ya esa doña Catalina interesaba tu corazón, y ya sentías por ella el principio de un amor que puede ser tu remedio…

—Es verdad.

—¿Tú amas ya a doña Catalina?

—Creo que sí.

—¿Y tú crees que es una mujer digna de tu amor?

—La verdad es que si no lo fuera, me sentiría yo el hombre más desgraciado del mundo.

—Ése es un síntoma de amor. ¿Conoces tú la historia de esa dama?

—Casi toda: es una muchacha pobre, pero de familia honrada, y casi noble, a quien unieron con don Pedro de Mejía, sacrificándola a sus grandes riquezas; pero el candor y la inocencia brillan tanto en sus ojos azules como en los negros ojos de mi prima doña Esperanza.

—¿Y es bella? ¿Y te ama?

—¿Bella? Es un arcángel; y no sabría hacerte su descripción, porque es una hermosura para vista y no para pintada. ¿Si me ama? ¡Ay! hermano: yo lo creía así; pero ya te he referido que me arrojó con indignación de su presencia.

—Bien; pero eso, Leonel, no puede haber sido más que un acto de los celos, porque fuiste inoportunamente franco con ella.

—¿Lo crees así?

—Sí, estoy seguro, y ésta es la prueba de que te ama; y sin duda por su misma inexperiencia ha dado este paso; créete, Leonel, que otra mujer que hubiera tratado sólo de engañarte, de divertirse contigo, de explotarte, no se hubiera mostrado tan indignada…

—¿Y piensas que me perdonará?

—Una mujer perdona siempre que ama de veras y que está segura de ser amada.

En este momento la puerta de la estancia en que hablaban los dos hermanos se abrió y un lacayo dijo sin pasar del dintel:

—Una dama encubierta que no ha querido decir su nombre solicita hablar al señorito don Leonel.

Los dos hermanos se miraron.

—Iré a verla —dijo don Leonel.

—No —contestó el padre Alfonso— hazla pasar aquí; yo me entraré al aposento que sigue; quizá tenga esta visita relación con tus aventuras de hoy, con tu felicidad y con tu porvenir. Espero en la estancia vecina; si necesitas de mis consejos, llama; el corazón me dice que te seré útil.

—Gracias, hermano mío. Di a esa dama que pase.

El lacayo salió por un lado; el padre Alfonso se retiró por el otro y don Leonel quedó solo, esperando a la dama.

Pocos momentos después la puerta se abrió lentamente y la dama misteriosa penetró, volviendo a cerrar.

—¿Estáis solo, don Leonel? —preguntó la dama en voz muy baja.

—Solo, señora, entrad con confianza —contestó el joven temblando de emoción—. ¿Quién sois?

—Miradme.

—¡Dios mío! —exclamó espantado don Leonel—. ¡Catalina! ¡Catalina en mi casa!

—Sí, Leonel, en vuestra casa, porque necesitaba hablaros, necesitaba veros para pediros de rodillas, si no vuestro amor, al menos vuestro perdón, porque no puedo vivir sin adoraros.

—Catalina —dijo Leonel exaltado y tratando de tomar una de las manos de la joven— me hacéis muy feliz.

—No me toquéis —exclamó doña Catalina retrocediendo— no me toquéis, por Dios, porque entonces me sería más espantoso después vuestro desprecio; no os acerquéis a mí, no me habléis de vuestro amor hasta que os diga quién soy, hasta que conozcáis mi historia, don Leonel, porque yo no soy digna de vuestro amor.

—¡Catalina! ¡Catalina! ¡Me espantáis…!

—Sí, don Leonel —continuó con exaltación la dama y en voz muy baja— yo no soy lo que parezco; yo no soy una joven honrada, pura, virtuosa; yo no soy la honesta viuda de don Pedro de Mejía…

—¡Catalina! ¡Callad por Dios!

—No, no; escuchadme, escuchad hasta el fin lo que tengo que deciros; porque os amo tanto, que este secreto pesa como una montaña sobre mi corazón, y porque moriría antes que engañaros. Yo soy una mujer perdida, que ha comerciado con su cuerpo y con su belleza desde su más tierna juventud; yo he servido para lisonjear los caprichos de los jóvenes prostituidos y para juguete de las brutales pasiones de los viejos y ricos encenagados en el vicio; yo no debo traer este traje de viuda honrada y honesta, no; para mí los picos pardos de las mujeres públicas, los escandalosos tocados de las mulatas que viven del vicio; yo no soy una joven virtuosa como vos habéis creído; soy una ramera, una infame, indigna de ser vuestra, indigna de vuestro amor, indigna de ser siquiera esclava de vuestra casa.

Don Leonel, verdaderamente aterrado con aquellas confesiones, con aquella ruda y terrible franqueza, con aquel lenguaje apasionado de Catalina, había caído en un sitial y se cubría el rostro con las manos, sin atreverse a mirar siquiera a la joven.

—Yo no quiero —continuó Catalina— ni referiros mi historia ni culpar a nadie de mi desgracia. Yo vivía en el vicio… y en el escándalo y me presté a representar el papel… de una joven honrada con un hombre que me hizo su es… posa y que murió sin haberme llamado suya nunca. Pero entonces no me arrepentía de nada, porque no os conocía a vos, porque no os amaba, porque no me habíais dicho vos nunca que me amabais, porque no comprendía yo que había perdido la honra, que era la única llave que me falta hoy para penetrar hasta el santuario de vuestro amor y mi felicidad. ¡Oh! Pero ya lo conozco, y soy muy infeliz. Don Leonel, por Dios, miradme a vuestros pies suplicando; no quiero vuestro amor, no, no quiero tanto, porque no lo merezco; no quiero más que vuestro perdón por haberos engañado y una sola de vuestras miradas.

—¡Catalina! —exclamó don Leonel.

—¡Oh! Don Leonel, oídme y me perdonaréis. Yo no he sentido sino por vos el arrepentimiento, por vos sólo siento cuanto malo he hecho en mi vida; sin haberos conocido, sin haberos amado, hubiera sido para mí indiferente todo; pues bien, don Leonel, la Magdalena obtuvo su perdón del Salvador; si yo sintiera por Dios este supremo arrepentimiento de mis culpas que siento ahora por vos solo, Dios me perdonaría; y vos que me veis de rodillas, confesándoos con rubor mis faltas e implorando vuestro perdón, ¿me lo negaréis, cuando es sólo el perdón lo que solicito? ¡Don Leonel! ¡Don Leonel! ¿No habrá un redentor para esta Magdalena?

—Sí le habrá —dijo solemnemente el padre Alfonso penetrando en la estancia.

Doña Catalina retrocedió espantada a la presencia inesperada del padre, y Leonel se arrojó a su encuentro abrazándolo.

—¡Hermano mío! —exclamó—. ¡Soy muy desgraciado!

—Y ella también —agregó el padre señalando a Catalina— ella quizá más que tú, hermano mío. Acercaos, señora.

Doña Catalina obedeció instintivamente, y el padre la tomó de una mano.

—Leonel —dijo con solemnidad— tú puedes no amar a esta mujer, pero no abandonarla cuando vuelve a ti los ojos en su arrepentimiento; no la hagas tuya, pero ábrele, hermano, los brazos cuando busca tu perdón en su abatimiento.

Doña Catalina dio un grito de placer, porque los brazos de Leonel se abrieron y cayó de rodillas abrazada a los pies del joven, y derramando un torrente de lágrimas.

34. En el que se da razón de lo que pasó a la vieja doña Catalina con el viejo don Baltasar de Salmerón

Don Alonso de Rivera y doña Catalina de Armijo quedaron pasmados con la violenta energía de doña Esperanza. La joven cerró con violencia la puerta de su cámara y sus dos interlocutores se miraron entre sí con asombro, e instintivamente se retiraron de aquel lugar en que habían llevado una lección tan ruda.

—¿Qué decís de todo esto? —preguntó don Alonso.

—Digo que esa muchacha tiene una energía salvaje y un genio tan fuerte que trabajos os mando para domarla.

—¿Pero creéis que siga esto así? Porque ese aislamiento en que ella quiere colocarse y esa prohibición de que la toque y de que penetre en su habitación, me convierte en el marido más gracioso del mundo.

—Supongo que esa resolución no se llevará adelante; las mujeres tienen a veces caprichos raros que es preciso no contradecir y acaban por abandonarlos ellas mismas.

—Según eso…

—No insistáis en nada vos; ella amainará. Y si acaso descubrís que se humaniza con vos, procurad entonces hacer el desdeñoso, mostrando que nada se os da de todo eso y la veréis más blanda que una madeja de seda.

—Pero entre tanto esto no puede seguir así; yo soy su marido y tengo derechos…

—¿Derechos? ¿Pensáis que a una mujer se la conquista con derechos? ¿Suponéis que es una casa o una heredad cuya posesión pretendéis tener? Desengañaos, don Alonso; a no ser casos muy remotos, que yo no conozco, una mujer nada concede por violencia ni por fuerza, nada, quizá ni un beso; lo que no haga o el amor o la astucia, ni todos los derechos ni toda la fuerza del mundo lo conseguirá.

—Entonces ¿qué camino me queda aquí?

—La paciencia, la paciencia; ya es vuestra esposa.

—Bien, pero ya habéis visto…

—Vamos, don Alonso, que a mí no me salgáis con ésas; yo sé mejor que vos que por pasión no os habéis casado con esa muchacha, sino por interés de su herencia. Eso lo habéis ya conseguido; decid ahora que al verla tan cerca de vos y en vuestro poder, os ha entrado un capricho y os creeré, pero no más.

—Capricho o no, tengo derechos.

—¡Torna con los derechos! Yo os daría un medio muy sencillo para que todo quedara en paz.

—¿Cuál?

—Si queréis venir a casa, os daré un bebedizo que la dormirá de manera que no tenga más voluntad que una piedra. En esto no quebrantáis ninguna ley divina ni humana, porque es ya vuestra mujer.

—¿Y luego, cuando vuelva en sí?

—¿Qué? Dará gritos, os reñirá, se mostrará desesperada; pero en vano; ni tendrá remedio ni podrá quejarse a nadie, porque los mismos a quienes se queje, se reirán y os darán a vos la razón.

—Puede pasar a otros extremos.

—A nada, no seáis tímido. Además yo os propongo lo que creo que puede hacerse; si no os agrada, adelante.

—Sí, sí me agrada. Iré, iré con vos, que ningún mal puede seguírseme, y es un medio seguro, infalible.

—Y que os dará un rato muy divertido cuando podáis decir: esposa mía, yo no podía obedeceros, ni la ley ni mi corazón me permiten veros como a una enemiga. ¿Qué queréis? Castigadme como os parezca.

Don Alonso soltó una carcajada.

—Vamos —dijo la vieja.

—Vamos —contestó don Alonso.

Rivera tomó su sombrero y una capa, se sujetó su espada a la cintura y salió de la casa al lado de doña Catalina.

Estaba ya oscura la noche y don Alonso, entretenido en su conversación con doña Catalina, no observó un hombre que se destacaba de un zaguán de la acera de enfrente y que se puso a seguirlos.

Llegaban ya a la esquina don Alonso y doña Catalina, cuando el hombre que les seguía lanzó un silbido agudo y prolongado.

Volvió Rivera la cabeza y en este momento cinco o seis hombres se arrojaron sobre él y sobre la vieja, les pusieron mordazas y les sujetaron con ligaduras de pies y manos en un momento y de tal manera, que no podían ni dar un grito ni hacer un solo movimiento.

Uno de aquellos hombres se desprendió y volvió con una carroza, en la que metieron a Rivera y a doña Catalina, y entrando dos de ellos también, el carruaje echó a caminar.

Después de una media hora se detuvieron y sacaron de la carroza a los dos prisioneros.

Doña Catalina se estremeció de horror. A la luz de una torcida que tenía encendida uno de aquellos hombres, había reconocido la casa en que estaba: era la misma a que habían conducido a doña Esperanza. La vieja creyó encontrar en esto la explicación de aquella aventura; relacionó con esto el severo comportamiento de Esperanza con ella y con don Alonso; pensó que era una venganza preparada sin duda por don Leonel, y tembló.

En brazos de aquellos hombres fueron bajados del coche, pero separados. Don Alonso fue llevado a la pieza interior y doña Catalina depositada al pie de un árbol que había fuera de la casa.

—¿Por qué será esto? —pensó ella—. ¿Qué irán a hacer con él o conmigo?

Todo se había ejecutado con el mayor silencio. Un hombre alto, enmascarado y cubierto con una capa negra, dirigía la maniobra casi sin hacer seña alguna; parecía que los otros adivinaran su voluntad en sus ojos, que brillaban como los de un tigre, al través de su antifaz de terciopelo negro.

—¿Quién será ese hombre? —decía entre sí doña Catalina—. No puedo adivinar quién sea; debe ser viejo, porque al través del embozo se escapan algunos mechones de canas de su barba.

Los que habían llevado a don Alonso volvieron. Entonces uno de ellos pasó un lazo por encima de uno de los brazos del árbol.

—¿Me van a ahorcar? —pensó la vieja y se estremeció.

El hombre tomó uno de los extremos de aquel lazo, hízole un nudo corredizo y se acercó a la vieja.

—¡Jesús me acompañe! —dijo ella interiormente.

Pero el hombre pasó la lazada sobre las dos manos atadas de doña Catalina y corrió el nudo; luego se dirigió al otro extremo del lazo y comenzó a tirar.

La vieja comenzó a enderezarse hasta que quedó de pie; siguieron tirando del otro extremo de la cuerda y la levantaron del suelo, y quedó suspendida a dos varas sobre la tierra; pero esto le causaba terribles dolores en las manos y en los brazos, tanto por la posición de las manos como por la presión del nudo corredizo.

Hubiera gritado si se lo hubiese permitido la mordaza.

—Basta —dijo el hombre que mandaba.

Doña Catalina creyó que la iban a bajar; pero los hombres ataron el extremo de la cuerda en el tronco del árbol y la vieja quedó meciéndose en el espacio.

Dio el hombre misterioso algunas órdenes en voz baja y dos de los que le obedecían se perdieron entre las sombras y volvieron a poco, trayendo entre ambos con dificultad un objeto pesado.

A pesar del dolor de sus manos, la vieja seguía con terror todos aquellos preparativos.

Los hombres depositaron en el suelo lo que traían, que era una gran piedra, y se dirigieron a doña Catalina. En un instante le arrancaron las medias y el calzado, dejando sus pies enteramente desnudos.

Los amarraron fuertemente uno contra otro con la punta de una cuerda que estaba debajo, pero de tal manera tirante, que el cuerpo permanecía suspendido entre las cuerdas de las manos y las de los pies, sin que la vieja pudiera hacer el menor movimiento ni levantar siquiera un pie.

—Esta falda estorba —dijo el hombre— quitad ese vestido.

Los que le obedecían arrancaron de la manera más violenta la falda del vestido a doña Catalina y la tiraron en la yerba.

—Quitadle la mordaza, dadme su vestido y retiraos todos a México; dejadme solo. Tú, Juan, no dejes de ir a donde te encargué.

—No, señor —contestó uno de los hombres.

Entregaron la vela al jefe y levantando entre todos a uno para que alcanzase a la cabeza de doña Catalina, le quitaron la mordaza y luego se retiraron en silencio.

El hombre se cercioró de que habían partido y cuando creyó que ya iban lejos, porque se había perdido el ruido del carruaje que se retiraba, volvió a donde estaba doña Catalina, que se quejaba dolorosamente, y se quitó la capa para estar más libre en sus movimientos.

—Ea, señora —le dijo con una calma horrorosa— ya nos hemos quedado solos y es fuerza que me refiráis cómo fue esa desaparición de doña Esperanza de Carbajal; tengo curiosidad de saber esa historia, toda, entera y verdadera, y por vuestra misma boca.

—Yo os la contaré —dijo la vieja— pero bajadme de aquí, padezco mucho.

—¡Oh! No soy tan tonto; no me contaríais nada entonces.

—Os juro que os lo contaré todo.

—No; hablad, hablad y no perdamos el tiempo.

—En ese caso —dijo con energía la vieja creyendo salvarse— no diré nada mientras no me quitéis de aquí.

—¿No?

—¡No y mil veces no!

—Entonces yo os obligaré a hablar.

Y el viejo se acercó con la vela en la mano. Doña Catalina hizo un esfuerzo para ver lo que iba a hacer, pero no podía inclinar la cabeza.

De repente dio un grito agudísimo, sintió un terrible dolor en las plantas de los pies.

El viejo le aplicaba a ella la llama de la vela que tenía en la mano.

Doña Catalina quiso moverse, quitar los pies, levantarlos: imposible.

Estaba atada de tal manera que no podía hacer el menor movimiento y no conseguía con sus esfuerzos otra cosa que aumentar el dolor de sus manos.

El hombre, con una tranquilidad asombrosa, paseaba la llama de un pie al otro, procurando hacerlo con tanta lentitud que fuera abrasando toda la planta.

Doña Catalina gritaba y rechinaba los dientes.

Cerca de un minuto duró esta operación.

—Bien —dijo el viejo retirándose—, ¿contaréis?

—Infame viejo infernal, no, no; ahora nada, nada; mátame si quieres.

—¿No?

—¡No; mátame, viejo infame, asesino, asesino!

Y doña Catalina procuró escupir al hombre, ya que no podía hacer otra cosa.

—Muy bien —dijo con calma el viejo—, ahora tiempo doble por la resistencia, y por la injuria de haber osado escupirme, tormento extraordinario.

Y volvió a llegar con la torcida a los pies de doña Catalina, teniendo cuidado de avivar la llama.

—Vamos a ver; así como así, esto me divierte, y sería lástima que acabase tan pronto; tengo aún mucho que esperar para que lleguen unos amigos que aguardo.

La llama volvió a quemar los pies de doña Catalina; pero ya era aquello una cosa horrible; las carnes casi ardían en algunas partes por sí mismas; comenzaban a descubrirse los músculos, que se torcían y se encogían y se ponían negros.

Doña Catalina gritó hasta que se quedó ronca, lloró y se desmayó; pero el hombre, como embriagado, como absorto en su horrible tarea, ni se cansaba ni se enternecía ni se demudaba; parecía una estatua de mármol o un sabio que estudiaba los progresos del fuego en un cadáver.

Varias veces, muchas, doña Catalina ofreció contar al viejo lo que él quería saber, y aun comenzó el relato; el hombre no escuchaba y seguía instintivamente su tarea de martirio.

Los pies de aquella desgraciada habían perdido su forma; eran unas masas negras, sangrientas, que goteaban sangre, que se encendían, que ardían por sí mismas.

La vieja desmayada, estaba suspendida como un cadáver, insensible. El viejo retiró la torcida y sus carnes siguieron ardiendo.

En este momento se oyó el ruido y las voces de varias personas que se acercaban.

El viejo se dirigió con su luz al encuentro de los que se llegaban y encontróse con don César de Villaclara, que venía conducido por el hombre a quien el viejo había llamado «Juan» y seguido de Teodoro y de Garatuza.

Doña Catalina, privada enteramente de sentido, había quedado en la oscuridad, y como la llama de su torcida deslumbraba a los que llegaban, éstos entraron a la casa sin apercibirse de lo que había afuera.

35. Dase razón de cómo habían venido don César y sus compañeros, y lo que se siguió después

Aquella noche don César, Teodoro y Garatuza se habían reunido para hablar sobre la empresa que entre manos traían.

Teodoro y Martín estaban desesperados porque nada habían adelantado en todo el día; don César, como siempre, indiferente y silencioso.

—Paréceme —decía Martín— que cada día debemos ir perdiendo más la esperanza de encontrar a esa pobre joven.

—Yo sólo confío —contestó el negro— en la promesa de don César, porque no porque está delante, pero nunca da palabra que no cumpla.

Don César alzó la cara, miró a todos y calló.

—¿Aún esperáis algo? —le dijo Teodoro.

—No sólo espero, sino que estoy seguro de conseguir mucho.

—Pero ¿y cómo?

—Ése es mi secreto, tened confianza.

—¿Cuándo creéis tener alguna noticia?

—Esta noche.

—Me temo que os engañéis.

En este instante llamaron al zaguán de la casa.

—¿Quién podrá ser? —dijo alarmado Garatuza, que siempre andaba a vueltas con la justicia.

—Quizá será —contestó don César— la noticia que esperamos. Voy a ver.

—Si es la justicia, hacedme el favor de contenerla —dijo Garatuza— mientras escapo.

Don César salió y Garatuza, por precaución, comenzó a quitarse la ropa para tomar un disfraz.

—Lo dicho —dijo don César volviendo a entrar.

—¿La justicia? —preguntó Teodoro.

—No; la noticia esperada.

—¿Y cuál es ella?

—Tomad vuestros sombreros y vuestras armas y seguidme.

Martín se vistió precipitadamente y todos salieron a la calle.

Subieron todos sin preguntar nada y la carroza comenzó a caminar.

Durante el camino nadie habló palabra; de repente paró el carruaje, la puerta se abrió y el hombre y don César, y Teodoro y Martín, bajaron y siguieron al pie el camino.

—Si no me equivoco —dijo el negro por lo bajo a Martín— vamos a la misma casa de la otra noche.

—Tal me parece —contestó Garatuza— pero sacaremos la misma piedra; quizá don César ignora lo que pasó. ¿Se lo decimos?

—No tal, dejémosle, que así se convencerá de que no son tan sencillas las cosas como él se figura.

—¡Calla! Pues hay luz en la casa.

—Sí, desde aquí veo luz y aun me parece que he oído gritos.

—Sería el viento porque no se oye nada ya.

—¿Estamos cerca? —preguntó don César al conductor.

—Cerca estamos —contestó el otro— que ya se ve la luz que tiene allí mi amo.

En esto llegaron a la casa y el viejo salió a recibirlos y los metió a la primera pieza.

Como el hombre tenía un antifaz de terciopelo, Martín y Teodoro no pudieron reconocerle; sin embargo apenas habló, dijo entre sí Garatuza:

—Conozco esta voz, y no de buen encuentro. ¿Quién será este bicho? Tiene mal aspecto.

El criado había quedado fuera de la casa.

—¿Los señores son de confianza? —preguntó el del antifaz.

—Debéis suponerlo, puesto que los he traído.

—¿Podemos hablar?

—¡Claro! ¿Qué hay?

—Que podéis aprontar los diez mil duros del contrato.

—¿Dónde está doña Esperanza?

—Aún no lo sé.

—¿Entonces?

—Aquí os tengo a don Alonso de Rivera y a la vieja.

—¿Y qué dicen?

—A él aún no lo interrogo; en cuanto a ella, está renuente y no confiesa a pesar de que algo le he apretado; pero quería esperar a que vinieseis para obligarla por medios más violentos.

—¿A dónde la tenéis?

—Afuera: venid a verla; quizá vos alcanzaréis más que yo.

El viejo tomó la luz, encendió dos o tres torcidas más, se las dio a los otros y salieron todos de la casa.

Don César y sus compañeros buscaban por el suelo; pero al llegar al árbol el viejo les dijo levantando la torcida:

—Aquí está.

La luz bañó el cuerpo de doña Catalina, y todos lanzaron una exclamación de horror al verle los pies, porque el fuego había atacado aun parte de la pierna.

—¿Qué es esto? —dijo don César.

—¡Qué ha de ser! No quería confesar y le apliqué la llama a los pies; pero ni aun así.

—Esto es horrible —exclamó Teodoro con indignación.

El viejo le dirigió al través del antifaz una mirada de tigre.

—Bajad a esa mujer —dijo don César.

—En fin, haced lo que gustéis; corre ya de vuestra cuenta —dijo el viejo.

Teodoro desató la cuerda y comenzó a bajar a la vieja, que recibieron don César y Martín en sus brazos.

El rostro de aquella mujer estaba espantosamente contraído por el dolor; aún estaban erizados sus cabellos y en su boca había una espuma sangrienta; el cuerpo estaba frío y rígido.

—Está desmayada —dijo don César.

—¡Qué desmayada, muerta! —replicó Garatuza.

—¿Muerta? —exclamó don César.

—Muerta —repitió Martín poniéndole la mano en el corazón y luego frente a la boca.

—¡Asesino! —dijo Teodoro.

—Registradla, examinadla —dijo don César—. Quizá no haya muerto.

Martín volvió de espaldas el cuerpo de la vieja, que estaba ya en el suelo, y con su daga le cortó el justillo para quitárselo y darle más libertad en caso de que estuviera viva; pero al ejecutar esto la espalda de la mujer se descubrió y apareció la marca roja de la familia de los Carbajales.

—¿Quién es esta mujer? —preguntó Martín.

—Doña Catalina de Armijo —contestó el del antifaz.

Martín sintió como un rayo de luz en su cerebro y se arrojó sobre el hombre del antifaz y se lo arrancó, descubriendo el rostro de don Baltasar de Salmerón. Los demás le contemplaron sin moverse.

Martín arrastró a don Baltasar hasta cerca del cadáver y con voz ronca y cavernosa se lo mostró, diciéndole:

—Tu hija, miserable; es tu hija.

—¡Su hija! —exclamaron los demás espantados.

—¡Mi hija! —dijo temblando don Baltasar.

—Sí, tu hija, tigre; tu hija, la hija de tu crimen, la hija de doña Isabel de Carbajal ¿te acuerdas? Mira, mira esta marca roja que tiene en la espalda. ¿No recuerdas a la madre, a la víctima de tus tenebrosas maquinaciones y de tus liviandades? De rodillas al lado de ese cadáver, pide perdón a Dios porque vas a morir aquí mismo, en mis manos.

Don Baltasar se irguió y con un movimiento rápido e inesperado, desenvainó el estoque y se lanzó sobre Martín; pero la mano de hierro de Teodoro le sujetó como a un niño, le arrancó el estoque y le arrojó de rodillas al lado del cadáver de doña Catalina.

—Bien, Teodoro, bien —dijo don César.

—Sí —dijo Martín sin preocuparse de lo que había pasado—, tú has sido el demonio encarnado de esta familia; tú deshonraste a doña Isabel de Carbajal; tú denunciaste a las tres hermanas, que murieron por ti en la hoguera; tú traicionaste a don Leonel y a don Alfonso de Salazar; en fin, monstruo, tú has vivido demasiado para poder matar a tu hija por medio de los tormentos más espantosos.

—¿Y todo eso es verdad? —preguntó espantado don César.

—Verdad, señor —contestó Martín—. Os lo juro por Dios que nos oye, y al llegar a mi casa os daré las pruebas.

—Entonces esta noche será la de la justicia —dijo solemnemente don César—. Atad a ese hombre.

Don Baltasar hizo aún un esfuerzo por librarse de las manos de Teodoro y huir; pero era imposible, porque el negro era fuerte como un Hércules. Don Baltasar fue derribado en tierra, y a la incierta y rojiza luz de las torcidas y sobre el cadáver mismo de doña Catalina, se empeñó una lucha horrible porque don Baltasar no quería dejarse sujetar y mordía y gritaba, hasta que por fin Teodoro y Martín le aseguraron y le ataron con el mismo cordel con que había hecho colgar a su hija.

El viejo no hablaba; rugía y jadeaba como un condenado en el infierno.

—Está ya seguro —dijo Martín.

—Traedle y vamos a ver a dónde está don Alonso, ésta es la noche de la justicia.

Martín se echó al hombro al viejo y siguió a don César al interior de la casa.

El hombre que había ido en busca de don César permanecía impasible a presencia de aquella escena.

—Se necesitan algunos instrumentos para sepultar ese cadáver —dijo Martín, señalándole el lugar en que yacía el de doña Catalina.

—Adentro los hay —contestó el hombre.

—Tómalos y haz una fosa.

—Bien, todo se hará; pero sepa yo cuánto voy ganando en esto, porque el hombre que habéis atado, me daba quinientos duros por ayudarle en todo y todo lo he hecho yo.

—Los tendrás, pero ve a trabajar.

—Corriente.

El hombre aquel, cubierto también con un antifaz, encendió una torcida, sacó algunos instrumentos de labranza y se dirigió al jardín.

Don César, Teodoro y Martín colocaron al viejo Salmerón en la misma pieza en que estaba don Alonso.

Rivera abrió los ojos con espanto al ver aquella extraña comitiva.

—Quitadle la mordaza —dijo don César.

Martín le quitó la mordaza y Rivera respiró con fuerza.

—Don Alonso de Rivera —dijo don César— ¿me conocéis?

—¿Y a mí? —dijo Teodoro.

—¿Y a mí? —dijo Martín.

Don Alonso los miró fijamente y luego exclamó:

—¡Teodoro!

—El mismo —contestó el negro.

Martín se puso entonces delante de él.

—¿Me conocéis?

—No recuerdo.

—Martín de Villavicencio y Salazar, Garatuza.

—¡Garatuza! —dijo don Alonso.

—¿Y a mí no me recordáis?

—Creo que os conozco.

—Demasiado, por desgracia vuestra. Soy don César de Villaclara.

—¡Don César! ¡Don César! —exclamó entonces con pavor Rivera.

—Sí, el esposo de doña Blanca, que viene a pediros cuenta de la víctima.

—¡Dios mío! ¿Pero qué queréis de mí?

—Vuestro castigo.

—¿Pero qué os he hecho yo?

—¡Miserable! Vuestra conciencia os responderá.

—¿A dónde está doña Esperanza de Carbajal? —preguntó Martín.

—¿Doña Esperanza, mi esposa?

—¿Tu esposa? ¡Infame!

—Sí, está en mi casa; pero os juro que fue por su voluntad; no la he obligado yo: preguntádselo a doña Catalina.

—¿A doña Catalina? —dijo Martín—. Escucha, escucha ¿qué oyes?

Resonaron por fuera de la casa los golpes del hombre que cavaba la sepultura.

—¡Golpes! ¡Golpes secos, como si cavaran la tierra! —contestó espantado don Alonso.

—Eso es —continuó Martín— cavan la sepultura para doña Catalina, que ha muerto a manos de su mismo padre, de ese tigre de don Baltasar de Salmerón.

Don Baltasar rugió y se revolcó en el suelo.

—¡Muerta! ¿Y a mí me vais a matar también?

—Quién sabe; ya veremos.

—¡Por Dios! ¿Qué queréis que haga? Si lo intentáis por rescatar a doña Esperanza, yo os la devolveré; no me he acercado a ella, no es mi esposa, no es mi mujer más que de nombre; yo os la devolveré…

Don Alonso temblaba de miedo.

Don César hizo una señal a Teodoro y Martín, y los tres salieron del aposento.

La fosa estaba ya dispuesta, y el hombre vino a dar aviso.

El cadáver fue depositado en ella y la tierra cubrió aquellos restos.

Don César habló un momento en voz baja a Teodoro y a Martín, y luego éste, dirigiéndose al hombre enmascarado, le dijo:

—Seguidme.

Volvieron a penetrar a la estancia en que estaban Rivera y Salmerón.

Martín y el hombre de la máscara cargaron a don Alonso, Teodoro alzó sobre sus hombros a don Baltasar, y precedido de don César, que llevaba una luz y los instrumentos que habían servido para cavar la fosa, se encaminaron para la orilla del lago.

Don César reconocía el terreno y parecía buscar el que estuviera más sólido; por fin encontró alguno que le pareció oportuno; crecía allí abundante la maleza.

—Aquí —dijo.

Los dos presos fueron colocados en el suelo y Teodoro y Martín comenzaron a practicar dos agujeros en la tierra; no tenían la forma de una sepultura, sino la de un pozo.

—¿Qué vais a hacer con nosotros? —preguntó Rivera; pero nadie le contestaba.

Los pozos se profundizaban más y más, hasta que ya un hombre pudo caber dentro sin tener fuera más que la cabeza.

—Ya están —dijo Teodoro.

—Pues a ello —contestó don César.

Tomaron entonces a don Alonso y a pesar de sus movimientos convulsivos y de sus gritos, le metieron de pie dentro del hoyo.

Entonces comenzaron a llenar el hoyo de tierra, apretándola y enterrando a aquel hombre, del que no quedaba afuera sino sólo la cabeza.

Nadie hablaba y sólo la víctima gritaba hasta perder el aliento.

Después le tocó su turno a don Baltasar; pero no gritó, no habló, no pidió misericordia; sombrío y silencioso sintió llegar la tierra hasta el cuello; estaba como loco.

—¿Les ponemos mordaza? —preguntó Martín.

—Sí, para que no griten y puedan auxiliarlos —dijo Teodoro.

Martín puso las mordazas a aquellas dos cabezas; en seguida amontonaron sobre ellas yerbas secas para que no las pudiesen ver y se alejaron.

Al llegar otra vez a la casa, el hombre que nada había hablado dijo a Martín:

—Mi dinero; os he ayudado hasta el fin.

—Primero te veremos el rostro para conocerte si nos vendes.

—Jamás he vendido a nadie.

—No importa, descúbrete.

—Lo mismo da —dijo el hombre quitándose el antifaz.

Apenas quedó su rostro descubierto, Teodoro lanzó un grito y se arrojó sobre él.

—¿Dime —exclamó— no eres tú el que vivías al lado de la barranca de la «monja maldita»?

—Sí —contestó el hombre.

—¿Te llamas Guzmán?

—Sí.

—¿Por huir de ti no cayó una dama en la ensenada?

—Sí ¿y qué hay con eso? —dijo el hombre sacando con disimulo un puñal.

—Don César —dijo el negro— Martín ha dicho bien, ésta es la noche de la justicia; éste es el verdadero matador de doña Blanca. Para Martín don Baltasar; para vos, don Alonso; para mí, éste.

Y levantando el brazo antes de que Guzmán hubiera podido hacer uso de su puñal, le hundió el cráneo de una puñada, y le tendió muerto a sus pies.

—¡Justicia! —dijo Martín—. Justicia, pero huyamos de este lugar maldito.

—Sí, vamos —contestó don César saliendo. Teodoro le siguió, Martín se detuvo un poco dentro de la casa y luego los alcanzó; los tres volvieron a México apresuradamente.

Habían caminado un largo trecho cuando un resplandor que salía del lugar que habían dejado, llamó su atención.

—¿Qué pasa? —dijo don César.

—Que antes de salir pegué fuego a esa maldita casa —contestó Martín.

Y siguieron en silencio su camino.

36. En el que Catalina y don Leonel conocen que su situación es más triste de lo que ellos pensaban

Doña Catalina quedó casi sin aliento entre los brazos de don Leonel y del padre Alfonso.

Lloraba y sollozaba, pero de placer. Don Leonel la perdonaba; quizá no la amaría, pero alcanzar aquel perdón era ya demasiado para ella.

—Sentaos, hija mía, sentaos —dijo el padre Alfonso— esas emociones violentas podrán haceros mal.

Catalina, sostenida por don Leonel, se dejó caer en un sitial.

—Catalina —le dijo don Leonel—, el arrepentimiento borra las manchas del corazón, pero el mundo y la sociedad son exigentes; oídme, Catalina, aún hay un modo de salir de esta horrible situación…

—Decid, decid —exclamó Catalina.

—Quiero que mi hermano escuche, porque espero de su prudencia y de su sabiduría que ilumine mi alma en estos momentos.

—Habla, Leonel —contestó el padre Alfonso— y Dios quiera inspirarme para daros un consejo saludable.

—Doña Catalina —dijo Leonel— respondedme en nombre de Dios la verdad en lo que voy a preguntaros, como si estuvierais ante el Supremo Juez de vuestra vida.

La joven, impresionada por el tono solemne de estas palabras, se levantó de su asiento y se puso de pie.

—Catalina ¿creéis que vuestra felicidad consiste en vivir a mi lado?

—Sí, sí —contestó con exaltación la joven.

—¿Y os sentís fuerte contra vuestras pasiones y vuestros instintos, para ser bajo mi mismo techo una mujer virtuosa?

—Os lo juro, lo juro, lo juro —contestó Catalina.

—Bien —continuó el joven— ante todo debo advertiros, aunque haga pedazos vuestro corazón, que yo no puedo dejar de amar a Esperanza; pero como este amor es ya imposible, criminal, como ya nada me liga a la tierra, quiero vivir para haceros feliz, porque si el cielo no cierra sus puertas al pecador arrepentido, yo no os puedo cerrar las de la felicidad, si de mí depende. Iremos a vivir lejos de aquí, en otro país, bajo otro cielo, en donde nadie nos conozca, en donde vos podáis ocultar vuestro nombre y vuestra historia, y yo mi dolor, mi nombre y mis desgracias. ¿Queréis?

Catalina cayó de rodillas a los pies de don Leonel; un paraíso se abrió ante sus ojos, el porvenir se mostraba lleno de luz, de vida, de color; aquel hombre no sólo la perdonaba, sino que la llamaba a vivir a su lado, bajo su mismo techo; aquello era más de lo que ella había soñado. Ni el recuerdo de Esperanza turbaba su felicidad; don Leonel la amaba, pero con el tiempo podía ella hacérsela olvidar, hacerse amar, volverse digna de aquel hombre por quien sentía lo que jamás había sentido.

Don Leonel alzó a Catalina y la volvió a sentar en el sitial.

—Entre tanto es preciso que volváis a vuestra casa —dijo don Leonel.

—Volveré —contestó con humildad Catalina.

—Y que guardéis el más profundo secreto.

—Callaré —dijo la joven.

—Evitaré el ir a vuestra casa y veros.

—Pero señor… —exclamó ella con acento de súplica.

—Es preciso —dijo el padre Alfonso.

—Obedeceré y se hará en todo cuanto vos dispongáis; espero en el porvenir la felicidad.

—Bien ¿habéis venido sola? —preguntó el padre.

—Sí, señor —dijo la joven.

—En ese caso, haré que dos lacayos os acompañen.

En el tono con que el padre Salazar dijo esto, comprendió Catalina que era una orden, y se levantó y se cubrió con su velo.

El padre se dirigió a la puerta, pero en vez de ser doña Catalina la que salía, fue don Nuño de Salazar el que penetró en la habitación, con aire severo y sin descubrirse.

Don Leonel, su hermano y la joven quedaron como avergonzados.

—Señores —dijo don Nuño— sois mis hijos; y bien que por vuestra edad y por vuestras profesiones sois dueños de vuestras acciones y conciencia, vivís en mi casa. ¿Lo escucháis? En mi casa, honrada siempre, y en donde nunca se han visto entrar damas encubiertas y a deshoras menos. ¿Lo oís?

—¡Padre! —dijo don Leonel.

—Señor ¿suponéis que…? —dijo el padre Alfonso.

—Nada supongo —dijo con severidad el anciano— que me horrorizaría de suponer nada en vuestra edad y vuestro estado; pero esto es un escándalo, por más que me juréis la pureza de vuestras intenciones.

—¡Señor! —exclamaron los dos hermanos.

—Silencio; que aquí yo mando, yo soy el padre, y aquí nadie levanta la voz. Señora, descubrios.

—¡Padre! —dijo Leonel—. ¡A una dama, en mi casa!

—Podrá ser una dama, aunque los pasos en que anda no lo prueban; pero que ésta sea vuestra casa, no lo creáis; lo era cuando por honor del padre los hijos no abusaban trayendo aquí damas encubiertas; ahora sólo es mía. ¡Señora, os mando que os descubráis!

—¡Padre, por Dios! —dijo don Leonel interponiéndose entre el anciano y Catalina.

—Quitaos, digo —repitió el anciano— y de lo contrario os haré entender que soy vuestro padre y que aunque viejo, me sobran fuerzas y energía para hacerme respetar.

Y los ojos de don Nuño centelleaban de furor, y su rostro estaba encendido, y comenzaba a temblar su voz.

—¡Padre mío, reportaos, por Dios! —dijo el padre Alfonso acercándose.

—Apartaos —contestó don Nuño—. Señora, descubríos.

La joven vaciló y don Nuño iba ya a lanzarse sobre ella cuando el padre Alfonso dijo:

—Descubríos señora, os lo ruego.

La dama alzó su velo y don Nuño la miró fijamente.

—¡Ah! Muy joven y muy bella sois para andar en estas aventuras.

—¡Padre, por piedad, no la insultéis! —dijo don Leonel.

—Señora ¿cómo os llamáis? —preguntó don Nuño, sin atender a las razones de sus hijos.

—¿Esto más, señor? ¡Por Dios! —decía don Leonel.

—¡Vuestro nombre, señora, vuestro nombre! Necesita cada uno saber el nombre de las personas que entran en su casa. ¡Vuestro nombre, os digo! ¡Contestad!

Don Leonel estaba densamente pálido, y la joven, temblando y sin poder resistir el fuego de las miradas, las palabras del anciano, contestó tímidamente:

—¡Catalina de Armijo!

—¿Cómo? —dijo don Nuño, dando un paso atrás como si hubiera pisado una víbora—, ¿cómo? Repetid, repetid.

Los dos hermanos estaban espantados del efecto que aquel nombre había producido en su padre.

—¡Catalina de Armijo! —repitió la joven.

—¿Y vuestra madre, vuestra madre, cómo se llama?

—Catalina de Armijo también —contestó la joven.

—¿Y vuestro padre?

—Nunca lo he sabido.

—¿Tenéis otros hermanos?

—No, señor, yo he sido hija única de mi madre.

Don Nuño, sin que nadie hubiera podido prevenirlo, se lanzó adonde estaba la joven y tomándola de la mano, casi la arrastró hasta cerca de la bujía.

Allí sin ceremonia alguna, sin miramiento de ninguna especie, sin que se lo pudieran impedir ni la misma joven, ni los hermanos que estaban inmóviles por el asombro, la volvió de espaldas a la luz y con un movimiento convulsivo, rasgó el vestido de la joven, descubriendo la espalda blanca y mórbida como si fuera de alabastro.

En aquella espalda blanquísima se descubría una llama pintada con sangre: la marca de la familia de los Carbajales.

Don Nuño lanzó un grito y volviendo de frente a la joven, la contempló un momento con ojos extraviados y luego la estrechó entre sus brazos, diciendo:

—¡Hija mía! ¡Hija mía!

—¡Su hija! —exclamaron los dos hermanos con espanto.

—¿Mi padre vos? —dijo doña Catalina desprendiéndose de sus brazos.

—¡Sí, tú eres mi hija! ¡Mi hija! Tú eres mi hija, que te he buscado tanto, que creía haber encontrado en doña Esperanza. ¡Oh hijos míos! Leonel, Alfonso, abrazad a esta joven, porque es vuestra hermana.

Catalina miró a Leonel con asombro, como si quisiera volverse loca; después dirigió su mirada a don Nuño, cerró los párpados, lanzó un gemido y cayó desmayada.

Don Nuño comprendió que algo terrible pasaba allí, porque don Leonel habíase abrazado del padre Alfonso y estaba como desvanecido.

Entonces aquella idea le preocupó más que el accidente de Catalina; un mundo de ideas se alzó en su cerebro, y sin atender a la joven que yacía en el suelo, se precipitó sobre don Leonel y sacudiéndole fuertemente de un brazo, le dijo con ronca y entrecortada voz:

—Leonel ¿tendré que llevar un remordimiento más a la tumba?

—¡No, padre mío! —contestó Leonel—. Vivid tranquilo, ya que ella va a ser tan desgraciada.

—Leonel, no me engañes para calmarme.

—Os lo juro por la memoria de mi madre.

—¡Dios te haga feliz, hijo mío! ¡Y yo te bendigo!

Y arrodillándose en el suelo, levantó cuidadosamente a Catalina y la apoyó contra su pecho.

—Pronto, Leonel, llama a los criados; dame agua aunque sea: esta niña se muere.

Leonel salió precipitadamente, y el padre Alfonso se arrodilló también al lado de Catalina y le tomó una mano.

—No temáis —dijo— no temáis, padre mío; es un desmayo. Dios no ha de querer arrebataros a vuestra hija en el momento mismo en que la recobráis.

—¿Tú lo crees, hijo mío? ¿Tú lo crees?

—Sí; mirad, ya abre los ojos, ya respira con mayor facilidad; mirad, mirad.

En efecto, doña Catalina abrió los ojos y lo primero que llamó su atención fue don Leonel que entraba.

—¡Ah! ¿Sois vos don Leonel? —exclamó—. He tenido un sueño espantoso: soñaba… —entonces alzó su cara y miró a don Nuño—, ¡Dios mío! —gritó—. ¿Conque no es un sueño? ¿Conque es una realidad? ¡Oh, soy muy desgraciada! ¡Muy desgraciada…! ¡Dios mío! ¿Merecen esta pena mis pecados?

Don Leonel no se atrevía ni a moverse; don Nuño lloraba y su llanto caía sobre la frente de la joven y resbalaba sobre su rostro.

Seguramente el padre Alfonso era el único capaz de hablar y habló.

—Catalina, hermana mía —dijo— por pruebas terribles quiere Dios que pase vuestro espíritu; el fuego del dolor debía purificar vuestro corazón y hacer brotar en vuestro pecho el inmenso raudal del arrepentimiento. Hace un momento os contentabais con sólo el perdón de Leonel; ahora ese hombre es vuestro hermano, ahora encontráis un padre, ahora vuestro arrepentimiento será perfecto, porque es para Dios y no para el mundo; vuestra alma sacude las cadenas del vicio, el cielo os brinda con sus eternas venturas; aceptad con gusto la corona del martirio, vivid para Dios y para vuestro padre; perded la memoria de lo que pasó, ya que en medio del camino de la miseria suena para vos la hora de redención. Hermana mía, Dios, que os envía dolor tan grande, no podrá negaros el esfuerzo para resistirle; acercaos a Él y pensad en el cielo, ya que la tierra no os ha dado más que cieno y espinas.

Doña Catalina había seguido con el alma las palabras del padre Alfonso, su rostro había comenzado a cambiar de aspecto, las sombras de la desesperación sombría que lo nublaban, iban como disipándose, y los ojos comenzaron a tener ese brillo y esa humedad que anuncian el llanto, y cuando el padre Alfonso acabó de hablar, la joven, que se había ido incorporando poco a poco, estaba ya de rodillas con la mirada fija en un cuadro que representaba a la virgen y que, según la costumbre de aquellos tiempos, estaba en la cabecera de la estancia, con dos velas de cera que le encendían cada noche.

—Madre mía, madre mía —dijo Catalina alzando sus manos a la virgen— dame fuerza y resignación para sufrir.

Y luego, cubriendo su rostro con ambas manos, comenzó a derramar un torrente de lágrimas, que salían entre sus blancos dedos como una lluvia de diamantes.

37. Se ve lo que determinaron e hicieron Martín, don César y Teodoro

Cuando don César y sus compañeros llegaron a la casa de Teodoro, era pasada ya con mucho la media noche.

Sin embargo en la casa esperaban, porque llamaron apenas, cuando se abrió la puerta y encontraron luces, como si fueran las nueve o las diez.

Se entraron los tres a una estancia y allí se encerraron.

—Por ese lado —dijo Teodoro— creo que hemos hecho ya lo bastante.

—Y más de lo que esperábamos —replicó don César—. Martín dijo que era la noche de la justicia, y lo ha sido.

—Pero aún falta algo —dijo Martín.

—¿Qué?

—Sabemos en dónde está doña Esperanza, la hemos libertado de sus tiranos y de sus enemigos; pero ella no lo sabe y es preciso comunicárselo, verla, decirle que está libre, que ya no existen sus perseguidores, que el hombre que la hizo su esposa por fuerza no reclamará ya sus derechos de marido; en fin, que es rica y libre para amar a su primo don Leonel o a quien mejor le parezca.

—¿Y quién la buscará para decirle todo eso? Porque esa dama no creo que pueda recibir la noticia de lo que ha pasado esta noche sin horrorizarse —dijo don César—. Lo que ha sido para nosotros un grande acto de justicia, es seguro que ante sus ojos no pasará de un asesinato bárbaro, que quizá se crea con obligación de denunciarlo a la justicia, tratándose de su marido.

—Es verdad —dijo Teodoro.

—Y es además ponerla en un caso terrible de conciencia —agregó Martín.

—Que nos reprobaría en lugar de agradecérnoslo —dijo Teodoro.

—Entonces ¿qué pensáis? —preguntó Martín a don César.

—Escuchadme —contestó don César—; esos cuatro muertos, porque don Alonso y el otro cuando más serán cadáveres mañana, deben descubrirse muy pronto, quizá antes de tres días; entonces vos iréis a buscar a doña Esperanza y le diréis cuanto se os ocurra sobre haberla buscado y no más, y entonces podréis ayudarla en todo.

—Pero si no se descubren los cadáveres, si doña Esperanza queda en esa posición incierta sin saber si es viuda o casada, sin poder probar ante los tribunales su verdadero estado, entonces la habremos hecho más desgraciada.

—En efecto —dijo don César—; en tal caso, lo que se debe de hacer es cerciorarse mañana si ya han muerto don Alonso y el otro, y si esto ha sucedido, entonces mañana mismo se hace llegar la noticia a conocimiento de algún alcalde, y todo se asentará mañana mismo, antes de que los rostros de los muertos se desfiguren y cueste más trabajo reconocerlos.

—Muy bien —contestó Martín— yo me encargo de ir a ver si esos dos lobos han dejado de existir, y vendré a avisarlo para que se proceda a lo demás.

Con esta resolución cada uno se retiró a su aposento, y Martín no volvió aquella noche a su casa, sino que se quedó en la de Teodoro.

Toda la noche pensó en doña Esperanza; casi la veía ya feliz y rica, pero tenía la idea de que era necesario para cortar las relaciones de don Leonel con doña Catalina, a las que él no daba una gran importancia, llevar a aquél el libro de las memorias de doña Juana, tanto para hacerle volver al amor de Esperanza, cuanto para evitar que por una desgracia se fuese a enamorar verdaderamente de su hermana.

Estas reflexiones tanto le afectaron que casi sintió no haber llevado antes el libro a don Leonel, y determinó llevarlo al siguiente día, antes de ir a cerciorarse de si habían muerto don Baltasar y don Alonso.

Pensando en ello, como iba amaneciendo y estaba muy cansado, se quedó dormido profundamente.

Cuando Martín despertó era ya muy tarde, el sol estaba muy alto, y se oía ya el rumor de mucha gente que andaba por la calle.

—¡Sea por Dios! —dijo—; tanto pensé en lo que tenía que hacer temprano, que no lo hice; y a fe que he tenido sueños espantosos, y la vieja y don Alonso, y don Baltasar y el hombre que mató Teodoro, han bailado al derredor de mi cama toda la noche, haciéndome unos gestos horribles y echando lumbre por los ojos… ¡Y qué cosa tan fea es matar a un hombre, aunque sea con justicia!… Éstos eran unos pillos, que ya, ya, buena guerra hubieran dado si siguen viviendo… en fin, me vestiré y vamos a ver lo que ha sucedido.

Martín se vistió y sin averiguar si Teodoro se había levantado, salióse a la calle y se dirigió a su casa.

La muda le esperaba; Martín, por señas, le hizo comprender que doña Esperanza estaba buena; luego se hizo servir el desayuno, y tomando el libro de las memorias de doña Juana de Carbajal, la emprendió para la casa de don Leonel.

Subió sin que nadie le viera y llamó a la habitación del joven; un lacayo salió a verle y le dijo que aún no se levantaba su amo, porque estaba un poco enfermo.

Garatuza no creyó prudente volverse a salir con el libro y dijo al lacayo:

—Como supongo que su señoría, si no está levantado, sí por lo menos despierto, os ruego le llevéis esta caja inmediatamente, advirtiéndole que quien la trae volverá esta tarde.

El lacayo recibió la caja, hizo una reverencia y Garatuza se retiró.

Procurando recatarse, andando unas veces de prisa y otras despacio, pero caminando siempre en dirección del lugar de la escena de la noche anterior, Garatuza llegó a encontrarse fuera de la ciudad.

Miró por todos lados y ni una persona se distinguía en una gran extensión.

Confiado en esto, apretó el paso y llegó al fin de su camino.

Humeaban aún los restos de la casa; el fuego había consumido los techos y las puertas, parte de las paredes habían caído y parte se conservaban humeantes y negras.

El cadáver de Guzmán, o había sido consumido por las llamas o había quedado sepultado bajo los escombros; pero no se descubría.

—Quizá no estaba bien muerto y se haya escapado —dijo Martín, y comenzó a levantar algunas piedras en el sitio en que suponía se hallase el cadáver.

Trabajó un rato y de repente se detuvo; era que al levantar uno de aquellos escombros, había descubierto una mano negra y crispada.

—¡Ave María Purísima! —dijo santiguándose— aquí está; vamos a ver a los otros.

—Lo que es ésa —continuó señalando el sepulcro de doña Catalina— ni qué preguntar; veamos a aquéllos.

Y se dirigió a donde habían quedado don Alonso y Salmerón; apartó la maleza y casi se horrorizó de lo que veía.

Los dos habían ya expirado; pero aquellas dos cabezas que salían de la tierra presentaban un espectáculo capaz de helar la sangre en las venas del hombre más atrevido.

En los dos rostros se pintaba la muerte con los caracteres de la más infernal desesperación.

Don Alonso había conseguido romper con los dientes la mordaza, que era de madera; pero quizá al conseguirlo, o quizá en medio de su agonía, se había trozado la lengua con los dientes, porque le colgaba fuera de la boca, negra y despedazada, y un charco de sangre se advertía en la tierra, debajo de su barba.

Don Baltasar tenía los ojos abiertos, casi saltados de las órbitas, vidriosos, amenazadores aún, y sus cabellos, blancos y escasos, estaban como erizados todavía.

Una infinidad de moscas de todas clases cubrían aquellas dos horribles figuras, y se levantaron como una nube al acercarse Garatuza, produciendo un rumor siniestro y triste.

Martín se acercó a examinar y notó que antes de morir y quizá durante toda la noche, esos moscos de la laguna, cuyas picaduras son tan agudas y tan molestas, habían martirizado a aquellos infelices, aumentando así lo espantoso de su situación, porque se notaba en todo el rostro de ambos el estrago que había causado en ellos la multitud de aquellos animales.

—Vámonos —dijo Garatuza— yo no puedo ver esto, y es preciso que la justicia venga pronto, porque si tarda, será imposible después reconocer estos cadáveres.

Y sin esperar más, y sin pensar que no había descansado ni un instante, dio la vuelta a México a llevar noticia de todo a Teodoro y a don César.

38. Cómo don Leonel supo de doña Esperanza, y lo que aconteció después

Don Leonel estaba aún en la cama cuando el lacayo entró con la caja que le había entregado Martín.

—Señor —le dijo.

—¿Qué quieres?

—Un caballero ha buscado a su señoría.

—He dicho que no quiero ver a nadie.

—Se ha ido ya.

—¿Entonces?

—Me encargó que le entregue a su señoría esto.

—¿Qué es?

—Una caja.

—Déjala por ahí.

—Agregó que era urgente que la viera su señoría.

—Dámela.

El lacayo se acercó y entregó la caja a don Leonel. Apenas la vio el joven la reconoció.

—Está bien; retírate y abre antes la ventana.

El lacayo abrió la ventana y se retiró.

Don Leonel, temblando, abrió la caja, sacó el libro y comenzó a leer con ansia.

Aquel manuscrito, que él debía haber conocido algunos meses antes, y que entonces le hubiera sido tan útil, en aquellos momentos no venía sino a aumentar su aflicción.

Pasaban las horas y don Leonel, absorto no advirtió que la puerta de su aposento se había abierto y que penetraba en él su hermano el padre Salazar, el cual al verle tan entretenido, se llegó hasta el lecho y se detuvo a contemplarle sin interrumpir su lectura.

De repente Leonel alzó el rostro y miró a su hermano, se sonrió con él tristemente y le tendió la mano.

—Buenos días, Leonel —dijo el padre Alfonso— ¿te sientes más tranquilo? Lo creo, porque te encuentro leyendo.

—¡Ay hermano! Este libro es la historia de mi desgracia, porque encierra las memorias de doña Juana de Carbajal.

—¿Y qué has encontrado en él?

—La prueba evidente de que Catalina es hermana nuestra; es hija de nuestro padre.

—¿De manera que en eso no hay duda?

—No, hermano, y no podré decirte si es por fortuna o por desgracia.

—Quizá sea por fortuna, y esto abra para ti las puertas de la felicidad y para Catalina las del cielo.

—¿Qué hay, pues, hermano mío? ¿Qué hay? Porque tú sabes que no puedo ser feliz cuando Esperanza es esposa de otro hombre.

—Grandes novedades han ocurrido hoy en el día.

—Dime, dime.

—En primer lugar, te diré que tan luego como amaneció, mi padre se dirigió en busca de la madre de Catalina a la casa de don Pedro de Mejía; yo le acompañé y nuestra pobre hermana se quedó en el aposento que le dispusimos anoche.

—¿Y qué hubo?

—En la casa de Mejía nos dijeron que no había nadie, que la madre de Catalina había salido desde la víspera con don Alonso y su esposa.

—¡Su esposa! ¡Dios mío! ¿Y yo perdí esa joya? ¡Pero la ingrata, que se huyó de la casa de Martín para casarse con ese hombre! No, no debo pensar en ella.

—Mi padre quiso que fuésemos a buscar a esa señora a la casa de don Alonso, llegamos allí y nos dijeron que la esposa de Rivera no recibía a nadie, y que don Alonso y doña Catalina habían salido de la casa desde la víspera en la tarde y que nada se sabía de ellos.

—¿De manera —dijo Leonel— que Rivera no pasó la noche en su casa?

—No.

—¿No se sabe aún de él?

—No, ni de doña Catalina.

—¡Vaya un misterio!

—Pues hay además una cosa horrible.

—¿Qué cosa?

—Ya de vuelta, encontramos un alcalde del crimen, acompañado de gentes de justicia y de mucho pueblo, que iban rumbo a la laguna; mi padre preguntó a un amigo que encontró entre los curiosos, lo que aquello significaba, y le contestó el otro que el alcalde había recibido un anónimo en que le decían que por aquel rumbo había cuatro cadáveres, entre ellos el de una dama, que parecían de personas principales, cuyos cadáveres unos estaba enterrados y otros no; que el que hacía la denuncia los había visto y no se presentaba en persona porque no quería andar entre justicias…

—¿Y crees…?

—Que quizá entre esos cadáveres estén el de doña Catalina y el de Rivera.

—¿Pero por qué lo crees así?

—Por esa extraña desaparición.

—¿Y cómo lo sabremos?

—Muy fácilmente y muy pronto, porque mi padre en persona siguió al alcalde.

—¿Hace ya mucho de eso?

—Cosa de una hora, y no deben tardar, porque mi padre se fue en la carroza e hizo montar en ella al alcalde y al escribano.

En este momento se oyó el ruido de un carruaje que penetraba en el patio.

—Ahí está —dijo don Leonel comenzando a vestirse precipitadamente.

—Él debe ser —contestó el padre Alfonso.

Dos minutos después la puerta se abrió con violencia, y don Nuño pálido, desencajado, con el pelo erizado y casi sofocándose, penetró en la estancia y se arrojó en un sitial, cubriéndose el rostro con las manos.

—¿Qué tenéis, padre mío? —dijo don Leonel espantado.

—¡Oh! —exclamó don Nuño como hablando consigo mismo— ¡esto es horroroso, espantoso, increíble!

—¿Pero qué os pasa, señor? —preguntó el padre Alfonso.

—¡Doña Catalina muerta, seguramente en medio de horribles tormentos, porque tenía los pies calcinados y señales de cuerdas en las manos; don Alonso de Rivera y don Baltasar de Salmerón, enterrados vivos, según se nota, hasta la garganta, y un desconocido muerto en medio del incendio de una casa!

—Pero Rivera y Salmerón ¿salvaron? —dijo Leonel cediendo a un impulso de buen corazón.

—¡No! Estaban muertos también.

—¡Qué horror! —exclamó el padre.

—¿Y nada se sabe de los autores del crimen?

—Muy poco; parece que el hombre muerto entre las llamas de la casa, fue el que enterró a don Alonso y a Salmerón, porque cerca de él había algunos instrumentos de labranza llenos de lodo y con yerbas de la misma clase que la que crece en el lugar en que fueron enterrados los infelices; además, él tenía el traje y las manos llenas de lodo, no estaba herido, y quizá el incendio de la casa en que estaba sería providencial para castigar su crimen.

—¡Pero esto es espantoso!

—¡Horrible! ¿Y quién será ese hombre?

—Uno de los alguaciles dijo conocerle, y que es un famoso ladrón, llamado Guzmán.

—¿Y doña Esperanza sabrá esto? —dijo don Leonel.

—Es probable, porque en este momento no se habla de otra cosa en toda la ciudad; todo el mundo está aterrorizado.

—¿Y Catalina? —dijo don Nuño.

—Es preciso impedir que le den la noticia, así, de repente; sería bueno irla preparando —contestó el padre Alfonso.

—¡Pobrecita! ¡Cuán desgraciada es! Yo me encargo de eso.

—Yo quisiera ver a doña Esperanza —dijo don Leonel.

—No lo creo prudente —contestó el padre Alfonso—. Iré yo y le hablaré y procuraré calmar su dolor.

—Dices bien; pero vete pronto; en este momento está sola en el mundo.

—Voy, si lo creéis prudente, padre mío.

—Por supuesto —contestó don Nuño—; anda, hijo mío, anda, y voy a consolar a mi hija.

El padre y don Nuño salieron y don Leonel quedó solo en su cuarto, acabando de leer las memorias de doña Juana de Carbajal.

Cuando el padre Alfonso llegaba cerca de la casa de doña Esperanza, venía a lo lejos una gran multitud.

El padre comprendió que traían allí los cadáveres, y se apresuró a entrar a la casa para impedir a Esperanza que atraída por la novedad, saliese a la ventana y mirase aquel espectáculo.

Un lacayo le detuvo en la puerta de la sala.

—¿Qué mandaba su merced, padre? —preguntó.

—Deseo hablar con la señora.

—No quiere recibir, padre.

—Es preciso que le avises siempre.

El respeto al clero era en aquellos tiempos tan grande que el hombre no vaciló en quebrantar su consigna.

—¿Y qué quiere su merced que le diga?

—Dile que la busca su primo el padre Alfonso.

—Voy corriendo; pase mientras su merced.

Comenzaba a sentirse ya el rumor de la gente que se iba acercando.

El padre temblaba, porque creía que el lacayo no llegaba a tiempo.

Pero de repente la puerta se abrió y doña Esperanza, pálida y vestida de negro, entró y se arrojó llorando en los brazos de su primo.

—Sabe ya todo —pensó el padre; y luego, en voz alta, dijo a Esperanza—: prima mía, habéis sido mi hermana; vengo a acompañaros en vuestra desgracia y a procurar calmar vuestra pena, si es posible.

—Primo mío, mi mal es tan grande, mi desgracia tanta, que creo que no hay para mí consuelo sobre la tierra.

—¡Oh! Leo en vuestro corazón porque conozco vuestra alma.

—Si me comprendéis, compadecedme.

—¿Le amábais mucho? —preguntó el padre, creyendo que Esperanza sabía la muerte de don Alonso.

—Más que a mi misma vida —contestó la joven, pensando que el padre aludía a don Leonel.

—Pero Dios ha querido que no fuerais feliz; conformaos con su divina voluntad.

Esperanza se puso a llorar; la presencia del padre Alfonso había abierto de nuevo su herida.

—Conformaos, conformaos; y ya que sois cristiana, rogad por él que esperamos en Dios que le tendrá en su gloria.

—¡Cómo! —exclamó doña Esperanza levantándose como loca— ¡cómo! ¿Es decir que ha muerto?

—¿No lo sabíais? —preguntó espantado el padre Alfonso.

—¡Pero no! ¡Decidme por Dios! ¿Cuándo ha sido esto?

—Perdonadme, doña Esperanza, si así os he dado la funesta noticia; pero creí que ya sabíais el suceso y que… no le amabais tanto.

Doña Esperanza lloraba sin consuelo; en la calle se escuchaba el rumor de la inmensa multitud que acompañaba los cadáveres.

—¿Qué es eso? —preguntó doña Esperanza, levantándose y dirigiéndose a la ventana.

—¡Oh, no salgáis, señora! ¡No os asustéis, por Dios! Ese espectáculo os causaría la muerte.

El padre Alfonso detenía a Esperanza, que pugnaba por acercarse a la ventana.

—¿Pero qué es? Decidme siquiera.

—Señora, no os alarméis, porque debe ser su cadáver.

—¡Su cadáver! ¡Gran Dios! ¡Su cadáver! —y la joven quiso avanzar, dio un paso y cayó desvanecida en los brazos del padre Salazar.

Cuando volvió en sí, el fúnebre cortejo había pasado y se alejaba.

—¡Leonel! ¡Leonel! —exclamó Esperanza.

El padre Salazar creyó que deliraba y no contestó.

—Decidme —le preguntó de repente la joven— ¿no me engañáis? ¿Es verdad que Leonel ha muerto?

—Está como loca —pensó el padre.

—¡Respondedme en el nombre del cielo, señor! ¿Don Leonel ha muerto?

—Señora —dijo el padre— no os he dicho yo eso.

—¿No me lo habéis dicho? Entonces estoy loca. ¿Entonces quién ha muerto?

—Señora —contestó el padre, comprendiendo que había allí alguna equivocación— el que ha muerto es vuestro esposo, don Alonso de Rivera.

El rostro de doña Esperanza se transfiguró; la negra nube que oscurecía su semblante, se disipó repentinamente y sin pensar en que estaba delante de una persona extraña y que el muerto era su mismo marido, cayó de rodillas y levantando sus ojos y sus manos al cielo exclamó con acento profundamente conmovido:

—¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias!

El padre la contemplaba absorto y no se atrevía a interrumpir aquella oración mental.

Por fin doña Esperanza se levantó grave, pero serena; tomando una de las manos de don Alfonso, le dijo:

—Por Dios, señor; vos habéis sorprendido los secretos de mi corazón, y os ruego que no los descubráis a nadie. Yo soy libre ante el mundo ya, como lo era ante Dios, porque ese matrimonio lo había yo contraído obligada por la fuerza; pero Leonel no debe saber nada de esto porque no es libre, porque ama a otra y porque tal vez muy pronto se encuentre enlazado con esa doña Catalina.

—Os engañáis, señora, porque mi hermano no puede amar a esa dama, y ese matrimonio es imposible.

—¿Imposible decís? Si yo sé que se aman, si los dos son libres.

—A pesar de todo eso, es imposible.

—¿Pero por qué? Decidme.

—Porque doña Catalina de Armijo, la viuda de don Pedro de Mejía, es hermana mía y de Leonel; es hija de nuestro mismo padre.

—¿Hermana vuestra? —exclamó la joven, enderezándose como impulsada por un resorte—. ¿Hermana vuestra?

—Sí, señora; hija de nuestro mismo padre.

—¿Y Leonel lo sabe? ¿Lo sabe?

—Sí, señora, lo sabe, porque nuestro mismo padre se lo dijo, y porque se ha confirmado en ello al leer las memorias de mi tía y vuestra madre, doña Juana de Carbajal.

—¿Es decir que ya no la ama, que no puede amarla?

—La ama como se ama a una hermana desgraciada, a una hermana que pronto irá a encerrarse para siempre en un claustro.

—¿Y se acuerda de mí don Leonel? ¿Y os ha hablado de mí?

—Sí, señora, aunque con tristeza, porque le hicieron creer que vos habíais huido del lado de Martín para poder uniros con el que fue vuestro esposo.

—¡Infames! ¿Y quién puede haber dicho semejante calumnia? ¡Oh! ¿Y él lo ha creído? ¿Y vos no le dijisteis que era eso una maldad, que yo no podía hacer semejante cosa?

—Perdonadme, señora, pero vos comprenderéis que yo nada sabía.

—¿Pero él me ama? ¿Me ama a mí? Decidme la verdad.

—Creo que más que antes.

—¡Ay Dios mío, qué feliz soy! ¡Libres los dos! ¡Me ama, me ama! ¡Ah! Es preciso que yo le vea, que le hable, que le explique. Acompañadme, señor; vamos a verle ahora mismo, inmediatamente.

—No, señora; permitidme que os advierta que en estos momentos, cuando vuestro esposo acaba de morir, cuando la pobre Catalina está sumida en el más profundo dolor, no debéis ir a la casa de mi hermano; sería causar un escándalo, sería mal visto…

—Tenéis razón; pero yo necesito verle, hablarle y no me es posible contenerme; temo que algún nuevo incidente, que algún acontecimiento funesto turbe ese porvenir que ya miro tan bello y tan claro.

—No temáis, señora. Dios os ha protegido y os hará feliz, os lo aseguro; además yo voy por mi hermano y volveré dentro de poco tiempo.

—¡Qué bueno sois, hermano mío! Permitidme que os dé ese nombre.

—Sí, llamadme hermano, porque os amo como a una hermana.

—Pero id, id, no os detengáis, os lo suplico.

—Voy en el instante.

—Y volved pronto y con él.

—Volveremos.

—¡Dios os bendiga, hermano mío! ¡Dios os bendiga, porque me habéis traído la dicha y la felicidad!

39. Continúase tratando de la misma materia que en el anterior

El padre Salazar tomó su sombrero y salió de la casa de doña Esperanza verdaderamente satisfecho; entreveía ya la felicidad para su hermano y aquella joven a quien amaba como si hubiera formado siempre parte de su misma familia.

Llegó así hasta su casa y se dirigía al cuarto de don Leonel, cuando de la puerta de una de las habitaciones que había en el corredor, oyó que le llamaban.

Era Catalina.

El padre Alfonso entró y Catalina cerró la puerta.

La joven estaba ya serena y en su rostro se notaba la conformidad de la mujer cristiana después de una de esas tempestades de la vida que hacen cambiar completamente el corazón.

—Entra, hermano mío, y hablaremos un poco; necesito oírte, porque veo en ti al sacerdote y al hermano y tus palabras serán las de la religión y las del cariño.

—Hermana mía —contestó el padre Alfonso— Dios te dará resignación y tu corazón encontrará esa calma y esa felicidad que en vano buscarías en el mundo, en las aguas purísimas de la religión.

—¡El mundo no tiene para mí atractivos! ¡Mi madre ha muerto…!

—¿Lo sabes ya…?

—Sí lo sé, y mi alma ha sentido un dolor inmenso, porque no puedo sentir ya más de lo que he sentido. ¡Pobre madre mía! Yo la perdono ¡ojalá que así la perdone Dios!

—Catalina ¿has visto a mi padre y a Leonel?

—A mi padre le he visto; él me dio la noticia de la muerte de mi madre; en cuanto a Leonel, pienso no verle hasta el momento mismo de mi partida.

—¿Qué partida?

—Sí, hermano, he determinado marchar a España y tomar allí el velo en alguno de los conventos de arrepentidas.

—Creo que harás bien. ¿Y quién te acompañará?

—Tú —contestó a la espalda del padre Alfonso la voz de don Nuño.

—Será así, si vos lo ordenáis —dijo el padre.

—Es necesario, y además esto debe ser muy pronto, porque las urcas están en Veracruz aparejadas ya para darse a la vela.

—Estoy dispuesto. ¿Y cuándo saldremos, señor?

—Esta misma noche. Uno de mis amigos me ha dicho que el visitador don Martín de Carrillo tiene datos para creer, o mejor dicho, para estar seguro de que eres tú el jefe de las conspiraciones que traman aquí los criollos para alzarse con el reino; que hace algunos meses habéis suspendido vuestros trabajos, merced a la actividad con que él os persiguió; pero que cuando él se retire, que quizá será muy pronto, no quiere dejar la chispa oculta, exponiendo al reino a nuevos trastornos; él ordena que te envíe yo a la corte o que de lo contrario, tendrá que llevarte preso a su salida de la Nueva España.

—Vámonos, hermano mío, vámonos —dijo Catalina— quizá allá encontremos paz y tranquilidad para nuestros corazones.

—Partiremos esta noche —dijo el padre Alfonso— y ahora, padre mío, deseo hablaros a solas.

—¿Me retiro? —preguntó humildemente Catalina.

—No, hija mía —contestó don Nuño acariciándola— nosotros pasaremos a otra estancia.

Y don Nuño y su hijo pasaron a otra de sus cámaras.

—¿Qué deseas? —preguntó el anciano.

—Sólo deciros que Catalina y yo partimos esta noche; Leonel mi hermano queda a vuestro lado; dad vuestro permiso, señor, para su enlace con su prima doña Esperanza de Carbajal.

—No tengo ya inconveniente; pero apenas hace unas cuantas horas que ha muerto don Alonso de Rivera ¿qué dirá el mundo?

—Señor, por medio de la fuerza hicieron casar a mi prima con don Alonso, no porque él la amase, sino porque querían apoderarse de sus grandes riquezas, según comprendo; mañana lo sabrá todo México y nadie murmurará de una boda que debía ya haberse olvidado, a no haber sido por los crímenes de Rivera.

—Por mi parte no hay inconveniente. ¿Qué dice tu hermano?

—Voy a verle y os diré lo que resuelva, esta misma tarde.

—Anda, hijo mío, y no olvides que esta noche partirás.

—No, señor; siempre estoy dispuesto a obsequiar vuestra voluntad.

Don Nuño le tendió la mano y el padre Alfonso la besó y salió.

Don Leonel se paseaba agitado en su aposento; al ver entrar a su hermano se arrojó a su encuentro.

—¿Qué hay? —de preguntó.

—Doña Esperanza desea hablarte.

—¿Pero cuándo, a dónde?

—Ahora mismo en su casa.

—Dios mío ¡qué feliz soy! —dijo Leonel precipitándose a tomar su sombrero y su espada—. Vamos, vamos. —De repente se detuvo y exclamó—: ¡Imposible!

—¿Imposible? ¿Por qué? ¿Estás loco?

—Loco no; pero ella amaba a otro hombre, huyó de su casa y se enlazó con él. ¿Cómo voy a buscarla?

—Vamos, que ella te explicará todo; ella te ama y si hay alguien que necesite de perdón, eres tú, tú que te atreves a pensar mal de un ángel como ella.

—Vamos —dijo don Leonel.

Y los dos hermanos se dirigieron a la casa de doña Esperanza de Carbajal.

Apenas llamaron a la puerta de la sala, cuando ésta se abrió y se presentó doña Esperanza.

El semblante de la joven estaba encendido como las amapolas del lago, sus ojos brillaban por el placer, tenía la boca entreabierta por una sonrisa de felicidad, dejando ver entre sus rojos labios sus dientes blanquísimos y sus encías nacaradas y frescas.

Vestía un traje negro, sin más adornos que una gran hilera de botones que bajaban por delante desde el cuello hasta la orla; su cintura delgada y flexible estaba ceñida por un cinturón negro también y sus negros y rizados cabellos formaban el fondo en que se destacaba un rostro tan bello como el de un arcángel.

Esperanza avanzó majestuosamente; su elevado talle parecía mecerse agitado por la emoción; tomó con sus manos las dos de don Leonel, que la miraba extasiado, y las oprimió con delirio, sin pronunciar una palabra.

Aquella demostración tan sencilla era la expresión más elocuente de aquel amor infinito.

—Esperanza —dijo Leonel— ¡cuánto te adoro!

El padre Alfonso conoció que no debía esperar la respuesta y se salió sin que lo sintieran los dos enamorados.

—Leonel —dijo Esperanza— ¡cuánto me has hecho sufrir en la vida, cuánto! Tú has herido mi corazón virgen, tú jugaste con mi amor, tú no comprendiste lo que yo te quería. ¡Ah Leonel! Tú me has ofendido mucho.

—Alma de mi alma, tienes razón; yo te he ofendido, yo herí tu corazón; pero te amo, ángel mío, como no se ama más que una sola vez en la vida; mi corazón es sólo para ti. Si la sombra de un capricho pasó sobre la pureza y sobre la constancia de mi amor, el fuego que me devora, aliento de mi vida, basta por sí solo para purificarme ante tus ojos; sí, Esperanza, tú lees en mi corazón, tú sabes que te amo; tú lo adivinarías si no te lo dijera, porque el amor se siente como se siente la tempestad que se tiende sobre nuestro cielo; tú comprendes mi pasión, tú sabes que desde niños nos amamos; tú sabes que yo pensé en ti y no más en ti para mi esposa. Una barrera inmensa se había levantado entre nosotros con tu matrimonio, Dios la he hecho desaparecer y ahora que eres libre, vuelvo a tus plantas a pedir tu perdón y tu amor.

—¡Ah! Leonel ¡Cuánto me hiciste padecer! Por ti y nada más por ti he aceptado la unión que me propusieron, porque te vi a los pies de otra mujer; si no, hubiera preferido morir. ¿Tú sabes lo que yo sentiría al ver que ibas a unirte a otra?

—¿Y no crees, ángel mío, por lo mismo que conoces ese intenso dolor, que estoy más que castigado con haberte visto esposa de otro hombre? ¡Oh Esperanza! Dolor por el dolor, si el tuyo ha sido grande, el mío ha sido infinito, porque yo me sentía culpable.

—Leonel, te perdono. ¿Me perdonas tú a mí?

—¿Yo a ti, amor mío? ¿Y de qué? ¿De qué? Tú eres el ángel que me guía a la felicidad; si no quise seguirte, si te abandoné ¿quién es culpable?

—¿Me amas aún?

—Más que nunca, mi bien, más que nunca.

—Y yo te adoro.

—Pronto serás mía.

—Será el día de felicidad suprema para mí; me parece imposible.

—Ya llegará —contestó don Leonel besando con pasión una de las manos de doña Esperanza que tenía entre las suyas.

La encantadora viuda ruborizada, retiró su mano exclamando:

—¡Leonel!

En este momento llamaron a la puerta y hasta entonces no se apercibieron los amantes de que el padre Alfonso había desaparecido.

La puerta se abrió y un alcalde del crimen seguido de varias personas, entre las cuales se encontraba el padre Alfonso, se presentó:

—Señora —dijo el alcalde— vengo a tomaros una declaración. Excusadme, señora; pero es una cosa precisa, es un negocio de suma gravedad.

—Estoy muy dispuesta a contestaros; podéis comenzar.

—¿Deseáis que se retiren las personas que están presentes?

—No, señor; cualquier cosa que tenga que decir, será pública y no necesito del secreto.

—En tal caso, señora, comenzaremos.

El escribano sacó un enorme tintero de cuerno, unas grandes plumas y unos rollos de papel, se sentó junto a una mesa y se preparó a escribir.

—¿Tenéis la bondad de poneros de pie y hacer la señal de la cruz?

Doña Esperanza obedeció.

—¿Juráis por Dios y por su santa Madre, y por la fe cristiana que profesamos, decir verdad en cuanto supiéreis y fuéreis preguntada?

—Sí juro —dijo Esperanza, llevando a sus labios su mano derecha, con cuyos dedos tenía hecha la señal de la cruz.

—Que sea a cargo de vuestra salvación y conciencia —agregó el escribano.

Y comenzó el interrogatorio.

El juez preguntaba de manera que apenas podía contestar la dama más que sí o no; pero hizo por último una de las preguntas que decía:

—Preguntada cuanto más supiere de todo esto.

Entonces Esperanza dijo al alcalde:

—¿Permitiréis, señor alcalde, que diga todo cuanto sepa?

—Sin duda, señora; que eso es lo que desea la justicia.

Doña Esperanza refirió entonces todo cuanto le había pasado con don Alonso y con doña Catalina, y todas las crueldades de que había sido víctima, hasta que la obligaron a dar la mano de esposa a don Alonso.

Todos los presentes escucharon aterrorizados esta relación hasta su fin.

—Verdaderamente, señora —dijo el alcalde— habéis sido víctima de horrorosos atentados; sólo que ya la justicia humana nada puede hacer, porque el cielo ha castigado a vuestros verdugos. Doña Catalina, don Alonso y Guzmán no existen, y no es posible encontrar al hechor de todo esto; lo más seguro parece ser que ese Guzmán los llevó allí con engaño y los mató de una manera bien cruel y que después, por una desgracia o por disposición de Dios, que no permite nunca que los delitos queden impunes, la casa en que estaba Guzmán se incendió y él pereció entre las llamas; de todos modos, libre estáis ya de vuestros perseguidores y Dios recompensará vuestros sufrimientos.

—Así lo espero —dijo doña Esperanza.

—Señora, me retiro; perdonadme la molestia y os deseo mil felicidades.

La joven hizo una reverencia y el alcalde con su acompañamiento salieron, dejando solos a don Leonel, doña Esperanza y al padre Salazar.

—Y ahora ¿qué pensáis hacer? —preguntó Leonel a la joven.

—Aconsejadme —contestó ella dirigiéndose al padre Alfonso.

—Si seguís mis consejos, oíd: en primer lugar, debéis trasladaros a la casa de vuestro padre don Pedro de Mejía.

—Me entristece esa casa.

—No importa; ya veréis cómo se alegra muy pronto.

—¿Y luego?

—No vistáis luto por don Alonso; todos sabrán lo que hicieron con vos y no lo extrañarán.

—Bien ¿y luego?

—Luego ¿para qué queréis que os lo diga? Casaos con Leonel, si los dos estáis conformes en ello.

Doña Esperanza miró a Leonel, éste la miró también, vacilaron un momento y luego se arrojaron llorando el uno en los brazos del otro.

—Dios os bendiga —dijo el padre Alfonso algo conmovido.

—Hermano mío —dijo Esperanza tomándole de una mano—, vos bendeciréis nuestra unión.

—No es posible, hermana mía; esta misma noche parto para Veracruz; voy a embarcarme, Leonel lo sabe.

—Parte —dijo don Leonel—; va a llevar a nuestra hermana doña Catalina, que quiere tomar el velo en uno de los conventos de España.

Doña Esperanza no contestó y todos tres guardaron silencio.

La sombra del pasado cruzó en medio de aquella escena de felicidad.

40. El fin de la historia

La noche había cerrado y en el patio de la casa de don Nuño de Salazar se veía uno de esos coches de camino que hacían el entonces largo y peligroso viaje de la capital de la colonia, al puerto de Veracruz.

Pero aquel viaje se preparaba sin ruido, sin movimientos, sin escándalo.

Los cocheros esperaban el momento de la partida y el coche estaba cargado con baúles y cajas.

En un aposento de la casa don Nuño daba sus últimos consejos al padre Alfonso.

—Hijo mío —le decía—, vas a la tierra de tus antepasados; allí la nobleza, la inteligencia y el dinero te abren camino para los altos puestos; allí, hijo mío, nadie se acordará de que eres americano, sino para alabarte; llevas fondos para cubrir la dote y los gastos que necesita tu hermana para profesar. Dios los bendecirá como los bendice su padre. Llama a Catalina.

El padre Alfonso se levantó conmovido y el anciano se limpió una lágrima que había procurado ocultar a su hijo.

—Catalina —dijo el padre Alfonso— llegó el momento.

Doña Catalina apareció entonces vestida de negro y sumamente pálida.

El padre y su hermana se pusieron de rodillas delante del anciano, que procurando aparecer sereno, echó su bendición sobre aquellas dos cabezas inclinadas.

Aquella bendición caía como el rocío de consuelo, en dos almas tan diferentes y agitadas por pasiones tan diversas.

Eran dos seres desgraciados.

El hombre fuerte, inteligente, vigoroso; el sacerdote de la virtud, que no había tenido en el mundo más anhelo que el de la ciencia, ni más ambición que la libertad de su patria, y que marchaba a tierra extraña con el corazón despedazado, porque dejaba a México cautivo y sin esperanza.

La joven hermosa, que había apurado la copa del placer y de la disolución, y que no había tenido más amor en su vida que el de Leonel, huía del hogar doméstico a buscar en la soledad del claustro un asilo para llorar sus desventuras y un amparo contra las tormentas de la vida.

La una iba impulsada por el arrepentimiento de lo que había hecho en el mundo, huyendo de él.

El otro, devorado por el despecho de lo que no había podido hacer, huía también.

—Hijos míos —exclamó el anciano— yo os bendigo, y la bendición de un padre que ama a sus hijos es la bendición de Dios. No olvidéis mis consejos y rogad a Dios por vuestro padre.

Los dos jóvenes se levantaron y se arrojaron llorando en el seno de don Nuño, que los recibió en sus brazos.

El padre Alfonso tuvo más presencia de ánimo; se arrancó de los brazos del anciano y tomando de la mano a doña Catalina, salió llorando del aposento.

El viejo permaneció inmóvil mirándolos, hasta que la puerta volvió a cerrarse; entonces, con una voz que salía del fondo de su corazón, exclamó, volviendo a bendecir al lugar por donde él suponía que aún estaban:

—¡Hijos míos!, ¡hijos míos! ¡Dios os bendiga! —y se dejó caer sobre un sitial.

Doña Catalina, siguiendo a su hermano, salió del aposento de su padre; sin alzar siquiera el rostro atravesaba ya el corredor, cuando oyeron una voz que decía:

—¡Alfonso, Catalina!

La joven, como herida por una corriente eléctrica, volvió el rostro y vio a don Leonel; y ella y don Alfonso se arrojaron en los brazos del joven, sin hablar.

—¡Adiós! —dijo el padre desprendiéndose.

—¡Adiós, hermano mío! —contestó don Leonel conmovido.

—Leonel —exclamó Catalina— ¡adiós para siempre, para siempre!

—¡Adiós para siempre, hermana de mi corazón!

Catalina siguió al padre; pero al llegar a la escalera, volvió el rostro y miró a don Leonel que los contemplaba con las lágrimas en los ojos; no pudo contenerse, lanzó un grito y volvió corriendo a precipitarse entre sus brazos.

—¡Vámonos! —dijo el padre tomándola de una mano— ¿para qué quieres herir más tu corazón?

—¡Para siempre! —dijo Catalina.

—¡Para siempre! —contestó don Leonel, y se separaron.

Poco antes de retirarse, la joven hizo otro esfuerzo y tomando una de las manos de don Leonel, imprimió en ella un beso, en que parecía querer dejar el alma.

El joven retiró su mano y se precipitó a su aposento.

Pocos momentos después se escuchó el ruido del coche que comenzaba a caminar y salió de la casa de don Nuño.

Don Leonel se tapó los oídos, porque en medio de aquel ruido que se alejaba, le parecía escuchar la voz de Catalina que le decía tristemente:

—¡Para siempre!, ¡para siempre!

Y él instintivamente le contestaba también:

—¡Para siempre!, ¡para siempre!

Al siguiente día, Martín buscó a doña Esperanza y supo que vivía ya en la casa de su padre don Pedro de Mejía, en la posesión de cuyos bienes había entrado.

Martín determinó no verla ya, y don César y Teodoro aprobaron su resolución.

En toda la corte no se hablaba más que de las desgracias de doña Esperanza y de las maldades de que había sido víctima; todos atribuían a un milagro su salvación y el nombre de Martín Garatuza no se escuchaba para nada en aquellas conversaciones.

Los esfuerzos y el triunfo de Martín no eran ni siquiera conocidos.

¡Así es el mundo en su gratitud!

Epílogo

Por un estrecho y escabroso sendero, que practicado entre la maleza y los riscos conducía a la cresta de una de las elevadas montañas que rodean el extenso valle de México, caminaban tres hombres, caballeros sobre tres soberbios corceles.

Ninguno de ellos hablaba, y uno en pos de otro trepaban por aquellas escarpadas sierras, deteniéndose a cada momento para no fatigar demasiado a sus cabalgaduras.

El que guiaba en la marcha era un negro de elevada talla y robustos miembros; seguíale después un caballero joven, pero que mostraba en su semblante las huellas de profundos sentimientos, y al último caminaba un hombre como de cuarenta años que revelaba en la viveza e inquietud de sus miradas toda la astucia y la sagacidad de la zorra.

Comenzaba a distinguirse una planicie en la cumbre de uno de aquellos cerros, y allí una casa de madera medio arruinada ya por la intemperie.

—Señor don César —dijo el negro deteniéndose y hablando con el caballero que le seguía— mirad, aquélla es la casa de Guzmán y desde aquí presencié yo la desgracia de doña Blanca.

Don César no contestó y se puso a contemplar el punto que le señalaba el negro.

—Teodoro —preguntó el tercero de los viajeros— ¿acaso aquella cruz estaba ya en la orilla del barranco?

—No, Martín —contestó el negro—, cuando yo volví en mis sentidos, después del accidente que me causó la vista de aquella desgracia, obligué a la vieja que me había traído a plantar esa santa cruz en el mismo lugar en que estaba parada doña Blanca cuando se precipitó.

—¡Pobre mártir! —exclamó Martín—. No me arrepiento de lo que hicimos con don Alonso.

—Ni con Guzmán —agregó el negro.

—Adelante —dijo don César.

Teodoro emprendió de nuevo el camino y llegaron muy pronto a la meseta que se formaba en la cima.

Don César se bajó de su caballo; los demás le imitaron y los animales fueron atados a las columnas de madera formadas de troncos de árbol, que sostenían el techo de la casa que había sido habitación de Guzmán.

Don César estaba sombrío, Martín no le perdía un instante de vista; Teodoro, triste y cabizbajo, no hablaba una palabra.

—Teodoro —dijo don César— ¿a donde está esa cruz estaba doña Blanca?

—Sí, señor. Mirad; Guzmán se había colocado en esa peña, vuestra esposa estaba en esa punta que se levanta entre la barranca; hablaban y accionaban; yo no oía lo que se decían; Guzmán dio un paso adelante, se escuchó un gemido y vi volar al abismo a doña Blanca.

Don César no contestó; siguió avanzando hasta el pie de la cruz, se quitó su sombrero y se arrodilló.

Con el rostro inclinado, el desgraciado amante de doña Blanca oró y sollozó largo rato; los otros dos lo contemplaban con respeto.

Después se levantó con mucha serenidad, se acercó a la orilla del torrente, contempló aquellas aguas que chocando contra las rocas se tornaban en un pequeño lago hirviente y espumoso, alzó los ojos y las manos al cielo y se arrojó al abismo…

Pero en aquel mismo instante una mano de acero le sujetó de la espalda de la ropilla y lo retiró del borde del barranco.

Don César volvió el rostro con indignación, buscando quién lo había detenido.

Era Teodoro, que había seguido todos sus movimientos, que había adivinado sus intenciones.

—Dios te lo perdone —dijo calmándose repentinamente don César—. Iba a unirme con Blanca.

—Ibais, señor, a separaros de ella por toda una eternidad: ella se dio la muerte para salvar su pureza; es una mártir, está en el cielo, en el coro de las vírgenes escogidas; vos ibais a morir por la desesperación, los réprobos os aguardaban ya. Pensad si os uniríais a doña Blanca; pensadlo, señor, y si insistís, os dejaré en libertad de morir.

Don César inclinó la cabeza, meditó y lloró y luego como iluminado por un relámpago, exclamó:

—Eso es, no moriré; viviré aquí, aquí, para orar siempre por doña Blanca, para recibir aquí la muerte cuando Dios sea servido de enviármela. Idos, aquí me quedo.

De los tres hombres que habían subido a la montaña, sólo dos volvieron al valle.

Don César de Villaclara quedó allí haciendo esa vida de soledad y de penitencia mística y contemplativa de que tantos ejemplos nos traen las historias de aquellos tiempos.

Aquella misma noche se celebraba en México con grande pompa el casamiento de don Leonel de Salazar con su prima la hermosísima y rica señora doña Esperanza de Carbajal.

Entre la gente que miraba por la calle la luz que salía por las ventanas en la antigua casa de don Pedro de Mejía, se podían notar dos hombres embozados en largas y negras capas, que hablaban en voz baja.

—Teodoro —decía uno— aunque me alegra esta boda por lo que quiero a don Leonel y a doña Esperanza, siento el corazón despedazado al pensar que así debieran haberse celebrado las bodas de la desgraciada doña Blanca y del infeliz don César, a quien hemos dejado en la sierra metido a ermitaño.

—Es verdad; pero estos jóvenes merecen ser muy felices, Martín —contestó Teodoro.

—También aquéllos, y no lo fueron.

—Eso prueba que la virtud ni trae la desgracia, como dicen los impíos, ni la felicidad, como aseguran los hombres de la Iglesia.

—¿Qué es, pues, la felicidad? ¿Qué la produce?

—Es un conjunto casual de circunstancias y se produce por la casualidad.

—¿Y Dios?

—Allá —dijo Teodoro señalando al cielo— allá da sus castigos o sus recompensas, aquí deja la libertad al hombre para obrar.

—Por esa libertad misma —contestó Martín sonriéndose— me marcho mañana mismo, porque ya la justicia sabe que no he muerto y que vivo por desgracia de ella.

—Haréis bien.

Y los dos embozados en sus capas, se pusieron en marcha y se perdieron en las sombrías calles de la capital de la colonia.


Publicado el 1 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
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