Los Burgraves

Victor Hugo


Teatro, drama



Prólogo

En tiempo de Esquilo, la Tesalia era un lugar siniestro. Antiguamente existieron en ella gigantes, y había entonces fantasmas. El viajero que se arriesgaba á pasar Delfos allende y salvaba los vertiginosos bosques del monte Cnemis, creía ver por donde quiera, cerrada la noche, abrirse y fulgurar los ojos de los cíclopes sepultados en las lagunas del Esperquio; las tres mil llorosas oceánidas se le aparecían en tropel en el nublado cielo del Pindo; en los cien valles del Eta encontraba las profundas huellas y los horribles codos de los cien brazos de los hecatónquiros que en otro tiempo cayeron en sus rocas; contemplaba con religioso estupor la señal de las crispadas uñas de Encélado en el costado de Polión. No veía en el horizonte al inmenso Prometeo acostado, como una montaña en otra montaña, sobre cimas rodeadas de tempestades, porque los dioses le habían hecho invisible; pero al través del ramaje de las añosas encinas, llegaban á sus oídos los lamentos del coloso, y oía á intervalos los duros picotazos del monstruoso buitre en los sonoros granitos del monte Otris. Muy á menudo salía del monte Olimpo un rumor de trueno y en aquellos momentos veía el espantado viajero levantarse hacia el Norte, en los resquebrajados montes Cambunios, la deforme cabeza del gigante Hades, dios de las tinieblas interiores; al Oriente, más allá del monte Osa, oía mugir á Ceto, la mujer-ballena; y al Occidente, por encima del monte Calídromo, al través del mar de los Alciones, un viento lejano procedente de Sicilia le traía el horrísono ladrido de la vorágine Escila. Los geólogos no ven hoy en la trastornada y revuelta Tesalia, más que el sacudimiento de un terremoto y el paso de las aguas diluvianas; mas para Esquilo y sus contemporáneos, aquellas asoladas llanuras, aquellos descuajados bosques, aquellos peñascos arrancados y rotos, aquellos lagos trocados en pantanos, aquellas montañas derribadas é informes, eran algo más formidable aún que una tierra devastada por un diluvio ó removida por los volcanes; era el espantable campo de batalla donde los Titanes habían luchado contra Júpiter.

Lo que la fábula inventó, lo reproduce á las veces la historia. La ficción y la realidad suelen sorprender nuestro espíritu con los singulares paralelismos que en ellas descubre. Así,—á menos, sin embargo, que no se busquen en países y en hechos que pertenecen á la historia esas impresiones sobrenaturales, esas exageraciones quiméricas que los ojos de los visionarios prestan á los hechos puramente mitológicos; admitiendo el cuento y la leyenda, pero conservando el fondo de realidad humana que falta á las gigantescas máquinas de la antigua fábula;—hay en Europa hoy un paraje que, relativamente, es para nosotros, desde el punto de vista poético, lo que era la Tesalia para Esquilo, esto es, un campo de batalla memorable y prodigioso. Ya se adivinará que aludimos á las orillas del Rhin. Allí, en efecto, como en Tesalia, todo está herido del rayo, asolado, arrancado, destruído. No hay una roca que no sea una fortaleza, ni una fortaleza que no sea una ruina: el exterminio ha pasado por allí; pero este exterminio es de tal manera grande, que se conoce que el combate ha sido colosal. Allí, en efecto, seis siglos há, otros titanes lucharon contra otro Júpiter. Estos titanes son los burgraves; este Júpiter es el emperador de Alemania.

El que escribe estas líneas, y perdónesele que explique aquí su pensamiento, el cual ha sido por otra parte tan bien comprendido, que se limita hoy á repetir lo que otros han dicho antes y mucho mejor que él; el que escribe estas líneas había entrevisto, mucho tiempo há, lo que hay de nuevo, extraordinario y profundamente interesante para nosotros, pueblos nacidos de la Edad media, en la guerra de los titanes modernos, menos fantástica, pero tan grandiosa acaso como la guerra de los antiguos titanes. Los titanes son mitos; los burgraves son hombres. Hay un abismo entre nosotros y los titanes hijos de Urano y de Gea; no hay entre los burgraves y nosotros más que una serie de generaciones: nosotros, naciones ribereñas del Rhin, venimos de ellos, son nuestros padres. De aquí entre ellos y nosotros aquella cohesión íntima, aunque lejana, que hace que, admirándolos porque son grandes, los comprendamos porque son reales. Así, la realidad que despierta el interés, la grandeza que da la poesía, la novedad que apasiona á la multitud son las fases del triple aspecto bajo el cual podía ofrecerse á la imaginación de un poeta la lucha de los burgraves contra el emperador.

El autor de estas páginas estaba ya preocupado de este gran asunto, que de mucho tiempo atrás, como hemos dicho, solicitaba interiormente su pensamiento, cuando una casualidad le condujo, hace algunos años, á las orillas del Rhin. La parte del público que tiene á bien seguir sus trabajos con algún interés, habrá acaso leído el libro intitulado El Rhin, y sabrá por consiguiente que este viaje de un oscuro pasajero no fué más que un largo y fantástico paseo de anticuario y soñador.

Sin dificultad puede adivinarse la vida que hacía el autor en aquellos parajes, poblados de recuerdos. Vivía allí más bien entre las piedras del tiempo pasado que entre los hombres del tiempo presente. Todos los días, con aquella pasión que comprenderán los arqueólogos y los poetas, estudiaba algún antiguo edificio arruinado; iba y venía, trepaba á las montañas y á las ruinas, rompía los espinos con los piés, apartaba con la mano las cortinas de yedra, escalaba los ruinosos muros, y allí, solo, pensativo, olvidándolo todo, entre pájaros parleros, y á los rayos del sol matinal, sentado en algún basalto enmohecido, ó bien hundido hasta las rodillas en las altas yerbas cubiertas de rocío, descifraba una inscripción romana ó medía el vuelo de una ojiva, mientras la vegetación de las ruinas alegremente movida por el viento sobre su cabeza, derramaba una lluvia de flores. Á las veces, por la tarde, en el momento en que el crepúsculo robaba su forma á las colinas y daba al Rhin la siniestra blancura del acero, tomaba el sendero de la montaña, cortado á trechos por alguna escalera de lava y pizarra y subía hasta el desmantelado burgo. Solo allí, como por la mañana, más solo si cabe (porque ningún cabrero se hubiera atrevido á andar por aquellos vericuetos á horas en que todas las supersticiones son pavorosas), perdido en la oscuridad, se dejaba llevar de aquella profunda tristeza que se desliza en el alma, cuando á la caída de la tarde se halla uno en alguna altura desierta entre las estrellas de Dios que se encienden espléndidamente sobre nuestras cabezas, y las pobres estrellas del hombre, que se encienden también en las míseras cabañas desparramadas á nuestros piés. Luégo, pasaban las horas, y más de una vez dieron las doce de la noche en todos los campanarios del valle, y él estaba aún allí, de pié en alguna brecha del castillo, pensando, mirando, examinando la actitud de la ruina, estudiando, testigo importuno acaso, lo que la naturaleza hace en la soledad y en las tinieblas; escuchando, en medio del hormigueo de los animales noctívagos, todos esos rumores singulares de que la leyenda ha hecho voces; contemplando en el ángulo de las salas y en la profundidad de los corredores todas esas formas vagamente dibujadas por la luna y por la sombra de que ha hecho espectros la leyenda. Como se ve, sus días como sus noches estaban llenos de la misma idea, y procuraba arrebatar á las ruinas cuánto podían enseñar á un pensador.

Fácilmente se comprenderá que en medio de sus contemplaciones y melancolías se representaran en su espíritu los burgraves. Lo repetimos, lo que hemos dicho de la Tesalia al principio puede decirse del Rhin: en otro tiempo tuvo gigantes; hoy tiene fantasmas, y estos fantasmas se le aparecieron al autor. De los castillos que hay en las colinas, pasaron sus meditaciones á los castellanos que viven en la crónica, en la leyenda y en la historia. Tenía á la vista los edificios y hubo de figurarse á los hombres: por la concha se puede conocer el molusco; por la casa el habitante. ¡Y qué casas los burgos del Rhin, y qué habitantes los burgraves!... Aquellos grandes caballeros tenían tres armaduras: la primera era de valor, era el corazón; la segunda, de acero, era su vestido; la tercera, de granito, era su fortaleza.

Un día, después de visitar el autor las derruídas ciudadelas que erizan el Wisperthal, dijo para sí que había llegado el momento; díjose, sin olvidar lo poco que es y lo poco que vale, que de aquel viaje había de sacar una obra, que de aquella poesía había de salir un poema. La idea que le vino en mientes no carecía de cierta grandeza, según cree. Hela aquí pues:

Reconstruir con el pensamiento en toda su amplitud y en todo su poder uno de aquellos castillos en que los burgraves, iguales á los príncipes, vivían una vida casi real. «En los siglos XII y XIII, dice Kohlrausch, el título de burgrave iba en categoría inmediatamente después del título de rey» Presentar en el burgo las tres cosas que contenía: una fortaleza, un palacio, una caverna; en este burgo, así abierto en toda su realidad á la sorprendida vista del espectador, instalar y hacer vivir juntas y de frente cuatro generaciones, el abuelo, el padre, el hijo y el nieto; hacer de toda esta familia como el símbolo palpitante y completo de la expiación; poner sobre la cabeza del abuelo el crimen de Caín, en el corazón del padre los instintos de Nemrod, en el alma del hijo los vicios de Sardanápalo, y dejar entrever que el nieto pudiera muy bien un día cometer el crimen por pasión á la vez como su bisabuelo, por ferocidad como su abuelo y por corrupción como su padre; presentar al abuelo sumiso á Dios, y el padre al abuelo; levantar al primero con el arrepentimiento, y al segundo con la piedad filial, de modo que el abuelo pueda ser augusto, y el padre grande, mientras las dos generaciones que les siguen, amenguadas por sus crecientes vicios, van hundiéndose más y más en las tinieblas; poner de esta manera delante de todos la inmensa escala moral de la degradación de las razas, que debiera ser el ejemplo vivo eternamente expuesto á la vista de todos los hombres, y que no ha sido hasta aquí entrevisto desgraciadamente sino por los soñadores y poetas; dar forma á esta lección de los sabios, hacer de esta abstracción filosófica una realidad palpable, interesante, útil; he aquí la primera parte y, por decirlo así, la primera fase de la idea que le ocurriera. Por lo demás, no se le suponga la presunción de exponer en estas líneas lo que cree haber hecho; limítase á explicar lo que ha querido hacer. Dicho esto de una vez para siempre, continuemos.

En semejante familia, así expuesta á todas las miradas, deben intervenir, para que la enseñanza sea completa, dos grandes y misteriosos poderes, la fatalidad y la providencia: la fatalidad que puede castigar, la providencia que puede perdonar. Cuando la idea que acaba de desenvolver ocurrió al autor, pensó desde luego que esta doble intervención era necesaria para la moralidad de la obra. Pensó que era menester que en aquel palacio lúgubre, inexpugnable y omnipotente, poblado de hombres de guerra, rebosando de príncipes y soldados, se viera errante entre las orgías de la gente moza y las negras melancolías de los ancianos, la gran figura de la servidumbre; que era preciso que esta figura fuera una mujer, porque sólo la mujer, manchada de cuerpo y alma, puede representar la esclavitud completa; y, en fin, que era necesario que esta mujer, que esta esclava, vieja, lívida, encadenada, salvaje, como la naturaleza que sin cesar contempla, fiera como la venganza que día y noche medita, teniendo en el corazón la pasión de las tinieblas, esto es, el odio, y en el espíritu la ciencia de las tinieblas, es decir, la magia, personificara la Fatalidad. Pensó por otra parte que, si era necesario que se viera la servidumbre arrastrada á los piés de los burgraves, lo era también que brillara por encima de ellos la soberanía; que era asimismo necesario que en medio de aquellos príncipes bandidos, apareciera un emperador; que en una obra de este género, si el poeta, para pintar una época, tenía el derecho de tomar de la historia lo que la historia enseña, tenía igualmente, para mover sus personajes, el de emplear lo que la leyenda autoriza: que sería bueno acaso despertar por un momento y hacer salir de las misteriosas profundidades en que está sepultado el glorioso Mesías militar que aún está esperando Alemania, el héroe imperial de Kaiserslautern, el Júpiter del siglo XII, Federico Barbaroja. Pensó, en fin, que quizá hubiera alguna grandeza en que, mientras una esclava representaba la Fatalidad, un emperador personificara la Providencia. Estas ideas germinaron en su espíritu y pensó que disponiendo de esta suerte las figuras que habían de encarnar su pensamiento, podría en el desenlace, grande y moral conclusión, en su sentir á lo menos, hacer que la Fatalidad fuera aniquilada por la Providencia, la esclava por el emperador, el odio por el perdón.

Como en toda obra, por sombría que sea, ha de haber un rayo de luz, es decir, amor, todavía pensó que no era bastante bosquejar el contraste de los padres y de los hijos, la lucha de los burgraves y del emperador, el encuentro de la Fatalidad y la Providencia; que era menester también pintar dos corazones que se amaran, y que una pareja casta y llena de abnegación, puesta en el centro de la obra, irradiando al través de todo el drama, debía ser el alma de la acción dramática.

Porque esto es, en nuestro concepto, una condición suprema. Como quiera que sea el drama, ahora contenga una leyenda, ahora una historia ó un poema, preciso es ante todo que contenga la naturaleza y la humanidad. Haced, si queréis, porque es derecho soberano del poeta, haced que anden estatuas en vuestros dramas, haced que se arrastren en ellos hasta tigres; pero entre estas estatuas y estos tigres poned hombres. Inspiraos en el terror, pero inspiraos también en la piedad. Bajo estas garras de acero, bajo estos piés de piedra, triturad el corazón humano.

Con esto, la historia, la leyenda, el cuento, la realidad, la naturaleza, la familia, el amor, las costumbres ingenuas, las fisonomías salvajes, los príncipes, los soldados, los aventureros, los reyes, patriarcas como en la Biblia, cazadores de hombres como en Homero, titanes como en Esquilo, todo se ofrecía á la vez á la deslumbrada imaginación del autor en el vasto cuadro que había que pintar, y se sentía irresistiblemente arrastrado hacia la obra que meditaba, deplorando sólo que tan grande asunto no hubiera encontrado un gran poeta. Porque había aquí de cierto propicia ocasión para una creación majestuosa; con semejante asunto se podía mezclar á la pintura de una familia feudal la de una sociedad heróica, tocar á la vez con ambas manos en lo sublime y en lo patético, comenzar por la epopeya y concluir por el drama.

Después de haber bosquejado este poema en su pensamiento, como acaba de indicarlo y teniendo siempre á la vista su inferioridad subjetiva, hubo de pensar el autor en la forma que había de darle. En su opinión, el poema debe tener la misma forma del asunto. La regla: Neve minor, neu sit quinto, etc., no tiene á sus ojos sino un valor relativo. Los griegos no tenían idea de ello, y las más imponentes obras maestras de la tragedia propiamente dicha están fuera de esta supuesta ley. La verdadera ley es ésta: toda obra de ingenio ha de nacer con el corte particular y las divisiones especiales que lógicamente le da la idea que él mismo encierra. Aquí, lo que el autor quería pintar y poner en el punto culminante de su obra, entre Barbaroja y Guanhumara, entre la Providencia y la Fatalidad, era el alma del antiguo burgrave centenario Job el Maldito, aquella alma que ya á las puertas del sepulcro, no mezcla con su incurable melancolía más que un triple sentimiento: la casa, la Alemania, la familia. Estos tres sentimientos daban á la obra su división natural. El autor resolvió, pues, dividir su drama en tres partes. Y, en efecto, si se quieren reemplazar por un momento en la mente los títulos actuales de estos tres actos, los cuales no expresan más que el hecho exterior, con títulos más metafísicos que revelen el pensamiento interior, se verá que cada una de estas tres partes corresponde á uno de los tres sentimientos fundamentales del antiguo caballero alemán: la casa, la Alemania, la familia. La primera parte podría intitularse la Hospitalidad, la segunda la Patria, y la tercera la Paternidad.

Una vez resuelta la división y forma del drama, propúsose el autor escribir en la portada de la obra, cuando estuviera concluída, la palabra trilogía. Aquí, como en cualquiera otra parte, trilogía significa única y esencialmente poema en tres cantos, ó drama en tres actos. Al emplearla sólo quería el autor despertar un gran recuerdo, glorificar, en cuanto estaba de su parte, con este tácito homenaje, al antiguo poeta de la Orestiada, que desconocido de sus contemporáneos, decía con altiva tristeza: Yo consagro mis obras al tiempo; y también acaso indicar al público con esta referencia, bien temible por otra parte, que lo que el grande Esquilo había hecho por los titanes, se atrevía él, poeta por desgracia muy inferior á tan grandioso empeño, hacerlo ó procurarlo por los burgraves.

Por lo demás, el público y la prensa (la voz del público) han tenido generosamente en cuenta, no el talento, sino la intención. Todos los días esa multitud inteligente y simpática que de tan buena voluntad concurre al glorioso teatro de Corneille y de Molière, va á buscar en esta obra, no lo que el autor ha puesto en ella, sino lo que á lo menos ha intentado poner. Está orgulloso de la atención persistente y seria de que el público tiene á bien rodear sus trabajos, por insuficientes que sean, y sin repetir aquí lo que ha dicho ya en otra parte, comprende que esta atención está para él llena de responsabilidad. Hacer constantes esfuerzos por lo grande, dar á los espíritus lo verdadero, á las almas lo bello, el amor á los corazones, no ofrecer nunca á las multitudes un espectáculo que no sea una idea: he aquí lo que el poeta debe al pueblo. La misma comedia, cuando se mezcla con el drama, debe contener una lección y tener su filosofía. En nuestros días el pueblo es grande, y para ser comprendido de él debe el poeta ser sincero. Nada está más cerca de lo grande que lo honrado.

El teatro debe hacer del pensamiento el pan de la multitud.

Una palabra más para concluir. Los Burgraves no son, como han creído algunas personas, excelentes por otra parte, una obra de pura fantasía, el producto de un caprichoso arranque de la imaginación. Lejos de esto: si una obra tan incompleta valiera la pena de ser discutida desde este punto de vista, se sorprenderían acaso muchas personas al saber que en el pensamiento del autor ha habido otra cosa muy distinta de un capricho de la imaginación en la elección de este asunto, como en todos los que hasta el día ha elegido, si se le permite decirlo. En efecto, existe hoy una nacionalidad europea, como había en tiempo de Esquilo, Sófocles y Eurípides una nacionalidad griega. El grupo íntegro de la civilización, cualquiera que fuese y cualquiera que sea, ha sido siempre la patria del poeta. Para Esquilo era Grecia, para Virgilio el mundo romano, para nosotros es la Europa. Allí donde está la luz se siente la inteligencia en su centro y su centro está allí. Así, pues, guardando la necesaria proporción, y suponiendo que sea permitido comparar lo que de suyo es pequeño con lo que es grande esencialmente; si refiriendo Esquilo la lucha de los Titanes, hacía en otro tiempo para la Grecia una obra nacional, el poeta que refiere la lucha de los Burgraves hace hoy para Europa una obra igualmente nacional, en el mismo sentido y con la misma significación. Cualesquiera que sean las antipatías momentáneas y los celos de fronteras, todas las naciones cultas pertenecen al mismo centro y están indisolublemente ligadas entre sí por una profunda y secreta unidad. La civilización nos concede á todos unas mismas entrañas, el mismo espíritu, la misma tendencia, el mismo porvenir. Fuera de esto, Francia, que presta á la civilización misma su lengua universal y su soberana iniciativa; Francia, aun cuando nos unimos á Europa en una especie de grande nacionalidad, no deja de ser nuestra primera patria, como Atenas era la primera patria de Esquilo y de Sófocles. Estos eran atenienses como nosotros somos franceses, y nosotros somos europeos como ellos eran griegos.

Esto merece la pena de ser desarrollado, y el autor acaso lo haga un día. Cuando lo haya hecho, se comprenderá mejor el conjunto de las obras que ha producido hasta aquí, se abarcará su pensamiento y se comprenderá su cohesión. Entre tanto, lo dice y se complace en repetirlo, la civilización entera es la patria del poeta. Esta patria no tiene otra frontera que la línea sombría y fatal en que comienza la barbarie.

Esperemos que algún día el globo entero será civilizado, y á todos los puntos de la mansión humana habrá llegado la luz; entonces se habrá cumplido el magnífico ensueño de la inteligencia: tener por patria el mundo y por nación la humanidad.


25 de Marzo de 1843.

Personajes

JOB, burgrave de Heppenheff.
MAGNO, hijo de Job, burgrave de Wardeck.
HATTO, hijo de Magno, marqués de Verona, burgrave de Nollig.
GORLOIS, hijo de Hatto (bastardo), burgrave de Sareck.
FEDERICO DE HOHENSTAUFEN.
OTBERTO.
EL DUQUE GERARDO de Turingia.
GILISA, margrave de Lusacia.
PLATÓN, margrave de Moravia.
LUPO, conde de Mons.
CADWALLA, burgrave de Okenfels.
DARÍO, burgrave de Lahneck.
LA CONDESA REGINA.
GUANHUMARA.
EDUVIGIS.

Estudiantes esclavos:
CARLOS
HERMAN
CINULFO

Mercaderes y burgueses esclavos:
HAQUIN
GONDICARIO
TEUDON
KUNZ
SWAN
PÉREZ

JOSIO, soldado
EL CAPITÁN del burgo.
UN SOLDADO.


Heppenheff. — 120..

Parte primera. El abuelo

La antigua galería de retratos señoriales del burgo de Heppenheff. Esta galería, que era circular, se extendía al rededor del castillo y se comunicaba con lo demás del edificio por cuatro grandes puertas situadas á los cuatro puntos cardinales. Al levantarse el telón, se descubre parte de esta galería que se pierde por detrás del muro circular del castillo. Á la izquierda, una de las cuatro grandes puertas de comunicación. Á la derecha, otra puerta alta y ancha que da paso al interior, levantada sobre tres gradas é inmediata á una puerta falsa. En el fondo, una galería romana abovedada con pilares bajos y capiteles rasos que sostienen un segundo piso practicable que se comunica con la galería por una gran escalera de seis gradas. Al través de estas amplias arcadas, se ve el cielo y lo demás del castillo en cuya más alta torre flota al viento una inmensa bandera negra. Á la izquierda de la puerta grande de dos hojas, una ventanilla cerrada con una vidriera de colores. Cerca de la ventana una poltrona. Toda la galería tiene el aspecto ruinoso é inhabitable. Las paredes y las bóvedas de piedra en las que se distinguen algunos vestigios de frescor están verdosas y enmohecidas por las filtraciones de las lluvias. Los retratos colgados en los muros de la galería están todos vueltos del revés, es decir de cara á la pared.

Al levantarse el telón, está anocheciendo. La parte del castillo que se ve por las arquivoltas del fondo, parece iluminado interiormente, bien que sea aún de día. Óyese hacia esta parte del burgo són de trompetas y clarines, y á intervalos canciones entonadas por robustas voces al sonsonete de los vasos. Más cerca suena ruido de hierros, como si alguna gente encadenada fuera y viniera por la parte no visible de la galería.

Una mujer, sola, vieja, medio oculta bajo un largo velo negro, vestida con un saco de pardo sayal en andrajos, sujeta con una cadena que se agarra con doble anillo á su cintura y á su descalzo pié y un collar de hierro á la garganta, se apoya en la puerta grande y parece escuchar los cantos de la inmediata pieza.

Escena I

GUANHUMARA, sola, escuchando.

(Canto dentro):


¡De tan crüentas guerras
nuestro poder brotó!
Á las ciudades... ¡fisga!
y á los reyes... ¡mayor!


Prosperan los burgraves
del exterminio en pos.
Barones, fisga al papa,
fisga al emperador.


Á hierro y fuego reine
sólo nuestro pendón.
¡Fisga, burgraves, fisga
á Satanás y á Dios!

(Trompetas y clarines.)

Guanhumara.—Muy alegres están los príncipes. Todavía dura el festín. (Mirando á la otra parte del teatro.) Los cautivos trabajan bajo el látigo desde el alba. Allá el ruido de la orgía; acá el ruido de los hierros. (Mirando hacia la puerta de la derecha.) Allí, el padre y el abuelo, pensativos y cargados de años, buscando la sombría huella de todo lo que han hecho, meditando en su vida y en su raza, contemplando á solas y lejos de las triunfantes risas, sus maldades aún menos horribles que sus hijos. En su prosperidad hasta hoy completa, ¡cuán grandes son! Los marqueses de las fronteras, los condes soberanos, los duques, hijos de los reyes godos, se inclinan ante ellos como si fueran iguales. El burgo, henchido de tocatas, canciones y gritería, se alza inaccesible hasta las nubes. Miles de soldados, bandidos de fulgurantes ojos, vigilan por todas partes con el arco en una mano, la lanza en otra y la espada entre los dientes. Todo protege y defiende este antro aborrecible. Sola, en un desierto rincón de este formidable castillo, vieja, desconocida, débil, con la cadena al pié y el collar á la garganta, desarrapada y triste, se arrastra la pobre esclava... Pero ¡oh príncipes, temblad! ¡Esta esclava es el odio!

(Retírase al fondo y sube las gradas de la galería. Entra por la derecha una cuadrilla de esclavos encadenados trayendo en la mano las herramientas del trabajo. Apoyada en un pilar Guanhumara, los mira pensativa. Por los vestidos sucios y desgarrados de los cautivos se infieren aún sus antiguas profesiones.)

Escena II

LOS ESCLAVOS

(Kunz, Teudon, Haquin, Gondicario, burgueses y mercaderes, con barbas canosas; Josio, veterano; Herman, Cinulfo, Carlos, estudiantes de la Universidad de Bolonia y de la escuela de Maguncia; Swan (ó Suenon) negociante de Lubeck. Los cautivos se adelantan en grupos, separados por clases, quedando solo el soldado. Los viejos, abrumados de fatiga y de dolor. Durante esta escena y las dos siguientes, continúan á intervalos los cantos de la sala inmediata.)


Teudon (dejando su herramienta y sentándose en una grada).—Por fin llega la hora del descanso. ¡Oh! ¡Cuán fatigado estoy!

Kunz.—¡Ah! Yo era libre y rico y ahora...

(Agitando su cadena.)

Gondicario (apoyado en un pilar).—¡Ah!

Cinulfo (Mirando á Guanhumara que cruza la galería.)—Quisiera que alguien me dijese á quién espía esta buena mujer.

Swan (bajo á Cinulfo).—Hace algún tiempo fué apresada con unos mercaderes de San Galo por la gente del burgo. No sé nada más.

Cinulfo.—Me es indiferente. Pero mientras á nosotros se nos sujeta, á ella la dejan andar libre.

Swan.—Ha curado de una fiebre maligna á Hatto, el mayor de los nietos.

Haquin.—Al burgrave Rollon le mordió el otro día una sierpe en el pié y ella también le curó.

Cinulfo.—¿De veras?

Haquin.—Tengo para mí que es una hechicera.

Herman.—¡Cá!... Una loca.

Swan.—La verdad es que posee mil secretos, y no sólo ha curado á Rollon y Hatto, sino también á Elio, Knud y Azzo, los leprosos de que huía todo el mundo.

Teudon.—Algo muy grave maquina esa mujer. Yo estoy, no lo dudéis, en que trae algún negro proyecto entre cejas, de acuerdo con los tres leprosos, que le son muy afectos. En todos los rincones se les encuentra juntos, como tres perros que siguieran á una loba.

Haquin.—Ayer, sin ir más lejos, estaban los cuatro en el cementerio en la habitación de los leprosos. Ellos se ocupaban en hacer un ataúd; ella, bien arremangada, agitaba un vaso, cantando bajo como si arrullara y adormeciera á un niño, y componía un filtro con huesos de muerto.

Swan.—Y esta noche pasada divagaban por ahí. La noche estaba clara y daba en verdad miedo ver á los leprosos enmascarados y á la vieja con su largo velo. Yo estaba desvelado y pude verlos.

Kunz.—Presumo que tienen algún escondrijo en los subterráneos. El otro día se dirigían á un gran muro, taciturnos y malhumorados los cuatro; desvié yo la vista por no estorbar, y cuando miré otra vez, habían desaparecido: se habían deslizado por debajo del muro.

Haquin.—Esos leprosos y hechizados me importunan.

Kunz.—Era junto á la Cueva Perdida.

Herman.—Los leprosos sirven á la que los ha curado;... nada más natural.

Swan.—Pero en vez de los leprosos y del perverso Hatto, á quien debiera curar en el castillo sería á la amable niña, prometida de Hatto, la sobrina del anciano Job.

Kunz.—¿Regina? ¡Dios la bendiga! Es un ángel.

Herman.—Muriéndose está.

Kunz.—Es lástima. El horror á Hatto la mata.

Teudon.—¡Pobre niña!

(Guanhumara atraviesa el fondo del teatro.)

Haquin.—Aquí está otra vez la vieja. Verdaderamente me espanta. Todo en ella, su porte, su tristeza, su mirada penetrante, clara y repulsiva á la vez, su ciencia sin fondo, en la que creo, en verdad me da miedo.

Gondicario.—¡Maldito sea este burgo!

Teudon.—¡Cuidado!

Gondicario.—Á esta galería no vienen nunca nuestros amos; y además están de fiesta y lejos de nosotros. ¿Quién ha de oirnos?

Teudon (bajando la voz é indicando la puerta del castillo).—Allí están los dos.

Gondicario.—¿Quiénes?

Teudon.—Los ancianos, el padre y el hijo. Cuidado, te digo. Excepto Regina, que reza con ellos alguna vez,—lo sé por la nodriza Eduvigis,—excepto ese Otberto, joven aventurero que vino el año pasado á prestar servicio en el castillo y á quien el abuelo, castigado en su descendencia, estima por su lealtad, nadie abre esa puerta ni entra nadie aquí. El anciano está allá solo en su antro. En otro tiempo enviaba carteles de desafío al mundo entero; veinte condes y otros tantos duques, sus hijos, sus nietos, cinco generaciones cuyo reino es la montaña, rodeaban como á un rey al patriarca bandido. Pero ya la edad le ha quebrantado y está fuera de combate. Allá está aislado y triste bajo su dosel de brocado, si bien su hijo el viejo Magno, de pié y respetuoso ante él, le tiene su antigua lanza. Se le pasan los meses enteros en silencio, y por la noche se le ve entrar pálido y abrumado de pesares en un corredor secreto cuya llave él mismo guarda. ¿Á dónde va?

Swan.—Extraños pesares le atormentan.

Haquin.—Sus hijos le pesan como ángeles malos.

Kunz.—Por algo le llaman el Maldito.

Gondicario.—Tanto mejor.

Swan.—Tuvo el último hijo siendo ya muy viejo y amaba á este renuevo. Dios hizo el mundo así: siempre las barbas blancas se inclinan á los cabellos rubios. Apenas tenía el Benjamín un año, cuando le fué robado.

Kunz.—Por una egipcia.

Cinulfo.—Á orillas de un campo de trigo.

Haquin.—Pero yo sé que este burgo construído sobre una cima, después de haber abrigado un gran crimen, quedó muy grande espacio desierto y fué luégo demolido por la Orden Teutónica. En fin, los años y el olvido todo lo borran, y un día el dueño, hombre fantástico, cambió de nombre y volvió. Desde entonces está enarbolada en el castillo esa triste bandera negra.

Swan (á Kunz).—¿No has observado por debajo del torreón redondo que domina el torrente, una ventana estrecha, abierta á pico sobre los fosos, donde se ven tres barrotes torcidos y casi arrancados?

Kunz.—Es la Cueva Perdida, de que hablaba poco há.

Haquin.—¡Qué albergue tan sombrío! Dicen que está habitado por un fantasma.

Herman.—¡Bah!

Cinulfo.—Diríase que en otro tiempo corrió por allí la sangre.

Kunz.—La verdad es que nadie podría entrar allí: el secreto de su entrada se ha perdido; lo único que se ve es la ventana.

Swan.—Pues por la noche suelo ir al ángulo de la roca, y allí oigo siempre pasos.

Kunz.—¿Estás seguro de ello?

Swan.—Segurísimo.

Teudon.—Variemos de conversación: lo más prudente es callar.

Haquin.—Este burgo está envuelto en negro misterio.

Teudon.—Hablemos de otra cosa. Lo que ha de suceder sólo Dios lo sabe. (Vuélvese á un grupo que no ha tomado parte en esta conversación, aunque presta atento oído á lo que más allá dice un estudiante.) Carlos, acaba de contarnos tu historia.

(Viene Carlos al proscenio; todos los grupos le rodean y le prestan atención.)

Carlos.—Sí, pero no olvidéis que el hecho es notorio, que la aventura ocurrió el mes pasado y que han corrido... más de veinte años desde que Barbaroja murió en la cruzada.

Herman.—En hora buena. Tu Max estaba pues en un sitio muy desagradable ¿eh?

Carlos.—Muy lúgubre, Herman, hasta espantoso. Una multitud de siniestros cuervos gira eternamente al rededor de la montaña. Por la noche sus pavorosos graznidos ahuyentan hasta Lautern al cazador. Gotas de agua caían de esta montaña abrupta como lágrimas de un horrible rostro. Una sombría caverna de pavorosa forma se abría en el barranco. El conde Max sin temor alguno á las tinieblas del viejo monte, se arriesgó á entrar en la espantable gruta. Una luz siniestra iluminaba las sombras y en esta media oscuridad andaba, cuando de súbito, bajo una bóveda en lo hondo del subterráneo, vió sentado en un sitial de bronce, con los piés envueltos entre los pliegues de sus ropas, y con un cetro á la derecha y un globo á la izquierda, un anciano espantoso, inmóvil, encorvado, vestido de púrpura, coronado y con espada al cinto. Estábase de codos el anciano sobre una mesa hecha con un peñasco de lava, y bien que Max fuera muy valiente, como que había guerreado al mando de Juan el Batallador, palideció ante el anciano casi hundido en el musgo y la yedra...: era el emperador Federico Barbaroja. Estaba durmiendo á la sazón: su barba, de oro en otro tiempo, blanca entonces, daba tres vueltas á la mesa de piedra; sus largas y también blancas pestañas cerraban sus pesados párpados y su traspasado corazón manaba sangre sobre el rojo escudo. Á veces, inquieto en medio de su sueño, llevaba la mano vagamente á su espada. ¿Qué sueño era aquel que embargaba su alma? Sólo Dios lo sabe.

Herman.—¿Has acabado?

Carlos.—No, escuchad todavía. Á los pasos del conde Max en el sombrío corredor, hubo de despertarse el dormido, levantó su calva frente y fijando en el conde una mirada siniestra:—Caballero, le dijo, ¿se han ido los cuervos?—Señor, no, le contestó el conde. Sin decir una palabra más volvió el anciano á inclinar la cabeza, y Max poseído de espanto vió dormirse otra vez al fantasma emperador.

(Todos los grupos le han escuchado con curiosidad creciente y en particular Josio que se le acercó más que todos al oir el nombre de Barbaroja.)

Herman (echándose á reir).—¡El cuento es sabroso!

Haquin (á Carlos).—Si ha de darse fe á la fama, Federico se ahogó delante de todo el ejército en el Cidno.

Josio.—Sí, se perdió en la corriente; yo lo ví. ¡Oh! Fué cosa terrible y grande: nunca se borra de mi corazón este recuerdo. Otón de Wittelsbach odiaba á Barbaroja; pero cuando vió á su príncipe á discreción de la corriente y que los turcos además le arrojaban sus azagayas, obligó á su caballo á entrar en el río y ofreciéndose solo á las hostilidades: «¡Comencemos, gritó, comencemos por salvar al emperador!»

Herman.—Pero fué en vano.

Josio.—En vano acudieron los mejores: sesenta y tres soldados y dos condes perecieron en la inútil empresa.

Carlos.—Eso no prueba que su cetro no esté en el Valle de Malpas.

Swan.—La fábula es un campo sin límites. Hay quien dice que, salvado milagrosamente, se había hecho eremita y que vivía aún.

Gondicario.—¡Pluguiera á Dios que así fuera, y que viniera á libertar á Alemania antes de 1220, año fatal en que, según se dice, ha de caer el imperio!

Swan.—Ya por todas partes espira nuestro valor.

Haquin.—¡Oh! Si Federico viviera, emprendería otra vez la guerra contra los burgraves, para sacarnos de aquí á sus leales súbditos.

Kunz.—¡Bah! El mundo entero padece tanto como nosotros, pobres esclavos. Alemania no tiene cabeza ni freno Europa.

Haquin.—No hay pan.

Gondicario.—Por todas partes se ve, á orillas del Rhin, el negro hormiguero de los bandidos que renacen.

Kunz.—Los electores se mantienen de malos manejos.

Herman.—Colonia está por Suabia.

Swan.—Erfurt por Brunswick.

Gondicario.—Maguncia elige á Bertoldo.

Kunz.—Tréveris quiere á Federico.

Gondicario.—Y entre tanto, todo muere.

Haquin.—Las ciudades están cerradas.

Swan.—No se puede viajar sino en bandas y con armas.

Carlos.—Están los pueblos pisoteados por los tiranuelos.

Teudon.—¡Cuatro emperadores!... ¡Mucho es! Y sin embargo, no bastan: tratándose de reyes, Carlos, uno vale más que cuatro.

Kunz.—Se necesita un brazo de hierro para luchar. Pero ¡ah! Barbaroja está muerto, bien muerto, Suenon.

Swan (á Josio).—¿Se encontró su cuerpo en el Cidno?

Josio.—No; lo arrastró la corriente.

Teudon.—Swan, ¿tienes tú idea de la predicción que se hizo á su nacimiento: «Este niño cuya ley acatará el mundo un día, se tendrá por muerto dos veces y dos veces resucitará»? Ahora bien, dígase lo que se quiera, parece haberse cumplido una vez.

Herman.—Barbaroja ha dado asunto á cien cuentos.

Teudon.—Yo digo lo que sé. Hacia el año noventa, ví en el hospital de Praga, en una casamata, á un tal Sfrondati, caballero dálmata, muy viejo, que había perdido el juicio, según decían. Aquel hombre refería en voz alta en su prisión, que siendo joven había sido caballerizo del gran Federico, padre de Barbaroja. Al duque hubo de consternarle la predicción. Fuera de esto, el niño crecía para una doble guerra, como quiera que, gibelino por su padre y güelfo por su madre, ambos partidos podían reclamarlo un día. El padre le educó al principio en una torre, lejos de la vista de todos, teniéndolo como invisible, como para ocultarlo á la suerte cuanto pudiera. Más tarde, todavía hubo de buscarle otro abrigo. Había tenido un bastardo de una dama nobilísima, el cual nacido en el monte ignoraba que su padre fuera el duque de Suabia, conociéndolo sólo por el nombre de Otón. El bueno del duque le mantenía en este error temiendo que el bastardo aspirara un día al principado y se alzara con alguna provincia. El bastardo tenía por su madre, muy cerca del Rhin, un burgo de que era señor feudal, un castillo de bandido, un nido de águilas, una madriguera, en fin. El asilo hubo de parecer de perlas al padre y fué á ver al burgrave y le confió el niño bajo un nombre supuesto diciéndole solamente: «Hijo mío, este es hermano tuyo.» Y luégo partió.—Á su suerte no puede sustraerse nadie. Ciertamente, el duque creía á su hijo y su secreto á buen recaudo, tanto más cuanto que el niño se desconocía á sí mismo. Así llegó el joven Barbaroja á la edad de veinte años bajo el techo del burgrave. Y sucedió, aquí viene lo importante, que un día, en medio de un jaral, al pié de una roca y á orillas del torrente que lamía los cimientos del castillo, unos pastores que al amanecer pasaban por allí encontraron dos cuerpos ensangrentados y desnudos, que palpitaban todavía; ambos habían sido apuñalados sordamente en el castillo y arrojados al torrente, al abismo, á las tinieblas; pero no estaban muertos. Fué un milagro sin duda, y aquellos dos hombres milagrosamente salvados eran Barbaroja y su compañero, aquel mismo Sfrondati, el único que sabía su nombre. Los curaron á los dos, y después, con gran misterio, llevó Sfrondati el joven príncipe al padre, el cual en recompensa prendió al escudero. El duque retuvo á su hijo, y sólo se cuidó de echar tierra al asunto. Pero no volvió á ver al bastardo. Cuando se sintió próximo á la muerte, llamó el padre á su hijo y le hizo besar de rodillas un Cristo, y Barbaroja juró solemnemente no tomar venganza de su hermano, sino el día en que éste cumpliera cien años, esto es, nunca. De manera que el bastardo morirá sin saber que su padre era duque y su hermano emperador. Sfrondati se ponía pálido y tembloroso de espanto, cuando se quería ahondar en este secreto de familia. Los dos hermanos amaban á la misma joven: el mayor se creyó agraviado, mató al otro y vendió la joven á no sé qué fiero bandido que atándola al yugo sin piedad como á un hombre, la condenó al remo en las galeras que van de Ostia á Roma. ¡Qué destino!—Sfrondati decía: ¡Todo se olvidó! Por lo demás lo había visto y sentido todo. Pero nada flotaba ya en las sombras de su alma; ni el nombre del bastardo, ni el de la mujer; no sabía cómo ni dónde habían ocurrido las cosas. En Praga ví á este hombre encerrado como un loco; pero el pobre ha muerto ya.

Herman.—¿Y qué concluyes de ahí?

Teudon.—Concluyo que si todos estos hechos son ciertos, la predicción merece fe; porque, en fin, esa esperanza no es infundada; cumplida ya una vez, bien puede cumplirse otra. Barbaroja en sus primeros años fué tenido por muerto y resucitó... ¿No podría resucitar otra vez?

Herman (riendo).—En hora buena: espéralo de pié.

Kunz (á Teudon).—Ya me habían contado á mí ese cuento. En aquel castillo tenía Federico Barbaroja el nombre de Donato, y el bastardo se llamaba Fosco. Por lo que hace á la hembra, era corsa, si no me es infiel la memoria. Los amantes se ocultaban en una cueva, cuya desconocida entrada era su secreto... Allí fué donde Fosco con mano celosa y atrevida hubo de sorprenderlos, acabando en tragedia el idilio.

Gondicario.—Si creyera una palabra de ese cuento, sentiría por la gloria de Federico que al llegar al trono imperial, no hubiera buscado á la mujer que amara.

Teudon.—No lo sientas, amigo, porque la buscó, aunque en vano. Espacio de treinta años anduvo registrando las madrigueras del Rhin. El bastardo abandonó su burgo para servir en Bretaña, y no volvió hasta mucho tiempo después. El emperador recorrió montes y bosques, sitió los castillos, destruyó á los burgraves; pero no la encontró.

Gondicario (á Josio).—¿Érais vos de los buenos? ¿Peleasteis contra aquellos descreídos, si recordáis?

Josio.—¡Guerras de gigantes! Los burgraves se prestaban mutua ayuda, y era preciso ganar el terreno palmo á palmo y sostener un combate en cada muro, en cada puerta. Arriba, abajo, acribillados de golpes y bañados en sangre, peleaban los barones, y soltando ruidosas carcajadas bajo sus horrendas máscaras, dejaban correr sobre sus cascos el aceite y el plomo derretido. Era preciso cercar afuera, combatir dentro, herir con la espada y morder con los dientes. ¡Qué asaltos! Á las veces, tomado por fin un castillo entre el humo, el polvo y las sombras, se derrumbaba sobre el ejército imperial. En aquellas guerras fué donde un día Barbaroja, enmascarado, pero con la corona en la frente, solo, al pié de un muro, luchó contra un bandido que forzado en su albergue, le quemó el brazo derecho con un hierro candente. De tal manera, que dijo el emperador al conde de Arau: «Yo le devolveré la marca por mano del verdugo.»

Gondicario.—¿Y cogieron al bandido?

Josio.—No, que se abrió paso; su visera impidió verle el rostro, y el emperador conservó la marca en el brazo.

Teudon (á Swan).—Yo creo que Barbaroja vive: ya lo verás.

Josio.—Yo estoy cierto de que murió.

Cinulfo.—Pero ¿y el conde Max?

Herman.—¡Quimera!

Teudon.—¡La gruta del Malpas!

Herman.—Un cuento de vieja.

Carlos.—Sfrondati nos da ya alguna luz.

Herman.—¡Bah! Cuentos de su mente febril, por donde pasan las visiones como nubes.

(Entra un soldado con el látigo en la mano.)

Soldado.—¡Esclavos, al trabajo! Los convidados quieren venir esta noche á ver esta ala del edificio, y el señor Hatto, nuestro amo, ha de acompañarlos. ¡Haced que no os encuentre aquí arrastrando la cadena!

(Los presos recogen sus herramientas y salen en silencio por parejas. Guanhumara reaparece en la galería alta y los sigue con la vista. Luégo que salen los presos, entran por la puerta grande Regina, Eduvigis y Otberto; Regina, vestida de blanco; Eduvigis, la nodriza, vieja, en traje negro; Otberto, vestido de capitán aventurero. Regina, joven, pálida, pudiendo apenas sostenerse, como enferma de mucho tiempo atrás. Se apoya en el brazo de Otberto, quien la mira con amor y angustia. Eduvigis la sigue. Guanhumara, sin ser vista, les observa y escucha algunos instantes y sale luégo por la parte opuesta.)

Escena III

OTBERTO, REGINA; á intervalos EDUVIGIS


Otberto.—Apoyaos en mí. Andad despacio... despacio. Sentaos en esta poltrona. (Siéntase.) ¿Cómo os sentís?

Regina.—Mal... Me estremezco... siento frío... Ese banquete me ha empeorado. (Á Eduvigis.) Mirad si viene alguien.

(Sale la nodriza.)

Otberto.—No temáis nada: van á beber hasta mañana. ¿Por qué habéis ido á ese festín?

Regina.—Hatto...

Otberto.—¡Hatto!

Regina.—Más bajo. Hubiera podido obligarme; soy su prometida.

Otberto.—Debiérais haberos quejado al viejo señor: Hatto le teme.

Regina.—Si voy á morir, ¿para qué?

Otberto.—¡Oh! No habléis así.

Regina.—Sufrir, soñar, desaparecer al fin... He aquí la suerte de la mujer.

Otberto (indicándole la ventana).—Ved qué hermoso sol.

Regina.—Sí. ¡Cómo se inflama en su ocaso! Estamos en otoño y muere la tarde. Por donde quiera caen las hojas y el bosque se pone sombrío.

Otberto.—Las hojas se renovarán.

Regina.—Sí... ¡Oh! Es triste ver huir á las golondrinas. Ellas también se van al dorado y ardiente mediodía.

Otberto.—Ya volverán.

Regina.—Sí, pero yo... yo no veré ni volver á las golondrinas ni renacer las hojas.

Otberto.—¡Regina!

Regina.—Acercaos más á la ventana. (Dándole un bolsillo.) Otberto, echad este bolsillo á los pobres presos. (Obedece Otberto.) Bello sol, realmente; sus últimos rayos ciñen con una corona la frente del Tauno; el río brilla, el bosque se rodea de esplendores, las ventanas de las cabañas se iluminan. ¡Qué bello y grande es todo eso, Dios mío! La naturaleza toda es onda de vida y de luz. ¡Oh! Yo no tengo padre ni madre; nadie puede salvarme, nadie me puede curar; estoy sola en el mundo, y me siento morir.

Otberto.—¿Sola en el mundo vos? ¿Y yo, que os amo?

Regina.—¡Sueño!... No, vos no me amáis, Otberto. La noche llega; yo voy á caer en sus sombras y vos me olvidaréis muy pronto.

Otberto.—Por vos moriría y me condenaría ¡y decís que no os amo!... Me desespera. Desde hace un año, desde el día en que os ví en esta guarida en medio de tantos bandidos, desde entonces os amo, señora mía. Mis ojos se convertían á vos en este fiero castillo, manchado de crímenes, como al único lirio de esta sima y astro único de estas sombras. Sí, me atreví á amaros, á vos, condesa del Rhin, á vos, prometida de Hatto, el conde de corazón de bronce. Ya os lo dije, soy un pobre capitán, hombre de fuerte espada y de raza incierta, acaso menos que un siervo, acaso tanto como un rey. Dejadme y muero. Á dos personas amo en este castillo: vos en primer lugar, antes que á todo, antes que á mi padre... si lo tuviera; luégo (indicando la puerta del castillo) á ese anciano abrumado bajo el peso de un pasado espantoso. Tierno y fuerte, triste abuelo de una familia horrible, en vos pone toda su alegría; en vos su último culto y su última antorcha, estrella que alborea en la puerta de su sepulcro. Yo, soldado, cuya frente se inclina al peso de la suerte, os bendigo á los dos, porque á vuestro lado lo olvido todo, y mi alma oprimida por una ley fatal, cerca de él se siente grande, y pura cerca de vos. Ahora veis todo mi corazón. Sí, lloro, y... estoy celoso. Poco há, Hatto os miraba y vos le mirabais á él, y yo sentía hervir mi sangre á borbotones y subir del corazón á la frente todo mi odio y cólera. Me contuve, pero debí haberlo echado á rodar todo. ¡Que no os amo! ¡Ah! Por un beso vuestro os daría yo toda mi sangre. Regina, decid al sacerdote que no ame á su Dios, al toscano sin dueño que no ame su ciudad, al marino en el mar que no ame la aurora después de las noches de invierno, al prisionero cansado de vivir que no ame la mano que le da su libertad; pero no me digáis que yo no os ame á vos, pues sois para mí más que la libertad y más que la luz. Soy vuestro sin reserva... bien lo sabéis vos, Regina. ¡Oh! las mujeres son siempre crueles y nada les agrada tanto como jugar con el alma y el dolor de un hombre. Pero perdonad; estáis enferma, y os hablo de mí, cuando debería acatar de rodillas vuestro febril delirio y besaros las manos dejándoos decirlo todo.

Regina.—Mi suerte, como la vuestra, Otberto, está llena de pesar. ¿Qué soy yo? Una huérfana. ¿Y vos? Un huérfano. Uniéndonos el cielo con infortunios comunes, hubiera podido hacer una felicidad de nuestros dos infortunios. Pero...

Otberto (cayendo de rodillas).—Pero yo te amaré, yo te adoraré, yo te serviré. Si tú mueres, yo moriré. Mataré á Hatto, si se atreve á disgustarte, y reemplazaré á tu padre y á tu madre. Sí, á los dos; como tu padre, tengo mi brazo; como tu madre, tengo mi corazón.

Regina.—¡Oh dulce amigo mío! Gracias. Veo toda vuestra alma que posee la voluntad de un gigante, y la ternura de una mujer. Pues bien, Otberto mío; con todo vuestro poder nada podéis hacer por mí.

Otberto (levantándose).—Sí.

Regina.—No, nada. No debéis disputarme á Hatto, no; mi prometido se apoderará de mí sin lucha ni querella, y vos, tan gallardo y bravo, no le venceréis, porque mi verdadero prometido es... el sepulcro. ¡Ah! Pues ya entro en esa profunda sombra, hago dos partes de lo mejor que tengo en este mundo: la una para el Señor, la otra para vos. Quiero, amigo mío, que pongáis la mano en mi frente y os digo cerca de mi hora suprema: Otberto, mi alma es de Dios; mi corazón es vuestro... os amo.

Eduvigis.—Alguien viene.

Regina.—Ven. (Se apoya en la nodriza y en su amado y se dirige hacia la puerta falsa. Allí se detiene y volviéndose dice:) ¡Oh! ¡Morir á los diez y seis años es horrible! Cuando hubiéramos podido vivir juntos, amantes, dichosos. Otberto mío, ¡quiero vivir! Escucha mi plegaria: no dejes que me hunda bajo esa fría piedra. Me causa horror la muerte. Sálvame por mi amor. ¿Podrías tú salvarme? Dí.

Otberto.—Vivirás. (Sale Regina con Eduvigis.) ¡Morir tú tan joven, tan bella y tan pura! Así hubiera de luchar con el demonio, vivirás, yo te lo juro. (Viendo á Guanhumara inmóvil en el fondo.) ¡Á propósito!

Escena IV

OTBERTO, GUANHUMARA


Otberto.—Guanhumara, tu mano... tengo necesidad de ti. Ven.

Guanhumara.—¡Tú! ¡Déjame!

Otberto.—Escúchame.

Guanhumara.—¿Vas á preguntarme otra vez por tu tierra y tu familia? Pues bien, lo ignoro. ¿Si tu nombre es Otberto? ¿si tu nombre es Yorghi? ¿Por qué ha pasado tu vida en el destierro? ¿Si fué en Córcega ó en Moldavia donde te encontré niño, desnudo, solo, en pos del sustento? ¿Por qué te aconsejé que vinieras á este castillo prohibiéndote que dijeras que me conocías? ¿Por qué, bien que Regina haya seducido al amo, conservo yo mi cadena al cuello, y en todo tiempo y lugar, como cumpliendo un voto, esta argolla en el pié? No quiero contestarte, nada he de decirte. Delátame si quieres. Pero no, tú no harás traición á la nodriza que te crió á sus pechos y te sirvió de madre; después de todo, tampoco le temo yo á la muerte. (Retirándose.)

Otberto (deteniéndola).—No es de mí de quien quiero hablarte. Dime, tú que lo sabes todo, Regina...

Guanhumara.—Morirá antes de un mes. (Retirándose.)

Otberto (deteniéndola).—¿Puedes salvarla?

Guanhumara.—¿Qué me importa á mí eso? (Como hablando consigo misma.) Si... cuando yo estaba en la India,... espantosa hasta para los leones, andaba errante por los bosques estudiando las yerbas, los venenos, los filtros supremos que tienen la virtud de resucitar á un muerto y que parezca muerto un vivo...

Otberto.—Contéstame. ¿Puedes salvarla?

Guanhumara.—Sí.

Otberto.—Por piedad; por Dios que nos está oyendo ¡oh Guanhumara! sálvala, cúrala.

Guanhumara.—Si ahora mismo, cuando contemplabas aquí á Regina, de repente hubiera entrado Hatto como una tempestad; si feroz y riéndose de rabia, la hubiera asesinado á tu vista y arrojado su cuerpo al torrente, que brama como un tigre ahí afuera; si agarrándote á ti con sus manos homicidas te hubiera llevado á la ciudad inmediata, con la argolla de esclavo al pié, desnudo y medio muerto, para venderte como cosa vil en el mercado; si á ti, soldado y libre, te hubiera vendido para que te condenaran al remo en los barcos del Tíber... Supón ahora que después de este día nefasto, la muerte os olvidó á los dos por muchos años;... si después de haberte arrastrado de playa en playa volvieras viejo de tan larga y ruda esclavitud ¿qué quedaría en tu corazón?

Otberto.—La venganza, la sed de sangre.

Guanhumara.—Pues bien: yo soy la venganza, el odio sanguinario, y voy, como ciego fantasma, al fin propuesto: tengo sed de sangre. ¿Qué me pides tú? ¿Que tenga piedad, que salve á los vivos? Me río pensando en ello. Dices que tienes necesidad de mí. ¡Qué imprudencia! ¿Y si helando de espanto tu corazón yo te dijera á mi vez que tengo necesidad de ti? ¿Y si te dijera que te he criado para mis proyectos y que retrocedo ante tu inocencia? Retrocede tú, pues, ante mi soledad y desventura. Acabo de contarte mi historia. ¡Qué infamia! Pero sólo mataron al amante; la mujer... era yo. El asesino vive aún, y tú puedes servir á mi designio. ¡Oh! ¡cuánto tiempo he gemido! Toda el agua de las nubes ha caído sobre mi cabeza y he llegado á ser horrible y formidable á fuerza de sufrir. Sesenta años he vivido de lo que causa la muerte, del dolor; hambre, miseria, destierro, abatían mi frente; he visto el Nilo, el Indo, el Océano, la tempestad, y las inmensas noches de los polos; se han marcado en mis carnes duras argollas de hierro; veinte amos diferentes me han echado á latigazos, miserable, enferma. Ahora todo acabó: ya no tengo nada de humano, ni siento nada aquí. (Llevándose la mano al corazón.) Soy una estatua y habito una tumba. Un día del mes pasado llegué entre dos luces á este castillo perdido y aún me admiro de que al rumor del huracán no oyeran mis piés de mármol en este suelo fatal. Pues bien, yo, cuyo odio nunca duerme, hoy, si quisiera, tendría en mis manos á mi enemigo: le tengo... basta que marque su hora con una sola palabra para que vacile, y con un solo paso, para que muera. ¿He de repetirlo? Tú eres el único que puedes facilitarme la venganza que quiero. Pero al llegar á este momento fatal me he dicho: No, no, sería horrible. Yo, próxima al infierno, me siento vacilar. No vengas á tentarme; porque si entráramos en tratos semejantes, te contaría cosas horribles. Dime ¿querrías sacar de la vaina tu puñal? ¿Querrías ser asesino, verdugo? ¡Te estremeces! ¡Débil corazón y débil brazo! Vete y déjame en paz.

Otberto (bajando la voz).—¿Qué exigirás de mí?

Guanhumara.—Guarda, guarda tu inocencia: márchate.

Otberto.—Por salvarla daría toda mi sangre.

Guanhumara.—Vete.

Otberto.—Hasta cometería un crimen.

Guanhumara.—Me tienta... ya veis que me tienta. Pues bien, te cojo la palabra. Vas á pertenecerme. En adelante, suceda lo que quiera, no pierdas el tiempo en rogarme. Mi alma está llena de sombras y el ruego se pierde en estas tinieblas. Ya te lo he dicho: no tengo piedad ni remordimiento, á no ver vivo al que ví muerto, á Donato á quien tanto amé. Y ahora escucha, te advierto al principio de este horrible camino por la última vez. Todo te lo he dicho. Es preciso matar á alguien, matar como en el cadalso, sin piedad ni perdón, á quien yo quiera y cuando quiera.

Otberto.—Prosigue.

Guanhumara.—Cada soplo que pasa empuja á Regina al sepulcro. Sin mí moriría irremisiblemente: yo sola puedo salvarla. Toma este pomo. Beba de él una gota cada noche y vivirá.

Otberto.—¡Gran Dios! ¿No me engañas? ¿Vivirá?

Guanhumara.—Escucha: si por virtud de este licor, la ves venir mañana á ti, como un ángel resucitado, con la luz de la salud en los ojos y la alegría en el corazón ¿me pertenecerás?

Otberto.—Dicho está.

Guanhumara.—Júralo.

Otberto.—Te lo juro.

Guanhumara.—La misma Regina me responderá de ti... ella pagaría tu perjurio. Bien lo sabes; conozco de antiguo esta morada, sé todos sus secretos y á todas horas puedo entrar en ella.

Otberto.—¿Dices que con ese licor se salvará?

Guanhumara.—Sí; piensa en tu juramento.

Otberto.—¿Se salvará?

Guanhumara.—Sí. Pero piensa en que ha de pertenecerme tu alma.

Otberto.—Dame ese licor y tómala.

Guanhumara (Entregándole el pomo.)—Hasta mañana.

Otberto.—Hasta mañana. (Sale la vieja.) ¡Gracias, mujer! Cualesquiera que sean tus proyectos, aceptados están, á trueque de salvar á Regina. Pero huyamos de aquí. (Deteniéndose en la puerta falsa.) ¡Oh! ¡Trágueme el infierno; pero... viva ella!

(Entra precipitadamente por la puertecita que cierra tras sí. Entre tanto óyense por el lado opuesto cantos y risas que al parecer se acercan, y luégo se abre la puerta principal de par en par.)

(Entran con ruidosa alegría los príncipes y burgraves conducidos por Hatto, coronados de flores, vestidos de seda y oro y con los vasos del festín en la mano. Hablan, beben y ríen por grupos, por entre los cuales circulan pajes con ánforas de vino, jarros de oro para el agua y bandejas cargadas de fruta. En el fondo partesaneros silenciosos é inmóviles. Músicos, trompetas, clarines, heraldos de armas.)

Escena V

LOS BURGRAVES

HATTO, GORLOIS, el duque GERARDO de Turingia, PLATÓN, GILISA, ZOAGLIO GIANNILARO, noble genovés; DARÍO, CADWALLA; LUPO, muy joven, como Gorlois. Otros burgraves y príncipes, personajes mudos; entre otros, UTHER, pendragón de los bretones, y los hermanos de Hatto y de Gorlois. Algunas mujeres engalanadas. Pajes, oficiales, capitanes.


El conde Lupo (Cantando.)

Frío es el invierno,
fuerte el aquilón,
y el cielo en los montes
la nieve cuajó.
Mas ¿qué importa el frío
si es fuego el amor?


Estoy condenado,
mi madre murió,
y al cielo me llama
del cura el sermón.
Mas ¿qué importa el cielo
do reina el amor?


Llamando á mi puerta
cerrada al temor,
Satán con sus diablos
también me llamó.
Los diablos me lleven
con vino y amor.

Gilisa (mirando por la ventana lateral á Lupo).—Conde, desde aquí se ve la puerta del burgo y el camino que sube á él.

Platón (examinando el local).—¡Qué desolación y qué vetustez!

Gerardo (á Hatto).—Diríase una habitación de espectros.

Hatto (Indicando la puerta.)—Allí está mi abuelo.

Gerardo.—¿Solo?

Hatto.—Con mi padre.

Platón.—¿Y qué has hecho para desembarazarte de ellos?

Hatto.—Harto vivieron ya. Ambos están locos. Más de dos meses hace que el abuelo no habla: preciso es que al fin la vejez lo acabe, pues tiene ya más de cien años... Ellos se han retirado... yo he debido ponerme en su lugar.

Giannilaro.—¿Pero lo cedieron de buen grado?

Hatto.—Casi, casi.

(Entra un capitán.)

Capitán (á Hatto).—Señor...

Hatto.—¿Qué ocurre?

Capitán.—El platero judío Pérez no ha pagado aún su rescate.

Hatto.—Que lo ahorquen.

Capitán.—Además, los mercaderes de Linz, cuyo miedo es grande, os piden cuartel.

Hatto.—Saqueadlos. Es país conquistado.

Capitán.—¿Y los de Rhens?

Hatto.—Saqueadlos también.

(Sale el capitán.)

Darío (á Hatto).—Tu vino es excelente, marqués.

(Bebe.)

Hatto.—¡Pardiez! Es de escarlata. La ciudad de Bingen, que me teme y lisonjea, me envía todos los años dos toneles.

Gerardo.—Pero es mejor tu novia Regina.

Hatto.—¡Oh! Cada cual se contenta con lo que tiene.

Gerardo.—¡Parece que está enferma!

Hatto.—No es nada.

Giannilaro (bajo á Gerardo).—Se está muriendo.

(Entra un capitán.)

Capitán (bajo á Hatto).—Mañana han de pasar por aquí unos mercaderes.

Hatto (alto).—¡Pues acechadlos! (Sale el capitán. Hatto continúa volviéndose á los príncipes.) Mi padre hubiera ido allá; yo me quedo aquí. En otro tiempo se guerreaba; ahora nos divertimos; antes imperaba la fuerza, ahora la astucia. El pasajero me maldecía, diciendo: «Hatto y sus hermanos causan terror en ese sombrío castillo, palacio misterioso rodeado de tempestades. Á los margraves y duques da festines Hatto y hace que los príncipes convidados sean servidos por príncipes cautivos.» Enhorabuena: la suerte es excelente. Me temen, me envidian, me maldicen y yo me río. Mi castillo lo arrostra todo. De la vida, hasta la hora de Satanás, hago yo un paraíso. ¡Como un cazador sus perros, suelto yo mis bandidos y vivo tan contento! Es bella mi futura, ¿eh? Á propósito, ¿no te casas tú con la condesa Isabel?

Gerardo.—No.

Hatto.—Pues tú le tomaste su ciudad el año último prometiéndole tu mano de esposo.

Gerardo.—No recuerdo... (Riendo.) ¡Ah! sí; me lo hicieron jurar por los Evangelios y... nada más. Dejo en libertad á la dama y conservo la ciudad. (Ríe.)

Hatto (Riendo.)—Y ¿qué dice á eso la dieta?

Gerardo (Id.)—La dieta calla, que es no decir nada.

Hatto.—¿Y tu juramento?

Gerardo.—¡Bah!

(Sigue riendo.)

(En esto la puerta de la derecha se ha abierto dejando ver los primeros peldaños de una escalera en que han aparecido dos ancianos, el uno de más de sesenta años y el otro mucho más viejo. Los dos visten camisa de hierro, espada al cinto y encima una cimarra blanca, forrada de rico tisú, el uno, y el otro una gran piel de lobo, cuyas fauces se ajustan á su cabeza.—Detrás del más viejo, de pié é inmóvil, un escudero de larga y blanca barba, vestido de hierro, y alzando por encima del anciano una bandera negra sin escudo.—En la sombra, más adentro, se vislumbran otros dos escuderos vestidos también de hierro como sus señores, y con barbas igualmente largas y blancas. Estos escuderos traen en coginetes de terciopelo rojo los dos cascos de los ancianos, grandes morriones de forma extraordinaria cuyas cimeras figuran fauces de animales fantásticos.—Los dos ancianos escuchan en silencio: el menos viejo apoya la barba en ambas manos y estas en el mango de una enorme hacha de Escocia.—Otberto, con los ojos bajos, está cerca del más viejo que apoya el brazo en su hombro.—Los convidados no echan de ver la presencia de los nuevos personajes.)

Escena VI

Los mismos, JOB, MAGNO, OTBERTO


Magno.—En otro tiempo, los juramentos que se hacían en la noble Alemania, eran de acero, recios y lucientes como nuestra armadura, que no se mellaba sin lucha ni batalla; con ella se medía la estatura de un hombre; colgábala el noble á la cabecera de su cama, y aun mohosa era buena y servía. Muerto el valiente, dormía en su fosa humilde, cubierto con su juramento como con su armadura, y el tiempo que roe los vestidos de los muertos, consumía aquella, nunca el juramento. Pero hoy la fe, el honor y las palabras han tomado el nuevo giro de las modas españolas. ¡Oropel! ¡Seda!... Un juramento con testigos ó sin ellos, dura lo que un jubón, y á veces menos; se rompe pronto y no es ya sino un harapo incómodo que se tira diciendo: ¡Moda vieja!

(Todos se han vuelto con estupor al oir las palabras de Magno. Pausa de imponente silencio.)

Hatto.—Señor...

Magno.—Mucho ruido estáis haciendo, muchachos. Dejad á los viejos meditar en las sombras y el silencio. El resplandor de los festines hiere nuestros severos ojos. Los viejos chocaban las espadas; vosotros, gente moza, chocad los vasos; pero lejos de nosotros.

Hatto.—Señor... (Viendo vueltos los retratos.) Pero ¿qué veo? ¿Quién, padre, ha tenido la audacia de volver los retratos?

Magno.—Yo.

Hatto.—¿Vos?

Magno.—Sí.

Hatto.—Pero, padre...

Gerardo (á Hatto).—Se chancea.

Magno.—Los he vuelto para que no vieran la vergüenza de mis hijos.

Hatto (con cólera).—Barbaroja castigó á su tío Luís por una afrenta menos grave. Pues que se me tienta...

Magno (con desdeñoso tono).—Me parece que se ha hablado de Barbaroja; me parece que se le ha alabado... ¡Que delante de mí no se vuelva á pronunciar ese nombre!

Lupo (riendo).—¿Qué os ha hecho para proscribirle así?

Magno.—¡Oh, mayores nuestros! Permaneced velados. ¡Qué me ha hecho! ¿Quién habló así? ¿el condesillo de Mons? Baja las orillas del Rhin, desde el lago hasta los Siete Montes, y cuenta los castillos derruídos á una y otra margen. ¡Qué me ha hecho! Nuestras hermanas y nuestras hijas cautivas; patíbulos imperiales levantados para cuervos y buitres, sobre nuestros peñascos y con las piedras de nuestras torres; asaltos, pillaje y carnicería, todo lo hemos sufrido... argollas y cadenas de esclavitud al cuello de nuestros mejores caballeros... He aquí lo que me ha hecho y lo que os ha hecho á vosotros. Treinta años bajo el poder del César que triunfaba siempre, el incendio y el destierro, los hierros, los jueces, los calabozos, los tormentos... Sí, todo esto padecimos nosotros; como judíos, ¡gran Dios!, como esclavones pasamos por aquella grande afrenta, por aquella gran victoria suya, y nuestros degenerados hijos no saben esa historia. Todo cedía ante él. Cuando Federico primero, enmascarado, pero cubierto de oro desde la cabeza hasta los piés, surgiendo sobre una brecha inflamada, arrojaba su guantelete á nuestro ejército, todo temblaba y todo huía de espanto. Sólo mi padre un día cortándole el paso en un estrecho patio, con un hierro candente le marcó el brazo derecho. ¡Oh recuerdos! ¡Oh tiempos! Todo pasa y se desvanece. El rayo se apagó en nuestros ojos, los barones cayeron, los burgos cubren de ruinas las llanuras, de todo el bosque no queda más que un roble, y ese roble sois vos, ¡oh padre venerado! ¡Barbaroja! ¡Mal haya su nombre aborrecido! Nuestros blasones están ocultos bajo la yerba; el Rhin corre deshonrado entre ruinas. Pero yo os vengaré, y esta será mi grandeza; sin tregua, sin piedad, sin perdón, en él, si no ha muerto, y si murió, en su raza. Plegue á Dios que antes de caer en el sepulcro se alivie mi corazón, ¡y no muera antes de haberme vengado! Porque para tener en fin esta suprema alegría, para salir de la tumba y caer sobre mi presa, para volver á la tierra después de mi muerte, creed que he de hacer algún esfuerzo execrable. Sí, quiera ó no quiera Dios, con la frente alta y firme el corazón, quiero romper la puerta que me encierre, sea la del paraíso, sea la del infierno, con este puño de hierro. (Pausa.) ¿Qué he dicho, anciano solitario?

(Se abisma en su pensamiento. Poco á poco renace la alegría entre los convidados, circula el vino y resuenan las risas. Los dos ancianos parecen dos estatuas.)

Hatto (bajo á Gerardo).—La edad les ha turbado la razón.

Gorlois (bajo á Lupo).—Un día estará mi padre como ellos y yo haré lo que él.

Hatto (á Gerardo).—Pero todos nuestros soldados le son afectos y...

(Gorlois y algunos pajes se han acercado á la ventana y miran afuera.)

Gorlois.—¡Ah! Padre, ven á ver á ese viejo de blanca barba.

Lupo (corriendo á la ventana).—¡Con qué lentitud sube la cuesta!

Giannilaro.—Viene muy fatigado.

Lupo.—El viento silba en los agujeros de su capa.

Gorlois.—Parece que pide hospitalidad en el castillo.

Gilisa.—Algún mendigo.

Cadwalla.—Ó algún espía.

Darío.—¡Cuidado!

Hatto (en la ventana).—Echadme lejos de aquí á pedradas á ese miserable.

Lupo, Gorlois y los pajes (tirando piedras).—Afuera, perro, afuera.

Magno (Como despertándose.)—¡Dios poderoso! ¡En qué tiempos vivimos! ¡Se echa y apedrea á un anciano que suplica! (Encarándose con todos.) En mi tiempo teníamos también nuestras locuras, nuestros festines y canciones. Éramos al fin jóvenes. Pero cuando un anciano vencido por la edad y por el hambre, venía á tender su yerta mano en medio de un banquete, cesaba el vaniloquio y luégo al punto se le daba una buena moneda y un buen vaso de vino. Después volvíamos á nuestro júbilo, porque el anciano seguía confortado y alegre su camino. Por lo que hacíamos nosotros, juzgad de lo que vosotros hacéis.

Job (enderezándose y tocando á Magno en el hombro).—Callad, joven. En mi tiempo, cuando bebíamos en nuestros festines cantando más recio que vosotros al rededor de un buey entero puesto en una fuente de oro, si sucedía que un anciano pasaba por la puerta, pobre, andrajoso y suplicante, iba á buscarlo una escolta. Luégo que entraba, se tocaban los clarines, se levantaban los barones, los mozos se inclinaban sin hablar, sin cantar, sin sonreir siquiera, así fueran príncipes del sacro Imperio; y los ancianos tendían la mano al desconocido diciéndole: «¡Señor, bien venido seáis!» (Á Gorlois.) Vé á buscar al forastero.

Hatto (inclinándose).—Pero...

Job.—¡Silencio!

Gerardo.—Excelencia...

Job.—¿Quién se atreve á hablar, cuando yo he dicho «¡silencio!»? (Todos retroceden y callan. Gorlois obedece.)

Otberto (aparte).—¡Bien, conde! ¡Oh viejo león! contempla con asombro á estos odiosos tigres que descienden de ti; pero si al fin te hacen algún agravio, sacude tu melena y estremézcanse todos.

Gorlois (volviendo).—Señor, ya sube.

Job (á los príncipes que permanecen sentados).—¡De pié! (Á sus hijos.) ¡Á mi lado! (Á Gorlois.) ¡Aquí! (Á los heraldos y trompetas.) Tocad como si entrara un rey.

(Entra por la puerta del fondo un mendigo casi tan viejo como el conde Job; su blanca barba le llega á la cintura. Viste túnica parda con capucha y una capa también parda y derrotada. Trae descubierta la cabeza, un rosario pendiente de la cuerda con que se ciñe, y calzado de cáñamo, sin medias. Detiénese en el fondo apoyado en su nudoso báculo. Los partesaneros le saludan y suenan de nuevo los clarines. Guanhumara aparece en el piso superior y asiste á la escena.)

Escena VII

Los mismos, UN MENDIGO


Job (de pié en medio de sus hijos, al mendigo inmóvil).—Quienquiera que seáis ¿habéis oído decir que hay en el Tauno, entre Colonia y Espira, sobre enormísima roca, un castillo, famoso entre todos los castillos, y en él un burgrave, famoso entre todos los burgraves? ¿Sabéis que este príncipe sin leyes, cargado de atentados y de hazañas, excluído del sacro Imperio por la dieta de Francfort, y de la santa iglesia por el concilio de Pisa, aislado, excomulgado, pero de pié todavía en su montaña y firme en su voluntad, persigue, provoca y bate al conde palatino, al arzobispo de Tréveris, y que con pié seguro y de sesenta años atrás, viene rechazando la escala del imperio puesta en sus muros? ¿Sabéis que protege á todos los valientes, hace del rico un pobre y del amo un esclavo y que por encima de los duques, reyes y emperadores, á vista de Alemania, víctima y presa de ellos, enarbola en su torre, como un reto de odio, cual fúnebre llamamiento á los encadenados pueblos, una bandera negra, formidable girón siempre agitado al soplo de las tempestades? ¿Sabéis que cuenta ya un siglo y arrostrando la ira del cielo y del destino desde que se alzó sobre su roca, ni la guerra arrancando los castillos, ni César furioso, ni Roma omnipotente, ni el peso de los años, nada en fin, ha podido vencer, ni domar al viejo titán del Rhin, Job el excomulgado? ¿Sabéis todo eso?

Mendigo.—Sí.

Job.—Pues estáis en casa de ese hombre. ¡Bien venido, señor! Yo soy el que llaman Job el Maldito. Este es mi hijo... Estos los hijos de mi hijo, que valen menos que nosotros. Así es engañada á menudo nuestra esperanza. Ahora bien, tengo la vieja espada de mi difunto padre, por mi espada un nombre terrible, y por parte de mi madre este castillo. Nombre, espada y castillo, todo es vuestro, huésped mío. Ahora habladnos libremente y en alta voz.

Mendigo.—Príncipes, condes, señores, yo os saludo, y á vosotros también, esclavos. Escuchadme: si todo es reposo en lo hondo de vuestras almas, si meditando en lo pasado nada turba vuestros corazones, puros, como el cielo es azul, vivid, reíd, cantad... si no pensad en Dios. Mozos, ancianos de grandes y altos destinos, vosotros coronados de flores, vosotros coronados de canas, si hacéis mal á la faz del cielo, mirad adelante y sed prudentes. Son breves y dudosos nuestros instantes: la vejez amaga á los unos; el sepulcro á los otros. Así pues, gente moza, orgullosa de vuestro poder y fuerza, pensad en los ancianos; y vosotros, ancianos, pensad en los muertos; sed, sobre todo, hospitalarios: la hospitalidad es la más dulce ley. Cuando se rechaza á un pasajero ¿se sabe á quién se rechaza? ¿Se sabe de dónde viene? Sea sagrado el pobre para vosotros, siquiera seáis reyes. Á las veces, Dios, que de un soplo arranca y barre los centenarios robles, llena de acontecimientos, de relámpagos y truenos la mano que un mendigo oculta bajo sus andrajos.

Parte segunda. El mendigo

LA SALA DE LAS PANOPLIAS

Á la izquierda una puerta. En el fondo una galería almenada que permite ver el cielo. Paredes de basalto desnudas. Armaduras completas en los pilares. Al levantarse el telón, el mendigo está de pié en el proscenio, apoyado en su báculo y como poseído de dolorosos pensamientos.

Escena I

EL MENDIGO, solo


Ha llegado el momento de dar este gran golpe. Todo podría salvarse; pero es preciso arriesgarlo todo... ¿Qué importa, si Dios me ayuda? ¡Alemania! ¡oh patria mía! ¡cómo han degenerado tus hijos! y qué maltratada te encuentras después de este largo destierro. Han matado á Felipe, expulsado á Ladislao, envenenado á Enrique y vendido á Corazón de León como hubieran vendido al mismo Aquiles. ¡Qué abatimiento tan profundo! No hay ya unidad; se deshacen los nudos de los Estados. Veo en este país, tierra de bravos cuando Dios quería, loreneses, flamencos, sajones, moravos, franceses, bávaros... y... ni un solo alemán. El oficio de cada uno es cómodo en verdad: el fraile canta, predica el sacerdote, el paje lleva la lanza de su señor, el barón saquea y el rey duerme. Los que no pillan no saben más que gemir, y temblando como en tiempo de los emperadores sálicos, adorar un relicario y besar santas reliquias. Son feroces, ó cobardes; viles ó malvados. El conde palatino, como escudero trinchante tiene el primer voto en el colegio de Tréveris, y lo vende; se desconoce la tregua de Dios, y el rey de Bohemia, ¡un eslavo! es elector. Todos aspiran á engrandecerse; por todas partes impera la fuerza, el horror, la violencia. La reja del arado viéndose pisoteada, se transforma en cuchilla; las hoces van á la guerra abandonando las mieses. El incendio prende por doquiera: entonando sus cantares, todo gitano que pasa por la puerta de una cabaña, oculta bajo su capa su pedernal y eslabón. Los vándalos han tomado á Berlín. ¡Ah, qué cuadro! Los paganos en Dantzig, los mogoles en Breslau... Todo esto invade mi espíritu en tropel. ¡Oh vergüenza! Todo está muerto, país, ciudades, aldeas, recursos... ¿Cómo se acabará la aguja de Strasburgo? ¿Quién llevará el pendón de las ciudades? Alguno de los judíos enriquecidos en las guerras civiles. ¡Oh abyección!... El imperio tenía grandes pilares, Holanda, Luxemburgo, Cléveris, Gueldres, Juliers... y cayeron. ¿Qué fué de Polonia? ¿Qué fué de Lombardía? para defendernos el día de una invasión atrevida, sólo tenemos á Ulma y Augsburgo cerradas con malas estacas: la obra de Carlomagno y de Otón el Piadoso no existe ya. Bórrase al occidente nuestra frontera, porque la alta Lorena es de los condes de Alsacia y la baja de los condes de Lovaina. La Orden Teutónica ha muerto: apenas quedan á Gauvain veintiocho caballeros y cien escuderos de armas... Á la vez, amenaza Dinamarca, agita Inglaterra á güelfos y gibelinos, hace traición la Lorena, ruge el Brabante, se enciende Turín, Felipe Augusto crece, Génova quiere dinero, continúa el entredicho, el Padre Santo vacila... ¡Oh Dios! ¡Y ni un caudillo ante tales y tantas complicaciones! Los electores dispersos, ahondando más y más la herida, coronan cada cual por su lado, á quien le paga, y como el que muere descuartizado por cuatro caballos, de Amberes á Ratisbona y de Lubeck á Spira, tiran del imperio cuatro emperadores. ¡Alemania! ¡Alemania!...

(Inclina la cabeza y sale pausadamente por el fondo, perdiéndose entre los arcos de la galería. Otberto que apareció algunos momentos antes, le sigue con la vista. Regina, radiante de salud y de dicha, entra por el fondo sin encontrarse con el mendigo.)

Escena II

OTBERTO, REGINA


Otberto (con júbilo).—¡Regina! ¿Es posible? ¿Sois vos?

Regina.—¡Otberto! ¡Ya vivo, ya hablo, ya respiro! Ya no padezco ni me derrito, soy feliz y os pertenezco.

Otberto (contemplándola).—¡Oh dicha!

Regina.—Esta noche he dormido y no he tenido fiebre. Si hablaba, sólo vuestro nombre entreabría mis labios. ¡Qué sueño tan dulce! Cuando la luz del sol me ha despertado, me pareció que nacía á nueva vida. Los alegres pajarillos cantaban en mi ventana, las flores se abrían enviando al cielo sus aromas, yo me sentía llena de júbilo, y buscaba con la vista lo que me enviaba un aliento tan puro y llenaba mi alma de tan dulces armonías, y arrasados de lágrimas los ojos decía para mí: «Yo soy el canto de los pájaros, y el aroma de las flores, yo.» Otberto, Otberto mío, te amo. (Se echa en sus brazos sacándose del seno el pomo.) Este licor es la vida. Tú me has dado la salud, tú me has arrancado á la muerte. Ahora defiéndeme de Hatto.

Otberto.—¡Regina, hermosa mía! ¡Oh! yo sabré acabar mi obra. Pero no me admires; yo no tengo valor, no tengo virtud; sólo tengo amor. Vives tú y veo ya nueva luz; vives, y siento en mí como una nueva alma. Pero mírame. ¡Dios mío! ¡qué hermosa está! ¿No padeces?... ¿de veras?

Regina.—Nada absolutamente: estoy ya buena.

Otberto.—¡Bendito seáis, Dios mío!

Regina.—¡Bendito tú también, Otberto! (Permanecen abrazados y en silencio. Luégo y de pronto se desase Regina y dice:) ¡Ah! El buen conde Job me está esperando. Bien mío, adiós. Sólo quería decirte que te amo.

Otberto.—¿Volverás?

Regina.—Muy luégo.

Otberto.—¡Gracias, Dios mío, gracias! Regina vive.

(Aparece en el fondo la siniestra figura de Guanhumara.)

Escena III

OTBERTO, GUANHUMARA


Guanhumara (poniéndole la mano en el hombro).—¿Estás contento?

Otberto (con espanto).—¡Ah! ¡Guanhumara!

Guanhumara.—Ya lo ves: te he cumplido mi promesa.

Otberto.—Yo cumpliré mi juramento.

Guanhumara.—¿Sin piedad?

Otberto.—Sin flaqueza. (Aparte.) Después... me suicidaré.

Guanhumara.—Te esperaré á media noche.

Otberto.—¿Dónde?

Guanhumara.—Frente la torre de la bandera negra.

Otberto.—Es un sitio pavoroso por donde nadie pasa. Dicen que la roca conserva siniestra huella.

Guanhumara.—Un rastro de sangre que desde una ventana desciende por el muro hasta la orilla del torrente.

Otberto (con horror).—¡Sangre!... Ya lo ves: la sangre mancha y quema.

Guanhumara.—La sangre lava también y apaga la sed.

Otberto.—Ea, pues: manda á tu esclavo. ¿Á quién encontraré en el sitio designado?

Guanhumara.—Á un encubierto, solo.

Otberto.—¿Qué más?

Guanhumara.—No hay sino seguirle.

Otberto.—En buen hora.

(Guanhumara le arrebata el puñal y mirándole con ojos fulgurantes exclama:)

Guanhumara.—¡Oh Cielos! ¡oh profundidades sagradas! ¡triste serenidad de las azules bóvedas! ¡Oh noche cuya tristeza tiene tanta majestad! Y tú, que en mi largo destierro me acompañaste siempre, vieja argolla de mi cadena, sedme testigos. Y vosotros, muros, torres, encinas que derramáis sombras sobre los pasos del viajero, oídme: ¡Yo, yo condeno á morir bajo este cuchillo vengador á Fosco, barón de los bosques, de las rocas y de los llanos; sombrío como tú, noche; viejo como vosotras, encinas!

Otberto.—¿Quién es Fosco?

Guanhumara.—El que ha de morir por tu mano. (Le devuelve el puñal.) Hasta media noche.

(Sale por la galería del fondo sin ver á Job ni á Regina que entran por el lado opuesto.)

Otberto.—¡Cielos!

Escena IV

OTBERTO, REGINA, JOB


(Entra corriendo Regina y se vuelve luégo hacia Job, que la sigue lentamente.)

Regina.—Sí, sí; ya puedo correr. Ved, señor. (Á Otberto preocupado.) Somos nosotros, Otberto.

Otberto.—Condesa... Señor.

Job.—Esta mañana sentía aumentarse mi melancolía; lo que el mendigo nos dijo ayer, pasaba por mi cabeza á cada instante como un relámpago. (Á Regina.) Después pensaba en ti, á quien veía moribunda; en tu madre, sombra triste que vaga entre nosotros. (Á Otberto.) Cuando de pronto entra en mi aposento esta niña, fresca, sonrosada, alegre... Pero ¡qué milagro! Yo, al verla, río y lloro y vacilo. Vamos á dar las gracias á Otberto, me dice. Vamos, contesto yo. Y hemos atravesado el desierto castillo y...

Regina.—Y vednos corriendo á los dos.

Job.—Pero ¿qué misterio es éste? ¿Cómo se ha curado mi Regina? No me lo ocultes. ¿Qué has hecho para salvarla?

Otberto.—Señor, todo se ha obrado por la virtud de un filtro, de un secreto que me ha vendido una esclava de aquí.

Job.—Esa esclava es libre. Le doy además cien libras de oro... campos... viñas. Perdono á los condenados á muerte que gimen en este burgo y concedo la franquicia á mil campesinos á elección de Regina. (Tomándolos de las manos.) Mi corazón está henchido de júbilo. Me gusta veros así. Pero... (Da unos pasos y queda pensativo.) Es verdad... estoy maldito y solo y... soy viejo. ¡Oh dolor! Oculto vivo en el castillo que habitan mis mayores, y aquí, taciturno, inmóvil, triste, sombrío, miro pensativo en torno de mí y... ¡ay! ¡qué negro me parece todo!... Tiendo á lo lejos la vista sobre Alemania y no veo más que envidiosos, tiranos, verdugos, compitiendo en insensatez é iniquidad. ¡Pobre país, empujado hacia el abismo por cien brazos... caerá al fin en él; caerá, si Dios no envía algún gigante que le tienda la mano! Me aflijo en esta consideración. Miro mi raza, mi casa, á mis hijos... Y ¿qué veo? Odio, bajeza, procacidad... Hatto contra Magno; Gorlois contra Hatto; ya bajo el lobo enseña los dientes el lobezno. Mi raza me da miedo. Miro en mí mismo, en mi vida, y ¡oh Dios! palidezco y tiemblo, pues cada recuerdo que evoco espantado, se reviste de horrible aspecto al pasar ante mis ojos. Sí, todo es negro. Demonios en mi patria, monstruos en mi familia y espectros en mi alma. Por eso, cuando mi turbada vista que sigue la triple visión de esta triple sombra, buscando la luz y á Dios, se levanta al fin, tengo necesidad de veros cerca de mí como dos puros rayos, como dos apariciones en la puerta del infierno, á vosotros, niños cuya frente brilla con tanta claridad; á ti, bravo mozo, y á ti, casta doncella, que parecéis, cuando convertís á mí los ojos, dos ángeles indulgentes inclinados sobre Satanás.

Otberto.—Señor...

Regina.—¡Por Dios!...

Job.—Hijos, quiero estrecharos á los dos entre mis brazos. (Á Otberto.) Tu mirada es sincera; se reconoce en ti al caballero fiel á su palabra, como el águila al sol, como el acero al imán... Todo lo que este mozo ofrece, eso cumple. (Á Regina.) ¿No es verdad?

Regina.—Le debo la vida.

Job.—Antes de mi caída, era yo como él: grave, puro, casto y bien templado como una virgen, como una espada. (Va á la ventana.) ¡Ah! Este aire es grato, el cielo sonríe y el sol alienta. (Volviendo.) Regina mía, este noble semblante (Indicando á Otberto) me recuerda á un niño... mi último hijo. Cuando Dios me lo dió, me creí perdonado. Pronto hará veinte años. Un hijo en mi vejez. ¡Qué dón del cielo! Sin cesar iba á su cuna y hasta cuando estaba durmiendo le hablaba muchas veces, porque los viejos nos volvemos niños. Por la noche le sentaba en mis rodillas y... te hablo de un tiempo... tú no habías nacido aún. Aunque apenas tenía un año, balbuceaba ya graciosamente algunas palabras; tenía mucha inteligencia y me conocía muy bien. Y reía; y cuando le veía reir yo, ¡pobre anciano, sentía un sol en el corazón! Yo quería hacer de él un valiente, un vencedor: habíale puesto el nombre de Jorge. Un día... ¡amargo recuerdo! estaba el niño jugando en el campo y... ¡Oh! cuando seas tú madre, no pierdas de vista nunca á tus hijos... ¡Me lo robaron! Unos judíos, una gitana... ¿Para qué? ¡Horror! ¡Para degollarlo en sus aquelarres! Lloro desde hace veinte años, como desde el primer día. ¡Ah! ¡Le amaba tanto!... Era mi reyezuelo; yo estaba loco, ebrio con él, y sentía en mí todo lo que siente un alma abierta al cielo, cuando sus manecicas tocaban mi blanca barba. No he sabido más de él y... el corazón se me parte. Ahora tendría tu edad y tu hermosa frente y sería inocente como tú. ¡Oh! sí. Á veces digo para mí, cuando te miro: «¡Es él!» (Le abraza. Guanhumara aparece en el fondo y observa con cautela.) Por un milagro extraño y piadoso á la vez, tu candor, tu porte, tus ojos, tu voz, todo en ti, recordándome aquel hijo perdido, hace que lo tenga presente y que no lo olvide. Sé tú mi hijo.

Otberto.—Señor...

Job.—Sí, sé mi hijo. Tú, honrado mozo, de oscuro linaje, ya lo sé, y huérfano, pero gran corazón que persigue una noble quimera, ¿sabes lo que quiero decirte cuando te digo que seas mi hijo? Pues quiero decirte... escuchad los dos... que pasar el día al lado de un pobre anciano ya á las puertas del sepulcro, y vivir como en prisión desde la mañana hasta la noche, cuando la moza es bella y buen mozo el galán, sería odioso y hasta fuera del orden natural, si no pudieran por encima del anciano, que bien comprende el juego, mirar y sonreir y hacerse alguna seña. Y digo que el anciano es sensible á vuestro amor; que veo con buenos ojos que os amáis, y os echo la bendición.

Regina y Otberto (con júbilo).—¡Ah!

Job.—Yo quiero acabar de curarte. Tu madre era sobrina mía, y al morir te dejó bajo mi guarda y cuidado. ¡Ay! he visto desaparecer como ella siete hijos, los más valientes acaso; Jorge mi último hijo, mi última mujer y todo lo que amaba. Estos pesares guarda el tiempo á los que viven mucho... Tú, á lo menos, sé feliz. Hijos, yo os uno en el amor, porque Hatto... Hatto deshojaría mi pobre flor querida. Cuando estaba para espirar tu madre, le dije: Muere en paz, tu hija es ya mi hija, y si fuere menester daría mi sangre por ella.

Regina.—¡Oh! ¡Padre mío!

Job.—Se lo juré. (Á Otberto.) Tú, hijo, vé, crece, pelea. No tienes nada, pero yo te daré en dote mi feudo de Kammerberg, dependiente de mi burgo de Heppenheff. Vé, pues, como fueron Nemrod, César, Pompeyo... Yo de mí sé decir que tengo dos madres: mi madre natural y mi espada; soy bastardo de un conde, pero hijo legítimo de mis hazañas. Hay que hacer lo que yo hice... (Aparte.) ¡Ah! Menos mi crimen. (Alto.) Hijo, sé valiente y honrado. Hace ya tiempo que llevo entre cejas este casamiento. Bien puede emparentar el franco arquero Otberto, con Job, franco caballero. Tú dirías para ti: Siempre he de ser ¡qué vergüenza! el perro del viejo león, el paje del anciano conde, sujeto á su lado mientras viva. No; te quiero mucho, hijo; mas por ti, no por mí. ¡Oh! los viejos no son tan malos como se cree. Ea, arreglemos esto. Yo le temo á Hatto. ¡Silencio! Nada de rompimiento aquí; saldría á relucir el puñal. (Bajando la voz.) Mi palacio se comunica con los fosos del castillo, y yo tengo las llaves. Esta noche, con buena escolta, partiréis los dos: lo demás te toca á ti.

Otberto.—Pero...

Job (sonriendo).—¿Rehusas?

Otberto.—¿Cómo he de rehusar, señor, si me ofrecéis el paraíso?

Job.—Entonces, haz lo que te digo. ¡Mucha reserva! Y luégo á la puesta del sol huyes, y quedo yo al cuidado de evitar que te persiga Hatto, y os casaréis en Caub. (Guanhumara, que lo ha oído todo, sale.) Ahora, hijos míos, decidme que sois felices. Yo voy á quedarme solo...

Regina.—¡Padre mío!

Job.—¿Qué será de mí cuando hayáis partido, cuando mis males me abrumen otra vez? Porque, blanca paloma, después de un momento de alivio, el peso recae sobre mí otra vez. (Á Otberto.) Gunther, mi capellán, os seguirá de cerca, y espero que todo salga á pedir de boca. Después volveréis á verme un día. No lloréis... dejadme entero mi valor. Sois felices y... cuando se ama á vuestra edad, ¿qué importa un anciano? ¡Ah! Tenéis veinte años; yo... Dios no puede querer que yo padezca ya mucho. (Á Otberto.) Conque esperadme aquí. Tú conoces bien la puerta ¿eh? Voy á traerte las llaves.

(Sale por la puerta de la izquierda.)

Escena V

OTBERTO, REGINA


Otberto.—¡Santo cielo! Todo se confunde en mi turbado espíritu. ¡Huir con Regina, huir de este siniestro burgo!... ¡Oh! si estoy soñando, no me despertéis, por piedad. ¿Conque es verdad, alma mía, que me perteneces? Huyamos sin aguardar á la noche; huyamos desde luégo. ¡Ah! ¡Si pudieras tú saber!... Allá el edén radiante... detrás de mí el abismo. Huyo hacia la felicidad; huyo delante del crimen...

Regina.—¿Qué estás diciendo?

Otberto.—No, no temas nada; huiré... Pero mi juramento ¡gran Dios! Regina, he jurado... ¿Qué importa? Huiré, me escaparé... Dios mío, juzgadme. Ese anciano es tan bondadoso como augusto, y debo obedecerle en todo. Ven, partamos: todo nos favorece y nada puede impedir nuestra fuga.

(Durante estas últimas palabras Guanhumara ha vuelto por la galería del fondo conduciendo á Hatto que ve á los amantes abrazados. Hatto hace una seña y se acercan tras él los príncipes, burgraves y soldados. El marqués les indica los amantes, los cuales no echan de ver nada en su amoroso éxtasis. Al volverse Otberto para salir con Regina, se alza el celoso Hatto ante él. Guanhumara ha desaparecido.)

Escena VI

OTBERTO, REGINA, HATTO, MAGNO, GORLOIS, los BURGRAVES, los PRÍNCIPES, GIANNILARO, SOLDADOS, luégo el MENDIGO, luégo JOB


Regina.—¡Hatto!

Otberto.—¡Ah!

Hatto.—Arqueros, prended á este hombre y á esta mujer.

Otberto (sacando su espada y teniendo á raya á los soldados).—Marqués Hatto, sé que eres un infame, un traidor, un impío abominable y bajo. Quiero saber ahora si se encuentra en tu corazón el miedo, fango vil que deja siempre el vicio. Sospecho que eres un cobarde, y que todos estos señores, mejores que tú, van á tener ocasión de verlo. Yo represento aquí, por su elección soberana, á Regina, doncella noble y condesa del Rhin, que á ti te rechaza y me ama á mí. Hatto, yo te desafío á pié con toda suerte de armas, en campo cerrado, sin dilación, sin cuartel, á cara descubierta, á la orilla del río, á donde se arrojará al vencido. Mata ó muere. (Regina cae desmayada y se la llevan sus doncellas. Otberto corta el paso á los arqueros que intentan acercársele otra vez.) ¡Cuenta con dar un paso! Hablo á estos señores. Escuchad todos, duque de Turingia, pendragón de Bretaña, barones y marqueses y burgraves, yo abofeteo á vuestra vista á este barón é invoco aquí para castigarlo el derecho de franco arquero ante vosotros.

(Tira su guante al rostro de Hatto. Entra el Mendigo y se confunde con los circunstantes.)

Hatto.—Te he dejado hablar, y sabe Dios que mi espada tiembla aún en su vaina. Ahora te digo: ¿quién eres tú,... tan bravo? ¿Eres hijo de rey, duque, conde ó margrave para que así te atrevas á retarme? Dime siquiera tu nombre. Pero ¿lo sabes tú tampoco? Te llamas el arquero Otberto. (Á los señores.) Miente. (Á Otberto.) Mientes. Tu nombre no es Otberto. Yo voy á decirte de dónde vienes y lo que vales. Tu nombre es Yorghi Spadaceli. No eres ni siquiera hidalgo. Tu abuelo era corso y eslava tu madre. Mira si te conozco: eres un vil falsario, esclavo é hijo de esclava. ¡Atrás! (Á los otros.) Si alguno de vosotros quiere batirse por él, acepto el desafío, á brazo partido, aquí, en la avenida, puñal en mano y á pecho descubierto. Pero, tú, vil aventurero, escapado de los hierros, vé á tirar tu guante á los criados.

(Le da con el pié al guante de Otberto.)

Otberto.—¡Miserable!

El Mendigo (á Hatto).—Marqués, tengo noventa y dos años, pero yo os haré frente. Una espada.

(Tira su báculo y toma una espada de una panoplia.)

Hatto (riéndose).—Faltaba un bufón á este paso de comedia, y aquí está ya, señores. ¿De dónde sale tan digno defensor? Hemos pasado del gitano al mendigo. ¿Tu nombre?

El Mendigo.—Federico de Suabia, emperador de Alemania.

Magno.—¡Barbaroja!

(Asombro y estupor. Apártanse todos formando una especie de círculo al rededor del Mendigo, que saca de entre sus andrajos una cruz pendiente de su cuello y la levanta con la mano derecha teniendo la otra sobre la espada hincada en el suelo.)

Mendigo.—He aquí la cruz de Carlomagno. (Pausa.) Yo, Federico, señor del monte en que nací, rey electo de los romanos, emperador coronado, rey de Borgoña y de Arlés, portaestandarte de Dios, profané el sepulcro en que duerme Carlomagno. Pero hice penitencia; he pasado veinte años en el desierto orando y gimiendo de rodillas, viviendo del agua del cielo y de las yerbas de las rocas. Fantasma de que huían con espanto hasta los pastores, el mundo entero me ha creído entre los muertos. Pero oigo la voz de mi patria que me llama y salgo de las sombras á que voluntariamente me había desterrado. Tiempo es ya de levantar la cabeza. ¿Me reconocéis?

Magno (acercándose).—Tu brazo, César.

Mendigo.—¡Ah! ¿buscas la marca del hierro candente que me hizo uno de vosotros? Hela aquí.

(Presenta el brazo á Magno, que lo examina atentamente.)

Magno.—La verdad me obliga á declarar aquí que, en efecto, es el emperador Federico Barbaroja.

(El estupor sube de punto; el círculo se ensancha. El emperador apoyado en la espada les dirige á todos una mirada terrible.)

El emperador.—En otro tiempo me oíais andar por estos valles, cuando la espuela de oro sonaba en mis talones. ¿Me reconocéis, burgraves? Soy el que subyugó Europa é hizo renacer la Alemania de Otón; el que eligieron por juez soberano como buen emperador y buen caballero tres reyes en Marseburgo y dos papas en Roma, y dió, tocando sus frentes con el cetro de oro, la corona á Suenon, á Víctor la tiara; el que derribó el viejo trono de Herman y venció sucesivamente, en Tracia y en Icona, al emperador Isaac y al califa Arslan; el que obligando á Pisa, á Milán y á Génova, y ahogando guerras, gritos, furores, viles traiciones, tomó en su amplia mano la Italia de cien ciudades... Él es quien os habla, surgiendo ante vosotros. (Da un paso y todos retroceden.) Yo supe juzgar á los reyes y batir á los lobos; hice ahorcar á los jefes de las siete ciudades de Lombardía, derrotando las diez mil alabardas que me opuso Alberto el Oso; mis huellas están en todos los caminos; desmembré con mis manos á Enrique el León, le arranqué sus ducados, le arranqué sus provincias, y después hice con sus despojos catorce príncipes. En fin, con mis dedos de bronce y por espacio de cuarenta años desmenucé piedra á piedra vuestros castillos del Rhin. ¿Me reconocéis ahora, bandidos? Vengo á deciros que veo con dolor los males del imperio; que voy á borraros del número de los vivientes y á aventar vuestras infames cenizas. (Volviéndose á los arqueros.) Vuestros soldados me oirán. Son míos y cuento con ellos, que antes de ser de la vergüenza, eran de la gloria, y á mí me servían antes que llegaran tan desdichados tiempos. Muchos de ellos se acordarán de su antiguo emperador. ¿No es verdad, veteranos? ¿No es verdad, camaradas? (Á los burgraves.) ¡Ah! ¡Incrédulos, traidores, opresores de pueblos! Mi muerte os hace renacer. Pues bien, tocad, ved, oíd: soy yo. (Anda á paso largo por en medio de ellos, que se apartan ante él.) Sin duda creéis ser caballeros. Nosotros, diréis, somos hijos de los grandes barones y caballeros, y por consiguiente, lo somos. ¡Lo sois! Vuestros padres, siempre orgullosos, luchaban con nobleza, se ponían en marcha, saltaban los puentes cuyo arco se les destruía, arrostraban el ataque de los piqueros, lo mismo que al escuadrón, hacían frente á todo un ejército, sosteniendo la campaña, y para tomar un castillo sólo necesitaban una escala ó una cuerda de nudos que balanceaba en el abismo á aquellos guerreros más bien demonios que hombres. Si alguien condenaba tales asaltos nocturnos los capitanes desafiaban al emperador á la luz del día en la llanura y esperaban de pié, uno contra veinte, á que saliera el sol y el emperador viniera. Así es cómo ganaban tierras, castillos, ciudades; de tal modo que, después de treinta años de guerra, cuando se buscaba con la vista á los que hicieran tales hazañas, los pequeños eran duques y los grandes, reyes. Vosotros, como los chacales y los quebrantahuesos, ocultos entre los matorrales, viles, mudos, acurrucados, con el puñal en la mano, á orilla de un camino, temiendo que un perro os muerda, espiáis en las sombras de la noche el paso de un viajero ó el cascabel de una mula, y salís ciento para sorprender á un hombre solo. Dado el golpe, huís apresuradamente á vuestras madrigueras. ¡Y os atrevéis á nombrar á vuestros padres! Vuestros padres, audaces entre los más fuertes, grandes entre los más nobles, eran conquistadores; vosotros sois facinerosos. (Los burgraves bajan la cabeza con despecho.) Si tuviérais corazón, si tuviérais alma, os dirían: Sois en verdad infames. ¿Qué momento elegís, señores barones, para hacer tan cobardemente ese oficio de bandidos? ¡La hora en que espira nuestra Alemania! ¡Oh ignominia! ¡Hijos malvados! saqueáis á la madre en la agonía. Anegada en llanto, alza los brazos al cielo, y os dice con voz débil: ¡Malditos seáis! Lo que ella os dice en voz baja, yo os lo digo en alta voz: ¡Malditos seáis! Yo soy vuestro emperador, no vuestro huésped, y entro desde hoy en el ejercicio de mis derechos para castigaros. (Ve á los burgraves Platón y Gilisa y se va derecho á ellos.) Marqués de Moravia y marqués de Lusacia ¡vosotros á orillas del Rhin! ¿Es este vuestro sitio? Mientras estos bandidos os festejan, se oyen relinchar caballos hacia el Oriente, y las hordas de Levante están á las puertas de Viena. ¡Á las fronteras, señores! Acordaos de Enrique el Barbudo, y de Ernesto el Acorazado. Nosotros guardamos la almena; guardad vosotros el foso. (Á Giannilaro.) Y tú, Giannilaro, ¿qué vienes á hacer aquí? Tu cara me repugna. Vuelve á Génova, genovés. (Al pendragón de Bretaña.) ¡Cómo! ¡Bretones también! ¿Qué quiere el señor Other? ¡Todos los aventureros del mundo se han dado cita aquí! (Á Platón y á Gilisa.) Los margraves pagarán cien mil marcos de multa. (Á Lupo.) Tan joven, como perverso. Tú no eres ya nada: queda libre tu ciudad. (Á Gerardo.) La condesa Isabel perdió su condado: el ladrón eres tú, duque de Turingia. Vete á Basilea, donde convocaremos la cámara imperial. Allí, públicamente, andarás camino de una legua llevando á cuestas á un judío. (Á los soldados.) Devolved la libertad á los cautivos y que ellos con sus propias manos pongan sus cadenas al cuello de los burgraves. (Á estos.) ¡Ah! Vosotros no esperabais este fin de fiesta. Con el vaso en la mano cantabais al amor, alegres y dichosos, clavabais las uñas en vuestra presa, desgarrabais á mi pueblo y os repartíais su carne y sangre... De repente, el vengador indignado aparece en el antro inaccesible... el emperador pone el pié en vuestra fortaleza y el águila viene á posarse en medio de los buitres.

(Todos parecen poseídos de terror. Job ha entrado y se ha confundido silenciosamente entre los caballeros. Sólo Magno escucha al emperador sin turbación, y mirándole ahora de arriba abajo dice con expresión de alegría y furor:)

Magno.—Sí, es él... ¡Vivo! (Ábrese paso con ademán formidable entre caballeros y soldados y va al fondo, baja de un salto la escalera de seis gradas y grita con voz tonante en las almenas de la galería:) ¡Triplicad los centinelas! ¡Al torreón los arqueros! ¡Los honderos á los muros! ¡Armad la catapulta! ¡Mil hombres á la quebrada! ¡Mil hombres á las almenas! ¡Soldados! ¡Corred al bosque, arrancad granito y árboles y en este monte que da terror al mundo haced un patíbulo digno de un emperador! (Bajando.) Él mismo se ha entregado, y queda preso en sus mismas redes. (Cruza los brazos y mira al emperador con insolencia.) ¡Te admiro! Pero ¿dónde están los tuyos? ¿Dónde los secuaces del imperio? ¿Oiremos sonar pronto tus clarines? ¿Vas á sembrar en las ruinas de este castillo sal como en Lubeck, ó cáñamo como en Pisa? Estás solo, César, no tienes ya ejército. Sé que sueles hacerlo así, que solo y con la espada en la mano, rompiendo una puerta y anunciando tu nombre, tomaste á Tarso y á Cori; y un paso, un grito te bastó para forzar á Génova, á Utrecht y á Roma; Iconio cedió á tu poder, y la Lombardía tembló cuando á tu soplo infernal vió estremecerse en Milán el árbol de las hojas de hierro. Todo esto sabemos; pero ¿sabes tú quiénes somos nosotros? (Indicando los soldados.) Hace poco hablabas á esos hombres y les decías: ¡Veteranos! ¡Camaradas!... Ni uno se ha movido. Y es que aquí no tienes nada; á mi padre temen y aman y obedecen, porque son del conde Job, antes que de Dios mismo. Sólo el huésped, César, sólo el huésped es sagrado para el bandido; y tú no eres nuestro huésped: tú mismo lo has dicho. (Indicando á Job.) Escucha, este anciano que aquí ves, es mi padre. Él fué quien te marcó con el hierro, y se te conoce mejor por las marcas de la humillación que por el óleo sagrado que se borró ya en tu frente. El odio entre los dos es tan viejo como vosotros mismos. Tú pusiste á precio su cabeza y él puso á precio la tuya. Aquí la tiene ya. Solo y desnudo estás entre nosotros. Federico de Hohenstaufen, míranos bien á todos. ¡Eres digno de lástima! Antes de haber entrado en este círculo de hierro, más te valiera entrar en una cueva de tigres y leones, allá en África.

(Mientras ha hablado Magno, se ha ido estrechando el círculo de burgraves en torno del emperador. Detrás de los burgraves, ha venido á colocarse triple línea de soldados, armados hasta los dientes, por encima de los cuales se alza la bandera del burgo, mitad roja y mitad negra, con un hacha bordada de plata en campo de gules y esta leyenda debajo: Monti comam, viro caput. El emperador, sin retroceder un paso, los tiene á raya. De repente algunos burgraves sacan sus espadas.)

Cadwalla.—¡César! ¡Devuélvenos nuestras fortalezas!

Darío.—¡Devuélvenos nuestros burgos, César!

Hatto.—¡Nuestros amigos por ti sacrificados!

Magno (empuñando su hacha).—¡Has salido del sepulcro! Pues bien, yo te hundiré en él de nuevo. ¡Tiembla, tiembla, insensato, que amenazabas nuestras cabezas!

(Los burgraves con las espadas levantadas dan gritos formidables. Sale Job de entre ellos y levanta la mano. Todos callan.)

Job (al emperador).—Señor, mi hijo ha dicho la verdad. Sois mi enemigo; yo, irritado en la pelea, os marqué en otro tiempo con un hierro. Os odio ciertamente; pero deseo que Alemania sobreviva. La patria se hunde. Señor, salvadla. Yo me postro de rodillas ante mi emperador, que Dios me envía. (Se arrodilla ante Barbaroja. Luégo se vuelve á los príncipes.) ¡De rodillas todos! ¡Á tierra las espadas! (Todos tiran las espadas y se arrodillan, menos Magno.) Vos, señor, sois necesario á las naciones quebrantadas; sólo vos; sin vos, el Estado toca en sus últimos momentos. Todavía hay en Alemania dos alemanes, vos y yo. Los dos bastamos, señor: reinad. En cuanto á éstos, los he dejado hablar. Perdonadlos por sus pocos años. (Ve á su hijo aún de pié.) ¡Magno! ¡De rodillas! (Magno vacila, pero al fin obedece.) En todo tiempo, los barones y los siervos, los cazadores y los labriegos, se han odiado; las montañas han hecho siempre la guerra á las llanuras; bien lo sabéis. Sin embargo, convengo sin esfuerzo en que los barones han hecho mal y las montañas no han tenido razón. (Levantándose. Á los soldados.) Poned en libertad á los cautivos. (Los soldados obedecen en silencio y quitan las cadenas á los presos, que durante esta escena han venido á agruparse en la galería.) Vosotros, burgraves, tomad sus hierros. César lo quiere así. Yo el primero. (Hace seña á un soldado para que le ponga una cadena al cuello. El soldado baja la cadena y desvía los ojos. Job insiste ofreciendo el cuello. El soldado obedece. Los demás burgraves se dejan encadenar sin resistencia. Job, con la cadena al cuello, se vuelve al emperador.) Augusto emperador, míranos como querías. En su propio palacio el anciano Job es esclavo y te ofrece su cabeza. Ahora, si frentes que han resistido la tempestad, merecen clemencia, óyeme. Cuando vayas á combatir á las fronteras, permite que te sigamos; haznos esta gracia. Como fuerza armada, y sin embargo prisionera, conservaremos nuestros hierros; pero ponnos frente á frente de tus enemigos ante los más audaces, los más bárbaros; y cualesquiera que ellos sean, húngaros, vándalos, magiares, por grande que sea su número, nos verás con ese amargo pesar que se trueca en odio, barrer á tu vista esas hordas, sumisos por nuestros hierros, pero héroes por nuestras espadas.

(Avanza hasta el conde Job el capitán de los arqueros del burgo para recibir órdenes.)

Capitán.—Señor... (Job mueve la cabeza con despecho y le indica al emperador, inmóvil y silencioso en medio de la escena. El capitán se inclina profundamente ante el emperador.) Señor...

El emperador (designando á los burgraves).—¡Á las prisiones!

(Los soldados se llevan á los barones, excepto Job, que permanece en la escena á una seña del emperador. Cuando quedan solos, Federico se acerca á Job y le quita la cadena. El anciano observa con estupor. Silencio pavoroso.)

El emperador (mirándole á la cara).—¡Fosco!

Job (estremeciéndose).—¡Cielos!

El emperador (con el dedo sobre los labios en expresión de reserva).—¡Silencio!

Job (aparte).—¡Tengo miedo!

El emperador.—Vé á esperarme hoy donde vas todas las noches.

Parte tercera. La cueva subterránea

Una cueva sombría, cimbrada y baja, de aspecto húmedo y pavoroso. Algunos girones de tapicería roída por el tiempo penden de las paredes. Á la derecha una ventana, en cuya reja se distinguen tres barrotes rotos y como violentamente separados. Á la izquierda una mesa y un banco de piedra, groseramente labrados. En el fondo, á lo oscuro, una especie de galería, cuyos pilares sostienen las arquivoltas. Es de noche: un rayo de luna entra por la ventana y dibuja una forma recta y blanca en la pared opuesta. Al levantarse el telón, Job está solo en la cueva sentado en el banco de piedra, y sumido en profunda meditación. Una linterna encendida á sus piés. Viste un saco pardo.

Escena I

JOB, solo


¿Qué me dijo el emperador?... ¿Qué le contesté?... No, no lo entendería... Sin duda lo comprendí mal... Desde ayer no siento en mí más que dudas y sombra, ando vacilante y como á la ventura, bajo mis plantas se borra mi camino, y los objetos reales, perdidos entre las nieblas de mis turbados ojos, tiemblan detrás de un velo, como en un sueño. (Pausa.) El demonio juega con el espíritu de los desgraciados. Sí, es sin duda un sueño... pero horrible. ¡Ah! cuando la virtud duerme en nuestro herido corazón, el crimen forja los sueños. Cuando jóvenes, soñamos con el triunfo; viejos, con el castigo. Dos sueños á los dos extremos de la suerte. El primero miente. Y el segundo ¿dice la verdad? (Pausa.) Por de pronto, lo que sé es que todo se ha hundido en mi alta mansión. Federico Barbaroja es el amo de mi casa. ¡Oh dolor!... En fin, bien hice: he salvado mi país, he salvado el reino. (Pausa.) ¡El emperador! Éramos fantasmas el uno para el otro, y nos mirábamos con ojos casi deslumbrados, como los dos gigantes de un mundo desvanecido. Quedamos en efecto los dos solos sobre el abismo; somos de lo pasado la doble y sombría cima; el nuevo siglo lo ha sumergido todo; pero sus olas no han cubierto nuestras frentes, porque están muy altas... El uno de los dos va á caer... yo soy... la sombra me envuelve. ¡Oh! ¡qué acontecimiento, la caída de mi montaña! Mañana, el Rhin mi padre, contará al viejo mundo alemán este prodigio y este hundimiento, y cómo acabó el gran duelo del anciano Job y Barbaroja. Mañana no tendré ya hijos ni vasallos... ¡Adiós, inmensa lucha! ¡adiós, nocturnos asaltos! ¡adiós, gloria! Mañana oiré cómo se burlan y ríen de mí los pasajeros; y todos verán á aquel Job que cien años soberanos defendió palmo á palmo cada roca del Rhin, á Job que á pesar de César y de Roma respira, vencido, roído vivo por el águila del imperio, y enclavado, último burgrave, á su última roca. (Se levanta.) ¡Cómo! El conde Job... ¿soy yo quien sucumbe?... ¡Silencio, orgullo! Calla á lo menos en esta tumba... Aquí, bajo estas bóvedas que se diría palpitantes; aquí, una noche igual á ésta... ¡Oh! cuánto tiempo hace... y siempre es ayer. ¡Horror! Bajo esta bóveda, desde aquel día, ha sudado mi crimen, gota á gota, ese sudor de sangre que se llama remordimiento. Aquí hablo al oído de los muertos. Desde entonces, Dios mío, el insomnio de noches enteras depuso sus dedos de plomo sobre mis párpados, ó si he dormido, dos sombras chorreando roja sangre atravesaban sin cesar mi sueño. El mundo me ha creído grande; olvidado del rayo, estos montes han visto encanecer á su centenario bandido; la Europa me admiraba de pié en nuestras cumbres, pero por más que haga un asesino, su negra conciencia no se deja engañar nunca por la gloria. Los pueblos me creían ebrio con mis triunfos; pero de noche, durante sesenta años, aquí doblaba yo mis rodillas penitentes, y estas paredes, negro pliegue de este burgo tan famoso, veían la falsedad de mi grandeza. Los clarines resonaban delante de mí; yo con mi bandera en alto era conde en el imperio, y león en mis montañas, pero mientras á mis piés todo era nada, mi crimen, odioso enano, vivía en mí como un gigante, se reía cuando me alababan y mordiéndome el corazón gritaba: ¡Miserable! (Alzando las manos.) ¡Donato! ¡Ginebra! ¡Oh víctimas! ¿no perdonaréis á vuestro verdugo, cuando Dios nos llame á todos? ¡Oh! no basta, no, golpearse el pecho de rodillas, llorar, arrepentirse, orar. Nada me ha perdonado; ¡me siento maldito y condenado! (Siéntase.) Tenía descendientes y ascendientes, pero ya mi burgo está muerto: mi hijo es viejo; sus hijos son viciosos; mi Benjamín, mi último tesoro, se perdió; Otberto y Regina, á los que amaba aún... que el alma ama siempre porque es divina... se dispersaron sin duda al viento de mi última caída. Vengo á buscarlos y han desaparecido. Harto es: muramos. (Se saca el puñal del cinto.) Mi corazón ha creído que alguien me espera aquí. (Vuélvese hacia las profundidades del subterráneo.) Ea, yo te lo ruego en esta hora suprema; perdóname, Donato, antes que muera. Job no existe ya. ¡Queda Fosco! ¡Perdón para Fosco!

Una voz.—¡Caín!

(Sordamente.)

Job (con turbación).—Creo que me hablan... No, es el eco. Si alguien me hablara sería del otro mundo, porque nadie, sino yo, sabe hoy el modo de entrar en esta cueva, en este corredor secreto en que jamás ha brillado luz. Los que lo sabían, murieron hace más de sesenta años. (Da un paso hacia el fondo.) ¡Mártir, perdón para Fosco!

La voz.—¡Caín!

Job (con espanto).—¡Es singular! Han hablado, no hay duda. Pues bien. ¡Sombra! ¡Fantasma! ¡Yo te imploro! ¡Hiéreme! Quiero morir antes que oir otra vez cómo me llama el eco horrible de este oscuro subterráneo, cada vez que nombro á Fosco.

La voz.—¡Caín! ¡Caín! ¡Caín!

Job.—¡Gran Dios! Me flaquean las rodillas... estoy soñando. El dolor, trocándose en locura, acaba por embriagar como vino del infierno. Oigo dentro de mí la amarga risa del remordimiento. Sí... ¡sueño pavoroso que me sigue y abruma y más y más horrendo en este seno de tinieblas! ¡Oh voz que sales del sepulcro! ¡Aquí estoy, pues! ¿Á qué pregunta debo contestar? ¿Qué explicación quieres? Habla: yo contestaré.

(Una mujer velada y vestida de negro sale por detrás del pilar de la izquierda y aparece en el fondo con una lámpara en la mano.)

Escena II

JOB, GUANHUMARA


Guanhumara.—¿Qué has hecho de tu hermano?

Job.—¿Quién es esta mujer?

Guanhumara.—Una esclava allá arriba; una reina aquí. Conde, á cada cual le llega su vez. Sabes que este burgo es doble y sus colosales torres tienen más de una caverna por debajo de sus cuadras; todo lo que el sol alumbra está bajo tu ley; todo lo que llenan las tinieblas es mío. (Acercándose.) Me perteneces pues, y no puedes sustraerte á mi tenebroso poder.

Job.—¿Quién eres?

Guanhumara.—Voy á contarte una breve y triste historia. Érase el año... ¡Cuánto tiempo ha pasado y cuántos han muerto desde entonces! Los que tienen ahora cien años, tenían entonces treinta. Dos amantes estaban allí. (Indicando un ángulo de la cueva.) Era como ahora una noche de Setiembre. Un rayo de luna dibujaba un sudario en la blancura de la pared. (Se vuelve y le indica la pared alumbrada por la luna.) Así. De repente, con la espada en la mano...

Job.—¡Por favor, basta, basta!

Guanhumara.—¿Sabes esta historia? Pues bien, Fosco, el sitio en que Donato cayó muerto es éste. (Indica el banco de piedra.) El brazo del asesino este es. (Le coge el brazo á Job.)

Job.—Mátame también; mátame, pero calla.

Guanhumara.—Por esa ventana... Ven. (Le arrastra á ella.) Por esta ventana, fueron arrojados al torrente el escudero Sfrondati y Donato su señor; y para que pudieran pasar los cuerpos, uno de los verdugos rompió estos tres barrotes con su mano de acero. (Cogiéndole la mano.) Aquella dura mano, hoy impotente, es esta, conde.

Job.—¡Por piedad!

Guanhumara.—Alguien también pedía piedad entonces; una mujer que se retorcía de dolor, mientras sonriendo el asesino la hizo maniatar y con su propia mano le puso al pié la férrea argolla de la esclavitud: mírala. (Se alza la túnica y enseña la anilla remachada á su pié.)

Job.—¡Ginebra!

Guanhumara.—Frente muerta, mano fría, ojos hundidos, sí, mi nombre es bello, en corso, Ginebra. Estos duros países del Norte, han hecho de él Guanhumara; y la edad, ese otro Norte que nos hiela y arruga, convirtió la hermosa joven en lívido espectro. (Álzase el velo.) Vas á morir.

Job.—Gracias, ¡qué beneficio el tuyo!

Guanhumara.—No me las dés todavía. Tu hijo menor, tu Jorge vive aún.

Job.—¡Cielos! ¿Qué has dicho?

Guanhumara.—Yo soy quien te lo robó.

Job.—¡Ah!

Guanhumara.—Llevaba puesto este collar.

(Se saca del seno y le tira un collar de oro y perlas que recoge el anciano y besa muchas veces, cayendo luégo de rodillas á los piés de la esclava.)

Job.—¡Piedad! ¡Véanle mis ojos antes de cerrarse á la luz! te lo suplico de rodillas.

Guanhumara.—Le verás.

Job.—¿Le veré?

Guanhumara.—Sí; él es quien ha de venir á darte el golpe mortal.

Job (levantándose horrorizado).—¡Oh Dios! Pero ¿has hecho de él un monstruo, en tu enojo impío, para creer que un hijo quiera matar á su padre?

Guanhumara.—Es Otberto.

Job (juntando las manos en alto).—¡Dios mío, bendito seas! Lo había soñado yo. Pero en su corazón todo es noble; no hay una sombra de mal en su alma inocente y pura. No cuentes con él; no me matará mi Otberto.

Guanhumara.—Escucha. Gozabas tú de la luz del día, mientras yo hacía en las sombras mi camino y no me has visto avanzar en mi rastrero paso. Despierta, Fosco, preso en los anillos de la serpiente. Mientras el emperador robaba tu atención, poco há, estaba yo con Regina, á quien he dado á beber un filtro de poderosa virtud. Mira...

(Entran por el fondo de la galería, por la derecha, dos enmascarados trayendo un ataúd cubierto con un paño negro. Job corre á ellos, que se detienen.)

Job.—¡Un ataúd! (Levanta el paño con temor y ve un rostro pálido.) ¡Regina! (Á Guanhumara.) ¡Monstruo! ¡Tú le has dado la muerte!

Guanhumara.—Aún no. Estoy acostumbrada á estos juegos. Está muerta para todos; para mí sólo dormida. En cuanto yo quiera, despertará.

Job.—¿Qué quieres por despertarla?

Guanhumara.—Tu vida. Otberto lo sabe y él será quien elija. (Extendiendo la mano derecha sobre el féretro.) ¡Juro por el eterno enojo que nos deja el agravio, por la Córcega de cielo dorado y sol devorador, por el frío esqueleto que yace en el torrente, por este seno de sombras que se tragó su sangre... juro que este ataúd no saldrá de aquí vacío! (Los dos encubiertos que llevan el ataúd siguen su camino hacia la izquierda. Á Job.) Él ha de elegir, ó á ti ó á ella. Si quieres huir lejos de ellos, huye en buen hora: entonces morirán los dos que están en mi poder.

Job (tapándose el rostro con las manos).—¡Qué horror!

Guanhumara.—Muere tú, y entonces ellos vivirán.

Job.—Oye... un ruego. Morir es nada: toma mi sangre, toma mi vida; pero no obligues á cometer un crimen á un inocente. Conténtate, mujer, con una sola víctima. Un mundo extraño se revela en mí; ¡oh! mi crimen ha hecho germinar aquí en la sombra, bajo estos montes, un infierno, cuyos demonios voy á remover, horrible nido de serpientes, nacidas de las gotas que de mi puñal cayeron. El asesino es un sembrador que recoge el mal; lo sé. Tú me has cogido en un círculo de hierro. ¿Qué más quieres? ¿No soy tu presa? Es justo, haces bien; te acojo con alegría, maldito en mis hijos, maldito en mis nietos; pero respeta al niño. ¿Quieres que éntre aquí puro, noble y sin mancha y que salga marcado con la horrenda señal que yo, Caín, llevo en la frente? Ginebra, pues que juzgaste bueno arrebatármelo á mí, anciano cuya esperanza era él... No, no te hago aquí ningún reproche... En fin, te lo llevaste y lo conservaste á tu lado, sin hacerle ningún daño al pobre niño ¿no es verdad? Tú viste ¡oh dicha que yo envidio! viste abrirse sus ojos de águila interrogando á la vida, viste cómo su frente buscaba el calor de tu seno, viste nacer su bella alma... Pues bien, es tu hijo también, tuyo como mío... ¡Oh! he sufrido mucho, te lo juro; bien castigado estoy... El día en que me dijeron que el niño se había perdido, creí que deliraba. No te exagero, ya te lo habrán dicho. No pude decir más que estas palabras: «¡Perdido mi hijo!» Pero caí al suelo como muerto. ¡Pobre niño! ¡Cuando pienso en ello!... Estaba jugando entre las rosas. ¿No es verdad? ¡Oh recuerdos que atormentan! Juzga si habré sufrido. Pues bien, no cometas una maldad peor que la mía; no manches esa alma pura y divina. ¡Oh! si sientes latir en tu pecho un corazón...

Guanhumara.—No tengo corazón: me lo arrancaste tú.

Job.—Bien, quiero morir en este oculto sepulcro; pero no por su mano.

Guanhumara.—El hermano mató aquí al hermano: el hijo matará aquí al padre.

Job (arrastrándose de rodillas á los piés de su enemiga).—Concede por Dios otra muerte á mi miseria; te lo ruego.

Guanhumara.—¡Ah! ¡maldito! Yo también te rogaba de rodillas, golpeándome el desnudo seno, loca y desesperada. Recuérdalo bien: al levantarme grité en mi despecho: ¡Soy corsa y me vengaré! Y tú te reíste de mi amenaza, y rechazándome con el pié, me contestaste fieramente: «Véngate si puedes.» Pues bien, puedo vengarme, me vengo.

Job.—Mi hijo no te ha agraviado en nada. ¡Perdón! (Llorando.) Piensa en que te amaba y estaba celoso.

Guanhumara.—¡Calla! Es cosa impía que entre tantos crímenes te atrevas á invocar el sagrado nombre de amor. Y bien, devuélveme mi amor, fratricida.

Job (levantándose con sombría resignación).—¿Sabe Otberto que ha de matar á su padre?

Guanhumara.—No. Por salvar á Regina, sin saber tu verdadero nombre, herirá en la sombra.

Job.—¡Otberto! ¡Oh lamentable noche!

Guanhumara.—Sabe lo que un verdugo, que castiga á un criminal, y nada más. Muere encubierto, no hables. Si lo quieres así, te lo permito.

(Se quita el negro velo y se lo tira.)

Job (recogiéndolo).—Gracias.

Guanhumara.—Oigo pasos. Encomiéndate á Dios. Es él. Me retiro; pero lo oiré todo. Tengo á Regina en mi poder. Daos prisa en acabar.

(Sale por el fondo en la dirección que llevó el ataúd.)

Job.—¡Dios justo!

(Cae de rodillas ante el banco de piedra, se cubre la cabeza con el velo y permanece inmóvil en actitud de orar. Entra por la derecha de la galería un hombre vestido de negro y enmascarado como los otros, trayendo en la mano una antorcha. Hace una seña para que éntre alguien que le sigue y aparece Otberto pálido, descompuesto, extraviado. El guía se retira en silencio.)

Escena III

JOB, OTBERTO


Otberto.—¿Adónde me han conducido? ¿Qué sombrío lugar es este? (Mirando al rededor.) El enmascarado no está aquí ya. ¿Dónde estoy? ¿Será aquí? Me estremezco... Siento vértigo... (Vislumbrando á Job.) ¿Qué veo allá en la sombra?... Nada: la oscuridad me engaña. (Se adelanta y pone la mano en la cabeza de Job.) ¡Cielos! Es un sér viviente. Me siento helado por el sudor del crimen. ¿Está aquí el cadalso? ¿Es esta la víctima? Desgraciado Fosco, á quien he de inmolar, ¿eres tú?... Contesta... Calla: es él. ¡Oh! Quienquiera que seas, háblame. No te quiero mal, lo ignoro todo... ignoro por qué permaneces inmóvil y por qué no te levantas airado y terrible ante mí. Te soy desconocido como para mí lo eres tú. ¿Conoces á lo menos que mis manos no se hicieron para esto? ¿Conoces que soy instrumento de fiera venganza y de negro castigo? ¿Conoces á Regina, la amada mía, ángel que es la luz de mi alma? Pues envuelta en un sudario, está aquí; muerta, si flaqueo; viva, si mato. Tened piedad de mí, anciano. ¡Oh! habladme; decidme que veis mi turbación y espanto y que me perdonáis vuestro horroroso martirio. Una palabra de perdón, anciano, una sola. ¡Ah! se me parte el corazón.

Job (se levanta y quita el velo).—¡Otberto! ¡Hijo! ¡Hijo mío! (Le abraza.)

Otberto.—¡Ah! ¡Señor!

Job.—Todo mi sér se iba hacia él; era insufrible tortura el silencio. Soy un pobre anciano, flaco, abatido, triste, y no quiero morir sin haberle abrazado. Ven á mi corazón. (Le besa.) Deja, deja que te vea. No lo creerás; aunque he tenido el placer de verte todos los días por espacio de seis meses, no te he visto bien. (Mirándole con embriaguez.) ¡Es la primera vez! ¡Tan mozo!... veinte años. ¡Qué hermoso es! Déjame que bese tu frente y que te contemple á mi sabor. Hablabas ahora y yo guardaba silencio; pero tú mismo ignoras hasta qué punto removían mis entrañas tus palabras. Otberto, encontrarás colgada en mi aposento mi espada: te la doy. Y mi casco y mi pendón tantas veces triunfante, también te los doy, hijo. Quisiera que pudieras ver mi corazón y entonces verías cuánto te amo. ¡Bendito seas! ¡Dios mío! colmadle de beneficios y largos días como á mí, pero menos amargos. Señor, haced que tenga una vida tranquila, ilustre y pomposa, y que numerosos hijos, buenos como su padre, sean el báculo de su vejez.

Otberto.—Señor...

Job (imponiéndole las manos).—¡Cielos y tierra! Yo bendigo á este mancebo en todo lo que ha hecho y en lo que haya de hacer. ¡Sé feliz!... Ahora, Otberto mío, escucha: yo no soy ya ni padre ni rey: mi familia está cautiva y mi castillo cayó. He debido entregarlo todo por salvar Alemania. Pero debo morir... y me tiembla la mano... es preciso ayudarme. (Saca de la vaina el puñal de Otberto y se lo ofrece.) De ti espero este supremo servicio.

Otberto (horrorizado).—¡De mí! ¿Sabéis que busco aquí mismo á alguien?

Job.—Á Fosco: soy yo.

Otberto.—¡Vos! (Retrocediendo.) ¡Espectros que me rodeáis, demonios que nos veis, es él! ¡es el anciano á quien yo amo, honro y respeto! ¡Piedad, compasión de los dos en esta hora suprema!... ¡Silencio espantoso! ¡Dios mío, es el conde Job! ¡Oh! ¡Nunca, jamás levantaré la mano contra ti, oh anciano venerable, semidiós del Rhin! tu cabeza es sagrada.

Job.—¡Ah! Es preciso, Otberto, que me allanes la entrada del sepulcro. ¿He de decírtelo todo? Pues oye: soy un gran criminal. Tu esposa en este mundo y tu hermana en el cielo, Regina, está aquí, pálida, fría, siempre bella. Le prometiste hacerlo todo por ella, salvarla, aunque tuvieras que dar en cambio tu alma á Satanás: así lo prometiste. Pues bien, la muerte tiene levantado su maldito brazo sobre Regina, y cada instante que pasa se condensan más y más sobre su vida las sombras de la muerte. Cumple tu promesa; sálvala.

Otberto (extraviado).—¿Y creéis que debo salvarla á tanta costa?

Job.—¿Puedes dudarlo? Aquí, yo, viejo condenado, á quien todo convida á morir, más bien bandido que héroe, más bien gavilán que águila, cuya vida impura y sanguinaria ha hecho bramar con frecuencia la ira de Dios en el seno de las nubes; allí, inocencia, virtud, juventud, amor, belleza; una mujer que ama, una niña que espera en ti. ¡Qué insensato es el que duda y vacila aún entre el andrajo manchado y sin honor, y la blanca túnica del ángel! Ella quiere vivir y yo morir. ¿Vacilas todavía, cuando de un solo golpe puedes librarnos á los dos?

Otberto.—¡Santo cielo!

Job.—Si nos amas, no vaciles más; hiere, hiéreme. San Segismundo mató á Boleslao para librarle de una úlcera maligna y asquerosa. Y ¿quién lo condena? Otberto, el remordimiento es la úlcera del alma: líbrame del remordimiento.

Otberto (tomando el puñal).—Pero...

Job.—¿Qué te detiene?

Otberto (envainando el cuchillo).—Me ocurre una idea espantosa. Vos tuvisteis en vuestra vejez un hijo, que os robó una gitana. Lo habéis dicho hoy... Y una mujer me robó siendo muy niño. ¡Si fuera yo aquel hijo perdido! ¡Si fuérais vos mi padre!

Job (aparte).—¡Cielos! (Alto.) El dolor te extravía, Otberto. No, tú no eres aquel niño: te lo aseguro.

Otberto.—Sin embargo, me llamáis hijo.

Job.—La costumbre... y luégo es tan dulce esta palabra, porque... bien sabes cuánto te amo.

Otberto.—Siento aquí una voz... (En el corazón.)

Job.—No, no.

Otberto.—Una voz que me dice...

Job.—Esa voz te engaña.

Otberto.—¡Señor! ¡Señor! ¡Si fuera yo vuestro hijo!...

Job.—No lo creas. Puedo probarte... ¿Qué quieres que haga? Unos judíos mataron al niño en un festín, y me fué presentado su cadáver. ¿No te lo he dicho esta mañana?

Otberto.—No.

Job.—Sí, repasa la memoria. No, no eres tú mi hijo, Otberto; créeme. Sin las pruebas que de ello tengo, á mí también pudiera haberme ocurrido la misma idea. Me alegro que la hayas suscitado ahora para arrancarla de tu corazón. Si cuando yo esté muerto, algún impostor te dijere, para turbar tu conciencia, que Job era tu padre, no le dés crédito. ¡Oh sería una infamia en él! No, no eres mi hijo, Otberto mío. En la vejez suele perderse la memoria; pero la noche del sábado, bien lo sabes tú, degüellan algún niño. Así murió mi Jorge. Tengo pruebas de ello; tranquilízate, hijo mío... ¿Ves? Otra vez te llamo hijo... la costumbre... Créeme; la lucha á mi edad es muy ruda. No dudes ni vaciles, obedece sin temor. Ve como beso tu frente y estrecho contra mi corazón la mano que va á herirme, y, sin embargo, quedará pura. Reflexiona, Otberto. ¿Me prestaría yo á tan horrible misterio? Sería preciso suponer... No es posible. En fin, yo te lo aseguro y debes estar convencido ya de ello: no, no eres mi hijo.

La voz (en las sombras).—Regina no puede esperar más de un cuarto de hora.

Otberto.—¡Regina!

Job.—¡Desgraciado! ¿Quieres que muera ella?

Otberto.—¡Dios poderoso! También yo he luchado rudamente y me siento ebrio, loco. En este lugar aborrecible en que los crímenes antiguos se confunden con los nuevos, se me suben á la cabeza los vapores del homicidio y siento que es maléfico el aire que aquí se respira. ¿Tendrá aún sed de sangre este sombrío seno?

Job (poniéndole otra vez el puñal en la mano).—Sí.

Otberto.—¡No me tentéis! Estoy deslizándome al abismo, y apenas puedo detenerme al borde del crimen. Temo dar un paso más, porque caería en él. No me tentéis.

Job.—Hay que salvar á una inocente y castigar á un culpable.

Otberto (tomando el cuchillo).—Pero, ¿no veis que sería capaz de hacerlo? No estoy en mi cabal juicio: me han dado á beber ahí esos enmascarados no sé qué ponzoña para darme fuerza y se me abrasa el corazón. ¡Y Regina se muere! ¡Y la loba está ahí en las tinieblas y tiene hambre y sed!

Job.—Tiempo es ya de expiar mi crimen. Donato me imploraba aquí y fuí impío con él. No tengas tú tampoco piedad de mí. ¡Soy Satanás! ¡Soy el arcángel vencedor!

Otberto (levantando el puñal).—¡Oh! ¡De mi mano, á pesar mío, se escapa la muerte!

Job (arrodillándose).—Ve qué monstruo soy. Yo mismo le maté. ¡Le maté y era mi hermano!

(Otberto, fuera de sí, va á descargar el golpe y alguien le detiene el brazo. Vuélvese y reconoce al emperador.)

Escena última

Los mismos, EL EMPERADOR, GUANHUMARA y REGINA á su vez


El emperador.—Era yo.

(Otberto deja caer el puñal. Job se levanta y contempla á Barbaroja. Guanhumara desde un pilar del fondo á la izquierda, observa en acecho.)

Job (al emperador).—¡Vos!

Otberto.—¡El emperador!

El emperador.—El duque, nuestro padre y tu rey, me ocultó en tu castillo no sé por qué razón.

Job.—¡Vos, mi hermano!

El emperador.—Ensangrentado, pero con vida aún, me tuviste suspendido fuera de esos barrotes y me dijiste: «¡Tú á la tumba, yo al infierno!» Sólo oí estas palabras pronunciadas sobre el abismo. Después caí.

Job (juntando las manos).—Es verdad. ¡El cielo desbarató mi crimen!

El emperador.—Unos pastores me salvaron.

Job (cayendo de rodillas).—Estoy á tus plantas, convicto y confeso de mi iniquidad. Castígame; véngate.

El emperador.—No, hermano: abracémonos. Nada mejor que perdonar á las puertas del sepulcro. Yo te perdono.

(Lo levanta y abraza.)

Job.—¡Dios misericordioso!

Guanhumara (avanzando).—El puñal cae... Donato vive... Yo puedo espirar á sus piés. Recobrad todos aquí todo lo que amáis, todo lo que había tomado mi mano celosa y vengativa. Tú, Job, á tu hijo Jorge, y tú, Jorge, á Regina, tu esposa.

(Hace una seña y Regina, vestida de blanco, aparece en el fondo de la galería, por la derecha, sostenida por los dos encubiertos. Al ver á Otberto da un grito y corre vacilante á caer en sus brazos.)

Regina.—¡Cielos!

Otberto.—¡Regina! ¡Padre mío!

Job.—¡Dios clemente!

Guanhumara (en el fondo).—Yo moriré. ¡Sepulcro, ábrete para mí!

(Se lleva un pomo á los labios. El emperador acude vivamente.)

El emperador.—¿Qué haces?

Guanhumara.—Juré que este ataúd no saldría de aquí vacío.

El emperador.—¡Ginebra!

Guanhumara (cayendo á sus piés).—¡Donato! este veneno es de rápida virtud. Muero... ¡Adiós!

(Muere.)

El emperador.—Yo parto también. Job, reina en el Rhin.

Job.—Permaneced aquí, señor.

El emperador.—No. Doy al mundo un soberano. Ahora mismo, un heraldo del imperio acaba de anunciar que al fin han elegido las provincias en Espira á mi nieto Federico, emperador. Es un hombre prudente, y está exento de odios y de errores. Le dejo libre el trono y vuelvo á mi soledad. Adiós. Vive, reina y sufre: los tiempos son rudos. Job, sólo he querido, antes de morir abrazado á la cruz, extender otra vez más esta mano suprema y tutelar como rey sobre mi pueblo, y sobre ti como hermano. Cualquiera que haya sido la suerte, cuando la última hora va á sonar ¡dichoso quien puede bendecir!

(Todos caen de rodillas bajo la bendición del emperador.)

Job (besándole la mano).—¡Y cuán grande quien sabe perdonar!

El Poeta

Sigue á Barbaroja ¡oh Job! Hermanos, id solos. De vuestros mantos reales haceos dos sudarios. Juntos, apoyándoos uno en otro, sostened los dos la bóveda de la vieja Alemania. ¡Oh colosos! el mundo es demasiado pequeño para vosotros. Y tú, soledad de rumores profundos, tristes y callados, deja que los dos gigantes se hundan en tus sombras, y que toda la tierra vea con respeto y asombro, entrar al gran burgrave y al gran emperador.


Publicado el 26 de julio de 2022 por Edu Robsy.
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