El Rey se Divierte

Victor Hugo


Teatro, drama



Prólogo

El estreno de este drama motivó un acto ministerial inaudito.

El día siguiente á la primera representación, recibió el autor de parte de Mr. Jouslin de la Salle, director de escena del Teatro-Francés el siguiente oficio, cuyo original conserva cuidadosamente:


«En este momento, que son las diez y media, acabo de recibir la orden de suspender las representaciones de El Rey se divierte, comunicada por Mr. Taylor en nombre del ministro.

»Hoy 23 de noviembre.»


Lo primero que se le ocurrió al autor fué dudar de lo que leía: el acto era arbitrario hasta lo increíble.

En efecto, lo que han llamado Constitución-Verdad dice: «Los franceses tienen el derecho de publicar...» Nótese que el texto no dice solamente el derecho de imprimir, sino amplia y claramente el derecho de publicar. Ahora bien, el teatro no es más que un medio de publicación como la prensa, como el grabado, como la litografía. La libertad del teatro está pues implícitamente consignada en la Constitución con las demás libertades del pensamiento. La ley fundamental añade: «La censura no podrá ser restablecida nunca.» No dice el texto la censura de los periódicos, la censura de los libros; dice sólo la censura, la censura en general, toda censura, la del teatro, como la de los escritos. Las obras dramáticas, pues, no podrán en adelante ser legalmente censuradas.

Fuera de esto dice la Constitución: «Queda abolida la confiscación.» Pues la supresión de una obra, después de ser representada, no es sólo un acto monstruoso de censura y arbitrariedad, sino también una verdadera confiscación, es usurpar violentamente al autor y al teatro su legítima propiedad.

Finalmente, para que todo sea neto y claro, para que los cuatro ó cinco grandes principios sociales que la Revolución francesa grabó en bronce queden intactos en sus pedestales de granito, para que no pueda vulnerarse maliciosamente el derecho común de los franceses con esas cuarenta mil armas viejas que enmohece el orín y el desuso en el arsenal de nuestras leyes, la Constitución deja abolido expresamente en su último artículo todo lo que sea contrario á su letra y espíritu en nuestras leyes anteriores.

Esto es lo formal. El decreto ministerial que prohibe la representación de una obra dramática atenta á la libertad con la censura, á la propiedad con la confiscación. Todo nuestro derecho público se subleva contra semejante hecho de fuerza.

Como el autor no se decidía á creer tamaña insolencia, tamaña locura, corrió al teatro, donde le confirmaron ya el hecho por todas partes. El ministro había efectivamente intimado, por sí, ante sí, y armado de su derecho divino de ministro, la susodicha orden. El ministro no tenía razón que dar. El ministro le había usurpado su obra, le había usurpado su derecho, le había usurpado su propiedad: ya sólo faltaba poner al poeta en la Bastilla.

Lo repetimos: en los tiempos que corren, cuando un acto como éste viene á cortarnos el paso, la primera impresión es de asombro. Mil preguntas se ofrecen á la mente. ¿Dónde está la ley? ¿Dónde está el derecho? ¿Ha habido, en efecto, algo que se ha llamado la revolución de Julio? Sin duda no estamos ya en París. ¿En qué bajalato vivimos?

La Comedia-Francesa, estupefacta y consternada, quiso dar todavía algunos pasos cerca del ministro para obtener la revocación de tan extraña orden, pero fué en vano. El diván, digo, el consejo de ministros se había reunido aquel día: y la que el 23 no era más que una orden del ministro, el 24 era ya una orden del ministerio. El 23 sólo estaba suspendida la representación de la obra; el 24 quedó ya definitivamente prohibida. Hasta se conminó á la empresa para que borrara de sus carteles estas pavorosas palabras: El Rey se divierte. Y se le intimó además al malhadado Teatro-Francés que se abstuviera de quejarse. Acaso fuera bueno, leal y noble, resistirse á este despotismo asiático; pero no se atreven á tanto los teatros: el temor de que les retiren sus privilegios los convierte en súbditos, en siervos resignados á todo, eunucos y mudos.

En cuanto al autor, permaneció y debió permanecer extraño á estos manejos del teatro, pues como poeta no depende de ningún ministro. Estos ruegos y solicitaciones, que acaso le aconsejaba su interés, mezquinamente consultado, se los prohibía su deber de escritor libre. Pedir favor al poder era reconocerlo: la libertad y la propiedad no son cosas de antesala, ni un derecho se regatea como un favor. Para un favor se acude al ministro; para un derecho se acude al país.

Al país pues se dirige el autor. Dos vías hay para obtener justicia: la opinión pública y los tribunales. El autor elige ambas á dos.

Ante la opinión pública está ya juzgada y aun ganada la causa. Y aquí debe el autor dar en alta voz las gracias á todas las personas graves é independientes de la literatura y de las artes que en esta ocasión le han dado tantas pruebas de simpatía y cordialidad. Bien contaba con este apoyo, sabiendo, como sabe, que cuando se trata de luchar por la libertad de la inteligencia y del pensamiento, no irá solo al combate.

Digámoslo de paso; por un cálculo harto mezquino, el gobierno se lisonjeaba de contar por auxiliares, hasta en las filas de la oposición, las pasiones literarias sublevadas, tiempo há, en torno del autor; había imaginado que los odios literarios serían más tenaces aún que los odios políticos, fundándose en que los primeros tienen sus raíces en el amor propio, y los segundos sólo en los intereses. El poder se engañó: su acto brutal ha indignado á los hombres honrados de todas las opiniones. El autor ha visto unirse á él para hacer frente á la arbitrariedad y á la injusticia hasta á los mismos que le atacaban con más viveza la víspera. Si por casualidad algunos odios inveterados han persistido, sienten á estas horas el momentáneo auxilio que allegaran al poder. Cuantos enemigos honrados y leales cuenta el autor han venido á tenderle la mano, sin perjuicio de volver al combate literario tan luégo como acabe el combate político. En Francia, el perseguido no tiene más enemigo que el perseguidor.

Si ahora, después de haber sentado que el acto ministerial es odioso, incalificable, imposible en derecho, queremos descender por un momento á discutirlo como un hecho material y á inquirir los elementos de que parece componerse, la primera pregunta que ocurre, y que todos se han hecho, es esta: ¿cuál puede ser el motivo de semejante medida?

Hay que decirlo, porque así es, y porque si el porvenir se ocupa un día en la pequeñez de nuestros hombres y cosas, no será éste el detalle menos curioso de este curioso hecho. Parece ser que nuestros fautores de censuras se sienten como escandalizados y heridos en su moralidad por El Rey se divierte. Este drama ha ofendido el pudor de los gendarmes: la brigada Léotaud ha visto la representación y la encuentra obscena; la oficina de las costumbres se ha tapado la cara; Mr. Vidocq se ha ruborizado... En fin, la consigna que la censura dió á la policía, según se susurra hace algunos días á nuestro alrededor, es en resumen que el drama es inmoral. ¡Cómo! Señores míos, punto en boca.

Expliquémonos, sin embargo, no con la policía, á la cual, yo, como hombre honrado, prohibo hablar de estas materias; sino con el escaso número de personas respetables y concienzudas, que por lo que han oído decir ó por lo que han entrevisto malamente en la representación, se han dejado arrastrar á tan injusto juicio, al cual acaso hubiera podido servir de suficiente refutación sólo el nombre del inculpado poeta.

El drama corre ya impreso: si no habéis visto su representación, leedlo; y si la habéis visto, leedlo también. Recordad que su representación fué más bien una batalla, una especie de batalla de Montlhéry (y pase la comparación un tanto ambiciosa), batalla en que los parisienses y los borgoñones pretendieron cada cual por su parte, haberse embolsado la victoria, como dice Matthieu.

¡Que la obra es inmoral! ¿Lo es acaso en su fondo? He aquí su fondo: Triboulet es deforme, Triboulet está enfermo, Triboulet es bufón de palacio, triple miseria que lo vuelve malvado. Triboulet odia al rey, porque es el rey, á los señores porque son los señores, á los hombres porque no tienen todos como él una joroba en la espalda. Su único pasatiempo es hacer que choquen sin cesar los señores con el rey, y que perezca el más débil víctima del más fuerte. Deprava al rey, lo corrompe, lo embrutece, lo empuja á la tiranía, á la ignorancia, al vicio; suéltalo en medio de las familias de los nobles mostrándole con el dedo la esposa que seducir, la hermana que robar, la hija que deshonrar. El rey, en manos de Triboulet no es más que un Juan de las Viñas todopoderoso que diezma las vidas, entre las cuales le hace mover el bufón. Un día, en medio de una fiesta y cuando Triboulet induce al rey á robar á la mujer de Mr. de Cossé, llega hasta él Saint-Vallier y le reprocha en alta voz la deshonra de Diana de Poitiers. Este padre á quien el rey ha robado la hija, es insultado y escarnecido por Triboulet. De aquí arranca todo el drama: su verdadero asunto es la maldición de Saint-Vallier. Sigamos. Estamos en el segundo acto. ¿Sobre quién recae esta maldición? ¿Sobre Triboulet, bufón del rey? No; Triboulet es hombre, es padre, tiene corazón, tiene una hija. Sí, Triboulet tiene una hija: todo el interés está aquí. Triboulet no tiene en el mundo más que una hija, que oculta á todos los ojos en un barrio desierto, en una casa solitaria. Cuanto más hace correr por la ciudad el contagio del escándalo y del vicio, tanto más aislada y recluída tiene á su hija, á quien educa en la inocencia, en la fe y en el pudor: su mayor cuidado es evitar que caiga en el mal, porque conoce él, malo y todo, lo que con el mal se padece. Pues bien, la maldición del anciano alcanzará á Triboulet en la única cosa que ama en el mundo, en su hija. El mismo rey, á quien Triboulet induce al rapto, robará su hija al bufón, el cual será así castigado por la Providencia de la misma manera exactamente que Saint-Vallier. Y luégo, una vez deshonrada y perdida, tenderá al rey un lazo para vengarla; pero será también su hija quien caiga en él. Así Triboulet tiene dos discípulos, el rey y su hija; el rey, á quien arrastra al vicio, y su hija á quien endereza hacia la virtud. El uno perderá al otro: quiere robar para el rey la esposa de Mr. de Cossé, y roba su propia hija; quiere asesinar al rey para vengarla, y á su hija es á quien asesina. El castigo no se detiene en mitad del camino: la maldición del padre de Diana se cumple en el padre de Blanca.

Sin duda no nos toca á nosotros decidir si hay aquí interés dramático; pero es evidente que hay aquí una idea moral.

En el fondo de una de las obras del autor hay fatalidad; en el fondo de ésta hay Providencia.

Lo repetimos expresamente; no discutimos con la policía, á quien no queremos hacer tanto honor, sino con la parte del público á quien puede parecer necesaria esta discusión. Continuemos.

Si la obra es moral en su invención ¿sería inmoral en su forma? Propuesta así la cuestión nos parece que se destruye por sí misma; pero veamos. Probablemente nada inmoral hay en los actos primero y segundo. ¿Será la situación del tercero la que os choca? Leed ese tercer acto y decidnos con toda probidad si la impresión resultante no es profundamente honesta, casta, moral.

¿Será el cuarto acto? Pero ¿desde cuándo no es permitido á un rey cortejar en la escena á una moza de posada? Esto no es nuevo en la historia ni en el teatro. Hay más aún: la historia nos permitía presentaros á Francisco I ebrio en los tabucos de la calle del Pelícano. Llevar á un rey á una casa pública no sería tampoco nuevo. El teatro griego, que es el teatro clásico, lo ha hecho; Shakspeare, que es el teatro romántico, lo ha hecho. Pues bien, el autor de este drama, no lo ha hecho. Sabe todo lo que se ha escrito de la casa de Saltabadil; pero ¿por qué se le hace decir lo que no ha dicho? ¿por qué se le hace traspasar por fuerza un límite que está en el mismo caso y que en verdad no ha traspasado? Esa Magdalena tan calumniada no es seguramente más descarada que todas las Lisetas y Martas del teatro antiguo. La cabaña de Saltabadil es una hostería, un bodegón, una taberna, la taberna de la Piña, una taberna sospechosa, una madriguera, en buen hora; pero no un lupanar. Es un lugar siniestro, terrorífico, horrendo, todo lo que queráis; pero no un lugar obsceno.

Quedan, pues, los detalles del estilo. Leed. El autor acepta por jueces de la austera severidad de su estilo á las personas mismas que se espantan de la nodriza de Julieta y del padre de Ofelia, de Beaumarchais y de Regnard, de la Escuela de las mujeres y de Anfitrión, de Dandin y de Sganarelle y de la magna escena del Tartufo, del Tartufo acusado también de inmoral en su tiempo. Pero allí donde era menester ser franco, ha creído que debía serlo de su cuenta y riesgo, pero siempre con gravedad y mesura, pues quiere el arte casto y no el arte gazmoño.

He aquí, pues, esa obra contra la cual intenta el ministerio sublevar tantas prevenciones; he aquí puesta al descubierto esa inmoralidad, esa obscenidad. ¡Qué lástima! El gobierno tenía sus razones secretas para concitar contra El Rey se divierte el mayor número posible de preocupaciones, y hubiera querido de muy buena gana que viniera el público á ahogar esta obra, sin conocerla, por un agravio imaginario, como Otelo ahoga á Desdémona. ¡Honest Iago!

Pero como resulta que Otelo no ha ahogado á Desdémona, Iago es quien arroja la máscara y se encarga de ello. Al día siguiente de la representación se prohibe la obra de orden superior.

Ciertamente, si nos dignamos descender un instante más á aceptar por un minuto la ficción ridícula de que, en esta ocasión, sólo el celo por la moral pública mueve á nuestros gobernantes, que, escandalizados del estado de licencia en que ciertos teatros han caído de dos años acá, han querido al fin hacer un escarmiento contra toda ley y todo derecho, con una obra y con un escritor, ciertamente la elección de la obra sería singular, hay que confesarlo, pero la elección del escritor no lo sería menos. Y en efecto, ¿quién es el hombre á quien ese gobierno miope se agarra tan extrañamente? Es un escritor á quien puede negársele talento, pero no carácter; es un hombre de bien á toda prueba, cosa rara y venerable en estos tiempos; es un poeta á quien esa misma licencia de los teatros indignaría como al primero, y que hace diez y ocho meses, al rumor de que iba á restablecerse la inquisición de los teatros, fué personalmente en compañía de muchos otros poetas dramáticos, á advertir al ministro que se lo tuviera en cuidado, reclamando allí en alta voz una ley represiva para los excesos del teatro, á la vez que protestaba contra la censura con palabras cuya severidad no habrá olvidado á buen seguro el ministro. Es un artista consagrado al arte, que no ha buscado nunca el éxito por mezquinos medios, acostumbrado como está toda su vida á mirar al público fijamente y cara á cara; es un hombre sincero y moderado, que ha dado ya más de un combate por toda libertad y contra toda arbitrariedad; que en 1829, el último año de la restauración, rechazó todo lo que el gobierno de entonces le ofrecía para indemnizarle de la prohibición lanzada contra Marion de Lorme, y que un año después, en 1830, hecha la revolución de Julio, se negó contra su interés material, á permitir la representación del mismo drama, en cuanto hubiera podido ser ocasión de insulto contra el rey caído, que la prohibió; conducta bien sencilla sin duda, que todo hombre de honor hubiera observado en su lugar; pero que acaso hubiera debido hacerle inviolable desde entonces á toda censura, á propósito de la cual, escribía en 1831:


«Las ovaciones de escándalo buscado y de alusiones políticas no le son gratas, lo confiesa. Esos triunfos valen poco y poco duran. Y luégo, precisamente cuando no hay censura, deben los autores censurarse á sí mismos, honrada, concienzuda y severamente. Así ensalzarán la dignidad del arte. Cuando se tiene toda libertad conviene guardar toda mesura».


Juzgad ahora. Tenéis por una parte al hombre y su obra, y por otra al ministerio y sus actos.

Ahora que la supuesta inmoralidad de este drama está reducida á la nada, ahora que todo el armazón de las malas y vergonzosas razones está por tierra á nuestros piés, será tiempo de señalar el verdadero motivo de la medida, motivo de antecámara, motivo de corte, motivo secreto, motivo que no se dice por pudor, motivo que se había guardado tan bien bajo un pretexto. Este motivo ha transpirado ya hasta el público, y el público ha sabido adivinarlo. No diremos más. Acaso sea útil á nuestra causa que seamos nosotros los que demos á nuestros adversarios ejemplo de cortesía y moderación, y bueno es siempre que la lección de dignidad y de prudencia se dé por el particular al gobierno, por el perseguido al que persigue. Fuera de esto, no somos de los que pretenden curar las propias heridas emponzoñando las agenas. Realmente hay en el tercer acto de este drama un verso en que la torpe sagacidad de algunos familiares de palacio ha descubierto una alusión en que ni el público ni el autor habían pensado hasta aquí, pero que una vez denunciado de esta manera, viene á ser la más sangrienta y cruel injuria. Realmente ese verso ha bastado para que el desconcertado Teatro-Francés reciba la orden de no ofrecer otra vez á la curiosidad del público la frasecilla sediciosa de El Rey se divierte. No citaremos aquí ese verso, que es un hierro candente; ni lo señalaremos en otra parte sino en último extremo, si se llega á la imprudencia de estrechar así nuestra defensa. No haremos revivir antiguos escándalos históricos, ahorrando en lo posible á una persona de tan alta jerarquía las consecuencias de aturdimientos palaciegos. Puede hacerse una guerra generosa hasta á un rey, y entendemos hacérsela así. Pero mediten los poderosos sobre el inconveniente de tener por amigo á quien no puede aplastar las imperceptibles alusiones que vienen á posarse en su frente, sino con la piedra de la censura.

No sabemos aún si tendremos en la lucha alguna indulgencia para con el ministerio mismo. Todo esto, á decir verdad, nos inspira lástima. El gobierno de Julio es un recién nacido, apenas cuenta treinta meses, está en la cuna, por decirlo así, y tiene rabietas infantiles. ¿Merece que se gaste con él mucha cólera viril? Cuando sea grande, veremos.

Sin embargo, á mirar la cuestión sólo desde el punto de vista privado, la confiscación censorial de que se trata, causa aún más lástima quizás al autor de este drama que á cualquiera otro. En efecto, catorce años há que escribe y no hay obra suya que no haya merecido el malhadado honor de ser escogida para campo de batalla á su aparición, ni que no haya desaparecido desde luégo por más ó menos tiempo bajo el polvo, el humo y el ruido. Con esto, cuando da una obra al teatro, lo que le importa ante todo, no pudiendo esperar un público tranquilo desde el estreno, es la serie de representaciones. Si sucede que el primer día ahoga su voz el tumulto ó que no es bien comprendido su pensamiento, los días siguientes pueden rectificar la impresión del primer día. Hernani tuvo cincuenta y tres representaciones; Marion de Lorme, sesenta y una; El Rey se divierte, á causa del atropello oficial, no habrá tenido más que una. Ciertamente el perjuicio causado al autor es considerable. ¿Quién le dará intacta y en el punto en que estaba esta tercera experiencia tan importante para él? ¿Quién le dirá qué hubiera seguido á esta primera representación? ¿Quién le dará el público del día siguiente, ese público por lo común imparcial, ese público sin amigos ni enemigos, ese público que enseña al poeta y que el poeta enseña?

El momento de transición política en que estamos es curioso. Es uno de aquellos instantes de fatiga general en que son posibles todos los actos despóticos aun en la sociedad más infiltrada de ideas de emancipación y libertad. Francia corrió mucho y deprisa en julio de 1830: hizo tres buenas jornadas, tres grandes etapas en el campo de la civilización y del progreso. Ahora ya son muchos los que están cansados, muchos los que sin aliento piden que se haga alto. Y quieren detener á los espíritus generosos que no se cansan y se empeñan en seguir adelante. Quieren esperar á los rezagados que quedaron atrás y darles tiempo para que se incorporen. De aquí ese temor singular, ese miedo á todo lo que marcha, á todo lo que se mueve, á todo lo que habla, á todo lo que piensa. ¡Extraña situación, fácil de comprender, difícil de definir! Miedo de todas las existencias á todas las ideas; liga de los intereses contra el movimiento de las teorías; el comercio que se asusta de los sistemas; el comerciante que quiere vender; la calle que espanta al mostrador; la tienda armada que se defiende.

Á nuestro parecer el gobierno abusa de esta disposición al reposo y de este miedo á nuevas revoluciones. Ha venido á tiranizar en pequeño y se lastima á sí propio y nos lastima á nosotros. Si cree que hay ahora en los espíritus indiferencia por las ideas de libertad se engaña; lo que hay es cansancio. Un día se le pedirá estrecha cuenta de todos los actos ilegales que vemos acumularse de algún tiempo á esta parte. ¡Cuánto camino nos ha obligado á hacer! Dos años há se podía temer por el orden; hoy hay que temer por la libertad. Asuntos de libre pensamiento, de inteligencia y de arte se resuelven autoritariamente por los visires del rey de las barricadas. Y en verdad causa profunda pena ver cómo acaba la revolución de Julio: mulier formosa superne.

Verdaderamente, si sólo se considera la poca importancia de la obra y del autor de que se trata, la medida ministerial que los alcanza no es cosa mayor, no es más que un travieso golpecito de estado literario, que no tiene otro mérito que no desemparejar la colección de actos arbitrarios que le han precedido. Pero si nos elevamos un poco, veremos que no se trata aquí solamente de un drama y un poeta, sino que, según dijimos al comienzo, la libertad y la propiedad, íntegras ambas á dos, están interesadas en esta cuestión. Son, pues, muy altos y serios intereses los que entran en juego, y aunque el autor esté obligado á entablar este importante litigio por un simple procedimiento mercantil contra el Teatro-Francés, no pudiendo atacar directamente al ministerio parapetado detrás de los altos fines del no ha lugar del Consejo de Estado, espera que su causa será á los ojos de todos una gran causa el día en que se presente en la barra del tribunal consular con la libertad en la mano derecha y la propiedad en la izquierda. Él en persona abogará por la independencia de su arte y defenderá enérgicamente su derecho, con gravedad y sencillez, sin odio á las personas, pero sin temor tampoco. Cuenta con el concurso de todos, con el apoyo franco y cordial de la prensa, con la justicia de la opinión, con la equidad de los tribunales. Y triunfará sin duda. Y el estado de sitio se levantará en la ciudad literaria, lo mismo que en la ciudad política.

Cuando esto suceda, cuando el autor reivindique intacta, inviolable y sagrada su libertad de poeta y ciudadano, volverá pacíficamente á la obra de su vida de que se le arranca violentamente, y de que no hubiera querido separarse un momento. Tiene que llevar á cabo su tarea, bien lo sabe él, y nada lo distraerá de ella. Por de pronto le toca representar un papel político: él no lo ha buscado; lo acepta. En realidad el poder que nos atropella no habrá ganado mucho con que nosotros, hombres de arte, dejemos nuestro trabajo, concienzudo, tranquilo, sincero, profundo, trabajo santo, trabajo de lo pasado y lo por venir, para ir á mezclarnos, indignados, ofendidos y severos con ese público irreverente y burlón que hace quince años ve pasar entre silbidos algunos pobres diablos políticos, que se imaginan que levantan un edificio social, porque á duras penas van todos los días, sudando y jadeando, á llevar y traer montones de proyectos de ley, de las Tullerías al Palacio Borbón y del Palacio Borbón al Luxemburgo.


30 Noviembre 1832.


* * *


El autor, como había prometido, llevó el acto arbitrario del gobierno á los tribunales. La causa se vió el 19 de Diciembre en audiencia pública ante el Tribunal de comercio. Á la hora en que escribimos no se ha dictado aún la sentencia; pero el autor cuenta con jueces íntegros, que son jurados al mismo tiempo que jueces, y no querrán desmentir sus honrados antecedentes.

El autor tiene el gusto de insertar en esta edición del drama prohibido su defensa íntegra, tal como la ha pronunciado, y celebra la ocasión que se le ofrece para dar las gracias y felicitar otra vez más en voz alta á Mr. Odilon Barrot, cuya hermosa improvisación, lúcida y grave en la exposición de hechos, vehemente y magnífica en la réplica, causó en el Tribunal y en el público aquella profunda impresión que la palabra del célebre orador produce donde quiera que resuena. El autor se complace también en dar las gracias al público, al público inmenso que llenaba las vastas salas de la Bolsa; público que había acudido en tropel, no á un simple debate comercial y privado, sino á presenciar la causa de la libertad contra la opresión; público al que algunos periódicos, muy dignos por otra parte, han reprochado, sin razón á nuestro juicio, tumultos inseparables de toda multitud, siempre mal hallada cuando es demasiado numerosa, y que han ocurrido siempre en ocasiones semejantes y muy especialmente en las últimas causas políticas y célebres de la restauración; público desinteresado y leal, á quien ciertos periódicos mercenarios han insultado por haber recibido con murmullos de reprobación la apología oficial del acto atentatorio del gobierno, y con aplausos las declaraciones del autor cuando reclamaba firmemente en presencia de todos la emancipación del pensamiento. En general es de desear sin duda que la justicia de los tribunales sea lo menos posible turbada por manifestaciones exteriores de aprobación ó desaprobación; sin embargo, acaso no hay causa política en que se haya podido guardar esta reserva; y en la ocasión actual, como se trataba de un acto importante en la carrera de un ciudadano, el autor pone entre los más preciosos recuerdos de su vida las entusiastas muestras de simpatía que prestaron tanta autoridad á su palabra, tan poco valiosa de suyo, dándole el pavoroso carácter de una reclamación general. Nunca olvidará los testimonios de afecto y de favor que esa multitud inteligente y amiga de todas las ideas de honor é independencia, le prodigó generosamente antes y después del acto y en la misma audiencia. Con semejantes estímulos, imposible es que el arte no se mantenga imperturbable en la doble vía de la libertad literaria y de la libertad política.


París, 21 de Diciembre de 1832.

Discurso

Pronunciado por Víctor Hugo el 19 de diciembre de 1832 ante el Tribunal de Comercio para obligar al Teatro-Francés a representar su drama El Rey se divierte y al gobierno a permitir su representación.


Señores:

Después del elocuente orador que tan generosamente me presta la valiosa asistencia de su palabra, nada tendría que decir si no creyera deber mío no dejar pasar sin una solemne y severa protesta el acto audaz y culpable que ha violado en mi persona todo nuestro derecho público.

Esta causa, señores, no es una causa ordinaria. Á muchos parecerá á primera vista que es sólo una acción mercantil, una reclamación de intereses perjudicados, una indemnización por la infracción de un contrato privado, en una palabra, el litigio de un autor contra una empresa teatral. No, señores; es más que esto, es la acusación dirigida al gobierno por un ciudadano. En el fondo de este asunto hay una obra prohibida de orden superior. Ahora bien, la prohibición de una obra de orden superior es la censura y la constitución ha abolido la censura; la prohibición de una obra de orden superior es la confiscación y por la misma constitución está abolida la confiscación. Vuestro juicio, si me es favorable, y me parece que os agraviaría si dudara de ello, será manifiesta, aunque indirecta condenación de la confiscación y de la censura. Ya veis, señores, cómo se eleva y aclara el horizonte de la causa. Yo abogo aquí por algo más alto que mi interés propio; abogo por mis derechos generales, por mi derecho de pensar y por mi derecho de poseer, es decir, por el derecho de todos. La mía es una causa general, como es absoluta vuestra equidad. Los pormenores del procedimiento desaparecen ante la cuestión así propuesta. Yo no soy ya sólo un escritor, ni vosotros sois ya simplemente jueces consulares: vuestra conciencia está frente á frente de la mía. En este tribunal representáis una idea augusta y yo en esta tribuna represento otra: en vuestro asiento está la justicia; en el mío, la libertad.

Ahora bien, la justicia y la libertad existen para entenderse: la libertad es justa y la justicia libre.

No es la primera vez, como os ha dicho antes que yo Mr. Odilon Barrot, que el tribunal de comercio ha sido llamado á condenar, sin salir de su competencia, los actos arbitrarios del poder. El primer tribunal que declaró ilegales las ordenanzas del 25 de Julio, nadie lo ha olvidado, fué el tribunal de comercio. Vosotros, señores, seguiréis estos memorables antecedentes, y aunque la cuestión sea menos importante, sabréis mantener el derecho de hoy, como lo mantuvisteis entonces; escucharéis, así lo espero, escucharéis con simpatía lo que tengo que deciros; advertiréis con vuestra sentencia al gobierno que ha entrado en mal camino y que ha hecho mal en embrutecer el arte y el pensamiento; me devolveréis mi derecho y mi hacienda, y condenaréis la policía y la censura que fueron á mi hogar en las sombras de la noche á robarme mi libertad y mi propiedad con infracción de la ley fundamental.

Y lo que digo aquí dígolo sin cólera; esa reparación que os pido, os la pido con gravedad y moderación. ¡Líbreme Dios de desvirtuar la belleza y bondad de mi causa con palabras violentas! Quien tiene el derecho tiene la fuerza, y quien tiene la fuerza desdeña la violencia.

Sí, señores, el derecho está de mi parte. La admirable peroración de Mr. Odilon Barrot os ha probado victoriosamente que todo es arbitrario, ilegal, atentatorio á la Constitución en el acto ministerial que ha prohibido la representación del Rey se divierte. En vano se intentaría resucitar, para conceder la censura al poder, una ley del Terror, la ley que ordena textualmente á las empresas de teatros hacer tres veces por semana las tragedias de Bruto y de Guillermo Tell, no representar más que obras republicanas, y suspender las representaciones de toda obra dramática que tendiera á depravar el espíritu público y á despertar la vergonzosa superstición de la monarquía. ¿Se atreverían, señores, los mantenedores de la nueva monarquía á invocar esta ley, é invocarla contra El Rey se divierte? ¿No está evidentemente derogada así en su letra como en su espíritu? Hecha por el Terror, con el Terror murió. ¿No sucede lo mismo con todos esos decretos autoritarios, en cuya virtud, por ejemplo, tendría el poder el derecho no sólo de censurar las obras dramáticas, sino también la facultad de enviar á la cárcel á un autor? ¿Á estas fechas existe algo de eso? ¿No está solemnemente abolida por la constitución de 1830 toda esa legislación de excepción y de azar? Apelamos al solemne juramento del 9 de Agosto. La Francia de Julio no tiene que contar ni con el despotismo convencional ni con el despotismo imperial: la Constitución de 1830 no se deja amordazar ni por 1807 ni por 1793.

La libertad del pensamiento en todas sus formas de publicación, en el teatro, en la prensa, en la cátedra, en la tribuna, es una de las bases de nuestro derecho público. Sin duda se necesita para cada una de esas formas de publicación una ley orgánica, una ley represiva y no preventiva, una ley de buena fe, de acuerdo con la ley fundamental, que dejando á la libertad todo su vuelo tenga á raya la licencia con severa penalidad. El teatro en particular, como sitio público, lo declaramos sin rebozo, no puede sustraerse á la legítima vigilancia de la autoridad municipal. Pues bien, señores, esta ley sobre teatros, esta ley más fácil de hacer acaso de lo que se cree comúnmente, esta ley que cada uno de nosotros, los poetas dramáticos, habrá hecho probablemente más de una vez en su mente, esta ley no existe. Nuestros ministros, que producen, un año con otro, de setenta á ochenta leyes por sesión, no han creído oportuno producir ésta. Una ley sobre teatros les habrá parecido cosa poco urgente. Cosa poco urgente, en efecto, que no interesa más que á la libertad del pensamiento, al progreso de la civilización, á la moral pública, al nombre de las familias, al honor de los particulares, y en ciertos momentos á la tranquilidad de París, es decir, á la tranquilidad de Francia, esto es, á la tranquilidad de Europa.

Esa ley de la libertad del teatro, que debiera haberse formulado desde 1830 en el espíritu de la nueva Constitución; esa ley falta, lo repito, y falta por culpa del gobierno. La legislación anterior ha venido á tierra, y todos los sofismas que se inventen para repellar sus ruinas, no podrían reconstruirla. Así, pues, entre una ley que no existe ya y otra ley que no existe aún, el gobierno no tiene derecho para prohibir una obra de teatro. No he de insistir en lo que Odilon Barrot ha demostrado tan soberanamente.

Aquí se ofrece una cuestión de orden secundario que voy sin embargo á discutir. La ley no existe, se dirá; pero á falta de legislación ¿ha de quedar el gobierno completamente desarmado? ¿No puede aparecer en escena uno de esos dramas infames, hechos evidentemente con un fin de escándalo y lucro, donde se escarnezca desvergonzadamente todo lo que hay de santo, de religioso y moral en el corazón del hombre, y donde se ponga en tela de juicio todo lo que constituye la paz de la familia y la paz de la ciudad, y hasta se saquen á la vergüenza personas conocidas? ¿No impone la razón de estado al gobierno el deber de cerrar el teatro á obras tan monstruosas, á pesar del silencio de la ley?

No sé, señores, si se han hecho jamás semejantes obras; no quiero saberlo; no lo creo ni lo quiero creer, ni aceptaría en ninguna ocasión el cargo de denunciarlas aquí; pero aun en este caso, deplorando el escándalo causado, comprendiendo que otros aconsejan al poder prohibir sin demora una obra de este género é ir inmediatamente á pedir á las cámaras una declaración de indemnidad, aun en este caso, repito y declaro en alta voz, que yo no condenaría el rigor del principio. Diría al gobierno: he aquí las consecuencias de vuestro descuido en presentar una ley tan premiosa como la de libertad de teatro; estáis en un error, apresuraos á repararlo pidiendo á las cámaras una legislación penal, y entre tanto perseguid el drama culpable con la ley de imprenta, que, hasta que se hagan las leyes especiales, rige á mi entender para todas las formas de publicidad. Mi ilustre defensor, bien lo sé, no admite sino con más restricciones que yo la libertad de teatros; yo hablo aquí no con las luces del jurisconsulto, sino con el simple buen sentido del ciudadano; si me equivoco, que no se tengan en cuenta mis palabras, ó tómense contra mí, no contra mi defensor. Lo repito, señores, yo no condenaría el rigor del principio; yo no concedería al poder la facultad de confiscar la libertad, aun en un caso en apariencia legítimo, temiendo que se llegara un día á la confiscación en todos los casos; creería que reprimir el escándalo con la arbitrariedad es cometer otro escándalo, dos en vez de uno, y diría con un hombre elocuente y respetable que debe de lamentarse hoy de cómo aplican sus doctrinas sus mismos discípulos: No hay derecho contra el derecho.

Por consiguiente, señores, si aun recayendo semejante abuso de poder en una obra de licencia, de cinismo y difamación, sería ya inexcusable ¿cuánto más lo será, inútil es decirlo, recayendo en una obra de arte puro, cuando se va á buscar, para proscribirla entre todas las obras que se han representado en dos años, precisamente una composición seria, austera y moral? Esto, sin embargo, es lo que ha hecho el torpe gobierno que nos rige prohibiendo la representación del Rey se divierte. Mr. Odilon Barrot os ha probado que ha obrado sin derecho; yo voy á probaros que ha obrado sin razón.

Los motivos que los familiares de la policía han murmurado, durante algunos días al rededor nuestro, son de tres especies: la razón moral, la razón política, y, hay que decirlo, aunque sea ridículo, la razón literaria. Refiere Virgilio que entraban muchos ingredientes en los rayos que forjaba Vulcano para Júpiter. El mezquino rayo ministerial que ha herido mi obra y que la censura había forjado para la policía, se compone de tres malas razones torcidas y amalgamadas juntamente: tres imbris torti radios. Examinémoslas una á una.

Hay en primer lugar, ó más bien, había la razón moral. Sí, señores, lo afirmo porque es increíble: la policía ha dicho textualmente que El Rey se divierte es una obra inmoral. Sobre este punto ya he impuesto silencio á la policía, la cual se ha mordido los labios y ha hecho bien. Al publicar mi obra he declarado solemnemente, no para la policía, sino para las gentes honradas que quieran leerla, que el drama El Rey se divierte es una obra profundamente moral y severa. Nadie me ha desmentido ni nadie me desmentirá, tengo la íntima convicción de ello en lo hondo de mi honrada conciencia. Todas las prevenciones que algunos habían logrado sublevar momentáneamente contra la moralidad de la obra, se han desvanecido á la hora de esta. Tres mil ejemplares del drama esparcidos entre el público han defendido la razón cada cual por su lado, y estos tres mil abogados han ganado la causa. Fuera de esto, en semejante materia bastaba mi afirmación. No entraré, pues, en una discusión superflua. Mas para el porvenir como para lo pasado, sepa la policía de una vez para siempre que yo no escribo obras inmorales. Téngaselo en cuidado y no digo más.

Después de la razón moral, viene la política. Aquí señores, como no podría repetir las mismas ideas en otros términos, séame permitido citar una página del prólogo que he puesto al drama.


Guardaré pues los miramientos que me he comprometido á guardar, señores. Las dignas personas interesadas en que esta discusión sea decorosa y decente nada tienen que temer de mí. No siento cólera ni odio; pero eso de que la policía haya dado á uno de mis versos un sentido que no tiene, que no ha tenido nunca en mi pensamiento, es en verdad insolente, no menos insolente para el rey que para el poeta. Sepa la policía de una vez para siempre que yo no hago obras de alusiones. Y téngaselo por dicho también. No diré más sobre esto.

Tras la razón moral y la política, hay la razón literaria. Un gobierno prohibiendo una obra por motivos literarios, es cosa bien extraña, y sin embargo, es positivo. Recordad, si vale la pena de recordarlo, que en 1829, época en que aparecieron en el teatro las primeras obras llamadas románticas y cuando la Comedia-Francesa recibía la Marion de Lorme, fué firmada por siete personas y presentada al rey Carlos X una petición para obtener que se cerrara de real orden el Teatro-Francés á las obras que llamaban de la nueva escuela. La petición murió bajo el peso de su misma ridiculez. Pues bien, señores, hoy algunos de los signatarios de aquella petición son diputados, diputados influyentes de la mayoría, que tienen parte en el poder y votan el presupuesto. Lo que tímidamente pedían en 1829 han podido hacerlo en 1832, omnipotentes como son. La voz pública refiere, en efecto, que ellos fueron los que, el día siguiente de la primera representación, se acercaron al ministro en la cámara de los diputados y obtuvieron de él, bajo todos los pretextos morales y políticos posibles, la prohibición del Rey se divierte. El ministro, hombre ingenuo, inocente y cándido, se dejó buenamente seducir, no supo descubrir bajo todas estas envolturas la animosidad directa y personal, creyó hacer una proscripción política, que siento por él, y no hizo sino una proscripción literaria. No insistiré sobre este asunto. Es para mí una regla de conducta abstenerme de personalidades y nombres propios tomados en mala parte, aunque haya lugar á represalias. Fuera de que esa pobre artimaña literaria me inspira infinitamente menos cólera que lástima. Es curiosa y nada más. ¡El gobierno prestando ayuda á la Academia en 1832! ¡Aristóteles hecho ley del Estado! ¡Una imperceptible contrarrevolución literaria maniobrando á flor de agua en medio de nuestras grandes revoluciones políticas! ¡Diputados que destronaron á Carlos X trabajando en un rincón para restaurar á Boileau!... ¡Qué miseria!

Así, señores, admitiendo por un instante lo que absolutamente negamos, esto es que el ministerio haya tenido el derecho de prohibir las representaciones del Rey se divierte, no tiene una razón racional que alegar para haberlo hecho. Razones morales, nulas; razones políticas, inadmisibles; razones literarias, ridículas. Pero ¿hay algunas razones personales? ¿Soy yo de los que viven de la difamación y del desorden, en quienes puede suponerse siempre mala intención, y que á todas horas pueden ser sorprendidos en flagrante delito de escándalo, de esos hombres, en fin, contra los cuales se defiende como puede la sociedad? Señores, la arbitrariedad no es permitida contra nadie, ni aun siquiera contra esos hombres, puesto caso que existan. No descenderé á probaros que yo no pertenezco á su número. Hay ideas que no dejo que á mí se acerquen. Sólo afirmaré que el poder ha hecho mal en venir á chocar con el que os habla en este momento, y sin entrar en una apología inútil, y que nadie tiene el derecho de pedirme, os pido permiso para repetir aquí lo que decía no hace muchos días al público.

Resumiendo, señores. Prohibiendo mi obra, no tiene el gobierno ni un texto de ley válida que citar, por una parte; y por otra, ni una razón aceptable que exponer. Esta medida tiene dos aspectos igualmente malos: según la ley, es arbitraria; según la razón, es absurda. ¿Qué puede alegar en este asunto el poder que no tiene en su favor ni la razón ni el derecho? Su capricho, su fantasía, su voluntad, es decir nada.

Aplicad, pues, señores, aplicad la justicia á esta voluntad, á esta fantasía, á este capricho. Vuestro fallo, si es para mí absolutorio, hará saber al país en este asunto, que es pequeño, como en el de las ordenanzas de Julio, que era grande, que no hay en Francia fuerza mayor que la fuerza de la ley y que en el fondo de esta causa hay una orden ilegal que el ministro ha hecho mal en dar, y el teatro no ha hecho bien en cumplir.

Vuestro veredicto enseñará al poder que sus mismos amigos le censuran lealmente en esta ocasión; que el derecho de todo ciudadano es sagrado para todo ministro; que una vez cumplidas las condiciones de orden y de seguridad general, debe ser respetado el teatro como una de las voces con que habla el pensamiento público, y en fin, que ya sea la prensa, ya la tribuna ó el teatro, ninguna de las lumbreras que irradian la libertad de la inteligencia puede extinguirse sin peligro. Me dirijo á vosotros con profunda fe en la excelencia de mi causa. Yo no temeré nunca en semejantes circunstancias luchar con un ministerio cuerpo á cuerpo; los tribunales son los jueces naturales de estos honrosos duelos del derecho contra la arbitrariedad; duelos menos desiguales de lo que se piensa, pues si por una parte hay todo un gobierno, y por otra no más que un simple ciudadano, este simple ciudadano es bien fuerte, cuando puede arrastrar á vuestra barra un acto ilegal, avergonzado de ser así expuesto á la luz, y abofetearlo públicamente delante de vosotros, como lo he hecho yo, con cuatro artículos de la Constitución.

No olvido, sin embargo, que la hora en que estamos no se parece ya á aquellos últimos años de la restauración, en que la resistencia á las usurpaciones del gobierno era tan aplaudida, tan alentada, tan popular. Las ideas de inmovilidad y de poder gozan momentáneamente de más favor que las ideas de progreso y de emancipación: reacción natural, después de aquel brusco movimiento de libertad á paso de carga que han llamado la revolución de 1830. Pero esta reacción durará poco. Nuestros ministros se asombrarán un día de la implacable memoria con que los mismos hombres que componen hoy la mayoría les recordarán todos los agravios que aparentan olvidar tan pronto ahora. Por lo demás, venga tarde ó temprano ese día, me tiene sin cuidado. En esta ocasión no busco más el aplauso que temo la invectiva: sólo he seguido la inspiración de mi derecho y de mi deber.

Y debo decirlo aquí, sospecho con fundadas razones que el gobierno se aprovechará del pasajero abatimiento del espíritu público para restablecer formalmente la censura, y que este atentado no es sino un preludio, un ensayo encaminado á poner fuera de la ley común todas las libertades del teatro. No haciendo una ley represiva, dejando exprofeso que se desborde la licencia en la escena por espacio de dos años, se imagina el gobierno que ha creado en la opinión de los hombres honrados, á quienes puede indignar esta licencia, una preocupación favorable á la censura dramática. Mi sentir es que se engaña y que nunca será en Francia la censura otra cosa que una ilegalidad impopular. De mí sé decir que, ya se restablezca por un decreto, que sería ilegal, ya por una ley, que sería inconstitucional, no me someteré jamás á ella, sino como nos sometemos á un poder de hecho, á un hecho de fuerza, protestando; y hago aquí esta protesta solemne hoy y para lo porvenir.

Y observad además cómo en esta serie de actos arbitrarios que se suceden de algún tiempo á esta parte, carece el gobierno de grandeza, de sinceridad, de valor. Aquel edificio, bello aunque incompleto, que había improvisado la revolución de Julio, lo va minando el gobierno lenta, subterránea, sorda, oblicua, tortuosamente. Nos toma siempre por traidores y nos hiere por la espalda en el momento en que menos lo esperábamos. No se atreve á censurar mi obra antes de la representación y la prohibe el día siguiente. Niéganos nuestras franquicias más esenciales; nos regatea nuestras facultades mejor adquiridas; ostenta su arbitrariedad sobre un cúmulo de leyes viejas, carcomidas, derogadas; se esconde para arrebatarnos nuestros derechos en ese bosque de Bondy de los decretos imperiales, por cuyo acecho no puede nunca pasar la libertad sin ser desvalijada.

Debo, señores, haceros notar aquí de paso que no entiendo traspasar con mi lenguaje ninguno de los respetos parlamentarios. Cumple á mi lealtad que se sepa bien cuál es el alcance exacto de mis palabras, cuando ataco al gobierno, uno de cuyos miembros ha dicho: El rey reina y no gobierna. No hay segunda intención en mi polémica. El día en que creyera que debía quejarme de una testa coronada, le dirigiría mi queja á ella misma, la miraría de frente y le diría: «Señor...» Entre tanto sólo á sus ministros me dirijo, sólo en los ministros recae mi palabra, por más que pueda parecer singular en un tiempo en que los ministros son inviolables y los reyes responsables.

Insisto y digo que el gobierno nos va quitando poco á poco todos los derechos y franquicias que nuestros cuarenta años de revolución nos habían dado, y cumple á la probidad de los tribunales detenerlo en esta vía fatal en beneficio suyo y en el nuestro. El poder actual carece especialmente de grandeza y valor en la manera mezquina con que hace esa peligrosa operación, que todos los gobiernos intentan á su vez con ceguedad extraña, y que consiste en reemplazar más ó menos rápidamente la constitución con la arbitrariedad, la libertad con el despotismo.

Cuando Bonaparte fué cónsul y cuando fué emperador quiso también el despotismo; pero obró de otra manera; entró en él de frente y á pié llano, sin emplear ninguna de las miserables precauciones con que hoy se escamotean una á una todas nuestras libertades, así las primogénitas como las segundonas, lo mismo las de 1789 como las de 1830. Napoleón no fué disimulado ni hipócrita; Napoleón no nos usurpó nuestros derechos uno tras otro prevaliéndose de nuestro abatimiento como ahora se hace; Napoleón nos lo usurpó todo de una vez, de un solo golpe, y con sólo una mano: el león no tiene las costumbres del zorro.

Á lo menos, señores, esto era grande. Como gobierno y como administración, el imperio fué ciertamente una época de intolerable tiranía; pero recordemos que nuestra libertad fué compensada largamente con gloria. La Francia de entonces, como la Roma de César, guardaba una actitud á la vez sumisa y soberbia. No era la Francia que nosotros queremos, libre, soberana dueña de sí misma; era la Francia esclava de un hombre y señora del mundo.

Entonces se nos quitaba la libertad, es cierto; pero se nos daba el más espléndido espectáculo. Napoleón decía: «Tal día á tal hora entraré en tal capital.» Y entraba el mismo día á la hora señalada. Los reyes se veían obligados á hacerle antesala; se derribaba una dinastía con un decreto del Monitor. Si se tenía el antojo de una columna se le hacía suministrar el bronce al emperador de Austria. Se arreglaba un poco arbitrariamente, lo confieso, la suerte de los cómicos franceses, pero databa el reglamento de Moscú. Se nos quitaban todas nuestras libertades, digo, existía la censura, se ponían nuestros libros en el majadero, se borraban nuestras obras dramáticas del cartel; pero á todas nuestras quejas se podían dar magníficas respuestas con una sola palabra; podían respondernos: ¡Marengo! ¡Jena! ¡Austerlitz!

Aquello era grande, lo repito; pero hoy todo es pequeño. Vamos á la arbitrariedad como entonces; pero no somos colosos. Nuestro gobierno no es de los que pueden consolar á una gran nación de la pérdida de su libertad: en materia de arte deformamos las Tullerías; en materia de gloria dejamos que perezca Polonia. Esto no impide que nuestros hombrezuelos de Estado traten la libertad como si estuvieran tallados para déspotas, y pongan á Francia bajo sus plantas, como si tuvieran hombros poderosos á soportar el mundo. Á poco que esto continúe, á poco que rijan las leyes en proyecto, será completa la confiscación de todos nuestros derechos: hoy me quita mi libertad de poeta un censor; mañana me quitará un gendarme mi libertad de ciudadano: hoy se me destierra del teatro; mañana se me desterrará del país: hoy se me amordaza; mañana se me deportará: hoy se pone en estado de sitio la literatura; mañana se pondrá en estado de sitio la ciudad. De libertad, de garantías, de Constitución, de derecho público, nadie trata ya.

Si mejor aconsejado el gobierno no se detiene en esta pendiente, mientras es tiempo aún, antes de poco tendremos todo el despotismo de 1807, menos la gloria; tendremos el imperio, sin el emperador.

Sólo me quedan que decir cuatro palabras, señores, y deseo que las tengáis presentes para deliberar. No ha habido en este siglo más que un grande hombre, Napoleón, ni más que una gran cosa, la libertad. Ya no tenemos al grande hombre; procuremos conservar la gran cosa.

El Rey se divierte

Personajes

FRANCISCO I.
TRIBOULET.
BLANCA.
M. DE SAINT-VALLIER.
SALTABADIL.
MAGDALENA.
CLEMENTE MAROT.
M. DE PIENNE.
M. DE GORDES.
M. DE PARDAILLAN.
M. DE BRION.
M. DE MONTCHENU.
M. DE MONTMORENCY.
M. DE COSSÉ.
M. DE LA TOUR-LANDRY.
M.me DE COSSÉ.
M.me BERARDA.
UN GENTIL HOMBRE DE LA REINA.
UN PAJE DEL REY.
UN MÉDICO.
Señores, pajes, gente del pueblo.

Acto I. M. DE Saint-Vallier

Una fiesta nocturna en el Louvre. Sala magnífica llena de caballeros y damas engalanados. Antorchas, música, danzas, carcajadas. — Algunos sirvientes trayendo platos de oro y vajilla de esmalte; grupos de caballeros y damas yendo y viniendo por la escena. — La fiesta toca á su fin. — El alba blanquea ya las vidrieras. Reina cierta libertad que da á la fiesta carácter de orgía. — La arquitectura, los muebles y los trajes son del gusto del Renacimiento.

Personajes

FRANCISCO I.
TRIBOULET.
M. DE SAINT-VALLIER.
CLEMENTE MAROT.
M. DE PIENNE.
M. DE GORDES.
M. DE BRION.
M. DE MONTCHENU.
M. DE MONTMORENCY.
M. DE COSSÉ.
M. DE LA TOUR-LANDRY.
M.me DE COSSÉ.
M. DE PARDAILLAN.

Escena I

EL REY, como lo pintó el Tiziano, M. DE LA TOUR-LANDRY


El Rey.—Conde, quiero terminar esta aventura. Sin duda que es mujer de oscuro linaje, de la clase media, pero encantadora.

La Tour.—¿Y soléis verla en la Iglesia?

El Rey.—En San Germán adonde voy todos los domingos.

La Tour.—Pues á estas horas, ya hará dos meses que eso dura.

El Rey.—Sí.

La Tour.—¿Y dónde vive?

El Rey.—En el callejón sin salida que llaman de Buci.

La Tour.—¿Cerca del palacio de Cossé?

El Rey (con una señal afirmativa).—Donde hay un gran muro.

La Tour.—¡Ah! Ya sé. ¿Y la perseguís, señor?

El Rey.—Sí, pero está siempre allí una vieja adusta que le guarda los ojos, la boca y hasta los oídos.

La Tour.—¿De veras?

El Rey.—Y lo más curioso es que por la noche entra en la casa un hombre misterioso, muy arrebujado en su capa, tan negra como las sombras.

La Tour.—¡Bah! Pues haced vos lo mismo.

El Rey.—¡Oh! La casa está muy bien cerrada para el prójimo.

La Tour.—Pero, cuando seguís á la dama ¿no hace seña alguna?

El Rey.—Sin presunción, comprendo por ciertas miradas que no le inspiro odio.

La Tour.—¿Sabe que la ama el rey?

El Rey.—No... voy disfrazado con una ropilla gris.

La Tour (riendo).—Estoy viendo que á la postre saldremos con que amáis con amor purísimo á alguna augusta Antonia, ama de cura.

(Entran Triboulet y muchos señores.)

El Rey (á La Tour).—Silencio, que vienen. En amor hay que saber callar para conseguir. (Á Triboulet que se acerca y oye estas últimas palabras.) ¿No es verdad?

Triboulet.—El misterio es el único asilo de las intrigas de amor, frágiles de suyo.

Escena II

EL REY, TRIBOULET, M. DE GORDES.—Muchos señores lujosamente vestidos. Triboulet con su traje de bufón, como lo pintó Boniface. El rey contempla un grupo de damas que pasan.


La Tour.—¡Qué preciosa es M.me de Vendosme!

Gordes.—No lo son menos la de Alba y la de Montchevreuil.

El Rey.—Pero la de Cossé las aventaja á todas.

Gordes.—Bajad la voz, señor... que oye el marido.

(Indicándole á Mr. de Cossé, que pasa por el fondo.—Mr. de Cossé, bajo y ventrudo, uno de los cuatro gentiles hombres más gordos de Francia, dice Brantôme.)

El Rey.—¿Y á mí qué?...

Gordes.—Iría á decirlo á Diana.

El Rey.—¿Y á mí qué...?

(Va al fondo á hablar con otras damas que pasan.)

Triboulet (á Gordes).—Va á enojar á Diana de Poitiers, á quien no habla hace ocho días.

Gordes.—¿Si irá á enviársela á su marido?

Triboulet.—Creo que no.

Gordes.—Ha pagado el perdón de su padre y en paz.

Triboulet.—Á propósito de Saint-Vallier. ¿Qué capricho tuvo ese viejo estrafalario de casar á su hija Diana, tan hermosa y angelical, con un senescal jorobado?

Gordes.—Es un loco. Me hallé en el mismo cadalso, cuando recibió el perdón; estaba más cerca de él que de ti ahora, y no le oí decir más que estas palabras. «¡Dios guarde al rey!» Es loco de remate.

El Rey (pasando con la de Cossé).—¡Cruel! ¿Os vais?

Mad. de Cossé (suspirando).—Á Soissons, adonde me lleva mi esposo.

El Rey.—¿No es una mengua que cuando vuestros bellos ojos inflaman todos los corazones, y fuerzan á las damas á que vigilen celosas á sus amantes; cuando príncipes y señores, todos os miran con amoroso anhelo, cuando deslumbráis á la corte con el esplendor de vuestra hermosura, vayáis como astro humilde á lucir en un cielo de provincia despreciando señores y príncipes?

Mad. de Cossé.—Calmaos.

El Rey.—Ah, no. ¡Capricho original!... ¡apagar la luz en medio del baile!

(Entra Mr. de Cossé.)

Mad. de Cossé.—Aquí viene mi celoso, señor.

(Se aparta del rey.)

El Rey.—¡Mal demonio se lo lleve! (Á Triboulet.) No por eso he dejado de echarle á su mujer una tirada de versos. ¿Te ha enseñado Marot los últimos que he compuesto?

Triboulet.—Yo no leo versos vuestros, señor. Los versos de los reyes son siempre muy malos.

El Rey.—¡Qué chusco!

Triboulet.—Pase que los haga la plebe; pero un rey... Á las hermosas cortejadlas vos y que haga Marot los versos. Un rey que versifica abdica.

El Rey (con entusiasmo).—¡Ah! Rimar para las hermosas exalta el corazón. He de poner alas á mi torreón real.

Triboulet.—Sería convertirle en molino de viento.

El Rey.—Si no viera allí á M.me de Coislin, te mandaba azotar.

(Corre hacia la de Coislin á quien dirige algunas galanterías.)

Triboulet (aparte).—Sigue, sigue el viento que te lleva hacia esa también.

Gordes (acercándose á Triboulet y haciéndole notar lo que pasa en el fondo).—Mira en la otra puerta á la de Cossé. Apuesto lo que quieras á que va á dejar caer un guante para que el rey lo recoja.

Triboulet.—Estemos á la mira.

(M.me de Cossé, que ve con despecho las atenciones del rey á la de Coislin, deja caer en efecto su ramo, que el rey corre á recoger, y luégo entabla con la dama un coloquio al parecer muy tierno.)

Gordes (á Triboulet).—¿No lo dije?

Triboulet.—¡Magnífico!

Gordes.—¡Ya le cogió otra vez!

Triboulet.—La mujer es un diablo perfeccionado.

(El rey estrecha el talle de la dama y le besa la mano, y mientras ella ríe y departe con él alegremente, entra su esposo por la puerta del fondo. Gordes se lo indica á Triboulet. Mr. de Cossé se detiene mirando el grupo de su esposa y del rey.)

Gordes (á Triboulet).—¡El marido!

Mad. de Cossé.—Separémonos. (Se deshace de los brazos del rey y huye.)

Triboulet.—¿Qué viene á hacer aquí ese barrigudo?

(El rey se acerca á un aparador del fondo y pide de beber.)

Mr. de Cossé (Adelantándose pensativo. Aparte.)—¿Qué se dirían?

(Se acerca con viveza á La Tour que le hace una seña.)

La Tour (misteriosamente).—¿Sabéis que vuestra esposa es bellísima?

(Mr. de Cossé se desvía de repente y se dirige á Gordes que parece quiere decirle algo.)

Gordes.—¿En qué estáis pensando? ¿Por qué miráis de reojo tantas veces?

(Desvíase otra vez el interpelado y se encuentra cara á cara con Triboulet, quien se lo lleva con reservado ademán á un extremo del fondo, mientras Gordes y La Tour se desternillan de risa.)

Triboulet (bajo á Cossé).—¡Cómo andáis tan cariacontecido, señor mío! (Suelta una carcajada y vuelve la espalda al desdichado marido, que sale furioso.)

El Rey (volviendo).—¡Oh! ¡Cuán feliz soy! Á mi lado, Hércules y aun el mismo Júpiter Olímpico no son sino fatuos ridículos. Estas mujeres están encantadoras y yo... soy dichoso. ¿Y tú?

Triboulet.—¿Yo?... Yo me río al paño del baile, de los juegos y de los amoríos. Yo critico y vos gozáis; vos sois dichoso como un rey, y yo como un jorobado.

El Rey.—¡Día de júbilo el día en que mi madre me concibió riendo! (Mirando á Mr. de Cossé que sale.) Sólo ése agua la fiesta. ¿Qué te parece?

Triboulet.—¡Necio y ofensivo!

El Rey.—No importa. Excepto ese celoso, todo me agrada. ¡Poderlo todo, quererlo todo, poseerlo todo!... ¡Triboulet, Triboulet! ¡Qué gusto estar en el mundo y qué bueno es vivir! ¡Oh dicha!

Triboulet.—Ya lo creo, señor; ¡estáis ebrio!

El Rey.—Pero allá descubro... ¡Ah! ¡Qué ojos, qué brazos tan hermosos!

Triboulet.—¿Los de M.me de Cossé?

El Rey.—Ven á hacernos pantalla.

(Cantando.)

¡Vivan los domingos
de mi buen París,
las mujeres rubias...

Triboulet.—...y los hombres chispos!

Escena III

M. DE GORDES, M. DE PARDAILLAN, joven paje rubio, M. DE VIC, CLEMENTE MAROT, en traje de ayuda de cámara del rey. Después M. DE PIENNE; uno ó dos caballeros más. De vez en cuando M. DE COSSÉ, que se pasea serio y pensativo.


Marot (saludando á Gordes).—¿Qué se miente esta noche?

Gordes.—Nada... que la fiesta es magnífica y que el rey se divierte.

Marot.—¡Ah! ¡Gran noticia! ¿El rey se divierte? ¡Diablo!

Mr. de Cossé (á espaldas de ellos).—Gran desgracia, digo yo, porque un rey que se divierte es un rey peligroso. (Pasa adelante.)

Gordes.—Ese pobre gordinflón lleva la muerte en el alma.

Marot.—Parece que el rey asedia mucho á su esposa.

(Gordes se da por entendido; entra Mr. de Pienne.)

Gordes.—Aquí está nuestro caro duque. (Se saludan.)

Pienne (con misterio).—Noticia, amigos míos. Oíd una cosa capaz de turbar al más prudente; una cosa admirable, risible, inverosímil...

Gordes.—Sepamos.

Pienne (agrupándolos en torno de sí).—¡Silencio! Venid, maese Clemente. (Á Marot que ha ido á hablar con otros.)

Marot (acercándose).—¿Qué hay, señor?

Pienne.—Sois un gran necio.

Marot.—Grande no me creía yo de ningún modo.

Pienne.—He leído en vuestra composición sobre el sitio de Peschière estos versos relativos á Triboulet:

Un loco de cabeza desmochada
tan cuerdo á treinta años, á fe mía,
como el en que nació dichoso día.

Repito que sois un gran necio.

Marot.—Lléveme Cupido, si os comprendo.

Pienne.—En buen hora. Amigos míos... adivinadlo, si podéis. Caso extraordinario el que ocurre á Triboulet.

Pardaillan.—¡Qué! ¿se le ha caído la joroba?

Cossé.—¿Le han hecho condestable?

Marot.—Á dicha ¿lo han servido asado á la mesa?

Pienne.—No, es cosa más chusca todavía. Triboulet tiene... Adivinad lo que tiene. Es increíble.

Gordes.—¿Un duelo con Gargantúa?

Pienne.—No.

Pardaillan.—¿Un mono más feo que él?

Pienne.—No.

Marot.—¿El bolsillo repleto de escudos?

Cossé.—¿Un empleo de perro de asador?

Gordes.—¿Un alma por ventura?

Pienne.—Apuesto ciento contra diez á que no lo adivináis. Triboulet el bufón, Triboulet el deforme, Triboulet... ¡á ver quién acierta!... algo exorbitante es...

Marot.—Su joroba.

Pienne.—No. Apuesto mil contra diez. Está amancebado.

(Todos se echan á reir.)

Marot.—¡Qué chistoso está el duque!

Pardaillan.—¡Vaya un cuento!

Pienne.—Señores, lo juro por mi honor; he de enseñaros la casa de la dama. Todas las noches va allá, arrebujado en negra capa, con aspecto sombrío y altivo como un poeta en ayunas. Rondando no lejos del palacio de Cossé, he descubierto el secreto y suplico que lo guardéis, que quiero darle un chasco.

Marot.—¡Asunto de rondó! ¡Triboulet transformado por la noche en Cupido!

Pardaillan (riendo).—¡Una mujer para Triboulet!

Marot (riendo).—Yo creo que, si algún otro Bedfort desembarcara en Calais, tendría la doncella todo lo que es menester para echar á los ingleses.

(Ríen. Viene Mr. de Vic. Mr. de Pienne se pone el dedo en los labios con ademán de reserva.)

Pardaillan (á Pienne).—¿Por qué el rey sale también todos los días al oscurecer y solo, como buscando aventuras?

Pienne.—Vic nos dirá eso.

Vic.—Lo que puedo afirmar desde luego, es que el rey se divierte mucho.

Cossé.—¡Ah! ¡No me habléis de eso!

Vic.—Pero ¿qué me importa á mí de qué lado empuja el viento sus caprichos, y si sale de noche disfrazado, ó si entra ó no por alguna ventana?

Cossé (moviendo la cabeza).—Los viejos cortesanos, señores, saben que un rey toma siempre en casa agena cuanto le place. ¡Ay del que tiene hermana, esposa ó hija que le agrade! Un poderoso de buen humor no piensa más que en hacer daño. Motivos hay para temer. Boca que se ríe, enseña los dientes.

Vic (bajo á los otros).—¡Qué miedo le tiene al rey!

Pardaillan.—No le teme tanto su mujer.

Marot.—Eso es lo que le espanta.

Gordes.—No tenéis razón, Cossé. Conviene que el rey se mantenga alegre, pródigo y contento.

Pienne (á Gordes).—Soy de tu opinión, conde: un rey aburrido es como un verano de lluvias.

Pardaillan.—Ó un amor sin querellas.

Vic.—Un jarro lleno de agua.

Marot (bajo).—El rey vuelve con el Cupido de Triboulet.

(Entran el rey y Triboulet. Los cortesanos se retiran respetuosamente.)

Escena IV

Los mismos, el REY, TRIBOULET


Triboulet (como continuando una conversación).—¡Sabios en la corte! ¡Rara monstruosidad!

El Rey.—Vé á decir eso á mi hermana de Navarra, que quiere rodearme de sabios.

Triboulet.—Acá para inter nos, yo he bebido menos que Vuestra Majestad. Por consiguiente, señor, para juzgar bien de las cosas en todas sus causas y efectos, tengo sobre vos una ventaja inmensa, y aun dos: no estar alegre, ni ser rey. Antes que sabios, señor, traed aquí la peste, la fiebre... etcétera.

El Rey.—El consejo es un poco ligero. Mi hermana quiere rodearme de sabios.

Triboulet.—Pues para ser vuestra hermana, muy mal os quiere. No hay animal, ni cuervo, ni lobo, ni pájaro, ni buey, ni aun poeta, ni mahometano, ni teólogo, ni regidor flamenco, ni oso, ni perro, más feo, más desgreñado, más repulsivo, más encaperuzado de absurdos, más arisco, más sucio y más lleno de viento que ese asno enalbardado que llaman un sabio. ¿Os faltan placeres, poder, conquistas, mujeres en flor para perfumar vuestros festines?

El Rey.—¡Ah! Mi hermana Margarita me dijo una noche en voz baja que las mujeres no iban á satisfacerme eternamente, y que cuando me hastiara...

Triboulet.—¡Absurda medicina! ¡Recetar sabios á quien se hastía! La reina Margarita, bien lo sabéis, está siempre por los remedios radicales.

El Rey.—Pues bien, ¡fuera sabios!; pero cinco ó seis poetas...

Triboulet.—Señor, siendo vos lo que sois, temería más á un poeta emborronado de rimas, que Belcebú un hisopo empapado en agua bendita.

El Rey.—Cinco ó seis no más.

Triboulet.—No más ¿eh? Pues si esto es toda una recua, una academia, un corral... ¿No tenemos harto y más con Marot, aquí presente, para envenenarnos con otros?

Marot.—Muchas gracias. (Aparte.) Callárase el bufón y le tendría más cuenta.

Triboulet.—Las mujeres, señor, son el cielo, la tierra, todo. Y vos tenéis mujeres. Dejadme en paz y no penséis en los sabios.

El Rey.—No creas tampoco que esa idea me quite el sueño. (Carcajadas en un grupo del fondo.) ¡Hola! Aquellos galanes se burlan de ti.

Triboulet.—No, sino de otro loco. (Se les acerca el bufón y vuelve.)

El Rey.—¡Bah! ¿De quién?

Triboulet.—Del rey.

El Rey.—¿De veras? ¿Y qué dicen?

Triboulet.—Pues dicen que sois un avaro; que no se hace nada por ellos, porque dinero y favores van á parar á Navarra.

El Rey.—Sí, veo allá á Montchenu, Brion y Montmorency.

Triboulet.—Exactamente.

El Rey.—Son insaciables estos cortesanos: he hecho al uno almirante, al otro condestable, á Montchenu mayordomo de palacio. ¿Qué más quieren?

Triboulet.—Todavía, y es muy justo, podríais hacerles algo.

El Rey.—¿Qué?

Triboulet.—Hacedlos ahorcar.

Pienne (Á los tres señores que están aún en el fondo. Riendo.)—Señores, ¿habéis oído lo que dice Triboulet?

Brion.—Sí, por cierto. (Mirando al bufón con ira.)

Montmorency.—Me la pagará.

Montchenu.—¡Miserable!

Triboulet (al Rey).—Pero, señor, á veces tendréis vacío el corazón, sin la compañía de una mujer, cuyos ojos os digan que no, mientras su corazón os dice que sí.

El Rey.—¿Qué sabes tú de eso?

Triboulet.—Ser amado sólo por corazones deslumbrados y desvanecidos, tanto es como no ser amado.

El Rey.—¿Qué sabes tú si hay en este mundo quien me ame por mí mismo?

Triboulet.—¿Sin conoceros?

El Rey.—Sin conocerme. (Aparte.) Con esto no comprometo á mi beldad del callejón sin salida.

Triboulet.—¿Es villana?

El Rey.—¿Por qué no?

Triboulet (con viveza).—¡Cuidado con ello! Mucho arriesgáis. Los hombres de esta clase suelen ser altivos romanos; cuando se toca á lo suyo quedan en las manos las señales. ¡Cuidado con ello! Contentémonos, locos y reyes, como somos, con las esposas y hermanas de los cortesanos.

El Rey.—Sí, yo me contentaría con la mujer de Cossé.

Triboulet.—Tomáosla.

El Rey.—Fácil es decirlo, pero no hacerlo.

Triboulet.—Robémosla esta misma noche.

El Rey.—¿Y el conde? (Indicando á Mr. Cossé.)

Triboulet.—Á la Bastilla.

El Rey.—¡Oh! no.

Triboulet.—Pues para arreglar vuestras cuentas, hacedlo duque.

El Rey.—Es celoso como un plebeyo, y negándose á todo se lamentaría á voz en grito.

Triboulet (pensativo).—¡Qué hombre tan embarazoso!... No hay más que pagarle ó desterrarlo. (Mr. de Cossé que se ha acercado por detrás escucha la conversación. Triboulet se da una palmada en la frente y dice con alegría:) Hay un medio sencillo, cómodo, facilísimo en que debiera ya haber pensado.

El Rey.—¿Qué hemos de hacer con Cossé?

Triboulet.—Pues... cortarle la cabeza. (El interesado retrocede con espanto.) ¡Fingimos una conspiración con España ó Roma!...

Cossé.—¡Ah! ¡Satanás!

El Rey (riendo y halagando á Cossé).—¡Por mi fe de caballero! ¿Qué has dicho? ¡Cortar esta cabeza! Mírala bien y dime de qué nacen tus malos pensamientos.

Triboulet.—No son malos ni buenos los que nacen ahí.

Cossé.—¡Cortarme la cabeza!

Triboulet.—¡Y qué!... no hay para alarmarse tanto.

El Rey.—No le desesperes.

Triboulet.—¡Qué diablos! Para qué es ser rey si hay que tropezar á cada paso con algún obstáculo, sin satisfacer el menor capricho.

Cossé.—¡Cortarme la cabeza! Estoy consternado.

Triboulet.—Pero es muy sencillo. ¿Por qué no?

Cossé.—¿De veras? ¡Ah! Yo te castigaré, gran pícaro.

Triboulet.—No os temo. Rodeado de poderosos á quienes hago la guerra, nada temo, caballero, porque no tengo sobre los hombros otra cosa que arriesgar que la cabeza de un loco. Lo único que puedo temer es que mi joroba me éntre en el cuerpo y como á vos me caiga en la barriga, lo cual me afearía mucho.

Cossé (echando mano á la espada).—¡Miserable!

El Rey.—Deteneos, conde. Vente, loco. (Se aleja riendo con Triboulet.)

Gordes.—El rey se desternilla de risa.

Pardaillan.—Poco necesita para eso.

Marot.—Es curioso un rey que se divierte en persona.

(En cuanto se alejan el rey y el bufón se acercan los cortesanos otra vez y persiguen á Triboulet con miradas de odio.)

Brion.—Venguémonos del bufón.

Todos.—¡Hum!

Marot.—Está acorazado. ¿Por dónde lo heriríamos?

Pienne.—Bien lo sé yo. Todos tenemos con él algún resentimiento y podemos vengarnos todos. Esta tarde, entre dos luces, acudid bien armados al callejón sin salida de Buci, junto al palacio de Cossé. Ni una palabra más de esto.

Marot.—Ya caigo.

Pienne.—¿Estamos de acuerdo?

Todos.—Sí.

Pienne.—Que vienen. ¡Silencio!

(Vuelven Triboulet y el rey rodeado de damas.)

Triboulet (solo y aparte).—¿Á quién haré ahora una mala jugada? ¿Al rey?... ¡Pardiez!

Un hujier (Entrando. Bajo á Triboulet.)—El señor de Saint-Vallier, un anciano vestido todo de negro, quiere ver al rey.

Triboulet.—¡Pardiez! Dejadnos ver al señor de Saint-Vallier. (Sale el hujier.) ¡Á mi gusto! Pero va á dar un escándalo espantoso.

(Ruido, tumulto en la puerta principal del fondo.)

Una voz (dentro).—¡Quiero hablar al rey!

El Rey (interrumpiendo su conversación).—¡Cómo! ¿Quién se atreve á tanto?

La misma voz.—¡He de hablar con el rey!

El Rey.—¡No, no!

(Un anciano vestido de luto se abre paso y viene á ponerse delante del rey, quien le mira fijamente. Los cortesanos se apartan sorprendidos.)

Escena V

Los mismos, SAINT-VALLIER (Barba y cabellos blancos.)


Saint-Vallier (al Rey).—Sí, vengo á hablaros y os hablaré.

El Rey.—¡Señor de Saint-Vallier!...

Saint-Vallier (inmóvil).—Así me llamo.

(El rey da un paso hacia él colérico. El bufón le detiene.)

Triboulet.—Permitidme, señor, que arengue yo á este buen hombre. (Tomando una actitud dramática.) Monseñor de Saint-Vallier, habéis conspirado contra Nos, y Nos, como rey bondadoso y clemente, os hemos perdonado. ¿Qué mal deseo os viene ahora de tener nietos de vuestro señor yerno, feo, mal conformado, con una verruga en la nariz, tuerto al decir de algunos, velludo, ruín, descolorido, barrigudo como este caballero (indicando á Mr. Cossé, que se indigna) y hasta jorobado como yo? Quien viera á su lado á vuestra hija, se reiría á buen seguro, á costa de él. Si el rey no pusiera orden en esto, claro es que tendríais nietos tuertos, feos, deformes, horribles, ridículos, barrigudos como este caballero y aun jorobados como yo.

(La indignación de Cossé sube de punto. Los cortesanos aplauden al bufón riendo á carcajadas.)

Saint-Vallier (sin mirar al bufón).—Un ultraje más. Escuchadme vos, señor, como debéis, puesto que sois el rey. Un día me hicisteis conducir descalzo á la Grève, y ya en el suplicio me enviasteis el perdón. Yo, pobre de mí, os bendije, sin saber lo que esconde un rey dentro de sus gracias. En la que á mí me hicisteis escondíais mi deshonra. Sí, sin respeto á una antiquísima raza, á la sangre de los Poitiers, noble desde hace mil años, mientras volvía yo lentamente de la Grève rogando á Dios que os diera mis muchos años de vida en días de gloria, vos, Francisco de Valois, sin temor, sin piedad, sin pudor, sin amor, deshonrasteis, envilecisteis á Diana de Poitiers, condesa de Brezé. ¡Oh mi casta Diana! ¡Conque, cuando yo esperaba la muerte, corrías tú al Louvre á comprar mi perdón, y el rey, el caballero consagrado por Bayardo, puso en precio tu honor, y aquel tablado horrible—que una mañana levantó el verdugo, antes de espirar el día—había de ser ó el lecho de la hija ó el patíbulo del padre! ¡Oh Dios que nos juzgáis! ¿Qué dijisteis desde el cielo, cuando en el mismo patíbulo veíais revolcarse triste y hosca, ensangrentada y sucia, la lujuria real disfrazada de clemencia?... ¡Mal hicisteis, señor! En buen hora que sacrificarais á un anciano, que siendo de los del condestable, merecía vuestro castigo; pero que por el anciano tomarais á la hija desolada y tímida, es una impiedad de que tendréis que dar cuenta. Habéis traspasado vuestro derecho: el padre os pertenecía, pero la hija no. ¿Soy acaso ingrato porque no acepto en silencio vuestro perdón, vuestra gracia, que así la llamáis? En vez de abusar de mi hija ¿por qué no fuisteis á mi calabozo? Allí os hubiera yo dicho: «Matadme, señor, matadme, pero respetad á mi hija, respetad mi honor. La muerte antes que la afrenta. ¡Oh rey y señor mío! ¿Creéis que no es también decapitar á un cristiano, á un conde, á un caballero arrebatarle el honor?» Esto os hubiera dicho; y aquella noche, en la iglesia, sobre mi ensangrentado féretro, mi honrada hija Diana hubiera podido orar por su padre honrado. No vengo á pediros á mi hija: el que no tiene honor no tiene ya familia. Que os ame ó no con insensato amor, nada tengo que recobrar donde pasó la vergüenza. Retenedla, pues. Me propongo, no obstante, venir á turbar así vuestros festejos; y hasta que un padre, un hermano ó un marido me vengue de vos, lo que tarde ó temprano ha de suceder, vendré á todos vuestros banquetes á deciros: ¡Mal hicisteis, señor! Y me escucharéis sin levantar la frente hasta que yo haya acabado. Para obligarme á callar, querréis entregarme al verdugo. No, no os atreveréis á hacerlo, temiendo que venga á hablaros mi espectro con esta cabeza en la mano.

El Rey (sofocado de cólera).—¡Que hasta este extremo se lleve la audacia y el delirio! (Á Pienne.) Duque, prended á ese lenguaraz.

(El duque hace una seña y dos alabarderos se colocan á uno y otro lado de Saint-Vallier.)

Triboulet (riendo).—El pobre hombre está loco, señor.

Saint-Vallier (levantando los brazos).—¡Malditos seáis los dos! (Al rey.) ¡Mal hacéis, señor! Contra el león moribundo soltáis á vuestro perro. (Á Triboulet.) Quienquiera que seas, hombre viperino, que así escarneces el dolor de un padre ¡maldito, maldito seas! (Al rey.) Tenía derecho á ser tratado por vos de majestad á majestad: vos sois rey, yo padre, y mi edad vale lo que un trono. Los dos ceñimos una corona, adonde nadie debe alzar miradas insolentes; vos de flores de lis, yo de canas. Cuando un sacrílego se atreve á la vuestra, el rey es quien la venga; Dios es quien venga la otra.

Acto II. Saltabadil

El rincón más desierto del callejón sin salida de Buci. Á la derecha una casita de reservada apariencia con su patinillo rodeado de un muro que ocupa parte del teatro. En este patio hay algunos árboles y un banco de piedra. En el muro una puerta que da á la calle, y por encima del muro una galería con arcadas del Renacimiento. — La puerta del primer piso da al terrazo que se comunica con el patio por una escalera. — Á la izquierda los altos muros del jardín del palacio Cossé. — En el fondo, casas lejanas, y el campanario de San Severo.

Personajes

FRANCISCO I.
TRIBOULET.
BLANCA.
SALTABADIL.
M. DE PARDAILLAN.
M. DE BRION.
M. DE MONTCHENU.
CLEMENTE MAROT.
M. DE PIENNE.
M. DE GORDES.
M. DE MONTMORENCY.
M. DE COSSÉ.
M.me BERARDA.

Escena I

TRIBOULET, SALTABADIL.—Á su tiempo, PIENNE y GORDES por el foro.


(Triboulet, envuelto en oscura capa y sin ninguna de las insignias de bufón, parece en la calle y se dirige hacia la puerta del muro. Un hombre vestido de negro é igualmente arrebujado en su capa, y armado de espada, cuya punta asoma por debajo, viene siguiéndole los pasos.)

Triboulet (pensativo).—¡Cómo me maldijo el anciano!

El hombre (saludándolo).—Caballero...

Triboulet.—¡Ah! (Requiriéndose los bolsillos.) No llevo nada.

El hombre.—Tampoco os pido yo nada. ¡Qué diablo!

Triboulet.—En hora buena.

(Hace un gráfico ademán para que se retire y lo deje en paz, á la vez que entran Pienne y Gordes que se detienen acechando en el fondo.)

El hombre.—Mal me juzgáis, caballero; yo soy hombre de espada.

Triboulet (retrocediendo y aparte).—¿Será un ladrón?

El hombre (acercándose y con voz dulzona).—No temáis. Os veo rondar por aquí todas las noches y presumo que tenéis alguna mujer que guardar.

Triboulet (aparte).—¡Diablo! (Alto.) Yo no acostumbro á decir á nadie mis secretos.

(Quiere pasar adelante y el otro le detiene.)

El hombre.—No lo digo, por tanto, sino por vuestro bien. Si me conociérais me trataríais mejor. (Acercándose más.) ¿Ha puesto acaso algún fatuo sus atrevidos ojos en los de vuestra mujer? ¿Estáis celoso?

Triboulet.—Acabemos: ¿qué queréis? (Con impaciencia.)

El hombre (bajo y pronto).—Con sólo una buena propina mataremos al rival.

Triboulet.—¡Ah! ¡Muy bien!

El hombre.—Ya veis que soy un hombre honrado.

Triboulet.—¡Pardiez! Ya lo veo.

El hombre.—Y que os sigo con buenas intenciones.

Triboulet.—Sí, por cierto. Sois un hombre útil.

El hombre (con modestia).—El guardián del honor de las damas de la ciudad.

Triboulet.—¿Y cuánto lleváis por matar á un rival?

El hombre.—Según sea éste y la habilidad que uno tiene.

Triboulet.—Por despachar á un gran señor.

El hombre.—¡Pardiez! Esos no son hembras y van muy bien armados: por consiguiente hay que dar y recibir y arriesga uno el pellejo. Un gran señor es caro.

Triboulet.—¡Caro eh! ¿Acaso los villanos se permiten matarse entre sí?

El hombre.—Ellos se arreglan. Esto es cosa de lujo, sin embargo, lujo que en general sólo se permiten los hombres bien nacidos. Hay quien por una buena suma quiere echársela de caballero y se vale de mí, dándome la mitad antes, y después la otra mitad.

Triboulet (meneando la cabeza).—Sí, os exponéis á la horca.

El hombre (sonriendo).—No tanto, porque pagamos derechos á la policía.

Triboulet.—Á tanto por hombre ¿eh?

El hombre.—Pues... Á menos que... ¿qué os diré? que no mate uno... al mismo rey.

Triboulet.—¿Y cómo te las compones?

El hombre.—Caballero, yo mato en la ciudad ó en mi casa, como quieran.

Triboulet.—Tu procedimiento es muy urbano.

El hombre.—Para trabajar fuera de casa, tengo un estoque tan agudo como bien templado; acecho apostado á la víctima y...

Triboulet.—¿Y dentro de casa?

El hombre.—¡Oh! Allí tengo á mi hermana Magdalena, moza tan bella como osada y fuerte, que baila por calles y plazas con que atrae á casa al galán y...

Triboulet.—Comprendo.

El hombre.—Esto se hace sin ruido ni voces, decentemente. Dadme, pues, el encargo y os juro que quedaréis contento. No he puesto tienda y todo se hace sin escándalo, á la sordina. Sobre todo, no soy hombre de puñal, como esos bandidos que se juntan á ocho y diez para el menor empeño; tan corto su valor como su acero. Mirad mi herramienta.

(Saca una espada desmesuradamente larga. Triboulet retrocede con espanto.)

Triboulet.—¡Grande es! Pero no tengo por ahora necesidad de ella; mil gracias.

El hombre (envainando su hierro).—Pues cuando me necesitéis, me encontraréis todos los días á eso de las doce paseándome por delante del hotel del Maine. Me llamo Saltabadil.

Triboulet.—¿Sois gitano?

El hombre.—Y borgoñón.

Gordes (Tomando nota.—Aparte á Pienne.)—Es un hombre precioso, y apunto su nombre.

El hombre.—No por eso penséis mal de mí, caballero.

Triboulet.—No. ¡Qué diablos! de algo hay que comer.

El hombre.—Á no ser un mendigo, un holgazán, un miserable. Tengo cuatro hijos.

Triboulet.—Que debéis educar... Ea, Dios os bendiga.

(Despidiéndole.)

Pienne (á Gordes).—Todavía no ha oscurecido y temo que nos vea Triboulet.

(Salen.)

Triboulet.—Buenas tardes.

El hombre.—Siempre á vuestras órdenes.

(Retirándose.)

Triboulet (mirándole).—Mucho nos parecemos los dos: lengua acerada, espada puntiaguda. Yo soy el hombre que ríe; él el hombre que mata.

Escena II

TRIBOULET, solo


(El bufón abre cautelosamente la puerta del patio, y después de observar por fuera, quita la llave y vuelve á cerrar por dentro, dando algunos pasos por el patio con preocupación é inquietud.)

¡Cómo me maldijo el anciano!... Mientras me maldecía, me burlaba yo de su dolor, como un infame, y me reía; pero llevaba el espanto en el alma. (Siéntase en el banco junto á la mesa de piedra.) ¡Maldito!... ¡Ah! La naturaleza y los hombres me han hecho muy malo, cruel, é infame en efecto. ¡Oh rabia! ¡Ser bufón, ser deforme! ¡Siempre este pensamiento! Y ya vele, ya duerma, cuando con él he dado la vuelta al mundo, ¡venir á parar siempre á esto! ¡Soy bufón de la corte! ¡No querer, no poder, no deber, y no hacer más que reir! ¡Qué exceso de oprobio y de miseria! Lo que tienen los soldados reunidos en rebaño al rededor de ese harapo que llaman bandera; lo que queda al mendigo español, al esclavo de Túnez, al forzado en su galera, á todo hombre que respira y se mueve, el derecho de no reir, de llorar, si quiere; ese derecho me falta... ¡Oh Dios! Triste y despechado, lleno siempre del disgusto de mi deformidad, celoso de toda fuerza y belleza, rodeado de esplendores que me vuelven más sombrío, adusto y solo, si quiero á veces recoger y calmar por un momento mi alma que solloza y llora amargamente, viene de pronto mi amo, mi alegre amo, que omnipotente, adorado de las mujeres, contento de vivir, de puro dichoso olvidado de la muerte, joven, gallardo, hermoso, rey de Francia, me da un puntapié y me dice bostezando: Bufón, hazme reir... ¡Pobre bufón! Y es un hombre, con todo. Pero la pasión que hierve en su alma, el rencor, el orgullo, la cólera, la envidia, el furor, la eterna cavilación de algún mal designio... cuantos sentimientos le roen el pecho desaparecen á una señal de su amo, y para quien su amo quiere se muestra el juglar jovial y chispeante. ¡Qué abyección! Si se sienta, si se levanta, si anda, siempre siente el hilo que le tira del pié. Por todas partes desprecio y humillación. Así, señores míos, altivos caballeros ¡cuánto os odia el bufón! ¡Qué caros os hace pagar vuestros desdenes! ¡Qué bien sabe buscar sus desquites! Es el demonio familiar que aconseja, que tienta á su amo y en cuanto puede agarrar entre sus uñas un alma la destroza á placer. Vosotros le habéis vuelto malo y se venga. Pero ¡oh dolor! ¿es esto vivir? Mezclar hiel en el vino con que otros se embriagan, borrar todo buen instinto que germina en ellos, aturdir con cascabeles todo espíritu que quiere pensar, pasar como un genio maléfico por los festines, turbar la dicha de los que gozan, ansiar tan sólo el mal ageno, y contra todos y por donde quiera, llevar en sí y derramar en todo, y guardar y esconder bajo burlona risa el odio eterno que envenena el corazón... ¡Oh! ¡Cuán desgraciado soy! (Levantándose.) Pero aquí ¿qué me importa eso? ¿No soy otro hombre al pasar esa puerta? Olvidemos por un momento el mundo de que salgo. Aquí no debo traer nada de afuera. (Volviendo á su despecho.) ¡Cómo me maldijo el anciano!... ¿Por qué diablos me persigue con tal insistencia este pavoroso recuerdo? Con tal que no me suceda nada malo... ¡Bah! Soy un necio.

(Se acerca á la puerta de la casa y llama. Ábrese y sale de ella una joven vestida de blanco, que se echa alegremente en sus brazos.)

Escena III

TRIBOULET, BLANCA, luégo M.me BERARDA


Triboulet.—¡Hija mía! (La estrecha con pasión.) ¡Oh! Pon tus manos sobre mi corazón. Á tu lado, bien mío, todo sonríe, nada me pesa. ¡Qué bien respiro á tu lado! ¡Cuán feliz soy contigo! (Mirándola con embriaguez.) Más bella cada día. Nada te falta ¿verdad? ¿Estás bien aquí? Blanca mía, abrázame otra vez.

Blanca.—¡Qué bueno sois, padre mío!

Triboulet (sentándose).—No, es que te amo. ¿No eres mi vida y aun mi sangre? Si no te tuviera á ti, ¿qué haría yo, Dios mío?

Blanca.—¡Suspiráis! ¿Qué pesares tenéis? Decídselos á vuestra hija. ¡Ah! Aún no sé quién es mi familia.

Triboulet.—¡Familia! Tú no la tienes, hija mía.

Blanca.—Hasta ignoro vuestro nombre.

Triboulet.—¿Qué te importa mi nombre?

Blanca.—Nuestros vecinos de Chinón, la aldea en que me crié, me creían huérfana, antes de vuestra llegada.

Triboulet.—Allá debía dejarte; sin duda hubiera sido lo más prudente. Pero yo no podía ya vivir así tampoco: tenía necesidad de ti, tenía necesidad de un corazón que me amara.

(Abrazándola otra vez.)

Blanca.—Si no queréis hablarme de vos...

Triboulet.—Mira, no salgas jamás.

Blanca.—En los dos meses que hace que estoy aquí, apenas he ido ocho veces á la iglesia.

Triboulet.—Bien.

Blanca.—Padre mío, habladme á lo menos de mi madre.

Triboulet.—¡Oh! no despiertes en mí tan amargo pensamiento, no me recuerdes que en otro tiempo encontré una mujer diferente de las demás mujeres, que viéndome solo, enfermo, pobre y aun aborrecido, me amó por mi miseria y mi deformidad. Murió llevándose consigo á la tumba el angelical secreto de su fiel amor, amor que pasó por mí como un relámpago, como un rayo de luz del paraíso que se apagara en mi infierno. ¡Ah! ¡Séale la tierra ligera! Tú sola me quedas en el mundo. ¡Gracias, Dios mío!

(Levanta los ojos al cielo y llora luégo ocultando la frente entre las manos.)

Blanca.—¡Cuánto debéis padecer! Padre mío, no, no quiero que lloréis, porque se me parte el corazón.

Triboulet.—¿Y qué dirías si me vieras reir?

Blanca.—¿Qué tenéis, padre mío? Decidme vuestro nombre. ¡Oh! Derramad en mi seno la amargura de todas vuestras penas.

Triboulet.—No. ¿Á qué nombrarme? Soy tu padre y basta. Escucha. Fuera de aquí acaso me temen. ¿Quién sabe? El uno me desprecia, el otro me maldice. ¡Mi nombre! ¿Qué harías después de saberlo? Quiero, aquí á lo menos, á tu lado, en este rincón del mundo donde todo es inocencia, quiero ser para ti sólo un padre, algo santo, augusto, sagrado.

Blanca.—¡Padre mío!

Triboulet.—¿Hay un solo corazón que responda al mío? (Abrazándola.) ¡Oh! Te amo por todo lo que odio al mundo. Siéntate á mi lado y hablemos de esto. Dime ¿amas mucho á tu padre? Y pues estamos aquí juntos, mano á mano, ¿qué nos obliga á hablar de otra cosa? Hija mía, única felicidad que el cielo me ha permitido, otros tienen padres, hermanos, amigos, esposas, vasallos, cortejo, aliados, muchos hijos... ¿qué sé yo? Yo no tengo más que á mi hija. Otros son ricos; tú sola eres mi tesoro, tú sola mi riqueza. Otros creen en Dios; yo no creo más que en tu alma. Otros son jóvenes y el amor y el placer les brindan sus delicias; para ellos orgullo, esplendor, gracia, salud; yo, como ves, no tengo más que tu belleza. ¡Hija mía! Mi ciudad, mi país, mi familia, mi esposa, mi madre, y mi hermana y mi hija, mi dicha, mi fortuna, mi culto, mi ley, mi universo, eres tú, siempre tú y nada más que tú... ¡Oh, si llegara á perderte!... No, no; no podría soportarlo. Mírame y sonríe: ¡qué graciosa tu sonrisa! toda á tu madre. Ella también era bella. Como ella, sueles pasarte la mano por la frente como si te la enjugaras, porque á un corazón inocente, corresponde una frente pura y ojos azules. Para mí irradias angelical resplandor, y al través de tu cuerpo, mi alma está viendo tu alma. Aun con los ojos cerrados, te veo: la luz me viene de ti. Á veces quisiera estar ciego para no tener otro sol en el mundo.

Blanca.—¡Oh! ¡Cuánto anhelo haceros feliz!

Triboulet.—Si soy feliz contigo. ¡Oh! ¡Qué hermosos cabellos negros! (Acariciándolos.) Cuando niña eras rubia. ¿Quién lo creyera?

Blanca (con mimo).—Un día, antes de oscurecer, quisiera salir para ver un poco á París.

Triboulet (impetuosamente).—¡Nunca, jamás! ¿Has salido alguna vez con Berarda?

Blanca (temblando).—¡Oh! no.

Triboulet.—¡Cuidado!

Blanca.—Sólo he ido á la iglesia.

Triboulet (aparte).—¡Cielos! Si la vieran, la seguirían y acaso... acaso me la robaran. La hija de un bufón no inspiraría ningún respeto y sería cosa de risa deshonrarla (Alto.) Te lo ruego, hija mía; permanece aquí encerrada. ¡Si supieras qué malo es el aire de París para las mujeres!... ¡Si vieras cómo corren por la ciudad los libertinos, sobre todo los señores! ¡Oh Dios! ¡Preserva del tempestuoso viento que marchita y aun troncha otras flores, esta flor graciosa y virginal, para que un padre infeliz pueda en sus horas de tregua aspirar su pura esencia!

(Deja caer la cabeza entre las manos y llora.)

Blanca.—No os hablaré más de salir. No lloréis, padre mío.

Triboulet.—Esto me alivia. ¡He reído tanto anoche!... (Levantándose.) Pero ya anochece y es tiempo de ir á tomar mi collar. Adiós.

Blanca.—¿Volveréis pronto?

Triboulet.—Acaso. Ya ves, niña, cómo no soy dueño de mí. (Llamando.) ¡Berarda!

(Aparece en la puerta una dueña.)

Berarda.—Señor...

Triboulet.—¿Habéis notado si cuando vengo me ve alguien entrar?

Berarda.—Nadie, señor. ¡Si esto es un desierto!

(En la calle, á la otra parte de la tapia, aparece el rey disfrazado con traje oscuro y sencillo, y examina la altura del muro y la puerta cerrada con muestras de impaciencia y despecho.)

Triboulet.—Adiós, hija mía. (Abrazándola.) ¿Tenéis bien cerrada la puerta que da al terraplén? (Á la dueña, que hace una señal afirmativa.) Á espaldas de San Germán sé que hay una casa más retirada todavía. Mañana he de verla.

Blanca.—Padre, esta me gusta por el terrazo, desde donde se ven jardines.

Triboulet.—No subas al terrazo por Dios. (Escuchando.) ¿Andan por fuera?

(Va á la puerta del patio, la abre y mira á la calle con inquietud. El rey se ha ocultado en un hueco cerca de la puerta, que deja entreabierta Triboulet.)

Blanca.—¿Cómo? ¿No puedo por las tardes subir á respirar al terrazo?

Triboulet (volviendo).—¡Cuidado que te podrían ver! (Á Berarda.) Tampoco pondréis nunca luz en la ventana ¿eh?

(El rey á espaldas del bufón se desliza en el patio y se esconde tras de un árbol.)

Berarda.—¡Virgen Santísima! ¿Cómo queréis que éntre aquí ningún hombre?

(Vuélvese y descubre al rey tras del árbol. Pero al ir á gritar le echa el galán en la gorguera un bolsillo, que la dueña toma suspensa y calla.)

Blanca (á su padre que ha ido á reconocer el terrazo con una linterna).—¡Qué precauciones! ¿Qué teméis, padre mío?

Triboulet.—Por mí nada; todo por ti. ¡Vaya! Adiós, Blanca... hija mía.

(Un rayo de luz de la linterna, que tiene la dueña, alumbra al padre y á la hija.)

El Rey (aparte).—¡Triboulet! (Ríe.) ¿Qué diablos es esto? ¡La hija de Triboulet! ¡Preciosa historia!

Triboulet (Volviendo desde la puerta.)—Ahora que me acuerdo, ¿cuándo vais á la iglesia os sigue alguien?

(Blanca baja los ojos con embarazo.)

Berarda.—¡Jesús!... Nadie.

Triboulet.—Si os siguiera alguien alguna vez, gritad.

Berarda.—Sin duda; pediría socorro.

Triboulet.—Y si llaman á la puerta, no abráis jamás.

Berarda.—¿Aunque fuera el rey?

Triboulet.—Sobre todo, si es el rey.

(Abraza por última vez á su hija y sale cerrando tras sí la puerta.)

Escena IV

BLANCA, BERARDA, EL REY.—(Que permanece escondido tras el árbol.)


Blanca (escuchando pensativa los pasos de su padre que se aleja).—Siento remordimientos.

Berarda.—¡Remordimientos! ¿Y por qué?

Blanca.—¡Como á la menor cosa se espanta y alarma! Y sin embargo, he visto una lágrima en sus ojos. ¡Pobre padre, tan bondadoso! Debía haberlo prevenido de que el domingo á la hora en que salimos nos sigue un galán. ¿No recuerdas? Aquel gallardo mozo.

Berarda.—¿Y á qué contarle esas cosas, niña? En resumidas cuentas lo que hay es que vuestro padre es muy huraño y raro. Y vos ¿odiáis mucho á ese apuesto galán?

Blanca.—¡Odiarle yo! ¡Oh! no... muy al contrario; desde que le ví, nada puede distraerme de él. ¡Ah! desde el día en que sus ojos hablaron á los míos, lo ven siempre aquí, soy suya... ya ves, me forjé la ilusión... Me parece un codo más alto que todos. ¡Qué arrogante y amable es! ¡qué altivo y noble!...

Berarda.—Un buen mozo, realmente.

(Pasa cerca del rey que le da un puñado de monedas de oro.)

Blanca.—Un hombre así debe ser...

Berarda.—Un cumplido caballero.

(Tendiendo la mano al rey, que vuelve á darle dinero.)

Blanca.—Vese asomar á sus ojos su gran corazón.

Berarda.—Cierto, un corazón inmenso.

(Á cada palabra que dice tiende la mano al rey que se la llena de oro.)

Blanca.—Valiente.

Berarda.—Extraordinario.

Blanca.—Y sin embargo, bondadoso.

Berarda.—Tierno.

Blanca.—Generoso.

Berarda.—Magnífico.

Blanca (suspirando).—Me gusta mucho.

Berarda.—Su estatura es sin igual. ¿Y sus ojos?... ¿Y su frente? ¿Y su nariz?

(Alargando la mano á cada palabra.)

El Rey (aparte).—¡Pardiez! Como la vieja me admira al por menor, me ha dejado exhausto.

Blanca.—Te agradezco que tanto le alabes.

Berarda.—¡Pues no! Un corazón inmenso... bondadoso... tierno... valiente... generoso.

El Rey (Vaciándose los bolsillos. Aparte.)—¡El diablo que te lleve! ¡Y vuelve á empezar!

Berarda.—Es un gran señor... elegantísimo... brillante como el oro...

(Tiende otra vez la mano, y el rey le da á entender que no le queda ya nada.)

Blanca.—Pues yo no quisiera que fuera señor ni príncipe; sino un pobre estudiante de provincia... me amaría más.

Berarda.—Es posible, después de todo, si así lo preferís. (Aparte.) ¡Qué mal gusto! Al fin muchacha; no sabe lo que quiere. (Vuelve á alargar la mano.) Ese gentil galán os ama locamente. (Aparte.) Parece que se ha quedado sin blanca. Pues si no hay dinero, basta de elogios.

Blanca.—¡Cuánto tardan en venir los domingos! Cuando no le veo, estoy triste. ¡Oh! Creí el otro día en el momento del ofertorio que me iba á hablar, y el corazón me saltaba en el pecho. De día y de noche pienso en ello. Por su parte, el amor que me tiene le absorbe... Estoy cierta de que lleva mi imagen grabada en su alma. Es un hombre así, y bien se le conoce: las demás mujeres le son indiferentes; para él no hay juegos ni diversiones... no piensa más que en mí.

Berarda.—Lo juraría por mi cabeza.

(Tendiendo la mano.)

El Rey (aparte).—Mi anillo por tu cabeza.

(Le da su anillo.)

Blanca.—Muchas veces, pensando en él de día y con él soñando de noche, quisiera verlo aquí, delante de mis ojos... (Sale el rey de su escondrijo y va á arrodillarse á sus piés mientras ella mira á otro lado...) ...para decirle á él mismo: Sé feliz; está contento... ¡oh! sí, yo te am... (Se vuelve, ve al rey y se detiene petrificada.)

El Rey (tendiéndole los brazos).—¡Te amo! Acaba, acaba. ¡Oh! dí ¡Yo te amo! No temas nada. ¡Suenan tan bien estas palabras en tan graciosos labios!...

Blanca (buscando espantada con la vista á la dueña, que ha desaparecido).—¡Berarda! Nadie me responde ¡oh Dios!

El Rey.—Dos amantes felices son un mundo.

Blanca (temblando).—Caballero ¿de dónde salís?

El Rey.—Del infierno ó del cielo. Que sea yo Satanás ó Gabriel, ¿qué os importa, si os amo?

Blanca.—¡Oh Dios! ¡Piedad! Supongo que no os habrán visto entrar. ¡Dios mío! Si mi padre... Salid.

El Rey.—¡Salir! ¡Cuando te tengo entre mis brazos, cuando te pertenezco y me perteneces! Me has dicho que me amas.

Blanca (confusa).—¡Me escuchaba!

El Rey.—Sin duda. ¿Qué concierto más divino quieres que escuche?

Blanca (suplicante).—¡Ah! Ya me habéis hablado. Ahora por piedad, salid.

El Rey.—¡Salir, cuando mi suerte está ligada á la tuya, cuando tu estrella y la mía brillan en el mismo horizonte, cuando vengo á despertar tu corazón de niña... el cielo me ha elegido para abrir al amor tu alma virginal, y tus ojos á la luz! Ven, escucha... el amor es el sol del alma. ¿No te sientes enardecida á su dulce llama? El cetro que da y quita la muerte, la gloria que se adquiere con la guerra, tener un nombre famoso, ganar muchos dominios, ser rey ó emperador son cosas humanas; no hay nada en la tierra donde todo pasa, sino una cosa divina, el amor. ¡Oh Blanca! tu rendido amante te trae la felicidad que tímida esperaba en tu puerta. La vida es una flor y el amor su miel, es la paloma unida al águila en el cielo, es la trémula gracia apoyada en la fuerza, es tu mano dulcemente olvidada en mi mano... ¡Oh! amémonos, amémonos.

(Quiere abrazarla y ella lo rehuye.)

Blanca.—No, no; dejadme, por Dios.

(El rey la estrecha al fin en sus brazos y la besa.)

Berarda (Oculta en el fondo. Aparte.)—Esto va viento en popa.

El Rey.—¡Ah! Dime que me amas.

Berarda.—¡Truhán!

El Rey.—Soy feliz.

Blanca.—Estoy perdida.

El Rey.—Al contrario, amor mío.

Blanca.—Sois un extraño para mí. Decidme vuestro nombre.

Berarda (aparte).—Tiempo es ya de pensar en ello.

Blanca.—Á lo menos no seréis gran señor. ¡Les teme tanto mi padre!...

El Rey.—Yo me llamo... (Aparte.) ¿Cómo me llamo yo? (Alto.) Gaucher Mahiet, y soy... un pobre estudiante.

Berarda (contando su dinero).—¡Qué trapalón!

(Entran en la calle M. de Pienne y Pardaillan envueltos en sendas capas y con una linterna sorda en la mano.)

Pienne (al otro).—Aquí es, caballero.

Berarda (baja precipitadamente del terrazo y avisa en voz baja diciendo:)—Gente oí fuera.

Blanca (con espanto).—Acaso mi padre.

Berarda.—Partid, caballero.

El Rey.—¡Que no tuviera entre mis manos al que así me estorba!

Blanca (á la dueña).—Acompáñalo sin demora y que salga por la puerta del malecón.

El Rey.—¡Oh! ¡Dejarte ya...!

Blanca.—Es preciso.

El Rey.—¿Me amarás mañana?

Blanca.—¿Y vos?

El Rey.—Toda la vida.

Blanca.—¡Ah! Me engañaréis, porque engaño yo á mi padre.

El Rey.—Nunca. Ahora, Blanca, un beso de despedida.

Berarda (aparte).—Es un besucón de mil demonios.

Blanca.—No, no.

(El rey la besa y sigue á la dueña. Blanca queda un momento con los ojos fijos en la puerta por donde han salido, y después los sigue. Entre tanto puéblase la calle de caballeros armados, cubiertos y enmascarados. Ha cerrado la noche. Los caballeros, que han tapado la linterna sorda, se entienden por señas. Un criado los sigue con una escala.)

Escena V

Los caballeros, luégo TRIBOULET, después BLANCA


(Blanca aparece en el terrazo por la puerta del primer piso con una luz en la mano.)

Blanca.—¡Gaucher Mahiet! nombre de mi amado, grábate en mi corazón.

Pienne.—Caballeros, es ella; la misma.

Pardaillan.—Veamos.

Gordes (con desdén).—Alguna beldad vulgar. Te compadezco, duque, si te contentas con mujeres de villanos.

(Vuélvese Blanca de modo que la pueden ver bien.)

Pienne.—¿Qué te parece, conde?

Marot.—No es fea la villana.

Gordes.—Es un hada, un ángel, una diosa.

Pardaillan.—¿Y es la manceba del bufón? ¡Qué hipócrita!

Gordes.—¡Qué pícaro!

Marot.—La más hermosa para el más feo. Júpiter se complace en cruzar las razas.

(Retírase Blanca por donde ha salido, viéndose ya sólo luz por una ventana.)

Pienne.—Señores, no perdamos tiempo. Hemos resuelto castigar á Triboulet, y aquí estamos todos con nuestro agravio y además con una escala. Escalemos, pues, el muro y robémosle la hembra, para que al levantarse el rey mañana, la encuentre en palacio.

Cossé.—Si el rey pone aquí la mano...

Marot.—El diablo desenredará la trama.

Pienne.—¡Bien dicho! Manos á la obra.

Gordes.—En verdad, es bocado de rey.

(Entra Triboulet.)

Triboulet (pensativo, en el fondo).—Vuelvo... no sé á qué... ¡Ah!

Cossé (á los otros).—Pero, señores, ¿os parece bien que el rey le sople así la dama á todo el mundo? Querría saber yo lo que diría el rey, si alguien le usurpara la suya.

Triboulet (adelantándose).—¡Cómo me maldijo el anciano! Siento así... como una turbación. (La oscuridad es tan densa que no ve á Gordes con quien se roza al pasar.) ¿Quién va?

Gordes (volviendo á los otros).—¡Triboulet, señores!

Cossé.—¡Victoria doble! Matemos al traidor.

Pienne.—Eso no.

Cossé.—Está en nuestras manos.

Pienne.—Pero ¿quién nos divertirá mañana?

Gordes.—Va á estorbarnos.

Marot.—Dejad que yo le hable: voy á arreglarlo todo.

Triboulet (prestando atento oído).—Parece que hablan bajo.

Marot (acercándose).—¿Triboulet?

Triboulet (con voz ruda).—¿Quién va?

Marot.—¡Pardiez! No vayas á tragarme: soy yo.

Triboulet.—¿Quién eres tú?

Marot.—Marot.

Triboulet.—¡Ah! ¡Está tan oscuro!... Y ¿qué ocurre?

Marot.—Venimos... ¿No lo adivinas?

Triboulet.—No.

Marot.—Pues venimos á robar para el rey la esposa de Cossé.

Triboulet (respirando).—¡Ah!... ¡Magnífica idea!

Cossé (aparte).—Estoy por romperle un hueso.

Triboulet.—¿Y cómo os las compondréis para llegar hasta ella?

Marot (bajo á Cossé).—Dadme vuestra llave.

(Se la da. Toma, y tienta la llave y reconoce el cincelado blasón del conde.)

Triboulet.—Sí, las tres hojas de sierra: es su blasón. (Aparte.) ¡Pardiez! ¡Qué necio soy! No sé lo que me había imaginado. (Alto.) Pues ahí está el palacio de Cossé. ¡Conque venís á robar su mujer! ¡Bravo!

Marot.—Todos venimos enmascarados.

Triboulet.—Pues bien, venga una máscara. (Marot le pone una máscara y añade una venda que le ata sobre los ojos y las orejas.) ¿Y ahora?

Marot.—Ahora nos tendrás la escala.

(Los caballeros suben por la escala, fuerzan la puerta del primer piso del terrazo y penetran en la casa. Un momento después, uno de ellos aparece en el patio, cuya puerta abre. Después entra todo el grupo, trayendo á Blanca desceñida y amordazada, que se resiste como puede.)

Blanca (á lo lejos).—¡Padre! ¡Padre mío! ¡Socorro!

Los caballeros.—¡Victoria!

(Desaparecen con la joven.)

Triboulet (solo al pié de la escalera).—¿Me hacen pasar aquí mi purgatorio? ¿Han acabado ya? ¡Qué irrisión! (Suelta la escala, se lleva la mano á la máscara y encuentra la venda.) ¡Ah, tengo los ojos vendados! (Se arranca la venda y la máscara. Á la luz de la linterna sorda, que se han dejado olvidada en el suelo, ve algo blanco, lo recoge y reconoce el velo de su hija. Vuélvese y ve apoyada la escala en el muro de su terrazo y la puerta de su casa abierta. Entra en ella como un loco y reaparece un momento después arrastrando á la dueña amordazada y medio vestida. Mírala con estupor y luégo se mesa los cabellos dando gritos inarticulados. Al fin recobra la palabra y grita sordamente:) ¡Oh! ¡la maldición, la maldición!

(Cae sin sentido.)

Acto III. El Rey

La antecámara del rey en el Louvre. Dorados, molduras, muebles, tapicería del Renacimiento. — Una mesa, una silla de brazos y otra de tijera en primer término. — Una gran puerta dorada en el fondo. — Á la izquierda la puerta del dormitorio del rey. Á la derecha un aparador cargado de vajilla de oro y esmalte.

Personajes

FRANCISCO I.
TRIBOULET.
BLANCA.
SAINT-VALLIER.
CLEMENTE MAROT.
M. DE PIENNE.
M. DE GORDES.
M. DE PARDAILLAN.
M. DE MONTCHENU.
M. DE COSSÉ.
PAJES.
CABALLEROS.

Escena I

LOS CABALLEROS


Gordes.—Ahora debemos tratar del desenlace de la aventura. Es preciso que Triboulet se atormente y desespere, sin sospechar que está aquí su amada.

Cossé.—Que se desespere buscándola... está muy bien... pero si los porteros la han visto entrar.

Montchenu.—Todos los ujieres de palacio tienen orden de decirle que no han visto aquí esta noche á mujer alguna.

Pardaillan.—Además un criado mío muy hábil en burlerías, ha ido á desorientarle diciendo en casa del bufón que había visto por sus ojos llevar por fuerza una mujer al palacio de Hautefort, á eso de la media noche.

Cossé (riendo).—Pues Hautefort le aleja mucho del Louvre.

Gordes.—Apretémosle la venda que le ciega.

Marot.—Yo le he escrito esta esquela esta mañana. (Saca un papel y lee:) «Acabo de robarte tu beldad, amigo Triboulet, y por darte noticias de ella, te participo que me la llevo fuera de Francia.»

(Ríen todos.)

Gordes (á Marot).—¿Firmado?

Marot.—Juan de Nivelles.

(Nuevas carcajadas.)

Pardaillan.—Va á correr el mundo buscándola.

Cossé.—Gozo ya viéndolo.

Gordes.—El desdichado, con su desesperación, sus crispados puños y sus dientes apretados, nos va á pagar en un día todas sus deudas atrasadas.

(Ábrese la puerta lateral y entra el rey en lujoso traje de mañana y en compañía de Pienne. Todos los cortesanos se descubren y abren paso. El rey y M. de Pienne ríen á carcajadas.)

El Rey (indicando la puerta del fondo).—¿Está allí la hermosa?

Pienne.—¡La manceba de Triboulet!

El Rey.—En verdad que soplarle la dama á mi bufón es cosa de risa.

Pienne.—¿Pero es su manceba ó su esposa?

El Rey (Aparte.)—¡Una mujer, una hija! No le suponía tan buen padre de familia.

Pienne.—¿Quiere verla Vuestra Majestad?

El Rey.—¡Pardiez!

(Sale el duque y vuelve sosteniendo á Blanca velada y vacilante. Siéntase el rey con negligencia.)

Pienne (á Blanca).—Entrad, hermosa. Después temblaréis cuanto queráis. Estáis en presencia del rey.

Blanca.—¡Ah! ¡Aquel galán es el rey!

(Corre á postrarse á sus piés. El rey con un gesto despide á los cortesanos.)

Escena II

EL REY, BLANCA


(Á solas ya el rey con Blanca, le quita el velo que la envuelve.)

El Rey.—¡Blanca!

Blanca.—¡Gaucher Mahiet! ¡Cielos!

El Rey (riendo).—¡Á fe de caballero, que me encanta la treta, sea engaño ó deliberación! ¡Vive Dios! Blanca, hermosa mía, ven á mis brazos.

Blanca (retrocediendo).—¡El rey! Dejadme, señor. ¡Dios mío! Yo ¡pobre de mí! no sé cómo hablar... ni qué decir. ¡Señor Gaucher Mahiet!... ¡Ah, no; sois el rey! ¡Oh! Quienquiera que seáis, tened piedad de mí.

(Cayendo otra vez de rodillas.)

El Rey.—¡Tener piedad de ti! ¡Yo que te adoro! Lo que dijo Gaucher, lo repite Francisco. Me amas, te amo y somos felices. Ser rey no es nada contrario al amor. ¡Inocente! Me creías comerciante, escolar, menos acaso. Porque la casualidad ha hecho que naciera un poco mejor, porque soy rey, no debes odiarme tan pronto. No tengo la dicha de ser un patán... ¿pero qué más da?

(Riendo.)

Blanca (aparte).—Se ríe. ¡Oh Dios! Quisiera morirme.

El Rey.—¡Oh! Las fiestas, los juegos, las danzas, los torneos, los dulces coloquios de amor en el fondo de los bosques, cien y cien placeres que las sombras cubrirán con sus alas, he aquí tu porvenir, al cual no será extraño el mío. Seamos dos amantes, dos esposos, dos seres felices. Hay que envejecer un día, y la vida, acá para nosotros, ese tejido en que, á pesar de los años que la ajan, brillan algunos instantes de amor, no sería más que un triste harapo sin esas lentejuelas. Blanca, he reflexionado muchas veces en esto; toda la sabiduría se reduce á honrar á Dios padre, amar, comer, beber, gozar.

Blanca (retrocediendo aterrada).—¡Ay de mis ilusiones! ¡Qué diferencia!

El Rey.—Pues ¿qué? ¿Me suponías un amante tímido y tembloroso, uno de esos pazguatos lúgubres y fríos que creen que basta para cautivar los corazones exhalar suspiros y querellas?

Blanca.—Dejadme. ¡Desdichada de mí!

El Rey.—¡Oh! ¿Sabes bien quién soy yo? Francia entera, quince millones de almas, riquezas, honores, placeres, poder sin cortapisa, todo es para mí, todo es mío, yo soy el rey. Pues bien, Blanca, tú serás la reina.

Blanca.—¡La reina! ¿Y vuestra esposa?

El Rey.—¡Inocente! Mi esposa... no es mi manceba. ¿Comprendes?

Blanca.—¡Ah! ¡Qué vergüenza!

El Rey.—¡Qué orgullosa!

Blanca.—No, no soy vuestra; soy de mi padre.

El Rey.—¡Tu padre!... Tu padre es mi bufón, tu padre es mío y hago de él lo que me place, sin que pueda querer él sino lo que yo quiera.

Blanca (llorando amargamente con la cabeza entre las manos).—¡Oh Dios! ¡Pobre padre! ¡Conque todo es vuestro!

(Sollozando.)

El Rey (echándose á sus piés para consolarla).—Blanca, te juro que te amo y que me interesas mucho. No llores más; ven á mis brazos, á mi corazón.

Blanca (resistiéndose).—¡Jamás!

El Rey.—Aún no me has repetido, ingrata, que me amas.

Blanca.—Todo se acabó.

El Rey.—Sin querer te he ofendido; perdóname. No te aflijas, Blanca mía. Oh, antes que arrancar lágrimas á tus bellos ojos quisiera morir y aun pasar en mi reino y señorío por un rey débil y sin honor.

Blanca.—¿No es verdad que todo esto es un juego? Si vos sois el rey, yo tengo á mi padre. Mandad que me lleven á su lado. Vivimos junto al palacio Cossé. Pero harto lo sabéis. ¡Oh! ¿Quién sois? No comprendo nada de esto. ¿Cómo me han traído con la gritería de un festejo? Todo esto se ha confundido en mi cabeza como un sueño. Ni siquiera sé ya si os amo. (Retrocediendo con terror.) ¡Ah! ¡El rey! ¡Piedad! Tengo miedo de vos.

El Rey (queriendo tomarla en brazos).—¡Miedo de mí, ingrata!

Blanca (rechazándole).—¡Dejadme! ¡Dejadme!

El Rey (estrechándola más).—Un beso de perdón.

Blanca.—¡No! ¡No!

El Rey.—¡Qué extraña niña!

Blanca (desasiéndose).—¡Dejadme! ¡Dejadme! Esta puerta...

(Se precipita en la cámara real y se encierra.)

El Rey.—¡Oh! Traigo la llave encima.

(Saca de su cinturón una llavecita de oro, abre y entra cerrando tras sí la puerta. Marot que estaba en acecho junto á la puerta del fondo, se adelanta riendo.)

Marot.—¡Se ha refugiado en la misma cámara del rey! ¡Pobre muchacha! (Llamando á Mr. Gordes) ¡Eh! ¡Conde!

Escena III

MAROT, luégo los CABALLEROS, después TRIBOULET


Gordes.—¿Han entrado?

Marot.—El león ha arrastrado á la oveja á su madriguera.

Pardaillan (Saltando de alegría.)—¡Oh! ¡Pobre Triboulet!

Pienne (que ha quedado en la puerta mirando afuera.) ¡Silencio! ¡Aquí viene!

Gordes.—¡Disimulo!

Marot.—Yo soy el único á quien puede reconocer, pues sólo habló conmigo.

Pienne.—No nos demos por entendidos.

(Entra Triboulet. Nada ha cambiado en él. Trae su traje y su indiferencia de bufón; sólo que está muy pálido.)

Pienne (como continuando una conversación y haciendo una seña á los otros, que apenas pueden reprimir la risa).—Sí, señores, entonces... ¡Hola! ¡Triboulet! Buenos días... entonces sacaron esta copla:

(Cantando.)

Cuando Borbón fué á Marsella
dicen que dijo á su séquito:
¿Qué capitán, Dios bendito,
encontraremos ahí dentro?

Triboulet (continuando la canción):

Del monte de la Colomba
es el paso muy estrecho
y subieron todos juntos
soplándose bien los dedos.

(Risas y aplausos irónicos.)

Todos.—¡Bravo!

Triboulet (Adelantándose al proscenio lentamente. Aparte.)—¡Hija mía!... ¿Dónde estará?...

(Cantando.)

y subieron todos juntos
soplándose bien los dedos.

Gordes (aplaudiendo).—¡Bravo, Triboulet!

Triboulet (Examinando las caras de los que se ríen al rededor. Aparte.)—Todos ellos dieron el golpe; no hay que dudarlo.

Cossé (riendo y dándole una palmada en el hombro).—¿Qué hay de nuevo, bufón?

Triboulet.—Observad qué sombrío está este caballero cuando se ríe. (Remedándolo.) ¿Qué hay de nuevo, bufón?

Cossé (riendo aún).—Sí, ¿qué nos cuentas?

Triboulet (mirándole de arriba abajo).—Que no la echéis de gracioso, porque sois desgraciado siempre.

(Durante la primera parte de esta escena, Triboulet, preocupado siempre, á pesar suyo, va como registrándolo todo. Á veces, cuando cree que nadie le mira, quita un mueble de su sitio, ó tantea el botón de una puerta para ver si está cerrada. Fuera de esto, habla con todos, según su costumbre, con desenfado y burlando. Los caballeros por su parte bromean entre sí, haciéndose señas de inteligencia.)

Triboulet (Mirando de reojo.—Aparte.) ¿Dónde la habrán escondido? ¡Oh! Si les pido mi hija, se burlarán más de mí. (Acercándose á Marot con semblante risueño.) Celebro mucho, Marot, que no te hayas constipado esta noche.

Marot (fingiendo sorpresa).—¡Esta noche!

Triboulet (guiñándole el ojo).—¡Buena jugada!

Marot.—¿Qué jugada?

Triboulet.—¡Bah!

Marot.—Te aseguro que al toque de ánimas estaba ya en la cama y el sol muy alto cuando desperté.

Triboulet.—¡Cómo! ¿No has salido esta noche? Entonces lo he soñado.

(Ve un pañuelo en una mesa y se echa encima de él.)

Pardaillan (á Pienne).—Mira, duque, cómo registra la marca de mi pañuelo.

Triboulet (Dejando el pañuelo. Aparte.)—No, no es el suyo.

Pienne (á algunos jóvenes que ríen en el fondo).—¡Señores!

Triboulet (aparte).—¿Dónde puede estar?

Pienne (á Gordes).—¿De qué os reís así?

Gordes (indicando á Marot).—¡Pardiez! Marot nos hace reir.

Triboulet (aparte).—Están todos muy risueños hoy.

Gordes (á Marot, riendo).—No me mires de esa manera ó te tiro el bufón á la cabeza.

Triboulet (á Pienne).—¿No se ha levantado el rey aún?

Pienne.—No á fe.

Triboulet.—Parece que se siente algo dentro.

(Va á acercarse á la puerta y Pardaillan lo detiene.)

Pardaillan.—No vayas á turbar su real sueño.

Gordes (á Pardaillan).—Vizconde, este truhán de Marot nos cuenta un cuento gracioso. Al volver, no sé de dónde, los tres Guys, hubieron de encontrar á sus tres mujeres...

Marot.—Con otros tres que no eran ellos.

Triboulet.—Anda tan perdida en estos tiempos la moral...

Cossé.—¡Son tan traidoras las mujeres!

Triboulet.—¡Cuidado!

Cossé.—¿Eh?

Triboulet.—Cuenta con lo que se dice, caballero Cossé.

Cossé.—¿Y eso?...

Triboulet.—Dicen que no hay que mentar la soga...

Cossé.—No entiendo.

Triboulet.—Pues no puedo explicarme más.

Cossé.—¡Hum!

Triboulet.—Señores, acertad qué animal dice cuando está furioso: (Remedando á Cossé) ¡Hum!

(Todos ríen. Entra un gentil hombre de la reina.)

Pienne.—¿Qué ocurre, Vaudragon?

Vaudragon.—La reina, mi señora, desea ver al rey para asunto urgente. (El duque le da á entender por señas que es imposible. El gentil hombre insiste.) M.me de Brezé no está con él, sin embargo.

Pienne (con impaciencia).—El rey no se ha levantado aún.

Vaudragon.—Pero, duque, si hace un instante que estaba con vos...

Pienne (haciéndole señas que el otro no entiende y que no se le escapan á Triboulet).—El rey está de caza.

Vaudragon.—Sin pajes ni monteros, porque todos están aquí.

Pienne (con cólera).—¡Diablo! Os digo, y á ver si lo comprendéis, que el rey no puede ver á nadie ahora.

Triboulet (con voz de trueno).—¡Ella, ella está aquí! ¡Está con el rey!

(Asombro general.)

Gordes.—¿Qué quiere decir eso? ¡Ella! Sin duda delira.

Triboulet.—Bien sabéis todos de qué hablo. La mujer que todos vosotros, Cossé, Pienne, Brion, Montmorency, Marot, Satanás; la mujer que anoche robasteis de mi casa, está aquí, y la recobraré.

Pienne (riendo).—¡Triboulet ha perdido á su manceba! Hermosa ó fea, que la busque en otra parte.

Triboulet (con espantoso enojo).—¡Quiero á mi hija!

Todos.—¡Su hija!

(Movimiento de sorpresa.)

Triboulet (cruzando los brazos).—Mi hija. Reíd ahora... ¡Ah! Os habéis quedado mudos. ¿Tenéis por cosa extraña que este bufón sea padre y que tenga una hija? Pues ¿no tienen también su familia los lobos y los señores? ¡Ea, basta de burlas! Quiero á mi hija. (Los cortesanos cuchichean entre sí.) Repito, señores, que quiero á mi hija. (Corriendo á la puerta del rey.) Aquí está.

(Todos los cortesanos corren tras él y se interponen.)

Marot.—Está loco de atar.

Triboulet (retrocediendo con desesperación).—¡Cortesanos! ¡Cortesanos! ¡Demonios! ¡Raza maldita! No hay duda: me han robado á mi hija estos bandidos. Para ellos una mujer no vale nada cuando el rey, por fortuna, es un crapuloso. Las mujeres de los señores, si son diestras, les sirven mucho. El honor de una doncella es un lujo inútil, un oneroso tesoro. Una mujer es un campo que produce, un fundo cuyo real colono paga á cada plazo, y de aquí los favores que llueven no se sabe de dónde, hoy un gobierno, mañana una venera, una multitud de gracias que aumenta sin cesar. (Mirándolos á todos cara á cara.) ¿Hay entre vosotros uno solo que me desmienta? ¿No es verdad lo que digo, señores? (Yendo de uno á otro.) Todo se lo venderíais, si ya no lo habéis hecho, por un nombre, por un título, por cualquiera otra vanidad. Tú, Brion, tu mujer; tú, Gordes, tu hermana; tú, joven Pardaillan, tu madre.

(Un paje se escancia en el aparador un vaso de vino, bebe, y canta entre dientes:)

Cuando Borbón vió á Marsella
dicen que dijo á su séquito...

Triboulet (volviéndose).—No sé qué me contiene, vizconde de Aubusson, que no te rompo en los dientes la copa y el cantar. (Á todos.) ¡Quién lo creyera! Duques y pares, grandes de España, ¡oh vergüenza! Un Vermandois que desciende de Carlomagno, un Brion, cuyo abuelo era duque de Milán, un Gordes, un Pienne, un Pardaillan, un Montmorency... los más ilustres personajes, ¡haber ido á robar su hija á este pobre hombre! No, no son dignos de tan nobles razas corazones tan viles bajo tan altos blasones. No, sin duda vuestras madres se prostituyeron á infames lacayos; sois todos bastardos.

Gordes.—Es chusco.

Triboulet.—¿Cuánto os ha dado el rey por mi hija? (Mesándose los cabellos.) ¡Y no tenía yo más tesoro que ella! ¡Oh! si yo quisiera... sin duda... Es joven y bella... Ciertamente me la pagaría bien. (Mirándolos á todos.) ¿Creerá vuestro rey que puede hacer algo por mí? ¿Puede cubrir mi nombre con otro como los vuestros? ¿Puede hacerme hermoso, gallardo, igual á los demás? ¡Infierno! ¡Todo me lo ha quitado! ¡Oh! esta jugada es vil, infame, horrible, y se ha hecho cobardemente. ¡Malvados! ¡Asesinos! ¡Todos, todos sois infames, ladrones, bandidos!... Señores... quiero á mi hija... devolvédmela al momento. ¡Oh! Ved esta mano... no tiene nada de ilustre, es la mano de un plebeyo, de un palurdo, de un siervo; pero esta mano que parece desarmada á los burladores, si no tiene espada tiene uñas. Harto esperé ya. Devolvedme mi tesoro. Abrid esa puerta. (Corre de nuevo á la puerta, que defienden todos los cortesanos. Lucha porfiadamente con ellos hasta que falto de fuerzas y jadeante viene á caer de rodillas en el proscenio.) ¡Todos juntos contra mí! ¡Diez contra uno solo! (Sollozando.) Y bien, sí, lloro. (Á Marot.) Marot, bastante te has divertido conmigo; si tienes alma, inspiración, corazón plebeyo, bajo esa librea, dime qué es de mi hija. Está ahí, ¿no es verdad? ¡Oh! Contra esos malditos hagamos causa común los dos, como buenos hermanos. Entre todos ellos, tú eres el único que piensas... Marot... amigo Marot... ¡Callas! (Arrastrándose hacia los señores.) ¡Oh! ¡Ved cómo me arrastro á vuestros piés pidiéndoos perdón!... ¡Estoy enfermo!... Tened piedad de mí. Otro día hubiera tomado mejor la travesura; pero con frecuencia siento, al andar, dolores de que no hablo nunca, y como contrahecho, suelo tener malos días. Hace muchos años que soy vuestro juglar; no rompáis así vuestro juguete, el pobre Triboulet que tanto os ha hecho reir. No sé ya cómo hablaros, ni qué deciros. Señores, señores míos, devolvedme mi hija que está encerrada en la cámara real. Es mi único tesoro: devolvédmela por piedad. ¿Qué haría sin mi hija? ¡Es ya tan mala mi suerte!... (Todos guardan silencio. Triboulet se levanta desesperado.) ¡Oh Dios! No sabéis más que reir ó callar. Qué gusto, ¿verdad? ver á un pobre padre golpearse el pecho y arrancarse los cabellos de desesperación.

(Ábrese de repente la puerta de la real cámara y sale Blanca despavorida y desgreñada.)

Blanca.—¡Ah! ¡Padre!

Triboulet.—¡Hija! ¡Hija mía! (Recibiéndola en sus brazos.) Sí, ella es... mi hija... ¡Ah! señores... (Llorando y riendo.) ¿Lo veis? Es toda mi familia, mi ángel tutelar. Sin ella ¡qué duelo en mi casa! ¿No es verdad que tenía razón en dolerme de su pérdida y que eran legítimos mis arrebatos y justas mis lágrimas? (Á Blanca.) No temas ya nada... Fué sólo una chanza... Te habrán asustado mucho, pero son buenos, ya lo ves: han visto cuánto te amo y en adelante nos dejarán en paz. ¿No es verdad, señores? ¡Qué dicha volver á verte y abrazarte, hija mía! Tanta es la alegría de mi corazón que ignoro si es un bien perderte un momento para encontrarte después. (Mirándola con inquietud.) Pero ¿por qué lloras así?

Blanca (tapándose la cara con las manos).—¡Desdichados de nosotros! ¡Qué vergüenza!

Triboulet (estremeciéndose).—¿Qué dices?... Habla.

Blanca.—Delante de tantos hombres, no; á solas los dos.

Triboulet (volviéndose hacia las puertas del rey).—¡Infame!

Blanca.—Quiero estar sola con vos.

(Sollozando y cayendo á sus piés.)

Triboulet (dando tres pasos y barriendo con el ademán á todos los desconcertados cortesanos).—Idos de aquí. Y si el rey de Francia se arriesga á venir... (Á Vermandois.) Vos que sois de su guardia, decidle que se detenga, que estoy aquí yo.

Pienne.—Jamás se ha visto un loco como éste.

Gordes (haciéndole una seña para que se retire).—Con los locos y los niños, hay que ceder algo. Estemos, sin embargo, á la mira, por lo que pueda suceder.

(Salen.)

Triboulet (sentándose en la silla del rey y levantando á su hija.) Ea, habla pues. Dímelo todo. (Vuélvese y viendo á Mr. Cossé rezagado, se levanta y le dice indicándole la puerta.) ¿No habéis oído, caballero?

Cossé (retirándose subyugado).—Estos bufones reales creen que todo les es permitido.

Escena IV

BLANCA, TRIBOULET


Triboulet (con gravedad).—Habla ahora.

Blanca (entre sollozos).—Padre mío... tengo que deciros que ayer... se deslizó en casa... ¡Qué vergüenza!... Hace mucho tiempo—yo debía habéroslo dicho antes—hace mucho tiempo que me seguía... No... debo empezar por el principio... Ese joven...

Triboulet.—Sí, el rey.

Blanca.—Iba todos los domingos á la iglesia...

Triboulet.—Sí, á oir misa.

Blanca.—Y sin hablarme nunca, para llamarme la atención, movía una silla al pasar. Anoche se dió maña para introducirse en casa y...

Triboulet.—Ahórrate á lo menos la angustia de decirme lo demás: ya lo adivino. (Levantándose.) ¡Oh dolor! ¡El oprobio y la vergüenza en una frente tan pura!... Blanca, velo de dignidad echado sobre mi deshonra, único asilo del maldito á quien todos desprecian, ángel olvidado en mi casa por la piedad de Dios, cielo perdido en este sucio lodo, única cosa santa en que creía en este mundo ¿qué va á ser de mí después de esta desgracia? ¿Qué voy ahora á hacer yo, que en esta corte prostituída, fuera de mí como en mí mismo, no veía más que vicio, desvergüenza, impudor, infamia, escándalo, y sólo tu virginal virtud para consolar mi alma? Ya me había resignado y aceptaba mi miseria. Las lágrimas, la abyección, el orgullo que destila sangre en lo hondo de este roto corazón, la risa del desprecio que mis males aguzaban, todos esos dolores mezclados con la vergüenza, todos los quería yo para mí, mas para ella no. Cuanto más bajo había caído, más alta la quería á ella, que bien está un altar junto á un patíbulo. ¡Y han derribado el altar!... Esconde la frente... Sí, llora, hija querida... Te hice hablar demasiado poco hace ¿no es verdad? Llora, llora mucho: á tu edad suele correr con las lágrimas parte del dolor. Viértelas todas, si puedes, en el corazón de tu padre. (Pensando.) Blanca, cuando haya hecho lo que me queda que hacer, nos iremos de París... si escapo bien del empeño. (Pausa.) ¿Quién dijera que basta un día para que todo se mude así? (Levantándose con furor.) ¡Maldición! ¿Quién me hubiera dicho que esta corte infame que va desenfrenada contra todo lo que Dios manda, y corre salpicando de sangre y lodo á las gentes, iría hasta las sombras de mi casa á manchar esta frente casta y piadosa? (Volviéndose hacia la puerta del rey.) ¡Oh rey Francisco primero! ¡Plegue á Dios que me escucha, que tropieces pronto en ese camino! ¡que tropieces y caigas y no veas el día de mañana!

Blanca (Levantando los ojos al cielo. Aparte.)—¡Oh Dios! ¡no escuchéis esa maldición!

(Ruido de pasos hacia el fondo. Aparece en la galería exterior un grupo de soldados y palaciegos, á cuyo frente va Mr. de Pienne.)

Pienne.—Caballero Montchenu, mandad que abran la verja al señor de Saint-Vallier, á quien llevan á la Bastilla.

(El grupo de soldados desfila á dos de fondo, y al pasar Saint-Vallier, á quien custodian, se detiene en la puerta.)

Saint-Vallier.—Pues que á mi maldición no ha respondido todavía ni un rayo en el cielo ni un brazo varonil en la tierra, no espero ya nada. Seguirá el rey engrandeciéndose.

Triboulet (Mirándolo de frente.)—Conde, os engañáis. Alguien os vengará.

Acto IV. Blanca

La Grève desierta cerca de la Tournelle (antigua puerta de París.) — Á la derecha una casucha miserablemente amueblada en cuyo primer piso á teja vana se ve por la ventana un mal lecho. La fachada, que mira al público, está horadada y se distingue su interior. Hay una mesa, una chimenea y en el fondo una escalera. La fachada de la izquierda del actor tiene una puerta que se abre por dentro. Las grietas de las paredes permiten ver desde fuera lo que pasa interiormente. Hay en la puerta un postigo enrejado y encima una muestra de posada. — Lo demás del teatro representa la Grève. Á la izquierda un parapeto arruinado á cuyo pié corre el Sena, y en que está asegurado el sustentáculo de la campana de aguas. — En el fondo y río allende, el antiguo París.

Personajes

FRANCISCO I.
TRIBOULET.
BLANCA.
SALTABADIL.
MAGDALENA.

Escena I

TRIBOULET, BLANCA afuera; SALTABADIL, dentro de la casa


(Durante esta escena, Triboulet debe estar inquieto y preocupado, como quien teme ser sorprendido. Saltabadil, sentado junto á la mesa dentro de casa, se ocupa en limpiar su tahalí sin cuidarse de lo demás.)

Triboulet.—¿Y le amas?

Blanca.—Siempre.

Triboulet.—Y eso que dejé correr el tiempo para que te cures de amor tan insensato.

Blanca.—Pero ¿qué queréis que haga si le amo?

Triboulet.—¡Pobre corazón de mujer! Explícame á lo menos las razones de tu amor.

Blanca.—No sé.

Triboulet.—¡Cosa rara!

Blanca.—¡Oh! no... eso es precisamente lo que hace que le ame. Hay hombres que salvan la vida á las mujeres; maridos que las hacen ricas y dignas de envidia. ¿Les aman siempre? Él no me ha hecho á mí más que daño, y yo le amo sin saber por qué. ¡Y ved qué locura!... le amo de tal modo, que con ser él tan cruel y vos tan tierno para mí, lo mismo, padre, lo mismo moriría por él que por vos.

Triboulet.—Eres una niña y te perdono.

Blanca.—Y si él también me ama...

Triboulet.—No, loca, no.

Blanca.—Él mismo me lo dijo y aun me lo juró. Y luégo dice las cosas de un modo que vence y avasalla el corazón. Y es tan gallardo y hermoso...

Triboulet.—¡Es un infame! Y no ha de decir el vil burlador que me robó impunemente mi tesoro.

Blanca.—Le habíais perdonado, padre mío.

Triboulet.—Nunca: necesitaba tiempo para tenderle el lazo y ya está tendido.

Blanca.—Ha pasado un mes y estabais tranquilo é indulgente.

Triboulet.—Lo aparentaba. ¡Oh! Te vengaré, Blanca, te vengaré.

Blanca.—Me afligís, padre mío.

Triboulet.—¿Se indignaría tu blando corazón, si supieras que te engaña el libertino?

Blanca.—¡Engañarme! No, no lo creo.

Triboulet.—Y si lo vieras por tus ojos; si te convencieras de que no te ama, ¿le amarías aún?

Blanca.—No sé... Ayer mismo me dijo que me adora.

Triboulet (con amargura).—¿Te dijo ayer?... ¿Á qué hora?

Blanca.—Por la noche.

Triboulet.—Pues bien, mira y ve, si puedes ver.

(Indícale una grieta de la pared, y Blanca atisba por ella.)

Blanca (bajo).—No veo más que un hombre.

Triboulet.—Espera un poco.

(Vestido el Rey de simple oficial aparece en la sala baja de la hostería saliendo por una puertecita de un aposento inmediato.)

Blanca (estremeciéndose).—¡Padre... él!

(Durante la escena segunda sigue observando por la abertura con visible agitación.)

Escena II

Los mismos, EL REY, MAGDALENA


(El rey le da en el hombro una palmada á Saltabadil, que se vuelve de repente.)

Saltabadil.—¿Qué se ofrece?

El Rey.—Dos cosas sin demora.

Saltabadil.—¿Qué?

El Rey.—Tu hermana y un vaso.

Triboulet (fuera).—Ya ves sus costumbres. Ese rey por la gracia de Dios, se arriesga á menudo solo en inmundos tugurios, y el vino que más le alegra y gusta es, como vas á ver, el que le escancia impúdica Hebe de taberna.

El Rey. (Cantando.)

La mujer, pluma al viento,
pronto varía...

(Saltabadil ha ido en silencio á la pieza inmediata por una botella y un vaso que trae y pone sobre la mesa. Después da un par de golpes en el techo con el pomo de su luenga espada, á cuya señal, una moza vestida de gitana, lista y risueña, baja á saltos la escalera. Apenas aparece, cuando ya el rey quiere abrazarla; pero ella lo rehuye.)

El Rey (á Saltabadil que ha vuelto á su tarea de limpiar el tahalí).—Amigo mío, si limpiaras al aire libre el tahalí, quedaría de perlas.

Saltabadil.—Comprendo.

(Se levanta, saluda, abre la puerta de la calle y sale volviendo á cerrar tras sí. Reconoce á Triboulet y se dirige á él misteriosamente. Mientras cambian algunas palabras, Magdalena hace al rey algunas zalamerías, que Blanca observa con terror.)

Saltabadil (indicando la casa).—El hombre está en nuestras manos. ¿Queréis que viva ó que muera?

Triboulet.—Vuelve dentro de poco.

(Saltabadil desaparece lentamente por detrás del parapeto.)

Magdalena.—Digo que no.

El Rey.—Ya hemos adelantado algo. Hace un momento, por abrazarte, me golpeaste de recio. Decir que no, es ya un gran paso. No huyas; hablemos. (Se acerca Magdalena.) Hace ocho días que en la posada de Hércules... ¿Quién me llevó allí? ¡Ah! Triboulet me llevó... pues, como iba diciendo, ocho días hace que ví allí tus ojos por la primera vez, y desde entonces te adoro, hermosa mía. Y no amo ni quiero amar á nadie, sino á ti.

Magdalena (riendo).—Después de veinte más. ¡Tenéis un aire de libertino!...

El Rey (riendo también).—Hasta ahora, sí, he perdido á más de una; pero...

Magdalena.—Sois un fatuo.

El Rey.—Te digo la verdad. Pero en fin, tú me has traído esta mañana á tu casa, maldita hostería en que se come muy mal y se bebe peor un vino que debe de hacer tu hermano, que es malísimo. Sea como quiera, deseo pasar la noche aquí, contigo.

Magdalena.—¡Claro está! Pero dejadme. Os digo que no.

El Rey.—¡Qué esquiva!

Magdalena.—Sed prudente.

El Rey.—He aquí la prudencia y toda la sabiduría de Salomón: Amar, comer, beber, gozar.

Magdalena.—Me parece que no vais al sermón tanto como á la taberna.

El Rey (tendiéndole los brazos).—¡Magdalena!...

Magdalena (rehuyendo).—Mañana.

El Rey.—Echo á rodar la mesa, si repites esta majadería. Una mujer hermosa no debe decir nunca mañana.

Magdalena (sentándose al fin al lado del rey).—Pues bien, hagamos las paces.

El Rey (cogiéndole una mano).—¡Oh Dios! ¡Qué bella mano! Con más gusto recibiría bofetones de ésta, que halagos de otra.

Magdalena.—¿No os burláis?

El Rey.—De veras hablo.

Magdalena.—¡Si soy fea!

El Rey.—¡Pardiez! No digas eso; haz más justicia á tus divinos encantos. ¡Ardo como un volcán! ¿Ignoras, reina de las desdeñosas, cómo el amor nos abrasa á nosotros, los militares, y si nos aceptan por suyos las bellas, somos vivo fuego hasta con las suecas?

Magdalena (riendo).—Eso lo habéis leído en algún libro.

El Rey (aparte).—Es muy posible. (Alto.) Ea, déjate querer.

Magdalena.—¿Estáis ebrio?

El Rey.—Sí, pero de amor.

Magdalena.—Bonitamente os estáis burlando de mí.

El Rey.—¡Oh! no.

Magdalena.—Basta, basta.

El Rey.—Si he de casarme contigo...

Magdalena (riendo).—¿Palabra de honor?

El Rey (aparte).—¡Qué damisela tan loca y deliciosa!

(La sienta en sus rodillas y hablan bajo. Blanca no pudiendo soportarlo, se retira pálida y temblorosa.)

Triboulet (después de mirarla un instante en silencio).—Y bien ¿qué piensas de la venganza, niña?

Blanca (esforzándose por hablar).—¡Oh! ¡Qué traición! ¡Ingrato!... ¡Dios mío! El corazón se me parte... ¡Cómo me engañaba! Pero ese hombre no tiene alma. Le dice á esa mujer cosas que me había dicho á mí. Eso es abominable. ¡Dios mío!... (Oculta la frente en el seno de su padre.) ¡Y á una mujer tan desvergonzada!... ¡Oh!

Triboulet.—Déjate ahora de llantos. Ahora no hay sino vengarse. Te vengaré... me vengaré.

Blanca.—Haced lo que queráis.

Triboulet.—Así te quiero.

Blanca.—Pero estáis terrible. ¿Qué pensáis hacer?

Triboulet.—Todo está dispuesto. Escucha. Vé á casa, disfrázate de hombre, toma dinero y un caballo y parte, sin detenerte hasta Evreux, á donde te alcanzaré yo mañana. En el cofre que hay bajo el retrato de tu madre, está el traje de hombre que hice para ti. El caballo está ensillado. Hazlo todo como te lo digo y Dios te guarde. Para nada tienes que volver aquí: guárdate de volver porque va á pasar algo horrible. Vé.

Blanca.—Venid conmigo, padre mío.

Triboulet.—Imposible.

Blanca.—¡Ah! Estoy temblando.

Triboulet.—Hasta mañana, pues. Haz lo que te he dicho.

(Blanca se aleja con paso vacilante. Triboulet va al parapeto, hace una seña y acude Saltabadil. Oscurece. El rey y Magdalena siguen retozando.)

Escena III

TRIBOULET, SALTABADIL (fuera).—MAGDALENA y EL REY (dentro).


Triboulet (Contando escudos de oro. Á Saltabadil.)—Veinte escudos ¿eh? Aquí tienes los diez del anticipo, según lo estipulado. Sin duda pasará aquí la noche.

Saltabadil (mirando el horizonte).—Muy nublado está.

Triboulet (aparte).—No siempre duerme en palacio.

Saltabadil.—Descuidad; no tardará una hora en llover. La tempestad, el vino y el amor lo retendrán en casa, á buen seguro.

Triboulet.—Á media noche volveré.

Saltabadil.—No os toméis esa molestia; me basto y me sobro para echar al Sena un cadáver.

Triboulet.—No, no; quiero echarlo yo mismo.

Saltabadil.—¡Como queráis! Os lo entregaré bien cosido en un saco.

Triboulet (dándole ahora el dinero).—Muy bien. Luégo os daré el resto. Hasta la vista.

Saltabadil.—Todo irá á pedir de boca. ¿Cómo se llama el galán?

Triboulet.—¿Quieres saber su nombre?

Saltabadil.—Si no hay inconveniente.

Triboulet.—Ninguno; te diré el mío también. Se llama el Crimen, y yo el Castigo.

Escena IV

Los mismos, menos TRIBOULET


Saltabadil (mirando al cielo que se carga de nubes y relampaguea).—La tempestad se acerca: ya está sobre París. Mejor: así se hallará más desierta la ribera. (Reflexionando.) Toda esta gente tiene aire de no sé qué. No adivino nada más.

El Rey.—Magdalena...

Magdalena.—Esperad.

(Se le escapa.)

El Rey.—¡Maldita!

Magdalena (cantando.)

Sarmiento que brota,
que brota en Abril,
poco vino echa,
echa en el barril.

El Rey.—¡Qué hombros! ¡qué brazos! ¡Pardiez! No sé por qué quien hizo tan bellos brazos puso un corazón de turco en ese cuerpo de Venus.

Magdalena.—¡Larari lararán! ¡Formalidad, que viene mi hermano!

El Rey.—¿Qué importa? (Se oye un trueno lejano.)

Magdalena.—¡Ay, qué miedo!

Saltabadil.—Va á llover á cántaros.

El Rey.—En buen hora. ¡Ni que lluevan chuzos de punta! Yo ya estoy bajo techado, y no me disgusta pasar aquí la noche.

Magdalena (aparte).—¿No os disgusta? ¡Qué tono de rey! (Alto.) Pero, señor, vuestra familia estará cuidadosa.

(Saltabadil le tira de la falda y le hace señas.)

El Rey.—Ni tengo abuela ni hijas, ni apego á nada.

Saltabadil (aparte).—Tanto mejor.

(Comienza á llover. Oscuridad completa.)

El Rey.—Amigo mío, tendrás que acostarte en la caballeriza ó en el infierno, donde quieras.

Saltabadil (saludando).—Muchas gracias.

Magdalena (al Rey en voz baja y rápidamente mientras enciende una luz).—Vete.

El Rey (riendo y en alta voz).—Está lloviendo. ¿Á dónde quieres que vaya con este tiempo en que ni á un poeta se podría negar hospitalidad?

(Va á mirar por la ventana.)

Saltabadil (á Magdalena, enseñándole el dinero recibido).—Déjalo que se quede aquí. ¡Diez escudos de oro! Y muy luégo otros diez. (Al Rey.) Tengo el mayor gusto en ofreceros para esta noche mi aposento.

El Rey (riendo).—Donde en julio se podrá tostar el pan y en diciembre se helarán las palabras ¿eh?

Saltabadil.—Si queréis verlo...

El Rey.—Veámoslo.

(Saltabadil toma la luz. El Rey dice riendo algunas palabras al oído á Magdalena y sigue al asesino al piso superior, quedando abajo la moza.)

Magdalena.—¡Pobre galán! (Va á la ventana.) ¡Oh Dios! ¡Qué oscuridad!

Saltabadil.—He aquí, señor, la cama, la silla y la mesa.

El Rey.—¿Cuántos piés en total? Tres... seis... nueve. ¡Magnífico! Pero, amigo, tus muebles estuvieron sin duda en la batalla de Marignan, según están de lisiados. (Acercándose á la ventana cuyos vidrios están rotos.) Y aquí se duerme al aire libre. Ni puertas ni vidrios en la ventana. Imposible que se trate al viento que quiera entrar con atención más hospitalaria. En fin, buenas noches.

Saltabadil.—Dios os guarde.

(Deja la luz y baja.)

El Rey (quitándose el tahalí).—¡Pardiez! ¡Qué cansado estoy! Voy á dormir un poco para esperar mejor. (Deja sobre la silla el sombrero y la espada, se descalza las botas y se echa sobre la cama.) ¡Qué frescota y alegre es la tal Magdalena!... Sin duda ha dejado abierta la puerta. Esperemos durmiendo.

(Se recoge y un momento después se le ve profundamente dormido. Entre tanto Saltabadil y su hermana departen abajo. La tempestad ha estallado. Magdalena sentada á la mesa se entretiene con alguna labor, mientras su hermano apura la botella que ha dejado el Rey. Ambos guardan silencio por algún tiempo como preocupados de una idea grave.)

Magdalena.—¡Es un buen mozo el militar!

Saltabadil.—No me disgusta á mí tampoco: me hace ganar veinte escudos...

Magdalena.—¿Cuánto?

Saltabadil.—Veinte escudos.

Magdalena.—Valía mucho más.

Saltabadil.—¡Muñeca!... Vé, vé allá á ver si duerme y bájate de camino su espada.

(Obedece Magdalena. La tempestad arrecia. Aparece en el fondo Blanca vestida de hombre en traje negro de montar, y avanza hacia la casa, mientras Saltabadil bebe y Magdalena contempla al rey dormido.)

Magdalena (con pesar).—¡Qué lástima! ¡Qué confiado duerme! (Toma su espada.) ¡Pobre mozo!

Escena V

EL REY dormido arriba; SALTABADIL y MAGDALENA departiendo en la planta baja; BLANCA observando, afuera


Blanca.—¡Cosa terrible! ¡Ah! Voy á perder la razón. Atraído á esta casa, va á pasar aquí la noche y... ¡Ah! Siento que se acerca un supremo instante. Perdonadme, padre mío, si os desobedezco; pero no he podido resistir. (Se acerca á la casa.) ¿Qué irán á hacer? ¿Cómo va á acabar esto?... ¡Ah! ¡yo que antes de ahora, ignorando el porvenir, el mundo y sus azares, vivía escondida con mis flores, verme tan de repente lanzada por tan sombríos caminos!... ¡Ay de mí! Mi virtud, mi felicidad, todo lo perdí, todo es dolor y luto. ¿Sólo esto deja el amor en los corazones que inflama? De todo su incendio ¿no quedan más que cenizas? Nada, el ingrato no me ama ya. (Levantando la cabeza.) Me parecía haber oído al través de mis ideas un pavoroso ruido... Algún trueno. ¡Qué horrible noche! No hay nada á que no se arriesgue una mujer desesperada. ¡Y yo que me asustaba de mi sombra! ¿Qué pasa ahí dentro? (Avanza y retrocede.) ¡Ah! ¡tengo oprimido el corazón!... ¡Como no maten á alguien!...

Saltabadil.—¡Qué tiempo!

Magdalena.—¡Mala noche! ¡Qué llover! ¡Qué tronar!

Saltabadil.—Sin duda riñe el matrimonio en el cielo: el uno rabia y la otra llora.

Blanca.—¡Si mi padre supiera dónde estoy!...

Magdalena.—Hermano.

Blanca.—Creo que hablan.

(Se acerca á la casa y aplica los ojos y los oídos á las hendiduras de la pared.)

Magdalena.—Hermano.

Saltabadil.—Habla.

Magdalena.—¿Sabes en qué estoy pensando?

Saltabadil.—No.

Magdalena.—Á ver si lo aciertas.

Saltabadil.—No estoy ahora para acertijos.

Magdalena.—Pues oye. Ese mozo es un buen mozo, galante y bien hablado, aunque audaz y... la verdad, me ama con todas las ansias de su gran corazón. Y confiando en nuestra hospitalidad, duerme como un bendito. No le matemos, hermano.

Blanca.—¡Cielos!

Saltabadil (sacando de un baúl un saco de lona y dándoselo á su hermana).—Recose cuanto antes este saco.

Magdalena.—¿Para qué?

Saltabadil.—Para meter un cadáver y echarlo al río.

Magdalena.—Pero...

Saltabadil.—No me repliques, Magdalena. Si te escuchara, no mataríamos á nadie. Compón el saco y no te metas en lo demás.

Blanca.—¡Qué pareja! ¿No es el infierno lo que veo?

Magdalena.—Obedezco... Pero hablemos como buenos hermanos.

Saltabadil.—Enhorabuena.

Magdalena.—¿Le tienes algún odio á ese caballero?

Saltabadil.—¿Yo? Al contrario; es un capitán, y estimo á los hombres de espada... ¡como soy uno de tantos!...

Magdalena.—Pues matar á un real mozo por dar gusto á un maldito jorobado es una necedad.

Saltabadil.—Yo he recibido de un jorobado por matar á un buen mozo, lo cual me importa poco á mí, diez escudos de oro á toca-teja, y recibiré otros diez al entregar el cadáver.

Magdalena.—Puedes matar al jorobado, cuando vuelva á traerte los diez escudos restantes y te hace la misma cuenta.

Blanca.—¡Padre mío!

Magdalena.—¿No te parece?

Saltabadil.—¿Por quién me tomas tú, hermana? ¿Soy yo algún bandido? ¿Soy algún ladrón? ¡Matar á un cliente que me paga!

Magdalena (indicándole un hacecillo).—Pues bien, mete en el saco ese haz de leña, que en la oscuridad pasará por su víctima.

Saltabadil.—¡Qué disparate! ¿Cómo quieres que se tome el hacecillo por un muerto?

Blanca.—¡Qué frío!

Magdalena.—Te pido gracia por él.

Saltabadil.—Déjate de cosas...

Magdalena.—Buen hermano mío...

Saltabadil.—Habla más bajo, ó cállate. Es preciso que muera.

Magdalena.—No quiero que muera. Le despertaré y se pondrá en salvo.

Blanca.—¡Buen corazón!

Saltabadil.—Pero ¿y los diez escudos de oro?

Magdalena.—Es verdad.

Saltabadil.—No seas niña; cree y déjame hacer.

Magdalena.—Quiero salvarle.

(Se planta resueltamente al pié de la escalera para cerrar el paso á su hermano, el cual vencido por la resistencia, vuelve al proscenio y busca al parecer en su espíritu un medio de conciliarlo todo.)

Saltabadil.—Veamos. El otro vendrá á media noche á buscarme. Si de aquí á entonces, viene un viajero cualquiera á pedir posada, le mato y le meto en el saco en vez del militar. El jorobado no echará de ver el engaño en la oscuridad de la noche y se dará por satisfecho con echar al río un cuerpo muerto. Es cuanto puedo hacer por ti.

Magdalena.—Te lo agradezco. Pero ¿quién ha de venir acaso á estas horas?

Saltabadil.—Pues no hay otro medio de salvar á tu oficial.

Blanca.—¡Oh Dios! Sin duda queréis que yo muera. ¿Y he de hacer este sacrificio por un ingrato? ¡Oh! no; soy demasiado joven. ¡No me impulséis, Dios mío!

(Truena.)

Magdalena.—Si viene alguien en semejante noche, me obligo á traer el mar en mi canasta.

Saltabadil.—Pues si nadie viene, yo no puedo faltar á mi palabra: tu hombre es muerto.

Blanca.—¡Horror! Estoy por avisar á la ronda... Pero todos estarán durmiendo. Además ese hombre denunciaría á mi padre. No quiero morir: tengo que asistir y consolar á mi padre... luégo morir á los diez y seis años es horrible.

(Suenan las doce menos cuarto.)

Saltabadil.—Las doce menos cuarto, hermana. Nadie vendrá ya en tan breve espacio. ¿Oyes afuera algún ruido?... Hay que acabar: sólo me queda un cuarto de hora.

(Pone el pié en la escalera.)

Magdalena (Deteniéndole.)—Hermano, un momento más.

Blanca.—¡Cómo! ¡Esa mujer llora, y yo que puedo salvarle permanezco aquí! Puesto que él no me ama, no quiero ya vivir. Muramos por él. (Vacilando aún.) ¿Qué me importa?... Voy... ¡Qué horror!

Saltabadil.—No puedo esperar más. ¡Imposible!

Blanca.—¡Si á lo menos supiera cómo me han de herir!... ¡Si no me hicieran padecer!... Pero si me hieren en la frente, en la cara... ¡Oh, Dios mío!

Saltabadil.—Ea, ¿qué quieres que haga? No esperes ya que nadie venga á ocupar su puesto.

Blanca (tiritando).—¡Estoy yerta! ¡Vamos! (Dirigiéndose á la puerta.) ¡Qué frío! (Deteniéndose.) ¡Vamos!

(Llama dando una débil palmada.)

Magdalena.—¡Ah!

Saltabadil.—¿Qué?

Magdalena.—Han llamado.

Saltabadil.—Sin duda el viento que hace crugir el techo.

(Vuelve á llamar Blanca.)

Magdalena.—¿Lo oyes? Llaman.

(Corre á abrir el postigo y mira afuera.)

Saltabadil.—¡Es raro!

Magdalena.—¡Hola! ¿Quién va? (Á Saltabadil.) Un joven viajero.

Blanca.—¿Hay posada?

Magdalena.—Sí.

Blanca.—Abrid.

Saltabadil.—Espera ¡vive Dios! Dame mi cuchillo para afilarlo un poco.

(Le da el cuchillo que se pone á afilar.)

Blanca.—¡Cielos! ¡Siento afilar el cuchillo!

Magdalena.—¡Pobre joven! Llama á su tumba.

Blanca.—Estoy temblando. Voy á morir. (Cayendo de rodillas.) ¡Oh Dios! Perdono á cuantos me han ofendido; perdónalos tú también; al rey, á quien compadezco y amo, á todos, hasta á ese réprobo que me espera ahí en la sombra con el hierro levantado. Ofrezco en sacrificio mi vida por un ingrato. Si es más dichoso, ¡que me olvide!, y viva en su prosperidad mucho tiempo... él... ¡por quien muero!... (Levantándose.) El verdugo debe estar ya dispuesto.

(Va á llamar otra vez.)

Magdalena (á Saltabadil).—¡Acaba, que se impacienta!

Saltabadil (probando el filo en la mesa).—Bien. Espera; me escondo detrás de la puerta.

Blanca.—Oigo todo lo que dicen.

Magdalena.—Espero la señal.

Saltabadil (detrás de la puerta, cuchillo en mano).—¡Ya!

Magdalena (abriendo).—¡Adelante!

Blanca (aparte).—¡Cielos! ¡Me va á hacer mucho mal!

(Retrocede.)

Magdalena.—Adelante, pues.

Blanca (aparte).—La hermana ayuda al hermano á matar. ¡Oh Dios, perdónalos!... ¡Perdóname, padre mío!

(Entra. Al pasar el umbral se ve á Saltabadil alzar el cuchillo. Telón rápido.)

Acto V. Triboulet

La misma decoración del acto anterior, pero cuando se levante el telón, la casa de Saltabadil estará completamente cerrada á la vista. No se ve ninguna luz: oscuridad completa.

Personajes

FRANCISCO I.
TRIBOULET.
BLANCA.
SALTABADIL.
UN MÉDICO.
HOMBRES Y MUJERES DEL PUEBLO

Escena I

TRIBOULET


(Se adelanta lentamente por el fondo envuelto en su capa. Ha cesado la lluvia y va alejándose la tempestad. De vez en cuando relampaguea y truena.)

Por fin voy á vengarme. Ya acaso esté vengado. Pronto hará un mes que espero, que espío, aun haciendo reir como juglar, ocultando mi turbación, llorando lágrimas de sangre bajo mi máscara de indiferencia. (Examinando una puerta baja de la casa.) Esta puerta... ¡Oh! ¡Tocar ya mi venganza! Por aquí ha de sacarlo, según creo. Aún no es la hora... Entre tanto miraré la puerta (Truena.) ¡Qué tiempo! ¡Noche de misterio! Una tempestad en el cielo... un asesinato en la tierra... ¡Qué grande soy aquí! Mi cólera de fuego es esta noche como la de Dios. ¡Qué rey inmolo! Un rey de quien dependen veinte reyes; un rey que soporta ahora el peso del mundo entero y de cuyas manos pende la paz ó la guerra. ¡Cómo va á conmoverse todo cuando deje de existir! ¡Cómo va á estremecerse la Europa, precisada á buscar su equilibrio en otra parte, cuando eche al río su cadáver! Pensar que si mañana dijera Dios á la tierra: ¡Oh tierra! ¿qué volcán acaba de abrir su cráter? ¿Quién agita así al cristiano y al turco, á Clemente, á Doria, á Carlos V, á Solimán? ¿Qué César, qué Cristo, qué guerrero, qué apóstol mueve las naciones á la lucha? ¿Quién te hace así temblar, oh tierra? La tierra contestaría con terror: «¡Triboulet!» ¡Oh! goza, vil bufón, goza en tu satánica soberbia: la venganza de un loco hace oscilar el mundo. (Óyese la hora en un reloj lejano.) ¡Las doce!

(Corre á la puerta y llama.)

Una voz (dentro).—¿Quién va?

Triboulet.—Yo.

La voz.—Bien.

(Ábrese el tablero inferior de la puerta.)

Triboulet.—Pronto.

La voz.—No entréis.

(Sale Saltabadil por la abertura y tira de algo pesado y metido en un saco que apenas se distingue en la oscuridad.)

Escena II

TRIBOULET, SALTABADIL


Saltabadil.—¡Pardiez! ¡Y cómo pesa! Ayudadme, señor mío, un poco. (El bufón, agitado de convulsiva alegría, le ayuda á llevar el saco, que al parecer contiene un cadáver, hasta el proscenio.) Vuestro enemigo está en este saco.

Triboulet.—¡Qué gusto! Quiero verlo. ¡Una luz!

Saltabadil.—¡No, pardiez!

Triboulet.—¿Quién teméis que nos vea?

Saltabadil.—Los arqueros y vigilantes nocturnos. Nada de luz ¡qué diablo! Ya hacemos bastante ruido. Los diez escudos.

Triboulet.—Toma. (Entregándole un bolsillo.) Hay momentos de verdadera fruición en la venganza.

(Examina el saco mientras el otro cuenta.)

Saltabadil.—¿No he de ayudaros á echarlo al río?

Triboulet.—Para esto yo solo me basto.

Saltabadil.—Pero los dos lo haríamos más pronto.

Triboulet.—Un enemigo muerto y arrastrando no pesa mucho.

Saltabadil.—¡Como queráis! (Yendo á un punto del parapeto.) No lo arrojéis por aquí. Este sitio es malo. (Indicándole una brecha del parapeto.) Por aquí hay más profundidad. Despachad pronto y... buenas noches.

(Vuelve á su casa y cierra la puerta.)

Escena III

TRIBOULET


¡Aquí está!... ¡Muerto!... Quisiera verlo. (Palpando el saco.) ¿Qué importa? Es él: lo reconozco al través del saco. He aquí sus espuelas que atraviesan la lona: no hay duda, es él. (Se endereza y pone el pié encima del saco.) Ahora ¡oh mundo! mírame. Este es un bufón y este es un rey. Y ¡qué rey! El primero de todos. Y míralo á mis piés, con un saco por sudario, y por sepulcro el Sena que lo aguarda. ¿Quién ha hecho esto? (Cruzando los brazos.) Yo, yo solo. Viéndola estoy y no creo en mi victoria, ni los pueblos la creerán mañana. ¿Qué dirá la posteridad? ¡Qué asombro entre las naciones! ¡Oh suerte! ¡Cómo juegas con los destinos de los hombres! Una de las más altas majestades de la tierra, Francisco de Valois, rival de Carlos V, un rey de Francia, un héroe, un dios sin la eternidad, el amigo de la victoria, cuyo paso estremecía las murallas, el vencedor de Marignan, el rey del universo iluminado por su gloria... ¡oh Dios! arrebatado de repente en todo su poder, con su nombre y su fama y su corte aduladora; arrebatado como un niño mal nacido, arrastrado en una noche tormentosa por ignorada mano. ¡Cómo! ¡El rey que se elevaba ceñido de inflamada aureola, vedlo aquí extinto, desvanecido, disipado en los aires, apareciendo y desapareciendo como uno de esos relámpagos! Y acaso mañana, pregoneros inútiles irán de pueblo en pueblo ofreciendo oro y gritando á los pasajeros: ¿Quién se ha encontrado á Francisco primero, que se ha perdido? ¡Qué maravilla! (Pausa de silencio.) ¡Mi hija! ¡Pobre hija mía! Ya estás vengada. ¡Oh! ¡qué sed tenía de esta sangre! (Inclinándose sobre el cadáver.) ¡Malvado! ¿Puedes oirme aún? Tú me robaste á mi hija, que vale más que tu corona y no había hecho mal á nadie; me la devolviste, pero llena de vergüenza y llorando. Pues bien, ahora, ¿me oyes, rey de la crápula? ahora yo soy quien se ríe y se venga. Porque aparentaba haberlo olvidado todo, te adormeciste y confiaste. Creías piedad el disimulo de un padre, á quien podías abofetear. ¡Oh! no; en la lucha suscitada entre nosotros, lucha entre el débil y el fuerte, el vencedor es el débil; el que te lamía los piés, te roe el corazón. Ya eres mío, ya estás vencido. ¿Me oyes? Yo soy, rey caballero, yo, el loco, el bufón, esta mitad de hombre, este supuesto animal á quien tú llamabas perro. (Dándole con el pié.) Y es que, cuando la venganza está en nosotros, no hay nada que duerma en el corazón por muerto que esté; el más pequeño crece, el más vil se transforma, el esclavo desenvaina su odio, el gato se torna tigre, y un verdugo el bufón. (Irguiéndose.) ¡Oh, cómo gozaría yo si pudiera oirme, sin poder moverse! (Inclinándose otra vez.) ¿Me oyes? ¡Te aborrezco! Vé á ver si en lo hondo del río en que acaban tus días, hay alguna corriente que te lleve á Saint Denis. ¡Al agua, rey Francisco!

(Toma el saco por un extremo y lo arrastra á la orilla del río. Al dejarlo en el parapeto, se entreabre la puerta baja de la casa y sale Magdalena, observa con inquietud, hace una seña, dando á entender que no se ve á nadie, entra y vuelve á salir con el rey, al cual induce por señas á irse. Después se encierra en la casa y el rey atraviesa el fondo en la dirección que le ha indicado.)

Triboulet.—¡Al agua!

El Rey (cantando por el fondo.)

La mujer, pluma al viento,
pronto varía...

Triboulet (estremeciéndose).—¡Qué voz!... Ilusiones de la noche ¿os queréis burlar de mí?

(Vuélvese y presta atento oído. El rey ha desaparecido, pero se le oye á lo lejos.)

El Rey (cantando.)

loco y necio es el hombre
que en ella fía.

Triboulet.—¡Maldición! No es él quien está en este saco. Alguien le ha protegido y se pone en salvo. ¡Me han engañado! (Corre á la casa donde sólo hay abierta la ventana superior.) ¡Bandido!... ¡Si no estuviera tan alta la ventana!... (Volviendo al saco con furor.) ¿Á qué inocente ha puesto en su lugar el traidor? Estoy temblando. (Palpando el saco.) Sí, es un cuerpo muerto. (Desgarra el lienzo con su puñal y mira ansiosamente.) No veo. ¡Qué oscuridad! Esperemos un relámpago. (Queda un instante con la vista fija en el saco entreabierto.)

Escena IV

TRIBOULET, BLANCA

(Brilla un relámpago. Se levanta el bufón dando gritos frenéticos.)

Triboulet.—¡Ah! ¡Mi hija! ¡Dios mío! ¡Mi hija! ¡Cielos! ¡Es mi hija! (Palpando su mano.) Tengo mojada la mano. ¡Oh Dios! ¡Sangre, sangre de mi hija! ¡Oh! ¡Me vuelvo loco! ¡Prodigio horrible!... Pero no: Blanca partió, está en camino de Evreux. (Cayendo de rodillas junto al cuerpo.) ¡Dios mío! ¿No es verdad que es un sueño horroroso? ¿No es verdad que habéis guardado á mi hija bajo vuestras alas y que no es ella? (Brilla otro relámpago.) ¡Sí, ella, ella es! (Arrojándose sobre el cuerpo y sollozando.) Hija mía, hija, respóndeme. ¡Te han asesinado! ¡Bandidos! ¡Y nadie aquí! ¡Qué siniestra familia! Háblame, hija mía. ¡Oh dolor! ¡Mi hija!

Blanca (Como reanimada á los gritos de su padre y con voz desfallecida.)—¿Quién me llama?

Triboulet.—¡Habla! ¡Se mueve! ¡Late aún! ¡Entreabre los ojos! ¡Vive, oh Dios! ¡Vive!

Blanca (incorporándose un poco).—¿Dónde estoy?

Triboulet (abrazándola).—¡Hija mía, mi único bien en la tierra! ¿reconoces mi voz? ¿Me oyes? Dí.

Blanca.—¡Padre mío!

Triboulet.—Blanca mía, ¿qué te han hecho? ¿Qué infernal misterio es este? Temo lastimarte... no veo. Hija, hija mía, ¿estás herida? Guía tú mi mano.

Blanca.—El hierro... ha tocado sin duda... el corazón... lo he sentido.

Triboulet.—Pero ¿quién, quién te ha dado golpe tan cruel?

Blanca.—¡Ah! Yo sola soy la culpable... Os he engañado... le amaba y... muero... por él.

Triboulet.—¡Suerte implacable! ¡Cogida en mi venganza! ¡Oh! Dios me castiga. Pero ¿cómo ha sido esto? Explícate, hija mía.

Blanca (moribunda).—No me hagáis hablar...

Triboulet.—Perdóname... Pero ¡perderte sin saber cómo!...

Blanca.—¡Me ahogo!

Triboulet.—Blanca, hija mía, no te mueras. (Con desesperación.) ¡Socorro! ¡Socorro! Nadie hay aquí. ¿He de dejar morir así á mi hija? ¡Ah! la campana de las aguas está ahí en el parapeto. ¿Puedes, hija mía, esperar que vaya á traer agua y á tocar para que vengan en tu auxilio? (Blanca hace una seña negativa.) ¿No quieres? Pero fuerza es que... (Llamando sin dejarla.) ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Esa casa, Dios mío, es una tumba! (Blanca agoniza.) ¡Se muere! No, no te mueras, hija mía. ¡Tesoro mío! ¡paloma mía! Si tú me faltas ¿qué me quedará ya en el mundo?

Blanca.—¡Oh!

Triboulet.—Espera; te estoy lastimando con el brazo; déjame mudar de postura. ¿Estás así mejor? Procura respirar hasta que venga alguien á asistirnos... ¡Y no viene nadie! ¡Oh Dios!... ¡Nadie!

Blanca.—Padre mío... perdonadme... ¡Adiós!

Triboulet (mesándose los cabellos).—¡Blanca! ¡Hija mía!... ¡Está espirando! (Corre á la campana y toca á rebato.) ¡Socorro! ¡Asesinos! ¡Fuego! (Volviendo á Blanca.) ¡Procura, hija mía, decirme otra palabra, una sola por piedad! ¡Á los diez y seis años! ¡Oh! es demasiado joven; no está muerta. Blanca ¿has podido dejar así á tu padre? ¿No he de oir más tu dulce voz? (Viene gente del pueblo con hachas encendidas.) No tuvo el cielo piedad al darte á mí. ¿Por qué no te llevó, á lo menos, antes de mostrarme la belleza de tu alma? ¿Por qué me dejó conocer tesoro tan precioso? ¡Que no te hubieras muerto en la infancia, cuando te heriste jugando con otros pequeñuelos! ¡Hija mía! ¡Hija mía!

Escena V

Los mismos, hombres y mujeres del pueblo


Una mujer.—Sus palabras me parten el corazón.

Triboulet (volviéndose).—¡Ah! ¿Ahora? Á buen tiempo. (Agarrando del cuello á un carretero que trae su fusta en la mano.) ¿Tienes caballos, gaznápiro? ¿Tienes carro?

Carretero.—Sí, señor. ¡Vaya si está furioso!

Triboulet.—Pues bien, toma mi cabeza y ponla debajo de las ruedas. (Volviendo á Blanca.) ¡Hija, hija mía!

Un hombre del pueblo.—¡Un asesinato! ¡Un padre desesperado! Vamos á separarlos. (Quieren apartar á Triboulet que se resiste.)

Triboulet.—¡Quiero aguardar aquí! ¡Quiero verla! Yo no os he hecho ningún mal para que me la quitéis. No os conozco. (Á una mujer.) Señora, vos que sois buena, porque lloráis conmigo, decidles que no me aparten de mi hija. (Intercede la mujer, y vuelve él junto á Blanca.) ¡De rodillas! ¡De rodillas, miserable, y muere al lado de ella! (Se arrodilla.)

La mujer.—Tranquilizaos, buen hombre. Si gritáis, os echarán de aquí.

Triboulet.—No, no; dejadme. Creo que respira aún; tiene necesidad de mí. Id á pedir socorro á la ciudad. Dejadla en mis brazos, sin temor de que me mueva. (La toma en brazos como una madre á un niño.) No, no está muerta: no lo querrá Dios, porque, en fin, bien sabe Dios que no tengo en la tierra más que á mi hija. Todos odian al pobre deforme, y á sus males todos son indiferentes. Ella me ama, sin embargo; es mi alegría, mi apoyo, y cuando se ríen de su padre, llora con él. ¡Tan hermosa y muerta! ¡Oh! no. Dadme un pañizuelo para enjugarme la frente. (Se la enjuga una mujer.) Sus labios están aún sonrosados. ¡Oh! ¡Si la hubiérais visto! Parece que la veo yo aún, cuando era pequeñuela con sus cabellos de oro... Era rubia entonces... (Estrechándola con delirio.) ¡Oh! ¡Pobre niña! Mi Blanca, mi dicha, mi hija adorada. Cuando era pequeña, la tenía yo así. Ella se dormía en mis brazos como ahora, y cuando se despertaba... ¡qué ángel del cielo! No le parecía yo nada extraño; y se sonreía mirándome con sus ojos divinos, mientras yo le besaba las dos manos. ¡Pobre paloma mía! ¡Muerta! Oh no; está durmiendo, y pronto la veréis abrir los ojos. Ya veis, señores, como hablo ahora con juicio, me estoy quieto y no ofendo á nadie; ya veis... no hago nada, bien me podéis dejar que mire á mi hija. (Contemplándola.) ¡Ni una sombra en la frente! ¡ni uno de los dolores antiguos! Ya he calentado sus manos entre las mías. Ved, tocadlas. (Llega un médico.)

La mujer.—El cirujano.

Triboulet (al médico que se acerca).—Venid, miradla. No me opondré á nada. Está desmayada ¿no es verdad?

El Médico (después de reconocer á Blanca).—Está muerta.

Triboulet.—¡Muerta!

(Se levanta con un movimiento convulsivo.)

El Médico (continuando fríamente).—Tiene en el costado izquierdo una herida harto profunda, y la sangre ha causado su muerte sofocándola.

Triboulet (con desesperación).—¡Yo, yo he matado á mi hija! ¡Yo he matado á mi hija!

(Cae al suelo sin sentido.)

Apéndice

Como documento biográfico interesante se incluye en esta edición la reseña de la vista pública á que dió lugar la prohibición de El Rey se divierte. Esta reseña está tomada del Journal des Débats, en su número correspondiente al 20 de Diciembre de 1832.


TRIBUNAL DE COMERCIO

Demanda de Mr. Víctor Hugo contra el TEATRO-FRANCÉS y acción en garantía del TEATRO-FRANCÉS contra el ministro de obras públicas.

El drama El Rey se divierte no llevó proporcionalmente tanto público á la Comedia-Francesa, como la demanda de que ha sido ocasión, ha atraído hoy á la audiencia de la jurisdicción consular.

Allí, como en la calle de Richelieu, se dividían los espectadores en muchas y diversas clases. En el recinto del estrado personas distinguidas y damas ricamente ataviadas; en la tribuna de abogados, ilustres jurisconsultos entre los que se confundían los diputados Bryas y Brigode; en fin, en la parte más retirada, donde el público está de pié, lugar que puede compararse al paraíso de los teatros, se veía apiñado un auditorio más impaciente, el cual desde las nueve de la mañana había estado haciendo cola en las vastas galerías del palacio de la Bolsa. Todavía detrás de este auditorio había otro público de más modesto porte y tanto más impaciente y rumoroso, cuanto que se veía relegado al último lugar.

Á las doce del día, franqueadas las puertas á estas dos masas del público, todo lo que estaba vacío fué inundado atropelladamente, y hasta la sala de Pas-perdus, especie de vestíbulo separado de la sala de audiencia por puertas vidrieras, fué invadida por multitud de curiosos.

Algunos de estos extrañaban que el Tribunal y los litigantes no observasen la misma puntualidad con que ellos mismos acudieron, y reclamaban pidiendo á voces que se diera comienzo á lo que suponían ni más ni menos que un espectáculo.

Cuando se vió llegar y sentarse en los bancos de la izquierda á Víctor Hugo y sus abogados, muchos de los concurrentes se subieron sobre las banquetas, y otros, á quienes los primeros tapaban la vista, les gritaron que se sentaran. Fué aplaudido el autor por unos y otros.

El Tribunal, presidido por Mr. Aubé, abrió, por fin, la sesión, y no sin dificultad hubo de restablecerse el silencio. Los gritos de ¡fuera! se alzaron contra los que, no habiendo podido encontrar sitio, causaban algún tumulto; y en medio de esta agitación, se pregonaron las dos causas: 1.ª la demanda entablada por Mr. Víctor Hugo contra el Teatro-Francés; 2.ª el recurso interpuesto por los cómicos contra el ministro de Comercio y Obras Públicas.

Mr. Chaix-d’Est-Ange, abogado del ministro, deduce conclusiones encaminadas á que el Tribunal se declare incompetente, considerando respecto á la cuestión de legalidad ó ilegalidad de un acto administrativo, que la ley del 24 de Agosto de 1791 prohibe á los tribunales conocer de actos administrativos y de inmiscuirse en asuntos de administración.

«El texto de la ley, dice este abogado, es de tal modo terminante, que á la incompetencia no puede oponerse la menor dificultad. Fuera de esto, esperaré las objeciones para contestarlas.»

Mr. Odilon Barrot sienta por su parte las conclusiones siguientes:

«Considerando que por contrato verbal del 22 de Agosto último entre Mr. Víctor Hugo y la Comedia-Francesa, representada por Mr. Desmousseaux, uno de los empresarios del Teatro-Francés, debidamente autorizado, se obligó la administración á representar el drama titulado El Rey se divierte bajo las condiciones estipuladas; que la primera representación tuvo lugar el 22 de Noviembre último; que el día siguiente fué oficiosamente advertido el autor de que las representaciones de su drama estaban suspendidas de orden superior; que de hecho, el anuncio de la segunda representación desapareció de los carteles del Teatro-Francés para no reaparecer; que los contratos constituyen la ley de las partes; que nada puede modificar su ejecución; ha de servirse el Tribunal condenar por todas las vías de derecho, aun por la fuerza, á los empresarios del Teatro-Francés á representar el drama de que se trata, ó á pagar veinticinco mil francos de indemnización; y en el caso de que consintieran en representar el drama, condenarlos, por los perjuicios anteriores, á la suma que parezca justa al Tribunal.

»Señores, dice el defensor, la celebridad de mi cliente me dispensa de dároslo á conocer. Su cargo, el que ha recibido de su talento y de su genio es de traer la literatura á la verdad, no á esa verdad de convención y artificio, sino á esa verdad que se saca de la realidad de nuestra naturaleza, de nuestras costumbres, de nuestros hábitos; tarea que ha emprendido con valor y prosigue con tanta constancia como talento. Muchas tempestades ha levantado, y el público, tribunal soberano ante el cual comparece, parece haber consagrado sus esfuerzos con entusiastas y numerosos aplausos.

»¿Por qué hoy está sentado en estos bancos ante un tribunal, teniendo por apoyo, no el prestigio de su talento, sino mi severo ministerio y la presencia de jurisconsultos que nada tienen de literario ni poético? Porque Víctor Hugo no es solamente poeta, es ciudadano; sabe que hay derechos que pueden renunciarse cuando llevan consigo perjuicios exclusivamente personales, pero que hay otros que deben defenderse por todos los medios y recursos posibles, porque no se puede abandonar el derecho propio, sin entregar el derecho ageno, el derecho de la libertad del pensamiento, de la libertad de las representaciones teatrales. La resistencia á la censura, á actos arbitrarios, es derecho y garantía que no se puede abandonar cuando se tiene conciencia de estos derechos y de estas garantías y cuando se sabe en qué consiste el deber de un ciudadano.

»Ese deber es el que Mr. Víctor Hugo viene aquí á cumplir; y bien que se haya reprochado á la república de las letras, con justicia á veces, la facilidad con que entrega sus franquicias y privilegios al poder, el ilustre poeta tiene la ventaja de haber dado noble y brillante mentís á este reproche. Mucho tiempo há que Víctor Hugo probó lo contrario: ya en tiempo de la Restauración se resistió á doblegarse ante la arbitrariedad de la censura. Ni honores, ni pensiones, ni favor ninguno fueron poderosos á tentarlo para dominar en su ánimo el sentimiento de su derecho, la conciencia de su deber. Le admirábamos entonces dándole entusiastas testimonios de nuestras simpatías. ¿Y sería acogido con otros sentimientos hoy que viene á llenar ese mismo deber, hoy que, en más favorables circunstancias, cuando una revolución había abolido al parecer toda censura, viene á reclamar, no un derecho dudoso, incierto, sino un derecho consagrado por la ley fundamental, fruto y conquista de aquella revolución?

»No, señores, no temo que el favor que acompañó hasta aquí á Mr. Víctor Hugo, le abandone hoy: sus sentimientos son los mismos, ó acaso han adquirido mayor energía en las circunstancias que después han sobrevenido. Nunca olvidaré yo, ni Francia olvidará tampoco, que en este mismo sitio, el 28 de Julio de 1830 se dió el primero, el más solemne ejemplo de resistencia á la arbitrariedad. Aludo al memorable juicio que condenó al impresor Chantpie á cumplir sus compromisos, imprimiendo el Diario del Comercio, á pesar de las ordenanzas del 25 de Julio.

»Preveo que se me argüirá con otro juicio de este mismo Tribunal con motivo de la interdicción que impuso la autoridad al teatro de Novedades de representar la obra titulada Proceso de un mariscal de Francia. Los autores Mrs. Fontan y Dupeuty perdieron su causa; pero la causa era muy diferente. Vuestro juicio hace constar que el director del teatro de Novedades había hecho todo lo posible por que continuaran las representaciones, y que sólo había cedido á la violencia, al uso de la fuerza armada, habiendo sido cercado su teatro y cerrado por muchos días. Nada semejante hay en el caso actual. El día siguiente al de la primera representación se escribe vagamente al autor que existe una orden que prohibe su drama. Esta orden no se ha producido, no la conocemos, y debiéramos saber si existe en efecto y qué clase de orden es.»

Mr. Léon Duval, abogado de la Comedia-Francesa, interrumpe á Odilon Barrot, diciendo:

«Las relaciones de Mr. Víctor Hugo con el Teatro-Francés no son tan raras que no pueda conocer la orden intimada por el ministro. Con todo, hela aquí:


«El Ministro secretario de Estado en el ramo de Comercio y obras públicas, visto el artículo 14 del decreto de 9 de junio de 1806; considerando que en algunos pasajes del drama representado en el Teatro-Francés el 22 de Noviembre de 1832, con el título El Rey se divierte, se ultrajan las costumbres... (Violentos murmullos y risas irónicas en el fondo de la sala) hemos debido decretar y decretamos:

»Quedan prohibidas en adelante las representaciones del drama titulado El Rey se divierte.

»Dado en París á 10 de Diciembre de 1832.

»Firmado: Conde de Argout.»


(Arrecian los clamores y hasta se oyen algunos silbidos.)

Mr. Odilon Barrot: «Celebro haber provocado esta explicación; por lo menos tenemos ya una base en qué fundar el debate.

»Señores, creo que hay aquí una confusión extraña, y que Mr. de Argout se ha engañado lastimosamente sobre la naturaleza de sus facultades. Tres especies de intervenciones puede ejercer la autoridad en los teatros».

(Aquí llega á ser tal el tumulto en el vestíbulo que precede á la sala de audiencia, que es imposible oir al abogado.)

Mr. Chaix-d’Est-Ange: «Ruego al tribunal se sirva tomar medidas para que cese este ruido, que me impide seguir el hilo de la argumentación de mi adversario, á quien igualmente estorba».

El Presidente: «Si no se restablece el orden, me veré obligado á hacer evacuar la sala».

Mr. Odilon Barrot, dirigiéndose al público:

«Es difícil continuar una discusión, de suyo árida, en medio de esa agitación continua. Ruego al público se sirva escuchar, con paciencia á lo menos, las deducciones legales que voy á sacar de la legislación existente:

El Presidente: «¡Que se cierren las puertas!»

Voces del interior: «¡Nos estamos ahogando!»

Otras voces: «Mejor sería abrir las ventanas».

Mr. Odilon Barrot: «La primera intervención es la de la policía municipal. Si se turba el orden por la representación de una obra, si se teme el mismo desorden en las representaciones siguientes, concibo que la autoridad intervenga y tome sus medidas para que cese la causa de la perturbación.

»La segunda es la de la censura dictatorial que se ejercía en tiempos de la Convención y del Imperio y que existía aún durante la Restauración.

»La tercera es la influencia de protección y de subvención. La autoridad que subvenciona un teatro, bien puede intimarle órdenes de suspensión de determinadas obras so pena de retirarle su favor.

»Nosotros no estamos en ninguno de estos casos; por una anomalía que sin duda hará cesar muy pronto la ley de organización municipal de París, no hemos visto que el prefecto de policía, ejerciendo el poder municipal, pusiera término á las representaciones del drama. Tampoco es el ministro de Policía quien ha hecho uso de los derechos de censura; el ministro de Obras Públicas, ha venido á usurpar las atribuciones de su colega. Así, pues, ese pobre ministerio de la Gobernación... (Risas irónicas en la misma parte de la sala de que procede todo el ruido) ese pobre ministerio, ya tan mutilado, que hace incesantes esfuerzos por cubrir su desnudez y ver de recobrar alguna de las facultades que se le escapan, se ve desposeído de su derecho de policía en los teatros por la intrusión del ministro de Obras Públicas.

»Este ministro no ha podido intervenir sino de una manera: conminando á la empresa del Teatro-Francés con el sensible golpe de retirar la subvención que la ley de presupuestos concede á los teatros reales. Esta consideración no puede interesar al autor, ni menos influir en la decisión del tribunal. El teatro debe cumplir sus compromisos, aun á riesgo de perder la subvención. Al hacer el contrato debió medir todas sus consecuencias. ¿Sería admisible, en buena doctrina, la resistencia á cumplir un compromiso contraído á pretexto de que este compromiso no es del agrado de un protector, de un pariente cuya herencia se espera, ó cuya exheredación se teme?

»Yo, por mi parte, no profeso la opinión de la libertad absoluta del teatro: no es este lugar ni momento oportuno para entregarnos á teorías absolutas, sobre todo cuando no son necesarias; pero, en fin, la censura dramática, como toda otra censura, está abolida por la Constitución de 1830, uno de cuyos artículos dice textualmente que no podrá ser restablecida la censura. También hacia fines de aquel año, al presentar Mr. de Montalivet, ministro de la Gobernación entonces, un proyecto, que al fin no llegó á ser ley, sobre policía de teatros, decía en la exposición de motivos: La censura ha muerto.

»Pero lo que se querría restablecer no es la censura preventiva, sino una censura mucho más peligrosa, la censura à posteriori, por decirlo así. Con esto se dejaría á una empresa de teatros hacer cuantiosos gastos en decoraciones y trajes, se dejaría también dar la primera representación y luégo, ex-abrupto, se prohibiría la obra. He aquí una disposición á que no hubiera debido someterse con tanta docilidad el Teatro-Francés. Por eso nos asombramos viendo que no esperó el 24 de Noviembre la orden que no se firmó hasta el 10 de Diciembre siguiente, contentándose con una simple intimación verbal, acaso con algunas palabras escapadas al ministro.

»La empresa del Teatro-Francés debe, pues, sufrir la pena de su conducta, de la infracción del contrato ajustado con nosotros, y esta infracción no puede resolverse sino indemnizando al autor de daños y perjuicios.

»Vivimos, señores, en una época singular, época de transición y confusión, como quiera que estamos bajo el imperio de cuatro ó cinco legislaciones sucesivas que se cruzan y contradicen unas á otras. Solamente los tribunales deben, en este arsenal de leyes, separar las armas que aún pueden servir de aquellas cuyo uso no es ya permitido. De esta manera os atendréis, señores magistrados, á la letra de la Constitución que proscribe toda clase de censura, así la de obras dramáticas, como la de obras impresas, y haciendo justicia á mi cliente, serviréis los intereses de la libertad.»

El Presidente: «El abogado del Teatro-Francés tiene la palabra.»

Mr. Víctor Hugo: «Ruego al Señor presidente se sirva concedérmela para después.»

El Presidente: «Podéis hacer uso de ella desde luégo.»

Mr. Víctor Hugo: «Preferiría hablar después de mis dos adversarios.»

Mr. Léon Duval, en nombre del Teatro-Francés desarrolla conclusiones encaminadas á probar la incompetencia del Tribunal de comercio. Según él, la empresa no hubiera querido otra cosa que continuar las representaciones de una obra que le prometía abundantes ingresos; encender con las tempestades de la primera noche otras tempestades; pero tuvo que ceder á una necesidad imperiosa.

El tumulto llega á ser tan violento que es imposible continuar. Suenan voces de «¡Nos estamos ahogando! ¡Abrid las ventanas! ¡Aire! ¡Aire! ¡Que se evacue la primera sala!» Muchas señoras se retiran asustadas.

El Presidente: «Ya es difícil oir. Si se abren las ventanas, no oiremos una palabra.»

Muchas voces: «No podemos salir ni respirar. ¡Nos ahogamos!»

El Presidente: «Se va á suspender la audiencia momentáneamente para abrir las ventanas y evacuar la primera sala.»

(Aplausos en la parte del público más próxima al Tribunal. Murmullos en el vestíbulo.)

El tumulto sube de punto. Un piquete de guardias nacionales penetra en el recinto. La mayoría del público aplaude, sobre todo cuando ve que los guardias han tenido el cuidado de envainar bayoneta. La fuerza armada evacua el vestíbulo y algunos de los expulsados tararean la Marsellesa.

Los agentes de cambio y los comerciantes, que estaban ocupados en negocios de bolsa en la planta baja del edificio, pudieron creerse sorprendidos por un motín.

Por fin, se cierran las puertas vidrieras, como también las exteriores, para evitar que éntre más gente y continúa la audiencia á las dos y media.

El Presidente: «El Tribunal ha hecho cuanto le ha sido posible para que el público estuviera cómodamente. Si se reproduce el ruido se suspenderá la audiencia aplazando el acto para otro día.»

Mr. Léon Duval acaba su defensa, demostrando que la empresa del teatro ha cedido á fuerza mayor, y que aun sin tratar más que de la subvención, no se habría empeñado en una lucha en que inevitablemente hubiera sucumbido.

Víctor Hugo, á quien el presidente concede la palabra, manifiesta que desea ser el último.

Mr. Chaix-d’Est-Ange: «Sería lo más lógico acabar la defensa para contestar yo luégo de una vez á todos mis adversarios. De lo contrario, tendré necesariamente que replicar cansando dos veces al Tribunal y al público.»

Mr. Víctor Hugo: «Estoy dispuesto á hablar desde luégo.».


Omitimos este discurso que va íntegro antes del drama.


El discurso de Víctor Hugo fué seguido de ruidosos y repetidos aplausos procedentes del fondo de la sala y de afuera.

El Presidente: «Parte del público olvida que no es este un espectáculo.»

Mr. Chaix-d’Est-Ange: «Señores, dos cuestiones se agitan en este juicio; la una de competencia: se trata de saber si podéis apreciar un acto cuya regularidad os está conferida; la otra de fondo: trátase de saber si este acto es legal, regular, conforme con la Constitución y con la libertad que ésta consagra.

»Sobre la primera cuestión suscitada por mí mismo, debo entrar en algunos detalles. Debería prescindir de la segunda: incompetentes como sois, no debería examinar ante la jurisdicción consular si el acto de la autoridad administrativa es legal ó debe ser revocado. Pero ante todo, señores, hay un deber de conciencia y de honor que el abogado debe cumplir. No quiero dejar sin contestación los cargos que se han hecho aquí; no quiero que permanezca esta vergüenza y la rechazaré; porque la primera condición de mi presencia en la causa ha sido que si se dirigían inculpaciones á la autoridad cuya representación y defensa tomaba, tomaría la palabra sobre el fondo para probar ante los hombres de honor que la autoridad ha cumplido con su deber.

»Yo espero obtener de este público tan entusiasta por la causa de Mr. Víctor Hugo y tan amigo de la libertad, esa libertad de discusión que debe concederse á todos igualmente. Nadie se crea aquí con derecho á interrumpir á un abogado cuya lealtad é independencia nunca jamás han sido sospechosas. (Movimiento general de aprobación en la mayor parte del público.)

»Entro en el examen de la primera cuestión ó sea la de competencia. Hay principios que basta enunciar para que parezcan indiscutibles, y cuya fuerza resiste á toda contradicción. Así la opinión general, la experiencia de todos los tiempos, ha consagrado, de tal suerte que no es posible rebatirlo, el principio de la división de los poderes en todo gobierno bien ordenado.

»Existe el poder legislativo, encargado de hacer las leyes; el poder judicial, con la misión de aplicarlas, y el poder administrativo que cuida de su ejecución. Esta división no es nueva: el principio ha sido consagrado en leyes tan numerosas, en textos tan precisos que basta con enunciarlos.»

Después de haber citado las leyes de 1790 y 91, é invocado la autoridad de un venerable magistrado, Mr. Henrion de Pensey, añade el defensor:

«Todavía puedo oponer á mi adversario el testimonio de un colega suyo, el vizconde de Cormenin, el defensor ardiente é intrépido de la libertad.

»No hay que separarse, decía el vizconde, cuando no era más que barón... (Risas seguidas de violentos rumores en el fondo de la sala) no hay que separarse de este principio tutelar de la división de los poderes.

»Mi adversario ha sido el primero que os ha citado un juicio de este mismo Tribunal en la demanda relativa á Mrs. Fontan y Dupeuty sobre el Proceso del mariscal Ney. El Tribunal no sólo apoyó la desestimación de la demanda sobre el caso de fuerza mayor, resultante de la intervención de los gendarmes, sino que reconoció también la incompetencia de la jurisdicción comercial para pronunciar sobre un acto de administración. En aquella causa, como en esta, se había visto una especie de concierto entre los autores y la empresa teatral para someter al ministro á un juicio público.»

Mr. Odilon Barrot: «No nos acuséis de falta de franqueza. Nosotros no hemos sabido vuestra intervención hasta ahora, en la misma audiencia.»

Mr. Chaix-d’Est-Ange: «Os ruego que no me interrumpáis: bastante dificultad he tenido en dominar otras interrupciones de parte del público. Bien veis que no he podido pronunciar las palabras de moral y ultrajes á las costumbres sin excitar inconcebibles murmullos.

»Se ha invocado el juicio del 28 de Julio de 1830 en el asunto del Correo francés. Un juicio celebrado en medio de los combates y de los peligros, un juicio pronunciado desde lo alto de esa especie de trono, proclamó la ilegalidad de las ordenanzas del 25 de Julio. Fué un gran acto de valor, un acto de buenos ciudadanos; pero ¿vale citar en momentos de calma lo que ha pasado en tiempos de desorden? Los jueces que dictaron aquella providencia, eran como los guardias nacionales que ilegalmente también vestían su uniforme é iban á combatir por la libertad y por las leyes.

»No estamos ya, por fortuna, en aquella época, y sin embargo, Mr. Víctor Hugo tiene un pensamiento que no desampara: piensa Mr. Víctor Hugo que la orden que ha prohibido su drama vale á lo menos lo que las ordenanzas de Julio; piensa que para invalidar esa orden están las gentes dispuestas, ahora como entonces, á hacer un motín ó más bien una revolución. (Grandes rumores en la misma parte del público.) El autor mismo lo ha dicho en carta dirigida á los periódicos, y yo lo repito porque toda libertad debe rodear aquí al abogado que habla inspirado por su conciencia. (Aplausos y bravos en la mayoría del público.) Sí, Mr. Víctor Hugo ha escrito que quería ponerse entre el motín y el gobierno; ha tenido, pues, la generosidad de recomendar á la generosa juventud de los talleres y escuelas que no se subleven por él, que no hagan una revolución por su drama.

»En interés de la administración debería detenerme aquí; pero he anunciado que trataría la cuestión legal. Aquí no están de acuerdo mis adversarios: el cliente se revuelve contra toda clase de medidas preventivas y quiere, á lo menos antes de la representación, una libertad ilimitada; el defensor no es completamente de su opinión: la censura teatral, le parece cuestión muy delicada, y nos ha velado sus argumentos con esas nebulosidades de que su talento suele rodearse en la discusión (Risas); se ha hecho, por decirlo así, incoercible; nos ha rogado que le permitamos, á él, hombre político, no tomar partido, no decirnos el fondo de su pensamiento porque su pensamiento no es definitivo.

»Ahora bien: poneos de acuerdo, debo decir á mis adversarios. Si no queréis la censura, decidlo francamente; si la queréis, tened, hombres populares, tened el valor de decirlo con la misma franqueza, porque es dar pruebas de valor arrostrar las falsas opiniones del público y proclamar siempre y en todas partes la verdad.

»Por lo demás, no extraño esa vacilación de mi adversario. Cuando Mr. Barrot fué llamado, como miembro del Consejo de Estado, á dar su parecer sobre la libertad teatral, reconoció la necesidad de la represión preventiva; sólo que no quería que quedara en manos de la policía. Uno de los prefectos que se han sucedido en este ramo desde la revolución, Mr. Vivien, era del mismo parecer. Que no se nos venga ahora presentando la censura dramática como una violencia con fractura á la Constitución; que Mr. Víctor Hugo con su lenguaje enérgico y pintoresco no se jacte de haber abofeteado un acto del poder con cuatro artículos de la Constitución.

»Todas las leyes sobre teatros están vigentes: todas fueron aplicadas bajo el régimen del Directorio, sin que se haya derogado una sola. Ni podía ser de otra manera. Una obra dramática puede pasar sin peligro en un punto y ofrecer en otros grandes inconvenientes. Suponed la tragedia de Carlos IX, la matanza de san Bartolomé, representada en el teatro de Nimes, en un país donde las pasiones, los odios entre católicos y protestantes subsisten todavía tan vivos, y juzgad, juzgad de sus efectos.

»De las tres clases de intervención de la autoridad en los teatros, de que os ha hablado mi adversario, la segunda, ó sea la censura, subsiste. Hablando de la primera, de la autoridad municipal, el abogado defensor ha incurrido en una contradicción, porque la ley de 1790 prohibe á los municipios inmiscuirse en la policía de los teatros. La influencia de las subvenciones no debiera haber sido tratada por un autor dramático.

»Sin embargo, insiste mi adversario; pretende que el ministro de la Gobernación y no el ministro de Fomento, es quien debería cuidar de la policía de los teatros, y ha llorado sobre ese pobre ministerio desposeído de una de sus más importantes atribuciones. Pues bien, la policía de los teatros está, como las subvenciones, en las atribuciones del ministro de Fomento, y este ministro, no el de Gobernación, fué el traído á juicio en el asunto del Mariscal Ney.

»Pero se dice: ¿por qué no ha ejercido este ministro en la obra de Víctor Hugo la censura preventiva, la buena censura, que dice mi adversario? La razón es sencilla. El ministro se resistía á la censura, y dijo á Víctor Hugo. «No os pido el manuscrito del drama; pero dadme vuestra palabra de honor de que no contiene nada contrario á la moral.» La palabra de honor fué empeñada, y he aquí por qué fué permitida sin examen.»

Mr. Víctor Hugo: «Pido la palabra para contestar á esa aserción.» (Diversos rumores.)

Mr. Chaix-d’Est-Ange: «Los censores, convengo en ello, los censores matan la censura; á veces la hacen odiosa; pero tranquilizaos: la opinión pública y las costumbres son omnipotentes en Francia, y no estaría en el deseo ni en el poder del gobierno prohibir ni suspender la representación de una obra que no ofreciera ningún peligro para el orden ni para la moral. Haga Víctor Hugo una obra maestra (tiene bastante talento para hacerla), hable en ella de los beneficios de la libertad, como en otro tiempo hablaba de los beneficios de la Restauración, y si se le oponen dificultades, se le hará justicia.»

Mr. Odilon Barrot replica inmediatamente y recuerda los diferentes casos en que los tribunales han reconocido la ilegalidad de actos administrativos. Tal fué el principio de la sentencia del Tribunal de casación sobre las ordenanzas de policía que mandaba poner colgaduras en las ventanas para la procesión del Corpus.

Así, los tribunales tienen siempre el derecho de apreciar los actos de que se hace derivar jurisprudencia, y el de decidir si estos actos toman su fuerza de la ley y si se puede fundar un juicio en ellos.

«Se ha tenido el valor y estaba por decir la audacia, añade Odilon Barrot, de ver en el juicio relativo al impresor Chantpie y al editor del Diario del Comercio una especie de sedición. Como ciudadanos, como hombres tenéis sin duda el deber de resistiros á los actos de opresión; pero cuando vestimos la toga, cuando ejercemos una función pública, cuando estamos instituídos para hacer respetar las leyes, nos guardamos de violarlas, y es hacer una injuria al tribunal suponer que á ojos vistas, á presencia del pueblo ha violado las leyes en cualquiera ocasión. No, señores, el Tribunal de Comercio no ha violado las leyes en el juicio de Chantpie y su gloria es tanto mayor cuanto que ha tenido á raya la arbitrariedad del poder hasta el último límite de sus facultades, manteniendo el respeto á las leyes con su propio respeto.»

Finalmente, el defensor calificó de orden póstuma la prohibición notificada al Teatro-Francés, el 10 de Diciembre por el ministro de Fomento. No es menos cierto que negándose el 24 de Noviembre anterior, á seguir representando el drama, el Teatro-Francés ha infringido el convenio entre él y Víctor Hugo, por lo cual no puede alegar excepción de fuerza mayor.

Mr. Víctor Hugo: «Voy á decir solamente algunas palabras.»

El Presidente: «La cuestión ha sido bastante discutida.»

Mr. Víctor Hugo: «Un pasaje del discurso de Mr. Chaix-d’Est-Ange me proporciona la ocasión de hacer constar un hecho de que no he hablado porque me es honroso, y no creo deber alegar ciertos hechos que me honran. He aquí lo que pasó:

»Antes de la representación de mi drama, advertido por la empresa del Teatro-Francés de que Mr. Argout quería censurarlo, fuí á verle, y le dije entonces, como un ciudadano al ministro, que no le reconocía el derecho de censurar una obra dramática, que este derecho estaba abolido, á mi modo de ver, por la Constitución: añadí que si pretendía censurar mi obra, la retiraría inmediatamente, y que á él le correspondía ver si no habría en esto para la autoridad una consecuencia más enojosa que en permitir la representación de mi obra sin haberla censurado.

»Me dijo entonces Mr. Argout que su opinión era muy distinta sobre la materia, y que en su calidad de ministro se creía en el derecho de censurar una obra dramática, pero que teniéndome por un hombre de honor, incapaz de hacer obras de alusiones ó inmorales, consentía con mucho gusto en que mi obra no fuese censurada.

»Repliqué al ministro que yo no tenía nada que pedirle, que era un derecho el que pretendía ejercer. Mr. de Argout no se opuso á que se representara el drama y renunció á la facultad que en su sentir tenía.

»Esto, ni más ni menos, es lo que ha pasado, é invoco aquí el testimonio de un hombre de honor, presente en la audiencia, el cual no me desmentirá. Si M. de Argout hubiera insistido en censurar mi obra, luégo al punto la hubiera yo retirado del teatro. Declaro que una comisión de la empresa fué á verme aquella misma mañana para rogarme que no la retirara en el caso de que el ministro hubiera querido censurarla. Insistí en mi resolución de no someterme á la censura y no he querido nunca abandonar mi derecho.

»Es un hecho que hubiera podido referir minuciosamente en mi discurso, y tengo la certeza de haberme atraído las simpatías del Tribunal y del público. Pero ya que el abogado de la parte contraria lo ha traído al debate, puedo á lo menos jactarme ahora de él sin inmodestia.»

Mr. Chaix-d’Est-Ange: «Lo que yo he aducido, era necesario á la defensa bajo el doble respecto del hecho y del derecho. No era inútil contestar á la aserción de que el ministro no había cuidado de ejercer la censura preventiva antes de la representación. He explicado por qué no insistió en su derecho; no insistió porque tenía bastante confianza en el honor y en la lealtad de Mr. Víctor Hugo para estar persuadido de que no había en su drama ningún ultraje á las costumbres.»

El Presidente: «El tribunal pasa á deliberar para pronunciar su fallo dentro de quince días.»

Se levantó la sesión á las seis menos cuarto.

La multitud, que llenaba el local y todas las avenidas, esperó á Víctor Hugo para saludarle y le aplaudió ruidosamente á su paso.


Publicado el 25 de julio de 2022 por Edu Robsy.
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