Textos de Villiers de L'Isle Adam

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autor: Villiers de L'Isle Adam


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El Secreto del Cadalso

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Las recientes ejecuciones me recuerdan esta extraordinaria historia:

Aquella noche del 5 de junio de 1864, a las siete, el doctor Edmond-Désiré Couty de la Pommerais, recientemente trasladado de la Conciergerie a la Roquette, estaba sentado, revestido de una camisa de fuerza, en la celda de los condenados a muerte.

Taciturno, fija la mirada, apoyaba los codos en el respaldo de la silla. Sobre la mesa, una vela iluminaba la palidez de su rostro frío. A dos pasos, un guardia, de pie contra el muro, lo observaba, cruzados los brazos.

Casi todos los detenidos están obligados a un trabajo cotidiano, de cuyo salario la administración deduce, en caso de fallecimiento, el precio de la mortaja, que nunca proporciona. Sólo los condenados a muerte no tienen que realizar tarea alguna.

El prisionero era de esos que no juegan a los naipes: en su mirada no se leía miedo ni esperanza.

Treinta y cuatro años; moreno; de talla mediana; bien proporcionado en verdad; las sienes grises desde hacía poco; la mirada nerviosa, semivelada; una frente de razonador; la voz opaca y breve, las manos saturninas; la expresión circunspecta de las personas poco locuaces; modales de estudiada distinción: tal aparecía.

(Se recordará que en las audiencias del Sena, no habiendo podido Me. Lachaud desvanecer en la mente de los jurados, no obstante lo riguroso de su defensa en esa ocasión, el triple efecto producido por los debates, las conclusiones del doctor Tardieu y la requisitoria de M. Oscar de Vallée, M. de la Pommerais, convicto de haber administrado dosis mortales de digitalina a una dama amiga suya, con premeditación y propósitos de lucro, oyó pronunciar contra él, en aplicación de los artículos 301 y 302 del Código Penal, la sentencia de muerte).


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Publicado el 27 de junio de 2018 por Edu Robsy.

La Eva Futura

Villiers de L'Isle Adam


Novela


Libro I: Edison

I. Menlo Park


Parecía el jardín una bella hembra tendida, que dormitara voluptuosamente, cerrados los párpados a los cielos abiertos. Las praderas del azul celeste se hermanaban en un círculo amojonado por las flores de luz. Los iris y las gemas de rocío pendientes de las hojas cerúleas, eran estrellas pestañeantes que abrasaban el ámbito nocturno.

GILES FLETCHER
 

A veinticinco leguas de Nueva-York, en el núcleo de un haz de hilos eléctricos, surge una casa envuelta por meditabundos jardines solitarios. Mira la fachada, la uniformidad del césped, rota por las avenidas enarenadas que llevan a un pabellón aislado. Es el número 1 de Menlo-Park. Allí vive Tomás Alva Edison, el hombre que ha hecho cautivo al eco.

Tiene éste unos cuarenta y dos años. Su fisonomía recordaba, hace poco aún, la de un francés ilustre: Gustavo Doré. Era el rostro del artista traducido en un rostro de sabio. ¡Aptitudes análogas, aplicaciones diferentes! ¿A qué edad se parecieron del todo? Quizás nunca. Las fotografías de ambos, fundidas en el estereoscopio, despiertan la impresión de que ciertas efigies de razas superiores no se realizan más que en cierto cuño de fisonomías perdidas en la Humanidad.

Confrontado con las viejas estampas, el rostro de Edison ofrece la viva reproducción de la siracusana medalla de Arquímedes. A las cinco de una tarde de estos últimos otoños, el maravilloso inventor, el mago del oído, (casi sordo, como un Beethoven de la ciencia, que ha sabido crearse el minúsculo instrumento que, no sólo acaba con la sordera, sino que desnuda y agudiza el sentido auditivo), el gran Edison estaba solo en lo hondo de su laboratorio personal, allí, en el pabellón arrancado del castillo.


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229 págs. / 6 horas, 41 minutos / 1.082 visitas.

Publicado el 11 de enero de 2018 por Edu Robsy.

La Extraña Historia del Dr. Bonhomet

Villiers de L'Isle Adam


Novela


DEDICATORIA

A mis queridos indiferentes.

ADVERTENCIA AL LECTOR

Para iniciar al público en el carácter del doc­tor Bonhomet, damos hoy a la luz, en primer lugar, tres relatos que reflejan, a grandes rasgos, su íntima personalidad.

Inmediatamente después tomará la palabra el doctor y nos relatará la extrañísima historia de Claire Lenoir, cuya pesada carga de responsabi­lidad dejamos recaer enteramente sobre él.

Además, un EPÍLOGO.

Si, como tenemos motivos para temer, este per­sonaje (incontestable, ¡si hubo alguno!) obtiene cierta fama, pronto publicaremos, a nuestro pe­sar, las anécdotas y los aforismos de los que él es héroe y autor, respectivamente.

VILLIERS DE L’ISLE-ADAM

EL ASESINO DE CISNES

«Los cisnes comprenden los signos.»
VÍCTOR HUGO, Los miserables

Al señor Jean Marras

A fuerza de consultar tomos de historia natural, nuestro ilustre amigo, el doctor Tribulat Bonhomet había acabado por saber que el cisne canta mejor antes de morir.

—En efecto (nos confesaba todavía reciente­mente), sólo esta música, desde el momento en que la había escuchado, le ayudaba a soportar las decepciones de la vida y cualquier otra no le pa­recía más que un guirigay, o «Wagner».

—¿Cómo se había procurado ese placer de afi­cionado?

Del modo siguiente:

En los alrededores de la viejísima ciudad forti­ficada en que vive, habiendo descubierto un buen día el práctico anciano, en un parque secular abandonado, bajo umbrías de grandes árboles, un viejo estanque sagrado —sobre cuyo oscuro re­flejo se deslizaban doce o quince tranquilas aves—, había estudiado cuidadosamente los acce­sos, meditado las distancias, observando sobre todo al cisne negro, su vigilante, que dormía perdido en un rayo de sol.


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110 págs. / 3 horas, 12 minutos / 72 visitas.

Publicado el 26 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Historias Insólitas

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Los amantes de Toledo

A Émile Pierre

¿Hubiera sido justo que Dios castigara
al hombre con la dicha?

Una de las respuestas de la teología romana
a la objeción contra el pecado original

Un amanecer oriental enrojecía, en Toledo, las graníticas esculturas del frontis del Tribunal, y particularmente la del Perro con hachón encendido en su boca, el escudo de armas del Santo Oficio.

Dos frondosas higueras daban sombra al broncíneo pórtico: traspasado el umbral, los cuadriláteros del enlosado ascendían a las entrañas del palacio; un enmarañamiento de profundidades calculadas sobre los sutiles desvíos en el sentido de las subidas y bajadas. Estas espirales se perdían, unas, en la salas de consejo, en las celdas de los inquisidores, en la capilla secreta, en los ciento sesenta y dos calabozos, en el huerto incluso y en los aposentos de los familiares; otras, en largos corredores, fríos e interminables, hacia distintos retiros, en los refectorios, en la biblioteca.

En una de esas cámaras, cuyo rico mobiliario, colgaduras cordobesas, arbustos e iluminadas vidrieras contrastaban con la desnudez de las otras estancias, se hallaba, de pie, este amanecer, calzado con sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, las manos juntas, los dilatados ojos fijos, un enjuto anciano, de estatura gigantesca, ataviado con túnica blanca que llevaba grabada una cruz roja y largo manto negro sobre los hombros, tocado con birrete negro y con un rosario metálico en la cintura. Parecía tener más de ochenta años. Macilento, quebrado por las maceraciones, herido, sin duda, por el cilicio invisible que siempre llevaba consigo, examinaba una alcoba en la que se hallaba, festoneada y envuelta en guirnaldas, una cama opulenta y mullida. Este hombre tenía por nombre Tomás de Torquemada.


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74 págs. / 2 horas, 10 minutos / 58 visitas.

Publicado el 26 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Cuentos Crueles

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Las señoritas de Bienfilâtre

Al Señor Théodore de Banville

¡Luz, Luz!…

Últimas Palabras de Goethe.

Pascal dijo que, desde el punto de vista de los hechos, el Bien y el Mal son cuestión de latitud. En verdad, tal acto humano que aquí llamamos crimen, allá lo llaman buena acción, y así recíprocamente. Mientras en Europa, por lo general, se venera a los padres ya ancianos, en ciertas tribus de América se los convence para que suban a un árbol y, acto seguido, comienzan a sacudirlo: si caen, el deber sagrado de todo bueno hijo es, como antaño hacían los mesenios, molerlo a hachazos de inmediato, para evitarles, así, las preocupaciones de la decrepitud; en cambio, si hallan fuerzas para aferrarse a alguna rama, entonces es que aún se valen para cazar o pescar, y su inmolación queda aplazada. Otro ejemplo: entre los pueblos del Norte, que gustan de beber vino, corre a raudales cuando el amado sol duerme; incluso nuestra religión nacional nos aconseja que el «buen vino alegra el corazón». Para los vecinos mahometanos, al Sur, se considera este acto un grave delito. En Esparta, se practicaba y se honraba el robo: era una institución hierática, un complemento indispensable en la educación de todo respetable lacedemonio. De ahí, probablemente, los griegos. En Laponia, es un honor para el padre de familia que su hija sea objeto de todas las atenciones cariñosas que pueda procurarle el viajero que goza de su hospitalidad. Al igual que en Besarabia. Al norte de Persia, y en las tribus del Kabul, donde viven en tumbas muy antiguas, si, al recibir en un cómodo sepulcro una cordial y hospitalaria acogida, transcurridas veinticuatro no se ha hecho uno íntimo con toda la prole del anfitrión, guebro, parsi o wahabita, es lógico esperar que, sin más, le sea a uno arrancada la cabeza, suplicio en boga por estos parajes.


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197 págs. / 5 horas, 45 minutos / 184 visitas.

Publicado el 26 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Vox Populi

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Doce años sufridos desde esta visión! Un sol de estío arrojaba sus largas flechas de oro sobre los tejados y cúpulas de la vieja capital. Miradas de vidrio cruzaban sus reflejos. El pueblo, bañado en polvillo luminoso, inundaba las calles para ver al ejército.

Sentado ante la verja de Notre—Dame, en una alta silla de madera plegable, las rodillas cruzadas entre negros harapos, el centenario Mendigo, decano de la miseria de París, —rostro de duelo con tintes cenicientos, piel surcada por arrugas color tierra—, con las manos juntas bajo el escrito que consagraba legalmente su ceguera, ofrecía el aspecto de una sombra en el Te Deum de la fiesta circundante.

¿No era su prójimo toda aquella gente? Los alegres viandantes, ¿no eran sus hermanos? Con toda seguridad, eran Especie Humana. Por otra parte, este huésped del soberano portal no estaba desposeído de todo bien: el Estado le había reconocido el derecho a ser ciego.

Propietario de este título, y de la respetabilidad inherente a ese lugar de limosnas seguras que oficialmente ocupaba, poseyendo además la cualidad de elector, era nuestro igual, excepto la Luz.

Y este hombre articulaba de tiempo en tiempo una lamentación monótona, silabeo evidente del profundo suspiro de toda sus vida:

—¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!


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3 págs. / 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vera

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora condesa d’Osmoy:

“La forma del cuerpo le es más
esencial que su propia sustancia.”

La fisiología moderna

El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites.

Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del sombrío barrio de Saint-Germain, algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la vieja familia de los condes D’Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur, con la divisa Pallida Victrix bajo la corona principesca forrada de armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D’Athol.

Vacilante, ascendió las blancas escaleras que conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Vera.

En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra. Él levantó las cortinas.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Sylvabel

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A Victor Mauroy

Hermosa como la noche y como ella insegura…
—Alfred de Vigny

En el castillo de Fonteval, a eso de medianoche, tocaba a su fin una fiesta de esponsales. En el parque, entre altas alamedas de follaje iluminado todavía con guirnaldas de linternas venecianas, los músicos, en su estrado campestre, habían dejado de tocar contradanzas. Los hidalgüelos de los alrededores se encontraban ya junto a la verja principal esperando subir a sus carruajes, y los aldeanos invitados regresaban por los senderos a sus alquerías, cantando como de costumbre, tanto más cuanto que habían trincado a placer, debajo de las encinas, ante el tonel caprichosamente adornado con cintas de colores de la recién casada.

El nuevo castellano, Gabriel du Plessis les Houx, había contraído matrimonio en la mañana de aquel día que terminaba, en la capilla de la espléndida mansión, con la señorita Sylvabel de Fonteval, una Diana cazadora, morena clara, una esbelta muchacha con aires de amazona.

¡Veinte y veintitrés años! Hermosos, elegantes y ricos, el porvenir se anunciaba para ellos color de aurora y de cielo.

Sylvabel había abandonado el baile hacia las diez y media y se hallaba sin duda, en aquellos momentos, en su estancia nupcial. La gente del castillo —todas las ventanas estaban apagadas— debía dormir.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Sor Natalia

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Antiguamente, en Andalucía, en el ángulo de un camino montañoso, se levantaba un monasterio de la Orden Tercera franciscana; aquel claustro, aunque a la vista de otros conventos que velaban unos por los otros, estaba sobre todo protegido por la devoción que imponía entonces el aspecto de una gran cruz colocada ante la entrada, en la que una campana tañía dos veces al día. Una capilla profunda, cuya puerta no se cerraba jamás, se abría sobre tres peldaños, y el camino bordeaba por un lateral la tapia del monasterio. A su alrededor, llanuras feraces, árboles aromáticos, hierbas en las cunetas, aislamiento y camino polvoriento.

Un enervante crepúsculo de otoño, en el fondo de la capilla se encontraba arrodillada, y con hábito de novicia, una joven cuyos rasgos eran de una belleza suave y conmovedora. Estaba ante una hornacina situada en un pilar de cuya bóveda colgaba una solitaria lámpara dorada que iluminaba una Virgen con los ojos bajos y las manos abiertas, dispensando gracias radiantes, una Virgen celestial en actitud de Ecce ancilla.

Desde el camino, y por las vidrieras opuestas, se oían subir las notas frescas y sonoras de un cantor de serenata acompañado de una bandurria cordobesa. Las lánguidas frases, ardientes de pasión, de audacia y de juventud, llegaban hasta la iglesia, hasta sor Natalia, la novicia arrodillada que, con la frente apoyada sobre los brazos cruzados a los pies de la Señora, murmuraba con voz desolada:


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Sombrío Relato, Narrador Aún Más Sombrío

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Coquelin, el joven

Ut declaratio fiat

Aquella noche yo estaba invitado, oficialmente, a tomar parte en una cena de autores dramáticos, reunidos para festejar el éxito de un colega. Era en B…, el restaurante de moda entre la gente de la pluma.

Al principio, la cena fue naturalmente triste.

Sin embargo, tras haber bebido algunas copas de un Léoville añejo, la conversación se animó. Tanto más cuanto que giraba en torno a los incesantes duelos que ocupaban un gran número de las conversaciones parisinas del momento. Cada uno recordaba, con obligada desenvoltura, haber empleado la espada y trataban de insinuar, descuidadamente, vagas ideas de intimidación bajo sabias teorías y guiños sobreentendidos acerca de la esgrima y la pistola. El más ingenuo, un poco achispado, parecía absorto en la combinación de una parada en segunda que imitaba, por encima del plato, con su tenedor y su cuchillo.

Bruscamente, uno de los convidados, el señor D… (hombre experto en los entresijos del teatro, una lumbrera en cuanto a la armazón de cualquier situación dramática, en fin, quien, de todos los presentes, mejor había demostrado entender eso de «provocar un éxito»), exclamó:

—¡Ah!, ¿qué dirían, señores, si les hubiera sucedido mi aventura del otro día?

—¡Cierto! —respondieron los invitados—. ¿No eras el testigo del señor de Saint Sever?

—¡Vamos! ¿Si nos contaras (pero eso sí, francamente) lo que pasó?

—Encantado —respondió D…—, aunque aún se me encoge el corazón al pensar en ello.

Tras algunas silenciosas caladas al cigarrillo, D… comenzó en estos términos [Le dejo, estrictamente, la palabra]:


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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