Ruy Blas

Victor Hugo


Teatro, drama



Prólogo

Tres clases de espectadores componen lo que se ha convenido en llamar público: primera, las mujeres; segunda, los pensadores; y tercera, la multitud propiamente dicha. Lo que esta última pide casi exclusivamente en la obra dramática es la acción; lo que las mujeres quieren ante todo es la pasión; y lo que más en particular buscan los pensadores son los caracteres. Si se estudian atentamente esas tres clases de espectadores, he aquí lo que se observa: la muchedumbre se enamora de tal modo de la acción, que á ser necesario prescinde de los caracteres y de las pasiones; las mujeres, á quienes interesa por otra parte la acción, quedan tan absortas por el desarrollo de las pasiones, que se preocupan poco de los caracteres; y en cuanto á los pensadores, tienen tal afición á ver caracteres, es decir hombres vivos en la escena, que acogiendo con gusto la pasión como incidente natural en la obra dramática, paréceles casi importuna la acción. En esto consiste que la multitud pida sobre todo en el teatro sensaciones; la mujer, emociones; el pensador, ideas: todos quieren un placer; estos, el de los ojos; aquellos, el del corazón; los otros el del espíritu. Á esto se debe que haya en nuestra escena tres clases de obras muy diferentes: una vulgar é inferior, y las otras dos ilustres y superiores; pero todas tres satisfacen una necesidad: el melodrama es para la multitud; para las mujeres, la tragedia, que analiza la pasión; y para los pensadores, la comedia, que pinta la humanidad.

Digamos de paso que no pretendemos establecer aquí nada de riguroso, y rogaremos al lector que introduzca de por sí las restricciones que nuestro pensamiento pueda concebir. Las generalidades admiten siempre excepciones: sabemos muy bien que la multitud es una gran cosa, en la cual se encuentra todo, así el instinto de lo bello como el gusto á lo mediano, así el amor á lo ideal, como la afición á lo común; también sabemos que todo pensador completo ha de ser mujer en los puntos delicados del corazón; y no ignoramos que, gracias á esa ley misteriosa que une los sexos, así espiritual como físicamente, muy á menudo se halla en la mujer un pensador. Sentado esto, y después de rogar de nuevo al lector que no dé un sentido demasiado absoluto á las pocas palabras que nos resta decir, continuemos.

Para todo hombre que se fije con detención en las tres clases de espectadores de que acabamos de hablar, es evidente que todos tienen razón: las mujeres, al pretender que se las conmueva; los pensadores por querer que se les ilustre; y la multitud porque está en su derecho al exigir que se la divierta. De esta evidencia se deduce la ley del drama. En efecto, más allá de esa barrera de fuego que se llama la rampa del teatro, la escena, y que separa el mundo verdadero del mundo ideal, el objeto del drama es crear y hacer vivir, en las condiciones combinadas del arte y de la naturaleza, caracteres diversos, es decir hombres; crear en estos pasiones que desarrollan los unos y modifican los otros; y por último, del choque de estos caracteres y pasiones con las grandes leyes providenciales, hacer que surja la vida humana, es decir acontecimientos grandes y pequeños, dolorosos, grotescos ó terribles, que ofrezcan al corazón ese placer llamado interés, y al espíritu la lección moral. Según vemos, el drama participa de la tragedia por la expresión de las pasiones, y de la comedia por la pintura de los caracteres; el drama, que es la tercera y grandiosa forma del arte, comprende, estrecha y fecunda las dos primeras. Corneille y Molière existirían independientemente uno de otro, si entre ellos no estuviese Shakespeare, dando á Corneille la mano izquierda y á Molière la derecha. De este modo, las dos electricidades opuestas de la comedia y la tragedia chocan, y la chispa que se produce es el drama.

Al explicar, como los entiende y los ha indicado ya varias veces, el principio, la ley y el objeto del drama, el autor no se oculta la exigüidad de sus fuerzas y la limitación de su espíritu. Define aquí, y no se suponga otra cosa, no lo que ha hecho, sino lo que ha querido hacer, señalando lo que para él fué su punto de partida, y nada más.

Con pocas líneas hemos de encabezar este libro, pues fáltanos el espacio para hacer las aclaraciones necesarias; y por lo tanto permítasenos pasar sin transición desde las ideas generales expuestas, y que á nuestro juicio dominan el arte si mantienen todas las condiciones del ideal, á varias ideas particulares que el drama Ruy Blas podría despertar en los espíritus reflexivos.

Ante todo, y no considerando la cuestión más que por uno de sus lados, bajo el punto de vista de la filosofía de la historia, ¿cuál es el sentido de este drama?—Expliquémonos.

En el momento en que una monarquía está próxima á hundirse, se pueden observar varios fenómenos: por lo pronto, la nobleza tiende á disolverse, y cuando se disuelve, he aquí cómo se divide:

El trono vacila, la dinastía se extingue, la ley cae por tierra; la unidad política queda socavada por los embates de la intriga; lo más elevado de la sociedad se bastardea y degenera; así exterior como interiormente, siéntese un desfallecimiento mortal; los grandes intereses del Estado se pierden, subsistiendo sólo los pequeños, triste espectáculo público; ya no hay policía, ni ejército, ni hacienda; y todos adivinan que se acerca el fin. De aquí resulta en todos los ánimos el tedio de la víspera, la inquietud del mañana, la desconfianza general, el desaliento y el profundo disgusto. Como la enfermedad del Estado ataca la cabeza, la aristocracia es la primera víctima. ¿Qué sucede entonces con ella? Una parte de los nobles, la menos honrada y generosa, permanece en la corte: todo será devorado, el tiempo apremia, es preciso apresurarse para enriquecerse y aprovechar las circunstancias. Cada cual piensa sólo en sí, y sin compadecer al país realiza una pequeña fortuna particular en un rincón del infortunio público. Después de ser cortesano ó ministro es preciso darse prisa para alcanzar la felicidad y el poderío; y el que tiene talento se prostituye y triunfa. Las órdenes del Estado, las dignidades, los empleos, el dinero, todo se toma, todo se quiere y todo se saquea; no se vive más que para satisfacer la ambición y la codicia; y ocúltanse bajo mucha gravedad exterior los secretos desórdenes que pueden engendrar las flaquezas humanas. Y como este género de vida, en el cieno de las vanidades y de los goces del orgullo, tiene por primera condición el olvido de todos los sentimientos naturales, al fin se acaba por ser feroz. Cuando llega el día de la desgracia, en el cortesano caído desarróllase algo monstruoso, y el hombre se convierte en demonio.

La situación desesperada del reino impulsa á la otra mitad de la nobleza, la más digna y mejor nacida, á seguir otro camino. Vuelve á sus casas, á sus palacios, á sus castillos ó señoríos; disgústanle los asuntos públicos, porque nada puede hacer; y aproximándose el fin del mundo, no sabe qué partido tomar. Mas ¿para qué contristarse? Es preciso aturdirse, cerrar los ojos, vivir, beber, amar y gozar. ¿Quién sabe si vivirán un año más? Dicho esto, ó sólo pensado, el noble toma la cosa á lo vivo; multiplica su servidumbre, compra caballos, enriquece á mujeres, organiza fiestas, costea orgías, despilfarra, vende, compra, hipoteca, empeña, devora, entrégase á los usureros, é incendia su fortuna por los cuatro costados. El día menos pensado le ocurre una desgracia; y es que, por más que la monarquía se encamine á su ruina rápidamente, el noble llega antes á ella. Todo ha concluído, todo se ha quemado; de aquella vida tan bella y brillante, ni siquiera queda el humo; sólo se hallan cenizas. Olvidado y abandonado de todos, excepto de sus acreedores, el pobre hidalgo se convierte entonces en lo único que puede ser, en aventurero, espadachín, y algo gitano; húndese y desaparece en la multitud, enorme masa, negra y sin brillo, que hasta entonces apenas había entrevisto de lejos á sus pies. En ella se sumerge y se refugia; ya no tiene oro, pero le queda el sol, riqueza de aquellos que nada poseen. Ha vivido al principio en las altas regiones de la sociedad; ahora se refugia en las más bajas y acomódase en ellas, burlándose de algún pariente ambicioso y rico; se hace filósofo, y compara á los ladrones con los cortesanos. Por lo demás, es bueno, valeroso, leal é inteligente, mezcla singular de poeta, de mendigo y de príncipe; se ríe de todos, é induce á sus compañeros á apalear á los corchetes, como lo hacían en otro tiempo sus lacayos; pero sin tomar parte en el asunto. En su persona se mezclan, no sin gracia, la impudencia del marqués con la desvergüenza del gitano; manchado por fuera, consérvase limpio interiormente; y nada tiene del caballero más que el honor, que conserva en salvo, el nombre que oculta, y la espada dispuesta.

Si el doble cuadro que acabamos de trazar es el que se ofrece á la vista en la historia de todas las monarquías en un momento dado, en España es donde se produjo particularmente de una manera notable á fines del siglo XVII. Si el autor hubiese podido realizar esta parte de su pensamiento, lo cual está muy lejos de suponer, la primera mitad de la nobleza española en aquella época y en el presente drama se resumiría en D. Salustio, y la otra mitad en D. César, ambos primos, como conviene.

Se entiende que aquí, como en todas partes, al trazar este bosquejo de la nobleza española hacia 1695, nos reservamos, por supuesto, hacer raras y respetables excepciones.—Sentado esto, prosigamos.

Continuando el examen de esa monarquía y de su época, por debajo de la nobleza así distribuída, y que hasta cierto punto se podría personificar en los dos hombres citados, vemos agitarse en la sombra algo grande, sombrío y desconocido.

Es el pueblo, que tiene el porvenir por suyo, sin poseer el presente; es el pueblo huérfano, pobre, dotado de inteligencia y vigor, y que hallándose muy bajo aspira á elevarse á las alturas, llevando en la espalda el sello de la esclavitud y en el corazón las premeditaciones del genio; es el pueblo, lacayo de los grandes señores, y enamorado, en medio de su miseria y abyección, de la única figura que en esa sociedad carcomida representa á sus ojos, en divina radiación, la autoridad, la caridad y la fecundidad. El pueblo sería Ruy Blas.

Ahora bien, sobre esos tres hombres que, así considerados, harían vivir y andar á la vista de los espectadores tres hechos, y en ellos toda la monarquía española del siglo XVII; sobre esos tres hombres, repetimos, descuella una casta y hermosa joven, una mujer, una reina. Desgraciada como mujer, porque, aunque casada, es como si no tuviese esposo; infeliz como reina, porque para ella no existe el rey; inclinada á sus inferiores por piedad real y por instinto; y mirando abajo mientras que Ruy Blas, el pueblo, mira hacia arriba.

Á los ojos del autor, y sin perjuicio de lo que los personajes accesorios puedan prestar á la verdad del conjunto, esas cuatro cabezas, así agrupadas, resumirían los principales caracteres que presentaba á la vista del filósofo historiador la monarquía española hace ciento cuarenta años. Á estas cuatro figuras podría agregarse, al parecer, una quinta, la del rey Carlos II; pero así en la historia como en el drama, este soberano no es una figura, sino una sombra.

Apresurémonos ahora á decir que lo que se acaba de leer no es la explicación de Ruy Blas, y sí solamente uno de sus aspectos: es la impresión particular que podría dejar este drama, si valiese la pena estudiarle, en el espíritu grave y concienzudo que lo examinara, por ejemplo bajo el punto de vista de la filosofía de la historia.

Pero por poco que este drama valga, tiene, como todas las cosas de este mundo, otros varios aspectos, y se podría considerar de muy distintas maneras, porque nos es dado tomar diversos puntos de vista de una idea, lo mismo que de una montaña; esto depende del sitio donde el observador se coloca. Permítasenos, sólo para aclarar nuestra idea, una comparación por demás ambiciosa: el Mont Blanc, visto desde la Croix-de-Fléchères, no parece el mismo cuando se mira desde Sallenches; y no obstante, siempre es el Mont Blanc.

Del mismo modo, y pasando de una cosa muy grande á otra pequeña, este drama, cuyo sentido histórico acabamos de indicar, ofrecería un aspecto muy distinto si se le considerase bajo un punto de vista mucho más elevado aún, el punto puramente humano. Entonces, D. Salustio sería el egoísmo absoluto, la inquietud sin reposo; D. César, su contrario, el desinterés y la indiferencia; en Ruy Blas veríamos el genio y la pasión comprimidos por la sociedad, lanzándose á tanta más altura cuanto mayor es la compresión; y la reina, en fin, sería la virtud minada por el tedio.

Bajo el punto de vista exclusivamente literario, el aspecto de este pensamiento, titulado Ruy Blas, cambiaría de nuevo. Las tres formas soberanas del arte podrían parecer personificadas y resumidas: D. Salustio sería el drama, D. César la comedia, y Ruy Blas la tragedia: el drama anuda la acción, la comedia le complica, y la tragedia le corta.

Todos estos aspectos son verdaderos y exactos, pero ninguno de ellos completo; la verdad absoluta no está sino en el conjunto de la obra. Si cada cual encuentra lo que busca, el poeta habrá alcanzado su objeto, aunque sin lisonjearse. El asunto filosófico de Ruy Blas es el pueblo aspirando á las regiones elevadas; el asunto humano es un hombre que ama á una mujer; el asunto dramático es un lacayo que ama á una reina. La multitud que todas las noches acude á ver esta obra, porque en Francia la atención pública no deja nunca de fijarse en las tentativas del ingenio, cualesquiera que sean, la multitud, repetimos, no ve en Ruy Blas más que este último asunto dramático, el lacayo; y tiene razón.

Lo que acabamos de decir de Ruy Blas nos parece evidente en las demás obras. Las producciones respetables de los maestros tienen también la notable particularidad de presentar al estudio más fases que las otras. Tartufe hace reir á éstos y temblar á aquellos; Tartufe es la serpiente doméstica, ó el hipócrita, ó la hipocresía; tan pronto es un hombre como una idea. Otelo es para algunos un negro que ama á una blanca; para otros un intruso que se enlaza con una patricia; para éstos, un celoso; para aquellos, la personificación de los celos. Esta diversidad de aspectos no altera en nada la unidad fundamental de la obra, pues ya lo hemos dicho: hay mil ramas y un tronco único.

Si el autor de este libro ha insistido particularmente en la significación histórica de Ruy Blas, es porque á su modo de ver, sólo por el sentido histórico se relaciona esta producción con Hernani. El hecho culminante de la nobleza manifiéstase en este drama, como en Ruy Blas, junto al hecho culminante de la monarquía: sólo que en Hernani, como la monarquía absoluta no está fundada todavía, la nobleza lucha aún contra el rey, aquí con el orgullo, allá con el acero, medio feudal y medio rebelde. En 1519, el noble vive lejos de la corte, en la montaña, á manera de bandido, como Hernani, ó cual un patriarca, como Ruy Gómez. Doscientos años más tarde todo ha cambiado: los vasallos se han convertido en cortesanos; y si el noble comprende la necesidad de ocultar su nombre, á causa de sus aventuras, no es para escapar del rey, sino para sustraerse á sus acreedores; ya no se hace bandido; conviértese en gitano. Harto se comprende que la monarquía absoluta ha pasado durante largos años sobre esas nobles cabezas, encorvando unas y aniquilando otras.

Y ahora, permítasenos la última observación: entre Hernani y Ruy Blas transcurren dos siglos en España, dos grandes siglos, durante los cuales ha sido dado á la descendencia de Carlos V dominar el mundo; dos siglos que la Providencia, hecho notable, no quiso prolongar ni una hora, pues aquel soberano nació en 1500 y Carlos II murió en 1700. En este último año, Luís XIV recogía la herencia de Carlos V, como Napoleón, en 1800, la de Luís XIV. Esas grandes apariciones de dinastías, que iluminan por momentos la historia, son para el autor bello y melancólico espectáculo en el que con frecuencia fija sus miradas, tratando á veces de llevar algo de ellas á sus obras. Por eso ha querido iluminar á Hernani con los rayos de la aurora, cubriendo á Ruy Blas con las tinieblas del crepúsculo. En Hernani sale el sol de la casa de Austria; en Ruy Blas se pone.


París, 25 de Noviembre de 1838.

Personajes

RUY BLAS.
DON SALUSTIO DE BAZÁN.
DON CÉSAR DE BAZÁN.
DON GURITÁN.
EL CONDE DE CAMPO-REAL.
EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ.
EL MARQUÉS DEL BASTO.
EL DUQUE DE ALBA.
EL MARQUÉS DE PRIEGO.
DON MANUEL ARIAS.
MONTAZGO.
DON ANTONIO UBILLA.
COVADONGA.
GUDIEL.
UN LACAYO.
UN ALCALDE.
UN HUJIER.
UN ALGUACIL.
DOÑA MARÍA DE NEUBURGO, reina de España.
LA DUQUESA DE ALBURQUERQUE.
CASILDA.
UNA DUEÑA.
UN PAJE.
DAMAS, CABALLEROS, CONSEJEROS, PAJES, DUEÑAS, ALGUACILES, GUARDIAS Y HUJIERES.


Madrid, 169...

Acto I. Don Salustio

El salón de Danae en el palacio real de Madrid. Mobiliario magnífico, al gusto semi-flamenco de la época de Felipe IV. Á la izquierda, ventana grande con marco dorado y cristales pequeños; á cada lado una puertecilla que comunica con alguna habitación interior; en el fondo, galería de cristales con puerta grande; esta galería atraviesa todo el teatro, y está oculta por inmensos cortinajes. Una mesa, un sillón y recado de escribir.

Don Salustio entra por la puertecilla de la izquierda, seguido de Ruy Blas y de Gudiel, que lleva una maleta y algunos paquetes, como si fuera de viaje. D. Salustio viste traje de terciopelo negro al estilo de la corte de Carlos II, ostentando en el cuello el Toisón de oro; lleva ferreruelo muy rico, de terciopelo claro, bordado de oro y con forro negro de seda; espada con empuñadura de cazoleta, y sombrero con plumas blancas. Gudiel viste también de negro, y lleva espada. Ruy Blas va de lacayo: calzón corto, jubón pardo, galones de oro y la cabeza descubierta. Sin espada.

Escena I

DON SALUSTIO DE BAZÁN, GUDIEL y RUY BLAS


D. Salustio.—Ruy Blas, cerrad la puerta y abrid esa ventana. (Ruy Blas obedece, y á una señal de D. Salustio sale por la puerta del fondo, mientras éste se dirige á la ventana.) Aún duermen todos aquí, pero ya despunta el alba. (Se vuelve bruscamente hacia Gudiel.) ¡Ah, ha sido un rayo!... Sí, mi reinado ha concluído, Gudiel... ¡Estoy en desgracia; me han expulsado! ¡Ah, perderlo todo en un día! La aventura es aún secreta; no hables de ello. ¡Y todo por amoríos con una doncella, harto impropios á mi edad, convengo en ello! ¡Seducida! ¡Vaya una desgracia! Porque esa muchacha es camarista de la reina y vino con ella de Neuburgo, reclama contra mí; presenta á su hijo en la cámara real; se me ordena casarme, rehuso y me destierran. ¡Sí, me destierran! ¡He aquí el desenlace al cabo de veinte años de incesante trabajo día y noche, de veinte años de ambición, después de haber sido alcalde de casa y corte, cuyo nombre no pronunciaba nadie sin temor, y jefe de la casa de Bazán! ¡Mi crédito, mi poderío, todo cuanto soñaba, cargos, empleos, honores, todo se hunde en medio de las carcajadas de la multitud!

Gudiel.—Nadie lo sabe aún, señor.

D. Salustio.—No, pero lo sabrán mañana, aunque afortunadamente ya estaremos en camino. No quiero caer; desapareceré. (Se desabrocha violentamente el jubón.) Siempre me oprimes como si fuese una dama, y yo me ahogo, amigo mío. (Se sienta.) ¡Oh! quiero abrir un subterráneo profundo y lóbrego sin que nadie lo eche de ver. ¡Desterrado!

(Se levanta.)

Gudiel.—¿De dónde viene el golpe, señor?

D. Salustio.—De la Reina. ¡Oh! me vengaré, Gudiel. Tú que has sido mi maestro, y que desde hace veinte años me ayudaste y serviste en las cosas pasadas, bien sabes hasta dónde alcanzan mis proyectos en la sombra, así como el hábil arquitecto conoce la profundidad del pozo que socavó. Me marcho; quiero ir á Castilla, á mis dominios, y allí meditaré mis planes. ¡Y todo esto por una muchacha! Ocúpate tú de los preparativos del viaje, porque la cosa urge. Entre tanto, diré dos palabras al individuo que ya sabes, aunque ignoro si me podrá servir. Hasta la noche soy el amo aún, y te aseguro que me vengaré. No sé cómo, pero ha de ser ruidosamente. Vamos, vé á ocuparte de los preparativos, y despacha. Sobre todo, silencio. Tú marcharás conmigo. (Gudiel saluda y sale. D. Salustio llama.) ¡Ruy Blas!

(Ruy Blas se presenta en la puerta del fondo.)

Ruy Blas.—¿Señor?

D. Salustio.—Como ya no he de dormir más en palacio, es preciso dejar las llaves y cerrar los postigos.

Ruy Blas (inclinándose).—Está bien, señor.

D. Salustio.—Escucha: la Reina pasará por la galería cuando se dirija á su cámara después de oir misa, de aquí á dos horas. Es preciso que estés allí, Ruy Blas.

Ruy Blas.—No faltaré, señor.

D. Salustio (en la ventana).—¿Ves aquel hombre que pasa por la plaza y enseña á la guardia un papel? Sin decir palabra hazle señas para que suba por la escalera secreta. (Ruy Blas obedece; D. Salustio sigue mostrándole la puertecilla de la derecha.) Antes de marcharte, mira si se hallan en esa estancia los agentes de policía, y si están despiertos los tres alguaciles de servicio.

Ruy Blas (se dirige á la puerta, la entreabre y vuelve).—Duermen, señor.

D. Salustio.—Habla en voz baja. Te necesitaré; no te alejes mucho, y entre tanto vigila para que no nos molesten los importunos.

(Entra D. César de Bazán: lleva el sombrero abollado, capa andrajosa, que no deja ver de su traje sino las medias desarregladas y los zapatos rotos, y espada de matón. En el momento de entrar, D. César y Ruy Blas se miran y hacen á la vez un ademán de sorpresa.)

D. Salustio (aparte y observándolos).—¡Se han mirado! ¿Si se conocerán?

(Ruy Blas sale.)

Escena II

D. SALUSTIO, D. CÉSAR


D. Salustio.—¡Hola! ¿Ya estáis aquí, bandido?

D. César.—Sí, primo; heme aquí.

D. Salustio.—¡Fortuna es ver á semejante truhán!

D. César (saludando).—Me complace...

D. Salustio.—Caballero, conocemos vuestras trapisondas.

D. César (con aire risueño).—¿Y os agradan?

D. Salustio.—Sí, son muy meritorias. La otra noche, la víspera de Pascua, robaron á D. Carlos de Mira; quitáronle su acero, de vaina cincelada, y el coleto; pero como es caballero de Santiago, los ladrones le dejaron la capa.

D. César.—¡Santo cielo! ¿Y por qué?

D. Salustio.—Porque lleva bordada en ella la cruz roja. Pero ¿qué os parece la algarada?

D. César.—¡Ah diablo! Digo que vivimos en un tiempo temible. ¿Qué será de nosotros, Dios mío, si los ladrones se atreven con Santiago y hacen con él de las suyas?

D. Salustio.—¡Entre ellos estabais!

D. César.—¡Pues bien, sí! Con ellos estaba, ya que es preciso hablar; pero yo no toqué á vuestro don Carlos, y sólo dí algunos consejos.

D. Salustio.—Aún hay más. Anoche, en la plaza Mayor, varios hombres de mala traza que salían de un lupanar espantoso, atacaron de improviso á la ronda. También estabais con ellos.

D. César.—Primo mío, siempre tuve á menos atacar á los corchetes. Cierto que estaba allí; pero mientras se distribuían las estocadas, yo componía versos debajo de los arcos. Á decir verdad, se zurraron de lo lindo.

D. Salustio.—No es eso todo.

D. César.—¿Qué más hay?

D. Salustio.—Entre otros actos, se os acusa de haber abierto en Francia, sin llave, con ayuda de vuestros compañeros, las cajas reales.

D. César.—No digo que no. Francia es país enemigo.

D. Salustio.—En Flandes encontrasteis á un tal Pablo Barthelemy, que llegaba de Mons con el producto de los diezmos del clero, y sin reparo alguno osasteis apoderaros de los fondos que conducía.

D. César.—¿En Flandes? Puede ser muy bien, porque he viajado mucho. ¿Es eso todo?

D. Salustio.—Don César, al rostro me sube el rubor de la vergüenza cuando en vos pienso.

D. César.—Bueno, dejadle que suba.

D. Salustio.—Nuestra familia...

D. César.—No hablemos de ella, porque en Madrid sólo vos conocéis mi nombre.

D. Salustio.—Una marquesa me decía hace poco, al salir de la iglesia: «¿Quién es ese bandido que va por allí, mirando á todas partes con aire arrogante, apoyada la mano en la cadera y el ojo avizor? ¿Quién es ese hombre, más andrajoso que Job y más altivo que Braganza, que lleva deshilachados los puños, la capa hecha girones, y en vez de la espada de caballero una tizona de espadachín?»

D. César (dirigiendo una ojeada sobre su traje).—Contestaríais que era el buen Zafari.

D. Salustio.—No; me sonrojé de vergüenza.

D. César.—Pues la dama sonrió. Á mí me gusta mucho hacer reir á las mujeres.

D. Salustio.—No os acompañáis más que con infames espadachines.

D. César.—¡Clérigos y estudiantes, humildes como corderos!

D. Salustio.—Por todas partes se os ve con mujerzuelas.

D. César.—¡Oh! son las diosas del amor, á las cuales rindo culto, y á quienes compongo sonetos por la noche.

D. Salustio.—En fin, ese Matalobos, ese ladrón que está asolando á Madrid á pesar de nuestra policía, es también amigo vuestro.

D. César.—Razonemos, si os place. Sin ese hombre, yo estaría desnudo, lo cual no sería decente, primo mío. Una noche del mes de Diciembre, viéndome en la calle casi sin ropa, se conmovió.—Al duque de Alba, ese fatuo perfumado, le robaron, hace un mes, su hermoso jubón de seda...

D. Salustio.—¿Y qué más?

D. César.—Ahora le llevo yo; Matalobos tuvo á bien dármele.

D. Salustio.—¡El jubón del duque! ¿Y no os avergonzáis?...

D. César.—Nunca me avergonzaré de llevar tan buen jubón, ricamente bordado, que me abriga en invierno y me hermosea en verano. Miradle, está nuevo. (Entreabre su capa y muestra un magnífico justillo de seda de color de rosa bordado de oro.) He hallado en esta prenda un centenar de billetes amorosos dirigidos al duque. Siempre pobre, y con frecuencia enamorado, si en alguna calle entreveo una cocina, de la cual se exhalan aromas suculentos, siéntome cerca, leo las cartitas del duque, y así engaño á la vez el estómago y el amor.

D. Salustio.—¡Don César!...

D. César.—Primo mío, dejaos de reprensiones. Ciertamente soy un gran señor, y deudo vuestro; me llamo don César, conde de Garofa; pero véome reducido á la miseria. Yo era rico; tenía palacios, posesiones y rentas; mas antes de cumplir los veinte años, todo me lo había comido, y de mis cuantiosos bienes, verdaderos ó falsos, sólo me quedaba una legión de acreedores que me acosaban sin cesar. No tenía más remedio que huir y cambiar de nombre; y ahora no soy más que un alegre compañero, llamado Zafari, á quien nadie puede comprometer excepto vos. Vos no me dais un cuarto, ni tampoco os lo pido. Por la noche duermo sobre la dura piedra, á la puerta de un palacio, teniendo por techo la celeste bóveda; y así soy feliz, pues todo el mundo me cree en la India, ó tal vez muerto. En la fuente más próxima apago la sed, y después me paseo con aire arrogante. Mi palacio, donde en otro tiempo voló mi dinero, pertenece ahora al nuncio Espínola; pero no importa. Cuando por casualidad llego hasta allí, doy consejos á los operarios del dueño, que se ocupan en esculpir un Baco sobre la puerta. Ahora ya lo sabéis todo. Prestadme diez escudos.

D. Salustio.—Escuchadme...

D. César (cruzándose de brazos).—Veamos ahora vuestro estilo.

D. Salustio.—Os he hecho venir para seros útil, César. Yo, poderoso y sin hijos, veo con sentimiento que os arrastran al abismo, y quiero libraros de él. Aunque indiferente á todo, sois desgraciado, y por lo mismo me propongo pagar vuestras deudas, devolveros vuestros palacios, introduciros en la corte para que volváis á ser un caballero, embeleso de las damas. Desaparezca para siempre Zafari, y sustitúyale don César. Quiero que de mi caja toméis cuanto os conviniere, sin temor, á manos llenas, sin ocuparos del porvenir. Cuando se tienen parientes, preciso es sostenerlos, César, y mostrarnos compasivos con nuestros deudos...

(Mientras que D. Salustio habla, el rostro de D. César expresa cada vez mayor asombro, alegría y confianza, y al fin no puede reprimirse.)

D. César.—Siempre habéis tenido un talento endiablado, y á fe mía que sois muy elocuente. Continuad.

D. Salustio.—César, no os impongo sino una condición... Voy á explicarme. Por lo pronto tomad mi bolsa.

D. César (cogiendo la bolsa que está llena de oro).—¡Ah! Esto es magnífico.

D. Salustio.—Y además voy á daros quinientos ducados.

D. César (deslumbrado).—¡Marqués...!

D. Salustio.—Desde hoy...

D. César.—¡Pardiez! soy del todo vuestro en cuanto á las condiciones. Mandad; mi espada está á vuestra disposición, y soy vuestro esclavo. Si os place, hasta iré á cruzar el acero con Lucifer, rey de los infiernos.

D. Salustio.—No, no acepto vuestra espada; tengo mis razones para ello.

D. César.—¿Qué deseáis entonces? Apenas tengo nada más que ofrecer.

D. Salustio (acercándose á él y bajando la voz).—Vos conocéis, y en esta ocasión es muy conveniente, á todos los perdidos de Madrid.

D. César.—Me lisonjeáis, primo mío.

D. Salustio.—Siempre os acompaña toda una cuadrilla, y en caso necesario os sería fácil promover un motín. Todo esto podría servirnos.

D. César (soltando la carcajada).—Á fe mía que estáis haciendo un drama. ¿Qué parte me confiaréis en la obra? ¿Será el poema ó la sinfonía? De todos modos mandad; pero mi fuerte es el sainete.

D. Salustio.—Hablo á D. César, y no á Zafari. (Bajando la voz cada vez más.) Escucha. Necesito alguien que trabaje á mi lado en la sombra, á fin de preparar un gran acontecimiento. Yo no soy perverso, pero hay ocasiones en que el más delicado, desvergonzándose al fin, ha de hacer cosas feas. Tú serás rico; para ello sólo te impongo por condición que me ayudes en silencio á tender un lazo, una red oculta, como hacen los cazadores por la noche; pero no para coger una avecilla. Es preciso que por un plan bien combinado y terrible me sea dado vengarme. Pienso que no serás escrupuloso...

D. César.—¿Vengaros?

D. Salustio.—Sí.

D. César.—¿De quién?

D. Salustio.—De una mujer.

D. César (irguiéndose y mirando á D. Salustio con altivez).—¡Alto ahí! no me digáis una palabra más. En este punto, voy á deciros, primo mío, cuál es mi modo de pensar. Todo aquel que vil y traidoramente se venga de una mujer débil cuando tiene derecho á llevar espada y que nacido caballero, obra como alguacil, ese, aunque fuese el rey de Castilla, aunque ciñera cien coronas, aunque se titulase conde y duque ó marqués, y descendiera de la más noble familia, no será para mí más que un vil y cobarde, á quien quisiera ver colgado de una horca en castigo de su felonía.

D. Salustio.—¡César!...

D. César.—No añadáis una palabra; me ultrajáis. (Arroja la bolsa á los pies de D. Salustio.) Guardad vuestro secreto, y con él vuestro dinero. ¡Ah! Comprendo la matanza, el robo y el saqueo; comprendo que en noche oscura se asalte, hacha en mano, algún castillo, y que con cien bandoleros se mate sin compasión; entonces todos hieren y gritan, cual verdaderos bandidos; ojo por ojo, diente por diente, hombres contra hombres. Comprendo todo esto; pero que se atraiga suavemente á una mujer para aniquilarla, tendiendo á sus pies odioso lazo, á fin de abusar tal vez de su honor; apoderarse de una pobre avecilla que canta alegre, valiéndose de un medio infame... ¡Oh! ¡antes que llegar á esta deshonra, antes que ser rico y poderoso á semejante precio, preferiría, y aquí lo digo ante Dios, que ve mi alma, que un perro corroyese mi cráneo clavado en la picota!

D. Salustio.—Primo...

D. César.—De vuestros beneficios no necesito disfrutar mientras que halle agua en las fuentes, espacio libre en los campos, y en la ciudad un ladrón que me vista en invierno. Á fe mía que olvidaré la prosperidad pasada mientras pueda dormir tranquilo á la puerta de vuestros soberbios palacios, sin temor de que me despierten. Adiós, pues; Dios sabe cuál de los dos es el mejor. Con vuestros cortesanos quedad, don Salustio, mientras yo vuelvo con mi canalla, con los lobos, no con las serpientes.

D. Salustio.—Un momento...

D. César.—¡Vamos! abreviemos la entrevista; si tratáis de prenderme, ordenadlo de una vez.

D. Salustio.—Muy bien; creía, César, que estabais más endurecido; la prueba ha sido buena, y favorable para vos. Estoy contento; venga esa mano, os lo ruego.

D. César.—¡Cómo!

D. Salustio.—Todo esto no pasa de una broma. Cuanto he dicho ha sido para probaros, y nada más.

D. César.—Me hacéis soñar despierto. La mujer, esa trama, esa venganza...

D. Salustio.—¡Pura invención, sueños y quimeras!

D. César.—¡Perfectamente! ¿Y el ofrecimiento de pagar mis deudas es quimera también? ¿Es un sueño lo de los quinientos ducados?

D. Salustio.—Voy á buscarlos ahora mismo.

(Se dirige á la puerta del fondo, y hace seña á Ruy Blas para que se quede.)

D. César (aparte, en el proscenio, y mirando á D. Salustio de reojo).—¡Hum! cara de traidor; cuando la boca dice sí, la mirada parece decir: veremos.

D. Salustio (á Ruy Blas).—Permaneced aquí, Ruy Blas. (Á D. César.) Vuelvo al punto.

(Sale por la puertecilla de la izquierda, y apenas desaparece, D. César y Ruy Blas corren el uno hacia el otro.)

Escena III

D. CÉSAR, RUY BLAS


D. César.—Á fe mía que no me engañaba. ¡Tú aquí, Ruy Blas!

Ruy Blas.—¿Eres tú, Zafari? ¿Qué haces en este palacio?

D. César.—Paso y me voy; así como al ave, agrádame el espacio. ¿Pero y tú, qué significa esa librea, ese disfraz?

Ruy Blas (con amargura).—Más disfrazado estoy de otro modo.

D. César.—¿Qué dices?

Ruy Blas.—Déjame estrecharte la mano como en aquel tiempo feliz de libertad y de miseria en que vivía sin hogar, hambriento de día y yerto de frío por la noche; pero independiente; aquel tiempo en que me conociste, y en que yo era hombre aún. Ambos hijos del pueblo, nos parecíamos tanto que nos tomaban por hermanos; cantábamos al despuntar la aurora, y llegada la noche dormíamos uno junto á otro bajo el estrellado cielo, compartiendo siempre lo que teníamos. Por fin llegó la triste hora de nuestra separación; y al cabo de cuatro años te encuentro otra vez, siempre el mismo, alegre como un muchacho, libre como el gitano; siempre eres ese Zafari, rico en su pobreza, que nada tuvo jamás, ni deseó cosa alguna. Pero yo ¡cuánto he cambiado, hermano! Huérfano, alimentado de ciencia y orgullo en un colegio, en vez de destinarme á simple obrero, hicieron de mí un soñador. Tú ya sabes hasta qué punto llegaban mis aspiraciones de poeta, cuando te burlabas de mis versos insensatos. Tenía yo no sé qué ambición en el alma. ¿Para qué trabajar? Dirigíame hacia un objeto invisible; creíalo todo verdadero, todo posible, y de la suerte lo esperaba todo. Por otra parte, soy de aquellos que pasan sus días pensativos y ociosos, contemplando algún palacio donde rebosan las riquezas, para ver entrar y salir á las elegantes damas. Así me sucedió un día en que, hambriento y moribundo, recogí el pan donde le encontré, en medio del ocio y la ignominia. ¡Oh! cuando yo tenía veinte años confiaba en mi genio, mientras me perdía, recorriendo descalzo los caminos y entregado á mis meditaciones sobre la suerte de los humanos. Había trazado planes sobre todo, una verdadera montaña de proyectos; condolíame la desgracia de España, y, pobre de espíritu, pensé que el mundo necesitaba de mí. Ya ves el resultado, amigo mío: ¡un lacayo!

D. César.—Sí, ya lo sé; el hambre es puerta muy baja, y cuando se ha de pasar por ella, el más grande es aquel que más se encorva; pero la suerte tiene su flujo y reflujo. Espera.

Ruy Blas.—El marqués de Finlas es mi amo.

D. César.—Ya le conozco. ¿Y vives en este palacio?

Ruy Blas.—No, esta mañana pisé el umbral por primera vez.

D. César.—¿De veras? Tu amo, no obstante, debe habitar aquí á causa del cargo que desempeña.

Ruy Blas.—Sí, porque la corte le necesita á cada momento; pero tiene una casa desconocida, donde tal vez no ha entrado nunca en pleno día, aunque sólo dista cien pasos del palacio; es modesta y misteriosa, y en ella vivo yo. Por la puerta secreta, cuya llave sólo tiene mi amo, el marqués entra á veces por la noche seguido de hombres enmascarados que hablan en voz baja y se encierran, sin que nadie sepa lo que allí sucede luego. Por compañeros tengo dos negros mudos que, ignorando mi nombre, tal vez me toman por su amo.

D. César.—Sí; allí recibe sin duda á sus espías, allí es donde tiende sus emboscadas. Es un hombre profundo y poderoso.

Ruy Blas.—Ayer me dijo: «Es preciso que mañana estés en palacio antes de rayar la aurora: entrarás por la verja dorada.» Al llegar me mandó ponerme esta librea, que hoy llevo por primera vez.

D. César (estrechándole la mano).—Espera.

Ruy Blas.—¡Esperar! Tú no sabes aún lo que es para mí llevar este traje que mancha y deshonra. Haber perdido la alegría y el orgullo no es nada, y tampoco importa ser vil y esclavo. Escucha, hermano mío; no siento yo usar esta librea que me infama, porque en el pecho tengo una hidra cuyos dientes de fuego me oprimen el corazón en sus ardientes repliegues. El exterior te atemoriza. ¡Qué dirías si vieses el interior!

D. César.—¿Qué quieres decir?

Ruy Blas.—Inventa, imagina, busca en tu espíritu, supón algo extraño, insensato, inaudito y horrible, una fatalidad que deslumbre; sí, prepara un veneno espantoso, abre un abismo más sordo que la locura, más negro que el crimen; y cuando hayas hecho todo lo que digo, aún no te acercarás á mi secreto. ¿No lo adivinas? ¡Cómo has de adivinarlo! Sondea con la mirada el precipicio á donde el destino me arrastra... Amo á la Reina.

D. César.—¡Cielos!

Ruy Blas.—Bajo un dosel ornado con el globo imperial hay un hombre, unas veces en Aranjuez, y otras en el Escorial, á quien apenas se ve y á quien no se nombra sin terror; un hombre para quien, cual si fuese Dios, todos somos iguales; al que se mira temblando y se sirve de rodillas; que puede hacer caer nuestras cabezas á una simple señal; un hombre cuyos caprichos son un acontecimiento; que vive solo y soberbio, encerrado gravemente en una majestad terrible y profunda, y cuyo poderío se extiende por la mitad del mundo. ¡Pues bien, yo, el lacayo de ese hombre, de ese rey, estoy celoso!

D. César.—¡Celoso del rey!

Ruy Blas.—¡Sí, del rey, puesto que amo á su esposa!

D. César.—¡Desgraciado!

Ruy Blas.—Escucha. Todos los días la espero al paso, y estoy como loco. ¡Oh! la vida de esa mujer es un tejido de enojos; todas las noches pienso en ello. ¡Vivir en esta corte de odios y mentiras, casada con un rey que pasa el tiempo cazando! ¡Imbécil! Viejo ya á los treinta años, ni es hombre ni es rey.—Familia que se extingue: el padre era débil hasta el punto de no poder sostener en la mano un pergamino. ¡Oh! tan bella y tan joven, y haber dado su mano á ese rey Carlos II. ¡Qué lástima! No sé cómo esta locura amorosa ha penetrado en mi corazón; pero juzga tú. La reina ama una flor azul de Alemania; aquí no la hay, y todos los días ando una legua para coger algunas; con las más bonitas formo un ramo, y á media noche me introduzco en los jardines reales como un ladrón y deposito mi ofrenda en el banco donde la soberana suele sentarse. Anoche mismo me atreví, compadécete, hermano, á colocar un billete entre las flores. Para llegar hasta ese banco es preciso franquear el muro, y en su parte superior me hieren las puntas de hierro que se suelen poner en las cercas. Algún día me dejaré allí el corazón y las entrañas. Ignoro si encuentra mis flores y mi carta; pero con todo esto, ya ves que soy un insensato.

D. César.—¡Diablo! tu aventura no deja de ser peligrosa. Ten cuidado, porque el conde de Oñate, que la ama también, la vigila, en calidad de mayordomo y de enamorado. Podría suceder que una noche, algún guarda poco dormilón, te clavase la partesana antes de marchitarse tu ramo. ¡Vaya una ocurrencia, amar á la reina! ¿Cómo diablos has podido llegar á este caso?

Ruy Blas (con arrebato).—¿Lo sé yo por ventura? ¡Oh! daría mi alma al demonio por ser sólo durante una hora uno de esos jóvenes señores que desde la ventana veo en este instante, y que cual viva afrenta para mí, entran luciendo la pluma en el sombrero y altiva la frente. Sí, me condenaría sólo para que me fuese dado arrojar esta librea y poder acercarme á la reina, como ellos, con un traje semejante al suyo. Pero, ¡oh rabia, estar junto á ella y no ser á sus ojos más que un lacayo! ¡Tened compasión de mí, Dios mío! (Acercándose á D. César.) Ahora recuerdo que me preguntabas por qué la amo así y desde cuándo... Cierto día... pero ¿á qué recordarlo? Es verdad; siempre te conocí esa manía de preguntar ¿por qué? ¿cómo? ¿cuándo? Pero la sangre me hierve en las venas, y sólo podría decirte que la amo locamente.

D. César.—Cálmate.

Ruy Blas (cayendo desfallecido y pálido en un sillón).—Sufro mucho, hermano; dispénsame, ó más bien huye de este pobre loco, que con espanto siente bajo su librea de lacayo las pasiones de un rey.

D. César (poniéndole la mano sobre el hombro).—¡Yo huir de ti; yo que no he sufrido porque nunca amé á nadie; yo, pobre cascabel que ya no suena, pobre mendigo del amor, á quien de vez en cuando arroja una limosna el destino; yo, que nada siento ya en el corazón, pareciéndome que el alma se ha retirado de mi cuerpo! ¿Por qué había de huir? Por ese amor que en tus ojos rebosa te envidio, y á la vez te compadezco, Ruy Blas.

(Momento de pausa: con las manos cogidas, los dos se miran con expresión amistosa y de tristeza.—Entra D. Salustio y adelántase con paso lento, fijando una mirada profunda en D. César y Ruy Blas, que no le ven. En una mano lleva un sombrero y una espada, que al entrar deposita en un sofá, y en la otra una bolsa, que pone sobre la mesa.)

D. Salustio (á D. César).—He aquí el dinero.

(Al oir la voz de D. Salustio, Ruy Blas se levanta como sobresaltado, y permanece en pie, con la vista baja, en actitud respetuosa.)

D. César (aparte, mirando á D. Salustio de reojo).—El diablo me lleve si ese tunante no escuchaba á la puerta. ¡Bah! al fin y al cabo, poco importa. (Á D. Salustio en voz alta.) Muchas gracias, primo.

(Abre la bolsa, esparce el contenido en la mesa y revuelve con alegría los ducados, colocándolos en pilas sobre el tapete de terciopelo. Mientras los cuenta, D. Salustio se dirige al fondo del teatro, volviendo la cabeza para ver si llama la atención de D. César; abre la puertecilla de la derecha y á una señal salen tres alguaciles armados con espadas y vestidos de negro. D. Salustio les muestra misteriosamente á D. César. Ruy Blas permanece inmóvil, de pie cerca de la mesa, sin ver ni oir nada.)

D. Salustio (en voz baja á los alguaciles).—Cuando salga de aquí ese hombre que cuenta el dinero, seguidle y apoderaos de él silenciosamente, sin violencia. Después le conduciréis á Denia, y una vez allí, embarcadle. (Les entrega un pergamino sellado.) He aquí la orden escrita de mi puño y letra. Sin prestar oído á sus quejas, le venderéis, una vez en el mar, á los corsarios argelinos. Mil piastras para vosotros si llenáis vuestro cometido pronto y bien.

(Los tres alguaciles se inclinan y salen.)

D. César (acabando de arreglar los ducados).—Nada es tan agradable y divertido como hacer pilas de monedas cuando son nuestras. (Hace dos partes iguales y se vuelve á Ruy Blas.) Hermano, he aquí tu parte.

Ruy Blas.—¡Cómo!

D. César (mostrándole una de las dos pilas de oro).—¡Tómala, vente y sé libre!

D. Salustio (que los observa en el fondo).—¡Diablo!

Ruy Blas (moviendo la cabeza en señal de negativa).—No; el corazón es lo que quisiera tener libre; mi suerte está echada, y debo permanecer aquí.

D. César.—Bien, obra como te plazca. Sólo Dios sabe si tú eres el loco y yo el sabio.

(Recoge el dinero, lo echa en la bolsa y se la guarda.)

D. Salustio (en el fondo del teatro, aparte, y observando siempre).—Poco más ó menos el mismo rostro y el mismo aire.

D. César (á Ruy Blas).—¡Adiós!

Ruy Blas.—Toca estos cinco.

(Se estrechan la mano. D. César sale sin ver á D. Salustio, que permanece retirado.)

Escena IV

RUY BLAS, D. SALUSTIO


D. Salustio.—¡Ruy Blas!

Ruy Blas (volviéndose vivamente).—¿Señor?

D. Salustio.—¿Era ya de día esta mañana cuando llegasteis?

Ruy Blas.—Aún no, señor; dí el pase al portero, y he subido.

D. Salustio.—¿Llevabais capa?

Ruy Blas.—Sí, señor.

D. Salustio.—En ese caso, nadie os habrá visto aún esa librea en palacio.

Ruy Blas.—Ni tampoco en Madrid.

D. Salustio (señalando con el dedo la puerta por donde ha salido D. César).—Está muy bien. Id á cerrar la puerta y quitaos ese traje. (Ruy Blas se despoja de su librea y arrójala en un sillón.) Me parece que tenéis muy buen carácter de letra. Escribid. (Hace seña á Ruy Blas para que se siente á la mesa, donde hay plumas y tinteros. Ruy Blas obedece.) Hoy vais á servirme de secretario. Nada os ocultaré. Por lo pronto un billete de amor para la reina de mi corazón, para doña Elvira, esa sirena que debe haber caído del paraíso. Voy á dictaros. «Un peligro terrible me amenaza en este momento; sólo mi reina puede conjurar la tempestad, viniendo á buscarme esta noche á casa. De lo contrario estoy perdido. Pongo á vuestras plantas mi vida y mi corazón y os beso los pies.» (Riendo.) ¡Un peligro! El recurso es hábil para atraerla á mi casa. ¡Oh! yo soy experto. Á las mujeres les agrada mucho salvar á quien las pierde.—Añadid: «Por la puerta que hay en lo último de la Alameda podréis entrar sin ser reconocida; una persona de confianza os abrirá.» Perfectamente. ¡Ah! firmad.

D. Salustio.—¿Vuestro nombre?

D. Salustio.—No. Firmad César; es mi nombre de guerra.

Ruy Blas (después de haber obedecido).—La dama no reconocerá la escritura.

D. Salustio.—¡Bah! el sello basta; con frecuencia lo hago de este modo. Ruy Blas, yo parto esta noche y os dejo aquí. Tengo proyectos muy favorables respecto á vos; vais á cambiar de situación, pero es necesario que me obedezcáis en todo. Como vos sois un servidor discreto, fiel y reservado...

Ruy Blas (inclinándose).—Señor...

D. Salustio (continuando).—Quiero mejorar vuestra suerte.

Ruy Blas (mostrando el billete que acaba de escribir).—¿Á dónde se ha de dirigir esa carta?

D. Salustio.—Yo me encargo de ello. (Acercándose á Ruy Blas con aire significativo.) Quiero haceros feliz. (Síguese una pausa. D. Salustio hace seña á Ruy Blas para que vuelva á sentarse á la mesa.) Escribid: «Yo, Ruy Blas, lacayo de su excelencia el marqués de Finlas, me obligo á servirle como fiel criado en toda ocasión secreta ó pública.» (Ruy Blas obedece.) Firmad con vuestro nombre; ahora la fecha; está bien; dadme. (Dobla el billete y el papel en que Ruy Blas acaba de escribir, y los guarda en su cartera.) Acaban de traerme una espada. ¡Ah! vedla allí. (Señala el sofá, en el que ha puesto la espada y el sombrero, y coge estos objetos.) El tahalí es de seda, recamada á la última moda. (Haciendo admirar la flexibilidad del tejido.) Tocadla, Ruy Blas. ¿Qué os parece esa flor? La empuñadura es de Gil, el famoso cincelador, el que mejor sabe formar, al gusto de las bellas, una caja de pastillas en el pomo. (Pasa el tahalí por el cuello de Ruy Blas sin quitar la espada.) Dejadla; quiero ver si os sienta bien. ¡Cáspita! parecéis así todo un caballero. (Escuchando.) Alguien viene... Sí. Se acerca la hora de pasar la Reina. ¡El marqués del Basto!

(La puerta del fondo que da á la galería se abre. D. Salustio se despoja del ferreruelo y arrójale vivamente sobre los hombros de Ruy Blas, en el momento de aparecer el marqués del Basto. Después se dirige á este último, llevando consigo á Ruy Blas, mudo de asombro.)

Escena V

D. SALUSTIO, RUY BLAS, EL MARQUÉS DEL BASTO, EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ, EL DUQUE DE ALBA, y después toda la corte


D. Salustio (al marqués del Basto).—Permitidme, marqués, que os presente á mi primo D. César.

Ruy Blas (aparte).—¡Cielos!

D. Salustio (á Ruy Blas en voz baja).—¡Callaos!

El marqués del Basto (saludando á Ruy Blas).—Caballero, celebro mucho...

(Le toma la mano, que Ruy Blas le presenta con cierta cortedad.)

D. Salustio (en voz baja á Ruy Blas).—Dejadme hacer y saludad.

(Ruy Blas saluda al marqués.)

El marqués del Basto (á Ruy Blas).—Apreciaba mucho á vuestra madre. (En voz baja á D. Salustio, mostrándole á Ruy Blas.) Está muy cambiado; apenas le hubiera reconocido.

D. Salustio (al marqués).—¡Diez años de ausencia!

El marqués del Basto.—¡Verdad es!

D. Salustio (golpeando en el hombro de Ruy Blas).—¡Hele aquí de vuelta! ¿Recordáis, marqués, qué pródigo era, y cómo despilfarraba sus escudos? Todas las noches en bailes y fiestas; siempre luciendo galas en festines y reuniones; con su fasto y su lujo deslumbraba á Madrid, pero á los tres años se arruinó. Ahora llega de la India.

Ruy Blas.—Señor...

D. Salustio (alegremente).—Llamadme primo, puesto que nos une este parentesco. Los Bazanes somos buenos caballeros. Tenemos por antecesor á don Íñigo de Ibiza; su nieto, Pedro de Bazán, casó con Mariana de Gor, de quien nació Juan, que fué almirante en tiempo del rey D. Felipe; Juan tuvo dos hijos, que en nuestro árbol genealógico han dejado dos blasones. Yo soy el marqués de Finlas, y vos el conde Garofa. Tanto valemos el uno como el otro, César; por parte de las madres, tenemos igual jerarquía, sólo que vos sois de Aragón y yo de Portugal. Vuestra rama no es menos noble que la nuestra; yo soy fruto de la una, y vos, flor de la otra.

Ruy Blas (aparte).—¿Á dónde me llevará?

(Mientras que D. Salustio hablaba, el marqués de Santa Cruz, D. Álvaro de Bazán y Benavides, anciano de bigote blanco, que lleva una gran peluca, se ha aproximado á ellos.)

El marqués de Santa Cruz (á D. Salustio).—Os explicáis con claridad; pero si es primo vuestro también lo es mío.

D. Salustio.—Es verdad, pues tenemos el mismo origen, marqués. (Le presenta á Ruy Blas.) Don César.

El marqués de Santa Cruz.—Imagino que no es el que creían muerto.

D. Salustio.—Sí tal; el mismo.

El marqués de Santa Cruz.—¿Conque ahora ha vuelto?...

D. Salustio.—De las Indias.

El marqués de Santa Cruz (examinando á Ruy Blas).—En efecto, es el mismo.

D. Salustio.—¿Le reconocéis?

El marqués de Santa Cruz.—¡Pardiez! como que le he visto nacer.

D. Salustio (en voz baja á Ruy Blas).—El buen hombre está ciego, y sólo os reconoce para hacer creer que no lo es.

El marqués de Santa Cruz (ofreciendo la mano á Ruy Blas).—Venga esa mano, primo.

Ruy Blas (inclinándose).—¡Señor!

El marqués de Santa Cruz.—Me complace mucho veros.

D. Salustio (en voz baja al marqués y aparte).—Voy á pagar sus deudas; vos podréis servirle en el cargo que desempeñáis: si en la corte vacase algún cargo, cerca del rey ó de la reina...

El marqués de Santa Cruz (en voz baja).—Es un joven encantador, y pensaré en ello. Además, pertenece á la familia.

D. Salustio (en voz baja).—Tenéis mucha influencia en el Consejo de Castilla, y por lo tanto os le recomiendo. (Sepárase del marqués de Santa Cruz y se dirige á otros señores, á los que presenta á Ruy Blas; entre ellos está el duque de Alba, que luce un traje magnífico. D. Salustio le presenta á Ruy Blas.) Mi primo César, conde de Garofa. (Los nobles cambian graves saludos con Ruy Blas, siempre sobrecogido.) (Al conde de Ribagorza.) Ayer no estabais en el baile de Atalante; Lindamira bailó muy bien. (Se extasía contemplando el jubón del duque de Alba.) Magnífico justillo lleváis, duque.

El duque de Alba.—Otro más hermoso tenía, de seda rosa galoneado de oro, pero ese bribón de Matalobos me le ha robado.

Un hujier de la corte (en el fondo del teatro).—La Reina se aproxima; tomad puesto, señores.

(Las grandes cortinas de la galería de cristales se abren, y los señores se escalonan cerca de la puerta, mientras forman los guardias. Ruy Blas, anhelante y fuera de sí, refúgiase en el proscenio, á donde le sigue D. Salustio.)

D. Salustio (en voz baja á Ruy Blas).—¿Es posible que cuando la fortuna os sonríe, disminuya vuestro espíritu? Volved en vos, Ruy Blas. Yo marcho de Madrid; os dejo mi pequeña casa con los criados mudos; nada quiero guardar sino las llaves secretas; muy pronto recibiréis instrucciones. Haced mi voluntad, y yo me encargaré de vuestra fortuna. Elevaos sin temer nada, pues la ocasión es propicia. La corte es un país donde se anda sin ver claro; pero yo os conduciré; yo me encargo de ver por vos.

(Aparecen otros guardias en el fondo del teatro.)

El hujier (en alta voz).—¡La Reina!

Ruy Blas (aparte).—¡Ah! ¡La Reina!

(La Reina, magníficamente vestida, aparece rodeada de damas y pajes bajo un dosel de terciopelo escarlata, conducido por cuatro gentiles hombres. Ruy Blas, despavorido, parece quedar absorto ante aquella resplandeciente visión. Todos los grandes de España se cubren. D. Salustio se dirige rápidamente hacia el sillón en que se halla su sombrero y se lo lleva á Ruy Blas.)

D. Salustio (á Ruy Blas, poniéndole el sombrero en la cabeza).—¿Qué tenéis, primo? ¡Cubríos; sois grande de España!

Ruy Blas (aturdido, en voz baja á D. Salustio).—¿Y qué más ordenáis, señor?

D. Salustio (mostrándole á la Reina, que cruza lentamente por la galería).—Que hagáis lo posible por agradar á esa mujer y ser su amante.

Acto II. La Reina de España

Salón contiguo á la cámara de la reina; á la izquierda una puertecilla de comunicación, y á la derecha otra que conduce á las habitaciones exteriores. En el fondo grandes ventanas abiertas. Es la tarde de un hermoso día de verano. Mesa grande, sillones; la imagen de una Santa, con un rico marco, adornan una de las paredes: es «Santa María Esclava». En el lado opuesto una imagen de la Virgen, iluminada por la luz de una lámpara de oro; más allá un retrato de cuerpo entero del rey Carlos II.

Al levantarse el telón, la reina doña María de Neuburgo está sentada en un extremo junto á una de sus damas, joven y hermosa. La reina viste de blanco, con falda de tejido de plata. Está bordando y se interrumpe á intervalos para hablar. En el lado opuesto, sentada en un sillón, doña Juana de la Cueva, duquesa de Alburquerque, camarista mayor, con su labor en la mano; es una anciana vestida de negro. Cerca de ella, varias dueñas, sentadas á una mesa, trabajan también. En el fondo está D. Guritán, conde de Oñate, mayordomo, alto, enjuto, con bigote gris; es hombre de unos cincuenta años y tiene aspecto de militar veterano, aunque viste con exagerada elegancia y lleva cintas hasta en los zapatos.

Escena I

LA REINA, LA DUQUESA DE ALBURQUERQUE, D. GURITÁN, CASILDA, dueñas


La Reina.—¡Por fin ha marchado! Debería estar tranquila y no lo estoy, porque ese marqués de Finlas me preocupa; estoy segura que me odia.

Casilda.—¿No se le ha desterrado según vuestro deseo?

La Reina.—Ese hombre me aborrece.

Casilda.—Vuestra Majestad...

La Reina.—Te aseguro, Casilda, que ese marqués es para mí como el ángel malo. La víspera del día en que debía marchar, se presentó como de costumbre durante el besamanos. Todos los nobles se adelantaban en fila hacia el trono para cumplir con la etiqueta; mientras que yo, triste y tranquila, miraba vagamente la pared que en el salón oscuro representa una gran batalla. De repente, al fijar mi vista en la mesa, divisé á ese hombre temible, que se adelantaba hacia mí, y desde aquel momento, sólo él me llamó la atención. Adelantábase lentamente, con la mano apoyada en la daga, de la cual veía á intervalos la brillante hoja; estaba grave, y su mirada de fuego me imponía; se inclinó y sentí sobre mi mano su boca de serpiente.

Casilda.—Cumplía con su deber de caballero.

La Reina.—Sus labios no eran como los demás. No he vuelto á verle, pero desde ese día pienso en él á menudo, aunque otras cosas me preocupan. Paréceme que el infierno está en el alma de ese hombre, ante el cual no soy más que una mujer, y no una reina. En mis sueños encuentro en mi camino á ese demonio, que me besa la mano; y veo brillar el odio en sus miradas, que como un veneno mortal hielan la sangre en mis venas, haciéndome estremecer. ¿Qué dices á esto?

Casilda.—¡Puras visiones, señora!

La Reina.—Á decir verdad, otros cuidados tengo más serios. (Aparte.) ¡Oh! lo que más me atormenta debo ocultar. (Á Casilda.) Dime ¿qué hay de esos mendigos, que no osaban acercarse?...

Casilda (dirigiéndose á la ventana).—Aún están ahí, señora.

La Reina.—Toma, échales mi bolsa...

(Casilda toma la bolsa y arrójala por la ventana.)

Casilda.—¡Oh! señora, vos que hacéis tantas limosnas con tal bondad, ¿no haréis ninguna al conde de Oñate, aunque sólo sea diciéndole una palabra? (Mostrando á la Reina á D. Guritán, que de pie y silencioso en el fondo de la cámara, fija en aquella miradas de muda adoración.) Es un pobre viejo enamorado, que tiene la piel tan dura como tierno el corazón.

La Reina.—Ese hombre me molesta.

Casilda.—Convengo en ello; pero decidle algo.

La Reina (volviéndose á D. Guritán).—Buenos días, conde.

(D. Guritán se aproxima, haciendo tres reverencias, y suspirando besa la mano de la Reina, que se muestra indiferente y distraída. Después vuelve á su sitio.)

D. Guritán (retirándose, en voz baja á Casilda).—La Reina está encantadora hoy.

Casilda (mirándole cuando se aleja).—¡Pobre ganso! Permanece inmóvil junto al agua que le tienta, y si después de esperar todo un día se le dirige una palabra, con frecuencia una frase indiferente, retírase contento y satisfecho.

La Reina (con triste sonrisa).—¡Cállate!

Casilda.—Para ser feliz le basta veros; para él es toda una dicha ver á la Reina. (Extasiándose al divisar una caja colocada sobre un velador.)—¡Oh! ¡qué caja tan preciosa!

La Reina.—Aquí tienes la llave.

Casilda.—Esta madera de sándalo es exquisita.

La Reina (presentándole la llave).—Ábrela y mira. Son reliquias que me propongo enviar á mi padre, porque sé que le agradarán mucho. (Queda meditabunda un momento, y después interrumpe vivamente sus impresiones. Aparte.) Quisiera desechar de mi mente lo que pienso. (Á Casilda.) Vé á buscar un libro en mi cámara... ¡Estoy loca! no hay uno solo alemán; todos son españoles. Y el rey, de caza, siempre ausente. ¡Ah! ¡qué aburrimiento! En seis meses he pasado sólo doce días junto á él.

Casilda.—¡Casarse con un rey para vivir así!

(La Reina se entrega otra vez á su meditación, arrancándose al fin de ella como por un esfuerzo.)

La Reina.—¡Quiero salir!

(Al oir estas palabras, pronunciadas imperiosamente, la duquesa de Alburquerque, que hasta entonces ha permanecido inmóvil en su sillón, levanta la cabeza, se pone después en pie y hace una profunda cortesía á la Reina.)

La duquesa de Alburquerque (con voz breve y dura).—Para que la Reina salga es preciso, según el ceremonial, que un grande de España, aquel á quien se concede este derecho, abra todas las puertas; y ahora no hay tal vez ninguno en el alcázar.

La Reina.—¡Pero esto es encerrarme! ¿Quieren matarme, Duquesa?

La Duquesa (haciendo otra reverencia).—Soy camarista mayor, y cumplo con mi deber.

(Vuelve á sentarse.)

La Reina (Ocultando la cabeza entre sus manos, con desesperación.—Aparte.)—¿Será preciso volver á mis meditaciones? ¡No! (En voz alta.) ¡Pronto, traed aquí las cartas para jugar al sacanete, y vengan todas mis damas!

La Duquesa (á las dueñas).—No os mováis, señoras. (Levantándose y saludando de nuevo á la Reina.) Según antiguo uso, Vuestra Majestad no puede jugar sino con reyes, ó deudos del soberano.

La Reina (con enojo).—¡Pues bien, haced que vengan!

Casilda (aparte, mirando á la Duquesa).—¡Ah! ¡dueña gruñona!

La Duquesa (persignándose).—Dios no se los ha concedido, señora, al soberano que gobierna. La reina madre ha muerto, y ahora está solo.

La Reina.—¡Pues que me sirvan una colación!

Casilda.—¡Qué divertido es esto!

La Reina.—Casilda, te invito.

Casilda (aparte, mirando á la camarista).—¡Oh, respetable abuela!

La Duquesa (haciendo una reverencia).—Cuando el rey no está aquí, la reina come sola.

(Vuelve á sentarse.)

La Reina (exasperada).—¡Dios mío! ¿Qué podré hacer que permitido sea? Ni salir, ni jugar, ni comer cuando se me antoja. Desde hace un año que soy reina, me estoy muriendo.

Casilda (aparte, mirándola con aire compasivo).—¡Pobre mujer, condenada á pasar todos sus días presa del tedio, en esta corte insípida, sin más distracción que la de contemplar el agua estancada en un pantano, (Mirando á D. Guritán, siempre inmóvil y de pie en el fondo de la cámara.) y á un viejo enamorado, que sueña despierto!

La Reina (á Casilda).—¿Qué hacer? Veamos, busca una idea.

Casilda.—En ausencia del rey, vos sois quien gobierna: procurad distraeros, llamando á los ministros.

La Reina (encogiéndose de hombros).—¡Vaya un recreo! ¡Ver ocho hombros de semblante siniestro, que me hablen de Francia y de su rey caduco, de Roma y del retrato del archiduque, á quien pasean por Burgos bajo un dosel de paño de oro, conducido por cuatro alcaldes! Busca otra cosa.

Casilda.—Pues bien, si lo permitís, haré que suba algún joven escudero.

La Reina.—¡Casilda!

Casilda.—Quisiera ver algún joven, señora, porque esta corte venerable me aburre y me contrista. Creo que la vejez llega por los ojos, y que se envejece más pronto cuando siempre se ven ancianos.

La Reina.—¡Ríete, loca! No tarda en llegar el día en que el corazón se entristece, y se pierde el sueño y la alegría. (Pensativa.) Mi felicidad está en ese rincón del parque, donde tengo derecho á ir sola.

Casilda.—Pues no os envidio esa dicha. ¡Vaya un sitio! ¡Paredes más altas que los árboles, y una trampa detrás de cada uno de éstos!

La Reina.—¡Oh, quisiera salir algunas veces!

Casilda (en voz baja).—¡Salir! Pues bien, señora, escuchadme; hablemos bajo. Por austera y oscura que sea una prisión, siempre hay medio de buscar y encontrar en la sombra una llave. ¡Yo la tengo! Cuando queráis, saldremos de palacio por la noche, á pesar de los malos, y recorreremos la ciudad. Podemos ir...

La Reina.—¡Cielos, jamás, cállate!

Casilda.—Es muy fácil.

La Reina.—¡Nunca! (Aléjase un poco de Casilda y vuelve á caer en su meditación.) ¡Oh! ¿por qué no estaré aún en mi buena Alemania con mis padres y mi hermano? Felices allí, corríamos libres por los campos, y hablábamos sencillamente á los campesinos cuando iban cargados con sus gavillas. ¡Esto era delicioso! Pero ¡ay de mí! cierto día acercóse á mí un hombre vestido de negro y me dijo: «Señora, vais á ser reina de España.» Mi padre estaba muy contento; mi madre lloraba; y hoy lloran los dos. En secreto quiero enviarles esta caja, pues sé que mi padre quedará contento. ¡Ah! todo me desespera aquí. Hasta mis pobres aves de Alemania han muerto. (Casilda hace el ademán de torcer el cuello de un ave, mirando de reojo á la camarista.) También me prohiben ver flores de mi país y jamás vibra en mi oído una palabra de amor. Hoy soy reina; en otro tiempo era libre. Bien dices, que ese parque es muy triste por la noche, y las paredes tan altas que impiden ver. ¡Oh qué aburrimiento! (Se oye fuera un canto lejano.) ¿Qué rumor es ese?

Casilda.—Son las lavanderas que cantan á lo lejos.

(Las voces se acercan, y óyense las palabras. La Reina presta atención.)

No escuches, niña, en el bosque, el canto del ruiseñor, que si dulces son sus trinos, aún es más dulce tu voz. No envidies de las estrellas el luminoso fulgor, que son tus ojos luceros que deslumbran como el sol. Ni tampoco de las flores envidies el arrebol, porque la flor más hermosa en tu corazón se abrió. Las avecillas, los astros, y la perfumada flor, son emblemas, niña hermosa, de eso que llaman amor.

(Las voces se alejan.)

La Reina (pensativa).—¡El amor! Sí, ellas son felices; su canto me alivia y me enoja á la vez.

La Duquesa (á las dueñas).—¡Haced que se alejen esas mujeres, que importunan á la Reina!

La Reina (vivamente).—¡Cómo, si apenas se las oye! Dejadlas pasar en paz, señora. (Á Casilda, mostrándole una ventana en el fondo.) Por ahí no es el bosque tan espeso, y esa ventana da al campo; ven, vamos á verlas.

(Se dirige hacia la ventana con Casilda.)

La Duquesa (levantándose y haciendo una reverencia).—La Reina de España no debe asomarse á la ventana.

La Reina (deteniéndose y retrocediendo).—¡Vamos, el hermoso sol poniente que ilumina los valles, las frescas brisas de la tarde, las lejanas canciones que todos oyen, no existen para mí! Retirada estoy del mundo; ni aun puedo ver la naturaleza de Dios, ni la libertad de que los otros disfrutan.

La Duquesa (haciendo una señal á las dueñas para que salgan).—Salid, señoras, hoy es día de rezo.

(Casilda da algunos pasos hacia la puerta; la Reina la detiene.)

La Reina.—¿Me abandonas?

Casilda (mostrando á la Duquesa).—La señora ordena que salgamos.

La Duquesa (saludando á la Reina profundamente).—Es preciso dejar á la Reina sola para que se entregue á sus devotas prácticas.

Escena II

LA REINA, sola


¡Á mis prácticas devotas! Dí más bien á mis reflexiones. ¿Cómo huir de ellas, estando sola? ¡Todos me han dejado, pobre espíritu sin luz, en un camino oscuro! (Meditando.) ¡Ah, esa mano sangrienta impresa en la pared! Sin duda estará herido, pero suya es la culpa. ¿Por qué empeñarse en franquear ese muro tan alto, sólo para traerme las flores que aquí me rehusan? ¡Aventurarse así por tan poca cosa! Tal vez se haya herido con las puntas de hierro, porque de ellas pendía un pedazo de encaje. Una gota de esa sangre vertida vale tanto como todas mis lágrimas. (Abismándose más en su meditación.) Cada vez que á ese banco voy á buscar las flores, prometo á Dios no volver nunca más, y sin embargo, siempre vuelvo. Pero ¿y él? Tres días hace que no he vuelto á verle. ¡Herido! ¡Quien quiera que seas, joven generoso, tú que al verme sola, lejos de los que me aman, sin pedir ni esperar nada vienes á mí arrostrando los peligros; tú que viertes tu sangre y te arriesgas diariamente para dar una flor á la Reina; quien quiera que seas, amigo cuya sombra me acompaña, desde el fondo del alma te bendigo, y bendígate también tu madre! (Llevándose vivamente la mano al corazón.) ¡Oh! su carta me quema. (Recayendo en sus reflexiones.) ¡Y el otro, el implacable don Salustio! Un ángel y un espectro me siguen, y sin verlos, siéntolos á los dos agitarse en mis ensueños. Un hombre que me odia junto á otro que me ama me conducirán tal vez á algún supremo instante. ¿Me librará el uno del otro? No lo sé. ¡Ay! el destino flota para mí con dos vientos opuestos. ¡Qué débil es una reina, y qué poca cosa significa! Oremos. (Se arrodilla ante la imagen de la Virgen.) ¡Amparadme, señora, pues no me atrevo á elevar la mirada hasta vos! (Se interrumpe.) ¡Oh Dios mío! el encaje, la carta, la flor; todo es fuego. (Saca del seno una carta arrugada, un ramo pequeño de florecillas azules y un pedazo de encaje teñido en sangre; arroja estos objetos sobre la mesa y se arrodilla de nuevo.) ¡Virgen santa, esperanza de los mártires, auxiliadme en este trance! (Interrumpiéndose.) ¡Esa carta!... (Se vuelve hacia la mesa.) Me atrae... (Arrodillándose de nuevo.) ¡No quiero leerla! ¡Oh virgen de dulzura, arrodillada á tus plantas imploro tu protección! (Se levanta, da algunos pasos hacia la mesa, detiénese, y al fin precipítase sobre la carta, como cediendo á una irresistible atracción.) Sí, quiero volver á leerla por última vez; después la rasgaré. (Con triste sonrisa.) ¡Ay de mí! Un mes hace que digo siempre lo mismo. (Desdobla la carta resueltamente y lee.) «Señora, á vuestros pies, en la sombra, hay un hombre que os ama, perdido en la noche que le oculta; que sufre, vil gusano enamorado de una estrella; que por vos diera su alma, y que muere aquí bajo mientras brilláis en las alturas.» (Deja la carta sobre la mesa.) Cuando el alma está sedienta, ha de beber, aunque sea veneno. (Vuelve á guardar en su seno la carta y el encaje.) Nadie me ama en la tierra; pero á alguno debo amar. ¡Oh! si el rey hubiese querido, á él hubiera amado; pero me deja así, completamente sola, sin amor...

(Ábrese la puerta grande y entra un hujier de gala.)

El hujier (en alta voz).—¡Carta del rey!

La Reina (vuelve en sí como sobresaltada, dejando escapar un grito de alegría).—¡Del rey; me he salvado!

Escena III

LA REINA, LA DUQUESA DE ALBURQUERQUE, CASILDA, D. GURITÁN, damas de la Reina, pajes, RUY BLAS


(Todos entran gravemente, la Duquesa primero, seguida de las damas. Ruy Blas, magníficamente vestido, permanece en el fondo del teatro; su ferreruelo oculta el brazo izquierdo. Dos pajes llevan en un cojín de paño de oro la carta del rey, y arrodíllanse ante la Reina, á pocos pasos de distancia.)

Ruy Blas (en el fondo del teatro, aparte).—¿Dónde estoy? ¡Qué hermosa es! ¿Por qué estaré aquí?

La Reina (aparte).—¡Es un socorro del cielo!... (En voz alta.) ¡Dad pronto!... (Volviéndose hacia el retrato del rey.) ¡Gracias, señor! (Á la Duquesa.) ¿De dónde viene esa carta?

La Duquesa.—Señora, del Pardo, donde el rey caza.

La Reina.—En el fondo de mi alma le doy gracias. Ha comprendido que en mi aislamiento necesitaba una palabra de amor que de él viniese. Dadme la carta...

La Duquesa (haciendo una reverencia, enseña la carta).—Preciso es haceros presente que, según costumbre, yo soy quien debe abrir la carta primero y leerla.

La Reina.—¿También eso? ¡Pues bien, leed!

(La Duquesa toma la carta y la desdobla lentamente.)

Casilda (aparte).—Veamos ese billete amoroso.

La Duquesa (leyendo).—«Señora, aunque hace mucho viento, he matado seis lobos.—Firmado, Carlos.»

La Reina (aparte).—¡Ay de mí!

D. Guritán (á la Duquesa).—¿Es eso todo?

La Duquesa.—Sí, señor conde.

Casilda (aparte).—¡Ha matado seis lobos! ¡Vaya un consuelo para la que está aburrida, triste y melancólica! ¡Ha matado seis lobos! ¡Buena noticia!

La Duquesa (á la Reina, mostrándole la carta).—Si Su Majestad quiere...

La Reina (rechazándola).—No.

Casilda (á la Duquesa).—¿Es eso todo?

La Duquesa.—Sin duda. ¿Qué más ha de decir? El rey caza, y en el camino escribe dando cuenta de lo que hace y del estado del tiempo. Me parece muy en razón. (Examinando de nuevo la carta.) No escribe... dicta.

La Reina (tomando la carta y examinándola á su vez).—En efecto, no es su letra; no ha hecho más que firmar. (Examina el escrito con más atención y parece admirada.) ¿Será ilusión? Es la misma letra que la de la otra. (Señala con la mano la carta que acaba de ocultar en su seno.) ¡Esto es extraño! (Á la Duquesa.) ¿Dónde está el portador del mensaje?

La Duquesa (mostrando á Ruy Blas).—Ahí está.

La Reina.—¿Es ese joven?

La Duquesa.—Sí, señora. La ha traído en persona. Es un nuevo escudero que Su Majestad ha designado para vuestro servicio, un hidalgo que el marqués de Santa Cruz me recomienda de parte del rey.

La Reina.—¿Cómo se llama?

La Duquesa.—Es don César de Bazán, conde de Garofa, y según dicen, el más cumplido caballero.

La Reina.—Bien; quiero hablarle. (Á Ruy Blas.) Caballero...

Ruy Blas (aparte y estremeciéndose).—¡Dios mío, me mira, me habla... yo tiemblo!

La Duquesa (á Ruy Blas).—Acercaos, conde.

D. Guritán (mirando á Ruy Blas de reojo, aparte).—Ese joven escudero no me place.

(Ruy Blas, pálido y turbado, se acerca lentamente.)

La Reina (á Ruy Blas).—¿Venís del Pardo?

Ruy Blas (inclinándose).—Sí, señora.

La Reina.—¿Sigue bien el rey? (Ruy Blas se inclina.—Mostrando la carta real:) ¿Ha dictado esto para mí?

Ruy Blas.—Estaba á caballo cuando dictó la carta... (Vacila un momento.) á uno de los presentes.

La Reina (aparte, observando á Ruy Blas).—Su mirada me fascina. No me atrevo á preguntarle á quién. (En alta voz.) Está bien; podéis retiraros. ¡Ah! (Ruy Blas, que había dado algunos pasos para salir, vuelve hacia la Reina.) ¿Había allí muchos caballeros reunidos? (Aparte.) ¿Por qué me impresiona ese joven? (Ruy Blas se inclina; la Reina añade:) ¿Quiénes eran?

Ruy Blas.—No conozco sus nombres, pues sólo estuve allí breves instantes. Hace tres días que salí de Madrid.

La Reina (aparte).—¡Tres días!

(Mira con turbación á Ruy Blas.)

Ruy Blas (aparte).—¡Es la mujer de otro! ¡Oh suerte cruel! ¡Y de quién! En mi corazón se abre un abismo.

D. Guritán (acercándose á Ruy Blas).—Sois gentil-hombre de la Reina, y ya sabréis cuáles son vuestros deberes. Es preciso que esta noche permanezcáis en la cámara inmediata á fin de abrir al soberano si tuviese á bien visitar á la Reina.

Ruy Blas (estremeciéndose: aparte).—¡Abrir yo al rey!... (En voz alta.) El rey está ausente...

D. Guritán.—El rey puede venir de pronto.

Ruy Blas (aparte).—¡Cómo!

D. Guritán (aparte, observando á Ruy Blas).—¿Qué tiene?

La Reina (que lo ha oído todo, y cuya mirada está fija en Ruy Blas).—¡Cómo palidece!

(Ruy Blas vacila y se apoya en el respaldo de un sillón.)

Casilda (á la Reina).—¡Señora, ese joven está indispuesto!...

Ruy Blas (sosteniéndose con trabajo).—No, no es nada... el aire y el sol... la fatiga del camino... (Aparte.) ¡Abrir al rey!

(Cae desfallecido sobre un sillón; el ferreruelo se entreabre y deja ver la mano izquierda envuelta en un vendaje ensangrentado.)

Casilda.—¡Gran Dios, señora, tiene la mano herida!

La Reina.—¡Herida!

Casilda.—¡Y pierde el conocimiento! ¡Pronto, hagámosle respirar alguna esencia!

La Reina (buscando en su seno).—Un frasco tengo aquí con un licor... (En el mismo instante su mirada se fija en el encaje de las mangas de Ruy Blas.—Aparte.) ¡Es el mismo encaje!

(En el momento de sacar el frasco del seno, y en su turbación, coge al mismo tiempo el pedazo de encaje que allí oculta. Ruy Blas, que no separa de ella la vista, ve salir el objeto del seno de la Reina.)

Ruy Blas (fuera de sí).—¡Oh!

(Las miradas de la Reina y de Ruy Blas se encuentran: sigue una pausa.)

La Reina (aparte).—¡Él es!

Ruy Blas (aparte).—¡Sobre su corazón!...

La Reina (aparte).—¡Sí, es el mismo!

Ruy Blas (aparte).—¡Dios mío, permitid que muera en este instante!

(En el desorden de todas las damas, que se oprimen en derredor de Ruy Blas, nadie observa lo que pasa entre la Reina y él.)

Casilda (haciendo respirar el frasco á Ruy Blas).—¿Cómo os habéis herido? Sin duda durante el camino. ¿Por qué os encargasteis de traer el mensaje del rey?

La Reina (á Casilda).—¿Acabarás con tus preguntas?

La Duquesa (á Casilda).—¿Qué le importa eso á la Reina, hija mía?

La Reina.—Puesto que él la escribió, bien podía traerla.

Casilda.—Pero no ha dicho que él escribiese la carta.

La Reina (aparte).—¡Oh! (Á Casilda.) ¡Cállate!

Casilda (á Ruy Blas).—¿Estáis ya mejor?

Ruy Blas.—¡Renazco!

La Reina (á sus damas).—Ya es hora de retiraros, señoras. (Á los pajes.) Que se dé alojamiento al conde. Ya sabéis que el rey no vendrá esta noche, pues pasará toda la estación cazando.

(Se retira con su servidumbre.)

Casilda (mirándola salir).—La Reina tiene algún pensamiento fijo.

(Sale por la misma puerta que la Reina, llevándose la cajita de reliquias.)

Ruy Blas (Solo. Parece escuchar aún algún tiempo con profunda alegría las últimas palabras de la Reina, como presa de un sueño. El pedazo de encaje que la Reina ha dejado caer, en su turbación, está sobre la alfombra; lo recoge, mírale con amor y lo cubre de besos, levantando después los ojos al cielo.)—¡Oh Dios mío, gracias! Yo me vuelvo loco. (Mirando el pedazo de encaje.) ¡Lo tenía junto al corazón!

(Lo oculta en el pecho. Entra el conde de Oñate, volviendo de la puerta de la cámara á donde ha seguido á la Reina; adelántase lentamente hacia Ruy Blas; llegado cerca de él, sin decir palabra, desenvaina á medias el acero, y por su mirada parece medirle con el de Ruy Blas. No son iguales, y vuelve á envainar. Ruy Blas le mira con asombro.)

Escena IV

RUY BLAS, EL CONDE DE OÑATE


El Conde (envainando su espada).—Llevaré dos de igual longitud.

Ruy Blas.—Caballero, ¿qué significa?...

El Conde (con gravedad).—En el año 1650, hallándome en Alicante, estaba yo enamorado. Un joven hermoso como un Adonis, miraba con descaro á la dama de mis pensamientos, pasando á menudo por debajo de su balcón con aire conquistador. Llamábase Vázquez; era caballero, aunque bastardo, y en un duelo le maté... (Ruy Blas quiere interrumpirle, pero el conde le detiene con un ademán, y continúa.) Más tarde, hacia el año 66, Gil, conde de Íscola, opulento caballero, envió á casa de mi dama un billete de amor por medio de un esclavo. Mandé matar á este último y yo despaché al amo...

Ruy Blas.—¡Caballero!

El Conde (continuando).—Algún tiempo después, por el año 80, sospeché que mi amada me engañaba, prefiriendo á un tal Tirso Gamonal, uno de esos gallardos jóvenes que llaman la atención por su gracia y altivez. Provoqué á don Tirso y también le dí muerte...

Ruy Blas.—Pero, en fin, ¿qué quiere decir eso, caballero?

El Conde.—Eso quiere decir, conde, que del pozo sale agua cuando la sacan; que á las cuatro de la mañana despunta el día; que hay un sitio desierto muy propio para los lances de honor, detrás de la capilla; que os llamáis César de Bazán, y yo Guritán de Torres y Guevara, conde de Oñate.

Ruy Blas (fríamente).—Está bien, caballero, no faltaré.

(Desde hace algunos instantes, Casilda ha estado escuchando con curiosidad, en la puertecilla del fondo, las últimas palabras de los dos interlocutores, sin ser vista de ellos.)

Casilda (aparte).—¡Un duelo! Advertiré á la Reina.

(Desaparece por la puertecilla.)

El Conde (siempre imperturbable).—Por si os place conocer algo mi modo de pensar, os diré, para vuestra inteligencia, que nunca me gustaron esos jóvenes almibarados, de mostacho retorcido, en quienes se fija la atención de las bellas, que les dirigen miradas de amor y que saben tomar las más graciosas posturas; pero que se desmayan si reciben algún rasguño.

Ruy Blas.—No comprendo...

El Conde.—Comprenderéis muy bien. Los dos adoramos el mismo ídolo, y de consiguiente, uno de nosotros sobra en palacio. Vos sois escudero y yo mayordomo, y en este sentido tenemos derechos iguales; pero por lo demás la partida es desigual. Si á mí me asiste el derecho del más antiguo, vos tenéis el del más joven, y por eso me dais miedo. Veros junto á mí con vuestras pretensiones y vuestro aire conquistador es cosa que me molesta mucho. En cuanto á luchar con vos en el terreno del amor, locura fuera intentarlo, porque la gota y otros achaques me impedirían acometer la empresa de disputar el corazón de una Penélope á un joven tan propenso á los desmayos. Sois muy bello, cariñoso, tierno é interesante, y por todas estas razones me veo en la precisión de mataros.

Ruy Blas.—Tratad de hacerlo.

El Conde.—Conde de Garofa, mañana á la hora de despuntar el alba os esperaré en el sitio indicado, sin testigos ni lacayos; allí nos batiremos con espada y daga, si os place, como cumplidos caballeros y cual conviene á nuestra categoría.

(Presenta la mano á Ruy Blas que la estrecha.)

Ruy Blas.—Ni una palabra de esto. ¿No es así? (El Conde hace una señal afirmativa.) Pues hasta mañana.

(Ruy Blas sale.)

El Conde (solo).—No, su mano no ha temblado en la mía, aunque debe estar seguro de morir. Es un valeroso joven. (Ruido de una llave en la puertecilla de la cámara de la Reina; el conde de Oñate vuelve la cabeza.) ¡Abren la puerta!

(La Reina se presenta y adelántase vivamente hacia el conde, sorprendido y contento á la vez; lleva entre las manos la cajita.)

Escena V

EL CONDE, LA REINA


La Reina (con una sonrisa).—Conde, os buscaba.

El Conde (muy satisfecho).—¿Á qué debo tanta dicha?

La Reina (colocando la cajita sobre el velador).—¡Oh! no es nada, ó por lo menos muy poco, caballero. (Se sonríe.) Hace poco Casilda me decía entre otras cosas—ya sabéis que las mujeres son muy locas—decíame que haríais por mí cuanto yo quisiera.

El Conde.—Tiene razón.

La Reina (riendo).—Á fe mía, he sostenido lo contrario.

El Conde.—Habéis hecho mal, señora.

La Reina.—Casilda me aseguraba que daríais por mí vuestra alma, vuestra vida...

El Conde.—Casilda decía muy bien.

La Reina.—Pues yo he contestado que no.

El Conde.—Y yo digo que sí; por Vuestra Majestad estoy dispuesto á todo.

La Reina.—¿Á todo?

El Conde.—¡Á todo!

La Reina.—¡Pues bien! jurad que para complacerme haréis al punto lo que os diga.

El Conde.—¡Por el santo rey Gaspar, mi venerado patrón, os lo juro! Ordenad; obedezco, ó muero.

La Reina (cogiendo la cajita).—Pues bien; saldréis de Madrid inmediatamente para llevar esta cajita de sándalo á mi padre, el elector de Neuburgo.

El Conde (aparte).—¡Estoy cogido! (En voz alta.) ¿Á Neuburgo?

La Reina.—Á Neuburgo.

El Conde.—¡Seiscientas leguas!

La Reina.—Quinientas cincuenta. (Mostrando la cubierta que resguarda la caja.) Tendréis cuidado de estas franjas azules, porque se podrían deteriorar en el camino.

El Conde.—¿Y cuándo he de marchar?

La Reina.—En el acto.

El Conde.—Permitidme que sea mañana.

La Reina.—No puedo consentirlo.

El Conde (aparte).—¡Estoy cogido! (En voz alta.) Pero...

La Reina.—¡Marchad!

El Conde.—¡Cómo!

La Reina.—Me habéis dado vuestra palabra.

El Conde.—Es que un asunto...

La Reina.—No admito excusa.

El Conde.—Para un objeto tan frívolo...

La Reina.—¡Despachad!

El Conde.—Concededme sólo un día.

La Reina.—No puede ser; complacedme y marchad.

El Conde.—Pero...

La Reina.—¿Así apreciáis mi deferencia y cumplís vuestra palabra?

El Conde.—No resisto más; obedeceré, señora. (Aparte.) Si Dios se hizo hombre, el diablo se ha hecho mujer.

La Reina (mostrando la ventana).—Abajo os espera un coche.

El Conde (aparte).—¡Todo lo había previsto! (Escribe en un papel algunas palabras apresuradamente, toca una campanilla y preséntase un paje.) Paje, lleva esto al punto al señor don César de Bazán. (Aparte.) Será preciso aplazar el duelo hasta mi vuelta. (En voz alta.) Voy á servir al punto á Vuestra Majestad.

La Reina.—Muy bien. (El conde toma la caja, besa la mano de la Reina, saluda profundamente y sale. Un momento después óyese el ruido de un carruaje que se aleja.—La Reina cae en un sillón exclamando:) ¡No le matará!

Acto III. Ruy Blas

La sala llamada de Gobierno en el Palacio Real de Madrid. En el fondo una puerta grande sobre gradas; en el ángulo, á la izquierda, una salida cerrada por tapices, y en el lado opuesto una ventana. Á la derecha una mesa grande cubierta con tapete de terciopelo verde, y alrededor de la cual hay taburetes para ocho ó diez personas, que corresponden á otros tantos pupitres colocados en aquella. El lado de la mesa que da frente al espectador está ocupado por un sillón grande revestido de tela de oro, sobrepuesto de un dosel con las armas de España y la corona real. Junto á este sillón una silla.

En el momento de levantarse el telón, la junta del Despacho universal (Consejo privado del rey) hállase á punto de comenzar su sesión.

Escena I

D. MANUEL ARIAS, presidente de Castilla; D. PEDRO VÉLEZ DE GUEVARA, CONDE DE CAMPO-REAL, consejero; D. FERNANDO DE CÓRDOBA Y AGUILAR, MARQUÉS DE PRIEGO, consejero; ANTONIO UBILLA, escribano mayor; MONTAZGO, consejero; COVADONGA, secretario supremo. Otros varios consejeros de toga y espada. Campo-real ostenta la cruz de Calatrava, y Priego el Toisón de oro.


(D. Manuel Arias y el conde de Campo-real conversan en voz baja; los otros consejeros forman grupos acá y allá.)

D. Manuel Arias.—Esa fortuna oculta algún misterio.

El conde de Campo-real.—Tiene el Toisón de oro; es ya secretario universal, ministro, y además duque de Olmedo.

D. Manuel Arias.—¡En seis meses!

El conde de Campo-real.—Sin duda le protegen bajo cuerda.

D. Manuel Arias (misteriosamente).—¡La Reina!

El conde de Campo-real.—Á decir verdad, el rey, loco y enfermo, vive en la tumba de su primera mujer; abdica, encerrado en su Escorial, y la Reina lo hace todo.

D. Manuel Arias.—Amigo Campo-real, reina sobre nosotros, y don César la gobierna.

El conde de Campo-real.—Don César vive de un modo muy extraño; no ve nunca á la Reina, y parece huir de ella. Tal vez no lo creáis; pero como hace seis meses que los vigilo, y no sin razón, estoy seguro de ello. Además, el Conde tiene el raro capricho de habitar en una casa misteriosa, siempre cerrada, con dos lacayos negros, que si no fueran mudos podrían decirnos muchas cosas.

D. Manuel Arias.—¿Mudos?

El conde de Campo-real.—Sí señor; todos los demás criados habitan en el alojamiento que don César tiene en palacio.

D. Manuel Arias.—Es singular.

D. Antonio Ubilla (que se ha acercado momentos antes).—Por lo menos don César es de noble estirpe.

El conde de Campo-real.—Lo extraño es que la echa de honrado. (Á don Manuel Arias.) Es primo de don Salustio, aquel que desterraron el año pasado. Parece que era el hombre más loco que ha existido bajo la capa del cielo; cambiaba todos los días de dama y de carroza; para satisfacer sus caprichos despilfarraba cuanto tenía, y cuando dió fin con su caudal, desapareció un día sin que nadie supiera por dónde.

D. Manuel Arias.—La edad hace del loco un hombre cuerdo.

El conde de Campo-real.—Toda muchacha alegre se hace juiciosa cuando se marchita.

Ubilla.—Yo le creo hombre probo.

El conde de Campo-real (riendo).—¡Oh, cándido Ubilla, que se deja deslumbrar por las apariencias de probidad! (Con tono significativo.) La casa de la Reina cuesta seiscientos sesenta y cuatro mil sesenta y seis ducados al año; es un Pactolo oscuro, donde el pescador puede echar la red con seguridad de obtener buen botín. Á río revuelto... ya me entendéis.

El marqués de Priego (acercándose).—Mal que os pese, os diré que me parece una imprudencia hablar como lo hacéis. Mi abuelo, protegido del conde-duque de Olivares, solía decir: «Morded al rey y besad al valido.» Y ahora, señores, ocupémonos de los asuntos públicos.

(Todos se sientan alrededor de la mesa; los unos toman plumas; los otros revisan papeles; pero en rigor todos están ociosos. Momento de silencio.)

Montazgo (en voz baja á Ubilla).—Os he pedido sobre la caja la cantidad que se ha de pagar por el empleo de alcalde para mi sobrino.

Ubilla (en voz baja).—Y vos me habéis prometido nombrar baile antes de poco á mi primo Melchor...

Montazgo (interrumpiéndole).—Acabamos de dotar á vuestra hija; esto es acosarnos sin tregua.

Ubilla (en voz baja).—Se dará el empleo de alcalde.

Montazgo (en voz baja).—Tendréis el bailiaje.

(Se estrechan la mano.)

Covadonga (levantándose).—Señores consejeros de Castilla, á fin de que ninguno de nosotros se salga de su esfera, importa regular nuestros derechos y distribuir las partes. Las rentas del Erario están en cien manos, y esto es una calamidad pública, á la que es preciso poner término, pues mientras los unos no tienen lo bastante, otros poseen demasiado. La renta del tabaco es vuestra, Ubilla; el añil y el almizcle os pertenecen, marqués de Priego; Campo-real percibe el impuesto de los ocho mil hombres, el de la sal y otros muchos. (Á Montazgo.) Vos, que en mí fijáis miradas inquietas, tenéis para vos solo, gracias á vuestros manejos, el impuesto sobre el arsénico y los derechos sobre la nieve; los puertos, las cartas, el latón, las multas de los plebeyos á quienes se castiga, los diezmos, el plomo... Yo, señores, no tengo nada; dadme alguna cosa.

El conde de Campo-real (soltando la carcajada).—¡Miren el tunante! Tiene los beneficios más limpios, y aún se queja. Excepto las Indias, posee las islas de ambos mares; con una mano tiene cogida Mallorca y con la otra el Pico de Tenerife.

Covadonga (irritado).—¡Yo sí que no tengo nada!

El marqués de Priego (riendo).—¿Y los negros?

(Todos se levantan y hablan á la vez, disputando.)

Montazgo.—¡Más bien debería quejarme yo! Yo quiero los bosques.

Covadonga (al marqués de Priego).—Dadme el arsénico, y yo os cederé los negros.

(Hace algunos instantes que Ruy Blas ha entrado por la puerta del fondo y presencia la escena sin ser visto de ninguno de los interlocutores. Viste de terciopelo negro, con ferreruelo escarlata; una pluma blanca adorna su sombrero, y ostenta el Toisón de oro. Escucha primeramente silencioso, y después adelántase con lento paso, hasta colocarse en medio de los contendientes.)

Escena II

Los mismos, RUY BLAS


Ruy Blas.—¡Parece que hay buen apetito, señores! (Todos se vuelven: silencio de sorpresa é inquietud. Ruy Blas se cubre, cruza los brazos y sigue mirando frente á frente á todos.) ¡Oh fieles ministros y virtuosos consejeros! ¡He aquí cómo saqueáis la casa, sin vergüenza, eligiendo precisamente la triste hora en que el país gime y agoniza! Aquí no tenéis más interés que llenar vuestra bolsa para huir luego; y ante España que se arruina sólo sois dignos de baldón, viles sepultureros que tratáis de robarla hasta en su tumba. Pero al menos, señores, tened algún decoro, al ver que España se hunde con todas sus virtudes y grandeza. Desde Felipe IV hemos perdido el Portugal y el Brasil sin lucha; en Alsacia, Brisach; en el Luxemburgo Steinfort, y todo el condado; el Rosellón, Ormuz, Goa; cinco mil leguas de costas, Pernambuco y las Montañas Azules. Desde Poniente á Oriente, Europa que os odia, nos mira sonriendo, como si nuestro rey fuese sólo un vano fantasma. Holanda y los ingleses se comparten este reino; Roma os engaña; apenas se puede arriesgar un ejército en el Piamonte, aunque es país amigo; la Saboya y su Duque, sólo nos ofrecen peligro; Francia espera una ocasión propicia para caer sobre nosotros; el Austria os acecha también; y el infante bávaro se muere. En cuanto á vuestros vireyes, Medina, loco de amor, llena de escándalos á Nápoles; Vaudémont vende Milán, y Leganés pierde á Flandes. ¿Y quién remedia todo esto?... El erario está pobre; el país agotado de dinero y de gente; hemos perdido en el mar trescientos barcos, sin contar las galeras; y aún osáis... Señores, en el espacio de veinte años, el pueblo, agobiado bajo la enorme carga que le oprime, ha dado, para vuestros placeres y vuestras queridas, cuatrocientos millones en oro; y esto no basta, y aún queréis, señores... ¡Ah! ¡por vosotros me avergüenzo!... En el interior, cuadrillas de ladrones y aventureros que baten el país é incendian las cosechas, y en cada matorral un arcabuz. Como si no bastara la lucha entre los príncipes, tenemos la guerra intestina, en las provincias y hasta en los conventos; todos quieren apropiarse del bien de su vecino como lobos voraces; y en nuestras ruinosas iglesias crece la yerba. En cuanto á los nobles, únicamente por sus abuelos podemos saber que son tales, no por sus obras; sólo impera la intriga, y ya no existe la lealtad. España es una cloaca que recibe las impurezas de todas las naciones... Los grandes tienen á su servicio espadachines asalariados de todos los países, genoveses, sardos, flamencos; y así tenemos á Madrid convertido en una Babel. El alguacil, duro con el pobre, inclínase ante el rico; por la noche se roba y se asesina en las calles; medio Madrid saquea á la otra mitad; la justicia se vende; y no se paga á los soldados. Antes señores del mundo, ¿qué ejército nos queda ahora? Apenas seis mil hombres descalzos y sin pan. Mendigos y montañeses, armados de puñales, siguen á los regimientos cuando cierra la noche, y llega un momento en que el soldado, olvidando sus deberes, se convierte en ladrón. Matalobos tiene más gente que un señor feudal, y osa declarar la guerra al rey de España, cuyo coche insultan los labriegos cuando le ven pasar. El monarca, entre tanto, presa de su amargura y poseído de temor, se inclina ante los sepulcros del sombrío Escorial, doblando la cabeza ante el imperio que se derrumba. ¡Europa nos desprecia, y este pobre país, en otro tiempo púrpura, está convertido en un andrajo! ¡Sí, España está arruinada, y aún os disputáis sus restos! Este gran pueblo español, enervadas sus fuerzas, y sobre el cual vivís, perece en vuestras manos, cual león devorado por parásitos. ¿Qué haces en la tumba, Carlos V, en estos tiempos de oprobio y de terror? ¡Levántate, ven y verás cómo los buenos dejan su lugar á los malos; verás cómo tu imperio, formado por cien reinos, se hunde en el abismo! ¡Danos tu fuerte brazo, préstanos auxilio, porque la España se extingue! El globo que en tu diestra brillaba, sol deslumbrador que hizo creer al mundo que su luz no se extinguiría nunca, es ahora un astro muerto, triste y menguante luna que sin cesar decrece, y que apagará tal vez la aurora de otro pueblo. Los mercaderes se apoderan de tus despojos para convertirlos en moneda, y tus esplendores se han desvanecido. ¡Oh rey gigante! ¿es posible que duermas mientras venden tu cetro al peso, y cuando manos codiciosas recortan sin vergüenza tu manto de púrpura para vestirse con él? ¡Aquella águila imperial que tu poder cernía sobre el mundo, ahora, ave sin plumas, se consume en vil caldera!

(Los consejeros, consternados, guardan silencio; sólo el marqués de Priego y el conde de Campo-real levantan la cabeza y miran á Ruy Blas con altivez y enojo. Campo-real, que había hablado al oído á Priego, acércase á la mesa, escribe en un papel algunas palabras y los dos firman.)

El conde de Campo-real (señalando al marqués de Priego y entregando el papel á Ruy Blas).—Señor duque, en nombre de los dos, he aquí la dimisión de nuestro cargo.

Ruy Blas (tomando el papel fríamente).—Gracias, señores; iréis á reuniros con vuestras familias. (Á Priego.) Vos, á Andalucía. (Á Campo-real.) Y vos, conde, á Castilla: cada cual á sus posesiones. Marcharéis mañana. (Los dos señores se inclinan y salen con la cabeza cubierta y el ademán altivo. Ruy Blas se vuelve hacia los demás consejeros.) Si alguno de vosotros no quiere ir por mi camino, puede seguir á esos señores.

(Silencio entre los presentes. Ruy Blas se sienta á la mesa en un sillón colocado junto al sitial de la Reina, y ocúpase en abrir la correspondencia. Mientras recorre las cartas una tras otra, Covadonga, Arias y Ubilla hablan en voz baja.)

Ubilla (á Covadonga, mostrando á Ruy Blas).—Amigo mío, tenemos amo. ¡Ese hombre será grande!

D. Manuel Arias.—Sí, pero falta que le dén tiempo para ello.

Covadonga.—Y si no se pierde del todo por empeñarse en ver las cosas demasiado de cerca.

Ubilla.—¡Será un Richelieu!

D. Manuel Arias.—¡Ó un Olivares!

Ruy Blas (Después de leer rápidamente una carta que acaba de abrir).—¡Un complot! ¿Qué es esto? ¿No os lo decía yo, señores? (Leyendo.) «...Duque de Olmedo, velad; en Madrid están preparando una trama para apoderarse de cierto personaje». (Examinando la carta.) No nombran la persona; pero yo velaré... El escrito es anónimo. (Entra un hujier que se aproxima á Ruy Blas, haciendo una reverencia.) ¿Qué ocurre?

El hujier.—El embajador de Francia desea ver á vuecencia.

Ruy Blas.—¡Ah! ¡Harcourt! No me es posible recibirle ahora.

El hujier (inclinándose).—El Nuncio de Su Santidad espera en la antecámara á vuecencia.

Ruy Blas.—Á esta hora no puedo verle. (El hujier se inclina y sale. Hace pocos momentos ha entrado un paje, que viste ropilla roja con galones de plata. Se acerca á Ruy Blas, y éste, que acaba de verle, dice:) Paje, no estoy visible para nadie absolutamente.

El paje (en voz baja).—El conde Guritán acaba de llegar de Neuburgo...

Ruy Blas (con ademán de sorpresa).—¡Ah! pues dile que vaya á verme mañana á mi casa, si lo tiene á bien; y tú enséñale dónde es. (Sale el paje. Á los consejeros.) Tendremos que trabajar luego; volved de aquí á dos horas, señores.

(Todos salen, saludando profundamente á Ruy Blas.)

(Ruy Blas, solo, da algunos pasos, sumido en profunda meditación. De repente se entreabre la tapicería en el ángulo del salón y la Reina aparece. Viste de blanco, lleva la corona, y radiante de alegría al parecer, fija en Ruy Blas una mirada de admiración y respeto. Á su espalda se ve una especie de gabinete oscuro, en el cual se distingue una puertecilla. Al volver la cabeza, Ruy Blas ve á la Reina y queda como petrificado ante aquella aparición.)

Escena III

RUY BLAS, LA REINA


La Reina (en el fondo).—¡Oh! ¡gracias!

Ruy Blas.—¡Cielos!

La Reina.—Bien habéis hecho en hablarles así, y no puedo reprimir el deseo de estrechar la mano de un hombre tan firme y leal.

(Se dirige hacia él, le coge la mano y estréchala antes que pueda impedirlo.)

Ruy Blas (aparte).—¡Evitar su presencia hace seis meses, y verla de improviso! (En voz alta.) ¿Estabais ahí, señora?

La Reina.—Sí, duque, lo escuchaba todo... y con mucho interés.

Ruy Blas (mostrando el gabinete).—No sospechaba... la existencia de ese gabinete, señora...

La Reina.—Nadie le conoce. Es un gabinetito oscuro que Felipe III mandó abrir en esa pared. Desde ahí, el monarca, invisible, oía todo cuanto en el consejo se trataba; y también he visto con frecuencia á Carlos II, triste y cabizbajo, asistiendo al consejo en que se le despojaba de sus bienes y se vendía el Estado.

Ruy Blas.—¿Y qué decía?

La Reina.—Nada.

Ruy Blas.—¿Nada? ¿Y qué hacía?

La Reina.—Iba á cazar. ¡Pero vos!... aún me parece oir vuestro acento amenazador. ¡Con qué brío y energía los habéis tratado, y con cuánta razón! Levantando un poco el tapiz podía veros bien. Vuestras miradas, sin cólera, pero severas, humillaban á todos al decirles tan tristes verdades; y entre los consejeros cabizbajos sólo vuestra figura descollaba. Pero ¿dónde habéis aprendido todas esas cosas? ¿Cómo es que conocéis los efectos y las causas? Veo que nada ignoráis. Vuestra voz hablaba cual debería hablar la de los reyes; y me parecíais majestuoso y severo como un Dios. ¿Por qué es así?

Ruy Blas.—¡Porque os amo! Porque conozco que esos hombres me odian, y que al labrar mi ruina labrarán la vuestra; porque mi abnegación, señora, es tan profunda, que por salvaros, salvaría al mundo. Soy un infeliz que por vos delira de amor, y en vos piensa, señora, como el ciego en el día. Escuchadme: en mis sueños sin fin os amo desde lejos, desde abajo, desde el fondo de la sombra: y no osaría alzar la vista hasta vos, porque vuestra mirada me deslumbra. ¡Si supiérais, señora, cuánto he sufrido durante los seis meses en que siempre evité vuestra presencia!... No me ocupo de esos hombres, porque sólo vivo con mi amor. ¡Oh, Dios mío! ¡Y aún me atrevo á decir esto frente á frente á Vuestra Majestad! No sé lo que hago... Perdonadme... tengo miedo en el corazón;... pero moriría por vos...

La Reina.—¡Oh! prosigue, tus palabras me encantan; jamás me han dicho esas cosas, y te escucho con inefable placer; necesito verte y oirte. ¡Si supieras cuánto he sufrido también en los seis meses en que con tanto afán has evitado mi presencia!... Pero no, no debo decirte esto tan pronto... ¡Soy muy desgraciada! ¡Oh! ¡debo callar; tengo miedo!

Ruy Blas (que la escucha con pasión).—¡Oh! ¡señora, concluíd, porque vuestras palabras me llenan el corazón!

La Reina.—¡Pues bien, escucha! (Alzando los ojos al cielo.) Sí, voy á decírtelo todo. ¡No sé si cometo un crimen; pero si lo es, tanto peor! Cuando el corazón se abre, forzoso es dejar ver cuanto en él se oculta. ¿Tú huías de la reina? ¡Pues bien, la reina te buscaba! Todos los días estaba allí, en aquel gabinete, escuchándote, recogiendo la menor palabra que decías, admirando tu espíritu, que quiere, juzga y resuelve, y seducida por tu voz y tu ardimiento. Tú me pareces el verdadero rey, el verdadero señor. Yo soy la que hace seis meses, debiste sospecharlo, te eleva paso á paso hasta la cumbre del poder. Dios debió haberte colocado donde una mujer te ha puesto. Tú velas solícito por mí, y yo te admiro; en otro tiempo me diste una flor, y ahora un imperio; primero has sido bueno, y después grande. Esto es lo que apasiona á una mujer. ¡Dios mío! si obro mal ¿por qué en esta tumba me encierras, como se aprisiona la paloma en una jaula, sin esperanza, sin amor y sin ilusiones? Otro día, cuando tengamos tiempo, te contaré todo cuanto he sufrido, siempre sola y olvidada. Á cada instante siento mi orgullo humillado; juzga tú mismo: ayer, sin ir más lejos... mi cámara me disgusta; ya sabes que unas son más tristes que otras, y quise abandonar la que ocupo; pero no me lo permitieron. Ya ves hasta qué punto soy esclava y arrastro mis cadenas. ¡Duque, preciso es que el cielo te haya enviado aquí para salvar al Estado, para apartar del borde del abismo á ese pobre pueblo que sin cesar trabaja, y para amarme á mí, que tanto sufro en silencio!

Ruy Blas (cayendo de rodillas).—Señora...

La Reina (gravemente).—Don César, mi alma os entrego; reina para todos, sólo seré para vos una mujer; por el amor y por el corazón os pertenezco, duque; tengo bastante fe en vuestro honor para confiar en que respetaréis el mío, y cuando me llaméis estaré á vuestro lado. ¡Oh, César! tú eres un espíritu sublime, porque el genio es tu corona. (Da un beso á Ruy Blas en la frente.) ¡Adiós!

(Levanta la tapicería y desaparece.)

Escena IV

RUY BLAS, solo, y como absorto en un éxtasis


¡Ante mis ojos veo abrirse el cielo esplendoroso, y en la carrera de mi vida esta es la hora primera! Todo un mundo de luz, semejante á esos paraísos que entre sueños nos parece ver á veces, me inunda con sus brillantes rayos. Por doquiera alegría, éxtasis y misterio, embriaguez y orgullo, y sobre todo el amor, que es lo que en la tierra se acerca más á la divinidad. ¡La Reina me ama! ¡Oh Dios mío! ¿es verdad que á mí mismo es á quien ama? Entonces soy más que el rey, y esto solo me deslumbra. ¡Feliz, amado, duque de Olmedo!... ¡La España á mis pies; y en mis manos el corazón de ese ángel á quien de rodillas contemplo! Sus palabras me transfiguran y hacen de mí más que un hombre. Sí, mis sueños dorados se realizan; y estas no son ilusiones de mi loca fantasía. ¡Sí, sí, me ha hablado; era ella; llevaba una diadema de encaje de plata, y no dejé de mirarla mientras me habló! Paréceme estar viéndola aún con su aspecto noble y majestuoso. Dice que confía en mí... ¡Pobre ángel! ¡Oh! Si es cierto que Dios, por un extraño prodigio, nos dió el amor para que fuéramos más grandes y benignos, yo, que no temo cosa alguna mientras que ella me ame; yo, poderoso ya por su elección suprema; yo, á quien los reyes envidiarían, juro ante Dios, sin temor y con voz segura, que podéis confiar en mí, señora, en mi brazo como reina, en mi corazón como mujer. ¡La abnegación se oculta en el fondo de mi alma confundida con mi amor puro y leal! ¡Nada temáis, reina mía!

(Desde hace algunos momentos un hombre ha entrado por la puerta del fondo, embozado en una ancha capa, y cubierta la cabeza con un sombrero galoneado de plata. Avanza lentamente hacia Ruy Blas sin ser visto, y en el momento en que éste, ebrio de dicha, levanta los ojos al cielo, le pone bruscamente la mano en el hombro. Ruy Blas se vuelve con viveza: el hombre deja caer el embozo: es D. Salustio, vestido de librea color de fuego, con galones de plata, semejante á la del paje de Ruy Blas.)

Escena V

RUY BLAS, D. SALUSTIO


D. Salustio.—Buenos días.

Ruy Blas (aterrado, aparte).—¡Gran Dios, estoy perdido! ¡El marqués!

D. Salustio (sonriendo).—Apostaría á que no pensabais en mí.

Ruy Blas.—En efecto, vuestra presencia me sorprende. (Aparte.) ¡Oh! ya renace mi desgracia; yo miraba el ángel, mientras que el demonio venía.

(Corre hacia el tapiz que oculta el gabinete secreto, cierra la puertecilla con cerrojo, y vuelve temblando hacia don Salustio.)

D. Salustio.—Y bien, ¿cómo va por aquí?

Ruy Blas (con la mirada fija en D. Salustio impasible, apenas puede coordinar sus ideas).—¡Esa librea!...

D. Salustio (sonriendo siempre).—Érame preciso entrar en palacio, y como con esta librea se puede llegar á todas partes, he tomado la vuestra, que no deja de agradarme. (Se cubre; Ruy Blas permanece descubierto.)

Ruy Blas.—Es que yo temo por vos.

D. Salustio.—¡Temor risible!

Ruy Blas.—¡Estáis desterrado!

D. Salustio.—¿Lo creéis así? Es posible.

Ruy Blas.—Si os reconociesen en el palacio en pleno día...

D. Salustio.—¡Bah! los cortesanos felices que viven descuidados no irán á perder el tiempo en examinar el rostro de un caído para recordar quién es; y además, ¿quién repara en un lacayo? (Se sienta en un sillón; Ruy Blas permanece en pie.) ¿Y qué se cuenta en Madrid, amigo mío? ¿Es cierto que, poseído de un celo hiperbólico en favor del tesoro público, desterráis á ese buen Priego, uno de nuestros nobles? ¿Habéis olvidado que sois parientes? Su madre es Sandoval, como la vuestra ¡qué diablo! y en su escudo lleva oro en campo de gules. Mirad vuestros blasones, don César; esto es muy claro; entre parientes no se hacen tales cosas. ¿Pensáis que los lobos se hacen daño entre sí, fingiéndose corderos? Abrid los ojos para vos mismo, pero cerradlos para los demás. Cada cual para sí.

Ruy Blas (tranquilizándose un poco).—Sin embargo, señor, permitidme observar que el marqués de Priego, como noble, gravaba los ingresos del tesoro, precisamente cuando será necesario poner un ejército en campaña. No tenemos dinero, y se necesita. El heredero bávaro se muere, según me decía ayer el conde de Harrach, embajador de Austria, á quien debéis conocer. Si el archiduque quiere sostener su derecho, la guerra estallará...

D. Salustio.—El aire me parece un poco frío; hacedme el favor de cerrar la ventana.

(Ruy Blas, pálido de vergüenza y desesperación, vacila un instante; después hace un esfuerzo y se dirige lentamente á la ventana, ciérrala y vuelve hacia D. Salustio, que sentado en el sillón, le mira con expresión de indiferencia.)

Ruy Blas (continúa, tratando de convencer á D. Salustio).—Dignaos reflexionar hasta qué punto es inoportuna la guerra, no teniendo dinero. La salvación de España depende de nuestra probidad más que de otra cosa; y yo, como si nuestro ejército estuviese ya preparado, he mandado decir al emperador que le haré frente...

D. Salustio (interrumpiendo á Ruy Blas, y mostrándole un pañuelo, que ha dejado caer al entrar).—Tened la bondad de recogerme el pañuelo. (Ruy Blas, apurada la paciencia, vacila otra vez, pero al fin recoge el pañuelo y preséntale á D. Salustio, quien añade, guardándole en el bolsillo:) ¿Decíais?...

Ruy Blas (haciendo un esfuerzo).—La salvación de España y el interés público exigen un sacrificio. Toda nación bendice á quien la salva, y para ello debemos atrevernos á ser grandes, á despejar las sombras de la intriga y á desenmascarar á los bribones.

D. Salustio (con indolencia).—En efecto, esa es mala compañía; mas no creo que se deba hacer tanto ruido por un pobre millón que han devorado, ni tampoco es cosa de poner el grito en el cielo. Amigo mío, nuestros grandes señores no son ganapanes como los vuestros, y gústales vivir holgadamente. Os digo con franqueza que eso de hacer el Quijote para corregir abusos, siempre henchido de orgullo y rojo de cólera, me parece una ridiculez; pero ¡bah! os habéis empeñado en ser popular y en que os adoren los plebeyos; queréis ser famoso en tiendas y plazuelas. ¡Qué rareza! Tened otros caprichos menos vanos. ¡El interés público! Pensad antes en el vuestro; y en cuanto á la salvación de España, esta es una frase hueca que otros harán resonar mejor que vos. ¿La popularidad? es pobre gloria; y eso de convertiros en dogo que ladra siempre alrededor de las gabelas, paréceme triste oficio. ¡La virtud, la fe, la probidad, palabras vanas! Todo esto estaba gastado ya en tiempos de Carlos V. Duéleme que parezcáis un necio, siendo hombre inteligente. Romped á puntapiés vuestro globo ridículo é hinchado, para que salga el viento de tantas necedades.

Ruy Blas.—Sin embargo, señor...

D. Salustio (con helada sonrisa).—¡Qué raro sois! Ocupémonos ahora en cosas más serias. (Con tono breve é imperioso.) Me esperaréis mañana todo el día en vuestra casa, es decir, en la que yo os he dado, pues ya se acerca el desenlace de mis planes. Quedaos tan sólo con los mudos para vuestro servicio, y tened en el jardín oculta una carroza preparada para emprender un viaje. Yo me cuidaré del cambio de mulas. Hacedlo todo tal como os digo; y si necesitáis dinero os lo enviaré.

Ruy Blas.—Señor, obedeceré; consiento en todo; pero juradme antes que en este asunto nada tendrá que ver la Reina.

D. Salustio (que juega con un cuchillo de marfil sobre la mesa, se vuelve á medias).—¿Y qué os importa?

Ruy Blas (vacilando y mirándole con espanto).—¡Oh! ¡sois un hombre temible! Mis rodillas tiemblan... Me arrastráis á un abismo insondable, y sospecho que proyectáis planes monstruosos. Entreveo algo espantoso... Compadeceos de mí. Es preciso que os lo diga todo para que podáis juzgar, pues no lo sabíais. ¡Yo amo á esa mujer!

D. Salustio (fríamente).—Ya lo sabía.

Ruy Blas.—¡Lo sabíais!

D. Salustio.—¡Pardiez! ¿Qué importa esto?

Ruy Blas (apoyándose en la pared para no caer, y como hablando consigo mismo).—¡Soy pues juguete de ese cobarde, que así me atormenta! ¡Oh! ¡qué horrible aventura! (Levantando la vista al cielo.) ¡Perdonadme, señor, Dios poderoso!

D. Salustio.—¡Pardiez, veo que de veras estáis soñando y que tomáis por lo serio vuestro papel! Esto es ridículo. Mis proyectos tienen un fin determinado que yo solo debo conocer; y el objeto es haceros más feliz de lo que podéis pensar. Obedeced, callad y no tengáis cuidado, que vuestra recompensa será la fortuna. Los pesares de amor valen bien poco, y todos sabemos que son muy pasajeros. Habéis de saber que se trata del destino de un imperio, y comparado con esto nada significan vuestros asuntos. Quiero deciros todo; pero tened el buen sentido de manteneros en vuestra esfera. Yo soy muy bueno y benigno; pero ¡qué diantre! un lacayo no es al fin más que humilde vaso donde puedo verter mis fantasías. El amo puede hacer de vosotros lo que le plazca, disfrazaros y descubriros á su antojo. Yo os hice gran señor por un momento dejándoos después libre; pero no olvidéis, que sois mi lacayo. Cortejáis á la reina, como también podríais colocaros detrás de mi carroza. Sed razonable, amigo mío.

Ruy Blas (que ha escuchado aturdido, y como no pudiendo dar crédito á lo que oye).—¡Oh Dios mío, Dios clemente, Dios justo! ¿De qué crimen será este el castigo? ¿Qué he podido hacer yo? ¡Señor! tú que eres el padre de todos ¿quieres verme morir desesperado? De mi parte no hay falta, y no debo ser víctima. Señor marqués, me habéis lanzado en un abismo, y es una crueldad martirizar un pobre corazón, lleno de amor y de fe, para llevar á cabo una venganza. (Hablando consigo mismo.) ¡Oh! sí, es una venganza, no hay duda alguna, y bien adivino que es contra la Reina. ¿Qué hacer? ¿Iré á decirle todo? ¡Cielos, ser un objeto de disgusto y de horror para ella, ser un bribón, un pillo de dos caras, á quien se expulsa á palos! ¡Jamás! ¡Me vuelvo loco! (Pausa.) ¡Dios mío! he aquí cómo se hacen las cosas. En la sombra se construye una máquina terrible, armada de rodajes sin número; después se arroja en ella, como para probarla, una cosa, un lacayo; y por debajo de las ruedas, puestas ya en movimiento, se ve salir una masa de carne palpitante, una cabeza rota, un corazón ensangrentado. ¡Y nadie se espanta entonces al reconocer que aquel lacayo era un hombre! (Volviéndose hacia D. Salustio.) Pero aún es tiempo, señor, pues todavía no está la horrible rueda en movimiento. (Se arroja á sus pies.) ¡Compadeceos de mí, apiadaos de ella! Ya sabéis que soy un servidor fiel, y con frecuencia lo habéis dicho; ya veis que me someto. ¡Gracia!

D. Salustio.—Este hombre no comprenderá jamás, y á fe que me impaciento.

Ruy Blas (arrastrándose á sus pies).—¡Gracia!

D. Salustio.—¡Abreviemos! (Se vuelve hacia la ventana.) Habéis cerrado mal esa ventana, y por ahí entra el frío.

(La cierra.)

Ruy Blas (levantándose).—¡Oh! ¡esto es ya demasiado! Ahora soy duque de Olmedo, ministro poderoso, y levanto la frente bajo el pie que me pisa.

D. Salustio.—¿Cómo decís eso? Repetid la frase: ¡Ruy Blas, duque de Olmedo! ¿No veis que sólo un Bazán puede ser Olmedo?

Ruy Blas.—¡Ordenaré que os prendan!

D. Salustio.—Diré quién sois.

Ruy Blas (exasperado).—Pero...

D. Salustio.—Acusadme; vuestra cabeza arriesgo con la mía. Todo está previsto. No toméis tan pronto ese aire triunfante.

Ruy Blas.—¡Lo negaré todo!

D. Salustio.—¡Vamos, sois un niño!

Ruy Blas.—¡No tenéis pruebas!

D. Salustio.—Ni vos memoria. Yo hago siempre lo que digo, y os demostraré que no sois más que el guante, y yo la mano. (Acercándose á Ruy Blas.) Si no obedeces, si no estás mañana en tu casa para preparar lo que necesito, si dices una sola palabra de lo que ocurre, si tus miradas ó tu ademán infunden la menor sospecha, aquella por quien temes quedará públicamente difamada y perdida; y después recibirá, bajo sobre, un papel que conservo en sitio seguro, escrito, ya recordarás por qué mano, y firmado por quien sabes. Ese papel dice lo siguiente: «Yo, Ruy Blas, lacayo de Su Excelencia el marqués de Finlas, me obligo á servirle, como buen criado, en toda ocasión pública ó secreta.»

Ruy Blas (con voz desfallecida).—Basta, señor; haré lo que os plazca.

(Se abre la puerta del fondo y entran los consejeros. Don Salustio se emboza rápidamente en su capa.)

D. Salustio (en voz baja).—Alguien viene. (Saluda profundamente á Ruy Blas.) Señor duque, soy vuestro criado.

(Vase.)

Acto IV. D. César

Gabinete lujoso, de aspecto sombrío. Ornamentación y muebles usados y de antigua forma. Las paredes están cubiertas de tapices de terciopelo carmesí, desgastados por la acción del tiempo y formando cuadros cortados por franjas de oro que los separan en tiras verticales. En el fondo una puerta de dos hojas. Á la izquierda, en un bastidor, gran chimenea del tiempo de Felipe II con escudo de hierro forjado en el interior. De la parte opuesta, en otro bastidor, una puerta pequeña que da á una habitación oscura. Á la izquierda una sola ventana con barrotes, como los de una prisión. En las paredes algunos retratos antiguos y medio borrados. Un guardarropa con espejo de Venecia. Grandes butacas del tiempo de Felipe III. Un lujoso armario colocado junto á la pared. Una mesa cuadrada con recado de escribir. Un pequeño velador con pies dorados en un rincón. Es de día. Al levantarse el telón, Ruy Blas, vestido de negro, sin capa, sin el toisón y vivamente agitado, recorre á largos pasos la habitación. En el fondo, un paje permanece inmóvil, esperando sus órdenes.

Escena I

RUY BLAS, EL PAJE


Ruy Blas (hablando consigo mismo).—¿Qué hacer?... Ella es primero que todo; sólo en ella debo pensar. Aunque hubiese de perder la vida, aunque hubiera de dar mi alma al infierno, es preciso que yo la salve. Mas ¿de qué modo lo conseguiré?... Dar por ella mi sangre, mi corazón, mi vida, es cosa fácil; pero ¿cómo destruir la inicua trama? Hay que adivinar lo que ese hombre maquina, lo que se propone. Ese hombre surge de repente de entre las tinieblas y luego desaparece... ¿Qué hace en la oscuridad?... ¡Cuando reflexiono que, en el primer momento de sorpresa, le he rogado sólo por mí, me acuso de estúpido y de cobarde!... Está visto que ese hombre es un malvado, y me parece ahora imposible que yo haya tenido esperanza de que, al juzgarse dueño de la presa, se contentara con la mitad y dejase en paz á la reina por conmiseración á su criado... Sin embargo, ¡miserable de mí! es forzoso salvarla, ya que la he perdido, es indispensable á toda costa... si no, se acabó todo... ¡Y caer tan abajo después de subir á tanta altura!... ¿Acaso habré soñado?... ¡Oh! quiero salvarla... Quiero salvarla y todavía ignoro cómo y por dónde vendrá el traidor... Él es tan dueño de mi vida como de esta casa, de la cual conoce todos los secretos y tiene todas las llaves. Puede entrar y salir, penetrar alevosamente y pisotear mi corazón como este mismo suelo... Sí, yo soñaba... La fortuna improvisada había perturbado mi cabeza... Estoy loco, no puedo coordinar ni una sola idea... Mi razón, de la cual estaba tan orgulloso, no es más que un débil junco que se dobla al soplo del huracán... ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué haré?... Ante todo es necesario impedir que salga de palacio... Ahí está el lazo sin duda alguna... Todo es oscuro en torno mío... Presiento la trama, pero no puedo verla... ¡Cuánto sufro!... Ya está dicho. Impediré que salga, la avisaré inmediatamente... ¿Y por quién, si no tengo ninguna persona de confianza?... (Reflexiona, dando muestras de abatimiento. De pronto, como herido por una súbita inspiración, que le infunde una esperanza, levanta la cabeza.) Sí, Guritán la ama... Es hombre leal... ¡Oh! sí, sí, eso es. (Llama con un signo al paje, y le dice en voz baja:) Véte inmediatamente á casa de don Guritán y preséntale mis excusas; dile luego que vaya sin perder momento á ver á la Reina y que en nombre suyo y mío la conjure á que, suceda lo que quiera, no salga de palacio en tres días; ¿lo oyes bien? que en tres días no salga... Corre... (Llamando de nuevo al paje.) ¡Ah! espera. (Saca de su cartera una hoja de papel y un lápiz.) Dile que entregue esto á la Reina y que esté alerta. (Escribe con rapidez sobre una rodilla.) «Dad crédito á don Guritán y haced lo que os aconseje.» (Dobla el papel y se lo entrega al paje.) Añade que, en cuanto á nuestro desafío, estaba yo en un error, que me pongo á sus órdenes, que me compadezca porque sufro mucho, y que públicamente le daré una satisfacción... Manifiéstale también que ella corre un gran peligro, que es preciso que no salga á lo menos en tres días, suceda lo que quiera. Hazlo todo puntualmente; sé discreto; no dejes traslucir nada...

El paje.—Confiad en mí; os quiero porque sois un buen amo.

Ruy Blas.—Pues corre, pajecillo, corre. ¿Estás ya enterado?

El paje.—Sí, quedad tranquilo.

(Sale.)

Ruy Blas (que al quedar solo cae desplomado en un sillón).—Voy tranquilizándome, y sin embargo, experimento aún síntomas de locura... Concibo confusamente multitud de ideas que muy luego se me olvidan... El medio de acudir á don Guritán es seguro... Pero yo ¿habré de esperar aquí á don Salustio?... ¿Y para qué?... No, no quiero esperarle; esto le inutilizará por todo un día... Voy á orar á cualquier iglesia... Necesito inspiración y Dios me la concederá. (Toma el sombrero y agita una campanilla colocada sobre la mesa. Aparecen en la puerta del fondo dos negros vestidos de terciopelo verde claro y brocado de oro.) Voy á salir. Dentro de poco vendrá un hombre que acaso penetre por una puerta reservada. Si veis que procede aquí como si fuera el amo, dejadle; y si viniesen otros... (Después de vacilar un momento.) ¡qué diablo! dejadlos entrar. (Despide con un ademán á los negros, que se inclinan en señal de obediencia y se van.) Vámonos.

(Sale.)

(En el momento de cerrarse la puerta se oye un gran estrépito en la chimenea, por la cual se ve caer á un hombre embozado en una capa hecha girones y que se precipita en la habitación. Es D. César.)

Escena II

D. CÉSAR


D. César (azorado, anhelante, despeinado, aturdido y con expresión alegre é inquieta al mismo tiempo).—Lo siento, pero soy yo. (Se levanta frotándose la pierna sobre la cual ha caído y adelántase por la habitación con el sombrero en la mano y haciendo saludos.) Dispensad, no me hagáis caso, ya me voy... Podéis seguir hablando... Continuad, por favor... No podéis figuraros cuánto siento haberos interrumpido... (Se detiene en medio de la habitación y se apercibe de que está solo.) ¡Nadie! Y sin embargo, hace un momento que, desde el tejado, creí haber oído rumor de voces... ¡Nadie! (Sentándose en una butaca.) ¡Perfectamente! Descansemos: ¡qué hermosa es la soledad!... ¡Uf!... ¡Cuántas peripecias!... ¡Estoy asombrado de mí mismo!... Y todas tan inesperadas como la lluvia que, al sacudirse, nos arroja un perro que se acaba de bañar. En primer lugar, los alguaciles que me cogieron entre sus garras; luego mi ridículo embarque; después los corsarios; aquella gran ciudad donde tanto me han maltratado; las tentaciones contra mi virtud por aquella mujer amarilla; mi salida de la prisión, mis viajes, y por último, mi regreso á España. ¡Vaya una novela! El mismo día de mi llegada vuelvo á ver á los malditos alguaciles; me persiguen encarnizadamente y huyo á la desesperada; salto un muro, diviso una casa escondida entre los árboles, corro á ella sin que nadie me vea, gano el tejado y me introduzco en el interior por una chimenea donde queda hecha trizas mi mejor capa... La verdad, el caballero Salustio es un bandido... (Mirándose en un pequeño espejo colocado sobre el guardarropa, que tiene cajones esculpidos.) Mi jubón me ha acompañado en todas mis desdichas y resiste valerosamente las injurias del tiempo. (Se quita la capa y se mira en el espejo el jubón de seda usado, roto y con remiendos; luego se lleva con rapidez la mano á la pierna, á la vez que fija la vista en la chimenea.) Pero mi pierna ha sufrido horriblemente con la caída. (Abre los cajones del guardarropa, y en uno de ellos encuentra una capa de terciopelo verde claro bordada de oro: la misma que D. Salustio dió á Ruy Blas. La examina y la compara con la suya.) Esta capa me parece más decente que la mía. (Se la pone y coloca en su lugar la suya después de haberla doblado cuidadosamente; luego, abollando de un puñetazo su sombrero, colócale encima de la capa vieja, vuelve á cerrar el cajón y se pasea con orgullo embozado, luciendo la capa nueva.) Sea como fuere, ya estoy de vuelta en España y todo va bien... ¡Ah, querido primo! ¿deseas que emigre á esos países de África, donde el hombre hace el papel de ratón del tigre? Pues bien, me vengaré de ti de un modo espantoso... en cuanto almuerce... Iré á tu casa con mi verdadero nombre, llevando tras de mí la innumerable caterva de mis acreedores, seguidos de sus hijos, y te entregaré á su voraz apetito. (Ve en un rincón un magnífico par de botinas con encañonados de encaje.—Arroja con viveza sus zapatos viejos y se pone aquellas.) Ahora veamos dónde me han traído mis desventuras. (Examina la habitación por todos lados.) Casa misteriosa y á propósito para tragedias. Puertas cerradas, ventanas con barrotes, un verdadero calabozo... En esta deliciosa mansión se ha de entrar por arriba, como el vino entra en las botellas... ¡El vino! ¡Qué bueno es el vino, cuando es bueno! (Se apercibe de la pequeña puerta de la derecha, la abre, entra precipitadamente en el gabinete con que comunica y vuelve á salir demostrando admiración.) ¡Maravilla de maravillas! ¡Un gabinete sin salida y donde todo está cerrado también! (Va á la puerta del fondo, la entreabre y mira hacia fuera; luego la vuelve á cerrar y se dirige al proscenio.) ¡Nadie!... ¿Dónde diablos me he metido?... El caso es que he conseguido huir de los alguaciles; lo demás importa poco. Y luego que no es cosa de asustarse ni de tomar un aire lúgubre, porque nunca haya visto una casa que esté así dispuesta. (Vuelve á sentarse en la butaca, bosteza y casi inmediatamente se levanta.) El caso es que me aburro sobremanera. (Distinguiendo un pequeño armario adosado á la pared, en el rincón de la izquierda.) Veamos, esto tiene aspecto de ser una biblioteca. (Se dirige al mueble y le abre, resultando ser un repostero bien provisto.) Justo y cabal. Una empanada, vino, una torta, seis botellas, correctamente alineadas... Me convenzo de que he calumniado á esta casa. (Examina las botellas una por una.) Esto es exquisito... ¡Oh respetable armario, yo te saludo! Veamos primero esto. (Llena el vaso y bebe de un trago todo el líquido.) ¡Es una obra admirable de ese famoso poeta que se llama el Sol! Jerez de los Caballeros no ha producido nada mejor. (Se sienta, llena otro vaso y bebe.) ¿Qué libro vale lo que esto? No hay nada que tenga más espíritu. (Bebe.) ¡Ah! ¡Cómo conforta! Ahora comamos. (Corta un pedazo de empanada.) Esos bribones de alguaciles han quedado vencidos... No darán con mi pista. (Come.) ¡Oh! Reina de las empanadas... Pero si viniese el dueño de la casa... (Se dirige al armario, saca otro vaso y un cubierto y los coloca sobre la mesa.) ¡Bah! Le convidaría... ¿Y si me hiciera arrojar de aquí?... Por si acaso comamos aprisa. (Come á dos carrillos.) Cuando haya concluído examinaré la casa. ¿Quién vivirá en ella? Tal vez sea un buen muchacho, y todo este misterio no sirva más que para ocultar una intriga amorosa. Después de todo, ¿qué mal causo yo aquí? Nada busco sino la hospitalidad de ese digno mortal y quiero pedirla á la manera antigua, abrazando el altar. (Se inclina y rodea la mesa con sus brazos. Luego bebe.) Reflexionemos: el hombre que tiene este vino, no puede ser un malvado; y además, si viene, le diré quién soy. ¡Ah, va á darse al diablo mi maldito primo!... ¡Cómo!... se dirá, ¿ese cualquiera, ese andrajoso, ese mendigo, ese bandido es don César de Bazán? Ni más ni menos, y primo de don Salustio por añadidura... ¡Oh, qué sorpresa y qué escándalo habrá en Madrid! ¿Cuándo ha venido? ¿Anoche? ¿Esta mañana? ¡Qué tumulto se formará al estallar la bomba, al volverse á oir mi olvidado é ilustre nombre! Pues sí, señores, es don César de Bazán: nadie pensaba en él, nadie hablaba de él, pero vivía, vive, no ha muerto... Los hombres dirán: ¡Diablo!... Y las mujeres: ¡Me alegro! Y á estas dulces exclamaciones, se mezclarán los ladridos de mis trescientos acreedores. ¡Qué hermoso papel voy á hacer!... ¡Lástima que no tenga dinero! (Se oye ruido en la puerta.) Alguien viene... Sin duda me arrojarán de aquí como un saltimbanqui... Sea lo que fuere... No hagas nada á medias, César.

(Se emboza hasta los ojos en la capa. Ábrese la puerta del fondo y aparece un lacayo con librea, llevando á la espalda voluminoso saco.)

Escena III

D. CÉSAR, UN LACAYO


D. César (mirando al lacayo de pies á cabeza).—¿Á quién venís á buscar? (Aparte.) En situaciones apuradas se necesita mucho aplomo.

El lacayo.—¿Don César de Bazán?

D. César (desembozándose).—Yo soy. (Aparte.) Esto es asombroso.

El lacayo.—¿Conque sois el señor don César de Bazán?

D. César.—Ya he dicho que sí. Yo soy César, el verdadero César, el único César, el conde de Garo...

El lacayo (colocando el saco en una butaca).—Dignaos ver si está justa la cuenta.

D. César (aturdido y aparte).—¡Dinero! Esto es inexplicable. (Alto.) Amigo mío...

El lacayo.—Dignaos contarlo. Aquí está la cantidad que me han mandado traeros.

D. César (con cómica gravedad).—Ya comprendo. (Aparte.) Lléveme el diablo si sé una palabra; pero no lo echemos á perder; el socorro no puede ser más oportuno (Alto.) ¿He de hacer recibo?

El lacayo.—No, señor.

D. César (señalando la mesa).—Coloca ahí ese dinero. (El lacayo obedece.) ¿De parte de quién viene?

El lacayo.—Vuecencia lo sabe perfectamente.

D. César.—¡Ya lo creo! Pero...

El lacayo.—Me olvidaba repetir lo que me han dicho: este dinero viene de parte de quien vos sabéis, para lo que sabéis perfectamente.

D. César (satisfecho de la explicación).—¡Ya!

El lacayo.—Ambos debemos ser muy reservados... ¡Chist!

D. César.—¡¡Chist!! Este dinero viene... ¡La frase es magnífica! Repítela.

El lacayo.—Este dinero...

D. César.—Todo es muy claro: viene de parte de quien yo sé...

El lacayo.—Para lo que vos sabéis. Debemos...

D. César.—Ambos...

El lacayo.—Ser muy reservados.

D. César.—Pues no puede ser más claro.

El lacayo.—Para vos. Yo obedezco y no sé nada.

D. César.—¡Bah!

El lacayo.—Pero vos sí.

D. César.—¡No faltaba más!

El lacayo.—Con eso basta.

D. César.—Lo sé todo... y me quedo con el dinero. La cosa es tan clara que...

El lacayo.—¡Chist!

D. César.—¡Chist!... Es verdad, ya iba á ser indiscreto.

El lacayo.—Contad, señor.

D. César.—¿Por quién me tomas? (Admirando el volumen del saco.) ¡Qué hermosa pieza!

El lacayo (insistiendo).—Pero...

D. César.—Me inspiras confianza.

El lacayo.—Gracias. La cuenta está justa y en saquillos de oro y plata.

(D. César abre el saco y extrae muchos saquillos de oro y plata que vacía sobre la mesa; luego coge á puñados las monedas y se llena los bolsillos.)

D. César (interrumpiendo majestuosamente la operación).—He aquí que mi extravagante novela termina con felicidad en... ¡un millón! (Vuelve á llenarse los bolsillos.) ¡Oh! ¡Delicia! ¡Parezco un galeón!

(Cuando ha llenado un bolsillo, procede á igual operación en otro. Búscase bolsillos por todas partes y parece haber olvidado al lacayo.)

El lacayo (que le mira con impasibilidad).—Ahora espero vuestras órdenes.

D. César (volviéndose hacia él).—¿Para qué?

El lacayo.—Para ejecutar inmediatamente lo que yo no sé, pero vos sí. Parece que hay comprometidos grandes intereses...

D. César (interrumpiéndole con aire de inteligencia).—Sí, ¡públicos y privados!

El lacayo.—Y quieren que en seguida haga lo que me ordenéis. Repito lo que me han dicho.

D. César (dándole un amistoso golpe en la espalda).—Y yo te alabo, fiel servidor.

El lacayo.—Para que no haya retraso alguno, mi amo me ha encargado que me ponga á vuestras órdenes.

D. César.—Eso es hacer bien las cosas. Complazcamos á tu amo. (Aparte.) Que me cuelguen si sé qué decir. (Alto.) Acércate inmediatamente. (Llena de vino el otro vaso.) ¡Bebe!

El lacayo.—¡Cómo! Señor...

D. César.—¡Bebe! (Obedece el lacayo, y D. César vuelve á llenar el vaso.) ¡Es vino de Oropesa! (Hace sentar al lacayo, le obliga á beber otra vez y de nuevo le llena el vaso.) Ahora hablemos. (Aparte.) Ya está medio alumbrado. (Alto y estirándose en la silla que ocupa.) El hombre, amigo mío, no es más que humo, humo negro, producto del fuego de sus pasiones. Toma. (Le escancia nuevamente.) Esto que te digo no puede ser más tonto. Y además, el humo de una chimenea ya es otra cosa: se dirige al cielo azul y sube alegremente mientras nosotros bajamos. (Se frota la pierna.) El hombre no es más que vil materia. (Llena los dos vasos.) Bebamos. Todos tus doblones no valen lo que la alegría de cualquier borracho. (Aproximándose al lacayo y con aire misterioso.) Seamos prudentes: no es cuestión de cargar más de lo que se puede sostener: el edificio levantado sin cimientos, se derrumba en seguida... Mira, abróchame el cuello de la capa.

El Lacayo (con orgullo).—Yo no soy ayuda de cámara.

(Antes que D. César pueda impedírselo, toca la campanilla que está colocada encima de la mesa.)

D. César (aparte y aterrado).—Ha llamado; sin duda vendrá el amo en persona y estoy perdido.

(Entra uno de los negros. D. César, presa de la más viva ansiedad, se dirige al lado opuesto de aquel en que está el negro, como no sabiendo qué hacer.)

El Lacayo (al negro).—Abrocha al señor.

(El negro se aproxima gravemente á D. César que le mira estupefacto, le abrocha el cuello de la capa, saluda y sale.)

D. César (levantándose: aparte).—Estoy en casa de Belcebú, no hay duda. (Pasa al proscenio y se pasea á largos pasos.) En fin, dejemos rodar la bola y aprovechémonos de la ocasión. Voy á dar aire al dinero; ya que le poseo, ¿qué puedo hacer de él? (Se vuelve al lacayo que sigue sentado junto á la mesa, bebiendo y que comienza á tambalearse en su silla.) Escucha. (Aparte.) Veamos: con este dinero podría pagar á mis acreedores... ¡Ca! no... Siquiera les daré alguna cantidad á cuenta... ¿Pero por qué les he de proporcionar esa satisfacción? ¿Cómo diablos se me ocurren semejantes ideas? Está visto que nada pervierte al hombre como el dinero. Aun cuando se descienda de Aníbal, el oro le hace á uno tener sentimientos de menestral. ¿Qué se diría de mí al saber que había pagado mis deudas?... ¡Ah!

El Lacayo (bebiendo).—¿Qué queréis?

D. César.—Déjame, estoy meditando. Mientras tanto, bebe. (El Lacayo obedece. D. César sigue meditando y de pronto se da un golpe en la frente como si le hubiese acometido alguna idea súbita.) Sí, eso es. (Al lacayo.) Levántate en seguida y oye lo que tienes que hacer. Ante todo llénate de oro los bolsillos. (El lacayo se levanta tambaleándose y obedece. D. César le ayuda y continúa hablando.) Vé al extremo de la plaza Mayor y entra en el número nueve; es una casa pequeña, pero que sería de hermoso aspecto si uno de los cristales no estuviese roto y tapada la rotura con un pedazo de papel.

El lacayo.—Entiendo.

D. César.—Me alegro... ¡Ah! te advierto que la escalera es estrecha y puede uno romperse el alma al subir. Ten cuidado.

El lacayo.—Bien.

D. César.—En el último piso vive una hermosa á quien reconocerás fácilmente: es baja, rubia, su cabello rizado circunda con profusión su cabeza... una mujer encantadora, en una palabra... Se llama Lucinda; sé con ella muy atento, porque es mi amante, y entrégala de mi parte cien ducados. En un tabuco de al lado hallarás un prójimo que tiene la nariz como un pimiento por el abuso del vino, y que lleva puesto siempre un grasiento sombrero de fieltro con la pluma muy lacia. Á ese le darás seis piastras... Luego, algo más lejos, en la esquina de la calle, encontrarás una taberna, y en ella, bebiendo y fumando, un hombre de aire pacífico y de elegante aspecto, que bebe y fuma pero que no jura nunca, y á quien acompaña un íntimo amigo mío, llamado Tormentas... Dales treinta escudos, y diles por toda explicación que se los beban juntos, y que no les faltarán otros cuando esos se acaben... ¡Ah! y no te admires si ves que abren mucho los ojos...

El lacayo.—¿Qué más?

D. César.—Guárdate el resto. Y luego...

El lacayo.—Decid.

D. César.—Te vas á divertir. Gastas y triunfas y haces lo que quieras, con tal que no vuelvas á tu casa hasta mañana por la noche.

El lacayo.—Seréis obedecido, príncipe.

(Se dirige hacia la puerta tambaleándose.)

D. César (aparte, mirándole).—Está completamente borracho. (Le llama y el lacayo vuelve.) ¡Ah! Se me olvidaba. Cuando salgas, seguramente te seguirán los desocupados. Haz honor con tu conducta á lo que has bebido. Pórtate con nobleza. Si de tus bolsillos caen algunos escudos, déjalos; y si algunos menesterosos ó necesitados los recogen, déjalos hacer.—No te incomodes tampoco si alguien busca más dinero en tus bolsillos; sé indulgente; piensa que todos somos hombres y que en este valle de lágrimas se ha de conceder de vez en cuando algunas alegrías á las criaturas. (Con melancolía.) Los que tal hagan, serán ahorcados un día ú otro... Justo es guardarles toda clase de consideraciones... Puedes irte. (El lacayo sale. D. César, al quedar solo, se sienta, apoya los codos sobre la mesa y medita.) Un hombre cuerdo y cristiano, cuando posee dinero, debe hacer buen uso de él... Tengo para vivir por lo menos ocho días y los viviré... Si me quedase algo, lo emplearía en fundaciones piadosas. Pero no me atrevo á confiar mucho en ello, porque sin duda me quedaré sin nada muy pronto. Esto debe ser una equivocación. Ese torpe habrá dado mal el recado ó yo he pronunciado mal mi nombre...

(Se abre la puerta del fondo y entra una dueña vieja, con el pelo canoso, basquiña y mantilla negras y abanico.)

Escena IV

D. CÉSAR, UNA DUEÑA


La dueña (en el dintel de la puerta).—¿Don César de Bazán?

(D. César, que estaba pensativo, levanta bruscamente la cabeza.)

D. César.—¿Otro más? (Aparte.) Es una mujer. (Mientras que la dueña, sin moverse del fondo, hace una profunda reverencia, él se adelanta estupefacto hacia el proscenio.) ¡Preciso es que el diablo ó Salustio anden mezclados en todo esto! Apostaría á que voy á ver á mi primo. ¡Una dueña! (Alto.) Yo soy don César. ¿Qué queréis? (Aparte.) Por lo general una vieja anuncia una joven.

La dueña (haciendo otra reverencia y la señal de la cruz).—Señor mío, os saludo hoy, día de ayuno, en el nombre del Dios hijo, todopoderoso y su excelso Padre.

D. César (aparte).—Ya se sabe: á principio devoto, amoroso final. (Alto.) Amén. Buenos días.

La dueña.—Dios os tenga en su santa guarda. (Con misterio.) ¿Habéis dado á quien me envía á vos una cita reservada para esta noche?

D. César.—Soy capaz de eso y de mucho más.

La dueña (sacando de su guarda-infante una esquela cerrada que presenta á D. César, pero sin entregársela).—Entonces, señor discreto, vos sois quien habéis dirigido esta carta á alguien que os ama y á quien conocéis perfectamente.

D. César.—Sin duda debo ser yo.

La dueña.—Está bien. La dama, casada probablemente con algún viejo celoso, tiene que guardar ciertos miramientos, pues ha encargado que me enterase bien antes de... Yo no la conozco, pero vos sí... La criada me ha dicho lo que había de hacer... y por consiguiente no es preciso saber los nombres...

D. César.—Excepto el mío, según parece.

La dueña.—¡Oh! La cosa es clara. Una dama recibe una cita de su amante, pero teme caer en algún lazo, y como las precauciones nunca están de más... En suma, me envían aquí para recibir de vuestra boca la confirmación.

D. César (aparte).—¡Oh, qué vieja más cargante! ¡Cuánta broza rodea á ese dulce billete!... (Alto.) Ya te he dicho que yo soy don César.

La dueña (colocando sobre la mesa un billete cerrado que D. César mira con curiosidad).—Entonces debéis escribir al dorso de esta carta una sola palabra: Venid, pero no de vuestra mano, pues eso sería comprometido.

D. César.—Es claro, si fuese de mi mano... (Aparte.) He aquí un encargo bien dado.

(Extiende la mano para apoderarse de la carta, pero la dueña se lo impide.)

La dueña.—No la abráis; sin duda debéis reconocer el pliego.

D. César.—Sí que lo conozco. (Aparte.) ¡Y yo que ardía en deseos de saber lo que dice!... En fin sigamos la comedia. (Toca la campanilla y entra uno de los negros.) ¿Sabes escribir? (El negro mueve la cabeza afirmativamente. D. César se admira y dice aparte:) ¡Habla por señas! (Alto.) ¿Eres mudo? (El negro hace otra señal afirmativa que asombra nuevamente á D. César. Aparte:) ¡Muy bien! Ya tengo que habérmelas con un mudo. (Señala al negro la carta que la dueña tiene sujeta sobre la mesa.) Escribe ahí: Venid. (El mudo escribe. D. César hace señas al negro para que se vaya y á la dueña para que recoja la carta. Sale el mudo. Aparte:) No se puede negar que es obediente.

La dueña (comenzando á guardar el billete y acercándose á D. César).—Esta noche la veréis... Debe ser muy hermosa.

D. César.—Encantadora.

La dueña.—Yo sólo puedo decir que la criada es lindísima. Cuando me llamó aparte en medio del sermón quedé admirada: tiene un perfil de ángel y unos ojos de demonio... Y además parece muy experta en asuntos amorosos.

D. César (aparte).—Pues me contentaría con la criada.

La dueña.—Esto es ya para formar juicio, pues siempre lo bello aborrece lo feo, y por la esclava se puede conocer lo que será la sultana, así como por el criado lo que es el amo. Seguramente la mujer que esperáis es hermosísima.

D. César.—Estoy orgulloso de ello.

La dueña (haciendo una reverencia y en ademán de retirarse).—Bésoos la mano.

D. César (dándole un puñado de monedas).—Y yo te lleno la pata. Toma, estantigua.

La dueña (guardándose el dinero).—¡Qué alegre es la juventud del día!

D. César (despidiéndola).—Véte.

La dueña (repitiendo las reverencias).—Si me necesitáis alguna vez, me llamo la señora Oliva, y en el convento de San Isidro... (Sale, y vuelve á abrir la puerta.) Estoy siempre sentada á la derecha, entrando en la iglesia, junto al tercer pilar. (D. César se vuelve hacia ella con impaciencia. Ciérrase la puerta, se vuelve á abrir y reaparece la dueña.) ¡Vais á verla esta noche!... Acordaos de mí en vuestras oraciones.

D. César (despidiéndola colérico).—¡Véte! (La dueña se va y la puerta vuelve á cerrarse.—Solo:) Ya estoy resuelto á no admirarme de nada. Sin duda vivo en la Luna. Y lo cierto es que no puedo quejarme de mi suerte: después de haber satisfecho el hambre, voy á contentar mi corazón... Todo esto es muy hermoso. Ya veremos el final.

(Vuelve á abrirse la puerta del fondo y aparece D. Guritán con dos largas espadas desnudas debajo del brazo.)

Escena V

D. CÉSAR, D. GURITÁN


D. Guritán (desde el fondo del teatro).—¡Don César de Bazán!

D. César (se vuelve y ve á D. Guritán con las dos espadas).—¡Al fin; qué suerte! ¡Buena es la aventura y ahora se completa! ¡Comida excelente, dinero, una cita de amor y un desafío! Vuelvo á ser don César. (Acércase alegremente á D. Guritán, haciendo muchos saludos, y fija en él una mirada inquieta, adelantándose con lento paso hasta el proscenio.) Aquí es, caballero; podéis entrar y tomar asiento, cual si estuviérais en vuestra casa. Me alegro mucho veros. Hablemos un rato. ¿Qué se dice en Madrid? ¡Oh! es una residencia deliciosa. Yo no sé lo que allí pasa; pero imagínome que se admira siempre á Matalobos y á Lindamira. En cuanto á mí, temería más que al ladrón de dinero á la que roba los corazones. ¡Oh! las mujeres son endiabladas; pero yo me vuelvo loco por ellas. ¡Vamos, decidme algo!, porque yo soy un ente inverosímil, absurdo, un muerto que resucita, un hidalgo que llega de los más extravagantes países.

D. Guritán.—Pues yo llego desde más lejos, amigo mío.

D. César (con expresión alegre).—¿De qué ilustre playa?

D. Guritán.—De allá del Norte.

D. César.—Y yo del Sur.

D. Guritán.—¡Estoy furioso!

D. César.—Y yo rabio.

D. Guritán.—¡He andado seiscientas leguas!

D. César.—¡Y yo dos mil! He visto mujeres amarillas, azules, negras y verdes; he visto tierras bendecidas del cielo; Argel, la ciudad feliz, y la agradable Túnez. ¡Oh! allí hay muchos turcos, de extraños modales, y muchas personas colgadas de las puertas.

D. Guritán.—¡Á mí me han burlado, caballero!

D. César.—¡Á mí me han vendido!

D. Guritán.—Á mí me desterraron casi.

D. César.—Y á mí por poco me ahorcan.

D. Guritán.—Me envían á Neuburgo artificiosamente, para llevar una caja con cuatro palabras escritas, que decían: «Detened el más largo tiempo que sea posible á ese viejo loco.»

D. César (soltando la carcajada).—¡Muy bien! ¿Y quién ha hecho eso?

D. Guritán.—¡He de retorcer el cuello á don César de Bazán!

D. César (gravemente).—¡Ah!

D. Guritán.—Para colmo de audacia me envía un lacayo en su lugar para excusarle, según dijo; pero no he querido verle. Muy por el contrario, he dado orden de encerrarle, y ahora vengo en busca del amo, ese César de Bazán, ese traidor. ¡Quiero matarle! ¡Vamos! ¿dónde está?

D. César (siempre con gravedad).—Pues yo soy.

D. Guritán.—¡Vos! Sin duda os burláis...

D. César.—¡Yo soy don César!

D. Guritán.—¡Cómo!

D. César.—Lo dicho.

D. Guritán.—Señor mío, renunciad á ese papel, porque me enojáis mucho.

D. César.—Y vos me estáis divirtiendo, porque parecéis un celoso. Os compadezco mucho, amigo mío, pues el mal que nos viene de nuestros vicios es peor que el que los demás nos hacen. Os digo con franqueza que más vale ser cornudo que celoso, y más bien pobre que avaro. Vos sois una cosa y otra. Debo advertiros que aún espero esta noche á vuestra esposa.

D. Guritán.—¡Á mi esposa!

D. César.—Sí, á ella misma.

D. Guritán.—¡Pero si yo no soy casado!

D. César.—Pues ¿por qué tenéis, desde hace un cuarto de hora, el aspecto de un marido que rabia, ó de un tigre que llora? Como os creía casado, os daba buenos consejos; pero si no lo sois, decid por qué os hacéis tan ridículo.

D. Guritán.—¿Sabéis que me estáis exasperando?

D. César.—¡Bah!

D. Guritán.—¿Y que esto es ya demasiado?

D. César.—¿De veras?

D. Guritán.—Me las vais á pagar...

D. César (examinando con aire burlón los zapatos de D. Guritán, ocultos por una ola de cintajos, según la nueva moda).—En otro tiempo usábanse las cintas para adornar la cabeza; pero hoy, según veo, han bajado hasta las botas. ¡Habrá que peinarse los pies! ¡Magnífico!

D. Guritán.—¡Vamos á batirnos!

D. César (impasible).—¿Lo queréis así?

D. Guritán.—Si no sois don César, comenzaré por vos.

D. César.—Bueno; tened cuidado de no terminar por mí.

D. Guritán (presentándole una de las dos espadas).—¡Será en el acto!

D. César (tomando la espada).—Vamos allá; cuando se me presenta un buen desafío no lo dejo escapar.

D. Guritán.—¡Oh!

D. César.—Detrás del muro hay un callejón desierto.

D. Guritán (probando la punta de la espada en el suelo).—Como á César de Bazán os mataré.

D. César.—¿Lo creéis así?

D. Guritán.—Es posible.

D. César (doblando también la punta de la espada).—¡Bah! muerto uno de los dos, os desafío á que matéis á don César.

D. Guritán.—¡Salgamos!

(Salen, y se oye el ruido de sus pasos que se alejan. Por una puertecilla oculta, practicada en el muro, se ve salir á D. Salustio.)

Escena VI

D. SALUSTIO


D. Salustio (con traje verde oscuro, casi negro).—¡Ningún preparativo! (Reparando en la mesa cubierta de manjares.) ¿Qué quiere decir esto? (Escuchando el ruido de los pasos de D. César y de D. Guritán.) ¿Qué rumor es ese? (Se pasea meditabundo.) Gudiel vió salir esta mañana al paje y le siguió... iba á casa de Guritán... y no veo á Ruy Blas... ¡Condenación! aquí hay alguna contramina. Tal vez Guritán se haya encargado de algún mensaje para ella... Nada se puede averiguar por los mudos. No había previsto este caso.

(Entra D. César con la espada desnuda en la mano y déjala en un sillón.)

Escena VII

D. SALUSTIO, D. CÉSAR


D. César (desde el umbral de la puerta).—¡Ah! seguro estaba de que andaríais mezclado en el asunto.

D. Salustio (volviéndose estupefacto).—¡Don César!

D. César (cruzándose de brazos y soltando una carcajada).—Sin duda estáis urdiendo alguna trama espantosa; pero yo lo desarreglo todo. ¿No es cierto? Paréceme que vengo á caer de golpe en medio de la masa.

D. Salustio (aparte).—¡Todo se ha perdido!

D. César (riendo).—Desde esta mañana he andado entre vuestras telas de araña, revolviéndome en ellas; y así es que ninguno de vuestros proyectos dará el resultado apetecido. Todos vuestros planes caerán por tierra. Verdaderamente me regocijo mucho de ello.

D. Salustio (aparte).—¡Demonio! ¿Qué habrá hecho?

D. César (riendo cada vez con más fuerza).—Aquel hombre del saco de dinero... que venía para el negocio... para aquello que sabéis...

(Se ríe.)

D. Salustio.—¿Y bien, qué?

D. César.—Lo he embriagado.

D. Salustio.—Pero ¿y el dinero que llevaba?

D. César (majestuosamente).—He hecho varios regalos á ciertas personas. ¡Pardiez, siempre se tienen amigos!

D. Salustio.—De mí sospechas injustamente... Yo...

D. César (haciendo sonar sus gregüescos).—Por lo pronto he llenado mis bolsillos, como podréis comprender. (Vuelve á reirse.) Ya sabéis... aquella dama...

D. Salustio.—¡Oh!

D. César (observando su inquietud).—Aquella conocida vuestra... (D. Salustio escucha con la mayor ansiedad; D. César prosigue riendo.) Que me envía una dueña vieja y espantosa, con más barbas que un ermitaño...

D. Salustio.—¿Para qué?

D. César.—Para preguntarme, con prudencia y sin ruido, si es don César quien la espera esta noche...

D. Salustio (aparte).—¡Cielos! (En voz alta.) ¿Qué has contestado?

D. César.—He dicho que sí; que la esperaba.

D. Salustio (aparte).—¡Tal vez no se haya perdido todo!

D. César.—En fin, vuestro matón, llamado Guritán, según me dijo en el terreno... (Movimiento de D. Salustio.) y que esta mañana no quiso recibir un lacayo de don César, portador de un mensaje, viniendo después á pedirme no sé qué satisfacción...

D. Salustio.—¿Y bien? ¿qué has hecho?

D. César.—He dado muerte á ese pajarraco.

D. Salustio.—¿De veras?

D. César.—Temo que sí.

D. Salustio (aparte).—¡Respiro! ¡Bondad divina, nada se ha perdido! Sin embargo, convendrá desembarazarme por el pronto de este rudo auxiliar. En cuanto al dinero, importa poco. (En voz alta.) El lance es singular. ¿Y no habéis visto á otras personas?

D. César.—No; pero las veré. Por lo pronto quiero publicar mi nombre en todas partes, y voy á dar un escándalo terrible. No tengáis cuidado.

D. Salustio (aparte).—¡Diablo! (Aproximándose vivamente á D. César.) Guárdate el dinero, pero véte.

D. César.—¡Ya! ¡Daríais orden de que me siguieran! Harto sé vuestra manera de proceder; y muy pronto volvería á ver las azules aguas del Mediterráneo. ¡Nada de eso!

D. Salustio.—Créeme.

D. César.—No. Sospecho que en este palacio-prisión alguno será víctima de vuestros manejos. Toda intriga cortesana es una escalera doble; por una parte el paciente, con los brazos ligados y la mirada triste; y por otra, el verdugo. Vos sois el ejecutor, y necesariamente...

D. Salustio.—¡Oh!

D. César.—Pero yo llego á tiempo, tiro de la escalera, y cataplum.

D. Salustio.—Te juro...

D. César.—Quiero desbaratarlo todo, y para ello debo quedarme hasta el fin de la intriga. Sé que sois muy astuto, primo mío, y que no os costaría mucho matar dos pájaros de una pedrada. Yo sería uno de ellos, y por lo mismo me quedo.

D. Salustio.—Escucha...

D. César.—¡No me vengáis con retóricas! ¡Ah! ¡Conque hacéis que me vendan á los piratas de África, y entre tanto fabricáis aquí un falso César, comprometiendo mi nombre!

D. Salustio.—¡Casualidad!

D. César.—¿Casualidad? Manjar es ese que los bribones dan á los tontos. Mucho sentiré que vuestros planes se desbaraten; mas pretendo salvar á los que aquí perdéis. Voy á publicar mi nombre desde los tejados á voz en cuello. (Se sube en el poyo de la ventana y mira por fuera.) ¡Esperad! Precisamente pasan unos alguaciles por aquí. (Pasa el brazo á través de los barrotes y agítale gritando): ¡Hola! venid aquí.

D. Salustio (asustado, en el proscenio: aparte).—¡Todo se ha perdido si le reconocen!

(Entran los alguaciles precedidos de un alcalde. D. Salustio parece presa de una viva ansiedad. D. César se dirige al alcalde con aire de triunfo.)

Escena VIII

Los mismos, ALCALDE, ALGUACILES


D. César (al alcalde).—Consignaréis en vuestro informe...

D. Salustio (señalando á D. César).—Que ese es el famoso ladrón Matalobos.

D. César (estupefacto).—¡Cómo!

D. Salustio (aparte).—Todo se salva si puedo ganar veinticuatro horas. (Al alcalde.) Ese hombre ha osado penetrar en estas habitaciones en pleno día. ¡Prended al ladrón!

(Los alguaciles cogen á D. César por el cuello.)

D. César (furioso, á D. Salustio).—¡Mentís como un bellaco!

El alcalde.—¿Quién nos llamaba?

D. Salustio.—Yo.

D. César.—¡Esto es demasiado!

El alcalde.—¡Vamos, callad!

D. César.—¡Yo soy don César de Bazán!

D. Salustio.—¿Don César? Mirad su capa, si os place, y hallaréis el nombre de Salustio en el cuello; esa capa es la que me acaba de robar.

(Los alguaciles se apoderan de la capa, el alcalde la examina.)

El alcalde.—Es verdad.

D. Salustio.—Y el jubón que lleva...

D. César (aparte).—¡Ah traidor!

D. Salustio (continuando).—Es del duque de Alba, á quien se lo robó.

(Mostrando un escudo bordado en la manga izquierda.)

D. César (aparte).—¡Ese hombre es un demonio!

El alcalde (examinando el blasón).—Sí, los dos castillos de oro...

D. Salustio.—Y las dos calderas. (En la lucha por desasirse, D. César deja caer algunos doblones de sus bolsillos; D. Salustio indica al alcalde el volumen de estos últimos.) ¿Es así cómo se lleva el dinero que no es robado?

El alcalde (moviendo la cabeza).—¡Hum!

D. César (aparte).—¡Estoy perdido!

(Los alguaciles le registran y apodéranse de todo el dinero.)

Un alguacil (rebuscando).—Aquí hay papeles.

D. César (aparte).—¡Pobres billetes de amor, que tan cuidadosamente conservaba!

El alcalde (examinando los papeles).—¡Cartas!... ¿Qué es esto?... escrituras diversas...

D. Salustio (haciendo notar los sobres).—Todos del duque de Alba.

El alcalde.—Sí.

D. César.—Pero...

Los alguaciles (atándole las manos).—¡Qué suerte ha sido cogerle!

Un alguacil (entrando, al alcalde).—Aquí cerca se acaba de encontrar un hombre asesinado.

El alcalde.—¿Quién es el asesino?

D. Salustio (mostrando á D. César).—¡Ese hombre!

D. César (aparte).—¡Ese duelo! he sido un torpe.

D. Salustio.—Al entrar, llevaba en la diestra una espada; vedla ahí.

El alcalde (examinando el acero).—¡Sangre! Está bien. (Á D. César.) ¡Vamos, en marcha!

D. Salustio (á D. César, conducido por los alguaciles).—Buenas noches, Matalobos.

D. César (dando un paso hacia él y mirándole fijamente).—¡Sois un miserable!

Acto V. El tigre y el león

La misma estancia. Es de noche. En la mesa hay una lámpara. Al levantarse el telón, Ruy Blas está solo, y una especie de toga negra cubre su traje.

Escena I

RUY BLAS, solo


¡Todo acabó! ¡Sueños extinguidos, visiones desvanecidas! Hasta que cerró la noche he andado por las calles, y ahora espero tranquilo. Á estas horas se piensa mejor, porque la cabeza está más despejada. Nada hay pavoroso en estas negras paredes; los muebles se hallan en su sitio, las llaves en los armarios, y los mudos duermen abajo. La casa está verdaderamente tranquila; no hay motivo alguno de alarma; todo va bien, y mi paje es muy fiel: don Guritán sabe que se trata de ella; y yo os bendigo, Dios mío, por haber permitido que el mensaje llegue á sus manos, para que yo pueda proteger á ese ángel, burlando los planes de don Salustio. Nada tendrá que temer ni que sufrir, y una vez salvada... moriré tranquilo. (Saca del pecho un frasquito y le pone sobre la mesa.) ¡Sí, muere ahora, cobarde, y cae en el abismo; muere como se debe morir cuando se expía un crimen; muere en esta casa, vil, mísero y solo! (Entreabre la toga, bajo la cual se ve la librea que llevaba en el primer acto.) ¡Sí, muere con tu librea al fin, y sea ella tu sudario! ¡Dios mío! si ese demonio viene á contemplar su víctima... (Coloca un mueble como para atrancar la puerta.) ¡Que no éntre al menos por esa horrible puerta! (Vuelve hacia la mesa.) ¡Oh! seguro es que el paje ha encontrado á Guritán, pues aún no eran las ocho de la mañana. (Fija sus miradas en el frasquito.) En cuanto á mí, ya he pronunciado mi sentencia, preparo mi suplicio, y yo mismo voy á dejar caer sobre mi cuerpo la losa de la tumba. Por lo menos me queda el consuelo de pensar que nadie puede evitarlo, y que mi caída es irremediable. (Se sienta en el sillón.) ¡Y sin embargo, me amaba!... ¡Que Dios me auxilie! Me falta valor... (Llora.) ¡Oh! ¡bien hubieran podido dejarnos tranquilos! (Oculta la cabeza entre las manos y solloza.) ¡Dios mío! (Levanta la cabeza y fija en el frasquito una mirada vaga.) El hombre que me ha vendido esto me preguntó en qué día del mes estábamos... yo no lo sé. Los hombres son malos y ninguno se conmueve al ver morir á uno de sus semejantes. ¡Cuánto sufro!... ¡Ella me amaba! ¡Y pensar que nada se puede retener de aquello que pasó! ¡No volveré á contemplarla más!... no estrecharé su mano... ¡Ángel mío!... ¡Aún me parece ver los graciosos pliegues de su traje, sus dulces ojos, cuyas miradas me embriagaban; aún me parece oir su voz armoniosa y su ligero paso, que hacía latir mi corazón! ¡Mujer adorada... ya no la veré jamás, ni oiré tampoco su dulce acento! ¡Morir sin verla! ¿Es posible? ¡Nunca!

(Alarga con ansiedad su mano hacia el frasquito, y en el momento de cogerle convulsivamente, ábrese la puerta del fondo y aparece la Reina; va vestida de blanco; un mantón oscuro y el capuchón, caído sobre la espalda, hacen resaltar más la palidez de su rostro; lleva una linterna sorda en la mano, la deja en el suelo y adelántase rápidamente hacia Ruy Blas.)

Escena II

RUY BLAS, LA REINA


La Reina (entrando).—¡Don César!

Ruy Blas (volviéndose con un movimiento de espanto, y tapando presuroso su librea).—¡Dios mío! ¡Es ella! ¡En horrible lazo ha caído! (En voz alta.) ¡Señora!...

La Reina.—¿Qué significa ese grito de espanto, César?...

Ruy Blas.—¿Quién os dijo que viniérais aquí?

La Reina.—Tú.

Ruy Blas.—¡Yo!... ¿Cómo?

La Reina.—He recibido de vos...

Ruy Blas (ansioso).—¡Decid pronto!

La Reina.—Una carta.

Ruy Blas.—¿De mí?

La Reina.—De vuestro puño y letra.

Ruy Blas.—¡Esto es para volverse loco! Pero ¡si yo no he escrito; estoy seguro de ello!

La Reina (sacando del seno un billete y mostrándolo).—Leed, pues.

(Ruy Blas toma el billete con viveza y acércase á la luz.)

Ruy Blas (leyendo).—«Un peligro terrible me amenaza, y sólo mi reina puede conjurar la tempestad...»

(Mira la letra con estupor, cual si no pudiera proseguir.)

La Reina (continúa, mostrando con el dedo la carta que lee).—«viniendo á mi casa esta noche. De lo contrario, estoy perdido.»

Ruy Blas (con voz apagada).—¡Oh qué traición! Este billete...

La Reina (continúa la lectura).—«Junto á la puerta principal hay una entrada por donde podéis penetrar de noche sin ser reconocida. Una persona de confianza os abrirá.»

Ruy Blas (aparte).—¡Había olvidado este billete! (Á la Reina con voz terrible.) ¡Salid al punto!

La Reina.—Me marcharé, don César. ¡Oh Dios mío, qué duro sois! ¿Qué os he hecho?

Ruy Blas.—¡Cielos! ¡aquí os perdéis, señora!

La Reina.—¿Cómo?

Ruy Blas.—No puedo explicarlo. ¡Huíd pronto!

La Reina.—Para cumplir mejor, hasta tuve la precaución de enviar esta mañana una dueña...

Ruy Blas.—¡Dios mío! me parece que vuestra existencia se extingue por momentos como la vida de un corazón que se desangra. ¡Partid pronto!

La Reina (como herida de una idea súbita).—La abnegación que mi amor soñó, me inspira: os halláis en algún momento de peligro y queréis alejarme de él... ¡Pues me quedo!

Ruy Blas.—¡Qué loca idea, Dios mío! ¡Permanecer á tal hora en semejante sitio!

La Reina.—La carta es de vos, y por lo tanto...

Ruy Blas (elevando los brazos al cielo con desesperación).—¡Bondad divina!

La Reina.—Queréis alejarme...

Ruy Blas (tomándole la mano).—Comprended...

La Reina.—Adivino: en el primer momento me escribisteis, y después...

Ruy Blas.—¡Nada os he escrito! ¡Huíd de aquí, pobre ángel, porque os han tendido un lazo! Por todas partes os rodean los peligros. ¿Cómo podré convenceros? ¡Escuchad, comprended; yo os amo, ya lo sabéis, y sólo para desechar de vuestro espíritu lo que ahora imagina, me arrancaría el corazón del pecho! ¡Oh! ¡yo te amo, pero véte!

La Reina.—¡Don César!...

Ruy Blas.—¡Véte! Pero ahora se me ocurre... alguien debió abrirte la puerta...

La Reina.—Es claro.

Ruy Blas.—¿Quién?

La Reina.—Un hombre enmascarado, oculto por la pared.

Ruy Blas.—¡Enmascarado! ¿Y qué ha dicho ese hombre? ¿Quién puede ser? ¿Era alto? ¡Vamos, hablad!...

(En la puerta del fondo aparece un hombre vestido de negro.)

El enmascarado.—¡Era yo!

(Se quita el antifaz: la Reina y Ruy Blas reconocen con terror á D. Salustio.)

Escena III

Los mismos, D. SALUSTIO


Ruy Blas.—¡Gran Dios!... ¡Huíd, señora!

D. Salustio.—Ya no es tiempo; la señora de Neuburgo ha dejado de ser reina de España.

La Reina (con terror).—¡Don Salustio!

D. Salustio (mostrando á Ruy Blas).—Para siempre seréis la compañera de ese hombre.

La Reina.—¡Gran Dios, era un lazo en efecto! Y don César...

Ruy Blas (desesperado).—¡Ah, señora! ¿Qué habéis hecho?

D. Salustio (adelantándose lentamente hacia la Reina).—Estáis en mi poder; mas quiero hablaros sin excitar el enojo de Vuestra Majestad, porque no me domina la cólera. Escuchadme tranquilamente, y no hagamos ruido. Os encuentro sola con don César en su casa á media noche, y tratándose de una reina, este hecho basta, una vez público, para anular el matrimonio en Roma. El Santo Padre lo sabría muy pronto; pero examinada detenidamente vuestra situación, todo puede arreglarse dentro. (Saca de su bolsillo un pergamino, desarróllale y le presenta á la Reina.) Firmad esta carta, dirigida al Rey Nuestro Señor; yo haré que llegue en breve á sus manos; y en cuanto á vos, abajo os espera un coche que he mandado llenar de oro, y en el cual partiréis con don César al punto. Yo os presto mi auxilio, y sin que nadie os inquiete, podréis llegar á Portugal. Desde aquí, dirigíos á donde os plazca, pues á mí me es igual: nosotros cerraremos los ojos. Obedecedme. En este momento, nadie sabe la aventura más que yo; pero si rehusáis, todo Madrid conocerá el hecho mañana. Y nada de arrebatos, porque estáis en mi poder. (Señalando la mesa, en la que hay recado de escribir.) Podéis tomar asiento, señora.

La Reina (se deja caer aterrada en un sillón).—¡Estoy en su poder!

D. Salustio.—Sólo exijo de vos el consentimiento para llevar el escrito al Rey. (En voz baja á Ruy Blas, que escucha inmóvil, poseído de estupor.) ¡Déjame hacer, amigo, que para ti trabajo! (Á la Reina.) ¡Firmad!

La Reina (temblando y aparte).—¿Qué hacer?

D. Salustio (inclinándose á su oído y presentándole la pluma).—¡Vamos! ¿Qué vale una corona? Si perdéis el trono, en cambio se os ofrece la felicidad. Por lo demás, no tengáis cuidado; nadie sabrá nada de esto, porque tengo toda mi gente fuera. (Tratando de ponerle la pluma entre los dedos, sin que ella la rechace ni la tome.) ¡Vamos! (La reina, indecisa y aterrada, le mira con expresión angustiosa.) ¡Si no firmáis, os espera el escándalo y el claustro!

La Reina (agobiada).—¡Oh Dios mío!

D. Salustio (mostrando á Ruy Blas).—César os ama; le creo digno de vos; es de noble alcurnia, duque de Olmedo, Bazán y grande de España...

(Empuja hacia el pergamino la mano de la Reina, que temblorosa y fuera de sí parece dispuesta á firmar.)

Ruy Blas (como volviendo en sí de improviso).—¡Yo me llamo Ruy Blas, y soy un lacayo! (Arrancando de manos de la Reina la pluma y el pergamino, y rasgando este último.) ¡Al fin!... ¡Me sofocaba!... ¡No firméis, señora!

La Reina.—¿Qué decís, don César?...

Ruy Blas (dejando caer su toga y mostrándose con la librea sin espada).—Digo que ya basta de traiciones; que no quiero la felicidad á este precio. ¡Ah! es inútil que me habléis al oído, don Salustio; tiempo era ya de despertarme y de romper los lazos que me ligaban en vuestros odiosos planes. No pasaremos de aquí. ¡Si yo tengo el traje de lacayo, vos tenéis de lacayo el alma!

D. Salustio (á la Reina, con frialdad).—Ese hombre es efectivamente mi lacayo. (Á Ruy Blas con autoridad.) ¡Ni una palabra más!

La Reina (dejando escapar al fin un grito de desesperación y retorciéndose los brazos).—¡Santo cielo!

D. Salustio (continuando).—Sólo que ha hablado demasiado pronto. (Crúzase de brazos; irguiéndose y con voz tonante.) ¡Pues bien, sí; ahora digámoslo todo; poco importa, porque así será mi venganza más completa! (Á la Reina.) ¿Qué pensáis de esto, señora? Á fe mía que la corte se reirá bien. ¡Ah! ¡vos me arruinasteis, y yo os destrono! ¡Vos tuvisteis á bien desterrarme, y yo os expulso! ¡Vos me ofrecisteis para esposa vuestra criada; yo os doy por amante mi lacayo! También podéis uniros con él, puesto que el rey se va; y así su corazón será vuestra riqueza. (Riendo.) ¡Y le habréis hecho duque á fin de ser duquesa! (Rechinando los dientes.) ¡Ah, me habéis hundido, arruinado, y entre tanto vos dormíais tranquila y confiada! ¡Qué locura!

(Mientras que habla, Ruy Blas se acerca á la puerta del fondo, la cierra con llave, y después se acerca á don Salustio por detrás, sin que éste lo note. En el momento en que acaba de hablar, fijando en la Reina una mirada de odio y de triunfo, Ruy Blas coge la espada de D. Salustio por la empuñadura y la desenvaina vivamente.)

Ruy Blas (con aspecto terrible y la espada en la mano).—¡Paréceme que acabáis de insultar á vuestra Reina! (D. Salustio se precipita hacia la puerta; Ruy Blas le cierra el paso.) ¡Oh! no vayáis por ahí que está cerrado. Marqués, hasta este día Satanás te ha protegido; mas ahora no escaparás de mis manos; si de mi poder quiere arrancarte, que se presente. ¡Ahora llegó mi vez, y aplasto á la serpiente que encuentro en mi camino! ¡Nadie entrará aquí, ni el diablo ni tu gente, y te sujetaré bajo mi pie de acero! Señora, este hombre os hablaba con insolencia, y yo voy á explicarme... Ante todo os diré que es un desalmado, un monstruo, y que ayer me martirizó á su antojo cruelmente. No podríais imaginar hasta qué punto lloré y supliqué. (Al marqués.) Me explicabais vuestras quejas, hablándome de agravios recibidos; pero yo no comprendí. ¡Ah, miserable! ¡osáis ultrajar á vuestra Reina estando yo aquí! Me asombra que podáis ser hombre de ingenio. ¿Creíais que yo permanecería impasible? Escuchad, sea cual fuere su esfera, cuando un hombre, un traidor, ultraja á una mujer, ó comete algún delito monstruoso, todos tenemos derecho para escupirle á la cara y aplicarle el castigo. ¡Pardiez, si he sido lacayo, también podré ser verdugo!...

La Reina.—¡No matéis á ese hombre!

Ruy Blas.—Con sentimiento debo ejercer ante vos mis funciones, señora, porque es forzoso acabar con el asunto en este sitio. (Empuja á D. Salustio hacia el gabinete.) ¡Está dicho; id á poneros bien con Dios ahí dentro!

D. Salustio.—¡Es un asesinato!

Ruy Blas.—¿Te parece así?

D. Salustio (desarmado y paseando una mirada de cólera á su alrededor).—¡Ni un arma en esas paredes! (Á Ruy Blas.) ¡Una espada al menos!

Ruy Blas.—¡Marqués, tú te burlas! ¿Soy yo caballero acaso para cruzar contigo el acero? Yo no soy más que un vil lacayo, que viste librea galoneada, un bergante á quien se castiga y se azota. ¡Pero ahora te voy á matar, como á un infame cobarde, como á un perro!

La Reina.—¡Gracia para él!

Ruy Blas (á la Reina, cogiendo al marqués).—Señora, aquí cada cual se venga; el demonio no puede ser salvado por el ángel.

La Reina (de rodillas).—¡Gracia!

D. Salustio (gritando).—¡Al asesino! ¡Socorro!

Ruy Blas (levantando la espada).—¿Has acabado ya?

D. Salustio (arrojándose sobre él y gritando).—¡Muero asesinado!

Ruy Blas (empujándole en el gabinete).—¡No, mueres castigado!

(Desaparecen en el gabinete, cuya puerta se cierra.)

La Reina (sola, cae desvanecida en el sillón).—¡Cielos!

(Sigue una pausa; Ruy Blas vuelve á entrar, pálido y sin espada.)

Escena IV

LA REINA, RUY BLAS


(Ruy Blas da algunos pasos vacilando hacia la Reina, inmóvil y helada, y después cae de rodillas, con la vista fija en el suelo, cual si no se atreviese á levantarla.)

Ruy Blas (con voz grave y baja).—Ahora, señora, es preciso que os hable... pero no me acercaré. Os juro que no soy tan culpable como me creéis. Reconozco mi traición, que debe pareceros horrible..., quisiera referíroslo todo, mas no es fácil. Sólo puedo decir que no tengo el alma vil, y que soy honrado en el fondo... Mi amor me ha perdido, y harto conozco que debí buscar algún otro medio. En fin, el mal está hecho... perdonadme, señora, por haberos amado.

La Reina.—¡Caballero!...

Ruy Blas (siempre de rodillas).—No temáis; no me acercaré á Vuestra Majestad; pero voy á decirlo todo, punto por punto. ¡Oh! creedme, no soy un vil; hoy he corrido por la ciudad como un loco, y la gente me miraba; cerca del hospital que habéis fundado, sentí vagamente que una mujer del pueblo enjugaba compasiva el sudor que brotaba de mi frente. ¡Compadeceos de mí, Dios mío, mi corazón se rompe!

La Reina.—¿Qué deseáis?

Ruy Blas (uniendo las manos).—Que me perdonéis, señora.

La Reina.—¡Nunca!

Ruy Blas.—¡Nunca! (Se levanta y adelántase hacia la mesa.) ¿Es esa vuestra resolución?

La Reina.—¡Sí!

Ruy Blas (coge el frasco que está sobre la mesa, acércale á sus labios y apura el contenido).—¡Triste llama, extínguete de una vez!

La Reina (corriendo hacia él).—¿Qué hace?

Ruy Blas (dejando el frasco).—¡Nada! Mis males han terminado; me maldecís, y yo os bendigo; esto es todo.

La Reina (aterrada).—¡Don César!

Ruy Blas.—¡Cuando pienso, pobre ángel, que me habéis amado!

La Reina.—¿Qué filtro es ese? ¿Qué habéis hecho? ¡Decídmelo, contestadme, hablad! ¡César, yo te perdono, te amo y te creo!

Ruy Blas.—Me llamo Ruy Blas.

La Reina (rodeándole con sus brazos).—Ruy Blas, os perdono; pero ¿qué habéis hecho? ¡Hablad, yo os lo mando! ¿Es veneno ese horrible licor?

Ruy Blas.—Sí; pero siento alegría en el corazón. (Abrazando á la Reina y levantando los ojos al cielo.) ¡Permitid, oh Dios mío, que este pobre lacayo bendiga á su Reina, porque ella consoló su triste corazón; permitid que por su piedad muera ya que por su amor vivió!

La Reina.—¡Dios mío!¡Un veneno! ¡Y yo soy la causa de su muerte! ¡Yo te amo, y te había perdonado!

Ruy Blas (desfallecido).—Lo mismo hubiera hecho. (Su voz se apaga; la Reina le sostiene en sus brazos.) Ya no podía vivir. ¡Adiós! (Mostrando la puerta.) ¡Huíd de aquí! Todo quedará en secreto... ¡Yo muero!

(Cae.)

La Reina (arrojándose sobre su cuerpo).—¡Ruy Blas!

Ruy Blas (á punto de morir, vuelve en sí al oir su nombre pronunciado por la Reina).—¡Gracias!


Publicado el 27 de julio de 2022 por Edu Robsy.
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