L
LÁGRIMAS.
Son el lenguaje mudo del dolor. Mas, ¿qué relación puede haber entre una idea
triste y ese líquido salado que filtra por una pequeña glándula en el extremo
externo del ojo, humedeciendo la conjuntiva y los pequeños puntos lagrimales,
desde donde desciende hasta la nariz y la boca por el receptáculo que
denominamos saco lagrimal y por sus conductos?
¿Por qué en los niños y
mujeres, cuyos órganos tienen un tejido débil y delicado, el dolor excita con
más facilidad las lágrimas que en los hombres, cuyo tejido es más fuerte?
Quizá la naturaleza quiso
excitar en nosotros la compasión cuando vemos derramar lágrimas que nos enternecen,
y movernos a prestar consuelo a los que las vierten. La mujer salvaje se
apresura a auxiliar al niño que llora con tanta diligencia como la dama de
corte, acaso con más cariño, porque está menos distraída y siente menos
pasiones.
Es indudable que todo tiene su
finalidad en el cuerpo humano. Los ojos, sobre todo, tienen relaciones
matemáticas admirables y demostradas con los rayos de la luz; esta mecánica es
tan divina que estoy tentado a creer que es un desvarío de la razón negar las
causas finales de la estructura de nuestros ojos. El objetivo de las lágrimas
no parece que tenga un fin tan determinado, pero es de loar que la naturaleza
las haga fluir para movernos a compasión.
Atribuyen a algunas mujeres la
facilidad de llorar cuando quieren, y no me sorprende que tengan ese don. La
imaginación viva, sensible y tierna puede fijarse en alguna idea o recuerdo
triste, y representárselo con colores tan intensos que consigan arrancarle
lágrimas. Esto les sucede a muchos actores y principalmente a las actrices, en
el teatro. Las mujeres que los imitan en su hogar unen a ese talento el fraude
de aparentar que lloran por sus maridos cuando en realidad algunas lloran por
sus amantes; entonces, sus lágrimas son sinceras, pero el motivo es falso.
Pero si es imposible llorar
sin objeto, la risa se puede fingir. Es menester afectarse sensiblemente para
obligar a la glándula lagrimal a que se comprima y esparza su líquido por la
órbita del ojo; en cambio, basta que queramos para que aparezca la risa en
nosotros.
Hay quienes se preguntan en
qué consiste que el hombre que ve con ojos secos los hechos más atroces y que
quizás haya cometido crímenes a sangre fría, llore en el teatro al presenciar
la representación de esos hechos y esos crímenes. Consiste en no verlos con los
mismos ojos, sino por los ojos del actor o autor; no es ya el mismo hombre. Era
bárbaro, le agitaban pasiones furiosas cuando vio matar a una mujer, cuando se
manchó con la sangre de un amigo, y vuelve a ser hombre presenciando el
espectáculo. Ayer, pasiones tempestuosas agitaron su pecho; hoy está tranquilo
y la naturaleza recobra en él sus derechos y le hace derramar lágrimas
virtuosas. Este es el verdadero mérito y la acción saludable que producen las
buenas obras en el teatro, bien saludable que nunca pueden proporcionar los
deliquios retóricos del orador, pagado para que fastidie al auditorio durante
una hora.
Así lo creía también Pope,
cuando en el prólogo de la tragedia de Adisson, titulada Catón, dice:
Tyrants no more their savage nature kept;
And foes to virtue wonderet how they wept (1).
(1) Los perversos se
asombraron de ver que se enternecían, el crimen despertó el remordimiento y los
tiranos lloraron.
LAMPARONES O ESCRÓFULAS. También denominados tumores fríos, pese a que
sean muy cáusticos, constituyen una de las enfermedades casi incurables que
desfiguran la naturaleza humana por los dolores e infección que originan y que
llevan a la muerte prematura. Antiguamente supusieron que esa enfermedad era un
castigo del cielo porque no había poder humano que la curase (2). Quizás
algunos frailes creyeron que los reyes, por serlo por la gracia de Dios, tenían
poder para curar a los escrufulosos tocándolos con sus manos ungidas. ¿Por qué,
pues, no atribuyeron ese poder a los emperadores, que gozan de una divinidad
superior a los reyes? ¿Por qué no se lo concedieron a los papas, que se creían
superiores a los emperadores? Hay motivo para sospechar que algún páter
visionario de Normandía, con el fin de hacer respetable la usurpación de Guillermo
el Bastardo, le concedió de parte de Dios el privilegio de curar las escrófulas
con la yema del dedo.
(2) Véase el articulo
Demoníacos.
Después de la época de
Guillermo quedó establecida esa práctica. No podían conceder a los reyes de
Inglaterra esa facultad milagrosa y negársela a los reyes de Francia, que eran
sus soberanos feudales, y esto porque hubiera sido faltar al respeto debido a
esas antiquísimas leyes. Por eso arranca ese derecho desde san Eduardo en
Inglaterra y desde Clovis en Francia.
El único testimonio digno de
fe que conservamos de la antigüedad de ese uso se encuentra en los escritos que
en favor de la casa de Lancaster compuso el caballero John Fortescue en tiempos
de Enrique VI, que en la cuna reconocieron rey de Francia en París; más tarde
quedó reconocido rey de Inglaterra y luego perdió los dos reinos. John
Fortescue, gran canciller de Inglaterra, asegura que desde tiempo inmemorial
los reyes de Inglaterra estaban facultados para tocar a las gentes del pueblo
aquejadas de escrófulas. No se ve, sin embargo, que esta prerrogativa hiciera
más sagradas sus personas en las guerras de la Rosa roja y la Rosa blanca. Las
reinas consortes no podían curar las escrófulas porque no ungían sus manos como
los reyes; en cambio, Isabel, que reinaba por derecho propio y estaba ungida,
las curaba sin dificultad.
Cuando el rey Jacobo II de
Inglaterra fue acompañado por segunda vez desde Rochester Whitehall, le
propusieron que hiciera uno de esos actos peculiares a la monarquía,
concretamente tocar las escrófulas, pero nadie se presentó a curarse. Entonces
fue a ejercer esa prerrogativa en Francia y en Saint Germain tocó a algunos
irlandeses. Su hija María, el rey Guillermo, la reina Ana y los reyes de la
casa de Brunswick, no curaron a nadie. Esa mojiganga sagrada pasó en cuanto
cundió la ilustración en el mundo.
LENGUAS. Dícese
que los hindúes empiezan casi todos sus libros con estas palabras: Bendito sea
el inventor de la escritura. También nosotros podríamos empezar este artículo
bendiciendo al autor del lenguaje.
Al ocuparnos del alfabeto
dijimos que nunca ha existido ninguna lengua primitiva de la que deriven todas
las demás. La voz Al o El, que significaba Dios en los pueblos orientales, no
tiene ninguna relación con el vocablo Gott, que quiere decir Dios en Alemania.
Housse y huis son palabras que no pueden derivar de la griega damos, que
significa casa.
Nuestras madres, y las lenguas
que denominamos madres, se parecen mucho. Unas y otras tienen hijos que se
casan en los países inmediatos sin que alteren el lenguaje ni las costumbres.
Esas madres tienen otras madres, de las que los genealogistas no pueden
desentrañar el origen. El mundo está lleno de familias que se disputan el
abolengo de su linaje sin saber de dónde provienen.
Es sabido que los niños nacen
con el espíritu de imitación, si no les dijéramos nada nunca hablarían, no
harían más que gritar. En casi todos los países conocidos empezamos por
enseñarles las palabras mamá, papá u otras similares, fáciles de pronunciar, y
ellos las repiten. Los que quieran saber la palabra equivalente a nuestro papá
en japonés, tártaro, en el lenguaje autóctono del Kamchatka y en el de la bahía
de Hudson, que viajen por esos países y después nos la enseñen.
Un misionero llamado Sagart
Theodad, que estuvo predicando durante treinta años a los iroqueses,
algonquines y hurones, publicó un pequeño diccionario hurón editado en París en
1632. Esa obra será poco útil para Francia después que nos hemos descargado del
peso del Canadá. Dice el mencionado autor que, en hurón, padre se llama aystan
y en canadiense notoui; hay bastante diferencia entre ambas palabras y pater o
papá. No debe hacerse caso de sistemas.
Genio de las lenguas. Se llama genio de una lengua a su aptitud para decir del modo más
conciso y armonioso lo que las demás lenguas no pueden expresar tan bien.
El latín, pongo por caso, es
más idóneo para escribir en las lápidas que las lenguas modernas, por sus
verbos irregulares que alargan una inscripción y la enervan. El griego, por su
mezcla melodiosa de vocales y consonantes, es más a propósito para la música
que el alemán y el holandés. El italiano, por tener muchas vocales dobles,
sirve mejor para la música delicada. El latín y el griego, por su riqueza y las
características apuntadas, son más a propósito para la poesía que las demás
lenguas del mundo. El francés, por la marcha natural de sus construcciones y su
prosodia, es más a propósito que ningún otro para la conversación. Los
extranjeros entienden con más facilidad los libros franceses que los libros de
las demás naciones, y hallan en las obras filosóficas francesas una claridad de
estilo que no encuentran en obras de otros pueblos. Esto es lo que dio
preferencia al francés sobre el italiano, que por las obras inmortales que
produjo en el siglo xv estuvo en situación de dominar en Europa.
Con todo, no existe ninguna
lengua completa, ninguna que exprese todas nuestras ideas y sensaciones, toda
vez que los matices de unas y de otras son imperceptibles y numerosos. Nadie es
capaz de dar a conocer con exactitud el grado de sentimiento que representa;
por ejemplo, nos vemos obligados a designar con la voz general de amor y de
odio mil amores y mil odios diferentes unos de otros, e igual nos sucede si
tratamos de manifestar nuestros dolores y alegrías. Por eso todas las lenguas
son imperfectas como nosotros. Y por lo mismo se fueron formando sucesivamente
y por grados, conforme a las exigencias de nuestras necesidades. El instinto
común a todos los hombres es el que hizo las primeras gramáticas sin apercibirnos
de ello. Los lapones y los negros, igual que los griegos, necesitaron expresar
el pasado, el presente y el futuro, y lo hicieron, pero como nunca reunieron
una asamblea de lógicos para formar una lengua, ninguna consiguió adecuarse a
un plan regular.
En todos los idiomas, las
palabras son necesariamente la imagen de las sensaciones. Los hombres nunca han
podido expresar más de lo que sentían. Por lo tanto, todo se ha convertido en
metáfora, y en todas partes donde el alma se ilumina, el corazón arde y el
espíritu ve, el hombre compone, une, divide, se equivoca, se corrige y se
extravía.
Todas las naciones están de
acuerdo en llamar soplo, espíritu, alma al entendimiento humano, del que
conocen los efectos sin verlo, después de haber llamado viento, soplo y
espíritu a la agilidad del aire, que tampoco han visto. En todos los pueblos,
el infinito fue la negación de lo finito y la inmensidad la negación de la
medida.
Es evidente que nuestros cinco
sentidos son los que han producido todos los idiomas, al igual que han
producido nuestras ideas. Las lenguas menos imperfectas pueden parangonarse con
las leyes, en que las que tienen menos de arbitrario son las mejores. Las
lenguas más completas son las de los pueblos que más se han dedicado a las
artes y a la sociedad. Por eso la lengua hebrea debió ser una de las lenguas
más pobres como el pueblo que la habló. ¿Cómo podían tener los hebreos en su
idioma términos marítimos, si antes de la época de Salomón carecían de barcos?
¿Cómo podían tener terminología filosófica si vivían en la más profunda
ignorancia hasta que empezaron a aprender algo en su cautividad en Babilonia?
La lengua de los fenicios, de la que los hebreos sacaron su jerga, debió ser
muy superior porque fue el idioma de un pueblo industrioso, comercial y
próspero, esparcido por todo el mundo.
La lengua más antigua de las
conocidas debe ser la de la nación que primeramente constituyó sociedad, la del
pueblo menos sojuzgado o que, habiéndolo sido, ilustró a sus conquistadores.
Ateniéndonos a esta regla, podemos inferir que el chino y el árabe fueron las
lenguas más antiguas de las que se hablan actualmente.
No ha habido ninguna lengua
madre. Las naciones limítrofes se han prestado sus palabras unas a otras,
aunque hemos convenido en llamar lengua madre a aquellas de las que han
derivado algunos idiomas. Por ejemplo, el latín es lengua madre del italiano,
español y francés, pero ella tiene su origen en el toscano, y éste deriva del
celta y griego.
El más hermoso de los idiomas
debe ser el que, a la vez, es más completo, más sonoro, más variado en sus
giros y más regular en su cadencia, el que tiene más palabras compuestas, el
que con su prosodia expresa mejor los movimientos lentos o impetuosos del alma
y el más parecido a la música.
El griego reúne todas esas
características: carece de la rudeza del latín, en cuya lengua abundan las
palabras que terminan en um, ur y us, tiene el empaque del español y toda la
dulzura del italiano, aventaja a todas las lenguas vivas del orbe en la
expresión musical, que le dan las sílabas largas y breves y el número y
variedad de sus acentos. Desfigurado y todo, como hoy se habla en Grecia, puede
estimarse todavía como el más hermoso lenguaje del mundo.
Ahora bien, el mejor idioma no
puede extenderse por todas partes cuando el pueblo que lo habla vive sojuzgado,
es poco numeroso, no comercia con otras naciones y los países cultivan sus
propias lenguas; por eso el idioma griego está menos extendido que el árabe y
el turco.
Insisto en que el francés debe
ser el idioma más generalizado de Europa porque es el más idóneo para la
conversación: tomó su carácter del pueblo que lo habla. Los franceses, desde
hace unos ciento cincuenta años forman la nación que mejor conoció la sociedad
y donde las mujeres fueron libres y hasta soberanas cuando aún eran esclavas en
todas partes. La sintaxis de esta lengua, que siempre es uniforme y no admite
inversiones, le confiere una facilidad que no se encuentra en otras lenguas: es
una moneda de más curso que las demás, aunque tenga menos peso. La ingente
cantidad de libros agradables y frívolos que produjo es asimismo otra razón del
favor que su lengua conquista en todas las naciones. Los libros sesudos no
consiguen extender las lenguas; se traducirán y se aprenderá la filosofía de
Newton, pero nadie estudiará inglés para entenderle.
Lo que más contribuyó a la
extensión del idioma francés fue la perfección que alcanzó en el teatro. El
favor que goza lo debe a Cinna, a Fedra y al Misántropo, no a las conquistas de
Luis XIV.
La lengua francesa no es tan
abundante como el italiano, ni tan majestuosa como el español, ni tan enérgica
como el inglés; sin embargo, se ha extendido más que ellos porque tuvo más
comunicación, amén de que ha producido libros más agradables que los tres
juntos: conquistó tanto éxito, como los cocineros de Francia, porque supo
halagar al gusto general.
El mismo espíritu que impulsó
a las naciones a imitar a Francia en decorar las casas, en amueblarlas, en
imitar sus jardines, sus bailes y todo aquello que requiere gracia, las llevó
también a imitar su lengua. El arte de los buenos escritores franceses lo deben
justamente a las mujeres de su país, que visten mejor que las demás mujeres de
Europa y, sin ser más hermosas, parece que lo sean por el arte que despliegan
en sus tocados y adornos.
La civilización contribuyó
decisivamente a que de la lengua francesa desaparecieran las huellas de su
antigua barbarie; cuando se suavizaron las costumbres se suavizó también la
lengua, que era ruda como los franceses antiguos, antes que Francisco I
reuniera a las mujeres en su corte. El hablar francés de los tiempos de Carlos
VIII y Luis XII equivalía al antiguo celta; el idioma alemán no era tan duro.
Para conseguir la buena estructura que hoy tiene la lengua francesa fue preciso
que transcurrieran siglos, y las imperfecciones que todavía le quedan serían
intolerables sin el cuidado que ponemos continuamente para evitarlas, al igual
que el hábil jinete evita los pedruscos que obstaculizan su camino.
Todo concurre a desfigurar las
lenguas bastante extendidas: los autores que estropean el estilo con la
afectación, los que escriben en otros países y mezclan casi siempre frases
extranjeras en su lengua nativa, y los negociantes que introducen en las
conversaciones su jerga de mostrador. De que las lenguas sean imperfectas no
cabe deducir que deban corregirse. Es preciso atenerse al modo de hablar y
escribir de los buenos autores, y una vez se cuente con cantidad suficiente de
autores que puedan tomarse por modelo queda fijada la lengua. Por eso, nada
puede cambiar de los idiomas italiano, inglés y francés sin corromperlos, pues
es obvio que si se cambiaran dichos idiomas resultarían ininteligibles los
libros que sirven de instrucción y solaz a todas las naciones.
LEPRA Y SÍFILIS. Vamos a ocuparnos ahora de estas dos calamitosas y graves
enfermedades, una antigua y otra moderna, que han reinado en nuestro
hemisferio. Dom Calmet, gran erudito o, lo que es igual, gran compilador de lo
que se dijo antiguamente y lo que se repite en nuestros días, confundió la
sífilis y la lepra. Sostiene que el santo varón Job estaba aquejado de sífilis,
y supone, tomándolo de un comentarista apellidado Pineda, que la sífilis y la
lepra son una misma cosa. Mas no vaya a creerse que Calmet sea médico, ni que
razone, sino que cita, y sabido es que en su oficio de comentarista las citas
siempre ocupan el lugar de las razones. Refiriéndose al poeta gascón Ausonio
que fue cónsul y preceptor del infortunado emperador Graciano, y hablando de la
enfermedad de Job, invita a los lectores a leer el siguiente epigrama que
dirigió Ausonio a una dama romana llamada Crispa: «Crispa fue siempre
placentera con sus amantes, y para que gozaran les ofrecía su lengua y su boca,
y les brindaba todos los agujeros de su cuerpo. Celebremos, amigos míos, sus
extremadas complacencias». No alcanzamos a comprender qué tenga que ver ese
epigrama con lo que se imputa a Job, que por otra parte ya hemos demostrado que
no existió nunca y es un personaje alegórico de una leyenda árabe.
Cuando Astruc, en su Historia
de la sífilis, aduce lo dicho por varios historiadores para probar que la
sífilis es originaria de la isla de Santo Domingo y los españoles la trajeron
de América, sus citas son más convincentes.
Dos cosas prueban —a mi modo
de ver— que adquirimos de América la sífilis: la primera es la multitud de
autores, médicos y cirujanos del siglo XVI que lo atestiguan, y la segunda, el
silencio que guardan respecto a ella los médicos y poetas de la Antigüedad, que
nunca conocieron esa dolencia, ni siquiera de nombre. Los médicos, empezando
por Hipócrates si la hubieran conocido la habrían descrito caracterizándola, le
hubieran puesto nombre y habrían recetado remedios. Los poetas, que son
malignos, se hubieran ocupado en sus sátiras de la blenorragia, chancro,
bubones y lo que produce esa horrible afección, y no se encuentra en ningún
epigrama de Horacio, Cátulo, Marcial y Juvenal nada que toque ni remotamente a
la sífilis cuando se complacen en describir detalladamente todos los efectos de
la crápula.
No cabe, pues, la menor duda
que los romanos no conocieron la viruela hasta el siglo VI, la sífilis
americana no pasó a Europa hasta fines del xv y la lepra es tan distinta de
esas dos enfermedades como la parálisis del baile de San Vito.
La lepra es como una sarna de
especie horrible. Los judíos se vieron afectos de esa enfermedad contagiosa más
que ningún pueblo de los países cálidos porque no tenían prendas de lienzo, ni
baños domésticos. Era un pueblo tan desaseado que sus legisladores tuvieron que
publicar una ley para conseguir que se lavaran las manos.
Lo único que ganamos al
finalizar las guerras de las cruzadas fue la sarna. y de cuanto ganamos fue lo
único que perdura. Tuvimos necesidad de edificar en todas partes asilos para
los leprosos y encerrar en ellos a los que padecían de sarna pestilencial o
incurable.
La lepra, el fanatismo y la
usura, fueron los tres caracteres distintivos de los hebreos. Como esos
desgraciados carecían de médicos, los sacerdotes se arrogaron el cuidado de
regir a los leprosos, como si ello fuera incumbencia de la religión Los
sacerdotes no curaban la lepra, sino que se concretaban a separar de la
sociedad a los que la padecían y de esta manera adquirieron prodigioso poder.
Encarcelaban a los leprosos como si fueran delincuentes; así, la mujer que
deseaba deshacerse de su marido podía conseguirlo sobornando a un sacerdote, el
cual encerraba despóticamente al marido. Los hebros y quienes les gobernaban
eran tan ignorantes que tomaron las polillas que roen la ropa por lepra, al
igual que la mugre que aparece en las grietas de las paredes, y por ello el
infeliz pueblo judío quedó bajo el dominio sacerdotal.
Cuando empezó a conocerse la
sífilis internaron a algunos enfermos en los asilos de leprosos, pero éstos los
recibieron con indignación y elevaron una solicitud pidiendo que los separaran,
como los encarcelados por deudas o asuntos de honor, porque no querían ser
confundidos con la hez de los criminales.
En una de nuestras novelas
dejamos ya constancia de que el Parlamento de París publicó el 6 de marzo de
1469 un decreto disponiendo que todos los sifilíticos que no fueran vecinos de
París salieran de la ciudad en el término de veinticuatro horas bajo la pena de
ser ahorcados. Esa sentencia no es sensata, cristiana, ni justa, pero prueba
que consideraban la sífilis como una nueva calamidad que no tenía nada de común
con la lepra, toda vez que no ahorcaban a los leprosos por dormir en París y sí
a los sifilíticos.
Los hombres muy desaseados
pueden contraer la lepra, pero no la sífilis porque la proporciona la
naturaleza, cuyo regalo debemos a América. Hemos reprochado otras veces a la
naturaleza, que es tan buena y tan mala, el haber obrado contra el fin que se
propuso envenenando el manantial de la vida, y continuaremos lamentándonos
todavía de no haber hallado solución a este terrible azote.
LETRADOS (hombres de letras). El vocablo letrado corresponde a la expresión
francesa gens de lettres, como ésta corresponde a la palabra gramáticos que
usaban los griegos y romanos. Ellos incluían bajo esta denominación, no sólo a
los entendidos en gramática, base de todos los conocimientos, sino a quienes
estaban versados en geometría, filosofía, historia, poesía y elocuencia. No
merece este calificativo el que teniendo escasos conocimientos se dedica a un
solo género, el que no habiendo leído más que novelas sólo novelas escribe, el
que sin conocer bien la literatura haya escrito por casualidad una novela o un
drama y quien, huérfano de ciencia, haya pronunciado algunos sermones.
Este título es bastante más
extenso en nuestros días que lo era la palabra gramático entre los griegos y
latinos. Los griegos se contentaban con saber su lengua y los romanos no
aprendían más que el griego, pero el literato actual ha de estar más preparado
y necesita saber tres o cuatro idiomas. El estudio de la historia es más
extenso que lo era para los antiguos, y el de la historia natural ha crecido a
medida que han ido aumentando los pueblos. No se exige al letrado que
profundice en todas estas disciplinas, porque la ciencia universal no está al
alcance del hombre, pero los verdaderos letrados poseen varios terrenos aunque
no puedan cultivarlos todos.En el siglo XVI y casi hasta la mitad del XVII, los
letrados consumían gran parte de su tiempo ocupándose en la crítica gramatical
de los autores griegos y latinos, y a sus trabajos debemos los diccionarios,
las ediciones correctas y los comentarios de las obras magistrales de la
Antigüedad. Hoy, esta crítica es menos necesaria y prevalece el espíritu filosófico,
que parece constituir el carácter de los letrados.
Nuestro siglo aventaja a los
pasados en que hay bastantes hombres instruidos que pueden pasar desde la
aridez de las matemáticas hasta las flores de la poesía, y son capaces de
juzgar acertadamente un libro de metafísica que una obra de teatro. El espíritu
del siglo XVIII hace que la mayor parte de ellos descuellen tanto en el trato
social como escribiendo en su gabinete, y en esto son superiores a los letrados
de los siglos precedentes.
Los letrados, por lo general,
son más independientes que los demás hombres, y los que nacieron en cuna
humilde encuentran con facilidad, en las fundaciones que dejó Luis XIV, los
medios para asegurar su independencia. Y ya no escriben, como antiguamente, las
largas dedicatorias que el interés y la bajeza ofrecían a la vanidad.
Hay muchos letrados que no son
autores y probablemente serán los más felices porque están libres de los
disgustos que la profesión ocasiona algunas veces, de las cuestiones y
rencillas que la rivalidad promueve, de las animosidades de partido y de ser
mal juzgados.
LEYES. En
tiempos de Vespasiano y de Tito, mientras los romanos despanzurraban a los
judíos, un ricacho israelita que no quiso morir de esa manera huyó con el oro
que había ganado ejerciendo la usura y se llevó de Eziongaber a toda su
familia, que consistía en su anciana esposa, un hijo y una hija; además, llevó
consigo a dos eunucos, uno que le servía de cocinero y el otro que era labrador
y viticultor. Un buen esenio, que sabía de memoria el Pentateuco, era su
capellán. Todas estas personas embarcaron en el puerto de Eziongaber y
atravesando el mar Rojo entraron en el golfo Pérsico con el fin de llegar hasta
la tierra de Ofir, cuya situación ignoraban. Pero les sobrevino una horrible
tempestad que les llevó hacia las costas de la India y el barco naufragó en una
de las islas Maldivas, que hoy se llama Padrabranca y entonces estaba desierta.
El viejo ricachón y su esposa
se ahogaron, pero las demás personas se salvaron y, como pudieron, sacaron
algunas provisiones del barco, edificaron pequeñas cabañas en la isla y
vivieron con bastante comodidad. Es sabido que la isla de Padrabranca está a
cinco grados de la línea y que allí se encuentran los cocos más grandes y las
mejores piñas del mundo. Les debió ser agradable vivir allí en la época en que
estaban degollando en otra parte al resto de la nación querida. Pero el esenio
lloraba reflexionando que acaso ya no quedarían en el mundo más judíos que
ellos y que la descendencia de Abrahán iba a extinguirse.
— Podéis hacer que no se
extinga —dijo el joven judío al capellán—. Casaos con mi hermana.
— Quisiera complaceros —le
replicó aquél—, pero la ley me lo impide. Soy esenio e hice voto de castidad.
La ley manda que se cumplan los votos y, aunque perezca toda la raza judía, no
desposaré a vuestra hermana, a pesar de ser tan hermosa.
— Lo grave es que mis eunucos
no pueden tener hijos —le replicó el judío—; si os parece bien, los tendrá míos
y bendeciréis nuestro matrimonio.
— Preferiría que me degollaran
cien veces los soldados romanos a ayudaros a cometer un incesto. Si fuera
hermana de padre todavía podría pasar, pues la ley lo permite, pero es hermana
de madre y esto sería abominable.
— Comprendo que casándome con
ella en Jerusalén cometería un crimen, porque allí podría encontrar otras
mujeres. Pero en esta isla en la que sólo se encuentran cocos, piñas y ostras,
creo que este casamiento debe ser lícito.
El joven enmaridó con su
hermana a pesar de las protestas del esenio y nació una hija única del
matrimonio que uno creía legítimo y el otro abominable. Al cabo de catorce años
murió la madre y el padre preguntó al esenio:
— ¿Os habéis desembarazado de
vuestros antiguos prejuicios? ¿Queréis casaros con mi hija?
— Líbreme Dios —contestó el
esenio.
— Pues entonces, me casaré yo.
Suceda lo que suceda, no quiero que se extinga la descendencia de Abrahán (1).
(1) Cubierta con un velo,
Thamar se acostó en un camino con su suegro Judá, que no la reconoció. Quedó
embarazada y Judá la condenó a ser quemada. Si esta cruel sentencia se hubiera
cumplido, nuestro Salvador, que desciende en línea directa de Judá y de Thamar,
no hubiese nacido a no ser que los posteriores sucesos del mundo hubieran
ocurrido de otra manera.
Aterrado el esenio al oír ese
horrible propósito, no quiso seguir viviendo con el hombre que tan
flagrantemente faltaba a la ley y huyó. En vano el recién casado le dijo muchas
veces: «No me abandonéis, amigo mío. Permaneced aquí, que yo cumplo la ley
natural y de esa manera sirvo a mi patria».
El esenio, aferrado a la ley,
se fue nadando a la isla inmediata. Era la gran isla de Attol, muy poblada y
civilizada, y cuando arribó le apresaron y lo hicieron esclavo. Así que
aprendió a balbucear la lengua que hablaban en Attole se quejó amargamente de
la manera inhospitalaria de recibirle y le dijeron que habían procedido en
cumplimiento de su ley pues desde que la isla estuvo a punto de ser sorprendida
por los habitantes de Ada decidieron precavidamente reducir a la esclavitud a
todos los extranjeros que arribaran. Esa disposición no podía ser una verdadera
ley, replicó el esenio, porque no constaba en el Pentateuco. Le contestaron que
ellos se regían por las leyes de su país y continuó siendo esclavo;
afortunadamente, cayó en manos de un amo muy rico que le trató bien y al cual
se encariñó.
Un día se presentaron dos
asesinos con el propósito de matar a su amo y robarle el tesoro, preguntando a
los esclavos si estaba en la casa y si tenía mucho dinero. «Os juramos —le
respondieron los esclavos— que no tiene dinero, ni está en casa.» Pero el
esenio dijo: «La ley no me permite mentir y os juro que el señor está en casa y
tiene mucho dinero». Los asesinos mataron y robaron al señor. Los esclavos
denunciaron el esenio a los jueces, a quienes dijo que él no quería mentir y
por nada del mundo mentiría. Y lo ahorcaron.
Me contaron esa historia y
otras parecidas en el último viaje que hice desde las Indias a Francia. Cuando
llegué a mi patria fui a Versalles donde tenía algunos asuntos que solventar y
vi pasar a una hermosa dama seguida de otras también hermosas. «¿Quién es esa
dama?», pregunté al abogado que venía conmigo, por tener un proceso en el
Parlamento de París a causa de los trajes que me hice confeccionar en las
Indias. «Es la hija del rey —me contestó—, muy hermosa y caritativa. Es una
lástima que no pueda llegar a ser reina de Francia.» a ¡Cómo! —exclamé—. ¿Si
tuviéramos la desgracia de que murieran todos los príncipes de sangre real no
podría heredar el reino de su padre?» «No —contestó el abogado—. La ley sálica
se opone terminantemente.» «¿Quién redactó la ley sálica?» «No sé, pero suponen
que era un antiquísimo pueblo cuyos habitantes se llamaban saliens y no sabían
leer ni escribir. Sin embargo, tenían una ley escrita que disponía que en el
territorio sálico las hijas no podían heredar ni un bancal y esta ley se ha
adoptado en países que no son sálicos.» «Pues yo la anulo —le respondí—. Me
aseguráis que esa princesa es bienhechora; luego ella debe tener un derecho
irrefutable a la corona de no haber herederos de sangre real. Mi madre fue
heredera de mi padre y encuentro justo que esa princesa herede al suyo.»
Al día siguiente se falló
sentencia en mi proceso en una de las Salas del Parlamento y lo perdí por un
voto; el abogado me dijo que en otra Sala lo hubiera ganado por un voto. «Pues
eso tiene su miga —le repliqué—. De modo que cada Sala tiene una ley
diferente.» «En efecto, tenemos veinticinco comentarios al derecho
consuetudinario de París, es decir, que hemos probado veinticinco veces que ese
derecho es equívoco y si hubiera en París veinticinco tribunales de jueces
habría también veinticinco jurisprudencias diferentes. Tenemos a quince leguas
de París una provincia, Normandía, en donde os hubieran juzgado de otra manera
que lo han hecho aquí.»
Estas palabras me movieron a
visitar Normandía y hacia allí me dirigí con uno de mis hermanos. Al llegar a
la primera posada nos encontramos a un joven que estaba desesperado, y al
preguntarle la causa de su desesperación me contestó que tener hermano
primogénito. «No comprendo que eso sea una desgracia —le repliqué—. Yo lo tengo
y vivimos en muy buena armonía.» «En este país la ley entrega los bienes a los
primogénitos y reduce a la pobreza a los demás hijos.» «Entonces tenéis razón para
estar descontentos; en nuestra región los hermanos heredan por partes iguales.»
Estos hechos me hicieron
reflexionar sobre las leyes y comprender que son como los trajes: hay que
adaptarse a la vestimenta de cada país.
Si todas las leyes humanas son
convencionales es lícito que aprendamos a obrar en consecuencia. Los burgueses
de Delhi y de Agra dicen que hicieron un mal negocio con Tamerlán, y los
burgueses de Londres se felicitan de haber hecho un buen negocio con el rey
Guillermo de Orange. Un ciudadano de Londres me decía en una ocasión: «La
necesidad dicta las leyes, y la fuerza las hace observar». Le objeté que a
veces también la fuerza dictaba las leyes, de lo que se valió Guillermo el
Conquistador. «Sí —me contestó—, los ingleses de entonces éramos bueyes,
Guillermo nos unció al yugo y nos hizo andar a aguijonazo limpio; después, nos
convertimos en hombres, pero nos quedaron los cuernos y damos cornadas a
quienes se empeñan que trabajemos para ellos y no para nosotros.»
Inmerso en estas reflexiones,
me complacía en creer que existe una ley natural independiente de las
convenciones humanas, una ley que dispone que el producto de mi trabajo debe
ser para mí, que debo honrar a mis padres, que no tengo ningún derecho sobre la
vida del prójimo que él no lo tiene sobre la mía, etc. Pero cuando medité que
desde Chodorlahomor (1) hasta Mentzel (2), coronel de húsares, cada individuo
roba y mata a su prójimo llevando una orden superior en su bolsillo, quedé
sumido en la aflicción.
(1) Chodorlahomor, rey de los
elamitas, fue coetáneo de Abrahán (véase el cap. XVI del Génesis).
(2) Mentzel fue el jefe del
partido de los austriacos en la guerra de 1741, y al frente de cinco mil
hombres logró que Munich capitulara el 13 de febrero de 1742.
Me dicen que los ladrones
tienen sus leyes y que también las tiene la guerra, y yo me pregunto qué leyes
de guerra son esas. «Consisten —me
contestan— en ahorcar a un valeroso oficial que se ha mantenido firme en una
posición desacertada y sin cañones contra el ejército enemigo; en ahorcar a un
prisionero si el enemigo ha ahorcado a uno de los vuestros; en entrar a sangre
y fuego en las poblaciones que no hayan entregado las vituallas el día señalado
en las órdenes del príncipe vencedor...» «Vaya —contesté—. Eso mismo dice El
espíritu de las leyes.»
Por lo que supe después,
descubrí que existen leyes tan sabias que condenan a un pastor a la pena de
nueve años de galeras por haber dado a sus corderos un puñado de sal
extranjera, y que arruinaron a mi vecino en el proceso que le formaron por
cortar en el bosque de su propiedad dos encinas que le pertenecían y no haber
cumplido con una formalidad que no conocía; a causa de ello, su mujer murió en
la miseria y su hijo arrastra una existencia desgraciada. Confieso que esas
leyes son justas aun cuando sea cruel su ejecución, pero me sublevan las leyes
que autorizan a cien mil hombres a degollar legalmente a cien mil vecinos. Creo
que la mayoría de los hombres recibió de la naturaleza bastante sentido común
para redactar leyes, pero creo también que hay pocos hombres que sean lo
bastante justos para establecer buenas leyes.
Reunid de un extremo del mundo
al otro a los sencillos y tranquilos agricultores y todos convendrán que se les
debe permitir que vendan a sus vecinos el excedente de su trigo, y que la ley
que se opone a ello es inhumana y absurda; que no debe alterarse el valor de
las monedas que representan los productos, como tampoco alterar los productos
de la tierra; que el padre de familia debe ser dueño de su casa; que la religión
debe congregar a los hombres para unirlos y no para convertirlos en fanáticos y
perseguidores; que los que trabajan no deben privarse del fruto de su trabajo
para alimentar la superstición y la ociosidad... Esos sencillos y tranquilos
agricultores serán capaces de dictar en una hora treinta leyes de esta clase,
todas útiles para el género humano.
Pero si Tamerlán invade y
subyuga la India, entonces no veréis más que leyes arbitrarias. Una de ellas
arruinará una provincia para enriquecer a un publicano de Tamerlán, otra
considerará crimen de lesa majestad haber murmurado de la amante del primer
mayordomo de un rajá, otra ley arrebatará al agricultor la mitad de la cosecha
y le discutirá la otra mitad, otra dispondrá que un testaferro tártaro se presente
en una casa y se apodere de los hijos para que el más robusto sea soldado y el
más débil eunuco, dejando a los padres sumidos en la mayor desesperación. Qué
será preferible, ¿ser perro de Tamerlán o su vasallo? Su perro está, a no
dudarlo, en superior situación.
Los corderos viven en sociedad
tranquilamente y su mansedumbre es proverbial porque no vemos la prodigiosa
cantidad de animales que devoran, si bien es creíble que se los comen
inocentemente y sin saberlo, como nosotros comemos el queso de Sassenage. La
república de los corderos es la imagen fiel de la edad de oro.
El gallinero es a todas luces
el remedo del estado monárquico más perfecto. No hay rey que pueda compararse
con el gallo; si camina altanero por entre su grey, no anda así por vanidad.
Cuando el enemigo se le aproxima, no manda a sus vasallos que vayan a matarse
por él en virtud de su caudillaje y poder, sino que él mismo se presenta en
primera fila, coloca a las gallinas detrás y pelea hasta morir. Si sale
vencedor, él mismo canta el Te Deum. En la vida civil nadie es tan galante, tan
honrado y tan desinteresado; él reúne todas las virtudes. Cuando tiene en su
pico real un grano de trigo o un gusano, lo da a la primera de sus vasallas que
se le presenta. Ni Salomón en su serrallo puede compararse con un gallo en su
corral.
Si es verdad que una reina
gobierna las abejas y todos sus vasallos copulan con ella, estos animales
simbolizan un gobierno más perfecto todavía.
Las hormigas se rigen por una
excelente democracia, sistema superior al de los demás estados, porque en ella
todos sus individuos son iguales y cada uno trabaja para proporcionar la
felicidad a todos. La república de los castores es todavía superior a la de las
hormigas, al menos examinándola en sus construcciones.
Los monos se parecen más a los
titiriteros que a un pueblo civilizado y no parece que estén reunidos
obedeciendo a leyes fijas y fundamentales, como las especies precedentes. Nos
asemejamos más a los monos que a los demás animales en el don de la imitación,
en la ligereza de nuestras ideas y en nuestra inconstancia, que nunca nos
permitió tener leyes uniformes y durables.
La Naturaleza formó nuestra
especie y nos dotó de algunos instintos. El amor propio para nuestra propia
conservación, la benevolencia para la conservación de los demás, el amor que es
común a todas las especies y el don inexplicable de combinar más ideas que
todos los animales jun tos. Después de dotarnos de todo ello, nos dijo: Haced
lo que podáis.
No existe un buen código en
ningún país, y la razón de ello es evidente: las leyes se hicieron según los
tiempos, los lugares y las necesidades. Cuando cambian las necesidades, las
leyes que continúan vigentes llegan a ser ridículas. Así, la ley que prohibía
comer cerdo y beber vino era razonable en Arabia, donde el cerdo y el vino son
nocivos, pero es absurda en Constantinopla. La ley que concede todo el feudo al
hijo primogénito era muy buena en una época de anarquía y pillaje, porque
entonces el primogénito era el señor de un castillo que los bandidos asaltarían
tarde o temprano, los hijos menores serían sus primeros oficiales y los
labriegos sus soldados. Sólo es de temer en este caso que el hijo segundo
asesine o envenene a su hermano mayor para sucederle, pero estos casos son
raros porque la naturaleza combinó de tal modo nuestros instintos y pasiones
que nos causa más horror la idea de asesinar a nuestro hermano primogénito que
placer la idea de ocupar su sitio. Esta ley, que es conveniente para los que
poseían castillos en los tiempos de Chilperico, es detestable si se trata de
repartir las herencias en las ciudades.
Para vergüenza de los hombres,
sabemos que solamente las leyes del juego en todas partes son justas, claras,
inviolables y se cumplen. ¿En qué consiste que las reglas del juego de ajedrez,
dictadas por los hindúes, sean obedecidas voluntariamente en todo el mundo y
las decretales de los papas se desprecien y no se cumplan? En que el inventor
del ajedrez combinó con justicia todos los lances del juego para que tuvieran
interés los jugadores, y los papas en sus decretales no miraron más que el
propio provecho. El hindú quiso estimular la inteligencia de los hombres para
que les aportara solaz esparcimiento, y los papas se propusieron fomentar el
entontecimiento. Por eso el juego de ajedrez no ha sufrido alteraciones desde
hace cinco mil años y lo conocen todos los habitantes del planeta y las
decretales sólo las reconocen en Spoletto, Orvieto y Loreto, en donde el más
insignificante jurisconsulto las desprecia en su fuero interno.
Es difícil que exista una
nación que se gobierne por buenas leyes. Y no es precisamente por ser obra de
los hombres, pues éstos han hecho cosas excelentes, pero los que inventaron y
perfeccionaron las artes podían haber creado un cuerpo de jurisprudencia tolerable.
Ahora bien, en casi todos los estados las leyes se han establecido casi siempre
por el interés del legislador, las necesidades del momento, la ignorancia o la
superstición. En cierta medida, han confeccionado las leyes al azar,
irregularmente, como se han fundado las ciudades. En París, determinados
barrios del casco urbano contrastan con el Louvre y las Tullerías; ésta es la
imagen de nuestras leyes.
Londres no llegó a ser capital
digna de habitarse hasta quedar reducida a cenizas. Después, ensancharon y
alinearon las calles; así, la antigua Londres pasó a ser ciudad gracias al
incendio. Si queréis tener buenas leyes, quemad las antiguas y redactarlas de
nuevo.
Los romanos pasaron
trescientos años sin tener leyes fijas y se vieron obligados a adoptar las que
tenían los atenienses, pero éstas eran tan malas que tuvieron que derogarlas
muy pronto casi todas.
El derecho consuetudinario de
París lo interpretan diferentemente veinticuatro comentarios; por tanto,
prueban evidentemente veinticuatro veces que estuvo mal concebido. Contradice
otros ciento cuarenta derechos consuetudinarios que tienen fuerza de ley en la
misma nación y todos se contradicen unos a otros. Existen, pues, en una sola
provincia de Europa, situada entre los Alpes y los Pirineos, más de ciento
cuarenta localidades que se llaman compatriotas y que en realidad son tan
extranjeras unas respecto a otras como el Tonkin es extranjero para la
Conchinchina. Igual ocurre en todas las provincias de España y mucho peor en
Germania; allí nadie sabe qué derechos tiene el jefe y los miembros. Los
habitantes de las orillas del Elba no se relacionan con los de Suavia más que
por hablar casi la misma lengua, que es bastante ruda.
La Gran Bretaña tiene más
uniformidad. Pero como salió de la barbarie y la esclavitud a intervalos y
mediante sacudidas, y al recobrar la libertad conservó múltiples leyes que
promulgaron antes los grandes tiranos que se disputaban el pueblo, o los
tiranuelos que invadieron las prelaturas, formó un cuerpo de jurisprudencia bastante
robusto pero en el que todavía se ven muchas heridas tapadas con emplastos.
El espíritu de Europa hizo
mayores progresos desde hace cien años que el mundo entero hizo hasta esa
época, desde los tiempos de Brahma, Zoroastro y Thaut. ¿Por qué el espíritu de
la legislación progresó tan poco?
Fuimos todos salvajes desde el
siglo V. Estas fueron las revoluciones del Globo: bandidos que saqueaban y
labriegos saqueados. De ésos se componía el género humano, desde el confín del
mar Báltico hasta el estrecho de Gibraltar, y cuando los árabes se presentaron
en el Mediodía fue universal la desolación que produjo esa conmoción.
En nuestro rincón de Europa,
un escaso número de sus habitantes lo componían ignorantes audaces, vencedores
que iban armados desde la cabeza hasta los pies; la mayoría de los habitantes
eran esclavos ignorantes y desarmados, casi ninguno sabía leer ni escribir, ni
el mismo Carlomagno, y el resultado lógico fue que la Iglesia romana, con su
pluma y sus ceremonias, gobernó a los que pasaban la vida a caballo, lanza en
ristre y con casco en la cabeza.
Los descendientes de los
sicambros, borgoñones, ostrogodos, visigodos y lombardos, se percataron de la
necesidad de tener algo que se pareciera a leyes y fueron a buscarlas donde las
había. Los obispos de Roma sabían escribir en latín y los bárbaros las
aceptaron con sumo respeto porque no las entendían. Las decretales de los
papas, unas auténticas y otras falsas, pasaron a ser el código de los nuevos
señores merovingios que se habían repartido las tierras. Fueron lobos que se
dejaron encadenar por zorros; conservaron su ferocidad, pero la credulidad la
subyugó, y el temor que ésta produce. Poco a poco, toda Europa, salvo Grecia y
lo que pertenece todavía al imperio de Oriente, se vio sometida al imperio
romano: Romanos rerum dominos gentemque togatam (Virgilio, Aen, I, 281).
Casi todas las convenciones
iban acompañadas del signo de la cruz y de un juramento prestado sobre las
reliquias, todo quedó bajo la jurisdicción de la Iglesia. Roma, como metrópoli,
fue el juez supremo de los procesos del Quersoneso Címbrico y de Gascuña. La
multitud de señores feudales agregó a sus usos el derecho canónico y de ello
resultó una jurisprudencia monstruosa de la que aún quedan muchos vestigios.
Qué sería preferible, ¿carecer
de leyes o tener leyes semejantes? Hubiera sido ventajoso para un imperio más
vasto que el romano estar sumido más tiempo en el caos porque estando todo por
hacer habría sido más fácil construir un edificio nuevo que reparar otro cuyas
ruinas infunden respeto.
Catalina II de Rusia reunió en
1767 a los diputados de sus provincias. Había en esa asamblea paganos,
mahometanos de Alí, mahometanos de Omar y cristianos de doce credos diferentes.
Cada ley se proponía a ese nuevo sínodo, y la que parecía conveniente al
interés de todas las provincias recibía en el acto la sanción de la soberana y
la nación.
La primera ley puesta a debate
se refería a la tolerancia, con el fin de que el sacerdote griego nunca
olvidara que el sacerdote latino es hombre, para que el musulmán soportara a su
hermano que fuera pagano, y para que el romano no intentara sacrificar al
presbiteriano. La soberana escribió de su puño y letra, en ese gran consejo de
legislación: «Entre tantas creencias diferentes, la falta más nociva es la
intolerancia». Se convino unánimemente que en la nación no habría más que un
poder, que era preciso distinguir siempre entre el poder civil y la disciplina
eclesiástica, y que la alegoría de las dos espadas es el dogma de la discordia.
Catalina empezó por liberar a
los siervos que tenía en su heredad particular y a los que pertenecían al
dominio eclesiástico. Prelados y monjes recibieron su paga a cargo del Tesoro
público. Las sentencias eran proporcionales a los delitos y las penas fueron
útiles, porque la mayoría de los culpables fueron condenados a trabajos
públicos, toda vez que los muertos no sirven de nada. Además, abolió la tortura
porque es castigar al presunto culpable y es absurdo atormentar sin
conocimiento de causa.
Los romanos sólo torturaban a
los esclavos porque la tortura es el medio de salvar al culpable y perder al
inocente.
Aquí llegaba el consejo cuando
Mustafá III, hijo de Mahmud, obligó a la emperatriz a interrumpir la redacción
de su código para ir a batirse con él.
LEYES CIVILES Y ECLESIÁSTICAS. Entre los papeles de un jurisconsulto han
sido halladas unas notas que acaso merezcan ser examinadas:
Que jamás tenga vigencia
ninguna ley eclesiástica que no haya recibido sanción expresa del gobierno. Por
este motivo nunca estallaron discordias religiosas en Grecia ni en Roma,
discordias que son patrimonio de las naciones bárbaras o que han degenerado en
la barbarie.
Que únicamente el magistrado
pueda permitir o prohibir el trabajo durante los días de fiesta, porque a los
sacerdotes no les incumbe prohibir a los hombres que cultiven sus campos.
Que todo cuanto concierna al
matrimonio dependa exclusivamente del magistrado y los sacerdotes se limiten a
la augusta función de bendecirlo.
Que el préstamo a interés sea
puramente objeto de la ley civil, porque esta sola preside el comercio.
Que todos los eclesiásticos
estén sometidos en cualquier caso al gobierno porque son súbditos del Estado.
Que jamás se dé el caso
vergonzoso y ridículo de pagar a un sacerdote extranjero la primera anualidad
de la renta de una tierra que los ciudadanos hayan otorgado a un sacerdote
conciudadano.
Que ningún sacerdote pueda
nunca privar a un ciudadano de la menor prerrogativa bajo pretexto de que es
pecador, porque el sacerdote, que también lo es, debe rogar por los pecadores y
no juzgarles.
Que los magistrados, los
trabajadores y los sacerdotes, paguen igualmente las cargas estatales, porque
todos pertenecen igualmente al Estado.
Que no exista más que un peso,
una medida y un derecho consuetudinario.
Que los suplicios de los
criminales sean útiles. Un hombre ahorcado no sirve para nada; en cambio, un
hombre condenado a trabajos públicos es todavía útil a la patria y ofrece una
lección viva.
Que todas las leyes sean
claras, uniformes y precisas; interpretarlas equivale casi siempre a
corromperlas.
Que nada sea considerado
infame, a no ser el vicio.
Que los impuestos sean siempre
proporcionales.
Que la ley jamás esté en
contradicción con la costumbre, pues si la costumbre es buena la ley no sirve para
nada.
LIBELO.
Denomínanse libelos los folletos que se publican con 18 intención de injuriar.
Como los autores no tienen razones que aducir, ni escriben con objeto de
instruir al público al ser leídos, procuran ser breves. Los libelos rara vez
están firmados porque los calumniadores temen que se les procese y les
encuentren el cuerpo del delito.
Hay libelos políticos,
teológicos y literarios. En las épocas de la Liga y la Fronda abundaron los
libelos políticos, y cada controversia de Inglaterra los produjo a centenares.
Escribieron tantos contra Luis XIV que podría formarse una ingente biblioteca.
El orbe católico conoce libelos teológicos desde cerca de mil seiscientos años;
libelos que son los peores porque están plagados de injurias sagradas. En prueba
de lo dicho leed a san Jerónimo y veréis cómo trata a Rufino y a Vigilantius,
pero los polemistas que han escrito después de él se han excedido aún más en
los vituperios. En los últimos tiempos, escandalizaron los libelos que
escribieron los molinistas contra los jansenistas, que pueden contarse por
millares. De la indignidad de todo ese fárrago sólo se salva uno sólo: Cartas
Provinciales, de Pascal.
Los autores que han escrito
folletos pueden disputar su número con el de los teólogos. Boileau y Fontenelle,
que se atacaron uno al otro escribiéndose epigramas, decían que los libelos que
habían escrito contra ellos no cabían en la habitación de cada uno. Pero todo
esto cae como las hojas en otoño.
Ha habido quienes consideraban
libelos todas las injurias que se han escrito o dirigido contra el prójimo.
Según ellos, las palabras mordaces que los profetas dirigieron a veces a los
reyes de Israel eran libelos infamatorios para que los pueblos se sublevaran
contra ellos, pero como el populacho nunca leyó en ningún país del mundo, es de
presumir que dichas mordacidades no causaran el menor daño. Hablando al pueblo
congregado, se le incita más a sublevarse que escribiendo folletos. Por eso el
primer acto de la reina Isabel de Inglaterra, jefe de la Iglesia anglicana y
defensora de la fe, fue mandar que durante seis meses nadie pudiera predicar
sin que ella les otorgara permiso.
Libelo era el Anti-Catón,
de César, pero éste hizo más daño a Catón con la batalla de Farsalia y la de
Tapsa que con sus diatribas. Las Filípicas, de Cicerón, son libelos, pero las
prescripciones de los triunviros fueron libelos más terribles. San Cirilo y san
Gregorio Nacianceno escribieron libelos contra el emperador Juliano, pero
tuvieron la generosidad de no publicarlos hasta después de morir el emperador.
Algunas manifestaciones de los
soberanos se asemejan a los libelos. Los secretarios del gabinete de Mustafá,
emperador de los Osmanlis, hicieron un libelo de su declaración de guerra
contra Rusia, pero Dios castigó a ellos y a sus comitentes. El mismo espíritu
que animó a César. Cicerón y a los secretarios de Mustafá, domina en todos los
bellacos que han escrito libelos en sus zahurdas. ¿Quién es capaz de creer que
las almas de Garasse, Nonotte, Paulian y Freron, sean a este respecto del mismo
temple que las almas de César, Cicerón, san Cirilo y el secretario del
emperador de los Osmanlis? Cuesta trabajo creerlo, pero es así.
LIBERTAD (Sobre la).
A. He aquí una batería de
artillería que dispara junto a nuestro oído. ¿Tenéis libertad de oírla o no?
B. Sin duda, no puedo evitar
el oírla.
A. ¿Desea que este cañón se
lleve vuestra cabeza y las de vuestra mujer y vuestra hija, que están paseando
con usted?
B. Pero, ¿qué pregunta está
haciendo? Yo no puedo desear semejante cosa mientras tenga sano juicio, es
totalmente imposible.
A. Bien. Usted oye
forzosamente este cañón y no desea morir, ni que muera su familia, de un
cañonazo mientras pasean. Usted no tiene el poder de no oír, ni puede desear
permanecer aquí.
B. Ello es evidente (1).
(1) Un pobre de espíritu, en
un breve escrito honesto y pulido. y sobre todo bien razonado, objeta que si un
príncipe ordena a B que permanezca expuesto a los cañones él permanecerá allí.
Ello es indudable, si es lo bastante valiente, o mejor dicho, si teme más la
vergüenza que siente amor por la vida, como ocurre a menudo. En primer lugar,
aquí se trata de un caso distinto, en segundo lugar, cuando el instinto del
temor a la vergüenza supera al instinto de conservación, el hombre siente tanta
necesidad de permanecer expuesto al cañón como de huir cuando no siente
vergüenza de la fuga. El pobre de espíritu tenía necesidad de formular
objeciones ridículas y proferir injurias, y los filósofos sienten necesidad de
burlarse un poco de él y perdonarle. (Nota de Voltaire, añadida en 1765; ed.
Varberg).
A. En consecuencia, usted ha
avanzado unos treinta pasos para quedar libre del cañón. ¿Ha tenido usted poder
para andar conmigo estos pasos?
B. Esto todavía es más claro.
A. Pero si usted estuviese
paralítico y no hubiera podido evitar esta batería, no hubiera podido tener el
poder de estar donde se halla. ¿Hubiese entonces forzosamente oído y recibido
el cañonazo, y hubiese muerto?
B. Nada más cierto.
A. Así, pues, ¿en qué consiste
vuestra libertad si no existe el poder de realizar lo que vuestra voluntad
exige con necesidad absoluta?
B. Usted me confunde...
Entonces, ¿la libertad no es otra cosa que hacer lo que yo quiera?
A. Reflexione y considere si
la libertad puede ser entendida de otro modo.
B. En este caso, mi perro de
caza es tan libre como yo, pues posee necesariamente la voluntad de correr
cuando descubre una liebre y el poder de correr si no le duelen las piernas. No
disfruto de nada superior a mi perro. Usted me reduce al estado de las bestias.
A. Estos son los pobres
sofismas de los pobres sofistas que le han educado. Ya se siente usted enfermo
de verse libre lo mismo que su perro. Veamos, ¿no se parece usted a su perro en
mil cosas? El hambre, la sed, estar despierto, dormir... ¿los cinco sentidos no
son comunes a él? ¿Querría usted tener olfato en otro lugar distinto a la
nariz? Y ¿por qué desea tener una libertad distinta?
B. Es que yo tengo un alma que
razona y mi perro apenas razona.
El no tiene más que unas pocas
ideas sencillas y yo tengo mil ideas metafísicas.
A. Bien, usted es mil veces
más libre que él, es decir, posee mil veces más poder de pensar que él, pero no
es libre de otra manera que él es.
B. Cómo, ¿yo no soy libre de
desear lo que quiero?
A. ¿Qué pretende usted decir
con esto?
B. Lo que entiende todo el
mundo. ¿No se nos dice cada día que «la voluntad es libre»?
A. Un proverbio no es una
razón. Explíquese mejor.
B. Entiendo que soy libre de
querer como me plazca.
A. Con vuestra venia, esto no
tiene ningún sentido. ¿No ve que es ridículo decir: «Yo quiero querer»? Usted
quiere forzosamente y en consecuencia de ideas que le han sido presentadas.
¿Quiere usted casarse, sí o no?
B. ¿Y si le dijera que no
quiero una cosa ni otra?
A. Pues respondería como aquel
que decía: «Unos creen al cardenal Mazarino muerto, otros le creen vivo, y yo
no creo una cosa ni otra»
B. Pues bien, quiero casarme.
A. ¡Ah, esto es responder
conforme! ¿Y por qué quiere casarse?
B. Porque estoy enamorado de
una muchacha hermosa, bien educada bastante rica, que canta muy bien y cuyos
padres son gente muy honrada. Me lisonjeo de ser amado por e