Monja y Casada, Virgen y Mártir

Vicente Riva Palacio


Novela


Libro primero. El convento de Santa Teresa la Antigua
I. De lo que pasaba en la muy noble y leal ciudad de México la noche del 3 de julio del año del Señor de 1615
II. Donde se ve quién era el bachiller y lo que pasó con el oidor
III. Doña Beatriz de Rivera
IV. De cómo ganaba sus pleitos el ilustrísimo señor don Juan Pérez de la Cerna
V. En donde se descubre por qué estaba doña Beatriz tan preocupada con la fundación del convento de Santa Teresa
VI. En donde el lector conocerá a la verdadera heroína de esta no menos verdadera historia
VII. En donde el negro Teodoro y el bachiller ponen en juego todos sus recursos
VIII. En donde el lector conocerá a «la Sarmiento», y le hará una visita en su casa
IX. Cómo el negro Teodoro probó que no necesitaba de armas
X. Lo que había visto y sabido el bachiller en la casa de «la Sarmiento»
XI. Doña Blanca y don Pedro de Mejía
XII. Lo que hablaron el oidor y el bachiller y quién era el herido
XIII. La historia del esclavo
XIV. En que el negro continúa su historia
XV. Se ve el fin de la historia de Teodoro
XVI. De lo que se decía en la ciudad de la mujer de don Manuel de la Sosa, y de lo que pasaba en la casa de éste.
XVII. En el que se ve que «hasta las piedras rodando se encuentran»
XVIII. En que Martín conoce otros secretos de Luisa
XIX. De la conversación que tuvieron don Pedro de Mejía y don Alonso de Rivera, y de lo que resultó de ella
XX. Don César de Villaclara
XXI. De cómo la beata y «el Ahuizote», Luisa y doña Blanca, don César y don Alonso, se estaban todos engañando
Libro segundo. Las dos profesiones
I. De cómo dentro de un templo y junto a la pileta del agua bendita puede un hombre sentirse hechizado
II. Donde el «diablo tira de la manta»
III. De cómo las brujas solían tener razón
IV. En que se ve que «la Sarmiento» sabía lo que entre manos traía
V. De cómo los celos son malos consejeros
VI. En donde se acaba de probar que los celos son malos consejeros
VII. De cómo se hicieron las ceremonias para la fundación del convento de Santa Teresa
VIII. En donde se prueba que tanto valían los polvos de una bruja como el chupamirto de un nahual
IX. Otra vez con «la Sarmiento»
X. En que se verá cuán cierto es aquello de que «nunca la prudencia es miedo»
XI. Cómo en donde menos se piensa…
XII. De lo que Luisa y Teodoro trataron, y de lo que éste hizo después
XIII. De cómo Luisa fue la mujer de don Pedro de Mejía, y de lo que doña Blanca determinó hacer por esta causa
XIV. Lo que pasó en las bodas de Luisa y de lo que le aconteció a «la Sarmiento»
Libro tercero. Monja y casada
I. De lo que había acontecido en la Nueva España desde el día que dejamos esta historia hasta el día en que volvemos a tomarla
II. Don Melchor Pérez de Varais
III. Cómo se conspiraba en el palacio del señor arzobispo de México, a fines del año de 1623
IV. En que el lector volverá a ver algunos antiguos conocidos y tendrá que conocer algo de los antiguos mágicos
V. La compañía del bachiller Martín «Garatuza» comienza a tomar cartas en los negocios políticos
VI. Cómo Luisa dio unas malas noticias a sor Blanca, y lo que ésta determinó hacer
VII. En que se ve lo que trataba el marqués de Gelves con sus amigos, y otras cosas que verá el lector
VIII. En donde se verá lo que pasó a sor Blanca, y lo que aconteció al marqués de Gelves en su ronda nocturna
IX. Lo que hablaron el virrey y don César de Villaclara, y lo que aconteció después
X. De lo que pasó con don Carlos de Arellano, y cómo volvió a ver a Luisa
XI. Cómo los celos hacen adivinar a las mujeres
XII. Cómo era un edicto del Santo Oficio
XIII. De cómo doña Blanca se casó, y de lo que sucedió entonces
XIV. De lo que combinaron el corregidor don Melchor Pérez de Varais y el arzobispo don Juan Pérez de la Cerna
XV. De dónde se había refugiado doña Blanca, y de lo que aconteció con Teodoro la misma noche del 10 de enero
XVI. Lo que aconteció en México al arzobispo don Juan Pérez de la Cerna el jueves 11 de enero de 1624
XVII. El gran tumulto de México
XVIII. Cómo siguió el gran tumulto de México
XIX. Lo que pasó a dos personas que quizá haya olvidado el lector
Libro cuarto. Virgen y mártir
I. En donde hacemos conocimiento con el inquisidor mayor don Juan Gutiérrez Flores y volvemos a ver a doña Blanca
II. Cuestión de tormento
III. De lo que ocurrió en la ciudad después del motín
IV. De cómo Luisa sufrió una gran desgracia
V. Cómo Luisa conoció que su situación era desesperada
VI. De cómo tirios y troyanos iban todos a parar a la Inquisición
VII. En donde se prueba que un arzobispo podía sacar una ánima del Purgatorio pero no un acusado de la Inquisición
VIII. De lo que pasó en las cárceles del Santo Oficio
IX. En donde se verá que hubo un mitin en el año del Señor de 1624
X. Salvarse en una tabla
XI. En que se sabe cosa que es increíble, pero muy verdadera
XII. Dios lo ha dispuesto
XIII. De lo que arregló Teodoro, y de lo que hizo Martín
XIV. Dios lo ha dispuesto. Concluye
XV. En donde se ve cómo volvieron a encontrarse dos antiguos conocidos
XVI. De cómo Teodoro no «reparaba en pelillos», como decía el refrán
XVII. De cómo llegó a México en busca de su Luisa don Melchor Pérez de Varais, y de lo que le pasó
XVIII. En que se cuenta lo que pasó a don Melchor y a Blanca
XIX. En que se continúa la materia del anterior
XX. Adónde fue a dar Blanca y lo que allí le aconteció, y de lo que pasó a don Melchor en Mexico
XXI. De cómo salió doña Blanca de la casa de la vieja curandera
XXII. En que se sabe lo que había sido de Martín y de don César
XXIII. En el que se conocerá el rancho de el Gavilán, que era el castillo feudal de Guzman
XXIV. Lo que vio Teodoro

Libro primero. El convento de Santa Teresa la Antigua

I. De lo que pasaba en la muy noble y leal ciudad de México la noche del 3 de julio del año del Señor de 1615

Hace dos siglos y medio México no era ni la sombra de lo que había sido en los tiempos de Moctezuma, ni de lo que debía ser en los dichosos años que alcanzamos.

Las calles estaban desiertas y muchas de ellas convertidas en canales; los edificios públicos eran pocos y pobres, y apenas empezaban a proyectarse esos inmensos conventos de frailes y de monjas, que la mano de la Reforma ha convertido ya en habitaciones particulares.

Se vivía entonces muy diferentemente de como hoy se vive. A las ocho de la noche casi nadie andaba ya por las calles, y sólo de vez en cuando se percibía el farolillo de un alcalde que iba de ronda, o la luz con que un escudero o un rodrigón alumbraban el camino de un oidor, de un intendente o de una dama que volvía de alguna visita. Los perros vagabundos se apoderaban de las calles desde la oración de la noche y atacaban como unas fieras a los transeúntes.

Los truhanes y los ladrones tenían carta franca para pasear por la ciudad; la policía de seguridad estaba sólo en las armas de los vecinos.

Era la medianoche del 3 de julio de 1615. Una menuda lluvia se desprendía sobre la ciudad y producía un rumor tenue y acompasado; no se veía en todas las calles ni una luz, las puertas y las ventanas estaban cerradas, y parecía no vivir ninguno de los treinta y siete mil habitantes que componían entonces la población.

De repente, en el silencio de la noche, se oyó el ruido de un gran cerrojo y poco después la puerta principal del palacio del arzobispo se abrió dando paso a una extraña comitiva.

Era una especie de procesión fantástica de sombras negras precedidas de un hombre embozado en una larga capa, con un ancho sombrero negro, sin plumas ni toquillas, y que llevaba en la mano izquierda un farol y en la derecha un nudoso bastón.

Seguíale una especie de cleriguillo, envuelto en un balandrán negro y con un sombrero semejante al de su predecesor, y luego cuatro hombres que cargaban voluminosos envoltorios de indecisas formas.

Apenas salió el último de los cargadores, la puerta del palacio volvió a cerrarse y de uno de los balcones se escuchó una voz que decía:

—¡Martín, Martín!

La comitiva se detuvo.

—Mucho cuidado, y, sobre todo, mucho sigilo.

—Descuide Su Señoría Ilustrísima —contestó el hombre del balandrán; y luego, dirigiéndose a los demás, les dijo con tono imperativo:

—¡Adelante!

Todos se pusieron en camino, llevando siempre de guía al del farol.

Llegaron hasta la esquina de la calle que hoy se llama Cerrada de Santa Teresa, y allí siguieron por toda la calle, torcieron luego por la otra, que también lleva el nombre de Santa Teresa, y con dirección a la del Hospicio, que se llamaba entonces de las Atarazanas, y se detuvieron a pocos pasos frente a una casa de gran apariencia, a juzgar por el tamaño de la puerta.

El hombre del balandrán dio tres golpes, pero tan ligeros que parecía imposible que nadie los hubiera escuchado, y sin embargo, un momento después, una voz de mujer preguntó desde adentro:

—¿Quién va?

—Nuestra madre santa Teresa —contestó el del balandrán.

—¿Qué quiere?

—Su casa.

Se oyó el ruido de la llave que entraba en la cerradura y luego que volteaba rechinando sobre el enmohecido pasador, sonaron las trancas de madera y, gimiendo los goznes, se abrió toda la gran puerta de par en par y la comitiva penetró en el portal de la casa a la luz del farol del guía y de un candil de barro que tenía en la mano la mujer que había abierto.

Era una beata como de cincuenta años, vestía un hábito de san Francisco, de lana burda, y tenía cubierta la cabeza con una especie de toca de estameña negra.

Las palabras cambiadas al través de la puerta debían ser algunas señas convenidas, porque la beata dejó pasar a todos sin hacer pregunta alguna y sin manifestar la menor admiración, y luego cerró cuidadosamente el zaguán.

El hombre del farol penetró en la casa seguido de los cargadores, y el del balandrán quedó esperando a que pasaran, para hablar con la beata.

—Señora Cleofas, ¿nadie ha sentido nada?

—No, que todo el mundo duerme tranquilamente hace más de cuatro horas.

—Muy bien, Su Ilustrísima desea que nadie sepa nada, y ya se sabe, cuando Su Ilustrísima lo dispone, es necesario cumplir.

—Vaya usarcé sin cuidado, señor bachiller.

—Óigame vuesa merced, señora Cleofas, que si dentro de un rato vienen a llamar con la misma contraseña que yo he traído, no se detenga en abrir, que debe ser sin duda Su Señoría el señor Quesada, oidor de esta Real Audiencia.

—Descuide usarcé, que no haré esperar al señor oidor.

El bachiller, como le había llamado la beata, se ajustó al cuerpo su balandrán y se dirigió al interior de la casa.

Aunque la noche era oscura y lluviosa nosotros no necesitamos de luz para ver, y procuraremos hacer una descripción del edificio.

Era un inmenso patio enlosado y entre las mal ajustadas losas brotaba la yerba en abundancia; en el medio había una gran fuente de azulejos, en derredor de la cual se veían como veinte piedras colocadas de manera que servían de lavadero de ropa a los vecinos, y de las ventanas y de grandes clavos asegurados en las paredes se tendían mecates elevados del suelo por morillos delgados y sueltos, que servían para secar al sol la ropa que se lavaba en aquellas piedras.

Debía haber allí un gran vecindario según el número de puertas, ventanas y escaleras que se descubrían por todas partes. Pero todo el mundo dormía profundamente, porque no se escuchaba rumor de ninguna especie, y sólo en el fondo, al través de las hendiduras de una puerta, se veía una luz dentro de una habitación.

Hacia allí se dirigió el bachiller, y llegó, no sin haber tropezado muchas veces con los mecates que servían de tendedero.

Empujó sin ceremonia la puerta y entró en la habitación.

El hombre del farol y sus compañeros se ocupaban afanosamente en poner un altar en el fondo de una gran sala.

El altar se levantaba como por encanto: sotabanco y gradas estaban ya en su lugar, y cubiertos con un riquísimo brocado. La imagen de santa Teresa ocupaba el centro de la grada alta, y candeleros y blandones, y ramilletes de plata y oro, cubrían las demás.

—De prisa camina la obra, señor Justo.

—Sí, señor bachiller —contestó el que había traído el farol, y que era un hombre como de sesenta años, pera robusto y fuerte—; hace más de cuarenta y cinco años que soy sacristán, y no será la práctica la que me falte, ya verá su merced.

—Antes de amanecer estará ya aquí Su Ilustrísima el señor arzobispo, y es necesario que no falte nada.

El sacristán, sin contestar, siguió trabajando, y el bachiller se arrebujó en el sitial que estaba destinado para el arzobispo y se puso a meditar.

Había transcurrido así como media hora cuando la puerta se abrió repentinamente y un nuevo personaje se presentó en el salón.

El recién venido era un hombre en la fuerza de la edad viril; su rostro enjuto tenía las señales de una vejez próxima, apresurada, no por el vicio sino por el estudio y la vigilia; un bigote negro y con las puntas levantadas, y una piocha larga y en figura de una coma, daban a su rostro un aire resuelto.

Vestía una ropilla negra de terciopelo con gregüescos y calzas del mismo color, un sombrero negro al estilo de Felipe II y ferreruelo también negro, completaban su equipo, sin que le faltara una larga espada de ancha taza y una daga de gancho, pendientes de un talabarte negro ceñido con una brillante hebilla de oro.

El bachiller se levantó precipitadamente y se dirigió a su encuentro.

El recién venido sacudió su sombrero y su ferreruelo, empapados con la lluvia de la noche.

—Dios os guarde —dijo.

—Señor oidor —contestó el bachiller— supongo que no habrán hecho esperar a Su Señoría, porque yo advertí…

—No, señor bachiller; la pobre beata velaba, como buena cristiana. ¿Y qué tal se adelanta? —dijo el oidor dirigiéndose al altar, y haciendo al llegar una pequeña genuflexión.

—Admirablemente; creo que dentro de una hora todo estará dispuesto.

—Muy bien; el golpe está perfectamente combinado, y don Alonso de Rivera tendrá que mesarse mañana las barbas. ¿Nadie ha observado nada?

—No, señor.

El oidor sacó de la abertura del pecho de su ropilla un enorme reloj de plata que traía pendiente del cuello por una gruesa cadena de oro.

—Es la una —dijo—, me voy —y embozándose en su ferreruelo se dirigió a la puerta sin despedirse de nadie, pero haciendo con los ojos una ligera seña al bachiller.

Tomó éste su sombrero, y como haciendo cumplidos, acompañó al oidor y salieron ambos al patio, cuidando de cerrar la puerta.

Ni el sacristán ni sus acompañantes pusieron atención en lo que pasaba y continuaron componiendo su altar.

II. Donde se ve quién era el bachiller y lo que pasó con el oidor

—Pardiez, señor bachiller —dijo el oidor cuando estuvieron en el patio—, que me habéis hecho venir con una noche, que más está para dormir que para andarse en aventuras. ¿Tanto urge lo que me tenéis que decir?

—A no ser la urgencia tanta, cuidárame muy bien de haber molestado a Vuestra Señoría; pero a tanto llega la precisión que, si una hora más tarda Su Señoría, hubiera corrido riesgo de llegar tarde.

—Me alarmáis, en verdad.

—Creo que no hay gran peligro, sino el de no complacer a la dama de vuestro pensamiento.

—¿Qué hay, pues?

—Que en esta noche, y como a bocas de las oraciones, recibí una esquela de mi señora doña Beatriz que es fuerza lea Vuestra Señoría.

—Dádmela.

—Aquí está —dijo el bachiller, entregando al oidor un billete pequeño, cuidadosamente doblado y perfumado.

—Por el aroma le conociera, aunque no viese las letras —dijo el oidor besándole—; ¿pero adónde podré imponerme?

—En el cuarto de la beata que tiene luz, y que está abierto cerca del zaguán.

Los dos se dirigieron a la puerta de la calle.

Al ruido de sus pasos, de una pequeña puerta salió la beata con su candil en la mano.

—¿Tendréis a bien —le dijo el oidor— prestarme vuestro candil y permitirme que pase yo solo un momento a vuestro cuarto a leer una carta?

—Con mucho gusto —contestó la beata, entregándole el candil.

La beata y el bachiller quedaron a la puerta, y el oidor entró al cuarto.

Encima de una mesa, que tenía por todo adorno un Cristo y una calavera, colocó el oidor el candil y se quitó el sombrero respetuosamente.

Desdobló la carta y leyó:


Al bachiller don Martín de Villavicencio y Salazar.

Avisad a Quesada que es indispensable que me vea esta madrugada a las dos.

Dios os guarde.

Beatriz
 

El oidor besó la esquela, la dobló cuidadosamente y, metiéndola en la bolsa de sus gregüescos, tomó el candil y el sombrero, y salió.

La beata recibió el candil y se dirigió a abrir.

—Mil gracias —dijo el oidor saliendo seguido del bachiller.

—A Dios sean dadas —contestó la beata cerrando.

—¿Qué me dice Su Señoría?

—Nada, sino que es preciso que me vaya yo sin perder tiempo a ver a Beatriz.

—¿Quiere Su Señoría que le acompañe?

El oidor se volvió como diciendo: «¿De qué podrá servirme éste?». El bachiller lo comprendió.

—Mire, Su Señoría —dijo—, aunque parezco gente de Iglesia, y por tal me ha conocido siempre, no lo soy, que aunque bachiller no tengo más órdenes que la de prima tonsura, que casi, casi sólo el barbero nos la confiere y no imprime carácter; conozco el manejo de las armas como un soldado, y puede Vuestra Señoría ocuparme sin el menor escrúpulo, que no será este negocio en el que tenga que ver el Santo Oficio.

—Pero si yo os llevara en mi compañía tendríais que ir mano sobre mano, porque no os veo llevar arma de ninguna especie.

—Descuide Su Señoría, que no me faltará, sobre todo si, como supongo, vamos a la casa de mi señora doña Beatriz en la calle de la Celada.

—Así es, en efecto.

—Pues iremos, porque yo hasta las cuatro no tengo que venir para acompañar al señor arzobispo.

—Pues andando, que el tiempo avanza.

Quesada y Martín comenzaron a caminar lo más aprisa que les permitía la oscuridad de la noche y el pésimo estado de las calles, llenas de lodo, de charcos de agua y de cerros que se formaban en las esquinas con la basura que arrojaban allí los vecinos de las casas cercanas.

Así llegaron hasta las tiendas que había, en donde después se levantó el Parián, y que ocupaban una parte de la Plaza Mayor.

—¿Me permite Su Señoría un momento? —dijo Martín.

El oidor se detuvo y Martín se dirigió a una de las tiendas y llamó fuertemente.

—¿Quién va? —dijo desde adentro un hombre.

—Yo —contestó Martín—, abre, Zambo.

—¿Quién es yo?

—Yo, Garatuza, ábreme pronto.

A pocos momentos se abrió la puerta.

—Enciende luz —dijo Martín.

Se oyó el choque de un eslabón contra la piedra, se vieron las chispas blancas del pedernal y luego la roja lumbre de la yesca, y la azulada luz de una pajuela de azufre y, por último, el claro resplandor de una bujía de cera.

Un zambo, cabezón y feo como un condenado, la tenía en la mano.

—¿Hay una espada? —preguntó Martín.

—Aquí están tres, las demás salieron, porque andan de aventura los muchachos.

—Dame una pronto.

El Zambo dio a Martín una espada y una daga pendiente de un talabarte de cuero colorado muy viejo, con hebilla de fierro.

Martín se ciñó el talabarte y volvió al lado del oidor.

—Estoy a las órdenes de Su Señoría —le dijo con una sonrisa maliciosa y entreabriendo su balandrán para mostrar sus armas.

Pero la noche era oscura y el oidor no pudo ver ni la sonrisa ni las armas, y preguntó:

—¿Ya armado?

—Ya.

—Por mi fe, señor bachiller, que voy descubriendo en vos una alhaja. Vámonos.

—Su Señoría me favorece demasiado —contestó hipócritamente Martín—, no soy más que un hombre precavido.

Había cesado la lluvia; el negro toldo de nubes que cubría el cielo comenzaba como a despedazarse, y en medio de su oscuro fondo empezaba a adivinarse la luna anunciada por líneas luminosas e irregulares en la pesada masa que flotaba en el aire.

La calle de la Celada es la que ahora se llama de Zuleta, y debió el nombre de Celada a un ardid de guerra que, durante el sitio de México por Hernán Cortés, hizo caer prisioneros en manos de los vasallos de Guatimotzín, a seis españoles en esa misma calle, que era un ancho canal en los días de la conquista.

El oidor y Martín tenían, para llegar a la calle de la Celada, que atravesar la acequia que pasaba por frente a las casas del Ayuntamiento y corría por las calles que ahora se llaman del Coliseo, hasta la gran acequia que circundaba la ciudad.

Por la margen derecha de la acequia siguieron hasta llegar a un puente que existía en la calle del Espíritu Santo, y allí franquearon el obstáculo.

La noche iba aclarando y los dos hombres, aunque con precaución, caminaban de prisa y sin hablarse.

Había en la calle de la Celada una grande y magnífica habitación, que indicaba la opulencia y el poder de sus dueños, y hacia aquella casa se dirigió sin vacilar el oidor seguido de Martín.

Cruzó sin pararse frente a la entrada principal y continuó alejándose de ella hasta detenerse en una puertecilla que en un elevado muro había y que, a juzgar por lo que alcanzaba a verse desde la calle y desde las azoteas vecinas, correspondía a un jardín o a un corralón.

Quesada arañó literalmente aquella puerta dos veces; en el interior se oyó también como si alguien arañase, y Quesada dio entonces un golpecito.

La puerta se abrió como por encanto, sin hacer ruido ninguno.

—¿Me esperáis aquí o preferís entrar? —preguntó el oidor a Martin.

—En todo caso —contestó el bachiller— prefiero estar afuera, porque si Su Señoría tardase podría yo irme a ver al señor arzobispo.

—Bien, no tardaré.

La puerta volvió a cerrarse y Martín quedó solo en la calle apoyado en el dintel.

Un negro muy alto y muy fornido había abierto al oidor y le guiaba en el interior de la casa pero el oidor parecía no necesitar aquel guía, según la tranquilidad con que caminaba.

Atravesaron un gran patio desierto, subieron una pequeña y angosta escalera, al fin de la cual había un estrecho corredor.

El negro iba descalzo y el oidor procurando ahogar el eco de sus pisadas, andando sobre la punta de los pies.

Pasaron algunas habitaciones, desiertas también, y el negro llamó a una puerta entornada.

—Adentro —dijo una voz tan dulce como el gemido de una brisa.

El negro empujó suavemente la puerta, se hizo a un lado dejando pasar respetuosamente al oidor y volvió a cerrar, quedando por fuera como de centinela.

—Loado sea Dios —exclamó al ver a Quesada una dama que leía un libro, sentada en un sitial cerca de una mesa.

—Doña Beatriz —exclamó Quesada, arrojándose a los pies de la dama, antes de que ésta hubiera tenido lugar de levantarse.

Martín permaneció cerca de un cuarto de hora sin moverse; estaba confundido en el hueco de la puerta y en la sombra del muro.

Enfrente había una casa baja con ventanas irregularmente colocadas.

Martín creyó oír ruido dentro de aquella casa y, en efecto, a poco se abrió la puerta y tres hombres embozados hasta los ojos salieron de allí, acompañados hasta la salida por una vieja que llevaba una vela y por tres o cuatro muchachas que se despedían de ellos, con una ternura demasiado expresiva.

La luz que se desprendía de la puerta iluminó a Martín, y la vieja le alcanzó a ver.

—¡Un hombre! —exclamó.

—¿En dónde? —preguntó uno de los embozados.

—Enfrente, espiando —dijo la vieja—; ¡será el diablo!

Las muchachas lanzaron un grito y la luz se apagó.

—Cierren —dijo una voz de hombre—, nosotros iremos a reconocer.

La puerta se cerró, los embozados, que venían de una pieza iluminada, vacilaron deslumbrados; pero Martín, acostumbrado a la especie de penumbra que reinaba en la calle, se quitó precipitadamente el balandrán, se lo envolvió en el brazo derecho como una adarga y tiró de la espada.

Martín, que conocía muy bien México para saber qué clase de mujeres vivían en aquella casa y los parroquianos que la frecuentaban, que eran siempre camorristas, pendencieros y hombres de mala conducta, comprendió que el lance era indispensable.

Los embozados rodearon a Martín con los estoques en las manos; pero el bachiller era hombre que lo entendía en esto del manejo de las armas. Cubierta su espalda por el muro y procurando no separarse de allí, el bachiller tenía a sus enemigos a raya, y su espada, como una víbora flexible y ligera, y sus movimientos rápidos pero estudiados, abatían los estoques de sus contrarios, aprovechando los momentos para tirarles algunas puntas, y más de una vez creyó Martín sentir que algo más que el aire detenía los golpes de su espada.

Pero aquello no podía prolongarse hasta el amanecer. Martín sentía el cansancio y sus adversarios lo comprendían, porque multiplicaban sus ataques; fatigado, jadeante, se contentaba ya con defenderse sin atacar.

Entonces quiso hacer un gran esfuerzo y buscar su salvación en la fuga, apretó la espada y se arrojó en medio de la calle lanzando un chillido agudo y semejante al que lanzan las lechuzas en lo alto de las torres durante la noche.

Como por efecto de un conjuro, los tres embozados retrocedieron inclinando las espadas y contestando con otro grito semejante. Martín se acercó a uno de ellos.

—¡Mariguana! —exclamó Martín.

—¡Garatuza! —exclamó el otro. Y todos se agruparon en derredor del bachiller.

III. Doña Beatriz de Rivera

La estancia en que había penetrado el oidor estaba escasamente iluminada por dos bujías de cera, colocadas en candeleros de plata sobre una grande y pesada mesa de madera pintada de negro, con grandes relieves y adornos dorados; en derredor de la estancia había enormes sitiales semejantes en su adorno y construcción a la mesa, con respaldos y asientos forrados de rico damasco, color de naranja, y sobre una de las puertas se advertía un baldoquín del mismo color con una pequeña imagen de santa Teresa.

Doña Beatriz era una dama como de veintitrés años, alta, pálida, con ojos negros y brillantes que resaltaban en la blancura mate de su rostro; su pelo negro estaba contenido por una toquilla blanca y sin adorno.

Doña Beatriz vestir un traje negro de terciopelo con el corpiño ajustado y con unas anchas mangas que, desprendiéndose casi desde el hombro, dejaban ver sus hermosísimos brazos torneados y mórbidos, y sus manos pequeñas y perfectamente contorneadas deslumbraban por la gran cantidad de anillos de brillantes que tenía en los dedos.

Podía adorarse aquella mujer como el ideal de la belleza de aquellos tiempos. El oidor permanecía de rodillas delante de Beatriz, teniendo entre las suyas una de las manos de la joven y contemplando su rostro apasionadamente.

—Alzad, don Fernando —dijo Beatriz, procurando levantarle suavemente—, alzad, que por más que me plazca miraros así, más quiero veros a mi lado.

—Doña Beatriz, pluguiera a Dios que pudiese yo pasar mi vida contemplándoos de esta manera. ¡Os amo tanto!

—¿Me amáis? ¿Y no os amo yo también? ¿No sois vos el dueño de mi vida y de mi alma? Ah, don Fernando, por vos atropello todos los respetos, y mirad, a esta hora de la noche, no sólo os permito llegar hasta aquí, sino que os llamo. ¿Queréis aún más?

Don Fernando besó delirante la mano de Beatriz y se levantó.

—Aquí, aquí —le dijo la joven, indicando un sitial que estaba cerca del suyo—; aquí tomad asiento porque el día avanza y tengo un negocio de que hablaros.

Don Fernando acercó un poco más el sitial, y se sentó volviendo a tomar entre la suya la blanca y tibia mano de Beatriz.

—Hablad, hablad señora, os escucho y os miro. ¿Qué más puedo anhelar en el mundo?

—Oídme, don Fernando, ¿conocéis a don Pedro de Mejía, el hermano de Blanca, de mi ahijada de confirmación?

—Le conozco, doña Beatriz.

—¿Y qué pensáis de él?

—Es un hombre fabulosamente rico, aunque con el peligro de que su hermana, al cumplir veinte años o al casarse, le quite la mitad del capital según la disposición de su padre al morir; pero, además de eso, don Pedro es el hombre más orgulloso, más déspota y más codicioso que ha llegado de España.

—Pues bien, esta tarde ha estado don Pedro de Mejía con mi hermano don Alonso de Rivera y le ha pedido solemnemente mi mano.

—¡Que todo el poder de Dios me valga! —exclamó don Fernando levantándose pálido de furor.

—Sosegaos, don Fernando, que bien sabéis que os amo y antes consentiría en tomar el velo, que ser esposa de otro hombre que no fueseis vos.

—Oh, gracias, doña Beatriz, gracias —exclamó don Fernando, llevando a sus labios la mano de la joven—, gracias, sólo por vos he temblado, por lo demás, nada me importa que todos se opongan, soy fuerte y poderoso, y os llevaré al altar, mal que les pese.

—Mi hermano dio a don Pedro su palabra de que se haría la boda, aunque yo me opusiera. Sabe mi hermano que os amo, don Fernando, y he aquí por qué se empeña en ella; cree que sois un enemigo por el afán con que habéis procurado que se lleve a efecto la fundación que hizo mi difunto tío, que en paz descanse, don Juan Luis de Rivera, de un convento de Carmelitas descalzas…

—Pero Beatriz, vos sabéis muy bien que habéis sido la que exigió de mi amor que se llevara a cabo la voluntad de vuestro tío…

—Sí, don Fernando, mi hermano don Alonso no tiene razón: yo os he suplicado que se fundase ese convento, porque en su lecho de muerte y cuando ya las sombras de la eternidad pasaban sobre la frente de mi tío, me llamó a su lado y me hizo jurar por Dios, por sus santos, por la memoria de mi madre y por él, que nos había recogido desde niños, que nos legaba un inmenso caudal; me hizo jurar que yo haría cuanto fuese de mi parte para que se cumpliera su última voluntad; desde entonces, cada vez que olvidaba el encargo, la imagen de mi tío aparecía en mis sueños recordándome mi juramento, y ya lo veis, no vivo, ni estaré tranquila, mientras ese convento no se funde, no desaparezca esa sombra que me persigue…

Doña Beatriz, con una especie de terror, estrechó la mano de don Fernando, acercándose a él, y sus ojos vagaron recorriendo toda la estancia.

—Calmaos, doña Beatriz calmaos, que yo os juro sobre la salvación de mi alma que hoy al romper el día se dirá en las casas que deben servir para el convento la primera misa…

—No juréis con tal temeridad, don Fernando, porque si bien el señor arzobispo ha ganado a mi hermano el pleito, gracias a los papeles que yo os entregué y que vos le llevasteis, todavía costará mucho trabajo conquistar la posesión de las casas. Vos, don Fernando, aún no conocéis bien el carácter de mi hermano don Alonso; preferiría los perjuicios de un pleito que durara diez años a entregar contra su voluntad esas casas.

—Doña Beatriz, os he jurado que hoy al romper el día se dirá la primera misa allí, y ahora os invito a que vayáis a oírla…

—¿Será posible?

—Ya lo veréis: vuestra conciencia quedará tranquila, y yo feliz por haberos servido.

—Iré a la misa.

—¿Os espero?

—Esperadme, ¿a qué hora?

—A las cinco.

—Iré. Ahora retiraos, don Fernando, que es tarde, y fiad en mí; os amo y antes tomaré el velo que ser de otro hombre, os lo juro, como juré a mi tío por Dios, por los santos y por la memoria de mi madre, y ya sabéis cómo cumplo yo mis juramentos.

—¡Oh, sí, doña Beatriz!

—Oídme, que esto es ante todo para lo que os he mandado llamar: va a desatarse contra nosotros y, sobre todo, contra vos, una persecución horrible. Mejía es poderoso y mi hermano don Alonso también; nada omitirán para quitaros del medio: calumnias, acusaciones ante el rey, tentativas de asesinato, todo, todo lo pondrán en juego. Velad, don Fernando, velad porque os lleváis vuestra alma y la mía, mi vida y vuestra vida. Adiós.

—Adiós, adiós, señora.

Don Fernando besó la mano de Beatriz y se retiraba; pero la joven lo atrajo suavemente y clavó sus fresco labios en la boca de aquel hombre, que se sintió desfallecido de placer.

Era el primer beso de amor de aquellos dos seres que entraban en la senda de la desgracia.

Don Fernando salió; el esclavo, mudo e inmóvil, esperaba, y sin preguntar nada, sin recibir orden ninguna, encaminó al oidor hasta la puerta excusada de la casa.

Doña Beatriz miró a don Fernando hasta que volvió a cerrar la puerta de la estancia; entonces cayó de rodillas, exclamando:

—Dios mío, Dios mío, protegedle.

Don Fernando salió a la calle en el momento en que Martín salvaba su vida reconocido por los truhanes, gracias al grito de contraseña que ellos tenían entre sí y que había lanzado por casualidad.

Los cuatro formaban un grupo en medio de la calle, y como había despejado algo el cielo, débiles los rayos de la luna permitían mirar aquel grupo de hombres, que tenían aún los estoques en la mano.

La puerta no hacía ruido y el oidor salió sin ser notado, y se recató para observar. Los hombres hablaban bajo, pero sin embargo, él percibía la conversación.

—Quédome —deda Martín— porque guardo aquí la espalda a persona de tal calidad y tales dotes, que servirla es honor que, sin buscar la recompensa, por sí solo basta a dejar satisfecho a un hombre como yo.

—Por mis barbas —contestaba uno de los truhanes— que debe ser el mismo arzobispo en persona.

—Quién sea, ni yo os lo diré, ni vosotros debéis preguntármelo, que regla nuestra es no meternos en los negocios de los demás sino para ayudarles.

—Tiene razón el señor bachiller, vámonos —dijo irónicamente otro—, vámonos y a curarse los que han salido mal de este encuentro, que por obra de Dios no tuvo mayores resultados.

—Adiós, adiós —se dijeron todos, y los hombres se dirigieron calle abajo y se oyó el cerrarse de una ventana de la casa de las damas de alegre vida, que habían estado pendientes del fin de la querella.

Martín se volvía a su puesto cuando se encontró con don Fernando, que lo esperaba inmóvil como una estatua.

—Veo —le dijo a Martín— que hombre sois para cumplir con vuestras promesas, y que se os puede fiar el sermón.

—¡Qué quiere Su Señoría! Son lances que nadie alcanza a evitar.

—Vamos.

—¿Hacia dónde ordena Su Señoría?

—A la capilla que se dispone para la misa de hoy.

—Entonces, con el permiso de usía me quedo en el arzobispado.

Volvieron a tomar el mismo camino que habían traído; al pasar por las tiendas de la plaza, Martín dejó la espada y llegaron hasta la puerta del palacio del arzobispado.

—Me quedo, si usía me lo permite —dijo Martín.

—Contad conmigo —contestó el oidor, estrechándole la mano— como siempre.

El oidor siguió y Martín llamó a la puerta del palacio.

Le abrieron, tomó el aire manso y contrito de un san Luis Gonzaga y se dirigió a la estancia del arzobispo.

El prelado estaba ya en pie, completamente vestido, y se paseaba impaciente.

—¿Ya es hora? —preguntó al ver a Martín.

—Sí, señor ilustrísimo.

Tomó el arzobispo su sombrero y se dirigió para la calle.

IV. De cómo ganaba sus pleitos el ilustrísimo señor don Juan Pérez de la Cerna

Comenzaba a amanecer el día 4 de julio de 1615 y todos los vecinos de la gran casa, en que han tenido lugar las primeras escenas de esta historia, se despertaban espantados por un ruido inmenso y desacostumbrado.

En el patio y en los corredores, más de diez campanas de mano llamaban a misa, se oían golpes en las puertas y en las ventanas de todas las habitaciones y voces de hombres que decían:

—Levantaos, levantaos, para que asistáis al santo sacrificio de la misa, que en esta casa va a celebrar el señor arzobispo.

Más que de prisa se levantaba todo el mundo; por piedad o por curiosidad, nadie quería quedarse en la cama, y antes de media hora la sala, convertida en capilla, estaba completamente llena.

El arzobispo, revestido ya, esperaba en un sitial que acabasen de llegar los vecinos; de pie a su lado estaba Martín con un sobrepelliz blanco como la nieve, y enfrente, de pie, el oidor don Fernando de Quesada, dirigiendo a la puerta investigadoras e ingeniosas miradas.

Iba ya a comenzar la misa cuando entró por el zaguán de la casa una lujosa silla de manos, llevada por dos robustos esclavos y al lado de la cual caminaba un negro de elevada estatura.

La silla se detuvo en la puerta de la improvisada capilla y salió de ella una mujer, envuelta en un manto, y con su velo negro sobre el rostro atravesó entre el concurso y vino a arrodillarse muy cerca del altar.

El oidor se conmovió visiblemente: aquella mujer era doña Beatriz de Rivera.

El arzobispo dio principio a la ceremonia.

Al terminar la misa, el prelado se volvió a los devotos y dirigió una breve alocución.

El Señor, les dijo, había tomado posesión de aquellas casas, para que se fundase en ellas un monasterio de Carmelitas descalzas; que la fábrica debía comenzarse inmediatamente, y que rogaba a cada uno de los vecinos que procurasen desocupar cuanto antes las habitaciones, sin que por negligencia u omisión diesen motivo a que se retardara el servicio de Dios, ofreciendo la incomodidad que aquello les causara como sacrificio a su Divina Majestad, y en descargo de sus pecados.

La gente salió edificada, y dos horas después, de todas las habitaciones salían hombres, mujeres y muchachos, cargando mesas y sillas, baúles, colchones y ropa… aquella misma tarde la casa estaba completamente vacía y el arzobispo en pacífica posesión de ella.

Don Fernando procuró, al acabar la misa, esperar a doña Beatriz para ofrecerle la mano al entrar a la litera.

—Gracias, gracias, don Fernando —dijo estrechándole la mano—, ya viviré tranquila.

—Dios os haga tan feliz como merecéis —contestó don Fernando.

Los esclavos alzaron la silla y antes de ponerse en marcha, una de las cortinillas de seda de la portezuela se levantó.

—Cuidaos —murmuró doña Beatriz.

Don Fernando no pudo contestar porque la silla caminaba.

El negro, sin darse por conocido de don Fernando, siguió a su ama.

El arzobispo volvió a su palacio, tan orgulloso como si hubiera ganado una batalla; el ardid de que se había valido para tomar posesión del edificio en que debía fundarse el convento de Santa Teresa había producido, como hemos visto, un éxito completo.

Don Fernando de Quesada estaba contento, amaba a doña Beatriz con ese amor inmenso de un hombre que llega a la edad madura sin haber conocido otra pasión que la del estudio. Doña Beatriz era joven y hermosa y le amaba; además, don Fernando tenía en nada la oposición de don Alonso de Rivera, hermano de doña Beatriz; él era como había dicho muy bien, fuerte y poderoso, y la joven había cumplido ya la edad en que, conforme a las leyes de la metrópoli, le era lícito casarse sin el consentimiento de su hermano.

Pero en medio de todo, una cosa había nublado la felicidad de don Fernando. Beatriz tenía una especie de delirio por la fundación del convento de Santa Teresa; sin comprender por qué, el oidor veía en su amada más vivas y más ardientes cada día sus impresiones en este negocio, y algunas veces llegó a temer por su salud siempre hablando de eso y siempre mirando la imagen de su tío moribundo, aquella mujer padecía horriblemente en su espíritu, y esta situación producía esa excesiva palidez que se notaba en su hermoso semblante.

Por eso don Fernando había tomado parte con tanto entusiasmo en favor de la fundación, y era el amigo más útil que se podía haber encontrado el impetuoso arzobispo de México, don Juan Pérez de la Cerna.

Don Fernando estaba en el palacio episcopal la misma tarde que se había tomado posesión de las casas.

La conversación recaía naturalmente sobre los acontecimientos de la mañana.

—Verdaderamente, señor oidor —decía el arzobispo—, no sé a qué atribuir el completo silencio que ha guardado don Alonso de Rivera. ¿Usía cree que desiste completamente?

—Así debiera suceder; pero o yo mucho me engaño o don Alonso prepara alguna cosa.

—¿Pero qué puede hacer, perdida la propiedad y la posesión?

—Recurso de ley no le queda, ni sería ciertamente al que pudiera tenérsele temor; pero Su Ilustrísima conoce también el carácter de don Alonso, y como yo comprende que su mismo silencio, clara señal es de que algo trama.

—Dios dispondrá; pero alcanzo a creer que su Divina Majestad protege nuestra empresa.

En ese momento, un familiar entró en la habitación y presentó al arzobispo, en una bandeja de plata cincelada, un gran pliego cerrado y sellado.

—Debe ser sin duda —dijo el arzobispo a don Fernando— la contestación de Su Excelencia al pliego que le envié esta mañana, dándole la noticia de haber tomado la posesión de las casas y pidiéndole su beneplácito para comenzar la obra.

El arzobispo abrió aquel pliego y a medida que iba avanzando en la lectura, don Fernando podía notar que se ponía alternativamente pálido y encendido y que un sudor ligero humedecía la raíz de sus cabellos.

—Mirad —dijo por fin, alargándole el pliego con una mano convulsa.

El oidor leyó y se inmutó a su vez.

—Orden del virrey para suspender los trabajos, hasta que haya fondos necesarios para la obra.

—Exactamente, ¡pero éstas son intrigas de don Alonso!

—Tal creo, señor.

—¡Fondos necesarios…! ¿Y qué calificará de fondos necesarios Su Excelencia?

—Ésa es la dificultad; será preciso que haya en las cajas de la fábrica doscientos mil pesos; de lo contrario, siempre pondrán a Su Ilustrísima la misma dificultad.

—¡Oh! Cuando a mí me extrañaba el silencio de don Alonso de Rivera…

—¿Y piensa Su Ilustrísima que suspendamos la obra?

—De ninguna manera: es fuerza luchar con todas estas dificultades pero con la constancia y el trabajo triunfaremos.

—Omnia vincit labor.

Et constantia vincit omnia. En este momento me voy a palacio. De convencer tengo a Su Excelencia, y mañana comenzará nuestra obra.

—Y yo prometo a Su Ilustrísima que como Su Excelencia no nos niegue su permiso, mañana en la tarde todas esas casas estarán completamente derribadas. Con permiso de Su Ilustrísima me retiro a prepararlo todo, porque tengo fe en que Su Ilustrísima alcanzará lo que desea.

—Vaya, Su Señoría, que yo le aseguro que el beneplácito de Su Excelencia lo tendré esta misma tarde.

El arzobispo tendió la mano, el oidor besó respetuosamente el anillo pastoral y se retiró.

Pocos minutos después el carruaje del arzobispo se dirigía a palacio, precedido de un pertiguero montado en una mula blanca, lo cual era indicio que iba dentro del coche Su Ilustrísima.

V. En donde se descubre por qué estaba doña Beatriz tan preocupada con la fundación del convento de Santa Teresa

La silla que a doña Beatriz conducía no se dirigió, después de la misa, para la casa de la calle de la Celada sino que tomó el rumbo de Jesús María y se detuvo en la portería del convento. Doña Beatriz entró y llamó en el torno sin detenerse.

—Ave María —dijo.

Gratia plena —contestó dentro del trono una voz cascada.

—¿Qué se ofrece, hermanita?

—Madrecita —contestó doña Beatriz— ¿pudiera yo hablar a la madre sor Inés de la Cruz?

—Sí, hermanita; aguárdela que a llamársela van. ¿De parte de quién viene?

—De doña Beatriz de Rivera.

Beatriz se sentó en una banca de madera sin pintar que había en la portería; poco después, desde el torno dijeron:

—¿Quién busca a sor Juana Inés de la Cruz, que aquí está? La voz que esto había dicho era muy distinta de la que primero hablara, y Beatriz la conocía.

—Yo soy, sor Inés.

—¡Vos, doña Beatriz! Esperad un momento que voy a pedir la llave del locutorio.

—Sí, madre, porque tengo que hablaros.

—Vuelvo, vuelvo.

Momentos después sonó una llave que entraba en una cerradura y una religiosa abrió a doña Beatriz la puerta del locutorio.

Los locutorios de los conventos son, y han sido siempre, iguales: una sala, más o menos grande, pintada de blanco, bancas alrededor, el piso de madera, todo perfectamente limpio, en las paredes un inmenso Crucifijo y algunos cuadros con imágenes de santos; algunas veces en los pies de la banca que ocupa el lugar de honor, una estera larga y angosta.

Dos religiosas estaban en el locutorio cuando penetró en él doña Beatriz; una de ellas, alta, de nariz aguileña, boca grande, labios delgados, ojos pardos, redondos, chispeantes, representaba tener cuarenta y cinco años; la otra, baja de cuerpo y con una fisonomía enteramente vulgar.

Doña Beatriz se sentó al lado de aquellas religiosas.

—¿Podemos hablar? —preguntó.

—Hablad —contestó la más alta de las dos religiosas—; sor Encarnación es de toda confianza, como sabéis.

—Madre —dijo doña Beatriz—, vengo a participaros que hoy he asistido ya a la primera misa que se ha celebrado en el que debe ser convento de Carmelitas descalzas, bajo la advocación de nuestra madre santa Teresa.

—Doña Beatriz —contestó la monja—, desde anoche lo sabía yo.

—¿Lo sabíais?

—Sí, el alma de don Juan Luis de Rivera apareció a mi espíritu por permisión de Dios, y ya no tenía sobre su pecho esa señal de fuego que ha llevado por tantos años; el camino de la celeste Jerusalén comienza a abrirse para él; pero no entrará mientras que su voluntad no sea cumplida y las hijos de santa Teresa no oren por él en su casa, y esa alma penará errante y vendrá día a día a pedir su descanso, no a don Alonso, corazón empedernido y contumaz, sino a vos que jurasteis sobre su lecho por Dios y por sus santos; a vos, que guardasteis su última voluntad, que estáis en el mundo para poder cumplirla…

La monja se iba inspirando y exaltando gradualmente, y su voz iba tomando un timbre en el que había algo de amenazador y de irresistible.

Cualquiera pasión grande que domine el corazón engrandece el alma, bien sea el sentimiento religioso o el amor o el patriotismo; fanatizado el espíritu, el cuerpo se espiritualiza y llega al éxtasis de santa Teresa, o a la inspiración sublime y profética de Dante, o a la elocuencia irresistible de Mirabeau.

Doña Beatriz se inclinaba como anonadada, y estremeciéndose cerraba los ojos. Sor Juana Inés de la Cruz había tomado una de sus manos, y continuaba diciendo llena de entusiasmo:

—Sí, doña Beatriz, a vos se dirigirá esa alma sin consuelo, ¿lo oís? A vos, porque yo lo sé, porque vos lo sabéis también, en medio del silencio de la noche se os presenta, me lo ha dicho; habéis logrado hasta ahora llegar a un término dichoso. ¡Ay de vos, doña Beatriz, si no se consuma la obra! ¡Ay de vos! ¡Y ay de cuantos améis sobre la tierra! La voluntad de un moribundo es sagrada y vuestros juramentos os ligan con el alma de vuestro tío, con lazos que nadie podrá romper sobre la tierra; esa alma como os ha seguido hasta hoy os perseguirá siempre mientras no se cumpla su última voluntad. Dios nos oye, Dios nos ve, Dios nos juzga.

Doña Beatriz había caído casi de rodillas; con una de sus manos cubría su rostro, y la otra tenía en la suya sor Juana que la oprimía convulsivamente, y le hablaba con el aire inspirado de una profetisa.

Sor Encarnación elevaba las manos enclavijadas y los ojos al cielo.

—Id, doña Beatriz, continuad en vuestra santa obra, mucho es lo que habéis alcanzado; pero mucho aún lo que por hacer queda; id, y no faltéis a decirme todos los días cuanto en vuestros trabajos consigáis. Id y que Dios os guíe.

Doña Beatriz se levantó, besó la mano de sor Juana y luego, como vacilante, salió del locutorio densamente pálida y profundamente conmovida subió a la silla, y los esclavos, precedidos del negro, se dirigieron a la calle de la Celada.

Sor Juana Inés de la Cruz era una mujer de un espíritu superior y dotada de una imaginación ardiente y apasionada; anhelando ser la fundadora del convento de Santa Teresa, en México, llegó a sentirse llamada a ese papel por elección divina. El trato de doña Beatriz, a quien conocía desde niña, le dio sobre ella esa influencia terrible que la había hecho convertirse en el instrumento de sus deseos. Doña Beatriz llegó a sentirse completamente dominada por sor Juana, y aquel espíritu fuerte y superior hizo nacer en el alma sencilla y tímida de la doncella, esa alucinación que le traían entre las sombras de la noche, fantásticas y pavorosas apariciones.

Doña Beatriz estaba como magnetizada y sentía a inmensa distancia el influjo y la atracción de sor Juana, y ni un solo día faltaba del locutorio del convento, y ni un solo día dejaba de salir, conmovida y aterrada por aquellas palabras ardientes, proféticas, llenas de fe y como dictadas por los espíritus que habitaban el mundo de las eternas luces.

El fanatismo religioso era en aquellos tiempos el terrible contagio de todas las almas, y doña Beatriz era la azucena que se marchitaba con el fuego del fanatismo.

VI. En donde el lector conocerá a la verdadera heroína de esta no menos verdadera historia

Serían las cinco de la tarde cuando una modesta carroza se detuvo en la gran puerta de la casa de la calle de la Celada. Un escudero puso el estribo y una dama, seguida de dos dueñas, descendió del coche y se dirigió a la escalera principal.

Los lacayos y los palafreneros que andaban por el patio, se descubrieron respetuosamente; la dama subió las escaleras y penetró en las habitaciones que estaban al extremo de un corredor sombreado por naranjos y limoneros plantados en magníficos tibores de China.

Un lacayo abrió una mampara de terciopelo, y la dama se encontró en un elegante retrete amueblado con sitiales y mesas de ébano, y tapizado de damasco color de fuego.

Doña Beatriz salió a su encuentro tendiéndole los brazos y la dama se arrojó en ellos llena de placer.

—Blanca, hija mía —dijo doña Beatriz—, hace tanto tiempo que no te veo, que temiendo por tu salud estaba.

—¡Ah, madrina, sois tan buena conmigo que no sé ni cómo demostraros mi gratitud!

—Ven, hija mía, siéntate, estás algo desmejorada, acaso habrás estado enferma.

—No, madrina, pero ya sabéis: sufro tanto, tanto, soy tan desgraciada…

—Don Pedro de Mejía, tu hermano, ¿sigue siendo tan indiferente contigo?

—Pluguiese al cielo, señora, que así fuese, ahora… ¿pero estamos completamente solas?

—Solas, Blanca; háblame sin temor, ábreme tu corazón.

—¡Ay! Hace tanto tiempo que no confio a nadie mis pensamientos, que tiemblo como si alguien nos escuchara.

—Habla, hija mía, nadie te escuchará.

—Ya sabéis cuán grande ha sido la indiferencia de don Pedro, mi hermano, para conmigo desde nuestros más tiernos años; huérfana de padre y madre, sólo en vos encontré cariño y amparo, y he pasado mi vida sola, siempre sola, sin una ilusión, sin un cariño, sin una esperanza; mi hermano, procurando siempre alejarme del mundo, impidiéndome siempre que vea a nadie, que hable con nadie, sin consentirme más amistad que la vuestra. Siempre seguida, siempre cuidada, siempre vigilada por dueñas de su confianza, mi existencia era triste, muy triste, pero tranquila. Cuanto deseaba comprar o tener, tanto se me daba inmediatamente, con tal de que continuara viviendo en el encierro y en el retraimiento, pero ahora…

Blanca limpió dos lágrimas que se desprendieron de sus hermosos ojos. Doña Beatriz la abrazó con la ternura de una madre, y besó su frente.

—¿Qué sucede ahora? ¿Eres más desgraciada? ¿Te pasa algo nuevo? Dímelo, hija mía, sabes cuánto te quiero.

—¡Ah, sí, señora! De algún tiempo a esta parte, don Pedro usa conmigo de los más crueles e indignos tratamientos; me obliga ya a no salir de una sola pieza, no me permite ya que me sirvan más que las dos dueñas, me niega cuanto le pido, mis alimentos son ya escasos y malos, y ha llegado… a levantar la mano contra mí.

—¿A levantar su mano contra ti?

—Sí, señora, porque insistía yo en venir a veros…

—¡Pobre Blanca…! ¿Pero cómo es que viniste?

—Aproveché el momento en que no estaba, y exponiéndome a todo he querido hablaros, porque se trata de una persona para vos muy cara.

—¿De quién, hija mía, de quién?

—De don Fernando de Quesada.

—¿De don Fernando? ¿Le amenaza algún peligro?

—Sí, señora, oíd y haced de mi noticia el uso que queráis; nada me importa que sepan que yo os la he traído. Vos habéis sido la única persona que por mí se ha interesado sobre la tierra, a vos debo, señora, el sacrificio de mi vida, si es necesario. Oídme: hoy al mediodía mi hermano don Pedro y don Alonso de Rivera, vuestro hermano, han concertado para esta noche la muerte de don Fernando de Quesada.

—¿Su muerte? ¡Dios mío! ¿Su muerte? ¿Y cómo, cómo?

—No podré daros más pormenores, que sólo alcancé a escuchar que mi hermano decía al vuestro: «¿Está convenido?», y don Alonso contestaba: «Don Fernando morirá esta noche, y vos seréis el esposo de doña Beatriz».

—¡El muerto…! ¡Yo su esposa…! ¡Sangre del Redentor…!

—No os aflijáis así, madrina. Ante todo recordad que la noche avanza, enviad a avisar a don Fernando que se precava, en tanto que yo vuelvo a mi casa y, si algo supiere, os doy mi palabra que lo sabréis, aun cuando entendiese perder la vida.

—¡Ah, gracias, gracias! Voy a enviarle un aviso. ¿Pero adónde, adónde?

—Os dejo, señora, porque en este momento necesitáis de todo vuestro tiempo y de toda vuestra libertad. Adiós, adiós, señora.

—Adiós, Blanca, hija mía, que Dios te guarde.

Blanca descendió las escaleras y a la mitad de ellas se encontró con dos hombres que subían. Blanca vaciló y se puso pálida: aquellos dos hombres eran don Alonso de Rivera y don Pedro de Mejía.

—Por la carroza he conocido que mi hermana estaba de visita en esta casa —le dijo don Pedro— y deseaba preguntarle si se acostumbra que una joven salga sin licencia de su casa.

—Deseaba visitar a mi madrina… —contestó la joven.

—Retírese a su casa la doncella inmediatamente, y espere que sabré reprimirla.

Y diciendo esto don Pedro se subió acompañado de don Alonso, y Blanca, encendida de vergüenza y con el llanto en las mejillas, subió a la carroza.

No hemos cuidado de describir a doña Blanca, y es fuerza que el lector la conozca.

Dieciséis años tenía y era esbelta como el tallo de una azucena, con esas formas que la imaginación concibe en la Venus del Olimpo, con esa gracia de la mujer que amamos; el óvalo de su rostro formaba en su barba uno de esos hoyos que son siempre un hechizo, su pelo y sus ojos negros, como las mujeres del Mediodía, y su cutis sonrosado y fresco.

Doña Blanca era un ensueño, una ilusión vaporosa, espiritual; parecía deslizarse al andar, como las náyades en la superficie de los lagos; era de esas mujeres que la imaginación concibe, pero que ni el pincel ni la pluma pueden retratar.

Si amáis a una mujer con todo el fuego de vuestro corazón, procurad describírsela a un amigo, y os desafío a que quedéis contentos de esa descripción y a que no os parezca el retrato pálido y triste.

De doña Blanca casi no podía decirse cómo vestía, porque las mujeres que impresionan parece que van cubiertas con un velo de nubes, y ante una belleza semejante no se piensa en detalles; deslumbra, ciega, preocupa.

—Mal la pasaremos —decía a doña Blanca una de las dueñas—; don Pedro está asaz mohíno, y vos, doña Blanca, nos habéis comprometido.

—Callad, doña Mencía —contestó doña Blanca—, que muchas son ya mis penas para que yo os consienta que os toméis la libertad de reconvenirme; dejad a don Pedro mi hermano ese trabajo, y cuidad de no meteros sino en lo que a vos atañe.

La vieja no contestó y la carroza siguió caminando hasta la calle de Ixtapalapa; allí entró en una de esas soberbias casas que tenían y aún conservan todo el aspecto de palacios.

La calle de Ixtapalapa era esa larga y recta calle que hoy tiene en sus cuadras muy distintos nombres, y comprendía todas las que se extienden desde la garita de la Villa hasta la de San Antonio Abad.

En aquellos tiempos no había calles del Reloj, ni calles del Rastro, todas se conocían con el solo nombre de calle de Ixtapalapa.

Las calles que ahora se llaman Reales del Rastro, fueron las primeras en donde comenzaron a fabricar sus habitaciones los principales conquistadores, y por eso las casas de esa calle, en lo general, tienen ese aire de antigüedad y de fortaleza.

Muchos años después, cuando se colocó el reloj de Palacio, se les dio el nombre de calles del Reloj, a las que se dirigen al norte de la ciudad.

Pero volvamos a nuestra historia.

La carroza que conducía a Blanca entró en el patio de una de esas grandes casas de la calle Real de Ixtapalapa; el escudero volvió allí a poner el estribo y doña Blanca, seguida siempre de sus dueñas, subió y se encerró en su habitación, a esperar llorando la vuelta de su hermano don Pedro de Mejía.

VII. En donde el negro Teodoro y el bachiller ponen en juego todos sus recursos

Apenas se encontró sola doña Beatriz, llamó precipitadamente a una de sus doncellas.

—Haced que venga luego Teodoro —la dijo— y que nadie nos interrumpa.

La doncella salió.

En nuestros tiempos y con las costumbres modernas, una mujer no se atrevería a encerrarse con un hombre, aunque éste fuera un negro, por temor a ese qué dirán.

Pero entonces un negro, un esclavo, no era un hombre, y una dama no temía nunca por su reputación, aun cuando aquel negro pasase la noche en su mismo aposento. ¡Tanta era la distancia en que los colocaba el color, que ni la misma calumnia se atrevía a acercarlos!

Teodoro se presentó, el negro confidente de los amores de don Fernando y de doña Beatriz, el negro de elevada estatura que hemos conocido al entrar con don Fernando por la puerta falsa de la casa de doña Beatriz.

—Teodoro —dijo la joven—, un peligro de muerte amenaza esta noche a don Fernando, y si a él le sucediera algo, yo moriría.

—Mande la señora. Su esclavo está pronto a obedecerla. ¿Qué dispone?

—¿Serás capaz de hacer lo que te encargue?

—La señora sabe que no tengo más voluntad que la suya. ¿Acaso no le debo la vida y la felicidad, no soy su esclavo, más por la gratitud que por el dinero en que me ha comprado?

—Pues bien, Teodoro, hoy espero la muestra de esa gratitud. Corre al arzobispado y dile al bachiller Martín de Villavicencio que busque a don Fernando, que le diga que quieren asesinarle esta noche, que por mi amor se guarde, y dile que le muestre como seña de que el recado yo le envío, esta sortija, que él bien conoce.

Doña Beatriz desprendió de uno de sus dedos una hermosa sortija con una cruz de gruesos brillantes, y se la dio a Teodoro.

—¿No más eso tengo que hacer? —preguntó Teodoro.

—No más —contestó doña Beatriz—; ¿por qué lo preguntas?

—Es que eso me parece hacer muy poco, cuando mi ama está tan afligida.

—¿Pues qué piensas tú?

—Si la señora mi ama me lo permite, yo seguiré a don Fernando toda la noche, y le responderé a mi ama que nadie tocará uno de sus cabellos, hasta que Teodoro haya expirado.

—¿Harás eso? —preguntó conmovida doña Beatriz.

—Mi ama lo verá, si lo permite. ¿Acaso Teodoro el negro no debe a la señora la vida?

—Te lo permito y te lo mando. Ve.

El negro se inclinó reverentemente y salió de la estancia.

El bachiller Martín de Villavicencio dormía en su cuarto, reponiéndose de la mala noche pasada la víspera; el arzobispo le había dado, por decirlo así, vacaciones, y el bachiller las aprovechaba: Su Ilustrísima, aunque eran ya las oraciones, no volvía del palacio del virrey.

Llamaron a su puerta y el bachiller se levantó.

—Calle —dijo—, me he dormido a las dos y son horas ya de las oraciones. ¡Adelante!

Habían vuelto a llamar. Teodoro entró con la gorra en la mano.

—Teodoro ¿tú aquí? ¿Qué manda mi señora doña Beatriz?

—Mi ama, señor, manda deciros que os sirváis avisar inmediatamente al señor oidor don Fernando de Quesada, que por el amor que la tiene, se guarde, porque en esta noche se tiene concertado el asesinarlo.

—¿Asesinarlo? ¿Pero quién, cómo, en dónde?

—Creo que mi ama también lo ignora, porque si no me hubiera dicho que os lo dijera, para evitar el golpe.

—Pero don Fernando creerá que es una conseja. ¿Por qué doña Beatriz ni aun escribió…?

—Don Fernando os creerá, señor, porque para eso me manda deciros mi ama que os envía esta sortija que mostraréis por seña al señor oidor.

—¿Pero a ti nada te encargó para evitar una desgracia?

—Yo velaré por mi señor don Fernando toda la noche, y pasarán por el cadáver del negro Teodoro antes que hacerle mal.

—Muy bien; ¿tienes armas por si se ofrece el caso?

—¿Armas? Los esclavos no podemos usarlas, y menos después del motín del Jueves Santo.

—Tienes razón, pero entonces, ¿qué puedes hacer?

—El negro Teodoro no necesita del cuchillo, ni de la espada —dijo Teodoro con desdén y acercándose indiferentemente a uno de los balcones tomó entre sus manos dos de los hierros del barandal y, sin esfuerzo aparente de ninguna especie, los reunió como si hubieran sido débiles cañas.

—¡Jesucristo! —exclamó el bachiller admirado—, tienes una fuerza espantosa.

—Poco habéis visto —contestó con frialdad Teodoro—; me voy si vos no mandáis otra cosa.

—¿Adónde vas?

—A buscar a don Fernando para guardarlo toda la noche.

—Acompáñame, que voy también a buscarle.

—Obedeceré porque así me lo mandáis, pero al vernos juntos pudieran maliciar.

—Dices bien, ¿sabes que tienes mucho talento para ser negro?

—Dios me lo ha dado así.

—Bien, vete y cuidado.

El negro salió sin replicar.

El bachiller se dirigió por su parte a la tienda del Zambo en la plaza, de donde le vimos sacar una espada. Aquella tienda era un cuartejo de pésima apariencia; no tenía sino un pequeño armazón en donde se ostentaban algunas vasijas de barro y algunas reatas por toda mercancía, y una mesa sucia y vieja que hacía el oficio de mostrador.

Martín entró a la tienda y se dirigió a tomar asiento en una mala cama que había tras del aparador. El Zambo lo seguía humildemente.

—Vamos a ver —dijo Martín—, ¿sabes que alguno de los nuestros tenga ajustado trabajo para esta noche?

—Sólo el Ahuizote me ha dicho que esta noche le tenga listas tres espadas buenas y tres dagas.

—¿Y de qué se trata?

—No he podido averiguar.

—¿Quiénes le acompañan?

—Lo ignoro, pero no deben ser de los nuestros, porque él no me dijo nada, sino que me advirtió que vendría él solo por las tres espadas.

—¿Cómo sabremos?

—Sólo hablando al mismo Ahuizote.

—¿Dónde podré hallarle?

—En casa de la bruja Sarmiento a la oración de la noche.

—Iré allá; tenme preparadas a mí también tres buenas espadas y tres dagas para esta noche. Toma.

El Zambo alargó la mano y Martín puso en ella algunas monedas de plata.

A pesar de la riqueza, casi fabulosa, de las minas de oro y plata de la Nueva España, los colonos no conocían ni usaban en sus mercados monedas de oro. Los reyes de España habían prohibido su acuñación y hasta el año de 1676 no se consintió a la Casa de Moneda de México labrarla y ponerla en circulación, pregonándose y celebrándose la real cédula, saliendo a caballo los ministros de la Casa de Moneda con atabales y bajo de arcos, en medio de una gran solemnidad.

Las monedas de plata no eran redondas como ahora, sino de formas irregulares.

El bachiller Martín salió de la tienda.

«Primero —pensó— iré a dar aviso a don Fernando y luego me dirigiré en busca del Ahuizote. Me parece que él es el que se va a encargar de este negocio. Veremos de advertir al señor oidor, hay tiempo aunque muy corto, porque la tarde ya pardea».

Martín se dirigió a la casa del oidor.

Enfrente vio a Teodoro, como un centinela de mármol negro, y pasó casi rozándolo.

—¿Ahí está? —dijo al pasar junto al negro.

—Sí —contestó Teodoro.

Martín entró a la casa y encontró al oidor paseándose en uno de los largos corredores.

—Buenas tardes dé Dios a usía —dijo Martín.

—Así se las dé al señor bachiller —contestó el oidor—; ¿qué vientos os traen por aquí a esta hora? ¿El señor arzobispo ha vuelto ya de palacio?

—Aún no estaba de vuelta Su Ilustrísima cuando he salido yo, pero urgíame ver a usía y hablarle a solas.

—Pues entrad, que aquí podéis estar a vuestro sabor.

El oidor introdujo al bachiller a una especie de despacho.

Aunque entonces los libros eran escasos entre la misma gente que por su profesión necesitaba de ellos, se encontraba allí algo que podía llamarse una biblioteca y que en aquellos tiempos representaba un valor enorme.

Serían dos mil volúmenes, casi todos forrados de pergamino y colocados en estantes de caoba con alambrados, pareciendo más bien jaulas de pájaros o ratoneras que estantería para libros.

Una gran mesa cubierta de bayeta verde con libros, expedientes y papeles, un inmenso tintero de plata con una verdadera corona de plumas, y un Cristo, con dos candeleros de plata a los lados.

En toda la estancia, repartidos sin orden ninguno, grandes sitiales de madera de roble con asientos y respaldos de baqueta, tachonados de clavos de cobre.

Y sin embargo, aquél era un lujosísimo despacho de abogado en aquellos días.

—Siéntese el señor bachiller —dijo el oidor.

—Poco tiempo tengo ya de qué disponer —contestó Martín—, que vengo sólo a decir a Vuestra Señoría que le manda avisar mi señora doña Beatriz, que sabe de un concierto para asesinar esta noche a usía.

A pesar de su valor y sangre fría, el oidor se puso más pálido de lo que habitualmente estaba.

—Para que usía no dude —agregó el bachiller— doña Beatriz le envía esta sortija como seña.

El oidor tomó la sortija.

—Suya, en efecto es —dijo—; ni cómo dudar de lo que vos dijeseis.

Martín hizo una caravana.

—¿Y no agrega nada más, mi señora doña Beatriz?

—Nada, sino que por su amor se guarde usía, que es una cosa que sabe a ciencia cierta.

—Gracias.

—Pues he cumplido mi comisión. Me retiro, que voy a procurar, en esta misma noche, poner en claro quién y cómo atenta contra Vuestra Señoría.

—Quizá no consigáis nada y sea inútil, pues yo me figuro ya qué mano anda en todo esto.

—Sin embargo, suplico a usía que me permita.

—Haced lo que os plazca.

—¿Supongo que usía no saldrá esta noche?

—¿Por qué no? Dentro de una hora iré a verme con el señor arzobispo.

—Pues tome usía sus precauciones.

—Nada temáis, señor bachiller. Id con confianza, que Dios protegerá su causa.

El bachiller salió; Teodoro estaba en su mismo punto.

—Va a salir, cuidado —dijo Martín.

—Yo cuidaré —contestó Teodoro.

Y Martín se dirigió al tianguis de Juan Velázquez, en busca del Ahuizote y de la casa de la Sarmiento.

Martín era un perdido, un truhán hipócrita en presencia del arzobispo, en cuya casa había entrado en la clase de familiar hacía ya tres años; estaba en relación con la peor canalla de la ciudad; muy joven, muy valiente, con una gran inteligencia pero lleno de vicios Martín de Villavicencio y Salazar, alias Garatuza, como le decían sus compañeros, debía figurar y figuró como una notabilidad por sus crímenes en el siglo XVII.

Pero en medio de todo, era un tipo de lealtad y de abnegación para sus amigos, y para él, el oidor era uno de ellos; cualquier sacrificio estaba dispuesto a hacer en servicio suyo, porque Martín era hombre de corazón.

VIII. En donde el lector conocerá a «la Sarmiento», y le hará una visita en su casa

En donde el lector conocerá a la Sarmiento, y le hará una visita en su casa

Por el lugar en donde ahora existe el Paseo de la Alameda, hubo en aquellos tiempos una especie de mercado miserable y sólo frecuentado por los indios, en un terreno invadido continuamente por las aguas de la laguna.

Se llamaba primero el tianguis de Juan Velázquez, y luego de San Hipólito, y estaba ya fuera de la «traza».

Como quizá alguno de nuestros lectores no sepa lo que era la «traza», procuraremos darle de ella una idea.

Después de la rendición de México, la ciudad quedó casi reducida a escombros. Hernán Cortés trató de su reedificación autorizado por el emperador Carlos V, y comenzó por señalar el terreno que en ella debían ocupar las casas de los conquistadores y el que debía ser para los conquistados.

Los españoles ocuparon el centro de la ciudad, y la línea que marcaba esta parte privilegiada, que era un gran cuadro separada de los demás por una inmensa acequia, fue lo que se llamó la «traza».

Dentro de la traza no podían vivir sino los españoles y algunos de los vencidos que fueran de una muy elevada categoría, como el desgraciado Guatimotzín, último emperador azteca.

Una parte del terreno, que fuera de la traza ocupaba el mercado de San Hipólito, fue convertida en paseo veinticuatro años antes de la época de nuestra historia, es decir, en 1592 por el virrey don Luis de Velasco, segundo, en la segunda vez que ocupó el virreinato. Se sembró de álamos y se cercó.

Esto no era sino una parte de lo que se llama hoy la Alameda.

Martín atravesó la acequia de la traza por el Puente de San Francisco y siguió hasta pasar el tianguis en el lado opuesto al que ocupaba el paseo de don Luis de Velasco.

Vivía por allí, en una miserable casita de adobes, compuesta de tres piezas con un corralón a la espalda, una vieja que tenía fama de hechicera y que le decían la Sarmiento.

Las tres piezas de la casa eran una sala, una recámara y una cocina, casi desprovistas de muebles.

A pesar de la mala nota de la Sarmiento, nada había allí que pudiera despertar la vigilante susceptibilidad del Santo Oficio.

La Sarmiento no tenía en su compañía más que dos hermanos: un varón de treinta años y una mujer de veinte, ambos sordomudos; el hombre se llamaba Anselmo y la muchacha María.

La Sarmiento había traído consigo estas dos personas de un viaje que hizo a Valladolid, como se llamaba entonces Morelia, y contaba que por caridad las había recogido.

Anselmo era sombrío; María alegre, bonita y graciosa. La Sarmiento se entendía con ellos perfectamente y en el mayor silencio sostenían entre los tres una de las más animadas conversaciones.

Anselmo y María en las noches, que estaban generalmente reunidos, solían enojarse y las señas degeneraban en horribles insultos. La Sarmiento, tranquilamente, para cortar la cuestión sin tener que reñirles, apagaba la luz y todo terminaba; a oscuras ni se hacen ni se reciben insultos por señas.

La vida de la Sarmiento era muy misteriosa; pocas veces salía de su casa, ni ella ni los sordomudos trabajaban en nada y, sin embargo, jamás les faltaba dinero; la casa que habitaban era de su propiedad.

Algunas noches se habían visto embozados y damas llegar a la casa y entrar en ella; los vecinos le tenían una especie de respeto o de miedo a aquella mujer, pero algunas veces se atrevían a ir a espiar por las rendijas de las mal ajustadas ventanas y nunca lograron descubrir nada.

Alguno llegó a pegar sus ojos a esas rendijas después de haber visto entrar una dama, y sólo vio a Anselmo y a María sentados delante de una vela, haciéndose señas imposibles de interpretarse.

Sin embargo, en aquella casa había una cosa que no se ocultaba al público, que era quizá lo que más horrorizaba a los vecinos y en la cual no cuidaban de intervenir los familiares de la Inquisición.

Anselmo y María domesticaban y criaban toda clase de animales, pero con más predilección víboras de cascabel, de las que tenían una respetable colección en jaulitas de madera que ellos mismos hacían.

Algunas veces, por las tapias del corral, los curiosos veían que mientras la Sarmiento se dedicaba a sus oficios domésticos, los dos hermanos sentados al sol y dando gruñidos semejantes a los de los perros cuando están contentos, se ocupaban en dar de comer a seis u ocho enormes víboras de cascabel.

Aquellos horrorosos reptiles salían de sus jaulas, subían por los brazos de Anselmo, se acomodaban en el torneado seno de la muchacha, arrimaban sus caras chatas al rostro de María, como un gato que hace fiestas, lanzando un silbidillo agudo y moviendo su lengua ahorquillada con una rapidez asombrosa.

—Ah, descreídos, en ésas habéis de morir —decían los vecinos.

Pero no llegaba a sucederles nada, y los más cristianos les imputaban que tenían «compacto con el diablo».

Había entrado ya la noche, cuando Martín llegó a la casa de la Sarmiento y llamó.

—La paz de Dios sea en esta casa —dijo.

—Amén —contestó la Sarmiento—, ¿qué se os ofrece, caballero?

—Venía en busca del Ahuizote —dijo Martín con un tono brusco.

—No ha venido hoy, pero siéntese usarcé, señor bachiller don Martín de Villavicencio y Salazar.

—Calle, ¿y de dónde conocéis vos mi nombre?

—Si buscáis al Ahuizote y sabéis que ellos vienen por acá, ¿qué milagro será que os conozca?

—Tenéis razón, y supuesto que entre nosotros no hay misterio, ¿podéis decirme adónde hallaré al hombre que busco?

—Costumbre tiene de venir aquí todas las noches a las oraciones, porque gusta mucho de esa muchacha —dijo la Sarmiento señalando a María, en quien no había reparado bien el bachiller.

—Oh, y por mi fe que es una preciosa mulata. Buenas noches, hermosa.

—Es sorda y muda —dijo la Sarmiento.

—¡Qué lástima! —exclamó Martín—; ¿conque ésta es la propiedad del Ahuizote?

—Poco a poco; le gusta y es todo, pero nada más, que María es niña y a ella no le hace gracia el indio, veréis.

La Sarmiento hizo una seña a María, que seguía los movimientos de los interlocutores, con sus ojos hermosos y llenos de inteligencia y de vida.

La muchacha contestó con un gesto de profundo desdén. Anselmo alzó los ojos, vio la seña, y una débil sonrisa se dibujó en su boca.

María era una muchacha tan perfectamente formada, que parecía una Venus de bronce, y como sólo traía una camisa bastante descotada, su cuello, su pecho y sus hombros ostentaban toda su belleza y su morbidez; el brillo de sus ojos y el carmín fresco de sus labios tenían una hermosura infernalmente provocativa. Los galanes del rumbo envidiaban a las víboras, y el bachiller hubiera sido de la misma opinión si hubiera sabido las escenas que nosotros conocemos.

—¿Y creéis que vendrá esta noche el Ahuizote? —dijo Martín.

—Si he de decir la verdad, creo que no.

—¡Demonio! —dijo con impaciencia Martín.

—¿Qué queréis? —exclamó la vieja tan inmediatamente que el bachiller se espantó como si el demonio de veras hubiera contestado a su llamamiento.

—¿Sois vos acaso el demonio, que así contestáis cuando se le nombra?

—No, pero tan impaciente os miro, que os ofrecía mis servicios.

—¿Sabéis qué clase de negocio tiene entre manos el Ahuizote esta noche?

—No lo sé, pero decidme, si gustáis, cuál es el que a vos os preocupa, que entonces más fácil me será deciros lo que va a acontecer.

—¿Seréis bruja por ventura?

—¿Seréis vos familiar del Santo Oficio para requerirme?

—Nada menos que eso.

—Pues bien, decidme si queréis saber algo, que yo procuraré serviros, y no os mezcléis en asuntos ajenos.

—Quisiera saber de un hombre a quien se pretende asesinar en esta noche.

—¿Un vuestro enemigo?

—Por el contrario, amigo mío.

—¿Sois de los nuestros? —dijo la Sarmiento, lanzando el grito de una lechuza.

—Sí —dijo Martín, contestándole con el mismo grito.

—Seguidme.

La Sarmiento encendió un candil de cobre, hizo una seña a los sordomudos y se dirigió a la cocina, seguida de Martín.

En uno de los rincones había una cuba vacía, que apartó la mujer con gran facilidad, y debajo una gran losa con un anillo de fierro oculto por un montón de basura.

La Sarmiento tiró del anillo, se levantó la losa y a la luz del candil, se descubrió la entrada de un subterráneo y los primeros escalones de un caracol de piedra.

—Bajad —dijo la Sarmiento, mostrando la entrada a Martín.

Martín vacilaba.

—Bajad y no tengáis miedo —insistió la vieja.

Para que un hombre resista a la palabra «miedo» salida de la boca de una mujer, aun cuando esta mujer sea una arpía, se necesita que este hombre esté, como se decía en aquellos tiempos, «dejado de la mano de Dios».

Martín entró sin vacilar al subterráneo y la Sarmiento le siguió, cerrando tras de sí la entrada.

Descendieron como veinte escalones y el bachiller se encontró en una gran bóveda que, a lo que pudo ver con la escasa luz del candil, daba paso a otras varias de la misma especie.

Entonces la bruja se puso delante de él y le dijo:

—Aquí sí yo os guiaré, porque no conocéis el terreno; seguidme.

IX. Cómo el negro Teodoro probó que no necesitaba de armas

El oidor era hombre de un valor a toda prueba, no de los que se animan ante el peligro sino de los que lo buscan y lo desafían. Un peligro le amenazaba aquella noche en la calle y sentía una necesidad, una especie de vértigo para buscarlo y encontrarlo cuanto antes.

Don Fernando estaba enamorado, y todos los enamorados han sido y serán siempre lo mismo. Doña Beatriz sabía que se tramaba su muerte, y don Fernando se hubiera creído deshonrado si hubiera dejado de salir a la calle esa noche; creería doña Beatriz que había tenido miedo.

Además, tenía urgente necesidad de ver al arzobispo, de saber la resolución del virrey.

El negocio de la fundación del convento de Santa Teresa estaba de tal manera identificado con sus amores, que creía servir a doña Beatriz ayudando al arzobispo.

Cerró la noche y don Fernando se dispuso para salir.

Sin embargo de su valor, creyó necesarias algunas precauciones.

Vistióse bajo su ropilla una ligera cota de malla de acero, perfectamente templado, y que podía resistir el golpe de un puñal sin perder uno solo de sus anillos; y, además de su espada y de su daga, prendió en su talabarte dos pequeños pistoletes; se caló un ancho sombrero adornado de una pluma negra, se cubrió con un ferreruelo de vellorí y salió a la calle.

Registró con la vista por todos lados, pero nada pudo descubrir, a pesar de que el cielo no estaba entoldado como la víspera y la luna alumbraba bastante.

Don Fernando echó a andar y detrás de él se destacó un bulto que comenzó a seguirle a cierta distancia; pero sin alejarse mucho ni perderle de vista.

El oidor caminaba de prisa, pero podía notarse que cuidaba siempre que le era posible de ir por la mitad de la calle y no torcer las esquinas cerca de los muros de las casas.

El hombre que le seguía debía ir descalzo, porque sus pisadas no producían el menor ruido, marchando como los gatos, sin que pudieran sentirse sus pasos.

En esos días estaba en construcción el templo de la Catedral y casi todo el terreno que ésta ocupa estaba lleno de andamios, de montones de piedra, de madera, de inmensos bloques de granito, en fin, de todo eso que, formando para los profanos un caos inexplicable, es el pensamiento del arquitecto que va con la luz de la inteligencia a moverse, a ordenarse, a colocarse, a formar una maravilla del arte y a materializar en una mole gigantesca una idea encendida en la pequeña cabeza de un hombre.

Desde allí se descubría la puerta del arzobispado, y entre aquellos materiales acumulados se perdió, como que se desvaneció el hombre que seguía al oidor. Era indudablemente el lugar más propio para ocultarse y para vigilar a todos los que entrasen o saliesen del palacio del arzobispo.

Don Fernando preguntó por Su Ilustrísima y un familiar le hizo entrar inmediatamente.

—¡Albricias! —dijo alegremente el arzobispo al ver a don Fernando.

—De las mismas —contestó el oidor, siguiendo el humor del prelado.

—El virrey da su beneplácito para continuar la obra inmediatamente; aquí está la orden.

—Mil parabienes. ¿Pero cómo logró tan pronto Su Ilustrísima…?

—¡Ah! No ha sido poco el trabajo. Su Excelencia estaba realmente prevenido: ese don Alonso de Rivera y su amigo don Pedro de Mejía (Dios se los perdone) han trabajado con un tesón digno de santa causa.

—Pero al fin…

—Ahora veréis, al llegar al palacio parecióme más prudente consejo tener vista con mi señora la virreina, que, como sabéis, muestra particular empeño en nuestra fundación, porque allá en su mocedad estuvo algunos meses en un convento de Carmelitas descalzas y su santo celo nos ha dado también en sus dos hijas piadosos auxiliares para nuestra empresa. Su Excelencia debía entrar a la cámara de la virreina pocos momentos después que yo, pero tiempo tuve suficiente para prepararla, así como a las dos niñas. De manera que ellas y yo, tanto instamos y rogamos y suplicamos, que Su Excelencia no pudo menos que darme la orden que yo solicitaba. ¡Ah, señor oidor! Éste ha sido un triunfo que hemos alcanzado, y que es preciso aprovechar sin pérdida de tiempo.

—Yo aseguro a Vuestra Señoría Ilustrísima que mañana en la tarde no conocerá el lugar en que las casas existieron.

Y el arzobispo y el oidor continuaron, lo menos por dos horas, hablando de sus planes.

Teodoro, que seguía a don Fernando, se ocultó en las obras de la nueva Catedral; buscó un lugar desde donde observar la puerta del arzobispado y, colocándose a su sabor, se quedó inmóvil.

Una hora había permanecido allí, confundido por su color negro con la sombra del naciente edificio, cuando sintió un leve rumor de pasos que se acercaban por el mismo camino que él había traído.

Con mucha precaución levantó la cabeza y vio tres hombres que procuraban ocultarse también, muy cerca del lugar que él ocupaba.

—Está seguro —dijo uno de ellos al otro—, está en el arzobispado.

—Tan seguro, que yo le vi entrar desde la pared de enfrente adonde me dijiste que me quedara de vigía.

—Sí, debe ser, porque quien nos manda me dijo que debía venir esta noche a ver al arzobispo y que por aquí debía pasar al retirarse.

—Seguro es el golpe.

—Ahora esperad, y silencio.

Y todos callaron. Teodoro no había perdido una palabra.

Mucho tiempo transcurrió así, y Teodoro observaba de cuando en cuando una cabeza que se alzaba muy cerca de él, para mirar la calle que venía del arzobispado. La luna estaba ya en la mitad del cielo.

Por fin sonó una puerta y se percibió un bulto negro que, saliendo del palacio del arzobispo, se dirigía al lugar de la emboscada.

—¿Es él? —dijo uno de los hombres.

—Debe de ser —contestó otro—, pero es necesario estar muy seguros, y sobre todo no precipitarnos porque anda siempre bien armado y es diestro.

—Pero solo.

—No le hace.

El bulto se acercaba más y más.

—Él es —dijo uno.

—¡Listos! —contestó el otro. Y los tres sacaron de la vaina sus puñales sin levantarse.

El bulto se percibía ya claramente; era el oidor y pasaba por delante de los hombres ocultos.

Entonces, sin hacer ruido y como si hubieran sido unas sombras todos, se alzaron; pero no advirtieron que no eran ya tres, sino cuatro.

—¡A él! —gritó uno precipitándose sobre el oidor; pero antes que hubiera podido acercársele recibió en la cabeza un golpe terrible, que le hizo caer en tierra sin sentido. Don Fernando tiró de la espada y se puso en guardia; pero la precaución era inútil: al mirar su actitud, el auxilio inesperado que le llegaba y la caída de uno de ellos, los asesinos echaron a huir.

Ni don Fernando ni el negro pensaron en seguirles.

El oidor quedó con su espada en la mano y el negro, con su habitual indiferencia, cruzados los brazos, contemplándole y teniendo en medio de ellos el cuerpo de aquel hombre que no se sabía si estaba muerto o privado.

—¿Quién sois y qué queréis? —preguntó don Fernando al mirar que el negro no se movía.

—Soy el negro Teodoro, y sólo quiero servir a Su Señoría en lo que me mande.

—¡Teodoro! ¿Qué haces aquí?

—Seguir a usía.

—¿Seguirme? ¿Y para qué?

—La señora mi ama sabía que esta noche querían la muerte de usía.

Don Fernando se puso pensativo.

—¿Ella te ha mandado?

—No, yo le pedí licencia para acompañar a usía en esta noche.

El oidor volvió a callar por un rato.

—¿Este hombre está muerto?

Teodoro se inclinó y puso su mano en la boca, y luego en el corazón del hombre.

—Está vivo —contestó.

—¿Con qué le heriste?

—Con mi mano.

—Sería bueno llevárnosle.

El negro, sin esperar más, levantó al herido, que gimió débilmente, como si hubiera podido alzar a un niño, y se volvió como para esperar una nueva orden.

—Vamos —dijo el oidor mirando si en el suelo había algo.

—Aquí está el arma de éste —dijo Teodoro levantando un puñal del suelo.

Don Fernando guardó su espada y se puso en marcha seguido del negro, que llevaba a cuestas al herido. Avanzaron un poco y se oyó un rumor de pasos: eran dos hombres que traían la dirección opuesta y con los que debían encontrarse.

—¡Ah de los que van! —dijo uno de los dos.

—¡Alto los que vienen! —contestó don Fernando sacando la espada.

A la luz de la luna se vieron brillar los estoques de los que venían. Teodoro puso con mucho cuidado al herido en el suelo, y se colocó al lado de don Fernando.

—¿Quién va? —dijo una voz.

—Oidor de la Real Audiencia —contestó Quesada adelantándose.

—Mi señor don Fernando de Quesada.

—Señor bachiller —contestó el oidor.

—Loado sea Dios, que encuentro a Su Señoría, porque en alas del temor hemos venido en su busca. ¿Ha tenido Su Señoría…?

—Un mal encuentro; pero a Dios gracias que con el refuerzo de Teodoro, ni yo tuve por qué sentir, ni ellos por qué alegrarse; mirad.

—Tenéis un cautivo.

—Es la proeza de Teodoro, pero retirémonos que no sería prudente que así nos viesen.

—Si no le disgusta a usía, me tomaré la licencia de acompañarle.

—No cabe disgusto en lo que causa satisfacción; acompañadme.

Teodoro alzó su carga y los cinco llegaron a la casa del oidor.

—Ahora, señor bachiller —dijo el oidor—, tócame mi turno de ofreceros en esta noche hospitalidad, que a tales horas témome que no encontraréis abierta vuestra habitación.

—De grado acepto —contestó Martín— y no temo incomodar a Su Señoría, porque algunas cosas tengo que poder comunicarle.

—Pues pasad.

—Permitidme usía despedir a este compañero.

El bachiller habló algunas palabras con el embozado que le acompañaba, y éste se retiró, haciendo una profunda caravana al oidor.

El negro había permanecido firme cargando a su hombre.

Cuando estuvieron dentro ya de la casa y cerrado el zaguán, el bachiller, dirigiéndose al herido, dijo:

—¿Y de éste, qué dispone Su Señoría?

—Lo veremos.

Un lacayo trajo un candil.

—No lo conozco —dijo Martín.

—Yo sí —agregó el oidor— y sobre todo por la librea. Es un paje de la casa de don Pedro de Mejía. Por mi fe que no perdona mi señor don Alonso medio de oponerse a la fundación.

—¿Creéis?

—Estoy seguro.

—Encargaos de ese hombre —dijo a sus criados don Fernando—, y subid vosotros conmigo —agregó dirigiéndose a Martín y a Teodoro.

X. Lo que había visto y sabido el bachiller en la casa de «la Sarmiento»

Lo que había visto y sabido el bachiller en la casa de la Sarmiento

La Sarmiento guiaba alumbrando a Martín en el subterráneo; en el fondo de la segunda bóveda había una mesa cubierta con una bayeta negra, vieja y llena de manchas y de agujeros.

Las bóvedas eran un confuso depósito de objetos raros y horribles, esqueletos, cráneos, animales vivos o disecados, cajas y vasijas de figuras extrañas, armas, vestidos, libros, papeles, bolsas y sacos de todos tamaños, hornillos y braseros, yerbas, flores, ramas y troncos de árboles; pero así, como perdiéndose, ocultándose entre sombras sin contornos, sin precisión, como desvaneciéndose unos objetos en los otros.

Martín era hombre de talento y procuró no mostrarse admirado de nada.

—Valiente colección de porquerías guardáis aquí —dijo a la Sarmiento.

La vieja volvió el rostro para verle, entre admirada y colérica.

—¡Qué entendéis vos de todo esto! —contestó—; sentaos. El bachiller se sentó en un sillón de baqueta negra sin brazos, que tenía un respaldo alto que casi terminaba en punta.

—Hablemos —dijo la Sarmiento.

—Ante todo, permitidme que os diga que con perdón del Santo Oficio, tanto creo en las brujas como creer en el Purgatorio, y así podéis excusaros de intentar conmigo hechizos, que será perder vuestro tiempo.

—Más convencido quedaréis al salir de aquí de vuestra ignorancia, que yo lo soy de que tenéis que acabar vuestra vida en las cárceles secretas del Santo Tribunal.

—No me digáis eso ni de chanza, que de la Inquisición tengo tanta fe de que existe como de Dios.

—Producciones tenéis para salir con el sambenito.

—Dejemos eso y vamos a lo que me habéis prometido.

—Vamos. Decís que se trata de asesinar esta noche a un hombre.

—Sí.

—¿Y queréis saber si morirá hoy o muy pronto?

—Holgárame de saber la verdad.

—Bien, ¿tenéis sobre vos alguna prenda suya?

El bachiller se registró.

—Ninguna.

—Entonces escribid su nombre en este pergamino.

La bruja presentó un pequeño pedazo de pergamino al bachiller; tomó éste una pluma y puso el nombre del oidor.

La bruja encendió un candil de forma extraña.

—¿Qué es eso? —preguntó Martín.

—Es un candil que se alimenta con sangre humana y la mecha está sacada del sudario de un ajusticiado.

El bachiller se sonrió con desprecio. La bruja tomó el pergamino y lo acercó a la llama, el pergamino se incendió produciendo una luz blanca y hermosa.

—Este hombre está enamorado y correspondido.

—¿En qué lo conocéis?

—En la luz blanca.

Luego se apagó repentinamente.

La Sarmiento recogió las cenizas.

—Este hombre no poseerá a la mujer que ama.

—¿Por qué?

La luz se apagó de repente, y las cenizas quedaron negras.

La Sarmiento trajo una gran bandeja de acero y mezcló allí diferentes líquidos, pero siempre quedaban transparentes y limpios.

—Poned cuidado —dijo al bachiller—, si al arrojar las cenizas en esta agua se pone roja inmediatamente, vuestro amigo morirá hoy de mala muerte; si no, cada burbuja de aire que salga será un mes de vida que le quede, hasta que el agua cambie de color y entonces morirá; si el agua se torna verde, su muerte será tranquila; si roja, morirá de mala muerte.

Martín no creía, y sin embargo estaba trémulo y su corazón latía con una violencia terrible y no se atrevía a separar los ojos de la vasija.

La bruja dijo entre dientes algunos conjuros y arrojó en el agua las cenizas.

Martín contuvo hasta la respiración; la Sarmiento tenía las manos extendidas sobre la vasija, una víbora silbaba en uno de los rincones de la bóveda, los dos candiles encendidos encima de la mesa producían una especie de chisporroteo siniestro.

El agua permaneció limpia, de repente se agitó en el medio y una burbuja apareció en la superficie y reventó luego.

—Una —dijo Martín, arrojando su aliento contenido. Volvió a agitarse el agua y otra burbuja apareció.

—Dos —dijo Martín.

Las burbujas continuaban brotando.

—Tres, cuatro, cinco.

—Cinco —repitió el bachiller, mirando con ansiedad que no salía otra—, cinco.

El agua parecía querer hervir, arrojó una especie de humo y repentinamente se puso roja como si hubiera sido de sangre.

—¡Jesús! —dijo Martín apartando el rostro espantado.

—Cinco meses de vida y morirá de mala muerte —dijo con solemnidad la Sarmiento.

—Es imposible —dijo Martín—, os habéis equivocado.

—Lo desearía, porque tanto veo que os apena, pero temo que no.

—Cinco meses no más y morirá…

—Asesinado…

—¿Asesinado?

—¿Queréis saber quién le matará?

Martín reflexionó.

—¿Podré matarle yo antes? —dijo.

—No, porque entonces fallaría el pronóstico.

—Entonces no.

—Como gustéis.

Martín inclinó la cabeza y luego repentinamente dijo:

—Sí, sí, probad a decirme quién le matará. ¿Podéis?

—Haré por conseguirlo.

La Sarmiento puso sobre la mesa un hornillo y comenzó a meter en él trozos de madera que tenían formas y colores raros, y entre los cuales algunos parecían manos, otros cabezas, otros brazos.

—¿Qué leña es ésa? —preguntó Martín preocupado.

—Son pedazos de estatuas de santos.

El bachiller no estaba para objetar aquella profanación.

La bruja encendió en el candil una pajuela de azufre y la colocó entre la leña; la llama se alzó.

El humo de la pajuela y el que arrojaba la pintura de la madera que servía de combustible, producían un olor sofocante.

La bruja colocó sobre el hornillo la vasija con el líquido que había quedado rojo, y comenzó a decir conjuros dando vueltas en derredor de la mesa.

Poco tardó el líquido en entrar en ebullición y exhalar un vapor luminoso; la Sarmiento mató la luz de los candiles.

Martín creía soñar con el resplandor rojizo de la llama; la casa de la Sarmiento y los objetos que alcanzaban a alumbrarse tomaban formas fantásticas; parecían animarse y moverse los esqueletos, los animales disecados, todo se agitaba con la vacilante claridad de las llamas, y en medio de todo, la vasija arrojando un vapor luminoso y blanco, en el que Martín nada veía, pero en el que la Sarmiento parecía leer.

—Ese hombre morirá por mano de un amigo suyo.

—Pero ¿quién es? ¿Una seña? ¿Un indicio?

—Es un joven… Sí, muy joven… Esta tarde le ha visto… Ahí están… juntos… El amigo le da una cosa… No les veo los rostros… Le da una alhaja, una alhaja de la mujer que el muerto ama… un cintillo…

—¡Mujer!

—Sí, le da un cintillo… y ése… ése es el que lo matará… su asesino.

—Mientes, mientes, bruja infernal —exclamó el bachiller precipitándose sobre ella y tomándole de un brazo—; di que mientes, o aquí tú serás la que muere.

—Estáis loco —contestó la Sarmiento sin inmutarse—, ¿por qué os he de decir que miento? Vos quisisteis saber la verdad; no os agrada; tanto peor para vos.

—¿Pero estás cierta de lo que dices?

—Jamás evocación ninguna me ha salido tan clara.

—Pues sácame de aquí; sácame pronto.

—¿No queréis saber nada más? Esta noche estoy de buenas.

—Nada quiero saber, sácame de aquí.

—Sea como queréis; pero esperad.

La Sarmiento volvió a encender la luz que le había servido para bajar al subterráneo, apagó el fuego del hornillo y colocó todo en su lugar.

—Vamos —dijo impaciente Martín.

—Vamos; pero antes juradme que ni en el Santo Oficio, puesto en cuestión de tormento, revelaréis la existencia de este lugar, ni vuestras relaciones conmigo.

—Lo juro a Dios.

—No, no es a Dios a quien debéis jurarlo.

—¿Pues a quién?

—Al diablo —dijo la Sarmiento, haciendo una especie de reverencia.

El bachiller vaciló:

—¿Qué hay? —dijo la bruja.

—Pues lo juro al diablo.

La vieja tiró de una reata que pendía del techo, y se oyó un rumor como el que produce un carro que rueda en un empedrado.

—¿Qué es eso? —preguntó Martín.

—Vuestro juramento ha sido recibido.

A pesar de su valor y de su escepticismo, Martín se estremeció.

—Vamos —dijo.

—Vamos.

Subieron la escalera del caracol y se encontraron en la casa.

Con los sordomudos había un nuevo personaje.

Era un hombre de la raza indígena pura, con su tez cobriza, su pelo negro y lacio, sin barba y con un escaso bigote.

Vestía una ropilla ordinaria de velludo, con calzón de escudero y unas medias calzas de venado; estaba envuelto en un tabardo gris y conservaba en su cabeza un sombrero de anchas alas.

Al sentirse en otra atmósfera, el bachiller recobró su sangre fría y le pareció como que todo no había sido sino una pesadilla.

Ahuizote —dijo al recién venido—, creía que tenías aventura esta noche.

—Sí —contestó el Ahuizote—, un riquillo que quería que lo acompañáramos a sacarnos una muchacha, pero le entró miedo y se arrepintió.

—¿Y podrás acompañarme?

—¿Adónde?

—Vamos a impedir que asesinen a un amigo mío.

—Te ayudaré —dijo el Ahuizote, parándose—, ¿quién es él?

—Don Fernando de Quesada, el oidor.

—No voy —dijo sentándose otra vez el Ahuizote—, yo no defiendo gachupines.

—Es un amigo…

—Aunque…

—Bien, no vayas; pero recuerda que no es él quien te pide compañía, sino yo. Quedad con Dios, señora Sarmiento.

—Él guíe a su merced, señor bachiller.

Martín abrió la puerta.

—Oye —dijo el Ahuizote.

—¿Qué cosa?

—Siempre te acompaño.

—Vamos.

Nican timocuepas —dijo la Sarmiento en idioma mexicano al Ahuizote, que quería decir: «Vuelve acá».

Moztla teotlac —contestó el Ahuizote («Mañana en la tarde»).

Tlacoyohuac tihuallas, amo teotlac («A medianoche vienes y no en la tarde»).

Quema («Sí») —contestó el Ahuizote saliendo.

El bachiller no entendió ni una palabra, pero tampoco preguntó.

Y los dos se dirigieron precipitadamente en busca del oidor hasta encontrarlo, acompañado de Teodoro que conducía al herido.

XI. Doña Blanca y don Pedro de Mejía

Quizá no había en toda la gran extensión de la Nueva España un caudal más rico que el que al morir legara a sus hijos el padre de don Pedro y doña Blanca de Mejía.

Inmensas haciendas en la tierra caliente y la tierra fría, minas, casas, ganados, esclavos, abundantes vajillas de plata y oro, alhajas, incalculables existencias de mercancías y, sobre todo, una fabulosa cantidad de reales.

Por la última disposición del testador, don Pedro su hijo, mayor que doña Blanca en más de quince años, debía manejar toda aquella colosal fortuna, hasta que ella cumpliera veinte años o se casara.

Don Pedro y doña Blanca sólo eran hermanos de padre, porque eran hijos de dos matrimonios: don Pedro había nacido en España y doña Blanca en México. De aquí la gran diferencia de edad entre ellos y el poco cariño que don Pedro había tenido siempre a doña Blanca.

El conocimiento de la voluntad testamentaria de su padre y la idea de tener que entregar a Blanca la mitad del caudal, apagaron en el corazón de don Pedro la última chispa del amor fraternal; el demonio de la codicia sopló en su cerebro, y entonces fue odio lo que concibió por su hermana.

A medida que los años pasaban, don Pedro veía acercarse el día tan temido para él; podía evitar que se casara doña Blanca, pero no que cumpliera veinte años; y en la época a que nos referimos la doncella tenía ya diecisiete.

Entonces comenzó aquella serie de malos tratamientos, de que doña Blanca se quejaba con doña Beatriz de Rivera.

Doña Blanca permanecía esperando en su aposento la llegada de su hermano; presentía una tempestad, porque al encontrarse en las escaleras de la casa de doña Beatriz había visto a don Pedro más severo y más sombrío que de costumbre.

Las horas corrían y don Pedro aún no aparecía por el aposento de doña Blanca; la joven sabía que él y don Alonso de Rivera habían concertado para aquella noche la muerte del oidor Quesada; pero no conocía los pormenores de la trama. Podía ser que su hermano mismo fuese entre los que atacaran a don Fernando, y esta idea la hacía temblar; ella veía a don Pedro como a su hermano, le amaba a pesar de todo y la idea de un combate entre él y don Fernando, el amante de doña Beatriz, de su única amiga, la hacía estremecer por el resultado, cualquiera que éste fuese. No se acostó y se estuvo rezando.

A la medianoche oyó tocar en la puerta de la calle, luego rumor en los patios y en los corredores y después todo volvió a quedar en silencio.

Entonces oyó ruido por el pasillo que guiaba a su aposento, llamaron y abrió. Don Pedro, extraordinariamente pálido y sombrío, se presentó.

—Extraño es —la dijo sin saludar— que a esta hora aún no os hayáis recogido.

—Rezaba —contestó doña Blanca tímidamente.

—Horas son éstas en que sólo las monjas rezan. ¿Os sentís acaso con la vocación necesaria?

—Yo…

—Doña Blanca, supongo que no habréis olvidado que os he encontrado fuera de la casa, de donde sin mi permiso habéis osado salir.

—Deseaba ver a mi madrina doña Beatriz.

—Aun cuando así fuese, esto no volverá a repetirse, os lo advierto.

—Lo prometo.

—Podéis prometerlo o no, que de mi cuenta corre el impedirlo. Desde hoy no saldréis de este aposento, ¿lo entendéis? —Sí.

—Aquí os servirán la comida.

—Pero…

—Así lo he dispuesto, y con eso basta —dijo don Pedro saliendo y cerrando tras sí la puerta.

Doña Blanca, llorando, se arrojó vestida sobre su lecho.

¿Por qué su hermano la trataba así, a ella tan sumisa, tan obediente, tan amorosa?

Muy lejos estaba aquella alma virgen de comprender las negras pasiones que agitaban el corazón dañado de Mejía.

Don Pedro se encerró en su aposento y se sentó frente a un inmenso pupitre negro que tenía primorosas incrustaciones de marfil, representando aves, flores, hombres y edificios.

Sacó de la bolsa de los gregüescos un manojito de llaves de plata unidas por una argolla de oro, y abrió uno de los secretos del pupitre, buscó y sacó un papel doblado en forma de carta.

Lo desdobló cuidadosamente y se acercó a la bujía de cera que ardía en un candelero de plata.

El pliego tenía un margen blanco como se acostumbra ponerles a los memoriales, y a guisa de sello o de membrete, decía: «Único dueño de mi albedrío», y luego una carta.


Dos días hace que no venís a calmar mis amorosos anhelos, y estos dos días hanme parecido dos siglos. ¿Por qué me desdeñáis? Por vuestra vida que es la mía, venid.

Hanme dicho (lo que no quisiera ni imaginar) que tratáis de vuestra boda con doña Beatriz de Rivera; más quisiera morir que creer en ello. Tan hermosa y rica dama, merece bien que en ella fijéis vuestros ojos ¿pero podrá ella nunca amaros como yo? ¿Podréis vos en un día olvidar mi amor y vuestros juramentos?

Venid, don Pedro, mi ánima está triste sin veros, y me atormentan horribles pensamientos, vuestra esclava soy que nací para amaros y serviros, y si me olvidáis moriré sin remedio. Venid.

Quien besa humildemente vuestra mano y será siempre vuestra.

Luisa
 

Don Pedro puso la carta sobre el pupitre, apoyó su frente en las palmas de sus manos, y quedó meditabundo.

—Pobre Luisa… me ama…, me ama y ¿yo quiero abandonarla…? Pero mi palabra empeñada con don Alonso… y que, por otra parte, mi matrimonio no es simplemente un negocio de amor, es el complemento de mi fortuna… Veremos… Ante todo, bueno será calmar a la pobre Luisa… mañana, mañana; lo del matrimonio después.

Dobló la carta y volvió a ponerla en el cajón secreto.

—Ahora es necesario ver qué se hace con este malhadado negocio de don Fernando de Quesada que tan mal salió. ¿Quién sería ese demonio que se apareció en su defensa? ¿Qué habrá sucedido con Tirol? ¿Moriría? ¿Lo habrán dejado abandonado? ¡Y José que no viene!

En ese momento llamaron a la puerta del aposento.

—¿José? —dijo don Pedro.

—Aquí estoy, señor —contestó un lacayo entrando.

—¿Qué sucedió?

—Nada hemos encontrado, fuimos hasta frente la Catedral nueva en donde pasó el lance, ni un vestigio, ni un rastro siquiera de sangre.

—¿Y Tirol?

—Nada, señor, nada, si murió se ha recogido su cadáver; si no, se lo llevaron herido.

—Pero pues no había sangre, no estaría herido.

—No comprendo eso, yo lo vi caer, cuando el demonio, que sin duda él fue, se apareció en defensa del oidor. Tirol cayó sin mover pie ni mano, pero si estaba herido no dejó ni huella de sangre.

—Está bien, retírate a recoger, mañana tal vez aclararemos este misterio.

Y don Pedro se acostó vestido sobre su cama.

La víctima y el verdugo bajo el mismo techo no podían conciliar el sueño; el dolor y la ambición devoraban aquellos dos corazones tan diferentes entre sí.

XII. Lo que hablaron el oidor y el bachiller y quién era el herido

—Permítame Su Señoría —decía Martín— que le haga una pregunta, no por mera indiscreta curiosidad sino por saber cuál es su opinión en materia para mí tan delicada.

—¿Y cuál es?

—Dígame usía, ¿se puede creer en las brujas y sus profecías?

—En tan apurado trance me ponéis, que yo a mí mismo no sabría qué contestarme. Pero supuesto que el Santo Oficio las persigue y las condena a la hoguera, de existir deben, que de lo contrario ni tal cuidado se tomaría el Tribunal de la Fe, ni nosotros presenciaríamos esas ejecuciones.

—¿Pero qué opina usía de lo que ellas predicen?

—Que por diabólicas artes se inspiran, y más pueden ser engaños y astucias del demonio cuanto digan que verdades hijas de Dios, y en todo caso más vale no tener con ellas tratos ni averiguaciones, que eso sólo es gran pecado. ¿Pero por qué me hacéis semejante pregunta? Supongo, señor bachiller, que no hablaréis con tales personas.

—¡Líbreme Dios! Como cuestión de doctrina hame ocurrido ayer, y me tranquiliza el parecer de usía; pero hablando de otra cosa: ¿usía sospecha de dónde haya partido el golpe de esta noche?

—A no sospecharlo, la librea que viste el hombre que está abajo herido, me lo diera a conocer muy claro. Ese hombre es de la servidumbre de don Pedro de Mejía, que pretende la mano de doña Beatriz y es amigo íntimo de don Alonso de Rivera, enemigo mío por el asunto de la fundación del convento de Santa Teresa.

—¿Queréis que veamos si ese hombre ha vuelto a sus sentidos para examinarlo?

—Sí tal; y si así fuere, hacedle subir.

Martín bajó a ver al herido y el oidor se desciñó la espada y se sentó a esperar.

El bachiller volvió con el herido. No había sufrido más que una pasajera congestión a resultas del puñetazo que descargó Teodoro sobre su frente.

El hombre entró a la estancia en que le aguardaba el oidor, todavía atarantado y sin hacerse bien cargo de lo que le había pasado.

—Venid acá, amigo —le dijo don Fernando con dulzura.

El hombre se acercó.

—¿Queréis decirme, pero hablad con franqueza, quién sois y qué motivo os impulsó para buscar mi muerte, cuando yo ni os conozco, y vos quizá apenas me conocéis?

—Señor —contestó el hombre—, aunque tengo la librea de lacayo, me llamo Tirol, y soy el mayordomo de la casa de mi señor don Pedro de Mejía.

—Bien, ¿y qué causa os movió para pretender asesinarme?

—No me culpe Su Señoría, debo muy distinguidos favores a mi amo hace muchos años, como el pan de su casa, y fui mandado.

—¿Y no comprendéis que, después de lo que ha pasado, puedo mandaros matar, no sólo impunemente sino con justicia?

—¡Señor! —dijo arrodillándose cobardemente Tirol.

—Alzad, que sólo delante de Dios y de Su Majestad debéis estar así; alzad, que nada os haré, pero referidme lo que ha pasado.

—Casi nada sé —dijo Tirol levantándose—, esta tarde mi señor don Pedro y don Alonso de Rivera me llamaron y me ordenaron que tomara dos hombres de la casa que fueran de toda confianza, y que hoy en la noche al salir, como lo tiene usía de costumbre del arzobispado, lo atacase y le matase sin misericordia.

—¿Y estabais dispuesto a cumplirlo?

—Señor…

—¡La verdad!

—Señor, por Dios…

—Contestad.

—La verdad… sí, señor…

—Bien, ¿y cómo sabíais que estaba yo en el arzobispado hoy en la noche?

—Uno de los hombres que me acompañaban se apostó en la acera de enfrente hasta ver entrar a usía, y entonces me dio aviso.

—¿Y después?

—Después vinimos a ocultamos entre el material de la nueva iglesia, hasta que usía pasó.

—¿Y luego?

—Ya eso lo sabe usía; al quererlo atacar, de entre nosotros mismos salió un hombre a quien no habíamos visto, y yo no sé más sino que sentí un golpe terrible en la cabeza y perdí el sentido.

—¿Conocéis a ese hombre?

—No, señor.

—Bien, quedaos aquí esta noche, y mañana temprano regresad a la casa de vuestro amo y llevadle esta carta; nada tenéis ya que temer, os perdono el mal que habéis intentado contra mí.

El oidor escribió una carta a don Pedro, que decía así:


Os devuelvo a vuestro mayordomo, cuidad de emplear para otra vez hombres más útiles.

Os besa la mano.

Fernando de Quesada
 

Tirol besó la mano del oidor y recibió la carta que se guardó en el pecho.

—Señor bachiller —dijo por lo bajo don Fernando a Martín—, hacedme la gracia de que den habitación a este hombre para que pase la noche; mañana temprano que se vaya para su casa, y traedme a Teodoro sin que se miren ambos.

El bachiller volvió a salir seguido de Tirol.

El oidor abrió un armario y sacó de él una bolsa grande de seda que figuraba una piña amarilla con hojas verdes en el cuello y largos cordones para cerrarla que remataban en pequeñas piñitas formadas de cuentas de vidrio de colores.

Colocó la bolsa sobre la mesa y volvió a sentarse.

Teodoro, conducido por el bachiller, entró al aposento.

—¿Me envía a llamar Su Señoría? —dijo Teodoro cruzando sobre el pecho sus brazos y haciendo una profunda reverencia.

—Sí, te debo en esta noche la vida, y quisiera mostrarte mi agradecimiento.

—Bastante es ya mi recompensa con haber conseguido eso; además, yo lo hice conforme a las órdenes de mi ama.

—Yo no estoy satisfecho con eso; yo te doy en nombre de doña Beatriz tu libertad; además, en esta bolsa hay una gran cantidad de monedas de oro que, por ser escasas en México, tienen muy alto valor; tómala para que vivas feliz.

Teodoro se arrodilló a los pies del oidor y le besó la mano, pero no tomó la bolsa que éste le alargaba.

—Por toda mi vida —dijo— grabaré las palabras de Su Señoría en mi corazón, pero por ningún dinero dejaré de ser el esclavo de mi señora doña Beatriz; si ella me despidiera, el negro Teodoro se moriría de tristeza.

—Bien —contestó el oidor—, comprendo tu lealtad y tu cariño para con doña Beatriz; es un ángel a quien es preciso amar, pero al menos toma este dinero.

—Perdóneme Su Señoría, quiero tener sólo la recompensa del placer por haberle servido de algo; además… señor… yo… soy muy rico.

—¡Muy rico! —exclamó el bachiller espantado de que un esclavo fuese muy rico, y acercándose como para contemplar mejor aquel ser mitológico.

—¡Muy rico! —repitió el oidor que, aunque no tanto como el bachiller, pero estaba admirado.

—Sí, señor —contestó Teodoro inclinando como ruborizado la cabeza.

—Estos pobres se creen poderosos cuando tienen cien reales —dijo Martín.

Teodoro se sonrió con desdén, y don Fernando lo adivinó.

—¿Cuánto será tu capital, Teodoro? —preguntó.

—Cien veces lo que contiene esa bolsa —contestó tranquilamente.

—¿Sabes lo que dices? Esta bolsa contiene más de mil escudos de oro.

—Así me lo pensaba.

—¡Cien veces mil escudos! —dijo el bachiller más asombrado a cada respuesta de Teodoro—, ¡cien mil escudos! ¿Entonces por qué eres esclavo? ¿Por qué no compras a doña Beatriz tu libertad?

—Ya dije a Su Señoría que por ningún caudal dejaría de ser el esclavo de mi señora doña Beatriz; le debo la vida y la felicidad.

Martín abría los ojos como dos patenas y la boca como una puerta cochera; aquello estaba para él fuera de lo natural, era casi un prodigio.

—A fe mía —dijo don Fernando— que aquí se encierra un misterio profundo. ¿Sabe tu ama, Teodoro, que eres tan rico?

—Mi ama sabe también que sería yo libre si quisiese, y que jamás lo seré.

—Dígale usía que nos cuente, que nos explique todo eso.

—No, señor bachiller, mucho le debo a Teodoro para obligarlo a que me descubra sus secretos, por más que me anime el deseo y la curiosidad de conocerlos, principalmente por la parte que en ellos tenga doña Beatriz.

—No serán secretos para Su Señoría —dijo el negro—, que me basta que Su Señoría sea quien es, y tan alto lugar tenga en el corazón de mi ama para que yo le confiara lo que guardo en mi seno, tanto más que fío en su discreción como en la de mi confesor. ¿Quisiera Su Señoría conocer mi historia?

—Te confieso que me sería muy satisfactorio.

—Larga es.

—No importa, te permito que te sientes.

El negro se sentó humildemente en el suelo y a los pies de don Fernando.

—¿Y yo? —preguntó Martín.

—¿Tienes inconveniente en que escuche don Martín?

—No, señor —dijo Teodoro, volviendo su vista a Martín—, quedaos, que yo sé cómo aseguraré con vos mi secreto.

Martín, contento de escuchar la historia, tomó asiento en un escabel.

El oidor comenzaba a comprender por todo, que Teodoro no era un esclavo común; aquel hombre era otra cosa de lo que a primera vista parecía.

XIII. La historia del esclavo

«Mi madre, señor, era esclava de la casa de don José de Abalabide, comerciante español que tenía una de las mejores tiendas mestizas que se hallan en la plaza principal. Mi padre, esclavo también de la misma casa, había servido muchos años a don José y había muerto pocos días antes de mi nacimiento, a resultas de una caída que le dio un caballo.

»Mi padre, señor, lo mismo que mi madre, eran de sangre real. Os hago esta advertencia, porque esto viene mucho a explicar algunos acontecimientos de mi vida que sabréis más adelante.

»Mi amo no tenía familia y vivía solo conmigo y con mi madre; era un hombre muy honrado, buen cristiano y caritativo con los pobres; aunque, si he de decir verdad, tenía mucho apego a las riquezas y procuraba atesorarlas, viviendo con sobrada economía.

»Como no frecuentaba amistad ninguna y hacía tantos años que mi madre era su esclava, el señor Abalabide me tenía un gran cariño, y así, conforme fui creciendo y ayudaba en los quehaceres de la casa, mi amo se fue interesando más por mí, y en las noches, cuando ya la tienda estaba cerrada, se entretenía, después de rezar el rosario, en enseñarme a leer y a escribir.

»Llegué así a cumplir veinte años y mi amo estaba muy contento de mí; era yo fuerte para el trabajo y le ayudaba yo en todo.

»Mi amo debía ser rico, pero no sabíamos adonde tenía su dinero, porque él lo ocultaba.

»Cerca de la tienda del señor Abalabide estaba otra de uno que se decía don Manuel de la Sosa, y por motivo sin duda de ser menos conocido o menos antiguo, tenía muy pocas ventas, que casi todos los marchantes se iban a la de mi amo; esto le causaba a don Manuel tanto desprecio, que casi nunca pasaba por delante de la casa de don José de Abalabide sin proferirle alguna injuria; pero como éste era ya hombre de edad y de buen juicio, nunca quiso tomar la demanda.

»Mi madre comenzaba ya a ser inútil para el trabajo y mi amo se decidió a comprar a un conocido suyo una esclava cocinera, que tenía una hija mulatita que servía de galopina. Llamábase Clara la madre y la muchacha Luisa.

»Luisa era muy joven, pero muy agraciada; en la casa de sus antiguos amos la trataban muy mal y estaba muy delgada y muy enferma cuando llegó a la casa de don José.

»Al principio traté a Luisa con indiferencia, pero después comenzó a engordar y a robustecerse, y se puso tan bonita que a poco me encontré enamorado de ella. El continuo trato nos hizo entrar en relaciones amorosas y yo iba a pedir licencia a mi amo para unirme con ella, cuando un incidente me hizo vacilar.

»Comencé a observar que Luisa andaba más alegre y más compuesta que de costumbre, y que se asomaba frecuentemente a una ventana, desde donde se divisaba la casa de don Manuel; yo la amaba con delirio y me empecé a entristecer; ella lo notó y me preguntó la causa. Le cobré celos, y se rio.

»—No seas tonto, Teodoro —me dijo—, yo te encargo que estés contento; todo es cosa que nos va a hacer más felices; no me preguntes nada y ya verás.

»Me tranquilicé un tanto y no volví a decirle nada; me puse alegre como de costumbre y me determiné a hablarle a mi amo. Dormía yo en la trastienda con el objeto de estar más al cuidado. Una noche me pareció oír un ruido por el interior de la casa y me levanté sin encender luz, y sin hacer ruido me entré por las piezas.

»Conforme me iba aproximando al aposento que tenía la ventana para la casa de don Manuel, iba siendo más perceptible el rumor, hasta que penetrando en aquel vi asomada una mujer a la ventana hablando con alguien que estaba por fuera; debía haber escuchado, pero la luna que penetraba en el aposento me hizo reconocer a Luisa, y la cólera y los celos me cegaron y me arrojé sobre ella.

»Luisa, al verme, lanzó un grito y el hombre de fuera huyó.

»—Traidora —la dije—, ¿conque así me engañabas?

»Luisa se desprendió de mí, furiosa como una leona.

»—¿Y qué derecho tienes para reconvenirme? —me dijo—; ¿eres mi amo? ¿Eres ya mi marido?

»—¡Infame! ¿Y tú no me habías dicho que me querías?

»—Te quería, pero ya no te quiero, y no quiero ser esclava; un hombre libre me ama, me va a comprar y a darme mi libertad para que yo sea suya, y tú no harás esto por mí; tú me dejarás esclava y mis hijos serían esclavos, y yo no quiero que mis hijos sean también esclavos como mis padres.

»En el fondo Luisa tenía razón.

»—¿Pero nunca me has amado, Luisa?

»—Sí, te he amado; pero me tiene cuenta amar ahora al que me da mi libertad ¿Me la puedes dar tú? Seré tuya, te seguiré amando. ¿Puedes?

»Comprendí toda la fuerza de lo que me decía Luisa y casi llorando contesté:

»—No.

»Un día, teniendo quizá lástima de mí, me dijo:

»—Pues entonces si me quieres, como dices, no me quites lo que no puedes darme.

»No tuve ni qué replicar; callé y me retiré con un puñal de fuego en mi corazón.

»Era esclavo y no podía ofrecer a esa mujer que amaba más que a mi vida, sino la esclavitud, y no podía dejar a mis hijos sino la esclavitud, y Luisa me había hecho comprender lo espantoso de mi situación.

»¿Qué hacer? No tenía más remedio que perderla para siempre y verla en brazos de otro. Entonces la tristeza más profunda se apoderó de mi alma y casi me enfermé.

»Luisa, a pesar de todo, me amaba; pero su corazón no era bueno.

»—Teodoro, ¿qué esto no tendría remedio? Porque yo no puedo dejar de quererte enteramente.

»—¿Y qué remedio? —la dije—; ¿qué remedio hay para un esclavo?

»—Si tú fueras rico y nos pudiéramos ir muy lejos a vivir los dos solos en nuestra casita, queriéndonos mucho, cuidando a nuestros hijitos…

»—Pero ¿de dónde tomaría yo ese dinero?

»—El amo es muy rico.

»—Y nada nos dará.

»—Por su voluntad ya lo creo… pero hay otros modos…

»—¡Luisa!

»—No, no te alarmes, piénsalo. Él duerme solo, no podría resistirse. ¿Por qué el débil ha de ser nuestro amo? Con lo que él tiene, podemos ser muy felices; piénsalo.

»—No Luisa, por Dios, no me tientes.

»Luisa no me contestó, pero yo en toda la noche no pude dormir. Soñaba yo ríos de oro y de plata, pero mezclados con sangre, y veía a mi amo muerto de una puñalada y después me sentía yo al lado de Luisa, que era ya mía, que no éramos esclavos; en fin, no sé cuántas cosas, pero pasé la noche más agitada de mi vida.

»Me levanté y la luz del día disipó aquellas visiones.

»Luisa estaba cada día más bella y procuraba provocar mi pasión de cuantas maneras podía; ya descubriendo al pasar, y como por descuido, el nacimiento de su pierna torneada y bella; ya desprendiendo de sus hombros el traje como por causa de la fatiga, cuando conocía que yo la espiaba; ya cantando con pasión, de modo que pudiese oírla, coplas y endechas amorosas y provocativas.

»Al decaimiento moral de mi alma sucedió una excitación verdaderamente peligrosa; pero que ella con una astucia infernal sabía mantener viva y darle la dirección que le convenía; jamás había vuelto a alcanzar de ella favor de ninguna clase. Olvidando la escena que yo mismo había presenciado, le pedía de rodillas besar una de sus manos; la pasión ahogó los celos; pero era inflexible y a todo me contestaba:

»—Yo quiero ser libre y rica: yo no me dejo besar de un cobarde.

»Una noche me agitaba inquieto en mi cama, sin poder dormir, sin olvidar un momento a Luisa, cuando sentí el roce de un vestido en la puerta y una escasa claridad alumbró la trastienda en que dormía; me senté creyendo que soñaba y me estremecí. Era Luisa, Luisa que se acercaba con un pequeño candil en la mano, media desnuda, cubierto apenas su hermosísimo seno con una manta que a cada movimiento de sus brazos caía, y que ella volvía a levantar.

»Su negro y rizado pelo se derramaba sobre sus hombros desnudos, brillaban sus ojos con un fuego desacostumbrado.

»Llegó hasta mi lecho y se sentó tomando una de mis manos.

»—Teodoro —me dijo—, ¿es verdad que me amas?

»—Sí —le contesté—, te amo tanto, que estoy sintiendo cada día que mi razón se va, que me vuelvo loco.

»—Pues entonces, ¿por qué no quieres la felicidad que te ofrezco?

»—Luisa, porque es un crimen horrible lo que me propones.

»—¿No te parezco bastante hermosa para obtenerme por ese precio? —dijo descubriéndose su seno.

»Atraje su cabeza y nuestras bocas se unieron; los labios de Luisa me abrasaron, pasé mi mano por la piel suave y aterciopelada de su pecho, sentí un vértigo y abracé su delgado talle.

»—Teodoro —me dijo retirándose—, no seré tuya mientras no seamos libres y ricos: virgen me encontrarás, y ésta será tu recompensa.

»—Haré lo que me mandes —contesté, comenzando a vestirme precipitadamente.

»—Así te quiero, así, Teodoro: valiente, decidido —y se acercó a mí y puso en mis labios el beso más lascivo que pudo haber nunca inventado el amor y el deseo de una mujer de raza negra.

»Estaba yo vestido.

»—Busca un arma —me dijo. Don José duerme, es apenas medianoche; cuando amanezca estaremos muy lejos.

»—¿Y tu madre? —le pregunté, decidido ya a todo.

»—Nos seguirá a nosotros, o a don José —me contestó.

»Quedé horrorizado y dudé.

»—¿Vacilas, amor mío? —me preguntó abrazándome, y poniendo uno de sus pies desnudos sobre uno de los míos, desnudo también.

»Al sentir aquel pie, aquellos brazos, aquel pecho que despedían fuego, volví a encenderme, besé a Luisa y busqué en la tienda una arma para consumar el crimen.

»Luisa me tomó de una mano y me condujo al aposento de mi amo.

»Temblaba mi mano con el arma, pero aquella mujer tan hermosa, tan seductora, tan provocativa, dejándome entrever tantos encantos, oprimiendo mi mano, comunicándome por allí el fuego de su diabólica exaltación, me cegaba, me enloquecía.

»Llegaba a la puerta del aposento en que dormía tranquilamente mi amo y me detuve.

»—Anda —me dijo Luisa dulcemente, levantándose sobre la punta de sus pies, apoyado su cuerpo sobre el mío para darme un beso—, anda.

»Puse la mano en el pestillo, iba a abrir cuando en la puerta de la tienda sonaron acompasadamente tres golpes vigorosamente aplicados.

»Luisa y yo quedamos inmóviles y sin atrevemos ni a respirar, no sé qué de pavoroso había en aquellos golpes.

»Transcurrieron así algunos instantes y los golpes volvieron a repetirse tan acompasados como la vez primera, pero aplicados con más fuerza.

»Entonces Luisa se deslizó a su aposento y yo volví a la tienda.

»—¿Quién va? —pregunté, procurando dominar la emoción que hacía vacilar mi voz embargada por la escena que acababa de tener lugar.

»—Abrid a la Inquisición, abrid al Santo Oficio —me contestó desde afuera una voz cavernosa.

»Tan grande fue mi sorpresa que dejé caer el cuchillo que llevaba aún en la mano, y que no me había acordado de poner en su lugar.

»El nombre del Sar to Tribunal heló mi sangre; llegaba en el momento en que iba yo a cometer un crimen; me parecía que Dios lo enviaba para castigar mi intención, que en el rostro iban a conocer mis pensamientos.

»Inmóvil permanecía, como clavado en la tierra, cuando aquella voz repitió desde afuera:

»—Abrid a la Inquisición, abrid al Santo Oficio.

»Volví entonces en mí y corrí precipitadamente al cuarto de mi amo que había ya despertado, y que encendiendo luz había comenzado a vestirse.

»—¿Qué hay, Teodoro? —me preguntó.

»—Señor, señor, el Santo Oficio.

»—¡El Santo Oficio! —dijo dando un salto en la cama.

»—Sí, señor, sí, señor.

»Se levantó precipitadamente y tomó la luz.

»Abrimos la tienda y un comisario de la Inquisición seguido de ocho o diez familiares, cubiertos con sus capuchones, estaban en la calle, traían varios faroles y se habían detenido ocupados en levantar las piedras que formaban el quicio de una de las puertas. Hicieron una seña a mi amo, que se detuvo mientras terminaba la operación.

»Levantaron algunas piedras, rascaron un poco la tierra y mi amo dio un grito de espanto: un Santo Cristo grande de bronce estaba allí enterrado, precisamente en el lugar por donde entraban los marchantes.

»—¿Don José de Abalabide? —dijo con voz solemne el comisario del Santo Oficio.

»—Yo soy —dijo temblando mi amo.

»—Dése preso a la Inquisición.

»Mi amo quedó preso entre dos familiares y los demás se entraron a registrar la casa, llevándome en su compañía.

»En el cuarto de mi amo, en un rincón, se encontró otro Cristo de madera grande con huellas de golpes y algunas disciplinas de alambre cerca de él, todo tirado en el suelo, y el Cristo aún sucio en el rostro, como de señales de salivas.

»En lo demás de la casa, nada; yo noté con asombro que sólo Clara estaba allí y que Luisa había desaparecido.

»Un depositario se encargó de todo en nombre de la Inquisición; se pusieron los sellos del Santo Oficio en todas las puertas y ventanas, en todos los cajones y armarios, y mi amo y Clara y yo, fuimos conducidos presos.

»Luisa estaba en mi pensamiento, sobre toda preocupación, y al salir, acercándome a Clara, deslicé en su oído estas palabras:

»—¿Y Luisa?

»—Nada sé —me contestó.

»Agaché la cabeza, y seguí a los familiares que me llevaban».

XIV. En que el negro continúa su historia

«Llegamos a las cárceles del Santo Oficio y allí nos separaron a los tres.

»Algunos días transcurrieron sin que se ocuparan de mí; al fin me sacaron a dar mi declaración.

»Preguntáronme si era esclavo y cristiano y contesté que sí.

»Después me interrogaron si sabía que mi amo en las noches azotaba un Crucifijo y le escupía el rostro, y si sabía que en una de las puertas de la tienda había enterrado otro Crucifijo, y a los que entraban por esa puerta, pasando sobre él, les daba los efectos más baratos, y más caros a los que penetraban por la otra.

»Nada de esto sabía yo, y debieron conocer mi inocencia en mi rostro y mis respuestas porque me dieron libre mandando que fuese yo vendido para ayudar con mi precio los gastos del proceso de mi amo; además, como todos sus bienes estaban confiscados, era la suerte que debía caberme.

»Caminaba yo conducido por dos empleados encargados de llevarme al lugar en que debía vendérseme, cuando al atravesar la plaza principal vimos venir hacia nosotros dos mulas desbocadas que arrastraban una carroza; el cochero debía de haber caído porque los animales iban solos.

»A medida que se acercaban oíamos grandes gritos, y por fin percibimos un caballero anciano y una niña que dentro de la carroza venían y que, sacando por ambos lados la cabeza, imploraban auxilio, que nadie se atrevía a darles.

»No sé lo que sentí en aquel momento. Si moría por darles auxilio, me libertaba de una vida que, sin esperanzas de volver a ver a Luisa, me era insoportable; si salvaba aquellas dos vidas, Dios me lo tomaría en descargo del pensamiento de quitar la suya a mi amo, que era el punzante remordimiento de mi corazón.

»El carruaje venía muy cerca; me desprendí de los que me llevaban y me lancé a su encuentro.

»El choque fue tan violento que perdí casi el sentido; pero me aferré instintivamente a las orejas de una de las mulas; desde muy niño he alcanzado una poderosa fuerza física y en aquel momento apelé a toda la que Dios me había concedido.

»La mula quiso desprenderse de mí, sacudió la cabeza y se detuvo conteniendo a su compañera, y luego, comprendiendo tal vez que no podía luchar, se humilló y la carroza quedó parada.

»El anciano bajó inmediatamente y sacó en sus brazos a la niña casi desmayada. Aquel señor y aquella niña eran don Juan Luis de Rivera y su sobrina doña Beatriz, mi ama y señora.

»Los curiosos nos rodearon y se encargaron de las mulas.

»Los empleados del Santo Oficio llegaron golpeándome con unas varas.

»—¡Ladrón! —me dijo uno—, ¡tú quieres robar al Santo Oficio, tú no te perteneces ni te mandas! Si te han matado las mulas o te han lastimado, ¿con qué pagas el perjuicio de lo que pueden dar por ti? Ladrón, pillo; toma, toma —y me golpeaban con las varas.

»Mi sangre hirvió al verme tratado así, y quizá hubiera causado mi perdición, atacando a aquellos hombres, pero en estos momentos llegó el dueño del carruaje.

»—A ver —dijo—, ¿quién es el que ha detenido a las mulas?

»—Este esclavo que pertenece al Santo Oficio, y que le llevamos para vender.

»—¿Esclavo es y va de venta? Yo le compro. ¿Cuánto vale?

»—Señor, tenemos orden de darlo por mil quinientos pesos; tal vez parecerá muy caro a Su Señoría, pero es fuerte, sano…

»—Le tomo, le tomo, y decidme si preferís venir conmigo a mi casa o dejármele llevar y enviar por el dinero luego.

»—Puede Su Señoría llevarle, que bien conocemos a don Juan Luis de Rivera, abonado en todo el comercio de esta Nueva España.

»—Entonces le llevo y ocurrid por el precio, y para que se tire la escritura de venta.

»Don Juan Luis de Rivera dejó la carroza que las mulas habían roto y tomando del brazo a la niña echó a andar, diciéndome:

»—Síguenos.

»Y caminamos hasta la casa de la calle de la Celada.

»Allí me hicieron entrar y don Luis me preguntó de mi vida. Contéle lo que había ocurrido en la Inquisición, sin mencionar en lo absoluto nada de Luisa, y quedé como esclavo de la casa, pero como propiedad exclusiva de mi ama doña Beatriz.

»Desde aquel momento mi esclavitud fue sólo de nombre, y la dulzura del carácter de mi ama hizo para mí tan amable el yugo, como la libertad.

»Confesé a mi ama el interés que tenía por la suerte de don José de Abalabide y me permitió salir a la hora que quisiese de día o de noche, con el objeto de averiguar el fin que tendría; y además me prometió hacer cuanto fuera de su parte para inquirirlo.

»Usando de esta libertad iba yo algunos días y algunas noches, a dar una vuelta por el edificio en que estaban las cárceles, creyendo, en mi ignorancia, que podría yo así saber alguna cosa de don José; pero las semanas y los meses transcurrieron y yo no lograba tener ni la menor noticia.

»Una noche, que había yo ido a rondar por la Inquisición, andaba por la orilla de la acequia de la traza que queda a la espalda del convento de Santo Domingo. Había una escasa claridad de luna y alcancé a ver delante de mí, a pocos pasos de distancia, a una mujer que caminaba con un niño en los brazos.

»Más adelante había un caballo muerto que devoraban muchos perros hambrientos. La mujer pasó cerca de ellos y apenas la sintieron todos ellos, como rabiosos, se arrojaron sobre ella. La mujer, espantada, quiso huir, sin acordarse sin duda de la acequia, y cayó al agua desapareciendo casi en el momento.

»Yo había precipitado mi marcha con objeto de protegerla contra los perros y pude oír su grito de espanto al caer y ver bien el lugar en que se había hundido. Sin vacilar me tiré a la acequia y al momento encontré a la mujer, que no había soltado al niño: ¡era su hijo!

»La levanté en mis brazos fuera del agua, y ambos respiraron; pero nuestra situación era crítica. Yo no podía salir primero que ella, y ella no se atrevía a salir porque la multitud de perros furiosos ladraban y gruñían en la orilla, e indudablemente hubieran despedazado a la madre y al hijo antes de poderles yo salvar.

»Y lo más terrible era que yo me sentía hundir en el fango que formaba la cama de la acequia y que las fuerzas me iban faltando. Mis brazos iban bajando y la mujer y el niño se iban sumergiendo: yo no podía gritar porque el agua me llegaba casi hasta la boca, pero la mujer comenzó a implorar socorro a grandes voces. Nadie acudió y yo me hundía; ya no podía respirar sino por la nariz, y eso haciendo un esfuerzo, y la mujer estaba casi sumergida. Cerré los ojos y me encomendé a Dios. Me zumbaron los oídos; iba a caer cuando sentí que alguien se acercaba corriendo, que algunos perros aullaban como heridos, y que los demás ladraban más lejos. Hice un esfuerzo supremo y me enderecé lo más que pude y abrí los ojos: un hombre tendía a la mujer el cabo de un chuzo. La mujer lo tomó con una mano y ayudada por mí salió a tierra con su hijo; luego el hombre me tendió el chuzo a mí, me tomé de él y salí casi desmayado.

»La mujer se había sentado y el recién venido le dijo:

»—¿Qué ha sido esto?

»—¡Santiago! —dijo la mujer reconociéndole.

»—¡Andrea! —contestó el hombre arrodillándose a su lado—; ¿qué te ha sucedido? ¿Qué es de nuestro hijo?

»—Aquí está, bueno el pobrecito.

»—Pero ¿cómo ha sido esto?

»—Buscándote venía cuando esos perros me espantaron y caí en la acequia con mi hijo, y nos hubiéramos ahogado si este señor no nos salva.

»—Señor, ¿con qué os pagaré tanto? —me dijo aquel hombre tendiéndome la mano.

»—No soy señor —le contesté—, soy un esclavo de mi ama doña Beatriz de Rivera.

»—Pues aunque seas esclavo —me dijo—, sin ti mi hijo y mi mujer hubieran muerto esta noche; calcula cuánto será mi agradecimiento.

»—Y si vos no llegáis tan a tiempo, hasta yo sucumbo.

»—Esperaba a Andrea, oí gritos pidiendo socorro, creí que fuera un pleito, tomé mi chuzo y eché a correr; pero no te había yo conocido, hija mía.

»—Ni yo a ti —dijo la mujer.

»—Pues vámonos para casa, te cambiarás ropa y le daremos un trago a este amigo, que bien lo necesita y lo merece.

»Nos dirigimos a su casa, que estaba cerca y entramos a ella; la mujer se fue a mudar ropa y yo, tomando un trago de vino, me despedí prometiendo volver a visitarlos.

»Frecuenté la casa de Santiago y de Andrea, y Dios premió el beneficio que yo les había hecho. Santiago era uno de los familiares de más confianza en el Santo Oficio y había llegado a quererme como a un hermano. Y, por mi parte, comprendiendo de cuánto podía valerme su amistad, comuniqué todo lo ocurrido a mi ama doña Beatriz, que me daba de cuando en cuando algunos regalitos para Andrea y le ofreció por mi conducto llevar a la pila bautismal al primer hijo que tuvieran. Con todo esto era yo tan apreciable en la casa de Santiago, como si no fuera yo un esclavo.

»Un día me atreví y “si no fuese prohibido el decírmelo —le pregunté— podríais darme razón de un mi amo que fue español, y llamado don José de Abalabide: ¿vive o es muerto?”.

»—Aunque no debiera yo dar noticias —me contestó— a ti nada te niego. Ese Abalabide vive y está en una de las cárceles secretas; hereje relapso, ha sufrido el tormento ordinario y hasta el extraordinario, y nunca ha querido confesar.

»—¡Pobrecito! Quizá será inocente.

»—¿Inocente? Y nosotros hemos encontrado un Cristo enterrado en la puerta de su casa, y otro azotado y escupido en su aposento; y además, denuncia formal de un comerciante honrado y cristiano viejo, vecino suyo.

»—Quién sabe; el Tribunal sabrá lo que dispone. Por mí, lo quería bien, y algo diera por verlo aunque fuera un rato.

»—¿Tendrías mucho gusto?

»—Sería mi mayor felicidad.

»Santiago pareció reflexionar, y tuve un rayo de esperanza; comprendía yo que a don José lo quería como a mi padre.

»—Si me ofrecieras un eterno silencio, quizá yo te proporcionaría el verle.

»—¡Ojalá! —le dije conmovido.

»—Bien… hoy no… mañana sí; mañana ven aquí a las ocho en punto.

»—Y podré…

»—Es algo expuesto; pero probaremos… sobre todo —y puso su mano sobre la boca para indicarme una reserva profunda.

»—Os lo juro.

»—Bueno: mañana a las ocho.

»Puntual estuve a la cita al día siguiente. Santiago estaba solo en su casa; ni Andrea ni nadie había allí. Apenas me vio entrar, me dijo:

»—¿Estás resuelto?

»—Sí.

»—He despachado fuera de casa a mi mujer para que nadie se entere de nada. Vístete esto.

»Y me entregó un gran saco de sayal con su capuchón.

»—Un compañero que debía ir conmigo esta noche —me dijo Santiago— está enfermo; tú vas en su lugar. Encomiéndate a Dios para que nos saque con bien.

»Me vestí el saco de sayal y me calé el capuchón que me cubría la cara y la cabeza; las mangas del saco eran tan largas, que ocultaban mis manos.

»—No saques las manos —me dijo— y te conozcan por ellas.

»—No, señor.

»—Ahora, no más me sigues y callas.

»Santiago cerró su casa, y siguiéndole yo llegamos a la puerta de las cárceles del Santo Oficio.

»Al penetrar debajo de aquellas bóvedas macizas, de aquellos inmensos corredores, tan opacamente iluminados, sentí frío, invencible terror. Muy pocos rostros encontraba descubiertos, a no ser los de algunos presos cuando atravesábamos por los calabozos; pero estos presos eran los distinguidos, los que tenían derecho a ciertas consideraciones.

»Después de haber caminado bastante, Santiago me dijo al oído:

»—Vamos a ver si penetramos a las cárceles secretas —y me guió a un aposento en donde estaba un viejo sentado en un sillón de vaqueta, leyendo el Oficio Divino.

»—¿Me toca el registro? —dijo Santiago presentándosele.

»—¿Quién eres?

»—Santiago y su acompañante.

»Y Santiago se descubrió el rostro.

»—Toma —le dijo el viejo, dándole un gran manojo de llaves.

»Las tomó, encendió los faroles que estaban en el cuarto, me dio uno y una lanza corta, pero aguda y fuerte.

»Descendimos por una escalera a unos espaciosos subterráneos, y Santiago abría y cerraba luego grandes puertas de madera, cubiertas de planchas y barras de hierro, inmensas rejas, cadenas que impedían el paso, y con gran admiración mía, encontramos carceleros encerrados en los corredores, que no podían salir de allí para tenerlos más seguros cerca de los presos.

»Comenzamos a registrar los calabozos: casi todos eran unas especies de cuevas labradas en la tierra y revestidas de piedra; todos los reos estaban atados de una gruesa cadena que pendía de la pared o de un poste; casi todos tenían grillos y esposas, sin cama, sin una silla, desnudos casi, pálidos, con los cabellos y la barba largos y enmarañados. Aquellos calabozos tenían un hedor insoportable; allí vi jóvenes, ancianos, hombres y mujeres.

»En uno de aquellos sótanos había un reo a quien yo no conocí. Santiago me tocó el brazo y me dijo:

»—Ése es.

»—Imposible —le contesté.

»—Háblale.

»El hombre no nos había mirado siquiera. Ya había yo observado que ninguno de los que habíamos visitado se quejaba, casi todos habían caído en un estado de idiotismo y parecían mentecatos.

»—Háblale —me dijo Santiago—, yo te esperaré en la puerta, pero no tardes mucho —y salió, dejándome solo con el preso.

»—Don José —dije—, don José.

»El hombre levantó la cabeza, y sus ojos brillaron.

»—¿Quién es? —dijo—; esa voz la conozco.

»—Yo soy —contesté arrodillándome a su lado—, yo soy, Teodoro el esclavo, que ha logrado penetrar aquí sólo por hablar a su amo.

»Alcé mi capuchón y don José me reconoció.

»El pobre viejo se puso a llorar como un niño, quiso pararse y no pudo, lo habían baldado en el tormento; quiso abrazarme y le fue imposible, tenía esposas. Yo le abracé, y él entonces comenzó a besarme, mojando mi rostro con su llanto.

»—Hijo mío, hijo mío —me decía trémulo y agitado, y no recordaba que yo era su esclavo, y que yo era un negro; nada, nada, no más que era el primer corazón que se interesaba en su desgracia.

»Así pasó un rato, él llorando y yo acariciándolo; y aunque me dé vergüenza decirlo, llorando también.

»—Ya me voy, ya me voy —le dije.

»—Tan pronto.

»—No es posible más, consideradme.

»—Tienes razón; pero óyeme una palabra: en el pozo de la casa en que vivíamos dejé escondidas mis riquezas, sácalas, compra tu libertad y vive feliz; si llego a salir, te buscaré, y tú me mantendrás; si no, encomiéndame a Nuestro Señor.

»—Adiós, mi amo.

»—Adiós, ah, otra palabra, soy inocente. Don Manuel, nuestro vecino, me ha calumniado por envidia: él enterró el Cristo en la puerta de la tienda.

»—¿Y el que estaba adentro?

»—Luisa, comprada por él, lo introdujo allí.

»—¡Qué horror! ¿Será cierto?

»—El que se halla ya casi en el sepulcro te lo jura.

»—Vamos —dijo Santiago desde afuera.

»—Sí —le contesté.

»Besé la frente del viejo, y salí con el corazón traspasado de dolor por sus sufrimientos y por la revelación que me había hecho. Yo conocía a Luisa y la creía capaz de todo.

»Salimos sin novedad de la Inquisición, y hasta que no me vi libre del saco y del capuchón no respiré con libertad.

»Casi a la madrugada volví a la casa de mi ama».

XV. Se ve el fin de la historia de Teodoro

«A pesar del tiempo que había transcurrido, la casa de mi amo permanecía sin haberse vendido, cerrada y selladas sus puertas con las armas del Santo Oficio, al cual ya pertenecía.

»Entrar a la casa y sacar el dinero que había dejado allí mi amo, y que yo consideraba mío, era para mí cosa sumamente fácil.

»Empecé a rondar por las inmediaciones y una noche en que todo estaba tranquilo, me introduje por una vieja tapia y me dirigí al interior.

»Se me oprimía el corazón al recuerdo de los días que había yo pasado allí; me parecía sentir aún el aliento y la voz de Luisa; me estremecía pensando en ella y en mi pobre amo a quien había vuelto a ver en un estado tan deplorable.

»Sin saber por qué, sentí un deseo irresistible de volver a entrar a la casa que había yo dejado de una manera tan inesperada. Llegué a la cocina, que era la primera pieza, entré resueltamente en ella y al llegar a la siguiente habitación, sentí helarse de pavor mi corazón. Oí ruido en el interior y distinguí una luz, y luego cruzar algunas sombras negras y silenciosas.

»Quise gritar, quise huir; pero era imposible, aquellas apariciones en una casa por tanto tiempo desierta, aquella luz, todo aquello tan sobrenatural, me embargó de manera que no fui dueño de mí mismo, y sin querer, como impulsado, avancé algunos pasos vacilando y próximo a caer.

»Repentinamente sentí una mano que se aferraba en mi cuello, y luego unos brazos desnudos y llenos de grasa que me enlazaban, y me sentí empujado silenciosamente hacia el lugar en que estaba la luz, que era la pieza en que mi amo dormía, y la más apartada de la casa.

»El temor y la sorpresa no me permitían oponer la menor resistencia: creía yo estar entregado a seres sobrenaturales. Los que me conducían, me abandonaron en medio del aposento. Entonces miré a mi derredor en las viejas sillas de mi amo, que estaban sentados como diez negros, en los que yo reconocí esclavos de las principales casas de México, y de pie otros veinte; todos estaban enteramente desnudos, sin más que un pequeñísimo taparrabo: todos tenían el pelo cortado hasta la raíz y estaban ungidos desde la cabeza hasta los pies con grasa, pero con tal abundancia, que sus cuerpos negros brillaban como si fueran de azabache.

»En la pieza había algunas luces, de manera que todo esto lo pude percibir perfectamente.

»—Aquí está éste —dijeron los que me llevaban.

»—¿Quién eres y qué hacías aquí? —me dijo el que parecía mandar a los otros, y que yo conocí por ser esclavo de la casa de don Leonel de Cervantes.

»Habíame quedado callado.

»—Responde —dijo imperiosamente. Conocí que lo mejor sería decir la verdad, porque aquéllos, además de ser como yo, negros y esclavos, parecían no tener que ver con la justicia, sino para ser perseguidos por ella.

»—Soy Teodoro —les contesté— de la casa de doña Beatriz de Rivera, esta casa fue de mi amo, y esta noche venía a buscar algo que había ocultado antes de salir.

»Mi respuesta pareció no satisfacer mucho al jefe, porque con un acento despótico y alzado, dijo:

»—Trazas tiene éste más de espía que de otra cosa; nuestra posición y el fin que nos proponemos, la libertad de nuestros hermanos, exigen todo sacrificio y todo cuidado; por sí o por no, que muera éste.

»—Que muera —dijeron unos.

»Ver mi muerte segura y ser deshonrado como espía delante de mis hermanos, eran dos cosas en verdad muy terribles.

»Entonces una idea me alumbró y quise exponerlo todo.

»—Hermanos —dije—, tratáis de nuestra libertad, y nadie tiene tanto derecho como yo de mandar en el consejo, y así me llamáis espía. Llevo sangre real pura y nadie la lleva como yo; que respondan los ancianos y los nobles de entre vosotros, soy un príncipe.

»Entre nosotros, a pesar de vivir en la esclavitud, se conservan la nobleza y las dinastías reales; uno de nosotros arrancado de su patria, será respetado y obedecido de todos los negros de su tribu o de su nación, en donde quiera que se dé a reconocer.

»Tres ancianos, nobles reconocidos, que había en el consejo, salieron hasta cerca de mí y me examinaron.

»Los demás estaban como esperando su resolución.

»Los ancianos se inclinaron delante de mí y dijeron a los otros:

»—Príncipe es y el más noble de los nobles de nuestra raza, si quiere mandar y tiene valor y fuerza, le obedeceremos.

»—Que mande, que mande —dijeron todos con el entusiasmo de la novedad.

»Francisco, aquel que me había hablado y a quien venía yo a sustituir en caso de tomar parte en aquello, que yo comprendía como una conspiración, quiso oponerse.

»—Serás —dijo— más noble; pero no más fuerte para mandar.

»Estaba yo ya orgulloso de mi posición y seguro de mi fuerza le contesté:

»—Soy fuerte diez veces como tú.

»—Probémoslo —dijo echándome los brazos al cuello.

»—Sí —le contesté y quise asirlo. Mis manos se deslizaron en su cuerpo, estaba completamente untado de sebo y no era posible asegurarlo de ninguna parte.

»El objeto de esto, de cortarse a raíz el pelo y de no llevar vestidos, era porque así se escurrían más fácilmente de las manos de la ronda, que sólo muertos o heridos podría hacerlos presos.

»Él me apretaba y casi estaba para derribarme, cuando logré asirle una mano por el puño, y antes que hiciese impulso para retirarla, le apreté con todas mis fuerzas.

»Lanzó un grito y se arrodilló: le había fracturado el hueso.

»Entonces nadie dudó obedecerme, y luego, inmediatamente, pedí explicaciones sobre el objeto de la conspiración y los elementos con que se contaba.

»El objeto era una sublevación para conseguir nuestra libertad; los elementos, un gran número de afiliados entre los negros mansos, como nos dicen a nosotros los esclavos, entre los bozales que viven alzados y entre los mulatos. Sólo faltaba dinero para comprar armas. Comenzaba la cuaresma y se había señalado la Semana Santa para dar el golpe.

»Yo les ofrecí buscar el dinero y dárselo.

»La noche estaba muy avanzada y nos retiramos.

»Me enseñaron entonces un subterráneo que daba entrada a la casa y que iba a salir a otra ruinosa y abandonada por cerca de los antiguos fuertes de Joloc, fuera de la traza, por el lado de Coyohuacán.

»Aquella comunicación me admiró, porque la ciudad está casi toda construida sobre el agua, y, sin embargo, son aquí de lo más comunes las vías subterráneas.

»Supe que en la desierta casa de Abalabide no había reuniones, sino una o dos veces cuando más en la semana, y determiné aprovechar el conocimiento del subterráneo para seguir en mis pesquisas y tenerlo como una retirada segura en caso de peligro.

»A las dos o tres noches volví a entrar por las tapias y después que me cercioré de que estaba solo, di a buscar el pozo; con poco trabajo lo encontré: estaba casi cegado con escombros y basuras. Comencé a trabajar en limpiarlo, y poco a poco, en cosa de seis noches, logré llegar al fondo. Encontré allí cajoncitos y baúles pequeños, pero en gran cantidad; sin llamar la atención trasladé todo aquello al cuarto que mi ama me había destinado en su casa.

»Mi primer cuidado fue ocultarlo para que nadie entrase en sospechas, mientras veía dónde los dejaba definitivamente o qué hacía con todo aquello.

»La conspiración, entretanto, seguía fermentando cada día más; y yo, a pesar de que ellos me habían reconocido como digno de ser jefe, concurría muy poco a sus juntas.

»Los datos que había yo llegado a obtener eran éstos. Aquella conspiración había sido promovida por una mujer de la raza negra, casada con un español de bastantes proporciones y cuyo nombre no conocían todos; pero que era la acción viva de todos los conjurados, sin descubrirse, guardando siempre un riguroso incógnito y entendiéndose con ellos por medio de cuatro esclavas jóvenes que poseía, las cuales tenían sus amantes entre los principales de la conjuración.

»Tuve, como era natural, necesidad de hablar con esas cuatro mujeres, y les pregunté quién era la que las enviaba.

»—Pediremos permiso para decírtelo —contestaron.

»—¿A quién?

»—A mi señora.

»Al otro día volvieron.

»—Nos lo ha prohibido —me dijeron.

»Y hubo necesidad de conformarse.

»Todo estaba ya dispuesto para dar el golpe, aunque no nos habíamos podido proveer de armas en número suficiente, pero en la ciudad no había más tropas que la pequeña guardia de alabarderos del virrey.

»Todo marchaba bien, y hubo un incidente que nos hizo concebir lo fácil de nuestro intento.

»Sin saber cómo ni por quién, comenzó a difundirse en la ciudad una alarma sorda, a susurrarse que nosotros tramábamos algo y que de un día a otro los bozales vendrían en nuestro auxilio. Una noche entró por una de las garitas una piara de puercos que traían para las matanzas; los animales gruñían y chillaban, el vecindario pensó que era la algazara de los bozales, y todo el mundo lleno de terror se encerró, y hasta muy entrado el día siguiente no se atrevieron a salir los vecinos a desengañarse.

»Era el año de 1612. El arzobispo Guerra, virrey de Nueva España, había caído al subir a su coche y había muerto a resultas del golpe. La Audiencia gobernaba y el momento era oportuno para dar el grito; aunque mucho se murmuraba en la ciudad, eran voces sueltas sin que nada se hubiese descubierto.

»Pero de repente la alarma se hizo más notable y el Martes Santo en la tarde se dio la orden por la Audiencia gobernadora de suspender las ceremonias del Jueves Santo.

»Vivía aún mi amo don Juan Luis de Rivera, y el Martes Santo en la noche quiso pasar al palacio a ver al oidor decano para ponerse de acuerdo con él respecto a ciertas medidas que había que tomar.

»Mi ama doña Beatriz se resistía a que saliera, y al fin condescendió con la condición de que yo, que era para ella el de más confianza, lo acompañara; consintió mi amo y nos dirigimos a palacio.

»Como don Juan Luis de Rivera era persona de tan alta importancia, llegó sin dificultad hasta la cámara en que habitaba el señor Otalora, que era el oidor decano, y yo quedé en una de las antesalas esperándolo.

»Hacía media hora que allí estaba, cuando llegó un hombre lujosamente vestido y dirigiéndose a uno de los criados, le dijo en voz alta:

»—Hacedme el favor de pasar recado al señor oidor, que don Carlos de Arellano, alcalde mayor de Xochimilco, desea hablarle para un negocio muy urgente del servicio de Su Majestad.

»El criado pasó el recado y el hombre quedó esperando, paseándose con grandes muestras de impaciencia.

»Poco después salió el oidor, habló cortésmente a don Carlos y lo llevó a un aposento inmediato.

»Conversaron allí largo rato y luego salió demudado el oidor; se despidió De Arellano y volvió a meterse a su cámara.

»Desde este momento comenzaron en el palacio un movimiento y una agitación extrañas: entraban y salían gentes de justicia, y alabarderos y personas principales llamadas por el oidor a palacio. Yo comencé a entrar en sospecha.

»Aquella noche había junta en la casa desierta de don José, y yo, por acompañar a mi amo, no había podido asistir.

»Casi a medianoche se retiró mi amo de palacio y me causó extrañeza encontrar las calles llenas de patrullas de vecinos armados, que hacían la ronda con los alcaldes y corregidores.

»Doña Beatriz esperaba a su tío con gran cuidado, había sentido también el rumor y estaba pesarosa de su tardanza.

»—Cuánto cuidado —le dijo saliendo al encuentro— he tenido por vos.

»—Ya lo suponía yo, hija mía; pero no era posible otra cosa. Todo se ha descubierto esta noche.

»—¿Y cómo?

»—Ahora te contaré; retírate, Teodoro.

»Yo me retiré, y mi ama y su tío se encerraron en su aposento. Como todos dormían ya en la casa, pude sin temor acercarme a la puerta cerrada y percibir la conversación, porque adentro hablaban alto.

»—Esto ha sido providencial —decía don Juan Luis de Rivera—; ¡por extraños caminos dispone la Providencia cumplir sus designios!

»—¿Pero cómo ha sido eso? —preguntaba mi ama.

»—Figúrate, hija mía, que el alcalde mayor de Xochimilco, don Carlos de Arellano, tiene en México una dama, que Dios se lo perdone, es una mujer casada; esta señora tiene cuatro esclavas jóvenes, y hoy en la noche queriendo salir a la reja para hablar con don Carlos, notó que las esclavas habían salido, se alarmó y logró averiguar que las cuatro salían a la reunión que tienen los negros para tratar de alzarse con el reino. Y supo más, que estas juntas se tenían en la casa abandonada de don José de Abalabide, preso en la Inquisición; que esta casa tenía entrada por un subterráneo por una casa del rumbo de Coyohuacán; que esta noche estaban juntos y que mañana al amanecer debían dar el golpe. La dama, con una caridad y un celo verdaderamente cristianos, en vez de departir de amores con don Carlos, contóle lo que averiguado había y le envió al oidor decano para que le diese parte, autorizándolo, para dar mejor testimonio, a referir sus amorosas relaciones, consintiendo en perder su fama con tal de salvar los intereses de Su Majestad.

»Yo había escuchado hasta el fin esta relación y no necesité más para comprender que todo estaba perdido, y que quien había hecho la denuncia era la dama de don Carlos de Arellano, y que ésta debía ser, sin duda, el ama de las cuatro esclavas con quienes yo había tratado, y que había sido la que aquella conspiración había inventado; sólo ella estaba en aquellos secretos y sólo ella podía conocer el lugar y la hora de la reunión. Además, la circunstancia de ser cuatro sus esclavas, y ser éstas las mismas mujeres que estaban en el secreto, me hacía tener más seguridad en mis conjeturas.

»Aquélla era la traición más horrible que se podía imaginar; promover una conspiración, animarla, exaltar los ánimos y después denunciar a los comprometidos, era infame, inicuo.

»Bajo tan penosas impresiones me retiré a mi aposento sin saber qué hacer de mí; huir, era declararme yo mismo culpable; esperar, era esperar la muerte; aquella mujer sabía por sus esclavas que yo estaba en el complot y podía perderme; una víbora semejante era capaz de todo. En fin, después de reflexionar mucho, pensé que lo mejor era quedarme y confiárselo todo a mi ama doña Beatriz.

»Pasaron los días santos, las prisiones seguían y yo no me atrevía a salir a la calle.

»En la Pascua Florida, la Audiencia ordenó la ejecución de los reos que habían sido presos en la Semana Santa, y la mayor parte de los amos dispusieron que sus esclavos fuesen a presenciar la ejecución para que les sirviese de escarmiento.

»El día fijado fui yo también entre la servidumbre de la casa de Rivera a la Plaza Mayor, adonde debía tener lugar la ejecución de la sentencia.

»Aquél ha sido el día más espantoso de mi vida; aún me parece que lo veo.

»La Plaza Mayor y las calles vecinas eran verdaderamente un mar de gente que se apiñaba para presenciar un espectáculo tan horrible.

»En el frente de palacio se elevaban dos horcas. El concurso inmenso se agitó, se levantó un rumor sordo y los ajusticiados aparecieron saliendo de la cárcel, que estaba al costado de palacio. Eran veintinueve hombres y cuatro mujeres, las cuatro esclavas que yo había conocido. Las cuatro eran jóvenes y eran las que debían morir primero; se les había concedido esto como gracia para evitarles el martirio de ver ajusticiar a los hombres.

»Aquellas infelices, más muertas que vivas, caminaban o más bien se arrastraban al patíbulo, sostenidas por dos hombres que las llevaban de los brazos; al lado de cada una de ellas venían dos sacerdotes exhortándolas en voz alta a grandes gritos, encomendándolas a Dios; llevaba cada una en la mano un Crucifijo, que apenas tenían fuerzas para llevar a la boca.

»Estoy seguro de que no había una sola persona en aquel inmenso concurso que no se sintiese horriblemente conmovida; llegaron las dos primeras a la horca y las subieron los verdugos; les ataron los lazos corredizos en el cuello y se apartaron las escaleras que les servían de apoyo. Los cuerpos quedaron suspendidos en el aire, agitando convulsivamente las piernas, y dos verdugos enmascarados, con una agilidad verdaderamente infernal, subieron a caballo sobre los hombros de las víctimas y mientras que con ambas manos les tapaban la boca y las narices, con los pies les aplicaban furiosos golpes sobre el pecho y sobre el estómago.

»Poco a poco fueron quedando inmóviles aquellos cuerpos, hasta que puesta otra vez la escalera, los verdugos descendieron y se descolgaron aquellos dos primeros cadáveres.

»Siguieron las otras dos mujeres. Una subió resignada; pero la otra, en el momento de pisar el primer escalón se rebeló.

»—No quiero morir —gritaba la infeliz—, por Dios, señores, que me perdonen; no quiero, no quiero; por Dios, por su Madre Santísima, que me perdonen…

»Y luchaba y se debatía; los verdugos no podían hacerla subir. Otros vinieron en su auxilio, pero aquella mujer, la más joven de todas, tenía en esos momentos una fuerza terrible; había logrado desatar sus manos y golpeaba y arañaba; pero a pesar de todo subía, subía arrastrada por los verdugos. Al colocarle el lazo fue necesario emprender otra nueva lucha; estaba casi enteramente desnuda, porque toda su ropa había caído hecha pedazos: mordía, escupía, gritaba. Aquello era un espectáculo que hacía erizar los cabellos.

»Le colocaron el lazo, se retiró la escalera y quedó en el aire; el verdugo subió sobre sus hombros y quiso taparle la boca; pero ella tenía las manos libres y apartó violentamente las del verdugo; el hombre perdió el equilibrio, quiso sostenerse y cayó a tierra arrancando el último pedazo de lienzo que cubría a la infeliz, que quedó completamente desnuda a la vista del inmenso concurso; pero la escena no dejaba a nadie pensar en esto, a pesar de que aquella mujer tendría a lo más dieciocho años. Lo que estaba pasando era espantoso: había logrado meter las manos entre el lazo que rodeaba su cuello, y así se sostenía abriendo con espanto los ojos e implorando gracia con una voz sofocada.

»—Gracia, gracia, por Dios, por Dios —gritaba, haciendo inmensos esfuerzos para sostenerse en las manos.

»Uno de los verdugos brincó y se abrazó de sus pies; pero como estaban desnudos y ella hacía esfuerzos para desprenderse de él, el hombre se soltó; llegó otro y se aferró con todas sus fuerzas; entonces comenzó para la infeliz muchacha una agonía imposible de describir: como sus manos impedían correr bien el lazo, el nudo no apretaba pronto, y la muerte llegaba, pero lenta, dolorosa. La joven no gritaba, pero producía una especie de ronquido; no podía mover las piernas porque un hombre estaba suspendido de ella; ni las manos, porque las tenía aprisionadas en el cuello; pero su seno se agitaba rápidamente. No pude soportar aquello: cerré los ojos y me cubrí la cara con las manos.

»La infeliz debió hacer algo espantosamente ridículo en medio de las ansias de la agonía, porque sentí un murmullo de horror entre la multitud y al mismo tiempo unas alegres carcajadas. Volví el rostro espantado buscando al autor de aquella profanación impía, y en una carroza que estaba cerca de mí descubrí tres personas que reían burlándose de la esclava infeliz: eran don Manuel de la Sosa (el antiguo vecino de don José de Abalabide), el hombre que había ido a denunciar la conspiración, y que, según entendí, se llamaba don Carlos de Arellano, y Luisa, Luisa la mulata, la esclava de don José, la mujer que me había inspirado una pasión tan vehemente.

»Los tres estaban ricamente vestidos; terciopelo, sedas, oro, plumas, joyas; aquella carroza parecía de unos príncipes.

»Don Carlos estaba al lado de Luisa, y al frente de ellos don Manuel.

»Infinitas sospechas se alzaron en mi alma. Casi lo comprendí todo; pero quise cerciorarme acercándome al carruaje, sin que ellos, o al menos Luisa, me conociera, y alcanzar algunas palabras de su conversación.

»Descolgaban en estos momentos los cadáveres de las dos esclavas.

»—Eran dos muchachas muy serviciales —decía Luisa.

»—Pero yo respondo de que la Real Hacienda os indemnizará la pérdida, no sólo de éstas dos, sino de las cuatro, en recompensa del servicio que habéis hecho a la ciudad —confesó Arellano.

»—Así se lo había yo dicho a mi esposo —agregó Luisa.

»—Y tal lo creo —dijo entonces don Manuel—, que bien merece el beneficio que a costa de nuestros propios intereses hemos hecho, el que Su Majestad se acuerde de nosotros.

»La multitud volvió a alzar un murmullo que me impidió continuar escuchando: era que comenzaba la ejecución de los hombres.

»Yo no necesitaba saber más y todo estaba claro para mí: el hombre libre que había hecho libre a Luisa, era don Manuel; él, sin duda por envidia, era el que había enterrado el Cristo en la puerta de la tienda de don José, lo había denunciado después al Santo Oficio para perderlo, y Luisa había sido su cómplice y seguramente ella era la que había introducido furtivamente el otro Cristo al cuarto de mi amo; ella sabía que aquella noche terrible debían llegar los familiares a la casa de mi amo y me precipitaba a cometer el delito para librarse también de mí, y su fuga estaba ya preparada…

»Porque era seguro, era Luisa la mujer casada que estaba en relaciones con Arellano y que había denunciado la conspiración después de exaltarla.

»Aquella mujer era un demonio, con un rostro tan hechicero y un alma tan infernal.

»Las ejecuciones terminaron: los cadáveres fueron decapitados, y treinta y tres cabezas se clavaron en escarpias en medio de la plaza.

»En la noche de ese día tenía yo fiebre.

»Un mes estuve luchando entre la vida y la muerte: mi ama nada omitió para salvarme, y gracias a eso la enfermedad cedió.

»Entre las esclavas encargadas por mi ama doña Beatriz de asistirme, había una joven que se llamaba Servia y que fue la que con más constancia se dedicó a mi curación.

»Cuando estuve sano, el recuerdo de Luisa que me venía como un remordimiento, cedió ante el amor puro que concebí por Servia; la joven inocente me amó también.

»Pero yo no podría dejar de ser una amenaza para Luisa y ella debió comprenderlo, porque apenas estuve sano fui preso por orden de la Audiencia y conducido a las cárceles de palacio.

»Mi sentencia no era dudosa, y recibí la noticia de prepararme a morir como cristiano.

»Servia, desolada, se arrojó a los pies de mi ama doña Beatriz y le declaró nuestro amor, y mi ama se compadeció de nosotros.

»El día de mi ejecución estaba señalado, yo no conservaba ya esperanza ninguna, ¿quién se había de interesar por este pobre esclavo?

»Pocos días antes había tomado posesión del virreinato, según supe después, el señor marqués de Guadalcázar, que vino con su esposa y sus niñas; la fama de virtud y de hermosura de mi ama doña Beatriz cautivó a la virreina, que hizo llamar a mi amo don Juan Luis de Rivera, para conseguir de él que mi ama entrase en palacio en calidad de dama de honor.

»Don Juan Luis llegó a la casa contentísimo con aquel honor, pero temeroso de que doña Beatriz se rehusase, y acertó a llegar en el momento en que Servia de rodillas le pedía que implorase por mi vida.

»Doña Beatriz escuchó la noticia que le llevaba su tío, encareciéndole el empeño de los virreyes; y como alumbrada por un rayo de caridad se hizo ataviar ricamente y conducir a la presencia de la virreina.

»Mi ama, tan bella y tan soberbiamente adornada, fue recibida en palacio con regocijo; pero apenas vio a los virreyes se arrojó a sus pies.

»En vano la instaron a levantarse.

»—Señora —dijo dirigiéndose a la virreina—, si tanto honor me hacéis acogiéndome entre vuestras damas, hacedme una gracia y servicio distinguido.

»—¿Qué podéis pedir, doña Beatriz —contestó la virreina—, que estando en mi mano os lo niegue?

»—Señora, interponed vuestro amor y respetos con Su Excelencia, para obtener el indulto de un condenado a muerte, de mi esclavo Teodoro.

»—¿Y por salvar a un esclavo tomáis tanta pena?

»—Señora, le debo mi vida y la de mi tío, que salvó, poniendo en riesgo su existencia; aunque era un esclavo, entonces no lo era nuestro, y siempre le debo gratitud.

»—Pero según sé, doña Beatriz —dijo el virrey que había permanecido en silencio—, ese esclavo es culpable.

»—Por eso mismo pido el indulto a Su Excelencia, porque el indulto es el perdón, y el perdón se hizo para los criminales y no para los inocentes.

»—Tenéis razón de sobra —dijo el virrey—, alzad, que yo os lo prometo.

»Cuatro días después estaba yo fuera de la prisión.

»Mi amo dio su libertad a Servia y me la entregó por esposa. Yo no quise nunca mi libertad, referí mi historia toda a mi ama, sin tener para ella secreto, y sigo y seguiré siendo siempre el más humilde de sus esclavos.

»Ahora Su Señoría verá cómo tenía razón en decirle que debo a doña Beatriz mi vida y mi felicidad».

XVI. De lo que se decía en la ciudad de la mujer de don Manuel de la Sosa, y de lo que pasaba en la casa de éste.

Doña Luisa, la mujer del comerciante don Manuel de la Sosa, era sin disputa una de las más bellas y elegantes damas de la ciudad.

Nadie había conocido a sus padres, y de la noche a la mañana, como decía el vulgo, don Manuel apareció casado con ella, celebrando con gran suntuosidad sus bodas. El marido contaba a sus amigos que Luisa era española y que al llegar a Veracruz la enfermedad le había arrebatado en una semana a sus padres, grandes amigos de don Manuel; que ella le había escrito, él la había mandado traer para que no quedase abandonada y que luego, mirándola tan bella y tan buena, la había hecho su esposa. Luisa, además, era, al decir de don Manuel, perteneciente a una familia noble de Extremadura.

Aunque todo esto tenía mucho aire de novela, el público lo creyó por lo mismo que el público es más afecto a creer lo maravilloso que lo natural, y, además, porque a los ricos se les cree muy fácilmente lo que dicen, y don Manuel, si no lo era, pasaba la plaza de tal.

Vivieron así algunos años sin tener hijos, y Luisa ostentando un lujo asiático. Apenas los ricos cargamentos que llegaban por Acapulco en la nao de China se anunciaban en México, Luisa se apresuraba a comprar.

Soberbios pañolones bordados, telas finísimas de nipis, tibores y jarrones fantásticos, vajillas de porcelana, adornos y juguetes de plata y de marfil, todo lo más valioso y lo más escogido iba con seguridad a parar a la casa de don Manuel de la Sosa.

Los comerciantes hacían entre sí el balance de los capitales de Sosa, que ellos poco más o menos conocían, y aquellos capitales no alcanzaban para el lujo de su mujer; pero ella pagaba cada día mejor, y en atención a esto, los comerciantes acababan por convencerse de que no es bueno formar juicios temerarios.

El pueblo, menos escrupuloso, comenzaba a murmurar de la honestidad de las relaciones de Luisa con don Carlos de Arellano, a quien todos llamaban el mariscal, y con el rico propietario don Pedro de Mejía.

En este estado iban las cosas en el punto en que volvemos a tomar el hilo de nuestra historia.

En una soberbia cámara, Luisa, sentada en un sitial cerca de una ventana, dirigía de cuando en cuando indolentes miradas a la calle. Esperaba; pero sin empeño, sin deseo, sin impaciencia.

Serían las once de la mañana y un lacayo anunció al señor don Pedro de Mejía.

—Que pase luego —dijo Luisa, procurando tomar inmediatamente un aire lánguido y triste.

Don Pedro entró en la cámara y puso sobre un sitial su sombrero, adornado con una pluma blanca prendida con una deslumbradora joya de diamantes.

Don Pedro estaba muy lejos de ser un hombre simpático y bien formado. Su estatura menos que regular, su barba fuerte y espesa, sus cejas juntas, su mirada torva y sus espaldas anchas y levantadas, le daban el aspecto de un hombre de la clase más baja del pueblo; parecía más bien un verdugo que un caballero.

Vestía siempre con ostentación repugnante, cargado de cadenas y de joyas.

—Querida Luisa —dijo sentándose al lado de ella sin ceremonia y tomándole una mano—, ¿qué tenéis que os encuentro tan triste? ¿Estáis enferma?

—Pluguiese a Dios —contestó Luisa afectando una conmoción profunda, y pasando su pañuelo como para limpiar una lágrima por sus ojos, más secos que una mañana de mayo.

—¡Cómo pluguiese a Dios! ¿Es decir, Luisa, que deseáis enfermaros?

—¡Morirme!

—¡Moriros! ¿Y por qué? ¿No sois feliz?

—Sí, muy feliz, y vos decís eso, vos que habéis encendido en mi alma esta pasión, que me habéis hecho faltar a mis deberes y que ahora me abandonáis quizá cuando más os amo…

—¡Abandonaros, Luisa! ¿Y quién puede decir que os abandono?

—¿Quién? ¿Quién? Yo que lo conozco, don Pedro; yo misma, yo. ¡Ah, Dios mío! ¡Dios mío, qué desgraciada soy! ¡Tú me castigas por mis faltas!

Luisa se cubría el rostro, fingiendo la más profunda desesperación.

—Calmaos, señora, calmaos —deda don Pedro—, calmaos y oídme en nombre del cielo, que nunca pensé en abandonaros; y os juro que mi amor por vos es mayor cada día.

—¿Me amáis? —dijo Luisa, calmándose repentinamente y sintiendo una alegría infantil e inocente—, ¿me amáis? ¡Ah, sí! Ya lo decía yo que no podíais haberme engañado, jugando con un corazón virgen como el mío; porque yo os lo he dicho, don Pedro, vos habéis sido mi primer amor; yo, casada con Sosa por compromiso casi, sin saber lo que hacía, porque era yo casi una niña, no conocía lo que era una pasión, os vi, me hablasteis de amor y un sentimiento nuevo brotó en mi corazón y amé, amé por la primera vez de mi vida, y por vos he sacrificado todo, honor, virtud, religión y tranquilidad…

—¡Luisa! ¡Luisa! Yo también os adoro.

—¿Me adoráis? —dijo Luisa como volviendo a caer en otra duda—; me adoráis y, sin embargo, todo el mundo habla ya de que antier habéis pedido formalmente la mano de doña Beatriz de Rivera.

—Dejad a todo el mundo que diga lo que le plazca, mientras estéis vos segura de mi amor. ¿Lo estáis?

—Sí, a pesar de todo; pero decidme la verdad. ¿Por qué se habla de ese casamiento?

—La verdad, Luisa, porque he tenido necesidad de atraerme así la amistad de don Alonso de Rivera, su hermano, para ciertos negocios de interés; pero os aseguro que nunca se efectuará esa boda.

—¿Y eso es de veras, no me engañáis?

—No os engaño.

—Jurádmelo.

—Os lo juro.

—Ahora sí estoy contenta —dijo Luisa alegremente, y tomando una de las toscas y mal formadas manos de don Pedro entre las suyas—, ahora sí estoy contenta. Ya lo veis, don Pedro, jugáis con mi corazón, con mis sentimientos, a vuestro arbitrio; me ponéis triste o contenta a vuestro antojo. ¿Pero, decidme, vos para qué tenéis necesidad de halagar a nadie por vuestros negocios? ¿No sois inmensamente rico?

—Por ahora sí.

—¿Por ahora sí? Y decís eso con un aire tan triste, como si no dependiera de vuestra voluntad…

—No depende…

—No depende, porque no hacéis caso de mis consejos. Don Pedro, como en todo el día no pienso ni me ocupo sino de vos, creedme, mis consejos son el fruto de profundas meditaciones.

—No es posible…

—Oídme, ¿qué tiempo le falta a vuestra hermana para entrar en el goce de su caudal?

—Cosa de tres años, si no se casa antes.

—¿Creéis que se casará?

—Ah, eso no, porque yo lograré impedirlo.

—¿Pues entonces…?

—Entonces, yo no veo más medio sino que ella muriera antes, y goza de una salud admirable.

—¿Y si tomara los hábitos?

—¡Monja! Sería magnífico eso, porque desaparecería del mundo como si hubiera muerto.

—No hay más que obligarla…

—¿Y cómo, no queriendo ella?

—Querrá, querrá; aún os quedan tres años, ¿queréis seguir mis consejos?

—Dádmelos.

—¿Tiene novio? ¿Amores?

—No, que yo sepa.

—Pues bien, en primer lugar, debéis saber que las mujeres, y sobre todo las jóvenes, necesitamos tener el corazón lleno con un gran afecto, con una pasión grande; la religión, el amor, la ternura de un hijo, algo, y la que no lo tiene lo busca, si no, mirad la prueba, yo que no amaba a mi marido, he necesitado de vuestro amor para ser feliz.

Don Pedro besó con deleite la mano de Luisa, que le dirigió una mirada ardiente y provocativa.

—Sentado este principio —continuó Luisa— lo que importa es que vuestra hermana odie el mundo y conciba ese ardiente deseo de profesar, que es a lo que las devotas llaman vocación.

—¿Y cómo alcanzar eso?

—Muy fácilmente; para que aborrezca el mundo, hacedle insoportable la vida en vuestra casa, para eso vos os daréis modo.

—Comprendo.

—Y luego prevenidle que visite monjas, que estreche relaciones con ellas, dadle gusto siempre que pretenda ir a verlas u os pida algo para ellas, que las monjas harán lo demás.

—Es decir, que yo ganaré a las monjas para que le aconsejen que tome el velo.

—No, no me entendéis; con hablarles a las monjas nada conseguiríais, porque esas pobres mujeres no se prestarían si comprendiesen alguna maquinación; pero no hay necesidad, las personas que por impulso de su corazón siguen una carrera en el mundo, sea la del vicio y la prostitución, sea la de la gloria o la virtud, tienen siempre como principio atraer a sí y a su círculo a cuantos pueden; por eso las monjas procurarán convencer espontáneamente a Blanca a tomar el velo, y con más razón y mejor éxito si ella, como es natural, les cuenta sus penas y se queja con ellas.

—Es verdad, Luisa, tenéis un talento admirable.

—No tengo sino mucho amor por vos y mucho empeño por todo lo que os concierne.

—¿Y a qué convento creéis mejor dirigirse?

—Mirad: se trata de fundar uno de Carmelitas descalzas, bajo la advocación de santa Teresa. Sé, a no dudarlo, que doña Beatriz de Rivera, alucinada por la madre sor Inés de la Cruz, profesa del de Jesús María, apoya la fundación. Esta madre sor Inés tiene fama de ser inspirada, ha llegado a dominar a doña Beatriz, ¿por qué no dominaría también a vuestra hermana, más débil que doña Beatriz, hasta obligarla a tomar el velo?

—Pero ni yo, ni Blanca conocemos a sor Inés.

—No importa, haced una donación de reales para la fundación, que podéis enviar por medio de Blanca a sor Inés para que la presente al arzobispo, y es un medio muy gracioso para que comiencen las relaciones, tanto más que sor Inés es muy protegida de doña Beatriz, amiga de vuestra hermana.

—Pero eso me costará la amistad de don Alonso y pierdo algunos negocios que con él tengo pendientes.

—¿Y esos negocios os producirán lo que perdéis en caso de que doña Blanca no profese?

—Ni la décima parte.

—Entonces no hay que vacilar.

—Cada día os encuentro más digna de ser adorada —dijo don Pedro besando a Luisa en la boca.

«Si pierdo con don Alonso —pensó Mejía—, ganaré tal vez con doña Beatriz, que tiene una rica dote».

«Si doña Blanca profesara o muriera —pensó Luisa—, don Pedro sería sumamente rico, y como me ama y mi marido puede morir en el día menos pensado, y don Carlos no se opondría, yo sería la mujer de este hombre».

Los dos habían quedado meditabundos.

—¿En qué pensáis? —dijo de repente Luisa.

—¿Y vos? —preguntó Mejía.

—Yo, en que os amo.

—Y yo también.

Sonaron las doce del día y Mejía se levantó.

—¿Os marcháis, don Pedro?

—Sí, que son las doce. ¿Podréis recibirme esta noche?

—¿A qué horas queréis venir?

—A las doce, como siempre.

—Perdonadme, don Pedro; pero esta noche es imposible. Mi marido ha convidado a cenar al alcalde mayor de Xochimilco, don Carlos de Arellano, y estarán de sobremesa hasta muy avanzada la noche y querrán que les haga yo compañía.

—¡Ay!

—Qué.

—Que ese alcalde mayor me va dando en qué pensar.

—¡Ingrato! ¿Y creéis…?

—No creo nada; pero todo el mundo dice…

—Don Pedro, os diré como vos a mí hace un momento: «Dejad al mundo que diga lo que le plazca, mientras vos estéis seguro de mi amor». ¿Lo estáis?

—Tenéis mucho talento y mucha gracia —dijo riéndose don Pedro y abrazando la delgada y flexible cintura de Luisa, que se había parado para despedirse.

Luisa pagó su galantería con un beso lleno de pasión.

Don Pedro salía.

—¡Ah! —dijo Luisa—, ¿sabéis que llegó ya la carga de la nao de China?

—No.

—Pues ya me avisaron, y dicen que vienen primores, esta tarde iré a ver antes de que vayan a ganarme.

—Enviad a vuestro mayordomo antes a mi casa.

—¿Pero para qué?

—Hacedme ese favor.

—No.

—Os lo suplico.

—¿Pero para qué?

—No me amáis, puesto que no me dais gusto.

—Si os empeñáis, irá.

—Me empeño.

—¿A qué hora?

—A las dos.

—Irá, ¡caprichoso! —dijo Luisa, corriendo adonde estaba don Pedro detenido cerca de la puerta, y dándole un beso—; no olvidéis mis consejos.

—De ninguna manera —contestó saliendo don Pedro. Luisa se quedó parada y con la cabeza inclinada, hasta que se perdió el eco de los pasos de Mejía, y entonces se enderezó ligeramente y lanzó una alegre carcajada.

—A pedir de boca —exclamó.

En este momento una puerta que estaba en el lado opuesto a la que acababa de cerrar don Pedro, se abrió… y un hombre alto, grueso y con el vientre muy voluminoso, se presentó.

—Esposa mía, te veo muy alegre.

—Con razón, se acaba de ir don Pedro de Mejía.

—Sí, he oído todo; pero vamos a comer que la mesa está puesta.

—Vamos, que como habrás oído, es necesario enviar a las dos al mayordomo a la casa.

Luisa tomó del brazo a su marido y entraron al comedor.

Al derredor de una gran mesa cargada con una riquísima vajilla de porcelana de China, con grandes y brillantes botellones de cristal de Bohemia, llenos de vino; con hermosos fruteros y canastos, y saleros y cubiertos de plata primorosamente cincelados; había algunos sitiales de ébano tapizados de cuero carmesí, con figuras de oro estampadas, representando aves y monstruos, árboles y flores, así tan fantásticos y tan extraños, como los conciben sólo en su imaginación los habitantes del Celeste Imperio.

Los manteles y las servilletas eran de damasco, y encima de la mesa pendía del dorado artesón del techo una hermosa lámpara de plata, adornada con festones de flores sobredorados.

El gordo marido de Luisa, que sería un hombre de cincuenta y cuatro años, se sentó en la cabecera frotándose alegremente las manos y lamiéndose los labios, como un perro hambriento que olfatea la comida.

—¡Bendito sea Dios! —dijo, acomodando bien su plato—, que nos ha dado de comer con abundancia y descansadamente, sin merecerlo.

—¿No vendrá hoy el señor Arellano? —dijo Luisa.

—Creo que sí; pero no me parece prudencia aguardarle más porque son ya las doce y cuarto.

—Ahí está —dijo Luisa mirando entrar al comedor a un joven como de treinta años, rubio, apuesto y elegantemente vestido.

—Dios sea en esta dichosa morada —dijo el recién venido, con ese despejo propio de los hombres de buena sociedad.

—Él traiga a vuestra merced, señor alcalde mayor; que sólo eso esperábamos para comenzar a comer.

—Siento haberos hecho aguardar; pero la señora sabrá disculparme porque de ella me ocupaba.

—¡Cómo! —dijo Luisa.

—Separando algunos objetos para ella en la tienda de un comerciante amigo mío.

—¿Y qué objetos? —preguntó don Manuel llevando a la boca una inmensa cucharada de sopa.

—Unos brocados, un tisú de plata y otras frioleras de las que han llegado en la nao de la China.

—¡Gracias, señor don Carlos! —dijo Luisa dirigiéndole una mirada dulcísima.

—Poca cosa vino; pero en fin, como es necesario, aprovechamos lo que ha llegado.

—Vamos, sentaos pues, y comamos que el hambre apura.

Don Carlos se sentó al lado de Luisa y los pies de ambos se buscaron y se tocaron, porque aunque se rían nuestras lectoras, ya en el año del Señor de 1615 estaba en uso esa clase de telégrafo, que no ha dejado hasta nuestros días de aprovecharse por los enamorados.

El amor es como los chinos, no varía de modas, y no se divierte ni se ríe como nosotros, los que nos llamamos hombres civilizados, de los trajes de nuestros abuelos.

No hay más que un amor: ciego y niño lo pintaron los griegos hace más de veinte siglos, y después de dos mil años, ni el niño tiene siquiera bigote ni hace la menor diligencia por quitarse la venda, y a tientas camina en el siglo del telégrafo, del vapor y del daguerreotipo, como en los Ayax y de Telemón, o de Homero o de Temístocles.

Los hombres han inventado cruzar por el viento y sobre los mares, medir las distancias de los astros y sus revoluciones; pero ni han descubierto otro modo de amar, ni han pensado en representar nunca al amor con ropilla y calzas, o con frac y bota de charol, como un dandy de nuestra época.

—Acabo de encontrar en la calle al caballero don Pedro de Mejía —dijo Arellano.

—De acá salía —dijo Sosa.

—¿Vino a veros? —le preguntó Arellano.

—No —contestó Sosa sonriéndose—, ha dado en ser, como sabéis, el galán de mi mujer.

—¿Sigue, acaso, en sus necias pretensiones?

—Sí —dijo riéndose Luisa— y, más amartelado cada día, ha creído que puedo alucinarme por un hombre que de cerca me parece un oso y de lejos un Huitzilopochtli, el dios de los indios.

Todos se pusieron a reír alegremente.

Y la comida se prolongó hasta muy cerca de las oraciones de la noche.

Entonces Arellano se despidió, más enamorado que nunca de la gracia de Luisa; pero sin haber notado que ésta había estado con mucho empeño mirando las horas en una rica muestra de oro guarnecida de brillantes, y a las dos de la tarde había salido del comedor con cualquier pretexto.

Era que a esa hora había enviado a su mayordomo a la casa de Mejía.

Una hora después, Arellano no había hecho alto en esto tampoco, un lacayo habló en secreto a Luisa, y ésta volvió a salir del comedor. El mayordomo había vuelto de la casa de don Pedro, trayendo dos mil pesos fuertes.

Luisa mandó guardar el dinero y volvió a entrar al comedor, sin mostrar alteración ninguna.

Cuando Arellano se retiró, Luisa salió a despedirlo, y la despedida duró, por lo menos, una hora; entre amantes no es mucho.

Don Manuel de la Sosa se había quedado desde cosa de las cuatro de la tarde, en un estado de somnolencia y de embrutecimiento, que ni hablaba, ni entendía nada.

Hacía como dos años que don Manuel se iba volviendo cada día más estúpido, y sólo pensaba en comer: desde las cuatro de la tarde se sentía como amodorrado; sólo salía de su estado a las ocho de la noche para cenar, y se acostaba y dormía de un hilo hasta el día siguiente.

Luisa, su mujer, disponía y mandaba sin obstáculo en la casa. Don Manuel era como un niño: comiendo bien era feliz. Y nada turbaba la inmensa tranquilidad de aquella dichosa pareja.

XVII. En el que se ve que «hasta las piedras rodando se encuentran»

Cuando Teodoro acabó de contar su historia al oidor y al bachiller, comenzaba ya a lucir la mañana y alegres bandadas de gorriones y de golondrinas cruzaban cantando por encima de los techos y por las calles de la ciudad.

El oidor se embozó en una larga capa y, seguido del bachiller, se dirigió a las casas en donde debía construirse el nuevo convento de Santa Teresa.

Una muchedumbre de obreros estaba allí, esperando el momento de comenzar los trabajos de la demolición de las antiguas casas. El arzobispo y don Fernando se habían ocupado la noche anterior de escribir cartas y excitaciones a los alcaldes y a los curas de los pueblos inmediatos, a fin de que con toda diligencia enviasen trabajadores para la obra; sus exhortaciones no podían haber sido mejor atendidas, porque antes de salir el sol la calle de las Atarazanas estaba llena de cuadrillas de hombres, habilitados cada uno con su respectivo instrumento de trabajo. No faltaban ni las carretas para conducir los escombros.

Los sobrestantes parece que no esperaban más que la llegada del oidor para comenzar la obra.

Un sonoro grito de «Ave María Purísima», dado por uno de los capataces, fue repetido en coro por todos aquellos hombres, que se quitaron devotamente el sombrero. Las cuadrillas entraron a la casa, se señaló a cada una su tarea, y media hora después, por todas partes, se escuchaban los golpes de las hachas y de las barretas, la caída de las paredes, el derrumbe de los arcos y de las columnas de los corredores, y una inmensa y pesada nube de polvo se cernía constantemente sobre la manzana, en que a poco tiempo debía levantarse el convento de Santa Teresa.

Don Alonso de Rivera, que no había podido dormir pensando en el resultado que tendría el plan concertado con Mejía para asesinar a Quesada, no despertó al día siguiente hasta las diez de la mañana. Se levantó y encontró a un lacayo que le entregó una carta y le anunció que un hombre le esperaba en el corredor.

Abrió la carta. Era de Mejía, y decía sencillamente:


Don Alonso: Se erró el golpe de anoche y hemos sido descubiertos; pero no hay cuidado. En esta tarde nos veremos, esperadme en vuestra casa. Dios os guarde muchos años.

Pedro de Mejía
 

Don Alonso rasgó inmediatamente la carta.

—¿Quién me busca? —dijo con enfado al lacayo.

—Un hombre, que le urge ver a Su Señoría.

—Dile que pase.

El lacayo salió y volvió a poco conduciendo a un hombre del pueblo, que entró respetuosamente con el sombrero en la mano.

—¿Qué se ofrece? —preguntó con altivez don Alonso, en el momento en que doña Beatriz, sin que él la viera, penetraba en la habitación por una puerta que quedaba a la espalda de don Alonso.

—Señor, que vengo a noticiarle a Su Señoría que están tirando las casas de Su Señoría, en la calle de las Atarazanas.

—¿Tirándolas? ¿Y quién? ¿Cómo?

—¡Una multitud de trabajadores!

—Es imposible —decía don Alonso—, si ayer a las tres dio orden el virrey de suspender las obras.

—Pues no lo dude Su Señoría, que yo lo he visto, y quizá para esta tarde no quede una pared en pie, según lo recio que se trabaja.

—Bien. ¿Y quién os mandó a anunciármelo?

—Nadie, señor, yo que creí que el aviso sería útil a Su Señoría.

—¿Y quién dio la orden de comenzar?

—No lo sé, pero los trabajos empezaron al llegar allí el señor oidor Quesada.

—El oidor, siempre el oidor.

Doña Beatriz volvió a salir sin ser notada; al cerrar la puerta pudo verse el alegre rostro de Teodoro que la seguía.

—Está bueno, retiraos —dijo don Alonso al de la noticia; pero el hombre no se movía.

—¿No os digo que os retiréis? ¿A qué aguardáis?

—¿Nada merece mi empeño?

—Es verdad —dijo don Alonso, dándole algunas monedas—, es necesario gratificar al hombre que me avisa que me derriban mis casas. ¿Y cómo os llamáis?

—Señor, me conocen todos por el Ahuizote, para servir a Su Señoría.

—Vaya un nombre, retírate.

—Dios guarde a usía —dijo el Ahuizote, y bajó humildemente las escaleras, llevando en la mano el dinero que don Alonso le había dado.

Al llegar a la calle, se irguió, se caló el sombrero y volviendo a la casa de donde acababa de salir, dijo arrojando al arroyo el dinero:

—Maldito seas tú y tu dinero, tu dinero y tú, qué crees, que te vine a dar de buena fe la noticia y que necesito de tu limosna. Garatuza tiene razón, es hombre de talento, y desde hoy tomo decididamente el partido del arzobispo contra todos estos soberbios. La travesura de Garatuza ha estado buena, y hemos dado por desayuno a este gachupín una soberbia cólera. Vámonos.

El Ahuizote entró al arzobispado a noticiar al bachiller, que había ido a dar parte a Rivera del desastre de sus casas. Al salir del cuarto de Garatuza se encontró con el arzobispo, que, acompañado del oidor Quesada, lleno de polvo pero radiante de orgullo, volvía de las casas de la calle de las Atarazanas. El Ahuizote se puso de rodillas y se quitó el sombrero, el arzobispo le echó una bendición, y como venía de buen humor, se dirigió a él.

—¿A quién venías a ver? —le preguntó.

—A Gara… es decir, al bachiller VUlavicencio, ilustrísimo señor.

—¿Y qué negocio tenéis con él?

—Le traje una razón, ilustrísimo señor.

—¿De quién? —preguntó el arzobispo.

—De don Alonso de Rivera —contestó con descaro el Ahuizote.

—¡De don Alonso de Rivera! —dijo admirado el arzobispo—; ¿y qué negocio tiene con él el bachiller?

La comitiva de Su Ilustrísima se agrupaba curiosa de saber lo que iba a contestar el Ahuizote; creían que se iba a descubrir alguna trama nueva de don Alonso, a quien aborrecía entonces casi toda la gente de la Iglesia.

—Pues si Su Señoría Ilustrísima no nos regañara al bachiller y a mí, hablaría.

—Hablad —dijo el arzobispo algo enojado.

—Bueno, ilustrísimo señor, pues el bachiller me dijo esta mañana: «Hombre, Ahuizote» —porque ha de saber Su Señoría que a mí me dicen por mal nombre Ahuizote; pues me dijo—: «hombre, Ahuizote, yo estoy muy cansado y quiero acostarme, anda tú y pégale en mi nombre una buena cólera a ese pillo, con enmienda de Su Señoría Ilustrísima, don Alonso de Rivera; pero buena, y antes de que se desayune cuéntale que ya le tiraron sus casas». Y fui y ahora le vengo a dar la razón.

Todos los que acompañaban al arzobispo se pusieron a reír, y él mismo no pudo conservar su gravedad.

—¿Y qué dijo don Alonso? —preguntó el prelado, procurando en vano ponerse serio.

—Se puso rabioso, sobre todo, contra mi señor el oidor.

—¿Contra mí? —dijo Quesada.

—Sí, señor; me dio una gala y me echó de su casa.

—¿Cuánto os dio? —preguntó el arzobispo.

—No lo sé, ilustrísimo señor, porque al salir lo boté al arroyo sin contarlo ni verlo.

—Bravo tunante sois. Idos y esto no lo botéis al arroyo —dijo el arzobispo, dándole una moneda de oro.

—No, ilustrísimo señor, nunca —contestó el Ahuizote, besando la mano del arzobispo y la moneda.

—Ni ésta —dijo el oidor, dándole otra.

—Mil gracias.

El arzobispo siguió y todos los que le acompañaban, por imitar a Su Ilustrísima, dieron al Ahuizote una gala.

—Valiente cosecha —decía el truhán al salir a la calle sonando los bolsillos de sus calzones llenos de pesos—, viva el arzobispo.

El arzobispo, seguido del oidor y de la comitiva, se dirigió directamente al cuarto del bachiller y llamó.

Martín, que lo que menos esperaba era que fuese Su Ilustrísima, gritó medio dormido.

—Adelante.

Al abrirse la puerta, alzó la cabeza y miró su pieza invadida de aquella multitud, al frente de la cual iban el arzobispo y don Fernando.

Martín estaba acostado sin zapatos, sin ropilla, con sólo la camisa, los calzones y las medias calzas de lana negra, que usaban los servidores del arzobispo. Su sorpresa fue tal, que así se levantó.

—Señor bachiller —dijo el prelado—, buenas visitas tenéis.

—¡Ilustrísimo señor! —dijo Martín, atarantado con aquella política.

—He hablado con ese conocido vuestro que os vino a visitar y que le dicen el Ahuizote, y me ha contado la burla que habéis hecho a don Alonso.

—Perdóneme Su Señoría Ilustrísima, ha sido sólo una travesura —contestó Martín, alentado con las risueñas caras del arzobispo y de su comitiva.

—Bien; pero esos amigos son malos.

—Quizá lo sean, pero le aseguro a Su Ilustrísima que ése, y otros cien más como ése que conozco, se dejarán matar por Su Ilustrísima el día que se ofrezca.

—Ésos son muchos bríos, señor bachiller —dijo con cierto orgullo el arzobispo—; la Iglesia no necesita del acero.

—Quién sabe cómo se pongan las cosas, y en todo tiempo cuenta Su Señoría con esos hombres a vida o muerte.

Lisonjeándose el arzobispo, quiso, sin embargo, cortar aquella escena, y dejando su afectada gravedad se acercó al bachiller y le tiró paternalmente de una oreja, más bien como por cariño que como por castigo.

—Bachiller, bachiller —le dijo—, producciones tienes tú para andar a vueltas con la justicia.

El prelado salió con todo su acompañamiento y Martín volvió a cerrar su puerta.

—Vaya, qué cosas —decía acostándose otra vez—, van dos que amenazan con que tendré que habérmelas con la justicia; anoche la bruja y hoy Su Ilustrísima, y a fe que puede que en el fondo tengan razón… eh… ya veremos.

Comenzaba a dormirse y bostezaba.

—¿Y cómo diablos se ha encontrado Su Ilustrísima con el Ahuizote…? Que bien dicen… «Las piedras rodando se encuentran»… Ah, qué sueño… tengo; durmamos.

Martín daba cada bostezo como si hubiera velado diez noches seguidas, y en cada vez se hacía la señal de la cruz frente a la abierta boca, con tanta rapidez y tantas ocasiones, que parecía que trazaba una rúbrica en el aire.

A poco dormía profundamente.

Entretanto, las casas de don Alonso de Rivera venían por tierra, con una rapidez que causaría envidia en nuestros tiempos al célebre don Manuel Delgado.

Don Alonso corrió, al saber la noticia, a quejarse con el virrey; pero Su Excelencia se negó a recibirle pretextando que despachaba su correspondencia de Madrid y que no podía interrumpir sus trabajos, porque la flota estaba ya aparejada en Veracruz para darse a la vela, esperando sólo los despachos del virreinato.

Don Alonso, desesperado, se encerró en su estancia, y a las oraciones de la noche, el lugar en que por la mañana se levantaban casas, era ya una gran plaza dispuesta para comenzar la edificación del convento y templo de Santa Teresa. En dos días había perdido la posesión y la esperanza. El arzobispo y el oidor eran personas que lo entendían.

Martín durmió hasta las ocho de la noche, y al despertar miró al lugar en que estaba su balcón.

—Calle —dijo—, pues es ya de noche, he dormido como si no tuviera alma que salvar.

Y comenzó a vestirse. Se puso su balandrán y su sombrero y se lanzó a la calle.

Martín sabía que Su Ilustrísima no lo necesitaría aquella noche, y que si acaso lo buscaba y sabía que andaba fuera, nada tenía que temer. La servidumbre de la casa del prelado era tan numerosa como la del virrey, y los familiares y criados gozaban de una extraordinaria libertad.

Martín se encaminó a la tienda del Zambo. Dos o tres perdidos estaban allí en alegre conversación y el bachiller fue recibido como un hermano.

—¿En qué pensáis pasar la noche? —les preguntó el bachiller.

—Nosotros vamos a una visita, ¿quieres venir? —le dijo uno de ellos.

—¿Adónde?

—A casa de la Zurda, que tiene unas sobrinas tan bonitas y tan alegres. ¿Has de ir?

—De ir tengo, que me placen las muchachas esas.

—Pues andando, que es tarde; pero poca gracia vas a hacerles con ese vestido de medio clérigo.

—Téngomelo de quitar si me esperáis vosotros.

—Te esperamos.

—Zambo, dame unas calzas de venado y un ferreruelo, un talabarte habilitado con sus menesteres, y un sombrero con toquilla y plumas.

Aquella tienda era un estuche de curiosidades, y el Zambo una presea.

A poco tenía el bachiller lo que había pedido; pero todas las prendas eran más que elegantes, lujosas.

Martín comenzó a cambiarse el traje.

Garatuza —dijo un truhán—, si no te quitas la loba y el alzacuello, olerás, mal que te pese, a incienso; todavía los calzones pasan, pero lo demás…

—Zambo, dame una ropilla…

El Zambo trajo una lujosa ropilla de terciopelo morado con acuchillados negros.

El bachiller estaba transformado y, en verdad, que aquel traje le iba a las mil maravillas. Era joven, bien formado, buen mozo y sabía llevar con garbo la ropa.

—¿Y la tonsura? —dijo un truhán.

—Ésa sólo con la cabeza —contestó amostazado Martín—, vámonos.

Salieron, y el Zambo cerró y se acostó.

La Zurda era una vieja que acostumbraba tener muchas sobrinas, siempre bonitas; debía aquella vieja haber tenido muchos hermanos y primos de distintas razas, según lo poco que las niñas se asemejaban entre sí, generalmente eran mulatas, pocas indias y algunas más mestizas.

Entonces en México estaban muy marcadas las razas.

Españoles, indios, negros, mulatos; los hijos de español y negra, mulatos; los de español e india, mestizos; los de indio y negra, zambos; luego una porción de subdivisiones, como pardos, coyotes, saltatrás, etcétera.

Martín y su comparsa entraron a la casa de la tía Zurda.

Las sobrinas tenían algunas otras visitas y aquello era ya una tertulia animadísima, en que dos o tres salterios tocados unas veces por las visitas y otras por las dueñas de la casa, alegraban los corazones.

Martín se aguardó allí hasta las once y salió furtivamente para no ser detenido más tiempo por las obsequiosas sobrinas de la Zurda.

México en aquellos tiempos era una de las ciudades en que la prostitución era más escandalosa.

Los hombres más notables ostentaban públicamente a sus queridas; las esposas eran abandonadas muy a menudo por los maridos, que compraban y emancipaban negras y mulatas para tenerlas a su lado por algún tiempo, hasta que, cansados de ellas, las abandonaban también, y ellas iban entonces a aumentar el increíble número de mujeres perdidas que pululaban en la ciudad.

Y lo más notable era que estos mismos hombres gozaban de grande fama de virtud, por sus excesivas limosnas a los templos y a los monasterios, y por las fundaciones piadosas que a cada momento hacían.

El bachiller no tenía sueño, ni era posible que lo tuviera; había dormido todo el día y, pensando adónde acabaría de pasar la noche, tomó rumbo de la casa de la Sarmiento.

Su última entrevista con la bruja lo había dejado impresionado, y por más que pretendía distraerse, las predicciones de la vieja no se borraban de su memoria.

Había, además, otra razón para que Martín gustara de ir a la casa de la bruja: la muchacha sordomuda le había hecho gracia, tenía ya deseo de volverla a ver, y a riesgo de tener un lance con el Ahuizote quería Martín probar fortuna.

Las calles estaban enteramente desiertas; pero a través de las hendiduras de la puerta de la casa de la Sarmiento se descubría luz.

Martín llamó, y como si le hubieran estado esperando ya, la puerta se abrió inmediatamente y la bruja asomó la cabeza.

—¿Qué, venís solo? —preguntó como admirada.

—¿Pues con quién diablos queríais que viniese? —contestó Martín.

—Ah, dispensadme —dijo la vieja algo contrariada—, dispensadme, señor Martín, que os tomé al principio por otra persona.

—Señal es ésa de que esperáis a alguien —dijo Martín entrando a la casa.

—En efecto, espero a quien no debe quizá dilatar.

—¿Os serviré acaso de estorbo?

La vieja reflexionó antes de contestar.

—No —dijo al fin—, si consentís en ayudarme.

—Yo ayudaros, ¿y en qué?

—Antes sabré si consentís, que de no ser así nada os diré.

—Consiento —contestó Martín impulsado por la curiosidad.

—¿Y guardaréis secreto?

—Sabéis que soy de fiar.

—Entonces, venid.

La Sarmiento encendió un candil y descendió al subterráneo que conocemos ya, seguida de Martín.

—Mirad —dijo la vieja al llegar al lugar en que había predicho la muerte del oidor—, una dama muy principal vendrá esta noche a ciertos negocios; vos os ocultaréis allí, detrás de esa puertecilla, venid a ver. En esta jaula está un chivo negro, cuando lo oigáis evocar, dadlo libre; y cuando vuelva a vos, encerradlo otra vez, y lo mismo haréis con este gato negro.

—¿Y es todo?

—¿Os parece poco?

—No.

—¿Entonces?

—Entonces es decir que esta noche os voy a ayudar en vuestras burlas.

—Callad o me haréis arrepentir de que os haya ocupado; llamáis burla a que os encargue abrir su prisión a mis «familiares».

—¿Son éstos vuestros espíritus familiares?

—Lo son; pero escuchad.

Se oyó llamar a la puerta de la calle.

—Ocultaos con ellos —dijo la Sarmiento.

Martín se ocultó tras la puerta secreta, en una especie de calabozo pequeño, y la Sarmiento subió a abrir.

Martín sintió miedo; sin creer en nada de aquello, tuvo pavor de encontrarse solo y a oscuras en aquel antro rodeado de objetos tan extraños, que aunque por entonces no los veía, los adivinaba.

No quería ni moverse por no tocar algo que le causase más horror.

La Sarmiento tardó, pero descendió al fin ayudando a bajar a una dama vestida de negro y cubierta con un espeso y largo velo.

Martín se volvía todo ojos.

—Podéis aquí separar el velo, señora, que nadie os verá.

La dama se abrió el velo y el bachiller quedó asombrado de su gracia y hermosura.

—Mucho ha tardado mi señora doña Luisa —dijo la Sarmiento.

—Estaba en casa de visita el señor don Carlos de Arellano, grande amigo de mi marido —contestó la dama.

—Aguardo —dijo Martín—, que conozco esta alhaja; nada menos que la Luisa de la historia de Teodoro. Que bien dice el refrán que: «Las piedras rodando se encuentran».

XVIII. En que Martín conoce otros secretos de Luisa

Luisa se había sentado en un sitial y la Sarmiento permanecía a su lado.

—Esta noche —dijo Luisa— vengo a consultar con vos negocios para mí de mucha gravedad.

—¿Queréis que comencemos? —preguntó la Sarmiento.

—No, dejad para otro día los negocios, y hablemos. Sentaos. La Sarmiento acercó un taburete y se sentó.

—Os escucho.

—Bien, comenzaré; en primer lugar os debo las gracias por vuestros polvos, que son maravillosos.

—Cuando yo os decía…

—Y teníais sobrada razón; con la dosis que me habéis recetado, se ha obtenido un resultado magnífico. Mi marido duerme como una piedra desde las cuatro de la tarde hasta el día siguiente; y para conseguir que se levante a la hora de la cena, para no llamar la atención, uso de la redomita que me habéis dado, aplicándosela a las narices para hacerlo aspirar su contenido…

—Y de genio, ¿qué tal sigue?

—Perfectamente, no tiene más voluntad que un niño.

—¿Y aún tenéis de esos polvos?

—Hanse agotado y quiero llevarme hoy más.

—Tomadlos —dijo la Sarmiento, sacando de una caja un pequeño paquete envuelto cuidadosamente en hojas secas de maíz— suponía yo que se os habrían agotado, y los tenía aquí a prevención.

—¿Y el día que yo quiera que esto termine?

—Mezclad en el vino de vuestro esposo tres gotas del líquido contenido en la redomita, y lo veréis completamente sano.

—No, no me entendéis, no quiero decir que sano, sino que…

—Os comprendo: doblad la dosis de los polvos y romped la redoma, y entonces podéis asegurar que estáis ya viuda.

—Muy bien… Ahora oídme: necesito que me ame un hombre, lo oís; necesito que me ame, porque yo le amo a él, y le amo como no he amado nunca.

—¿Y qué queréis?

—Quiero algunos polvos, alguna bebida, algo para que él me ame.

—Doña Luisa, tan hermosa sois y tan seductora que no habéis de necesitar esos polvos; si ese hombre os mira, a menos de estar loco, os amará…

—Y, sin embargo, no me ama.

—¿Os conoce?

—Sí, por mi desgracia.

—¿Es amigo vuestro?

—No, helo visto pasar por mi casa algunas veces; ha reparado en mí, y sin embargo no me ama.

—Pero eso, ¿cómo lo sabéis?

—¿Cómo lo sé? ¿Os figuráis que una mujer deje de comprender cuando un hombre la ama, por oculto y por disimulado que sea su amor? No, él no me ama, y yo necesito su amor; dadme algo para conseguirlo y no os paréis en el precio, así me costara una onza de oro cada gota de ese elíxir.

—¡Ay, doña Luisa! ¿Cómo podrá lisonjearos ese amor que se consigue así?

—Aun cuando no sea más que una hora que yo le llame mío; aun cuando después me esperara el infierno, yo lo quiero…

—Bien, voy a daros un elíxir; pero cuidad de que tome dos gotas todos los días.

—¿Y en qué debe tomar esas gotas?

—En cualquiera cosa, tanto da que sea en agua, como en vino, como en pan o en una fruta.

—¿Y ese licor es eficaz?

—Eficaz.

—Ah, gracias, gracias.

—Dadme ahora el nombre de ese hombre, por si viniere a consultarme en algo y ayudaros yo.

—Don César de Villaclara.

—No lo conozco.

—Pues no olvidéis el nombre. Y ahora tengo que pediros que interpretéis un sueño que me ha visitado varias noches, y que no puedo comprender.

—Decidlo.

—Era un campo que yo contemplaba desde los balcones de mi casa, y era por demás florido y bello, y había en él un hermoso pichón blanco; yo tenía en mis brazos una paloma, que solté; llegó a donde estaba el pichón, y apenas comenzaron a arrullarse amorosamente retumbó un trueno, y un humo denso y color de sangre eclipsó todo, y no vi más. Pero yo he soñado ya esto muchas veces.

—Esto es muy fácil de explicar: el pichón es un caballero, la paloma sois vos, que se irá con él, y el trueno y el humo indicios son de que estos amores serán el principio de grandes y sangrientos trastornos en esta tierra.

—¿Y no son señales de muerte para mí?

—No aparece ninguna.

—¿Podríais decirme, poco más o menos, si me faltará mucho que vivir?

—Con tal que tengáis valor para soportar la respuesta, cualquiera que sea…

—Le tengo —contestó Luisa con resolución.

—Entonces veremos. Oíd —dijo la vieja—, voy a evocar a mi familiar: si viene en la figura de un chivo, viviréis largo tiempo; si de un gato, moriréis pronto.

«¿Qué diablos haré? —pensó Martín—, ¿soltaré el gato o el chivo? Vale más el chivo, que mejor será la paga que la Sarmiento le saque a esta víbora».

En este momento la vieja gritaba palabras en idioma enteramente extraño para el bachiller, y la dama esperaba con impaciencia.

Martín abrió una jaula y el chivo dando un salto llegó hasta donde la Sarmiento le tendía las manos.

—Viviré mucho —dijo Luisa conmovida, y animándose con el buen éxito, preguntó a la vieja—, ¿y cómo moriré?

La tentación fue tan grande para Martín, que no pudo resistir, y antes de que la Sarmiento pudiese responder, él, ahuecando la voz y procurando darle un acento extraño, contestó:

—¡Emparedada!

—¿Emparedada? —dijo Luisa trémula.

—¡Emparedada! —repitió Martín—, ¡emparedada!

La Sarmiento conoció lo que pasaba, pero no le era posible otra cosa sino seguir adelante y darse por engañada ella misma delante de Luisa.

—¿Lo oís, señora? —preguntó ésta temblando—, ¿lo oís?

—Lo he oído.

—¿Y qué decís de eso?

—Digo, que yo os exhorto a tener valor, y que lo estáis necesitando. —Luisa estaba completamente turbada.

—Quiero irme —dijo.

—Vamos —dijo la Sarmiento tomando el candil.

Y sin hablar una sola palabra salieron del subterráneo.

Luisa se cubrió con su velo, puso en manos de la Sarmiento una gran bolsa llena de dinero, y acompañada del Ahuizote que la había traído, salió de la casa profundamente preocupada y silenciosa.

Cuando la Sarmiento volvió al subterráneo, encontró a Martín riéndose con todas sus ganas.

—Por vida mía, señor bachiller —dijo la bruja— que no sé en qué pensasteis para haber asustado así a tan amable dama.

—Ja, ja —decía Martín riendo—, os aseguro, señora Sarmiento, que por muchos días va esa mujer a soñar las paredes, y no en pichones ni en palomas…

—Pero habéis cometido una mala acción.

—Sí, soltándole al chivo, cuando soltar debía al gato para acabarla de espantar.

—No os burléis, que como yo lo he dicho, sus amores producirán grandes trastornos en esta tierra.

—Señora, si antes tenía tan poca fe en vuestras artes y hechicerías, hoy no tengo ninguna; porque ya he representado mi papel de mago, y no es de lo peor; si no que lo diga esa Luisa.

—Es decir que continuáis en vuestra incredulidad.

—Más que nunca. ¿Y queréis decirme qué elíxir de amor es ése que habéis dado a la dama?

—Eficacísimo.

—Quisiera hacer una prueba.

—Sería capaz de daros una redomita sólo por convenceros.

—Dádmela.

—Antes decidme en quién pretendéis probarlo.

—Toma, en vuestra protegida, en la muda.

—Entonces no.

—No, ¿y por qué?

—Porque la verdad es que sois un libertino, y la arrojaríais, saciado vuestro capricho, a pedir limosna.

—Os doy mi palabra de que no.

—Jurádmelo.

—¿Al diablo?

—No, esto a Dios.

—Os lo juro; siempre vos con esos juramentos.

—Bueno, tomad la redomita; si no le hace efecto, será porque ella estará prevenida.

—Tan pronto la disculpa; tretas y engaños serán vuestros lo de la tal redomita.

—Quizá os le niegue si seguís así burlando.

—No, ya no burlo más, dádmela.

—Tomad, y no olvidéis lo prometido.

El bachiller recibió el pomito igual al que la Sarmiento había dado a Luisa, conteniendo un licor blanco y cristalino.

Cuando salieron del subterráneo, Martín preguntó a la bruja:

—¿Dónde está María?

—Duerme —contestó la vieja.

—¿Sería bueno despertarla?

—¿Para qué?

—Ansio por probar el elíxir.

—Por probarlo, confesad mejor que os comienza ya a interesar la muchacha.

—No os lo niego.

—¿Y el Ahuizote?

—Yo sabré componerme con él.

—¿Pero qué queréis que tome a esta hora María?

—Entonces esperaremos a la madrugada.

—Impaciente sois, si los hay. ¿Y queréis que yo me desvele por un antojo vuestro?

—Cuando los antojos se pagan bien, no veo inconveniente, que vuestro oficio es ése.

—Como gustéis; pero sería mejor que durmierais un tanto.

—No miro en dónde.

—En uno de esos sitiales, arrebujado en vuestro ferreruelo, ¿es verdad que vale más?

—Puede que tengáis razón; acepto, al fin no tengo adónde ir a pasar la noche y falta poco para que amanezca.

—Pues buena noche, os dejo ese candil.

—No, de nada me sirve, que estoy acomodado ya.

La Sarmiento se llevó la luz y se encerró en su cuarto; Martín, como hombre precavido, puso su espada desnuda a su lado y al alcance de su mano, y comenzó a dormitar, pero soñando ya en María.

Llamaron a la puerta de la calle y el primer impulso de Martín fue incorporarse y contestar, pero reflexionó y se quedó callado.

Transcurrió un intervalo y volvieron a llamar.

Entonces la bruja apareció por la puerta de su cuarto y preguntó.

—¿Quién va?

—Hacedme favor de abrir —contestó de fuera una voz—, que necesito hablaros, y os tendrá cuenta.

La Sarmiento se dirigió a la puerta, haciendo seña a Martín de que entrase a su aposento; el bachiller tomó la espada y, caminando sobre la punta de sus pies, entró al aposento de la bruja.

Había allí luz. Martín cerró por dentro y examinó el cuarto; en un rincón estaba la cama de la Sarmiento, dando indicio de que ésta no se había acostado siquiera, en el otro María acostada ya, pero despierta, mirando a Martín con unos ojos tan brillantes, que podía decirse que alumbraban el aposento.

La muchacha se cubría escrupulosamente con las sábanas hasta la barba.

«Preciosa criatura», pensó Martín, y sin darse él mismo la razón de por qué, comenzó a tener alguna confianza en el elíxir de la Sarmiento.

Es que los hombres cuando tienen ilusión por una mujer, creen el mayor absurdo, con tal que lisonjee sus deseos.

Martín hizo un cortés saludo a María, que le contestó con una sonrisa silenciosa, pero hechicera.

—A esta criatura —dijo entre sí el bachiller— Dios no le dio oído ni voz, porque oye y habla con los ojos; pero veamos quién es el nocturno visitador —y aplicó el ojo a la cerradura.

—Vamos, mi señor don Pedro de Mejía, y qué vientos os traerán por acá, oigamos.

—Tened cuenta —deda don Pedro, pues era él quien hablaba con la Sarmiento— que pago bien; pero no gusto de que me engañen.

—¿Quiere usía —contestaba la vieja— deshacerse de un hombre?

«Será el oidor», pensaba Martín.

—Sí —deda don Pedro.

—Por supuesto sin que se note nada. Y dígame usía: ¿es joven?

—No mucho.

«Lo dicho», pensaba Martín.

—Dadme sus señas —decía la Sarmiento.

—Es alto, grueso, con el vientre abultado, gusta de comer bien y duerme mucho.

—¿Soltero?

—No, casado.

«¡Ah! Ya caigo, el triste don Manuel de la Sosa debe ser, que se murmura mucho de don Pedro con Luisa», pensó Martín.

—Bien —contestó la Sarmiento—, mañana a esta hora puede usía venir por lo que necesita.

—Pago bien, pero quiero ser bien servido —dijo con orgullo don Pedro embozándose en una larga capa y disponiéndose a salir—; ¿vos me conocéis?

—Sí, señor, que a todos los caballeros principales conozco, y no es uno de los menos mi señor don Pedro de Mejía.

—Pues guardad el secreto y quedad con Dios.

—Que Él acompañe a Vuestra Señoría.

Don Pedro tiró un puñado de monedas sobre la mesa y salió.

—¿Qué os parece? —dijo la Sarmiento al bachiller.

—Paréceme que tenéis un crédito muy grande, que estáis en un peligro inminente de que os lleve a la hoguera el Santo Oficio, y que algún pecado tiene que purgar en esta vida el marido de Luisa, que tantas asechanzas le tienden.

XIX. De la conversación que tuvieron don Pedro de Mejía y don Alonso de Rivera, y de lo que resultó de ella

—Sabéis, señor don Pedro, que el arzobispo se ha burlado grandemente de nosotros —decía don Alonso de Rivera a su amigo don Pedro de Mejía, paseándose con él en uno de los salones de la casa de la calle de Ixtapalapa.

—Por mi vida, que no hubiera sido así, si no contara con el auxilio de don Fernando de Quesada.

—Tirol fue asaz desgraciado, pero supongo que no habréis echado en olvido nuestros planes.

—Empeñado más que antes estoy en ellos, que don Fernando es sin duda el mayor obstáculo que se opone a mi proyectada boda con mi señora doña Beatriz, vuestra hermana.

—De grado o por fuerza, preciso será quitárnosle de en medio, que aun cuando vos no pretendieseis la mano de doña Beatriz, mal pudiera yo querer en mi familia hombre que tanto mal me ha hecho.

—Sin él en esta tierra y con mi hermana doña Blanca en un convento, os aseguro que sería yo el más feliz de los hombres.

—Quitar de en medio a don Fernando paréceme más fácil que conseguir la profesión de vuestra hermana.

—Si vos me respondierais de lo primero, me encargaría yo de lo segundo.

—¿Y es cierto, perdonad mi indiscreción, que si vuestra hermana se casara, llevaría la mitad de vuestro caudal?

—Cierto es, don Alonso, que a vos, que tan cercano pariente mío debéis ser, no quiero ocultar nada, por más que, para evitar tentaciones, lo haya tenido esto siempre como un secreto, asegurando que doña Blanca no tiene sino el necesario dote para profesar.

—Entonces el peligro es mayor de lo que yo creía.

—¿No os lo dije? La cosa es grave.

—Bien, en todo caso, contad conmigo —dijo don Alonso tomando su sombrero—. Os dejo, que es hora en que tengo un negocio de importancia.

Don Alonso salió preocupado.

«Yo soy soltero —pensaba—; Doña Blanca tiene una herencia colosal… pedírsela a don Pedro sería locura. Este negocio me conviene… pero cómo hacerlo… Visitar a la muchacha, además de que sería difícil, don Pedro maliciaría… ¿Cómo? ¿Cómo?».

Y caminaba pensativo.

De repente se dio una palmada en la frente.

—Ya tengo el hilo —dijo—, ya tengo el hilo.

Y se puso en precipitada marcha hasta llegar a una gran casa de vecindad que había en la plaza de las Escuelas, que era adonde está hoy el mercado principal.

Aquellos rumbos eran muy concurridos de estudiantes troneras y de mozas alegres, y éstos formaban la mayor parte de la vecindad de la plaza.

Don Alonso se dirigió a un hombre sumamente viejo, encorvado, cojo y cubierto de harapos, que, sentado en el suelo, comía unos pedazos de tortilla de maíz, duros y secos.

—¿Sabes si vive aquí Cleofas, la beata? —le dijo.

—Entre Su Señoría, que debe encontrarla en el cuarto de enfrente.

Don Alonso entró, y en efecto, a poco andar, descubrió dentro de uno de los cuartos a la beata que conocen ya nuestros lectores, desde las primeras escenas de esta historia.

—¡Ave María Purísima! —dijo la beata al ver entrar a don Alonso.

—En gracia concebida —contestó Rivera quitándose el sombrero.

—Qué milagro, señorito, que andáis por esta pobre casa…

—Milagro debiera ser, y vos, doña Cleofas, debíais agradecerlo más a la Providencia que a nadie, si recordáis lo que conmigo habéis hecho.

—¿Y qué os he hecho, señorito?

—Una de las mayores y más grandes traiciones de la vida.

—¡Alabado sea el Santísimo Sacramento!

—Amén —contestó Rivera tocándose el sombrero—; dejaos, señora Cleofas, de hipocresías, que mal sientan palabras de alabanza a su Divina Majestad, en bocas que usan del engaño.

—¿Del engaño? ¿Qué queréis decir, señorito?

—Oídme, señora Cleofas, y no os hagáis de las nuevas, que más agraváis vuestro delito. Contestadme, ¿no os habéis criado en casa de mi tío don Juan Luis de Rivera?

—Sí, señorito.

—¿Y no le habéis comido su pan antes y después de que hicisteis voto de ser beata descubierta de nuestro padre san Francisco, viviendo hasta hoy con la limosna que yo os envío cada mes?

—Fuera ingratitud el negarlo.

—Entonces, ¿cómo llamaréis a esa conducta que habéis conmigo observado, uniéndoos con mis enemigos y facilitando a medianoche la entrada a los criados y familiares del arzobispo que pusieron el altar en mis casas, en donde se celebró la misa que sabéis…?

—¡Señorito! —dijo la vieja completamente turbada.

—Negad vos que me habéis traicionado, que me habéis vendido, que sin vuestro auxilio aún no tomaría el arzobispo posesión de mis casas.

—Por el Sagrado nombre de Jesús…

—¡Eh! Callad, que no vengo ahora ni a reconveniros ni a escuchar vuestras disculpas. Necesito que me ayudéis en un negocio.

La beata respiró con el nuevo giro de la conversación.

—Mandadme, señorito.

—¿Conocéis a doña Blanca de Mejía, hermana de don Pedro?

—La conozco, que muchas veces me ha dado mi caridad.

—¿Entráis a menudo en su casa?

—Tanto de a menudo no, pero sí algunas veces.

—Bien; necesito que vayáis a ver a doña Blanca lo más pronto posible.

—¿Y cuándo queréis que vaya?

—Esta misma tarde, si se puede.

—Iré, señorito.

—Y le hablaréis.

—¿Y qué le diré?

—Toma, eso lo sabéis vos, que las viejas saben más de esos asuntos que el diablo.

—¡Jesús, y qué cosas me decís! Pero indicadme siquiera…

—Pues qué más claro; decidla que un caballero joven, acaudalado, español, en fin, como yo, pena por ella y desea con ansia saber si podrá alentar esperanza de ser correspondido.

—¿Y si preguntare vuestro nombre?

—Segura vos de su prudencia, dádselo.

—Convengo, sólo por serviros, que bien conocéis que yo no me mezclo en estos negocios; pero supongo que vuestros fines…

—Son tan honestos como cristianos.

—Bien, iré; pero no os respondo del buen resultado.

—Id, que es lo que importa. ¿Cuándo tendré razón?

—Pues yo os avisaré.

—No me atengo a que vos me aviséis; esta noche estaré aquí, cuidad de que me abran la puerta.

—¿Tan pronto?

—Sí, que por mí, ya quisiera estar en gracia con doña Blanca; conque despachad y hasta la noche.

Salió don Alonso sin esperar respuesta y la vieja beata se colocó sobre los hombros un manto de lana negro, se cubrió la cabeza y, cerrando su puerta con una llave de madera, se dirigió a la casa de doña Blanca a cumplir su comisión.

La buena Cleofas sabía que el arreglo de aquel matrimonio podía producirle un resultado maravilloso; ella no tenía voto perfecto de pobreza y calculaba cristianamente que no ofendía ni a Dios ni al seráfico padre san Francisco, ayudando a don Alonso; además, ella había oído algo de que el matrimonio podía considerarse como un estado perfecto para servir a Dios en el mundo.

Pensando en esto, llegó hasta la puerta del aposento de Blanca; los criados la habían visto allí otras veces ocurrir por su limosna y no le pusieron obstáculo.

Llamó y entró en la cámara de Blanca, sin esperar respuesta.

Doña Blanca y una de las dueñas cosían cerca de una ventana que caía a un patio.

—Que la paz de Dios sea en esta casa —dijo la beata.

—Amén —contestó la dueña.

—Madre Cleofas —dijo doña Blanca—, ¡qué dichosos ojos los que os miran por acá, después de tantos días de ausencia!

—¡Ay, hija! No sabéis cuántos trabajos he pasado para mudarme ahora que Su Ilustrísima nos pidió que desocupásemos las casas…

—¡Ah, es verdad, que vos vivíais en las casas que se han derribado!

—Sí, y que no sabía adónde mudarme; pero gracias a su Divina Majestad, ya estoy muy tranquila en mi casita, a lo pobre, pero Dios no me abandona.

—Vaya, cuánto me place.

—¡Gracias a Dios!

—¿Queréis tomar algo?

—Si me hacéis ese favor, chocolatito.

—Doña Mencía —dijo Blanca dirigiéndose a la dueña—, ¿queréis mandar que sirvan chocolate a la madre Cleofas?

—Sí, señora. ¿Aquí o en el comedor le queréis?

—Aquí, si me hacéis esa merced.

Doña Mencía salió y la beata quiso aprovechar el tiempo para su negocio.

—¡Ay, hija mía, qué cansada estoy! —dijo.

—¿Pues qué andáis haciendo?

—Qué he de andar haciendo, este corazón que Dios me ha dado, que no puedo ver lástimas sin condolerme y tengo ahora el alma en un puño, hija mía, en un puño.

—¿Qué es lo que tanto os afecta, madre Cleofas?

—¡Ay! La desgracia de un pobre hombre, que sólo vos podéis remediar.

—¡Yo!

—Sí, sólo vos, y nadie más en el mundo.

—¿Y cómo es ello? —preguntó inocentemente Blanca.

—Éste es el secreto —contestó la beata, para excitar la curiosidad de la joven.

Pero Blanca aún no despertaba a la malicia y no se movió a la curiosidad. Calló y se puso a coser.

A Cleofas no le convenía esto y volvió a la carga.

—¡Pobrecito! —dijo—, causa de veras compasión, tan joven, tan bien presentado, y luego tan triste que ni come ni duerme.

—¿Está enfermo?

—¡Ay! Peor que eso, hija mía, peor que eso.

—¿Pues qué tiene?

—Si me guardarais secreto os lo diría.

—¿Cosa tan grave es?

—Muy grave, ¿me prometéis el secreto?

—Sí, decidlo, que nada cuento yo, y aunque quisiera no lo diría, que a nadie veo.

—Pues bien, ese pobre joven está enamorado, apasionado.

—¡Jesús! Pues el remedio es muy fácil; ¿por qué no se casa?

—¡Alma mía de él! Que bien quisiera; pero hay un gran obstáculo.

—¿Es pobre? ¿Se opone alguien a su boda?

—Mejor fuera; ni es pobre, ni se opone nadie a boda, que es rico y libre lo mismo que la dama a quien sirve.

—¿Entonces?

—Es que él no sabe si ella lo amará.

—¿Ya se lo dijo?

—No.

—¿Pues qué aguarda?

—Que ella le dé permiso, que tan enamorado es, como respetuoso.

—Si tan delicado se muestra, que pida el permiso a la dama.

—¿Creeis vos que se lo dará ella?

—No la conozco.

—¿Pero a juzgar por vos?

—De concederlo tiene, siendo él tan respetuoso como galán.

—¿Ésa es vuestra opinión?

—Sí, ¿pero esa opinión de qué os sirve?

—De mucho, que la dama sois vos.

—¿Yo…?

—Sí, vos, hija mía, ¿de qué os espantáis? ¿No sois joven y hermosa?

—¡Madre Cleofas!

—Hija mía, no os enojéis, que no os digo un pecado. Yo sé y sabe Dios que sus fines son lícitos y honestos, que es un caballero principal, y que os quiere de veras. ¡Pobrecito! Si lo vierais beberse sus lágrimas, triste, pálido, que no come, que no duerme, pensando en vos, y luego tan apuesto, tan garboso, tan buena presencia. ¡Ay, hija mía! Creedme, por Dios que nos oye, que parece que nació para ser vuestro esposo.

—Pero si yo no pienso en eso —dijo Blanca temblando y emocionada como si hubiera visto un espectro.

—Vos no pensáis, pero él sí, a fe que si no alcanzara de vos una esperanza, se moriría; sí, se moriría, que yo le he visto, con estos ojos que se ha de comer la tierra, quedarse así como estático, pensando en vos y diciendo vuestro nombre. ¡Criatura del Señor! Quiere enviaros una esquela.

—¡Ay, no! ¡Jesús! No, madre Cleofas, no, que ni lo conozco ni pienso en él, ni está bien en una doncella recatada recibir recados y esquelas de amor.

En este momento entraron a servir el chocolate.

Doña Mencía no volvió a separarse ya de Blanca, y a la oración se despidió de Cleofas sin haber podido hablar más con ella.

—Doña Mencía —dijo doña Blanca cuando salió la beata.

—Señora.

—Si vuelve la madre Cleofas, no la consintáis entrar hasta mi aposento.

—¿Os ha disgustado?

—No, pobrecilla; pero hace unas visitas tan largas y quita tanto el tiempo…

—Avisaré a los criados.

—Sí, pero que no le vayan a faltar en nada, ¿lo oís?

—Sí, señora.

Y doña Mencía salió a dar la orden.

«¿Quién podrá ser ese joven?», pensaba Blanca.

Y sin querer, quedó profundamente preocupada; sentía ya su corazón la necesidad de amar y era la primera vez que sabía que ella inspiraba amor.

Luisa había tenido razón en lo que había dicho a don Pedro de Mejía: el corazón joven necesita amar.

XX. Don César de Villaclara

Un joven como de veinticinco años, pero que representaba indudablemente menos edad, ricamente vestido y seguido de dos escuderos, montado en un soberbio caballo negro de raza andaluza, enjaezado con una silla de corte y con arreos adornados de hebillas y botones de oro, atravesaba por una de las calles de la Alameda.

Al llegar a la puerta de San Hipólito un hombre que venía a pie se dirigió a él cortésmente y con el sombrero en la mano. El joven detuvo su caballo.

—¿Sois por ventura —dijo el de a pie— don César de Villaclara?

—El mismo —contestó el joven.

—Entonces quisiera deciros algo en secreto.

—¿Adónde iremos para que me habléis?

—Aquí, que no es asunto largo; mandad sólo alejar a vuestros lacayos.

Don César hizo una seña a los lacayos, y se retiraron.

—Podéis hablar.

—Pues oídme.

Don César se inclinó sobre el arzón, hasta estar cerca del hombre que le hablaba.

—Una dama principal, joven, hermosa y rica, tiene por vos un gran amor, que ella no me ha autorizado para deciros, pero que yo os lo declaro porque creo en esto daros placer.

—¿Y quién es?

—No me exijáis tanto; id mañana a Jesús María a la misa de diez y podréis allí adivinarla.

—¿Pero entre tantas?

—No son muchas las que hay tan bellas y tan principales; además, su amor os la denunciará; poned gran cuidado y mañana en la tarde venid si queréis. En este mismo lugar os espero a las cinco: puedo seros muy útil, porque tengo entrada libre en su casa.

—Pero…

—Nada más os puedo decir; id con Dios.

—¿Cómo os llamáis? Al menos…

—Mañana si encontráis a la dama, y os place, lo sabréis.

Y el hombre, dejando a don César admirado, se internó en el bosquecillo que formaban los árboles de la Alameda.

Seguiremos a este hombre, que no es ni más ni menos que el Ahuizote, hasta la casa de don Manuel de la Sosa.

Luisa leía y don Manuel dormía profundamente.

—Buenas tardes —dijo el Ahuizote.

—¿Ah, eres tú? —contestó Luisa dejando el libro.

—Sí, señora, y tengo una cosa que deciros.

Luisa leía y don Manuel dormía profundamente.

—Ven, pues, por acá, que aunque don Manuel duerme pudiera despertar e interrumpirnos.

—Es negocio breve —dijo el Ahuizote, siguiendo Luisa a otra estancia—, acabo de hablar a don César.

—¿A don César? —dijo Luisa poniéndose encendida—; ¿le hablaste? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te dijo? ¿Cómo estuvo eso?

—En el paseo iba a caballo; yo venía, y pensé para mí: ésta es la ocasión, y lo detuve. «¿Sois don César?», le pregunté. «Sí», me contestó. «Pues una dama tiene amor por vos; id a buscarla mañana en misa de diez a Jesús María; al verla la conoceréis, y os espero en la tarde aquí a las cinco». «Muy bien», me dijo. Y nos separamos.

—Pero supongo que ni le dijiste mi nombre, ni que ibas de mi parte.

—¿Por quién me habéis tomado? Pruebas y bien ciaras tenéis de mi discreción.

—Es verdad.

—Bueno, ya yo di el primer paso; ahora vos ved cómo os aprovecháis. Id mañana a Jesús María lo más hermosa que podáis y que él os vea; yo me encargo de lo que siga.

—Eres muy hábil —contestó Luisa— y te debo una gala. Toma —y desprendió de su cuello una cadena de oro que el Ahuizote, sin la menor ceremonia, se plantó.

Luisa estaba emocionada en aquel momento, porque había llegado para ella el tiempo de amar, y amaba con toda la fuerza de su alma a don César, con quien no había logrado, hasta entonces, tener relaciones de ninguna clase.

En toda la noche Luisa no pensó sino en la cita del día siguiente, y apenas durmió.

En otra parte también una mujer velaba: era doña Blanca, que preocupada con la hipócrita relación de la beata, no podía alejar de su imaginación al hombre que Cleofas le había delineado, pero al que ella le daba el colorido más poético y la figura más romancesca.

En honor de la verdad, ni el nombre de don Alonso de Rivera cruzó por la mente de doña Blanca. Ella conocía a don Alonso, y era en él en quien menos hubiera pensado la joven para fijar su amor.

Al día siguiente muy temprano, don Pedro de Mejía entró en los aposentos de doña Blanca.

—Perdonadme, doña Blanca, que tan temprano os incomode —dijo don Pedro con una amabilidad inusitada en él.

Blanca lo extrañó, pero tuvo mucho gusto con aquel cambio que estaba tan lejos de esperar.

—Podéis mandar —contestó—, que bien sabéis que me place obedeceros.

—Pues escuchadme. Días hace que ando pensando cuán mal hice ayudando a don Alonso de Rivera en los obstáculos que puse a la fundación del nuevo convento.

—Gracias a Dios que pensáis así.

—Y esto a pesar de que yo veía el particular empeño que en esa fundación tenía vuestra madrina, mi señora doña Beatriz, con quien sabéis que tengo designio de casarme. ¿Os agradaría?

—Sí, hermano mío.

—Pues bien, hablaremos de eso más adelante; por ahora os acabaré de decir a lo que mi visita viene.

—Decid, que os escucho.

—He pensado, pues tan clara ha sido la voluntad del Señor para que se lleve a efecto la fundación del convento de Santa Teresa, que para descargo de mi conciencia necesito hacer algo por mi parte en auxilio de tan santo fin.

—Muy cambiado os miro.

—Así es, en efecto, y no creo sino que Dios con su infinita misericordia ha tocado mi corazón; pero necesito que vos seáis mi intercesora, quiero hacer una donación en reales al nuevo monasterio.

—Cuánto placer me dais en eso, y cuánto recibirá mi madrina.

—Pero es necesario que esta donación seáis vos la que la presentéis.

—¿Y por qué no vos?

—Porque después de lo ocurrido, no me parecería digno hacerlo con el arzobispo ni con el oidor, y sería más prudente y mejor que lo hicierais vos en mi nombre, a la madre sor Inés de la Cruz, que es, o al menos se considera hasta hoy, como la fundadora. Además, que no me conviene, por la amistad que me une con don Alonso y por el deseo natural de que no se oponga a mis proyectos de enlace con doña Beatriz, que él se entere de que yo protejo al convento de Santa Teresa. ¿Queréis, pues, ayudarme?

—Con mucho placer.

—Entonces, tomad, aquí está una escritura de dos mil pesos, y entregadla en mi nombre a sor Inés de la Cruz, encargándole la reserva.

—Haré cuanto me decís, y hoy mismo, en esta misma mañana voy a vestirme y a llamar a las dueñas que me acompañen.

—Y yo voy a mandar que enganchen una carroza.

Doña Blanca, alegre por la conversión de su hermano, entró a vestirse para ir al convento, y Mejía, contento por el giro que tomaban las cosas, salió a dar orden de que dispusiesen una carroza.

A las diez de la mañana llegaba a la puerta de la iglesia de Jesús María don César de Villaclara, en busca de su hermosa desconocida. Luisa se había adelantado y estaba ya dentro del templo.

Don César se detuvo en la puerta mirando curiosamente a todas las damas que entraban, pero ninguna se turbaba, ni le parecía capaz de merecer los elogios del hombre de la Alameda. Por fin, se decidió a penetrar en el templo, pero en los momentos de entrar oyó el ruido de una carroza. «Quizá será ella», pensó y se detuvo, pero para no llamar la atención se volvió buscando a alguien para fingir negocio, y junto a sí observó a una beata de hábito de san Francisco, que era nada menos que la Cleofas.

La carroza se acercaba.

—Madre —dijo don César—, perdonadme que os detenga, pero si no lo tomáis a mal os preguntaré si podré yo, sin ofenderos, ofreceros una limosna que cada mes me he impuesto por devoción dar.

—La humildad que debo imitar de mi padre san Francisco, me obligaría a aceptar vuestra limosna.

—Entonces tomadla —dijo don César dando a la señora Cleofas un puñado de monedas.

—Dios y mi padre san Francisco os premiarán. ¿Cómo os llamáis? —en este momento había llegado la carroza y bajaba de ella doña Blanca radiante de hermosura. Don César la vio y su corazón se agitó con violencia. ¿Sería la mujer que esperaba? Esto hubiera sido su mayor felicidad. Fijó sus ojos ardientes en Blanca, y dijo con marcada intención y en voz alta:

—Me llamo don César de Villaclara.

Doña Blanca miró a don César hablando con Cleofas y pensó inmediatamente que aquél era el hombre que la amaba.

Don César correspondía al ideal que Blanca se había formado escuchando a la beata.

Había pronunciado su nombre con marcada intención y además, le había simpatizado a primera vista. Luego era él.

Lógica de enamorados.

Con estas reflexiones, Blanca se turbó, se puso encendida y pisó la orla de su vestido al entrar al templo.

Nada de esto se escapó a la penetración de don César; dejó a la beata, entró al templo detrás de Blanca y se colocó de manera que pudiese verla.

Durante la misa, Blanca levantó dos o tres veces los ojos y don César la miraba siempre: la joven no pudo entender en ese día las oraciones de su devocionario. Estaba enamorada.

Luisa vio entrar a don César y tosió y se movió, y procuró llamar su atención, él la miró, pero como buscaba un lugar para ver a Blanca, se perdió entre la muchedumbre que llenaba el templo.

Al terminarse la misa, los tres se volvieron a ver.

Luisa no se retiró completamente satisfecha.

Doña Blanca subió a su carroza, profundamente preocupada.

Don César, contento, orgulloso, satisfecho, tomó el camino de su casa, anhelando la llegada de la tarde para hablar con el hombre de la Alameda.

Doña Blanca llegó a su aposento y aunque había dado orden de que no dejaran entrar a la beata, preguntó por tres veces si no había venido, y cada vez que le decían que no, sentía una sensación extraña de disgusto y de satisfacción, que no sabía cómo explicarse ella misma.

Cuando dieron las cinco de la tarde, el Ahuizote, que había estado en espera de don César, lo vio aparecer caballero sobre un arrogante alazán y buscando inquieto por todas partes.

—Aquí estoy —le dijo presentándosele.

—Os buscaba con impaciencia.

—¿Visteis a la dama?

—Sí que la vi, y mi corazón ha quedado prisionero; es tan hermosa, que daría mi vida por besar siquiera la orla de su vestido.

—Pronto os encendéis, pero ¿no la habréis equivocado?

—¿Puede esa mujer confundirse con otra? ¿Puede equivocarse mi corazón? No, ella era, yo lo siento, lo adivino, apenas me vio se puso encendida como las amapolas de nuestros lagos, se turbó visiblemente y durante la misa me miró varias veces a pesar de la gente y el respeto del lugar. ¡Oh! Decidme su nombre, decídmelo, por Dios; cuanto queráis pedirme, pero ayudadme a conseguir su amor.

—Os diré sólo que se llama Luisa.

—Luisa, oh, qué nombre tan dulce, Luisa, Luisa mía. ¿Y su condición?

—No, hasta que ella no me lo permita no os lo diré.

—¿Pero cómo volveré a verla, cuándo?

—Ella os ama, es lo que debe consolaros, le diré que vos la amáis, y quizá muy pronto os lleve adonde verla podáis en vuestros brazos.

—Me haréis el más feliz de los mortales: decidla que la amo, que la adoro, que desde el punto feliz en que la he visto, no puedo ser más que para ella.

—Mañana venid a este mismo lugar.

—¿De veras? ¿Y cómo os llamáis?

—Juan Correa —dijo el Ahuizote.

—Pues bien, Correa, guardad este recuerdo de mi gratitud —y don César desprendió de sus dedos una rica tumbaga.

—Gracias —dijo el Ahuizote—, no lo hacía yo por tanto.

—Pues hasta mañana a esta hora aquí.

—Aquí.

Y don César, como todo hombre que va a caballo y recibe una buena noticia, sintió la necesidad de andar aprisa, y comenzó a galopar.

—Yo no entiendo bien esto —decía el Ahuizote—; doña Luisa me cuenta que el galán apenas le hizo caso, y él viene tan entusiasmado como nunca me lo hubiera yo figurado; es sin duda que, como las mujeres enamoradas son tan exigentes, ella quería que él hubiera hecho mil locuras; lo cierto de todo es que ella me ha regalado una cadena y él una tumbaga, y apenas comenzamos…

Doña Blanca siguió muy preocupada en la tarde, y cerca de las oraciones oyó en la pieza anterior a la suya un ligero altercado.

—¿Qué hay? —preguntó.

—La beata —contestó doña Mencía— empeñada en entrar.

—Dejadla que pase —dijo Blanca, poniéndose encendida.

—Santas y buenas tardes —dijo Cleofas entrando.

—Así se las dé Dios —contestó doña Mencía.

—Siéntese usted, madre —agregó Blanca.

Cleofas se sentó y comenzó a platicar de cosas indiferentes, pero la dueña no se salía y doña Blanca tenía miedo de quedarse sola con la beata.

Por fin, la beata arriesgó una indirecta.

—Hoy vi al enfermo de que os hablé ayer.

Entonces Blanca se puso pálida y se agachó para ocultar su turbación.

—¿Y qué dice? —preguntó tímidamente.

—Cada día peor.

—¡Pobrecito!

—¿Quién es? —preguntó doña Mencía.

—Un viejecito ciego —contestó doña Blanca.

La beata pensó: «Esto va muy bien», y luego agregó recio:

—¿Hija mía, no os da lástima?

—Y tanto que ya deseo que sane.

—Se lo diré así.

—No, ¿para qué?

—Siempre es un consuelo.

—Entonces, si creéis que es un consuelo, decídselo.

—Qué contento se va a poner.

—Pero no dejéis de venir a darme razón de cómo se encuentra.

—No faltaré.

La beata, impaciente por referir sus adelantos a don Alonso, se despidió pronto, y doña Blanca quedó como arrepentida de lo que había dicho; pero el recuerdo del joven que había visto con la señora Cleofas y que era para ella su amante, le volvía el valor.

—Pronto cambiasteis, señora, de resolución con la beata —dijo doña Mencía.

—Es que toda la noche pensé en el pobre hombre enfermo de que me habló ayer, y tanto me condolió su situación como me cayó en gracia la caridad de la señora Cleofas.

—Es una mujer muy virtuosa, ¡quién como ella! —exclamó hipócritamente doña Mencía.

XXI. De cómo la beata y «el Ahuizote», Luisa y doña Blanca, don César y don Alonso, se estaban todos engañando

De cómo la beata y el Ahuizote, Luisa y doña Blanca, don César y don Alonso, se estaban todos engañando

Luisa creía apenas lo que el Ahuizote le contaba de don César y, a pesar de todo, no le era posible convencerse del amor del joven. Sin embargo, la violencia de sus pasiones la precipitaba, y aquella misma noche encargó al Ahuizote que citara para la siguiente a don César.

Por supuesto que a las cinco de la tarde don César estuvo puntual en la Alameda, y lleno de placer escuchó que la mujer a quien amaba, quería en esa noche hablarle por una de las ventanas bajas de su casa.

La hora de la cita eran las once de la noche y don César, conducido por el Ahuizote, llegó hasta la espalda de la casa de don Manuel de la Sosa.

La calle estaba desierta y sombría.

—¿Veis aquella ventana? —preguntó el Ahuizote a don César.

—Sí.

—Pues id y llamad, ella os aguarda.

Don César llegó a la ventana, llamó suavemente y a poco se abrió con gran precaución.

—¿Sois vos, don César? —dijo Luisa con una voz dulcísima.

—¿Quién si no yo podría ser, ángel mío? Yo que tan alto favor alcanzo de vuestra hermosura.

—¡Ay!

—¿Qué tenéis?

—Tengo miedo, ¡si alguien nos sorprendiese!

La oscuridad de la noche no permitía a don César salir de su error: apenas distinguía el rostro de Luisa, que era en verdad muy hermosa, y se embriagaba con el eco de su voz melodiosa y con el dulce perfume de su aliento.

Si hubiera brillado en aquel momento una luz, quizá don César no se hubiera sentido triste por el cambio.

Si hubiera podido contemplar el alma de aquella mujer, se hubiera horrorizado de su engaño.

—Don César, ¿es cierto que me amáis?

—¿Que si os amo, señora? ¿Eso me preguntáis? Preguntadle al sol si alumbra, preguntad a los ríos si corren, preguntad a las aves si vuelan y trinan. ¡Oh, Luisa! Os amo, como si todo el vigor de mi corazón y toda la fuerza de mi espíritu se hubieran reconcentrado en esta sola pasión; desde que os vi, señora, mi misma alma me abrasa, mi mismo corazón me ahoga. Luisa, Luisa, quisiera hacer salir de mí el espíritu que me anima, para confundirlo eternamente con el vuestro.

—¡Ah! Don César, qué feliz me hacéis con vuestras palabras, y qué feliz soy en amaros, porque yo os amo, como quizá vos no alcancéis ni a comprender; mi corazón es de fuego y quisiera morir en este momento que soy tan dichosa, antes que cruce el tiempo sobre esas palabras, que a fuerza de hacerme gozar, destrozan mi cerebro. ¡Ah, don César, sólo Dios puede comprender lo intenso del placer que gozo en estos momentos!

—¡Alma de mi alma, tanto es mi amor, que en este momento lo trocara por una eternidad de penas!

—Don César, dadme vuestra mano —dijo Luisa trémula de placer y de emoción.

Don César tendió su mano dentro de la reja.

—Guardad esto —dijo Luisa, poniéndole en un dedo una riquísima sortija de brillantes— y esto —agregó, dando un apasionado beso en aquella mano.

—¡Luisa! —dijo don César, dando a su vez un beso en la mano de la joven—, esta sortija no se apartará jamás de mí.

—Ahora, idos, don César, que ya es mucho gozar; idos, que yo os prometo que muy pronto nos volveremos a ver.

—¿Cuándo?

—Mañana a las diez, en Jesús María; hasta mañana.

—Adiós, ángel mío, adiós.

Don César se incorporó con el Ahuizote que le esperaba.

—¿Qué tal?

—Soy el hombre más feliz de la tierra —contestó don César— y a vos lo debo todo.

—Vaya, me alegro, y que no lo olvidéis.

Luisa, pálida de placer, volvió a su alcoba; don Manuel dormía profundamente.

—¡Qué feliz soy, qué feliz! —decía—; cuánto me ama y cuánto le amo yo: tan hermoso, tan valiente, tan apasionado, y yo que pedí a la Sarmiento el elíxir, ¡qué tonta!; para nada lo necesito, y voy a romper la redomita.

Luisa sacó de un armario dos pequeños frascos.

—Éste es —dijo, y abriendo una vidriera lo arrojó a la calle—, ahora llegó el caso de usar la otra receta de la bruja con este hombre —y agregó, mirando con profundo desprecio a don Manuel que dormía—: «Doblar la dosis de los polvos y romper esta otra redoma»; la dosis la tomará este hombre mañana, y la redoma se romperá esta noche.

El segundo frasco fue arrojado también a la calle.

—Ahora sí —dijo Luisa, metiéndose en su cama—; si la Sarmiento no me engaña esta vez, como no me ha engañado nunca, ya puedo considerarme viuda, porque éste es ya un cadáver…

Doña Blanca estaba completamente entregada a las ilusiones de su primer amor en medio de su soledad y de su aislamiento: la imagen de don César, de quien se creía amada, flotaba a su lado como un ángel; ella lo había poetizado tanto, y tanto había pensado en él, que ya no podía sino ocuparse de él.

La beata volvió al día siguiente por la mañana y aunque habló de cosas indiferentes, deslizó en las faldas de la doncella un papel cuidadosamente doblado.

Doña Blanca no pudo resistir, amaba y no podía luchar contra su corazón; tomó el papel y se levantó para disimular su emoción: era la primera carta de amor que recibía en su vida.

Se encerró un momento en su cámara y vaciló para abrir aquella esquela; pero el amor triunfó. Estaba concebida así:

Señora: ¿Conque no os soy indiferente? Me volvéis la vida, quisiera de rodillas mostraros mi pasión y mi gratitud. Quizá no sea yo digno de osar a tanto, pero esa pasión me enloquece y me atrevo, señora, a preguntaros: ¿me amáis? Temblando espera vuestra respuesta el más humilde de vuestros apasionados.

Don Alonso, que veía aquello como negocio, no había querido poner su firma hasta no estar seguro de la correspondencia de doña Blanca, por temor de que ella mostrase la carta a su hermano don Pedro, estando para este caso decidido a negarlo todo.

Doña Blanca, temblando, se acercó a la mesa y con mano insegura puso al pie de la carta que había recibido:

Sí, yo también os amo.

Volvió a doblarla, procuró serenarse y salió a donde la esperaba la beata. En un momento en que doña Mencía estaba distraída, Blanca entregó la esquela y la beata se retiró. Don Alonso la esperaba. Cleofas no había leído lo que escribió la dama y creyó que le devolvía la carta.

—Mal estamos —le dijo—, me volvió vuestra carta.

—Sin leerla.

—Eso sí no lo sé.

—Dádmela para romperla —dijo don Alonso—, más valía no haberme dado tan risueñas esperanzas.

—No fue culpa mía, que os dije la verdad.

Don Alonso tomó la carta para romperla, y la dividió por la mitad, iba a seguir haciéndola pedazos cuando notó las letras de Blanca, leyó y dio un grito de placer.

—¿Qué hay? —dijo la beata.

—Qué ha de haber, que me ama, mirad, y yo que iba a romper esta carta, vamos, soy feliz, este negocio que creía tan difícil es hecho, es hecho; y ahora sí ya no tengo para qué volver a pensar en la fundación del convento de Santa Teresa.

Libro segundo. Las dos profesiones

I. De cómo dentro de un templo y junto a la pileta del agua bendita puede un hombre sentirse hechizado

Don César llegó al templo de Jesús María antes de las diez, y se colocó cerca de la entrada, seguro de que todas las damas llegarían allí a tomar el agua bendita.

En efecto, a pocos momentos, Blanca entró a la iglesia. Comenzaba a tener grande amistad con sor Inés de la Cruz, porque el plan que Luisa había indicado a don Pedro de Mejía era tan sabio, que no podía menos de surtir sus efectos; sólo que Luisa no había contado con el amor de Blanca por don César.

Cuando un hombre o una mujer han encontrado por casualidad, aunque sea a una persona por quien conciban una pasión violenta en alguna calle o en algún lugar público, propenden siempre a volver a ese lugar, porque piensan encontrar allí al objeto de su amor.

Esto era lo que pasaba a doña Blanca y por eso volvía al templo de Jesús María, a pesar de que no tenía allí cita con don César. Al verle, palideció y se turbó; estaba ella segura de que la beata le habría llevado ya la respuesta a la carta que suponía haber recibido de él.

Don César, por su parte, creía que la dama con quien había hablado la noche anterior era Blanca.

Los dos creían haberse entendido y, en realidad, no había mediado entre ambos más que el amor adivinado.

Don César ofreció a Blanca el agua bendita en la punta de sus dedos, y le dijo muy bajo:

—¿Me amáis?

—Sí —contestó Blanca con una voz apenas perceptible, pero que, sin embargo, fue oída, lo mismo que la pregunta, por otra persona que entraba al templo en aquel momento: por Luisa.

Luisa sintió el fuego tremendo de los celos. Se soñaba tan feliz, había llegado tan llena de ilusiones, que aquel desengaño era para ella terrible.

La pasión la cegó y, acercándose a don César, le dijo con un acento trémulo por la ira, procurando no ser oída por los fieles que estaban entrando al templo:

—Mal caballero sois, don César.

Don César se volvió espantado para mirar quién le dirigía aquel insulto, y vio a Luisa encendida por el furor y más hermosa que nunca.

—¿Por qué, señora? —preguntó más admirado al ver qué clase de persona era la que le insultaba.

—¿Cumplís así los juramentos que me hicisteis anoche?

—¡Anoche! ¿Juramentos a vos, señora?

—Sí, anoche, en las rejas de mi casa.

—No comprendo.

—Lugar es éste en que no podemos explicarnos; salid.

—Pero señora…

—Os lo ruega una dama…

—Pues salgamos.

Y don César salió de la iglesia siguiendo a Luisa, con no poco escándalo de los fieles que lo advirtieron, y que conocían a la dama.

—Afectáis aún no comprenderme —dijo Luisa cuando estuvieron en la calle.

—Por mi fe de caballero que no os comprendo, señora.

—¡Ah, don César! Mal hace una dama en fiar su honra a persona que no conoce.

—Señora, me insultáis sin yo merecerlo.

—¿No lo merecéis y os miro requiriendo de amores a una dama, cuando anoche en mi reja me habéis jurado amor y fidelidad?

—¿Yo?

—Sí, y lo negáis, mal caballero, precisando a una señora como yo a recordaros sus favores que en mala hora se os han concedido. ¿No me habéis dicho anoche que no erais sino mío? ¿No os he puesto en el dedo esa sortija que me jurasteis no apartar de vos nunca? ¿No habéis puesto vuestros labios en mi mano?

—¿Conque erais vos? —preguntó espantado don César.

—Era ella —dijo detrás de don César una voz—, era ella, ella, que yo mismo os he conducido.

Don César volvióse a ver quién le hablaba, y reconoció al Ahuizote: entonces comenzó a comprender.

—Señora, anoche he creído hablar con esa dama a quien ahora ofrecía el agua en el momento en que vos entrabais al templo.

—¿Conque es decir que no me amáis? ¿Que he sido un juguete para vos? ¿Un chasco? ¿Conque a quien vos amáis es a esa doña Blanca? Decidme: ¿a ella es a quien amáis?

Don César estuvo silencioso.

—Pero yo me vengaré, me vengaré de vos y de ella. ¡Ah! No sabéis lo que habéis hecho, no lo comprendéis todavía: me vengaré, me vengaré de ella, de ella y de vos, que os habéis burlado de mí…

Don César era al fin joven, y Luisa por demás hermosa, y a él no le hubiera pesado que los amores hubieran seguido adelante.

—Pero señora —se atrevió a decir—, si vos me amáis, al fin con esa dama aún no tengo nada, y vos podéis perdonarme lo que por mi culpa no ha sido.

—¡Perdonaros, seguiros amando! Nunca. Ya no os amo; haced cuenta, don César, que no me habéis conocido.

Y diciendo esto se separó de don César y se entró en su carruaje, que la esperaba a poca distancia.

La beata Cleofas que, como de costumbre, estaba en el atrio de la iglesia, había escuchado la despedida de Luisa, y como ella conocía a don César y le estaba agradecida por su limosna, se interesaba ya por él.

«¡Pobre joven! —pensaba Cleofas—; qué triste se ha quedado con el enojo de su amada; pero en fin, ella se contentará, que así son las mujeres; y si no se contenta, mejor, porque es un escándalo que una señora casada como doña Luisa ande en galanteos».

Don César se había quedado pensativo y sin saber qué hacer. Permaneció así inmóvil como un cuarto de hora; le parecía todo un sueño, creía seriamente que estaba hechizado.

La cita con Luisa la comprendía perfectamente; pero la turbación y el rubor de Blanca y aquel «sí» tan dulce, tan expresivo, esto era lo que él, por más que hacía, no podía llegar a entender.

Doña Blanca advirtió, como otras varias personas, que don César, después de hablar con Luisa, había salido con ella del templo; pero aunque sintió su salida no malició que se trataba de amores.

La misa terminó. Don César no volvía y Blanca salió de la iglesia.

La primera persona con quien se encontró, fue con la beata, y se dirigió a hablarla.

—Le he visto —le dijo.

—¿A quién? —preguntó la beata.

—Cómo a quién, a él.

—¿A él? Si no ha venido.

—Sí, que ha venido y me ha hablado.

—No lo creáis.

—Miradle, allí está —dijo Blanca señalando a don César.

—No lo veo —contestó la beata, creyendo que se trataba de don Alonso de Rivera.

—Allí está parado, miradle, ahora vuelve el rostro.

—Estáis equivocada: ése es don César de Villaclara.

—¿Pues no es el que os dio para mí el billete ayer? —preguntó espantada Blanca.

—Ni pensarlo, que fue don Alonso de Rivera; éste es don César de Villaclara, el amante de doña Luisa, con quien acabo de oírle departir de amores en este momento.

—¡Jesús me ampare! —exclamó doña Blanca, poniéndose pálida y vacilando.

—¡Ave María Purísima! —dijo la beata, sosteniéndola—, esta niña se pone mala. ¡Doña Mencía, doña Mencía!

La dueña llegó corriendo, los curiosos rodearon a Blanca, que comenzó a volver en sí.

—¿Qué ha sido eso, qué ha sido eso? —decía la beata.

—Nada, nada —contestó Blanca reventando por llorar.

—Cómo nada y estáis pálida como un difunto.

—Ha sido un desmayo, pero ya pasó; vamos doña Mencía que me siento muy débil.

La beata y la dueña, sosteniendo a Blanca, la llevaron hasta su carroza y la ayudaron a subir cuando llegó don César.

—¿Me permitiréis que os ayude a subir? —dijo.

—Caballero —contestó Blanca con indignación—, no sé con qué derecho os atrevéis…

—Señora, yo creía —murmuró don César.

—Hacedme la gracia de retiraros.

Don César se retiró y el carruaje partió ligero.

El joven tenía aún esperanza de ver asomarse por la portezuela el rostro de Blanca, pero no fue así.

—¿Qué tiene esa señora? —preguntó a la beata.

—Lo ignoro —contestó Cleofas.

—¿La conocéis vos?

—Y bien.

—Decidme: ¿pudiera yo hablar con vos a solas?

—¿De qué negocio?

—De uno que pudiera convenirnos.

—Esta tarde a las cuatro, en la casa del Santo Entierro, en la plaza de las Escuelas.

—¿Cómo os llamáis?

—Cleofas, humilde sierva de nuestro padre san Francisco.

—Iré, pero esperadme.

—Id, y me veréis.

—Hasta la tarde.

—Que Dios os guarde.

II. Donde el «diablo tira de la manta»

Seis días después de los acontecimientos que referimos en el capítulo anterior, en el comercio circulaba la noticia de que don Manuel de la Sosa había muerto en una forma extraña; cada uno comentó la cosa a su manera y la honra de su viuda andaba en lenguas, buenas o malas, y todas acudían a la casa del difunto a dar el pésame a Luisa, que los recibía con muestras de profundo pesar, cubierta con negras tocas, en un lujoso aposento adornado con paños negros.

De los primeros en acudir allí fue, como era de suponerse, don Pedro de Mejía. Don Pedro amaba a Luisa y al saber que estaba viuda pensó en lo que ella tantas veces le había dicho, y creyó que a partir de aquel momento Luisa sería enteramente suya; pero Luisa no pensaba sino en don César, y el amor y el orgullo ofendido de aquella mujer la hacían no pensar sino en su venganza.

—Luisa —le dijo don Pedro—, ya sois libre.

—Y bien —contestó.

—Que ya nada se opone a que seáis mía, no más que mía. —Don Pedro, aún el alma de don Manuel vaga y pena tal vez en estos lugares.

—Pero ¿no me dijisteis mil veces que me amabais, que sólo esperabais ser libre?

—Sí, pero…

—¿Pero qué, Luisa…?

—¿Me amáis, don Pedro?

—Más que a mi vida.

—¿Estáis dispuesto a hacer por mí cuanto yo os diga?

—Cuanto queráis.

—Pues bien, casaos conmigo; soy libre y vos también. Todo podía esperar don Pedro menos eso. La reputación que Luisa tenía en la ciudad no le había impedido amarla, pero hacerla su mujer era ya otra cosa, y vaciló.

—¿Casarnos, y para qué? ¿Nos hemos de amar más por eso? ¿Hemos acaso de ser más felices así?

—Pues de otra manera, nada alcanzaréis de mí.

—Luisa, por Dios, no seáis exigente.

—Lo quiero.

—Pero tan pronto.

—Si he de ser vuestra esposa, necesito por vos y por mí que sea pronto.

—Sería un escándalo.

—Más lo será que sepan que soy vuestra querida, acabando de morir mi esposo; además, entonces vuestros intereses serán los míos, y por vos y por mí, os lo repito, conviene que el matrimonio se verifique inmediatamente que pasen los primeros días de luto. De esto depende la salvación de la mayor parte de vuestra fortuna.

—¿De mi fortuna? ¿Qué queréis decir?

—Quiero deciros que he descubierto un secreto que os vale la mitad de vuestra fortuna, y que sólo os diré el día en que me deis formal promesa de casamiento.

—¿Y qué secreto es ese?

—Hacedme la promesa y os lo digo.

—Pero…

—Mirad que os digo la verdad de Dios. Dadme formal promesa de casamiento y os doy el secreto, y si me decís que no os importa la mitad de vuestro caudal, conforme estoy en que se rompa.

Don Pedro comenzaba a alarmarse seriamente; su gran vicio era la avaricia, y la pérdida de la mitad de su caudal era para él negocio muy grave.

Pensó en engañar a Luisa para arrancarle aquel secreto. Estaban solos, ¿qué prueba tendría ella después de aquella conversación?

—Sí —dijo resueltamente—, os doy mi palabra de casarme con vos tan pronto como pasen los primeros días del luto de vuestro esposo.

—Entonces —dijo solemnemente Luisa—, firmad aquí.

Y sacó del seno un pergamino en el que constaba una formal promesa de matrimonio, a la que no faltaba más requisito que la firma de don Pedro.

—Eso no —dijo don Pedro, retrocediendo como si hubiera visto un escorpión.

—Lo que quiere decir que queréis engañarme. ¿Es verdad?

—Lo que quiere decir que basta mi palabra y desconfiáis de ella.

—Bien, no firméis; entonces, don Pedro de Mejía, os quedaréis sin la mujer que puede haceros tan feliz con su amor, y sin la mayor parte de vuestro caudal, ¿lo dudáis? Os doy tres meses de plazo, entonces veréis que Luisa tenía razón, y entonces, ¡ay de vos!, que no habrá remedio.

—Firmaré —dijo don Pedro espantado.

—Firmad —contestó Luisa, extendiendo el pergamino, al pie del cual don Pedro puso su nombre con mano trémula.

—Ahora el secreto —dijo limpiándose el sudor que brotaba de la raíz de sus cabellos—, el secreto.

—Oídlo —dijo Luisa doblando el pergamino y guardándolo en su seno—, el día que vuestra hermana se case, tendréis que entregarle la mitad de vuestro caudal, ¿es verdad?

—Sí, es cierto.

—Pues bien, vuestra hermana doña Blanca tiene un amante.

—Mentira —dijo don Pedro levantándose como impulsado por un resorte.

—Poco galante sois con vuestra esposa; pero os lo perdono, por la situación en que os pone la noticia.

—¿Pero quién es ese amante? ¿Cómo lo sabéis?

—Lo sé, porque los he sorprendido en una conversación amorosa, porque he procurado averiguarlo todo, porque a pesar de la resistencia que oponéis para ser mi marido, yo velo por vos y por vuestros intereses, para probaros cuánto ganáis uniéndoos conmigo.

—Pero su nombre, señora; el nombre de ese hombre.

—Se llama don César de Villaclara.

—¡Don César! ¡Don César! ¡Ah! Lo conozco, infame, pero no logrará lo que desea.

—Don César, sí, protegido por vuestra dama, por la madrina de doña Blanca, por doña Beatriz de Rivera; he ahí cómo mira por vos la que queríais hacer vuestra esposa, abandonándome a mí.

—¿Por doña Beatriz?

—Sí, por doña Beatriz, y para que más os agrade, de acuerdo con vuestro afortunado rival, el oidor don Fernando de Quesada.

—Pero esto es inicuo, Luisa. ¿Y cómo sabéis todo esto?

—Y aún más, os diré que debe andar en esto cierta vieja llamada Cleofas.

—Es cierto, es cierto, la he visto en casa estos últimos días con mucha frecuencia.

—Lo veis.

—¿Pero en dónde habéis averiguado…?

—Eso se lo diré a mi marido; por ahora, creo que confesaréis que os he hecho un servicio tal, que, a no ser por él, hubiérais sufrido un golpe terrible. ¿Os arrepentís de haber firmado?

—Nunca, Luisa, nunca, me habéis salvado, y sois digna de ser mi esposa.

Don Pedro tomó su sombrero y salió casi sin despedirse. La infernal comedia inventada por Luisa tenía el carácter de la verdad, y el hombre había sentido el golpe en mitad del corazón.

Luisa se quedó sola y sacó entonces el pergamino, lo volvió a leer y dijo con una sonrisa de orgullo:

—Ahora sí soy rica.

Luisa salió de aquella estancia y pocos momentos después una de las puertas se abrió suavemente y asomó la cabeza de un hombre que paseó su mirada inquieta por todas partes.

La estancia estaba desierta y el hombre aquel penetró con confianza en ella. Era don Carlos de Arellano: su fisonomía estaba descompuesta y pálida, oprimía con su mano izquierda el puño de su espada y maltrataba con la derecha el sombrero, que se había quitado al entrar allí.

Se detuvo en la mitad de aquella sala, con la cabeza inclinada y como pensativo, y luego alzó su frente, sacudiendo con cólera su cabellera y monologando.

—Conque es decir, Luisa, que me engañas, conque es decir que ese amor de tantos años, y esos juramentos de tantos días los olvidas por el vil interés del dinero. Vive Dios, Luisa, que te engañas tú si crees poder convertirme en torpe juguete de tus pasiones; me has dicho que eres mía para siempre, y mía serás, mal que te pese. Lo veremos.

Y como armado de una violenta resolución, se dirigió a una de las pantallas que en el salón había, apartó la negra gasa que la envolvía y se puso tranquilamente a componerse los pliegues del fino encaje de su gola y las mangas de su ropilla.

En esta operación le encontró Luisa.

—Muy bien —le dijo con una ternura encantadora—, muy bien, los galanes tan apuestos como don Carlos de Arellano deben cuidar de su persona en cualquier parte.

—Luisa mía —contestó Arellano imitando perfectamente el tono de Luisa—, cuando hay que presentarse ante una dama como vos, ningún cuidado ni ningún esmero son por demás, que ante la deidad, los adoradores deben llegar lo mejor que les sea posible.

—Adulador —dijo Luisa enlazando sus brazos al cuello de Arellano y colgándose de él con negligencia.

Arellano inclinó la cabeza y besó los ojos de Luisa.

—Os encuentro preocupado, don Carlos.

—Ilusión vuestra, que en verdad, jamás he estado más tranquilo.

—¿De veras?

—Os lo aseguro.

—Pues entrad, hacedme compañía, ¡es tan triste estar sola!

—Luisa, volveré si me lo permitís, que en estos momentos necesito ir a palacio.

—Haced lo que os plazca mejor. ¿Pero me dais vuestra palabra de volver pronto?

—Es mi mayor anhelo.

—Entonces os doy licencia de salir, pero antes, tomad —y estampó un beso en los labios de Arellano.

—Don Carlos tiene algo —dijo cuando se quedó sola—, algo grave y que trata de ocultarme; veremos si lo descubro.

Y saliendo violentamente, dio orden a un lacayo de seguir a Arellano hasta donde fuese, y volver con un exacto relato.

El lacayo volvió diciendo que Arellano había entrado a su casa, y no más.

Él había dicho a Luisa que iba a palacio y esto no era cierto; las sospechas de aquella mujer comenzaban a tomar cuerpo. ¿Tendría él otros amores?

Luisa estuvo inquieta toda la tarde, tenía ya comprometida su boda con Mejía y, sin embargo, una falta de Arellano la preocupaba; era que aquella mujer amaba, sin ser correspondida, a don César, y necesitaba ahogar su pena con la disipación.

En la noche, Arellano llegó más alegre que nunca y más amable con Luisa, y conversó con ella sobre cosas indiferentes pero festivas, hasta que la aguja de su reloj marcó las once.

—Hora es de retirarse —dijo.

—Esperad algo más, estamos tan contentos…

—¿Sois feliz a mi lado, Luisa?

—Muchísimo.

—¿Y quisierais no separaros de mí?

—Sería mi mayor ventura.

—Casaos conmigo.

—Qué ocurrencia —dijo riéndose Luisa—; ¿y para qué? ¿No soy vuestra? ¿No os amo? ¿No me amáis vos?

—Es decir que no pensáis casaros otra vez.

—Nunca. ¿Perder mi libertad?

—¿Con nadie?

—Cuando no quiero con vos, suponed si estaré dispuesta a unirme con otro.

—¿Ni con don Pedro de Mejía?

—¡Bah! ¿Con don Pedro de Mejía? —contestó Luisa, procurando mostrarse completamente indiferente—, ¿con ese ogro?

—Pero ¿por qué no queréis concederme vuestra mano?

—¿Para qué? Vuelvo a preguntaros.

—Es que los hombres que como yo amamos, quieren tener todas las seguridades…

—Pues buscad otras que no sean el matrimonio; le tengo aversión…

—Bien, os comprendo, yo buscaré otro medio de estar más seguro de vuestro amor, y os respondo que ya lo he encontrado.

—¿Cuál es?

—Miradlo —dijo Arellano llevando a sus labios un pequeño silbato de oro que pendía de su cuello.

—¿Y qué es eso?

—Veréis qué efecto tan rápido y qué medio tan seguro.

El silbato produjo un sonido agudísimo, e inmediatamente una de las puertas se abrió, penetrando por allí violentamente cuatro hombres que se arrojaron sobre Luisa, y antes de que ella hubiera podido dar siquiera un grito, sus manos y sus pies estaban ligados con bandas de seda y en su boca habían colocado un pañuelo como mordaza.

Don Carlos se acercó a ella, y abriendo el justillo de su traje sacó de allí el pergamino en que constaba la palabra de casamiento empeñada por don Pedro de Mejía.

—Luisa, mirad que he encontrado el medio, que aunque es un poco violento, me lo perdonaréis, porque las circunstancias me han obligado. Ya lo veis —dijo mostrando el pergamino—, era necesario ganar con ventaja a ese Creso; de lo contrario, estaba yo derrotado. Vamos, señores, la silla.

Dos de los hombres salieron y volvieron a entrar, conduciendo una lujosa silla de manos, con cortinillas de seda, que impedían ver el interior de ella.

Luisa, incapaz de moverse ni de gritar, fue colocada adentro.

—Alumbrad y vámonos —dijo Arellano.

Dos hombres alzaron la silla y otros dos tomaron sus faroles, que habían dejado a prevención en la puerta, y la comitiva se puso en marcha seguida de don Carlos.

Los lacayos y los porteros estaban acostumbrados a ver salir en las altas horas de la noche a su señora, acompañada de hombres casi siempre desconocidos para ellos, y abrieron el zaguán sin decir nada y sin extrañeza tampoco.

—La señora no volverá en la noche —dijo Arellano a los lacayos que estaban en el portal de la casa—, cerrad todas las puertas y apagad las luces.

Y luego, embozándose en su capa, echó a andar tras la silla de manos en que llevaban a Luisa.

A poca distancia de la casa, había esperando un carruaje con seis mulas. Los que conducían la silla se detuvieron. Luisa fue transportada al carruaje. Arellano subió con ella y el carruaje echó a andar por el camino que conducía a Xochimilco.

Don Pedro salió furioso de la casa de Luisa; nada le importaba la obligación que había firmado, porque él se creía bastante poderoso para no cumplirla, pero lo que allí había descubierto era para él de suma importancia.

Blanca tenía un amante, es decir, un enemigo de don Pedro, y era necesario impedir a toda costa aquella unión. Don Fernando y doña Beatriz protegían aquellos amores, la mujer en quien él había pensado para darle su nombre y el hombre que le arrebataba aquella mujer.

Rugía en el corazón de don Pedro una tempestad, y en aquel momento comprendió su aislamiento. A pesar de su colosal fortuna, advirtió entonces que todo se lo había dado la riqueza, menos un amigo.

Don Alonso era quizá el que más merecía este nombre entre sus conocidos, y a él pensó don Pedro dirigirse en aquellos instantes en que tenía tanto que combatir y tanto que vencer.

En los momentos en que se acercaba a la casa de la calle de la Celada, advirtió que enfrente del zaguán había una carroza de palacio.

«¿Está —pensó— el virrey en la casa de don Alonso?».

Se fue acercando, y vio descender la escalera a doña Beatriz seguida de una persona que parecía un alcalde de casa y corte, y de una de las doncellas de la casa. Don Pedro se detuvo, y delante de él, inclinándole apenas altivamente la cabeza, pasó doña Beatriz acompañada del alcalde y de la doncella, y subió a la carroza, que partió luego.

Don Pedro subió con rapidez las escaleras, y se encontró con don Alonso, pálido y demudado.

—Don Pedro —dijo don Alonso—, el cielo sin duda os envía.

—¿Qué hay, pues?

—Doña Beatriz, a despecho mío y de vos, que me habéis pedido su mano, se empeña en casarse con don Fernando de Quesada.

—¿Es decir que ahora va…?

—En depósito a la casa de la virreina.

—¿Y vos qué hacéis?

—Yo os juro que el matrimonio no se efectuará, aunque se empeñen el arzobispo y la Audiencia y toda la gente de gola de Nueva España.

—Os ha burlado don Fernando por segunda vez.

—Pero os juro que le costará caro, ¿me ayudaréis?

—Tanto más, cuanto que necesito yo de vuestra ayuda para un caso igual.

—¿Cómo? —dijo don Alonso inquieto.

—He descubierto que doña Blanca, mi hermana, tiene un amante.

—¡Un amante! —exclamó don Alonso, temiendo que se tratara de él.

—Un amante, sí, que se entiende con ella por medio de la beata Cleofas, ya sabéis, la que os vendió en el negocio de la fundación.

Don Alonso creyó que todo se había descubierto y palideció espantosamente. Mejía era un hombre cuya enemistad podía temerse.

—Pero ¿cómo sabéis?

—Vuestra hermana doña Beatriz protegía esos amores, así como el oidor.

—Pero ¿quién es el amante?

—Vos sin duda lo conocéis.

—¿Yo? —preguntó don Alonso, resuelto ya a todo, supuesto que todo estaba descubierto.

—Sí, don César de Villaclara.

—¿Qué me decís?

—Lo que habéis oído. Don César es el amante de Blanca. Luisa les ha sorprendido en una conversación amorosa.

«Esto es increíble —pensaba don Alonso—; beata de los infiernos, por segunda vez me la pegas; pero yo me vengaré de ti».

—Y bien, ¿qué pensáis? —dijo Mejía.

—Que dos hombres deben a toda costa desaparecer de la tierra: don César de Villaclara y don Fernando de Quesada; se interesa en ello nuestro honor y nuestra felicidad.

—Soy de vuestra opinión; pero debe ser pronto.

—Sí, pronto, y será.

—Yo comienzo por impedir a Blanca toda comunicación con las personas de fuera.

—Muy bien. ¿Y si ella muriese o profesara?

—Yo soy el único heredero; el testamento de mi padre dispone que nos heredemos mutuamente.

—Bien, entonces es necesario trabajar mucho; yo voy en busca de la beata Cleofas para averiguar algo.

—Y yo a mi casa a encerrar a doña Blanca.

Y cuando salieron a la calle, cada uno tomó su rumbo.

—Beata infame —murmuraba con cólera don Alonso—, venderme así otra vez, pero aún tiene remedio todo, yo conozco a don César; él debe morir para que no haya obstáculo a mi boda con doña Blanca, y después, el caudal es tan crecido que es lástima que se divida; siendo mi esposa doña Blanca, será muy bueno que muera don Pedro, y así se habrá hecho verdaderamente un buen negocio.

Don Alonso tocó en la puerta de la casa de Cleofas, y encontró a don César hablando con la beata.

Don Alonso tiró del estoque y don César, tomando su sombrero, desenvainó su espada; la vieja, dando un chillido, se precipitó entre los dos.

Don Alonso era valiente y, además, aquel hombre era el primer obstáculo para la realización de sus grandes planes. En un momento así, no le hubiera sido posible contenerse; la sangre subió a su rostro y se arrojó sobre don César.

Un momento después, don Alonso caía atravesado de una estocada, gritando:

—Confesión, confesión.

—Huid, don César —dijo la beata—, huid, aún es tiempo, salid de la ciudad; mirad que habéis muerto a don Alonso de Rivera.

El joven, sin esperar más, salió de la casa.

—Cleofas, Cleofas —dijo el herido.

—Señorito —dijo Cleofas.

—Mira, acércate antes que pidas auxilio, óyeme un secreto por si muriese.

—Decid.

—Arrodíllate aquí, acércate.

La beata se arrodilló.

—Me voy a morir —dijo don Alonso—, porque me siento muy mal herido, tú tienes la culpa, por segunda vez me has burlado.

—Señorito —dijo la beata queriendo levantarse.

—Quieta ahí —dijo el herido sujetándola del cuello con la mano izquierda, mientras que con la derecha sacaba la daga.

—Cleofas, yo voy a morir, pero tú no quedarás sin castigo.

Brilló la hoja de la daga, se oyó un golpe seco, y la vieja lanzó un gemido y cayó al lado de don Alonso, que se incorporó y volvió a hundir su daga en aquel cuerpo dos veces.

Luego, como agotando su espíritu con aquel esfuerzo, se dejó caer en tierra, gritando:

—¡Socorro, socorro, confesión!

Cleofas estaba inmóvil en un charco de sangre.

III. De cómo las brujas solían tener razón

En una estancia pobre, pero decentemente amueblada y alumbrada por dos bujías de cera, un hombre y una mujer, jóvenes ambos y ambos hermosos, se miraban amorosamente, y de cuando en cuando unían con ardor sus labios, pero en medio del mayor silencio.

El hombre vestía ropilla, gregüescos y capa corta de terciopelo envinado y calzas de seda blancas; la joven estaba lujosamente ataviada.

Tenía una especie de justillo sin mangas de rica tela de Holanda blanca con jaldetas y ajustado con un ancho cinturón de oro, una saya de seda azul recamada con randas de oro, con mangas perdidas que llegaban casi hasta la orla de la basquiña.

Sus negros y hermosos cabellos estaban sujetos por una escofieta de infinitas y graciosas labores, encima de la cual tenía una redecilla de seda del color del vestido, atada con una cinta de oro que cruzaba por encima de su frente, y en la que, bordada de seda encarnada, se leía: «Amor me da la vida».

Sus pequeños pies estaban aprisionados en unos altos zapatitos de tafilete, con las suelas guarnecidas por fuera con una delicada varilla de plata.

En su cuello ostentaba ricos collares de perlas, y en sus hermosos brazos pulseras de oro, anchas, lisas y perfectamente bruñidas.

Aquella joven era María, la muda de la casa de la Sarmiento, y el hombre, el bachiller don Martín de Villavicencio, nuestro antiguo conocido.

Cinco meses habían pasado desde los acontecimientos que referimos en el capítulo anterior, y nosotros no podemos asegurar si María se enamoró de Martín por los hechizos de la Sarmiento o, lo que es más seguro, porque era él un buen mozo.

Lo indudable era que la joven se había tomado todo el elíxir que la bruja dio a Martín, pero todo junto y no en gotas. Contaremos a nuestros lectores el lance para que ellos calculen si el tal elíxir tendría alguna parte en el amor de la muda, porque entonces cosa sería de ponerse a llorar por la pérdida de la receta, si el cronista de esta verdadera historia no la hubiera conservado en su poder.

Martín comenzó a frecuentar la casa de la Sarmiento a pesar de su mala nota y procurando estar siempre cerca de María, se esforzaba por comprender sus señas y darse él por su parte a entender.

María desde el principio le miró con cariño y no huía de él como del Ahuizote. Martín sostenía perfectamente su papel de hombre valiente aun en los momentos en que la muchacha, sentada a su lado, comenzaba a sacar de sus jaulas sapos, culebras e iguanas para darles el alimento y hacerles algunas caricias. Cuando alguno de estos animales se atrevía a subirse por las manos o las piernas del bachiller, éste se estremecía a su pesar; pero entonces María con una exquisita delicadeza tomaba aquel animal con sus blandas manecitas, como si hubiera tomado un canario o un gorrión, y lo volvía a su jaula.

Sin embargo, a pesar de todo, Martín no había llegado a declararse porque aún no estaba perfectamente seguro de la seña que debía hacer en ese caso, y temía ser o demasiado corto o demasiado explícito, y determinó esperar.

No había tenido oportunidad de probar el elíxir.

Una mañana llegó a casa de la Sarmiento en los momentos en que María estaba sola y se preparaba a desayunarse.

Martín se sentó a su lado, pero de repente alguna cosa tuvo que hacer María fuera y se paró. Martín creyó que era la oportunidad, sacó la redoma y vertió dos gotas en el agua que debía tomar la joven.

Pocos instantes después entró María, y sin mostrar alteración alguna en su rostro se dirigió a Martín, que la dejaba hacer admirado de aquello, y le sacó de la bolsa de los gregüescos la redomita del elíxir, la destapó, vertió dentro del vaso su contenido hasta la última gota y luego, con una sonrisa encantadora, arrojó lejos el frasco vacío y apuró el vaso de agua.

Martín la miraba espantado. María dejó el vaso sobre la mesa, sonriendo siempre, y echando sus brazos al cuello de Martín, besó su boca.

El bachiller lo comprendió todo.

María, tomando el elíxir, le probaba la charlatanería de la bruja, admitía las gotas que el bachiller había vertido como una declaración y correspondía ese amor con todo el ardor de su alma. Ocho días después la joven desapareció de la casa de la Sarmiento, y quizá sólo la bruja comprendió la causa, pero a nadie dijo nada. El sordomudo hizo a la Sarmiento una seña que ésta contestó con otra, y no volvió allí a darse otro indicio de que había pasado tal acontecimiento.

Martín, pasando aún la plaza de servidor del arzobispo, tenía a la muda con una casa que para ella había tomado y la trataba perfectamente. El amor no necesita de la palabra, aquellos dos jóvenes se entendían perfectamente y cada día el bachiller se sentía más enamorado de María.

Para poder comprender los acontecimientos que van a tener lugar es necesario poner al corriente a nuestros lectores de lo que había ocurrido en los cinco meses que hace que dejamos a nuestros personajes.

Los vecinos de la casa de la plaza de las Escuelas, atraídos por los gritos que habían escuchado en el cuarto de la madre Cleofas, entraron a ver lo que allí pasaba, y encontraron a don Alonso de Rivera atravesado de una estocada y a la beata con cuatro puñaladas, los dos desmayados en un lago de sangre.

Nadie se atrevió a intervenir y la justicia, con todo su aparato, vino en auxilio de los vecinos y los dos heridos fueron levantados.

A don Alonso como caballero tan principal, se le condujo a su casa, y en cuanto a la beata, como era pobre, fue a dar a uno de los hospitales que tenía entonces ya la ciudad de México.

La noticia circuló con la velocidad de la luz y los menos maldicientes atribuyeron aquello a don Fernando de Quesada, de quien se sabía la enemistad que tenía con don Alonso, ya por el ruidoso asunto de la fundación del convento, ya por oponerse Rivera al casamiento de doña Beatriz con el oidor.

Por una coincidencia notable, tan pronto como estuvo don Alonso en disposición de declarar, se le interrogó por la justicia, y él se obstinó en ocultar, dando con esto mayor pábulo a los comentarios del vulgo.

La beata no estaba capaz de declarar, porque aunque dando esperanzas de vida, quedaba en un estado tal de insensatez, que nada se podía sacar de ella.

La justicia se calló y todo se pasó ya sin nuevas averiguaciones.

Don Fernando y doña Beatriz determinaron suspender todas las diligencias de su enlacé, hasta el completo restablecimiento de don Alonso.

Pero don Alonso, como todos los hombres que tienen un enemigo, lo culpan de todo el mal que le acontece, porque encuentran cierto placer en fomentar su encono y justificar ante su conciencia la causa de su odio, culpaba a don Fernando de todas sus desgracias y no meditaba más que en su venganza.

La única visita que tenía era don Pedro, el menos a propósito para calmar sus pasiones.

—Don Pedro —le decía una tarde el herido—, no parece sino que Dios nos ha dejado de su mano, según la lluvia de males que ha caído sobre nosotros.

—En efecto, que más comprometida no puede ser nuestra situación, aunque creo que hay cosas que podrán tener eficaz remedio.

—Véngueme yo de don Fernando, y lo demás se remedia muy fácilmente.

—¿Creeréis, don Alonso, que yo he llegado a persuadirme de que él es la causa de nuestros infortunios?

—Os lo he dicho y me alegro de que hayáis llegado a convenceros.

—Es necesario que deje de existir.

—Tal creo, pero la violencia de su muerte en estos momentos a nadie sería atribuida más que a nosotros, porque clara es ya nuestra enemistad con él.

—¿Entonces qué pensáis?

—Ante todo es necesario impedir su boda con doña Beatriz.

—¿Pero cómo, si veis que está ya depositada en palacio, aunque en clase de dama de la virreina?

—¿Robárnosla?

—Nos la robaremos.

—Sí, un rapto que aun en el caso de ser descubierto, poco importaría, siendo como sois, su hermano.

—Tenéis razón. ¿Y cómo haremos?

—Dejad eso a mi cargo, que sólo necesito de vuestro consentimiento.

—Os le doy.

—Entonces desde este momento comienzo a trabajar, y ya veréis.

Y don Pedro se separó de Rivera, para comenzar a poner en planta su proyecto.

En esa noche la Sarmiento oyó llamar a la puerta y don Pedro se presentó en ella.

—Señora, buenas noches —dijo don Pedro.

—Así se las dé Dios a Su Señoría —contestó la vieja.

—¿Os acordáis de mí?

—Su Señoría es mi amo don Pedro de Mejía que…

—Bien, vengo a proponeros un negocio.

—Mande Su Señoría.

—Podéis ganar en él mucho dinero.

—Dígame Su Señoría.

—Se trata de robarse una dama…

—Yo no entiendo en esas cosas…

—Ea, callad, se trata de robarse una dama que está depositada en palacio para casarse.

—Ya, doña Beatriz de Rivera…

—La misma. ¿Quién os lo dijo?

—Nadie, yo lo adivino.

—Bien, ojalá tan astuta seáis para lo que voy a confiaros: se trata de robarse a doña Beatriz.

—¿Para vos?

—No, para su hermano mismo.

—Es decir, quiere mi señor don Alonso impedir a todo trance la boda.

—Cabalmente, y como doña Beatriz no sale de palacio, es fuerza que vos entréis allí y la hagáis salir con algún engaño.

—Empresa difícil me encargáis.

—Pagaré bien.

—Probaré a encontrar un arbitrio, volved dentro de cuatro días.

—Está bien, y pensad en que esto puede haceros rica.

—Descuidad.

Don Pedro salió y la bruja se puso a meditar. A las diez de la noche tomó su manto de lana negro, hizo una seña al sordomudo para que la siguiese, y cerrando su casa se puso en marcha con dirección a las calles del Factor.

El sordomudo llevaba un farolillo y seguía a la bruja, y así llegaron hasta una casa que había en la calle del Factor, a la que llamó la vieja con mucha prudencia.

La puerta se abrió y la Sarmiento penetró en la sala en que hemos visto a Martín y a María al comenzar este capítulo.

Los dos jóvenes estaban, como les hemos descrito, sentados amorosamente el uno al lado del otro.

La entrada de la Sarmiento fue para ambos una sorpresa. María se quedó sentada, pero Martín se paró precipitadamente como para defenderla.

Era la primera vez que la bruja penetraba allí.

—Sosegaos, hijos míos —dijo la bruja—, que no vengo a causaros ningún mal, por el contrario, a veros, señor bachiller, que puesto que os di el elíxir con la única condición de que no me abandonarais a María, y lo habéis cumplido, nada os puede alarmar de mi parte.

—Tenéis razón, qué mal hice en alarmarme al veros. ¿Qué tenéis que mandarme?

—Haced favor de oír dos palabras a solas.

—Pasad por acá —dijo el bachiller indicándole la puerta de otra habitación.

La Sarmiento y el bachiller pasaron, en tanto que los dos mudos emprendían una acalorada conversación.

—¿Aún estimáis tanto a vuestro amigo el oidor Quesada? —preguntó la bruja.

—Como siempre, que cada día más obligado le estoy a sus favores.

—¿Y él está siempre enamorado de doña Beatriz de Rivera?

—Más que nunca.

—Pues bien, de eso tengo que hablar con vos. ¿Viene acá algunas veces?

—Nunca, no sabe que tengo aquí a María.

—¿Pero supongo que vos le veréis?

—Todos los días.

—Entonces observad bien su conducta y vigilad por su vida, porque más amenazada está ahora que nunca: doña Beatriz le es infiel.

—Imposible.

—Sois un niño y no conocéis a las mujeres. Doña Beatriz le es ya infiel, yo os lo probaré más adelante; por eso hay que cuidar más a don Fernando. El hombre que galantea a doña Beatriz, y que es correspondido, mira al oidor como un obstáculo del que es preciso deshacerse para libertar a doña Beatriz de la palabra empeñada. ¿Comprendéis esto?

—Sí, pero es imposible que doña Beatriz…

—¿Queréis convenceros mañana?

—Sí.

—Bien, a las once os espero en mi casa, y mirad si podéis llevarme alguna prenda del oidor, como una sortija, una cadena, para hacer un conjuro y os diré mil cosas; sobre todo, si es prenda que haya pertenecido también a ella.

—Iré y llevaré la prenda. ¿Quién es el rival de don Fernando?

—¿Guardaréis el secreto y nada diréis al oidor hasta que yo os lo permita?

—Sí.

—Pues se llama don Pedro de Mejía.

—¡Jesús!

—No hay que espantarse, que peores cosas hemos visto. «Dádivas ablandan peñas», y sobre todo —agregó la vieja con aire de burla— es un tonto el que cree en la fidelidad de la mujer.

—¿Qué queréis decir?

—Nada, ya lo sabréis más tarde.

La bruja salió, se cubrió con su mantón y se dirigió a su casa.

Martín quedó pensativo, preocupado y diciendo a cada momento:

—Con esto de doña Beatriz tiene razón la Sarmiento: «Es un tonto el que cree en la fidelidad de las mujeres». Tiene razón. ¿Pero a qué me lo diría a mí? ¿Acaso María…? ¡Jesús, qué horror, ni pensarlo! Pero en fin, la bruja tiene razón.

IV. En que se ve que «la Sarmiento» sabía lo que entre manos traía

En que se ve que la Sarmiento sabía lo que entre manos traía

Al día siguiente don Pedro de Mejía recibió un recado de la Sarmiento, suplicándole que en esa noche no faltase a su casa a las oraciones; y en efecto, al cerrar la noche, Mejía llegó a la casa de la bruja.

—Habeisme enviado a llamar —dijo Mejía.

—Sí —contestó la bruja—, porque para cumplir con lo que Su Señoría me ha encargado, fuerza será que Su Señoría me ayude.

—¿Qué es lo que queréis de mí?

—Sencilla cosa: que esta noche a las once estéis aquí y me consultéis el modo de deshaceros de don Fernando, bajo el supuesto de que doña Beatriz os ha correspondido vuestro amor.

—Pero eso no es cierto.

—Lo conozco, por desgracia vuestra; pero supuesto que tratáis de robar a doña Beatriz y, por consiguiente, de deshaceros de los dos, no supongo que os paréis en tan poco como en representar una comedia.

—Lo que puede producirme grandes compromisos.

—Si tenéis fe en mí, dejadme hacer y nada temáis.

—Quiere decir que debo consultaros el modo de deshacerme del oidor, supuesto que doña Beatriz no tiene más impedimento para ser mía que su compromiso con don Fernando.

—Exactamente; pero sin dar a entender que hemos hablado nada de este negocio.

—Ya se deja entender.

—Entonces retiraos, y venid a las once.

Mejía se alejó y la vieja se quedó en espera de Martín, a quien había citado para aquella noche.

A las diez se presentó el bachiller.

—Creí que no veníais —dijo la vieja.

—¿Falto yo acaso a mi palabra nunca? —contestó Garatuza.

—¿Me habéis traído lo que os encargué?

—Sí, precisamente es una sortija que don Fernando recibió de doña Beatriz.

—¿Él os la dio?

—No, yo logré extraerla sin que él lo conociera, al fin pronto volveré a ponerla en su lugar.

—Dadme acá.

—Tomadla, y no vayáis a perderla.

La Sarmiento tomó la sortija y la guardó en su seno.

—Ahora —dijo— lo primero que me queda que hacer es probaros que doña Beatriz ama a otro, que engaña al oidor y que éste es ya un obstáculo, una carga para ella y para su nuevo amante; que tratan de deshacerse de él como de don Manuel de la Sosa, ¿os acordáis? Bien, venid y poneos en acecho como lo habéis hecho otra vez, pero cuidad de no ir a cometer alguna imprudencia.

—No.

La Sarmiento bajó con Martín al subterráneo y le colocó en donde mismo le había ocultado para escuchar la consulta de Luisa.

A las once en punto don Pedro de Mejía, embozado en una ancha capa negra, llamaba a la puerta de la casa de la Sarmiento.

Condújole la bruja al subterráneo y lo hizo sentar en un sillón de manera que nada perdiese Martín de la conversación que iba a tener lugar allí.

—¿Conque podría Su Señoría —dijo la Sarmiento— decirme a qué debo tan alto honor?

—Trátase —contestó don Pedro— de que me deis algo para deshacerme de un hombre.

—¿Enemigo de usía?

—Así es en efecto, pero más que enemigo es un estorbo para mi felicidad.

—Puede hablar usía con confianza y con franqueza, pues en estos casos es necesario.

—Bien, os diré todo con sus nombres y señales.

Podían oírse en esos momentos los latidos del corazón de Martín.

—Es el caso —dijo don Pedro— que amo y soy correspondido de una hermosa y principal señora que se llama doña Beatriz de Rivera.

—¿Qué, no es libre? —preguntó hipócritamente la bruja.

—Sí y no, porque no es casada, pero tiene contraído compromiso de dar su mano a un hombre a quien no ama: es el oidor don Fernando de Quesada, el cual ha llegado al extremo de llevar depositada a mi señora doña Beatriz a la casa de la virreina.

—Pues si no ama al hombre a quien prometió su mano, ¿por qué se la prometió?

—¿Es preciso decíroslo?

—Sí.

—Entonces os diré que se la prometió… por…

Mejía no encontraba qué decir, porque no venía preparado para esta respuesta, pero de repente se sintió como iluminado y agregó:

—Se la prometió por hacerle su aliado en cierto negocio de la fundación de un convento en que doña Beatriz tenía un capricho de ésos que sólo las mujeres suelen tener.

—¿Pero ella no le ama ya?

—Bah, nunca le ha amado.

—¿Y a usía?

—Como a su vida.

—¿Y queréis ambos…?

—Apartar el obstáculo a cualquier precio.

—¿Estáis decididos?

—A todo.

—Bien, tome usía estos polvos, compre a un criado de la casa de don Fernando que los haga tomar a su amo, y estaréis libre de él.

—¿De veras? —dijo con alegría don Pedro, que se había poseído de su papel hasta olvidar que todo era una comedia preparada por la bruja.

—Como estar aquí usía.

Mejía recibió los polvos de la bruja y salió del subterráneo alumbrado por ella.

Al llegar a la puerta de la calle, la Sarmiento dijo a don Pedro:

—Tirad ésos, y no hagáis uso de ellos.

—Es decir…

—Es decir que habéis prometido dejarme obrar…

—Pero…

—Tened un poco de paciencia, tirad los polvos y guardad el más profundo silencio de cuanto aquí ha pasado.

—Bien, ¿pero hasta cuándo?

—Cuatro días os puse de plazo, y va uno.

La Sarmiento cerró la puerta, y volvió a buscar al bachiller.

Martín estaba horriblemente pálido.

—¿Qué diréis ahora? —preguntó sonriéndose la bruja.

—Digo que sois una mujer infame.

—¿Porque os he descubierto este secreto?

—No, sino porque habéis dado un veneno para don Fernando, que es mi amigo.

—Si ése es vuestro cuidado, podéis estar tranquilo, que soy mejor amiga vuestra que lo que parece; los polvos que le he dado a don Pedro no harán más daño al amigo vuestro, si a tomarlos llega, que a vos que no los probaréis; son polvos de pan.

—¿Es verdad eso?

—Ya lo veréis, y supongo que ya tendréis completa seguridad en cuanto os diga, con lo que habéis oído y presenciado en esta noche.

—¡No me habléis de eso!

—Por el contrario, de ello tengo que hablaros. ¿Qué pensáis de doña Beatriz?

—Pienso que todo eso es increíble.

—¿Persistís aún en vuestra duda?

—No; pero os aseguro que hay para volverse loco; ¡ella que me hablaba de él con tanta pasión…!

—Porque sabía que vos ibais a referírselo a él.

—Pero ella lo salvó de la muerte una noche…

—Es verdad; pero debe haber sido por no perder el aliado en el negocio de la fundación del convento. ¿A que no le salva hoy?

—Quizá sean calumnias de don Pedro.

—Y ¿a qué venía habérmelas dicho a mí, cuando se creía solo conmigo y podía simplemente haberme pedido un tósigo para libertarse de un enemigo?

—Tenéis razón —dijo Martín pensativo—, ¿quién lo creyera de doña Beatriz?

—¿Quién? Cualquiera que no tuviera, como vos, ideas tan absurdas respecto de las mujeres.

—¿Realmente creéis que no debe fiarse de ninguna mujer? —preguntó Martín.

—Si he de contestar la verdad, de ninguna.

—¿Ni de María? —dijo apasionadamente el bachiller.

La Sarmiento en vez de contestar lanzó una burlona carcajada.

—¿Qué queréis decir con eso? —exclamó Martín con furor, tomando con violencia una de las manos de la bruja.

—Vamos —dijo con enfado la bruja—, veo que abusáis de mi amistad. Bastante hago por vos, cuidad vos un poco de María, si queréis que no se rían de vos, y dejadme.

—Pero…

—Harto os he dicho, dejadme.

Martín hizo ademán de salirse.

—Oídme, bachiller —dijo la Sarmiento—, no digáis al oidor nada de don Pedro de Mejía, porque sería precipitar las cosas. Yo os pondré al tanto de todo lo que ocurra, para aprovechar una ocasión.

—Muy bien, ¿y cuándo vuelvo?

—Mañana a la oración.

—¿Nada puedo decir al oidor?

—Si queréis, indicadle que doña Beatriz le engaña, para que él procure averiguar; pero ni le habléis de don Pedro, ni le digáis de dónde hubisteis la noticia: una imprudencia puede costaros a vos y a ellos muy caro.

—Decís bien, hasta mañana.

—Felices noches.

Y Martín se retiró pensativo por lo que había oído decir a don Pedro y con el veneno de los celos en el corazón, por lo que le había dado a entender la Sarmiento.

Martín estaba apasionado, era susceptible; creía haber encontrado una joya en María y la menor sospecha le volvía feroz; era capaz de haber matado en aquel momento a cualquier hombre que le hubieran indicado como rival suyo, y a medida que se alejaba más de la casa de la Sarmiento, oía más clara la burlona carcajada de la bruja, y el furor hervía en su pecho.

Cuando llegó a la casa de la calle del Factor, María le esperaba risueña; pero Martín estaba sombrío y la pobre criatura se puso triste.

V. De cómo los celos son malos consejeros

Gobernaba a la sazón y en los días en que pasan los acontecimientos que vamos refiriendo, el excelentísimo señor don Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar, octavo virrey de Nueva España, que tomó posesión del gobierno en 18 de octubre de 1612, que fundó la ciudad de Lerma, dándole ese nombre en honor del duque de Lerma, privado de Felipe III; la Villa de Córdoba con el apellido de su familia, y que dio su título al Mineral de Guadalcázar, en la entonces provincia de San Luis Potosí.

El marqués de Guadalcázar llegó a México trayendo consigo a su esposa doña María de Riederes y a sus hijas, dos de las cuales eran ya unas hermosas damas.

Desde la llegada a México de la virreina, tuvo empeño particular, como hemos visto, en llevarse a palacio a doña Beatriz y hacerla su dama; pero tantas atenciones le dispensaba la familia del marqués, y tanto cariño la tenía, que a pesar de ser ya considerada como dama de doña María de Riederes no la llevó a vivir en el palacio, hasta que por motivo del disenso de don Alonso de Rivera al matrimonio de su hermana, fue ésta a quedar depositada en palacio, en las habitaciones de la virreina.

Doña Beatriz tenía allí una habitación independiente y vivía como en su propia casa, pudiendo recibir a sus visitas con entera libertad, y, sin embargo, se pasaba los días al lado de las hijas de la virreina. Preparábanse en palacio con grande alboroto las damas, porque se esperaba una suntuosa solemnidad el día en que las fundadoras entrasen al nuevo convento de Santa Teresa.

La obra iba muy adelantada; de un día a otro debía llegar el Breve de su Santidad, único requisito que faltaba, y las monjas fundadoras, que debían ser sor Inés y sor Encarnación, a quienes ya conocen nuestros lectores, habían convidado para sus madrinas a las dos hijas de la virreina.

No se hablaba más que de esto en palacio, ni se ocupaban de otra cosa allí las gentes, a pesar de que el gobernador de Durango, don Gaspar Alvear, había escrito al virrey dándole noticias de que comenzaba un alzamiento de los indios tepehuanes; porque en todas las cortes se olvida y desprecia el peligro y la desgracia, con tal que estén lejos, sin pensar más que en los goces que están cerca.

Doña Beatriz y las hijas del virrey hablaban de la festividad en uno de los salones de palacio, cuando una camarera entró a dar parte a doña Beatriz que una mujer anciana y enlutada deseaba hablar con ella un momento.

Beatriz creyó que sería algún recado del oidor, y, pidiendo permiso a doña María, llegó hasta donde la esperaba la enlutada, a quien no pudo conocer.

La mujer se levantó al ver a doña Beatriz.

—¿En qué puedo serviros? —le dijo ésta, tomando un asiento a su lado.

—Señora, vengo para hablar con vos de un asunto que temo va a desagradaros.

—¿A desagradarme? —dijo inquieta doña Beatriz.

—Sí, por desgracia.

—Hablad, pues.

—¿Estamos enteramente solas?

—Enteramente.

—Pues entonces dignaos escucharme. Según he sabido por algunos de mis deudos, de casaros tratáis con don Fernando de Quesada, oidor de la Real Audiencia.

—Es verdad, pero no alcanzo a qué pueda conducir…

—Perdonadme que no os lo diga por mera impertinencia, sino por ser eso lo principal que a mi negocio concierne. Habéis de saber, señora, como yo soy viuda de don Bernal de Soto Mayor y Trueba, y soy para serviros, doña Catarina de Pizarro de Soto Mayor y Trueba, una vuestra servidora.

La vieja hizo una reverencia.

—Gracias —contestó doña Beatriz, inclinándose.

—Pues como os decía, soy viuda de don Bernal de Soto Mayor y Trueba, regidor perpetuo de cabildo en esta ciudad. A la muerte de mi difunto quedé con una niña, que es ya moza de diecisiete años y que se llama María, y tan rica en dones de perfecta hermosura como desgraciada en su vida, por haberle negado la Providencia el uso de la palabra y del oído. Por mis negras desdichas, mi hija fue vista por el oidor don Fernando de Quesada, que gustó de ella y se encaprichó por hacerla suya, lo que ha conseguido, sin ser bastante a impedírselo ni mi llanto ni mis amenazas…

Un rayo que hubiera caído a los pies de doña Beatriz no hubiera hecho en ella mayor efecto.

—Y como se valió —continuó diciendo la vieja— para conseguir sus malos afectos del engaño de dar palabra de casamiento a mi María…

—Basta, señora, no me digáis más; nada quiero saber.

—Es fuerza que lo sepáis, porque tal vez mi hija o yo, no nos resignemos a ver casarse a don Fernando, y pudiéramos poner algún impedimento, y quién sabe…

Doña Beatriz no podía ya contenerse: los celos, el despecho, su amor propio humillado, todo se conjuraba para trocar aquella paloma en una leona.

—Pero todo eso que me contáis ¿es cierto? —preguntó con un acento ronco y trémulo.

—Tanto lo es, que si vos podéis conseguirme que se abra esta noche vuestra habitación o podéis salir en esta misma noche, veréis a mi pobre hija.

Doña Beatriz reflexionó:

—Saldré mejor. ¿Adónde debo ir?

—Esta noche a las doce, al tianguis de San Hipólito. Yo tendré a una persona de confianza allí para que os guíe; podéis llevar cuanto acompañamiento os plazca, si desconfiáis.

—Esperadme en esta noche, y hacedme ya él favor de retiraros; necesito estar sola.

—Me voy, pero os suplico que nada digáis al oidor, por Dios; sobre todo, no le descubráis mi nombre ni que os vine a ver, sería capaz… de no sé qué… y yo le tengo miedo.

—Id sin cuidado.

La vieja, que no era otra sino la Sarmiento, como habrán conocido nuestros lectores, salió, y doña Beatriz se encerró a llorar y gritar a solas como una loca.

Martín anduvo en todo el día pensativo, sobre si le diría o no a don Fernando cuanto había descubierto por la bruja. Algunas veces le parecía una mala acción dar al oidor tan funesta noticia; otras creía de conciencia el hacerlo, atendiendo al riesgo que corría su vida; en fin, por la tarde se decidió y entró resueltamente a la casa de don Fernando.

El oidor, sentado frente a una mesa, registraba con atención un grueso in folium forrado en pergamino, y tan embebido estada en su lectura que no oyó los pasos del bachiller hasta que estaba ya muy cerca.

—Oh, amigo don Martín —dijo cerrando el libro—, tanto bueno por esta casa.

—Dispénseme usía si le he interrumpido y molestado.

—En manera alguna; tome asiento el señor bachiller, que me alegrará su compañía.

Martín se sentó, y a pesar de la agudeza de su ingenio no sabía por dónde comenzar. Tosió varias veces, se compuso otras tantas el alzacuello que nada tenía de mal puesto, y al fin se decidió a hablar, pero, como sucede en casos semejantes, comenzando, después de pensar mucho, por una torpeza.

—Permítame usía que me tome la libertad —dijo—; ¿está usía decidido a enlazarse con mi señora doña Beatriz?

—Extraño tanto más esa pregunta de vuestra parte —contestó el oidor— cuanto que vos, como ninguno, conoce los pormenores del asunto; y francamente no sé a qué viene todo esto.

«¡Adiós! —pensó Martín—; me hundí, por querer hacerlo todo muy bien; pero ¿qué remedio? Adentro» —y luego dijo en voz alta:

—Pues… quiero decir… si no temiera… en fin…

—Hablad ¿Qué tenéis esta tarde? Nunca os he visto así; hablad, os lo suplico.

—Pues bien y claro es, que yo no quisiera que usía se casara con doña Beatriz, porque he sabido cosas terribles.

«La solté», dijo entre sí Martín.

—¿Cosas terribles? —preguntó espantado el oidor. ¿Y qué cosas? Decid, no me alarméis, por Dios.

—Pues, señor, que doña Beatriz engaña a usía y ama a otro.

—¡Las pruebas, las pruebas! —dijo el oidor, arrojándose como un tigre sobre Martín.

—Señor, por Dios, mirad que yo no tengo más que ver en ello que el dar una noticia a Su Señoría.

—Pero esa noticia destroza la honra de una dama. Decidme: ¿quién os lo ha dicho? O de lo contrario, caro os podrá costar… En este momento llamaron a la puerta.

—¿Quién va? —dijo con enfado don Fernando.

—Esta carta para Su Señoría.

—Bien, vete.

El oidor abrió la carta, era un anónimo que decía:

Si el oidor don Fernando de Quesada aprecia en algo su honra, que esta noche a las doce vaya a palacio, y verá cómo se la guarda su futura esposa.

Don Fernando se puso densamente pálido.

—Mirad, señor bachiller, mirad —díjole mostrándole la carta.

El bachiller la leyó.

—¿Y qué piensa hacer Su Señoría?

—Iremos a palacio a las doce, es preciso apurar el cáliz.

Y se arrojó sobre un sillón, llorando como un niño.

VI. En donde se acaba de probar que los celos son malos consejeros

A las doce de la noche doña Beatriz llegaba a la casa de la Sarmiento, y a la misma hora don Fernando se presentaba en palacio acompañado del bachiller.

Se dirigió a las habitaciones de la virreina y con poco trabajo supo por medio de las camareras que doña Beatriz había salido.

Nada más quiso saber y volvió a su casa sombrío como una noche de tempestad. Martín no le quiso abandonar y permaneció a su lado procurando calmarle, hasta muy avanzada la mañana, en que el oidor, fatigado, se durmió sentado en un sitial.

En ese intermedio había pasado una escena semejante en la casa de la Sarmiento.

La bruja había hecho ir a su casa, a esa hora en que sabía que Martín acompañaba al oidor, a la muda María lujosamente vestida, y procuró dar a la casa todo el aspecto de una casa pobre pero cristiana y decente.

Doña Beatriz, seguida de Teodoro y de dos esclavos más, llegó a la puerta, conducida por el Ahuizote, cómplice ciego en todas las maldades de la bruja.

—Señora —dijo levantándose la Sarmiento al ver a doña Beatriz—, pasad a esta vuestra humilde casa, conoced a mi María.

Doña Beatriz al contemplar la belleza de María, sintió un agudo dolor en el corazón.

María se paró y tendió con un aire encantador la mano a doña Beatriz, que lanzó un grito.

Había reconocido en los dedos de la muda una sortija, que ella había regalado al oidor: ésta era para ella la prueba más terrible.

Nada más quiso saber, nada más quiso averiguar, todo le pareció entonces cierto, y despidiéndose violentamente se volvió a palacio, pocos momentos después que el oidor había salido de allí.

La Sarmiento recogió la sortija que tenía la muchacha y que era la misma que ella le había pedido al bachiller, y condujo, en compañía del Ahuizote, a María a su casa del Factor, de la que sólo la había hecho salir para hacerla inocente cómplice de aquella infernal trama.

A la mañana siguiente la primera persona que llegó a la casa de la Sarmiento, fue el bachiller; acababa de dejar al oidor.

—Buenos días, señora.

—Dios os guarde, señor bachiller. ¿Tan temprano por acá?

—Vengo por la sortija que os di anoche.

—Cómo, ¿no queréis que se haga el conjuro?

—Mirad, en primer lugar, que sólo por no daros un disgusto iba yo a presenciar el tal conjuro, que saldría tan cierto como lo que me dijisteis que doña Beatriz correspondía el amor de don Fernando.

—Y le correspondía.

—Pero le engañaba.

—Bien, por eso os agregué que nunca poseería él a la mujer que amaba.

—Para todo tenéis una salida; dadme el anillo, que ahora ya todo se descubrió; es fácil que el oidor rompa su promesa y busque el anillo.

—Tomad la sortija y decidme: ¿por qué creéis que romperá la promesa?

—Ay, es nada, porque doña Beatriz le es infiel, y mientras él piensa en ella, la dama sale a medianoche a la calle.

—Vaya, pues son escrúpulos, porque conozco yo otros a quienes pasa lo mismo, y creo que no lo malician —dijo sonriéndose la bruja.

Los celos volvieron a encenderse en el corazón de Martín, más terribles con lo que había presenciado.

—Supongo que eso no lo diréis por mí, que un ángel es María.

La bruja volvió a soltar la carcajada que tanto había irritado a Martín la noche anterior, y él, por no poderse contener, salió sin despedirse de la casa de la Sarmiento.

—Ahora sí, ya está en sazón la cosa —dijo—, bueno será avisar a don Pedro de Mejía, despertaré al Ahuizote que duerme y le encargaré su papel.

—Hombre —dijo entrando a la cocina, en donde el Ahuizote roncaba sobre un mal jergón—, levántate, que tengo que hablarte.

—¿Qué me queréis? —dijo el Ahuizote levantándose.

—Óyeme bien, ¿qué dieras tú por saber adónde está María y quién te la robó?

—Cuanto tengo —dijo el Ahuizote.

—¿Y por vengarte de él?

—Mi vida.

—Bueno, yo te voy a dar el medio de vengarte sin exponer uno solo de tus cabellos y, además, serás el poseedor de María. ¿Te conviene?

—Mandadme.

—Sólo que es necesario que hagas ni más ni menos cuanto te voy a decir, ¿lo entiendes? Sin apartarte de todo ello un solo punto.

—Lo haré.

—Bien, acompáñame a la casa de don Pedro de Mejía y te diré en el camino.

Aquella tarde el Ahuizote encontró a Martín en la calle.

Garatuza —le dijo—, ¿adónde vas?

—A la casa de don Fernando.

—Siempre tú con esos gachupines que te han de pagar mal, ven, echaremos un trago de pulque y hablaremos, que tengo mucho que contarte.

—No es posible, el oidor tiene una aflicción y necesito acompañarle.

—¿Y el día que tú la tengas te acompañará él?

—Calculo que sí.

—No lo pienses; vamos, vente conmigo, qué te importa.

—Imposible —dijo Martín separándose.

—Bien, Garatuza, vete; si se ríen de ti las gentes, recuerda que yo he tratado de impedirlo.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —dijo volviendo precipitadamente Martín y recordando las indirectas de la bruja.

—Si no quieres saberlo, si te empeñas en ignorarlo.

—No me empeño, pero no creía que era cosa grave.

—Lo es.

—Dímela.

—Pues vamos andando. Ante todo quiero que me confieses que me hiciste una mala acción.

—¿Cuál?

—Sabías que estaba yo enamorado de María y te la llevaste.

—Hombre, yo ignoraba…

—No mientas, al fin ya pasó y te la perdono. Si tú me hubieras hablado con franqueza, te habría dicho que hacías mal en llevártela, porque la conocía yo mejor que tú; pero ya lo hiciste y ahora adelante con la cruz.

—Entonces cree lo que quieras.

—Yo no soy rencoroso y te lo voy a probar, pero prométeme que no harás escándalo y me oirás con paciencia y seguirás mis consejos.

—Si me parecen buenos… Pero dime: ¿de qué se trata?

—Pues bien, se trata de que no seas niño, de que no te dejes engañar.

—¿Engañar de quién?

—De María.

—¡De María! —exclamó pálido Martín.

—De María; óyeme: yo he tenido amores con esa muchacha, y que diga la Sarmiento lo que quiera, me correspondió, me dejó por ti, bueno, le pareciste más joven, más galante, más rico, no importa; pero otro le puede a su tiempo parecer mejor que tú.

El bachiller se había detenido y escuchaba con la cabeza inclinada al Ahuizote, que continuaba diciendo:

—Te voy a confesar, como celoso yo, y después de haber averiguado en dónde tenías a la muchacha, vine a rondar una noche por tu casa, seguro de que tú no estabas porque te había yo dejado en el arzobispado. Me detuve frente a la puerta de la casa, la noche estaba oscura y observé que un hombre llegaba, llamaba y entraba. Aquel hombre no eras tú. Quise cerciorarme y permanecí así en atalaya, hasta que pasado algún tiempo el hombre volvió a salir; casi estaba seguro de que tú no eras, pero quise estarlo aún más. Le seguí y al pasar por delante del farol del Cristo que hay en las casas de don Leonel de Cervantes, me cercioré de que verdaderamente no eras tú. Volví algunas noches y observé que, cuando tú no ibas, él entraba siempre a casa de María.

La rabia se apoderó del corazón de Garatuza, pero no estalló; su furor reconcentrado era aún más espantoso.

—¿Y dices —preguntó con una voz cavernosa— que aún va ese hombre a la casa de María?

—Y tan seguro estoy, que si quieres avisa a María que esta noche no vas y nos ponemos a vigilar la casa; lo verás con tus propios ojos.

—¿Me acompañarás?

—Te acompañaré.

—Vamos a avisar a María que no voy a verla en esta noche.

—Vamos, y ya no nos separaremos.

La Sarmiento no descansaba, y ya hemos visto las lecciones que dio al Ahuizote y lo bien que él desempeñaba su papel.

Fuese luego a visitar a la muda y le dio a entender que un amigo de Martín, que tenía un negocio con él, vendría a las once a esperarle para hablarle en secreto, y ordenó a la criada que cuidaba la casa, que un caballero llamaría a las once con cuatro golpes, que no tardase en abrirle.

Don Fernando de Quesada, que no había tenido ánimo para salir en todo el día de su casa, recibió en la tarde otro anónimo con la misma forma de letra que el anterior, y que decía:

El oculto amigo de don Fernando de Quesada le avisa que si quiere mejores datos sobre la infidelidad de doña Beatriz, ocurra («si no tiene miedo») esta noche, a las once en punto a una casa baja en la calle del Factor, y que tiene por señas una puerta alta y angosta con dos ventanas de cada lado. Cuatro golpes en la puerta para llamar, no hay por qué desconfiar.

El oidor leyó y releyó esta carta mil veces. Estaba concebida con tan infernal astucia, que hasta el amor propio del oidor se ponía en juego con aquella frase subrayada, «si no tiene miedo».

¿Debería ir? Cualquiera desengaño sería preferible a la situación en que se encontraba. Era preciso, era indispensable salir de aquella angustia.

—Iré, iré —dijo resueltamente—, aun cuando me costara la vida, aun cuando no fuera sino para presenciar mi desgracia y humillar a la ingrata.

A las once el oidor salió de su casa embozado en una gran capa, y se dirigió a la calle del Factor.

La noche estaba oscura y pavorosa, pero el alma de aquel hombre estaba más negra; con facilidad encontró la casa que busca* ba y dio cuatro golpes en el zaguán, que se abrió inmediatamente.

—¿Lo ves? —dijo el Ahuizote a Martín desde la acera de enfrente, en donde se habían puesto en acecho.

—¡Infame! —contestó Martín queriéndose lanzar a su casa.

—Calma —dijo el Ahuizote—, tiempo hay para todo. Espera que salga; ahora alborotarías la vecindad, no te abrirían y él podría huir sin que tú lo conocieras siquiera.

Martín se contuvo y se puso a observar. Su respiración era agitada, su corazón latía de una manera espantosa, y sus oídos zumbaban, y en medio del vértigo que se había apoderado de él, le parecía oír de cuando en cuando la burlona carcajada de la Sarmiento, que en aquellos momentos comprendía cuánto tenía de cruel y de sangrienta.

Así pasó una hora mortal para Martín.

El oidor había entrado y encontrándose con María, a la que nada pudo entender, y a la que no pudo tampoco hacer comprender el objeto de su visita.

Don Fernando esperó una hora, al cabo de la cual, creyendo que la persona que le debía dar la luz que buscaba no vendría, pensó en retirarse y esperar nuevo aviso, y se despidió silenciosamente de María.

La puerta de la calle se abrió, destacándose en su claro la figura del oidor.

Martín desnudó su daga y oyó en este momento muy cerca la burlona carcajada de la bruja.

Esta vez el Ahuizote no le detuvo.

Martín vio cruzar ante sus ojos una nube de sangre y se lanzó sobre el oidor, y antes que éste hubiera tenido tiempo siquiera de bajarse el embozo, la daga del bachiller había atravesado su corazón.

Don Fernando lanzó un gemido y cayó muerto; la criada cerró espantada la puerta y el bachiller, sombrío, se quedó de pie al lado del cadáver.

—Vámonos —dijo el Ahuizote tomándole de un brazo—; vámonos, ponte en salvo; has matado a un hombre y no sabemos ni quién será.

—Y esa mujer —dijo con ronco acento Martín—, ¿se queda sin castigo?

—Más tarde será: por ahora salvémonos.

Y casi arrastrando se llevó a Martín y se perdieron entre las sombras. La mañana siguiente, doña Beatriz, extraordinariamente pálida, conversaba con doña María la virreina y con sus hijas.

—Pálida estáis —decía la virreina—, ¿qué tenéis?

—Puedo asegurar a Vuestra Excelencia que yo misma no lo sé. He pasado tan mala noche.

En este momento se oyeron las campanas de algunas iglesias que tocaban a muerto.

—Tocan a muerto —dijo devotamente la virreina—, ¿quién será? Pobre: Requiem aeternam dona eis, Domine.

Et lux perpetua luceat eis —contestaron las señoras. Una camarera entró y la virreina le dirigió la palabra.

—¿Por quién doblan?

—Señora —contestó la camarera—, un caballero acaba de dar la noticia de que es porque en la calle del Factor, en la casa en que vivía una muchacha muda, se ha encontrado atravesado de una puñalada el cadáver del oidor don Fernando de Quesada.

—¡Jesús me favorezca! —exclamó doña Beatriz, desplomándose en un sillón desmayada.

—¡Imprudente! —dijo a la camarera la virreina apresurándose a socorrer a doña Beatriz.

VII. De cómo se hicieron las ceremonias para la fundación del convento de Santa Teresa

Se practicaron activísimas diligencias para averiguar el autor de la muerte de don Fernando y nada pudo sacarse en limpio; la pobre María y la criada fueron puestas en estrecha prisión, pero tampoco pudo obtenerse de ellas una confesión que diese alguna luz en el proceso.

Entretanto las obras del convento de Santa Teresa seguían con increíble presteza, y todo estaba ya preparado cuando llegó el Breve de Su Santidad para la fundación del convento, incorporándole en la orden de Carmelitas descalzas de la nueva reforma, concediéndole todas las gracias y privilegios que a los conventos de España, y nombrando por fundadoras a sor Inés de la Cruz y a sor María de la Encarnación.

Se determinó la traslación de las fundadoras a su convento para el 19 de marzo, y se comenzaron a hacer espléndidos preparativos.

Doña Beatriz, en silencio y triste, continuaba también preparando sus galas para acompañar a la virreina, como su dama, en el día de la ceremonia.

Llegó el día último de febrero del año de 1616.

El templo de Jesús María estaba profusamente iluminado, los altares cubiertos de plata, y ricos sillones recamados de oro, y en bancas cubiertas de terciopelo carmesí, con flecos y borlas de oro, se sentaba una escogida y noble concurrencia.

El virrey, el arzobispo, el obispo de Michoacán, que estaba en México, la Real Audiencia y los tribunales, el Cabildo eclesiástico y el de la ciudad, y un sinnúmero de damas y caballeros de las primeras y más ricas familias de la ciudad.

Se iba a verificar la ceremonia del cambio de hábito de las dos monjas fundadoras.

El arzobispo y el virrey ocupaban los dos asientos inmediatos a los dos lados de la reja del coro bajo.

Se hizo la bendición de los nuevos hábitos y después entonó el arzobispo las vísperas, que se cantaron con toda solemnidad.

Las dos fundadoras se presentaron entonces en la reja acompañadas de las hijas de la virreina, que habían entrado a servirlas de madrinas y se arrodillaron. Se leyó el Breve de Su Santidad, y el arzobispo, después de una corta y elegante plática, recibió de ellas los nuevos votos de la religión de santa Teresa; y entonces las madrinas, desnudándolas de los antiguos hábitos, las vistieron los nuevos que en dos fuentes de plata teman fray Nicolás de San Alberto y fray Rodrigo de San Bernardo, carmelitas descalzos del convento de México.

Durante toda la ceremonia doña Beatriz lloraba sin levantar la cabeza, y don Pedro de Mejía y don Alonso de Rivera la observaban desde lejos.

Terminada la ceremonia que hemos procurado pintar con la misma sencillez que refieren los antiguos escritores (por no faltar a la verdad histórica) comenzaron a salir del templo y a dispersarse por todas partes los fieles que habían asistido a la solemnidad.

Doña Beatriz subió en uno de los carruajes de palacio, y don Pedro y don Alonso en una rica estufa, que les llevó a la casa de la calle de la Celada.

—Profundamente triste está doña Beatriz —dijo don Pedro.

—Es natural, que el golpe que ha recibido no es para menos; pero descuidad, que el tiempo la consolará y de pensar tiene en otro hombre a quien dar su mano; que no vive bien en la sociedad una dama sin la sombra de un marido.

—¿Y creéis que alguna vez pudiera llegar a aceptarme por esposo?

—No lo dificulto, removiendo el obstáculo del oidor que tanto perjuicio nos ha causado, y que, gracias a vos, no ha podido ver su triunfo.

—Gracias a mí, no, don Alonso, sino gracias a la Sarmiento que se ha manejado de manera tal, que no tenemos aún en nuestra conciencia el peso de la muerte de don Fernando.

—¡Bendito sea Dios! ¿Y no sabréis decirme qué se ha hecho del tunante bachiller, Martín de Villavicencio?

—En verdad que no me será fácil daros una razón exacta: que desapareció de México la misma noche de la muerte del oidor, y nadie de él más ha vuelto a saber.

—Es una desaparición milagrosa, y a propósito de desapariciones ¿y aquella vuestra famosa viuda?

—¿Cuál?

—Luisa, la mujer que fue de don Manuel de la Sosa.

—Con gran cuidado me tiene su pérdida, y el no haber sabido más de ella.

—¿Tanto así la amabais?

—No es precisamente por amor por lo que me preocupa, sino por otra cosa que ocultaros no debo, tanto porque entre nosotros no debe ya haber secretos, cuanto porque en esto necesito de vuestra ayuda y consejo.

—¿Qué es, pues?

—Mirad: yo tenía, como sabéis, amorosas relaciones con Luisa desde hacía ya muchos meses, cuando su marido murió. Entonces me exigió Luisa, para continuar en ellas, que le firmase formal promesa de matrimonio.

—A lo que vos, por supuesto, os negasteis.

—Por el momento neguéme; pero la violencia del deseo de saber un secreto importante, que a precio de aquella firma me ofreció Luisa, me obligó a condescender y di por escrito la promesa.

—Malo estuvo ese paso. ¿Pero el secreto valía lo que el sacrificio?

—Sí, que era nada menos que la noticia de los amores de doña Blanca, mi hermana, con don César de Villaclara, que iban a reducirme la mitad de mi caudal.

—Afortunadamente para vos, a resultas de la herida que me infirió don César, el virrey lo ha desterrado a Filipinas por ocho años.

—Y yo he puesto en clausura tal a doña Blanca, dentro de mi casa, que a no ser para el convento o para el camposanto, no saldrá nunca.

—Pero volvamos a Luisa. ¿Qué hicisteis luego?

—Al otro día volví a buscarla, pero ya no estaba en su casa. Todos los criados habían sido despedidos y las habitaciones estaban cerradas, y una familia que cuidaba de ellas no tenía conocimiento de lo que había pasado con Luisa, parque ese mismo día la habían llamado para que se encargase de la casa.

—Entonces podéis estar tranquilo.

—Os engañáis, don Alonso, porque no conocéis vos a esa mujer. Se ha ocultado sin duda para asegurar más el golpe; la temo y por eso estoy preocupado.

—En ese caso, si os parece, busquémosla.

—Sería lo más prudente.

—Pues desde mañana haremos comenzar las pesquisas.

El coche había llegado a la casa de don Alonso y los dos se apearon, y, subiendo pausadamente las escaleras, entraron a las habitaciones, tristes y sombrías, desde que faltaba allí doña Beatriz.

Amaneció el primero de marzo de 1616, y el mismo numeroso y lucido concurso que el día anterior, invadió las naves del templo de Jesús María.

El arzobispo don Juan Pérez de la Cerna llamó a las fundadoras del nuevo convento, y para hacer su traslación rompió sus antiguos votos de clausura en Jesús María.

Era un espectáculo curioso y tierno ver la salida de aquellas dos religiosas, que habían vivido tantos años bajo el techo de aquel santo asilo y al lado de sus hermanas, dejar todo eso para siempre y arrojarse a la nueva empresa con toda la fe de los apóstoles.

Todos los ojos brillaban con el llanto y todos los corazones latían de emoción.

Sor Inés de la Cruz y sor Encarnación, vestidas ya con el modesto sayal de las carmelitas, fueron rodeadas por aquella deslumbradora concurrencia y salieron a montar en las carrozas con sus madrinas, las hijas de la virreina, como arrebatadas en una nube de oro y de seda, de tisú y de plumas, de joyas y de flores.

Era la humildad y la pobreza, llegando al cielo entre un coro de arcángeles.

Sor Inés rezaba y, sin embargo, al pasar por frente a doña Beatriz, se detuvo.

—Doña Beatriz —dijo con su acento inspirado—, vos habéis sido el medio que su Divina Majestad eligió para llevar adelante sus misteriosos fines; pero Dios ha querido heriros con la tribulación y el dolor, para que encontréis el consuelo en donde mismo lo habéis sembrado vos: el Señor os ha visitado.

Doña Beatriz se inclinó y lloró.

La comitiva siguió adelante y todos subieron en las carrozas, que siguiendo a la del palacio, llegaron a la iglesia Catedral.

No era entonces la Catedral la misma que hoy es. Aquélla, comenzada a formar en tiempo de Hernán Cortés, no contentó con toda su magnificencia el alma grande del sombrío Felipe II, y queriendo para la primera ciudad de Nueva España un templo digno de la opulencia de la Colonia y del poder de la metrópoli, despachó cédula a la Real Audiencia y al virrey don Luis de Velasco 1, para que se construyese la Catedral que hoy existe.

Entonces, es decir, en los días a que se refiere nuestra historia, las sagradas ceremonias tenían lugar en el antiguo templo que estaba cerca del moderno y que fue derribado para que su recinto sirviera de atrio.

Las fundadoras del convento de Santa Teresa llegaron a la Catedral, conducidas por una inmensa muchedumbre, y allí el arzobispo, vestido de pontifical, celebró el sacrificio de la misa.

Tratóse luego de la advocación que debía darse al nuevo convento, y en una soberbia urna de plata, ricamente cincelada, se depositaron cédulas con los nombres que debían entrar en este sorteo de devoción.

Un niño bello y rubio como un ángel, llevado de la mano por el arzobispo, sacó una de las cédulas.

—«Señor san José» —dijo el prelado leyéndola y volvió a introducirla adentro.

Dos capellanes de coro movieron violentamente el ánfora, y por dos veces se repitió la operación y por dos veces resultó Señor san José.

Decididamente la suerte se había puesto de acuerdo con el esposo de María, o la suerte en ese día trabajaba de orden suprema.

Entonces las fundadoras, acompañadas de toda la concurrencia y cubiertas con sus grandes velos negros, se dirigieron en solemne procesión a su convento, cuya iglesia estaba en la misma manzana que hoy, pero en la esquina que mira para la calle del Hospicio de San Nicolás.

La virreina, sus hijas y doña Beatriz, entraron a los claustros con las fundadoras, y allí el arzobispo mandó a sor Inés y a sor Encarnación que levantaran sus velos para dar gracias a la virreina y su familia por haberlas acompañado.

La virreina se despidió, y se preparaba ya a salir cuando repentinamente doña Beatriz se arrojó llorando a sus pies.

—¿Qué es esto, doña Beatriz? —preguntó doña María de Riederes—, ¿qué repentino mal os acomete?

—Señora, no me alzaré de aquí hasta no conseguir el permiso y la protección de Vuestra Excelencia para tomar el hábito de novicia en este convento.

—Bien, doña Beatriz, pero eso no es cosa de resolverse de repente. Pensad, meditadlo, no os precipitéis.

—No señora, por Dios y por sus santos, por la vida de Su Excelencia el señor virrey, no me neguéis esta gracia en que vais a darme más que la vida, la salvación de mi alma y la calma de mis últimos años.

—Pero, doña Beatriz, reflexionad.

—Nada puedo reflexionar ya que no haya pensado desde antes —decía Beatriz abrazando las rodillas de doña María y besando sus manos—; no, no me arranquéis ya, señora, de esta santa morada, a la que Dios me destina y a la que hace tiempo me siento llamada.

—Doña Beatriz —dijo solemnemente la virreina—, considerad que el dolor de la muerte de don Fernando os ciega hasta haceros confundir la vocación con la desesperación.

—Señora, si no encuentro amparo ni consuelo sino en el claustro y con Dios, ¿por qué me lo queréis cerrar, señora, sin tener compasión de mí?

—Dentro de pocos años el tiempo habrá curado el dolor, y quizá os arrepentiréis de vuestra imprudente profesión.

—Dentro de pocos años el sepulcro se habrá cerrado sobre mí, y partir quiero de la vida muriendo esposa de Cristo.

—Señora —dijo el arzobispo terciando en el diálogo—, permítame vuesencia que le diga, que sería ya cargo de conciencia impedir más a esta dama que se consagre a Dios.

—Sea como queráis.

Doña Beatriz, radiante de gozo, besó las manos de la virreina y del arzobispo, y se arrojó llorando en los brazos de las hijas del virrey.

Como si ya todo estuviera preparado, trajeron en el momento un hábito de novicia que el arzobispo vistió a doña Beatriz.

Sor Inés de la Cruz estaba encantada con la milagrosa vocación de la primera novicia de su convento.

El virrey y su familia salieron tristemente del templo y en la ciudad corrió inmediatamente la nueva de que había tomado el velo, como la primera novicia del convento de Santa Teresa, la hermosa dama doña Beatriz de Rivera, bajo la advocación de sor Beatriz de Santiago.

VIII. En donde se prueba que tanto valían los polvos de una bruja como el chupamirto de un nahual

Don Carlos de Arellano había llevádose a Luisa a su casa de Xochimilco, que se conocía con el nombre de la Estrella. Al salir ya de la capital Arellano quitó a Luisa el pañuelo que le impedía hablar y las ligaduras de las manos y de los pies; pero durante el tiempo que había durado aquel forzado silencio, Luisa había tenido tiempo de reflexionar maduramente su situación.

Estaba a merced de don Carlos y por fuerza nada conseguiría; la palabra empeñada por Mejía para hacerla su esposa, le había sido arrancada más bien por compromiso que admitida por un ofrecimiento espontáneo, y él quizá se alegraría de la desaparición de una mujer con quien le ligaba ese vínculo.

Por parte, pues, de don Pedro no podía tener esperanza tampoco de auxilio; era preciso usar de la astucia, fingirse, más que resignada, contenta con su nueva posición y ganar la confianza de Arellano para huir el día menos esperado y escapar de su poder.

Con esta resolución, al sentirse libre, en vez de reconvenciones, fueron frases de cariño y graciosas chanzas las que dirigió a don Carlos, que quedó encantado de aquella amabilidad inesperada.

La casa de la Estrella era un hermoso edificio, pero enteramente aislado y rodeado de altísimas y fuertes paredes, y coronado de almenas y de baluartes pequeños.

Durante el primer siglo de la dominación española en la Nueva España, los conquistadores, temerosos siempre de una sublevación, daban a todos sus edificios, principalmente a los que se fabricaban fuera de México, todo el carácter de una fortaleza coronada de almenas, y disponiendo sus ventanas más bien de una manera a propósito para hacer fuego desde ellas que para iluminar el interior. De aquí ese aspecto de castillos feudales que tienen la mayor parte de las antiguas iglesias.

Luisa comprendió que la libertad de que gozaba dentro de la casa de la Estrella, era no más dentro de la casa, porque le hubiera sido imposible realmente salir de allí, pero no se desanimó.

Don Carlos era cada día más sumiso, más solícito y más cariñoso y, sin embargo, no daba esperanzas de permitir la salida de Luisa, que estaba realmente cautiva.

El jardinero de la casa era un indígena joven, inteligente, robusto, que se llamaba Presentación; él salía y entraba a la casa, se quedaba algunas noches fuera de ella, y los domingos generalmente no se aparecía para nada. Era, sobre todo, el sirviente de confianza de don Carlos. Hacerse de aquel hombre hubiera sido la salvación de Luisa, ¿pero cómo? Apenas la hablaba, y en cuanto a comprar su fidelidad era casi imposible, porque Presentación tenía todo lo que necesitaba y se distinguía entre todos los sirvientes por su lujo.

Un calzón corto de escudero ajustado a la rodilla, con dos mancuernillas de oro, sin calzas, pero con unos zapatos de grandes alas bordadas de seda de colores, una camisa de lana finísima y un ancho sombrero color de canela; éste era el traje de Presentación en los días ordinarios, porque en los de gala también se ponía jubón y calzas, y cuanto más usaban los ricos de los alrededores.

Luisa observó un día que mientras ella cortaba unas flores, el jardinero la contemplaba arrobado. Dejó entonces olvidada una rosa, y a poco él vino y la levantó con respeto y la besó.

«Bueno —pensó Luisa—, este hombre me sacará de aquí; ya es mío».

Y como al descuido, dirigió a Presentación una mirada que hizo ruborizarse hasta la punta de los cabellos al pobre muchacho.

En todo aquel día Presentación no hizo nada bueno; se puso a regar y se quedó tan pensativo que el agua inundó los sembrados, porque no se acordó de cortarla; equivocó todo lo que tenía que hacer, y por fin en la tarde se salió de la casa sin concluir su tarea diaria.

En un pequeño jacal vivía un viejo que parecía pertenecer a la raza española pura, pero estaba tan miserable y tan abyecto, que nadie trataba con él; era cojo, no porque le faltara ninguna de las dos piernas, sino porque las tenía torcidas y débiles; las gentes del país le llamaban el ñor Chema y se decía por allí que el ñor Chema era «nahual».

Los nahuales son los compañeros de las brujas que saben hechizar, que se convierten por las noches en perros, guajolotes, lobos, etcétera; que, como las brujas, atraviesan los campos volando en las noches oscuras convertidos en globos de fuego, dejando escuchar ruidosas y alegres carcajadas, y que luego se introducen a la casa y chupan la sangre de los niños.

Éstos son los nahuales y las brujas en las leyendas y en las tradiciones del campo, que no han llegado a desaparecer completamente a pesar de los adelantos de la civilización.

El ñor Chema estaba declarado nahual, y en esto no había remedio, que una declaración así era bastante para que la cosa se tuviera en aquellos tiempos como artículo de fe.

Rasgos maravillosos se contaban de él; quién le había visto entrar al cementerio en figura de un gato (reconociéndole sin duda por su buena educación); quién, atravesar una noche en los aires por encima del tejado de una casa, llevando entre sus brazos a un niño que lloraba, y quién le había oído exclamar, como se contaba entonces que decían las brujas: «Sin Dios y sin santa María», y convertido en el instante en un globo de fuego rojo, escapar por la ventana, riéndose sin duda de su misma habilidad.

Lo cierto es que aquel hombre no tenía relaciones en el pueblo, todos le miraban con terror, los chicos huían de él, y por las noches nadie pasaba a cien varas siquiera de su casa sin hacer la señal de la cruz.

Pero ñor Chema de nadie hacía caso y vivía con tanta tranquilidad, como si el mundo no se ocupara de él, y como si no hubiera en el mundo un tribunal que se llamaba la Inquisición.

Es verdad que llegó a tanto la fama de ñor Chema, que una vez se alarmó el Santo Oficio y llegó a su jacal un comisario con dos alguaciles. Todo el pueblo se alborotó porque creyeron que habría una novedad, y se pusieron todos en observación; pero el comisario entró a la casa de ñor Chema y se estuvo allí un largo rato, saliendo después y retirándose sin meterse más con el nahual.

La gente al principio se escandalizó de esto, pero al fin se calmaron los ánimos, porque los más sabihondos del pueblo dijeron que el ñor Chema sin duda ejercía «la magia blanca y no la negra», y tal vez con privilegio del Santo Oficio.

Una tarde Presentación se encaminó al jacal de Chema y llegó hasta la puerta; vaciló entonces, pero el viejo le había visto, le habló y le fue ya preciso entrar.

—Buenas tardes, ñor Chema.

—¿Qué andas buscando por aquí?

—La verdad, ñor Chema, yo venía a veros.

—¿A verme? ¿Y para qué querías verme?

—Pues la verdad —decía Presentación rascando con una uña la pared y sin despegar la vista de allí—, porque estoy enamorado.

—Y bien, ¿qué tengo yo que ver con eso?

—Que quiero que me deis un chupamirto —y Presentación seguía rascando la pared.

—¿Pero es posible, hijo mío, que tú también creas que yo tengo algo de brujo?

—Yo no sé; lo que sé es que, si queréis, podéis darme un chupamirto, que ningún trabajo os costará, y yo no dejaré de recompensaros.

—Ya te digo que no tengo ningún animal de ésos, que tú lo puedes tomar en el campo a la hora que quieras…

—Pero ¿será lo mismo el que lo coja yo?

—Sí, anda.

—Entonces está bien. ¿Conque es lo mismo?

—Sí, exactamente.

Al día siguiente había matado uno de los lindos chuparrosas que volaban por el jardín y lo había envuelto cuidadosamente en una bolsa de lienzo y lo traía en la cintura, porque en aquellos tiempos el cadáver de ese pajarito era, según la opinión general, un remedio eficaz para ser querido de todas las mujeres bonitas.

Y parece que la casualidad se empeñaba en probar que aquello era cierto. Presentación cada día iba ganando más en el afecto de Luisa, según las muestras de cariño que ella le prodigaba y que él no podía atribuir a otra cosa más que a la benéfica influencia del chupamirto.

Presentación estaba más adelantado cada día, y por fin se atrevió una vez a hablar a Luisa. Ésta no deseaba otra cosa, y sin sentirlo, el pobre indígena quedó completamente prisionero de la astuta mulata.

Luisa no pensaba sino en escapar del lado de Arellano, pero llevándose la promesa de matrimonio de Mejía, que Arellano tenía encerrada en una de sus cajas.

Para lograr esto era necesario astucia y perseverancia, y Luisa, como todas las personas de resoluciones firmes, contaba con la perseverancia.

Don Carlos había hecho transportar a la casa de la Estrella todos los muebles y el equipaje de Luisa, y ella en uno de sus baúles logró encontrar algunos restos de los polvos de la Sarmiento. Entonces sí se consideró libre.

—Presentación —dijo un día al jardinero—, ¿y si yo me quisiera salir contigo, tendrías valor para llevarme?

—¿Por qué no? —dijo Presentación temblando de placer—, cuando queráis, pero es necesario preparar caballos…

—No, mejor es un coche, que mi deseo es entrar a México.

—¿Pues para cuándo lo disponéis?

—Para pasado mañana en la noche.

—Bueno.

—Mira, me asomaré por aquella ventana a las oraciones, si pasas y me das las buenas noches, es señal de que no has podido arreglar nada, si por el contrario, no me hablas, es señal de que todo está preparado y entonces a medianoche me esperas en este lugar.

—Muy bien.

—¡Ah! ¿Podrás proporcionarme un traje de hombre? Aquí tienes dinero para todo.

—Le haré traer de México.

—Silencio, y hasta pasado mañana; el traje aquí también a la medianoche.

Llegaron las oraciones de la noche del día fijado por Luisa, y Presentación comenzó a rondar por el jardín, frente a la ventana, hasta que la vio aparecer. Se acercó mucho a ella y pasó por allí silenciosamente: todo estaba listo.

Luisa estaba a las once de la noche en el jardín.

Entre los rosales divisó un bulto y se dirigió a él; era Presentación que temblaba como un niño.

—¡Cobarde! ¿Por qué tiemblas? —dijo Luisa que estaba enteramente serena—; ¿trajiste la ropa?

—Sí, señora.

—Dámela y espérame aquí mientras voy a vestirme.

Luisa tomó la ropa que le traía Presentación y se dirigió otra vez a su aposento con tanta tranquilidad como si sólo tratara de pasearse en el jardín.

Don Carlos dormía, pero su sueño era pesado y sus cabellos estaban pegados a su frente por un sudor viscoso: era el mismo sueño de don Manuel de la Sosa.

Luisa, sin tomarse el trabajo de mirarle siquiera, comenzó a vestirse el traje de hombre, y no debía ser la primera vez que vestía de aquella manera porque no se mostró embarazada en el uso y colocación de sus prendas, y muy pronto quedó convertida en un precioso adolescente.

Sacó de un armario algún dinero y ocultó bajo la ropilla un puñal pequeño y primorosamente trabajado; se caló un sombrero y se embozó perfectamente en una capa oscura, y con un garbo que le hubiera envidiado cualquiera de los guapos de la ciudad, volvió a incorporarse con Presentación.

—Vamos —dijo imperiosamente Luisa.

—Vamos, señora —contestó humildemente Presentación—, pero no debemos salir por la puerta.

—¿Por dónde entonces?

—Por un agujero que he practicado en las tapias que dan a la espalda de la casa.

—Bien está; guíame.

En el fondo de la huerta y pegado a una tapia había un inmenso montón de yerbas.

Presentación las apartó y apareció en el muro una gran entrada, por donde pasó Luisa siguiendo al jardinero.

Se encontraban entonces en el campo.

Presentación había llegado a soñar que tenía amores con aquella mujer; se había comprometido y expuesto a todo por ella, y se encontraba en aquel momento en que creía que la sacaba de la casa del alcalde mayor don Carlos de Arellano para que fuese enteramente suya, conque no se atrevía a tocarla una mano, ni aun a dirigirle una palabra de amor, y ella mandaba como señora y él obedecía como un esclavo.

Cerca de allí esperaba un carruaje con cuatro mulas. Presentación abrió la portezuela y Luisa en el acto de montar llevó la mano a la bolsa de los gregüescos, sacó un pergamino, y aunque no podía ver la escritura por la oscuridad de la noche, no quiso sin duda más que satisfacerse de que no lo había perdido, porque volvió a guardarle diciendo con cierta especie de tranquilidad:

—Aquí está.

El carruaje comenzó a caminar. Los cocheros debían sin duda saber el término del viaje, porque sin recibir orden ninguna, tomaron el camino de México.

Luisa iba silenciosa y meditabunda en uno de los rincones de aquel amplio carruaje, y Presentación a su lado, procurando, si no verla, adivinarla en la completa oscuridad que allí reinaba.

Así caminaron como una hora; pero el pensamiento y la imaginación del jardinero debían ir en gran actividad, porque muy poco a poco fue acercándose a Luisa hasta que tomó una de sus manos. Ella le dejaba hacer como si estuviera durmiendo, o lo consintiera.

Presentación oprimió suavemente aquella mano y la fue llevando paulatinamente a su boca y puso en ella sus labios una y muchas veces. Luisa no se movía.

Presentación cobró ánimo, se acercó más y echó su brazo izquierdo al cuello de Luisa, mientras con su mano derecha estrechaba la de ésta: pero no bien había ejecutado esta acción cuando aquella mano se desprendió violentamente, desapareció de la del jardinero, y éste la volvió a sentir de vuelta, pero ya en su rostro y menos pasiva que antes.

Presentación dio un salto y volvió a su rincón.

Antes de amanecer entraba el carruaje por las calles de México.

—Que se detengan aquí —dijo Luisa.

Presentación mandó a los cocheros detenerse.

Luisa y él bajaron del coche.

—Págales y que se vayan —dijo Luisa dándole una bolsa con dinero. Contó Presentación una cantidad y la entregó a uno de los cocheros que volvió a montar en la mula, y a poco el coche desapareció de las calles. Luisa y su compañero se habían quedado solos. Luisa se embozó en su capa y echó a andar por unas callejuelas sombrías y tortuosas; de repente se detuvo cerca de una esquina.

—Presentación —dijo al jardinero—, en este lugar espérame un momento, a la vuelta debe vivir una conocida mía, que creo que nos consentirá de huéspedes mientras encontramos casa; aquí te estás sin moverte, y cuando oigas un silbido es señal de que todo está arreglado. ¿Lo oyes?

Presentación no tenía voluntad ante aquella mujer y se contentó con decir:

—Sí, señora.

Luisa torció la esquina y Presentación se apoyó contra la pared.

Algunas personas que pasaron por allí a las dos de la madrugada pudieron ver a Presentación que esperaba todavía.

IX. Otra vez con «la Sarmiento»

Otra vez con la Sarmiento

El bachiller Martín de Villavicencio, alias Garatuza, no pensó, después de la muerte del oidor y cuando el Ahuizote le arrancó del lugar del acontecimiento, sino en buscar un paraje seguro en donde escapar de las garras de los alguaciles y corchetes, en caso de que algo se llegase a descubrir. Y ni a él ni al Ahuizote les ocurrió lugar más a propósito que las cuevas de la Sarmiento, y para la casa de ésta se dirigieron.

Verdaderamente el bachiller ni sospechas tenía de quién había sido el hombre muerto por su mano; el Ahuizote no había recibido de la Sarmiento más instrucciones que llevar allí a Martín, y él tampoco podía sacarle de dudas.

Cuando llegaron los dos a la casa de la bruja ésta también acababa de llegar, también ella había ido a presenciar la escena, y por eso Martín escuchó su carcajada en el momento en que vio abrirse la casa de María.

—¿Qué andáis haciendo? —preguntó la bruja, haciéndose de las nuevas.

—Señora Sarmiento —contestó Martín—, acabo de matar a un hombre por justos motivos, y témome mucho que la justicia dé sobre mí, si algo sospecha, y vengo a pediros asilo.

—Lo tendréis, que ya esperaba yo que por eso vendríais de un día al otro.

—¿Luego vos sabíais ya algo de María?

—Nada.

—¿Entonces?

—Sencillamente, porque en estos días se han cumplido los cinco meses que os anuncié que pasarían para que un amigo vuestro muriese asesinado por mano de un su amigo. ¿Recordáis? —¿Es decir que el hombre que yo he muerto?

—Es el oidor don Fernando de Quesada.

—¡Maldita sea mi suerte! —exclamó Martín, dándose una palmada en la frente y quedándose luego en una especie de estupor, que por largo tiempo respetaron la bruja y el Ahuizote.

—Voy a denunciarme yo mismo —dijo de repente Martín, dirigiéndose a la puerta.

—Si yo te lo consiento —contestó el Ahuizote, apoyándose de espaldas en la puerta cerrada y tomando a Martín de los brazos.

—¿Quiere decir —preguntó Martín con una calma espantosa— que después de que tú me has enseñado la víctima para herir, me impides vengarme de mí mismo, por crimen tan atroz?

—Yo no sabía de quién se trataba.

—Sí, tú lo sabías lo mismo que la Sarmiento, que me ha dicho a quién yo maté, cuando aun yo mismo lo ignoraba.

—Pero tú estás cierto de que ese hombre ha estado en la casa de tu querida en altas horas de la noche, y yo no te llevé sino a desengañarte de lo que tú me negabas.

Ahuizote —dijo Martín con la misma calma que antes—, ¿me dejas salir o no?

—Martín —dijo la bruja—, ¿queréis que os dejemos salir, cuando estamos ciertos de que vuestra denuncia nos conduce a mí a la hoguera y al Ahuizote a la horca?

—No soy capaz de denunciar a nadie, y menos a vosotros, a quienes estoy unido por los juramentos de la «Compañía negra». Voy a declararme culpable yo solo; a que me juzguen y a que me castiguen a mí solo, porque no puedo ya soportar la vida, tras lo que ha pasado.

—Pero eso es un suicidio, una locura que nosotros no podemos consentir de ninguna manera.

—Por última vez, ¿me dejan el paso libre?

—No, no y no —dijo en esta vez con resolución el Ahuizote.

Garatuza se hizo un poco atrás y sacó su daga para lanzarse sobre el Ahuizote, pero en el momento de alzar el brazo sintió que se lo tomaban como entre dos tenazas de hierro. Volvió el rostro y era el sordomudo Anselmo que durante la disputa había venido acercándose a una señal de la Sarmiento.

El Ahuizote le tomó los pies y la bruja la cabeza, y en un instante el bachiller quedó completamente sujeto y con una mordaza.

—Bachiller —le dijo la Sarmiento—, tenemos que mirar por nosotros mismos; estáis loco, os perdéis y nos vais a perder a todos. Ya os entrará la calma y entonces agradeceréis todo esto que por vos hacemos —y luego agregó, dirigiéndose al Ahuizote y haciendo una señal al sordo—: Al subterráneo.

Anselmo y el Ahuizote se acercaron al bachiller y le tomaron entre los dos; la vieja, con un farol guiaba y descendieron así la escalera del subterráneo, sólo que esta vez no siguieron de frente, como había visto siempre Martín, sino que tomaron a la izquierda, y la bruja abrió una puerta sumamente gruesa y pesada, y penetró a otra bóveda en la que había algunas camas y jergones en desorden.

La Sarmiento puso en el suelo la luz, arregló uno de aquellos lechos y allí colocaron a Martín sus conductores.

La bruja le quitó la mordaza que lo fatigaba, dejó la luz en el suelo y salió seguida del Ahuizote.

El sordomudo se sentó sobre un cajón al lado de Martín y a poco comenzó a dormitar…

El bachiller, a pesar de sus ligaduras y de su desesperación llegó a dormirse, y durmió mucho, pero a él le pareció un instante, porque al abrir los ojos, el mismo candil ardía puesto en el suelo y Anselmo dormitaba en el mismo lugar; sin embargo, habían pasado seis horas.

Martín estaba completamente calmado y comprendió que le había ido mejor con la agarrotada que le habían dado la bruja y el Ahuizote, que si hubiera ido a denunciarse voluntariamente, y casi casi comenzó a agradecérselo. Pero ya se sentía muy incómodo y deseaba que llegara la Sarmiento.

Como aunque hubiera gritado mucho, no habría logrado hacerse oír de Anselmo, determinó esperar con paciencia hasta que él le viese, para poder hacerle aunque fuera con la cabeza, una seña.

Anselmo no se hizo esperar, volvió la vista, vio que Martín se movía, se levantó inmediatamente y salió.

El bachiller quedó pensando qué iría a hacer el mudo.

A poco la puerta volvió a abrirse y se presentó la Sarmiento.

—Buenos días, señor bachiller —le dijo—, ¿qué tal os sentís?

—Bien, pero me incomodan mucho, me lastiman estas ligaduras.

—Os libraré de ellas si estáis ya más calmado y no pensáis en la locura de iros a denunciar.

—De ninguna manera, que con un corto rato que he dormido, estoy completamente variado.

—¡Eh, si habéis roncado como seis horas! ¿Y llamáis a esto corto rato? —exclamó la vieja comenzando a desatar a Martín.

—Seis horas —decía Martín, extendiendo los brazos con deleite—, ¿pues qué horas serán?

—Son como las siete de la mañana.

—¿Y tan oscuro?

—¿Olvidáis que éste es un subterráneo?

—Es cierto, y ¿podré salir de aquí?

—No, no me parecería prudente hasta no saber lo que se dice en la ciudad respecto a lo pasado anoche; entonces ya podréis libremente pasearos, si la razón es buena, y largaros si es mala.

—Me parece muy bien. ¿Sabéis que tengo hambre?

—Anselmo os traerá pronto el desayuno.

—Pero no vayáis a mezclarle algunos de vuestros infernales menjurjes.

—Si yo tuviera malas intenciones contra vos, ¿quién me impedía haberos «despachado» anoche, que os tenía entre mis manos como un corderito, y que nadie os había visto entrar? No seáis desconfiado, ni insultéis de esa manera a los buenos amigos.

Martín se desayunó con gran apetito.

En la tarde llegó el Ahuizote contando la prisión de la criada de María, sin decir nada de ésta, y refiriendo las activas pesquisas de la justicia, y se acordó entre los tres que Martín seguiría escondido hasta ver el resultado que tenían aquellas indagaciones.

Así se pasaron muchos días, sin atreverse el bachiller a salir a la calle, y viviendo en la casa de la Sarmiento.

Una madrugada oyó la bruja golpes repetidos en la puerta y el corazón le dio, como ella decía, una vuelta; levantóse precipitadamente y acudió a abrir.

—Buenos días —dijo entrando bruscamente un joven, casi un niño, hermoso y elegantemente vestido.

—Dios os guarde, niño —contestó la bruja prendada de la gallardía y belleza del mancebo, que sin ceremonia tomaba asiento en uno de los sitiales.

—Señora Sarmiento —dijo el adolescente, bajándose el embozo y acercando su rostro al candil encendido que tenía la bruja.

—Sólo para serviros —dijo, más y más admirada la Sarmiento.

—Miradme bien. ¿Qué me advertís?

—Más os miro y no os conozco, y sólo veo —dijo con cierta zalamería la bruja— un niño como un ángel.

—Poned más cuidado. ¿Qué notáis?

—¡Ah! ¡Las orejas agujeradas!

—¿Entonces?

—¡Una dama!

El muchacho hizo una señal afirmativa con la cabeza. La bruja reflexionó, mirándole con suma atención, como si quisiera tener un recuerdo de aquella fisonomía, a fuerza de mirarla.

—¡Ah! —volvió a exclamar.

—¿Qué?

—Ya caigo —dijo acercándose y hablando muy bajo—; la señora doña Luisa.

—La misma —dijo Luisa.

—¿Pero a esta hora? ¿En ese traje?

—Las circunstancias lo exigían así; por ahora necesito, en primer lugar, que me deis posada esta noche y mañana, durante todo el día.

—Pero si…

—No hay disculpa, que siempre te he pagado muy bien. En segundo lugar, que para mañana en la noche me tengas preparadas saya y tocas negras de viuda, y, en tercer lugar, que mañana en la noche esté aquí el Ahuizote, ¿Lo entiendes?

—Sí, doña Luisa.

—Pagaré como de costumbre. Comenzaremos por lo primero, ¿dónde me acuesto, que estoy sumamente cansada?

—Pues si os place en mi mismo aposento, y en la cama que era de María.

—¿Qué le sucedió a esa muchacha?

—Se huyó de aquí sin saberse con quién.

—Muy bien hizo.

—La trataba yo a cuerpo de rey.

—Pero no querría estar en una casa a donde tan de continuo visita el diablo; vamos, despachad.

La bruja condujo a Luisa a su aposento y le mostró la cama que había sido de María.

Luisa se tendió en ella sin desnudarse, y poco después su respiración dulce y tranquila indicaba que dormía.

Durante todo el día siguiente, el bachiller, advertido por la Sarmiento, no salió de su escondite.

Luisa llamó en la tarde a la bruja.

—Señora Sarmiento —la dijo—, quisiera contar contigo para un negocio que traigo entre manos.

—Decidme cuál.

—Soy viuda como tú sabes.

—Y demasiado.

—Bien, no te pregunto más. Quiero casarme por segunda vez y he elegido a don Pedro de Mejía para mi esposo.

—Soberbio casamiento, ¿pero él querrá?

—Le obligaremos; pero fuerza es que tú me ayudes, y que, por supuesto, cuentes con una magnífica recompensa.

—Haré de mi parte cuanto pueda.

—Óyeme, tengo en mi poder una promesa formal de matrimonio firmada por don Pedro.

—¡Oh! Entonces sobra.

—No sobra, porque tengo que combatir con que don Pedro está enamorado de doña Beatriz de Rivera, y que tal vez quiera meter pleito para anular esa obligación, y como es hombre tan rico, ¿quién sabe?

—Desechad esos temores porque doña Beatriz de Rivera se ha metido a monja desde la muerte del oidor don Fernando de Quesada.

—¿Muerto el oidor? ¿Monja Beatriz?

—Extráñame que no sepáis nada, cuando tanto ruido han hecho esos acontecimientos en la ciudad.

—Desde la muerte de Sosa, no he salido para nada de una quinta, cerca de aquí.

—Entonces ignoraréis también que don César de Villaclara, para quien me pedisteis un elixir, ha sido desterrado a Filipinas por haber dado una terrible estocada a don Alonso de Rivera.

—También lo ignoraba —dijo Luisa, sintiendo calmarse sus celos por doña Blanca, con la ausencia de Villaclara.

—Pues todo eso ha pasado, de manera que ya doña Beatriz no es obstáculo para vos en cuanto a que don Pedro intente un pleito. No lo hará si le amenazáis con revelar la parte que tuvo en preparar el asesinato del oidor Quesada.

—¿Y qué parte fue ésa?

—Os lo voy a referir para que os sirva de arma, segura yo de que nunca de esto hablaréis a la justicia, por la parte que en ello me pudiera tocar, y porque una vez presa yo por vuestra causa, me vería en la necesidad de dar mi declaración en todo lo relativo a la muerte de vuestro marido don Manuel de la Sosa.

—No temas, y háblame con franqueza.

La bruja entonces refirió a Luisa todo lo relativo a la muerte del oidor, sin ocultarle ni aun lo que el lector no sabe: que al otro día de la muerte de don Fernando recibió una fuerte suma.

X. En que se verá cuán cierto es aquello de que «nunca la prudencia es miedo»

Doña Blanca de Mejía vivía verdaderamente en un duro cautiverio, y sin embargo, su persona era objeto de profundas cavilaciones por parte de su hermano don Pedro, para obligarla a tomar el velo; por parte de don Alonso, para obtener su amor y su mano, y en el fondo, ni el uno la aborrecía de corazón, ni el otro la amaba: el interés movía tan sólo a aquellos dos hombres. Blanca sufría resignada, como un ángel, todas aquellas persecuciones sin quejarse siquiera, porque la única persona a quien podía abrir su corazón era su madrina doña Beatriz, y ésta había entrado al convento.

Doña Blanca se consumía sola con su infortunio, como se marchita con los rayos del sol una flor en una playa arenosa.

Don Pedro sólo contra ella se ensañaba, porque era el único obstáculo que encontraba a su paso; pero para don Alonso, el obstáculo principal era don Pedro, y aunque mintiéndole amistad, no pensaba sino en hacerle desaparecer, para dirigirse con más franqueza a doña Blanca.

La noche siguiente a los acontecimientos que referimos en el capítulo anterior, a las ocho y media, don Alonso llegaba a la casa de don Pedro, seguido de Teodoro que llevaba un farol para alumbrar el camino a su señor.

Doña Beatriz, antes de profesar, dio a Teodoro carta de libertad; pero el negro juró a su señora averiguar todo lo relativo a la muerte del oidor, y con su natural sagacidad comprendió que aquel golpe había salido de don Pedro y don Alonso, y conoció también que, ganando la confianza de su amo, muy pronto se haría dueño de aquel secreto. En su interior había jurado vengar a doña Beatriz y a don Fernando, y Teodoro era hombre que sabía cumplir sus juramentos.

Don Alonso entró a los aposentos de don Pedro, y Teodoro apagó su farol y se sentó en el corredor, en la puerta de la antesala, no tenía ni con quién platicar, porque como era de noche no había allí más visita que don Alonso; no había tampoco ni lacayos ni esclavos, esperando con faroles a sus amos.

Comenzaba ya a dormirse cuando oyó pasos por la escalera y apareció una dama encubierta, con un escudero que le seguía.

Aquélla debía ser alguna aventura.

Al llegar cerca de Teodoro, que procuraba ocultar su rostro y que se fingió dormido, la dama dijo a su rodrigón:

—Debe de estar aquí alguien de visita, porque miro un esclavo aguardando con un farol.

Teodoro sintió helarse su sangre, aquella voz era demasiado conocida para él, era la de Luisa. ¿Luisa en la casa de don Pedro de Mejía?

—Si queréis que pregunte a este esclavo —contestó el Ahuizote, que era el que acompañaba a Luisa.

—Es inútil. Me haré anunciar y hablaré a solas con don Pedro de Mejía.

Luisa entró y el Ahuizote comenzó a pasearse por el corredor, mirando las plantas y los tibores de China, y el rebertero formado de pedacitos de vidrio con mechero de aceite, que alumbraba la escalera, hasta que, cansado, se sentó.

Teodoro se sentía devorado por la curiosidad; cualquiera cosa hubiera dado por saber a qué venía Luisa, pero le era imposible.

Esperaba ver salir muy pronto a don Alonso, pero no fue así; ni Luisa ni don Alonso salían; era una conferencia sin duda muy larga.

Nosotros, más felices que Teodoro, vamos a ver lo que pasaba en el interior de la casa de don Pedro.

Luisa se dirigió a un lacayo y le dijo:

—Hacedme la gracia de decir a vuestro amo, que una dama desea hablarle a solas.

El lacayo pensó prudente pasar inmediatamente el recado.

—¡Una dama! —dijo don Pedro admirado.

—Sí, señor —contestó el lacayo—, cubierta y enlutada.

—Me retiro para dejaros en la más completa libertad —dijo don Alonso.

—¡Oh! De ninguna manera, que otra sala hay donde pueda hablar yo con esa señora, y como me figuro que no será asunto muy largo…

—Entonces os esperaré.

—Que pase esa dama —dijo don Pedro al lacayo— a la sala encarnada.

Luisa quedó allí sola, pero a pocos momentos se presentó don Pedro.

Luisa inclinó graciosamente la cabeza, levantándose un poco del sitial para saludar a don Pedro.

—Señora —le dijo galantemente Mejía porque el talle de aquella mujer y sus manos eran hechiceros, y al través del tupido punto de su velo se adivinaba el brillo de sus ojos—, permitidme que antes de preguntaros en qué tendré la dicha de seros útil, me felicite por la fortuna de ver en esta casa dama que debe ser tan principal como bella.

—Don Pedro —dijo Luisa levantándose el velo— ¿me conocéis?

—¡Luisa! —exclamó Mejía sorprendido.

—Sí, Luisa, a quien sin duda habíais olvidado ya.

—¿Olvidado? No, pero vuestra desaparición…

—Segura ya de vuestro amor, quise huir de la imprudente solicitud de tantos que llamándose amigos, no van a la casa de una viuda joven y hermosa sino con la esperanza de tener parte en la herencia del difunto.

—Bien, ¿pero sin avisarme, sin decirme siquiera adiós?

—Para hacer una acción que es buena, no es preciso avisar. Deciros adiós ¿y para qué, cuando tan poca pena tomasteis por mi ausencia? Si hubierais querido, pronto me hubierais encontrado.

—¿Pero en qué puedo ahora seros útil? —dijo Mejía queriendo cortar aquella conversación, y saber definitivamente cuáles eran las intenciones de Luisa.

—Vengo nada más a preguntaros: ¿para cuándo habéis fijado el día de nuestra boda?

—¿De nuestra boda? —preguntó Mejía haciendo un gesto de disgusto—; ¿aún insistís en eso?

—¡Que si aún insisto! ¿Pues qué olvidáis que tengo una formal promesa vuestra?

—¿Y si yo me resistiera a llevarla a efecto?

—No creo que lo hicierais.

—¿Por qué; no estoy en mi derecho?

—En ese caso yo me presentaría pidiendo justicia y os obligarían a casaros.

—O no, que mi obligación no puede subsistir cuando habéis desaparecido por tanto tiempo, sin saber yo dónde habéis ido.

—Probaría yo que he estado en un convento.

—Bien, veremos quién obtiene la palma. Os advierto, señora, que haré uso de todo mi influjo.

—Admito el desafío, y os advierto a mi vez también que será entonces necesario que la Audiencia y el Santo Oficio sepan vuestras relaciones con la bruja Sarmiento, y vuestra participación en el negocio de la muerte de don Fernando de Quesada.

—¡Qué decís! —exclamó espantado Mejía.

—Nada. Os indicaba lo que pudiera descubrirse en el caso de que tengamos que llegar hasta la justicia.

—¿Pero vos cómo sabéis?

—Yo sé más de lo que podéis vos suponeros, y lo probaré.

—¡Luisa!

—Me retiro —dijo Luisa levantándose de su asiento.

—Esperad, esperad un momento, hablaremos.

—Decid, que ya es tarde.

—¿No habría una manera de que quedásemos en paz?

—Sí la hay y muy fácil.

—¿Cuál es? Decidla.

—Casaos conmigo.

—¡Pero Luisa!

—No retrocedo.

—¿Habéis traído el documento que os otorgué?

—No, pero si queréis volver a verle convendréis en que no os deja arbitrio, está puesto por un escribano.

—¿Queréis que aplacemos para mañana la conversación?

—Sí.

—Pero no en esta casa.

—¿Pues en dónde?

—En la calle de la Celada, en la casa de don Alonso de Rivera, a las ocho de la noche ¿o preferís que yo vaya a veros?

—No, iré a la casa de don Alonso.

—¿Y llevaréis el documento?

—Le llevaré.

—Estamos conformes.

—Adiós —dijo Luisa levantándose y tendiendo la mano a don Pedro—, adiós, esposo mío.

—Todavía no, todavía no —contestó don Pedro con galantería, besando la mano de Luisa.

—Pero ya casi es seguro, hasta mañana.

Luisa se envolvió con su velo, y acompañada de don Pedro atravesó en silencio, pero majestuosamente como una deidad, aquellas antesalas hasta llegar a la escalera. Don Pedro le dio la mano para bajar y la dejó hasta la puerta de la calle. Había en él más amabilidad que la que era de esperarse.

Luisa salió a la calle seguida del Ahuizote, y don Pedro volvió a subir en busca de don Alonso.

Teodoro observaba todo sin moverse.

—Don Pedro —dijo Rivera, al verle entrar—, estáis demudado.

—¡Ay, amigo mío! Es que puedo deciros que casi he visto al diablo.

—¿Cómo?

—Luisa acaba de llegar a reclamarme el cumplimiento de mi promesa de matrimonio.

—Supongo que os habréis negado rotundamente.

—No, porque esa mujer es un enemigo terrible y tiene armas poderosas.

—¿Y habéis cejado por temor?

—No, don Alonso, por prudencia. Oíd lo que ha pasado con ella —y don Pedro contó su entrevista con la dama.

—Por mi fe, que la cosa está más seria de lo que yo creía —dijo don Alonso después de escuchar la relación de don Pedro— y lo peor del caso es que, según se ve, esa mujer sabe cuanto ha pasado y nos puede envolver a los dos en la misma ruina.

—Así es, en efecto —dijo don Pedro—, por eso es que ahora más que nunca debemos disponernos a combatirla.

—Quizá no haya más remedio que condescender con ella, y después mirar cómo nos libraremos de su presencia.

—Eso sería para el último caso. Mientras probaremos a vencerla. Mañana la he citado para vuestra casa y me ha prometido llevar el documento. Si pudiéramos disponer las cosas de manera que nos apoderásemos de su persona, le quitaríamos ese documento y luego…

—Pero ¿suponéis que ella no sospecha ya que se trata de tenderla una celada?

—No, nada sospecha, os lo aseguro.

—Entonces prepararé las cosas de manera que si hubiese necesidad del rigor…

—Eso es, eso es…

—¿A qué hora es la cita?

—A las ocho de la noche.

—Os esperaré.

Luisa, seguida siempre del Ahuizote, llegó a la casa de la bruja.

—¿Qué tal? —dijo la Sarmiento al verles entrar.

—Así, así —contestó con indiferencia Luisa—, me ha citado don Pedro para mañana en la noche, y espero que allí se arreglará todo.

—¿Para dónde os citó?

—Para la calle de la Celada, a las ocho, y me encargó que no deje de llevar el documento.

—¿Y cumpliréis?

—Cumpliré, aunque la cita en la calle de la Celada tiene traza de ser una verdadera celada, pero tomaré mis precauciones.

—Y haréis perfectamente.

—Sí, que en todo caso no es miedo la prudencia, y nunca cuando se trata con personas de esta clase —y dirigiéndose a su acompañante, agregó—: Ahuizote, te espero mañana a las oraciones, y cuida de buscar tres o cuatro compañeros de confianza y bien armados, que vengan también contigo; puedes retirarte.

El Ahuizote saludó y se retiró.

—Ahora, nosotras, a descansar —dijo Luisa.

—A descansar —replicó la Sarmiento—, que mañana será otro día.

XI. Cómo en donde menos se piensa…

Don Pedro y don Alonso esperaban con impaciencia la hora de la cita con Luisa, en la casa de la calle de la Celada.

Todo estaba dispuesto por ellos de la manera más a propósito para apoderarse de aquella mujer, si la ocasión se presentaba favorable para hacerla desaparecer.

Don Alonso no quería tener más auxiliar en la empresa que a Teodoro, a quien no conocía sino por su lealtad con doña Beatriz y su discreción.

Teodoro tenía ya en toda forma su carta de libertad, otorgada por doña Beatriz; pero ni había querido demostrarla, ni hacer uso de ella, como hemos visto, con el solo objeto de seguir la pista a los que habían causado la muerte del oidor y la desgracia de doña Beatriz.

Sonaron las ocho de la noche en un inmenso reloj que había en la sala en que don Pedro y don Alonso esperaban, y los dos dirigieron instintivamente la vista a la puerta por donde debía aparecer Luisa.

Teodoro había recibido orden de ocultarse en el alféizar de una ventana, cubierto por el cortinaje, y de no aparecer hasta que no fuese llamado.

Era llegado el momento y una silla de manos penetró en la casa de don Alonso, conducida por dos robustos macetones y escoltada por otros dos que llevaban luces para alumbrar el camino.

Los hombres con la silla llegaron hasta la antesala y allí la colocaron cuidadosamente en el suelo. Uno de los escuderos, que era el Ahuizote, abrió la portezuela y Luisa, enlutada como en el día anterior, salió de la silla.

Un lacayo esperaba ya en la antesala para anunciar a su amo la esperada visita. El lacayo era un hombre de toda confianza para don Alonso, que había tenido cuidado de alejar a todos los demás criados, para que nada advirtiesen de lo que allí podía tener lugar.

—Anunciad a unos señores que deben estar adentro —dijo Luisa al lacayo— que aquí está la dama a quien aguardan.

El lacayo hizo una reverencia y entró.

—Es un hombre solo —dijo Luisa precipitadamente al Ahuizote—; nadie más hay por aquí.

—Todo va bien, saldrá como lo habéis dispuesto.

El lacayo volvió.

—Señora —dijo a Luisa—, podéis pasar —y abriendo la puerta se inclinó respetuosamente, dejando pasar a la dama.

—Decid a mis criados que se retiren al pie de la escalera, a esperar que se les llame —dijo Luisa al entrar; pero de manera que esta orden fuese escuchada por los que estaban esperándola, y por los que la habían traído y estaban en la antesala.

—Muy bien, señora —contestó el lacayo cerrando la puerta por donde había entrado Luisa.

El hombre se volvió a dar a los conductores la orden de la señora, cuando repentinamente todos ellos, sacando los puñales que traían ocultos, se lanzaron sobre él y le rodearon.

—Si das un solo grito, eres muerto —dijo el Ahuizote.

—Pero, señores —contestó el lacayo temblando.

—Nada te haremos —agregó el Ahuizote—, pero obedece, y en primer lugar desnúdate de la librea; pero inmediatamente.

El lacayo sin replicar se desnudó.

—Ahora entra en esta silla.

El hombre obedeció, y la silla fue colocada en un rincón.

—Si haces el menor ruido mueres en el acto —dijo el Ahuizote—; ahora tú vístete esta librea —agregó dirigiéndose a uno de los que lo acompañaban—, con ella podrás explorar sin temor de que por el traje vayas a infundir sospechas.

Aquel otro hombre se vistió la librea, y en un momento quedó transformado.

—Ahora mira en los cuartos de aquí cerca si hay alguien.

El hombre salió con precaución y volvió diciendo:

—Nadie.

—Bueno —dijo el Ahuizote—, a cualquiera que venga, tú lo despedirás como lacayo del señor don Alonso. Ahora a nuestros puestos.

Y todos se agruparon en la puerta a escuchar lo que pasaba adentro.

—¿Habéis traído con vos la escritura? —decía dulcemente don Pedro.

—Sí que la traje; pero antes prudente seria que hablásemos —contestó Luisa—, que al fin solos podemos consideramos porque don Alonso está tan interesado como vos en el asunto.

—¿Por qué decís eso? —preguntó don Alonso.

—Para explicarlo, ¿me permitiréis contaros una historia, que será corta pero interesante?

—Hablad, señora —dijo don Alonso—, que en todas partes la belleza y el talento tienen derecho más de mandar que de pedir.

—Verdaderamente sois muy galán; pero escuchadme. Había en una ciudad una hechicera que se llamaba, como vos queráis llamarla, supongo la Sarmiento, y me ocurre este nombre porque he oído mentar mucho en México a una que lleva este nombre. ¿Vosotros la conocéis?

—No, no —dijo mostrando indiferencia don Alonso.

Don Pedro no se atrevió a contestar.

—Pues bien —continuó Luisa—, eso no importa. Pues esa mujer tenía los secretos de muchos y ricos señores de aquella ciudad. Una vez supo ella que una dama muy protectora suya estaba en muy grande trabajo, porque un sujeto se negaba a cumplirla una palabra que la había empeñado, y como él era poderoso y fuerte y la dama débil y desvalida, creía él que podría burlarla con sólo querer. La hechicera fue a la casa de la dama, y la dijo: «Buena señora, sé lo que os pasa, y no os apenéis, que vos me habéis hecho beneficios y yo me predo de agradecida. Tomad este amuleto y con él lograréis dominar la voluntad, no sólo de vuestro rebelde amigo, sino de un compañero suyo tan identificado con él en suerte, que lo que a uno quepa, en virtud de este amuleto, cabrá también al otro».

—¿Y qué amuleto fue ése? —preguntó Mejía, procurando disimular su turbación.

—El velo de una novicia, teñido con la sangre de un oidor, que debía haber sido su esposo.

Don Alonso y don Pedro quedaron sombríos.

Teodoro se estremeció en su escondite, y Luisa, con una terrible sangre fría, continuó:

—Pues la hechicera explicó a la dama cómo aquel velo, tinto con aquella sangre, se había comprado con dinero que los dos enemigos de la dama habían prodigado, y le explicó todas las circunstancias que habían mediado para conseguirlo. Ahora, que tal vez comprenderéis la moral de mi cuento, comenzaremos a tratar de nuestro negocio.

—Está bien —dijo don Pedro tratando de sobreponerse a su malestar—, ¿cuánto exigís por devolverme mi palabra de casamiento?

—¡Exigir! Yo nada pido por ella, ni mi intención ha sido nunca la de venderla. Don Pedro, desde anoche he creído inútil esta conferencia, porque no exijo más sino que me contestéis si estáis dispuesto a cumplir vuestra palabra o no, y yo no saldré de esta pregunta.

—Señora —dijo don Alonso.

—Caballero, os suplico que a mí nada me digáis; aconsejad a vuestro amigo, en el concepto de que si se niega iremos ante los tribunales, y podré referiros delante del alcalde, o de la misma Audiencia, el cuento de la Sarmiento con todos sus pormenores. ¿Lo entendéis?

Luisa calló y los tres quedaron en silencio. De repente don Pedro, con una mal fingida alegría, exclamó:

—¡Luisa mía! Habéis vencido; vuestro será mi nombre, como mía será vuestra hermosura; dama de tal ingenio y tal belleza, digna es de un monarca.

—Gracias a Dios —dijo hipócritamente don Alonso.

—Al fin, don Pedro, ¿reconocéis vuestra injusticia conmigo?

—Sí, Luisa mía, sí, venid a mis brazos, y séllese nuestro amor eterno.

Don Pedro estrechó entre sus brazos a Luisa dulcemente.

—Esposa mía, ¿en dónde está esa promesa, que ahora más que nunca me alegro de haber firmado, porque va a hacer mi felicidad?

—Aquí está, esposo mío, aquí —dijo Luisa sacando de su seno un pergamino—; ingrato, que habéis hecho padecer tanto a mi corazón.

—Me arrepiento, me arrepiento de todo eso —dijo don Pedro verdaderamente contento, por tener en su mano el pergamino, objeto de tantas ansias—, y en prueba de ello, mirad cómo voy a destruir esta escritura para que veáis que este matrimonio no más que a mi amor lo debéis.

—Lástima —decía candorosamente Luisa, mirando arder con gran facilidad el pergamino en una bujía—, lástima; ya se consumió todo. ¿Y cuándo será la boda?

—Ya veremos, ya veremos —contestó Mejía menos amoroso que antes.

—Es que yo quiero que sea muy pronto —insistió Luisa.

—No puede ser, tengo mil negocios que arreglar antes, y no podrá ser la boda hasta dentro de un año.

—¿Un año? No, imposible, no me espero.

—Entonces no esperéis, haced lo que os plazca.

—Lo que me place es que sea en este mes, o de lo contrario me presentaré.

—Presentaos —dijo sonriéndose Mejía—, llevad a la Audiencia esas cenizas, no dejarán de haceros caso.

—¿Conque para eso quisisteis la escritura?

—¿Os figuráis que soy un niño, que había de tenerla en mis manos y había de dejar que volviera a las vuestras, conociéndoos?

—¿Os figuráis, vos, don Pedro —dijo sonriéndose Luisa—, que yo soy acaso una niña, que conociéndoos a mi vez, os hubiera entregado la escritura?

—¿Qué decís?

—Lo que habéis oído, don Pedro; ese pergamino que os he dado, y que vos tan traidoramente habéis entregado al fuego, no era vuestra promesa de matrimonio.

—¿Qué era, pues?

—Un pergamino cualquiera que traje a prevención, porque suponía ya esta jugada de parte vuestra.

—Pero eso es una traición.

—¿Y cómo llamáis a la vuestra?

—No, eso no puede ser cierto, el pergamino quemado era mi promesa y queréis espantarme, porque no os queda ya otro remedio.

—¿No lo creéis? Pues mirad vuestra promesa —dijo Luisa retirándose y mostrando a don Pedro el documento original—, mirad.

—Luisa, habéis cometido una imprudencia enseñándome ese pergamino que necesito quitaros, y que viva o muerta os tengo de arrancar, porque lo que es hoy, lo he jurado, que no saldréis de aquí con él. Y vive Dios que hombre es don Pedro de Mejía para cumplir lo que una vez ofrece.

—Probad a quitármelo —dijo Luisa.

Don Pedro y don Alonso hicieron intenciones de lanzarse sobre Luisa, pero ésta dio un paso atrás y sacó de su seno un puñalito agudo y brillante.

—Si os atrevéis a acercaros, sois muertos.

—Luisa, entregad ese documento —dijo don Alonso— o nos obligaréis a usar de la fuerza.

—¿Creéis que tendré miedo a los asesinos de don Fernando de Quesada?

—¡Luisa! —dijo don Pedro.

—¡Teodoro! —gritó don Alonso.

—Entrad —dijo Luisa al mismo tiempo, dirigiéndose a la puerta.

Don Pedro y don Alonso retrocedieron espantados al ver entrar por la puerta de la antesala a tres hombres con puñales.

Luisa a su turno cobró valor y se dirigió sobre ellos.

—Don Pedro —dijo Luisa—, ya veis que mal os ha…

La palabra de Luisa se heló en sus labios. Teodoro, mudo y sombrío, con los brazos cruzados, les contemplaba.

Luisa se quedó enteramente turbada; muerto don Manuel de la Sosa, Teodoro era el único hombre que la conocía sobre la tierra.

Don Alonso observó el efecto que la presencia de su esclavo obraba sobre Luisa y sin meterse a averiguar la causa quiso aprovecharse de él.

—Teodoro —le dijo—, haz que salgan esos hombres, y conduce a esta señora allá dentro.

—Señor —contestó Teodoro—, no seré yo el que sobre esta dama ponga mi mano, a pesar de que más que vosotros tenía yo el derecho de hacerlo.

Había pronunciado Teodoro estas palabras con tanta dignidad, que don Alonso le miró espantado, sin creer casi que él hubiera sido.

—Es decir —le preguntó—, que te rebelas contra la voluntad de tu amo.

—Aquí, señor, ya no hay ni amo ni esclavo, sois un caballero y mi señor; pero yo soy libre por escritura otorgada por mi señora doña Beatriz de Rivera, ante el escribano Félix de Matoso Salavarría.

—Pero entonces, ¿por qué no te has separado de mi servidumbre?

—Esperaba sólo lo que he alcanzado a conseguir hoy.

—¿Y qué has conseguido?

—Saber quiénes son los culpables de la muerte de don Fernando de Quesada y de la desgracia de mi ama doña Beatriz.

—¿Conque tú me traicionabas?

—No, señor; servía yo a mi bienhechora.

Don Pedro y don Alonso se miraron entre sí.

—Luisa —dijo Teodoro—, podéis retiraros si os parece mejor.

—Señor don Pedro —exclamó Luisa—, mañana enviaré a pediros por escrito vuestra resolución acerca de nuestro enlace, y vos me daréis por escrito la que os pareciere mejor —y salió seguida de los que le acompañaban.

El lacayo preso en la silla de manos dejó su lugar a la dama, y no se atrevió ni a reclamar su librea.

Cuando la comitiva llegó a la casa de la Sarmiento, había una persona de más. Era Teodoro que había seguido a Luisa hasta las habitaciones de la bruja.

XII. De lo que Luisa y Teodoro trataron, y de lo que éste hizo después

La comitiva se detuvo en la puerta de la casa de la bruja. El Ahuizote pagó algo a los que le habían acompañado y se retiraron llevándose la silla. Luisa y el Ahuizote entraron seguidos de Teodoro, a quien no habían visto hasta aquel momento, porque los había seguido cautelosamente.

El Ahuizote le miró con extrañeza, pero Luisa le reconoció al punto.

—¿Por qué me seguís, qué pretendéis de mí? —le preguntó.

—Quiero hablar con vos a solas —dijo Teodoro.

—Entrad.

La Sarmiento, que esperaba, se retiró al interior de la casa con el Ahuizote para dejar en completa libertad a Luisa y a Teodoro.

—Ya estamos solos —dijo ella—, ¿qué queréis?

—Quiero que me digáis cuanto habéis alcanzado a saber acerca de la muerte de don Fernando de Quesada.

—Os lo diré.

—¿Quién lo mató?

—El bachiller Martín de Villavicencio y Salazar.

—¡El bachiller! ¡Su amigo, su protegido! —exclamó Teodoro espantado—; ¡imposible! Martín hubiera dado su vida por el oidor.

—Así es en efecto; pero ese bachiller ha muerto a don Fernando, ciego por los celos y sin conocerle; había sido una escena preparada para que diese este resultado.

—¿Podéis referirme todo eso?

—Sí que puedo; oíd.

Y Luisa contó a Teodoro cuanto sabía, y cuanto había inferido de la muerte del oidor, por las relaciones de la Sarmiento y del Ahuizote.

El negro la escuchó con profunda atención hasta que concluyó de hablar.

—¿Conque es decir —preguntó entonces— que vos no creéis que fue culpable ese bachiller?

—De ninguna manera.

—¿Y vos le conocéis?

—Ayer le he visto aquí, que aquí está oculto, huyendo de la justicia.

—¿Podríais conseguir que hablase conmigo?

—Fácil será, si queréis bajar al subterráneo en donde está oculto.

—Bajaré, si me conducís.

—Entonces esperadme.

Luisa dejó un momento solo a Teodoro, habló con la Sarmiento y volvió trayendo la bruja un candil encendido.

—Seguid a esta señora, y os guiará hasta donde podáis hablar con el bachiller.

—¿Es la señora Sarmiento?

—La misma —contestó la bruja.

—Por muchos años —dijo Teodoro, mirándola como si quisiera grabar profundamente en su memoria aquella fisonomía.

Bajaron por el caracol que conocemos, y la vieja se dirigió a la puerta de la bóveda en que estaba Martín.

—Señor bachiller, señor bachiller.

—¿Qué se ofrece? —dijo desde adentro Martín.

—Levántese su merced y mire que aquí le traigo una visita, que mucho empeño ha tenido en verle.

Martín se levantó apresurado, y al mirar al negro favorito de doña Beatriz casi dio un grito.

Teodoro quedó en silencio hasta que la Sarmiento se retiró.

—Teodoro —dijo Martín—, ¿venís a echarme en cara mi conducta? ¿A matarme, acaso, de orden de vuestra ama?

—No, señor bachiller, no. Yo no tengo ya ama: desde que doña Beatriz ha tomado el velo, no sería capaz de pretender una venganza. Vengo a veros, a consolaros, a sacaros de este sepulcro, en donde estáis ya casi desconocido.

Y era verdad. Martín no era ya el joven rubicundo, ni el garboso bachiller de otros tiempos: la oscuridad, el aire húmedo y malsano del subterráneo, y sus padecimientos morales, le habían cambiado enteramente.

No había envejecido, pero estaba pálido; su cabello y su barba habían crecido en desorden, y sus ropas estaban hechas pedazos; el pobre de Martín daba lástima.

A la Sarmiento no le convenía que saliese aún por desvanecer las ultimas sospechas, y Martín se secaba en aquel antro de tristeza, de fastidio, de falta de aire, de luz, de libertad.

—Quiero sacaros de aquí —continuó Teodoro—, llevaros conmigo para que me ayudéis a perseguir y a castigar a los asesinos de don Fernando.

—Pero Teodoro, si el asesino soy yo, yo el culpable.

—Vos no, don Martín. Vos no habéis sido sino el instrumento ciego e inocente de esa maldad: hay una trama infernal que yo os revelaré, porque yo lo sé todo.

—Una trama, ¿y cuál?

—Paciencia y prudencia por ahora; sólo puedo deciros que ni vuestra María era infiel, ni el oidor iba a visitarla, ni nada de todo aquello. Que fue una comedia preparada para que diese el resultado que dio, y en caso de ser descubierta, vos resultarais el único culpable, y vuestros celos dieran bastante causa al asesinato y no se buscaran otros motivos que pudieran comprometer a alguien.

—¿Conque María es inocente?

—Inocente, os lo aseguro.

—Cuánto os agradezco esta noticia —decía Martín casi llorando y abrazando el cuello de Teodoro.

—Ahora salid de aquí y vámonos.

—¿Pero la justicia…?

—Nadie ha pensado en atribuiros la muerte de don Fernando; yo mismo, que quería saber con tanto empeño quién le había dado el golpe, no pude hasta esta noche averiguarlo. Conque así nada temáis y seguidme.

El bachiller tomó su capa, su sombrero y el candil que le servía para alumbrarse en su escondite, y echó a andar conduciendo a Teodoro.

Llegaron hasta la trampa que cerraba la bóveda del subterráneo. Martín empujó, estaba cerrada, llamó y nadie contestó; hizo esfuerzos, y la puerta no cedía.

—Nos han cerrado —dijo Teodoro.

—¿Será casualidad?

Un fuerte olor de azufre que se iba haciendo más denso a cada momento, comenzó a percibirse en el subterráneo.

—Aquí hay alguna nueva maldad —dijo Teodoro.

—¿Pero contra mí y contra vos? ¿Quién…?

—Luisa —dijo tranquilamente Teodoro.

—Es verdad, ¿esa mujer os ha visto? ¿Sabe que estáis aquí?

—Sí.

—Entonces ella ha preparado todo esto. Quieren dejaros morir aquí, y a mí con vos también.

El humo del azufre era insoportable.

—¿Y este humo? —preguntó Teodoro.

—Es sin duda para apresurar nuestra muerte.

Martín, que estaba más débil, comenzaba ya a sentirse desvanecido, a toser mucho y apenas alcanzaba respiración…

—Están ya conversando los dos —decía la Sarmiento a Luisa, después de haber dejado a Teodoro con Martín en el subterráneo.

—Pues sería bueno que nunca más salieran de ahí ninguno de los dos.

—¿Por qué?

—¡Cómo! ¿Olvidáis que el bachiller puede de un día al otro averiguar lo que aconteció con el oidor, y tornarse en vuestro enemigo y haceros él solo más perjuicio que todos los familiares de la Inquisición, si es que no le acompañen ellos entonces para perjudicaros también?

—Pero eso está largo.

—No tanto, que el negro que sabe también graves secretos míos, trae el objeto de hacer causa común con el bachiller, para perseguir a los que prepararon la muerte de don Fernando; y ese negro sabe más cosas de las que vos podéis suponeros; os lo aseguro. Y en cuanto hablen los dos dejan todo más delgado que un pelo, y témome que si vos acabáis en la hoguera, yo corro peligro de no salir muy bien librada.

—Entonces, ¿para qué me habéis hecho juntarlos?

—Porque juntos es más fácil saber qué hacemos con los dos.

—Os comprendo, ¿pero qué podemos dos mujeres? ¿Será necesario llamar al Ahuizote?

—No, mirad, ¿tiene llave la entrada del subterráneo?

—Sí, y muy fuerte.

—¿Y tiene otra salida?

—No.

—Pues en primer lugar cerrad la boca del subterráneo.

La Sarmiento cerró con llave la entrada.

—Ya está —dijo.

—Bien, ahora como les falta aire y qué comer, ellos acabarán sin que tengamos por qué apurarnos.

—Pero eso será cosa de tres o cuatro días, y en ese tiempo necesito yo entrar ahí.

—Podemos precipitar el lance, si gustáis.

—¿Cómo?

—¿Hay alguna ventana o claraboya, que dé para esos subterráneos?

—Sí, hay una, pero muy pequeña.

—No importa, enseñádmela.

La bruja llevó a Luisa a la recámara, y debajo de la cama en que ella dormía levantó una pequeña losa que descubrió un agujero que comunicaba con el subterráneo.

—¿Tenéis unas pajuelas de azufre?

—Sí.

—Traedme cuantas tengáis.

La Sarmiento trajo dos o tres gruesos paquetes de pajuelas de azufre.

Luisa comenzó a dividirlos en hacecillos, y luego encendiéndolos en el candil los fue arrojando unos en pos de otros por el agujero, hasta que cayó el último y tapó con la losa; todos ardieron y formaban en el fondo un montoncillo que producía nubes espesísimas de humo.

—¡Ah! Entiendo —dijo la Sarmiento—, como hacemos con las casas enratonadas. ¿Pero mis animales, que también están allá abajo?

—Ésos ya se murieron —contestó sonriéndose Luisa—, pero al fin que dinero sobrará después para todo, y que más vale que mueran esas sabandijas que no que vayamos a dar nosotras al Santo Oficio.

En ese momento se escucharon los golpes que daba Martín en la entrada del subterráneo.

—A otra puerta, señores —dijo Luisa riéndose—, lo que es por ésa no saldréis ni con los pies por delante, porque yo supongo, señora Sarmiento, que les daremos honrosa sepultura en las mismas bóvedas.

—Por supuesto.

—Entonces pueden morir en paz…

El bachiller se sentía expirar.

—Estamos perdidos —dijo a Teodoro.

—Veremos —contestó el negro, y pasando delante de Martín comenzó a examinar la trampa.

El humo hacía llorar.

Teodoro examinó la fortaleza de la cerradura y luego con mucha calma bajó al subterráneo y tomó una viga que allí había y volvió a subir con ella.

Luisa y la Sarmiento no habían contado con la fuerza titánica de Teodoro.

El negro tomó con sus dos manos la vigueta y balanceándola dos veces para darle impulso, la levantó violentamente para abrir la puerta que estaba sobre su cabeza. A los tres golpes la puerta saltó hecha pedazos, y Martín y Teodoro salieron del subterráneo.

Las dos mujeres los veían espantadas desde un rincón.

Sin decirles nada, sin inclinarles siquiera la cabeza, Teodoro y Martín atravesaron delante de ellas y salieron a la calle.

XIII. De cómo Luisa fue la mujer de don Pedro de Mejía, y de lo que doña Blanca determinó hacer por esta causa

El lacayo de Luisa, es decir, el Ahuizote, acudió a buscar la respuesta que debía de dar don Pedro de Mejía, y recibió un pliego que le llevó inmediatamente.

Luisa abrió la carta y la leyó.

—Estaba yo segura de esto —dijo con desdén, y dobló la carta, que nosotros leeremos también, y que así decía:


Luisa: En esta vida de acechanzas no es posible que vivamos, ni vos ni yo. Helo pensado bien: hoy mismo correré todas las diligencias y en la semana que entra seréis mi esposa. No más desconfianza.

Vuestro hasta la muerte,

Pedro de Mejía
 

¿Qué había obligado a don Pedro a tomar esta resolución? Es muy fácil inferirlo. Comprendió que Luisa tenía armas poderosísimas para causar un escándalo y entre ellas, la principal, la promesa de matrimonio extendida a los tres días de la muerte repentina casi de don Manuel de la Sosa. El mundo, que tantos comentarios había hecho de aquella muerte, no dejaría caritativamente de atribuirla a don Pedro, sabiendo lo de la promesa, como ya le atribuía también la de don Fernando de Quesada.

Una vez casado con Luisa aquella arma desaparecería, y, aunque aquel matrimonio era una especie de desafio a muerte entre los dos, sin embargo estaban ya ambos de tal manera empeñados en aquella lucha, que no podían cejar ni retroceder.

Don Pedro había conferenciado largamente con don Alonso sobre lo que mejor se podría hacer, y don Alonso apoyó la idea de la boda.

Allí también había en juego otro interés. Don Alonso no desistía de su proyecto de enlazarse con doña Blanca, y de hacer desaparecer a Mejía para que ella y él, como su marido, quedasen enteramente dueños de la inmensa fortuna de los Mejía.

El matrimonio de Luisa venía en auxilio de su empresa.

Por la misma razón que don Alonso deseaba deshacerse de don Pedro, desearía Luisa deshacerse de doña Blanca, y ésta, perseguida y hostigada por la mujer de su hermano, buscaría un amparo, y entonces era la sazón de ofrecerla su mano.

Luisa tendría luego por matrimonio un combate eterno con don Pedro, y, si don Alonso la ayudaba algo, la pérdida de Mejía era indudable.

En los intereses de don Alonso estaba, pues, facilitar la boda de don Pedro con Luisa y hacer comprender a aquél que, después del matrimonio, sería muy fácil pretextar un viaje a cualquiera parte, y en ese viaje la muerte podría sorprender a la confiada esposa.

Convenido, pues, todo, no tardó en verificarse el matrimonio, que si no fue secreto, sí se cuidó de que se hiciera lo menos público que fuera posible.

Desde el día que Luisa recibió la carta que contenía el consentimiento de don Pedro para la boda, dejó la casa de la Sarmiento y volvió a ocupar su antigua habitación, en la que había muerto don Manuel de la Sosa. Avisó a sus amistades que estaba ya de vuelta y les contó que había pasado en el campo todo el tiempo de su ausencia, y a donde se había retirado para poder, sin testigos, dar rienda suelta a su dolor.

Lo acontecido con don Carlos de Arellano era tan secreto, que si ella o él no lo descubrían, nadie más podía hacerlo, y era seguro que ninguno de los dos cometería esta indiscreción.

Era ya la víspera del día en que don Pedro debía tomar estado y, a pesar de que doña Blanca permanecía encerrada, creyó necesario darle noticia del casamiento por instigaciones de don Alonso, y, para evitarse una escena desagradable, el mismo don Alonso se comprometió a llevar la noticia a doña Blanca.

La joven bordaba un palio, sentada enfrente de una alta ventana que daba a los patios interiores; estaba pálida y consumida, sus ojos indicaban que continuamente lloraba.

Oyó el ruido de la puerta, volvió la vista y reconoció a don Alonso.

—Doña Blanca —dijo él—, ¿si me dais vuestro permiso?

—Pasad, señor don Alonso, que seréis bien recibido.

—Gracias, y perdonadme que a interrumpiros me atreva en vuestras ocupaciones.

—No tengo que perdonaros, que, muy al contrario, la presencia de alguna persona en este aposento me es muy grata; siempre estoy tan solitaria…

—En efecto, doña Blanca, vuestra vida debe ser muy triste, que jamás ponéis un pie en la calle, ni os visita persona alguna. No comprendo cómo don Pedro puede llegar con vos a tanto rigor.

—Oh, no creáis que mi hermano sea el que me tiene en esta reclusión; no, por el contrario, él siempre procura que yo salga, que visite, que me distraiga.

Doña Blanca mentía por salvar la reputación de don Pedro, pero sentía que su garganta se anudaba y que el llanto iba quizá a venderla.

—No, doña Blanca, no me engañéis, yo estoy en los secretos de vuestra familia, y sé cuán desgraciada sois y cuán digna de mejor suerte.

Blanca se puso a llorar.

—Vuestra situación es ahora muy triste, pero la verdad es que me temo mucho que en lo de adelante se ponga peor.

—Peor, ¿y per qué?

—Porque don Pedro va a casarse, y me encarga que os lo anuncie.

—¡Va a casarse! ¿Y con quién?

—Con una mujer cualquiera, con una mulata, con una aventurera, sin reputación y sin ninguna clase de virtudes, hermosa y pecadora como una Magdalena antes de arrepentirse.

—¡Jesús! ¿Pero cómo mi hermano…?

—Eso sería muy largo de contaros, pero lo que sí os diré es que la entrada de esa dama en esta casa, será la señal de una nueva vida de disipación y de escándalos, que os veréis obligada a seguir, o que seréis la víctima de la esposa de don Pedro.

—¡Ave María Purísima! ¿Tan mala es esa señora?

—Tan mala, que su primer marido ha muerto envenenado por su mano y que, durante la vida de ese desgraciado, ella mantenía ilícitas relaciones públicamente con varios caballeros de esta ciudad.

—¿Pero mi hermano ignorará todo esto?

—Lo sabe, doña Blanca, lo sabe todo, y a pesar de esto, ni él mismo es capaz de impedir que este enlace se lleve a efecto.

—Sea por el amor de Dios.

—Pero vos, doña Blanca, ¿cómo vais a vivir así, en medio de este infierno?

—¿Y qué queréis que yo haga?

—¿Cómo? Separaros de aquí.

—¿Pero adónde y cómo me iré?

—Casaos.

Doña Blanca se sonrió tristemente.

—Sois hermosa, noble, discreta —continuó don Alonso con exaltación creciente—, sois rica, no puede faltaros un hombre que os ame, que se interese por vuestra suerte, que sea digno de vos, que os haga tan feliz como merecéis…

—Don Alonso, yo no puedo ya ser feliz sobre la tierra.

—¿Por qué no, señora? Pensad en el matrimonio…

—Pensaré, os lo prometo; pero hacedme la gracia de decir a mi hermano don Pedro que deseo hablar a solas con él.

—Por Dios, que no vayáis a decirle nada de cuanto os tengo dicho.

—No temáis, haced cuenta, don Alonso, que lo habéis dicho en un sepulcro.

—Entonces diré a don Pedro vuestro empeño, y tendré la dicha de volver a veros. Pensad en lo que os dije.

Don Alonso salió y Blanca fue a arrodillarse en su reclinatorio, delante de un imagen de la Virgen.

Don Pedro no pudo ver a su hermana hasta en la noche. Doña Blanca, como siempre, le recibió temblando.

—Habeisme mandado llamar, doña Blanca —dijo don Pedro.

—Quería hablaros. Esta vida que llevo no me es posible soportarla ya por más tiempo, y tanto más ahora que sé que vais a casaros.

—Ya os he dicho, doña Blanca, que está en vuestras manos salir de esa situación tan pronto como queráis, y todo depende de que os resolváis a tomar el hábito e ir a hacerle compañía a vuestra madrina doña Beatriz de Rivera, hoy sor Beatriz de Santiago, al nuevo convento de Carmelitas descalzas.

—Pero, don Pedro, si yo no me siento con vocación para profesar.

—Eh, boberas y tonterías, vuestra madrina se sentía menos abocada a la vida religiosa, puesto que se iba a casar, y que todas las desgracias acontecieron, según cuenta el vulgo porque, además del oidor, su novio, tenía un querido a quien visitaba ella a medianoche.

—¡Don Pedro! —dijo indignada doña Blanca—, no toquéis la honra de mi madrina que es una santa.

—Será, y en buen lugar está hoy para irse al cielo, pero veis cómo sin tener vocación de monja, sino más de casada, ha tomado el velo.

—Pero no me siento con valor…

—Desengañaos. Por última vez, si no os decidís a tomar el velo, no saldréis de aquí sino muerta y no habrá poder humano que os saque de mis manos, ni os lisonjéis con los amores del don César de Villaclara, que ha pasado ya aguas de mar, que está en Manila, y que hasta dentro de ocho años no vendrá, para cuyo tiempo estaréis vos o muerta o en el claustro. Conque, supuesto que no hay esperanzas, decidios y entrad al noviciado con vuestra madrina.

Doña Blanca quedó pensativa. Don Pedro la contemplaba en silencio.

—Está bien —dijo la joven de repente—, mañana mismo entraré de novicia al convento de Santa Teresa.

—¿Mañana mismo?

—Sí, mañana, disponedlo todo, vos lo queréis, vos me obligáis, se hará; pero Dios os tomará estrecha cuenta si mi alma se pierde por culpa vuestra.

Don Pedro se puso a reír.

—No tengáis cuidado, doña Blanca, que nada se perderá, ni menos vuestra alma. Entrad al convento, que allí cuando más tendréis el riesgo de las tentaciones que con agua bendita os serán quitadas, que tan seguro estoy de que allí no se perderá vuestra alma, que dispuesto estoy a responder de ella a Dios.

—Bien, mañana mismo seré novicia.

—Cuánto me alegro, y os felicito por ello.

Don Pedro salió radiante de gozo, y doña Blanca se puso a gemir.

Don Alonso de Rivera al ver a don Pedro tan contento tuvo miedo; aquella alegría era de mal agüero para Blanca y, por consecuencia, para él.

—Os veo muy satisfecho —le dijo.

—Sí, don Alonso, por fin hemos triunfado.

—¿Cómo?

—Doña Blanca entrará mañana de novicia a hacer compañía a sor Beatriz de Santiago.

—¡Es posible! —dijo don Alonso palideciendo.

—La verdad pura.

—Entonces, ¿me permitiréis que entre a felicitarla?

—No, don Alonso, vale más que no. Ella parece que hace un gran sacrificio, y cualquier cosa sería para ella una burla. Dejadla llorar sola, vale más.

XIV. Lo que pasó en las bodas de Luisa y de lo que le aconteció a «la Sarmiento»

Lo que pasó en las bodas de Luisa y de lo que le aconteció a la Sarmiento

Ala mañana siguiente sor Beatriz recibía en el convento de Santa Teresa a su ahijada doña Blanca de Mejía, que entraba de novicia.

Doña Blanca, deshecha en lágrimas, contaba sus desgracias a sor Beatriz, que procuraba consolarla, pero que comprendía que en realidad sólo el tiempo podía curar aquel pobre corazón.

Al mismo tiempo se celebraban las bodas de Luisa con don Pedro; no se habían hecho grandes preparativos ni se había convidado mucha gente, pero la casa de Mejía estaba, sin embargo, muy concurrida.

Eran aquellos días las fiestas del Carnaval y hombres y mujeres andaban en las calles con máscaras y antifaces haciendo lujosas y elegantes comparsas.

En aquellos tiempos el lujo de los vestidos, en los carruajes y en las casas era tal, que a decir de los historiadores y viajeros que concurrieron a México en aquella época, no había ciudad que no pudiera envidiar en esto a la naciente capital de la Nueva España. Una inmensa cantidad de carrozas invadía las calles y los paseos en los días de fiesta, y con tanta magnificencia que los caballos tenían las herraduras de plata, y en sus guarniciones se usaba el oro, la plata y hasta las piedras más preciosas.

La clase baja del pueblo vestía con tanto lujo que un artesano no se distinguía en un día de fiesta de uno de los oficiales reales o de un hidalgo rico.

Las fiestas del Carnaval eran libres y espléndidas, y en los días en que pasa nuestra historia, si bien no había bailes públicos, las calles, los paseos y las casas particulares estaban alegres y animadas.

La noticia del casamiento de la bella Luisa y de don Pedro se esparció por la ciudad y en la noche varias damas de todas clases comenzaron a llegar a la casa a felicitar a los nuevos esposos.

Don Pedro aparentaba una alegría que estaba muy lejos de sentir, y recibía a todos con muestras de cariño y de delicadeza, sentado al lado de Luisa, que brillaba como un sol, cubierta de diamantes.

A la medianoche se oyó un gran rumor en los patios y se precipitó por las escaleras arriba una comparsa de estudiantes, con sus panderos y sus guitarras, y con todos sus medios de hacer ruido y meter bulla.

Bailaban, cantaban, se entraban por todas las piezas riendo y enamorando a todas las criadas, y chanceando con todos los hombres y alborotándolo todo.

Uno de los estudiantes, de elevada talla, se entró hasta una de las últimas piezas.

La Sarmiento dormitaba en un sitial porque había querido concurrir también a la boda de Luisa; en el gran desorden que reinaba en la casa de Mejía aquella noche, ninguno cuidaba sino de sí mismo, y la bruja, cansada, se retiró a descansar un momento.

El estudiante la vio y comenzó a acercársele por detrás con precaución, volviendo a todos lados la cara para ver si estaba solo. Nadie lo observaba.

Llegó hasta el lado de la Sarmiento, que seguía durmiendo tranquilamente.

El estudiante tapó con su mano derecha herméticamente la boca y las narices de la bruja, y con la izquierda le sujetó la cabeza para que no pudiera moverse.

La bruja quiso levantarse y abrió los ojos espantados, sentía que le faltaba la vida; metió con angustia sus manos para apartar las del estudiante que la ahogaba, pero era imposible: aquellas manos y aquellos brazos parecían de acero.

La bruja se retorcía haciendo esfuerzos inauditos para desprenderse, sus ojos querían salirse de sus órbitas. La bruja se moría.

El estudiante acercó su boca al oído de la Sarmiento.

—Bruja infernal, tú mataste a mi amo don Fernando y has hecho la desgracia de mi ama doña Beatriz, me quisiste matar y yo te castigo.

Poco a poco fueron cesando la resistencia y los esfuerzos de la bruja hasta que se quedó inmóvil. Todavía Teodoro conservó su mano sobre la boca de la Sarmiento, hasta que al fin la retiró. La bruja había muerto y el cadáver quedó en el sitial como si estuviera durmiendo.

Teodoro salió y se mezcló entre la turba de los bailadores.

Uno de los otros estudiantes se acercó a él y le dijo muy quedo:

—¿Ya nos vamos?

—Ya —contestó Teodoro.

El estudiante que le había hablado dio un silbido con un pito de oro que colgaba de su cuello y luego toda la estudiantina se rodeó de él y se organizó como una tropa a cuya cabeza iba el que había silbado.

Así se dirigieron hasta el estrado principal en que estaba don Pedro con su esposa, rodeado de las principales damas y caballeros de la reunión.

Los estudiantes se colocaron frente a los nuevos esposos, tocando y cantando alegres endechas. Todo el mundo reía y palmoteaba.

De repente pitos, panderos y cantos cesaron como por encanto y el estudiante que hacía de jefe se dirigió cortésmente a don Pedro para dirigirle, a lo que parecía, una arenga.

Como todo lo gracioso se esperaba de aquella comparsa, aun de los otros salones llegó gente para escuchar.

El aposento estaba lleno. Todos los estudiantes tenían la mano derecha metida en la abertura del pecho de su ropilla.

—Señor don Pedro de Mejía, muy señor nuestro —dijo el estudiante haciendo una ridícula caravana que hizo reír a todo el mundo—, esta estudiantil comparsa que, con mano firme dirijo y guío, me comisiona para felicitaros por la elección de una esposa que llamarse puede bella entre las bellas, y se huelga de ver elevada a vuestro tálamo a la hermosísima Luisa, esclava de don José de Abalabide, que, confiscada por el Santo Oficio con todos los bienes de su amo, huyó a pasar como mujer de don Manuel de la Sosa, a quien envenenó; a la preciosa querida de don Carlos de Avellano, de cuyo lecho ha huido para venir a daros su mano; a la compañera de la bruja Sarmiento por muchos años.

—Por muchos años —repitió la comparsa.

La concurrencia estaba atónita y nadie se atrevía a hablar. Don Pedro hizo un impulso para lanzarse sobre el estudiante, pero en aquel momento todos ellos sacaron de dentro de sus ropillas un puñal, y aquella falange de cuarenta hombres, todos decididos, atravesó poco a poco en medio de la concurrencia, llevando todos en la mano el puñal desnudo.

El que cubría la retaguardia era Teodoro.

El que había hablado era Martín. Nadie les había conocido.

Luisa había quedado desmayada de rabia y de vergüenza en el estrado.

La comparsa de los estudiantes, seguida al principio por algunos curiosos, se perdió por fin en las calles oscuras y tortuosas de los barrios fuera de la traza.

Don Pedro de Mejía hubiera dado cualquier dinero por enmudecer las cien lenguas que salieron por todas partes a predicar el acontecimiento de la casa; pero era más fácil aprisionar el viento y guardar en sus cofres un rayo de la luz del sol, que cortar el escándalo.

La concurrencia fue desapareciendo poco a poco, como por encanto, y a poco tiempo no quedaban en los salones más que Luisa, sentada en un sitial, con la cara oculta entre sus manos, y don Pedro, paseándose en el mismo aposento con aire triste y meditabundo.

Las bujías alumbraban aún con todo su esplendor los desiertos salones, y los lacayos y los esclavos, temerosos, no se atrevían a apagar aquellas luces por miedo de que estallase la tempestad que presentían. Nadie ignoraba lo que acababa allí de acontecer, y por eso reinaba en la casa el más profundo silencio; nadie osaba decir una palabra ni atravesar siquiera por un salón; parecía como que el dueño de aquella casa había muerto repentinamente, y se hacía el duelo a su honor, a su reputación y a su felicidad.

Don Pedro comprendía que iba a ser en lo de adelante el ludibrio de la ciudad y a verse expuesto a la vergüenza de que le reclamara el Santo Oficio a su esposa como esclava fugitiva.

Luisa conocía que su secreto estaba ya a la merced del vulgo; temblaba al considerar que la Inquisición la arrebataría del lugar a que había llegado, a fuerza de constancia y de trabajo, y sentía contra Teodoro un odio tan grande, que no es para describirlo.

Por otra parte, no era ya la mujer ni la viuda del débil don Manuel de la Sosa; pertenecía al terrible don Pedro de Mejía, y su enojo la espantaba. Una vez dado el escándalo, ¿qué podía contener a su marido? Nada.

Don Pedro, sombrío, seguía paseándose, y Luisa permanecía con la cabeza reclinada en sus manos; sus collares, sus pendientes y sus tembeleques de brillantes, formaban como una cascada de luz entre sus negros cabellos, sobre su bellísimo y torneado cuello.

De repente Luisa se paró, sin hacer el menor ruido, y se arrojó a los pies de don Pedro, exclamando:

—¡Perdón!

Don Pedro se detuvo, la miró con los ojos encendidos y como despidiendo llamas de furor, hizo intención de hablar, llevó la mano al puño de oro guarnecido de piedras preciosas de su espadín, y luego, sacudiendo la cabeza, siguió con sus meditabundos paseos, procurando evitar el contacto con Luisa, que se había quedado arrodillada en el mismo lugar.

—¡Perdón, esposo mío! —volvió a exclamar aquella mujer a poco rato, abrazando una de las piernas de su marido.

—¿Vuestro esposo? —rugió, por decirlo así, don Pedro—, que el cielo me contenga, porque al oíros decir esa palabra, con ánimo me siento de atravesaros con mi estoque el corazón.

—¡Perdonadme! ¡Perdonadme!

—Soltad, señora, soltad, que me ahoga la indignación.

—No, no, perdonadme.

—¡Suéltame, esclava vil! Sal de esta casa…

—¡Don Pedro, por Dios!

—Suéltame…

—¡Por Dios! —repetía Luisa arrastrándose de rodillas por el pavimento y siguiendo a don Pedro que hacía esfuerzos terribles para deshacerse de ella.

—¡No me sueltas! Pues bien, morirás, que harto escándalo somos ya los dos en esta tierra.

Don Pedro tiró de su espadín, pero Luisa le asió la mano y comenzaron entre los dos una lucha horrorosa. Mejía había perdido ya enteramente la cabeza con el furor y la excitación que le causaba la resistencia de aquella mujer.

—¡Piedad! ¡Ah, piedad! Don Pedro, no me matéis; no, por Dios; me iré, me iré.

—No, no; ya no quiero que te vayas, ya no; quiero que mueras, y morirás.

El espadín salió por fin de la vaina y Luisa lanzó un grito de angustia al verlo brillar a la luz de las bujías. En aquel momento una multitud de lacayos y esclavos invadió el salón, gritando:

—Señor, señor.

—¿Qué hay? —dijo don Pedro reportándose y procurando impedir que los criados viesen el estoque desnudo—, ¿por qué entráis todos aquí sin mi permiso?

—Señor —dijo uno de los lacayos—, hemos encontrado en uno de los aposentos interiores a una mujer muerta.

—¡Cómo! —exclamó don Pedro—, ¿quién es ella?

—Una anciana.

—¡Ah! La maldición de Dios ha venido a mi casa con esta mujer —dijo don Pedro, y luego dirigiéndose a su mayordomo, agregó:

—Tirol, a esa señora la echas en este momento a la calle, ¿lo oyes? En este momento, porque si no, no seré capaz de contenerme y la mataré.

—¡Señor! —dijo el mayordomo.

—Obedece —exclamó fieramente don Pedro.

Luisa se levantó y comenzó a seguir humilde y resignada a Tirol, pensando que no tenía más recurso que la casa de la Sarmiento.

En el instante en que salía, oyó a un lacayo decir a don Pedro:

—Aquí está la muerta.

Luisa volvió la cara y reconoció el cadáver de la bruja.

—¡Jesús, hijo de David! —exclamó vacilando y apoyándose en el hombro de Tirol.

—Vamos pronto, señora —dijo con altivez el mayordomo, retirándose un poco para que Luisa no se apoyase en él.

Llegaron al zaguán de la calle, que abrió el mismo Tirol. Luisa se detuvo un momento, pero el mayordomo la empujó hasta afuera con tal violencia, que fue tropezando hasta la mitad de la calle.

Desde allí se descubrían los balcones de la que estaba dispuesta recámara nupcial, profusamente iluminada.

Luisa estaba sola en medio de la noche, en una calle desierta, vestida de baile y cubierta de joyas.

Entonces le volvió su antigua resolución, miró a los balcones por última vez y echó a andar, exclamando con una voz ronca:

—Yo me vengaré…

A los dos días de este acontecimiento tomaba solemnemente el hábito de novicia en el convento de Santa Teresa, doña Blanca de Mejía.

Libro tercero. Monja y casada

Monja y casada

I. De lo que había acontecido en la Nueva España desde el día que dejamos esta historia hasta el día en que volvemos a tomarla

Estamos en el año de 1623.

El virrey don Diego Fernández de Córdoba había pasado a gobernar el Perú, cosa que en aquellos tiempos se tenía como ascenso en la carrera pública, por lo más pingüe de aquel virreinato en que se gozaba de treinta mil ducados de sueldo, es decir, dieciséis mil quinientos pesos, y la Nueva España era un virreinato de veinte mil que hacen diez mil quinientos.

Felipe II había enviado al marqués de Guadalcázar al Perú, a pesar de las muchas acusaciones de sus enemigos, y había dejado para que gobernase a la Nueva España, con arreglo a la ley, a la Real Audiencia.

Felipe IV, que heredó la corona de España por muerte de su padre Felipe III, desde el 21 de marzo de 1621, envió a México como decimoquinto virrey al excelentísimo señor don Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves y conde de Priego, hijo segundo de la casa de los marqueses de Tabara, del Consejo de Guerra de Su Majestad, que con el renombre de valeroso capitán y rectísimo gobernador, había en los últimos años regido en Aragón.

Como el marqués de Gelves tiene que hacer un papel importante en el resto de nuestra historia, nos detendremos un poco para contemplar esa figura, que sin duda es la más notable entre los virreyes de la Nueva España después de la del célebre conde de Revillagigedo.

El marqués de Gelves, inteligente, impetuoso, rígido, escrupulosamente justiciero, valiente y acostumbrado desde su juventud a la severidad de la disciplina militar, llegó a Nueva España con orden expresa del rey para reformar las costumbres y reparar los daños que la negligencia de sus antecesores había causado en el reino.

En aquellos momentos la situación de Nueva España era verdaderamente triste.

Los pobres, oprimidos, no encontraban amparo ni justicia; el monopolio de los ricos encarecía de tal manera los efectos de primera necesidad, que las gentes se morían de hambre.

La justicia se administraba al mejor postor, como una mercancía; los caminos y las ciudades estaban llenas de ladrones, salteadores y bandoleros, cuya audacia llegaba hasta el hecho de haber sido robados dieciocho mil pesos de las cajas reales, horadándose las paredes y fracturándose las cerraduras.

Los ricos, fuera del alcance de la ley y de la autoridad, se constituían en señores feudales con derechos de vida y haciendas, asombrando al reino con su soberbia y disolución.

Por las noches nadie podía ya salir de su casa, porque cuadrillas de hombres armados andaban por las calles robando a todo el mundo e insultando a todos, sin perdonar al mismo arzobispo de México, que lo era aún don Juan Pérez de la Cerna.

El marqués de Gelves, con una voluntad firme y con una resolución indomable, comenzó a poner en todo el remedio.

Los monopolios de las semillas y de los demás efectos de primera necesidad cesaron, bajando así los precios y comenzando a remediarse las necesidades de los pobres, que habían llegado a un extremo increíble, por esos que se llamaban «regatones», que eran compradores y revendedores, entre los cuales se contaba el mismo arzobispo, que tenía en su casa una carnicería que le hizo quitar el virrey.

La justicia comenzó a administrarse a todo el mundo, y comenzaron a verse castigados ricos y nobles, caballeros y jueces, alcaldes y abogados, por las faltas en su administración.

El arzobispo, los oidores y los ministros de la Audiencia, perdieron su antigua soberbia y poderío, y por último, las cuadrillas que salían por todas partes en persecución de los delincuentes, ladrones y salteadores, habían logrado aprehender y castigar a muchos, dejando limpios los caminos y devolviendo la tranquilidad a los pacíficos vecinos de las aldeas y de las ciudades.

El marqués de Gelves era por tanto el blanco de los odios de los ricos, de los nobles, del arzobispo y de sus partidarios, y de la gente perdida.

II. Don Melchor Pérez de Varais

En la portería del convento de Santa Teresa, un caballero y una señora esperaban con impaciencia el momento en que se pudiera hablar a las religiosas.

Debían ser personas las dos de mucha distinción porque, además de ir ambos ricamente vestidos, el caballero ostentaba insignias de nobleza y era saludado con profundo respeto por cuantos al pasar acertaban a verle.

Muestras daban ya de impaciencia aquellas personas, cuando al través del torno se escuchó una voz que decía:

—Señor corregidor.

—Madre —contestó el que esperaba.

—Dice Vuestra Señoría que trae orden de Su Ilustrísima para hablar a solas con sor Blanca.

—Sí que digo, y aquí está la orden.

—¿Podéis mostrármela?

—Aunque desconfianza es ésa que ofenderme pudiera, por ser vos como sois, esposa de Cristo y retirada del mundo, no se os puede tener a mal. Tomad la orden del señor arzobispo.

El corregidor puso un pliego en el tomo, que giró, y la monja que estaba en el interior tomó el pliego.

—«Que sea permitido —dijo la monja en voz alta— al señor alcalde mayor de la provincia de Metepec y corregidor de esta ciudad de México, el caballero de la orden de Santiago don Melchor Pérez de Varais, hablar a solas con sor Blanca del Corazón de Jesús».

—Exactamente —dijo don Melchor.

—Pero aquí agrega Su Ilustrísima que debe acompañar al señor corregidor en esta visita, la señora su esposa doña Isabel de Santiesteban, para que no cause escándalo al público ni a la comunidad el que una religiosa hable a solas con un mundano.

—Y aquí estoy, madrecita —dijo la señora, que había permanecido en silencio—, yo soy doña Isabel de Santiesteban, esposa de don Melchor Pérez de Varais.

—Entonces, hacedme la gracia de esperar un poco, que voy a que os abran un lugar a donde podáis hablar con sor Blanca.

—Muy bien —dijo el corregidor.

—Verdaderamente, estoy ansiosa de arreglar el negocio de esa pobre criatura —dijo doña Isabel a su marido.

—¿Conocéisla?

—No, pero me interesa sin haberla visto nunca.

—Pobrecita; la fortuna es que casi todo le ha salido a pedir de boca.

En este momento se abrió una de las puertas que estaban inmediatas al lugar en que hablaban don Melchor y su mujer, y una monja les hizo seña de que pasaran. Entraron ambos y la monja se retiró.

Poco después apareció sor Blanca.

Aunque iba completamente cubierta había algo en su modo de andar, en su talle, en todo, que indicaba, que denunciaba, por decirlo así, que era una mujer tan hermosa como desgraciada.

Los dos esposos se levantaron con respeto al verla entrar.

—¿Conque sois vos? —dijo la monja, con un acento dulcísimo—, ¿mi noble protector don Melchor Pérez de Varais?

—Sor Blanca, nada me tenéis que agradecer, porque vuestras desgracias os hacen acreedora a todo género de consideraciones, y además porque mi esposa doña Isabel es quien por vos ha tomado particular empeño desde que leyó la primera de vuestras epístolas.

—Sí, sor Blanca —dijo doña Isabel—, la relación que hacíais de vuestras penas a mi esposo buscando su protección, me interesaron de tal manera que desde entonces no he cesado de trabajar hasta que, ya lo veis, estamos a punto de conseguirlo todo.

—¡Dios lo permita para la salvación de mi alma! —exclamó sor Blanca.

—Ahora —agregó doña Isabel—, mi esposo, que es grande amigo del señor arzobispo, ha conseguido una orden para que podamos hablaros a solas, con el objeto de que digáis a mi marido cuanto más os parezca necesario para que el señor arzobispo resuelva.

—Ya sabéis, sor Blanca —dijo don Melchor—, que nuestras cartas a Roma han producido muy buen efecto, y Su Santidad ha enviado un Breve al señor arzobispo de México, facultándole para que dentro de un año pueda relajar y anular vuestros votos.

—Lo sé, y os viviré, don Melchor, eternamente reconocida. De edad de dieciséis años he tomado el velo impulsada por la tirana voluntad de mi hermano don Pedro de Mejía, que tan gran empeño mostraba por verme profesa. Sin vocación para esta santa vida, mi existencia aquí es el tormento más agudo y más continuado que verse pueda; ni pienso más que en mi libertad, ni anhelo más que en dejar estos respetables hábitos, que pesan para mí como si fueran de bronce. Siete años he pasado tras estos muros, siete años de lágrimas y casi de desesperación. Dios me ha deparado a un hombre a quien me atreví a escribir porque sabía el favor que gozaba con el señor arzobispo; este hombre habéis sido vos, señor don Melchor, y mi corazón no me engañó y me habéis protegido, y me sacaréis de aquí, porque si yo perdiera esa esperanza no sé a dónde me podría conducir mi desesperación.

—¿Tan exaltada estáis así, sor Blanca? —dijo doña Isabel.

—¡Ah, señora!, vos no podéis ni aun comprender lo que se siente cuando se miran estos muros, que no se han de franquear nunca; cuando se considera que el sepulcro se ha cerrado ya sobre nosotras que hemos muerto estando vivas, que no tenemos de común más que el aire y la luz con ese mundo del que se nos aleja, del que se nos priva, pero que por eso mismo nos parece más bello y más encantador. Ah, señora, ¡la libertad! ¿Sabéis vos lo que es la libertad? No podéis comprenderla porque siempre la habéis gozado; no podéis vos alcanzar cuánta es la dulzura de esa palabra, porque vos, señora, cuando queréis ver el cielo, y los pájaros, y los árboles, y el río, y la pradera, y las lagunas, las veis, y a los vuestros y al mundo en fin, y yo estoy lejos, lejos de todo eso, condenada a no ver sino estas sombrías paredes, sintiendo el rumor de las gentes que pasan del otro lado de nuestras tapias, oyendo algunas veces ecos de músicas lejanas que me parecen armonías escapadas del cielo. Adivino las pasiones entre los que miro venir al templo, sorprendo en mis libros de devoción frases de amor, que yo no quiero dirigir sólo a Dios. Ah, señora, yo procuro disipar estos pensamientos, ahogar en la religión estos mundanos impulsos de mi corazón, pero me es imposible, no puedo, no. Ni mis lágrimas apiadan al cielo, ni encuentro en mi alma la resolución necesaria para vivir así. El llanto ha hecho surcos en mis mejillas, y mirad, señora, a pesar de nuestras reglas os voy a mostrar las huellas que el dolor y la desesperación imprimen en mi rostro, porque vos y vuestro esposo sois las únicas personas que se interesan por mí sobre la tierra.

Sor Blanca levantó convulsivamente su velo, y don Melchor y su esposa quedaron asombrados de su belleza.

Sor Blanca no era ya la niña tímida que hemos conocido en la casa de don Pedro, era una joven perfectamente desarrollada, el dolor y el llanto habían borrado los colores encendidos de su rostro, pero su palidez, el brillo casi febril de sus ojos y la sombra dulcemente azulada que rodeaba sus párpados, aumentaban el interés y la belleza de su fisonomía.

Don Melchor no había soñado nunca que pudiera haber una mujer tan hermosa y tan interesante.

Doña Isabel, a pesar de su sexo, encontró a sor Blanca como un ángel.

—En verdad —dijo doña Isabel— que se conoce que habéis llorado mucho en vuestra vida.

—Y tanto, señora, y tanto, que si el llanto fuera una redención ante Dios, yo estaría ya libre en el mundo. Dios os libre, señora, de soñar siquiera una noche que estáis en el convento contra vuestra voluntad, porque os ahogaríais; es preferible ser emparedada.

—No digáis eso —dijo doña Isabel palideciendo.

—Sí, lo diré; porque entonces lo que llega es la muerte, lenta, pero llega. Dos días, tres, cuatro, ¡ay!, ¿y qué son cuatro días comparados con esta eternidad de sufrimientos, sin esperanza, sin esperanza? Y un día, y un mes, y un año, y otro, y lo mismo, y vivir en un sepulcro, sin esperanzas, sin ilusiones, sin amor, ¡sin amor! Ha de ser muy hermoso el amor; ¿es verdad? —dijo sor Blanca como fuera de sí, tomando una mano a doña Isabel—, contadme por Dios, señora, ha de ser muy bello amar y ser amada, tener padres, o hermanos, o hijos, o esposo o alguien que nos ame. ¡Ay! Yo nunca he tenido quien me ame más que mi madrina doña Beatriz, y ésa murió tan pronto.

—¿Murió doña Beatriz? —preguntó con interés doña Isabel.

—¿La conocisteis? ¡Qué buena era! Murió tres años después de profesar. Era tan desgraciada como yo, aunque no tanto, porque al fin consiguió su familia del señor arzobispo que no se enterrara dentro del convento, y logró salir aunque fuera después de muerta.

Aquel arranque probaba el grado de desesperación en que vivía sor Blanca. Doña Isabel miró a su esposo, y éste sacudió la cabeza murmurando entre dientes:

—¡Pobrecita!

—Sor Blanca —dijo doña Isabel—, confiad en nosotros que saldréis.

—¡Ah! Sólo de pensarlo creo que voy a volverme loca. ¡Salir, salir de aquí! Aunque tenga yo que vivir de esclava, de limosnera, tullida en una cama, pero quiero ser libre.

—Y lo seréis —dijo don Melchor levantándose—; os dejamos, porque comprendo que hablaros más sería exaltar más vuestra alma. Adiós, sor Blanca, confiad en nosotros.

—Que Dios os bendiga, señores —dijo sor Blanca y se retiró al interior del convento halagando por la primera vez la esperanza de libertad por el influjo de don Melchor, o la firme resolución de hacerse libre por cualquier medio.

El corregidor y su esposa subieron en su coche y se dirigieron a su casa.

—Don Melchor —dijo doña Isabel—, ¿habéis comprendido cómo no solamente me cumplís vuestra palabra sino que hacéis una acción meritoria librando a esa joven del cautiverio en que gime?

—Lo conozco —contestó don Melchor—, no me arrepiento de haberos complacido.

—Tanto más —agregó doña Isabel sonriendo— cuanto que el día que esa joven esté libre de sus votos, creo yo y debéis creerlo vos, que puede reclamar la mitad de la fabulosa fortuna de su hermano. Ella es hermosísima. ¿No es verdad?

—Sí, tal.

—Y entonces era fácil que el mundo creyera que habíais enviudado y podríais casaros con ella.

—Pero…

—No andemos con hipocresías, don Melchor, vos sabéis bien que yo no os amo, y yo conozco que no habéis tenido por mí más que un capricho que se ha prolongado merced a nuestro pacto y a nuestro aislamiento en vuestra residencia de Metepec.

—Luisa, os engañáis.

—No; ni me engaño ni vos os engañáis tampoco. Echada de mi casa por mi marido, el miserable de don Pedro de Mejía, la noticia del escándalo os avivó el deseo de conocerme y me requeristeis de amores; yo, tanto por vengarme de don Pedro como por huir de don Carlos de Arellano, consentí en seguiros a Metepec y pasar allí por vuestra esposa con el nombre de doña Isabel de Santiesteban, con la condición de que me ayudaríais a vengarme. Y mientras yo meditaba esa venganza y esperaba el momento de realizarla, he querido «jugar» a mujer honrada y de bien, y lo habéis visto: ninguna esposa de hacendado o de encomendero ha podido, por más beata y rígida que haya sido, poner mancha en mi conducta; nadie iba con más puntualidad a la iglesia a confesarse y a misa que yo, ni marido alguno ha sido más mimado y acariciado que vos.

—Es cierto, y por lo mismo soy feliz. Os amo cada día más, y no quisiera por nada deshacer estos vínculos.

—Don Melchor, yo os estoy agradecida y os quiero, aunque no os amo con ilusión, pero mi venganza comienza ya a realizarse. Doña Blanca va a quedar libre de sus votos y el anhelo de que esto se realice cuanto antes me ha dado valor de venir a México a riesgo de ser conocida y que llegue a noticia de don Pedro que aún vivo, cuando por muerta me ha tenido, y si él llegara a averiguar que aún existo, no pararía hasta hacerme desaparecer de la tierra. Oídme, don Melchor, y sed justo y racional; he sido vuestra tanto tiempo y tan sin limitación, que por vos, a quien no amaba, he hecho lo que por nadie, ni por mi mismo marido don Manuel de la Sosa: he sido económica, retirada y hasta beata, he consentido en vivir en un pueblo tan triste como Metepec, pero ya no puedo sufrir esto por más tiempo, ya no puedo representar este papel que no es el mío. Aún soy, si no joven, hermosa y de buena edad, necesito gozar porque mis instintos y mi naturaleza me lo exigen, y los placeres son mi elemento como el aire que aliento. Os he sacrificado seis años; dejadme gozar la hermosura y la juventud que me quedan, dejadme apurar ya el cáliz del mundo, cuando está para mí tan próxima la edad de los desengaños, del olvido, del desprecio.

—Pero ¿qué pretendéis hacer?

—Consumada mi venganza, libre y rica doña Blanca, arruinado o muerto don Pedro de Mejía, entonces nos separaremos, don Melchor, y yo me lanzaré para sumergir en los placeres los últimos resplandores de mi juventud, aun cuando después me aguarde la miseria y la muerte en los mulos jergones de un hospital.

—¡Jesús! —dijo espantado don Melchor.

—Sí, vos sois rico, podéis encontrar una esposa noble, virtuosa y rica como doña Blanca, si queréis, o comprar tantas cuantas veces se os antoje mujeres ardientes y voluptuosas de mi raza, que a vuestro sabor podréis arrojar de vuestro hogar sin escrúpulo y sin remordimiento.

Don Melchor Pérez de Varais había quedado pensativo.

—Vaya —continuó Luisa—, aún no tenéis por qué apuraros, aún falta algún tiempo para esa separación, aún tengo que arrastrar yo más días de los que quisiera las negras ropas de la hipocresía; pero tengamos los dos paciencia y resignación mientras llega el instante.

—Tenéis razón, tengamos paciencia.

Luisa hizo una graciosa caricia a don Melchor y se entró para el interior de la casa.

—Es raro —decía el corregidor— una mujer de la que conozco su mala índole, sus costumbres y sus instintos depravados, y que la amo tanto. Aberraciones del corazón humano… ¿Qué se ha de hacer? Vamos a visitar al arzobispo, que es necesario trabajar para que este demonio encarnado del marqués de Gelves no acabe con nosotros y con Su Ilustrísima.

III. Cómo se conspiraba en el palacio del señor arzobispo de México, a fines del año de 1623

Don Melchor Pérez de Varais entró al arzobispado y se encaminó a la cámara en que celebraba sus consejos el prelado. El arzobispo don Juan Pérez de la Cerna estaba allí en compañía de otras dos personas, y todas hablaban con tanto calor, que se conocía que de cosas harto graves e importantes se trataba.

Recibieron todos al corregidor con muestras de grande cordialidad y aprecio, y continuaron su interrumpida conversación.

—Decía el señor oidor licenciado don Pedro de Guevara y Gaviria —dijo el arzobispo al corregidor— que nada es posible adelantar con la vuelta de los galeones de Castilla, por cuanto Su Majestad está completamente decidido por el marqués de Gelves.

—Por eso proponía —dijo el licenciado Vergara— mi compañero el señor doctor Galdos de Valencia, que era ya preciso consentir en que el pueblo obrase libremente, para obligar a la corte de España a enviar un visitador y mudar la residencia del marqués de Gelves.

—No me parece mala esa idea, tanto más que sobran personas que quieren tomar parte en cualquier tumulto contra el virrey —dijo don Melchor.

—Creo —agregó el doctor Galdos— que contamos con tales elementos, que nunca ocasión alguna puede haberse presentado más propicia. En primer lugar, el apoyo de Su Señoría Ilustrísima, que es ya más que bastante por su sagrado carácter y por el cariño que todos los fieles le profesan.

El arzobispo hizo una caravana.

—Después —continuó el doctor— todas las clases de la Colonia están heridas por el marqués de Gelves en lo más sensible, y todas con ánimo y voluntad firme de vengarse: el comercio con esa prohibición de los tratos y regateos que ha inventado, le aborrece de muerte, porque más de cien familias ricas están quedando por eso en la miseria.

—Sí —dijo el licenciado Vergara—, mas el pueblo entiende que en esto le resulta un favor.

—En poco os paráis —contestó el doctor Galdos—, ¿tenéis más que hacerle entender al pueblo que estos regateos los prohíbe y persigue para dejar como único abastecedor y obligado a su amigo don Pedro de Mejía?

—¡Qué brillante idea! —dijo don Melchor, pensando que esto iba a facilitar los proyectos de Luisa—, es una idea soberbia, porque aún me duelen las doce mil cargas de maíz que me hizo llevar a la Alhóndiga, y la causa que con tanto empeño me sigue…

—También hablaremos de vuestra causa —dijo el arzobispo—, que buen pretexto nos dará, según va ella, para más de cuatro cosas.

—Continuaré si me lo permitís —dijo el doctor Galdos— pues además de los «resgatadores», contamos con todos los portugueses y extranjeros, que son muchos, a quienes el virrey ha apartado de los asientos de minas, y que estarán dispuestos para todo contra él.

—Pero éstos —objetó el arzobispo—, como extranjeros, será mal mirada por el rey nuestro señor su intervención en los negocios de las colonias.

—No tema por eso Su Ilustrísima —contestó el licenciado Vergara, que había comprendido la idea del doctor—, porque ésos no serán los que por delante se presenten, sino que, en caso de confusión o tumulto, servirán de auxiliares sin mostrarse ni ser conocidos ni invitados tampoco.

—Así es en verdad —continuó el doctor— y no necesitaremos de ellos más que, como dice el señor oidor, de auxiliares. Contamos, además, con los negros y gente de color, que siendo libres les ha obligado a que se registren y paguen tributo, y no vivan de por sí sino en el servicio.

—En efecto —dijo don Melchor—, por mi fe que sois, señor doctor, hombre de grande ingenio.

El doctor hizo a su vez una reverencia, y continuó:

—Cuéntase también en esta empresa con gran cantidad de indios naturales del país, ofendidos por el exceso del donativo que el virrey los exige para enviar a España y congraciarse con Su Majestad; y aunque es cierto que ellos con gran contento lo darían por las artes que para ello emplea el marqués de Gelves, si Su Ilustrísima desaprobase todo lo practicado en una de sus pláticas u homilías, todos esos naturales serían aliados nuestros.

—Y lo haré —dijo el arzobispo que había estado oyendo al doctor Galdos, sin perder una sílaba—, lo haré, y de manera que los indios comprendan que de nuestro lado, y no del virrey, están sus intereses.

—Muy fácil es para el prestigio y el talento de Su Ilustrísima —dijo el licenciado Vergara.

El arzobispo inclinó la cabeza como dando las gracias.

—La gente toda de la curia, tanto civil como eclesiástica —continuó el doctor Galdos— se moverá y debe ser la que todo lo inicie, porque, además de las ofensas que tiene recibidas, obedece, y con justa razón, las inspiraciones de la lumbrera de nuestro foro, del señor oidor licenciado don Pedro de Vergara Gaviria.

En esta vez al licenciado le tocó hacer una reverencia.

—Y finalmente —dijo Galdos— no sé si lo que voy a decir merecerá la aprobación de Su Ilustrísima y de los demás señores; pero si no la merece, fácil nos será suprimir esta parte.

—Hablad, señor doctor —le dijo el arzobispo.

—Pues, señor, como gente aparejada para la pelea, en el caso de que hasta allá llegásemos, que Dios no lo permita, podremos echar mano de tantos hombres perseguidos por las partidas del virrey con pretexto de que son ladrones y bandoleros; es cierto que entre ellos no todos son gente muy de bien, pero no pueden encontrarse tan fácilmente hombres perfectos. De muchos de estos perseguidos, tengo noticia de que para huir del virrey se han repartido en los montes y héchose ermitaños, con lo que viven con su cruz y su rosario en una cueva. ¿Conque si no os parecieren mal…?

—Qué han de parecer —dijo don Melchor—; siempre cosa sabida es que los soldados y demás gente de guerra son viciosos y poco dados a los devotos ejercicios, que los que por la virtud dan retíranse a los monasterios o buscan el servir a Dios en los altares.

—Y más agregaré —dijo el arzobispo— que esto, siendo para el servicio de Dios y de su religión, y para la guarda de estos reinos de Su Majestad, que de otra manera serían perdidos, no es obstáculo, que así en las santas cruzadas fueron todos los que habían recibido las aguas del bautismo a la reconquista de los Santos Lugares de Jerusalén sin que se exceptuaran los pecadores, y quizá camino será éste de salvación para muchas almas perdidas o dormidas en culpa.

—¿Y cuántos hombres calculáis en todo eso que nos habéis enumerado? —dijo don Pedro de Vergara al doctor Galdos.

—Por no parecer exagerado, no os diré sino que fácilmente podría, según mis averiguaciones, tenerse un cuerpo como de quince a veinte mil hombres.

—¡Tanto así! —dijo espantado el arzobispo.

—Y más, si la necesidad apurase.

—Eso está muy bueno —dijo el licenciado Vergara—, pero vamos ahora a meditar cómo se han esos elementos de aprovechar.

—En primer lugar, es necesario que el virrey sea el que dé lugar al escándalo y al tumulto, y nunca que nosotros ni el pueblo, de por sí, lo provoquemos —dijo el arzobispo.

—Así debe ser en efecto —agregó el licenciado Vergara—, pero, sin embargo, antes que el motivo o el pretexto lleguen, es preciso tenerlo todo preparado, porque no vaya a suceder que se pierda sin poder utilizar un momento oportuno.

—Muy bien pensado —dijo el arzobispo—; y como si Dios protegiese nuestros intereses, ha venido hoy a visitarme, y está ahí afuera en mi biblioteca esperándome, un mozo bachiller que fue mi familiar y que abandonó la carrera de las letras y la de la Iglesia, que se llama Martín de Villavicencio y Salazar, el cual mozo me es muy adicto y tiene grande influjo y relaciones con toda la gente perdida y de acción de la ciudad, y por ese medio mucho podremos conseguir.

—¿Pero será de valor, de confianza y de actividad?

—A faltarle alguna de esas condiciones, ni le propusiera ni yo le admitiera tampoco; básteme deciros que fue mi brazo derecho en el célebre negocio que tuve con don Alonso de Rivera en la posesión de las casas que son ahora convento de Santa Teresa.

—Cuyo negocio costó la vida del buen don Fernando de Quesada, que santa gloria haya —dijo el doctor.

—Como que a mí —agregó el arzobispo— nadie me quita de la cabeza que esa muerte grava las conciencias de los dos grandes amigos del marqués de Gelves, don Pedro de Mejía y don Alonso de Rivera.

—Seguro estoy yo de ello y jurarlo pudiera —exclamó don Melchor—; que por ignorados caminos he venido en descubrir la verdad; ya otro día hablaré de eso.

—Como que de castigar tenemos ese delito —dijo el licenciado Vergara.

—¿Os parece que haga entrar a Martín? —preguntó el prelado.

Los otros tres se vieron entre sí, como consultándose mutuamente, y el arzobispo agregó:

—Yo respondo de él.

—Entonces, que entre y le hablaremos —dijo el licenciado Vergara.

Su Ilustrísima sonó una campanilla de oro que tenía sobre la mesa y un familiar entró.

—Que pase a esta sala el caballero que me espera en la biblioteca —dijo el prelado.

El familiar salió otra vez.

—Podéis, señores —continuó diciendo el arzobispo—, fiaros enteramente de este hombre aunque le veáis tan mozo, que yo os respondo de él como de mí mismo, en discreción, en valor y en actividad.

En este momento se presentó en la puerta Martín de Villavicencio.

Martín no era ya un joven como lo hemos visto al principio de nuestra historia; su barba tupida y negra y las profundas arrugas de su entrecejo, al mismo tiempo que su aire resuelto, le daban ya el carácter de un hombre formal.

Vestía un traje de terciopelo negro, con acuchillados de raso y con sombrero y medias calzas del mismo color; podía quien le viese haberle tomado por un marqués o por un corregidor. Saludó con desembarazo y, a una indicación del arzobispo, se sentó en un sitial cerca de don Melchor Pérez de Varais.

—Martín —le dijo el prelado— te he mandado introducir en esta sala, porque sé que puedo contar con tu adhesión y tu valor lo mismo que en otros tiempos, cuando eras el consentido de nuestro difunto amigo, que en paz descanse, don Fernando de Quesada.

Martín palideció ligeramente y contestó:

—Su Señoría sabe que una vez le he prometido que podía contar conmigo a vida o a muerte, y estoy dispuesto siempre a cumplir mi palabra.

—Bien sé que eres buen amigo y un excelente caballero para cumplir tus promesas. Se trata ahora de que nos ayudes en un negocio que nos preocupa en estos momentos. ¿Querrás ayudamos?

—Sí, señor.

—¿Cualquiera que sea el riesgo a que te expongas?

—Sí, señor.

—Señores, lo oís, éste es el joven tal cual yo os lo pinté: ningún riesgo le detiene, ningún peligro le aterra. Martín, tú ves la situación en que está el reino, que no puede ser peor, vivimos sobre un volcán que debe estallar de un día a otro, o que nosotros debemos hacer reventar para bien de las almas, porque de otra manera no se pondrá remedio en esto por Su Majestad, cuya augusta mirada no alcanza hasta estas tierras.

El arzobispo quedóse mirando a Martín, que le escuchaba atento con los ojos bajos y sin pestañear, y continuó:

—Es preciso prevenir a los ánimos y disponerlos para todo acontecimiento, y que puedan valemos en un lance desgraciado los amigos todos del rey y de la religión. ¿Qué te parece?

—¿Es decir —preguntó con cierta brusquedad Martín— que quiere Su Ilustrísima que yo y mis amigos nos encarguemos de preparar un tumulto, un motín contra el virrey?

—Eso es —dijo el arzobispo, cuyo carácter impetuoso le hacía huir de ambages y rodeos—, eso es, que tú te encargues de prepararlo todo, para que, cuando llegue el momento, una sola chispa baste a encender la hoguera.

—¿Y cuál será el pretexto? —preguntó Garatuza.

—El pretexto, nosotros lo buscaremos, y te daremos aviso oportuno si hay tiempo, y si no, tú lo comprenderás y arrojarás el fuego.

—En nada de eso veo dificultad —dijo Garatuza.

—Por ahora —dijo el doctor Galdos— es preciso que os pongáis de acuerdo con vuestros amigos, para propalar entre el vulgo el rumor de que el señor arzobispo trata de excomulgar al virrey, porque éste protege a su favorito don Pedro de Mejía, para que éste abarque y compre todo el maíz de la plaza, impidiendo que haya otros resgatadores, con el objeto de subir luego los precios, teniendo con esto, ambos a dos, una riquísima ganancia a costa de la miseria de los pobres; y luego fomentar la murmuración y el descontento, preparando la alarma y predisponiendo los ánimos al combate.

—Todo haré como disponen sus señorías —dijo Martín— y todo tendrá un buen verificativo. Pero permítanme Sus Señorías una simple pregunta: ¿qué voy ganando yo y qué puedo ofrecer a mis amigos?

—En cuanto a vos —contestó sin vacilar el doctor Galdos— tendréis o una cantidad gruesa en dinero o un empleo en las oficinas reales.

—Acepto mejor la cantidad.

—Diez mil pesos si lográis levantar al pueblo.

—¿Y en cuanto a mis amigos?

—Saldrán ganando el no ser perseguidos en lo de adelante, como lo son hoy, y, además, tendrán por ganancia lo que pudieren ganar en el conflicto.

—Comprendo —dijo Garatuza—, ¿y en cuanto a los que tienen prisión, sentencia o causa pendiente por el virrey?

—Todos ellos serán libres, y las causas quemadas.

—Conforme. ¿A quién debo darle cuenta de lo que ocurra y pedirle órdenes?

—A mí —dijo el licenciado Vergara—, que sabéis que vivo en la calle a que el vulgo da mi nombre.

—Muy bien —dijo Martín—, ¿ahora podré retirarme?

—Sí, Martín —contestó el arzobispo.

Garatuza besó el pastoral de don Juan Pérez de la Cerna, hizo una reverencia a los oidores y al corregidor, y se retiró.

—¿Qué os ha parecido mi recomendado? —dijo alegremente el arzobispo.

—Buenísimo —contestaron los otros.

—Ahora, pronto vendrá el pretexto —exclamó gravemente el doctor Galdos de Valencia.

IV. En que el lector volverá a ver algunos antiguos conocidos y tendrá que conocer algo de los antiguos mágicos

Hemos llegado otra vez a la casa de la Estrella, en Xochimilco, a donde aún vive nuestro antiguo conocido don Carlos de Arellano; pero no le volvemos a ver joven, disipado, elegante. Ahora, los ocho años que han pasado sobre su cabeza, le han dado ya el aspecto, no de un hombre de la edad viril, sino casi la apariencia de un viejo.

Don Carlos no tiene aquel bigote fino y atusado; larga y espesa, su barba cae sobre su pecho, blanqueada como el escaso pelo de su cabeza por la nieve de los años, y profundas arrugas surcan su frente.

La casa de la Estrella se resiente de esta variación, los jardines están incultos, la maleza los ha convertido en una especie de bosque, los salones están abandonados; los murciélagos, las palomas y las golondrinas hacen allí sus nidos, y por las rotas y desencajadas puertas entran la lluvia y el viento, cubriéndose de musgo los pisos.

En los patios, dos o tres viejos criados se ven entrar algunas veces, y han desaparecido ya los escuderos, los palafreneros y los esclavos, que, como un enjambre de abejas, entraban y salían todo el día en las cuadras y en las habitaciones interiores.

Referiremos brevemente la causa de aquella variación.

El día siguiente al de la fuga de Luisa con el jardinero Presentación, don Carlos de Arellano comenzó a buscarla por todas partes, encontró la horadación en las tapias del jardín, faltaba el jardinero, y Arellano supo que le habían visto una vez ir a la casa del brujo ñor Chema.

Quizá Chema podría dar una luz sobre aquella desaparición. Arellano ni creía bien a bien en los nahuales, ni les tenía miedo; en fin, estaba colérico y no reparaba en lo que el vulgo podría decir al mirarle entrar en la casa de un hechicero.

Don Carlos se dirigió sin temor ni vacilación a la casa del nahual, y al llegar ya muy cerca, le descubrió sentado a la puerta con los pies al sol, leyendo un grueso libro forrado en pergamino.

La presencia de aquel hombre, de quien se contaban tantas consejas, y la soledad en que se encontraba, no dejaron de preocupar al alcalde mayor, pero ya había emprendido aquello y era fuerza llevarlo adelante. Don Carlos era tenaz en sus empresas, aun en las más insignificantes.

—Buenas tardes —dijo don Carlos al viejo.

—Que así las dé Dios al caballerito —contestó el viejo.

—Vos, a lo que parece, no me conocéis.

—Sólo ahora, y para serviros.

—Soy don Carlos de Arellano, alcalde mayor de esta ciudad de Xochimilco.

—Por muchos años —dijo el anciano levantándose y saludando.

—Sentaos, que vengo sólo a preguntaros de un negocio que me interesa.

—Mande Su Señoría.

—El vulgo dice que sois hechicero.

—Sabe muy bien Su Señoría que el vulgo es vulgo, y siempre se engaña.

—Sin embargo —dijo don Carlos, tratando de lucir su erudición—, vox populi, vox Dei.

—Es cierto, señor alcalde; pero el vulgo no es el pueblo; el vulgo no es más que el vulgo.

—Bien, dejemos eso, tengan o no razón. Lo que es cierto es que a consultaros vienen cuando traen alguna empresa entre manos.

—Y crea Su Señoría que se van lo mismo que han venido.

—Lo que no quita que vos conozcáis sus intentos.

—Cierto es eso.

—¿Hace poco os ha venido a ver un natural y a consultaros sobre un proyecto de fuga con una dama principal?

—No, en verdad, que el último que vino trajo por objeto solicitar un remedio para ser querido de las mujeres.

—¿Y se lo disteis?

—Eso equivaldría a ejercer yo la magia. Preguntóme si el chupamirto serviría para su objeto, y quitémele de encima diciéndole que hiciera lo que quisiese.

—¿Y creéis que lo usaría y que le serviría de algo?

—En cuanto a que ha de haber usado del pajarito, lo creo indudable, que el mozo parecía decidido.

—¿Y en cuanto al provecho que de ello le resultaría?

—¿Preguntáisme eso como el señor alcalde?

—No, sino como caballero particular.

—Pues entonces contestaré a Su Señoría, que si bien es cierto que virtudes raras y maravillosas tiene el chupamirto, como otras muchas aves, y esto por la naturaleza, preciso es el auxilio de la ciencia cabalística para que esas virtudes y propiedades se desarrollen.

—¿Conocéis vos esa ciencia? —preguntó con curiosidad don Carlos, y olvidando, en presencia de lo maravilloso que creía descubrir, la causa de su visita al viejo.

Ñor Chema vaciló, y por fin no contestó nada.

—Respondedme con franqueza —dijo don Carlos—, que yo no soy capaz de denunciaros y, por el contrario, tanto empeño he tenido desde niño en conocerla y estudiarla, que a ser vos adepto, labraríais a mi lado vuestra suerte.

—Conozco esa ciencia. La desgracia de haber estado preso muchos años en las cárceles secretas del Santo Oficio, me ha dado la fortuna de poseer libros y manuscritos preciosos. Un desgraciado que murió en las mismas cárceles me confió el secreto del lugar en que él había ocultado sus libros; llegué a verme libre, y de opulento que entré a la Inquisición, salí miserable, viejo y desconocido. Fui a buscar aquella herencia de la desgracia, la encontré, y hace algunos años que paso mi vida estudiando las ciencias ocultas, aunque no las practico, y vivo con el poco dinero que encontré junto con ios libros.

—¿Y creéis vos en los secretos y en las maravillas de la ciencia cabalística, de la magia y de la alquimia?

—¿Y cómo no creer en lo que han palpado los hombres, en lo que ha sido ya el fruto de largos siglos de experiencia y de inmensos tesoros consumidos, para arrancar un secreto a lo desconocido, para tener la gran «Clavícula» de Salomón, que hace obedecer a los espíritus malignos? ¿Habrán escrito y meditado en vano Alberto de Saninguen, llamado Alberto Magno, y Raimundo Lulio? ¿Ignoráis las inmensas riquezas atesoradas, merced a esta ciencia, por Nicolás? ¿Los discípulos de Paracelso no han esparcido y predicado en el Occidente estas ideas y estas luces? ¡Oh! La trasmutación de los metales, en virtud de la alquimia, el descubrimiento de los tesoros ocultos por medio de la ciencia cabalística, la adivinación del porvenir por la nigromancia, por la astrología, por la quiromancia, por la catoptronomanda, por la teúrgia y por otros mil medios, es una cosa indudable para los que, como yo, han logrado conocer libros tan sabios como el Dragón rojo. El sabio doctor Joaquín Tancke ha propuesto ya a las universidades establecer cátedras para comentar y explicar públicamente las obras de Cebes y Raimundo Lulio. ¿Tanceby, Kirkeby y Ragy no recibieron del rey Enrique VI de Inglaterra en 1440 permiso para fabricar el oro y el elíxir de larga vida? ¿No se concedió lo mismo en 1444 a Juan Coblet y a Tomás Traffard, y a Tomás Ashton, y después a Roberto Bolton y a Juan Metsle, agregando en la concesión «que era porque ellos habían encontrado el modo de cambiar indistintamente todos los metales en oro?». ¿Y así queréis que dude de la ciencia? Poco hace hemos sabido que el gran Rodolfo II, educado en la corte de Su Majestad don Felipe II, y elevado después a emperador de Alemania, se ha desprendido de los negocios públicos para dedicarse a las ciencias ocultas, encerrado en su castillo de Praga, con sus maestros Tycho Brahe y Kepler; el doctor Decque le abrió el mundo de los espíritus, Miguel Mayer, Martín Ruland y Tadeo de Hayec, que dieron a su sabio emperador el renombre del Hermoso de Alemania. ¿Y queréis que aún dude? No, la ciencia es cierta, existe, y en mis preciosos libros y manuscritos puede beberse como en una fuente purísima, como la he bebido yo por tantos años.

El viejo había hablado como inspirado, y don Carlos lo había escuchado con religioso silencio.

—¿Queréis venir a vivir a mi casa y conmigo? —le dijo Arellano—; nada os faltará y estudiaremos.

—A pesar de que nada me dicen contra vos ni la ciencia ni el corazón, dejadme pensarlo y mañana os resolveré.

—Bien, mañana en la noche vendré, y entraréis a mi casa sin que nadie os vea, y todo estará ya dispuesto.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Don Carlos se retiró tan preocupado, que en toda la noche no pensó ya en Luisa; dueño de los secretos de la alquimia las reinas buscarían su amor. Aquella noche soñó que tomaba en oro el Popocatépetl y el Ixtaccíhuatl.

Tres días después el viejo Chema desapareció y su casa se quedó abandonada. Unos dijeron que «el maligno» se lo había llevado una noche, porque había expirado el plazo del pacto que con él tenía; otros, que la tierra se lo había tragado por castigo de Dios, y otros que el Santo Oficio lo había arrebatado secretamente para no remover el escándalo; la verdad era que se había trasladado a la casa de don Carlos de Arellano.

Desde aquel día se observó un cambio notable en la casa de don Carlos y en la vida de éste; apenas salía a la calle, no montaba ya a caballo, y en las horas más avanzadas de la noche se observaba luz por las ventanas de su habitación.

Es que don Carlos se había entregado con furor al estudio de la magia, y sin embargo, el vulgo decía «que, Dios le había tocado el corazón y que se había metido a santa vida». Y cuando veían la luz en las noches, las viejas exclamaban: «Estará rezando, Dios le haga un santo».

Todo esto había acontecido en la casa de la Estrella durante el tiempo que hemos dejado de ver a don Carlos.

En el momento en que volvemos a encontrarle, su habitación presenta un cuadro curioso.

Arellano, sentado en un sitial delante de una gran mesa cargada de libros, de frascos y de retortas, escribía en un gran pergamino, y a su lado como dormitando, en otro gran sitial, estaba el viejo Chema con todas las señales de la decrepitud marcadas en su rostro, en su cuerpo, en sus movimientos y hasta en su voz.

Don Carlos acabó de escribir, dejó la pluma y levantando el pergamino para poder leerlo mejor y acercándolo a una bujía, dijo:

—Don José.

—Em —contestó el viejo como despertando.

—He terminado ya.

—¿Qué cosa?

—Las fórmulas para llamar a los espíritus consignadas en los antiguos códices de la ciencia.

—¿A ver?

—¿Queréis que os las lea?

—Sí, será bueno.

Don Carlos comenzó su lectura.

Nuestros lectores perdonarán que les copiemos aquí algunas de las antiguas fórmulas que servían para entrar en contratos con el diablo porque, además de ser documentos curiosos, prueban hasta dónde llegaba la ignorancia y la preocupación en aquellos tiempos.

Ante todo, no podemos resistir el deseo de dar a conocer las grandes potestades infernales y ministros de Lucifer que reconocían los mágicos y los hechiceros, y eran según ellos:

Lusifuge Rosocale, dueño y dispensador de riquezas y tesoros.

Satanachia, poderoso para someter y disponer de todas las mujeres de la tierra.

Agaliarept, poseedor de todos los secretos y misterios.

Flourety, capaz de construir o arrasar cualquier cosa, durante una noche.

Sayatanás, con el poder de transportar y volver invisible a un hombre, y con las llaves de todas las cerraduras.

Y Neviros, sabio en todas las ciencias naturales.

A toda esta corte ocurrían en aquellos tiempos los hechiceros y encantadores, y pagaban estas imaginarias amistades muriendo en una hoguera y en medio de los tormentos más espantosos.

Don Carlos comenzó a leer:


Llamamiento a Lucifer. Emperador Lucifer, príncipe y amo de los espíritus rebeldes, yo te ruego que abandones tu morada en cualquier parte del mundo que estés para venir a hablarme: te mando y conjuro de parte del Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que vengas sin causar ningún mal olor, y me respondas en alta e inteligible voz artículo por artículo, cuanto yo te preguntare; y de no hacerlo así serás obligado por el poder del grande Adonay, Eloim, Ariel, Jehová, Tagla, Mathon, y todos los otros espíritus superiores a ti, y que te castigarán.

Venite, venite.
 

—¿Qué os parece? —dijo don Carlos acabando de leer.

—Muy bien; pero no es ése el pacto sacado de la gran Clavícula del sabio rey Salomón.

—No, que aquí le tengo aparte.

—Leédmele.

Arellano tomó otro pergamino y comenzó a leer:


Emperador Lucifer, amo de todos los espíritus rebeldes, yo te ruego que me seas favorable en el llamamiento que os hago a tu gran ministro Lucifuge Roscale, con quien deseo hacer pacto, y te ruego, príncipe Belcebú, que me protejas en mi empresa. ¡Oh, conde Astarot! Séme propicio y haz que en esta noche el gran Lucifuge se me aparezca en forma humana sin ningún mal olor, y me conceda por medio del pacto que le ofrezco todas las riquezas que necesito.

Gran Lucifuge, abandona, te ruego, tu morada en cualquier parte adonde estés, si no yo te obligaré por la fuerza del Dios vivo, de su querido Hijo y del Espíritu Santo; obedece pronto o serás atormentado por la fuerza de las poderosas palabras de la gran Clavícula de Salomón, de la cual se servía él para obligar a los espíritus rebeldes a recibir sus órdenes.

Aparece inmediatamente o yo voy a atormentarte con la fuerza poderosa de estas palabras de la Clavícula: «Agion tetagran vaycheon stimulamaton y espures retra grammatan oryaram iriau esytian, existian eryana anera brassim mayna mesria sater Emanuel Sabaot, Adonay, te adora et invoca».
 

—Perfectamente —dijo Chema, y volvió a entrar en su estado de somnolencia.

Don Carlos se puso a estudiar sus invocaciones.

Ni una sílaba hemos querido borrar de las fórmulas, ni de la intrincada Clavícula de Salomón, para dar una completa idea de los conjuros y de los pactos.

Arellano permaneció mucho tiempo entregado a sus estudios, cuando unos golpes terribles, aplicados en el zaguán de la casa, le hicieron volver a la vida real.

Se abrió la puerta y Arellano oyó en las baldosas del patio el ruido de un caballo herrado y la voz de un hombre que preguntaba:

—¿Aún dormirá Su Señoría, don Carlos de Arellano?

V. La compañía del bachiller Martín «Garatuza» comienza a tomar cartas en los negocios políticos

La compañía del bachiller Martín Garatuza comienza a tomar cartas en los negocios políticos

Martín salió de la casa del arzobispo y se dirigió a la de nuestro viejo conocido Teodoro.

Teodoro, libre por la voluntad de doña Beatriz y rico con el dinero de don José de Abalabide, vivía cerca de la traza, pero fuera de ella, por el rumbo de San Hipólito, que era donde desde el principio comenzaron a fundarse algunas casas de campo.

Teodoro vivía completamente tranquilo y tenía ya dos hijos; nada había interrumpido por mucho tiempo su quietud y le consideraban todos los negros libres como su protector y su jefe; allí ocurrían en cualquier desgracia y estaban seguros de ser socorridos.

Pero la gente negra que había libre en la Nueva España era muy inquieta y daba constantemente grandes escándalos, teniendo en alarma las ciudades, y por eso el marqués de Gelves dictó severas providencias contra ellos; desde entonces su disgusto fue cada día en aumento, y todos ocurrían con sus quejas a Teodoro. Martín, que sabía esto, comprendió que la conquista del antiguo esclavo de doña Beatriz era el primero y más importante de los trabajos que tenía que emprender para conseguir aquella sublevación que anhelaban el arzobispo y la Audiencia.

Cuando Garatuza llegó a la casa, Teodoro, en el jardín y seguido de sus hijitos, regaba y componía unas plantas; su mujer, cosiendo bajo un emparrado, les miraba con un placer indecible, de cuando en cuando.

Era el cuadro de la felicidad doméstica.

—¡Hola, don Martín! —dijo alegremente Teodoro saliéndole al encuentro y estrechando su mano—, ¡qué fortuna es veros por acá!

—No tanta, que mi ausencia antes y mi presencia ahora son motivadas por causas harto desagradables.

—¿Pero qué os ha acaecido?

—A mí precisamente, nada; pero los negocios del reino van tan mal…

—¿Y creéis que seamos nosotros bastante poderosos a impedir que así sigan?

—¿Y por qué no?

—Somos muy débiles y muy pequeños.

—Nadie es débil ni pequeño cuando tiene el corazón grande y la resolución firme.

—¿Y qué se ganará con tener eso?

—Friolera, figuraos en el caso presente, con unos cuantos hombres como vos, yo me comprometería a hacer que se variase el giro de los negocios, y aún más si cuento con vos, me comprometo a hacerlo.

—¿Y cómo haríais aun cuando contaseis conmigo?

—Escuchadme. Los negocios públicos van mal, y todos están disgustados. ¿Es cierto?

—Verdad.

—Su Majestad Felipe IV pudiera cambiar la suerte de estos reinos con sólo cambiarnos de virrey. ¿Es verdad?

—Cabalmente.

—Pero él no quiere y se empeña en sostener aquí al De Gelves, que Dios confunda.

—Y como nosotros nada podemos contra la voluntad del monarca, resulta que no tenemos más remedio que sufrir.

—Os engañáis, todo el mundo dice lo mismo y, sin embargo, nada es menos cierto.

—¿Pues cuál es el remedio?

—Obliguemos a Su Majestad a cambiar de virrey.

—¿Y cómo?

—Muy sencillamente, promoviendo una sublevación por cualquier motivo. Todo el mundo nos seguirá y todos estarán con nosotros, desde la Audiencia y el arzobispo hasta la gente más pobre y más infeliz.

—¿Y si no nos ayudasen personas de alta categoría?

—Si vos os comprometierais, yo os lo aseguraría.

—Si me lo asegurarais, yo me comprometiera.

—Pero esto es un círculo vicioso en que no hacemos sino perder el tiempo. Mirad, ¿no tendríais inconveniente en ayudarme con todo vuestro influjo entre la gente de color para una sublevación contra el De Gelves?

—No, si no hubiera personas de respeto mezcladas en el negocio.

—Las hay. Vengo de hablar con el señor arzobispo y con la Audiencia, y ellos mismos me han invitado.

—¿Es verdad eso?

—Por mi fe de cristiano.

—Entonces contad conmigo. ¿Cuál es el plan?

—Preparar a la gente y a los amigos. El arzobispo y la Audiencia darán el pretexto o el motivo, principiará el alboroto y adelante; las cosas seguirán solas.

—Me parece muy bien pensado, contad con que os ayudaré.

—Y yo os pondré al corriente de lo que ocurra; entretanto no hay que dormirse porque tal van los acontecimientos, que el lance puede ser mañana mismo.

—Estaré listo, descuidad.

Martín se retiró contentísimo, y Teodoro, en vez de seguir en su trabajo, se puso su sombrero y salió también a la calle.

Martín empleó el resto de la tarde en visitar a sus principales compañeros de aventuras y que estaban como en receso a causa de las terribles persecuciones del virrey a toda la gente perdida. Todos ellos acogieron con entusiasmo la idea de un motín, y cada uno de ellos se convirtió en agente. La rebelión fermentaba sordamente y no se necesitaba más que la chispa que encendiera aquel combustible.

Don Melchor Pérez de Varais volvió a su casa, y Luisa le esperaba ya con impaciencia.

—¿Hablasteis al arzobispo del negocio de sor Blanca?

—La verdad es, alma mía, que se me olvidó.

—Pasos lleváis de no sacar jamás a esa desgraciada de la cárcel.

—Negocios tan graves tuvimos que tratar que tiempo nos ha faltado, y, sin embargo, hay para vos una buena noticia.

—¿Cuál es?

—Sabéis que entre el virrey y la Audiencia y el arzobispo median grandes y profundos disgustos, que el arzobispo y la Audiencia tratan de recrudecer para dar motivo con ello a un tumulto.

—¿Y bien?

—Que uno de los pretextos será el hacer creer al pueblo que don Pedro de Mejía ha monopolizado las semillas para ganar a costa de la miseria de la clase pobre. Naturalmente la primera víctima será, si hay un motín, don Pedro de Mejía, y para hacer todo más visible, ya al salir del arzobispado me ha dicho Su Ilustrísima que se procurará medio de excomulgar a don Pedro fijando su nombre en las iglesias.

—Muy bien.

—Como sabéis, el virrey me persigue por la denuncia que se hizo de mí, imputándome que vendía la justicia en la provincia de Metepec, y luego por esa causa que ha mandado formar para probarle a la Audiencia que no puedo ser corregidor de México y alcalde mayor de Metepec.

—Témome, don Melchor, que si antes de que estalle el motín sois aprisionado, ni se hará nada y vos las pagaréis todas.

—Decidido estoy a todo antes que dejarme prender.

En este momento se presentó el licenciado Vergara, pálido y fatigado.

—Don Melchor —dijo entrando sin saludar a nadie—, acaba de proveerse auto en vuestra causa para que seáis arraigado y asegurado.

—¿Cómo? —exclamó don Melchor demudado.

—Tan cierto es que dentro de un momento estarán aquí para notificaros.

—¿Qué haremos? —dijo don Melchor.

—Ante todo —contestó el licenciado— importa que no os prendan, porque todo sería perdido.

—Huiré.

—Ya no es tiempo —exclamó el licenciado Vergara—, mirad a la justicia que viene.

—Don Melchor —dijo Luisa—, oídme. Armaos, que se arme también la servidumbre, entrad en una carroza e idos a refugiar al convento de Santo Domingo, que es el más cercano.

—Bien pensado, bien pensado —dijo vivamente Vergara—, pero que sea pronto, he visto allá abajo de la puerta una carroza.

—Voy por mis armas —dijo don Melchor, y salió por un lado mientras por el otro desapareció Luisa.

Pocos momentos después don Melchor, con la espada desnuda en una mano y un broquel en la otra y seguido de varios lacayos armados, se precipitó por la escalera que estaba, así como el patio y la calle, invadido por gente de justicia.

Lo menos que esperaban el escribano y los alguaciles era este ataque rudo, de manera que la confusión fue espantosa.

—¡Favor al rey! ¡Favor a la justicia! —gritaba el escribano tratando de animar a su gente.

—¡Favor al rey! ¡Ténganse a la justicia! —gritaban los alguaciles, procurando resistir y detener a don Melchor.

—¡Atrás la canalla! —decía furioso don Melchor—; ¡muera el hereje!

Así llamaban ya al virrey por su choque con el arzobispo.

Los alguaciles retrocedían y don Melchor llegó así hasta la portezuela de la carroza. El cochero, prevenido de antemano, estaba ya listo para marchar; un lacayo abrió el coche y Pérez de Varais entró a él con tres criados mientras los demás acuchillaban a los alguaciles.

La carroza partió a todo trote de los caballos, atropellando a cuantos encontró, porque una gran multitud, atraída por el escándalo, había llenado la calle.

Don Melchor, sin soltar la espada, saltó a tierra apellidando «asilo» al convento de Santo Domingo.

La justicia había seguido tras de la carroza, pero sólo consiguió ver la entrada de Pérez de Varais al convento.

Inmediatamente se ocurrió a dar parte al virrey, sin procurar más que llevarse a los alguaciles que habían quedado mal parados en el combate.

Dos personas habían presenciado todo desde los corredores de la casa: el oidor Vergara y Luisa.

—Señora —dijo el oidor—, no os espantéis, que quizá éste será principio de grandes hechos y remedio del reino.

—Señor oidor —contestó Luisa con una sonrisa burlona—, creo que más susto tiene Su Señoría que yo. Lo que importa es aprovechar esto para llevar adelante vuestros planes.

—Es verdad, pero ahora es necesaria mucha precaución para hablar al corregidor, y estando en Santo Domingo creo que para vos será casi imposible. ¿Queréis que le envíe algún recado de parte vuestra?

—Os lo agradezco, pero más desearía ver que tomabais con empeño la causa general del reino, que la de mi marido.

—Voy a dar parte de todo a Su Señoría Ilustrísima, y veremos lo que se dispone. Estoy a vuestros pies, señora.

—Que Dios lleve al señor oidor.

El licenciado Vergara se dirigió al arzobispado y Luisa quedo pensativa.

—Pobre sor Blanca, esto viene muy mal para su negocio; mañana le avisaré. En cuanto a don Melchor, si sólo los hombres pueden entrar al convento, no creo que me sea muy difícil parecer hombre… Ya veremos, no será la primera vez.

VI. Cómo Luisa dio unas malas noticias a sor Blanca, y lo que ésta determinó hacer

A la mañana siguiente Luisa se presentó en el convento de Santa Teresa para hablar con sor Blanca, y después de algunas dificultades lo consiguió.

—Sor Blanca —le dijo Luisa—, tengo que comunicaros una mala noticia.

Sor Blanca palideció horriblemente. Aquella joven estaba de tal manera afectada, que todo lo que tuviera relación con el negocio de su libertad le hacía un efecto extraordinario.

—¿Y qué noticia es ésa? —preguntó, pudiendo hablar apenas.

—Ayer mi esposo don Melchor Pérez de Varais, huyendo de la venganza del virrey que le persigue por ser amigo del arzobispo, ha tenido que tomar asilo en el convento de Santo Domingo.

—¿Y entonces?

—Entonces vos, pobre joven, quedáis por culpa del virrey sin protector y sin amparo.

—¿Pero el señor arzobispo nada hará?

—Oídme, sor Blanca, no quiero engañaros. Es preciso que os procuréis personas que hablen al arzobispo a fin de que pronto despache vuestro asunto. Van corridos ya siete meses del término dentro del cual puede relajar vuestros votos; en estas turbulencias con el virrey es muy fácil que os olvide, y en ese caso ya os podéis suponer lo que será de vos.

Sor Blanca con la cabeza inclinada lloraba.

—Señora —dijo—, pero si no tengo más amparo que don Melchor, vuestro esposo. Mi hermano, don Pedro de Mejía, se opone a que yo salga de aquí; es poderoso, tiene gran influencia con el virrey, y si él llegara a saber que el arzobispo tiene facultades de Su Majestad y que vuestro esposo me ha protegido, seguramente echaría por tierra todos nuestros planes, apoyándose en su valimiento. Ésta es, señora, la razón de por qué no puedo ocurrir a nadie, y por qué temo la publicidad.

—Y tenéis razón, ¿qué haremos?

—Es para mí, señora, una sentencia de vida o de muerte. De cualquier modo, yo saldré del convento.

Pronunció estas palabras sor Blanca con tanta exaltación y demostrando tan terrible fuerza de voluntad, que Luisa misma se admiró y comprendió que la monja tenía ya tomada de tal manera su resolución, que arrostraría por todo antes que permanecer en el convento.

—Haced lo que mejor os parezca, sor Blanca —dijo—, pero en todo caso os ruego que contéis conmigo.

Luisa se volvió a su casa y sor Blanca, profundamente preocupada, se dirigió a su celda.

—Es necesario —exclamó—, es necesario salir de aquí, sí, saldré, y si al fin el arzobispo relaja estos vínculos, que yo por mi voluntad no he formado, mejor, si no, viviré ignorada, desconocida, pero libre. Yo no tengo ya obligación de estar aquí, el pontífice ha dicho que si los votos me fueron arrancados por la fuerza y contra mi voluntad, sea yo libre, y nadie mejor que yo sabe cuánto esfuerzo me ha costado tomar el velo. La condición del papa está cumplida y yo soy libre aunque mil obstáculos se pongan por los hombres: el derecho de salir de aquí me lo da Su Santidad, el verificarlo corre de mi cuenta, y será. Veamos qué tales están mis preparativos.

Sor Blanca cerró por dentro la puerta de su celda, abrió una alacena que estaba embutida en una de las paredes y corrió la última tabla.

Una especie de caja oculta apareció y sor Blanca comenzó a sacar de allí algunos objetos.

Todo aquello, el secreto, la caja, la tabla con que se cerraba, lo que allí se contenía, todo era obra de la misma sor Blanca, fruto de su perseverancia y de su firme resolución de escapar del convento.

Sor Blanca tomó de entre los objetos que había sacado del secreto, un espejo. Lo puso encima de su reclinatorio y colocó en frente de él dos bujías de cera.

Se arrodilló enfrente del espejo y comenzó a quitarse la toca. Una maravillosa transformación pareció entonces verificarse. De debajo de la toca de la religiosa una negra y rizada cabellera desprendió sus brillantes anillos de ébano y vino a formar como una cascada que corría por los blancos y torneados hombros de Blanca, por sus espaldas y por su cuello. Aquélla no era ya una monja, era una deidad. Mucho tiempo hacía que con un cuidado y una paciencia admirables, sor Blanca dejaba crecer y cuidaba su hermosa cabellera; era como la esperanza cierta que alimentaba del día de su libertad.

Sor Blanca se despojó después de los sayales y se vistió un soberbio traje de brocado blanco; cubrió sus manos y su cuello de soberbias alhajas; oprimió sus delicados pies en unos borceguíes de tafilete rojo bordado de oro, y sus cabellos en una redecilla de seda y oro, y luego, como una niña, comenzó a pasearse gravemente por su celda, procurando mirarse en su pequeño espejo.

Si las otras monjas hubieran logrado verla al través de una cerradura, sin duda que hubieran dicho que un arcángel visitaba por las noches la celda de sor Blanca.

—Verdaderamente soy hermosa —decía la pobre mirándose en su espejo—; ¡ay! ¡Qué papel tan brillante podría yo hacer en el mundo! ¡Ha de ser tan bello tener un hombre que nos ame, que siempre se esté mirando en nuestros ojos! ¡Qué grato será oír en su boca palabras dulces, amorosas, así como dice en el Cantar de los Cantares, «amada mía!». Jamás he tenido quien me diga «amada mía». Si este santo deseo es pecado, ¿por qué Dios permite que no se aparte de mí? Además, yo soy libre, el papa lo manda, y el papa representa a Jesucristo sobre la tierra. Qué gusto dará oír las once por ejemplo, a esa hora viene el que nos ama, Dios mío, y lo que deberá sentirse al verle llegar. En las noches las músicas, las serenatas, nuestro galán rondando embozado frente a nuestras ventanas, esperando una flor, un suspiro, una palabra. Con qué placer se le dirá «¡yo os amo!». ¡Ah! Yo quiero amar a alguno que me ame, aunque sea un esclavo, aunque sea un mendigo, pero no puedo vivir sin amor; aquí mi corazón me quema, me abrasa, se me figura que me apasiono de cualquiera que veo dos o tres veces en el templo, y quisiera hablarle y que me hablara, y cuando deja de venir estoy triste, y luego amo a otro y me sucede lo mismo. Y esos hermosos ángeles que están en los cuadros del claustro me parece que me miran algunas veces con afición, que se animan, y paso delante de ellos muchas veces para verlos porque de repente me parece que viven. Uno de los cuadros que representa a Gabriel, lo bajaron de la pared y lo pusieron en el suelo, y en mi delirio creí que era providencial, milagroso, que él mismo se había bajado para estar más cerca de mí, y entonces pasé a su lado, nadie me observaba, me acerqué al cuadro y puse mi boca en los labios del arcángel y le besé. Yo no comprendo lo que sentí, me pareció que también él me había besado y me puse encendida, y tuve miedo de pasar por allí otra vez, entretanto se me figuró que un joven que venía a la iglesia veía al coro y me veía a mí, creo que le amé y olvidé a mi arcángel, pero el joven no volvió más. Dios mío, yo necesito salir de aquí porque siento necesidad de amar y de ser amada, es fuerza, y saldré.

Sor Blanca comenzó a quitarse el traje y sus galas, y a guardar todo en el cofrecito en que las tenía ocultas, cuando se oyeron en la puerta cuatro golpecitos seguidos, pero aplicados con suma precaución. Sor Blanca ocultó apresuradamente todos los objetos, se cubrió con sus tocas y abrió.

—Buenas noches, madrecita —dijo entrando una mujer como de treinta años, que por su traje parecía una criada.

—Buenas nochés, Felisa —dijo sor Blanca, volviendo a cerrar por dentro la celda—, ¿qué te pasa?

—Madrecita, que todo está preparado ya, y esta misma noche nos podemos salir del convento.

—Pero ¿cómo? ¿De qué manera?

—Óigame su reverencia. Ya su reverencia sabrá como yo soy hija del tío Nicolás; que el tío Nicolás es cochero del señor arzobispo, que en el arzobispado vivía yo con mi señor padre, y viniendo días me pretendió uno de los señores colegiales que venían a ver a Su Ilustrísima, creo que decía mi señor padre que para que los «desanimaran». Y como yo tuve que decirle que sí, y mi señor padre cayó en la cuenta, dispuso su merced meterme aquí de criada, porque me cogió en mi baúl letras del colegial; y cierto y verdad que nos queríamos, pero no pasó de allí. Pues ha de estar su reverencia para saber que me encajó aquí mi señor padre, como su reverencia recordará, hace más de cuatro años, y ni más razón de mi colegial, hasta que hace cosa de ocho días que supo su reverencia que había sacristán primero y nuevo y cátese su reverencia que voy viendo al sacristán nuevo ¡y que ni más ni menos que mi colegial! Me conoció, me hizo señas, nos hablamos cuando me mandaban las madrecitas a llevar algunas cosas a la iglesia, y él me dijo: «¿Por qué no te sales y nos vamos, al cabo no eres monja?», y me convenció, y le dije yo que otra criada también quería salirse conmigo. «¿No será monja —me preguntó— porque eso es de riesgo?». «No —le dije— es criada». «Bueno —me contestó—, que salga; pero con la condición que llegando a la calle, cada uno por su lado, y nosotros no paramos hasta las Chiapas, en donde tengo unos tíos». Ya tenemos todas las llaves desde aquí hasta la calle, y en esta mañana me dijo que esta misma noche a las doce nos esperaba en la iglesia. Conque alístese su reverencia.

—Tengo miedo.

—Tiene miedo, y hace más de un año que no hace más que platicarme de salirse de aquí y contarme lo bonito del mundo. ¡Vaya, ésa era buena, que yo me saliera y se quedara su reverenda! Pues si se desperdida esta ocasión, no hay otra.

—Dices bien —dijo de repente Blanca—, van a ser las doce; ¿dónde están las llaves?

—Aquí las traigo.

—¿Las conoces y las has probado?

—No tenga usted cuidado.

—Toma, llévame esta cajita, déjame vestir.

Sor Blanca entregó a Felisa la caja de sus alhajas, y en un instante se vistió una saya y una toca negra de viuda, se cubrió con un velo y oculto en el secreto de la alacena lo que no pudo llevar.

—Vamos —dijo sor Blanca.

Felisa caminaba por delante, llevando una linterna y la cajita de las alhajas de la monja, que la seguía temblando.

A cada momento se detenían espantadas y ocultaban la luz. El ruido del viento que movía un cuadro o una puerta, que arrastraba una hoja o un papel, les parecía al eco de unos pasos que las seguían; aplicaban el oído a las cerraduras de las celdas, y nada, todo estaba tranquilo.

Atravesaban con precaución los claustros, abrían y volvían a cerrar con cuidado las puertas, y así llegaron hasta la iglesia.

Santa Teresa no era aún ese templo suntuoso que hoy vemos, era una capilla grande, pero bastante humilde.

Las dos mujeres avanzaron en la nave y de repente un bulto se encaminó hacia ellas.

Sor Blanca estuvo a punto de gritar, pero Felisa le tapó la boca.

—Es él, no tengáis miedo.

—Felisa, Felisa —dijo el hombre que se acercaba.

—Yo soy —contestó la criada.

—¿Vienen las dos?

—Sí.

—Pues vámonos, dejen el farol.

El sacristán tomó de la mano a Felisa, y ésta a sor Blanca, y así, casi entre las tinieblas, avanzaron hasta la puerta del templo. El sacristán abrió y sor Blanca se encontró en la calle y sintió el aire de la libertad en su rostro, alzóse el velo para respirar mejor y lanzó un suspiro que ella misma no sabía si era de pena o de contento.

Mil pensamientos confusos luchaban en su cerebro. ¿Sería este paso el principio de su felicidad o de su desgracia? ¿Había hecho bien o mal? Había momentos en que se arrepentía y momentos en que se sentía más animada.

Caminaron los tres unidos hasta llegar a la esquina de la calle del Hospicio de San Nicolás, llamado de las Atarazanas.

—Aquí cada uno por su lado —dijo el amante de Felisa.

—Adiós —decía la muchacha a sor Blanca, cuando el sacristán exclamó:

—¡Una ronda, huyamos!

Y echó a huir seguido de su novia, que, sin pensarlo siquiera, se llevaba las alhajas de la monja.

Sor Blanca se quedó parada un momento, y luego le faltaron las fuerzas y se sentó en una puerta.

La ronda oyó el ruido que hacían en la fuga Felisa y su amante, y echó a correr tras ellos, gritándoles: «Ténganse a la justicia», y pasó cerca de sor Blanca sin mirarla siquiera.

Sor Blanca permaneció allí mucho tiempo, y luego se levantó y tiritando de frío y temblando de miedo, comenzó a caminar procurando alejarse del centro de la ciudad.

La mañana comenzó a aclarar y la primera persona que vio Blanca fue un muchachito pobre que caminaba descalzo y envuelto en una pequeña manta.

—Oye, niño —le dijo Blanca—, ¿adónde vas?

—A comprar el desayuno para mi padre.

—Dime: ¿qué no conoces ninguna casa por aquí, de señoras solas y que me pudieran recibir?

—Sí —dijo el niño con una viveza encantadora—, ¿quieres que te lleve en casa de doña Cleofitas?

—¿Quién es doña Cleofitas? —preguntó sor Blanca.

—Una señora pobrecita, muy fea, que vive solita, aquí adelante.

—¿Me recibirá?

—Cómo no; vamos, que no quiero que me regañe mi padre.

Sor Blanca siguió al niño y llegaron a una accesoria pobre, pero que estaba ya abierta, a pesar de ser tan temprano.

Una mujer muy vieja, y con el aire de limosnera barría el interior.

—Ésta es —dijo el muchacho—, y ya me voy.

Y sin esperar más, echó a correr.

—¿Qué se os ofrece? —preguntó la mujer a sor Blanca.

—Que me amparéis, que me deis un asilo en vuestra casa, un rincón…

—Soy muy pobre —contestó la vieja.

—Más pobre soy yo, que no tengo ni dónde guarecerme del sol, ni de la noche.

—Pero…

—Por Dios, no me arrojéis así, os lo pido por vuestra salvación.

—Vaya, entrad, que Dios os envía aquí, y Él sabe lo que hace.

VII. En que se ve lo que trataba el marqués de Gelves con sus amigos, y otras cosas que verá el lector

En una de las estancias del palacio virreinal, ricamente amueblada, el audaz marqués de Gelves hacía su despacho con su secretario, y le hacían compañía don Alonso de Rivera y don Pedro de Mejía.

En un gran sitial y debajo de un gran dosel de damasco encarnado, en cuyo centro, recamados de oro y plata, se ostentaban los blasones de la monarquía española, y enfrente de una mesa cubierta de expedientes, libros y pergaminos, el virrey dictaba sus autos y sus acuerdos.

Del otro lado de la mesa su secretario escribía, y al lado de él estaban don Pedro y don Alonso.

El marqués de Gelves hablaba el lenguaje violento y apasionado propio de los hombres de su carácter, y más en aquellos momentos en que la audiencia de los oidores, amigos del arzobispo, le habían hecho exaltarse.

—Necesario será probarles —decía el marqués de Gelves— que en toda la Nueva España no deben imperar sino la voluntad de nuestro augusto soberano y las leyes. Si quieren romperlas, sea en buena hora, que eso no me arredrará, ¡vive Dios! Que a corregir las costumbres y a cortar los abusos me ha enviado Su Majestad, y no será ese puñado de villanos, por más que porten la mitra o la golilla, lo que me haga faltar a mis deberes. ¿No es verdad, don Pedro?

—Cierto, excelentísimo señor. Pero es necesario que Vuestra Excelencia una a la energía y justificación, las precauciones necesarias para un caso extremo porque, según he sabido, no estarán satisfechos hasta provocar una sedición y un gran tumulto.

—¿Lo creéis así?

—De creerlo tengo, cuando sus agentes día y noche caminan y trabajan; y lo que más prueba su audacia, es el lance en que don Melchor Pérez de Varais ha hecho armas contra la justicia del rey nuestro señor, que muchos años goce, atropellando por todos respetos hasta tomar asilo en Santo Domingo.

—Villano ha sido el comportamiento. Que poco valor muestra, y pocas señales de tener noble sangre, quien arremete con espada en mano contra pobres corchetes y alguaciles; que si armas llevaban serían unas malas espadas o unas varas de justicia.

—Y lo que notan algunos —dijo don Alonso— es que la justicia pudo ver en los corredores de la casa de don Melchor, cuando él escapaba, al oidor licenciado don Pedro Vergara Gaviria.

—También es el tal oidor —dijo el virrey— uno de los más ardientes conspiradores desde que le hice prender por sus desacatos; que nombrado por mí asesor quiso ser el virrey, y Su Majestad (que Dios guarde muchos años) tuvo por tan justa mi determinación que le condenó a pagar una multa de dos mil ducados. Pero a fe de marqués de Gelves que no jugarán mucho tiempo conmigo. ¿Qué leéis, señor secretario?

—«El acusador del alcalde de Metepec, don Melchor Pérez de Varais, ha presentado queja a los jueces del negocio, diciendo: que desde el convento en que está retraído el dicho alcalde, prepara su fuga y viaje a España por haber sabido que se le ha sentenciado a pagar sesenta mil ducados, y ofrecen prueba».

—¿Y dice lo que hayan proveído los jueces?

—Hanse mandado poner guardias en el convento para evitar la fuga del reo.

—Y no se irá. ¿Qué horas tenéis?

—Van a ser las siete —dijo el secretario.

—Bien, dejad por ahora el despacho, que quisiera salir esta noche, y venid temprano mañana.

El secretario hizo una reverencia y salió.

Don Pedro y don Alonso se despidieron también y se retiraron.

Al salir don Pedro, en uno de los aposentos del mismo palacio, recibió un pliego que comenzó a leer, y lanzó un grito de furor.

—¿Qué es eso? —preguntó don Alonso.

—Mirad, esto es inaudito, doña Blanca se ha fugado del convento.

—¡Fugado! ¿Pero cómo?

—¿Qué voy a saber? Nada me dicen porque también lo ignoran en el convento, pero yo lo averiguaré; pondré cuanto pueda de mi parte, moveré medio mundo, a la justicia, a la Inquisición.

—Don Pedro, no digáis eso, con eso no se juega. ¿Sabéis lo que sería de doña Blanca si la Inquisición llegara a tomar cartas en el asunto?

—Y qué me importa lo que suceda. Esa mujer me ha burlado, me ha deshonrado; mi nombre va a ser el objeto de todas las conversaciones. Apenas se ha logrado, después de tantos años, desvanecer el escándalo que provocó aquella Luisa, y ahora esto viene a despertar todos esos recuerdos. ¡Maldita sea mi suerte!

—Reportaos, don Pedro, reportaos, y cuidemos de buscar a doña Blanca, que no debe de estar muy lejos.

—¡Oh! Si yo llegara a encontrarla la mataría…

—Y haríais muy mal; dejad ese furor y vamos a vuestra casa a meditar lo que en este caso debe de hacerse. Ved que hay quien nos observe y nuestros enemigos se reirían de nosotros.

—Tenéis razón, vamos, pero no me abandonéis porque necesito de un amigo. Esta noticia me ha afectado más de lo que os podéis figurar.

—Vamos.

Y los dos se encaminaron a la casa de don Pedro.

Había cerrado la noche y estaba oscura y pavorosa.

Pocas gentes andaban por las calles, nada había que pudiera aún hacer desconfiar de que la tranquilidad pública se conservase, pero los pueblos y las ciudades se alarman como por instinto, como por una especie de espíritu profético, y pocas veces dejan de tener razón.

México estaba en esas noches triste y sus calles casi desiertas.

Por una de las puertas de palacio salió un hombre embozado en una capa oscura, con el sombrero calado hasta el entrecejo y enteramente solo.

Caminaba resuelto por las calles con el aire de un hombre que a nada teme, pero con la precaución del que quiere observarlo todo.

Al mirarle venir los muy pocos transeúntes que de casualidad encontraba, se hadan a un lado para dejarle pasar, respetando aquel continente marcial y la larga espada que se descubría bajo su capa cuando atravesaba frente a la luz que salía de una tienda o de la lámpara de alguna imagen de ésas que tan comunes eran en las calles.

Algunos alcanzaban a verle brillar algo en el rostro, eran unos anteojos, y entonces decían entre sí:

—¡El virrey!

El marqués de Gelves, como todos los gobernantes de genio y de corazón, gustaba de salir solo por las noches a rondar la ciudad y estudiar por sí mismo las necesidades del pueblo, sin encastillarse dentro de los muros de su palacio.

El marqués aborrecía a los fuertes que humillaban a los débiles, a los ricos que oprimían a los pobres y a los sabios que explotaban (aunque entonces no se usaba la palabra) a los ignorantes.

VIII. En donde se verá lo que pasó a sor Blanca, y lo que aconteció al marqués de Gelves en su ronda nocturna

Sor Blanca entró en la casita de la vieja y en aquellos momentos no sabía qué hacer ni qué decir; estaba en una situación verdaderamente embarazosa. El día iba aclarando y la vieja comenzaba a disponer su pobre desayuno.

Era el primer tormento de Blanca; todo lo que ella tenía de valor sobre la tierra, que eran las joyas que había sacado de su casa y ocultado en el convento, se las había llevado la criada Felisa, al ponerse en fuga con su amante. Sor Blanca no tenía nada absolutamente que ofrecer a la pobre anciana que la había dado hospitalidad.

Sor Blanca se sentó en un banquillo, y no teniendo qué hacer se puso a rezar y a llorar.

La vieja la dejaba sin decirle ni una palabra y continuaba preparando su desayuno. Cuando todo estuvo dispuesto se acercó a Blanca, y le dijo con dulzura:

—Venid a desayunaros, hija mía.

Sor Blanca alzó los ojos y lloró de gratitud. Aquella mujer miserable y llena de harapos la había llamado su hija, esto era para ella el colmo de la felicidad.

La rica heredera de la casa de Mejía, la hermana del orgulloso don Pedro, esa joven que era en el mundo la esposa más codiciada, y en el claustro la monja más aristocrática y más respetable, sentía un placer desconocido cuando una infeliz limosnera la llamaba «hija mía».

—Venid —volvió a decirle la anciana—, estoy segura de que anoche nada habréis comido. ¿Queréis que os traiga vuestro desayuno aquí? Voy, porque estaréis tal vez muy fatigada —y la pobre, acompañando la acción a las palabras, llevó en unos humildes trastos un limpio desayuno.

Blanca sollozaba de ternura.

—¡Ay, hija mía! Ahora estoy muy pobre, pero no siempre he sido lo mismo. En otros tiempos nada faltaba en mi casita, como que hoy me mantengo, no os espantéis, de pedir limosna por las calles, y antes tenía yo muy buenos protectores, como mi señora doña Beatriz de Rivera (que en paz descanse) y mi señora doña Blanca de Mejía.

—¡Doña Blanca de Mejía! ¿Pues quién sois vos?

—A mí me han conocido siempre por la beata Cleofas.

—¡Cleofas! —gritó sor Blanca, dejando caer el pozuelo en que se desayunaba.

—¿Qué es esto niña? ¿Qué os da? ¿Os desmayáis? Dios mío, Dios mío, ¿qué haré?

—No, Cleofas, no os espantéis, nada me sucede, pero miradme bien, miradme, yo soy la desgraciada, yo soy doña Blanca de Mejía.

—¡Doña Blanca! ¡Sor Blanca! —dijo Cleofas espantándose a su vez—; ¿vos? ¿Pero cómo? ¿No habíais profesado? ¿No erais ya monja?

—Sí, pero he huido de esa vida que no me era posible soportar…

—¿Entonces habéis quebrantado la clausura? ¡Estáis excomulgada! ¡Lo estoy yo también por daros asilo! ¡Por ocultaros! ¡Dios de los cristianos! Miserere mei.

—Calmaos, calmaos.

—¡Calmarme, y estoy excomulgada por vuestra causa! ¡No, yo necesito dar parte de esto al comisario del Santo Oficio, para descargo de mi conciencia!

—¿Pero vos queréis perderme, cuando he sido siempre tan buena para vos? —dijo con angustia sor Blanca.

—Como vos queréis perder mi alma. No; primero mi salvación, primero mi salvación, primero mi salvación.

Y Cleofas repetía esto casi maquinalmente y tomaba su mantón.

—Por Dios —decía sor Blanca, procurando impedirle que saliera.

—Primero mi salvación, primero mi salvación —repetía la vieja, y salió apresuradamente a la calle.

Sor Blanca la miró alejarse. Era para ella un momento de angustia quedarse allí sería entregarse en las manos del Santo Oficio; era necesario huir. ¿Pero adónde? A nadie conocía y tal vez en cualquiera otra parte la denunciarían. Blanca, sin embargo, no vaciló, tomó otra vez su velo, se cubrió con él, tomó de encima de la mesa algunos panes, porque no sabía si llegaría a encontrar algo que comer en el día, y salió resueltamente de la casa comenzando a caminar lo más aprisa que le era posible. Y hacía bien, porque una hora después llegaron los familiares del Santo Oficio conducidos por la beata y registraron todo el barrio.

Era cerca del mediodía y Blanca no había dejado de andar, sin saber por dónde, pero ella seguía adelante. Estaba cansada y tenía hambre, se comió dos de los panecillos y bebió agua de una fuente, pero no tenía dónde descansar, porque con el traje que llevaba se hubiera hecho sumamente notable sentándose en una puerta.

Entonces se acordó de la Alameda.

No sabía por qué rumbo estaría, pero buscó con la vista y a su izquierda divisó un grupo de árboles, comenzó a caminar en aquella dirección y a poco reconoció que no se había engañado.

La Alameda estaba desierta. Sor Blanca se sentó a la sombra de un árbol y se alzó el velo para respirar con más libertad. Los recuerdos de su convento se unieron con las penas que la esperaban, y la joven comparó, y sin vacilar miró el porvenir dulce, comparándolo con los sufrimientos que había tenido en el claustro.

Oyó por una de las calles de árboles que estaban cerca de ella, los pasos de un hombre, se cubrió precipitadamente y esperó. Era un negro de los muchos que había en México, que se acercaba, y que, según la dirección que traía, debía pasar a su lado.

Al mirarle de cerca sor Blanca se estremeció y, sin poderse contener, exclamó:

—¡Teodoro!

El negro se volvió con viveza y se acercó a ella.

—¿Quién sois, señora?

—Teodoro —dijo Blanca—, ¿has olvidado ya a doña Beatriz de Rivera?

—¿Seríais acaso? —dijo Teodoro temblando, como si la misma doña Beatriz se le hubiere aparecido.

—A ti no te lo ocultaré porque eres bueno y tienes el corazón grande, y tú sí no me venderás: soy doña Blanca de Mejia.

Y Blanca se apartó el velo.

—¡Doña Blanca! ¡Doña Blanca! La ahijada de mi ama. ¡Pobrecita! La otra víctima de don Pedro y de don Alonso. ¿Pero habéis huido del convento…?

—Sí, Teodoro, y no tengo un asilo…

—Cómo que no, ¿pues habéis creído que yo vivo en las plazuelas? Mi casita tengo, y para allá nos vamos en este momento…

—Pero me persiguen, quizá te comprometas por mí.

—¿Comprometerme? No os encontrarán en mi casa, y además, ¿qué me importa: no estáis en la desgracia? Vaya, niña; venid, venid.

—¿Y la Inquisición…?

—No tengo yo miedo a nada en el mundo. Vámonos.

Y Teodoro se atrevió a tomar a Blanca de una mano para levantarla del asiento.

Blanca comenzó a seguir a Teodoro y muy pronto llegaron a la casa de éste, que era cerca de San Hipólito.

La mujer de Teodoro le miraba llegar a la casa con una tapada.

—¿Qué será esto? —pensaba la negrita.

—Servia —le dijo su marido—, esta señora es más que si fuera nuestra ama, es casi la sombra de doña Beatriz, y viene a vivir con nosotros, cuídala y quiérela mucho; que nadie sepa que está aquí.

Sor Blanca entró en la casa de Teodoro, recibida como una persona de la familia que volviera de un largo viaje. Inmediatamente le destinaron una bonita habitación que tenía para la calle una hermosa ventana.

Sor Blanca tenía sueño y debilidad; en toda la noche no había dormido, y apenas había comido los panecillos que sacó de la casa de Cleofas.

El marqués de Gelves comprendía, presentía que se tramaba contra él una terrible conspiración, y conocía quiénes eran los directores, pero ignoraba en lo absoluto sus elementos, sus recursos y quiénes eran sus agentes.

En las noches salía por las calles a rondar la ciudad y a seguir aquella pista, que desgraciadamente perdía a los primeros pasos.

La noche que lo hemos visto desprenderse de don Pedro y de don Alonso en el palacio, y salirse a la calle, era sin duda alguna la noche de uno de los días más agitados de su gobierno; por todas partes había recibido denuncias y anónimos, y la parte de la Audiencia que no estaba de acuerdo con los revoltosos había estado a darle aviso de que se observaba en la ciudad algo que indicaba una próxima tempestad.

El De Gelves anduvo en las calles. Al principio de la noche no encontró nada que llamase su atención; iba ya a retirarse cuando alcanzó a ver por la calle de San Hipólito unos hombres que salían furtivamente de una casa, y que se iban como recatando. El virrey creyó que había encontrado un rastro, se ocultó a cierta distancia y advirtió que a poco otros hombres salían de la misma casa, pasaron cerca de él y pudo notar que eran negros libertos.

Observó el marqués luz en una de las ventanas de aquella casa y pensó acercarse para ver si algo lograba descubrir desde allí que aclarase sus sospechas.

El pequeño postiguillo de una de las ventanas estaba abierto, y aunque era alto, el marqués subió por la reja y miró para adentro.

Dos mujeres hablaban sentadas en dos sitiales frente una de otra. Una de ellas tenía la espalda vuelta a la ventana pero por la forma de la cabeza y por la figura del peinado se conocía que era una negra; la otra, cuyo rostro podía ver perfectamente el virrey, porque lo bañaba completamente la luz de las bujías, era de una hermosura maravillosa.

El virrey no era un joven y, sin embargo, se sintió arrebatado, enamorado por aquella belleza, y no pudo apartarse de su observatorio, ni desprender sus ojos de aquella mujer cuyos movimientos todos eran tan encantadores.

Un negro, alto y robusto, vestido con elegancia y sencillez, entró en el aposento, y la mujer que tenía vueltas las espaldas a la ventana se levantó. El De Gelves no se había engañado, era una negrita.

Hablaron entre sí los tres y la negrita se dirigió a la ventana; el marqués se alejó para no ser descubierto y a poco el postigo se cerró…

El virrey permaneció allí, pensativo y preocupado, hasta que la luz del alba y los cantos de los gallos le anunciaron que era necesario retirarse.

Había encontrado en aquella noche dos cosas que no se apartaban de su imaginación y que no podremos decir cuál le afectaba más: una conspiración de negros y, en la casa donde se tramaba ésta, la mujer más hermosa que había visto en la Nueva España.

El marqués de Gelves era hombre que no se quedaba nunca a la mitad de un camino, pensaba averiguar quién era aquella mujer y saber lo que trataba en las reuniones de los negros; pero comprendió que debía comenzar por la mujer, porque si comenzaba con el asunto de los negros, podía desaparecer ella, en caso de que no lograse prenderlos a todos, y la familia que ocupaba la casa se espantase.

El hombre de las confianzas del virrey era un joven acaudalado de México, que había vuelto de Filipinas muy rico después de un destierro que se le impuso a causa de un duelo, por el antecesor del marqués de Gelves. Este joven, en quien sin duda conocerán nuestros lectores a don César de Villaclara, se había hecho el amigo de confianza del virrey por su talento, su audacia y su carácter franco y amable.

Jamás faltaba a la hora de almuerzo en palacio, porque el marqués de Gelves no podía pasarse sin él, y aquélla era para el virrey la hora del verdadero descanso, en que olvidaba los negocios del gobierno y de la política y se entregaba a sus alegres conversaciones familiares.

El día a que nos vamos refiriendo, don César encontró al virrey triste y pensativo.

Concluyó el almuerzo sin que hubiera pasado aquella nube, y entonces el virrey condujo a don César a un aposento interior y se encerró con él.

IX. Lo que hablaron el virrey y don César de Villaclara, y lo que aconteció después

—Tengo que haceros una confidencia, don César —dijo el virrey—, que a no tener de vos tanta confianza, no abriera mi pecho francamente.

—Puede Vuestra Excelencia depositar en mí su secreto, que sólo en un sepulcro pudiera estar mejor guardado.

—Lo sé, y por eso os le fío. Oíd.

—Hable Vuestra Excelencia, que es para mí mucha honra.

—Don César, anoche he salido a rondar, como sabéis que tengo de costumbre algunas noches, y en la calle que está derecho de San Hipólito he visto una mujer, don César, cuya imagen, poco tiempo presente a mis ojos, no se borrará ni se ha borrado un instante de mi mente.

—¿Tan bella es?

—Tan bella como un ángel; luz despiden sus brillantes ojos, perlas son sus dientes, coral sus labios, rizos de seda negra juegan sobre sus espaldas y sobre sus hombros, que envidiara la hembra más hermosa de Castilla.

—Pero ¿quién es tan peregrina belleza?

—Pluguiese al cielo que alcanzado hubiera la dicha de saber su nombre. Esa mujer no debe tener nombre sino entre los ángeles. Muchos años han cruzado ya sobre mi frente, y la nieve de la edad blanquea mi cabeza ya sin que el fuego de los arcabuces haya podido derretirla, pero ni nunca tal garrida belleza he visto, ni nunca impresión tan extraña se ha apoderado de mí. Éste es el favor que os exijo, éste es el servicio que espero de vuestra amistad: saber el nombre, la clase y el estado siquiera de esa dama.

—Señor, procuraré ayudar a Vuestra Excelencia; pero ¿adónde vive?

—No podré deciros más sino que la he visto en una ventana que está cerca de San Hipólito, de donde vi también salir a varios negros, y donde creo habita un negro alto y fornido con traza de rico.

—¡Ah! Entonces ya sé dónde es.

—¿Dónde?

—En la casa de Teodoro, el negro liberto de la difunta doña Beatriz de Rivera. Yo respondo a Vuestra Excelencia que sabrá quién es esa dama.

—Me haréis un distinguido favor; me haréis, qué más os puedo decir, me haréis feliz. ¿Cuándo creéis saber algo?

—Mañana mismo lo sabré ya todo.

—Bien, id, don César, y Dios os guíe en vuestras investigaciones.

Aquella misma tarde rondaba ya don César por el frente de la casa de Teodoro.

Pero las ventanas permanecieron obstinadamente cerradas, llegó la noche y sucedió lo mismo.

—Volveré a la medianoche —pensó don César, y se retiró.

Sor Blanca no salía a sus rejas durante el día por temor de ser vista y conocida; sin embargo, al través de algunas hendiduras de las puertas miraba la calle.

Don César pasaba en la tarde y Blanca alcanzó a verlo. Don César estaba algo variado, pero había sido la única ilusión y el único amor de Blanca, y le reconoció; había pensado tanto en él que no era posible que le hubiera olvidado.

Blanca se sintió desfallecer al mirarle y luego se apoderó de ella un desaliento horrible: tal vez don César la había olvidado, estaba ya unido, amaba a otra, y aun cuando no fuese así, ¿no había entre ellos ya el abismo inmenso de sus votos monásticos, que el arzobispo aún no había relajado?

Don César volvió a pasar y Blanca advirtió que miraba para la casa y que se detenía enfrente, y luego aquellos paseos se repitieron. No había duda: don César rondaba aquella habitación. ¿La buscaría a ella? ¿Sabría que allí estaba?

En una de las veces don César pasó junto a la ventana y se detuvo buscando un modo de ver para adentro.

Blanca le veía, no estaban divididos más que por la reja y por la puerta, tenía el rostro de aquel hombre a una distancia tan corta que podía haber escuchado un suspiro. Sintió un vértigo, quiso abrir y presentarse, pero en aquel momento don César, convencido sin duda de que nada conseguía, se retiró.

Toda la tarde penó Blanca en lucha con su deseo, por fin llegó la noche y no vio ya a don César.

Don César salió a cosa de las once a proseguir sus investigaciones; no solamente su amistad con el virrey, sino su amor propio y su curiosidad estaban interesados en descubrir a la dama misteriosa.

La noche no estaba completamente oscura y al llegar cerca de la casa de Teodoro creyó notar un bulto.

Como acostumbrado a esta clase de aventuras, se dirigió al bulto para reconocer si era hombre y alejarle de allí, aun cuando tuviese que andar para ello a estocadas.

Por su parte, el hombre que estaba frente a la casa, se puso en guardia al ver acercarse a Villaclara.

—¿Quién va? —preguntó el hombre.

—¿Su Excelencia aquí? —contestó Villaclara descubriéndose.

—Callad, don César, que no sería prudente que nadie me conociera —dijo el virrey.

—¿Ha descubierto algo esta noche Vuestra Excelencia?

—Nada, a pesar de que se descubre luz, las ventanas han permanecido cerradas. ¿Y vos habéis alcanzado algo?

—Nada tampoco, toda la tarde he permanecido por aquí.

—¿Y qué pensabais hacer ahora?

—Venía a continuar mis rondas hasta descubrir algo.

—Bien, entonces quedaos, que yo tengo que hacer en palacio.

—Como lo mande Vuestra Excelencia.

—Quedaos; adiós, y mañana os espero.

El virrey se embozó y echó a caminar, perdiéndose a poco entre las sombras densas de los árboles de la Alameda.

La noche se pasó también, y a la hora del almuerzo contaba don César al virrey que se había perdido el tiempo.

—Pero supongo que no desmayaréis —dijo el marqués de Gelves.

—Imposible —contestaba don César—, yo cumpliré a Vuestra Excelencia lo prometido, y sabremos quién es esa dama.

En la tarde Blanca esperaba, y don César no tardó en venir y comenzar sus paseos.

Blanca luchó algo, pero al fin no pudo resistir, y abriendo su ventana se mostró a la vista del joven.

—Es un ángel, es una diosa, es algo que no pertenece al mundo sino al cielo —exclamó don César—, y este rostro no me es desconocido, lo he visto, vive en mis recuerdos. ¡Me mira! ¡Me sonríe! ¡Dios mío, alúmbrame! ¡Alúmbrame! ¿Quién es esta mujer?

Don César, entre el torbellino del mundo, había perdido la imagen de Blanca, que como un recuerdo volvía a levantarse delante de él.

Si Blanca hubiera comprendido que don César no la recordaba, su corazón hubiera sangrado de dolor porque la pobre joven soñaba, con su candor de niña, que como ella amaba así era amada.

Un grupo de gente venía por la calle y Blanca cerró precipitadamente su ventana, y en vano esperó el joven toda la tarde, que no volvió ya a abrirse.

Llegó la noche y se retiró sin poder olvidar a la dama y sin recordar tampoco en dónde la había visto.

—Dios mío —decía—, ¿quién es esta mujer tan bella y que me mira de una manera para mí tan extraña?

El virrey, en cuanto pudo desprenderse de sus negocios en la noche, volvió a la calle de San Hipólito.

Serían las diez y la calle estaba desierta, y el De Gelves creyó observar la primera vez que pasó que la ventana de su bella desconocida estaba abierta y el aposento oscuro.

Volvió a pasar y se confirmó en su observación y se detuvo entonces enfrente de la reja. Oyó ruido en el interior, los pasos de una persona que se acercaba a la ventana y luego una voz hechicera que decía:

—¿Sois vos?

—Yo soy —contestó el De Gelves comprendiendo que en todo caso decía una verdad.

—Os he visto rondar mi casa y vos debéis comprender que vuestro amor y vuestras pretensiones son imposibles.

—¡Imposibles! ¿Por qué?

—Porque Dios ha puesto entre nosotros una inmensa barrera, que una mujer cristiana no puede salvar; idos, y si me habéis amado, si me amáis aún, no tratéis de perder un alma que en gran riesgo está ya por desgracia.

—Señora…

—Os lo ruego, olvidadme, que harto sabéis que no puedo ser vuestra. Adiós.

Y la ventana se cerró con violencia antes que el marqués hubiera podido articular una palabra.

—¡Dios mío, Dios mío! —decía doña Blanca sollozando en el interior de su aposento—, acepta mi sacrificio en descargo de mis grandes culpas. Tú ves, mi Dios, qué inmenso esfuerzo me ha costado despedirle para siempre; pero que no vuelva, que no vuelva, Dios mío, porque entonces, sí, no me sentiría con resolución para tanto.

El marqués se quedó un momento reflexionando, y luego casi en alta voz pensó:

—Tiene razón esta dama; a mi edad, un hombre casado como yo, porque ella debe saberlo, y conocer a la virreina como casi toda la ciudad… Tiene razón, aún es tiempo de cortar esta pasión que, quizá, más tarde, me hubiera avergonzado… pero yo la iba queriendo demasiado… No, no volveré más; mucho tengo en que ocuparme para andar a mis años en rondas y en amoríos…

El marqués seguía caminando y vio a un embozado que se acercaba.

—Debe de ser don César.

En efecto, era él, que venía a seguir por su parte la comenzada empresa.

—Don César —dijo el virrey aproximándose.

—Señor —contestó don César.

—¿Adónde vais?

—A la calle de San Hipólito.

—No es necesario ya, acompañadme a palacio y os referiré lo que me ha pasado con esa dama misteriosa.

—¿La ha visto Vuestra Excelencia?

—Aún más que eso: la he hablado.

—¿Hablado?

—Sí, venid, y os contaré.

Don César se sintió contrariado, pero tuvo necesidad de acompañar al virrey y escuchar toda la relación de su boca, y comprendió que la dama había hablado al marqués creyendo que era él, y sintió renacer sus esperanzas.

—¿Es decir que Vuestra Excelencia prescinde de la empresa completamente?

—Sí, don César, esa dama me ha recordado lo que yo nunca debiera haber perdido de vista.

Don César guardó silencio, pero se alegró en su interior y juró ser él quien continuara persiguiendo a la joven.

Aquella noche comprendió ya que era infructuoso su paseo, y se retiró.

Pero a la siguiente tarde pasó y volvió a pasar, hasta que volvió a abrirse la ventana y Blanca volvió a presentarse.

Ella lo había dicho: si él volvía, quizá no podría resistir.

Don César procuró aprovechar la ocasión y pasando junto a la ventana dejó caer, por decirlo así, estas palabras:

—Hasta la noche.

—Sí —dijo Blanca encendida de rubor y cerrando, y luego agregó en su interior:

«¿Cómo será posible no amarle? ¡Oh, Dios mío! Tú me abandonas a mis propias fuerzas, y yo me siento débil para luchar con este amor».

—¿Quién será esta dama, que cada vez que la miro me parece que estoy más seguro de haberla conocido? ¿Lo habré soñado quizá? Esta noche saldré de esta penosa duda, y si Su Excelencia ocupó anoche mi lugar, es justo que yo me aproveche de la conversación que él había comenzado: pagar es corresponder.

Cuando don César volvió en la noche, doña Blanca esperaba ya.

Aquella imaginación ardiente, aquella naturaleza vigorosa y pura, aquel corazón virgen y amante, no había podido resistir el encanto de un primer amor. Blanca estaba apasionada de don César, porque era el único hombre que le había manifestado su amor y porque ella había soñado en ese amor como en un imposible, durante los largos años de su encierro en el claustro.

Blanca estaba resuelta a todo; pero temerosa con la escena que le había pasado con Cleofas, quería declarárselo todo a don César para saber si él también arrostraba todo.

Don César se iba acercando, sus pasos resonaban en el silencio de la calle y Blanca le adivinaba, vacilante y conmovida, apoyándose en las rejas de su ventana.

El joven llegó, y como es natural que se apoyase en la misma reja, su mano tocó por casualidad la mano de Blanca, que se estremeció con aquel contacto, pero que no se retiró.

Don César lo advirtió y contó ya segura su conquista.

Hay cosas que parecen insignificantes, pero que entre personas que se aman equivalen a una declaración o a una correspondencia: una mirada fija o a excusas, una mano que se detiene o que oprime más de lo común a otra, dos brazos que se tocan y no se separan, cualquiera cosa es para los amantes una declaración más larga que un libro, más clara que la luz del mediodía.

—Señora —dijo cortésmente don César—, perdonadme si por desgracia he tardado más de lo que quisiera.

—No, don César, siempre llegaréis a tiempo.

—¿Conocéis mi nombre? —dijo don César asombrado.

—¿Acaso no conocéis vos también el mío?

—¿Creéis que si vuestro corazón no me olvida, el mío pudiera haberos olvidado?

Don César naufragaba en un mar de conjeturas ¿Quién era aquella mujer que así le hablaba? ¿Qué iba a hacer, si, como era natural, se prolongaba la conversación sin que él pudiera recordar su nombre? Era preciso esquivar aquel escollo.

—Señora —dijo don César para dar otro giro a la conversación, y recordando lo que le había contado el virrey—, ¿por qué me habéis rechazado tan cruelmente anoche?

—Don César, porque hay entre nosotros un abismo que puede arrastramos a infinitos males y no quiero exponeros por mi causa.

—¿Y creéis, señora, que tema yo algo, tratándose de vos? ¿Creéis que sacrificio alguno me parezca grande por obtener un amor como el vuestro?

—Es que quizá hasta la salvación eterna de vuestra alma puede peligrar.

—Habladme, señora, decidme qué peligros son ésos, ya ansio por arrostrarlos, para probaros cuánto os adoro.

—Don César, sabéis que mi hermano don Pedro de Mejía me hizo entrar en un convento y profesar por fuerza. Soy monja, vínculos de acero me atan al claustro, y si yo los he roto y he escapado de allí huyendo de una vida que no puedo soportar, buscando aire y libertad, y exponiéndome a todas las calamidades que esto podría atraer sobre mi cabeza, no quiero por más que os ame envolveros en mi desgracia y comprar mi dicha a costa de vuestra felicidad.

—Doña Blanca —dijo don César, que la había reconocido—, doña Blanca, ¿eso decís? ¿Eso podéis pensar de mí? Yo os amo, vuestra imagen me siguió a mi destierro y me acompañó siempre al través de los mares. Si vuestro hermano os condujo al convento, si allí pronunciasteis esos votos que vuestro corazón rechazaba, Dios no puede haber recibido esos votos. No, Blanca, vuestro corazón era mío, nada más que mío y Dios no puede haber querido que dos de sus criaturas fuesen desgraciadas por un sacrificio que su misma bondad desaprueba y rechaza.

—¡Oh, don César, cuánto bien me hacéis! Seguid, seguid, decidme que me amáis, que no os espanta mi situación.

—¿Espantarme? Alma de mi alma, ¿espantarme? ¿Y por qué? Os amo con toda la pasión de mi alma, y si los hombres nos persiguieran, si tuviera yo que sufrir los más horribles tormentos, los aceptaría contento, feliz, porque era por vos, por vuestro amor. Dios no se ofenderá porque en vos le amo a Él, porque nunca pudo su grandeza exigir que se ahogase el amor en el corazón de sus criaturas que Él formó destinadas para el amor. ¡Oh, Blanca! Os adoro, pero decidme: ¿vos me amáis?

—Don César, todo el amor de mi vida, toda la pasión de que soy capaz, todo es para vos. Desde que os vi en Jesús María, no se aparta vuestro recuerdo de mí, os amo, y si es necesario ser desgraciada, morir en la hoguera por vuestro amor, moriré contenta y feliz. Oídme, ayer aún tenía temores, aún guardaba remordimientos, porque iba a atropellar con mis deberes, pero hoy ya no, haced de mí lo que queráis, no soy más que vuestra, enteramente vuestra.

Y Blanca en su exaltación acercó su rostro a la reja, y los labios de don César recibieron su primer beso de amor.

—Blanca —dijo don César—, es preciso que salgáis de aquí. ¿Estáis resuelta a todo?

—A todo.

—Pues bien, el virrey os ha visto aquí, pueden buscaros, voy a procurar una casa en donde viviréis oculta, y en donde seréis para mí, y nada más para mí. ¿Os agradaría?

—Sí, don César, vuestro amor, y después venga lo que Dios quiera.

La conversación se prolongó por mucho tiempo entre dulcísimos requiebros y alegres planes para el porvenir, y entre frases de amor y besos de pasión.

El alba comenzaba ya a despuntar cuando don César se apartaba de la reja llevando la felicidad en el corazón, y dejando a Blanca en medio de un paraíso encantado.

Todo estuvo entre ellos convenido: Blanca se iría a la casa que debía tomar don César a ocultar su nombre y su pasión.

Entre amantes se arreglan en una hora cosas difíciles y atrevidas, que en los congresos y en las asambleas toman un año.

X. De lo que pasó con don Carlos de Arellano, y cómo volvió a ver a Luisa

Don Carlos de Arellano, a quien hemos dejado en el momento en que un criado que venía a caballo preguntaba por él, recibió con ese criado dos cartas de México.

La una era del virrey y la otra de don Pedro de Mejía.

Con el virrey cultivaba corta amistad, a pesar de ser uno de sus grandes partidarios, y con don Pedro de Mejía, a resultas de todo lo acontecido con Luisa, no tenía relaciones de ninguna especie.

Don Carlos se admiró de recibir aquellas dos cartas y, sobre todo, la de Mejía; en ambas lo solicitaban para que fuese a la capital.

Arellano, antes de resolverse, quiso consultar con Chema, que era su maestro y a quien había llegado a tener en alta estimación.

—Don José, don José —dijo Arellano despertando al viejo, que había quedado durmiendo.

—¿Qué hay?

—Dos cartas que tengo aquí de México, sobre las que quisiera saber vuestra opinión.

—¿Y qué dicen?

—Me invitan a ir para allá, y ambas por razones bien distintas; oíd, la una es del virrey.

Don Carlos leyó la primera carta:


Para el mejor servicio de Su Majestad (q. D. g.) deseara que vinieseis a México a tener vista conmigo, para tratar de algunos negocios importantes del reino y de la provincia de que sois alcalde mayor, esto es de la mayor urgencia.

Dios os guarde muchos años.

El marqués de Gelves
 

—¿Y bien? —preguntó don José—, ¿qué habéis pensado hacer?

—Quería consultaros, si, supuesto el estado en que se hallan las cosas, debiera yo de ir.

—Creo que sería una imprudencia, cuando no una locura, el iros a meter así en el fuego, estando aquí tan libre. «El que busca el peligro en él perece».

—Tenéis razón, no iré.

—¿Y la otra carta?

—Es un negocio particular que tengo ya casi olvidado y que no sería, por sí solo, capaz de obligarme a emprender un viaje. Escuchad, es de un caballero rico de la ciudad llamado don Pedro de Mejía.


Señor don Carlos de Arellano.

Muy respetado amigo y señor. Hace ya algunos años que dejé de cultivar vuestra amistad por motivos que espero hayáis echado en olvido, pero que son los mismos que ahora me obligan a dirigiros ésta.

Es el caso que entonces, por razones que alguna vez os diré, tuve de contraer matrimonio con Luisa, la viuda de don Manuel de la Sosa, ignorando que había estado en vuestra casa, de donde se fugó, y que era una esclava antigua de un don José de Abalabide. Súpelo después de la boda y la arrojé de mi casa.

Hoy ha vuelto esta mujer pasando por esposa legítima del corregidor de México, don Melchor Pérez de Varais, enemigo encarnizado del virrey y uno de los más ardientes trastornadores de la paz pública.

Os ruego que vengáis para ayudarme a confundir a esa mujer que es el agente más poderoso y más activo del corregidor.

Dios os guarde por muchos años, como se lo pide vuestro amigo y servidor.

Don Pedro de Mejia
 

Chema había escuchado esta carta con un interés y un excitación creciente, su semblante se había puesto encendido, sus ojos brillaban y su respiración era desigual y fatigosa.

—¿Qué pensáis? —dijo don Carlos—, a la verdad que para castigar a esa mujer basta su marido, que si buena y juiciosa le hubiera salido a don Pedro, nada me hubiera tocado a mí, como ahora que es mala e inquieta me viene a querer perturbar.

—Os engañáis —dijo Chema con voz ronca—, es preciso que vayáis o, mejor dicho, que vayamos para confundir a esa víbora. Yo os acompañaré.

—¡Vos! ¿La conocéis acaso?

—Ojalá no la hubiera conocido, ella ha sido la causa de todas mis desgracias, porque yo soy don José de Abalabide.

—¡Vos don José de Abalabide! ¿El rico comerciante que desapareció una noche arrebatado por el Santo Oficio y de quien se cuentan tantos padecimientos?

—El mismo, don Carlos, el mismo, y en el camino os instruiré de todo y os convenceré de que es un deber nuestro castigar a esa mujer. Disponed, os ruego, vuestro viaje, y salgamos mañana mismo de esta casa.

—Saldremos —dijo don Carlos.

A la siguiente mañana una pesada carroza de camino se dirigía a la capital de la Nueva España. Ocho poderosas mulas tiraban de ella y en el interior se veía a don Carlos de Arellano y a don José de Abalabide, que hablaban con mucho calor: era que el viejo refería su historia.

A las dos de la tarde los viajeros habían llegado a México y se alojaban en una casa que don Carlos había conservado amueblada y dispuesta en la ciudad, porque solía antiguamente pasar allí algunas temporadas.

Don José fue bajado de la carroza en los brazos de los lacayos.

En aquellos momentos la ciudad estaba en alarma; grupos de gente de todas clases cruzaban por las calles, bulliciosos los unos, graves y taciturnos los otros; allí se preparaba algo; para el menos inteligente eran aquellos presagios de una tempestad.

Don Carlos se dirigió inmediatamente a palacio para averiguar qué era aquello, y encontró allí la misma confusión que en las calles; pero allí ya comprendió todo.

Don Melchor Pérez de Varais, retraído en el convento de Santo Domingo, no pretendía hacer fuga como decían sus enemigos, pero sí, auxiliado del arzobispo que lo visitaba diaria y secretamente, atizaba el fuego de la sedición y provocaba un alzamiento. Sus jueces, como hemos visto, mandaron ponerle guardias en el convento.

Don Melchor se quejó de esto al arzobispado diciendo que se violaba la inmunidad del asilo, y el prelado, que no esperaba sino una oportunidad para dar un escándalo, miró ésta como venida del cielo.

Con el juicio de censuras se dio principio a este escándalo, y el arzobispo, por medio de su provisor, procedió contra los guardias y contra los jueces hasta declararlos excomulgados.

El provisor comprendía y secundaba perfectamente las ideas del arzobispo, y las notificaciones a los excomulgados se hadan con el mayor escándalo posible a todas horas, sin distinguir las del día de las de la noche.

El clérigo que hacía de notario iba de una a otra casa y de uno a otro tribunal, y atravesando las calles, seguido de un concurso numerosísimo, ocasionaba por toda la ciudad alarma y tumulto.

La Audiencia absolvió a los excomulgados, y el arzobispo entonces se volvió contra la Audiencia.

Don Carlos de Arellano llegó a palacio a la sazón que entraba también a él un clérigo notario del arzobispo, que, seguido de una multitud inmensa entre la cual se veían muchos clérigos, iba a notificar al secretario de dicha Audiencia entregada de los autos de este ruidosísimo negocio.

El virrey estaba en la Audiencia con los oidores, y el notario del arzobispado llegó con su acompañamiento hasta la puerta de dicha Audiencia, en donde había quedado esperando también don Carlos.

—¿Qué ruido es ése? —preguntó adentro el virrey.

—Señor —contestó pálido el oficial mayor—, el notario del provisorato me notifica que se entreguen los autos sobre absolución de las censuras de los jueces y guardias de don Melchor Pérez de Varais, bajo pena de excomunión y publicación en las tablillas de las iglesias.

—Vive Dios, y perdonadme señores mi violencia —dijo el virrey—, que mucha es la audacia y desacato de ese notario. Decid, señor oficial mayor; a ese notario, que aguarde hasta que termine la audiencia.

El oficial mayor salió inmediatamente a llevar el recado de Su Excelencia.

Apenas el notario oyó el recado, cuando sin respeto de ninguna clase, y atropellando al oficial mayor, se dirigió a la puerta de la Audiencia. Los alguaciles trataron de impedírselo y entonces allí mismo se trabó la lucha.

Como por encanto salieron a lucir multitud de armas, que llevaban ocultas los clérigos que acompañaban al notario y comenzaron a caer heridos algunos de los dos bandos.

Don Carlos tiró de su espada y se puso del lado de la justicia.

En medio de aquel tumulto, un joven elegantemente vestido, con un sombrero hundido hasta el entrecejo y adornado con hermosas plumas blancas, animaba y exaltaba a los partidarios del arzobispado, y con el estoque en la mano procuraba herir al oficial mayor.

Arellano se arrojó sobre este joven en el momento en que un movimiento de la multitud hacía caer su sombrero, dejando completamente descubierta su cabeza. Dos exclamaciones se escucharon en aquel acto, la una era de don Carlos de Arellano que gritó:

—¡Luisa!

La otra partió de la boca de don César, que llegaba al lugar del escándalo y que también la reconoció.

En este instante se abrió la puerta de la Audiencia y la figura severa del marqués de Gelves apareció calmando la tempestad.

Los alborotadores huyeron espantados, y sólo quedaron allí don César, Arellano y los alguaciles, unos buenos y otros heridos. Don Carlos levantó el sombrero que Luisa había abandonado en su fuga.

El virrey, con los brazos cruzados, contempló a la turba que huía, y luego, con una calma inconcebible en su carácter violento y altivo, dijo a don César y a don Carlos de Arellano:

—Pasad, señores.

Los dos caballeros, siguiendo al marqués, entraron a la sala de la audiencia. Los oidores estaban pálidos, pero serenos; la audiencia se había dado por terminada y se hablaba ya en confianza.

—Admírome, señor —dijo don César—, cómo Su Excelencia ha podido contener su natural fogoso ante semejantes desacatos.

—Creed, don César, que he necesitado hacer un grande esfuerzo, porque los gobernantes muchas veces tenemos necesidad de disimular nuestros naturales instintos e inclinaciones.

—Tiene Vuestra Excelencia mucha razón —dijo don César.

—Pero ya la justicia tendrá su lugar alguna vez, que ahora conozco que sólo de precipitarme se trata, para dar motivo a culparme de cualquier desgracia, y no lo conseguirán.

—Quizá no ignore Vuestra Excelencia —dijo don Carlos de Arellano— la cabeza y el brazo que dirigen estos disturbios.

—¿Y quién los desconoce? Sólo vos, don Carlos, que venís tan pocas veces a México y os pasáis la vida encerrado en vuestra casa de la Estrella, y sin embargo, ved cómo os favorece la fortuna, acabáis de llegar y ya tenéis en vuestras manos un trofeo.

—Es verdad, Su Excelencia —contestó Arellano, levantando por lo alto el sombrero de Luisa que llevaba en la mano—, este trofeo tiene la doble recomendación de pertenecer a una dama.

—¿A una dama?

—Que venía entre la multitud vestida de hombre y que se daba también su modo de acuchillar a los alguaciles.

—¿Y quién era esa mi hermosa enemiga?

—Hermosa verdaderamente y que, según entiendo, es la que pasa por esposa de don Melchor Pérez de Varais.

—He oído hablar de ella. ¿Pero por qué decís que pasa por su esposa? ¿Acaso no lo es realmente?

—Ni puede serlo; bien pronto conocerá Vuestra Excelencia lo que es esa mujer por las pruebas que tendré el honor de presentarle. Entretanto permítame Vuestra Excelencia que no le diga más.

—Como gustéis.

Don César no dio para nada a entender que conocía a Luisa, y el virrey y los oidores siguieron comentando a su manera los acontecimientos que habían tenido lugar.

Aquella misma noche el arzobispo entraba al aposento que ocupaba en Santo Domingo don Melchor Pérez de Varais.

Luisa, con su traje de hombre, acompañaba a don Melchor. El prelado debía ya conocer quién era, porque la saludó como a señora.

Luisa besó respetuosamente el pastoral del arzobispo.

—En esta tarde —dijo don Melchor creí que el marqués hubiera hecho una de las suyas acuchillando al pueblo, lo que hubiera precipitado ventajosamente para nosotros el lance.

—Así debió de suceder —contestó el arzobispo— y no comprendo qué pudo detenerle.

—Mi esposa, que estuvo presente, me ha contado que el virrey no hizo siquiera impulso de arrojarse a la pelea.

—¿Será cobarde? —dijo el prelado.

—No lo pienso, Su Ilustrísima, pero está muy prevenido.

—¿Conque vos anduvisteis, señora —dijo el arzobispo—, en medio del peligro?

—Cuando se trata de la causa de Dios y de la Iglesia —contestó hipócritamente Luisa— la criatura más débil es fuerte.

—Sois digna imitadora —dijo el arzobispo— de Judit, de Esther y de Débora.

—Señor ilustrísimo… —exclamó Luisa fingiendo ruborizarse.

—Y no crea Su Ilustrísima —agregó don Melchor con cierto orgullo—, no cesa de trabajar; esta noche me ha dado parte de que se ha encontrado a un antiguo criado suyo de gran influencia entre el pueblo, y muy útil, a quien llaman por mal nombre el Ahuizote.

—¡El Ahuizote! ¡El Ahuizote! Yo recuerdo ese nombre.

—Tal vez le haya conocido en otro tiempo Su Señoría.

—Puede. ¿Conque es muy útil?

—Para todo.

—Pues va ya a necesitarse pronto porque el virrey me exige que le envíe al notario que en esta tarde fue a notificar al secretario de la Audiencia.

—¿Y qué hará Su Señoría Ilustrísima?

—¿Qué puedo hacer? Entregarle, pero esto dará el motivo que se necesita para poner el entredicho y excomulgar al virrey.

—¡Excomulgarlo! —exclamaron a un tiempo Luisa y don Melchor.

—Sí, ya veréis qué naturalmente van para allá las cosas, y muy pronto.

—Y nosotros, entretanto, ¿qué haremos?

—Seguir excitando y preparando al pueblo para la hora del combate.

—Estamos dispuestos —dijo don Melchor—, ¿nos avisará Su Ilustrísima?

—Sí, si es posible; si no hay tiempo, las campanas que toquen el entredicho serán la señal.

Pocos momentos después Luisa se despidió en la puerta por donde ocultamente entraba y donde la aguardaba ya el Ahuizote, Luisa subió en su carroza y el Ahuizote trepó a la zaga.

XI. Cómo los celos hacen adivinar a las mujeres

—¿Recuerdas —dijo Luisa al Ahuizote al llegar a la casa— a aquel don César de Villaclara?

—¿Y cómo olvidarlo si tan malos días nos hizo pasar? Pero creo que lo enviaron a Manila y no ha vuelto a aparecer.

—Te engañas, porque hoy le he visto en el palacio.

—Puede, pero al fin que ya no nos importa.

—Sí, sí nos importa. Ha jugado ese hombre conmigo y me ha despreciado por doña Blanca.

—Pero ahora de nada le servirá eso, porque a esa doña Blanca, según me dijeron, la metió monja su hermano don Pedro.

—Es verdad, pero se ha fugado del convento.

—¡Calle! Y qué picarona —dijo sonriéndose el Ahuizote—; pero ahora se juntarán los dos y el Santo Oficio dará cuenta final de esos amores.

—Eso es lo que pienso, y lo que trato de evitar.

—¿Qué? ¿Que los quemen? ¿Pues no los aborrecíais tanto?

—No, lo que quiero es que se vean, que se amen, que sean felices, y estoy segura de que así está sucediendo porque el corazón me lo avisa. Don César es el único hombre a quien verdaderamente he amado, y no será de esa mujer aunque me cueste el dolor de verle entre las llamas. Óyeme, es preciso que mañana mismo averigües en dónde vive don César, que pongan personas que lo vigilen, que vean a dónde va, con quién habla, todo lo que hace en el día y en la noche, porque estoy segura de que visita a doña Blanca, que la ama, y, ¡ay de ellos!, yo me sabré vengar.

—¿Pero si eso no es más que una suposición vuestra?

—No, estoy segura de que así sucede. Ya oyes lo que te he prevenido, y sabes que pago bien.

—Seréis obedecida de la misma manera.

—Mañana en la noche tendremos razón exacta, ¿es verdad?

—Muy pronto es.

—No importa, lo quiero.

—Está bien.

—Por ahora puedes retirarte, pero ya lo sabes: no tienes más comisión que ésa.

—Está muy bien.

—No te me presentes hasta traer las noticias que te pido, pero mañana en la noche estás aquí.

Y sin esperar respuesta, Luisa se entró en su habitación.

El día siguiente se pasó con grande alarma en la ciudad y circuló en la noche la noticia de que el virrey tenía ya preso al clérigo que había ido a notificar la excomunión a Osorio, el secretario de la Audiencia, y que, privado dicho clérigo de sus temporalidades, iba a ser remitido a San Juan de Ulúa para ser embarcado para España.

El arzobispo estaba furioso y sus partidarios llenaban de pasquines las puertas de los templos y hasta las de palacio.

Todo el mundo esperaba un conflicto por momentos, porque todos conocían el carácter impetuoso y enérgico del marqués de Gelves y el genio altivo e indomable del arzobispo, don Juan Pérez de la Cerna.

México entero estaba conmovido. Se había hecho correr el rumor de que el virrey, que había obligado a todos a traer sus semillas a la alhóndiga para abastecer al pueblo, se había puesto de acuerdo con don Pedro de Mejía para monopolizar el maíz y venderlo a precios excesivos, y que la causa de los disgustos del virrey con el arzobispo, era que éste había tomado la defensa de los pobres, amenazando a Mejía y al De Gelves con la excomunión si no abarataban los granos.

Esto se refería públicamente en los mercados, y por consecuencia crecían a la par el prestigio del arzobispo y el odio al virrey y sus amigos.

Las cosas estaban ya en sazón para hacer un tumulto pero el De Gelves, a pesar de su carácter arrebatado y de las provocaciones del prelado, caminaba con mucha prudencia.

Luisa esperó toda la tarde que llegara el Ahuizote porque conocía su diligencia y su actividad, y aunque la cita era por la noche creía que el hombre se anticiparía.

En la tarde el Ahuizote no apareció, pero a la oración de la noche estaba ya en la casa de Luisa con el semblante del que viene satisfecho.

—¿Averiguaste? —le dijo Luisa luego que le vio.

—Todo.

—¿Y qué hay?

—Lo mismo que vos pensabais. Don César ha encontrado a doña Blanca y se han entendido, de manera que vuestro corazón no os engañó.

—Pues entonces no hay sino denunciarles al Santo Oficio…

—No me parece prudente, porque aún esos amores no pasan de conversaciones por la reja de doña Blanca, después porque está ella en la casa de Teodoro, el esclavo que fue de doña Beatriz.

—Tanto mejor. Teodoro es mi enemigo y puedo perderle también, entregando a los amantes a la Inquisición.

—Entonces no sabéis que Teodoro es uno de los partidarios más importantes del señor arzobispo, porque cuenta con toda la gente de color, de la que es el jefe; de manera que si se hiciese lo que vos pensáis, en primer lugar le quitabais un grande apoyo al arzobispo y, en segundo lugar, tendría que defender a los amantes defendiendo a Teodoro, y vos tendríais que habéroslas con un enemigo muy poderoso.

—Tienes razón, pero ¿qué debo hacer?

—Mirad, que con que tengáis un poco de paciencia todo se arregla. Don César ha preparado una casita, para llevarse allí a doña Blanca, y entonces es tiempo de caerles, y serán envueltos en el proceso del Santo Oficio, mientras que hoy sólo Blanca sería condenada.

—¿Y cuándo pensará don César mudar a doña Blanca?

—Creo que esta misma noche.

—¿Luego ya mañana…?

—Ya mañana podéis hacer la denuncia.

—¿Dónde está la casa?

—Eso sí no he podido saber, y tal vez más tarde me lo dirán, porque estas noticias las tengo de un criado de don César, íntimo amigo mío. A vos nada os importa saber la casa, dad la denuncia, que los familiares sabrán husmear y no hay cuidado que pierdan la pieza.

—Bueno, tú, sin embargo, prosigue en tus averiguaciones.

Luisa pensó que ya había llegado el momento de su venganza, y el arzobispo le pareció un buen medio. Su Ilustrísima deseaba y aprobaba todo lo que era, no sólo contra el virrey, sino contra sus amigos; él ayudaría a perseguir a la hermana de don Pedro de Mejía y a don César de Villaclara, ios dos favoritos del De Gelves.

A las once de la noche, los amigos de don Melchor Pérez de Varais y su Luisa, estaban con él, en Santo Domingo, combinando sus planes de revolución.

—Si Su Señoría Ilustrísima quisiera —dijo Luisa al arzobispo— manera tengo yo de quitar al virrey a uno o dos de sus principales amigos.

—Por fuerza tengo que querer —contestó el prelado— que más perjudican sus amigos que él mismo. ¿Y de quiénes tratáis?

—De don César de Villaclara y de don Pedro de Mejía.

—¡Pollos son de cuenta! —exclamó el arzobispo—; ¿y cómo pensáis que nos deshagamos de ellos?

—Muy fácilmente. Pero siendo caso de conciencia, espero que Su Ilustrísima me escuche como en sigilo de Sacramento.

—Bien, entonces mañana…

—Urgente es la medida.

—En ese caso…

—Si Su Señoría gusta —dijo don Melchor— puede pasar al inmediato aposento, que está enteramente solo.

—Me parece —contestó el arzobispo, dirigiéndose al otro aposento seguido de Luisa.

El prelado se colocó en un sitial y Luisa tomó asiento a su lado.

—Comenzad —dijo gravemente el arzobispo.

—Pues sabrá Su Ilustrísima que don Pedro de Mejía tiene o más bien tenía una hermana en el convento de Santa Teresa, que se llama Blanca.

—Sí, eso es, sor Blanca, la que se fugó días pasados. Ya caigo.

—Aún hay más, sor Blanca tenía antes de entrar al convento amores con don César de Villaclara.

—¡Hum! —hizo el prelado, que comenzaba a maliciar de lo que se trataba.

—Sor Blanca, fugada del convento, ha encontrado a don César y han vuelto a entablar sus relaciones, él la tiene ya viviendo como su mujer.

—¿Pero dónde?

—Eso es lo que le toca averiguar a la justicia.

—Mañana mismo dictaré mis órdenes…

—Permítame Su Ilustrísima que le diga que todo eso vendría mejor de la Inquisición y no tendría el carácter de persecución de partido.

—En efecto, y la cosa tanto más llana es cuanto que el inquisidor mayor es grande amigo mío, y conseguiré que mañana mismo se publiquen los edictos contra la hermana de Mejía y contra el tal don César.

—¿Parece bien a Su Ilustrísima?

—Perfectamente, mañana se publicarán los edictos o, a más tardar, pasado mañana.

—Y si algo sé yo de nuevo, avisaré a Su Ilustrísima.

El arzobispo y Luisa salieron del aposento a cual más alegre.

—Lo dicho, señor don Melchor —dijo el prelado—, vuestra esposa es una de las mujeres fuertes de la Biblia, y el De Gelves caerá como los filisteos, atacado por todos lados.

—Lo que desearía es que fuese muy pronto —contestó don Melchor—, que me enfado ya de estar aquí prisionero.

—Muy pronto caerán al sonido de las trompetas las murallas de la soberbia Jericó.

—Dios lo permita.

—Amén.

La reunión se disolvió. Luisa se fue a soñar con su venganza, y el arzobispo a preparar con el inquisidor mayor la persecución de doña Blanca.

XII. Cómo era un edicto del Santo Oficio

Por la calle de Ixtapalapa y fuera ya de la traza, en los suburbios de la ciudad, había una pequeña y aislada casa, en la que nadie habitaba hacía ya mucho tiempo, de manera que aquella casa se iba destruyendo rápidamente.

Una mañana los vecinos advirtieron gran cantidad de trabajadores, que casi en un solo día, la pusieron en estado de servir. Durante la noche, se observaron criados y esclavos que, alumbrados por hachones, traían muebles que, a lo que con aquella escasa luz podía mirarse, eran de mucho lujo.

A la mañana siguiente, todo movimiento había cesado y nadie entraba ni salía de la casa.

Dicen algunos que el animal más curioso de la creación es la mujer. Yo opino que el vecino es más curioso que la mujer, y los vecinos de aquellos rumbos observaron (lo que prueba que estaban en acecho) que a las diez de la noche del siguiente día, se iluminó la casa por dentro.

La curiosidad creció y comenzaron a formarse mil comentarios, y a fastidiarse porque transcurrían dos horas y no se veía más que la luz.

A las doce y media se oyó a lo lejos el ruido de una carroza que se aproximaba y que vino a pararse frente a la puerta de la casa.

Quién salió de aquella carroza nadie lo supo, pero ella permaneció allí hasta que comenzó a salir la luz, y entonces se retiró. Como había modo ya de percibir quién la ocupaba, todos se empeñaron en descubrirlo creyendo encontrar, lo menos, al diablo; pero sólo pudieron alcanzar a ver una mano negra que se apoyaba en una de las portezuelas.

La curiosidad del caritativo vecindario, no satisfecha, se contentó con decir: «Éstas son cosas del enemigo malo. Dios nos saque con bien», y luego santiguarse.

Vamos nosotros a retroceder un poco, para que el lector sepa lo que contenía aquel misterio.

Don César, como había dicho muy bien el Ahuizote a Luisa, tenía ya dispuesta su casa y debía trasladar a ella a Blanca. Teodoro, instruido por ésta, era su auxiliar y su protector.

Pero a una mujer como Blanca le hubiera sido imposible ser la querida de un hombre, y aunque a trueque de un sacrificio, ella quería sacrificar, si esto era posible, su unión con don César de Villaclara.

Doña Blanca creía que su deshonra y su castigo sería menor si al descubrirse todo se publicaba que, teniendo voto de castidad, había contraído matrimonio, que si se hubiera referido en público pura y sencillamente que era la manceba de don César de Villaclara. El orgullo de su sangre y sus ideas religiosas se sublevaban contra esta idea y pensaba que el sacramento del matrimonio atenuaba su falta.

Por otra parte, con el Breve del pontífice que autorizaba al arzobispo para relajar sus vínculos, se creía enteramente libre, y tanto en aquello había llegado a pensar, que no tenía ni el menor remordimiento de que alguna vez pudieran llegar a decir de ella que era «monja y casada».

Los argumentos que favorecen nuestros planes toman tales visos de certidumbre y se visten por la conciencia de tales apariencias de verdad y de justicia, que llegan a parecemos sólidos y exactos, y el hombre que se empeña en convencerse a sí mismo de que una cosa es buena, llega más tarde o más temprano a conseguirlo.

La mejor prueba de esto es el suicidio.

No hay quizá una cosa que repugne tanto a la naturaleza como la idea del «no ser».

La muerte vista de cerca y a la luz del día, aterra aun a los más fuertes y, sin embargo, seres débiles y almas tímidas llegan a persuadirse a sí mismas de que el suicidio, la muerte, el no ser, son medios para dejar de padecer, y se quitan la existencia esos mismos seres, que en otro caso temblarían ante el menor peligro.

Don César comprendió lo que pasaba en el alma de Blanca y se persuadió también. No hay argumento sin fuerza cuando viene de boca de una persona a quien se ama con pasión.

Don César comenzó a dar los pasos necesarios, y dando a Blanca un nombre y una parentela supuestas, y valiéndose de su influjo y de su dinero, logró sacar una dispensa de «publicatas o amonestaciones», y el permiso para casarse en el domicilio de su futura doña Carolina de Sandoval, que fue el nombre con que se presentó Blanca.

La toma del dicho se hizo en la casa de Teodoro por notarios ignorantes, que a no ser tan torpes lo hubieran parecido con las dádivas de don César. Y todo quedó dispuesto para la celebración del matrimonio, fijado para el día siguiente de la traslación de Blanca a la casa que tomó y mandó comprar don César por el rumbo de la calle de Ixtapalapa y que ya conocen nuestros lectores.

Se preparó todo en aquella casa, se tomaron criados y esclavos para servicio de doña Carolina, y la noche que los vecinos vieron por primera vez luz en el interior, don César y Teodoro condujeron a Blanca y la instalaron en su nueva habitación.

Blanca estaba verdaderamente loca por el placer y no pensaba en nada, en nada más sino en que iba a ser ya del hombre a quien amaba tanto.

Teodoro y don César acompañaron a Blanca hasta el amanecer, y a esa hora, como hemos visto, se retiraron.

El arzobispo debía haber arreglado las cosas a su modo con el inquisidor, porque al día siguiente en todos los templos, a la hora de la misa mayor, se leía un edicto de la Inquisición.

Perdónennos nuestros lectores si a riesgo de fastidiarlos les insertamos un edicto del Santo Oficio, para que tengan una idea exacta de cómo eran éstos, y las curiosas prescripciones que contenían.

»Hacemos saber a Vos los Vicarios, Curas, Capellanes y Sacristanes de las Iglesias de todas las Ciudades, Villas y Lugares de este dicho nuestro distrito; y especialmente a los de esta Ciudad, y a cada uno, y cualquier de vos, que esta nuestra Carta dada a pedimento del Señor Promotor Fiscal de este Santo Oficio, que sea ley dada y publicada en esta dicha Iglesia;

»Son exhortadas y amonestadas todas, y cualesquier persona de cualquier estado, grado, condición y preeminencia que fuesen, que hubiesen visto u oído decir, que alguna o algunas personas, vivos, presentes, ausentes o difuntos hubiesen prestado auxilio, ocultado, protegido o en cualquier manera ayudado y dado amparo a la llamada doña Blanca de Mejía en el siglo o sor Blanca del Corazón de Jesús, profesa en el convento de Santa Teresa de la Orden de Carmelitas descalzas, de donde con gran escándalo y perturbación ha huido, y viviendo en relajada vida pretende contraer o ha contraído ya sacrílego matrimonio, así como algo de lo relativo a la dicha sor Blanca, su pretendido esposo y demás que le acompañen a él y a ella;

»Y les mandamos en virtud de Santa obediencia, y so pena de Excomunión, Trina Canónica monitione praemissa, que dentro de seis días primeros siguientes, después que la dicha nuestra Carta sea leída y publicada, los cuales les damos y asignamos, por tres plazos y términos perentorios, vengan y parezcan ante Nos, personalmente en la Sala de nuestra Audiencia, a decir y manifestar lo que supiesen hubiesen hecho, visto hacer u oído decir cerca de las cosas, en esta nuestra Carta dichas y declaradas, y otras cualesquiera que fuesen contra nuestra Santa Fe Católica o contra el recto y libre ejercicio del Santo Oficio;

»Y si lo que Dios nuestro Señor no quiera ni permita, por los seis días siguientes, las dichas personas, que así han hecho o dicho, saben u oyeron decir, quien haya hecho o dicho alguna cosa, o cosas de las contenidas en la dicha nuestra Carta primera u otras cosas contra nuestra santa Fe Católica o contra el recto y libre ejercicio del Santo Oficio de la Inquisición, o de sus Ministros persistiendo en su contumacia y rebelión, y no lo vinieren a decir y manifestar ante Nos, por la presente los descomulgamos, anatematizamos, maldecimos y apartamos del gremio y unión de la Santa Madre Iglesia Católica, participación y comunión de los Fieles y Católicos Cristianos, como a miembros poseídos del demonio. Y mandamos a los Vicarios, Curas, Capellanes y Sacristanes, y a otras cualesquiera personas Eclesiásticas Seglares y Religiosos, que los hayan y tengan a todos los susodichos (que así fueren rebeldes y contumaces) por tales públicos descomulgados, maldecidos y anatematizados, y vengan sobre ellos, a cada uno de ellos, la ira y maldición de Dios todopoderoso y de la Gloriosa Virgen Santa María su Madre, y de los Bienaventurados Apóstoles S. Pedro, y S. Pablo, y de todos los Santos del Cielo. Y vengan sobre ellos todas las plagas de Egipto y las maldiciones que vinieron sobre el Rey Faraón y sus gentes porque no obedecieron y cumplieron los Mandamientos divinales; y sobre aquellas cinco Ciudades de Sodoma y Gomorra, y sobre Datán y Abirón, que vivos los tragó la tierra por el pecado de la inobediencia que contra Dios nuestro Señor cometieron; y sean malditos en su comer y beber, y en su velar y dormir; en su levantar y andar; en su vivir y morir; y siempre estén endurecidos en su pecado: el diablo esté a su mano derecha; cuando fueren en juicio siempre sean condenados; sus días sean pocos y malos; sus bienes y hacienda sean traspasados en los extraños; sus hijos sean huérfanos y siempre estén en necesidad; y sean lanzados de sus casas y moradas, las cuales sean abrasadas, todo el mundo las aborrezca; no hallen quien haya piedad de ellos ni de sus cosas, su maldad esté siempre en memoria delante del Acatamiento divinal, y maldito sea el pan y el vino, la carne y el pescado, y todo lo que comieren y bebieren, y las vestiduras que vistieren y la cama en que durmieren, y sean malditos con todas las maldiciones del Viejo y Nuevo Testamento; malditos sean con Lucifer y Judas, y con todos los demonios del Infierno, los cuales sean sus señores y su compañía. Amén.

»Y mandamos que entretanto que estas nuestras censuras se leen y publican, los Clérigos hagan tener dos cirios de cera encendidos, cubierta la Cruz con velo negro en señal de luto que la Santa Madre Iglesia muestra con los tales malditos y descomulgados, encubridores y favorecedores de Herejes. Y acabadas de leer las censuras, mandamos a los dichos Curas, Clérigos y Sacristanes, y a cada uno de ellos, que maten los dichos cirios ardiendo, en el agua bendita, diciendo: “Así como mueren estos cirios en esta agua, mueran sus ánimas, de los tales rebeldes y contumaces, y sean sepultados en los Infiernos”; y hagan repicar y tañer las campanas; y luego canten en tono el Salmo que comienza: “Deus laudem meam no tacueris”. Y el Responso que dice: “Revelabunt coeli iniquitatem Iudae”. Y no ceséis de lo así hacer y cumplir hasta que los tales rebeldes vengan a obediencia de la Santa Madre Iglesia, y digan y declaren lo que saben, han visto y oído decir, como dicho es, y sean absueltos de las dichas censuras en que así han incurrido. En testimonio de lo cual mandamos dar, y dimos la presente firmada de nuestros nombres y sellada con el sello de este Santo Oficio, y refrendada del Secretario infrascrito».

XIII. De cómo doña Blanca se casó, y de lo que sucedió entonces

El clérigo oidor que había notificado la excomunión al secretario Osorio, en la Audiencia, había sido, como indicamos, remitido a Veracruz para embarcarse para España.

En vano le reclamó el arzobispo y en vano amenazó a la Audiencia; la parte de ésta que era fiel al virrey permaneció inflexible, y el prelado determinó dar un grande escándalo para precipitar definitivamente las cosas.

La ciudad estaba en grandísima alarma. El arzobispo exigía que en las tablillas de las puertas de las iglesias estuviesen los nombres de los que él había excomulgado, a pesar de que era pasado el tiempo que debían permanecer allí y de que, además, estaban ya absueltos por los jueces a quienes habían ocurrido; pero el arzobispo se empeñaba en que allí subsistiesen, y los comisionados por la justicia para quitarlas luchaban en cada templo para conseguirlo.

Cerraban los curas y los vicarios las puertas de las iglesias e intervino entonces «el brazo secular» y se hacían abrir por fuerza, y esto con escándalo tan grande que ya nadie atendía a sus negocios ni a sus naturales ocupaciones, sino que andaban todos por todas partes inquiriendo noticias y tomando partido.

Así duraron las cosas todo el día, que lo pasó don César al lado del De Gelves, atendiendo sólo a las disposiciones que se dictaban para evitar un tumulto y prevenir sus resultados en caso de que lo hubiese.

A las oraciones de la noche, don César, Teodoro, su mujer y un anciano sacerdote llegaron a la casa en que vivía doña Blanca.

La dispensa obtenida por don César contenía, como era natural que él lo hubiera procurado, la autorización a un sacerdote particular y que no era el cura de su parroquia, para celebrar el matrimonio de don César de Villaclara y de doña Carolina Sandoval, como se llamó Blanca.

La joven esperaba ya con impaciencia, estaba vestida de blanco y su belleza resaltaba más con aquel traje vaporoso sin adornos y sin alhajas.

En la sala de la casa debía celebrarse la boda, y el sacerdote se revistió en una de las piezas inmediatas. Teodoro y Servia eran los padrinos.

Blanca, trémula y confusa, pronunció sus nuevos votos y la bendición del anciano sacerdote vagó sobre aquellas dos hermosas cabezas.

Blanca era, por fin, la esposa de don César de Villaclara.

Eran las ocho de la noche y repentinamente se escuchó a lo lejos el clamor triste de las campanas de la Catedral, y luego el de todas las iglesias de la ciudad, que se elevaba en el silencio de la noche como un presagio sombríamente siniestro.

—¡Jesús nos ampare! —exclamó el anciano religioso cayendo de rodillas.

—¿Pues qué es eso, señor? —preguntó Blanca más pálida que un cadáver.

—La maldición de Dios sobre esta ciudad desgraciada —contestó el religioso—; tocan entredicho.

—¡Entredicho! —repitieron todos espantados.

—¡Jesús nos valga! —dijo Blanca desmayándose.

El anciano salió precipitadamente de la casa y los demás rodearon a Blanca desmayada.

Las campanas seguían, tocaban pavorosamente a entredicho y el tumulto en las calles era espantoso. Todos salían atraídos por la novedad, y la noticia de que la ciudad estaba en entredicho circulaba por todas partes helando de espanto a aquellos corazones religiosos y tímidos.

—Dios mío —decía Blanca volviendo en sí—, yo soy, quizá la causa de tanta desgracia. ¡Dios mío, perdóname!

Tres golpes sonaron en la puerta de la calle y todos se miraron entre sí como espantados. Blanca se refugió en los brazos de don César.

Un criado abrió la puerta y un comisario del Santo Oficio se presentó en la estancia seguido de sus familiares.

—¿Quién es aquí —dijo severamente el comisario— doña Blanca de Mejía?

Todos callaron espantados.

—¿Doña Blanca de Mejía? —volvió a decir el comisario.

El mismo silencio.

—Por última vez y en nombre del Santo Tribunal de la Fe, preséntese doña Blanca de Mejía, si no quiere que pare en su mayor perjuicio.

Doña Blanca dio un paso adelante, el comisario se aproximó para prenderla; pero en este momento don César se arrojó entre los dos.

—No la tocaréis —dijo resueltamente.

—Prended a esa mujer —dijo el comisario del Santo Oficio.

Don César tiró de la espada y los familiares se lanzaron sobre él.

—Pensad a la que os exponéis resistiendo a la Inquisición —gritó el comisario.

—Aunque me cueste la vida —contestó don César—; sálvala —dijo a Teodoro.

El negro tomó entre sus robustos brazos a Blanca, que había vuelto a desmayarse, y se entró a los aposentos interiores seguido de Servia.

Los familiares quisieron ir tras él, pero don César cubrió la puerta con su cuerpo y espada en mano comenzó una lucha desigual, pero terrible.

Los gritos de «¡Favor a la Inquisición! ¡Favor al Santo Oficio!» se escuchaban en la calle entre el pavoroso clamoreo de las campanas que continuaban tocando a entredicho.

Los lacayos habían huido, y en el combate las bujías habían caído y se había incendiado una de las colgaduras del aposento en que don César se resistía tan valientemente.

En un momento el fuego se apoderó del aposento y los dependientes del Santo Tribunal, que no querían tener la suerte de sus víctimas, huyeron por un lado y don César por otro.

Las llamas lo invadían todo con una rapidez asombrosa. Villaclara recorrió toda la casa buscando a Teodoro y a Blanca, pero toda estaba desierta.

Salvó entonces una de las tapias y echó a caminar con rumbo a palacio.

La noche estaba sombría; las campanas seguían tocando, las calles y las plazas llenas de gente.

Don César volvió el rostro y miró una inmensa columna de fuego que se levantaba; unas viejas que pasaron a su lado decían:

—Seguramente no quisieron salir los brujos y la Inquisición los ha quemado con todo y casa.

Don César se dirigió inmediatamente a la casa de Teodoro, para donde además de la distancia tenía que atravesar por multitud de grupos que invadían las calles y las plazas, haciéndole más dificultoso el camino. Don César creía que Teodoro, conduciendo a Blanca, se habría dirigido, como era natural suponerlo, para la casa de la calle de San Hipólito. Caminó mucho tiempo y al llegar a la esquina del tianguis de San Hipólito encontró a uno de los negros que más frecuentaba la casa de Teodoro y que, reconociendo a don César o creyendo reconocerle entre la oscuridad de la noche a la luz de algunas antorchas y faroles que traían algunos de los muchos que andaban en la calle, se dirigió hacia él.

—Señor —le dijo.

—¿Qué se ofrece? —preguntó don César deteniéndose.

—¿Vais a la casa de Teodoro?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Es porque acaba de ser ocupada por una multitud de gente que todo lo embarga y todo lo registra.

—¡La Inquisición! —exclamó don César preocupado.

—No, señor, son gentes de justicia que han llegado en nombre del virrey.

—¿Y Teodoro?

—Nada sé, sino que tienen presos a cuantos han sido encontrados en la casa y aún están allí.

Desprendióse violentamente don César de aquel hombre y se dirigió a la casa de Teodoro; si no era el Santo Oficio y sí gentes del virrey, don César nada tenía que temer y podría salvar a Blanca y a Teodoro en el caso de que estuviesen allí.

Pensando en esto y apretando el paso en un momento se encontró en la casa.

En efecto, numerosas rondas dirigidas por un alcalde ocupaban el edificio, y en nombre del virrey practicaban el más escrupuloso registro.

El alcalde conocía a don César, le dio razón de cómo había venido allí de orden de Su Excelencia porque varias denuncias habían corroborado la idea que ya Su Excelencia tenía de antemano, de que se trataba allí de una conspiración de las gentes de color indispuestas con el virrey por las enérgicas disposiciones que contra ellas había dictado.

Teodoro no estaba allí; algunos criados que tenía presos la ronda nada sabían de él, ni de su mujer, ni por supuesto de doña Blanca.

Mil conjeturas ocurrieron a don César, y se disponía ya a marcharse para continuar en sus pesquisas, cuando en aquellos momentos otro comisario del Santo Oficio se presentó en la casa seguido de un gran número de familiares y en busca también de doña Blanca de Mejía.

El alcalde pretendía que la casa ocupada en nombre del virrey y de la justicia de Su Majestad el rey de España, no podía ser atropellada.

El comisario insistía por su parte, y don César miraba con cierto placer aquel conflicto que le daba ocasión de vengarse del Santo Oficio, acuchillando con un pretexto legal a sus familiares.

Como es de suponerse, don César animaba la cuestión, y ya todos enardecidos habían echado mano a los estoques preparándose a acometer al grito tan necesario de todas aquellas circunstancias de «Favor al rey», «Favor a la Inquisición» y «Ténganse a la justicia» y «Ténganse al Santo Oficio», cuando, repentinamente, todas las espadas se bajaron, todas las lenguas enmudecieron y se descubrieron todas las cabezas.

El marqués de Gelves apareció en medio de aquel improvisado palenque.

A pesar de los gritos de sedición, a pesar del desprecio con que aparentaban tratarle sus enemigos, el marqués de Gelves era la arrogante figura ante la cual se inclinaban las frentes más altivas de los grandes señores de Nueva España, y el arzobispo mismo no se atrevía en su presencia ni a arrugar siquiera el entrecejo.

Vestía el virrey en aquella noche más bien un traje de combate que de corte.

Bajo su negro ferreruelo se percibía el brillo de la coraza y de la gola y la ancha taza de la empuñadura de su espada, que no era, indudablemente, la que llevaba de ordinario en su bordado talabarte.

Cubría su cabeza una especie de capacete de acero, y sus calzas de cuero y sus brillantes espuelas de oro, indicaban que estaba dispuesto a montar a caballo en el momento que lo creyese necesario. El virrey tenía el continente altivo del antiguo batallador.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el virrey.

Nadie se atrevió a contestarle.

—Ea, responded, señor alcalde.

El alcalde se adelantó temblando.

—Señor —dijo—, por orden de Vuestra Excelencia hemos venido a registrar esta casa, y a poner en prisión a sus moradores.

—¿Y por eso causáis este escándalo?

—Señor —contestó el alcalde—, los ministros del Santo Oficio han después venido y querido apoderarse de la casa con desprecio de la justicia de Su Majestad y de las órdenes de Vuestra Excelencia.

—¿Habéis encontrado algo?

—Nada, señor, no hemos encontrado más que algunos sirvientes que ignoran el paradero de sus señores.

—Entonces retiraos, y dejad que el Santo Oficio cumpla con sus deberes, y cuidad que en lo de adelante lleguéis a provocar semejantes escándalos.

El alcalde, humilde y cabizbajo, se retiraba seguido de los alguaciles; pero al llegar a la puerta se volvió preguntando al virrey.

—¿Y los criados?

—Si vos los aprehendisteis —contestó el virrey— llevadlos, que son los prisioneros de quien los toma.

Ni una palabra se atrevió a decir el comisario del Santo Oficio.

A la salida de los alguaciles el virrey descubrió a don César, que había permanecido oculto tras ellos en uno de los ángulos de la habitación.

—¿Vos también aquí, don César? —dijo el virrey.

—Sí, señor —contestó don César—, advertí el tumulto en esta casa y me llegué a ella, atraído por la curiosidad.

—Hacedme favor de acompañarme.

El virrey salió embozándose en su ferreruelo y se encaminó a palacio acompañado de don César, que rabiaba por separarse de él para volver a emprender su peregrinación en busca de Blanca.

El comisario y los familiares, convencidos de que no encontrarían a la persona que buscaban, porque la casa estaba enteramente desierta, tomaron a dar cuenta de su comisión sin meterse en más averiguaciones, porque la única misión que llevaban allí era procurar la aprehensión de doña Blanca.

La casa de Teodoro quedó enteramente sola y abierta.

Dos horas después un hombre se deslizaba cautelosamente entre las tinieblas hasta llegar a la casa, y a poco llegó también otro que le seguía.

—Señor Martín —dijo el primero que había llegado—, a no haber sido por la fortuna que tuve de encontraros, estoy seguro que en este momento me tendría el virrey en las cárceles de palacio.

—Sí, Teodoro —contestó el otro, que como podrá suponerse era Garatuza—, desde las ocho de la noche tenía yo la noticia de que debía venir aquí la justicia, y casi estoy seguro de quién es el que nos ha denunciado.

—¿Y de quién sospecháis? —preguntó Teodoro.

—De un caballero muy principal que he visto rondar por estas calles algunas noches, grande amigo del virrey, y que se llama don César de Villaclara.

—Os engañáis, don Martín —replicó Teodoro—, más seguro estoy yo de ese don César que de mí mismo.

—Lo mismo da; ya veremos más adelante. Por ahora lo que importa es que no volváis a presentaros por esta casa y que permanezcáis oculto por algunos días, que supongo que serán muy pocos, porque esta tragedia poco ha de tardar en desenlazarse. Cerrad vuestras puertas y retirémonos, que así lo aconseja la prudencia.

Teodoro cerró cuidadosamente todas las puertas de la casa, y acompañado de Martín, se perdió entre la muchedumbre, que aún no se retiraba de las calles.

Las campanas de todas las iglesias no habían cesado en su pavoroso clamoreo.

XIV. De lo que combinaron el corregidor don Melchor Pérez de Varais y el arzobispo don Juan Pérez de la Cerna

El arzobispo de México usaba las armas de la Iglesia contra sus enemigos, excomulgando a los jueces y a los guardas de su protegido, el corregidor de México, don Melchor Pérez de Varais, objeto o, más bien dicho, pretexto de todas aquellas grandes discusiones. Pero sus enemigos encontraron, también en la misma Iglesia, armas que volver contra el pecho del arzobispo, tornando golpe por golpe, censura por censura y anatema contra anatema.

El papa Gregorio XIII, por bula especial, había nombrado para casos semejantes, en los que alguno se sintiese agraviado por la autoridad del arzobispo, juez apostólico delegado al obispo de la Puebla de los Ángeles.

A él acudieron los quejosos.

El arzobispo se rebeló contra su autoridad, y el delegado confirió por delegación todo su poder a un religioso de santo Domingo.

El subdelegado apostólico se armó de energía, y escudado con su nombramiento, seguido por los religiosos de su orden y apoyado por el virrey, y por la Audiencia y por sus partidarios, comenzó a luchar contra el arzobispo.

Las censuras se cruzaban de un púlpito al otro, y cada iglesia se convertía en un palenque en que desde lo alto de la cátedra del Evangelio, se anatematizaban los contendientes, se alzaban o se imponían excomuniones a los jueces, y se predicaban doctrinas en pro y en contra de la potestad de las jurisdicciones, de lo cierto y falso de las proposiciones que cada parte defendía.

Los fieles estaban aterrados y cada uno seguía el bando a que le inclinaban sus pasiones, más bien que los razonamientos, que sin comprender escuchaba en los púlpitos.

El arzobispo predicó su entredicho en la misa mayor después del Evangelio, haciendo salir una procesión con muchos clérigos, revestidos, llevando una cruz alta, cubierta con un velo negro, y, al decir de un cronista de aquellos tiempos, «haciendo otras ceremonias nunca vistas», destilando en el corazón de todos «un horror inquieto, lleno de confusión y desconsuelo, provocándolos con esto a una general indignación contra quienes les daban a entender eran causa de ello».

El toque de entredicho continuaba todos los días y todas las noches, y el arzobispo, a pesar de su desavenencia con los religiosos de santo Domingo, insistía todas las noches en sus visitas a don Melchor, retraído en aquel mismo convento.

Luisa, con su disfraz de mancebo, no faltaba jamás allí.

La noche del miércoles 10 de enero estaban reunidos, en el aposento que ocupaba don Melchor, éste, el arzobispo, el oidor don Pedro de Vergara Gaviria y Luisa, que, por la costumbre de acudir allí y por su decisión en la causa, se la atendía en todas las deliberaciones.

—Los días se pasan —decía don Pedro de Vergara— sin que hayamos hasta ahora logrado encontrar oportuna coyuntura para levantar el pueblo.

—Coyuntura no ha faltado —decía Su Ilustrísima—, que más favorable nunca pudo haberse presentado; pero o vuestros agentes no cumplen o este pueblo necesita, como santo Tomás, ver para creer.

—Perdóneme Vuestra Señoría Ilustrísima —contestó Luisa interrumpiendo al arzobispo—, que nuestros agentes han cumplido lealmente, porque yo, que en todos los grupos me he mezclado y que estoy al tanto de todas sus operaciones, asegurar puedo a Su Ilustrísima que todo está dispuesto y que se espera sólo una señal para comenzar el tumulto.

—Con demasiada prudencia camina el De Gelves —dijo don Melchor— y si Su Señoría Ilustrísima no le compromete a dar un paso que le desconcierte, pasos llevamos de seguirnos entendiendo perpetuamente con jueces y con notarios.

—Tal es mi opinión —agregó don Pedro de Vergara Gaviria—, y si Su Ilustrísima quisiera, en momentos estamos de poder llegar al fin.

—¿Y cómo? —preguntó el arzobispo.

—El subdelegado ha levantado las censuras, ha mandado cesar el toque de entredicho y Su Ilustrísima ha mandado que en lo sucesivo no se dé ningún toque, ni aun el de oraciones, ¿es verdad?

—Sí —contestó el arzobispo.

—Este silencio profundo de las campanas —continuó Gaviria— aterra y alarma más a los fieles que el mismo toque de entredicho. Si mañana Su Ilustrísima sale de su palacio aparentando ir en secreto, pero caminando en realidad de manera que todo el mundo le conozca, y se dirige a la Audiencia a pedir públicamente justicia sin separarse de la sala hasta que la obtenga, cosa que no llegará nunca a suceder, el pueblo, la Audiencia y el virrey se verán precisados a dar un paso, y nuestros agentes aprovecharán la oportunidad. ¿Parece bien a Su Ilustrísima?

—Perfectamente. Lo haré mañana tal como lo decís.

—Y yo —agregó Luisa— respondo de que todo se hará como está prevenido.

Separáronse aquella noche, quedando todo dispuesto y arreglado para el escándalo que se esperaba al día siguiente.

La noche estaba pavorosa, el profundo silencio de las campanas, como había dicho muy bien don Pedro de Vergara Gaviria, producía efectos más terribles en la ciudad que el clamoreo del entredicho, y así como antes la gente se precipitaba en las calles en busca del objeto que causaba la novedad, al cesar el tañido, todo mundo se recogió en su casa y apenas se miraba una que otra persona que atravesaba temblando por la plaza principal.

Luisa caminaba a pie acompañada del Ahuizote.

—Mañana —decía Luisa— es necesario que estés dispuesto, y no vayamos a dar el golpe tan en vago como la noche que trataron de aprehender a doña Blanca.

—Por culpa mía no fue —contestó el Ahuizote—, que yo como denunciante de la casa fui entre los familiares y sólo sentí no haber llevado una espada, porque puede que entonces no se hubiera resistido tanto el tal don César, que con aquellos pobres cuervos de familiares se puso a sus anchas. Figuraos que muchos de ellos no han en su vida tentado más arma que el rosario.

—Bien, ¿pero ahora qué hacemos?

—Ni el mismo don César sabe hasta ahora en dónde está doña Blanca, porque yo le he hecho seguir por todas partes, y por más que ronda, no encuentra lo que busca.

—Si tú no abandonas el hilo, darán con el ovillo.

—Tan no lo abandono, que por ser don César el que me debe guiar en este laberinto, porque a él le mandará avisar más tarde o más temprano su habitación doña Blanca, y de esta manera yo también la sabré, no os he vengado ya de él, que buenas oportunidades se me han presentado.

—Apruebo tu conducta, y sigue como hasta aquí.

Y los dos entraron a la casa de Luisa.

XV. De dónde se había refugiado doña Blanca, y de lo que aconteció con Teodoro la misma noche del 10 de enero

Teodoro, al sentir que comenzaba el combate entre don César y los familiares, llegó hasta las tapias de la casa que daban al campo y, valido de su hercúlea fuerza, pasó primero a Blanca y luego a Servia, y huyó con ellas hacia el centro de la ciudad.

Blanca estaba tan débil que podía apenas caminar, y había ratos en que Teodoro tenía que llevarla a cuestas como a un niño.

Tardaron por esto mucho para llegar hasta cerca de la Alameda, porque Teodoro había pensado llevar a Blanca a que se refugiase en su casa.

Caminaban así lentamente y sin llamar la atención, porque en medio del gran tumulto que había en las calles a consecuencia del toque de entredicho, las gentes no paraban la atención unas en las otras.

Cerca del Puente de San Francisco, Teodoro sintió que le tocaban un hombro, volvió el rostro y reconoció a Garatuza.

—Don Martín —le dijo deteniéndose.

—Teodoro —contestó Martín—, ¿qué andáis haciendo así, sin sombrero, a estas horas y con esas dos damas?

—Me ha pasado —contestó Teodoro, no queriendo decir la verdad— un lance desagradable con una cuadrilla de amigos del virrey, que encontré por esas calles a donde salí por la novedad del entredicho; perdido mi sombrero me dirigía para mi casa, y esto es cuanto ha sucedido.

—Pues oídme —dijo Martín hablando muy bajo—, sería prudente que no fueseis allá.

—¿Por qué? —preguntó Teodoro.

—La justicia —contestó Garatuza— ha allanado vuestra casa, os busca.

Teodoro quedó pensativo.

—Si queréis seguir un consejo, esperemos un poco, o vamos a dejar a estas damas, que será lo mejor, a mi casa y luego vendremos los dos solos a rondar por la vuestra a inquirir lo que ha sucedido.

—¿Y vivís lejos?

—No, muy cerca de aquí, y a un lado del monasterio de San Francisco.

—Vamos.

Teodoro refirió a Blanca y a Servia lo que le había contado Garatuza, y todos se dirigieron a la casa de éste, a donde llegaron a pocos momentos.

En la casa de Garatuza no estaba más que la muda María, todavía joven; pero más bella y más graciosa que antes, y un niño, hijo de ella y de Martín, hermoso como un ángel y que podía tener unos cinco años.

¿Cómo había vuelto a unirse María con Martín? La cosa es muy fácil de comprender.

Martín, al salir de la casa de la Sarmiento, en donde estuvo oculto por la muerte del oidor Quesada, estaba ya convencido de que él y el oidor, y doña Beatriz y María, habían sido víctimas de una infernal comedia preparada por la Sarmiento. Buscó a María y cuando ésta salió en libertad, por no habérsele podido probar culpabilidad alguna en la muerte de don Fernando, la volvió a llevar a su lado y la trató en lo de adelante con más cariño que antes.

Teodoro y Garatuza permanecieron como media hora en la casa de éste, y luego, dejando allí a Servia y a Blanca, se dirigieron a ver lo que había pasado con la justicia en la casa de Teodoro.

Desde una esquina, ocultos en la sombra, estuvieron observando, y cuando ellos llegaron allí, el alcalde, la ronda, el virrey y don César habían salido, y sólo quedaban dentro el comisario y los alguaciles del Santo Oficio que a poco rato salieron de la casa y pasaron casi rozándose con Teodoro y con Garatuza.

El comisario decía a uno de los familiares:

—Si roban la casa por haber quedado abierta, culpa será de los del virrey…

Y no pudo escucharse más, porque se alejaban.

—Ésta no es la justicia ordinaria —dijo Teodoro.

—No —contestó Martín—; la Inquisición, que también ha tomado parte, según parece. Vamos a ver.

—No, esperemos un poco más.

Y después de estar en acecho cerca de una hora, y mirando que nadie se movía, se decidieron, uno en pos de otro, a entrar a la casa.

Por más que Teodoro procuró buscar a don César no le fue posible encontrarle.

Teodoro no podía salir libremente a la calle, por temor de ser conocido y aprehendido.

Don César, en aquellos días de alarma, no podía separarse del virrey; la amistad le obligaba a no abandonarle ni un momento. Allí supo que el virrey había encargado la prisión de Teodoro, del cual, además de lo muy conocido que era en México, se dieron a los alcaldes señas muy especiales. Teodoro era reputado como el jefe de toda la gente de color, adicto y comprometido en la causa del arzobispo y muy a propósito para causar una sedición.

Una de las noches en que el virrey salía a rondar y que era precisamente la del 10 de enero, Teodoro salió también en busca de don César.

La casualidad o la desgracia hizo que el virrey descubriese a Teodoro en una de las calles, y que a pocos pasos encontrase una ronda.

El virrey no hubiera descendido hasta prender personalmente a un hombre, pero era muy natural que, viéndole tan cerca y teniendo a mano la ronda, hubiera dado la orden para prenderle, y así sucedió. Y Teodoro, que iba completamente desprevenido, se encontró a pocos momentos rodeado de alguaciles y conducido a las cárceles de palacio.

Garatuza y todas las mujeres de la casa pasaron la noche más inquieta esperando a Teodoro.

Martín salió varias veces con objeto de averiguar su paradero, y lució por fin la mañana sin que nada hubiera podido saber.

En esa misma mañana don César supo en el palacio que en la noche anterior había sido conducido a las cárceles el pobre Teodoro, y que el virrey estaba dispuesto a hacer con aquel hombre uno de los castigos ejemplares que acostumbraba, mandándole ahorcar en medio de la plaza.

Don César conocía el carácter inflexible del marqués de Gelves y no concebía ni la más remota esperanza de salvarle, porque todo el mundo le señalaba como al hombre más peligroso entre los negros y la gente de color, y en aquellos tiempos una sublevación de la gente de color o de los indios hacía estremecer a todo el mundo.

—¿No cree Vuestra Excelencia —dijo don César al virrey, afectando la mayor naturalidad— que el preso de anoche pueda hacer algunas revelaciones importantes?

—Lo dudo —contestó el virrey—, pocas veces se consigue saber nada en los juicios.

—Pero quizá el temor de la muerte.

—No lo creáis, porque todos convienen en que este preso es hombre de una resolución indomable y de una energía verdaderamente salvaje.

—Quizá con buen modo podría sacársele algo.

—¿Pero quién va a probarlo?

—Yo, si Vuestra Excelencia me lo permite.

—¿Y por qué no? ¿Tenéis alguna esperanza?

—Sí tengo, que le conocí siendo yo muy joven y puede muy bien suceder que alcance yo algo de él.

—Bien, id a probar, aquí tenéis una orden.

Y el virrey con su misma mano puso su sello en un papel, y escribió con su puño y letra la orden para que se permitiese a don César hablar con Teodoro, que estaba rigurosamente incomunicado.

Don César guardó la orden bajo de su ropilla y se dirigió a la cárcel en busca de Teodoro.

Don Pedro de Mejía y don Alonso de Rivera conversaban en la casa del primero en la noche en que acontecía la prisión de Teodoro.

—En verdad —decía don Pedro— que mi situación no puede ser más espantosa y no me queda más recurso que realizar aquí todos mis intereses, aunque sea con gran pérdida, y marcharme a España.

—No calculo yo que sea la cosa tan urgente y tan mala como la queréis suponer.

—Sí, don Alonso, el edicto de los inquisidora contra mi hermana doña Blanca por su fuga del convento y por su matrimonio, me deshonran, y esas voces esparcidas por todas partes y que me hacen aparecer como causa de la miseria pública por mi codicia, me han causado tal número de enemistades que, ya lo veis, no me atrevo ni a salir a la calle, sin contar con que el virrey, sabiendo lo que se dice de mí, y que a él se le culpa también de protegerme, con su genial franqueza, me ha ordenado que no vuelva a poner los pies en palacio. En todo esto descubro las manos de mis enemigos, de Luisa, de esa mujer infernal a quien es preciso castigar de una manera terrible.

—¿Y ha llegado a veros don Carlos de Arellano, a quien enviasteis a llamar?

—Sí, y él me ha propuesto un medio de venganza, que aun cuando a mí no me parece tan terrible como yo deseara, sin embargo, él me asegura que lo será.

—¿Y cuál es?

—Permitidme que no os lo diga, prometiéndoos solamente que asistiréis a la ejecución.

—Y hablando de otra cosa, ¿sospecháis quién pueda ser el hombre que se atrevió a casarse con doña Blanca?

—No, pero para mayor deshonra nuestra, creo que será algún villano, quizá un mulato de esos que no tienen temor ni a Dios ni al diablo.

—Pues mirad lo que son las cosas, que yo heme fijado, sin saber por qué, en don César de Villaclara.

—Si fuera así, necesitarase castigar a don César terriblemente; pero me figuro que más os habéis fijado en eso a causa del rencorcillo que le guardáis, por aquella estocada de marras.

—De ninguna manera, que al volver de su destierro, nos hemos encontrado, y a pesar de que ni él ni yo hemos olvidado el lance, os juro que hablamos como si nunca de antes nos hubiéramos conocido.

—De manera ¿qué le perdonáis aquella mala pasada?

—Tanto así no podré aseguraros, que me la pagará tan luego como pueda; pero lo que sí os respondo es que en nada me ha preocupado aquel recuerdo para sospechar que él es el marido de vuestra hermana. Quizá muy pronto llegue a averiguarlo, y entonces veréis cómo el corazón no me ha engañado: entretanto no os descuidéis vos con las asechanzas de Luisa, que ciertamente es el más poderoso de vuestros enemigos.

—Perded cuidado, que muy pronto la veréis castigada.

XVI. Lo que aconteció en México al arzobispo don Juan Pérez de la Cerna el jueves 11 de enero de 1624

La cárcel pública en aquellos tiempos estaba en el mismo palacio de los virreyes y ocupaba una gran parte del edificio.

El De Gelves, ardiente perseguidor de los salteadores, ladrones, rufianes y demás canalla, que abundaban entonces en toda la Nueva España, tenía encerrados en las cárceles a multitud de hombres y de mujeres.

Don César atravesó aquella muchedumbre de gente, que estaba como hacinada sin orden y sin cuidado alguno en inmundos patios o en hediondos calabozos, y llegó hasta el pequeño separo en que Teodoro se encontraba preso.

La pesada puertecilla se abrió y don César descubrió a Teodoro, sentado en uno de los rincones y con esa mirada torva y hosca que tienen todos los que han permanecido encerrados en un lugar oscuro, cuando les hiere la luz por primera vez.

Teodoro, deslumbrado por la repentina claridad, no reconoció a don César hasta que éste le habló, y la puerta volvió a cerrarse. Entonces don César era el que no podía ver a Teodoro, y éste, habituado a la oscuridad, le distinguía perfectamente.

—¿Pero qué ha sido esto Teodoro? —preguntó don César.

—El demonio, que se empeña en perseguirme. Anoche, saliendo a buscaros, me he encontrado con el virrey, a quien reconocí, pero de quien ya no pude huir; me echó encima la ronda y me trajeron aquí.

—¿Y Blanca? —preguntó don César.

—Libre y segura en la casa de Martín, ése a quien le dicen Garatuza, cerca del monasterio de San Francisco; podéis ir a vería y arreglar vuestras cosas, porque según tengo entendido y vos comprenderéis, conociendo el carácter del virrey y como andan las cosas de la tierra, yo no saldré de aquí sino para la horca.

—¿Quién sabe? No debéis perder la esperanza.

—Si de Dios no viene el remedio, lo que es del virrey no lo espero, que tan me cuelgan como ser hoy de día. Hacedme el favor de avisar la suerte que he corrido a mi mujer, que está con doña Blanca, y no la abandonéis. En cuanto a mí, perded todo cuidado, que lo mismo me da morir en la horca que de un tabardillo.

—Quizá una revelación vuestra pudiera salvaros.

—Ni soy yo el que ha de cantar, ni el virrey el que ha de atemorizarme con su justicia. Dejad eso y ocupaos de doña Blanca y del favor que os he pedido.

En estos momentos había cesado repentinamente el espantoso rumor que había siempre en los patios de la prisión; los presos habían quedado en un silencio profundo, y por el lado del despacho de la Audiencia se percibía un ruido inmenso, como el de diez mil voces que se levantasen juntas, como de una multitud de gentes que caminasen hablando, disputando, gritando.

—Alguna cosa extraña debe de pasar —dijo Teodoro—, porque hay un silencio en la prisión, como no le hay ni a la medianoche.

—Y a lo lejos —agregó don César— se escucha un rumor como si hubiera en el palacio un gran tumulto.

—Alguna cosa grave pasa en el palacio, en este momento.

—Voy a informarme —dijo don César saliendo precipitadamente—; volveré a veros, que tengo una orden amplísima del virrey.

Todos los presos estaban en los patios y en los corredores en el mayor silencio, apiñados y procurando escuchar el rumor de las calles que parecía acercarse más y más a cada momento.

El patio, la escalera y la sala de la Audiencia presentaban el espectáculo más extraño.

El arzobispo en una silla de manos se había hecho conducir a la Audiencia, y aunque no llevaba por delante la cruz, tal era el acompañamiento que le seguía y tal el escándalo con que marchaba, que cuando en la silla llegó a la puerta de la sala de la Audiencia, un inmenso y alborotado concurso invadía ya los patios, las escaleras y los corredores de palacio. Hombres y mujeres de todas clases, beatos, clérigos y seculares, todos mezclados, confundidos, irritados, hablaban y gritaban sin que nadie pudiera entenderse.

Dos personas iban a los lados de la silla del arzobispo hablando con él, animándole y exaltándole. El uno era nuestro conocido Martín Garatuza, que vestía una sotana y una turca, como gente de Iglesia, y la otra una mujer enlutada y cuidadosamente cubierta con un velo negro. Era Luisa, que no abandonaba al prelado en aquellos momentos.

Estaban en audiencia pública los oidores don Paz de Vallecillos, don Juan de Ibarra y don Diego de Avendaño; los tres, al presentarse el arzobispo en la sala, seguido de aquel numeroso concurso, se levantaron de sus asientos y bajaron de los estrados adelantándose a recibir al arzobispo.

—¿Qué manda Su Señoría Ilustrísima? —preguntó cortésmente el oidor Vallecillos.

—Justicia pido —respondió a grandes voces el arzobispo—, justicia pido, y espero obtener de Su Majestad el rey mi Señor y de vos que sois sus representantes, y hasta obtenerla cumplida no me moveré ni me separaré de aquí, aunque entendiese que me costaba la vida y que vos me mandabais hacer pedazos. Aquí están mis peticiones, recibidlas y proveeréis en justicia.

Los gritos de «¡Viva el arzobispo!» y «¡Justicia!» atronaban el palacio. Los tres oidores estaban confundidos; aquello era una verdadera sedición.

—Señor —dijo don Diego de Avendaño—, ni la Audiencia ha negado jamás la justicia a quien la tiene, ni es ésta la manera en que debíais pedirla, ni sería honroso para la Audiencia recibir así vuestras peticiones. Retírese Su Ilustrísima y ocurra como debe, con la seguridad de que nadie le negará la justicia.

—No me retiraré —contestó a gritos el arzobispo sentándose en uno de los sillones que había en la Audiencia— y antes me haréis pedazos que consigáis el que yo me retire, sin que hayáis provisto mis peticiones.

Otro nuevo aplauso de la muchedumbre cubrió las últimas palabras del arzobispo.

Los oidores mandaron consultar con el virrey.

El De Gelves les contestó que entrasen a tratar con él del negocio, y el arzobispo quedó dueño de la sala de Audiencia con la multitud que le acompañaba.

—Fieles que me acompañáis en estas persecuciones y tribulación de nuestra santa madre Iglesia, os cito por testigos ante Dios y Su Majestad el rey de que las peticiones que he traído no me son admitidas por la Audiencia, y las deposito bajo el dosel y en la mesa de sus acuerdos —y levantándose majestuosamente atravesó el salón y, en medio de los gritos y de los aplausos, depositó bajo el dosel y en la mesa las peticiones que traía.

La puerta que comunicaba con el aposento del despacho del virrey se abrió en este momento y el secretario apareció notificando al arzobispo, por ruego y encargo de la Audiencia, que se retirase porque se proveería en justicia, y para esto no era allí necesaria su presencia.

—Justicia pido, y no me retiraré de aquí hasta que no se me haga cumplida.

El secretario se retiró y el arzobispo volvió a su sillón.

—Valor, ilustrísimo señor —dijo Luisa por lo bajo al arzobispo—, que las cosas marchan perfectamente y todos los vuestros están aquí para defenderos.

—No temáis —contestó el arzobispo—, que no me faltará.

El secretario volvió a presentarse a notificar al arzobispo la pena de cuatro mil ducados si no se retiraba, y no obtuvo más que la misma contestación.

El tumulto crecía, y las cosas que entre las gentes se decían anunciaban que la tempestad estaba pronta a estallar.

El secretario volvió a aparecer con el tercer auto de la Audiencia, en que se declaraba que el arzobispo había incurrido en la pena de los cuatro mil ducados y que cumpliese con retirarse «so pena de las temporalidades y de ser habido por extraño a los reinos de Su Majestad, y que sería sacado luego de ellos por inobediente a sus reales mandatos».

El arzobispo, sin moverse de su silla, contestó lo que a los anteriores, y poco después el cuarto auto de la Audiencia le hizo saber que el virrey quedaba encargado de ejecutar las anteriores prevenciones, si él insistía en no retirarse del salón.

Entonces el arzobispo comenzó a vacilar y hacía como un impulso para levantarse de su asiento, cuando Luisa, como su ángel malo, se acercó a él.

—¿Vacilaría Su Señoría Ilustrísima? —le dijo—; ¿en estos momentos supremos, y cuando la suerte de estos reinos está pendiente de sus labios? Vuelva el rostro Su Ilustrísima y contemple el inmenso número de amigos que le rodean y está dispuesto a defenderle.

El arzobispo contestó entonces con la misma insistencia que antes; pero en esta vez la multitud no aplaudió y quedaron todos en un pavoroso silencio.

Era la una de la tarde. La puerta del despacho del virrey volvió a abrirse, pero no fue el secretario el que apareció en esta vez, sino el alcalde de la Audiencia y el alguacil mayor de ella, seguidos de unos cuantos alabarderos.

El arzobispo, a pesar de su audacia, palideció espantosamente.

El alcalde y el alguacil mayor, pálidos también, pero serenos, se acercaron a él.

—En nombre de la justicia de Su Majestad —dijo el alcalde— dése preso Su Ilustrísima y síganos.

Todo el mundo estaba helado de espanto. El silencio era tan completo, que podía escucharse el vuelo de un insecto.

El arzobispo se levantó y el alguacil le tomó de la mano.

Luisa quiso acercarse, pero uno de los alabarderos, que habían rodeado inmediatamente al arzobispo, la rechazó bruscamente.

El alcalde y el alguacil mayor conducían al arzobispo en medio de la muchedumbre, que se abría, silenciosa y espantada, para dejarles paso.

En el patio estaba dispuesta una carroza, se hizo montar en ella al arzobispo, subieron también algunos de sus guardas, y sin que se dejase escuchar un grito ni una amenaza, salió el coche a la plaza principal y tomó el camino del Santuario de Guadalupe.

Dentro del palacio todo el mundo había visto en silencio la prisión del arzobispo, porque al través de los muros a cada uno le parecía tener fijas en sí las chispeantes miradas del marqués de Gelves, pero ya en la calle los llantos, las quejas y las maldiciones seguían por todas partes al prisionero y a sus guardas.

Detrás de la carroza en que iban el arzobispo, el alcalde don Lorenzo de Terrones, el alguacil mayor Martín Ruiz de Zavala y el secretario de la Audiencia Cristóbal Osorio, seguían a caballo el sargento mayor don Antonio de Ocampo y algunos alguaciles.

Aquella misma tarde el arzobispo don Juan Pérez de la Cerna, desde el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, declaraba solemnemente excomulgados al virrey, a los oidores y a los ministros que le sacaron de la ciudad; les mandaba fijar en las tablillas y publicar el entredicho.

La tempestad del día pareció calmarse durante la noche. Los partidarios del arzobispo parecieron desalentarse o calmarse, y ya cerca de las diez don César creyó oportuno salir en busca de la casa en que Teodoro le había dicho que podía encontrar a doña Blanca.

Las calles estaban desiertas y silenciosas.

Don César salió de palacio y se dirigió rumbo al monasterio de San Francisco.

Al llegar a la esquina en la calle en que vivía el oidor Vergara Gaviria, y que la mayor parte del pueblo conocía con el nombre de la calle de Vergara, don César se encontró con un hombre que venía embozado y, como sucede en esos casos, los dos tuvieron que detenerse.

El embozado se inclinó cortésmente y dejó pasar por delante a don César, y éste, preocupado con sus pensamientos, siguió adelante sin parar la atención en él, pero el embozado se puso en el momento y cautelosamente en seguimiento de don César.

Así atravesaron frente al monasterio de San Francisco, sin advertir el de adelante que alguien lo seguía, y sin perder el de atrás ni un paso en la distancia que llevaba del otro en su persecución.

Don César no tardó en encontrar la casa de Martín: no había por allí entonces esa multitud de habitaciones que ahora se miran.

Las tapias del convento ocupaban gran parte de la manzana, y comenzaban a levantarse apenas algunas casas por las cercanías.

Villaclara entró en la casa de Garatuza e inmediatamente reconoció a Blanca que se arrojó en sus brazos. La pobre joven había sufrido mucho. Separada de don César, perseguida por sus enemigos, y con la repentina desaparición de Teodoro, el porvenir se había puesto para ella verdaderamente sombrío.

La casa de Garatuza era una casa en donde se notaba inmediatamente la escasez de los recursos.

Garatuza no tenía ni profesión, ni ejercicio lucrativo, ni bienes, y sus amistades, compuestas de la gente perdida, estaban en mala situación merced a las constantes persecuciones del marqués de Gelves.

A Villaclara se le oprimió el corazón al mirar a Blanca en aquella casa y en aquel estado, porque, aun cuando Teodoro podía haberles dado todo lo necesario, estaba preso y sin esperanza de libertad.

Servia recibió la noticia de la prisión de Teodoro con una resignación admirable, y convinieron en que don César buscaría al día siguiente una casa a donde pudiera irse a vivir ella, acompañando a doña Blanca.

Don César permaneció cerca de dos horas en aquella casa. Garatuza había salido fuera de la ciudad con objeto de procurarse una entrevista con el arzobispo, así es que Blanca, María y Servia estaban enteramente solas.

Don César se retiró a la medianoche y entonces pudo observarse que el hombre que le había seguido permanecía en acecho todavía, y que al verlo retirarse tomó precipitadamente el camino de la Inquisición.

Serían las tres de la mañana, cuando un grupo de hombres embozados en negras capas llamaban a las puertas de la casa de Garatuza.

Las mujeres despertaron sobresaltadas.

—¿Han llamado? —dijo Servia.

—Debe ser Martín —contestó doña Blanca—, despertad a María, indicándole por señas lo que ella se figuraba.

Los golpes entretanto se habían repetido.

María se levantó precipitadamente y abrió la puerta, y los embozados, apoderándose de ella inmediatamente, se entraron a la casa, registrándola toda.

Blanca y Servia no se habían levantado, y vieron con espanto a aquellos hombres llegar hasta cerca de su mismo lecho.

Uno de ellos con un farol en la mano les alumbró el rostro, y otro preguntó solemnemente.

—¿Quién es aquí doña Blanca de Mejía?

—Yo soy —contestó temblando Blanca y comprendiendo que aquéllos eran los ministros del Santo Oficio.

—Levantaos y seguidme en nombre de la Inquisición.

—Y vos también —dijo a Servia.

Blanca vacilaba en comenzar a vestirse. El miedo la dejaba sin movimiento, el pudor le impedía también el levantarse, porque aquellos hombres no se separaban de cerca de ella.

—Ea, despachad pronto —dijo el que había hablado—, de lo contrario tendremos que llevaros sin vestir.

Aquella amenaza volvió las fuerzas a la pobre joven y, tímida y ruborizada, procuró vestirse lo más violentamente que le fue posible.

Todo se hacia en medio del más profundo silencio.

Cuando las tres mujeres estuvieron dispuestas, los ministros de la Inquisición recogieron cuantos objetos les parecieron sospechosos, y cerrando la casa, y poniendo en las puertas los sellos del Santo Oficio, se encaminaron para la Inquisición llevándose presas a María, a Servia y a doña Blanca.

Así llegaron hasta las puertas de la cárcel del Santo Oficio sin haber encontrado en las calles a una sola persona.

Blanca fue encerrada en un estrechísimo calabozo, en donde no había ni una silla, ni un banco, ni nada, ni siquiera un montón de paja.

La pobre joven se sentó en el suelo y comenzó a llorar con desesperación.

Los curas, los vicarios y todos los clérigos de la ciudad de México aplaudieron y publicaron a porfía la excomunión del virrey y de los oidores; volvió a tocarse el entredicho y volvió la alarma y la inquietud en la ciudad.

Con la salida del arzobispo quedó necesariamente como centro de toda la conspiración don Pedro de Vergara Gaviria, y ya con el pretexto de la excomunión se propagaba más descaradamente el fuego de la rebelión.

Los pasquines y los libelos infamatorios llovían por todas partes; en las esquinas, en las puertas de Catedral, en las de palacio y en las mismas casas de los oidores. Don Pedro de Vergara Gaviria les animaba y les exaltaba.

Pero el último paso que faltaba por dar era dividir a la Audiencia del virrey y hacer que chocasen entre sí, y don Pedro de Vergara comprendió que aquello era muy fácil.

Los oidores que habían decretado las medidas extremas tomadas contra el arzobispo estaban espantados de su obra. La excomunión y el entredicho habían hecho en ellos un efecto terrible, y don Pedro de Vergara Gaviria tuvo muy poco trabajo para convencerles y arrancarles la revocación del auto dado contra el arzobispo, y la orden para que éste pudiera volver a la ciudad. Pero el virrey no dormía. Inflexible en sus resoluciones y convencido de que la vuelta del arzobispo sería para él un golpe terrible, entró a la Audiencia con objeto de impedir la publicación del auto en que se mandaba volver al arzobispo, pero era ya tarde. Don Pedro de Vergara había hecho extender del auto dos ejemplares originales, uno que se quedó en la Audiencia y otro que tuvo él cuidado de llevarse, y cuando el marqués de Gelves se presentó en la Audiencia ya don Pedro de Vergara Gaviria se había retirado.

El virrey, furioso, declaró que aquel auto y aquella orden en que se mandaba volver al arzobispo debían de haberse consultado con él, y debían haber sido dados con su acuerdo porque se trataba de un negocio importante a la gobernación del reino, en la que él era el solo competente y de la cual era el solo responsable.

Los oidores se disculparon, pero no quisieron ya revocar la orden en que se mandaba regresar al arzobispo.

El virrey declaró formalmente presos en palacio a los tres oidores y a dos de los relatores de la Audiencia.

XVII. El gran tumulto de México

El arzobispo había llegado en su viaje hasta el pueblo de San Juan Teotihuacán, y allí recibió, por conducto de sus amigos, la orden de la Audiencia para que se volviese a México; pero aquella orden no hubiera sido acatada ni obedecida por el alcalde don Lorenzo de Terrones y por don Diego de Armenteros, encargados de su custodia y conducción, y el prelado creyó más prudente no mostrar aún aquella orden, pero sí conservarla consigo. Don Pedro de Vergara Gaviria hizo llegar a manos del prelado una esquela en que le decía sencillamente:


Procure por cualquier motivo Su Señoría Ilustrísima no alejarse.

Don Pedro de Vergara Gaviria
 

El arzobispo comprendió cuánto esto quería decir, y determinó llevar adelante el consejo.

Durmió en la noche en San Juan Teotihuacán y a la mañana siguiente, a la hora de comenzar su marcha, se metió violentamente a la iglesia y subiendo las gradas del presbiterio tomó en sus manos la custodia que estaba en el altar, y se volvió a sus guardas diciéndoles:

—No me apartaréis ya de este lugar sin tocar con vuestras manos al Divinísimo Señor Sacramentado.

Los guardas vacilaron y se resolvieron al fin a esperar a que, cansado el arzobispo de estar allí, dejase al Divinísimo en su tabernáculo, porque nadie se atrevía a tocarle.

Era natural suponerse que el prelado no pudiese estar en el altar y con el Divinísimo en las manos por muchas horas, y que no tuviera necesidad de comer, de tomar agua o satisfacer cualquiera otra necesidad; pero al arzobispo no le faltaban partidarios en ninguna parte.

Allí mismo le llevaban de comer y de beber, le leían cartas, escuchaban y llevaban recados suyos, y cuando él se cansaba dejaba sobre el altar al Divinísimo y volvía a tomarle en sus manos cuando veía que había entre sus guardias algún movimiento.

Transcurrió así un día entero, y el alcalde de la Audiencia y don Diego de Armenteros determinaron mandar una consulta al virrey sobre cómo debían salir de aquel paso, que para ellos era sumamente comprometido.

El correo salió y el arzobispo y sus guardas quedaron inquietos por saber cuál sería la resolución del violento marqués de Gelves.

Pero estaba de Dios que aquella resolución no había de venir.

Cuando Martín volvió a su casa, encontró las puertas cerradas y selladas, y a su hijito llorando en la calle. Los familiares del Santo Oficio no tenían orden de llevarse al niño, y así es que sólo determinaron y llevaron a efecto la prisión de todas las personas grandes.

Por lo que pudo entender del niño, por lo que le dijeron los vecinos y por lo que pudo inferir de los sellos colocados en las puertas, Martín se convenció de que María, Blanca y Servia estaban presas en el Santo Oficio. Entonces comprendió cuánta era la falta que le hacía el arzobispo, con cuyo patrocinio podía haber adelantado algo, y determinó poner cuanto estuviese de su parte para encender el fuego de la rebelión en la ciudad.

Dirigióse a la casa del oidor don Pedro de Vergara Gaviria; éste, por su parte, habló con don Melchor Pérez de Varias y con todos los amigos y demás comprometidos, y se fijó el lunes 15 de enero para dar el golpe.

Las cosas estaban verdaderamente en sazón, y todos los ánimos dispuestos para una gran novedad cuando amaneció el día señalado para el tumulto.

Desde muy temprano una inmensa cantidad de clérigos se repartió por todas las iglesias de la ciudad y entrando en ellas predicaban y publicaban las excomuniones, procurando, para causar mayor escándalo, interrumpir las misas y los oficios que se celebraban consumando el Sacramento, y echando fuera de la iglesia a los fieles con mucho ruido y alboroto, y diciendo a gritos por todas partes que el marqués de Gelves había mandado dar garrote al arzobispo.

En Catedral publicaron solemnemente el edicto en que se declaraba excomulgado al virrey, y el clérigo que daba lectura exclamó después de haber terminado:

—¡Hermanos míos! ¿Consentiréis por más tiempo a este hereje luterano, y no le haréis pedazos para ejemplar castigo de sus culpas?

La multitud, entre la cual estaban mezclados Luisa y Martín, y el Ahuizote y los principales partidarios del arzobispo, empezó a gritar:

—¡Viva la Fe, viva la Iglesia, viva el rey! ¡Muera el mal gobierno, muera el hereje excomulgado!

Martín atravesó desde la sacristía, llevando en la mano la tablilla de los excomulgados y en la que estaba en grandes letras el nombre del virrey, y la colocó en la puerta de la iglesia.

Entonces eran ya espantosos los gritos de la muchedumbre, y Martín, seguido de un gran número de gente, se lanzó a la plaza.

En aquellos momentos atravesaba por allí en su carroza el secretario Cristóbal de Osorio, que había acompañado al arzobispo en su destierro de orden de la Audiencia hasta el Santuario de Guadalupe.

Martín conoció a Osorio y dirigiéndose a uno de los que iban a su lado:

—Mirad —les dijo—, ahí va el secretario del hereje, excomulgado también por el señor arzobispo.

Inmediatamente la turba se lanzó tirando piedras sobre la carroza de Osorio.

El cochero que la dirigía espantado avivó los caballos y a toda carrera se entraron a palacio. No se detuvo allí el furor de la gente, sino que se arrojaron también sobre los que guardaban la puerta del mismo palacio y habían amparado y favorecido al secretario Osorio.

El tumulto creció. Algunos pocos entraron en auxilio del palacio, y el virrey ordenó que salieran algunos caballeros con alguna de las guardias para despejar la plaza.

No hicieron sino presentarse en la calle y delante de la multitud, cuando ésta se volvió fieramente sobre ellos y les hizo huir, obligándoles otra vez a encerrarse.

Más y más crecía a cada momento el tumulto, y hacían fuego contra las ventanas y las puertas.

Entonces el virrey mandó que desde una de las azoteas se tocase el clarín, que era la señal que se acostumbraba para llamar a la caballería a palacio en cualquier acto público. El sonido del clarín sosegó por un momento la sedición; los de afuera temieron el auxilio que los de adentro esperaban con tanta necesidad como impaciencia. Pasó un rato y nadie acudió al llamamiento, y entonces los sediciosos comprendieron que el virrey en palacio no tenía esperanza alguna de auxilio.

Entonces cobraron nuevo brío, y entre los gritos de «Muera el hereje» y «Viva la fe cristiana» volvieron a arrojarse sobre palacio.

La bandera es casi una necesidad entre los soldados que combaten, y por eso sin duda uno de los que defendían palacio sacó de la armería una de las flámulas que habían servido en el túmulo de Felipe III en las solemnes honras que se le hicieron en México, y la colocó en una ventana.

Un grito inmenso de los sitiadores acogió la presentación de aquella bandera, pero poco después, rompiendo la multitud, un grupo conduciendo una gran escalera salió de la Catedral y llegó hasta el pie de los muros de palacio.

La escalera se colocó, y, en medio de los aplausos y de los gritos de los sediciosos, Martín, cubierto con una rodela y con una espada desnuda, subió hasta arrancar aquella flámula.

En honor de la verdad deberemos confesar que los defensores de palacio no hicieron gran cosa para impedirlo.

Entre gritos de triunfo y llevando en la mano el trofeo de su victoria, Martín fue llevado en brazos de los más entusiastas hasta dentro de la misma Catedral y recibió allí las felicitaciones de todo el clero, que no se atrevía a declararse militante, pero que desde el templo animaba y excitaba la insurrección.

A cada momento llegaban a la plaza nuevos grupos de gente, capitaneados por clérigos a caballo, que llevaban un Crucifijo en una mano y una espada en la otra.

La gente comenzó a pedir a gritos la libertad de los tres oidores presos por la revocación de los autos dictados contra el arzobispo, y éstos, prometiendo al virrey calmar la sedición, salieron de palacio por la puerta de la Acequia.

En medio de uno de los grandes grupos que había en la plaza, el Ahuizote, subido sobre un poste, hablaba a la multitud. Luisa, a su lado, con su traje de hombre, le indicaba lo que debía de decir.

El Ahuizote vestía como Martín, en aquella ocasión, una especie de traje clerical. El Ahuizote indicó al pueblo que era preciso acudir a la Inquisición en busca del pendón de la fe, porque supuesto que la fe era lo que se defendía, su pendón era de todo punto necesario.

No hay cosa que acoja con más exaltación una muchedumbre irritada que un absurdo; por eso la idea del Ahuizote pareció soberbia a todos los que llegaron a oírla, y una gran parte de la gente que había en la plaza se dirigió a la Inquisición atravesando por las calles de Santo Domingo.

Las turbulencias públicas preocupaban de tal manera a los inquisidores, que habían abandonado las causas de la fe por estar en expectativa de lo que acontecía entre el virrey y el arzobispo, sin haber querido aparentemente proteger a ninguno de los dos.

Los sediciosos que venían de la plaza llegaron hasta las puertas de la Inquisición pidiendo a grandes voces que se les entregase el pendón de la fe, para ir contra la casa del hereje.

No era el Santo Oficio un tribunal capaz de dejarse acobardar por una sedición; conocía su fuerza y su poder contra el que apenas se hubieran atrevido a luchar los reyes y los papas, y por toda contestación mandaron los inquisidores que todo el mundo se retirase de allí, bajo la pena de excomunión y de doscientos azotes al que tardase en obedecer.

Todo el mundo calló y comenzaron a retirarse.

—Éste es el momento —le dijo Luisa al Ahuizote— de poner en libertad a don Melchor.

El Ahuizote se hizo eco de estas palabras y la gente se dirigió al convento de Santo Domingo. Los religiosos, espantados, habían cerrado las puertas, pero el pueblo las hizo pedazos y, dirigidos por Luisa y por el Ahuizote, llegaron al aposento de don Melchor Pérez de Varais.

Don Melchor se arrojó en los brazos de Luisa, y todos los que le seguían, entusiasmados por aquel abrazo, que ellos tomaban por un rasgo de gratitud del corregidor de México hacia sus salvadores, le sentaron en un sillón; y como en triunfo, en medio de gritos y aclamaciones, le condujeron hasta Catedral.

En el entretanto Garatuza no había descansado tampoco. Conocía que aquel movimiento necesitaba una cabeza, y determinó comprometer a don Pedro Vergara Gaviria a presentarse decididamente en la escena. Con este objeto se dirigió a su casa con otra gran parte de los sediciosos que habían quedado en la plaza.

Garatuza dejó a la gente en la calle y subió hasta los aposentos del oidor Gaviria que temblaba al escuchar los gritos, temía las consecuencias y se espantaba de su misma obra.

—Que el cielo os guarde, don Martín —dijo Vergara, viendo aparecer a Garatuza—, ¿qué venís a hacer por aquí?

—Hácese ya tan necesaria vuestra presencia en la plaza —contestó Garatuza— que, de no acudir vos en auxilio nuestro, fácil será que otros acudan en el del virrey, y que la gente que nada alcanza se retire dejando al De Gelves dueño del campo.

—¿Pero qué pretendéis?

—Que vengáis a poneros a la cabeza de todo el movimiento, que intiméis al virrey a quedar preso y que, reuniendo a la Audiencia, os encarguéis del gobierno de la Nueva España.

—¿Pero vos tratáis de perderme? Sí, me perdéis sin duda. El arzobispo ausente, preso don Melchor Pérez de Varais, todos los demás oidores tan pocos de ánimo que en nada me querrán auxiliar. ¿Qué suponéis que pueda yo hacer?

—Señor —contestó Martín—, si vos tomáis decididamente un partido, muy pronto don Melchor Pérez de Varais estará libre y a vuestro lado; muy pronto Su Señoría Ilustrísima habrá vuelto a México, y los oidores no vacilarán en hacer con vos causa común, si comprenden que tenéis la energía suficiente para resistir a la tempestad siquiera por seis horas.

—¡Don Pedro de Vergara! ¡Que salga don Pedro! —gritaba en la calle la impaciente muchedumbre.

—¿Lo oís, señor? ¿Lo oís? —decía Garatuza—, el pueblo os aclama, la ciudad os pide, ayudadla a salvarse.

—Pero si salimos mal… Si nada se consigue…

—¡Que venga don Pedro! —seguía gritando la turba.

—Vamos, señor, vamos, ya no es posible excusarse. Vos nos habéis traído a este terreno, y vos mismo podéis comprender qué será de la ciudad si las cosas siguen y falta una cabeza que dirija, un brazo que enfrente a esa multitud.

—Pero…

—Nada de obstáculos, todavía ahora es tiempo, quizá dentro de poco ya no lo será. Vamos.

Y Martín casi a fuerza sacó a don Pedro de Vergara de su casa.

—Me vais a perder, me vais a perder —repetía el oidor en medio de las atronadoras exclamaciones con que fue recibida su presencia.

Don Pedro, vacilante y pálido, llegó hasta la puerta de palacio, allí se adelantó solo, llamó, le abrieron, penetró en el interior y la puerta volvió a cerrarse después pesadamente.

Los sediciosos quedaron en expectativa del resultado que daría aquella conferencia del oidor don Pedro de Vergara Gaviria con el marqués de Gelves.

Se habían suspendido las hostilidades…

XVIII. Cómo siguió el gran tumulto de México

Don Pedro de Vergara Gaviria subió las escaleras de palacio en busca del virrey, más bien con el deseo de observar el número y el ánimo de los defensores, que con el de procurar el remedio del tumulto.

Con poca gente contaba el marqués de Gelves para la resistencia. Sin prevención alguna para un lance de aquella naturaleza, el parque para los arcabuces era escasísimo, y en lo que se llamaba armería no existían más que algunas alabardas y picas rotas, y algunas ballestas y arcabuces completamente inútiles, de tal manera que el virrey no había podido ni armar a la servidumbre de palacio.

El oidor Vergara penetró hasta el aposento del virrey.

El marqués de Gelves se paseaba pálido y sombrío en el salón de su despacho, sin hablar una palabra a nadie, y apretando de cuando en cuando los puños convulsivamente.

La situación del marqués de Gelves no podía ser más violenta ni más comprometida. Satisfecho de la justicia de su causa, seguro de las torcidas intenciones de sus enemigos, dotado de un valor indomable y de una resolución a toda prueba, se encontraba reducido a una cruel extremidad, que lo ponía en la disyuntiva de hacer una capitulación vergonzosa con sus enemigos o sucumbir abrumado por las fuerzas de sus contrarios.

Consideraba el pequeño número de los defensores de palacio, y luego, asomándose tras de una cortina, contemplaba la inmensa muchedumbre que, semejante a un mar irritado, se agitaba llenando la plaza y todas las calles de los alrededores hasta donde alcanzaba la vista.

De cuando en cuando, de aquella multitud, se levantaban gritos y rugidos atronadores como el estampido de un rayo, y en las ondulaciones de aquella inmensa masa humana el brillo de las armas venía a penetrar por las ventanas de palacio.

El marqués de Gelves sentía entonces no el desaliento del cobarde que tiembla del peligro, sino la desesperación del hombre de valor que se convence de su impotencia.

El oidor Vergara se dirigió al virrey casi temblando. Aquel hombre imponía a sus enemigos respeto aun en medio de su desgracia.

—¿Qué anda haciendo en medio de esta tempestad, el señor licenciado don Pedro de Vergara Gaviria? —dijo el virrey tendiéndole la mano.

—Venía con el objeto de hablar con Su Excelencia para procurar un medio de calmar esta tempestad —contestó el oidor; y luego dijo dirigiéndose a don César de Villaclara y al secretario Cristóbal de Osorio, que conversaban en la misma pieza en el alféizar de una ventana—: Dios guarde a vuestras mercedes.

Osorio y Villaclara le contestaron con una ligera inclinación de cabeza.

—¿Qué me decía el señor oidor? —preguntó el virrey, ofreciendo un asiento a don Pedro, y sentándose él a su lado.

—Señor —dijo el oidor, sin saber verdaderamente por dónde comenzar aquella conferencia—, venía a ofrecerle a Su Excelencia mis servicios para calmar esta sedición.

—¿Creéis vos poder calmarla?

—Estoy casi seguro de conseguirlo.

—En tal caso, mal habéis hecho en no haberlo ya verificado; que ofensa es a Dios y a Su Majestad el permitir desacatos como los que ahora se cometen, pudiendo impedirlos, y tan culpable será quien los promueva como el que, pudiendo, no los evite.

—Señor —tartamudeó el oidor.

—Si vuestro ánimo es, a lo que decís, evitar ese escándalo, creo que debierais apresuraros, que no será a mí a quien tal servicio prestéis sino a Su Majestad (que Dios guarde) con la calma y pacificación de sus reinos.

—Entonces, si me dais permiso, saldré a procurar que todo el mundo se retire a su casa.

—Id, señor oidor, que hace tiempo que esto mismo debierais haber hecho.

El oidor se levantó y salió de la sala, haciendo mil reverencias al virrey.

—¡Villanos! —exclamó el De Gelves, cuando le vio desaparecer—, tiemblan como unos criminales a la presencia de su juez, porque su conciencia está turbada y con hipócrita falsedad quieren hacerme creer en su lealtad y en sus buenas intenciones. ¡Ah! Si yo pudiera contar aquí siquiera con cien jinetes…

El virrey lanzó un suspiro y volvió a continuar en sus paseos.

Entretanto el oidor Vergara había llegado a la plaza, agitando su pañuelo blanco como en señal de paz.

Todos los que estaban en las ventanas y con los ojos fijos en las puertas de palacio vieron las señas de don Pedro, y en todas partes comenzaron a escucharse los gritos de «¡paz!», «¡paz!».

La gente se abría para dejar pasar a don Pedro de Vergara y a otros oidores que con él se habían reunido, formándoles una ancha calle, y ellos, en vez de continuar aquietando el tumulto, se entraron a las casas consistoriales.

El pueblo comprendió que los oidores tomaban partido contra el virrey; desde aquel momento la sedición se creyó amparada por la ley.

La flámula arrancada de las ventanas de palacio fue quitada de Catedral y ofrecida a los oidores como pendón real.

Los sediciosos habían hecho un empuje y comenzaban a arder las puertas de palacio.

En estos momentos, por una de las calles, desembocó en la plaza una soberbia cabalgata, a la cabeza de la cual iba el poderoso marqués del Valle, descendiente por línea recta del conquistador de México don Hernando de Cortés.

El influjo de la familia del conquistador había sido y era muy grande en toda la Nueva España, pero principalmente en la capital.

El marqués del Valle atravesó seguido de su comitiva y habló al pueblo.

Los sediciosos se calmaron, se apagaron las puertas del palacio y el marqués entró en el interior de él, dejando a su comitiva como de guardia en dichas puertas.

El virrey y el marqués del Valle conferenciaron largo tiempo, y el Del Valle consiguió por fin una orden del virrey para que el arzobispo volviese a México.

Con esta orden se creyó calmar al pueblo y sosegar el tumulto. El marqués envió una carroza y unos criados en busca del arzobispo despachándole la orden para su regreso, y salió él mismo a su encuentro seguido de su comitiva.

La noticia de estas novedades circuló en el pueblo, pero ni un solo individuo se separó de la plaza, a pesar de que vieron atravesar al marqués del Valle, al marqués Montemayor y al inquisidor mayor don Juan Gutiérrez Flores, que iban al encuentro del arzobispo.

Los frailes de San Francisco quisieron ayudar al virrey y entraron en la plaza gritando: «¡Paz!», y levantando como bandera un hábito de san Francisco.

Los clérigos se arrojaron sobre ellos, y los franciscanos volvieron a su convento llevándose, sin embargo, a una gran cantidad de indios que les seguían.

Todo el día permaneció la gente en la plaza, y ya en la tarde parecía comenzar a calmarse, cuando circuló la noticia de que la Audiencia había mandado intimar prisión al virrey.

Por una de las ventanas de la casa del cabildo asomó don Pedro de Vergara Gaviria e hizo seña de que quería hablar.

Todos quedaron en profundo silencio.

Don Pedro dijo al pueblo que el virrey estaba destituido por la Audiencia, que él había sido nombrado capitán general de la Nueva España, y con esa investidura ordenaba a todos que se reuniesen con sus armas en la plaza principal de la ciudad.

Los que no tenían armas corrían inmediatamente por ellas, y los que las tenían, mostrándolas, alzaban una inmensa vocería, que se escuchó en todos los ángulos de la ciudad.

La campana mayor de la iglesia Catedral tocaba a rebato.

El virrey contemplaba tristemente aquella escena, oculto tras una de las cortinas de las ventanas de palacio.

Una hora después, el nuevo capitán general don Pedro de Vergara Gaviria, llevando en la mano el bastón de general, se dirigía para el rumbo del convento de San Francisco a la cabeza de una gran columna de hombres armados, que, según el decir de algunos cronistas de aquellos tiempos, ascendería en su número a doce mil.

A la cabeza de esa columna iban los hermanos de la tercera orden de san Francisco, llevando en lo alto un Cristo cubierto con un velo negro y gritando a grandes voces: «¡Muera el hereje!».

Pero no toda la gente que estaba en la plaza siguió al nuevo capitán general; mucha quedó allí, y apenas vieron desprenderse la columna, se lanzaron sobre palacio llevando el pendón de la ciudad y gritando:

—«¡Guerra, guerra, cierra, cierra. Viva el rey y muera el mal gobierno!».

Entonces comenzó verdaderamente el combate. Ardieron las puertas de palacio, el fuego se comunicó a la cárcel, los presos tomaron parte en la sedición y, rompiendo sus prisiones, se mezclaron con los asaltantes.

Entre los gritos del combate, se escuchaban las detonaciones de los arcabuces.

La multitud invadía ya a palacio.

El Ahuizote caminaba por delante matando a cuantos encontraba dentro.

El virrey pensó entonces en su salvación y embozándose en una capa negra y seguido de don César, salía por una de las puertas en el momento en que el Ahuizote iba a entrar.

—Aquí está… —gritó el Ahuizote conociéndole.

—¡Silencio, miserable! —contestó don César atravesándole la garganta de una estocada.

El Ahuizote cayó en tierra y expiró entre los pies de la multitud, que no se detuvo al verle allí.

El virrey se confundió entre los grupos y aprovechándose de la oscuridad de la noche atravesó la plaza y fue a tomar asilo al convento de San Francisco.

Teodoro, condenado a muerte por el virrey y que debía haber sido ejecutado aquel mismo día, salía libre entre los brazos de Martín que había roto los cerrojos de su prisión.

El palacio de los virreyes fue completamente saqueado, sin que el nuevo capitán general hubiese hecho nada, ni procurado siquiera sofocar el incendio que había consumido casi la mitad del edificio.

Desde una de las torres de la Catedral, Luisa y don Melchor contemplaban alegremente los efectos de su venganza.

A las nueve de la noche, en medio de los repiques y de multitud de cohetes que poblaban el aire, hacía solemnemente su entrada en México el ilustrísimo señor arzobispo don Juan Pérez de la Cerna.

XIX. Lo que pasó a dos personas que quizá haya olvidado el lector

Como dicen vulgarmente que cuidados mayores quitan menores, por seguir el hilo de nuestra historia hemos abandonado desde hace mucho tiempo a dos personas que, no por su poca representación dejan también, como dicen los modernos políticos, de haber contribuido con su «grano de arena».

Tal vez el lector no recuerde ya a Felisa, la muchacha del convento de Santa Teresa, y al sacristán su novio, a quienes abandonamos en los momentos mismos en que la ronda se cansaba en su persecución.

Les abandonamos en el momento del peligro, pero esto es en estos tiempos cosa muy común.

Los dos fugitivos eran jóvenes, fuertes, y agitados por el miedo parecían tener alas en los pies como Mercurio. Los corchetes, que no tenían mucha prisa por dar con su humanidad en tierra y que iban estorbados por las capas, las espadas y las varas, perdían ya las esperanzas de hacer la presa.

El sacristán y su adorada dieron vuelta por la calle del arzobispado y llegaban ya cerca de la entrada de Santa Teresa, cuando de la plaza vieron venir otra ronda.

Los perseguidores comenzaron a gritar: «¡Atajen a ésos! ¡Atajen a ésos!», y el refuerzo se puso en movimiento.

Los fugitivos esquivaron el encuentro tomando por la calle Cerrada de Santa Teresa, y llevando no muy de cerca a sus enemigos, lograron llegar a la puerta del templo por donde habían salido con Blanca hacía poco.

Felisa no podía ya correr, el cansancio y la fatiga, unidos con el terror, no la permitían dar un paso.

Por más que su amante la instaba, la pobre muchacha no podía moverse.

El sacristán creía ya llegada su última hora cuando una idea luminosa cruzó por su cerebro, buscó en sus bolsillos y sacó precipitadamente una llave —era la de la iglesia—.

En esos momentos abrió la puerta y, empujando para dentro del templo a Felisa, se entró detrás de ella y cerró cuidadosamente procurando no hacer ruido.

La ronda pasó por frente a la iglesia sin pensar siquiera que allí se habían refugiado los fugitivos.

El sacristán miraba por una hendidura de madera, y Felisa había caído de rodillas. Así transcurrió cosa de media hora.

—Se han ido —dijo muy bajo el sacristán—; vámonos.

—No —contestó Felisa—, Dios me ha hecho volver milagrosamente a su casa de donde había yo huido, y no saldré ya de ella.

—Pero, mi vida, por Dios, ¿y tanto trabajo para que salieras, y las llaves?

—Las llaves, que por fortuna no he perdido, me servirán para volverme por donde vine, y si Dios permite que nada hayan observado las madres, me guardaré por siempre el secreto de lo que ha pasado en esta noche como si fuera un sueño. Dios haga muy feliz a sor Blanca, ya que me hizo a mí tan dichosa de haber podido volver aquí sin que otra novedad me lo hubiera impedido. Adiós y ojalá que a ti te sirva esto de lección como a mí.

Y Felisa, con toda la resolución de las pasiones fanáticas que en cada acontecimiento miran un aviso de la Providencia, no quiso detenerse, y sacando un manojo de llaves se entró al interior del convento, dejando al amante sumergido en la meditación más profunda.

—¡Quizá sea mejor así! —dijo el sacristán—; no hay mal que por bien no venga; aún es casi medianoche, bueno será dormir ya que salimos con bien —abrió uno de los confesionarios y se acomodó dentro. Media hora después roncaba.

Felisa entró temblando al convento; felizmente para ella nadie había notado aún su falta. Reinaba en el convento el mismo silencio.

Felisa se dirigió a la celda de sor Blanca y dejó en ella la caja de alhajas que se había traído, y luego cerró la puerta.

Nadie supo nunca que aquella mujer había pasado unas horas fuera del convento.

El sacristán siguió, como siempre, siendo muy del agrado de sus monjitas por su actividad y limpieza.

Libro cuarto. Virgen y mártir

I. En donde hacemos conocimiento con el inquisidor mayor don Juan Gutiérrez Flores y volvemos a ver a doña Blanca

Hemos llegado a la sala de audiencia del Tribunal de la Fe.

Era un salón como de veinte varas de largo y ocho de ancho y magníficamente adornado, rodeado de columnas del orden compuesto y con ricas colgaduras de damasco encarnado. En el centro de una de las cabeceras, un gran dosel de terciopelo carmesí con franjas y borlas de oro; debajo de él y sobre una plataforma rodeada de una barandilla de ébano negro, y a la que se subía por una gradería, la mesa de los inquisidores y sus tres sillones de terciopelo carmesí, con borlas y franjas, y recamos de oro.

En el dosel bordadas las armas de la monarquía española, y apoyado en el globo de la corona con que remata el blasón, un Crucifijo, y en derredor el terrible lema de la Inquisición: «Exurge Domine, judica causam tuam». A los lados de la cruz dos ángeles, uno con una oliva en la mano derecha y una cinta en la izquierda, que decía: «Nollo mortem impii, sed ut convertatur, et vivat». En el otro lado el otro ángel con una espada en la mano derecha y en la izquierda una cinta con este mote: «Ad faciendams vindictam, in nationibus increpationis, in populis».

Cerca del dosel había una pequeña puertecilla llena de agujeros para que el denunciante y los testigos pudieran desde dentro ver al reo, sin ser vistos por él.

A la derecha del salón estaba la puerta que conducía a las prisiones, y un poco más adelante, pero cerca de ella, en el mismo muro, otra puerta que tenía encima este rótulo: «Mandan los señores inquisidores que ninguna persona entre en esta puerta para dentro, aunque sean oficiales de esta Inquisición, si no lo fuesen del secreto; pena de excomunión mayor».

Don Juan Gutiérrez Flores estaba sentado bajo el dosel, el escribano notario del Santo Oficio le daba cuenta con una multitud de causas.

—Denunciaciones —dijo el escribano tomando uno de los procesos— contra sor Blanca del Corazón de Jesús, monja profesa del convento de Santa Teresa de esta capital, por herejía y pacto con el demonio.

—¿Qué hay de nuevo en esta causa? —preguntó el inquisidor mayor.

—Los testigos y denunciantes hanse citado para venir, y no se les ha podido encontrar a todos porque el principal, que es el denunciante, hase encontrado muerto después del asalto que se dio a palacio; pero su declaración debe hacer grande fe porque ese hombre, según el entierro que se le mandó hacer por el ilustrísimo señor arzobispo, tenía grandes merecimientos.

—¿Y hay, además, otros testigos?

—Una señora principal, aunque ésta tampoco ha podido ser hallada.

—Entonces podéis hacer que entre, o que sea conducida a mi presencia la llamada sor Blanca, para proceder a tomarle su declaración.

El escribano puso el auto y la orden para la comparecencia de sor Blanca y agitó una campanilla de plata que había sobre la mesa.

Un familiar se presentó y el escribano le entregó la orden.

Transcurrió un cuarto de hora cuando se abrió la puerta de las prisiones, y Blanca, conducida por dos carceleros que tenían las caras cubiertas con sus capuchones, penetró en la sala de audiencia.

Blanca estaba sumamente pálida, sus ojos brillantes y enrojecidos por el llanto se fijaban espantados en la figura del inquisidor y en el extraño adorno de la sala.

La joven se adelantó vacilando, casi sostenida por los carceleros, hasta llegar cerca del escribano.

Entonces los carceleros se retiraron y doña Blanca tuvo que apoyarse contra la barandilla para no caer.

—Tomadle el juramento —dijo el inquisidor.

—¿Juráis a Dios y a su Madre Santísima —dijo solemnemente el escribano— y por la señal de la cruz, decir la verdad y todo cuanto se os preguntare, a cargo de este juramento?

—Sí, juro —contestó Blanca, llevando a sus labios su mano derecha, con la que había formado la señal de la cruz.

—Estáis acusada y denunciada de herejía, y de tener pacto con el demonio —dijo el inquisidor.

—Señor —contestó Blanca—, otras serán mis culpas por las que Dios tendrá que castigarme; pero ya tengo declarado que sobre esos capítulos en nada me remuerde mi conciencia.

—Sentaos —dijo el inquisidor.

Blanca se sentó en un banquillo sin respaldo, que estaba cerca de ella.

—¿Persistís en no confesar? —prosiguió el inquisidor—, puede eso traeros fatales consecuencias.

—Dios dispondrá de mí, según su voluntad; pero yo no soy culpable de esos delitos de que se me acusa.

—Vamos, inútil es con vos la dulzura y el convencimiento. Si no tenéis pacto con el diablo, ¿cómo habéis logrado salir del convento en donde estabais encerrada?

—Ya he dicho que con una depositada que tenía las llaves de todas las puertas.

—¿Insistís aún en vuestra falsedad? Porque ya se os ha dicho que, según las declaraciones de todo el convento, esa mujer a quien hacéis referencia, y que según dijisteis se llama Felisa, no ha faltado del convento ni una sola noche, ni el sacristán de la iglesia ha dejado un solo día de cumplir exactamente con su obligación, y hanse encontrado en vuestra celda las alhajas que dijisteis haberse llevado la Felisa. Así es que sólo por artes diabólicas pudisteis haber salido del convento estando todas las puertas cerradas, y haber inventado esa fábula con que quisisteis engañar al Santo Tribunal de la Fe.

—Juro por Dios que nos escucha —contestó Blanca— que todo lo que he referido es lo que aconteció, y no más; y aunque no podré explicar cómo esa mujer estaba dentro del convento y no ha faltado de allí ni una sola noche, me afirmo en que es ella quien de allí me ha sacado.

—Haced constar, señor escribano —dijo el inquisidor—, que esta mujer se obstina en su negativa, en cuanto a tener pacto con el diablo.

El escribano extendió la declaración.

—En cuanto al capítulo de herejía —dijo el inquisidor— declaradamente no podéis negarlo, porque habéis confesado haber contraído matrimonio con don César de Villaclara, habiendo hecho voto de castidad y de clausura, por lo que él y vos, así como todas las personas que os ayudaron, estáis declarados herejes y relapsos y dignos de las mayores penas con que nuestra madre la santa Iglesia, y el Santo Tribunal de la Fe en nombre de Dios ofendido, castigan a los que tales extremos tocan.

—¡Ah, señor! —dijo Blanca, temblando con la sola idea de que don César podía llegar a caer en manos de la Inquisición—, haced conmigo lo que queráis, condenadme al tormento, mandadme a la hoguera, destrozad mis carnes y mis nervios, reducid a cenizas mi cuerpo; pero por Dios, señor, por la religión de Cristo, por la memoria de vuestros padres, por el alma que tenéis que salvar, no envolváis a don César en mi culpa ni en mi castigo. Él es inocente, os lo juro, es la verdad; miradme aquí pronta, dispuesta a sufrirlo todo, pero a él no, no, por Dios, os lo repito, es inocente, yo le he engañado, le he burlado, yo le oculté que era religiosa; le hice creer que era libre porque le amaba, por eso me he arrojado en este abismo. ¡Ah, señor inquisidor! ¿Vos no sabéis lo que es una pasión? Entonces no me juzguéis, porque no podéis comprenderme, yo soy aquí la culpable, pero él no, él no; os lo juro en nombre de Dios que nos oye.

—¿Confesáis, pues? —dijo con la misma indiferencia que antes el inquisidor y sin inmutarse ni afectarse con la creciente exaltación de Blanca.

—¿Y qué queréis que confiese?

—Vuestra herejía al haber contraído tan sacrílego matrimonio, estando ligada a Dios por vínculos tan sagrados.

—¿Y cómo queréis que yo confiese semejante cosa? Yo he pronunciado esos votos de consagrarme a Dios en el claustro por fuerza, contra toda mi voluntad, y Dios no puede haberme aceptado ese sacrificio, porque Él estaba leyendo en mi pecho y en mi pensamiento; porque Él sabía que aquellas palabras que, al salir de mi boca quemaban mis labios, no eran la verdad, no eran lo que sentía el corazón; que yo le amaba sobre todas las cosas de la tierra, pero no estaba dispuesta, no era mi voluntad, no quería pertenecer al claustro. Si yo he abandonado el convento, era porque me sentía libre, porque, como ya he declarado, el pontífice disolvía los vínculos que me ligaron; por eso pude entregar mi mano a don César, por eso pude darle mi corazón, él es mi esposo verdadero ante Dios y ante los hombres, y aunque el mundo crea lo contrario, y aunque juzgue indisolubles los lazos que antes me ataban, yo sé, porque Dios me lo dice en mi conciencia, que don César es mi esposo y que no he ofendido a la Divinidad con haberme unido a él.

Blanca había dicho todo esto como presa de una fiebre, como delirando.

—Inútil será proseguir la diligencia —dijo el inquisidor—, asentad, señor escribano, que esta mujer ni reconoce sus crímenes, ni abjura de sus errores, e insiste en negar su confesión, y que en consecuencia se le sujete por su contumacia a la cuestión de tormento ordinario y extraordinario hasta obtener su confesión.

—¡Piedad, señor! —exclamó Blanca, cayendo de rodillas—, ¡piedad!

La energía que había sostenido a la mujer amante, desapareció ante la idea del tormento.

Las relaciones de los dolorosos sufrimientos que servían al Santo Oficio como el medio infalible para arrancar de la boca de sus víctimas una confesión, las más veces falsa, circulaban por todas partes.

La palabra tormento no sonaba entonces como ahora, vaga y sin despertar en el alma un verdadero sentimiento de terror; en aquella época el hombre más enérgico y más dispuesto a arrostrar la muerte sentía helarse de espanto su corazón a la sola idea de verse en la cuestión del tormento; y muchos desgraciados se confesaron culpables de crímenes que jamás habían cometido, prefiriendo morir en el garrote o en la hoguera, a pasar por aquella sucesión de dolorosas y sangrientas pruebas.

Blanca sintió todo el horror de su situación, y su energía la abandonó.

El escribano tocó la campanilla y volvieron a aparecer los dos carceleros.

—De orden del señor inquisidor esta mujer a la sala del tormento.

—Por Dios, señor inquisidor, ¡piedad! Yo diré —decía Blanca, queriéndose arrodillar a los pies del inquisidor—, dejadme, dejadme rogarle —y hacía esfuerzos por desprenderse de los carceleros o por conmoverlos; pero aquellos hombres, acostumbrados a ver esta clase de escenas, no se inmutaron siquiera.

Y tomando a Blanca entre los dos, a pesar de sus ruegos y de sus lágrimas y de su desesperación, la condujeron hasta la puertecilla que tenía encima escrita la prohibición de entrada «si no fuesen del secreto».

Abrieron violentamente y metiendo por ella a Blanca volvieron a cerrarla después.

El inquisidor y el escribano, como si nada estuviera pasando allí, seguían tratando de otros negocios.

II. Cuestión de tormento

Por un corredor sombrío y angosto fue conducida sor Blanca por seis carceleros, hasta llegar a un aposento grande y cuadrado, que tenía de la bóveda suspendidos algunos mecheros que derramaban una rojiza e incierta claridad sobre las negras paredes, sobre la extraña multitud de extraños objetos que había allí, hacinados por todas partes, y sobre la figura sombría de dos hombres que estaban sentados silenciosamente en un banco. No sería posible describir con exactitud aquel antro de la crueldad humana.

Una atmósfera pesada, fría y húmeda se respiraba en aquella especie de caja formada de rocas, y de donde el más agudo gemido de una víctima no podría ser escuchado.

Por todo el aposento se veían instrumentos horribles de tortura: ruedas, garruchas, sogas, tenazas, braseros, pero todo tan amenazador, tan sombrío, que se presentiría para todo lo que aquello servía aunque no se supiera.

Doña Blanca fue introducida al cuarto del tormento por sus guardas que la sentaron en un banco.

Los otros dos hombres que allí había no se movieron siquiera.

Así transcurrió una media hora, hasta que en el pasillo que conducía a la sala de audiencia se oyeron pasos.

Los familiares se pusieron de pie y entraron a la sala del tormento el inquisidor y el escribano que llevaban consigo su respectivo tintero y la causa de doña Blanca.

En el fondo de la sala había un dosel rojo, con un Cristo debajo; en una plataforma, un sitial para el inquisidor, y más abajo la mesa y el sitial para el escribano, de tal manera que el inquisidor, lo mismo que el escribano, tenían el rostro vuelto hacia la víctima, quedando uno más elevado que el otro.

Por la misma puerta que había dado entrada al inquisidor, penetró después en la sala el fraile que entonces hacía de confesor de los reos, que era, por decirlo así, como el jefe de los demás frailes o clérigos que acompañaban al suplicio a todos los criminales, y cuya verdadera misión era atormentar moralmente y aterrorizar a los desgraciados que caían en poder del Santo Oficio.

—Acercad a esa mujer —dijo el inquisidor, cuando hubo tomado asiento.

Los familiares condujeron a doña Blanca cerca del juez.

—Mira lo que vas a padecer —le gritaba el confesor que se llamaba fray Diego—: tus carnes se abrirán, tu sangre goteará y correrá, tus músculos se harán pedazos, y sentirás todos los tormentos del infierno en esta vida y en la otra: confiesa, desgraciada…

—Acercaos y decid: ¿continuáis sosteniendo lo que habéis dicho, e insistiendo en vuestra negativa? —preguntó el inquisidor.

—Señor, por Dios —contestó doña Blanca—, no tengo otra cosa que decir…

—Basta, comenzad —dijo el inquisidor.

Todos los familiares rodearon a doña Blanca y el confesor se apartó un poco.

Doña Blanca no comprendía por dónde iba a comenzar el tormento, pero temblaba de tal manera que se sostenía en pie sólo merced al apoyo de los carceleros.

Con una velocidad increíble, y como acostumbrados a esa clase de operaciones, comenzaron entre todos a desnudar a Blanca. El pudor de la mujer, la indignación de la virgen, el orgullo de la señora de alto rango, todo se sublevó en el corazón de doña Blanca cuando comprendió que se trataba de dejarla enteramente desnuda a presencia de tantas personas, y de profanarla de aquella manera.

—¡Oh! —exclamó—, eso sí que no lo conseguiréis nunca, desnudarme, monstruos; eso no, martirizadme, matadme, pero no me desnudéis. ¡No! ¡No! ¡Eso no! Yo no quiero que me descubran, que me desnuden. ¡Matadme mejor! ¡Matadme!

Y la desgraciada hacía esfuerzos inútiles, porque casi sin dificultad iban cayendo una tras otra las piezas que componían su traje y a cada una de ellas el escribano repetía:

—Se le amonesta que diga la verdad si no quiere verse en tan gran trabajo.

Sólo quedaba la camisa a aquella pobre mujer, y entonces acudió a la súplica.

—Señor inquisidor, por Dios que me dejen siquiera esto, por Dios, señor, por su Madre Santísima, que no me desnuden enteramente. Señor, señor, es una vergüenza tan grande… ¡Ay! Que me la quitan. ¡Ay! ¡Ay! Señor, señor, señor, por Dios, ¡ay…!

Y lanzó un agudo grito porque los carceleros habían arrancado el último cendal de su cuerpo y se encontraba enteramente desnuda en medio de tantos hombres.

Tal vez ni un pensamiento impuro cruzó por la cabeza de aquellos hombres al contemplar a Blanca, porque estaban muy acostumbrados a esas escenas, y porque hay cierta especie de lascivia en la crueldad que ahoga todos los demás sentimientos.

—El ordinario —dijo el inquisidor. Y los familiares tomaron a Blanca que estaba casi desmayada de la vergüenza y en peso la llevaron hasta uno de los aparatos del tormento.

Era una gran mesa en donde la acostaron, y en los brazos y en las piernas le pasaron unas sogas, que apretaban conforme daban vuelta a una de las cuatro ruedas que había en los lados de la mesa y que correspondían a cada uno de los brazos o de las piernas.

En un instante quedó doña Blanca enteramente sujeta. Entonces le parecía que soñaba, veía a aquellos hombres tocarla por todas partes con sus toscas manos, sin respeto, sin decencia, sin miramiento alguno, y no sentía ya ni encenderse su rostro por el rubor; había casi perdido la sensibilidad del alma.

El escribano no cesaba de repetir:

—Se le amonesta a que diga la verdad si no quiere verse en tan gran trabajo.

Pero ella no escuchaba nada.

Todos rodearon aquella mesa en donde estaba tendida Blanca, mirando para todas partes con ojos, no ya de asombro, sino de estupidez.

El inquisidor hizo una seña, llamó a los atormentadores, dio la primera vuelta a una de las ruedas y Blanca, como volviendo repentinamente en sí, se estremeció y lanzó un grito de dolor.

—Se le amonesta a que diga la verdad si no quiere verse en tan duro trance —dijo impasiblemente el escribano.

Blanca no contestó, estaba espantosamente pálida; volvió los ojos adonde estaba el inquisidor y dos lágrimas como dos diamantes rodaron de sus ojos.

El segundo verdugo dio una vuelta a la rueda del brazo izquierdo.

—¡Jesús me acompañe! —exclamó la desgraciada arrojando la voz como de lo más hondo de su pecho.

—Se le amonesta que diga la verdad —volvió a repetir el escribano, y esperó la respuesta.

Los inquisidores no daban un tormento agudo, sino pasajero; se prolongaba el dolor, se hacía lento, se iba aumentando en intensidad, y todo para hacerlo más cruel, para conseguir una confesión.

Blanca seguía llorando.

La rueda de la pierna derecha dio una vuelta.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! Qué dolor tan horrible —decía Blanca.

Pasó un momento y la rueda de la pierna izquierda dio también una vuelta.

—¡Madre mía! ¡Madre mía! —gritaba Blanca. Aquellos cuatro dolores intensos, horrorosos, hacían temblar sus carnes y comenzaban a agitar su respiración.

La rueda del brazo derecho giró por segunda vez y entonces la joven no pudo contenerse.

—Señores, señores, por Dios… ¡Ay!, ¡ay! Que me rompen los brazos. Por Dios, ¿qué he hecho yo? Ténganme compasión, ¡ay!

Y sus lágrimas corrían sin cesar.

—Se le amonesta a que diga la verdad.

—Pero si ya dije, ya dije, por Dios, por su Madre Santísima… ¡Ay!, ¡ay! —en este momento daba la segunda vuelta la rueda del brazo izquierdo—, me rompen los brazos —gritaba la infeliz—, por Dios. Déjenme porque les he dicho la verdad, lo juro… lo juro…

—Se le amonesta a decir la verdad…

—Pero si ya lo he dicho todo.

La rueda de la pierna derecha giró por segunda vez.

Y giró también la de la izquierda.

Imposible fuera describir la agonía de aquella desgraciada criatura, sus lágrimas, sus gritos, sus sollozos, sus ruegos y sus lamentos.

Cuando las ruedas acabaron de dar la tercera vuelta, había transcurrido media hora de tormento, y Blanca no era ya la joven hermosa y cándida que hemos conocido.

Sus ojos extraviados parecían quererse saltar de sus órbitas; rodeados sus párpados de un círculo morado y azul daban a su rostro espantosamente pálido un aspecto que horrorizaba; con los labios y la lengua enteramente secos, con una crispatura repugnante en la boca que hacía dejar descubiertos sus dientes blanquísimos, con la frente inundada de un sudor frío y viscoso que hacía pegarse allí sus cabellos, Blanca, que era una hermosura, en aquel momento causaba espanto.

Su pecho se agitaba como un fuelle, arrojando un aliento pequeño y entrecortado.

Y nada había declarado. Pero también ¿qué había de decir?

Había quedado ya como desmayada, no gritaba, no se estremecía, no se quejaba; apenas unos gemidos débiles se escapaban de cuando en cuando entre su jadeante respiración.

—Se ha desmayado —dijo el escribano.

—Tal vez sea una astucia, de las que acostumbran tan comúnmente los reos —contestó el inquisidor—; que se dé otra vuelta entera para probar.

Doña Blanca había cerrado un instante los ojos como vencida por el sufrimiento.

A la voz del inquisidor las cuatro ruedas giraron simultáneamente.

Los huesos de Blanca produjeron una especie de crujido siniestro. La joven, como un cadáver galvanizado, se estremeció hasta en sus cabellos, abrió los ojos extraordinariamente y volvió a todos lados la mirada, como si fuera a perder la razón, y exclamó con una voz que nada tenía de humana.

—¡Jesús me ampare!

Y quedó desmayada.

—Veis como no estaba desmayada —dijo el inquisidor.

—Se le amonesta a que diga la verdad —repitió el escribano.

Blanca no se movió, y las ruedas volvieron a girar.

Entonces la joven no dio indicio de haber sentido nada.

—Ahora sí puede suspenderse la diligencia —dijo el inquisidor—, para continuarla cuando vuelva en sí.

Los verdugos soltaron las ligaduras y Blanca continuó insensible.

—Dad fe, señor escribano —dijo el inquisidor—, de que no tiene ningún miembro roto ni descompuesto.

El escribano y los verdugos pasearon sus impuras manos por todo el cuerpo de la infeliz víctima.

El escribano asentó que en la diligencia del tormento no había doña Blanca perdido ningún miembro y se retiraron a descansar al fondo de la sala mientras que podía continuarse la diligencia.

Blanca quedó abandonada sobre la mesa, desnuda como un cadáver en el anfiteatro y mostrando las señales de su horrible tormento. Si don César pudiera haberla visto habría muerto de dolor.

III. De lo que ocurrió en la ciudad después del motín

Gran parte de la noche del día en que aconteció el motín, siguió ardiendo el palacio y se enviaron allí algunos hombres para cortar el fuego que se había apoderado de lo que se llamaba las cajas reales.

El saqueo y la destrucción habían sido completos. En las habitaciones del virrey nada se respetó, y apellidando «religión, y muera el hereje», los sublevados no dejaron de robarse ni los vasos sagrados, ni los ornamentos de la capilla.

El marqués de Gelves se refugió con don César en el convento de San Francisco, pero el licenciado don Pedro de Vergara hizo rodear todo el convento de tropa para impedir que el fugitivo tuviese comunicación con algunas personas.

Luisa se retiró con don Melchor en cuanto hubo cerrado la noche, y les llegó la noticia de que el pueblo había allanado palacio y que el virrey se había retraído a San Francisco.

Luisa ignoraba aún lo que había acontecido al Ahuizote, y extrañaba que no hubiera cumplido con sus prevenciones, según las cuales, si el tumulto tenía el éxito que se aguardaba, el Ahuizote debía conducir a la plebe a la casa de don Pedro de Mejía, incendiarla y buscar a éste para matarle.

A cada momento Luisa esperaba saber que estaban ya los sediciosos en la casa de don Pedro, porque se sabía que ya habían atacado varias, y entre ellas la de Cristóbal de Osorio, el secretario; pero pasó la noche y nada hubo.

A la mañana siguiente el tumulto había cesado, pero la alarma era espantosa en la ciudad. A cada momento había carreras en las calles, y portazos y gritos porque circulaban mil noticias a cual más alarmantes, ya de que los indios de Santiago venían en son de guerra contra la ciudad, ya de que los negros bozales bajaban de los montes sobre México.

Luisa vistió muy temprano su traje de hombre, y seguida de cuatro lacayos se dirigió a palacio a procurarse noticias del Ahuizote y saber por qué no había cumplido con sus órdenes.

Multitud de curiosos invadían la plaza y todo el lugar del combate, y aún no había cuidado nadie de hacer levantar los cadáveres que yacían tirados en las escaleras, en los corredores y en los mismos aposentos, entre su misma sangre; algunos conservaban sus ropas y otros habían sido desnudados.

Las gentes formaban círculos en derredor de estos cadáveres procurando averiguar sus nombres si no les conocían, o comunicándoselos en caso de saberlos.

Luisa pensó:

—Puede que haya muerto —y comenzó a registrar los cadáveres.

Se retiraba ya segura de que no estaba entre ellos el Ahuizote, cuando oyó decir que en la misma cámara del virrey había otro muerto, y hacia allá se dirigió.

Una multitud de curiosos rodeaba el desnudo cuerpo de un hombre que tenía la garganta atravesada por una terrible estocada.

No hizo más que verle Luisa y le reconoció; pero aquella alma de fiera no tuvo ni un dolor, ni un suspiro para el hombre que había muerto sirviéndola. Se tapó con disgusto las narices y se retiró diciendo en su interior:

—¿De quién me valdré ahora?

Al salir de palacio atravesaba el arzobispo llevado en una silla de manos y seguido de muchos clérigos y pueblo que le vitoreaban; conoció a Luisa, y con esa expansión que sienten todos los hombres después de un triunfo, la hizo una seña para que se acercase.

—Completo fue el triunfo —dijo el prelado.

—Sí, señor, completo —contestó Luisa.

—Y con pocas pérdidas.

—Sí, aunque yo he tenido una muy grave.

—¿Cuál?

—¿Recuerda Su Ilustrísima aquel hombre de confianza de que le hablé, que le llamaban el Ahuizote?

—Sí que le recuerdo.

—Pues ha muerto.

—Murió, requiescat in pace. ¿Y en dónde?

—En la cámara misma del virrey, atravesado de una estocada, que quizá el De Gelves mismo le haya dado.

—Es muy posible; pero ahora es necesario hacer por ese hombre cuanto sea dable. Voy a dar orden de que se le hagan unas honras suntuosas y un entierro regio; ya veréis si soy agradecido. Dad orden a vuestros criados de que recojan el cuerpo y le pongan en una caja y le lleven a depositar a la capilla del arzobispado: ya veréis, señora, ya veréis. Adiós, no se os olvide, y decid a vuestro esposo que le espero esta tarde para hablar de negocios que importan a la salud del reino.

El prelado sonó la caja de la silla con la mano, y los lacayos que la llevaban echaron a andar.

Luisa dio orden a sus criados de recoger el cuerpo del Ahuizote, y como era día claro y no temía ya el andar sola, quiso por sí misma ver cuál había sido el destrozo de la ciudad.

«Quién podría sustituir al Ahuizote», pensaba, y caminaba tan distraída que no advirtió en una de las calles solitarias que atravesaba, que una puerta se entreabría y que una cabeza, medio oculta tras ella, la observaba.

Luisa seguía caminando, pero al llegar frente a la puerta, ésta se abrió de repente, dos manos asieron a Luisa del brazo y la atrajeron hacia adentro, y antes de que ella hubiese tenido tiempo de dar un solo grito se encontró ya en un aposento completamente oscuro, porque la puerta de la calle había vuelto a cerrarse.

Todo esto se había verificado con tanta rapidez, que nadie podría haberlo observado en la calle, aun cuando no hubiera estado desierta.

El virrey había seguido retraído en San Francisco, y sin embargo comenzaba a efectuarse una reacción en todos los ánimos y, o bien por el temor de lo que podía venir de España, o bien porque todo el mundo temblaba por el giro que podían tomar las cosas, lo cierto es que el comercio y todas las principales personas trabajaban porque el virrey volviese a gobernar.

El primer día ninguna de las personas que acompañó al De Gelves se atrevió a salir del convento de San Francisco; pero al siguiente comenzaron a animarse más.

Los frailes de San Francisco, para dar una prueba pública del disgusto con que habían visto el tumulto del día 15, castigaron a los hermanos de la tercera orden, que, como hemos visto, marchaban a la cabeza de la columna de los sublevados que mandaba el licenciado Vergara, y les quitaron el uso del hábito. Nadie murmuró de esta medida, y los partidarios del virrey comenzaron a alentarse.

El convento de San Francisco continuaba rodeado de centinelas, pero que no impedían a los amigos del De Gelves la entrada ni la salida.

Don César se había retraído también con el virrey, pero la impaciencia le devoraba y cuanto antes quería salir en busca de Blanca.

Como no había podido separarse del De Gelves, ni hablar con Martín, ni volver a ver a Teodoro, ignoraba completamente lo acontecido con Blanca, y la creía, si no con mucha comodidad, sí al menos muy tranquila en la casa de Garatuza.

Después de meditar mucho, se decidió por fin una noche a salir del convento. Procuró disfrazarse lo mejor que pudo, y envuelto en una larga capa y con un gran sombrero, salió a la calle atravesando la línea de los centinelas, sin que nadie, al parecer, le hubiera notado.

Cerca estaba del monasterio de San Francisco la casa que había servido de habitación a doña Blanca, de manera que podía decirse que los que vigilaban el monasterio cuidaban también de aquella casa.

Don César se dirigió a la puerta, la encontró cerrada y sobre ella vio, con el mayor espanto, los sellos del Tribunal de la Fe.

En aquel momento no supo ni qué hacer. Buscar a Teodoro o a Garatuza, que debían estar entre los sublevados, era entregarse él mismo en poder del enemigo; preguntar a los vecinos era hacerse sospechoso; volverse al convento en aquella incertidumbre, era para él peor que caer en manos de sus enemigos; inclinó la cabeza y quedó pensativo.

Poco a poco, y, sin que él lo sintiera, un grupo de embozados había llegado hasta cerca de él y le había rodeado. Uno de ellos sacó de debajo de la capa una linterna sorda, que al abrirse bañó con su luz el rostro de don César.

El joven dio un paso atrás y llevó la mano a su espada, creyendo habérselas con una ronda de los sublevados; pero el hombre del farol, sin hacer uso de sus armas, le dijo gravemente y tomándole de la mano:

—En nombre del Santo Oficio, don César de Villaclara, daos a prisión.

—¿Yo? —preguntó don César espantado—, ¿y por qué?

—Allá sabréis; entregadnos vuestras armas.

Don César no pensó siquiera en resistir. Entregó humildemente su espada y siguió al comisario rodeado de los familiares. Pensaba en el camino que quizá podría encontrar a Blanca en las cárceles del Santo Oficio, servirla de algo, hablarla, verla siquiera. Y distraído en estos pensamientos no volvió en sí hasta que oyó el ruido que hacían al abrirse las puertas de las cárceles de la Inquisición.

IV. De cómo Luisa sufrió una gran desgracia

En uno de los aposentos de la casa de Arellano se encontraban reunidos el viejo don José de Abalabide, don Pedro de Mejía y don Carlos de Arellano.

En las facciones del anciano don José podía advertirse una agitación febril. Volvía con impaciencia las hojas de un grueso libro forrado en pergamino que tenía colocado en una mesa delante de sí; a su lado, a pocos pasos, en una gran retorta de cristal, colocada dentro de una vasija de agua que hervía al fuego lento de un brasero, había un líquido negro pero transparente y que daba, de cuando en cuando, herido por los rayos de luz que penetraban por una gran ventana, destellos rojos o dorados. Don Pedro y don Carlos le contemplaban casi con respeto.

—Este secreto es un tesoro —exclamó por fin el viejo—; la receta es infalible, y sólo una inspiración pudo habérmela hecho encontrar.

—De manera —dijo don Carlos— que vos la juzgáis infalible.

—Y tanto como juzgáis vos que habrá luz siempre que haya sol.

—Pues entonces —dijo don Pedro—, estando todo dispuesto, ¿hay sino aplicarlo? ¿En qué nos detenemos?

—Creo que nada debe detenernos —dijo el viejo—; ¿en dónde está Luisa?

—Allá abajo —contestó don Carlos—, desde ayer en la mañana está ahí.

—¿Duerme ya? —preguntó el viejo.

—Profundamente —contestó don Carlos—; no supo ni adónde había entrado, ni quién la había metido allí; encerrada todo el día en un aposento oscuro, se negó tenazmente a tomar alimento, hasta que hoy en la mañana, vencida por la sed, ha bebido un vaso de agua, en el que yo había mezclado de antemano el licor que vos me habíais dado. Pocos momentos después se recostó en el suelo y se durmió profundamente.

—Muy bien —contestó Abalabide—, ese sueño, según la cantidad que os dije que mezclarais en el agua, debe durar veinticuatro horas, tiempo más que suficiente para terminar nuestra operación que debe hacerse en esta misma sala. De manera que creo que debemos comenzar.

—¿Me permitiréis que esperemos a don Alonso de Rivera, a quien he prometido que presenciaría esta ejecución? —dijo don Pedro.

—¿Tardará mucho? —preguntó don Carlos.

—Allí está —contestó Mejía.

La puerta se abrió y don Alonso de Rivera entró al aposento.

—Ahora sí, cuando gustéis —dijo Mejía.

—Pues vamos —agregó Arellano—, don Pedro y yo iremos a traer a Luisa. Don Alonso nos hará favor de quitar todo lo que hay sobre aquella gran mesa, para que allí se verifique la operación, y entretanto don José preparará lo necesario.

Mejía y Arellano salieron y don Alonso comenzó a quitar de encima de una gran mesa, que estaba en la mitad del aposento, todo cuanto había en ella.

Abalabide, aunque con suma dificultad, se paró, sacó la retorta que contenía el líquido negro de la vasija de agua, la acercó a la mesa y trajo en seguida una gran palangana de plata y dos gruesas brochas como las que sirven a los pintores. Sacó después una gran cantidad de lienzos blancos, y los colocó también al pie de la mesa.

Don Pedro y Arellano volvieron, conduciendo a Luisa, y la colocaron encima de la mesa sin que ella hubiese hecho el menor movimiento.

Luisa estaba en un estado de insensibilidad tan completo, que a no haber sido por su respiración tranquila, y por el calor y la flexibilidad de sus miembros, se hubiera creído que era un cadáver.

Los cuatro hombres rodearon la mesa.

—Es preciso desnudarla —dijo don José.

Todos sin hablar una palabra comenzaron a desnudar a Luisa, y muy pronto quedó terminada la operación.

—Ahora —dijo don José tomando unas glandes tijeras—, despeinadla.

Don Carlos de Arellano deshizo el sencillo tocado de Luisa, y los negros cabellos de ésta quedaron flotando a un lado de la mesa. Don José cortó aquella hermosa mata de pelo de un solo tijeretazo, y después siguió recortando hasta dejar aquella cabeza como la de un lego de convento.

—Ya está esto —dijo el viejo—, vamos a la otra operación. Cada uno de vosotros, don Pedro y don Carlos, tomaréis una de estas brochas que empaparéis en el líquido que voy a verter en esa palangana, y untaréis todo el cuerpo de esa mujer. Don Alonso nos hará favor de ir envolviendo con esos lienzos conforme se vaya untando el cuerpo. Cuidado, señores, con que os caiga una sola gota, porque esa mancha Dios sólo es capaz de borrarla.

Don José vertió cuidadosamente el líquido que había en la retorta, y Mejía y Arellano tomaron cada uno su brocha. Luisa seguía profundamente dormida.

—Vamos, en nombre de Dios —dijo don José.

Las dos brochas se empaparon en el líquido y comenzaron a recorrer el cuerpo de Luisa.

—Hermosa mujer —dijo don Carlos.

Don José volvió a mirarla y sus ojos parecían de fuego. Don Carlos se calló y continuó la operación.

No parecía sino que se trataba de barnizar una estatua, según el cuidado y la delicadeza con que trabajaban aquellos dos hombres.

Los torneados miembros de Luisa tomaban el color negro brillante del ébano, el líquido se secaba inmediatamente y don Alonso iba envolviendo en los lienzos, que le había dado don José, todas las partes del cuerpo.

Llegó por fin la pintura al rostro y a la cabeza, y entonces se observó que el pelo se retorcía y se encrespaba, y que la nariz se recogía un poco, dilatándose más sus poros. Don Alonso cubrió la cabeza y Mejía y Arellano dejaron las brochas.

—Os advertí —dijo Abalabide a don Pedro— que cuidarais mucho en no mancharos, y la brocha seguramente os ha salpicado porque tenéis tres lunares nuevos en la frente.

Don Pedro se acercó a un espejo y se miró en efecto tres manchas de aquella tinta encima de la ceja izquierda, sacó su pañuelo y procuró limpiarse.

—Es inútil cualquiera diligencia, vuestro cadáver llevará todavía esas tres manchas —dijo don José.

Media hora después Abalabide dijo a los demás:

—Es necesario volver a vestir a esa mujer.

Se acercaron a la mesa, y separando los lienzos volvieron a ver a Luisa. Era imposible figurarse un cambio más completo. No sólo su color había variado, sino que tenía todo el aspecto de una negra: su pelo pequeño, crespo y duro, sus labios hinchados y salientes, su nariz gruesa y achatada, todo le daba un aspecto extraño.

—¡Negra! —dijo Arellano.

—Y para siempre —contestó Abalabide—; vestidla.

Sin replicar volvieron todos a vestir a Luisa.

—¡Horrible castigo! —exclamó don Alonso.

—Y que nunca sabrá ella de dónde le ha venido —contestó don Pedro.

Luisa estaba completamente vestida.

—Llevadla —dijo don José— y cuidad, don Carlos, de ponerla en la calle tan pronto como sea de noche, procurando conducirla lo más lejos que sea posible.

—Me parece bien —contestó don Carlos—, ahora que vaya a acabar de dormir por allá abajo.

A la mañana siguiente una ronda que venía ya de retirada percibió con la escasa claridad de la aurora a un hombre acostado en una de las aceras de palacio.

—¿A ver quién es ése? —dijo el alcalde.

Uno de los alguaciles se bajó a examinarle.

—Es un negrito que duerme —contestó.

—Pues muévelo —dijo el alcalde—, no vaya a ser que esté muerto.

El alguacil movió a aquel hombre que volvió en sí, como atarantado de un sueño penoso y largo.

—¿Qué sucede? —le dijo el alcalde—; ¿qué haces aquí?

—Pues no sé —contestó levantándose.

—¿Cómo te llamas?

—Luisa —contestó instintivamente—, soy la mujer del corregidor don Melchor Pérez de Varais.

Una alegre carcajada del alcalde y de los alguaciles fue la única respuesta.

—Vamos —dijo el alcalde—, o este negro está loco, o quiere burlarse de nosotros. Lo llevaremos a que vuelva en sí a la cárcel, no vayan a decir que no hemos hecho nada en toda la noche.

Luisa creía volverse loca al mirarse tratada así.

De repente miró sus manos y lanzó un grito de espanto.

Estaba negra, completamente negra, se descubrió un brazo, se tentó la cabeza, y no había duda, alguna cosa horrible le había pasado. O estaba soñando o se había vuelto loca.

El alcalde, que nada comprendía, se volvió a los alguaciles y les dijo:

—Lo dicho, este negrillo está loco y furioso a lo que parece. Aseguradle antes de que vaya a correr.

El alcalde no hablaba con sordos, ni los alguaciles habían echado en olvido su oficio, y antes de que Luisa comprendiera lo que iba a pasar, ya tenía los brazos fuertemente atados por detrás o, como se decía en el lenguaje de los corchetes, «codo con codo» y caminaba a empujones para la cárcel de la ciudad.

V. Cómo Luisa conoció que su situación era desesperada

Atada llevaron los alguaciles a Luisa, y como ciertamente no creyeron que fuese una mujer, la pusieron en la parte de la cárcel destinada a los hombres y la encerraron, por calcularla como un loco furioso, en un calabozo solitario.

Luisa no recordaba sino que había estado en una pieza oscura y que no había comido en mucho tiempo, y después nada.

En aquella época el diablo era a quien de todo se culpaba; los hechizos y los encantamientos entraban en todo; y como era caso tan raro en el que aquella mujer se encontraba, juzgóse hechizada o encantada por sus enemigos.

La historia de aquel nuevo preso referida por los alguaciles a los que estaban en la cárcel, voló de boca en boca y poco después todos sabían que había allí un negrito que tenía la locura de decirse «la esposa del corregidor», y todos los pillos de la cárcel ansiaban por conocerlo y por reír un rato a su costa, divirtiendo así el fastidio de la prisión.

Luisa tenía hambre, y hasta el mediodía no se abrió la puerta del calabozo y dos hombres muy sucios y medio desnudos entraron siguiendo al carcelero; el uno llevaba un saco grande henchido de trozos de carne de res cocida, y el otro un canasto de pan.

El carcelero entregó a Luisa una torta y una ración de carne, sin ceremonia de ninguna especie.

El carcelero y los que le acompañaban se reían maliciosamente, y en la puerta se apiñaban los otros presos mostrando en sus semblantes la curiosidad y la burla.

—Tomad, señora corregidora —dijo con marcado sarcasmo el carcelero.

—Óyeme —le dijo Luisa atrayéndolo de una mano—, si me consigues que hable yo siquiera un momento con el capitán general don Pedro de Vergara, y si envías a llamar a don Melchor Pérez de Varais, prometo hacerte tan rico como no lo has soñado nunca.

—¿Será muy rica mi señora corregidora? —preguntó el carcelero, sonriéndose.

—Sí —contestó Luisa—, muy rica soy.

—¿Pero muy rica?

—Mucho, mucho. Tú lo verás, te daré oro, piedras preciosas, cuanto quieras, pero envía a llamar de mi parte al capitán general y a mi esposo.

—¿Y vendrán?

—Inmediatamente.

—Bueno, pues ahora mismo voy a llamarles yo.

—¿De veras?

—Ya lo veréis, esperadlos.

El carcelero salió y cerró la puerta. Luisa quedaba muy consolada, pero sintió helarse su sangre cuando al través de la puerta oyó que aquel hombre decía a los que había allí:

—Este pobre negrito está loco de remate; pero mientras lo tengan aquí fuerza será «llevarle el barreno» para que no se ponga furioso.

A pesar del hambre que la devoraba, Luisa no pudo probar un bocado. Se sentó en un rincón y se puso a llorar de rabia.

La anécdota circuló por la ciudad, y llegó, como era natural, a los oidos de don Pedro de Vergara, que gobernaba en nombre de la Audiencia.

Don Melchor creyó que Luisa, satisfecha con su venganza, se había separado ya de él, según se lo había ofrecido, y esperó dos días. Luisa no apareció y don Melchor, de acuerdo con la Audiencia, determinó volverse a su provincia de Metepec.

Quiso dar su despedida al capitán general, a quien tanto debía, y se encaminó a palacio.

Don Pedro de Vergara Gaviria estaba con su secretario en el acuerdo cuando don Melchor se presentó.

—Señor don Melchor —dijo alegremente don Pedro—, cuánto me alegra el veros por aquí, que hace poco que de vos nos ocupábamos.

—Venía a despedirme y a tomar órdenes de Vuestra Excelencia, que pienso salir mañana, Dios mediante, para la provincia de Metepec.

—Cuánto me alegro —contestó Vergara—, y supongo que no llevaréis con vos a vuestra esposa.

Vergara hacía referencia a la anécdota del negro, que suponía al alcance de don Melchor; pero éste, preocupado con la desaparición, supuso que estaba en conocimiento del capitán general aquel lance, y le turbó de manera que apenas pudo contestar.

—No… No, señor, me voy solo…

—Pues es lástima, porque os ha pasado en esto el lance más divertido de que haya memoria; supongo que conoceréis todos los detalles del asunto.

—No… no, señor… —contestó don Melchor sudando de congoja.

—¡Oh!, pues sentaos, que esta historia, por curiosa, merece que la sepáis de la cruz a la fecha, porque es la de moda en México. Figuraos que vuestra pretendida esposa… —y don Pedro reía.

«¡Jesús! —pensó don Melchor—, ya averiguaron que Luisa no es mi mujer legítima».

—Pues figuraos —continuó Vergara, dejando de reír— que, como os iba diciendo, vuestra pretendida esposa, que dice llamarse Luisa, también es en este momento la diversión de todos los presos.

—¡Está en la cárcel pública! —exclamó espantado don Melchor.

—Sí, en la cárcel de los hombres.

—¡De los hombres! —dijo más asombrado el corregidor.

—¿Pues en dónde, si ha resultado que es un hombre?

—¡Ave María Santísima! —dijo don Melchor levantándose, y luego pensó: «¿Es un hombre? El demonio anda en esto».

—Sentaos, sentaos. Razón tenéis para semejante espanto; pero yo creía que ya lo sabríais todo.

—Nada absolutamente, nada.

—El señor secretario os lo referirá, que aunque yo oí la relación por curiosa, me place volver a escucharla, y si queréis luego iremos a la cárcel a ver a vuestra esposa…

Y al decir esto el licenciado Vergara reía con todas sus ganas, y don Melchor comenzaba a sentirse amostazado.

El secretario tosió, se acomodó bien en su sitial y comenzó a contar al asombrado don Melchor cuanto sabía de la historia del negrito que se decía esposa del corregidor de México y alcalde mayor de la provincia de Metepec.

Crecía el espanto de don Melchor al par que la risa de don Pedro y del secretario, y lo que para ellos era sólo una locura graciosa, para el corregidor era una cosa misteriosa e incomprensible, que coincidía con la desaparición de Luisa.

El secretario terminó su relación y don Melchor quedó pensativo.

—¿Qué os parece? —preguntó el licenciado Vergara.

—Extraño lance —respondió distraído don Melchor—, extraño lance…

—Vamos, veo que os preocupa esa tontera.

—No puedo negarlo; hay en todo esto algo de misterioso que yo no puedo comprender.

—Iremos, si gustáis, a la cárcel para ver de cerca a ese negrito.

—Tendría en ello mucho placer, quizá se disiparía esta nube que envuelve mi pensamiento.

—Pues vamos, seguidme.

El licenciado Vergara se levantó, y seguido del secretario y de don Melchor, se dirigió a la cárcel que se había formado en las casas del cabildo, porque el incendio del día del tumulto había destruido la que estaba en el palacio de los virreyes.

Don Melchor y el licenciado Vergara llegaron hasta la puerta de la prisión; entonces don Melchor pensó que tal vez iba a pasar alguna escena ridícula, que iba él también a servir de diversión a los carceleros y a los presos, y se detuvo.

—Sabe Vuestra Excelencia —dijo al licenciado Vergara— que no creo conveniente entrar.

—¿Por qué?

—He pensado que quizá algo vaya a pasar y sea yo también la fábula de la ciudad.

—¿Pero qué pudiera ser eso?

—Cualquier lance ridículo. Si Vuestra Excelencia me lo permite prefiero esperar aquí a que vuelva.

—Como gustéis, pero no veo inconveniente…

—Esperaré a Vuestra Excelencia.

Don Melchor quedó en la puerta y el licenciado Vergara penetró en las prisiones.

En medio del silencio más profundo y respetuoso de los presos, el capitán general llegó hasta el calabozo que ocupaba Luisa y que le fue abierto con mil ceremonias.

Quizá a la luz del día, sin prevención y con los conocimientos de estos tiempos, Vergara y cualquiera tal vez, hubieran conocido que el color de Luisa no era el de un negro, y que aquel color no podía ser natural.

Pero en la penumbra del calabozo, y ya preocupados con la historia del alcalde y de los alguaciles, todo el mundo se empeñaba en que Luisa era un negro y se habrían incomodado si se les hubiese querido convencer de lo contrario.

Ahora también, pero más entonces, era más fácil convencer al pueblo de que existía un hecho milagroso que sacarle de un error, y preferían buscar la explicación de una cosa mejor en lo maravilloso que en las causas naturales.

Luisa conoció inmediatamente a don Pedro de Vergara y se arrojó a sus pies.

—Señor, señor, amparadme, defendedme; me pasa una cosa espantosa, de la que no hay ejemplo.

—Álzate, hijo mío —dijo con benevolencia el licenciado Vergara—, ¿qué quieres? ¿Qué te pasa?

—Señor, ¿no me reconocéis? Yo soy Luisa, Luisa la esposa de don Melchor Pérez de Varais…

—Pero hombre, ¿cómo puedes tú ser la esposa de don Melchor?

—Señor, soy mujer, no sé lo que me ha pasado pero soy Luisa, señor.

—¿Tú eres mujer? —dijo sonriéndose el licenciado Vergara.

—Os lo juro, señor —contestó con desesperación Luisa.

El licenciado seguía sonriendo.

—Mirad —dijo ella de repente, y en un rato de desesperación abriendo su ropilla y mostrando al licenciado su seno desnudo—: ¿dudáis aún?

—No, en verdad —contestó Vergara, comenzando a vacilar entonces.

—Pues bien, señor, soy Luisa. Os daré señas más exactas, que sólo siendo quien soy puedo saber. ¿Recordáis nuestras reuniones en el aposento en que estaba retraído don Melchor? ¿Recordáis que os dijo una noche el señor arzobispo que era yo una de las mujeres fuertes de la Biblia, la noche en que entré a hablar a solas con él? ¿Lo recordáis, señor?

—Sí —dijo el licenciado Vergara, espantado de aquellas reminiscencias.

—¿Os acordáis, señor, también, que allí acordamos el modo de promover el tumulto, y la excomunión del virrey, y la presencia de Su Ilustrísima en la Audiencia?

—Sí, sí. ¿Pero cómo sabéis vos eso?

—Porque yo soy Luisa, porque allí estaba yo siempre.

—Pero entonces ese cambio de color y de cara, ¿cómo me lo explicáis?

—No lo sé, no puedo explicarlo, se pierde mi razón, recuerdo sólo que me metieron a un aposento oscuro, allí estuve sin comer, dormí, y al despertar estaba yo ya como me veis.

El licenciado quedó pensativo, y de repente dijo:

—Que llamen a don Melchor Pérez de Varais que estar debe a la puerta, y que se le diga que es aquí de suma importancia su presencia.

—¡Ah! —exclamó Luisa—, don Melchor está ahí, que venga, él me conocerá, yo os lo aseguro…

—Esperad un poco —dijo el licenciado.

—¿Os vais? —preguntó Luisa tristemente.

—No, afuera esperaré.

Vergara salió a esperar a don Melchor y Luisa quedó encerrada en el calabozo.

—¿Qué manda Vuestra Excelencia? —dijo llegando el corregidor.

—Os he enviado a llamar porque ése que dicen ser negro es una negra, y no sé qué pensar acerca de ella según me ha hablado. Tales cosas me refiere y tales noticias secretas, que fuerza será que esa mujer tenga pacto con el demonio si no fuera la misma Luisa, pero yo estoy seguro de que no es ella porque la conocí bien en los días que estuvisteis en Santo Domingo.

—¿Y qué dispone Vuestra Excelencia?

—Entrad solo con ella y que os hable, que secretos tales podrá deciros, que os convenza; y vos me diréis lo que os parece, que quizá sólo vos podáis hallar el hilo de este ovillo.

Don Melchor entró solo al calabozo y la puerta volvió a cerrarse. El licenciado Vergara quedó afuera esperando con impaciencia el resultado.

Transcurrió así largo tiempo, y comenzaba ya Vergara a impacientarse, cuando don Melchor salió del calabozo extraordinariamente pálido y espantado.

—¿Qué hay? —preguntó don Pedro.

—Dispénseme a solas una palabra Vuestra Excelencia.

Se apartaron los dos de los que les rodeaban, y don Melchor dijo conmovido:

—Señor, si Dios no me ayuda creo que voy a volverme loco. Creo que esta mujer no es Luisa, y sin embargo me ha recordado cosas tan secretas de mi vida íntima, que ella sola podría saber. ¿Dígame Vuestra Excelencia, puede una persona tener pacto con un demonio que le revele secretos tan ignorados?

—Evidentemente, ¿pero estáis seguro de que no es Luisa?

—Sí, señor, y aunque algunas veces creía yo reconocer sus facciones, su voz, sus maneras, todo, todo, temblaba al considerar que pueden éstas ser también artes y amaños del demonio.

—Puede ser así.

—Entonces, señor ¿qué hacemos?

—Pues lo más prudente me parece irnos de aquí a consultar directamente con el señor inquisidor mayor, para descargo de nuestra conciencia y mejor servicio de Dios.

—Tiene razón Vuestra Excelencia.

—Pues vamos.

Y los dos se dirigieron a la Inquisición, y el calabozo volvió a cerrarse a pesar de los gritos de Luisa que se oían en toda la prisión.

VI. De cómo tirios y troyanos iban todos a parar a la Inquisición

Doña Blanca volvió de su desmayo y se sentó espantada sobre la mesa.

Casi no recordaba nada de lo que le había pasado. Miró a su alrededor y sintió lleno de dolores su cuerpo; bajó los ojos y advirtió su desnudez. La memoria le volvió también y dio un grito, y buscó algo para cubrirse porque a pocos pasos estaban sus verdugos contemplándola.

—Ha vuelto en sí —dijo uno de los carceleros.

El inquisidor y el escribano se dirigieron a ella. Blanca los miraba espantada.

—Recuerde lo que ha sufrido por su obstinación en no confesar —dijo el escribano—, y piense que la misericordia de Dios y la bondad del Santo Tribunal de la Fe son tan grandes que tiempo le dan aún de arrepentirse y de confesar sus culpas antes de verla padecer más de lo padecido.

Doña Blanca callaba.

—Reflexione que nada ha sufrido en comparación de lo que le falta —continuó el escribano—, que aún puede libertarse con la franca confesión de sus pecados y la abjuración de sus culpas.

Doña Blanca estaba como fuera de sí, miraba sucesivamente a todos los que la rodeaban y permanecía muda.

—Por última vez —dijo el escribano—, considere que va a sufrir la cuestión del tormento extraordinario si no confiesa, y que a sí, y no a la justicia, debe imputar lo que padeciere.

Sus exhortaciones no obtuvieron respuesta alguna, se volvió a ver al inquisidor y éste, con gran solemnidad, dijo:

—Pues ella lo ha querido, a cargo sea de su conciencia, que se proceda a la diligencia.

Los verdugos se apoderaron de doña Blanca que apenas hizo resistencia, pero que exhalaba quejas sintiendo renovarse los dolores de su cuerpo con aquellos tratamientos bruscos. La colocaron encima de otra mesa, que era una especie de plano inclinado y en el que la cabeza quedaba un poco elevada respecto al cuerpo. Había en la mesa porción de argollas clavadas, y con ellas aseguraron a Blanca de tal manera que no tenía libertad para hacer el menor movimiento.

El escribano comenzó con la fórmula de costumbre: «Se le amonesta a decir la verdad si no quiere verse en tan duro trance».

Pero como Blanca no contestaba, se procedió a darle el tormento.

Uno de los verdugos trajo una especie de embudo que introdujeron en la boca de la víctima, y otro vertió en él una medida de agua que contendría como dos cuartillos.

Los ojos de Blanca se abrieron de una manera horrorosa, su rostro se puso encendido, y su pecho y su vientre se agitaron espantosamente, y sin embargo, tragó toda el agua sin que una sola gota cayese fuera.

Los verdugos retiraron el instrumento de la tortura.

—¡Jesús! —exclamó Blanca, respirando penosamente—, señor, ¡por Dios!, me van a ahogar. Me sofoco, me muero.

—Se le amonesta a que diga la verdad.

—Pero si no tengo qué decir, por María Santísima, por Dios —gritaba con todas sus fuerzas Blanca—; ¡por Dios! ¡Piedad, señores! ¡Por Dios, por Dios!

El escribano hizo una señal y volvieron a acercar el aparato a la boca de la infeliz. Ella apretó los dientes de una manera terrible pero los verdugos, con una espantosa serenidad, le taparon la nariz y la introdujeron en la boca una delgada palanca de acero.

Blanca desesperada no quería abrirla pero la palanca obró su efecto, y Blanca tuvo que ceder.

La sangre corría por sus mejillas, sus labios estaban hechos pedazos y los verdugos la habían roto los dientes. Sin apartar de su boca la palanca que destrozaba también su lengua, volvieron a colocar el embudo y a vaciar en él otra medida.

Entonces pudo verse materialmente crecer el vientre de aquella desgraciada, y pudo oírse un ruido siniestro en el interior de aquel cuerpo.

El tormento del agua era uno de los más horribles, porque aquella cantidad que apenas podía contener el estómago, maltrataba, destrozaba el interior del cuerpo, causando dolores espantosos, ansias mortales.

—Se le amonesta a que diga la verdad…

—¡Oh! Sí, la diré —exclamó Blanca—, la diré porque no es posible resistir, pero por Dios que me quiten de aquí, que me dejen sentar porque me ahogo, tengo la boca hecha pedazos, prometo decir todo, todo, pero que me quiten de aquí; que me quiten.

El inquisidor hizo seña a los verdugos y desataron a Blanca y la sentaron.

—Comience su declaración.

—¡Ah! —dejadme respirar—, mañana lo diré todo.

—No, ahora mismo.

—Si no puedo ahora ni recordar.

—Atadla otra vez, y que siga la diligencia.

—¡No, no, no! Voy a hablar, voy a hablar.

—Pues diga: ¿confiesa tener pacto explícito con el demonio?

—Sí, señor, sí, señor.

—Y cómo lo hizo, por escrito o de palabra.

—De palabra.

—¿Y cómo?

—No recuerdo bien.

—Mirad que si no decís todo sigue la diligencia.

—¡Ah! No, señor. Yo os diré todo.

—Referid, sin olvidar nada.

—Pues bien, señor, una noche estaba yo en mi celda enfadada de vivir en el convento, y dije: «Le daría mi alma al diablo por salir de aquí», y en ese momento se me presentó el diablo en figura de un caballero joven de barba y pelo negro, vestido de encarnado, con sombrero de plumas, sólo que sus pies eran como los de un gallo. Y me dijo: «Aquí estoy, ¿qué me quieres?». Y como me espanté, nada le dije, pero seguí enfadándome y él visitándome hasta que una noche le declaré mi deseo y él me dijo: «Si me das tu alma te sacaré y te haré feliz». Y yo le dije que sí; entonces me hizo dormir y cuando desperté estaba ya en la calle.

—¿Y no la hizo renegar de Dios y de sus santos?

—No, señor.

—Diga la verdad y recuerde que sólo con la verdad se libra del tormento.

—¡Ay! No, señor, la verdad es que me dijo que yo exclamara: «Reniego de Dios y de todos sus santos». Yo no quería, pero al fin renegué.

—¿Y ha vuelto a verle después?

—No, señor.

—¿Y confiesa su herejía por haberse casado teniendo tan sagrados votos?

—Sí, señor.

—¿Y confiesa haber cometido este pecado con entero conocimiento de lo que iba a hacer?

—Sí, señor.

—Dad fe, señor escribano, de esta confesión; que firme la culpable, y que asiente que no ha perdido miembro alguno en el tormento.

El escribano asentó por diligencia que Blanca no había perdido ningún miembro, firmaron todos, y el inquisidor y el escribano se volvieron a la sala de audiencia, encargando a los carceleros que vistiesen a Blanca y la condujesen a su calabozo.

Con gran trabajo la pobre joven logró vestirse, sus pies y sus manos estaban terriblemente hinchados, sus labios hechos pedazos y podía apenas hablar por la fractura de sus dientes. Como no podía dar un paso, dos carceleros la levantaron entre sus brazos y la fueron a dejar a su calabozo, en donde, teniendo en consideración que era ya confesa, le pusieron una cama de paja, una luz y algunos alimentos.

Después que confesaban los reos, fuera voluntariamente o por razón del tormento, comenzaba a tenérseles más consideraciones, cualquiera que fuese el resultado que debía tener la causa.

Cuando el inquisidor mayor don Juan Gutiérrez Flores volvió a sentarse bajo el dosel de la sala de audiencia, uno de los ministros del Santo Oficio le anunció que solicitaban hablar en lo reservado el excelentísimo señor licenciado don Pedro de Vergara Gaviria y el corregidor don Melchor Pérez de Varais.

El inquisidor mayor hizo salir al escribano, y quedando enteramente solo, recibió a aquellos dos señores.

—El asunto que aquí nos trae —dijo el licenciado Vergara, después de los saludos de costumbre— es, si no grave para los asuntos temporales de estos reinos de Su Majestad, sí muy importante para la causa de la Fe, cuya defensa ha sido encomendada a ese tan sagrado tribunal.

—Perplejo estoy —contestó el inquisidor—, porque muy grave debe ser ese negocio, que a Vuestra Excelencia obliga a venir hasta acá, en compañía de mi señor corregidor.

—Escuche Su Señoría, que el lance, por lo extraño, es muy digno de ser conocido. Es el caso que, siendo casado don Melchor Pérez de Varais con una joven de estimables dotes, desapareció ésta una mañana de su casa sin que don Melchor hubiera podido saber a qué atribuir aquella desaparición. Dos días después la ronda encuentra en las calles una negrilla con un traje de caballero, que fue al principio tenida por hombre y que decía ser la esposa misma de don Melchor. Él y yo hemos ido al calabozo en que está la negrilla, y aunque por la figura corporal no hemos podido reconocerla por tal esposa de don Melchor, sin embargo, díjonos cosas tales de secretos, que sólo la dicha señora podía saber, que causando grande confusión en nuestro ánimo, hemos convenido de concierto en veniros a consultar por vuestro conocimiento y práctica en estos negocios sobrenaturales, si creéis que por permisión divina puede el demonio apoderarse de los secretos de un alma cristiana para entregarlos a alguno de sus secuaces, o si por algún hechizo o encantamiento provenido de malas artes, puede ser transformado de tal manera el cuerpo de alguna criatura, que desconocido sea aun de los más íntimos amigos y de las personas de más trato y familiaridad.

—Graves cuestiones son ésas que me habéis propuesto y aunque no se ha tratado ese caso expresamente por los autores, sin embargo, quiéroos decir mi opinión a reserva de estudiar el punto más detenidamente. En primer lugar preguntáisme que si el demonio pudiera dar a alguno de sus secuaces conocimiento de secretos que parecieran enteramente ocultos. Debo deciros que, conforme a las más sabias doctrinas recibidas en este Santo Tribunal, el demonio puede comunicar gran copia de secretos, y gran vigor a las potencias intelectuales del hombre; así, pues, nos lo ha enseñado recientemente el eminente don Francisco de Torreblanca en su célebre tratado de magia, y tenemos las pruebas de Román Ramírez, condenado a la hoguera en Toledo, en el año del Señor de 1600, que conocía todos los secretos de la medicina por artes diabólicas. Y que el demonio puede enseñar artes y ciencias, no sólo por internas sujeciones, sino apareciendo en forma visible y hablando con los hombres, lo enseña el divino maestro santo Tomás en la Cuestión 96, artículo 1. Y que el demonio puede sin duda alguna volver más sutiles y más perfectas las operaciones del ingenio y del juicio, lo enseña el sabio Rafael de la Torre en su tratado de vicios o cohechos a la religión. Plinio asegura que Mytsidates sabía veinte idiomas, y que César dictaba cuatro cartas a un mismo tiempo, de la misma manera que los demonios pueden destruir o quitar las facultades intelectuales, como aconteció a Mesala Corvino, orador que perdió repentinamente hasta la memoria de su mismo nombre, según dice el mismo Plinio y el gran Damaceno. De manera que, en verdad os digo, excelentísimo señor, que no vería yo grave inconveniente en que el demonio hubiera comunicado a esa negrilla conocimientos tales que pudiera saber cosas que para vosotros fueran enteramente ocultas.

—Pero dígame Su Señoría —dijo don Melchor—: ¿posible habrá sido que, por artes del demonio, se haya mudado el aspecto de mi esposa hasta quedar completamente desconocida?

—Ciertamente que no sólo tornar a una mujer de blanca en negra, sería cosa fácil para el malo, sino que aun tornarla en bestia y cambiarla el sexo pudiera hacerlo muy fácilmente.

—¿Qué?

—Infinitos ejemplos nos citan los autores de estas transformaciones. Marcelino Donato, en su historia de cosas maravillosas, y Ponsan, en su libro de cosas celestiales, hablan de la mujer de un pescador que, a los catorce años de casada, se transformó en hombre, y de otra que habiendo tenido un hijo se tornó en hombre después. Miguel de Montano nos habla de Magdalena Muñoz, monja en la ciudad de Ubeda, y otros mil ejemplos de esta clase. Ahora, el diablo puede también hacer aquellas transformaciones de blanco en negro aun en los mismos cabellos, como lo enseñan Aulo Gelio y otros, de lo cual estoy muy dispuesto a deciros: que supuesto el prodigio y la maravilla que me contáis, no sabría yo, hasta examinar detenidamente a la negrilla a quien hacéis referencia, si tiene conocimientos de ajenos secretos o si ha desfigurado su natural persona para tomar ajena representación. En todo caso, negocio es éste en el que manifiestamente tiene que estar mezclado el demonio, que ni por causas naturales, ni con la divina intervención, pudo haberse verificado cosa que tanto repugna a la armonía de los universales efectos, y debéis enviar a esa mujer a este Santo Tribunal.

Edificados salieron don Melchor Pérez de Varais y el licenciado Vergara con la respuesta del inquisidor, y dispuestos, por no gravar su conciencia, a hacer que aquella misma noche trasladasen a Luisa a las cárceles del Santo Oficio, para dejarla entregada al brazo de su justicia.

Aquella misma noche, al paso que por un lado llegaba Luisa conducida a la Inquisición por orden del capitán general, entraba por otro a las mismas cárceles don César a quien se había perseguido y aprehendido, de orden también del Santo Oficio, por complicidad en la causa de sor Blanca.

La Inquisición tenía un modo de sustanciar los juicios tan enteramente contrario al de los tiempos modernos, que en vano, por lo que vemos ahora, quisiéramos juzgar de lo que pasaba entonces. A los cómplices de un mismo delito se les juzgaba separadamente, de tal manera que cada uno de ellos tenía su causa particular; se procedía contra un hombre por cualquier denuncia, aun cuando ésta fuese hecha en un anónimo. El acusado ni conocía a sus acusadores, ni a los testigos que deponían contra él, ni tenía la libertad de la defensa, si negaba; la cuestión del tormento le haría confesar, a no ser que prefiriese morir en la tortura, porque, a pesar de que todos los autores que servían de norma en sus juicios a los inquisidores, opinaban que el que resistía la prueba del tormento sin confesar debía ser absuelto, no por eso se llevaba esto a efecto, sino que, acumulándose una a otra tortura, llegaba al fin el momento en que o la víctima expiraba por la fuerza de los dolores o, incapaz ya de resistir, confesaba prefiriendo consumirse en la hoguera a seguir sosteniendo aquellos bárbaros combates entre el dolor y la conciencia.

El Tribunal de la Inquisición llegó hasta el grado de arrojar a los reos a profundos estanques, metidos en un saco y atados a una gran piedra, declarando que el que se hundía y se ahogaba era culpable.

El más leve indicio, la menor sospecha, bastaba para prender a un hombre y para hacerle atormentar hasta que confesara, y el silencio se tenía por confesión y era algunas veces el principal motivo para aplicar la tortura.

El mundo debe al papa Inocencio III la creación de este Tribunal en 1216, cuyo primer inquisidor fue santo Domingo de Guzmán, y México en el año de 1571 recibió del cardenal Espinosa, inquisidor general de España, esa institución, siendo primer inquisidor don Pedro Moya de Contreras, que fue después arzobispo de México.

La Inquisición tomaba como modelo de sus juicios, y con arreglo a eso procedía, del juicio que, según ellos, formó Dios contra Adán y Eva, y así lo probaba con mil copias de razones don Luis de Páramo Boroxense, arcediano y canónigo de la santa iglesia de León e inquisidor del reino de Sicilia, cuyo libro gozaba de gran crédito y servía como de texto para la resolución de grandes dudas.

Los que niegan que la Inquisición en México quemara multitud de personas, no tienen sino que ocurrir a los autos de fe que corren impresos por todas partes. Y se procedía con tanta diligencia, que habiéndose fundado la Inquisición en México en 1571, en 1574 se celebró ya el primero y solemne auto de fe, al que se llevaron ochocientos penitenciados de ambos sexos, quemándose unos en efigie y otros en cuerpo, unos vivos y otros después de ajusticiados.

En los límites de una novela no se puede tratar una cuestión de esta clase; sin embargo, si alguien levantase la voz negando los hechos que referimos y defendiendo al Tribunal de la Inquisición, documentos irreprochables tenemos para confundirles.

VII. En donde se prueba que un arzobispo podía sacar una ánima del Purgatorio pero no un acusado de la Inquisición

Por dar una muestra de simpatía a sus partidarios y por exaltar más los ánimos en el pueblo, el arzobispo se aprovechó de la noticia de Luisa. Dispuso hacer magníficas exequias al Ahuizote, probando con esto el alto aprecio en que tenía a los que habían tomado parte contra el virrey.

El entierro del Ahuizote fue verdaderamente escandaloso.

El cajón en que iba el cadáver fue llevado en hombros hasta el cementerio por los principales amigos del arzobispo; marcharon tras él las hermandades, las comunidades religiosas, multitud de personajes del clero, y la misma carroza del arzobispo acompañó aquel duelo.

Cualquiera persona que hubiera llegado aquel día a México, hubiera creído, cuando menos, que aquel cadáver era el de un obispo.

Con menos pompa se enterraron, también en sagrado, todos los que murieron en el motín peleando del lado de los sublevados, pero el arzobispo negó sepultura eclesiástica a los que habían perecido en la defensa de palacio; y sólo alcanzaron sus deudos sepultarles en un cementerio a costa de algunos sacrificios pecuniarios.

El pueblo creyó firmemente que el arzobispo libraba de culpa y pena en la otra vida a aquéllos de sus partidarios que habían muerto en su defensa, y el prelado celebró una solemne función de honras, con la que sacó a todas aquellas ánimas del Purgatorio.

Teodoro y Martín no quedaron satisfechos con esto, el Santo Oficio se había apoderado de sus mujeres y ellos necesitaban sacarlas de sus garras.

La influencia del arzobispo no era dudosa, y ellos tenían derecho de usar de esta influencia, para conseguir lo que deseaban.

Martín, conduciendo a Teodoro, entró al arzobispado y, conocedor de los usos y costumbres del palacio y del prelado, no tardó en encontrarse cerca de don Juan Pérez de la Cerna.

Martín podía serle todavía muy útil al arzobispo, y por eso éste procuraba granjearle; así es que apenas le vio le llamó, y le hizo sentar a su lado.

—¿Qué andas haciendo tú por aquí? —dijo el arzobispo.

—Venimos —contestó Martín— Teodoro y yo, a ver a Vuestra Señoría Ilustrísima para un negocio muy grave que nos ha ocurrido.

—¿Y quién es Teodoro?

—Aquel negro que fue esclavo de doña Beatriz de Rivera, (que en paz descanse) y de quien Su Señoría Ilustrísima ha de haber oído hablar mucho, porque mucho también es lo que ahora nos ha ayudado.

—En efecto, valiente muchacho. ¿Conque necesitáis hablarme?

—Sí, señor, y quisiera que Su Señoría Ilustrísima le permitiera entrar y nos concediera un rato de audiencia.

—¿Y por qué no? Hazle que pase, decidme ambos a lo que venís.

Martín salió a llamar a Teodoro, y entrando después los dos a la cámara en que estaba el arzobispo, entornaron cuidadosamente la puerta.

—Ahora, decidme —les dijo el prelado, haciéndoles seña para que se sentasen.

—Pues, señor, es el caso —dijo Martín— que el Santo Oficio tiene en prisiones a mi mujer y a la de Teodoro, y queríamos valernos del respeto de Su Señoría para ver si conseguíamos su libertad.

—¿Y por qué están presas? —preguntó el arzobispo.

—Si se ha de decir la verdad —contestó Martín— toda la culpa es nuestra, por haber dado asilo en nuestras casas a una monja que se había fugado de su convento.

—Gravísima falta es ella —dijo el prelado—, pero calculo que si no es más que eso, fácilmente podré conseguir lo que deseáis, a condición de que hayan pasado las cosas tales como me las habéis referido.

—Para no engañar a Su Señoría Ilustrísima —dijo Teodoro— debo advertirle que la dicha monja tuvo un novio.

—¡Ah! Entonces ya la cosa es más seria.

—También es preciso contarle a Su Señoría, que la dicha monja contrajo matrimonio con el tal novio.

—¡Oh! Entonces la cosa es grave.

—Y finalmente —dijo Teodoro— sabrá Vuestra Señoría Ilustrísima cómo el tal novio llegó a sacar armas contra los ministros del Santo Oficio para impedirle en una vez que prendiesen a la monja.

—Vamos, el caso es sumamente grave. Sin embargo, no hay que desesperarse que, aun supuesto todo eso, poca culpa deben tener en ello vuestras mujeres. ¿Cuánto tiempo hace que están presas?

—Desde la víspera del día del tumulto.

—¿Y cómo se llama esa monja y ese amante?

—La monja —dijo Martín— es sor Blanca, la hermana de don Pedro de Mejía, y el amante don César de Villaclara.

«¡Ah! —pensó el arzobispo—, conozco esta historia perfectamente, es la que me refirió Luisa la mujer de don Melchor, y la misma que yo denuncié al inquisidor mayor. Creo que no me costará trabajo dar gusto a estos hombres», y luego dirigiéndose a ellos, les dijo:

—¿Cómo se llaman esas muchachas presas?

—María, una muda que es mi mujer, y Servia, la esposa de Teodoro.

—Bien —dijo el arzobispo, apuntando los nombres—, esta noche hablaré con el señor inquisidor mayor y mañana me veréis temprano. Creo que todo se conseguirá.

Martín y Teodoro se levantaron y se retiraron llenos de esperanza.

El arzobispo se preparaba en la noche para salir en busca del inquisidor mayor don Juan Gutiérrez Flores, cuando éste se hizo anunciar en el arzobispado.

El prelado vio como milagrosa su venida, saludáronse cortésmente, y el arzobispo entró en materia temeroso de que alguien llegase a interrumpirle.

—En busca de Su Señoría —dijo el prelado— iba a salir en estos momentos, que le necesito a Su Señoría para el empeño de unos mis servidores, a quienes trato de favorecer en un negocio.

—Su Ilustrísima debe estar satisfecho —contestó el inquisidor— que es para mí buena ocasión toda la que sea de servirle.

—Se trata —dijo el arzobispo— de suplicar a Su Señoría, en favor de dos jóvenes, negra una y muda la otra, que según he sabido por sus maridos están en las cárceles del Santo Oficio por haber dado asilo a sor Blanca, la monja prófuga del convento de Santa Teresa.

—¿Y qué deseaba Su Ilustrísima respecto de esas dos mujeres?

—Aun cuando yo no las conozco, pero hanme servido muy bien sus maridos y con verdadero riesgo de sus vidas, que son ellos quienes positivamente han sostenido a la Iglesia contra los desmanes del marqués de Gelves.

—Méritos grandes, en verdad —contestó hipócritamente el inquisidor—, y en cuanto valga mi humilde persona con Su Majestad, que Dios guarde, me empeñaré, si así lo dispone Su Señoría Ilustrísima, porque a esos dos hombres se les premie como merecen, pero respecto a las mujeres, aunque de riguroso secreto son las causas que están sometidas a nuestro conocimiento, por respeto y atención al carácter de Su Señoría Ilustrísima, le descubriré que no es tan sencilla la acusación que pesa sobre esas dos mujeres.

—¿De qué se las acusa, pues?

—En cuanto a la negrilla, es seguro que no sólo prestó auxilio a la llamada sor Blanca, sino que ha sido el principal agente y cómplice en el sacrilego matrimonio que celebró ella con don César de Villaclara; de tal manera que esa consideración sola podrá convencer a Su Ilustrísima de que no es fácil, aunque se deseara, concederle su libertad. En cuanto a la otra, es decir la muda, ésa sí, efectivamente, no hizo sino dar entrada en su casa a sor Blanca sin conocer sus antecedentes y ya después de celebrado el matrimonio sacrílego.

El arzobispo pensó que, supuesto que la muda era la esposa de Martín, que era por quien abrigaba verdadero interés, y ya que no podía sacar a las dos de las garras del Santo Oficio, por contento debería darse si conseguía la libertad siquiera de una, y así determinó dejar a Servia que corriese la suerte que Dios le deparara y hacer todo el esfuerzo posible en favor de María.

—Pues siendo así como dice Su Señoría —dijo— creo que la pobre muda puede muy pronto ser dada libre.

—Lo sería, en efecto, pero hay que advertir que la tal muda ha sido denunciada ante el Santo Oficio como hechicera.

—¿Como hechicera? ¿Pero de dónde pueden inferirlo?

—Viósela de muy joven amansar y tratar con suma confianza serpientes y otros animales venenosos.

—Lo cual no prueba maleficio de ninguna especie, que las serpientes son fáciles de amansar por artes naturales, por ejemplo con el canto y la música; recuerde Su Señoría que dice Petronio: «Hircanique tigres», etcétera, y Virgilio en la Égloga octava, «Frigidos impratis cantando», etcétera. Lucano en su Farsalia, libro sexto, dice: «Humanoque cadit serpens», etcétera; y finalmente, Silio Itálico ha dicho: «Serpentes dico exarmare veneno».

—En verdad que Su Ilustrísima tiene razón, pero autores son esos profanos cuyas doctrinas no pueden valer en la Iglesia. La muda por su propio defecto no puede haber cantado a las serpientes, y el encantamiento y mansedumbre de estos animales debe tenerse siempre por sospechoso, como se infiere de lo que enseña el gran padre San Agustín en el libro 11 In Genesis, capítulo 28. Jeremías en el capítulo octavo dice aquellas célebres palabras: «Yo os enviaré serpientes, basiliscos, contra los cuales no valdrán los encantamientos», y el Salmo LVII expresa: «Que hay una que no escuchó la voz de los encantadores». Todo esto es una robustísima prueba de que el comercio con esta clase de animales, indica el ejercicio de artes reprobadas por la religión, como juzga muy bien el sabio Martín del Río en su libro sexto de las Artes mágicas.

—Efectivamente que puede ser sospechosa esa conducta de la muda, pero quizá sin conocimiento de causa ejercería tales actos, siendo por ellos inculpable, y esto puede saberse por las declaraciones que de ella hayan podido conseguirse.

—Ningunas declaraciones se han obtenido hasta hoy; que a ella nada se le ha podido sacar, y por razón de su misma enfermedad no se le ha aplicado el tormento que, conforme a las doctrinas de Chirlando Carerio y del maestro Antonio Gómez, citados por el licenciado don Francisco de Torreblanca y Villalpando, a los mudos no puede ni aplicárseles el tormento, ni aun aterrorizarles; de manera que nada ha podido conseguirse en este punto.

—Crea Su Señoría que tengo para mí que quizá sea esta pobre muda más bien víctima de alguna ilusión, que verdaderamente culpable, que ya Su Señoría sabe a cuánta discusión y argumento ha dado lugar aquel párrafo del Concilio de Ancira, en el capítulo 26, cuestión 5.a, en que casi se declara que estos delitos de magia, más son sueños e ilusiones del demonio que consistencia de verdad y materia de juicio, y está condenado por el mismo Concilio y refutado por Alciato en el libro octavo, capítulo 22.

—No puedo condescender con la opinión de Usía Ilustrísima, porque aun confesando que el tal capítulo citado fuera del Concilio de Ancira, sólo habla de algunas mujeres ilusas, y éstas también deben ser castigadas con el mismo rigor, de manera que la pena se les aplicará no porque corporalmente hayan tenido tratos con el demonio, que el Santo Oficio «está convencido muchas veces de que no lo han tenido, sino porque han creído tenerlo y han gozado con esta creencia».

El arzobispo comprendió que nada podría obtener y varió la materia de la conversación, persuadido firmemente de que era más fácil sacar una ánima del Purgatorio que un acusado de las garras del Santo Oficio.

VIII. De lo que pasó en las cárceles del Santo Oficio

En las celdillas de la cárcel de la Inquisición se encerraban siempre uno o dos presos, cuidando de que fuesen de aquellos cuyos delitos tuvieran alguna semejanza.

Luisa fue introducida a un calabozo, en uno de cuyos ángulos observó a una mujer acostada que se quejaba dolorosamente.

Al principio su situación no le permitió pensar más que en sí misma. Apartada del mundo vio lentamente y de un modo tan inexplicable, y para ella tan maravilloso, que era muy natural que si en aquello intervenía algo de encantamiento o hechicería tuviera necesariamente que venir a desenlazarse todo en el Tribunal de la Fe; pero ella se consideraba víctima inocente. ¿Por qué se la trataba allí como a culpable? Esto era lo que tampoco podía llegar a comprender, y en aquellos momentos, la mujer perdida que sólo había pensado en saciar todas sus pasiones, se acordó de Dios, se volvió creyente y cayó de rodillas, sollozando en el ángulo opuesto del calabozo al que ocupaba la mujer que se quejaba dolorosamente.

Más de una hora permaneció Luisa con la cara cubierta con sus manos orando y llorando al mismo tiempo, y dejando correr al través de sus dedos el torrente de lágrimas que brotaba de sus ojos.

Un gemido más fuerte y más agudo la sacó de aquella situación. Volvió la cara y vio a la pobre mujer que, dando señales de sufrir horriblemente, procuraba incorporarse en el húmedo lecho de paja para tomar un jarro de agua que estaba cerca de ella.

Luisa, en medio de sus sufrimientos, se había vuelto caritativa.

¡El corazón más empedernido se ablanda con el dolor y con la desgracia!

La caridad es la flor que brota en el corazón llagado por los pesares; donde ya ningún humano sentimiento ha dejado el fuego de la desgracia, viene la caridad a cubrir las heridas, como la yerba que brota sobre el campo arrasado por una tormenta.

Luisa se levantó precipitadamente para auxiliar a la pobre enferma.

Aquella mujer estaba devorada por la fiebre. Debajo del sucio y roto lienzo que le servía de abrigo, descubría un brazo blanco y torneado, pero lleno de manchas moradas, azules, cárdenas y rojas, y de escaras sangrientas o negras.

Luisa se horrorizó al mirar aquel brazo; sin que nadie se lo dijera comprendió que aquella desgraciada había sufrido el tormento, y se estremeció de pavor considerando que quizá aquella misma suerte le estaba preparada.

—¿Queréis agua? —le preguntó arrodillándose a su lado.

—Sí —murmuró penosamente la enferma abriendo apenas los ojos.

Luisa la sostuvo con una mano mientras que con la otra tomó la pequeña vasija que contenía el agua, y la levantó para darle a beber.

Entonces aumentó más su horror y al mismo tiempo su compasión; los labios de la enferma estaban hinchados y abiertos por muchas partes; en su rostro se conservaban aún señales de sangre que había corrido sobre él; quiso tomar el agua y Luisa observó que algunos de sus dientes estaban rotos, y que su lengua estaba herida y comenzaba a hincharse.

Poco a poco y con trabajo aquella desgraciada pudo beber algunos tragos, movió después la cabeza y Luisa, dejando la vasija en el suelo, volvió a acostarla con tanta delicadeza como podía haberlo hecho una madre con un hijo enfermo. La cubrió cuidadosamente, se quedó contemplándola por un instante, y volvió a llorar, pero aquellas lágrimas eran ya de compasión.

Era la primera vez que el corazón corrompido de la esclava de don José de Abalabide, sentía la inspiración de ese santo dolor que hace llorar al hombre sobre las desgracias de sus semejantes.

Aquellas primeras lágrimas eran precursoras de una redención; aquella alma comenzaba a purificarse en el martirio.

Sonó la cerradura de la puerta del calabozo y Luisa tembló, era seguramente a ella a quien venían a buscar.

Tres hombres enteramente cubiertos con sus capuchones penetraron al calabozo, y Luisa se refugió en uno de los ángulos.

Uno de los hombres llevaba una linterna, los otros dos algunas piezas de ropa de mujer.

—Vamos, negra —dijo con desprecio el del farol—, aquí están estos trapos para que te quites esas indecentes ropas de hombre, que ya verás lo que te van a costar.

—Bueno, dejádmelas ahí —contestó Luisa temblando—, que yo me mudaré dentro de un momento.

—¿Cómo se entiende? —dijo el del farol—; cambiarás ahora mismo el traje, que no estás aquí para hacer tu voluntad.

—¿Pero delante de vosotros? —dijo Luisa casi indignada de lo que se atrevían a proponerle.

—Vaya, y por qué no, bonitos remilgos son ésos para una negra hechicera; mujeres hermosas de veras han tenido que quedarse delante de nosotros completamente desnudas, y si no, pregúntale a esa buena moza que duerme en aquel rincón. Conque vete acostumbrando, que pronto te llegará la hora del tormento y no andarás con esas niñerías.

—¡Dios mío! ¿Que me darán tormento? ¿Por qué? ¿Yo qué he hecho?

—Yo no sé, ni venimos aquí a explicaciones. ¿Te desnudas o no?

—¿Pero cómo…?

—Cambiadle la ropa —dijo el del farol a los que le acompañaban.

Los dos asieron a Luisa de los brazos.

—No, por Dios, dejadme. Yo me vestiré sola —gritó Luisa.

La enferma alzó la cabeza y dijo con una angustia profunda.

—¿Qué? Otra vez el tormento, yo diré, yo diré todo, pero que no me vuelvan a atormentar.

—Cállate, bruja —dijo bruscamente el carcelero—, miren a la monja casada cómo escarmentó.

La enferma había vuelto a acostarse.

Luisa se desnudaba precipitadamente y recibía en cambio de sus ropas de hombre otras de mujer, viejas y maltratadas.

Una camisa y unas enaguas de manta, un vestido de vellorí pardo y un justillo semejante, viejos y llenos de agujeros, que no eran, ni con mucho, de las medidas de su cuerpo.

—Vaya —dijo el carcelero—, ni mandada hacer está la ropa, era de una bruja que mandó quemar el Santo Oficio en el último auto de fe. A ver si a ti te toca la misma suerte.

Luisa se estremeció y el carcelero después de aquella infernal chanzoneta, salió con sus compañeros, cerrando el calabozo y dejando a Luisa más aterrada que antes.

Con el vestido que la habían dado no traía calzado y hacía mucho tiempo que ella no había andado descalza; sus pies se habían vuelto delicados, y el piso frío, disparejo y húmedo del calabozo, comenzó a molestarla, pero no había remedio, era preciso acostumbrarse. La idea del tormento y de la hoguera no se apartaban un momento de su imaginación, y naturalmente al pensar en el tormento, pensaba en la mujer que gemía en su calabozo; y al pensar en la hoguera, recordaba a la desgraciada que había llevado el vestido que ahora le servía de abrigo.

«Debe ser una cosa horrible la hoguera —pensaba Luisa—, el fuego, el humo, ardores espantosos, sofocación… ¡Dios mío! ¡Dios mío! Qué dichosos deben ser los que no mueren en la hoguera. ¡Jesús! Qué miedo tengo, qué pavor; y luego el tormento… ¿Cómo será? ¿Qué le harán a uno? Deben sentirse cosas horrorosas. ¡Ay! ¿Qué haré yo, qué haré para que no me vayan a atormentar? ¿Confesaré todo? ¿Pero qué? Si no he sabido lo que me pasa, si no tengo que confesar y entonces no me creerán y me atormentarán. ¿Qué haré, qué haré? ¡Oh! Le preguntaré a esa mujer, quizá ella sabrá, quizá podrá aconsejarme; me dirá al menos lo que se siente. Veremos, porque es tan horrible lo desconocido…, ¿qué será muy grande el dolor? ¿Podré yo resistirlo? A ver probaré, probaré…».

Y Luisa tomaba una de sus manos con la otra y procuraba torcérselas hasta causarse dolor, para probar su sufrimiento, pero la dejó caer tristemente exclamando:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! Soy muy débil y muy cobarde para el dolor. Mándame la muerte antes que el tormento y que la hoguera.

La enferma, devorada por la ardiente sed de la calentura, volvía a incorporarse en su lecho, para buscar agua.

Luisa quiso aprovechar aquel momento para hablarla, y después de darle el agua, le dijo dulcemente:

—¿Cómo os llamáis, señora? ¿Por qué estáis aquí?

La enferma abrió los ojos y miró a Luisa largo rato, casi sin pestañear, pero sin contestarle tampoco.

Luisa volvió a repetir su pregunta.

Entonces la enferma le contestó penosamente:

—Yo no sé nada, nada, nada más, que lo que os he dicho.

—Volved en vos, señora. Es una voz amiga la que os habla. ¿Cómo os llamáis? ¿Por qué estáis aquí? ¿Por qué os dieron tormento?

—¡Tormento! —repitió la enferma estremeciéndose y enderezándose con una rapidez increíble en el estado de postración en que se encontraba—, ¡tormento! ¡Tormento! No, yo os diré todo, todo lo confesaré.

«Espantoso debe ser el tormento», pensó Luisa.

—Tengo sed —dijo la enferma— dadme de beber y hablaré.

Luisa volvió a darle agua, y antes de acabar de beber apartó la boca del jarro y dijo con una voz que parecía salir de su corazón:

—Yo soy doña Blanca de Mejía —y cayó desmayada.

—¡Doña Blanca! —gritó Luisa, dejando caer en el suelo la vasija del agua, que se hizo mil pedazos—, conque es decir ¿que yo soy la causa de las desgracias de esta mujer? ¿Conque estoy encerrada aquí, al lado de la víctima de mi denuncia, y mirando en ella los tormentos que me esperan? ¡Dios mío! ¿Cómo puedo esperar compasión si aún está vivo mi delito? ¡Oh! Yo no sabía lo que era un remordimiento, y es peor, sí, es peor que todos los tormentos de la Inquisición.

—¡Ah! —dijo arrodillándose cerca de Blanca y tomando una de sus manos—, perdóname, perdóname, pobre criatura ¡cuánto te he hecho padecer! Yo he sido una pantera, pero me arrepiento. ¡Dios mío! Me arrepiento, quisiera mil veces sufrir lo que sufre esta desgraciada, primero que haber cometido los crímenes que llevo sobre mi conciencia. ¡Jesús, y qué negra está la noche de mi conciencia, y cuántos cadáveres he regado en mi camino! Don José de Abalabide, don Manuel de la Sosa, los esclavos ajusticiados en la Pascua… Quizá por eso Dios me ha castigado y mi color se ha vuelto negro…

—Agua, agua, que me ahogo, que me abraso —dijo doña Blanca volviendo en sí— agua.

—¿Agua? —dijo Luisa—, ¿agua? Y yo he roto la vasija en que estaba. ¿Conque yo he de atormentar a esta infeliz en todas partes?

—Agua —decía Blanca—, agua.

Luisa como una loca se lanzó a la puerta del calabozo y comenzó a golpear con las manos furiosamente, pero el ruido que sus manos delicadas producían sobre aquella maciza puerta se escuchaba apenas dentro del mismo calabozo.

Blanca volvió a quedar en silencio, y Luisa, con las manos hechas pedazos, cayó de rodillas junto a la misma puerta.

IX. En donde se verá que hubo un mitin en el año del Señor de 1624

El De Gelves permanecía retraído en San Francisco, y más podría decirse prisionero que libre. La Audiencia tenía destinados trescientos hombres sólo para la guarda del convento, y nadie podía hablar con el virrey, y cuanto él escribía era leído por los oidores.

La Audiencia no le permitía salir de la Nueva España, como él pretendía, para ir a la corte y presentarse al rey, y aunque reclamaba que de no permitírsele la salida se le volviese el gobierno de la Colonia, los oidores se negaban a todo tenazmente con palabras y comunicaciones altaneras y poco corteses.

El De Gelves se valió, como para intermediarios de aquella negociación, de su confesor el guardián de San Francisco y del inquisidor mayor, don Juan Gutiérrez Flores; pero nada pudieron éstos conseguir y sólo obtuvieron por única respuesta «que la Audiencia esperaba la resolución de Su Majestad, a quien había enviado ya en comisión a uno de los regidores de la ciudad de México».

Sin embargo, los oidores comenzaron a temer lo que se diría en España de que ellos retuviesen tan violentamente el gobierno, e hicieron correr la voz de que iban a entregárselo otra vez al De Gelves.

Como era natural, conocido el rigor y la severidad del marqués, todos los comprometidos en el tumulto comenzaron a temer, y volvió la alarma en la ciudad y volvieron los gritos sediciosos y los preparativos para otra nueva tempestad. Esto era precisamente lo que deseaba la Audiencia, que determinó llamar a una gran junta a todas las autoridades civiles y eclesiásticas, y a todas las personas notables de la ciudad, con el objeto de consultarles el caso, seguros, como estaban los oidores, de que todos habían de opinar porque no se volviese el gobierno al De Gelves sino que lo conservase la Audiencia hasta la definitiva resolución de Su Majestad.

El día destinado para la gran reunión llegó por fin. Los oidores esperaban ya en su sala de audiencia, y poco a poco comenzaron a llegar los invitados.

Alcaldes, regidores, clérigos, frailes, abogados, comerciantes, en fin, gentes de todas clases y estados; aquello era una torre de Babel, era una inmensa confusión, todos hablaban, todos discutían entre sí y nadie llegaba a entenderse.

Don Pedro de Vergara presidía aquella reunión y no lograba poner orden en la multitud.

Hablaron los oidores explicando el objeto de la reunión y pidiendo parecer a los circunstantes; tomaron la palabra algunos padres graves, nadie les escuchó, y terminó todo con decir que todos habían aconsejado a la Audiencia que retuviese el gobierno de la Nueva España para evitar mayores desórdenes y escándalos.

La reunión se disolvió, volviéndose, sin duda, cada uno tan enterado de lo acontecido como si nada hubiera pasado.

Los amigos mismos del De Gelves fueron invitados a asistir, porque los oidores comprendían que no podían oponerse y que pasarían como aprobando la conducta de la Audiencia. Por esto los amigos del marqués se vieron, más que nadie, comprometidos a presentarse.

Don Pedro de Mejía no faltó. El viento no soplaba ya del lado del virrey, y era preciso que él comenzara a ver por dónde se acomodaba: siempre en política ha habido esta clase de hombres, que están, como ellos mismos dicen, «al sol que nace».

Por el éxito de aquella reunión podía conocerse que en muchos meses el De Gelves no podría salir de San Francisco, y si de tantas personas principales iban a España informes, mal debía salir la causa del virrey.

La reunión se disolvió y todos comenzaron a retirarse.

Mejía, con el pretexto de despedirse, quiso hacerse notar por el licenciado Vergara.

—Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años.

—Adiós, mi señor don Pedro. ¿Os retiráis?

—Hase acabado la junta, y sólo esperaba despedirme de Vuestra Excelencia.

—Muy bien, ¿pero qué nuevos lunares tenéis sobre la ceja?

—Son unas gotas de pintura —contestó imprudentemente Mejía.

—Pintura muy negra debe ser y muy fírme, porque supongo que no os ha caído en estos momentos.

—No, señor, aunque sí hace pocos días, dos o tres después del tumulto.

«Es extraño» —pensó el licenciado Gaviria comenzando a sospechar, y luego queriendo inquirir más, dijo distraídamente—: ¿y qué pintabais?

—¡Um! —contestó como sorprendido Mejía—, una mesa, una mesa…

Vergara, acostumbrado a tratar a los criminales y a formar procesos desde su juventud, adivinó una historia en la turbación de Mejía que venía a ayudar sus sospechas, y variando repentinamente de tema de conversación y como si estuviera, no despidiéndose de Mejía, sino departiendo con él en su aposento y con la mayor tranquilidad, le preguntó:

—¿Y no habéis sabido vos, don Pedro, lo que aconteció a Luisa, la mujer de don Melchor Pérez de Varais?

Mejía se puso encendido, cruzó por su cerebro la idea de que el licenciado Vergara lo sabía todo, y se turbó completamente.

—No, señor, no —balbució, y luego agregó queriendo cortar la conversación—: si Vuestra Excelencia no manda algo, me retiro, que tengo muy grandes ocupaciones.

—No, señor don Pedro, puede Vuestra Señoría retirarse.

Mejía se retiró, y el licenciado Vergara se quedó pensando:

«O mi larga práctica forense ha sido inútil, o como haber Dios que he dado con el hilo en el negocio de la mujer de don Melchor, y este don Pedro no está en todo de lo más inocente. Lástima que se haya ido ya don Melchor, él podría saber qué motivos haya. ¿Sería una venganza…? ¿Por qué? Quizá por sus trabajos en contra del marqués, que este don Pedro era muy su amigo. Veremos, veremos, si no puede ser hoy, mañana iré a ver al inquisidor don Juan Gutiérrez Flores que conoce de este negocio».

El licenciado Vergara se había engolfado tanto en sus pensamientos, que ni contestaba las ceremoniosas caravanas que le hacían los que se iban retirando, y siguiera así a no haberle llamado la atención el doctor Galdos de Valencia que estaba cerca tocándole en la mano.

—Muy distraído está Vuestra Excelencia —dijo el doctor.

—Sí que lo estaba —contestó el licenciado—, pero ya os hablaré de esto en que pensaba, que es un curioso caso de derecho.

—¿De qué se trata?

—Aún no es tiempo de que os lo refiera; más adelante, más adelante.

La sala estaba completamente despejada y los oidores se encerraron para acordar entre sí.

Entretanto, había comenzado en el Santo Oficio el juicio de don César de Villaclara.

Don César, acusado de haber contraído matrimonio con una religiosa y a sabiendas, era naturalmente culpable, para la Inquisición, de sacrilegio por el matrimonio, y de herejía, porque, según los sabios autores que se consultaban en aquellos tiempos, el matrimonio de un religioso o religiosa profesos envolvía el desprecio de los votos, y esto importaba un desprecio a Dios y, por consiguiente, una herejía.

La cosa era tan clara como la luz del día, al menos para los consultores del Santo Oficio.

Don César fue llamado a dar su declaración, y con el mismo aparato que siempre, se le tomó juramento y se comenzó el interrogatorio.

Joven, orgulloso, valiente y además enamorado, don César era incapaz, por temor, de decir una mentira, ni aun en presencia de la Inquisición; y a la primera pregunta confesó que se había casado con Blanca, que sabía cuando lo hizo que era religiosa profesa y que la amaba aún.

—¿Y no sabíais —le dijo el inquisidor— lo feo de vuestro delito y las terribles consecuencias que podía traeros?

—Lo sabía —contestó don César.

—¿Y así insistíais en él?

—Así.

—Cuando de tanta obcecación hacéis gala, quizá os hayan dado algún filtro para turbar vuestra razón.

—Estoy cierto de que nada me han dado, ¿y quién podría haber hecho semejante cosa?

—La misma sor Blanca.

—Ella, ¡ah!, no la conocéis. Tan pura, tan cándida, incapaz de hacer mal a nadie; si ella ha caído en esta profunda desgracia, nadie sino yo tiene la culpa, nadie sino yo merezco el castigo.

—Y sin embargo, joven —dijo bondadosamente el inquisidor—, vuestra misma exaltación, y vuestro ardor prueban que nada tiene de natural vuestra pasión; y cosa es más segura para quien tiene antecedentes contrarios a lo que decís.

—¿Contrarios, señor, y por qué?

—Sí, porque sor Blanca ha confesado tener pacto explícito con el demonio.

—¡Jesús! —exclamó espantado don César—, ¿ella pacto con el demonio? ¿Ella tan buena? ¡Imposible! No lo creáis.

—Mirad vuestra obstinación. Sor Blanca lo ha confesado todo en el tormento.

—¡Oh! ¿La habéis atormentado? —dijo don César como fuera de sí, al considerar que Blanca había sido atormentada por los inquisidores—; ¿la habéis atormentado? Sois unos tigres, unos infames, y así es preciso, habrá dicho cuanto vos hayáis querido, infames…

El inquisidor y el escribano estaban solos con don César, y aunque ellos eran dos y el reo tenía esposas de fierro en las manos, sin embargo, el lance les comenzó a parecer comprometido, porque don César estaba como un furioso.

El inquisidor agitó la campanilla violentamente y los carceleros se presentaron.

—Llevad a ese reo a su calabozo —dijo el inquisidor.

Dos carceleros se apoderaron de don César, que había caído en una profunda meditación después del acceso de furia, y sin que él dijera una palabra lo condujeron a su calabozo.

Los carceleros recibieron orden de conducir a Luisa ante el inquisidor.

X. Salvarse en una tabla

Luisa quedó casi desmayada junto a la puerta del calabozo. Con el silencio que allí reinaba podía escucharse su débil respirar, y la respiración agitada y penosa de doña Blanca.

Así permanecieron largo tiempo las dos, hasta que el ruido de la llave que entraba en la cerradura hizo volver en sí a Luisa, que se levantó precipitadamente. Los carceleros le causaban horror, hubiera preferido morir a sentirse tocada por ellos.

Se abrió la puerta y dos familiares cubiertos con sus capuchas, penetraron en el calabozo.

—La llamada Luisa —dijo uno de ellos.

—Señor —contestó Luisa temblando.

—Síganos.

—¿Adónde?

—No le importa; obedezca.

Luisa siguió sin replicar más a sus guardianes, no sin volver el rostro tristemente hacia el rincón en que estaba la pobre sor Blanca; quizá no volvería a verla.

En aquel momento recordó que la pobre no tenía agua y que por razón de la fiebre que la devoraba debía de tener una sed intensa; olvidó por un instante el pavor que le causaban los carceleros y se detuvo antes de salir del calabozo.

—¿Qué sucede? —preguntó uno de los hombres.

—Que esta pobre señora no tiene agua y se muere de sed.

—Que se muera, a ella le importa sólo; deje de cuidar vidas ajenas.

—Pero mirad que está muy enferma.

—Vamos —contestó bruscamente uno de los hombres.

—Agua, agua —murmuró débilmente Blanca.

—¿Lo oís? —dijo Luisa—, dadle agua, está enferma.

Sin contestarle volvieron los carceleros a cerrar la puerta del calabozo, y llevaron a Luisa al través de largos y oscuros callejones hasta la sala de audiencia, en que esperaban el inquisidor y el escribano.

Luisa estaba más espantada ante el aparato de aquella sala que en el interior de su negro calabozo; algo de terriblemente siniestro veía en aquellos rostros fríos y severos; aquéllos eran para ella algo más que hombres: comprendía instintivamente que en aquellos corazones se embotaría la súplica y el llanto, que no tema esperanza sino en Dios.

Como siempre, el nombre de Dios y la señal de la cruz fueron el principio del interrogatorio.

Luisa pensó que si el tormento era para arrancar la confesión, ella debía confesarlo todo para huir del tormento, aunque tuviese segura la muerte; que la misma muerte le parecía dulce después de haber visto el estado que guardaba sor Blanca.

Sin vacilar, sin turbarse, Luisa refirió toda su historia al inquisidor, no omitiendo ni el menor detalle ni la más pequeña circunstancia; pero cuando llegó al cambio de su color, a los acontecimientos que precedieron inmediatamente a ese cambio, no pudo explicar nada, porque ella misma no los comprendía.

El inquisidor escuchó atentamente la relación de aquella vida tan extrañamente tejida entre los crímenes y los placeres, y con su natural desconfianza y suspicacia, no quiso creer ni por un momento en que Luisa no tenía parte en su transformación.

—Supuesto que habéis confesado —la dijo— todos vuestros crímenes, ¿por qué os detenéis? ¿Cómo no decís también el diabólico artificio de que os habéis valido para cambiar el color de vuestra piel, con objeto, sin duda, de engañar al mundo y libertaros de la justicia o tener más facilidad de seguir en el camino de vuestras maldades?

—Señor, juro a Su Señoría, por Dios y por su Santísima Madre, que ignoro cómo ha pasado esto, que ha sido obra sin duda de mis enemigos, o castigo de su Divina Majestad.

—No pretenda engañar con falsos juramentos, declare la verdad, y mire que ello le importa más de lo que cree.

—Señor, cuanto tengo dicho es la verdad, nada sé; si he declarado cosas que pueden costarme la vida, ¿por qué había de ocultar eso que no sería por cierto el peor delito de los que yo hubiera cometido?

—¿Insiste en no decir la verdad?

—La verdad he dicho, señor.

—Entonces, a vuestra obstinación culpad si se os sujeta por este santo Tribunal a cuestión de tormento.

—¡Oh, no señor! —dijo Luisa cayendo de rodillas—; no, por Dios, no me atormentéis, no, yo sé lo que es el tormento, ¿pero qué puedo deciros allí, señor, por más que me hagáis pedazos mi cuerpo, si nada más sé, y lo más que conseguiréis será que os diga una mentira?

—¡Una mentira! —exclamó furioso el inquisidor—, esta mujer se burla del Santo Oficio; a ver, llevadla a la sala del tormento.

Al sonido de la campanilla, dos carceleros se presentaron y se apoderaron de Luisa.

—¡Perdón! Señor, no quise decir lo que vos entendisteis, perdón…

Pero sin escuchar sus quejas la arrastraron fuera de la sala de audiencia, por la puerta que daba entrada a la sala del tormento.

En el momento en que desapareció Luisa, el inquisidor quedó tan sereno como si nada hubiera pasado y el escribano, con la misma impasibilidad, siguió dando cuenta con otra causa.

Llamaron a la puerta suavemente y luego un portero se presentó anunciando que Su Excelencia el señor licenciado don Pedro de Vergara Gaviria deseaba hablar con el señor inquisidor general.

—Que pase Su Excelencia —dijo el inquisidor.

—¿Me retiro? —preguntó el escribano.

—No, que ser debe algún negocio de los que median entre la Audiencia y el marqués de Gelves, que no pueden tener el carácter de secretos.

Don Pedro de Vergara entró y el inquisidor le hizo sentar a su lado.

—Si el negocio de que quiere Vuestra Excelencia que hablemos es secreto, puede retirarse el señor escribano —dijo el inquisidor.

—No —contestó don Pedro—, que de autos debe constar el asunto que traigo, y que sin duda va a pareceros muy extraño.

—Dígame Vuestra Excelencia.

—¿Recuerda Su Señoría, la negrita de que venimos a hablarle don Melchor Pérez de Varais y yo, y que fue remitida por mí a este Santo Tribunal?

—La tengo tan presente que en este momento acabo de recibir su declaración.

—¿Y dijo algo respecto al cambio de su color?

—Permitiéndome Vuestra Excelencia que no le refiera pormenorizadamente su declaración, sólo le diré que respecto a ese punto permanece en el más obstinado silencio.

—¿Pero cómo lo explica?

—Nada dice, protesta su ignorancia, y ni reflexiones ni amenazas pueden nada con ella; y dice a todo que nada sabe, que será obra tal vez de sus enemigos.

—Puede que tenga razón.

—Cómo, ¿sabe algo Vuestra Excelencia?

—Un indicio que para otro cualquiera que no tuviese la práctica que yo en los negocios, sería insignificante, a mí me ha impresionado de tal modo que vengo a comunicároslo a vos que sois el juez y podéis tener antecedentes del caso.

—¿Pues qué ha sabido Vuestra Excelencia?

—Escuche Su Señoría. En la mañana de hoy celebróse junta para consultar los anónimos de las principales personas y corporaciones de esta ciudad, y para conocer su disposición respecto a la vuelta del marqués de Gelves al gobierno, junta a la que tuve el honor de invitar a Su Señoría…

—Mis graves ocupaciones me privaron de asistir…

—Está bien, pero en esa junta, ocasión tuve de hablar con don Pedro de Mejía, persona de gran caudal y amigo íntimo y favorito del De Gelves.

—Le conozco —dijo el inquisidor, comenzando a interesarse en el relato del licenciado por lo que Luisa le acababa de referir.

—Pues como os iba diciendo, hablé a este don Pedro, y le advertí sobre una de las cejas, no sé si sobre la izquierda o la derecha, tres manchas o lunares negros que no le había yo visto nunca; tuve la indiscreción de preguntarle qué cosa era aquello, y me contestó sencillamente que era una pintura. Como estaba yo preocupado con la historia de la negrilla, no sé por qué, pero cruzó por mi alma la sospecha de que aquellas manchas tenían algo que ver con esta historia, y variando de conversación repentinamente, preguntóle si sabía de Luisa, la esposa de don Melchor Pérez de Varais. Tal fue la turbación que noté entonces en su semblante, que mis sospechas se convirtieron en certidumbre, y no lo dudéis, esa señora ha sido víctima de un crimen. Si esas manchas no han podido borrarse de la frente de ese hombre, la tinta que las produjo debe ser muy firme, capaz de cambiar el color de una persona en donde quiera que se la aplique, y Luisa puede haber sido de alguna manera privada del sentido y desfigurada de ese modo; y don Pedro, si no ejecutó la operación, debe, por lo menos, haberla presenciado. ¿No parecen racionales a Su Señoría estas inducciones?

—Verdaderamente Vuestra Excelencia me da en qué pensar, porque yo tengo mis razones para pensar que don Pedro de Mejía esperaba un momento para vengarse de esa mujer.

—Como que fue esta señora una de las personas que más activa parte ha tomado contra el De Gelves, amigo y protector de Mejía como sabéis.

El inquisidor no contestó, estaba pensativo; por fin, después de un rato de silencio, dijo al licenciado Vergara.

—¿Sabe Vuestra Excelencia que la ocasión de salir de nuestras dudas no puede tardar?

—¿Por qué?

—Don Pedro de Mejía está citado para venir aquí a tratar de negocios relativos a su hermana Blanca que está presa en las cárceles del Santo Oficio.

—¿Y a qué hora?

—No tardará, si es que aún no viene, y le haremos entrar, y entonces no creo muy difícil que deje de arrancársele el secreto, si existe verdaderamente. Veremos.

El inquisidor agitó la campanilla.

—Que si ha llegado don Pedro de Mejía pase a esta sala —dijo a un portero que se presentó—; y vos, señor escribano, salid, pero no os alejéis que podemos necesitaros.

Don Pedro de Mejía entró a pocos momentos y el escribano se retiró.

Mejía fue recibido con mucho agrado.

—Os he hecho venir —dijo el inquisidor— que hablaros necesito acerca de la causa de vuestra hermana, presa en las cárceles de este Tribunal.

—Y aquí me tiene Su Señoría.

—Supongo que sabréis que esa señora está convicta y confesa del delito de sacrilego matrimonio, de herejía y de pacto explícito con el diablo.

—Su Señoría me lo dice.

—Y que como es natural, tenga que sufrir la última pena.

—El Santo Tribunal de la Fe sabe lo que hace, y mi hermana (que por desgracia lo es), culparse debe a sí de lo que le acontezca, que yo ponerla he procurado siempre en el buen camino.

—Es verdad, pero en obsequio vuestro he querido llamaros, porque siempre en una familia, grave cosa es y dura para la descendencia, tener una persona que haya sido ajusticiada públicamente por un delito.

—Pena es ésa que no me ha dejado descansar hace muchos días y que diera algo por quitármela de encima.

—Doña Blanca, vuestra hermana, podría muy bien ser ejecutada dentro de las mismas cárceles, excusándose el bochorno de verla salir en el auto general de fe; pero esto demandaría costas y gastos que deseaba yo saber si vos abonaríais, porque el Santo Oficio no puede hacerlos hoy.

—Su Señoría dispone de mi hacienda, y no tiene sino que decirme el monto total, que satisfaré luego y antes que ver el nombre de mi familia con semejante mancha.

—Muy bien, y ahora que decís mancha, permitidme que os pregunte: ¿ésas que tenéis sobre la ceja, son naturales?

Tentado estuvo don Pedro de contestar que sí, pero estaba allí el licenciado Vergara que le había preguntado lo mismo y no quiso caer en contradicción.

—No, señor —dijo—, es una tinta.

—Muy firme debe ser supuesto que no os las habéis podido quitar, siendo como me habéis dicho, que las tenéis hace varios días.

—En efecto, es muy firme tinta —dijo contrariado don Pedro del giro que tomaba la conversación.

—Conozco esa tinta —dijo el inquisidor— y también el remedio con que se quita y vuelve el natural color.

—¿Conoce Su Señoría el remedio?

—Sí, y es muy sencillo y probado; con él volví a su natural figura y color a doña Luisa, la mujer de don Melchor Pérez de Varais que estaba manchada así como vos, con la misma tinta.

Mejía se demudó y comenzó a moverse como indicando que estaba para retirarse.

—¿Y sabéis quién pintó a doña Luisa? —preguntó con torvo ceño el licenciado Vergara.

Mejía más y más turbado, contestó:

—No, señor, lo ignoro.

—Pues ella asegura que fuisteis vos, en venganza de antiguos agravios —agregó con dureza el inquisidor.

Mejía perdió el aplomo.

—Señor, no la creáis.

—Dice haberlo visto todo —dijo el licenciado Vergara.

—Imposible, si estaba privada —contestó imprudentemente Mejía.

—Señor don Pedro —dijo el licenciado Vergara—, en vano negáis; vuestra conciencia os denuncia, vuestro delito os vende.

—Yo aseguro a Vuestra Excelencia…

—Estáis preso de orden del Santo Oficio —dijo con severidad el inquisidor.

Don Pedro dejó caer el sombrero que tenía en las manos y se cubrió la cara.

El inquisidor sonó la campanilla y se presentó el portero.

—Don Pedro de Mejía queda preso de orden del Santo Oficio, entregadle en las cárceles —dijo el inquisidor.

El portero hizo seña a don Pedro que le siguiera, y él, completamente anonadado, le siguió, sin recoger siquiera su sombrero y como maquinalmente.

—Tenía razón Su Excelencia —dijo el inquisidor—, esa mujer ha sido víctima de una venganza.

—Supongo que saldrá en libertad.

—Tiene algunos pecadillos, pero corresponde su castigo al brazo secular; mande por ella Vuestra Excelencia esta noche a una ronda, yo la entregaré y Vuestra Excelencia dispondrá de ella.

—Muy bien.

El licenciado se retiró radiante de placer, salvaba a una amiga y perdía a un enemigo.

El inquisidor decía sentenciosamente al escribano:

—Son inescrutables los designios de la Providencia.

XI. En que se sabe cosa que es increíble, pero muy verdadera

Luisa fue sacada de la sala del tormento en el momento en que esperaba que iba a comenzar su martirio, y conducida ante el inquisidor oyó con verdadera sorpresa que aquella misma noche saldría de la Inquisición.

Haberse salvado así milagrosamente del tormento y luego recibir la noticia de que esa noche saldría libre, era para Luisa más de lo que podía esperar; de manera que volvió a su calabozo verdaderamente feliz.

Al llegar allí encontró a sor Blanca que había vuelto en sí y que, sentada en su lecho, esperaba que alguien llegara por su calabozo para pedirle agua.

Los carceleros trataban a Luisa ya con algunas más consideraciones, porque el cambio operado con el inquisidor venía también a efectuarse en ellos. Luisa consiguió que trajesen agua a sor Blanca; la pobre joven estaba menos mala, la fiebre era menos intensa y podía hablar y conocía.

—Señora —dijo Luisa, presentándola el agua—, aquí está el agua que hace tanto tiempo deseáis.

—Dios os lo premie —contestó Blanca tomando el agua, y después—, señora, ¿qué os han traído nuevamente aquí u os han cambiado sólo de calabozo?

—No, señora, hace poco que me han traído porque voy a salir.

—¡Dichosa sois, quién estuviera en vuestro lugar!

—¿Quién? Vos estaréis si os decidís —dijo Luisa herida por una idea repentina—, vos.

—¿Cómo?

—Sí, sor Blanca, vos no podéis conocerme en este momento; pero yo estoy en obligación de hacer por vos cuanto me sea posible. Yo os salvaré, o lo intentaré al menos; si queréis seguir mi consejo, esta noche saldréis.

—Salir. ¡Dios mío! Salir. Sólo el pensarlo me da la vida.

—Pues oídme, que me ha ocurrido un medio; pero es preciso que os arméis de resolución.

—Decidlo.

—Esta noche debo ser puesta en libertad; pues bien, vos tomaréis mi lugar y saldréis.

—¡Imposible!

—¡Imposible! ¿Por qué? Mirad, somos casi de la misma estatura y teniendo cuidado de cubriros es muy fácil; además, si se descubre quedáis como ahora y nada habéis perdido.

—Pero dejar así que una persona se pierda por salvarme, y cuando a esa persona apenas la conozco, ¡oh, imposible! ¿Qué sería de vos?

—Mirad, doña Blanca, no me pierdo, porque sé que hago una buena acción y que Dios no me abandonará; además, aunque vos apenas me conocéis yo sí os conozco, ¡ay!, demasiado para los remordimientos de mi alma. Aceptad, aceptad, y vamos a probar fortuna, os lo ruego por vida de don César.

—¡Ah, don César! ¿Vos conocéis a don César? ¿Sabéis que le amo? ¿Quién sois? Decidme, decidme.

—Dejad por ahora eso, que lo que importa es que os decidáis a partir; más adelante si Dios nos hace volvernos a encontrar en este mundo, os contaré mi historia que es bien triste. Por ahora preparaos, vamos.

Luisa hizo levantar a Blanca de su lecho y procedió a hacerla andar un poco dentro del calabozo. La sola esperanza de libertad había vuelto de tal manera a la vida a aquella pobre joven, que le parecía que no sentía los dolores de su cuerpo.

Luisa cambió de traje con ella, le cubrió la cabeza con un pañuelo y la envolvió en una de las sábanas de la cama, para que no pudiesen descubrir que no era negra.

Entonces se pusieron a esperar. Luisa, con aquella alegría propia del que por primera vez hace una acción noble en su vida; Blanca, con el temor consiguiente al paso que iba a dar.

Pasaron en espera mucho tiempo. Debía ser ya muy noche, cuando se oyeron pasos en el pasillo de la prisión. Luisa y Blanca se abrazaron. Luisa se acostó precipitadamente en el lugar que ocupaba Blanca, y ésta quedó en medio del cuarto cubriéndose el rostro.

Los carceleros entraron y sin más ceremonia, creyendo que era Luisa, dijeron a Blanca:

—Vamos.

Blanca, sin hablar, echó a caminar tras ellos con la cabeza inclinada.

Luego que hubo salido, el segundo carcelero cerró la puerta del calabozo.

Luisa se estremeció, su sacrificio estaba consumado, se levantó entonces temblando y con las lágrimas en los ojos se puso de rodillas en el suelo.

—¡Dios mío! —exclamó—; recibe este sacrificio en descargo de mis culpas.

Cuando el corazón siente el arrepentimiento es capaz de todo lo bueno, como lo ha sido de todo lo malo, porque de la pecadora Magdalena a la santa, no hay más que el paso de la noche a la aurora.

Blanca, siguiendo a los carceleros, llegó a la puerta de la calle. Allí creyó que la pondrían libre, pero se encontró con algunos embozados que traían una silla de manos.

—Aquí está —dijo uno de los que llevaban a Blanca.

—Acercad la silla —contestó uno de los que aguardaban.

Acercaron la silla, y el que había hablado al último le dijo:

—Entrad.

Blanca, sin replicar, entró en la silla y se puso en marcha aquella comitiva.

Blanca no comprendía adónde podrían llevarla, pero en todo caso a cualquier parte era mejor con sólo salir de la Inquisición.

De repente se detuvieron y penetraron en un edificio grande y sombrío; Blanca creyó que era la misma Inquisición.

Subieron una escalera, y llegando a un aposento, oyó que sus conductores hablaban con otras personas, luego se dirigieron a ella:

—Bajad —dijo un hombre— y seguidme.

Blanca obedeció, la condujeron por un corredor largo, se detuvieron frente a una pequeña puerta, la abrieron, Blanca entró y la puerta volvió a cerrarse. Blanca se encontró en otro calabozo y en otra cárcel, pero en fin, siquiera ella comprendía que no estaba ya en la Inquisición.

Luisa permaneció despierta gran parte de la noche, y temiendo a cada momento escuchar el ruido de la puerta y ver entrar a Blanca, descubierto todo el engaño. Ya cerca de la madrugada la venció el sueño y se durmió.

Muy avanzada la mañana despertó, cuando entraba a su calabozo el carcelero, trayendo el alimento y el agua que se llevaba allí todos los días para Blanca.

Luisa se cubrió la cabeza mientras estuvo el hombre allí, para que no advirtiese nada; cuando salió y volvió a cerrar, Luisa se levantó y comió con apetito.

Desde la víspera sentía ella tan variado su corazón, tan diversos sus sentimientos, que se creía feliz en medio de todas sus desgracias; hasta entonces no comprendió ni lo que se sufre con un remordimiento, ni lo que se goza con una buena acción.

Según sus cálculos, si Blanca no era descubierta, el carcelero no debía volver al calabozo hasta el día siguiente por la mañana, y en este intermedio Blanca podría salvarse, y Luisa, a la hora en que el inquisidor saliese del error, diría sencillamente que los familiares habían sacado a Blanca dejándola a ella en el calabozo, en lo cual no tenía culpa.

Pensando en esto y saboreando, por decirlo así, el orgullo de su acción, Luisa permaneció todo el día, hasta que en la tarde, y contra todo lo que ella esperaba, escuchó el rumor de los cerrojos y de las llaves del calabozo.

Temerosa que todo se hubiera descubierto, se acostó violentamente y se cubrió la cabeza.

Penetraron en el calabozo, un escribano y tres o cuatro familiares, y el escribano dirigió la palabra a Luisa llamándola «sor Blanca».

Luisa comprendió que aún seguía el engaño, se obstinó en cubrirse la cabeza y contestó débilmente:

—Mande Su Señoría.

—¿Me escucha? —dijo el escribano.

—Sí, señor.

—Pues atienda con recogimiento, que va a escuchar su sentencia.

Luisa tembló, aquello se iba poniendo serio.

El escribano se caló unas enormes gafas, sacó unos autos y comenzó a leer la sentencia a la luz de un farolillo que acercó uno de los testigos.

El Santo Tribunal condenaba a sor Blanca por los enormes delitos de herejía y pacto explícito con el demonio, según «su espontánea» confesión, a ser quemada en la hoguera; pero en atención a ser confesa y que había abjurado en sus errores, esta sentencia se ejecutaría después de haberse dado garrote a sor Blanca, y en su cadáver, además, para probar la benevolencia y misericordia de aquel Santo Tribunal, se dispensaba a sor Blanca de salir en el solemne auto de fe que se preparaba, y la sentencia se ejecutaría aquella misma noche en las cárceles del Santo Oficio.

Luisa sintió helarse de pavor su sangre al escuchar aquella sentencia; pero era por sor Blanca, porque no creía jamás que en ella se ejecutara.

Sin embargo, había llegado el momento y era preciso hacer entender al Santo Oficio que ella no era Blanca.

Al terminar la lectura de la sentencia, Luisa se incorporó en el lecho y dijo al escribano:

—Creo que hay en esto una equivocación que ni yo soy sor Blanca, ni mi conciencia me remuerde de cosas como las que Vuestra Señoría ha dicho.

El escribano se volvió a mirar al carcelero que, asombrado, comenzaba ya a comprender lo que había acontecido.

—¿No me dijisteis —dijo el escribano— que aquí estaba sor Blanca y ésta era?

El carcelero vaciló, su pérdida total era aquello, y pensó que un rasgo de audacia podía salvarle.

—Sí, señor —contestó—, he dicho que aquí está sor Blanca, y aquí la tenéis presente.

—Pero ella niega que lo es, ¿no lo habéis oído?

—Señor, si venís a creer lo que os digan todos los reos, encontraréis en estas cárceles puros inocentes.

—Pero, sin embargo, esta mujer sostiene que no es ella la acusada.

—Y yo sostengo que es ella y tengo fe en virtud de mi oficio, y vos no tenéis sino notificar la sentencia; ahora, si otra cosa hacéis, esto será bajo vuestra responsabilidad, que yo daré parte.

—Tenéis razón.

—No, señor, por Dios, que no tiene —dijo Luisa, levantándose—; mirad, yo no soy sor Blanca, yo soy Luisa, la esposa de don Melchor Pérez de Varais.

—El carcelero tiene razón, y estáis notificada. Preparaos a sufrir vuestra pena.

—Pero, señor, por Dios, que es una gran injusticia. Si no soy yo doña Blanca, ¿tengo yo que sufrir la muerte por ella?

—¿Qué decís? —preguntó al carcelero el escribano.

—Señor, si vais a escuchar sus tonteras no saldremos de aquí jamás.

—Vaya, bien dicho, vámonos.

—Señor, señor, por vuestra vida —decía Luisa asiéndose al escribano— no consintáis semejante injusticia.

—Ea, dejadme.

—No os dejaré, no por Dios…

—Apartad a esta mujer.

El carcelero y un ayudante apartaron a Luisa y la retuvieron mientras salió el escribano.

—Señor, señor —gritaba con desesperación la infeliz—, me asesinan, me asesinan injustamente, señor, señor, señor.

Pero el escribano había salido ya.

—Sí creo que de veras no es ésta —dijo el ayudante.

—¿Y qué nos importa? Tenemos que ejecutar una esta noche, si la otra se fue por culpa nuestra, es preciso cubrir el expediente, si no, lo menos nos cuesta el destino.

Luisa seguía gritando y forcejeando.

—Vamos —dijo el carcelero—, al fin esto no tiene ya remedio, conformidad y encomiéndate a Dios.

—Pero esto es una infamia.

—Infamia o no, no tiene remedio, y lo peor es que si no te sosiegas te pongo esposas y grillos, conque ya te digo, resignación y encomiéndate a Dios.

Luisa vio que nada conseguiría sino que le pusieran esposas, y se tranquilizó. Repentinamente pensaba que no era posible que aconteciera semejante cosa. Esperaba que Dios hiciese un milagro con ella, porque olvidaba la cadena de crímenes de su vida y le parecía imposible que la hiciesen morir a manos de un verdugo.

Los carceleros salieron, dejándola tranquila.

—Ahora —dijo el carcelero al ayudante— lo que importa para nosotros es que nadie pueda ya hablarla, y que esta noche sólo el verdugo y sus ayudantes entren…

—Y si quiere confesarse, y por el confesor se sabe todo…

—Diremos que se rehúsa a recibir al padre, y es mejor.

—¿Pero si se condena?

—Qué más condenada ha de estar una hechicera como lo es esta negra, si no por esto, por otra cosa merece el garrote.

—Ya lo debería.

XII. Dios lo ha dispuesto

Luisa quedó gimiendo en su calabozo. Veamos ahora lo que había acontecido con Blanca y con don Pedro de Mejía.

El licenciado Vergara tan luego como salió de la Inquisición se dirigió a la Audiencia y envió a llamar al alcalde, ordenándole que a la medianoche enviase a la Inquisición una ronda que fuese a recoger una mujer que en aquellas cárceles debían entregar, y que esa mujer fuese puesta en un separo y con toda clase de consideraciones. Después de esto escribió a don Melchor Pérez de Varais todo lo acontecido, preguntándole, supuesto que tenía tanto deseo de servirle, qué quería que se hiciese con su Luisa.

La carta salió inmediatamente «con un propio», como se les llamaba a los correos particulares, y don Pedro de Vergara tranquilo ya y teniendo segura a Luisa, según él creía, determinó no perder ya más su tiempo en aquel negocio y dedicarse a los asuntos del gobierno de la Nueva España.

El alcalde cumplió exactamente con el encargo del capitán general, y aquella misma noche Blanca quedó en uno de los separos de la cárcel de la ciudad.

Como ninguno de los carceleros ni de los empleados de la prisión tenía antecedentes del negocio, porque el licenciado Vergara nada les había dicho, no hubo objeción ninguna respecto a la persona de Blanca y, conforme a las órdenes recibidas, se comenzó a tratarla con todo género de consideraciones.

El estado de su salud era delicado, pero el cambio de habitación, de alimentos y de trato, produjo en ella resultados tan satisfactorios, que muy pronto se sintió aliviada y comenzó en ella el estado de convalecencia.

Lo único que le preocupaba era el desenlace que podía tener todo aquello, y los resultados que tanto para ella como para la pobre Luisa, que se había mostrado tan generosa, vendrían en el día en que tarde o temprano llegase todo a descubrirse.

Cuando pensaba en esto tenía miedo, pero procuraba olvidarlo y entregarse ciegamente a su destino.

El inquisidor había llamado a don Pedro de Mejía, que estaba detenido en la Inquisición.

—En verdad, señor De Mejía —dijo el inquisidor—, que estáis envuelto en negocio que puede llegar a tener fatales consecuencias.

—Puedo asegurar a Vuestra Señoría —contestó don Pedro— que si he de hablar lo que siento, cuando tengáis conocimiento de todo lo que ha ocurrido, Su Señoría se convencerá de que si algo hay aquí punible, es sin duda el que yo no haya dado parte a la justicia de todo lo que me ocurrió en mi matrimonio.

—Ciertamente, pero ¿cómo podéis explicarme? Porque vos sois sin duda alguna, el autor de todo ese cambio en el color de doña Luisa, que nos ha hecho pensar en que fuera por artes mágicos y reprobados.

—¡Oh! Señor, nada menos que eso. Su Señoría debe creer que en esto no hay más mal que el uso que se hizo de una pintura, compuesta con yerbas y metales y en cuya combinación para nada intervinieron ni las hechicerías ni el demonio, que si algo hay en ella de notable es la firmeza con que se adhiere a la piel.

—¿Podríais probar eso?

—Tan fácilmente, que bastaríame enviar a Vuestra Señoría un frasco con esa tinta, que tan útil puede ser para el uso malo, que yo le di, como para escribir.

—Bien, ¿y qué tenéis que decir en vuestro abono respecto de lo que hicisteis con Luisa?

—Respecto de eso, señor, Luisa por medio de mil intrigas, hízose mi mujer, y en la misma noche de mi boda descubrí su conducta indigna y sus infamias; arrojéle de mi casa y ella en vez de ir a ocultar su vergüenza, se unió públicamente a don Melchor Pérez de Varais y procuró tomar venganza contra mí, atizando el fuego de la sedición contra el virrey, y así, queriéndola yo castigar, he tomado la justicia por mi mano, en lo que confieso humildemente a Vuestra Señoría que hice mal, pero si Vuestra Señoría estuviese en pormenores, conocería que soy muy disculpable.

—Conozco estos antecedentes y toda esa historia, don Pedro, y creo que, en efecto, mal habéis hecho en quereros, o más bien dicho, en haceros justicia por vuestra mano; pero supuestos vuestros antecedentes y pura ascendencia cristiana, os dispenso por lo que a la fe toca, pero os aconsejo que deis alguna limosna digna de ser agradable a los ojos de Dios.

—Señor, ¿os parece que funde una o dos capellanías?

—Sí, y si queréis mayor seguridad haced esa fundación dando el patronato de ellas a la Santa Inquisición.

—Haré como decís.

—Y en cuanto a vuestra hermana Blanca, supuesto que en lo humano no hay ya remedio, yo os libertaré del deshonor del escándalo, haciendo que la ejecución se verifique dentro de las mismas cárceles del Santo Oficio.

—Gracias, señor, y yo para demostrar mi gratitud ofrezco para la fábrica de la nueva casa que se va a fabricar al Santo Tribunal la suma de diez mil duros.

—Dios os premiará por ello, podéis retiraros.

El inquisidor hizo una reverencia y don Pedro salió contentísimo, porque viviendo Blanca aún era fácil que consiguiera que el pontífice relajara sus vínculos con la Iglesia y que saliera al mundo, y que le reclamara la parte de su herencia, pero muerta ella toda su fortuna estaba asegurada.

Como el inquisidor ignoraba lo acontecido en el calabozo de Blanca, y el carcelero tuvo muy buen cuidado de no decir una palabra, la sentencia se mandó ejecutar con presencia sólo del escribano y testigos que debían de dar fe de la ejecución.

Siendo el escribano de diligencia distinto del secretario del Tribunal que daba cuenta con las causas, de aquí resultaba que si éste conocía a Blanca y a Luisa, aquél no podía guiarse sino por lo que le decían el carcelero y los demás empleados de la prisión.

Luisa esperaba en la tarde que volvieran a verla, que se hubiera dado cuenta de lo ocurrido a los inquisidores, en fin, algo, aun cuando no fuera sino un confesor para arreglar su conciencia. Comenzaba a temblar ante la muerte y a arrepentirse de su ligereza al haber cambiado de papel con doña Blanca.

La tarde pasó entre angustias y esperanzas, entre llanto y desesperación, no sabía si el tiempo corría demasiado lento o con mucha precipitación; hubiera querido salir, presentarse ante el inquisidor, pedir justicia, pero nadie venía.

En vano golpeó la puerta del calabozo y gritó hasta enronquecerse, nadie vino, nadie la hizo casa Entonces pegó el oído a la puerta para escuchar algo, para convencerse de si alguien venía.

Algunas veces oía pasos en el corredor, los pasos se iban acercando. El corazón de Luisa palpitaba violentamente, parecía que le iba a ahogar, se escuchaban distintamente las pisadas en el corredor, y hasta parecía detenerse en la puerta una persona. Luisa se retiraba pensando que iban ya a abrir, pero nada, el rumor de los pasos se alejaba y se perdía, y todo volvía a quedar en silencio.

Pasó también así una gran parte de la noche. Serían las doce, cuando Luisa sintió un gran ruido en la puerta, que se abrió y penetró en el calabozo una extraña comitiva.

Varios hombres enmascarados, con cirios encendidos en las manos y conduciendo un aparato, que tenía algo de siniestro: era un sillón que depositaron en el centro del calabozo.

Aquel sillón tenía una forma extraña. Era de madera, toscamente fabricado y pesado en extremo, el respaldo era macizo y alto, y en el centro tenía, a diversas alturas, agujeros por donde pasaba un cable delgado que correspondía a una especie de cruz de aspas iguales que estaban sujetas por detrás al respaldo del sillón.

Toda aquella comitiva murmuraba salmos y oraciones y fue invadiendo el calabozo paulatinamente.

Luisa, aterrada de aquello, se refugió en uno de los ángulos del cuarto.

XIII. De lo que arregló Teodoro, y de lo que hizo Martín

Como Martín y Teodoro se convencieron de que nada había de hacer por ellos el arzobispo, determinaron por sí mismos y a toda costa libertar a sus mujeres.

Teodoro pensó en Santiago, su viejo conocido, el que lo había introducido en las cárceles para ver a don José de Abalabide, y se dirigió en su busca.

Santiago vivía aún y seguía siendo uno de los miembros del secreto.

Teodoro comenzó a conversar con él, indicándole su objeto y ofreciéndole cuanto quisiese.

—Quizá se descubra, ¿y qué me sucederá?

—Pero si yo os prometo que vos no os mezclaréis para nada sino sólo para aconsejarnos.

—Bien, pero si os pillan y os dan tormento, cantáis de seguro.

—¿Y si os damos lo suficiente para huir muy lejos de aquí?

—Aun cuando lograra escapar, siempre la conciencia…

—Tanto dinero os daríamos que podríais emprender viaje hasta Roma, para pedir el perdón del mismo papa.

—No, siempre yo no os he de decir nada de que podáis echarme la culpa; mirad, yo que estoy en un riesgo y con el Jesús en la boca por falta de seguridad en las prisiones. ¡Dios quiera que pronto se arregle el edificio como debe estar! Figuraos que hay una gran atarjea que sale debajo del convento de Santo Domingo hasta la calle, y que por allí puede meterse un hombre y salirse cualquier preso.

—¿Y mi mujer en dónde está encerrada?

—Precisamente está con la mudita, encima de esa atarjea, en el calabozo que queda encima, no más que no es en el primer piso, sino en el segundo.

—Y en el calabozo del primer piso, ¿quién está?

—Un caballerito que se llama don César.

—¿Y a ese don César podría yo hablarle o escribirle?

—En cuanto a eso sí no me parecería difícil.

—¿Cuándo me lleváis?

—Esta noche.

—¿Como la otra ocasión?

—Así.

En la noche Teodoro estuvo puntual. Al pasar por la espalda de la cárcel del Santo Oficio, Santiago dijo a Teodoro:

—Mirad, del otro lado de esta acequia está la atarjea que os dije, y detrás de ese muro, sin estar dividido de la calle más que por el mismo muro, están arriba los calabozos de tu mujer y de la muda, y abajo el de don César.

Teodoro marcó perfectamente el lugar; conoció que lo que Santiago quería era enseñarle todo aquello indirectamente y que él pudiese, sin comprometerse, salvar a su mujer.

Entraron sin dificultad hasta la prisión de don César, y Santiago dejó a Teodoro solo con él.

—Don César —dijo Teodoro.

—Teodoro, ¿vos aquí?

—Sí, pero silencio. Vengo a libertaros y a libertar a mi esposa.

—¿Cómo?

—Mirad, la noche de mañana si sentís golpes aquí en el pavimento, procurad rascar también por encima vos; y nada más, adiós.

—Pero…

—Nada más. Adiós.

Teodoro volvió a salir y ya desde ese momento don César no pudo estar tranquilo ni un instante. Le parecía eterno el día, y hubiera comenzado a horadar si no hubiera sido una imprudencia.

Sí procuró encontrar con qué ayudarse, y sólo encontró un hueso; pero un hueso en sus manos podía servir de mucho.

Pasó por fin el día, y luego la noche.

Entonces sí que ya no pudo contenerse y determinó comenzar su tarea. Pero ¿por dónde? ¿Sabía él por qué lado llegarían sus libertadores?

—Si vienen tarde no alcanzará el tiempo —pensaba don César—, ¿qué hacer?

De repente se estremeció. Había sonado en el piso un golpecito subterráneo, y luego otro.

Don César se arrojó contra el suelo y comenzó a rascar con desesperación con el hueso, con las manos; en un instante consiguió apartar la tierra hasta llegar a unas grandes losas que servían de bóveda a la atarjea por donde se había introducido Teodoro.

Don César le quitó cuanta tierra y escombros tenía encima y procuraba levantarla cuando la vio moverse y alzarse. Teodoro, con sus robustas espaldas, la hacía salir de su centro y dejar una ancha entrada.

Don César le ayudó a separar la losa y salieron de aquel agujero, Teodoro y Garatuza, casi desnudos y llenos de lodo.

—¡Vámonos! —dijo don César.

—Aún falta que hacer otra cosa —contestó Teodoro.

Entre Martín y Teodoro, echaron a la puerta del calabozo, para impedir la entrada, cuantos escombros había en el cuarto; y luego, como los techos eran muy bajos, Teodoro se subió sobre la mesa que había en el calabozo, y con una pequeña barra de acero comenzó a horadar el techo.

La operación era difícil, pero Teodoro era muy fuerte y trabajaba con entusiasmo, el sudor bañaba ya su frente y por la parte de arriba se percibía que también le ayudaban. Pasó una hora en esta fatiga, y por último la horadación se comunicó de un calabozo al otro por el techo.

—Servia —dijo Teodoro por el agujero.

—Aquí estoy —contestó Servia.

Continuó el trabajo con más actividad y media hora después ya Servia y María habían bajado por allí al calabozo de don César.

Se había hecho todo procurando el mayor silencio.

—Ahora sí vámonos —dijo Teodoro—; yo guiaré.

Teodoro entró por delante en la atarjea que salía para la calle y todos le siguieron.

Aquella atarjea era un conducto subterráneo, por donde apenas podía comunicarse un hombre casi arrastrándose. Estaba húmeda y fría, y en algunas partes se habían formado depósitos de arena y agua corrompida.

Al salir de allí estaba la acequia que pasaba por la espalda de la Inquisición y era a donde salía a desaguar aquella atarjea.

Era preciso atravesar aquella acequia con el agua más arriba de la cintura.

Teodoro salió el primero y tomó a María, que le seguía inmediatamente, sobre sus espaldas; luego Martín, que hizo lo mismo con Servia, y en seguida apareció don César.

La noche estaba tan oscura que, estando todos tan inmediatos, apenas se distinguían unos a los otros.

Atravesaron la acequia y salieron del otro lado. Entonces, sin hablar, Martín echó a caminar por delante y los demás en su seguimiento; y por calles solitarias y extraviadas lograron salir hasta fuera de la traza a un gran edificio que tenía el aspecto de una vieja casa de campo.

Allí estaba ya todo dispuesto, había caballos ensillados y hombres a propósito para esa clase de caminatas.

Desde que el marqués de Gelves había dejado el gobierno de la Nueva España, los ladrones habían vuelto a sus antiguas costumbres, y había cesado la seguridad en las ciudades y en los caminos, y toda la clase de gente perdida estaba contentísima y se cantaba por todas partes una canción que comenzaba:


Vivimos en nuestra ley,
que ya se acabó el virrey.
 

A Martín indudablemente no le podían faltar auxiliares de esta clase, y a ellos debía ocurrir en semejante lance.

Los fugitivos comenzaron a disponer y arreglar sus planes.

Martín determinó tomar el camino de Acapulco, llevando en su compañía a don César.

Y Teodoro prefirió ocultar a Servia dentro de la ciudad, y permanecer él en ella como si nada hubiera acontecido.

Todo esto se determinó en un momento, y poco tiempo después salían de la casa todos, Martín, María, y don César a caballo para comenzar la peregrinación, y Teodoro y su mujer a pie para buscar un refugio en donde ocultar a esta última.

Serían las tres de la mañana y era seguro que la evasión no se advertiría en las cárceles del Santo Oficio hasta las siete, que era la hora en que se acostumbraba entrar a los calabozos para llevar a los presos el alimento y agua para todo el día, y hacer el registro de costumbre.

Los fugitivos contaban con cuatro horas cuando menos de tranquilidad, y en cuatro horas se puede hacer mucho.

Santiago había ayudado y favorecido, como hemos dicho, la fuga de don César y de las dos mujeres, y había recibido una fuerte suma de mano de Teodoro, pero, conciencia de carcelero y de hermano de la cofradía del glorioso san Pedro Mártir, no estaba enteramente tranquilo y a medida que avanzaba la noche y que se figuraba que ya llegaba el momento de la evasión, comenzaban a ser más y más fuertes sus remordimientos y sentía miedo por los resultados.

Santiago no podía sosegar, no se acostaba, ni podía estar un momento tranquilo; a cada instante se acercaba a la puerta de su casa esperando algo nuevo, temiendo que lo mandasen llamar del Santo Oficio, que todo se hubiese descubierto allí y, en fin, que los inquisidores conocieran la parte que había tenido él en todo.

Era ya la medianoche y Santiago no pudo resistir, tomó su capa y su sombrero y se dirigió a la Inquisición.

Como allí nunca dejaba de estar en pie una guardia de familiares que de día y de noche asistían al Tribunal, Santiago tuvo con quien hablar inmediatamente.

El hermano que estaba de guardia vio entrar a Santiago, y en el rostro demudado del antiguo ministril conoció que algo extraordinario le acontecía.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Una novedad —contestó Santiago—: acaban de hacerme la denuncia de que unos reos quieren hacer la fuga en esta misma noche.

—¿Cómo?

—No lo dudéis, que así será como me lo han referido, que de persona muy veraz tengo la noticia y me he apresurado a traérosla, por lo que pudiera importar.

—¿Pero en qué parte de la prisión se intenta esa fuga? ¿Por quiénes? ¿Qué pormenores tenéis de eso?

—Nada más os puedo decir, que otra cosa no sé —dijo Santiago, no atreviéndose a dar mayores datos contra sus amigos.

—Entonces, ¿qué os parece que hagamos?

—Pues creo que debía comenzarse por pasar ahora mismo una visita a todos los calabozos.

—Sería alborotar la prisión, y si no hay nada…

—¿Y si por desgracia hubiere, y vos por negligencia fuerais culpable?

—Os sobra razón. Acompañadme y vamos a practicar la visita.

El hermano comisario de guardia y Santiago tomaron dos faroles, y avisando a los carceleros comenzaron a esa hora un escrupuloso registro general en todos los calabozos.

Todos los reos despertaban espantados. Allí donde se temía la muerte y el tormento a cada instante, un rumor a medianoche, una visita inesperada de los carceleros y del comisario, eran para estremecer a cualquiera.

Los reos se incorporaban en sus pobres lechos de paja y con ojos inquietos miraban a esas horas que los ministros del Santo Oficio buscaban por todas partes, removían la paja de las camas, tocaban las paredes y, luego que estaban satisfechos, se retiraban sin hablar una palabra.

Llegaron por fin las pesquisas hasta el calabozo que ocupaba don César.

El carcelero dio vuelta a la llave y Santiago se puso a temblar porque había llegado el momento supremo, iba o a descubrirse la fuga o a impedirse que tuviera efecto, y Santiago no sabía qué era lo que deseaba que sucediera mejor.

El carcelero dio vuelta a las llaves, corrió los cerrojos y empujó la puerta, pero la puerta no cedió, redobló sus esfuerzos y la puerta permaneció cerrada; indudablemente había por dentro un fuerte obstáculo que le impedía abrirse.

—¿Qué sucede? —preguntó el comisario.

—No puede abrirse —contestó el carcelero—; aquí sí hay alguna cosa sospechosa.

—¿Quién está preso aquí?

—Don César de Villaclara —contestó Santiago.

—Es preciso abrir, y pronto —agregó el comisario.

Y todos reunieron sus esfuerzos y empujaron aquella maciza puerta que tenía por el interior nada menos que la losa que le había puesto Teodoro.

Resistió por mucho tiempo la puerta, pero al fin cedió, abriéndose con extraordinaria violencia.

Los familiares penetraron y reconocieron el calabozo.

—¡Vacío! —dijo uno.

—¡Vacío! —contestaron todos.

El comisario se puso a examinar el agujero que había en el suelo.

—Por aquí fue la fuga —exclamó, y luego mirando horadado el techo—: ¡Y los de arriba también, esto es muy sospechoso!

Santiago no podía ni respirar del miedo.

XIV. Dios lo ha dispuesto. Concluye

Como nuestros lectores estarán impacientes por saber lo que había acontecido a Luisa, y nos hemos adelantado un día por seguir a Teodoro y a Martín, vamos a volverlos a llevar a la Inquisición.

El extraño cortejo se colocó en derredor del sillón, sin interrumpir su rezo.

Un hombre, con el mismo saco y capucha de los familiares, pero con los brazos descubiertos, atravesó el círculo que formaban los de las velas y, acompañado de otros dos que lo seguían, se dirigió al ángulo en que se había refugiado Luisa y se apoderó de ella.

Hasta aquel momento Luisa no se había atrevido ni a pronunciar una palabra, le parecía que soñaba; aquellos hombres entraron y se colocaron sin fijarse al parecer en ella, como si ella fuera extraña a lo que iba a pasar allí.

Cuando Luisa se sintió asir por aquellos tres hombres, lanzó un grito y quiso desprenderse de ellos, pero fue imposible; quiso resistirse, pero en vano.

—¿Qué se va a hacer conmigo? Tengo miedo, señores, por Dios, ¿qué me van a hacer? —decía procurando resistir.

Nadie le contestaba, y los tres hombres la arrastraban con extraordinaria facilidad hasta el fatal sillón.

—Pero por nuestro Señor Jesucristo ¿qué pretendéis? ¿Es acaso para darme tormento? ¿Queréis matarme? Yo lo diré todo, todo. Contestadme siquiera, señores. A un cristiano no se le niega el habla. ¡Por Dios! Siquiera que me respondan.

Los de las velas continuaban rezando en voz alta, y en un tono triste y monótono.

Habían sentado a Luisa y comenzaban a atarla fuertemente contra el aparato los pies, los brazos y la cintura, sin que valieran en nada sus esfuerzos.

—¡Ay! —decía Luisa—, ¡ay, Dios mío, que me matan! ¡Señores, que vais a cometer una grande injusticia! Señores, por la salvación de vuestras almas, yo no soy la mujer destinada a muerte, yo no soy doña Blanca, yo soy Luisa, soy Luisa…

—Ponle una mordaza —dijo por lo bajo un carcelero a otro—, no vaya a ser la desgracia que se aparezca el inquisidor, o alguno de estos hermanos vaya a creer lo que dice esta loca y vayamos a tener que sentir.

El carcelero sacó violentamente de debajo de su hábito una mordaza de ésas que tienen la figura de una pera, y cuando Luisa abrió la boca para gritar, se la introdujo tan perfectamente y con tanta rapidez que podría asegurarse que tema gran práctica en aquella operación.

Los verdugos nada dijeron, pero la voz de Luisa se apagó repentinamente y sólo por los lados de la mordaza se escapaba una especie de silbido.

Los hermanos de la cofradía de san Pedro Mártir seguían en su rezo como si nada estuviera pasando allí.

Luisa estaba completamente asegurada, y sólo tenía movimiento en los ojos, que volvía suplicantes a todos lados sin encontrar ni un rostro ni una mirada compasiva; al través de los capuchones se adivinaban rostros feroces o sonrisas sarcásticas.

En aquel momento quizá pensó Luisa en la esclava ejecutada en la Plaza Mayor, y de quien ella se había reído.

Los verdugos pasaron una cuerda alrededor del cuello de Luisa y por detrás la aseguraron al centro de las aspas.

Uno de los hermanos hizo una seña y todos se arrodillaron; los verdugos, con una rapidez extraordinaria, comenzaron a voltear las aspas.

Luisa abrió por un instante los ojos espantosamente, su seno se agitó con extraordinaria violencia, gruesas gotas de sudor se desprendieron del nacimiento de sus cabellos, se estremeció convulsivamente, inclinó la cabeza dejando salir de su boca la lengua larga y amoratada, y luego no se movió más.

Estaba muerta.

Los verdugos seguían volteando las aspas y los hermanos rezando, hasta que a una señal del jefe de aquellos hombres todos se pusieron de pie y en silencio.

En este momento se presentó en la puerta el inquisidor mayor, don Juan Gutiérrez Flores.

—¿Habéis concluido? —preguntó.

—Todo ha pasado —contestó el escribano.

—Dios la haya perdonado —agregó el inquisidor, haciendo un movimiento para retirarse; pero de repente miró la cara de la muerta que le habían ocultado intencionalmente los hermanos, y lanzando una exclamación se dirigió a ella.

—¿Qué habéis hecho? ¡Ésta no es doña Blanca!

—Señor —contestó el escribano—, es la misma a quien he notificado en esta mañana la sentencia.

—Pero esta mujer debía estar libre, o por lo menos en poder de la justicia ordinaria; ésta era Luisa.

—Señor, eso decía ella —dijo el escribano.

—Pero ¿por qué no me avisasteis nada?

—No podía yo más que asentar la apelación si interpoma el recurso; pero no admitir excepciones, ni dilatorias ni perentorias…

—¿Pero cuando esta infeliz os hacía notar vuestro error?

—No hacía fe en juicio su declaración.

—¿Y adónde está sor Blanca, la otra mujer que estaba presa con ésta?

—Recibí orden de Su Señoría para que fuera entregada a la ronda que debía venir por ella.

—¿Conque es decir que todo lo habéis trastornado? Mañana mismo es preciso levantar sobre todo esto un proceso, porque no puede quedarse así. ¡Pobre mujer! —agregó mirando a Luisa—; la Providencia te ha castigado: debías estar muy lejos de aquí. En fin, Dios lo ha dispuesto así.

Al día siguiente el inquisidor envió a llamar muy temprano al licenciado Vergara Gaviria, para un negocio muy importante.

Aunque Vergara tenía la investidura de capitán general, con la Inquisición se andaba muy sumiso, tanto por el poder y la influencia que tenía ese Tribunal, como por lo que los inquisidores podían informar al rey bien o mal del tumulto contra el marqués de Gelves.

Don Pedro de Vergara asistió muy puntual al llamado del inquisidor.

—¿Ha visto Vuestra Excelencia —le dijo éste— a la mujer que le remití?

—No —contestó don Pedro—, que tanto me preocupan los negocios del Estado que no he tenido tiempo para ello.

—Pues de saber tiene Su Excelencia que ha pasado aquí un lance, que me ha parecido en extremo desagradable y me obliga a llamaros.

—¿Qué hay, pues? —dijo espantado Vergara.

—Que los encargados de cumplir las órdenes no enviaron a Luisa, sino que en su lugar dejaron salir a una mujer sentenciada a la pena de garrote vil.

—Pues nada hay perdido, porque la mujer está segura en las prisiones de la ciudad.

—Pero es que en el lugar de ella quedó Luisa y…

—¿Y qué?

—Que ha sufrido anoche la última pena.

—¡Jesús nos ampare! —exclamó pálido como un muerto Vergara—; ¿y qué hacemos?

—Reflexione Vuestra Excelencia que no se puede hacer aquí otra cosa sino guardar silencio respecto a Luisa, y que me remita Vuestra Excelencia la mujer que le mandé entregar para que sufra la pena a que fue condenada.

XV. En donde se ve cómo volvieron a encontrarse dos antiguos conocidos

Los sabuesos de la Inquisición se pusieron en movimiento. Los fugitivos no podían ir muy lejos según los cálculos de los inquisidores, a quienes se dio parte de la evasión, y en la madrugada por todas partes se encontraban en las calles rondas y familiares.

Martín y don César, que tomaron camino fuera de la ciudad, no pudieron observar este movimiento, pero Teodoro y su mujer lo conocieron inmediatamente.

A cada instante tenían que ocultarse o variar de dirección, porque sentían rumor de gente o descubrían algún farolillo a lo lejos que venía aproximándose.

A medida que avanzaban más hacia el centro de la ciudad, notaban mayor agitación entre las gentes de justicia. Una fuga de las cárceles del Santo Oficio era una cosa casi fabulosa, que causaba admiración, que pocos se atreverían a creer y que, sin embargo de todo, había costado muy poco trabajo a don César y a las dos mujeres.

Continuó Teodoro avanzando con Servia hasta que llegó a una calle larga, estrecha y oscura, que le pareció la más propia para transitar.

Iban ya cerca de la mitad de la calle cuando por el frente observaron una patrulla que desembocaba. Teodoro creyó prudente retroceder y no encontrarse con ella; así lo hizo, pero entonces advirtió que por el otro extremo entraba también gente de justicia.

La situación de Servia y de Teodoro era angustiosa: no podían ni avanzar ni retroceder sin encontrarse con alguna de las dos rondas; y permanecer allí era entregarse irremisiblemente en manos de la justicia.

Felizmente para ellos la noche era muy oscura todavía, y aún no podían haber sido descubiertos.

Teodoro se puso a buscar alguna salida, pero no había por allí ninguna puerta compasiva que se abriera. Casi desesperado levantó la cabeza y a poca altura vio un balconcillo.

Entonces pensó que aquél era su último recurso, alzó con sus robustos brazos a Servia, que se asió del balcón y pasó dentro del barandal, luego saltó él mismo y, asegurándose de la reja, pasó también a colocarse al lado de su mujer.

Ya era tiempo porque la claridad de los faroles de la ronda comenzaba a invadir el lugar en que ellos estaban.

Sin embargo, el balconcillo estaba muy bajo y podían verles, y entonces, si no había otro remedio, Teodoro y su mujer se fingirían vecinos que salían atraídos por la curiosidad; pero Teodoro quiso probar antes si las puertas del balcón estaban cerradas, las impulsó suavemente y, contra todo lo que él se figuraba, las puertas, cediendo al impulso, se abrieron suavemente sin producir ninguna clase de ruido. En estos momentos se encontraban las dos rondas al pie del balcón.

La estancia en que penetraron Teodoro y Servia estaba alumbrada; cerca de una gran mesa cargada de libros, de frascos y de retortas, un anciano leía a la luz de un mechero de aceite.

El anciano, al sentir que se abría el balcón, volvió hacia allí el rostro, alzando su mano para cubrirse el resplandor del mechero que le deslumbraba.

Teodoro se quedó parado y Servia se arrodilló, poniendo un dedo sobre sus labios y como implorando silencio y socorro.

Ni una palabra dijo el anciano, y luego después de haber reflexionado un poco hizo una seña para que se acercasen.

Teodoro y Servia obedecieron y llegaron hasta cerca de la mesa.

El anciano los seguía examinando en silencio y con grandísima atención; su rostro se iba animando poco a poco hasta que al fin, como dudando, exclamó:

—¡Teodoro!

Teodoro no contestó y miró de hito en hito al anciano.

—¡Teodoro! —repitió el anciano—, ¿eres tú?

—Sí, señor. ¿Pero vos quién sois, que así me conocéis?

—¿No te acuerdas de mí, hijo mío?

—No, señor —dijo Teodoro vacilando.

—Don José, yo soy don José de Abalabide, hija mía… —apenas pudo concluir el anciano, porque Teodoro se había arrojado a su cuello y lloraba, como lloraba también el viejo.

—Teodoro —decía don José—, no me conocías, hijo mío, ingrato; tú, el único que no me olvidó en mi desgracia…

—Servia, Servia —decía Teodoro conmovido— mira, mira, éste es nuestro padre de quien tanto te hablaba. Señor, es mi mujer, la madre de mis hijos… abraza a don José, Servia, abrázale. Señor, permitidle que os abrace; es negrita, pero muy buena y os ha querido siempre.

Y don José abrazaba a la negrita que, mirando a los dos tan emocionados, lloraba también.

—Vamos, vamos, calmaos —decía don José—, que ya es mucho y pueden dañarme tantas emociones. Siéntate Teodoro, siéntate, hija. ¿Qué andáis haciendo así, entrando por los balcones? Supongo que tú, Teodoro, no te habrás vuelto un perdido, hijo mío.

—Ah, no, señor —respondió Teodoro—, soy rico porque recogí todos vuestros bienes ocultos y, en lugar de disminuir, han aumentado. Sí, señor, Dios nos bendijo, y puedo entregaros buenas cuentas de todo; están vuestros intereses mejor que antes…

—Vamos, vamos —dijo don José pasando su mano por la cabeza de Teodoro como podía haberlo hecho un padre con un hijo—, vamos, loco, ¿quién habla aquí de intereses, ni qué tienes tú que darme a mí cuenta de dinero que es tuyo? Si ha disminuido, por ti lo siento; y si por el contrario aumentó, como tú me dices, me alegro, y que Dios te haga muy feliz con él, que todo lo mereces, porque eres agradecido y bueno, y tienes el corazón grande y limpio.

Teodoro, conmovido, besaba la mano del viejo. Servia lloraba.

—Vamos, cálmate —continuó don José—, cálmate y cuéntame qué andáis haciendo, entrando así por los balcones y a estas horas.

—Señor —dijo Teodoro—, veníamos huyendo perseguidos por la justicia.

—Por la justicia, ¿pero qué habéis hecho vosotros?

—¿Qué? A vos nada puedo ocultaros, mi esposa, señor, se ha fugado esta noche de las cárceles de la Inquisición.

—¡Fugado de la Inquisición! ¡Pero eso es maravilloso! ¿Cómo?

—Con ayuda de un amigo, que también tenía allí presa a su mujer.

—¿Y os han visto?

—No, señor, la calle estaba oscura, y aunque las dos rondas venían a encontrarnos en medio, Dios me inspiró la idea de asaltar este balcón, y, ya lo veis, nos hemos salvado.

—Es necesario cerciorarse de que nada observó la justicia, asómate, y yo ocultaré la luz para que no te vayan a descubrir.

Abalabide ocultó la luz detrás de la carpeta que cubría la mesa, y Teodoro con gran precaución y casi arrastrándose se asomó a la calle.

Las dos rondas se habían encontrado y habían retrocedido juntas; apenas se distinguía a lo lejos la luz de los farolillos.

—Estamos salvados —dijo Teodoro—, se han ido.

—Bien ¿y qué pensáis hacer ahora?

—Volvernos —dijo Teodoro— por donde hemos venido, que necesito al menos por algunos días tener oculta a mi mujer, mientras se calma la persecución.

—¿Pero adónde vas a ocultarla?

—Yo no sé, pero buscaré adónde.

—Mira, hijo, lo mejor será que la dejes aquí unos días. Esta casa es grande y no puede ser sospechosa.

—¿Es vuestra, señor?

—Como si lo fuera, es de un caballero amigo mío que se llama don Carlos de Arellano.

—¡Don Carlos! El amante de Luisa; el que denunció la conspiración…

Llamaron a la puerta y Teodoro calló repentinamente.

—Ocultaos allí en ese aposento —dijo en voz baja don José—, pero pronto…

Teodoro y Servia obedecieron sin replicar.

Habían vuelto a llamar a la puerta.

—Pasen —dijo don José, procurando dar a su rostro un aire indiferente.

Don Carlos de Arellano entró mirando curiosamente a todos lados.

—Había creído —dijo— que hablabais con alguien.

—Tengo algunas veces, como sabéis, la costumbre de estudiar en alta voz y en este momento me sucedía que, entusiasmado con un trozo de Alberto Magno, casi declamaba. ¿Pero qué novedad os trae por acá a estas horas?

—Una grande y secreta: acabo de llegar de la casa de don Pedro de Mejía.

—¿Y bien?

—Que don Pedro ha sabido muy secretamente, por uno de los secretarios del capitán general, que su hermana Blanca, presa en la Inquisición, se ha fugado.

—¿Se ha fugado? —dijo don José pensando que tal vez había salido con la mujer de Teodoro.

—Sí, mirad cómo estuvo la cosa. Luisa, que estaba en el calabozo con ella, consiguió por medio del capitán general salir de la Inquisición, pero a la hora de la salida Blanca tomó su lugar y ella fue y no Luisa la que consiguió la libertad.

—¡Caso más raro!

—Pues aún hay más. Blanca debía sufrir esa noche la pena del garrote, y como Luisa había quedado en su lugar, ella la sufrió y la han ahorcado.

—¡Jesús! —dijo don José.

—Y hay más aún.

—¿Qué? Decidme, que estoy espantado.

—Descubierto todo, el inquisidor llamó al licenciado Vergara, le refirió el hecho y dispuso que vuelva sor Blanca a la Inquisición para que sufra también la muerte a que estaba sentenciada.

—¡Pobre mujer! Pero eso ya es demasiado. Y don Pedro, ¿qué dice?

—Aquí en confianza, don Pedro tiene un negro corazón, y ni se afecta con la muerte de Luisa, ni se apura por la suerte que aguarda a su pobre hermana.

—¿Pero ese hombre es un tigre?

—Creo que sí. ¡Pobre Blanca!

—¡Pudiéramos salvarla!

—Ojalá.

—Decidme: ¿está ya en la Inquisición?

—No, pero hoy antes que salga la luz la conducirán para allá.

—Quizá haya esperanza de hacer algo por ella.

—Como a estas horas no tenemos de quién valernos y el negocio es muy peligroso…

—¿Quién podrá ayudarnos, quién?

—Yo —dijo Teodoro presentándose.

Don Carlos retrocedió, llevando la mano al puño de su espada.

—¿Quién es este hombre? ¿Qué quiere aquí? —dijo.

—Calmaos —contestó don José—, es casi mi hijo y a vos explicaré después; por ahora decidle lo que pensáis respecto a Blanca y él os comprenderá y os ayudará. Yo le fío.

—Bien está —dijo sosegándose don Carlos—, has oído ya de lo que se trata.

—Sí, señor.

—¿Y qué te parece?

—Me parece que todo se puede hacer muy fácilmente.

—¿Cómo?

—¿Decís que hoy deben llevar a doña Blanca a la Inquisición?

—Sí, antes que haya luz.

—¿En dónde está ahora?

—En la cárcel de la ciudad.

—Entonces voy a esperar a que la saquen, la sigo y en donde me sea posible se la quito a los alguaciles y la salvo. En ese caso ¿adónde podré llevarla?

—A mi casa de la Estrella, ¿sabes?

—Sí, señor.

—Allí estará segura.

—Pues no hay que perder el tiempo. Me voy, adiós.

—Encomendadme a Dios; en todo caso, señor, os dejo a mi pobre mujer.

—Confía en mí —contestó don José.

Teodoro besó la mano del viejo y se dirigió al balcón, abrió las puertas y saltó ligero a la calle.

Don Carlos se asomó y permaneció allí hasta que se perdió el eco de las pisadas de Teodoro.

XVI. De cómo Teodoro no «reparaba en pelillos», como decía el refrán

La mañana comenzaba ya a blanquear el horizonte; comenzaba ya a sentirse ese ruido que constituye, por decirlo así, la vida de una ciudad. Las campanas de los templos llamaban a la primera misa, y los muy devotos y los hombres trabajadores se levantaban a toda prisa y se lanzaban a la calle como las abejas atraídas por el sonido de las campanas.

Cerca de la puerta de la casa municipal, Teodoro se paseaba impaciente; pronto iba a ser ya de día y no había aparecido la silla de manos en que debían conducir a doña Blanca a la Inquisición.

Teodoro estaba desesperado; si tardaba más doña Blanca ya no era posible llevar a efecto el plan que había meditado.

Teodoro hubiera arremetido contra diez alguaciles en medio de la oscuridad, y se sentía con ánimo para hacerles huir, pero en pleno día y en calles tan concurridas como las que tenían que atravesarse de la cárcel de la ciudad a la Inquisición, le parecía más que locura.

Por fin, las puertas de la prisión se abrieron y apareció una silla de manos conducida por dos presos y custodiada por dos alguaciles.

No había más dificultad que en lo avanzado de la hora; pero Teodoro determinó jugar la partida y exponer el todo por el todo.

La silla tomó el camino de la Inquisición y Teodoro la siguió a una regular distancia; aún había muy poca gente y apenas paraban la atención en lo que conducían los alguaciles.

Llegando cerca de la esquina de Tacuba, Teodoro avivó el paso y alcanzó a los alguaciles que conversaban descuidadamente, asió con cada mano a cada uno de ellos por el cuello, y dándoles un movimiento de oscilación les lanzó con toda la fuerza de sus poderosos brazos a una distancia increíble.

Los dos alguaciles cayeron en tierra espantados, pero era tal el impulso que les había dado Teodoro, que anduvieron aún de narices un largo trecho, dejando en el suelo restos empolvados de la ropilla y de las calzas.

Los presos que llevaban la silla al ver aquel lance, la pusieron en tierra y, aprovechando la ocasión, echaron a correr con toda la fuerza de sus piernas.

Teodoro abrió la puerta de la silla y dijo a doña Blanca que lo miraba espantada:

—Salid, doña Blanca, huyamos.

Doña Blanca se sonrió tristemente.

—No es posible —contestó—, no puedo andar; el tormento me ha dejado baldada.

Teodoro comprendió todo y no contestó, sino que inclinándose tomó a Blanca entre sus brazos como hubiera podido hacerlo con un niño, y atropellando a los curiosos que se habían reunido allí tomó el rumbo de la Alameda por la calle que se llamaba ya de Tlacopan o Tacuba.

Los alguaciles habían vuelto en sí de su sorpresa y comenzaban a apellidar socorro, sin atreverse a ir ellos en persecución de los fugitivos.

Teodoro, aunque sin correr, apresuraba el paso, y llegó sin ser perseguido hasta la Alameda. Ganando el campo se creía seguro. Estaba ya fuera de la ciudad, cuando observó que venían a lo lejos algunos jinetes.

—Nos siguen —dijo doña Blanca.

—Pero no nos alcanzarán —contestó Teodoro, y abandonando el camino real, tomó entre unos sembrados de maíz, que por desgracia no tenían bastante altura para cubrirle.

Los jinetes comenzaron a galopar, porque advirtieron la marcha que había seguido Teodoro.

—¡Por Dios, Teodoro! Que están ya muy cerca.

—No temáis, doña Blanca, yo os salvaré.

Los perseguidores no encontraron paso para entrar a los sembrados y fueron a dar vuelta. Teodoro comenzó a correr.

—Déjame, déjame —deda doña Blanca—, sálvate tú y no te comprometas más. Déjame seguir mi desgraciada suerte.

Teodoro no contestaba y seguía corriendo.

Los jinetes habían encontrado ya el paso, y aunque caminaban con dificultad entre los surcos, avanzaban, sin embargo, con una rapidez desesperante para Teodoro y para Blanca.

Llegaron a una de esas grandes cercas de piedra que cierran en México las heredades, y Teodoro bendijo a Dios porque aquel obstáculo, difícil de salvar por sus perseguidores, era poca cosa para el que iba a pie. Pasó primero a doña Blanca y luego pasó él, volvió a tomarla entre sus brazos y siguió corriendo.

Sucedió lo que él había pensado: los que venían a caballo necesitaron buscar un portillo para salvar la cerca y él ganó entretanto mucho terreno. Pero los caballos salvaron muy pronto aquella distancia y se veían ya muy cerca.

Blanca rogaba a Teodoro que la abandonase, pero era imposible que él hiciese semejante cosa.

Teodoro comenzaba ya a fatigarse, su respiración era muy agitada, su frente estaba cubierta de sudor y su marcha era cada vez más lenta.

Comenzaba a desesperar; oía ya el rumor lejano de los pasos de los caballos de sus perseguidores.

De repente Teodoro se animó: a lo lejos vio un hombre que venía en un caballo. Encontrarle pronto era salvarse; avivó el paso y muy pronto estuvo al lado del viajero.

Teodoro puso a doña Blanca en tierra y, antes que el viajero se apercibiese se arrojó sobre él y le derribó del caballo.

El hombre se espantó, de modo que no opuso resistencia, y Teodoro se apoderó inmediatamente del caballo, que no era un animal notable, pero, sin embargo debía servirle porque él se encontraba ya incapaz de seguir conduciendo a doña Blanca en sus hombros.

Entretanto los perseguidores venían ya muy cerca y podían escucharse sus gritos de: «¡Ténganse al rey, dense a la justicia!».

Teodoro subió a doña Blanca en el caballo y él se colocó en las ancas del animal, y echaron a caminar, pero el dueño del caballo vio tan cerca el refuerzo que se animó a hacer algo ya de su parte por no perder su propiedad, y se afianzó de una pierna de Teodoro.

—Soltad —dijo el negro.

—Nunca, nunca, ladrón, negro, deja mi caballo.

—Soltad, que yo os pagaré diez veces lo que vale el caballo.

El hombre no soltaba, y la situación era comprometida.

—Pues no sueltas —dijo Teodoro—, toma.

Y levantando la mano descargó sobre la frente del viajero un puñetazo capaz de derribar un buey; el hombre lanzó un gemido sordo, y rodó entre el polvo como un muerto.

Teodoro puso entonces a escape su caballo.

El animal no tenía trazas de aguantar mucho y su carrera no era ni firme ni ligera.

—Teodoro, déjame aquí —decía doña Blanca—, déjame, sálvate, sálvate, que ya nos alcanzan.

—No temáis, señora, aún hay esperanzas —repetía el negro.

El demonio parecía conducir a los que perseguían a Blanca, porque a cada momento estaban más y más cerca, ya se percibía el aliento fatigoso de sus caballos, y se escuchaban perfectamente las voces.

Se había perdido el camino y Teodoro corría por un sendero angosto y sembrado de árboles que estaba al lado de un barranco profundo.

A lo lejos se descubrió un puente de madera. Llegar a ese puente, atravesarlo, y derribarlo después, era la ilusión de Teodoro. Si lo conseguía estaba salvado.

Aguijó al caballo y estaba ya muy cerca del puente cuando el animal, tropezando, cayó del lado del barranco.

Perseguidos y perseguidores todos lanzaron un grito de espanto. Teodoro, lanzado violentamente, rodó por aquella pendiente entre los matorrales y las piedras, y se oyó el ruido de su cuerpo al caer en el arroyo que cruzaba por el fondo.

Doña Blanca, desprendiéndose de la silla, quedó prendida por la falda al tronco de un árbol y suspendida sobre una inmensa profundidad.

Los perseguidores llegaban en este momento al lugar de la desgracia.

XVII. De cómo llegó a México en busca de su Luisa don Melchor Pérez de Varais, y de lo que le pasó

El propio, enviado por el licenciado Vergara Gaviria, llegó a Metepec y entregó las cartas que llevaba a don Melchor, que estaba entregado a la más profunda melancolía.

Don Melchor había tenido por Luisa una verdadera pasión, y quizá le hubiera afectado menos que ella le hubiera abandonado, que la aventura que no había podido explicarse y de la que él o Luisa habían sido víctimas.

La llegada del correo le puso como fuera de sí de placer, inmediatamente comenzó a disponerlo todo para regresar a México e hizo volverse en el acto al correo con una carta en que avisaba al licenciado Vergara que pronto se ponía en marcha para la capital, y que tratase a Luisa con cuantas consideraciones pudiese, no escaseando gastos de ninguna especie; la carta debía llegar a México tres días antes que don Melchor.

El licenciado Vergara recibió esta carta y sin pérdida de tiempo se dirigió en busca del inquisidor.

Don Juan Gutiérrez Flores estaba frenético. Hacía muchos años que no se oía decir de una fuga en las cárceles del Santo Oficio, y en aquellos días, sin que pudiese culparse a nadie, se habían fugado don César, María y Servia, y doña Blanca había sido arrebatada en esa mañana misma a los alguaciles.

Su Señoría estaba temible en aquellos momentos.

La visita de don Pedro de Vergara con las noticias que traía no podía ser más inoportuna.

El inquisidor fingió una amabilidad tan repugnante, como seria la sonrisa de un tigre, y don Pedro nada conoció.

—Acabo de recibir —dijo— noticias de Metepec.

—¿Y qué sabe Su Excelencia de nuevo? —contestó el inquisidor.

—Nada más sino que don Melchor Pérez de Varais me anuncia su próxima llegada a esta capital.

—Paréceme eso de poca importancia.

—Creo al contrario de Su Señoría, que es de mucha y muy grave.

—Permítame Vuestra Excelencia que no comprenda…

—Don Melchor viene en pos de Luisa. ¿Y qué podrá decírsele?

—No sé qué derechos pueda alegar para interesarse por ella supuesto que sabemos que no era su esposa, sino de don Pedro de Mejía.

—Con derechos o sin ellos, lo cierto es que como creía yo que me había sido remitida, le escribí lo acontecido y puede ahora interesarse por ella.

—No tiene derecho alguno, y así se le puede contestar.

—Lo cual no nos salvará de un gran escándalo, que a mi juicio tanto cede en mengua mía como de la justicia del Santo Tribunal, que ejecuta un reo por otro.

—En efecto, dice bien Su Excelencia.

—Pues es necesario dar un paso, si a Su Señoría le parece.

—Piense Vuestra Excelencia si será mejor detener a don Melchor en su camino o esperar a que llegue para hacerle aquí desistir de su empresa, y que deje todo por olvidado. ¿Cuándo cree Su Excelencia que llegará don Melchor?

—Según su exaltación mañana debe estar aquí.

—En ese caso lo mejor sería detenerle en el camino, mientras disponemos algo que evite el natural escándalo y menosprecio que causaría la muerte de Luisa y los extraños acontecimientos que a ella dieron lugar.

—¿Cuál es, pues, el plan de Su Señoría?

—Aún no me fijo perfectamente, pero en primer lugar es fuerza detener a don Melchor, y después vacilo en decidirme, si le presentamos un cadáver de negra, diciéndole que es Luisa, que murió de enfermedad natural, o una negra viva que le hagamos también creer que es ella.

—¿Y será posible que lo crea?

—Todo está en la clase de mujer que se le presente.

—Cuidaremos entonces de buscar una muy inteligente.

—Por el contrario, la más estúpida que podáis encontrar, con tal de que sea joven y tenga una estatura semejante a la de Luisa, porque diremos a don Melchor que su situación hizo perder el juicio a la pobre muchacha, y de esa manera cualquier cosa que oiga lo atribuirá a la locura. Con esto no quedará por tierra el honor de la Santa Inquisición y nadie podrá descubrir lo que ha pasado en este negocio.

—Me parece un buen plan.

—Si se le presentara un cadáver, don Melchor sería muy capaz de querer hacerle honras tan suntuosas que llamaran la atención, y darían origen al escándalo que tratamos de evitar.

—En efecto.

—Bien, pero es necesario que disponga Vuestra Excelencia las cosas de manera de detener siquiera el día de mañana a don Melchor.

—Eso corre de mi cuenta.

—¿Y cómo?

—Mañana enviaré al camino que debe traer algunos enmascarados que le detengan y le lleven prisionero, por unos días, a una quinta de los alrededores, y luego le soltarán.

—Pero pudieran acontecer muchas desgracias, si él se resiste.

—No se resistirá, que enviaré tal cantidad de gente que conocerá que toda resistencia es inútil.

—Así creo que está todo bien combinado. ¿Y Vuestra Excelencia se encarga de que le lleven la esclava que debe presentársele a don Melchor?

—Si Su Señoría no tiene de quién echar mano…

—No tengo por ahora, pero mañana cuando venga Vuestra Excelencia para que hablemos, y que llegue la noticia de haber sido detenido don Melchor, le diré si por mi parte he encontrado lo que necesitamos.

—Bueno, voyme a preparar las cosas para mañana, y estaré aquí mañana al mediodía.

El licenciado se despidió del inquisidor y cada uno fue a dar por su parte las órdenes respectivas.

Los caminos estaban plagados de malhechores, y en aquellos días era una cosa muy expuesta viajar sin el acompañamiento de una muy fuerte escolta, pero tal había sido la precipitación con que don Melchor había salido de Metepec, que apenas se había hecho acompañar por dos criados.

En aquellos tiempos, Toluca era una población inferior a Metepec y a Ixtlahuaca; no había ese comercio, ni esa ancha vía de comunicación que atraviesa por medio del Monte de las Cruces: angostas y escabrosas veredas de herradura daban paso a los que a pie o a caballo pasaban de uno a otro de los pueblos, o a México.

Por lo que se ha dicho se conocerá con qué desconfianza caminaban todos, procurando reunirse en caravanas para ponerse más a cubierto de los asaltos de los ladrones.

Don Melchor atravesó sin novedad alguna el monte, y luego el valle de México sin haber encontrado ni ladrones, ni viajeros.

Estaba ya cerca de la ciudad cuando notó que delante de él caminaba un grupo de gente a caballo custodiando un carro de dos ruedas; los hombres tenían traza de gente de justicia y en el carro no podía distinguirse lo que llevaban porque iba cubierto con un toldo de «petates».

Don Melchor quiso aprovechar aquella compañía, porque aun en las mismas puertas de la ciudad solían acontecer robos y muertes.

Don Melchor saludó a los que iban a caballo, y ellos le reconocieron luego como que había sido por algunos meses corregidor de México.

—¿Y qué lleváis en ese carro? —preguntó don Melchor.

—Señor —contestó uno de ellos— nosotros salimos en persecución de un negro y una mujer que atacaron a la justicia y se fugaron, y nos hicieron correr mucho, pero el negro cayó del caballo hasta el fondo de una barranca, y la mujer hubiera seguido la misma suerte, pero se atoró de la falda en una rama y la recogimos; al negro ni modo siquiera de buscarle.

—¿Y cuándo fue eso?

—Ayer, señor, pero nuestros animales estaban cansados y esta mujer no podía andar, tuvimos que pedir posada, y conseguir un carro para traerla y ahí va.

—Bien, nos iremos acompañados.

—Como mande Su Señoría.

Don Melchor caminaba por delante y paso a paso para que pudiera seguirle el carro; habían avanzado ya algo cuando de repente, de una arboleda se desprendieron una porción de enmascarados que estaban ocultos allí y rodearon a don Melchor y a los que le acompañaban.

Ninguno pensó en defenderse, y los enmascarados comenzaron a hacer bajar a todos de los caballos.

XVIII. En que se cuenta lo que pasó a don Melchor y a Blanca

Los enmascarados que rodearon a don Melchor terminaron tranquilamente su tarea, ataron los caballos de los que custodiaban a doña Blanca y de los criados de Pérez, y luego a éste lo acomodaron también con Blanca y echaron a caminar llevándose el carro con tanta confianza como si no dejaran amarrados a los agentes de la justicia.

Anduvieron así hasta muy cerca de anochecer, sin que Pérez hubiera comprendido cuáles eran sus intenciones, y a cosa de la oración llegaron a una hacienda y entraron al patio de la casa.

Allí fue donde aquellos hombres apercibieron que había otra persona más en el interior del carro.

Blanca durante el viaje, ni había hablado una palabra ni se había descubierto el rostro; acostada y casi sin moverse había pasado todo el camino, quejándose sólo algunas veces porque el movimiento la hacía pasar terribles dolores. La fiebre había vuelto a apoderarse de ella, y la agitación de su espíritu y los acontecimientos por los que había tenido que pasar eran superiores ya a sus fuerzas.

—Aquí hay una mujer —dijo un enmascarado, luego que hicieron bajar a don Melchor y le obligaron a entrar en una habitación.

—Será alguna criada o esclava del corregidor —contestó otro.

—A ver, háblale —dijo un tercero.

—Señora, señora. Está durmiendo creo.

—Pues muévela que se despierte.

—¡Señora! Nada, creo que viene enferma.

—Sube al carro y descúbrele la cara.

El hombre subió al carro y descubrió el rostro pálido y desfigurado de Blanca.

—Es una enferma —dijo.

—¿Pues qué hacemos?

—La hubiéramos visto allá, allá la dejamos.

—Pero ahora ya no es posible.

—Entonces si viene con Su Señoría, de su familia debe ser. La bajaremos y la acostaremos en una cama en la misma habitación, que las órdenes de Su Excelencia son que se le guarden a él y a los que le acompañan toda clase de miramientos.

—Por eso los dejaste en el camino amarrados y mirándose unos a los otros.

—Deja de chanzas, y baja a esa señora.

El que estaba adentro tomó cuidadosamente a doña Blanca entre sus brazos y la llevó hasta una de las piezas del alojamiento destinado a don Melchor.

Doña Blanca se quejaba, pero no decía una sola palabra; miraba por todas partes con ojos extraviados y dejaba que hicieran con ella cuanto quisiesen.

Don Melchor estaba como soñando; nada le habían dicho, y aquellos enmascarados le trataban más como a su jefe que como a su prisionero.

Les vio entrar conduciendo a Blanca y colocarla en su mismo aposento, y creció su admiración.

Los hombres se retiraron y don Melchor quedó solo, con la enferma, meditando en la extraña aventura que le pasaba.

La curiosidad le hizo acercarse al lecho en que gemía Blanca.

La joven le miró fijamente, pero sin dar el menor indicio de admiración ni de disgusto.

Pérez acercó su mano a una de las mejillas encendidas de Blanca.

—Terrible calentura tiene esta pobre mujer. ¿Será un tabardillo? Mal estoy entonces aquí, pudiera contagiarme.

Y se retiró precipitadamente.

Blanca comenzó a desvariar y, entre frases cortadas, a pronunciar los nombre de don César, de Teodoro, de Luisa y de don Melchor.

Éste al principio paró poco la atención en lo que la joven hablaba.

—Malo —dijo—, desvaría.

Pero Blanca pronunció el nombre de Luisa y de don Melchor, y la cosa le pareció digna de atención.

—Calle —dijo—, parece que la presa me conoce bien y a Luisa. ¿Pues quién será?

A pesar de su miedo volvió a acercarse y a examinar su rostro, pero en vano, tanto había variado la pobre sor Blanca, a quien él conoció en el convento de Santa Teresa, que le hubiera sido imposible recordarla.

—Teodoro —decía Blanca—, Teodoro… nos alcanzan… ahí vienen… muy cerca… La pobre negrita me deja salir en su lugar… ¡Qué cosa tan horrible es el tormento, cómo tengo los brazos…! ¡Mirad!

Don Melchor vio los brazos que descubría Blanca aún con las terribles huellas del tormento.

—Es mi esposo…, sí, por eso le amo… No soy monja… no soy… no soy… Don Melchor Pérez de Varais y su esposa… hoy me lo han dicho… vinieron ¡Qué buenos…! Señora Luisa, ¿es verdad que el papa relaja mis… mis… mis…? ¿cómo se llaman…? Teodoro, nos alcanzan.

Don Melchor la miraba fijamente, y procuraba encontrar entre sus recuerdos algo que parecía cruzar por su imaginación.

Por fin, dándose una palmada en la frente, exclamó:

—¡Ah! Ya caigo. Ésta es, ¿pero será posible?, la monja, la protegida de Luisa, la hermana de don Pedro de Mejía. ¿Cómo se llamaba? ¿Beatriz? No. ¿Estela? Tampoco… Sor… Sor… Blanca, Blanca, eso es Blanca. ¿Pero será ella? Veremos.

Y acercándose a la enferma, le dijo dulcemente.

—Blanca, sor Blanca, sor Blanca.

—¿Quién me habla? Ya no soy sor Blanca, soy la esposa de don César de Villaclara. ¿Quién es?

—Blanca, Blanca, ¿me oís?

—Sí ¿quién sois? No os conozco.

—Yo soy don Melchor Pérez de Varais.

—Mi protector, ¡ah sí!, me acuerdo. ¿Adónde está doña Luisa mi protectora? ¿Adónde está?

Los batientes de la puerta sonaron, don Melchor volvió el rostro y vio entrar a varios enmascarados que depositaron sobre una mesa todo lo que podía necesitar para hacer una buena comida.

Se retiraron después y sólo quedó uno allí para servirla.

Don Melchor quiso por él averiguar alguna cosa y comenzó a interrogarle:

—Hombre, supuesto que estamos solos, decirme podrás: ¿con qué objeto se me ha traído aquí, qué se pretende conmigo?

—Nada sé, señor.

—¡Cómo! ¿Pues qué órdenes has recibido?

—Sólo servir a Su Señoría en cuanto pida y necesite.

—¿Pero quién te ha dado esas órdenes?

—Eso es lo que no puedo revelar.

—Pero yo te daré por ello lo que me pidas.

—No pida Su Señoría lo que no me es posible darle.

—¿Dices que tienes órdenes para darme cuanto yo necesite?

—Sí, señor.

—¿Y si yo quisiera una persona que viniese a curar a esta señora enferma?

—Se haría venir inmediatamente.

—Pues por ahora es lo que más necesito, pero que sea muy pronto.

—Tan luego como acabe de servir a Su Señoría, iré a buscar esa persona.

—Entonces puedes ir, pues no te ocuparé ya para nada.

El hombre, obedeciendo inmediatamente, salió, y don Melchor volvió a acercarse a la cama de la enferma.

Blanca parecía dormir y estaba menos inquieta.

Había cerrado ya la noche cuando el criado volvió a entrar conduciendo a una mujer anciana.

—Señor —le dijo a don Melchor—, por aquí no hay ni físicos ni cirujanos, y ésta es una «componedora de huesos» y herbolaria que sabe muchas medicinas y por eso la traigo.

—Venga usted por acá, señora —dijo Pérez—, vea usted a esta enferma, a ver qué puede hacerle.

La vieja se acercó al lecho de Blanca, comenzó a examinarla, la miró cuidadosamente las contusiones y heridas de los brazos, y luego con grande aplomo dijo:

—Yo la sanaré muy pronto, no se necesita sino «quitarle el molimiento». Por eso está ahora hecha un «vivo fuego». Voy a traer unos menjurges. ¿Podré ir para venir después a quedarme aquí con ella toda la noche?

Don Melchor no contestó, pero se quedó mirando al hombre de la máscara, y éste dijo:

—Puede usted.

La vieja salió, se estuvo fuera una hora y volvió después trayendo un hornillo con lumbre, vasijas, yerbas y redomillas.

Don Melchor se encerró en un aposento y la vieja comenzó sus curaciones.

XIX. En que se continúa la materia del anterior

Los que condujeron a don Melchor que, como el lector habrá comprendido, eran enviados por el licenciado Vergara de acuerdo con la Inquisición, mandaron en la misma noche parte de todo lo acontecido al licenciado.

Uno de ellos fue en persona para dar noticia de cuanto había ocurrido, y con objeto de consultarle sobre algunas dudas. El licenciado Vergara quedó sumamente complacido.

—¿Conque no hicieron ninguna resistencia? —preguntó.

—No, señor, cayeron como unos pajaritos.

—Más vale así, que a fe que hubiera yo sentido cualquier desgracia, cuando sólo se trata de detener unos días a don Melchor sin causarle daño.

—¿Y dígame Vuestra Excelencia qué se hace con una señora enferma que venía con Su Señoría?

—¿Una señora?

—Sí, una dama que le acompañaba.

—¿Y qué dama era ésa?

—Debe ser de la familia, aunque apenas pudimos verla, porque venía enferma y acostada dentro de un carro.

—¿Y qué hicisteis?

—Como supusimos que era de la familia, y no criada, ni esclava ni cosa así, por no disgustar a Su Señoría el señor don Melchor, la hemos puesto en su mismo alojamiento.

—¿Y qué dijo él sobre esto?

—Nada absolutamente.

El licenciado se puso a reflexionar que don Melchor ni tenía familia, ni era posible que viniendo a buscar a Luisa, hubiera traído consigo una mujer; ésta debía ser alguna enferma que venía sin duda a curarse a México y había aprovechado la marcha de don Melchor para tener más seguridad en el camino. Esta idea le pareció muy acertada y se fijó en ella.

—Todo ha estado muy bien —dijo—, volved inmediatamente. Decid, de orden mía, que se siga reteniendo a don Melchor, tratándole con toda especie de consideraciones; y, sobre todo, que nada sepa de la causa de su detención, ni que conozca a nadie, ¿lo entendéis?

—Sí, excelentísimo señor. ¿Y la dama?

—Si quiere permanecer allí, que permanezca, pero si por causa de salud pretende seguir su viaje no se lo estorbéis que nada tiene ella que ver en todo esto. Sin embargo, cuidad de que tampoco ella comprenda lo que pasa.

—Muy bien, excelentísimo señor.

El hombre montó a caballo y partió en la misma noche.

Al día siguiente el licenciado Vergara despachaba en la Audiencia, y al mediodía se le presentó el alcalde con el rostro triste y compungido.

—¿Qué nos dice de nuevo el señor alcalde? —dijo el licenciado.

—Traigo malas noticias a Vuestra Excelencia.

—¿Malas noticias? ¿Qué ha ocurrido?

—Sabrá Vuestra Excelencia que al conducirse a la Santa Inquisición, de orden de Vuestra Excelencia, la señora que estaba presa en la cárcel de la ciudad, fue quitada a los alguaciles por un negro.

—Lo sé, pero supongo que debe haber sido reaprehendida, porque un hombre a pie y cargado con una mujer, como se me refirió que iba, puede muy pronto ser alcanzado.

—Lo fue en efecto, aunque no con mucha facilidad, porque el negro corría como un venado y tenía la resistencia de un toro.

—Adelante.

—Pues en la persecución se empleó gran parte de la mañana, y hasta el día siguiente, es decir, hasta ayer no volvían los alguaciles con la presa a quien traían en un carro, por estar muy enferma.

—Adelante, adelante —dijo el licenciado comenzando a entrever algo de lo que había pasado.

—En el camino encontraron al señor don Melchor Pérez de Varais que venía para la ciudad y que se acompañó con ellos. Repentinamente, todos se encontraron rodeados por una cuadrilla de forajidos, compañeros sin duda del negro que robó a la presa, y los alguaciles tuvieron que sucumbir después de una desesperada resistencia.

—Supongo —dijo el licenciado con una sonrisa maliciosa— que vendrían muchos heridos y que habría algunos muertos.

—Dios no lo ha permitido, señor, y aunque es cierto que los salteadores se llevaron a la presa y al señor don Melchor, no tenemos que lamentar desgracia alguna.

—Es un milagro; pero hágame Su Señoría el favor de que se advierta a esos alguaciles que no han cumplido con su deber, y que si hablan ellos del negocio y se divulga por culpa suya con mengua del crédito de la justicia, a quien pone en ridículo este lance, los mando ahorcar a todos, ¿lo entiende Su Señoría?

—Sí, señor excelentísimo.

—Bueno, y no toméis ya medidas de ninguna clase, ni os mezcléis para nada en este asunto, que tomo yo exclusivamente por mi cuenta para enseñaros cómo se manejan estas cosas de la justicia. Id, señor alcalde.

El alcalde hizo una reverencia y salió.

El licenciado se puso a escribir inmediatamente para dar orden de que no dejaran comunicar ya a doña Blanca con don Melchor y que la remitiesen presa a México inmediatamente.

Quizá ya ella habría referido todo a Pérez de Varais, y entonces todo el plan concertado por el inquisidor era inútil.

Salió el correo en el acto y llevando órdenes de reventar el caballo, si era preciso, para llegar pronto.

Veamos entretanto lo que había pasado con Blanca.

La vieja curandera había logrado en una sola noche mejorar a Blanca de una manera extraordinaria.

A los que no conocen cuánta inteligencia tienen esos curanderos de los campos y cuántos secretos poseen sobre las virtudes maravillosas de las plantas, árboles y piedras, les parecerá verdaderamente una vulgaridad el que se crea que sanan algunas ocasiones heridas y enfermedades con tanta rapidez como no lo haría el cirujano más práctico; y, sin embargo, nada es más cierto y algunos de esos secretos han llegado a ser, como el huaco, el anacahuite y la raíz de Jalapa, puestos al alcance de la ciencia, altamente apreciados.

A la mañana siguiente Blanca estaba tan repuesta que conocía a todos y pudo dar a don Melchor noticia de cuanto había ocurrido.

Don Melchor creyó encontrar alguna relación entre lo que le refería Blanca y su situación, y pensó ante todo en salvar a aquella joven.

Durante su conversación con Blanca la vieja curandera dormía, y don Melchor la despertó. Comenzaba a aclarar la mañana.

—Señora —le dijo don Melchor—, os estoy tan obligado que mi reconocimiento no se satisfará con sólo daros dinero, sino que haré por vos cuanto queráis, pero quisiera preguntaros una cosa.

—Sí, señor.

—Si fuera posible que saliera de aquí esta joven, ¿podríais llevarla, pagándoos por supuesto, a un paraje seguro y oculto?

—¿Cómo?, ¿para ocultarla de quién?

—¿Seréis capaz de guardar mi secreto?

—El oficio que llevo os lo garantiza.

—Pues bien, para ocultarla de la justicia.

—Podéis confiar.

—¿Con toda seguridad?

—Con toda seguridad.

—Bien, entonces vamos a ver de qué manera la sacamos de aquí, de grado o por fuerza. ¿Sabéis quiénes son nuestros guardianes?

—No señor, yo no vivo lejos de aquí, pero jamás había visto a estos hombres. Esta finca estuvo casi siempre abandonada, ayer dos enmascarados han ido por mí, y me han traído. Nada más sé.

—Esperaremos que entre alguno de ellos. Le hablaré para ver si se consigue algo por bien, y mientras, pondré a doña Blanca al tanto de cuanto ocurre y hemos concertado.

El hombre que había ido a verse con el licenciado Vergara volvió ya al amanecer y comunicó las órdenes que había recibido. Doña Blanca era para los comisionados de Vergara un verdadero estorbo, y por esto y por demostrar buena disposición a don Melchor, se apresuraron a darle noticia de todo.

El que fungía de jefe entró a la cámara de don Melchor y cuando éste se preparaba a decir algo que le indicase la disposición de ánimo de sus guardianes con respecto a doña Blanca, el hombre le dijo:

—Su Señoría ha escuchado que por orden de la persona que aquí le guarda, tendrá Su Señoría cuanto apetezca, y en lo que a esa dama atañe, libre es, si gusta ella y Su Señoría lo dispone, de seguir su marcha y atender en otra parte al cuidado de su salud.

Don Melchor llegó a pensar que en todo esto había una especie de milagro.

—Gracias —contestó— en tal caso dispondremos que salga luego, que su situación peor está a cada momento y témome una catástrofe por la falta de asistencia.

—Como Su Señoría lo ordene.

—Pero no pudiendo moverse, supongo que podrá la curandera ir a traer algunos indios que la lleven cargando.

—No hay inconveniente.

Don Melchor entró precipitadamente.

—Es necesario no perder un instante. Todo está arreglado, id por unos hombres que saquen a la enferma de aquí y por si no pudiere yo hablaros luego, procurad tan luego como salgáis al campo con ella, extraviar camino por si quisieren perseguiros.

—Nada temáis.

La vieja salió ligera y don Melchor entró a hablar con Blanca.

—Doña Blanca, pronto estaréis libre.

—Libre, ¿y cómo?

—He conseguido que estos hombres, que no os conocen, os dejen salir. La curandera os lleva y ella ha prometido ocultaros.

—¡Ay, señor, cuánto os debo! Pero creo que todo será inútil, el cielo no quiere que yo me salve y cuantos esfuerzos se hagan serán inútiles, y yo no conseguiré sino arrastrar en mi caída a cuantos pretendan impedirla.

—Doña Blanca, tened valor. Si el cielo hasta hoy no os ha abandonado, ¿por qué desconfiáis de Dios? Valor y fe, doña Blanca, y os salvaréis, yo os lo aseguro.

—¡Que Dios os escuche!

Serían ya las dos de la mañana, cuando volvió la vieja con algunos hombres que conducían una especie de camilla formada de ramas.

Colocaron en ella a doña Blanca y salieron de la casa sin obstáculo de ninguna especie. La vieja recibió de don Melchor una cantidad de pesos que ella no contó pero que le pareció suficiente y siguió alegremente a la camilla.

De buena gana hubiera solicitado don Melchor permiso para salir a ver la dirección que tomaban, pero se guardó muy bien de hacerlo por no infundir sospechas a sus guardianes.

Haría a lo más una hora que había partido doña Blanca, cuando oyó don Melchor gran ruido en el patio, se asomó y vio que ensillaban precipitadamente sus caballos algunos de los hombres que le custodiaban.

—¿Qué, hay novedad? —preguntó.

—Sí, señor —contestó el jefe—; acaba de llegar violentamente un correo para que no se permita salir de aquí a la señora que venía con Su Señoría.

—Pero ahora ya se fue.

—Salen a caballo algunos a alcanzarla.

—¿Y de quién es la orden? —preguntó don Melchor esperando saber algo por la respuesta que le dieran.

—De quien puede darla —contestó el hombre.

Esto era lo mismo que nada, pero supuesto que doña Blanca estaba perseguida por la justicia y aquellos hombres tenían orden para detenerla, claro estaba que ellos recibían órdenes de la justicia; entonces no eran ni ladrones, ni enemigos suyos particulares. ¿Qué era, pues, aquello? Aunque se hubiera vuelto loco, no lo hubiera adivinado nunca.

Los hombres salieron en busca de Blanca y don Melchor quedó con la mayor inquietud, aunque siempre con la esperanza de que la vieja hubiera seguido fielmente sus instrucciones, y que hubiera extraviado el camino al salir.

Transcurrieron así algunas horas, de la mayor ansiedad para don Melchor que a cada momento esperaba ver entrar a Blanca.

Oyó de repente las herraduras de un caballo que penetraba en el patio, se asomó, y era un correo que entregó un pliego a uno de los guardas y volvió a marcharse. El jefe recibió el pliego, lo leyó y dio después algunas órdenes que don Melchor, por más que hizo, no pudo percibir.

Vio entonces que de una cuadra sacaban su mismo caballo, que le ensillaban con sus mismos arreos y que, ya embridado y listo, un hombre le tenía en medio del patio y el jefe se dirigía para su aposento.

Don Melchor le salió luego al encuentro.

—Tengo órdenes —dijo el hombre— para que Su Señoría pueda seguir su viaje. El caballo está listo y en su misma habitación recibirá Su Señoría todo su equipaje esta misma noche.

—Pero ¿cómo?

—Nada más podré decir a Su Señoría.

—¿Y la señora que fueron a buscar?

—Aún no vuelven los compañeros.

—¿Podré esperarme hasta saber el resultado?

—No es posible.

—Pues vamos.

Don Melchor montó a caballo, y se puso a caminar en la dirección que le dijeron que estaba México.

XX. Adónde fue a dar Blanca y lo que allí le aconteció, y de lo que pasó a don Melchor en Mexico

Al salir de la hacienda la camilla en que llevaban a Blanca, la vieja guió en dirección del norte; pero apenas perdió de vista la casa se salieron del camino y contramarcharon tomando un rumbo tan enteramente diverso, que vinieron a resultar a poco al sur de donde habían partido: esta precaución les salvó. Los jinetes que salieron en su persecución se dirigieron por el mismo camino que les habían visto tomar, y a medida que en él más se avanzaban, más lejos se ponían de los fugitivos.

Cruzando por veredas casi intransitables y por medio de bosques desiertos, Blanca llegó al anochecer a una pequeña casa que estaba situada en la hondonada de un barranco, y a la cual era preciso tener mucho conocimiento en el terreno para llegar.

—Vamos —dijo la vieja—, ya aquí estáis en completa seguridad, aquí nadie os buscará, ni aun cuando os buscaran os encontrarían. Para llegar hasta aquí no hay más camino que el que hemos traído, y creo que no es lo más fácil encontrarlo. A esta casa traigo yo a curar algunos enfermos y heridos que necesitan secreto, ahora sólo tengo aquí un negro, que ése vino caído del cielo y yo no le traje.

—¿Cómo caído del cielo?

—Sí; figuraos, señora, que por allá arriba pasa una vereda que apenas es transitable, pues yo no sé que iba haciendo este pobre negro, quizá borracho, porque se desprendió de allá arriba y vino rodando hasta que cayó en el arroyo…

Apenas Blanca conservaba una idea vaga de la caída de Teodoro, pero se figuró luego que sería él.

—¿Y en dónde está? ¿Se murió?

—No, no murió, casi estaba exánime; pero le recogí, le asistí muy bien, y aunque no puede decirse que está salvado, sí hay mucha esperanza…

—¿Pero adónde está?

—Por allá adentro. ¿Queréis verle?

—Sí, sí.

—Bien, ¿podéis andar algo? Apoyaos en mi hombro y vamos.

Blanca se paró con inmensas dificultades y, sosteniéndose de la vieja, comenzó a andar.

—Figuraos —decía la anciana— que yo curo a todos los que andan huyendo de la justicia, y hasta ahora ni uno me han pizcado. ¿Se tendrá confianza en que no os encuentren a vos?

Llegaron a una puerta que abrió la vieja, y en el fondo, en un jergón, Blanca pudo descubrir a Teodoro que estaba acostado contra la pared y con la cara y la cabeza llena de vendas y de parches.

Teodoro, por su parte, la reconoció también.

—Señora —dijo queriendo inútilmente levantarse.

—Teodoro —contestó doña Blanca intentando en vano apresurar el paso.

—Vamos, vamos, quietos —dijo la vieja—; nada de imprudencias, ¿conque ustedes son conocidos?

—Mucho, mucho —contestó Blanca estrechando una mano de Teodoro.

—Mucho —agregó éste besando la mano de Blanca.

—Cuánto me place —dijo la curandera—, siquiera así no se desconfiarán los dos, porque la señora viene aquí también a curarse. ¿Lo entendéis?

—Sí —contestó Teodoro.

—Entonces, puesto que sois conocidos, aquí se queda la señora mientras voy a disponerle su lecho.

Doña Blanca quedó a solas con Teodoro y le refirió cuanto le había pasado, sin poder entre ambos explicarse todo lo que aquello significaba.

La vieja sin duda tenía relaciones con toda la gente perdida, porque en la noche dos o tres veces llegaron algunos hombres a darle recados y a recibir de ella frascos y yerbas que indudablemente eran remedios; y aun llegó a pasar por allí una partida de hombres a caballo que sin disputa podía asegurarse que no eran tropas del rey, porque departieron un rato con la vieja y se fueron luego.

En otras circunstancias todo esto hubiera espantado a Blanca, pero había pasado por tantas peripecias que ya todo le parecía indiferente; sentía además cierta confianza por encontrarse tan cerca de Teodoro, en quien veía una especie de protector a pesar del estado de postración en que él se encontraba.

Aquella noche la vieja curó cuidadosamente a doña Blanca.

Don Melchor Pérez de Varais tomó la dirección que le indicaron y a pocas horas comenzó ya a descubrir a lo lejos el caserío de México, sus arboledas y las torres y cúpulas de sus iglesias, que aunque no eran en tanto número como hoy, ya indicaban una ciudad poblada y religiosa.

Don Melchor tenía, como todos los alcaldes mayores de aquellos tiempos, una casa dispuesta siempre en la ciudad para recibirlo. Todos eran una especie de señores feudales que hacían grandes gastos y vivían con toda especie de comodidades, sosteniendo la servidumbre de dos o tres casas distintas que tenían en diversos puntos de la Nueva España.

Don Melchor, merced a la protección de la Audiencia que le había concedido ser a la vez alcalde mayor de Metepec y corregidor de México, estaba muy rico, y en su casa de Metepec y en la de México, no sólo estaba siempre lista la servidumbre, sino que se servía la comida a las horas de costumbre como si él estuviera presente, y en algunas veces por medio de cartas invitaba a algunos amigos para que fuesen a comer a su casa, encargando a uno de ellos que hiciese en su nombre los honores a los convidados.

Tales eran las fastuosas costumbres de aquellos personajes, a quienes tan poco trabajo costaba reunir grandes riquezas.

Llegó a su casa don Melchor y como si sólo se hubiese separado de allí para dar un paseo de algunas horas, sus criados le presentaron sus vestidos de corte y le pusieron la cena.

Don Melchor no quiso salir aquella noche y se contentó con enviar a su mayordomo con un atento recado al capitán general don Pedro de Vergara Gaviria, notificándole de su llegada y suplicándole le excusase si no pasaba a verle inmediatamente por estar muy cansado y un poco enfermo.

Vergara sabía por su parte muy bien que aquella noche debía de estar ya en México don Melchor.

A la mañana siguiente, cuando el capitán general hada su despacho, le anunciaron al señor don Melchor Pérez de Varais.

Vergara le recibió con las mayores muestras de cariño y, antes de darle tiempo a otra cosa, hizo recaer la conversación sobre Luisa.

—Escribí a Su Señoría —le dijo— sobre lo que por el señor inquisidor se había descubierto.

—Y eso me trae más de prisa —contestó don Melchor.

—Témome que tengáis un desengaño bien triste.

—¿Por qué? ¿Acaso se engañaría Su Excelencia y no sería esa mujer la pobre Luisa?

—Desgraciadamente ella es, y desgraciadamente digo, porque las artes de que fue víctima, aunque descubiertas, no han podido ser hasta hoy contrariadas. La pobre señora sigue tanto peor en su naturaleza física, cuanto en su estado moral.

—¿Hase llegado a afectar su inteligencia?

—De una manera grave; quizá por sus muchos sufrimientos, y por la misma naturaleza del hechizo, no es ni la sombra de lo que fue en otros tiempos, está casi en el estado de imbecilidad.

—¡Pobre Luisa! —dijo don Melchor profundamente conmovido.

—Juzga el señor inquisidor que quizá el cuidado y las atenciones, y algo que también pueda influir vuestra presencia, volverán algún día a esa pobre a su primitivo estado.

—Dios lo quiera. ¿Pero nada se ha podido averiguar respecto de los autores del delito?

—Nada, por más que el señor inquisidor y yo nos hemos empeñado en descubrirlo.

—Sea por Dios. ¿Y dónde está Luisa?

—En la Inquisición.

—¿En la Inquisición?

—Sí, y no os admire, que no está en calidad de presa.

—Bien, pero como vos me escribisteis tenerla ya en vuestro poder…

—Así se había acordado, pero supuso el señor inquisidor que siendo ya el lance tan público, hubiera sido dar pábulo a la curiosidad haberla sacado del Santo Oficio, mientras vos no estuvierais aquí para recogerla…

—¿Y cuándo podré ir por ella?

—Ahora mismo, y porque veáis qué empeño tengo en este negocio, quiero acompañaros yo mismo, aunque suspenda por ahora el acuerdo. ¿Habéis traído vuestra carroza?

—En el patio me espera.

—Bien, vamos.

Tomó el licenciado su sombrero y bajó en compañía de don Melchor, montaron en la carroza y se dirigieron a la Inquisición.

El inquisidor mayor, prevenido por don Pedro de Vergara, esperaba ya la visita y les recibió con mucha ceremonia.

—Verdaderamente —dijo— me apena la desgracia del señor don Melchor Pérez de Varais, y espero que Su Divina Majestad dará a su esposa el alivio y a él el consuelo que tanto necesitan.

—Y sólo de Él espero —contestó don Melchor—, que cosas hay que parecen no tener remedio sobre la tierra.

—¿Queréis ver ya y recibir a vuestra esposa?

—Sí, señor.

—Pues vendrá, pero armaos de valor porque el golpe va a ser muy fuerte para vos.

—Tendré resignación.

El inquisidor agitó la campanilla y dio en voz baja algunas órdenes a un familiar.

Poco después se abrió la puerta y entre dos ministros del Santo Oficio penetró en la sala una negra.

Los familiares se retiraron y la negra siguió avanzando.

La estatura y el cuerpo tenían mucha semejanza con el de Luisa, tenía como ella cortado el pelo, pero la fisonomía en ningún caso podía confundirse con la de aquélla.

Aquellos ojos con su mirar bajo, aquella boca, siempre entreabierta, aquel aire profundamente estúpido, no podían dar ni un indicio de la viva e inteligente fisonomía de la esposa de don Pedro de Mejía.

Don Melchor la miró con fijeza, se puso densamente pálido y sin decir una palabra se cubrió el rostro con las manos y se puso a llorar.

—Aquí tenéis a vuestro esposo, al señor don Melchor —la dijo el inquisidor.

La negra, en lugar de contestar, se puso a reír estúpidamente, produciendo una especie de gruñido.

—Cada día está peor —dijo con hipocresía el licenciado Vergara—; don Melchor, tened paciencia.

—La tendré —contestó con resolución y luego, levantándose, se dirigió a la negra.

—Luisa, Luisa, ¿me conoces?

La negra volvió a reír.

—Me la llevo si me lo permite Su Señoría —dijo don Melchor.

—Como gustéis.

—¿Tendrá Su Señoría la bondad de ordenar que me presten una silla de manos para llevarla a mi carroza?

—Sí —contestó el inquisidor y sonó la campanilla.

Entró un portero, el inquisidor le dio sus órdenes y poco después dos familiares llegaron con una silla de manos.

Don Melchor hizo entrar a la negra, que obedeció como una niña.

—Señor, adiós —dijo don Melchor—, dispensen Su Excelencia y Su Señoría que les deje así; pero ya pueden considerar mi situación.

—Sí, id y que Dios os consuele.

Don Melchor salió lloroso tras de su silla, y el licenciado y el inquisidor se quedaron riendo de su dolor.

XXI. De cómo salió doña Blanca de la casa de la vieja curandera

Doña Blanca se restablecía con una facilidad y una rapidez extraordinarias. En dos días se había mejorado ya de tal modo que comenzaba a andar sin dificultad, y a pesar de su palidez y de la falta de sus dientes, estaba ya otra vez hermosa.

La vieja salía algunas veces y estaba fuera varias horas; entonces doña Blanca pasaba el tiempo conversando con Teodoro, que aún no se podía mover.

Doña Blanca había adquirido gran confianza con la vieja curandera; sabía ya que se llamaba Bárbara, que ejercía en los pueblos y en las haciendas su oficio honradamente, pero que en aquella casa abrigaba a los ladrones heridos y a todos los que andaban prófugos de la justicia, lo cual le producía bastante dinero, y buenas relaciones que la ponían a cubierto de todo peligro a que podía estar expuesta por el aislamiento de su casa. Ella, por su lado, la había referido gran parte de su historia, y la había confesado que parentesco ninguno la unía con don Melchor Pérez de Varais, el cual sin duda por sólo favorecerla había hecho todo aquello.

Doña Blanca tenía, pues, una gran confianza en Bárbara. Cada vez que venía alguna gente perdida a la casa, doña Blanca tenía cuidado de encerrarse y no salir hasta que todos se habían marchado.

Una noche, sin embargo, llegaron a la casa tres hombres a pie y envueltos en largas capas negras, completamente armados y con toda la traza de facinerosos.

Blanca quiso retirarse, pero no era ya tiempo, y aquellos hombres la vieron.

El que hacia de jefe la saludó con tanta cortesanía como si fuera un hombre de buena sociedad. Bárbara le distinguía con el nombre de Guzmán. Doña Blanca permaneció un rato allí y luego, viendo que ese hombre la miraba con tenacidad, se retiró.

—Guapa moza tenéis aquí, Bárbara —dijo Guzmán cuando hubo salido doña Blanca.

—¿Os gusta?

—Mal gusto tuviera yo si de ella no gustara, que puede ser la moza de un rey.

—Pobrecita, anda también retraída de la justicia como vosotros.

—¿Debe muerte?

—No, que cosas son de amoríos y enredos.

—Pues cara tiene de una santita.

—Caras vemos, que corazones no conocemos.

—La verdad que me gusta la criatura como un dulce.

—Está linda, y que aún no sana bien.

—¿Pues qué tenía?

—Estaba enferma porque la dieron tormento.

—¿En la «cocina grande»?

—No llaméis así al Santo Oficio.

—«Con el rey y la Inquisición chitón», ¿es verdad? Bueno, ¿y cómo salió?

—Fugóse.

—¿Fugóse? Pues cada vez me conviene más. Oíd, Bárbara, y hablemos como amigos. ¿Cuánto queréis por esa moza?

—¿La vendo acaso? ¿O creéis que tenga comercio de eso?

—Vamos, y no os vengáis haciendo de las nuevas conmigo, que no habréis olvidado que en cien pesos me vendisteis aquella vuestra criada india…

—Ah, pero ésa era una india, y ésta…

—Será más española que una virreina; pero todo lo hace el precio, por aquélla di cien, y por ésta doscientos.

—No puedo, es de responsabilidad.

—Vaya trescientos.

—Cómo, ¿y si lo saben?

—Cuatrocientos.

—Ella quizá no quiera.

—Por último, quinientos duros y lo arregláis todo.

—Convenido, pero ¿cómo hacer para que ella no se resista?

—Sáquela ya de aquí, y lo demás corre de mi cuenta.

—Pero ¿y para que salga?

—O con engaños o la emborracháis, que es fácil.

—Nunca toma ni un trago.

—Si no es fuerza que sea con vino, con toloatzin, con mariguana, con cualquier yerba.

—Convenido, pero me dais no quinientos sino seiscientos. Sé que estáis muy rico.

—Tendréis los seiscientos, que en el precio no paro para cumplir un antojo. ¿Y cuándo?

—Mañana en la noche.

—Vengo de seguro.

—Venid.

—Hasta mañana.

Guzmán se despidió y Bárbara se entró a meditar su plan.

A la mañana del otro día la vieja comenzó a preparar a doña Blanca.

—Hija mía —la dijo—, ¿pensáis permanecer aquí toda vuestra vida?

—Por Dios, señora, ¿ya os enfadé?

—Por el contrario, hija, deseara veros siempre a mi lado; pero como os quiero de veras y sois tan joven me causáis lástima, aquí remontada como yo que soy una vieja.

—Pero ¿qué he de hacer?

—Algún hombre podría amaros y sacaros de aquí y llevaros muy lejos, donde nadie os conociera, donde de nada tuvierais que temer.

—Hacedme favor, señora, de no hablarme de eso jamás, si es que no deseáis que me vaya, aunque me aprehenda la justicia.

—Bien, no os incomodéis, y dejemos esa conversación. ¿Qué tal os sentís hoy?

—Cada día mejor, gracias a vos.

—Muy pronto estaréis completamente buena, con una bebida que voy a daros esta noche y que os hará descansar mucho.

—Tomaré lo que queráis, que bien sé lo que son vuestras medicinas.

—Voy a prepararla desde ahora.

La vieja estuvo toda la mañana hirviendo yerbas y probando los cocimientos hasta que pareció quedar satisfecha.

A cosa de las diez de la noche se llegó a Blanca llevándole una taza con una bebida.

—Tomad —dijo—, y recogeos para que os haga provecho.

Doña Blanca bebió sin desconfianza todo el contenido.

—Está muy amargo —dijo.

—Es medicina, hija, es medicina.

Doña Blanca sintió que comenzaba a faltarle la voz. La vieja salió de la casa y con un silbato de barro dio dos silbidos agudísimos.

Se oyó entonces el ruido de un caballo que se acercaba, y luego la voz de un hombre que decía a Bárbara:

—¿Ya está?

—¿Adónde está primero el dinero?

—Tomadlo, y en oro.

—Bien.

—¿Está privada o va con su voluntad?

—Ni uno ni otro.

—¿Pues qué hay entonces?

—Como queríais las cosas tan pronto y yo no tenía otra cosa, le he dado el toloatzin que la hace disvariar; pero que la deja muda y sin fuerzas por algún tiempo. Aprovechad, que me habéis dicho que saliendo de aquí, todo corre de cuenta vuestra.

—Vamos, pues…

Doña Blanca estaba en un estado de somnolencia, de debilidad, que le parecía extraño; jamás había experimentado síntomas tales; sus brazos se aflojaban, su cuello se doblaba como negándose ya a sostener la cabeza, y sus ojos se iban cerrando.

Pero en medio de todo sentía un placer, que no sabía tampoco cómo explicarse, una especie de tranquilidad, de descanso tan agradable, que sonreía sin querer.

A poco le pareció que se dormía y comenzaba a soñar. Una luz azulada iluminaba su aposento, y entre esa claridad, como flotando en ella, aparecieron los seres más queridos de su corazón: don César, doña Beatriz y Teodoro, y hasta la mujer de don Melchor, la protectora de la pobre sor Blanca.

Aquellas figuras fantásticas no tocaban el suelo, se deslizaban como una ráfaga de luz en el espacio.

De repente vio también mezclados entre esos seres tan conocidos para ella otros nuevos: eran Bárbara, la vieja curandera, y un hombre que ella no conocía, pero entre todas aquellas sombras, sólo estas dos parecían tener cuerpos.

Se acercaron, Blanca sintió entonces que la alzaban del lecho, quiso gritar y resistirse, pero no pudo.

El hombre desconocido cargó con ella y la llevaba, alumbrando la vieja.

Llegaron a la puerta de la casa. Se desprendía del cielo una tempestad horrible; entre la densa oscuridad, que todo lo envolvía, cruzaban los rayos atronando los bosques y las cañadas; el agua caía a torrentes y rugía el viento entre los encinos de la selva.

Una ráfaga de viento apagó la luz que llevaba la vieja. Doña Blanca no vio más, pero sintió que pasaba a otros brazos.

—Horrible está la noche, señora Bárbara.

—Témome que os vayáis a caer por ahí.

—Conocemos muy bien el camino de nuestra casa.

—Pero vais a llegar como una sopa.

—No le hace, ya me pagará esta buena moza estos trabajos.

El hombre soltó una carcajada.

—Y muy pronto —contestó riéndose también Bárbara.

—Puede que antes de que amanezca; ya nos vamos.

—¿Estáis listos?

—Sí, adiós.

—Que Dios os lleve con bien.

La vieja cerró su puerta.

La tempestad seguía a cada momento más fuerte. Todas las pequeñas vertientes de la montaña eran ríos caudalosos, y los rayos y el viento y el agua formaban un estruendo horrible.

Si se rasgaba la densa oscuridad con la luz pasajera de algún relámpago, era para volverse más negra que antes.

Guzmán llevaba a Blanca en la silla y un criado le seguía; pero apenas se podía caminar. La tormenta borraba el camino.

—Sotero —dijo Guzmán—, tú que caminas más libre pasa por delante para darme la vereda y reconocer, no vayamos a dar a una barranca.

El hombre pasó adelante y siguieron el camino, paso a paso.

Todos estaban empapados, y Blanca comenzaba a volver en sí y a comprender lo que le pasaba.

Las imágenes de su sueño se confundían, sin embargo, con la realidad, y no podía separarlas completamente.

¿Qué iba ella haciendo, en medio de aquella noche tan horrorosa? ¿Quién la llevaba? ¿Adónde se dirigían?

El movimiento del caballo la molestaba mucho; quiso hablar, no le fue posible; quiso alzar un brazo, y tampoco.

Seguía lloviendo; de repente el guía se detuvo.

—¿Qué sucede? —preguntó Guzmán con impaciencia.

—Que creo que hemos extraviado el camino.

—¡Maldita sea mi suerte! —gritó Guzmán acompañando estas palabras con horribles juramentos, que hicieron estremecer de pavor a doña Blanca—; a ver, baja de tu caballo, reconoce el terreno, más de tres años hace que andas conmigo por aquí…

El hombre bajó del caballo y procuró adivinar el camino.

—¿No encuentras nada?

—No, señor.

—¡Maldita sea tu raza! Ven acá a tenerme a esta mujer mientras yo reconozco en dónde estamos. Cuidado que se te vaya a caer, porque a ti y a ella os arrojo a la barranca.

Si Blanca hubiera podido, hubiera gritado de espanto; el lenguaje de aquel hombre la horrorizaba más que los tormentos de la Inquisición; había llegado a comprender que estaba a disposición de aquella fiera y que no era la muerte la que le esperaba; pero su situación le parecía tanto más desgraciada, cuanto que creía que en lo de adelante no se podría mover más y aquel hombre dispondría de ella como de un ser sin voluntad.

—¡Simple! —gritó Guzmán—, ¿cómo no has podido reconocer en dónde estamos? Es buen camino.

—¿Buen camino?

—Sí, ¿a que no sabes qué es aquí? Mira bien.

—No reconozco.

—Pues aquí está la barranca que pasa por nuestro rancho, y éste es el paso que le llaman de «La monja maldita».

Aquello era una especie de anuncio, de aviso del cielo, entendió Blanca; el nombre de «La monja maldita» despertó en su corazón tantos recuerdos y tantos temores que lanzó un débil gemido.

Guzmán, que estaba ya cerca, le oyó.

—¡Hola, Sotero! ¿Qué estás haciendo a esa niña?

—Nada, señor.

—¿Nada? ¡Ya verás, maldecido!

Volvió a subir Guzmán a la grupa del caballo en que estaba Blanca, y continuaron caminando.

Doña Blanca comenzó a quejarse.

—¿Qué tienes, mi vida? —dijo Guzmán acariciándole el rostro.

Doña Blanca hubiera deseado morir antes que continuar en aquella situación, pero al fin su voluntad comenzó a ser obedecida por sus miembros y pudo levantar ya un brazo para apartar de su rostro la mano del Guzmán.

—¿Te haces la desdeñosa? Pues toma —dijo Guzmán y plantó sus labios sobre la boca de doña Blanca.

Blanca quiso gritar y gritó.

Comenzaba a salir de su estado de inmovilidad y de mutismo.

Era ya la mañana, la tempestad había cesado y la luz bañaba toda la montaña, cuando llegaron al rancho de Guzmán.

XXII. En que se sabe lo que había sido de Martín y de don César

Don César, Martín y María, tomaron la misma noche de su fuga de la Inquisición el camino de Acapulco.

Siguieron por varios días su marcha sin interrupción pasando con nombres supuestos, que prudentemente se habían dado, hasta llegar a la cañada de Cuernavaca.

Allí Martín resolvió quedarse.

La Inquisición no era a él a quien perseguía; su mujer podría escapar fácilmente en los primeros días de la persecución y luego, cuando todo se hubiera ya calmado, volverían a México, en donde podrían seguir viviendo cómodamente.

—Cierto que es un excelente plan —dijo don César cuando lo hubo oído—, pero tiene tantas ventajas para vosotros como inconvenientes para mí.

—¿Por qué?

—Mirad, que tanto cuanto es fácil para vos tener oculta a María, a mí me es imposible ocultarme. El Santo Oficio se fijará en mí más que en ella, y es casi seguro que a estas horas exhortos habrá por todos los pueblos para mi aprehensión. Así es que cuanto antes necesito huir y ponerme muy fuera del alcance del Santo Oficio.

—Entonces, ¿qué pensáis hacer?

—Pienso dirigirme al puerto de Acapulco. En estos momentos se apareja allí la gente de todas armas que el gobierno del virrey, marqués de Gelves, va a enviar a Filipinas, y calcúlome llegar hasta allá sin novedad, presentarme como voluntario en las nuevas tropas del rey, embarcarme con ellas, pasar a Manila y pensar allí lo que puedo hacer para estar libre.

—Acertada es vuestra resolución.

—Detiéneme, sin embargo, sólo una cosa.

—¿Cuál es ella?

—El abandonar a doña Blanca a su propia suerte.

—Así estaría aun cuando vos permanecieseis por aquí, que en el Santo Oficio ha caído, y ni esperanzas hay de poderla valer de algo.

—¿Pues cómo nos salvamos, María, yo y Servia?

—Por lo mismo, ésos casi son milagros que no se repiten a menudo, y por haber acontecido éste debéis de tener más seguro que no sucederá otro muy pronto. Los ministriles han de estar con tantos ojos abiertos, y se redoblarán las precauciones a tal grado, que a no ser un verdadero prodigio en muchos años no oiréis decir de otra fuga.

—Sin embargo, paréceme una ingratitud…

—Escuchad, don César, y no os procupéis; por vos no es posible que nada alcancéis. Ahora, respondedme: ¿os queda algún influjo poderoso que mover? Y en caso que queráis procurároslo, ¿no teméis que a los primeros pasos os prendan y quedéis peor que antes? El delito de que era acusada María era leve en comparación del que se os imputa, yo tenía con el arzobispo motivos grandes para pedir una gracia, él se ha empeñado también por su parte y, sin embargo, ¿qué consiguió? Nada, nada, y si no hubiera sido por la astucia de Teodoro, aún tienen en la Inquisición a estas desgraciadas. Creedme, don César, y partid. Si en algo necesita de mí doña Blanca, le serviré con la lealtad que me conocéis y tendrá en mí un apoyo; pero vos, partid.

Don César reflexionó un poco, y por fin, levantando con resolución la cabeza, exclamó:

—Partiré ahora mismo. ¡Pobre Blanca!

—¡Gracias a Dios que os resolvéis!

Don César, sin hablar ya más, se despidió de Martín y de María, y montando a caballo tomó el camino de Acapulco. Don César conocía aquel camino porque lo había andado cuando salió desterrado por su desafío con don Alonso de Rivera, y cuando volvió de ese destierro.

Martín y su mujer se internaron por los pueblitos de la tierra caliente, buscando un hogar en donde pudieran pasar algunos meses sin ser conocidos.

Cosa de doce días tardó don César en llegar hasta Acapulco. El camino había sido para él una constante lucha. A cada momento intentando volverse en busca de Blanca, y recordando luego las reflexiones de Martín, se detenía algunas ocasiones a meditar y, perdido en sus pensamientos, permanecía una hora entera en medio del camino sin moverse.

Por fin llegó al puerto.

Acapulco era en aquellos tiempos el puerto más importante de toda la Nueva España. Por allí se hacía el comercio con la China, por allí entraban todas las mercancías, y por allí salía la gente y los refuerzos que de Nueva España se remitían a las Filipinas.

Cada virrey procuraba que en su tiempo se hiciesen mayores envíos, tanto de dinero a la corona de España como de gente a Manila.

El marqués de Gelves, en los días del tumulto, preparaba una grande expedición, que no pudo ver realizada por todos los acontecimientos de México, pero un sobrino suyo, encargado de este asunto en particular, continuó con más brío y con mayor empeño armando y equipando gente.

La Audiencia de México, como todo usurpador, veía en todo un amago a su seguridad y una conspiración contra su poder. La noticia de la gente que se armaba y disponía en Acapulco, llegó a la capital de la Colonia, y se aumentó y se comentó la noticia; se representó aquella gente como un ejército dispuesto a marchar ya sobre México a derribar a la Audiencia y a restablecer en el virreinato al marqués de Gelves.

En consecuencia, salieron órdenes disponiendo que se suspendiera todo apresto.

Cuando don César llegó a la plaza de Acapulco, había en ella una curiosa animación.

Españoles, indios, negros, chinos, mulatos, todos cruzaban por las calles, alegres y conversando en voz alta en sus diferentes idiomas, los soldados y los marineros que iban a partir se despedían, los que se quedaban en tierra se empeñaban a porfía en ofrecer a los que se marchaban, frutos de la tierra que muchos de ellos no debían volver a probar en su vida.

En la bahía se balanceaban majestuosamente, en medio de una mar tranquila y azulada, los bajeles de la flota que iba a partir para Filipinas. Todos esperaban con terror o con ilusión aquella partida, y en medio de aquel rumor, se aguardaba a cada momento escuchar el cañonazo que anunciara la marcha.

Don César se dirigió a uno de los soldados que encontró en la calle.

—¿Podríais indicarme, señor soldado —le dijo—, en dónde me sería posible presentarme para tomar lugar en vuestras filas?

—Mirad allá; donde está la banderita del rey, vive el intendente; pero si queréis yo os conduciré, que en la compañía en que sirvo y debe partir hoy, tenemos vacante.

—Me haréis señalado servicio en acompañarme.

—¿Sabéis leer y escribir?

—Sí que sé.

—¿Conocéis el servicio?

—Conózcolo.

—¿De mar y tierra?

—De mar y tierra.

—En ese caso, puede que lleguéis muy pronto a ser oficial.

—Dios lo quiera.

El soldado llevó a don César ante el intendente. Don César era bien apersonado, sabía leer y conocía el servicio, y un soldado así no lo podía perder Su Majestad.

En un momento se facilitó todo, se le hizo jurar bandera y se le puso listo.

Poco después sonó en la bocana un cañonazo al que contestó una inmensa gritería.

Comenzó el embarque de la tropa, que se prolongó, demasiado hasta entrar ya la noche. El viento soplaba favorable, las velas se tendieron, los buques se aparejaron para partir y levantaron las anclas.

Don César, en medio de un grupo de soldados, contemplaba las luces del castillo y de las casas del puerto, que iban desapareciendo entre las sombras de la noche al alejarse las embarcaciones.

A la mañana siguiente, el mar desierto ya azotaba las playas del puerto. A la animación había sucedido el silencio, a la vida, el sueño, y sólo como un punto blanco se divisaba a lo lejos uno de los bajeles de la flota.

XXIII. En el que se conocerá el rancho de el Gavilán, que era el castillo feudal de Guzman

Cuando Guzmán llegó a su casa, Blanca había vuelto en sí completamente y pudo bajarse del caballo sin auxilio de nadie. Lo que le había pasado durante aquella noche fatal le parecía una pesadilla, pero al verse allí sola y a merced de aquel hombre, comprendía cuán terrible era su situación.

La casa de Guzmán era un rancho situado en lo más escarpado de una montaña, rodeado de barrancas profundísimas; no podía llegarse a él sino por una penosa y angosta vereda, que podía desde la puerta de la casa explorarse hasta una gran distancia, merced a las sinuosidades del terreno.

Detrás de la casa seguía el bosque, pero espeso, tupido, impenetrable casi; era una retirada segura para un lance apurado.

El barranco que cruzaba a la derecha de la casa tenía una profundidad espantosa, y nadie se atrevía siquiera a acercarse a la orilla, porque aquellas rocas cortadas como a pico, aquel torrente que se azotaba, por decirlo así, entre las peñas del fondo, aquellas espumas a las que casi nunca herían los rayos del sol causaban vértigos, aquel abismo atraía.

El rancho se llamaba de El Gavilán y era el cuartel general de Guzmán, el jefe de los ladrones de aquel rumbo.

Dos o tres mujeres andrajosas y sucias salieron a recibir a los recién venidos.

—Queremos desayunamos —les dijo Guzmán sin saludar—; que nos preparen algo, pero antes a ver si hay ropa que le venga a esta señora para que se quite la que trae puesta, porque viene la pobrecita mojada hasta los huesos.

Doña Blanca oyó esto, pero no se movió; tenía miedo de todo.

—Anda vida mía —la dijo Guzmán, tomándola un brazo—, anda.

Doña Blanca se desprendió de la mano de aquel hombre y le dirigió una mirada de indignación.

—Vamos, señora —dijo una de las mujeres.

Blanca no contestó y se sentó sobre una piedra.

—Si no quiere, déjenla por ahora, ahí se amansará. Yo voy a mudarme que tengo frío; el desayuno.

Guzmán se entró a la casa, haciendo al retirarse una seña al criado que como un centinela vino a colocarse al lado de doña Blanca.

La pobre joven meditaba con la frente apoyada en sus manos.

¿Qué sería de ella en poder de aquel hombre? ¿De dónde podría venirle la salvación?

Levantó el rostro y miró al cielo, y sus miradas se perdieron en el espacio.

Media hora permaneció así, hasta que sintió que la tocaban familiarmente en la espalda. Era Guzmán que se había cambiado el traje y que salía de la casa vestido como un caballero, con una ropilla y unos gregüescos de vellorí pardo y unas calzas finísimas de cuero de venado.

—¿Quieres desayunarte, alma mía?

Doña Blanca no contestó.

—Vamos, toma alguna cosa, entra al menos en la casa, el sol comenzará pronto a calentar y puede hacerte mal.

Doña Blanca ni le miraba siquiera.

—Entonces si no quieres entrar, yo comeré aquí; que me has causado tanta pasión que no quiero abandonarte ni un momento.

Guzmán habló a las mujeres y poco después, allí mismo, habían tendido en el suelo y a los pies de Blanca, una soberbia servilleta de damasco y habían servido el desayuno.

Las tazas, los platos, las jarras, todo era de plata ricamente cincelado, todo de mucho lujo; aquel hombre debía de ser muy rico.

Las mujeres se retiraron y Guzmán quedó solo con doña Blanca.

—Toma alguna cosa, ángel mío —decía Guzmán—, mira, aquí serás más que la virreina; aquí tú sola mandarás y tendrás cuanto quieras, porque soy muy rico, mucho. Si ves que vivo en esta casa tan triste, es porque no tengo a quién darle gusto, pero viniendo tú todo cambiará. ¿Me oyes? Porque yo conozco que a ti te voy a querer de veras. Óyeme, mi vida: muchas mujeres han venido aquí y han hecho poderíos por agradarme, pero me han cansado, nunca he podido llegar a quererlas, y a ti te he de querer mucho, porque has de ser buena y yo tengo necesidad de querer a una mujer buena.

Guzmán estaba enternecido, y Blanca concibió alguna esperanza.

—Si queréis una mujer buena —contestó—, ¿por qué me habéis traído así, por fuerza? ¿Qué conseguiréis con tener aquí contra su voluntad a una pobre mujer que no os ama, que no puede amaros?

—¿Amas a otro? —dijo Guzmán con furor.

—¿Para qué queréis saberlo? Basta con que os diga que no os puedo amar.

—Pero me amarás, serás mía.

—No lo esperéis.

—¡Ah! Más soberbias que tú han llegado aquí muchas y han acabado por llorar el día que las he despachado a sus casas.

—Mal me conocéis si me confundís con esas mujeres —contestó indignada Blanca.

—Óyeme, no quiero que nos incomodemos tan pronto; toma algo, paloma mía, estás muy débil, toma algo y hablaremos después; quizá me convenzas, y te deje yo volver libre a la casa de Bárbara.

Doña Blanca quiso probar con aquel hombre la dulzura.

—Sí, os acompañaré, tomaré algo con vos, pero es necesario que vayáis reflexionando que vuestra acción no es buena. ¿Qué pretendéis de mí, de una pobre mujer sin amparo? Si no fuera mi situación tan triste, si yo tuviera algún amparo sobre la tierra, no sería tan cruel lo que pensáis contra mí; pero quizá la única esperanza que me queda sobre la tierra seréis vos. Sed mi amigo, mi protector, no os empeñéis en ser mi verdugo.

Guzmán miró fijamente a doña Blanca. Sus ojos pardos brillaron bajo sus cejas negras y espesas de una manera extraña.

—¡Ah! Tú sabes mucho, mucho; casi, casi me estás enterneciendo. Calla, y no me hables así.

Doña Blanca sintió que su corazón se dilataba con la esperanza.

Calló por un momento y comenzó a tomar una taza de leche.

Guzmán había concluido y las mujeres llegaron a retirar todo lo que había servido para el desayuno. Pero doña Blanca observó con terror que habían dejado cerca de Guzmán una botella.

Blanca permaneció silenciosa, pero a poco su terror subió de punto porque vio salir de la casa al criado y a las mujeres y alejarse hasta perderse por la vereda.

Quedaba enteramente sola con Guzmán.

Guzmán se llevó a la boca la botella y dio un trago como para adquirir valor.

—Óyeme —dijo limpiándose los labios— yo te quiero y necesito que tú me quieras también; yo soy mozo y sabes que soy rico, podemos ser aquí muy felices.

—Pero…

—Escúchame. Yo sé que andas prófuga, que te persigue la justicia, la Inquisición tal vez, porque tú llevas en tu cuerpo las señales del tormento, aquí nadie es capaz de alcanzarte; quiéreme, sé mía, por bien; estás en mi poder, ninguno podrá libertarte, y si resistes, fuerza tengo para obligarte a sucumbir.

—Oídme, por Dios —contestó Blanca—; es verdad que estoy en vuestro poder, que ando prófuga, pero la historia de mis desgracias enternecería a un tigre. Sola en el mundo, el destino me ha arrebatado a todos mis protectores. Doña Beatriz de Rivera, mi madrina, murió; luego encontré amparo en don Melchor Pérez de Varais y en su mujer doña Isabel, pero más tarde supe por mi último amigo, por el negro Teodoro, que doña Isabel, mi protectora, era una aventurera llamada Luisa, y entonces ya no me quedaron sobre la tierra más que gentes que pasajeramente se interesan por mí. ¿Por qué vos no habéis de ser el ángel protector de mi vida? Sois bueno, generoso, fuerte, sed mi abrigo, ved en mí una mujer que necesita de apoyo y no una víctima, un juguete de vuestras pasiones… ¿Me oís…?

Guzmán había escuchado en silencio a Blanca y tenía la cabeza inclinada.

De repente tomó la botella y volvió a llevarla a sus labios.

Doña Blanca se estremeció.

—Siempre he pensado en que seas mía.

—¿Pero no os conmueve mi llanto ni mis súplicas?

—Todas las mujeres son lloronas.

—Mirad que os lo pido de rodillas —dijo Blanca arrodillándose.

El manto que la cubría cayó de su espalda y queda descubierto su cuello blanco y torneado.

Guzmán volvió a tomar otro trago y se quedó mirando a Blanca.

—De veras que eres linda —la dijo—; ¿y quieres que mirándote esa garganta y esos hombros te dejara ir como tú lo supones?

Doña Blanca se cubrió precipitadamente, pero ya no era tiempo.

—¿Para qué te tapas? —dijo Guzmán queriendo quitarle el manto—. ¿Para qué te tapas? Ven acá, comenzaré por darte un beso.

Y extendió su mano para acariciarla.

Doña Blanca se retiró bruscamente y volvió el rostro como buscando amparo, pero estaba sola, completamente sola; no se oía más ruido que el rumor del viento entre la fronda y los ecos del torrente que se despeñaba en las profundidades de la barranca de «La monja maldita».

Guzmán se paró vacilante; sus facciones anunciaban que había llegado a un estado temible de embriaguez.

Doña Blanca al verle en aquella situación perdió toda esperanza.

Doña Blanca, retrocediendo, se encontró detenida por un árbol, y Guzmán pudo asirla de la falda.

—¿Adónde vas? ¿Adónde vas? —balbucía aquel hombre—; ven acá, si hoy vas a ser mía.

—¡Por Dios, dejadme! ¡Por Dios! Por vuestra madre, por lo que más améis en el mundo…

—Si tú eres lo que más amo en el mundo, ven aquí, no me hagas enojar…

—¡Por Dios! ¡Por el amor de vuestra madre! —repetía Blanca.

—Vamos, ¿qué tiene que ver Dios, ni mi madre en esto? Si Dios no quisiera no estarías en mi poder.

Guzmán había logrado detener a Blanca y había pasado su brazo al derredor de su cuello y acercaba ya su rostro al de la doncella, pero ésta logró desprenderse de él y se retiró.

Sin embargo, poco había ganado, porque en aquella lucha habían venido a colocarse cerca de la barranca, y la joven se refugió encima de una peña que se avanzaba sobre el abismo.

—¡Hola! —decía Guzmán—, te resistes, pero ya has caído y tú sola te entregas; a ver ahora por dónde te vas.

Blanca miró por todos lados y sólo encontró delante de ella aquel hombre, con ojos inyectados y el aliento fatigado, ebrio de pasión y de vino, en derredor el abismo, rocas que alzaban entre las espumas sus erizadas frentes de granito, y sobre su cabeza un cielo azul, puro, tranquilo e indiferente. Blanca pensó entonces en un milagro.

XXIV. Lo que vio Teodoro

Teodoro oyó el ruido de los caballos que partían de la casa de Bárbara y llamó a la vieja.

—¿Queréis decirme —le preguntó— quién estaba ahí?

—Fue Guzmán, un amigo mío —contestó descaradamente la vieja—, que vino por esa muchacha conocida vuestra.

—¿Por quién? —preguntó Teodoro incorporándose espantado.

—Por esa muchachita que estaba aquí.

—¿Por doña Blanca?

—Sí —contestó la vieja.

—¿Y ella qué hizo? —dijo Teodoro cada vez más asombrado.

—¿Qué había de hacer? Irse con él.

—¡Irse con él! ¿Pero cómo?

—¿Cómo? Muy alegre y muy contenta.

—¡Mientes, vieja infernal! —exclamó Teodoro trémulo de furor tomando a Bárbara por la garganta y arrojándola sobre la cama—; ¡mientes! ¿Qué has hecho con esa joven?

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritaba Bárbara.

—Calla o te ahogo. Dime: ¿qué has hecho de esa joven? Responde o te mato.

La vieja espantada, callaba.

—¿No contestas…? ¿No contestas? Pues bien, voy a estrellarte contra la pared, contra las piedras, como a una serpiente.

Y Teodoro, sin hacer caso de sus heridas, se levantó y alzó en el aire a la vieja para estrellarla.

—No, no —gritó la vieja—, déjame, déjame, que yo lo diré.

—Bueno —contestó Teodoro—, dime: ¿qué hiciste con esa joven?

—Se la llevó Guzmán.

—¿Quién es Guzmán?

—Un amigo mío.

—¿Y para dónde se la llevó?

—Para su casa.

—¿Pero ella consintió?

—Sí.

—¡Mientes! —dijo Teodoro alzando la mano.

—No, no consintió.

—Pues ¿cómo no gritó ni pidió auxilio?

—Porque…

—¡Habla!

—Estaba privada, le había yo dado yerba.

—¡Infame!

Teodoro reflexionaba, pero no soltaba la mano de la vieja.

—¿En dónde está la casa de ese hombre?

—No muy lejos, en un ranchito.

—¿Sabes tú?

—Sí.

—Pues vamos allá.

—¿Ahora, con esta tempestad, en esta noche?

—Sí, ahora mismo, ahora mismo…

—Pero…

—Vamos, pronto.

Teodoro se incorporó como pudo y se puso su sombrero; todo esto sin dejar para nada a la vieja.

De debajo de su lecho sacó un cuchillo y lo colocó en su cinturón.

—Mira —dijo a la vieja—, al menor impulso que sienta de que quieras huir, te mato. ¡En marcha!

La vieja obedeció y salieron.

La noche era horrorosa y caminaban casi adivinando en la oscuridad.

Así anduvieron como dos horas.

Teodoro, fatigado, sosteniéndose sólo por la fuerza de su voluntad, comenzaba a impacientarse.

—Oye, ¿no decías que el rancho estaba cerca?

—Pero hemos perdido algo el tiempo por la mala noche.

—Te advierto que si llegamos cuando a doña Blanca le haya sucedido alguna desgracia, te mato sin remedio.

—¡Ay!

—Pues vamos.

Y seguían caminando.

Algunas veces se detenía Teodoro a tomar aliento y entonces era la vieja la que le apuraba.

—Vamos —decía—, es tarde.

Yvolvían a caminar.

Por fin, comenzó a lucir la mañana y a los primeros reflejos la vieja le dijo a Teodoro:

—Mirad, allí en aquel cerrito es la casa, poco nos falta.

Teodoro hubiera querido volar, pero aquella pendiente era muy larga y muy elevada.

El sol estaba ya en el horizonte y todo el panorama se iluminó perfectamente.

Teodoro y la vieja subían, pero el negro venía ya muy cansado y necesitaba detenerse a cada momento. Por fin llegaron a descubrir la casa.

Teodoro vio a doña Blanca y a Guzmán; sus figuras se destacaban sobre las rocas en el purísimo azul de los cielos.

Blanca estaba en pie, desdeñosa y altiva; Guzmán, a corta distancia, parecía no atrever a acercarse.

Teodoro comprendió que había llegado a tiempo.

Comenzó a caminar con más violencia y llegó a otro punto en que se dominaba mejor la escena que pasaba en el rancho.

Doña Blanca estaba al borde del abismo y parecía hablar; Guzmán estaba cerca de ella. Teodoro iba a continuar su camino, cuando la escena cambió.

Guzmán dio un paso adelante y un grito agudo atravesó los aires. Doña Blanca, desprendiéndose de la roca, cayó en el abismo y se perdió entre las alborotadas espumas del torrente.

Guzmán dio un grito y se echó atrás, espantado, para no precipitarse también.

Teodoro cayó de rodillas.

El torrente siguió su curso tranquilo, sin que nada indicara que sus ondas habían sido el sepulcro de la pobre Blanca.


Publicado el 1 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
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