Memorias de un Impostor

Don Guillén de Lampart, Rey de México

Vicente Riva Palacio


Novela


Prólogo del autor
Libro primero. Los misterios de Urania
I. La noche terrible
II. La noche terrible (continuación)
III. ¡Helios!
IV. Rebeca
V. El amor de un virrey
VI. Una viuda temible
VII. El hijo de Méndez
VIII. Historia de una caja
IX. El dedo del diablo
X. Intrigas de una viuda
XI. El Conde de Rojas
XII. Un amante feroz
XIII. Los misterios de Urania
XIV. Los planes de Don Guillén
XV. Don Martín de Malcampo
XVI. Zorro y Lobo
XVII. La clave de un misterio
XVIII. El sacrificio de Jefté
XIX. Un secreto que mata
XX. Escudilla
XXI. Clara
XXII. ¿Por qué esa sombra?
XXIII. La cita
Libro segundo. El dedo del diablo
I. Don Juan de Palafox y Mendoza
II. Los planes del arzobispo
III. Doña Inés
IV. Una visita misteriosa
V. Ángel y demonio
VI. Una reunión alegre
VII. Una intriga que nace de otra
VIII. El nueve de junio
IX. La mañana del diez de junio
X. En palacio
XI. Las buenas noticias
XII. Otra vez Felipe
XIII. Un desengaño
XIV. Un gran consuelo
XV. Un plan infernal
XVI. El desenlace de un drama
Libro tercero. Diecisiete años en la Inquisición
I. La Inquisición
II. El preso
III. Diego Pinto
IV. La historia de don Guillen contada por él mismo
V. Historia de Don Guillén (continúa)
VI. Una interrupción
VII. Preparativos para la fuga
VIII. El trabajo
IX. Continuación del anterior
X. La fuga
XI. En libertad
XII. Desengaños
XIII. Desaliento
XIV. Las pesquisas del Santo Oficio
XV. La denuncia
Libro cuarto. Expiación
I. Antiguos conocidos
II. Pruebas de amor
III. Desesperación
IV. Los preparativos
V. El auto de fe
VI. La noche de las venganzas
VII. Continúa el anterior
Epílogo
Apéndice
Sentencia y ejecución de Don Guillén de Lampart

Prólogo del autor

Era yo niño, y estudiaba Filosofía en el Colegio de San Gregorio, cuando uno de mis compañeros, poco más o menos de mi edad, me contó que muchos años antes de que el cura Hidalgo hubiera proclamado la independencia de México, un hombre, de nación irlandés, había pretendido alzarse como rey de Anáhuac, libertando a México de la dominación española; pero que la conspiración había sido descubierta y el irlandés había muerto a manos de la justicia.

No puedo recordar quién fue aquel de mis condiscípulos que me refirió esto, y sólo sí que, con toda la buena fe de un niño, creí que era una verdad histórica aquel sencillo relato, suponiendo que él lo habría leído en alguna parte o lo habría oído contar a sus padres, que sin duda debían ser más instruidos que él, sobre todo en materia de historia. De todos modos, la narración me preocupó tanto y me impresionó de tal manera, que durante toda mi vida, siempre que oía hablar de la historia de México, o que meditaba yo sobre ella, el recuerdo del irlandés acudía a mi memoria al momento.

En vano busqué en lo que se ha escrito hasta hoy sobre la historia de los tres siglos de la dominación española en México, algo que pudiera darme alguna luz sobre este punto. Confieso, ingenuamente, que nada encontré, y que llegó un momento en que creí que toda la historia del irlandés no era sino una tradición, destituida de fundamento o una leyenda fantástica, inventada por un desconocido novelista.

Dice el célebre Hoffman «que proponiéndose un fin, aunque sea un ideal imposible; explorando lo desconocido para llegar hasta él, se encuentra siempre el camino para lo mejor». Esto puede pasar por un axioma, y puede asegurarse también que hay una providencia especial para los hombres que andan siempre en busca de lo maravilloso; porque, visionarios para el mundo, son audaces exploradores de los conocimientos humanos, que van fijando puntos, si se quiere aislados muchas veces, sin aplicación científica otras, y algunas en contradicción con los que se llaman principios absolutos y de eterna verdad. El tiempo y el trabajo de los sabios se encarga de dar a aquel casual descubrimiento el lugar que debe tener en la historia, en las artes o en las ciencias.

Por un camino semejante llegó a mis manos el proceso del irlandés que quiso coronarse rey de México.

Buscaba yo no sé qué, porque yo mismo no me lo explico nunca, algo de nuevo, algo de maravilloso, sin conocer quizá las cosas más comunes, y expuesto como el astrónomo que por mirar al cielo cayó a un pozo, cuando encontré un muy voluminoso proceso seguido contra «don Guillén de Lampart», por astrólogo, sedicioso, hereje, etc. Devoré sus páginas con ansiedad, porque aquélla era la historia que yo buscaba hacía tanto tiempo: aquél era el irlandés que había querido hacer independiente a la Nueva España; y por una providencia especial, yo, que quizá era el único que pensaba en esa historia sin encontrarla, la encontré impensadamente y sin buscarla.

Don Guillén de Lampart era un hombre de profundos y vastos conocimientos, de una inteligencia clarísima y de una audacia poco común. Existen en su proceso composiciones suyas en prosa y verso, escritas en francés, en inglés, en alemán, en español, en latín y en italiano, y en ellas multitud de citas en griego, escritas por él dentro de la prisión, en donde no puede ni suponerse que las hubiera podido copiar. Poseía grandes conocimientos en derecho, en teología y en todas las ciencias naturales. Por eso no se admirarán los lectores si le pinto como un sabio en el discurso de mi novela.

La evasión de don Guillén y las circunstancias que la acompañaron, en nada cede por lo interesante, lo bien combinada y lo audazmente ejecutada, a esas romancescas evasiones que nos cuentan los novelistas franceses.

Me preguntarás, lector, dos cosas: la primera, cuando veas preso a don Guillén en la Inquisición ¿por qué en la mayor parte de mis novelas hablo de la Inquisición? Te contestaré que en toda la época de la dominación española en México, apenas puede dar el novelista o el historiador un solo paso sin encontrarse con el Santo Tribunal, que todo lo abarcaba y todo lo invadía; y si encontrártelo en una novela te causa disgusto, considera qué les causaría a los que vivieron en aquellos tiempos, encontrar al Santo Oficio en todos los pasos de su vida, desde la cuna hasta el sepulcro, desde la memoria de sus ascendientes hasta el porvenir de su más remota generación.

La segunda pregunta que harás, es: ¿cómo teniendo datos auténticos e interesantes sobre un tan curioso hecho histórico, escribo una novela y no un libro serio? Lector, puedes con toda confianza tomar a lo serio esta novela en su parte histórica, prescindiendo de su forma, como se prescinde del estilo en esas obras en que la verdad viene presentándose con el triste vestido de un desaliñado lenguaje.

Los libros, aunque se escriben con el carácter de científicos, pueden no tomarse a lo serio, o al contrario. El padre Anastasio Krircher escribió su Viaje estático celeste, entre astronómico y teológico, y cada uno lo ha tomado como mejor le ha parecido. Sucedió lo mismo con Cyrano de Bergerac en sus novelas científicas. Julio Verne, Figuier y el mismo Flammarion, en nuestros días, todos ellos han escrito libros que pueden tomarse o no a lo serio; pero que en todo caso prestan el insigne servicio de popularizar los conocimientos científicos, evitando el escollo del fastidio: tal es mi deseo.

Libro primero. Los misterios de Urania

I. La noche terrible

Era el 14 de febrero de 1642, y los pacíficos habitantes de la muy noble y leal ciudad de México estaban consternados.

Durante todo aquel día, el más espantoso huracán había soplado por toda la comarca, y la tarde iba cayendo; y el sol, rojizo y triste, velado por una nube de amarillento polvo, tocaba ya a su ocaso, y el huracán, lejos de calmarse, parecía que tomaba más y más fuerza con la llegada de la noche, y rugía y bramaba, y hacía estremecer hasta los macizos cimientos de los templos, y amenazaba arrasar la ciudad y levantar entre sus pujantes alas las revueltas aguas de los lagos.

Llegó la noche, y con ella todo el pavor de la tormenta y de la oscuridad, todo el horror del caos.

México parecía una ciudad desierta: ni una luz en las ventanas, ni un ser viviente por las calles: nada, nada más que el huracán terrible, espantoso, cruzando con vertiginosa rapidez por todas partes, remedando unas veces el tumbo sonoro del océano, que azota sus olas encrespadas contra las rocas, semejando otras el fragor de la tempestad; a veces produciendo el estruendoso rumor de un inmenso carro de bronce que rodara sobre una bóveda de acero, a veces imitando el concierto de millones de voces humanas que arrojaran un prolongado grito de dolor.

Todas las techumbres crujían, todos los muros temblaban: gemían las hendeduras de las puertas, las rejas de las ventanas parecían lanzar una sentida queja; rechinaban las mohosas veletas de las torres, y algunas campanas, movidas por aquel aliento poderoso, producían sonidos vagos, perdidos, inexplicables, como la voz que sale de un ventrílocuo, como si aquel sonido que allí se originaba, arrebatado por la furia del monstruo de los vientos, no pudiera hacerse perceptible sino cuando estaba ya muy lejos.

De cuando en cuando, en medio de aquella sombría confusión, se oía, se sentía, se adivinaba algo de más terrible, de más pavoroso; el estruendo se hacía insoportable; espantosos golpes, lucha de titanes entre la oscuridad, aleteo de gigantescas águilas, choque de montañas en el último día de los tiempos; y acompañadas de ese rumor inmenso que atronaba, que ensordecía, que turbaba la razón, se creían escuchar voces de hombres y de mujeres y de niños; gritos de desesperación, gemidos de dolor, aullidos de rabia, plegarias, llantos, blasfemias, carcajadas estridentes, cantos bacanales, silbidos, músicas lejanas, rumor de torrentes.

Y era que el huracán hacía un poderoso esfuerzo sobre la ciudad, y desplegaba todo el lujo de sus mil vibraciones, y arrebataba un techo o arrancaba de raíz un árbol, y los levantaba y los cernía y pasaba azotando con ellos los campanarios, y las bóvedas y las torres, y sirviéndose de ellos como de un ariete infernal, derribando cuanto encontraba a su paso, hasta que aquellos desconocidos proyectiles se hacían pedazos y se dispersaban por todas partes sus ya inofensivos fragmentos.

El cielo estaba densamente negro; la pálida y vacilante luz de las estrellas no podía abrirse paso al través de la compacta nube de polvo que cubría la ciudad, y el agua de los lagos, siempre tan tranquila, tan serena y tan pura, se agitaba como la de un mar embravecido; y revuelta y negra y cenagosa, se derramaba sobre los campos y sobre los pueblos de las orillas, aumentando allí el espanto con los peligros de la inundación.

En verdad que no les faltaba motivo para estar consternados a los pacíficos habitantes de la muy noble y leal ciudad de México, en la noche del 14 de febrero de 1642.

En el interior de las habitaciones había cuadros conmovedores. Las familias se agrupaban delante de las imágenes de la Virgen y de los santos, llevadas allí por ese instinto que nos hace siempre buscar la compañía cuando amenaza un gran peligro, aun cuando ese peligro no sea de aquellos que puede conjurar un amigo, un padre, un hermano, cualquiera que se interese por nosotros, aun cuando ese mismo peligro les amenace a ellos.

Los hombres estaban pálidos y sombríos, las mujeres temblaban y rezaban en alta voz, los niños lloraban y ocultaban sus cabezas entre las faldas de las madres.

Y a cada momento era necesario emprender una lucha con el huracán: ya era una puerta que, cediendo a su empuje, parecía próxima a saltar en pedazos, y necesitaba un apoyo; ya era un techo que crujía como si fuera a desplomarse, y era preciso apuntalarle violentamente: ya un agujero por donde penetraba una columna de viento que mataba las luces, y espantaba a las mujeres y a los niños, produciendo un gemido prolongadísimo.

Entonces los esfuerzos de los defensores de aquella especie de ciudadela, tan terriblemente atacada, se multiplicaban con una actividad maravillosa, como los de la tripulación de un buque que zozobra; todo el mundo se ponía en movimiento: la ciencia de la mecánica brotaba allí con el instinto de la conservación; se adivinaban las fuerzas; las potencias y las resistencias se calculaban con la rapidez de un pensamiento, y se improvisaban palancas y tornos y cuñas y motones, y el peligro daba fuerza a la debilidad, y pesados muebles se trasportaban como por encanto, ya para reforzar un batiente próximo a estallar, ya para cubrir la brecha abierta por el huracán en una ventana; y todo aquel trabajo, y toda aquella agitación, y toda aquella lucha, en medio de plegarias y de oraciones, de invocaciones a Dios y de promesas y de votos.

Había, sin embargo, una casa en donde reinaba más tranquilidad, merced a la situación en que se encontraba: era ésta una pequeña vivienda, en el fondo del gran patio del Palacio que habitó el célebre conquistador Hernán Cortés, y que era conocido entonces con el nombre de Casas del Estado.

Las puertas de aquella habitación estaban herméticamente cerradas; y como toda ella estaba, por decirlo así, incrustada en el inmenso edificio, apenas los que en ella habitaban, sentían los terribles accidentes que en la ciudad causaba la furia de los vientos desencadenados.

En un pequeño saloncito de esa vivienda, una mujer anciana y una joven, oraban devota y fervorosamente, arrodilladas delante de una imagen de Cristo, que bajo un baldaquín de damasco rojo, encima de una mesita había, y cerca de ellas un hombre anciano, notablemente gordo, pero al parecer muy enfermo, sentado en un gran sitial forrado de vaqueta, parecía que dormía o que meditaba profundamente.

La anciana y la joven tenían entre sí esa semejanza que indica casi siempre a una madre y a una hija; vestían sencillos trajes azules con tocas, negras la una y blancas la otra, y era indudable que ambas pertenecían a la raza española.

Fatigada quizá por la oración, la anciana dejó colgar los brazos que tenía cruzados sobre el pecho, y se sentó sobre sus mismos pies, en esa postura que tan bien saben tomar las mujeres para descansar en los templos y que es casi un enigma para los hombres.

La joven la imitó, y las dos dirigieron una mirada llena de interés al anciano, quien continuaba inmóvil.

—Creo que ha cesado el viento —dijo la anciana, como para consolarse.

—No, madre —contestó la joven— le oigo bramar con la misma furia: si Dios Nuestro Señor no nos ayuda, no sé qué va a ser de nosotras y de toda la ciudad.

—Gracias a Dios, hija, aquí estamos perfectamente, y ya se necesitaría mucho para que el huracán derribara este edificio…

—¡Qué miedo tengo! ¿Duran mucho estos huracanes?

—No; aunque tu padre me decía esta tarde que no ha oído decir de otro tan fuerte como éste. ¿Es verdad, Méndez?

El hombre levantó pesadamente la cabeza, y mirando a la que le interrogaba, contestó con voz llena, pero con mucha calma:

—Hace ya… sí… eso es… como treinta años, poco más o menos, que vine de España y que vivo en México, y ni vi, ni oí contar cosa semejante a la que hoy ocurre…

—¿Y cree su merced, padre, que tendremos mucho peligro?

—¡Ca, niña! cerrar bien las puertas; encomendarse a Dios y a la Santísima Virgen, y dejar que el viento se azote hasta hacerse pedazos, que así moverá él una sola piedra de esta casa, como yo poderme sostener sobre estas ingratas piernas, que hace más de dos años se niegan a todo servicio, y parecen encomenderos de indios, según lo nada que trabajan y lo mucho que engordan.

El viejo decía todo aquello con tal naturalidad y con tan buen humor, que la madre y la hija se sonrieron a pesar de la preocupación que embargaba sus ánimos.

Aquel hombre era lo que verdaderamente puede llamarse un filósofo: enfermo, inmóvil, clavado en su sillón hacía más de dos años, conservaba un genio apacible, un carácter alegre y una inteligencia clara, a la que no había podido llevar sus negras nubes la misantropía: la enfermedad de aquel viejo no se ensañaba sino en el cuerpo; el alma estaba sana, y lo que era aún más, el alma reía del cuerpo.

En aquel momento comenzó a sentirse más el estruendo del huracán; no parecía sino que un torrente arrebataba el palacio, que la ciudad entera se hundía, que había sonado la hora suprema para México.

Las dos mujeres se pusieron densamente pálidas, y corrieron a arrodillarse al lado del enfermo.

—¡Méndez —exclamó la madre— es preciso encomendar a Dios nuestras almas!

—Vamos, mujer —contestó el viejo, sin perder su calma habitual— vamos, que muy pronto pierdes el valor, y espantas a nuestra pobre Clara: mira, está pálida y tiembla como una cervatilla.

Y al decir esto, pasó cariñosamente su mano por la cabeza de la joven, que le miraba al través de sus lágrimas.

Se escuchaba un rumor espantoso, y que a cada momento arreciaba más y más.

—¡Oh, es que se hunde el Palacio! —exclamó con angustia la anciana—. Dios mío, Dios mío, si debo morir, hágase tu voluntad, pero salva a mi hija.

—En efecto —dijo Méndez, irguiéndose como para escuchar mejor— algo grave, muy grave pasa por allá afuera; pero ¿qué podemos hacer? Confiemos en Dios: Él solo puede salvarnos…

—Han llamado —dijo Clara.

Golpes terribles, precipitados se escucharon entonces; llamaban a la puerta; pero aquel llamado era el de la angustia; el que así golpeaba tenía prisa, no quería perder un momento, no quería que se le hiciese esperar; mandaba, no suplicaba.

—Llaman, llaman ¿qué puede ser?… —dijo otra vez Clara.

Los golpes a la puerta se repetían, parecía que trataban de echarla abajo.

Méndez y su mujer se miraron con espanto. Clara ocultaba su rostro entre las manos.

—Abre Marta —dijo Méndez.

La anciana, acostumbrada a obedecer a su marido, se levantó sin vacilar y se dirigió a la puerta.

Aquella habitación, que como hemos dicho, constituía parte del Palacio antiguo de Moctezuma, tenía la entrada por una de las galerías del patio, y esa entrada estaba casi enfrente del lugar en que Méndez y su hija habían quedado cuando la señora Marta se había dirigido a abrir.

Cuando la anciana llegó a la puerta, no eran ya los golpes acompasados con que habían llamado al principio; aquellos golpes se habían convertido en un verdadero trabajo de destrucción; se trataba indudablemente de forzar la puerta, que resistía merced a su sólida construcción, pero comenzaban ya a asomar por entre sus macizos batientes los brillantes picos de las barras de acero con que los de afuera trataban de romperla.

La señora Marta llevaba en la mano un candil con el que pudo observar todo esto, y espantada se detuvo un instante; pero aquel instante bastó a los de afuera para terminar su obra: la puerta crujió y se abrió de repente.

La anciana lanzó un grito supremo de terror, y aquel grito fue repetido como un eco por Clara, que tenía fijos los ojos en lo que hacía Marta.

Al abrirse la puerta, lo primero que penetró en la habitación de Méndez, fue una ráfaga espantosa de viento que mató las luces; pero aquella habitación no quedó en la oscuridad: por allí, por donde entró el huracán, penetró también roja, trémula, siniestra, una terrible claridad sobre la cual se dibujaron las oscuras siluetas de los hombres que habían derribado la puerta.

—¡Fuego! —gritó la anciana, loca de espanto.

—¡Fuego! —repitieron en el interior Méndez y Clara.

—Sí, fuego, incendio horroroso —dijo uno de los hombres, penetrando en la habitación— fuego, y vosotros os estáis encerrados y tranquilos como si el peligro estuviera lejos.

El viento trajo entre sus ondas algunas chispas que caían en el pavimento y volvían a levantarse, y rozaban el techo y las paredes como los exploradores del incendio.

II. La noche terrible (continuación)

(Continuación)

—Padre, padre —decía Clara, oprimiendo las manos del anciano— padre ¿qué haremos?

—Huir —contestó Méndez, sin perder la calma.

—¿Huir? —preguntó Marta— ¿huir?, ¿podrás tú andar?

—No se trata de mí, árbol viejo y seco que no sirve ya más que para el fuego: huye, Marta, llévate a Clara.

—Jamás te abandonaré —contestó resueltamente Marta.

—Ni yo, padre mío, ni yo —dijo Clara con energía.

—Marta, huye, llévate a nuestra hija.

—Sin ti, nunca.

Comenzaban ya a verse las llamas que se levantaban del otro lado del patio: el calor era espantoso, el viento traía pesadas nubes de humo entre las cuales brillaban mil chispas.

—Vamos —exclamó el hombre de la puerta, que no había oído nada de lo que pasaba en el interior— las vigas crujen, pronto, salid o ya no será tiempo.

—Salvaos, os lo mando —gritó Méndez con energía.

—Haz un esfuerzo, huye también, o moriremos todos —dijo Marta con angustia.

Méndez, o animado por estas palabras o por el instinto de la propia conservación, hizo un supremo esfuerzo y se puso en pie. Las mujeres lanzaron una exclamación de gozo, y le tomaron de los brazos; pero las fuerzas del viejo estaban agotadas, y sin dar un solo paso, vaciló un momento y volvió a caer como una roca sobre su sillón.

—Es imposible —dijo moviendo tristemente la cabeza— huid vosotras.

Marta y Clara habían también caído de rodillas a su lado, y lloraban silenciosamente.

El incendio avanzaba con una rapidez espantosa, y de los hombres que habían derribado la puerta, sólo uno, el que habló a Marta, era el que allí permanecía, contemplando aquella escena a la siniestra luz del incendio.

Aquel hombre comprendió lo que pasaba, comprendió aquella lucha de amor y abnegación; y sereno y resuelto, sin pronunciar una sola palabra, llegó hasta donde estaba el enfermo, y tomándole entre sus brazos, se lo colocó sobre uno de sus hombros y se dirigió a la puerta diciendo lacónicamente a las dos mujeres que le miraban con asombro:

—Seguidme.

Cuando aquel grupo llegó a la galería, tuvo delante de sus ojos un cuadro aterrador.

El incendio devoraba el Palacio; torbellinos de llamas se alzaban por todas partes luchando con el viento; millares de lenguas de fuego, inmensas y movedizas, asomaban y desaparecían rápidamente en el gigantesco foco, y se desprendían y lamían los candentes muros, y se arrastraban sobre los techos, irguiéndose y retorciéndose, y vibrando y azotándose; y el humo denso, negro, sofocante, confundido con el polvo de la atmósfera, y en esa masa pugnando por penetrar la roja luz del incendio, en el viento cruzando como multiplicadas y rápidas exhalaciones, chispas y encendidos tizones, que parecían teas infernales conducidas en el aire por las manos de los negros espíritus de la destrucción.

Multitud de hombres trabajaban, más que con energía con desesperación, con rabia, para cortar el incendio que amenazaba devorar toda la ciudad; pero sus esfuerzos eran impotentes, el huracán le prestaba su aliento, y entre sus rápidas corrientes el fuego saltaba sin detenerse. Las llamas, prolongadas por el impulso del viento, se alejaban del foco como para impedir que alguien se acercase; nada era bastante a estorbar el avance del monstruo, y ya no se pensaba sino en poner fuera de su alcance la mayor cantidad de combustible.

Y como las hormigas que huyen de una inundación y trasportan sus provisiones a lugar seguro, veíanse por acá y por acullá, ir y venir, agitados, convulsos y con gran precipitación, pálidos y espantados, a hombres y mujeres y niños, cargando muebles y ropas, papeles y objetos indefinibles, y todo en medio de la confusa gritería de los que trabajaban, y de llanto y de juramentos; y rugía el incendio, y bramaba el huracán, y las campanas de todos los templos alzaban un lúgubre clamoreo, y se estremecía la tierra, como al disparo de un cañón, cada vez que se desplomaba un lienzo de muro calcinado por el incendio o se hundía pesadamente un techo.

El hombre que conducía a Méndez, seguido por Marta y Clara, atravesó con paso firme la galería y comenzó a descender por una de las anchas escaleras del Palacio: aquel hombre parecía dotado de una fuerza hercúlea y de una grande energía; y sin embargo, algunas veces vacilaba y se detenía como un ebrio; y era natural, el peso que llevaba a cuestas era grande, el calor sofocante, la atmósfera densa oscurecía el camino, y el huracán presentaba algunas veces una resistencia espantosa, y el esfuerzo que se hacía para contrariarle se convertía en un peligro cuando, disminuyendo repentinamente su intensidad, hacía perder el equilibrio a los que caminaban.

Marta y Clara ya no lloraban; los seres más débiles y tímidos sienten en los momentos supremos una reacción poderosa que ellos mismos no pueden comprender, y es que entonces el espíritu se sobrepone al cuerpo, y todo espíritu es valeroso y desprecia el peligro, y todo cuerpo es cobarde y tiembla, y en eso que se llama la vida, es casi siempre el cuerpo el que domina al espíritu, y es el espíritu el que obedece.

Después de un cuarto de hora de angustia y de trabajo, Méndez, su salvador y las dos mujeres, se encontraron en medio de la muchedumbre de los que pretendían sofocar el incendio o librar algunos muebles de su voracidad.

Allí el peligro era menor, pero había en cambio mayores dificultades para la marcha, porque a cada paso el camino estaba obstruido, ya por objetos abandonados por sus dueños, ya por maderas que se habían amontonado lejos del fuego, ya por hombres que iban y venían por todas partes y a los que ninguna consideración podía detener.

Méndez no había desplegado sus labios, pero llegó a comprender que su conductor estaba fatigado, y procurando hacerse oír de él en medio de aquel ruido ensordecedor, le dijo con voz conmovida:

—Dejadme aquí, no podéis más.

—¿Dejaros? —contestó el hombre deteniéndose un momento—. Mal me conocéis si tal cosa pensáis que hacer pudiera: fatigado estoy, que la jornada, aunque corta no es para menos; pero trabajo fuera en verdad perdido, si permitiera que aquí murieseis, que a tanto equivaldría el abandonaros.

Había dicho el hombre aquello con tanta naturalidad, como pudiera haber hablado de la cosa menos importante de su vida.

La vieja Marta se acercó entonces a él llena de emoción, buscó una de sus manos, quizá para besarla, pero no la encontró y oprimió uno de sus brazos; aquello era todo un poema de gratitud.

—¡Oh! —exclamó él volviendo el rostro— aquí estáis vosotras, señoras; perdonad, pero lo había olvidado, y a fe que no parece sino que Dios os envía en mi auxilio: ¿podríais traerme un poco de agua?, porque verdaderamente me sofoco.

—Agua, Marta —dijo Méndez— traedle agua.

Marta miró en derredor como buscando a dónde ocurrir, y vio pasar cerca de ella a un hombre, al parecer de alta condición que, trabajando como todos, llevaba penosamente un gran balde lleno de agua.

—Caballero —le dijo Marta saliendo a su encuentro— cristiano es vuesa merced y no se negará a una obra: un caballero que ha salvado a mi marido enfermo y le lleva a cuestas, se sofoca de sed; vuesa merced me siga por Dios, que aquí está cerca y poco tiempo se perderá.

El hombre miró a Marta, siguió con la vista la dirección que ella le indicaba con la mano, y descubriendo cerca el grupo en donde estaba el enfermo, levantó el balde que había colocado en el suelo y contestó con mucha dulzura:

—Vamos.

—Aquí está el agua —dijo Marta llegando— pero tendreisla, señor, que tomar incómodamente, que no hay ni vaso ni escudilla.

—Sea —dijo el hombre— y permitidme que os deje un momento —agregó dirigiéndose al enfermo, a quien colocó cuidadosamente en el suelo.

Entonces tomó entre sus manos el balde de agua, y ayudado por el que le había llevado, lo levantaba ya hasta la altura de sus labios, cuando uno y otro se vieron al reflejo del incendio.

—Helios —dijo en voz baja el recién llegado.

El otro no contestó sino con una mirada, y luego aplicó su boca al borde del balde y bebió con placer durante largo tiempo.

—Mal sabe, pero bien refresca —exclamó al fin—. Y agradezco tanto a vuesa merced la gracia, como que casi me sentía morir, pero no podía abandonar a este enfermo; ahora, espero que vuesa merced nos enviará auxilio para llevarle a lugar seguro.

—Sí que lo haré sin perder un instante —contestó el otro, y sin esperar más, echó a caminar precipitadamente.

Méndez y su mujer y su hija, miraban sin comprender lo que pasaba.

Así transcurrió un rato en silencio.

—Creo que ya estáis salvado —dijo el hombre—: he aquí que nos llega el auxilio.

En efecto, un grupo de hombres se presentó, y un poco después Méndez, cómodamente acostado en una improvisada camilla, atravesaba la Plaza Mayor de la ciudad.

III. ¡Helios!

Al llegar los hombres que conducían la camilla a la esquina de la Cárcel de corte, y antes de internarse en la calle en que estaba el Palacio arzobispal, el hombre que había salvado a Méndez hizo detener la marcha, y dirigiéndose al enfermo le dijo:

—¿Adónde tenéis pensado que os lleven?

—Tengo un hijo —contestóle Méndez— que vive en una casa en la calle de la Merced, y allí pienso buscar un asilo.

—Bien recibido seréis, que la bendición del cielo entra en la casa del hijo con la visita del padre; y puesto que en seguridad estáis, y no está muy lejos la Merced, os dejo, que quizá en algo pueda servir allá donde el peligro aún no cesa. ¿Queréis que de preferencia procure salvar algunas cosas de las vuestras si el fuego llega hasta vuestra casa, como me lo temo?

—Salvado me habéis a mí y a mi familia, que es lo que me interesa sobre la tierra; mas si posible os fuese entrar aún, escuchad, que quien tal ha hecho conmigo, caballero debe ser, y de gran honra, para fiarse en su lealtad, sobre todo en momentos tan solemnes.

Y Méndez, incorporándose un poco, llegó su boca cerca del oído del hombre, quien se inclinó para escuchar mejor, y le habló largo rato.

Si la noche no hubiera sido tan oscura, Marta y Clara, que estaban cerca de Méndez, hubieran podido ver el rostro del hombre a quien hablaba, radiante de alegría y dejando ver una sonrisa de satisfacción.

—Haré cuanto me encargáis —dijo cuando Méndez acabó de hablar— y mañana en la tarde tendréis noticias mías, si no es que yo en persona os las lleve a casa de vuestro hijo.

—Así lo espero —dijo Méndez— y perdonad; pero desearía saber vuestro nombre.

—Don Guillén de Lampart —contestó el hombre con cierto énfasis.

—Noble sois entonces.

—Como el rey.

—Perdone vuesencia —dijo Méndez, casi confundido ante aquella nobleza— perdone si con tan poco miramiento…

—Dejad eso por ahora, que la noche avanza, el incendio no cede, y el huracán sopla sin descanso: id a descansar, y esperadme mañana. Adiós.

Don Guillén hizo una seña a los que conducían la camilla para que echasen a caminar; y él, sin esperar más, y sin oír las bendiciones de que le colmaban Méndez y su familia, volvió apresuradamente para las Casas del Estado.

El incendio seguía terrible, y la gente, espantada con él, no temía ya al viento sino porque atizaba más el fuego. Crecían también el tumulto y la confusión a cada momento: llegaban más y más gentes, atraídos unos por la curiosidad, otros por el deseo de dar auxilio, y otros, que no eran en verdad pocos, al husmo de lo que podrían robar aprovechando el desorden. Indios, negros, españoles, mulatos, mestizos, criollos, zambos; en fin, todas esas que se llamaban castas, en aquellos felices tiempos en que las poblaciones se distinguían unas de otras, como los perros o los caballos dentro de la misma ciudad; habían acudido a las Casas del Estado y se mezclaban sin cuidado en el agitado hervor que producía aquel siniestro accidente.

Don Guillén penetró entre la muchedumbre sin que al parecer ninguno se apercibiera de su llegada; pero no era así, porque casi en el mismo momento sintió que le tocaban en el hombro. Volvióse a mirar, y era el caballero que le había dado de beber; pero no iba solo, le acompañaba un hombre pálido, de blanca barba, de ojos brillantes, negros y hundidos, espesas y enteramente juntas las cejas, la nariz corva, que vestía un traje negro al estilo de Felipe II, sin cadenas ni joyas, y por tocado llevaba un ancho sombrero negro sin pluma.

—Conde —dijo don Guillén a este hombre tendiéndole la mano familiarmente— no esperaba tener el gusto de veros en noche tal.

—La novedad es tal —repitió el conde— que hace salir a los mochuelos de su torreón: encontróme aquí con don Diego, y supe por él que ibais a llegar; os esperamos, os vimos y henos aquí: ¿pretenderíais entrar en ese infierno?

—Forzoso me es, y de entrar tengo, aun cuando sepa que en ello me va la vida —dijo don Guillén.

—Eso sin contar —replicó el conde— con que vuestros amigos están aquí para impediros el suicidio, que a tanto monta la empresa que pensáis acometer. ¿Es verdad, don Diego?

—Tan verdad como todo lo que sale de vuestros labios —contestó don Diego.

—Pues pésame el deciros que, a pesar de todo, de entrar tengo, y eso antes de mucho, porque el fuego gana terreno y yo necesito ganar tiempo: conque Dios os guarde; y si tan amables sois, esperadme, que poco tardaré en dar la vuelta.

—Pero don Guillén —dijo el conde deteniéndole de un brazo— reflexionad…

Don Guillén no se esforzó por desasir su brazo de las manos del conde; contentóse por inclinarse hacia él, y decirle en voz muy baja:

—Helios.

Aquélla debía ser una palabra poderosa, porque las manos del conde se deslizaron, y don Guillén siguió tranquilamente para el interior del Palacio.

—Esperémosle —dijo el conde, y le siguió con la vista, mientras esto le fue posible.

—Valiente, si los hay, señor don Diego de Ocaña, es el hombre —dijo el conde cuando perdió de vista a don Guillén.

—Y tanto, señor conde de Rojas, que con cuatro hombres de ese temple en la Nueva España…

—Decid.

—¿Para qué? Vos me comprendéis y basta.

—¡Oh! ni tantos son necesarios, Dios sólo sabe lo que se oculta en el porvenir: la ciencia del hombre queda ciega en donde comienza la luz del infinito.

El conde pronunció estas últimas palabras, no como para decirlas a su interlocutor sino como hablando consigo mismo; y los dos, acercándose a uno de los ángulos de la Catedral, procuraron guarecerse de los empujes del viento, esperando allí la vuelta de don Guillén.

Excusado sería decir que en aquella noche terrible, a pesar del frío, los hombres andaban en las calles sin capa ni ferreruelo, porque hubiera sido casi imposible caminar entonces contra la corriente del huracán, y esto con mayor razón los que acudían a prestar auxilio contra el incendio.

Don Guillén atravesó otra vez el gran patio del Palacio, y volvió a subir las escaleras; no más que en esta vez aquel camino era ya sumamente peligroso, porque las llamas invadían el extremo opuesto de la galería en donde estaba la habitación de Méndez, y amenazaban ya la escalera.

Rápidamente atravesó don Guillén la parte de la galería, y llegó a la habitación; al momento pudo comprender que nadie había penetrado allí: el reflejo del incendio permitía ver el interior sin dificultad. A pesar del humo, notó que a los pies del sillón de Méndez estaban tirados el devocionario de Marta y el gran rosario de Clara.

Cerca del sillón había un viejo armario. Don Guillén se dirigió a él sin vacilar, y quiso abrirle, pero estaba cerrado con llave, y la llave no estaba allí.

Entonces volvió el rostro, buscando sin duda algún objeto que pudiera servirle para forzar la cerradura, y nada encontró; registró la habitación, pero con extraordinaria rapidez, y volvió al armario: había encontrado lo que deseaba, y llevaba en las manos un pesado y viejo arcabuz, cubierto de orín y de polvo. Echóse un poco atrás, y descargó con él un tremendo golpe sobre la cerradura, que resonó tristemente en aquella desierta estancia, pero que murió ahogado entre el espantoso rumor que llegaba de afuera.

—Otro, y es negocio terminado —dijo en voz alta don Guillén, después de haber examinado el efecto del primer choque.

Un segundo golpe resonó: el arcabuz saltó hecho pedazos; pero el viento que soplaba hizo batir las puertas del armario completamente abierto.

Don Guillén contó violentamente los compartimientos del interior: fijóse en uno de ellos; y rascando, literalmente, entre papeles y lienzos que caían a sus pies, palpó una pequeña caja, de la que se apoderó con avidez; y sin cuidar de nada más se dirigió a la puerta.

Allí, la luz del incendio era más clara, y se detuvo a examinar su adquisición: era una caja, toscamente labrada, de madera de encino y con una fuerte cerradura. Don Guillén procuró distinguir en la tapa algo que él, sin duda, sabía que había allí, porque se empeñaba en encontrarlo: acercósela a los ojos lo más que pudo, y por fin exclamó:

—¡Aquí está!

Sobre aquella caja había trazadas unas letras con un instrumento agudo; quizá con la punta de un puñal.

Era una palabra apenas legible; pero que don Guillén conocía, puesto que la buscaba. Aquella palabra era: HELIOS.

Procuró entonces cubrir bajo su ropilla aquella caja, lo que no era difícil porque la caja no era grande; y casi corriendo atravesó por tercera vez la galería, que comenzaba ya a crujir con el calor; bajó a saltos la escalera, atravesó el patio y se lanzó a la calle.

En otras circunstancias no hubiera podido menos que llamar la atención un hombre que salía corriendo de una casa; pero en aquellos momentos nadie puso cuidado en aquello, cuando otros muchos habían salido lo mismo que don Guillén; pues, aun en medio de la desgracia que presenciaban, no faltaban jóvenes audaces que apostaban a quién penetraría más para acercarse a las llamas, y no faltaban tampoco hombres arrojados que se lanzaban a sacar de las habitaciones algunos objetos, bien por gusto, bien estimulados y pagados por los dueños.

Don Guillén se dirigió en busca de sus amigos.

—Quizá no me hayan aguardado —pensó— pero en todo caso, si aún están aquí, preciso será buscarles por donde el viento sople menos, que el conde es viejo zorro y no habrá querido sufrir todo el choque del vendaval.

Y en estas reflexiones llegó hasta los grupos que se formaban en el atrio de la Catedral al abrigo de los altos y macizos muros del templo, aún no completamente terminado en aquellos días.

Llegando de un punto en que la claridad era tan intensa, don Guillén no pudo encontrar a sus amigos entre aquella vaga penumbra; pero su presencia no escapó a la vista perspicaz del conde, que sin hablarle una palabra, le tomó de un brazo.

Don Guillén le reconoció, y acercándose a él, le dijo:

—Vamos a vuestra casa.

—A mi casa vamos —repitió el conde, dirigiéndose a don Diego; y los tres hombres se alejaron perdiéndose entre las sombras.

IV. Rebeca

En una de las calles inmediatas al templo de la Merced, se hacía notable una casa, de apariencia humilde, pero que revelaba inmediatamente el bienestar de sus moradores: sin pretensiones de grandeza, sin escudos ni emblemas sobre la entrada, sin esas macizas puertas, tachonadas de bruñidos clavos de bronce y con escandalosos llamadores, figurando cabezas de sátiros o de leones; sin nada, en fin, que acusara un deseo de ostentación, aquella casa parecía estar siempre de fiesta: era lo que verdaderamente puede llamarse alegre.

Cuantos pasaban por primera vez por aquel barrio, entonces floreciente y comercial, se detenían involuntariamente a mirar el ancho patio, sembrado de flores y sombreado por algunos arbustos cuidadosamente educados, a escuchar los cantos de los zenzontles, de los jilgueros y de otros pájaros americanos que se mecían en graciosas jaulas; y hubo transeúntes afortunados que encontraron abiertos los encerados de las anchas ventanas, y acercándose a las fuertes rejas que las guardaban, descubrieron en el interior de las habitaciones elegantes muebles, tapizados de brocado, y en los pavimentos ricas esteras chinas.

La verdad era que aquella casa nada tenía de misteriosa: todos los vecinos sabían perfectamente que en ella vivía don Gaspar Henríquez, viudo, minero que había hecho un gran capital en Taxco y que, cansado ya del trabajo y queriendo dedicarse a la educación de doña Juana, su hija única, se retiró de los negocios, y pasaba en aquella casa, que él había hecho edificar a su gusto, una vida tranquila y feliz, según todas las apariencias.

Y todo esto lo sabían los vecinos, de oídas o por medio del infiel relato de los esclavos de don Gaspar, que no eran pocos; pero ninguno de aquellos vecinos podía decir que visitaba la casa, aunque don Gaspar y su hija tenían muchas relaciones.

Algunas noches se oían, al través de las puertas cerradas, músicas y cantos; pero damas y caballeros debían vivir todos por el otro extremo de la ciudad, porque al terminarse aquellas reuniones, unos en sus carruajes, otros en sus sillas de manos y otros a pie, se alejaban del barrio, y uno solo no quedaba por los alrededores.

Nadie, sin embargo, murmuraba contra don Gaspar ni contra doña Juana. Eran caritativos: no faltaban ningún día festivo a la misa, que se decía a las ocho de la mañana en la Merced, y nunca dejaban de contestar con amabilidad un saludo.

Doña Juana era hermosa, de veintidós años, alta y esbelta, el cabello y los ojos negros y brillantes; la boca podría culparse de no ser muy pequeña, si no fuera porque se conocía que la naturaleza la había formado así para que pudieran lucir mejor unas encías nacaradas y unos dientes blanquísimos, que causaban desvelos a los mancebos y envidias a las muchachas.

¡Cuántos galanes rondaron la casa de don Gaspar! ¡Cuántas serenatas se cantaron al pie de aquellas rejas, y cuántos billetes perfumados y cuántas flores amanecieron en las ventanas! Pero doña Juana parecía insensible: cansáronse los galanes, cesaron un día las músicas, los billetes caían en manos de los chicos que pasaban por la calle, porque de la casa nadie los recogía; las hojas secas de las flores eran arrebatadas por el viento; y lo peor de todo era que se sabía que doña Juana reía inocentemente de todo aquello, sin tomarse el trabajo siquiera de preguntar el nombre de uno solo de sus adoradores.

Esto acabó de desconcertarles a ellos, porque todos los hombres saben por instinto que la vanguardia del amor es la curiosidad; y cuando un hombre no causa curiosidad a una mujer, menos puede causarle interés, y entonces el amor es una cosa imposible entre aquellos dos seres.

La mañana del día que siguió al terrible del huracán y del incendio, amaneció serena pero triste: el cielo no tenía ese color azul y esa pureza que podría llamarse profunda y que tiene siempre el cielo de México; un velo gris, que se hacía más denso en el horizonte, envolvía a la ciudad, y el sol alumbraba pálido y amarillento.

Doña Juana paseaba sola por el jardín de la casa de su padre, examinando los destrozos que el huracán había hecho en las flores y en los arbustos.

Quizá la joven pensaba en otra cosa más que en el jardín, porque sus miradas se perdían sin fijarse en lo que la rodeaba; y si alguno de los trovadores que habían cantado su pasión al pie de las rejas, la hubiera visto en ese momento, hubiera conocido que no era, como ellos creían, una mujer de mármol.

Una voz conocida la sacó repentinamente de su meditación.

Era un negro, no joven ya, pero aún no viejo; pequeño de cuerpo, delgado, listo, que lucía sobre el oscuro fondo de su cara, una blanca dentadura y unos ojos en los que brillaba la inteligencia.

—Mi amita triste, triste mi amita —dijo el negrillo, sonriendo con cariño.

—¿Qué haces aquí, Franciquío?

—Mi amita, Franciquío, que viene de la quemazón: mucha lumbre, mucho aire, mucho miedo Franciquío.

Doña Juana había vuelto a su distracción.

—Muchos caballeros trabajando como los negro —continuó diciendo Franciquío— y llevando agua, y cargando la madera, y el negro Franciquío con ellos, y encontró a amo don Guillén.

—¿A don Guillén? —preguntó doña Juana como despertando— ¿le viste?, ¿qué hacía?

—Yo seguirle, seguirle, porque amita quiere mucho a amo don Guillén; y si tiene desgracia, amita llora mucho, y yo no quiero que amita llore, porque amita nunca pega a Franciquío, y le da vino…

—Pero ¿qué hacía don Guillén?

—Trabaja, y saca enfermo cargado.

—¿A un enfermo?, ¿y quién era?

—Franciquío no conoce: enfermo gordo, cara buena, con vieja detrás, fea, y niña bonita que llora también.

—¿Una joven hermosa? —dijo con marcada inquietud doña Juana.

—Sí, mi amita; pero amo don Guillén no hace caso, no consuela a ella como a mi amita.

Doña Juana se puso encendida de rubor; pero se sonrió. El negro había comprendido la pregunta.

En este momento, la joven dirigió la vista a la entrada de la casa, y se turbó visiblemente: Franciquío volvió también el rostro y se alejó sin decir una palabra: don Guillén aparecía en la escena.

Don Guillén representaba tener treinta años a lo más; bien formado, sin ser grueso, todos sus miembros anunciaban un pronunciado desarrollo muscular; su frente despejada indicaba al hombre de inteligencia, al mismo tiempo que el brillo penetrante de sus ojos revelaba al hombre de audacia, y había, en el fruncimiento natural de su entrecejo, algo que parecía anunciar el estudio, la meditación, la ciencia.

Vestía gregüescos y ropilla de terciopelo negro, con acuchillados de seda rojos; una capa corta, también de terciopelo negro, y en un sencillo talabarte, bordado de plata, un estoque con la empuñadura de acero y plata, primorosamente trabajada.

Doña Juana se adelantó a su encuentro tendiéndole la mano, que don Guillén tomó con respeto y llevó a sus labios ceremoniosamente.

—Pasad, don Guillén —dijo la joven, indicándole el camino de las habitaciones.

—Os seguiré con mucho gusto —contestó don Guillén— porque mucho es el que me causa ver que nada habéis sufrido con el espantoso huracán de anoche.

—Sólo mis pobres flores… Mirad: si quisiera encontrar hoy una de esas lindas rosas color de fuego que tanto os agradan, la buscaría en vano… ¡todas perdidas!

—Mañana brotarán más bellas.

—¡Ojalá!

Habían llegado en esta conversación hasta la puerta de una sala, que abrió doña Juana, y por la que entró don Guillén.

—Henos aquí como estábamos ayer, y como hemos estado tantas veces, Rebeca mía —dijo don Guillén con entusiasmo y tomando apasionadamente una de las manos de la joven.

—Guillén —contestó ella también con exaltación— he pasado una noche espantosa, espantosa.

—¿Por qué, mi bien?

—¿Y me lo preguntas? Por ti; porque cuando algún peligro amenaza es por ti por quien temo: conozco tu arrojo, la nobleza de tu corazón. El incendio del Palacio me hizo temblar, porque mi alma me decía que estarías allí cruzando entre las llamas, olvidándote del peligro, desafiándolo, olvidándote de mí, de que tu salud es mi salud; mi vida, tu vida…

—Amor mío, nada temas; tú vas conmigo a todas partes: tu imagen me guía, tu recuerdo me sostiene, tu amor me ampara; y si tengo arrojo, es porque me parece que me miras, y tengo miedo de ser cobarde delante de ti; si acometo alguna noble empresa, es porque anhelo recoger una sonrisa de aprobación en tus labios; es, porque te adoro, Rebeca.

—Guillén ¿es verdad todo eso? Dintelo, o mejor no me lo digas, porque siento que el placer de escucharte me mata.

—¿Tanto me amas?

—¿No lo sabes? ¿No lo conoces? ¿No lo crees?

—Sí lo sé, lo conozco, lo creo, pero quiero oírlo otra vez y otras mil veces de tu boca: dímelo, repítelo, Rebeca, porque jamás me cansaré de oírlo, porque estoy sediento de escucharlo siempre; por eso te pido que me lo repitas, que nunca dejes de decirlo. ¿Me amas, Rebeca? ¿Me amas?

—Guillén, por el Dios de mis padres, por el Dios del Sinaí, por el espíritu de mi madre, por todo lo más santo que haya en el mundo, te lo juro, tuyo es mi amor, tuyos mi corazón y mi alma, mi cuerpo y cuanto soy y cuanto valgo: no hay en mí un solo pensamiento que no sea para ti, un solo deseo que no sea para ti, una sola de mis acciones que a ti no se refiera; jamás la imagen de otro hombre ha cruzado sobre mi vida; jamás otra ilusión se ha levantado en mi pecho; para ti no he tenido secretos, para ti no he querido ser doña Juana Henríquez, como soy para el mundo, sino Rebeca la judía, Rebeca que te adora, que te ha descubierto hasta ese misterio que puede arrastrarla a la hoguera. Y, óyeme, Guillén: si yo te engañara algún día; si, haciendo traición a tu amor llegase a olvidarte ¡denúnciame al Santo Oficio! Denúnciame, te lo ruego, te lo suplico, te lo mando, si es necesario, porque si a tal grado llegase a faltarte, la muerte entre las llamas sería el digno castigo de un crimen que yo misma desde hoy no me perdono.

Rebeca pronunció estas palabras con tanta exaltación, que don Guillén la contemplaba asombrado: la hermosa judía estaba pálida, y sus ojos lanzaban rayos de luz. El amor la levantaba hasta la inspiración; y una mujer apasionada que deja desbordar sus sentimientos en un momento de supremo entusiasmo, tiene esa terrible majestad que nos pintan en los arcángeles, que hace estremecer al hombre más valiente; esa terrible majestad que fascina, que anonada.

Don Guillén inclinó la cabeza, y con sus ardientes labios estampó en la mano de la joven un beso de adoración, un beso que respondía silencioso por expresivo; elocuente a todo lo que Rebeca acababa de decir; y aquel beso en la mano, era casi una muestra de vasallaje, porque en ese momento ningún hombre se hubiera atrevido a poner sus labios en una cabeza que tan alta se levantaba por la pasión.

Poco tiempo después don Guillén salía de la casa de don Gaspar, profundamente preocupado, pero no triste, y se dirigía para el centro de la ciudad. Al llegar a la esquina, volvió el rostro y se tocó el sombrero; y si los vecinos curiosos hubieran estado en acecho, habrían visto en ese momento a doña Juana Henríquez asomada a su ventana, agitar en su mano un pañuelo blanco como señal de despedida.

—Cuánto le amo, cuánto le amo —dijo Rebeca.

—Creo que esta mujer me ama de veras —decía don Guillén caminando precipitadamente.

Franciquío el negro, cuando vio doblar la esquina a don Guillén y hacer el último saludo a su amor, se retiró del zaguán, en donde había permanecido como un centinela, murmurando entre dientes:

—Nadie mandarme nada a mí, pero yo cuidar amita mucho; amita buena con Franciquío; Franciquío habla mal, quiere bien.

V. El amor de un virrey

En el momento mismo en que don Guillén doblaba la esquina y daba el último saludo a doña Juana, aparecía por el extremo opuesto de la calle una lucida cabalgata que a trote largo se aproximaba.

Era el virrey con su comitiva que paseaba por la ciudad examinando el estado de ella, y los destrozos que el huracán había causado.

Don Diego López Pacheco, duque de Escalona, marqués de Villena, grande de España, y virrey y capitán general de México, era un hombre que bien podía pasar por joven, valiente, generoso y amable. México tenía en él un buen gobernante, y aun puede decirse que un gobernante bien querido.

El marqués de Villena preciaba de soldado y de jinete, y en aquella mañana montaba garbosamente un soberbio tordo, de raza andaluza, que con tanta gallardía trotaba y con ligereza tal se movía, que más parecía flotar que caminar; sonaba, cubierto de espuma, el freno tascado por el fogoso animal, y sus anchas narices despedían nubes de vapor.

Regía el marqués su altiva cabalgadura con esa naturalidad, casi indiferencia, propia de los buenos jinetes, conversando con un caballero que a su izquierda marchaba.

—Asegúroos, don Cristóbal de Portugal —decía el virrey— que a no haber cesado el huracán, la ciudad entera perece; que inútiles fueron nuestros empeños para cortar el incendio, y triste sería en verdad que hiciera época mi gobierno en las Indias por una catástrofe tan terrible.

—Dios nuestro Señor —contestó don Cristóbal de Portugal— que tantas pruebas ha dado de la protección que a V. E. dispensa, no ha querido que el camino de V. E. por este nuevo mundo esté marcado sino por felicidades.

—Pues a fe que no será mucha felicidad la de anoche, ¿no lo creéis así?

—Si Dios permite esos tristes acontecimientos, es para abrir a V. E. el camino de remediar males y recoger bendiciones de agradecidos.

—¡Hermosa dama! —exclamó en este momento el virrey alcanzando a ver a doña Juana—. ¿Conoceisla por ventura?

—Sí, señor: es hija de un minero rico, y llámase ella doña Juana de Henríquez.

—¿Henríquez? ¿Henríquez? Me se figura que no es esta la primera vez que oigo tal nombre en Nueva España.

—Común es aquí, y no es difícil que V. E. le haya oído.

—¿Pero es verdad que esa joven es muy bella?

—Quizá una de las más hermosas y más apuestas damas de la ciudad.

El virrey volvió el rostro para mirar la casa de don Gaspar Henríquez; pero las ventanas estaban ya cerradas.

—¿Es casada esa joven? —preguntó después de un rato de silencio y cuando se habían alejado de la calle.

—Ni es casada, ni hay noticia de que haya admitido galanteos.

—Honrada y discreta debe de ser, cuando ni la calumnia se atreve a ella.

—Esto y mucho; que más guardada está por su recato que por el celo de su padre, quien la deja toda la libertad que ella merece.

—¿Sabéis que me interesa la dama?

—Digna fuera de V. E., si no por su nobleza, sí por sus altas prendas.

—Digna de un rey —dijo el marqués con exaltación.

Llegaba en este momento la comitiva a Palacio; bajóse el virrey de su caballo; subió las escaleras, acompañado de don Cristóbal de Portugal, pero sin dirigirle la palabra.

Al llegar a las habitaciones, don Cristóbal quiso despedirse, pero el virrey le dijo, deteniéndole:

—No os vayáis; almorzad conmigo, que de sobremesa tenemos que departir largamente.

—V. E. me honra demasiado —contestó don Cristóbal entrando en seguimiento del marqués.

Aquel día la servidumbre de Palacio notó que el virrey, que se había sentado a la mesa solo con don Cristóbal de Portugal, habló poco, comió menos y estuvo preocupado. Hubo sobre esto grandes comentarios en la cocina, y por fin todos estuvieron de acuerdo, en que, teniendo S. E. tan buen corazón, no podía menos de estar profundamente triste por lo acontecido en la ciudad la noche anterior; y como S. E. volvía de visitar los barrios, la cosa era muy sencilla de explicar: S. E. pensaba en las desgracias de México, y por eso tenía poca gana de comer y de hablar, y procuraba estar solo.

Pero en verdad que lo que menos preocupaba en aquellos momentos al virrey, era el siniestro accidente de la noche anterior, y pensaba sólo en la gallarda señora de la calle de la Merced. Don Cristóbal de Portugal, hombre muy principal en México, rico, noble y considerado, tenía una amistad verdadera con el marqués de Villena; le trataba diariamente, y conocía demasiado su carácter para no comprender cuál era la causa de su preocupación; pero demasiado hábil al mismo tiempo, quiso que el marqués iniciara la conversación, lo que no tardó mucho en suceder.

—¿Sabéis, don Cristóbal —dijo repentinamente el virrey, haciendo un esfuerzo para desenmascarar con ruda franqueza aquella situación— sabéis que yo creo que estoy enamorado de esa doña Juana?

—No me parecería extraño, señor, porque es una dama como no hay muchas, y pocos hombres podrán mirarla sin sentirse conmovidos —contestó con cierto entusiasmo don Cristóbal.

—¿Os sentiríais quizá impresionado por ella? —preguntó el marqués frunciendo un tanto el entrecejo.

—Mi edad me pone a cubierto de esos peligros —respondió sonriéndose don Cristóbal.

—Poca más edad tendréis que yo, y sin embargo, os aseguro lealmente que esa dama me ha interesado.

—Mayor edad tengo que V. E., y además, V. E. es militar.

—¿Y qué hay con que sea yo militar?

—Que dicen las gentes, y sea dicho con permiso de V. E., que los militares envejecen tarde, y nunca de veras; y soldado viejo es como viejo gerifalte, que mejor hace presa cuanto más amaestrado está en la cetrería.

Sonrióse el virrey, y animado don Cristóbal continuó:

—Lo que más me obliga es la confianza que de mí hace V. E., que me alegra, porque bien sabido tengo que la confianza se inspira y no se solicita; y gran fortuna es el poderla inspirar.

—Triste posición es la del que gobierna, don Cristóbal; que en él son crímenes y manchas, lo que en los otros no pasa de llamarse humana debilidad; y os aseguro que no hay disgusto tan grande que iguale al de saber que todos los ojos en la ciudad vigilan nuestros pasos, y todas las lenguas comentan nuestras acciones.

—En cambio tiene V. E. ese prestigio que le rodea, y quizá con el brillo sólo de su nombre consiga lo que tantos en vano han pretendido; y digo esto, refiriéndome a doña Juana.

—De poco sirve todo eso si encadenado estoy por el temor al escándalo; y lo que a un caballero le es lícito y lo que puede hacer, rondar a su dama, vestir sus colores, darle músicas y otras cosas, a un virrey no le puede ser permitido, so pena de convertirse en la fábula de la corte.

—Cosas hay que pueden alcanzarse en el misterio, y que no por eso dejarán de ser gratas.

—Ciertamente.

—Entonces ¿de qué se apena V. E.?

—Don Cristóbal ¿puedo contar con vuestra amistad?

—Para todo, señor.

—Pues bien, escuchad: desde que he visto hoy a esa dama, conozco que estoy enamorado; pero con un amor tan repentino como vehemente. Yo no sé qué debo hacer; pero os aseguro que me volvería loco si no lograse alcanzar su amor.

—Y lo alcanzará V. E. —dijo con seguridad don Cristóbal.

—¿Lo creéis así? —preguntó el marqués con ansiedad.

—Lo creo, lo creo; y aun digo más: V. E. me ha favorecido siempre con su amistad: ofrezco a V. E. ayudarle con todas mis fuerzas, y no dudo que lograremos el triunfo.

—¡Oh! me haréis el más feliz de los hombres —exclamó el marqués con entusiasmo—. Y ¿qué pensáis hacer?

—Ante todo, señor, necesito informarme perfectamente del modo como pasa la vida esa dama; saber quién la visita; conocer su carácter, sus inclinaciones; en fin, conseguir, si es posible, con alguna de sus amigas, la confidencia del tipo que ella se ha forjado en su imaginación para su amante.

—¿El tipo de su amante?

—Sí, señor. V. E. sabe, tan bien como yo, que todas las mujeres jóvenes, hayan o no tenido amores, llevan en su imaginación el ideal de un hombre, a quien revisten con las cualidades que a ellas más les cautivan: éste es el modelo con el que comparan a cuantos hombres las galantean; y ¡ay! señor, del que no tenga semejanza con aquel tipo; ése, sin duda, no alcanzará nada: algunos son admitidos, creyéndoles parecidos al modelo; el trato descubre el engaño: la ilusión cae, y el amante se pierde. La gran cuestión es, pues, descubrir el tipo ideal de una mujer, y procurar asemejarse a él en todo lo posible.

—¿Y si yo no fuese el tipo de doña Juana?

—Un virrey, joven, valiente, grande de España, es seguro que es tipo de amante para la mayor parte de las damas.

—Mucho fiáis.

—V. E. me crea, que este triunfo no será la mayor cosa que ha hecho en su vida, o yo sé poco de achaques de mundo.

—Veo que sabéis más de lo que yo me pensaba.

—Y de ello me alegro, porque así serviré mejor a V. E. en su empresa.

—¿Qué tiempo creéis necesario para averiguar lo que deseáis?

—No podría fijar plazo, pero mi deseo responde de mi actividad.

—En vos confío.

—Confía V. E. con razón, y por ahora me permitirá que me retire, que no quiero perder un instante.

—¿Vais ya a comenzar el ataque?

—Sabe V. E. que la actividad prepara el triunfo.

—Pues id, y Dios os proteja.

—El guarde a V. E.

—¡Ah! inútil sería encargaros el más profundo secreto.

—V. E. me agravia.

—Perdonad.

—Beso la mano de V. E.

—Adiós.

Don Cristóbal salió de Palacio fraguando mil planes para llegar hasta doña Juana, y el virrey se recostó en un sitial, cerró los ojos y comenzó a soñar despierto con la encantadora dama que tanto le había enamorado.

VI. Una viuda temible

Don Cristóbal de Portugal era hombre que nada ofrecía que no estuviera resuelto a cumplir, y salió de la cámara del virrey meditando la manera más a propósito para salir airoso de aquel compromiso que había contraído.

Aún le esperaban en el patio de Palacio sus dos palafreneros. Don Cristóbal volvió a montar a caballo; se dirigió sin vacilar a la calle Real que se llamaba de Ixtapalapa, y se detuvo delante de una casa de notable apariencia.

Aquella casa era de una dama muy conocida en México; llamábase doña Fernanda Juárez de Subiría, y era viuda de un corregidor que había muerto hacía ya más de doce años, dejando a su viuda, para consuelo de su aislamiento, un rico capital fincado en buenas haciendas y en productivas casas.

Doña Fernanda fue en sus buenos tiempos una real moza, gozó del mundo a todo su sabor, lo cual fue causa de que se ensañaran en contra de su honra las malas lenguas; pero a la muerte de su marido nadie decía ya nada, porque las negras tocas de luto vinieron a contrastar con el blanco brillante de sus canas. Doña Fernanda no podía ser el objeto de una pasión.

Sin embargo, rica, vieja y sin hijos, eran tres cualidades bien tentadoras, y muchos pretendieron llevarla al altar, y le hablaron de amor y le pintaron cuadros de felicidad; pero doña Fernanda era mujer de talento y de experiencia, y conoció que no ella sino su caudal era el que encendía aquellas desinteresadas pasiones. Calculó que no necesitaba dividir con nadie lo que el destino ponía en sus manos, y notificó seriamente a sus adoradores que si alguno de ellos volvía a requerirla de amores, por ese solo hecho quedaba despedido de la casa y terminada la amistad.

Y ciertamente que la amenaza era digna de temerse, porque doña Fernanda lo cumpliría tal como lo decía, y porque aquella amistad era apetecible, sobre todo para esa clase galante, que hay en todas partes, que anda siempre en pos de aventuras, y a caza de noticias escandalosas sobre la vida privada de todos.

Doña Fernanda gastaba sus cuantiosas rentas con buen gusto: siempre buena mesa y alegres convidados de ambos sexos: paseos, saraos, conciertos, diversiones, sin dejar por eso de salvar a un amigo de un compromiso de dinero, sin negar jamás uno de sus carruajes para un bautismo, para un paseo, o para un entierro.

La aristocracia del dinero y de la sangre frecuentaba la casa de doña Fernanda; con todos tenía ella grande influencia; conocía los secretos de todas las familias; arreglaba matrimonios; ponía en contacto los amantes perseguidos por el rigor de un padre de melodrama o de una madre feroz, y eran sus salones el centro de las principales intrigas amorosas de la ciudad, y eran como la bolsa o la lonja en donde se cotizaban las reputaciones.

Por las noches no faltaban entre los tertulianos algunos oidores, algunos canónigos, tal cual inquisidor, y aun se decía que un virrey, quizá el marqués de Cadereyta, antecesor del marqués de Villena, había concurrido algunas veces; por supuesto que esos grandes personajes formaban un círculo separado, y en lugar de bailar o de cantar, jugaban tranquilamente a las cartas o a las damas, y tomaban algunos dulces y algunos refrescos.

En esa casa entró don Cristóbal de Portugal esperando encontrar, porque conocía bien a doña Fernanda, lo que necesitaba para cumplir el ofrecimiento hecho al virrey.

Como la una de la tarde sería cuando don Cristóbal llamó a la puerta de la sala. Doña Fernanda estaba sentada aún de sobremesa en el comedor con sus amigos.

La primera que notó la llegada de don Cristóbal fue una perrita blanca, perfectamente limpia, que llevaba al cuello una cinta de seda azul de la que pendía un sonoro cascabel de plata: la perrilla comenzó a ladrar furiosamente.

—¡Paloma! ¡Paloma! —gritó una negrilla que apareció, tratando de calmar al animalito—. ¡Paloma! —y luego dirigiéndose a don Cristóbal, a quien sin duda ya conocía, dijo con cierta sonrisa mostrando sus blancos dientes:

—¿Busca su merced a mi ama la señora?

—Sí, Felipa —contestó don Cristóbal.

—Pues su merced pase al estrado, que mi señora ama está en el comedor y voy a darle recado a su merced.

Don Cristóbal entró y se sentó en uno de los sitiales a esperar la llegada de la señora.

—Cosa importante debe traer don Cristóbal —dijo a sus convidados doña Fernanda, cuando oyó el recado que le dio la negrilla en voz alta y delante de todos— porque no acostumbra venir de día a visita.

—Estará enamorado —dijo un caballero riendo.

—Tarde es para eso —contestó una de las damas— aunque dicen que amor no respeta los años.

—Y en edad provecta son incurables las heridas del dios vendado —saltó uno que tenía pretensiones de poeta.

—Voy a verle —dijo doña Fernanda levantándose— y a no ser grave y de mucho secreto el negocio que le trae, vuestras mercedes no penarán mucho por la curiosidad.

Pocos instantes después la rica mampara de brocado rojo, que cerraba la puerta de la sala, giraba sobre sus goznes para dar paso a doña Fernanda.

Don Cristóbal se levantó, y saliendo a su encuentro, le presentó con respeto la mano derecha, en la que se apoyó la viuda; y como si se tratara de bailar, la condujo ceremoniosamente hasta el estrado, no sin mediar entre ellos esas preguntas y respuestas sobre la salud, que casi siempre se dicen más por fórmula que por verdadero interés.

Como era natural, comenzó por tratarse de cosa distinta a la que don Cristóbal deseaba llegar.

—Supongo que mi señora doña Fernanda —dijo él— no habrá tenido desgracia alguna que lamentar con el huracán de anoche.

—No, gracias a su Divina Majestad; y creo que vuesa merced, señor don Cristóbal, dirá lo mismo.

—Lo mismo, bendito sea tan gran Señor; y a fe que ha causado males terribles, sobre todo en los barrios, que dan compasión.

—¡Ah! los ha visitado vuesa merced…

—Toda la mañana he andado por ellos acompañando a S. E. el señor virrey que, como sabe vuesa merced, precia, y con razón, de diligente, y me honra con sus confianzas. ¡Felices tiempos hemos alcanzado con tan buen gobernante!… Que mejor no podía habérnosle enviado el rey nuestro señor.

—Ciertamente.

—¿Nunca ha visitado a vuesa merced, señora?

—¿Quién?

—S. E. el señor marqués de Villena.

—Nunca tanta honra he alcanzado.

—Pues ignoro qué obstáculo se lo haya estorbado, que buenas y justas ausencias hace él de mi señora doña Fernanda.

—Vamos —pensó la viuda— en el negocio anda el virrey, y parece que quiere visitarme: ahora veremos.

Y luego en voz alta contestó:

—¡Noble señor! Y yo que pensaba ¡pobre de mí! que ni me habría oído nombrar S. E.

—Esta mañana me dijo ¿a propósito de qué?… ¿de qué?… Vaya una memoria… —decía don Cristóbal, rascándose la frente y como procurando recordar alguna cosa olvidada.

—Eso que te se olvida —pensaba doña Fernanda— es precisamente de lo que más te acuerdas: ahora va a salir lo principal del negocio: creerás que a mí se me puede venir con ésas.

—Pues no doy con cuál era el motivo… Dios mío…

—¡Qué lástima! —exclamó hipócritamente la viuda.

—¡Ah! —dijo don Cristóbal, dándose una palmadita en la frente— ya recuerdo…

—¡Zorro viejo! —pensó ella.

—Pasábamos por la calle de la Merced, y S. E. me hizo fijar la atención en una hermosa dama que en una ventana estaba: preguntóme que si la conocía, y como le contestara yo que no, empeñóse la conversación acerca de las personas más bien relacionadas en México, y venimos a dar en que no hay otra casa adonde concurra más gente noble y acomodada que la de vuesa merced.

—Te comprendo —pensó la viuda— pero voy a fastidiarte un poco por haberme querido engañar.

Don Cristóbal esperaba, conociendo a la viuda, que lo del virrey la haría entrar luego en materia.

—Pues terrible estuvo la noche, y sabe Dios cuántas desgracias causaría el viento: vuesa merced dice que ha ido hoy por los barrios; supongo que habrá visto cosas que harán llorar.

La conversación se desviaba del término a que la pretendía llevar el señor de Portugal, y doña Fernanda le miraba maliciosamente.

—¡Cosas tristes se ven por allí! S. E. volvió conmovido, y precisamente de eso me hablaba, cuando al pasar por la calle de la Merced vimos a esa dama que tanto impresionó a S. E.

—¿Conque S. E. se impresionó mucho? —dijo doña Fernanda, deteniéndose un poco para que su interlocutor creyese que iba a tratar de la dama.

—Mucho —contestó violentamente don Cristóbal.

—Y con razón, que será cosa de llorar la situación que guardan esos pobres indios: hoy precisamente ha estado aquí un infeliz que tiene una huerta por Ixtacalco: casi lloraba el hombre.

Don Cristóbal comenzó a sentir impaciencia, y a sonar contra sus dientes, y como distraído, el hermoso topacio con que remataba el puño de oro de su látigo.

—¿Y no teme vuesa merced que repita otra vez el temporal? —dijo doña Fernanda.

—Yo creo que no. Sin embargo, S. E. lo teme, y así me lo ha dicho; aunque, como estaba tan preocupado con la dama de la calle de la Merced, no me atreví a preguntarle en qué se fundaba para decirlo.

La insistencia de don Cristóbal en hablar del virrey y de la dama, era ya notable; pero aún quiso la viuda prolongar su disgusto.

—Deseando estoy —dijo— que venga esta noche don Guillén de Lampart, que como sabe de todo… ¿Vuesa merced no le ha tratado?

—Algo; un poco.

—Pues tiene grandes conocimientos científicos.

Don Cristóbal azotaba distraídamente con la punta de su látigo sus finísimas calzas de piel de venado.

—Decididamente, señora —dijo de repente— vuesa merced no quiere comprenderme.

—Bendito sea Dios —contestó sonriéndose doña Fernanda— al fin deja vuesa merced ese aire misterioso, y entra a conversar conmigo del virrey y de la dama de la calle de la Merced.

—Es decir que vuesa merced ha comprendido…

—Sí que comprendo; pero me agrada la franqueza, y los secretos me halagan, confiados, mas no sorprendidos.

—Pues, perdone vuesa merced, y hablemos como buenos amigos.

—Que lo somos, y hace ya mucho tiempo: ante todo, debo decir a vuesa merced que conozco a esa dama, o al menos supongo quién será: ¿alta y garbosa…?

—Sí.

—¿Blanca y de pelo negro…?

—Sí.

—Ojos negros…

—Sí.

—Aire altivo…

—Sí.

—Una casa alegre, de un solo piso.

—Exactamente.

—De grandes ventanas.

—La misma: pero veamos ¿quién es ella?

—Llámase doña Juana Henríquez.

—La conozco de nombre; pero…

—Su padre don Gaspar…

—Todo eso lo sé…

—Vamos, lo que desea saber vuesa merced, en dos palabras, se reduce a esto: ¿tiene amantes? ¿Es sensible? ¿Cómo podrá ponerse en relaciones con ella una persona a quien no se necesita nombrar? ¿Es esto?

—Eso es.

—Poco podré decir por ahora, y mucho tal vez mañana.

—¡Pero mañana! Eso es perder mucho tiempo.

—¿Interesa tanto el asunto a vuesa merced?

—El virrey está muy preocupado, y yo le estimo altamente; y quisiera, por el cariño que le profeso, ayudarle en su empresa.

—Sin contar con que logrado ese proyecto, con el auxilio de algún amigo de S. E. el virrey, ese amigo tendría una influencia decisiva en todos los negocios de la Nueva España.

—¡Oh! no me guía el interés.

—Bien puede ser; pero tenga vuesa merced paciencia, y mañana estará el negocio tan avanzado, que el mismo virrey se asombrará.

—Mañana a esta hora volveré —dijo don Cristóbal despidiéndose.

—Respóndame vuesa merced con franqueza: ¿será éste un capricho o es cierto que el virrey está apasionado?

—Locamente.

—Bien: gracias por la confianza, y hasta mañana.

VII. El hijo de Méndez

A la espalda de la casa de don Gaspar Henríquez, en la calle paralela a la en que él habitaba, había una casa tan grande como triste, conteniendo un gran número de cuartos y viviendas repartidos en tres patios, y una multitud de vecinos; pero todos, en apariencia, de la clase más infeliz de la sociedad.

El patio principal debió, en otro tiempo, haber sido jardín, pues que aún se conservaban algunos arriates, y sobrevivían algunos árboles, desgraciadamente descuidados. En el centro una gran fuente proveía de agua a los vecinos, y cerca de la entrada, una malísima estatua de piedra, queriendo representar a San Pablo, recibía algunas veces las ofrendas de flores de las beatas que allí vivían; pero, sin duda, por aquella imagen la casa se llamaba de San Pablo, y así era conocida en toda la ciudad.

El aspecto general del edificio era tristísimo y sombrío: paredes que habían perdido el aplanado y mostraban caprichosas grietas, vigas que descubrían sus cabezas llenas de verdinegro o amarillento musgo, yerbas que crecían con libertad en los muros o sobre los techos: por todas partes el desaseo, el abandono, la miseria, la ruina.

En cuanto a los habitantes, no se podía decir más sino que la mayoría de ellos era digna de aquel lugar: hombres y mujeres cubiertos de harapos, sucios y de aspecto siniestro; niños débiles, enfermizos, pálidos, completamente desnudos; muchachas que revelaban la prostitución y el cinismo en sus más insignificantes acciones; negros y mulatos, sin más vestido, algunos de ellos, que una sábana, de color indefinible; y multitud de perros flacos, que, sin duda, se entraban allí en busca de alimento, y convertían después en su guarida aquellos patios. Algunos beatos y beatas, de las que se llamaban descubiertas, notables por sus hábitos religiosos azules, sus grandes rosarios y sus escudos.

A esa casa había sido llevado Méndez la noche del incendio, porque allí vivía su hijo Felipe, separado de él desde algunos años. Felipe recibió a su padre con verdadero gusto, y procuró que nada le faltase ni a él, ni a Marta, ni a Clara.

El hijo de Méndez llevaba una vida verdaderamente misteriosa. Oficial de las tropas del virreinato, no hacía ningún servicio, ni se presentaba jamás a cobrar su sueldo de las cajas reales; la habitación que ocupaba en la casa de San Pablo, y era una de las más amplias de aquel edificio, estaba tan poco amueblada que no se encontraba en ella más que el lecho de Felipe, una mesa con recado de escribir y cuatro o seis sillas; la servidumbre se reducía a un indio de fisonomía estúpida, a quien su amo había bautizado con el nombre sonoro de «Requesón».

Con algún trabajo, pero venciendo al fin las dificultades, el viejo Méndez tuvo su sitial de vaqueta para pasar el día sentado, un lecho cómodo; y Marta y Clara tuvieron que contentarse con una sola cama para las dos: nada les dejó el incendio; pero estaban resignadas, porque, al fin, decía el viejo, salieron del peligro, y conservando él la vida, conservaba también su pensión y un recurso seguro contra la miseria.

La tarde iba cayendo. Méndez había hecho arrimar su sillón hasta una ventana, desde donde descubría los nevados picos del Popocatépetl y del Ixtaccíhuatl, dorados por los rayos del sol poniente, y conversaba con Marta y con sus dos hijos, Clara y Felipe, sobre los sucesos de la noche anterior.

—Cuando he llegado a saber —decía Felipe, que era un hombre como de treinta años— el riesgo que corrió vuesa merced, padre, ha sido cuando he visto hoy las ruinas de la casa…

—¿Nada quedó, hijo? —preguntó Marta.

—Nada, madre —contestó Felipe— apenas podría señalarse el lugar en que estaba la alcoba de su merced.

—¡Ave María! Si no se nos aparece un ángel en la figura de aquel caballero, a esta hora seríamos almas de la otra vida.

—Grandes deseos tengo de conocerle —dijo Felipe.

—Prometióme venir —dijo Méndez.

—¿Y es joven?

—Joven es —contestó Clara con algún entusiasmo—. Rubio, y blanco, y garboso.

—Mucho te fijaste en él, hermana.

—No tal —replicó Clara ruborizándose— pero le debíamos tan grande servicio, que su fisonomía quedó impresa en mi memoria.

Sonaron dos golpes en la puerta.

—Quizá sea él —dijo Méndez.

Clara se puso encendida, pero nadie lo advirtió, porque el criado de Felipe, presentándose en aquel momento, les distrajo.

—¿Qué hay, Requesón? —preguntó Felipe.

—Que busca a su merced un lacayo.

Felipe se levantó y salió de la estancia.

En la pieza inmediata, un lacayo, con el sombrero en la mano y respetuosamente inclinado, le presentó una carta, diciéndole:

—De parte de mi ama, la señora doña Fernanda Juárez de Subiría…

—Bien —dijo Felipe, tomando la esquela y abriéndola.

Aquella esquela decía sencillamente:


Espero que esta noche, a las once, vengas a mi casa, pues te necesita

Fernanda, tu madrina
 

—Di a tu ama y mi señora, que cumpliré con lo que me ordena.

El lacayo hizo un saludo y se retiró.

Felipe guardó en la bolsa de sus calzones de escudero la carta; y se disponía a volver al lado de su padre, cuando volvieron a llamar, y don Guillén se presentó en seguida.

—Perdone vuesa merced —dijo— ¿aquí vive un sujeto llamado Felipe Méndez?

—Perdóneme a su vez vuesa merced una pregunta: ¿será, por ventura, vuesa merced don Guillén de Lampart?

—Para servir a Dios y a vuesa merced.

—Pues ese Méndez soy yo, y mi padre el que debe la vida a vuesa merced, y que le espera, como toda la familia, para mostrarle su gratitud.

—En ese caso, me retiro, que de tal cosa no quiero que a tratarse vuelva.

—Vuesa merced reflexione, que adonde quiera que vaya le seguirán nuestras bendiciones. Pase adelante, y no prive a mi señor padre por más tiempo del placer de mirarle.

Y abriendo violentamente la puerta Felipe, se entró anunciando en voz alta:

—Padre, el caballero don Guillén de Lampart.

Marta se levantó; Méndez se sintió casi capaz de levantarse; Clara, por el contrario, se creyó incapaz de tenerse en pie.

Don Guillén, con una naturalidad y una cortesía admirables, y como si fuera un antiguo amigo de aquella familia, estrechó entre sus brazos a la anciana, apretó la mano del viejo, saludó con una sonrisa de cariño a Clara, y se sentó a su lado.

—Temíamos que hubiera sucedido algo a vuesa merced —dijo Méndez mirándole con ternura—. Hemos rezado y pensado toda la noche: los pobres no tenemos para mostrar nuestra gratitud más que la oración y el recuerdo.

—Nuestra gratitud será eterna —exclamó Marta.

—Señora —contestó don Guillén— sabéis que el mundo no comprende que el que hace un favor entre los hombres, ése es el que le recibe.

—Yo soy quien no comprende ahora a vuesa merced —dijo Felipe.

—Voy a explicaros y quedaréis convencidos. El hombre en sus necesidades, en sus penas, en sus peligros, siempre busca el amparo de Dios, siempre ocurre a Dios, y Dios no le abandona nunca; pero Dios tiene instrumentos de su bondad como los tiene de su justicia; y cuando el hombre desgraciado, teniendo fe en Dios, ocurre a buscar el favor de otro hombre, tanto equivale eso como decirle a ese hombre: «Dios me va a salvar con su misericordia; quiero que tú seas en la tierra el instrumento, el medio por el cual se manifiesta la infinita bondad». Y si aquel hombre a quien se habla así es digno de ser el instrumento, el medio de que se vale la Divinidad; aquel hombre servirá a su hermano, y le favorecerá y le salvará: si no lo hace, es porque no merece ser el representante de Dios en el mundo; y el hombre que implore mi auxilio, y aquel a quien yo pueda servir, ése me favorece, me obliga, porque me escoge, porque me elige para representar a Dios sobre la tierra, porque me confiere una dignidad superior a la dignidad humana, y yo debo decirle: «Hermano mío, gracias, porque entre tantos hombres me escogiste como el más a propósito para ser tu providencia».

—Noble y santa doctrina —exclamó entusiasmado Méndez— noble y santa; pero cuide vuesa merced de decirla, porque los ingratos verían en ella la glorificación de su maldad.

—Vuestro corazón, con ser tan bueno, os ciega —contestó don Guillén— llamáis maldad a la ingratitud cuando os he probado que el agradecido debe ser el que sirve, y así os lo indica la misma naturaleza, que cada día veis que más se liga en cariño el protector con el protegido, que éste con aquél; luego lo que vos llamáis maldad, ingratitud, es una cosa natural en el hombre; y si no, haced a un semejante vuestros inmensos servicios, parará en aborreceros de muerte, porque su cerebro le dice que debe teneros gratitud, y su corazón se resiste a ello; no cree sino que ejercéis sobre él un despotismo moral, odioso, al paso que vos le amaréis más todos los días.

—¿Es decir —preguntó Marta— que vuesa merced cree que los favores que hace no se le agradecen?

—Lo que yo no creo, es que hago tales favores; lo que yo no creo es que hay derecho para exigir gratitud de nadie, porque bien y mejor pagado está un servicio, por grande que sea, con la satisfacción de haber hecho una acción noble o una obra buena; querer más, es contrariar la humana naturaleza.

—Entonces, si vuesa merced no cree que exista la gratitud, y yo lo creo —insistió Méndez— ¿cómo me explicaré a mí mismo este cariño que siento por vuesa merced; eso no puede ser sino gratitud?

El viejo sonreía como si hubiera encontrado el lado vulnerable de la armadura de don Guillén.

—Ese cariño es una simpatía que habéis tenido por mí, sin que podáis asegurar que no hubierais sentido lo mismo si en vez de encontramos en un incendio, nuestro encuentro hubiera sido en un sarao o en un banquete; y si no, decidme: ¿si estuviera yo en un peligro inminente me salvaríais aun con riesgo de vuestra vida?

—Sin duda.

—¿Y sólo por eso que llamáis gratitud, o aun cuando tal vínculo no mediase entre nosotros?

—Aun cuando jamás os hubiera visto.

—Y entonces ¿me querríais después de haberme salvado la vida con riesgo de la vuestra?

—Y tanto, que me parecería como que erais mi hijo.

—Mirad, pues, que vuestro cariño, en ese caso, no podía ser gratitud, sino un sentimiento más vivo y quizá más ardiente. Desengañaos: gratitud es una palabra inventada por los hombres que no han querido perder el precio de sus favores, y pretenden hacerse pagar con obligado cariño lo que no pueden cobrar en otra moneda.

—Pues si la gratitud no existe, ni vos la exigís, yo me siento capaz de tener esa nueva virtud, sólo por consagrárosla —dijo Marta tomando una de las manos de don Guillén.

Clara no había perdido ni una sola palabra ni un movimiento de don Guillén; aquel hombre le parecía superior a todos cuantos hasta entonces había conocido: su aspecto era más noble, su voz más dulce, su palabra más elocuente.

Por su parte, don Guillén había notado el interés de Clara, y como no se había fijado en ella, comenzó a mirarla también con más cuidado.

Clara era una joven rubia que no podía llamarse hermosa, pero sí simpática, graciosa, agradable; tenía sobre todo un aire encantador de inocencia y de pureza, que se advertía al verla por primera vez.

—Tengo en mi poder lo que me encargasteis que salvara —dijo don Guillén en voz baja a Méndez.

—Gracias: voy a contar a vuesa merced la historia de esa caja, y verá cuánta razón tuve para suplicarle la salvase —contestó Méndez en secreto, y agregó en voz alta—: Tengo que hablar un negocio reservado con este caballero; pasad mientras a la otra pieza, hijas.

Marta y Clara se retiraron sin replicar. Felipe las siguió, no sin echar una mirada de curiosidad sobre su padre y sobre don Guillén.

La puerta por donde salieron se cerró, y el viejo Méndez señaló a don Guillén el sitial que estaba a su lado, y sin más preámbulos comenzó su historia.

VIII. Historia de una caja

—Ahora tres años, señor caballero, que no era yo el viejo enfermo e inútil que tiene usarced a su vista; que aunque no me faltaba edad para ser abuelo, sobrábame vigor y energía; que así manejaba un caballo y cimbraba una pica, como tomaba a cuestas dos hombres armados, y como si llevara un manojo de esparto, andaba con ellos largo trecho sin fatigarme; gustábame la caza, y en dejando a Marta lo suficiente en maravedís para que no tuviera penas, me echaba yo por esos montes de Dios a buscar venados, que los hay tan grandes que es para bendecir a Dios que los ha criado.

»Perdone vuesa merced este relato, que tenerle presente importa en esta mi narración, porque explica el principio de todas las aventuras en que, sin procurarlo, me encontré mezclado.

»Érase el mes de mayo: los campos estaban alegres con las primeras lluvias; y aunque el sol picaba ya bastante por aquellos días, fue tanto el deseo que tuve de salir a caza, que una mañanita puse la silla a mi trotón, y dándole un abrazo a mi mujer, y mi bendición a Clara, dejé la ciudad, envuelta aún en las neblinas de la mañana, y tomé el camino para Ajusco, en donde tenía yo esperanza de pasar un buen día.

»Algunas horas llevaba de camino, el sol estaba ya muy alto, y entre las espesas arboledas del monte marchaba distraído, cuando cerca de mí escuché el trotar de un caballo, y alcancé a ver a poco espacio a un hombre que, llevando el mismo rumbo que yo, se detuvo repentinamente, como disgustado de haberme encontrado.

»Llamádome hubiera muy poco la atención aquel encuentro, si el hombre no se hubiera detenido y procurado recatar el rostro; pero parecióme por sus acciones un tanto sospechoso; y aunque nunca tuve enemigos, como la precaución no es un delito, requerí con harto disimulo el arcabuz, dispuesto, no a la agresión, sino a la defensa.

»Sin duda él debió de comprender que yo no abrigaba malas intenciones, porque picando a su caballo, y llevando la mano al sombrero, me dijo con acento de cortesanía:

—»Dios guarde a usarced.

—»Lo mismo le deseo —contesté, no sin dejar el arcabuz, que tenía preparado.

—»El mismo camino llevamos —contestó— si mi presencia no incomoda a usarced, en buena compañía podremos ir por estas soledades.

»De buen grado le hubiera dicho que más me placía el ir solo; pero el temor de que pensara que le tenía miedo, me hizo aceptar, y poniéndose a mi lado, comenzamos a caminar departiendo, cual si viejos conocidos fuésemos, acerca de la caza y de lo mucho que ella divierte y ennoblece como ejercicio digno de príncipes y grandes señores.

»Sin embargo, pude observar que aquel hombre estaba inquieto, se distraía con frecuencia, como si algún pensamiento tenaz le persiguiese, y muchas veces le vi volver el rostro como explorando o temiendo algún encuentro.

»Le examiné con atención: vestía un traje oscuro de vellorí, grandes calzas de cuero; llevaba larga espada y daga en el talabarte, y el mosquete atravesado en el arzón delantero.

»Aquel hombre no era de paz, ni por solazarse andaba en el monte; pero ¿qué hacer?

»Pensaba yo en esto, cuando repentinamente y no muy lejos de nosotros, se escuchó un silbido agudísimo.

—»Deténgase vuesa merced un momento —dijo mi acompañante— que quizá pueda hacer una buena obra.

»Y sin esperar respuesta, saltando entre las peñas y la maleza, se perdió en la espesura.

»Vacilé al principio sobre el partido que debía yo tomar; pero el amor propio y la curiosidad vencieron, y me detuve, aprovechando el tiempo en registrar la ceba de mi arcabuz, por lo que pudiera acontecer, y, seguro ya de su buen estado, esperé.

»Poco tiempo tardó el hombre en presentarse, pero no volvía solo; seguíale un muchacho indio a pie, que debió haber sido el que dio la señal, pues tenía aún en la mano un silbato de metal.

»El muchacho estaba lloroso, y el hombre pálido y al parecer profundamente conmovido.

—»Dios premiará vuestra hidalguía —me dijo hablando ya con poca cortesía—. En este instante y cerca de aquí se comete un crimen horrible: soldado habéis sido a lo que parece: ¿tendréis caridad y valor para acompañarme a estorbarlo?

—»Guiad y lo veréis —le contesté.

—»No es prudente ir reunidos; conviene llegar allí por dos caminos, para que los malvados crean que somos muchos, que yo ignoro cuántos son ellos.

—»Bien; pero yo no sé…

—»El muchacho os guiará; yo conozco el camino.

—»Pues en marcha —exclamé.

»El muchacho me miró y echó a caminar tan de prisa, que aunque iba pie a tierra y yo a caballo, me costaba trabajo seguirle. De cuando en cuando volvía el rostro para mirarme, y viéndome cerca, seguía y seguía sin vacilar, como si conociera perfectamente el camino.

»Una vez quise hablarle, pero él llevó el dedo a los labios como para recomendarme el silencio, y yo callé. El punto a que me conducía no estaba muy cerca, porque habíamos andado como un cuarto de hora y comenzaba yo a impacientarme, cuando escuchamos un tiro, y luego otro y otro, y varios.

»El muchacho se lanzó a carrera en la dirección de los tiros; seguíle, y poco después me encontré en el lugar de los sucesos y vi un cuadro horrible. Instintivamente eché pie a tierra.

»Un hombre tenía en sus manos a un niño como de un año, y lo levantaba en el aire como para arrojarle al barranco que se abría delante de él: una mujer, convulsa, agonizante de dolor, con una hacha en la mano, se arrastraba de rodillas delante de aquel hombre, y a pocos pasos otro hombre atado a un árbol, los miraba con una expresión de terrible angustia.

»Un incendio cercano era el fondo de este cuadro.

»¿Qué hacer? Un mundo de ideas se agrupó a mi cerebro; levanté el arcabuz: no me habían sentido; podía yo matar a aquel hombre; pero su caída hubiera arrastrado al abismo al niño: si le hablaba, quizá precipitaba la catástrofe.

»El muchacho que me había guiado, estaba pálido y me miraba.

»En fin, el hombre dijo algo, a lo que accedió la mujer; y entonces colocó al niño en el suelo, pero interponiéndose entre ella y él, y sin dejar su aire amenazador.

»En ese momento yo no sé lo que sentí ni lo que pensé; pero me eché a la cara el arcabuz tan rápidamente, que apenas aquel hombre dejó al niño, hice fuego sobre él y le miré desaparecer en el barranco.

»La mujer dio un grito, un grito de esos que sólo puede dar una madre que ve salvo a su hijo; y sin buscar de dónde había partido el tiro, se arrojó sobre el niño, y estrechándole entre sus brazos, le cubrió de besos.

»El hombre atado me miraba y dos lágrimas corrían por sus mejillas».

—Anoche, cuando vuesa merced, señor don Guillén, me ha salvado, conocí que Dios no se queda con nada, y paga una buena obra con otra mayor: lo que vuesa merced ha hecho conmigo, recompensa tendrá y grande, yo lo espero.

—Dejad eso —contestó don Guillén— y continuad que impaciente estoy.

—Poco falta; y vuesa merced no crea que pueda explicarle aquello, que tan ignorante estoy de los motivos y antecedentes de aquella escena, como vuesa merced que no la presenció.

—Pero, entonces ¿cómo…?

—Escúcheme vuesa merced.

»Aún no estaba todo terminado; que el fuego, arrastrándose entre la maleza seca, estaba ya tan cercano, que el hombre atado en el árbol se perdía entre una nube de humo; y sin embargo, quizá por el gozo de ver salvado al niño, o porque le diese rubor pedir auxilio, no decía una palabra ni exhalaba una queja.

»Comprendí que no había tiempo que perder, y tomando el hacha que la mujer había dejado olvidada, me lancé al árbol; y aunque con algún trabajo, porque el humo me ahogaba, el cordel que le ataba era grueso y muchas sus vueltas, logré libertar a aquel hombre.

»Esperaba verle arrojarse alegremente en los brazos de la mujer y acariciar también al niño; pero muy lejos de esto, con una frialdad y una calma que me aterraron, se acercó a mí, quitóme el hacha de la mano, y silencioso y sombrío, se llegó al borde del precipicio, y luego comenzó a descender, llevando entre los dientes el hacha, y asiéndose de las ramas de los arbustos y de los salientes picos de las rocas y de los matorrales.

»Acerquéme instantáneamente para saber que intención le guiaba en aquella mortal empresa, y lo comprendí al momento, porque en el fondo del barranco, cerca de un arroyuelo, y como a veinte varas bajo mis pies, se agitaba, luchando, quizá con la muerte, el hombre a quien yo había herido.

»El otro bajaba con tanta precaución, como si tratara de sorprender a un venado dormido, o de tomar un nido de águilas: su fisonomía no revelaba ni odio ni excitación.

»Algunas veces se detenía para tomar aliento, cuando el ángulo de una roca le presentaba un lugar cómodo para ello: entonces tomaba el hacha con la mano y se inclinaba como para asegurarse de que el otro estaba en el mismo puesto: descansaba un momento y volvía a emprender el camino.

»Yo sentía una mortal angustia: veía que aquel hombre estaba en espantoso peligro de precipitarse a cada paso; rodaban bajo su peso algunas piedras, al apoyarse él en ellas; algunas plantas se arrancaban de raíz y quedaban en su mano. Temblaba yo por su vida; pero temblaba también, adivinando su intención, de que llegase hasta el fondo del barranco.

»Al fin le vi llegar, oprimir convulsivamente el mango de la hacha con la mano, y encaminarse resueltamente adonde estaba el otro.

»Pasó entonces una escena horrible. El que allí estaba vio llegar al otro y se esforzó por incorporarse; no sé lo que uno y otro se dijeron; pero el hacha se levantó y cayó, y un grito horroroso llegó hasta mí.

»Seguí mirando. El hombre no había muerto: aún pretendió levantarse y luchar; pero el otro repitió el golpe, y como maquinalmente, seguía subiendo y bajando aquella hacha rápidamente y hendiendo aquel cuerpo por todas partes y en todas direcciones.

»Era una locura, un encarnizamiento aterrador: yo llegué a ver miembros en pedazos, separados del cuerpo, y el cuerpo perder la figura humana y convertirse en un montón informe de carne y de sangre, de ropas desgarradas y de cieno, y el hacha seguía cayendo.

»No pude contenerme, y con toda la energía de que era yo capaz, le grité:

—»¡Detente, bárbaro!

»Él, sin dar tregua a su tarea, alzó el rostro, me miró y se puso a reír.

»En aquel rostro había yo leído la explicación de su furor y de su crueldad: el desgraciado estaba loco.

»Volvíme entonces para buscar a la mujer y al niño: los dos habían desaparecido, y sólo alcancé a mirar cerca de mí al hombre con quien me había acompañado en la mañana, que, arrastrándose penosamente, llegaba.

»Tenía el pecho atravesado por una bala y perdía mucha sangre.

»Como era natural, corrí a su encuentro, y quise hablarle y socorrerle.

—»Caballero —me dijo con voz desfallecida— nada me preguntéis, porque la vida se me va, y en verdad aún tengo algo que deciros: habéis salvado la vida de un hombre y de un niño, el honor de una mujer noble, y habéis castigado a un malvado. Sois más feliz que yo, que sólo pude dar la muerte al cómplice, pero la recibí yo también.

—»No; yo espero…

—»Nada esperéis; mi herida es mortal; poco tiempo me queda de vida, y tengo que fiar a vuestra lealtad un secreto. Oídme: mi caballo está atado aquí a la izquierda; registrad la silla, y en ella encontraréis una caja pequeña de madera de encino; tomad esta llave y guardad la caja y la llave, pero no la entreguéis jamás sino a mí mismo, si sobrevivo, o al hombre que os enseñe otra llave igual, sin haber visto la que os doy. ¿Cumpliréis?

—»Os empeño mi palabra.

—»Aún hay más: juradme por Dios que nos oye, que ni abriréis esa caja, ni dejaréis que nadie la abra, y que cuidaréis de ella como de la vida de vuestra madre hasta que os sea reclamada por quien tenga derecho: ¿lo juráis?

—»Por Dios y sobre la cabeza de mi hija.

—»Gracias. Dios os premiará y veréis feliz a vuestra hija. ¿Cómo os llamáis?

—»Pablo Méndez.

—»Ahora partid; partid; puede llegar alguien…

—»¿Dejaros así?

—»Salvad esa caja, salvadla; es la súplica de un moribundo.

—»Os obedezco.

—»Id con Dios.

—»Él os ampare.

»Busqué su caballo, le encontré, tomé la caja, que, como habéis visto, es bien pequeña; encontré luego el caballo mío, aunque algo lejos; monté, y a trote largo volví a la ciudad».

—La caja está salvada y en lugar seguro —dijo don Guillén con la mayor naturalidad, luego que el viejo terminó su relación, como si todo aquello fuera para él cosa sabida.

—¿Y cuándo me la entregará vuesa merced? —preguntó Méndez.

—¿Creéis que podré quedarme con ella? —preguntó a su vez don Guillén, presentando a Méndez una pequeña llave de piala de una forma verdaderamente extraña.

El viejo abrió desmesuradamente los ojos: la llave que le presentaba dan Guillén era tan semejante a la que él tenía, que su primer movimiento fue el de buscársela, creyendo que se le habría perdido, y que aquella sería la misma.

Pero pronto se desengañó: la llave que recibió del herido estaba aún en su poder, pendiente a su cuello, atada en su rosario, entre algunas cruces y medallas de plata.

—Puede vuesa merced conservar en su poder esa caja, que así cumplo con mi juramento, y tome además vuesa merced la otra llave…

—No; guardadla como memoria de vuestra lealtad: quizá en algún día presentándola o mostrándola, os sirva de algo.

Don Guillén se levantó para retirarse.

—Permítame vuesa merced —dijo Méndez— que llame a mi familia, que gran pena tendría en no verle ya.

—Bien, llamad.

Méndez llamó, y toda la familia volvió a la estancia.

Don Guillén se despidió de todos; pero entonces presentó familiarmente su mano a Clara, quien la estrechó entre las suyas. Don Guillén observó que las manos de la joven temblaban y que su semblante se encendía de rubor.

—Quizá también ésta —pensó, y salió de allí acompañado de Felipe, que le condujo hasta el principio de la escalera.

Méndez y la vieja Marta quedaban hablando alegremente, y haciendo de don Guillén magníficos elogios.

Clara les oía apenas, hundida en una meditación profunda.

La joven comenzaba a comprender que dos entrevistas habían bastado para que se enamorase del bravo salvador de su padre.

IX. El dedo del diablo

Comenzaba a oscurecer, el cielo aparecía sereno y trasparente, y una tras otra iban brillando las estrellas en su azulado fondo.

México no tenía en aquellos tiempos alumbradas sus calles por las noches, aunque es verdad que lo mismo pasaba entonces en Madrid y en las principales ciudades de Europa. Un farolillo, encendido por la mano de un devoto, brillaba algunas veces delante de la imagen de Cristo o de la Virgen, o señalaba a la piedad cristiana en lo exterior del muro de una iglesia el lugar donde estaba el depósito del Sacramento.

Las calles, pues, estaban en lo general perfectamente oscuras, y los vecinos cuidaban muy bien de cerrar sus puertas al sonar el toque de las oraciones de la noche; pocos salían a la calle después de esto, y por lo regular esos pocos pertenecían a la clase más acomodada, que eran los que podían llevar por guarda de sus personas, lacayos armados y provistos de faroles.

Don Guillén salió de la casa de Méndez, y como soplaba el vientecillo frío y penetrante de febrero, embozóse hasta los ojos con su ferreruelo y echó a caminar.

Poco tiempo hacía que habían sonado las oraciones, y ya las calles comenzaban a quedar desiertas, porque además de la poca costumbre de salir por las noches, los habitantes de la ciudad estaban aún tristes y espantados por el huracán y temerosos de que repitiese, porque generalmente el vulgo tiene la creencia de que fenómenos como el huracán, los terremotos, la tempestad y otros, se repiten precisamente a las veinticuatro horas. Así es que esa noche todos procuraban recogerse a sus casas cuanto antes.

Don Guillén no se dirigió resueltamente al centro de la ciudad, antes dando un rodeo por la manzana, fue a pasar por delante de las ventanas de la casa de Henríquez.

Sin duda debía ser cosa sabida por doña Juana que él pasaría por allí a esa hora, puesto que ella estaba en espera.

Don Guillén se acercó a la reja, y tomando una de las manos de la joven la llevó a sus labios como un saludo.

—Gracias a Dios que llegaste —dijo muy bajo doña Juana— no sé por qué he estado inquieta.

—Alma mía —contestó don Guillén— no tienes razón para perder la calma, cuando ni el más remoto peligro nos amenaza: el cielo de nuestro amor está puro, sin que nube alguna empañe nuestra felicidad.

—¡Ah! por eso tiemblo, Guillén; tanta dicha no puede ser duradera. Es imposible, amor mío, que pueda existir por mucho tiempo tan completa ventura sobre la tierra.

—Señora de mi alma, mientras el mal no llegue, si tiene que venir alguna vez, no adelantemos su carrera dando pábulo al temor de su llegada, que un momento de tu amor compensa a mi alma de un siglo de dolores que tuviera que padecer: seamos felices un día, amor de mi corazón, y venga después el infierno mismo.

—Tienes razón, Guillén; todos los tormentos del mundo no pueden hacerme desgraciada si llevo en mi alma el dulcísimo recuerdo de tus amores.

—Adiós, bien mío.

—Adiós, Guillén. ¿Vendrás esta noche?

—No puedo, es imposible.

—Entonces…

—Mañana a las once como de costumbre; adiós.

—Adiós.

—Cierra tu ventana.

—No; quiero mirarte hasta que te pierdan mis ojos.

Don Guillén volvió a embozarse en su ferreruelo y se perdió entre las sombras.

Doña Juana le siguió con la vista y quedó por un rato con la mirada fija en el rumbo por donde él había desaparecido. Repentinamente oyó pasos en la calle, muy cerca de la ventana; un embozado pasaba por la calle, y al estar enfrente de la reja, arrojó una carta a doña Juana, diciéndola con voz ronca:

—Leed, que os va la felicidad.

Y sin darla tiempo de contestar, se alejó rápidamente por el mismo camino que había traído.

Don Guillén caminó una gran parte de la ciudad hasta llegar a una casa de la calle de Santo Domingo; llamó a la puerta, que se abrió en el momento, atravesó un patio extenso y mal alumbrado, y subió ligeramente las escaleras hasta el piso principal.

—¿Don Diego de Ocaña? —preguntó a un lacayo que salió a su encuentro.

—Esperando se halla a vuesa merced —contestó el lacayo.

Don Guillén siguió por un corredor ancho que delante de él estaba, y sin vacilar, y como quien conocía las costumbres de la casa y era ya esperado, levantó el pasador de una puerta y penetró en una estancia lujosa y perfectamente alumbrada, sin tocarse siquiera el sombrero, como si entrado hubiera a su misma casa.

En aquella estancia, sentado en un cómodo sitial de ébano, forrado de tafilete rojo bordado de oro, y delante de una gran mesa sobrecargada de libros y de papeles, estaba don Diego de Ocaña leyendo a la luz de un hermoso candil de plata un in folium encuadernado en pergamino.

Al ruido que hizo para entrar don Guillén, levantó don Diego la cabeza y volvió el rostro para mirar quién era, cubriéndose la luz del candil con la mano abierta delante de sus ojos.

—¿Sois vos, don Guillén? —dijo con un acento de singular cariño.

—Yo soy, y quizá os habré hecho esperar mucho tiempo —contestó don Guillén tomando asiento a su lado.

—No tal, que casi en este momento acabo de llegar de la casa de Antonia.

—¿Estuvisteis allá? —preguntó don Guillén con interés.

—Estuve, y di vuestras disculpas a Antonia, diciéndole que os perdonase si esta noche no podíais ir a presentarle, como siempre, los respetos de vuestro amor.

—¿Y os dijo…?

—Díjome, que Dios no lo permitiese; pero que esto, más bien que ocupación vuestra, le parecía indicio de tibieza en vuestro amor, y por más que en convencerla me esforcé, quedó triste. Pobre niña, os ama con todo su corazón.

—Lo comprendo, don Diego; lo comprendo —dijo don Guillén apoyando el codo sobre la mesa y la frente en su mano abierta.

—Entonces ¿por qué no la hacéis feliz?

—¿Puedo yo acaso? ¿Cómo pensáis que pueda hacerla feliz?

—Dedicándoos enteramente a ella; consagrándole todo vuestro amor.

—¡Oh! ¿Y doña Juana? ¿Y Guadalupe? ¿Y Carmen? ¿Y doña Inés…?

—Pero don Guillén —le interrumpió don Diego sonriéndose— es imposible que podáis amar a todas esas mujeres; es imposible que queráis engañarlas, hacerlas desgraciadas.

—Pero decidme ¿qué hago? ¿Qué debo hacer?

—Reconcentrar vuestro amor en una sola; romper con las demás.

—Imposible.

—¿Para vos o para ellas?

—No sé si para ellas será imposible; pero os juro que para mí sí lo es.

—Don Guillén ¿amáis de veras a alguna?

—Las amo a todas —exclamó don Guillén con exaltación—. Yo siento en mí un fenómeno psicológico del que yo mismo no puedo darme una explicación satisfactoria, por más que pienso, que reflexiono, que medito. En vano llamo en mi auxilio la luz de la ciencia, en vano paso noches enteras procurando encontrar la explicación en las profundas teorías de Aristóteles sobre eso que se llama el alma. Todo es inútil, yo siento en mí que no es un sólo espíritu el que me anima, el que reside dentro de mi cuerpo, porque siento una alma entera, independiente para cada una de esas mujeres: adoro a cada una de ellas como si fuera mi única pasión, y sus recuerdos no se confunden, ni el amor que siento por una se entibia ante el amor de la otra, ni una imagen se eclipsa delante de otra imagen: por cualquiera de ellas, por el más leve de sus deseos, por el más absurdo de sus caprichos, sería capaz de sacrificar, contento y feliz, mi vida, mi libertad, mi honor.

—¡Don Guillén, ése es un delirio!

—No, don Diego; siempre he oído decir, he leído y había tenido como un axioma, que el alma no puede abrigar más que un solo amor. Pues bien, yo amo a todas esas mujeres, las amo, don Diego; si una sola de ellas llegase a faltarme, me faltaría la existencia. ¿Esto es amor? Pero ¿cómo vive tanto amor en mi seno? Y no me digáis que serán caprichos, devaneos, pasiones animales, no; son amor, amor profundo, verdadero, ideal; yo siento que en mí duerme la bestia y el espíritu vela; en estos amores el animal no existe, el hombre vive.

—¿Pero vos mismo, qué pensáis de eso?

—Pienso que en el cuerpo del hombre pueden existir, no sólo un espíritu, una alma, sino varios espíritus, varias almas reunidas, como una nidada de águilas. ¿No habéis visto niños nacidos con dos cuerpos o dos cabezas? ¿Por qué no agruparse en un solo cuerpo varias almas? ¿Qué, acaso, porque ni los filósofos ni los doctores de la Iglesia pensaron semejante cosa, dejará de ser cierta? Escuchadme: sabéis la historia de mi corazón, cuántas mujeres tienen todo el cariño de que apenas sería capaz una sola alma; pues bien, vos sabéis que todo ese torbellino de pasión, no me impide, ni por un instante, la consagración de todo mi espíritu a la ciencia. Vos lo sabéis, don Diego, y decíroslo no es pecar contra la modestia; los principales idiomas me son familiares: desde el griego, que conozco como si fuera mi lengua materna, hasta el inglés, que en Irlanda, mi patria, oí al despertar a la razón; os hablo en castellano como si hubiera nacido entre vosotros; el latín, el francés, el alemán, son para mí como el castellano; ni el acento siquiera de irlandés podríais encontrar en mi pronunciación; verso y prosa escribo en todos ellos con la misma facilidad; conozco las ciencias físicas, lo mismo que la teología, lo mismo que el derecho. ¿Qué espíritu sería capaz, si fuera solo, de atesorar tanto en medio de esas revueltas tempestades del corazón?

Don Diego contemplaba silenciosamente a su amigo sin atreverse a interrumpirle.

—Por otra parte, veis ese espíritu entregado a la ciencia; pues contestadme ¿podrá ser el mismo que vive en mí y que se ocupa incesantemente del grandioso proyecto de librar estos reinos de la dominación española? Vos conocéis ese proyecto; sabéis que ha sido necesaria una energía inaudita, una actividad vertiginosa, una dedicación y una asiduidad más que humanas para haberlo concebido y desarrollado, para haber aglomerado los elementos necesarios para su realización; en fin, para haber formado un bosque inmenso sin tener por base más que una bellota.

—Es verdad, verdad todo, don Guillén. Yo no admito ni comprendo vuestra teoría sobre la pluralidad de espíritus en un solo cuerpo, pero os admiro; y a pesar de que comprendo que el amor de esas mujeres no divaga vuestra atención, ni os hace detener un solo paso en vuestro camino, deseara de todo corazón que no las hubierais requerido en amores.

—Oh, no soy yo quien las ha hecho venir a mi camino, no; es que hay en mi ser, además de todo, algo de infernal que me hace ser eso que se llama «afortunado» con las mujeres. A pesar mío, por donde quiera que paso, voy encontrando almas que se adhieren a mí; os juro, don Diego, que ninguna de esas mujeres ha venido a mí sino atraída por ese fluido inexplicable, por esa atmósfera fatal que me rodea y me convierte en verdugo forzado, de esos ángeles, por quienes me sacrificaría. Vos no sabéis, no comprendéis lo horrible de esa fortuna que nos hace atraer el amor, como la sierpe atrae con su mirada fascinadora; sentir que nos aman, que amamos, y saber que vamos a ser el martirizador, el asesino: ¡eso es horrible!

—¿Pero en qué consiste que seáis tan afortunado y os quejéis de ello?

—¿Sabéis por qué me quejo? Porque quisiera ser de una mujer y sólo para ella, y no vivir en esta eterna lucha. ¿Queréis saber por qué soy tan afortunado en amores? No os lo podré explicar por medio de la ciencia; pero oíd una conseja que me contaron en mi niñez y que por desgracia la he visto realizada en mi vida; mas prometedme no reíros de ella.

—No me burlo nunca de lo que vos me decís, don Guillén.

—Oíd. Contáronme, siendo niño, que cuando yo nací, mi padre hizo levantar mi horóscopo a un amigo suyo, gran astrólogo y hombre muy respetable en la ciencia; el horóscopo se formó, y jamás otro alguno habrá sido más favorable para un recién nacido: conjunciones, «pasos», «casas», «combustiones», «aspectos» de los astros, todo anunciaba felicidad, riqueza, honores, valor, ciencia; mi madre estaba orgullosa, y me estrechaba contra su pecho cuando mi padre le leía mi horóscopo, y lloraba de ternura: ¿qué queréis? al fin era madre. Una noche, quizá ese mismo día, mi madre soñó que el diablo llegaba junto a su lecho en la figura de un caballero vestido de color de fuego, y que le decía: «Yo soy el monarca de las tinieblas y del mal: el que todo lo puede ha bendecido a tu hijo y le ha dado de sus dones; quiero darle yo también de los míos: yo le señalaré para darle el poder del amor sobre los corazones de las mujeres; feliz será con ellas como ningún otro, pero esto le apartará de otros caminos y le traerá a mi reino». Y al decir esto, el diablo puso su dedo sobre mi frente, dejándome en ella una mancha rojiza. Mi madre se despertó espantada y temblando; llamó a mi padre, contóle entre llantos el sueño que aún le preocupaba, y entonces él, para calmarla y para hacerle ver que aquello no era más que una alucinación, trajo una luz y la acercó a mi rostro. Mi madre lanzó un grito y mi padre retrocedió temblando: realmente había aparecido en mi frente la mancha rojiza del dedo del diablo.

—¿Y aún la tenéis?

—Cuando mi corazón está en calma no se distingue; pero apenas hablo a una mujer y siento por ella la más ligera ilusión, la mancha aparece tan clara como el primer día; permanece así un instante y vuelve a perderse, pero aquella mujer también está perdida. Cuando oí de boca de mi nodriza este cuento, lloré de miedo al diablo; luego, algo mayor, en la infancia, dudé de su verdad, y en mi juventud creí; creí, porque algo de extraño había en el amor ardiente y repentino que con tanta facilidad encendía yo en las mujeres jóvenes con quienes trataba. Hoy éste es mi martirio, y esta tarde misma, en la hija del hombre a quien salvamos del incendio, he comprendido una nueva víctima, y mi corazón se ha estremecido.

—¿También ella?

—Qué queréis que haga, es mi destino: ¡el dedo del diablo!

Don Guillén inclinó la cabeza y los dos quedaron en silencio.

X. Intrigas de una viuda

Sonaban en la Catedral las últimas campanadas de la queda, cuando Felipe subía con gran precaución las escaleras de la casa de doña Fernanda.

Aunque para las costumbres de aquellos tiempos fuera una cosa extraña, sin embargo, las galerías y las principales estancias de la casa estaban iluminadas, y se oía el rumor de las alegres conversaciones de la multitud de personas que casi todas las noches concurrían a la casa de doña Fernanda.

Felipe subió hasta el último escalón sin haberse encontrado con persona alguna; pero al pisar el corredor, llegóse a él una negra que esperándole estaba allí.

—Don Felipe —le dijo— el ama ha preguntado si aún no venía su merced, y me encargó que le condujera adonde no pudiesen verle.

—Pues guía —contestó Felipe.

La negra abrió una puertecilla que estaba cerca de la escalera, y seguida de Felipe atravesó un largo y oscuro pasadizo, después una galería mal alumbrada, y llegó hasta un cuarto en el que había algunas sillas y una mesa, y que estaba iluminado por una torcida de cera colocada en un gran candelero de cobre.

—Tome asiento su merced —dijo la esclava— que voy a avisar a mi señora.

Y salió en seguida sin esperar más.

Felipe comenzó a pasearse a lo largo de la estancia sin parar la atención en nada, y como quien acostumbrado estaba a semejantes escenas y a tal lugar.

Doña Fernanda sostenía una conversación animada con dos caballeros ya de edad, y al parecer de mucha consideración, estando los tres de pie y en el alféizar de una ventana; por el salón en que ellos estaban veíanse mezclados en diversos grupos damas y caballeros, riendo unos, otros hablando muy seriamente, y en una estancia inmediata, hombres en lo general ancianos, entre los que había algunos sacerdotes, jugaban tranquilamente a las damas o a las cartas en varias mesas pequeñas.

—Digo a vuesa merced, señor don Ramiro de Fuensanta, —decía doña Fernanda— que Su Majestad está ya tan dispuesto a quitar el virreinato al marqués de Villena, que no extrañaría yo que de un día a otro llegase quien sustituirle debe.

—Mayor razón, mi señora —contestó aquel a quien llamaba la viuda don Ramiro— para dejarle estar y no pretender nosotros hacer lo que ya Su Majestad tiene dispuesto. ¿No es verdad esto, mi señor don Gerónimo? —agregó dirigiéndose al otro caballero.

—Aun cuando así fuese —dijo don Gerónimo— y Su Majestad estuviese dispuesto a destituir al marqués, nosotros debemos impedir que una orden de Su Majestad quede burlada, perdiéndose estos reinos. Sabe vuesa merced que, según todos los datos y conjeturas, el virrey es partidario acérrimo del de Braganza, que alzado se ha con el reino de Portugal…

—Tanto no me atreviera a decir —interrumpióle don Ramiro— que tengo para mi conciencia que ni el marqués de Villena es partidario del de Braganza, ni puede ser desleal a Su Majestad.

—Calle vuesa merced —dijo doña Fernanda— que quien tal cosa le oyera decir, le tendría por poco avisado; que negar que el de Villena es partidario del de Braganza, es negar la luz del día, y bien sabe vuesa merced, como todo México, que un día se dejó decir el virrey: «Me agrada más el de Portugal». Y es claro que no podía ser eso sino una comparación entre nuestro católico monarca, rey de España, y el traidor de Braganza, que se llama rey de Portugal, y el de Villena dijo esto prefiriendo al de Portugal. ¿Y que no puede ser desleal dice vuesa merced? Pues como lo fue ese mismo de Braganza ¿no podía serlo el de Villena? Créame vuesa merced, que necesaria y mucho es la cautela, y preparar las cosas de manera que, en llegando cédula de nombramiento a la audiencia, o virrey a las costas de Veracruz, dispuestas estén ya las cosas para dar el golpe al de Villena, y témome mucho que aún sea tarde, que él se habrá prevenido, y en todo caso, señor don Ramiro ¿vuesa merced pierde algo en prestar su ayuda para el mejor servicio de Su Majestad? No olvide que he solicitado su ayuda y que vuesa merced me la niega.

—Líbreme Dios de tibieza en lo que al servicio de Su Majestad atañe, que buen vasallo soy y leal, y cristiano viejo, y vuesa merced me diga lo que hacer se debe y me verá dispuesto a todo.

—Bendito sea el Señor que convencido se ha vuesa merced —dijo doña Fernanda— y entienda que servicios de esta clase como el que puede hacer al rey nuestro señor en esta ocasión, de merecer tienen altos galardones.

—¿Pues qué piensa mi señora que debe hacerse? —preguntó don Ramiro.

—Por ahora —contestó la viuda— necesario es que el señor don Gerónimo, que conoce a todos los oficiales de las compañías de Palacio y de la caballería, con ellos trate y les convenza de que el de Villena piensa en tomar partido por el de Portugal, si no es que pretende, que allá se va todo, alzarse con estos reinos; y el señor don Ramiro, que en Palacio vive, conveniente sería que nos tuviera al corriente de cuanto hace el virrey: si sale por las noches, que no creo que sus partidarios entren a Palacio, si recibe correos o personas sospechosas, y con cautela proporcionarnos debe las llaves de todos los pasillos y entradas y salidas, para que cuando Su Majestad ponga el remedio, el de Villena no pueda resistir, o si Su Majestad no acorre presto a esta necesidad, los vasallos leales que en Nueva España tiene puedan por sí mismos salvar el reino, impidiendo su total ruina.

—Muy bien pensado —contestó don Ramiro— mas si Su Majestad nada dispone ¿quién pondrá el remedio?

—Preparado está todo eso, y vuesas mercedes cumplan su compromiso y todo saldrá perfectamente.

—¿Y si Su Majestad tal cosa no aprobara? —preguntó don Ramiro.

—Quien es cabeza en este negocio, previsto tiene eso y mucho más, y nada hay que temer tratándose del real servicio. Y además ¿supisteis que volviera el de Gelves cuando fue arrojado del virreinato y de la tierra en el tumulto de 1624? Ni volvió él, ni cosa mayor se hizo con los que promovieron tal tumulto; que nuestro señor rey don Felipe IV sabe muy bien el grande amor que estos pueblos le profesan.

—Convencido estoy, y ayudar prometo —dijo don Ramiro.

—Otro tanto digo —agregó don Gerónimo.

—Cuento con vuesas mercedes —dijo doña Fernanda— y perdónenme si les dejo, que veo a una de mis esclavas que me aguarda: sin duda quiere despedirse alguna dama.

En efecto, doña Fernanda había visto a la negra que introdujo a Felipe, y que de pie cerca de una puerta miraba fijamente a su señora, como indicándole su deseo de hablarla.

La viuda atravesó rápidamente el salón, no sin decir algunas frases halagüeñas a los caballeros y damas que encontraba al paso, y que ellos correspondían con gran cortesía.

Doña Fernanda no se detuvo a hablar con la esclava; pasó delante de ella hasta llegar a un aposento en donde se encontraron solas.

—¿Ha llegado? —preguntó la viuda.

—Está aguardando a su merced mi ama —contestó la negra.

—¿En el aposento interior?

—Sí, su merced.

—¿Nadie le vio?

—No, su merced.

—Bien: marcha a decir al mayordomo que en el acto comiencen a llevar los refrescos a la sala, y pregunten si alguno desea tomar chocolate; pero en seguida, para que nadie note mi ausencia si no vuelvo pronto ¿entiendes?

—Sí, su merced.

Pocos minutos después, cuatro esclavos, llevando sendas bandejas de plata, ofrecían a los alegres tertulianos de la viuda, bizcochos, queso, licores y refrescos, mientras por otro lado el diligente mayordomo preguntaba quiénes deseaban tomar chocolate; y en testimonio de verdad debe decirse que solamente dos oidores, un inquisidor y un viejo abogado admitieron este ofrecimiento.

Como es de suponerse, no se notó la ausencia de la dueña de la casa.

—Ahijado —decía doña Fernanda a Felipe— ¿conoces a todas las personas que viven en la misma manzana de casas que tú?

—Madrina —contestó Felipe— a todas no, pero sí a las principales.

—Digo, y entre esas que conoces estarán sin duda don Gaspar Henríquez y doña Juana su hija.

—Ciertamente.

—Pues escúchame. ¿Podrás averiguar si la dicha doña Juana trata de amores con algún caballero, y quién sea éste, y si es desdeñosa o gusta de músicas y serenatas, y en fin, todo lo que hace, y si posible fuera, hasta lo que piensa?

—Madrina, sabe vuesa merced que todo se puede hacer por servirla; pero se necesita dinero, que los tomines son el todo.

—Nunca te he negado nada.

—Bien, madrina; pero mire vuesa merced que con eso es la cosa muy fácil, porque la casa en que vivo cae a espaldas de la de Henríquez, y desde el terrado pondré quien vigile, y haré entrar a la casa gente de confianza, y sobre todo sabe ya vuesa merced cómo soy.

—Te conozco, y por eso me valgo de ti: mañana quiero todas esas noticias.

—Bueno, madrina; pero es poco tiempo.

—Es negocio que me interesa.

—Haré lo que se pueda.

—Puedes retirarte; tengo muchas visitas y debo volver muy pronto a la sala. Toma para tus gastos.

Doña Fernanda sacó de una escarcela unas monedas de oro que entregó a Felipe, y sin despedirse de él volvió a buscar a sus convidados.

Felipe examinó a la luz de su torcida las monedas, y guardándolas en una bolsa de su jubón, calóse el sombrero, alzóse el embozo y salió.

La esclava le esperaba, y con las mismas precauciones que a su llegada, le llevó hasta la escalera.

La viuda se había sentado en un sitial al lado de una joven, que si no era notable por su belleza, sí por lo muy elevado de su estatura, por su cuello delgado, alrededor del cual se ostentaba una gran golilla, digna de un alcalde de casa y corte, y por su tocado verdaderamente admirable, porque en aquella cabeza había flores y cintas, encajes y joyas, y todo cuanto pueden inventar las mujeres; y el pelo, formando montañas más que rizos, se levantaba sobre la frente como un mar embravecido.

Aquella joven era más que esbelta, rígida, y con ser tan flaca, resaltaba más el conjunto por su vestido que era de una tela más usada para tapices que para trajes de dama.

Aquella joven se llamaba doña Luisa de Velasco, y aunque en secreto, era la ilusión de don Cristóbal de Portugal, amigo y confidente del marques de Villena.

Doña Fernanda, para quien había pocas cosas que fueran secretas, conocía esta historia; pero sabía también que doña Luisa de Velasco no recibía con mucho placer los galanteos de don Cristóbal de Portugal, porque don Cristóbal no era ya un mozo, y doña Luisa tenía exquisito gusto; sin embargo, ella no le despreciaba aparentemente, por la sencilla razón de que no tenía otro mejor con quien sustituirle.

—Niña —decía doña Fernanda a la joven— esta noche no ha venido tu viejo.

—Gracias a Dios, que poca falta me hace.

—Pero como no hay nada que no pueda servir en la tierra, cata que ahora nos va a ser útil.

—¿Cómo?

—Es un secreto que voy a confiarte para que me ayudes.

La del vestido de tapiz alargó más el cuello y se dispuso a escuchar.

—Pues sábete que el virrey está enamorado.

—¿Será cierto?

—Es la verdad; y su confidente es tu don Cristóbal.

—¡Oh, qué bueno!

—Ya ves cómo ahora nos va a servir. Él me cuenta todo; mas por si algo me oculta, fuerza será que tú ayudes. Además, los confidentes influyen mucho: él, con su amor por ti, seguirá tus indicaciones; el virrey seguirá las de don Cristóbal, y ya verás cuánto hacemos y cómo vamos a divertirnos.

Y las dos echaron a reír.

—Pon en juego todos tus recursos —continuó doña Fernanda— apasiónale, enloquécele.

—Sí que lo haré; y aunque me cueste hacer sacrificio, le volveré los cascos: ya casi estoy triste porque no vino esta noche.

—Mañana será: para todo hay tiempo, con tal de que se consiga el objeto.

—Y se conseguirá; que no soy tonta —dijo con orgullo Luisa, estirando desmesuradamente el cuello, y dando a su golilla el aspecto de la de un gallo.

—Hábil serás —pensó la viuda— pero en esta vez vas a servirme, sin comprender cómo ni para qué. —Y luego agregó en alta voz—: Conque niña, «Santiago y a ellos».

—Ya verá vuesa merced.

La viuda se levantó y fue a mezclarse en otro grupo de convidados; pero aquella intriga ya no tenía que hacer con nuestra historia.

XI. El Conde de Rojas

Al mismo tiempo que doña Fernanda hablaba con Felipe en su casa, don Guillén y don Diego salían de la casa de éste, embozados en sus ferreruelos, que no eran bastante largos para impedir que se viesen las puntas de los desnudos estoques que ambos llevaban debajo del brazo.

La precaución de llevar la espada desnuda y bajo el brazo izquierdo, no era cosa extraña en aquellos tiempos en que abundaban los ladrones, menudeaban los lances por las calles y no se conocía casi la policía. Los caballeros, pues, para marchar prevenidos, desenvainaban el estoque y le llevaban bajo el brazo izquierdo, y siempre empuñado con la diestra.

Ningún lacayo acompañaba a los dos amigos, que caminaron silenciosamente mucho tiempo rumbo al sur hasta llegar casi al extremo de la ciudad.

Reinaba por aquellos rumbos un silencio pavoroso, interrumpido sólo por el ladrido lejano de los perros y por los pasos de don Guillén y de don Diego.

—Loado sea Dios que llegamos —dijo este último deteniéndose al frente de un gran edificio.

—¿Entramos por la puerta principal? —preguntó don Guillén.

—No; que esta noche habrá mucha gente, y no conviene que os vean hasta estar todos reunidos.

—Bien está. ¿Tendréis la llave de la puerta falsa?

—Sí que la tengo; seguidme.

Dieron entonces vuelta al edificio hasta encontrarse en el lado opuesto; siguieron allí a lo largo al pie de un elevado muro, y encontráronse delante de una pequeña pero maciza puerta.

Don Diego sacó una llave, buscó a tientas la cerradura e introdujo la llave. Crujió el pasador, y la puerta se abrió pesadamente: los dos hombres entraron.

—Esperad —dijo don Diego— es preciso cerrar otra vez.

Don Guillén se detuvo, y volvió a oírse el ruido del pasador y de la llave que salía de la cerradura.

—Vamos.

El lugar donde se encontraban era un extenso jardín, pero descuidado, inculto; la maleza crecía entre los secos árboles frutales; sonaban bajo los pies las hojas y las ramas secas que cubrían el terreno como si fuera el de un bosque, y de cuando en cuando se encontraban estatuas mutiladas, en pie unas y caídas las más; fuentes sin agua, cuyos tazones estaban llenos de tierra y de basura; bancos de piedra cubiertos de yerba; columnas derribadas.

Aquél debió haber sido un jardín delicioso muchos años atrás.

Don Guillén y don Diego subieron por una ruinosa escalera que en el fondo había, y penetraron en las habitaciones; pero todo estaba en la más profunda oscuridad.

—Preciso será encender una luz, si no queremos extraviarnos en estos antros, a los que el conde de Rojas llama con tanto acierto el torreón del mochuelo —dijo don Diego; y sacando de la bolsa de sus gregüescos un eslabón y un pedernal, hizo saltar una chispa que encendió una larga mecha.

Guardóse entonces el eslabón y el pedernal, y de otra bolsa sacó una torcida de cera, y de una bolsita de piel de venado bordada de sedas de colores, una pajuela de azufre. Aplicó la pajuela a la mecha encendida y brotó una llama rojiza, y en esa llama encendió la torcida.

Toda aquella complicada operación parecerá extraña a los que han nacido felizmente en el siglo de los fósforos; pero no había otro medio de obtener luz.

Pronto la llama de la torcida tomó incremento y pudo servir para alumbrar el camino.

Era aquél un verdadero laberinto de habitaciones, casi todas vacías, todas denunciando el abandono del propietario: conocíase que allí no vivían más que las arañas, que fabricaban tranquilas por todas partes sus delicadas telas, y las ratas que huían espantadas al ruido de los pasos.

Aquélla era la casa solariega del conde de Rojas, en la que él vivía, sin más familia ni más compañía que dos esclavos en el piso alto y tres palafreneros en el bajo, encargados de cuidar los seis magníficos caballos del conde.

El conde de Rojas era un personaje misterioso en sus costumbres y en su modo de vivir.

El condado de Rojas debía estar sin duda en la luna, porque nadie le conocía; pero la familia había llegado a la Nueva España en los primeros años después de la conquista, y con el transcurso del tiempo había quedado reducida a un solo individuo.

En cambio, este individuo, este último conde de Rojas, era poderosamente rico; dejaba arruinar la casa de sus antepasados, en la que él había nacido y en la que aún vivía, no porque le pesara gastar en repararla, sino porque eso le era del todo indiferente, y le agradaba más la silvestre apariencia del abandonado jardín, que las flores y los arbustos y las fuentes, bellas en fuerza de cuidados.

Aquel hombre salía de su casa muy pocas veces, a pie o a caballo, y no hablaba con nadie; en las noches se veía luz en su habitación hasta que la de la aurora la hacía innecesaria.

Leía y estudiaba, decían sus palafreneros. Pero ¿qué estudiaba? Nadie lo sabía, porque nadie penetraba hasta donde él pasaba aquellas largas veladas.

Lo que más generalmente se creía era que el conde de Rojas era astrólogo, porque se le miraba en las noches serenas andar en los terrados, y recibir misteriosas visitas, sin duda de personas que venían a consultarle.

Alguno llegó a asegurar que en una de las ventanas de la parte de la casa en la que nadie había penetrado, se asomaba algunas veces una mujer de raza indígena, ricamente ataviada y de una hermosura maravillosa, y con un niño en los brazos.

Pero como no hubo otro que lo repitiera, aquello pasó por una fábula y pronto se olvidó, porque los muy pocos vecinos que vivían en los alrededores nunca tal mujer vieron, ni salir a la calle, ni en la ventana, ni en los terrados.

La verdad era que una ala del edificio en que vivía el conde permanecía siempre cerrada para la servidumbre; sólo él tenía las llaves.

Don Guillén y don Diego conocían muy bien aquella casa, porque a favor de la luz de la torcida llegaron sin dificultad al aposento en que estaba el conde.

Aquella noche vestía éste un traje que, sin dejar de tener la misma forma severa y el mismo color de los que él acostumbraba llevar, indicaba, por lo exquisito de las telas, que el conde estaba de ceremonia, lo que acababa de conocerse porque sobre el pecho lucía, pendiente de una cadena de oro formada de gruesos eslabones, un hermoso sol, también de oro, y sembrado de diamantes.

—Conde —dijo don Guillén entrando— hemos procurado llegar antes que alguien venga, por si hay que preparar alguna cosa.

—Todo está dispuesto, y esta noche los misterios de Urania se celebran con más esplendor porque sabéis que hay que dar cuenta a los compañeros del feliz hallazgo de la caja…

—En efecto esta noche será de contento para los hijos de Urania —dijo don Diego.

—Y la suerte de Anáhuac va a decidirse en esta noche —agregó el conde.

Don Guillén se había distraído completamente, y no escuchaba ya la conversación.

En este momento sonó una campanilla, que en el aposento había, suspendida cerca del techo.

—Comienzan a llegar —dijo don Diego.

La campanilla volvió a sonar.

—Hay dos compañeros en el salón —dijo don Guillén.

—Tres —agregó el conde, oyendo sonar la campanilla por tercera vez—. Don Guillén os dejamos y volveremos a buscaros cuando sea hora.

—Bien: si no me encontráis aquí, hacedme llamar.

El conde y don Diego salieron cerrando tras sí la puerta, y don Guillén se encontró solo.

Entonces, como quien sale de una situación molesta, respiró con fuerza; y después de estar seguro de que las puertas estaban bien cerradas, se acercó a uno de los muros de la estancia y buscó entre el tapiz un botón que hubiera sido difícil distinguir a no conocer anticipadamente su existencia.

Oprimió aquel botón, y se abrió una pequeña puerta por la que se deslizó volviendo a cerrarla en el acto.

Tras aquella puerta había un angosto pasillo completamente oscuro, pero en el que no había peligro de tropiezo ni de extravío, porque en el fondo estaba una entrada semejante a la primera.

Llegóse a ella don Guillén y llamó suavemente con dos golpes; oyéronse los pasos de una persona que se acercaba; luego el ruido que produjo un resorte.

Una mujer, ya anciana pero robusta, y que podía tomarse como el tipo de una vieja de la raza indígena, fue la que abrió, y tan luego como don Guillén entró, volvió a cerrar, y sin decir una palabra se retiró y se sentó en el suelo cerca de un candil, a la luz del cual bordaba en un lienzo de algodón.

Don Guillén llamó a otra puerta, y se oyó una voz dulcísima que decía:

—Adelante.

Don Guillén no se hizo repetir el permiso, y penetró en el aposento.

En un soberbio diván, formado de grandes almohadones, forrados de seda, color de fuego, y a la luz de una lámpara suspendida del centro del techo, estaba recostada y como dormitando, una mujer que se incorporó al sentir los pasos del que llegaba.

Era no una joven, sino una mujer en el vigor lozano de todo su desarrollo; entre las anchas mangas de su túnica oscura asomaban sus brazos perfectamente modelados; sus manos estaban verdaderamente cargadas de anillos, y quizá intencionalmente asomaban bajo la orla de su vestido sus pies pequeños, prisioneros en unos borceguíes de piel, bordados de oro.

Magnífico era el busto de aquella mujer: su cabeza, artísticamente colocada sobre un cuello torneado y sobre un seno admirable, tenía un aire de distinción que infundía respeto.

Era morena; sus ojos negros brillaban bajo el arco perfecto de sus cejas, velados por largas y levantadas pestañas; dos gruesas trenzas de pelo daban vuelta alrededor de su cabeza y sobre su frente, figurando una diadema, en la cual se veían prendidas algunas de esas azucenas blancas tan pequeñas como perfumadas que brotan por todas partes en los alrededores de México, y a las que los naturales del país llaman Flor de San Juan.

Aquella mujer estaba enteramente sola, y al mirar a don Guillén hizo un movimiento para levantarse; pero él se lo impidió, arrojando rápidamente sobre un sitial el sombrero y el ferreruelo, arrodillándose a sus pies y tomándole apasionadamente las dos manos.

—¡Siempre triste mi Carmen! —dijo don Guillén.

—Siempre, menos cuando tú estás aquí. ¡Y vienes tan pocas veces! ¡Y te vas tan pronto!

—Señora, si pudiera, si me fuera posible ¿adónde pasaría mi vida sino a tus plantas? Arrodillado delante de ti, como estoy ahora contemplándote, adorándote, señora, porque te amo con toda la fuerza de mi corazón.

La dama tomó entre sus dos manos la hermosa cabeza de don Guillén, y haciéndole alzar el rostro, clavó sus brillantes ojos en él.

—Déjame mirarte así —le decía— yo soy mujer, yo no comprendo todo eso que vosotros llamáis ciencia, pero te admiro. Tu inteligencia me fascina; en la luz de tu mirada siento toda la hermosura de tu alma. Te adoro, Guillén, porque eres un espíritu privilegiado; porque tienes ese poder de la sabiduría que representan los arcángeles; porque tú, como ellos, eres digno de conducir un mundo al través de los espacios infinitos: tú, tan valiente, tan noble, tan generoso… Pero no, Guillén, perdóname; no digo la verdad, no, porque la verdad es que te adoro por ti, que amé sin pensar en quién eras, sin conocer lo que valías: te amé como te hubiera amado si fueses un insensato, un malvado o un cobarde.

Y atrayendo con vehemencia la cabeza de su amante, Carmen estampó en su frente un beso ardiente y prolongado.

—¡Qué ingrato eres! —continuó, sin dejar hablar a don Guillén— ¿por qué no vienes más a menudo?… ¿Cómo puedes sufrir tanto tiempo sin verme?

—Carmen, tú sabes que mi vida va cruzando entre un torbellino; que tengo que cumplir una misión sagrada en este país…

—Sí, una misión que tú mismo te has impuesto; una misión de peligros y de zozobras. ¡Oh! yo no comprendo cómo un corazón que está lleno de amor, puede tener un solo latido para eso que vosotros llamáis gloria…

—Carmen, no es sólo la gloria lo que me preocupa; quiero hacer libre este país que es tu país, este pueblo que es tu pueblo…

—Me parece, Guillén, que sueñas un imposible, y sacrificas mi amor ante una quimera. Óyeme ¿quieres que yo sea libre? Pues huyamos de esta tierra: ancho es el mundo; yo te amo, te seguiré a todas partes: tú lo sabes bien, soy rica, tan rica que podrás vivir como un príncipe en donde quiera que fijes tu residencia: huyamos…

—Imposible, Carmen; tú no sabes que tengo solemnes compromisos…

—Todo lo sé: sé que tú eres el caudillo escogido para salvar este pueblo; que en el secreto y en medio del misterio, todos esos hombres que pretenden hacer de Anáhuac un reino independiente, te han proclamado su monarca: que tu poder comienza a ser terrible… Pero escúchame, Guillén; todo eso me hace temblar; temblar por ti, si ese plan llega a descubrirse, si llegan a prenderte ¡Guillén!

—Entonces verá el mundo cómo muere un hombre…

—¿Y yo?… ¿y yo?… ¡Ah! no piensas en mí… Todo para tu causa, nada para esta pobre mujer que te adora…

Y Carmen se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar silenciosamente.

Don Guillén, sombrío y siempre de rodillas, cruzó las brazos sobre el regazo de la dama y apoyó en ellos su frente.

Así transcurrió un largo rato.

—Guillén —dijo Carmen de repente— comprendo que te exijo lo que tú no harás; conozco tu voluntad inflexible y el temple de tu corazón indomable. Un pueblo te espera como a su redentor: sálvale; pero quiero pedirte una gracia, un favor especial…

—Di, bien mío; di…

—¿Dentro de qué término crees mirar realizados tus planes?…

—Dentro de seis meses…

—¿Y si para entonces nada se ha conseguido?

—Esperaré otros dos meses más.

—¿Y si ni aún entonces?

—Conoceré que mi empresa es imposible.

—Pues bien, amor mío, monarca de mi corazón; Guillén, rey de México ¿me prometes solemnemente que si para el último día de octubre no has conseguido lo que deseas, partiremos lejos de aquí a vivir felices e ignorados, siendo no más el uno para el otro?

—Te lo juro —dijo solemnemente don Guillén, levantándose.

Carmen se arrojó a su cuello cubriéndole de besos.

En este momento sonaron dos golpes suaves en la puerta.

—Me llaman —exclamó don Guillén desprendiéndose de Carmen.

—¡Tan pronto!

—Vuelvo —dijo, recogiendo su sombrero y su ferreruelo.

Carmen tomó una de las manos del joven, la besó con pasión y se dejó caer sobre el diván.

Don Guillén salió precipitadamente, procurando ocultar su emoción.

XII. Un amante feroz

Doña Juana había recibido, al tiempo de separarse don Guillén en la última entrevista de ambos amantes, una carta que pusieron entre las rejas de su ventana; creo que no lo habrá olvidado el lector, y preciso será también que sepa lo que esa carta contenía.

Era una esquela cuidadosamente doblada y envuelta en una cinta de seda verde.

La joven, al principio, vaciló para abrirla: suponía que era uno de tantos billetes amorosos que había recibido, y en los cuales uno tras otro cien amantes llegaban declarándole su pasión y haciéndola sabedora de que dispuestos estaban todos a dar fin a su existencia, si no obtenían el anhelado precio de su amor.

Al recibir el primero y aun el segundo de aquellos billetes, doña Juana había temblado, pensando en que sería quizá la inocente causa de un suicidio; pero convenciéndose a poco andar de que ninguno de aquellos hombres cortaba el hilo de sus días, y cobrando experiencia, dejó de temer por la salud de sus despreciados adoradores.

Sin embargo, aquella última carta la inquietaba sin saber por qué. Aquellas palabras pronunciadas por el hombre embozado, conjurándola a leer, porque en ello iba su felicidad, la habían impresionado.

Recogió la carta, que había caído a sus pies, cerró la ventana, y se retiró a su aposento.

Sentada en un sitial, delante de una mesa, daba vueltas entre sus dedos a la carta, sin resolverse a abrirla; por fin, rompió la cubierta, desdobló la esquela, y a la luz de la bujía comenzó a leer.


Señora:

Ha más de un año que os amo y sigo por todas partes. Quizá habréis reparado en mí: soy noble y rico; y aunque no joven, podría haberos hecho más feliz que lo que vos imagináis.

Vuestros desdenes me han exaltado; pero sufría y esperaba, porque os creía incapaz de amar; y si no mía, de ninguno. Esto me consolaba.

Ahora estoy seguro de que amáis a un hombre. Tengo más que celos: envidia, desesperación, rabia.

Será imposible ya que me améis, porque vuestro corazón es de otro hombre, y aun cuando, yo le matara, comprendo que ni aun así me amaríais.

Entonces diréis ¿qué es lo que pretendo? Sabedlo, señora: no puedo sufrir que améis a otro hombre; ni menos que viváis en correspondencia con él.

Lo he jurado, y de cumplirlo tengo: mía o de nadie: mía no; mas de nadie, doña Juana.

Soy poderoso. Conozco al hombre que es feliz con vuestro amor: puedo perderle, perderos a vos, a vuestro padre, a cuantos os rodean, a cuantos os interesan.

Por el amor de todos ellos, por vuestra propia felicidad, prescindid de ese hombre; vivid sin amar a nadie, ya que no queréis amarme a mí; de lo contrario ¡ay de él!, ¡ay de vos!, ¡ay de los vuestros! No sabéis hasta dónde llegará mi venganza…

No exijo contestación vuestra. Os envío esa cinta verde, y os doy un mes de plazo: si dentro de un mes, en cualquiera de sus días, miro esta cinta en vuestro peinado, nada tendréis que temer, porque será señal de que me habéis obedecido; si no, temblad.

En todo caso os vigilo.

No olvidéis que os importa guardar en esto el más profundo secreto.

DON MARTÍN DE MALCAMPO
 

Cuando la joven acabó de leer la carta, quedó como petrificada; no sabía si en su ánimo pesaba más el temor de que aquel hombre cumpliese sus amenazas, o la indignación de verse tratada así, ella que vivía rodeada de consideraciones, de respetos, casi de adoraciones.

Pero el temor venció. Las mujeres que aman con pasión, desprecian el más espantoso peligro que amenace sólo a ellas, y más cuando este peligro les viene por causa de su amor; pero tiemblan y se acobardan y gimen, si la sombra más pasajera empaña la existencia del hombre a quien han entregado su corazón, porque una mujer enamorada es el modelo de la abnegación: no piensa en sí como el hombre, no teme sino por él, no goza, sino cuando él goza: es al mismo tiempo una leona y una gacela.

El hombre guarda todo su amor en el corazón, y siempre procura dejar libre la cabeza; pero en la mujer, la pasión lo invade todo, de todo se apodera: en el corazón y en el cerebro todo es amor, todo es para el objeto amado.

Por eso las mujeres suelen ser imprudentes, porque están ciegas; por eso bien puede asegurarse que una mujer que no es indiscreta, que una mujer cuyo amor no se desborda sin consideraciones a respetos sociales, no es una mujer apasionada; es, cuando más, una mujer que cree estarlo, o que a lo menos lo finge.

Por eso siempre se dice y se dirá que la mujer es del hombre a quien ama; pero no se puede decir con exactitud que el hombre es de la mujer a quien dice que adora.

Doña Juana no pensó en sí ni en los suyos; pensó en don Guillén, temió por él, y lloró como si ya le viese vacilando bajo el puñal de un asesino.

Conocía ella demasiado a don Martín de Malcampo, para creer que aquellas amenazas eran una ridícula ostentación de celos; demasiada fama tenía don Martín para que doña Juana no temblase al encontrarle en su camino.

Don Martín era un hombre muy rico, dueño de grandes ingenios de azúcar, según dicen todos, y que vivía en México, si no aislado, sí rodeado sólo de la gente más perdida de la sociedad. Tratantes de negros, espadachines, chalanes, mujeres de reputación equívoca, éstos eran los ordinarios comensales de don Martín, que habitaba una gran casa en la plaza de las Escuelas, cerca por consiguiente de la calle de la Merced.

Don Martín había seguido por todas partes a la joven, le había escrito y dado músicas; pero ella, aunque le conocía, ni por un instante había alentado sus locas esperanzas. Es verdad, también, que jamás temió que a tanto llegase la audacia de aquel hombre; sino por el contrario, segura estaba ella de que el fin de aquel galanteo sería que él, cansado y sin obtener nada, se apartaría de la empresa como tantos otros.

Por eso al leer la carta sintió como si un rayo hubiese caído a sus pies: veía nublarse su porvenir, y rugir la tempestad en el cielo de aquellos amores antes tan dulces y tan tranquilos.

Don Martín se llamaba noble, y nadie en la ciudad podía asegurar que lo era, ni aun saber cuál era el principio de su inmensa fortuna, puesto que de un día a otro apareció aquel hombre como un potentado, cuando la víspera nadie le conocía.

Doña Juana pensó por un momento avisar a don Guillén lo que pasaba; pero el conocimiento que tenía de él y de la viveza de su carácter, le hicieron desistir inmediatamente de esta idea.

Por otra parte ¿qué podía hacer don Martín, con toda su riqueza y su audacia, contra un hombre como don Guillén de Lampart, fuerte, valiente, vigoroso, rodeado siempre de buenos amigos, respetado y querido en la sociedad por su generosidad y sus vastos conocimientos?

En aquellos tiempos, y sobre todo en México, los lances personales ponían pronto término a las enemistades; y en una noche y delante de las rejas de una dama, dos rivales, con el estoque en la mano se disputaban la posesión del campo, y la destreza o la fortuna de uno de ellos le daba la victoria, y el otro si no moría, después de curarse dirigía a otra parte sus amorosos suspiros.

Don Guillén nada tenía, pues, que temer, supuesto su conocida destreza en el manejo de las armas y su valor; pero ¿qué valdría esto contra el oculto puñal de un asesino?

Doña Juana, alternativamente se consolaba y volvía a temer; y en esta agitación de su espíritu, olvidó que había dado la hora en que acostumbraba reunirse con su padre para pasar la velada.

Repentinamente la puerta se abrió sin que nadie hubiera llamado, y don Gaspar penetró en su alcoba.

Don Gaspar, el padre de doña Juana, era un hombre como de cincuenta años, verdaderamente vigoroso; su rostro, aunque tostado por el ardiente sol de los trópicos, indicaba que el hombre pertenecía a la raza española; sus cabellos estaban canos, pero sus cejas negras, y aún había algo de robustez y de brío en él, que no permitían llamarle viejo.

La joven ocultó precipitadamente la carta de don Martín, que aún tenía en la mano; pero don Gaspar lo notó.

—Hija mía —la dijo con dulzura— estás llorosa, preocupada; ocultas un papel cuando me miras entrar ¿qué te pasa, Rebeca? ¿Tienes acaso secretos para tu padre?

—Padre —le contestó la joven— nada me sucede; no tengo secretos…

—¡Rebeca!

—No, padre mío…

—Rebeca, tú me engañas; mírame.

Y don Gaspar levantó con su mano suavemente el rostro de la joven, tomándola por la barba, y más bien como una caricia que como una muestra de enojo.

La joven no se atrevió a mirar a su padre, y se puso encendida de rubor.

—¿Lo ves, hija mía? Quieres engañarme: cuéntame lo que te pasa; desahoga tus penas conmigo. Desde niña te he enseñado a ver en mí un amigo, no un tirano.

Doña Juana lloraba sin querer.

Vamos, cuéntame —prosiguió don Gaspar enternecido— dime: cosa grave debe ser ésta que te hace llorar; llorar a ti, que tan pocas veces derramas tu llanto. Cuéntame ¿acaso será algún disgusto que te haya causado don Guillén; tendrás celos, hija mía? No te atormentes tú sola; los celos casi siempre son infundados, y no son en sí más que una enfermedad en el cariño: ¿qué te ha hecho?

—No, padre mío, no le culpes, porque él es siempre tan bueno y tan leal conmigo…

—¿Pues entonces?

—Mira, señor —dijo doña Juana sacando de su escarcela la carta de don Martín.

Don Gaspar comenzó a devorar el contenido, y a medida que avanzaba en la lectura, sus mejillas se encendían, su entrecejo se fruncía, sus ojos brillaban, y sus dientes apretados rechinaban de cuando en cuando.

No tuvo calma para leer mucho sin volver la hoja buscando la firma.

—¡Miserable! —exclamó, arrugando la carta entre sus manos—. ¡Miserable! Yo le tengo de enseñar cómo se amenaza a una dama, y sobre todo cuando esa dama es mi hija.

—Padre ¿qué pretendes hacer? Tengo miedo por ti —exclamó doña Juana poniéndose pálida.

—Nada temas, Rebeca —contestó don Gaspar reportándose y procurando aparecer tranquilo— no seré yo quien vaya a retar a un miserable como ese.

—¿Pero no temes sus amenazas?

—Quizá sea lo que menos temo en el mundo. Mañana, hija mía, adorna tu peinado con esa cinta verde.

—Padre ¿qué dices? ¿Prescindiré del hombre a quien tú me permitiste amar?…

—Nadie te dice que prescindas, Rebeca: ama como siempre a don Guillén, porque él merece tu amor; pero mañana adórnate con esa cinta.

—Obedeceré padre mío.

—Y verás que tu padre sabe velar por ti y vengar las afrentas que te hacen.

—¿Piensas…?

—No me preguntes, Rebeca; obedéceme, y ten confianza en tu padre. No llores, y no pienses ya en eso sino para adornar más tu tocado.

Don Gaspar salió de la estancia cerrando tras sí la puerta.

Entonces su aspecto cambió: estaba solo y se encontraba, ya no delante de su hija, sino en presencia de su mismo pensamiento.

Se detuvo un momento; púsose a meditar, y luego, como si la fuerza de una idea congojosa hubiera hecho brotar el sudor de su rostro, sacó de la bolsa de sus calzones un pañuelo blanco y se enjugó la frente húmeda, murmurando:

—¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?

Volvió después a caminar, y se entró en otro aposento en el que un hombre anciano y de larga y blanca barba le esperaba, sentado cerca de un gran escritorio.

—Gaspar —dijo aquel hombre— estás demudado ¿qué te pasa?

—Lee —contestó don Gaspar mostrándole la carta que aún llevaba en la mano.

El anciano leyó.

—Esto es grave —dijo— ese hombre está apasionado verdaderamente de tu hija. ¿Y qué piensas hacer?

—Matarle.

—¡Matarle! ¿Olvidas que no podemos atentar contra su vida? Qué digo: necesitamos aún de cuidarle. ¿Olvidas que, en mala hora, por una imprudencia tuya, este hombre descubrió nuestros secretos? Tiene las pruebas de que nosotros seguimos la ley de Moisés: tiene los nombres de todos nuestros hermanos; puede entregarnos a todos en el momento al terrible poder de la Inquisición.

—Daniel, si le mato nada podrá decir.

—Te engañas: ese hombre tiene escrita toda su denuncia y depositada en poder de un escribano, que ignoro quién es, y con orden de que si muere de mala muerte, la entregue luego a la Inquisición.

—¿Y debo consentir que insulte así a mi hija?

—Ojalá fuera sólo eso.

—¿Hay más?

—Es preciso que Rebeca le obedezca, o que tú la hagas obedecer.

Don Gaspar dio un salto como si le hubiera picado un escorpión.

—¿Tal me dices, Daniel, tal me aconsejas?

—Sí, Gaspar.

—Pero crees que no amo a mi hija para sacrificarla así. ¡Oh! qué bien se conoce que no se trata de una hija tuya.

—¡Impío! —dijo Daniel, levantándose majestuoso y amenazador—. ¡Impío! que te atreves a hablar de sacrificio de tu hija, cuando no se trata sino de impedirle que tenga amor por un joven que es infiel; si, infiel, porque ese don Guillén que la pretende, no tiene la fe de nuestros padres. Evitarle el amor de un incircunciso ¿eso llamas tú sacrificarla, cuando está de por medio la salud de todos tus hermanos? ¿Qué sería de nuestro pueblo sin Esther, que se entregó por él al rey Asuero? ¿Qué habría sido de Jerusalén, sin la abnegación de Judith, que por su pueblo sufrió la humillación de pertenecer a Holofernes? ¿Por qué no hará Rebeca un servicio tan grande a sus hermanos, si Dios la elige para ello? ¿Eres padre? Sí ¿y no lo era también Abraham, que estaba ya dispuesto a sacrificar a su hijo único? ¿Y no era también padre Jefté, que dio muerte a su misma hija por cumplir la promesa que hizo a Dios para salvar a su pueblo? Y tú ¿vacilarías? Tú que eres el culpable de que ese hombre tenga sobre nosotros la espada levantada, tú nos perdiste; tú tienes obligación de salvarnos.

—Pero es mi hija… hacerla desgraciada…

—¿Y nosotros todos, no tenemos hijos también? ¿Y no les veremos expirar en la hoguera? ¿Y no iremos también nosotros a las llamas? ¿Lo oyes?

Y el viejo oprimía convulsivamente el brazo de don Gaspar, que estaba como aterrado.

—¿Lo oyes? —continuaba—. Todos iremos al fuego, todos pasaremos por el tormento; y el tormento es horrible: mira, mira las huellas del tormento. Yo le he sufrido; para mí no hay esperanza si vuelvo a entrar a la Inquisición, porque soy relapso, y yo sé lo que es el tormento; y aún me parece que siento rechinar el potro y la garrucha, y crujir mis huesos, y esos dolores espantosos, inexplicables que enloquecen, y esa fatiga de muerte, y esa sed infernal, y ese padecimiento que no puede comprenderse si no se siente y que hace desear una muerte que es imposible que llegue, porque allí todo está infamemente combinado, y no se agotan ni la vida ni el sufrimiento; y en aquella cruel angustia, oír la voz que pregunta para obligarnos a la denuncia por medio del dolor… ¡Oh! no quiero, no quiero sufrir otra vez ese martirio, no quiero que le sufran mis hermanos: mira, mira —y el viejo, jadeante, como si estuviera en el potro, mostraba al espantado don Gaspar las profundas señales del tormento, que se conservaban indelebles y profundas en sus carnes.

—Y luego la hoguera. ¿Sabes cómo es la muerte en el brasero? Pues yo sí lo sé; porque he visto morir a los Carbajal. El fuego no mata ni consume al hombre como si fuera un copo de algodón, no; es una muerte de desesperación, una agonía prolongada, horrible: el verdugo aplica la tea, y al principio sale una débil columna de humo; luego llamas que comienzan a lamer la carne, causando dolores crueles; luego la piel se arrolla, y se oyen chasquidos, y las carnes hierven, y los músculos reventados se agitan convulsivamente y se enroscan y estallan los huesos, como si fueran de cristal. Y arde el sambenito, y la coroza, y el cabello, y el cuerpo es una llaga, y aún no llega la muerte, y se conoce la vida, porque se crispa el rostro, y los ojos quieren saltar, pero ni un grito, ni una queja; la mordaza ahoga todo, todo…

—¡Oh! por piedad…

—Pues ésa es la suerte que nos ofrece tu debilidad de padre; y ahí verás a tu hija, y sus formas virginales serán profanadas por las torpes manos de los verdugos…

—Calla, por Dios…

—Y tendrá que aparecer desnuda en la cámara del tormento, y en sus más ocultas gracias recrearán ellos sus impúdicas miradas…

—¡Daniel! ¡Daniel!

—Y luego el tormento… y allí el dolor… Y quizá tenga que comprar con una criminal condescendencia el alivio, dando en pago de la conmiseración su pureza…

—¡Oh! basta. ¿Qué quieres que haga? —dijo con salvaje energía don Gaspar.

—Que obedezca a ese hombre; que abandone al incircunciso don Guillén. Sacrifica tú el capricho amoroso de tu hija, si no quieres sacrificarla a ella y a todos nosotros, que no lo consentiremos: por ti ese hombre nos tiene en su poder. Hemos comprado hasta hoy su silencio, haciéndole poderosamente rico; da ahora la parte que te toca.

—Pero ¿y si ella no quiere?

—Oblígala.

—¿Cómo?…

—Cuenta es tuya; pero no olvides que os aguardan el tormento y la hoguera.

Daniel salió severo y frío de la estancia, y don Gaspar cayó de rodillas, apoyando su frente en un sitial.

XIII. Los misterios de Urania

El conde esperaba a don Guillén a la puerta de la estancia de Carmen.

—Os aguardan —le dijo.

—Héme aquí —contestó Lampart.

Y los dos se dirigieron, pasando por varias habitaciones, a uno de los salones más apartados de la casa.

Al llegar a una antesala, dos caballeros presentaron a don Guillén en una gran bandeja de plata, un sol formado verdaderamente de piedras preciosas y pendiente de una cadena de oro, semejante aunque más rico, al que llevaba el conde de Rojas.

Don Guillén colgó en su cuello aquella alhaja, y los dos caballeros abrieron una gran puerta y penetraron anunciando:

—Su Majestad.

El salón no era muy grande; pero estaba curiosa y magníficamente adornado.

Veíase en el fondo un gran cuadro que representaba una joven hermosísima, vestida con un flotante traje azul, sembrado de estrellas, brillando en su cabeza una diadema también de estrellas, y sobre su frente una media luna: aquella mujer parecía atravesar por el aire en medio de una luz crepuscular. Era la imagen de Urania, la musa de la astronomía.

En el otro extremo del salón, se miraba un gran sitial de ébano, incrustado de concha nácar y oro, con cojines de brocado azul bordados de oro. En el muro, y encima de aquel sitial, había un sol resplandeciente y rodeado de llamas, en medio de cuatro figuras simbólicas.

Por la parte superior, y a la izquierda, un águila rampante que miraba fijamente al astro, y llevaba entre sus garras cuidadosamente a uno de sus polluelos, presentándole al sol, y debajo este mote:

LUCE PROBATUR

A la derecha, y enfrente de la águila, un hermoso fénix se consumía en una hoguera, y debajo decía:

ARDORE FECUNDA

Por la parte inferior, a la izquierda, un genio presentaba al sol un cuerno de la abundancia sobrecargado de flores y de frutos, y tenía encima este lema:

MUNERIS OMNE TUI

La cuarta figura, era una gallarda planta de girasol, heliotropo, y cuyas flores presentaban sus corolas al sol, y encima:

VERTOR, CUM VERTITUR IPSA

Un zodíaco rodeaba toda la estancia: sus signos, hermosamente pintados con vivos colores, guardaban entre sí distancias matemáticamente calculadas: esfinges egipcias sostenían las columnas, y en el artesonado podían distinguirse las principales constelaciones. Los signos que representan a los planetas, lucían en los bajorrelieves de los entablamentos; y fórmulas astronómicas y palabras cabalísticas formaban caprichosas figuras por todas partes en los muros. Y en medio del techo, y entre las constelaciones, el triángulo que representa la Divinidad.

Los asientos para los concurrentes eran divanes azules, y cuantos hombres había allí llevaban sobre su pecho un sol pendiente de una cadena.

Al presentarse don Guillén, todos se levantaron y saludaron respetuosamente; él atravesó el salón seguido del conde, y fue a sentarse al sitial de ébano.

Entonces todos aquellos hombres se sentaron también, a excepción del conde, que había quedado de pie cerca de don Guillén.

Reinaba allí el más profundo silencio y, a pesar de que había reunidos más de treinta hombres, se podía oír distintamente el melancólico chasquido de las bujías de cera que alumbraban la escena y el acompasado golpe de un reloj.

—Hermanos —dijo el conde con una voz solemne— el día de la luz se aproxima.

»La luz, que caminando viene desde el cielo, pronto llegará; pero si grande es la velocidad con que se acerca, mayor es la medida de nuestra impaciencia.

»Recorramos las páginas de nuestra historia: el pasado es negro; pero más negro fue en un tiempo el porvenir para nosotros.

»La constancia nos ha salvado. ¡Ay de los que desesperaron! más les hubiera valido estar ahora al lado de nuestros mártires.

»El amor a la ciencia nos reunió; pero la ciencia es la luz, y la luz es la libertad, y en la ciencia hemos visto la libertad, y la libertad comienza en la patria y no hay patria sin independencia.

»Porque los hijos de un pueblo esclavo, son esclavos.

»El saber es un crimen para nuestros señores; y nosotros, buscando la fuente de la sabiduría, hemos tenido necesidad de encerrarnos en el misterio y en la oscuridad. He aquí el principio de nuestra sociedad secreta.

»Las verdades de la ciencia, no lo eran para nosotros si no tenían la aprobación de nuestros amos; teníamos la obligación de creer lo que ellos querían que creyésemos, y una hoguera de la Inquisición es aún el premio del que tiene el atrevimiento de saber más que ellos; y la persecución política y religiosa es consecuencia de la duda, y un ángel armado con la espada de fuego del Santo Oficio guarda las puertas del paraíso de la sabiduría, a cuyo umbral nadie puede llegarse sin escuchar las terribles palabras que rodean como un lema, los escudos inquisitoriales: Exurge, Domine, et judica causam tuam.

»Ellos, nuestros señores, han creído que la tierra es el centro de la creación, y nos persiguen porque no obedecemos sus leyes, creyendo nosotros lo que ellos creen; pero eso que ellos creen no habla a nuestra razón.

»El sistema de Tolomeo es el que arregla el universo, según ellos; ese sistema hace de nuestro mundo, de la tierra, un globo inmóvil y fijo, circundado de aire y rodeado de once cielos.

»En el más próximo, la Luna gira al derredor del mundo; en el siguiente, Mercurio; luego Venus; después el Sol, Marte, Júpiter, Saturno. En el octavo, las estrellas fijas, enclavadas en aquel cielo. Después las dos esferas cristalinas. Y el supremo y undécimo, que mueve y atrae a todo el sistema.

»Tal es la creencia que se nos obliga a seguir, y que cuenta con apoyo de la autoridad de Pitágoras, de Arquímedes, de la escuela de los caldeos, de Cicerón y de Plinio y de otros muchos filósofos de la antigüedad.

»Tico Brahe no se atrevió a separarse completamente del sistema de Tolomeo, porque, aunque señaló otras órbitas a los planetas, siempre consideró a la tierra como fija en el centro del universo.

»Copérnico descubrió el sistema que para nosotros es el verdadero, el que satisface a nuestra razón, pero el cual no podemos ni seguir ni estudiar porque pesa sobre él la reprobación de la Iglesia. El Papa Paulo V lo prohibió en 5 de mayo de 1516, y en 1633 el día 22 de junio, el Papa Urbano VIII confirmó la prohibición, no consintiéndose que se pudiera usar de él sino como de una hipótesis, como de una ficción para poder pasar un poco de tiempo divertido.

»Nicolás Copérnico, el célebre astrónomo, muerto en 1543, el gran amigo de Regiomontano, el canónigo de Fauemburgo, nos dejó como herencia su sistema solar, producto de sus largos estudios, de sus continuos viajes, de sus profundas meditaciones. No inventaba nada de nuevo; pero apoyaba con su experiencia y su sabiduría cuanto sobre esa materia había aprendido de antiguos autores, y más que en todos, en Filolao, el filósofo de Crotona, famoso discípulo de Pitágoras.

»Pues bien, ese mismo Copérnico, tan sabio y tan respetado, no se atrevió a publicar su grande obra: De revolutionibus orbium coelestium hasta que se sintió en el último periodo de su vida, y aún entonces buscó un amparo contra los mismos que son ahora nuestros enemigos, y puso su obra bajo la protección del pontífice Paulo III, de ese pontífice romano que hizo solemnemente la declaración de que “los mexicanos éramos hombres”; declaración sin la cual el mundo europeo no consideraba investidos con la dignidad humana a los naturales de este Continente.

»Nosotros somos los discípulos de Copérnico, y continuamos su obra; nosotros creemos que el Sol es el centro de su sistema, que la Tierra gira en su derredor, durando en su revolución un año, sobre sí misma, produciéndose con esto el día y la noche, y Venus y Mercurio, Júpiter y Saturno giran también en derredor del Sol como la Luna en derredor de la Tierra.

»Y por eso se nos persigue; y para estudiar eso tenemos que reunimos ocultamente como criminales, y nuestros libros nos cuestan inmensas sumas, y llegan a nuestras manos con infinitos peligros y dificultades: para salvarnos de la muerte tenemos necesidad de aparentar ignorancia.

»Y esta persecución se extiende por casi toda la tierra. Galileo, perseguido y encarcelado por la Inquisición en Roma el año de 1633, sólo por tener la misma opinión que nosotros, y por haberla defendido en sus escritos iluminando al mundo con la clara luz de su inteligencia, ha tenido que abjurar, contra su conciencia, eso que llaman sus errores, a la edad de sesenta años de su edad; y ahora, ciego y abrumado por la desgracia, arrastra una vida de dolores y de resignación.

»Renato Descartes, el célebre filósofo francés, a pesar de que cuenta con poderosos protectores, ha tenido, por precaución, que suprimir de entre sus obras su Tratado del mundo, en el que también defiende el movimiento de la tierra, al saber en 1633 la suerte del desgraciado Galileo, y, a pesar de esto, Gilberto Boet, teólogo de Utrecht, le acusa de ateísmo, y quizá en estos momentos haya conseguido ya en Roma que se prohíban las obras de Descartes, y le quemen por mano del verdugo, ya que el autor está fuera de su poder, protegido hoy por el elector Palatino, por el regente de Francia y por la reina de Suecia.

»¿Qué esperanza podemos tener? Ninguna.

»Nos reunió la ciencia y el deseo de saber, pero éste era un peligro: la delación podía habernos llevado a la hoguera; necesitábamos pruebas y juramentos para admitir entre nosotros a cada nuevo adepto. Entonces establecimos “los misterios de Urania”.

»Vosotros habéis pasado por esas pruebas y hecho los juramentos de secreto y constancia.

»Al trabajar en la obra de la ciencia, que tiene por objeto colocar al Sol en el trono de que quisieron derribarle la ignorancia y el fanatismo, tuvimos nuestra palabra de reconocimiento y de orden: Helios, es decir, Sol. Esta palabra es la palabra mágica entre nosotros: con ella se abren las arcas para derramar el oro en pro de nuestra empresa, se desnudan las espadas en defensa de los hermanos, y los corazones se unen.

»Pero Helios, es luz, vida, libertad: nosotros necesitábamos la libertad para el Anáhuac y para sus hijos, y nuestra empresa se hizo de redención. Vosotros lo sabéis; un día juramos aquí mismo hacer independiente este reino.

»Nos faltaba caudillo, y Dios nos le envió; y el noble don Guillén se propuso llevar nuestra bandera. Fiamos en su valor y en su ciencia, examinamos su horóscopo, el más benigno que se registre quizá en la astrología; conocimos sus planes, y aquí le juramos por nuestro rey.

»Una grave dificultad se presentó repentinamente: uno de nuestros más ilustres hermanos fue asesinado en la montaña, en el mismo día en que había recibido la caja en que estaba la noticia del tesoro de Moctezuma, y que doña Carmen, la hija de uno de nuestros más poderosos caciques, tenía oculta.

»Esa caja era la clave, puesto que nuestra empresa exige inmensos gastos. Tres años se ha buscado en vano, porque Dios guardaba a su Majestad, el rey de Anáhuac, la gloria de ser él mismo quien, a riesgo de su existencia, la trajera a nuestro poder.

»Héla aquí».

El conde levantó entre sus manos la caja de encino que don Guillén había sacado de la casa de Méndez la noche del huracán, y todos los presentes se pusieron de pie como asombrados.

El conde, teniendo la caja levantada, exclamó:

—Ya no hay obstáculos: el día ha llegado. ¡Viva Su Majestad el rey de Anáhuac!

—¡Viva! —contestaron todos con entusiasmo, pero sin levantar la voz.

Entonces don Guillén hizo señal de que iba a hablar, y reinó el silencio más profundo.

El conde tomó asiento entre los demás.

XIV. Los planes de Don Guillén

—Si el ardiente deseo —dijo don Guillén— que me anima para conquistar la independencia de esta tierra, y sacar a sus hijos del cautiverio en que gimen, no embargara mi espíritu completamente, sin dar lugar a otra reflexión, sin duda que me asombraría la magnitud de la empresa que vamos acometiendo y la suprema dignidad con que me habéis investido.

»Reyes y emperadores, cuenta la historia que ascendieron al solio por la voluntad de los pueblos y por el esfuerzo de su brazo, antes que por derechos de la sangre y de la herencia.

»Habéis fiado en mí; me habéis elegido para que os conduzca. Ha llegado el momento de obrar y necesito que conozcáis mis planes: quizá en ellos encontréis algo que no os parezca lícito poner en ejecución; pero reflexionad que todos los medios son buenos, y justificables todos los arbitrios, y permitidas todas las armas, cuando se trata de defender una causa tan santa y de combatir enemigos que no se detienen ante ninguna consideración cuando llegan a comprender que se trata de atacar lo que ellos llaman su derecho.

»Ante todo, es preciso, necesario, que yo me apodere del virreinato de la Nueva España, y estoy seguro de conseguirlo dentro de pocos meses.

»Escuchad, y no os cause asombro.

»Conozco entre los hombres que me son adictos en este país, a un indio, tan diestro para falsificar toda clase de sellos, imitándolos perfectamente, que difícil, si no imposible, sería distinguir entre varios cuáles son verdaderos.

»Este hombre me servirá con lealtad, y será capaz de dar la vida por mí si necesario fuere: está aquí en México esperando mis órdenes.

»Mandaré a ese hombre que abra todos los sellos necesarios para poner cédulas y cartas de Felipe IV, por las cuales me nombra a mí, es decir, al marqués de Crópoli, con cuyo título seré conocido, virrey y capitán general de la Nueva España.

»Esas cartas y cédulas vendrán en pliego cerrado y sellado, dirigido al provincial de San Francisco, para que en ese convento se abran, con citación de algunos oidores, alcaldes y otras personas principales que no sean afectos al virrey, marqués de Villena.

»Para esto es necesario aprovechar la venida de algún navío al puerto de Veracruz, y que venga de España, a fin de que más fácilmente se crea en la llegada del pliego.

»Con la cédula del rey nombrándome para gobernar estas tierras, vendrán también cartas del mismo Felipe IV, dirigidas a las personas a quienes se cite para ese día, encargando a todas ellas me presten auxilio y me pongan luego en posesión del gobierno, por los temores y noticias que se tienen en Madrid sobre la deslealtad del marqués de Villena y sus relaciones amistosas con el duque de Braganza, que se ha levantado con el Portugal.

»Yo haré escribir todas estas cédulas y cartas tan diestramente, que, no los oidores y alcaldes, pero ni el mismo Felipe IV sería capaz de notarlas por falsas.

»Reunidos ya en el convento de San Francisco, se abrirá el pliego, leeránse las cartas y cédulas; y tanto por obedecer las órdenes de su rey como por vengarse del Marqués de Villena, a quien tan mal quieren, todas aquellas personas me llevarán a Palacio a darme la posesión del gobierno.

»Todo esto será obra mía, y en esto vosotros no tenéis ni que ayudar ni que exponer; pero sí, desde ese momento debo ya contar con todo vuestro auxilio.

»Al tiempo de llegar al Palacio, es preciso que todos vosotros estéis allí, llevando por lo menos quinientos hombres bien armados y decididos, para sostenerme en caso necesario; pues si en ese punto se descubriese algo o el marqués de Villena pretendiese resistir, necesario sería consumar por la fuerza lo que se había comenzado por la astucia y el engaño.

»Mientras la verdad se averiguaba; mientras se remitían noticias a España, cosa que nosotros procuraríamos evitar, nuestra empresa ganaría terreno y nosotros tiempo.

»Para entonces, si tal sucediera, he cuidado de hacer que por todas partes se hable ya de los planes del de Villena, acusándole aquí y en la corte de desleal y de traidor a su rey. Algunos tomarán partido por él; pero los más le tomarán por nosotros, creyéndonos defensores de los derechos de España, y recordando todos la suerte del marqués de Gelves, arrojado del virreinato de Nueva España por un tumulto, y no olvidando ninguno que ni Gelves fue repuesto, ni castigados los que le arrojaron.

»Dos hombres hay que pueden ser grande obstáculo para nuestros planes, amigo el uno y enemigo el otro del marqués de Villena: el enemigo es su antecesor el marqués de Cadereyta, que aún está en este país; el amigo es el obispo de Puebla don Juan de Palafox.

»El de Cadereyta tiene aún partidarios, y en caso de un tumulto, quizá pretendería tomar para sí el mando. El obispo Palafox ha sido apoyado en todas sus pretensiones en la corte por el marqués de Villena, y sin duda le defenderá y hará por él cuanto puede hacerse por un grande amigo; y el obispo Palafox es hombre de gran inteligencia, de gran valor y de gran prestigio.

»Apartar de nuestro camino a estos dos hombres será muy necesario, sobre todo a don Juan de Palafox, y ya sobre esto trataremos más largamente.

»En posesión ya del gobierno, con el nombre de marqués de Crópoli, aumentaremos rápidamente nuestras tropas, agregando a los quinientos hombres que debéis tener dispuestos para el día en que se abran los pliegos, toda la gente adicta a nosotros; y esta gente será mucha, porque yo cuidaré de atraerla.

»Publicaré un bando, ofreciendo la libertad a todos los negros y mulatos que quieran ayudarme en mi empresa, y otro para que tanto éstos como todos los indios, sean capaces de obtener puestos y oficios públicos, honrosos y lucrativos, y librando a todos de tributos y pensiones de repartimientos.

»Entonces se proclamará ya sin embozo la libertad de este reino y mi elevación al trono.

»Propondremos un tratado de alianza ofensiva y defensiva al duque de Braganza, que combate por su nuevo reino de Portugal, y que verá colmados sus deseos si la atención de España se divide en momentos en que él más lo necesite.

»Quizá todos estos mis planes se desvanezcan como el humo ante un incidente no previsto por nosotros, y que en la mano del hombre no esté el poder para evitarle; pero en ese caso, si por una denuncia llegara la garra del Santo Oficio a apoderarse de mi persona, podéis descansar tranquilos, que los tormentos más espantosos, la presencia misma de la hoguera, no serían parte para arrancar de mis labios una confesión, para hacer brotar de mis labios el nombre de uno solo de vosotros. Allí yo me defenderé, y no iré a caer de rodillas implorando perdón o compasión de los inquisidores. El poder no les infunde ciencia: iré al patíbulo, porque ellos son fuertes y yo débil, porque la justicia no habita ya sobre la tierra; pero ellos mismos comprenderán que la razón va conmigo, y conmigo perece entre las llamas.

»Si tal llegare a suceder, que no me parece imposible ni aun remoto, yo os amonesto para que continuéis con tesón la obra que hemos emprendido, olvidándome, como si jamás me hubiérais conocido; quizá otro caudillo, más feliz que yo, logre emancipar esta tierra.

»Tengo amigos en la Puebla de los Ángeles que se ocupan en difundir la idea de la independencia entre la raza indígena. En los ricos minerales de Taxco, un indio adicto a mi persona predica lo mismo entre sus hermanos; los planes que os he indicado, sobre dar libertad a negros y mulatos, y hacer capaces a éstos y a los indios de empleos y cargos públicos y la abolición de tributos, andan ya de boca en boca entre las gentes que conviene que sean sabedoras de ellos.

»Bien conozco que en eso está el peligro, que el secreto no existe ya, que la espada está pendiente sobre mi cabeza; pero es necesario todo este arrojo para preparar la jornada. Callar era salvarse; pero era también no avanzar en la empresa, y estas grandes hazañas no se han guardado para los cobardes.

»En nada está comprometido vuestro nombre, os lo repito; vivid tranquilos.

»Yo lo he jurado: o la libertad para el Anáhuac y su trono para mí, o la muerte en la hoguera del Santo Oficio».

Don Guillén calló, y un silencio terrible reinó en el salón. Todos aquellos hombres, con la faz sombría y las cejas tenazmente fruncidas, meditaban en las palabras de su jefe, y seguramente no había uno entre todos ellos que no le mirara con respeto, y que no comprendiera la salvaje energía del hombre que hablaba con tanto desprecio de la Inquisición, y que jugaba en una partida tan desigual su vida, no dignándose siquiera tomar la más insignificante precaución.

XV. Don Martín de Malcampo

Algunos días habían pasado desde que doña Juana recibió la carta de don Martín de Malcampo, y la joven, obedeciendo a su padre, se presentó en la ventana con la cinta verde en el peinado.

Pero don Gaspar no se atrevió a referir a su hija la escena que había pasado con Daniel, ni el terrible conflicto en que se encontraba.

Don Gaspar estaba triste y afligido, y la razón era muy clara. Don Gaspar y toda su familia seguían la religión de Moisés, y en la casa de él se reunían continuamente los principales judíos de México a celebrar sus ceremonias.

Un día, Daniel, el más anciano y el más respetable entre los judíos, observó que en la casa de Henríquez había un rostro desconocido entre la servidumbre: era un joven que estaba allí en calidad de sirviente.

—¿Quién es este joven? —preguntó Daniel.

—Un muchacho del Real de Taxco —contestó don Gaspar— huérfano, y a cuya familia estoy muy obligado por el cariño con que me trataron en los primeros años de mi permanencia en el mineral.

—¿Qué piensas hacer de él? —volvió a preguntar Daniel.

—Deseo protegerle, haciéndole entrar en el comercio, y entretanto permanecerá a mi servicio…

—Mal haces ¿por ventura pertenece a nuestra religión?

—Cristiano es; y por eso quiero tenerle a mi lado, para instruirle en nuestra ley.

—Peligroso camino es ese, que estando él dentro de tu casa, denunciarnos puede a todos.

—Respondo de él; conozco su discreción, y pues tanto o mayor peligro tengo yo que todos vosotros, a no conocerle tanto, no le introdujera en mi casa.

—Haz como quieras, que tuya es toda la responsabilidad. ¿Cómo se llama?

—Andrés.

—Tú lo sabes.

Don Gaspar no hizo aprecio de las sospechas de Daniel, y Andrés permaneció muchos meses en la casa, y aunque los judíos se reunían allí, él no daba indicios de advertir nada; por el contrario, manifestaba empeño de instruirse en la ley de Moisés, que don Gaspar le iba enseñando, aunque con mucha cautela.

Una ocasión buscaron en la casa a Andrés, y no pareció: había salido. Se le esperó, mas en vano; pasó un día, y otro y otro, y Andrés no volvió.

Don Gaspar comenzó a arrepentirse de su confianza; serios temores le asaltaban, estaba inquieto, temía que Andrés hubiera denunciado todo al Santo Oficio. Cada vez que llamaban a la puerta, sobre todo de noche, temblaba creyendo ver aparecerse la Inquisición. En cada hombre que encontraba en la calle veía un familiar: si uno de los judíos que le visitaban dejaba de venir, suponía que estaba ya en las cárceles secretas y que comenzaba a desatarse la persecución.

Sus días eran intranquilos, agitadas sus noches, apenas podía conciliar el sueño, y espantosas pesadillas le asaltaban y despertaba jadeante y con la frente inundada por el sudor de la angustia.

Tenía el terror de la Inquisición y el remordimiento de haber perdido a todos sus hermanos de religión.

Por supuesto que nada dijo de todo esto a los otros judíos, a pesar de que todos advirtieron el cambio que sufría, y conocían que su salud iba decayendo visiblemente, minada por un padecimiento moral.

El trabajo de destrucción que emprende una enfermedad del espíritu, es más lento pero más seguro, porque contra esos males el médico no ha encontrado el remedio.

Cada día el hombre sorprende el secreto de una ley de la naturaleza, y va depositando esos descubrimientos en esa caja que se llama la ciencia, y que como el tonel de las Danaides no tiene fondo ni puede colmarse jamás, porque el día que el hombre conociera toda la ciencia, sería Dios.

Pero respecto a eso que se llama el espíritu, la humanidad está hoy tan ignorante y tan ciega como hace veinte o treinta siglos; ni un paso adelante, ni una sola verdad nueva, ni siquiera una prueba más de aquello que creemos verdad, porque verdad lo han creído nuestros antepasados.

Hablar del espíritu como de lo que no es materia, y sentir y contemplar todos los días enfermedades del espíritu, es decir, desorganización, imperfección accidental en él, decaimiento, fragilidad, accidentes todos propios, naturales, inherentes a la materia, a los cuerpos orgánicos.

El espíritu no se ve, no es perceptible a nuestros sentidos ¿por qué es incapaz de percibirse por sí, o por qué nuestros sentidos son limitados y carecemos del que era necesario para ponernos en relación con ese mundo que se llama espiritual?

Don Gaspar enfermaba rápidamente del espíritu.

Aquella zozobra, aquel terror continuo, aquel pavoroso cuadro que se le presentaba a todas horas en el porvenir, eran para él mil veces más espantosos que la realidad, por terrible que ésta fuese.

En la víspera de una gran batalla se siente una emoción más profunda que en el combate mismo.

Una mañana, Daniel se presentó en casa de don Gaspar más temprano de lo que acostumbraba. El semblante del viejo judío revelaba que algo extraordinario pasaba: Daniel estaba pálido, y parecía completamente turbado.

Al verle don Gaspar, procuró sonreírle amistosamente, pero la seriedad de Daniel le aterró.

Estaban los dos solos en el aposento de don Gaspar. Daniel registró con la mirada la estancia, y, convencido de que nadie había allí más que ellos, cerró misteriosamente las puertas. Todo sin hablar una sola palabra, y sin mirar siquiera a don Gaspar, que le contemplaba con terror.

Don Gaspar presentía que una escena violenta iba a representarse, y el recuerdo de Andrés estaba quemando su cerebro.

Daniel sacó del pecho una esquela y la presentó en silencio a don Gaspar, quien la tomó como instintivamente, como magnetizado por la mirada y el ademán del viejo.

Era una gruesa carta escrita al uso de aquellos tiempos, es decir, doblado el papel en el sentido de su longitud, lo que la hacía aparecer muy larga y muy angosta.

El papel en que venía escrita era de la peor clase, los caracteres de ella desiguales, indicando una mano poco experta, y aun se descubría en uno de los extremos del papel una gran oblea cuadrada y de color verde.

Don Gaspar comenzó a leer:


Sr. Daniel Montoya. —Secreta—.

En el tiempo que serví en la casa de don Gaspar, pude conocer que vuesa merced y don Gaspar, y otras muchas personas que allí concurrían, profesan la ley muerta de Moisés.

Hace pocos días nos han leído en la misa el edicto de la santa Inquisición, que manda, bajo pena de excomunión mayor, que todo el que sepa de judíos o herejes, ocurra a denunciarles.

Yo no sólo tengo noticia de que vuesas mercedes son judíos, sino que a mí me quisieron enseñar su ley, y tuve empeño en conocer las ceremonias, y puedo dar muchas luces sobre ellas a los señores inquisidores.

Tengo también la lista de todos los judíos que concurren a la casa de don Gaspar, y se holgarán mucho los señores inquisidores de que yo la entregue para hacer un ejemplar castigo en México, y un lucido auto de fe en nombre de Dios.

Como sé todo esto, sé que vuesa merced es el principal de todos, y que vuesa merced y casi todos son muy ricos: quisiera saber cuánto serían capaces vuesas mercedes de darme porque calle el secreto, para ver si me conviene.

Esta noche espero la respuesta, a las once, en el Portal de Santo Domingo, advirtiendo a vuesa merced que tengo por escrito mi denuncia, con la lista de vuesas mercedes, señas de sus casas y demás pormenores, y todo ello en pliego cerrado en poder de un mi amigo, escribano de esta ciudad, con especial encargo que bajo cargo de conciencia le tengo hecho, de entregar dicho pliego al señor inquisidor mayor tan luego como supiere que yo he desapareado de México o muerto de mala muerte, lo cual no puede estar oculto para él mucho tiempo, porque vivo en su mesma casa.

Dios guarde a vuesa merced muchos años.

ANDRÉS EL DE TAXCO
 

Don Gaspar leyó aquella carta con estupor, y al terminar su lectura alzó el rostro a mirar a Daniel, abriendo los ojos desmesuradamente y sin pronunciar una palabra.

Parecía que el hombre iba a perder la razón.

Daniel, de pie, pálido y severo, con los brazos cruzados sobre el pecho, permanecía inmóvil como una estatua.

Ninguno de los dos sabía o quería comenzar la conversación; pero aquello se prolongaba demasiado, y Daniel rompió por fin el silencio.

—¿Qué dices de todo esto? —preguntó con voz ronca y como dominando su cólera.

—¿Qué digo? —exclamó el desgraciado don Gaspar, permaneciendo después en silencio.

—Y bien ¿no comprendes que estamos perdidos, y perdidos por tu culpa, por no haber querido escuchar mi consejo? ¿Que más de veinte familias ricas, bien afamadas, y entre las cuales hay mujeres, viejos y niños, van a perecer por una criminal imprudencia tuya? Responde, Gaspar.

—¡Oh! Todo lo comprendo.

—Pero ahora, ya es tarde…

—No: yo soy el culpable, yo debo salvaros. Daniel, ese hombre lo que quiere es dinero, el oro le hará callar.

—Pues bien, yo soy rico, tú lo sabes; tú conoces mi capital: si crees que basta para saciar la codicia de Andrés, ofrécele todo para comprar su silencio; todo: yo volveré a trabajar como antes; yo mantendré a mi hija, como en otros tiempos, con el sudor de mi rostro; porque a costa de mi sangre quiero alejar la desgracia de vosotros; porque es preferible vivir en la miseria a sufrir esa angustia que tanto tiempo ha que me atormenta. Con gusto cederé todos mis bienes, si esto me vuelve la tranquilidad…

—Ese rasgo te honra, y te reconcilia con nosotros. Eres el culpable; pero tus hermanos no te abandonarán como tú no les abandonas: entre todos, y proporcionalmente, pagaremos a ese hombre lo que exija…

—Gracias, hermano mío.

—Esta noche le veré, y mañana sabrás lo que he convenido con él. Dios te guarde.

Daniel salió, y desde ese momento don Gaspar se dedicó a poner en orden todos sus papeles y arreglar sus cuentas, como si al siguiente día tuviera que hacer entrega de toda aquella fortuna, que ya reputaba él como ajena.

El golpe era rudo; y sin embargo, aquella noche durmió don Gaspar con una tranquilidad que no había conocido hacía mucho tiempo.

Se creía desgraciado; pero por fin el momento había llegado. La realidad había sido menos terrible de lo que él se pensaba: Andrés se contentaba con dinero; salvaban todos los judíos; salvaba don Gaspar de la Inquisición; veía también libre a su hija. Se perdían los bienes; pero en otro caso el Santo Oficio se hubiera apoderado de ellos.

Don Gaspar durmió hasta bien entrada la mañana, y quizá no hubiera despertado, si a la puerta de su aposento no hubieran llamado.

Levantóse a abrir violentamente.

Era Daniel, que llegaba tranquilo y con semblante halagüeño.

—¿Qué pasa? —preguntó con inquietud don Gaspar.

—Que el hombre —contestó Daniel revisando la puerta por dentro— exigió menos de lo que yo me esperaba.

—Cuéntame.

—Anoche le busqué yo mismo en el Portal de Santo Domingo, y no me fue difícil encontrarle, porque era el único que allí había. Reconocíle, reconocióme él, y comenzamos a tratar. Te hago gracia de los pormenores, porque comprendo tu impaciencia; el contrato quedó arreglado así: recibirá diez mil duros para establecer su casa, porque quiere pasarla de gran señor, y después se le darán mil duros cada mes durante su vida.

—Cumpliré lo que has ofrecido.

—Escúchame: en primer lugar, dándole esa mesada, le tenemos siempre seguro; que a recibir una sola suma, por grande que fuese, la gasta y nos pide otra con nuevas amenazas, y capaz sería de arruinarnos a todos en poco tiempo.

—Tienes razón.

—Luego el capital que podía haber exigido, produce en nuestras manos mayor rédito que mil duros.

—Nada más digas, Daniel; pagaré, pagaré contento; eso es muy poco…

—Aguarda: finalmente, tanto los diez mil duros como las mesadas, las pagaremos entre todos…

—No lo consentiré, Daniel; soy el único culpable.

—Obedece y calla. Reflexiona cuántos males te vienen por negarte a mis consejos.

—Haré cuanto me digas.

—Bien; pues mesadas y demás serán entregados puntualmente en mi casa a don Martín de Malcampo.

—No le conozco.

—Ojalá: don Martín de Malcampo no es otro que Andrés que toma ese nombre para hacer su aparición en el mundo…

—¿Y los papeles?

—¿Qué papeles?

—Su denuncia y las listas ¿no exigiste que te las entregara?

—No.

—Entonces…

—¡Qué niño eres, Gaspar! ¿Qué conseguía yo con que me hubiera dado esa lista, si tiene otras semejantes en su poder, y sobre todo, en la memoria? ¿La denuncia? ¿No podía escribir otra o hacerla de palabra?

—Tienes razón.

Poco tiempo después de estos sucesos, apareció en México un hombre sin familia, que pasaba por muy rico, y se llamaba don Martín de Malcampo.

Puntualmente ocurría el mayordomo de don Martín el día último de cada mes a la casa de Daniel, y recibía para su señor mil duros.

Algunas veces don Martín gastaba más de lo que tenía y le faltaba dinero, o tenía el capricho de comprar alguna alhaja o carruaje, o caballo de gran valor; entonces ponía una esquelita «suplicando cariñosamente» a Daniel le proporcionase la suma que necesitaba, y enviaba su esquela con el mayordomo, sin que jamás éste hubiera vuelto sin llevar consigo el dinero.

Todos los que conocían a Malcampo, creían, o que tenía grandes sumas en poder de Daniel, o que gozaba de un crédito ilimitado; aunque esto último no era probable, porque nadie podía decir que un solo maravedí saliera de casa de Malcampo para entrar en la de Daniel.

El resultado de todo era que don Martín se daba una vida de príncipe.

XVI. Zorro y Lobo

Alegres por demás estaban en la casa de don Martín de Malcampo. Hacía tiempo que habían sonado las once de la noche, y aún se escuchaban en el comedor ruidosas carcajadas de hombres y de mujeres; y el sonar de platos y copas se mezclaba con los acordes de una guitarra.

Aquélla era una verdadera orgía. Sentados estaban en derredor de una mesa, sobrecargada de viandas y de botellas, siete personas, de las cuales dos nada más eran varones y las demás mujeres.

Don Martín ocupaba el puesto de honor, y enfrente de él estaba Felipe, el hijo de Méndez.

Todas las mujeres eran jóvenes, hermosas y elegantemente vestidas; pero el menos diestro conocedor, no hubiera tomado a ninguna de ellas por una dama.

La alegría, casi feroz que brillaba en la mirada de todas ellas, sus movimientos bruscos y desenvueltos, y la poca honestidad de sus trajes, acusaban inmediatamente a la mujer perdida en cada una de aquellas mujeres.

Los dos hombres estaban en cada lado de la mesa, bloqueados por aquellas muchachas. Méndez tenía en las manos una guitarra que tañía con destreza, y don Martín llevaba el compás golpeando en una copa con un cuchillo.

Las libaciones eran frecuentes, y las mujeres comenzaban a perder la cabeza, mientras los dos hombres, quizá por más acostumbrados, estaban aún firmes en su juicio.

—Escudilla —gritó una de las que se hallaban más retiradas, dirigiéndose a una morena, que abrazaba cariñosamente a Malcampo—. Escudilla, si de tal manera te apoderas de Martín, vamos todas a quedar a la luna: no puede ya sino hablar contigo.

—Componeos como mejor os parezca —contestó Escudilla haciendo un dengue— que si esta noche me favoreció la suerte, vosotras habéis hecho lo mismo en otra vez.

—Eso no reza con nosotras —gritó una rubia que al lado de Felipe estaba— que Amarilis y yo estamos de enhorabuena con este buen mozo, que tan bien pulsa la guitarra.

—Bien haya esa boca —dijo la llamada Amarilis, que estaba al otro lado de Felipe—. Toque y cante este lucero; bebamos, y de aquí a la gloria.

—¡Viva, viva! ¡Que cante! —gritaron todas—. ¡Que cante!

—¡Verso, verso! —aulló Escudilla golpeando en la mesa.

—¿Verso a quién? —preguntó Felipe.

—A mí, a mí —dijeron todas levantándose para hacerse más visibles.

—A mí, a mí —gritaba Escudilla, subiéndose casi sobre la mesa.

—Silencio —dijo Méndez— va el verso.

—¿A quién? ¿A quién? —decían todas.

—Ya veréis; que capaz sería de componer uno a cada una de vosotras.

—Chist, chist —hicieron las muchachas y callaron.

Méndez tosió, escupió, y tras un preludio, que pareció eterno a todas ellas, cantó:


Son tus labios, morena,
como un granate;
y al mirarlos tan frescos
mi pecho late.
Diera toda Castilla
por un beso tronado
de la Escudilla.
 

Una verdadera tempestad contestó a la copla: las muchachas gritaban, aullaban de alegría. Don Martín aplaudía con frenesí, golpeando la mesa y haciendo bailar cuanto había en ella.

Escudilla, derribando el sitial en que estaba sentada, corrió hasta donde estaba Felipe, y le aplicó un sonoro beso en un carrillo. Entonces el desorden no tuvo límites, y todas cantaban; y abandonando la mesa, bailaban haciendo contorsiones y muecas al son de la guitarra, que tocaba Felipe con desesperación, y de las carcajadas de don Martín.

Repentinamente se abrió una puerta y entró un lacayo; las muchachas no lo apercibieron, y Méndez siguió tocando.

—¿Qué buscas aquí? —dijo don Martín al lacayo—. ¿No tengo dada orden de que nadie entre hasta que yo llame?

—Perdone su señoría —contestó humildemente el lacayo— pero Requesón, el criado de mi señor don Felipe, se ha empeñado en que entregara yo esta carta, que a su señoría importa.

—Dámela, y díle que espere; pero ante todo, vete.

El lacayo entregó la carta a don Martín y salió, no sin lanzar a hurtadillas una bellaca mirada a las chicas, que bailaban todavía.

—Felipe —dijo don Martín— una carta para ti.

Felipe colocó cuidadosamente la guitarra sobre la mesa, y tomando la carta, se disponía a abrirla.

Todas aquellas mujeres se agruparon en derredor de él, como para ver lo que contenía la carta.

—¡Vamos, prendas! —dijo Felipe, cubriendo la carta con las manos, para ocultarla a las curiosas miradas de las muchachas—. Vamos de aquí; secretos son estos de hombres, que no deben conocer las mujeres.

—Ni ojo en carta, ni mano en arca —dijo Escudilla sentenciosamente.

—Eso dices, Escudilla —gritó Amarilis— y te sientas en las rodillas de Felipe, como si fueras tú a leer la carta.

—¡Bah!, poco cuidado que le dará a él, que bien sabe que no sé leer; y presentarme podía su confesión escrita, que no entendería una palabra.

—Será carta de alguna pobre a quien engaña —dijo la rubia.

—Que le envía a llamar —agregó Amarilis— pero no le dejaremos salir: que rabie la muy fea.

—Ea, chicas, dejadme leer —dijo Méndez apartando con el brazo a las más cercanas.

—Dejadle leer —exclamó don Martín— llegad acá que comienzo a estar celoso…

—No, no —gritaron todas corriendo a rodear a don Martín, 1 no quedando al lado de Felipe más que la Escudilla.

Felipe abrió la carta, y leyó para sí:


He buscado a vuesa merced para darle cuenta de su encargo; pero como no le encuentro, le escribo, pues quiere vuesa merced saber hoy mismo el resultado.

Estuve todo el día en la ratonera, y no tengo duda alguna: el dueño de la prenda es el llamado don Guillén de Lampart.

EL MUS
 

Escudilla había tomado un aire de seriedad extraño: sus hermosos ojos se clavaban sobre el papel, y él notaba algo de agitación en su semblante.

—¿Qué te pasa, morena? —le dijo Felipe cuando acabó de leer—. No parece sino que ves aquí una mala noticia…

—Lo que veo —contestó Escudilla con la mayor naturalidad— muchos palitos negros como flor de espinosilla seca, y me indigno contra mí misma porque no sé leer. Ha de ser muy bonito saber eso ¿es verdad, Felipe?

—¡Tanto monta! ¿Quieres que te enseñe?

—¡Ya es viejo Juan para cabrero! Prefiero morirme así.

—Martín, quisiera hablar contigo a solas —dijo Felipe.

—Vamos pues; estas lindas muchachas nos esperarán aquí, comiendo, bebiendo, cantando y riendo ¿es verdad?

—¿Pero tardaréis mucho? —dijo Escudilla.

—Poco tiempo —contestó Felipe.

Los dos hombres se entraron, y las mujeres, dueñas enteramente del campo, volvieron a la batahola. La rubia tomó la guitarra y comenzó a sonar todas sus cuerdas, y la Escudilla a servir sendas copas, en las cuales mezclaba de distintos vinos; y aquellas copas se vaciaban una tras otra con una rapidez admirable, y siempre volvían a llenarse, porque Escudilla servía con actividad; pero había una cosa extraña, y era que ella no había vuelto ni a probar el vino.

—Tengo un grave negocio que tratar contigo —dijo Felipe— si no estás impaciente por volver adonde están las chicas.

—¡Bah! —contestó con desprecio don Martín— tanto les da a ellas que yo vuelva a su lado, como a mí el no verlas: tráigolas a cenar en nuestra compañía por costumbre, y porque una cena entre hombres solos es bien triste. Habla, que te escucho.

—Sabes, Martín, que jamás te he dado un mal consejo, ni comprometido en negocios que no hayan dado buen resultado.

—Digo que es verdad.

Don Martín bostezó y se acomodó en el sitial como para dormir. Felipe continuó:

—Yo te he hecho rico, no porque te haya dado ni un solo maravedí de mi bolsillo; pero estabas pobre, muy pobre; te recogí en mi casa, me contaste cuanto sabías de los judíos, y me pediste consejo para ir con la denuncia al Santo Oficio ¿es cierto?

—Sí, valiente bruto que era yo.

—Yo te di por consejo escribir a los judíos, y pedirles en cambio de tu secreto, dinero, y mi plan dio magníficos resultados, y las cajas de todos los judíos de México, que en verdad son muchas y muy ricas, están a tu disposición.

—Me alegro que me lo recuerdes. Mañana necesito dos mil duros, y voy a enviar por ellos a la casa del viejo Daniel.

—El vulgo —continuó Felipe, sin atender a lo que decía don Martín—, el vulgo, que sabe más que los sabios, hubiera comenzado a murmurar de la riqueza de un hombre a quien nadie había oído nombrar, y la Inquisición hubiera metido la mano en el negocio, bajo el pretexto de que eras alquimista…

—De seguro.

—Yo he hecho correr la voz en el comercio de que eres un propietario riquísimo; que tienes ingenios y dehesas, y quién sabe cuántas patrañas.

—Y no mientes, que cuanto tienen los judíos es para mí, so pena de que a todos ellos les tuesten en el brasero. ¡Ay Felipe, qué admirable y sabia es la institución del Santo Oficio! Merced a él, todos los judíos son tributarios míos. Benditos sean de Dios el rey Felipe II que mandó establecer la Inquisición en México, y el cardenal Espinosa, inquisidor general de España en ese tiempo, y don Pedro Moya de Contreras, primer inquisidor de México: ya Dios los habrá premiado…

—Escúchame, que aún hay más provecho que sacar.

—Te escucho.

—Entre esos judíos a quienes tenemos bajo nuestro yugo, hay uno, tu antiguo amo, don Gaspar Henríquez…

Don Martín comenzó a escuchar con atención.

—Ese don Gaspar tiene una hija hermosísima, doña Juana.

—La conozco ¿y qué hay con ella? —preguntó conmovido.

—Por esa mujer tendrás tú, y tendré quizá yo mucho valimiento en la corte, si quieres hacer lo que yo te aconseje.

—Explícate.

—El virrey está locamente apasionado de doña Juana.

—¡Rayo de Dios! —exclamó don Martín furioso, levantándose—. ¿De dónde sabes eso?

—¿Qué te ha pasado? No parece sino que doña Juana te interesa.

—¿Quién te ha dicho que el virrey está enamorado de esa mujer? —repetía con enojo don Martín, oprimiendo la mano de Felipe.

—Ea —dijo éste desprendiéndose bruscamente de don Martín— déjame, ¿qué te piensas que soy un niño para que quieras espantarme?

—Perdona —contestó tranquilizándose don Martín— pero te confieso que estoy enamorado como un loco de doña Juana.

—La cual doña Juana no se fija en ti, porque tiene un amante a quien corresponde de veras, o de quien es correspondida, como lo dicen otros.

—Sabía yo que tenía un amante, pero ignoraba quién fuese. Cuéntame…

—Después será; pero ahora ten calma y escúchame. Supuesto que ella no te ama, bueno será que de ella prescindas…

—¡Imposible!

—Si no me dejas concluir, me retiro, y perderemos un buen negocio.

—A ese precio no quiero negocios: dinero me sobra. ¿Cuánto necesitas mañana? Le tendrás, te daré una carta para el viejo Daniel.

—Martín, no es dinero únicamente lo que vamos a tener: se trata nada menos de conseguir que tú, don Martín de Malcampo, seas el privado del virrey, el favorito del marqués de Villena.

—Bien ¿y qué ganaré con eso?

—Toma, pues hoy te encuentro tonto. En primer lugar, ocuparás un buen lugar entre la nobleza; luego grandes puestos, riquezas, honores. Si te fastidia México, iremos a Madrid: allí serás bien recibido por los parciales del marqués; y ¡qué mujeres las de España, Martín! ¡Qué mujeres! ¡Nada vale junto a ellas doña, Juana!…

—Mira, eso ya comienza a interesarme. ¿Conque tú crees que por medio de ese plan que me propones podré ir a Madrid y pasarme allí una gran vida?

—¡Créolo como si lo viese!

—Pero entonces pierdo la mina de los judíos.

—Nunca: al partir exiges que te recomienden a los judíos que haya en España…

—¿Habrá?

—¿Qué?

—Judíos en España.

—Sí que los hay, y ricos, como no lo son los de aquí.

—Bueno: dime tu proyecto, que ya me parece que me veo rodeado de españolas. Porque la verdad es que Escudilla y Amarilis, y la rubia, y todas ellas, me fastidian soberanamente, y que la misma doña Juana me cansa por desdeñosa y por soberbia.

—Pues escúchame, y ten por seguro que antes de un año estás en la corte, y tienes quince o veinte chicas tan lindas, que la menos bella pueda ser la señora de doña Juana.

—Veamos.

—Tú tienes, Martín, en tu mano la suerte de todos esos judíos, pero principalmente la del padre de doña Juana.

—Es verdad.

—Te obedecerán todos ellos ciegamente, porque una palabra tuya puede llevarles al brasero.

—Tan cierto es todo eso —dijo Martín pavoneándose orgullosamente—, que escribí a doña Juana ordenándole que prescindiera de un galán con quien trata de amores, y obedeció.

—¿Te lo dijo ella así?

—Decírmelo no; pero envíele una cinta verde que debía colocar en su tocado, si estaba dispuesta a obedecer.

—¿Púsosela?

—Sí que se la puso, y yo con ella la he visto…

—¿Sabe, por ventura, que tú posees el secreto de los suyos?

—Lo ignoro: quizá consultó con su padre…

—Quizá te engañe.

—¡Ay de ellos!

—Por hoy no importa. Oye, el virrey está locamente apasionado de doña Juana: lo sé, porque mi madrina doña Fernanda, que en todos esos enredos interviene, me hizo llamar para que averiguara la vida de esa dama y si tenía galán, y cuanto más fuera posible. Engañé a mi madrina, diciéndole que la doña Juana no trataba de amores con nadie; ella entonces me dijo que el marqués de Villena haría la felicidad del hombre que le consiguiera la correspondencia de la doña Juana, y que yo procurase un medio para alcanzarlo.

—Y bien ¿qué pensaste?

—Al principio, como no estaba seguro de que la joven tuviese un amante, presumí que no podría resistir a la seducción de un virrey; pero ahora sé que está enamorada, y el plan debe ser muy diferente.

—Sabes el nombre del que ha alcanzado su amor…

—Llámase don Guillén de Lombardo, o de Lampart, como le dicen otros.

—Poderoso enemigo —dijo don Martín meneando la cabeza.

—No para nosotros, a pesar de que obligado le estoy por haber salvado a mi padre del incendio; pero cúlpese a sí mismo de atravesarse en mi camino; además, que no se trata de matarle, sino de quitarle una dama que puede sustituir con otra.

—Pero yo ¿qué tengo de hacer, y cómo voy a conseguir todo eso que me has ofrecido?

—Sencillamente: yo digo a mi madrina que hay un hombre que se compromete, bajo pena de la vida, a obligar a doña Juana a ir hasta el aposento mismo del virrey a entregarse a su amor.

—¡Demonio! —dijo don Martín haciendo un gesto—. Eso es muy duro para mí, que estoy enamorado de la muchacha; y si tal me hubiera ocurrido, la habría hecho venir a cenar conmigo.

—Sigues siendo tonto, Martín. ¿Qué más te importa esa mujer que otras? Todas ellas son iguales, y lo que les da valor o estimación, es nuestro capricho: después de un mes de tratarla, te parecerían más hermosas Escudilla y Amarilis, mientras que con la posición que vas a ocupar, podrás tener una más linda cada semana.

—Bien dicho: adelante.

—La madrina se volverá loca de contento. Diréla que necesitas hablar al virrey a solas: ella le hará ir a su casa; yo te llevaré a ti: hablaremos, y tú y el marqués por un lado, y la madrina y yo por el otro.

—¿Y qué diré al virrey? ¿Qué pediré?

—Ya veremos después. Entonces pides a doña Juana una cita, advirtiéndole que consulte con su padre si puede concedértela, y la concederá. Trataremos más tarde de lo que tienes que decirla; pero el resultado será, que una noche, una silla de manos la llevará, según tu promesa, hasta la estancia misma del virrey.

—¿Y si ella resiste?

—Su mismo padre la llevará; lo verás.

—Estoy conforme, aunque la muchacha me tiene enamorado.

—Mira: después de ser la dama del virrey, será la tuya más fácilmente ¿convienes?

—Magnífico; mejor que mejor.

—Mañana mismo voy a ver a mi madrina.

—Y yo estoy decidido a todo.

—Voime, que es ya muy noche. No oigo ruido ¿qué harán esos diablillos?

—Se habrán dormido.

Aquellos dos hombres volvieron al comedor.

Todas las mujeres dormían en el mayor grado de la embriaguez.

—Buena noche pasarán —dijo Felipe.

—Ahí las dejo, y me voy a mi alcoba —contestó don Martín.

—Pues hasta mañana, y Dios te guarde.

—Él vaya contigo.

Don Martín se entró, cerrando por dentro la puerta de su habitación, y Felipe se dirigió a la calle, escuchándose sus pasos al bajar la escalera, y luego el abrir de la gran puerta de la casa.

Entonces, a la moribunda luz de las bujías, se levantó cautelosamente una cabeza: era la de Escudilla.

La muchacha volvió por todas partes sus negros y lindos ojos, y viéndose enteramente sola, se puso en pie.

—Bribones —dijo a media voz— ya veremos mañana… Esta noche es preciso pasarla bien.

Y acomodándose en un diván, se cubrió la cabeza con un mantón que en él había, y que no podía asegurarse si era suyo o de alguna de las otras perdidas.

Diez minutos después, las pocas bujías, que aún ardían, lanzaron sus últimos resplandores, y aquella estancia se hundió en la más profunda oscuridad.

Los ronquidos de Escudilla se mezclaban ya con el coro de sus dormidas compañeras.

XVII. La clave de un misterio

—Si os inspiro confianza —decía una mañana doña Fernanda a don Guillén— ruégoos que me expliquéis el misterio que encierra esa caja que tanto preocupa a nuestros hermanos, y que vos lograsteis encontrar.

—Señora, no por galantería, sino por obligación de hacerlo, voy a explicaros eso que llamáis un misterio. Sois, señora, una de las personas en quienes más confianza tenemos; estáis iniciada en nuestra sociedad; trabajáis por nuestros planes con más inteligencia y con más ardimiento que muchos de nuestros hermanos ¿qué cosa, pues, podrá guardarse de vos como secreto en los misterios de Urania? Oíd, señora, esa relación que deseáis.

Doña Fernanda se dispuso a escuchar: la escena pasaba en una de las salas de la casa de la viuda.

Doña Fernanda y don Guillén estaban enteramente solos, y una negrilla cuidaba de que no fueran sorprendidos.

—Hace poco más de tres años vivía en esta corte una mujer hermosísima, llamada doña Carmen, nieta de uno de los más poderosos caciques del Anáhuac.

—La he conocido —dijo la viuda.

—Esa dama era casada con un noble mexicano, descendiente también de un cacique de Ixtapalapa: el fruto de aquel matrimonio era un niño, que en la época a que se refiere lo que os voy a contar, tendría cuando más un año.

«Como podéis recordar, doña Carmen y su marido eran pobres, y si ella se distinguía en México, lo debía sólo a su belleza singular.

»Muchos pretendieron hacerse amar de doña Carmen; pero cuantos esfuerzos hicieron, tropezaron con el desdén de la noble india, y con el respeto que tenía a don Fernando, que así se llamaba su marido.

»Uno entre todos aquellos apasionados, después de ver rechazadas sus pretensiones, se conformó con el título de amigo de doña Carmen y don Fernando, y con tal carácter comenzó a estrechar relaciones con ellos, hasta que consiguió ser el hombre de todas las confianzas del dichoso matrimonio.

»Llamábase el tal, Domingo Carmona, y era natural de la Puebla de los Ángeles.

»Por aquel tiempo también comenzaron a celebrarse los misterios de Urania, más como trabajos para la libertad de México que como asociación de hombres de ciencia y de astrónomos.

»Don Fernando, el marido de doña Carmen, como cacique y persona tan principal en la nobleza de México, fue admitido a participar de nuestros planes y de nuestras esperanzas, con general contento de los hermanos.

»Como Domingo de Carmona frecuentaba la casa, y tal confianza tenían en él como en un verdadero amigo, don Fernando y su mujer no quisieron ocultarle por mucho tiempo el secreto, y le revelaron que había una corporación que sordamente avanzaba, minando el poder de sus conquistadores y preparando la Independencia.

»Carmona escuchó la noticia con júbilo; juró morir como leal si le admitían en la empresa; y tanto rogó y tanto ofreció, que, parte por el cariño que le profesaba y parte por el deseo de aumentar el número de nuestros parciales, don Fernando le presentó a nuestras reuniones como digno de ser hermano nuestro.

»Servía, en efecto, con inteligencia y actividad: él nos llevaba noticias de cuanto pasaba en Palacio; él iba hasta Veracruz para recibir cartas que llegaban en la flota y que no era prudente que vinieran con las del virrey; él, cuando de Europa nos enviaban libros de ciencias, que tan severamente son prohibidos, se encargaba de hacerlos conducir del puerto a México ocultamente; en fin, era un hombre muy a propósito para la asociación.

»Pero en medio de estas buenas cualidades tenía un vicio detestable: era avariento.

»No perdía ocasión de procurarse dinero, que atesoraba, privándose aun de lo más necesario por aumentar su capital; y la avidez y la codicia se retrataban en su rostro amarillento, y en sus ojos que tenían el color y la apariencia de los de un gato. Todos le creíamos capaz de un crimen, por codicia, y la experiencia probó que no estábamos engañados.

»Una de las noches en que se celebraban los misterios de Urania, don Fernando, que no había concurrido en varios días a nuestras reuniones, se presentó, pidiendo hablar de un negocio importante.

»Acompañábale Domingo de Carmona, quien, como se ha dicho, ya estaba admitido por los nuestros como hermano.

—»Mi esposa doña Carmen —nos dijo don Fernando—, posee el secreto de un tesoro que perteneció al emperador Moctezuma: la ascendencia de doña Carmen ha ido guardando este secreto y trasmitídole de padres a hijos, sin que nadie se haya atrevido a tocar ese tesoro, porque es condición que sólo se emplee en conseguir la libertad de México, y, además, por temor a los españoles. La relación del lugar en que se encuentra y modo de encontrarle, escrita está y guardada en una pequeña caja que mi esposa conserva cuidadosamente. La hora ha llegado de hacer uso de esas riquezas, ya que decididos estamos a acometer empresa tan grande. Cuando vosotros, hermanos míos, lo dispongáis, la caja vendrá a vuestro poder; consagrada está a este objeto, y sobre ella he escrito con la punta de un puñal la palabra de reconocimiento para nosotros: Helios. Dos llaves tiene; las dos enteramente iguales: he aquí una, la otra la conserva mi esposa: de vosotros y para nuestra empresa es este tesoro; disponed de él.

»Don Fernando entregó al conde de Rojas la llave de la caja, y todos estuvimos de acuerdo en que no se tocaría el tesoro hasta que la oportunidad llegase y no tuviésemos peligro de que nos fuese arrebatado.

»Era en aquellos días el jefe de nuestra sociedad secreta don Álvaro de Trucíos, padre de Antonia, a quien vos conocéis, y don Álvaro profesaba gran cariño a don Fernando y a doña Carmen.

»Pocos días después de aquel en que don Fernando nos habló del tesoro, una noche llamaron violentamente a la puerta de la casa de don Álvaro, y solicitó con mucho empeño el hablarle un indio joven, casi niño, que lloraba y temblaba.

»La curiosidad y el interés que inspiró aquel muchacho a los criados de don Álvaro, les movió a darle el recado a su amo, quien hacía ya más de una hora que dormía.

»Don Álvaro pensó que podía ser cosa interesante; vistióse y salió a recibir al muchacho.

»Los criados le rodeaban, ansiando por saber qué negocio sería aquel, que así obligaba a don Álvaro a levantarse de la cama a media noche.

»El chico era, a lo que parece, muy avisado, porque tan luego como vio a don Álvaro, se adelantó a él, diciéndole:

—»Quiero hablar a solas a su señoría, y en este momento.

»Don Álvaro le hizo entrar en su aposento, y cerró las puertas.

—»Señor —dijo el chico— ha sucedido una gran desgracia en la casa de mi señor don Fernando: esta noche se presentaron repentinamente varios hombres armados, que sin hablar una palabra, ataron a don Fernando y a doña Carmen; entonces llegó allí Domingo de Carmona, y dirigiéndose a mi señora, la dijo: —O me entregáis la caja que sé que tenéis, o tengo de daros muerte—. La señora contestó que antes prefería morir que entregarla; disputaron sobre esto mucho, y al fin la dijo qué medios tenía para obligarla; pero que en castigo de su resistencia, ya no se contentaría con la caja, sino que además la obligaría a corresponder a su amor, que había ella despreciado en otros tiempos. Dio entonces orden a los que le acompañaban, y sacando atados a don Fernando y a doña Carmen, montaron a cada uno en un caballo, subiendo en la grupa de cada uno de ellos un hombre: el Domingo de Carmona tomó entre sus brazos al niño de la señora, montó también a caballo, y todos echaron a caminar.

—»Pero ¿y los criados? —preguntó don Álvaro.

—»Creo que estaban de acuerdo, porque a ninguno vi luego en la casa; yo, como sabe su señoría, soy un huérfano, que de caridad me tenía hace algunos años don Fernando en su casa. Al ver a esos hombres me oculté bajo una cama, y quiso la fortuna que, aunque ellos registraron los armarios, adonde yo estaba no llegaron, quizá porque delante de esa cama estaban atados mis amos. En un momento, mientras disponían llevárseles y registraban la casa, acerquéme arrastrando y dije a la señora que si podía yo hacer algo por ella. —Bajo el cuadro de la Virgen de los Dolores, rasca: allí está una cajita y una llave: llévala a don Álvaro y dile cuanto pasa—. Llegaron los hombres, cargaron con los señores, y cuando me vi solo fui adonde estaba el cuadro de la Virgen, colgado en la pared: subíme sobre una mesa, apartóle, y rompí con un clavo un tabiquillo muy delgado: allí había una caja y una llave. La llave aquí está; la caja, por temor de que me la quitaran, la enterré, en donde puedo llevar a su señoría.

—»¿Pero adónde se llevaron a doña Carmen?

—»Oí decir a Domingo que para el monte de Ajusco.

»Don Álvaro se puso a reflexionar. Inútil era pensar en auxilio extraño: el tiempo volaba, y quizá un minuto perdido decidía de la suerte de los dos prisioneros.

—»Espérame —dijo de repente don Álvaro, y salió.

»Poco después, sus armas y su caballo estaban listos, y guiado ya por el chico, caminaba por las calles de México.

»Primero fueron a recoger la caja; cosa que fue muy fácil, porque aquel muchacho era verdaderamente listo; después, subiéndose éste a la grupa, tomaron el rumbo de Ajusco.

»Allí se separaron para explorar el terreno, llevando cada uno de ellos un silbato.

»Perdiéronse dos o tres horas, hasta que al fin el chico, que es quien me ha hecho esta relación, dio con el lugar en que estaba Domingo con sus prisioneros. Fuese luego en busca de don Álvaro, y le encontró con un desconocido: desde este momento ya sabéis, señora, porque os he relatado la historia que contó Méndez, todo lo que aconteció.

»Doña Carmen me ha referido que Domingo hizo atar a don Fernando a un árbol, y mandó a uno de sus cómplices que cortara leña y la amontonara en derredor de él para quemarle, accediese o no doña Carmen a su pretensión.

»Hizo poner a ésta en libertad, amenazándola con arrojar a su hijo al abismo si no le entregaba la caja y satisfacía sus lúbricos deseos.

»Doña Carmen, indignada, tomó el hacha con que sus verdugos habían cortado la leña y se lanzó furiosa sobre Domingo; pero éste alzó entre sus manos al niño y le balanceó en el aire, como para arrojarle al abismo.

»La madre, trémula, se arrodilló a los pies de aquel monstruo, y ofrecióle hacer cuanto él mandase con tal de salvar a su hijo.

»Sabéis, señora, lo demás: don Fernando perdió el juicio y murió pocos meses después; don Álvaro murió también allí y doña Carmen y el muchacho indio, ocultos entre la maleza, pudieron oír lo que don Álvaro, ya moribundo, decía a Méndez, y ellos me lo refirieron. He aquí por qué llevé a prevención la llave cuando fui a visitar a éste.

»Doña Carmen vino a vivir a la casa del conde de Rojas, y nosotros hicimos extraordinarias diligencias por encontrar al hombre que tenía la caja, hasta que la casualidad me hizo salvarle la vida a Méndez».

—Curiosa historia.

—Dentro de pocos días deben examinarse esos papeles.

—Cuidad de avisarme el resultado.

—Con mucho gusto.

—Ahora, oíd lo que he hecho en pro de nuestros planes, y de lo que no había querido hablaros hasta estar segura del éxito.

—Señora, os escucho con interés.

La viuda acercó el sitial en que estaba sentada para poder hablar más bajo a don Guillén.

—Pues habéis de saber —le dijo— que de todos los planes que tenéis meditados, el que me parece mejor y más acertado, es el de apoderarse, por astucia o fuerza, del virreinato, y preparándoos el camino estoy, y en verdad con buen éxito. Tengo ya de mi parte a don Gerónimo Robreda y a don Ramiro de Fuensanta, que con ser allegados al virrey, por vivir el uno de ellos en Palacio, nos servirán más de lo que vos podéis imaginar. Por otra parte, he hecho un gran descubrimiento: el virrey está enamorado.

—¿Enamorado?

—Apasionado, loco.

—¿Y quien enciende esa cuasi real pasión? —preguntó riendo don Guillén.

—Una dama a quien quizá conozcáis, y a la que tiene ya casi en sitio. Llámase doña Juana Henríquez.

La viuda ignoraba los amores de don Guillén con la judía, y dijo aquello sin comprender el efecto que produciría en su interlocutor.

Don Guillén se estremeció, como si hubiera caído a sus pies un rayo; pero demasiado fuerte para dominarse, apenas él mismo conoció que se había conmovido porque oyó latir con violencia su corazón.

—El protector de esos amores —continuó doña Fernanda— es don Cristóbal de Portugal, que ha tenido la feliz ocurrencia de venir a mí para pedir mi alianza; y a fe que obró como sabio; que yo, tanto por probarles a él y al de Villena de cuánto soy capaz, como por tener con esto un medio de influir en los negocios de Palacio en bien de nuestra causa, he dispuesto de tal manera las cosas, que cuento ya como seguro el triunfo, y que antes de muchos días, el virrey gozará en los brazos de su Dalila, como Sansón, mientras nosotros le cortamos la cabellera, y luego bien puede llevársela a su destierro.

Don Guillén sentía el infierno en su alma. Una pasión que apenas conocía se levantaba en ese momento con todo el aparato de una tempestad en su corazón: sentía celos.

El amor es el apoteosis del espíritu: los celos son el infierno.

Los celos son los verdugos del amor, pues como el buitre de Prometeo, devoran el corazón de su víctima haciéndole crecer más a cada momento, para poder saciar en él su encono.

Nunca es más intenso el amor, que en el momento en que los celos son más terribles.

Pero ¡ay del que no ha tenido nunca celos! Ése nunca ha sabido amar.

El amor y los celos son el anverso y el reverso de una medalla; tienen por precisión que andar siempre juntos, y el que tiene lo uno nunca puede dejar de tener lo otro.

Y no ofenden los celos a la persona amada, ni son parte para impedirlos pruebas de constancia y de lealtad, no: el que ama con pasión, con intensidad, tiene celos del aire que pasa entre los rojos labios de su dama, de la luz que resbala sobre su turgente cuello, del perfume favorito, del color preferido, del libro que lee, de la música que la halaga, del pensamiento mismo de aquella mujer, que pueda llevar su vuelo a regiones distantes.

Y el hombre que así se encela es un loco, pero que ama con pasión; loco es, y fuera de este estado, no existe lo que verdaderamente se llama amor.

Terrible debe ser el reverso, es decir, el celo, para que el anverso, el amor, sea grande.

Don Guillén, para sofocar su emoción, metió la mano a su pecho por debajo de la ropilla y se hincó las uñas con tal fuerza, que la sangre manchó la fina tela de su camisa.

Gran confianza tenía en su Raquel; pero el virrey era poderoso rival, y, además, el hombre que ama con pasión, siempre se siente pequeño, indigno, delante de la mujer querida.

Sin embargo, aún logró dominarse, y para apurar de una vez todo el cáliz de la amargura, preguntó a doña Fernanda:

—¿Y la dama sabe ya la pretensión del virrey, y se muestra benigna?

Doña Fernanda tuvo vergüenza de confesar que aún nada había hecho; quiso conservar a todo trance su papel de irresistible en cuantos negocios tomaba a su cargo, y no vaciló en mentir.

—Sábelo ella perfectamente, y no sólo se muestra benigna, sino casi amorosa, que un virrey no es un galán que pueda despreciarse así no más. Cuando yo digo que tal cosa se hará, se hace: prometí al de Villena que esa mujer sería suya, y si no lo es ya, poco tardará en serlo.

Don Guillén se puso espantosamente pálido, y doña Fernanda lo advirtió.

—¡Dios mío! Os ponéis malo, don Guillén…

—Sí, señora; sentí un vértigo, pero ha pasado; continuad, os lo ruego.

—No; estáis pálido; voy a llamar…

—Dejad, señora; ha pasado.

—¿Queréis una copa de vino, agua?

—No, gracias; estoy bien: continuad, que esa historia me interesa.

—Os vuelve el color; estoy tranquila. Conque os decía que doña Juana será muy pronto la favorita del de Villena, y como todo se ha hecho por consejos y con auxilio mío, don Cristóbal tendrá que guardarnos mil consideraciones, y el virrey conservarnos mucha gratitud.

—¿Pero cómo habéis alcanzado tan pronto y con tal secreto rendir a esa dama?

—¡Ah! —dijo doña Fernanda sonriendo con malicia— ése es mi secreto, y por ahora perdóneme don Guillén de Lampart que no se lo diga, que prometo revelárselo tan pronto como yo sepa que el de Villena no tiene ya más que desear de su encantadora Juana de Henríquez.

La viuda no tenía tal secreto, supuesto que nada había entre el virrey y doña Juana, y que ésta ignoraba aún la pasión de aquél.

—Sois muy hábil —dijo don Guillén levantándose de su asiento y tendiendo la mano a la viuda.

—¿Os vais?

—En verdad no me siento bien; perdonad que me retire.

Don Guillén se despidió y salió de la estancia. Llevaba el alma hecha pedazos, y varias veces tuvo que apoyarse en el muro, porque sentía que iba a caer.

Cualquiera que le hubiera visto caminar tan vacilante, le hubiera tomado por un hombre ebrio.

Pero aquélla era la debilidad de un moribundo.

XVIII. El sacrificio de Jefté

Don Gaspar Henríquez ofreció a Daniel que cortaría las relaciones amorosas de doña Juana y don Guillén.

Aquella promesa era terrible para un padre como don Gaspar, que había prometido a su hija que sería la esposa de don Guillén; que comprendía el ardiente amor de la joven; que conocía que impedirle que siguiera amando a don Guillén era condenarla a la muerte.

Don Gaspar andaba preocupado. Por una parte el sacrificio era inmenso; por la otra, todos sus hermanos de religión, su hija y él mismo estaban amenazados por el tormento y por la hoguera.

Él había dejado penetrar a un extraño en un secreto que no era sólo suyo, y en lugar de echarle en cara esta imprudencia, sólo Daniel le había hablado de ella, y todos pagaban con religiosa exactitud la parte que les correspondía, para tener contento a don Martín de Malcampo.

Todas estas reflexiones se agrupaban y luchaban día y noche en el alma de don Gaspar, que sostenía el rudo embate de su amor de padre contra la obligación que tenía de sacrificar a doña Juana por salvar a sus correligionarios.

Muchos días duró aquella vacilación y aquel martirio; pero al fin, triunfó el deber.

Don Gaspar llamó una mañana a su hija y se encerró con ella en su aposento. Doña Juana notó que el semblante de su padre estaba como velado por una sombra, y sin saber por qué, se estremeció.

Don Gaspar, por su parte, quería hablar y no sabía por dónde dar principio a la conversación. Por fin, doña Juana fue la que primero rompió este silencio.

—Padre mío —dijo— estoy asustada. ¿Qué sucede? Tú me haces venir a tu aposento; cierras cuidadosamente las puertas; estás pálido, demudado, no quieres hablarme. ¡Padre mío!, ¿qué pasa? Dímelo, por Dios, que tal incertidumbre me pasma.

—¡Pobre hija mía! —contestó don Gaspar acariciando a Rebeca y atrayéndola hasta hacerla sentar sobre sus rodillas—. ¡Pobre hija mía! El Dios de Abraham y de Jacob dé a tu alma la fuerza necesaria para recibir este golpe.

—Pero ¡padre mío!

—Óyeme, Rebeca. ¿Recuerdas, hija mía, el terrible juramento de Jefté, uno de los jueces de nuestro pueblo?

—Sí, padre.

—Ofreció a Dios sacrificar, en acción de gracias, la primera criatura humana que encontrase al regresar a sus hogares, si le daba la victoria para salvar a su pueblo.

—¡Oh! y sí que me acuerdo; y la primera criatura que encontró fue a Seila, su hija única, y se horrorizó de su juramento; pero Dios le había dado la victoria, y él tuvo que cumplir lo que había ofrecido: bien me acuerdo de ese pasaje.

»Pero al volver Jefté a su casa en Masfa, su hija única, pues no tenía otros hijos, salió a recibirle con panderos y danzas.

»Y a su vista rasgó él sus vestidos, y dijo: ¡Ay de mí, hija mía! Tú me has engañado, y tú misma has sido engañada; porque yo he hecho un voto al Señor, y no podré dejar de cumplirle.

»Al cual respondió ella: Padre mío, si has dado al Señor tu palabra, haz de mí lo que prometiste, ya que te concedió la gracia de vengarte de tus enemigos y vencerlos.

»Dijo después a su padre: Otórgame esto sólo que te suplico, y es que me dejes ir dos meses por los montes a llorar mi virginidad con mis compañeras.

»Respondióle Jefté: Vete en hora buena. Y dejóla ir por dos meses. Habiendo, pues, ido con sus compañeras y amigas, lloraba en los montes su virginidad.

»Acabados los dos meses volvióse a su padre, que cumplió en su hija lo que había votado».

Y doña Juana repetía aquellas tiernas palabras de Seila con tanta dulzura, que los ojos de don Gaspar se nublaron con el llanto, y sus lágrimas comenzaron a correr.

—¡Ay, padre mío! no llores, no me entristezcas más —decía la joven acariciándole y limpiando los ojos del anciano.

—¿Comprendes, Rebeca, cuánto sufriría aquel padre infeliz, cómo destrozarían su corazón los gemidos de su hija única, de su hija idolatrada, a quien él mismo tenía que sacrificar?

—Sí, padre; pero cumplía su deber con Dios, y Dios ha de haber dado resistencia al padre y resignación a la hija.

—Y si tú estuvieras en un caso semejante al de Seila y yo en lugar de Jefté ¿tendrías valor para inmolarte por el bien de tu pueblo, y por la fe de las promesas de tu padre?

Doña Juana palideció espantosamente, y clavó en don Gaspar sus ojos extraviados, como si no comprendiera bien lo que acababa de oír.

—Morir yo —exclamó de repente— morir ¿y por qué, padre mío?

—No, Rebeca, no se trata de tu muerte, ni yo tendría valor para pensar en eso. Tienes, hija mía, que hacer un sacrificio grande, inmenso, un sacrificio que pudiera costarte la vida, si Dios que ve tu corazón, no te diera fuerzas para soportar un dolor tan intenso.

—Pues entonces ¿qué se exige de mí, padre mío? —preguntó cada vez más sorprendida Rebeca.

—Rebeca, es preciso que olvides para siempre a don Guillén.

—¡Dios mío! —gritó la joven deslizándose de las rodillas de su padre, en donde estaba sentada, y cayendo de hinojos delante de él.

—Es fuerza, es fuerza, Rebeca, mi Rebeca; mi amor, hija de mi corazón, es preciso.

Y el viejo, casi sollozando, besaba la cabeza de su hija, y la empapaba con su llanto.

—Pero eso que me mandas es imposible; es decirle al sol que no alumbre… ¡Oh!… no me pidas eso… no, por Dios; yo te lo suplico de rodillas. Mírame… abrazando tus pies… ¿Tú no me amas? ¿No eres mi padre?… ¡Ah!, ¿pues cómo quieres que le olvide para siempre?… ¿No ves que preferiría yo morir?… Padre… óyeme… mírame…: vuelve a mí tu rostro.

Y Rebeca, de rodillas, levantaba las manos tomando entre ellas el rostro de su padre, para obligarle a que la mirase; mas el anciano, conmovido y llorando, apartaba su vista de ella.

—No, padre mío, tú no querrás que yo muera; tú no exigirás de tu hija única un sacrificio imposible. Padre ¿qué te he hecho yo para eso? ¿Qué te ha hecho don Guillén? Tan noble, tan leal, tan generoso… Tú me permitiste que le amara; tú ensalzaste delante de mí sus bellas cualidades, y ahora quieres arrebatarme ese amor que es mi vida, mi aliento… ¿Es verdad que ya no piensas en eso? ¡Ah! díme, padre de mi corazón, que ya no me mandas dejarle de amar; que ya no me mandas olvidarle: dímelo, porque me siento capaz de no obedecerte.

—Hija, Rebeca mía, el dolor te ciega; yo tengo, más que tú, el alma hecha pedazos. Al exigirte ese sacrificio, yo he luchado mucho, y he llorado mucho antes de resolverme a decirte esto; pero, resígnate, hija mía; ten valor, porque este sacrificio tiene que consumarse: ¿acaso olvidas a la hija de Jefté?

—No: yo, como ella, daría mi vida porque mi padre cumpliera su promesa; yo, como ella, moriría resignada por la salvación de mi pueblo; pero no es la vida lo que tú me pides, padre mío; esa aquí la tienes; mátame, dispuesta estoy. Tú me exiges más: me mandas un imposible, porque es mandar que mi cuerpo siga viviendo sin alma; siga existiendo sin vida; siga teniendo ser sin el amor de don Guillén, y esto es imposible, imposible.

—Ámale, hija mía, si quieres, en secreto; pero corta para siempre tus relaciones con él.

—Pero, padre ¿para qué tengo que hacer tan inaudito sacrificio? ¿Quién lo exige?…

—Rebeca, lo he ofrecido, y es fuerza que me obedezcas.

—¿Pero cómo puedes haber ofrecido, señor, una cosa que yo misma, con toda la fuerza y la energía de mi espíritu, no me siento capaz de cumplir?

—Rebeca, en esto va tu vida, la vida de tu padre, la de todos nuestros hermanos, la salvación del pueblo judío: tuyo es nuestro porvenir. Piénsalo, hija mía; en tu mano está la vida de tu padre y la de los ancianos de nuestra religión. Rebeca, tú no puedes comprender el terrible, el espantoso misterio que encierra todo esto; pero óyeme bien: si persistes en no obedecerme; si tu amor a don Guillén se sobrepone al amor de tu padre y de los tuyos, y al deber que tienes de salvarnos; tú serás, Rebeca, la que nos arrastre a todos a la hoguera; y cuando oigas nuestros gemidos en el tormento, y el crujir de nuestras carnes devoradas por las llamas, entonces dirás: yo les entregué a sus verdugos; estoy maldita.

Don Gaspar, como fuera de sí, se levantó de su asiento y comenzó a caminar por el aposento a grandes pasos.

—Padre mío, mi señor, no me digas esas cosas tan horribles —exclamaba Rebeca arrastrándose de rodillas a los pies de don Gaspar, y abrazando sus piernas y besando sus pies, pálida, convulsa, con el tocado descompuesto—. ¡Óyeme, padre! ¡Padre, padre! ¡Dios de Israel! ¿Por qué eres tan cruel, padre mío? ¿Por qué no me matas antes que exigirme semejante sacrificio? ¿Por qué no ofreciste mejor mi vida?…

—Rebeca, Rebeca —exclamó don Gaspar tendiendo los brazos a su hija, que se precipitó en ellos—. Rebeca, tú conoces mi corazón; tú sabes que no hay en él más amor que para ti, hija mía: pues si sabes eso ¿por qué me atormentas así? Hija de mis entrañas, la promesa que por ti tengo hecha no puedo dejar de cumplirla más que de una manera: muriendo. Pues bien, hija mía; tú no tienes valor para sacrificar por tu padre y por tus hermanos esa pasión; yo sí le tendré para perder la vida por la tranquilidad de mi hija adorada, y lo haré: ¡los muertos no tienen obligaciones!

Y don Gaspar, desprendiéndose violentamente de los brazos de Rebeca, se lanzó a una gaveta que abrió con rapidez y tomó un puñal que dentro de ella había; pero antes que hubiera tenido tiempo de desenvainarle, Rebeca se lo había arrebatado.

La hermosa judía ya no lloraba: pálida, serena y altiva, contemplaba a su padre, que próximo ya a desmayarse, se apoyaba en la misma gaveta que acababa de abrir.

—Padre mío: tremendo debe ser el misterio que encierra tu promesa, cuando antes que faltar a ella y antes de consumarse mi sacrificio, quieres atentar contra tu existencia. El espíritu del Señor ha tocado mi alma: estoy resuelta. Hoy mismo haré comprender a don Guillén que nada de común existe ya entre nosotros; y aunque le siga adorando desde el fondo de mi corazón, jamás llegarán a comprenderlo ni él ni el mundo; sólo Dios y yo.

—Gracias, hija mía —exclamó el viejo abrazando a Rebeca y sollozando— gracias: tú salvas a los hijos de Israel: un día comprenderás este terrible misterio, y un día, tal vez, quedarás libre y podrás amar a don Guillén.

—Quizá entonces será tarde, más no importa; por ahora, padre mío, el sacrificio está consumado; sólo te pido, como la doncella de Masfa, que me dejes llorar, no dos meses, sino toda mi vida.

—¡Llora, hija mía! ¡Llora! Tu dolor es inmenso, y bien que le comprendo.

Rebeca se separó de los brazos de su padre, y salió del aposento serena y resignada.

—¡Jefté! ¡Jefté! —dijo don Gaspar, y cayó desplomado en un sitial.

XIX. Un secreto que mata

Don Guillén había pasado una noche horrible; una noche que hubiera sido capaz de trastornar la razón de otro hombre que no tuviera el cerebro tan bien organizado.

Amar a una mujer como él amaba a doña Juana; tener la inmensa fe que él tenía en la lealtad y en la pureza del corazón de la judía, y sentir de repente el aguijón venenoso de los celos: creerse el único dueño de aquella dama, y saber que estaba a punto de caer en los brazos del virrey; aquello le parecía un sueño.

Don Guillén llegó a su casa vacilante y sin saber casi lo que hacía; instintivamente se desnudó y se metió en el lecho; pero entonces conoció que iba a ser para él el lecho de Procusto. Quiso divagar su imaginación, y tomó un libro: intentó leer, pero en vano; los renglones se entretejían formando siniestras figuras; las letras parecían danzar, y nada comprendía. A veces el libro se alejaba, se alejaba casi hasta perderse; a veces crecía y se acercaba y tomaba las proporciones de un templo, y la luz de la bujía se hacía intensa y roja y cintilante, y luego se opacaba y volvía a crecer, y dibujaba en las paredes sombras fantásticas, que también se movían.

Y aquella excitación cerebral, no impedía, sin embargo, a don Guillén mirar por todas partes a Rebeca cruzando en brazos del marqués de Villena, y sonriéndose irónicamente al mirarle.

Arrojó el libro, apagó la bujía, y en la densa obscuridad que le rodeaba, seguía mirando al virrey y a la judía, y escuchando burlescas y estridentes carcajadas.

Así pasó toda la noche… ¡pero qué noche tan eterna!

Lampart abrió una ventana de su aposento y salió a aspirar aire, porque se sentía morir; y su frente ardía, y sus sienes golpeaban por dentro, como si fueran a reventar todas sus venas y todas sus arterias.

Aún era de noche, y las estrellas brillaban, y ni el más ligero rumor interrumpía el solemne silencio de aquellas horas. En medio de tan sublime calma de la naturaleza, el corazón de don Guillén sentía la más horrible de las tempestades: los celos.

Por fin, algunos pájaros comenzaron a anunciar la vuelta de la luz; las sombras fueron desvaneciéndose; el cielo tomó el color de la perla, que precede a las tintas rojas de la aurora, y luego el primer rayo del sol hirió las ligeras nubes que flotaban sobre la ciudad. Era ya de día.

Con la aurora llegó también la calma para don Guillén.

La noche no es en realidad más que la sombra de la tierra misma; y sin embargo, el hombre se siente otro durante la noche.

Hay naturalezas que no comprenden la vida sino en la noche; para esos hombres el día es triste: hay algo que pesa sobre el cerebro; las ideas brotan y se desarrollan con dificultad; la imaginación pierde su fecundidad y su poder creador; el entendimiento está débil para percibir la relación entre las ideas; la memoria languidece.

Otros, por el contrario, sienten la vida bañándose en las ondas luminosas del sol: para ellos la noche es el sueño, el pavor, la tristeza.

Los primeros viven la vida del espíritu; los segundos la de la materia: los poetas conocen la aurora cuando ella luce; pero se inspiran para cantarla cuando el día ha desaparecido; los novelistas admiran las campiñas a la luz del sol, y las describen al resplandor de una bujía.

La noche es el día para la inteligencia. Milton cantó la eterna luz envuelto en eterna obscuridad. La tradición nos ha traído a Homero, ciego.

¡Cuántas cosas notables, cuántos hechos heroicos, cuántos crímenes espantosos hubieran asombrado al mundo si, al brillar la claridad del día, conservaran los hombres la ardiente excitación de las noches de insomnio!

El amor y el remordimiento; el valor y la inspiración; el miedo y la audacia, todo palidece en el espíritu ante la luz del sol. El supersticioso nunca teme encontrarse con una alma errante, si las sombras de la noche no le rodean; el amante encuentra menos bella a su amada si no la bañan las tibias luces de las bujías.

Las mujeres y los poetas debían desear que las noches se prolongaran: aquéllas se verían más hermosas; éstos se sentirían más inspirados.

Don Guillén volvió a vestirse y se salió a la calle. Aún faltaban algunas horas para que llegase la en que acostumbraba ir a la casa de doña Juana, y él esperaba con ansia esa hora, y la temía: una ilusión perdida o un consuelo celestial le esperaban en la casa de Henríquez, y aquella duda le asesinaba y las horas se prolongaban, prolongándose también su agonía.

Anduvo errante por las calles, y fatigado y sin saber cómo, se encontró en la Plaza Mayor. Apenas eran las nueve de la mañana; faltaban dos horas aún para ir a la casa de Henríquez. En fin, sonaron las once, y don Guillén llegaba a la calle de la Merced.

Doña Juana, que había pasado también una noche espantosa, después de la promesa que había hecho a su padre, esperaba temblando la llegada de su amante.

Ella había aceptado el sacrificio, y quería apurar el dolor de un solo trago, y estaba resuelta a romper aquel día con don Guillén, prefiriendo esto a sufrir la tortura de verle y no poder desahogar con él su pena.

Cada uno de aquellos amantes se acercó al otro con el mismo terror con que se hubieran acercado a oír su sentencia de muerte: los dos estaban pálidos.

—Dios os guarde, señora —dijo don Guillén, procurando sonreír, pero hablando a Rebeca como no acostumbraba hacerlo cuando estaban solos.

—Seáis bien venido —contestó la joven; y los dos quedaron en silencio, sin osar siquiera mirarse.

—Rebeca —dijo don Guillén después de un largo silencio— aquí pasa alguna cosa extraordinaria.

—¿Por qué lo decís? —contestó ella procurando disimular.

—Rebeca, en vano procuráis ocultármelo; no sois para mí la misma que erais ayer: os encuentro desdeñosa, turbada en mi presencia; en fin, sería preciso haber perdido el juicio para no conocer que un cambio extraordinario se ha efectuado en vuestro corazón. Rebeca ¿ya no me amas? ¡Díme la verdad! No me engañes: prefiero la muerte a esta horrible duda.

—Don Guillén, no me preguntéis nada.

—¿Pero tú ya no me amas, Rebeca?

—Olvidad ese amor que es imposible ya.

—¡Imposible! Rebeca ¿imposible? ¿En una sola noche se hace imposible lo que me jurabas ayer que era una realidad? ¿Tú me dices eso, Rebeca? ¿Tú, que ayer mismo, llena de fuego, me halagabas llamándome tu único amor, tu sola ilusión? ¿Tú me lo dices? ¿Tú, la que al hablarme de ti, me decías con tanta pasión, «tu Rebeca»? ¡Oh! Díme que quieres burlarte de mí, que eso no es verdad.

—Don Guillén, os repito que ese amor de ayer, hoy es imposible ya.

—No lo creo, no lo puedo creer. Lo que es imposible es que una sola noche haya bastado para cambiar tu corazón; lo que es imposible es que se arrancara tan violentamente de tu alma ese cariño: eso, eso es lo imposible.

—Y sin embargo, don Guillén, todo ha concluido.

—¿Pero yo que te he hecho, ángel mío? ¿En qué puedo haberte ofendido? ¿Por qué me desdeñas? ¿Qué crimen tan inmenso, tan inaudito he cometido que merece que tú arrojes mi amor de tu corazón, así, sin decirme siquiera la causa de mi desgracia? Díme, ángel mío; díme, aquí estoy de rodillas a tus pies: si no me vuelves tu amor, díme siquiera por qué me lo arrebatas.

El corazón de Rebeca palpitaba como si quisiera romper el pecho; sentía que su resolución vacilaba; que amaba a aquel hombre más que nunca. Alzó los ojos como buscando valor en el cielo, y sus miradas se fijaron en un retrato de don Gaspar que en la sala había: la faz de su padre le pareció que tenía una expresión de súplica, y haciendo un esfuerzo supremo se levantó diciendo a don Guillén:

—Es inútil prolongar más esta escena y atormentamos en balde: todo ha concluido entre nosotros.

Don Guillén fue entonces el que sufrió una repentina mudanza. Levantóse sereno, pero con un aire de resolución que hizo estremecer a la doncella; y con voz tranquila, pero solemne dijo tomando su sombrero:

—Señora, perdonad si mi amor me ha hecho ser exigente, pidiéndoos una explicación que no me creéis digno de merecer. Me voy para siempre; pero sabed, señora, que si creyera en vuestra pasión de ayer, me sería imposible creer en vuestra indiferencia de hoy: me decís que todo ha concluido entre nosotros; mas al decir esto con tanta energía, comprendo que habláis con vuestro corazón, y que el amor que ayer me jurabais era mentira, engaño, falsedad.

—¡Guillén! —exclamó aterrada la judía.

—Sí, señora, me engañabais; y no se me oculta la causa de este cambio tan repentino. Y prescindiendo yo de lo que en ello pierdo, no puedo menos de daros el parabién: vais a ser muy feliz; el cambio es muy ventajoso; el amor no será tan intenso, pero el honor que vais a conseguir es grande: apruebo vuestra elección, y os felicito. Que sea, señora, para muchos años.

—¿Qué queréis dar a entender? —preguntó doña Juana con extrañeza.

—Señora —contestó don Guillén procurando mostrar una calma que estaba bien lejos de sentir— me comprendéis mejor de lo que aparentáis.

—No sé qué quieran decir esas palabras.

—¿No lo sabéis, señora? Pues no seré yo el primero que lo diga en la ciudad, y quizá vuestra misma conciencia os esté advirtiendo, que el hombre que como yo habla, descubierto ha la falsedad de vuestro corazón.

—¡Don Guillén! me insultáis, sin yo merecerlo.

—Perdonadme, señora, hice mal; pero la disculpa de mi falta será sin duda el desconcierto de mi ánimo, en trance, que os confieso, no esperaba ayer. Estoy ya tranquilo; y sólo deseo, señora, pues no os he perdido la voluntad, que seáis muy feliz con el nuevo y muy noble amante en quien os habéis fijado para sustituirme.

—¿Eso pensáis de mí, don Guillén? ¡Ah! ¡Qué bien se conoce que ni me amasteis, ni supisteis comprenderme, cuando tal suponéis que fuera capaz de pensar!

Y Rebeca, sollozando, ocultó el rostro entre sus manos.

Parece increíble; pero el llanto de una mujer, que en ciertas circunstancias, es capaz de desarmar al hombre más irritado, en otras enciende más la ira.

Las apariencias condenaban a Rebeca delante de don Guillén: él estaba profundamente preocupado, y aquellas lágrimas, que para él eran un femenil ardid, un nuevo engaño, le exaltaron terriblemente.

Entonces tomó una de las manos de la doncella, y apartándola del rostro que cubría, exclamó con voz trémula:

—Señora ¿aún os atrevéis a invocar ese amor que vos misma habéis apagado? ¿Aún habláis de lo poco que os comprendí? ¿Aún os atrevéis a culparme, cuando erais mi religión, mi idolatría? Señora, una mujer que me abandona porque ha fijado en ella los ojos un virrey; una mujer que siente ambición en vez de amor; que despedaza un pecho amante por conseguir el valimiento de un magnate, no es digna, señora, de una pasión como la que yo sentía por vos.

Rebeca se levantó como una leona herida; sus ojos despedían rayos; la palidez de su semblante se había hecho mortal; se dilataban los poros de su nariz como indicio de cólera terrible, y sus dientes apretados crujían.

—Don Guillén —exclamó— me calumniáis, me insultáis, y me hacéis sufrir horriblemente destrozando mi corazón. Miente quien tal cosa os haya dicho: pura y noble y leal soy; ni una sombra cruza sobre mi conciencia. Os perdono, don Guillén; os perdono, porque estáis celoso; porque conozco ¡mísera de mí! que las apariencias me condenan; os perdono, don Guillén, porque todo eso prueba que me habéis amado como yo os amé, como os amo quizá aún; pero no lancéis así el baldón sobre el honor limpio de una dama desgraciada. Retiraos, don Guillén, os lo suplico: nuestro amor es imposible; no me atormentéis más. Retiraos: olvidad que me habéis conocido; olvidadme para siempre.

—Rebeca, fácil debe ser para vos el olvidarme a mí, cuando así me exigís que os olvide. ¿Creéis, señora, que puedo arrancar tan fácilmente ese amor de mi corazón? ¡Ah! decidme al menos el motivo que os aleja de mí: quiero conservar pura la fe que tuve en vuestra lealtad.

—Don Guillén, nada más exijáis: debo callar este secreto; y si mi silencio es parte para que vos penséis mal de mí, libre sois para hacerlo.

—¡Rebeca!…

—Adiós, don Guillén —dijo la joven indicando que la conferencia había concluido.

Don Guillén permaneció un momento indeciso; y luego, tomando con precipitación su sombrero, se dirigió resueltamente a la puerta, exclamando:

—Adiós para siempre.

—Para siempre —contestó Rebeca, cayendo de rodillas cerca de un diván.

El acento dolorido con que la joven pronunció aquellas palabras, hizo volver el rostro a don Guillén.

El amante conoció cuánto debía sufrir aquella mujer, y retrocedió violentamente; llegó a su lado, y tomó una de sus manos.

Rebeca llevó con pasión a sus labios la mano de don Guillén; permaneció así un momento, y luego, levantándose, le mostró majestuosamente la puerta.

Todo lo comprendió don Guillén; y enjugándose una lágrima que corría por sus mejillas, se lanzó fuera del aposento.

Rebeca se dejó caer desvanecida en un sitial.

Una puerta se abrió en este momento, y don Gaspar entró precipitadamente exclamando:

—¡Pobre hija mía!

XX. Escudilla

Escudilla era una muchacha de tan malas costumbres como de buen corazón. Hija de un infeliz artesano, quedó huérfana desde muy niña, y su historia es la de casi todas las mujeres perdidas.

Al principio quiso ganar honradamente su vida, y comenzó por servir en una casa rica; pero tenía la desgracia de lucir dos ojos negros, vivos y resplandecientes; una boca fresca y roja como un clavel humedecido por el rocío, y un garbo y una gracia, que hacía que los hombres la siguieran siquiera con la vista cuando salía por las calles.

Era tan risueña, tan lista, tan bien dispuesta, que todos los criados de la casa en donde servía le cantaron su amor. Ella estaba muy lejos de ser insensible; correspondió la pasión de un lacayo, que la abandonó luego por otra muchacha; y ella, por vengarse, entró en relaciones con el primero que se le presentó, con el cual sucedió lo mismo, y de una en otra caída llegó a ser una de las más constantes compañeras de don Martín de Malcampo en las alegres cenas que éste daba en su casa.

Escudilla, como todas las mujeres, tenía sus caprichos, y uno de ellos había sido el de atraer a su amistad a don Guillén, de quien era vecina, y a quien veía pasar muchas veces por delante de la puerta de su casa, sin haber conseguido nunca hacerle entrar en ella.

Aquel capricho tomó las proporciones de un verdadero cariño, ya que no de amor, pues Escudilla, con la ligereza propia de su carácter, no podía nunca apasionarse.

Don Guillén observó la insistencia de la muchacha; el empeño de salirle siempre al paso; escuchó algunas palabras provocativas que ella le decía muchas veces al cruzar a su lado; pero conociendo la clase a que pertenecía aquella mujer, jamás se preocupó de semejante aventura.

La noche en que Felipe y don Martín fraguaron el plan para entregar a doña Juana en poder del virrey, Escudilla les escuchó.

Escudilla sabía leer; de manera que, fingiendo ignorancia y aparentando una ligereza pueril, consiguió alejar las sospechas de Felipe, y enterarse de la carta que éste escribió a la hora de la cena.

Al separarse Felipe del comedor, llevándose a don Martín para comunicarle todo lo relativo a doña Juana, Escudilla les hubiera seguido inmediatamente; pero todas las demás se lo hubieran impedido, o la habrían querido también imitar, y nada de esto la convenía. Reflexionó, pues, que el medio más seguro para libertarse de tan importunos testigos era embriagarlas completamente; y como ya este camino estaba muy adelantado, consiguió muy pronto su objeto, y una tras otra fueron quedándose dormidas.

Escudilla entonces se entró, como un gato que caza, sin hacer ruido, hasta llegar muy cerca de la puerta cerrada del aposento en que tenían su plática Felipe y don Martín.

La natural inquietud del que espía; el sobresalto de que pudiera alguno de ellos salir de repente y sorprenderla; la precaución de ir algunas veces al comedor para ver si no habían advertido algo las otras, y si continuaban durmiendo, hizo que la muchacha no comprendiese bien de lo que se trataba; pero ella se creyó suficientemente instruida para hacer un servicio a don Guillén.

El día que siguió a esa noche, Escudilla esperó a don Guillén en la ventana de su casa, pero no le vio. Acostóse en la noche preocupada, suponiendo que el tiempo que se perdía era quizás irreparable.

Amaneció, y Escudilla se plantó muy temprano en su ventana: pasaron las horas, y cuando comenzaba a desesperar, vio venir a lo lejos al que aguardaba.

Don Guillén estaba pálido, y le pareció preocupado, porque caminaba con la cabeza inclinada y despacio; con razón, en verdad, porque el día anterior había sido su despedida de Rebeca.

Don Guillén, olvidando en aquel momento a todas las mujeres de quien era amado, no pensaba sino en la que le había despedido. Imposible era para él explicarse tan extraño misterio: la firmeza y resolución de Rebeca para terminar sus relaciones amorosas con él, le indicaban que había ya entre ellos un obstáculo insuperable, y que la judía tampoco se empeñaba en destruir, supuesto que no lo había descubierto a don Guillén; que este obstáculo fuera el amor del virrey, como había supuesto Lampart, no era ya creíble, supuesta la franca indignación que mostró Rebeca cuando comprendió que a esto atribuía don Guillén el rompimiento; y por último, lo que más hacía vacilar a éste era la expresión dolorosa de Rebeca y el ardiente beso que había estampado, al despedirse, en la mano de su amante.

Perdíase el hombre en un dédalo de conjeturas a cual más absurdas; y como todos los hombres de grande imaginación, forjaba una novela sobre cada idea; pero para ninguna de ellas encontraba un desenlace probable.

La mayor desgracia de un hombre o de una mujer, es tener una imaginación viva y ardiente; pues si en lo general los hombres sienten más horrible la realidad que la idea, en aquellos cuya imaginación es fecunda, el sufrimiento se multiplica y se aumenta y toma tan gigantescas proporciones, que se desea, se anhela la realidad; y por más terrible que ésta sea, nunca puede llegar hasta donde llega a cada momento la fantasía, desgarrando el corazón.

Don Guillén pasó distraído por delante de la ventana de Escudilla, que le observaba sin perder uno solo de sus movimientos: felizmente para la muchacha, la calle estaba en aquellos momentos completamente sola; de modo, que ella pudo, sin sentir rubor, si acaso era capaz de sentirle, dirigir la palabra a don Guillén.

—Caballero —dijo, que no se atrevió a llamarle por su nombre, temiendo que fuera esto juzgado como demasiada confianza— caballero, una palabra.

Don Guillén continuó su camino, como si nada absolutamente hubiese oído, o como si estuviera seguro de que Escudilla se dirigía a otra persona.

—Caballero —dijo más alto Escudilla— caballero ¿quiere vuesa merced oírme?

Don Guillén seguía de frente sin hacer caso, y se alejaba, y la muchacha, desesperada, tenía que levantar más la voz a cada momento.

Entonces se resolvió a llamarle por su nombre.

—Don Guillén de Lampart, escúcheme vuesa merced, que al fin y al cabo, mujer soy yo, y caballero vuesa merced.

Don Guillén se detuvo, vaciló un momento, y volvió adonde le llamaban; pero ocurrióle una reflexión muy natural, en él, que conocía quién era aquella muchacha.

—¡Pobre mujer! —pensó— mucha necesidad debe ser la suya, cuando con tanto descaro se atreve a llamarme, sabiendo que jamás he querido ni aun mirarla: daréle algunas monedas, y pase ella un día tranquilo ya que yo le estoy pasando tan terrible.

Y sin reflexionar más, y sin decir una palabra, llegóse hasta donde Escudilla estaba y casi sin mirarla, le alargó la mano presentándole una bolsa con dinero.

Otra mujer hubiera lanzado un grito de espanto, se hubiera indignado por aquella acción; Escudilla se contentó sencillamente con tomar la bolsa de mano de don Guillén y arrojarla al medio de la calle, diciéndole con una sonrisa graciosa:

—La atención de vuesa merced pido, y no su dinero, que ahí donde ha ido a caer puede servir para que le encuentre un pobre, y quede vuesa merced castigado de su poca galantería.

Si don Guillén no hubiera estado tan preocupado, quizá hubiera reído de aquello; pero absorto su pensamiento con Rebeca, contestó con indiferencia:

—¿Pues qué quieres entonces?

—Que pase un momento vuesa merced a mi casa.

—Vamos, estás loca —dijo él con desdén y alejándose.

—Óigame vuesa merced, que quizá le tenga cuenta entrar.

—Hija, Dios te dé juicio y te vuelva por buen camino.

Y al decir esto, don Guillén volvió a caminar, dirigiéndose para su casa.

—Pues se aleja vuesa merced, pocas o ningunas ganas tendrá de saber lo que tanto interesa a la hermosa dama doña Juana Henríquez.

—¿Qué sabes tú de todo eso? —preguntó a Escudilla.

—Entre vuesa merced y lo sabrá también.

A pesar de su resistencia, don Guillén estaba vencido, conoció que era necesario obedecer aquella indicación: quizá aquella muchacha nada sabía, o tal vez iba a darle la solución del enigma que tanto le preocupaba; en todo caso ¿cómo podía haber llegado a noticia de Escudilla que don Guillén amaba a doña Juana, y que algo extraño pasaba entre ellos?

Todas estas reflexiones, que se agolparon a la cabeza de don Guillén, le hicieron decidirse: exploró con la mirada la calle para ver si alguien le observaba, y seguro de que no era visto, atravesó violentamente el portal de la casa, y se encontró frente a una puerta abierta, donde le esperaba ya Escudilla.

—Loado sea Dios, señor caballero —dijo ella dejando ver la sonrisa más seductora que encontrar pudo en su coquetería— loado sea Dios, que me permite ver así honrada mi pobre casa.

Y al decir esto, tomó graciosamente de la mano a don Guillén y le condujo hasta hacerle sentar en un sitial.

Él la dejaba hacer, y maquinalmente se había quitado el sombrero, cuya pluma iba casi barriendo el suelo.

—Déme vuesa merced ese sombrero —decía ella— que sobre aquella mesa le pondré para que no le incomode.

Y haciéndolo así, sin resistencia, volvió a sentarse al lado de don Guillén, que la contemplaba entre admirado y contento, porque la verdad era que la Escudilla podía trastornar, aunque no fuese más que por un corto tiempo, el cerebro de un hombre.

—Ya que tal honra me hace vuesa merced, como entrar a mi casa —decía Escudilla teniendo familiarmente una mano de su interlocutor entre las dos suyas— justo será que departamos un rato como buenos amigos, que bien deseara serlo de vuesa merced, acerca del negocio de doña Juana Henríquez.

—¿Pero qué sabes de eso, y por dónde lo sabes?

—Por dónde lo sé, ése es mi secreto, que pido humildemente a vuesa merced no me le pregunte, porque callarle me conviene, y no será parte a arrancármele ningún esfuerzo humano. Ahora, lo que sé, voy a referirlo.

—Escucho con toda atención.

—Pues sepa vuesa merced que una noche sorprendí una conversación entre dos hombres, que aunque ricos, no me atrevo a llamar caballeros ni hidalgos, en la cual conversación se trataba de que doña Juana fuese la dama del marqués de Villena, que al parecer pena por ella, y que aun cuando ella se resista, modo tienen de obligarla a ir por sí misma hasta el aposento del virrey.

Don Guillén palideció horriblemente: la idea de que doña Juana, a quien él había respetado, a quien había visto como un ángel de pureza, estuviera en el aposento de un hombre que la pretendía, le pareció espantosa.

Sintió que el corazón le ahogaba, que zumbaban sus oídos, y que una nube negra cruzaba por delante de sus ojos.

—¡Cómo la quiere! —pensó Escudilla notando que se demudaba— ¡qué envidia la tengo!

—¿Y qué medio tenían para obligarla? —preguntó don Guillén dominando su emoción.

—Eso es lo que no pude escuchar, porque no hablaban muy alto y yo tenía otra cosa a que atender; pero debe ser un medio infalible, porque uno de ellos preguntó: «¿Y si se resiste?» a lo que contestó el otro con seguridad: «Su mismo padre la llevará». Quizá sea que el padre esté vendido al virrey.

—¡Imposible!

—Nada hay imposible con el dinero —dijo ella haciendo una mueca.

Y luego:

—Nada más pude sacar en limpio: hablaban de dinero, de judíos, de Madrid; el demonio que los entienda, que buenos bellacos que son ellos.

—¿Pero cómo supiste que me interesaba a mí doña Juana?

—¡Vaya! porque vi una carta que decía que era vuesa merced el amante de esa dama, y la tal carta, a lo que parece, es de un espía que tienen ellos.

—¿Quiénes son ellos?

—Ésos que hablaban.

—Sus nombres.

—No me pregunte vuesa merced, no me pregunte; son amigos míos, y no les venderé. Bastante hago con dar estas noticias para que vea vuesa merced lo que hace, porque el peligro es grave y está cercano.

Don Guillén no adelantaba gran cosa con esas noticias; pero conocía que doña Juana era víctima de un poder desconocido para él, y del cual no podía libertarse.

Inclinó la cabeza y quedó abismado en sus meditaciones.

Escudilla le contempló con interés, y poco a poco se fue acercando hasta rodearle el cuello con su torneado brazo, al extremo de quedar casi unidos los dos rostros.

Don Guillén nada advertía, y la muchacha se atrevió a darle suavemente un beso.

Al contacto de aquella boca, don Guillén se estremeció y se puso en pie.

—¡Oh! no te vayas, señor —dijo con exaltación Escudilla— no te vayas tan pronto, ya que tanto trabajo me ha costado mirarte aquí.

—Tengo necesidad de salir —contestó él con dulzura.

—Óyeme: soy una mujer perdida, bien lo sabes, y conozco que no soy digna de que fijes en mí tus ojos; pero no lo pretendo tampoco: no quiero que me ames. Quizá no me permitirás siquiera que yo te ame a ti, porque mi amor mancha; pero acompáñame un momento más: cuando te veo, comprendo que aún podía yo ser buena, sólo porque así no te repugnaría yo. Si tú tuvieras compasión de esta pobre muchacha, serías mi redentor. Aliéntame con una palabra de esperanza: abandonaré esta vida infame; cuando pienso en ti, señor, maldigo el día en que me entregué al mundo: ni tu criada puedo ser, porque te deshonraría; pero puedo ser más que todo eso; puedo ser salvada por ti, como María Magdalena lo fue por Jesucristo. Abreme las puertas de la redención: ten compasión de mí; tomaré el hábito de las arrepentidas: no seré de nadie, porque no puedo ser tuya; pero estaré contenta porque sabré que no me desprecias.

—Pobre flor, arrebatada por el torrente envenenado del mundo: los pies que te han hollado son más infelices que tú, porque de ellos es el crimen. Vives en el vicio; pero hay en tu alma un fondo puro que basta a regenerarte: la mujer que se arrepiente de su vida pasada, por infame que haya sido, renace pura de sus cenizas; y aunque la sociedad hipócrita e intolerante la señale, todos los corazones nobles asisten con júbilo a su redención. Pobre mujer: huye de mí, porque un destino infernal te ataría a mi suerte; pero sacude las cándidas alas de tu esperanza, y ten fe en que tú sola te bastas para purificarte. Adiós.

Y sin esperar respuesta, don Guillén se lanzó a la calle.

Escudilla quedó inmóvil y sin atreverse a seguirle ni a detenerle.

XXI. Clara

—Sabe vuesa merced, madrina —decía Felipe a doña Fernanda— que teniendo nosotros en nuestra mano a la dicha doña Juana, y pudiendo presentarla al virrey, sería mal paso darle entrada en el negocio a don Cristóbal de Portugal para que fuese él quien mayor provecho sacase, y no le dijera al de Villena ni nuestros nombres.

—Pero ¿podemos estar seguros de que doña Juana amará al virrey?

—Que le ame o no en el fondo de su corazón, ni se necesita, ni es importante: pertenezca ella completamente al virrey; pueda él disponer de ella a su arbitrio, y tanto monta para nosotros y para él mismo que vaya a visitarle de grado o por compromiso.

—Eso precisamente quería yo decir: ¿irá ella a Palacio cuando se lo mande y cuando el virrey la espere?

—Irá, que respondo de ello con mi vida.

—¿Pero cómo la obligaremos?

—Ése es mi secreto: hay un hombre, amigo mío, que tiene poder para eso y mucho más.

—¿Un hechicero?

—¡Dios me ampare! Ya verá vuesa merced, madrina. Sólo desea saber qué ventajas obtendrá del virrey; por eso quiero que don Cristóbal no intervenga, y que vuesa merced misma, si posible no es que sea el virrey, habléis con mi amigo.

—Hablaré yo, que fácil es; tráele.

—Pero antes, vuesa merced trate con el virrey…

La viuda se puso a reflexionar, y después de un rato exclamó:

—Escribiré al marqués de Villena y después hablaré a tu hombre. Entretanto, vosotros no deis paso alguno.

—Perfectamente: ahora debo contaros otra cosa. Doña Juana tiene un amante que importa apartar de nuestro camino, porque es un hombre temible, según todos dicen…

—¿Temible? ¿Y quién puede serlo para nosotros, y más unidos con el virrey? ¿Cómo se llama ese amante?

—Don Guillén de Lampart.

—¡Jesús me asista! —exclamó doña Fernanda asombrada y dándose una palmada en la frente.

Aquella noticia la espantaba, porque don Guillén era el jefe de la asociación secreta a la que pertenecía también la viuda, y además ella recordaba que había referido como un hecho cierto los amores del virrey con doña Juana, cuando aún no estaban más que en proyecto y en proyecto que ignoraba completamente la joven.

Entonces la viuda se explicó la repentina palidez de don Guillén cuando ella le habló de aquella intriga.

Doña Fernanda se desesperaba, no tanto por lo que pasado había, sino por buscar una salida en aquel laberinto en que se encontraba metida de repente.

Desengañar a don Guillén, era para ella el ridículo, era perder aquella empresa en que empeñado estaba su amor propio, en la que creía obtener grandes ventajas para sí y para sus amigos; era, en fin, caer del trono que ella se había formado en aquel mundo galante y aventurero.

Seguir en el empeño, era atacar de frente a don Guillén, arrostrar su cólera.

La viuda se decidió por fin por este último extremo: el peligro le parecía más remoto y más fácil de conjurarse.

—Ya ve vuesa merced cómo el amante es poderoso —dijo Felipe después de haber guardado silencio, respetando por algún tiempo la meditación de doña Fernanda.

—No niego que lo sea; pero pensaba el medio de quitárnosle de nuestro paso.

—¿Y le encuentra su merced?

—Dos medios encuentro, y eficaces. El uno, que es el convencerle de que debe prescindir de la dama: yo le emplearé, y razones tengo, y tantas, que espero conseguir mi objeto.

—En eso vuesa merced sabe más que yo. ¿Y el otro?

—El otro, el procurar que se enamore de otra mujer, y tampoco me parece difícil: conozco demasiado a don Guillén para creer que sea constante en amores: muy al contrario, tengo para mí, que como hombre de gran imaginación, debe ser voluble.

—¿Y qué dama piensa vuesa merced que haga tal milagro?

—La elección es difícil, porque el hombre, como poeta, tiene raros caprichos.

—Alguna de las damas que concurren a la casa de vuesa merced.

—Las hay entre ellas extremadas en hermosura, y que tendrían a dicha ser por él cortejadas; pero don Guillén lleva en eso de amores curiosas reglas, y gusta muy poco o nada de mujeres muy vistas en saraos y reuniones públicas, y desprecia a las muy rodeadas de adoradores, y sueña en damas misteriosas y recatadas como las de los libros de caballería.

—Tipo difícil de encontrar entre mujeres, que todas, cual más cual menos, gustan de exhibir su belleza, y se mueren porque todos los hombres las inciensen…

—¡Ahijado!

—Perdone vuesa merced, madrina, que no quise faltar al respeto que la debo; pero encontrar damas así, me parece difícil.

—Y tanto…

—Sin embargo, conozco una.

—¿Quién es ella?

—Si pareciere a vuesa merced bastante hermosa, los demás requisitos no le faltan.

—Pero di su nombre.

—Mi hermana Clara.

—¡Calle, pues! Magnífica: ¡cómo no me había ocurrido! Joven, linda, modesta, viviendo como una monja: está muy bien pensado; pero ella ¿querrá ayudamos?

—Es difícil, porque a fuerza de pasar por virtuosa, casi casi es una mojigata; pero le hablaré con cautela.

—¿Y don Guillén la conoce?

—Perfectamente; y aun he creído notar que él la mira con cariño, y que ella no le mira mal a él.

—¡Oh! a pedir de boca: has estado inspirado hoy. Pero se necesita no perder tiempo, impresionar a don Guillén de Clara, y hacerle olvidar a doña Juana.

—De aquí me voy a hablar a Clara. En este momento buena hora es; mi padre duerme en su sillón; ella le guarda el sueño, y mi madre estará en la iglesia. Le diré nuestro plan.

—No me parece bien…

—Sólo en la parte que convenga: fíe vuesa merced en mi prudencia.

—¿Y si ella admite?

—Yo tengo modo de hacer que don Guillén vaya a mi casa, y lo demás es cuenta de Clara; que si ella ayudarnos quiere, lo más fácil es para una mujer joven y bonita atraerse a un hombre joven y enamorado.

—Soberbio negocio: anda con Dios.

—Entretanto, vuesa merced arreglará lo del virrey.

—Pierde cuidado.

—Volveré a avisar el resultado a vuesa merced, y a saber lo que haya hecho.

—Bien.

Felipe salió de la casa de la viuda, y ella quedó meditando cómo pondría la carta para el marqués de Villena.

Felipe tenía razón en lo que había dicho a la viuda, porque cuando llegó a su casa, Méndez dormía profundamente y Marta había ido a la iglesia.

Clara sola velaba el sueño de su padre, cosiendo en un aposento anterior al en que Méndez dormía.

Felipe entró procurando no causar ruido, acercó cuidadosamente una silla, y se sentó al lado de su hermana.

—¿Duerme ha mucho tiempo padre? —preguntó Felipe en voz muy baja.

—No: hace poco que se acostó, y que mi madre se fue a la iglesia.

—Mejor, así tendremos tiempo de hablar.

Como era la vez primera que Felipe hablaba así a Clara, y ésta se había acostumbrado desde muy niña a mirarle casi como a un extraño, al escuchar que tenían tiempo para hablar, levantó el rostro y fijó con admiración los ojos en su hermano.

Felipe no perdía uno solo de sus movimientos, observando el efecto que iban produciendo sus palabras.

—No te asombres, hermana ¿por qué no ha de haber alguna cosa de que debamos hablar tú y yo a solas y en secreto?

Clara, cada vez más admirada, había dejado la costura y esperaba con ansiedad el principio de aquella conversación que anunciaba ser interesante para ella.

—¿Te acuerdas de don Guillén? —preguntó bruscamente Felipe, procurando por medio de la sorpresa adivinar los sentimientos de Clara.

—Sí me acuerdo —contestó la joven, quizá porque atacada repentinamente en su pensamiento, no pudo contestar otra cosa; pero poniéndose encendida.

—Bien pinta —pensó Felipe, y luego en alta voz agregó con tono compungido—: ¡Pobre caballero!

—¿Le pasa algo? ¿Esta herido, enfermo? ¿Le han preso? —preguntó atropelladamente Clara, sin poder contener su emoción.

—No: otra cosa peor.

—¿Ha muerto?

—Dios nos asista, no tal.

—Entonces, hermano, por Dios ¿qué pasa? Habla, no me tengas en este tormento; habla.

Quien hubiera conocido a Clara, ordinariamente tan dulce, tan humilde, tan silenciosa, y en aquel momento la oyera, comprendería sin duda que en su alma pasaba algo extraño, que así la hacía perder su carácter.

Conocería que estaba enamorada.

Felipe no necesitaba tanto para estar cierto de que al menos por la parte de Clara, su proyecto no tendría grandes obstáculos; pero aparentando que nada advertía continuó su conversación.

—No te alarmes tanto, no hay motivo. El mal de don Guillén es puramente moral: está enamorado, apasionado, loco.

—¿Y de quién? —preguntó Clara palideciendo espantosamente.

—Ésta es precisamente la desgracia, que la mujer a quien entrega su corazón, no sólo no le merece, sino que le deshonra.

—¿Pero quién es ella? —dijo Clara pudiendo apenas sostenerse.

—Una mujer perdida, una mujer «de picos pardos» —contestó Felipe, y procurando traer a su memoria el nombre de una de aquellas mujeres de esa clase que él conocía, el primero con que tropezó fue naturalmente el de Escudilla, y agregó entonces—: Una a quien el vulgo llama la Escudilla.

Clara estaba como soñando: para la vida tranquila y pura de aquella niña, todas esas emociones desconocidas, eran terribles.

Tenía ella una idea muy alta de la virtud, y muy baja del vicio, para que hubiera pensado jamás que un hombre que contemplaba a tanta altura como don Guillén, pudiera ni siquiera fijar una mirada en una dama «de picos pardos», como se les llamaba en aquellos tiempos a las mujeres perdidas.

—Y lo más espantoso —continuó Felipe— es que don Guillén, ese joven tan noble y tan generoso, tan sabio, tan valiente, tan sabio, tan querido de México, ha decidido, y se teme que lo lleve a efecto, casarse con esa mujer que le deshonraría con sólo ser criada de su casa.

—¡El señor nos favorezca! —exclamó llena de angustia Clara—. Y tú, hermano mío, que conoces el mundo ¿no encuentras algún medio para evitar esa catástrofe? Haremos un esfuerzo.

Clara, más que celos, sentía ese dolor noble y generoso que despedaza el alma de una mujer de corazón cuando ve al hombre que es dueño de su amor, y a quien consagra un misterioso altar en su pecho, descender hasta el nivel del vulgo más despreciable.

Águila que cierne en las nubes, y ve caer a su amante, y hundirse en las pesadas ondas de un pantano.

Clara en aquel momento, como todas las mujeres que se encuentran bajo el influjo de esas circunstancias, hubiera dado su vida por la honra del hombre a quien amaba, por mirarle ante el mundo a la misma altura en que ella le colocaba en su alma.

La mujer que ama, sufriría las mayores humillaciones por enaltecer al hombre que posee su amor.

El hombre seguramente no soportaría este sacrificio.

—Los amigos de don Guillén —dijo Felipe— y entre ellos yo, que más que todos debo estarle obligado, tenemos gran empeño en salvarle de la ruina, y sólo encontramos un medio.

—¿Cuál es?

—Don Guillén es variable en demasía, y aun cuando esa mujer le cautiva hoy, con ser él tan impresionable, por la gran fuerza de su fantasía, pudiera muy bien apasionarse de otra mujer que mereciera llevar su nombre y que le honrara.

—Dios lo permita —exclamó Clara, pensando más en la honra de don Guillén que en el amor que le tenía.

—Pero estudiando su carácter, hemos conocido que conviene que esa mujer forme contraste con la que él posee, y con la que pretende unirse; es decir: si aquella es morena, la otra debe ser rubia; si aquella es desenvuelta y libre, modesta y virtuosa debe buscarse la rival; si aquella es una mujer perdida, una virgen débele atraer al buen camino.

—¿Pero dónde encontraréis esa mujer? —replicó Clara, sin pensar siquiera que la descripción la indicaba a ella—. Y si llegáis a encontrarla ¿quién fía que ella y él se amarán?

—De encontrarla, te diré que la he encontrado ya; de que se amen, si ella quiere ayudarnos, aun cuando ella no le ame, puede hacerse amar de él, y es cuanto importa, que una vez olvidando a la Escudilla, puede abandonársele libremente, que no reincidirá más en su error.

—Dices que has encontrado la mujer que necesitas ¿se puede saber quién es?

—Tú —contestó Felipe.

—¡Yo! —exclamó Clara tan trémula y espantada, como si hubiera oído su sentencia de muerte.

—Sí, tú, que tienes todas las circunstancias que se requieren. Yo les propuse a nuestros amigos hablarte, y todos, llenos de gozo, dijeron que tú eres la más digna de salvar a don Guillén: ¿conque te negarás?

—¡Pero si él no me ama! —dijo candorosamente Clara, ya algo repuesta de su sorpresa—. Si nunca viene aquí.

—Poco mundo tienes, hermana. Dame tu consentimiento; comprométete conmigo a seguir el camino que yo te señale, y te respondo que antes de muchos días le verás a tus pies, y muy pronto quizá te llamarás su esposa.

—¡Oh! hermano, haré cuanto me mandes —dijo Clara con infantil alegría.

—Muy bien.

En este momento se oyeron los pasos de Marta que volvía de la iglesia.

Felipe afectó la mayor indiferencia; Clara tomó la aguja y procuró disimular; pero apenas podía contener los latidos de alegría de su corazón.

La pobre niña se sentía la más feliz de la tierra.

XXII. ¿Por qué esa sombra?

Estamos en la casa del conde de Rojas y en el aposento que en ella ocupa doña Carmen.

La tarde va cayendo, y el sol tibio lanza oblicuamente sus dorados rayos, que penetran en la habitación derramando en ella una alegre claridad; por las abiertas ventanas se descubre un cielo azul, en el que flotan algunas nubecillas ligeras y de una deslumbrante blancura. En lontananza se divisan las altas montañas que forman el cinto de rocas que encierra al pintoresco Valle de México.

La primavera se anuncia con los alegres gorjeos de las inquietas golondrinas, y los árboles muestran ya las rojizas yemas de sus nuevas vestiduras.

Don Guillén y Carmen están solos.

—Guillén —decía Carmen— tú tienes alguna cosa que te preocupa profundamente; hay en tu semblante una sombra…

—Te engañas, Carmen; mi alma está tranquila, serena, como ese ciclo que se descubre desde aquí.

—¡Oh! no, amor mío, tú no sabes cuán noble es el corazón de una mujer apasionada. Como el remanso del agua cristalina que refleja la luz del sol, mi corazón, que no tiene más luz que la de tu amor, se turba cuando una nube viene a interponerse en tu felicidad: presiento tus alegrías, adivino tus pensamientos tristes. Yo no sé lo que te alienta ni lo que te abate; pero hay en mí algo que me hace sentir tu gozo o tu melancolía, sin que tú me lo comuniques, sin que me digas una palabra, sin que un solo movimiento tuyo me lo indique: mi alma es el espejo de la tuya, no necesita de los sentidos para sentir lo que en la tuya pasa. Guillén, tus glorias son mis glorias, tus penas son mis penas. ¿Y qué puedo decirte más, Guillén? Si tú gozaras olvidándome, a pesar de mi profundo dolor, yo sería dichosa, feliz, porque tú gozabas; porque no comprendo que haya para mí mayor ventura que saber que tú eres venturoso: mi cuerpo, mi alma, mi suerte, nada me importan; que tú seas feliz, y lluevan sobre mí los infortunios.

—Carmen ¡qué noble eres! Si yo pudiera hacerte dichosa…

—¿Y crees que no lo soy? Te engañas, Guillén: aquí, retirada del mundo, sin ver más que las montañas que se alzan a lo lejos, y la bóveda de los cielos, me encuentro feliz, porque tengo tu amor; tu recuerdo me acompaña durante las pesadas horas del día, y en las tristes horas de la noche me encanta: ese recuerdo es mi paraíso. Cuando vas a venir, soy feliz porque te espero; cuando te vas, lo soy porque te he visto; un hora que te tengo a mi lado todos los días, basta para perfumar las de tu ausencia: mi pasión inmensa presta cuerpo a mis ilusiones; me parece que realmente estás siempre a mi lado; siento tu ardiente mano entre las mías, quema tu beso mi ansiosa boca; acaricio tu cabeza que se apoya en mi seno; y si no eres tú el que realmente está a mi lado y enlaza mi cintura con su brazo, mi fantasía forja esa ilusión, esa quimera, con tan irresistible fuerza, que gozo como si todos esos sueños fueran una realidad, y soy feliz.

—Carmen ¿no has amado a nadie como a mí?

—¿Como a ti? No, Guillén; no es eso lo que debes preguntar, no: debes preguntar si he amado alguna vez en mi vida, y te diré que no; porque tú eres quien me ha enseñado lo que es amor; tú has despertado en mi alma pasiones y deseos, y goces que ignoraba yo que existiesen. Hasta que no te conocí, no supe que era capaz de amar tanto: tú sabes que fui casada; pero aquel hombre tuvo mi cariño casi filial, mi respeto, mi gratitud; le quise como mi amparo, como mi protector, como al padre de mi hijo; pero no le amé nunca como a ti, Guillén, porque él no supo despertar en mi alma esta pasión, o más bien, porque yo no había nacido para amar con tanta locura sino a ti. ¿Podría yo colocar al lado del sentimiento gigantesco que me inspiras, las pueriles escenas de amor de mis primeros años? Estoy orgullosa con que tú hayas fijado en mí tus ojos: te veo tan grande, tan noble, tan elevado sobre los demás hombres, que un trono me parece muy poco para ti.

—Tú deliras, Carmen. El amor pone sobre tus ojos una venda; nada soy más que un hombre que te ama, y al través de tu ilusión me miras, y crees que puedes enorgullecerte de mi cariño; pero tiemblo, Carmen, al pensar que algún día, fatalmente caiga esa venda de tus ojos y mires pigmeo al que ahora contemplas coloso, y entonces…

—Imposible: caerá esa venda conmigo en el sepulcro. Lo único que me hace estremecer, Guillén, es pensar que habrá muchas mujeres, quizá más hermosas, más dignas que yo, que puedan hacerte olvidar de mi.

—¡Carmen!

—Sí, Guillén. ¿Crees que lo que a mí cautiva, no podrá cautivar a cuantas otras traten contigo? Lo conozco, lo conozco: ¿qué mujer podrá resistirte? ¿Qué mujer no se sentirá orgullosa de ser tuya? Pero óyeme, ten lástima de mí, no me olvides; yo no he tenido más amor que el tuyo en mi vida, y si éste me faltara, moriría; mis palabras, mis movimientos, mis acciones más insignificantes, mis pensamientos todos, no tienen más móvil ni más norte que tú; para todo pienso en ti, y siempre reflexiono si lo que voy a hacer será de tu agrado, porque tú, como Dios, estás siempre y en todas parte a mi lado, mirándome y recibiendo mi adoración.

—Si tú me amas tanto, Carmen, puedes estar segura de que ningún hombre en el mundo te ha amado como yo; como yo, que daría por ti cuanto puede tener un hombre sobre la tierra.

—Guillén, tú sabes que después de la muerte de don Fernando mi marido, uno de mis pariente murió, dejándome única heredera de un inmenso caudal; tú sabes mejor que yo, que escogí, desde entonces, para habitar, esta casa del conde de Rojas, en donde para mi ventura te conocí, por estar bajo la protección de nuestros hermanos; que no tengo en el mundo más que a mi hijo; que soy libre; que te adoro, y que todo mi porvenir se cifra en vivir a tu lado, en ser tuya, y nada más que tuya: ¿por qué no huir adonde nadie turbe la serenidad de tu ánimo?

—Carmen, ya sabes la causa que me lo impide.

—Óyeme: yo conozco que tal vez tú no quieras que yo sea tu esposa, que lleve tu nombre, que tal vez te repugne el matrimonio: pues bien, no te exijo que hagas por mí lo que no te agrada; no me importa que el mundo me crea deshonrada, perdida, si soy tuya y soy digna a tus ojos; que más alta que siendo la esposa de un príncipe, me sentiría siendo la dama de don Guillén de Lampart.

—Yo no sé, ángel mío, lo que nos guarda el porvenir; pero un siglo de penas me parecería dulce, si con él comprara yo uno de estos momentos de tu amor.

—¡Pero esa sombra! Esa sombra que ofusca tu semblante, Guillén ¿qué significa? ¿Qué te pasa, amor mío? ¿Por qué tienes secretos para mí?

—Carmen, tranquilízate, nada tengo. Si alguna sombra cruza ahora por delante de mí, quizá sea pasajera preocupación que embarga mi espíritu, porque tú sabes que en este momento el conde de Rojas, y seis más de nuestros hermanos, abren la caja misteriosa que tú entregaste, que ha costado la vida a don Fernando y a don Álvaro, y a tantos otros, y que contiene el secreto del tesoro que nos va a dar el triunfo.

—¿Pero eso por qué te preocupa? La caja, guardada religiosamente por mis antepasados, ha llegado hasta nosotros sin que nadie se haya atrevido a abrirla jamás, ni para saber siquiera lo que ella encierra: lo que la mano del que depositó allí el secreto colocó en el fondo de esa caja, lo hallarán intacto el conde y nuestros hermanos. ¿Estás impaciente por conocer el resultado?

—Sí, Carmen.

—¿Quieres ir? Ve, Guillén; no quiero que por mi causa sufras la más pequeña contrariedad; ve, te espero.

—Es inútil; el resultado debo saberle aquí, porque aquí vendrá el conde para que tú también le conozcas. Quizás se acerca, y aun me parece que oigo sus pasos.

En efecto, en el aposento inmediato sonaron los pasos graves de una persona que se acercaba.

Llamaron luego discretamente a la puerta, y el conde de Rojas se presentó en la estancia.

—Pasad, conde —dijo don Guillén— que deseo tenemos de saber lo que en la caja habéis encontrado.

—Toda esperanza está perdida —contestó el conde con la mayor sangre fría y como si no se tratara de un negocio de tan alta importancia para ellos.

—¡Perdida! —exclamó don Guillén.

—En el fondo de esa caja no hemos encontrado más que un desengaño; una prueba de que las ilusiones de los hombres son humo; quizá menos que humo.

—¿Se han perdido acaso los papeles que contenía? —preguntó Carmen con ansiedad.

—No, señora; todo existe, tal como fue colocado allí; pero es imposible descifrar lo que, esos que llamáis papeles, contienen.

—¡Imposible decís, conde! —exclamó don Guillén—. ¡Imposible! ¿Hay alguna cosa que sea imposible para la ciencia?

—Sí, adivinar el pensamiento de un hombre —contestó el conde— y tanto como eso sería descifrar estos jeroglíficos, aun cuando el tiempo no les hubiera alterado tan cruelmente.

Y al decir esto, el conde extendió delante de don Guillén una especie de plano, dibujado sobre un papel tosco y oscuro, que más bien parecía una pasta delgada, con filamentos. Había allí figuras extrañas; en pie unas, rígidas como momias egipcias; otras sentadas; cabezas solas, y encima de ellas, pero unidos, pájaros y serpientes y flores; huellas que indicaban caminos y árboles y perfiles de montañas, y signos extraños.

Y todo con ese estilo propio de la infancia del arte: exageración de ángulos, rigidez en las líneas, nada de proporción; hombres cuyas cabezas eran mayores que todo el cuerpo, pájaros cuyas alas semejaban garras de grifo, montañas con el invariable aspecto de conos; y los colores sin mezcla, sin medias tintas, como el tablero de un juego de ajedrez, como las rayas de la piel de un tigre.

Parecía un cuadro bizantino pintado para un niño.

Don Guillén miró aquello con asombro, y lo contempló largo tiempo, queriendo penetrar con el espíritu la significación de alguna siquiera de aquellas figuras.

Carmen veía con esa curiosidad de mujer, que se fatiga tan luego como encuentra una dificultad.

El conde, como una estatua de bronce, sostenía el plano entre sus dos manos mientras don Guillén y Carmen le examinaban.

—¿Pero qué quiere decir todo esto, conde? —preguntó don Guillén, olvidando en su impaciencia que el conde lo ignoraba tanto como él.

—He ahí lo que creo imposible que llegue a descifrarse.

—¿Ninguno de nuestros hermanos comprende?

—Ninguno: hay figuras cuya significación se alcanza, pero que no dan sino palabras aisladas, de las cuales nada se puede inferir. Mirad aquí, por ejemplo, esta pequeña colina sobre la cual se posa una langosta gigantesca; pues no cabe duda de que representa el cerro de Chapultepec, «cerro de la Langosta». Esta cabeza, encima de la cual se mira una flecha hiriendo al cielo, representa al emperador Moctezuma I. Pero todos estos son conocimientos vulgares, insignificantes, piezas de un gran todo, cuyas relaciones nos son desconocidas; falta la clave, y sin ella, todos los esfuerzos serán perdidos. No ahora, que aún estamos cerca de los días en que esto se escribió, sino en el porvenir, dentro de dos o tres siglos, habrá muchos hombres, que de buena o mala fe, queriendo pasar por sabios entre sus contemporáneos, forjarán una leyenda de cada una de esas figuras; explicarán lo que significa cada uno de los relieves de esas piedras que se encuentran a cada paso, labradas por los antiguos pobladores de México; pero todas esas interpretaciones serán más ingeniosas que verdaderas, y más convencionales que exactas; y todos ellos convendrán en que cierto signo quiere decir tributo, y por tributo pasará, y será como si ellos inventaran y no como si interpretaran, y querrán que la gramática española y la construcción española resulten de esos jeroglíficos, estampados por la mano de hombres cuyo idioma no tenía gramática, y eso sólo porque los jesuítas han fabricado gramáticas para los idiomas del Anáhuac, pretendiendo que todos ellos siguen las reglas del latín. ¿Comprendéis bien la dificultad insuperable de descifrar estos jeroglíficos ahora y en el porvenir?

—La comprendo, conde.

—Veis que tenía razón al deciros que era un desengaño, y que este secreto se perdió para siempre.

—¿Y qué pensáis que debe hacerse?

—Guardar este plano como un objeto curioso, y continuar en nuestra empresa como si tal cosa no hubiese habido.

—Tenéis razón: nuestra voluntad es inquebrantable, y los obstáculos nos animan. Nada se ha perdido; adelante.

Y don Guillén tendió su mano al conde, quien la estrechó con fuerza entre las suyas.

Aquello equivalía a un nuevo juramento de constancia.

XXIII. La cita

Doña Juana lloraba día y noche, como la hija de Jefté.

Pero la doncella de Masfa iba a la muerte, y la muerte es el gran remedio para los grandes infortunios, y doña Juana veía delante de sus ojos un porvenir de luto, de llanto, de vacío; su tormento no debía durar sólo dos meses; aún era joven, y si la vida es dulce cuando el alma siente una esperanza o una ilusión, es espantosa cuando hay un vacío en el corazón, cuando el triste «mañana» no puede menos de ser igual al triste «hoy»; entonces el único consuelo es pensar en la muerte.

¡La muerte! Necia preocupación imbuida en los hombres por las generaciones que han pasado, es el terror que ella inspira.

La muerte es el paso a otra vida mejor; porque si fuera otra cosa, si la muerte fuera el supremo mal, como han querido hacernos creer desde niños, o no existiría Dios, o sería un Dios injusto, porque dando al hombre el amor a la existencia, al progreso, a la perfectibilidad, lo condena irremisiblemente a morir. Sería la más grande de las injusticias dar la vida por un tiempo tan corto a la criatura, sólo por el placer de verla morir, amargando los pocos días de su existencia con el terror de un mal inevitable.

¿Qué hay más allá de la muerte? Éste es el espanto de los corazones débiles. ¿Qué hay? Nadie lo sabe: las religiones todas hablan de otra vida, lo mismo la Cristiana que la de Mahoma, lo mismo la de Moisés que la de Confucio; hay un paraíso descrito en el Corán, entrevisto en la Biblia, prometido en los Vedas; los africanos esclavos mueren esperando ir a resucitar a su patria; los griegos, al expirar, creían partir para los campos Elíseos; los antiguos pobladores de la América hablaban del país de los espíritus; y todas las filosofías de Brahma, de Buda, de Fo-hi, de Platón, de los Cristianos, han encontrado en esas ideas el consuelo de los tristes pensamientos del último día del hombre.

Temer la muerte por lo que hay más allá, es pensar que este mundo es el mejor de los mundos y esta vida la mejor de las vidas; y tan ridícula y absurda es esa creencia como sería la del hombre que, viviendo en el interior de los bosques del África, de la América o de la Australia, se creyera desgraciado el día que tuviera necesidad de salir de allí para ir a vivir cómodamente en Londres, en París o en Nueva York; y es de suponerse cómo reirían los alegres vecinos de Regent Street, del Boulevard de la Magdalena o de Broadway, oyendo a ese hombre decir en tono de elegía:

«Se acabó para siempre mi felicidad: parto a un mundo desconocido que no puede ser mejor que mis bosques y mi ajoupa: amor, goces, todo, todo acabó ya para mí».

¿Y qué diría el hombre si pudiera contar, si guardara de ello memoria, de lo que sintió al venir al mundo?

Es claro que a medida que se aproximaba el día del nacimiento, tendría un espantoso terror, porque tan ignorado es este mundo para él como para nosotros el de ultratumba; creería que iba al «no ser», que era el último día de su existencia, y nace y sabe que por el contrario aquel fue el primero.

Meditando en esto, bien puede preguntarse: ¿la muerte es el último día, el fin de la existencia, o es el primero de otra vida? ¿Ese día nacemos para otro mundo o morimos para siempre?

La naturaleza, y bajo este nombre puede entenderse la Providencia, tiene su fórmula general, absoluta, eterna: esta fórmula es la «metamorfosis».

La ciencia alcanza la metamorfosis en toda la creación; el vulgo sólo la mira en la mariposa; las teogonías la adivinan en la vida de los espíritus.

Pero esa manifestación enérgica de la metamorfosis en la mariposa, es la lección de la naturaleza a los hombres: el lepidóptero comienza antes de ser huevo, por ser ese algo fecundante que propaga las razas; viene luego el huevo, que es la segunda metamorfosis; luego la larva; luego la ninfa, y por último el insecto perfecto, desplegando sus alas pintadas con los más brillantes colores, bañándose en los rayos del sol, vagando con las brisas, libando del cáliz de las flores la perfumada miel.

Temer la muerte, sería dudar de que la tumba es para el hombre lo que el capullo para el insecto: el último trabajo de su formación; sería creer que la naturaleza faltó a su eterna ley.

Se ama la vida porque se cree que fuera de ella no hay goce; y la prueba de ello es que, cuando no se espera gozar, se desea la muerte.

El suicidio es criminal, porque anticipar la muerte es querer adelantar el trabajo de la naturaleza, que no tiene sazonada su obra de perfeccionamiento, aún no está entonces completo ese trabajo de metamorfosis que se indica por la muerte.

Pero como todo ser desgraciado piensa en el fin de su existencia, doña Juana, que sufría todas las angustias de su situación, no soñaba sino en morir.

Algunas noches, cuando el rumor de la calle había cesado completamente, cuando no se escuchaba más que el zumbido del viento entre sus rejas, abría su ventana y se ponía a llorar, mirando más brillante la luz de las estrellas al través de sus lágrimas.

Allí recordaba a don Guillén; repasaba en su memoria las palabras ardientes que siendo feliz había oído de su boca; se le presentaba a su imaginación más galán, más hermoso, más amante que nunca; y la pobre judía lloraba, y luego se ponía a pensar cuál sería el terrible secreto que había obligado a su padre a sacrificarla tan cruelmente, porque él jamás había querido revelárselo.

Así pasaba doña Juana las noches; su faz estaba marchita; sus ojos perdían el brillo; su salud amenazaba decaer.

Una de estas noches, un hombre se deslizó a lo largo de los muros de la calle y, aprovechándose de la oscuridad, llegó hasta delante de las rejas y arrojó una carta.

Doña Juana se estremeció; pero sintiendo que algún objeto había caído cerca de ella, buscó, y encontró la carta.

Los desgraciados, y sobre todo los desgraciados por el amor, en la cosa más insignificante creen encontrar relación con la causa de su tormento. Doña Juana pensó que aquella carta contenía algo que tuviera relación con don Guillén, y cerrando precipitadamente la ventana se llegó a una bujía para leer.

La letra no era desconocida para ella. Decía la carta:


Doña Juana:

Mañana, al sonar la medianoche, salid a hablar conmigo a la reja.

Si intentáis negaros a esta cita, consultad a vuestro padre, y él os dirá cuánto os importa acceder.

Vuestro,

DON MARTÍN DE MALCAMPO
 

Una luz repentina iluminó el cerebro de doña Juana: aquel hombre, a quien había olvidado en medio de su profundo dolor, era indudablemente la causa de su desgracia. La cinta verde que don Gaspar la había hecho poner en su tocado; el secreto de que él hablaba; el orgullo y la altivez de don Martín, sus amenazas, todo, todo indicaba que él era el origen de aquella horrible situación.

¿Pero por qué ese hombre tenía tan negra y decisiva influencia sobre don Gaspar? Eso era lo que doña Juana ignoraba, y lo que estaba decididamente resuelta a saber tan pronto como pudiera hablar con su padre.

Como otras noches, la judía no pudo dormir; pero en ésta, no era sólo la pena de su alma, sino un terror vago, un presentimiento sombrío. ¿Qué mayores males podía temer? Había perdido su porvenir, su amor, todo; y sin embargo, presentía que aún le amagaba el peligro.

Tan luego como ella conoció que su padre estaba ya levantado, se dirigió a su aposento para hablarle y enseñarle la carta de don Martín; pero al llegar cerca de la puerta, y en el momento que iba a llamar, oyó que su padre hablaba con una persona, cuya voz, sin caberle duda, le pareció la de Daniel.

Esto no hubiera excitado tanto su curiosidad, porque Daniel acostumbraba visitar todas las mañanas a don Gaspar; pero en la conversación que tenían ambos creyó escuchar su nombre.

Entonces no pudo resistir; aquella conversación podía aclararle quizá el misterio, y se puso a escuchar.

—Soy muy desgraciado, Daniel —decía don Gaspar—. Rebeca sufre, llora, y su vida se va extinguiendo por la fuerza del dolor; soy más infeliz que Jefté; aquel vio morir a su hija de un solo golpe, y yo miro prolongarse la agonía de mi Rebeca y su martirio, y quizá me culpe, y no puedo siquiera, como Jefté, decirla por qué la sacrifico.

—Pobre padre, y pobre hija. Sólo de Dios puede venirnos la salvación; pero algún día, cuando ella sepa que salva la vida de su padre y de todos los de su tribu; cuando ella conozca que por condescender con las exigencias de Malcampo, ella y tú y todos nosotros hemos escapado del tormento y de la hoguera, entonces bendecirá su sacrificio, y comprenderá que vale más morir de amor que ver expirante en el patíbulo a un padre tan amoroso como tú.

Doña Juana tuvo que apoyarse en la pared para no caer; le parecía un sueño espantoso lo que estaba oyendo; un velo se descorrió en su inteligencia, y comprendió todo.

—En medio de mi desgracia, aún tengo un consuelo, y es que don Martín se conforma con que Rebeca no ame a don Guillén. ¿Qué hubiera sido de mí si me hubiera exigido que se la entregase?

—Ése sí hubiera sido un triste sacrificio.

—Óyeme, Daniel; si a tal llegase la audacia de ese hombre, yo no le mataría, porque tú sabes que entonces todos seríamos víctimas; pero yo mismo me daría la muerte antes de proponer a mi hija que se sacrificase de esa manera, y el suicidio sería mi consuelo.

—Con lo cual no conseguirías salvar a tu hija de las garras de don Martín o de la Inquisición.

—La mataría yo también.

—Y así nos entregabas al Santo Oficio, tras el doble crimen de matarla y matarte.

—Pero esto es espantoso: no hay remedio en el mundo para semejante situación.

—Ninguno; y por desgracia, en las manos de tu hija, en su abnegación, en su valor, está cifrada nuestra suerte. Ella tiene sobre nosotros el derecho de vida y muerte, y quizás ignorándolo, ella misma puede ser parricida y causar la desgracia de todos nosotros.

Doña Juana no quiso y no pudo escuchar ya más; las fuerzas le faltaban, y casi arrastrándose volvió a su estancia, cerró tras sí la puerta y se sentó desvanecida en un sitial, exclamando:

—¡Padre mío! ¡Padre mío! ¿Qué cosa no seré capaz de hacer por salvarte?

Aquel día doña Juana pareció haber recobrado la salud y el vigor; las lágrimas no asomaron ya en sus ojos; habló cariñosamente con su padre se sentó a la mesa y comió con tranquilidad; hasta los colores volvieron a aparecer en sus mejillas.

Don Gaspar estaba encantado: un bálsamo celestial bañaba su corazón; casi lloró de alegría al notar aquel cambio repentino.

Era que doña Juana, resignada completamente al sacrificio, quería apurar ella sola su amargura y endulzar las horas de su padre; era el santo engaño del amor filial; la hija que sonreía en medio de sus atroces dolores, por evitar la pena a su viejo padre.

Cerró la noche las tinieblas, bañando toda la ciudad, y la casa de don Gaspar quedó en silencio.

Doña Juana, sola en su aposento, sentada al lado de una mesa, oía sonar las horas sin temor, pero sin impaciencia: se iba a decidir su suerte, mas ella estaba dispuesta a todo por salvar a su padre. Creía que don Martín pensaba hacer de ella su dama, su esposa, o su querida: tratándose de un hombre a quien aborrecía, cualquiera de estos títulos le era indiferente: no hay cosa más terriblemente inflexible que la resolución de una mujer, por más que la mujer sea el tipo de la vacilación y el emblema de la volubilidad.

Sonó la media noche, y serena y sin manifestar la menor emoción, levantóse doña Juana, mató la luz del candil, y abriendo la ventana se asomó a la reja.

Había más claridad en la calle que en el aposento, y podía ella mirar más fácilmente que ser vista.

Sin embargo, pocos momentos después se oyeron los pasos de un hombre que se acercaba con precaución.

—¿Doña Juana? —llamó un hombre en voz muy baja.

—Héme aquí —contestó la judía con voz tranquila.

—¿Sois vos? —volvió a preguntar el de la calle.

—Os lo he dicho. ¿Y vos quién sois?

—Don Martín de Malcampo.

—Pues me habéis citado, espero me digáis vuestro intento.

Malcampo, a pesar de su repugnante audacia, se sentía tímido delante de doña Juana: sentía la superioridad de la virtud; el terrible secreto que le hacía dueño de aquella mujer, no impedía que él se sintiera pequeño en su presencia: era un cuervo guardando la prisión de una águila.

El hombre no sabía por dónde comenzar: era tan bajo el papel que representaba que, con todo su cinismo, hubiera dado algo por no haberse comprometido en el negocio del virrey, y poder hablarle a doña Juana por sí: quizá esto sería más disculpable.

—Hablad —dijo con enfado doña Juana, mirando que él nada decía— que no está bien que una doncella esté a tales horas de la noche en la reja y con un hombre.

—Pues, señora, seré breve.

—Os escucho.

—En dos palabras: el virrey está apasionado de vuestra hermosura; he prometido que la noche que esté dispuesto a recibiros, iréis vos sola a verle, y vengo a advertíroslo para que estéis dispuesta a ir a Palacio tan luego como os diga el día y la hora.

Doña Juana escuchó aquello sin inmutarse.

—¿Hay más? —preguntó.

—No, señora: supongo que estaréis dispuesta a obedecer.

—Decid a S. E. que estoy a sus órdenes; pero que mi padre no sepa de esto ni una palabra.

Aquella respuesta de doña Juana tenía la apariencia de una orden dada a un lacayo. Don Martín, a pesar suyo, se sintió humillado.

—¿Y cómo podré avisaros con seguridad el día que debéis de ir, y por dónde debo esperaros?

—Al sonar la plegaria de las ánimas, llamad a esta ventana con un golpecito ligero la noche que tengáis que decirme algo de parte de S. E., y no me habléis, nos entenderemos por escrito: yo os diré por dónde habéis de esperarme para ir a Palacio.

—Está bien.

—Ah, os prevengo, que yo también, como todas las mujeres, tengo mis caprichos. Del virrey seré, puesto que él lo desea así; pero hacedme la gracia de decirle, que me sería grato verle pasar por aquí el día en que debo ser suya, en un caballo negro, y trayendo él mis colores.

—¿Y cuáles son vuestros colores?

—Verde y negro: esperanza muerta.

—Malos colores para un amante como el marqués de Villena.

—Son los míos, y es cuanto él tiene que ver si agradarme quiere.

—Se lo diré, y vereisle pasar por aquí. ¿A qué hora?

—A las ocho de la mañana.

—A las ocho de la mañana del día en que vais a ser suya, pasará: caballo negro, colores verde y negro.

—Pues buenas noches, que siento frío —dijo doña Juana retirándose.

—Buenas noches —contestó con humildad don Martín.

Malcampo se sentía lacayo delante de aquella mujer, a la cual obligaba a ser la dama del virrey.

Doña Juana volvió a su aposento y encendió el candil.

Su rostro estaba radiante de alegría: iba a sacrificarse, a perder hasta la esperanza del amor de don Guillén; pero no tenía que sufrir la espantosa humillación de pertenecer a Malcampo.

Quizá en el noble virrey encontraría un protector que la respetase y obligara a los demás a respetarla.

El sacrificio no era tan degradante: aún había esperanza de que el virrey fuera un hombre de corazón; y en todo caso, no era lo mismo ser la dama del marqués de Villena que la del miserable don Martín.

Morir, siempre es morir; pero el noble que no temblaba ante el hacha del verdugo, quizá hubiera perdido su serenidad al saber que iban a darle garrote vil.

El condestable don Álvaro de Luna subiendo a una horca, hubiera muerto quizá como un cobarde.

El mortífero fuego de la fusilería no amedrenta como el siniestro brillo del puñal de un asesino.

La humanidad es idólatra de la forma.

En la muerte y en el crimen busca esa forma, y cuando le halaga, le llama nobleza. ¡Vanitas vanitatum!

Libro segundo. El dedo del diablo

I. Don Juan de Palafox y Mendoza

Uno de los hombres más notables que España envió a México durante su dominación, fue sin duda el obispo don Juan de Palafox y Mendoza; y si en los estrechos límites de una novela no cabe escribir una historia detallada del obispo de Puebla, imposible sería, supuesto que tiene que hablarse de él en este libro, no delinear siquiera la figura colosal de este hombre, que influyó tanto en los destinos de la Nueva España.

Don Juan de Palafox pertenecía a la familia de los marqueses de Uriza, y había nacido en Fietro, lugar del reino de Navarra, en el año de 1600.

Después de haber viajado por Alemania en calidad de capellán y limosnero de la emperatriz, el Papa Urbano VIII le nombró obispo de Puebla en 1639, a petición de Felipe IV. El nuevo obispo hizo su entrada solemne en Puebla en 22 de julio de 1640.

Palafox era un hombre de una inteligencia privilegiada, de una instrucción profunda y de una energía terrible; inflexible en su voluntad, jamás formaba una resolución que no llevara adelante, arrollando cuantos obstáculos se le presentaban.

Dotado de un extraordinario valor y de una rectitud de intenciones poco común, tomó las riendas del gobierno político de la Nueva España, y residenció a tres virreyes, y practicó personalmente una de las visitas más escrupulosas de que hubo ejemplo.

Los jesuítas quisieron sustraerse de su autoridad episcopal, y suscitóse un escandaloso litigio: dividida la ciudad de Puebla entre partidarios del obispo y de los jesuítas, a cada momento había en ella perturbaciones y alborotos; salían por las calles enmascarados insultando a Palafox y excitando en contra de él al pueblo; le excomulgaron los jesuítas; tomó parte en favor de ellos el virrey, y la causa del obispo parecía perdida.

Pero él se sobrepuso a todo. Reprimió a los jesuítas con mano de hierro para evitar desmanes; impuso respeto al virrey y a los jueces que conocían de la causa, y escribió a Roma con tal vehemencia y tal acierto, que el Papa, en tres breves, resolvió el asunto en su favor, y los padres de la Compañía quedaron sujetos al obispo.

Este triunfo, quizá el mayor que obtuvo Palafox, le atrajo una enemistad terrible de parte de los jesuítas, y tan implacable, que un siglo después de su muerte aún atacaban su memoria, se oponían a la canonización de Palafox, que desde el tiempo de Carlos II se había comenzado a tratar en Roma, y por influjo suyo la Inquisición recogía en México y mandaba borrar los retratos del obispo de Puebla.

Palafox no conocía obstáculos cuando se proponía hacer una cosa. Determinó levantar la hermosa catedral de Puebla, y a pesar de que era un trabajo calculado para veinte años, lo hizo concluir en nueve, pues no se descansaba en la obra ni un momento: los operarios alternaban por cuadrillas, para que no se perdiese ni el tiempo destinado al descanso, y apenas comenzaba a cerrar la noche, millares de teas alumbraban aquel recinto, en el cual, durante mucho tiempo, ni de día ni de noche dejó de oírse el acompasado y constante golpear del pico y del martillo de los canteros.

Acercábase el día de la consagración del templo; pero el arquitecto se quejó con el obispo de que no había ladrillos, ni tiempo suficiente para fabricarlos.

—Yo los proporcionaré hoy mismo —contestó Palafox, y envió por una de las cuadrillas que trabajan en la catedral.

Un cuarto de hora después, aquellos hombres arrancaban todos los ladrillos del palacio episcopal y los llevaban al templo, en donde se iban colocando.

El palacio episcopal quedó poco menos que inhabitable por muchos días; pero el arquitecto no tuvo ya nada que pedir, y la catedral se consagró precisamente el día que había dispuesto Palafox que se consagrase.

Palafox fue promovido al arzobispado de México, y nombrado visitador de la audiencia, y con este motivo llegó a la capital de la Colonia en el mes de junio de 1642.

Las calles estaban llenas de gente; en los balcones y las ventanas de todas las casas lucían vistosos cortinajes, y la presencia del nuevo arzobispo y visitador, cuya fama se extendía por toda la Nueva España, daban a la ciudad aliento y alegría para engalanarse como para una gran fiesta.

Las campanas de los templos, echadas a vuelo, sonaron muchas veces durante el día; los cohetes no se habían escaseado; los ociosos de la ciudad encontraban un pretexto para su falta al trabajo, y holgaban los obreros vistiendo sus más lindas ropas.

Por supuesto que el clero, como principal interesado en aquel acontecimiento, era el que mayor agitación manifestaba. Por todas partes se veían clérigos y frailes, solos aquéllos, éstos en pequeños grupos ir y venir, llamando la atención los unos con sus trajes negros muy limpios, y dejando ver las hebillas de oro de su calzado; los otros ostentando con satisfacción sus anchos cerviguillos y sus cabezas rasuradas, que tomaban un color azulado y que brillaban como si tuvieran esmalte. Beatos y beatas descubiertos, con hábitos de diversos colores, y llevando un escudo sobre el pecho; hermanos de cofradías con sendos escapularios; monaguillos y colegiales de todas edades; todos se habían lanzado a la calle.

México era una ciudad tan triste; la vida era tan monótona; había tan pocas cosas que preocuparan la atención pública, que la entrada de un virrey o de un arzobispo, era un gran acontecimiento.

En aquellos tranquilos y felices tiempos, muy de tarde en tarde llegaba un navío o una flota al puerto de Veracruz, trayendo noticias del rey y correspondencia de España. Al llegar a México las noticias, se tañía solemnemente en Catedral una campana que estaba destinada sólo a aquel objeto, y que se llamaba por eso, «la campana del rey».

Al escuchar ese toque «la ansiedad se pintaba en todos los semblantes», como dicen los periodistas, y los vecinos de la muy noble y leal ciudad de México se informaban unos a los otros de las noticias de la corte, diciéndose con un rostro oficialmente risueño y llevando la mano al sombrero:

—Sus Majestades están sin novedad.

Y al siguiente día volvía a renacer la santa tranquilidad.

Y estas gratas emociones no eran todos los días, ni todas las semanas, ni aun todos los meses. Tan rara era la llegada de un navío o de una flota, que nuestros honrados ascendientes tenían un refrán, y ya se sabe que para ellos un refrán era «un evangelio pequeño», a propósito de esto.

Sabido es que los gallos cantan generalmente a media noche, y cuando en esos tiempos los gallos cantaban a las once o antes, decían todos: «Mudanza de tiempo, o embarcación ha llegado».

Lo de que el gallo cante cuando varía el tiempo, se comprende, porque el gallo, según dicen algunos naturalistas, tiene bajo las alas un nervio tan sensible a los cambios atmosféricos como el mejor barómetro; pero lo de que hubiera conocido la llegada de un navío a un puerto que está a tanta distancia de México, es de dudarse, por más que evangelios pequeños sean los refranes.

La entrada de un virrey era celebrada en todos los pueblos y ciudades lo mejor que se podía. Y cuenta la tradición que en una ciudad, y no de las más pequeñas, llegó un virrey por el mes de diciembre: consultáronse los principales vecinos entre sí qué harían para obsequiar a tan noble huésped, y convinieron en que, supuesto que lo que más pomposa y alegremente se celebraba en la ciudad era la Semana Santa, semana santa debían hacer para que el virrey estuviese contento y conociese de todo lo que aquel vecindario era capaz.

Y el día inmediato se declaró Domingo de Ramos, y siguieron los demás, y confesaron los fieles, y comulgaron solemnemente las autoridades y la mayor parte de la gente en el día al que tocó ser Jueves Santo, y se cantaron los oficios, y hubo sermones sobre la pasión de Jesús, y cuanto se hace en esos días por precepto, por devoción o por costumbre.

La tradición ha perdido el papel que desempeñó el sin duda asombrado virrey, en esas fiestas.

La llegada del arzobispo Palafox a México no causó ningún trastorno en el «almanaque» de aquel año, aunque sí verdadero regocijo, y los carruajes y los jinetes parecían haberse multiplicado en ese día en las calles, sin que hubieran por esto disminuido, sino por el contrario, aumentádose, los paseantes a pie y las sillas de manos, muy en moda en aquellos tiempos, sobre todo entre los oidores y las damas de alta jerarquía.

El nuevo arzobispo recibía las felicitaciones en su palacio, delante del cual se agrupaba la muchedumbre, mirando sin ver nada, para los balcones de los aposentos en los cuales suponía que estaría Su Señoría Ilustrísima.

La multitud suele tener curiosos rasgos de platonismo.

II. Los planes del arzobispo

Era ya casi la media noche; toda la gente habíase retirado, y quedaban apenas en las calles algunos obstinados paseadores que se empeñaban en sentirse muy divertidos a fuerza de haber tomado mucho vino, celebrando la bienvenida de Su Ilustrísima.

La iluminación también se había extinguido, y sólo en una que otra casa brillaban todavía agonizantes farolillos, que hacían más pavorosa la oscuridad de las calles.

De vez en cuando se escuchaba la acompasada marcha de una ronda, que conducida por un alcalde y guiada por un alguacil que portaba un farol, aparecía por un momento y se perdía luego entre las tinieblas, como una procesión de sombras que se desvanecían.

Por fin, todo quedó en silencio; apagáronse las últimas luces; retiráronse los últimos paseantes; extinguiéronse los últimos ecos de las pisadas de las rondas.

Pasó el día solemne de la entrada del arzobispo.

Sin embargo, cautelosamente, envueltos en las sombras y procurando ahogar el ruido de sus pasos, cinco o seis hombres llegaron, uno en pos de otro, hasta la puerta del palacio del arzobispo; todos llamaban dando un golpecito tan ligero, que parecía imposible que pudiera oírse; pero con la misma precaución aquella puerta se abría, daba paso al misterioso visitante, y volvía a cerrase.

La entrada del palacio arzobispal estaba tan oscura que desde la acera de enfrente hubiera sido casi imposible distinguir si la puerta estaba o no cerrada.

Habían así entrado varios hombres, cuando llegó uno que al parecer venía más apresurado; llamó, y pasó lo que con los anteriores; la puerta volvió a cerrarse, quedando todo en una densa oscuridad.

Pero esto duró así cortos instantes: sonó algo como una lámina de metal y brilló la luz de una linterna sorda que se abría.

El que aquella linterna tenía, y era el mismo que de portero había servido, era un clérigo alto, fornido, mal encarado, que vestía una sotana vieja y cubría su cabeza con una montera más vieja aún.

—Santas noches dé Dios a vuesa merced, padre —dijo el recién llegado, tocándose el sombrero.

—Así se las dé su Divina Majestad a su señoría el señor mariscal don Tristán de Luna —contestó con humildad el clérigo, haciendo una gran cortesía.

—¿He llegado el último, es verdad? —preguntó el mariscal.

—Creo que sí, y sin embargo es la hora de la cita.

—¿Quienes están ahí?

—Su señoría el oidor don Andrés Prado de Lugo, su señoría el maestre de campo don Antonio de Vergara, don Diego de Astudillo, y don Juan Hurtado de Mendoza.

—Paréceme que son todos los que se esperan.

—Debe ser así; que orden tengo para retirarme de esta puerta tan luego como vueseñoría haya entrado.

—Pues guíe vuesa merced, padre —dijo el mariscal cortando la conversación.

El clérigo, no sin hacer multitud de reverencias, comenzó a subir la escalera, guiando a don Tristán, procurando llevar el farol hacia atrás para que mejor se alumbrase, con lo cual en verdad no conseguía sino deslumbrarle, deteniéndose a cada paso y, en fin, procurando por cuantos medios le sugería su no muy fecunda imaginación, darle a entender que le guardaba toda clase de consideraciones y de respetos.

Como es de suponerse, el mariscal, objeto de todos aquellos innecesarios cuidados, estaba ya a punto de impacientarse; pero era su primer visita al arzobispo, y aquel clérigo, que tal misión desempeñaba, como era recibir tan extrañas visitas, podía ser lo más cortésmente tonto que se quisiera pero tenía sin duda la confianza plena del prelado.

Era quizás un tonto discreto, que no son tan comunes como los indiscretos de talento.

A la luz de la linterna del obsequioso conductor, llegó el mariscal hasta una gran puerta, al través de cuyas hendeduras pasaba la luz que de dentro venía, y se escuchaba el rumor de hombres que hablaban en voz alta.

—Pase su señoría —dijo el clérigo al mariscal, tomando el aire de un recluta que quiere hacer honores a un general.

—Bueno sería que vuesa merced me anunciase —contestó el mariscal.

—¿Cómo me atrevería yo a tanto? —dijo el clérigo con una sonrisa de adulación—. Su señoría es tan alto personaje y tan conocido, que no necesita que nadie le anuncie, y menos en donde le esperan: llame vueseñoría y se entre; y para que no se tome ni el trabajo de llamar, llamaré yo.

Y sin esperar respuesta llamó a la puerta del salón.

Oyéronse los pasos del que se acercaba a abrir y el ruido del cerrojo que se corría.

—Me retiro, con perdón de su señoría —dijo el clérigo inclinándose hasta formar la escuadra, pero sin dejar su sonrisa de adulación.

—Padre ¿cómo se nombra vuesa merced? —preguntó el mariscal, no pudiendo dominar su curiosidad por saber cómo se llamaba tan enfadoso personaje.

—Julio…

En este momento se abrió la puerta y el mariscal no alcanzó a oír más.

En una sala escasamente alumbrada por algunas bujías de cera, y que por todo menaje tenía una mesa de cedro y unos sitiales, estaban reunidos el nuevo arzobispo de México don Juan de Palafox y Mendoza y algunos de los más principales caballeros de la ciudad.

El arzobispo ocupaba un sitial de cedro muy antiguo, tapizado de tafilete amarillo, bordado y blasonado.

En el muro, sobre la cabeza de Su Ilustrísima, estaba suspendido un gran Crucifijo, que a los lados tenía dos candelabros en los que ardían gruesas velas de cera.

Las demás personas formaban casi un círculo delante de don Juan de Palafox.

Al presentarse el mariscal, levantáronse todos de sus asientos, menos el arzobispo; saludóles a todos en general don Tristán de Luna, y se llegó hasta donde Su Ilustrísima le esperaba; besóle respetuosamente el anillo pastoral, y tomó asiento a su lado.

—Sólo a su señoría esperábamos —dijo el arzobispo dirigiéndose al mariscal— para tratar del asunto que con tanto secreto me ha hecho reunir aquí a tan nobles personas.

Todos hicieron una cortesía, como para probar su gratitud por tan honrosa calificación.

—Es el caso, señores, tan grave —continuó el arzobispo— que antes de manifestarlo a sus señorías, pido, y permítaseme usar de esta precaución, que es de uso constante y que a nadie injuria; pido, repito, que todos los que aquí presentes están, por tratarse del real servicio, juren como cristianos y caballeros —pusiéronse en pie todos, incluso el arzobispo— por Jesucristo crucificado, y a cargo solemne de la conciencia de cada uno, guardar el más profundo secreto sobre todo cuanto va a tratarse aquí en esta noche, y de cuanto más, con este motivo, supieren o hicieren.

—Lo juramos —contestaron todos solemnemente, tendiendo la mano derecha.

—Recibo ese juramento, como príncipe de la Iglesia y como representante de Su Majestad el rey Felipe IV, que Dios guarde.

—Que Dios guarde —repitieron los caballeros, y volvieron a ocupar sus asientos.

—Debéis saber, señores —dijo el arzobispo— que el rey nuestro señor ha llegado a entender que don Diego López de Pacheco, Cabrera y Bobadilla, duque de Escalona, marqués de Villena, grande de España y virrey y capitán general de esta Colonia, no procede con la lealtad que debiera, y temiendo se sigan mayores males a la monarquía, se ha dignado confiar a mi empeño esta empresa, y nombrándome ha en lugar del marqués de Villena para gobernar estos reinos, encargándome de residenciar a mi antecesor con la misma energía con que procedí con el marqués de Cadereyta.

Todos los concurrentes abrían desmesuradamente los ojos. La noticia caía entre ellos como un rayo; pero en todos los semblantes se notaba algo de alegría, porque el arzobispo había cuidado de citar allí a los que conocía enemigos del marqués de Villena.

—Los motivos que ha tenido Su Majestad —continuó el prelado— son tan justos como sabidos. El marqués de Villena ha sido acusado en la corte como parcial del duque de Braganza, que contra toda ley y derecho se ha alzado con el Portugal, pretendiendo hacerse rey. Las principales acusaciones han partido de México, en donde Su Majestad sabe muy bien que tiene súbditos leales; pero el marqués de Villena parece que se ha encargado de probar que sus acusadores tienen razón. El navío que llevó la noticia de haber tomado el de Villena posesión del virreinato, aportó en el Portugal a la sazón que se verificaba el levantamiento. Natural es suponer que llevaba cartas para el de Braganza: en el castillo de San Juan de Ulúa, que es la llave del puerto de Veracruz, y por consiguiente de la Nueva España, el de Villena ha nombrado por castellano a un portugués, que puede ser tan fiel como se quiera, pero no por eso dejará de ser sospechoso él, y oscura la conducta del virrey, que en empleo tan importante le coloca; y a tanto llega ya el atrevimiento, dicen las cartas de España, que públicamente ha osado decir el marqués: «Mejor es el de Portugal que el de Castilla».

—Dispénseme Su Señoría Ilustrísima —dijo el mariscal—; pero en este punto quiero aclarar la verdad, por qué presente estaba yo cuando virtió el marqués de Villena esas expresiones; y es el caso, que como Su Señoría Ilustrísima sabe, el virrey se precia de jinete y conocedor de caballos, y en días pasados regaláronle con dos hermosísimos; el uno que le envió don Cristóbal de Portugal, caballero rico y muy conocido en México, y el otro don Pedro de Castilla, también sujeto muy distinguido. Empeñáronse ambos en saber la opinión de Su Excelencia sobre cuál era mejor de ambos animales, y una mañana, a presencia de varias personas, entre las que yo me encontraba, montó el virrey uno después de otro los caballos, y dijo, que yo le oí: «Mejor es el de Portugal que el de Castilla», y esto en honor de la verdad debo manifestarlo a Su Señoría Ilustrísima.

—Debe ser así, cuando así lo refiere testigo de vista tan respetable como el señor mariscal —contestó el arzobispo— pero sea de ello lo que fuere, la cosa llegó de otro modo a la corte; y como allá se juzgó, no nos queda sino lamentar una interpretación que tan fatal ha sido para el de Villena; pero el resultado es que Su Majestad determina privarle del virreinato y que se le forme juicio de residencia, y a nosotros no nos toca otra cosa que obedecer las reales órdenes.

Inclináronse todos respetuosamente.

—Pero —continuó el arzobispo— como pudiera suceder muy bien que en el fondo de todas esas acusaciones hubiera algo de verdad, porque todos lo dicen, y Vox populi vox Dei, y que el marqués pretendiera resistir con cualquier pretexto, es conveniente tomar cuantas precauciones se crean necesarias para cumplir religiosamente con las órdenes de Su Majestad. Con tal objeto he citado a sus señorías esta noche, y después de que escuchen la lectura de las cédulas y despachos reales, me digan si están dispuestos a prestarme ayuda.

El arzobispo leyó en voz alta los despachos de Felipe IV, en los que se le nombraba virrey de la Nueva España, y los entregó luego al mariscal, que a su derecha estaba.

Mirólos éste; besó con respeto la firma del monarca y pasólos al que a su derecha tenía, el cual hizo lo mismo, y de mano en mano, y de boca en boca, dieron la vuelta los despachos hasta volver al arzobispo, quien les dio el último beso, y continuó diciendo:

—Es necesario sorprender al marqués de Villena, sin darle tiempo ni de resistir, ni ocultar; y además, que sus parciales nada sepan hasta que esté preso. Para esto se necesitan tres cosas: primero, tener quien nos abra todas las puertas del Palacio y de sus oficinas, la noche que debe darse el golpe.

—Encárgome de ello —dijo don Diego de Astudillo.

—Perfectamente —continuó el arzobispo—. En segundo lugar, necesito tropas que ocupen todas las avenidas de Palacio, para evitar que alguien, quizá el mismo virrey, se fugue, y además, por si intenta resistir.

—Prometo a Su Señoría Ilustrísima que tendrá la tropa —dijo el mariscal.

—En tercer lugar, necesitaré que esa noche estén prevenidos todos los oidores para reunirse en el momento que se les diga, y entren en la Audiencia, y que haya además un escribano, testigos, y algunos caballeros que asistan a la solemne lectura de los reales despachos y notificaciones correspondientes.

—De todo eso me encargo —dijo el doctor don Andrés Prado de Lugo.

—Pues no haya más que hablar —agregó el arzobispo— cada uno arregle la parte que le corresponde, porque el nueve de junio, plazo bien corto, pues estamos en ese mes, debe darse el golpe. A las once de la noche nos reuniremos aquí mismo, y de aquí saldremos para Palacio: la luz del día diez, que es de Pascua del Espíritu Santo, alumbrará cambiado el gobierno de Nueva España.

Levantóse de arzobispo, como indicando que era hora de retirarse; imitáronle todos, y comenzaron a despedirse de él, besándole la mano con más respeto que cuando habían llegado, porque veían ahora arzobispo y virrey al que sólo como arzobispo habían mirado al entrar.

Bajaron reunidos la escalera, y al llegar al portal, el oidor, que era el más anciano, dijo:

—No conviene salir reunidos.

—Es verdad —contestaron todos.

Y con largos intermedios fueron unos en pos de otros escurriéndose verdaderamente a la calle, hasta que el último se perdió entre las sombras.

El padre Julio, que había vuelto a ocupar el lugar del portero, corrió los cerrojos, descubrió la luz de su linterna sorda, y comenzó a subir las escaleras, diciendo entre multitud de largos bostezos:

—Como siga así el trabajo en el arzobispado, tengo para mi sotana que pronto me entierran… Es mucho hombre este don Juan de Palafox.

III. Doña Inés

El día que siguió al de la entrada solemne del arzobispo Palafox en México, don Guillén de Lampart estaba de visita en una habitación que en el interior del Palacio del virrey había.

Era aquella la casa de don Ramiro de Fuensanta, el amigo y tertuliano de doña Fernanda Juárez.

Don Ramiro era hombre de un aspecto dulce y bondadoso, amable y jovial en la calle y en las casas de sus amigos; pero todo esto no era sino una corteza tras la que ocultaba un carácter violento, más despótico que enérgico, el cual le hacía verdaderamente insufrible en el hogar doméstico.

Don Ramiro era casado con una mujer que, sin ser joven, podía decirse que estaba en la hermosa edad de las mujeres: contaba treinta años; la edad del perfecto desarrollo físico y moral; la edad de las pasiones tempestuosas, de las impresiones profundas; la edad de prueba.

Llamábase la mujer de don Ramiro, doña Inés Villamil, y descendía de una familia noble, radicada hacia muchos años en la Colonia.

Doña Inés era tan bella como desgraciada: su matrimonio con don Ramiro, mayor que ella lo menos en treinta años, había sido más bien obra del cálculo de los padres de la dama que del amor que a ella podía inspirarle su viejo pretendiente.

La joven, casi sólo por obedecer a sus padres, fue al altar, no alegre, porque no amaba al que iba a ser su marido; pero tampoco triste, puesto que no comprendía el hondo y peligroso abismo que a sus plantas se abría. Casóse, creyendo que era aquello un juego de la niñez.

Pasaron los años; la niña se hizo mujer; sintió que su corazón necesitaba amor, y no sentía más que deber. El trato rudo y áspero de su marido, sus desprecios constantes, el aislamiento en que ella se encontraba, dieron a su carácter un fondo de melancolía que se adivinaba en sus lánguidas miradas. Doña Inés estaba enferma de misantropía: a nadie amaba, porque el único hombre a quien había conocido era don Ramiro, y creía que todos los hombres serían como él, amables en la apariencia, sumisos hasta alcanzar la posesión, feroces en el fondo, altivos cuando habían logrado satisfacer su capricho.

Doña Inés aborrecía instintivamente a los hombres; y sin embargo, como era tan bella, y muchos sabían cuánto la hacía sufrir don Ramiro, la requerían de amores.

Pero aquella virtud, fortalecida por el temor de un nuevo y más terrible desengaño, era inexpugnable. Así lo había declarado ya el mundo; pero misterios hay en el corazón de la mujer que son impenetrables para el mundo.

Don Guillén estaba sentado cerca de doña Inés, y ésta tenía una de sus hermosas manos apoyada en el hombro del joven, y pasaba cariñosamente sus dedos nacarados entre su sedosa barba.

—Guillén —decía doña Inés— creo que me amas; pero como tú eres capaz de amar, por capricho, por pasatiempo, sin pensar en que tú olvidas rápidamente; pero dejas una herida incurable.

—¿Tal piensas de mí, Inés? —preguntó don Guillén.

—Tal pienso; y ¿qué quieres que te diga? tal creo. Cuantos te tratan, cuantos tu vida conocen, aseguran que eres hombre tan afortunado como voluble; de impresiones pasajeras; de ardientes, pero momentáneas ilusiones: ¿y seré yo, Guillén, una de tantas víctimas como llevas hechas en esta tu vida de aventuras y galanteos?

—Inés, me injurias con pensar eso.

—No, Guillén, no te injurio. Mira: tú has visto que no soy una de esas mujeres que saben pintar su pasión con brillantes colores; que no sé decirte esas frases ardientes y llenas de entusiasmo, quizá porque como yo nunca he amado, y éste es mi primer amor, y no soy una joven, siento rubor de decirte cuanto pienso. Poco te digo, Guillén, y sin embargo, cuando te estoy hablando, a cada momento me parece que voy a escuchar de tu boca una carcajada burlona.

—¡Inés!

—Sí, Guillén, perdóname; pero estoy tan acostumbrada al desprecio, que yo misma he llegado a persuadirme de que nada valgo, de que soy incapaz de inspirar una ilusión, de que soy indigna de que un hombre se fije en mí; por eso, a pesar de tus palabras, no puedo creer que me ames; me parece imposible que exista en tu alma ese amor; veo en todo un fondo negro, y padezco más porque creo que tú has encendido esta pasión en mi alma por divertirte, para reír de mí…

—Pero ¿me crees capaz de haber meditado semejante infamia? Yo te amo porque eres desgraciada; te amo porque comprendo la belleza de tu alma, que otros no han sabido comprender; porque eres un joyel oculto entre las sombras del infortunio; y cuando en tus ojos miro las frescas huellas de tu llanto, pienso que soy muy desgraciado porque no puedo endulzar tu vida, y yo sería capaz de dar toda la mía por enjugar con mis labios una sola de esas purísimas lágrimas.

—¡Cuán feliz soy en este momento! —exclamó doña Inés con los ojos húmedos de ternura—. ¡Cuán feliz soy, Guillén! Porque aunque tú me veas así tan silenciosa siempre, y siempre tan indiferente, hay en el fondo de mi corazón una pasión inmensa por ti. En ti pienso día y noche; quisiera poder estar siempre a tu lado, y cuando llegas enmudezco porque temo decir algo que no sea digno de ti, y el amor embarga mis sentidos, y no sé sino adorarte, y tiemblo hasta de fijar en ti mis miradas.

—Amor mío, jamás podré olvidarte.

—Y cometerías un crimen espantoso si me olvidaras. Yo vivía desgraciada, pero tranquila; tranquila, porque creía que el mundo había acabado para mí. No había amado nunca; soy casada; tengo sagrados juramentos que cumplir; y en un tiempo, sintiendo el vacío inmenso de mi corazón, temblé, pensando que este corazón despertara. Y este temor me atormentaba día y noche; y huyendo de la lucha y del peligro, huí de la sociedad y anticipé la vejez, y busqué para mi alma el frío sudario de la muerte. Pasaron algunos años; creí que había vencido; canté victoria; nada había podido el mundo contra mí; el peligro había desaparecido; me creí segura…

—¡Pobre Inés!

—Si, Guillén, te conocí; en tus primeras miradas me figuré ver un rayo de luz que no conocía en las de los demás hombres, y me estremecí; presentía que la tempestad se acercaba; me causabas terror, porque mi corazón me avisaba que no podría yo resistirte. ¡Oh, cómo clamaba yo a Dios para que te apartara de mi camino! ¡Cuántas veces en el templo oré ante los altares de la Virgen, pidiéndole que te tocara el corazón para que no te fijases en mí! Después de mi plegaria me consolaba a mí misma, reflexionando que no era posible que tan joven, tan galán, tan bien relacionado, pusieses los ojos en mí, que casi no pertenezco a este mundo…

—Pero Inés…

—Déjame concluir, que quiero abrirte mi corazón; escúchame con paciencia ¡me consuela tanto referirte mis pensamientos!

—Pues habla, bien mío, habla.

—Un día, en la casa de doña Fernanda estaba yo sola y te acercaste a mí ¿lo recuerdas?

—Como si fuera en este momento.

—Al mirar que te llegabas a mí, que ibas a hablarme, tuve impulsos de huir; era para mí un momento espantoso. Si me hablabas de amor ¿cómo resistir a la pasión? Si no me hablabas de amor ¿cómo soportar el desengaño? ¡Dios mío, no sé lo que hubiera preferido en aquel momento! Tu amor me mataba, porque era el delito; tu indiferencia me mataba, porque era el desencanto. Te sentaste a mi lado, y media hora después sabía yo que era amada y tú sabías que era tuyo mi corazón.

Doña Inés se detuvo como para tomar aliento. Don Guillén no se atrevía a hablar, y la contemplaba silenciosamente.

—Brotó entonces en mi alma —continuó doña Inés— una pasión terrible, pero siempre acompañada de la desconfianza. Guillén ¿por qué veniste a recordarme que tenía yo pasiones y corazón? Espantéme yo misma de lo que sentía; aquello a que tanto había temido llegaba, y mis presentimientos no me habían engañado: tú me hablabas de tu amor; tú, el único hombre a quien no me creí capaz de resistir. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me abandonaste? ¿De qué vale, Dios mío, la virtud sin tu auxilio? ¿Cuál es la criatura que puede salir triunfante en la lucha, si le falta la poderosa fuerza de tu mirada?

—¿Es decir, Inés, que te arrepientes de haberme amado?

—Guillén, no me hagas decir ¡por Dios! lo que no debiera salir nunca de mis labios. ¿Arrepentirme? ¿Arrepentirme? Si mil veces me encuentro en esta situación, mil veces te amaré: tú sabes que no pude resistir a la primera de tus palabras; que caí a tus pies enamorada; y comprende, Guillén, mi sacrificio. He caído cuando temía que todo lo que tú me decías era sólo una burla; he caído cuando me parecía que tú mismo veías ridículo el que yo sintiera una pasión; he caído cuando una sonrisa tuya podía causarme la muerte o hacerme perder el juicio ¿comprendes todo esto, Guillén?

—¡Lo comprendo, Inés, y te admiro!

—Si me engañases, no sé lo que yo sería capaz de hacer. ¿Para qué me sacaste de la tumba, si esa resurrección era para hundirme en un infierno de penas? Guillén, conozco que si tú me engañaras, sería capaz de volverme tigre, porque habrías sembrado en mi alma la desesperación. Yo todo lo sacrifico por ti; nada te exijo en cambio más que tu amor: ¿serías capaz de hundirme el puñal en el corazón?

—¡Jamás!

Sonaron en este momento pasos y voces en el aposento inmediato, y poco después aparecieron, abriendo la puerta, don Ramiro de Fuenleal y don Diego Astudillo, el mismo que en la noche anterior había concurrido a la reunión misteriosa en el palacio del arzobispo.

Don Ramiro y su compañero saludaron cortesmente a don Guillén y tomaron asiento cerca de él.

Hablóse de la entrada del arzobispo, de las cosas de Nueva España, del tiempo, y luego de todo eso inútil de que se habla entre los que no tienen de que hablarse.

Don Guillén, aprovechando la primera oportunidad, se despidió, y don Ramiro y doña Inés quedaron solos con Astudillo.

Entonces don Ramiro, que afectaba tratar a su mujer con singular cariño delante de toda persona extraña, la dijo:

—Inés, el señor de Astudillo tiene que hablarme de un negocio que tratarse debe en secreto; no te enojes si te ruego que nos dejes solos.

Doña Inés no deseaba otra cosa, y sin hacer esperar respuesta salió, haciendo una cortesía a don Diego Astudillo.

—Puede vuesa merced decir con franqueza, señor de Astudillo —dijo don Ramiro— el negocio que tanto le interesa, pues sabe que dispuesto estoy a obsequiar sus deseos.

—Menos no podía esperar de mi señor don Ramiro —contestó el otro— y por eso he confiado en la amistad con que me distingue.

—Estoy a las órdenes de vuesa merced.

—Pues es el caso que Su Majestad, que Dios guarde, ha llegado a entender lo que ya vuesa merced y yo sabemos, tan bien como otros muchos, acerca del virrey marqués de Villena.

—¿Y qué cosa es esa que todos sabemos?

—No se haga vuesa merced de las nuevas, que ya en otros días hemos tenido largas pláticas, y hablado acerca de los asuntos y levantamientos del Portugal.

—¡Ah, ya caigo! Trátase de las inteligencias secretas del de Villena con el de Braganza.

—Ciertamente.

—¿Conque decía vuesa merced?

—Que Su Majestad lo sabe todo, y está ya resuelta la separación del virrey, y nombrado el que sustituirle debe.

—¡Ave María Santísima!

—Por Dios, señor don Ramiro, que vuesa merced guarde el más profundo secreto en esto, que nos va nada menos que la vida a nosotros, y la salud al reino.

—Confíe en mi discreción vuesa merced, que ya sabía yo que tal había de suceder, y por seguro lo tenía; y a pesar de ello, ni a mí mismo me había atrevido a decírmelo.

—¿Sabíalo vuesa merced?

—Como saber que soy don Ramiro de Fuenleal.

—No lo dudo, supuesto que vuesa merced lo afirma. Pues bien, el día es llegado de la dicha destitución; pero como temores hay, y muy fundados, de que el de Villena se resista, y quizá se alce contra Su Majestad, como el de Portugal, trátase de darle el golpe tan seguro, que de nada se aperciba hasta que le rodeen los fieles vasallos de Su Majestad y no le sea posible ni la rebelión ni la fuga.

—¡Bien pensado!

—Supongo que vuesa merced querrá dar ayuda…

—Seguramente.

—Entonces puede prestar un servicio de suma importancia…

—¿Y a proporcionar las llaves de Palacio para que pueda llegarse la gente fiel cualquiera noche, sin ser sentida, hasta la cámara del virrey? ¿Es esto?

—¿Pero quién le ha dicho tal cosa? —preguntó espantado Astudillo, mientras que don Ramiro le veía sonriéndose maliciosamente.

—Ése es mi secreto, y lo descubriré a vuesa merced, si me dice quién le indicó que se encargara de este negocio.

—¡Imposible!

—Lo mismo digo; pero guardando cada uno nuestro secreto, y sin exigirnos mutuamente revelaciones que imprudentes e inútiles serían en estos momentos, diré a vuesa merced lo que hay acerca de esto.

Don Diego de Astudillo estaba cada momento más admirado: como él no podía conocer los planes que tenía formados don Guillén, no se imaginaba siquiera que doña Fernanda hubiera comprometido a don Ramiro a entregarle las llaves de Palacio y a franquearle la entrada hasta la estancia del virrey, y por su parte don Ramiro suponía que por cuenta de doña Fernanda y de sus amigos, Astudillo le exigía el cumplimiento de sus promesas.

La conspiración de don Guillén y la del arzobispo se encontraban en un punto, y este punto de intersección de dos caminos que iban a tan diversos objetos, era nada menos que la cooperación de don Ramiro.

—Pues las llaves —continuó éste— están hechas ya con anticipación, y voy a darlas a vuesa merced en este momento. En cuanto a dirigir a los que lleguen, avíseme vuesa merced el día, y les daré el camino, sin que haya temor de tropiezo ni de indiscreción.

Y diciendo esto, don Ramiro salió de la estancia, dejando solo a su asombrado interlocutor.

Don Diego no se admiraba de la gran confianza que en él manifestaba tener don Ramiro; eran antiguos amigos, y los dos se conocían íntimamente como enemigos del virrey; pero que don Rodrigo supiese, como aparentaba, cuáles eran los planes del arzobispo con tanta anticipación, que hasta se hubiesen hecho las dobles llaves de Palacio, esto era lo que no podía entender.

El hombre estaba tentado de creer en brujas y en adivinos.

Pocos momentos después apareció de vuelta don Ramiro, trayendo una gran cantidad de llaves de todos tamaños y figuras; era por lo menos media arroba de hierro aquello.

—Ea, aquí tiene vuesa merced —dijo— cuanto puede necesitar; y para evitar equivocaciones, cada una de estas llaves tiene una tira de pergamino, en la que, con muy clara letra, he puesto la puerta a que corresponde. Mire vuesa merced: galería de la derecha, patio principal; salas de la Audiencia; secretaría del virreinato; secreta de la cámara; y así todas, sin faltar una.

Don Diego de Astudillo le miraba casi con espanto: creía estar soñando; lo que él se pensaba que sería asunto largo y difícil, se lo encontraba rápido y fácil.

Alguien había adelantado aquel trabajo; pero importaba aprovecharse de él, supuesto que había poco tiempo de que disponer.

—Conque lleve eso vuesa merced —dijo don Ramiro— y yo le diré ahora que por Dios que no me descubra, ya que tal servicio presto a la causa de Su Majestad.

—Nada diré, así pudiera estar en el potro o en la garrucha —contestó el otro, guardando y escondiendo las llaves lo mejor que pudo.

—Y no olvide vuesa merced —agregó don Ramiro— que de avisarme tiene el día o la noche en que se dé el golpe: quizá se perdería mucho tiempo en abrir las puertas y encontrar el camino, si los que vienen no conocen el interior del Palacio…

—Avisaré a vuesa merced, y por ahora, pues no hay más de qué tratar, me retiro, que mucho peso llevo en el cuerpo con tanto hierro.

—Razón tiene vuesa merced.

—Pues buenas tardes le dé Dios, y mañana nos veremos.

—Buenas tardes.

Don Ramiro salió a acompañar a su amigo hasta la puerta, en donde se separaron los dos muy alegres.

El uno porque iba a probar al arzobispo que sabía cumplir bien una comisión, lo cual podía ponerle en muy buen lugar con el nuevo virrey.

El otro, porque creía haber hecho un servicio al rey, que le valdría cuando menos una vara de corregidor o una encomienda.

Si doña Fernanda hubiera presenciado aquella escena, sin duda se hubiera mesado de desesperación sus venerables canas.

IV. Una visita misteriosa

A pesar de toda la seguridad que don Cristóbal de Portugal había dado al marqués de Villena, los días se pasaban sin que éste consiguiera la anhelada correspondencia de doña Juana de Henríquez.

Confiando don Cristóbal en doña Fernanda y el virrey en don Cristóbal, habían transcurrido ya algunos meses, y para el de Villena el porvenir estaba tan oscuro como el día en que conoció a la dama, y alentado con las esperanzas que le hacía concebir su confidente, no ponía él de su parte absolutamente nada.

Los obstáculos encendieron más el deseo, y llegó un día en que el virrey anunció a don Cristóbal que iba a procurar por otros medios ponerse en comunicación con la dama, para que ella supiese al menos que existía un hombre que por su amor penaba.

Don Cristóbal no pudo negar que el de Villena tenía mucha razón de estar impaciente, y para calmarle pidió un plazo corto, tres días, dentro del cual plazo el virrey quedaría completamente satisfecho.

Pero don Cristóbal hacía tal promesa, nada más por cubrir las apariencias, sin que en realidad tuviera ni la más remota esperanza. Doña Fernanda, de quien él se había valido, nada hacía, y casi ni decía nada.

El confidente estaba en posición crítica: ofreció más de lo que le era posible cumplir, y esto, tratando con un hombre enamorado, es grave, y más cuando este hombre es un virrey.

Llegó la noche del tercer día; el plazo estaba ya venciéndose. Don Cristóbal no se atrevía a presentarse delante del virrey; y éste, con esa inquietud y esa infantil credulidad de los apasionados, esperaba en su cámara la llegada de su amigo.

Cada vez que le parecía oír pasos, alzaba el rostro para mirar a la puerta por donde debía entrar don Cristóbal; pero aquello no era más que la ilusión del deseo, y nadie aparecía.

Pasaban las horas, y aquella inquietud se convirtió en una impaciencia febril, y el de Villena se puso a caminar en el cuarto, como para calmar la agitación del espíritu con la agitación del cuerpo.

De repente escuchó pasos y se detuvo: verdaderamente se acercaba alguien, alguien que llegó hasta la puerta y que llamó discretamente.

Un relámpago de alegría brilló en el rostro del de Villena: había reconocido los pasos y el modo de llamar de don Cristóbal.

Llegaba la buena noticia: el virrey se sintió incapaz de reconvenirle por su tardanza; olvidó todo lo que había sufrido esperando.

—Entrad —gritó.

Abrióse la puerta y apareció el ayuda de cámara.

El virrey se mordió los labios hasta hacer brotar la sangre.

—¿Qué se ofrece? —preguntó frunciendo el entrecejo, pero conservando aún en el fondo de su corazón cierta esperanza.

—Una dama, que ha llegado en una silla de manos, desea que se entregue a V. E. esta carta.

Y el ayuda de cámara presentaba al virrey una carta en una bandeja de plata.

—¿Y quién es esa dama?

—Es una mujer de bastante edad y que no quiere decir su nombre, con el pretexto de que V. E. no la conoce.

—Bien, deja la carta sobre esa mesa, y díla que mañana contestaré.

—Perdone V. E., pero la dama dice que importa mucho que V. E. lea la tal carta, porque quizá ella, la dama, no podrá volver otra vez.

—Dáme acá esa carta, y espera afuera hasta que llame yo.

El criado presentó la carta, que tomó el virrey, y salió de la cámara cerrando la puerta.

Acercóse el virrey a una bujía, y leyó:


Señor:

Si V. E. permite que yo le hable de un asunto reservado, pero importante, quizá tendrá una noticia tan agradable como inesperada.

Soy una dama, y quedo esperando la resolución de V. E.

B. L. M. DE V. E.
 

El billete aquel no tenía firma, lo cual era una grave falta de respeto, que no se escapó al virrey; pero tal podía ser el secreto y tanta la importancia del negocio, que no se creyera por demás cualquiera precaución.

El virrey era valiente, y la que pedía la audiencia era una mujer.

El de Villena quedó un corto tiempo meditando; pero levantando de repente la cabeza, extendió el brazo, tomó de encima de la mesa una campanilla de plata, y la agitó con violencia.

—Haz entrar aquí a esa dama —dijo al criado, que abrió la puerta.

Quedóse entonces solo, y volvió a leer la carta, queriendo adivinar qué negocio sería aquel que a horas tales hacía venir a Palacio a una dama.

Volvieron a llamar, y el ayuda de cámara hizo entrar a la dama, cerrando tras ella la puerta.

Sin duda que no era aquella la primera misteriosa visita que el mismo conductor había llevado hasta allí, porque no mostraba ni curiosidad ni extrañeza.

El virrey se inclinó cortesmente, y mostró a la dama un sitial, como para invitarla a tomar asiento.

Sentóse ella, y el de Villena, sin dejar de mirarla ni un solo instante, acercó otro sitial, y tomó asiento.

Toda esta escena pasó en el mayor silencio.

—S. E. extrañará sin duda —dijo la dama— que sin haberle anticipadamente pedido permiso para visitarle, venga a tales horas a su Palacio.

El virrey movió la cabeza, no como quien dice sí, pero tampoco como quien dice no. En aquel momento pensaba en don Cristóbal, que no había llegado y que podía llegar de un momento a otro, y quizá ser obstáculo aquella mujer para que entrase a darle la buena noticia que esperaba.

La conversación indicaba ser larga, según la tranquilidad con que la vieja se acomodaba en el sillón, y esto era una amenaza para el de Villena.

Entonces comenzó a arrepentirse de haber dado tan fácilmente entrada a aquella dama.

—Cuando V. E. sepa quién soy —continuó ella, tomando un aire de importancia que hubiera hecho reír al de Villena si no hubiera estado tan preocupado— cuando le diga mi nombre, conocerá que sólo el interés que por V. E. tengo, y el deseo de servirle, me ha hecho llegar hasta aquí, sola y en altas horas de la noche, cuando jamás salgo así de mi casa, y es la primera vez que oculta subo las escaleras de Palacio, porque no se me esconde lo que mi honra perdería si alguien me conociese al entrar o salir de la cámara de V. E.

A pesar de su preocupación, el virrey tuvo una sonrisa imperceptible al escuchar esto, y calcular la edad de su interlocutora, que continuó diciendo:

—Pero aunque yo esperaba, y con razón, que algún día V. E. honrase mi casa, en la cual he tenido la satisfacción de ver a algunos de los ilustres antecesores de V. E. en el gobierno, lo mismo que a muchos distinguidos personajes de esta corte, sin embargo, el tiempo se perdía, y yo me adelanté, porque deseo que cuanto antes sepa V. E. el negocio que de comunicarle tengo.

El preámbulo era ya bastante largo, y al virrey le parecía que don Cristóbal estaba en la antesala y que por discreción ni entraba ni se hacía anunciar, creyéndole muy ocupado.

La dama iba a continuar; pero el virrey le interrumpió cortesmente, diciéndola:

—Permítame vuesa merced, señora, que dé una orden que me importa, para poder luego con toda calma escuchar su interesante relación.

—V. E. es muy dueño —dijo la vieja con zalamería.

Dirigióse el virrey a la puerta, y entretanto la dama quedó sola, mirando con gran cuidado muebles y tapices, y cuadros y todo cuanto allí había, como si tratara de hacer un inventario.

El de Villena llamó a su ayuda de cámara y preguntó:

—¿Don Cristóbal de Portugal está ahí?

—No, señor —contestó el criado.

—Tan pronto como llegue, pasa recado.

El criado se inclinó, y el virrey volvió a su cámara, cerrando la puerta tras sí.

La vieja procuró tomar un aire compungido, para que el virrey no conociera que todo lo había estado examinando con indiscreción.

—Comenzaré —dijo la dama, mirando que el virrey la escuchaba— por preguntar a V. E. si me permite hablarle con toda franqueza.

—Sin duda.

—¿Aun cuando no sea de negocio que toque al real servicio, sino sólo al particular de V. E.?

—Con más razón, señora, que en más respeto se deben tener los asuntos del rey mi amo, que los míos propios.

—Pues solos estamos, y V. E. me da su beneplácito para hablar con franqueza, no sufra yo un desaire si toco punto de reserva entre caballeros.

—Hable vuesa merced con entera confianza.

—Ha llegado a mi noticia que V. E. pena de amores por una hermosísima y discreta dama de esta ciudad, llamada doña Juana de Henríquez.

El virrey hizo un movimiento de sorpresa y de disgusto al ver su secreto, que tan bien guardado creía, saliendo de la boca de una mujer desconocida para él.

La dama lo advirtió; pero equivocando la causa de aquel movimiento, se apresuró a calmar al marqués, diciendo:

—No tenga empacho V. E. de confiar en mí, porque aunque soy dama de buena familia, y honrada, conozco demasiado el mundo, y considero que V. E. es joven y fogoso, y doña Juana de tan relevantes prendas, que el amor de V. E. por ella, no sólo es natural, y disculpable su deseo de poseerla, sino que esto prueba una vez más que V. E. es un caballero de mucho espíritu, porque la pasión amorosa, con ser tan noble, halla más pronto cabida en nobles pechos y en levantados espíritus.

El de Villena no sabía verdaderamente si decir algo o callar; pero la dama le sacó de su embarazo continuando su relación.

—Hasta el día, o mejor dicho, hasta la noche de hoy, sé muy bien que nada ha podido alcanzar V. E. en su empresa; quizá ni hacer que la dama conozca el amor que V. E. le profesa…

—Es verdad —dijo maquinalmente el virrey sin poder contenerse.

—Pero como en un momento pueden acontecer cosas que no han acontecido en muchos años, quizá lo que vengo a ofrecer a V. E., V. E. mismo no se ha atrevido ni aun a pensarlo desque anda enamorado.

—¿Y qué me ofrece vuesa merced, señora?

—Ofrezco, la felicidad a V. E.

—¿Y cómo?

—En figura de doña Juana Henríquez.

El marqués creyó que soñaba, o que aquella mujer le estaba engañando.

—Por supuesto, señor —continuó ella— que ante todo es preciso que nada sepa de todo esto don Cristóbal de Portugal.

—Don Cristóbal de Portugal —anunció en este momento el criado.

La dama, con una admirable rapidez bajó un tupido velo que sobre las tocas llevaba, cubrióse el rostro y se encogió en el sitial de manera que hubiera sido imposible reconocerla.

En aquel momento la visita de don Cristóbal era tan importuna como deseada había sido una hora antes.

El virrey estaba profundamente disgustado, porque en la relación de la dama había entrevisto que don Cristóbal, o había tratado de engañarle o era un obstáculo para alcanzar el amor de doña Juana, supuesto que la primera condición era que él nada supiese. Y todo esto indignaba al virrey, aun suponiendo que le perdonase el haber revelado su secreto, en atención a que esa falta de sigilo hubiera hecho venir a Palacio a la misteriosa visita.

Todas estas reflexiones pasaron como un relámpago en la cabeza del marqués, y con la misma facilidad tomó una determinación.

—Di a ese caballero —contestó al criado, que esperaba— que por estar indispuesto no puedo recibirle; pero que en la semana que viene nos veremos.

El criado cerró la puerta, y el virrey volvió al lado de la dama, exclamando:

—¿Pero será posible que vuesa merced cumpla lo que me ofrece?

—Como lo digo. Doña Juana vendrá, y será de V. E. por toda su vida.

—¡Ah para toda mi vida! —exclamó con pasión el marqués.

—¿Cuándo quiere V. E. que venga? ¿Desde que día dispone que sea suya esa joven?

—Por mí, hoy mismo, en el instante, porque cada momento que pasa me parece un siglo, y temo que teniéndola en mi mano aún podría perderla; pero la impaciencia no me impide pensar en que tengo necesidad de prepararla una habitación digna de su belleza y de su mérito, y para esto necesito algunos días, muy pocos; pero debe tener una cámara regia, y aquí, cerca de mí porque, una vez a mi lado, no me separaré de ella jamás.

—Señale V. E. el día.

—Pues para el día nueve de este mes.

—Bien, señor: el día nueve de junio, a las doce de la noche, que espere el ayuda de cámara de V. E. una silla de manos que llegará a la puerta de Palacio, porque en esa silla llegará doña Juana Henríquez, que será desde ese momento la dama del noble marqués de Villena.

—Debo a vuesa merced más que la vida. ¿Qué desea vuesa merced en pago de este servicio?

—Para mí nada más que la amistad de V. E., y que honre mi casa visitándola: para el hombre que me ha dado el medio de complacer a V. E., una recompensa que trataremos V. E. y yo mañana, si V. E. honra mañana mi casa.

—¿Cómo se llama vuesa merced, señora?

—Doña Fernanda Juárez de Subiría.

—Debí haberlo adivinado, señora, en el talento y las distinguidas maneras de una dama tan conocida en México. Mañana en la noche visitaré a vuesa merced.

—¿Desea V. E. que la casa esté sola, o puedo recibir a mis acostumbrados tertulianos?

—Me es indiferente; pero sería mejor, para evitar sospechas, que estuviesen allí los que visitan a vuesa merced, que no faltará ocasión de que hablemos a solas.

—Ya lo creo.

—Iré, señora, y trataremos de esa recompensa, que ser debe proporcionada al servicio.

—¡Ah! olvidaba decir a V. E. que doña Juana tiene un capricho, y desea que V. E. se lo complazca.

—¿Y cuál es?

—Desea que la mañana del día en que ha de venir a Palacio, al sonar las ocho, pase V. E. por delante de sus ventanas, sobre un caballo negro y vistiendo los colores de doña Juana: verde y negro.

—Hubiera querido que me pidiera mi vida y no cosa tan sencilla. Podéis decirla que la complaceré.

—Pues permítame V. E. que me retire, que es tarde, y hasta mañana.

Levantóse doña Fernanda, y el virrey la acompañó hasta la puerta, diciéndola:

—¿Quiere vuesa merced que la acompañen dos alabarderos?

—Agradezco el honor; pero vivo cerca, y vienen acompañándome algunos de mis lacayos armados.

El virrey hizo una reverencia y se retiró.

Pocos momentos después, entre la oscuridad de la noche, se veía pasar por el puente de Palacio una silla, delante de la cual iban dos lacayos alumbrando con sendos hachones.

Era que doña Fernanda regresaba a su casa.

V. Ángel y demonio

Felipe no descuidó avisar a su madrina doña Fernanda la buena disposición de Clara, y alentados ambos por aquello que consideraban un favorable presagio, determinaron redoblar sus esfuerzos.

La viuda profesaba gran cariño a don Guillén, y le consideraba como el futuro salvador de México. Filiada entre los conspiradores, era una de las personas que con más actividad y energía cooperaban a la empresa; pero en medio de todo esto, su amor propio le hacía ver como un triunfo superior a todo, lo que ella llamaba el negocio del virrey.

Procuraba en cuanto era posible prevenir el disgusto de don Guillén; pero la sola idea de conseguir lo que parecía imposible, la hacía despreciar todos los peligros.

Y sin embargo nada descuidaba, y constantemente instaba a Felipe para que llevase a don Guillén a la casa de Clara, prometiéndole que después de la primera entrevista, ella se encargaría de exaltar el ánimo del galán hasta hacerle olvidar a doña Juana con el amor de Clara.

Felipe había espiado la oportunidad; pero sea que don Guillén anduviese muy preocupado, o que Felipe no conociese bien sus costumbres, se pasaron muchos días sin que consiguiese llevarle a su casa a la hora que él pensaba que sería más oportuna.

Clara, por su parte, había consentido ya en su corazón aquel amor de que antes procuraba huir; halagaba la ilusión, la acariciaba y la hacía crecer. La pobre niña pensaba, por lo que su hermano le contara, que tenía la misión de salvar a su amante de un precipicio, y aquella misión era para ella tan grata, que cada vez que Felipe estaba en la casa y que podía hablarle, le preguntaba.

—¿No vendrá hoy?

—No —contestaba hipócritamente Felipe— es muy difícil arrancarle de los brazos de esa mujer.

—Haz un esfuerzo, el tiempo vuela —decía Clara, sintiendo ya el aguijón de los celos.

—Pronto estará aquí; pero te advierto que es necesario que no pierdas la oportunidad, porque quizá no vuelva a repetirse la visita; oblígale a declararse contigo; alucínale.

—Pero si yo no sé cómo se consigue eso —respondía la joven con cierta tristeza—. ¡Ojalá que fuera yo de esas mujeres que dicen que fascinan a los hombres! Yo no sé lo que debo hacer.

—Pues piénsalo bien; deja a un lado la gazmoñería; en fin, mira lo que haces. La cosa no es difícil, y vosotras las mujeres, por inocentes que aparentáis ser, a la hora que os conviene tenéis una infinidad de recursos para saliros con la vuestra. En tu mano está salvar esa alma.

—Sea por Dios —decía Clara.

Y así pasaban los días: ella esperando, y él desesperando ya.

Por fin, Felipe logró encontrar a don Guillén, que atravesaba solo la plaza principal, y como si hubiera tenido mucho placer con aquel encuentro, le echó los brazos al cuello con efusión.

—Permítame vuesa merced —le decía— que le llame el más ingrato de los hombres, pues que vuesa merced dice que el que hace el beneficio debe ser el agradecido, y como el que nos ha hecho es tan grande, muy grande debe ser su ingratitud en no haber ido a vernos.

—Razón tenéis a fe —contestó sonriendo don Guillén— más culpad a mis ocupaciones y no a mi falta de cariño a una familia que en tanto estimo.

—Pues sígame vuesa merced en este momento, para dar a los señores mis padres el placer de verle.

—En este momento me es imposible; os doy mi palabra de que será mañana.

Felipe deseaba que la visita fuera al día siguiente, tanto para preparar a su hermana como porque la hora en que había encontrado a don Guillén no era la más oportuna para que pudiese hablar con Clara; sin embargo, para salvar las apariencias insistió.

—Mire vuesa merced que no me fío, y mañana ni se acordará de nosotros, que tanto le queremos.

—Lo prometo a fe de caballero.

—Eso me basta: mañana estará de albricias mi familia. ¿Y a qué hora irá vuesa merced, para que pueda yo esperarle?

Don Guillén reflexionó un momento.

—Por la mañana a las diez, o por la tarde a las cuatro.

—¿No podría ser a las dos de la tarde?

—Para mí será mejor; pero creía que a esa hora comíais.

—No, a esa hora todo ha pasado. ¿Quiere vuesa merced que vaya yo a buscarle a alguna parte para acompañarle?

—Si no tenéis inconveniente y sabéis adónde vive la señora doña Fernanda Juárez, allí podéis esperarme: iré de visita a su casa al medio día.

—Sé poco más o menos donde esa señora vive, y además preguntaré para no errar. Esperaré a vuesa merced en el portal de la casa.

—Bien: hasta mañana.

—Buenas tardes.

Don Guillén continuó su camino, y Felipe corrió a avisar a doña Fernanda y a preparar a Clara.

La joven se puso pálida; era como la noticia del combate en que iba a jugar su felicidad, y, según su hermano, la salvación de don Guillén.

Toda la tarde estuvo preocupada; en la noche le fue imposible dormir; el temor y la esperanza se habían dado cita para luchar en su corazón, y como dos gladiadores invencibles se disputaron el campo largas horas.

Llegó el día, y ni el uno ni la otra quedó vencedor.

Aquella mañana, Clara puso mayor esmero en su tocado y en su traje.

Cuando una joven tiene ya un amor correspondido, sabe qué cosa es del gusto del galán; conoce bien de qué manera está mejor a sus ojos; pero cuando, como en el caso de Clara, va por primera vez a hablarle, cada adorno de su traje, cada onda de su cabellera, es una inmensa dificultad; y la varía mil veces, y al fin queda siempre disgustada.

Clara creyó, como era natural, que nunca había estado su vestido menos airoso, que nunca su tocado había tenido menos gracia, que aquel día estaba pálida, y quizá por la falta de sueño su tez le parecía marchita.

Las mujeres se dicen a sí mismas al mirarse al espejo después de estar vestidas:

—Hoy estoy simpática o bonita; ojalá me vean hoy.

O bien:

—Qué sé yo lo que hoy tengo, pues no estoy como otros días; me falta algo; este vestido, este tocado… Vamos, ojalá no me mire nadie.

Con estas palabras o con otras, casi todas las mujeres se dicen esto casi todos los días, aunque muchas no se atrevan a confiar su pensamiento ni a sus más íntimas amigas.

Pero lo malo es que, generalmente, el día en que una mujer necesita contar más con su belleza, es el día en que por lo regular se siente y se mira menos bien.

Preocupación; pero ella dice:

—¡Ayer estaba yo tan bien!

Clara se encontraba menos bien que la víspera.

Sonaron las doce, y la inquietud atormentaba a la pobre joven.

Felipe no faltó a la hora de la comida, que pareció eterna a Clara.

Terminó la comida, rezó Marta las oraciones de costumbre, y Felipe salió a la calle haciendo a Clara una seña.

Era un infierno lo que la joven sentía en su corazón. A cada momento le parecía que don Guillén llegaba antes de que el viejo Méndez se durmiese y de que Marta se saliese a la iglesia, y en ese caso todo estaba perdido, porque ella no podría hablar a solas con él.

Cuando se desea una cosa con impaciencia, aun cuando sea cosa fácil de conseguir, brotan pequeños obstáculos que sirven para martirizar.

Ya era el lecho de Méndez que no estaba a su gusto; ya era un rayo de sol que le impedía dormir, entrándose por una rendija, ya era un rosario de Marta que no se encontraba, y ella le necesitaba para irse al templo; ya un encargo que se había olvidado de hacer la vieja.

Surgían dificultades, Clara estaba en un potro, y el tiempo volaba.

Calmóse al fin todo; escucháronse los ronquidos de Méndez; ausentóse Marta, y Clara se sentó en espera de la visita.

Se podían oír por toda la estancia los latidos del corazón de la joven.

A cada momento se estremecía Clara y se ponía encendida como un botón de rosa, creyendo escuchar pasos.

Por fin, se oyeron verdaderamente las pisadas de dos personas en el aposento anterior; la puerta se abrió y don Guillén y Felipe se presentaron.

Clara sintió que las fuerzas le abandonaban, y tuvo que apoyarse en uno de los brazos del sitial para ponerse en pie.

Don Guillén tendió la mano a la joven, y sintió que aquella mano estaba fría.

Entre paréntesis: es preciso observar que cuando una mujer tiene amor a un hombre, y éste aun no se ha declarado, las manos de aquella mujer se enfrían extraordinariamente si el hombre por quien acaricia una ilusión se presenta de repente. Este fenómeno es fácil de observarse, aunque no deja de tener excepciones la regla.

Felipe fingió ignorar la ausencia de Marta.

—¿Está ahí madre? —preguntó a Clara, después de haber invitado a don Guillén a tomar asiento.

—Ha salido —contestó la joven— ya lo sabes.

—¿Y padre?

—Ya sabes que a esta hora duerme la siesta —replicó Clara.

Felipe hubiera deseado que el sueño de Méndez y la ausencia de Marta hubieran aparecido como una cosa casual a los ojos de don Guillén, porque, conociendo a este tan sagaz, temía que comprendiera que había un plan premeditado; pero la inocencia de Clara estuvo a punto de descubrir que así era.

Felipe era astuto y, sin embargo, había olvidado prever esto; que los más expertos generales suelen dejar descubierto un camino por donde puede venir el ataque, y entonces es su fortuna la que se encarga de abrir o cerrar los ojos del enemigo.

Afortunadamente para Felipe, don Guillén no entró en malicia, y comenzaron los tres a departir amistosamente, cuidando de hacerlo en voz baja y muy cerca unos de otros para no despertar al anciano, cuya respiración tranquila pero ruidosa, se escuchaba en el aposento inmediato.

De repente llamaron a la puerta.

—Será madre —dijo Méndez.

—Su merced no llama, entra sin llamar —replicó Clara, que repuesta estaba ya de la emoción.

—Adelante —dijo Felipe levantando la voz.

Abrióse la puerta, y Requesón, el criado de Felipe, con el sombrero en la mano, se presentó, trayendo una carta que entregó a Felipe.

—Con permiso de vuesa merced —dijo abriendo la carta.

—¡Qué pena! —exclamó después de haber leído.

—¿Hay alguna desgracia? —preguntó don Guillén.

—Sí, y es la de que tengo que dejar a vuesa merced en este momento, porque un amigo mío me solicita con urgencia, y no quisiera…

—Yo sentiría estorbaros, y si es así, me retiro…

—Dios nos ampare, que pues vuesa merced es tan bondadoso que me da su permiso para dejarle, y en compañía de mi hermana queda, voy tranquilo, sintiendo sólo el no poder asistirle en mi casa como deseo.

—Id, y eso no os apene, que conozco y agradezco la intención.

Felipe se levantó, tomó su sombrero y salió diciendo a don Guillén, al mismo tiempo que dirigía una mirada de inteligencia a Clara:

—Con permiso de vuesa merced, y que Dios le guarde.

—Él vaya con vos.

Felipe, seguido de Requesón, salió, cerrando tras sí la puerta.

—Vamos —exclamó— todo ha salido a pedir de boca. ¡Como esa tonta no le deje escapar!… Requesón.

—Señor amo.

—Vete a la calle, y cuando a lo lejos mires venir a la señora mi madre, sube violentamente a prevenir a Clara. Cuida de llamar a la puerta, y no te vayas a entrar como una bestia ¿entiendes?

—Sí, señor amo.

—Cuidado con hacer una de tus brutalidades, porque te hago cuartos.

Y tras estas cariñosas advertencias, salióse Felipe tranquilamente a la calle, cantando sotto voce algo que debía estar muy en moda entonces.

Clara había permanecido en silencio, esquivando la mirada de don Guillén, que la observaba con atención.

—Estáis triste —dijo él de repente.

—No tal —contestó ella, poniéndose encendida.

—Tal parece, según vuestro silencio. ¿Os preocupa algo?

—Sí; me preocupa una idea en verdad bien triste —contestó Clara, queriendo aprovechar el momento para hablar de lo que ella deseaba.

—¿Y puedo saberla?

—Sí —dijo resueltamente la joven.

La inocencia tiene rasgos de audacia inconcebibles; rasgos que sólo pueden encontrarse en el cinismo.

Tan negra es algunas veces el ala de un cuervo, que la luz del sol se refleja sobre ella como sobre la nieve.

Un niño y una virgen suelen decir con mucha franqueza cosas que no se atrevería a decir un sargento. Es que ellos, los inocentes, no alcanzan a comprender la interpretación que el mundo da a todo.

Una mujer inocente cae más fácilmente que una pecadora.

La malicia salva mil veces a las mujeres del peligro, porque les indica el camino que llevan: sin ella, cuando la venda cae de los ojos, ya no hay remedio. Es que la verdadera inocencia es ciega, y el mundo no la respeta ni como inocencia ni como ciega. Abusa de ambas cosas.

Clara no comprendió hasta dónde podía llevarla su franqueza. ¿Qué sabía ella si el amor podía pasar de un sentimiento espiritual? ¿Qué sabía ella, si detrás de eso que conocía por amor existía el abismo?

—Decid la causa de vuestra pena —dijo sonriendo don Guillén.

—¿Pero promete vuesa merced no reñirme?

—Por el contrario, quereros más.

Don Guillén acercó su sitial hasta quedar enteramente cerca con Clara.

—Vuesa merced es la causa —dijo la joven haciendo un esfuerzo.

—¿Por qué?

—Porque yo sé que vuesa merced tiene unos amores que no le convienen; qué sé yo… en fin, unos amores que entristecen a sus amigos.

—¿Y qué amores son ésos, hija mía?

—Con una mujer de mala vida, una llamádose Escudilla…

Don Guillén se puso a su vez encendido hasta lo blanco de los ojos; pensó que alguien le había visto entrar o salir de la casa de aquella perdida, y que lo había contado a Clara.

La joven observó su turbación y acabó de creer lo que su hermano le había dicho, y fortaleció su resolución de salvar a don Guillén sin detenerse en nada.

—Y la verdad es —continuó— que como vuesa merced merece una mujer de otra clase, una mujer virgen, que no haya querido a nadie más que a vuesa merced, y hay tantas que serían felices…

—Clara, por Dios, no creáis eso, soy incapaz…

—¿De amar a otra?

—No, de amar a esa mujer, a esa Escudilla.

—¿De veras? —preguntó con candorosa alegría Clara.

—Os lo juro por la memoria de mi padre.

—¡Ah qué feliz soy! —exclamó Clara sin pensar que descubría su corazón.

En aquel momento la joven estaba transfigurada, brillaban sus ojos con tanta dulzura húmedos por el placer, se coloraban tan suavemente sus mejillas, se agitaba su seno de un modo tan visible, que hubiera sido preciso ser de mármol para no sentirse arrebatado.

—¿Tanto así os intereso? —dijo con entusiasmo don Guillén, en cuya frente apareció una pequeña mancha de un rojo subido—. ¿Tanto así os intereso? —repitió tomando una de las manos de la joven que se la abandonó como si la emoción le hubiera quitado la fuerza.

—No tengo palabras para contestar a vuesa merced; pero me interesa tanto, que desde que le conozco, no hago más sino pensar en él; y desde que supe lo de la Escudilla, lloro siempre que estoy sola, porque yo creía, pobre de mí, que vuesa merced me había de querer a mí y no a otra.

Y los ojos de la pobre Clara se rasaron de llanto.

—Niña, no llores —dijo ya con acento apasionado don Guillén, llevando a su corazón la mano de la joven— no llores ahora, que un río de lágrimas tienes que derramar en el porvenir, sólo porque has tenido la desgracia de conocerme. Oye, niña, tú no sabes quién soy yo; tú no comprendes qué horrible desgracia pesa sobre mí, que soy como la serpiente fabulosa que seca las flores con su sombra; yo soy el viento que arrastra en su carrera los corazones y los marchita. Niña, huye de mí; olvídame.

—¡Olvidarte, señor! —exclamó la joven exaltada, acercando su rostro al de don Guillén— ¡olvidarte!, ¿y quién puede olvidarte después de haberte visto y de haberte oído? Yo no entiendo eso que me has dicho, ni sé lo que eso querrá decir; pero todo eso me ha fascinado en vez de acobardarme: si he de ser desgraciada contigo, más lo seré sin ti; y además, no sé lo que tienes en tu cuerpo, en tu mirada, en tu aliento, que es imposible resistir, no a tu amor, sino al impulso de declarar lo que el pecho siente; hay algo que pasa de tu cuerpo a mi cuerpo, de tu alma a mi alma, porque tengo un valor para hablarte que antes no tenía. Digo palabras que casi no conocía; soy otra mujer, señor, desde que tú has tomado mi mano; si no te quisiera tanto, creería que me habías hechizado.

—Clara, por Dios; por tu felicidad, Clara, olvídame; no me ames; mira que casi te amo yo, y si no me rechazas en este momento, después no habrá remedio.

—Señor ¿te había de rechazar cuando tú me confiesas que casi me amas? ¿Ahora que siento tan dulce esperanza había de olvidarte? Nunca.

—Pues yo te salvaré, Clara; te salvaré a tu pesar, y Dios me ayudará. El ángel lucha con el demonio en este momento: yo haré triunfar al ángel.

Y don Guillén, armándose de resolución, se levantó de su asiento para huir de allí; pero Clara adivinó su intención, y tomándole rápidamente la mano le atrajo con toda su fuerza.

Don Guillén volvió a caer en el sitial tan cerca de Clara, que sus alientos se confundían.

—Tú lo has querido, Clara —exclamó—. Mía serás.

—Para siempre —dijo ella con entusiasmo.

Y sus labios de unieron a los de don Guillén en un ardiente y prolongado beso.

En este momento llamaron a la puerta.

—¿Quién va? —dijo Clara.

—La señora Marta va a llegar —contestó Requesón sin entrar.

—¿Volverás a verme? —preguntó Clara, procurando reponerse.

—Nos veremos todos los días —contestó don Guillén besándole la mano.

Pocos minutos después entraba tranquilamente Marta.

VI. Una reunión alegre

Se acercaba el día nueve de junio, en el cual se debía dar el golpe preparado por el arzobispo Palafox; todo estaba dispuesto, y el virrey no sabía absolutamente nada, ni aun siquiera concebía la menor sospecha.

La tempestad rugía ya sobre la cabeza del de Villena; el rayo iba a caer sobre su frente, y él, con la mayor tranquilidad, iba a presentarse a la casa de doña Fernanda Juárez, con el objeto de pasar una velada divertida y de arreglar allí con la viuda el premio que tenía que dar al hombre que iba a ponerle en posesión de doña Juana.

La casa de doña Fernanda lucía sus trajes de gala: todas las galerías y los salones estaban profusamente iluminados por bujías de cera; iban y venían lacayos blancos y negros, vestidos con las escandalosas libreas de la casa, llevando en grandes bandejas de plata refrescos, licores, bizcochos, y cuanto más podían apetecer los convidados que llenaban los salones y que paseaban buscando el fresco por las galerías.

Había una concurrencia tan escogida como numerosa: hermosas damas ostentando magníficas alhajas y valiosos trajes; caballeros distinguidos por su nobleza, por el alto empleo que ocupaban o por sus riquezas; oidores, inquisidores, encomenderos, toda la alta sociedad de México se había dado cita para aquella noche en la casa de doña Fernanda. La viuda daba una espléndida fiesta para recibir en su casa al virrey marqués de Villena.

En casi todos los salones había música, y en muchos de ellos se bailaba, a pesar de que todos estaban impacientes esperando la llegada del virrey.

Doña Fernanda hacía los honores de su casa como una gran señora. Sin olvidar a nadie, sin descansar un momento, veíasela tan pronto en un salón como en otro; tan pronto agasajando a un viejo inquisidor, grave y enfermizo como a un joven heredero, rico y disipado; hablando ya a una dama, o diciendo al paso alguna cosa agradable a un grupo de amigos de confianza.

Una vez llegó doña Fernanda a un grupo formado por dos hombres que hablaban casi en secreto algo retirados de los demás; eran Felipe y don Martín. Los dos vestían riquísimos trajes y lucían hermosas alhajas; pero desde luego podía notarse que no eran caballeros, porque a pesar de la elegancia de sus trajes, se dejaba conocer que no era aquella sociedad ni eran aquellas maneras galantes a las que ellos estaban acostumbrados.

A medida que es más fino y elegante el traje de un hombre, se manifiesta más su educación. Un hombre vulgar, vestido con la ropa del patán, puede quizá engañar; pero con los atavíos del hombre de alta sociedad, revela inmediatamente su falta de ilustración.

La viuda se acercó a don Martín y a Felipe.

—¿Cree vuesa merced, madrina, que vendrá? —preguntó Felipe.

—Sin duda —contestó doña Fernanda.

—Pero ya es tarde —agregó don Martín.

—Para personas de tan alta posición no se hizo la costumbre de ocurrir temprano a las diversiones —contestó sonriendo la viuda, y agregó al separarse de los dos amigos—: Un poco de paciencia.

Repentinamente hubo un rumor extraño, y circuló rápidamente la noticia de que el virrey llegaba.

Un lacayo apostado por doña Fernanda en la puerta de Palacio, había visto salir la carroza de su Excelencia, y a toda carrera había llegado a avisar a su señora.

Todo el mundo se puso en movimiento. Las damas, unas abrieron los balcones para ver llegar al virrey y bajar de su carroza; las otras se agruparon para verle cruzar el patio y subir; los caballeros esperaron reunidos en las galerías, y otros más caracterizados bajaron hasta el portal y el patio a recibirle.

Doce lacayos, llevando gruesos cirios encendidos en las manos, se llegaron hasta la portezuela de su carroza.

Bajóse el virrey, y detrás de él don Cristóbal de Portugal. Recibieron a S. E. los caballeros enviados con tal objeto por doña Fernanda, y aquella procesión solemne atravesó el patio al son de las músicas que tocaban todas al mismo tiempo.

La viuda recibió al de Villena al término de la escalera, haciéndole profundas reverencias; él, que presumía de galante, estrechó la mano de doña Fernanda haciendo ademán de llevarla a sus labios, y luego, sin dejarla de la mano, se dirigieron los dos al salón principal, pasando entre la concurrencia que se agrupaba por ambos lados de su camino, y seguido de multitud de personas y de los lacayos que alumbraban.

El virrey, que no se esperaba encontrar tanto lujo ni tan espléndida recepción, estaba encantado.

Don Cristóbal miraba por todas partes con gran empeño algo, algo que encontró, porque su fisonomía se dilató con una sonrisa de placer.

Don Cristóbal había alcanzado a ver sobre la multitud, y dominándolo todo, la profusamente adornada cabeza de doña Luisa de Velasco.

El tocado de doña Luisa, aquella noche, podía llamarse monumental; parecía el fruto de un trabajo de quince días, y no podía explicarse nadie, si la joven había dormido sentada muchas noches, o si acaso no había dormido, porque parecía imposible que en un sólo día se hubiese hecho tanto, aun cuando hubieran tomado aquella obra por tarea dos cuadrillas de peluqueros.

Sobre una montaña de rizos, todo un jardín, todas las joyas de la corona de España, y entre todo esto, cintas de seda de colores con admirable profusión. Éste era el tocado de doña Luisa.

Don Cristóbal de Portugal se sintió orgulloso de amar a tan raro portento de gusto y de elegancia.

El virrey y doña Fernanda tomaron asiento en el salón, y damas y caballeros venían a saludar y a ofrecer sus respetos al de Villena, y doña Fernanda les iba presentando.

Volvieron a sonar las músicas, a cruzar los lacayos con refrescos, y a bailar algunas parejas: terminaron las presentaciones y los saludos, y reinó la alegría.

Don Martín y Felipe, como dos aves de mal agüero, sombríos y silenciosos observaban desde lejos al virrey y a doña Fernanda, sin tomar parte en el movimiento general, sin embargo que Felipe dirigía de vez en cuando miradas ardientes a una hermosa dama que no lejos de él estaba, y que era nada menos que doña Inés, la mujer de don Ramiro de Fuenleal.

Doña Inés notó la insistencia con que Felipe la miraba, y procuró no verle; pero sintió como un presentimiento sombrío; aquella mirada le hacía mal; aquella mirada le parecía la de un búho.

Varias veces quiso separarse de allí y buscar asiento en otra parte; pero el salón estaba completamente lleno, y tuvo necesidad de permanecer.

—Mire V. E. —decía doña Fernanda al virrey— aquellos dos caballeros.

—¿Cuáles?

—Aquellos, que más parecen hidalgos de aldea…

—Sí.

—Pues el de más edad es el que tiene el secreto de que hablé a V. E.

—¿Aún no ha dicho a vuesa merced, señora, cuánto exige?

—No.

—Sería conveniente hablarle.

—Dentro de un momento arreglaré todo de manera que nadie lo advierta, invitando a V. E. a que pase al comedor a tomar alguna cosa, y allí podrá hablarle con toda confianza.

—Vuesa merced sabe lo que hace.

Don Guillén se había presentado en el salón y tomado asiento al lado de doña Inés.

Felipe no perdía de vista a la dama.

Como era aquella la primera vez que Felipe tenía entrada a los salones de su madrina, y no había nunca tratado aquella clase de la sociedad, el hombre estaba deslumbrado, fascinado. Le parecía estar en el cielo: comparaba la hermosura de aquellas damas, que le infundían respeto, con la belleza innoble de las mujeres perdidas que estaba acostumbrado a ver en las orgías de don Martín de Malcampo.

Se le subía la sangre al rostro sólo de pensar que alguien de los presentes pudiera saber que él tocaba la guitarra y cantaba para divertir a las «damas de picos pardos».

Doña Inés, entre todas las mujeres que había visto aquella noche, era la que más le había impresionado.

La severa belleza de la mujer de don Ramiro; la melancólica dulzura de sus miradas; su aire majestuoso; su modestia, todo hablaba al alma de Felipe, haciéndole comprender que existía otra cosa más alta y más noble que el amor material; conoció en un momento que existía un sentimiento que él no había tenido nunca dentro de su corazón: el amor espiritual, que purifica el alma, que da la verdadera felicidad o la verdadera desgracia.

Felipe aprendió que hay mujeres que no se olvidan al día siguiente; que hay mujeres que pueden ser el ángel o el demonio, el infierno o la gloria de un hombre.

El hombre se convenció de que estaba enamorado de doña Inés, y aunque no la conocía, a poco supo quién ella era.

¿Pero qué podía esperar él? ¿Qué esperanza podía abrigar cuando los separaba un insondable abismo, porque ella era casada, y un muro inexpugnable por las diversas clases de la sociedad a la que ambos pertenecían?

Aquella impresión Felipe necesitaba confiarla a alguien, y ese alguien no podía ser otro sino don Martín. Pero don Martín rió de buena gana, y Felipe se sintió avergonzado.

Felipe había oído hablar de celos sin saber lo que ellos eran. Cuando vio a don Guillén al lado de doña Inés, conoció que comenzaba a sentir los celos: se comparó con él y se encontró pequeño.

Don Cristóbal de Portugal, después de un lucha terrible y de una constancia heroica, había llegado a conquistar un sitio al lado de doña Luisa de Velasco.

La joven le recibió con marcadas señales de cariño, porque no olvidaba que doña Fernanda le había encargado que procurase saber lo que don Cristóbal guardaba en secreto acerca de los amores del virrey.

Pero la viuda, en el nuevo giro que había tomado la intriga, se olvidó de don Cristóbal y de doña Luisa de Velasco, y ésta, sin saber nada de todo esto, creyó llegada la gran oportunidad de hablar a su adorador.

—Señora —dijo don Cristóbal a doña Luisa— loado sea Dios mil y mil veces, que me ha permitido llegar aquí, adonde está todo el día mi pensamiento.

—Vamos, señor —contestó doña Luisa, moviendo su largo cuello como el de una garza real que se traga un grueso pez— comienza vuesa merced a decir cosas que sabe que no puedo creer.

—Tanto sería dudar de mí, como del sol que alumbra durante el día a la humanidad, y a mi alma en este feliz instante, pues sois el sol de mi espíritu.

—Se acuerda de eso vuesa merced cuando me mira.

—Amador más constante y más amartelado, no lo encontraréis.

—¡Ah! si yo pudiera creer en eso…

—¿Qué? Decid por piedad.

—Quizá no pesaría a vuesa merced, si tanto me ama —dijo doña Luisa, fingiendo rubor y volviendo al otro lado la cabeza como un cisne que va a rascarse las plumas con el pico.

—Creedme, doña Luisa, creedme: os amo, y seré con vos el más fiel de los amantes.

—Déme vuesa merced una prueba.

—Decid; mandad, señora.

—Una sola: contésteme vuesa merced una pregunta.

—Estoy dispuesto a contestar.

—¿Con verdad?

—Con verdad.

—¿Aunque os vaya la vida?

—Aunque mil vidas me fueran.

—Pues bien ¿qué misterio encierra la venida del virrey a esta casa?

—S. E. está apasionado…

—¿De quién?

—Ésas ya son dos preguntas.

—Contestad.

—De doña Juana Henríquez.

—Pero ella no está aquí.

—Doña Fernanda puede ayudar a S. E., y él viene a hablar con ella acerca de esto.

—Bien; pero esta entrevista es muy escandalosa y podían haberse hablado a solas. ¿Qué ha avanzado el virrey en sus amores?

—Os juro que nada de esto sé. El virrey me hablaba de doña Juana a todas horas antes; desde hace tres días ni aun la mienta en mi presencia; todo es para mí un misterio.

—Me engañáis.

—Os lo juro.

—Vos no me amáis —exclamó doña Luisa, y se volvió completamente del otro lado torciendo el largo cuello como una grulla que mete la cabeza bajo el ala para dormir.

Todas las súplicas de don Cristóbal y todas sus protestas fueron inútiles, porque el flexible cuello de doña Luisa no se movía más que el de una de esas cigüeñas de bronce con que se adornan los surtidores de agua.

Don Cristóbal conoció que la sombra de doña Juana era funesta para él en amistades y en amores.

VII. Una intriga que nace de otra

Cerca ya de la media noche, doña Fernanda se acercó al virrey, que en medio de un numeroso grupo de damas y caballeros estaba.

—Como V. E. nada ha querido tomar —le dijo— de cuantos refrescos se han servido, he mandado disponer para V. E. una mesa en el comedor, y espero que admitirá mi compañía durante la cena.

—Con mucho placer —contestó el virrey poniéndose en pie y ofreciendo su mano a la viuda, que atravesó guiándole por todos los salones, causando envidias y despertando celos.

En el comedor estaba regiamente preparada una mesa con sólo dos cubiertos: lucía en ella riquísima vajilla de oro y plata; botellas y vasos, y copas abrillantados reflejaban las luces de multitud de bujías, y contrastaban con el blanco mate de los manteles y servilletas de seda.

En el lugar de honor había un gran sitial de madera de sándalo, tapizado de seda y bordado en el respaldo el escudo de armas que decía doña Fernanda ser el de familia. A la derecha un asiento algo más modesto.

La viuda hizo sentar al de Villena en el lugar de honor, y ella se sentó a su lado; cerráronse las puertas que comunicaban con el resto de la casa, y cuatro esclavos negros comenzaron a servir.

El virrey estaba alegre y comía bien; la conversación de doña Fernanda le halagaba; la viuda tenía talento y hacía graciosas y oportunas alusiones a la fortuna del virrey y a la felicidad que le esperaba con doña Juana.

—Cuando V. E. haya terminado, haré que entre nuestro Mercurio —dijo.

—Y no podrá venir a mejor tiempo, que puedo asegurar a vuesa merced que estoy tan contento como hace ya mucho tiempo que no lo he estado.

Una hora después la cena había concluido.

Doña Fernanda hizo una seña a un esclavo, que se acercó a ella.

—Permítame V. E. —dijo al virrey— que envíe a llamar a nuestro hombre.

Y luego en voz baja dirigió al esclavo algunas palabras.

Los otros esclavos se habían retirado, y doña Fernanda y el de Villena quedaron enteramente solos.

—Va a llegar —dijo la viuda—. Espero que V. E, perdone si nota en él alguna rudeza o falta de cortesía, que no es hombre criado en la corte ni en la nobleza.

—Poco importa, que he tratado a muchos soldados —contestó sonriéndose el virrey— y sé cómo se habla con estas gentes.

—¿Quiere V. E. hablarle a solas o delante de mí?

—Respondo a vuesa merced, señora, como nuestro católico rey Fernando cuando le preguntaron si en nombre suyo o en el de su augusta esposa doña Isabel se había de tomar posesión de la ciudad de Granada: «Tanto monta, monta tanto».

—Paréceme más prudente dejar a V. E. solo con él, y yo estaré a la puerta hasta que V. E. salga.

—No consentiré, en mis días, que vuesa merced se tome tal trabajo.

—Déjeme V. E. hacer, que mía es la dirección de todo esto.

—Por obedecer a tan discreta dama como vuesa merced, consiento.

En este momento se abrió la puerta y don Martín de Malcampo se presentó, pero sin atreverse a dar un paso adentro.

—Entre vuesa merced —dijo la viuda dirigiéndose a Don Martín— que V. E. permite que le hable a solas.

Don Martín se adelantó hasta llegar cerca del virrey; pero venía tan pálido, tan turbado, caminando con tanta torpeza, que estuvo a punto de caer, porque la espada se le enredó entre las piernas.

Jamás, él, Andrés el de Taxco, el que vivía lujosamente merced a la desgracia de los judíos en México, se imaginó encontrarse mano a mano con un virrey, y toda su desvergüenza se convirtió en ridícula timidez.

Además, como él no era tonto, comprendía que iba a representar un papel despreciable; pero era ya imposible retroceder.

La viuda hizo una reverencia y salió.

El virrey miró en silencio y fijamente a don Martín, que estaba de pie cerca de él, y que no se atrevía ni a levantar los ojos.

Seguramente el virrey reflexionaba la clase de la sociedad a que pertenecía aquel hombre tan cargado de alhajas y tan ricamente vestido, y sin duda lo comprendió, porque de repente le dijo:

—Supongo que sabes el negocio de que tenemos que hablar.

Después de aquel rato de silencio, la voz del virrey hizo estremecer a don Martín, como si le hubiesen tocado a una máquina eléctrica.

—Sí, señor excelentísimo —contestó.

Un nuevo largo rato de silencio, en que el virrey seguía examinando a don Martín, y éste en pie, con el sombrero entre las manos y con los ojos bajos.

—¿Y bien? —dijo el virrey, procurando dulcificar su voz lo más que le fue posible para animar a su interlocutor.

—V. E. dirá —contestó tímidamente don Martín.

—Vamos, veo que soy yo quien tiene que hablar, y ahorraremos tiempo y palabras. ¿Cuánto exiges por el servicio que vas a prestar a doña Fernanda?

Como era de esperarse, el virrey huía de entrar en explicaciones con aquel hombre: se avergonzaba por él, y sentía rubor de decir qué clase de servicio era aquel de cuyo precio se trataba.

Aún más, quería fingir que el servicio se hacía a doña Fernanda.

—V. E. fijará el precio —contestó don Martín.

—Eso es imposible: grande y bien apreciado es él; pero no sé el trabajo que a ti te habrá costado; si has hechos gastos, corrido algún peligro, perdido algo o, en fin, cuánto esperabas ganar.

—Hay trabajos que no es posible, como lo conocerá V. E., fijarles precio, que eso queda muy bien a la generosidad de V. E.

—En grave compromiso me pones; ni aun tengo base de qué partir para calcular.

—Considere V. E. el valor de la alhaja y el deseo que de poseerla tiene —replicó don Martín, que comenzaba a recobrar un tanto su serenidad.

—Si tal cosa pensara, no bastarían a pagar las riquezas del Potosí.

—No pido a V. E. ni cosa que se parezca.

El virrey inclinó la cabeza y se puso a pensar. Cualquiera cantidad le parecía mezquina si la consideraba como precio de doña Juana; y por otra parte, figurarse que compraba a una mujer que era toda su ilusión, le parecía también un insulto.

Además, el de Villena no sabía sino que doña Juana iría a visitarle a Palacio; pero ignoraba completamente el medio de que se habrían valido para conseguir este resultado. Su amor propio le hacía suponerse que le habrían hablado a la dama en su nombre, y que ella, guiada por el amor, arrostraba por todo: esto merecía un premio, y grande, sobre todo por el poco trabajo que él, como amante, había tenido, y hasta por la comodidad con que le proporcionaban la primera cita.

—Casi estoy enojado porque nada me dices —exclamó, mirando a don Martín.

—Pues bien, S. E. lo quiere: fijaré una cantidad, que si alta parece a V. E., puede rebajarla.

—Di, que prefiero eso.

—Veinte mil duros.

El marqués miró a don Martín como diciendo en su interior:

—Pues no peca por corto.

Don Martín, espantado de su misma audacia, retrocedió. Había creído sacarle al virrey una gran suma cuando se decidió a entrar en el negocio, y a la hora de ver realizados sus planes comprendió que no era posible no sólo conseguir esa suma, pero ni aun pretenderlo.

Don Martín hacía un mal negocio; entregando a la mujer que amaba, la perdía quizá para siempre, y la recompensa no era la que se esperaba.

Pero no era ya tiempo de retroceder, y además, creía ver un buen porvenir en la protección del virrey.

—Tendrás que contentarte con la mitad; y eso no porque tu trabajo y el servicio no lo valgan, sino como albricias por la felicidad que consigo.

—Estoy contento con lo que V. E. disponga.

—El día nueve en la noche irá esa dama a Palacio, y el día diez el dinero a tu poder.

—Gracias, excelentísimo señor. Sólo me resta pedir una cosa.

—¿Qué cosa?

—La protección de V. E. en lo de adelante.

—Cuenta con ella. ¿Cómo te llamas?

—Martín de Malcampo —dijo, sin atreverse a llamarse don, tanto por respeto al virrey como por el papel que representaba.

—No te olvidaré: puedes retirarte, y que no nos vean salir juntos.

Don Martín salió cabizbajo.

Doña Fernanda, al salir del comedor, había encontrado a Felipe en la puerta.

—Madrina —díjola él— ¿están ya hablando?

—Sí, y aquí espero que terminen sus pláticas.

—Mejor, así también hablaremos nosotros.

—¿Sobre qué asunto?

—Madrina ¿cree vuesa merced que yo no tengo derecho a una recompensa, cuando he sido la llave de este negocio?

—Es verdad, y tú sabes que soy generosa.

—No quiero dinero.

—¿Qué pretendes?

—Un consejo y un auxilio.

—Habla.

—En dos palabras, madrina: estoy enamorado de una dama que he visto aquí.

—¿Cómo se llama?

—Doña Inés.

—¿La de don Ramiro?

—La misma.

—Pero…

—No hay pero: siempre he sido leal con vuesa merced, y ahora quiero su apoyo. Madrina ¿qué debo hacer?

—Reflexiona que es una mujer honrada, una dama de calidad; que su estado la prohíbe andar en aventuras, admitir galanteos, y que tú cometes una falta…

—En verdad, madrina, que es muy buena y muy moral esa reflexión; pero tal deseo como el que yo manifiesto, quizá no sea el más reprobado de cuantos han ocasionado aquí mil intrigas.

—Veo que te sublevas.

—Dios me libre de tal cosa, que leal y agradecido soy con vuesa merced como hay pocos; sólo siento que yo, que ayudado la he en cuanto me ha necesitado, aun con riesgo de mi vida y de mi salvación, hoy que ocurro a vuesa merced por primera vez, me desampare.

—¡Ah! no es para tanto lo que te digo.

—Entonces seré que vuesa merced no se cree poderosa para tal empresa.

—¡Bah! la menor cosa que habré hecho en mi vida será ésta.

—Veremos.

—Verás. Dime ¿tú tienes empeño por esa dama?

—Como no he tenido por ninguna. Témome mucho no alcanzar nada, porque he visto muy cerca de ella a don Guillén, y por mi fe que es hombre temible…

—Por lo mismo que es tan voluble no es temible; y ahora, según me cuentas, está perdidamente enamorado de Clara tu hermana.

—Ella me lo ha dicho.

—Bien, antes que todo, es preciso que doña Inés sepa que la amas: aprovecha el primer momento y declárate con ella esta misma noche.

—¡Así, tan de repente!

—Así; que tú no sabes que las mujeres, en lo general, gustamos de los hombres audaces, porque siempre suponemos que esa audacia proviene de amor ardiente e irresistible.

—Me rechazará.

—No importa: las mujeres podemos no corresponder; pero es muy rara la que no agradece una declaración, siempre eso es una conquista, una victoria.

—¿Si le parezco mal?

—¡Tonto! Un hombre conquistado que viene a nuestros pies, siempre parece bien. ¿Qué general has visto ni oído decir que después de tomar una plaza, haya dicho que era débil? Mientras más grande es el enemigo, mayor es el triunfo; y ella, como eres su cautivo, te verá grande.

—Entonces decididamente me declaro.

—Sin perder un instante; después corre de mi cuenta el asunto.

En esto sonó la puerta del comedor, salió por ella el virrey y después don Martín de Malcampo.

La viuda tomó la mano del virrey; ambos se entraron a los salones, y don Martín y Felipe se confundieron entre la multitud.

El primer cuidado de Felipe fue buscar a doña Inés, y la vio hablando con don Guillén; pero éste estaba en actitud de retirarse, dejando vacío el sitial que estaba al lado de la dama.

Felipe se acercó cautelosamente para ocupar el sitio vacante, y llegó tan a tiempo, que pudo oír las últimas palabras de la conversación.

—No me olvides, mi bien —decía doña Inés.

—Ni por un instante, alma mía —contestó don Guillén, separándose de ella.

Doña Inés, siguiendo con la vista a su amante, no advirtió que Felipe se había sentado al lado suyo; de modo que cuando don Guillén desapareció, ella quedó sorprendida al encontrar tan cerca a un desconocido, y quiso levantarse.

—Señora —dijo Felipe en voz baja, pero suplicante— ruego a vuesa merced me escuche un momento.

Doña Inés le miró con extrañeza y contestó:

—Ni conozco a vuesa merced, ni sé de qué querrá hablar conmigo.

—Señora, yo la amo.

—Me ofendéis, caballero, y no puedo permitir… Soy una mujer casada —exclamó con indignación doña Inés, procurando ponerse en pie.

Felipe la detuvo, tomándola al disimulo de la falda y diciéndola rápidamente:

—No creo que sea casada vuesa merced, a no ser que lo sea con don Guillén, según la conversación que he escuchado.

Doña Inés se puso densamente pálida; volvió a sentarse, y mirando con ojos chispeantes de ira a Felipe, preguntó:

—Y bien ¿qué ha oído vuesa merced, y qué quiere de mí?

—Lo que oí fueron frases de amor, y bien correspondido; pero nada tema vuesa merced; soy caballero, y este secreto irá conmigo a la tumba, ámeme o no vuesa merced: se lo juro por Dios, y por Dios le juro que si algo oí, fue sin yo pretenderlo, debido sólo a la casualidad de haber llegado aquí demasiado pronto; pero todo lo tengo olvidado, y vuesa merced viva tranquila, que antes me dejaría morir que revelar una palabra.

—Gracias —contestó doña Inés, tranquilizada con las palabras de Felipe y mirándole con menos horror.

—Ahora, lo que pretendo es que vuesa merced, señora, sepa que la amo en secreto; que no exijo nada, nada más sino que me deje amarla y esperar en su amor cuando olvide a don Guillén.

—Imposible.

—¿Aun cuando sepa vuesa merced que don Guillén no la ama?

—Aun entonces.

—¿Aun cuando esté convencida que no la ha amado nunca, que ama a otras, que juega con vuesa merced, que la engaña?

—¡Que me engaña! —exclamó estremeciéndose doña Inés.

—Sí, como lo digo, que engaña a vuesa merced.

—Pero eso ¿quién lo dice?

—Yo.

—¿Y sería vuesa merced, caballero, capaz de probarlo?

—A la hora que se me exija.

—Ahora mismo.

—El lugar y el momento son impropios; la emoción de vuesa merced la perdería, porque habría aquí un escándalo por mi causa, y mi madrina doña Fernanda me reñiría.

—Entonces, en mi casa. ¿Sabéis adónde vivo?…

—Sí, señora.

—Cualquier día, de las dos a las cuatro de la tarde.

—Daré pruebas tan claras como la luz del día.

—Estoy conforme; esperaré.

—Y si pruebo la falsía de don Guillén ¿puedo abrigar una esperanza?

Doña Inés calló un momento, y luego exclamó:

—Tal vez.

—Sólo un favor pido a vuesa merced, y es que de aquí a ese día no muestre a don Guillén variación ninguna.

—Lo prometo.

—¿Entonces tendré esperanza?

—Tal vez, he dicho, y lo repito.

—Mi amor es inmenso.

—Permítame vuesa merced que me retire; estoy muy conmovida; me siento mal.

—Vuesa merced es muy dueña de hacerlo, pero le mego que no olvide su promesa: «Tal vez», me ha dicho.

—El deseo de la venganza me dará fuerza para todo: espero las pruebas. Me hace vuesa merced un servicio muy cruel, pero muy importante; sabré pagarlo. Dios le guarde.

—Con él vaya vuesa merced, señora.

Doña Inés se levantó vacilante, y en poco estuvo que no cayera desmayada. Su corazón estaba hecho pedazos: la única ilusión de su vida se desvanecía de un solo golpe.

Todo lo había olvidado por un hombre, y ese hombre la engañaba.

Doña Inés tenía aún una ligera esperanza; pero se sentía capaz de todo por vengarse.

Al atravesar los salones del brazo de su marido, encontró a su paso a don Guillén, y como en otras veces, le sonrió, pero era una sonrisa de muerte; le tomó la mano al disimulo, y don Guillén sintió aquella mano helada.

—Es extraño —pensó— a esta mujer le pasa algo.

Y volvió a mezclarse entre los grupos de convidados.

VIII. El nueve de junio

Amaneció el 9 de junio de 1642.

Doña Juana, desvelada por sus temores y por sus esperanzas de salvación, pero mártir siempre por la terrible herida que había hecho en su corazón el amor perdido de don Guillén, estaba en pie desde muy temprano.

Hacía ya varios días que no tenía noticias de don Martín de Malcampo, y esto la tranquilizaba. Quizá aquel hombre había comprendido la magnitud del delito que intentaba cometer y, arrepentido, guardaba silencio; quizá el virrey, sabiendo que doña Juana no le amaba, no quería deber a la fuerza lo que no había podido alcanzar el cariño.

Estas ideas la daban fuerza y valor, y aquella mañana más que nunca se sentía tranquila.

Acababa de componer su tocado y se preparaba a salir de su aposento, cuando resonaron en la ventana de la calle tres golpes precipitados, y a poco otros, y luego otros.

Doña Juana creyó que era una señal que la llamaba a ella, y como era de día y don Martín debía llamar en la noche, en caso de que quisiera decirla algo, la joven, sin desconfianza, abrió la ventana y se asomó a la reja.

Sonaban en aquel momento las ocho, y frente a sus ventanas vio cruzar doña Juana una cabalgata, delante de la cual iba el marqués de Villena sobre un soberbio potro negro como la noche, y vistiendo un rico traje verde y negro.

Doña Juana sintió como si el mundo se hubiera hundido bajo sus plantas: había llegado por fin el día terrible. Aquella noche iba a decidir de su suerte: o salvaba a su padre y a todos los judíos de la ciudad, o la muerte era la única salvación para ella.

El virrey saludó al disimulo a la joven, quien no tuvo valor para devolver el saludo, y quiso retirarse de la ventana, cuando un hombre dejó caer una carta, que ella comprendió de dónde venía y lo que decir podía, y la recogió sin vacilar.

Cerró la ventana y leyó la carta, que decía:


Esta noche a las doce.

¿Por dónde debo esperaros?

M. DE M.
 

Doña Juana tomó una pluma y escribió con mano trémula al pie de la misma carta:


En la dirección de Palacio, un poco más adelante de la última ventana de mi casa.

Traed una silla de manos y hombres de secreto.
 

Dobló la carta y volvió a salir a la reja.

El hombre esperaba. Doña Juana le entregó la respuesta, y se retiró.

La noche estaba ya muy avanzada; el más completo silencio reinaba por todas partes, y las últimas luces del Palacio de los virreyes se habían extinguido.

Pero algo extraño pasaba en la ciudad, porque a favor de las sombras, veíanse hombres salir furtivamente de las casas y caminar siempre hacia el centro, pero como procurando no ser sentidos y recelando hasta de sí mismos, según el cuidado que ponían en ahogar el ruido de sus pasos.

En las calles apartadas veíanse cruzar muy pocos de estos personajes misteriosos; pero a medida que las calles iban siendo de las más cercanas al centro de la ciudad, el número de hombres se aumentaba, y llegaba a convertirse en una verdadera procesión en la Plaza Mayor; procesión que, fraccionándose en grupos, desaparecía en portales de casas y tiendas, que, como por encanto, se abrían para recibirles.

Algunos hombres se separaban de los demás; pasaban por el frente o por la espalda del Palacio del virrey y se dirigían al del arzobispo; en el del virrey nada advertían los habitantes, porque no se escuchaba ni el grito de un centinela, ni el ruido de las puertas de una ventana, ni nada que indicase que los de adentro sentían lo que afuera pasaba.

La puerta del arzobispado se abría y se cerraba con gran precaución; por el exterior del palacio de don Juan de Palafox todo aparecía tranquilo, pero había en el interior un movimiento inusitado.

El prelado manifestaba esa febril excitación de un general en los momentos que preceden al combate: era el centro de una actividad extraordinaria. En el mismo traje del arzobispo se notaba algo de extraño que indicaba la proximidad de la batalla.

Don Juan de Palafox no podía permanecer tranquilo un instante: la inquietud más vehemente se revelaba en lodos sus movimientos. Aquel hombre, de cerebro de fuego y de corazón de acero, había nacido para los grandes acontecimientos; y si la suerte le hubiera colocado más cerca del trono en sus primeros años, don Juan de Palafox nada hubiera tenido que envidiar al célebre cardenal Jiménez de Cisneros.

El arzobispo disponía la batalla desde el salón mismo en que había reunido a sus amigos la noche que les manifestó sus proyectos; no más que entonces la sesión pasó tranquilamente, y en la noche a que nos referimos todo era agitación.

Paseábase algunos ratos el prelado de arriba abajo en la estancia, como preocupado de la importancia del paso que iba a dar, y daba muestras de su impaciencia pasando muchas veces su mano por entre sus cabellos a los lados de la frente.

Pocas personas había allí; pero ninguna se atrevía a dirigirle la palabra. Caballeros principales de la ciudad y altas dignidades de la Iglesia mexicana formaban aquella reunión, sentados unos en los sitiales, de pie otros cerca de las puertas, pero todos silenciosos y sombríos.

Continuamente entraban clérigos o seglares, que hablaban en secreto con su Ilustrísima, consultándole o trayéndole noticias; él contestaba en breves razones y volvía a su meditación, dejando escapar algunas veces palabras sueltas que indicaban la exaltación de su ánimo; pero palabras que nadie se atrevía a contestar por más que la curiosidad picase demasiado.

—¡El mariscal!, ¡el mariscal no viene! —decía el arzobispo a media voz—. Es tarde.

Y entonces, como obedeciendo a un conjuro, apareció en la estancia el mariscal don Tristán de Luna.

—Loado sea Dios —exclamó el arzobispo al verle, tomándole de una mano y conduciéndole hasta el alféizar de una ventana— loado sea Dios, que temía que algo desagradable hubiera pasado al señor mariscal. ¿Qué me dice su señoría?

—Todo está perfectamente arreglado, y espero que su Ilustrísima apruebe cuanto he dispuesto.

—Sin duda; que la prudencia de su señoría es grande.

—Dispuestos están hasta ochocientos hombres, todos bien armados, todos de entera confianza y personas de la mejor clase de México.

—Muy bien.

—Ocultos en los portales de las casas, en las tiendas, diseminados por la plaza y por las calles de los alrededores, saldrán a una señal que daré cuando lo ordene su Ilustrísima, y ocuparán los puentes y las bocacalles, con tales instrucciones, que una persona no podrá salir de Palacio sin que sea inmediatamente asegurada y conducida a la presencia de su Ilustrísima. Además, por si gente armada quisiera romper el cerco, tengo colocados cinco grupos numerosos y organizados en forma de compañía para acudir violentamente allí donde amagare el peligro. Finalmente, por si intentare fuga, a caballo hay también jinetes que en buenos caballos persigan y aprehendan al que pretenda huir. ¿Cree su señoría Ilustrísima que he omitido alguna precaución?

—Ninguna absolutamente, y ruego a su señoría me espere en esta sala y con estos caballeros hasta que todo esté dispuesto y pueda darse la señal.

El mariscal hizo una reverencia y se retiró.

El arzobispo llamó con la mano a un familiar que no le perdía de vista, como esperando órdenes.

—A don Diego de Astudillo —dijo el prelado, y el familiar, diligente, comenzó a buscar entre los grupos de asistentes, hasta que encontró a la persona que deseaba, y le condujo adonde estaba don Juan de Palafox.

—Mándeme su señoría Ilustrísima —dijo Astudillo.

—¿Vuesa merced está seguro de que todas las llaves están bien arregladas y que le será fácil abrir todos sus puertas?

—He hecho un estudio especial de ellas desde el día en que las recibí; y además, como toda precaución evita disgustos, traigo en mi compañía a don Ramiro de Fuenleal, que las hizo construir y las conoce perfectamente; y además, como tantos años tiene de vivir en el Palacio, no puede equivocarse.

—Esté vuesa merced muy preparado, que la hora se acerca, y tenga la complacencia de enviarme acá al doctor don Andrés Prado de Lugo.

Retiróse Astudillo, y el prelado quedó solo, golpeándose con suavidad la frente con el dedo índice, como para excitar su memoria por si algo faltaba.

—Señor oidor —dijo al doctor Prado que se acercaba— ¿cree su señoría que toda la audiencia esté ya reunida?

—Casi estoy seguro —contestó el oidor.

—¿Y el escribano, y los caballeros que han de servir de testigos?

—Deben estar esperando. Voy a enviar recado para estar seguro de que ninguno falta, y avisaré a su Ilustrísima: cerca está la casa en que deben reunirse.

—Está bien.

Se alejó el oidor a toda prisa, y volvió a pasearse el arzobispo.

De repente se detuvo delante del mariscal y le llamó.

—Olvidaba decir al señor mariscal, que se deje entrar a la Plaza a todo el mundo, salir a nadie.

—Tal es la orden que tienen.

—Su señoría es hombre de provecho.

Y sin decir más, se apartó el arzobispo y volvió a quedar absorto en sus mismos pensamientos.

Así pasó cerca de un cuarto de hora, hasta que entró el oidor Prado y se acercó a Palafox.

—Todo está dispuesto, nadie falta.

Por toda respuesta el arzobispo sacó de debajo de la sotana una gran muestra; miró la hora que señalaba, y con voz clara dijo:

—Señores, vamos.

Aquellas palabras produjeron una especie de conmoción eléctrica entre los presentes, que se levantaron como galvanizados.

El arzobispo, pálido y sereno, atravesó el salón seguido de todos los presentes, y se dirigió a la puerta.

El silencio de aquella marcha sólo se turbaba por el ruido sordo de las pisadas.

* * *

Aquella misma noche una silla de manos estaba detenida en la calle de la Merced y cerca de la casa de don Gaspar.

La calle estaba oscura, desierta y silenciosa; cuatro hombres estaban parados cerca de la silla, pero ninguno de ellos hablaba; parecían cuatro sombras guardando un túmulo.

Hacía ya cerca de una hora que esperaban, cuando sonaron las campanadas de la media noche.

El grupo de los cuatro hombres se movió; dos de ellos se colocaron inmediatamente en disposición de cargar la silla; abrió el otro la portezuela, y el cuarto se dirigió cautelosamente a la casa de don Gaspar.

En medio del profundo silencio que reinaba, pudo escucharse un ruido apenas perceptible, como de una llave que se volvía dentro de una cerradura, y luego el abrirse de una puerta.

El hombre se acercó más a la casa, y de la puerta de ella se destacó una sombra que comenzó a caminar en dirección de la silla.

El hombre y la sombra se encontraron.

—¡Don Martín! —dijo una voz dulce de mujer.

—Yo soy, señora —contestó el hombre.

—¿Está la silla?

—Todo dispuesto.

—Vamos.

La mujer se llegó a la silla y entró en ella; cerróse la portezuela, y los conductores comenzaron a caminar.

Detrás de la silla marchaban los dos hombres con los estoques desenvainados bajo el brazo y hablando en voz baja.

—Felipe —decía el uno— ¿sabes que estoy tentado de llevármela a mi casa?

—Buen tonto serás, Martín.

—Pero mira qué poco paga el virrey, y a mí me gusta mucho esta doña Juana.

—Pronto se cansará él de ella, y te la llevarás a tu casa, y no temerás que nadie te persiga, porque todo el odio de sus parientes será contra el virrey, y como él está de por medio, tú vivirás tranquilo hasta que a ti también te fastidie, y siempre sales ganando lo que él te paga, y su amistad y la de mi madrina, que es bien útil.

—Será de ver mañana a don Guillén —dijo don Martín, procurando ahogar su risa.

—¡Bah! él piensa ya ahora en Clara mi hermana, y ni se acuerda de ésta.

La marcha continuó hasta llegar a la puerta de Palacio: allí se detuvo la silla, y doña Juana salió de ella.

Apenas volvió a cerrarse la portezuela, los conductores se retiraron, llevándose la silla.

—¡Cómo! —exclamó doña Juana— ¿no me esperan?

—Es inútil —contestó don Martín— si ya no tenéis para qué salir.

—¿Voy a quedarme aquí? —preguntó con cierto terror doña Juana.

—Así lo dispone S. E.: quiere que su dama viva con él en Palacio. ¿Qué mejor queréis? Vamos, entrad.

Felipe había llamado, y la puerta estaba abierta.

Doña Juana, acompañada de Felipe y don Martín, penetró en el Palacio.

Reinaban allí el silencio y la oscuridad; los alabarderos parecían dormir todos profundamente, y sólo un ayuda de cámara del virrey, que esperaba ya aquella visita, se presentó ante doña Juana con una linterna en la mano, y le hizo seña de que le siguiese.

Doña Juana, cubierta con un tupido velo negro, marchaba resueltamente tras el ayuda de cámara, y Felipe y don Martín la seguían en silencio.

IX. La mañana del diez de junio

Don Diego de Ocaña dormía tranquilamente en su casa en la noche del 9 al 10 de junio de 1642.

Soñaba quizás en que había descubierto la clave para interpretar los jeroglíficos que encerraban el misterioso secreto de los tesoros de Moctezuma, cuando despertó creyendo que habían llamado a la puerta dé la calle.

Miró una muestra que tenía sobre una mesa cerca de su cama, y marcaba la una y media de la mañana, hora muy poco a propósito para recibir y hacer visitas.

—Vamos —dijo— habré soñado que llamaban: ¿quién podría venir a estas horas?

Y volvió a arrebujarse entre las sábanas; pero en ese momento sonaron dos golpes en la puerta del zaguán, tan fuertes, que podía conocerse que, según las costumbres de aquellos tiempos habían sido dados con el pomo de una daga.

—Llaman en efecto ¡qué novedad! Voy a vestirme, que esos malditos criados quizá duermen a pierna suelta y nada han oído.

Comenzaba, en efecto, don Diego a vestirse precipitadamente, cuando se oyó el ruido de los cerrojos y cadenas que guardaban la puerta, el golpe del postigo al cerrarse otra vez, y los pasos y las voces de dos personas que atravesaban el patio y subían la escalera.

Don Diego no tuvo tiempo más que para ponerse las calzas y los gregüescos, y llamaron ya a la puerta de su estancia.

—¿Quién va? —preguntó tomando un tabardo y poniéndoselo violentamente.

—Abrid —dijo una voz.

—¡Don Guillén! —exclamó don Diego, encendiendo unas bujías y abriendo la puerta.

—El mismo, y además el señor conde de Rojas.

—¿Qué novedad os trae a estas horas? —preguntó don Diego estrechando cordialmente la mano de sus amigos.

—Grande, como debéis suponer —contestó don Guillén— y para no haceros penar ni perder tiempo, os la diremos en dos palabras, mientras os vestís y tomáis vuestras armas, porque es preciso que nos acompañéis.

Don Diego, sin replicar, se puso a completar su equipo, sin olvidar el talabarte con la espada y la daga, agregando a éstas un par de pistoletes, mientras don Guillén le decía:

—Esta noche, o por mejor decir, en esta madrugada, el arzobispo Palafox toma posesión del virreinato, y prende al de Villena, ni más ni menos que como yo tenía pensado el hacerlo.

—¿Es de veras? —dijo don Diego ajustando con la hebilla su talabarte.

—Doña Fernanda, que lo sabe perfectamente por don Ramiro de Fuenleal, me ha enviado la noticia. Ya sabréis pormenores, por ahora es preciso acompañar a las gentes del arzobispo y entrar al Palacio.

—Pero eso nos perjudica —dijo don Diego.

—Por el contrario —contestó el de Rojas— acostumbrar al pueblo y a la nobleza a esta clase de golpes, y nada dirán ni sospecharán el día en que demos el nuestro.

—Estoy a vuestras órdenes —dijo don Diego arreglando su ferreruelo, y tomando un sombrero negro sin plumas.

—Pues en marcha —exclamó don Guillén.

Mató don Diego las luces, y a poco los tres amigos estaban en la Plaza y se mezclaban entre los grupos que a esa hora se presentaban ya sin precaución ninguna por cerca del arzobispado.

Los oidores habían llegado todos al arzobispado, y presentádose a su Ilustrísima en el salón principal de su palacio.

Allí, delante de todos ellos, el escribano Luis de Tovar leyó solemnemente los despachos del rey, en los que se mandaba al obispo de Puebla, promovido al arzobispado de México, don Juan de Palafox y Mendoza, tomar posesión del virreinato de la Nueva España, y compeler al marqués de Villena a pasar a la corte, para dar cuenta de su conducta.

Todos los oidores escucharon la lectura de los despachos con profundo respeto, y protestaron su obediencia al nuevo virrey.

El arzobispo se levantó, y acompañado de aquellas personas y de otras muchas que se les agregan en el camino, llegó hasta una de las puertas del Palacio.

La mañana estaba avanzada, pero aún no comenzaba a rayar el alba.

Doña Juana, conducida por el ayuda de cámara del marqués de Villena y seguida de don Martín y de Felipe, atravesó pasillos y corredores, hasta llegar a las apartadas estancias en que las esperaba su excelencia.

Detúvose aquella comitiva en una antesala no muy bien amueblada y escasamente alumbrada.

Conocíase que las bujías de cera estaban allí ardiendo hacía ya muchas horas, según estaban de consumidas.

El ayuda de cámara hizo seña a don Martín y a Felipe de que sentasen para esperar; y él, adelantándose, seguido de doña Juana, llamó suavemente a una puerta.

El marqués de Villena esperaba ya hacía mucho tiempo, y se paseaba agitado en aquella estancia.

Pensando en su amor, con la febril ansiedad que siente un hombre o una mujer a medida que es más corto el plazo que les separa del momento de su felicidad, el marqués de Villena olvidaba el mundo, y escondido en su mismo Palacio, ni sospechaba siquiera la tormenta con que le amenazaba el arzobispo Palafox.

La estancia en que el virrey estaba, era la que preparado había para doña Juana, y que tenía secreta comunicación con la del marqués. Era aquel un nido de flores y de seda, perfumado y encantador, arreglado para recibir a la más bella de las ilusiones del de Villena.

Cuanto lujo y elegancia podía haber en aquella época, se había agotado en aquel retrete, que parecía la habitación de una hada. Profusos cortinajes blancos recamados de oro y sembrados de flores bordadas de seda de colores, mullidos divanes, mesas y sitiales de exquisitas maderas, incrustados de nácar, de carey y de marfil. Fantásticos jarrones de China y búcaros del Japón, llenos de rosas; candelabros de cristal y de plata, estatuas de mármol, tupidas alfombras de seda, tapetes persas, y en medio de todo aquello, un lecho soberbio, mirándose apenas blanco y voluptuoso al través del rico pabellón que descendía en derredor de él, desde el techo como una cascada de seda y de oro y de flores.

Seis bujías perfumadas alumbraban la estancia, y la atmósfera estaba tibia y embriagadora.

Sobre una mesa había una pequeña vajilla de oro, algunos manjares, y en elegantes botellas de cristal de Bohemia, de extraña figura, vinos que brillaban como topacios, como rubíes, como amatistas liquidados.

Al oír que llamaban a la puerta, el virrey, que se paseaba, se detuvo, y llevó ambas manos al pecho; la emoción hacía palpitar su corazón con tanta fuerza, que sentía que le faltaba el aliento.

Avanzó, haciendo un esfuerzo, y abrió. Doña Juana entró en la estancia majestuosamente, alzándose el velo que la cubría.

La puerta había vuelto a cerrarse.

Al entrar la dama, el marqués no pudo contenerse: tomó una de sus manos, la llevó a su boca, y cayó de rodillas.

La joven permaneció serena y fría como una estatua de mármol.

Jamás la judía había estado más bella. La palidez y la blancura mate de su rostro formaban un contraste fantástico con sus negras tocas y su traje negro; brillaban sus ojos con un resplandor casi fatídico, y tenía en derredor de la boca un color azulado que daba un aspecto casi sombrío al hermoso rostro de aquella mujer.

El marqués debió sentir sin duda en la mano de doña Juana todo el frío de un cadáver, porque alzó asombrado el rostro para mirarla.

La fisonomía, el traje, el silencio de la joven le espantaron, y poniéndose en pie retrocedió dos pasos.

Su imaginación exaltada se turbó; le parecía al de Villena que veía delante de sí a una de esas mujeres de las leyendas que salían de sus sepulcros evocadas por un mágico conjuro para decir el porvenir, o que vuelven a la tierra durante las tristes noches de luna para llorar un amor desgraciado.

Doña Juana tenía el aspecto de una aparición; ni el menor tinte rosado en sus mejillas, ni el menor movimiento en los músculos de su fisonomía.

Un lindísimo rostro, densamente pálido e inmóvil; dos ojos brillantes, pero siniestramente iluminados: era un cadáver con la mirada de una loca.

—¡Señora!, ¡señora! —exclamó el marqués, sin osar aproximarse—. Señora ¿qué tenéis? Hablad ¿qué significa ese traje, esa palidez, ese silencio? ¿No sois doña Juana Henríquez?

El virrey comenzaba a sentir la superstición: le parecía que era una sombra, un espectro el que tenía delante. Hacía preguntas como pudiera haberlas hecho un niño. El silencio profundo del Palacio; la hora avanzada de la noche; la marmórea frialdad de la judía, su inmovilidad, todo le impresionaba, le espantaba, le enloquecía.

Llegó a creer por un momento que Dios le enviaba un cadáver, una alma en pena, para castigar su locura por aquella mujer.

Doña Juana permanecía inmóvil.

—Señora —exclamó el marqués— habladme, por Dios. Sabéis cuánto os amo; lo sabéis, puesto que venido habéis; pero vuestro silencio, la palidez terrible de vuestro semblante, vuestras miradas severas, ese traje negro, señora, todo esto ¿qué significa? ¿No sois mía? Hablad, señora; ángel de mi vida…

El virrey había dicho estas últimas palabras haciendo un esfuerzo, porque las palabras de amor apenas podían salir de sus labios cuando se sentía bajo el peso de una superstición; y su cabello se erizaba, y gruesas gotas de sudor se desprendían de su frente.

—Señor —dijo doña Juana con una voz profundamente triste— aquí me tenéis; lo habéis deseado; vuestros deseos son leyes: héme aquí.

—¿Pero vos no me amáis, señora? —preguntó el marqués conmovido por el melancólico acento de la joven— ¿no me amáis?

—No sé mentir, señor, y os engañaría diciéndoos que os amo.

—Entonces, si no me amáis ¿por qué habéis venido?

—Esto es un secreto, señor, y muy terrible, espantoso debe ser un secreto que obliga a una doncella a ir a entregarse a un hombre a quien no ama; y más aún, cuando ella ama a otro. Secreto infernal que obliga a atropellar la honra, la virtud, el amor; que impide hasta el suicidio…

—¿Amáis a otro? ¿Sois una virgen? ¿No me amáis a mí? ¡Y sin embargo, hay algo tan terrible que os obliga a ser mía; porque sabéis, señora, que desde este momento sois mía!

—Lo sé, y resignada estoy. Quizá mañana seré ya un cadáver frío; pero mientras conserve un soplo de vida, podéis disponer de mí.

—Pero estáis, sin embargo, serena, resuelta, no corre una lágrima sola de vuestros ojos.

—Señor, las lágrimas, el llanto, son para los pequeños sufrimientos; los grandes dolores, los dolores inmensos, son silenciosos, sombríos. Yo, señor, he muerto desde ayer, y vais a tener entre vuestros brazos y a prodigar vuestras caricias a un cadáver; vais a arrojar vuestro amor en un sepulcro, y yo a perder la honra en la tumba: el sudario de una virgen será el velo de nuestra unión.

Doña Juana decía todo aquello con una expresión tal de verdad, que el virrey creía que realmente era una aparición fantástica. Pocos no creían en aquellos tiempos que los muertos dejaban sus sepulcros algunas veces para cumplir alguna misión sobre la tierra; pocos no creían que Dios se valía de los cadáveres, animados por el soplo de su omnipotencia, para manifestar a los vivos su voluntad.

—Pero, señora ¿qué queréis que haga? —preguntó aterrado el marqués.

—Haced lo que os plazca: dad rienda suelta a vuestra pasión. Aún tiene este cuerpo un resto del calor de la vida: mañana todo habrá concluido. Sois el señor, yo la esclava: mañana estaremos delante de Dios; vos con vuestro triunfo, yo con mi martirio. Vuestra soy.

—Pero explicadme este misterio. ¿Por qué venís? Yo os esperaba como a mi amada, y llegáis como un castigo, como un remordimiento. Yo no tengo en esto más culpa que el inmenso amor que os profeso; pero ignoro esos terribles medios con que os han hecho llegar hasta aquí.

—¿Ignorabais que no venía yo de grado sino por fuerza?

—Lo ignoraba: os lo juro por el Dios que nos oye.

—Lo creo, señor, porque sois cristiano y noble.

—Pero explicadme ¿por qué medios se os ha comprometido?

—Señor, ese es mi secreto: básteos saber que soy virgen; que amo con delirio a un hombre con quien debía casarme; que un malvado que me perseguía con su pasión impura, obligó a mi padre a oponerse a mi amor, y a mí a abandonar al hombre que amaba y a venir aquí para ser vuestra.

—¿Pero ese hombre quién es? ¿Por qué tiene tal dominio sobre vosotros?

—Ese hombre se llama don Martín de Malcampo. Señor, sois noble, y lo que os voy a confiar no saldrá de vuestro pecho: ese hombre tiene un terrible secreto que, descubierto por él, sería la perdición de mi padre; y yo he comprado la tranquilidad de mi pobre padre prescindiendo del amor de mi vida, y trayéndoos mi honor…

El rostro del virrey había sufrido un cambio admirable: a la palidez de su faz había sustituido el encendido color del entusiasmo; se dibujaba una sonrisa de felicidad en sus labios; sus ojos estaban húmedos y brillantes, y su pecho se agitaba.

—¡Angel mío! —exclamó interrumpiendo a doña Juana—. Hija mía, abrázame yo seré tu égida y tu amparo contra esos malvados. No me temas ya: Dios ha tocado mi corazón; una mutación rápida he sentido en mi alma. Perdóname, hija mía, si he puesto asechanzas a tu virtud, cuando el lugar que ocupo debía haberme hecho el guardián de la pureza de todas las doncellas nobles como tú. No me mires con horror: tu belleza me cegó un instante; pero no soy un criminal ni un malvado: olvida al hombre que quiso seducirte; ese ha desaparecido, sólo queda delante de ti el virrey, que te ofrece su protección y su cariño paternal. Abrázame, niña.

—¡Oh! gracias, gracias, señor —exclamó doña Juana cayendo de rodillas— ¡cuán noble sois!

Y entonces aquel dolor comprimido estalló, y brotaron sus lágrimas a torrentes, y su cuerpo se estremecía con los sollozos.

El virrey levantó a doña Juana y la sentó a su lado en un diván. La joven rodeó el cuello del noble marqués con sus brazos; apoyó en su pecho la cabeza, y lloró mucho, como lloran los desgraciados cuando encuentran un corazón que les comprenda.

El marqués quiso mostrar serenidad, pero le fue imposible, y dos lágrimas brotaron de sus ojos; eran las santas lágrimas de la caridad, que él limpió furtivamente, porque los hombres, por nobles y virtuosos que sean, guardan siempre el triste orgullo de avergonzarse de tener un corazón sensible.

—Vamos, hija mía —dijo el virrey después de un largo rato— vamos, ya no llores. Todo ha pasado, y nada hay perdido ¿sabe tu buen padre que has venido?

—No, señor.

—¿Y será fácil ocultárselo?

—Sí, señor: volviendo a mi casa temprano, creerá que no he salido, o si me mira entrar, le diré que salí cuando aún él no se había levantado.

—Bien. Muy temprano te llevará un criado de mi confianza, y con él me enviarás a decir lo que te pase. Por mi culpa has venido aquí, y no quiero que pierdas tu buena fama.

—Gracias, señor —dijo doña Juana, besando la mano del virrey— gracias. Ya mi corazón me decía que no abusaríais de mi desgracia: mi vida os pertenece, mi gratitud será eterna.

—Ahora, mira, para que ese don Martín no te persiga, tú y yo le diremos que eres mía ¿eh? No te disguste esa mentira…

—Ordenad, señor; haré lo que me mandéis.

—Ya sabes que es por tu bien. Como secreto mío, cuidará de no descubrirle, porque sabe que le va la vida; él te respetará por eso, lo mismo que a tu padre, y damos tiempo para que llegue la flota para enviarle a un presidio por infame.

—¡Señor!

—Entretanto, a ese joven a quien tú amas, porque supongo que será un joven, vuélvele tu amor; quiérele mucho; yo le protegeré si necesita protección; os casaréis en la capilla de Palacio; seré vuestro padrino, y borraré mi mala acción haciéndoos muy felices.

—¡Oh, qué bueno sois, qué noble!

—Por ahora, descansa aquí, hija mía, que yo me voy a hacer lo mismo. Hay aquí un pasillo secreto que conduce a mi cámara, por ahí saldré, y temprano estaré aquí para enviarte a tu casa. Nada temas; aquí estás segura y bajo mi protección; conque buenas noches, hija mía, y dormir bien.

El marqués se sentía padre de la joven; la caridad había transfigurado aquel corazón noble; el amor profano había huído ante el rayo de luz de la más grande de las virtudes sobre la tierra.

La joven se arrojó a los pies del virrey, cubriendo sus manos de besos y de lágrimas; él la levantó con dulzura y estampó en su frente un ósculo tan santo y tan puro, como el beso de una madre. Salió por la puerta secreta, y doña Juana, radiante de felicidad, se arrodilló delante de aquella puerta que se había vuelto a cerrar.

Felipe y don Martín esperaron largo rato en la antesala, y ambos comenzaban ya a dormirse en los sillones, cuando les pareció oír ruido en la puerta del Palacio en donde estaban las salas de la audiencia.

—¿Sabes que algo pasa por la audiencia? —dijo don Martín.

—Es extraño ¡a esta hora! —contestó Felipe.

—Vamos a ver.

—Pues vamos.

Y los dos salieron, siguiendo la dirección que les indicaba aquel rumor.

Ya cerca, observaron multitud de personas de todas las clases de la sociedad, armadas casi todas ellas, llevando faroles y teas encendidas.

—Esto es grave —dijo Felipe— y lo ignora el virrey a lo que parece.

—Informémonos y corramos a darle aviso.

Mezcláronse entre la multitud, y penetraron en la audiencia a tiempo que se daba posesión del virreinato al arzobispo Palafox, y oyeron a éste dar sus órdenes para prender al marqués de Villena.

Entonces comenzó el tumulto y la confusión: las puertas de Palacio se habían abierto, y el mariscal don Tristán de Luna entraba, con otros caballeros, a la cabeza de numerosos grupos de gente armada que se repartía por los patios y las habitaciones.

Don Martín y Felipe no perdieron tiempo, y volvieron corriendo a la estancia en que suponían al virrey.

El ayuda de cámara estaba aún en la antesala, espantado del rumor que llegaba hasta allí.

—Llamad —le dijo don Martín— es preciso avisar a S. E. que huya: vienen a prenderle.

El ayuda de cámara se puso a dar golpes en la puerta, gritando:

—Abra V. E., que importa mucho.

Doña Juana vaciló un instante sobre si debía o no abrir; pero ya le interesaba la suerte del virrey, y era preciso avisar a quien le buscaba que no se encontraba allí.

Abrió, y don Martín y Felipe se precipitaron en la estancia.

—¿Dónde está su Excelencia? —preguntó don Martín.

—No está ya aquí —contestó la dama.

En este momento llegó un lacayo, espantado, gritando:

—Han preso al virrey.

—Todo es ya inútil —dijo Felipe.

—Vámonos, pues —contestó don Martín.

—¿Y esta mujer?

—Supuesto que ya no puede ser del virrey, será mía. Me la llevo a mi casa: así como así, estaba yo arrepentido de habérsela entregado.

Y luego, acercándose a la espantada doña Juana, la cubrió rápidamente con el velo, y pasándole el brazo por la cintura la arrastró tras de sí, ayudado de Felipe, que se colocó del otro lado de la joven.

Los criados habían huido, y los dos hombres conducían a doña Juana, que caminaba como una insensata, sin comprender bien lo que pasaba.

Salieron de la estancia y tomaron por una ancha galería que estaba desierta; entonces doña Juana reflexionó en las palabras de don Martín.

«No puede ser del virrey, será mía: me la llevo para mi casa».

Comprendió entonces el peligro que la amenazaba; olvidó el terrible secreto que poseía don Martín, y no pensó en nada, en nada más sino en que aquel hombre detestable iba a llevarla a su casa.

El espanto le dio valor. Miró a lo lejos en la galería un caballero que caminaba solo y tranquilo, y con toda su fuerza gritó:

—Caballero, socorro a una dama.

—Tápale la boca —dijo Martín.

Y Felipe cubrió la boca de la joven con la mano, impidiéndole gritar; pero era tarde: el caballero había oído la voz de doña Juana, y venía hacia ellos con el estoque en la mano.

—Soltad a esa dama —gritó con voz de trueno.

—Seguid vuestro camino —contestó Martín sacando la espada— y no os mezcléis en aventuras que no os importan.

Felipe había también desenvainado el estoque, dejando libre a doña Juana.

—Acorredme, caballero: me llevan robada —gritó la joven.

El recién venido, sin escuchar más, se lanzó sobre don Martín y Felipe, quienes le recibieron en guardia.

Cruzáronse las espadas; oyóse el choque del acero, y comenzó un combate encarnizado a los inciertos resplandores de la aurora que comenzaba a iluminar el cielo.

Pero aquello no fue muy largo.

—Muerto soy —gritó don Martín, cayendo desplomado.

Felipe guardó rápidamente la espada y huyó, apellidando:

—¡Favor!

—Señora —dijo a doña Juana su salvador— huyamos también: he matado a un hombre en Palacio, y poco debe tardar la justicia.

El caballero tomó a doña Juana de la mano, y, guardando el estoque, atravesaron violentamente la galería, descendieron por una angosta escalera, caminaron un rato a la ventura, y se encontraron de repente en el patio principal, en medio de multitud de gentes.

Pero antes que ellos, había llegado ya la noticia llevada por Felipe, y había corrido con una celeridad espantosa.

—Han muerto a un caballero —contaba uno.

—Y robado a una dama —agregaba otro.

—Se dice que son dos los muertos —decía un tercero.

—Ave María —exclamaba tina vieja— sin duda los del marqués se resisten, y va a comenzar el combate.

—Va a comenzar el combate —repitieron con espanto algunas voces.

—Vámonos —gritó una mujer.

Y el pánico se difundió repentinamente; unos corrían para la Plaza, otros para el interior del Palacio, y la confusión era grande.

—Aprovechemos el momento —dijo el caballero a doña Juana, y sin esperar respuesta de la joven y llevándola siempre de la mano, salieron del palacio.

—¿Adónde queréis que os conduzca? —preguntó él.

—A la calle de la Merced —contestó ella sin alzarse el tupido velo.

Caminaron hasta llegar al puente que atravesaba sobre el canal, y que se llamaba el Puente de Palacio.

Aún era escasa la luz de la mañana; un grupo de hombres armados cerraban la entrada del puente.

—No se pasa —dijo uno de ellos al caballero y a doña Juana.

—Ése es el matador —gritó Felipe, que se encontraba en el Puente al reconocer al caballero.

—Seguidme, señora —dijo éste a doña Juana— es preciso forzar el paso o somos perdidos.

Y luego, dirigiéndose a los que el Puente guardaban, gritó:

—Paso, canallas. ¡Paso!

Y con el estoque en la mano, se lanzó sobre ellos.

Pero el enemigo, aunque no fuerte, era numeroso, y el caballero fue no sólo rechazado, sino agredido: él, cubriendo con su cuerpo a la dama, se batía con desesperación, e iba a sucumbir, cuando una voz que hizo estremecer a doña Juana, se escuchó.

—Aquí estoy en vuestro auxilio. ¡Helios!

¡Helios! —contestó el caballero.

Y los dos, repartiendo golpes por todas partes, y agujereando ropillas y lobas y tabardos, tardaron muy poco en hacer huir a sus enemigos, quienes se dispersaban gritando a voz en cuello:

—Favor a la justicia, favor al rey.

—Se escapa el matador.

—Don Diego de Ocaña —dijo el recién llegado— el paso está libre.

—Gracias a vuestro auxilio, señor don Guillén. Huyamos, que muy pronto nos perseguirán —contestó don Diego.

—Y ¿quién es esta dama?

—Lo ignoro tanto como vos, ya os contaré; vamos, seguidnos, señora.

Los tres comenzaron a caminar precipitadamente. Don Diego, contando a don Guillén el lance, y doña Juana ideando un medio para no ser conocida por don Guillén.

Así llegaron hasta la calle de la Merced.

—¿Adónde queréis que os dejemos, señora? —preguntó don Diego.

—En el templo —contestóle muy bajo doña Juana.

Era muy temprano, pero el templo estaba ya abierto.

Doña Juana oprimió con efusión la mano de su salvador, y sin decir una palabra se entró al templo.

—Singular aventura —dijo don Guillén—. Quisiera estar aquí hasta conocer a la dama.

—No sería digno de caballeros sorprender el secreto de una dama cuyo honor hemos salvado, y además, la justicia andará sobre mis pasos y necesito tomar mis precauciones.

—¿Qué pensáis hacer?

—Antes que todo tomar Iglesia, y retraerme en el convento de San Francisco; cuento allí con la protección de Fray Joaquín.

—Muy bien pensado. Vamos antes de que aclare más el día, y tengamos un mal encuentro.

Y embozándose los dos en sus ferreruelos, se encaminaron violentamente al templo de San Francisco.

Cuando ellos se perdieron entre la penumbra, doña Juana salió del templo, y, trémula y vacilante, llegó hasta la puerta por donde había salido en la noche.

Sacó de una bolsa una llave, abrió la puerta y se entró, procurando no hacer ruido.

Todo estaba aún en silencio; sólo de entre las yerbas del jardín se levantó el negro Franciquío como una aparición.

—¿Qué ha pasado? —preguntóle doña Juana.

—Todo bueno, Franciquío velar toda la noche, y va bueno, nadie sentir a amita salir ni entrar.

—Ve a descansar.

El negro se retiró, y doña Juana sin ser sentida, volvió a su aposento. Cuando llegó la hora del desayuno, nadie hubiera leído en el rostro de doña Juana las terribles aventuras de la noche. Estaba tranquila y contenta.

X. En palacio

La gente, atraída por el escándalo, se agrupa al derredor de don Martín, que con la espada en la mano estaba tendido boca abajo en un lago de sangre.

—Nadie le toque —decía un alguacil— hasta que lleguen el señor alcalde del crimen y el escribano. Nadie le toque que pertenece ya a la justicia.

Y la vara del alguacil, diestramente manejada, hacía ensancharse el círculo de los curiosos.

Tardó más de una hora en llegar el alcalde, y a poco el escribano.

—Asiente usted, seor escribano —dijo el alcalde— el auto, cabeza del proceso.

El escribano, apoyado en el pretil del corredor, sacó un rollo de papeles de dentro de un tubo de metal, luego abrió un inmenso tintero de cuerno, humedeció en la tinta una larga pluma, y comenzó a escribir.

—¿Quién le hirió? —preguntó el alcalde a don Martín.

Don Martín ni se movía.

—Acate a la justicia, y conteste lo que sepa.

El mismo silencio.

—Por tercera vez se le amonesta, diga si sabe quién le hirió.

Silencio por parte de don Martín.

—Apunte usted, seor escribano, que requerido por mí, el alcalde, una, dos y tres veces, para que diga quién le hirió, se niega contumaz y rebelde a contestar.

El escribano hizo constar lo que le decía el alcalde.

—¿Cómo ha de contestar si está muerto? —dijo una voz.

—¡Burlas con la justicia! —gritó enojado el golilla—. Veremos cómo ha de ser: ¡a que os hago llevar a todos a galeras por irrespetuosos!

Todos retrocedieron respetuosamente.

El alcalde se acercó a don Martín; éste era sólo un cadáver, pero ya frío.

—Es muerto —dijo el golilla moviendo la cabeza—. Apunte usted, seor escribano, que interrogado nuevamente para que diga la razón de su silencio, manifestó estar difunto, ha más de una hora.

Una terrible carcajada acogió las últimas palabras del alcalde; pero todos, conociendo que aquello podía costarles muy caro, echaron a huir en todas direcciones, con tal velocidad que dos minutos después no quedaban allí más que el cadáver, los alguaciles y el escribano asentando las ingeniosas diligencias que le dictaba aquella triste caricatura del alcalde Ronquillo, o de don Rodrigo de Santillana.

Felipe tenía miedo de verse envuelto en una causa criminal, y no se acercó por el lugar en que había pasado el lance, sobre todo desde que oyó decir que don Martín era ya cadáver.

Felipe andaba en Palacio de aquí para allí sin saber lo que hacía, hasta que repentinamente se encontró delante de un balcón, al que asomada estaba una dama.

Felipe reconoció a doña Inés y conoció que se hallaba delante de la habitación de don Ramiro; pero como acababa de ver a éste en la audiencia, y muy ocupado, creyó que era el momento que debía aprovechar.

—Señora ¿me permite vuesa merced entrar a su casa? —dijo a doña Inés.

—De ninguna manera —contestó con altivez la dama.

—Es que traigo las pruebas que ofrecídola he, de la traición de cierto caballero, y quizá no haya oportunidad semejante a ésta.

Doña Inés palideció, y después de reflexionar un rato, le dijo:

—Entrad.

Felipe no se hizo repetir el permiso, y comenzó a subir la escalera que conducía a la habitación de la dama.

En el extremo superior le esperaba ésta.

—Hablaremos cerca del balcón, para ver si mi marido llega —dijo ella.

—Bien: donde vuesa merced ordene.

—Esas pruebas —dijo doña Inés con ansiedad.

—Señora, las pruebas son estas: Don Guillén es amante de mi hermana Clara.

—Pero la prueba.

—Y de doña Juana de Henríquez.

—Pero la prueba.

—Y de una mujer perdida, que se llama o la dicen la Escudilla. ¿La prueba? Señora ¿quiere vuesa merced que reúna yo a todas en un solo día para que le confundáis?

—Eso sería horrible.

—Horrible; pero él merece este castigo. Yo reuniré a todas las que os he nombrado y otras que aún no sabéis, y delante de todas le veréis pálido y avergonzado.

—¡Oh, no!

—¿Entonces consiente vuesa merced en que la engañe, en dividir su amor con otras?

—¡Infame! Haced lo que queráis.

—Procuraremos que la escena salga perfecta: citaré y reuniré de la manera más conveniente a todas las víctimas de don Guillén, y todo se allanará si vuesa merced tiene valor para levantar allí el velo del misterio.

—Sí; pero en ese caso ¿quién me responde de que vos no me engañáis, y de que no son mujeres que lleváis allí para hacerlas representar un papel de comedia?

—Por más ofensiva que sea para mí esa suposición de vuesa merced, todo lo perdono en gracia del deseo que tengo de desengañarla. Pues bien: para que vuesa merced quede convencida, sígame a mi casa cualquier día, a las dos de la tarde, y la haré palpar la realidad.

—Iré —dijo con resolución doña Inés.

—¿Cuándo?

—Mañana mismo ¿Dónde vivís?

—En la calle de la Merced.

—Estaré en el templo de la Merced a la una.

—Allí iré por vos.

—No faltaré: por ahora hacedme la gracia de retiraros.

—Pues hasta mañana, a la una, y Dios guarde a vuesa merced.

—Él os guíe.

Felipe salió contento.

Hay hombres que gozan cometiendo una mala acción, y Felipe era de esa clase. Prescindiendo de la esperanza que tenía de conseguir el amor de doña Inés luego que ella estuviera segura de que don Guillén la engañaba, sentía un verdadero placer considerando lo que ella iba a sufrir, y lo que a él se le esperaba.

Al salir de la casa de doña Inés, Felipe volvió a pensar en don Martín, a quien había abandonado tan cobardemente, y entonces tuvo miedo de que don Martín no hubiese muerto, porque si a restablecerse llegaba, era capaz de vengarse cruelmente del abandono de su amigo.

Pero a poco andar entre la multitud que llenaba el Palacio, supo que don Martín había muerto, y que habían conducido el cadáver en una camilla a la cárcel de ciudad para exponerle al público, a fin de que, reconocido por sus amigos o parientes, le reclamasen para hacerle los últimos honores.

—¡Pobre Andrés! —exclamó Felipe—. Yo le haría enterrar decentemente y como él se lo merecía; pero no hizo testamento, y nada me dejó: ¿de dónde voy a tomar dinero para eso? Iré a su casa siquiera para salvar algunas cosas, ya que la justicia va a apoderarse de todo.

El virrey, al separarse de doña Juana, atravesó un pasillo secreto y llegó hasta su cámara. Llevaba la conciencia tranquila; estaba verdaderamente satisfecho y contento de sí mismo.

Queriendo alcanzar el amor de una mujer y hacerla su dama; enamorado de ella como lo estaba, y teniéndola en su poder, había tenido la suficiente energía para dominar sus pasiones y tornarse en protector, en padre de aquella joven, salvando su virtud y amparándola contra los enemigos, que ponían asechanzas a su honra.

El marqués salvando del abismo a doña Juana, y sacrificando el amor que la tenía, llegó a su alcoba sintiéndose casi un ángel: había llegado a poner un pie en el precipicio; el arrepentimiento y la caridad le salvaban.

Creyó pasar la noche más tranquila y más dulce de su vida, y halagando estos pensamientos, se desnudó y se metió en el lecho. Pronto cerró los ojos y comenzó a soñar que el ángel de doña Juana le traía la bendición de Dios.

Durmió así algunas horas, hasta que un ruido inusitado le despertó.

Abrió los ojos y creyó que aún soñaba.

Su lecho estaba rodeado de hombres desconocidos y armados, y de los cuales la mayor parte traían faroles en la mano.

El virrey se incorporó en su lecho ligeramente, y extendió el brazo para tomar la espada que cerca de él estaba.

—Conténgase V. E. —dijo uno de aquellos hombres— y no haga uso de las armas.

—¿Pero quiénes sois vosotros? ¿Qué queréis?

—V. E. me conozca, que soy el oidor don Andrés Prado de Lugo.

—¿Y qué quiere aquí y a esta hora su señoría?

—Notificar a V. E. cómo el rey nuestro señor, que Dios guarde, ha tenido por bien nombrar al Excmo. e Ilmo. Sr. Dr. don Juan de Palafox y Mendoza, virrey de esta Nueva España en lugar de V. E.

El marqués de Villena se palpaba, creyendo aún que estaba soñando.

El oidor, con una calma desesperante, sacó autos y cédulas y provisiones, y «de la cruz a la fecha» leyó al marqués cuanto creyó necesario, notificándole y amonestándole a obedecer; todo con tanta sangre fría y un tono tan de curia, como si no se tratase sino simple y sencillamente de un litigio de algunos cientos de reales.

El marqués inclinó la cabeza y quedó pensativo.

Era aquel golpe tan rudo, tan inesperado, se tomaron tales precauciones, y con tanto misterio y secreto se llevó a cabo el plan del arzobispo, que más bien que la destitución de un virrey por la orden de un monarca, parecía el triunfo de una conspiración.

El marqués de Villena se resistía a creer lo que estaba pasando, y en aquellos momentos quería pensar y no podía: la gravedad de los acontecimientos le hacía perder el hilo de la reflexión.

Se comprende muy bien que en situación semejante, el hombre de mejor inteligencia queda entorpecido por algunos minutos. El alma no siente impunemente un cambio tan repentino.

El oidor y los que le acompañaban respetaron el silencio del marqués, y sobre todo su desgracia, a pesar de que casi todos eran sus enemigos.

Nadie se atrevió a decir una sola palabra; y como si estuviesen en derredor de un cadáver, no se escuchaba en la estancia más que el triste chisporroteo de las bujías de cera que algunos de los asistentes llevaban.

Pasada la primera impresión, el marqués comenzó a sentir la vuelta de sus ideas, y entre ellas llegó el recuerdo de doña Juana, que, confiada en su protección, dormía tranquila en su aposento.

En medio de las más terribles crisis, en las situaciones más graves, y aun cuando tengan en su mano los destinos de todo un pueblo, los hombres se fijan siempre en alguna idea que parece pueril si llega a descubrirse, pero que influye en la resolución del problema general más aún que los grandes motivos.

¡Cuántos pequeños resortes habrán determinado la marcha de los grandes acontecimientos políticos en el mundo, cuyas causas buscan los historiadores y los filósofos en los cálculos profundos de los hombres de Estado, o en el destino manifiesto de una sociedad!

Ante la idea de salvar a doña Juana, el marqués olvidó su desgracia; quería aprovechar el último rayo de su poder para protegerla; y si él miraba sin estremecerse el porvenir, al recordarla a ella tenía miedo.

—Suplico a su señoría y a los que le acompañan —dijo al oidor— me esperen en el aposento inmediato: necesito vestirme, y quisiera estar solo.

El oidor vaciló y miró a los que le acompañaban, como para consultar con ellos.

El marqués comprendió lo que pasaba en el alma del oidor, y sonriendo melancólicamente, le dijo, contestando a su pensamiento:

—Crea su señoría que soy tan leal vasallo de Su Majestad como el que más blasone de serlo; y cuando su señoría me ha notificado, y yo he prometido guardar y acatar las reales provisiones, así entendiera que me iba en ello la vida, cumpliré fielmente lo que él ha mandado. Hasta hoy fui noble y caballero, y nadie tiene derecho para sospechar en mí traición o felonía.

El oidor, avergonzado, hizo una reverencia y salió de la estancia, seguido de los que acompañado le habían. En cuanto el virrey se encontró solo, vistióse rápidamente; y por una triste coincidencia, el traje que se puso fue el que tenía los colores de doña Juana, verde y negro.

Aquella operación duró apenas algunos minutos: echóse sobre los hombros una capa, calóse un ancho sombrero negro, ajustóse a la cintura un talabarte de cuero con daga y espada, y sin perder un instante abrió la puerta secreta que comunicaba su aposento con el pasillo secreto.

Pocos momentos después penetraba en la estancia preparada para doña Juana.

El marqués paseó sus miradas por todas partes; no había nadie. Se lanzó al lecho y levantó el cortinaje; el lecho estaba intacto, no se había acostado doña Juana; nada faltaba allí; nada acusaba lucha, ni robo, ni violencia.

La joven, pues, había salido sin dificultad; si la habían sacado de allí, no había opuesto resistencia.

Iba el marqués a registrar el aposento inmediato, a poner a la joven bajo la protección del arzobispo virrey, refiriéndole todo, cuando una idea terrible, cruzó por su mente.

Quizá aquella mujer le había engañado, burlado; estaba de acuerdo con sus enemigos; todo había sido una intriga; las puertas se abrieron para ella, y por allí penetraron los amigos del nuevo virrey.

El marqués había abrigado una víbora en el seno, y quizá en aquellos momentos ella reía del marqués y de su generoso comportamiento, y de sus promesas, y de su protección: aquello había sido una comedia infame.

No hay lógica más absurda que la de los desgraciados, que bajo el peso de sus tristes impresiones, ven natural todo lo malo, y necesario todo lo que contra ellos pueda venir. El marqués tuvo por verdadero cuanto le ocurrió pensar contra doña Juana, y desde ese momento comenzó a traer recuerdos de detalles que le confirmaban hasta la evidencia sus sospechas.

Las palabras, el ademán, el gesto de doña Juana; el modo extraño con que consiguió mirarla entrar a su aposento; el aire contrariado e hipócrita de don Martín; el arrojo de doña Fernanda para ir a Palacio a ofrecerle su ayuda; la hora y el día escogidos para llevar a la joven; en fin, hasta el color del traje que había él vestido aquel día por complacer a la dama, todas eran pruebas de que la más infame y vil intención había guiado a los pérfidos que intervinieron en el negocio.

El marqués se avergonzó de su debilidad y de su mu cha confianza; se avergonzó de su caridad y de sus generosos arranques, y, sin volver siquiera el rostro, se entró por el pasillo y regresó a su estancia.

El marqués tenía el corazón desgarrado; tantas y tan tristes emociones le agobiaban que brotó una lágrima de sus ojos, la que limpió con cólera, volviendo el rostro como si alguien pudiera verle.

Llegóse a una mesa y sonó una campanilla de oro que sobre ella había.

El oidor y otros dos caballeros entraron.

—Supongo —dijo el marqués al oidor— que puedo salir libremente.

—Libremente —contestó el oidor— quién lo duda; pero es preciso que V. E. me diga adónde se dirige…

—¡Oh! no sólo eso, sino que quisiera que su señoría me acompañase, a fin de poder salir oculto y retirarme.

—Lo haré si V. E. lo desea. Y ¿adónde piensa retirarse V. E.?

—Al convento de Churubusco.

—Mandaré preparar una carroza, y V. E. podrá salir sin ser visto.

El oidor dio algunas órdenes a uno de los que estaban a su lado.

Media hora después, en una carroza humilde, sin armas ni blasones, salían el marqués y el oidor para el convento de Churubusco, sin que nadie parase en ellos la atención, y sin que nadie supiera que el de Villena se había marchado de Palacio.

XI. Las buenas noticias

Difundióse por toda la ciudad de México la noticia de la destitución del virrey marqués de Villena, causando en todos los vecinos una sensación verdaderamente desagradable.

El marqués de Villena estaba bien querido en la ciudad y en las provincias, y todos anhelaban el saber qué motivaba tan repentino cambio, porque el marqués era incapaz de traición o felonía.

Las gentes andaban inquietas por las calles inquiriendo noticias, y en aquel día las visitas se hacían y se recibían más temprano que de costumbre; síntoma de novedad y de agitación en todas partes.

Felipe cuidó, ante todas cosas, de entrarse en la casa de don Martín; y como era allí tan conocido, sabían la gran confianza que en él depositaba Malcampo e ignoraban la trágica muerte de éste, nadie hizo reparo en que tan de mañana se introdujese en la casa, habiéndole visto salir en la noche anterior con Malcampo.

Temía Felipe que si la justicia, como era natural, se apoderaba de los bienes de don Martín por la falta absoluta de parientes o herederos, se descubriera algo de cuanto ellos tramaban continuamente, ya contra los judíos, ya contra otras personas de la ciudad.

Don Martín no era hombre que tuviera muchos papeles, y los pocos que conservaba y podían comprometerle a él y a Felipe estaban en una gaveta que éste conocía perfectamente.

A esa gaveta se dirigió Felipe de preferencia; sacó de allí todos los papeles, y sin tomarse el trabajo de leerlos, los llevó a una de las azotehuelas de la casa, y procurando que no le viese ningún criado, les pegó fuego, y cuidó de que todos quedaran reducidos a cenizas.

Después volvió a las habitaciones y comenzó a hacer un registro escrupuloso, guardándose cuantas alhajas y joyas le parecieron de valor. Tomó todo el dinero que encontrarse pudo, y en verdad que no era mucho, porque Malcampo era demasiado pródigo. Se ciñó la mejor espada, tomó el mejor sombrero, envolvióse en el ferreruelo más lujoso, y cargado con aquel botín salió de la casa, atravesando orgullosamente el patio.

Cerca del portal de la casa encontró al mayordomo de don Martín, que le saludó con gran respeto.

Felipe se detuvo y le dijo:

—¿Sabéis, Alfaro, la noticia?

—¿De la destitución del virrey habla vuesa merced?

—No, sino de la muerte de don Martín vuestro amo.

—Ave María Purísima ¡muerto mi amo!

—De mala muerte: una estocada.

—¿Pero quién?…

—No me preguntéis nada, que nada sé; sólo os refiero lo acaecido, porque os importa; y además, temóme que la justicia llegue aquí muy pronto, porque el difunto, que en paz descanse, no tenía herederos, ni hizo testamento, y el rey entrará por todo en la herencia. Si hay aquí algo de vuestra propiedad, cuidad de sacarlo antes; que a venir los golillas, así rescataréis lo que se tomen como rescatar a Granada los moros. Adiós.

—Dios guarde a vuesa merced.

Felipe se alejó; y el mayordomo, sin perder un instante, subió las escaleras, abrió puertas y armarios, recogió cuanto pudo de lo que pertenecía a don Martín, que él no tenía gran cosa, y un cuarto de hora después salía con tres o cuatro mozos de cordel que conducían lo que llamaba él su equipaje.

Al salir, dijo a los criados que le miraban asombrados:

—Hijos, al amo le han muerto de una estocada: en paz descanse. La justicia no tarda; puede envolvernos a todos en la causa: voime, y cada cual saque de aquí lo suyo si perderle no quiere. Adiós.

—Dios le guíe —contestaron los criados.

Y cada uno de ellos procuró cargar y sacar cuanto pudo; y aún los hubo que hicieron dos o tres viajes.

Al medio día llegó la justicia, que daba grandes pruebas de actividad en el negocio, y se presentó en la casa con todo su aparato imponente: alcalde, escribano y alguaciles.

La casa estaba desierta, ni un criado había en toda ella; en cambio, la justicia encontró abiertos cofres y armarios, casi todo vacío, y como existencia algunos muebles que por viejos y pesados no habían tenido quien les codiciara.

Esto no fue obstáculo para que se formara un escrupuloso inventario, y se cerraran y sellaran cajas y armarios y puertas de la casa.

Don Martín de Malcampo fue enterrado en la fosa común por cuenta de la caridad y por orden de la justicia.

Felipe llegó a su casa rico con la herencia; pero apenas había guardado su nueva fortuna, cuando le ocurrió un medio de hacerse de algún dinero más.

Cerró su cofre y se dirigió sin perder un momento a la casa de don Gaspar Henríquez.

Don Gaspar y su hija estaban aún desayunándose, cuando Felipe se hizo anunciar, diciendo que tenía un negocio grave que tratar con Henríquez.

El hombre que tenía o creía tener algo pendiente con el Santo Oficio, como don Gaspar, jamás recibía la visita de un desconocido sin ponerse pálido: cada vez creía que le iban a anunciar que estaba denunciado, o que se trataba de perseguirle.

Don Gaspar se levantó de la mesa y salió a ver a Felipe, que le esperaba en la sala.

Saludóle cortesmente y le invitó a sentarse.

—Deseo hablar con vuesa merced —dijo Felipe— cosa de gran secreto e importancia.

—Puede hablar vuesa merced con toda confianza —contestó el viejo—. Solos estamos, nadie escucha, y caballero soy de quien puede fiar vuesa merced.

—Tal creo, y por lo tanto me explicaré sin andarme con rodeos.

—Escucho.

—¿Cuánto sería capaz vuesa merced de darme por una grande y al par grata noticia?

—Según la importancia de ella.

—Es tanta, que, además de ahorrar a vuesa merced muchos ducados, le devolvería la paz y quizá la felicidad a mi señora doña Juana.

El viejo miró con marcada desconfianza a su interlocutor.

—Cuando vuesa merced me escuche —dijo Felipe— no me mirará de ese modo. ¿Me promete vuesa merced dos mil pesos si la noticia los vale? Y eso a cargo de su conciencia.

—Sí —contestó secamente don Gaspar.

—Pues bien: ha muerto hoy, de mala muerte, Andrés el de Taxco, que se hacía llamar don Martín de Malcampo.

Don Gaspar se puso densamente pálido: recordó que don Martín le había escrito diciéndole que existía la denuncia y, depositada en poder de un escribano, sería enviada al Santo Oficio si él moría de mala muerte.

—Vamos —exclamó Felipe— ¿vuesa merced no se alegra?

—¿Por qué tengo de alegrarme?

—¿Por qué? Porque don Martín conocía secretos de vuesa merced que amenazaba decir, y con esto vuesa merced era su tributario, y llegó hasta oponerse a los amores de mi señora doña Juana con don Guillén.

—¿Eso sabe vuesa merced?

—Sí; y por lo tanto, como soy el único que lo sabe, soy el único que tiene derecho a las albricias.

—Pues siento decir que aún no estoy libre de peligro con la muerte de don Martín.

—Y tan libre, que el secreto está en el sepulcro con don Martín, porque vuesa merced no vaya a creer aquello de que la denuncia fue escrita y depositada en poder de un escribano para entregarse al Santo Oficio.

—¿Es decir que no se escribió?…

—¡Qué iba a escribirse! Yo, que puse todas esas esquelas a nombre de Andrés, inventé eso para impedir que se atentase contra su vida, no porque creyera capaz de semejante cosa a vuesa merced, sino porque las precauciones no están de más.

—¿Pero quién me asegura que don Martin ha muerto, y que la denuncia no existe?

—¿Que don Martín no ha muerto? No tiene vuesa merced más sino que venirse conmigo a la cárcel de corte, y verá allí el cadáver. ¿Que la denuncia no existe? Si existiera, me aprovecharía de ella y seguiría vuesa merced pagándome a mí lo que pagabáis a don Martín, que bien lo necesito; además, juro a vuesa merced por la hostia consagrada, que no se escribió jamás una sola palabra de la dicha denuncia, y por la cabeza de mi padre le aseguro que puede vuesa merced vivir tranquilo en lo de adelante. Ahora mi noticia está dada, y vuesa merced puede o no pagarla al precio que me ofreció.

El viejo, sin contestar una palabra, se levantó, se acercó a una mesa y escribió algo en un papel; firmó, y luego acercándose a Felipe le dijo:

—¿Conoce vuesa merced la casa de Daniel?

—La conozco, que he ido allí a cobrar el dinero de don Martín.

—Pues presente allí vuesa merced este papel, y recibirá los dos mil pesos prometidos. Dios haga que no me engañe…

—Vuelvo a jurar.

—Es inútil, vaya vuesa merced.

Felipe salió guardando cuidadosamente el vale, y creyéndose ya un millonario.

Don Gaspar, trémulo de gozo, volvió al comedor donde aún le esperaba doña Juana.

La joven miró a su padre, y comprendió que pasaba alguna cosa grave.

—¿Qué pasa, padre mío? —exclamó— ¿alguna desgracia?

—No, hija de mi alma, mi Rebeca, mi Raquel, mi vida; es que Dios premia tus sacrificios y tu abnegación; el ángel que detuvo la mano de Abraham cuando iba a descargar el golpe sobre Isaac, aparta hoy los sufrimientos que pesaban sobre tu corazón: el obstáculo que te impedía amar a don Guillén ya no existe, ha desaparecido.

—¿Con la muerte de don Martín? —exclamó imprudentemente doña Juana.

—¿Sabías que ese hombre había muerto? —preguntó con espanto don Gaspar—. ¿Sabías que era nuestro perseguidor?

—Sí, padre mío, todo lo sabía; y ahora que todo temor ha desaparecido, y que como Judit la fuerte, he sido el medio de que nuestro Dios se valió para salvar a su pueblo, ya nada debe quedar en secreto entre nosotros.

Y entonces Rebeca, con el conmovedor acento de la verdad, refirió a su padre, cuanto le había acontecido la noche anterior, y cómo había sorprendido ella el secreto de su padre.

El viejo escuchó la relación de su hija con espanto; y cuando ella terminó su narración, él se dejó caer de rodillas, y levantando las manos al cielo exclamó:

—Dios mío, Dios mío, cuán inmensa es tu bondad, cuán grande es tu misericordia.

Doña Juana estaba encendida de gozo; ver feliz a su padre era para ella la suprema felicidad.

Por su parte, don Gaspar era feliz porque tenía fe en las palabras de su hija, y la sentía tan pura como en los días de su niñez.

—Hija mía —dijo el anciano— el Dios de nuestros padres salvó la plaza de Betulia sitiada por Holofernes, por la mano de la valerosa Judit. Holofernes murió, y la noble Judit salvó a su pueblo sin perder su pureza: tú, hija mía, nos has salvado, y tu pureza se ha salvado también. Dios sea bendito.

Y don Gaspar, conmovido profundamente, abrazaba llorando a su hija.

—Óyeme, hija mía —la decía— comprendo cuánto habrás sufrido con la ausencia de don Guillén, si quieres, hija mía, escríbele, le escribiré yo, volverá él aquí y ambos volveréis a ser felices.

Doña Juana movió tristemente la cabeza, como diciendo: «Eso es imposible».

—¿Cómo hija mía? —continuó don Gaspar— ¿dudas? ¿Crees que te habrá olvidado? ¿No le amas ya?

—Le amo, padre mío; pero ahora él me creerá indigna de su amor.

—¿Indigna? ¿Y por qué?

—Padre mío, él pensó que yo le despedía por corresponder al amor del marqués de Villena, y aunque le juré que no era ese el motivo, segura estoy de que no me creyó. Ahora el virrey está perseguido, quizá piense ahora don Guillén que al perder la esperanza de ser la favorita de un virrey, vuelvo a pedirle que me ame: las apariencias me condenan, y casi me sería imposible convencerle. ¡Ay padre mío! mi desgracia no tiene remedio, soy muy infeliz. Ahora que podría tener su amor, las circunstancias me hacen aparecer ante sus ojos como una mujer interesable, y digna sólo de su desprecio.

—Deliras, hija mía; deliras. Yo te hice perder ese amor, y aunque alguno se atreviera a decir que esta no es una acción digna dé un padre, yo, hija mía, yo por quien tan grandes y nobles sacrificios has hecho, yo volveré a traerte a don Guillén tan amoroso y tan bueno como antes, y te aseguro que mañana mismo estará a tus pies.

—Qué feliz sería yo, padre mío.

—Sabré cumplir mis promesas.

—Dios nos ayudará, padre mío.

Una esperanza, por débil y remota que sea, es siempre una esperanza para los desgraciados, y el náufrago que lucha con la tormenta, asido al flotante despojo de un navío, cree que se ha salvado si, en medio de las olas encrespadas que pasan sobre su cabeza, llega a descubrir a lo lejos la blanquecina faja que dibujan las tierras sobre el horizonte inmenso de los mares, o ese punto blanco apenas perceptible, que anuncian las velas de una embarcación.

Doña Juana sintió renacer su esperanza con las palabras de su padre. ¿Cómo podría dudar don Guillén de lo que aquel anciano le decía, con el acento de la verdad y con las lágrimas en los ojos?

Además, ella contaba con la pureza de su conciencia. Había corrido un peligro inmenso, su salvación era una cosa milagrosa; pero se había salvado, merced a su entereza y su inocencia misma.

Don Gaspar dejó a su hija y volvió a entrar en su estancia con una tranquilidad desconocida para él hacía muchos años. No le faltaba más para ser feliz, que hacer partícipe de su satisfacción a Daniel, y Daniel no podía tardar mucho en llegar a la casa de su amigo.

En efecto, poco tiempo transcurrió, y el viejo judío llamó a la puerta de don Gaspar.

Apenas le vio éste, se arrojó en sus brazos diciéndole:

—Estamos salvados.

Y le refirió cuanto había pasado a doña Juana, sin omitir circunstancia alguna.

Daniel oyó tranquilamente a su amigo; la fisonomía del viejo judío no se inmutó sino cuando don Gaspar le contó la noble acción del marqués de Villena; entonces, los ojos de Daniel se pusieron húmedos y brillantes: hubiera llorado si no hubiera tenido un testigo de su llanto.

—Y bien, Daniel ¿qué piensas de todo esto? —dijo don Gaspar cuando terminó su narración.

—Pienso —dijo Daniel— que Dios ha dado su bendición a tu familia; pienso que todos nosotros tenemos obligación de formar un rico dote a tu buena hija; y pienso que a ese hombre insigne en caridad, grande en nobleza, respetable en elevación de sentimientos, que se llama el marqués de Villena, y sobre quien pesa hoy una inmensa desgracia, debemos ofrecerle nuestros servicios, y quedar, si necesario fuere, en la mendicidad, por ayudarle y por salvarle.

—Dices bien —exclamó con entusiasmo don Gaspar—. Eres un hombre como hay pocos.

XII. Otra vez Felipe

El hijo de Méndez no tardó mucho en cobrar en la casa de Daniel el dinero que don Gaspar le había regalado. Felipe tenía ya algo avanzado en el camino de la riqueza. Pero la codicia es la verdadera hidropesía del espíritu, porque le vuelve insaciable.

La muerte de don Martín le había producido a Felipe bastante utilidad; pero él creyó que la podía hacer aún más productiva.

Don Guillén no podía haber olvidado a doña Juana; debía, por el contrario, estarla adorando, puesto que la había perdido, y estaba, además, celoso.

Luego don Guillén agradecería infinitamente la noticia de que doña Juana estaba ya libre del tremendo compromiso que le impedía amarle. Este argumento le parecía magnífico a Felipe.

Don Guillén no era rico como los judíos, ni podía pagar sumas enormes por una buena nueva, era verdad; pero en cambio, don Guillén sí podía dar, en recompensa de esa buena nueva, su amistad y su confianza a Felipe.

Y de don Guillén era lo único que Felipe necesitaba, porque así podía llevar mejor adelante su plan de convencer a doña Inés de la infidelidad de su amante.

Además, reconciliados doña Juana y don Guillén, Felipe tenía un capítulo más de acusación contra éste, y una infidelidad más que presentar a doña Inés.

Decididamente, Felipe comprendió que debía servir de vínculo entre dos amantes separados por la desgracia, y se resolvió a ir en busca de don Guillén.

En el camino fue meditando el medio más oportuno, porque como a la sazón don Guillén tenía amores con Clara, y Clara era hermana de Felipe: ni éste podía hablar con entera franqueza al que era amante de su hermana, ni don Guillén ser explícito con el hermano de su amada.

Felipe tenía por regla, que de los audaces es la fortuna, y todas aquellas reflexiones no le detuvieron.

Llegó a la casa que habitaba don Guillén. Llamó, preguntó si allí vivía, y con la respuesta afirmativa del criado, se hizo anunciar como portador de una noticia importante.

Pero don Guillén no estaba en su casa; y Felipe, determinado ya a encontrarle, se dirigió al centro de la ciudad, adonde los acontecimientos de la mañana habían llevado a multitud de personas.

En vano recorrió las calles, y en vano perdió más de tres horas. Don Guillén no parecía: eran ya cerca de las oraciones de la noche, y Felipe andaba aún haciendo pesquisas.

Cruzó por delante del templo de San Francisco, y observó un grupo de personas que hablaban con gran calor. Acercóse a ellas con precaución, y pudo percibir que se trataba de un caballero que había tomado asilo en la iglesia huyendo de la justicia, que le perseguía por haber hecho una muerte en Palacio.

Felipe comprendió que era el que había matado a don Martín, y como aquella muerte no había dejado de traerle algún provecho, perdonó sin dificultad al matador.

En cuanto a don Guillén, que había ayudado a ese matador a forzar el paso del Puente, Felipe no llegó ni a verle, porque como el valor no era la cualidad dominante en el hijo de Méndez, había huido del lugar del peligro a la primera acometida de don Diego, y sólo de muy lejos miró el fin del combate.

Felipe iba, pues, a pasarse de largo, cuando notó que del templo salía un caballero, y atravesando el cementerio se dirigía hacia el lugar en que él estaba.

—¡Feliz casualidad! —exclamó Felipe—. Es don Guillén: con razón le he buscado inútilmente.

En efecto, era don Guillén, que salía de hablar con su amigo don Diego, refugiado en San Francisco.

—Dios guarde a vuesa merced, mi señor don Guillén —dijo Felipe alegremente, saliéndole al paso.

—¡Hola! ¿Sois vos, Felipe?

—Que buscaba a vuesa merced.

—Y heme aquí.

—Tengo que dar a vuesa merced una noticia muy grata.

—Para escucharla estoy.

—Pues si mi compañía no incomoda, por el camino le iré diciendo a vuesa merced el caso.

—Vamos, que la compañía me es grata, y sobre todo cuando tan buena noticia me ofrece.

Y uno al lado de otro tomaron por la calle de San Francisco, rumbo al Palacio.

—Vuesa merced —dijo Felipe— tuvo algo que ver con una dama llamádase doña Juana de Henríquez.

—¡Yo! —replicó don Guillén fingiendo extrañeza— ¿quién tal cosa dijo?

—Permítame vuesa merced, si el hecho no es cierto, que calle lo que de contarle tenía, porque en este caso le será del todo indiferente.

—No; por el contrario, me interesa sobremanera cuanto a esa dama atañe.

—Bien lo conocía yo. Pues esa dama tuvo amores con un caballero noble y distinguido de esta ciudad; los dos se querían con delirio; pero repentinamente la joven se apartó de esos amores, y despidió al caballero, no sé cómo, mas le despidió.

Don Guillén miró asombrado a Felipe, sin comprender cómo sabía aquello, que indudablemente se refería a sus amores con doña Juana.

—La joven —continuó Felipe— estuvo a punto de morir de dolor con aquella separación, y supongo que al caballero le pasó otro tanto; pero no había remedio: entre los dos se levantaba una barrera que ella conocía y él no, y que hacía imposibles los amores. ¡Pobre joven!

—¿Y después?

—Es decir, hoy, esa barrera ha desaparecido, y ella es libre como antes; y pura y buena como siempre.

—¿Pero qué obstáculo, qué barrera le impedía seguirme amando?

Don Guillén rompía el secreto que guardar quería.

—¿No decía vuesa merced —dijo sonriéndose Felipe— que no era el amante de doña Juana?

—Bien; lo era, lo soy quizá; pero explicad ese misterio.

—Ése es secreto de ella. Yo sólo puedo dar a vuesa merced la noticia, para que vaya, si quiere, en este momento a la casa de doña Juana, seguro de que será bien recibido. Por lo demás, ella le dirá lo que ha pasado.

—¿Pero es verdad eso que me referís?

—Con mi vida respondo de ello a vuesa merced.

—¡Oh, qué felicidad!

Don Guillén decía esto caminando apresuradamente y tomando la dirección de la casa de doña Juana.

Había en las palabras de Méndez acento de verdad, y, además, el corazón de don Guillén le aseguraba que aquello era cierto.

Caminaron en silencio, y cerca ya de la casa, Felipe se despidió diciendo:

—Sea vuesa merced muy feliz, y no olvide a quien le dio la nueva.

Don Guillén por toda respuesta desprendió de su cuello una cadena de oro y la puso en el de Felipe.

Como la noche había cerrado, don Guillén tuvo que llamar a la puerta de la casa de don Gaspar.

Abriéronle, y preguntó por Henríquez.

Había salido, y sólo doña Juana estaba en casa.

Don Guillén era bien conocido allí, y no se detuvo, sino que resueltamente se dirigió a las habitaciones y a la cámara en que sabía que doña Juana acostumbraba asistir todas las noches.

No se hizo anunciar, y doña Juana, que no esperaba aún su visita, escribía, al parecer muy empeñada, una carta, y tenía vuelta la espalda hacia la puerta por donde entró don Guillén.

La joven siguió escribiendo, sin haber sentido los pasos del que entraba.

—Señora —dijo don Guillén, después de haberla contemplado largo rato en silencio— señora ¿seré digno de arrojarme a vuestros pies?

—Guillén —exclamó la joven poniéndose en pie y sin poderse contener— por fin vuelvo a verte. ¿Aún me amas?

—Te amo, señora, más que nunca: te amo, y conozco que no hubiera podido vivir sin ti, Rebeca, sin tu amor. Pobre tronco desarraigado por el huracán ¿qué valgo sin la luz vivificante de tu mirada? ¡Oh! tú no sabes lo que he sufrido; tú no comprendes cómo mis días han sido negros, cómo mis noches han sido de terror, de duelo, de desesperación.

—Dulce dueño de mi alma, yo también he conocido que nada soy sin tu amor; yo también he sentido la muerte en mi corazón; me he sentido cadáver, porque no te veía, Guillén: esta pasión no puede arrancarse de mi pecho sino con la vida.

—Rebeca, yo no sé lo que pasó entre nosotros, que nos obligó a separarnos; yo no recuerdo sino que estuve violento, terrible, hablándote a ti, amor mío; yo no debí jamás haber pensado mal de ti, Rebeca. Si tú me mandabas que no volviera a verte, debí haberte obedecido ciegamente, porque tú eres la señora y yo el esclavo; tú el espíritu que domina, yo la ciega materia que obedece; porque no quiero tener más voluntad que la tuya, y aun cuando me exijas un sacrificio tan grande, obedeceré gustoso: moriré, lo conozco, porque sin tu amor no comprendo la vida; pero moriré obedeciéndote, adorándote, bendiciéndote.

—No, Guillén, no digas eso. ¿Cómo podría decirte que no me amaras, cuando tu amor es mi vida? Moriría yo primero: no lo pienses. Me estremezco al recordar tus palabras, porque me parecía que había perdido ese noble concepto que yo anhelo que tengas de mí: tú no sabes, Guillén, el espantoso secreto que me hizo un día prescindir, no de tu amor, porque eso era imposible, sino del placer inefable de verte, de oírte decir que me amabas, de repetírtelo yo todos los días.

—¡Oh, Rebeca, cuánto he pensado en ese secreto! ¡Y cuánto odio he alimentado contra todos esos que intervinieron en esa intriga tenebrosa que por desgracia no llegué a conocer!

—Mira, Guillén ¿me ves pálida? ¿Ves los surcos de las lágrimas en mis mejillas? Pues les perdono, porque Dios me ha salvado del abismo en el momento en que iba a precipitarme.

—El virrey, que quiso por extraños medios conseguir tu amor, ha recibido de Dios el castigo que merecía.

—¡Ojalá que ese hombre noble y generoso no hubiera sufrido tan inmerecida desgracia! —exclamó con entusiasmo doña Juana.

—¿Le defiendes, Rebeca? —dijo don Guillén palideciendo.

—Vivirá eterna su memoria en mi pecho, como debe vivir en el tuyo: él me ha salvado, él ha tendido su mano de padre a la víctima infeliz, que sin la nobleza de sus sentimientos hubiera sucumbido.

—¿Y le amas?

—Debo amarle, y le amo como a mi padre mismo.

—Explícame ese misterio, Rebeca, porque no sé qué tempestad comienza a rugir en mi cerebro.

—Sabes, Guillén, cuánto te amo. Pues bien: en nombre de ese amor te pido que tengas fe en mi lealtad. Cuando estuve en peligro de ser de otro, preferí el espantoso dolor de la separación a la idea sólo de engañarte. ¿Cómo podría engañarte tu Rebeca? ¿No consideras, ángel mío, que jamás he tenido una pasión como la que por ti siento? Ten fe, ármate de valor y escucha, Guillén, la terrible situación en que llegué a encontrarme, y de la cual me salvó la noble mano del marqués de Villena. Ten fe en mis palabras, que antes moriría que engañarte, y para ti no tengo secretos.

Doña Juana hizo sentar a su lado a don Guillén, rodeó su cuello con su torneado brazo, y comenzó la historia de sus desgracias desde las primeras asechanzas de don Martín.

Don Guillén escuchaba agitado: algunas veces se crispaban sus puños, crujían sus dientes, brillaba el rayo de la cólera en su mirada, hacía impulso por ponerse en pie y llevaba la mano a la empuñadura de la daga; pero siempre la amorosa voz de doña Juana le contenía.

Cuando la joven le refirió, enternecida, la escena con el virrey, los ojos de don Guillén se humedecieron poco a poco, hasta que las lágrimas llegaron a brotar.

Doña Juana secó aquellas lágrimas con su pañuelo, y luego llevó aquel pañuelo a sus labios y le besó con tanta ternura y tanto respeto, que don Guillén se estremeció de placer.

Terminó doña Juana su relación, y don Guillén arrojó el aliento como descargándose de un peso inmenso que tuviera en el corazón.

—¿Conque esa dama misteriosa que salvó don Diego…?

—Era yo; pero tú tienes fe en mi verdad, y puedes saberlo todo: otro hombre hubiera creído mal de mí.

—¡Pobre ángel!

—¿Y crees que soy tan pura como antes? ¿No dudas? Dímelo.

—Tan pura y tan noble te miro, que te adoro.

—¿No piensas que soy indigna de ti?

—Imposible, Rebeca: un ángel envidiaría tus nobles sentimientos. Si alguien sabe que entraste de noche a Palacio, quizá piense mal de ti; pero yo, que conozco tu pureza, te admiro.

—Gracias, gracias.

Y la joven, abrazando el cuello de don Guillén, lloró, pero con ese llanto dulcísimo de la felicidad.

Los dos amantes se separaron tan dichosos, que jamás ni ella ni él habían sentido en el alma aquel océano de ventura, y aquella noche los dos se soñaron en el paraíso.

Al lado del inmenso dolor está siempre el inmenso consuelo.

Las almas que lloran y que pierden la fe, es porque no conocen el mundo: el llanto del infortunio es el rocío que anuncia la llegada del día de Dios, del día del consuelo.

XIII. Un desengaño

Sonaban las dos de la tarde, y los rayos del ardiente sol de junio se derramaban como torrentes de fuego por la ciudad de México; el viento parecía dormir; ni una ligera ráfaga pasaba refrescando aquella atmósfera sofocante; no se movía una hoja de un árbol, ni una sola nube cruzaba el brillante azul de los cielos.

Las calles estaban casi desiertas, apenas por alguna de ellas se descubría un lacayo o un mendigo, que iban rozando los altos muros de las casas, para procurarse el pasajero alivio de la sombra proyectada por el saliente de un balcón o de una cornisa.

Todo el mundo, huyendo del calor, se refugiaba en las habitaciones.

Además, había otra razón para explicarse aquella soledad: en los tiempos que corren, México es una sociedad que no tiene lo que pueden llamarse costumbres, es decir, los individuos las tienen, pero la sociedad entera no está uniforme en ellas.

Ahora, cada familia come o almuerza a la hora que mejor le parece, y no puede asegurarse que tal o cual sea la hora generalmente destinada para eso.

En aquellos tiempos no era así: a las dos de la tarde era seguro que todas las familias estaban comiendo o durmiendo la siesta, y, mientras duraba esa ocupación, se cerraban las puertas de las casas y la mayor parte de las tiendas y de los almacenes, y sólo los criados salían a la calle, y aquella no era hora de hacer negocios ni visitas.

Pero esa regla no se entendía, por supuesto, con los templos; y en el día en que nos referimos, al sonar las dos, llegaba Felipe al de la Merced, que, así como los otros de la ciudad, estaba abierto.

Quitóse devotamente el sombrero al llegar delante de la puerta, y se dirigió a la fuente del agua bendita; metió en ella sus dedos, púsose la señal de la cruz en la frente, y avanzó mirando a todos lados.

La iglesia estaba silenciosa, la luz del sol penetraba débilmente al través de las espesas y empolvadas cortinas que cerraban las ventanas, y las luces de los cirios que alumbraban el altar mayor, luchaban con la allí escasa claridad del día.

Aquel templo tenía la solemnidad de una meditación, los pasos de Felipe resonaban en las bóvedas, y su figura se dibujaba vagamente entre aquella penumbra.

Cerca de un confesonario estaba una mujer vestida de negro, que parecía orar devotamente, y cuyo rostro cubría un espeso velo.

Al escuchar los pasos de Felipe, aquella mujer volvió el rostro para mirar al que llegaba, y como sus ojos estaban ya acostumbrados a la oscuridad, debió sin duda de conocerle, porque se levantó y fue a su encuentro.

En ese momento no había en el templo más que ellos dos y un viejo mendigo que dormitaba cerca de la puerta.

—¿Sois vos, doña Inés? —preguntó Felipe.

—Si, estoy dispuesta. ¿Vamos?

—Vamos —contestó Felipe, haciendo ademán de retroceder para salir de allí.

La dama, sin hablar una palabra, le siguió.

Atravesaron el cementerio, y anduvieron algunas callas hasta llegar cerca de la casa de Felipe.

—Hacedme la gracia de esperar —dijo él, y la dama se detuvo.

Felipe silbó de una manera particular, y poco tiempo después apareció Requesón.

—¿Ha llegado? —preguntó Felipe.

—Viene ahí en este momento —contestó Requesón señalando con la mano el rumbo contrario al que habían llevado Felipe y su dama.

—Mirad, señora —dijo Felipe.

Doña Inés miró para donde le indicaba Felipe, y a corta distancia descubrió a don Guillén que entraba a la casa de Méndez.

Doña Inés sintió vértigo.

—Creo que aún no os parecerá suficiente la prueba —dijo Felipe— porque ese hombre puede haber venido aquí a cualquiera otro negocio; pero no hemos concluido todavía: si tenéis valor, iremos aún más adelante.

—Adelante —dijo doña Inés, como repitiendo maquinalmente la última palabra de Felipe.

—Como gustéis. Requesón, ve a mirar si ha entrado.

Requesón partió como un rayo y volvió luego.

—Ya está —dijo.

—Vamos, señora —dijo Felipe a doña Inés.

Doña Inés no contestó; pero comenzó a caminar, siguiendo a Felipe, como una sonámbula va tras el magnetizador atraída por la fuerza de ajena voluntad.

Cruzaron el patio, subieron la escalera y atravesando algunas habitaciones. Felipe llegó, seguido siempre de la dama, hasta una pequeña puerta, que no tenía de madera sino el armazón y el resto cubierto de lienzo.

Acercóse Felipe, escuchó un momento, y luego, con gran precaución, sin hacer el menor ruido y sin hablar una palabra, tomó un sitial, le colocó arrimado a la puerta e hizo seña a doña Inés de que se sentase, indicándole al mismo tiempo un pequeño agujero practicado en la misma puerta con tal cuidado, que quedaba a la altura del rostro de una persona que se sentase en aquel sitial.

La dama comprendió perfectamente cuanto por señas le indicaba Felipe; sentóse, y aplicó el ojo al agujero.

Pero apenas había mirado, cuando, como si allí hubiera habido un escorpión, retiró la cabeza con violencia, se puso espantosamente pálida, y a punto estuvo de lanzar un gemido y levantarse.

Felipe, silencioso y frío, la contuvo, y le hizo seña de que escuchase.

Don Guillén, sentado en un escabel a los pies de Clara, la contemplaba extasiado: la joven le miraba con pasión, pasando cariñosamente sus dedos entre los rizados cabellos del galán.

—Clara —decía don Guillén— ¿estás segura de mi amor?

—Ojalá, Guillén —contestó la joven— eres tan afortunado con las mujeres, que tiemblo sólo de pensar que otras te digan lo que yo; que a otras les jures lo que a mí.

—Basta —exclamó en voz baja y sorda doña Inés, levantándose del sitial.

—Esperad aún —contestó Felipe.

—He dicho que basta, caballero —contestó ella—. Vámonos de aquí.

Felipe no replicó. Había tal resolución en las palabras de la dama, que era imposible hacer objeción alguna.

Felipe volvió a guiar, y a poco ambos estaban en la calle.

—¿Estáis satisfecha? —preguntó Felipe.

—Convencida —contestó ella.

—Entonces ya puedo decir que llegó ese «tal vez» que me dijisteis en la casa de mi madrina.

—Caballero —dijo con altivez la dama— aun cuando ese «tal vez» llegara; aun cuando yo, por despecho, por venganza, consintiera en escuchar vuestras palabras amorosas, debéis comprender que no es este el momento de dirigírmelas, cuando acabo de recibir un golpe tan espantoso, cuando aún no sé si sueño o estoy despierta. Respetad mi dolor.

—Perdonad, señora; creí que ya no le amabais.

—No le amo; le aborrezco, le desprecio. Pero debíais pensar que al arrancarse de mí este amor, se arranca llevándose también parte de mi corazón, y es milagro que no me arranque también la razón o la vida. Horrible servicio me habéis hecho; pero es un servicio que os agradezco. Dejadme que respire, porque me sofoco. Aún no puedo pensar más que en mi angustia: más adelante pensaré en la venganza; todavía no sé si la cólera me arrastrará al demonio, o el dolor me llevara a Dios, porque esto va a decidir de la salud de mi alma, y no sé si voy a preparar para mí un hábito de beata o un traje de cortesana.

XIV. Un gran consuelo

El marqués de Villena retraídose había al convento de Churubusco, distante pocas leguas de México.

Cuando pasaron las primeras horas de su desgracia; cuando comenzó a reflexionar con calma sobre los rudos acontecimientos de que había sido víctima, entonces más grave le pareció su situación.

Lejos del rey y de la corte, sin amigos, y en poder de aquellos a quienes el monarca había encargado de destituirle y de residenciarle, el marqués temía un triste desenlace.

Su conciencia estaba tranquila; nada podía manchar su limpia fama ni los nobles blasones de sus antepasados ¿pero qué valía todo esto cuando creía tener por jueces a sus mismos enemigos; cuando era natural que se tuviese empeño en hacerle aparecer culpable para hacer resaltar la justicia del procedimiento empleado contra él, y la verdad de las acusaciones enviadas de México a Madrid?

El de Villena esperaba algunas veces el triunfo de su inocencia, fiado en los muchos beneficios que había hecho en la Nueva España; pero ¿hay alguien en la desgracia que confíe mucho tiempo en la gratitud de los hombres?

Para desvanecer esas esperanzas y para quitar al afligido marqués las últimas ilusiones, venía siempre a su memoria el recuerdo de doña Juana.

—Don Cristóbal —decía una mañana al de Portugal, que no le abandonaba— crea vuesa merced que hubiera deseado recibir el golpe de mano de mis enemigos antes de la fatal noche en que doña Juana se presentó en Palacio.

—¿Y está V. E. seguro —preguntó don Cristóbal— de que esa dama estaba de acuerdo con ellos?

—Ojalá no lo estuviese tanto, que esto es sin duda lo que más me atormenta. Increíble parece que bajo un exterior tan inocente y hechicero, ocultase esa mujer un corazón tan depravado y un espíritu tan negro.

—Tal vez la desgracia haga a V. E. injusto con esa dama, que a tal no creo que llegue la humana perversidad; y más aún si se considera que esa joven, ni mezcládose había jamás en negocios políticos, ni tenía motivo de aborrecer a V. E., ni es de creerse que tal empeño abrigase de ayudar a los enemigos, que se decidiese a perder la honra por contribuir a una intriga…

—Qué poco conoce vuesa merced el mundo. Qué sabemos la razón que ella tendría para arrojarse a semejante cosa; el hecho es que me engañó vilmente, que jugó con mi corazón, y que ahora reirá de mí.

—Perdóneme V. E.; pero me resisto a creer tanta infamia en una dama de quien tantas alabanzas he oído.

—Encendió el amor en mi corazón, y a fe que ese amor fue para mí de terribles sufrimientos. Luché día y noche durante largo tiempo con él, y sin tener ni aun la menor esperanza: vuesa merced, que ha tenido ocasión de saberlo, puede calcular el estado triste en que llegué a ponerme.

—Es verdad…

—Mis días eran tristes y mis noches eternas. Yo no pensaba sino en esa mujer: ella era mi aliento en el trabajo; ella era mi ilusión en el descanso; por ella hubiera sido capaz hasta del crimen, y su recuerdo se cernía siempre sobre mi cabeza, y era el alma de mi alma.

—Es verdad.

—¡Cuántas veces el llanto del niño surcó mis mejillas tostadas por el sol de los campamentos! ¡Cuántas veces con la mano en la mejilla, mirando tristemente al horizonte, pasé horas enteras acariciando su recuerdo, viviendo feliz con mi desgracia!…

—Es cierto, señor; pero V. E. conoce que en eso no hay por qué culparla.

—Y no la culpo, ni por tanto lo digo. Una noche, quizá una de las más agitadas de mi vida, una mujer llegó a ofrecerme el amor de doña Juana como se ofrece una mercancía: yo debí desconfiar de aquel espontáneo servicio; yo debí rechazar aquella vergonzosa proposición, lo confieso. Me arrepiento de mi debilidad; pero ¡estaba apasionado, ciego! No veía más que a doña Juana por todas partes, y por poseerla hubiera dado mi existencia: creí, en mi locura, que se podría comprar el amor: pensé, en mi demencia y en mi orgullo, que ella quizá me amaba ya, y que aquellas gentes venían en su nombre a conseguir mi amor para doña Juana, que deseaba ser mía, para ellas una recompensa. ¡Cómo me engañaba!

El marqués quedó pensativo, y luego continuó:

—Tan ciego estaba con mi pasión, tan impaciente por mirar a doña Juana, por hablarla, por estar de hinojos a sus plantas, que casi ni me ocurrió preguntar el medio que se empleaba para llevarla hasta Palacio: no reflexioné que una virgen pudiera dar un paso semejante por amor a un hombre que apenas conocía.

—Realmente hay en todo esto un horrible secreto.

—Llegó el día que creí de mi dicha y que debía ser el de mi desgracia, Por un recado de doña Juana, vestí traje verde y negro; esperanza perdida para mí: monté un caballo negro como el destino que ellos me preparaban, y pasé por su casa para que ella me mirase ataviado para el sacrificio.

—Eso es infame —exclamó don Cristóbal con energía, que comenzaba a preocuparse contra doña Juana.

—La noche —continuó el virrey— comencé a pasarla preparando la cámara que ella debía ocupar, y como un niño, en ocupación indigna de mí.

—¡Qué falsía!

—Llegó ella, y cuando ebrio de amor me arrojé a sus pies; cuando iba ya a estrecharla entre mis brazos amorosos y a ver colmadas mis ilusiones; cuando la tenía ya en mi poder, entonces me engañó vilmente; entonces creí en su virtud y en su desgracia; entonces la nobleza de mi corazón se rebeló contra mi amor, y vi infame este amor que me arrastraba hasta marchitar aquella flor de pureza por satisfacer un deseo. Hirvió la sangre de mis antepasados en mis venas al fuego santo de la caridad: me encontré padre y protector de aquel arcángel perseguido, y al ver su llanto, lloré como una mujer… y respeté su virtud, y quise salvar su honra, y quise cubrir su cabeza con mi sombra y hacerla feliz, porque su desgracia había transfigurado mi espíritu, y… todo aquello era una infame comedia, y doña Juana huyó contenta cuando mis enemigos entraron a Palacio… En vano la busqué inmediatamente que el oidor Prado me notificó los despachos de Su Majestad: ¡pensaba yo en ella en medio de mi desgracia; quería salvarla, quería aún hacerla feliz!… Y ella, libre y tranquila, celebraba en ese momento quizá el engaño, y reía de mí con sus amigos…

El marqués inclinó la cabeza y se entregó a la meditación.

Don Cristóbal le contemplaba con tristeza, y, por más que reflexionaba, no podía ya dejar de creer culpable a doña Juana.

Llamaron suavemente a la puerta, y un criado se presentó.

El marqués alzó lentamente la cabeza.

—Una dama encubierta y un caballero anciano, que llegan de México, piden permiso para ver a V. E. —dijo el criado.

—Es extraño —dijo el marqués— ¿quiénes pueden ser?

—Amigos que no faltan en la desgracia —contestó don Cristóbal— y menos a hombres como V. E. que han sembrado tantos beneficios.

—Hazles entrar —dijo el de Villena al criado.

La puerta se abrió del todo, y un anciano, en cuyo brazo se apoyaba una mujer cubierta con un velo negro, penetraron en la habitación.

El marqués y don Cristóbal se pusieron de pie para recibirles; pero la dama se arrojó a los pies del de Villena, tomándole una mano y alzándose rápidamente el velo.

—¡Doña Juana! —exclamó el marqués retrocediendo.

—¡Doña Juana! —repitió el de Portugal.

—Sí, doña Juana —exclamó ella con entusiasmo, besando la mano del de Villena— doña Juana, que busca a su noble protector; que busca a su padre; que viene a consolarle en su desgracia, trayéndole en su gratitud el recuerdo de la más noble de las acciones del más noble de los hombres, del marqués de Villena.

—¿Pero es verdad? —decía el marqués, sin pensar siquiera en levantar del suelo a la dama—. ¿Conque no sueño? ¿Conque sois vos? ¿Conque no estabais de acuerdo con mis enemigos, ni era una red y un engaño cuanto me referisteis?

—¡Ah, señor! —contestó ella— ¿cómo puede V. E. pensar de mí semejante cosa? Salvasteis mi honra, la vida de mi padre, mi felicidad, mi porvenir ¿y había de estar de acuerdo con los enemigos?…

—¡Hija mía! —exclamó el marqués enternecido y sintiendo renacer con su fe sus nobles sentimientos— ¡hija mía! Álzate de mis pies; ven a mis brazos: ¡qué consuelo tan grande traes a mi corazón! ¡Es tan bello, tan dulce encontrar la gratitud en el mundo! Ven; siéntate a mi lado; cuéntame lo que pasó aquella noche; cuéntame, hija mía.

Y el marqués hacía tomar asiento en un sitial, y a su lado, a doña Juana.

—Siéntate tú también, padre mío —dijo entonces doña Juana a don Gaspar, haciendo uso de esa confianza que los niños y las mujeres muy queridos tienen delante de la persona que les ama, aun cuando ésta sea de gran respeto.

—¡Ah! perdóneme vuesa merced —dijo el marqués a don Gaspar, que contemplaba aquella escena con los ojos llenos de lágrimas— perdóneme vuesa merced, que ni aun le había saludado; pero sabe vuesa merced lo que es el amor de una hija, y doña Juana lo es ya para mí: ¿es cierto?

—Sí, sí, señor —contestó la joven.

—Gracias, señor, gracias —dijo don Gaspar besando la mano al marqués.

Don Cristóbal, encantado, miraba aquella escena con ternura.

Doña Juana, sin hacer caso de que don Cristóbal escuchaba, refirió al marqués toda la historia, desde el momento en que ambos se separaron hasta aquel en que entró al aposento que ocupaba el marqués en el convento de Churubusco.

Los tres hombres escucharon extasiados la relación de doña Juana.

—¡Conque existe la gratitud! —exclamó el marqués como hablando consigo mismo.

—¿Y podía V. E. dudar? —preguntó doña Juana— ¿podía creer que un beneficio como el que yo recibí, fuera como la semilla que cae sobre la roca?

—Hija mía —dijo el marqués— los que sufren el peso de una gran desgracia, son demasiado fuertes si no llegan a desconfiar hasta de la Providencia; pero te veo aquí, con tu padre, buscándome en este retiro para traerme el consuelo, y ya creo que la gratitud no es la ilusión que se desvanece al soplo del infortunio, sino la noble virtud que se fortalece con la desgracia. Cuéntame, hija mía, repíteme cuanto te pasó en aquella noche fatal, y dime si tus enemigos se han aprovechado de mi caída para perseguirte.

Doña Juana repitió con sencillez al de Villena todo lo que le había acontecido la mañana en que escapó de las garras de sus enemigos, gracias a la muerte de don Martín.

El marqués escuchó en silencio la narración de la doncella.

—Gracias a Dios —exclamó— que al fin libre te encuentras de las asechanzas de ese hombre, ahora que no tendría yo poder para librarte de su persecución; porque ahora, ya lo ves, gimo bajo el peso de una acusación, que yo mismo ignoro en qué estará fundada, y que muy grave debe haber aparecido a los ojos del rey nuestro señor, cuando tal y tan terrible medida dictó en mi contra: quizá me salven las declaraciones que en mi abono den los mexicanos, que ya comienzo a tener fe en la justicia de los hombres desde que te he visto llegar aquí.

—Señor —dijo a este punto don Gaspar— algunos amigos míos, no de gran valer en la nobleza de la sangre, ni entre las personas que ocupan en la corte los altos puestos, encargádome han que ofrezca yo a V. E. sus servicios. Señor, en nombre de ellos y en el mío, pongo a disposición de V. E. lo único que podemos ofrecerle, porque es lo único que tenemos: dinero. Y si el dinero puede servir de algo a V. E. en estas tristes circunstancias, suyo es cuanto tenemos, y no es poco, señor, que, reuniendo nuestros capitales, alcanzaríamos a comprar para V. E. un reino, si un reino necesitaba para vivir tan feliz como merece.

Don Cristóbal escuchaba asombrado; no porque dudase de la cantidad de dinero que ofrecía don Gaspar, pues sabía muy bien que había entonces en México muchos hombres que poseían fabulosos capitales, sino porque aquel ofrecimiento tan generoso, tan espontáneo, hecho a un hombre que perdía el virreinato de una manera tan triste, era extraordinario, cuando hasta entre los indios se decía como refrán: «No es lo mismo virrey que te vas que virrey que te vienes».

El marqués de Villena estaba conmovido.

—Crea vuesa merced —contestó a don Gaspar tendiéndole afectuosamente la mano— crea vuesa merced, que prueba semejante de simpatía, ni la pude esperar, ni olvidarla podré en toda mi vida; que ofrecimientos como el que vuesa merced me hace en nombre suyo y de sus amigos, aun cuando no se acepten, se agradecen como si aceptádose hubieran. Rico soy, y no es el dinero el que sacarme podrá airoso de tan dura prueba: Dios, que mira mi conducta, será mi abogado; mi conciencia limpia será mi égida, y el recuerdo que de mí guardarán en esta tierra, mi más grato consuelo. Así espero que lo diga en mi nombre vuesa merced a sus nobles amigos.

El marqués pasó algunas horas en compañía de don Gaspar y de doña Juana.

Aquellas horas volaron para el marqués.

En el triste aislamiento en que se encontró de repente, el consuelo que le traía la presencia de dos personas agradecidas era inmenso.

Como acontece siempre a los hombres que, ocupando una alta posición política, descienden de ella repentinamente, el de Villena perdió en una noche a todos sus amigos.

No hay una cosa más débilmente adherida que los amigos del poderoso; aves que se posan en las ramas de un árbol corpulento, entonan sus cantos de amor y de alegría al nacer el sol, gimen con las sombras de la tarde, se guarecen de los ardientes rayos del sol, de la fuerza del vendaval, de los azotes de la lluvia; allí forman sus nidos, allí crían a sus polluelos: el hacha del leñador, el soplo del huracán, el dardo de fuego de la electricidad, arrojan por tierra al gigante, y los pájaros espantados, vuelan, huyendo de allí a buscar otro árbol que les preste sombra y abrigo.

Ni uno solo vuelve a llorar sobre el desplomado tronco, que poco tiempo después, sólo presta guarida a los reptiles que anidan en sus grietas negras y resecas.

Siempre ha sucedido lo mismo, siempre las aves cortesanas han huido con espanto del poder que se hunde, y en busca del que se levanta; y sin embargo ¡triste condición de la especie humana!, nunca los hombres del poder han dejado de creer en los amigos que les rodean; nunca han dejado de decirse a sí mismos, «yo sí que tengo amigos verdaderos».

La historia es el grito del pasado que anuncia los peligros del porvenir, esta es una verdad; pero entre el pasado y el porvenir está el presente, y todos los que están en el presente no escuchan lo que dice el pasado, y marchan ciegos y sordos buscando el porvenir a la ventura.

XV. Un plan infernal

—Enteramente se ha perdido todo el trabajo —decía Felipe a doña Fernanda— y lo que más siento, madrina, es que vuesa merced está muy comprometida con don Guillén.

—¿Sabe acaso la parte que tomé en todo el asunto del virrey?

—Lo sabe tan bien como yo; que hemos hablado de ello, y me lo ha indicado claramente.

—Lo siento sobre mi corazón; pero ¿qué remedio?

—¿Y sabe vuesa merced que anudó ya el hilo de sus cortadas relaciones con doña Juana?

—No lo sabía yo; pero era de presumirse: el hombre es audaz y afortunado con las damas, como el que más. ¿Y doña Inés?

—Satisfecha la he dejado de que su amante la engaña, y espero que pasado el primer dolor, será más piadosa conmigo.

—Astuto eres, ahijado.

—No tanto como quisiera, que tengo deseos positivos de reunir en una sola casa a todas esas mujeres a quienes don Guillén engaña, y presentarles a su común amante cuando menos ellas y él se lo esperen.

—¿Sabes que sería una intriga de muy buen gusto? Pero me temo que fuera capaz de salir airoso del lance.

—Imposible.

—¿Tal crees?

—Estoy seguro de que sería hombre perdido.

—Pues ¿por qué no lo llevas a efecto?

—No me ocurre cómo hacerlo.

—Si tú fueras capaz de no comprometerme, te ayudaría a lograr tu empresa; y aún más, iría yo a divertirme un rato espiando…

—Madrina, sabe vuesa merced que soy discreto.

—¿Me lo juras?

—Se lo juro a vuesa merced, por Dios.

—Bien; pues óyeme, que la cosa va a estar divertida.

—Todo soy oídos.

—¿Cuántas mujeres conoces que amen a don Guillén?

—Doña Juana, una; doña Inés, dos; Clara mi hermana, tres; y… no sé de más.

—Conozco, o mejor dicho, sé de otra.

—¿Quién es?

—Carmen, una joven riquísima que vive en la casa del conde de Rojas; además, otra; pero ya con cuatro hay bastante para divertirnos.

—Y ¿cómo podremos alcanzar que se reúnan, y en dónde?

—El lugar más a propósito será tu casa.

—Pero ¿y mi padre? ¿Y mi madre?

—Yo les llamaré a ambos con pretexto de darles una cantidad, que les daré en efecto, y pasarán aquí parte del día.

—Querrán traer a Clara; mi padre no puede andar.

—A él le enviaré una silla de manos; en cuanto a Clara, te finges enfermo y la instas a quedarse, indicándola que don Guillén aprovechará la ausencia de los viejos para ir a verla.

—Magnífico.

—Ahora, pensemos el modo de llevar allí a las otras.

—Doña Inés irá voluntariamente, y haré que ella lleve a doña Juana y escriba a Carmen.

—¿Crees que lo hará ella?

—Está furiosa, y es capaz de todo por vengarse.

—Bien: pues ve a hablar con ella; poneos de acuerdo en el día y la hora de la cita; ved qué os contestan doña Juana y Carmen, y avisadme.

—Perfectamente: en cuanto a don Guillén, le haré ir con una cita de Clara.

—Arreglado: a trabajar.

—Mañana daré a vuesa merced noticia.

Felipe salió tan contento como si fuera a salvar la vida de un hombre.

Doña Fernanda quedó forjándose mil ilusiones sobre aquella divertida intriga.

Ambos sentían el goce del mal obrar, que es bien grande en los corazones mal formados.

* * *

Carmen vivía tranquila en su retiro; feliz, porque el amor de don Guillén era para ella toda la felicidad.

Carmen era una de aquellas mujeres que, reconcentradas en un amor grande, infinito, no comprenden el mundo ni la vida, sino con el hombre a quien consagran su pasión.

Para esas almas nacidas para el amor, la tierra no es sino el lugar en que dos seres se han dado cita para amarse; la existencia no es sino el fuego de su amor, que da vida y sostiene a la materia organizada y al espíritu que la anima.

No comprenden el pasado, cuando en este pasado no se mezclan los recuerdos de amor del presente; no comprenden el porvenir, si en ese porvenir no ven al amor de hoy.

Su vida comienza con su amor; sin aquel amor la vida es imposible.

Una mañana doña Carmen recibió una esquela.

Aquella esquela estaba concebida en términos misteriosos.


Señora:

Vuesa merced ama a don Guillén de Lampart; si vuesa merced quiere salvarle, más que la vida, la honra, mañana una carroza esperará a vuesa merced a las dos de la tarde para conducirla adonde puede prestar ese servicio a su noble amante.

Una dama como vuesa merced es la que pone esta carta, y la conocerá vuesa merced mañana si ocurre a la cita.

El enviado espera la respuesta.

A don Guillén ni una palabra, porque una indiscreción nos pierde a él, a vos y a quien os escribe.

Confíe vuesa merced, pues se le jura por el Dios vivo que no corre peligro.

UNA DAMA
 

Carmen era mujer de una resolución terrible; no conocía el miedo, y menos lo hubiera sentido tratándose de salvar a don Guillén.

No vaciló un instante: se puso en pie serena y resuelta; se acercó a una mesa, tomó papel y contestó:


Señora: Iré. Enviad la carroza.

C.
 

En aquel mismo día, una dama encubierta solicitaba hablar a solas con doña Juana Henríquez.

Doña Juana, después de la muerte de don Martín, vivía tranquila; y cuando le anunciaron la pretensión de la incógnita, creyóse que era una de esas mujeres pobres que ocurren a la caridad obligadas por la miseria, pero que lo hacen procurando siempre el mayor misterio.

Doña Juana y la misteriosa dama se encontraron solas.

—Señora —dijo la dama descubriéndose y mostrando un rostro hermoso, pero pálido— soy doña Inés, la esposa de don Ramiro Fuenleal.

Doña Juana hizo una reverencia y contestó:

—Señora, os he oído nombrar como una de las más bellas damas de la ciudad y más principales, y espero con ansia saber en qué puedo serviros.

—¿Amáis, señora, a don Guillén de Lampart? —preguntó bruscamente doña Inés.

—¿Con qué derecho me hacéis tal pregunta? —dijo doña Juana poniéndose encendida.

—Lo sabréis, señora: yo amo a don Guillén…

—No os lo he preguntado yo…

—Pero es que él también me ama, me lo ha jurado…

—¡Señora!

—No os exaltéis, doña Juana, que vengo a daros mi queja y no a insultaros: ese hombre me ha jurado mil veces su amor, me ha jurado que era yo su único pensamiento, y por él he quebrantado mi fe de esposa, y mi felicidad, y mi porvenir, y la salud de mi alma, y hasta el pudor de la mujer, porque vengo a haceros esta declaración, a publicar un secreto que debía morir conmigo…

—Señora ¡me engañáis!

—Pluguiese al cielo, doña Juana: ese hombre me ha burlado, y yo le he contemplado a los pies de otra mujer a quien ama más que a mí.

—¿A mis pies? —dijo doña Juana, creyendo que a ella se refería doña Inés.

—No señora, a los pies de otra mujer que no sois vos tampoco, porque os engaña, me engaña y engaña aún a esa otra mujer.

—Pero eso es horrible, horrible —exclamó doña Juana, creyendo que se perdía su razón—. ¡Oh, no es posible creer en eso, no es posible!

—Eso mismo decía yo, y sin embargo me he convencido.

—Necesitaría yo verlo para convencerme también.

—¿Queréis verlo? ¿Tendréis valor?

—Sí le tendré, sí: prefiero la muerte a la horrible duda que me devora.

—Bien: mañana, a las dos, vendré a buscaros, y os convenceréis. Entretanto, ni una palabra a don Guillén.

—No le recibiré.

—Sería hacerle entrar en desconfianza…

—Pretextaré que estoy enferma para no verle.

—Si esperáis que lo crea, me parece bien, porque tal vez trasluciría algo en vuestro semblante.

—Mañana a las dos, señora. Permitidme que me retire: sufro espantosamente.

—Lo creo, doña Juana; lo creo, porque yo he sentido y siento el infierno en mi corazón: sólo la venganza calma un poco mi tormento.

—El mío no tiene más remedio que la muerte.

—Dios quede con vos, señora.

—Él os guíe.

Doña Juana, casi moribunda de dolor, se retiró a su estancia; y doña Inés, saboreando su venganza, salió a la calle, volviendo a cubrirse cuidadosamente.

Felipe la esperaba en la puerta.

—¿Irá? —preguntó él.

—Irá —contestó ella.

—Entonces no hay más que enviar mañana la carroza por Carmen, y que vos vengáis por doña Juana.

—Eso es; pero preparad las cosas en vuestra casa.

—Dispuesto está todo. Mi padre y mi madre irán a la casa de mi madrina a las once; mi madrina irá en la carroza para acompañar a Carmen hasta mi casa; Clara ha citado ya a don Guillén, por consejo mío, para aprovechar, según la dije, la ausencia de nuestros padres; yo, en mi casa, espero a todos vosotros, y os coloco a mi placer para que nada perdáis de la escena y podáis salir a la hora necesaria.

—¡Sois un infame!

—Y todo eso porque os adoro: pierdo mi alma por el placer de llamaros mía. ¿Puedo esperar?

—Soy vuestra desde hoy.

—Me hacéis feliz. ¿Me amáis?

—Os detesto: seré vuestra, porque desprecio a don Guillén y me desprecio a mí misma; y el mayor castigo que para ambos encuentro es entregarme a un hombre tan vil como vos.

—¿Sabéis que no me hacéis mucho favor?

—Ni de ello trato: soy vuestra, y es cuanto os importa. No exijáis amor, porque no tengo ya corazón: ese hombre me dejó sin él: os dije que no sabía yo, si el dolor me llevaría a Dios o la venganza al infierno. El demonio ha triunfado; soy una mujer perdida; sin el amor de ese hombre, a quien no puedo ya amar, nada me importa la honra, ni la sociedad, ni nada. ¿Qué más queréis saber? Soy vuestra; con eso se dijo todo.

—¿Pero estáis resuelta a ser mía?

—Sí, desde mañana. Después de la escena que vamos a representar, ya nada tengo que hacer en el mundo; podéis disponer de mí a vuestro agrado: volveré a mi casa o me llevaréis adonde os parezca; haced lo que os plazca; os pertenezco. Nada tengo de común con la sociedad; soy una perdida, indigna de ser tenida por una dama: me desprecio a mí misma.

Y doña Inés decía todo aquello con una frialdad tan terrible, que Felipe sintió helársele la sangre en sus venas y erizarse sus cabellos.

Por primera vez sintió remordimientos, comprendiendo cuán grande era el mal que había causado a aquella pobre mujer.

Conoció que de un ángel, manchado sólo por una falta, había hecho un demonio.

Y pensó en las otras desgraciadas, entre las cuales estaba Clara su hermana.

Pero era ya tarde para arrepentirse; y además, doña Inés era ya suya, y le parecía en aquellos momentos más hermosa y más seductora que nunca.

XVI. El desenlace de un drama

Cerca de la casa del conde de Rojas estaba parada una carroza elegante, pero sencilla; no tenía las armas del dueño en la portezuela, ni había indicio para conocer si pertenecía a una persona de la nobleza o era simplemente el carruaje de un opulento comerciante.

Enganchadas estaban a ella dos magníficas mulas negras, que mostraban toda la impaciencia de que eran capaces, después de un largo tiempo de estar paradas.

La carroza tenía corridas las cortinillas, de manera que no se descubría nada del interior; pero, sin embargo, poniendo un poco de cuidado podía observarse que una de aquellas cortinillas se agitaba algunas veces; y levantándose un tanto dejaba ver una parte del rostro de la persona que en el interior del carruaje se escondía.

Habían sonado ya las dos de la tarde, cuando salió por una excusada puerta de la casa del conde una mujer que, a pesar del gran calor que hacía, iba completamente cubierta con un negro velo.

Aquella mujer se dirigió a la carroza, y era sin duda esperada, porque apenas el lacayo que estaba cerca del carruaje la divisó, tomó la llave de la portezuela quitándose respetuosamente el sombrero.

La dama llegó, subió ligeramente al carruaje, y las mulas comenzaron a andar a trote largo.

Iban dentro de aquel coche dos mujeres, y ambas llevaban cubierto el rostro. El calor era sofocante.

—Señora —dijo una de las damas— supuesto que más tarde hemos de conocernos ¿tendríais inconveniente en que apartáramos del rostro los velos? Apenas puedo alcanzar respiración.

—Por mi parte no tengo inconveniente, señora —contestó la otra descubriéndose.

La compañera la imitó, y las dos se contemplaron en silencio durante algún tiempo.

—Verdaderamente, doña Carmen —dijo la una— que por más que se pondere vuestra belleza no se da una idea de ella: sois más hermosa de lo que yo creía.

Carmen se puso encendida, y contestó:

—No sé si soy o no hermosa; pero sí os aseguro que en este momento soy desgraciada, porque amenaza peligro de honra a don Guillén.

—¿Tan grande amor le profesáis?

—A no ser así ¿me atrevería yo a lo que estáis mirando? Ni os conozco, señora, ni sé adónde me lleváis, ni cuál peligro amenaza a don Guillén; pero cualquiera vacilación, cualquier temor, me hubieran parecido un crimen tratándose de él.

—¿Y si de él no se tratase sino de vos?

—¿De mí? En tal caso no me hubiera movido de mi estancia, que poco o nada me importa cuanto pueda acontecerme.

—Es decir ¿que despreciaríais cualquier peligro que os amenace?

—Enteramente.

—¿Aun el peligro de perder el amor de ese hombre?

—¡Perder su amor! Es quizá lo único que me hace temblar algunas veces; pero él sabe darme fe en sus palabras.

—Y si os engañase ¿preferiríais saberlo o ignorarlo?

Carmen se puso pálida y no contestó por de pronto; reflexionó un poco, y luego dijo, con voz sorda, a la otra que no la perdía de vista:

—Querría saberlo.

—¿Y tendríais valor para palpar la realidad?

—Pero ¿qué significan tan extrañas preguntas? ¿Sabéis algo? ¿Qué interés tenéis en destrozar mi corazón? ¿Quién sois?

—Por eso os he preguntado si queríais saber o ignorar el engaño de don Guillén: me habéis contestado que deseabais saberlo, y os voy a convencer de que os engaña.

—Pero ¿cómo? ¿Con quién?

—Ya lo veréis: hacedme la gracia de cubriros con vuestro velo y de seguirme; hemos llegado.

—¿Adónde?

—Ya veréis, ya veréis.

El carruaje se había detenido, y el lacayo abría la puerta.

Descendió Carmen siguiendo a la otra dama, sin poderse explicar lo que pasaba, pero llevando la muerte en el corazón.

Apenas habían puesto las dos damas el pie en la calle, cuando, como evocado por un conjuro, apareció allí Requesón, el criado de Felipe.

Una de las damas se acercó a él y le dijo:

—¿Mi ahijado?

—Espera a mi señora doña Fernanda.

—No digas mi nombre, y guía.

Requesón por delante y después las dos damas, entraron a la casa de Felipe por las mismas habitaciones por donde éste había llevado a doña Inés en otra ocasión; no más que entonces por distinta puerta llegaron hasta la estancia del viejo Méndez.

Allí estaba Felipe.

Doña Fernanda y él se apartaron dejando sola a Carmen.

—¿Han llegado las otras? —preguntó la viuda.

—Están ahí —contestó Felipe.

—¿Y él?

—Aún no llega. Clara le aguarda en su habitación inmediata.

—¿No se le ocurra entrar?

—No, que la he dicho que tengo que recibir aquí a dos damas, y que no quiero que las mire: como soy su confidente, ella me respeta; así es que aun cuando oiga ruido, no importa.

—Bien: acerca a Carmen al observatorio.

Felipe se dirigió a Carmen y le hizo seña de sentarse cerca de la puerta, y observar por un agujero, semejante al que se había practicado en la habitación en donde doña Inés presenció la entrevista de Clara y don Guillén.

Carmen miró, y descubrió solamente a Clara que cosía sentada, tan cerca, que podía escuchar hasta su respiración. Felipe indicó por señas a Carmen, que esperase así, y salió.

En otra habitación pasaba una escena más conmovedora. Doña Inés, mortalmente pálida, sentada en un sitial, observaba a doña Juana, que alternativamente limpiaba el llanto de sus ojos y miraba por el agujero de la puerta.

Por fin se oyó el ruido de los pasos de un hombre que entraba en la habitación inmediata, y luego la voz de don Guillén que decía:

—Amor de mis amores, ángel mío.

—Mi bien —contestó Clara.

Y se oyó el ruido de un ardiente y prolongado beso.

Pero como si aquel beso hubiera despertado los dormidos ecos de la vieja casa de Méndez, dos gemidos ahogados contestaron, y dos puertas se abrieron con violencia.

Por la una, apareció doña Juana pálida, vacilante, moribunda, y sostenida por doña Inés, en cuyo rostro se pintaba el desdén más soberbio.

Por la otra, Carmen sola, pero con los ojos chispeantes, la boca contraída, el pelo echado hacia atrás.

Aquellas tres mujeres podían representar, el desprecio, el dolor y la ira.

Clara parecía la imagen del espanto: con los ojos y la boca abiertos, los brazos caídos y el cuerpo rígido, como si se hubiera petrificado repentinamente.

Don Guillén lo comprendió todo en el momento, y se cubrió el rostro con ambas manos, exclamando sordamente:

—¡El dedo del diablo! ¡El dedo del diablo!

Después, aquellas mujeres se miraron las unas a las otras sin decirse una sola palabra; pero en aquellas miradas había rayos de cólera, torrentes de odio, fuego de celos y de venganza.

Doña Inés rompió el silencio, y su voz resonó como el tañido de una campana que toca agonías: lenta, melancólica, pavorosa.

—¡Don Guillén de Lampart! —dijo— tú has engañado a Clara jurándole amor; tú has engañado a doña Carmen mintiéndole pasión; tú has engañado a doña Juana haciéndote amar hasta el delirio; ¡tú me has engañado a mí arrojándome al crimen! Te perdonaría yo la pérdida de mi felicidad y de mi honra, pero no te perdono el engaño: hubiera sacrificado contenta, por ti, la salud de mi alma; pero no te perdono tu falsedad. Yo, la más culpable y la más ofendida de estas mujeres, cuya felicidad has arrebatado para siempre, en nombre de ellas y en el mío, te maldigo, te maldigo: ¡huye de aquí!

Don Guillén, sin atreverse a levantar la cabeza ni descubrirse el rostro, salió de la habitación como un ebrio.

Clara y doña Juana se habían desmayado.

Carmen estaba sombría.

Doña Inés, altiva y serena.

—Vamos de aquí señora —dijo a Carmen doña Fernanda, que salió de la habitación inmediata.

—Vamos —contestó Carmen.

—Ahijado —dijo a Felipe doña Fernanda— no creí que fuese tan terrible esta escena; me arrepiento con todo mi corazón. Vamos, señora.

Y salió seguida de Carmen.

Doña Juana y Clara seguían desmayadas.

—¿Habéis hecho lo que os previne? —preguntó doña Inés a Felipe.

—Sí —contestó éste— en la mañana de hoy he denunciado a don Guillén, y el señor inquisidor me dijo que hoy, al salir de aquí se haría la prisión: los familiares esperaban ya a don Guillén en la puerta.

—Id a ver si le han preso.

Felipe salió; pero ya doña Juana había vuelto en sí de su desmayo, y escuchó esta última parte de la conversación.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Decís, señora, que le van a prender los familiares del Santo Oficio? ¿Y por qué?

—Es mi venganza, señora: conocía yo un secreto que debía costarle la existencia. Él me quita la vida; yo se la quito a él: ojo por ojo, diente por diente.

—Pero eso es indigno.

—¿Y no es indigno que nos haya engañado, que nos haya hecho tan desgraciadas?

—¡Oh! yo quiero ser desgraciada antes que verle padecer…

Felipe entró en este momento, trémulo y convulso, diciendo:

—Le han preso, y le llevan a la Inquisición.

—Infames, infames —gritó doña Juana— yo le sigo…

—Pero, señora ¿adónde vais? —dijo con angustia Felipe.

—Voy a morir con él —contestó delirante doña Juana— a morir con él, porque le amo aunque me haya engañado; voy a la Inquisición a denunciarme, porque soy judía; lo oís, judía; y bendigo el ser judía, porque así podré estar donde él está, padecer cuando él padece, morir como él muera. Infames, infames, yo os maldigo.

Y como una loca se lanzó fuera del aposento, sin que doña Inés ni Felipe procuraran contenerla.

—Ahora —dijo doña Inés a Felipe—, ahora soy tuya: ahora llévame adonde quieras. No vuelvo más a la casa de mi marido; tenme a tu lado hasta que te enfades de mí, y entonces arrójame; otro quizá me recogerá: ya no soy para ti ni para nadie doña Inés la mujer de don Ramiro de Fuenleal: soy la mujer perdida, soy la mujer vil y despreciable, soy la maldecida: huyamos de aquí. Clara quedó sola, desmayada sobre un sitial.

* * *

Aquella misma noche el conde de Rojas encontró a Carmen recostada sobre un diván.

La habló varias veces, y no alcanzó respuesta.

Se acercó a tocarla; estaba yerta.

Carmen había tomado un veneno.

* * *

Ocho días después, Clara tomaba el hábito de novicia en el convento de Jesús María, y doña Fernanda costeaba todos los gastos.

El viejo Méndez y su mujer lloraban amargamente; pero bendecían a Dios, que tal vocación daba a su hija: los desgraciados ignoraban cuanto había ocurrido con don Guillén.

Libro tercero. Diecisiete años en la Inquisición

I. La Inquisición

Don Guillén entró triste y pensativo a la Inquisición.

Una muralla inmensa se levantaba entre él y el mundo: los muros de las cárceles del Santo Oficio eran como las paredes de un sepulcro.

La soledad, el silencio, el aislamiento, la muerte en medio de la vida, la sombra en mitad de la luz, la noche más negra rodeada del día más claro dentro de aquel terrible edificio; la desesperación, el tormento, la agonía lenta y horrorosa: fuera, la ciudad con todo su bullicio, con su alegría, con su sol resplandeciente, con sus flores y sus galas.

¡Cuántas víctimas arrebatadas entre el misterio gemían en las cárceles secretas, sin que sus mismas familias supiesen siquiera que habían sido arrastradas allí por el santo celo de los inquisidores! ¡Cuántos perecieron sin que hubiese salido de aquella espantosa sepultura de los vivos ni una sola noticia, ni un gemido, y quizá ni uno solo de sus descarnados huesos!

Estremece sólo pensar en lo que era aquel sangriento tribunal, al que se quiere hacer aparecer algunas veces en nuestros días como el noble protector de la religión santa de Jesucristo.

Acusado un hombre de un delito cualquiera, real o imaginario, contra la religión, inmediatamente se procedía a su aprehensión, aun cuando la denuncia no fuera más que un simple anónimo; aun cuando no se tratara sino de una frase dicha en medio del calor de una conversación animada, y sin la dañada voluntad de atacar el dogma o la fe, ni de causar escándalo.

Mandábanse de lejanas tierras denuncias en cartas o en escritos; acusaban los padres a los hijos, los hijos a los padres, el esposo a la esposa, los amigos a sus amigos, sin respeto a los vínculos de familia, sin consideración alguna; y asombra ver el inmenso número de denunciantes y denunciados que había, sobre todo en el tiempo de Cuaresma; y lo más admirable de todo es que hubo infinito número de desgraciados que ocurrían a denunciarse a sí mismos como culpables de algún delito.

Otras veces se publicaban edictos a la hora de la misa, y por ellos se mandaba que todos cuantos tuviesen noticia de que alguien había hecho o dicho algo contra la fe, ocurriesen luego a presentar sus denuncias a la Inquisición, bajo la pena terrible de excomunión mayor; y esos edictos se publicaban con un aparato tan imponente, que todos los corazones se sentían sobrecogidos de pavor, y cada uno creía tener sobre su cabeza la terrible espada de las armas del Santo Oficio.

Revelar el más insignificante pormenor de lo que pasaba dentro de la Inquisición, hubiera sido uno de los crímenes más terriblemente castigado, y por eso se ignoraba entonces completamente todo lo que existía dentro de ese palacio del terror. Los ministros, los familiares, los carceleros, los presos que después de algunos años lograban alcanzar su libertad, guardaban sobre cuanto habían allí visto u oído, el secreto más profundo, y con razón.

Dos juramentos se exigían a cualquiera que, habiendo estado en las cárceles secretas, llegaba a salir de allí, bien en libertad o bien para extinguir una condena. El primero, guardar un profundo silencio sobre todo cuanto hubiese oído o visto; el segundo, denunciar cuanto en las cárceles hubiera podido advertir que ofendiera a Dios, o a los ministros del Santo Oficio, o al respeto del tribunal.

Muchos, con la timidez del que tanto había sufrido, denunciaban a otros reos o a los carceleros, y se formaban por este motivo voluminosos procesos, que han dado luz a los misterios de aquellas cárceles, pudiendo, por decirlo así, traducirse en ellos las costumbres de aquel mundo separado de la sociedad.

Y aquellos procesos, como todos los que en la Inquisición se seguían, participaban del misterio que envolvía al tribunal: el acusado no conocía jamás a su acusador, ni a los testigos que contra él deponían, porque ellos le veían a él por la rejilla de una puerta preparada con tal objeto, y él no podía verles a ellos, y no se le decían nunca los nombres de esos testigos, velados bajo la fórmula de «una cierta persona»; y con tantas precauciones, que se prevenía que nada se dijese al reo, a la hora de leerle las declaraciones, que pudiera darle una idea siquiera de quién podía ser el testigo.

Venía luego el tormento; horrible modo de obtener una confesión, si bien es cierto que el tormento no era exclusivo de Santo Oficio, sino que en esos tiempos, los tribunales civiles lo aplicaban también para obligar a los reos a confesar su delito.

Y muchas veces, por escapar de la tortura, el inocente se confesaba culpable, buscando la muerte por huir de aquellos espantosos sufrimientos.

Defensores tímidos o ignorantes, que no tenían ni la conciencia de su deber, ni el valor y la libertad que requerían los compromisos de su sagrada misión, tomaban a su cargo, las más veces por nombramiento del mismo tribunal, la defensa de los reos; y apenas se encuentra uno solo de estos escritos que merezca la honra de darle el nombre de defensa.

Apenas se encuentra, sin embargo de esta limitación en la defensa, uno que otro proceso en el que se haya observado este requisito y dádosele al acusado esa garantía, que es de derecho divino, por más que así lo proclamaran y lo mencionaran como una cosa acostumbrada escritores de fama de aquellos tiempos, en materias de Inquisición, como Páramo, Torreblanca, Rafael de la Torre y otros, que fundaban el derecho de defensa declarando a Dios el primer Inquisidor y a Adán el primer reo; en que Dios pidió a Adán explicaciones y disculpas de su pecado antes de lanzarle del paraíso, cuando él sabía y conocía todo lo que había pasado con la mujer y la serpiente.

Venía, por último, la sentencia, y la Inquisición no mandaba quemar a los reos: dicen en esto bien los que sostienen que el Santo Oficio no mandaba a los hombres a la hoguera; la sentencia de los inquisidores se reducía a entregar al culpable al brazo secular, a declararlo «relajado»; pero esta sentencia tenía por consecuencia precisa e indeclinable el brasero. Y lo que se llamaba el brazo secular, no formaba nueva causa, ni más averiguación, sino que en el momento que llegaba el reo a su poder le enviaba a la hoguera.

Y para esto no transcurría más que el tiempo necesario para leer, en el auto de fe, la sentencia del Santo Oficio, que estaba allí constituyendo tribunal, y pasar acto continuo el proceso al tribunal ordinario, que estaba colocado muy cerca del de la Fe. ¡Rápida administración de justicia!

Duraba, sin embargo, mucho tiempo la sustanciación y secuela de una causa, por delitos contra la religión: años y más años pasaban los acusados en las cárceles secretas; y cuando eran muchos los complicados, a cada uno de ellos se le formaba un proceso separado, y en todos ellos constaban las mismas declaraciones. ¡Enorme trabajo para los secretarios!

Al terminarse por fin una causa, y resultando culpable o no el reo (que esto último acontecía raras veces), no se le condenaba en el acto, ni en el acto se le daba libre, sino que todos ellos se iban guardando para celebrar un auto de fe público o privado, en el cual se dictaban todas las sentencias, y por eso hubo algunos autos de fe que duraron hasta tres días, y se declaraba más brillante y lucido el auto en que salían a oír sus sentencias mayor número de desgraciados.

Mostrábase en estas solemnidades el gran lujo del tribunal que las disponía: preparábase con mucha anticipación el local, y por eso se elegía generalmente la Plaza Mayor de la ciudad.

Iban y venían con gran diligencia, durante meses enteros, los dependientes del Santo Oficio, con gran actividad, haciendo compras y arreglando contratos con pintores, carpinteros y tapiceros: levantábase casi un edificio, con palcos y tribunas para el rey o virrey, para los ministros del Santo Oficio, para las audiencias, para los empleados, para la nobleza, para las damas: tapizábanse aquellas tribunas de seda y de brocado, y se procuraba que algunas tuviesen comunicación con alguna casa, en la cual se preparaban comida y cenas para las personas de alta categoría.

Alzábase en medio de este lujo una gradería aislada, en donde se sentaban los reos, vistiendo el sambenito, llevando la coroza y velas verdes en la mano.

Terminados estos preparativos, se daba lectura desde un púlpito y después de un sermón, a todos los procesos, aun cuando en ellos, como hay muchos, hubiera cosas ofensivas al pudor y a la dignidad del hombre, y se pronunciaba la sentencia.

Un libro como este no permite extenderse más en pormenores sobre este punto; pero remitimos a nuestros lectores que deseen tener una idea exacta sobre los preparativos y modo de celebrarse un auto público y solemne de fe, al fiel trasunto que en El libro rojo publicamos de la relación escrita por un testigo presencial, por mandato del Santo Oficio, del auto celebrado en 1603.

¡Qué lujo y qué magnificencia se desplegaba en aquellas solemnidades!

Un pueblo, ávido de emociones violentas, acudía en masa a escuchar la lectura de los procesos y de las sentencias, a presenciar la primera parte de aquel drama, que se preparaba allí para tener su desenlace en el Quemadero.

¡El Quemadero! Había un lugar que se llamaba el Quemadero, preparado para ese objeto; para quemar hombres: estaba situado frente al convento de San Diego, y existen las cuentas de lo que costó su construcción.

Hacíanse allí los preparativos necesarios, se acumulaba la leña y se disponían las hogueras, y del lugar en que se celebraba el auto de fe, los condenados caminaban, montados en borricos o mulas, hasta el Quemadero, y la triste voz del pregonero anunciaba su delito y su pena.

Al llegar al lugar del suplicio, los verdugos se apoderaban del condenado, le quemaban vivo o muerto, según la sentencia, y las cenizas se arrojaban a la zanja que rodeaba aquel lugar.

II. El preso

Cuando don Guillén oyó cerrarse tras sí la puerta de su calabozo, sintió que había abandonado para siempre el mundo.

El tiempo parece eterno a los que gimen en una prisión, y sin embargo de eso, don Guillén pasó allí muchos meses, sin que se le tomara su primera declaración.

Sabía, o suponía, la causa de su prisión, que era la primera pregunta que se hacía a un acusado; pero su imaginación se fatigaba buscando el nombre del denunciante, formando conjeturas, tratando de encontrar la relación que percibía como precisa entre la terrible escena última de su vida, en la casa de Clara, y su aprehensión en la puerta de aquella misma casa.

Dominado por terribles impresiones, don Guillén creía algunas veces volverse loco.

El recuerdo de aquellas cuatro mujeres, a quienes él sentía amar aún con más fuego, desde que comprendió que jamás las volvería a ver, despedazaba su pecho, y le hacía verter algunas veces lágrimas de desesperación.

¿Cómo se encontraban en la casa de Clara, Carmen, doña Inés y doña Juana? ¿Quién las había llevado allí? ¿Qué mano traidora había urdido la trama de tan horrible intriga?

Ese golpe preparado con la mayor perfidia, había anonadado a don Guillén; y cuando él pensaba en aquel espantoso momento, se alegraba de haber caído inmediatamente en poder de la Inquisición, porque no podía ni imaginarse qué habría hecho, si no hubiera podido ir a ocultar su vergüenza y su desesperación a las sombrías cárceles del Santo Oficio.

Ni los tormentos, ni la muerte que le amenazaba, ni el dolor que sentía al verse así arrebatado repentinamente del mundo, al que no tenía ya ni la más remota esperanza de volver, agitaban, sin embargo, tanto el alma de don Guillén, como la triste consideración del estado deplorable en que había puesto el alma pura de aquellas desgraciadas mujeres.

Doña Juana, tan espiritual; Carmen, tan ardiente; doña Inés tan humilde y tan resignada; Clara tan inocente y tan cándida ¿qué habría sido de ellas? ¿Qué habrían hecho al saber su engaño? ¿Quién podría consolarlas?

Entre las negras sombras de su calabozo, don Guillén creía ver los encantadores rostros de aquellas mujeres, sonriéndole dulcemente como en otros tiempos; otras veces las contemplaba con sus horrorosos y pálidos semblantes, pasando en procesión fantástica delante de él, ya con los vaporosos trajes de baile, ya con las negras tocas de la desgracia, y oía sus palabras y sus suspiros, y creía tocarlas, y sentía que se volvía loco, y lloraba y gritaba, y su voz ahogada por aquellos macizos muros no despertaba ni siquiera un eco para contestarle.

Recordaba las dulces horas que había pasado escuchando las tiernas palabras de aquellas mujeres, y pensaba con espanto que no sólo no volvería jamás a verlas, sino que le era imposible tener aun la menor noticia de ellas; y entonces deseaba la muerte, y pensaba en el suicidio como el único consuelo, como la única esperanza de tranquilidad.

Sonaban las llaves del carcelero, se abría la puerta del calabozo y un hombre silencioso, sombrío, dejaba al preso un pan negro, una escudilla con caldo, en el que nadaba un trozo de carne, y una vasija de barro llena de agua.

Observaba cuidadosamente al preso, registraba escrupulosamente el calabozo, y, convencido de que nada había allí que pudiera infundir sospecha, se retiraba sin hablar una palabra, sin dignarse siquiera volver la vista, cuando don Guillén le dirigía alguna pregunta.

Bastaba, sin embargo, la menor frase de impaciencia pronunciada por el preso para que aquel hombre, cumpliendo con su obligación, fuese a hacer la denuncia al Tribunal, y aquella palabra se hacía constar en el proceso, y aumentaba la culpabilidad de don Guillén.

Ruegos, amenazas, nada era bastante a turbar la marmórea frialdad del carcelero; y aun cuando algunas veces fuera otro el que entraba a llevar el alimento y a hacer el registro, la apariencia, el aspecto eran diferentes; pero siempre el mismo silencio, el mismo desprecio, la misma crueldad: así pasaron muchos meses.

El tiempo comenzó a calmar a don Guillén; los últimos sucesos de su vida llegaron a parecerle un sueño; habíanle llamado los inquisidores para tomarle algunas declaraciones sobre su nombre, su patria, su familia, sus parientes, sus costumbres; y esto ya había interrumpido un poco la espantosa monotonía de su prisión; su espíritu audaz y emprendedor volvió a sentirse vigoroso; y aunque remota, concibió alguna esperanza.

Multitud de proyectos comenzaron a germinar en su cerebro; pensó en la libertad, y la libertad no podía venirle sino por la fuga; y formó la enérgica resolución de huir de allí. ¿Cómo? No lo sabía. Sería preciso quizá esperar muchos meses, años tal vez; pero ¿qué importaba un tiempo, por largo que fuese, para el que estaba condenado a no salir de allí sino ya cadáver?

Y desde aquel momento don Guillén no pensó ni tuvo más idea que aquella, a pesar de que él, como todos los que vivían en ese tiempo, sabía que escapar de las cárceles secretas del Santo Oficio se tenía como por un milagro; pero don Guillén era hombre de una resolución terrible, de una constancia a toda prueba y de una imaginación poderosa.

Formada ya su resolución, se creyó capaz de llevarla adelante, y tuvo fe en el éxito; y desde ese momento su espíritu, exaltado por la esperanza de la libertad, se robusteció, y su cuerpo adquirió el vigor que poco a poco había perdido.

Revolvía don Guillén en su cerebro mil planes a cual más absurdos, y mil proyectos a cual más irrealizables. Solo, sin conocer el plano del edificio, sin saber en qué punto se encontraba de él, sin tener siquiera la más remota idea del rumbo hacia donde quedaban situadas las calles, era casi imposible emprender un trabajo formal de evasión.

El calabozo que ocupaba podía estar situado sobre algunas de las oficinas, al lado quizá del aposento de un carcelero; podían estar presos en los calabozos inmediatos hombres de poco valor que no quisiesen complicarse en un proyecto de fuga; hombres tímidos o escrupulosos, que al sentir el más mínimo rumor que indicase una excavación, se apresurasen a dar parte al tribunal para hacer de eso un mérito.

Nunca hombre alguno se ha encontrado en mayor oscuridad respecto de todo lo que ha tenido en derredor de sí, ni tropezando con más tremendas dificultades para llevar adelante una idea tan audazmente concebida.

Todo era sombra, misterio, ignorancia, debilidad; ni un instrumento siquiera de qué valerse para cavar el piso; ni un clavo, ni un trozo de hierro o de metal; y aun cuando esto se hubiera podido conseguir ¿por dónde comenzar? ¿Qué dirección elegir? ¿Adónde ocultar la tierra o la argamasa y las piedras arrancadas de la horadación, que pudiesen escapar a las investigadoras miradas del carcelero, a las escrupulosas pesquisas de la ronda, que llegaba todas las noches a registrar los calabozos?

El tiempo importaba poco, si se empleaba en el trabajo, porque don Guillén tenía delante de sí muchos años de prisión que le permitirían abrir un túnel, aun cuando cada noche no lograse avanzar en su trabajo sino algunas pulgadas, algunas líneas cúbicas; pero era preciso comenzar; era preciso formular el pensamiento, iniciar la obra.

¡Cuántos meses pasó don Guillén entregado a sus meditaciones, y cuántas veces creyó haber encontrado la solución del problema! Pero también ¡cuántos desengaños terribles al encontrarse en presencia de insuperables dificultades, que aparecían a su imaginación repentinamente!

Obstáculos tras obstáculos; dificultades sobre dificultades; lo imposible como luchando siempre con lo practicable; la energía de la voluntad buscando el camino, a pesar de la sombra densa de lo desconocido; el hombre combatiendo al destino.

III. Diego Pinto

No dejaba don Guillén de la mano el proyecto de fuga; pero llegó a convencerse de que era imposible llevarlo a cabo si no alcanzaba a tener un compañero que le auxiliase, porque lo que uno solo no podía ejecutar, entre dos sería quizá más fácil.

Tenía, pues, necesidad de proporcionarse este compañero, obligando a los inquisidores, o a pasarle a él a otro calabozo o a darle compañía; y cualquiera que fuese el hombre con quien llegase a reunírsele, don Guillén tenía la más completa seguridad de dominarle, con más o menos trabajo, hasta hacerle cómplice de su proyectada fuga.

Una mañana el carcelero observó que don Guillén no había querido tomar alimento durante la noche, y, además, que estaba inquieto, que caminaba a grandes pasos por el calabozo, que se quejaba y parecía llorar.

Cuidó el hombre de noticiar aquella novedad a los inquisidores, que le mandaron observar con mayor cuidado al preso, temiendo, por la experiencia que en ello tenían, que su larga permanencia en el solitario calabozo comenzase a turbar su ánimo y a oscurecer su razón.

Al siguiente día, el carcelero advirtió que la exaltación del preso era mayor, y como la prevención del tribunal le autorizaba, se atrevió a dirigirle la palabra.

—Santos días le dé Dios —dijo el carcelero.

—También así os los deseo —contestó don Guillén.

—Agitado os he visto de algún tiempo acá: ¿sentís, por desgracia, alguna enfermedad oculta?

—Si eso fuera no me apenara tanto, que poco importa la salud corporal a quien conoce que el hombre no es más que saco de dolores y fuente de lágrimas: mal me siento en el espíritu, y sólo en Dios, y después en sus señorías los inquisidores, espero remedio.

—Ojalá que el tal remedio en mi mano estuviese; pero como ignoro el mal que padecéis, también ignoro cuál será la medicina.

—No me parece difícil el remedio, si vos queréis hablar en mi favor a sus señorías.

—Resuelto estoy a endulzar vuestra desgracia, porque conozco cuánto debéis sufrir; y además, espero y confío en la acostumbrada benignidad y caridad cristiana, que distingue a sus señorías.

—Yo también; y os confesaré mi mal. Es el caso, que quizá con tan largos sufrimientos y tan cansada y triste soledad, he comenzado a sentir en mi alma terribles desconsuelos: me parece que estoy ya muerto, que no hay esperanza para mí, que jamás volveré a ver la luz del sol; siento que mi cuerpo y mi salud decaen, que el espíritu me abandona, que estoy enteramente solo y abandonado sobre la tierra, sin que haya un hombre siquiera que me considere como a su prójimo —decía don Guillén fingiendo llorar.

—Santísima Virgen —decía el carcelero tratando de consolarle— no creáis tal, que este santo tribunal os mira a todos los presos con ojos de misericordia, y como un tiernísimo padre que sólo procura la enmienda del hijo extraviado y su salvación; pero nunca su muerte.

—Además —continuó don Guillén serenándose un tanto— he sido en estas noches víctima de horribles y diabólicas visiones, que, sobrecogiendo mi corazón, hanme causado largas horas de pavor.

—Dios nos asista —exclamó el carcelero santiguándose.

—El demonio me tienta con el espíritu del miedo; algunas veces me despierto convulso y sofocado, con la frente inundada de sudor y el cuerpo frío como el de un difunto: siento sobre mi pecho el peso de una inmensa roca, y parece que me tiran de los cabellos, y que a las plantas de los pies me aplican planchas de hierro candente. Abro los ojos espantado, y entre la densa oscuridad que me rodea, escucho pasos de animales, y el sonar de aceradas uñas sobre las losas del pavimento, y risas sofocadas, y aun el arrastrar de unas cadenas, y gemidos lejanos, como si saliesen de debajo de la tierra, y el crujido de dientes de mil hambrientos tigres; y cubro entonces mi espantada cabeza con mis ropas, y tapo mis oídos, y sigo escuchando siempre aquella infernal algazara que me hiela de pavor.

—Alabado sea mi Dios y Señor —dijo el carcelero horrorizado.

—Luego —continuó don Guillén, procurando fingir que deliraba— la oscuridad comienza a hacerse menos densa, y entre ella descubro sombras más negras, que se dibujan con extrañas figuras de monstruosos gatos, de serpientes que caminan derechas, de chivos con cuernos inmensos y retorcidos; en medio de ellos, hombres con cuernos también, y con cola; unos gigantes, otros pigmeos; y van y vienen, y me rodean y se acercan a mí, y me miran con unos ojos de fuego que brillan como encendidos tizones en la oscuridad, y parece que se hablan entre sí, pero sin ruido, y que me señalan, y que sonríen con una tan satánica sonrisa, que yo me pongo a temblar, y aquel temblor se convierte siempre en espantosa convulsión.

—El Señor Dios de los ejércitos sea con nosotros —murmuró el carcelero, que, en medio de la oscuridad del calabozo comenzaba ya a sentir los efectos de la superstición.

—Grito, lloro, rezo, me cubro la cabeza, hago la señal de la cruz, invoco a toda la Corte Celestial, y la diabólica visión no se aleja, y más y más me cerca, y comienzo a percibir el olor de azufre del infierno, y veo entreabrirse la tierra y brotar de allí llamas rojizas o azuladas, entre las cuales descubro las cabezas horribles de los precitos que me gritan mi nombre; y queriendo huir, salto de mi cama; y corro, y voy como un ciego a chocar contra los muros, y caigo a tierra por la fuerza del choque; y si entonces no pierdo el sentido, la infernal cuadrilla me rodea; alargan sus manos armadas de largas y retorcidas uñas, y cuando las siento sobre mi cuerpo, quedo desmayado… y no sé más hasta que os oigo llegar al día siguiente.

—Rogad a Dios que aparte de vos esas tentaciones.

—Yo se lo pido día y noche; pero conozco que no puedo vivir así más tiempo: esta soledad, este aislamiento me aterran, y no sé qué vaya a ser de mí.

—Así me lo parece a mí también; y si queréis, traeros puedo, con permiso de sus señorías, papel y tinta, a fin de que pongáis un escrito implorando su clemencia, y contándoles vuestras cuitas. Quizás os concedan compañía.

—Deseóla ardientemente; que fuera para mí un santo consuelo, y en vos fío conseguirla.

—Espero en Dios, y después en sus señorías, que conseguiréis ese consuelo.

Y diciendo estas palabras, el carcelero salió a dar parte de cuanto había hablado con don Guillén; pero dispuesto a ayudarle en todo, porque le creía próximo a la locura.

No costó gran trabajo a los inquisidores, después de la relación del carcelero, creer también que don Guillén perdía el juicio, según eran las terribles alucinaciones de que se quejaba y el extremo desconsuelo que había manifestado, que cosa común era entre los presos en las cárceles secretas llegar a tal grado de tristeza y desesperación, que había necesidad de darles compañía cuando la causa de su prisión era grave, y se formaba empeño en seguirla hasta la formal sentencia.

Se le dio orden al carcelero para que llevase a don Guillén papel, tinta y pluma, a fin de que pudiese poner un escrito al tribunal, refiriendo cuanto sentía e implorando misericordia.

Pero en estos casos, cuando se mandaba dar papel a los reos, se contaban los pliegos, y después, al volverlos ya escritos, se hacía la comparación entre lo que habían recibido y lo que devolvían, con el objeto de que no pudiesen ocultar ni el más pequeño fragmento que les pudiese servir para comunicarse con personas de fuera o con otros presos.

Inmediatamente que don Guillén recibió el papel, escribió al inquisidor mayor, pintándole con los más vivos colores su tristeza, su desconsuelo, las diabólicas visiones que le perseguían, y el serio temor de perder la salud de alma y cuerpo si de él no se tenía compasión.

Rogó al carcelero que entregase el escrito; devolvióle el papel que sobrádole había, la pluma y el tintero, y esperó tranquilamente el resultado.

Aquel primer ardid tenía traza de salir a medida de su deseo: los inquisidores habían sin duda acordado darle compañía, supuesto que le proporcionaban el medio de pedirla, y don Guillén no hacía más que calcular qué clase de hombre sería el que iba a ser su compañero de desgracia.

Cada vez que escuchaba pasos cerca de la puerta del calabozo, creía que llegaba el anhelado compañero; a cada momento le parecía verle entrar, y algunas veces se forjaba la ilusión de que sería quizá un conocido.

Y así se pasaron varios días, de los cuales los primeros fueron de una impaciencia nerviosa, después de calma y esperanza, y luego de tristeza y resignación.

Otro hombre hubiera desesperado: don Guillén reunió toda la energía de su voluntad y, decidido a lograr su objeto, determinó fingir más graves y continuas alucinaciones, hasta conseguir del tribunal que le diesen un compañero.

Nada le había vuelto a decir el carcelero, por más que él aparentaba agitación y tristeza, y casi locura, cuando una mañana se presentó seguido de un hombre.

—La clemencia y magnanimidad de sus señorías —dijo el carcelero— es grande, como sabéis, y aquí con vos han mandado a este reo para que os deis mutuamente compañía y consuelo.

—Agradezco a sus señorías con todo mi corazón este favor, y les viviré obligado eternamente —contestó don Guillén—. Espero que lo hagáis así presente en mi nombre a sus señorías.

La respuesta del carcelero fue dar la vuelta, salir del calabozo y volver a correr los cerrojos por fuera.

Una vez solo don Guillén con el recién venido, su primer cuidado fue examinar cuidadosamente su figura, y formarse juicio acerca de la clase de la sociedad a que podía pertenecer.

Celoso hasta el extremo el carcelero del buen trato de los que a su cargo estaban, había hecho que el preso que a habitar venía con don Guillén trajese consigo todo su ajuar, consistente en un viejo cofrecillo de madera con chapa, pero sin llave, un pedazo de estera y un jergón.

Inferior era el menaje de que se servía don Guillén, pues no tenía más que una cama de madera y un mal colchón de paja.

Nada, pues, se podía inferir de aquello, ni era posible adivinar si aquel hombre era pobre o rico, noble o villano, por las apariencias.

Don Guillén se decidió a abordar la conversación.

—Estimaría como honra —le dijo— saber vuestro nombre, que compañeros vamos a ser, y por mucho tiempo quizá. Yo, por dar el ejemplo, diré que me llamo don Guillén de Lampart, o don Guillermo de Lombardo, como han dado en llamarme los señores inquisidores.

Frunció el otro el entrecejo, y contestó con no muy buen modo:

—Yo me llamo Diego Pinto, para servir a Dios y a usarced.

Calló uno y calló el otro, y siguióse un largo rato de silencio: don Guillén observando, y el otro sin poner atención en nada, sentado en uno de los ángulos del aposento, sobre la caja de madera que había traído.

—Yo quisiera —dijo don Guillén de repente— que tuviéramos una amistad estrecha, cual corresponde a hombres que tienen una común desgracia, que nos consoláramos mutuamente. Os veo preocupado: ¿qué tenéis?

—Estoy triste —contestó el otro con sequedad.

—No lo estoy menos yo, que tanto tiempo llevo de estar encerrado. ¿Hace muchos años que estáis aquí?

—Tantos, que ni me acuerdo —contestó Diego, como para terminar la conversación.

Esperaba don Guillén tener tiempo de sobra para amansar aquel oso, y no quiso por entonces seguir instándole a que hablase, y sin agregar una palabra, se recostó en su cama y guardó silencio.

IV. La historia de don Guillen contada por él mismo

Transcurrieron varios días en aquella especie de lucha. Don Guillén procurando ganar el corazón de Diego Pinto y adquirir confianza con él; y éste, por su parte, resistiéndose a entrar en intimidad con don Guillén.

Un día, don Guillén que anhelaba el momento de entrar en conversación con su misántropo compañero, observó que éste tenía mejor humor que de costumbre, porque le oyó cantar en voz baja, cosa muy extraña en él, de continuo sombrío y silencioso.

Acababan de desayunarse: el carcelero no debía volver sino hasta la tarde, y tiempo había para departir alegremente, si Pinto tenía voluntad.

—Cada día que pasa —dijo don Guillén— bendigo a Dios, porque les tocó el corazón a los señores inquisidores para que me concediesen compañía, y compañía tan agradable como la vuestra.

—Usarced me favorece —contestó Diego— pero la verdad es que no creo molestarle en gran cosa.

—Yo estoy por el contrario, muy satisfecho; tuve una tan gran soledad. ¿Cuánto tiempo lleváis de estar preso en el Santo Oficio?

—Ahora debo tener como ocho años.

—Verdaderamente no es creíble, que estáis tan gordo y tan robusto, que no es posible que tal tiempo tengáis de estar preso; si tal fuera, vuestro color sería amarillo, vuestros ojos se habrían hundido, y os veríais tan delgado como yo, que no hace tanto que estoy aquí.

—Otros están más robustos que yo, y ha más años que gimen en prisión —contestó Pinto sonriendo— aquí no podemos decir que nos falte nada para pasarnos buena vida.

—Celosos son de la honra de los señores inquisidores; y a fe que os falta razón, que nos tratan como a fieras dañinas y carniceras: vos no queréis tener confianza conmigo y yo os la quiero inspirar contándoos mi historia, para que vos me contéis luego la vuestra.

—Estáis en error, creyendo que no tengo en vos suficiente confianza…

—Los hechos lo dirán: escuchad mi historia, si os place, que tiempo tenemos, y esto nos servirá de distracción; vos oyendo y yo contando. Escuchad.

* * *

(Cualquiera creerá que la historia de don Guillén que vamos a poner en su boca, es una ficción novelesca, porque así parece según lo fantástico de ella; pero podemos asegurar que, aunque con distinta redacción, es en los hechos la misma que él refirió a Diego Pinto, y que consta en la declaración de éste, en el proceso de don Guillén. Opinaron los inquisidores que toda esa historia era un tejido de mentiras y falsedades inventadas por don Guillén; pero como nada prueba que esa historia fuera lo que pensaban los inquisidores, y verdad como sostenía don Guillén, el autor de este libro no se atreve a inclinarse ni a una ni a otra opinión, y pone aquí la historia de don Guillén como él la refirió).

* * *

«Cuidadoso de la honra de mi nobilísimo padre, no os diré quién él fue, hasta que oído hayáis la relación de mi vida, que comenzar por el nombre y fama de quien rae dio el ser, haría que dudaseis de lo demás que tengo de referiros, y antes prefiero que encontréis grande al hijo, para que no os cause extrañeza el encontrar grande también al padre.

Ocultándoos, pues, su nombre, os hablaré de los primeros años de mi vida.

Nací en Irlanda en un lugar que vosotros conocéis y llamáis por Wesfordia, en donde mi familia materna tenía muy grandes posesiones.

Durante los doce primeros años de mi existencia no me separé del lado de mi madre, hasta que, llegando a cumplir esa edad y no teniendo ya más que aprender del ayo que hasta entonces había cuidado de mi educación, se determinó por mi familia que pasase a continuar mis estudios a Inglaterra.

Emprendí mi viaje y llegué a Londres acompañado de Juan Enescat, mi ayo, y estudié el latín, el griego y las matemáticas con el célebre Juan Grey.

Sin pensar en el peligro que corría, compuse un libro contra el rey Carlos de Inglaterra, le escribí en latín, y le comuniqué a varios caballeros de la corte.

Pero aquellos hombres no guardaron secreto; público se hizo cuanto yo escribí; la corte se alarmó, y desatóse contra mí la más triste persecución. Buscáronme por todas partes para darme muerte; y yo, después de mil trabajos, logré escapar, y conocí que no estaría seguro sino pasando el territorio francés.

Inútilmente busqué durante muchos días un navío que se hiciese a la vela, y en el cual pudiese ya trasladarme a Francia. Asolaban las costas en aquel tiempo unos piratas ingleses, y los capitanes y los armadores temían arrojarse a un viaje mientras aquellos piratas no se retirasen.

En fin, un día encontréme con un capitán que con mayor arrojo que los otros, quizá por el poco precio de su navío, o porque fiase demasiado en su buena fortuna, atrevió a hacerse a la vela, y consintió en llevarme como pasajero.

Resuelto ya a partir, me llevó a bordo una mañana, a la hora en que la marea subía, y en que comenzaba a soplar un viento favorable.

Toda la tripulación estaba lista, y esperando solamente la señal del capitán.

Al sonar el pito del contramaestre, levantáronse las pesadas áncoras, soltáronse las velas, crujieron masteleros y gavias, inclinóse la nave, hendió la proa las encrespadas olas, y comenzamos a caminar.

Teníamos hermoso tiempo; soplaba viento largo que hinchaba nuestras velas, y corríamos a todo trapo con alas y arrastraderos, haciendo hasta diez nudos por hora.

Un sol brillante se levantaba sobre el cielo limpio y trasparente; apenas se rozaba la tendida superficie del mar, y en derredor del navío saltaban los delfines mostrando sus plateados lomos entre la blanca espuma, y anunciando la felicidad.

Desaparecieron entre las brumas del horizonte las costas de la Inglaterra, y no descubría nuestra mirada aún las de Francia.

Estaba yo sobrecubierta contemplando el mar, cuando me pareció que había a la vista unas velas.

—¿Qué navíos serán esos? —pregunté al capitán, que estaba cerca de mí.

—Uno de ellos me parece de guerra —contestó él, mirando con gran atención.

—Y parece que se dirigen hacia aquí —agregué yo.

El capitán estaba pálido y no me contestó ya, sino que comenzó a dar algunas órdenes con voz aterradora.

No me cupo duda: aquellos eran los piratas. Habían descubierto nuestro navío, y comenzaban a darnos caza.

Nuestra embarcación era muy velera y el viento nos favorecía; las costas de Francia estaban ya muy cerca, y quizá podríamos llegar a ellas antes que los piratas lograran darnos alcance.

Una terrible lucha de ligereza se empeñó entre ellos y nosotros. El capitán daba repetidas órdenes, que se ejecutaban con una actividad matemática; no había un solo trapo, por pequeño que fuese, que no estuviera izado; el viento seguía soplando largo, y los mástiles se inclinaban con el poderoso impulso de las velas.

El navío rompía con tanta fuerza las olas, que el agua se levantaba a los lados de la proa en gigantescos rizos, mojando la cubierta y haciendo un rumor pavoroso, y la espumosa estela que dejábamos atrás se perdía a lo lejos en el mar.

Vanos esfuerzos: apenas comenzaban a dibujarse vagamente las costas, y ya uno de los navíos enemigos, ligero como un pájaro, estaba en nuestras mismas aguas.

Oíanse ya perfectamente los toques que daban a bordo nuestros perseguidores; distinguíanse ya las figuras de los hombres que lo tripulaban, y el brillo de sus armas hería nuestra vista.

Se pusieron al habla, y con la bocina nos intimaron rendición.

El capitán de nuestro buque conoció que estaba perdido, que no había ni la menor esperanza: comprendió la suerte que le aguardaba si caía prisionero, y prefiriendo morir ahogado a que le ahorcasen de una entena, se arrojó al mar.

Rindióse nuestra acobardada tripulación sin hacer resistencia, recogiendo todas las velas: acercáronse los piratas, lanzaron sus ganchos de acero para asegurar nuestro navío, y comenzaron a saltar a nuestro puente multitud de hombres feroces armados con hachas de abordaje y con cuchillos.

Mientras los unos abrían las escotillas y se precipitaban a las cámaras y a las bodegas, los otros se apoderaban de mí y del resto de la tripulación, que no había intentado la menor resistencia.

Inmediatamente nos trasbordaron, colocándonos a todos sobre el puente de su embarcación.

Aquello había pasado en el mayor silencio, sin escucharse más ruido que el de las pisadas de los hombres sobre los puentes y el manso golpear de las olas en los costados de las embarcaciones.

Los otros navíos de los piratas, que eran dos, llegaron poco después, y aferraron también contra el que acababan de aprisionar.

Muchas horas permanecieron allí, hasta que toda la carga de nuestro navío fue completamente transportada a los de los piratas.

Así que ellos, estuvieron satisfechos, se dieron a la vela, llevándonos prisioneros, y atados sobre el puente; de manera que veíamos el navío abandonado, aunque no con mucha claridad, pues había ya entrado la noche.

Repentinamente observé que aquel navío se iluminaba, y que algunas llamas comenzaban a asomar por las escotillas.

Entonces comprendí que le habían pegado fuego para que nadie se aprovechase de él.

Creció instantáneamente aquel incendio; el navío se convirtió en una hoguera inmensa, que alumbraba con sus rojizos resplandores una gran extensión del mar, y que debía distinguirse desde las costas de Francia.

Yo sentía una tristeza profunda, pero no abrigaba temor ninguno: los marineros cautivos que a mi lado venían, lloraban silenciosamente por su buque.

Varias veces quise hablarles, pero el centinela que nos cuidaba me impuso silencio.

Entreguéme entonces completamente a mis reflexiones, y sin sentirlo me quedé dormido».

V. Historia de Don Guillén (continúa)

(Continúa)

«El día volvió a alumbrar, y desperté con la claridad del sol: aquellos hombres habían respetado mi sueño.

Cuando abrí los ojos, me encontré aún atado, pero enteramente solo: quizá mi juventud movió a consideración a los piratas, porque todos los demás prisioneros estaban ya ocupados por ellos en las faenas de la marinería.

Yo estaba pensando cuál sería mi suerte, cuando uno de los piratas, hombre de edad avanzada, a juzgar por su barba espesa y luenga y enteramente cana, se acercó a mí y me ofreció alimento.

Buen apetito no me faltaba; el hombre tenía un aspecto amable y me invitaba a seguirle, y acepté sin dificultad.

El anciano me hizo entrar en la cámara, en la cual había ya algunos hombres, que por su traje y su aire de distinción, me parecieron los jefes de aquella armada, que entonces se componía ya de cuatro navíos, porque a los tres que nos atacaron se reunió otro, que seguramente había ido navegando en conserva y manteniéndose a la capa durante la persecución.

Presentóme en la cámara y saludé cortesmente, siendo recibido con afabilidad por aquellas personas.

Ocupé un asiento; sirviéronme de almorzar; comía yo, y aquellos hombres me observaban y se hablaban por lo bajo, pero con grande animación.

Reparé entonces que el anciano se había separado de mí y hablaba con ellos; y luego, después de un largo rato, volvióse adonde yo estaba y me dijo:

—Quedáis en entera libertad para retiraros cuando hayáis concluido, o permanecer en la cámara si así os pareciese mejor, y podéis con confianza pedirme lo que más habéis menester.

—Únicamente —le contesté yo— desearía, si es posible, que se me proporcionase algún libro, que la vida del mar, cuando no se tiene ocupación, es triste.

—Y vos no tardaréis mucho tiempo en tenerla —contestó él con una sonrisa de cariño— pero entretanto, os buscaré lo que deseáis.

Retiróse él, y quedé pensativo sobre lo que él había querido dar a entender con aquello de que no me faltaría ocupación.

En vano reflexionaba la clase de trabajo a que intentaban dedicarme: era yo joven, podía servir entre la marinería, porque yo conocía perfectamente la cabullería de maniobra; pero para eso no me habrían tratado con tantas consideraciones. Sin embargo, esto paró por inquietarme poco, porque mi genio audaz y aventurero me hacía ver un nuevo encanto en cada una de aquellas extrañas aventuras.

Navegamos con buen tiempo durante cuatro días, y en cada uno de ellos observé que crecían las consideraciones y las distinciones a mi persona, lo cual me parecía muy extraño, y más que no se me diese trabajo ninguno; antes, por el contrario, se me destinó un camarote de los más cómodos.

Al caer la tarde del cuarto día, estaba yo recostado y leyendo en la cámara, cuando se me presentó el anciano del primer día, y poniéndose respetuosamente delante de mí, me dijo:

—Cuatro navíos forman esta escuadrilla, y cada uno de estos navíos está mandado por un capitán que nada debe a los que mandan los otros, sino que todos ellos son dueños y señores de su barco y tripulación, y por propia conveniencia se han reunido en esta peligrosa carrera; pero como esto ocasiona graves y frecuentes disgustos sobre quién debe encargarse del mando de la escuadrilla, los cuatro, de común acuerdo, han convenido en nombraros jefe de todos ellos, y en su nombre tengo el gusto de anunciároslo.

El anciano debió leer en mi rostro mi sorpresa, porque tomándome de la mano, me dijo:

—Mirad sobre el puente a todos ellos esperando para saludaros y anunciar la novedad a las tripulaciones.

Instintivamente me puse en pie, siguiendo al viejo, y me presenté en el puente.

El navío que montábamos y los demás, se habían empavesado completamente, y un grito prolongado se escuchó en toda la escuadrilla, cuyos navíos estaban al habla: sonaron pífanos y tambores, disparábanse mosquetes y cañones, y yo creía estar soñando.

Sonáronme los oídos, anublóse mi vista, se aflojaron mis nervios, y creí desmayarme de emoción con tan inesperada sorpresa.

Pero la fuerza del espíritu me sostuvo: convencíme de que aquello ni era un sueño ni una burla, y hablé resueltamente a todos los que me rodeaban, prometiéndoles triunfos y botín.

Entusiastas vivas se escucharon por todas partes cuando terminé mi discurso, y la fiesta siguió toda la noche; y yo, desde ese momento, comencé a ser obedecido como el general de aquella flota.

Recorrimos los mares durante tres años con la mayor fortuna del mundo, sin haber tenido ningún contratiempo que pudiera llamarse grave.

Atravesamos por todas partes con la mayor ostentación, dando al viento nuestras banderas, negras como la noche.

Nadie osaba atacarnos: ningún buque, por velero que fuese, escapaba de nosotros, como nos decidiésemos a darle caza.

Zarpábamos o anclábamos en las costas sin temor a las escuadras de Francia, de España o de Inglaterra, y éramos, en fin, señores de aquel mar.

Aquel era mi reino, y no tenía yo juez sino en el cielo.

Me presentó la fortuna, sin embargo, ocasión de hacerle un inmenso servicio a S. M. el rey de España, con quien me ligaba un vínculo del que os hablaré a su tiempo.

Una escuadra francesa se dirigía a atacar uno de los puertos de la Península.

Era un hermoso día, y las blancas velas de los navíos franceses se deslizaban sobre el mar, destacándose en el azul del cielo como una bandada de alciones.

Resolvimos atacarla, y capeando un viento, logramos tomar a estribor el costado de su columna de viaje.

Tremolaba en la popa de nuestros navíos la negra bandera de mortal desafío, y la escuadra francesa conoció con quién tenía que habérselas.

Al aproximarnos, aquella escuadra ejecutó una maniobra rápida y precisa, pasando de la forma de columna a la de batalla escalonada.

Izáronse las banderas y los gallardetes, sonó el toque de zafarrancho; cubriéronse de humo los costados de los navíos; escuchóse la atronadora voz de los cañones, y los proyectiles pasaron silbando sobre nosotros, no sin causar algunas averías en los aparejos, y el combate se trabó espantoso.

El éxito fue completo; y cuatro horas después, unos navíos enemigos se habían ido a pique, otros estaban prisioneros, y otros echando todo trapo al viento, procuraban alejarse, fiados en que por las muchas averías que habían sufrido los nuestros, no podíamos seguirles.

Aquella victoria me convirtió en un semidiós a los ojos de los piratas, que estaban verdaderamente satisfechos de mí.

Riquezas, gloria, un dominio casi irresistible en los mares, todo conseguido bajo mi mando ¿qué más podían desear?

Brillante botín habíamos conquistado en el último combate, y encontrándome rico y fastidiado ya de aquella vida, determiné abandonar a los piratas en la primera oportunidad.

Obstáculos grandes tenía aquel pensamiento; pero estaba yo seguro de llevarle a cabo.

La oportunidad deseada no tardó mucho en presentarse.

Seguramente no se me habría ocurrido a mí coyuntura más favorable para abandonar aquella compañía, que la que el último combate nos proporcionó.

El estado en que quedó el navío que yo mandaba era deplorable, y preciso se hacía procurar su reparación, que no era no sólo necesaria, sino urgentísima.

Como había algunas costas desiertas en España, que nosotros conocíamos perfectamente, con fondeaderos, aunque no a cubierto de las tempestades sí de los ataques de los hombres, determinamos dirigir allá nuestro rumbo, dando un derrotero a los otros tres navíos para ir a su encuentro luego que las averías del nuestro estuviesen reparadas.

Ocurría desde luego la dificultad de que nuestra embarcación sola, estaba más expuesta en un ataque; pero como yo tenía ya la firme resolución de no regresar en ella, calméles diciendo, que el navío era muy velero, y muy de fiar la gente que le tripulaba.

Dejáronse convencer de mis palabras, y en cierto punto nos separamos, dirigiéndose ellos para alta mar y nosotros para las costas españolas.

En el día de aquella separación, cuidé de reunir en mi navío cuanto era de mi pertenencia y de dar mis disposiciones como si realmente esperase volver a verles.

Muchos días estuvimos acechando el momento de acercarnos a la costa sin ser vistos, y no se presentaba la ocasión.

Ya comenzaban a agotarse nuestros víveres, a escasearse el agua, y resentirse la embarcación de sus averías, cuando sopló buen viento y la mar se despejó de peligros.

Felizmente llegamos a nuestro oculto fondeadero, y echamos las anchas, disponiéndolo todo para el trabajo.

Registróse la nave, y convinimos en que sería trabajo de quince días, al menos la reparación.

El aparejo estaba en muy mal estado, y el casco, aunque no había resentido gran cosa, necesitaba algunos cuidados para que no fuese con el tiempo descomponiéndose más y más.

Vivir dentro del navío durante el tiempo que tardaran en componerle, era incómodo y, además, ese sería cuidado del capitán dueño de él.

Yo manifesté mi decisión de saltar a tierra y plantar en la costa una tienda de campaña.

Varios marineros se ofrecieron luego a servirme: botóse una lancha al agua, y en ella me transporté con todo mi equipaje.

El sol del siguiente día me encontró ya en mi nueva habitación».

VI. Una interrupción

Miraba Diego Pinto a don Guillén con grande admiración, y le parecía que aquel hombre tomaba proporciones gigantescas a sus ojos.

¡Imberbe, de catorce a quince años, mandando una escuadra de piratas!

Bravo debía ser el hombre que a esa edad derrotaba a una armada francesa, y hacía prisioneros unos navíos y salvaba a España de una invasión.

Y Diego Pinto le miraba, y le volvía a mirar, y no se cansaba de contemplarle, y pensar que si tal iba la historia de aquel hombre hasta los diez y seis años, en el resto de su vida debía haber hecho maravillas.

Notó don Guillén desde el principio la buena fe con que le escuchaba su compañero de prisión, y no dejaba de sentirse orgulloso.

Mucha parte de la historia de don Guillén fue repetida por Diego Pinto a los inquisidores, algunos años después.

«Y sus señorías declaran solemnemente que es un tejido de imposturas».

A pesar de todo, el fiscal del Santo Oficio opinó que don Guillén contaba todo aquello para fascinar a su compañero y dominarle, y disponer de su auxilio a la hora de la fuga.

Mentira o verdad; sin embargo, todo cuanto don Guillén contó, creyó Diego Pinto.

Obstinado en un principio en no hablar, Diego se encontró al fin dominado por su audaz compañero de prisión.

Realmente aparece de la narración de don Guillén, que no sólo trataba de conseguir la ayuda de Diego en su empresa, sino que le impulsaba a hacerla, el deseo de aparecer ante sus ojos como un hombre de alta importancia política y social.

Mísera condición humana, que busca el aplauso en todos casos, y que procura la adulación y lisonja por todas partes.

Y así, sea en medio de una nación, como en el seno de una pequeña familia, como en una prisión donde no hay más que un oyente, siempre el hombre tiende a parecer grande.

Goza el hombre con arrancar un aplauso, la mujer con oír una galantería, aunque el uno y la otra conozcan que es la lisonja la que se hace oír.

Locura de la que ni la misma vejez puede librarnos.

Obsérvese a un anciano: el respeto es para él lo que el amor para los jóvenes; como éstos sueñan en causar pasión, aquél en infundir respeto.

Reflexionando bien, hay tanta coquetería en la rizada cabeza de una joven como en la blanca cabellera de un viejo.

Inútil parece decir la razón.

Ambos procuran impresionar agradablemente a los demás: la joven, despertando una ilusión; el anciano, un sentimiento de veneración.

Mientras más se medita en esto, más débil se siente a la humanidad.

Instigados por ese deseo de encontrar un aplauso, los hombres se arrojan a los peligros más espantosos, y a poco tiempo el mundo les olvida.

Tienen razón los enamorados cuando reconcentran su mundo en su amor: pensando siempre el uno en el otro, están siempre aplaudiéndose mutuamente, y siempre contentos de sí mismos.

Éstos son los seres menos ofensivos.

Serán quizá locos; pero es una locura mucho mejor que la de la guerra.

Otros buscan el aplauso de un pueblo vertiendo torrentes de sangre: éstos son locos feroces.

Refiere la historia que el templo de Diana se quemó por uno que buscaba la inmortalidad: éste era un loco tonto.

Oscuro debió quedar el nombre de este loco en castigo de su maldad; pero más loca la historia, se empeña en conservar ese nombre.

No había interrumpido don Guillén su relación; pero como se detenía para explicar a Diego Pinto algunas cosas que él no comprendía, llegó en esto la hora en que el carcelero acostumbraba presentarse, y don Guillén calló a pesar de la impaciencia de Diego, que deseaba llegar al término de la narración.

Ocupáronse ambos, o al menos fingieron hacerlo, en arreglar cada uno de ellos su pobre lecho, y en esa tarea les encontró el carcelero a su llegada.

Miró el hombre lo que hacían, dejóles el alimento y volvió a salir, oyéndose el ruido de las llaves que cerraban la puerta.

—Estoy ansioso de oír lo que falta de la relación de vuesa merced —dijo Diego— que según ella pinta, debe ser muy interesante.

—Os aseguro que otra tal no habréis oído en todos los días de vuestra vida —contestó don Guillén.

—Lo creo, y por tanto suplico a vuesa merced me haga la gracia de continuar.

—Vuestra impaciencia os hace olvidar que ha llegado ya la regia comida con que nos obsequian los nobles inquisidores: gustemos de ella, y luego continuará la interrumpida narración.

Don Guillén comenzó a tomar sin gran disgusto aquella miserable comida de que tanto se burlaba.

Diego le imitó, y ambos concluyeron casi al mismo tiempo, saboreando el agua con la misma satisfacción que podrían haberlo hecho con un vaso de magnífico vino.

—Estamos listos —dijo don Guillén.

—Sentémonos —contesto el otro— y continúe vuesa merced.

—Justamente es la oportunidad de las historias: la sobremesa. ¿En qué íbamos de la mía?

—Acababa vuesa merced de plantar su tienda en la playa.

—Muy bien dicho

—Al día siguiente vuesa merced amaneció ya en ella.

—Sigo, pues, con mi relación.

«Pues, como decía yo, aquella costa era desierta porque nadie la habitaba; pero esto no impedía el que por allí se acercasen algunos hombres, no de la mejor vida, y con los cuales manteníamos relaciones de comercio, porque ellos nos proveían de víveres en cambio de nuestras presas, que no necesitábamos para nosotros.

Ocultos en aquellas tierras había no poco número de tales amigos, que en cuanto sabían que uno de nuestros navíos llegaba, se presentaban a ofrecer sus servicios.

Recordaba yo bien todo esto, y de uno de estos hombres determiné valerme para encontrar camino y dirigirme al interior del país.

Quería yo llevar conmigo todas mis riquezas, o al menos la mayor parte, pues ellas me servirían como de un pasaporte para ser bien recibido en todas partes.

Unos tras otros, fueron llegando en aquellos días hombres con víveres, y nos proveyeron de lo más necesario para la vida, y aun algunos se quedaron a pasar algunos días con nosotros.

Esperé hasta encontrar uno que me pareciera digno de poner en él mi confianza, y no tardé en encontrarle.

Tuve primero necesidad de emprender con él largas conversaciones para saber si era conocedor de la tierra, si era discreto, y si podría traer acémilas para conducir mis cargas y para llevarme a mí, porque no tenía yo deseos de emprender la marcha pie a tierra.

Era un mozo muy listo; comprendió perfectamente mis intenciones, y me prometió arreglarlo todo a medida de mi deseo.

Aun cuando aquel hombre no tenía acémilas de su propiedad, no se le dificultó mucho conseguir que le alquilasen algunas en que sus compañeros habían traído víveres para nosotros.

Dispuestas así las cosas, guardé todas mis alhajas, mi ropa y mi dinero en cuatro cajas que saqué del navío con pretexto de que me sirvieran de asiento en mi tienda, y fijamos la noche de la salida.

Oscureció, avanzó la noche, apagáronse las luces y fingí acostarme; pero en realidad ni me desnudé siquiera.

Reunióse el guía con dos o tres amigos y llegó cautelosamente hasta mi tienda: cargaron las cajas en los machos, diéronme una cabalgadura y partimos sin hacer el más leve ruido.

Os aseguro que cuando me vi lejos de aquellos piratas, respiré con tanto placer como si hubiera escapado de una prisión.

Os hago gracia de no contaros cuanto pasé en el camino hasta llegar a San Lúcar de Barrameda, en donde encontré al duque de Medinaceli, a quien obsequié con algunas de las preciosidades que había yo traído, y él, en compensación, dióme cartas para todos sus amigos.

Atravesé así muchas tierras de España y Francia; llegué a Nantes; allí me embarqué para Santander, y de ese puerto paséme a Portugalete con ánimo de ir a Santiago de Galicia a estudiar allí, como lo verifiqué, la facultad de filosofía.

Estando yo por aquellos rumbos y en un puerto que llaman del Dean, vi llegar una mañana tres navíos, que al punto de mirarlos sentí que un vuelco me daba el corazón.

Observéles con mayor cuidado, y no me cupo ya la menor duda de que eran aquellos los tres navíos ingleses piratas que habíamos dejado en alta mar, y que sin duda no habrían podido reunirse con el otro.

Entonces sentí que mi corazón guardaba un inmenso cariño para aquellos hombres; comprendí que la perdición de su cuerpo y de su alma era segura, si no abandonaban aquella tan peligrosa carrera, y determiné sacrificarme, si posible era, por salvarles.

Llevaba yo buenas relaciones con los padres franciscanos de un convento cercano; reduje a tres de ellos a acompañarme, y saltando en una falúa, nos dirigimos al navío mayor de los tres, en el cual sabía yo que se acostumbraban reunir los capitanes.

Grandes extremos hicieron al reconocerme: los cuales expliqué a los religiosos, que no comprendían el inglés, diciendo que eran causados porque yo había sido su prisionero.

Referíles que yo estaba arrepentido de mi vida anterior, reprobé su conducta, y les hablé con tal acierto durante tres días que ocuparon nuestras conferencias, que les reduje a la obediencia y servicio de su majestad el rey de España, y la santa fe católica.

Doscientos cincuenta y tantos eran aquellos herejes, y todos ellos consintieron en seguirme hasta la Inquisición de Santiago de Galicia, y allí, sirviéndoles yo de intérprete, fueron solemnemente reconciliados y absueltos por los inquisidores.

Y a pesar de tan grandes servicios al rey y a la fe, me veis perseguido y aprisionado, más que por delito o falta grave, porque yo conozco las grandes maldades de los inquisidores, sus traiciones y su ignorancia; y porque nada de ello manifieste al mundo, al rey y al papa, me quieren hacer morir en este sepulcro.

La noticia de aquel suceso no quedó en los límites de Galicia, como veréis.

Luego que terminó el negocio de los herejes convertidos, volvíme a seguir mis estudios, como colegial, en el colegio de nobles de Santiago de Galicia, y sin hacer mérito alguno de cuanto había ocurrido.

Casi no me acordaba yo de ello, cuando un día recibí un pliego que llevaban para mí dos gentileshombres, que el marqués de Mancera enviaba de orden de S. M., para que me acompañasen a Madrid, en donde el rey, sabedor de lo ocurrido, deseaba verme.

Aquellos gentileshombres, lleváronme además una gran cantidad de ducados para el avío de mi viaje.

Llegué a Madrid, y no alcanzaría a explicaros cuál me sopló la fortuna en la corte.

Fui allí alojado en la casa habitación de los Girones, en donde estuve algunos días, antes de ser presentado a Su Majestad.

Llevóme a ver antes que al rey, al Conde-duque, el señor duque de Medina de las Torres, y luego me condujo al real monasterio del Escorial, en donde Su Majestad se encontraba, y fue en nuestra compañía el señor Patriarca de las Indias.

Recibióme el rey tan placentero, que me atreví a presentarle un libro que en latín y en alabanza del Conde-duque había escrito en muy pocos días, y al cual libro intitulé: Laudes Comitis Ducis. El rey hojeó el libro, tomóme de la mano y me presentó con la reina y luego con el nuncio de Su Santidad, y dióme por grande honra una beca en el colegio del real monasterio de San Lorenzo del Escorial, con autorización de tener para mi servicio un familiar y dos criados, y dotándome para todos aquellos gastos.

Hacíame llamar el rey siempre que iba al Escorial, y mirando mi aprovechamiento, envióme de colegial mayor a San Bartolomé de Salamanca.

Continuaba yo allí mis estudios, cuando recibí orden para salir de allí y acompañar al señor Infante-cardenal, que pasaba a Flandes.

Preparábase a la sazón de llegar nosotros, la gran batalla que se dio al francés en Norlenguin.

Vacilaba el señor Infante. Hablóme, por la gran confianza que en mí tenía: aconsejéle dar la batalla: dióse en efecto, y el francés quedó completamente vencido.

Encontréme también, volviendo de Flandes, en la heroica defensa de Fuente Rabia, y allí acompañé al padre Usassi en la disposición y preparación de los fuegos que se arrojaban a los enemigos de la España.

Volvíme luego a continuar mis estudios, muy querido por mis servicios, tanto de Su Majestad como del Conde-duque y de todos los demás señores de la corte.

Por fin, Su Majestad me envió a estos reinos, con encargo secreto y de confianza, dándome órdenes para que por las cajas reales se me ministrase una gran cantidad de ducados.

Gocé de ellos algún tiempo; mas ya veis a lo que reducido me tienen las intrigas de los inquisidores, y ojalá y no acaben también con mi vida».

VII. Preparativos para la fuga

Por no fastidiar más a los lectores, he procurado compendiar, hasta hacerla sobrado diminuta, la historia que de su vida refirió don Guillén, y que consta pormenorizada en su proceso.

Los inquisidores declaraban que esa historia era un tejido de embustes y falsedades; pero lo que hay de notable es que don Guillén conocía a toda la grandeza de España, y que la Inquisición general tomó grandísimo empeño en la secuela de esta causa, y quiso que por cada correo se le remitiesen noticias del estado que ella guardaba.

Don Guillén no fue un procesado vulgar a quien acobardaran con tormentos, y cuya causa pudiese seguirse sin dificultades.

Tan audaz como instruido, desde el fondo de su calabozo escribía a los inquisidores defendiéndose con una inteligencia admirable, atacando los procedimientos del tribunal y entablando recursos que más de una vez pusieron al fiscal en compromiso.

Escritos hay de don Guillén que ocupan quince y veinte pliegos, y en esos escritos un número increíble de citas en casi todos los idiomas, de los Concilios, de los Santos Padres, de las Escrituras sagradas, de los intérpretes, de los comentadores, de los moralistas.

Y con todas esas citas mezcladas también muchas de filósofos griegos y romanos, de historiadores y de poetas, tanto antiguos como modernos.

Y lo que más admirable es que don Guillén no tenía un solo libro en su prisión; que había pasado allí más de ocho años cuando tales escritos ponía, y que pasados estos a los fiscales y calificadores, declararon solemnemente que todas aquellas citas eran exactas y fielmente sacadas, y no llegaron, a pesar de su escrupulosa diligencia, a encontrar más qué una sola palabra latina que don Guillén había cambiado.

¡Asombrosa muestra de erudición y de buena memoria!

Don Guillén en su calabozo escribía versos, generalmente en latín.

Forman un grueso volumen estas composiciones; pero como el hombre no tenía papel, ni tinta, ni pluma, escribía en las sábanas, valiéndose de un hueso de ave, y supliendo la falta de tinta, unas veces con sangre de sus venas y otras con el humo de la torcida de sebo que le daban para alumbrarse, y que él recogía en un pedazo de una escudilla rota.

Los inquisidores hicieron sacar copia de aquellos versos cuando les descubrieron, y esa copia se agregó a la causa.

Pasaron varios días después de que don Guillén contó su historia a Diego Pinto, y éste, sin comprenderlo, comenzó a estar completamente dominado por su compañero, a tal grado, que ni aun se atrevía a preguntarle quién era su padre, cosa que don Guillén había callado.

Una mañana don Guillén dijo a Diego:

—Paréceme que es necesario ya tratar seriamente del modo de escapar de aquí, porque estos inquisidores crueles y malvados no pararán hasta matarnos.

—Imposible me parece —contestó Diego— eso que pretende vuesa merced.

—¿Imposible? Pocas cosas son imposibles en la vida.

—¿Pues qué medio piensa vuesa merced para conseguir la fuga?

—Algunos había discurrido; pero la desgracia me ha presentado obstáculos.

—¿Podrá vuesa merced decirme alguno de esos medios?

—Había logrado hacer alguna amistad con el alcaide Marañón, y recordáis que le convidé una noche a que cenase con nosotros una gallina, y echase un buen trago.

—Recuerdo eso.

—Bien: pues yo trataba de embriagarle, y apoderarnos entonces de las llaves y dejarle aquí encerrado.

—En llegando al patio no pasaríamos de allí.

—Ya hubiéramos visto el cómo llegábamos a la calle; pero enfermóse Marañón, y Hernando de la Fuente, que le sustituyó, no quiso hacer con nosotros relación.

—Vale más; que ese plan me parecía tan expuesto como difícil de realizarse.

—Ahora tengo otro que me parece mejor.

—¿Y cuál es?

—Mirad: tenemos en primer lugar, una ventana con rejas dobles: la interior, que da para nuestro calabozo, es de hierro; la quitamos.

—¿Con qué instrumentos? No contamos ni con una lima.

—No tocamos el hierro, sino que en derredor vamos rascando el muro hasta desquiciar completamente la tal reja.

—Operación sería esa de mucho tiempo, y además se conocería el trabajo por el hueco que iba quedando en derredor del marco.

—Hacedme la gracia de examinar.

Diego Pinto subió sobre la cama de don Guillén, y se acercó a la reja; movióla suavemente y lanzó una exclamación.

La reja estaba desquiciada.

—Veis —dijo don Guillén— tal trabajo he podido hacer en los ratos en que dormís de día, sin que nada hayáis advertido: esto os probará que los alcaides no advertirán nada.

—Pero ¿cómo tal cosa habéis llegado a hacer? ¿Con qué instrumento?

—Poco a poco y con los huesos que apartaba de mi comida he llegado a alcanzar ese resultado.

—¿Y cómo es que no se conoce, ni se echa de ver nada?

—Fácilmente: arrancada una piedra, volvía yo a colocarla en falso, y para mayor disimulo, las grietas las cubría con lodo, y para que ese lodo tomase el color de la pared le puse encima ceniza; y ya lo veis, ni vos mismo que vivís conmigo lo habéis notado.

—Me causa asombro vuestra destreza; mas consiguiendo arrancar esta reja ¿cómo se puede salir, arrancar la otra, atravesar los patios y llegar a la calle?

—Escuchad: el cubo de esta ventana es angosto y forma un codo, lo cual hace difícil la salida, porque se tiene necesidad de doblar el cuerpo de un modo especial para deslizarse; pero yo he encontrado ya la manera de hacerlo: mirad.

Y don Guillén se tendió sobre su cama y comenzó a doblar su cuerpo de modo que Diego Pinto comprendió que fácilmente se podía salir así por aquella ventana, que para mayor seguridad tenía en el cubo la forma de Z imperfecta, a fin de que los reos recibieran la luz sin ver lo que pasaba fuera, y no tuvieran esperanza de salir de allí.

Esa Z tenía dos rejas; de hierro la que estaba en el calabozo; de madera la que caía para el patio.

Ya don Guillén había logrado arrancar la primera.

—Bien —dijo Diego— ¿y la otra reja?

—Ésa es de madera, y podemos romperla o cortarla fácilmente: está vieja y apolillada, y yo he llegado ya hasta ella, y no me parece que sea difícil forzarla.

—¿Llegado habéis hasta ella?

—Sí.

—¿Cómo?

—He quitado ésta, y moviendo el cuerpo tal cual os he mostrado, llegué hasta mirar el patio.

—¿Y cómo no os vi en esa operación?

—Era de noche y dormíais como un bienaventurado, sin pensar en que yo trabajaba por la libertad de los dos.

—¿Por qué no me llamasteis en vuestro auxilio?

—Aún no tenía yo confianza en vuestra lealtad y decisión, pues que todavía hace poco me tratasteis de «vuesa merced», lo que no prueba mucha intimidad.

—Pero ahora estoy dispuesto a todo.

—Me alegro; porque yo os respondo del éxito.

—Franqueando la ventana ¿adónde vamos?

—Estando preso los primeros días, en lo que aquí llaman las cárceles nuevas, Pedro de Cangas, el alcaide, me llevó al Tribunal a dar una declaración: entonces, por el callejón que pasa de las dichas cárceles a las viejas, me asomé a una ventana que en él había, y observé que caía a un jardín: este jardín tiene una tapia baja, y esa tapia cae para la calle, porque frente de ella descubrí una casa; luego entre esa tapia y aquella casa está la calle.

—Muy bien pensado.

—Pues no hay mucho que pensar: puestos en el patio, cortaremos las dos rejas del patio que dan al jardín y que son de madera.

—Y llegando al jardín ¿cómo saltar a la calle?

—Con una escalera.

—Loco estáis: ¿dónde hallar esa escalera?

—Arrancaremos dos tablas de mi cama, y colocadas una con otra, atadas con un cordel, nos darán la altura necesaria para subir hasta el borde de la tapia: una vez allí, pasamos nuestra escalera al otro lado, y estamos en la calle.

—Admirablemente pensado.

—Detiéneme, sin embargo, una cosa.

—¿Cuál es ella?

—Que como ha tantos años que estoy preso, no conozco en México una casa, rica o pobre, adonde podamos ocultarnos mientras salimos de la ciudad.

—No me había ocurrido eso.

—¿Vos no conocéis alguna persona que nos diera hospitalidad?

—Conozco en el rumbo de Monserrate, y en uno de aquellos callejones, un hombre que nos puede servir.

—Buen rumbo para ocultarse.

—El peligro está en que viva ahora allí; porque su ocupación es trajinar con cargas a la tierra adentro, y fácil sería que estuviese ausente.

—¿Y será hombre de todo secreto?

—Sí que lo es.

—¿Y es solo o tiene familia?

—Casado es y tiene hijos.

—En tal caso, aunque se halle ausente podemos llegarnos a su casa, y allí permanecer mientras nos consiguen caballos para salir de la ciudad.

—Es cierto.

—Y si a salir llegamos ¿adónde os parece que debemos dirigirnos?

—En primer lugar, debemos de irnos hasta Otumba, en donde tengo yo amigos y parientes que nos darán cabalgaduras.

—¿Y de allí?

—Por el monte, caminando de noche, hasta cerca de Querétaro.

—¿Con qué fin?

—Sé por un compañero de cárcel que tuve, que cerca de Querétaro, por el lado de la Sierra, hay una ranchería de mulatos cimarrones; que por las noches se retiran a los bosques y viven seguros, y nadie les persigue.

—No es mal pensamiento.

—Si no os agrada el rumbo, hay también por Veracruz otro pueblo de negros, llamado de San Antonio; y esto lo sé por otro compañero de cárcel que tuve, llamádose Fonseca.

—Todo está pues previsto, y no hace falta más que el trabajo.

—¿Y los instrumentos?

—Yo los proporcionaré si dispuesto estáis a trabajar con ardor.

—Tanto como vos.

—En tal caso, desde esta noche comenzamos; que el alcaide no debe tardar mucho tiempo en venir, y no sería prudente hacer nada hasta después del registro.

Los dos tomaron entonces el aspecto de mayor indiferencia que les fue posible, porque se escuchaban los pasos del alcaide que hacía su ronda, y entregaba las torcidas con que se alumbraban los presos.

Entró por fin al calabozo de don Guillén, registró como de costumbre, entrególe la vela y salió.

Don Guillén y Diego se levantaron inmediatamente para poner manos a la obra.

VIII. El trabajo

Luego que la noche cerró y que cesó todo ruido, y don Guillén tuvo seguridad de que nadie llegaría a sorprenderle, despertó a Diego Pinto, que dormía profundamente.

—¿Qué se ofrece? —preguntó Diego.

—Es necesario comenzar a trabajar —contestó don Guillén.

Diego Pinto no replicó, y levantóse inmediatamente.

—Ante todo —dijo don Guillén— ocupémonos de hacer la escalera.

—¿Con las tablas de vuestra cama?

—Parécenme mejor las de la vuestra, que son nuevas, que no las de la mía, que por viejas están apolilladas, y pueden romperse fácilmente.

—Manos a la obra.

Las tablas que formaban la cama de Diego eran nuevas y estaban sólidamente clavadas.

Comenzaron a forcejear por levantarlas el uno y el otro alternativamente o reunidos; pero les fue imposible.

—Todas son dificultades —exclamó Diego, dejándose caer en la misma cama, sudoroso y fatigado.

—No hay que desesperar —contestó con calma don Guillén— dejadme pensar: no hay desdicha contra constancia.

Y permaneció meditando durante un rato, golpeando suavemente con el dedo índice de su mano derecha su blanca dentadura, como un hombre que busca una idea perdida.

—¡Eureka! —exclamó de repente.

—¿Qué? —preguntó con asombro Diego Pinto, que por la primera vez en su vida oía la exclamación de Arquímedes.

—Que ya salvé la dificultad —contestó sonriéndose don Guillén.

—Como decíais una palabra tan extraña, pensé que os volvíais loco. ¿Qué habéis pensado?

—Con el pestillo de mi caja desclavamos las tablas.

—¿Y con qué desclavamos ese pestillo?

—Ya veréis.

Don Guillén se acercó a su caja, examinó la chapa, tomó luego uno de aquellos huesos que para tantas cosas le servían, y comenzó a trabajar, procurando arrancar la cerradura.

La caja era muy vieja; la madera cedía y se desmoronaba, y con poco trabajo, aunque no sin herirse las manos, don Guillén alzó en alto el pestillo y le mostró con aire de triunfo a Diego, diciéndole:

—¡Victoria!

—Muy bien —dijo Diego— ahora descansad, que os habéis hecho mal, y trabajaré yo.

Diego, con gran ardor, estimulado por el ejemplo de don Guillén, se empeñó en arrancar con aquel pedazo de hierro las tablas de la cama.

Pero en vano luchó, se fatigó, se hizo sangre en las manos, se desesperó y juró.

Las tablas no cedían: ni una línea se apartaban de su lugar.

—Yo probaré si soy más afortunado —dijo don Guillén tomando el improvisado instrumento.

El resultado fue el mismo. Diego le miraba tristemente. Don Guillén volvió a ponerse meditabundo.

Habíanse perdido más de dos horas en aquella lucha inútil.

Entonces la meditación de don Guillén fue más larga, y Diego no le perdía de vista.

—¡Eureka! —volvió a exclamar don Guillén.

Diego ya comprendió que esto quería decir que se había encontrado la solución al problema.

—¿Que os ha ocurrido para salir del lance? —preguntó.

—Mirad.

Y don Guillén, sin dificultad, levantó una viga del piso.

—Admirable —exclamó Diego.

Don Guillén midió aquella viga, y calculando aproximativamente, dijo:

—Tiene seis varas.

—Bueno.

—No; porque el muro no tiene más de cinco, y aunque la escalera tenga que desviarse algo de la base, nosotros tenemos una estatura casi de dos varas, y no la necesitamos tan grande; además, es muy gruesa, y será necesario desbastarla para que entre por los postigos del jardín.

—¿Y con qué la desbastamos? Gran trabajo es ése.

—¡Gran falla nos hacen los instrumentos! ¿Cómo podemos suplirlos?

Y los dos volvieron a cavilar en silencio.

—¡Enteca! —dijo Diego alegremente.

—¿Qué decís? —preguntó con admiración don Guillén.

—Enteca.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Vaya ¿no es «enteca» lo que decís vos cuando encontráis una buena idea? Pues yo la encontré ahora.

Don Guillén rió con todas sus ganas.

—¡Os burláis! —dijo un tanto amostazado Diego.

—No tal, sino que contento estoy.

—Veamos vuestra idea.

—Necesitamos instrumentos cortantes, y podemos fabricar dos.

—¿Con qué…?

—Uno con la chapa de vuestra arca, el otro con una visagra de la misma.

—Y es verdad.

Un momento le bastó a don Guillén para arrancar la chapa y la visagra de la caja.

—Ahora —dijo— tomad vos una y yo la otra, y saquemos el filo con una piedra.

Cada uno tomó su pedazo de hierro, y con admirable paciencia se pusieron a pasarle sobre las piedras.

Repentinamente quedaron en la oscuridad.

—Acabóse la torcida —dijo don Guillén con tristeza.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Dormir: mañana continuará la obra; pero es necesario levantarse con la primera luz del día y arreglar el calabozo, a fin de que el alcaide nada advierta.

—Pues buenas noches —dijo Diego.

—Dormir bien —contestó don Guillén.

Pocos momentos después dormían los dos profundamente.

Muy temprano despertó don Guillén; habló a su compañero; entre los dos colocaron la viga en su sitio y arreglaron todo, de manera que cuando el carcelero llegó no notó absolutamente nada.

La operación de sacar filo a los dos pedazos de hierro no fue tan sencilla, pues ocupo casi todo el día; pero en la noche estaban listos.

—Pueden servir para su objeto —dijo Diego examinándoles.

—No lo creo —contestó don Guillén.

—¿Por qué? Bien cortan.

—Sí, pero hierro sin acero pronto se embota.

—Volvemos a componerles.

—Sería largo trabajo y tiempo perdido; necesario es templarlos y resistirán mejor: encended un poco de ese carbón que tenemos allí.

Diego obedeció.

Don Guillén colocó en el fuego los dos nuevos instrumentos; acercó una escudilla con agua, y pasándolos de una a otra temperatura, repentinamente consiguió darles algún temple.

Probó a cortar con ellos, y se convenció de que estaban buenos.

Comenzóse el trabajo de desbastar la viga; pero en él se avanzaba muy poco a poco por lo imperfecto de los instrumentos.

Mientras duraba ese trabajo ocurriósele a don Guillén una duda.

Sabía que las ventanas por donde debían escapar caían a una casa, que, por lo que llegó a alcanzar en sus conversaciones con los alcaides y con algunos presos con quienes por casualidad había hablado en tantos años como allí llevaba, la habitaba el inquisidor don Juan Sáenz de Mañozca; pero ignoraba si lo que había calculado sería exacto y saldrían al jardín.

Su duda era grave, porque si en lugar de salir al jardín salían al patio, eran perdidos.

Esa duda no dejaba sosiego a don Guillén, que anduvo por varios días pensando el modo de salir de ella, sin encontrarlo.

Ocurrióle un arbitrio.

En la noche, y cuando ya el alcaide había hecho la ronda, tomó don Guillén agua en una escudilla y roció con aquella agua su ropa hasta humedecerla, y dejóla en el suelo.

A la mañana siguiente esperó a que abriesen el calabozo, y dijo al carcelero que entraba:

—A gran favor tendría que me permitieseis poner un rato mi ropa en el sol, que tan húmeda y fría está, que me temo una enfermedad.

—Guardad eso para otro día —contestó el carcelero— que para el día de hoy tengo mucho quehacer.

—Poco tiempo será el que se pierde si me permitís salir al patio y dejar aun cuando no sea más que este viejo tabardo que de abrigo me sirve.

Y don Guillén presentaba al carcelero el tabardo húmedo.

El carcelero puso la mano sobre aquella pieza de ropa, y parecióle tan húmeda que tuvo lástima de don Guillén.

—Seguidme, y no haréis más que dejarle y os vuelvo al calabozo.

—Es cuanto deseo: vos me le volveréis dentro de un rato.

El carcelero condujo a don Guillén al patio: allí había unas sillas viejas en donde se sentaban los presos a quienes se permitía, por orden de los médicos, salir de los calabozos a gozar un momento del calor del sol.

Don Guillén puso sobre una de aquellas sillas su tabardo, y volvió a su calabozo, siempre custodiado por el carcelero.

—¿Qué habéis adelantado? —preguntó Diego Pinto cuando estuvieron solos.

—Encuentro una nueva dificultad y no prevista por nosotros.

—¿Nueva dificultad?

—¿Recordáis que os dije que pasando por el corredor que conduce de las cárceles nuevas a las viejas, y que sale inmediatamente de este patio, encontraríamos en él las ventanas que caen al jardín de la casa de un inquisidor?

—Lo recuerdo.

—Pues he descubierto que ese corredor tiene a la entrada una gran reja de madera, que si se cierra por las noches, nos presenta un obstáculo más.

—¿Y qué pensáis que hagamos? ¿Esto hace imposible nuestro proyecto?

—De ninguna manera: para forzar esa puerta, si de noche la cierran, llevaremos un brasero dispuesto de la manera que os diré, y por medio del fuego ablandaremos la cerradura hasta arrancarla.

—Pero ¿si esto no fuese posible?

—Entonces, a prevención llevaremos empalmadas dos vigas del piso, que veis cuán largas son; subimos por ellas a la azotea, y bajamos del otro lado del jardín. Lo que importa es pasar de este patio en que estamos a ese jardín: tanto da, pues, que ese paso sea por el callejón o por las azoteas.

—Adelante: vos decís que no hay que desmayar, y os obedezco.

—Fiad en mi astucia, y todo saldrá a medida del deseo.

En la tarde, el carcelero le entregó el tabardo, que había estado tendido en el sol durante todo el día.

Estaba verdaderamente seco.

Aquella noche volvió don Guillén a humedecer el resto de sus vestidos.

A la mañana siguiente dijo al carcelero:

—Dios os premiará el gran servicio que ayer me habéis hecho, porque dormí muy bien; pero acabad vuestra obra: prestadme un cordel para colocarle en el patio y colgar en él las demás piezas de mi ropa al sol: estoy temiendo quedar baldado con tan grande humedad.

El carcelero debía estar aquel día de buen humor, porque contestó:

—Esperad un poco y preparad lo que deseáis que esté al sol, que pasada media hora volveré trayéndoos el cordel.

—Dios os bendiga —dijo hipócritamente don Guillén.

Media hora después volvió el carcelero como había prometido a don Guillén, trayendo el cordel.

—Salid —le dijo el carcelero.

Don Guillén salió, haciendo con los ojos una seña de inteligencia a Diego Pinto.

En el patio, don Guillén ató el cordel de una pared a la otra y comenzó a colgar allí su ropa, procurando tardar mucho en la operación.

El carcelero entretanto barría el patio y llevaba para regar unos grandes baldes de agua.

Cuando don Guillén concluyó de colgar su ropa, el hombre barría ya el interior de aquel corredor que causaba tantos desvelos al preso.

—Si me permitís que os ayude —dijo don Guillén— tendré gusto en corresponder el servicio que me habéis hecho.

—He concluido —contestó el otro— poco falta.

—Pero eso poco quisiera hacerlo yo para evitaros trabajo.

—Bien: entonces porque no digáis que os desprecio, traedme un balde lleno de agua.

Don Guillén no se hizo repetir la orden; tomó el balde, le llenó de agua, y fue con él a buscar al carcelero que dentro del corredor estaba.

Entonces pudo estudiar mejor aquel lugar, designado por él en sus cálculos, para hacer por allí la evasión.

Terminó el carcelero, y volvió a encerrar a don Guillén.

—¿Qué hay? —preguntó Diego.

—El corredor está tal cual os le había descrito; a la entrada la gran reja de madera y en el interior dos ventanas para el jardín.

—Entonces todo va bien.

—No tanto, que aún hay otra nueva dificultad.

—Esto es para desesperar.

—Yo no desespero. Escuchad en qué consiste esa dificultad: las ventanas están cerradas con rejas de madera; esto no es grave; pero por la parte de afuera tienen cubos formados de tablas, que no permitirán que pase la viga que debe servirnos de escalera para salir a la calle.

—Las cortaremos.

—¿Y con qué instrumentos?

—Con los mismos que servídonos han para desbastar y recortar la viga.

—Fácil sería; pero tal trabajo exige lo menos cuatro o cinco días para estar concluido, y no podemos contar más que con unas cuantas horas de la noche.

—¿Qué hacer?

—He pensado que calentando esos instrumentos hasta enrojecerles, deben cortar la madera con gran facilidad.

—Es seguro.

—Probemos.

—Probemos.

Diego Pinto encendió fuego, mientras don Guillén improvisaba para aquellos instrumentos, mangos de madera para no quemarse cuando estuviesen candentes y poderles manejar con facilidad.

En seguida puso al fuego aquellos instrumentos, y los dejó allí, hasta que les vio tomar el color rojo.

Entonces probó a cortar un trozo de madera, y lo consiguió con una facilidad extraordinaria.

Diego Pinto saltaba de gozo, y don Guillén se sentía feliz con aquel experimento; no tenían ya ni la dificultad de la puerta del corredor.

—Ahora —dijo Diego— estamos bien.

—Pero son necesarios más hierros; para que mientras se enfría uno, los otros estén en el fuego.

—Es verdad.

Don Guillén, sin esperar más, arrancó todos los hierros que la arca tenía en los ángulos y que eran hasta ocho; calentó para darles la figura que le convenía, y luego los unió de dos en dos para hacerlos más largos, sirviéndose para trabarlos entre sí, de los clavos mismos del arca.

Al fin de la noche, tenía ya cuatro cuchillos largos que templó, y a los cuales, entre él y Diego, sacaron buen filo, frotándolos contra las piedras.

A la noche siguiente don Guillén tenía una nueva invención.

—Sabéis —dijo a Diego— que el cortar las tablas del cubo se facilitaría más haciéndoles de trecho en trecho unos barrenos.

—Sí que se facilitaría el trabajo.

—Pues haremos el barreno propio para eso, y dispuesto para calentarse.

De uno de los primeros instrumentos del pestillo del arca, don Guillén logró hacer una especie de barreno a fuerza de trabajo; y para que no quemase la mano y poderle manejar mejor, don Guillén tomó un hueso de camero de los que ocultaba, y formó un mango que ató fuertemente con un lienzo, para que aunque estallase por la fuerza del calor, no se desprendiese de allí.

Todas aquellas operaciones se hacían durante la noche, sin ruido y con las mayores precauciones.

El día, en su mayor parte, le pasaban durmiendo.

Los alcaides dieron parte a los inquisidores, que el humor de don Guillén había cambiado, y que era ya uno de los presos más tranquilos y obedientes.

IX. Continuación del anterior

Todo estaba ya dispuesto para la fuga; pero don Guillén era un hombre precavido y astuto por demás.

Necesitaba hacer una prueba, y saber si el tiempo con que podía contar era suficiente para ejecutar todas las operaciones que tenía que hacer, aserrando las rejas y rompiendo las chapas de las puertas.

Y ésta no era una precaución inútil: si el tiempo faltaba, si la mañana les sorprendía en la operación, no les quedaba otro recurso que volverse al calabozo si no querían ser aprehendidos en los patios: en el primer caso, aun cuando las sospechas no recayeran sobre ellos, todo el trabajo y toda esperanza eran perdidos. En el segundo, la suerte que les aguardaba era espantosa. Don Guillén, que comprendía todo esto, quiso hacer una prueba.

A las doce de la noche encendió un brasero, puso al fuego los hierros, y tomando una tabla de su cama hizo en ella un agujero capaz de dar paso a la viga que tenía que sacar por el cubo de la ventana del callejón.

Diego Pinto entretenía el fuego y cuidaba de los hierros; don Guillén trabajaba.

Cuando cayó el último trozo de madera eran las dos.

Dos horas se habían empleado en aquella operación.

—Don Guillén —dijo Diego— dos horas ya es demasiado.

Don Guillén no contestó: inclinó la cabeza, púsose el dedo en la frente, y comenzó a hablar tan bajo que Diego no comprendió lo que decía.

—¿Estáis rezando?

Don Guillén hízole seña de que callase y no le distrajese.

Por fin, después de un largo rato, exclamó alegremente:

—Magnífico, magnífico: dadme un abrazo.

—¡Un abrazo! —dijo Pinto.

—Sí, un abrazo, porque el éxito es seguro.

Y don Guillén estrechaba con efusión a Diego entre sus brazos.

—Pero explicadme —decía éste— quiero participar de vuestra alegría.

—Oíd: por el tiempo que he tardado en cortar ese trozo de madera, calculo exactamente que necesitamos ocho horas para todo lo que tenemos que hacer; esto es, quitar la reja interior de la ventana de nuestro calabozo, romper las de madera que caen al patio, salir al pasillo, cortar la reja de madera del portón, arrancar la cerradura de la puerta del corredor donde están las ventanas que caen al jardín, cortar las rejas y cubos de estas ventanas, pasar a ese jardín y saltar a la calle.

—¡Ocho horas para todo eso!

—Sí: de manera que comenzando la obra a las ocho de la noche, a las cuatro de la mañana saltaremos a la calle, hora muy a propósito, porque no hay ya rondas y porque saliendo al otro día de la Noche Buena, la gente, cansada de esa noche, dormirá tranquilamente.

—¿No os parece mejor que sea en el mismo día de Noche Buena?

—De ninguna manera: la gente en esa noche sale a la misa de Gallo, y anda toda la madrugada en la calle, y corremos más riesgo.

—Tenéis razón, al día siguiente será mejor.

Durmiéronse entonces, y era ya cerca de amanecer.

Al otro día, don Guillén dijo a Diego Pinto:

—Como se acerca ya la ocasión, es preciso no perder tiempo: tengo yo gran necesidad de escribir, y os voy a dar una comisión.

—¿Cuál es ella?

—Pues, encargaos de hacer una escalera de las dos vigas, abriéndoles muescas cada media vara, pero alternadas de uno y otro lado, a fin de que nos sea fácil subir.

Diego Pinto se puso a trabajar en esto, mientras don Guillén escribía, y así se pasaron dos noches.

Terminado aquel trabajo, don Guillén se dedicó a fabricar cuerdas; una gruesa y fuerte para descolgarse por ella, y las otras delgadas para atar las vigas y descolgar la ropa que debían llevar.

Para hacer estas cuerdas, rasgó primero dos sábanas, pero no le fueron suficientes; rompió una camisa, y luego la funda de una almohada, y aún no fue bastante.

Entonces Diego dio dos sábanas, y quedaron hechas las cuerdas.

Había llegado el momento de comenzar la obra.

El primer trabajo era el de la reja de hierro interior del calabozo.

Se necesitaba trabajar de noche, y la luz podía verse desde el patio.

Don Guillén salvó el inconveniente cubriendo la ventana con un jubón viejo que impedía que se viese la luz.

Podía oírse el ruido de la argamasa y de las piedras que rodaban arrancadas del muro.

Al pie de la ventana colocó don Guillén gran cantidad de paja.

Podían escuchar el ruido del trabajo.

Don Guillén tenía la precaución de no trabajar sino cuando había movimiento de gente en las habitaciones superiores.

La reja, como había dicho a Diego Pinto, estaba falsa, y aun podía un hombre deslizarse bajo ella; pero era preciso arrancarla del todo para pasar la escalera.

Y aquella operación duró tres noches, porque las piedras arrancadas volvían a colocarse y a cubrirse las grietas con lodo, y a pintarse con ceniza, para que no conociera nada el alcaide.

Entretanto, y durante las horas del día en que no podían trabajar, don Guillén no cesaba un momento de discurrir acerca de la fuga y de cuanto se les podía ofrecer aun después de efectuada.

Una mañana dijo a Diego Pinto:

—¿Sabéis que en caso, que es seguro para mí, de efectuarse nuestra evasión, puede faltarnos el dinero, tanto en el camino como en el lugar adonde vamos?

—Es posible.

—Más que posible; casi seguro.

—Pero eso sí que no tiene remedio.

—¡Vaya, que sí le tiene!

—No le alcanzo.

—No le alcanzáis, porque vuestros alcances no son muchos.

—Siempre estáis insultándome.

—Dejad eso y oíd lo que importa: tengo ahorrados algunos reales de mis raciones, en poder del ayudante del alcaide Hernando de la Fuente, y con esos dichos reales encargarle pienso al mismo Hernando me compre algunos efectos que llevaremos, y que venderse pueden lejos de México quizá a doble precio, con lo cual se consigue duplicar el dinero, y quizá así pueda alcanzarnos.

—Perfectamente: razón tenéis en decir que no son mayores mis alcances, porque ni aun había pensado en ello.

Ese mismo día entregó don Guillén a Hernando de la Fuente una pequeña memoria de lo que quería que le comprase.

No era por cierto una gran factura.

Veintidós varas de Gante. (Ignoro qué género sería éste).

Puntas y puños para dos valonas.

Un peso de hilo.

Unos calzones de jergueta.

Unas medias calzas de seda azul.

El proceso no dice cuánto importaba la compra; pero consta que al siguiente día don Guillén tenía en su poder todas aquellas cosas.

Inmediatamente formó con esto pequeños líos para poder con más facilidad llevarles a cuestas.

Pero don Guillén no se conformaba con huir de la prisión como un hombre vulgar. Quería que aquella fuga se supiese en toda la ciudad, y en toda la Nueva España si era posible.

Pensaba en aquellas mujeres que tanto le habían amado, y que después de tantos años quizá le habrían olvidado enteramente.

Causar así un escándalo al fugarse de la Inquisición, era obligar a toda la ciudad a ocuparse de él, era hacer que su nombre perdido volviese a sonar en los oídos de aquellas mujeres, si aún vivían.

Su amor propio le aconsejaba que no perdiese aquella ocasión para probar que él había tenido bastante inteligencia y bastante audacia para huir de la Inquisición, cosa que en aquellos tiempos pasaba casi por fabulosa.

La fuga sin aquel aliciente, no llenaba completamente el ánimo de don Guillén.

Fijo en ese pensamiento, se puso a escribir unos grandes carteles que pensaba fijar la misma noche de su salida de la cárcel en los principales lugares de la población.

En ellos desafiaba a los inquisidores, y les insultaba terriblemente.

Además, escribió una larga carta al virrey, denunciándole cuanto pasaba en la Inquisición.

En estos escritos se nota algo del pensamiento extraviado de un hombre próximo a perder el juicio.

Y a fe que no faltaba para ello motivo a don Guillén: su larga prisión, su triste soledad durante los primeros años, las terribles escenas que precedieron a su aprehensión, el recuerdo de aquellas mujeres, el cambio repentino y espantoso de su vida, y los atroces sufrimientos que había tenido que pasar en las cárceles secretas, todo era más que suficiente para alterar el cerebro mejor organizado.

Además, don Guillén era hombre de imaginación ardiente y vigorosa, y la imaginación es el más cruel de los verdugos para los desgraciados.

¡Qué horrible es el cuadro del sufrimiento, del peligro, del desengaño o de los celos, desarrollado por una imaginación viva durante las eternas horas del insomnio!

Se ilumina con todos los colores que entristecen; se multiplica con todas las fases que atormentan; se fija con todos los detalles que martirizan.

Y en medio de aquella infernal fastasmagoría, se adivina tras aquel cuadro otro más espantoso en el porvenir, y el alma se cierra a la fe, y el corazón a la esperanza, y la inteligencia al raciocinio.

¡Qué lejos se ve la muerte! ¡Qué larga y qué pesada la cadena de la vida!

¡Cómo esa última hora que en otros días nos hace temblar se mira consoladora y dulce!

Y se suspira por ella.

Y entonces la muerte no es el espectro que aterra, sino la dulce madre que viene a arrullarnos entre sus brazos, a calmar nuestro profundo sentimiento, a enjugar el llanto de nuestros ojos, a romper esos vínculos de hierro candente que nos atan a un mundo de sufrimientos.

¡Dichoso el que en ese momento sintiera que la vida le abandonaba!

Experimentaría la misma sensación de felicidad que el hombre aprisionado por un monstruo que recobrara su libertad repentinamente.

Porque la vida no es en si más que un monstruo armado de esos cien mil venenosos aguijones que se llaman el dolor, y con los cuales se complace en martirizar a sus víctimas.

No es la muerte la que lucha por sacrificar a la humanidad, es la vida la que hace terribles esfuerzos por conservar su presa, robándola a la eternidad para entregarla al tiempo.

Y como el cordero lame la mano y el cuchillo que van a herirle, el hombre también ama la vida.

El suicidio tiene de repugnante, lo que tendría la acción de un hombre que se salvara de una gran catástrofe dejando abandonados a sus padres y a sus hijos.

El suicidio en los que tienen aún sobre la tierra personas que les amen, es la ingratitud, es la deserción en el amor; es peor que todo eso: es el egoísmo.

Si fuera posible morir con lo que se ama, la muerte sería verdaderamente apetecible.

X. La fuga

Llegó el día 25 de diciembre de 1650, señalado por don Guillén para emprender la fuga.

Pasó la mañana sin el menor accidente; trájoles al medio día la comida el ayudante del alcaide, y los dos presos mostraron el mejor apetito.

Luego que concluyeron de comer, don Guillén comenzó a desnudarse.

—¿Os vais a acostar a esta hora? —preguntó con extrañeza Diego.

—Sí, y a dormir también.

—Loco estáis.

—No sino muy cuerdo, y aconséjoos que hagáis lo mismo.

—No os comprendo.

—Esta noche nos fugamos: es seguro que no tendremos ni un solo minuto de descanso, y bueno es adelantar el sueño y el descanso, que penosa debe ser la fatiga: así, dormid, y tendréis fuerza para el trabajo y resistencia para la vigilia.

—Hombre sois, en verdad, bien precavido; pero aunque quisiera, no dormiría yo, que la inquietud y la zozobra de tal manera turban y agitan mi ánimo, que no alcanzaría yo el sueño por más que me empeñase.

Don Guillén se había desnudado ya y metídose en la cama.

—¿Y podréis conseguir el sueño? —preguntó Diego.

—Ya veréis: por ahora sólo os suplico que no me despertéis hasta las cinco de la tarde.

—Haré como decís.

—Gracias.

Volvió don Guillén el rostro hacia la pared, y pocos momentos después se escuchaba su respiración tranquila y vigorosa.

Diego Pinto, sentado en su cama, le contemplaba con envidia.

Aquel hombre, que dormía sin sobresalto casi en los momentos de arrojarse a una empresa tan temeraria, le parecía un ser sobrenatural.

Por su parte, Diego no hacía más que meditar en los peligros que iban a correr, y en las mil probabilidades del mal éxito; en las dificultades que don Guillén con tanta fe le ofrecía salvar, y que él veía como insuperables.

Algunas veces le parecía que los alcaides le sorprendían y que le arrastraban a otro calabozo más seguro, y se estremecía de pavor, y se arrepentía de sus proyectos, y pensaba en no seguir a don Guillén; pero a poco la prisión le parecía peor que la muerte, y miraba perdida toda esperanza, y su resolución se robustecía y la impaciencia le devoraba.

En esta lucha pasó Diego Pinto el tiempo, hasta que sonaron las cinco de la tarde, hora en que don Guillén había encargado que le despertase.

Diego se acercó a su compañero, que dormía profundamente, y le habló.

Es una cualidad especial de los hombres de gran inteligencia y de voluntad firme, pasar repentinamente del sueño más profundo a la lucidez completa de la vigilia.

Para esos hombres no hay ese tiempo de somnolencia, de entorpecimiento que en general tienen todos al despertar, esa indecisión en la voluntad, esa lucha con la memoria, con el recuerdo, con la conciencia del lugar en que se está, de la situación que se guarda.

En el instante mismo en que el sueño se va, esas naturalezas privilegiadas comprenden todo lo que pasa en su derredor, porque el sueño es para ellas el descanso y no el olvido.

Entre las varias explicaciones que dan los' sabios a ese estado inexplicable del hombre que se llama sueño, hay la de que el alma se separa del cuerpo entonces, y viaja y mira, y aprende y prevé, y profetiza; pero todo esto conservando un vínculo con el cuerpo, semejante a un prisionero que pudiera caminar atado a su cárcel por una cadena de acero.

Y siguiendo esta teoría, cuando el hombre llega a despertar tiene que esperar la vuelta, más o menos rápida, de su espíritu, y por eso algunos despiertan, es decir, sienten, se mueven, hablan, pero no comprenden lo que les pasa hasta después de algunos esfuerzos, porque el cuerpo vuelve al ejercicio de sus funciones animales, pero el alma está lejos.

Así también puede explicarse la muerte repentina de un sonámbulo, cuando se comete la imprudencia de despertarle repentinamente: el espíritu se desprende y la vida se apaga.

Don Guillén se incorporó con violencia en su lecho, diciendo a Diego Pinto:

—¿Sonaron las cinco?

—En este momento —contestó el otro.

Vistióse con precipitación, y acercándose a Diego, le dijo:

—Comencemos la obra: ocho horas tenemos calculadas, y es preciso adelantar por si se ofrece un nuevo obstáculo.

—¿Por dónde comenzamos?

—Por arrancar la reja de la ventana.

—¿Y si lo advierte el alcaide cuando venga con la luz y la cena?

—Dejadme hacer: haced lo que os diga, y yo respondo de todo.

—Bien ¿y si registran?

—¡Qué van a registrar! Como estamos en la Pascua, todos estos demonios no piensan más que en comer y en embriagarse, y no harán caso de nada; conque a trabajar.

Diego no tuvo más que obedecer, porque don Guillén le dominaba completamente.

Comenzaron por quitar las piedras que rodeaban el marco de la ventana y que estaban ya puestas en falso: no era operación difícil, y muy pronto la reja, ya débil, cedió y se arrancó del muro.

—¿Qué hacemos ahora con ella? —preguntó Diego cuando todo estaba terminado.

—Apoyarla en el suelo contra el muro, para que nos sirva de escalera para subir al hueco de la ventana.

—El alcaide notará que falta la reja.

—Ya veréis como no.

Y don Guillén tomó un ferreruelo negro y lo colocó sobre la ventana, de manera que la cubría perfectamente.

El alcaide podía sin duda creer que era una precaución de los presos contra el airé frío y penetrante de una noche de invierno como aquella.

—Ahora, esperar cena y luz —dijo don Guillén.

—¿Y a qué horas emprendemos algo más? —preguntó con timidez Diego Pinto.

—Al sonar las campanas de las ocho romperemos las rejas exteriores, que, como os he dicho, son de madera vieja, y a esa hora, con el toque de ánimas que dan todos los campanarios de la ciudad, se apagará el poco ruido que podamos causar.

—Bien pensado.

Sonaron las llaves del calabozo: llegaba el alcaide.

Don Guillén, como conocedor de las costumbres de la casa, había acertado en sus conjeturas: el ayudante del alcaide que traía la cena y la luz, parecía haber comido y bebido más de lo que acostumbraba.

Sin penetrar en el calabozo, el ayudante entregó lo que traía a Diego, que se adelantó a recibirle, y se retiró luego.

Los dos prisioneros cenaron con gran apetito, a pesar de que Diego estaba algo conmovido.

Por fin, sonaron las ocho, y todas las campanas de la ciudad comenzaron a tocar la plegaria de las ánimas.

Jamás había oído don Guillén nada que le agradase más que aquel ruidoso clamoreo; para él era el toque de libertad.

El tiempo que había transcurrido desde la llegada del carcelero hasta las ocho, no le habían perdido don Guillén y Diego.

Éste le empleó en arreglar las escaleras, atando a las muescas de las vigas sogas delgadas que sirviesen de escalón. Aquel, formando cuidadosamente varios líos de la ropa que debían llevar.

Don Guillén se preparaba, no como para una fuga, sino como para un viaje.

En cuanto sonaron las ocho, don Guillén subió a la ventana, se introdujo mañosamente en el cubo de ella, y luego hasta la reja exterior.

Tardó algo en romper esa reja, que era de madera; pero al fin lo consiguió.

Quiso entonces saltar al patio; pero sus fuerzas estaban agotadas, y no le fue posible, por más que pugnó, salir de allí.

Volvióse al calabozo y dijo a Diego:

—La reja está quitada; preciso es que os desnudéis para salir más fácilmente por el cubo, y saltar al patio.

—¿Por qué no habéis salido vos?

—No me fue posible; cansado estaba por demás.

—¿Pero no advertís que soy más corpulento que vos, y para mí será más difícil?

—Haced lo que os digo, que antes o después tenéis que salir, y os conviene ser el primero por lo mismo que sois más gordo, porque os ayudaré, impulsándoos por los pies.

—Sea como decís.

Diego se desnudó y subió a la ventana.

Haciendo grandes esfuerzos, lastimándose y con grandes dificultades, pero ayudado por don Guillén, Diego llegó por fin a salir de la ventana.

El piso del patio estaba a corta distancia; Diego se dejó caer, y llegó perfectamente.

Luego que se vio allí, su primer cuidado fue ir a la puerta de su calabozo, e inclinándose hasta llegar al suelo comenzó a llamar a don Guillén.

—¡Estáis ya ahí! —dijo éste.

—Sin novedad.

—Pues ante todo, id a reconocer la puerta del callejón por donde debemos entrar.

Diego, que andaba sin calzado por no hacer ruido, volvió poco después, y siempre hablando por debajo de la puerta, dijo a don Guillén:

—Albricias: la puerta está abierta.

—¡Abierta! ¿Qué decís?

—Abierta; os lo aseguro.

—¡Qué contento! Ahora somos felices, no hay obstáculos: esta puerta era la que más temor me causaba, lo que me hacía desconfiar del éxito de la empresa.

—Pero es que desde las ventanas de ese corredor he visto en el jardín unas tapias muy altas.

—«Séase lo que fuere, ya no tiene remedio; ello es que hemos de salir». Quitad el cerrojo de la puerta primera.

Los calabozos tenían dos puertas, una exterior que caía al patio, y otra interior con una rejilla de madera al calabozo: entrambas había la distancia que daba el espesor del muro.

Diego quitó el cerrojo de la primera puerta, y entróse a colocar entre ella y la siguiente, de modo que podía hablar ya con don Guillén al través de la reja de madera.

Tomad estos hierros —dijo don Guillén— y ayudadme a cortar esta reja; bastante he adelantado ya por dentro en ello.

Don Guillén había cuidado de hacer provisión de carbón, con el objeto de poder calentar esa noche los hierros cuantas veces fuera necesario, y mientras Diego quitaba los cerrojos de la primera puerta, don Guillén encendió el fuego y calentó los hierros.

Diego recibía los hierros candentes de mano de don Guillén, y cortaba la reja.

La precaución de poner al fuego aquellos instrumentos fue tan acertada, que la reja se cortó en poco tiempo y con gran facilidad.

Cuando aquel obstáculo desapareció, dijo don Guillén:

—Por aquí es preciso, y mejor sacar cuanto de llevar tenemos.

—Pues idme dando —dijo el otro.

Don Guillén hizo salir por allí las vigas que debían servir de escalera, los cordeles, la ropa, el brasero y el carbón, los hierros que servían para trabajar, un vaso de vino y otro de agua, una torta de pan, un plato con carbones ardiendo, un «aventador» para soplar el fuego, y una escoba.

A no constar todo esto en varias partes del proceso, parecería increíble que aquellos hombres hubieran procurado llevar tales cosas, cuando más natural era que pensasen en salvarse abandonando todo; pero esto es una prueba de la calma y de la audacia de don Guillén.

Diego Pinto transportaba luego aquellos objetos al pasadizo de las ventanas por donde habían de salir al jardín del inquisidor D. Juan Sáenz de Mañozca, para pasar de allí a la calle.

Luego que don Guillén acabó de entregar a Diego, por el boquete abierto en la puerta del calabozo, cuanto quería que se llevase, salió al patio por la ventana como salido había antes Diego Pinto.

—¿Habéis trasladado todo? —preguntóle al llegar a su lado.

—Sí —contestó Diego.

—Pues esperadme aquí, que voy a atravesar el callejón hasta llegar al patio de las cárceles nuevas, para ver si hay gente o rumor de ella; pero cuidad de que no os vayan a sentir.

—Id con Dios.

Don Guillén, con gran cautela, se adelantó, y Diego quedó en espera.

Seis minutos tardaría don Guillén en volver.

—¿Qué hay? —preguntó Diego.

—Es preciso tener grande precaución —contestó don Guillén— llegádome he a una puerta en el otro patio, y escuchado hablar unos negros con unas negras.

—¿Pero qué puerta es ésa?

—Paréceme la cocina del alcaide.

—¡Malo!

—Además, he visto por las ventanas del jardín, y he observado unas tapias muy altas…

—Os lo dije.

—Supongo que serán nuevas construcciones, pues parecen como fábrica nueva de casas.

—¿Y qué opináis?

—Opino que de salir tenemos, sea como fuere, y no hay por qué desmayar: ¿tenéis miedo?

—No.

—Pues adelante: vamos a encender el brasero y a calentar los hierros para comenzar el trabajo, que no hay tiempo que perder —dijo don Guillén.

Y luego entre él y Diego Pinto llevaron hasta debajo de la primera ventana del callejón o pasadizo el brasero.

Allí encendieron fuego con gran facilidad.

—Advierto —dijo de repente don Guillén— que el fuego aquí puede descubrirnos, porque es fácil que se note la luz desde afuera.

—Bien decís: llevémosle a otro lugar.

Transportaron entrambos el brasero y pusieron los hierros al fuego.

Don Guillén llamó a Diego hasta la ventana, y mostrándole la reja de madera, le dijo:

—Voy a soplar el fuego y a traeros los hierros: cortad aquí.

Diego obedeció sin replicar. Don Guillén cuidaba de cambiar los instrumentos en cuanto se enfriaban, y el trabajo adelantó con rapidez.

—¡Terminada la obra! —dijo por fin Diego.

—Echemos un trago de vino y comamos un pedazo de pan —replicó con calma don Guillén— presentando a su compañero la torta y el vaso de vino que habían sacado.

Diego tomó la mitad del pan, y llevando el vaso a la boca, dijo a don Guillén:

—A vuestra salud.

Y lo devolvió vacío hasta la mitad.

—A la vuestra —contestó don Guillén, bebiéndose el resto del vino.

—Ahora —agregó— siga el trabajo: acercad a la ventana cuanto tenemos; yo os ayudaré.

Diego acercó las vigas y demás cosas, entretanto don Guillén virtió el vaso de agua sobre la lumbre hasta apagarla y enfriar los hierros, y recogiendo el carbón, le echó en un cesto.

Barrió perfectamente la ceniza del lugar en que habían hecho aquella operación, y la basura la echó en el mismo cesto: allí puso también los vasos en que había sacado el agua y el vino, y fue a ocultarle en donde le pareció más seguro.

—Ahora —dijo a Diego— esperad: yo saltaré al jardín, y volveré a deciros lo que observe.

Salió en efecto por la ventana, cuya reja habían cortado.

La noche estaba silenciosa, no se escuchaba más que el rumor del viento entre la yerba del jardín.

—Dadme la ropa y los cordeles —dijo llegándose a la ventana.

Diego, desde el callejón, pasaba cuanto le pedía don Guillén, y éste lo recibía y lo colocaba entre la yerba.

—Dadme ahora las vigas; pero para que no hagan ruido al rozar contra la ventana, tended sobre ella una manta gruesa.

Diego colocó la manta, como don Guillén le indicaba, y la primera viga salió sin dificultad.

Pero llegó su turno a la segunda, y era más gruesa y, a pesar de todos los esfuerzos de ambos, no pudo salir.

—¿Qué hacemos? —preguntó Diego.

—Esperad —contestó don Guillén— veo en qué consiste la dificultad, y es fácil el remedio.

Rompió entonces por la parte de afuera una tabla del cubo de la ventana, y la viga salió.

Tras aquella viga saltó al jardín Diego Pinto.

—Ya podemos considerarnos libres —exclamó don Guillén.

—¿Aún hay que hacer?

—Poca cosa: el aire fresco de la noche y la conciencia de la libertad me vuelven mi antiguo brío: os respondo de todo.

—Vamos pues —dijo Diego probando a cargar una de las vigas.

—No: esperad un poco; tengo aún algo que hacer.

—¿Qué cosa?

—Ya veréis.

Don Guillén, con la mayor sangre fría, como si estuviera en su casa y completamente seguro, abrió una de sus maletas y comenzó a vestirse de limpio y a cambiarse traje, poniéndose uno (dice el proceso) «de jergueta frailesca».

—¿Qué hacéis? —preguntó admirado Diego.

—Lo que veis: vístome de limpio, que no es honra malos trajes: hacedme, os ruego, dos líos con esa ropa, y enterrad aquí los hierros con que hemos trabajado: hagamos la burla al señor doctor don Juan Sáenz de Mañozca de salirnos por su casa y dejarle un recuerdo de nuestro paso por ella.

Diego enterró los hierros y formó con las ropas los dos líos que dijo don Guillén.

—Salgamos de aquí —dijo con voz de mando don Guillen, echándose a cuestas una viga y tomando en la mano uno de los líos de ropa.

—Salgamos —repitió su compañero, cargando con lo demás.

Llegaron así a una de las esquinas del jardín.

—Alto es el muro y la salida imposible por aquí —dijo don Guillén— busquemos otro lugar.

Cargaron otra vez con las vigas, y dejando allí la ropa, pasaron a la esquina que enfrente estaba.

—¿Estará la calle al otro lado del muro? —preguntó Diego.

—Ignoro si habrá calle, y si la hay, qué callé será; pero veremos: nos ha salido todo tan bien, que es imposible no salvar este obstáculo. Conque sostenedme esta viga, y subiré a mirar.

Puso Diego una de las vigas arrimada al muro y don Guillén subió sobre ella, alcanzando apenas a mirar lo que había del otro lado.

—Calle es, y bueno está el lugar para el caso; no más que es preciso empalmar las dos vigas para alcanzar arriba.

—Empalmaré las vigas —dijo Diego— en tanto que vais vos por la ropa.

Don Guillén fue en busca de la ropa; pero en el camino recordó que en el mismo lienzo de pared por donde querían huir había observado poco antes una cruz y dos almenas.

Quiso saber qué sería aquello, y se acercó.

Era una fuente, y el muro estaba más bajo por allí.

Volvióse inmediatamente donde estaba Diego y le dijo:

—No hay necesidad de ese trabajo: cargad una viga, que he encontrado mejor lugar.

Diego cargó con la viga y llegó hasta la fuente.

—Colocad esa viga, derecha sobre el brocal de la fuente, y arrimada al muro —dijo don Guillén.

Diego obedeció.

—Sostenedla.

Diego la sostuvo.

Ligero como un gato, trepó don Guillén, y montó sobre el muro.

Entonces Diego le dio una de las cuerdas más gruesas: con ella subió don Guillén los dos líos de ropa, que colocó entre las almenas, y luego ató esa cuerda de una de aquellas almenas y se descolgó por ella hasta la calle.

En aquella hora no se sentía el menor rumor de gente en la calle.

Diego subió al muro, y desde allí arrojó los líos de ropa que don Guillén recibió en las manos, evitando que cayesen al suelo y causasen algún ruido.

—Ahora voy yo —dijo muy bajo Diego.

Y comenzó a descolgarse por la cuerda.

Pero la cuerda no era muy fuerte, y, además, se había cortado con el roce de la almena a que estaba atada, de manera que apenas Diego cargó sobre ella el peso de su cuerpo, cuando se reventó, y el hombre cayó pesadamente a la calle.

—Jesús —exclamó al caer.

—¿Os habéis hecho mucho mal? —preguntó don Guillén espantado.

—Algo —contestó quejándose Diego— pero no tanto que no pueda andar.

—Pues vamos.

Don Guillén ayudó a Diego a levantarse, y tomó cada uno de ellos un lío.

La calle adonde habían salido era la calle de la Perpetua, llamada entonces calle de la Cárcel Perpetua, porque a ella caían las ventanas de la puerta del edificio de la Inquisición, en donde encerraban a los presos condenados a cárcel perpetua.

Don Guillén y su compañero se dirigieron al centro de la ciudad, tomando por la calle de Santa Catalina.

Al llegar a la calle del Reloj sonaron las tres de la mañana.

Don Guillén había calculado ocho horas desde comenzar el trabajo hasta llegar a la calle, y exacto fue su cálculo.

De las cinco de la tarde a las seis, una hora, para quitar la reja interior del calabozo.

De las ocho de la noche a las tres de la mañana, siete horas empleadas en la fuga.

Son ocho horas.

Admira verdaderamente la previsión y el talento de aquel hombre.

XI. En libertad

Los dos prófugos llegaron, sin que nadie les viese, hasta la Catedral, que en aquellos tiempos estaba aún en obra.

Allí don Guillén dijo a Diego:

—Hacedme la gracia de esperaros aquí.

—¿Qué vais a hacer?

—A fijar estos carteles.

—Empresa temeraria. ¿A qué fin anunciar que nos hemos fugado?

—¿Y pensáis que eso estará oculto mucho tiempo, y que necesitamos guardar secreto? Dentro de cuatro horas se habrá notado nuestra falta, y mañana mismo estaremos pregonados y se leerán y fijarán edictos para que nos persigan.

—Es verdad.

—Luego nada se pierde con lo que hacer intento, y puede que sirva de algo.

Don Guillén se separó de Diego, y sacando de la bolsa dos papeles de los que había escrito en el calabozo, fijó el uno en la puerta de la Catedral y el otro en la esquina de Palacio, que se llamó por tanto tiempo «Esquina de Provincia».

Hay en estos carteles, que fueron arrancados de allí y entregados a la Inquisición, y que se conservan originales en el proceso, mucho que indica que la razón de don Guillén vacilaba, pues hay en esos escritos, sumamente largos por cierto, una mezcla de sabiduría y de puerilidad, de verdad y de impostura, que asombra.

Son, sin embargo, documentos terribles, y no podemos menos de copiar aunque sea el siguiente:


Don Guillén de Lombardo, por la gracia de Dios, puro, perfecto y fiel católico, apostólico, romano, primogénito de la Iglesia y heredero de la pureza de ella ha más de mil y cuatrocientos años en línea recta, según consta en los archivos de la Vaticana, Simancas, Toledo, Escorial, Santiago, y Consejo de Estado de Su Majestad; general que fue de mar, colegial en el colegio de niños nobles de la católica insignia de San Patricio en Compostela, colegial mayor del real y milagroso de Su Majestad en San Lorenzo, promovido en el de San Bartolomé de Salamanca, natural, por cortes, en los reinos de Castilla; Maestre de campo y pensionario del Reino de Nápoles, Beneficiado en Ávila, Barón de Escofira, confidente de Estado de Su Majestad, Quírite primario de San Patricio, por apostólicos votos defensor de la fe; Marqués de Crópoli, por real decreto de Su Majestad, según aviso del señor Conde-duque, etc., etc.; hijo en legítimo matrimonio de los esclarecidos y católicos baronesa de Guesfordia Luton y Don Ricardo Lombardo, heredero de la real sangre de los reyes godos de Lombardía:

Por cuanto los altos juicios de Dios Nuestro Señor permitieran que mi católica pureza fuese ultrajada por espacio de ocho años y más con falsa causa de religión, y permitir su Divina Majestad que se probase lo sensible de mi cristiano pecho en defender su santo nombre y fe divina, acometido de insultos sólo porque renegara de ella, como hicieron con los míseros y flacos que quedaron al inicuo y sacrílego poder no sólo rendidos, sino afrentados: al tiempo que los aleves insidiadores Domingo de Argos, difunto; Francisco de Estrada, alias Cuadros; Juan de Mañozca y Bernabé de Higuera, con sus abortos secretarios y cómplices, comenzaron a apagar su sed y hambre que tenían, como gente sin patrimonio que había de vivir por robos del Santo Oficio, que simoníacamente compraron, alzándose con bienes ajenos para ello, y prender a portugueses, escribí un pliego a Su Majestad, conforme mi obligación, y lo remití por vía de dicha Inquisición (el cual llevó Sebastián de Almeida); y extrañando los dichos feloniosos el caso, abrieron, con causa del secreto, dicho pliego, en el cual hallaron escrita una cláusula por vía de recuerdo a Su Majestad, que decía: que habían preso en esta ciudad, con causa de judaismo, sesenta familias en la Inquisición, la gente más poderosa del reino, y que si era verdad que estaban aún prendidos, mandase Su Majestad que los despachasen luego, porque no consumiesen el tesoro embargado con pretexto de retardados, pues había grandes sumas para los ocursos forzosos; y si no estaban lisiados, que seguía el mismo inconveniente, pues aniquilaban el comercio y los vasallos y dependientes, con grave daño a los derechos reales; y como este capítulo estaba opuesto a los designios hambrientos de los dichos, no sólo ocultaron el pliego con traición, sino que echaron también lazos para cogerme, pues no les estaba a cuenta que persona tan leal y capaz, y de tanta mano con Su Majestad, estuviese a la mira, porque había de impedir que no chupasen la sangre lo menos: y con tanta precisión fraguaron este engaño detestable, que sábado indujeron a un Felipe Méndez por falso testigo, y el domingo a la noche me despojaron de honra, libertad hacienda (y fe en cuanto pudieron): la causa que fraguaron para dicha mi muerte alevosa, en cuya virtud me prendieron y me dieron, con el pretexto fue que dicen había mandado yo a un indio ciego tomar una bebida que llaman peyote, para saber si me venía un oficio de España. Ésta es (oh católicos españoles) la sombra con que han muerto a un primogénito de la Iglesia tantos años ha, para ocultar con capa del jesuitismo tan nefandos engaños con que ciegan la bruta plebe, y luego empeñados en sus horrores fementidos cada día más y más, cubiertos con el recelo, dieron mayor traición a sus enormes delitos, intentando quitar la vida a quien el cielo guardaba como a Daniel para descubrir las abominaciones sacrílegas de los sacerdotes de Baal, tragadores de las ofrendas victimadas tan a ruina del dominio con capa de los ídolos; pues los nefandos engañadores no tuvieron empacho de intimarme que renegase de la fe; de esa suerte había de morir en su infernal duelo, para dar a entender que no prenden los insulsos homicidas a nadie sin verdadera causa; siendo al contrario, sólo por tragar los bienes, tragar las honras y las almas, y porque el vulgo atroz no penetre el dolor con el secreto urdido, los mismos míseros que apostataron agravan con nueva crueldad de castigos impuestos en público, que es la falaz misericordia acostumbrada: para cuyo descubrimiento la divina providencia de Dios permitió que viese en mí, lo que pudiera tener por sospechoso en otros más adicimados, y me conservó con vida venciendo más martirios que cuantos han gozado la palma en públicos tormentos; y los dichos ministros diabólicos, siendo fementidos simoníacos compradores de oficio Apostólico para que con la falsa capa del secreto hasta ahora encubierta, urdieran los apostemos venenosos contra la fe, que están patentes con sombra de la misma fe sólo para guiar su audacia y miserable séquito, siendo la gente más facinerosa, soez, inepta, vil y común de la República, y excomulgada por naturaleza luego que fue prohibida y consecutivamente incapaz de función Apostólica como Lutero, en quienes prescribió el sacerdocio, írrito por bula de Clemente segundo, y por los atroces delitos y apostasías que guardan, sustentan y enseñan para tragar los bienes mediante el secuestro, los cuales nunca prenden a nadie con causa, conforme dispone el derecho; mas después de la prisión traidora, son tan atroces los lazos, falsedades, horrores, engaños, crueldades, inducciones y herejías que urden, que si posible fuera prevaricar a los mismos escogidos de Dios, le habrían de obligar renegar de la fe y levantarse falso testimonio que son judíos, moros y herejes, o morir mártires gloriosos, en cuyo poder, si estuviesen cuantos hay en estos reinos, habían de salir más judíos que los portugueses que atrozmente sacaron, siendo puros y limpios católicos, pues mataron a unos con hambre, desnudez y penurias que amanecían muertos; a otros con tormentos, calabozos, humedades y soledades, grillos y azotes secretos; en tanto que a una mísera mujer por espacio de nueve meses casi todos los días, y a veces dos veces al día, la azotaron con hierros, y no murió; con Dios testigo de mi verdad, y los que no me dieren crédito, venga sobre ellos el dolor: a otros hicieron desesperar, y amanecían ahorcados; negaban los sacramentos a los que morían, porque no descubriesen las traiciones heréticas en la confesión: a los que no podían prevaricar les daban compañías para que les enseñasen lo que habían de decir, como ellos les habían enseñado, o por los edictos o por los cargos: a otros daban libros vedados de la ley de Moisés para saber y enseñarlos: a otros claramente los mismos apóstatas boca a boca los enseñaban, con capa de que les tenían voluntad, y que deseaban que no padeciesen horrores, y era para despojar los bienes y el alma: a otros con atroces tormentos obligaron renegar y levantar a muchos aleves testimonios; como asimismo, los que no tenían valor para exponerse a los filos mortales, se enredaron así, y a cuantos dichos veraces les apuntaban: maridos contra mujeres, hijos contra padres y amigos contra Dios si estuviera en carne humana en la tierra: es tal el horror y la violencia fatal con que los apremian sin que haya por justos juicios de Dios un amago de verdad ni conocimiento suyo en dicho infernal laberinto de secreto: los años de muerte civil que dan, es para tragar los fiscos con capa de retardados; pues en siete años había gente que no había visto el excomulgado tribunal con título de santo; que en la primera institución lo era (como la santa Hermandad espelunca de latrocinios) aquí en los adúlteros lobos han profanado por enriquecer a costa de cristiana sangre prevaricada de ellos y cinco años ha que los crueles tigres habían concluido definitivamente dicho aleve pretexto de mi prisión sin Dios, sin rey y sin ley.

Falsean por minutos los mismos cargos que fraguan: inducen testigos falsos después de las prisiones y dan testigos forajidos de ellos, diciendo, un testigo dice, sin nombrarlo; y es un palo supuesto de ellos: y de esta suerte enredan el mundo entero, y luego nombran una persona, la que quieren que le levanten falso testimonio y encadenar treinta personas y no hay ninguna en subsistencia: los letrados que dan son otros enemigos, que no dicen más que lo que alega el rudo que es el reo: el traslado a la parte es leer al letrado la respuesta: la comunicación con el letrado es en presencia de los mismos jueces y partes, porque no le acontece que no reniegue, y esto una vez no más; no hay petición ni forma de justicia, sino arbitraria a tres fementidos idiotas: las haciendas embargadas son para ellos; y el caudal que es abonado en trescientos mil, en un instante no vale diez, y publican que no tenía más que trastes; joyas, oro, plata y preseas preciosas con el secuestro se tragan y los otros sacan en aparente almoneda, y lo que tiene algún valor rematan en ellos por interpósita persona; tratan y contratan con lo principal; algunos echan libres, porque con esto ciegan más al mundo, para que digan, si los demás no debieran les echaran también libres; no es pequeña la astucia infernal: circuncidaron a muchos, obligaron a los hijos católicos decir que eran judíos, y fabricar malignos testimonios para quitar la vida a los mismos padres: falsearon bulas Apostólicas y cédulas reales para dar color a mi prisión, y adjudicar falaz reconocimiento de mi católica persona, convencidos de la alevosía con que me prendieron: y faltando a la obligación debida, los nefandos traidores me convidaron (para ocultarse) a que si quería aceptar estos reinos a que me los entregarían, con capa del secreto con que les honrara, sin otra más ocasión de agravio ni fin propenso: rompieron mis avisos a Su Majestad, escritos en carta, con furia alevosía, diciendo: ¿qué rey, ni qué alforjas? Dependiendo de ellos, no menos que la vida y honra real: maltrataban con indigno frenesí la persona real achacándole en la pureza de la fe, al señor marqués de Villena de judíos, al señor conde de Salvatierra y a los señores de la Audiencia Real amenazaron de robujar sus cuellos en un cepo: al señor don José de Palafox de sospechoso, y todo por ocultar los monstruos sus nefandos delitos, juzgándose tan apadrinados de la plebe, que están en la traición de Dios canonizados: y la visita del señor Arzobispo de México compite y excede los elogios más enormes, pues llamó a algunos en poder de sus mismos enemigos, y les examinó en saber de los aleves que les habían apostatado, para remitir a los de España la falsa aprobación de éstos, y aquéllos con ella engañar a Su Majestad y sus reinos, pues el parentesco con ellos y uno de los ……… que entierran a los muertos no pudo tomarles residencia que no fuese de logro y de malicia, como fue, y siendo yo el que había de ser llegado como quien había rechazado las traiciones y descubierto sus herejías, fui sepultado sin recurso alguno, medrosos los unos y el otro de mayor descubrimiento.

Por tanto, presenté querella personal ante el Rey nuestro señor, y en su ausencia ante el Excmo. Sr. Virrey y Audiencia Real, y duplicaréla para mayor fuerza, contra los dichos traidores, sus secretarios y séquito; remitiendo la verdad y fuerza total a mi proceso, de mi letra y mano, sin otra mayor probanza, en que están convencidos esos barbos de mil y doscientas herejías ocultas contra nuestra santa fe, y de tantas traiciones contra el Rey, para que al mundo salgan, según Dios me ha mandado descubrir, como irritado al fin de tantas abominaciones, y me sacó milagrosamente para este objeto, como remito a la vista de los fieles: y no consiento en cosa ni pecado ninguno de los enormes que han hecho contra Dios y el Rey en dichas alevosas prisiones, como no consintió Daniel en la muerte de Susana; y hago contesta que obraron heréticamente contra nuestra santa fe y su clemencia: y que todo fiel católico tenga por falso, y atroz, diabólico, y traidor cuanto hicieron con dichos que apostataron por quitarles sus haciendas, hasta que en libre juicio estén de nuevo liquidados y desagraviados: y si alguno estaba comprendido en alguna excomunión, están todavía expuestos, porque los dichos insidiadores eran y son infieles, y herejes convencidos de todas sectas, y fuera del gremio de la Iglesia, enemigos de la Santa Sede Apostólica, sin autoridad para absolver, ni excomulgar: convencidos asimismo de apóstatas, apostatantes, judíos judaizantes, rabíes, dogmatistas, novatarios, ateístas, villalpandos, ………, luteranos, establecedores de nuevas sectas, conciliabulanos, ………, ………, traidores, robadores, homicidas asesinos, hipócritas, y todos sus cómplices reputados y descubiertos por fe católica los sagrados cánones, bulas y concilios a que me remito: y pido a todos los fieles cristianos que amparen la defensa de nuestra santa fe católica los otros falsarios apóstatas, y den el favor y auxilio que la causa de Dios pide en la tierra: y aunque a Su Majestad le incumbe el hacer justicia y castigar el horroroso crimen, a más he ofrecido sustentarle veinte galeones con cuatro mil hombres por mar, y diez mil por tierra, para honra y gloria de Dios, y ruina de los secretos traidores.

Hecho en México a veinticuatro de noviembre de mil seiscientos cincuenta.

DON GUILLÉN LOMBARDO
 

Como este papel y poco más o menos extensos fueron los otros que don Guillén fijó en las esquinas de algunas calles, y el que envió al virrey; y como se ve, el cerebro de aquel hombre comenzaba ya a trastornarse.

Luego que hubo fijado los papeles en la puerta de la Catedral y en el Palacio, volvió adonde le esperaba Diego Pinto.

—¿Ya podemos marcharnos? —dijo éste, que comenzaba a sentir el miedo, y a comprender que su compañero le comprometía demasiado.

—No —contestó con imperturbable calma don Guillén— necesito que a las manos del virrey llegue este otro.

Y mostraba un papel a Diego.

—¿Quién es el virrey ahora? —preguntó Diego.

—Qué sé yo: hace ocho años que encerrado estoy en un calabozo, y no sé quién gobierna a este desgraciado país.

—Entonces ¿a quién dirigís vuestro papel?

—Al virrey.

—Ni aun sabéis cómo se llama…

—Todos ellos se llaman lo mismo, «virrey». Para los pueblos, el nombre de sus gobernantes no es más que cuestión de palabras, artículo de lujo que a ellos, como pobres, nada les importa: mande él y obedezcan ellos, y allá se van todos.

—Tenéis razón ¡qué cosa tan triste es ser pueblo!

—Hoy; pero en lo porvenir los pueblos serán los reyes, y los reyes serán los servidores del pueblo… algún día.

—Lástima no poder vivir para ese día.

—En fin, perdemos tiempo. Voy a entregar este pliego, y Dios dirá cómo; vos esperadme aquí: si a venir llegase una ronda y os encontrase, decid que en compañía habéis llegado de un caballero que de La Habana trae pliegos de gran importancia para S. E., y que esperen: volveré, creeránlo, y no hay que temer.

—Adelante: capaz seréis de sacrificarme con vuestras ideas.

—No tengáis miedo, y esperad.

Diego Pinto quedó solo esperando a don Guillén; pero el miedo de que le encontrase una ronda no le dejaba sosegar, se estremecía al más leve rumor, y le parecía que por todas partes brillaba el farolillo de la justicia, y que escuchaba el torpe paso de los alguaciles.

Don Guillén, meditando una manera para hacer que llegara en aquella hora y con seguridad el pliego a las manos del virrey, se llegó hasta las puertas del Palacio sin haber encontrado el medio que buscaba.

Pero la suerte parecía dispuesta a favorecer sus planes.

Caminaba pensativo, cuando escuchó detrás de sí los pasos de un hombre que apresuradamente llegaba.

Pensó que fuera Diego Pinto que le seguía para avisarle de algún riesgo, y se dirigió a su encuentro.

El que venía, apenas alcanzó a mirar a don Guillén, cuando echó mano al estoque y presentándole la punta, le dijo con voz ronca:

—Téngase el que viene, si no quiere que le atraviese el corazón.

Detúvose don Guillén; pero el otro continuó diciendo:

—Diga quién es, y qué hace por aquí a esta hora.

—Llamóme —dijo don Guillén con mucha sangre fría— don Tristán de Rojas, y he venido en esta misma noche y en este momento mismo, de La Habana, y soy conductor de un pliego que importa entregar a S. E., porque contiene noticias muy importantes, y sobre todo, muy gratas para el señor virrey.

Y mostraba el pliego.

El hombre con quien trataba don Guillén no debía ser muy listo, porque inmediatamente creyó cuanto le decían, y el pensamiento de ganar las albricias le deslumbró.

—Si queréis —dijo envainando la espada— yo vuelvo a entrar al Palacio, y llegar puedo hasta donde Su Excelencia está.

—¿Podéis? —replicó don Guillén, mostrando desconfianza que no sentía.

—Mirad cómo: soy lacayo de uno de los caballeros que juegan a las cartas allá dentro. Enviáronme por unos naipes que llevo, y entre esos dichos caballeros los hay que pueden ver a S. E. aun cuando duerma.

—Bien; traza tenéis de hombre honrado y leal. Os entrego la carta, suplicándoos mucho que sea puesta en manos de S. E. inmediatamente, porque importa, y cuando entrado sea el día volveré a buscaros. ¿Vuestro nombre?

—Juan Guevara, y estoy al servicio de mi amo don Ramiro de Fuenleal.

—¿Vive mi señor don Ramiro? —preguntó don Guillén, estremeciéndose al recuerdo de doña Inés.

—Sí que vive. ¿Le conocéis acaso?

—Le vi hace algunos años que aquí estuve. ¿Y su esposa?

—Mi señor no ha sido casado jamás: hace cinco años que le sirvo, y nunca cosa he oído que indique que haya sido casado.

Don Guillén comprendió que algo terrible había pasado a doña Inés, y se separó tan preocupado del hombre con quien hablaba, que no se despidió.

—¡Eh! adiós —dijo éste.

—Él os guarde —contestó don Guillén alejándose.

El lacayo, alegre como si se hubiera encontrado un tesoro, entró a Palacio y subió corriendo las escaleras.

Don Guillén, triste y pensativo, volvió en busca de Diego.

Don Guillén había sentido un dolor tan intenso, que casi se arrepintió de haberse fugado.

Se había formado por un momento la ilusión de volver a encontrar la sociedad tal como estaba cuando le prendió el Santo Oficio, y su primera pregunta le traía el primer desengaño.

Loca idea de todos los que se alejan; esperar en el día del regreso la misma situación.

Eso es soñar en la estabilidad de las cosas humanas, en la constancia de los afectos, y estos sueños sólo se realizan para aquellos hombres a quienes la fortuna se empeña en proteger.

Éstos son milagros casi, que pocos alcanzan a ver.

Cuando llegó don Guillén adonde le esperaba Diego Pinto, éste temblaba ya de frío y de miedo.

—Loado sea Dios —dijo al verle— creía que os pasaba algo funesto.

—Vámonos —contestó don Guillén preocupado.

Echaron a caminar, buscando el rumbo de San Lorenzo y de la Concepción.

Al llegar a la esquina de las calles de Tacuba y Santo Domingo, don Guillén se detuvo a fijar en el muro de una casa que entonces estaba recién construida, otro de los papeles que llevaba preparados.

Diego Pinto bramaba de impaciencia.

Siguieron por la calle de Santo Domingo, y al llegar a la esquina de la calle de los Donceles volvió a detenerse don Guillén y fijó su último cartel.

Pasaron por San Lorenzo y por la Concepción, y llegaron por fin hasta Santa María la Redonda, término de su viaje.

Pero en vano buscaron la casa que Diego Pinto había dicho a don Guillén que les serviría de refugio, que nunca la tal casa llegaron a encontrar.

—Supongo que no me habréis engañado —dijo don Guillén a su compañero— que yo os he sacado de la prisión, y seríais un infame si lo único que ha estado a cargo vuestro, fuese lo que a faltar llegase.

—¡Qué tal penséis de mí! —repuso el otro—. La casa debe estar por aquí, y quizá muy cerca; pero debéis tener en cuenta que tantos años de prisión bastan para turbar la memoria de cualquier hombre.

—Créolo; mas debierais haber tomado alguna precaución, que bien merecía la pena. Y adviértoos también que el día se llega a toda prisa, y muy fácil sería que nos sorprendiesen.

—Mirad: ocultaos aquí, guardad nuestras ropas y esperadme, que yo, más libre y solo, encontraré la casa y vendré por vos.

—Bien está: id con Dios, y cuidad de no tardar mucho, que sabéis no tengo entre mis virtudes la paciencia.

—Perded cuidado, que pronto vuelvo.

—¡Ah!, ¿cómo se llama el hombre cuya casa buscáis?

—Juan Martínez Vigil.

—Entre estos derruidos paredones espero: id.

Diego Pinto se alejó, y don Guillén se sentó a descansar sobre las ruinas.

Diego se encaminó a una casa en donde se veía brillar el fuego del hogar, sin duda porque se habían levantado muy temprano sus habitantes.

Llegó hasta la puerta, y asomando cautelosamente la cabeza, dijo con dulzura:

—Buenos días dé Dios a la buena gente.

Tres indios, dos mujeres y un hombre, que conversaban alegremente y se desayunaban en derredor del fuego, al oír a Diego Pinto y al verle aparecer en la puerta, callaron y se miraron entre sí.

—Buenos días —repitió Diego.

—Buenos días —contestó una de las mujeres— ¿qué se le ofrecía al cristiano?

—¿Habrá aquí —dijo Diego— quien decirme pueda adónde vive Juan Martínez Vigil?

—Perdone; pero no le conocemos —contestó con sequedad el hombre.

—Sí deben conocerle —insistió Diego.

—Digo que no —replicó el otro.

—Haga memoria —volvió a decir Diego.

—¿Sabes, José —dijo una de las mujeres al hombre— que sería bueno llamar a la ronda? Porque este cristiano tiene facha de ladrón.

—De veras —dijo la otra india.

—Tienen razón —dijo el hombre.

Aunque aquellas palabras habían sido pronunciadas en voz baja y en idioma náhuatl, Diego Pinto, que había vivido mucho tiempo entre los indios, lo comprendió, y sin esperar respuesta y sin perder un momento, se desprendió de la casa y llegó corriendo adonde le esperaba su compañero.

—¿Qué pasa? —preguntó don Guillén con un acento de marcada impaciencia.

—Que la pasamos mal —contestó Diego— ni la tal casa encuentro, ni estamos bien aquí, porque los indios se han alborotado tomándome por un ladrón, y han ido a llamar a la ronda.

—En mala hora me fié de vos —exclamó furioso don Guillén— que sois más cerrado que un alcornoque, y más bestia que la mula de una noria.

—¡Me insultáis! —dijo irguiéndose con cólera Diego Pinto.

—Hago más —exclamó ciego de ira don Guillén—. Hago más: mirad.

Y dejando a un lado los líos de ropa que tenía en una mano, arremetió furiosamente contra Diego Pinto, dándole terribles golpes con la mano.

Diego había tenido un arranque de valor; pero don Guillén, más fuerte, más ligero y más valiente que él, lo dominó como si hubiera sido un niño.

En este momento se escuchó el rumor de gente que se acercaba. Diego, temeroso de que le aprehendiesen, y temeroso también de la cólera de don Guillén, echó a huir precipitadamente, dejando solo al que había sido su compañero.

Dos hombres se presentaron a poco tiempo.

—¿Quién va? ¿Qué gente? —preguntó uno de ellos al distinguir a don Guillén.

—Gente de paz —contestó don Guillén; y mirando que el que preguntaba era un indio, agregó, con ese derecho con que se creían amparados todos los de la raza blanca a tutear a los indios:

—¿Eres alcalde?

—Sí lo soy —contestó el otro.

—Pues ruégote encarecidamente, por Dios y sus santos, me digas adónde vive por aquí un mulato, alto de estatura, flaco de carnes, cano del pelo y muy viejo, que se llama Juan.

—¡Juan! Tantos Juanes y Pedros hay en el barrio, que si no me dices su sobrenombre no te diré dónde vive.

—Aguarda, que se llama Juan Martínez Vigil.

—Le conozco, y no vive lejos de aquí: si quieres, te llevaré.

—Sí que quiero, que me extravié buscándole, y he pasado la noche más cruel de mi vida.

—Sígueme pues.

Don Guillén se disponía a seguirle; pero no quería cargar él con la ropa, y armándose de audacia, dijo al alcalde:

—Lleva a cuestas estos líos, que son de mi ropa.

—Persona principal soy, cacique y alcalde —contestó el indio— y no cargaré tu ropa; pero para que veas que servirte quiero, éste que me acompaña les cargará.

—Me es igual —contestó don Guillén.

El que acompañaba al alcalde cargó con los líos de ropa, y guiados por el alcalde, echaron a caminar.

La aurora estaba ya sobre el horizonte.

XII. Desengaños

El alcalde, guiando a don Guillén y seguido del hombre que llevaba los líos de ropa, llegaron hasta una casa de modesta apariencia que, sin embargo, era de las mejores del barrio.

—Ésta es la casa —dijo el alcalde— y yo te dejo porque tengo que hacer.

—Dios te lo pague —contestó don Guillén.

Retiróse el alcalde, y cuando le miró lejos don Guillén, comenzó a llamar a la puerta.

El sol comenzaba a asomar.

—¿Quién va? —contestaron dentro de la casa.

—Abrid, señor Juan —dijo don Guillén.

—Calla —dijo en alta voz un hombre por dentro— me parece la voz de Lucas.

—Sí —agregó don Guillén— soy Lucas: abrid, que el frío me mata.

El de adentro no se hizo esperar; sonó la llave y la puerta se abrió dando paso a don Guillén.

Aunque era ya de día, como hemos dicho, la claridad de la mañana no era tanta que en el interior de la habitación pudiesen distinguirse fácilmente las facciones de las personas que en ellas estaban, ni éstas reconocer inmediatamente a don Guillén; así es que le siguieron tomando por aquel Lucas de quien habían hablado.

En aquella casa había un hombre, ya entrado en edad, y tres mujeres, de las cuales una parecía ser la madre de las otras dos.

—Buenos días, Lucas —dijo el hombre— temprano llegas.

—Sí —contestó secamente don Guillén.

—Padre —exclamó una de las muchachas— éste no es Lucas.

—¿No es Lucas? —repitieron todos.

—No; miradle bien —insistió la muchacha.

—En efecto, no soy Lucas —contestó don Guillén.

—¿Entonces para qué entrar aquí con engaño? —preguntó el hombre.

—Por la necesidad.

—¡La necesidad!

—Si tenéis un lugar apartado adonde hablar se pueda con vos, quiero haceros una revelación.

—Si le tengo; seguidme.

Y el hombre hizo señal a don Guillén para que le siguiese.

Se entraron ambos en un aposento, que el hombre cerró por lo interior, y los dos se sentaron.

—Fío en que me guardaréis el secreto que a confiaros voy, y que seréis mi salvador.

—Hablad.

Don Guillén, que sin duda con tantas y tan tristes emociones había perdido ya mucho de su genio astuto y previsor, refirió a aquel desconocido toda la historia de su fuga de las cárceles del Santo Oficio.

El hombre le escuchó con atención y sin interrumpirle.

—Grave paso habéis dado —le dijo al fin.

—Grave —contestó don Guillén— pero necesario en mi situación: lo que me importa por ahora es saber si puedo contar con vuestro auxilio y discreción.

—Contad; y entretanto lográis huir, permaneced en mi casa.

—Gracias: quizá algún día podré recompensaros.

—¿Qué deseáis por ahora?

—Desearía comer algo, ante todo, y luego poder descansar y dormir un poco, que toda la noche he velado, y trabajado y caminado.

—Seréis servido.

El viejo salió, y don Guillén hizo llevar allí sus ropas; mudóse de limpio, porque venía enlodado, y esperó que le llamasen a almorzar.

Almorzó con gran apetito: las gentes de aquella casa le servían al pensamiento, y luego que terminó su almuerzo, que sería como a las once, echóse a dormir, y durmió hasta cerca de anochecer.

Don Guillén sentía renacer su inteligencia y su vigor; el aire de la libertad le alentaba, y llegó a creerse en los días de su buena fortuna.

Quería saber qué había sido de sus antiguos amigos, de doña Juana, de doña Inés, de Carmen.

Y con este pensamiento, luego que oscureció completamente, se embozó en un ancho ferreruelo, calóse un gran sombrero, y tomando un estoque del dueño de la casa, se salió a hacer sus indagaciones.

¿Por dónde comenzar? Lo más próximo al lugar en que se había refugiado era la casa en que vivía el conde de Rojas, y allí encaminó sus pasos.

No le costó gran trabajo encontrarla.

A favor de la claridad de la luna distinguió el pesado y sombrío edificio, destacándose en el fondo azul del cielo.

El corazón de don Guillén latió con violencia; dentro de aquel edificio había pasado muchas horas de ventura al lado de Carmen; allí había sido aclamado rey; allí había concebido lisonjeras esperanzas para el porvenir.

A medida que se acercaba, su agitación crecía más y más: iba a ver a su viejo amigo el conde de Rojas, y se figuraba ya cuál sería su gozo, cómo le hablaría de la Inquisición, cómo departirían largamente después de tantos años de ausencia.

¿Y Carmen? Carmen no era posible que le hubiera olvidado, y menos cuando le había visto tan desgraciado: la escena última y terrible la habría perdonado aquella mujer, en atención al tremendo infortunio que había caído sobre la cabeza de don Guillén.

Quizá habría envejecido; pero don Guillén sentía que la amaba, y ya le parecía que al entrar a la casa saldría ella a recibirle y él caería de rodillas.

Con estas ilusiones llegó hasta el edificio por la parte que correspondía a la puerta del jardín.

Don Guillén empujó esa puerta, y la puerta se abrió.

—Quizá haya reunión de hermanos esta noche —pensó— y no pude llegar a mejor tiempo.

El jardín estaba más inculto, y con muchos trabajos logró penetrar hasta el lugar de la escalera por donde acostumbraba subir en otros tiempos; pero aquella escalera no existía, y no se veía allí más que un inmenso montón de escombros cubiertos de yerba, y alumbrado tristemente por la luna.

—¡Dios mío!, ¿qué es esto? —pensó don Guillén, en cuyo cerebro había cruzado una horrible sospecha—. Quizá esta casa está abandonada: no, busquemos si han hecho otra escalera.

Y se puso a recorrer todo lo largo del muro; pero en vano: por todas partes ruinas, desolación, tristeza.

Don Guillén, como un loco, dejó el jardín; pero al salir tropezó con un pequeño monumento de piedra que no recordaba haber visto en otros días.

¿Qué podía significar aquel monumento? No estaba para averiguarlo, y salió sin detenerse.

Se dirigió a la entrada principal de la casa: el mismo aspecto; abandono, oscuridad, ruinas.

Detúvose pensativo, y de repente observó luz en una de las puertas del piso bajo que caían para la calle.

Aquella luz indicaba que algún ser humano vivía allí y podía dar algunas noticias.

Don Guillén se dirigió hacia aquella puerta y vio en el interior a un hombre viejo que leía a la luz de un candil.

—La paz de Dios sea en esta casa —dijo don Guillén.

—Sea con el que llega —contestó el otro dejando el libro.

—¿Puedo pasar?

—Sí que puede.

Don Guillén se entró sin bajarse el embozo, y se encontró delante del anciano, que parecía ser un sacerdote por el aspecto de su rostro y porque estaba envuelto en un balandrán negro.

—¿Qué se ofrece? —preguntó el de la casa.

—Preguntar no más si este edificio está habitado, y por quién.

—Forastero debe ser vuesa merced, que lo ignora.

—Llego de La Habana, y en busca vengo del conde de Rojas, que según instrucciones que traía, habita aquí.

—Encomiéndelo a Dios vuesa merced.

—¿Ha muerto?

—Largos años hace.

—¿Y una señora que aquí vivía?

—¿Doña Carmen? Murió.

—¡También ella!

—Sí, antes que él.

—¡Dios mío! ¿Y un niño?…

—¿Hijo de doña Carmen? Murió…

—¡Pero esto es espantoso!

—¿Les conoció vuesa merced?

—Hace ocho años.

—Poco más o menos los que lleva de muerta doña Carmen.

—¿Pero cómo han muerto todos?

—Os lo puedo decir, porque yo era amigo del conde, y al morir me dejó por su único heredero; y como soy un clérigo muy pobre, vivo aquí, sin poder reparar la casa, que de día en día se arruina más, porque no tengo dinero; además, todo el mundo cree que aquí espantan, y nadie quiere vivir en esta casa.

—¡Oh, señor!, ¿pero cómo han muerto?…

—Mirad: hará ocho años, un poco más que Según me contó el conde, doña Carmen salió a la calle en la tarde, contra toda su costumbre; llegó tarde y muy triste; la mañana siguiente amaneció, y ella era ya cadáver. El conde que, como sabéis, era un sabio, me dijo que aquella mujer se había envenenado, y la hizo enterrar en el jardín: aún existe el pequeño monumento de su sepulcro.

Don Guillén recordó entonces el monumento que le había llamado la atención en el jardín: ¡era el sepulcro de Carmen! Carmen, que sin duda se había envenenado de celos y de dolor, el día que él fue preso por la Inquisición.

—Pocos días después —continuó el sacerdote— murió de tristeza el niño, que fue enterrado con su madre, y desde entonces el conde no volvió a levantar cabeza, como decimos en México: se encerró en su alcoba, no leía, no hablaba con nadie, hasta que después de un año murió. Yo le acompañaba siempre, y como no se confesó, le enterré en el mismo sepulcro de doña Carmen. ¡Pobres gentes! Dios las haya perdonado.

Don Guillén, con el rostro inclinado, lloraba.

—¡Toma!, ¿lloráis? —dijo el anciano—. Perdonad mi imprudencia en haberos contado tan rudamente esta historia: no creía que tanto os interesase. Vamos, tomad asiento; descansad.

—Gracias, padre, gracias. Me voy: este lugar me impresiona horriblemente, este aire me sofoca. Adiós, señor, y gracias.

—Pero oíd… cristiano… Nada, se fue. ¡Pobre hombre, cómo le hice padecer!… Pero no es culpa mía: ¿cómo iba yo a adivinar? Quizá era pariente… En fin, Dios le consuele.

Don Guillén se alejó a grandes pasos violentamente y sin volver el rostro.

Todos sus sufrimientos en la Inquisición le parecían más aceptables que aquel tormento del alma.

Quizá le hubiera valido más no huir de la cárcel, para no saber cosas tan horribles.

Pero estaba resuelto a agotar hasta el último el dolor, y ya esperando nuevos desengaños, se dirigió al interior de la ciudad en busca de sus otros amigos.

Sonaba en los campanarios el toque de ánimas.

Don Guillén recordó que a esa hora habían comenzado sus trabajos de fuga, y sintió que no le hubieran sorprendido.

El mundo comenzaba a ser para él un desierto, y echaba ya de menos su calabozo.

¡Triste condición la de aquel hombre!

XIII. Desaliento

Don Guillén se internó en la ciudad y llegó sin detenerse hasta pararse enfrente de la casa en que vivía doña Fernanda cuando a él le redujeron a prisión.

—Quizá esta casa estará como en otros tiempos. Doña Fernanda no era tan anciana que no hubiera podido vivir ocho años: ¡los viví yo que tanto he sufrido!

Todas estas reflexiones hacía, mirando a los balcones y ventanas de la casa; pero aquellas ventanas estaban cerradas, y no se distinguía al través de ellas, como en otros tiempos, la luz de las bujías.

—Quizá haya cambiado sus costumbres —pensaba don Guillén— bueno será esperar la llegada de alguien a la sala, o la salida de un esclavo: aún es temprano y puedo adquirir algunas noticias.

Y esperó por más de media hora, hasta que oyó el ruido que hacían las cerraduras.

La puerta de la casa iba a abrirse, y él, para hablar con el que de allí iba a salir, atravesó violentamente la calle.

Un esclavo con una cesta salió de la casa, y don Guillén se dirigió resueltamente a su encuentro.

—Oye, negro —dijo don Guillén— ¿quieres decirme si tu señora y la dueña de esta casa es doña Fernanda Juárez?

—¡Ave María Santísima! —gritó el negro, y echó a huir, dejando plantado a don Guillén.

—¡Vaya un negro pícaro! —exclamó—. Si mío fuera, le mandaba pegar dos arrobas de azotes.

En aquellos tiempos, que se azotaba con tanta facilidad a un negro como a un indio, a un niño como a un criminal, los azotes se recetaban por arrobas, y una arroba equivalía a decir veinticinco de los dichos azotes.

—En fin —pensó don Guillén— es preciso esperar.

Poco después se abrió la puerta, y una vieja salió; pero no para marchar a la calle, sino como para mirar si venía ya el que había salido.

Don Guillén se acercó a ella con mucha cortesía, y saludóla diciendo:

—Santas noches.

—Dé Dios a vuesa merced —contestó la mujer— ¿a quién busca?

—Busco —replicó don Guillén— a doña Fernanda Juárez.

—¡Jesús me acompañe! —exclamó la mujer, y cerrando la puerta con gran violencia, echó a correr para adentro, dando terribles gritos.

Don Guillén estaba asombrado del efecto que producía en las gentes de aquella casa el nombre de doña Fernanda, y no podía explicarse el motivo, cuando acertó a llegar a la puerta de la casa un caballero, que llamó a ella y miró con extrañeza a don Guillén.

—Perdone vuesa merced —dijo éste— acabo de llegar de La Habana esta noche, y hace como diez años que soy partido de México; lleguéme a esta casa a preguntar por una señora amiga mía que aquí vivía en aquellos tiempos, y apenas he pronunciado su nombre, los criados han huido. ¿Sera vuesa merced tan bondadoso que me explicase este misterio?

—¿Cómo se llamaba esa señora?

—Doña Fernanda Juárez.

—Ah —dijo sonriendo el caballero— entiendo, y os explicaré la razón. Ha más de seis años que murió, repentinamente y sin confesión esa doña Fernanda por quien preguntáis; entró el fisco en la herencia, y yo compré esta casa; mas como los esclavos y criados siempre son dados a cuentos de aparecidos, han dado y tomado que el alma de doña Fernanda viene a penar por haber muerto ella sin confesión, y sin duda tomadoos han por un fantasma al preguntar por ella: esto es cuanto puedo deciros.

—Y lo agradezco. Buenas noches.

—Buenas noches —contestó el otro, mirando a don Guillén que se alejaba.

Don Guillén se sentía ya solo sobre la tierra.

Quiso probar hasta dónde podía llegar su desventura, y conociendo que estaba cerca de la calle de la Merced, se encaminó a la casa de doña Juana.

Encontrar aquella casa le fue casi imposible. Apenas pudo reconocer el lugar donde se encontraba: allí había ya otra finca que en nada se parecía a la que habitaba doña Juana.

Aquélla era de un solo piso, con grandes ventanas rasgadas, y tenía en el patio un gracioso jardín.

La que le había sustituido era una casa de dos pisos, triste y sombría, con muchas viviendas, según podía notarse desde el exterior.

Don Guillén no quiso ya preguntar a nadie por los antiguos habitantes de aquella casa: le pareció que iba a recibir un nuevo desengaño.

Entonces pensó en don Diego de Ocaña: quizá habría sobrevivido a los demás amigos de don Guillén.

El hombre se aferra a la esperanza como el náufrago al flotante madero.

Don Guillén esperaba aún encontrar un consuelo, un amparo en la amistad de don Diego, y sin vacilar se dirigió a la casa de éste.

Al llegar a la puerta de la casa sonaban las diez de la noche, y don Guillén se estremecía a cada campanada, porque, cuando el ánimo está excitado, cualquier rumor hace temblar al cuerpo.

Don Guillén sentía, además, una inquietud horrible. Si don Diego había muerto, si había mudado de habitación ¿qué iba a hacer, solo en el mundo, encontrando el desierto en medio de una ciudad populosa?

Con el espíritu inquieto y el corazón queriendo escaparse del pecho, don Guillén dio tímidamente dos golpes en la puerta.

Los criados debían estar muy despiertos, porque inmediatamente se oyó que alguien se acercaba a la puerta y que por dentro preguntaron:

—¿Qué se ofrece?

—¿Vive en esta casa —preguntó a su vez don Guillén— don Diego de Ocaña?

Y esperaba temblando la respuesta, como un reo a quien van a notificar su sentencia de muerte.

—Sí ¿qué queréis con él? —preguntaron de adentro.

Don Guillén sintió un consuelo tan grande, como si repentinamente hubiera recobrado la vista después de haber vivido ciego mucho tiempo: aquella respuesta iluminó su porvenir.

—Hacedme la gracia de decirle —dijo al portero— que un amigo suyo que acaba de llegar de La Habana, desea hablarle.

—¿Cómo se llama vuesa merced? —preguntó con más comedimiento el portero.

—Decidle no más lo que os digo.

—Bueno: espéreme vuesa merced un poco.

Y se oyeron los pasos que se alejaban.

Don Guillén quedó bendiciendo a la Providencia: por fin volvía a encontrar un amigo; ya no estaba solo en el mundo; ya renacía para él la esperanza.

Tardó algún tiempo el portero en volver, y al fin se le oyó llegar.

—¿Que cómo se llama vuesa merced? —dijo el portero.

—Razón tiene de desconfiar —pensó don Guillén— la hora avanzada, el recado tan vago, y luego que ni malicia siquiera que existo y estoy libre: ¿quién diré que soy?

Púsose a meditar y recordó un amigo de quien don Diego le había hablado muchas veces, rico comerciante de La Habana; podía suceder tal vez que hubiese muerto, pero nada se perdía con probar aquel arbitrio.

—Decidle que me llamo Juan Marín, y enviado vengo de la casa del señor don Antonio Carrillo, mi patrón, quien me recomienda al señor don Diego.

Volvió a retirarse el portero y entonces tardó menos tiempo, y sin duda el recado produjo buen efecto, porque la puerta se abrió y don Guillén entró al patio.

Cuando él se vio allí, se creyó en puerto de salvación.

Nada había cambiado en aquella casa; estaba tal cual la había dejado la última vez que en ella estuvo, y esto le causó una ilusión tan grande, que le pareció como si la víspera hubiera salido de allí.

El portero le guiaba para subir la escalera; atravesaron el corredor, que don Guillén conocía tan bien, y al terminar éste, el portero entró en la habitación diciendo a la persona que dentro estaba:

—Aquí está el caballero.

—Hazle entrar —dijo una voz muy conocida para don Guillén— y espera a la puerta por si se ofrece algo.

El portero salió, y dijo a don Guillén:

—Pase vuesa merced.

Don Guillén entró precipitadamente; pero quedó como clavado al contemplar al personaje que se le presentó delante.

Era don Diego, pero no aquel don Diego caballero galán y elegante que había sido su buen amigo, no.

Don Guillén miró allí a un clérigo, seco y pálido, que vestía una vieja sotana y cubría su cabeza con una parda montera de paño.

—Acérquese vuesa merced —dijo aquel clérigo mirando que don Guillén no se movía— ¿qué manda?

—¡Don Diego! —exclamó don Guillén avanzando tímidamente—. ¡Don Diego! ¿No me conocéis?

—Calle —dijo el clérigo— pues claro: esa voz no me es desconocida; así, como en sueños, recuerdo haberla oído muchas veces; pero ese rostro… no… ¿quién sois?

—Recordad, don Diego, recordad.

—Pues… no doy… imposible… decid vuestro nombre —decía don Diego con una sonrisa de buena fe.

—Soy don Guillén de Lampart.

—¡Ave María Purísima! —dijo el otro retrocediendo.

—¡Ah! —exclamó con profundo dolor don Guillén—. ¡Os causo espanto, cuando creía que ibais a recibirme con los brazos abiertos!

El clérigo comprendió cuánto mal había hecho, y procuró enmendarlo, pero sin ser por eso más comunicativo ni más generoso.

—¡Oh! no, no digáis eso —replicó— no es que me causéis espanto; pero comprenderéis que tantos años de no veros, de no saber si erais de este mundo o del otro, es natural que vuestra presencia me haya hecho temblar.

—Os conocía tan animoso.

—Que queréis «estados mudan costumbres», y ahora ya lo estáis viendo, no soy un caballero con el estoque en el cinto, sino un pobre clérigo dedicado a su santo ministerio, y no más.

Don Guillén sintió que un sudor frío corría por todo su cuerpo.

Don Diego vivía, pero el amigo había desaparecido.

—¿Me permitiréis —le dijo— que os haga algunas preguntas?

—No hay inconveniente: decid.

—¿Podríais darme noticias de doña Juana?

—¡Ah, sí! recuerdo: una judía que vivía por la calle de la Merced, eso es… La Inquisición ha dado cuenta de ella y de todos los perros judíos de su familia…

—¿Fue presa?

—Sí: ella y el padre, y otros muchos; pero no estoy seguro de que hayan salido ya penitenciados o relajados.

Hablaba don Diego con tanta indiferencia de todo, y mirando con cierto aire de disgusto a don Guillén, que éste lo comprendió.

—¿Es decir —exclamó, para aclarar aquella situación— que el recuerdo de Helios es perdido para vos?

—Quién piensa en esa tontería, que pudo haberme costado la salud del cuerpo y la del alma. Os ruego, si queréis permanecer aquí, que no evoquéis recuerdos de tiempos pasados y que me avergüenzan.

Don Guillén contempló en silencio por un corto tiempo a don Diego, y después, volviéndole la espalda, exclamó al salir de la estancia:

—Adiós.

—Adiós —dijo don Diego.

Y cuando le vio partir, agregó:

—Vale más así, que esta amistad no me conviene.

XIV. Las pesquisas del Santo Oficio

El paje que había recibido de mano de don Guillén el escrito que éste dirigía al virrey, pero que dijo ser un pliego llegado de La Habana con noticias importantes, subió precipitadamente las escaleras del Palacio, pensando en las buenas albricias que iba a darle S. E.

Tres o cuatro caballeros jugaban a las cartas en la casa de don Ramiro de Fuenleal, que estaba, como dijimos al principio de este libro, dentro del Palacio mismo.

El paje entró adonde estaban los jugadores, entregó los naipes que le habían enviado a traer, y luego dijo con gran respeto:

—Si alguno de sus señorías desea ganar unas buenas albricias del señor virrey, yo podré decirle el cómo, si me da alguna parte en las mismas.

Los caballeros se miraron unos a los otros, como dudando si debían reñir al paje por su atrevimiento o admitir su ofrecimiento.

Él, que notó aquella vacilación, comprendió que le importaba dar un gran golpe, y agregó:

—Si falto al respeto que debo a sus señorías diciendo esto, es porque, según tengo entendido, se trata en esto también del servicio de S. M.

Y se tocaron los sombreros todos los presentes.

—Bien, muchacho —dijo entonces uno de ellos— ¿qué se trata de hacer para ganar las albricias y servir a S. M.? Dímelo; entendido que de ellas te participaré.

—Poca cosa, y basta que su señoría presente al Excmo. señor virrey un pliego que contiene importantes y agradables noticias, según me ha explicado el que le conducía, y que en estos momentos llega de La Habana.

—Pero… —dijo vacilando el caballero— ¿será asunto que merezca la pena de interrumpir el sueño de S. E., y hacerle leer los pliegos esta noche misma?

—Seguramente, si ha de creerse al que dichos pliegos me ha entregado.

—Témome que el asunto sea de tal manera insignificante o desagradable, que vayamos a tener que sentir y no que cobrar, y el virrey nos dé, no albricias, sino un disgusto…

—Si su señoría teme tal cosa, no quiero que por mi causa tal le pase: yo entregaré los pliegos a otra persona.

—De ninguna manera —dijo el caballero, que veía desaparecer con esto una ilusión— dame el pliego.

El paje entregó el pliego al caballero: éste lo examinó por todos lados, y dijo, moviendo la cabeza:

—Dudo que esto valga algo: en fin, vamos en nombre de Dios —y calándose el ancho sombrero y embozándose en su ferreruelo, salió de la estancia y se dirigió a los aposentos del virrey.

La empresa de entregar un pliego al virrey a esa hora, además de difícil, era peligrosa; pero la esperanza de las albricias, cosa que en aquel tiempo se pagaba religiosamente y con esplendidez, animaba al caballero que llevaba el pliego.

Sin embargo, como era hombre que conocía bien los interiores de Palacio, despertando a un lacayo, haciéndose abrir una puerta, quebrantando una consigna, llegó hasta la antecámara de la estancia de S. E.

El virrey dormía profundamente; también hacían otro tanto todos los de la servidumbre, y con alguna razón, porque eran las tres de la mañana.

Pero era necesario que recibiese aquel pliego, y el conductor de él no quería ya retroceder ante ningún obstáculo.

No había medio de entrar a la cámara de S. E. sino llamando a la puerta para despertarle, y el caballero que llevaba el pliego comenzó por llamar suavemente.

Aquellos primeros golpes no produjeron resultado, y el hombre los repitió un poco más fuertes, y esperó.

Tampoco hubo entonces contestación, y los golpes fueron siendo cada vez más y más fuertes, hasta que llegaron a ser estrepitosos.

Oyóse entonces por dentro la voz de un camarista que decía:

—¿Quién llama? ¿Qué se ofrece?

—Decid a S. E. —contestó el de afuera— que han llegado de La Habana pliegos importantes, que traigo para entregarle.

—Está bien: voy a avisarle.

Encendió el camarista una torcida de cera y se entró a la alcoba del virrey, que a los golpes había despertado.

—¿Qué novedad ocurre? —preguntó S. E. al ver que su camarista entraba con la torcida en la mano y a medio vestir.

—Señor —contestó el camarista— un hombre que llama, y dice trae unos pliegos importantes para V. E.

—¿De dónde son venidos tales pliegos?

—Señor, dicen ser de La Habana.

—¡De La Habana! Ignoraba yo que hubiera llegado alguna flota. Vaya, di que te los entregue, y que espere: quizá el hombre sepa que traen buenas noticias y quiere sus albricias.

El virrey comenzaba ya a vestirse.

—No se levante V. E. —dijo el camarista, con esa confianza con que los criados de esta clase llegan a tratar a sus amos por más alto que sea el lugar que estos ocupen en la sociedad— no se levante V. E., que quizá el tal pliego no sea sino una gran tontería.

—Tienes razón —contestó el virrey, volviéndose a tender en su lecho— ve a traer esos pliegos.

—¿Qué podrá ser esto? —pensaba el virrey mientras el camarista volvía—. ¿Algún alzamiento de los indios? Pero no vendría el pliego de La Habana. ¿Una destitución? Tampoco: en ese caso le traería mi sucesor. ¿Qué será?

Tardó poco el camarista, que entregó al virrey los pliegos, diciendo:

—Trazas les veo de no ser de La Habana de donde vienen.

El virrey se incorporó en el lecho, tomó los pliegos y les abrió. El camarista se arrodilló junto al virrey, se apoyó en el lecho mismo, y acercó la torcida a los papeles que el virrey tenía en la mano, con el objeto de que leyese con más facilidad.

—¡Maldita letra! —dijo el virrey— ¡qué pequeña y qué metida! Parece este pliego un hormiguero.

Y entonces comenzó a separar y a contar los pliegos que aquella carta contenía, diciendo:

—Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… y ocho… Ocho pliegos escritos por todas partes y con esta menudísima letra. Veamos el primero, que parece el más importante: hum… «Excmo. Sr… Don Guillén de Lombardo… por la gracia de Dios puro y perfecto católico…». ¿Qué significa todo esto?

Y siguió leyendo, aunque con grande trabajo y teniendo que acercarse mucho a la luz, porque el pliego estaba mal escrito; sobre todo, porque don Guillén no tenía pluma y se valía para suplirla de huesos y de cañuelas que él mismo labraba.

El camarista, usando de esa confianza que le daba su oficio, seguía también con la vista las palabras que el virrey decía en voz inteligible.

—¿Pero has oído mayor número de desatinos juntos? —exclamó S. E. cuando concluyó la lectura del primer pliego—. ¡Y para esto me despiertan a una hora como la presente!

—Ésa es carta de loco —dijo el camarista.

—Pero no tan loco, que no se les haya fugado a los inquisidores, que deben estar furiosos si lo saben. Además, este hombre es astuto y arrojado como hay pocos, y todo esto lo prueba.

El camarista movió la cabeza como afirmando.

—En Madrid presencié yo un caso semejante de uno llamádose Molina, que hizo lo que este don Guillén: acusó a los inquisidores de Sevilla y al cardenal arzobispo, y a todo el mundo; pero al fin cayó y fue ajusticiado.

—Quizá ese mismo fin aguarde a éste.

—¿Y el hombre que trajo este pliego?

—Está en espera.

—Ve y di le que puede retirarse, y tú también puedes ir a descansar.

—¿Y no lee V. E. los demás pliegos?

—Si en tal cosa perdiese el tiempo, estaría yo más loco que el que les escribió; y a fe que no es trabajo este de una sola noche, sino de muchos días, de lo que deduzco que no están muy bien vigiladas las cárceles del Santo Oficio. Retírate.

—Dios mande buena noche a V. E.

—Así te la envíe.

—¡Ah! señor, olvidaba preguntar a V. E. ¿si el hombre pide albricias?

—Contéstale que por bien servido y premiado se tenga con que no le envíe yo preso por haber tenido el atrevimiento de venir a despertarme a tales horas con tal embajada.

El camarista salió, y con toda la bellaquería propia de su clase, se dirigió al caballero que había traído los pliegos, procurando poner la cara sumamente alegre:

—Su Excelencia —le dijo— ha leído con gran satisfacción los pliegos, y agradece altamente la eficacia de vuesa merced.

—¿Y qué dice S. E.? —preguntó muy animado el caballero.

—Dice que agradece la eficacia de vuesa merced, y que vuesa merced puede retirarse.

—¿Y nada más? ¿No habló de algo más?

—¡Ah, sí! ¿De albricias?

—Eso es, de albricias.

—¿En las cuales iremos los dos? —dijo maliciosamente el camarista, para que el caballero creyese que se trataba de un gran regalo.

—Sí —contestó éste— iremos los dos.

—Pues en cuanto a albricias, dice S. E. que las tenga vuesa merced por recibidas, y se dé por bien pagado con que no le envíe a la cárcel por haberse atrevido a despertarle con tales tonterías; que ni es pliego de La Habana, ni cosa que se le parezca.

El caballero abrió ojos y boca desmesuradamente.

—Por eso —continuó el camarista— dije a vuesa merced que vamos los dos en las ganadas albricias, porque vuesa merced gana el retirarse libremente a descansar, y yo hago otro tanto; estamos iguales.

—Buenas noches —dijo el caballero; y sin aguardar más salió violentamente de la estancia.

El camarista, riendo del chasco, cerró la puerta y se volvió a acostar.

Los que esperaban el resultado de la misión que el caballero oficioso había llevado, le miraron volver tan precipitado, que juzgaron que el gozo de las buenas albricias le traía así, y todos salieron a su encuentro, diciéndole como se usaba en aquellos tiempos:

—¡De las mismas!, ¡de las mismas!

Es decir: partid con nosotros o dadnos las albricias de las albricias.

El caballero, que venía furioso, quería hablar: los otros no le dejaban, hasta que impaciente y mohíno hizo ademán de meter mano al estoque.

Retiráronse los demás, y él dijo con voz ronca:

—¡Qué os tengo de dar, pecador de mí, si en poco ha estado que no me mandara S. E. a la cárcel!

—¡A la cárcel! —dijo el coro.

—A la cárcel, que los tales pliegos ni venían de La Habana, ni noticias importantes traían, ni nada de todo eso que el bellaco y ladino paje de don Ramiro nos contó, y por lo cual tengo de cortarle la oreja izquierda.

Y el hombre hizo ademán de sacar la daga.

El criado de don Ramiro, que tal cosa oía desde la puerta, sin esperar más, se echó a huir por los corredores oscuros del Palacio.

El susto del caballero había pasado, y todos, incluso él, celebraban el chasco, sin explicárselo, con grandes carcajadas.

* * *

Sonaron las seis de la mañana del día que siguió a la noche de la fuga de don Guillén y Diego Pinto.

Nadie se había aún apercibido de dicha fuga, y bajaban tranquilamente, como de costumbre, a visitar a los presos, el alcaide Hernando de la Fuente y un negro que le acompañaba en tales ocasiones, y que se llamaba Luis.

Los dos conversaban acerca de lo divertida que había sido para ellos la Pascua, y en esta sabrosa plática llegaron hasta el calabozo de don Guillén.

Diego Pinto, al retirarse, había cuidado de volver a correr el cerrojo de la puerta exterior del calabozo; de manera que Hernando de la Fuente nada advirtió, y abriendo esa puerta llegó a la segunda, y sin notar que faltaba la rejilla de madera por donde los fugitivos habían sacado las vigas y las ropas, llegóse a la puerta y gritó:

—¡Ah de los que aquí viven! Buenos días les dé Dios.

Costumbre tenían los presos de contestar al alcaide, dándole los buenos días también; pero en aquella ocasión nadie contestó.

El alcaide esperó algún tiempo, y volvió a decir:

—¿Dormís aún? Buenos días os dé Dios.

El mismo silencio.

Entonces Hernando comenzó a sentir una vaga inquietud.

—Luis —dijo al negro— estos condenados no contestan: no sé por qué estoy intranquilo: acércate a la ventana que da para el patio, y como eres más alto que yo, procura ver por allí si descubres algo.

El negro obedeció inmediatamente y fue por la ventana a observar.

Hernando, impaciente, esperó la vuelta del negro, no sin seguir llamando en alta voz a don Guillén y a Diego Pinto.

Luis volvió a poco, y en su agitación podía conocerse que no traía muy buenas noticias.

—¿Qué pasa? —preguntó Hernando.

—Que las rejas de la ventana han sido quitadas.

—¡Quitadas! —exclamó espantado el alcaide.

—Quitadas —aseguró Luis.

Hernando de la Fuente se resistía a creer lo que el negro le decía, y quiso convencerse por su misma vista: cerró precipitadamente el calabozo y se dirigió a la ventana.

En efecto, con asombro miró que la reja estaba arrancada de su lugar.

—¡Dios mío! —exclamó— somos perdidos; estos hombres han hecho fuga. ¿Qué vamos a decir ahora a los señores? ¿Qué va a ser ahora de nosotros?… ¿Pero por dónde?… Sígueme, vamos a ver…

Y Hernando, como un loco, se entró al callejón por donde habían salido para el jardín Diego Pinto y don Guillén.

Allí el espanto del alcaide no conoció límites. Una de las rejas de las ventanas estaba por tierra.

—¡Desgraciados de nosotros! —exclamó—. Esto no tiene remedio, por aquí se han fugado. ¿Qué irán a hacer de nosotros los señores?

Y el alcaide retorcía los brazos y se tiraba de los cabellos, mientras el negro Luis le miraba con una fisonomía perfectamente estúpida.

—¿Pero tú no te afliges? —decía Hernando.

—Sí —contestaba el negro, sin duda por la costumbre de obedecer.

—Una esperanza sola me acompaña: las tapias de este jardín son muy elevadas, no hay puerta para la calle, ellos no podían tener escalas; de seguro que están en ese jardín ocultos, y será fácil prenderlos allí… ¡Ah felones mal nacidos, ahora veréis! ¡Ahora veréis cómo se intenta una fuga!… Voy a dar parte.

Y sin cuidarse de si le seguía o no el negro, atravesó los patios de las prisiones casi corriendo, salió a la calle, y caminando un poco entró en la casa del inquisidor don Juan Sáenz de Mañozca, que aunque tenía puerta para la calle, formaba parte del edificio que ocupaba el Santo Oficio, y tanto, que por el jardín de esa casa se habían fugado don Guillén y Diego.

Serían ya como las siete de la mañana; el inquisidor Sáenz de Mañozca aún estaba metido en su cama; pero fue tal el empeño que demostró Hernando de verle, que el inquisidor le hizo entrar.

—Señor —dijo con grandísima turbación y casi sin poder hablar— tengo que noticiar a su señoría una cosa terrible que nos ha pasado anoche.

—¿Qué hay? Hablad, que me tenéis asombrado —contestó el inquisidor.

—Señor, que don Guillén de Lombardo y su compañero de calabozo, Diego Pinto, hanse fugado anoche o esta madrugada.

—¡Fugados! —exclamó el inquisidor incorporándose en su lecho y abriendo desmesuradamente los ojos.

—Fugados, señor —dijo aterrado el alcaide.

Una fuga de la Inquisición era una cosa inaudita, que asombraba a los mismos empleados y ministros del Santo Oficio, porque más que rejas y muros, guardaba a los presos el gran respeto y el profundo terror que les inspiraba aquel sangriento tribunal; de manera que el doctor don Juan Sáenz de Mañozca sintió aquella noticia como si le hubieran dado cuenta de la más terrible de las profanaciones.

Se disipaba el encanto de aquel sombrío edificio.

—¿Y por dónde se habrán fugado? —preguntó después de un largo rato de silencio.

—Señor —contestó Hernando— por el jardín de la casa de su señoría.

El inquisidor dio un salto en la cama. La profanación tomaba verdaderamente un carácter alarmante; el sacrilegio no había respetado ni la casa del inquisidor.

—¡Por el jardín de mi casa! —decía— ¡por el jardín de mi casa! ¡Infames! Contadme cuanto sepáis.

El alcaide, temblando, refirió cuanto había observado: el inquisidor seguía su relación con un interés vehemente.

—Razón tenéis —dijo cuando el alcaide terminó su relación— es más que probable, casi seguro, que no han podido franquear las tapias del jardín, y que allí les cogeremos como en una ratonera.

El inquisidor se vistió con una rapidez extraordinaria y salió de su casa seguido de Hernando de la Fuente.

Al llegar a la Inquisición, su primer cuidado fue que se cerrasen y se vigilasen todas las puertas que salían a la calle.

Mandó llamar al secretario Tomás López de Erenchuna y al escribano Francisco Murillo, y envió a Hernando de la Fuente a la casa del inquisidor don Bernabé de la Higuera y Amarillas a darle a éste parte de lo ocurrido, y a suplicarle se presentase cuanto antes en el tribunal.

A las ocho de la mañana don Juan Sáenz de Mañozca había puesto en movimiento a cuantos dependían del Santo Tribunal, porque el negocio era para él de grave importancia.

Don Bernabé de la Higuera y Amarillas, que era el otro inquisidor, llegó a pocos momentos pálido y jadeante.

La noticia terrible le había sorprendido en el grato momento de tomar una jícara de chocolate, y por supuesto que el bocado que en aquel instante tenía entre su no muy completa dentadura, se resistió a pasar adelante, y el señor inquisidor suspendió su desayuno y marchó al Tribunal con el mismo entusiasmo que acude un jefe al lugar más peligroso de la batalla.

Los dos inquisidores se estrecharon la mano silenciosamente, hasta que Sáenz de Mañozca dijo:

—¿Qué le parece esto a su señoría?

—¿Qué le parece a su señoría? —contestó don Bernabé de la Higuera.

—Vamos a proceder a la averiguación.

—Vamos.

Y los dos colegas, seguidos del escribano y de algunos agentes y familiares, se encaminaron al jardín.

Allí fue el escándalo de los familiares y el mudo asombro de los inquisidores.

Las rejas arrancadas, cortados los cubos de las ventanas, las vigas que habían servido de escalera, denunciando estaban el largo tiempo empleado en preparar esa fuga, y por todas partes las huellas de los prófugos.

Pero nada más: la diligencia allí practicada no dio más resultado que probar de una manera indudable que los reos habían huido y que debían estar ya lejos.

Al ruido y a la novedad, salido habían por las puertas de la casa del doctor Mañozca multitud de personas de la familia y de criados de la casa.

Había ya lo que se llama escándalo, y esto no convenía a los inquisidores: así es que, antes de retirarse, discutieron el medio de hacer callar a toda aquella gente, y le encontraron.

El inquisidor Sáenz de Mañozca se encaró a los de su familia, y con voz la más solemne que encontrar pudo, gritó:

—Bajo pena de excomunión mayor y reservación de absolución, entendido esto con las personas libres, y de doscientos azotes a los esclavos, nadie sea osado de decir la menor cosa de cuanto aquí hayan visto, entendido o sabido; y si fueren preguntados por alguno de la vecindad sobre lo aquí pasado, contesten que unos esclavos del alcaide han huído: todo esto se manda y ordena bajo las penas antes dichas.

Todos los presentes palidecieron más o menos, y guardaron el más respetuoso silencio.

En este momento llamaron a la puerta de la calle: el portero corrió a informarse de quién era, y volvió diciendo que un clérigo deseaba hablar con los señores inquisidores.

Sáenz de Mañozca recibió a aquel clérigo, que con el mayor respeto soltó la siguiente relación, que sin duda traía bien estudiada desde la calle.

—Señor inquisidor: yo soy el licenciado Pedro de Salinas, clérigo presbítero que asiste en la Catedral de esta ciudad, y en esta mañana y como a las seis y cuarto, poco más o menos, hallado he, fijados en la puerta principal de la dicha santa iglesia, tres papeles que traigo y con el debido respeto presento.

Y presentó al inquisidor los papeles que aquella misma mañana había fijado don Guillén.

El inquisidor contestó tomando un aire distinguido:

—Vuesa merced, señor licenciado, ha cumplido fielmente como católico, apostólico, romano, y vuesa merced se sirva esperar en la estancia inmediata mientras el Tribunal resuelve lo conveniente.

El presbítero, espantado con todo aquello, se entró a la estancia que le indicaban, y don Juan Sáenz de Mañozca, llevando los papeles, se fue en busca de don Bernabé de la Higuera y Amarillas, que estaba en su audiencia.

Don Bernabé leyó aquellos papeles y los leyó Mañozca, y los dos estaban asombrados de la audacia de don Guillén.

—¿Qué hacemos? —dijo el uno.

—¿Qué haremos? —repitió el otro.

—La cosa es grave.

—De consulta.

—De consulta.

Y con el escribano Francisco Murillo, los dos sabios inquisidores mandaron llamar al señor licenciado don Juan Manuel de Sotomayor, alcalde de corte y consultor del Santo Oficio.

Los dos inquisidores no las tenían todas consigo.

XV. La denuncia

Mientras llegaba el consultor don Juan Manuel, los inquisidores pasaron a registrar el calabozo que habían ocupado los prófugos.

El alcaide, temblando, les guiaba en aquella peregrinación; y comenzaron las pesquisas de los jueces, dando por inmediato resultado el poderse explicar satisfactoriamente cómo se había efectuado la evasión.

Después se encontraron allí las improvisadas plumas con que escribía el desgraciado don Guillén, y más adelante multitud de escritos en prosa y verso y en varios idiomas, que por falta absoluta de papel lo estaban en sábanas o en pedazos de lienzo.

Los señores inquisidores tuvieron la curiosidad de hacer que de todo aquello se sacase un traslado, que forma un grueso tomo.

Llegó por fin el consultor. El negocio no podía ya permanecer secreto, porque más que suficientemente lo habían pregonado los papeles que don Guillén fijó en las esquinas, y no había, pues, consideración alguna que detuviese a los inquisidores para proceder con energía.

Ante todo, lo que más les ponía de mal talante eran aquellos carteles fijados por don Guillén. Habían ya recibídose tres, arrancados de la puerta de Catedral; pero ¿quién podía asegurar que éstos eran los únicos, y que no había otros muchos en las esquinas de las calles?

Estando en esta discusión, se hizo anunciar el secretario del virrey.

Hiciéronle entrar los inquisidores, y el secretario, en nombre de S. E., refirió cuanto pasado había con los pliegos entregados por encargo de don Guillén, y aseguró, de parte del virrey a los inquisidores, que podían estar seguros de que nadie había leído los tales papeles, porque el virrey solo leyó el primero y no tuvo paciencia ni empeño en leer los demás.

El secretario ofreció, en nombre del virrey, todo el auxilio del brazo secular para perseguir a los fugitivos, prometiendo enviar cartas para todos los justicias y regidores, a fin de que prestasen el más seguro auxilio a los enviados y familiares del Santo Oficio.

Escuchó el doctor Sáenz de Mañozca la relación del secretario del virrey, conde de Alva de Liste, y agradeciendo en extremo el hidalgo comportamiento del enviado y la noble protección que ofrecía el señor virrey, aceptó el ofrecimiento de las cartas para los justicias y regimientos de los pueblos.

Despidióse el secretario, y volvió la discusión entre inquisidores y consultor.

—Paréceme —dijo el de Mañozca— que el escándalo es ya más grande de lo que en un principio pensamos que sería.

—La ciudad está sin duda conmovida —agregó el consultor.

—Y aterrada —dijo don Bernabé de la Higuera y Amarillas.

—Dios sabe cuántos papeles habrá fijado y repartido por ahí ese relapso —dijo Mañozca— e importa, ante todas las cosas, recogerlos, recogerlos, y no permitir que se pierdan y escandalicen más almas.

—Ante todo, lo que importa —dijo el consultor— es que se publiquen edictos para que se denuncie a este Santo Oficio el paradero de don Guillén y Diego Pinto.

—Pero los papeles quedan siempre entre el pueblo, aun cuando se aprehenda a los prófugos, y quedan con mengua y desdoro de la Santa Fe Católica, Apostólica, Romana, y descrédito de la Inquisición, por lo que opino que antes deben fijarse edictos para recoger esos papeles —dijo Mañozca.

—Yo deseo, antes que todo, la aprehensión de los reos —replicó don Bernabé.

—Eso vendrá luego, y muy pronto —insistió Mañozca—. Antes los papeles.

—Opino por los presos —contestó el otro.

—Conciliables son las dos opiniones —dijo terciando el consultor en la disputa, y tomando un aire de superioridad magistral— conciliables son, señores, porque de la una parte se desea que preferentemente se ocupe el tribunal de la persona del prófugo, y de la otra que se recojan esos papeles, piiauribus ofensi vos; y yo, mediando en la gran copia de razones que se han vertido con tanta sabiduría en esta cuestión, ya de por sí tan debatida, como consultor de oficio, digo: que el modo de combinar los encontrados pareceres, es, que lo que uno y otro de usías dicen, se haga, y que ambos a dos se publiquen los dos edictos, contra el delito y contra la persona Dixit.

Los dos inquisidores, asombrados de la sabiduría del consultor, convinieron en que se haría cuanto él decía.

Toda aquella tarde la pasaron los inquisidores despachando edictos y requisitorias para la aprehensión de los fugitivos, y a la mañana siguiente en todas las iglesias se leyeron los edictos en que, bajo pena de excomunión, se mandaba, por el uno denunciar cuanto se supiese de don Guillén y de su compañero, y, por el otro, entregar a la Inquisición cualquier papel que tocante a ellos se tuviese por alguno.

* * *

Don Guillén, con el corazón traspasado de dolor, triste y sombrío salió de la casa de don Diego, y atravesando la ciudad se dirigió a la casa del barrio de Santa María la Redonda, en donde había buscado refugio la noche anterior.

La vida era insoportable ya para don Guillén: ocho años había pasado en su prisión, no pensando sino en el momento de volver a la libertad.

¡Cuántos sueños, cuántas ilusiones, cuántas inquietudes, pensando en ese día entonces tan lejano! ¡Cuántos esfuerzos, cuántas fatigas, cuántos peligros para alcanzar esa libertad!

Pensaba en la franca alegría de sus amigos al volverle a ver; pensaba en la dulce emoción de aquellas mujeres que tantas veces habían jurado amarle eternamente.

Algunas veces se figuraba estrechar entre sus brazos al viejo conde de Rojas o al caballeroso don Diego; otras creía estar ya de rodillas delante de doña Juana, estampando sus labios en las manos de doña Inés, escuchando las palabras apasionadas de Carmen, o contemplando el rostro virginal de la hija de Méndez.

En aquellos largos días de su prisión y en aquellas pesadas y eternas noches de insomnio pasadas en el calabozo, todas las imágenes de seres tan queridos rodeaban a don Guillén, y le consolaban, y le alentaban, y le daban halagüeñas esperanzas.

¡Y aquella ilusión duró ocho años! Y ¡ocho años el alma del desgraciado prisionero se alimentó con aquella esperanza, y algunas veces que la sentía alejarse, sufría el tormento de la locura!

Por fin, su valor, su astucia y su constancia le dieron el triunfo; superó todos los obstáculos, burló la vigilancia de sus carceleros, salvó de todos los peligros.

Y una noche aquel hombre, enterrado vivo durante ocho eternos años, sintió sobre su frente el aire de la libertad.

Iba a tocar ya realidad tan deseada para él; iba a ver a sus amigos; iba a contemplar con los ojos de su cuerpo el rostro de aquellas mujeres que durante tantos años no había visto sino con los ojos de la fe.

Así lo creía.

Veinticuatro horas no habían pasado, y la realidad más espantosa había sustituido a todas aquellas encantadoras ilusiones.

El conde de Rojas y Carmen habían muerto, y entre la maleza que cubría el jardín del conde, don Guillén había tropezado con el abandonado sepulcro que guardaba los restos de aquellos dos seres tan amados para él.

Doña Inés debía haber muerto deshonrada, o haber desaparecido de una manera indigna, porque su marido no hablaba jamás de ella y aun se creía que no había sido casado nunca.

Doña Juana gemía quizá en poder de la Inquisición, si no era que había sido ya sacrificada.

De doña Fernanda no existía ya sino un recuerdo que era el terror de los habitantes de la casa en que ella había habitado.

Don Diego era ya tan indiferente para don Guillén como si jamás le hubiera tratado.

¡Cuántos desengaños en una sola noche! ¡Qué desaliento tan espantoso para aquella alma tan llena de esperanzas y de ilusiones!

Don Guillén se sentía solo en el mundo, aislado sobre la tierra.

No tenía un solo amigo, ni un solo conocido; no había un corazón que se interesase por él; no existía una alma que le amase.

Entonces comprendió que había sido un delirio, una locura pensar en la libertad, creer que iba a encontrar el mundo y la sociedad como estaban cuando él les dejó.

Conoció que era un error el pensar que ocho años pasan impunemente sobre una ciudad.

Entonces se arrepintió de haber dejado el calabozo, porque en aquel calabozo oscuro, húmedo, triste, habían quedado sepultadas para siempre sus ilusiones.

Había salido buscando aunque fuera una hora de felicidad, y no había encontrado más que la desesperación.

Y aquellas ilusiones no volverían a renacer; y aun cuando él volviese a la cárcel perpetua, no encontraría ya allí la esperanza de la dicha en la libertad, ni el bálsamo a su desgracia en la ilusión.

Y aun cuando en algún tiempo los inquisidores le pusieran libre, el mundo ya no tendría para él encanto, porque no conocía a nadie, porque era como el habitante de otro planeta caído en la tierra, sin afecciones, sin amor, sin familia, sin amigos.

Cuando llegó don Guillén a la casa en que le habían recibido, estaba ya allí un hombre que parecía ser el verdadero jefe de aquella familia, y que se llamaba Francisco de Garnica.

Don Guillén le saludó, y Garnica, que seguramente estaba ya instruido por las demás personas de la casa de quién era el nuevo huésped, le llamó aparte.

—Pláceme, señor caballero —dijo Garnica— que vuesa merced haya encontrado en mi casa un refugio en su desgracia; pero tengo obligación de decirle que no puede continuar viviendo aquí.

—¿Es decir —preguntó don Guillén— que me arrojáis de vuestra casa, porque sin duda soy un estorbo?

—Mal me comprende vuesa merced, que ni estorba aquí, ni mi intento es arrojarle, y muy al contrario.

—No comprendo…

—Explicaré a vuesa merced.

—Atiendo.

—Quizá los enemigos que a vuesa merced persiguen, le buscan con empeño en estos momentos.

—Así lo creo.

—Aquí hay muchas gentes, y no de todas se puede tener gran confianza ¿es cierto?

—Cierto es.

—Luego lo más prudente y oportuno será buscar un asilo más seguro, que no esta casa, que no presenta ni siquiera la esperanza de que vuesa merced pueda vivir oculto algunos días para preparar su viaje para fuera de México.

—Todo eso es verdad, pero no tengo donde ocultarme.

—Téngolo así entendido, y para el caso, preparado he un lugar enteramente a mi satisfacción.

—¿Y qué lugar es ése?

—Yo conduciré a vuesa merced a ese lugar.

—¿Está lejos de aquí?

—Algo; en la calle de los Donceles.

—¡En la calle de los Donceles!

—Sí, que allí tengo un caballero, grande amigo mío, y al cual he suplicado, sin decirle quién es vuesa merced, que me haga favor de ocultarle por algunos días.

—¿Y si él sospecha?

—Nada sospechará, porque le he contado que por un lance de honor hirió vuesa merced a un caballero, y que la justicia os busca.

—Pero la calle de los Donceles está muy cerca de la Inquisición.

—Por eso es mejor: allí menos le buscarán a vuesa merced, y ojalá que pudiera yo ocultarle en el mismo edificio en que están las cárceles; todos pensarán que vuesa merced está ya muy lejos.

Don Guillén no replicó más: había hecho todas aquellas objeciones instintivamente, por ese deseo de la propia conservación, que hace caer muchas veces la pistola de las manos del suicida; pero pensó en que no teniendo ya para él atractivos ni la libertad ni la vida, poco le importaba que el Santo Oficio volviese a apoderarse de su persona.

Así, pues, completamente resignado, consintió en seguir a Garnica.

Calóse éste un gran sombrero, embozóse en una capa, y seguido de don Guillén dirigióse al centro de la ciudad.

Durante largo tiempo caminaron en el más profundo silencio, como dos sombras.

Llegaron por fin a la calle de los Donceles, y casi a la mitad de la calle, Garnica se detuvo delante de una casa, y llamó con precaución.

Abrióse la puerta, y los dos hombres penetraron en un gran patio completamente oscuro, conducidos por un viejo que llevaba en la mano un pequeño candil de aceite.

Aquel viejo nada había dicho; Garnica se contentó con bajarse el embozo y darse a conocer de él.

En el fondo de aquel patio había una gran escalera que conducía a las habitaciones del piso superior, y al lado de esta escalera una pequeña puerta.

El viejo abrió aquella puerta y mostró silenciosamente a don Guillén un cuarto muy pequeño, bajo de techo, sin más pavimento que la tierra desnuda y negra, y que no recibía luz y aire sino por una ventanita que en la misma puerta había, y que estaba resguardada por una doble reja de hierro.

Por todo menaje había allí un viejísima cama de madera.

Aquel alojamiento era peor que un calabozo de la Inquisición.

A don Guillén le era todo indiferente, y nada dijo.

El viejo dejó el candil cerca de la puerta y se retiró.

—El alojamiento no es de lo mejor que digamos —dijo Garnica— pero en cambio aquí estará vuesa merced seguro, y por fortuna no serán muchos días les que sufra esta incomodidad.

—De todos modos, agradezco el empeño —contestó don Guillén.

—Bueno: por ahora os dejo descansar, y mañana temprano volveré a veros.

—Cuando gustéis.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Garnica se retiró, cerrando tras sí la puerta, y don Guillén oyó que corría los cerrojos y torcía la llave.

—Perdonad esta precaución —dijo Garnica asomándose por la ventanilla— pero lo hago por vuestra seguridad. Hasta mañana. Procurad apagar el candil cuanto antes para no llamar la atención de los vecinos.

Don Guillén oyó los pasos de Garnica que se alejaba, mató la luz y se tendió sobre la cama.

Ideas más negras que la oscuridad que le rodeaba, nacían de su cerebro.

* * *

Publicáronse en todas las iglesias y fijáronse en las esquinas de las calles de México los edictos para que se entregaran a la Inquisición los papeles fijados por don Guillén, y en toda la Nueva España, según fueron llegando los correos, los otros edictos para la persecución de los fugitivos.

Habían pasado tres días y no se sabía aún por los inquisidores noticia alguna de don Guillén y de su compañero, cuando una mañana, estando en audiencia don Juan Sáenz de Mañozca y don Bernabé de la Higuera y Amarillas, con el consultor don Juan Manuel de Sotomayor, pidió licencia para hablar con ellos un hombre que decía tener grandes revelaciones que hacer.

Hízose pasar a ese hombre, quien saludó con gran respeto y comenzó su declaración.

—Soy —dijo— Francisco de Garnica, y vivo por el barrio de Santa María la Redonda. Una de estas noches se presentó en mi casa un hombre, que según supe por él mismo, se llama don Guillén de Lombardo, y es prófugo de las cárceles de este Santo Oficio: túvele alojado una noche, y a la siguiente le pasé a la casa de un amigo mío, más que por protegerle, por tenerle más seguro para entregarle a sus señorías, y aún más cuando he visto fijados los edictos por los cuales se reclama al dicho don Guillén. Y en obedecimiento de los mandatos de sus señorías que en los dichos edictos se contienen, vengo a manifestar que el dicho don Guillén está al presente en una casa de la calle de los Donceles, a cuya casa puedo llevar a los familiares de este Santo Oficio para que hagan la aprehensión del dicho don Guillén.

Asombrados quedaron los inquisidores al oír la relación de Garnica, y saber por ella que tan cerca estaba don Guillén y que tan fácil era su aprehensión, cuando ellos le suponían ya muy lejos o, cuando menos, en camino para las sierras inaccesibles, adonde se ocultaban los negros cimarrones o los indios hostiles e independientes.

Hicieron salir de la audiencia a Garnica, y tras corta deliberación, dieron orden para que algunos familiares fuesen a aprehenderle, conducidos por el denunciante.

Serían las once de la mañana cuando aquella comitiva llegó a la casa de la calle de los Donceles en donde estaba escondido don Guillén.

Garnica y los cuatro familiares que le acompañaban iban en un carruaje, que se detuvo a la puerta de aquella casa (que no es posible saber con seguridad cuál es de todas las que hoy existen en la calle de Donceles, aunque por las señas que se dan de ella en el proceso, parece que por una singular coincidencia, es la misma en que habita el autor de este libro, y en la cual le ha escrito).

Atravesaron el patio y llegaron a la pequeña y oscura pieza en que se ocultaba don Guillén, y que estaba a la derecha al comenzar a subir la escalera.

Garnica abrió la puerta y los familiares penetraron.

Don Guillén estaba sentado sobre la cama con la cabeza apoyada entre las manos y, al oír que la puerta se abría, alzó el rostro, y conoció al punto que los empleados de la Inquisición iban a aprehenderle.

En otras circunstancias aquel hombre tan valiente y tan audaz, que conocía ya las horribles penas de la Inquisición, se hubiera arrojado sobre los familiares haciéndose matar antes que dejarse aprehender.

Pero don Guillén nada esperaba ya en el mundo; nada le contentaba ya sobre la tierra; la libertad era para él una carga tan insoportable como la vida; su corazón estaba vacío, y le halagaba casi la idea de volver a la prisión.

Si Garnica no le hubiera denunciado; quizá él mismo se habría ido a entregar; tanto así le pesaba la libertad, tan grande así era su aislamiento.

Intimáronle la orden y él se dejó atar y conducir, no sólo sin resistencia, sino aun sin pronunciar una palabra.

Al salir de allí vio a Garnica, que procuraba recatar el rostro, y volviéndose a él más que sereno, amable, le dijo:

—No os ocultéis, comprendo que me habéis denunciado, y tened entendido que no sólo, os lo perdono, sino que os lo agradezco.

Hiciéronle subir al carruaje, y media hora después las macizas puertas de su calabozo se cerraban tras él.

Aquellos días de libertad le parecían un sueño horrible, una pesadilla espantosa.

Se creía un muerto vuelto momentáneamente a la vida sólo para contemplar un mundo que le había olvidado.

Libro cuarto. Expiación

I. Antiguos conocidos

Era el día 18 de noviembre de 1659.

Habían pasado cerca de diez y siete años desde el día en que fue preso don Guillén de Lampart.

En el saloncito, regularmente amueblado de una casa situada cerca de la Alameda, conversaban un hombre y una mujer.

Ambos parecían pertenecer a la clase media de la sociedad, a juzgar por el traje, y ambos manifestaban tener casi la misma edad, de cincuenta a cincuenta y dos años.

El hombre era Felipe Méndez y la mujer era doña Inés.

Doña Inés, a pesar de su edad, estaba aún hermosa; Felipe conservaba el aspecto de un hombre sano y robusto.

—Mañana —decía Felipe— tendremos gran concurrencia por esta calle.

—¿Qué hay? —preguntó doña Inés.

—Vaya ¿pues no lo sabes?

—No, que no salgo más que a misa y muy temprano, y con nadie hablo en la calle, y aquí no entra más que tú.

—Pues mañana se celebra un solemne auto de fe, en el cual saldrán en procesión muchos penitenciados.

—Pero ésos no pasarán por aquí.

—Todos, yo creo que no; pero como entre ellos hay varios relajados, tendrán que pasarlos por aquí para llevarlos al quemadero.

—¡Pobres! Pero ¿cómo sabes que hay relajados?

—Lo sé porque yo he vendido la leña con que van a quemarlos, y buenos maravedís he ganado en esto.

Doña Inés calló.

—Y no sabes aún lo mejor: ¿a quién dirás que vas a ver mañana pasar por aquí, caballero en una mula, y caminando al quemadero?

—¿A quién?

—A tu antiguo y noble amante, don Guillén de Lampart —dijo Felipe con una especie de alegría feroz.

Doña Inés ahogó en su pecho un gemido; pero se puso pálida como si estuviera muerta.

Felipe lo notó y quiso aún gozarse en la desgracia de aquella mujer.

—Ya verás —continuó— ya verás al que me veía con tanto desprecio; al que tú te entregabas con tanto placer; al que hubieras adorado como a un Dios si no te hubiera tratado como un demonio.

—¡Felipe! —exclamó doña Inés pudiendo apenas contenerse.

—¡Oh!, ¿por qué te enojas? No hago sino recordarte los días en que pertenecías a la nobleza de México, y en que tanto gozaste, en que todos te tenían por un dechado de virtudes.

Y Felipe lanzó una carcajada sardónica.

Doña Inés inclino el rostro y comenzó a llorar.

Paloma mía —dijo Felipe— no llores por ese bien perdido, que conmigo no has pasado mala vida; ahora, si tú quieres buscar la alegría fuera de esta casa, la puerta está abierta y franca la salida.

—¡Infame! —murmuró entre dientes doña Inés.

—¿Qué dices, tortolita mía? —dijo Felipe.

—Que espero no serte ya gravosa mañana.

—¿Piensas huir de mi lado?

—No sé ni lo que pienso.

Felipe se entró, y doña Inés quedóse llorando.

Pocos momentos después volvió a salir con el sombrero puesto y atándose los cordones del ferreruelo.

—Ea —exclamó— vida mía, no hay que llorar ni que afligirse, que nada va serio; yo no podría vivir sin ti; estoy tan acostumbrado a tenerte a mi lado, que no sé cómo la pasaría si te separabas. No te engaño diciéndote que te amo, pero el hombre es animal de costumbres: adiós, no vuelvo a la hora de almorzar; venga un abrazo.

Y Felipe, tomando de la mano a doña Inés, la levantó del sitial y la estrechó entre sus brazos, y estampó en su rostro tres o cuatro besos, y salió.

Para aquella mujer era un tormento mayor una caricia que un desprecio de Felipe.

Cuando ella le vio alejarse, cerró el puño, y levantándole hasta la altura del rostro, exclamó con furor:

—¡Miserable! ¡Ay de ti!

Doña Inés vivía mártir al lado de Felipe.

Aquel hombre sin corazón, sin sentimientos, la trató durante los primeros días como a una dama de alta calidad, y le prodigó toda clase de consuelos.

Aquel hombre comprendía que no era el amor sino la venganza lo que había llevado a aquella mujer a sus brazos.

En los primeros días, doña Inés fue la señora; Felipe el esclavo.

Pero esos días pasaron. Doña Inés unió su suerte a la de Felipe y cortó con el mundo y con la sociedad, porque odiaba a la sociedad y al mundo.

Creía vengarle de aquella sociedad en donde había sufrido tan horrible desengaño, y lo que hacía era prepararse ella misma un infierno en su vida.

Felipe se fue convirtiendo en un tirano, y el desprecio y el hastío substituyeron en su corazón el amor y las consideraciones que había tenido en un principio por doña Inés.

Ella comprendió que se había vengado cruelmente de don Guillén.

Y la sombra y el recuerdo de aquel hombre la perseguían por todas partes.

Cegada por los celos, pensó por un momento que ya no le amaba y le entregó a la Inquisición.

Pasó el arrebato de aquellos celos, y el amor volvió a presentarse, inmenso, terrible.

Pero era ya un amor imposible.

Don Guillén gemía quizá para siempre en las cárceles del Santo Oficio.

Ella era ya una mujer deshonrada, perdida, y aun cuando algún día don Guillén llegase a salir de la cárcel, ella no era ya digna de él.

Ella había arrastrado en su venganza a otras mujeres desdichadas, y había tenido la terrible sangre fría de informarse de cuanto a todas ellas había pasado.

Supo que Carmen se había suicidado.

Que doña Juana se había entregado voluntariamente a la Inquisición.

Que Clara lloraba su desgracia en un convento.

Y entonces doña Inés quiso seguir su vida de martirio al lado de Felipe, como una expiación de su crimen, como un sacrificio a la memoria de don Guillén.

Todas las otras mujeres que le habían amado eran desgraciadas: ella, más culpable, debía de ser la más infeliz.

Cuando doña Inés se decidió a seguir a Felipe, creyó que éste la abandonaría muy pronto, y que ella, desechada ya de la sociedad, tendría que bajar uno tras otro todos los escalones del vicio, hasta encontrarse en el inmundo fango de la prostitución más vil.

Creía entonces ahogar sus penas y remordimientos en la crápula, y llegar a la calma encontrando el embrutecimiento producido por el completo desencadenamiento de las pasiones más vergonzosas.

Quizá pasó por su mente la horrible idea de la embriaguez.

Pero Felipe no la abandonó, y ella conservó el vigor del cuerpo para llevar en él al espíritu.

Y conservó la lucidez del espíritu para expiar con el martirio un crimen y un error.

El crimen de haberse entregado al infame placer de la venganza.

El error de creer que después de esa venganza su corazón estaría muerto, y su vida se extinguiría como una llama en el vacío.

Don Ramiro de Fuenleal llegó un día a su casa y preguntó por su mujer.

Los criados le dijeron que doña Inés había salido de la casa: aquello era sumamente extraño en las costumbres de doña Inés.

Don Ramiro esperó; las horas pasaban; él tuvo necesidad de salir, volvió en la noche a su casa: esperaba encontrar a su mujer y reñirla.

Pero Doña Inés no había llegado aún: entonces la impaciencia y la inquietud se apoderaron del corazón de aquel hombre egoísta.

Los egoístas no son celosos: cuidan a la esposa y a la novia, y a la mujer a quien han hablado de amor, sólo por propia utilidad; extrañan su conversación, necesitan de su asistencia, les falta una compañía.

Los primeros días sienten casi la desesperación del celoso, pero muy pronto se acostumbran.

Para ellos la cuestión se reduce a cambiar de vida.

Don Ramiro hizo algunas pesquisas, y llegó a convencerse de que su mujer había huido con alguien, y esto le bastó para no inquietarse ya más.

A los ocho días el hombre estaba tan tranquilo como si jamás hubiera sido casado.

Jamás volvió a nombrar a doña Inés, y todos llegaron, como él, a convencerse de que siempre había sido célibe.

Un día encontró a doña Inés en la calle.

Ella palideció; él la miró como si no la conociese.

El mundo es un paraíso para los hombres egoístas y sin corazón.

II. Pruebas de amor

Doña Juana se denunció a la Inquisición como sectaria de la ley de Moisés.

Era aquello lo bastante para que los inquisidores la encerraran en un calabozo y comenzara para ella ese infierno de padecimientos, en los cuales no faltaban casi nunca el potro y la garrucha.

Los inquisidores no entendían aquello de que la confesión de un reo sin adminículos no es bastante para condenarle.

Por el contrario, allí no se buscaba nada con tanto empeño como la confesión del reo.

Y no se perdonaba medio de obtener esa confesión, ya aterrorizando al reo, ya haciéndole preguntas capciosas, ya en fin ocurriendo al tormento.

Los que en nuestro siglo blasonan de «espíritus fuertes» creen que es una vulgaridad, una conseja, todo lo que se cuenta acerca de los tormentos de la Inquisición.

Nada hay más cierto, y se registran en los anales del Santo Oficio hechos que prueban un terrible refinamiento de crueldad.

La Inquisición general de España escribió cartas a todas las Inquisiciones del mundo, pidiéndoles noticia pormenorizada del modo con que aplicaba cada una de ellas el tormento, para formar un juicio exacto sobre cuál era el método mejor.

Contestaron las Inquisiciones, y la lectura de estas cartas es una cosa que hace estremecer, que hiela la sangre.

Cada Inquisición pinta con los más vivos colores el procedimiento de que se vale para atormentar a los reos, y a cada paso, al tratar de cada ligadura, de cada vuelta de rueda, agregan como comentario aquellos inquisidores, que su sistema les parece el mejor, porque «así se causa mayor dolor al reo», porque de esta manera «la cuerda con que está atado corta las carnes hasta llegar al hueso», porque «así se prolonga más el sufrimiento, y no hay peligro de muerte»; y en otra parte, «que se abandonó» tal o cual modo de atar al reo, «porque se le quebraban con gran facilidad los brazos o las piernas».

Y se ve por esas cartas que se hacía un especial y detenido estudio para hacer más cruel y prolongado el tormento, para conseguir que la vida y la fuerza del reo se conservasen, a fin de poder atormentarle más tiempo.

¡Parece increíble que la humanidad haya llegado a tal grado de perversidad!

Doña Juana fue obligada a declarar.

Le preguntaron quién le había enseñado la «ley muerta de Moisés». Dónde, cuándo y cómo la practicaba. Quiénes la acompañaban en sus prácticas, y a quienes conocía en México por judíos.

La pobre joven no esperaba semejante examen.

Se había supuesto que al confesarse culpable, la condenarían a la hoguera y moriría.

No temía el tormento, porque ella pensaba que el tormento sólo se aplicaba para hacer confesar las propias y no las ajenas culpas, y estaba dispuesta a confesar cuanto ella había hecho.

Porque ella buscaba la muerte bajo el techo en que don Guillén sufría, y creía haber encontrado lo que buscaba denunciándose al Santo Oficio.

Pero se engañó.

Querían que dijese quién le había enseñado la ley muerta de Moisés, y eso era obligarla a denunciar a su padre.

¿Quiénes eran los judíos de México? Decirlo era entregar a la muerte a sus amigos y parientes.

Doña Juana tenía valor para morir, para padecer; pero no para causar la muerte a las personas que amaba.

Bastante había probado ella en su vida todo lo que era capaz de hacer por el amor de su padre.

Cuando los inquisidores la interrogaron, calló. Siguieron las amonestaciones, y calló también. Amenazáronla con el tormento; sintió que moría de terror; aquélla era una amenaza espantosa para todos, pero sobre todo para una mujer tan delicada.

Gimió y suplicó; pero aquellos hombres tenían el corazón de roca.

El tormento, o la denuncia de su padre y de los amigos. Ésta era la terrible disyuntiva en que ponían a doña Juana, como ponían siempre a los reos.

Doña Juana aceptó el tormento, y sólo tembló pensando que los dolores fuesen tan espantosos que llegaran hasta hacerse insoportables y la obligasen a confesar.

Reunió toda la energía de su voluntad, y aceptó el tormento.

Los inquisidores la hicieron bajar a la cámara del tormento.

Desde ese momento comenzaba el martirio.

La cámara del tormento era triste, fría como un sepulcro.

La imaginación se adelantaba allí al sufrimiento; el alma presentía el dolor, y le hacía sentir al cuerpo la presencia de aquellos aparatos horribles y desconocidos, con cuerdas, con pinchos, con garruchas, con poleas, algunos de ellos manchados de sangre.

Allí venían a la memoria de los desgraciados que iban a sufrir la tortura, mil historias a cual más sombrías.

Hombres que habían expirado de dolor en el potro; mujeres que habían perdido el juicio.

Hijos que no pudiendo soportar aquellas angustias de muerte, habían denunciado falsamente a sus mismos padres.

Madres que, después de pedir en vano misericordia, y de suplicar como un favor inmenso que se les diera la muerte, habían tenido por fin que denunciar a sus mismos hijos.

Y mil veces, aquellos desgraciados no tenían nada que decir, nada que revelar, y se les torturaba para que confesasen, y ellos mismos se inventaban crímenes que no habían cometido, y acusaban a personas a quienes no conocían quizá más que de nombre, porque lo único que deseaban era que cesase para ellos el tormento, aunque esto les produjese la muerte.

Y esas personas acusadas tan calumniosamente, acusadas por uno que estaba loco de dolor, eran sometidas a su vez a estos mismos espantosos tratamientos, hasta obligarlas a confesar.

Y así se prolongaba esta cadena de mártires.

Y allí era donde las viejas declaraban que eran brujas, y que habían gozado de los amores del diablo, cuando durante toda su vida ni un día habían pensado en semejante locura.

Esos festines infernales que celebraban los sábados las brujas, y los duendes, y los demonios, los crió la Inquisición, que obligó a declarar a muchas infelices que habían asistido a ellos, cuando no conocían quizá ni la existencia de tal conseja.

La grande prueba de esto es que desde que se extinguió la Inquisición, apenas entre la gente muy ruda del campo se oye hablar ya de brujas.

Ahora ya nadie cree en ellas.

Antes creían en ellas los católicos, porque se suponían que si la Inquisición quemaba brujas, era porque las tales brujas existían.

La religión católica prohíbe creer en brujas. Y los inquisidores católicos, sin embargo, castigaron a muchísimas mujeres por brujas.

En un Concilio se declaró que no existía verdaderamente el trato de las mujeres con los espíritus infernales.

Que las que tal cosa declarasen haber hecho, eran ilusas.

Pero debían, sin embargo, ser castigadas como si tal pecado hubiesen cometido. Porque bastaba que ellas creyesen haberlo cometido realmente.

¡Legislación dulcísima de paz y caridad!

(Y todo esto no es una exageración, no es una novela, no es un sueño: el que esto escribe ha visto las causas originales, y puede mostrarlas a quien tenga duda, y puede publicarlas en la parte relativa, si necesario fuere y alguien tuviere duda, sobre alguno de los procedimientos indicados).

Doña Juana fue amonestada en la cámara del tormento a decir la verdad, y nada dijo.

Se le mostraron los instrumentos de la tortura, se le representaron los dolores y las angustias que le esperaban, y la pobre joven pensó en aquellos tormentos, y en que si su valor la abandonaba, su padre sería el que llegaría allí a padecer, y negó.

Entonces llegó el momento más espantoso para ella.

Iba a pasar una cosa en la que no había pensado.

¡Los inquisidores la mandaron desnudar!

Todo su pudor se rebeló. ¿Desnuda ella? ¿Desnuda delante de aquellos hombres infames? ¿Ella? ¿Una virgen cuyas formas no habían sido profanadas ni siquiera por la mirada de otra mujer?

Al escuchar la orden de que la desnudasen, sintió doña Juana como si la tierra se hundiera a sus pies, como si un torbellino de fuego pasase delante de sus ojos.

Estaba resignada al dolor, pero no a la profanación.

Estaba dispuesta a que sus miembros se hicieran pedazos en el potro, pero no mostrarlos desnudos delante de aquellos hombres.

Podía despreciar el dolor que le causase un cordel hundiéndose en sus carnes hasta tocar el hueso, pero no el rubor de sentir las manos de los verdugos recorriendo sus formas virginales.

Rogó, lloró, se arrastró de rodillas, se mesó los cabellos, amenazó, clamó a Dios. Todo en vano.

Tenía que denunciar a su padre para salvarse, y no se atrevió a hacerlo.

Los ejecutores se lanzaron sobre ella y la sujetaron.

Mucha era la práctica que tenían ellos en semejantes operaciones.

En un momento la joven quedó enteramente desnuda.

Pero como así se ofendía el pudor de los señores inquisidores, le pusieron a doña Juana (como se acostumbraba con todas las mujeres) unos zaragüelles.

Zaragüelles eran unos calzones, sumamente anchos, que cubrían sólo hasta el muslo.

Ni podían ser más largos, porque sin distinción de sexo, se ataba al reo al potro por el muslo y la pantorrilla.

Aquella operación de desnudar a una mujer completamente y vestirla los zaragüelles, no podía ser más terrible para ella; y no una virgen pudorosa, ni una casada honesta, ni una recatada viuda, sino una mesalina, un hombre, sentirían ultrajado su pudor, se sentirían horriblemente profanados con trato semejante.

Y luego doña Juana fue tendida en el potro.

Y crujieron las cuerdas, y comenzó el tormento.

Y se le daban vueltas y más vueltas, y a sus gritos de dolor, y a sus gemidos de angustia y de agonía no se contestaba más que con la orden de que declarase.

Pedía ella la muerte como única gracia, rechinaba los dientes, jadeaba, gemía, se estremecía todo su cuerpo, su pecho se alzaba y se oprimía como un mar irritado; y los cordeles y los garrotes del potro torturaban sus brazos y sus piernas, y se hundían en sus carnes, y en muchas partes brotaba y corría la sangre.

Y ella seguía pidiendo la muerte, hasta que el dolor se hizo insoportable.

Entonces sus ojos inyectados quisieron saltar de sus órbitas; un color azulado sucedió a la palidez de su rostro; su boca contraída se cubrió de una espuma sanguinolenta; el sudor que corría de su frente pareció congelarse; lanzó de su pecho un leve rugido, y quedó inmóvil.

Los señores inquisidores la hicieron reconocer, para declarar si podía o no continuarse el tormento.

Y declararon que no, porque aquello que se les presentaba no era ya más que un cadáver.

Por supuesto que aquel cadáver fue enterrado, y nadie supo la suerte que había corrido aquella mujer, puesto que nadie sabía nunca lo que pasaba en el interior de la Inquisición.

III. Desesperación

Don Guillén volvió a encontrarse en la oscuridad de su calabozo, y los recuerdos de su fuga le parecían como los de un acontecimiento que hubiera pasado muchos años atrás, o que no hubiera sido más que soñado.

Pero perdidas ya todas sus ilusiones, desvanecidas ya todas sus esperanzas, el vacío de su corazón le pareció espantoso.

Un abismo causa vértigos, porque la vista no encuentra donde detenerse, y don Guillén sentía el vértigo de la desesperación porque la vista de su espíritu se perdía en las sombras que rodeaban su presente y su porvenir.

Como no pensaba ya en la fuga; como la libertad no tenía para él atractivo, y como, según el estado de su causa, no había motivo para condenarle a muerte, don Guillén no comprendía qué iba a ser de él.

De seguro que los inquisidores no le pondrían libre jamás, porque conocían cuánto podía él decir de la Inquisición, y cuánto descrédito y mala fama daría al Santo Oficio.

No le harían tampoco morir, porque tiempo sobrado habían tenido para ello y no lo habían hecho; además de que en el proceso nada resultaba contra él para aplicarle semejante pena.

No le quedaba, pues, otra perspectiva que pasar todo el resto de su vida encerrado en aquel calabozo, consumirse en la oscuridad y en el aislamiento.

Aquella idea era horrible: para estar enterrado vivo tanto da que el féretro sea pequeño como que tenga las dimensiones de un calabozo. No tenía en su favor más sino que no moriría de hambre; pero esto no era sino prolongar más y más su desesperante agonía.

Desde entonces don Guillén comenzó verdaderamente a perder el juicio. Se puso algunos días siniestro, sombrío; otros alegre, comunicativo.

Algunas veces pedía tinta y papel, y escribía memoriales a los inquisidores llenándoles de insultos, condenando sus prácticas, arguyendo contra sus disposiciones, amenazándoles con todo el castigo de Dios y de los hombres.

En otras, esos escritos no contenían sino alabanzas a los inquisidores y a la institución del Santo Oficio, y bendiciones a los que eran sus verdugos, y protestas de sumisión y actos de contrición y de fe.

Muchas veces esos escritos eran en verso, y como una muestra de ellos, copiaremos literalmente parte de una gran composición dedicada a los inquisidores, y que consta escrita de su puño y letra en su proceso:


En hombros del Eolo presuroso
la fama salga, con mejor bocina
y anuncie al mundo aquel blasón dichoso
que ya logró por la virtud divina
el mexicano tribunal famoso,
con tanta luz en adelante atina
las cumbres intrincadas donde mora
aquella luz, a quien el sol adora.

Su vuelo eterno a la mayor altura
(oh, sacro solio) ya su luz levanta,
y tanto alumbra aquesta antorcha pura
que ya la misma claridad espanta,
cegándose la bella Cinosura
con esta llama celestial y santa,
pues Atropos, no puede con su brío
eternamente, ni apagarla Clío.
 

De la mayor alegría pasaba a la más sombría desesperación. Llegó una vez a acometer al alcaide, y en poco estuvo que no le matara; y los inquisidores, de resultas de ese acceso de rabia, le hicieron poner en el cepo, en donde estuvo por muchos meses.

Así pasaron años tras años, y formóse otro proceso contra él por causa de la fuga.

Acumuláronse declaraciones, y se le acusó por todo de pacto implícito con el demonio.

Él contestaba algunas veces con razones, y otras con injurias; nombráronsele defensores que de nada le sirvieron, y enviáronle a catequizarle frailes, a quienes despreció.

Aquel hombre no estaba ya en estado de comprender lo que en pro o en contra de él se decía.

Así pasaron nueve años desde su segunda aprehensión.

Durante los diez y siete años que duró don Guillén en las cárceles secretas del Santo Oficio, la Inquisición general de España no dejó pasar una sola flota de las que venían a la colonia, sin escribir a los inquisidores de México preguntándoles el estado que guardaba el proceso, dando resoluciones sobre los casos dudosos que se le consultaban, ordenando algunas veces que se tratara al reo con rigor, y aconsejando, otras, que se usara con él de misericordia.

Personaje notable debió haber sido en aquellos tiempos don Guillen, pues tanto preocupó su proceso a las Inquisiciones de España y de México, y se tuvo tan gran cuidado en ocultar todo lo concerniente a su causa.

Los manuscritos encontrados en el calabozo de don Guillén, se hicieron copiar y se remitieron a los más acreditados calificadores del Santo Oficio, y cada uno de esos calificadores, que sólo tenía que dar su dictamen sobre una parte de esos manuscritos, escribió un tomo, en el cual pretendía lucir su erudición, cansada por cierto, combatiendo las opiniones del desgraciado prisionero, como si fuera una de las grandes cuestiones que ocuparan en aquellos tiempos a la Iglesia, como si emprendieran la refutación de las doctrinas de Lutero o de Calvino.

Durante los últimos meses de su prisión, don Guillén estaba en un estado casi de insensatez.

Había sufrido tanto y tantos años, que era realmente imposible que su alma lo hubiera podido soportar.

Por fin llegó el día de la sentencia, y los inquisidores se reunieron a deliberar y a dar su voto.

Aquella sentencia ocupa muchas, muchísimas fojas, y allí se demuestra que don Guillén era culpable y digno de ejemplar castigo, por muchísimos delitos, aunque casi todos ellos se reducían a que había dicho o escrito tal o cual cosa que los calificadores declararon que era proposición formalmente herética y contraria a la religión.

Don Guillén fue condenado por los inquisidores a ser entregado a la justicia y brazo secular; es decir, a ser entregado a una muerte segura, pues éste era el modo hipócrita con que sentenciaba a muerte la Inquisición.

IV. Los preparativos

Por toda la ciudad se sabía en México que iba a celebrarse un solemne auto de fe.

Un auto de fe era en aquellos tiempos una de las «diversiones» más concurridas y más del gusto del pueblo.

La Inquisición desplegaba en semejantes casos un lujo y un esplendor que fascinaban.

Preparábase el auto de fe con muchísima anticipación.

Se hacía un presupuesto de lo que en él debía de gastarse, y, por supuesto, que no se economizaba ni se olvidaba nada.

Un anfiteatro levantado en una plaza, que casi siempre era la mayor. Y en ese anfiteatro, como si se tratase de dar una corrida de novillos o la representación de un auto sacramental, o unas maromas, se preparaban lujosos palcos desde dónde pudiesen «gozar de la diversión» el virrey, la audiencia, los empleados públicos, las comunidades religiosas, los personajes de la nobleza y las principales damas de la población; además, había graderías para el pueblo, es decir, para los plebeyos.

Los palcos principales, sobre todo el del virrey, que solía ir acompañado de la virreina, se adornaban con gran lujo: alfombras de seda, cortinajes, muebles soberbios; y ese palco estaba comunicado por medio de una especie de puente levadizo con una de las casas inmediatas al lugar en que se celebraba el auto de fe.

Por ese puente, el virrey pasaba de la casa al palco y del palco a la casa, y en ésta se preparaba un convite, y camas y alcobas para dormir, porque como el auto duraba muchas horas, y algunas veces días, el virrey, cuando se fastidiaba de oír condenaciones y de ver penitenciados, o se sentía con hambre, pasaba con los inquisidores a la casa a comer opíparamente, y a descansar y a dormir.

Pero los muebles y demás útiles que se ponían en esta casa eran de gran lujo; las vajillas siempre de plata, los tapices de seda recamados de oro, y nada se omitía para que S. E. y las personas que le acompañaban se encontrasen satisfechas y contentas.

Se adornaban los balcones y las ventanas de todas las casas vecinas, con cortinajes y con cuadros que representaban algún santo.

Todos los concurrentes al auto vestían lo más lujosamente que les era posible, y las azoteas y los balcones se llenaban de gente, que iba a ver la procesión de inquisidores, y clero, y virrey, y audiencia, y empleados y señores de la nobleza, que salían de la Inquisición seguidos de los penitenciados y se dirigían al lugar destinado para el auto de fe.

Los penitenciados iban acompañados cada uno de dos clérigos o frailes que le exhortaban en el camino; vestían el sambenito, que era una túnica de colores, en donde estaban pintados o bordados, sapos, culebras, demonios, llamas, cráneos, y cuanto podía causar horror: por tocado llevaban un gorro de ridícula figura, y en la mano velas de cera, generalmente de color verde.

En el anfiteatro en que se celebraba el auto de fe, se ponía un púlpito para que se predicase un sermón alusivo al auto, y dos ambones o tribunas para que allí se leyesen las causas y las sentencias.

Enfrente de aquellas tribunas se establecía un alcalde, que representaba al «brazo secular», es decir, a la justicia ordinaria.

Relajábase a un reo, es decir, se le sentenciaba por el Santo Oficio a ser entregado al brazo secular, e inmediatamente se pasaba la causa al alcalde, y éste, allí mismo, sin más ver ni estudiar ese proceso, sentenciaba al reo a ser quemado, vivo muchas veces, y otras después de ser ahorcado.

V. El auto de fe

El día 19 de noviembre de 1659, la Inquisición de México iba a celebrar un solemne auto de fe.

El gran tablado se había puesto en la Plaza Mayor de la ciudad y al frente de las Casas de Cabildo.

Pero esta solemnidad tenía sus preparativos ceremoniales, una especie de prólogo, que consistía en una procesión.

El martes 18 de noviembre, víspera del auto, a las cuatro de la tarde salió esta procesión.

Poco antes de esta hora llegó al convento de Santo Domingo el conde de Santiago, corregidor interino de la ciudad, acompañado de las personas más notables de ella.

El conde y los que le acompañaban vestían ricamente; y como todos los que por causa de su oficio, o por haber sido invitados, concurrían a esta clase de funciones, procuraban lucir sus más magníficos trajes y sus más ricas joyas.

Recibieron al conde y a los que le acompañaban, los frailes, con las mayores muestras de respeto y de cariño, y les condujeron a la iglesia.

El templo presentaba un aspecto tristísimo y solemne; el Sagrario, el altar mayor y todos los demás altares, estaban cubiertos con velos negros espesísimos.

En el centro del presbiterio había una sencilla cruz de madera, pintada de verde, en medio de cuatro velas encendidas.

Allí, delante de esa cruz, estaban sentados Pedro López de Soto, alguacil mayor del Santo Oficio, y los demás oficiales de ese tribunal, todos vistiendo ricos trajes, todos aderezados como para asistir a una gran fiesta.

Al llegar allí el conde de Santiago, se pusieron en pie aquellos hombres, y el conde, con su comitiva, tomó también asiento, y comenzaron los frailes dominicos a preparar la salida de la procesión.

El silencio que reinaba en aquellos momentos en el templo era solemne; parecía que la muchedumbre que llenaba las naves no se atrevía ni aun a respirar, y casi podía escucharse el ruido de la atmósfera chocando contra los macizos muros.

Ni el murmullo de una oración, ni el vago cuchicheo de los espectadores, ni los sonoros pasos de los sacristanes; apenas el chasquido de las velas de cera que ardían delante de la cruz.

Aquélla parecía la concurrencia de los cadáveres en el vacío, porque las ondas sonoras del viento no traían de afuera ni el menor ruido.

Repentinamente la multitud se estremeció; había sonado una campana; era el pavoroso tañido de la plegaria que interrumpía el silencio mortal que reinaba en el templo.

Todas las campanas de la iglesia de Santo Domingo sonaron luego con aquel triste toque; y como si sus ecos hubieran despertado a la ciudad, primero en un campanario y después en otro, y luego en todos, aquella plegaria sonó repetida por todas partes, desde la Catedral hasta la más pobre iglesia de los barrios.

Los desgraciados que gemían en las cárceles, condenados ya a salir al día siguiente en el auto de fe, escucharon aquel toque como el de su agonía.

Aún no se había pronunciado la sentencia de esos infelices, pero cada uno comprendía la suerte que le aguardaba, porque a los que debían de ser quemados se les habían dado confesores, a fin de que se preparasen a morir «cristianamente».

La Inquisición no condenaba a ninguno a ser quemado, porque esto correspondía al brazo secular; pero sí sabía cómo debía arreglarse para que el brazo secular diese esa sentencia, y además el Santo Oficio mandaba disponer el «quemadero» y proporcionaba la leña y todo lo demás que pudiera necesitarse para ejecutar aquellas horribles sentencias.

Don Guillén esperaba ya, si no con impaciencia, sí con indiferencia el día de su muerte.

Había sufrido tanto, había pensado tanto en la muerte, había sentido tan vacío su corazón, tan fría la realidad, tan negro y tan pesado el porvenir si le condenaban a cárcel perpetua, que la espantosa idea de morir en la hoguera no le aterraba.

Aquella muerte debía de ser dolorosísima; aquella agonía, terrible y prolongada; pero todos aquellos sufrimientos pasarían y él encontraba ya el descanso eterno.

Para don Guillén el mundo era tan aborrecible, que la entrada de la eternidad era su única ilusión, aun cuando aquella entrada fuera por el brasero del Santo Oficio.

Sonaron las cuatro, y la procesión comenzó a salir de Santo Domingo.

Por delante marchaban los caballeros particulares de la ciudad, seguíanle los empleados, y tras ellos el conde de Santiago, llevando el estandarte de la Inquisición.

A los lados del conde, y llevando las borlas de los cordones de ese estandarte, caminaban, a la derecha el conde de Penal va, y a la izquierda el hijo mayor del conde de Santiago.

Seguían todas las corporaciones y comunidades religiosas, que eran muchas, y todas ellas muy numerosas, y cerraba la marcha el prior de Santo Domingo, acompañado de todos los religiosos de su convento, y llevando en las manos la cruz de madera pintada de verde.

La procesión atravesó la plaza de Santo Domingo, llegó a la esquina de la calle de Cordobanes, y torció por la del Reloj para pasar delante del Palacio.

El virrey y la virreina, acompañados de sus amigos y amigas, y de toda la servidumbre, ocupaban los balcones y miraron desde allí pasar aquella comitiva.

La procesión atravesó la Plaza Real, como se llamaba entonces, y llegó al tablado que estaba frente a las Casas de Cabildo.

Aquel tablado, que costó a la Inquisición 5,000 pesos, medía veinte varas en cuadro y tenía escaleras por sus cuatro lados, y en medio de él se levantaba un altar.

Los cantores de la Catedral, que iban en la procesión, comenzaron a cantar lo que se llamaba motetes, y al son de estos cantos la procesión subió al tablado por la escalera principal, y el prior de Santo Domingo colocó en el altar del centro la cruz que llevaba.

Entretanto no cesaba en todas las iglesias el tristísimo clamoreo de las campanas.

Colocada la cruz en el altar, cantáronse algunos versos; el prior dijo una oración, y todo el mundo se retiró, a excepción de los religiosos dominicos, que se quedaron en el tablado velando toda la noche.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, las campanas de los templos comenzaron a tocar rogativa.

Las gentes de la ciudad, que desde muy temprano se habían preparado para la diversión, se lanzaron a la calle, a fin de no perder ni un solo paso de la ceremonia.

Al sonar las rogativas, las calles se llenaron literalmente de hombres y de mujeres y de niños, todos y a cual más vestidos con el mayor lujo; trajes de seda bordados y recamados de oro y plata, cadenas y joyas de todas clases: pocas veces se había visto en México tanta y tan magnífica concurrencia, porque desde muchas leguas a la redonda habían llegado gentes atraídas por el interés de presenciar un auto de fe, que se decía iba a ser uno de los más solemnes que había celebrado el Santo Oficio.

Pocos momentos después de las seis comenzó a salir de Catedral una gran procesión.

Era toda la clerecía de las parroquias con sus cruces, los clérigos todos con sobrepellices, las cruces cubiertas con velos negros, y los ayudantes de cura con cruces verdes en las manos.

Aquella procesión iba presidida por el cura más antiguo del Sagrario don Jacinto de la Cerna, que llevaba la capa, y a sus lados caminaban los curas doctor don Cristóbal de Medina y licenciado Luis Forte de Mesa.

Aquella procesión, cantando en vos baja el Miserere mei, se dirigió a la Inquisición, atravesando por medio de un inmenso concurso que llenaba las calles.

Llegaron en esta forma hasta las puertas de la Inquisición, cuyas puertas estaban cerradas, pero al momento de acercarse ellos allí, aquellas puertas se abrieron, como si no más a eso se hubiera esperado, y toda aquella procesión penetró en los patios del edificio.

La procesión de los clérigos entró al gran patio de la Inquisición para hacer la ceremonia de la absolución, y volvió a salir en seguida; pero entonces ya se organizó el cortejo general.

Detrás de la clerecía marchaban los penitenciados, que eran treinta entre hombres y mujeres, negros y negras algunos, que iban allí por renegados; dos mulatas por hechiceras.

Seguían ocho hombres, y éstos llevaban capisayos y corozas.

Entre ellos iba don Guillén de Lombardo, y estos ocho hombres eran los destinados a ser quemados vivos.

Don Guillén marchaba sereno, pero sin afectación; sin temer la muerte, pero sin despreciar aquel momento solemne: era un valiente, no un farsante.

Al lado de todos los reos iban frailes de todas las órdenes exhortándoles y consolándoles, y a don Guillén le acompañaba el padre Fray Francisco de Armenta, de la orden de la Merced y catedrático de prima Teología.

Después de los reos marchaba el alguacil mayor Pedro de Soto, acompañado de doce alabarderos y del secretario del Santo Oficio, que cuidaba de una mula ricamente enjaezada, que del diestro llevaban dos lacayos.

En esa mula iban un magnífico cofre en que se guardaban las causas de los penitenciados, y una gran cantidad de varas de membrillo, y todo cubierto con un rico tapete de terciopelo carmesí guarnecido con franjas de oro.

Aquella fúnebre comitiva atravesó las calles en medio de un gentío inmenso que callaba y se descubría con respeto.

Los penitenciados y los condenados ya a la hoguera, fueron sentados en una especie de cimborrio o media naranja que se había construido al lado del tablado cerca de la puerta de la Alhóndiga.

A las ocho de la mañana el virrey salió de Palacio.

Acompañábale toda la nobleza, todos los que habían sido alcaldes mayores, y los que lo eran entonces en la ciudad y en siete leguas a la redonda.

Tras ellos seguían el consulado, la Universidad, todos los doctores con borlas y muceta; el cabildo metropolitano, caminando todos los canónigos en mulas con gualdrapas negras. Después los regidores y los alcaldes ordinarios, que en aquella sazón lo eran don Gonzalo Fernández de Osorio y don Pedro de Toledo; el tribunal de oficios reales, los oficiales de la contaduría mayor, alguaciles y procuradores, y los alcaldes de corte y los oidores.

El virrey, a quien acompañaba todo ese concurso, era el que cerraba aquella marcha, lujosamente vestido con un traje bordado de plata.

Aquella comitiva era deslumbradora por su lujo y su elegancia, y la muchedumbre alzaba gritos de contento, porque jamás habíase visto otra igual.

Dirigiéronse para la plaza de Santo Domingo y llegaron a la Inquisición. Allí hicieron alto, y el virrey, acompañado sólo de su caballerizo mayor don Prudencio de Armenta, entraron a la casa de la Inquisición, en donde le esperaban ya don Pedro de Medina Rico, inquisidor más antiguo y visitador del Santo Tribunal, don Francisco de Estrada y Escobedo, don Juan Sáenz de Mañozca y don Bernabé de la Higuera y Amarillas.

Al entrar el virrey, que iba a caballo como todos los de su comitiva, encontróse ya a los inquisidores, caballeros en poderosas mulas con gualdrapas, teniendo por tocado bonetes y sombreros con borlas.

Saludáronse virrey e inquisidores, saliendo luego de allí, llevando los inquisidores, en medio de ellos cuatro, al virrey, y conduciendo el estandarte de la fe don Bernabé de la Higuera y Amarillas.

La tropa del gobierno de la colonia se reducía a ocho compañías de infantería, que todo aquel día y la víspera estuvieron sobre las armas y haciendo salvas.

Llegó aquella lucida cabalgata al asiento destinado para el virrey, inquisidores y demás comitiva, echaron pie a tierra, y tomó cada uno su respectiva colocación.

Estos asientos estaban cerca de la Casa de Cabildos, y tan cerca, que de allí podían entrarse por los balcones de dicha casa hasta la sala de los archivos, en donde estaba dispuesta una suntuosa mesa para la comida.

Apenas llegó el virrey, un fraile subió al púlpito, predicó un sermón, y comenzaron a leerse las causas y las sentencias.

A la una de la tarde el virrey pareció cansado. Cesó por entonces el auto, y S. E. se retiró con los inquisidores al archivo del ayuntamiento, en donde se sirvió la comida, que fue costeada por el arzobispo.

Leyóse la causa y sentencia de don Guillén, y fue entregado al brazo secular.

El brazo secular estaba representado en ese día por el corregidor, el conde de Santiago, cuyo tribunal estaba colocado en la bocacalle de Plateros.

Don Guillén fue condenado a «ser quemado vivo», y en el acto se procedió a la ejecución de la sentencia.

Todos los condenados a la hoguera fueron montados en mulas, y tras ellos se colocó el pregonero que anunciaba su delito y su sentencia.

Púsose en marcha esta comitiva, atravesando por las calles de San Francisco, y la voz del pregonero sonando triste y pavorosa a cada momento.

VI. La noche de las venganzas

—Querida mía —dijo Felipe a doña Inés— creo que debemos asomarnos a la ventana, que han sonado ya las cuatro y no deben estar ya lejos los que van al quemadero.

—Como tú lo dispongas —contestó doña Inés.

Ambos se levantaron de sus asientos, y abriendo los batientes de la ventana, se asomaron a la reja.

La gente, como un río, comenzaba a pasar apresurada rumbo a San Hipólito, en donde estaba el quemadero, y ésta era la señal indudable de que se aproximaban los sentenciados, porque la gente se adelantaba para encontrar buen lugar y presenciar la ejecución.

Comenzóse a oír a los lejos la voz del pregonero, y por fin se distinguió el grupo de los que iban a ser ajusticiados.

Doña Inés iba poniéndose más y más pálida cada momento.

—Ahí vienen —dijo Felipe con cierta alegría—. Ganas tengo de ver a nuestro don Guillén con coroza y capisayo, que le deben sentar tan bien como a un rey una corona y un manto.

Y como si hubiera dicho una cosa muy graciosa, volvió el rostro, riéndose, a ver a doña Inés.

Pero al ver aquel semblante pálido, aquel entrecejo fruncido, aquellos labios tenazmente apretados y aquellos ojos con la fijeza de la locura, la risa se heló en la boca de Felipe.

Felipe no amaba ya a doña Inés, la tenía a su lado por costumbre y porque creía no encontrar para compañera una mujer más resignada y silenciosa.

No la amaba ya y, sin embargo, sintió como celos al mirarla tan conmovida: la idea de que don Guillén podía interesar aún a doña Inés, sublevó el odio que Felipe tenía al salvador de su padre; odio tanto más natural, puesto que don Guillén no había tenido para Felipe y su familia más que cariño y acciones generosas.

Felipe tomó violentamente el brazo de doña Inés y la dijo con acento de cólera:

—Veo que te interesas mucho por ese hombre.

—Apártate, y calla —contestó doña Inés con voz ronca, pero con tanta energía y con tan soberano aire de superioridad, que Felipe no se atrevió a desobedecerla.

Además, como ya los sentenciados estaban cerca, la curiosidad hizo olvidar a Felipe lo que estaba pasando, a tal grado que, buscando a don Guillén entre los condenados, preguntó a doña Inés:

—¿Cuál es de ellos?

—Ése —contestó ella maquinalmente, señalando a uno de los que en ese momento cruzaban delante de la reja.

Se necesitaba la mirada de una mujer como doña Inés, que había tenido por don Guillén una pasión violenta y terrible, para haberle reconocido después de diez y siete años de prisión en el Santo Oficio.

En efecto, sólo los ojos de una mujer apasionada podían encontrar en aquel hombre viejo y descarnado, caballero en una bestia de albarda, disfrazado con la coroza y el capisayo, e inclinado bajo el peso de tan largos sufrimientos, al apuesto y gallardo mancebo que había llamado tanto la atención pública por su fortuna con las damas, por sus profundos conocimientos científicos y por su elegancia y valor.

Don Guillén pasaba tan cerca de la reja de doña Inés, que oyó bien cuando ésta le dijo a Felipe:

—Ése.

Aquella sola palabra le hizo reconocer a él la voz que no había olvidado en su largo cautiverio.

Volvió el rostro instintivamente y miró a doña Inés en su ventana, a pocos pasos de él, y la reconoció, y los ojos de los dos amantes volvieron a encontrarse después de tantos años de ausencia.

¿Qué cosa pasó en aquellos dos corazones?

Don Guillén comprendió en la mirada de doña Inés que aquella mujer nunca le había olvidado; conoció que le amaba aún, y sintió un dolor espantoso en el corazón: la volvió a ver ya al lado de su tumba.

Iba a la muerte con resignación; mas desde aquel momento la muerte le causó horror.

Había encontrado ya un ser que le amase sobre la tierra; pero aquel amor debía durar pocos instantes.

Los ojos de doña Inés y de don Guillén se encontraron: cruzó entrambos algo como un relámpago.

—Doña Inés —exclamó don Guillén, no pudiendo contenerse, y con una voz tan doliente, que hizo estremecer a la dama.

—Guillén —murmuró sordamente ella, teniendo que asirse a la reja para no caer desmayada.

—¡Hereje! —gritó con el estertor del odio más reconcentrado Felipe—. ¡Hereje!

Y todo aquello pasó en menos de un minuto: la fúnebre procesión se alejó, y don Guillén volvía aún la cabeza; pero entonces, como hilos de brillantes, corría ya el llanto de sus ojos.

Lloraba de emoción, de ternura; era la primera vez, después de diez y siete años, que encontraba un corazón que se interesara por su suerte. Había creído, al comenzar su marcha para el patíbulo, que el mundo estaba desierto para él, que no dejaba sobre la tierra ni una sola alma que guardase su recuerdo: desde el momento en que miró a doña Inés y comprendió lo que pasaba en el alma de aquella mujer, sintió como si el mundo estuviera todo poblado de amigos y de hermanos suyos; le pareció horrible la muerte después de aquello: aún podía haber encontrado una mujer que le amase, aún podía haber sido feliz.

Doña Inés, al ver que se alejaba don Guillén, experimentó una reacción terrible: sus ojos, húmedos por el llanto, se secaron repentinamente y brillaron con un resplandor siniestro; crujieron sus blanquísimos dientes, y se crisparon con violencia sus manos.

Y como si hubiera perdido el conocimiento, se arrojó sobre las rejas de la ventana, queriendo abrirse paso por allí para salir en seguimiento de su antiguo amante, gritando:

—Espera, espera, que te sigo: yo te perdí, yo soy quien te mata, soy tu asesino; debo morir también contigo.

—¡Inés! ¡Inés! —decía Felipe furioso y procurando arrancarla de aquella ventana—. Inés, retírate; loca estás: entra ¡la gente comienza a escandalizarse!

Y hacía esfuerzos violentos para retirarla de la ventana.

Pero doña Inés, asida de la reja, no cesaba de gritar:

—¡Espera! ¡Espera, que te sigo!

La gente se detenía ya en la calle contemplando aquella escena extraña.

Por fin, Felipe, haciendo un esfuerzo poderoso, logró arrancar de allí a doña Inés, y casi cargándola llevóla a un sitial y volvió a cerrar violentamente la ventana, diciendo a la gente que había en la calle:

—Rezad por ella, hermanos; es una pobrecita loca que me hace padecer horriblemente.

El concurso, emocionado, se retiró, y Felipe volvió al lado de doña Inés, que estaba como desmayada en el sitial.

—Basta de tolerar semejante escándalo, señora —dijo furioso— no quiero sufrir más.

—¿No quieres? Pues tendrás que sufrir, infame; tendrás que sufrir.

—¡Inés! repórtate, por Dios, porque si no… —y el miserable levantó la mano en ademán de descargar un golpe.

—Infame —dijo ella poniéndose en pie, pálida, lívida, pero soberbia y amenazadora— infame, tú eres quien tiene la culpa de todo; tú, que destilaste en mi corazón noble y generoso el horrible veneno de los celos; tú el que con todo el corazón de un tigre te gozaste en probarme que me engañaba y en exaltar más y más mis rabiosos celos. Por ti va ese hombre generoso a morir en la hoguera; por ti abandonó el mundo tu hermana Clara, pobre virgen; por ti tomó Carmen un veneno y doña Juana se entregó en manos del Santo Oficio; por ti, en fin, monstruo, abandoné mi casa, y con ella mi honra, y soy una mujer perdida; y lo que es mil veces peor para mí, he tenido que sufrir tantos años tu odiosa compañía.

—¿Es decir que aún amas a ese hombre? —preguntó Felipe, pálido y con el rostro desencajado.

—Le amo, y le he amado siempre, y sólo el exceso de esta voraz pasión ha sido capaz de arrastrarme al crimen por los celos; pero ahora que le he visto, que comprendo cuánto ha sufrido, que sé que va a tener una muerte horrible por mi causa, ahora me arrepiento; ahora quisiera verle mejor en brazos de otra mujer, que es para mí el más espantoso de los sufrimientos, pero que viviera, que fuera feliz, ¡que fuera feliz!

Y doña Inés cayó de rodillas cubriéndose el rostro con la mano y sollozando de una manera que hubiera conmovido a una fiera.

—¿Y te causa un dolor tan espantoso pensar en su muerte y en los tormentos que va a sufrir en su última hora? —preguntó Felipe con una horrible sangre fría.

Doña Inés lanzó un gemido.

—¡Contesta! —dijo con imperio Felipe—. ¿Te espanta sólo pensar en la muerte que va a sufrir?

—Ese pensamiento solo, me mata —contestó doña Inés.

—¡Oh! cuánto me alegro, porque quiero llevarte a verle morir, a presenciar su agonía y sus tormentos; quiero que le veas retorcerse convulso y jadeante entre las llamas; quiero vengarme de él y de ti, gozarme en su agonía y en tu sufrimiento. Ven.

Y la tomó de una mano.

Doña Inés alzó el rostro completamente tranquilo; miró un instante a Felipe, y levantándose, contestó con resolución:

—Vamos.

Felipe, al escuchar aquello cuando esperaba una negativa enérgica y una resistencia desesperada, retrocedió como si hubiera pisado una víbora.

—Vamos —repitió doña Inés; y como Felipe no contestaba, entonces fue ella quien le tomó de la mano y le mostró la puerta.

—Bien, Inés —dijo Felipe fingiendo calma— vamos; pero ponte un manto para salir a la calle.

—Voy por él —contestó ella, y salió del aposento.

Felipe, asombrado, no sabía ni qué pensar.

Pocos momentos después volvió doña Inés con la apariencia más completa de tranquilidad.

—Vamos —dijo.

—Vamos —contestó Felipe.

Y los dos salieron a la calle.

VII. Continúa el anterior

El quemadero estaba rodeado de una muchedumbre inmensa: en las calles, en las ventanas, en los terrados, en las ramas de los árboles, en todas partes había espectadores ansiosos de ver a los «quemados».

Y aquello para los espectadores no tenía el aspecto sólo de una diversión; era, además, un acto religioso porque no faltó un Papa que concediera algunos años de indulgencia a todos los cristianos que con devoción acudiesen a ver quemar a algún hereje; de modo que muchos en aquella tarde estaban ganando la indulgencia.

Doña Inés y Felipe llegaron hasta el Quemadero, pero no podían acercarse demasiado, porque era difícil abrirse paso entre aquella multitud de personas.

—¿Quieres que permanezcamos aquí? —preguntó Felipe, afectando la mayor indiferencia.

—Preferiría yo llegarme hasta el Quemadero —contestó doña Inés.

—Pues vamos a emprender la lucha para penetrar, aunque me parece imposible acercarnos al brasero.

—Probemos.

Felipe comenzó a abrirse paso, y doña Inés le seguía sin hablar una palabra.

Mucho caminaron; pero aún estaban lejos, y entonces Felipe, cansado sin duda de tantos esfuerzos, volvió el rostro y dijo a doña Inés:

—¿Te parece que aquí estamos bien?

—Más adelante, más adelanté; no quiero perder nada, absolutamente nada de lo que va a pasar.

—Pero ¿pudieras explicarme ese repentino cambio?

—¿Cuál?

—Hace un momento te estremecías de horror pensando sólo cuanto iba a pasar aquí, y ahora no quieres perder ni el menor movimiento de los que estos herejes hagan para morir.

Felipe dijo estas últimas palabras afectando un profundo desprecio por los condenados, y, mirando fijamente a doña Inés, esperaba con esas palabras sondear el alma de aquella desgraciada.

Pero su cálculo salió errado, porque doña Inés permaneció impasible: ni uno solo de los músculos de su fisonomía se contrajo, ni varió el color de su rostro, bien que estaba algo encendido por la fatiga.

—Yo tengo mis razones —contestó— sigamos adelante.

Felipe conoció que era inútil insistir, y emprendieron de nuevo el trabajo de atravesar aquel gentío para llegarse más al lugar de la ejecución.

Por fin, los dos se colocaron en primera línea, no sin haber sufrido injurias y haber oído mil maldiciones, y haber desgarrado sus vestidos; pero doña Inés estaba en el lugar que deseaba a pocos pasos del Quemadero, y en donde nada le impedía ver y ser vista por don Guillén, y escuchar sus últimas palabras.

Había dispuestos en el Quemadero ocho postes de madera para atar en ellos a los ajusticiados, y al pie de cada uno de esos postes preparada ya la leña para la hoguera.

Comenzaron a subir uno por uno a aquellos desgraciados, y reinó entonces un espantoso silencio en la multitud, de manera que se oían distintamente y a gran distancia los pavorosos gritos de los frailes que les exhortaban y consolaban, y los llantos y los gemidos de algunos de los condenados, que se quejaban con tanta fuerza, que hubieran sido capaces de enternecer a un concurso menos religioso que aquél.

Don Guillén subió también al patíbulo; pero firme, sereno, resignado.

La palidez de su rostro era espantosa: parecía un cadáver caminando en virtud de un conjuro. Debajo de la coroza que le servía de tocado le escapaban largos mechones de canas; su fisonomía expresaba un largo y terrible sufrimiento, pero sus ojos no habían perdido su brillo, a pesar de que su mirada era profundamente melancólica.

El madero a que iban a atar a don Guillén estaba precisamente enfrente de doña Inés.

Apenas le colocaron allí y comenzaron a asegurarle con las argollas de hierro que del madero pendían, bajó él la vista, y sus ojos se encontraron con los de doña Inés: entonces se coloreó suavemente su rostro, y una sonrisa imperceptible de felicidad vagó por sus labios.

Aquélla había sido para él una suprema felicidad.

Había creído no volver a encontrar a aquella mujer después de haberla visto al pasar para el patíbulo; y aunque el término de su vida era tan corto, su único deseo para morir tranquilo era volver a mirarla un solo instante, y no podía ya buscarla sobre la tierra, porque iba a morir, y esta consideración despedazaba su alma ya tan atribulada.

Los que sienten delante de sí muchos años de existencia no se conforman con hablar todos los días a la mujer que aman y desean no separarse nunca de su lado, porque el que más tiene en el mundo más desea; pero el que nada tiene, cualquier cosa le parece un gran beneficio del cielo.

Don Guillén no contaba ya sino con algunos minutos de vida, y ¡qué vida! los tormentos infernales de la hoguera: mas esos minutos de espantosa agonía los iba a pasar mirando siquiera el rostro de una mujer que le amaba, porque él leía en los ojos de doña Inés que no había venido allí por gozarse en sus tormentos, por divertirse con su agonía, sino por acompañarle, aunque fuese de lejos, en tan terrible trance.

Desde ese momento don Guillén no quiso separar ni por un solo movimiento sus ojos de los de doña Inés, y ambos en voz baja comenzaron a murmurar su despedida, moviendo apenas sus labios, pero adivinándose.

—Adiós, ángel mío —decía doña Inés— adiós: el cielo se abre para recibirte, pobre y noble mártir. Yo te entregué a tus verdugos; yo soy la que enciendo esa hoguera; pero si tú pudieras comprender el infierno que siento dentro de mi alma; si tú pudieras ver lo que pasa en mi corazón, querrías mejor expirar en la hoguera que sentir lo que yo siento. ¡Oh!, ¡si con mi sangre, con mi vida, con la salvación de mi alma pudiera libertarte de esa muerte, con cuánto gusto perdería mi existencia, condenaría mi alma! Adiós, adiós, mi bien, mi amor; pronto te seguiré; pero antes quedarás vengado.

—Adiós —decía don Guillén— adiós, noble mujer, que vienes a despedazar tu alma mirando mi agonía y mi muerte, pero que no me abandonas en este horrible trance: cuánto te amo, único ser que me ama en el mundo; ya me voy, adiós. No sé qué habrá más allá de esta tierra; pero si el alma guarda memoria de la vida, tuya será siempre mi alma. Adiós, adiós.

Entretanto los frailes exhortaban a don Guillén y los verdugos preparaban la ejecución, y el escribano y los testigos de asistencia se acercaban para presenciar el acto y dar fe.

Pero él, con la mirada fija en doña Inés, no se apercibía de nada.

El verdugo introdujo la tea encendida entre la leña cubierta de resina, que formaba la pira en que estaba parada la víctima.

Alzóse rápidamente la llama rodeada de un humo denso, y se escuchó un alarido horrible, al que contestó otro en el momento.

El primero lo había lanzado don Guillén al sentir las llamas que quemaban repentinamente su cuerpo; el otro era el de doña Inés, que cayó desmayada en los brazos de Felipe.

El fuego se apoderó del capisayo y de la ropa, y de los cabellos de don Guillén, envolviéndole en un manto de humo y de llamas.

Durante algún tiempo se vio aquel cuerpo, ya informe, retorcerse con desesperación, y estremecerse de dolor, y lanzar gemidos ahogados y gritos estridentes.

Y luego, después de esta espantosa agitación, que no fue muy larga, quedar inmóvil y sostenido tan sólo por las ligaduras que le ataban al poste.

Don Guillén había expirado, y era ya sólo un cadáver el que «iba a reducirse a cenizas», según lo disponía la sentencia del corregidor.

Doña Inés volvió pronto en sí; parecía que algo la llamaba a la vida.

Púsose en pie y sus ojos buscaron a don Guillén; pero ya no le vio: en el lugar en que pocos momentos antes le había contemplado por última vez, no existía más que una masa negra, que ardía lanzando torrentes de negro y pestilente humo, y crujiendo e hirviendo, y presentando el más repugnante de los espectáculos.

Apenas podía creerse que era el cadáver de un hombre llevado allí por el tribunal protector y defensor de la fe.

Sin embargo, doña Inés no apartaba un momento sus ojos de aquel cuerpo que se consumía en la hoguera.

Y aquella masa informe ardía y ardía lentamente, y los verdugos arrojaban algunas veces leña en la hoguera para alimentar la llama.

Luego movieron la hoguera, y el cuerpo de don Guillén, ya enteramente carbonizado, se hizo pedazos, y aquellos pedazos se confundieron después con las brasas…

Al fin todo quedó reducido a un montón de cenizas humeantes que, movidas y removidas de nuevo por los verdugos, arrojaban al aire una que otra chispa.

Entonces todas aquellas cenizas fueron recogidas y arrojadas a una de las acequias de los alrededores.

La sentencia estaba cumplida: de don Guillén de Lampart no quedaban ya ni las cenizas.

La noche había cerrado completamente, y estaba negra y lluviosa, y soplaba un viento frío, que parecía gemir entre las ramas de los árboles.

Toda la gente, cansada, se había retirado ya, y el lugar de la ejecución estaba casi desierto.

Apenas se veían allí algunos de los empleados del Santo Oficio, que a la rojiza y escasa luz de un farolillo, buscaban entre las cenizas de los quemados, que iban arrojando al canal, las esposas y los grillos con que habían estado atados aquellos infelices; única cosa que había resistido a la voracidad de la hoguera, la única memoria que de ellos quedaba, y que se llevaba a la Inquisición para aprovecharse en la primera oportunidad.

¡Cuántas veces aquellos grillos y aquellas cadenas habían salido de la hoguera para volver después con otra víctima!

Quedaban en pie también los restos de algunos de los postes, medio quemados, porque los cuerpos se desprendían de ellos algunas veces muy pronto, y esos macizos maderos ennegrecidos, señalaban por muchos días el lugar de aquellos horribles sacrificios.

En aquel silencio y en aquella soledad podían, sin embargo, distinguirse dos personas:

Un hombre y una mujer.

Los dos, como estatuas de granito, habían permanecido inmóviles durante toda la ejecución hasta que se arrojó al agua de la acequia el último puñado de ceniza de la hoguera de don Guillén.

Eran… Felipe y doña Inés.

Doña Inés tuvo una tenaz fijeza en su mirada hasta el último instante. No volvió a desmayarse, ni a llorar, ni siquiera a suspirar: su semblante presentaba la inmovilidad de un cadáver.

Felipe por el contrario: estaba convulso, sus ojos se abrían desmesuradamente algunas veces, y se cerraban otras con fuerza; su respiración era desigual, y de cuando en cuando enjugaba un sudor copioso y frío que inundaba su frente.

Cuando todo terminó, doña Inés se volvió a él serena, y con una voz ronca, pero firme, le dijo:

—¿Estás completamente satisfecho? ¿Tu venganza está saciada?

—¡Oh, esto es demasiado, demasiado! —exclamó él, como volviendo en sí, y llevando sus dos manos a la frente.

—Pues ahora a mí me toca ¡infame!

Y con la velocidad del rayo, doña Inés se arrojó sobre Felipe y le hundió en el corazón una daga.

Felipe lanzó un débil quejido y cayó muerto.

Doña Inés se arrodilló a su lado, y con una sangre fría, espantosa, se puso a examinar si había dejado de existir verdaderamente.

—Está bien muerto —dijo levantándose, y se dirigió lentamente a la acequia en donde había visto arrojar las cenizas de don Guillén.

—¡La muerte nos une! —exclamó, y se arrojó al agua.

—Alguien ha caído al agua —dijo uno de los del Santo Oficio, y corrió a ver.

Pero apenas se movía ya la superficie de aquel cenagoso depósito.

Epílogo

Un indio viejo y pobremente vestido llegaba a la portería del convento de Jesús María la tarde del auto general de fe.

Aquél era un mandadero del convento, que volvía con algunos encargos.

Esperábale ya una monja, que podía tener como treinta y cinco años, pero pálida como un cadáver.

—¿Por qué ha tardado, hermanito? —dijo la monja—. Hace más de una hora que le espero.

—Madrecita —contestó el viejo— su reverencia sabe que Requesón está ya muy cansado y no puede andar aprisa; pero hay ahora otra disculpa.

—¿Y cuál es?

—Pues madrecita, como sabe su reverencia, hoy queman a ocho hombres.

—Dios les toque el corazón y les dé una buena hora.

—Pues como digo, queman ocho hombres, y quise verles y saber quiénes eran. ¿Y a que no adivina mi madrecita quién va entre ellos al brasero?

—No.

—Pues aquel que visitaba la casa de mi madrecita, aquel que salvó a señor de la quemazón.

—¿Quién? —preguntó la monja casi fuera de sí.

—Pues aquel don Guillén…

La monja lanzó un profundo gemido y cayó de espaldas. Corrieron en su auxilio las demás religiosas; era ya inútil. Clara había dejado de existir.

* * *

Si alguno de nuestros lectores se interesa por saber la suerte del generoso marqués de Villena, le daremos de él algunas noticias.

El marqués se hizo a la vela y llegó a España, en donde consiguió probar tan plenamente su inocencia, que Felipe IV le volvió a confiar el virreinato de México; pero el de Villena se contentó con aquella satisfacción, y permutó el virreinato de México por el de Sicilia.

Vivió allí respetado y considerado, no sin tener gran influjo en los negocios de Nueva España, pues él sugirió al rey la idea de poblar las Californias, y como resultado de sus consejos se envió a don Pedro Portel de Casanate, con amplísimas facultades para conquistar y poblar aquellas provincias.

El arzobispo Palafox fue sucedido por el conde de Salvatierra don García Sarmiento Sotomayor en el gobierno de la Nueva España; volvió a su obispado de Puebla, y terminó su vida en el obispado de Osma en España.

Apéndice

Sentencia y ejecución de Don Guillén de Lampart

(Copiadas del proceso original)

(Al margen)—D. GUILLEN LOMBARDO ALIAS GUILLERMO LAMPART.—Visto por nos los Inquisidores Apostólicos contra la herética pravedad de Apostasía. En esta ciudad y Arzobispado de México, Estados y Provincias de esta Nueva España y Obispados de Tlaxcala, Michoacán, Guatemala, Guadalajara, Chiapa, Yucatán, Oaxaca, Veracruz, Honduras, Nicaragua, Nueva Vizcaya, Islas Filipinas de sus Distritos y jurisdicciones por autoridad apostólica, etc., juntamente con el ordinario de este dicho Arzobispado, un proceso y causa criminal que ante nos se ha seguido y pende entre partes, de la una el Fiscal de este Santo Oficio, y en su nombre el Licenciado D. Andrés de Zabalca que hace su oficio actor acusante, y de la otra, reo defendiente D. Guillén Lombardo de Guzmán, que su propio nombre es Guillermo Lampart, natural de Guesfordia en la Provincia de Irlanda, hijo de Ricardo Lampart, Pescador, y de Aldonza Sotsu, naturales de dicho lugar de Guesfordia, residente en esta ciudad de México al tiempo que fue puesto en cárceles secretos de este Santo Oficio que está presente, sobre y en razón de que dicho fiscal denunció ante nos del susodicho de haber cometido muchos y diferentes delitos contra nuestra Santa fe Católica, valiéndose de medios prohibidos y reprobados, como eran el peyote y astrologia judiciaria, para saber sucesos futuros dependientes del libre albedrío, a solo Dios reservados, y usando de remedio para la curación de algunas enfermedades supersticiosas y en que necesariamente intervenía pacto explícito o, por lo menos, implícito con el demonio, consultando asimismo astrólogos y haciendo por sí juicios de algunos nacimientos, y en orden a levantarse con estos Reinos, conspirando contra el Rey nuestro Señor, porque nos pidió y suplicó le mandásemos despachar mandamiento de prisión y secuestro de bienes, protestando acusarle más en forma, y habida información de lo susodicho, se lo mandamos despachar y despachamos, y en su virtud fue preso en dichas cárceles a los veintiséis de octubre de seiscientos y cuarenta y dos, sin que tuviese ni se le hallasen bienes algunos, porque ni aun la cama en que dormía era suya, y sólo se le aprehendieron los papeles y cédulas falsas que tenía maquinadas con las capitulaciones que tenía dispuestas con los rebeldes y enemigos de la Corona Real de Castilla, y instrucciones en orden a dicha conspiración; cartas de correspondencia y avisos de las materias políticas, y Estados de estos Reinos, con algunos juicios astronómicos de nacimientos y otros papeles de diferentes calidades, que inventariados se pusieron en la cámara del Secretario;

Y en la primera audiencia de oficia que con él se tuvo, y bajo de juramento que se le recibió de decir verdad en ella y en todas las demás que con él se tuvieren en el progreso de su causa, dijo su nombre y dio su genealogía, mintiendo, porque siendo su propio nombre Guillermo Lampart, y el de su padre y madre Ricardo Lampart y Aldonza Sotsu, dijo llamarse él D. Guillén Lombardo de Guzmán, y sus padres D. Ricardo Lombardo Barón de Guesfordia y señor de Balesit en Irlanda y Da. Aldonza de Guzmán, y que su abuelo paterno había sido D. Patricio Lombardo, el grande capitán general que por mar y tierra había defendido toda la provincia de la Genia contra los herejes ingleses, que muchos años había era muerto, y no lo conoció, como ni tampoco a su abuela paterna, pero se hallaría su nombre en los archivos del Consejo de Estado, donde este reo había dado relación de los nombres y servicios de dichos sus abuelos y los suyos, y dio sus abuelos maternos y parientes colaterales, autorizándolos con títulos de nobleza y apellidos, y finalmente, dijo ser él y sus ascendientes fieles y católicos cristianos y de la mejor calidad y estirpe del Reino de Irlanda, según constaba por dicha relación dada a su Majestad y pasada por dicho Consejo de Estado, siendo como va referido, el dicho su padre, un pobre pescador de humilde prosapia como todos los demás de la generación de este reo;

Que respondiendo por el discurso de su vida y dando razón de sus estudios, dijo: llevando adelante su fantástica presunción, que tuvo por ayo un religioso Agustino que le enseñó a leer y escribir y gramática hasta la retórica que acabó de estudiar en Dublin, en el colegio de la Compañía de Jesús: que oyó matemáticas en la Universidad de Londres a un maestro llamado Juan Cray, hereje, que la filosofía y demás artes había estudiado en el colegio de los niños nobles de Santiago de Galicia, y la Teología y demás facultades en San Lorenzo el Real, donde fue colegial, y que estando en Londres aprendiendo matemáticas y la lengua Griega de dicho maestro hereje, hizo un panegírico (de edad de doce a trece años poco más o menos) contra Carolum anglie regem et mani fidem, afeándole su fe, secta y herejías, y habiéndose hecho público, lo buscaron para matarlo, y se salió huyendo para Francia, y antes de llegar a ella, a la vista de Samaló (Saint Malo) le cautivaron unos piratas Ingleses herejes, los cuales, conociendo su calidad, le hicieron general de cuatro navíos a los cuatro días de prisionero, con los cuales anduvo en caza robando por la mayor parte del mundo, y que viéndose desconsolado deseaba salir de su compañía y lo consiguió porque, habiendo entrado en la ciudad de Burdeos con dichos cuatro navíos, se huyó para París y de allí pasó a la ciudad de Nantes y se embarcó para la villa de Santander, de donde fue a Bilbao y a Portugalete con ánimo de ir a Santiago de Galicia, habiendo estado antes en la Coruña donde había hablado con el Marqués de Mancera, que la gobernaba; y se informó de su nacimiento y por relación de dicho Marqués a su Majestad de la calidad de este reo se hizo merced de una beca en dicho colegio de los niños nobles de Santiago de Galicia, y estando en él tuvo noticias que habían llegado a el puerto del Dean en aquel Reino tres de dichos navíos; movido del celo de católico y vasallo del Rey nuestro Señor, aventurando su vida, fue a buscar a los dichos herejes embarcándose en compañía de dos Religiosos Franciscanos en una falúa y fue a la Capitana de dichos herejes, a los cuales redujo a los tres días a la fe católica y al servicio del Rey nuestro Señor y llevó hasta doscientos y cincuenta y tantos herejes a la Inquisición de Santiago de Galicia sirviendo el susodicho de intérprete fueron reconciliados y absueltos; y que teniendo noticias su Majestad y el Conde Duque de Olivares de tan grande servicio y de la calidad y méritos de sus antepasados, lo llamó su Majestad por orden de dicho Marqués de Mancera, que le habló para ir a la Corte, y antes de entrar en palacio hizo un panegírico que lo intituló: Laudes comitis ducis, y en compañía del Duque de Medinaceli Torres, había ido a ver al Conde Duque, y presentádole el dicho panegírico: y le llevó dicho Conde Duque en la Carroza del Patriarca de las Indias a su mano derecha, a besar la mano a su Majestad que estaba en San Lorenzo el Real; y al cabo de algunos días, habiendo visto al prior de aquel Convento por habérselo dicho así el Conde Duque, le dijo que su Majestad mandaba se quedase por colegial mayor en aquel Colegio de San Lorenzo y que habiéndole avisado que fuese a recibir su beca, hechas ya sus pruebas, fue a besar la mano a su Majestad y al Conde Duque, que se recibió con título de alumno suyo, y que en el discurso de cuatro años que asistió en dicho colegio, oyendo las ciencias que allí se enseñan, había escrito las hazañas del mayor monarca, que era el Rey Felipe IV nuestro Señor, y la antipatía política de los dos privados, que era el Conde Duque y el Cardenal Richelieu, sobre que le había escrito el dicho Cardenal a este reo, cartas que enseñó a dicho Conde Duque; y también había escrito otro discurso de Las lágrimas de la Magdalena, dedicado a la Condesa de Linares, y la relación de la muerte del Duque de Frislan, a quien mató el coronel Burler, primo de este reo, al cual su Majestad le hizo merced de enviarle el Tusón, y el Emperador le hizo conde del Imperio, y que también se había ocupado el dicho D. Guillermo Lampart en hacer algunos panegíricos y declamaciones, y otras demostraciones literarias, y obtenido beca de oposición en dicho Colegio, y en el mayor de San Bartolomé de Salamanca, con famosos actos, y estando admitido, le mandó su Majestad que pasase a Flandes en servicio del Señor Infante Cardenal, a donde fue, habiendo pasado por Norlengin, donde sucedió aquella grande batalla que hoy se celebra en el mundo, de que se le debió a este reo el buen suceso por la disposición que dio a los escuadrones, y que habiendo pasado a Bruselas asistió algún tiempo a dicho Señor Infante Cardenal, y entendió en el socorro de soldados Irlandeses, para Fuenterrabía, adonde se halló a la victoria entrando con los soldados dentro del fuerte, y que antes de esta facción se había hallado en la batalla naval que dio el general D. Lope de Hores en el canal de Inglaterra al enemigo holandés, y últimamente fue a parar a Madrid a pretender que, en remuneración de sus grandes servicios, su Majestad le hiciese merced, y se la había hecho de dos hábitos de las órdenes militares, y de dos mil y cuatrocientos escudos en vellón de ayuda de costa, y cuatro patentes en blanco para los oficiales que él nombrase, para doscientos hombres que a su costa ofreció a su Majestad levantar, y que porque era poca recompensa de tan grandes obligaciones, se quedó sin aceptarla; y que a esta ocasión llegó a Madrid el Barón D. Gilberto Fulgencio, primo de este reo, con una embajada secreta a su Majestad del Reino de Irlanda, el cual le entregó los papeles que traía de los Señores de la Liga, los cuales entregó este dicho reo a Pedro López de Calo, secretario de su Majestad y fiscal de la Junta de ejecuciones, que los llevó al Conde Duque para que hiciese relación a su Majestad y el mismo secretario le había vuelto dichos papeles a este reo, con orden de su Majestad y del Conde Duque para que hiciese resumen de lo que contenían e hizo la relación que la volvió a dicho Secretario, para que la pusiese en manos de su Majestad, y que habiéndose diferido la resolución de negocio tan grave y de tanta importancia al servicio de su Majestad como era ya que había ido dicho Embajador por la instancia de este reo se había tomado resolución en que se consiguió lo que todos deseaban, y que este servicio se lo remuneró su Majestad a dicho Embajador y al dicho Guillermo Lampart con algunas mercedes como fueron dos títulos de maeses de Campo, dos de Sargentos mayores, cincuenta patentes en blanco para los capitanes y oficiales, libres de media anata, ocho hábitos de las órdenes militares, dos encomiendas de a mil ducados de renta, cuarenta y cuatro mil ducados en plata puestos en Londres para levantar dos mil y cuatrocientos hombres Irlandeses. Y que ninguna de estas compañías viniendo a España se pudiese reformar, y que todo esto constaba por los decretos de su Majestad que estaban en la secretaría de D. Fernando Ruiz de Contreras presentados el año de mil seiscientos treinta y nueve. Y que aunque la mitad de estas mercedes le tocaban a este reo, las cedió a dicho Embajador su primo, contentándose con un título de maese de campo, un hábito y una encomienda, y que en su lugar nombrasen un teniente en Irlanda, porque él no se atrevió a ir de temor del Rey de Inglaterra a quien había enojado con el panegírico que había escrito contra él y que se había venido a esta Nueva España a esperar a que se cumpliesen las capitulaciones en Irlanda que dicho Embajador había prometido a su Majestad, de que estaba pendiente el gozar este reo de las mercedes que le habían de tocar y había reservado, y en el ínterin que por sus muchos servicios le ocupasen los Virreyes.

Y dando la causa de su prisión dijo que le parecía haber sido porque el año pasado de seiscientos y cuarenta y uno escribió a Su Majestad una carta de veinte pliegos en que le hacía larga relación del mal gobierno del Marqués de Villena refiriendo individualmente sus acciones, como eran poca estimación del oficio, sus liviandades, ventas de los oficios de justicias, préstamos de consideración que pedía, envíos y empleos a las Filipinas las fiestas que había hecho el día de S. Juan debiendo hacer demostraciones de sentimiento por la traición del Duque de Braganza; el envío de un aviso a Portugal siendo todos los oficiales y marineros portugueses; las asistencias que hacía a los portugueses de este reino; poca prevención de pólvora y municiones con que socorrió los presidios de La Habana y de Manila en tiempo en que necesitaban mucho de ello, con otras muchas circunstancias de que el reo inducía presunción política contra la fidelidad de dicho Marqués de Villena. De que tenía por sin duda haber resultado el despojo que se le hizo, porque su Majestad y el Conde Duque recibieron esta carta, según supo el reo por aviso que tuvo del secretario Pedro López de Calo, y que hecho el despojo había vuelto a repetir a su Majestad y al Conde Duque cuán bien y a tiempo había sido el remedio para librar a esta República de las tiranías y extorsiones del dicho Marqués, si bien le disculpaba con cuidado de la infidelidad, y que esta carta la había comunicado a cierto religioso por cuya mano se había dirigido a España en pliego intitulado a dicho secretario. Y que este informe en que disculpaba a dicho Marqués se le había hecho movido de su conciencia, que la consideraba gravada por saber con evidencia que de sus informes se le había seguido la deposición del gobierno; y que el haber dado dichas noticias fue por haberlo acostumbrado hacer de cualquiera parte adonde se hallaba y por saber que tenía especial gusto de ello su Majestad y el Conde Duque por ser este reo su alumno y hechura, y por vasallo de su Majestad.

Y que dentro de tres días después de dicho despojo, lastimado de él se había ofrecido al alivio de dicho Marqués de Villena para lo que hubiese de escribir a España en su defensa, y se fue a Churubusco y estuvo con él tres o cuatro días ocupado en disponer y escribir, muy a satisfacción de dicho Marqués, para desvanecer las sospechas que contra él se inducían. Pero que todavía receloso el reo de su fidelidad y para descubrir los ánimos de los portugueses y por hacer a su Majestad un gran servicio descubriéndole cualquiera género de traición, había escrito a sus solas y de su letra un pretexto que contenía fingir el poco derecho que su Majestad tenía a estos reinos que tiránicamente poseía; la tiranía con que a los vasallos oprimía, con tantos pechos, gabela y tributos y lo demás que en dicho papel refería; que fingía asimismo correspondencia con el Duque de Braganza, intruso Rey de Portugal. Cómo él le escribió a este reo pidiéndole capitulaciones a que le respondía como parecía por el original escrito de su letra y que en estos papeles se introducía este reo hermano natural del Rey Felipe cuarto nuestro Señor, y por esto hermano también del rey de Francia y primo de dicho Duque de Braganza para que así los portugueses de acá le descubriesen sus ánimos. Y que también fingió cédulas y órdenes de su Majestad remitidas a él intitulándole Marqués de Crópoli y haciéndole merced del virreinato de México y que despojase de él a cualquiera que gobernase, y otras cédulas para diferentes intentos en orden a este fin. Y asimismo otra carta que había de escribir al rey de Francia desviándole de la correspondencia con este reo. Suponiendo que le había escrito pidiéndosela y ofreciéndole favor y ayuda para sus intentos. —Y también otra al Pontífice como en respuesta de carta de su Santidad en que de nuevo le daba la obediencia. Y que el pretexto escrito por el reo contenía satisfacción al mundo de sus designios, que eran por vía de suposición levantarse con este reino y ser rey universal de él, dando causas para ello y ofreciendo a todos Estados conveniencias propias para su conservación; y que siendo su intención descubrir con secreto la intención de los portugueses para dar cuenta a su Majestad, había hecho consulta sobre las obligaciones de guardar el secreto en materia del crimen Lese majestatis, judaismo o herejías. Y por haberle dado respuesta no muy a propósito para su intento, había desistido de inquirir los ánimos por los medios referidos, y tenía patentes dichos papeles de modo que los pudieron ver algunas personas y que alguna de ellas podía ser hubiese sospechado contra la fidelidad de este reo y, como materia tan grave, hubiese dado cuenta a este Santo Oficio como él ha observado de otro de quien hubiera sospechado lo mismo, y así presumía ser ésta la causa de su prisión y no otra, por ser fiel católico cristiano, descendiente de tales, y natural del más católico reino que se conoce; y amonestado sobre el descargo de su conciencia en lo tocante a nuestra Santa fe católica, respondió no haber cometido delito contra el Santo Oficio y que podía ser que, como inclinado a las matemáticas y astrología, hubiese levantado como levantó dos o tres figuras dé nacimientos sin pasar de lo lícito y permitido. Y esto había sido con consulta de cierta persona que entendía algo de esta ciencia, porque el reo la ignoraba, y si en ella hubiese cometido delito pedía misericordia y en lo principal de su culpa con atención de su verdad e ignorancia porque no peligrase su vida y reputación.

Y a la segunda monición respondió no tener otra cosa que le agravase en lo tocante a nuestra santa fe, sino dos escrúpulos en que había incurrido. El uno de un papel escrito con unas palabras para desligar hombres con un medicamento que en vino serenado se había de tomar cada mañana para que surtiese efecto. Pero que no se acordaba de las palabras ni del medicamento ni qué se había hecho el dicho papel ni había usado de él desde que se le dio cierta persona que nombró. Y el otro, que había preguntado muchas veces a algunos hombres y mujeres viejas si eran hechiceras o brujas y a algunos indios o indias que le pedían limosnas si tomaban el peyote, y esto era por chanza; y preguntado sobre la intención de estas preguntas y qué cosa era peyote respondió que a los españoles sólo por chanza hacía dicha pregunta y a los indios también con el mismo intento, sin otra intención; y que de la yerba del peyote sabía de oídas que los que la tomaban sabían los futuros contingentes. Pero no sabía si la tomaban o como la tomaban, y que en Irlanda había una yerba llamada tams, que puesta en la cabeza en los tiempos de carnestolendas y Navidad de tal manera atraía el calor a ella que hacía decir disparates a los que la usaban, delirando, de que el reo no había usado pero que le parecía ser la virtud de esta yerba semejante a la del peyote, y que se supiera que era vedada y él hubiera entendido de algún indio o india que lo hubiese usado fuera él, el primero que diese cuenta.

Y a la tercera monición se refirió a lo que tenía declarado, y en este estado se le puso acusación en que se le hizo cargo del uso de dicho papel y palabras escritas en él, que dio a cierta persona para curarse de impotencia con instrucción de lo que había de hacer que era invocar en su mente un personaje de las tinieblas y que podría ser que en aquella ocasión se le representase alguna figura como de gato o perro, y que si se le apareciese no se alborotase ni santiguase porque estaba a riesgo de que lo tomase la figura aparecida o que reventase alguna pared o que se cayese la casa, y que había de tener presente un brasero de lumbre, y en él un hierro ardiendo que había de tener asido por alguna parte, y entonces había de decir las palabras escritas en dicho papel, y con este conjuro y la fuerza de la persona que le había ligado, confesaría y le daría remedio para desligarse, y que esto lo podía hacer aunque lo entendiese el Santo Oficio; y que a otra cierta persona había dicho que para hacerse invisible era bueno traer en la boca una pedrezuela del tamaño de la cabeza de un alfiler hallada en la cabeza de un cuervo pequeño en su nido, y para el mismo efecto degollar de un golpe un gato prieto y ponerle en los ojos dos garbanzos, y otro en los sesos y enterrar la cabeza y regarla todas las mañanas y del fruto traer un grano en la boca y con él se hacían los hombres invisibles, y si no, no, y que había elevado dos temas celestes de dos personas haciendo juicios de entre ambos previniéndoles los futuros contingentes a solo Dios reservados usando de la judiciaria prohibida por nuestra Santa madre Iglesia; y que siendo sumamente pobre había servido una merienda a ciertas personas sus convidadas en plata dorada dos géneros de conservas tan extraordinarias que aquí ni en España no las habían visto los convidados, y afirmó con juramento entonces este reo que la noche antes se las habían traído de Irlanda con cuatro géneros de aguardiente que les había dado a beber y que en unas letras góticas que tenía una salvilla dorada que servía en la mesa le hacían saber de su tierra lo que quería, porque a él no le escribían menos que en hojas de plata; y que para la dirección en sus designios cerca del levantamiento que maquinaba, indujo a cierto indio que tomase el peyote, el cual le había respondido que el demonio le había dicho que prosiguiese en su intento porque lo había de conseguir, y que había afirmado que en orden a su pretensión había consultado a cierto astrólogo el cual le había respondido por escrito asegurándole dicho fin, y le trataba de excelencia y majestad y en comprobación había mostrado un papel borrados algunos renglones y dicho con admiración este reo a quien lo mostró, que los había borrado por cosa tan diabólica y notable que no se atrevía a mostrarla, y que el astrólogo que había escrito dicho papel lo era grande y que había consultado a otros y todos venían en que había de haber por virrey su sombrero, y otros el un bonete, a quien sucedía una corona, y que ésta había de ser él, y que parecía cosa guiada de Dios que le inspiraba la disposición de estas materias y las razones tan vivas y eficaces contenidas en las cédulas y despachos que tenía dispuestos, y que había solicitado una yerba o raíz para que el virrey de esta Nueva España le quisiese mucho y por el consiguiente le habían de querer forzosamente las mujeres.

Y en cierta ocasión hizo una suerte en orden a esto mismo como fue poner en la palma de su mano una piedrecita que con la fuerza de un soplo saltó, y dijo este reo que había saltado en derecho de Palacio que era señal que había de ser muy querido del virrey, y que había dado crédito a los sueños y jactádose de que jamás había soñado cosa que no le hubiera salido cierta, y asimismo fue acusado de por muchos y diferentes capítulos de dicha acusación de los delitos de sortílogo, superstición, adivino y de pacto explícito o por lo menos implícito con el demonio, tumultuante, perturbador de la paz y quietud de las cárceles de este Santo Oficio, inducidor de las comunicaciones de los reos presos en ellas de que fue testificado, perjuro falso y diminuto confitente, a que respondió ser el contenido en la acusación porque Guillén era lo mesmo que Guillermo en latín, y Lampart lo mesmo que Lombardo en irlandés, y que el Guzmán lo tomó por los favores que le hacía el Conde Duque, y que era tan católico como el mismo Pontífice y que no era hechicero ni tenía pacto con el demonio, y que el remedio para la curación de la impotencia no era como decía el capítulo sino que se habían de tostar en un comal los testículos de un cabrito o de otro animal cálido y como se fuesen tostando se habían de ir diciendo unas palabras que contenía el papel, que se reducían a decir que si el demonio había sido causa de la ligadura conforme se fuesen tostando se fuese desligando la persona ligada, y que si fuese por causa natural los tomase en vino serenado y que la persona a quien lo había dado le preguntó si aquel remedio contenía con el demonio, y había respondido que pudiera ser tener pacto el que lo inventó, y negó todo tocante a sortilegio y adivinaciones.

Y en cuanto a los capítulos que miraban al levantamiento, cédulas y órdenes de su Majestad falsas de que fue acusado, dijo no haber sido su ánimo faltar a la fidelidad sino descubrir con dichos papeles la intención de los portugueses, y en cuanto a los capítulos de comunicaciones de cárceles negó algunos, confesó otros diciendo que lo había hecho por no hacerse sospechoso con los reos ni se recatasen de declararse con él para dar cuenta; que el secreto que él había dicho que sabía para ser querido del virrey y de las mujeres no era raíz ni yerba, sino el dinero, y que aunque él no había observado horas planetarias para la consecución de buenos sucesos, era permitida esta observación según la ciencia astronómica, y que por pasatiempo había dicho a cierta persona que trataba de astrología viese si por los astros se podía saber si le darían alguna cosa en España porque había escrito a su Majestad le acomodase y que la tal persona le había llevado un papel en que decía que había de ser virrey de este reino el segundo año del gobierno del conde de Salvatierra, a que él no había asentido por las réplicas que había hecho al tal astrólogo; y que era verdad que había hecho dos juicios de los nacimientos de dos ciertas personas que nombró que para ello le habían dado el día y hora, que se remitía a ellos y que se hiciesen notorios a la cristiandad y que las conservas que había dado a dos personas que nombró fueron «cabellos de ángel» y tamarindos con aguardiente, y que lo que les había dicho fue que la noche antes había aderezado dichas conservas para estar algo revenidas y se refirió a la salvilla diciendo suya era para que se viese si tenía letras o no, y concluyó diciendo no haber cometido delito porque pudiese llamarse sospechoso en la fe, y que en lo demás que contra él se pedía se remitía a la misericordia que el Santo Oficio acostumbraba usar con los buenos confitentes, como él lo era, y con los que menos advertidamente y no de malicia pecaban llevados de sus juveniles años, y nombró abogado y se comunicó con él la acusación y respuestas de este reo el cual en acuerdo de dicho su abogado dijo que él tenía dicha y confesada la verdad en lo tocante a nuestra Santa fe, y también en lo demás de que era acusado y declarado las causas finales que le movieron con mira al mayor servicio de su Majestad, y negó lo demás contenido en la dicha acusación y pidió ser absuelto y dado por libre y despachado con brevedad y misericordia, y protestó alegar más en forma dándosele publicación de testigos, y concluyó para el artículo que hubiese lugar, con lo cual se recibió la causa a prueba y se le dieron los testigos en publicación, a que respondió negando unas veces la formalidad de lo testificado y explicando a su modo lo que en los actos y en conversaciones certificadas había pasado, y otras negando absolutamente, y otras confesando lo menos perjudicial remitiéndose (en lo tocante al levantamiento y prevenciones en orden a él) a los papeles que se le habían hallado diciendo que no habían pasado más que de borradores para el fin que tenía declarado de explorar los ánimos a los portugueses, y pidió papel para responder más en forma y se le dio y presentó ocho pliegos escritos de su mano en que recomendó su nobleza y sus ascendientes citando diferentes autoridades.

Dijo contra los testigos que juzgó haberle testificado oponiéndoles repulsas y redarguyendo sus dichos de falsos, vanos y mal fundados, repugnantes y opuestos entre sí, ignorantes y de poca o ninguna capacidad y descendiendo a los actos de que fue testificado y acusado fue respondiendo en particular, excusando la culpa y malicia, y comunicadas dicha publicación y respuestas con su abogado, se afirmó en ellas y concluyó se atendiese y determinase su causa con el acuerdo que acostumbraba este Santo Oficio. Pues por lo alegado se satisfacía a lo que había opuesto contra el de culpa. —Después de lo cual se dio segunda publicación de testigos acerca de algunas cosas de irreverencia y desacato que habló contra los Señores Inquisidores estando en la prisión, papeles que escribió para que se llevasen fuera a cierta persona superior y de haber dicho que saliendo de las cárceles se había de alzar con este reino por los medios que explicó conformes a los que en sus escritos antes de la prisión tenía prevenidos concernientes al mesmo intento y otros delitos, a que respondió en audiencia y más largamente en un escrito que su mano presentó y pidió que su abogado informase en derecho y para ello se le entregasen los apuntamientos, que asimesmo presentó, y comunicadas dicha segunda publicación y respuestas con dicho abogado que presentó informe por el reo en esta audiencia y comunicación con su acuerdo y parecer concluyó definitivamente, y en estado la causa de conclusa, dimos y pronunciamos sentencia definitiva con la calidad de que antes de su ejecución se remitiese al Ilmo, y Rmo. Señor Inquisidor General y Señores del Consejo de la Santa general Inquisición un tanto autorizado de la causa y de los papeles que le fueron hallados para que vistos se sirviesen de determinar lo que más conviniese al servicio de ambas majestades y al reparo de los daños que semejante hombre podía causar en los reinos de su Majestad, y en el ínterin fuese detenido en las cárceles secretas de este Santo Oficio.

Después de lo cual pidió con instancia se le diese compañía, y se le dio para su alivio en dicha prisión, de la cual hizo fuga llevándose consigo al compañero la noche del día primero de Pascua de Navidad del año de mil seiscientos y cincuenta, y hecha averiguación del quebrantamiento de cárcel, fuga y modo de cometerle despachamos edictos para descubrir la persona de dicho reo y reducirlo a la dicha prisión que, leído y publicado a los veintisiete de diciembre de dicho año, fue descubierto el mesmo día y aprehendido y redimido a dichas cárceles y asimismo lo despachamos para recoger los libelos que la noche de su fuga fijó en diferentes partes públicas de esta ciudad y hizo dar al Sr. Virrey, que entonces era el Sr. Conde de Alba, que nos lo remitió escrito en diez y nueve fojas de mano y letra del dicho D. Guillén y firmado de su nombre, como también otro casi del mesmo tenor en diez y ocho fojas de letra muy metida con una carta en que lo remitía en pliego cerrado sobrescrito para el Sr. Visitador de este reino, que al tiempo que fue aprehendido se le cayó en su poder por no haber tenido modo de encaminarlo; y reducido como va dicho a la prisión a los veinte y nueve de dicho mes y año pidió audiencias, y dándoselo, con muchas instancias y lágrimas pidió se le dejase un secretario para que fuese escribiendo lo que él dictase a sus solas, porque quería retractarse de cuanto había escrito y publicado contra el Santo Oficio, contra nos y contra el Sr. Arzobispo D. Juan de Mañozca y demás ministros, de suerte que se espantase el mundo por cuanto hasta entonces no había visto sentencia de agravio que se le hubiese hecho en este Santo Oficio para arrojarse a lo que había hecho; y después pidió papel y recaudo de escribir para el mesmo intento y se le dio, y a los diez de enero del año siguiente de cincuenta y uno, pidió audiencia y en ella presentó un escrito de su mano y letra en treinta y ocho fojas con titulo de Cristiano desagravio y retractaciones de D. Guillén Lombardo de la querella criminal que fulminó ten esta ciudad de México a veinticinco de diciembre del año de mil seiscientos y cincuenta contra los Señores Inquisidores, con una dedicatoria en octavas al Ilmo. Sr. Inquisidor general y Consejero supremo de la Santa y general Inquisición de España, y presentó asimismo una petición de recusación contra todos los Sres. Inquisidores, diciendo en dicha audiencia que expresaba algunas causas reservando las demás a mayor ocasión y juicio competente, y se hubo por presentada y se mandó poner en los autos de su proceso juntamente con dicho escrito del cristiano desagravio.

Y en primero de febrero de dicho año, en audiencia que pidió, dijo que no estaba a su gusto dicho papel por cuanto tenía deliberado el salir con toda la fuerza de su ingenio a la defensa de la honra de los Señores Inquisidores para lo cual se le diesen dos manos de papel y unos libros que señaló para fundar derechamente en la fe todo cuanto dijese porque los capítulos de sus libelos (que él llama querella) eran vehementes y al parecer demostrativos, y que a no ser sacerdotes los Sres. Inquisidores, a quienes se debía la cristiandad y sana interpretación en todo, perdería mil vidas en probar dichos sus capítulos, y habiéndosele denegado lo pedido respondió diciendo que no podía otorgar dicho escrito hasta estar a su satisfacción ni lo había presentado por conocimiento jurídico que tuviese el Tribunal por no poder ser su juez, sino por vía de cristiana composición y desistencia de querella, dispensando en sus agravios y humillándose contra su derecho y justicia a la afrenta de retractaciones por la honra de los Sres. Inquisidores. Y que este como acto voluntario y contra deuda de vida también había de ser voluntaria su ejecución, por cuya causa ponía cuarenta días de término para que el Tribunal, no como Juez que conocía sino como cristiano señor, por vía de dicha composición aceptase la ejecución de su voluntario obsequio, y pasado dicho plazo, borraba, amilaba y detestaba de todo y protestaba la prosecución y prueba de sus capítulos ante Juez competente, a que se mandó guardar lo proveído, y se fue continuando la averiguación de los desacatos y atrevimientos que tuvo en dichas cárceles y de las prevenciones, modo y forma para disponer y ejecutar dicha fuga y todo lo sucedido después de ella.

Y en catorce de marzo de dicho año este reo, en audiencia que pidió que dijo había de ser la última que había de pedir en este Tribunal, negó haber hecho juramento desde su segunda prisión ni se le podía obligar a hacerlo por no ser su juez el Tribunal contra quien litigaba, pero que él de su motivo juraba en presencia de Dios nuestro Señor en cuyo acatamiento sólo estaba y ante quien formaba su querella y justicia que si de su motivo dijese alguna cosa que no fuese verdad y si levantase algún falso testimonio a los Sres. Inquisidores, fuese por ello eternamente condenado; y después de haber pedido que se remitiese presto a la suprema Inquisición con su querella criminal originalmente junta con los autos del proceso y que en repugnarlo y no ejecutarlo así, sin más prueba, incurrirían dichos Señores Inquisidores, Crimen Lesset majestatis divinet, impidiendo la defensa legítima en tela de juicio competente, en consecuencia de lo cual con toda cuanta fuerza difundía la Santa Sede Apostólica, la Iglesia y la suprema subdelegada en virtud de las censuras y bulas que comprenden exnatura rey a todo fiel cristiano para que en su virtud pueda y deba obrar, dijo que intimaba y notificaba (por medio del secretario ante quien pasó dicha audiencia) a los Señores Inquisidores se abstuviesen del todo del conocimiento de esta causa y de otra cualquiera que pareciese tocar a nuestra Santa fe católica por inhibidos y excomulgados, ipso facto, y depuesto, ex virtute excomunionum sedis apostolicas viti exolictis at que dicendis pato bit, y fue prosiguiendo contra dichos Señores Inquisidores e imponiéndoles y prohijándoles veintisiete proposiciones latinas que dictó de las malas calidades que después se dirá y concluyó zahiriendo y contumeliando a dichos Sres. Inquisidores con muchos oprobios y desacatos.

Y en este estado la causa, se dio cuenta al Ilmo. Sr. Inquisidor General y Señores del consejo de dicha recusación con lo demás acaecido desde la fuga de dicho reo y se mandó continuásemos, sin embargo de ella, en el conocimiento de la causa, y habiéndose acordado darle las tres audiencias ordinarias de oficio para la substanciación y progreso de su causa después de haber pedido voluntariamente diferentes audiencias que se le dieron por el Señor Inquisidor visitador, en la primera de las cuales dijo haberla pedido para querellarse de los Sres. Inquisidores criminalmente en materias de la Santísima fe y de la justicia de Dios nuestro Señor como ofensivos que eran a uno y otro fuero con capa de religión y de Inquisición, como constaría del producto de lo por él alegado en sus procesos y de lo que de nuevo alegaría, para lo cual se le concediesen dos manos de papel y recaudo de escribir con término abierto por estar achacoso, y habiéndosele mandado dar seis pliegos de papel y que si después de escrito hubiese menester más, se le daría; y en la segunda de dichas audiencias voluntarias presentó un escrito en dichos seis pliegos, todos escritos de su mano y firmado de su nombre, que dijo le presentaba a la Majestad de Dios nuestro Señor por mano de dicho Señor Inquisidor Visitador que no pedía justicia a ningún hombre mortal, y dicho escrito es de las pésimas calidades que después se dirán, y en la tercera de dichas audiencias representó desconsuelo y que sentía que le hablaban espíritus, que al principio dudó si eran buenos o malos, pero que después conoció ser malos por las cosas que le proponían, y pidió confesor para el descargo de su conciencia y consuelo de su alma, y habiéndole exhortado y consolado con muchas razones fue mandado volver a su cárcel y se le dio confesor y compañía para que se aliviase, y por noticia que el compañero dio de tener un libro escrito en lienzo se le visitó y cateó la cárcel y se le halló un lienzo de dos varas y sexma escrita la mayor parte de él, que juntamente con otros que después se le hallaron, en que tenía escritos novecientos y diez y ocho salmos, se copiaron puntualmente en papel y se mandaron calificar juntamente con los escritos que quedan referidos; y llegando a la primera de dichas tres audiencias de oficio se resistió de hacer el juramento acostumbrado de decir verdad en ella con las demás que con él se tuviesen aunque después de muchas instancias lo vino a hacer; y a las preguntas ordinarias y primera y segunda moniciones no quiso responder derechamente sino sólo diciendo que ya tenía respondido, y a esta sazón llevándole el alcaide de las cárceles a la limpieza a los veintitrés de setiembre del año pasado de seiscientos y cincuenta y cinco, pretendió hacer fuga el dicho don Guillén queriéndole quitar las llaves a dicho alcaide, para lo cual se abrazó con él cara a cara fuertemente diciéndole repetidas veces «Vamos fuera», y cogiéndole fuertemente el bastón con una mano le buscaba con la otra la daga que llevaba ceñida en la cintura, con que obligó a dicho alcaide a sacarle y darle una herida para desasirse de él, y habiéndosele tomado su confesión respondió dando la causa porque se le había dado dicha herida diciendo que le había parecido que ya no había ningún Señor Inquisidor ni secretario por juzgar que se habían ya muerto y que dicho alcaide y su ayudante por su gusto le tenían allí preso y que así se había llegado a dicho alcaide y díchole muy noblemente y sin enojo, «Quiero salir de aquí, vamos de aquí», y lo que pretendió fue salir de la prisión, porque tuvo por infalible, como era infalible que había sol, que dichos alcaide y ayudante solos le tenían preso, y habiéndosele hecho otros autos sobre nuevos atrevimientos que tuvo con dicho ayudante, desacatos e irreverencias a los Señores Inquisidores en ocho de octubre de este año, se le dio la tercera monición a que respondió que no tenía que decir con que dicho fiscal le puso acusación reproduciendo los autos del proceso.

SEGUNDA ACUSACIÓN.—De la primera causa y la que en ella se le puso, y dijo que haciendo el dicho don Guillén Lombardo de Guzmán alias Guillermo Lampart o Lamport, cristiano bautizado y confirmado y gozando como tal de las gracias y privilegios e inmunidades que los demás fieles católicos gozan y deben gozar, contraviniendo a la profesión hecha en el santo bautismo, pospuesto el temor de Dios nuestro Señor con menosprecio, irreverencia y desacato a la suma cabeza de la Iglesia al Rey nuestro Señor, a este Santo Apostólico Tribunal y su jurisdicción y en gravísimo daño de su conciencia había hecho, dicho y cometido muchos graves y nefandos crímenes y excesos e induciendo temerariamente a cometerlos y a cooperar con sus depravados intentos y detestables delitos, vístolos hacer, decir y cometer a otras personas y causado notable escándalo en esta ciudad y Nueva España y donde quiera que se ha tenido noticia de su atrevida temeridad, audacia e infesta procacidad, implicándose en nuevos y más graves delitos, cometidos contra la pureza de nuestra santa fe católica, mostrándose enemigo de la religión cristiana, escribiendo y dictando proposiciones mal sonantes, escandalosas, erróneas y heréticas, apoyando con sus escritos el judaismo y defendiendo herejes judaizantes, mostrando el veneno de sus rabiosas entrañas contra el justo castigo que en ello hizo este Santo Oficio, penas y penitencias que se les impusieron, escarneciendo su judicatura y retorciendo en torpes y gravísimos crímenes su integridad, justificación y acostumbrada misericordia, mordiendo rabioso la erección de la Santa Inquisición en la Europa y principalmente en España venerada por toda la Iglesia católica, príncipes y prelados, y establecida por la Santa Sede Apostólica con tan gloriosos progresos en la exaltación de la fe, debidos al católico celo y vigilancia de su ministros contra quienes, con invectiva diabólica, se había atrevido a decir, escribir y publicar injurias con vicios e imposturas y contumeliosas y llenas de saña y furor, heréticas sin reservar a su Alteza en la santa y general Inquisición y particularmente contra todos los Señores inquisidores en cuerpo de Tribunal y contra cada uno de por sí y sus ministros prohijándoles horrendos delitos y apodando sus personas y ascendencias, vidas y costumbres con vilipendio, justificándose y engrandeciéndose así con singulares elogios, siendo el dicho Guillermo Lampart de muy humilde nacimiento, hijo de un pobre pescador vecino de la ciudad o villa de Wesfordia o Guesfordia en la provincia de la Genia en Henastria en el reino de Irlanda, embaidor, embristen, maquinista, pernicioso, sortílego, supersticioso, adivino con pacto explícito, por lo menos implícito, con el demonio, hereje, sectario de las sectas y herejías de diferentes heresiarcas, dogmatista detractor e injuriante de la autoridad del Santo Oficio y sus ministros, fautor de herejes, libelante famoso, sacrilego, perjuro, falsario, efractor y fugitivo de cárceles, inducidor de delitos y tumultuante, de que le acusaban en general y en particular que estando recluso el dicho don Guillén y habiendo afectado desconsuelos, visiones diabólicas y espantos y socorriéndosele caritativamente de compañero con quien desahogase sus pasiones melancólicas, procedió en esta representación de tristezas y ansiedades de espíritu con cautela y encubierta simulación, porque a lo que miraba fue a tener compañero que le ayudase a la fuga que por sí no podía ejecutar aunque ya la tenía pensada y dispuestos algunos medios para conseguirla, y luego que entró por su compañero un Diego Pinto (que así se llamaba el que se le dio por tal) este reo como astuto y cauteloso trató de reconocer el talento, capacidad y proporción del sujeto que a pocos lances reconoció por ser hombre corto, rústico y humilde, y para mejor señorearse de él, atraerle y sujetarle a sus dictámenes le hizo relación el dicho don Guillén de su origen y ascendencia, estudios, puestos y dignidades, afectando mucha grandeza en su persona y engrandeciéndose con grandes y prodigiosos títulos y dotes de nobleza, ciencia caudal y puestos, haciéndole creer con repetidas pláticas y con mucha jactancia que era hombre de singular importancia, y dio en tratar con imperio y señorío a dicho Diego Pinto, con que consiguió atemorizarle y sujetarlo a creer cuanto le decía y obedecerle cuanto le mandaba, y para obligarle a que se le descubriese y contase la causa de su prisión y estado de su causa a que desde luego le indujo este reo, faltando a la religión del juramento, le descubrió la suya aunque mintiendo diformemente atribuyéndola a odio y temor de los Sres. Inquisidores, por haber escrito a Su Majestad unas cartas dándole noticia de la multitud de prisiones que había hecho este Santo Oficio y gruesa grande de hacienda que había secuestrado y porque no descubriese los robos y maldades que habían hecho los inquisidores (siendo éste su ordinario estilo) y que teniéndole preso por esta causa, por honestar su prisión habían inducido a un indio que dijese que le había mandado tomar el peyote para ver si le venía un oficio de España, con otras innumerables quimeras, justificándose finalmente con decir que todos eran testimonios y que por ellos no podía ser preso, jactándose que era más puro y más católico que cuantos había en el mundo, arrogándose el heroico título de defensor de la fe para engañar así al compañero y sin dejar de descubrir en todas sus relaciones, en veneno, de su aborrecimiento al Santo Oficio, vilipendiándolo y hablando con generalidad de las demás inquisiciones dijo que todas eran unas en la pésima calidad que él les atribuía, pretendiendo con astucia diabólica infundir en el corazón del dicho Diego Pinto mal afecto a las cosas de este Santo Oficio y desquiciarle de la creencia en que estaba de su justificación, esforzando sus discursos con mayores y más atroces imposturas, dándole a entender que con extorsión, violencia y vejación de los presos los obligaba a que unos a otros se levantasen falsos testimonios, y porque todavía se le resistía el compañero de comunicarle su causa, le instó para que se le descubriese diciendo que cuando los inquisidores juntaban un preso con otro era para que se comunicasen las causas, los unos a los otros, y que pues lo rehusaba le tenía por sospechoso y más por espía que por compañero, y por entonces se divirtió a tratarle de otras materias y a hacerle otras extrañas preguntas y contarle sus méritos y servicios y favores grandes que había merecido de su Majestad, comenzando la relación por la misma historia quimérica que queda referida a la respuesta que dio a su primera audiencia, añadiendo otras muchas mentiras como que cuando se había determinado a dejar la compañía de los cuatro navíos de herejes ingleses, en que había andado como general, a corso, y saltando a tierra en un puerto de Francia había corrido toda aquella tierra y recogido muchas curiosidades y especialmente mucho número de camisas tan curiosas y costosas que cada una valía más de cincuenta ducados, labradas de oro unas, y otras de plata y de tan primorosa labor que aunque los que las hacían eran mozos se ponían anteojos para no perder la vista por la sutileza de la obra, y que estas camisas se las ponía con unos vestidos tallados a uso de Francia, y que las había mostrado en San Lúcar al Duque de Medina, y había dado una de ellas a la reina nuestra señora con otras curiosidades y olores; y que todo lo referido, con muchos espejos de singular artificio, relojes, estuches, olores y entre ellos un olor que olía a todos los olores, se lo habían quitado los inquisidores cuando le prendieron con una carroza, mulas, yeguas caminadoras, esclavos, cuadros, cama de granadillo, sillas y bufetes con que tenía adornadas tres o cuatro salas que admiraba su adorno a cuantos entraban en ellas, una vajilla de oro, ropa blanca y vestidos tantos que para cada día de la semana tenía uno distinto, muchos cajones de jabón y de loza de la Puebla, que todo valdría más de ciento y tantos mil pesos, sin unos seis mil que tenía puestos a rédito en poder de un mercader de la ciudad, y afectando haber sido muy favorecido de Su Majestad tanto que, admirado de la grandeza del libro que queda dicho escribió e imprimió antes de entrar en palacio, cuando fue a la corte llamado de su Majestad y el Conde Duque, de Santiago de Galicia, donde estaba estudiando e hizo aquel gran servicio de la reducción de los tres navíos de herejes ingleses, de que había dado noticia el Marqués de Mancera, le cogió Su Majestad por la mano y le trajo así públicamente por el palacio real y lo llevó al cuarto de la reina nuestra señora y después lo envió al Nuncio, y de allí al Colegio de S. Lorenzo del Escorial haciéndole merced de una beca supernumeraria y le dieron un familiar y dos criados para que le sirviesen y todo lo que hubiese menester para su gasto y regalo; y después de haber referido la asistencia al S. Infante Cardenal, y que por su parecer y disposición se había ganado la batalla de Norlinga, y el socorro que envió en Fuenterrabía, y otros muchos favores recibidos de mano de Su Majestad dijo haberse vuelto a su Colegio del Escorial de donde le sacó Su Majestad y le puso en un consejo el más inmediato ahí donde se despachan todos los negocios de importancia: que todos se los remitían a él Su Majestad y el Conde Duque, que no hacían nada sin su parecer y consejo, y despachó muchas mandas de hábitos y oficios e hizo dar el virreinato del Perú al Marqués de Mancera, y que remedió que no se perdiese España, porque estando presa cierta persona y sentenciada o para sentenciar a muerte Su Majestad del Rey nuestro señor quería que muriese, y la reina nuestra señora que no; y que él medió este caso de suerte que tuvo muy buena composición, y para dar color a su venida a este reino después de consejero, introdujo un enredo de una dama, por cuya causa le envió Su Majestad con cédulas secretas con tres mil pesos de renta en esta Caja Real, que había cobrado, como también siete mil pesos de libranza que el Conde Duque le había dado sobre un agente suyo en esta ciudad, cuando su pasaje había sido tan pobre y humilde que no trajo a este reino más que un vestido raído, una camisa y una sola valona, de tal suerte que unos pocos de días que al tiempo de embarcarse estuvo en el puerto de Santa María se quedaba en la cama que le daba el huésped el día que daba a lavar la camisa y aderezar la valona, y no se mudó vestido hasta que estafó uno en esta ciudad a un paisano suyo que estaba preso, sacándoselo a título de valido y poderoso para sacarle de la prisión, y todo el tiempo que asistió en esta ciudad vivió de chascos y a costa de otros. Pero en la representación de estas grandezas se portó con suma malicia en orden a persuadir al compañero, que era hombre de mucha suerte, valimiento y caudal, y que lo podía sacar en hombros de cualquier trabajo, y con la verbosidad y conato de que artificiosamente usaba llegó a conseguir su intento y a que le creyese cuanto le decía. Pero, para moverle más, usó de otro medio cual fue aterrarle proponiéndole notables horrores y crueldad en el modo de castigar este Santo Oficio y desesperándole de la misericordia que podía esperar en su causa, y le preguntó si sabía donde estaba, y respondiendo que sí, que en un Tribunal de misericordia, le replicó con insolencia «Pues no lo sabe, sepa que está en parte donde no hay fe, ni ley, ni razón, ni justicia, sino todo tiranías y maldades; porque aquí no hay otra cosa que crueldades, tormentos, azotes, galeras, sambenitos, muertes y quitar honras por quítame allá esas pajas», ponderando con notables exageraciones una fiereza inaudita en los Sres. Inquisidores anteponiendo la crueldad, que les imponía a la de Nerones y Dioclecianos, atestiguando las ejecutadas en sí mesmo y afirmando que si no fuera por la pureza de su fe, ya hubiera renegado, como lo habían hecho hacer a otros; y se jactó con desvergonzada osadía de que éstas, y otras muchas maldades, que refirió, se las había dicho en sus barbas a los inquisidores con que acabó de reducir a dicho Diego Pinto a decirle la causa de su prisión, estado de ella y cómplices, y a cooperar con él en la fuga. Y tratando de ella dijo al compañero que la prisión de los dos iba muy despacio repitiéndole las palabras con que le había engañado y persuadido a cooperar en este delito, y que así era bien dar traza cómo salirse ambos de la prisión, que ya lo hubiera ejecutado sino le hubieran fallado los medios que refirió; y consultó al compañero cuál le parecía y después de haber reprobado algunos se le mostró muy placentero al arrancar la reja de su cárcel y quebrantar las verjas de madera de la banda de afuera y salir por la ventana, porque era éste el camino que antes que tuviese compañía tenía comenzado, y como ya tenía discurrido todos los inconvenientes y dificultades, resolvió algunas que le propuso el compañero.

Y dejando asentada en esta forma la fuga pasó a discurrir adónde se irían para ocultarse fuera de la ciudad y en ella dónde estarían algunos días mientras daba el pliego que tenía escrito al virrey y veía lo que resultaba y que tenía por cierto que en dándoselo había de prender a los Inquisidores y secuestrarles sus bienes, y de no hacerle el virrey justicia se irían fuera de la ciudad, y sabiendo los inquisidores su fuga se habían de caer muertos de temor de que él había de descubrir sus abominaciones, torpezas y maldades, y volvió en esta ocasión, como siempre lo hacía, a repetir innumerables injurias y contumelias contra dichos señores Inquisidores, y si en alguna manera le contradecía dicho Diego Pinto, que atendía con mejor respecto a la decencia con que se debía hablar jamás, este reo se irritaba con él, maltratándole de palabra, el cual preguntándole a este reo qué pena tenía el que hacía fuga de las cárceles y díchole que doscientos azotes; pero porque no desmayase añadió que se riese porque ni lo habían de coger ni este reo ponía los pies en la calle había de dejar de provecho ni para hombres a los inquisidores, que quedarían tan turbados y muertos que no habían de acertar en nada y que las censuras que podían publicar eran cosa de chanza, demás que él las pondría tales que no se acordasen de excomuniones, y que yéndose adonde tenía determinado, que era a un pueblo llamado San Antonio, de negros alzados, yendo a la Vera Cruz, no les darían alcance y en el discurso de este tiempo una noche, después de cenar el dicho don Guillén, dijo que ya era tiempo de empezar a quitar la reja de la ventana y sacó del faldón de su jubón un hierro puntiagudo que había arrancado con este designio de la reja portón de su cárcel y de hecho le dio la candela al compañero para que le alumbrase y previno la ventana para que no saliese resquicio de luz, y el suelo correspondiente porque no hiciesen ruido los terrones que arrancaba, cubrió con zacate de carbón, y en tres noches sucesivas desquició todo el marco para quitarle a su tiempo, y sobre falso volvió a embutir la oquedad con la mezcla que hizo con las costras que habían saltado y blanqueó la superficie con ceniza que tenía reservada para este fin, y acordó que para en caso que les faltase el dinero sería bien llevar algunos géneros de mercancía de que valerse, y para ello del dinero que había ahorrado de su ración pidió al alcaide le comprase cantidad de ruan, renque, puntas, hilo, medias de seda y algunas otras cosas con que hizo dos líos con alguna ropa de su vestir, y dispuso dos de las vigas de su cárcel para que le sirviesen de escalera, caso que la una no alcanzase, empalmándolas ambas, y para que pudiesen salir por uno de los claros del portón las desvastó usando de una visagra y media chapa que amoló para que cortase. Y pareciéndole pocos estos hierros para usar de ellos la noche que se hubiese de ejecutar la fuga quitó cuatro cantoneras de una caja que tenía calentándolas con fuego y las enderezó y trabó unas con otras, y para facilitar el corte del cubo de la ventana que caía a un jardín por donde previno hacer y ejecutó la fuga, dispuso un hierrezuelo agudo poniéndole por cabo un huesesillo de carnero para con él, encendido el fuego, hacer unos barrenos a trechos y cortar después con los hierros amolados, también encendidos, lo que bastase para sacar dichas vigas; y el día doce de diciembre de dicho año de cincuenta se puso a hacer la experiencia del tiempo que gastarían en todo lo concerniente a la ejecución de dicha fuga, cómo quitar la ventana de reja, quebrantar los baluartes de madera de la parte de afuera de la misma ventana, salir al patiecillo, cortar el pedazo de la red del portón de su cárcel, arrancar la cerradura de la puerta de un callejón por donde se entraba a la ventana del jardín, cortar los baluartes de madera y tablas del cubo de esta ventana, y encendió los hierros y corto un pedazo de tabla de su cama del tamaño de la oquedad que habían menester las vigas con alguna facilidad, de que él se alegró y hizo cómputo de que en ocho horas se vencería toda la dificultad, y comenzando a las ocho de la noche podrían salir a las cuatro de la mañana del día segundo de Pascua que dijo ser más a propósito que la Noche Buena, que antes tenía determinado, porque cansadas las gentes de los maitines de dicha Noche Buena estaría sosegada durmiendo y no habría quien los viese, y para que las vigas que habían de servir de escaleras estuviesen dispuestas, señaló de media a media vara donde se habían de hacer unas muescas para atar en ellas unos pedazos de trenzas de lienzo que sirviesen de escalones para no resbalar y rasgó a tiras dos sábanas, una camisa y una almohada, y pareciéndole haber suficiente para las varas de soga que había menester en dichos escalones y liar dichos dos líos y para descolgarse, pidió al compañero una sábana prometiéndosela duplicada y se puso a trenzar las tiras diciendo que para aquello no había hombre en el mundo como él, y que, como si en ejecutar esta fuga y publicar tan fieras y desmedidas maldades por medios tan ruines y pecaminosos intentara alguna facción heroica, justa y cristiana encaminadas al servicio de Dios, porque pudiese esperar su ayuda por medio de ayunos, oraciones y penitencias con falsa hipocresía apoyándola con algunas historias de la Escritura Sagrada, en que Dios Nuestro Señor había favorecido a su pueblo librándole de la ferocidad de tiranos enemigos por medio de personas humildes y penitentes (como diez días antes de dicha fuga hizo que ponía por obra la penitencia: oración y ayunos que antes había dicho haría, y cortó un pedazo de estera de palma como de una cuarta y le aforró en lienzo viejo y cosió unas cintas y éste se puso por cilicio, y por espacio de nueve días siguientes hacía que se ponía de rodillas a orar, la cara a la pared y puestas y elevadas las manos. Y un viernes, llevándole la comida, cogió con los dedos una muy poca de ceniza y la echó sobre una tortilla de huevos diciendo que aquello era cumplir con la ceremonia, y por otra parte hablando de esta fuga decía que se holgara que hubiera algún demonio familiar que le ayudara a salir de la cárcel, afirmando que se podía usar bien de él, de cuyo favor sin duda alguna se valdría, así por este dicho y otros, como por estar tan sospechosos de pacto con el demonio, por muchos fundamentos de que dicho fiscal hizo especial mención en dicha su acusación y que habiendo sabido la muerte del Sr. Arzobispo D. Juan de Mañozca el día trece de diciembre de dicho año, por el doble general de campanas y por las señas que inadvertidamente le dio cierto sirviente de las cárceles, mostró grande alegría diciendo «Un enemigo menos». Y otro día despertó muy de mañana a su compañero diciéndole que tenía pensada una cosa grande y era escribir y divulgar que aquella mesma noche que murió el arzobispo, dadas las doce, se le había aparecido y díchole que de parte de Dios era enviado a él para decirle que por la grande injusticia que le había hecho en no ver su proceso y sacádole antes de allí, le venía a sacar entonces y que para señal de esto había señalado por su propia mano aquella señal de fuego que tenía la tarima de su cama (que era la mesma que este reo había hecho con los hierros encendidos para reconocer en aquella experiencia el tiempo que gastaría en el corte de los trozos que necesitaba cortar para su fuga) y que lo pintaría tan de gusanillo que lo creyera todo el mundo y los mesmos Inquisidores porque no podrían apear como pudiese haber sabido dicha muerte, y con efecto puso en ejecución este dictamen tan ofensivo a la buena memoria de dicho señor arzobispo, y entre otros papelones que fijó fue el que en esta ocasión escribió intitulado Pregón de los justos juicios de Dios, que castigue a quien lo quitase, en que con iniquidad insolente dijo que en dicha aparición le había dicho y mandado a este reo publicar al mundo sus atroces delitos y de los inquisidores, y dio a entender que la noche de su fuga le sacó dicho arzobispo en un instante, haciendo testigos de estas falsedades a los ángeles y a la vista de los hombres, el crédito de tan desmedidas injurias y llevando adelante este dictamen de querer persuadir de que milagrosamente había salido, y, no por los medios naturales o, por mejor decir, diabólicos la dicha noche que la ejecutó después de haber cortado con los hierros encendidos la verja de la ventana que caía al jardín para que hizo fuego, barrió con una escoba la ceniza y carbón, y con otros trastes que sacó de su cárcel los entró en un tompeate y los escondió para no dejar rastro de su artificio, y puesto en el jardín con el compañero le hizo enterrar los hierros de que se valió y tentó arrimar la escalera así a la pared de la cárcel de penitencias, pareciéndole muy alta mudó la viga de aquel lienzo hacia el de la calle y por no poder alcanzar con una viga, yendo por la otra para empalmarla, como tenía dispuesto, reconoció haber una pila y sobre ella unas almenas y que era menor la altura y que con sólo una viga podía alcanzar a ponerse sobre la pared y dio aviso al compañero, mudó vestido y llevaron la viga y líos, y puesta sobre el bordo de la pila subieron por ella, y atando un pedazo de soga de una de dichas almenas se descolgaron a la calle, primero el dicho D. Guillén, que recibió los líos, y tras él, el compañero, y cargando cada uno su lío se fueron por la calle del Reloj al patio de la obra de esta Catedral al tiempo que daban las tres de la mañana del día segundo de dicha Pascua de Navidad y dejó allí al compañero mientras fue a fijar los carteles y libelos, y fijó dos en la puerta de dicha Catedral y en provincia, y volvió diciendo al dicho Diego Pinto cómo los dejaba fijados y que le aguardase mientras iba a dar el pliego al virrey y dejándole instrucción de lo que había de decir por si llegase alguna ronda, y se fue así a Palacio y encontró con un soldado de la guardia a quien dijo que era un correo que acababa de llegar con un pliego de mucha importancia que convenía darse luego a Su Excelencia, diciéndolo con tanta ponderación que creyó dicho soldado ganar algunas albricias y solicitó que se diese al señor virrey, como se dio muy de mañana, con que se volvió donde había dejado al compañero y salieron juntos para irse hacia la Santa María a la casa que entre los dos tenían prevenida desde la prisión, y llegando a la entrada de la calle de Tacuba fijó en ella uno de los libelos que sacó escritos y otro en la Cruz que llaman de los Talabarteros. Y prosiguiendo el viaje fijó otro en la esquina de la calle de Donceles, y se fueron finalmente a dicho Barrio de Santa María, y el dicho D. Guillén se entró en dicha casa dejándole el compañero que pasó de largo, y aunque pasaron muchas circunstancias se omiten por hacer tránsito a dichos libelos que fijó, en que suponiendo y era sentado que fueron sumamente injuriosos en verter ^ doctrina arrogante, presuntuosa, temeraria y mal sonante, la recomendación con que engrandece su persona diciendo de sí en la cabeza de ellos D. Guillén Lombardo por la gracia de Dios pura, perfecto y fiel católico, apostólico, romano, prigénito de la Iglesia y heredero de la pureza de ya ha más de mil y cuatrocientos años etc. y el otro que va dicho intitulado Pregón de los justos juicios de Dios etc. contenía proposiciones gravemente injuriosas y maléficas, contumeliosas contra este Santo Oficio, y además sediciosas, escandalosas, sistemáticas y fautoras de herejes judíos reos del Santo Oficio y de estas mesmas calidades fueron todos los papelones fijados.

Y en el que encaminó a manos de dicho señor virrey suponiendo que éste y el que tenía escrito para el señor visitador general eran unos en el contexto, con muy poca diferencia, y que eran un agregado de ofensas, agravios, improperios, injurias, imposturas, temeridades, arrojos y falsedades contra el Santo Oficio, su modo y estilo de proceder contra los Sres. Inquisidores y sus ministros, que por la decencia se dejan de referir aunque se le especificaron en dicha acusación, sólo se hará mención de las proposiciones ofensivas a la pureza de nuestra santa fe católica, una de las cuales fue «que tan hereje es aquel que hace decir a un católico que era judío, como aquel que hace de católico judío»; que era herética formal por el sentido que hacía ofensivo a la unidad y verdad de nuestra santa fe católica y demás de la herejía por el contexto de palabras antecedentes y consecuentes, y estilo libertallo, manifestaba odio contra el Santo Oficio y clara hostilidad propia de formales y declarados herejes y ser fautor y defensor de ellos y en especial de los herejes judaizantes presos y castigados por este Santo Oficio. Diciendo en sus defensas dogmas mal sonantes con sabor de herejía y oponiéndose al estilo asentado y aprobado del Santo Oficio por formalísima oposición, y en otro párrafo, en que tomaba por argumento injuriar la persona de uno de dichos Señores Inquisidores, dijo «mas él y los santos hermanos y Mahoma con ellos, si viviera, pueden ser llamados ángeles en comparación de éstos» (refiriéndose a los señores Inquisidores) y prosiguió «porque Mahoma enseñó su secta por fuerza de armas a lo público y por lo que era, mas estos prevarican de la fe católica con armas secretas y sacrílegas, más horrendas que las inventivas de Nerón y con capa de la misma fe», y consecutivamente prosiguió «que no hay pecado contra Dios que iguale a este etc.» en que descubrió este reo la fautosía y defensa de los herejes y se declaró dogmatista y rabino de ellos enseñándoles y diciendo en su defensa dogmas mal sonantes que tienen sabor de herejía y próximos a varias herejías y errores; y repite la hostilidad contra el Santo Oficio y sus ministros, y que en otro párrafo dijo: «Es notorio mi celo a la Iglesia y a Su Majestad más que cuanta Inquisición ha habido». Proposición que respecto del Santo Oficio es injuriosa y contumeliosa, y respecto del reo que la escribió y publicó temeraria, escandalosa, y tenía olor de espíritu heretical; y otro proposición en dicho párrafo dijo «que en cuanto a lo público ni San Pablo habla más católicamente que él», era formalmente herética pues era de fe que los Doctores Canónicos cual es San Pablo hablaron movidas sus lenguas del Espíritu Santo, y ponerse este reo en igual o mayor clase que San Pablo era quererse hacer autor de fe y que sus hablas lo eran, lo cual era formalmente herético y seguido de los mayores heresiarcas que se han levantado contra la Iglesia; y que en otro párrafo, atribuyendo su prisión a maquinaciones del tribunal imputándole que con extorsiones hacía apostatar y desamparar la fe a los presos, concluyó diciendo «porque con este medio ni Dios mesmo estuviera seguro de ellos en la tierra que estuviera, siendo presencia impecable», en que descubrió la mayor iniquidad, modo blasfemo, mal sonante, temerario, sospechoso de herejía e ignominioso con que se podía hablar en agravio y ofensa de este Santo Oficio, y por el discurso de los diez y ocho folios del dicho libelo y párrafos de él, fue ingiriendo innumerables proposiciones y dogmas (que fuera inacabable el referirlas en especial) unas heréticas formales, otras próximas a herejía, erróneas, temerarias, blasfemas, impías y ofensivas de piadosas órdenes, procediendo en todo el escrito y libelo con estilo y saña heretical sin perder de vista la hostilidad contra el Santo Oficio, y oponiéndose al uso y sentir de la Iglesia Católica, Apostólica Romana y de los Santos Padres y decretos de concilios, usando siempre de términos impíos, inicuos y temerarios, favoreciendo con diabólica energía a los herejes judíos castigados por este Santo Oficio negándole la jurisdicción y potestad coerciva contra los tales herejes y afirmando heréticamente «que después de recebido el bautismo la fe es voluntaria para guardarla o no guardarla», y que no habiendo circuncisión no se puede incurrir en acto de judaismo formal diciendo, por formales palabras, «no puedo ser judío sin estar circuncidado que es el sacramento de la Ley antigua que ellos observan, y tenemos por fe católica que el que no lo fuere no puede ser judío», y en esos escritos y libelos fue sembrando diferentes proposiciones en que temeraria y aseverantemente repite haber tenido revelación, mandato e iluminación divina para manifestar y publicar las maldades que su atrevido y rabioso furor, nacido de un mortal odio, le dictó contra el Santo Oficio hasta llegar a decir que sólo en la Europa y principalmente el rey de España consentía en sus reinos esta invención de Inquisición que en los demás reinos no la había ni los reyes la consentían, y que, en suma, fuera de las proposiciones de todas las calidades que la sagrada Teología daba a las proposiciones, dogmas y doctrinas opuestas a la verdad católica, no había oración, voz ni término alguno en dichos libelos que no mereciera especial nota porque con rabioso cuidado se había esmerado en usar de todas cuantas injurias y contumelias eran imaginables, imponiendo raros y extraordinarios delitos y atrocidades al Santo Oficio, señores Inquisidores y ministros hasta su Alteza en el Supremo Consejo de la Santa general Inquisición, con desmedidos desacatos, y que el escrito que después de reducido a las cárceles que había intitulado Cristianos desagravios no contenía otra cosa que una repetición y reafirmación de todo lo deducido en los dichos libelos debajo de una disimulada retractación, con no menos malas proposiciones que las antecedentes y continuándolas en dicha audiencia de catorce de mayo de cincuenta y uno, sin ninguna atención ni respeto a los señores jueces en su presencia, antes con descarada osadía injuriándolos gravísimamente, dictó veintisiete proposiciones en idioma latino justificándose en la primera y diciendo que lo prendieron porque defendía la fe, siendo sus delitos contra la misma fe, y en esa primera proposición hacía la herejía sospechada fe católica, doctrina de heresiarca que dan por de fe sus artículos, y en las demás proposiciones siguientes hasta la veintisiete, que fuera prolijo el referirlas, no sólo mostró espíritu heretical sino que se contienen muchas heréticas formales de los herejes Lutero, Calvino, Pelagio y otros heresiarcas, y algunas de ellas son epílogo de cuantas herejías son imaginables, que atribuyó a los señores Inquisidores, y afirmó otras opuestas a la Escritura Sagrada citando lugares de Concilio falsamente, de que después de haber salido de esta audiencia se había gloriado volviéndole a su cárcel y que en continuación de su depravado ánimo en el escrito que va referido presentó en la audiencia de tres de agosto del año de cincuenta y cuatro, en que hablando con Dios Nuestro Señor le introduce con aquellas palabras Beati omnes quitiment, Dominum; y todo su asunto fue hacer, con pretexto de recurso a Dios, un libelo contumelioso y sobre manera infamatorio contra los señores Inquisidores, y contra el modo de proceder del Santo Oficio, contra el secreto que observa, forma de enjuiciar y demás cosas establecidas, recibidas e introducidas por la Santa Iglesia Sede Apostólica e instrucciones generales, conteniéndose en dicho papel tan detestables injurias y contumelias tan llenas de ponzoña que hacían cuanto lugar era posible a más que vehemente sospechar acerca de la fe de su autor, y descubrir su espíritu heretical y odio entrañado contra el Santo Oficio, tan propio de herejes, que todo su conato le ponía en ultrajar, rencor, crueldad e ira al Sacro Santo Tribunal del Santo Oficio notándole no sólo de severo sino de cruel e inhumano derramando, por escritos por todo el orbe, sus imposturas para ponerle en mal crédito y hacerle odioso y abominable con sus mentiras y ficciones, escarneciendo del modo de procesar y actuar en las causas de los reos, llamando a éstos mártires e inocentes cuya doctrina siguió este reo en dicho papel que todo es tratar al Santo Oficio de cruel, de tirano, de injusto en su proceder, de doloso su secreto, de inhumano en el trato de los reos, de desaforado en el modo de prender y de examinar los testigos, de inocentes a los judíos y herejes que castiga, de imposible de salir de sus manos ni con sentencia ni con absolución, con que descubría bien claramente su ánimo heretical, y que todo el dicho papel era un libelo famoso contra el Santo Oficio y los señores Inquisidores, y desde el párrafo primero hasta el ochenta y cuatro en lo particular de dicho escrito escribió muchas proposiciones heréticas y otras innumerables de todas calidades de oficio, y en el párrafo ochenta y cinco y siguientes hasta el final hizo un largo epifonema del papel en que hablando con Dios Nuestro Señor le resignaba dar sus causas y se conoce y confiesa por pecador, pero de consuno se introduce acérrimo defensor de fe pura y de la justicia divina dando esto por la causa principal de prenderle, afrentarle y perseguirle el Santo Oficio, en que descubría proceder con hipocresía y que merecía especial nota; en este lugar, al medio del párrafo ochenta y siete, por estas palabras «justificándose en este oficio enemigo de la fe, con sombra de ella» en que derechamente se oponía al establecimiento eclesiástico del Santo Oficio a quien las bulas y la Iglesia llaman Santo Oficio en favor de la fe, contra la herejía, y así redundaba contra esta sagrada institución esa especie de blasfemia que atribuye a la Iglesia una cosa indigna, y de sacrílegos porque usurpa por herético este apellido, y en todo el resto hizo una conserie suelta y destrabada de lugares de la Escritura Sagrada apellidando con ellos unas veces su ignorancia, otras su dolor, otras su paciencia, otras la tiranía de la Inquisición y así en estos como en todos los lugares de la Sagrada Escritura, contenidos en dicho libelo, mostraba una temeridad depravada en traerlos e interpretarlos como se le antojaba, mostrándose temerario y heretical según doctrina de Doctores que censuraban así el traer lugares de la Escritura y valerse de ellos para pasquines, y que dicho papel tenía calidad de pasquín o libelo por haber sido la intención de publicarlo y pedir en él a Dios que pasasen la vista por él los más bárbaros paganos etc. redundando dicho libelo o pasquín contra la Iglesia Santa, contra la Sede Apostólica, contra la potestad eclesiástica, delegada, contra los Sagrados Cánones, contra el Tribunal del Santo Oficio, contra las personas de los señores Inquisidores, y contra la regalía del rey nuestro Señor y en escándalo universal de los ignorantes, y que a este tiempo había querido intentar fuga abrazándose con el alcaide de las cárceles para quitarle las llaves intentando matarle con su propia daga, como va referido;

Y que en los lienzos que en esta ocasión, catándole la cárcel y aseándosela por achaque de la herida que le sobrevino, se hallaron que tenía escritos unos lienzos que juntos con otros que antecedentemente se le habían hallado componían un Salterio de nueve cientos y dieciocho salmos en versos latinos cuyo título era (traducido de latín en romance) Libro primero del Regio salterio de Guillermo Lombardo, o Lampart, Rey de la América citerior, y emperador de los Mexicanos, y dicho salterio era una continuada narración y celebración de sobrenaturales revelaciones, apariciones y milagros en orden a persuadir que Dios le había constituido autor de él, enviándole para defender la fe católica y la justicia Evangélica instituyendo y gobernando un pueblo que había de vivir en grande pureza y ejercicio de virtudes juntándose a esto la destrucción del Tribunal del Santo Oficio por las injusticias y gravísimos delitos que acumula a sus ministros y al estilo y costumbre de proceder en las causas de su conocimiento; y aunque en algunos de los salmos parecía mostrarse piadoso y devoto, se dejaba entender era piedad afectada y fingida porque afirmaba universalmente en el proemio o título de dicho Salterio que estos salmos le habían sido revelados por Dios o por sus ángeles, que atenta la condición, vida y costumbres de este reo era doctrina o proposición falsa y falsas también las revelaciones porque era doctrina corriente, que se debían tener por tales las que publicaban que tenían los hombres soberbios, vanos, ambiciosos, simulados, cavilosos, maldicientes, vengativos, contumeliosos y llenos de otros vicios que todos cabían en este reo, y que no podían ser ni nacer de Dios sino del mal espíritu, y que los vicios referidos excluían el buen origen de dichas revelaciones, en el susodicho, se comprobaba por los libelos infamatorios de que se ha hecho mención y se contenían en este Salterio y que así le venía bien otra regla para discernir las buenas de las malas revelaciones, cual es, que las verdaderas que provienen de Dios no se hicieron para naturales tercos y villanos, cabezudos, tenaces, porfiados, amigos de su parecer que de nada se pagan si no es de lo que ellos dicen y piensan, sino para los humildes, blandos, dóciles y rendidos; y que con astucias, raras cavilaciones y sofisterías ajenas de la sencillez e ingenuidad cristiana pretendió granjear crédito con dichas revelaciones y fue urdiendo la tela de su historia con artificiosa disposición y pretendió apoyar dicha misión de profeta predicador y dichas revelaciones alegando por milagros muchos casos entre los cuales uno era que maravillosamente Dios le había proveído los materiales necesarios para escribir estos Salmos, lo cual estaba convencido de falso porque él mesmo confesaba que en la cárcel donde fue puesto halló carbón de que hizo tinta y que en otra ocasión, habiéndola pedido para escribir sus defensas, apartó la bastante para acabar la obra, y otras veces se valió del humo de la candela recogido en un plato que mezclaba con miel y agua, de que hacía tinta y de unas plumas de gallina que halló en dicha cárcel que aliñaba con un pedazo de vidrio, y de ese modo escribió dichos libelos, y otro de los milagros decía haber sido el modo de su fuga siendo el que ya queda referido, y que fuera de las invectivas, sátiras, oprobios, contumelias, injurias que contenía dicho Salterio había dicho y afirmado en él innumerables proposiciones heréticas próximas a herejías enormes, temerarias, escandalosas, denigrativas de nuestra Santa fe católica, y otras calidades y se había opuesto a la verdadera y sana doctrina católica en muchas materias de la Teología que en especial dedujo dicho fiscal en su acusación, y que generalmente toda la doctrina de ese escrito y Salterio era impía, y sacrilegamente infamatoria, injuriosa y contumeliosa contra el Santo Oficio, sediciosa, temeraria y escandalosa, propísimamente seductiva de ánimos sencillos, peligrosa y sospechosa en la fe, por muchas razones que expresó, y que en él continuó, por el renombre de Rey y Emperador de la América, la tiranía, conspiración y alzamiento que había maquinado, y que volvió a tomar la defensiva y fantasía de herejes y judíos y otros reos que lo pueden ser del Santo Oficio de la Inquisición diciendo que las cosas que con ellos se hacían no eran conformes a la fe de Dios, y que conservando su ánimo tumultuante y traidor de que había sido acusado en la primera causa, se introdujo desde luego en uno de los libelos en la segunda presentados, como traidor en crimen de lesa Majestad humana, a dar por injusta la posesión que tiene el rey nuestro Señor de estos reinos pretendiendo ser tiranía de que de nuevo se acusaba, y que, como quiera que para entablar su traición había menester informar los derechos del Papa, fue mezclando en todos los párrafos en que trató de ese punto manifiestas impugnaciones a la potestad temporal del pontífice nuestro Señor como decir «que no hay Rey cristiano que quiera conocer al Papa en cosa alguna temporal, y que no dio Cristo la potencia sino sólo en lo espiritual a S. Pedro», explicando a este intento el tibidades claves Regis colorum. «Y que lo uno y lo otro no consienten al Papa jurisdicción en lo temporal»: valiéndose del lugar de que se valió el impío y sacrilego hereje Calvino a quien siguieron otros para este modo de invectiva e impugnación de la Sede Apostólica contra lo recebido en la más válida opinión de juristas y teólogos que el Papa tiene jurisdicción universal temporal emanada de Cristo como de Señor absoluto en cuanto a lo temporal se ordena al fin espiritual de la Iglesia y de su gobierno, fundados en lugares del Evangelio, y alegó muchos ejemplares, en que la Sede Apostólica había usado prácticamente del dominio temporal en cuanto se ordenaba al espiritual sobre reyes y reinos, y que pudo dar y dio juntamente el dominio de estas provincias a los señores reyes de España, y que el reo en sus proposiciones acerca de esto, daba por injusta la Sede Apostólica en expedir semejantes Bulas no con ánimo católico sino muy parecido al de Calvino hereje y que pretendía claramente conspirar contra el rey nuestro Señor para despojarle de estos reinos como tirano y dejar su elección en manos de los conspirados por estas palabras: «No tiene acción alguna al reino pues ni por voto de los supeditados ni por nombramiento de Dios nuestro Señor lo es: síguese que es justo que cualquiera que lo pretenda en defensa de la justicia del Señor Dios y de los pobres lo haga, que si después de reprobado el tirano, quisieran los vasallos recebir por rey a quien los hizo libres es justa la elección» de suerte que este reo impío daba por injusto un derecho tan claro como el de la Sede Apostólica para dar este reino a quien lo tenía y daba por justo derecho el que se quisiese tomar cualquiera particular para despojarle de él a su poseedor y ser elegido por rey, todo lo cual era consecuencia de que la doctrina de este reo contra la posesión del rey nuestro Señor y contra la potestad del Papa era en orden a sediciar, tumultuar, conspirar, rebelar y amotinar estos reinos, introduciendo tales pretextos que combinados con las prevenciones que va referido tenía antes de ser preso, no tenía duda ser este su intento, y asimismo de las cédulas y órdenes falsas de su Majestad que fabricó en orden a sus depravados intentos, firmas de obispos, secretarios y escribanos públicos y reales en diferentes instrumentos, y de los nuevos delitos, de desacatos e irreverencias y menosprecio de este Santo Tribunal y señores Inquisidores, y que demás de todo lo antecedente y deducido en dicha su acusación por discurso de doscientos veintiocho capítulos en que se acusó con la ponderación debida a sus delitos, de que por mayor se ha hecho relación por no ser posible hacerla con la individuación que tan detestables crímenes pedían, era, de presumir y creer habría cometido otros muchos; vístoles hacer decir y cometer que el reo había encubierto maliciosamente de que protestaba acusarle siempre que a su noticia llegasen, y siendo necesario desde luego le acusaba, y de sortilegio, adivino, supersticioso con pacto con el demonio, maquinista, embustero, falsario, blasfemo, sacrilego, tumultuante, sedicioso, cismático, dogmatista, alumbrado, fautor y defensor de herejes judíos, escandaloso, y gravísimamente contumelioso al Santo Oficio de la Inquisición, libelante famoso, hereje, secuaz, de los mayores heresiarcas que se han levantado contra la Iglesia católica, y sectario también de las herejías de Calvino, Pelagio, Juan Hus, Wiclefo y Lutero, por lo cual y aceptando sus confesiones en lo favorable nos pidió y suplicó que, habiendo por reproducidos los autos y acusación del proceso de la primera causa y los papeles y escritos que al dicho D. Guillén, alias Guillermo Lampart, se le aprehendieron, y en especial por los folios que citaba, declarásemos su intención por bien probada y al susodicho por hereje y por pecador de los delitos de que se había acusado y estar incurso y ligado de sentencia de excomunión mayor promulgada por derecho contra los tales herejes, fautores y defensores de ellos, y le mandásemos relajar y relajásemos a la justicia y brazo seglar y declarásemos los bienes que en cualquiera manera pudieran pertenecerle por confiscados y pertenecer a la cámara y fisco real de esta Inquisición, desde el día que comenzó a delinquir, pidió justicia y juró su acusación; y por otro se nos pidió que en caso necesario y que su intención no se diese por bien probada, le mandásemos poner a cuestión de tormento en que estuviese y perseverase y se repitiese en su persona hasta que enteramente confesase la verdad;

Y habiéndole leído y dado traslado de dicha acusación, fue respondiendo a ella capítulo por capítulo y dijo ser el contenido en dicha acusación y negó algunos de los capítulos que tocaban a la comunicación y pacto de la fuga con el compañero, confesó otros en parte y en el todo los libelos que fijó y dio al señor virrey y los demás escritos que presentó, y todas las proposiciones de que fue acusado diciendo ser buenas y de fe católica en muchas, dijo asimesmo ser suyos los salmos y sus proposiciones y afirmó estar bien escritas, reconoció las cédulas y órdenes e instrumentos falsos y fabricados por el reo, y dijo ser suyos y de su letra y haberlos fabricado y tenido facultad para ello, que se hallarían en las secretarías de los consejos; volvió a afirmar haberle quitado al tiempo de la prisión la hacienda y alhajas referidas que supuso tener y respondió con notable desacato a la dignidad y persona de los señores Inquisidores diciendo ser demonios y todos los que entraban en el secreto de esta Inquisición y serlo también el alcaide y los demás ministros, y a la conclusión dijo ser falso lo contenido en ella, y que él acusaba al fiscal demonio, en este y en todo juicio con otros desafueros temerarios, y habiéndosele mandado dar traslado para que respondiese con acuerdo de abogado y nombrádosele los de este Santo Oficio, para que eligiese el que le pareciese, respondió que se nombrase de oficio, que él no tenía que comunicar y habiéndosele nombrado y comunicádose con el presente el reo, dicha acusación y sus respuestas y leídose a la letra el proceso de la segunda causa con los libelos escritos y salmos, y las calificaciones dadas a ellos por muchas y diferentes audiencias que duró esta comunicación, a que respondió que no tenía que decir ni alegar, y habiéndosele hecho cargo de lo que constó por certificación cerca de no haber hecho reverencia, al entrar y salir tanto número de veces a dichas audiencias, al altar e imágenes de Cristo Señor nuestro y de la Virgen Santísima nuestra Señora y de otros Santos que están en la sala del tribunal, respondió que renunciaba cargos de demonios y que lo era el señor Inquisidor presente y el secretario y abogado, que se llamaba su abogado, que no lo era, y los demás que cruzaban por el Tribunal, y que había respetado el altar, que hacía poco que había reparado en hacerlo, y habiéndosele propuesto las quejas e invectivas sobre no dar el tribunal los nombres de los testigos en las publicaciones, y que era herejía el callarlos y que con él se había dispensado haciéndoselos notorios, que dijese qué daño se le había seguido de no habérselos dado antes y del secreto del Santo Oficio que tan fieramente había abominado, y que como sabía que la causa motivo de las prisiones de los reos de la complicidad había sido por quitarles las haciendas, como lo había escrito y publicado, y otras preguntas y amonestado asimesmo sobre las calidades de sus proposiciones y escritos que a la letra había oído, respondió que él no se quejaba ahora de que no se le diesen los nombres de los testigos que ya se había quejado y no se acordaba de la queja y que no sabía que en Tribunal alguno se callasen dichos nombres; negó haber dicho que por quitarles las haciendas a los reos los había preso el Santo Oficio, y a la queja contra el secreto dijo que no se acordaba, y a las calificaciones que no tenía que decir nada; y amonestado por dicho su abogado de lo que le convenía para descargo de su conciencia y buen despacho de su causa, que era confesar la verdad y si era culpado pedir penitencia, dijo que allí no se trataba de descargo de conciencia para con él que defendía la justicia y que no tenía que decir, y dicho su abogado dijo que por no haber querido el reo admitirlo por tal, y sin embargo aconsejádole lo que debía según su obligación y juramento y advertídole el miserable estado en que se hallaba y no haber querido admitir sus consejos y estar protervo, se excusaba de hacer el oficio de su abogado, porque de lo contrario incurriría las penas de fautoría y defensoría de herejes, y habiéndosele ofrecido dar en publicación los testigos, sin embargo de habérsele leído con sus nombres y reconocido su proceso como va dicho, dijo que no quería publicación porque ya había oído el dicho de los testigos y lo que decían que eran falsos y los calificadores también en lo más que añadían de lo que el reo había dicho, con lo cual se hizo auto de conclusión y notificada, visto los autos de dicha causa con lo más que ver convino y habido nuestro parecer y acuerdo con personas de letras y rectas conciencias

XPTO. NOMINE INVOCATO

Hallamos atentos los autos y méritos de dicho proceso, el dicho fiscal haber probado bien y cumplidamente su acusación según y como probarle convino: dámosla y pronunciámosla por bien probada, en consecuencia de lo cual que debemos de declarar y declaramos el dicho D. Guillén Lombardo de Guzmán, propiamente Guillermo Lampart, haber sido y ser hereje, apóstata, sectario, de las sectas y herejías de los malditos herejes Calvino, Pelagio, Juan Hus, Wiclefo y Lutero, y de los alumbrados y otros heresiarcas, dogmatista inventor de otras nuevas herejías, fautor y defensor de herejes, protervo y pertinaz y por ello haber caído e incurrido en sentencia de excomunión Mayor y estar de ella ligado, y en confiscación y perdimiento de todos sus bienes que en cualquiera manera le puedan pertenecer; los cuales mandamos aplicar y aplicamos a la cámara y fisco real de esta Inquisición y a su receptor en su nombre desde el tiempo y día que empezó a cometer los dichos delitos de herejía cuya declaración en nos reservamos; y que debemos de relajar y relajamos la persona del dicho Guillermo Lampart a la justicia y brazo seglar, especialmente al corregidor de esta ciudad o su lugarteniente en el dicho oficio, a los cuales rogamos y encargamos muy afectuosamente como de derecho mejor podemos se hayan piadosa y benignamente con él, y declaramos los hijos e hijas del dicho Guillermo Lampart y sus nietos por línea masculina ser inhábiles e incapaces, y los inhabilitamos para que no puedan tener dignidades, beneficios ni oficios, así eclesiásticos como seglares, ni otros oficios públicos o de honra, ni poder traer sobre sí ni sus personas oro, plata, perlas, piedras preciosas, ni corales, seda, chamelote ni paño fino, ni andar a caballo, ni traer armas, ni ejercer ni usar de las otras cosas que por derecho común, leyes y pramáticas de estos reinos e instrucciones y estilo del Santo Oficio, a los semejantes inhábiles son prohibidos;

Otrosí, mandamos que esta nuestra sentencia con la relación de los méritos de ella le sea leída y publicada en el cadalso donde hubiéremos de celebrar auto general de la fe, llevando puestos el dicho Guillermo Lampart las insignias de relajado y mordaza en la boca teniendo elevado el brazo y mano derecha asida por la muñeca una argolla que para este efecto se pondrá en el lugar donde los reos oyen sus sentencias todo el tiempo que durare dicha publicación en pena de haber escrito con ella los libelos infamatorios y falseando cédulas de sumas, y por esta nuestra sentencia definitiva juzgando así lo pronunciamos y mandamos en estos escritos y por ellos—Dr. D. Medina Rico—Dr. D. Francisco de Estrada y Escobedo—Dr. D. Juan Sáenz de Mañozca—Dr. D. García de León Castillo—Abogado D. Bernabé de la Higuera y Amarillas.

PRONUNCIACIÓN.—Dada y pronunciada fue esta sentencia de su uso por los señores Inquisidores, que en ella firmaron sus nombres; y no se halló presente el ordinario aunque la firmó; estando celebrando auto público general de la fe en la Plaza Mayor de esta ciudad de México, en unos cadalsos altos de madera, miércoles diez y nueve días del mes de noviembre de mil y seiscientos y cincuenta y nueve años, presentes el Licenciado D. Andrés de Zabalca, que hace oficio de visitador Fiscal de este Santo Oficio, y Guillermo Lampart (alias D. Guillén Lombardo de Guzmán) contenido en esta sentencia; el cual fue relajado a la justicia y brazo seglar; a lo cual fueron presentes por testigos D. Diego Cano Montezuma, Caballero del hábito de Santiago, y el Capitán Francisco de Córdova, oficial mayor, y D. Francisco de Monsalbe, Caballero del hábito de Alcántara y otras muchas personas eclesiásticas y seglares; y yo el presente Notario—Paso a de mí.—Bartolomé de Galdiano.

UN CUARTILLO.—D. Guillén Lombardo de Guzmán.—Sello cuarto, un cuartillo.—Años de mil y seiscientos y cincuenta y seis y cincuenta y siete.—Dos Sellos con las armas reales, y otro que tiene en el centro puesto —1658—, —1659—. En la ciudad de México, miércoles a diez y nueve días noviembre, de mil y seiscientos y cincuenta y nueve, y estando en la Plaza Mayor desta ciudad en los tablados altos, de madera, animado a las Casas del cabildo y audiencia ordinaria haciéndose y celebrándose auto público de la fe por los señores Inquisidores, apostólicos desta Nueva España fue leído una causa y sentencia contra D. Guillén Lombardo de Guzmán que esta presente, por el cual se manda relajar a la Justicia y brazo secular por hereje pertinaz.—Y vista por el Sr. D. Juan Altamirano, conde de Santiago, corregidor desta ciudad la dicha causa y sentencia y revisión que le fue hecha y la culpa que resulta contra el dicho D. Guillén Lombardo que se le entregó en persona, pronunció contra él, estando sentado en su tribunal, adonde para este efecto fue llevado, la sentencia del tenor siguiente:

FALLO, atento a la culpa que resulta contra el dicho D. Guillén Lombardo, que debo de condenar y condeno a que sea llevado por las calles públicas desta ciudad, caballero en una bestia de albarda y con voz de pregonero que manifieste su delito, a la plaza de San Hipólito, y en la parte y lugar que para esto está señalado, se queme en vivas llamas de fuego hasta que se convierta en cenizas y de él no quede memoria. Y por esta su sentencia definitiva así lo pronuncio y mando, en estos escritos y por ellos comparecer de asesor y que se ejecute luego. Y lo firmo—El Conde de Santiago—Dr. Lucas de Alfaro.


Publicado el 3 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
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