Geórgicas

Virgilio


Poesía, Tratado



Libro I

Después de una breve exposición, invoca el poeta a las divinidades protectoras de la agricultura, y a Augusto como a una de ellas, y entra seguidamente en la materia del libro, la cual divide en seis partes: la primera trata de la naturaleza de las tierras y de los métodos de cultivo; la segunda, del origen de la agricultura; la tercera, de los instrumentos de la labranza; la cuarta del tiempo propicio para las labores del campo; la quinta, de los pronósticos que pueden sacar los labradores del aspecto de los astros, y la sexta contiene una admirable digresión sobre los prodigios que siguieron a la muerte de César. Concluye con un epílogo, en que implora para Octavio y el pueblo romano el favor de los dioses.


Cómo se producen lozanas mieses, bajo cuál astro conviene, ¡oh Mecenas!, labrar la tierra y enlazar las vides con los olmos, que cuidados reclaman los bueyes, qué afanes los ganados, cuánta industria exigen las guardosas abejas empezaré desde ahora a cantar. ¡Oh clarísimas lumbreras del mundo, que regís el orden con que las estaciones se van deslizando del cielo! ¡Oh Baco y oh alma Ceres, si por merced vuestra la tierra trocó la bellota caonia por la fecunda espiga y mezcló las aguas del Aqueloo al jugo de las uvas recién descubiertas! ¡Oh Faunos, númenes propicios a los labradores, venid a mi, y venid también con ellos vosotras, oh vírgenes Dríadas! ¡Yo canto vuestros dones! Y tú, ¡oh Neptuno!, para quien la tierra, herida por primera vez de tu gran tridente, hizo brotar el fogoso caballo! Y tú también, morador de los bosques, en cuyo honor trescientos novillos blancos como la nieve pastan las fértiles dehesas de la isla Ceos; y tú, ¡oh Pan Tegeo, pastor de ovejas!, abandonando el bosque patrio y las selvas de Liceo y tu querido monte Ménalo, asísteme con tu favor; y tú, ¡oh Minerva, descubridora del olivo! Y tú, ¡oh mancebo inventor del corvo arado! Y tú, Silvano, que llevas por cayado un tierno ciprés descuajado; y vosotros todos, dioses y diosas, que veláis por la fertilidad de los campos, así los que alimentáis las plantas nuevas que brotan de suyo, como los que enviáis desde el cielo a los sembrados abundosas lluvias. Y también tú, de quien aún es dudoso a cuáles concilios de los dioses estás destinado, ya prefieras tomar sobre ti el cuidado de las ciudades y de las tierras, ¡oh Cesar!, y el dilatado mundo te reciba por dador de los frutos y árbitro de las estaciones, ceñidas las sienes con el materno arrayán; ya llegues a ser el dios del inmenso mar, y los navegantes acaten solo tu numen, y te reverencie la remota Tule, y Tetis te pague con todas sus ondas la gloria de tenerte por yerno; o bien, nueva estrella, te añadas a los meses estivos, ocupando el lugar que se te abre entre Erígone y las Celas, que le están inmediatas, para lo cual ya el férvido Escorpión recoge sus brazos y te cede en el cielo un espacio más que bastante; cualquier dios, en fin, que llegues a ser (porque no espere el Tártaro tenerte por rey, ni te vendrá tan fiera codicia de reinar, por más que ensalce la Grecia los Elíseos campos, y solicitada Prosérpina, resista seguir a su madre), allana mi empresa, aliéntame en este atrevido ensayo, y compadecido, como yo, de los labradores que desconocen el buen camino, acude a mí y acostúmbrate ya a ser invocado como una divinidad.

Al renacer la primavera, cuando las frías aguas se deslizan de los nevados montes, y al soplo del céfiro se va abriendo el terruño, empiecen ya mis yuntas a gemir bajo el peso del arado, hondamente sumido en los surcos, y reluzca la reja desgastada en ellos. Aquella sementera que dos veces hubiere sentido los soles y los fríos llenará, en fin, los deseos del avaro labrador, en cuyas trojes rebosará una abundantísima cosecha.

Mas, antes de romper con la reja un campo desconocido, conviene informarse de los vientos y de las varias influencias del cielo a que está expuesto, de los cultivos usados en el país y de las propiedades del terreno, y de cuáles frutos produce y cuáles rechaza la comarca. Aquí se da mejor el trigo, allí la uva; aquí brota arbolado, allí de suyo abundan los pastos. ¿No ves como el monte Tmolo nos envía el oloroso azafrán, la India el marfil, los afeminados Sabeos sus inciensos, los desnudos Cálibes el hierro, el Ponto los castores medicinales y el Epiro sus yeguas de Elis, destinadas a las palmas olímpicas? Estas leyes constantes, estos eternos conciertos impuso la naturaleza a determinados lugares, desde aquel tiempo primero en que Deucalión fue arrojando por el despoblado mundo las piedras de que nacieron los hombres, duro linaje. Ea, pues, empiecen tus robustos bueyes a remover la tierra fecunda desde los primeros meses del año, para que el polvoroso estío recueza los terrones con sus ardientes soles; mas, si cultivas una tierra ingrata, bastará ararla muy por encima cuando entre el sol en el signo de Arturo; en el primer caso, para que las muchas hierbas no ahoguen la rica mies; en el segundo, para que no pierda la tierra su escaso jugo, quedando reducida a estéril arena.

Será bueno que dejes inculta la tierra por un ano, hecha la siega, y que cuides de endurecer con abonos el campo ya cansado; o bien, pasado un ano, sembrarás el rubio trigo en el sitio de donde hubieres recogido primero abundantes legumbres de quebradiza corteza, los blandos renuevos de la arveja y las frágiles cañas y toda la gárrula hojarasca de los amargos altramuces; pues te advierto que la cosecha del lino, lo mismo que la de la avena, quema la tierra; abrásanla igualmente las adormideras, regadas con las aguas del soñoliento Leteo. Fácil es, sin embargo, labrar la tierra todos los años, cuidando de darle en abundancia pingüe abono y cubriendo de inmunda ceniza las hazas exhaustas. Así también se logra que descansen las tierras, alternando las simientes, sin que sean tampoco del todo inútiles mientras se las deja de barbecho.

También a veces conviene prender fuego a los campos estériles y quemar los rastrojos con ruidosas llamaradas, ya sea porque con esto recibe la tierra ocultas fuerzas y pingüe sustancia, ya porque todo el vicio que tiene se le cuece con el fuego, y expele así la inútil humedad, o bien porque aquel calor le abra nuevos conductos y respiraderos, antes cegados, por donde pase el jugo a las nuevas mieses, o ya, en fin, porque la endurezca más y comprima sus grietas, de manera que ni las menudas lluvias, ni la fuerza, todavía más destructora, del ardiente sol, ni el penetrante frío del Bóreas puedan abrasarla. Mucho también favorece a los campos el que rompe con rastros los estériles terrenos y arrastra sobre ellos zarzos de mimbres; a éste mira propicia la rubia Ceres desde el alto Olimpo, y lo mismo al que, ya labradas sus hazas, rompe por segunda vez los terrones oblicuamente con el arado y revuelve a menudo la tierra y la subyuga a fuerza de trabajo.

Pedid a los dioses, ¡oh labradores!, veranos lluviosos e inviernos apacibles; con el polvo del invierno se regocijan los trigos, se regocijan los campos. Así, sin otro cultivo alguno, es tan fértil la Misia, y el mismo monte Gárgara se maravilla de la abundancia de sus mieses.

¿Qué diré del que tan luego como ha hecho la sementera labra la tierra, desmenuza los terrones infecundos y dirige en seguida hacia sus sembrados las aguas de un río y de los cercanos arroyos? Y cuando el campo abrasado se seca y están las hierbas marchitas, he aquí que atrae desde la cima de un collado las aguas, que, cayendo sobre las guijas, producen un ronco murmullo y templan con sus borbollones los agostados campos. Y ¿qué diré también de aquel que para que no se doblen las canas del trigo bajo el peso de las espigas mete el ganado a pastar en los sembrados, viciosos en demasía, cuando empieza a despuntar la mies al ras de los surcos; y del que deseca los terrenos cenagosos, principalmente en los meses en que el tiempo es mas vario, cuando los ríos salen de madre y cubren los campos circunvecinos con el légamo que arrastran sus aguas, formándose pantanos, que exhalan tibios vapores?

Y sin embargo (aun cuando hagan todo esto a fuerza de afanes los hombres y los bueyes, labrando la tierra), todavía dañan a los sembrados el ánade rapaz, las grullas estrimonias y la endibia de amargas raíces, o bien la demasiada sombra. El mismo Júpiter quiso que fuese difícil la agricultura, y él primero redujo a arte la labranza, aguijando con cuidados los mortales corazones, y no consintiendo que se aletargasen sus reinos en una tarda holganza.

Antes del reinado de Júpiter no había labradores que arasen los campos ni era lícito acotarlos o partir límites en ellos; todos los aprovechaban para su sustento, y la tierra misma daba de grado, más liberalmente que ahora, todos los frutos. Él infundió en las negras serpientes nocivo veneno, mandó a los lobos tornarse rapaces y al mar revolverse con borrascas; despojó a las hojas de los árboles de la miel que destilaban, y ocultó el fuego, y atajó los arroyos de vino, que antes fluían por doquiera, a fin de que el hombre, a fuerza de discurso y de experiencia, fuese poco a poco inventando las artes, y buscase el trigo en los surcos y sacase a golpes el fuego escondido en las venas del pedernal. Entonces por primera vez soportaron los ríos el peso de los excavados álamos; entonces el nauta contó las estrellas y les puso los nombres de Pléyades, Híadas y fúlgida Osa, hija de Licaón. Entonces se inventó apresar con lazos a las alimañas, y se usó el engaño de la liga, y rodear con perros los grandes bosques. Y ya éste azota con la red el anchuroso río, buscando los sitios más profundos, y aquél tremola por el piélago las húmedas lonas. Entonces se conoció el duro hierro y se inventó la rechinante sierra, pues los primitivos hombres hendían con cuñas la blanda madera. Entonces, en fin, nacieron los varios oficios: todo se venció en fuerza de un ímprobo trabajo y de la necesidad, que nos obliga a las cosas más duras.

Ceres fue la primera que enseñó a los mortales a labrar la tierra con hierro cuando ya en las sagradas selvas faltaban las bellotas y los madroños y Dodona les negaba el sustento. Luego se aumentó el trabajo necesario para obtener granos, pues sobrevino la niebla, funesta a las cañas de la mies, y erizó los sembrados el estéril cardo; mueren los frutos a medida que crecen las malezas, los lampazos, los abrojos, y entre las lozanas mieses se señorean la infeliz cizaña y las avenas locas; por lo cual, si no escardas con tesón la tierra, no espantas los pájaros con ruidos, no amenguas con la podadera las sombras que oscurecen tu heredad y no imploras de los dioses copiosas lluvias, ¡ay!, vanamente contemplarás las grandes parvas de los otros labradores y tendrán que acallar tu hambre vareando las encinas en las selvas.

Digamos ahora qué instrumentos necesitan los robustos labradores, sin los cuales ni sembrarse podrían ni crecer las mieses. Primeramente, la reja y el arado, de recio roble; los carros de la madre Eleusina, que ruedan lentamente; los trillos, los carretones y los pesados rastros; a más el humilde utensilio de mimbres, que inventó Celeo; los zarzos de madroño y la mística zaranda de Baco; cosas todas que muy de antemano has de tener prevenidas si aspiras a alcanzar alguna gloria en el arte divino de la labranza. Empiézase por cortar en el monte un olmo, el cual con grande empuje se doblega, de manera que venga a formar la cama del corvo arado, y se le encajan un timón de ocho pies de largo desde su nacimiento, dos orejeras y dos dentales de lomo muy noble; antes se corta un leve tejo y una alta haya para el yugo y la esteva, con que por detrás se rige el eje; será bueno que, suspendidas en el hogar, se hayan curado al humo estas maderas.

Muchos preceptos de los antiguos puedo referirte si me atiendes y no te pesa de conocer tales menudencias. Lo primero, es preciso apisonar la era con un gran rodillo y amasarla con la mano, endureciéndola con pegajosa greda para que no nazca hierba en ella, ni se desquebraje con la fuerza de la sequía, de que se originan varios daños. Sucede a menudo que el ruin ratón establece su vivienda por bajo de aquel terreno y allega allí su troj, o que le socavan, para hacerse sus nidos, los ciegos topos. También se hallan en los hoyos el sapo y las innumerables sabandijas que cría la tierra; también pueblan las grandes parvas el gorgojo y la hormiga, temerosa de la desvalida vejez.

Observa cuando los almendros en las selvas se visten de flor y doblegan sus fragantes ramos: si llevan mucho fruto, también lo llevarán los trigos, y con el gran calor vendrá una gran trilla; mas si hace demasiada sombra un exuberante ramaje, vanamente trillará la era las cañas, ricas solo en paja.

También he visto a muchos labradores aderezar con varias sustancias las semillas, rociándolas primero con nitro y negra amurca para obtener en los falaces zurrones un grano más crecido; y a pesar de haberlas reblandecido a fuego lento para activar su sazón, advertí que degeneraban las más prolijamente escogidas y miradas con mayor afán, a no ser que cada año se pusiese empeño en elegir una a una las mayores; así todas las cosas van empeorando por disposición de los Hados; así va retrocediendo todo: no de otra suerte que al que a duras penas impele con el remo su lancha contra la corriente, si por acaso da un momento de tregua a los brazos, al punto le arrebatan río abajo las aguas.

Tanto, además, debemos nosotros, los labradores, tener cuenta con la estrella de Arturo y los días de las Cabrillas y el lúcido Dragón, como los que, llevados a su patria por los borrascosos mares, arrostran el Ponto y los ostríferos estrechos de Abidos. Cuando el signo de Libra iguale las horas del día y las del sueno y divida el mundo por mitad entre la luz y las sombras, dad continuo ejercicio a los bueyes, ¡oh labradores!, y sembrad cebadas en los campos hasta las últimas lluvias del riguroso invierno. También entonces es sazón para confiar a la tierra la simiente del lino y la adormidera, consagrada a Ceres, y para darse prisa a poner mano en el arado, mientras lo consiente la sequedad del campo y penden en el aire los nublados.

La siembra de las habas hágase en primavera; también entonces, cuando el cándido Toro abre el año con sus áureos cuernos y cae el Can bajo el horizonte, cediendo su lugar al signo que le sigue, reciben los reblandecidos surcos la alfalfa de la Media, y el mijo ocasiona un afán que se repite todos los años. Mas si labrares la tierra para coger cosecha de trigo y recias cebadas, atento solo al medro de tus espigas, aguarda a que se escondan ante tus ojos las orientales hijas de Atlante y a que decline la estrella cretense de la ardiente corona para entregar a los surcos las debidas semillas, y no te apresures a confiar prematuramente a la tierra la esperanza del año. Muchos dieron principio a la siembra antes del ocaso de Maya, mas la aguardada mies burló sus esperanzas con inútiles espigas. Si sembrares la arveja y el vil frísol y no te desdeñares de dedicar tus cuidados a la pelusiana lenteja, Bootes, al ponerse, te dará claras señales; da entonces principio a la siembra y hazla durar hasta mediada la estación de las escarchas.

A este fin, el áureo Sol recorre, pasando por los doce signos, la redondez del mundo, dividida en determinadas partes. Cinco zonas ocupan el ámbito del cielo; está una de ellas siempre enrojecida por los rayos del sol y tostada por su fuego; las dos últimas en torno de ésta, a derecha y a izquierda, están constantemente comprimidas por cerúleos hielos y negras tempestades. Entre éstas y las de en medio, la bondad de los dioses ha concedido a los míseros mortales otras dos, que corta un camino, por el que gira oblicuamente el orden de los astros. Así como hacia la parte de la Escitia y de los montes Rifeos se levanta erguido el mundo, así se abaja deprimido por la parte de la Libia, de donde soplan los austros. Uno de los polos está siempre encima de nosotros; la negra laguna Estigia y los profundos manes ven siempre al otro debajo de sus pies. Allí el gran Dragón se desliza, enroscado a manera de un río, por entre las dos Osas, que temen bañarse en las aguas del Océano; aquí, dicen, o reina siempre un silencio profundo entre las densas tinieblas de una perpetua noche o llega la aurora cuando vuelve de nuestras regiones, llevando a aquéllas la luz del día; de suerte que cuando el Sol en Oriente nos envía el férvido resoplido de sus caballos, en ellas el rojo Véspero enciende su tardía luminaria.

De aquí proviene que podamos predecir los temporales, si el cielo no da señal cierta de ellos, y conocer el día propio para la siega, la época oportuna, para la siembra y cuándo convenga batir con los remos la mar infiel, cuándo sacar del puerto las armadas o cortar en las selvas el sazonado pino.

No en vano observamos el nacimiento y la puesta de los astros, y las mudanzas del año, dividido por igual en cuatro estaciones diversas. Cuando las frías lluvias retienen en su choza al labrador es cuando debe prevenir despacio una multitud de cosas que en los días serenos hubiera tenido que hacer con prisa. Entonces afila el duro diente de la mellada reja, excava los troncos para labrar barquillas o marca sus ganados y mide sus montones de trigo; otros aguzan estacas y horquillas, y preparan las ligaduras amerinas para las flexibles vides; entonces se debe tejer el leve canastillo de mimbres, tostar el grano y molerlo. Hay también para los días festivos ejercicios que permiten las leyes divinas y las humanas; ningún precepto religioso veda en tales días torcer el curso de un arroyo, cercar con setos los sembrados, tender lazos a las aves, quemar abrojos ni bañar la balante grey en las salubres aguas de un río. A veces el labrador carga de aceite, o bien de pobres frutas, los lomos de un tardo jumentillo, y se vuelve con él de la ciudad, trayéndose o una rueda de molino o un costal de negra pez.

La Luna misma, por otro orden, señala otros días felices para determinadas labores. Huye del quinto día; en él nacieron el pálido Orco y las Euménides; en él la Tierra abortó en parto nefando a Ceo, a Jápeto, al cruel Tifeo y a los hermanos que se conjuraron para asolar al cielo. Tres veces pugnaron por encaramar el Osa sobre el Pelión y derruir sobre el Osa el frondoso Olimpo; tres veces Júpiter demolió con rayo los hacinados montes.

Feliz es también el séptimo día, pero menos que el décimo, ya para plantar vides, ya para domar los uncidos bueyes, ya para añadir lizos a una tela; el noveno, adverso para los ladrones, es el mejor para los caminantes.

Muchas cosas se hacen mejor en la fría noche o cuando con el nuevo sol rocía los campos el lucero de la mañana. De noche se siegan mejor los leves astrojos y los secos prados; de noche nunca falta algún relente. Unos emplean las largas veladas de invierno en tallar con agudo cuchillo, al amor de la lumbre, las teas en forma de espigas, mientras, aliviando con el canto su larga faena, recorre la esposa su tela con el sonoro peine o hace cocer al fuego el dulce arrope y espuma con una rama el caldo de la hirviente olla. En la fuerza del verano se coge el rubicundo trigo, y entonces también trilla la era las tostadas mieses. Ara desnudo, y desnudo siembra; el invierno empereza al labrador. En el rigor de los fríos es cuando por lo común los labradores disfrutan de lo que han allegado y cuando se convidan mutuamente a alegres festines; a ello los brinda el genial invierno, que ahuyenta los cuidados; así, cuando ya tocan el puerto las cargadas naves, ornan sus popas con coronas los alborozados marineros.

Es, sin embargo, entonces la época de coger la bellota y las bayas del laurel, la aceituna y el fruto del mirto de color de sangre. Entonces se cazan las grullas con lazos y los ciervos con redes, y se corren las orejudas liebres; entonces, cuando la sierra está cubierta de altas nieves, cuando los ríos arrastran hielos, es la ocasión de matar corzos con los disparos de la estoposa honda balear.

¿Qué diré de las tempestades y de las constelaciones de otoño? ¿Qué de las cosas a que han de atender los labradores cuando ya acortan los días y son más llevaderos los calores, o cuando se desata en lluvias la primavera, y ya las mieses erizan los campos con sus espigas e hinchan las verdes cañas los trigos en leche? Yo vi muchas veces, cuando ya el colono echaba el segador a los rojos trigos y estaba atando las gavillas con frágiles sogas, precipitarse en tropel todos los vientos y descuajar las ricas mieses y dispersarlas a lo lejos por los aires, llevándose igualmente la borrasca en negro torbellino las leves cañas y las volátiles pajas. También muchas veces se derrumba del cielo inmenso golpe de aguas, y apiñadas las nubes en lo alto, engruesan el hórrido temporal con negros turbiones; desplómase el encumbrado firmamento y diluye en torrentes de lluvia los opimos sembrados y el trabajo de los bueyes; llénanse las zanjas, hínchanse con estruendo los hondos ríos, hierve la mar en sus rugientes estrechos. El mismo Júpiter, desde el tenebroso centro de las tempestades, vibra sus rayos con centelleante diestra; a su empuje treme la inmensa tierra, huyen las fieras y por doquiera humilde pavor comprime los mortales corazones. Él, con su fulmíneo dardo, destroza el Atos o el Ródope o los altos Ceraunios; redoblan su furia los vientos y la densísima lluvia; los recios vendavales hacen retumbar en son lastimero bosques y playas. Temeroso de esto, observa los meses y los astros del cielo, de qué lado se esconde la fría estrella de Saturno, por qué orbitas del cielo va errante el luminar de Cilene. Ante todo, venera a los dioses y ofrece a la gran Ceres sacrificios anuales en los herbosos prados, al fin del invierno, entrada ya la serena primavera. Entonces están gordos los corderos y son suavísimos los vinos; entonces es dulce el sueño y hay en los montes espesas sombras. Juntamente contigo adoren a Ceres tus zagales campesinos; deslíe para ellos panales en leche y dulce vino, y cuida que tres veces circule la propicia ofrenda en torno de las nuevas mieses, acompañada del coro entero de alborozados labradores, que vayan clamoreando a Ceres para que descienda a las cabañas, y ninguno meta la hoz en las maduras espigas sin que haya antes, ceñidas las sienes con guirnalda de encina, danzado y cantado en honor de Ceres.

Y a fin de que por señales ciertas pudiéramos conocer todas estas cosas, los calores, las lluvias y los vientos que traen los fríos, dispuso el mismo Júpiter lo que nos enseña la luna con sus mensuales cambiantes y bajo cuál signo se sosiegan los austros; de suerte que, viendo repetidas veces estos indicios los labradores, no aparten de las majadas sus rebaños de pronto, cuando se levantan los vientos o empiezan a hincharse los revueltos senos del mar, y se oye en los altos montes un ruido seco, o retumban a lo lejos las batidas playas y aumenta el murmullo de las selvas. Mal se resisten las olas a devorar las corvas naos cuando los rápidos mergos dirigen desde el mar hacia la playa su vuelo y sus graznidos; cuando las gaviotas marinas juguetean en la seca orilla, y abandona la garza sus conocidas lagunas y se remonta por cima de las altas nubes. También a veces verás, cuando amaga un vendaval, deslizarse rápidas del cielo algunas estrellas y en medio de la sombra de la noche dejar en pos de si larga estela de blanca luz; otras veces verás revolotear leves pajas y hojas secas, o girar plumas nadando por la superficie del agua. Mas cuando relampaguea por la parte del terrible Bóreas y truena hacia las regiones del Euro y del Céfiro, todos los campos se anegan y rebosan las zanjas, todos los marineros en el Ponto recogen las húmedas velas. Nunca la lluvia cogió de sorpresa ni aun a los menos cautos; ya, huyendo de ella, se remontaron las grullas por los aires desde los hondos valles; ya la becerra, mirando al cielo, aspiró las auras por su ancha nariz, o bien la gárrula golondrina revoloteó en derredor de las lagunas, y cantaron en el cieno las ranas sus antiguas quejas. Más frecuentemente aún la hormiga, abriéndose una estrecha senda, sacó sus huevos del fondo de su morada, y el extenso arcoiris aspiró las aguas, y la hueste de los cuervos, volviendo de los pastos en numeroso tropel, atronó el éter con sus apiñadas alas. También entonces las varias aves marinas y las que en torno a los prados del lago Asia buscan su sustento en los deleitosos remansos del Caistro, empapan a porfía sus plumas en las aguas; y ora las verás zambullir la cabeza en las olas, y ora correr sobre ellas, sin poder hartar su ansia de remojarse. Entonces la siniestra corneja llama la lluvia a toda voz y se espacia a solas en la seca arena. Ni aun las zagalas hilanderas, atentas a concluir su nocturna tarea, dejan de conocer que se acerca la lluvia al ver chisporrotear el aceite en el candil y formarse en el pabilo un fungoso musgo.

No menos, después de la lluvia, podrás prever por señales seguras los días de sol despejados y serenos, pues ni aparece entonces amortiguada la luz de las estrellas, ni tributaria la luna de los rayos de su hermano Febo, ni se arrastran por el cielo las nubes como tenues copos de vellón. Los alciones, caros a Tetis, no abren sus alas en la playa al tibio sol, ni los inmundos cerdos se acuerdan de hozar las desatadas gavillas. Entonces las nieblas bajan a las honduras y se tienden por los campos; observando desde alguna eminencia el ocaso del sol, no da al viento la lechuza su nocturno canto. Altísimo aparece Niso en el líquido éter, y Escila paga el delito del purpúreo cabello; adondequiera que escapa ella, cortando en su vuelo el aire leve, acude su atroz enemigo Niso con el gran crujido de sus alas; adondequiera que se remonta Niso, ella, huyendo mas rápida, corta en su vuelo el aire leve. Entonces los cuervos lanzan tres y cuatro veces del apretado gañón claros graznidos, y a menudo en sus altas moradas, dulcemente movidos de no sé qué insólita alegría, retozan bulliciosos en las enramadas, deleitándose en tornar a ver, pasada la borrasca, su tierna prole y sus dulces nidos. No por esto, en verdad, creo que haya en los brutos algún destello de divino ingenio, ni que deban al hado mayor conocimiento de las cosas venideras; mas cuando la tormenta y las nieblas perturban la atmósfera, y la humedad y los austros condensan lo que era antes ralo, y dilatan lo que era denso, cambian también en cierto modo las especies animales, y a medida que el viento revuelve las nubes, reciben los pechos ya éstos. ya los otros impulsos; de aquí aquel contento de las aves en los campos, y el alborozo de los ganados, y el triunfante cantar de los cuervos.

Si atiendes al curso del sol y al orden con que se siguen las lunas, nunca te engañará el día de mañana ni te dejarás coger en el cebo de una noche serena. Si cuando asoma la luna nueva rodea su disco una oscura aureola es señal de que se prepara a los labradores y en el mar un recio aguacero, y si velare su faz virgíneo sonroseo, seguro será el viento; siempre con el viento se sonrosea la rubia Febe. Si al cuarto día (y este indicio es segurísimo) va pura por el cielo, muy afilados los cuernos, en todo aquel día y los siguientes, hasta concluir el mes, no habrá lluvia ni vientos; y los marineros, libres ya de los pasados peligros, cumplirán en la playa sus votos a Glauco, a Panopea y a Melicerta, hija de Ino.

También el sol, tanto al nacer como cuando se esconde en las olas, te dará señales; certísimas son las que siguen al sol, ya cuando vuelve a la mañana, va cuando se levantan los astros. Si al nacer aparece salpicado de manchas, envuelto en una nube y oculta la mitad de su disco, recela lluvias, pues es señal de que ya amaga por la parte del mar el noto, funesto a los árboles, a los campos y a los ganados. Si despuntan al alba sus rayos dispersos y quebrantados entre densas nieblas o se levanta descolorida la Aurora, dejando el purpúreo tálamo de Titono, ¡ay!, mal entonces las pámpanas guarecerán a las tiernas uvas; tan abundante rebotará con estrépito en los tejados el desastroso granizo. Sobre todo, cuando, recorrido ya el Olimpo, declina el sol, es cuando más te importa observarle, pues con frecuencia entonces vemos discurrir por su faz varios colores. El azul anuncia lluvias; el ígneo, vientos; si empiezan a mezclarse manchas a su rutilante color de fuego, entonces verás estallar juntamente lluvias y vientos; nadie en tal noche me persuadirá a lanzarme a la mar ni a desatar el cable que sujeta mi nave a tierra. Mas si su disco aparece lúcido cuando nos trae el día y cuando se pone, en vano te amedrentarán los nubarrones, pues verás cómo los disipa el aquilón agitando las selvas. Finalmente, el sol te dará señales por donde conozcas lo que traerá el véspero de la tarde, de qué lado impelirá el viento las serenas nubes y qué anuncia el húmedo Austro. ¿Quién osará llamar falaz al sol? También muchas veces nos declara que amenazan secretos tumultos, que se fraguan amaños y ocultas guerras. También se compadeció de Roma, muerto César, cuando veló su nítida cabeza con ferruginosa niebla y el impío siglo temió una eterna noche. En aquel tiempo daban igualmente señales la tierra y las aguas del mar, y los infaustos perros y las aves importunas. ¡Cuántas veces vimos al Etna, rotos sus hornos, derramar sus hirvientes olas por los campos de los Cíclopes, vomitando globos de llamas y peñascos derretidos! La Germania oyó por todo el cielo estruendo de armas; retemblaron los Alpes con insólitos movimientos; también se oyó muchas veces una gran voz en medio de los callados bosques. y se vieron al anochecer pálidos fantasmas de maravilloso aspecto, y hablaron las bestias, ¡cosa horrible!, y se pararon las corrientes de los ríos y se entreabrió la tierra, y lloró en los templos el marfil desolado y sudaron los bronces. El Erídano, rey de los ríos, arrastrando las selvas en furioso remolino, se derramó por las vegas, llevándose los ganados con sus majadas. En aquel tiempo, las entrañas de las tristes víctimas sacrificadas no cesaron de presentar agüeros amenazadores ni los pozos de manar sangre ni las ciudades de resonar por la noche con grandes aullidos de lobos. Jamás cayeron de un cielo sereno tantos rayos ni ardieron tantos horribles cometas Por eso, los campos de Filipos vieron por segunda vez a las haces romanas cruzar en fiera lid sus armas fraternales; por eso consintieron los dioses que dos veces abonase nuestra sangre la Ematia y las dilatadas campiñas del Hemo. Día vendrá en que el labrador, al revolver la tierra con el corvo arado en aquellos confines, hallará dardos corroídos por el áspero orín, y hará resonar con los pesados rastros yelmos vacíos, y se pasmará al ver en los excavados sepulcros huesos giganteos.

¡Oh dioses patrios, oh dioses tutelares, oh Rómulo y oh madre Vesta, que velas por el toscano Tíber y los palacios romanos. no impidáis a lo menos que este mancebo venga en ayuda del revuelto siglo presente!, bastante hemos pagado, ya ha tiempo con nuestra sangre los perjuicios de Troya Laomedontea. Tiempo ha ya, ¡oh César!, que la mansión de los dioses te envidia a nosotros y se queja de que tengas en mucho los honores triunfales que te dan los hombres. Por doquiera andan confundidos lo lícito y lo ilícito; todo es guerras en el mundo, los crímenes son innumerables; deshonra parece manejar el arado; los campos están yermos, privados de sus labradores, y las corvas hoces se forjan para servir de terribles espadas. Aquí el Éufrates, allí la Germania, nos mueven guerra: las ciudades comarcanas, rotos los pactos, hacen armas unas contra otras; por todo el orbe derrama sus furores el impío Marte; tal, cuando se lanzan de la barrera las cuadrigas, cobran en el circo nuevo brío, y tirando en vano de las riendas, el auriga se ve arrebatado por los caballos y el carro no obedece al freno.

Libro II

En siete partes está dividido este libro, cuyo objeto principal es enseñar cómo se plantan y crían los árboles: en la primera habla de las varias maneras como se producen; en la segunda, de sus distintas especies y de los diferentes cuidados que reclaman; en la tercera, de los lugares que son a cada una más propicios, con cuya ocasión hace un magnífico elogio de Italia; en la cuarta, del arte de conocer la naturaleza de los terrenos; en la quinta del cultivo de la vid; en la sexta, del de la oliva y otros frutales; por último, la séptima contiene un elogio de la vida del campo.


Hasta aquí he cantado el cultivo de los campos y el influjo de los astros; ahora, ¡oh Baco!, te cantaré a ti, y contigo los silvestres arbolados y los tardíos renuevos del olivo. Asísteme, ¡oh padre Leneo! Todo aquí está lleno de tus dones; por ti florece el campo cuajado de pámpanos otoñales y la vendimia rebosa en las henchidas tinajas. Asísteme, ¡oh padre Leneo!, y depuestos los coturnos, tiñe conmigo las desnudas piernas en el nuevo mosto.

Ante todo, diré que los árboles se producen de varias maneras, porque unos, sin auxilio del hombre, brotan espontáneamente y cubren en grande extensión los campos y las corvas márgenes de los ríos, como los tiernos mimbres, las flexibles retamas, los álamos y los sauces, coronados de blanquecina verdura. Otros nacen de sembradura, como los altos castaños y el roble de Júpiter, gigante de los bosques, y las encinas que daban oráculos a los griegos. Otros nacen de sus raíces, formando una espesísima selva, como el cerezo y el olmo; también el pequeño laurel del Parnaso se cobija bajo la gran sombra de su madre. Éstos son los modos naturales de formarse los árboles; así vive todo el linaje de las selvas, de los frutales y de los sagrados bosques.

Otros hay que la experiencia nos enseñó a formar para nuestro provecho. Éste, cortando los renuevos del tierno cuerpo de las madres, los planta en hoyas; aquél soterra las ramas, las estacas hendidas por cuatro partes y las agudas púas. Otras especies necesitan que se entierren sus mugrones, y echan así nuevos retoños. Otras no necesitan de raíces, y el podador no teme confiar a la tierra la punta sola de una rama. Aún hay más: cortado el tronco de un olivo brotan, ¡cosa admirable!, de aquel seco leño nuevas raíces. Y muchas veces vemos las ramas de un árbol convertirse sin daño en ramas de otro; vemos a los manzanos injertos producir peras transformadas, y al duro cornejo enrojecerse con ciruelas.

Por lo cual, ¡oh labradores!, trabajad y aprended los cultivos propios a cada especie y domad a fuerza de cultivo la aspereza de los frutos silvestres. No dejéis las tierras baldías; plantad de viñas el Ísmaro y de olivos el gran monte Taburno.

Y tú, ¡oh Mecenas!, honra mía y parte la más lúcida de mi fama, ven a ampararme en el comienzo de esta obra y acude a mí volando a toda vela por el tendido piélago. No aspiro a abarcar todas las cosas en mis versos; no lo lograra aun cuando tuviera cien lenguas y cien bocas y una voz de hierro; ven y costea esta primera orilla; no nos apartaremos un punto de ella; no te cansaré ni con ficciones, ni con rodeos, ni con largos exordios.

Los árboles que brotan espontáneamente son, aunque infecundos, lozanos y corpulentos, por cuanto debajo del suelo en que nacen esta la naturaleza para sustentarlos. Sin embargo, también éstos, si se injertan y trasplantan a hoyas muy removidas, sueltan la condición silvestre, y a fuerza de cultivo, siguen pronto el impulso que el arte quiera darles, y lo propio hará el árbol estéril que nace de las más bajas raíces si se trasplanta a un campo espacioso; ahora las altas hojas y los ramos maternos se cubren de sombra, impiden que crezcan sus renuevos, o ya crecidos, los abrasan.

El árbol que se produce por siembra es tardo en crecer y no dará sombra sino a nuestros descendientes; hasta sus frutos degeneran, perdidos sus primitivos jugos, llegando la vid a no dar más que miserables racimos, presa de las aves. Todas las clases de árboles exigen mucho trabajo; todos se han de disponer en hoyas y se han de domeñar con mucho gasto. El olivo nace mejor de sus troncos, las vides de los mugrones y el laurel de Pafos de su propia recia madera; lo mismo nacen los duros avellanos y el corpulento fresno, y el umbroso árbol de que hizo Hércules su corona, y las encinas del dios de Caonia, y lo mismo la erguida palma y el abeto, destinado a correr los azares del mar. El áspero madroño se injerta con el fruto del nogal; los estériles plátanos dan el fruto de los pujantes manzanos; el haya da castañas, el quejigo blanquea con la alba flor del peral, y los cerdos mascan la bellota al pie de los olmos.

Hay más de un modo de injertar los árboles y de introducir en ellos las yemas de otros. En aquella parte en que éstas brotan, en medio de la corteza, y cuando rompen sus tenues películas, se hace en el mismo nudo una incisión, y por ella se introduce el pimpollo de otro árbol, que prende y crece en aquella húmeda corteza interior, o bien se sajan los troncos lisos y se abre desde arriba una raja en lo sólido con cuñas, por donde penetran feraces renuevos, y no pasa mucho tiempo sin que levante hacia el cielo un robusto árbol sus fructíferas ramas, asombrado de su nuevo follaje y de sus ajenos frutos.

Ni hay un solo linaje de cada especie de árboles, de los robustos olmos, ni de los sauces, ni del almez, ni de los cipreses del monte Ida, ni presentan siempre un mismo aspecto los pingües olivos; unos dan la aceituna orcal, otros la cornicabra y la amarga pausia, y lo mismo los manzanos y las selvas de Alcínoo; ni es el mismo árbol el que da las peras Crustumias y las Sirias y las pesadas volemias. No pende de nuestras cepas la misma vendimia que la que coge Lesbos del pámpano Metimneo. Hay vides Tasias y Mareótidas blancas, buenas estas para las tierras gruesas, aquellas para las ligeras. La uva Psitia es la mejor para hacer vino de pasas; la Lageos, de menudos granos, hará enredarse los pies y trabarse la lengua a los bebedores; hay también uvas purpúreas, uvas tempranas. Y ¿con qué versos te celebraré bastante, oh uva Rética?; pero no disputes la palma a las bodegas de Falerno. Tenemos también las vides Amíneas, que dan vinos muy recios, ante los cuales se rinden el Tmolo y el mismo Faneo, rey de todos ellos; la uva de Argos, que es la mas pequeña de todas, pero con la que ninguna puede competir en dar vino abundante y de mucha dura. No os pasaré por alto, ¡oh uva Rodia!, grata a los dioses y bien venida en las segundas mesas; ni a ti, ¡oh Bumasta, de hinchados racimos! Innumerables son las especies y las denominaciones de las uvas; vano fuera intentar contarlas, tan vano como intentar saber cuántas arenas del mar Líbico revuelve el céfiro o cuántas olas del mar Jónico van a estrellarse en la playa cuando furioso el auro azota las naves.

No todas las tierras pueden producir todas las plantas. Los sauces nacen junto a los ríos, y los olmos junto a las densas lagunas, los estériles quejigos en los cerros pedregosos, los arrayanes abundan en las playas; finalmente, Baco gusta de las colinas despejadas, y los tejos necesitan el aquilón y los fríos. Mira el orbe domado por los cultivadores en toda su extensión, desde las orientales viviendas de los árabes hasta los pintados gelonos. Cada árbol tiene su país propio. Solo la India produce el negro ébano; los terrenos sabeos, la vara que da el incienso. ¿Qué te diré del bálsamo que destila una olorosa madera, y de las bayas del siempre frondoso acanto? ¿Qué de las selvas de los etíopes, blanqueadas por una blanda lana? O ¿cómo los Seres cardan tenues vellones desprendidos de las hojas de sus árboles? O diré aquellos bosques que produce la India, región la mas cercana al Océano, límite del orbe, donde son tan altos los árboles que no hay saeta disparada que pueda alcanzar a su cima; y cierto que aquellos pueblos no son flojos en manejar la aljaba.

La Media produce manzanas saludables, pero agrias y soporíferas, remedio el más eficaz para expeler del cuerpo los negros venenos, cuando las crueles madrastras inficionan las copas y mezclan hierbas y nocivas palabras. Este árbol es muy crecido y parecidísimo al laurel, y por tal se le tomaría si no fuera porque expide a gran distancia un olor diferente; sus hojas no se desprenden al impulso de ningún viento; la flor está muy agarrada al tallo. Los medos alivian con ella el hedor de la boca y sirve de medicina al sobrealiento de los viejos.

Pero ni las selvas de los medos, riquísima tierra, ni el hermoso Ganges, ni el Hermo que enturbian sus arenas de oro, disputen loores a Italia, ni la Bactriana, ni la India, ni la Pancaia entera, abundante en arenas, que arrastran incienso. Nunca revolvieron estas tierras toros de ígneo aliento, sembrados en ellas los dientes de una horrenda hidra, ni las erizó una mies de guerreros con yelmos y apretadas lanzas; pero están llenas de fecundos trigos y del másico humor de Baco, poseen olivos y pingües ganados. De aquí se lanza por los campos el guerreador caballo con la frente erguida; muchas veces desde aquí, ¡oh Clitumno!, blancas reses y el toro, la mayor de las víctimas, esparcidos por las márgenes de tu sagrado río, condujeron a los templos de los dioses los triunfos romanos. Aquí la primavera es continua, y hasta el invierno es un verano; dos veces al año hay crías nuevas; los árboles dan dos cosechas. No habitan aquí rabiosos tigres ni la raza feroz de los leones, ni hay venenos que engañen a los míseros que van a coger hierbas, ni la escamosa serpiente arrastra por el suelo sus inmensas roscas, ni se recoge en larga espiral.

Añade a esto tantas egregias ciudades, el gran trabajo de las obras, tantas fortalezas fabricadas por la mano del hombre en las escarpadas rocas y los grandes ríos que se deslizan al pie de nuestros antiguos muros. ¿Haré memoria de los dos mares que nos rodean, uno al Oriente, otro al Ocaso, y de vosotros, grandes lagos, ¡oh Laro y oh Benaco!, que te agitas con oleadas y estrépito propios de un mar? ¿Recordaré los puertos y diques del lago Lucrino, y el agua que ruge indignada con grandes clamores, allí donde las ondas del puerto Julio atruenan a lo lejos el rechazado Ponto, y donde el mar Tirreno se precipita en los estrechos del Averno?

También esta tierra muestra en sus venas ríos de plata y cobre, y arrastra raudales de oro; cría un indomable linaje de hombres, los Marsos, la juventud Sabélica, los Ligures sufridos y los Volscos armados de dardos; produce los Decios, los Marios y los grandes Camilos; los Escipiones, duros guerreros, y te produjo a ti, ¡oh Cesar, más grande que todos ellos; a ti, que vencedor ya ahora en los últimos términos del Asia, apartas de los romanos campamentos al indio imbele...! ¡Salve, tierra de Saturno, gran madre de ricas mieses, gran madre de héroes!; por ti acometo renovar el antiguo loor de la agricultura, por ti oso abrir las sagradas fuentes y cantar a las ciudades romanas los versos del poeta Ascreo.

Ahora voy a hablar de la naturaleza de los campos, de su fuerza, de su color y de la índole de sus varios productos. Primeramente, las tierras duras y las colinas ingratas, donde abunda la delgada arcilla entre pedruscos y matorrales, son propicias a los vivaces olivos, consagrados a Palas; así lo muestran la multitud de acebuches que espontáneamente brotan en ellas y las bayas silvestres que las cubren. Mas las tierras pingües y ricas de dulces jugos dan prados abundantes de hierbas y de fértil terruño; las que suelen verse en los cóncavos valles están fecundadas por las aguas, que se deslizan desde las más altas peñas y arrastran un fecundo légamo; el que está expuesto al viento austro y cría el helecho, que aborrecen los corvos arados, este dará con el tiempo excelentes vides, muy abundosas de vino; aquí nacen aquellas exquisitas uvas; aquí aquel néctar que libamos en copas de oro, cuando el obeso tirreno sopla en las trompetas de marfil delante de las aras, y ofrecemos a los dioses las entrañas humeantes de las víctimas en las bandejas que se doblan bajo su peso.

Si prefieres criar ganados mayores y becerros, o corderos y cabras, que talan los sembrados, busca los bosques y las lejanías de la fecunda Tarento, y aquel campo que perdió la infeliz Mantua, que apacienta en las herbosas riberas de su río nevados cisnes. No te faltarán allí líquidas fuentes ni hierbas para los rebaños; cuantos pastos consuman éstos durante los largos días, otro tanto repondrá durante la breve noche el helado rocío.

Las tierras negruzcas, gruesas, y cuyo suelo se desmenuza fácilmente bajo la reja (lo cual se consigue arándolas) son excelentes para el trigo; de ningún otro campo verás volver a la alquería mayor número de carros de mies tirados por los perezosos bueyes. Lo mismo sucede con las tierras donde brioso el labrador ha arrancado toda la vegetación que las cubría, destruyendo arbolados inútiles por tantos años y arrancando con sus más hondas raíces las antiguas moradas de las aves, que, abandonados sus nidos, tienden su vuelo a las alturas; estos campos eriales descuellan entre todos luego que se les echa la reja.

Mas las tierras pobres, llenas de cascajo y de cuestas, apenas ofrecen a las abejas el humilde cantueso y el romero. La toba escabrosa y la greda, corroída por las negras víboras, se resisten a todo lo que no sea producir un dulce sustento y ofrecer sinuosos escondrijos a las sierpes. La que exhala una tenue neblina y volátiles humos, y embebe el humor y fácilmente le arroja de sí; la que siempre se reviste de una verde hierba y no mancha la reja con moho ni con salitroso orín, esa entretejerá para ti los olmos con las pomposas vides; esa tierra es fértil de olivos; cultívala, y verás que es propicia para el ganado, propicia también para la labranza. Tal es el campo que ara la rica Capua, tales los que rodean el monte Vesubio [Vesevo] y los que inunda el Clanio, fatal a la despoblada Acerra.

Ahora voy a decir por qué medios podrás conocer cuál tierra es endeble y cuál es gruesa; por qué esta conviene más al trigo, aquella para el viñedo. Ante todo, elige con cuidado un sitio, en el que harás abrir una hoya de paredes sólidas; luego la rellenarás con la tierra que antes sacaste de ella, y la apisonarás de modo que quede lisa. Si te falta tierra para llenarla, es señal de que el terreno es endeble y a propósito para pastos y sabrosas vides; si no cabe en la hoya de donde ha salido y, llena esta, aún sobresale la tierra, confía que te dará abundantísimas mieses en sus recios terruños, y árala con robustos bueyes. La tierra salada y la que llaman amarga es fatal para las mieses (ni se mejora con el cultivo, ni conserva su calidad a las vides, ni sus nombres a las frutas); haciendo esta prueba la reconocerás. Baja de tu ahumado techo los cestos de apretado mimbre o los caladeros de los lagares y llénalos hasta arriba de aquella mala tierra y de agua dulce de las fuentes; de seguro que todo el agua se irá saliendo, y que por los mimbres se escurrirán gruesas gotas; su sabor te dará claro indicio de la calidad de aquella tierra, y su amargor hará torcerse las tristes bocas de los catadores. Por este otro medio conoceremos cuál tierra es pingüe, cuando estregada en las manos no se hace polvo, antes bien se pega a los dedos como pez. Las tierras húmedas crían muy altas hierbas y más espesas de lo que conviene; ¡ojalá no me sean demasiado fértiles ni se me ostenten demasiado pujantes las primeras espigas! Por el peso se conoce cuál tierra es grave y cuál liviana; por la vista se conoce fácilmente cuál es negra o de otro color; lo difícil es conocer el frío nocivo que algunas encierran; los únicos indicios de tal cualidad son los pinos o los tejos venenosos que suelen producir y las hiedras negras.

Consideradas estas cosas, acuérdate de limpiar bien la tierra con mucha anticipación, de romper con hoyas los grandes montes y de exponer al viento aquilón los terrenos volteados antes de plantar la vistosa raza de las vides. Cuanto más desmenuzado está, mejor es el terruño; de su mejora cuidan los vientos y los hielos, y el robusto cavador, revolviendo las deshechas yugadas.

Mas aquellos cuya vigilancia está en todo empiezan por elegir, para trasplantar las cepas, un terreno de la misma naturaleza que el que ocuparon primero, de modo que las simientes no extrañen el súbito cambio de madre. Algunos también señalan en la corteza a qué región del cielo estaba expuesta, a fin de restituirlos en el nuevo terreno a su exposición primitiva, presentando al Austro la parte que recibió sus calores, y al Norte la que miraba hacia él; mucho puede la costumbre adquirida en los tiernos años. Infórmate primero de si será mejor plantar tu viñedo en los collados o en el llano; si lo plantas en terreno pingüe, siémbralo espeso; no por estar muy apretadas las cepas desmerece el vino. Si lo plantas en terreno quebrado y en altas colinas, sacrifica algo al buen ordenamiento de las vides, de modo que vengan a formar un cuadro perfecto, cortado por hileras iguales: no de otra suerte que en las grandes batallas. cuando una gran legión despliega sus cohortes y el ejército ocupa todo el dilatado campo, vense las escuadras unas frente a otras, y la tierra parece como que fluctúa a lo lejos con el relucir de las armas: aún no se ha trabado la horrenda lid, e indeciso Marte, vaga de unas en otras filas. Dispón así tus vides en calles a trechos iguales, no para el vano recreo de la vista, sino porque de otro modo no daría la tierra por igual sus jugos a todas ni podrían sus pámpanos extenderse con libertad.

Acaso me preguntarás qué hondura deben tener las hoyas. Yo no titubearía en plantar mi vid en un surco reducido: solo deben ahondarse mucho los árboles altos, en especial la encina, que tanto levanta la copa al cielo, cuanto se extienden sus raíces hacia el Tártaro; así es que no la derriban ni los inviernos, ni los temporales, ni las lluvias; antes persevera inmoble, y vence en duración a muchas generaciones, a muchos siglos. Entonces, tendiendo aquí y allá a gran distancia sus robustos brazos, sostiénese en medio de la inmensa sombra que esparcen sus ramas.

Cuida de que tus vides no miren hacia el Poniente y de que entre ellas no se planten avellanos, ni prefieras los mugrones más altos; antes bien, pódalos. prefiriendo los más bajos (a los que tiene la tierra más amor), ni cortes los pimpollos con hierro embotado, ni interpoles con tus vides olivos silvestres; porque muchas veces acontece que estando los pastores descuidados salta la lumbre, que, introduciéndose primero secretamente por la aceitosa corteza, rodea los troncos, y deslizándose luego a las mas altas hojas, estalla en el aire con grande estrépito; luego, vencedora, continúa de rama en rama, se señorea de las cubiertas copas, envuelve en llamas todo el bosque y, nutrida con aquella pastosa masa de pez, lanza a los cielos negras humaredas, señaladamente cuando la tempestad se desploma sobre las selvas y sopla el viento propagador de incendios. Donde esto sucede no pueden retoñar las vides ni de sus raíces ni de sus mugrones cortados, ni vuelven a su antiguo ser en el mismo terreno; en él solo queda el estéril acebuche, de amargas hojas.

No te dejes persuadir, ni aun por el más prudente maestro, a remover la tierra endurecida por el soplo de Bóreas. Entonces el temporal tiene como cerrada la tierra con el hielo y no consiente que las semillas hinquen bien en ella sus apretadas raíces. La mejor sazón para plantar las vides es cuando con la rosada primavera vuelven las blancas aves, que aborrecen las largas culebras, o bien por los primeros fríos del otoño, cuando el rápido sol no toca aún al invierno con sus caballos y ya ha dejado atrás el verano.

La primavera es beneficiosa a los bosques y a las selvas; en primavera se hincha la tierra y pide feraces semillas. Entonces el Éter, padre omnipotente, desciende en fecundas lluvias al regazo de su alegre esposa, y mezclándose, grande él, a aquel gran cuerpo, da vida a todos los seres. Entonces las repuestas enramadas resuenan con los trinos de las canoras aves, y los ganados recuerdan los estímulos de Venus en determinados días. Reverdece el fecundo campo y los prados ensanchan el seno con los templados soplos del céfiro; una suave humedad rebosa de todas las plantas, y las hierbas se levantan ya confiadamente con los nuevos soles; no teme el pámpano las embestidas de los austros ni las borrascas que bajan del cielo en alas de los furiosos aquilones; antes bien, deja brotar sus yemas y despliega todas sus hojas.

No creo que fuesen otros los días que iluminaron al mundo en su primera infancia ni que fuese otro el orden con que se sucedían. Primavera era entonces; de la primavera gozaba el vasto mundo y callaban los invernales soplos del auro cuando los primeros animales gozaron de la luz, y la férrea raza de los hombres sacó la cabeza del duro seno de la tierra, y las alimañas cubrieron las selvas, y las estrellas el cielo. Ni las cosas recién creadas hubieran podido soportar el rigor de las estaciones a no mediar entre el frío y el calor aquel largo sosiego de la primavera, y si la clemencia del cielo no se extendiese sobre la haz de la tierra.

Réstame decir que en cuanto plantes tus mugrones no te olvides de echarles un pingüe abono y de cubrirlos con abundante tierra; échales también piedras esponjosas y escamosas conchas, pues por ellas se deslizarán las aguas y pasará el aire sutil. y así las plantas cobrarán brío. Algunos les ponen encima piedras y tejas de gran peso, reparo que les sirve para guarecerlos de los turbiones, y que también emplean cuando el ardiente can abrasa los campos hendidos por la sequía.

Plantada tu cepa, resta amontonar la tierra alrededor del pie y escardarla con los duros azadones, o trabajarla con la reja y conducir entre las hileras de las vides los cansados bueyes. Entonces es preciso aparejar junto a ellas leves cañas y ramas deshojadas y lisas, y varas de fresno y horquillas, con cuyo apoyo se levanten y acostumbren arrostrar los vientos y a trepar, formando emparrado, a las copas de los olmos. En su primera edad, mientras se cubre de hojas nuevas, ten piedad de la tierna vid, y aun cuando lozana tienda al aura sus pámpanos y crezca a rienda suelta, guárdate de tocar sus puntas con la hoz; lo que has de hacer es arrancar cuidadosamente con las manos algunas hojas entre las que sobran. Luego, cuando ya abrazadas a los olmos echan vigorosos retoños, entonces arranca su cabellera, poda sus brazos. Antes temía el hierro; mas ahora ya puedes señorearte de ella con rigor y atajar la exuberante pompa de sus ramos. También has de tejer setos alrededor de ella y de cuidar mucho que no se les acerquen los ganados, especialmente cuando tienen la hoja tierna todavía y muy delicada, pues a más de los recios temporales y de los ardores del sol, las vacadas silvestres y las cabras errantes suelen destruirlas por diversión, y sirven de pasto a las ovejas y a las ansiosas becerras. Mas ni los fríos condensados en blanca escarcha ni los ardores estivos, que caen con gran peso sobre los áridos peñascos, la dañan tanto como los ganados y el veneno de su duro diente y la cicatriz que queda señalada en el mordido tronco. No por otra culpa se sacrifica a Baco un cabrón en todos los altares y se celebran las antiguas fiestas en los teatros; por eso, los descendientes de Teseo establecieron premios para los ingenios por todas las aldeas y encrucijadas, y alegres entre las copas se ejercitaban en saltar en las herbosas praderas por encima de odres engrasadas. Del mismo modo, los colonos Ausonios, linaje de Troya, se divierten en improvisar versos sin medida, soltando carcajadas, y se ponen horribles caretas, hechas de cortezas labradas, invocándote, ¡oh Baco!, en sus alegres cantares y suspendiendo en tu honor de los altos pinos figurillas que representan tu imagen. De aquí proviene que todo el viñedo se llene de abundante fruto, y lo mismo los huecos valles y los profundos bosques y todos los sitios adonde vuelve el dios su hermosa cabeza. Cantemos, pues, según la antigua usanza, los loores de Baco en versos patrios, y tributémosle ofrendas y sacrificios; llevemos arrastrado por los cuernos a sus aras un cabrón sagrado y tostemos sus pingües entrañas en asadores de avellano.

Otro trabajo exige también el cultivo de las vides, para el que no hay interrupción, pues tres o cuatro veces al año hay que ararles el suelo y es preciso sin cesar estarle partiendo los terrones con el almocafre vuelto y arrancando la hojarasca; así, el mismo trabajo se repite una vez y otra para los labradores, como por sus mismos pasos vuelven los años. Cuando ya, en fin, se despoja la vid de sus hojas mas tardías, y el frío aquilón desnuda a las selvas de su verdura, entonces el activo labrador extiende sus cuidados al año venidero, y se da a podar con el corvo diente de Saturno la vid, un momento desatendida, y la compone y la limpia. Sé el primero en cavar la tierra, sé el primero también en echar a la lumbre los sarmientos podados y en llevarte a la alquería los rodrigones; mas sé el ultimo en vendimiar. Dos veces al año la vid se cubre de sombra; dos veces las hierbas la rodean de espesa maleza. El remedio de ambos daños impone ímprobo afán. Ensalza en buen hora los grandes plantíos, pero cultiva con preferencia los pequeños. También se cortan en las selvas las ásperas varas del rusco y los juncos que crecen a la orilla de los ríos, y las ramas del sauce silvestre. Ya están atadas con ellas las vides, y ya no necesitan de la podadera; ya el cansado viñador canta en los últimos cuadros de su viñedo. Y sin embargo, aún tiene que trabajar la tierra y que escardarla, y que temer por sus uvas, ya maduras, el rigor de los temporales.

Los olivos, por el contrario, no exigen ningún cultivo ni esperan nada de la corva podadera ni de los tenaces rastrillos cuando ya han prendido en la tierra y recibido el soplo de las auras. La misma tierra, una vez abierta con la corva azada, les da bastante jugo, y con la reja copiosos frutos. Con esto se cría la pingüe oliva, grata a la paz. Lo mismo los frutales, apenas sienten firmes sus troncos y tienen fuerzas propias, rápidamente y con su propio empuje se levantan hacia los astros sin necesidad de ayuda nuestra.

Ni menos al mismo tiempo se carga de fruto toda la selva; las incultas guaridas de las aves se enrojecen con bayas de color de sangre. Los cantuesos dan pasto a las ovejas, los altos árboles teas con que se encienden las nocturnas hogueras y se iluminan los campos. Y ¿aún dudan los hombres en dedicarse a la agricultura y en darse a sus faenas?

¿A qué hablar más de los árboles mayores? Los sauces y las humildes retamas también son de provecho, pues dan verdura a los ganados, sombra a los pastores, setos a los sembrados y pábulo a la miel. Y es grato ver el monte Citoro, que parece cubierto de olas de boj, y los resinosos bosques de Naricia; es grato ver los campos aún no domados por la reja ni por las labores de los hombres. Hasta las mismas estériles selvas de las cumbres del Cáucaso, que azotan y quebrantan continuamente los impetuosos euros, dan productos; dan maderas útiles, pinos para las naves, y el cedro y los cipreses para los edificios. De aquellas maderas tornean los labradores radios para sus ruedas y toldos para sus carros; con ellas se hacen los cóncavos costados de las naves. Los sauces dan con profusión sus varas, los olmos su hoja; del arrayán se sacan fuertes dardos, y el cerezo es útil para la guerra; los tejos se doblegan en forma de arcos Itureos. También los livianos tilos y el boj, dócil al torno, se prestan a recibir varias formas y se ahuecan fácilmente con el agudo cincel. También el ligero álamo, lanzado en el Po, boga en las corrientes ondas; también las abejas guardan sus enjambres en las nuevas cortezas y en el seno de la carcomida encina. ¿Qué beneficios comparables con éstos nos trajeron jamás los dones de Baco? Baco fue la ocasión de muchas culpas; él domó con su letal influjo a los furiosos Centauros, a Reto y a Folo y a Hileo, cuando amenazaba con su enorme copa a los lápitas.

¡Oh, demasiado felices los labradores si conocieran los bienes de que gozan! Lejos de las contrapuestas armas, justísima la tierra les brinda fácil sustento. Si no ven los altos palacios de soberbias puertas vomitar cada mañana por todos sus pórticos una turba de obsequiosos clientes, ni se extasian delante de los dinteles incrustados de ricas conchas, de los vestidos recamados de oro y de los bronces de Efiro; para ellos la blanca lana no se disfraza con el veneno asirio, ni se corrompe con la canela el jugo de la oliva; pero disfrutan segura tranquilidad, una vida exenta de engaños, rica de variados bienes, largos solaces en sus extensas heredades, grutas frondosas, lagos de agua viva, frescos valles, los mugidos de las vacadas y blandos sueños a la sombra de los árboles. Allí hay dehesas y guaridas de alimañas, y una juventud sufrida y sobria, y sacrificios a los dioses y una ancianidad venerada; allí estampó sus últimas pisadas la Justicia al abandonar la tierra.

¡Oh Musas, dulces para mí sobre todas las cosas, a quienes rindo culto con gran amor!, acogedme en vuestro regazo y mostradme las sendas del cielo y el curso de las estrellas, y los varios eclipses del sol y los giros de la luna; cuál sea la causa de los terremotos, por qué fuerza se hinchan los profundos mares, rompiendo sus barreras, y luego vuelven a su primer sosiego; por qué los soles invernales se dan tanta prisa en sumirse en el Océano, y por qué son tan tardías las noches de verano. Mas si la sangre ya fría que circuye mis entrañas impide que pueda sondar estos misterios de la naturaleza, plázcanme los campos y los arroyos que riegan los valles; contento en mi oscuridad, deléitenme los ríos y las selvas. ¿Do estáis, ¡oh campos, oh Esperquio y oh monte Taigeto!, frecuentados por las vírgenes bacantes de Laconia? ¡Oh, quién me llevará a los helados valles del Hemo y me cobijará con la gran sombra de sus enramadas!

¡Feliz aquel a quien fue dado conocer las causas de las cosas, y hollar bajo su planta los vanos temores y el inexorable hado y el estrépito del avaro Aqueronte! ¡Feliz también aquel que conoce a los dioses agrestes, a Pan y al viejo Silvano, y a las ninfas hermanas! Nada doblega su ánimo, ni las haces populares, ni la púrpura de los reyes, ni la discordia que agita a los infieles hermanos, ni el Dacio que baja del conjurado Istro, ni las cosas romanas, ni los imperios perecederos, ni tiene que compadecerse del necesitado ni que envidiar al rico. Recoge los frutos que espontáneamente y de buen grado le dan los árboles, y las campiñas; no conoce ni las duras leyes, ni el insensato foro, ni los anales del pueblo.

Otros surcan con el remo los hondos mares y se arrojan sobre las espadas, penetran en los estrados y en los dinteles de los reyes. Éste asuela un pueblo y sus míseros penates, a fin de beber en copas de piedras preciosas y de dormir en la púrpura de Tiro. Aquél esconde sus riquezas y se acuesta sobre el soterrado oro. Éste se queda embebecido delante de los rostros; a aquél le dejan con la boca abierta y le arrebatan los aplausos de la plebe y de los senadores, que repiten las graderías del anfiteatro. Otros se recrean en la derramada sangre de sus hermanos, y trocando por el destierro los dulces umbrales de la casa nativa, van a buscar una patria bajo otro sol.

El labrador ara la tierra con la corva reja. Éste es su trabajo de todo el año; con él sostiene a su patria y a sus pequeñuelos hijos, y a sus ganados y a sus yuntas, que lo merecen bien. No sosiega hasta que el año rebosa en frutos, o en nuevas crías de sus ganados, o en gavillas de trigo; no sosiega hasta que ve los sulcos abrumados bajo el peso de la mies e insuficientes para ellas su trojes. Cuando llega el invierno, muele en los lagares la aceituna sicionia, los cebones vuelven a la piara hartos de bellota, las selvas dan madroños, el otoño cubre el suelo de variados frutos y la dulce vendimia se cuece en las soleadas laderas de los pedregosos collados.

Entre tanto sus dulces hijos les andan en derredor buscando y obteniendo caricias; su casta morada es el asilo de la honestidad, sus vacas le ofrecen las ubres llenas de leche y, sobre la abundante hierba, sus gordos cabritillos retozan, topándose unos con otros. También él celebra los días festivos, y tendido en la hierba, rodeado de sus compañeros con la copa henchida, puesta en medio la lumbre, te invoca, ¡oh Leneo!, ofreciéndote libaciones, y ya suspende de un olmo el blanco para que ejerciten en el tiro los zagales, que ya desnudan para la lucha sus fornidos cuerpos. Esta vida hacían en otro tiempo los antiguos Sabinos; así vivían Remo y su hermano, así creció la fuerte Etruria, así sin duda llegó a ser Roma la más hermosa de las ciudades, y, única en el mundo, se rodeó de siete colinas. Aun antes del reinado de Dicteo, antes que el impío linaje de los hombres se sustentase con la carne de los degollados novillos, esta vida hacía en la tierra el áureo Saturno. No se oían entonces resonar los bélicos clarines ni rechinar las espadas puestas en los duros yunques. Pero ya he recorrido harto espacio, y ya es tiempo de desatar los humeantes cuellos de mis caballos.

Libro III

Empieza con una elegante invocación a los dioses protectores de los ganados, de donde toma pie el poeta para alabar nuevamente a Octavio y recordar que escribe por inspiración de Mecenas. Entra luego a dar preceptos para la cría de ganados, dividiendo su argumento en cuatro partes: primera, de los toros y los caballos; segunda, de las ovejas y las cabras; tercera, de los perros, y cuarta, de las plagas que persiguen a los ganados, concluyendo con la descripción de una terrible peste.


También os cantaré a ti, ¡oh poderosa Pales!, y a ti, ¡oh pastor de Anfriso, digno de eterna memoria!, y a vosotras, ¡oh selvas y ríos del Liceo! Todas las fábulas poéticas, que algún día cautivaban los ánimos ociosos, son ya cosas vulgares; ¿quién no conoce al duro Euristeo y los altares del infame Busiris? ¿Quién no ha celebrado al mancebo Hilas, y a Delos Latonia y a Hipodamia, y a Pélope, señalado por sus ebúrneos hombros, gran domador de caballos? Probemos una senda nueva, en la que yo también, como otros, pueda levantarme de la tierra y andar vencedor en lenguas de la fama. Si no me falta la vida, yo seré el primero que lleve conmigo las Musas a mi patria desde la cumbre Aonia; yo el primero te traeré, ¡oh Mantua!, las palmas idumeas, y levantaré un templo de mármol en el verde campo, junto a la corriente con que el caudaloso Mincio gira en largas revueltas. ceñidas sus riberas de tiernos juncos. En medio de mi templo estará Cesar, y lo llenará con su gloria; yo allí, ufano, ostentando la púrpura de Tiro. haré volar a la margen del río cien carros tirados por cuadrigas. La Grecia entera, abandonando el Alfeo y los bosques de Molorco, acudirá, a mi llamamiento. a disputar la palma de la carrera y de la lucha con el duro cesto; ceñidas las sienes de hojas de oliva, yo distribuiré los premios. Ya me figuro ver conducir al templo las solemnes pompas y los inmolados novillos; ya veo abrirse la escena con sus cambiantes aspectos, y a los bretones descorrer el purpúreo telón en que están representados. En las puertas hare esculpir sobre oro y recio marfil los combates de los pueblos del Ganges y las armas vencedoras de Quirino, y el caudaloso Nilo, cubierto de armadas huestes, y las columnas labradas con el hierro de las naves enemigas. Y añadiré las ciudades de Asia domeñadas, los rechazados moradores del Nifates y los partos, que libran la suerte de las batallas en la fuga y en sus saetas, disparadas hacia atrás, y dos trofeos arrebatados a distintos enemigos, y las naciones dos veces vencidas en uno y otro mar. Veránse allí en mármoles de Paros imágenes, que parezcan vivas, de los hijos de Asaraco, linaje de Júpiter, la de su padre Tros y la de Cintio, fundador de Troya. La miserable Envidia estará allí representada, temblando de las Furias y de la enemiga corriente del Cocito, de las enroscadas sierpes de Ixión, de la inmensa rueda y del insuperable peñasco. Entre tanto sigamos las selvas y los antes no hollados bosques de las Driadas, obedeciendo, ¡oh Mecenas!, tu arduo mandato; sin ti, mi mente no acomete ninguna grande empresa. Ea, pues, dejemos tardas dilaciones: el monte Citerón y los perros del Taigeto y Epidauro, domadora de caballos, me llaman con grandes clamores, que, repetidos por el eco. atruenan los bosques. Pronto, sin embargo, me dispondré a cantar las ardientes batallas de César y a llevar la fama de su nombre a tantas edades cuantas son las que han transcurrido desde que tuvo en Titón su primer origen.

Tanto el que se dedica a la cría de caballos, ganoso de alcanzar el premio de las palmas olímpicas, como el que cría robustos novillos para la labranza, debe, ante todo, atender a elegir bien las madres. Las mejores vacas son las que tienen la mirada torva, la cabeza grande, la cerviz muy gruesa, papadas que cuelgan desde el morro hasta las rodillas y el lomo muy largo; han de tener además todos !os miembros grandes y también la pezuña, y orejas muy velludas bajo los enroscados cuernos. Ni me desagradan tampoco las que tienen la piel manchada de hermosas pintas blancas ni las que se resisten al yugo y embisten a veces con bravura y ademán de toro, y recias y corpulentas, van barriendo con la cola, al andar, sus propias pisadas. La edad de ser madres acaba antes de los diez años y empieza después de los cuatro; fuera de este término, ni sirven para la cría ni tienen fuerzas para la labranza. Durante aquel período, que es lo que dura la lozana juventud de los ganados, da suelta a los machos, sé el primero en echarlos a padrear, y repón así la raza de una en otra generación. Huyen los primeros para los míseros mortales los mejores días de la vida; luego sobrevienen las enfermedades y la triste senectud y los trabajos, y al fin nos arrebata la inclemencia de la despiadada muerte. Siempre tendrás reses que desees reemplazar; renueva, por consiguiente, de continuo tu ganado. No aguardes a perderlas para reemplazarlas; anticípate a su fin y obtén nuevas crías todos los años.

El mismo cuidado has de tener con los caballos: desde muy tiernos han de ocupar tu atención los que destines a perpetuar su especie. El potro de buena casta lleva siempre en la dehesa la cabeza levantada y bracea con gallardía; siempre va delante de los demás, es el primero a aventurarse en un río peligroso o en un puente desconocido, no se espanta de vanos estrépitos, tiene la cerviz erguida, la cabeza sutil, el vientre corto, la grupa carnosa, muy abultado el animoso pecho. Son excelentes los alazanes y los bayos; los peores son los blancos y los cenicientos. Si oye el buen potro a lo lejos ruido de armas. no acierta a estarse quieto, aguza las orejas, todos sus miembros se estremecen y arroja por la nariz fuego en vez de aliento. Ondea su espesa crin sobre el brazuelo derecho, el espinazo le forma una canal en medio de los lomos, escarba la tierra y la hace resonar fuertemente con el recio casco. Tal era Cilaro, domado por las riendas de Pólux Amicleo; tales fueron los dos caballos del carro de Marte; tales también los del carro del grande Aquiles, tan celebrados por los poetas griegos. Tal pareció el mismo Saturno cuando, en figura de caballo, sacudió la crin al ver llegar a su esposa, y en su rápida fuga, llenó con agudos relinchos el alto Pelión.

Cuando empezare a decaer el caballo, vencido de enfermedades o de los años, métele en la caballeriza y da descanso a su noble vejez. Frío ya para la monta el caballo viejo, vanamente se empeña en un afán ingrato, y cuando llega a la amorosa lid, arde sin fruto, cual fogarada de paja. Así, pues, atiende ante todo al brío y a la edad del caballo padre; cerciórate de su raza y cualidades, de si es sensible a la ignominia del vencimiento y a la gloria del triunfo. ¿No has observado, cuando en la lucha se lanzan los carros al palenque, disparados de las barreras, cómo exalta a los mancebos el ansia de vencer, y cuál les palpita el corazón al temor de la derrota? Con el retorcido látigo aguijan a sus caballos, y echado el cuerpo hacia adelante, les largan toda la rienda; vuelan los ejes, hechos brasa. Ya se los ve cabizbajos; ya, soberbiamente erguidos, parece que, arrebatados por los vientos, van a remontarse a los espacios etéreos. No hay tregua, no hay descanso; levántanse remolinos de roja arena; la espuma y el resuello de los tiros que los siguen mojan sus espaldas. ¡Tanto los punza el amor de la gloria y el afán de vencer!

Erictonio inventó los carros y fue el primero que se atrevió a uncirles cuatro caballos y a sostenerse arrogante sobre las rápidas ruedas. Cabalgando en ellos, los lápitas Peletronios los acostumbraron al freno y a los escarceos y los enseñaron a botar alborozados bajo el peso del armado jinete y a bracear soberbios. Ambos trabajos son igualmente duros y para ambos buscan igualmente los ganaderos potros fogosos y muy corredores, pues siempre el caballo viejo vale poco, por más que muchas veces haya acosado en el alcance al desbandado enemigo y tenga por patria a Epiro y a la fuerte Micenas y traiga su origen del mismo Neptuno.

Esto observado, y atentos a la estación conveniente, ponen los criadores todo su cuidado en engordar con pingües pastos al caballo que eligen para cabeza y padre de la yeguada; para él cortan las primeras hierbas y le dan puras aguas de río y mucha cebada, a fin de evitar que sucumba a las dulces fatigas a que está destinado y que se reproduzca en una prole desmedrada y lánguida la debilidad del padre. Al mismo tiempo se procura que enflaquezcan las yeguas, y cuando empiezan a aguijarlas los ya probados ardores del deseo, hay que quitarles el forraje y apartarlas de las fuentes; a veces se les quebrantan los bríos haciéndoles dar largas carreras al sol a la hora en que se baten en la era las trilladas mieses y revuelve el céfiro en el aire las livianas pajas. Hácenlo así, a fin de que una excesiva gordura no estreche en las hembras el camino de la generación, antes reciban sedientas su germen fecundo y lo absorban en sus recónditos senos.

Concluido el cuidado de los padres, empieza el que ha de tenerse con las madres. Cuando están ya muy adelantadas, no hay que uncirlas a los pesados carros, ni consentir que retocen, ni que huyan corriendo por los prados, ni que pasen a nado impetuosos ríos; antes conviene que pazcan en dehesas solitarias y a la margen de caudalosas corrientes, entre el musgo y las verdes hierbas de los ribazos, donde haya cuevas en que se recojan y altos peñascos que las cubran con su sombra.

En los bosques del Silaro y en los poblados cascajares de Alburno abunda mucho el insecto a que los romanos dan el nombre de asilo, que los griegos traducen por el de oestron (1) [(1) El tábano.] Dañino y tenaz, produce al volar un áspero zumbido, a cuyo son se dispersan, espantadas, las reses por las selvas; hierve el aire con bramidos que conmueven los árboles y las riberas del sediento Tanagro. Con esta plaga cebó Juno en otro tiempo sus horribles iras en la vaca Ío, hija de Ínaco. Como en la fuerza del calor es cuando más se embravece, cuida mucho de que no acose entonces a las madres, y para eso no saques tus ganados a pastar sino a poco de salir el sol o cuando ya los astros traen consigo la noche.

Después que hubieren parido, convierte todo tu cuidado hacia los becerros. Lo primero es imprimir les con un hierro candente la marca de su torada y la señal que indique los que se destinan a la reproducción y los que se guardan para ofrecer sacrificios en los altares o para arar los campos y revolver la tierra erizada de quebrantados terrones; los demás se sueltan a pastar en los verdes prados.

A los que destines a la labranza, empieza a enseñarles y a domarlos desde que son becerrillos, aprovechando la blanda y mudable condición de los primeros años. Átales lo primero a la cerviz un ronzal muy flojo de flexibles mimbres; luego, para que se acostumbren a la servidumbre sus cuellos no domados todavía, unce dos becerros iguales al mismo yugo y oblígalos a igualar el paso. Bueno será que a menudo les hagas tirar de un carro vacío cuando aún estampan apenas sus huellas en el polvo; luego ya pueden hacer rechinar un eje de haya bajo un gran peso y arrastrar las ruedas unidas por un herrado timón. Darás entre tanto a los chotos aún indómitos, no solamente grama y sabrosas hojas de sauce y las ovas que nacen en las lagunas, mas también alcaceles cogidos por tu propia mano. Cuando tus vacas están recién paridas, no llenes con su leche los blancos cantarillos, cual solían nuestros mayores, sino deja que la gasten toda en engordar a sus regalados hijos. Pero si te inclinas más a las cosas de la guerra y a los fieros escuadrones, o a deslizarte en un rápido carro por las orillas del Alfeo de Pisa o en el bosque de Júpiter, pon tu principal cuidado en la cría de caballos, acostumbrándolos a ver armas y escaramuzas bélicas, y al ruido de los clarines y al rechinar de las ruedas, y a oír en la cuadra el retintín de los frenos; alborócenlos también cada vez más los elogios de su dueño y las sonoras palmadas con que, al celebrarlos, les acaricie el cuello. A todo esto debe hacerse apenas destetado, y a presentar de grado la boca al blando cabestro, aunque sin fuerza aún, tímido e inexperto; pero, cumplidos los tres años y entrado en los cuatro, es menester que aprenda a dar vueltas, a echar el paso a compás y a doblar alternadamente los brazos cual si con ellos fuera a cavar la tierra. Desafíe entonces a los vientos en la carrera, y volando por el campo sin límites, como si no llevara riendas, estampe apenas sus pisadas en la superficie de la arena, semejante al aquilón cuando se precipita furioso desde las regiones hiperbóreas y dispersa los turbiones y las áridas nieblas de la Escitia. Las altas mieses y las pobladas campiñas se estremecen a su apacible soplo, crujen las copas de los árboles, y largas oleadas van a estrellarse en las riberas; vuela él en tanto, barriendo juntamente en su carrera los campos y los mares. El caballo así enseñado o brillará en los estadios de la Élide, revolviendo en la boca una sangrienta espuma, o arrastrará con el flexible cuello el guerrero carro de los belgas. Una vez domados tus potros, ya puedes dejar que engorden, dándoles abundante pienso, mas no antes, pues entonces cobran sobrados fuegos y se resisten al castigo y al duro freno por más que se los sujete. Pero el medio mas seguro para dar vigor, así a los toros como a los caballos, es tenerlos apartados de las hembras y de los estímulos del ciego amor. Por eso conviene relegar a los toros lejos de la vacada, en solitarias dehesas, al otro lado de un monte o de un ancho río, o bien tenerlos encerrados junto a abundosos pesebres, porque la vista de las hembras les menoscaba poco a poco las fuerzas y los abrasa, a punto que ni aun se acuerdan de los prados ni de las hierbas. Y sucede también que muchas veces ellas, con los dulces halagos, impulsan a sus fieros amantes a cornearse entre sí con furor. Pasta en dilatada selva hermosa becerra; ellos en tanto se embisten con poderoso empuje, haciéndose numerosas heridas; negra sangre corre por sus cuerpos y se traban de los cuernos con espantosos bramidos que hacen retumbar las florestas y el vasto Olimpo. Los que una vez han reñido no pueden ya parar juntos en un establo; antes el que quedó vencido él mismo se destierra a apartados y desconocidos lugares, llorando su afrenta y los golpes del soberbio vencedor; y volviendo los ojos a sus perdidos amores no vengados, y a su establo nativo, abandona los prados en que dominaron sus padres; mas es para rehacer sus bríos con todo afán. Tenaz en su propósito de venganza, pasa las horas tendido sobre las duras guijas, apacentándose de punzantes cardos y de espinosos carrizos. Allí se ejercita en topar furioso los troncos de los árboles, y cornea al aire, y se ensaya a la pelea, esparciendo con los pies nubes de polvo.

Luego que ya ha recobrado todo su brío y rehecho sus fuerzas, sale a campaña y se precipita sobre su enemigo, ya olvidado de él; tal en medio del piélago se ve blanquear a lo lejos una ola e irse acercando a la playa, donde como una montaña se desploma y estalla con estrépito entre las peñas; hierve arremolinado el fondo de las aguas y arroja a la superficie negras arenas.

De esta suerte, en la tierra todos los linajes de los hombres y de las fieras, y todos los ganados, y los habitantes del mar y las pintadas aves, todos se precipitan ciegos en las ardientes furias del amor; el amor es el mismo en todos. En ningún otro tiempo vaga mas rabiosa por los campos la leona, olvidada de sus cachorros; en ninguno siembran mayores ruinas y estragos por los campos los informes osos; entonces anda furioso el jabalí; entonces más que nunca es de temer el tigre. ¡Ay del que atraviesa entonces los desiertos de la Libia! ¿No observas cómo se estremecen de pies a cabeza los caballos con solo que el viento les traiga el conocido olor de las yeguas? Y entonces no bastan a contenerlos ni el freno del jinete, ni el cruel azote, ni los peñascos, ni los derrumbaderos, ni los opuestos ríos que arrastran en su raudal descuajados cerros; hasta el cerdo sabélico se precipita y aguza los colmillos, escarba la tierra con los pies, restriega el lomo contra los árboles y aquí y allí aveza su cuerpo a las heridas. ¿De qué no es capaz el mancebo en cuyos huesos ha infundido su fuego un vehemente amor? Solo, en una noche oscura, cruza a nado el golfo revuelto por deshechas borrascas; encima de su cabeza truena la inmensa bóveda del cielo, y braman los mares, estrellándose en las peñas; y ni todo esto, ni los ruegos de sus afligidos padres, ni los de la virgen cuya miserable muerte ha de seguir a la suya, alcanzan que retroceda.

¿Qué no acometen, en sus ciegos ardores, los manchados linces de Baco, y la casta cruel de los lobos y los perros? ¿Qué batallas no mueven entre sí los tímidos ciervos? Pero en esta furia del amor no tienen igual las yeguas; la misma Venus les infundió su espíritu en aquel tiempo en que las cuadrigas de Potnia despedazaron a dentelladas los miembros de Glauco. El amor las arrastra a transponer el Gárgara y la estruendosa corriente del Ascanio; trepan por los montes y cruzan los ríos a nado. Cuando invade sus ávidas medulas el fuego del amor, sobre todo en primavera (que es la estación en que vuelve el calor a los huesos), súbense a las altas rocas, y allí se están, vueltas del lado de donde sopla el céfiro, aspirando las sutiles auras, y muchas veces, ¡oh maravilla!, sin otro ayuntamiento alguno, las fecunda el viento solo. Entonces se dispersan desatentadas por los peñascales y las profundas cañadas, no hacia los sitios de donde vienes, ¡oh Euro!, ni hacia donde nace el sol, ni a la parte de donde soplan el Bóreas y el Cauro, o el negro Austro, que entristece el cielo con lluviosos fríos. Entonces es cuando destilan del útero el espeso veneno a que los pastores dan el nombre de hipomanes, el cual suelen recoger las malditas madrastras para mezclarlo con hierbas y conjuros. Pero mientras, embebecidos con el amor, divagamos de esta suerte, el tiempo huye, huye para no volver. Basta ya de los ganados mayores; falta tratar otra parte de nuestro asunto, cual es el ganado lanar y las cerdosas cabras. Mucha faena es su crianza para vosotros, ¡oh robustos labradores!, pero de ella debéis esperar gran prez. No se me oculta cuán difícil empresa es tratar en alto estilo de estas cosas tan humildes y darles poético atavío; pero una dulce afición me arrastra a las desiertas cimas del Parnaso; pláceme ir a los collados donde nadie hasta ahora ha estampado sus pisadas por aquellas apacibles laderas que bajan a la Castalia fuente. Ahora, ¡oh venerada Pales!, ahora es tiempo de levantar la voz.

Lo primero es menester que las ovejas se alimenten con hierbas en los abrigados establos hasta que torne el frondoso verano, y echarles sobre el duro suelo mucha paja y haces de helecho para que el excesivo frío no dañe a las tiernas crías y les produzca sarna y repugnantes paperas. Después de esto, quiero que vayas a coger para tus cabras hojas de madroño y agua fresca del río, y que dispongas tus majadas al Mediodía, resguardadas de los vientos en invierno, hasta que a fin del año empieza el frío Acuario a desatarse en fecundas lluvias. No menores cuidados reclaman las cabras, ni es menos el provecho que dejan, por más que teñidos con la púrpura de Tiro, sean de gran valor los vellones milesios. No solo dan más crías, sino también mas leche; cuanto más sus exprimidas ubres llenan los espumantes cantarillos, en mayor abundancia manan de ellas blancos raudales. Fuera de esto, también se esquilan las blancas barbas del chivo nacido a orillas del Cinifo, y sus largas cerdas, que se aprovechan en los reales y de que se hacen ropas para los pobres marineros. En las selvas y en las cimas del Liceo pastan las espinosas zarzas y las matas que nacen en los lugares fragosos, y por sí solas se vuelven a los rediles, trayéndose sus cabritillos y tan cargadas de leche las ubres, que les cuesta trabajo pasar los umbrales. Ten, pues, sumo cuidado en preservarlas de las nieves y de los vientos fríos, tanto más cuanto ellas ninguno tienen de sí, y preveles pasto abundante, hierbas y ramas de árboles. Mientras esté el tiempo metido en nieblas, no les cierres tus pajares; mas cuando en alas de los céfiros torna el alegre verano, suelta a una y otra clase de ganado por los bosques y las vegas. Al primer albor de la mañana, apenas despunta la estrella Lucifer, salgamos a los frescos prados, mientras la escarcha blanquea todavía el césped y esmalta el rocío las tiernas hierbas, nunca más que entonces sabrosas para el ganado. Luego, cuando la cuarta hora trae la sed con sus ardores y las querellosas cigarras atruenan con su canto los matorrales, haz que lleven a tus ganados a abrevarse en los pozos o en los hondos estanques, de donde sale el agua corriente distribuida en canales de madera. Durante los recios calores de mediodía, busca algún valle sombrío, donde extienda desde el añoso tronco sus grandes ramas la robusta encina, consagrada a Júpiter, o donde cubran con su sagrada sombra la oscura floresta abundosas carrascas. Dales entonces nuevamente dulces aguas y déjalas pastar de nuevo hasta que se ponga el sol a la hora en que el frío Véspero templa el ambiente y la luna, ya velada de vapores, restaura los bosques y canta el alción en las riberas y el jilguerillo en las matas.

¿Para qué he de hablarte en mis versos de los pastores de la Libia y de sus dehesas y de sus es casas chozas? Muchas veces sucede que sus rebaños se están en los pastos todo el día y toda la noche, y durante un mes entero andan errantes por aquellos largos desiertos, sin hallar ninguna majada. ¡Tan dilatado es el espacio que tienen delante. Todo lo lleva consigo el ganadero africano, su vivienda, sus lares, sus armas, su perro de Amiclea y su aljaba cretense, no de otra suerte que el soldado romano, intrépido en las guerras por su patria, cuando se pone en marcha, abrumado bajo una excesiva carga y va a plantar sus reales delante de la desprevenida hueste enemiga.

No así entre los pueblos de la Escitia, donde está la laguna Meótides, donde el turbio Istro arrastra rojas arenas, y donde el Ródope dilata sus tortuosas sierras hasta el polo del Norte. Allí acostumbran encerrar en establos a los ganados, porque ni se ve hierba en los campos ni verdura en los árboles, antes la tierra informe yace sepultada bajo montones de nieve y hielo que se levantan a una altura de siete codos. Reina allí un perpetuo invierno; siempre soplan allí los fríos vientos Cauros: jamás el sol ahuyenta las pálidas sombras, ni cuando llega con sus caballos a lo más alto del firmamento, ni cuando precipita su carro en las rojas ondas del Océano. Cuájanse súbitos témpanos en las corrientes de los ríos y ya el agua sustenta en su superficie ferradas ruedas; hospitalaria antes para las naves, eslo ahora para los anchos carros.

Hasta los metales suelen rajarse con el rigor del frío; los vestidos se ponen rígidos sobre las carnes, hay que partir con hachas el helado vino, todas las lagunas se truecan en sólido hielo y las crespas barbas se erizan con duros carámbanos. Entre tanto no cesa un punto de nevar: perecen los ganados; entre montones de hielo se ven tendidos corpulentos bueyes; manadas enteras de ciervos quedan presas y entumecidas bajo las moles de nieve y apenas se les divisan por cima de ellas las puntas de las astas. No hay entonces que acosarlos con perros, ni con el engaño de rojas plumas; mientras forcejean en vano contra la montaña de nieve que los oprime, embístenlos de cerca los cazadores con chuzos, y luego que los han muerto en medio de dolorosos bramidos, se los cargan y llevan con grande algazara. Aquellas gentes pasan la vida ociosas y seguras en cuevas subterráneas, donde encienden grandes lumbradas con troncos enteros de robles y olmos; allí emplean la noche en jugar y beber alegremente en vez de vino, copas llenas de un licor hecho con levadura de cebada y manzanas agrias. Así vive libre de todo yugo en los climas hiperbóreos, vestida de rojizas pieles de animales, aquella raza de hombres, siempre azotada por el euro que sopla de los montes Rifeos.

Si atiendes sobre todo a las lanas, lo primero es apartar tus ganados de los matorrales espinosos, de los abrojos y lampazos; huye de los pastos demasiado sustanciosos y no elijas más que ovejas blancas de sedoso vellón; pero si tu morueco, aunque blanco, oculta bajo el húmedo paladar una lengua negra, deshazte de él, no sea que el vellón de su prole salga también con manchas negras, y busca otro en su lugar por toda la campiña, llena de ganados. Con una ofrenda de nevado vellón, es fama, ¡oh Luna! (si tal cosa puede creerse), que te cautivó Pan, dios de la Arcadia, llamándote a los frondosos bosques y tú no desairaste al que te llamaba.

Si quieres obtener buena leche, tú mismo con tu mano lleva a los pesebres cantueso y abundantes almeces y hierbas saladas; así las ovejas beben con más gana y se les llenan mas las ubres, y así también saca su leche el oculto sabor de la sal. Muchos hay que no dejan a los cabritos ya crecidos acercarse a las madres y les sujetan las tiernas bocas con bozales de alambre. Cuajan a la noche la leche que ordeñan al amanecer o durante el día, y la que ordeñan a la noche o por la tarde la llevan a vender al alba los pastores a la ciudad en canastillos de mimbres o bien la salan un poco y la conservan para el invierno.

No dejes para lo último el cuidado de los perros, antes cría juntamente con pingüe suero los cachorros corredores de Esparta y el fiero mastín moloso; con tales guardas nunca tendrás que temer en tus majadas al ladrón nocturno, ni las incursiones de los lobos, ni que te cojan desprevenido los errantes iberos. También a veces podrás a la carrera perseguir a los tímidos onagros y cazar liebres y gamos con perros: muchas veces también con sus ladridos sacarás a los jabalíes de sus agrestes guaridas, y acosando con vocerío por los montes al corpulento ciervo, le obligarás a caer en tus redes. Acostúmbrate a quemar en tus establos el oloroso cedro y a ahuyentar a las dañinas culebras con el vapor del gálvano. Con frecuencia la víbora, cuyo contacto es tan peligroso, se esconde debajo de los no removidos pesebres, huyendo de la luz, que la asusta; o bien sucede que la culebra, peste cruel del ganado mayor, al cual inficiona con su veneno, acostumbrada a la sombra y a vivir bajo techado, anida en el suelo de las majadas. Entonces, pastor, coge una piedra, coge un palo y descarga recio sobre ella, aunque más se empine amenazándote e hinche su cuello con silbidos. Ya en su fuga ha escondido en tierra la tímida cabeza y todavía se desarrollan las roscas del medio de su cuerpo y las de la cola; la última se va aún arrastrando lentamente. Abunda en los bosques de la Calabria aquella terrible serpiente que, erguida sobre el pecho, revuelve la escamosa espalda y el largo vientre, manchado con grandes pintas, la cual, mientras corren los ríos, mientras la húmeda primavera y los lluviosos austros remojan la tierra, habita en los estanques y en las orillas de los ríos, donde llena su negro e insaciable buche de peces y de parleras ranas. Luego que se secan las lagunas y que la tierra se raja con el calor, sale a seco, y revolviendo los inflamados ojos, asuela los campos, rabiosa con la sed y el ardor que la devora. No seré yo quien vaya a disfrutar en aquellos sitios un apacible sueño a cielo raso ni me tenderé boca arriba sobre la hierba del bosque cuando, mudada la piel y vestida de juventud, se arrastra aquella serpiente por el suelo y dejando en el nido a su cría o sus huevos se empina mirando al sol y vibrando en la boca la trisulca lengua.

También te enseñaré las causas y las señales de las dolencias que aquejan a los ganados. La repugnante sarna inficiona a las ovejas cuando las penetran hasta lo vivo las frías lluvias y las nieblas erizadas de blancas escarchas, o cuando, recién esquiladas, se les cuaja el sudor en el cuerpo, o bien cuando las desuellan los punzantes zarzales. En tales casos, los mayorales llevan a todo el rebaño a bañarse en los dulces ríos; el carnero, metido en el sitio más hondo, sumerge sus vellones en las aguas y se deja llevar por la corriente, o bien, después de esquilado, le restregan el cuerpo con una mezcla de amargo alpechín, almárgata, azufre vivo, pez del monte Ideo, cera muy crasa, cebolla albarrana, peligroso eléboro y negro betún; pero el remedio más eficaz para estos males es sajar con un cuchillo las prominencias de las úlceras. El vicio de la sangre con estar encubierto se aumenta y encona mientras el pastor no acude a curar las llagas de sus reses y se está sentado pidiendo a los dioses que se las sanen. Y aún aprovecha más, cuando un profundo y acerbo dolor se les mete en los huesos y una ardiente calentura les consume los miembros, dar salida al fuego interno que las abrasa sangrándolas de los pies. Tal es la costumbre de los bisaltas y de los fieros gelonos cuando van fugitivos por el Ródope y por los desiertos de los getas, y beben leche coagulada con sangre de caballo.

Cuando vieres a alguna de tus ovejas o desviarse a menudo de las demás buscando la sombra, o pacer con desgana las puntas de las hierbas, y seguir la ultima al rebaño, o tenderse mientras están pastando las otras, o volver sola al redil ya entrada la noche, ataja al punto el daño con el hierro antes de que cunda el cruel contagio por todo el ganado, incapaz de precaverse. No son tan frecuentes las borrascas que revuelven y alborotan los mares como las enfermedades a que están sujetos los ganados, ni éstas atacan a las reses una a una, sino que invaden de repente dehesas enteras, lo mismo a las tiernas crías, esperanza de la grey, que a los padres y a todo el ganado. Sube si no a los enhiestos Alpes y a los castillos nóricos que se levantan en sus cumbres y a los campos japidios, que riega el Timavo, y aun hoy todavía, al cabo de tanto tiempo, verás desiertas las moradas de los pastores y despoblados en contorno aquellos dilatados bosques. Allí, con la corrupción del aire, se originó en otro tiempo una miserable pestilencia, exacerbada con los excesivos calores del otoño, que hizo perecer todos los ganados, todas las fieras e inficionó las aguas y envenenó los pastos. No todos los animales morían de una misma enfermedad: a unos, abrasadas sus venas por una ardiente sed, se les encogían los miserables miembros, de los cuales les manaba un licor corrosivo que poco a poco les iba carcomiendo los huesos reblandecidos por la peste. Muchas veces sucedió, puesta ya la víctima en el altar para ser sacrificada en honor de los dioses, y mientras le estaban ciñendo las cándidas vendas de lana y las guirnaldas, caer muerta en medio de los sacerdotes, demasiado lentos en herirla; o bien, si el sacrificador se adelantaba a clavarle el cuchillo antes de tiempo, no ardían las entrañas colocadas en los altares ni servían al adivino consultado para dar presagios. Apenas quedaban ensangrentados los cuchillos del sacrificio; solo unas pocas gotas de sangre corrompida llegaban a humedecer la tierra. Por dondequiera los becerros caían muertos en los abundosos pastos y exhalaban el dulce aliento vital al lado de los pesebres llenos. Y sobrevino la rabia a los cariñosos perros; una fatigosa tos ponía convulsos a los apestados cerdos y oprimía sus hinchadas gargantas. Póstrase también el bizarro caballo, olvidado de sus nobles ejercicios y de los pastos, y huye de las fuentes, y cada instante escarba la tierra con el casco, trae las orejas bajas y un sudor sin causa conocida cubre su cuerpo; sudor frío que precede de cerca a la muerte; la piel se le pone seca y dura y resistente al tacto. Éstas son las señales de muerte que dan desde los primeros días; mas cuando empieza a encrudecer la peste, entonces se les arden los ojos; exhalan de lo más hondo del pecho el aliento, intercalado con sordos gemidos; dilátanseles los ijares con recios sollozos; una sangre negra les mana de la nariz y la seca y rígida lengua les oprime las hinchadas fauces. Entonces pareció provechoso echarles vino en la boca con un cuerno, como el solo remedio posible, pero esto mismo les aceleraba la muerte; reanimados un momento, ardían en mayor furia que antes y morían despedazándose a sí mismos con los dientes. Dad, ¡oh dioses!, mejor fortuna a los buenos y reservad esos tormentos a nuestros enemigos. Y he aquí que, respirando fuego bajo la dura reja, se deja caer el toro vomitando espumosa sangre y da las últimas boqueadas, con lo que se retira del campo el angustiado labrador, desuncido ya el otro toro, pesaroso de la muerte de su compañero, y deja hincado en el surco el arado a la mitad de su tarea. Nada ya basta a alegrar a los toros, ni las sombras de los altos bosques, ni los herbosos prados, ni los ríos que entre peñascos se precipitan a la llanura, más tersos que el ámbar; se les descarnan los lomos, un inerte estupor pesa sobre sus ojos y su cerviz se doblega hacia el suelo por su propio peso. ¿Qué les valen sus trabajos ni los beneficios que les debemos? ¿Qué el haber revuelto con la reja las duras tierras? Pues a fe que no causaron su mal los másicos dones de Baco ni las mesas copiosamente servidas; hojas de los árboles y humildes hierbas son su sustento; su bebida, las líquidas fuentes y las aguas de los ríos batidas entre guijas, ni les quebrantan cuidados el saludable sueño.

Es fama que habiéndose por entonces buscado vanamente en aquellas comarcas bueyes para llevar ofrendas a Juno, hubo que conducirlas en un carro tirado por dos búfalos desiguales. Viose así a los hombres reducidos a arar la tierra con la azada y a hacer la siembra con sus propias uñas y a uncirse resignados a los rechinantes carros para arrastrar los por los altos montes. No tiende ya el lobo sus asechanzas alrededor de las majadas ni ronda por las noches los rebaños; otro afán más acerbo doma sus feroces instintos. Ya los tímidos gamos y los ciervos corredores andan mezclados con los perros y por en medio de las alquerías; ya las olas arrojan a la playa, como cuerpos náufragos, toda clase de peces, hijos del inmenso mar; huyen las focas por los ríos desconocidos para ellas; hasta la víbora muere en sus tortuosas cavidades, que no bastan a defenderla, y también la hidra, atónita entre sus erizadas escamas. Para las mismas aves es mortal el aire, y desplomadas desde las altas nubes, pierden la vida.

A más de esto, de nada aprovecha ya mudar los pastos a los ganados, antes les dañan los mismos remedios que se emplean; danse por vencidos los maestros de la ciencia Quirón, hijo de Filira, y Melampo, hijo de Amitaón. La pálida Tisifone, vomitada de las tinieblas estigias, ejerce sus estragos a la luz del sol, y empujando delante de sí a las enfermedades y al miedo, de día en día levanta más altiva su insaciable cabeza. En las secas orillas de los ríos y en los enhiestos collados resuenan el continuo balar de las ovejas y los bramidos de los toros; manadas enteras mueren de la peste, y hasta en los mismos establos se hacinan los cadáveres destrozados con la horrible infección, hasta que se hace forzoso cubrirlos de tierra y sepultarlos en hoyas, porque ni sus pieles pueden servir para nada, ni hay medio de desinficionar sus carnes ni con agua ni con fuego, ni siquiera es dable aprovechar sus vellones, carcomidos por la podredumbre, ni aun tocar con la mano aquellas lanas corrompidas. Si alguno probaba a vestirse con aquellos repugnantes despojos, al punto se le cubría el cuerpo de ardientes postillas y de un sudor pestífero, y al poco tiempo un misterioso fuego devoraba sus apestados miembros.

Libro IV

Trata este libro únicamente de la cría de las abejas, de sus costumbres y modo de vivir en maravillosa sociedad, de sus batallas y de las enfermedades a que están sujetas, y por último, de los medios que se emplean para reparar los enjambres, con cuya ocasión refiere la bellísima fábula de Aristeo, a que se enlaza la de los amores y trágico fin de Orfeo y Eurídice.


Ahora voy a proseguir cantando el celestial donde la aérea miel. Atiende también, ¡oh Mecenas!, a esta parte de mi obra, en que diré asombrosos espectáculos de cosas pequeñas, magnánimos caudillos, y referiré por su orden las costumbres, los afanes de todo un linaje de seres, sus especies, sus batallas. De poco momento es la empresa, mas no la gloria que me resultará de ella, si a alguno se la consienten los númenes adversos y me oye el invocado Apolo.

Lo primero es buscar un lugar acomodado para las abejas, en que ni penetren los vientos (porque los vientos les impiden llevar el sustento a la colmena) ni vayan las ovejas y los retozones cabritillos a pisotear las flores, ni la becerra errante por los prados sacuda el rocío de las lozanas hierbas y las tronche y marchite. Lejos estén también de las abundosas colmenas los jaspeados lagartos, los abejarucos y los otros pájaros, y Progne, señalada en el pecho por sus propias ensangrentadas manos, pues talan cuanto los rodea, y a las mismas abejas cuando van volando se las llevan en el pico para servir de sabroso pasto a sus crueles nidadas. Mas haya allí cristalinas fuentes y estanques cubiertos de musgo y un arroyuelo que se deslice entre la hierba, y haga sombra al colmenar una palma o un corpulento acebuche para que cuando a la primavera de su nacimiento los nuevos reyes saquen nuevos enjambres y salgan de los panales revoloteando las tiernas crías, las brinde a guarecerse del calor la cercana orilla, y frontero el árbol les prevenga frondoso hospedaje. Ya esté estancada, ya sea corriente el agua, echa sobre ella ramas de sauce atravesadas y grandes piedras, a fin de que puedan posarse en aquellos continuos puentes y abrir sus alas al estivo sol, bien cuando rezaga das las dispersa el euro, bien cuando las precipita en las aguas. Florezcan en contorno las verdes alhucemas, el oloroso serpol y gran copia de muy fragante ajedrea; abunden también allí las violetas con el mucho riego. En cuanto a las colmenas, ya las formes de cortezas labradas, ya de flexibles mimbres entretejidos, disponles angostas piqueras, porque el invierno con sus fríos endurece la miel y el gran calor la derrite. Ambos extremos son igualmente temibles para las abejas; no en vano tapan ellas en sus moradas con cera todas las rendijas, rellenando cualquier abertura con zumo de liquen y flores, para lo cual también recogen y guardan una liga más tenaz que la goma y la pez del frigio Ida. Muchas veces, si no miente la fama, establecen su vivienda en hoyos bajo de tierra, y aun algunas se han hallado en las hondas grietas de las peñas y en las cavidades de los carcomidos troncos. Tú, empero, baña por fuera de blando barro las porosas colmenas y extiende por cima algunas pocas ramas; no consientas que cerca de ellas haya ningún tejo ni que allí cuezan a la lumbre rojos cangrejos; guárdalas también de las hondas lagunas y de los sitios en que trasciende el cieno, y de aquellos en que resuenan las cóncavas peñas batidas del viento y expiden una adulterada semejanza de la voz.

Réstame añadir que tan luego como el dorado sol impele al invierno a la opuesta parte de la tierra y abre los cielos con su luz estiva empiezan las abejas a discurrir por el monte y las selvas, donde chupan las purpúreas flores y liban ligeras la superficie de las aguas. Con esto, regocijadas por no se cuál dulcedumbre, se dan a cuidar amorosamente su prole y sus celdillas; con esto labran artificiosamente la blanda cera y forman la consistente miel. Cuando en verano vieres un enjambre recién salido de su colmena, que surcando el sereno éter se levanta al firmamento, y te maravilles de cómo se mece en las auras formando una densa nube, obsérvalo bien; siempre las abejas van a buscar aguas dulces y frondosas moradas; entonces, lo que debes hacer es desparramar por el sitio a que se dirigen las hierbas cuyo sabor apetecen, la melisa majada y la grama común de cerinto, y a más haz alrededor ruido de metales y bate los címbalos de la madre Cibeles. Ellas de por sí acudirán al sitio que de esta suerte les hayas aderezado; ellas por su propio instinto irán a albergarse en lo interior de las colmenas.

Mas si su salida fuere para darse batalla (pues muchas veces acontece suscitarse discordia con grande ímpetu entre dos reyes en un enjambre), al punto te lo harán conocer la efervescencia de la muchedumbre y sus guerreros ademanes; el estrépito marcial de una especie de ronco bronce aguija a las morosas, y se oye una voz que imita los quebrantados sonidos de las trompetas. Entonces se agrupan en tumulto, despliegan sus brillantes alas, afilan sus aguijones y aprestan los brazos a la lid, y apiñándose en derredor de su rey, junto a sus mismos reales, provocan al enemigo con grandes clamores. Así, no bien nacen para gozar de la serena primavera y de los dilatados campos, salen en tropel de sus colmenas; trábase la lid, zumba el alto éter, revuélvense unas con otras, formando un gran pelotón, de que muchas ruedan precipitadas. No cae más denso el granizo por el aire ni llueven en mayor número las bellotas de la vareada encina. Por en medio de sus huestes discurren los dos reyes con sus brillantes alas, abrigando en pequeño pecho ánimo grande, empeñados en no ceder hasta que el fiero vencedor obliga a estos o a aquellos a volver la espalda en la fuga. Todas estas iras y estas grandes batallas se sosiegan y acaban en un punto con solo tirar al aire un puñado de tierra.

Mas tan luego como hayas sacado de la lid a los dos caudillos, mata al que te hubiere parecido peor, a fin de que no dañe al enjambre aquella boca inútil, y deja que el mejor reine solo en la recién desocupada colmena. Es éste de un color encendido, salpicado de manchas de oro (pues los hay de dos especies); es también más hermoso y está cubierto de rutilantes escamas; el otro es feo y flojo y arrastra sin gloria un enorme vientre. Así como hay dos especies de reyes, así las hay también de abejas; unas son feas, del color de la tierra, que escupe la reseca boca del sediento caminante cubierto de polvo; las otras son muy hermosas y relucen como el oro; todo su cuerpo está salpicado de pintas iguales. Esta casta es la que más aprovecha, de esta obtendrás en determinada época del año dulce miel, y más que dulce, limpia y a propósito para corregir la aspereza del vino.

Cuando tus enjambres anden revoloteando sin concierto y como indecisos por el aire, y descuidados de los panales, desamparen las frías colmenas, impídeles que se distraigan en esos vanos solaces. No te costará mucho trabajo impedírselo; arranca las alas a los reyes; retenidos estos en la colmena, nadie será osado a remontar el vuelo ni a arrancar las enseñas de los reales. Cuida de que tus fragantes huertos atraigan a las abejas con sus purpúreas flores y de que vigilante Príapo, dios del Helesponto, las guarde de los ladrones y de los pájaros con su hoz de sauce. El que verdaderamente ponga empeño en criar enjambres, es preciso que por sí mismo plante todo en derredor de las colmenas tomillos y pinos traídos de los altos montes; es preciso que en esta dura faena se cuarteen sus manos y que él mismo por sí hinque en tierra las feraces plantas y las fecunde con abundosos riegos. A la verdad que si ya no fuese recogiendo velas, casi al fin de mis trabajos, y no me apremiase el afán de enderezar la proa a tierra, acaso cantaría el arte con que se cultivan y hermosean los fértiles huertos y diría los rosales de Pesto, que florecen dos veces al año; cómo las endibias se regocijan con las corrientes aguas que las riegan, cómo verdean las márgenes cubiertas de apio y cómo crece tortuoso entre la hierba el panzudo cohombro, ni callaría el narciso tardío en florecer, ni los tallos del flexible acanto, ni las pálidas hiedras, ni los mirtos amigos de las riberas. Acuérdome de haber visto, al pie de las altas torres de Obalia, cuyas rubias campiñas riega el negro Galeso, un anciano de Coricia que poseía unas pocas yugadas de un campo abandonado; campo que ni era fértil para pastos de vacadas o de ganado menor ni propicio para viñedo. Allí, sin embargo, cultivando entre los matorrales algunas hortalizas, rodeadas de blancos lirios, de verbenas y de sabrosa adormidera, considerábase igual en riquezas a los reyes, y al tornar a su casa por la noche, cubría su mesa de manjares no comprados. Él era el primero que cogía rosas en primavera y frutas en otoño, y cuando el triste invierno con sus fríos quebrantaba hasta las peñas y atajaba con sus carámbanos la corriente de las aguas, ya empezaba él a podar las ramas del blanco jacinto, motejando al verano de tardío y de perezosos a los céfiros. Sus colmenares eran los primeros que daban fecundos enjambres; él era el primero que sacaba de los exprimidos panales espumosa miel, porque criaba para sus abejas tilos y jugosos pinos; cuantas eran las flores de que se vestían sus árboles en primavera, tantos eran los sazonados frutos que cogía en otoño. Él sabía trasplantar en hileras los olmos ya crecidos, los perales ya duros, los espinos ya cargados de la ciruela injerta y los plátanos, ya bastante hojosos para dar sombra a los bebedores. Pero conozco que me salgo de los rigurosos límites de mi argumento; quédense estas cosas para que otros las celebren después de mí. Ahora voy a hablar de las propiedades de las abejas, que les infundió el mismo Júpiter en premio de haber sustentado a aquel rey del cielo en la cueva Dictea, atraídas por los canoros sones y los batidos címbalos de los Curetes. Las abejas son las únicas que tienen hijos comunes, que viven en sociedad y se rigen por admirables leyes; las únicas que tienen patria y penates fijos; las únicas que, previsoras del venidero invierno, trabajan en verano y previenen repuesto en el centro de sus colmenas. Unas proveen al preciso sustento, y en virtud de esta obligación, salen a trabajar al campo; otras, en lo interior de las colmenas, asientan los primeros cimientos de los panales con el zumo del narciso y el viscoso gluten de las cortezas, de donde suspenden la consistente cera; otras sacan las crías, esperanza de la especie; otras labran la pura miel y bañan con aquel líquido nectar las celdillas. Hay algunas a quienes toca en suerte guardar la piquera, en cuyo cuidado alternan con el de observar las lluvias y los nublados, o recibir la carga de las que llegan, o rechazar en ordenada hueste a la holgazana turba de los zánganos. Hierve la faena; la fragante miel exhala vivos aromas de tomillo. Como los cíclopes, cuando forjan rayos con derretido hierro, unos soplan las fraguas con fuelles de piel de toro, otros templan en las aguas de un lago el rechinante metal; gime el Etna con el estruendo de los martillados yunques. Ellos alternadamente y a compás levantan los brazos con poderoso empuje y con la recia tenaza voltean el amasado hierro; no de otra suerte, si es lícito comparar las cosas pequeñas con las grandes, una ingénita afición a poseer compele a las cecropias abejas a ejercer cada cual su oficio. A las de más edad corresponde el cuidado de la colmena, fortalecer los panales y fabricar las celdillas con artificio digno de Dédalo, tornan cansadas las más jóvenes, ya muy entrada la noche, cargados de tomillo los pies; las plantas de que indistintamente se apacientan son las flores del madroño y las de los verdes sauces, la casia, el amarillo azafrán, la untuosa tila y el morado jacinto. Uno es para todas el descanso, uno para todas el trabajo. A la mañana salen en tropel por la piquera y no paran ni un punto, y cuando a la tarde el véspero las inclina a dejar las florestas y sus pastos, vuelven a su colmena y atienden al reparo de sus cuerpos. Primero zumban y revolotean alrededor de la piquera; luego, recogidas en sus celdillas, están calladas toda la noche, y el necesario sueño se apodera de sus cansados miembros. Nunca se apartan mucho de la colmena cuando llueve ni fían en la serenidad del cielo cuando soplan los euros; antes, guarecidas por las paredes de su reducida ciudad, van a beber por allí cerca y solo se aventuran a breves correrías; a veces cogen chinitas, y a la manera que se lastran las barcas batidas por las olas, se sostienen con ellas en equilibrio sobre las vanas nieblas. Es cosa que maravilla en las abejas, que ni son dadas al amoroso ayuntamiento, ni con él debilitan sus cuerpos, ni paren con esfuerzo; antes con la boca ellas mismas sacan de las hojas y de las suaves hierbas sus hijuelos, y de esta suerte, sin ajeno auxilio, se proveen de su rey y de sus diminutos ciudadanos y reconstruyen sus celdillas y su imperio de cera. Muchas veces les acontece en sus excursiones romperse las alas contra las duras peñas y sucumbir de grado bajo el peso de su carga; ¡a tanto las mueve el cariño a las flores y la gloria de producir miel!

Así, aunque es breve el término de su vida (pues no pasa de siete años), su especie es inmortal y la fortuna de la colmena persevera muchos años, contándose en ella abuelos de abuelos. Además, ni el Egipto, ni la gran Lidia, ni los pueblos de los partos, ni la Media, que riega el Hidaspes, veneran tanto como ellas a sus reyes. Mientras les vive el rey están en perfecta concordia; una vez perdido, todo pacto queda roto y ellas mismas arrebatan su miel y destruyen los panales. Él vigila los trabajos; las abejas le admiran, le rodean zumbando y como agasajándole a porfía; a veces le levantan en hombros, le cubren con sus cuerpos en la guerra y tienen a gloria arrostrar la muerte por él.

Por estas señales y estos ejemplos han creído algunos que hay en las abejas como un reflejo de la divina mente y un espíritu celestial, por cuanto, estando difundido Dios por todas partes, en la tierra, en los espacios del mar y en el inmenso cielo, es fuerza que de él hayan tornado, al nacer, algún aliento vital todos los animales mayores y menores, y los hombres y todo el linaje de las fieras; a él han de volver, dicen, todos los seres animados después de disueltos, mas no para morir, sino para volar en vida a las estrellas y perpetuarse en el alto cielo.

Cuando te pareciere destapar la colmena, ya estrecha para su tesoro de guardada miel, rocíala primero con una bocanada de agua e introduce en ella con tu mano humo que ahuyente a las abejas. Dos veces al año se forman los panales, dos épocas hay en el año para hacer la cosecha: la una, cuando la pléyada Taigete descubre a la tierra su hermosa faz y rechaza con desdeñoso pie las aguas del Océano; la otra, cuando esa misma estrella, huyendo del lluvioso Piscis, baja ya más triste del cielo, en el invierno, a las ondas del mar. Son las abejas en extremo iracundas; cuando se las ofende, sus picaduras son venenosas, y dejando hincado en las venas el oculto aguijón, con la herida que hacen pierden la vida.

Si temes que el invierno ha de ser riguroso, no les quites toda la miel; déjales provisión para en adelante, y compadécete de sus quebrantados ánimos y de su miserable suerte. ¿Quién, en tal caso, titubeará en sahumar las colmenas con tomillo y quitarles la cera inútil? Pues muchas veces acontece que, escondido el lagarto, devora los panales, y que las celdillas se llenan de cucarachas enemigas de la luz, o bien el inútil zángano les roba a su sabor el sustento, o el fiero tábano las acomete con desiguales armas, o las daña de otra suerte la raza destructora de las polillas, o la araña, aborrecida de Minerva, suspende sus flojas redes delante de las piqueras. Cuanto más limpias se vean de tales enemigos, más se afanarán por restaurar las ruinas de su decaído linaje, y más llenarán sus celdillas, y con flores labrarán panales.

Mas si llegaren a enfermar (pues la vida de las abejas está sujeta a los mismos accidentes que la nuestra), por no dudosas señales podrás conocerlo. Las enfermas al momento mudan de color, horrible delgadez desfigura su aspecto; entonces sacan de las colmenas los cuerpos de las que ya no verán más la luz del día y les hacen tristes exequias. A veces se las ve suspendidas por los pies y trabadas entre sí junto a las piqueras, o bien se apiñan todas en lo interior de su cerrada vivienda, desfallecidas de hambre y entumecidas por el rigor del frío. Óyese a la sazón un rumor más sordo de lo acostumbrado y un continuado zumbar, semejante al del frío austro en las selvas, o al bramido de la mar revuelta con el flujo y reflujo de sus olas, o al violento crujir del fuego en los cerrados hornos. En tales casos, te aconsejo que sahumes tus colmenas con oloroso gálbano e introduzcas miel en ellas con canutos de caña, haciendo además todo lo posible con voces y ademanes por atraer a tus abejas enfermas hacia aquel usado alimento. También aprovecha mezclar con la miel zumo de agallas majadas, rosas secas, espeso arrope muy recocido, pasas psitias, tomillo ateniense y la fragante hierba centáurea. Hay también en los prados una flor a que los labradores han puesto el nombre de amelo, planta muy fácil de hallar, pues echa de un solo tallo multitud de ramas; la flor es de color de oro, pero debajo de las hojas, que en gran profusión se extienden en contorno, brilla el purpúreo matiz de la negra violeta. Muchas veces los altares de los dioses se decoran con guirnaldas de estas flores. Su sabor es desabrido; cógenla los pastores en los valles adonde llevan a pastar sus ganados y junto a las tortuosas corrientes del Mela. Haz cocer en vino generoso las raíces de esta planta y en llenos canastillos ponlas para alimento delante de las colmenas.

Mas, por si aconteciere que alguno perdiese de pronto todos sus enjambres sin quedarle casta de donde sacar nuevas crías, tiempo es ya de descubrirte el memorable invento del gran maestro de Arcadia, y de qué manera muchas veces ha producido abejas la sangre corrompida de los terneros muertos; voy a contar esta famosa historia, tomándola desde su primer origen. En aquella región donde los afortunados pueblos de Cánope Peleo cultivan los campos que riegan las aguas del Nilo, estancadas en ellos por frecuentes inundaciones, y dan la vuelta a sus heredades en pintadas falúas; hacia aquella parte por donde lindan con los persas, siempre ceñidos de la aljaba; allí donde fecunda al verde Egipto con sus negras arenas el río que baja desde el país de los atezados indios y se precipita en el mar por siete bocas, cífrase en esta invención el medio seguro de obtener abejas. Eligen primero un sitio estrecho y destinado a este solo uso; lo cubren con un tejado ligero y lo rodean de apretados tabiques, en los que abren cuatro ventanas a los cuatro vientos, por donde entre la luz oblicuamente. Búscase entonces un novillo de dos años, en cuya frente despunten ya dos corvas astas; a pesar de sus esfuerzos, se le quita el resuello, tapándole la nariz y la boca y matándole de esta suerte a golpes, se le difunden por el cuerpo las entrañas maceradas, quedándole la piel entera; así le dejan en la estancia cerrada, después de haber extendido debajo de su cuerpo pedazos de ramas, tomillo y alhucemas recién cortadas. Hácese esto en la estación en que empiezan los céfiros a agitar las olas, antes que se maticen las florestas con nuevos colores y suspenda su nido de las vigas la gárrula golondrina. Fermenta entre tanto en los tiernos huesos del novillo la tibia sangre, y de ella se ven brotar en maravillosa manera multitud de animalillos, primero faltos de pies; luego se revuelven unos con otros, haciendo ruido con las alas y probando cada vez más a levantarse por el aire sutil, hasta que al cabo arrancan a volar impetuosamente como aguacero de verano o como las saetas disparadas del arco cuando los ligeros partos acometen de improviso al enemigo.

¿Cuál dios, ¡oh Musas!, nos descubrió este gran secreto? ¿De dónde vino a los hombres este nuevo experimento?

El pastor Aristeo, huyendo de los vergeles que riega el Peneo, perdidas, según es fama, todas sus abejas por enfermedades y por hambre, sentose desolado junto a la fuente del sacro río, y entre muchos lamentos, dirigió a su madre estas palabras: "Madre mía Cirene, que moras en el fondo de esta corriente, ¿por qué, odioso a los Hados, me formaste de la preclara estirpe de los dioses, si es cierto, como dices, que el tímbreo Apolo es mi padre? ¿Adónde es ido el amor que me tenías? ¿Por qué me mandabas esperar un asiento en el cielo? He aquí que, siendo tú mi madre, tengo que abandonar hasta este mismo glorioso ejercicio de mi vida mortal, al que a costa de tantos afanes me avezaba la vigilante custodia de las mieses y de los ganados. Ea, pues, y tú misma con tus manos descuaja mis lozanas arboledas, lleva el enemigo incendio a mis majadas, destruye mis cosechas, quema mis sembrados, prevén la fuerte hacha para arrasar mis viñedos si tan enojosos te son mis títulos de gloria."

Oyó la madre estas palabras desde el fondo del profundo río, rodeada de sus ninfas Drinea, Xanto, Ligea, Filodoce, sueltas sobre los blancos cuellos las nítidas cabelleras, hilando vellones milesios retenidos de color de vidrio. Allí estaban también Nesea, Spio, Talía, Cimodoce, Cidipe y la rubia Lícoris; virgen aquella, esta había probado ya por primera vez los dolores de Lucina; y Clío y su hermana Béroe, hijas del Océano, ambas vestidas de oro y matizadas pieles; y Efira y Opis y Deyopea, hijas del lago Asia; y la veloz Aretusa, depuestas al fin sus saetas. En medio de ellas estaba Clímene recitando los inútiles celos de Vulcano, los ardides de Marte y sus dulces hurtos, y contando los innumerables amores de los dioses desde los tiempos del caos. Mientras, embelesadas con aquellos cantos, tuercen con los husos blandos copos; por segunda vez, los lamentos de Aristeo llegaron a oídos de su madre, y todas las Ninfas se quedaron suspensas en sus cristalinos asientos; pero, mas diligente que sus compañeras, sacó Aretusa por cima de las aguas su rubia cabeza, y mirando en torno, dijo de lejos: "No en vano, ¡oh Cirene, hermana mía! te sobrecogiste al oír aquellos tan grandes lamentos; tu propio hijo Aristeo, lo que más amas en el mundo, está llorando desconsolado junto a la corriente de nuestro padre Peneo, motejándote de cruel." Agitada de nuevos temores la madre al oír estas palabras: "Tráele, tráele pronto aquí con nosotras—exclamó—; derecho tiene a pisar los umbrales de los dioses"; y al mismo tiempo manda al profundo río que se desvíe para abrir paso al mancebo. Rodeáronle las ondas, aglomeradas a manera de monte, y recibiéndole en su vasto seno, le depositaron en el fondo del río. Iba el mancebo contemplando maravillado la morada de su madre y sus palacios cristalinos, los lagos encerrados en cavernas y las resonantes selvas; pasmado de aquel gran movimiento de las aguas, veía todos los ríos que corren por las diversas regiones de la dilatada tierra, el Faso y el Lico, y las fuentes de donde arrancan impetuosamente el profundo Enipeo y el padre Tíber, y aquellas de donde brotan los raudales del Anio y del Hípanis, que corre con estruendo entre peñascales, y el Caíco de Misia y el Erídano, que ostenta en su cabeza taurino dos cuernos de oro, y que es el río que con más violencia se precipita en el purpúreo mar por entre fértiles campiñas. Luego que llegó bajo los pendientes artesones de esponjosa piedra, con que estaba labrado el palacio de Cirene, y que ésta se hubo enterado de la vana aflicción de su hijo, empezaron las Ninfas, sus hermanas, a presentarle por su orden aguamanos y a traerle toallas de fino vellón, mientras otras cubren de manjares las mesas y llenan una y otra vez las copas; en tanto arden en los altares los inciensos panqueos. "Toma estas copas de vino meonio—dijo entonces Cirene a su hijo—; libémoslas en honor del Océano." Y al mismo tiempo dirige sus preces al Océano, padre de todas las cosas, y a las Ninfas sus hermanas, que guardan cien florestas, que guardan cien ríos. Tres veces roció con el líquido néctar la ardiente llama; tres veces la llama, un momento sofocada, rebotó hasta la alta techumbre. Confortado su espíritu con aquel presagio, dio principio en estos términos:

"En el fondo del mar Carpacio habita el cerúleo adivino Proteo, que recorre el inmenso piélago en un carro tirado por caballos marinos. Ahora está visitando los puertos de Ematia y Palene, su patria; nosotras las Ninfas, y el mismo anciano Nereo, le tenemos en gran veneración, porque sabe todas las cosas, las que son, las que han sido y las que han de ser. Así lo dispuso Neptuno, cuyos disformes rebaños y horribles focas apacienta en los abismos del mar. Lo primero que has de hacer, hijo mío, es apresarle con lazos para que te explique todo el origen de las enfermedades que padecen tus ganados y dé remedio para ella, porque, si no es por la fuerza, nada te enseñará ni esperes moverle a compasión con ruegos. Una vez cogido, sujétalo bien; así se quebrantarán al fin sus vanas artes. Yo misma, a la hora en que el sol inflama los ardores del mediodía, cuando las plantas desfallecen sedientas y es más grata la sombra al ganado, te conduciré al lugar repuesto donde acostumbra guarecerse el viejo, cansado de bregar con las ondas; así te será fácil acometerle dormido. Mas apenas hayas logrado asirle y amarrarle, se te mudará en varias especies y figuras de alimañas: ya de pronto se trocará en horrible jabalí o en fiero tigre, ya en escamoso dragón o en leona de roja cerviz, o producirá el áspero chirrido de la llama, y bajo esta forma, se saldrá de sus ligaduras o se te escurrirá de ellas convertido en sutiles aguas; pero cuantas veces más sean las figuras en que se te vaya mudando, tú, hijo mío, aprieta más y más sus prisiones, hasta que se torne tal cual le viste cuando empezaba a cerrar sus ojos el sueño."

Dice, y difunde un líquido olor de ambrosía, en que baña todo el cuerpo de su hijo, el cual exhala, con esto, de la bien peinada cabellera suaves aromas, y siente circular por todos sus miembros desusado vigor. Hay en la vertiente de un socavado monte una espaciosa caverna, donde, impelidas del viento, penetran de golpe abundantes olas y se dividen formando estrechos remansos; puerto segurísimo a veces para los marineros acosados de la tempestad y en el que suele encerrarse Proteo, resguardado detrás de un gran peñasco; allí la Ninfa colocó al mancebo en el sitio mas oscuro de la cueva, de modo que no le diera la luz; retirándose lejos ella rodeada de densas nieblas. Ya ardía el férvido sirio tostando a los sedientos indios, y el ígneo sol había devorado la mitad del espacio celeste. Yacían las plantas marchitas; secos los cauces de los ríos, los rayos del sol hacían hervir el barro de su hueco fondo requemado cuando Proteo se encaminaba desde las olas al acostumbrado retiro de su cueva; retozando en torno suyo los húmedos habitantes del vasto mar, esparcen a lo lejos un amargo rocío. Multitud de focas se tienden a dormir en la playa. Él, como suele el pastor en las montañas, a la hora en que el véspero llama a los ganados a recogerse de las dehesas a los rediles, y en que los balidos de los corderos aguzan el hambre de los lobos que los oyen, sentose en una peña en medio de su rebaño y empezó a contarle. Entonces Aristeo, aprovechando la ocasión, sin dar tiempo al viejo para entregar al sueño sus cansados miembros, arrójase sobre él con gran clamor, y ya tendido en el suelo, le sujeta las manos con esposas. No olvidado Proteo en tal trance de sus antiguas artes, se transforma en todo linaje de prodigios: ya en fuego, ya en espantosa alimaña, ya en corriente río; mas viendo que con ninguno de sus engaños halla la fuga, toma, vencido su primitiva forma, y habla finalmente así en figura de hombre: "¿Quién te ha mandado, temerario mancebo, venir a mi morada? ¿Que buscas aquí?" "Tú lo sabes, Proteo—respondió el mancebo—; bien lo sabes tú, pues que a ninguno es dado engañarte. Renuncia, pues, a resistirte; siguiendo los preceptos de los dioses, he venido a pedirte oráculos con que reparar mi perdida hacienda." No dijo más. Entonces, por fin, el vate, revolviendo con furia sus ardientes ojos, inflamados de verdinegro resplandor, lanzó un fiero bramido, y con estas palabras descubrió el secreto de los hados: "Un poderoso numen ejerce contra ti sus iras; expiando estás un gran delito; el desventurado Orfeo te suscita, con anuencia de los hados, estos trabajos, aun no tan graves como mereces, y venga cruelmente en ti el rapto de su esposa. Cuando la desdichada virgen condenada a morir huía de ti precipitadamente por las márgenes de los ríos, no vio entre la alta hierba, a sus pies, la hidra horrible que guardaba aquellas riberas. Los coros fraternales de las Dríadas llenaron con sus clamores las cumbres de los montes, lloraron las sierras Rodopeas, el alto Pangeo, la marcial tierra de Reso, los Getas, el Hebro y la ateniense Oritia. Él, consolando con la cítara su amorosa pena, a ti, solo a ti, dulce esposa, cantaba en la solitaria playa al rayar el día, al caer la noche; así llegó hasta las gargantas del Ténaro y las profundas bocas de Dite, y penetró hasta los negros y pavorosos bosques donde están los manes y el tremendo rey, y aquellos corazones que no saben ablandarse con humanos ruegos. Atraídas por sus cantos, iban saliendo de los abismos del Erebo las tenues sombras y los fantasmas de los muertos, tan numerosas como las aves que a bandadas se acogen entre las hojas de los árboles cuando la estrella de la tarde o la lluvia invernal las ahuyenta de los montes; madres, esposos, cuerpos exánimes de magnánimos héroes; niños, doncellas, mancebos arrojados en la hoguera funeral a la vista de sus padres, acudían así por entre el negro cieno y los disformes cañaverales del Cocito, retenidos y cercados por los nueve ramales en que se estancan las densas aguas de la odiosa laguna Estigia. Pasmáronse hasta el mismo averno y los hondos abismos del Leteo y las Euménides, crinadas de cerúleas serpientes; cesó en sus ladridos el trifauce Cerbero y se paró en el aire la rueda de Ixión. Ya se volvía Orfeo, esquivados estos peligros, y ya su recobrada Eurídice se encaminaba con él a las terrenas auras, siguiendo sus pisadas (pues con esta condición se la había devuelto Proserpina), cuando se apoderó del incauto amante un súbito frenesí, muy perdonable en verdad si supieran perdonar los espíritus infernales. Parose ya casi en los mismos límites de la tierra, y olvidado, ¡ay!, del pacto y vencido del amor, miró a su Eurídice; con esto fueron perdidos todos sus afanes y quedaron rotos los tratos del cruel tirano. Tres veces retumbaron con fragor los lagos del averno. Y ella: "¿Qué delirio, Orfeo mío—exclamó—; qué delirio me ha perdido, infeliz, y te ha perdido a ti? Ya por segunda vez me arrastran al abismo los crueles hados; ya el sueño de la muerte cubre mis llorosos ojos. ¡Adiós, adiós!, las profundas tinieblas que me rodean me arrastran consigo, mientras que, ya no tuya, ¡ay!, tiendo en vano hacia ti las débiles palmas." Dijo, y de pronto, cual leve humo impulsado por las auras, se desvaneció ante los ojos de su amante, que en vano pugnaba por asir la sombra fugitiva y decirle mil y mil cosas; no la volvió más a ver, ni el barquero del Orco consintió que otra vez pasase el mancebo la opuesta laguna. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir habiéndole sido por dos veces arrebatada su consorte? ¿Con qué llanto podría conmover a los dioses infernales, con qué palabras a los númenes celestes? En tanto Eurídice, yerta ya, iba bogando en la barca infernal por la laguna Estigia. Es fama que siete meses enteros pasó él llorando bajo una altísima peña a la margen del solitario Estrimón, y repitiendo sus desventuras en aquellas heladas cavernas, amansando a los tigres y arrastrando tras sí las selvas con sus cantos. No de otra suerte, la doliente Filomela lamenta entre las ramas de un álamo sus perdidos hijuelos, que, puesto en acecho, le robó del nido, implumes todavía, el despiadado labrador; llora ella toda la noche, y desde la rama en que se posa, repite sus lastimeros trinos, llenando los vecinos bosques con sus desoladas quejas. Así el mísero Orfeo: no hay ya amor, no hay ya himeneo que cautive su corazón; solo con su dolor recorría las heladas regiones hiperbóreas, el nevado Tanais y los campos del Rifeo, siempre cubiertos de escarchas, lamentando su arrebatada Eurídice y los vanos dones de Dite. Menospreciadas de él, por efecto de aquel tan grande amor, las mujeres de los Cicones despedazaron al mancebo en medio de los sacrificios de los dioses y de las nocturnas orgías de Baco y esparcieron sus miembros por los campos, y aun cuando ya el Hebro eagrio arrastraba entre sus ondas su cabeza, arrancada del alabastrino cuello, todavía su voz, todavía su helada lengua iba clamando con desfallecido aliento: ¡Oh Eurídice, oh mísera Eurídice!, y ¡Eurídice, Eurídice! repetían en toda su extensión las márgenes del río." Esto dijo Proteo, y de un salto se precipitó en el profundo mar, arremolinando con la cabeza, en su caída, las espumantes olas. Acudió entonces Cirene, y dirigiéndose a su atemorizado hijo:

"Ahuyenta del pecho—le dijo—tus tristes cuidados. Ya has oído los motivos de la peste que ha destruido tus ganados; por eso, las Ninfas, con quienes Eurídice entonaba coros en las profundas selvas, causaron la miserable destrucción de tus abejas. Tú ahora, suplicante, ve a llevarles ofrendas y a venerarlas implorando paz; las Napeas son fáciles de aplacar, y sin duda aceptarán tus votos y depondrán sus iras; mas antes quiero decirte en qué manera has de invocar su auxilio. Elige cuatro excelentes toros, los más hermosos entre todos los tuyos, que ahora están pastando en las cumbres del verde Liceo, y otras tantas novillas, cuya cerviz no haya aún tocado la coyunda; levanta en los altos templos de las diosas cuatro altares, degüella en ellos las víctimas y ofréceles su sangre en holocausto, dejando los cuerpos abandonados en la umbrosa floresta. Luego, cuando pasados nueve días empiece a rayar la aurora, ofrece en sacrificio a Orfeo adormideras Leteas, da culto a Eurídice, inmolando para aplacar sus manes una becerra; inmola también una oveja negra, y vuelve luego a la selva."

Cumplió al punto el mancebo los mandatos de su madre. Fue a los templos de las Ninfas, levantó los altares que le había prevenido y llevó a ellos cuatro hermosísimos toros y otras tantas novillas, cuya cerviz no había aún tocado la coyunda; luego, cuando al noveno día empezaba a rayar la aurora, ofreció el sacrificio a Orfeo y volvió a la selva.

Entonces, de pronto, contemplaron sus ojos una indecible maravilla: en todas aquellas entrañas corrompidas, en lo interior de todas aquellas reses muertas, zumban innumerables abejas, hierven en las rotas costillas y se remontan por el aire, formando inmensas nubes; luego van a posarse en la copa de un árbol y se suspenden como racimos de las flexibles ramas.

Estas cosas cantaba yo sobre el cultivo de los campos, de los ganados y de los árboles, mientras el gran Cesar esgrimía el rayo de la guerra en las orillas del hondo Éufrates, dictaba vencedor sus leyes a los pueblos domeñados y se abría el camino del Olimpo. Sustentábame por entonces en su regazo la dulce Parténope, a mí, Virgilio, que, dedicando la flor de mi juventud a oscuros solaces, forjé con la ufanía propia de los pocos años, versos pastoriles, y te canté, ¡oh Títiro!, tendido a la sombra de una frondosa haya.


Publicado el 23 de junio de 2018 por Edu Robsy.
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