Los Buscadores de Tesoros

Washington Irving


Cuentos, Colección



Introducción

Encontrado entre los papeles del difunto Dietrich Knickerboker

...Ahora recuerdo esas voces de viejas que en mi niñez me contaban cuentos de invierno,
Y me hablaban de espíritus y de fantasmas
Que se deslizaban en la noche
Alrededor del lugar donde se oculta un tesoro.

El Judío de Malta, Marlowe

Las Puertas del Infierno

A unos diez kilómetros de la célebre ciudad de Manhattoes, en aquel brazo de mar que queda entre el continente y Nassau o Long Island, se encuentra una angostura donde la corriente queda violentamente comprimida entre los promontorios que se proyectan hacia el mar y las rocas que forman numerosos peñascales. En el mejor de los casos, por ser una corriente violenta e impetuosa, ataca estos obstáculos con poderosa rabia: hirviendo en torbellinos con ruido ensordecedor y deshaciéndose en olas; rabiando y rugiendo en fuerte oleaje; en una palabra, cayendo en un paroxismo equivocado. En esas ocasiones, ¡ay de la desgraciada embarcación que se aventurase entre sus garras!

Sin embargo, este humor malvado prevalece en ciertos momentos de la marea. Cuando el agua está baja, por ejemplo, es tan pacífico que da gusto verlo; pero tan pronto sube aquélla, empieza a enojarse; a media marca ruje potentemente, como un marinero que pide más alcohol, y cuando la marea ha llegado a su altura máxima, duerme tan tranquilamente como un alcalde después de la comida. Puede comparársele con una persona dada a la bebida que se comporta pacíficamente mientras no bebe o no ha tomado todavía lo suficiente, pero que se parece al mismo diablo cuando ha terminado el viaje.

Este pequeño estrecho, tan poderoso, tan gritón, tan bebedor, capaz de sacar a uno de sus casillas, era un lugar de gran peligro para los antiguos navegantes holandeses, puesto que sacudía sus barcas en forma de bañera, deteniéndolas en remolinos capaces de marear a cualquiera que no fuera un holandés, o, lo que ocurría con frecuencia, colocándolas sobre rocas y restingas. Es lo que hizo con la célebre escuadra de Oloffre «El Soñador», cuando buscaba un lugar para fundar la ciudad de Manhattoes, con lo que, de puro avergonzados, decidieron llamar al lugar Helle—Gat (Puerta del Infierno), encomendándolo solemnemente al diablo. Desde entonces esa denominación ha pasado al inglés con el nombre correcto de Hell—Gate, que significa lo mismo, aunque algunos, que no saben inglés ni holandés, lo traducen por Hurl—Gate (Puerta o estrecho de los rizos). ¡Que San Nicolás los confunda!

En mi niñez el estrecho de Hell—Gate era un lugar que nos infundía mucho miedo, y en el cual emprendíamos peligrosas aventuras, pues tengo algo de marinero. En esos pequeños mares corrí más de una vez el riesgo de naufragar y ahogarme, en el curso de ciertos viajes a los cuales era muy aficionado, junto con otros chiquillos holandeses.

En parte por el nombre y en parte por diferentes circunstancias que se relacionaban con el lugar, éste tenía para los ojos de mis compañeros y los míos, quizá porque íbamos por allí cuando faltábamos a la escuela, un aspecto más terrorífico que el que presentaba Escila y Caribdis de los tiempos de Maricastaña.

En medio del estrecho, cerca de un grupo de rocas llamadas Las Gallinas y Los Pollos, se encontraba el casco de una embarcación que, atrapada por los remolinos, había encallado allí. Se contaba una terrible historia, según la cual era el resto de una embarcación pirata que se había dedicado a sangrientas empresas. No puedo recordar ahora en sus detalles ese relato que nos inducía a considerarla con gran terror, y mantenernos alejados de ella durante nuestras excursiones.

* * *

El desolado aspecto del casco abandonado y el terrible lugar donde acababa de pudrirse, eran suficientes para provocar las más extrañas ideas. Una parte del maderamen ennegrecido por el tiempo destacábase por encima de la superficie del agua en la alta marea; en la baja, quedaba al aire libre una parte considerable del casco mostrando el maderamen que carecía de las planchas de unión, pero que estaba cubierto de algas, por lo que parecía el esqueleto de algún monstruo marino. Todavía se mantenía erguido un pedazo de alguno de los mástiles, del cual colgaban algunas vergas y motones, que bailaban zamarreados por el viento, haciendo un ruido al que acompañaban los albatros, que giraban y gritaban alrededor del melancólico esqueleto. Tengo un vago recuerdo de un cuento, relatado por marineros, acerca de fantasmas que aparecían de noche en el casco, con el cráneo desnudo y fosforescencias azules en sus órbitas, pero he olvidado todos los detalles.

De hecho, toda esta región, como el estrecho ya citado de los tiempos de Maricastaña, era un lugar de fábula y encantamiento para mí. Desde el Estrecho hasta Manhattoes, las costas de aquel brazo de mar eran sumamente irregulares, llenas de rocas, entre las cuales crecían los árboles, que le daban un aspecto desolado y romántico. Durante mi niñez se relataban numerosas tradiciones acerca de piratas, fantasmas, contrabandistas y dinero enterrado, todo lo cual tenía un efecto maravilloso sobre las jóvenes mentes de mis compañeros y la mía propia.

Cuando llegué a la edad madura, efectué diligentes investigaciones acerca de la veracidad de estos extraños relatos, pues siempre he tenido mucha curiosidad por averiguar el fundamento de las valiosas aunque obscuras tradiciones de la provincia donde nací. Encontré infinitas dificultades para llegar a cualquier dato preciso. Es increíble el número de fábulas que hallé al tratar de establecer la verdad de un solo hecho. Nada diré de las Piedras del Diablo —sobre las cuales el archienemigo del género humano se retiró desde Connecticut hasta Long Island, a través del estrecho— en vista de que esta materia será tratada como merece por un contemporáneo con cuya amistad me honro, historiador al cual he suministrado todos los detalles. Tampoco diré nada del hombre negro con el sombrero de tres picos, sentado al timón de un bote y que aparecía en Hell—Gate durante el tiempo tormentoso; se llamaba el spooke; se dice que el gobernador Stuyvesaent disparó una vez con una bala de plata. Nada puedo opinar sobre esto por no haber encontrado ninguna persona de confianza que afirmase haberlo visto, a no ser la viuda de Manus Conklen, el herrero de Frogasnesk, pero la pobre mujer era un poco cegatona, por lo que es probable que se equivocara, aunque decían que en la obscuridad veía más lejos que la mayoría de la gente.

Sin embargo, todo esto era muy poco satisfactorio en lo que respecta a la leyenda de piratas y sus tesoros enterrados, acerca de lo cual yo tenía la mayor curiosidad. Lo que sigue, es lo único que he podido oír y que tiene ciertos visos de autenticidad.

Kidd el Pirata

Hace muchos años, poco tiempo después de haber tenido que entregar su Muy Poderosa Majestad el Señor Protector de los Estados Generales de Flandes el territorio de la Nueva Holanda al rey Carlos II de Inglaterra, mientras el territorio se encontraba todavía en un estado de general inquietud, esta provincia era el refugio de numerosos aventureros, gente de vida dudosa y de toda clase de caballeros de industria y de sujetos que miran con disgusto las limitaciones antiguas, impuestas por la ley y los diez mandamientos. Los más notables entre aquéllos eran los bucaneros, hienas del mar que tal vez en tiempo de guerra se habían educado en la escuela del corso, pero que habiendo sentido una vez la dulzura del saqueo, habían conservado para siempre la inclinación por ello. Hay muy poca distancia entre el marino que hace el corso y el pirata.

Ambos luchan por amor del saqueo, sólo que el último es el más bravo, pues afronta al enemigo y a la horca.

Sea como quiera, en cualquier escuela que se hubieran educado, los bucaneros que rondaban por las colonias inglesas eran gentes audaces que aun en tiempos de paz causaban enormes perjuicios a las colonias y a los barcos mercantes españoles. Todo contribuía a convertir aquella región en el punto de cita de los piratas, donde podían vender el botín y concertar nuevas maldades: el fácil acceso de la bahía de Manhattoes, el gran número de abras de sus costas y la poca vigilancia que ejercía un gobierno apenas organizado. Mientras trajeron con ellos ricos y variados cargamentos, todo el lujo de los trópicos, y el suntuoso botín de las provincias españolas, vendiéndolo con la despreocupación característica de todos los filibusteros, fueron siempre bienvenidos para los avisados comerciantes de Manhattoes. En pleno día se podía ver por las calles de la pequeña ciudad a estos desesperados, renegados de todos los climas y de todos los países de la tierra, tropezando con los tranquilos mijnheers, vendiendo su extraño botín por la mitad o un cuarto del precio a los inteligentes comerciantes, para gastarlo después en las tabernas, bebiendo, jugando, cantando, jurando, gritando y escandalizando a la vecindad con peleas de media noche y diversiones de rufianes.

Finalmente estos excesos llegaron a tales extremos que se convirtieron en un escándalo y pedían a gritos que interviniera el gobierno. De acuerdo con esto se tomaron medidas para atajar el mal que ya había tomado considerable incremento y exterminar esta gusanería de la colonia.

Entre los agentes empleados para llevar a cabo este propósito se encontraba el tristemente famoso Capitán Kidd. Era un carácter equívoco, uno de esos indescriptibles animales del océano que no vuelan y que no son ni carne ni pescado. Tenía algo de comerciante, un poco más de contrabandista y ribetes de redomado pícaro. Durante muchos años había comerciado con los piratas en una embarcación muy veloz y de poco tonelaje, que podía entrar en toda clase de aguas. Conocía todos los puntos donde se ocultaban los piratas; se encontraba siempre efectuando un viaje misterioso, tan ocupado como polluelos en una tormenta. Este obscuro personaje fue elegido por el gobierno para dar caza a los piratas, de acuerdo con el viejo proverbio según el cual lo mejor para deshacerse de un perro es echarle otro.

Kidd salió de Nueva York en 1695, en un barco llamado «La Galera de la Aventura», bien armado y debidamente provisto de su patente de corso. Al llegar a uno de sus numerosos refugios, estableció nuevas condiciones para su tripulación, incorporó algunos de sus viejos camaradas, gente de armas tomar, y se dirigió al Oriente. En lugar de perseguir a los piratas se dirigió a la isla de Madera, Bonavista y Madagascar, llegando hasta la entrada del Mar Rojo. Aquí, entre otras muchas fechorías, capturó una embarcación ricamente cargada, cuya tripulación era árabe, pero su capitán era inglés. Kidd era muy capaz de hacer pasar esto por una hazaña, puesto que se trataba de una especie de cruzada contra los infieles, pero el gobierno había perdido ya hacía mucho tiempo todo entusiasmo por esos triunfos cristianos. Después de haber recorrido todos los mares, vendiendo el producto de sus robos y cambiando varias veces de barco, Kidd tuvo la audacia de volver a Boston, cargado de botín, con una tripulación atrevida que le pisaba los talones.

Sin embargo, los tiempos habían cambiado. Los bucaneros ya no podían impunemente mostrar sus barbas en las colonias. El nuevo gobernador, lord Bellamont, se había distinguido por su celo en extirparlos; tenía mayor razón en estar enojado con Kidd por haber contribuido al nombramiento de éste para que persiguiera a los piratas; en cuanto apareció en Boston se dio la alarma y se tomaron medidas para arrestarlo. Sin embargo, el carácter audaz de Kidd y los esfuerzos desesperados de los compañeros, que le seguían como perros de presa, condujeron a que el arresto no fuera inmediato. Se dice que se aprovechó de este tiempo para enterrar gran parte de sus tesoros, y se paseaba después con la cabeza alta por las calles de Boston. Cuando se le arrestó intentó defenderse, pero fue desarmado y llevado a la prisión junto con sus compañeros. Era tan formidable la fama de estos piratas y su tripulación, que se creyó aconsejable despachar una fragata para llevar a él y sus compañeros a Inglaterra. En vano se hicieron esfuerzos para arrancarle de las manos de la justicia; él y sus compañeros fueron juzgados, condenados y ahorcados en Londres. Kidd tardó en morir, pues la cuerda que rodeaba su cuello se rompió bajo su peso. Se le ató por segunda vez de una manera más efectiva. Sin duda de ahí proviene la leyenda según la cual Kidd tenía la vida encantada, y se le había ahorcado dos veces.

Tales son los hechos principales de la vida del Capitán Kidd, que han dado origen a una gran maraña de tradiciones. La noticia de que había enterrado grandes tesoros de oro y joyas antes de ser arrestado, puso en conmoción a todos los buenos habitantes de la costa. Se oían rumores y más rumores, según los cuales se habían encontrado grandes sumas de dinero en monedas con inscripciones moriscas, sin duda botín de sus fechorías en Oriente, pero que el común de la gente consideraba con un terror supersticioso, tomando las letras árabes por caracteres diabólicos o mágicos.

Algunos decían que el tesoro había sido enterrado en varios lugares solitarios y deshabitados cerca de Plymouth y el Cabo Cod, pero gradualmente se empezó a citar otros lugares del país, no sólo en la costa oriental, sino también a lo largo del brazo de mar, llegando a tejer una leyenda áurea referente a Manhattoes y Long Island. De hecho, las rigurosas medidas de lord Bellamont produjeron una repentina zozobra entre los bucaneros que se encontraban en aquel momento repartidos por toda la provincia. Ocultaron su dinero y sus joyas en lugares apartados, a lo largo de las costas deshabitadas de los ríos y del mar, dispersándose ellos mismos por todo el territorio. La acción de la justicia impidió que muchos de ellos volvieran alguna vez a desenterrar lo que habían ocultado, meta desde entonces de los buscadores de tesoros.

Este es el origen de los frecuentes relatos acerca de rocas o árboles que llevan extraños signos, que se supone indican el lugar donde hay enterrado dinero; muchos han buscado y pocos encontrado el botín de los piratas. En todas las historias, referentes a estas empresas, el diablo desempeñaba un gran papel. O se ganaba su amistad mediante diversas ceremonias e invocaciones, o se celebraba con él algún pacto solemne. De todas maneras, siempre se inclinaba a jugar alguna mala partida a los buscadores de tesoros. Algunos cavaban hasta llegar a un cofre de hierro, cuando, casi invariablemente, ocurría algo extraño e imprevisto. De repente la tierra se desplomaría llenando la excavación, o los buscadores de tesoros huirían aterrorizados ante algún extraño ruido o alguna aparición; algunas veces aparecía el mismo diablo, para llevarse el botín que parecía estar finalmente al alcance de los buscadores, que, sin embargo, al día siguiente no encontrarían el menor rastro de sus trabajos de la noche anterior.

No obstante, todos estos rumores eran extremadamente vagos y excitaban mi curiosidad sin satisfacerla. Nada hay en este mundo tan difícil de alcanzar como la verdad, y no hay nada en el mundo que me interese fuera de ella. Entre los viejos habitantes de la provincia, eran particularmente las viejas holandesas de la misma mi fuente favorita de información auténtica. Pero aunque me enorgullezco de saber más que ningún otra persona acerca del folklore de mi provincia natal, durante mucho tiempo mis investigaciones no condujeron a ningún resultado substancial.

Finalmente, ocurrió que un día el azar me deparó un interesante hallazgo. Era al fin del verano, cuando me encontraba descansando de la fatiga mental producida por algunos intensos estudios, dedicado a la pesca en uno de aquellos ríos que habían sido el lugar predilecto de mi juventud, en compañía de varios notables burgers de mi ciudad natal, entre los cuales había más de un ilustre miembro de esa corporación, cuyo nombre, si yo me atreviera a citarlo, honraría estas pobres páginas. Nuestro deporte nos era indiferente. Los peces estaban empeñados por lo visto en no morder el anzuelo, y aunque cambiamos varias veces de lugar, no tuvimos mejor suerte. Al fin anclamos cerca de una fila de rocas, sobre la costa oriental de la isla de Manhattan. Era un día cálido y sin viento. El río corría sin oleaje y sin formar torbellinos; todo estaba tan tranquilo y quieto, que casi nos asombraba cuando algún pájaro abandonaba el árbol donde se encontraba, hendía después el aire y se precipitaba al agua para buscar su presa. Mientras cabeceábamos en nuestro bote, semiadormecidos por la cálida tranquilidad del día y la forzada ociosidad de nuestro deporte, uno de los notables, concejal de la ciudad, mientras le dominaba el sueño, dejó que se hundiera su caña de pescar. Al despertarse, le pareció que había pescado algo gordo, a juzgar por el peso. Al subirlo a la superficie encontramos, con gran sorpresa nuestra, que era una pistola, de modelo muy extraño y curioso, que por la herrumbre que la cubría y por estar carcomida la culata y cubierta de conchas, debía encontrarse en el agua desde hacía mucho tiempo. La inesperada aparición de aquel instrumento de lucha fue motivo de amplias especulaciones entre mis pacíficos compañeros. Uno supuso que había caído al agua durante la guerra de la Independencia; otro, de la forma peculiar del arma, dedujo que provenía de los primeros viajeros que visitaron la colonia, tal vez el famoso Adrián Block, que exploró el brazo de mar y descubrió la isla que lleva su nombre, tan famosa ahora por sus quesos. Pero un tercero, después de observarla durante algún tiempo, afirmó que era de origen español. «Aseguraría —dijo— que si esa pistola pudiera hablar, nos contaría extrañas historias de encarnizadas luchas con los caballeros españoles. No tengo la menor duda que es una reliquia de los viejos tiempos de los bucaneros. ¿Quién sabe si no perteneció al mismo Kidd?»

«Ah, ese Kidd era un hombre audaz —exclamó un ballenero del Cabo Cod, de enérgicas facciones—. Conozco una vieja canción acerca de él:

Mi nombre es capitán Kidd
Cuando yo recorría los mares
Cuando yo recorría los mares.

»Y sigue refiriendo cómo ganó el favor del diablo enterrando la Biblia:

Tenía la Biblia en la mano,
Cuando yo recorría los mares,
Y la enterré en la arena,
Cuando yo recorría los mares.

»A propósito, recuerdo una historia de un hombre que una vez desenterró un tesoro del Capitán Kidd; la escribió un vecino mío y yo la aprendí de memoria. Como los peces no pican, se la contaré a ustedes ahora, para pasar el tiempo». —Y diciendo esto nos relató la siguiente historia.

El Diablo y Tomás Walker

En Massachusetts, a unos pocos kilómetros de Boston, el mar penetra a gran distancia tierra adentro, partiendo de la Bahía de Charles, hasta terminar en un pantano, muy poblado de árboles. A un lado de esta ría se encuentra un hermoso bosquecillo, mientras que del otro la costa se levanta abruptamente, formando una alta colina, sobre la cual crecían algunos árboles de gran edad y no menor tamaño. De acuerdo con viejas leyendas, debajo de uno de estos gigantescos árboles se encontraba enterrada una parte de los tesoros del Capitán Kidd, el pirata. La ría permitía llevar secretamente el tesoro en un bote, durante la noche, hasta el mismo pie de la colina; la altura del lugar dejaba, además, realizar la labor, observando al mismo tiempo que no andaba nadie por las cercanías, y los corpulentos árboles reconocer fácilmente el lugar. Además, según viejas leyendas, el mismísimo diablo presidió el enterramiento del tesoro y lo tomó bajo su custodia; se sabe que siempre hace esto con el dinero enterrado, particularmente cuando ha sido mal habido. Sea como quiera, Kidd nunca volvió a buscarlo, pues fue detenido poco después en Boston, enviado a Inglaterra y ahorcado allí por piratería.

Por el año 1727, cuando los terremotos se producían con cierta frecuencia en la Nueva Inglaterra, y hacían caer de rodillas a muchos orgullosos pecadores, vivía cerca de este lugar un hombre flaco y miserable, que se llamaba Tomás Walker. Estaba casado con una mujer tan miserable como él: ambos lo eran tanto, que trataban de estafarse mutuamente. La mujer trataba de ocultar cualquier cosa sobre la que ponía las manos; en cuanto cacareaba una gallina, ya estaba ella al quién vive, para asegurarse el huevo recién puesto. El marido rondaba continuamente, buscando los escondrijos secretos de su mujer; abundaban los conflictos ruidosos acerca de cosas que debían ser propiedad común. Vivían en una casa, dejada de la mano de Dios, que tenía un aspecto como si se estuviera muriendo de hambre. De su chimenea no salía humo; ningún viajero se detenía a su puerta; llamaban suyo un miserable caballejo, cuyas costillas eran tan visibles como los hierros de una reja. El pobre animal se deslizaba por el campo, cubierto de un pasto corto, del cual sobresalían rugosas piedras, que si bien excitaba el hambre del animal no llegaba a calmarla; muchas veces sacaba la cabeza fuera de la empalizada, echando una mirada triste sobre cualquiera que pasase por allí, como si pidiera que le sacase de aquella tierra de hambre. Tanto la casa como sus moradores tenían mala fama. La mujer de Tomás era alta, de malísima intención, de un temperamento fiero, de larga lengua y fuertes brazos. Se oía a menudo su voz en una continua guerra de palabras con su marido: su cara demostraba que esas disputas no se limitaban a simples dimes y diretes. Sin embargo, nadie se atrevía a interponerse entre ellos. El solitario viajero se encerraba en sí mismo al oír aquel escándalo y rechinar de dientes, observaba a una cierta distancia aquel refugio de malas bestias y se apresuraba a seguir su camino, alegrándose, si era soltero, de no estar casado.

Un día, Tomás Walker, que había tenido que dirigirse a un lugar distante, cortó camino, creyendo ahorrarlo, a través del pantano. Como todos los atajos, estaba mal elegido. Los árboles crecían muy cerca los unos de los otros, alcanzando algunos los treinta metros de altura, debido a lo cual, en pleno día, debajo de ellos parecía de noche, y todas las lechuzas de la vecindad se refugiaban allí. Todo el terreno estaba lleno de baches, en parte cubiertos de bejucos y musgo, por lo que a menudo el viajero caía en un pozo de barro negro y pegadizo; se encontraban también charcos de aguas obscuras y estancadas, donde se refugiaban las ranas, los sapos y las serpientes acuáticas, y donde se pudrían los troncos de los árboles semisumergidos, que parecían caimanes tomando el sol.

Tomás seguía eligiendo cuidadosamente su camino a través de aquel bosque traicionero; saltando de un montón de troncos y raíces a otro, apoyando los pies en cualquier precario pero firme montón de tierra; otras veces se movía sigilosamente como un gato, a lo largo de troncos de árboles que yacían por tierra; de cuando en cuando le asustaban los gritos de los patos silvestres, que volaban sobre algún charco solitario. Finalmente llegó a tierra firme, a un pedazo de tierra que tenía la forma de una península, que se internaba profundamente en el pantano. Allí se habían hecho fuertes los indios durante las guerras con los primeros colonos. Allí habían construido una especie de fuerte, que ellos consideraron inexpugnable y que utilizaron como refugio para sus mujeres e hijos. Nada quedaba de él, sino una parte de la empalizada, que gradualmente se hundía en el suelo, hasta quedar a su mismo nivel, en parte cubierto ya por los árboles del bosque, cuyo follaje claro se distinguía nítidamente del otro más oscuro de los del pantano.

Ya estaba bastante avanzada la tarde, cuando Tomás Walker llegó al viejo fuerte, donde se detuvo para descansar un rato. Cualquier otra persona hubiera sentido una cierta aversión a descansar allí, pues el común de las gentes tenía muy mala opinión del lugar, la que provenía de historias de los tiempos de las guerras con los indios; se aseguraba que los salvajes aparecían por allí y hacían sacrificios al Espíritu Malo.

Sin embargo, Tomás Walker no era hombre que se preocupara de relatos de esa clase. Durante algún tiempo se acostó en el tronco de un árbol caído, escuchó los cantos de los pájaros y con su bastón se dedicó a formar montones de barro. Mientras inconscientemente revolvía la tierra, su bastón tropezó con algo duro. Lo sacó de entre la tierra vegetal y observó con sorpresa que era un cráneo, en el cual estaba firmemente clavada un hacha india. El estado de arma demostraba que había pasado mucho tiempo desde que había recibido aquel golpe mortal. Era un triste recuerdo de las luchas feroces de que había sido testigo aquel último refugio de los aborígenes.

—Vaya —dijo Tomás Walker, mientras de un puntapié trataba de desprender del cráneo los últimos restos de tierra.

—Deje ese cráneo —oyó que le decía una voz gruesa. Tomás levantó la mirada y vio a un hombre negro, de gran estatura, sentado en frente de él, en el tronco de otro árbol. Se sorprendió muchísimo, pues no había oído ni escuchado acercarse a nadie; pero más se asombró al observar atentamente a su interlocutor, tanto como lo permitía la poca luz, y comprender que no era negro ni indio. Es cierto que su vestido recordaba el de los aborígenes y que tenía alrededor del cuerpo un cinturón rojo, pero el color de su rostro no era ni negro ni cobrizo, sino sucio obscuro, y manchado de hollín, como si estuviera acostumbrado a andar entro el fuego y las fraguas. Un mechón de pelo hirsuto se agitaba sobre su cabeza en todas direcciones; llevaba un hacha sobre los hombros.

Durante un momento observó a Tomás con sus grandes ojos rojos.

—¿Qué hace usted en mis terrenos? —preguntó el hombre tiznado, con una voz ronca y cavernosa.

—¡Sus terrenos! — exclamó burlonamente Tomás

Son tan suyos como míos; pertenecen al diácono Peabody.

—Maldito sea el diácono Peabody —dijo el extraño individuo—; ya me he prometido que así será, si no se fija un poco más en sus propios pecados y menos en los del vecino. Mire hacia allí y verá cómo le va al diácono Peabody.

Tomás miró en la dirección que indicaba aquel extraño individuo y observó uno de los grandes árboles, bien cubierto de hojas, por su parte exterior, pero cuyo tronco estaba enteramente carcomido, tanto que debía estar enteramente hueco, por lo que lo derribaría el primer viento fuerte. Sobre la corteza del árbol estaba grabado el nombre del diácono Peabody, un personaje eminente, que se había enriquecido mediante ventajosos negocios con los indios. Tomás echó una mirada alrededor y notó que la mayoría de los altos árboles estaban marcados con el nombre de algún encumbrado personaje de la colonia y que todos ellos estaban próximos a caer. El tronco sobre el cual estaba sentado parecía haber sido derribado hacía muy poco tiempo; llevaba el nombre de Growninshield; Tomás recordó que era un poderoso colono, que hacía gran ostentación de sus riquezas, de las cuales se decía que habían sido adquiridas mediante actos de piratería.

—Está pronto para el fuego —dijo el hombre negro, con aire de triunfo—. Como usted ve, estoy bien provisto de leña para el invierno.

—¿Pero qué derecho tiene usted a cortar árboles en las tierras del diácono Peabody? —preguntó Tomás asombrado.

—El derecho que proviene de haber ocupado anteriormente estas tierras —respondió el otro—. Me pertenecían antes de que ningún hombre blanco pusiera el pie en esta región.

—¿Quién es usted, si se puede saber? —preguntó Tomás.

—Me conocen por diferentes nombres. En algunos países soy el cazador furtivo; en otros, el minero negro. En esta región me llaman el leñador negro. Soy aquel a quien los hombres de bronce consagraron este lugar, y en honor del cual alguna que otra vez asaron un hombre blanco, puesto que gusto del olor de los sacrificios. Desde que los indios han sido exterminados por vosotros, los salvajes blancos, me divierto presidiendo las persecuciones de cuáqueros y anabaptistas. Soy el protector de los negreros y Gran Maestre de las brujas de Salem.

—En pocas palabras, si no estoy equivocado —dijo Tomás audazmente—, usted es el mismísimo demonio, como se le llama corrientemente.

—El mismo, a sus órdenes —respondió el hombre negro, con una inclinación de cabeza que quería ser cortés.

Así empezó esta conversación de acuerdo con la antigua leyenda, aunque parece demasiado pacífica para que podamos creerla. Uno se siente tentado a pensar que un encuentro con tal personaje, en un lugar tan desolado y lejos de toda habitación humana, era para hacer saltar los nervios de cualquier hombre, pero Tomás era de temple férreo, no se asustaba fácilmente, y había vivido tanto tiempo con una harpía, que ya no temía ni al mismo diablo.

Se cuenta que después de estas palabras iniciales, mientras Tomás seguía su camino hacia su casa, ambos personajes mantuvieron una larga y seria conferencia. El hombre negro le habló de grandes sumas de dinero, enterradas por Kidd el pirata bajo los árboles de la colina, no lejos del pantano. Todos estos tesoros estaban a disposición del hombre negro, quien los había puesto bajo su custodia. Ofreció dárselos a Tomás, por sentir una cierta inclinación hacia él, pero sólo en determinadas condiciones.

Es fácil imaginarse qué condiciones eran éstas, aunque Tomás nunca se las confesó a nadie. Deben haber sido muy duras, pues pidió tiempo para pensarlas, aunque no era hombre que se detuviera en niñerías tratándose de dinero. Cuando llegaron al límite del pantano, el extraño individuo se detuvo.

—¿Qué prueba tengo yo de que usted me ha dicho la verdad? —dijo Tomás.

—Aquí está mi firma —repuso el hombre negro, poniendo uno de sus dedos sobre la frente de Tomás. Dicho esto dio vuelta, dirigiose a la parte más espesa del bosque y pareció, por lo menos así lo contaba Tomás, como si se hundiera en la tierra, hasta que no se vio más que los hombros y la cabeza, desapareciendo finalmente. Cuando llegó a su casa, encontró que el dedo del extraño hombre parecía haberle quemado la frente, de manera que nada podía borrar su señal.

La primera noticia que le dio su mujer fue acerca de la repentina muerte de Absalón Crowninshield, el rico bucanero. Los periódicos lo anunciaban con los acostumbrados elogios. Tomás se acordó del árbol que su negro amigo acababa de derribar y que estaba pronto para arder. «Que ese filibustero se tueste bien —dijo Tomás—. ¿A quién puede preocuparle eso?» Estaba ahora convencido de que no era ninguna ilusión todo lo que había oído y visto.

No era hombre inclinado a confiar en su mujer, pero, como éste era un secreto malvado, estaba pronto a compartirlo con ella. Toda la avaricia de su mujer se despertó al oír hablar del oro enterrado; urgió a su marido a cumplir las condiciones del hombre negro y asegurarse un tesoro que los haría ricos para toda la vida. Por muy dispuesto que hubiera estado Tomás a vender su alma al diablo, estaba determinado a no hacerlo para complacer a su mujer, por lo que se negó rotundamente por simple espíritu de contradicción. Fueron numerosas y graves las discusiones violentas entre ambos esposos acerca de esta materia, pero cuanto más hablaba ella, tanto más se decidía Tomás a no condenarse por hacerle el gusto a su mujer.

Finalmente ella se decidió a hacer el negocio por su cuenta, y si lograba éxito, a guardarse todo el dinero. Como tenía tan pocos escrúpulos como su marido, una tarde de verano se dirigió al viejo fortín indio. Estuvo ausente muchas horas. Cuando volvió no gastó muchas palabras. Contó algunas cosas acerca de un hombre negro, a quien había encontrado, a media luz, dedicado a derribar árboles a hachazos. Sin embargo se mantuvo bastante reservada, sin acceder a contar más; debía volver otra vez con una oferta propiciatoria, pero se negó a decir lo que era.

Al otro día, a la misma hora, se dirigió al pantano, llevando fuertemente cargado el delantal. Tomás la esperó muchas horas en vano; llegó la medianoche, pero no apareció; llegó la mañana, el mediodía, y nuevamente la noche, pero ella no volvía. Tomás empezó a tranquilizarse, especialmente cuando observó que se había llevado consigo un juego de té de plata y todo artículo portátil de valor. Pasó otra noche y otro día, y su mujer seguía sin aparecer. En una palabra, nunca más volvió a oírse hablar de ella.

Son tantos los que aseguran saber lo que le ocurrió que, en resumidas cuentas, nadie sabe nada. Es uno de los tantos hechos que aparecen confusos por la enorme variedad de opiniones de los historiadores que se han ocupado de ello. Algunos aseguran que se perdió en el pantano, y que dando vueltas vino a caer en un pozo; otros, menos caritativos, suponen que huyó con el botín y se dirigió a alguna provincia; según otros, el enemigo malo la atrajo a una trampa, en la cual se la encontró después. Esta última hipótesis se confirma por la observación de algunos pobladores del lugar, según los cuales aquella misma tarde se vio a un hombre negro, con un hacha, que salía del pantano, llevando un atadillo formado por un delantal, y con el aspecto de un altivo triunfador.

La versión más corriente afirma, sin embargo, que Tomás se puso tan nervioso por el destino de su mujer, que finalmente se decidió a buscarla en las cercanías del fortín indio. Permaneció toda una larga tarde de verano en aquel tétrico lugar, sin poder encontrarla. Muchas veces la llamó por su nombre, sin obtener ninguna respuesta. Sólo los pájaros y las ranas respondían a sus gritos. Finalmente, en la hora del crepúsculo, cuando empezaban a salir las lechuzas y los murciélagos, el vuelo de los caranchos le llamó la atención. Miró hacia arriba y observó un objeto, en parte envuelto en un delantal y que colgaba de las ramas de un árbol. Un carancho revoloteaba cerca, como si vigilara su presa. Tomás se alegró, por reconocer el delantal de su mujer y suponer que contuviera todos los objetos valiosos que se había llevado.

«Recupere yo lo mío —dijo, tratando de consolarse—, y ya veré cómo me las arreglo sin mi mujer».

Al subir por el árbol, el carancho extendió las alas y huyó a refugiarse en lo más sombrío del bosque.

Tomás se apoderó del delantal, pero, con gran desesperación suya, sólo encontró dentro de él un hígado y un corazón.

Según las más auténticas historias, eso es todo lo que se encontró de la mujer de Tomás. Probablemente intentó proceder con el diablo como estaba acostumbrada a hacerlo con su marido; pero, aunque una harpía se considera generalmente como un buen enemigo del diablo, en este caso parece que la mujer de Tomás llevó la peor parte. Debió haber muerto con las botas puestas, pues Tomás notó numerosas huellas de pies desnudos, alrededor del árbol, como si alguien hubiera tenido que afirmarse bien; encontró además un montón de negros e hirsutos cabellos, que indudablemente procedían del leñador. Tomás conocía por experiencia la habilidad de su mujer para el combate. Se encogió de hombros al observar señales de garras. «Por Dios —se dijo—, hasta él ha debido pasar trabajos por ella».

Como era un hombre estoico, Tomás se consoló de la pérdida de sus objetos de plata, con la de su mujer. Hasta sintió un poco de gratitud por el leñador negro, considerando que le había favorecido. En consecuencia, trató de seguir cultivando su amistad, aunque durante algún tiempo sin éxito; el hombre negro parecía sufrir ahora de timidez, pues, aunque la gente piense lo contrario, no aparece en cuanto se le llama: sabe cómo jugar sus cartas cuando está seguro de tener los triunfos. Finalmente, se cuenta que cuando la inútil búsqueda había cansado a Tomás, hasta el punto de estar dispuesto a acceder a cualquier cosa antes que renunciar al tesoro, una tarde encontró al hombre negro, vestido como siempre de leñador, con el hacha al hombro, recorriendo el pantano y silbando una melodía. Pareció recibir los saludos de Tomás con gran indiferencia, dando cortas respuestas y prosiguiendo con su música.

Poco a poco, sin embargo, Tomás llevó la conversación adonde le interesaba, empezando en seguida a discutir las condiciones dentro de las cuales Tomás obtendría el tesoro del pirata. Había una condición, que no es necesario mencionar, pues se sobreentiende generalmente en todos los casos en los que el diablo hace un favor; a ella se agregaban otras, en las que el hombre negro insistía tercamente, aunque fueran de menor importancia. Pretendía que el dinero encontrado con su auxilio se emplease en su servicio. En consecuencia, propuso a Tomás que lo dedicara al tráfico de esclavos, es decir, que fletara un barco dedicado a ese negocio. Sin embargo, Tomás se negó resueltamente a ello: su conciencia era bastante elástica, pero ni el mismo diablo podía inducirle a dedicarse al tráfico del ébano humano. El hombre negro, al ver que Tomás estaba tan decidido en este punto, no insistió, proponiendo en su lugar que se dedicara a prestar dinero, pues el diablo tiene gran interés en que aumente el número de usureros, considerándolos muy particularmente como hijos suyos.

Tomás no hizo a esto ninguna objeción, ya que, por el contrario, era una proposición muy de su gusto.

—El mes próximo usted abrirá sus oficinas en Boston —dijo el hombre negro.

—Lo haré mañana mismo, si usted lo desea —repuso Tomás.

—Usted prestará dinero al dos por ciento mensual.

—Como que hay Dios, que cobraré cuatro —replicó Tomás.

—Usted se hará extender pagarés, liquidará hipotecas y llevará los comerciantes a la quiebra.

—Los mandaré... al d... o —gritó Tomás, entusiasmado.

—Usted será usurero con mi dinero —añadió el hombre negro, agradablemente sorprendido—. ¿Cuándo quiere usted el dinero?

—Esta misma noche.

—Trato hecho —dijo el diablo.

—Trato hecho —asintió Tomás.

Se estrecharon las manos y quedó finiquitado el negocio.

Pocos días después, Tomás se encontraba sentado detrás de su escritorio, en una casa de banca, en Boston. Pronto se esparció su reputación de prestamista, que entregaba dinero por pura consideración. Todos se acuerdan de los tiempos del gobernador Belcher, cuando el dinero era particularmente escaso. Eran los tiempos de los asignados. Todo el país estaba sumergido bajo un diluvio de papel moneda: se había fundado el Banco Hipotecario y producido una loca fiebre de especulación; la gente desvariaba con planes de colonización y con la construcción de ciudades en la selva. Los especuladores recorrían las casas con mapas de concesiones, de ciudades que iban a ser fundadas y de algún El Dorado, situado nadie sabía dónde, pero que todos querían comprar. En una palabra, la fiebre de la especulación, que aparece de vez en cuando en nuestra patria, había creado una situación alarmante; todos soñaban con hacer su fortuna de la nada. Como ocurre siempre, la epidemia había cedido; el sueño se había disipado, y con él las fortunas imaginarias; los pacientes se encontraban en un peligroso estado de convalecencia y por todo el país se oía a la gente quejarse de los «malos tiempos».

En estos propicios momentos de calamidad pública se estableció Tomás como usurero en Boston. Pronto a su puerta se agolparon los solicitantes. El necesitado y el aventurero, el especulador, que consideraba los negocios como un juego de baraja; el comerciante sin fondos, o aquel cuyo crédito había desaparecido, en una palabra, todo el que debía buscar por medios desesperados y por sacrificios terribles, acudía a Tomás.

Éste era el amigo universal de los necesitados, sin perjuicio de exigir siempre buen pago y buenas seguridades. Su dureza estaba en relación directa con el grado de dificultad de su cliente. Acumulaba pagarés e hipotecas, esquilmaba gradualmente a sus clientes, hasta dejarlos a su puerta corno una fruta seca.

De esta manera hizo dinero como la espuma y se convirtió en un hombre rico y poderoso. Como es costumbre en esta clase de gentes, comenzó a edificar una vasta casa, pero de puro miserable no acabó ni de construirla ni de amueblarla. En el colmo de su vanidad rompió coche, aunque dejaba morir de hambre a los caballos que tiraban de él; los ejes de aquel vehículo no llegaron nunca a saber lo que era el sebo y chirriaban de tal modo que cualquiera estaría tentado a tomar ese ruido por los lamentos de la pobre clientela de Tomás.

A medida que pasaban los años empezó a reflexionar. Después de haberse asegurado todas las buenas cosas de este mundo comenzó a preocuparse del otro. Lamentaba el trato que había hecho con su amigo negro y se dedicó a buscar el modo y la manera de engañarle. En consecuencia, de repente se convirtió en asiduo visitante de la iglesia. Rezaba en voz muy alta y poniendo toda su fuerza en ello, como si se pudiera ganar el cielo a fuerza de pulmones. Del elevado tono de sus oraciones dominicales, podía deducirse la gravedad de sus pecados durante la semana. Los otros fieles, que modesta y continuamente habían dirigido sus pasos por los senderos de la rectitud, se llenaban a sí mismos de reproches al ver la rapidez con que este recién convertido los sobrepasaba a todos. Tomás mostrábase tan rígido en cuestiones de religión como de dinero; era un estricto vigilante y censor de sus vecinos y parecía creer que todo pecado que ellos cometieran era una partida a su favor. Llegó a hablar de la necesidad de reiniciar la persecución de los cuáqueros y los anabaptistas. En una palabra, el celo religioso de Tomás era tan notorio como sus riquezas.

A pesar de todos sus ahincados esfuerzos en pro de lo contrario, Tomás temía que al fin el diablo se saliera con la suya. Se dice que para que no lo agarrara desprevenido, llevaba siempre una pequeña biblia en uno de los bolsillos de su levitón. Además, tenía otra de gran formato encima de su escritorio; los que le visitaban le encontraban a menudo leyéndola. En esas ocasiones, ponía sus lentes entre las páginas del libro, para marcar el lugar y se dirigía después a su visitante para llevar a cabo alguna operación usuraria.

Cuentan algunos que a medida que envejecía, Tomás empezó a ponerse chocho y que suponiendo que su fin estaba cercano, hizo enterrar uno de sus caballos, con herraduras nuevas y completamente ensillado, pero con las patas para arriba, puesto que suponía que el día del Juicio Final todo iba a estar al revés, con lo cual tendría una cabalgadura lista para montar, pues estaba decidido, si ocurría lo peor, a que su amigo corriera un poco si quería llevarse su alma. Sin embargo, esto es probablemente sólo un cuento de viejas.

Si realmente tomó esa precaución, fue completamente inútil, por lo menos así lo afirma la leyenda auténtica, que termina esta historia de la siguiente manera:

Una tarde calurosa, en la canícula, cuando se anunciaba una terrible tormenta, Tomás se encontraba en su escritorio, vestido con una bata mañanera. Estaba a punto de desahuciar una hipoteca, con lo que acabaría de arruinar a un desgraciado especulador en tierras, por el que había sentido gran amistad.

El pobre hombre pedía un par de meses de respiro. Tomás se impacientó y se negó a concederle ni un día más.

—Eso significa la ruina de mi familia, que quedará en la miseria —decía el especulador.

—La caridad bien entendida empieza por casa —objetó Tomás—. Debo preocuparme por mí mismo, en estos tiempos duros.

—Usted ha ganado mucho dinero conmigo —dijo el especulador.

Tomás perdió su paciencia y su piedad.

—Que el d....o me lleve si he ganado un ochavo. En aquel momento se oyeron tres golpes dados en la puerta. Tomás salió a ver quién era. En la puerta, un hombre negro mantenía por la brida a un caballo del mismo color, que bufaba y golpeaba el suelo con impaciencia.

—Tomás, ven conmigo —dijo el hombre negro secamente. Tomás retrocedió, pero era demasiado tarde. Su Biblia pequeña estaba en el levitón y la grande debajo de la hipoteca, que estaba a punto de liquidar; ningún pecador fue tomado más desprevenido. El hombre le puso en la silla, como si fuera un niño, fustigó al caballo y se alejó a galope tendido con Tomás detrás de él en medio de la tormenta que acababa de desencadenarse. Sus empleados se pusieron la pluma detrás de la oreja y a través de las ventanas le vieron alejarse. Así desapareció Tomás Walker a través de las calles, flotando al aire su traje mañanero, mientras su caballo a cada salto hacía brotar chispas del suelo. Cuando los empleados volvieron la cabeza para observar al hombre negro, éste había desaparecido.

Tomás nunca volvió a liquidar la hipoteca. Una persona que vivía en el límite del pantano contó que en el momento de desencadenarse la tormenta oyó ruido de herraduras y aullidos, y cuando se asomó a la ventana vio una figura como la descripta, montada en un caballo que galopaba como desbocado, a través de campos y colinas, hacia el oscuro pantano, en dirección al derruido fuerte indio; poco después de pasar por delante de su casa cayó en aquel sitio un rayo que pareció incendiar todo el bosque.

Las buenas gentes sacudieron la cabeza y se encogieron de hombros, pero estaban tan acostumbradas a las brujas, los encantamientos y toda clase de triquiñuelas del diablo, que no se horrorizaron tanto como hubiera debido esperarse. Se encargó a un grupo de personas que administraran las propiedades de Tomás. Nada había que administrar, sin embargo. Al revisar sus cofres, se encontró que todos sus pagarés e hipotecas estaban reducidos a cenizas. En lugar de oro y plata, su caja de hierro sólo contenía piedras; en vez de dos caballos, medio muertos de hambre en sus caballerizas, se encontraron sólo dos esqueletos. Al día siguiente su casa ardió hasta los cimientos.

Este fue el fin de Tomás Walker y de sus mal habidas riquezas. Que todas las personas excesivamente amantes del dinero se miren en este espejo. Es imposible dudar de la veracidad de esta historia. Todavía puede verse el pozo, bajo los árboles de donde Tomás desenterró el oro del capitán Kidd; en las noches tormentosas alrededor del pantano y del viejo fortín indio, aparece una figura a caballo vestida con un traje mañanero, que sin duda es el alma del usurero. De hecho, la historia ha dado origen a un proverbio, a ese dicho tan popular en la Nueva Inglaterra, acerca de «El Diablo y Tomás Walker».

En cuanto puedo acordarme, esta es la esencia del relato del ballenero del Cabo Cod. Estaba adornado de diversos detalles triviales que he omitido, pero los cuales nos sirvieron de alegre esparcimiento toda la mañana, hasta dejar pasar la hora más favorable para la pesca, por lo que se propuso que volviéramos a tierra y permaneciéramos bajo los árboles, hasta que cediera el calor del mediodía.

Conformes con esto, tomamos tierra en una agradable parte de la costa de la isla de Manhattoes, llena de árboles y que antiguamente perteneció a los dominios de la familia Hardenbroocks. Era un lugar que conocía bien por las excursiones de mi mocedad. Cerca del sitio de nuestro desembarco se encontraba un antiguo sepulcro holandés, que inspiró gran terror y dio pábulo a numerosas fábulas entre mis compañeros de colegio.

Durante uno de nuestros viajes costeros habíamos entrado a verlo, encontrando féretros recargados de adornos y muchos huesos; pero lo que lo hacía más interesante a nuestros ojos es que existía una cierta relación con el casco del barco pirata, que se pudría entre las rocas de Hell—Gate. También se decía que tenía mucho que ver con los contrabandistas, lo que debía ser cierto cuando este apartado lugar pertenecía a uno de los notables burgers, un tal Provost, al que se le conocía por el sobrenombre de «el aventurero del dinero pronto» y del que se murmuraba que tenía numerosos y misteriosos negocios de ultramar. Sin embargo, todas estas cosas habían formado un buen revoltillo en nuestras juveniles cabezas, de esa misma vaga manera como tales temas se entrelazan en los cuentos de la mocedad.

Mientras yo reflexionaba sobre estas cosas, mis compañeros habían extendido un almuerzo sobre el suelo, sacándolo de una canasta muy bien provista, y colocando todo bajo los árboles, cerca del agua. Allí pasamos las horas calurosas del mediodía. Mientras me encontraba tirado sobre la hierba, entregado a esa ensoñación que tanto me gusta, pasé revista a los débiles recuerdos de mi mocedad, y se los relaté a mis compañeros como me venían a la memoria: incompletos recuerdos de un sueño, que divirtió a mis acompañantes. Cuando terminé, uno de los burgers, hombre de edad avanzada, llamado Juan José Vandermoere, rompió el silencio y nos observó que él también recordaba una historia acerca de un tesoro, suceso que había ocurrido en su vecindario y que podía explicar algunas de las cosas que había oído en mi mocedad. Como sabíamos que era uno de los más veraces hombres de la provincia, le rogamos que nos contara esa historia, lo que hizo de muy buena gana, mientras fumábamos nuestras pipas.

Wolfert Webber o los Sueños Dorados

En el año de gracia de mil setecientos y..., no me acuerdo la fecha exacta, aunque estoy seguro de que era a principios del siglo XVIII, vivía en la notable ciudad de Manhattoes un burger, Wolfert Webber de nombre. Descendía del viejo Cobus Webber, nativo de Brille, en Holanda, uno de los primeros colonizadores, cuya fama proviene de haber introducido la col en las colonias y que llegó a esta provincia durante el protectorado de Oloffe Van Kortlandt, conocido también por el nombre de «el soñador».

El campo en el cual Cobus Webber se instaló junto con sus coles permaneció siempre en manos de la familia, que continuó la misma clase de actividad, con esa perseverancia, digna de elogio, por la cual se distinguen los burgers holandeses. Durante varias generaciones, todo el genio de la familia se aplicó al estudio y desarrollo de ese noble vegetal; a esa concentración intelectual se debe, sin duda, el prodigioso tamaño y la fama que alcanzaban las coles de los Webber.

Esta dinastía continuó sin interrupción; ningún linaje dio pruebas más indiscutibles de legitimidad. El hijo mayor heredaba tanto la apariencia como los terrenos de su progenitor; si se hubieran tomado los retratos de esta familia de tranquilos potentados, hubieran presentado una línea de cabezas de un parecido maravilloso, tanto en la forma como en el tamaño con los vegetales que cultivaban.

El asiento de su gobierno continuaba invariablemente en el solar de la familia, una casa construida en estilo holandés, cuyo techo terminaba en punta, sobre la cual se erguía el acostumbrado gallo de hierro, que indicaba la dirección del viento. Todo el edificio tenía un aire de seguridad y tranquilidad largamente gozada. Muchos pájaros habían hecho su nido allí; todos saben que los volátiles traen suerte al edificio en el cual se refugian. En una mañana de sol de cualquier día a principios de verano, se oían sus alegres cantos, mientras hendían el aire, como si proclamaran la grandeza y prosperidad de los Webber.

De esta manera tranquila y en medio de comodidades vegetaba esta excelente familia, bajo la sombra de los árboles que rodeaban la casa. Poco a poco empezaron a extenderse en torno de ella los suburbios de la ciudad. Las nuevas construcciones interceptaban la visión; las praderas que rodeaban la propiedad empezaban a mostrar el tráfago y las multitudes propias de una ciudad; en una palabra, viviendo de acuerdo con todas las costumbres de la vida rústica, comenzaron a darse cuenta de que eran habitantes de una ciudad. Sin embargo, siguieron manteniendo su carácter y sus tierras, ambos recibidos por herencia, con la tenacidad con que un principillo alemán defendería sus pretendidos derechos ante el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Wolfert era el último de su estirpe; heredó el banco patriarcal, cerca de la puerta, debajo del árbol familiar, desde donde manejaba el cetro de sus padres, como un potentado rural en el centro de una metrópoli.

Para compartir las cargas y las dulzuras de su soberanía, eligió una compañera, de esa excelente clase de mujeres, llamadas de su casa, que están tanto más ocupadas cuanto menos hay que hacer. Sin embargo, su actividad tomó una dirección particular: toda su vida parecía estar dedicada a hacer calceta, en casa o fuera de ella, de pie o sentada; continuamente estaban sus agujas en movimiento; se afirma que su constante diligencia proporcionaba casi toda la ropa de esta clase que se necesitara en su casa, durante todo el año.

Dios había bendecido la unión de estas buenas gentes con una hija, que criaron con gran ternura y cariño, habiéndose tomado todo el trabajo posible para completar su educación, por lo que sabía un poco de todas las actividades propias de su sexo, incluso preparar la más variada clase de conservas y bordar su propio nombre en un cañamazo. En el jardín familiar se observaba también la influencia de sus gustos, pues aparecía mezclado lo útil con lo agradable: hileras enteras de flores rodeaban a las coles y los girasoles asomaban sus flores por la empalizada, como si saludaran afectuosamente a los que pasaban.

Así, en paz y contento consigo mismo y con el mundo, reinaba Wolfert Webber sobre las tierras heredadas de sus padres. Como todos los otros soberanos, no carecía su vida de preocupaciones y disgustos. Le molestaba algunas veces el crecimiento de su ciudad natal. Poco a poco, su pequeño territorio quedó encerrado entre calles y casas, que interceptaban el aire y la luz del sol. Tenía que sufrir las invasiones de las poblaciones fronterizas, que infestaban los suburbios de la metrópoli, las cuales, favorecidas por la oscuridad de la noche, entraban en sus dominios y se llevaban como prisioneros líneas enteras de coles, sus más nobles súbditos. Los cerdos vagabundos aprovechaban para sus incursiones cualquier descuido, una puerta abierta, por ejemplo, dejando un campo de desolación detrás de ellos; los chicos mal educados arrancaban las flores de los girasoles, la gloria del jardín. Sin embargo, todas estas eran pequeñas molestias, que de vez en cuando le hacían arrugar el entrecejo, exactamente como una brisa de verano forma olas en la superficie de un pantano dedicado a la cría de truchas, pero no podían afectar aquella tranquilidad tan profundamente asentada en su alma.

Le bastaba echar mano de un robusto bastón, que guardaba detrás de la puerta, salir corriendo, santiguar con él las espaldas del intruso, así fuera un muchacho o un cerdo, y volver a colocarlo en su sitio, para sentirse otra vez maravillosamente fresco y tranquilo.

Sin embargo, la causa principal de la preocupación del honrado Wolfert era la prosperidad creciente de la ciudad. Los gastos aumentan al doble y al triple, aunque a él le era imposible aumentar en la misma proporción el tamaño de sus coles, como tampoco impedir el creciente número de competidores, ni que se elevasen los precios, por lo que, mientras a su alrededor todos se enriquecían, él se empobrecía, siendo imposible, por más que se devanara los sesos, hallar modo de remediarlo.

Esta preocupación, que aumentaba día a día, ejercía un efecto gradual sobre nuestro notable burger, tanto que llegó a producirle arrugas en la cara, cosa completamente desconocida anteriormente en la familia Webber y que parecía dar una expresión de ansiedad, incluso a las mismas alas de su sombrero, completamente opuesta a la beatífica de sus antepasados. Tal vez ni aun esto hubiera alterado la serenidad de su alma, si hubiera de preocuparse sólo por él mismo y por su mujer, pero allí estaba su hija, que llegaba a la pubertad por sus pasos contados. Todos saben que cuando las muchachas llegan a esta edad necesitan más cuidados que cualquier otro fruto o flor. No tengo talento para descubrir los encantos femeninos, de lo contrario detallaría los progresos de esta pequeña belleza holandesa; cómo se tornaba cada vez más profundo el azul de sus ojos, y se coloreaban más y más sus mejillas y cómo se redondeaban sus formas al alcanzar las dieciséis primaveras, hasta que al cumplir diecisiete parecía pronta a estallar, saliéndose de sus vestidos, como un capullo que está por abrirse.

¡Qué lástima que yo no pueda mostrarla como era ella entonces, en su vestido dominguero, heredado de sus antepasados, pues con él se casó su abuela, y que ahora estaba convenientemente modernizado, con muchos adornos, que también provenían de aquella venerable fuente! Su pelo era castaño claro, recogido en trenzas que formaban moños a cada lado de la cabeza, gracias al uso de manteca de vaca; llevaba al cuello una cadena de oro puro de la cual colgaba una cruz que descansaba precisamente a la entrada del valle de las delicias, como si quisiera santificar el lugar, y..., pero ¿quién me mete a mí, a mi avanzada edad, a describir los encantos femeninos? Baste decir que Ema había llegado a los diecisiete años. Hacía mucho tiempo que se entretenía en bordar pares de corazones, atravesados por puntiagudas flechas, con verdaderos lazos amorosos, todo ello muy lindamente trabajado en seda azul; era evidente que empezaba a languidecer, por faltarle alguna ocupación más interesante que criar girasoles o preparar salsifíes en conserva.

En este período crítico de la vida femenina, cuando el corazón de una damisela, como el que dije que cuelga de su cuello y que es su emblema, se inclina a aceptar una imagen única, empezó a frecuentar un nuevo visitante la casa de Wolfert Webber. Era éste Dirk Waldron, hijo único de una pobre viuda, pero que podía enorgullecerse de tener más padres que ningún otro muchacho de la provincia, pues su madre había enviudado cuatro veces, y había tenido este único retoño en su último matrimonio, por lo que con todo derecho podía asegurar que era el tardío fruto de un largo período de cultivo. Este hijo de cuatro padres unía los méritos y el vigor de sus cuatro progenitores.

Si no tenía una gran familia que le precediera, era probable que le siguiera una bastante numerosa, pues bastaba verle para comprender que estaba destinado a ser el fundador de una raza de gigantes.

Poco a poco este visitante llegó a ser un íntimo de la familia. Hablaba muy poco, pero se pasaba sentado mucho tiempo. Llenaba la pipa del viejo Webber, cuando estaba vacía, recogía las agujas o la lana de la madre, cuando se habían caído, y llenaba la tetera para la hija con el contenido de la caldera de cobre que silbaba encima del fuego. Todas estas pequeñas muestras de habilidad parecen carecer de importancia, pero cuando se traduce el amor al flamenco o al holandés, se expresa entonces la elocuencia misma. La familia Webber no dejó de notarlo. El joven encontró maravilloso favor a los ojos de la madre; la caldera de cobre parecía silbar una agradable nota de bienvenida en cuanto él se acercaba; y si pudiésemos leer las modestas miradas de la hija, mientras estaba sentada cosiendo al lado de su madre, no observaríamos un ápice menos de buena voluntad que en la autora de sus días o en la caldera.

Sólo Wolfert no comprendía lo que pasaba; profundamente absorto en sus meditaciones acerca del crecimiento de la ciudad y de sus coles, miraba el fuego y fumaba, en silencio, su pipa. Una noche, cuando la dulce Ema, de acuerdo con la costumbre, acompañó a su pretendiente hasta la puerta, éste se despidió de ella haciendo tal ruido, que aun el distraído Wolfert hubo de darse cuenta. Una nueva ansiedad se agregaba a las que ya tenía. Nunca se le había ocurrido que aquella niña, que hacía tan poco tiempo se le subía por las rodillas y jugaba con muñecas, pudiera de repente pensar en amoríos y en matrimonio. Se restregó los ojos, examinó los hechos y halló realmente que, mientras él soñaba, la niña se había convertido en mujer, y, lo que era peor, se había enamorado. Así el pobre Wolfert tuvo una preocupación más. Era un padre bondadoso y además un hombre prudente. El muchacho era sano y trabajador, pero no tenía tierras ni dinero. Todas las ideas de Wolfert seguían el mismo camino: en caso de matrimonio, no veía otra alternativa que entregar a la joven pareja una parte de su huerta de coles, aunque toda ella no mantenía sino escasamente a su familia.

Como padre prudente que era, se decidió a ahogar esta pasión en sus comienzos, por lo que prohibió al joven que siguiera frecuentando la casa, aunque le costó bastante tomar esa decisión, que provocó en su hija más de una silenciosa lágrima. Demostró ésta ser, sin embargo, un dechado de obediencia y piedad filial. No gritó, no se rebeló contra la autoridad paterna, ni le dio por el histerismo, como lo haría más de una damisela romántica, de esas que leen novelas. Aseguro al lector interesado que no tenía un heroico temperamento, inclinado por la rebeldía. Por el contrario, se portó como hija obediente, y dio a su pretendiente con la puerta en las narices; si alguna vez volvió a verse con él, fue en la ventana de la cocina o en la empalizada.

La tarde de un domingo, mientras se dirigía a una taberna rural, situada a unos tres kilómetros de su tierras, Wolfert reflexionaba profundamente en todas estas cosas, arrugando severamente el entrecejo. Era el punto de reunión preferido de la colonia holandesa, por haber pasado de padres a hijos, quedando siempre en poder de una familia de esa nacionalidad, que le daba el aire y la apariencia de los viejos y buenos tiempos. Era una casa de estilo holandés, que probablemente había sido la residencia campestre de algún notable burger de los primeros días de la colonia. Se encontraba próximo a un lugar llamado Corlears Hook, cerca del brazo de mar, en una entrada de la costa donde la marea subía y bajaba con extraordinaria rapidez. Aquella casa venerable se distinguía desde lejos por los árboles que la rodeaban, que parecían invitar al que pasaba, mientras que algunos sauces llorones evocaban la frescura de un bosquecillo, lo que hacía muy agradable el lugar durante el calor del verano. Acudían allí muchos de los antiguos habitantes del lugar, a jugar, a fumar sus pipas o discutir los negocios públicos.

Una tarde de otoño, Wolfert se dirigió a la antigua taberna. Las hojas empezaban a caerse de los árboles y, arrastradas por el viento, formaban remolinos en los campos. El frío prematuro de aquellos días había obligado a los parroquianos a refugiarse dentro de la taberna. Como era la tarde de un domingo, los habituales clientes celebraban sesión. La mayoría de los presentes eran buenos burgers holandeses, aunque no faltaban personas de diferente carácter y origen, como es natural en un país de población tan mezclada.

Sentado ante el fuego, en un sillón de cuero, estaba el dictador de aquel mundillo, el venerable Ramm, o para llamarlo con su nombre completo, Ramm Rapelye. Era de origen flamenco, ilustre por lo antiguo de su familia, pues su bisabuela fue la primera criatura nacida de padres blancos en la colonia. Pero era aun más ilustre por su riqueza y dignidad; había sido mucho tiempo concejal y el mismo gobernador se quitaba respetuosamente el sombrero delante de él. Desde tiempo inmemorial le pertenecía aquel sillón de cuero; mientras formó parte del gobierno de la ciudad, fue aumentando en volumen, hasta que, al cabo de los años, llenaba todo el sillón. Su palabra era ley entre los que dependían de él, pues siendo un hombre tan rico nadie esperaba que diera algún argumento para defender sus opiniones. El tabernero le atendía con un esmero particular, no porque pagara mejor que los otros parroquianos, sino porque la moneda del rico parece siempre más aceptable. El tabernero tenía siempre una palabra amable y una broma para dejarla caer en los oídos del augusto Ramm. Es cierto que éste nunca se reía y que mantenía el aire grave y altivo de un perro de presa, aunque alguna vez premiaba al dueño de casa con algún signo de aprobación, que aunque no era más que un gruñido, divertía al tabernero más que la carcajada de un pobre.

—Esta noche será mala para los buscadores de tesoros —dijo el tabernero, cuando un golpe de viento hizo temblar las ventanas de la casa.

—¡Cómo! —exclamó un capitán inglés, a media paga, al que le quedaba sólo un ojo, y que era un asiduo visitante de la taberna—. ¿Trabajan otra vez?

—Así es —respondió el tabernero—. En estos últimos tiempos han tenido suerte. Se dice que han encontrado una olla grande de dinero, detrás de la granja de Stuyvesant. La gente afirma que lo enterró el mismo gobernador Stuyvesant.

—¡Qué disparate! —exclamó el capitán tuerto, agregando un poco de agua a su vaso de brandy.

—Usted puede creerlo o no, como le plazca —dijo el tabernero, algo amoscado—. Pero todo el mundo sabe que el viejo gobernador enterró una gran parte de su dinero cuando los casacas rojas ingleses se apoderaron de la provincia. También se dice que el viejo caballero aparece por las noches, en el mismo atavío que lleva en el cuadro que conserva la familia,

—¡Qué disparate! —repitió el oficial a media paga.

—Si usted lo dice, será un disparate. Pero Cornelio Van Zandt le vio a medianoche, paseando por su huerto, con su pata de palo y la espada desnuda en la mano, que parecía echar rayos y centellas. ¿Por qué había de aparecer por allí, sino porque las gentes han estado hurgando por el lugar donde él enterró su dinero?

El tabernero fue interrumpido por varios sonidos guturales que procedían del lugar donde estaba sentado Ramm Rapelye y que demostraban que éste se encontraba en la situación completamente extraña para él de elaborar una idea. Como era un hombre demasiado importante para que le molestase un tabernero, éste respetuosamente prefirió dejar que aquel importante personaje la produjera él mismo. El obeso corpachón de aquel notable burger mostraba ahora todos los síntomas de un volcán, a punto de iniciar una erupción. Primero le tembló el abdomen, lo que pareció un terremoto; después salió del cráter, digo de la boca, una bocanada de humo; luego se produjo en su garganta una especie de silbido, como si la idea tratase de abrirse camino a través de la lava; aparecieron a poco varios dislocados miembros de una frase, que terminaron en un ataque de tos, y finalmente se impuso su voz, con el tono lento pero absoluto de un hombre que, si no siente el valor de sus ideas, comprende la magnitud de su bolsa. A cada dos o tres palabras expelía una bocanada de humo.

—¿Quién dice que Pedro Stuyvesant aparece por las noches? —una bocanada de humo—. ¿No tiene la gente ya respeto por las personas? —otra bocanada de humo—. Pedro Stuyvesant sabía muy bien lo que tenía que hacer con su dinero, para enterrarlo —otra bocanada de humo—. Conozco a los Stuyvesant —otra bocanada de humo—. A todos ellos —otra bocanada de humo—. No hay familia más respetable en toda la provincia —otra bocanada de humo—. De los primeros colonizadores, gente de su casa —otra bocanada de humo—. No son de esos recién venidos que quieren hacerse importantes —otra bocanada de humo—. No me vengan a decir que Pedro Stuyvesant se aparece por la noche —más bocanadas de humo.

Después de decir esto el notable Ramm arrugó el entrecejo, cerró la boca hasta que se le formaron arrugas en las comisuras de los labios y siguió fumando con tal intensidad que muy pronto la niebla ocultó su cabeza, así como el humo envuelve la cúspide terrible del monte Etna.

Un silencio general siguió a esta severa advertencia de aquel hombre tan rico. Sin embargo, el asunto era demasiado interesante para abandonarlo tan fácilmente. Muy pronto, Peechy Prauw Van Hook, el cronista de la taberna, uno de esos viejos charlatanes cuya verborragia parece aumentar con la edad, reinició la conversación sobre el mismo tema.

Peechy podía contar en una tarde tantas historias como sus oyentes pudieran digerir en un mes. Afirmó que por lo que él sabía, se había encontrado varias veces dinero en diversas partes de la isla. Las felices personas que lo habían descubierto habían soñado previamente tres veces con el tesoro, y, lo que era más notable, sólo los descendientes de las viejas familias holandesas lo habían encontrado, lo que demostraba claramente que el dinero había sido enterrado por gentes de esa misma nacionalidad.

—Todo eso no es más que un conjunto de disparates —exclamó el oficial a media paga—. Nada tienen que ver los holandeses con ello. Todos esos tesoros fueron enterrados por el capitán Kidd y su tripulación.

Al oír esto todos los circunstantes se asombraron. En aquellos tiempos, el nombre del capitán Kidd era como un talismán, al cual se asociaban mil historias maravillosas. El oficial a media paga abrió el fuego y sus relatos acumularon sobre el capitán Kidd todos los saqueos y hazañas de Morgan, de Barbanegra y de todos los sangrientos bucaneros.

El oficial era hombre cuya palabra pesaba mucho entre los pacíficos asistentes de la taberna, debido a su carácter de soldado y a sus relatos, llenos del humo de la pólvora. Sin embargo, todas sus doradas historias acerca del capitán Kidd y de los tesoros que había enterrado se estrellaban ante la oposición de Peechy Prauw, quien antes que aguantar que sus progenitores holandeses fueran eclipsados por un filibustero extranjero, llenó todos los campos de la vecindad con las ocultas riquezas de Pedro Stuyvesant y sus contemporáneos.

Wolfert Webber no perdió una palabra de esa discusión. Volvió pensativo a casa, lleno de magníficas ideas. Le parecía que el suelo de su isla natal se había convertido en polvo de oro y que todo el campo estaba lleno de tesoros. Ardía su cabeza al pensar cuántas veces debería haber pasado sin darse cuenta por lugares en los cuales sólo la tierra vegetal encubría innumerables tesoros. Su mente se agitaba ante este torbellino de nuevas ideas. Cuando llegó a ver la venerable mansión de sus antepasados, y la pequeña propiedad donde su raza había florecido durante tanto tiempo, sintió la amargura de su estrecho destino.

—¡Infeliz de mí! —exclamó—. Otros pueden irse a la cama y soñar con montones de dinero; les basta agarrar, a la mañana, una pala y sacar doblones, como si fueran patatas, pero tú soñarás con tus dificultades y te levantarás pobre. Todo el año has de cavar en tus campos y nunca sacas sino coles.

Wolfert Webber se fue a acostar bastante apesadumbrado; pasó mucho tiempo antes que aquellas visiones doradas que le habían calentado los cascos le permitieran dormirse. Sin embargo, esas mismas visiones aparecieron en sus sueños, tomando un aspecto más definido. Soñó que había descubierto un inmenso tesoro en el centro de su huerta. A cada movimiento de la pala sacaba un lingote del codiciado metal; cruces de diamantes caían entre el barro y las talegas de oro se rompían por su propio peso, hinchadas con piezas de a ocho y venerables doblones. Cajones llenos de monedas de oro danzaban delante de sus asombrados ojos, arrojando su áureo contenido.

Cuando Wolfert se levantó era un hombre tan pobre como siempre. No tenía entusiasmo para dedicarse a sus obligaciones diarias, que parecían tan desagradables e inútiles. Todo el día permaneció sentado en un rincón cerca del fuego, imaginando que las llamas eran lingotes de oro.

Su sueño se repitió la noche siguiente. Se veía nuevamente en su huerta, desenterrando enormes riquezas. Había algo muy extraño en esta repetición. Pasó otro día entregado a sus ensueños; aunque era día de limpieza general y la casa, como ocurre en tales ocasiones en las familias holandesas, era un verdadero pandemónium, no se movió de su sitio, mientras alrededor de él todo estaba patas arriba.

A la tercera noche se fue a la cama con el corazón palpitante. Se puso, al revés su rojo gorro de dormir, para que le trajera suerte. Hacía ya tiempo que había pasado la medianoche, cuando venciendo las preocupaciones y la ansiedad pudo conciliar el sueño. Volvió a soñar con oro: una vez más vio su huerta llena de lingotes del precioso metal y de talegas repletas.

Wolfert se levantó completamente trastornado. Un sueño que se repite tres veces, nunca engaña; si era así, su fortuna era cosa hecha. Estaba tan agitado que se puso el chaleco al revés, lo que era una nueva prueba de su buena suerte. Ya no dudaba que en sus tierras se encontraba un gran tesoro escondido, que esperaba tan sólo que alguien lo descubriera. Se arrepintió de haber cavado tanto tiempo la superficie de su huerta, en lugar de haber hurgado las entrañas de la tierra. Se sentó a la mesa para desayunarse, con la cabeza llena de esas reflexiones; pidió a su hija que le pusiera más oro en el té y al pasar una de las fuentes a su mujer, le dijo que tomara uno o varios doblones.

Su principal preocupación consistía ahora en obtener su enorme tesoro sin que nadie se enterara. En lugar de trabajar regularmente, durante el día, en su huerta, se levantaba de la cama, a altas horas de la noche, y provisto de un pico y una pala se dedicaba a cavar profundos pozos en toda su huerta. Al poco tiempo, sus tierras, que tenían un aspecto tan ordenado y regular, con sus falanges de coles que parecían un ejército vegetal en orden de batalla, quedaron reducidas a una escena de devastación. Wolfert proseguía su obra destructora, provisto de un gorro de dormir, una linterna, un pico y una pala. Recorría sus aniquiladas hileras de coles, como un ángel del Apocalipsis de su propio mundo vegetal.

Cada mañana aparecía un nuevo testimonio de los destrozos de la noche anterior: coles de toda edad y condición, desde los tiernos retoños hasta las que habían llegado a la madurez, aparecían arrancadas de la tierra, abandonadas para que se pudrieran. En vano se quejaba la mujer de Wolfert; en vano lloraba su hija por sus destrozados canteros de flores. «Tendrás mucho oro —gritaba Wolfert, acariciándola—. Tendrás un collar de ducados para casarte, hija mía».

Su familia empezó a pensar que el pobre hombre estaba loco. Mientras dormía, hablaba acerca de tesoros escondidos, perlas y diamantes y barras de oro. Durante el día estaba distraído y daba vueltas por sus tierras, como si estuviera en trance espiritista. La señora Webber mantuvo varios conciliábulos con todas las comadres de la vecindad. A cualquier hora del día se reunían en la casa, mientras la pobre mujer de Wolfert recitaba alguna fórmula contra las brujerías. Su hija intentaba consolarse mediante entrevistas cada vez más frecuentes con su pretendiente Dirk Waldron. Ya no se oían en la casa aquellas agradables canciones holandesas que ella acostumbraba cantar. Se olvidaba de sus bordados y observaba ansiosamente a su padre, cuando éste se pasaba las horas sentado delante del fuego. Una vez Wolfert se dio cuenta de que su hija le miraba con atención y por un momento abandonó sus dorados sueños:

—Alégrate, hija mía —exclamó lleno de entusiasmo—. ¿Por qué estás triste? Algún día te codearás con los Brinkerhoff, los Schermerhorn, los Van Horne y los Van Dam. ¡Por San Nicolás, que hasta el mismo santo se alegrará entonces de tenerte por hija!

Su mujer sacudió la cabeza ante tan tonta vanagloria y más que nunca quedó convencida de que su marido había perdido la chaveta.

Entretanto, Wolfert seguía cavando, pero como sus tierras eran extensas y en sus sueños no se indicaba ningún lugar preciso, tenía que cavar al acaso, esta noche en un lugar, la próxima en otro. Se inició el invierno antes de que hubiera podido explorar un décimo de sus tierras. El suelo helado era enormemente duro, y las noches demasiado frías para trabajar con pico y pala. Tan pronto como llegó la primavera y subió la temperatura ablandándose el suelo, Wolfert reinició sus labores, con renovado celo. Como siempre, invertía el horario de trabajo. En lugar de dedicarse a sus labores durante el día, plantando y trasplantando sus coles, permanecía ocioso durante las horas de sol, hasta que la llegada de la noche le impulsaba a reiniciar sus secretos trabajos. De esta manera continuó cavando todas las noches, durante varias semanas y aun durante varios meses, sin encontrar un ochavo. Cuanto más cavaba, mayor era su pobreza. Desaparecía el rico suelo de sus tierras, reemplazado por la arena, la grava y las piedras, que desenterraba buscando el tesoro, hasta que su propiedad parecía un desierto.

Mientras tanto, seguía el curso de las estaciones. Los árboles florecieron y dieron fruto; volvieron las aves de paso y se fueron otra vez.

Gradualmente, Wolfert despertó de un sueño de riquezas. No había sembrado nada para el invierno. Éste fue largo y severo, tanto que por primera vez la familia empezó a sentir estrechez. Poco a poco, las ideas de Wolfert tomaron otro camino obligadas por la dura realidad. Comprendió que podía llegar el momento en que él y los suyos pasarían realmente necesidad. Se consideraba a sí mismo como uno de los más desdichados hombres de la provincia, por no haber podido descubrir un tesoro tan cuantioso; después que aquellos miles de libras habían escapado a sus investigaciones, era sumamente duro ponerse a buscar chelines.

Su rostro expresaba una profunda preocupación; recorría la ciudad con el aire de un hombre que anda buscando dinero; iba con los ojos bajos, como si buscase dinero perdido en el suelo; metía las manos en los bolsillos, como hacen los hombres que no tienen otra cosa que poner en ellos. No podía pasar por el asilo de pobres de su ciudad natal sin una mirada de arrepentimiento, como si se imaginase que había de ser su futuro refugio. Lo extraño de su conducta y de sus maneras no dejó de provocar muchos comentarios. Durante largo tiempo se sospechó que estuviera loco, y todos tenían compasión de él; finalmente, se creyó que había perdido su fortuna, y entonces todos se alejaban de él.

Los ricos burgers, amigos suyos de otros tiempos, le recibían en la puerta de la calle, cuando iba a visitarlos, le apretaban calurosamente la mano al partir y sacudían la cabeza cuando se alejaba diciendo con expresión compasiva: «¡Pobre Wolfert!». Cuando le veían venir por la calle se alejaban en dirección contraria. Hasta el barbero, el zapatero remendón y el sastre de una calle cercana, tres de sus compañeros de taberna, los más pobres pero los más alegres, le observaban con aquella abundancia de simpatía que generalmente acompaña a la carencia de dinero; sin duda, en caso de necesidad, el contenido de sus bolsillos hubiera estado a disposición de Wolfert, sólo que se encontraban completamente vacíos.

Todos se apartaban de la casa de Wolfert, como si la pobreza, lo mismo que la peste, fuera contagiosa; todos, excepto Dirk Waldron, que seguía visitando, a hurtadillas, a la hija de Webber y cuyo amor parecía crecer a medida que desaparecían los medios de la elegida de su corazón.

Pasaron muchos meses después de la visita de Wolfert a la taberna. Un domingo de tarde, cuando se encontraba paseando solo, reflexionando sobre sus necesidades y desilusiones, sus pasos se dirigieron instintivamente en la dirección acostumbrada, y, cuando se despertó de sus sueños, se encontró a la puerta de la taberna. Durante algún tiempo dudó en entrar, pero ansiaba compañía, y ¿dónde puede un hombre arruinado encontrarla mejor que en una taberna, donde no existe ningún ejemplo ni ningún consejo sensato para sacarle de sus casillas?

Wolfert encontró a varios de los viejos parroquianos sentados en su lugar habitual. Sólo faltaba el augusto Ramm Rapelye, que durante tantos años había ocupado el sitio de honor: el sillón de cuero; se sentaba allí ahora un hombre completamente desconocido, que, sin embargo, parecía sentirse a sus anchas en aquel lugar. Era más bien bajo, pero ancho de espaldas y muy musculoso. Todo su cuerpo demostraba que tenía una fuerza atlética. El color de su tez era obscuro y tostado por el sol; su nariz estaba cruzada por una profunda cicatriz que parecía hecha por un cuchillo de abordaje, herida que terminaba en el labio superior, mostrando parte de la dentadura, lo que le hacía asemejarse a un perro de presa. Un mechón de pelo blanco le daba un cierto parecido con un oso gris, hermoseando su rostro, al que favorecía su misma expresión de dureza. Su traje tenía mucho del de un marinero, aunque no faltaban detalles que demostraban que hacía tiempo residía en tierra. Daba órdenes a todo el mundo con aire autoritario, y hablaba con una voz enérgica; mandó varias veces al d...o al tabernero y sus criados, con perfecta impunidad; prueba de ello es que se le servía con mayor obsequiosidad que la que se hubiera demostrado nunca al mismo poderoso Ramm Rapelye.

Se despertó la curiosidad de Wolfert por saber quién era aquel intruso que así usurpaba el cetro de este antiguo dominio. Peechy Prauw le llevó a un rincón, donde, en voz baja, y tomando muchas precauciones, le contó todo lo que sabía acerca de aquel hombre. Varios meses antes, en una noche de tormenta, el tabernero y sus ayudantes se habían despertado al oír unos gritos que parecían aullidos de lobo. Provenían de la costa y finalmente aquellas buenas gentes entendieron que alguien gritaba. «¡Ah de la casa!», como hubiera dicho: «¡Ah del barco!», en alta mar. El tabernero salió corriendo con toda su gente. Al acercarse al lugar de donde provenían los gritos, encontraron a aquel personaje de aspecto anfibio, sentado en un gran cajón de madera, como los que usan los marineros. Nadie podía decir cómo había llegado hasta allí: si había viajado en un bote o había venido flotando en su baúl; de todas maneras, no parecía muy dispuesto a responder a lo que se le preguntase; por otra parte, algo en su expresión y en sus maneras parecía inducir a no hacerle ninguna pregunta. Baste decir que tomó posesión de un cuarto de la taberna, hasta el cual arrastraron trabajosamente su pesado cajón. Allí permanecía desde entonces, sin alejarse de ella o de sus cercanías, aunque es cierto que algunas veces desaparecía por uno, dos y hasta tres días, sin avisar previamente o dar ninguna explicación acerca de sus andanzas. Parecía tener siempre dinero en abundancia, aunque en general eran monedas extranjeras de muy raro dibujo; pagaba regularmente sus gastos diarios, antes de ir a acostarse. Arregló su cuarto de acuerdo con sus propios gustos, substituyendo la cama por una hamaca, como se usa en los barcos, decorando los muros con herrumbradas pistolas y cuchillos de abordaje de procedencia extranjera. Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado frente a la ventana de su habitación, que le permitía observar una gran parte del brazo de mar; fumaba entonces una pipa corta de muy antiguo modelo, teniendo a su lado un vaso de ron, y en la mano un anteojo de larga vista, con el cual estudiaba toda embarcación que aparecía en aquellas aguas.

Todo esto hubiera pasado inadvertido, puesto que en aquellos tiempos la provincia era el refugio de aventureros de toda clase y origen, por lo que cualquier peculiaridad del vestido o de la conducta no llamaba mayormente la atención. En muy poco tiempo, sin embargo, este extraño lobo de mar, que de manera tan rara había encallado en tierra, empezó a chocar contra las antiguas costumbres y los parroquianos de la taberna y a entrometerse, de una manera dictatorial, en todos los asuntos de ella hasta que finalmente llegó a dominarla por completo. Era inútil tratar de resistirse a su autoridad. No era precisamente un buscapleitos, sino mandón y perentorio, como alguien que está acostumbrado a ser el tirano del entrepuente; todo lo que decía y hacía tenía un aire de audacia diabólica, que inspiraba respeto a los que le rodeaban. Pronto redujo a silencio al oficial a media paga, que había sido durante tanto tiempo el héroe indiscutido de la taberna; los tranquilos burgers se quedaron con la boca abierta al ver cómo aquel capitán, tan inflamable, se callaba rápidamente. Además, los relatos de aquel hombre extraño eran para poner los pelos de punta a aquellas pacíficas gentes. No había ninguna aventura de piratería o filibusterismo de los últimos veinte años en la que él no pareciera estar perfectamente versado. Le divertía contar las hazañas de los bucaneros en las Indias Occidentales y en la persecución del correo español. ¡Cómo brillaban sus ojos al describir el ataque a un barco cargado de oro, la desesperada lucha, costado a costado, el abordaje y el apresamiento de los ricos galeones españoles! ¡Con qué satisfacción refería el ataque a alguna rica colonia española, el saqueo de una iglesia o de un convento! Uno se imaginaba estar oyendo a un goloso deleitarse con la preparación de un sabroso pato para la fiesta de San Miguel cuando describía cómo quemaron a un caballero español, para que indicase dónde ocultaba sus riquezas; lo hacía con tal lujo de detalles que todos los ricos burgers presentes se movían incómodos en sus asientos. Todo esto lo contaba con infinita satisfacción, como si fuera una broma excelente, echando luego una mirada tan maligna sobre el vecino más próximo, que el pobre hombre se echaba a reír de puro asustado. Sin embargo, si alguien pretendía contradecirle en alguna de sus historias, echaba en seguida rayos y centellas. Hasta su mismo sombrero parecía adquirir una fiereza momentánea y enojarse ante aquella oposición. «¡Por todos los diablos!, ¿cómo ha de saberlo usted tan bien como yo? Le digo a usted que fue como acabo de contarlo».

Agregaba en seguida una andanada de rayos y centellas, mezclada con juramentos de marinero, tales que nunca se habían oído entre aquellos pacíficos muros.

Los buenos burgers empezaron a entrever que él conocía aquellas historias por algo más que por habérselas oído relatar a otros. Día a día, sus sospechas acerca de aquel hombre se hacían más terribles. El modo extraño cómo había llegado, lo raro de su conducta, el misterio que le rodeaba, todo contribuía a que fuera incomprensible a sus ojos. Para ellos, era un monstruo surgido de las profundidades marinas, medio hombre, medio pez: era Behemoth, era Leviatán; en una palabra, no sabían quién era.

El espíritu dominador de este hijo de las aguas pronto se hizo intolerable. No respetaba a nadie; contradecía, sin vacilar un instante, a los más ricos burgers; se apoderó del sagrado sillón, que desde tiempo inmemorial había sido el trono del ilustre Ramm Rapelye; llegó a tanto su audacia que palmeó la espalda de este notable burger, se bebió un ron y le hizo una guiñada, algo enteramente increíble. Desde aquel día, Ramm Rapelye no apareció más por la taberna, y siguieron su ejemplo varios de los más eminentes parroquianos, demasiado ricos para permitir que se les contradijera o para que tuvieran que reírse de las bromas de otro hombre. El tabernero estaba desesperado, pero no sabía cómo deshacerse de aquel monstruo marino y de su cajón, pues parecía que ambos habían echado raíces en la taberna. Esto fue todo lo que Peechy Prauw murmuró al oído de Wolfert, mientras le tiraba de los botones de la chaqueta, después de haberse refugiado ambos en un rincón. Durante todo el tiempo que duró su relato, miraba de cuando en cuando hacia la puerta, cuidando de que no le oyera el terrible héroe de su historia.

Sin decir una palabra, Wolfert se sentó en un rincón, profundamente impresionado por aquel desconocido, tan versado en la historia de la piratería. Para él era un ejemplo de las revoluciones que sacuden poderosos imperios observar cómo el venerable Ramm Rapelye había sido arrojado de su trono para ser sustituido por aquel rudo marinero, que todavía olía a alquitrán y que desde su mismo asiento pretendía gobernar aquellos pacíficos patriarcas, llenando los tranquilos muros con escándalos y bravuconadas.

Aquella tarde el extranjero estaba más comunicativo que de costumbre, y narró un cierto número de asombrosas historias de piratería en alta mar. Se detenía en ellas con particular delectación, acentuando lo que había de espeluznante en los detalles, en proporción al efecto que causaban en su pacífico auditorio. Dio una relación detallada del apresamiento de un barco mercante español. La embarcación se encontraba detenida por una calma tropical, frente a las costas de una isla, que era uno de los refugios de los piratas. Con sus anteojos de larga vista, los piratas reconocieron desde la costa su carácter y sus fuerzas.

Esa misma noche, una tripulación escogida de audaces aventureros se acercó al barco en una ballenera. Mientras la embarcación permanecía inmóvil, con las velas semiplegadas, por la carencia de viento, los piratas se acercaron en su bote, cuyos remos habían sido cubiertos de paja, para que no se oyera ni ese ruido. Estaban muy cerca de la popa cuando la guardia advirtió el peligro. Se dio la alarma; los piratas iniciaron el ataque y subieron al barco, con la espada en la mano. La tripulación inició la defensa, pero en gran confusión; algunos de sus miembros fueron muertos inmediatamente, otros fueron arrojados por la borda y se ahogaron, mientras que el resto disputaba valientemente el terreno a los piratas. Se encontraban a bordo, con sus esposas, tres caballeros españoles que ofrecieron la más desesperada resistencia. Mataron a muchos de los asaltantes, luchando como demonios, pues los azuzaban los gritos de terror de sus esposas, que se habían refugiado en la cámara. Uno de los caballeros era viejo: los piratas dieron pronto cuenta de él. Los otros se defendían valientemente, aun cuando el mismo capitán de los bucaneros se encontraba entre sus asaltantes. En aquel momento se oyó un grito de triunfo en el puente: «¡El barco es nuestro!». Uno de los caballeros españoles, al oír esto, dejó caer al instante su espada y se entregó; el otro, un joven de ardiente temperamento, recién casado, tiró una cuchillada a la cara del jefe de los piratas, abriéndosela al medio.

El capitán de los filibusteros pudo todavía gritar: «¡No hay cuartel!»

—¿Qué hicieron con los prisioneros? —preguntó Peechy Prauw con curiosidad.

—Los arrojaron a todos por la borda —contestó el extranjero.

Un silencio de muerte siguió a esta respuesta. Peechy Prauw se apartó silenciosamente, como un hombre que distraídamente ha pisado la cola de un león dormido. Los honrados burgers observaron horrorizados la profunda cicatriz que cruzaba la cara del extranjero y movieron un poco sus sillas para alejarse de él. Sin embargo, el marino siguió fumando sin que se contrajera un músculo de su rostro, como si no percibiera o no notara el desfavorable efecto que había producido en sus oyentes.

El oficial a media paga fue el primero en romper el silencio, pues se sentía continuamente tentado a contradecir, sin ningún resultado positivo, a aquel tirano de los mares y reconquistar con ello el perdido favor de sus antiguos compañeros. Intentó contrarrestar el efecto de aquellos cuentos, que olían a pólvora, mediante otros igualmente tremebundos. Como era costumbre en él, Kidd era su héroe, acerca del cual había recogido muchas de las tradiciones que circulaban en la provincia. El marino había mostrado siempre una cierta antipatía contra aquel guerrero tuerto. En esta ocasión escuchó con impaciencia particular.

Estaba sentado, con las piernas cruzadas, tamborileando con un pie en el suelo, y echaba, de cuando en cuando, una mirada de basilisco a aquel guerrero hablador. Este, finalmente, dijo que Kidd había subido por el río Hudson, con parte de su tripulación, para enterrar sus tesoros.

—¡Que Kidd remontó el Hudson río arriba! —estalló el marino, con un juramento terrible—. Kidd nunca hizo eso.

—Pues yo le digo a usted que sí —afirmó el otro—. Se dice que enterró una parte de sus tesoros en una planicie que da al río y que todavía se llama El tesoro del Diablo.

—Eso lo dice usted —gruñó el marinero—. Yo le digo a usted que Kidd nunca subió por el Hudson. ¿Qué diablo sabe usted de Kidd o de los lugares donde se ocultaba?

—¿Qué sé yo acerca de eso? —respondió débilmente el oficial a media paga—. ¡Vamos! Yo me encontraba en Londres cuando fue juzgado y tuve el placer de ver cómo lo ajusticiaban.

—Entonces, señor, permítame que le diga que usted vio colgar al mejor hombre que ha pisado la tierra. —Y acercando su cara a la del oficial, prosiguió—: Más de una de esas ratas de tierra adentro que vieron cómo le ahorcaban, hubiera hecho mejor papel que él bailando en el extremo de una cuerda.

Así quedó reducido a silencio el oficial a media paga, pero la indignación que se ocultaba en su pecho salía a relucir en su único ojo, que ardía como una brasa. Peechy Prauw, que perdía toda oportunidad de quedarse callado, hizo notar que ciertamente el caballero extranjero tenía razón. Kidd nunca enterró dinero en el Hudson, ni en ninguna parte de la provincia, aunque muchos así lo aseguraban. Allí habían enterrado tesoros Bradisch y otros bucaneros, algunos decían que en la bahía de la Tortuga, otros en Long Island, y finalmente otros afirmaban que en Hell—Gate. «Me acuerdo —prosiguió Peechy Prauw— de una aventura de Samuel, el negro pescador, que le ocurrió hace bastantes años y que muchos creen que tiene algo que ver con los bucaneros. Como somos todos amigos aquí, se la contaré. Hace muchos años, Samuel volvía una noche de pescar en Hell—Gate...»

Antes de que pudiera proseguir, el desconocido le interrumpió mediante un movimiento repentino, golpeando con su puño de hierro sobre la mesa, con una fuerza tranquila, que hizo cimbrar a las mismas tablas del mueble, y gritó, con la rabia de un oso enfurecido, moviendo la cabeza:

—Señor vecino: ¡váyase usted al diablo! Será mejor que deje usted tranquilos a los bucaneros y sus tesoros. No son para que los busquen los vejestorios. Los filibusteros lucharon duramente para conseguir su dinero, dieron el cuerpo y el alma por él; en cualquier parte que esté enterrado, créamelo usted, sólo quien tenga pacto con el demonio podrá conseguirlo.

A esta explosión repentina sucedió un silencio sepulcral en todo el cuarto; Peechy Prauw se reconcentró en sí mismo y hasta el oficial tuerto palideció. Wolfert, que había escuchado con mucho interés desde su rincón toda esta conversación acerca de tesoros enterrados, observaba con una mezcla de terror y reverencia al viejo bucanero, pues sospechaba que lo era. En todas las historias acerca del correo español había un cierto retintín de monedas, de oro, que daba valor a cada una de las palabras pronunciadas. Wolfert hubiera dado cualquier cosa por examinar el cajón del marinero, que él imaginaba lleno de cálices de oro, de crucifijos y de talegas hinchadas de doblones.

El silencio sepulcral que había seguido a las palabras del marinero fue interrumpido por éste mismo, quien sacó de su bolsillo un reloj prodigioso, de diseño curioso y antiguo, que para Wolfert era decididamente de origen español. Al tocar un resorte dio las diez; el marinero pidió su cuenta, la pagó con monedas extranjeras, bebió el resto que quedaba en su vaso y, sin despedirse de nadie, salió del cuarto, hablando solo, mientras subía pesadamente las escaleras.

Pasó algún tiempo antes de que las personas allí reunidas pudieran reponerse de la sorpresa en que habían caído. Hasta los mismos pasos del desconocido, que recorría a grandes zancadas su cuarto, y se oían en el salón de la taberna, inspiraban terror. Sin embargo, el tema era demasiado interesante para abandonarlo en seguida. Mientras charlaban no se habían dado cuenta de la proximidad de una tormenta que ahora se descargaba y que impedía que ninguno se fuera a casa hasta que cesara. Se acercaron mutuamente y pidieron a Peechy Prauw que continuara su relato interrumpido tan descortésmente. Éste accedió fácilmente, contándolo sin embargo en un tono muy bajo, inaudible a veces por el fragor del trueno; a menudo se detenía para escuchar con visible terror los pesados pasos del desconocido. He aquí, poco más o menos, lo que contó.

La Aventura del Negro Pescador

Todos conocen al negro Samuel, el viejo pescador, o como se le llama comúnmente, Samuel Barro, que durante medio siglo se ha dedicado a pescar en el brazo de mar. Hace ya muchos años, Samuel, que era un negro trabajador como el que más en la provincia, que cumplía sus labores en la hacienda de Killian Suydam, en Long Island, habiendo terminado la faena de aquel día a hora temprana, se dedicó a pescar cerca de Hell—Gate.

Ocupaba una embarcación muy ligera y, como conocía todas las corrientes y remolinos, cambiaba de lugar con frecuencia; tan distraído estaba con su ocupación que no se dio cuenta de que la marea bajaba rápidamente, hasta que el ruido de las corrientes de agua se lo advirtió; le fue muy difícil arrancar su bote de los remolinos y las rompientes y llevarlo hasta cerca de la costa de la isla de Blackwell. Aquí echó el ancla, esperando que al subir la marea pudiera llegar a casa. La noche era nublada y soplaban ráfagas de viento. Por occidente se cernían negros nubarrones; de cuando en cuando un relámpago anunciaba la proximidad de una tormenta de verano. En consecuencia, Samuel se dirigió a la isla de Manhattan, donde aseguró su bote a un tronco de árbol que se encontraba cerca de unas rocas a flor de agua. Extendió unas mantas sobre el bote, mientras empezaba a desencadenarse la tormenta. El viento arrancaba blanca espuma de las aguas; la lluvia azotaba las hojas de los árboles; retumbaba el trueno y los rayos iluminaban la escena, pero Samuel, refugiado bajo sus mantas, se durmió profundamente.

Cuando se despertó había renacido la calma. Ya no soplaba el viento y sólo algún débil destello de un rayo indicaba hacia oriente la dirección que había seguido la tormenta. La noche era obscura y sin luna; por la altura de la marea, Samuel calculó que debían ser cerca de las 12 de la noche. Estaba a punto de soltar su bote y tomar el camino de su casa, cuando observó una luz que brillaba a una cierta distancia sobre el agua y que se acercaba rápidamente. Pronto comprendió que procedía de la linterna de un bote que, protegido por las sombras de la noche, se acercaba a la costa. Se dirigía a una pequeña ensenada muy cerca de donde él se encontraba. Un hombre saltó a tierra y buscando a la luz de la linterna exclamó: «Éste es el lugar; aquí está el anillo de hierro». Aseguraron entonces el bote; el hombre volvió a él, donde ayudó a sus compañeros a bajar a tierra un cajón pesado. A la luz de su propia linterna, Samuel vio que eran cinco hombres que llevaban gorros rojos, y que su jefe usaba un sombrero de tres picos; todos ellos estaban armados con largos cuchillos y pistolas. Hablaban entre sí en voz baja, a veces en un idioma extraño que Samuel no podía comprender.

Al desembarcar avanzaron por entre los árboles, turnándose para llevar el pesado cajón. Samuel sentía ahora una enorme curiosidad; abandonando su bote se ocultó entre unos arbustos, que permitían vigilar la dirección que seguían aquellas extrañas gentes. Se detuvieron un momento para descansar, mientras su jefe observaba los alrededores con su linterna. «¿Habéis traído las palas?», dijo uno de ellos. «Aquí están», respondió el que las llevaba. «Debemos cavar muy hondo, para no correr el riesgo de que alguien lo descubra», dijo un tercero.

Samuel sintió un terror pánico. Se imaginó que se trataba de una cáfila de criminales que iban a enterrar a su víctima. Temblaba tanto que le chocaban las rodillas. Su agitación era tal que sacudió una de las ramas del árbol bajo el cual se refugiaba. «¿Qué es eso?», gritó uno de los desconocidos. «Alguien se oculta detrás de esos árboles». La luz de la linterna se proyectó en aquella dirección. Uno de aquellos hombres, tocados con gorros rojos, amartilló la pistola y la apuntó hacia el mismo lugar donde se ocultaba Samuel. Éste se quedó quieto, sin mover un músculo, sin respirar, creyendo que el próximo momento sería el último de su vida. Afortunadamente lo oscuro de su color le favoreció, puesto que no se distinguía de la negrura de la noche. «No hay nadie», dijo el hombre que llevaba la linterna. «Serías capaz de disparar tu pistola y alarmar a toda la región».

Nuevamente levantaron el cajón, que habían dejado en el suelo, y prosiguieron su camino. Samuel seguía observándolos; sólo cuando estuvieron fuera de su vista se atrevió a respirar libremente. Decidió volver a su bote y escapar de la presencia de tan peligrosos vecinos, pero la curiosidad era más fuerte que él. Finalmente optó por quedarse. Pronto oyó el ruido de las palas. «Están cavando la fosa», pensó, y un sudor frío le corrió por todo el cuerpo. Cada golpe de pala le llegaba al corazón; era evidente que hacían el menor ruido posible; todo tenía un aire escalofriante, de misterio y secreto. Samuel se inclinaba por lo terrible: un asesinato ejercía una gran fascinación sobre él, que era un asiduo concurrente de todas las ejecuciones. A pesar del peligro, no pudo resistir a la tentación de acercarse más a la escena y de vigilar de cerca a aquellos caballeros nocturnos. Cuidadosamente se arrastró hacia adelante, evitando las hojas secas, para que el ruido no le traicionara. Llegó hasta un punto donde sólo una roca se interponía entre él y aquellos hombres; podía observar la luz de la linterna que se reflejaba en los árboles detrás de él. Samuel levantó un poco la cabeza por encima de la roca, observó a aquellos villanos debajo de él, tan cerca que, aunque temía ser descubierto, no se atrevía a retirarse por temor de que el ruido le delatase. En esta postura permaneció mucho tiempo, sobresaliendo su negra y redonda cara por encima de las rocas, como el sol sobre el horizonte.

Los gorros rojos habían terminado ya su trabajo; rellenaban otra vez la zanja; reemplazaban cuidadosamente el pasto y las hojas secas de la superficie, para que no se notara nada. «Ahora —dijo el jefe— desafío al mismo diablo a que encuentre el lugar».

—¡Asesinos! —exclamó Samuel involuntariamente. Los cinco hombres se dieron vuelta, y mirando hacia arriba observaron la negra y redonda cabeza de Samuel encima de ellos: los ojos casi salidos de las órbitas, castañeteando los dientes, y toda su cara brillosa de un sudor f río.

—¡Nos han descubierto! —gritó uno.

—¡Matadle! —exclamó otro.

Samuel oyó martillar una pistola, pero no esperó a ver lo que ocurría después. Echó a correr a través de las rocas y los arbustos, rodó como una pelota, y saltó por encima de otros obstáculos como un gato montés. En todas direcciones oía a alguno de los de los gorros rojos detrás de él. Finalmente llegó hasta una roca que, elevándose como un muro, parecía cortarle la retirada hacia el río. Afortunadamente, observó una rama que alcanzaba hasta la mitad de la altura. Saltó hacia ella con la fuerza de un hombre desesperado, la agarró con ambas manos y logró subir hasta la parte superior de la roca. Allí se puso de pie, destacándose su figura ampliamente contra el cielo. Uno de aquellos hombres disparó su pistola: la bala silbó al pasar muy cerca de la cabeza de Samuel. Por una de esas ocurrencias felices que le vienen a uno cuando está en dificultades, gritó y arrojose al suelo, lo que desprendió un pedazo de roca que fue a parar al río con gran estrépito. «Eso ya está arreglado —dijo uno a otro de sus compañeros que llegaba corriendo—. No se lo contará a nadie, excepto a los peces.»

Samuel se deslizó silenciosamente hacia el agua, desató su bote y se dejó llevar por la rápida corriente, que pronto lo alejó de aquel lugar. Sólo cuando se encontraba a gran distancia se aventuró a usar los remos; hizo correr entonces su bote como una flecha por el estrecho, sin preocuparse del peligro de las rocas; sólo se sintió completamente seguro cuando se hubo refugiado en su cama, en la antigua hacienda de los Suydams.

Aquí Peechy Prauw hizo una pausa para tomar un bocado y beber del vaso que estaba destinado al charlatán de la reunión. Los oyentes se quedaron con la boca abierta y el cuello extendido como gallinas que esperan más maíz.

—¿Es eso todo? —exclamó el oficial a media paga.

—Esa es toda la historia —afirmó Peechy Prauw.

—¿Nunca se preocupó Samuel de averiguar lo que habían enterrado los gorros rojos? —preguntó Wolfert, siempre preocupado por lingotes de oro y doblones.

—Que yo sepa, no —dijo Peechy Prauw—. Su trabajo no le dejaba tiempo, y, a decir verdad, no le gustaba la perspectiva de otra carrera entre las rocas. Además, ¿cómo podría acordarse del lugar? Todo tendría un aspecto diferente a la luz del día. ¿Qué utilidad tendría buscar un cadáver cuando no había ninguna posibilidad de colgar a los asesinos?

—¿Está usted seguro de que enterraron un cadáver? —exclamó Wolfert.

—Claro —dijo Peechy Prauw, muy seguro de sí mismo—. ¿No aparece su espíritu todas las noches cerca de allí?

—¿Así que aparece en ese lugar? —exclamaron varios de los oyentes, abriendo más los ojos y acercando sus sillas.

—Claro que sí —repitió Peechy—. ¿No ha oído ninguno de ustedes hablar del viejo Gorro Rojo, que aparece en la casa, cerca de Hell—Gate, que ardió hace tantos años?

—Sí, he oído contar algo de eso, pero creí que eran simplemente cuentos de viejas.

—Sea así o no —dijo Peechy Prauw—, lo cierto es que esa casa está muy cerca del lugar. Se encuentra en un sitio muy solitario de la costa, y desde tiempo inmemorial está desocupada. Los que pescan en su vecindad han oído a menudo extraños ruidos, y de noche han visto luces que aparecen en diferentes puntos del bosque. Más de una vez se ha visto por allí a un hombre viejo con gorro rojo, que se asoma a las ventanas de la casa, y que se supone sea el espíritu del sujeto que fue enterrado allí. Una noche, tres soldados se alojaron en el edificio y lo recorrieron desde la bohardilla hasta el sótano. Encontraron al viejo Gorro Rojo en el sótano, junto a un barril de sidra, con una garrafa en una mano y un vaso en la otra. Les ofreció de beber de su vaso, pero cuando uno de los soldados se lo llevó a los labios, un río de fuego pasó por todo el sótano, cegando a los tres durante algunos minutos, y cuando recuperaron la vista, había desaparecido la garrafa, el vaso y Gorro Rojo, quedando sólo el barril de sidra completamente vacío.

El oficial a media paga, que empezaba a dormirse y a cabecear sobre su vaso de licor, estalló como una centella:

—Todo eso es un disparate —dijo cuando Peechy hubo terminado su historia.

—Bueno, yo no soy fiador de su veracidad —repuso Peechy—, aunque todos saben que ocurre algo extraño con esa propiedad. En lo que respecta a la historia de Samuel Barro, la creo como si me hubiera ocurrido a mí mismo.

El profundo interés con que todos los presentes escuchaban esa historia les había impedido darse cuenta de la intensidad de la tormenta que rugía afuera. Repentinamente los despertó un terrible trueno, al cual siguió instantáneamente un temblor que pareció sacudir el edificio hasta los cimientos. Todos se levantaron de sus asientos, imaginándose que era un terremoto o que el mismísimo Gorro Rojo venía a visitarlos. Escucharon un momento, pero sólo oyeron la lluvia que golpeaba las ventanas y el viento que aullaba entre los árboles. Pronto apareció un negro viejo, que en un dialecto casi ininteligible explicó que el rayo había caído en la chimenea de la cocina.

Se produjo un silencio momentáneo, a causa de una pausa transitoria de la tormenta. En ese momento se oyó un disparo de arma de fuego y un grito, provenientes ambos de la costa. Todos se acercaron a la ventanas. Se oyó otro disparo y otro grito, esta vez mezclados con el ruido del viento, cuya fuerza aumentaba nuevamente. Parecía como si el grito proviniera de las profundidades de las aguas; pero aunque los continuos rayos iluminaban la costa, no se veía a nadie. Repentinamente se abrió la ventana del cuarto que quedaba encima del salón de la taberna, y se oyó al misterioso extranjero gritar algo. Se cambiaron diferentes gritos entre ambas partes, pero en un lenguaje que ninguno de los presentes podía entender; sintieron que el extranjero cerraba la ventana y diversos ruidos en su cuarto, como si cambiaran de sitio todos los muebles. Oyéronle llamar al viejo sirviente negro, que poco después ayudaba al veterano a bajar su misterioso cajón.

El tabernero estaba profundamente asombrado:

—¡Cómo! ¿Va usted a embarcarse con esta tormenta?

—¿Tormenta? —dijo el otro rabiosamente—. ¿Llama usted a esto una tormenta?

—Usted se mojará hasta los huesos y pescará una pulmonía mortal —dijo cariñosamente Peechy Prauw.

—¡Rayos y centellas! —exclamó el marino—. No haga usted pronósticos sobre el tiempo a un hombre que ha cruzado los mares durante un tornado.

El obsequioso Peechy volvió a callarse. Se oyó una vez más en un tono de impaciencia la voz que provenía del mar. Los circunstantes observaron con terror a este hijo de las tormentas que parecía haber venido de las profundidades, que le llamaban nuevamente. Con la ayuda del negro llevaba lentamente su pesado cajón hacia la costa, mientras los parroquianos de la taberna le observaban con sentimiento supersticioso, creyendo que iba a embarcarse en su mismo cajón y desaparecer con él. Le siguieron a corta distancia con una linterna.

—¡Apaguen esa luz! —gritó una voz ronca desde la costa—. Nadie la necesita aquí.

—¡Rayos y truenos! —exclamó el veterano, volviéndose hacia ellos—. ¡Vayan inmediatamente a la casa!

Wolfert y sus compañeros retrocedieron desanimados. Sin embargo, su curiosidad no les permitió volverse enteramente. Un rayo les mostró ahora un bote, lleno de hombres, que se elevaba y descendía con el fuerte oleaje. Se mantenía con dificultad mediante un bichero, pues la poderosa corriente tendía a arrastrarlo mar afuera. El veterano trató de alzar el cajón por uno de los extremos dentro del bote, cuando la corriente le arrastró lejos de la costa; el cajón se hundió en el agua, arrastrando consigo al veterano. Todos los que se encontraban en la costa gritaron desesperados y los del bote echaron una sarta de maldiciones, mientras la embarcación y el veterano eran arrastrados mar afuera por la corriente. La oscuridad se hizo profunda. Wolfert Webber creyó oír un grito de auxilio y distinguir a un hombre que se ahogaba, pero cuando otro rayo iluminó la escena, la superficie del mar estaba vacía: no se veía ni al hombre ni al bote, sino sólo las olas que desaparecían velozmente, reemplazándose las unas a las otras.

Todos volvieron a la taberna a esperar que cesara la tormenta. Se sentaron de nuevo y se observaron mutuamente desilusionados. Todo ello no había necesitado ni cinco minutos y no se había cambiado más de una docena de palabras. Cuando vieron el sillón de brazos, les costó comprender que aquel extraño ser que lo había ocupado, lleno de vigor, o más bien de hercúleas fuerzas, era ahora un cadáver. Allí estaba todavía el vaso en el cual había bebido, y las cenizas de su pipa, como si fueran su último suspiro.

Mientras aquellos notables burgers reflexionaban sobre estas cosas, sentían la terrible convicción de que la existencia es algo sumamente incierto, y cada uno de ellos creyó que aquel ejemplo quitaba estabilidad al mismo suelo que pisaban. Sin embargo, como cada uno de ellos poseía esa valiosa filosofía que permite a muchos hombres soportar con paciencia las desgracias de sus vecinos, pronto se consolaron del trágico fin del veterano. Particularmente el tabernero se felicitaba de que el pobre muerto hubiera pagado su cuenta antes de irse; hasta hizo un discurso de circunstancias:

—Llegó durante una tormenta, se fue en una tormenta; llegó una noche y se fue una noche; vino nadie sabe de dónde y se fue nadie sabe adónde. Por lo que sé, se ha ido al mar en su cajón. ¡Que vaya a molestar a otras gentes al otro lado del mundo! Aunque es gran lástima que no haya dejado su cajón aquí...

—¡Su cajón! ¡San Nicolás bendito nos proteja de todo mal! —exclamó Peechy Prauw—. No tendría en mi casa ese cajón ni por todo el oro del mundo.

Estoy seguro de que su espíritu se aparecería todas las noches en busca de él. En lo que respecta a su viaje por mar montado en un cajón, me acuerdo de lo que le pasó al barco del capitán Onderdonk, en su travesía desde Amsterdam. Murió el contramaestre durante una tormenta, por lo que lo envolvieron con su coy, lo metieron en su propio cajón y lo arrojaron por la borda; pero tenían tanta prisa que se olvidaron de rezar las oraciones del servicio de difuntos; la tormenta se hizo más violenta y durante ella vieron al muerto sentado en su cajón utilizando su coy como vela, persiguiendo de muy cerca al barco, mientras el mar se rompía a su alrededor en olas que parecían de fuego. Así siguieron durante días corriendo la tormenta, con el contramaestre muerto detrás de ellos, esperando hundirse de un momento a otro. Todas las noches veían al contramaestre que parecía mandar hacia ellos olas enormes de la altura de una montaña, que se hubieran tragado al barco, si no fuera por las velas de los difuntos; así siguieron hasta que le perdieron de vista en las nieblas de Terranova, donde ellos creen que cambió de rumbo, y se dirigió a la isla de Los Hombres Muertos (11). Todo eso ocurre por no rezar las oraciones de los difuntos cuando se tira un muerto al mar.

Había cesado la tormenta que impidió que los parroquianos abandonaran la taberna. El reloj dio las doce; todos se apresuraron a partir, pues rara vez aquellos tranquilos burgers se quedaban hasta tan tarde fuera de sus casas. Al salir vieron que el cielo estaba otra vez sereno. La tormenta que lo había oscurecido ya no existía, mejor dicho, se encontraba amontonada en el horizonte, en masas lanosas, iluminadas por la luna, que parecía una lámpara de plata colgada en un palacio de nubes.

Los tétricos hechos de la noche, así como las fúnebres narraciones con que se habían entretenido, dejaron en cada uno de ellos un sentimiento supersticioso. Echaron una mirada medrosa al lugar donde había desaparecido el bucanero, como si esperaran verle navegar en su cajón a la fría luz de la luna. Los rayos de luz acariciaban la superficie de las plácidas aguas, y la corriente seguía fluyendo sobre el lugar donde se había hundido. Todos los parroquianos se agruparon para dirigirse a sus casas, particularmente cuando pasaron por un campo solitario donde había sido asesinado un hombre. Hasta el enterrador, que debería estar acostumbrado a aparecidos y espíritus y que debía seguir solo durante un trecho del camino, dio una vuelta antes que pasar por su propio cementerio.

Wolfert Webber llevaba a su casa varias historias nuevas para rumiarlas. Estos informes acerca de dinero escondido y de tesoros españoles enterrados aquí y allá y en todas partes por las rocas y bahías de aquella costa solitaria, le volvían loco. «¡San Nicolás bendito!», exclamó a media voz. «¿No es posible encontrar uno de estos tesoros y hacerse rico en menos que canta un gallo? Debo cavar durante un día y otro para ganar un pedazo de pan, cuando con un feliz golpe de pala podría tener coche para el resto de mi vida».

Mientras daba vueltas en su caletre a todo lo que se le había contado de la singular aventura del negro pescador, su imaginación empezó a atribuir a la historia un sentido totalmente distinto. No veía en aquellos gorros rojos sino una tripulación de piratas que enterraba el producto de sus saqueos; la posibilidad de hallar las huellas de esta atractiva riqueza, despertó una vez más sus ansias de oro. Su calenturienta fantasía daba a todo el color amarillento de ese metal. Se sentía como el avaro habitante de Bagdad, cuyos ojos habían sido frotados con el ungüento mágico del derviche, que le permitía ver toda la riqueza de la tierra. Los cajones de joyas, los montones de oro y las talegas de extrañas monedas parecían cortejarle desde los lugares en que estaban ocultos y suplicarle que los librara de su encierro.

Sus investigaciones acerca de las tierras donde aparecía el viejo Gorro Rojo, le confirmaron en sus suposiciones. Se enteró de que las habían visitado diferentes veces varios experimentados buscadores de tesoros, que habían oído la historia del negro Samuel, pero ninguno de ellos había tenido éxito; por el contrario, siempre habían fracasado por una u otra dificultad que Wolfert atribuía a que no habían trabajado en tiempo propicio y con el ceremonial adecuado. La última tentativa era la de Cobus Kuackenbos, que cavó durante toda una noche, con increíbles dificultades, pues en cuanto arrojaba una palada de aquella tierra fuera del pozo, manos invisibles arrojaban dos. Sin embargo, llegó a descubrir un cofre de hierro; en aquel momento innumerables figuras se agruparon alrededor de la excavación, que con aullidos y golpes dados por palos invisibles, le arrojaron de aquel lugar prohibido. Así lo declaró Cobus Kuackenbos en su lecho de muerte, por lo que no puede dudarse de ello. Era un hombre que había dedicado muchos años de su vida a la búsqueda de tesoros, por lo que todos creen que finalmente hubiera tenido éxito, si no hubiese muerto de una fiebre cerebral en el asilo de pobres.

Wolfert Webber se encontraba ahora en un estado de suma impaciencia, pues temía que algún aventurero rival se enterase del tesoro enterrado. Determinó buscar privadamente al negro pescador y pedir que le guiase hasta el lugar donde había sido testigo de tan extraños acontecimientos. Era fácil encontrar a Samuel, puesto que se trataba de uno de esos seres que viven en una región hasta que se aseguran un lugar entre los monumentos públicos, y se convierten en tipos raros conocidos de todos. Ningún chiquillo de la ciudad, por muy infeliz que fuera, ignoraba la existencia de Samuel, y creía carecer de derecho para jugar una mala pasada al viejo negro. Durante más de medio siglo, Samuel había llevado una vida anfibia en las costas de la bahía y los bancos de pesca del brazo de mar. Pasaba la mayor parte de su tiempo en el agua cerca de Hell—Gate; en mal tiempo se le podía tomar por uno de los espectros que aparecían por aquellos lugares. Se le veía a todas horas y en toda clase de tiempo; algunas veces anclaba su bote entre remolinos o dando vueltas alrededor de los restos de algún naufragio donde se cree que los peces son más abundantes. A veces permanecía durante horas enteras sentado en una roca, como un ave carnívora que vigilara su presa. Sabía al dedillo todos los rincones del brazo de mar, de un extremo a otro; hasta se afirmaba que conocía todos los peces del río por su nombre particular.

Wolfert le encontró en su choza, la cual no era mayor que una perrera mediana. Estaba construida sobre rocas al pie del viejo fuerte, con los restos de naufragio y maderas que habían dejado en la playa las corrientes marinas. Todo el lugar olía a viejo y a pescado. Contra los muros del fuerte se apoyaban remos y cañas de pescar; sobre la arena, para que secara, estaba tendida una red; el bote yacía en seco sobre la playa; en la puerta de su choza se hallaba el mismo Samuel Barro, entregado al verdadero lujo negro de dormir al sol.

Habían pasado muchos años desde la aventura de Samuel. Las nieves de muchos inviernos habían puesto un color gris en la motuda lana de su cabello. Recordaba perfectamente las circunstancias, puesto que a menudo se le había pedido que la relatara, aunque su versión difería en muchos puntos de la de Peechy Prauw, lo que ocurre con frecuencia en el caso de los historiadores veraces. En cuanto a las investigaciones de los buscadores de tesoros, Samuel ignoraba por completo ese aspecto de la cuestión; el precavido Wolfert se cuidó mucho de despertar sospechas; su único deseo era asegurarse los servicios del viejo Samuel para que le guiara, lo que consiguió fácilmente. El tiempo transcurrido desde la aventura nocturna de Samuel, había borrado de la mente de éste todo el terror que le causaba el lugar; bastó la promesa de una pequeña recompensa para que despertase en seguida y dejara de tomar el sol.

No podían hacer el viaje por agua, pues tenían la marea en contra. Wolfert estaba demasiado impaciente por llegar a la tierra prometida, por lo que siguieron a pie. Una caminata de unos siete u ocho kilómetros los llevó al extremo de un bosque que en aquel tiempo cubría la mayor parte del lado oriental de la isla. Era un poco más allá de la bella región de Bloomendael. Allí tomaron por una amplia pradera, en la cual crecía toda clase de malas hierbas. Si Wolfert Webber hubiera creído en leyendas románticas, hubiera supuesto que entraba en una tierra prohibida sometida al encanto de los gnomos o que las plantas eran algunos de los guardianes que vigilaban el tesoro enterrado. La soledad del lugar y las extrañas historias relacionadas con él tenían un efecto definido sobre la mente.

Al alcanzar el extremo de la pradera, se encontraron cerca de la costa de brazo de mar, en una especie de anfiteatro rodeado de árboles. El lugar había estado dedicado anteriormente a la cría de ganado, pero ahora crecían en él las malas hierbas. En el otro extremo, sobre la costa del río, se encontraba un edificio en estado completamente ruinoso, del cual se elevaban tan sólo las chimeneas como solitarias torres; la corriente del brazo de mar corría rumorosa a lo largo del edificio; los árboles sumergían sus hojas en sus aguas.

Wolfert no dudaba que esta era la casa encantada de Gorro Rojo, y recordó la historia de Peechy Prauw. Empezaba a hacerse de noche y la luz que se filtraba en aquellos lugares boscosos daba un tinte melancólico al lugar, muy indicado para fomentar cualquier sentimiento de terror o superstición. El halcón que describía amplios círculos en las altas regiones del aire, emitía su grito peculiar. El pájaro carpintero atacaba de cuando en cuando a un árbol hueco. Wolfert y Samuel llegaron a una empalizada de lo que en un tiempo había sido un jardín. Ya no era más que un conjunto de maleza, en medio de la cual aparecía algún rosal o un ciruelo. En el extremo más bajo del jardín pasaron por un edificio poco alto, cuyo frente daba al mar. La puerta, aunque mostraba la inclemencia del tiempo, era todavía fuerte y parecía haber sido recientemente arreglada. Wolfert la abrió. Rechinaron con estridencia los goznes y pareció chocar con algo así como una caja de la que cayó un cráneo al suelo. Wolfert retrocedió aterrorizado, pero se calmó cuando el negro le dijo que era un sepulcro familiar perteneciente a la familia holandesa propietaria de los terrenos, afirmación que quedaba corroborada por varios féretros de distinto tamaño. En su niñez, Samuel se había acostumbrado a estas escenas, por lo que comprendió que no se encontraban muy lejos del lugar que buscaban.

Se dirigieron ahora hacia la costa, teniendo que seguir a lo largo de ella; era muy difícil mantener la dirección, pues tenían que evitar los árboles y arbustos que crecían en la misma orilla, para no caer en la rápida corriente. Finalmente, llegaron a una pequeña bahía, protegida por rocas verticales y rodeadas por árboles que crecían juntos, tanto que casi ocultaban el lugar. La corriente evitaba entrar en aquella bahía y corría oscura y profunda por los puntos extremos de ella.

El negro se detuvo; quitose los restos del sombrero que llevaba en la cabeza y se rascó sus motas grises; golpeó las manos y se dirigió con ímpetu hacia adelante indicando un largo anillo de hierro empotrado en la roca, justamente donde una ancha piedra proporcionaba un cómodo lugar para asegurar un bote. Allá habían desembarcado los gorros rojos. Los años habían alternado los aspectos de la escena que estaban sometidos a los cambios de la estación; pero la roca y el hierro ceden sólo lentamente a la influencia del tiempo. Observando más atentamente, Wolfert descubrió tres cruces marcadas en la roca, más arriba del anillo, lo que sin duda tenía algún significado misterioso.

El viejo Samuel reconoció en seguida la roca, a la cual había afirmado su bote durante aquella tormenta. Era mucho más difícil encontrar el camino que habían seguido los gorros rojos aquella noche. Samuel se había preocupado más de observar las personas que los lugares; además, un mismo paisaje tiene un aspecto enteramente distinto de día y de noche. Después de dar muchas vueltas, llegaron a un claro del bosque, que Samuel tuvo por el lugar donde los gorros rojos habían procedido al enterramiento. En uno de los lados se alzaba una roca vertical como una muralla que Samuel creyó era la enorme peña desde la cual los había observado. Wolfert la examinó atentamente, descubriendo finalmente tres cruces idénticas a las que aparecían sobre el anillo de hierro. Estas señales estaban profundamente marcadas en la superficie de la roca, pero era muy difícil notarlas por haber igualado el musgo toda la piedra. El corazón de Wolfert latía de júbilo, pues no dudaba ya que eran inscripciones peculiares de los bucaneros. Todo lo que quedaba por hacer era determinar el lugar exacto donde se hallaba el tesoro enterrado, pues de lo contrario tendría que cavar al azar cerca de las tres cruces, sin mucha probabilidad de descubrirlo, y ya estaba harto de cavar sin encontrar nada. El viejo negro no podía ayudarle en esta tarea, pues por ser sus recuerdos sumamente confusos, le era imposible indicar el sitio con certeza y sí varios con aproximación dudosa. Una vez afirmó que debía ser al pie de un árbol, en seguida declaró que estaba equivocado y que era al lado de una gran piedra blanca; después aseguró que era al lado de un arbusto, a poca distancia de la piedra vertical; finalmente Wolfert quedó tan confundido como él mismo.

Las sombras de la noche empezaban a extenderse sobre la región: se confundían las rocas y los árboles. Era demasiado tarde para proseguir sus búsquedas; además, Wolfert no había traído ni pico ni pala. Satisfecho por haber determinado aproximadamente el lugar, se limitó a anotar cuidadosamente todas las marcas que podían servirle para identificar el sitio y decidió volver a casa, resuelto a proseguir sin demora su dorada empresa.

Mientras cruzaba aquella región encantada, la ansiedad que le había dominado hasta entonces se calmó un tanto, por lo que la fantasía pudo empezar a pintarle mil formas y quimeras distintas. Cada árbol parecía tener colgado un pirata; casi esperaba ver aparecer algún caballero español, degollado de oreja a oreja, sacudiendo el contenido de una talega llena de monedas de oro.

Prosiguieron su camino a través del desolado jardín; los nervios de Wolfert habían llegado a un estado tal de tensión que el vuelo de pájaro, una hoja que temblaba movida por el viento, la caída de una baya eran causas suficientes para hacerlos saltar. Al salir del jardín, observaron a cierta distancia una figura que avanzaba lentamente por uno de los caminos, llevando a cuestas un gran peso. Samuel y Wolfert se detuvieron y examinaron atentamente al desconocido. Por lo que parecía, llevaba un gorro de lana y lo que era más alarmante: el gorro era de un rojo sanguinolento. La figura se movía lentamente y se detuvo delante de la misma puerta de la cripta sepulcral. Antes de entrar, echó una mirada alrededor. Wolfert se aterrorizó hasta el máximo, pues reconoció al bucanero que se había ahogado la noche anterior. Se le escapó una exclamación de horror. La aparición levantó lentamente su puño de hierro y lo sacudió en señal de amenaza.

Wolfert no se preocupó de ver más: echó a correr tan rápidamente como lo permitieron sus piernas; en cuanto a Samuel, le seguía tan de cerca como se lo admitía su edad y su miedo, pues todo el terror de aquella noche se había despertado nuevamente en él. Corrieron a través de campos y bosques y sólo se sintieron relativamente seguros cuando llegaron al camino real que conducía a la ciudad.

Pasaron varios días antes de que Wolfert pudiera reunir el valor suficiente para proseguir su empresa, tanto le había acobardado la aparición del terrible bucanero, vivo o muerto. Entretanto, ¡qué fuerzas contradictorias luchaban en su alma! Se despreocupó de todos sus asuntos, estuvo intranquilo todo el día, perdió el apetito, no sabía lo que pensaba y lo que decía y cometía numerosísimas distracciones. Había desaparecido su tranquilidad; hasta cuando dormía la pesadilla del oro le oprimía el pecho. Hablaba de incontables sumas de dinero; se imaginaba estar entregado a la búsqueda de tesoros; tiraba las mantas a derecha e izquierda, creyendo que estaba cavando tierra; se metía debajo de la cama, buscando escondidos tesoros, y de allí salía con lo que él creía ser un puchero de barro lleno de monedas de oro.

Su esposa y su hija se desesperaban ante lo que tenían por los primeros síntomas de locura. Las mujeres holandesas consultan los oráculos cuando se encuentran en dificultades: el dómine y el médico. En este caso se dirigieron al último. En aquella época se encontraba en la ciudad un físico, pequeño de cuerpo, oscuro de color, de edad avanzada e ideas anticuadas, famoso entre todas las mujeres de la ciudad, no sólo por su habilidad en el arte de curar, sino en materias más extrañas y misteriosas. Se llamaba doctor Knipperhausen, aunque se le conocía más comúnmente por el doctor alemán. Aquellas dos pobres mujeres se dirigieron a él en demanda de consejo y asistencia por las desviaciones mentales de Wolfert.

Encontraron al galeno sentado en su pequeño consultorio, con su bata de estudioso y su gorra de terciopelo negro, a la manera de Boerhaave (12), Van Helmont (13) y otros sabios médicos de fama; tenía puestos un par de anteojos verdes, montados en cuerno negro; leía un libro alemán que reflejaba el color oscuro de su tez. El médico escuchó con profunda atención la descripción de los síntomas de la enfermedad de Wolfert, pero cuando se mencionó su manía de buscar dinero enterrado, aquel hombrecillo demostró aún mayor interés y aguzó el oído. Las pobres mujeres no sabían qué clase de ayuda habían ido a buscar.

Durante más de la mitad de su vida el doctor Knipperhausen se había dedicado a buscar el camino más corto para hacer fortuna, en cuya investigación se gasta más de una vida. Había vivido varios años en las montañas de Harz (14), en Alemania; había obtenido muy valiosos informes de los mineros acerca de la mejor manera de buscar tesoros enterrados. Prosiguió sus estudios con un sabio ambulante que unía los misterios de la medicina con los de la magia y los juegos de manos. En consecuencia, la mente del doctor estaba llena de toda clase de conocimientos teúrgicos y abstrusos; era muy aficionado a la astrología, la alquimia y la adivinación; sabía encontrar el dinero robado y descubrir las fuentes de agua; en una palabra, su oculta sabiduría justificaba el nombre de doctor alemán, que aproximadamente equivale a nigromante.

El médico había oído con frecuencia los rumores acerca de tesoros enterrados en diferentes partes del país; hacía mucho tiempo que él mismo los andaba buscando. Tan pronto como se enteró del estado anómalo de Wolfert, comprendió que se daban todos los síntomas de una obsesión de hallar dinero oculto; no perdió tiempo en comprobar su hipótesis hasta las últimas consecuencias. Wolfert había sentido desde hacía mucho tiempo la opresión de su secreto; como un médico de familia es una especie de padre confesor, se alegró de tener una oportunidad de descargar su alma. Lejos de curarle, el médico se contagió de la enfermedad de su paciente. Las circunstancias que Wolfert le reveló despertaron su ansia de riquezas; ni por un momento dudó que el dinero estaba enterrado en algún punto cerca de las cruces y se ofreció a ayudar a Wolfert en sus investigaciones. Le informó que era necesario guardar el mayor secreto y tomar numerosas precauciones en empresas de esta clase, que el dinero sólo puede desenterrarse de noche, observando ciertas formas y ceremonias: quemar plantas aromáticas, repetir ciertas palabras místicas, y, ante todo, los buscadores de tales riquezas ocultas deben estar provistos de una varilla adivinatoria que tiene la maravillosa propiedad de indicar el lugar exacto donde está enterrado el tesoro. Como el médico había estudiado a fondo estas cuestiones, quedó encargado de todos los preparativos pertinentes, y como la luna se acercaba a una posición favorable, prometió tener pronta la varilla para una noche determinada.

El corazón de Wolfert saltaba de júbilo por haber encontrado una persona cuya cooperación era tan valiosa. Todo se hizo secretamente, pero con gran rapidez. El médico mantuvo numerosas consultas con su paciente; las buenas mujeres alababan el efecto tranquilizador de sus visitas. Entretanto, quedó pronta la maravillosa varilla adivinatoria, la clave de todos los secretos de la naturaleza. El doctor había consultado apresuradamente todos los libros que pudieran serle de utilidad para la ocasión; el negro pescador se comprometió a llevarlos por mar hasta el lugar de sus investigaciones, a trabajar con pico y pala para desenterrar el tesoro y a cargar en su barco los pesados frutos de su empresa que estaban seguros de encontrar.

Finalmente, llegó la noche fijada para su peligrosa tentativa. Antes de salir de su casa, Wolfert aconsejó a su mujer y a su hija que se acostasen y que no se alarmaran si él no volvía durante la noche. Como todas las mujeres sensatas, en cuanto oyeron que no debían alarmarse, se sintieron poseídas de un pánico mortal. Por los gestos de Wolfert comprendieron que ocurría algo extraordinario; sintieron con una intensidad diez veces mayor todos sus temores acerca de la salud mental de su esposo y padre; se abrazaron a él, rogándole que no se expusiera al frío de la noche, pero todo fue en vano. Cuando Wolfert había montado en su burro, era difícil hacerle bajar de él. Era una noche clara y estrellada. Wolfert abandonó su casa; llevaba un sombrero de anchas alas; tanto su hija como su mujer habían contribuido a protegerle del frío, la una con una bufanda, la otra con una capa.

La diligente ama de llaves del doctor, Frau Ilsy (15), había armado y protegido al doctor de manera igualmente efectiva. Salió de su casa, con su gorro de terciopelo debajo del sombrero, un libro debajo del brazo y un canasto de hierbas secas en una mano y en la otra la maravillosa varilla adivinatoria.

El reloj de la iglesia daba las diez cuando el doctor y Wolfert pasaron por el cementerio, mientras el sereno, con voz aguardentosa, exclamaba estirando mucho las vocales: «¡Las diez han dado y sereno!» Un profundo sueño se había apoderado de la pequeña villa. Nada interrumpía el terrible silencio, excepto de cuando en cuando los ladridos de algún perro vagabundo y de vida desarreglada o la serenata de amor de algún gato romántico.

Cierto es que Wolfert creyó oír más de una vez pasos furtivos que se mantenían a una cierta distancia de ellos, pero se consoló pensando que era el eco de los propios. Una vez le parecía observar una figura alta, que los seguía con muchas precauciones para que no la vieran y que se detenía en cuanto lo hacían ellos, y que proseguía en cuanto se ponían otra vez en movimiento; pero la luz del alumbrado público era tan débil e insegura que todo ello no era probablemente más que una mera ilusión.

Encontraron al viejo pescador esperándolos, fumando su pipa. En el fondo del bote se encontraba ya un pico y una pala, una linterna sorda y una botija, que contenía una buena dosis de coraje holandés, en la cual el honrado Samuel ponía más confianza que el doctor Knipperhausen en sus drogas.

Así se embarcaron aquellos tres valientes en una cáscara de nuez, emprendiendo su expedición nocturna con una visión y valor difícilmente igualados en empresas de este género. Subía la marea y corría rápidamente hacia el brazo de mar. La corriente los llevaba sin que casi hiciera falta usar los remos. La ciudad estaba completamente envuelta en la obscuridad. Aquí y allá aparecía una débil lucecilla que provenía del cuarto de un enfermo o del castillo de algún barco, anclado en el río. Ninguna nube obscurecía el claro cielo estrellado; las luces de los astros se reflejaban en las tranquilas aguas del río; una estrella fugaz recorrió los cielos en la misma dirección hacia la cual ellos avanzaban, lo que el doctor interpretó como de buen augurio.

Poco tiempo después pasaron frente a Corlear's Hook, donde estaba la taberna que había sido escenario de aquellas aventuras nocturnas. No aparecía ninguna luz en la casa. Wolfert se estremeció al pasar por el sitio donde se había ahogado el bucanero. Se lo indicó al doctor Knipperhausen.

Mientras lo observaban, creyeron ver un bote que recorría el mismo lugar; pero como la costa producía una sombra tan intensa sobre las aguas, nada pudieron distinguir. Un poco más adelante les pareció oír ruido de remos, como si alguien los manejara cuidadosamente, para que no quebrasen el silencio. Samuel empezó a mover los suyos con redoblada intensidad y como conocía todos los remolinos y corrientes del lugar, pronto pudo sacar gran ventaja a sus perseguidores, si realmente alguien trataba de seguirlos. Finalmente, el negro llegó a la pequeña ensenada y aseguró el bote el anillo de hierro.

Desembarcaron, encendieron la linterna, reunieron sus herramientas y se dirigieron lentamente a través del bosquecillo. Cualquier ruido los hacía salir de sus casillas; hasta el rumor de sus propios pasos sobre las hojas secas o el de una lechuza que se dirigía a su nido en la chimenea de las ruinas cercanas, les helaba la sangre en las venas.

A pesar de todas las precauciones de Wolfert para encontrar rápidamente las cruces, pasó algún tiempo antes de que pudieran hallar el claro del bosque donde suponían que estaba enterrado el tesoro. Finalmente, llegaron a la roca en forma de muralla; al examinar su superficie con la linterna, Wolfert reconoció las místicas cruces. Sus corazones latieron apresuradamente, pues había llegado el momento de prueba que convertiría en realidad todas sus esperanzas.

Wolfert mantenía la linterna, mientras el doctor utilizaba la varita adivinatoria. Era una rama que se bifurcaba en dos brazos; el doctor la mantenía firmemente por su doble extremo, uno en cada mano.

Recorrió el lugar con ella, pero durante algún tiempo no se registró ningún efecto. Wolfert mantenía la luz de la linterna sobre ella, mientras la vigilaba con el más intenso interés. Finalmente, empezó a moverse. El doctor la apretó con mayor intensidad; le temblaban las manos, de puro agitado. La varilla continuó moviéndose gradualmente hasta invertir enteramente su posición, indicando perpendicularmente hacia abajo, y permaneció en esa posición hacia un punto del claro, como la aguja indica el polo.

—Éste es el lugar —dijo el doctor con voz casi inaudible.

A Wolfert se le subió el corazón a la boca.

—¿Quieren ustedes que empiece a cavar? —preguntó el negro, agarrando el pico.

—¡Potztausend! (16) ¡No! —respondió el doctorcillo apresuradamente. Ordenó a sus compañeros que se mantuvieran cerca de él y que no pronunciaran una palabra. Debían tomarse algunas precauciones y llevar a cabo ciertas ceremonias, para impedir que los espíritus malignos, que guardan los tesoros escondidos, les hicieran algún daño.

Trazó un círculo alrededor del lugar, lo suficientemente grande para incluir a los tres. Recogió ramas y hojas secas y encendió un fuego, al cual arrojó ciertas drogas y hierbas que había traído en el canasto. Se produjo una humareda espesa, que tenía un olor penetrante, con un gusto maravilloso a azufre y asafétida, que por muy grato que pudiese ser a los nervios olfatorios de los espíritus, casi ahogó al pobre Wolfert y le produjo un ataque de tos y de estornudos que resonó por todo el claro. El doctor abrió entonces el libro que había tenido siempre debajo del brazo, impreso en dos colores: rojo y negro y en idioma alemán. Mientras Wolfert mantenía la linterna, el médico, provisto de sus lentes, leía varios conjuros en latín y alemán. Después ordenó a Samuel que asiera pico y pala y empezara a cavar. El suelo era muy duro, lo que demostraba que no había conocido herramienta humana, nunca, o desde hacía muchos años. Después de atravesar una primera capa de tierra vegetal, Samuel llegó a un estrato de arena y grava, que arrojó, a derecha e izquierda, con la pala.

—¡Ojo! —exclamó Wolfert, a quien le pareció haber oído ruido de pisadas sobre las hojas secas y como si alguien se deslizara entre los arbustos. Samuel se detuvo un momento y todos escucharon con atención: no se oía nada. Un murciélago pasó silenciosamente al lado de ellos; un pájaro salió de un árbol, asustado por la luz de la linterna, que se reflejaba en las hojas de los árboles. En el profundo silencio del bosque podían oír la corriente que pasaba a lo largo de la costa rocosa, así como el murmullo distante de Hell Gate.

El negro seguía trabajando y había cavado ya un pozo bastante profundo; el doctor leía sus fórmulas o arrojaba más drogas y hierbas al fuego; Wolfert se inclinaba ansiosamente sobre la excavación vigilando cada movimiento de la pala. Cualquiera que hubiera presenciado esta escena iluminada por la luz de la linterna sorda, hubiera creído que el doctorcillo era algún nigromante, ocupado en algún encantamiento, y el negro de cabellos grises algún espíritu que obedecía sus órdenes.

Finalmente, la pala del pescador chocó con algo que sonaba a hueco; la vibración del sonido llegó hasta el corazón de Wolfert. «¡Es un cajón!», dijo Samuel. «¡Lleno de oro!, ¡estoy seguro!», gritó Wolfert, aplaudiendo entusiasmado.

Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando un ruido que provenía de más arriba llegó hasta sus oídos. Levantó la mirada y a la luz del fuego que se extinguía encima de la roca, donde muchos años antes había observado Samuel a los gorros rojos, le pareció ver algo que se parecía enormemente a la cara del ahogado bucanero, cuya expresión era más que amenazadora.

Wolfert gritó asustado y dejó caer la linterna. Su pánico se comunicó a sus compañeros. El negro salió velozmente del agujero, el doctor dejó caer el libro y el canasto y empezó a rezar en alemán. Todo era horror y confusión. El fuego se apagó; la linterna ya no alumbraba más. En su prisa, chocaron los unos con los otros y se confundieron. Imagináronse que tenían que vérselas con una legión de espíritus y que veían extrañas figuras con gorros rojos que trataban de cazarlos. El doctor huyó por un lado, el negro por otro, y Wolfert se dirigió hacia la costa. Mientras corría a través del bosquecillo oyó que alguien le perseguía. Las pisadas de su enemigo se acercaban cada vez más. Sintió que alguien lo agarraba por el cuello, cuando su atacante fue atacado a su vez. Se produjo una lucha desesperada. Se oyó un disparo que durante un segundo iluminó las rocas y los arbustos y mostró dos figuras que luchaban ferozmente; después todo quedó aún más obscuro. Continuaba la lucha, los combatientes seguían peleando, entre gritos; una vez rodaron abrazados por el suelo. El jadeo de ambos fue interrumpido varias veces por maldiciones, en las cuales Wolfert creyó reconocer la voz del bucanero. Hubiera huido, pero se encontraba al borde de un precipicio y no podía proseguir. Ambos luchadores se levantaron y siguieron el combate de pie. Finalmente uno de ellos fue arrojado por el precipicio hacia el agua, hacia el profundo río que murmuraba más abajo. Wolfert oyó cómo caía al agua y una especie de murmullo, pero la obscuridad de la noche no le permitía distinguir nada y la velocidad de la corriente alejaba todo al instante.

Así desapareció uno de los combatientes, pero Wolfert no podía decir si era amigo o enemigo o si ambos eran enemigos. Oyó cómo se acercaba el sobreviviente, lo que hizo revivir su terror. Vio una forma humana que avanzaba hacia él. No había posibilidad de error: era el bucanero. ¿Hacia dónde huir? Por un lado tenía un precipicio, por el otro un asesino.

El enemigo se acercaba: estaba ya frente a él. Wolfert iba a dejarse caer por el precipicio. Se agarró a unas ramas que sobresalían sobre su cabeza. Se mantuvo en el aire colgado de ellas. Se imaginó que había llegado su último momento; ya había encomendado su alma a San Nicolás, cuando se rompió la rama y empezó a rodar hacia abajo, chocando en su camino con rocas y arbustos. Pasó mucho tiempo antes de que recobrara el sentido. Cuando abrió los ojos, ya se anunciaba la aurora. Se encontraba tirado en el fondo de un bote. Intentó sentarse, pero estaba demasiado maltrecho para ello. Una voz le ordenó amistosamente que siguiera echado. Wolfert volvió la vista hacia el que hablaba: era Dirk Waldron. A pedido de la señora Webber y de su hija, que con la laudable curiosidad propia de su sexo querían enterarse del motivo de las secretas entrevistas entre el doctor y Wolfert, había seguido a los tres desde su partida. Dirk se había quedado muy atrás por la velocidad del bote del negro, llegando sin embargo a tiempo para rescatar al pobre buscador de tesoros de su perseguidor.

Así terminó esta peligrosa empresa. El doctor y el negro Samuel encontraron el camino de regreso hacia Manhattoes, teniendo cada uno su propia historia que contar acerca de los terribles peligros pasados. En lo que respecta al pobre Wolfert, en lugar de volver triunfalmente cargado de talegas de oro, le llevaron a su casa en una camilla seguida por una fila de curiosos chiquillos.

Su hija y su mujer vieron a una cierta distancia aquella desagradable procesión y alarmaron a todo el vecindario con sus gritos. Se imaginaron que le traían muerto; cuando comprendieron que vivía, le metieron rápidamente en la cama; un jurado de matronas de la vecindad se reunió para determinar cómo había de curársele.

Toda la ciudad se enteró de la historia de los buscadores de tesoros. Muchos se dirigieron al lugar de las aventuras de la noche anterior, pero aunque dieron con el pozo que había cavado Samuel, no encontraron nada que los compensase de las molestias de su viaje. Algunos dicen que quedaban fragmentos de un cajón de cedro que olía fuertemente a dinero oculto y que la cripta de la familia parecía haber sido utilizada para guardar artículos de contrabando, pero todo eso es muy dudoso.

Hasta el día de hoy no se ha revelado el secreto de esta historia. Todavía es objeto de discusión si existía realmente algún tesoro enterrado, si se lo llevaron aquella misma noche los que lo habían ocultado allí, o si todavía queda oculto allí mismo, guardado por gnomos y espíritus, hasta que se le encuentre de acuerdo con los métodos indicados para ello. Por mi parte, me inclino a compartir la última opinión y no dudo que allí y en otras partes de la isla hay dinero enterrado desde los tiempos de los bucaneros y de los colonos holandeses; aconsejaría seriamente a mis conciudadanos que no se ocupan de ninguna otra cosa que se dediquen a buscarlo. Se han formado muchas opiniones diversas acerca de quién era el extraño marino que dominó la pequeña fraternidad de la taberna de Corlear's Hook, que desapareció tan misteriosamente y reapareció en circunstancias tan terribles.

Algunos suponen que era un contrabandista, establecido en aquel lugar para asistir a sus camaradas en el desembarco de sus artículos. Otros creen que era uno de los antiguos camaradas de Kidd o de Bradish que volvió para recoger los tesoros que se habían ocultado anteriormente en la vecindad. La única circunstancia que arroja una luz vaga sobre este misterioso asunto es un informe acerca de una chalupa de construcción extranjera que se observó en aquellos tiempos recorriendo el brazo de mar durante varios días, sin tomar puerto, aunque se vio que de noche iban y venían botes de ella a la costa; se encontraba en la bahía cuando amaneció después de la catastrófica noche de los buscadores de tesoros.

No puedo dejar de mencionar otro informe que yo considero más bien apócrifo, según el cual el bucanero a quien todos creían muerto fue visto aquella madrugada con una linterna en la mano sentado en su gran cajón atravesando las aguas de Hell—Gate.

Mientras la ciudad se llenaba de estas charlas y rumores, Wolfert guardaba cama enfermo y triste, herido en el cuerpo y en el alma. Su esposa y su hija hicieron todo lo posible para curar sus heridas tanto corporales como espirituales. La buena mujer no se separó de la cama de su marido, junto a la cual estaba sentada tejiendo de la mañana a la noche, mientras su hija pretendía tener algo que hacer cerca de él, no perdiendo oportunidad de demostrarle el más profundo amor filial. Tampoco sus vecinos dejaron de prestarle asistencia. Por mucho que se diga acerca de los amigos que abandonan a uno en la hora de prueba, los Webber no tuvieron razón para quejarse; ninguna mujer de la vecindad dejó de abandonar su trabajo para acudir a la casa de Wolfert para preguntar por su salud y los detalles de su historia. Ninguna venía, sin embargo, sin algún pote de bálsamo o de hierbas, gozando la oportunidad de señalar su bondad y su experiencia médica.

¡Cuántas cosas tuvo que aguantar el pobre Wolfert! Pero todo en vano: era conmovedor ver cómo se debilitaba día a día, cómo enflaquecía y cómo la expresión de culpabilidad de su rostro salía de entre las mantas de la cama y caía sobre un jurado de matronas, cuya bondad las había reunido alrededor de él para suspirar y lamentarse.

Dirk Waldron era el único ser que parecía traer un rayo de sol a aquel desgraciado hogar. Llegaba con mirada alegre y espíritu viril, intentando reanimar el corazón expirante del pobre buscador de tesoros. Pero todo era en vano. Wolfert estaba completamente acabado. Sólo faltaba una cosa para completar su desesperación: un anuncio del municipio, según el cual iba a abrirse una nueva calle a través de su jardín de coles. Nada veía en el futuro sino pobreza y ruina; su último refugio, la huerta de sus antepasados, iba a ser destrozado. ¿Qué sería de su mujer y de su hija? Sus ojos se llenaron de lágrimas al seguir con la mirada a su hija cuando ésta salía del cuarto. Dirk Waldron estaba sentado a su lado; Wolfert tomó su mano, indicó a su hija, y por primera vez desde su enfermedad, rompió el silencio que había mantenido hasta entonces.

—Me muero —murmuró sacudiendo débilmente la cabeza—. Cuando yo haya desaparecido..., mi pobre hija...

—Será mi esposa, si usted lo permite —dijo Dirk con entereza—. Yo me encargaré de ella.

Wolfert observó la cara de aquel joven tan optimista y fuerte y en ese instante comprendió que no había nadie mejor que él para proteger a su hija.

—Basta —dijo Webber—. Es tuya... y ahora tráeme un escribano; voy a hacer mi testamento y morirme.

Llegó el escribano, que era un hombrecillo enérgico, cuidadosamente vestido, y de cabeza redonda, que se llamaba Rollebuck. Al verle ambas mujeres rompieron a llorar, pues consideraban la redacción de un testamento como equivalente a la firma de una sentencia de muerte. Wolfert hizo un breve movimiento pidiéndoles que callaran. Su hija ocultó su cara y su pesar en las cortinas; la señora de Webber siguió tejiendo para ocultar su dolor, traicionándola, sin embargo, una translúcida lágrima que se deslizó silenciosamente hasta su nariz aguileña; el gato, el único miembro de la familia que no parecía muy preocupado, jugó con el ovillo de lana que se había caído al suelo.

El gorro de dormir le caía sobre la frente; tenía los ojos cerrados; parecía la misma efigie de la muerte. Pidió al escribano que acortara los procedimientos, pues creía que se aproximaba su fin y no tenía tiempo que perder. El escribano mojó la pluma, extendió el papel y se preparó a escribir.

—Doy y entrego —dijo Wolfert débilmente— mi pequeña granja...

—¿Cómo, toda? —preguntó asombrado el escribano.

Wolfert entreabrió sus ojos y le miró.

—Sí, toda.

—¿Todo ese terreno tan grande plantado de coles y girasoles a través del cual el municipio va a construir una avenida?

—El mismo —asintió Wolfert con un profundo suspiro, hundiéndose otra vez entre las almohadas.

—Le deseo mucha suerte a quien lo herede —dijo el escribano frotándose las manos involuntariamente.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Wolfert abriendo nuevamente los ojos.

—Que será uno de los hombres más ricos de la ciudad —exclamó el pequeño Rollebuck.

El moribundo pareció atravesar nuevamente el umbral de la vida; sus ojos se iluminaron, sentose en la cama, echó hacia atrás su gorro de dormir y miró fijamente al escribano.

—¡Qué me dice usted! —exclamó.

—Eso es lo que digo —respondió el otro—. Cuando estos campos se dividan en pequeños lotes para construir viviendas, quien quiera que sea el propietario será riquísimo.

—¿Lo cree usted? —gritó Wolfert sacando una pierna de la cama—. Si eso es así, no voy a hacer todavía mi testamento.

Para asombro de todos, el agonizante sanó. La chispa vital que estaba a punto de extinguirse, recibió nuevo alimento con la noticia que el escribanillo le había dado. Otra vez ardió como una llama. Vosotros, los que queréis hacer revivir el cuerpo cuyo espíritu está deshecho, debéis darle una medicina para el corazón. A los pocos días Wolfert podía levantarse; una semana más tarde su mesa estaba cubierta de planos de construcción. Rollebuck estaba constantemente con él, pues se había convertido en su consejero y su mano derecha; en lugar de hacer su testamento, le ayudaba en la tarea más agradable de hacer fortuna.

Wolfert Webber era uno de esos habitantes holandeses de Manhattan, que hicieron fortuna a pesar de ellos mismos, que mantuvieron tenazmente los predios que habían obtenido por herencia, plantando remolachas y coles a las mismas puertas de la ciudad, labor que les obligaba a vivir con una mano atrás y otra adelante, hasta que el cruel municipio empezó a construir calles a través de sus tierras, despertándolos de su letargo, y entonces se vieron súbitamente ricos.

Antes de que pasaran muchos meses, una bulliciosa calle atravesaba el centro de la huerta de Wolfert, exactamente por el mismo lugar donde había esperado hallar un tesoro. Sus sueños dorados se habían realizado por fin. Encontró una fuente de riqueza que no esperaba, pues cuando sus tierras quedaron repartidas en lotes para edificar y se alquilaron a personas solventes, en lugar de producir algunas carradas de coles, le entregaban una abundante cosecha de rentas, tanto que era una gloria observar en los días de pago cómo sus inquilinos llamaban a su puerta de la noche a la mañana, llevando cada uno una talega de monedas, dorado producto del suelo.

Se conservaba todavía la antigua mansión de sus antepasados. En lugar de ser una modesta casilla holandesa con un jardín, se erguía ahora audazmente, en mitad de la avenida, la casa más grande de la vecindad, pues Wolfert la había ensanchado con dos alas, una a cada lado, y una cúpula, que servía de cuarto para tomar el té, donde él se refugiaba para fumar su pipa en los días de verano. Con el correr del tiempo, toda la casa se convirtió en un verdadero campo de Agramante de la progenie de la hija de Webber y Dirk Waldron.

Al aumentar en años y en riquezas, Wolfert se compró coche, tirado por dos yeguas flamencas negras, cuyas colas barrían el suelo. Para conmemorar el origen de su grandeza, se hizo pintar un escudo de armas, con una col, completamente madura, alrededor de la cual se leía la divisa ALLES KOPF, es decir, todo cabeza, lo que quería significar que se había distinguido por el trabajo cerebral.

Para colmar la medida de su poderío, cuando el famoso Ramm Rapelye se fue a dormir con sus antepasados, Wolfert Webber le sucedió en el sillón de honor de la taberna de Corlear's Hook, donde reinó por muchos años, honrado y respetado, tanto que nunca contó una historia sin que se la creyeran o hizo una broma sin que todos rieran sobre ella.


Publicado el 22 de agosto de 2016 por Edu Robsy.
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