Textos de Francisco Acebal

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autor: Francisco Acebal


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Una Comedia Nueva

Francisco Acebal


Cuento


A Mari-Alba


Te escribo, cordial amiga mía, para remitirte esas cuatro cartas que encontré... no importa en donde. Verás en ellas un episodio vulgar, y sin embargo, yo las hé leido una vez y otra vez aguijado por incitante reconcomio; no sé lo que hay en ellas que me sujestionan y me atraen. ¿Serán tranquilas en el fondo, como parecen mansas en la superficie? ¿Tendrán solo ese tibio perfume de misterio, que todo paquetito de cartas exhala? ¿Está el interés en ellas ó soy yo quien se lo presta?...

Tu las verás amiga y acaso aciertes á descifrarlas; este verano, en mis vacaciones, en nuestros paseos, hablaremos de ellas. Adiós amiga mía; esas cartas tratan de una comedia nueva y me parece que velan un drama viejo.

Adios, adios. Leelas; ya hablaremos, ya hablaremos.


De Pablo á José Ramón.


Amigo: me considero vencido aunque no fuí derrotado. Me aplaudieron, salí tres ó cuatro veces: pero esto, tu lo sabes, es tan poco para lo que yo anhelaba. Quisiera, si, quisiera, que me hubiesen silbado; triunfar ó caer, nunca esas medias tintas, ese aplaudir entre esquivo y complaciente.

¡En mi comedia nueva puse tanto de mi alma! Su pensamiento me parecía, aun me parece hondo y humano; lo desarrollé sin percatarme de gustos modernos ó de efectos teatrales; quise probar si un argumento nuevo, domeñaba al público enfermo, quise renovar con aire sano, el ambiente deletereo de melindres amatorios y de croticas escenas, presentar el cuadro de una familia ahita de bienestar material, que relaja en la holganza sus costumbres severas; de repente el garrotillo mata á Nenina, la nenina de la casa, y el dolor lacera los corazones, pero levanta las conciencias.

A tí, que conoces la génesis de mi comedia nueva, te escribo estas líneas doloridas, cuando ya me alumbra el alba, al morir una noche, en la que ví derrocarse, mis ínfulas doradas de innovador dramático.


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3 págs. / 5 minutos / 44 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Río Negro

Francisco Acebal


Cuento


Bajo la campana del hogar, chisporroteaba un montón de sarmientos y sus llamas, iluminaban el semicírculo de cazadores que fatigados del monteo, arrecidos por el cierzo, entretenían la noche invernal, con narraciones de sus aventuras.

Llegó mi turno y dije:—Amigos: hay en vuestros relatos leyendas dramáticas, episodios sangrientos y hay escenas de amor; fieras heridas á bala y zagalillas heridas á flecha; mi cuento es el cuento del cazador perdido que halla dos viejecitas en lo más denso del bosque.

Caía la tarde, una hermosa pieza marchaba engalgada; yo corría, corría, pisando chaparros y tojos. La pieza se encava, aullan los perros, y malgasto en la rebusca las últimas luces del día.

Por el bosque tenebroso intento en vano hallar la senda, seguido de los lebreles que jadean. El viento agita el ramaje haciéndole balbucir quejas rumorosas; la soledad de la noche me rodea, pero veo una luz que fulgura entre el espeso arbolado y hacia ella me encamino.

Es de una casucha rústica; toco la bocina y dos viejecitas, con candiles encendidos salen á mi encuentro.

Flacas de cuerpo, acecinadas de rostro, lucen majestad de noble estirpe, rastros de una juventud hermosa. Con dulce voz me invitan á seguirlas, sus luces me guían tras la selva y me conducen al tendajo, que les sirve de morada miserable.

Allí pasé la noche ¡noche fantástica! llena de ensueños misteriosos, con pesadillas de magias y de encantamientos.

Apenas alboreaba el nuevo día, cuando salí, acompañado de las damas antañonas que ofrecieron enveredarme. En silencio marchamos largo espacio, hasta dar en una barranca, con el cauce de un río... amigos mios ¡un río negro!


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1 pág. / 2 minutos / 48 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Vanidad de Vanidades

Francisco Acebal


Cuento


Los vaivenes de la moda decorativa, que en cada época impone á las moradas como á los hombres, distintos perjeños, avecindaron en un saloncito de los duques de Montiél, una Venus de mármol y una armadura de hierro. La escultura, copia fiel de Venus Capitolina, pretende encubrir su desnudez de niña casta, apenas adolescida, en la entibiada luz de un rincón, sobre los tonos marchitos de un tapíz flamenco; su cuerpo tiembla de pudor y sus manos encienden deseos de mirar lo que recatar intentan.

La armadura, esplende al pié de una chimenea tallada en roble. Caladas la visera y ventalla de la celada borgoñona, reluciente la coraza tranzada, de la que penden escarcelas de launas, forradas con terciopelo carmesí; enteros los quijotes y las grebas que rematan en los piés por alpartaces de mallas. Hermoso ejemplar, milanés por la elegancia de las líneas, nurembergo por lo varonil, y sobrío del adorno.

La vida monotona y tristona de aquel viejo palación, se alteró una noche con desusada batahola mundana que rebullía en salones, lejanos del gabinete en que estaba la armadura y la Capitolina.

El rumorcillo de fiesta, resonó tímido de estancia en estancia, llenando por un instante, salones siempre cerrados, desiertos, austeros.

Venus temblaba de verse envuelta en luz, expuesta á las miradas de un mundo frívolo, de gentecillas procaces.

—Vecina, vecina,—exclamó dirigiéndose á la armadura—vecina, por Dios, quite ese ceño tan hosco que me da miedo, humanícese un poco, rompa usted por unos instantes esa tiesura.

Y la armadura, con su continente rígido:

—¿Quién charla ahí?


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3 págs. / 5 minutos / 63 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Dos Nubes

Francisco Acebal


Cuento


En florido rincón del cielo jugueteaba una legión de angelotes, vestidos con ondulantes gramallas recamadas de estrellas, altos, esbeltos, tierna la mirada, suave la expresión, casto el ademán; ángeles del místico pintor de Fiesole, que al sentir el aliento de la vida remontaron el vuelo en busca de su verdadera patria.

De repente, la bulliciosa angelada interrumpe el juego y acalla su greguería al ver que desde este bajo mundo dos nubecillas ascienden lentas por la inmensidad del firmamento. Conocían los ángeles esos nubarrones que abajo, en lo más hondo del espacio, se condensan, se aglomeran y se deshacen; pero nunca vieron á las nubes subir tan alto, remontar la región de las estrellas que á sus piés titilan, atravesar los espacios de la luz, entrometerse casi en las azules llanadas del cielo. Y aun no cejaban en su ascensión las osadas nubecillas; una, blanco vellón flotante, con bordes que el céfiro rizaba y la luz tornaba azulinos, subía con vaporosa ligereza; otra, negruzca, compacta, ascendía roncera, plomiza y remolona.

La blanca se apartaba con remilgo de su obscura compañera, como dama repulida esquiva el leve roce con la blusa de un obrero que por la calle cruza, y aun los ángeles con ser ángeles, fueron presurosos á hundir sus piececitos en la blancura de aquel copo que hasta ellos llegaba, dejando solitaria á la nube negra, temerosos de manchar sus nítidas vestiduras con los girones de aquel nubarrón opaco.

Pero aún no habían hollado los blancos celajes, cuando un ángel, adelantándose, exclamó:

—¿De dónde vienes, blanca nube?


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2 págs. / 4 minutos / 44 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Gotas Amargas

Francisco Acebal


Cuento


La pantalla de la lámpara cernía la luz del foco eléctrico y el saloncito quedaba iluminado con claridad entre soñolienta y voluptuosa, combinada con maña para penumbra de parejitas arrulladoras y para luminar de una tertulia grave.

Entre la charla de los contertulios, sonó por azares de la conversación, el nombre de los Rubines, y allí fué el lanzar suspirillos y el balbucear elogios, flores de trapo que caen sobre el recuerdo de los muertos sin aroma y sin frescura. Hasta la jovenzuela que con el galán imberbe picoteaba en un rincón, ofrendó pétalos mustios á la memoria de los que fueron en vida concurrentes á la tertulia tristona, pero de un tufillo aristocrático que atraía y fascinaba.

¡Inolvidables Rubines! espejo de matrimonios, símbolo de la felicidad humana. Así lo expresaban sus rostros francotes y risueños con esa placidez de mirada y mímica pachorruda propia de seres ahitos de bienestar. Ni una nubecilla empañó jamás el cielo de su dicha; unidas sus almas en un mismo deseo, en dulce trato, consorcio íntimo que daba ejemplo á nuestra juventud desdeñosa del sétimo Sacramento.

Aquí llegaba el coro ensalzador del matrimonio Rubin, cuando la señora de la casa exclamó:

—¿Por qué se sonríe usted, D. Santiago? Usted siempre el mismo, nuestro gran burlón, nuestro ínclito pesimista.

—Ah, señora—contestó el aludido—soy la primera víctima de mí mismo, de este humor negro que me hace árida la vida; es muy triste esto que me ocurre; saborear la almendra amarga antes que el fruto sabroso.


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5 págs. / 9 minutos / 48 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

La Despedida de la Reina

Francisco Acebal


Cuento


I

Las calles de la ciudad estaban desiertas; el silencio y el misterio contrastaban con el habitual rebullir del pueblo rico y laborioso. Era un apagamiento lúgubre de la vida social, tétrica quietud que no infundía en el espíritu la paz serena y sosegada de las ciudades que duermen, sinó el terror de los vagos presagios y de las sordas amenazas.

En aquel ambiente ciudadano se respiraban miasmas de tempestad forjada con tesonuda lentitud en la sombra de los talleres, entre el fragor de las maquinarias, en los hornos de las forjas, en los antros de las minas, en los recintos negros caldeados por el vapor sudoroso de la humanidad que trabaja y labora el hierro y la piedra con gemidos del alma y crujir de huesos. En la atmósfera se respiraba penosamente el vaho caleaginoso precursor de conmociones que devastan como nubes de fuego formadas por el hervor de la industria, por la obsesión del trabajo, entre férvidos anhelos de los poderosos y desesperanzas de los miserables.

Estaban tristes y solitarias de veras las amplias calles de la capital de Gutlandia pero de cuando en cuando, pasaba estremeciendo el pavimento un tropel de obreros con ennegrecidas blusas y enrojecidos semblantes; los acuadrillaba un jefe de taller y todos marchaban acelerados y torvos como hombres resueltos á cumplir grave deber. Seguían alguna vez á los obreros, astrosas pandillas de mujeres, desgreñadas hembras que en feroz desgarro ensordecían el espacio, atronándole con sus gañidos. Entre pelotones y pandillas, figuras solitarias y siniestras, las de hosca catadura y turnio mirar, las que en días de agitación y de motín surjen á la superficie desde las heces de la sociedad.


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5 págs. / 9 minutos / 50 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Un Santo

Francisco Acebal


Cuento


Hacía muchos años que conocía yo á doña Jacoba, sin advertir en su porte cambio de importancia. Desde mi niñez la veía siempre la misma, las mismas arrugas, las mismas canas, conservando, no sé si por artes ocultas, décadas enteras, la misma falda de estameña, el corpiño con el escudo carmelita y la correa de charol pendiente á la cintura.

Aquel pasar los años sin tocar á Jacobita nos hacía pensar á los pocos lugareños de Pedralba que en su casa entrábamos en algo menos fugaz que la naturaleza humana. Yo experimentaba ante ella la impresión de tranquilidad, de vago sosiego que me infundían las imágenes de madera vieja puestas en los altares de la Colegiata, aunque en esta semejanza, debía de influir no poco, la veneración que me inspiraba la señora, el culto que en el corazón le rendía, por su vida de santa: santidad de antigua usanza, mansa, calladita, pero rígida, sin indulgencia, ni para el prójimo ni para sí misma.

Además, y este es el nudo fuerte que á ella me unía, doña Jacoba era la madre de mi amigo Ignacio. Su infancia y la mía estaban trabadas en la memoria como infancias hermanas, y si doña Jacobita se recreaba en evocar la niñez de su hijo, le era imposible apartar de su recuerdo el mío, que como planta parásita se enredaba entre sus memorias.


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6 págs. / 10 minutos / 40 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Huella de Almas

Francisco Acebal


Novela


A la memoria de mi hermano Victoriano.

Al que leyere

Lector, no temas: mi proemio será breve; á una obra, obscura y modesta no he de pegarle desmedida portada; á pequeño edificio le sienta mal portalón solariego de amplitud y altura inacabables.

Desde que tracé el capítulo primero de éste mi primer librejo, sentí la comezón de hablar directamente al público, no para pedirle, hipócrita, benevolencias inmerecidas. El que saca sus libros de entre el polvo de la carpeta, en que tal vez debieron yacer, y los pone en escaparate, no pida benevolencias: cargar debe con sus culpas. El deseo que me rebullía era otro, pero era vago, era sutil, y á la postre, como novato desmañado que se ataruga y vacila, vacilaba yo temeroso de parecer pregonero de feria, que desde el tendejón se desgañita con las destempladas vociferaciones de lo que dentro de la barraca se puede ver; ya me oía á mí mismo gritar aquello de:—¡Adelante, señores, pasen á ver la sorprendente!... etc., etc.

Y si para hacer pregón de mis propios pensamientos, notaba en mí torpeza y vergüenza tales, mal se me podía ocurrir encomendarlo á pluma ajena: de la mía saldría roncero, pero espontáneo, ingenuo; de la extraña... ¿qué había de salir, sino un piropo mustio? ¡Lisonja fría!


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123 págs. / 3 horas, 36 minutos / 86 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

De mi Rincón

Francisco Acebal


Cuentos, colección


Un santo

Hacía muchos años que conocía yo á doña Jacoba, sin advertir en su porte cambio de importancia. Desde mi niñez la veía siempre la misma, las mismas arrugas, las mismas canas, conservando, no sé si por artes ocultas, décadas enteras, la misma falda de estameña, el corpiño con el escudo carmelita y la correa de charol pendiente á la cintura.

Aquel pasar los años sin tocar á Jacobita nos hacía pensar á los pocos lugareños de Pedralba que en su casa entrábamos en algo menos fugaz que la naturaleza humana. Yo experimentaba ante ella la impresión de tranquilidad, de vago sosiego que me infundían las imágenes de madera vieja puestas en los altares de la Colegiata, aunque en esta semejanza, debía de influir no poco, la veneración que me inspiraba la señora, el culto que en el corazón le rendía, por su vida de santa: santidad de antigua usanza, mansa, calladita, pero rígida, sin indulgencia, ni para el prójimo ni para sí misma.

Además, y este es el nudo fuerte que á ella me unía, doña Jacoba era la madre de mi amigo Ignacio. Su infancia y la mía estaban trabadas en la memoria como infancias hermanas, y si doña Jacobita se recreaba en evocar la niñez de su hijo, le era imposible apartar de su recuerdo el mío, que como planta parásita se enredaba entre sus memorias.


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Dominio público
27 págs. / 48 minutos / 90 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

De Buena Cepa

Francisco Acebal


Novela corta


A Marcelo Cervino.

I

El solar de los Leiredos de la Campa no radicaba en término de Rañeces y, sin embargo, D. Nazario Leiredo allí vivía, engolosinado con la estrechez de aquella villa, por tener en ella para espaciar su mirada las anchuras del mar. Rañeces era un montón de viviendas agarradas como la lapa á las peñas; costras blancuzcas y rojizas, adheridas al cantil en líneas onduladas que malamente formaban calles estrechas y tortuosas, pero dejando ver á cada revuelta un pedazo de mar, y colándose por los boquetes un viento salado, frescachón, esparcido como soplo de salud por la villa mugrienta. Se empinaban unas casas por encima del tejado de las otras para gozar todas del regalo del mar, de aquel aliento salitroso que refrescaba las paredes sucias, y metiéndose por ventanucas ó portales conseguía orear las entrañas de la villa.

La intrincada traza de ésta prestábala apariencias engañosas, de tal manera, que tres calles, unos cuantos callejones, dos plazas y muchos esquinazos y rinconadas daban á Rañeces fachenda de villa costera.

La casona en que habitaba don Nazario pertenecía por herencia á su mujer, doña Clementina Orrea, y estaba en lo más bajo de la villa, con la raigambre de sus cimientos metida en las mismas rocas del Cantábrico; era una cómoda vivienda, de las de ancho portón y blasonado dintel, muros de sillar negreados y roídos por el tiempo, con ventanajes verdes y balcón voladizo que caía sobre la plaza de la iglesia.

Su caprichoso asiento en la linde del mar fué tan del gusto del señor de Leiredo, que abandonó su terruño nativo, el de la Campa, resuelto á consumir el resto de sus días en el solar costanero de Rañeces.


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Dominio público
25 págs. / 43 minutos / 81 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

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