Diccionario Filosófico

Voltaire


Diccionario, Filosofía


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KALENDAS. La fiesta de la Circuncisión que la Iglesia celebra el 1º de enero ha sustituido a otra que se llamaba fiesta de las kalendas, de los asnos, de los locos y de los inocentes, según los diversos lugares y días en que se celebraba. Lo más frecuente era celebrarlas los días de Navidad, Circuncisión o Epifanía.

En la catedral de Ruán tenía lugar el día de Navidad una procesión en la que los clérigos elegidos representaban a los profetas del Antiguo Testamento que vaticinaron el nacimiento del Mesías, y quizá diera nombre a esa fiesta el que apareciera en ella Balaán montado en una borrica, pero como el poema de Lactancio y el libro de las Promesas que se atribuye a san Próspero dicen que el buey y el asno reconocieron a Jesús en el establo, según un pasaje de Isaías (1), es más verosímil que de ese pasaje tomara el nombre de fiesta del asno.

(1) Isaías, cap. I, 3.

El jesuita Raynauld asevera que el día de San Esteban cantaban el himno latino del asno, conocido también por el himno de los locos, y que por San Juan cantaban otro que llamaban el himno del buey. En la biblioteca del Capítulo de Sems hay un manuscrito en pergamino en el que están representadas las ceremonias de la fiesta de los locos; el texto contiene la descripción y en él se encuentra el himno del asno, que lo cantaban con coros que imitaban de tiempo en tiempo, y a modo de estribillo, el rebuzno del asno. He aquí el extracto de la descripción de dicha fiesta.

En las iglesias catedrales fingían nombrar el arzobispo u obispo de los locos y esta elección se confirmaba haciendo toda clase de bufonerías, que servían para consagrarle. El elegido oficiaba pontificalmente y bendecía al pueblo, ante el que se presentaba con mitra y báculo. En las iglesias que dependían directamente de la Santa Sede elegían el papa de los locos, que oficiaba con todos los ornamentos del papado. Todo el clero asistía a oír la misa, unos curas vestidos de mujer, otros de bufones y algunos enmascarados de manera grotesca y ridícula. No sólo cantaban en el coro canciones licenciosas, sino que comían y jugaban a los dados en el altar, al lado del celebrante. Concluida la misa, corrían, saltaban y bailaban en la iglesia, cantando y profiriendo frases obscenas y haciendo posturas indecentes hasta quedarse en cueros; luego, hacían que los pasearan por las calles en carretas llenas de inmundicias que arrojaban al populacho que se arracimaba a su paso. Los laicos más libertinos se confundían con el clero y representaban algún personaje loco, ataviado con vestidura eclesiástica.

Esta fiesta se celebraba también en los cenobios de frailes y monjas, según atestigua Naude en la queja que dirigió a Gassendi en 1645; decía que en Antibes, en el convento de los franciscanos, ni el prior ni los religiosos iban al coro el día de los Inocentes. En ese día los hermanos legos ocupaban sus sitios y oficiaban revestidos con los ornamentos sacerdotales puestos del revés. También ponían del revés los libros y fingían leer, poniéndose antiparras que hacían con cortezas de naranja, murmurando palabras incoherentes, lanzando gritos y haciendo contorsiones extravagantes.

En los registros de San Esteban de Dijon, del año 1521, consta que los vicarios corrieron por las calles tocando pífanos, tambores y otros instrumentos, y llevando linternas precedían al primer chantre de los locos, que era el héroe de la fiesta. El Parlamento de dicha ciudad, por decreto del 19 de enero de 1552, prohibió la celebración de esta fiesta que ya habían condenado algunos Concilios, y sobre todo una carta circular del 12 de marzo de 1444 que la Universidad de París envió a todo el clero del reino. Dicha carta, inserta a continuación de Pierre Deblols, dice que esta fiesta pareció al clero tan bien pensada y cristiana que consideraba como excomulgados a quienes intentaban suprimirla, y el doctor de la Sorbona, Jean Deslyons, en su discurso contra el paganismo, refiere que un doctor en Teología sostuvo públicamente en Auxerre, a fines del siglo xv, que «la fiesta de los locos estaba tan autorizada por Dios como la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen, y que además era más antigua en la Iglesia».

L

LÁGRIMAS. Son el lenguaje mudo del dolor. Mas, ¿qué relación puede haber entre una idea triste y ese líquido salado que filtra por una pequeña glándula en el extremo externo del ojo, humedeciendo la conjuntiva y los pequeños puntos lagrimales, desde donde desciende hasta la nariz y la boca por el receptáculo que denominamos saco lagrimal y por sus conductos?

¿Por qué en los niños y mujeres, cuyos órganos tienen un tejido débil y delicado, el dolor excita con más facilidad las lágrimas que en los hombres, cuyo tejido es más fuerte?

Quizá la naturaleza quiso excitar en nosotros la compasión cuando vemos derramar lágrimas que nos enternecen, y movernos a prestar consuelo a los que las vierten. La mujer salvaje se apresura a auxiliar al niño que llora con tanta diligencia como la dama de corte, acaso con más cariño, porque está menos distraída y siente menos pasiones.

Es indudable que todo tiene su finalidad en el cuerpo humano. Los ojos, sobre todo, tienen relaciones matemáticas admirables y demostradas con los rayos de la luz; esta mecánica es tan divina que estoy tentado a creer que es un desvarío de la razón negar las causas finales de la estructura de nuestros ojos. El objetivo de las lágrimas no parece que tenga un fin tan determinado, pero es de loar que la naturaleza las haga fluir para movernos a compasión.

Atribuyen a algunas mujeres la facilidad de llorar cuando quieren, y no me sorprende que tengan ese don. La imaginación viva, sensible y tierna puede fijarse en alguna idea o recuerdo triste, y representárselo con colores tan intensos que consigan arrancarle lágrimas. Esto les sucede a muchos actores y principalmente a las actrices, en el teatro. Las mujeres que los imitan en su hogar unen a ese talento el fraude de aparentar que lloran por sus maridos cuando en realidad algunas lloran por sus amantes; entonces, sus lágrimas son sinceras, pero el motivo es falso.

Pero si es imposible llorar sin objeto, la risa se puede fingir. Es menester afectarse sensiblemente para obligar a la glándula lagrimal a que se comprima y esparza su líquido por la órbita del ojo; en cambio, basta que queramos para que aparezca la risa en nosotros.

Hay quienes se preguntan en qué consiste que el hombre que ve con ojos secos los hechos más atroces y que quizás haya cometido crímenes a sangre fría, llore en el teatro al presenciar la representación de esos hechos y esos crímenes. Consiste en no verlos con los mismos ojos, sino por los ojos del actor o autor; no es ya el mismo hombre. Era bárbaro, le agitaban pasiones furiosas cuando vio matar a una mujer, cuando se manchó con la sangre de un amigo, y vuelve a ser hombre presenciando el espectáculo. Ayer, pasiones tempestuosas agitaron su pecho; hoy está tranquilo y la naturaleza recobra en él sus derechos y le hace derramar lágrimas virtuosas. Este es el verdadero mérito y la acción saludable que producen las buenas obras en el teatro, bien saludable que nunca pueden proporcionar los deliquios retóricos del orador, pagado para que fastidie al auditorio durante una hora.

Así lo creía también Pope, cuando en el prólogo de la tragedia de Adisson, titulada Catón, dice:

Tyrants no more their savage nature kept;

And foes to virtue wonderet how they wept (1).

(1) Los perversos se asombraron de ver que se enternecían, el crimen despertó el remordimiento y los tiranos lloraron.

LAMPARONES O ESCRÓFULAS. También denominados tumores fríos, pese a que sean muy cáusticos, constituyen una de las enfermedades casi incurables que desfiguran la naturaleza humana por los dolores e infección que originan y que llevan a la muerte prematura. Antiguamente supusieron que esa enfermedad era un castigo del cielo porque no había poder humano que la curase (2). Quizás algunos frailes creyeron que los reyes, por serlo por la gracia de Dios, tenían poder para curar a los escrufulosos tocándolos con sus manos ungidas. ¿Por qué, pues, no atribuyeron ese poder a los emperadores, que gozan de una divinidad superior a los reyes? ¿Por qué no se lo concedieron a los papas, que se creían superiores a los emperadores? Hay motivo para sospechar que algún páter visionario de Normandía, con el fin de hacer respetable la usurpación de Guillermo el Bastardo, le concedió de parte de Dios el privilegio de curar las escrófulas con la yema del dedo.

(2) Véase el articulo Demoníacos.

Después de la época de Guillermo quedó establecida esa práctica. No podían conceder a los reyes de Inglaterra esa facultad milagrosa y negársela a los reyes de Francia, que eran sus soberanos feudales, y esto porque hubiera sido faltar al respeto debido a esas antiquísimas leyes. Por eso arranca ese derecho desde san Eduardo en Inglaterra y desde Clovis en Francia.

El único testimonio digno de fe que conservamos de la antigüedad de ese uso se encuentra en los escritos que en favor de la casa de Lancaster compuso el caballero John Fortescue en tiempos de Enrique VI, que en la cuna reconocieron rey de Francia en París; más tarde quedó reconocido rey de Inglaterra y luego perdió los dos reinos. John Fortescue, gran canciller de Inglaterra, asegura que desde tiempo inmemorial los reyes de Inglaterra estaban facultados para tocar a las gentes del pueblo aquejadas de escrófulas. No se ve, sin embargo, que esta prerrogativa hiciera más sagradas sus personas en las guerras de la Rosa roja y la Rosa blanca. Las reinas consortes no podían curar las escrófulas porque no ungían sus manos como los reyes; en cambio, Isabel, que reinaba por derecho propio y estaba ungida, las curaba sin dificultad.

Cuando el rey Jacobo II de Inglaterra fue acompañado por segunda vez desde Rochester Whitehall, le propusieron que hiciera uno de esos actos peculiares a la monarquía, concretamente tocar las escrófulas, pero nadie se presentó a curarse. Entonces fue a ejercer esa prerrogativa en Francia y en Saint Germain tocó a algunos irlandeses. Su hija María, el rey Guillermo, la reina Ana y los reyes de la casa de Brunswick, no curaron a nadie. Esa mojiganga sagrada pasó en cuanto cundió la ilustración en el mundo.

LENGUAS. Dícese que los hindúes empiezan casi todos sus libros con estas palabras: Bendito sea el inventor de la escritura. También nosotros podríamos empezar este artículo bendiciendo al autor del lenguaje.

Al ocuparnos del alfabeto dijimos que nunca ha existido ninguna lengua primitiva de la que deriven todas las demás. La voz Al o El, que significaba Dios en los pueblos orientales, no tiene ninguna relación con el vocablo Gott, que quiere decir Dios en Alemania. Housse y huis son palabras que no pueden derivar de la griega damos, que significa casa.

Nuestras madres, y las lenguas que denominamos madres, se parecen mucho. Unas y otras tienen hijos que se casan en los países inmediatos sin que alteren el lenguaje ni las costumbres. Esas madres tienen otras madres, de las que los genealogistas no pueden desentrañar el origen. El mundo está lleno de familias que se disputan el abolengo de su linaje sin saber de dónde provienen.

Es sabido que los niños nacen con el espíritu de imitación, si no les dijéramos nada nunca hablarían, no harían más que gritar. En casi todos los países conocidos empezamos por enseñarles las palabras mamá, papá u otras similares, fáciles de pronunciar, y ellos las repiten. Los que quieran saber la palabra equivalente a nuestro papá en japonés, tártaro, en el lenguaje autóctono del Kamchatka y en el de la bahía de Hudson, que viajen por esos países y después nos la enseñen.

Un misionero llamado Sagart Theodad, que estuvo predicando durante treinta años a los iroqueses, algonquines y hurones, publicó un pequeño diccionario hurón editado en París en 1632. Esa obra será poco útil para Francia después que nos hemos descargado del peso del Canadá. Dice el mencionado autor que, en hurón, padre se llama aystan y en canadiense notoui; hay bastante diferencia entre ambas palabras y pater o papá. No debe hacerse caso de sistemas.

Genio de las lenguas. Se llama genio de una lengua a su aptitud para decir del modo más conciso y armonioso lo que las demás lenguas no pueden expresar tan bien.

El latín, pongo por caso, es más idóneo para escribir en las lápidas que las lenguas modernas, por sus verbos irregulares que alargan una inscripción y la enervan. El griego, por su mezcla melodiosa de vocales y consonantes, es más a propósito para la música que el alemán y el holandés. El italiano, por tener muchas vocales dobles, sirve mejor para la música delicada. El latín y el griego, por su riqueza y las características apuntadas, son más a propósito para la poesía que las demás lenguas del mundo. El francés, por la marcha natural de sus construcciones y su prosodia, es más a propósito que ningún otro para la conversación. Los extranjeros entienden con más facilidad los libros franceses que los libros de las demás naciones, y hallan en las obras filosóficas francesas una claridad de estilo que no encuentran en obras de otros pueblos. Esto es lo que dio preferencia al francés sobre el italiano, que por las obras inmortales que produjo en el siglo xv estuvo en situación de dominar en Europa.

Con todo, no existe ninguna lengua completa, ninguna que exprese todas nuestras ideas y sensaciones, toda vez que los matices de unas y de otras son imperceptibles y numerosos. Nadie es capaz de dar a conocer con exactitud el grado de sentimiento que representa; por ejemplo, nos vemos obligados a designar con la voz general de amor y de odio mil amores y mil odios diferentes unos de otros, e igual nos sucede si tratamos de manifestar nuestros dolores y alegrías. Por eso todas las lenguas son imperfectas como nosotros. Y por lo mismo se fueron formando sucesivamente y por grados, conforme a las exigencias de nuestras necesidades. El instinto común a todos los hombres es el que hizo las primeras gramáticas sin apercibirnos de ello. Los lapones y los negros, igual que los griegos, necesitaron expresar el pasado, el presente y el futuro, y lo hicieron, pero como nunca reunieron una asamblea de lógicos para formar una lengua, ninguna consiguió adecuarse a un plan regular.

En todos los idiomas, las palabras son necesariamente la imagen de las sensaciones. Los hombres nunca han podido expresar más de lo que sentían. Por lo tanto, todo se ha convertido en metáfora, y en todas partes donde el alma se ilumina, el corazón arde y el espíritu ve, el hombre compone, une, divide, se equivoca, se corrige y se extravía.

Todas las naciones están de acuerdo en llamar soplo, espíritu, alma al entendimiento humano, del que conocen los efectos sin verlo, después de haber llamado viento, soplo y espíritu a la agilidad del aire, que tampoco han visto. En todos los pueblos, el infinito fue la negación de lo finito y la inmensidad la negación de la medida.

Es evidente que nuestros cinco sentidos son los que han producido todos los idiomas, al igual que han producido nuestras ideas. Las lenguas menos imperfectas pueden parangonarse con las leyes, en que las que tienen menos de arbitrario son las mejores. Las lenguas más completas son las de los pueblos que más se han dedicado a las artes y a la sociedad. Por eso la lengua hebrea debió ser una de las lenguas más pobres como el pueblo que la habló. ¿Cómo podían tener los hebreos en su idioma términos marítimos, si antes de la época de Salomón carecían de barcos? ¿Cómo podían tener terminología filosófica si vivían en la más profunda ignorancia hasta que empezaron a aprender algo en su cautividad en Babilonia? La lengua de los fenicios, de la que los hebreos sacaron su jerga, debió ser muy superior porque fue el idioma de un pueblo industrioso, comercial y próspero, esparcido por todo el mundo.

La lengua más antigua de las conocidas debe ser la de la nación que primeramente constituyó sociedad, la del pueblo menos sojuzgado o que, habiéndolo sido, ilustró a sus conquistadores. Ateniéndonos a esta regla, podemos inferir que el chino y el árabe fueron las lenguas más antiguas de las que se hablan actualmente.

No ha habido ninguna lengua madre. Las naciones limítrofes se han prestado sus palabras unas a otras, aunque hemos convenido en llamar lengua madre a aquellas de las que han derivado algunos idiomas. Por ejemplo, el latín es lengua madre del italiano, español y francés, pero ella tiene su origen en el toscano, y éste deriva del celta y griego.

El más hermoso de los idiomas debe ser el que, a la vez, es más completo, más sonoro, más variado en sus giros y más regular en su cadencia, el que tiene más palabras compuestas, el que con su prosodia expresa mejor los movimientos lentos o impetuosos del alma y el más parecido a la música.

El griego reúne todas esas características: carece de la rudeza del latín, en cuya lengua abundan las palabras que terminan en um, ur y us, tiene el empaque del español y toda la dulzura del italiano, aventaja a todas las lenguas vivas del orbe en la expresión musical, que le dan las sílabas largas y breves y el número y variedad de sus acentos. Desfigurado y todo, como hoy se habla en Grecia, puede estimarse todavía como el más hermoso lenguaje del mundo.

Ahora bien, el mejor idioma no puede extenderse por todas partes cuando el pueblo que lo habla vive sojuzgado, es poco numeroso, no comercia con otras naciones y los países cultivan sus propias lenguas; por eso el idioma griego está menos extendido que el árabe y el turco.

Insisto en que el francés debe ser el idioma más generalizado de Europa porque es el más idóneo para la conversación: tomó su carácter del pueblo que lo habla. Los franceses, desde hace unos ciento cincuenta años forman la nación que mejor conoció la sociedad y donde las mujeres fueron libres y hasta soberanas cuando aún eran esclavas en todas partes. La sintaxis de esta lengua, que siempre es uniforme y no admite inversiones, le confiere una facilidad que no se encuentra en otras lenguas: es una moneda de más curso que las demás, aunque tenga menos peso. La ingente cantidad de libros agradables y frívolos que produjo es asimismo otra razón del favor que su lengua conquista en todas las naciones. Los libros sesudos no consiguen extender las lenguas; se traducirán y se aprenderá la filosofía de Newton, pero nadie estudiará inglés para entenderle.

Lo que más contribuyó a la extensión del idioma francés fue la perfección que alcanzó en el teatro. El favor que goza lo debe a Cinna, a Fedra y al Misántropo, no a las conquistas de Luis XIV.

La lengua francesa no es tan abundante como el italiano, ni tan majestuosa como el español, ni tan enérgica como el inglés; sin embargo, se ha extendido más que ellos porque tuvo más comunicación, amén de que ha producido libros más agradables que los tres juntos: conquistó tanto éxito, como los cocineros de Francia, porque supo halagar al gusto general.

El mismo espíritu que impulsó a las naciones a imitar a Francia en decorar las casas, en amueblarlas, en imitar sus jardines, sus bailes y todo aquello que requiere gracia, las llevó también a imitar su lengua. El arte de los buenos escritores franceses lo deben justamente a las mujeres de su país, que visten mejor que las demás mujeres de Europa y, sin ser más hermosas, parece que lo sean por el arte que despliegan en sus tocados y adornos.

La civilización contribuyó decisivamente a que de la lengua francesa desaparecieran las huellas de su antigua barbarie; cuando se suavizaron las costumbres se suavizó también la lengua, que era ruda como los franceses antiguos, antes que Francisco I reuniera a las mujeres en su corte. El hablar francés de los tiempos de Carlos VIII y Luis XII equivalía al antiguo celta; el idioma alemán no era tan duro. Para conseguir la buena estructura que hoy tiene la lengua francesa fue preciso que transcurrieran siglos, y las imperfecciones que todavía le quedan serían intolerables sin el cuidado que ponemos continuamente para evitarlas, al igual que el hábil jinete evita los pedruscos que obstaculizan su camino.

Todo concurre a desfigurar las lenguas bastante extendidas: los autores que estropean el estilo con la afectación, los que escriben en otros países y mezclan casi siempre frases extranjeras en su lengua nativa, y los negociantes que introducen en las conversaciones su jerga de mostrador. De que las lenguas sean imperfectas no cabe deducir que deban corregirse. Es preciso atenerse al modo de hablar y escribir de los buenos autores, y una vez se cuente con cantidad suficiente de autores que puedan tomarse por modelo queda fijada la lengua. Por eso, nada puede cambiar de los idiomas italiano, inglés y francés sin corromperlos, pues es obvio que si se cambiaran dichos idiomas resultarían ininteligibles los libros que sirven de instrucción y solaz a todas las naciones.

LEPRA Y SÍFILIS. Vamos a ocuparnos ahora de estas dos calamitosas y graves enfermedades, una antigua y otra moderna, que han reinado en nuestro hemisferio. Dom Calmet, gran erudito o, lo que es igual, gran compilador de lo que se dijo antiguamente y lo que se repite en nuestros días, confundió la sífilis y la lepra. Sostiene que el santo varón Job estaba aquejado de sífilis, y supone, tomándolo de un comentarista apellidado Pineda, que la sífilis y la lepra son una misma cosa. Mas no vaya a creerse que Calmet sea médico, ni que razone, sino que cita, y sabido es que en su oficio de comentarista las citas siempre ocupan el lugar de las razones. Refiriéndose al poeta gascón Ausonio que fue cónsul y preceptor del infortunado emperador Graciano, y hablando de la enfermedad de Job, invita a los lectores a leer el siguiente epigrama que dirigió Ausonio a una dama romana llamada Crispa: «Crispa fue siempre placentera con sus amantes, y para que gozaran les ofrecía su lengua y su boca, y les brindaba todos los agujeros de su cuerpo. Celebremos, amigos míos, sus extremadas complacencias». No alcanzamos a comprender qué tenga que ver ese epigrama con lo que se imputa a Job, que por otra parte ya hemos demostrado que no existió nunca y es un personaje alegórico de una leyenda árabe.

Cuando Astruc, en su Historia de la sífilis, aduce lo dicho por varios historiadores para probar que la sífilis es originaria de la isla de Santo Domingo y los españoles la trajeron de América, sus citas son más convincentes.

Dos cosas prueban —a mi modo de ver— que adquirimos de América la sífilis: la primera es la multitud de autores, médicos y cirujanos del siglo XVI que lo atestiguan, y la segunda, el silencio que guardan respecto a ella los médicos y poetas de la Antigüedad, que nunca conocieron esa dolencia, ni siquiera de nombre. Los médicos, empezando por Hipócrates si la hubieran conocido la habrían descrito caracterizándola, le hubieran puesto nombre y habrían recetado remedios. Los poetas, que son malignos, se hubieran ocupado en sus sátiras de la blenorragia, chancro, bubones y lo que produce esa horrible afección, y no se encuentra en ningún epigrama de Horacio, Cátulo, Marcial y Juvenal nada que toque ni remotamente a la sífilis cuando se complacen en describir detalladamente todos los efectos de la crápula.

No cabe, pues, la menor duda que los romanos no conocieron la viruela hasta el siglo VI, la sífilis americana no pasó a Europa hasta fines del xv y la lepra es tan distinta de esas dos enfermedades como la parálisis del baile de San Vito.

La lepra es como una sarna de especie horrible. Los judíos se vieron afectos de esa enfermedad contagiosa más que ningún pueblo de los países cálidos porque no tenían prendas de lienzo, ni baños domésticos. Era un pueblo tan desaseado que sus legisladores tuvieron que publicar una ley para conseguir que se lavaran las manos.

Lo único que ganamos al finalizar las guerras de las cruzadas fue la sarna. y de cuanto ganamos fue lo único que perdura. Tuvimos necesidad de edificar en todas partes asilos para los leprosos y encerrar en ellos a los que padecían de sarna pestilencial o incurable.

La lepra, el fanatismo y la usura, fueron los tres caracteres distintivos de los hebreos. Como esos desgraciados carecían de médicos, los sacerdotes se arrogaron el cuidado de regir a los leprosos, como si ello fuera incumbencia de la religión Los sacerdotes no curaban la lepra, sino que se concretaban a separar de la sociedad a los que la padecían y de esta manera adquirieron prodigioso poder. Encarcelaban a los leprosos como si fueran delincuentes; así, la mujer que deseaba deshacerse de su marido podía conseguirlo sobornando a un sacerdote, el cual encerraba despóticamente al marido. Los hebros y quienes les gobernaban eran tan ignorantes que tomaron las polillas que roen la ropa por lepra, al igual que la mugre que aparece en las grietas de las paredes, y por ello el infeliz pueblo judío quedó bajo el dominio sacerdotal.

Cuando empezó a conocerse la sífilis internaron a algunos enfermos en los asilos de leprosos, pero éstos los recibieron con indignación y elevaron una solicitud pidiendo que los separaran, como los encarcelados por deudas o asuntos de honor, porque no querían ser confundidos con la hez de los criminales.

En una de nuestras novelas dejamos ya constancia de que el Parlamento de París publicó el 6 de marzo de 1469 un decreto disponiendo que todos los sifilíticos que no fueran vecinos de París salieran de la ciudad en el término de veinticuatro horas bajo la pena de ser ahorcados. Esa sentencia no es sensata, cristiana, ni justa, pero prueba que consideraban la sífilis como una nueva calamidad que no tenía nada de común con la lepra, toda vez que no ahorcaban a los leprosos por dormir en París y sí a los sifilíticos.

Los hombres muy desaseados pueden contraer la lepra, pero no la sífilis porque la proporciona la naturaleza, cuyo regalo debemos a América. Hemos reprochado otras veces a la naturaleza, que es tan buena y tan mala, el haber obrado contra el fin que se propuso envenenando el manantial de la vida, y continuaremos lamentándonos todavía de no haber hallado solución a este terrible azote.

LETRADOS (hombres de letras). El vocablo letrado corresponde a la expresión francesa gens de lettres, como ésta corresponde a la palabra gramáticos que usaban los griegos y romanos. Ellos incluían bajo esta denominación, no sólo a los entendidos en gramática, base de todos los conocimientos, sino a quienes estaban versados en geometría, filosofía, historia, poesía y elocuencia. No merece este calificativo el que teniendo escasos conocimientos se dedica a un solo género, el que no habiendo leído más que novelas sólo novelas escribe, el que sin conocer bien la literatura haya escrito por casualidad una novela o un drama y quien, huérfano de ciencia, haya pronunciado algunos sermones.

Este título es bastante más extenso en nuestros días que lo era la palabra gramático entre los griegos y latinos. Los griegos se contentaban con saber su lengua y los romanos no aprendían más que el griego, pero el literato actual ha de estar más preparado y necesita saber tres o cuatro idiomas. El estudio de la historia es más extenso que lo era para los antiguos, y el de la historia natural ha crecido a medida que han ido aumentando los pueblos. No se exige al letrado que profundice en todas estas disciplinas, porque la ciencia universal no está al alcance del hombre, pero los verdaderos letrados poseen varios terrenos aunque no puedan cultivarlos todos.En el siglo XVI y casi hasta la mitad del XVII, los letrados consumían gran parte de su tiempo ocupándose en la crítica gramatical de los autores griegos y latinos, y a sus trabajos debemos los diccionarios, las ediciones correctas y los comentarios de las obras magistrales de la Antigüedad. Hoy, esta crítica es menos necesaria y prevalece el espíritu filosófico, que parece constituir el carácter de los letrados.

Nuestro siglo aventaja a los pasados en que hay bastantes hombres instruidos que pueden pasar desde la aridez de las matemáticas hasta las flores de la poesía, y son capaces de juzgar acertadamente un libro de metafísica que una obra de teatro. El espíritu del siglo XVIII hace que la mayor parte de ellos descuellen tanto en el trato social como escribiendo en su gabinete, y en esto son superiores a los letrados de los siglos precedentes.

Los letrados, por lo general, son más independientes que los demás hombres, y los que nacieron en cuna humilde encuentran con facilidad, en las fundaciones que dejó Luis XIV, los medios para asegurar su independencia. Y ya no escriben, como antiguamente, las largas dedicatorias que el interés y la bajeza ofrecían a la vanidad.

Hay muchos letrados que no son autores y probablemente serán los más felices porque están libres de los disgustos que la profesión ocasiona algunas veces, de las cuestiones y rencillas que la rivalidad promueve, de las animosidades de partido y de ser mal juzgados.

LEYES. En tiempos de Vespasiano y de Tito, mientras los romanos despanzurraban a los judíos, un ricacho israelita que no quiso morir de esa manera huyó con el oro que había ganado ejerciendo la usura y se llevó de Eziongaber a toda su familia, que consistía en su anciana esposa, un hijo y una hija; además, llevó consigo a dos eunucos, uno que le servía de cocinero y el otro que era labrador y viticultor. Un buen esenio, que sabía de memoria el Pentateuco, era su capellán. Todas estas personas embarcaron en el puerto de Eziongaber y atravesando el mar Rojo entraron en el golfo Pérsico con el fin de llegar hasta la tierra de Ofir, cuya situación ignoraban. Pero les sobrevino una horrible tempestad que les llevó hacia las costas de la India y el barco naufragó en una de las islas Maldivas, que hoy se llama Padrabranca y entonces estaba desierta.

El viejo ricachón y su esposa se ahogaron, pero las demás personas se salvaron y, como pudieron, sacaron algunas provisiones del barco, edificaron pequeñas cabañas en la isla y vivieron con bastante comodidad. Es sabido que la isla de Padrabranca está a cinco grados de la línea y que allí se encuentran los cocos más grandes y las mejores piñas del mundo. Les debió ser agradable vivir allí en la época en que estaban degollando en otra parte al resto de la nación querida. Pero el esenio lloraba reflexionando que acaso ya no quedarían en el mundo más judíos que ellos y que la descendencia de Abrahán iba a extinguirse.

— Podéis hacer que no se extinga —dijo el joven judío al capellán—. Casaos con mi hermana.

— Quisiera complaceros —le replicó aquél—, pero la ley me lo impide. Soy esenio e hice voto de castidad. La ley manda que se cumplan los votos y, aunque perezca toda la raza judía, no desposaré a vuestra hermana, a pesar de ser tan hermosa.

— Lo grave es que mis eunucos no pueden tener hijos —le replicó el judío—; si os parece bien, los tendrá míos y bendeciréis nuestro matrimonio.

— Preferiría que me degollaran cien veces los soldados romanos a ayudaros a cometer un incesto. Si fuera hermana de padre todavía podría pasar, pues la ley lo permite, pero es hermana de madre y esto sería abominable.

— Comprendo que casándome con ella en Jerusalén cometería un crimen, porque allí podría encontrar otras mujeres. Pero en esta isla en la que sólo se encuentran cocos, piñas y ostras, creo que este casamiento debe ser lícito.

El joven enmaridó con su hermana a pesar de las protestas del esenio y nació una hija única del matrimonio que uno creía legítimo y el otro abominable. Al cabo de catorce años murió la madre y el padre preguntó al esenio:

— ¿Os habéis desembarazado de vuestros antiguos prejuicios? ¿Queréis casaros con mi hija?

— Líbreme Dios —contestó el esenio.

— Pues entonces, me casaré yo. Suceda lo que suceda, no quiero que se extinga la descendencia de Abrahán (1).

(1) Cubierta con un velo, Thamar se acostó en un camino con su suegro Judá, que no la reconoció. Quedó embarazada y Judá la condenó a ser quemada. Si esta cruel sentencia se hubiera cumplido, nuestro Salvador, que desciende en línea directa de Judá y de Thamar, no hubiese nacido a no ser que los posteriores sucesos del mundo hubieran ocurrido de otra manera.

Aterrado el esenio al oír ese horrible propósito, no quiso seguir viviendo con el hombre que tan flagrantemente faltaba a la ley y huyó. En vano el recién casado le dijo muchas veces: «No me abandonéis, amigo mío. Permaneced aquí, que yo cumplo la ley natural y de esa manera sirvo a mi patria».

El esenio, aferrado a la ley, se fue nadando a la isla inmediata. Era la gran isla de Attol, muy poblada y civilizada, y cuando arribó le apresaron y lo hicieron esclavo. Así que aprendió a balbucear la lengua que hablaban en Attole se quejó amargamente de la manera inhospitalaria de recibirle y le dijeron que habían procedido en cumplimiento de su ley pues desde que la isla estuvo a punto de ser sorprendida por los habitantes de Ada decidieron precavidamente reducir a la esclavitud a todos los extranjeros que arribaran. Esa disposición no podía ser una verdadera ley, replicó el esenio, porque no constaba en el Pentateuco. Le contestaron que ellos se regían por las leyes de su país y continuó siendo esclavo; afortunadamente, cayó en manos de un amo muy rico que le trató bien y al cual se encariñó.

Un día se presentaron dos asesinos con el propósito de matar a su amo y robarle el tesoro, preguntando a los esclavos si estaba en la casa y si tenía mucho dinero. «Os juramos —le respondieron los esclavos— que no tiene dinero, ni está en casa.» Pero el esenio dijo: «La ley no me permite mentir y os juro que el señor está en casa y tiene mucho dinero». Los asesinos mataron y robaron al señor. Los esclavos denunciaron el esenio a los jueces, a quienes dijo que él no quería mentir y por nada del mundo mentiría. Y lo ahorcaron.

Me contaron esa historia y otras parecidas en el último viaje que hice desde las Indias a Francia. Cuando llegué a mi patria fui a Versalles donde tenía algunos asuntos que solventar y vi pasar a una hermosa dama seguida de otras también hermosas. «¿Quién es esa dama?», pregunté al abogado que venía conmigo, por tener un proceso en el Parlamento de París a causa de los trajes que me hice confeccionar en las Indias. «Es la hija del rey —me contestó—, muy hermosa y caritativa. Es una lástima que no pueda llegar a ser reina de Francia.» a ¡Cómo! —exclamé—. ¿Si tuviéramos la desgracia de que murieran todos los príncipes de sangre real no podría heredar el reino de su padre?» «No —contestó el abogado—. La ley sálica se opone terminantemente.» «¿Quién redactó la ley sálica?» «No sé, pero suponen que era un antiquísimo pueblo cuyos habitantes se llamaban saliens y no sabían leer ni escribir. Sin embargo, tenían una ley escrita que disponía que en el territorio sálico las hijas no podían heredar ni un bancal y esta ley se ha adoptado en países que no son sálicos.» «Pues yo la anulo —le respondí—. Me aseguráis que esa princesa es bienhechora; luego ella debe tener un derecho irrefutable a la corona de no haber herederos de sangre real. Mi madre fue heredera de mi padre y encuentro justo que esa princesa herede al suyo.»

Al día siguiente se falló sentencia en mi proceso en una de las Salas del Parlamento y lo perdí por un voto; el abogado me dijo que en otra Sala lo hubiera ganado por un voto. «Pues eso tiene su miga —le repliqué—. De modo que cada Sala tiene una ley diferente.» «En efecto, tenemos veinticinco comentarios al derecho consuetudinario de París, es decir, que hemos probado veinticinco veces que ese derecho es equívoco y si hubiera en París veinticinco tribunales de jueces habría también veinticinco jurisprudencias diferentes. Tenemos a quince leguas de París una provincia, Normandía, en donde os hubieran juzgado de otra manera que lo han hecho aquí.»

Estas palabras me movieron a visitar Normandía y hacia allí me dirigí con uno de mis hermanos. Al llegar a la primera posada nos encontramos a un joven que estaba desesperado, y al preguntarle la causa de su desesperación me contestó que tener hermano primogénito. «No comprendo que eso sea una desgracia —le repliqué—. Yo lo tengo y vivimos en muy buena armonía.» «En este país la ley entrega los bienes a los primogénitos y reduce a la pobreza a los demás hijos.» «Entonces tenéis razón para estar descontentos; en nuestra región los hermanos heredan por partes iguales.»

Estos hechos me hicieron reflexionar sobre las leyes y comprender que son como los trajes: hay que adaptarse a la vestimenta de cada país.

Si todas las leyes humanas son convencionales es lícito que aprendamos a obrar en consecuencia. Los burgueses de Delhi y de Agra dicen que hicieron un mal negocio con Tamerlán, y los burgueses de Londres se felicitan de haber hecho un buen negocio con el rey Guillermo de Orange. Un ciudadano de Londres me decía en una ocasión: «La necesidad dicta las leyes, y la fuerza las hace observar». Le objeté que a veces también la fuerza dictaba las leyes, de lo que se valió Guillermo el Conquistador. «Sí —me contestó—, los ingleses de entonces éramos bueyes, Guillermo nos unció al yugo y nos hizo andar a aguijonazo limpio; después, nos convertimos en hombres, pero nos quedaron los cuernos y damos cornadas a quienes se empeñan que trabajemos para ellos y no para nosotros.»

Inmerso en estas reflexiones, me complacía en creer que existe una ley natural independiente de las convenciones humanas, una ley que dispone que el producto de mi trabajo debe ser para mí, que debo honrar a mis padres, que no tengo ningún derecho sobre la vida del prójimo que él no lo tiene sobre la mía, etc. Pero cuando medité que desde Chodorlahomor (1) hasta Mentzel (2), coronel de húsares, cada individuo roba y mata a su prójimo llevando una orden superior en su bolsillo, quedé sumido en la aflicción.

(1) Chodorlahomor, rey de los elamitas, fue coetáneo de Abrahán (véase el cap. XVI del Génesis).

(2) Mentzel fue el jefe del partido de los austriacos en la guerra de 1741, y al frente de cinco mil hombres logró que Munich capitulara el 13 de febrero de 1742.

Me dicen que los ladrones tienen sus leyes y que también las tiene la guerra, y yo me pregunto qué leyes de guerra son esas. «Consisten —me contestan— en ahorcar a un valeroso oficial que se ha mantenido firme en una posición desacertada y sin cañones contra el ejército enemigo; en ahorcar a un prisionero si el enemigo ha ahorcado a uno de los vuestros; en entrar a sangre y fuego en las poblaciones que no hayan entregado las vituallas el día señalado en las órdenes del príncipe vencedor...» «Vaya —contesté—. Eso mismo dice El espíritu de las leyes.»

Por lo que supe después, descubrí que existen leyes tan sabias que condenan a un pastor a la pena de nueve años de galeras por haber dado a sus corderos un puñado de sal extranjera, y que arruinaron a mi vecino en el proceso que le formaron por cortar en el bosque de su propiedad dos encinas que le pertenecían y no haber cumplido con una formalidad que no conocía; a causa de ello, su mujer murió en la miseria y su hijo arrastra una existencia desgraciada. Confieso que esas leyes son justas aun cuando sea cruel su ejecución, pero me sublevan las leyes que autorizan a cien mil hombres a degollar legalmente a cien mil vecinos. Creo que la mayoría de los hombres recibió de la naturaleza bastante sentido común para redactar leyes, pero creo también que hay pocos hombres que sean lo bastante justos para establecer buenas leyes.

Reunid de un extremo del mundo al otro a los sencillos y tranquilos agricultores y todos convendrán que se les debe permitir que vendan a sus vecinos el excedente de su trigo, y que la ley que se opone a ello es inhumana y absurda; que no debe alterarse el valor de las monedas que representan los productos, como tampoco alterar los productos de la tierra; que el padre de familia debe ser dueño de su casa; que la religión debe congregar a los hombres para unirlos y no para convertirlos en fanáticos y perseguidores; que los que trabajan no deben privarse del fruto de su trabajo para alimentar la superstición y la ociosidad... Esos sencillos y tranquilos agricultores serán capaces de dictar en una hora treinta leyes de esta clase, todas útiles para el género humano.

Pero si Tamerlán invade y subyuga la India, entonces no veréis más que leyes arbitrarias. Una de ellas arruinará una provincia para enriquecer a un publicano de Tamerlán, otra considerará crimen de lesa majestad haber murmurado de la amante del primer mayordomo de un rajá, otra ley arrebatará al agricultor la mitad de la cosecha y le discutirá la otra mitad, otra dispondrá que un testaferro tártaro se presente en una casa y se apodere de los hijos para que el más robusto sea soldado y el más débil eunuco, dejando a los padres sumidos en la mayor desesperación. Qué será preferible, ¿ser perro de Tamerlán o su vasallo? Su perro está, a no dudarlo, en superior situación.

Los corderos viven en sociedad tranquilamente y su mansedumbre es proverbial porque no vemos la prodigiosa cantidad de animales que devoran, si bien es creíble que se los comen inocentemente y sin saberlo, como nosotros comemos el queso de Sassenage. La república de los corderos es la imagen fiel de la edad de oro.

El gallinero es a todas luces el remedo del estado monárquico más perfecto. No hay rey que pueda compararse con el gallo; si camina altanero por entre su grey, no anda así por vanidad. Cuando el enemigo se le aproxima, no manda a sus vasallos que vayan a matarse por él en virtud de su caudillaje y poder, sino que él mismo se presenta en primera fila, coloca a las gallinas detrás y pelea hasta morir. Si sale vencedor, él mismo canta el Te Deum. En la vida civil nadie es tan galante, tan honrado y tan desinteresado; él reúne todas las virtudes. Cuando tiene en su pico real un grano de trigo o un gusano, lo da a la primera de sus vasallas que se le presenta. Ni Salomón en su serrallo puede compararse con un gallo en su corral.

Si es verdad que una reina gobierna las abejas y todos sus vasallos copulan con ella, estos animales simbolizan un gobierno más perfecto todavía.

Las hormigas se rigen por una excelente democracia, sistema superior al de los demás estados, porque en ella todos sus individuos son iguales y cada uno trabaja para proporcionar la felicidad a todos. La república de los castores es todavía superior a la de las hormigas, al menos examinándola en sus construcciones.

Los monos se parecen más a los titiriteros que a un pueblo civilizado y no parece que estén reunidos obedeciendo a leyes fijas y fundamentales, como las especies precedentes. Nos asemejamos más a los monos que a los demás animales en el don de la imitación, en la ligereza de nuestras ideas y en nuestra inconstancia, que nunca nos permitió tener leyes uniformes y durables.

La Naturaleza formó nuestra especie y nos dotó de algunos instintos. El amor propio para nuestra propia conservación, la benevolencia para la conservación de los demás, el amor que es común a todas las especies y el don inexplicable de combinar más ideas que todos los animales jun tos. Después de dotarnos de todo ello, nos dijo: Haced lo que podáis.

No existe un buen código en ningún país, y la razón de ello es evidente: las leyes se hicieron según los tiempos, los lugares y las necesidades. Cuando cambian las necesidades, las leyes que continúan vigentes llegan a ser ridículas. Así, la ley que prohibía comer cerdo y beber vino era razonable en Arabia, donde el cerdo y el vino son nocivos, pero es absurda en Constantinopla. La ley que concede todo el feudo al hijo primogénito era muy buena en una época de anarquía y pillaje, porque entonces el primogénito era el señor de un castillo que los bandidos asaltarían tarde o temprano, los hijos menores serían sus primeros oficiales y los labriegos sus soldados. Sólo es de temer en este caso que el hijo segundo asesine o envenene a su hermano mayor para sucederle, pero estos casos son raros porque la naturaleza combinó de tal modo nuestros instintos y pasiones que nos causa más horror la idea de asesinar a nuestro hermano primogénito que placer la idea de ocupar su sitio. Esta ley, que es conveniente para los que poseían castillos en los tiempos de Chilperico, es detestable si se trata de repartir las herencias en las ciudades.

Para vergüenza de los hombres, sabemos que solamente las leyes del juego en todas partes son justas, claras, inviolables y se cumplen. ¿En qué consiste que las reglas del juego de ajedrez, dictadas por los hindúes, sean obedecidas voluntariamente en todo el mundo y las decretales de los papas se desprecien y no se cumplan? En que el inventor del ajedrez combinó con justicia todos los lances del juego para que tuvieran interés los jugadores, y los papas en sus decretales no miraron más que el propio provecho. El hindú quiso estimular la inteligencia de los hombres para que les aportara solaz esparcimiento, y los papas se propusieron fomentar el entontecimiento. Por eso el juego de ajedrez no ha sufrido alteraciones desde hace cinco mil años y lo conocen todos los habitantes del planeta y las decretales sólo las reconocen en Spoletto, Orvieto y Loreto, en donde el más insignificante jurisconsulto las desprecia en su fuero interno.

Es difícil que exista una nación que se gobierne por buenas leyes. Y no es precisamente por ser obra de los hombres, pues éstos han hecho cosas excelentes, pero los que inventaron y perfeccionaron las artes podían haber creado un cuerpo de jurisprudencia tolerable. Ahora bien, en casi todos los estados las leyes se han establecido casi siempre por el interés del legislador, las necesidades del momento, la ignorancia o la superstición. En cierta medida, han confeccionado las leyes al azar, irregularmente, como se han fundado las ciudades. En París, determinados barrios del casco urbano contrastan con el Louvre y las Tullerías; ésta es la imagen de nuestras leyes.

Londres no llegó a ser capital digna de habitarse hasta quedar reducida a cenizas. Después, ensancharon y alinearon las calles; así, la antigua Londres pasó a ser ciudad gracias al incendio. Si queréis tener buenas leyes, quemad las antiguas y redactarlas de nuevo.

Los romanos pasaron trescientos años sin tener leyes fijas y se vieron obligados a adoptar las que tenían los atenienses, pero éstas eran tan malas que tuvieron que derogarlas muy pronto casi todas.

El derecho consuetudinario de París lo interpretan diferentemente veinticuatro comentarios; por tanto, prueban evidentemente veinticuatro veces que estuvo mal concebido. Contradice otros ciento cuarenta derechos consuetudinarios que tienen fuerza de ley en la misma nación y todos se contradicen unos a otros. Existen, pues, en una sola provincia de Europa, situada entre los Alpes y los Pirineos, más de ciento cuarenta localidades que se llaman compatriotas y que en realidad son tan extranjeras unas respecto a otras como el Tonkin es extranjero para la Conchinchina. Igual ocurre en todas las provincias de España y mucho peor en Germania; allí nadie sabe qué derechos tiene el jefe y los miembros. Los habitantes de las orillas del Elba no se relacionan con los de Suavia más que por hablar casi la misma lengua, que es bastante ruda.

La Gran Bretaña tiene más uniformidad. Pero como salió de la barbarie y la esclavitud a intervalos y mediante sacudidas, y al recobrar la libertad conservó múltiples leyes que promulgaron antes los grandes tiranos que se disputaban el pueblo, o los tiranuelos que invadieron las prelaturas, formó un cuerpo de jurisprudencia bastante robusto pero en el que todavía se ven muchas heridas tapadas con emplastos.

El espíritu de Europa hizo mayores progresos desde hace cien años que el mundo entero hizo hasta esa época, desde los tiempos de Brahma, Zoroastro y Thaut. ¿Por qué el espíritu de la legislación progresó tan poco?

Fuimos todos salvajes desde el siglo V. Estas fueron las revoluciones del Globo: bandidos que saqueaban y labriegos saqueados. De ésos se componía el género humano, desde el confín del mar Báltico hasta el estrecho de Gibraltar, y cuando los árabes se presentaron en el Mediodía fue universal la desolación que produjo esa conmoción.

En nuestro rincón de Europa, un escaso número de sus habitantes lo componían ignorantes audaces, vencedores que iban armados desde la cabeza hasta los pies; la mayoría de los habitantes eran esclavos ignorantes y desarmados, casi ninguno sabía leer ni escribir, ni el mismo Carlomagno, y el resultado lógico fue que la Iglesia romana, con su pluma y sus ceremonias, gobernó a los que pasaban la vida a caballo, lanza en ristre y con casco en la cabeza.

Los descendientes de los sicambros, borgoñones, ostrogodos, visigodos y lombardos, se percataron de la necesidad de tener algo que se pareciera a leyes y fueron a buscarlas donde las había. Los obispos de Roma sabían escribir en latín y los bárbaros las aceptaron con sumo respeto porque no las entendían. Las decretales de los papas, unas auténticas y otras falsas, pasaron a ser el código de los nuevos señores merovingios que se habían repartido las tierras. Fueron lobos que se dejaron encadenar por zorros; conservaron su ferocidad, pero la credulidad la subyugó, y el temor que ésta produce. Poco a poco, toda Europa, salvo Grecia y lo que pertenece todavía al imperio de Oriente, se vio sometida al imperio romano: Romanos rerum dominos gentemque togatam (Virgilio, Aen, I, 281).

Casi todas las convenciones iban acompañadas del signo de la cruz y de un juramento prestado sobre las reliquias, todo quedó bajo la jurisdicción de la Iglesia. Roma, como metrópoli, fue el juez supremo de los procesos del Quersoneso Címbrico y de Gascuña. La multitud de señores feudales agregó a sus usos el derecho canónico y de ello resultó una jurisprudencia monstruosa de la que aún quedan muchos vestigios.

Qué sería preferible, ¿carecer de leyes o tener leyes semejantes? Hubiera sido ventajoso para un imperio más vasto que el romano estar sumido más tiempo en el caos porque estando todo por hacer habría sido más fácil construir un edificio nuevo que reparar otro cuyas ruinas infunden respeto.

Catalina II de Rusia reunió en 1767 a los diputados de sus provincias. Había en esa asamblea paganos, mahometanos de Alí, mahometanos de Omar y cristianos de doce credos diferentes. Cada ley se proponía a ese nuevo sínodo, y la que parecía conveniente al interés de todas las provincias recibía en el acto la sanción de la soberana y la nación.

La primera ley puesta a debate se refería a la tolerancia, con el fin de que el sacerdote griego nunca olvidara que el sacerdote latino es hombre, para que el musulmán soportara a su hermano que fuera pagano, y para que el romano no intentara sacrificar al presbiteriano. La soberana escribió de su puño y letra, en ese gran consejo de legislación: «Entre tantas creencias diferentes, la falta más nociva es la intolerancia». Se convino unánimemente que en la nación no habría más que un poder, que era preciso distinguir siempre entre el poder civil y la disciplina eclesiástica, y que la alegoría de las dos espadas es el dogma de la discordia.

Catalina empezó por liberar a los siervos que tenía en su heredad particular y a los que pertenecían al dominio eclesiástico. Prelados y monjes recibieron su paga a cargo del Tesoro público. Las sentencias eran proporcionales a los delitos y las penas fueron útiles, porque la mayoría de los culpables fueron condenados a trabajos públicos, toda vez que los muertos no sirven de nada. Además, abolió la tortura porque es castigar al presunto culpable y es absurdo atormentar sin conocimiento de causa.

Los romanos sólo torturaban a los esclavos porque la tortura es el medio de salvar al culpable y perder al inocente.

Aquí llegaba el consejo cuando Mustafá III, hijo de Mahmud, obligó a la emperatriz a interrumpir la redacción de su código para ir a batirse con él.

LEYES CIVILES Y ECLESIÁSTICAS. Entre los papeles de un jurisconsulto han sido halladas unas notas que acaso merezcan ser examinadas:

Que jamás tenga vigencia ninguna ley eclesiástica que no haya recibido sanción expresa del gobierno. Por este motivo nunca estallaron discordias religiosas en Grecia ni en Roma, discordias que son patrimonio de las naciones bárbaras o que han degenerado en la barbarie.

Que únicamente el magistrado pueda permitir o prohibir el trabajo durante los días de fiesta, porque a los sacerdotes no les incumbe prohibir a los hombres que cultiven sus campos.

Que todo cuanto concierna al matrimonio dependa exclusivamente del magistrado y los sacerdotes se limiten a la augusta función de bendecirlo.

Que el préstamo a interés sea puramente objeto de la ley civil, porque esta sola preside el comercio.

Que todos los eclesiásticos estén sometidos en cualquier caso al gobierno porque son súbditos del Estado.

Que jamás se dé el caso vergonzoso y ridículo de pagar a un sacerdote extranjero la primera anualidad de la renta de una tierra que los ciudadanos hayan otorgado a un sacerdote conciudadano.

Que ningún sacerdote pueda nunca privar a un ciudadano de la menor prerrogativa bajo pretexto de que es pecador, porque el sacerdote, que también lo es, debe rogar por los pecadores y no juzgarles.

Que los magistrados, los trabajadores y los sacerdotes, paguen igualmente las cargas estatales, porque todos pertenecen igualmente al Estado.

Que no exista más que un peso, una medida y un derecho consuetudinario.

Que los suplicios de los criminales sean útiles. Un hombre ahorcado no sirve para nada; en cambio, un hombre condenado a trabajos públicos es todavía útil a la patria y ofrece una lección viva.

Que todas las leyes sean claras, uniformes y precisas; interpretarlas equivale casi siempre a corromperlas.

Que nada sea considerado infame, a no ser el vicio.

Que los impuestos sean siempre proporcionales.

Que la ley jamás esté en contradicción con la costumbre, pues si la costumbre es buena la ley no sirve para nada.

LIBELO. Denomínanse libelos los folletos que se publican con 18 intención de injuriar. Como los autores no tienen razones que aducir, ni escriben con objeto de instruir al público al ser leídos, procuran ser breves. Los libelos rara vez están firmados porque los calumniadores temen que se les procese y les encuentren el cuerpo del delito.

Hay libelos políticos, teológicos y literarios. En las épocas de la Liga y la Fronda abundaron los libelos políticos, y cada controversia de Inglaterra los produjo a centenares. Escribieron tantos contra Luis XIV que podría formarse una ingente biblioteca. El orbe católico conoce libelos teológicos desde cerca de mil seiscientos años; libelos que son los peores porque están plagados de injurias sagradas. En prueba de lo dicho leed a san Jerónimo y veréis cómo trata a Rufino y a Vigilantius, pero los polemistas que han escrito después de él se han excedido aún más en los vituperios. En los últimos tiempos, escandalizaron los libelos que escribieron los molinistas contra los jansenistas, que pueden contarse por millares. De la indignidad de todo ese fárrago sólo se salva uno sólo: Cartas Provinciales, de Pascal.

Los autores que han escrito folletos pueden disputar su número con el de los teólogos. Boileau y Fontenelle, que se atacaron uno al otro escribiéndose epigramas, decían que los libelos que habían escrito contra ellos no cabían en la habitación de cada uno. Pero todo esto cae como las hojas en otoño.

Ha habido quienes consideraban libelos todas las injurias que se han escrito o dirigido contra el prójimo. Según ellos, las palabras mordaces que los profetas dirigieron a veces a los reyes de Israel eran libelos infamatorios para que los pueblos se sublevaran contra ellos, pero como el populacho nunca leyó en ningún país del mundo, es de presumir que dichas mordacidades no causaran el menor daño. Hablando al pueblo congregado, se le incita más a sublevarse que escribiendo folletos. Por eso el primer acto de la reina Isabel de Inglaterra, jefe de la Iglesia anglicana y defensora de la fe, fue mandar que durante seis meses nadie pudiera predicar sin que ella les otorgara permiso.

Libelo era el Anti-Catón, de César, pero éste hizo más daño a Catón con la batalla de Farsalia y la de Tapsa que con sus diatribas. Las Filípicas, de Cicerón, son libelos, pero las prescripciones de los triunviros fueron libelos más terribles. San Cirilo y san Gregorio Nacianceno escribieron libelos contra el emperador Juliano, pero tuvieron la generosidad de no publicarlos hasta después de morir el emperador.

Algunas manifestaciones de los soberanos se asemejan a los libelos. Los secretarios del gabinete de Mustafá, emperador de los Osmanlis, hicieron un libelo de su declaración de guerra contra Rusia, pero Dios castigó a ellos y a sus comitentes. El mismo espíritu que animó a César. Cicerón y a los secretarios de Mustafá, domina en todos los bellacos que han escrito libelos en sus zahurdas. ¿Quién es capaz de creer que las almas de Garasse, Nonotte, Paulian y Freron, sean a este respecto del mismo temple que las almas de César, Cicerón, san Cirilo y el secretario del emperador de los Osmanlis? Cuesta trabajo creerlo, pero es así.

LIBERTAD (Sobre la).

A. He aquí una batería de artillería que dispara junto a nuestro oído. ¿Tenéis libertad de oírla o no?

B. Sin duda, no puedo evitar el oírla.

A. ¿Desea que este cañón se lleve vuestra cabeza y las de vuestra mujer y vuestra hija, que están paseando con usted?

B. Pero, ¿qué pregunta está haciendo? Yo no puedo desear semejante cosa mientras tenga sano juicio, es totalmente imposible.

A. Bien. Usted oye forzosamente este cañón y no desea morir, ni que muera su familia, de un cañonazo mientras pasean. Usted no tiene el poder de no oír, ni puede desear permanecer aquí.

B. Ello es evidente (1).

(1) Un pobre de espíritu, en un breve escrito honesto y pulido. y sobre todo bien razonado, objeta que si un príncipe ordena a B que permanezca expuesto a los cañones él permanecerá allí. Ello es indudable, si es lo bastante valiente, o mejor dicho, si teme más la vergüenza que siente amor por la vida, como ocurre a menudo. En primer lugar, aquí se trata de un caso distinto, en segundo lugar, cuando el instinto del temor a la vergüenza supera al instinto de conservación, el hombre siente tanta necesidad de permanecer expuesto al cañón como de huir cuando no siente vergüenza de la fuga. El pobre de espíritu tenía necesidad de formular objeciones ridículas y proferir injurias, y los filósofos sienten necesidad de burlarse un poco de él y perdonarle. (Nota de Voltaire, añadida en 1765; ed. Varberg).

A. En consecuencia, usted ha avanzado unos treinta pasos para quedar libre del cañón. ¿Ha tenido usted poder para andar conmigo estos pasos?

B. Esto todavía es más claro.

A. Pero si usted estuviese paralítico y no hubiera podido evitar esta batería, no hubiera podido tener el poder de estar donde se halla. ¿Hubiese entonces forzosamente oído y recibido el cañonazo, y hubiese muerto?

B. Nada más cierto.

A. Así, pues, ¿en qué consiste vuestra libertad si no existe el poder de realizar lo que vuestra voluntad exige con necesidad absoluta?

B. Usted me confunde... Entonces, ¿la libertad no es otra cosa que hacer lo que yo quiera?

A. Reflexione y considere si la libertad puede ser entendida de otro modo.

B. En este caso, mi perro de caza es tan libre como yo, pues posee necesariamente la voluntad de correr cuando descubre una liebre y el poder de correr si no le duelen las piernas. No disfruto de nada superior a mi perro. Usted me reduce al estado de las bestias.

A. Estos son los pobres sofismas de los pobres sofistas que le han educado. Ya se siente usted enfermo de verse libre lo mismo que su perro. Veamos, ¿no se parece usted a su perro en mil cosas? El hambre, la sed, estar despierto, dormir... ¿los cinco sentidos no son comunes a él? ¿Querría usted tener olfato en otro lugar distinto a la nariz? Y ¿por qué desea tener una libertad distinta?

B. Es que yo tengo un alma que razona y mi perro apenas razona.

El no tiene más que unas pocas ideas sencillas y yo tengo mil ideas metafísicas.

A. Bien, usted es mil veces más libre que él, es decir, posee mil veces más poder de pensar que él, pero no es libre de otra manera que él es.

B. Cómo, ¿yo no soy libre de desear lo que quiero?

A. ¿Qué pretende usted decir con esto?

B. Lo que entiende todo el mundo. ¿No se nos dice cada día que «la voluntad es libre»?

A. Un proverbio no es una razón. Explíquese mejor.

B. Entiendo que soy libre de querer como me plazca.

A. Con vuestra venia, esto no tiene ningún sentido. ¿No ve que es ridículo decir: «Yo quiero querer»? Usted quiere forzosamente y en consecuencia de ideas que le han sido presentadas. ¿Quiere usted casarse, sí o no?

B. ¿Y si le dijera que no quiero una cosa ni otra?

A. Pues respondería como aquel que decía: «Unos creen al cardenal Mazarino muerto, otros le creen vivo, y yo no creo una cosa ni otra»

B. Pues bien, quiero casarme.

A. ¡Ah, esto es responder conforme! ¿Y por qué quiere casarse?

B. Porque estoy enamorado de una muchacha hermosa, bien educada bastante rica, que canta muy bien y cuyos padres son gente muy honrada. Me lisonjeo de ser amado por e


A

ABAD (abate, sacerdote). ¿A dónde vais, señor abad?, etc. ¿Sabéis que abad significa padre? Si llegáis a serlo, rendiréis un servicio al Estado, haréis sin duda la mejor obra que puede hacer un hombre, y daréis vida a un ser pensante. Hay en esta acción algo de divino.

Pero si sólo sois abad por haber sido tonsurado, por vestir hábito y por lograr un beneficio, no merecéis el nombre de abad.

Los antiguos monjes dieron el nombre de abad al superior que ellos elegían. Era su padre espiritual. ¡De qué manera el tiempo ha cambiado el significado de este nombre! El abad espiritual era un pobre a la cabeza de otros pobres. Pero los pobres padres espirituales tuvieron luego doscientas, cuatrocientas libras de renta, y en Alemania algunos pobres padres espirituales tienen hoy un regimiento de guardias.

¡Un pobre que ha hecho voto de pobreza y que, en consecuencia, es como un soberano! Y aunque esto ya se ha dicho, hay que repetirlo sin cesar porque no se puede tolerar más. Las leyes rechazan este abuso, la religión se indigna de ello y los pobres desnudos y famélicos claman al cielo ante la puerta del señor abad.

Sin embargo, los señores abades de Italia, de Alemania, de Flandes y de Borgoña me objetarán: «¿Por qué no hemos de acumular bienes y honores?, ¿por qué no debemos ser príncipes? ¿No lo son acaso los obispos? Al igual que nosotros, ellos eran en principio pobres, pero se han enriquecido y elevado. Uno de ellos ha llegado a ser superior a los reyes, dejadnos imitarle tanto como podamos».

Tenéis razón, señores, invadid la Tierra, ésta pertenece al fuerte o al astuto que se adueña de ella; os habéis aprovechado de tiempos de ignorancia, superstición y demencia, para despojarnos de nuestros bienes y pisotearnos, para engordar con la sustancia de los desvalidos: ¡ay, cuando llegue el día de la razón!

ABEJAS. La especie de las abejas es superior

Fin del extracto del texto

Publicado el 20 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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