Kidd el Pirata

Washington Irving


Cuento


Hace muchos años, poco tiempo después de haber tenido que entregar su Muy Poderosa Majestad el Señor Protector de los Estados Generales de Flandes el territorio de la Nueva Holanda al rey Carlos II de Inglaterra, mientras el territorio se encontraba todavía en un estado de general inquietud, esta provincia era el refugio de numerosos aventureros, gente de vida dudosa y de toda clase de caballeros de industria y de sujetos que miran con disgusto las limitaciones antiguas, impuestas por la ley y los diez mandamientos. Los más notables entre aquéllos eran los bucaneros, hienas del mar que tal vez en tiempo de guerra se habían educado en la escuela del corso, pero que habiendo sentido una vez la dulzura del saqueo, habían conservado para siempre la inclinación por ello. Hay muy poca distancia entre el marino que hace el corso y el pirata.

Ambos luchan por amor del saqueo, sólo que el último es el más bravo, pues afronta al enemigo y a la horca.

Sea como quiera, en cualquier escuela que se hubieran educado, los bucaneros que rondaban por las colonias inglesas eran gentes audaces que aun en tiempos de paz causaban enormes perjuicios a las colonias y a los barcos mercantes españoles. Todo contribuía a convertir aquella región en el punto de cita de los piratas, donde podían vender el botín y concertar nuevas maldades: el fácil acceso de la bahía de Manhattoes, el gran número de abras de sus costas y la poca vigilancia que ejercía un gobierno apenas organizado. Mientras trajeron con ellos ricos y variados cargamentos, todo el lujo de los trópicos, y el suntuoso botín de las provincias españolas, vendiéndolo con la despreocupación característica de todos los filibusteros, fueron siempre bienvenidos para los avisados comerciantes de Manhattoes. En pleno día se podía ver por las calles de la pequeña ciudad a estos desesperados, renegados de todos los climas y de todos los países de la tierra, tropezando con los tranquilos mijnheers, vendiendo su extraño botín por la mitad o un cuarto del precio a los inteligentes comerciantes, para gastarlo después en las tabernas, bebiendo, jugando, cantando, jurando, gritando y escandalizando a la vecindad con peleas de media noche y diversiones de rufianes.

Finalmente estos excesos llegaron a tales extremos que se convirtieron en un escándalo y pedían a gritos que interviniera el gobierno. De acuerdo con esto se tomaron medidas para atajar el mal que ya había tomado considerable incremento y exterminar esta gusanería de la colonia.

Entre los agentes empleados para llevar a cabo este propósito se encontraba el tristemente famoso Capitán Kidd. Era un carácter equívoco, uno de esos indescriptibles animales del océano que no vuelan y que no son ni carne ni pescado. Tenía algo de comerciante, un poco más de contrabandista y ribetes de redomado pícaro. Durante muchos años había comerciado con los piratas en una embarcación muy veloz y de poco tonelaje, que podía entrar en toda clase de aguas. Conocía todos los puntos donde se ocultaban los piratas; se encontraba siempre efectuando un viaje misterioso, tan ocupado como polluelos en una tormenta. Este obscuro personaje fue elegido por el gobierno para dar caza a los piratas, de acuerdo con el viejo proverbio según el cual lo mejor para deshacerse de un perro es echarle otro.

Kidd salió de Nueva York en 1695, en un barco llamado «La Galera de la Aventura», bien armado y debidamente provisto de su patente de corso. Al llegar a uno de sus numerosos refugios, estableció nuevas condiciones para su tripulación, incorporó algunos de sus viejos camaradas, gente de armas tomar, y se dirigió al Oriente. En lugar de perseguir a los piratas se dirigió a la isla de Madera, Bonavista y Madagascar, llegando hasta la entrada del Mar Rojo. Aquí, entre otras muchas fechorías, capturó una embarcación ricamente cargada, cuya tripulación era árabe, pero su capitán era inglés. Kidd era muy capaz de hacer pasar esto por una hazaña, puesto que se trataba de una especie de cruzada contra los infieles, pero el gobierno había perdido ya hacía mucho tiempo todo entusiasmo por esos triunfos cristianos. Después de haber recorrido todos los mares, vendiendo el producto de sus robos y cambiando varias veces de barco, Kidd tuvo la audacia de volver a Boston, cargado de botín, con una tripulación atrevida que le pisaba los talones.

Sin embargo, los tiempos habían cambiado. Los bucaneros ya no podían impunemente mostrar sus barbas en las colonias. El nuevo gobernador, lord Bellamont, se había distinguido por su celo en extirparlos; tenía mayor razón en estar enojado con Kidd por haber contribuido al nombramiento de éste para que persiguiera a los piratas; en cuanto apareció en Boston se dio la alarma y se tomaron medidas para arrestarlo. Sin embargo, el carácter audaz de Kidd y los esfuerzos desesperados de los compañeros, que le seguían como perros de presa, condujeron a que el arresto no fuera inmediato. Se dice que se aprovechó de este tiempo para enterrar gran parte de sus tesoros, y se paseaba después con la cabeza alta por las calles de Boston. Cuando se le arrestó intentó defenderse, pero fue desarmado y llevado a la prisión junto con sus compañeros. Era tan formidable la fama de estos piratas y su tripulación, que se creyó aconsejable despachar una fragata para llevar a él y sus compañeros a Inglaterra. En vano se hicieron esfuerzos para arrancarle de las manos de la justicia; él y sus compañeros fueron juzgados, condenados y ahorcados en Londres. Kidd tardó en morir, pues la cuerda que rodeaba su cuello se rompió bajo su peso. Se le ató por segunda vez de una manera más efectiva. Sin duda de ahí proviene la leyenda según la cual Kidd tenía la vida encantada, y se le había ahorcado dos veces.

Tales son los hechos principales de la vida del Capitán Kidd, que han dado origen a una gran maraña de tradiciones. La noticia de que había enterrado grandes tesoros de oro y joyas antes de ser arrestado, puso en conmoción a todos los buenos habitantes de la costa. Se oían rumores y más rumores, según los cuales se habían encontrado grandes sumas de dinero en monedas con inscripciones moriscas, sin duda botín de sus fechorías en Oriente, pero que el común de la gente consideraba con un terror supersticioso, tomando las letras árabes por caracteres diabólicos o mágicos.

Algunos decían que el tesoro había sido enterrado en varios lugares solitarios y deshabitados cerca de Plymouth y el Cabo Cod, pero gradualmente se empezó a citar otros lugares del país, no sólo en la costa oriental, sino también a lo largo del brazo de mar, llegando a tejer una leyenda áurea referente a Manhattoes y Long Island. De hecho, las rigurosas medidas de lord Bellamont produjeron una repentina zozobra entre los bucaneros que se encontraban en aquel momento repartidos por toda la provincia. Ocultaron su dinero y sus joyas en lugares apartados, a lo largo de las costas deshabitadas de los ríos y del mar, dispersándose ellos mismos por todo el territorio. La acción de la justicia impidió que muchos de ellos volvieran alguna vez a desenterrar lo que habían ocultado, meta desde entonces de los buscadores de tesoros.

Este es el origen de los frecuentes relatos acerca de rocas o árboles que llevan extraños signos, que se supone indican el lugar donde hay enterrado dinero; muchos han buscado y pocos encontrado el botín de los piratas. En todas las historias, referentes a estas empresas, el diablo desempeñaba un gran papel. O se ganaba su amistad mediante diversas ceremonias e invocaciones, o se celebraba con él algún pacto solemne. De todas maneras, siempre se inclinaba a jugar alguna mala partida a los buscadores de tesoros. Algunos cavaban hasta llegar a un cofre de hierro, cuando, casi invariablemente, ocurría algo extraño e imprevisto. De repente la tierra se desplomaría llenando la excavación, o los buscadores de tesoros huirían aterrorizados ante algún extraño ruido o alguna aparición; algunas veces aparecía el mismo diablo, para llevarse el botín que parecía estar finalmente al alcance de los buscadores, que, sin embargo, al día siguiente no encontrarían el menor rastro de sus trabajos de la noche anterior.

No obstante, todos estos rumores eran extremadamente vagos y excitaban mi curiosidad sin satisfacerla. Nada hay en este mundo tan difícil de alcanzar como la verdad, y no hay nada en el mundo que me interese fuera de ella. Entre los viejos habitantes de la provincia, eran particularmente las viejas holandesas de la misma mi fuente favorita de información auténtica. Pero aunque me enorgullezco de saber más que ningún otra persona acerca del folklore de mi provincia natal, durante mucho tiempo mis investigaciones no condujeron a ningún resultado substancial.

Finalmente, ocurrió que un día el azar me deparó un interesante hallazgo. Era al fin del verano, cuando me encontraba descansando de la fatiga mental producida por algunos intensos estudios, dedicado a la pesca en uno de aquellos ríos que habían sido el lugar predilecto de mi juventud, en compañía de varios notables burgers de mi ciudad natal, entre los cuales había más de un ilustre miembro de esa corporación, cuyo nombre, si yo me atreviera a citarlo, honraría estas pobres páginas. Nuestro deporte nos era indiferente. Los peces estaban empeñados por lo visto en no morder el anzuelo, y aunque cambiamos varias veces de lugar, no tuvimos mejor suerte. Al fin anclamos cerca de una fila de rocas, sobre la costa oriental de la isla de Manhattan. Era un día cálido y sin viento. El río corría sin oleaje y sin formar torbellinos; todo estaba tan tranquilo y quieto, que casi nos asombraba cuando algún pájaro abandonaba el árbol donde se encontraba, hendía después el aire y se precipitaba al agua para buscar su presa. Mientras cabeceábamos en nuestro bote, semiadormecidos por la cálida tranquilidad del día y la forzada ociosidad de nuestro deporte, uno de los notables, concejal de la ciudad, mientras le dominaba el sueño, dejó que se hundiera su caña de pescar. Al despertarse, le pareció que había pescado algo gordo, a juzgar por el peso. Al subirlo a la superficie encontramos, con gran sorpresa nuestra, que era una pistola, de modelo muy extraño y curioso, que por la herrumbre que la cubría y por estar carcomida la culata y cubierta de conchas, debía encontrarse en el agua desde hacía mucho tiempo. La inesperada aparición de aquel instrumento de lucha fue motivo de amplias especulaciones entre mis pacíficos compañeros. Uno supuso que había caído al agua durante la guerra de la Independencia; otro, de la forma peculiar del arma, dedujo que provenía de los primeros viajeros que visitaron la colonia, tal vez el famoso Adrián Block, que exploró el brazo de mar y descubrió la isla que lleva su nombre, tan famosa ahora por sus quesos. Pero un tercero, después de observarla durante algún tiempo, afirmó que era de origen español. «Aseguraría —dijo— que si esa pistola pudiera hablar, nos contaría extrañas historias de encarnizadas luchas con los caballeros españoles. No tengo la menor duda que es una reliquia de los viejos tiempos de los bucaneros. ¿Quién sabe si no perteneció al mismo Kidd?»

«Ah, ese Kidd era un hombre audaz —exclamó un ballenero del Cabo Cod, de enérgicas facciones—. Conozco una vieja canción acerca de él:

Mi nombre es capitán Kidd
Cuando yo recorría los mares
Cuando yo recorría los mares.

»Y sigue refiriendo cómo ganó el favor del diablo enterrando la Biblia:

Tenía la Biblia en la mano,
Cuando yo recorría los mares,
Y la enterré en la arena,
Cuando yo recorría los mares.

»A propósito, recuerdo una historia de un hombre que una vez desenterró un tesoro del Capitán Kidd; la escribió un vecino mío y yo la aprendí de memoria. Como los peces no pican, se la contaré a ustedes ahora, para pasar el tiempo». —Y diciendo esto nos relató la siguiente historia.


Publicado el 22 de agosto de 2016 por Edu Robsy.
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