Ruecas de Marfil

Concha Espina


Novela



Nodrizas de nuestros sueños, hilanderas de nuestras vidas, melancólicas hadas que acompañáis nuestros pasos desde la cuna al sepulcro: dadme las ruecas de marfil con que sabeis transfigurar las cosas vulgares, los destinos crueles, los dolores mudos, en gloriosas urdimbres, en doradas hebras de ilusión y de luz.

Discípula vuestra soy: por las rutas sombrías de este valle de lágrimas, absorta en mi noble vocación de poeta, voy recogiendo en el camino todo aquello que la realidad me ofrece, para guardarlo con ternura en mi corazón y tejerlo, después, en mis fantasías.

Nada desprecio por trivial y menudo que sea. En una gota de agua se cifra todo el universo. Abejas hacen la miel; con barro se fabrica el búcaro. Tosca y ruin es, casi siempre, la realidad, como el copo de lino, como el vellón de lana, como el capullo de seda sin hilar; pero esa materia ruda se convierte en estambres luminosos, en delicados fililíes, cuando la imaginación y el arte, que son las hadas benéficas de los hombres, la toman, la retuercen y devanan en sus ruecas invisibles de marfil.

Con más rústico instrumento hilé en este libro unas pobres vidas de mujer, humildes y atormentadas vidas, cuyo obscuro y resignado dolor tuvo en mi corazón ecos muy hondos, ¡Luisa, Ángeles, Irene, Marcela, Talín, bellas y desventuradas criaturas que un día pasasteis junto a mí llorando y sonriendo, bajo la pesadumbre del destino! ¡Pobres vidas fugaces, rosas al viento, naves en el mar!

Acaso, lector, preferirías que te contase historias más felices, invenciones alegres, soleados romances de un dichoso país, donde las flores no se marchitan nunca. Mas ya dije que cuento vidas de mujer...

¿Qué culpa tengo yo si la realidades amarga, si hasta la imaginación, lo mismo que el sentimiento, suelen padecer melancolía?

Pero si estas novelucas te parecen demasiado tristes, si te conmueven hasta hacerte sufrir, piensa, al cerrar el libro, que no son ciertas, que fueron soñadas. ¿No dicen (y dicen bien) que la vida es sueño? ¿No son tristes todos los sueños al despertar?

Las cosas del mundo, para quien tiene piedad, son harto melancólicas. La vida, para quien sabe de dolor, es algo a la vez hermoso y duro, pálido y sugerente, como el marfil de las ruecas con que las hadas tejen nuestros sueños, hilan nuestras vidas y urden, al cabo, nuestras mortajas.

NAVES EN EL MAR

I. EL FIORDO ANDINO

Habíamos llegado al Estrecho de Magallanes, y el Orcana se atrevía, lento, sobre las aguas misteriosas...

Al penetrar entre el cabo de las Vírgenes y la punta del Espíritu Santo, las tierras son cándidas, verdes, sin árboles ni rocas; y contrastando con esta mansedumbre, el mar inquieto, movido, oculta bajo la ondulante marea el agudo puñal del arrecife. Luego el paisaje se ensoberbece: medran las montañas hasta las nubes y ruedan hasta el mar peñas y cerros formando canales y lagos. Aquí el agua es calmosa, estática, profunda: surgen de ella negros cantiles, adustos y violentos; escarpados montes con la toca de nieve y la falda selvosa; islas y valles de original belleza; archipiélagos; istmos; penínsulas, que dilatan la vertiente occidental de los Andes en un fiordo gigantesco y magnífico, para cortar la punta del continente sudamericano. Las praderas y los glaciares, el granito y el musgo, la nieve y la flor, el roble y el tremedal, cuanto hay en la Naturaleza más diverso y contrario, más distante y enemigo, se une con terrible hermosura en esta maravilla del mundo que Magallanes descubrió para España un día pretérito y glorioso.

Pasión de la raza y amor de la tierra me poseyeron en la ruta escabrosa y admirable, donde el misterio y el peligro navegaban a nuestro lado. Yo sabía que en la dulcedumbre de la corriente y el encanto de los hocinos acechaban el escollo y el temporal, siempre ocultos en aquella intrincada estrechez, y pensaba, con asombro entrañable, con altísimo orgullo, en los exploradores hispanos, los primogénitos de la Humanidad en el antiguo Mar de las Tinieblas, que lucharon a veces hasta «noventa días» en las desconocidas angosturas del Estrecho, con leves naos inseguras, audaces las velas latinas, el aparejo de cruz y la cruz en el trinquete...

Yo también iba de exploraciones por el gran fiordo andino: niña y triste, a miles de leguas de mi patria, el mar, el cielo y el monte me producían una desgarradora impresión de soledad. Por primera vez adiestraba mi vida para la lucha torva y callada frente al destino, y la fecunda semilla del sufrimiento henchía dolorosamente la pobre tierra virgen de mi corazón.

Quiso un designio providencial que durmiesen los temporales en las hoces y nos siguiera desde Europa el viento amoroso de la bonanza.

Y después de cien millas de apacible navegación por el Estrecho, entre mansa ribera, cuando ya los montes se levantaban y el glaciar y el cantil aparecían, un largo anochecer decembrino nos llevó al refugio de una ensenada, donde era menester pasar la noche. Hallamos buen tenedero bajo el agua transparente y muda, tan cerca de la margen vecina, que el capitán del buque, adornado de una cortesía británica muy complaciente, nos permitió desembarcar a unos cuantos pasajeros curiosos.

Ya se abría en el cielo la divina rosa de un pálido plenilunio, cuando volvimos de nuestra visita a la solitaria tierra patagona. Habíamos hurtado a su secreto raras piedras, tímidas flores y peludas arañas de color de rosa, inofensivas y cobardes: todos seres humildes, llenos de alma.

La quietud de la marea parecía el cristal de unos ojos muertos donde soñara el paisaje milagroso bajo el hechizo del silencio y de la luna. Un inefable resplandor austral exaltaba en el cielo el vaivén luminoso de los astros, y en la sublime escritura de las constelaciones la Cruz del Sur decía su leyenda polar, clavada como señuelo en el profundo corazón de la noche...


II. PRESENTIMIENTO

Yo tenía a bordo una protegida, linda joven montañesa que me estaba recomendada desde Santander, y que en estado de próxima maternidad iba a Chile para reunirse con su esposo, residente en Concepción.

Todos los días visitaba yo a Luisa en su departamento de tercera y la obsequiaba muchas veces con golosinas que en los barcos no llegan más que de limosna hasta los pasajeros pobres.

Mi paisana era una dulce y graciosa mujer de belleza tranquila un poco triste, de esas criaturas melancólicas que a menudo sonríen y a menudo miran al cielo; tenía dorados los ojos y el pelo rubio; moreno el color; la boca expresiva; cántabra la tristeza del semblante.

Solíamos hablar juntas de nuestra familia y de nuestro país, apoyadas en la borda, contemplando la estela hirviente del buque y la fuga imaginaria de los horizontes; el paisanaje y la juventud nos unieron desde la costa nativa con lazo cordial, lleno de mutua compasión.

Se expresaba la moza con la peculiar finura de las campesinas montañesas, por lo común inteligentes y un poco ilustradas. Pronto me contó su historia, breve y apacible, alterada únicamente por las aventuras de la emigración; hija de labradores acomodados, se casó con el único novio, un artista humilde, tan buen mozo como trabajador, que seducido por halagadoras promesas de bienestar había emigrado unos meses antes, y ya la llamaba impaciente, en la certeza de una vida feliz, para esperar juntos al hijo que iba a nacer. Acaso todas las inspiraciones del amor no hubieran decidido a Luisa a emprender sola y delicada aquel viaje penoso. Pero la casualidad favoreció oportunamente los planes del marido, deparando a la joven una buena compañera de expedición, de su misma vecindad, una mujer que ya conocía las penalidades del barco y que volvía a reunirse con sus hijos, residentes, también, en la República de Chile. Y Luisa salió de casa de sus padres confiada a los cuidados de Inés, mañosa viajera que había mirado por la joven con desvelo cariñoso.

Duro era el camino para la moza. Las molestias de su estado, aumentadas con el trastorno de la travesía, la hicieron sufrir mucho, por más que Inés de cerca, y yo un poco más de lejos, la ayudamos a sobrellevar las horas. Algún alivio tuvo en las aguas tranquilas del Estrecho, y cuando el buque dejó el seno aplacerado junto a la cordillera, cobijo de nuestra primera noche andina, fuí a buscar a mi paisana, deseando que gozase conmigo, como el día anterior, la novedad majestuosa del paraje.

A media marcha, previsores contra el peligro de una varadura, nos habíamos puesto a navegar con el repunte de la marea. Avanzaba la mañana con sigilo, detrás de un largo amanecer, lleno el paisaje de una luz glacial. Hasta bien entrado el día se deshojó en el agua, palpitante, el fulgor de las estrellas; después el cielo se cubrió de nubes claras y luminosas, trasfloradas por el sol, mientras el frío se dejaba sentir con viva intensidad.

Cuando atravesé el puentecillo entre ambas cámaras para visitar a Luisa, la hallé sobre cubierta, mirando fascinada la aparición de unas islas primorosas sobre las cuales la fatalidad había sembrado multitud de cruces, protectoras, al parecer, de otras tantas sepulturas.

Quedamos suspensas delante del original cementerio, que se nos aparecía como fantástica evocación de una tragedia en que el dolor y la piedad hubiesen querido florecer. Nuestros ojos no sabían apartarse de aquellas tumbas rodeadas de flores silvestres, cuya variedad hermosa hacía pensar en un prodigioso cultivo de encantamiento. Muchas cruces tenían inscripciones, monogramas o leyendas en diferentes idiomas y trazados con distintos colores; varias tendían sus brazos piadosos sobre el rústico rastel en forma de lecho. En una leímos Carmen; en otra, María: dos bellos nombres de españolas.

Ya la visión alucinante se alejaba cuando Luisa se estrechó contra mí, trémula, con el dulce rostro demudado por un espanto loco. No supe qué decirla, porque su emoción extremada me dejó confusa, y quise distraerla sin poder lograrlo; el plantel de cruces había desaparecido y aún la moza temblaba presa de fatídico terror.

III. LAS AVES NUEVAS

Estábamos a la altura de Cabo Negro. La pizarra y el escarpe subían con ímpetu bravío desde el mar hasta las cumbres, casi celestes, de la cordillera. Sobre los bizarros bosques y los tremedales húmedos pasaba el viento silencioso, como si llevase las alas entumecidas. Las nubes, ligeras, traspasadas de claridad, seguían rodando en un cielo apacible, y el frío, hecho nieve en las cimas orgullosas, caía de lo alto con la luz.

Atravesábamos ya el territorio de colonización que en esta parte del Estrecho esparce con timidez granjas, haciendas y pastorías entre ambos lados de la costa, bajo el auxilio de la capital, Punta Arenas, en cuyo puerto debíamos dormir aquella noche.

Crucé otra vez el barco para buscar a Luisa, y la encontré más serena que en las primeras horas de la mañana. Sin duda la vecindad de los colonos fueguinos y patagones era menos triste que la del archipiélago convertido en osario. Atendía la moza a las novedades del camino y se maravillaba de ellas con mucho interés, aunque en su rostro quedase atenuada la sonrisa habitual.

Habían aparecido las aves nuevas para nosotras. Los albatros, blancos y enormes, con las alas rápidas, negras, finas y agudas, el pico de alfanje, dorado y voraz, los ojos siniestros, el grito aullador: perseguían en bando la estela del navío, poniendo en las aguas translúcidas la rauda sombra de su vuelo gentil. Los aptenodites, mansos, hambrientos, pájaros niños, según los exploradores hispanos les llamaban por su torpeza y candidez, acudían a millares al ras de las olas, en humilde actitud. Y por fin, el cóndor, el buitre colosal de los Andes, llegaba complaciente hasta el pie de la escarpa inaccesible donde tenía su nido. Era el macho, señero, curioso y avizor, que nos miraba desde la orilla con los ojos pintados de carmín, hispido el plumaje negro y azul. Tenía el pico torvo, la cabeza gris; al cuello un soberbio collar de albísimas plumas. Estuvo un rato inmóvil en la ribera, después tendió las alas con breves sacudidas, abiertas las rémiges obscuras en un ancho abanico, y, de pronto, subió en una serenísima espiral, tensa y firme, sin un estremecimiento, más allá de la región de las nubes, hacia el glorioso camino de las estrellas...

Poco más tarde una piragua con indios de la marina se acercó al buque pidiendo limosna. Voces agrias, como graznidos de aves agoreras, subieron a gemir desde la navecilla donde aquellos seres humanos, fornidos y desnudos, salvajes y míseros, acechaban el paso de la civilización.

Eran los hombres ignotos hasta que España quiso, los habitantes del Mar de las Tinieblas, de la Tierra del Fuego, del Nuevo Mundo: la pobre niñez de la Humanidad, criaturas nuevas en los ciclos redentores de la vida, almas infantiles, sin historia ni purificación... Dióles el Orcana un despojo de las cocinas, como a los pájaros niños, y se alejaron, felices, los pedigüeños, tendidas en los hombros las pieles de guanaco, adornada la estrecha frente con plumas de ñandú...

A Occidente el paisaje se arrecia cada vez más: grandes masas de granito, obscuras selvas de robles, hondas marismas, cumbres ingentes: fluyen los esteros en las hoces, se agachan las nubes en el cielo, y una lluvia fina y polvorosa comienza a caer.

La prematura noche no se sabe si baja de las cimas o sube de la mar. Envueltos en el agua turbia y en la luz gris, arribamos a Punta Arenas, donde el grao pone sobre la mansedumbre de las olas una siniestra franja de arenal. Se ha roto la cortina de las nubes y tiene la luna un aciago fulgor...

IV. COSTA INCLEMENTE

Al amanecer dejamos el fondeadero de Punta Arenas, con rumbo a Occidente, y una larga península, rodeada de cerros bajos, nos obliga a dar la vuelta por el puerto del Hambre, en la Tierra del Fuego, rozando la anchurosa bahía Inútil.

Ahora el temeroso camino está empapado en una de esas trágicas soledades que hacen sentir la eternidad. El viento ha levantado las alas bajo el celaje oscuro, y el mar se inquieta amenazador.

Para calmar los temores de algunos pasajeros dícese a bordo que nuestro buque, bien armado de recio blindaje, curtido en aventuras marineras, se defenderá con valentía contra los escollos y el temporal.

Me conmueve la inquietud de Luisa, que se refugia a mi lado, callada y triste, inmóvil la mirada sobre el estremecimiento de las olas. Acerca de su salud responde hoy con mucha timidez, y como el semblante demudado la delata, consigo que me confiese el nuevo malestar que le aqueja desde anoche.

Acude Inés a decirme señalando a la moza:

—Está mala y no quiere acostarse.

Ella me mira con angustia, como si yo pudiera remediarla, y nos quedamos indecisas las tres, hablando con los ojos un mudo lenguaje compungido.

Pero ya la reciedumbre del viento nos impide continuar sobre cubierta; crece el furor de la marejada y el frío polar cuaja en nieve unas gotas de lluvia escapadas del nublado.

Es preciso que Luisa baje a su camarote y se cuide bien todo el día; sus manos arden y un temblor febril la sacude. Convertida en su protectora no la dejo sin prever cuanto pueda necesitar. Hay un inocente orgullo en la satisfacción con que atiendo a mi paisana, yo, más niña que ella, y tan insignificante persona fuera de este barco y lejos de esta ocasión. El actuar de Providencia me engríe con heroicos impulsos; quisiera en este momento salvar a Luisa de un grave peligro: que sobreviniese un naufragio y dar en él mi vida por la suya... Mi vida ¡vale tan poco...!

Voy pensando en raras penas inconsolables, mientras cruzo con precauciones el navío, ya crujiente bajo el azote de la borrasca. Los marineros trincan a bordo cuanto el mar puede barrer, aseguran las escotillas y las ventanas, trajinan y se apresuran cuidadosos frente al enemigo. Esta faena, la súbita retirada de los pasajeros y el aire azorado de algunos que tropiezo en los pasillos, anuncian que, por fin, nos alcanza una de esas tempestades crueles en el Estrecho, ocultas con felonía en la soberana majestad de escobios y canales andinos.

Tengo el camarote sobre cubierta. Me encierro en él a solas; me subo al sofá para acercarme al vidrio redondo y firme de mi ventana, y con un vago sentimiento de curiosidad y de emoción, miro y escucho, sin miedo, como quien asiste a un espectáculo desconocido y sorprendente, en el que nada arriesga.

Todavía costeamos la península donde Sarmiento de Gamboa quiso ofrecer a España la ciudad del rey don Felipe, no lejos de la del Nombre de Jesús; tierra inhospitalaria que vió morir a sus fundadores, y en la cual, desde aquellos días hazañosos, ningún esfuerzo humano prevalece. No distingo la costa aunque sé que la tengo delante: aguas y brumas tienden un cendal espeso en mi horizonte.

Suben ya por la borda los salivazos de la marejada y una luz siniestra araña las nubes. Todo el barco se estremece jadeante, en pugna con la tormenta. El primer oficial da sus órdenes en el puente, guarecido al socaire de sotavento, y la marinería azoca los cabos y ligaduras, va y viene, trepa y corre, vibrante como el buque.

Bajo de mi observatorio porque los golpes de mar, continuos y crecientes, me obligan a más fácil postura. Sin conseguirla, aguardo que pasen las malas horas, mecida por tremendos balances, asordada por rumores furiosos.

Nadie acude a la llamada del almuerzo y nos le sirven trabajosamente en los camarotes. Pienso en Luisa con inquietud, tratando de ir a verla; pero la disciplina del barco no me permite salir ahora de la cámara. Después de muchas dificultades logro mandar a Inés un recado preguntando por la enferma, y la contestación no viene.

Se me hace el tiempo interminable; la tempestad me parece una pesadilla que no se acaba nunca. El desplome de la ola y la locura del viento nos envuelven en amargo fragor, bajo el cual gime el Orcana estremecido en todo su palpitante volumen, desde la roda y la quilla hasta la jarcia muerta. Entre los tornillos vigorosos, crujen maderas y hierros con extrañas voces, juntas en una sola expresión de rebeldía: es el grito de la vida inerte, el alma insondable de las cosas mudas, que también sabe de resistencias y de cóleras...

Va cayendo la noche. El frío y la soledad me producen una dolorosa impresión de tinieblas y hielo. Y de pronto me levanto angustiada: vienen a decirme que en plena tempestad Luisa ha dado a luz un hijo prematuro; que el niño parece de vida y la madre se está muriendo.

V. LA CUNA TRÁGICA

Al través de muchos inconvenientes llego a la pobre enfermería del sollado apenas amaina un poco el temporal.

Un penetrante olor de fiebre y de miseria me recibe antes de que yo descubra el rostro de Luisa, que desangrada, moribunda, quiere sonreir, y con un gesto henchido de fervorosa expresión me señala su nene, un montoncillo de carne tibia, dormido a los pies del camastro con envidiable sosiego.

—¡Que le cuiden, por Dios, hasta que le recoja su padre... ya ve usted cómo estoy!...

Trato de endulzar la tremenda amargura de aquella voz y me apresuro a prometer cuanto Luisa pide. Le llamea en la mirada una alegría fugaz mientras respondo; luego, me toma las manos y, lentamente, con palabra premiosa, dice que desde la víspera lleva el presentimiento de su muerte encima del corazón. Este discurso opaco y anheloso, brota con mansedumbre, y desgrana dulces frases conformes a la partida suprema; pero vuelve a temblar, lleno de infinito dolor, cuando la mujer habla del esposo y el niño y cuando ruega con desesperada súplica:

—¡No me tiren al mar!...

Inés me refiere, entonces, que toda la tarde sufre la moza un terrible delirio. Morir no es para ella tanto como sentirse hundida en las olas de este mar pavoroso que zarandea los barcos, los sorbe, y los escupe a flor de agua, convertidos en tumbas, para escarmiento de los navegantes.

Exaltada por la calentura, la enferma nos mira ansiosa y torna a repetir:

—¡Que no me tiren al mar!

Nos esforzamos por tranquilizarla cuando la puerta da paso a un padre dominico que viaja con nosotras desde Europa.

Llamado por Inés acude el P. Fanjul arrostrando como yo las dificultades del trayecto, y gracias a la tregua de la borrasca. Mientras se acerca a Luisa nos replegamos hacia el pasillo y hacemos, desconsoladas, un penoso recuento de las tristes escenas que han de sucederse a la desaparición de nuestra amiga. Hablamos sin soltar el bandaraje que corre junto a la pared, inclinándonos la una hacia la otra en cada fuerte cabeceo del buque.

Nos atribula pensar en el marido que en la costa vecina está esperando lleno de ilusiones, y en los ancianos padres montañeses, yertos de frío sin el sol de esta existencia que se extingue.

El aire, enrarecido y pestilente, sopla con lúgubre silbido en el siniestro corredor. Dentro del camarote la voz serena y conqueridora del P. Fanjul se levanta como una brisa de paz sobre el trágico vocerío de los elementos...

El dominico manifiesta su propósito de no separarse de la moribunda. Se informa, compasivo, de aquella pobre vida malograda y nos dice algo de la suya propia, errante y misionera, siempre en acecho del humano infortunio.

Tiene el Padre un rostro atormentado y fino como los santos del Greco, la voz persuasiva y honda, la figura cenceña y elevada. Se sienta con humildad junto a nosotras en el suelo, donde hemos colocado ahora el miserable colchón de Luisa, buscando algún alivio a los terrores de la infeliz. Piensa que los bruscos vaivenes la empujan a la mar, y se agarra con manos trémulas a cuanto imagina que la puede sostener. Ya no sosiega; su desvarío crece con la agonía y se enhesta amargado, por instantes, con la terrible obsesión. El médico, que a instancias nuestras la vuelve a ver, confirma con laconismo su diagnóstico mortal.

Sentimos que la tormenta, amansada un punto, se recrudece, y el P. Fanjul sabe que el viento rola otra vez hacia el lado temible en estas latitudes, el Brazo Tortuoso del Estrecho. Así el Orcana, mecido con nuevo furor, salta, ruge y «se duerme», casi dominado por el oleaje.

A Inés le preocupa mucho el repunte bajo de la marea. ¿Cuándo será? Dice que a esa hora mueren los enfermos en la marina y se asoma el arrecife a mirarse, espectral, en el lívido espejo de las aguas.

De repente, un maretazo formidable nos derrumba en el mismo suelo donde estamos. Se oyen crujir los miembros rotos del navío como si el mar arrancase pedazos de la obra muerta: sin duda nos ha cogido una bárbara ola de través.

El niño se despierta llorando, y el misionero se incorpora, solícito, a bendecir la cabeza de Luisa que rueda inerte en la almohada...

VI. INSOMNIO

En largas horas no hubiéramos podido, aun queriendo, abandonar a la muerta ni calmar el hambre de su hijo.

El temporal, monstruoso, nos apresó junto al cadáver, en la fétida hondura del sollado, hasta cerca de la madrugada, y todos los humanos quejidos tuvieron encima de nosotros un eco y una indecible expresión. Gemía el pequeñuelo, y su vocecilla, feble y aguda, rodaba entre los huracanes como una gota de agua en un torrente. Con estallidos impetuosos se debatía, forzudo el barco; bramaba la nube, vociferaban las olas, y el P. Fanjul, Inés y yo enhebrábamos el hilo de nuestras plegarias en los fatales rumores de la tragedia.

Por la alta ventanuca, cuando el balance no la hundía en el mar, veíamos cómo los relámpagos raían la sombra y cómo hervían las espumas en la mareta rugiente.

Y aparte las visiones definidas y los determinados sonidos, nos estremecían a cada momento unos soplos mudos y fuyentes como ráfagas misteriosas de frío y de pavor, y unos lampos de luz en las pupilas de la muerta, en los flavos ojos inmóviles y abiertos, que parecían asomarse a lo infinito cuajados de inquietud...

Ya casi vencida la tormenta tiene el recién nacido donde aplacar su sed de vivir. Y por acuerdo de los pocos españoles que viajamos en el Orcana tendrá Luisa un pobre ataúd donde esconder su hermoso cuerpo a las primeras caricias del mar; ya que nos faltan aún tres días para llegar a Talcahuano, primer puerto de la costa chilena, y no es posible conservar hasta entonces el cadáver a bordo.

Incapaz de dormir, estoy en el alcázar desde el amanecer, buscando aire y perspectivas como un desquite a la espantosa esclavitud de anoche. Todavía lloran el viento y el mar en trémulas quejumbres que acompañan a mis pensamientos atónitos. Siento el cansancio y la tristeza con pesadez confusa que me inmoviliza envuelta en el abrigo, absorta en los mirajes, lleno de lágrimas el corazón. Y necesito hacer un esfuerzo para enterarme de los destrozos causados al Orcana por la tempestad. Han desaparecido la toldilla y el portalón; faltan pedazos de la arboladura, tojinos y escalas, dos brazolas, un serení.

Vuelvo a sentarme, después de averiguar estas noticias con escaso interés, y veo ensimismada, cómo huye la tierra patagona, solitaria y bravía, toda florecida de expresivos nombres hispanos; desde su costa atlántica hasta la salida del fiordo americano en el Pacífico, el maternal lenguaje español la riega de membranzas plenas de un significado heroico y ferviente: islas Tristes, punta de las Niñas, ensenada del Engaño, bahía de los Desvelos, cabo Dañoso, golfo de las Penas...

Y ya en la ruta abierta al viejo mundo por Magallanes, desde la bahía Posesión hasta el cabo Deseado, siguen las palabras evocadoras y rotundas, bendiciendo el señorío y la fortaleza de España.

Ni las altaneras cimas que parecen cosa del cielo, ni las restingas y los veriles dejan de hablarnos en elocuente romance, y así el estuario que más se interna adueñándose de la costa se dice el Seno de la Última Esperanza...

No tardaremos en remontar la isla de la Desolación para salir al Pacífico por el cabo de los Pilares, al filo de la media noche, en la hora terrible de sepultar a Luisa bajo las aguas.


VII. LA FATAL CAÍDA

En el cielo, enjoyado y curvo, tiemblan de frío las estrellas; el mar palpita henchido y amoroso, con un arrullo claro, y el Orcana, libre de los ambages del Estrecho, navega en bonanza, con mucha gallardía.

Son las doce; no ha salido la luna. Avanza hasta la borda el silencioso estol de la muerte, nunca más humilde y patético: cuatro marinos que llevan el ataúd, un fraile que le bendice y media docena de curiosos, entre los cuales dos mujeres sollozan.

Un tablón, tendido hasta la lumbre del agua, sirve a la caja fúnebre de escalera; un responso, rezado con ardiente premura, la va siguiendo en la fatal caída. Cuando se hunde, nos parece que el mar abate un punto su resuello con la respiración suspensa; es que «el sagido» tiene ahora una solemne expresión de ternura, un saludo lleno de acogimiento y de reposo. En seguida vuelven a rodar las olas y a desmelenarse las espumas con la infinita castidad del agua corriente y apacible: ¡ya la estela del buque se ha borrado en el sitio donde cayó el cuerpo de Luisa!

Alzo los ojos con un movimiento aflictivo de piedad, y en lo sumo del espacio azul me subyuga la brasa lueñe de un lucero... Imagino que el alma de la pobre viajera se abre junto a Dios como una rosa encendida en luces estelares; quiero creer que quizá resplandece en la hoguera de cada astro el calor remoto de una vida que pasó por la tierra al lado nuestro. Y frente al enigma sagrado, lleno de temblores inefables, me abismo, ansiosa, en la contemplación del cielo y del mar, hondos como la muerte...

El último jirón de la Patagonia se ha esfumado en la noche a la altura del cabo Pilar, y las trescientas millas del Estrecho, que Magallanes llamó de Todos los Santos, quedan en la memoria como una ensoñación fantástica. Aquí está el mar libre, el nuevo océano, ancho y evocador, donde nuestros exploradores sólo hallaron, en sus primeras aventuras, las desiertas islas Desventuradas.

Y la profunda huella de El Descubrimiento persiste desde Europa en los mares y en las riberas, desdoblando horizontes, abriendo rutas, fecundizando caminos virginales.

El sentimiento vehemente de la admiración me vuelve a sacudir rostro a las soberbias lontananzas del Pacífico; vuelvo a enorgullecerme de la sangre hispana de mi corazón, la misma que empujó en la sombra las fronteras del universo, y después de saludar a las criaturas desconocidas en un idioma venerable, lleno de esperanza y de luz, bautizó en el nombre de Dios los valles y las aguas, las cumbres y las constelaciones, los seres y las cosas, con un santo derroche de venas maternales.

¡Así, un mundo entero, allende las antiguas Tinieblas, está alumbrado con voces españolas, parido por las entrañas de Castilla en un alarde inmortal de bravura y amor!...

VIII. «RAYO DEL CIELO»

El españolito nacido en trance cruel bajo el pabellón britano cumple a maravilla sus primeros deberes de criatura, aferrándose lleno de brío a la existencia. En su regazo le guarda Inés con admirable solicitud, y le celan allí las devociones y lástimas que con el dolor y el amor florecen, a menudo, en la Humanidad.

El nene ya conoce el sabor de los besos y el halago de las canciones. Le han mecido las pasajeras al son de coplas distintas, en idiomas varios, con añoranzas maternales; pues donde hay una mujer que siente y un niño que llora, nunca falta la caricia y la canción, acendradas en un ensueño de madre... Parece que al barco le empujan en el Pacífico dulces brisas de bondad y que todas convergen hacia el desgraciado pequeñuelo. Pero los que hemos vigilado más de cerca el latido de esta vida menuda, abandonada en capullo por la madre infeliz, padecemos ya el quebranto de una nueva emoción, quizá la más terrible en el drama inolvidable.

Se ha roto nuestro confín de cielo y mar, y la costa rojiza de Chile sale a recibirnos en un pálido horizonte. Nadie frente a estas orillas, torvas y mudas, puede imaginar que en el corazón de este país hay un divino valle de Aconcagua, orgullo de la América. Volcánica y estéril, descolorida y triste, avanza sobre el mar la tierra que tocaremos al anochecer en la bahía de Talcahuano, Rayo del Cielo, según el lenguaje indio.

Un poderoso cacique de la Conquista dió nombre a la población levantada junto a unos fuertes que los españoles emplazaron cara a las olas, como si las quisieran amedrentar y poner linde. Y en lucha con las marejadas, con los araucanos y con los terremotos, al través de los siglos, Talcahuano sirve de base a una gran ciudad, La Concepción del Nuevo Extremo, fundada por Valdivia. De allí vendrá al puerto, esperando al Orcana, el padre de este niño que duerme y sonríe; vendrá diligente y feliz, sin temer que su amor haya naufragado en un pobre ataúd, ¡la última nave, siempre hundida en el eterno mar!...

Navegamos costaneros y veloces bajo un cielo tranquilo y gris, turbias las aguas, sin espumas ni rizos, muda en sus ondas la huella del barco.

Tiene el paisaje un tono de profunda quietud, una tristeza recóndita, colmada de expectación y de misterio.

A veces imagino que todo el horizonte escucha, otras que aguarda. Y siento que el angustioso grito de Luisa, huyendo del doble naufragio, resuena con suprema ansiedad en el desnudo silencio de los confines...

Aquí está la bahía de Talcahuano, ancha y honda, defendida por cerros mansos y rojos, abrigada al Oeste por la península de las Tumbas.

Los botes que nos esperan atracan al costado del buque y llega el aciago instante de recibir al marido de Luisa. Hemos confiado esta difícil misión al P. Fanjul, y abrazo al niño huérfano mientras Inés escudriña las embarcaciones cercanas y dispone el humilde bagaje de la ausente.

Nuestra pesadumbre se colma cuando, subiendo en dos saltos la escala, recién tendida, un joven se precipita en la cubierta, registrándola afanoso, con mirada radiante.

Sale Inés a su encuentro y exclama turbadísima:

—¡Salvador!...—Luego se vuelve hacia nosotros, murmurando:—Este es...

Y adelántase el dominico, exacto como la fatalidad, a deshacer la impaciente alegría del mozo.

Ya éste observa a su paisana con amagos de inquietud; tal vez el nombre amado bulle en una pregunta sobre los labios juveniles, cuando el fraile aborda la temible revelación.

A las primeras palabras del religioso, Salvador vuelve la vista en torno suyo como inquiriendo y adivinando. Una sorpresa alarmante le extravía: no entiende lo que le dicen, no acaba de comprender.

Le pone el P. Fanjul una mano en el hombro con cariño, y le lleva suavemente hacia la borda, alejándole del grupo de pasajeros que comentan el lance entre curiosos y dolidos. Allí, en voz queda, habla el Padre, primero con dificultad, inclinándose expresivo hacia el muchacho en cada frase indecisa, luego respondiendo con resolución a las ardientes preguntas de él, y, por último, se expresa vivamente, asiendo las manos del desconocido, sirviéndole, al fin, de sostén en los brazos acogedores.

De pronto Salvador levanta la cabeza y pasea por la superficie del mar los asombrados ojos: una sensación de espanto le sacude y un sollozo, que parece un rugido, se le escapa del pecho. Todas las miradas están fijas en el muchacho, fuerte y arrogante, de noble y abierta fisonomía, en la cual el dolor va dejando la novedad cruel de sus matices.

A una señal del dominico, Inés, llorosa, avanza con el nene, y Salvador endulza el rostro para recibirle; le coge en sus brazos recios y convulsos; le cubre la cara con un solo beso, ancho y tenaz. Luego no sabe qué hacer con él; se queda mirando a todas partes indeciso y atónito, con una sombría expresión de perplejidad.

Pero aun tiene que darle Inés otro sagrado presente, una trenza de pelo rubio, sérica y fina, que de nuevo hace rugir a Salvador. Agobiado por la dulce carga que le abruma, parece que ha echado raíces sobre la cubierta, y es menester que le hablemos con mucha piedad para que responda, para que intente balbucir algunas frases rudas de gratitud, en alto grado expresivas por el duelo agudo de la voz y el desconsolado ademán de la despedida.

Sin acabar de oirnos, ni terminar su trémulo discurso, echa, de repente, a correr hacia el portalón y gana el bote que antes le condujera a bordo colmado de esperanzas. Lleva el niño abrazado con torpeza cuidadosa, y la trenza de Luisa junta con él, en un mismo envoltorio blando y caliente... Le vemos alejarse hundido en su liviana embarcación, caído en desolada actitud; la nave toca la orilla y bajo la sombra fría de la noche el padre y el hijo se confunden con el siniestro polvo de Talcahuano, Rayo del Cielo...

LA RONDA DE LOS GALANES

I

El denso grupo formado en el atrio, a la par de la cancela, se fué aclarando por el camino adelante, y la blancura del sendero quedó borrada entre las mieses, teñida por vistosos colores al sol benigno de la mañana. Era que el vecindario del Encinar volvía de la misa mayor.

Bajo los arcos del portal unos hombres mozos coloquian, aún, con recatadas voces, y en el fondo de la fachada se abre la puerta del templo recortando en la piedra rubia de su fábrica un óvalo lleno de la obscuridad interior, nublado por el humo leve del incienso y saturado por aromas de jardín.

Los jóvenes del pórtico esperan, sin duda, que aparezca en aquel marco misterioso alguna devota rezagada, porque disimulan mal la impaciencia con que vuelven los ojos hacia el hueco sombrío.

Cruzando entonces, de puntillas, las losas parroquiales, una mujer se asoma al dintel penumbroso, iluminándole con la radiante luz de su hermosura. Detiénese un momento para hacer, piadosa, la señal de la cruz sobre la frente, y sale, muy gentil, a buscar la cancela. Dos manos solícitas se la abren, de par en par, y Ángeles Ortega pasa delante de los cuatro mozos, sonriendo y dando los buenos días con seráfica voz.

Sin previa consulta, como si un tácito acuerdo uniese la voluntad de aquellos hombres, emprenden, al punto, la marcha detrás de la hermosa.

Desde la iglesia hasta el poblado se hunde el camino en la vega, entre campos feraces y tierras de labrantío recién sembradas de maíz. Limitan el paisaje los montes que se embravecen escalando las nubes pálidas de un cielo dulce, un poco entristecido, y sobre el alisal, a medio vestir por el verde lozano de las hojas nuevas, se mece, como una copla fugitiva, el rumor sollozante de las arroyadas.

Ha desceñido Ángeles de su cabeza preciosa, el velo de la mantilla, y anda con lento paso de meditación, gozándose en que el aire y la luz la envuelvan y acaricien. Sobre el negro vestido, la cara y las manos ponen el contraste de una blancura inmaculada, y está llena de encanto la belleza de esta mujer en cuyos apacibles ojos obscuros parece que se han caído unas gotas de la pena del cielo.

Se retrasan, previsores, los mozos que la siguen, como si todo el camino debieran darle escolta de respeto y protección, y así, despacio por la ondulante vereda, en silencio contemplativo o truncando con languidez frases menudas, le hacen guardia de honor hasta la puerta de su casa...

Es una extraña amistad la de estos cuatro mozos cuyo linaje señala en el pueblo cuatro distintos peldaños de la escala social, y todas las preeminencias favorecen entre ellos a Julián de Alcázar, heredero único de la más encumbrada familia del valle.

Noble y rico, mimado y feliz, Julián ha llegado a la cumbre de la vida sin otro amor de mujer que aquél, dulcísimo y secreto, guardado para Ángeles con timideces y fervores indecibles.

Aquella niña de hermosura triste y deliciosa, fuese apoderando con invencible soberanía del corazón de Alcázar, un corazón que había salido ileso de las aventuras juveniles y que, recio y sano, estaba allí, temeroso como un novicio, delante de unos ojos que el cielo del Norte había tocado con su pena.

Complacíase Julián en recordar su vida fácil y dichosa, llena de halagos; sus años de colegial con vacaciones en la playa y ocios montaraces en el pueblo, después el triunfo que le acompañó en su brillante carrera hasta hacerse abogado, y, por fin, las galantes páginas de sus fugaces amoríos, sin huellas ni raíces. Y toda la amable historia de su existencia la ponía, con humildad y gozo, delante de un nombre: ¡Ángeles! La vió crecer y embellecerse, oculta como un tesoro en la aspereza silvestre del Encinar; la quiso cuando era tan pequeña que no podía saltar los arroyos sin que él la diese las manos; cuando para mirarle le alzaba la cabecita rizosa, sacudiendo en el aire la endrina melena; cuando iba a pedirle, con mimo infantil, los altos capullos que cimeaban los rosales... La quiso entonces con rara ternura, con predilección singular que era ya el germen de un potente cariño.

Y cuando la niña floreció en mujer y aquella ternura floreció en amor, Julián, fugitivo de la corte, se escondió en su torre norteña, sumiso y entregado sin rebeldías a la pasión que señoreaba su alma.

II

Una amistad nunca rota ni lastimada, unía de largos años a la familia de Alcázar con la de Ortega, y Ángeles y Julián se habían tratado siempre con libertad de hermanos.

Cuando el mozo tuvo henchido su corazón de afanes por la niña, dejó que se le asomasen a los ojos para que su amada los leyese, y anduvo muy activo en visitarla, muy hábil para encontrarse con ella en las encrucijadas de la mies y en las lindes del jardín.

Ya por aquel tiempo la madre de la joven finaba en consunción dolorosa bajo los tiernos cuidados de su hija, y Julián acompañaba a la paciente llevando todos los días para la enfermera un silencioso mensaje de cariño oculto en esa clave amorosa que todas las mujeres descifran con sabia precisión.

Pero en vano el galán espiaba, paciente, la sonrisa o la mirada de inteligencia con Ángeles le probase que exaudia sus peticiones. En vano esperó la muda inteligencia de aquellos ojos, bellos y dulces, antes de lanzarse a la solemne declaración; la muchacha no parecía haber leído en la rendida actitud de Alcázar ninguna rima de aquel poema sentimental.

Fué entonces cuando el mozo se acordó con miedo de que su figura no era gallarda ni su cara hermosa. Julián era feo y había crecido muy poco... Sintió esta desgracia con acerbo dolor, por primera vez en su vida, y juzgándose desdeñado se dejó dominar por un aciago pesimismo, por una timidez extraña y agorera. Callado, pesaroso, replegado sobre su pasión, vió como pasaban los días inútiles para su pesadumbre mientras contaba Ángeles, con desconsuelo, las horas de su madre, que declinaba lentamente, en resignada agonía, y llegaba de Cuba Don Felipe Ortega para asistir a la muerte de su esposa, muchos años martirizada por la inconsciencia y el desamor.

Era aquel un hombre veleidoso, tierra liviana y estéril donde no arraigaban los sentimientos ni fructificaban los buenos propósitos. Se había casado con una señorita rica y bella que no detuvo mucho tiempo en sus brazos al tornadizo señor. Pretextos de negocios le alejaron de su hogar apenas transcurrido el breve plazo de una efímera luna de miel, y de uno en otro engaño, humillante para la abandonada compañera, acabó por establecerse en Cuba, entretenido en capricho tráfico mercantil y en licenciosas diversiones.

Padeció la mujer con altivo silencio aquella imperdonable deserción, y los íntimos pesares dañaron pronto el cuerpo delicado de la señora, que, aquejada de incurable dolencia, desalentada y vencida, fué a esconderse en su casa solariega del Encinar, consagrándose a la educación de su hija con ardor enfermizo y doloroso. Allí espigó la belleza de Ángeles entre lágrimas y suspiros; su gracia infantil adquirió una mansa expresión de melancolía, y sus divinos ojos, llenos de luz, tuvieron, siempre, ligeras inflexiones tristes hacia los cielos...

Cuando el descarriado esposo hubo pasado unos pocos días en su casa silenciosa del Encinar, donde la enferma gemía y la niña suspiraba, manifestó, con cruel hastío, su prisa por volver a ocuparse en Cuba de los negocios. Con egoísmo implacable, malhumorado y aburrido, parecía protestar de que la moribunda prolongase su agonía, y ella aterraba la frente llena de miedo por el porvenir de Ángeles, agarrándose con desesperada ansiedad a cada hora doliente de su vida. Ya en el instante supremo, con el impotente afán de proteger a su hija, y el espanto loco de abandonarla indefensa en poder de su padre, le tendió las manos, heladas por la muerte, balbuceando:

—¡Desgraciada... desgraciada!

Y al expirar dejó aquellas palabras lamentables flotando como trágica profecía sobre la inocente cabeza de la joven.

III

Lloraba Ángeles adolecida sobre la tumba reciente de su madre, cuando llegó al Encinar, causando general sorpresa, un mozo de mucho rumbo, jinete en magnífico potro jerezano, luciendo una arrogante figura y unos ojos azules que fulgían dominadores. Se llamaba Adolfo Serrano y era hijo de un socio de Ortega, para quien llevaba una visita. Fué recibido con muchas demostraciones de aprecio, y detenido con reserva y solemnidad. Al cabo de la entrevista, llamó a su hija Don Felipe y la presentó al forastero con orgullo.

Aquella misma tarde, Ángeles y Adolfo, inclinados en el ancho alféizar de una ventana, coloquiaban mirándose en adorable secreto de enamorados, y Don Felipe Ortega sonreía complacido por el éxito de una combinación de antemano premeditada, que le permitía regresar a Cuba en un plazo corto, libre de la tutela de la niña y aparentando la satisfacción de haber cumplido los sagrados deberes paternales.

Padeció la muchacha como una fascinación aquel amor inesperado, sintiendo en las miradas de Adolfo un enardecimiento de conquista que la subyugaba, y en su voz caliente un imperio extraño que la hacía temblar y confundirse en inexplicables emociones de amor y de temor.

Una ansiedad nueva se levantó en su pecho; secáronse sus lágrimas como a impulso de enérgico mandato, y pareció distraerse, curiosa, hacia la tierra, la nostalgia del cielo, escondida en sus ojos.

Durante los días de impacientes dudas que pasó Alcázar en su torre, enamorado y afligido, trató de endurecer su existencia hasta poder avenirse con las costumbres que en el Encinar usaban los mozos, parados a la sombra de raras tradiciones, rudas y primitivas.

Hallaba el señorito un singular placer en bajar hasta la vida humilde de aquellos hombres y hacerla suya, buscando con avaricia los latidos firmes y bruscos del corazón del pueblo. Sediento de emociones nuevas, en una febril inquietud espiritual, tocaba con sensuales deleites las diversiones en que la mocedad varonil de la aldea ponía el alma, brava y sencilla. Y poco a poco, primero en una noche de bullicio, luego en una deshoja trasnochada, después en una hoguera salvaje, el noble heredero de Alcázar llegó a fraternizar entre los mozos del poblado hasta entonar con maestría el clásico ijujú en las rondas de los galanes, y empuñar con fiereza el palo contra los rondadores forasteros. Agazapado a la vera de una tapia en bando aguerrido, con bufanda de flecos y rústica boina, Julián de Alcázar sentía un tónico refrigerio en el atormentado corazón, como si una brisa montaraz le reanimase con viril empuje de libre naturaleza. Hízose entonces muy popular en la comarca, donde se supo que el señorito de la torre, diestro cazador y hábil montero, tenía firmes los puños y sereno el ánimo.

A la vez que temor y respeto se le tuvo cariño, y él acertó a ser mozo aldeano con hidalga llaneza señoril, sin usar de la supremacía que le pudieran conceder en la aldea su fortuna y su valimiento. No disputó jamás la novia a un enamorado ni dejó de ser nunca generoso: quiso únicamente distraer sus pesares y saciar su curiosidad de sensaciones.

Codiciando todos los mozos la intimidad con el señorito, tres de ellos se le habían aproximado con particular adhesión y formaban con él «una piña» constante en las cacerías y en las rondas como en los tranquilos paseos de los días de fiesta.

Así juntos, pacíficos y acordes, habían seguido los pasos de Ángeles Ortega después de la misa mayor en una pálida mañana del mes de Marzo. Y cuando la joven hubo franqueado los umbrales de su hogar, se quedaron los cuatro mozos frente a la casa, bajo los nogales de la bolera, detenidos por misteriosa atracción, tal vez por mortificante inquietud.

Era Julián de Alcázar el que menos disimulaba su impaciencia en el incógnito afán, y, por último, rompió el secreto de aquella zozobra para decir, señalando hacia la casa:

—¿Sabéis a qué hora «viene»?

Lecio, el más tosco de la pandilla, respondió con mucha seguridad:

—«Viene» a la caída de la tarde.

—Pues aquí estaremos cuando «llegue»—repuso con firmeza el señorito.

—Aquí estaremos—dijo Fidel Salcedo, un poco temblorosa la voz.

Lecio mascullaba:

—¡Claro que sí!

Y el más joven de todos, uno a quien llamaban el Estudiante, aprobó con la cabeza muy ensimismado.

Después de una pausa añadió colérico Julián:

—¡Lo que es «ése» no se la lleva!

—¡Qué se la ha de llevar, hombre!—prometió Lecio apretando los puños.

Y con acento de reproche murmuró Fidel:

—¡Si yo fuese Julián de Alcázar!...

—¿Qué harías?—preguntó huraño el aludido.

—¡Me la llevaría yo!

El señorito de la torre, con despecho y enojo, contestó:

—Eso se dice fácilmente...

Los tres hombres le miraron confusos y en los ojos zarcos de el Estudiante brilló un ardiente destello de alegría.

Por temor a que la curiosidad hiciese indiscretos a sus camaradas, cambió Julián el curso de la conversación, anunciando:

—Para entretener la tarde, subiremos al bosque con las escopetas hasta la puesta del sol.

Asintieron los otros, y, citándose en la torre de Alcázar, se alejaron por distintas veredas.

Iba el Estudiante con tácito andar volviendo los ojos hacia los balcones de Ángeles, y su corazón de niño repetía con pesarosa complacencia:

—¡Aunque yo fuese Julián de Alcázar, tampoco habría esperanza para mí!...

IV

Ceñuda, abandonada a los brazos ambiciosos de la hiedra, coronada de helecho y jaramago, la torre de Alcázar señoreaba la selva en bizarra composición con el agreste país. Al pasar la brisa entre los árboles centenarios y sobre el edificio adusto, se tornaba quejosa y llorante, remedando en ocasiones acentos de amenaza y desolación.

En aquel indómito ambiente de montaña iba adquiriendo el alma de Julián apariencias de hurañía y bravura. El íntimo contacto con la rústica soledad endurecía su existencia, y aquella misma tarde su corazón, mortificado, vagaba por veredas y cumbres, anheloso de calmar el acelerado latido sobre el regazo saludable de la tierra virgen, en las gloriosas libertades de la serranía.

Tumbado en el musgo fonje de la selva, bajo la enramada floreciente, esperaba Julián a sus compañeros.

El primero en llegar fué el Estudiante, un muchacho de aspecto infantil, rubio y flaco, raquítico brote de la dura mocedad aldeana. Hijo de un soldado ascendido a oficial y de una señora pobre, un poco hidalga, un poco altiva, César Garrido era una rara mezcla de señor y plebeyo, y le llamaban el Estudiante, porque, a duras penas, con abnegados esfuerzos de su madre, viuda, estaba haciendo desde el rincón del Encinar la carrera de Leyes. Vestido con pobreza vergonzante, bajo su apariencia delicada y tímida había gérmenes de heroísmo romántico y arranques belicosos de guerrero.

Sentía Julián de Alcázar un afecto creciente hacia aquel muchachito que se ruborizaba como una doncella, que hacía versos anónimos, y entonaba en las rondas, con voz insinuante, las bellas coplas de su musa campesina.

También el Estudiante se había aficionado mucho al trato ameno del señorito de la torre. Y tal vez los dos mozos supieron aquel día cómo la mutua inclinación de sus voluntades se apoyaba en la comunidad de un dolor oculto y desesperado.

Detrás de César subía hacia la torre Fidel Salcedo, con la escopeta al hombro, caído sobre la frente el sombrero cordobés. Recién llegado de Andalucía, después de algunos años de ausencia, era Fidel un jándalo de alto copete sin dejar de ser un rústico norteño. Alegre y bravucón, dadivoso y galante, rentista y labrantín, y buen mozo por añadidura, le miraban bien en la comarca las niñas casaderas más recomendables. Y pensando él, seriamente, en buscar una esposa que coronara su dicha, estremecíase ante la tentación de una sola imagen: ¡Ángeles Ortega!... Pero había meditado, receloso, en la obscuridad de su origen y en la rudeza de su educación, y suspiraba muchas veces en secreto aquella frase expresiva que por la mañana se le escapó de los labios: «—¡Si yo fuese Julián de Alcázar!...»

V

Los cazadores hoy no tienen prisa: tirados con pereza en el mantillo suave del bosque, esperan a Lecio, que llega poco después, a paso veloz, terciando con arrogancia la escopeta.

—Te habrás entretenido con la novia—le dicen.

Y con aire de ufanía responde:

—Una miaja de palique a la salida del Rosario..., y luego aquí en cuatro brincos.

—¿Y qué te cuenta Isabel «del asunto»?—insinúa Alcázar.

—Pues lo de siempre: que Don Felipe está muy contento con la boda; que también lo está la señorita... y que también lo está el novio... En fin: ¡que «estamos todos» muy contentos!

—¡Ya se verá lo que dura esa alegría!—augura, bronca, la voz de Fidel, con acento andaluz.

El Estudiante le está preguntando a una margarita silvestre:

¿Mucho?... ¿Poco?... ¿Nada?...

Ya deshecha la florecilla adivinadora, tira el mozo, con desdén, el tallo escueto, y se queda mirando cómo una pareja de mariposas blancas glorifica en la dulzura de la brisa su breve existencia de un día de sol. Piensa que para amar y gozar en divina alianza, con libre triunfo, un solo día vale por una vida entera.

Las mariposas enamoradas se pierden en errantes giros y los muchachos se han puesto de pie.

Dando cara a la torre, erguida en el fondo de la selva, lanza Julián al aire un silbido, y casi en seguida se abre una puerta en el muro espeso de la fachada y dos perros saltan jubilosos hacia los cazadores: son setters de raza pura, negro el uno, rojo el otro.

Se interna el grupo dentro del bosque, en animada charla, asegurando que el novio de Ángeles Ortega no volverá más al Encinar.

—La de esta noche será la última visita—profetiza Fidel, muy jaque.

Hosca y amarga recomienda la voz de Julián:

—Ni piedras ni tiros: ¡a palo seco!...

Lecio repite la frase subrayada con un juramento que rueda por el monte con bárbaro son; y el Estudiante apaga en sus cándidos ojos un relámpago sombrío para mirar a las mariposas blancas que otra vez le salen al paso: mecidas entre los cañones hostiles de las escopetas, ponen en el aire una nota de poesía y candor... También Alcázar las mira, conmovido, y le parecen dos capullos flotantes de simbólico azahar, mientras que a César le parecían dos lágrimas, puras, de mujer.

Bajo el parpadeo de aquellas alas milagrosas, Fidel y Lecio profieren con alarde brutal:

—Si «el tío» nos hace frente, le acaldamos.

—Y si huye es para no volver por aquí en jamás de los jamases...

Era César Garrido un cazador platónico que no llevaba nunca escopeta. Él conocía muy bien el sitio donde cantaban las codornices, donde los corzos y los rebecos tenían sus guaridas, y había ido muchas veces a la caza del oso y del jabalí bajo la precaución de un revólver que guardaba en el bolsillo. Le enardecía el latir de los perros y el fogonazo de las armas, pero no se sabía que jamás hubiese disparado un solo tiro, y empalidecía, trémulo, cuando un ave herida agonizaba con el vuelo roto y las plumas sangrientas. Esta pasiva actuación en las cacerías le valió algunas burlas, algunas alusiones mortificantes acerca de su «sensibilidad»; bromas que escuchaba con sonrisa impasible, en silencio quizá desdeñoso; pero desde que guapeaba en el bando del señorito de la torre, nadie volvió a poner en duda su valentía.

Aquella tarde sólo una vez hicieron muestra los perros, en el descampado del bosque, y la codorniz levantada se defendió peonando entre las árgomas floridas, hasta que, al fin, voló para caer alicortada por un certero disparo de Julián. La portó el setter negro, muy alegre, y Lecio la colgó, por las patas, del gatillo de su escopeta.

Fidel, belicoso, un poco aburrido, se entretuvo en tirar a los gorriones sin encañonarlos ni por casualidad; bajó el retumbo de las detonaciones hasta el poblado, con rumor de pelea y exterminio, mientras las horas transcurrían lentas para los cazadores en la paz augusta de la montaña.

Y al ponerse el sol en un horizonte bermejo, detrás de la arbolada serranía, Alcázar y los suyos descendieron al Encinar, desazonados y ansiosos, en traza de ronda.

Pero Adolfo Serrano llegó con suerte al pueblo aquella tarde. Aparecióse en el camino llevando el caballo de la brida, arrogante al lado de su novia, y detrás de la airosa pareja Don Felipe, muy complaciente, entretenía su paseo con la lectura de un periódico.

Los de la ronda les vieron pasar con inútil furor: Ángeles Ortega era una égida poderosa para el galán conquistador de los ojos azules.

VI

Chasqueados los rondadores, acordaron averiguar la hora en que Serrano salía del pueblo, y Lecio aseguró que él volvería con la noticia en un periquete.

Dió una vuelta en torno a la casa de su novia y silbó un aire convenido.

En una ventanita baja apareció al momento el garrido busto de Isabel.

—Temprano andáis de ronda—dijo placentera la joven.

—Más ha madrugado el doncel de la tu señorita, que ya está en el nidal.

—Sí; ahora vino: ella fué a encontrarle con el señor dando un paseo.

—Y, ¿hasta qué hora cortejan?

—Hasta las nueve o poco más.

—¡Parece mentira que la señorita Ángeles dé cara a un forastero!

—¡Si en el pueblo no hay quien la pretenda!

—¿Qué no hay?... ¡Pues no digo nada!... Ahí está, el primero, el señorito de la torre, muerto por sus pedazos.

—¿Don Julián?... Nunca le vi cortejarla.

—Porque ella no habrá querido; pero yo sé que se perece por la niña.

—¿Te lo ha dicho él?

—Esas cosas no se dicen cuando están a las claras... Don Julián es mozo noble, campechano, valiente si los hay, rico y nacido en buena cuna... ¡Hubiera hecho guapa boda con la señorita!...

—Pero no es aparente «de personal» como Don Adolfo Serrano...

—¿Defiendes a ese tío?—preguntó el muchacho receloso.

—¿Yo defenderle?... A mí lo mismo me da un galán que otro para la señorita... ¡con tal que ella sea feliz!

—Pues a mí no me da lo mismo—sentenció Lecio iracundo—, que los hombres del Encinar no estamos hechos a que nos lleven las novias así como así...

—Pero ésta ¿con quién estaba comprometida?... ¡Chico, no parece sino...!

—Es la novia de todos ¿sabes?... Ella podía escoger entre lo mejor del valle... Sin ir más lejos, aparte Don Julián, ahí está Fidel Salcedo con buena estampa y muchos «miles».

—Fidel no es un señor... talmente—dijo con desdeño la muchacha.

—Eso te lo parece a ti... Y, mira, ahí está, también, César Garrido, sabidor como un ciudadano, hombre de estudios y de buenos principios...

—¿De manera que todos la quieren?—preguntó asombrada Isabel.

Y el novio con calor repuso.

—Pues claro, mujer, que todos la queremos.

Entre alarmada y risueña, exclamó la moza:

—¿Tú también?

—¿Yo?—pronunció el muchacho confuso. Se echó la boina a un lado de un manotazo torpe, y se rascó la cabeza con saña. Como no respondiese al fin, Isabel insistió:

—Sí; ¿tú la quieres también?... ¡Contesta Lecio!...—y se puso muy seria.

Cediendo a una invencible tentación:

—Sí, la quiero... ¿qué he de hacer?—dijo el galán.

Ella, indignada, le increpó:

—¿Y me lo vienes a contar, bruto?

Pero él quiso satisfacerla.

—Oye, Sabel, y entiende las cosas como son: no te amontones muchacha... Yo la quiero como se quiere a la luna y al lucero del alba y a la Virgen del Carmen, ¿estás?... A ti te quiero de otro modo...

Incrédula y encelada, trató la novia de averiguar.

—¿Te casarías con ella?

—¡Mujer!—clamó Lecio—¡ni siquiera lo mientes!

Al mozón se le entró, de pronto, un gran susto en el pecho, y agarróse mareado a la verja de la ventana.

Alarmada le preguntó Isabel:

—¿Qué te pasa, muchacho?

—Nada, hija—respondió vacilante—, que todo se me anda alrededor... que te veo doble...

—¡Lecio!... Pero, ¿qué dices?... ¿Estás en tus cabales?...

—No lo sé, rapaza... Vaya, hasta luego: me están esperando.

Y alejóse dando tumbos como un beodo, repitiendo:

—¡Que si me casaría con ella!... ¡Me valga Dios!...

VII

Al llegar donde sus compañeros le aguardaban, Lecio dijo cauteloso, algo alterada la voz:

—Que a eso de las nueve «volará el pájaro...»

Impaciente rezongó Alcázar:

—¡Hasta las nueve!... ¡No tenemos mala espera!

Fidel comentariaba con protesta rencorosa:

—¡Buen atracón se da el muy zángano!

Y los cuatro se agazaparon en la penumbra de la bolera, ya caída la noche y nublado el cielo, charlando con sigilo, en conversación desganada y floja.

Apenas vibraron en la torre parroquial las nueve campanadas prevenidas, la propia Isabel sacó de la cuadra el caballo del forastero y le dejó a la puerta de la casa con la brida sujeta en una argolla del muro, esperando al señorito junto al cabalgador.

Los de la ronda se apercibieron fatales a la temeraria aventura, requiriendo con brío los palos, y entonces Lecio, que demostraba una voraz impaciencia, detuvo a Julián por un brazo, a cierta distancia de los otros, para decirle ronco y feroz:

—Usted no querrá a la señorita tanto como para perderse por ella... pero si le hace a usted falta un hombre para matar a ese ladrón... ¡aquí está Lecio!—y se dió en el pecho un terrible puñetazo.

—¿Para matarle?—interrogó Julián como un autómata.

Y ya se abría con chirrido lastimero la puerta de la casa.

En el umbral se presentó Isabel, alzando un farolito de cristales rojos que puso en la calle rústica una sangrienta luz, muy decorativa y fantástica.

La infatigable orquesta de los sapos dejaba en el aire una estela melancólica de funeral campanilleo, y de la vecina pradera llegaba la canción aguda de los grillos apagándose en un quejido triste como si la noche se desfalleciese con un fino estertor de agonía.

Quedó Serrano un instante envuelto en la roja luz, acechando la obscuridad de la calle con visible indecisión. Montó luego, y ya iba a recoger las bridas de manos de la muchacha, cuando ésta gritó, fuera de sí:

—¡Espere... no salga, Don Adolfo!

Su voz tembló con angustia sobre los palos de la ronda, erguidos como lanzas a dos pasos del jinete:

—¿Quién va?—preguntó colérico Serrano.

—Y, ¿quién eres tú?—-rugió Lecio saltando fuera de la sombra con el palo en el aire.

Amedrentado y furioso hizo el caballero retroceder al potro hasta dentro del portal, vociferando:

—¡Cobardes... son cuatro contra mí!

Con súbita inspiración, firme y serena, dijo la voz de César Garrido:

—Pelearemos uno a uno.

Apoderándose gozoso de aquella decisión, extraña a las bárbaras leyes de la ronda, Alcázar se apresuró a insistir:

—Sí; uno a uno.

Y detuvo el brazo de Lecio, pronto a la brutal acometida, mientras Fidel, mudo y pávido, enhestaba el garrote como una bayoneta, en la actitud de un soldado que hace el ejercicio.

Había bajado Don Felipe a reñir con los mozos y desahogaba su indignación en frases vehementes:

—¡Esto es un escándalo!... ¡Esto es una vergüenza!...

Pero tercos, amenazadores, César y Julián repetían:

—¡Uno a uno!...

Entonces se abrió la ventana de Ángeles.

Sobre los teatrales resplandores del farol cayó un haz de luz clara y alegre que desconcertó un momento la indómita guapeza de los muchachos. Detrás de la luz lanzóse a la calle el raudal de una dulcísima voz, un poco inmutada, que decía:

—¡Julián!... ¡César!... Dejad el paso libre... ¿no queréis?

Sí quisieron.

Fué cosa de un segundo: sin discusión, sin resistencia, retrocedieron fuera de la serena claridad, caída de lo alto, y se quedaron mudos, inmóviles, sometidos a la maravilla de la suplicante palabra que bajó a buscarlo envuelta en resplandores.

Partió el caballero hundiéndole al potro las espuelas con rabia, murmurando otra vez:

—¡Cobardes!... ¡Cuatro contra uno!...

Don Felipe, entrando en la casa detrás de la asustada Isabel, cerró con un portazo violento, mientras que Ángeles siguió asomada al marco de la apacible luz, y su voz cristalina, volvió a decir, con acento de tímida plegaria:

—Siempre «le» dejaréis paso, ¿verdad?

Nada respondieron los mozos, acogidos al amparo encubridor de la obscuridad, y las suaves palabras de la niña vibraron en la penumbra de la bolera mecidas por un poco de viento que cantaba en los nogales enverdecidos, bajo un cielo nublado.

Quedó la ventana largo tiempo encendida como un faro piadoso, única estrella de la entoldada noche primaveral, y ya muy tarde, cuando hasta los más desvelados rondadores dormían en el pueblo, una voz, sentida y afinada como la de César Garrido, primoroseaba una copla que a la estrella benigna le decía:

Ventanita, si te rondo no es por tus merecimientos; es por una hermosa niña que está de puertas adentro...

VIII

Todas las tardes, a primera hora, Don Felipe y su hija esperaban a Serrano en agradable paseo campesino para volver a su casa con el cortejante. Charlaban los novios hasta el anochecer, y emprendía el galán la retirada antes de que la luz cayese, previsor contra alguna acometida de los mozos bravíos.

Pero eran inútiles estos cuidados, porque la ronda que capitaneaba el señorito de la torre había conseguido de todas las demás la promesa de que nadie hostigara al forastero en la conquista de aquella mujer, dulce y hermosa, orgullo del valle, en quien se miraba como en un espejo la mocedad varonil y por quien en secreto suspiraban muchos rudos corazones.

Tenía un encanto indefinible la hermosura sentimental de Ángeles Ortega, un raro don de amor y simpatía que blandamente dominaba en las almas todas, y que en el pecho de los galanes aldeanos se había convertido en extraño culto, mezcla de hechizo pasional y de mística devoción.

Siendo Ángeles la única señorita de la aldea, se distinguía entre las jóvenes de sus años por la donosura del porte, la delicadeza del traje y el interesante aislamiento de su vida, si ya por sus gracias personales no hubiera sobresalido por encima de las demás. Todo en torno suyo era nuevo, deslumbrador y atrayente para los mozos que de chiquitina la pasearon en la áspera carreta, le alcanzaron nidos y rosas, y la tutearon con familiaridad. Ahora la saludaban con afable respeto, mezclado de turbación, y aunque delante de su hermosura humillasen la mirada, el destello ideal de aquellos ojos sombríos dejaba resplandecencias ardientes en las rústicas imaginaciones.

Con inconsciente sed de belleza guardaban anhelos codiciosos hacia la perla del Encinar muchos hombres que tenían novia y pensaban casarse, o que amaban con material impulso a otras mujeres de su misma condición. Así en aquel fogoso plantel de montañeses nació una tácita rebeldía contra la posibilidad de que a la más hermosa flor de la aldea se la llevase un forastero, con sus manos lavadas. Y todos se unieron para considerarla como una de tantas jóvenes a quien los extraños no podían cortejar sin previa camorra y larga porfía contundente con los donceles del valle, al uso del país.

Esta despótica ley se hubiera cumplido en Adolfo Serrano sin el prodigio de la dulce voz que bajó de la ventana luminosa para detener a la ronda de Julián.

Por gracia de tal portento los vergajos, amenazadores contra el novio intruso, cayeron rendidos con mansedumbre, como belicosas flámulas arriadas por la derrota. Y ya no se alzaron más al paso triunfante de aquel amor.

IX

Mayo florece cuando se fija el día de la boda.

Tiene Don Felipe mucha prisa por terminar este negocio, y Ángeles se presta a consumarle con una docilidad enfermiza y blanda, en que hay mucho de alucinación y de impotencia. Ningún amparo la escuda; está sola entre su padre, desamorado y egoísta, y el pretendiente ambicioso de la rica dote, tal vez un poco encaprichado por la gentileza de la novia.

Ya nunca Julián de Alcázar visita a los de Ortega, ni tampoco el Estudiante, compañero antaño de los juegos de la niña, va con su tímida presencia a testimoniarle la ferviente adhesión de otras veces.

Se lamenta la joven de este retraimiento. «¿Por qué no vendrán?»—suspira—. Y se angustia ante la nube de soledad que se va esparciendo, densa y creciente, en torno suyo. Sólo Isabel, la criadita cariñosa y servicial, la relaciona con los acontecimientos de la aldea.

Ya prepara la novia su inmaculado vestido, en vísperas del gran día, cuando Isabel, que revolotea junto a las galas con seducción de encantamiento, le dice en tono confidencial:

—¿Qué pensarán «todos esos» cuando la vean tan preciosa, y que se la lleva un extraño?

—¿Quiénes?... ¿Los mozos?... Ninguno de ellos se había de casar conmigo.

—Los labradores no... pero hay otros.

—No me ha pretendido nadie.

—Pues dicen por ahí que todos la quieren.

—Será porque aquella noche salieron contra Adolfo... Yo no creí que conmigo rezaría la brutal costumbre de las rondas...

—Era la del señorito Julián.

—Por eso mismo me extrañó tanto... Julián siempre fué muy amigo nuestro...

Ángeles se quedó pensativa; su mirada, sombría como una floresta, parecía tornar de muy lejos al través de los años infantiles. Daba un suspiro cuando Isabel continuó:

—Dice Lecio que el señor de la torre se muere por usted.

—Pues Lecio está equivocado—murmura Ángeles, no muy sorprendida, algo confusa.

—Y dice—añade la moza—que también el Estudiante la quiere a usted mucho...

—¿César?... Yo le quiero también... ¡Me hacía tantas coronas de flores cuando éramos chiquillos!... Y me hacía cantares...

Otra vez se quedó ensimismada. La incitante memoria de cariños lejanos fué, sin duda, a refugiarse, triste, en la sombra de sus ojos, porque dos lágrimas pugnaban en ellos cuando añadió, lamentable:

—¡Tampoco César viene ya a esta casa!... ¡Parece que todos huyen de mí!...

—Porque la quisieran cortejar a usted y están sentidos.

—Yo no he notado que me pretendan para novia.

—Pues Don Julián siempre la buscaba muy rendido, y el Estudiante, ¿no oye cómo le canta coplas?

—Usanzas de rondadores...

—No, señorita, que las canta con segunda... Y el ricachón de Salcedo igual está prendado de usted.

—¡Ave María!—exclamó Ángeles, risueña de pronto—. Ahora que me caso con un forastero va a resultar que tenía aquí los pretendientes a escoger. ¿Esa es otra noticia de Lecio?

—Del mismo... Y no sabe la señorita lo más gracioso...; que él también, el muy zoquete, está, como los otros, penando por usted.

—¿Lecio?... ¿tu novio?...—Se puso Ángeles muy seria para decir:—¿Te chanceas, Isabel?

Pero Isabel no se chanceaba: se le había empañecido la voz, tenía las mejillas rojas y el aire turbado. Después de un silencio difícil, añadió, tratando de serenarse:

—Me lo contó él mismo la noche que dieron el alto a Don Adolfo.

—Esas son bromas suyas.

—Bromas no eran: para contármelo se puso descolorido y hasta le dió un mareo...

Ángeles se aturde con las noticias de tan sorprendente amor, y muy curiosa, pregunta:

—Pero, ¿no sois novios?... ¿no os vais a casar?

—Eso no quita... Él dice que a usted la quiere «de otra manera»... Serán modos finos de querer que aprende con los señores... ¡como todos son unos en la misma ronda!...

Mirando la señorita con afecto a la compungida moza, le dice:

—¿Y tú has creído esas tonterías, Isabel?

Baja ella los ojos y explica difícilmente:

—Todo lo he creído... conozco que es de veras... pero lo mismo cortejamos: él no lo puede remediar... Como la señorita tiene ese ángel, todos la quieren aunque sea a escondidas... Usted no se ofenderá... ¡Si Lecio supiera que yo se lo he dicho!... ¡No se lo cuente a nadie, por la Virgen!

—Descuida, mujer; esas cosas que habla tu novio, de él y de los demás, son imaginaciones suyas... pero no diré nada... ¿a quién?... Yo no tengo a quien contar secretos.

Y se atristó por tercera vez el semblante precioso de la señorita. Viéndola cavilosa y muda se retira Isabel con prudencia mientras la novia vuelve a quedarse junto al vestido blanco, vaporoso y sutil, como nube del pálido cielo montañés. Mirándole con indefinible sentimiento de inquietud, cierra los ojos para meditar en las confidencias de Isabel y va aposentando en su espíritu la creencia de que, en efecto, Julián de Alcázar la ha querido un poco. Recuerda la asiduidad lejana de sus visitas, la encendida expresión de sus palabras, la pausa elocuente de sus silencios y su alejamiento inexplicable apenas Adolfo apareció en la aldea.

No se detiene la soñadora a pensar en Salcedo, el jaquetón ricacho, pero guarda un pensamiento melancólico y acariciador para César Garrido, el romántico trovista que canta con segunda al pie de una ventana, años hace, en el sagrado misterio de la noche...

El cariño recóndito de César es para Ángeles un adorable perfume de la infancia, el amable secreto de un «escucho» que hace sonreir, tal vez la vibración sentimental que en el alma produce una copla errante, diciendo amores a la luz de la luna, una copla que suspira cuando la ronda pasa... ¡Pero Julián!... ¿Por qué no se ha fijado en que él la quería?... Es bueno y valiente, es el amo del pueblo, el señor de la altiva torre y de la brava selva, tiene franca la mirada, noble el corazón...

Y se estremece la joven aturdida de que la fealdad arisca de Julián le parezca ahora mucho más grata que la gentil apostura de su prometido.

Para sacudir esta idea alarmante se acuerda de Lecio, mareado y descolorido en los deliquios de una fina locura de amor. Y abre los ojos, sonriente, sobre la nube alba de su traje de novia.

X

Diríase que un viento huracanado conmueve a los mozos del Encinar a medida que se acerca el día del casamiento. La sorda irritación que se acentúa entre ellos toma forma y proporciones singulares en la ronda de Alcázar, que ha asumido, con extraño tesón, la responsabilidad de consentir aquel despojo de que Adolfo Serrano «les hace a todos víctimas».

Anda Julián enredado en una aventura de calleja con cierta mozona malviviente, siendo ésta la primera vez que el señorito de la torre hace pública ostentación de semejantes galanteos. Lleva en la cara el pobre hombre una expresión de tedio y amargura que va troncándose en tormentosa nube de fiereza; como si en él creciese, cada día, el salvaje placer de sumirse en aquella torva brumazón de barbarie, para así desmandar sus pasiones y olvidar, con tesón despreciativo, sus nativas costumbres de caballero.

Fidel se las echa de guapo como nunca, vocifera en las noches de ronda hasta enronquecerse, y alarma a los vecinos con incesante tiroteo en persecución de aves felices, que jamás hiere. Hasta en los nogales de la bolera, ya vestidos de ropaje ufano, trata de hacer puntería sobre los canoros malvises: clama la escopeta amenazante envolviendo la nogalera en humos y fulgores, pero los malvises se vengan siempre del susto recibido, causándole al implacable cazador una terrible envidia al volar, ilesos, a la huerta frondosa de Ángeles, en busca de asilo hospitalario.

Más disimulado y prudente, desahoga el Estudiante su mal humor haciendo versos, unos versos mansos y tristes que no parecen haber nacido bajo la tempestad de unas pupilas claras, enfurecidas con relámpagos audaces.

Entretanto Lecio manifiesta a su novia el más voraz deseo de casorio. Zumba su querella con pesadez de mosca en torno a la ventana florida de Isabel, y pregunta, ansioso, en cada palique:

—Pero, di, Sabel, ¿cuándo nos casamos?

—Cuando mi madre coja la cosecha—repite siempre la joven.

—¡Falta mucho tiempo!...

Ella un día, maliciosa, le dice:

—¿Por qué ahora, estás tan impaciente?

—¿Por qué... Por qué?... ¿No ves, criatura, que ya todo el mundo se casa?

—¿Todo el mundo?—repite la muchacha con sorna—. ¡Pues yo no veo que se case nadie más que la señorita!...

Corrido y enojado el hombre, murmura:

—Bueno... ¿nos casamos o no?

Y promete, apacible, la voz de Isabel:

—Cuando mi madre coja la cosecha...

XI

Llegó la hora esperada con tan distintos afanes.

Toda la mocedad aguarda a los novios en el portal de la parroquia: ellas para cantarle a la señorita unos picayos con letra alusiva, rimada por César Garrido; ellos para confundir con miradas iracundas a quien les arrebata la diosa del valle, la mujer venerada con sagrado culto.

Ha nacido la mañana blanca y triste, con cara de llanto, y cuando la comitiva nupcial se dirige al templo, enfilada por la veredita estrecha de la mies, arrecia la brisa dura que desde el alba rueda por los caminos como una loca, deshojando flores y columpiando ramajes.

Se convierte luego en amenazador el soplo matinal que enmaraña las nubes y entolda el paisaje. Y, por fin, el cielo montañés llora unas lágrimas cálidas y lentas sobre el cortejo de la boda.

Lleva Ángeles en el brazo, gallardamente, la cola espléndida del vestido, y se apoya en su padre sonriendo, disimulando con heroica dulzura las inquietudes y recelos de su alma. La siguen Adolfo y los convidados, y la rodean los vecinos con viva solicitud, mientras se celebra el casamiento en el atrio parroquial, al uso del país.

Nunca han visto los aldeanos una novia toda blanca, toda envuelta en encajes y flores:

—¡Parece de nieve!—dice seducida una voz.

—¡Parece de azúcar!—clama un goloso.

Y el acento roto de una anciana, suspira:

—¡Parece de nube!...

Entran los desposados en el templo para asistir a la misa de velaciones, y la ronda de Alcázar forma siempre junto a ellos entre las avanzadas del público; primero en el pórtico, después cerca del altar.

Tienen los cuatro mozos un raro aspecto de emoción que parece comunicarse a la concurrencia y llenar el templo de palpitante interés...

Todo Mayo sonríe en el altar convertido en jardín, mientras arrecia la lluvia, ruedan monte abajo los truenos, y a la amarilla luz de los relámpagos muchos fieles hacen, medrosos, la señal de la cruz.

Apenas terminada la ceremonia, cuando los primeros devotos salen al portal, ha pasado la nube dejando el cielo otra vez pálido y triste, sin que de la fugaz tormenta queden señales más que en el campo henchido de perfumes bajo la intensa caricia de la lluvia.

Viendo correr el agua en el sendero, todos se preocupan de los zapatitos de seda de la señorita, y Don Felipe y Adolfo conferencian, impacientes, sobre la manera de evitar que Ángeles se moje los pies dentro del blanco estuche que los aprisiona.

Entonces Alcázar entra en el templo y sale al punto llevando al hombro las andas de la Virgen. Encarándose con Ortega se las ofrece y en voz alta le explica:

—Se las regaló mi madre a la Patrona y yo sé que Ella me las presta... El señor cura me da permiso para que Ángeles las ocupe: ¿quiere usted que la llevemos?

Sin que Don Felipe, sorprendido, tuviera tiempo de reflexionar ni responder la concurrencia, agrupada alrededor, grita con entusiasmo:

—¡Que la lleven!... ¡que la lleven!...

Julián le pregunta a la novia, algo desfallecido el acento:

—¿Quieres venir?

Alborozada en medio de aquella férvida expresión de cariño, Ángeles responde, con infantil antojo:

—Iré...

Ya una mano solícita ha colocado en las andas un taburete y la joven va a sentarse, riendo, un poco trémula, cuando un ademán y una mirada de su esposo la dejan indecisa. Pero el nutrido coro de voces varoniles afirma, con sorda expresión colérica:

—¡«Queremos» que la lleven!

Y Ortega contrariado, molesto, toma el brazo de Adolfo para decirle en voz baja:

—Hay que dejarlos...

Sentada Ángeles, por fin, las mozas le arreglan el vestido y el velo, con primor devoto y humilde, y Alcázar y los suyos levantan con dulzura el improvisado trono de la novia y bajan al camino con aquel suave peso entre las manos.

Van delante César y Julián, y los cuatro sienten el aturdimiento estremecedor del triunfo, la exaltación de una ventura efímera, que va a pasar, ruidosa y altanera, como la rápida nube que antes mojó el sendero.

Un grito potente, con inflexiones juveniles de guapeza y bravura, resuena detrás del grupo original, lleno de rústica galantería:

—¡Viva la novia!... ¡Vivan los rondadores!...

Y cada vez que huye deja prendido en el paisaje un eco.

XII

Era como un sueño aquella apoteosis encima de la odorante mies, entre setos floridos y halagadores cantares.

Ángeles quería no llegar nunca a su casa, seguir así un camino largo y dulce hasta el cielo calmoso y pálido que la servía de dosel. Suspiró enardecida por aquel delirio, y Julián volvióse a mirarla con tal expresión codiciosa y ardiente que la joven enrojeció bajo sus azahares. Sus manos temblaron como alas de paloma, estremecidas en la falda crujiente del vestido, y su imaginación tendió el vuelo hacia otra quimera que no finaba en el cielo melancólico, sino en una torre maciza y señorial, en la selva de Alcázar.

Iban todos callados. Orillaban un zarzal en flor, y César, con galanía de poeta, arrancó al pasar una mata olorosa, que colocó a los pies de la niña. El tronco punzador había herido con leve arañazo al Estudiante, y un hilo rojo quedó tendido entre los dedos de aquella mano fina que parecía de mujer.

—¿Te has lastimado?—le preguntó Ángeles solícita.

Y él, con audacia increíble en su tímida persona, respondió mirándola a los ojos:

—Me he lastimado mucho... ¿no ves?

Sonriendo le mostraba la mano blanca y tersa con el tenue surco de coral.

—Un hombre no se lastima nunca—tronó el vozarrón de Salcedo—; y el jándalo, arrogante, presentó un puño de madreselvas conquistadas entre espinas que habían punzado su plebeya manaza. Ya se arriesgaba Julián para ofrecer otro don a la novia; ya Lecio sacudía los matorrales con demente regocijo, cobrando ramilletes preciosos, y en un momento quedaron las andas cubiertas de flores.

Trépido el zarzal bajo las acometidas de los mozos, desde la linde del camino sacudía sobre la virgen desposada, gotas brillantes de la reciente lluvia, y voladores pétalos de los febles capullos. Un bando de miruellos, sorprendido por semejante alboroto, rompió el secreto de su escondite en la maleza y voló encima del grupo, desgranando una escala melodiosa de trinos, a porfía con la tonada de los picayos que tremolaba en el aire sus dejos largos y tristes de música norteña.

Para aquella hora de aventura y de magia tuvo la belleza de Ángeles una fantástica aparición ideal y gloriosa. En su carne, hecha flor blanca y pura, el espíritu inocente se asomaba a los apacibles luceros de los ojos y a la divina sonrisa de los labios: y fué toda gracia y luz, brisa y perfume, alma del paisaje, visión de los cielos... Salió del éxtasis prodigioso al tocar los umbrales de su casa. Posaron en el zaguán las andas con blandura, y cuando bajó al suelo la niña, sintió que su planta débil se hundía en la incógnita ruta de una vida nueva y cerrada. Tendió la mano con gratitud hacia sus amigos, diciéndoles:

—Quedaros.

Pero Julián se apresuró a responder con la amarga voz de aquel último tiempo:

—Muchas gracias.

Y salió, seguido de los otros, antes de que llegase la comitiva. Iba ciego, con los puños crispados y el paso veloz.

Desde la puerta, con insólita audacia, el Estudiante vuelto hacia la novia, besó la palma de su mano herida y sopló el beso, enviándosele.

Ella, sin enojo, sonrió al doncel y le devolvió en el aire un capullo del azahar prendido en su pecho.

Ya llegaban Don Felipe y Adolfo con los invitados. Detrás venía el pueblo que rodeó la casa, y en la bolera resonó estruendoso otro bizarro grito:

—¡Viva la novia!... ¡vivan los rondadores!

Bajo la emoción de aquel instante en los ojos sombríos de Ángeles Ortega cayó una cortina de llanto que ya nunca se alzó para dejarla ver una ilusión ni una esperanza...

XIII

Pasó un año.

Se sabía en el Encinar que Ángeles era muy infeliz, que lloraba sin consuelo el abandono y el maltrato de un marido brutal.

Ortega había regresado a Cuba a raíz del casamiento, y la infortunada joven residía en un pueblo cercano, enferma y sin más cariño que el de Isabel.

Ya Lecio se cansaba de esperar y enviaba a la moza recados apremiantes, pero ella respondía que la señora no podía vivir mucho, y que le era imposible dejarla en aquel estado de soledad y dolor.

Entretanto, la ronda de Alcázar seguía constituida en alianza firme, con treguas de reposo, porque Julián había vuelto a Madrid algunas temporadas arrancado por su familia de la existencia esquiva y dura con que llegó a naturalizarse, y que amenazaba absorberle en eclipse total.

No estaba el señorito más alegre ni era más feliz que el año anterior; pero en sus penas había ya dulzores y blanduras tomadas para remedio de sus males, en la vida regalada y muelle que supo recobrar. Cuando iba al pueblecillo norteño, cazaba en el monte, erraba en la selva y largos días holgaba pensativo y suspirante; pero no urdía torpes aventuras por las callejas ni se vestía en traza de gañán ni llevaba en el rostro aquella huraña expresión alarmante y fiera.

Lo noche que salía con sus compañeros, la ronda cantaba y ornamentaba de flores las ventanas de las niñas; la ronda bebía cerveza y disparaba tiros al aire, sin buscar camorra a los novios forasteros. Esta medida, pacífica y generosa, no encontraba oposición en los amigos, porque el Estudiante vivía enfrascado en la transcendental composición de un libro de versos, dedicados A una ingrata; iba dejando en él jirones de su romántica pasión y sólo de tarde en tarde fulgían en los ojos zarcos algunos destellos de tempestad. Tenía Salcedo «en tratos» una novia hacendada, fresca y rolliza que le traía desvelado y rendido. Y Lecio andaba mustio y pesaroso con la ausencia de Isabel y la espera de la boda.

XIV

Triunfaba la primavera con otro Mayo espléndido, cuando en la aldea se supo que Ángeles había conseguido de su esposo la merced de ir a morirse al Encinar. Un acabamiento rápido la inclinaba hacia la tierra, y deseaba caer sobre las flores del bendito huerto donde dormía, esperándola, aquella pobre criatura sacrificada como ella, aquella madre triste que en la suprema despedida acarició una frente juvenil con palabras de fatalidad.

Y hubo en el vecindario un general movimiento de simpatía y compasión hacia la enferma infeliz, que a los bruscos vaivenes de un carruaje, llegó por difícil camino hasta la puerta de su casa.

La casualidad o el intento llevaron a Julián de Alcázar en aquellos mismos días a su torre, y sabiendo que Ángeles padecía, sola y expirante, con generoso impulso de piedad, fué a visitarla. ¡Ya no era la diosa del Encinar!: un solo año inclemente bastó para marchitar la exquisita frescura de su belleza. Enlanguidecida, mustia, sólo parecían vivir en su semblante los ojos, con tristeza desgarradora, y las mejillas, señaladas con rosetas febriles.

¡Qué lástima le dió a Julián!

Su pasión, que ardía alimentada por el oculto embeleso de una seductora imagen, quedóse, espiritualizada al punto, en excelsa ternura, tan santa y pía, que la doliente hubiera podido refugiarse en los brazos de aquel hombre y dormir o morir en ellos como en los de una madre.

Al ver a su amigo, un sentimiento de coquetería se sobrepuso al dolor, un instante, en el corazón de la mujer. Quiso ella sonreir, y sólo consiguió tender en sus labios de lirio una mueca desesperada. Apenas habló; balbuciente y cobarde, oprimida por un espanto sin horizontes, parecía que el hilo tenue de sus frases iba a romperse en un raudal de lágrimas acerbas.

Alcázar sentía caer en su corazón aquel mudo llanto y subírsele a los ojos en marejada asoladora. Y todo el sensualismo de su amor se derretía en piedad, a la sombría luz de una mirada donde el miedo a la muerte era el único reflejo de la vida.

Al despedirse, Ángeles cruzó las manos en ademán de súplica, y él, conteniendo su emoción con palabras de esperanza, le prometió volver.

También César Garrido fué a visitar a la enferma, seguro de llevarle un consuelo y ansioso de verterle sobre la infinita desolación de aquella mujer. Sentía férvidos impulsos de arrodillarse a sus plantas, de besar sus manos, de cantarla, de mecerla y decirle sus románticos pensamientos en un delirante discurso, antes que la muerte la apresara... La quería siempre y más que nunca porque era el suyo un amor de ilusión y de ensueño, raro y divino, que le estremecía toda el alma con un soplo de inmortalidad. Supieron distraerla sus frases opacas y ardientes, y logró hacerla sonreir, ya cayendo la eterna sombra en las azoradas pupilas.

—Hazme coronas y versos como cuando éramos chiquillos—suspiró con antojo la infeliz.

Él la ofreció cantares y flores, y salió de la novelesca entrevista con cara de muerto y alucinaciones de loco.

XV

Nació el mes de San Juan lleno de alegría, insultante de belleza, y fué creciendo, y llegó entre flores la víspera del santo.

Lloraba amargamente Isabel cerca del sillón de triste memoria donde Ángeles se consumía recogiendo una herencia fatal, de penas y de abandono.

Le había dicho a Lecio la moza:

—No me pongas ramo... no vengas a rondarme ni mucho menos a cantar... La señorita se está muriendo...

Muy dolorido, prometió el novio una prudente conducta en la clásica noche, y con sigiloso respeto se alzó de puntillas en el muro de la bolera para atisbar la estancia penumbrosa donde Ángeles fenecía. Entrevió en la sombra una endrina cabeza desmayada sobre los almohadones del sillón, y el conmovedor perfil de una cara de cera. El gallardo busto de Isabel se inclinaba con anhelante cariño sobre aquella vencida juventud, sobre aquella aniquilada hermosura. Y toda la satisfacción del egoísmo irradió en los ojos asombrados de Lecio, viendo a la flor viva, que era suya, lozanear triunfante encima de la mustia flor que le había fascinado con delirios de irrealizables ambiciones.

Bajóse con cautela de su observatorio, y se alejó a lento paso, cuidando de no hacer ruido en torno a la casa dorada de sol, envuelta en el alborozo insolente de la tarde.

Desde los balcones entornados se escapaba un cuchicheo leve, son de rezo o letanía de lamentaciones, y desde la ondulante nogalera volaban los malvises en parejas gozosas, hacia la llanura libre de los cielos...

Libre al azul infinito, voló el alma de Ángeles cuando la tarde caía en una intensa declinación de cárdenos fulgores.

Todo el pueblo había escuchado con silencio profundo el raudo volar de aquel espíritu, gentil como el cuerpo que le encarceló: parecía que al tender las alas hubiese dejado una blanca y vívida estela en el sereno celaje. Y estela fué aquella ilusión que en la memoria popular quedó grabada como perenne surco de ternura y recuerdo.

El vecindario, compungido, se unía en el dolor de la temprana muerte, y censuraba, con rencorosa indignación, al infame esposo de la señorita, avisado por la mañana del estado agónico de la enferma.

Entretanto la fidelidad conmovedora de Isabel se prodigaba en delicadas atenciones alrededor de la difunta.

Después de peinarle los abundantes cabellos sobre las sienes de mármol, le puso el traje níveo de la boda y encendió en torno suyo lámparas y cirios.

La belleza mayestática de la muerte había borrado en la cara de Ángeles la mueca amarga del dolor, trocándola en una plácida expresión descansada y serena: dormía la vida su inquebrantable sueño en los entreabiertos ojos parados a la sombra de las pestañas rizosas, y en el profundo livor de las ojeras las últimas lágrimas habían dejado una divina señal de mansedumbre...

Toda la tarde, bajo el calor solar cuajado en la campiña, unas manos pálidas y bellas, que parecían de mujer, estuvieron cortando flores en los huertos aldeanos y tejiendo coronas con demente frenesí, para colocarlas sobre el cuerpo ya duro y frío de Ángeles Ortega. Con aquel postrer don había dejado César encima del cadáver un sollozo, áspero como un rugido, y un borrascoso relámpago de su mirada azul.

Cuando el Estudiante salió de la trágica visita, le estaba esperando Julián, y juntos conferenciaron en grave reserva. Tenía el señorito el aire solemne y turbios los ojos que largo tiempo contemplaran a la yacente criatura, entre blandones y rosas.

Un poco más tarde corría por el pueblo la noticia de que la ronda de Alcázar se apostaba en la bolera con amenazadora catadura.

XVI

Dulce y sosegada nace la noche cuando llega al Encinar aquel potro jerezano de ingrato recuerdo, y la ronda esperándole, ceñuda como el tribunal que juzga a un delincuente, recibe a Adolfo Serrano, que disimula sus temores lleno de arrogancia desdeñosa.

Fué el mismo Alcázar el que dijo:—¡Alto!—con acento augural que subió a los balcones vecinos y resonó, grave, en el cuarto de la muerta.

—¿Qué quiere usted?—grita el forastero, temblorosa la voz y blanca la cara.

Se le acerca Julián hasta echarle el aliento encima, y le responde, en traza bruta de mozo rondador:

—Que te marches ahora mismo porque ya no hay quien te defienda y tenemos mucha gana de matarte.

Indeciso, asustado, hace el intruso volver grupas a su potro, y profiere, como otra vez en aquel mismo lugar:

—¡Cobardes... cobardes...!

Varios palos caen feroces en las ancas lustrosas, y ondulantes como látigos, alcanzan al jinete.

Hace ademán Adolfo de sacar su revólver, y al punto cuatro manos, dueñas de armas semejantes, le apuntan, inclementes, bajo una tenaz lluvia de improperios:

—¡Ladrón!

—¡Asesino!

—¡Sinvergüenza!

—¡Matador de mujeres!...

Serrano huye. Vuelan los palos a su espalda y algunas piedras le persiguen en la desatinada carrera.

Ya va a perderse en un recodo del sendero, cuando el silbo de una bala y el estampido de un disparo le aturden con más vivo terror.

Inclinado en la silla con un movimiento brusco, ruge y maldice, abrazándose al cuello del animal, que se desboca en galope de espanto.

Detrás de ellos queda en la ruta blanca un rastro de sangre caliente, y en la bolera, una mano fina, que parece de mujer, empuña un revólver humeante.

La mirada azul de César Garrido tiene un bárbaro reflejo de venganza...

Bella noche fué aquella de San Juan, noche silenciosa en el poblado donde otras veces en iguales horas se derramaba la alegría de la mocedad.

Las novias se quedaron sin ramo y sin serenata; la plaza, sin baile y sin hoguera; los rondadores, sin palique. Y en la pureza virginal de la brisa no tremolaron las picantes coplas, ni el ijujú montañés resonó, intrépido y agudo, en los agrios jirones de la sierra.

Ángeles dormía acunada por el duelo del Encinar, mimada en su florido lecho por la tristeza robusta de incultos corazones, en los cuales la compasión fructificaba con todos los densos aromas de la vida desnuda y fuerte, del dolor íntegro y primicial, lleno de impulsos y de instintos humanos.

El disparo certero de el Estudiante atrajo a los mozos con sed de ruido y de camorra, cuando vieron pasar, en disparatada fuga, el caballo de Adolfo. Estaban ya los caminos confusos por la sombra de la noche, y delante de la visión fugitiva todos hicieron acerbos comentarios y se rieron con saña.

Entraron, después, bajo los nogales, muy despacio, mudos y recogidos como en la iglesia, y uno a uno se fueron subiendo a la pared de la bolera para mirar al interior del cuarto mortuorio. En el lecho se destacaba, impreciso, cubierto de galas, el rígido perfil del cuerpo helado; la mística cera de los cirios lloraba sobre la alfombra sus lágrimas ardientes, y de las coronas, suspendidas en torno, caían con lentitud algunos pétalos de flor.

Agrupáronse los mozos estremecidos junto a la casa, hablando quedo; sus cigarros brillaban a porfía con las luciérnagas de la linde; temblaba la sombra con suavidad de idilio, y en el fondo de la bolera la ronda de Alcázar, enmudecida, atraía el interés general.

Estaba muy pálido Fidel, y mirando al Estudiante con profunda admiración, pensaba, receloso, en las posibles consecuencias de aquella hazaña. En vísperas de boda, bien hallado con su dinero y su tranquilidad, le angustiaba la idea de verse, acaso, envuelto en una acusación de muerte, él, que jamás logró encañonar a un solo pajarillo con su escopeta escandalosa...

Había sentido Julián aquella tarde el espasmo bestial de la venganza, con escalofrío deleitoso, dócil su naturaleza a las sensaciones de la ruda hostilidad que tantas veces le dominó. Lejos el impulso cruel, no le aterraba su responsabilidad en la aventura, que arrostraría con el poderoso dominio de la torre de Alcázar y asumiría con nobleza protectora. Y dejó de pensar en el fugitivo jinete para consagrarse al recuerdo de la muerta, lleno de lástima y amor. Le harían un entierro precioso al día siguiente, al caer la tarde, pidiéndole otra vez al señor cura las andas de la Virgen, donde la niña desposada anduvo antaño aquel mismo camino en brazos de la ronda...

Lo mismo que antaño arrancarían para ella, al pasar, las flores silvestres de los setos, en la blanda ruta de la mies... Cada fúnebre posa tañería con un dolor nuevo, nunca igual sentido ni llorado, que dejaría en el Encinar una caricia de las lágrimas siempre viva y suspirante como la mansa corriente de un arroyo... Julián imagina, traspasado de emoción, el gemido de la cancela al derramarse en el atrio parroquial detrás del cuerpo de Ángeles, ya en la vereda del cementerio: imagina el sordo rumor de la tierra, cálida y polvorosa, cayendo implacable sobre el florido ataúd... Un enternecimiento sutil posee al joven; una compasiva pena que le duele como por una hermana chiquitina o por una novia lejana, a la cual en la adolescencia hubiese dulcemente adorado...

XVII

Crece la noche; la tardía luna, brillando apenas en el cielo, baja a la nogalera, y como si apartase con invisibles manos las trémulas hojas, se asoma al cuarto de Ángeles y la besa en la frente.

El hueco de la triste ventana abre en el muro señorial un cuadro de fatídica luz, luz de catafalco, lívida y temblona; algunas mujeres rezan, dormitando en un rincón.

Ya corre, liviana, la brisa del amanecer, rizando los árboles, cuando Lecio, que atisba la reja de su novia, ve un instante a la muchacha detrás de los vidrios. Empuja la puerta y despacio, llama:

—¿Sabel?

Quiere responder ella, rompe en sollozos, y el vozarrón de Lecio se suaviza todo lo posible para suplicar:

—¡Sabel!... ¡Sabeluca!... No llores, mujer, que aquí estoy yo...

El acento condolido de la muchacha se une a las palabras afanosas del mozo, dejando en el aire un jirón de vida sana y fuerte, esperanzada y fecunda, allí, a lo largo del camino, donde brotan, húmedas todavía, las sangrientas flores del odio.

Y como ya palidece la luz funeral del cuarto de Ángeles, delante de la aurora, por debajo de aquella ventana que parpadea con tímido resplandor, como un astro moribundo, desfila por última vez, brava y humilde, la ronda de los galanes...

EL JAYÓN

I. ROSA DE ZARZA.—EL «JAYÓN».—EL DARDO DE UNA SOSPECHA.—AMANECER...

Entreabrió Marcela un poco la ventana, y, sin vestirse, apoyándose en el lecho recién abandonado, se puso a mirar con obstinación a los dos nenes que dormían arropados en una escanilla, la humilde cuna montañesa. Eran en todo semejantes: robustos, encarnados, con las cabecitas muy juntas, parecían nacidos a la vez, como esos capullos de las rosas fuertes que se abren en dos botones rojos y ufanos, bajo un mismo rayo de sol.

Fuerte rosa de bizarra hermosura, la madrugadora mujer que contempla a los niños no trasciende a cultivo selecto de jardín: es joven y arrogante, pálida y tranquila, con el encanto agreste y puro de una rosa de zarza. Su belleza, medio desnuda, se estremece al influjo de una sorda inquietud, y, sin embargo, el rostro, impasible y hermético, no delata la obscura turbación.

Con los profundos ojos clavados en la cuna, Marcela revive, una vez más, sus incertidumbres, a partir de la reciente noche en que, dormida con el nene en los brazos, la despertó la voz de su marido.

—¿No oyes?

—No... ¿Qué sucede?

—Escucha...

—Es un niño que llora a la puerta.

—¿Un niño que llora?... ¡Si parece un recental que plañe!

—Pues es un nene pequeñín como el nuestro.

—¿Un jayón, entonces?

—Sin duda.

—Y ¿qué hacemos?

—Abrir y recogerle hasta la mañana.

Andrés se levantó, muy presuroso, y la moza vió al instante, cómo la obscuridad del campo dormido se asomaba al portón abierto frente a la alcoba matrimonial.

Luego el llanto de la abandonada criatura resonó, más apremiante y sensible, dentro del dormitorio.

Incorporada y absorta, Marcela recibió aquel hallazgo lamentable, y le acercó a la luz.

—¡Un niño!—murmuró, cuando entre la ropa, escasa y pobre, aparecieron las carnecitas nuevas y rosadas. Y fijándose más en el semblante, sereno de pronto, encendido y bobalicón, añadió confusa:

—¡Si es igual que nuestro Serafín!... ¡Parecen gemelos!

—Todos los rapaces de esta edad se parecen—repuso Andrés, con una voz tan desusada y trémula, que la esposa levantó hacia él los ojos llenos de sueño y maravilla, y se quedó mirándole de hito en hito.

Pero el mozo bajó los suyos grandes y tristes, volvió la cara, como buscando alguna cosa, y torpemente fué diciendo:

—Me acostaré en ese otro cuarto para que te arregles mejor con «estos huéspedes»; aquí te voy a estorbar...

Quería sonreir y mostraba una prisa tan inquieta por marcharse, que la mujer le detuvo pasmada.

—No entiendo lo que dices; se conoce que estoy medio dormida...

Manifestóse Andrés más impaciente al repetir:

—Que te dejaré mi sitio libre para tu comodidad.

—¿Y qué hago con el crío?

—Tú quisiste que le abriese la puerta...

—¡Claro! No íbamos a dejarle morir sin un socorro.

—Pues ahora «eso» es cosa tuya.

—¿Cosa mía?... Yo le cobijaré esta noche, y al amanecer tú darás parte en el Ayuntamiento para que le lleven a la Inclusa.

—¿Después de haberle metido en casa?

—¡Ah!; y este amparo, en trance de muerte, ¿nos obliga a criarle?

—Tú verás...

—¿Cómo que yo veré? ¿Te has vuelto loco?

Con el piadoso instinto de las madres, Marcela había colocado, distraidamente, al niño forastero junto al suyo, y el pobre chiquitín se adormecía al dulce calor de la caridad, mientras la moza, ya bien espabilada, sentía el dardo de una sospecha en el corazón y musitaba con acerbo propósito:

—¡Que le críe la bribona que le echó al mundo!

—¿Bribona?—interrogó el marido, huraño, volviéndose desde la puerta—. ¿Qué sabes tú?

Iba a salir cuando le retuvo otra vez el acento alarmado de la joven:

—¡Andrés, Andrés; ven acá: no huyas! Tú estabas despierto esperando al jayón; tú tienes preparadas las respuestas a lo que yo te digo sorprendida; tú quieres que guardemos con nosotros a este niño, y disculpas a su madre, que bien puede ser...

—¿Quién ibas a decir?

Esa... ¡Irene!

Pálido como un difunto, violento de pronto, avanzó el marido hacia la cama, y Marcela, después de mirarle fijamente en los ojos amenazadores, toda estremecida se echó a llorar.

Cuando él pudo separar las manos de la joven y descubrirle el rostro, ya se mostraba sumiso y afable aunque le temblaba mucho la voz.

—No llores, mujer. No sabes lo que dices ni lo que piensas—murmuró, acariciándole el sedoso cabello sobre la frente.

Ella, confiándose con mayor abandono a la repentina zozobra, repuso:

—Sí lo sé: pienso y digo la verdad. Este niño es de Irene... Hace tiempo que no sale de casa y todo el mundo asegura que su madre la esconde...: no puede ser de otra en el pueblo.

—Y aunque así fuese; una moza honrada no es extraño que quiera ocultar un desliz.

—¿Un desliz?... Eso nada me importaría.

—Pues, ¿qué te importa?

Hubo un silencio largo y difícil. Andrés, sentado en el borde de la cama, parecía haber recobrado la serenidad, y al cabo Marcela expresó con gran timidez:

—Tú la querías antes de casarnos... ¡Quizá la quieras aún!... No se le han conocido «desde entonces» amoríos ni rondador...

—Y todo eso, ¿qué?

—El niño se parece a ti.

—¡Marcela!

—Es igual que el nuestro... ¡Mírale!

Intentó descubrir al intruso, pero el marido extendió la mano sobre él con un movimiento de alarma.

—¡Déjale; se va a despertar!—pronunció con angustia, otra vez perdido el aplomo. Y luego de callar un instante bajo la mirada inquisitiva y llorosa de su mujer, hizo un esfuerzo para decir:

—Oye, Marcela... No te negaré que quise a Irene; pero te quise a ti más y la dejé por ti... Nada tengo que ver con su vida ni con su honra, y nada sabía esta noche del jayón. Cuando le sentí a la puerta pensé que balitaba un corderín, ¡ya ves!... Tú dijiste: «Es un niño que llora», ¿te acuerdas?

—Sí hombre, como que eso acaba de pasar, ¿no he de acordarme?—replicó la muchacha con despecho ante aquellas razones pueriles.

Pero él, evitando otras de más fuste, con mucha lagotería, siguió hablando.

—Bastante hemos aguardado al primer hijo, si ahora tenemos dos, recogiendo a este infeliz, bien los podemos criar.

—¿Y por qué? ¡dime!—exclamó la moza casi airada, secos ya los ojos y resplandecientes en la media obscuridad del aposento.

Andrés contestó, siempre evasivo:

—Porque tenemos harta cosecha y lucios ganados; porque tú eres caritativa como una santa...

Quería Marcela interrumpirle, y él, puesto ya de pie con definitiva resolución, agotadas las últimas palabras que se le ocurrían, le dió un abrazo y le susurró al oído:

—¡Porque así te querré más y seremos más felices!

Ya salía de la alcoba dejando a su mujer pálida y muda cuando se volvió a ella para añadir:

—¡Y no me hables nunca de Irene!...

Después de unas horas de insomnio y estupor, vió Marcela clarear las primeras luces del amanecer y oyó, como de costumbre, salir a su marido con el ganado por la cambera arriba, camino del ansar.

En la torre de la parroquia sonaron unas campanadas tranquilas, y al blando tañer respondieron en los corrales la fanfarria de los gallos y el repique de las abarcas; en los nidos, el revuelo de las plumas; en el aire, los rumores de la fronda; la vida tornaba, áspera y fuerte, a posarse en la aldea, como si en la escanilla de Serafín no durmiese con él un niño extraño, y Marcela no velase aquel misterio transida de inquietud...

II. EL ALTAR, LA FUENTE Y LA LUNA.—LA SOMBRA DE UNA MUJER.—LA SEÑAL DE LA CRUZ.

No ha pasado todavía un mes y ya el sueño del intruso en aquella cuna tiene los caracteres de una cosa normal. Ya en el pueblo no se habla del último jayón, el niño hallado en la reciente noche a la puerta hospitalaria de Andrés. Aunque recayeron sobre Irene las sospechas de aquel abandono, alguien dijo que la moza estaba sirviendo en Santander, libre de calumnias, y que al nene «le habían corrido» hasta Rianzar, desde un pueblo cercano. Ello fué que los chismes y los rumores quedaron rezagados en el fondo de las conciencias, sometidos bajo la reservada actitud del matrimonio bienhechor. Tampoco era nuevo el caso de recoger a una criatura desvalida en aquellos hogares montañeses, y reconocido Andrés como el más acomodado labrantín de los contornos, se explicaba mejor el hallazgo en los umbrales de su casa, donde, por añadidura, había una mujer fuerte y animosa que aguardó con ansiedad el fruto de sus amores durante cinco años, peregrina de los altares milagrosos y de las fuentes que proporcionan el don de la fecundidad... Sin duda, la madre del jayón había encontrado alguna vez a Marcela delante de la Virgen de la Esperanza, en súplica ferviente, con un cirio en la mano y una pena en los ojos; acaso la sorprendió una noche cabe la fontanuca del argomal, bebiendo ansiosa, bajo el plenilunio, el agua llena de la apetecida virtud...

La moza devana conjeturas y suposiciones queriendo convencerse de que el amparo al nene desconocido es para ella un providencial tributo de agradecimiento a Dios, un interés que paga a la inmensa ventura de ser madre. Se muestra a ratos optimista y sonríe al intruso con bondad, casi con gratitud; ha llegado a posarle los labios en la frente y por supuesto, le cuida como al suyo, cumplidora leal de un deber que tácitamente aceptó y que ya no discute, porque, cuando mira al niño como ahora, estremecida y turbada, piensa: «Aunque sea hijo de Andrés, me conviene guardarle para que la afición que le tome no vaya lejos de mí; para que la otra no «le tire» y me viva obligado.»

La otra es una mujer de quien siempre Marcela tuvo celos, aunque no se lo confesara a sí misma y no hubiese motivo para tanto.

Ni hermosa ni liviana, Irene es hembra poco temible como rival, y, sin embargo, sus ojos grandes, verdes y húmedos, tienen una rara hondura de aguas misteriosas que produce inquietud y sugestión.

Cuando Marcela ha visto a su hombre distraído y perezoso, con la mirada ausente y el suspiro en la boca, ha deseado más que nunca la llegada de un hijo, y ha pensado con inexplicable augurio en las hondas pupilas de Irene, llenas de encanto y de secreto... Ella fué la primera novia de Andrés, y desde que él la dejó para casarse con una forastera, allí al lado vive retraída y solitaria; marchitándose sin amor, con los profundos ojos abiertos sobre cada reciente hogar... Si Andrés la nombra, le parece a Marcela que revive en los labios del mozo una ternura ungida de remordimientos; si la habla, imagina que todo él se hunde, enamorado, en el abismo de los ojos verdes; pero ni la habla ni la nombra a menudo, y hasta se podría suponer que la huye.

No obstante, la celosa recuerda una vez más en esta mañanita de Abril, algunas pérfidas insinuaciones de los vecinos, supone que Irene está en su casa escondida, y contempla al jayón impuesto en el hogar por Andrés.

—¡Es suyo, es suyo, es «de ellos»!—murmura, con el rostro impasible y el alma zozobrante.

Permanece desnuda y absorta junto a la escanilla hasta que siente frío y la hiere en la cara un rayo de sol. Ya es hora de vestirse y trabajar. Antes de hacerlo, tiende, serena, la mano hacia los pequeñuelos dormidos, y les signa en el aire con una cruz.

III. VOCES DE LA TIERRA.—HISTORIA DE UN AMOR.—EL MAL DEL PAÍS.—LA PÁLIDA VENTURA.—NUEVA ESPERANZA.

La luz vernal se duerme en el paisaje con amorosa dulzura. Por el bravío espinazo del monte baja a la aldea un hálito caliente, saturado de perfumes libres; flota en la brisa el rumor de las alas y el calor de los nidos; están frondosos los bosques, reverdecidas las praderas y los huertos en flor.

A lo largo del angosto valle recibe la tierra en su moreno vientre la rubia semilla del maíz, y corre el Saja espumoso, crecido con la nieve de los puertos, cantando el vasallaje de las fuentes que se le entregan enamoradas, al nacer: toda la Naturaleza en celo palpita, escucha y aguarda, trémula de pasión.

Marcela también padece la divina ansiedad de las horas primaverales y vive en un atisbo celoso, ignorando lo que aguarda, escuchando impaciente los rumores del campo, los pulsos de la tierra, las ráfagas del viento. Mientras su marido trabaja en la mies, ella cose en el abierto portal, vigilando la cuna, suspirando con frecuencia. Su pensamiento, que desfallece sometido a la embriaguez del día, busca al amado y quiere penetrarle, saber lo que piensa y discurre, averiguar por qué lleva la frente siempre tajada con una honda arruga.

Andrés ha sido el primer amor de Marcela; el único. Bravía como el monte, ardiente como el sol, quiso al mozo con vehemencia ruda y fiel, desde que le miró a los ojos tristes y pensativos, le vió sonreir con melancolía silenciosa y le escuchó la voz ferviente, impregnada en oculta pesadumbre.

No había razón para que fuese aquel hombre taciturno. Tenía a los veintiocho años algo de hacienda propia, excelente salud, buena figura y avisada inteligencia. Las mozas se perecían por él, los vecinos le concedían en todo una envidiable superioridad y gozaba justo renombre de valiente y honrado.

Pero era un descontento de la vida, un espíritu ansioso, tocado del mal del país, herido por la bruma de Septentrión. A pesar de su escasa cultura, sentía desmesuradas aficiones por libros y periódicos, y hasta se dijo que, a hurtadillas, escribía romances. Toda la poesía triste y honda del campo montañés se le había metido en el corazón, y le envolvía los deseos en una niebla de llanto sin lágrimas: así las altas inquietudes sentimentales descendían sobre aquel ánima silvestre como un tormento obscuro, nunca roto por el divino hallazgo de lo sobrenatural.

Cuando Andrés conoció a Marcela en una romería comarcana, quedóse deslumbrado como si por primera vez le bañase, rútilo y potente, el sol.

Era otoño. Comenzaban a morirse las ramas en el bosque y a tenderse las nubes sombrías por el cielo. Ya remansaba el crepúsculo en el campo de la fiesta y aun sobre la seroja descolorida bailaba incansable la mocedad.

Del bullicioso grupo se apartó una muchacha que cruzó la romería para ir a sentarse en el tronco seco de un nogal, acaso con la única intención de que la viese Andrés.

Al pasar junto al joven le soslayó una mirada y una sonrisa, diciendo muy gentilmente:

—Buenas tardes.

—Santas y buenas—repuso el galán, aturdido por la hermosa aparición que, en la blancura del traje y de la cara, parecía recoger del espacio toda la luz. Y siguió atónito los pasos de la moza, se sentó al lado suyo, olvidó a Irene con quien se iba a casar...

Tenía Marcela aventajada la estatura, gallardo el busto, clara la tez. Llevaba luto en los cabellos y los ojos; en los labios carmín; en la risa y el alma, juventud. Su hechizo irradiaba una fuerza tan llena de vida y de gozo, que Andrés, amando a la joven, tuvo por cierta la felicidad y vislumbró la serena alegría de los espíritus apacibles, de los corazones abiertos y puros.

Sin dificultades llegó la boda, y desde la aldea montaraz, colgada como un nido en el bravo alcor, fuese la esposa con su dicha al valle, allí donde, muy cerca, la olvidada Irene escondía su humillación como un delito.

Andrés parecía curado de sus antiguos males y un aura de ilusión le alzaba la frente, le convertía en comunicativo y risueño. Sólo al hallar a su primera novia, o cuando le hablaban de ella, volvían las melancólicas nubes a circundarle, como si la pobre abandonada fuese todavía un lazo que le atase a las meditaciones tristes.

Pasaron los meses y comenzó a palidecer la luz de la ventura nueva. El matrimonio se impacientaba esperando un hijo, y aquella privación constituía para la esposa un grave quebranto porque la relacionaba con el duelo de los ojos de Andrés, la bruma ausente que de nuevo envolvía al amado poco a poco. Entonces peregrinó Marcela, devota y creyente, a los pies de la Virgen de la Esperanza, y fué a beber, supersticiosa y simple, en la fontanuca del argomal bajo la plena luna. Al cabo el deseo tuvo realidad: el agua saludable y la religiosa oración florecieron juntas en una misma cándida fe, y Marcela, enajenada de gozo, sintió que un amor nuevo y sublime emergía, igual que una fragancia, de su carne joven, como si en su corazón se abrieran las hojas de un capullo. Pero no se aclaraban las nubes en la frente de Andrés y la esposa, con la aguda perspicacia de los enamorados, advertía los esfuerzos de su marido para compartir las ilusiones de ella y recibir al hijo como una bendición. Entre alternativas de zozobra y ventura, la imagen tímida de Irene rondó a Marcela como una sombra pálida y tenaz; oyó alusiones mortificantes respecto al único amor de la muchacha, la vió desaparecer del pueblo, oculta o ausente, y sintió cerca de sí, más lejana que nunca, la sombría presencia de Andrés. Al fin el hijo la colmó de goces, tan inefables y sutiles, que olvidó todas las incertidumbres hasta la noche del misterioso hallazgo, hasta que tuvo que albergar al jayón en la cuna de Serafín...

Tanto se asemejan los dos nenes, que sólo la madre distingue al suyo del pobre desconocido, a quien han puesto por nombre Jesús. Por su parte Andrés procura no compararlos, apenas los acaricia tímidamente, y repite a menudo, con terca obstinación, que en esta edad todos los niños son iguales.

Como ya apremia el trabajo de la sembradura y aun no están majados en algunas tierras los cavones, el mozo se detiene poco en su casa. Vive campo afuera casi todo el día, se acuesta rendido y madruga mucho, pero en el breve trato con su mujer muéstrase cariñoso con una cordialidad llena de matices raros, de tímidos aspectos en que Marcela cree descubrir los resquemores de la culpa y los aromas de la gratitud. Le parece a ella que su marido la mira de otro modo, la reconoce más virtudes y la estima con mayor reverencia. Y aunque esta novedad significaría la tácita confesión de cuanto la esposa teme, pudiera ser, al mismo tiempo, señal de la gran ventura, renacer de la pasión juvenil que a los dos les hizo tan felices. Generosa y enamorada, ella se apresura a perdonar y sufrir, para merecer, y no arriesga una sola palabra imprudente, ni un gesto, ni un reproche que nublen aquella perseguida ilusión.

IV. EL ESTIGMA.—LA SENTENCIA DEL INOCENTE.—¡NADIE LO SABRÁ!

Cosiendo y soñando, en esta hermosa mañana de Abril, oye Marcela que llora un niño, el suyo sin duda, que es de los dos el que llora más. Corre a buscarle y piensa con orgullo que le tendrá despierto en los brazos cuando al mediodía regrese Andrés. Pero el chiquillo, después de mamar gime aún, con tal desasosiego, que la madre le desnuda para consolarle, volviéndole a vestir la ropita fresca, olorosa a flores y a sol.

Ya le mece, libre de los pañales, en el regazo, y se engríe con su robustez.

—Es más fuerte que «el otro»—murmura, contemplándole a plena luz, bajo el aire tibio y dulce del meridiano.

De súbito, los dedos ágiles y acariciadores se detienen con inquietud sobre el pecho ancho y saliente del niño, allí, encima del corazón, y se agitan después envolviendo el tallo dorsal de la criatura. Algo extraño y monstruoso le parece a Marcela descubrir donde creyó hallar fortaleza y reciedumbre.

Acude presurosa a desnudar al otro nene, y, encima de la cama, los coteja, los mide, los junta en una exploración llena de perplejidades y terrores: así la sorprende Andrés que no repara en el mudo trastorno de la madre ni se aproxima demasiado a los chiquitines.

Largo día de zozobras crueles, y negra noche de insomnio, inspiran a la muchacha una resolución pronta y enérgica. Quiere salir de la duda insoportable, saber si su hijo es contrahecho o si ella delira de pasión y ternura maternal. Envolviendo tales incertidumbres, cierto obscuro propósito entenebrece el alma de Marcela y la obliga ciegamente al disimulo.

Cuando llega el médico, llamado como por casualidad, la joven descubre a Serafín, y pronuncia, con acento en que tiembla muy oculto el terror:

—Mire; está muy hermoso, ancho y grueso, pero llora mucho, parece que se queja... y, como usted pasaba por ahí, me dije: pues que haga el favor de verle don Mauricio.

Don Mauricio, con las gafas sostenidas en la punta de la nariz, se inclina sobre el nene mirándole despacio, le registra con los sabios dedos el pecho y las espaldas, y mueve al fin la cabeza en un signo lamentable.

Marcela le devora con los ojos.

Antes de dar su parecer el médico pregunta:

—Este niño, ¿es el tuyo?

Y rápida, con acento sombrío, pero firme, responde la moza:

—Este es el jayón.

—Ya me lo figuraba. Porque tú y Andrés sois robustos y normales y este pobre es raquítico: tiene una corvadura angulosa en la columna vertebral, lo que llamamos vulgarmente giba.

Con la voz empañada y brusca insiste la madre:

—¿De modo que es jorobado?

—Eso mismo.

—¿Y no lleva remedio?

El doctor se encoge de hombros.

—Ninguno—dice—. Le pondríamos un aparato, le mortificaríamos, y el chico no se enderezaría. Su lesión es innata, producida acaso por herencia, acaso por un golpe que sufrió la madre, por una presión nociva durante el embarazo clandestino... ¡Vete a saber!

Como nada repone la moza mientras envuelve a la criatura, don Mauricio sigue hablando de escoliosis osteopática y otras enfermedades relacionadas con la de Serafín, el niño desgraciado que desde ahora se llamará Jesús.

Diríase que el inocente escucha la inexorable sentencia de su desdicha; de tal manera gime hasta que la madre, muda y febril, desabrocha el corpiño y le ofrece el seno, blanco y duro, generoso.

El buen doctor, algo mocero, a pesar de sus años, y hombre sentimental, se admira tanto de la hermosura de la joven como de su impulso caritativo, y alude:

—¡Ah!, pero ¿le crías tú?

Ella, turbada en este instante por primera vez, murmura:

—Un poco...

—Ha caído el rapaz en buenas manos: más vale así. Vaya, hija, ¡que sigas tan guapetona y de tan noble condición!

Marcela despide a don Mauricio muy amable, y la blancura de los dientes, al querer sonreir, le enfría la púrpura de los labios con una extraña claridad.

Cuando se queda sola acuesta al nene que se ha dormido y sale al portal huyendo frenética de la cuna. Lleva en el alma un duelo indecible y en la conciencia una nube cruel. No: nadie sabrá nunca que su hijo, el soñado, el conseguido a fuerza de oraciones y lágrimas, el fruto de un amor impetuoso, de un seno firme y joven, es una criatura miserable, un sér enteco y ruin: ¡nadie lo sabrá! Allí está el jayón para sustituirle y el orgullo de la madre para envolver en silencio sacrativo aquel trueque fatal.

Marcela, inmóvil, helada bajo la lumbre fulgurante del sol, clava sus morenos ojos en la tierra donde ha puesto una mancha fugitiva el vuelo manso de una paloma. Al otro lado del corral se remece el huerto con blandura...

V. LA RUEDA DEL TIEMPO.—FRATERNIDAD.—LA CONCIENCIA Y EL CORAZÓN.—LOS OJOS VERDES.—VIDAS INFELICES.

Han pasado muchos días, lentos y monótonos, sobre la aldea montaraz. Serafín y Jesús tienen ya once años y forman un rudo contraste de lozanía y endeblez. El que pasa por hijo de Marcela es un chicazo alegre y rubio, con la cara redonda como la luna y los ojos verdes como las olas, unos ojos que el padre mira siempre con singular fascinación. El otro es un sér enfermizo y contrahecho, una pobre criatura de mirada quieta y sonrisa tarda.

Entre los dos media, con las afinidades del común hogar, el lazo firme de un cariño devoto que es en Jesús admiración y vasallaje y en Serafín misericordia y amparo. Delante de él ningún rapaz se burla del niño giboso, ninguno le molesta ni le persigue: hermanos se llaman y por hermanos les tienen en el pueblo, donde ya nadie duda la procedencia de Jesús. La misma Irene acostumbra a besarle cuando le encuentra solo, y a mirarle siempre con un ansia muy triste, con una compasión muy dolorosa.

Ya la antigua novia de Andrés perdió los últimos encantos de la enamorada juventud. Sola en el mundo desde que murió su madre, pugna en la vida sin apoyo ni afecto que la sostenga y conforte. Trabaja y sufre entregada al destino con una obscura conformidad acaso encruelecida por la desesperación. Bárbaros empujones de su lucha solitaria la han puesto algunas veces delante de Marcela, en solicitud de un jornal, de un préstamo, de un pequeño favor. Y la esposa de Andrés la ha recibido afable y complaciente, transida por una angustia semejante a los remordimientos.

Tampoco Marcela parece la misma de antaño. Aunque en su posición de labradora acomodada no ha conocido los rigores de la necesidad, vive cavilosa y suspirante, con la mirada siempre fugitiva, escuchando imaginarias voces al través de las horas mudas. De su fuerte belleza le queda todavía una arrogancia en el porte y un hechizo en el semblante, pero sólo como un recuerdo que alumbra la ruina de aquella briosa mocedad. Desde que suplantó los niños con repentina y firme decisión, en impune secreto, en vano busca su conciencia los vestigios de una esperanza, el corazón, incapaz de mentir, la avisa de su delito a cada instante. Al peso de su culpa ve la vida llena de sombras y siente los castigos caer a su alrededor bajo la pupila negra del misterio. Andrés quiere a Jesús mucho más que a Serafín, le quiere con una piedad violenta, irresistible, en la cual piensa la celosa que descubre redivivo el amor hacia Irene, ya que el padre ama en la criatura triste al hijo de aquella mujer, mientras que al heredero le luce con orgullo pueril porque es bizarro y saludable, pero le mima y educa sin meterle en el alma, con un desvelo frío. Es verdad que a menudo se estremece mirándole; le acerca a sí, rápido y brusco, le aprisiona en los brazos, y se hunde, aturdido, en el abismo insaciable de los ojos verdes: ¡los ojos de «la otra!»

—¿Qué busca en esa mirada?—se pregunta Marcela con loca incertidumbre. Y para mayor tortura, su rival le inspira más lástima que celos. No es a ella a quien Andrés persigue a tientas, en los ojos del hijo sano y en la desdicha del hijo doliente: es al amor fugitivo, al imposible, al enigma. La intuición se lo dice a la enamorada en forma obscura pero cierta, y sufre ahora por el cruel abandono de Irene con el doble estímulo del arrepentimiento y la compasión. Andrés y Serafín debieran ser para la desvalida amor y gozo. Marcela se siente culpable de habérselos arrebatado y padece con el atroz pensamiento de ser una ladrona: el hombre que ella tiene por suyo estaba destinado a Irene, y el niño que la llama madre nació de las entrañas de aquella misma infeliz, a la cual no le queda ni el lejano consuelo de haber alumbrado una criatura bella y dichosa: porque mira en Jesús la prueba de su deshonor, el castigo de una hora de embriaguez.

Y el nene cativo, el inocente condenado a no tener nombre ni madre, oye que le llaman jayón, sabe que vive de la caridad, y sufre en humilde silencio, mientras la que le dió a la luz del mundo calla y sufre también, con más angustia todavía, y esconde como pecados vergonzosos los impulsos y los gritos de la sangre.

Mil veces Marcela siente la tentación de romper el secreto y confesar su culpa cuando el niño gime atormentado por el doble infortunio. Mil veces la culpable arrastra como un grillete su delito ante los ojos tétricos de Jesús y la mirada atónita de Andrés. En la conciencia turbia de la esposa, riñen ardiente y ferocísima batalla los celos, el orgullo, la vanidad de la hembra, pugnando siempre por sofocar el puro y callado instinto de la madre. Comprende la triste, con un espantoso desgarramiento del corazón, que si mantuvo el dominio de su hogar egoísta, si logró reducir al hombre amado y alzar la bandera de un cobarde y engañoso triunfo, todo ello fué a costa de su propio hijo. Llena de amargura y de horror, de envidias y despechos indecibles, de pesadumbres roedoras, quiere compensarle a fuerzas de caricias y llantos, con una ternura desvelada y enferma que la consume poco a poco. De tal suerte le cuida y le llora, como pidiéndole perdón, tanto le envuelve y le regala entre solicitudes y fervores, que el marido la contempla con asombro más reverente y dulce cada día, más empapado en amorosa gratitud.

A los ojos de Andrés la abnegación de Marcela crece hasta fundirse con la santidad. Creyendo, como todos, que ella conoce el origen del intruso, ve sin embargo cómo a los dos niños los confunde en una misma gracia maternal, aun más fina, más honda y vehemente junto al desgraciado. Y no sabe el padre cómo bendecir el tributo de amor que recibe, de esta manera tácita y peregrina: rendido, confuso, rodea a su mujer de tiernos homenajes que la entristecen cada vez más, porque no acierta a conformarse con tan gratuita admiración.

Así en el drama sordo de estas vidas infelices sólo triunfa el supuesto Serafín, engañado por la suerte, mecido por una dicha mentirosa...

VI. LAS FLORES DE LA NIEVE.—DICEN LOS PASTORES...—A LA LUZ DE UN RELÁMPAGO.

El cielo decembrino, bajo y turbio, se entenebrece con ráfagas siniestras. Gime el bosque, desnudo por el huracán, baja de la montaña un helado soplo, y en la vacía soledad del espacio vuelan copos de nieve, palpitantes como mariposas.

Tendido en el tajo de la hoz el pueblo de Rianzar yace medroso, y en lo profundo del estrecho valle muge el río por la honda vaguada, desatado en espumas grises, ensanchando la ronca orilla por fragas y juncales borrando los azutes del ansar y los saetines del molino.

Al mediodía se hacen más espesas las flores de la nevada, rimbomba el trueno y el aire adquiere un gemido áspero y terrible.

Marcela aguarda el regreso de Andrés y de los niños. De víspera subieron al «invernal» de Bustarredondo por el gusto de dormir en la mullida cabaña, beber la leche espumosa, recontar los ganados y gozar de los bravíos paisajes. Quedaron en volver a la mañana siguiente y Marcela atisba los senderos, llena de incertidumbre, pensando si el temporal les habría sorprendido ya en la ruta borrosa del monte.

Medra la tarde, cunde la nieve, se rasan las veredas, y todos los confines cobran una misma blancura de sudario.

Unos pastores que bajaron al anochecer, huyendo trabajosamente de la nevasca, dicen cómo al pasar por soto de la Cruz creyeron oir unos gritos que pedían socorro. No lo pudieron comprobar y se inclinan a suponer que las voces lamentables fueron una ilusión: el «invernal», medio arruinado en aquel sitio, gemía, sin duda, al acabar de hundirse bajo los atambores de la tormenta.

Pero la esposa de Andrés acoge este rumor con invencible espanto. Va y viene por el pueblo presa de angustia desesperada, y no sosiega aunque los vecinos de más fuste le dicen que el soto de la Cruz no está en la ruta de Bustarredondo, y que si Andrés se hubiese expuesto con los rapaces en el monte no perdería el rumbo por tan lejano camino.

Marcela nada escucha. Torna a su casa oprimida por aciago presentimiento, y se duele de él sola, en una soledad insoportable, bajo los frémitos de la ventisca y la claridad helada de la noche. No quiere encender luz, imaginando, cavilosa, que rostro al campo yerto, está más cerca de los ausentes, y abre de par en par la ventana sobre el valle alumbrado por una ceniza luminosa, embebido en la nieve. Siguen sonando las nubes con rugido pavoroso; la indómita curva de la sierra se yergue amortajada en el paisaje, y abajo, en la honda línea de la hoz, tiene la frescura del agua clamores turbios y agoreros.

De pronto ve Marcela pasar una sombra por la linde blanca del camino, una sombra muda que ella conoce mucho, y sale a recibirla con el irrefrenable deseo de apoyar el desplomado corazón en otro que sufra igual martirio.

Entra Irene en el abierto portal, y con tapada voz pregunta:

—¿Han vuelto?

—¡No!...

La trágica lumbre de un relámpago ilumina a las dos madres y las acerca en instintivo impulso de terror. Se tienden las manos mirándose con ahinco a los ojos, y se sientan calladas, a esperar.

En la torre de la parroquia plañe una campana gemebunda; cae más menudo y fino el polvo de la nieve; se desgarra una pálida nube y dos estrellas se miran en el cielo, temblorosas...

VII. RÁFAGAS DE TEMPESTAD.—LA SELVA MUDA.—EL CANTAR DEL AGUA.—LA HUÍDA.—EL GRITO CELTA.

De amanecida, rota apenas la mañana, Andrés vió la espesura de las nubes y sintió el frío precursor de la nieve. Un silencio desnudo bajaba del medroso celaje y un hálito de hielo corría por las llecas y el mantillo, como si tiritase el monte.

Ya el pastor dispersaba el rebaño, y la leche fresca rezumaba en las zapitas, acerca de la borona rubia, cuando Andrés despertó a los niños ponderándoles la necesidad de volver al pueblo sin que reventase el nublado.

Hizo Serafín los honores del sabroso desayuno mientras Jesús lo probaba con esfuerzo y el padre creía descubrir señales dolorosas en el trasojado rostro del enfermito. Tenía el pobre maceradas las ojeras, ardientes las manos, caídos los miembros, apagada como nunca la expresión de las pupilas. Buscándole a él refrigerios y tónicos, por consejo de Don Mauricio, subían a menudo al «invernal», pero aquel día no les acompañaba la suerte, a juzgar por el cariz del tiempo y el talante de la criatura. Para que no se cansara mucho, tomaron el camino lentamente, escuchando las voces de la soledad, mirando al cielo con inquietud.

Muda estaba la selva como si no hubiese aire para un rumor; quietos los zarzales y las árgomas, todo silente el horizonte gris.

Cuando ya llevaba Jesús jadeante el corazón, galoparon las nubes sobre el viento y una lluvia sesga y helada comenzó a caer. Llegaban entonces el álveo del río más caudaloso del país, donde el niño Saja nace y solloza como un chortal, ablandando con su frescura la aspereza montés. Y quedaron envueltos en los sones del agua, empapados en la fría canción, mecidos por la tormenta que, al crecer, convertía la lluvia en nieve y el viento en huracán.

Una repentina virazón de los aires empujó las nubes hacia el Norte con ímpetu furioso, congelando los cierzos, tapando las veredas, dificultando el camino, en tal forma, que Andrés tuvo que cargar a Jesús en los hombros y tirar de Serafín, animándole con ruegos y promesas.

Decidieron volverse a la cabaña, más próxima que el valle, y tornaron otra vez monte arriba, en recia lucha con el temporal, ateridos, alcanzados por la torva angustia del miedo.

Una hora tremenda llevaban de huída cuando comenzaron a sentirse perdidos, no viendo, aún en torno suyo, las señales del amigo techado: ni la cambera firme entre los setos, ni la braña sativa, ni el ramblizo siempre susurrante, ni los pobos cercanos al pastoril hogar.

Aunque la nieve confundía lindazos y confines, hubiesen conocido bajo la cruel blancura el huello de las parcelas propias, y hubiesen oído, al través de la borrasca, las esquilas del ganado. Pero no; la ruta, difícil y agreste, padecía el azote de los elementos sin decir nada a la memoria de los caminantes: ¡ni un signo amistoso en derredor, ni un toque suave de aljaraz!

Todo era esquivo y nuevo en la calzada serraniega a cuyos bordes el eriazo mostraba un bravío semblante: se adivinaban los abietes hostiles, la guájara rebelde, la espesura mazorral sin tresna alguna de cultivo. Un bosque de salvajes enebros erguía las yertas ramas con pavura como si levantase los brazos hacia Dios: la nube, cada vez más negra y más baja, se abría en lampos de fuego y horrísonos clamores.

Agobiado por los niños, uno a cuestas, otro de la mano, quiere Andrés huir de aquellos trágicos lugares, buscar un asubiadero con la esperanza de que, por lo repentino y brusco, tuviese el temporal poca duración. Seguro ya de haberse extraviado, rendido con el peso de Jesús, avizora ansioso el horizonte y tranquiliza apenas a los zagales, llenos de terror.

Ya Serafín se queja a gritos de no poder andar. Cayendo a cada paso, lloroso y gemebundo, interrumpe la fatigosa marcha del padre, y tiene aquella fuga una expresión inclemente de fatalidad, un siniestro perfil humano sobre la candidez terrible del camino.

No saben cuánto tiempo luchan y desfallecen sin rumbo ni reposo, cuando en una tregua de la ventisca descubren el cobijo de una cabaña, y al tocar sus ansiados umbrales reconocen el «invernal» del soto de la Cruz, abandonado por ruinoso y abierto a las tormentas, pero aun así providente y bienhechor para los tristes errabundos.

Yacen allí más que descansan, transidos, inertes, sin conciencia de la vida, hasta que Andrés logra recobrar los bríos y darse cuenta de su responsabilidad. Entonces mira con espanto a Jesús que parece un difunto; le toca y está ardiendo, le mueve y está dormido, con un sueño soporoso y letal.

La más desesperada compasión entenebrece al hombre delante de aquel ser que le debe una existencia tan ruin, una infancia menesterosa y comalida, sembrada de pesares, llena de humillaciones y amarguras. Piensa que, al cabo, el hijo se le muere allí, a las inclemencias del cielo, sin que nadie le cuide ni le ampare, abandonado a la más dura suerte. Y reflexiona en lo inútiles que han sido aquella lástima y aquel remordimiento que en una noche inolvidable abrieron al jayón la puerta de un hogar...

No sabe cómo servir al niño, da vueltas igual que un loco, por la achacosa cabaña, buscando en cada ostugo la vislumbre de una ayuda que está muy lejos de parecer. Si el vendaval empujó por allí algún sobrante de la escamonda, los gajos secos del espino cerval o del residuo del rozo, la nieve y el agua lo han mojado colándose por las hendiduras, boquetes y algeroces. Y el mezquino acervo que Andrés reúne con avaricia, tratando de encenderle para secar la ropa y mitigar el frío, se resiste entre ásperas quejumbres y bocanadas de humo.

Serafín duerme cansado de llorar. Jesús se lamenta sin abrir los ojos, con silbidos en el pecho deforme y temblores en las manos inquietas. Cruje el endeble techado; gime el viento, cada vez más rendido; nace la noche en el fondo de la hoz.

La nieve ha dejado de caer en torvas y rodar en aludes; se desmenuza ahora en copos muy tenues, con atalaje de hada, y sus vedijas sutiles se confunden en la pálida tiniebla, bajo la agonía de la luz.

De pronto unas voces lejanas llegan a los oídos vigilantes de Andrés. Se yergue el desgraciado con toda la atención despierta y sacudida, y vuelve a oir, remoto, un son de relinchada, el ijujú celta que perdura entre los mozos cántabros. Quizá pastores o serrojanes, que huyen a la llanura, cantan para espantar el miedo, con alarde infantil.

Andrés, brusco y esperanzado, responde al bárbaro cantar con angustiosos gritos, y quiere correr hacia las voces peregrinas, pero los zagales, espabilados de repente, no le dejan salir. Un terror inmenso les aturde ante la nueva actitud de fuga que el padre inicia, ahora que ellos, tundidos, no se pueden mover y que la sombra ciega al monte envuelto en pánico blancor.

Claman los muchachos frenéticos:

—¡Padre, padre! ¡No te vayas, no nos dejes!

Se le abrazan a las rodillas mientras Andrés pide socorro fuera de sí, y ninguna humana voz acude al vehemente reclamo, ningún auxilio llega al través de la soledad: ¡tal vez los sones errantes fueron una ilusión!

El viento gira hacia el Sur convertido en un noto de repentina blandura, y al dormirse en el éter deja oir la querella del Saja, honda como un llanto inconsolable, y rasga las nubes en un jirón azul: dos estrellas se asoman al cielo, pensativas, para mirar la nieve acostada en la noche.

VIII. EL RESPLANDOR DE LA TRAGEDIA.—CAMINO DEL CIELO.—EL BESO DEL SOL.

Palidece una madrugada turbia sobre la claridad deslumbradora del paisaje. El día, que empezó a morir en los hondones, resucita en las cumbres, invadiendo los contornos de la sierra cuando aún es Rianzar valle de sombras.

Andrés no sabe si ha dormido: reina en sus actos el desorden de un sueño, y mira a su alrededor con aire de sonámbulo, mientras se le esconden los pensamientos en lo más obscuro de la conciencia.

Pronto revive su corazón con profunda congoja, sumido bajo la recia pesadumbre: este día que nace no trae con su luz más que la evidencia del drama, el resplandor de la tragedia.

Ha querido el padre dar calor con su cuerpo a los hijos, y los guarda a su lado inmóviles, mudos. Jesús descubre, ardiente, el ascua de los ojos, lo único que parece vivir en él; Serafín tiene los párpados caídos, y abierta la boca en una respiración cansada. Inclinándose a contemplarlos siente el hombre deseos de llorar y morir, y oye sin asombro cómo cruje el cobertizo al peso de la nieve: ¡sin duda va a hundirse! Entonces, desde el trépido umbral otea los parajes helados con las sendas perdidas y padece la vaga sensación de asomarse al mundo del silencio, en contacto con la eternidad.

Quisiera romper con la mirada los horizontes, salir, con la vista siquiera, de aquella linde cándida y perenne que no concluye nunca.

El viento arrecia y la cabaña vuelve a crujir: parece que las nubes van a rasgarse bajo un punto remoto de viva claridad. Otro brusco remezón de la techumbre obliga a Andrés a sacar los niños, de un salto, fuera del peligro, no sabe para qué. Los deja allí sobre la alfombra helada, y espera absorto que se hunda el «invernal».

El desplome, el frío y la luz sacuden a los zagales con terrible aguijón. Se levantan como autómatas, sin brío ni conciencia, y Jesús se vuelve a caer.

Serafín llora deshambrido, asustado, maltrecho, y el padre coge al caído en sus brazos y dice al otro con un gesto obscuro:

—¡Anda!

Toma una dirección cualquiera, monte abajo, fiándose al instinto, pero el rapaz no le sigue.

—¡No puedo... no puedo!—murmura—También yo estoy cansado y siempre llevas a Jesús: ¡a mí no me quieres!

El desconsolado plañido llega certero al corazón de Andrés, y le acusa de predilecciones invencibles. Tal vez Jesús no sufre tanto como él teme, ya no arde ni se queja, ya no le silba el pecho: será menester que ande un poco. Le posa con dulzura y repite:

—¡Anda!

Carga con Serafín, que aún gimotea.

—¡No me quieres... no me quieres!

Y Jesús da unos pasos, vacilantes, detrás de ellos. Después vuelve a rodar con un sordo retumbo, sin decir una palabra.

Acude el padre, aterrado, y al postrarse junto a la criatura conoce que está allí la muerte, la reina de todos los espantos.

—¡Jesús!... ¡Jesusín!—clama rota de pena la voz.

Y el niño, con la cara vuelta al cielo, entornados los ojos, lanza una risa aguda y delirante que rebota en la nieve y se aleja sin extinguirse. Al dejar de reir, el alma le resplandece un instante en las pupilas, triste y pura como un cirio, y se apaga de pronto, humedeciendo el cristal de la mirada muerta.

Andrés, con el pensamiento inmóvil al lado del abismo, se inclina a besar la boca exánime de Jesús, y sobre ella se detiene, como si quisiera recoger un murmullo, un sollozo, la última volición de aquel espíritu mártir y solitario que habitó un cuerpo tan infeliz. Pero el hielo de la boca marchita hiere con filo tan penetrante, que el hombre se levanta, crispado, y echa a correr con el hijo que le queda...

Ceñido por la mortaja infinita de la nieve, el cuerpo difunto duerme con solemnidad en el monte, nunca tan santo como ahora que guarda los despojos de un niño.

El viento al crecer, raudo y caliente, provoca el deshielo y ensalza los rumores de arroyos y hontanares: parece que las aguas lloran una pena indecible. El sol ha roto aquel punto claro de las nubes, y, sin miedo al frío de la muerte, se asoma a besar la carne yerta de Jesús.

IX. HORAS DE ANGUSTIA.—LAZO DE DOLOR.—LA VOZ DE LA SANGRE.

Cuando Andrés llega a su casa, medio enloquecido, ya las vecinas le han arrebatado a Serafín para alimentarle y vestirle antes de que su madre le vea derrotado y hambriento, con el terror hundido en los ojos y la angustia pintada en el semblante...

Todo el pueblo se agita al conocer la tragedia del soto de la Cruz. Las mujeres lloran:—¡Pobrecito jayón, pobre inocente, señalado como una víctima desde la cuna!... El párroco dice que el zagal supo elegir el único camino libre y hermoso: ¡el camino del cielo! Y se apresuran los hombres cerca de Andrés para ofrecerle compañía y auxilio. Todos quieren subir a la montaña para rescatar el cadáver; todos se compadecen del amigo que fué siempre generoso con los demás, valiente y útil en la lucha común por la vida. Nadie ignora, tampoco, que el buen camarada pierde un hijo en el niño jayón, y las frases de condolencia adquieren rumores de secreto, matices de aventura pasional que rondan a Marcela, sordamente, antes de que arribe su esposo.

No le aguarda sola; allí está Irene, que no se ha movido del banco donde por la noche se encogió, muda y trémula, agobiada de un dolor humilde, sin palabras ni suspiros, llena de vergüenza y timidez. Una zozobra obscura, más fuerte que su orgullo, la empujó hacia el hogar siempre envidiado, y allí se queda, esclava de la inquietud, quizá temiendo que la echen; quizá sin fuerzas para huir.

A Marcela no se le ha ocurrido evitar la compañía de aquella mujer: al contrario, la necesita y la estimula. Toda la noche trató a Irene como a una compañera de infortunio; la invitó a calentarse y rezar; se estrechó contra ella en el mismo banco, y tuvo tentaciones de abrazarla y pedirla perdón.

Alumbradas desde fuera por la claridad de la nieve, contaron las horas en vigilia constante, y cuando el alba inició las primeras luces, sintieron en torno suyo una turbia sensación de opacidad, una vaga certeza de vivir... Ecos del drama que las reúne en misterioso lazo, posan ya junto a las dos madres. Algunos vecinos que preceden, solícitos, a Andrés, para tranquilizar a la esposa, no saben cómo hablar delante de Irene, y ellas, notando la turbación de los semblantes, padecen crecidas todas sus incertidumbres y nada quieren oir.

Es aquel un minuto horrible de ansiedad, hasta que el hombre, tan dolorosamente esperado, entra y se mira, atónito, entre las dos mujeres.

—¿Y los niños?... ¿Dónde están los niños?—le preguntan desoladas, olvidando que huían de saber.

Él paga a Marcela en tal instante su larga deuda de gratitud, respondiendo con heroica generosidad:

—He salvado el tuyo.

—¿Al mío?—Nadie adivina el pánico de esta voz que repite:—¿Al mío?

Ronco y aciago el acento, Andrés confirma:

—¡A Serafín!

Y no comprende por qué Marcela da un grito desesperado y hondo, como la pobre madre del jayón...

X. EL DÍA DEL PERDÓN.—LOS PEREGRINOS.—ENTRE DOS ORILLAS.—ALMAS QUE SE BUSCAN.—REVELACIONES.—SOLA EN EL MUNDO.—SUEÑO DE ETERNIDAD.

La primavera vuelve, celosa, pujante, con todo el ciego impulso de la vida, y alumbra unas bellas horas apacibles, unas horas que a media tarde se pueblan de rumores de campanas, y ven llegar, por los hondos caminos de la vega, grupos de gente grave y silenciosa.

Muchos de estos viajeros, los que vienen del lado ponentino, se detienen a la orilla del Saja, junto a un plantel de alisas y el tramo de un puente roto. Entonces una barca, plana y tosca, que se mece sobre el murmullo glorioso de las aguas, llega con el empuje del barquero al lado de los caminantes. Y el ancho brazo del río, cadoso y transparente, se deja cruzar una y otra vez por la nave servicial y deja que en su espejo se miren, entre medrosos y complacidos, los romeros que forman la mística expedición.

En medio de la breve llanura, una iglesia, blanca y pobre, va recibiendo a todos los peregrinos hasta donde le es posible albergarlos, y los menos diligentes en acudir a las voces de la torrecilla humilde se agrupan a la entrada, abierta de par en par, frente al púlpito vestido de viejo brocatel.

La voz llena y clara del predicador se desborda del templo, y rueda, sonora, por los campos en reposo. Dice el carmelita unas palabras sencillas y emocionantes; cosas buenas y dulces a propósito de la debilidad de las mujeres; de la inocencia de los niños; del olvido de las injurias; de la misericordia; de la caridad. ¡Es «el día del perdón»!

En las tardes pasadas ha desarrollado el misionero todos los temas piadosos que deben traer como consecuencia este sublime final: ¡el perdón! ¡Hay que perdonar las envidias, los agravios, las traiciones!...

Muchos fieles se miran con afán a los ojos como si quisieran verse el alma; otros bajan la frente, otros suspiran con angustia. Y en el atrio, sobre una viga del tejaroz, dos golondrinas recién llegadas de lueñes tierras, coloquian misterios de su nido, sin desconfianzas ni temores. Su manso arrullo besa en el aire las palabras del apóstol: ¡Paz y amor! Un hálito vernal las empuja por el campo, hasta el río donde la corriente solloza y la barca se mece, como un símbolo, entre las orillas, bajo el tembloroso andarivel...

Sola va quedando la iglesia blanca en el fondo de la llanura.

La tarde se duerme con placidez, echada sobre las flores de la campiña, y los devotos se extienden por la vega en demanda de sus pueblecillos.

Con la última volada de las aves y los últimos fulgores de la luz, parece que flotan en el viento misteriosas endechas de amor y de paz, como un himno entonado al «día del perdón».

Dentro del piadoso recinto dos corazones, maduros por las penas, velan y sufren; dos mujeres rezan y lloran. No están juntas, pero se vigilan, y cuando Irene se levanta la sigue Marcela de la mano de Serafín.

Casi a un tiempo llegan al portal, se santiguan de cara al templo solitario, donde laten unas luces pálidas, y se miran, dolientes, bajo la penumbra del anochecer, cobijadas por un cielo sin nubes, florecido de estrellas.

—Irene, ¿me perdonas?—dice una voz opaca.

—¿De qué?—responde la infeliz que siente en la misma boca el raudo golpe de su corazón.

—De que te robé la felicidad... el hombre que tú querías... el hijo que tú alumbraste...

—¿El hombre?... Él se marchó... ¿El hijo?... Yo te le di... ¡Más tienes que perdonarme tú!

—¡No; que no sabes lo que hice!... El niño... te le cambié—balbuce Marcela. Vibran las frases en sus labios como una llama, y empuja a Serafín confesando:

—Pero estoy arrepentida. Te le devuelvo; aquí le tienes: toma... Este es Jesús, el jayón... ¡no llores más por él!

Un grito que se clava en el aire como un puñal, recibe a la criatura, mientras los pensamientos de la madre se dibujan absortos sobre una obscuridad infinita. Torpe, ávida, prorrumpe:

—¡Mi hijo!... ¡Es mi hijo!... ¿No me engañas?

Quiere abrazarle, y el zagal se resiste con el temor de verse entre dos locas.

—No te engaño—asegura Marcela, y su voz parece que recorre un espacio sombrío antes de hacerse oir—. Este niño es «el vuestro», el saludable y dulce, el de los ojos verdes, que embrujan como los tuyos... ¡fíjate!... Cuando Andrés le mira es igual que si te mirase a ti... Tómale: te le doy y me quedo sola en el mundo como estabas tú...

—Yo no pienso en Andrés—murmura Irene con un doloroso balbuceo de ideas, tendiendo siempre hacia Jesús las codiciosas manos.

—La que se lleva el hijo, se lleva el hombre—ruge Marcela, mirando ante sí con ojos sin mirada, y echando al niño en brazos de «la otra»—. Y añade:

—Quiero morir en paz: yo haré esta confesión donde sea menester, daré todas las pruebas necesarias, expiaré mi delito según la justicia del mundo... ¡Dios, bastante me ha castigado!...

—¡Madre!—llora el rapaz, buscándola.

—¡Esa es tu madre!—responde, brusca y firme, tornándole al regazo de Irene.

Y allí de cerca, vida contra vida, el niño entre los agitados corazones, vuelve a decir a su rival:—¿Me perdonas?

—Con toda mi alma... ¿Y tú a mí?

Un fulgor obscuro luce en los ojos agarenos mientras Marcela pronuncia:

—¡También!... Hoy es el día del perdón...

De repente abraza al muchacho que la mira ansioso, y echa a correr fuera del portal. La sigue un acento infantil y desgarrador:

—¡Madre!... ¡Madre!...

Pero ella desaparece muda y ligera, como una sombra atormentada. Un ancho camino de argomal la conduce a la margen del río que susurra bajo el leve cejo de la niebla.

La mujer, cansada, acorta el paso y se refugia en la soledad con un amargo deleite de hurañía y abandono. Se considera ya sola en el mundo, purificada y redimida por el flagelo de la expiación, digna de unirse al hijo mártir en una gloria que no se acabe nunca.

En la cumbre del soto de la Cruz una fogata pastoril arde, al parecer, junto a las estrellas, y en el cielo enjoyado, se recorta el perfil virginal de la montaña.

Aún palpita el crepúsculo como un gran corazón agonizante caído en el remanso de la noche; sobre el movible cristal del río tiembla y huye la plata de la luna...

TALÍN

I. EL PÁJARO Y LA NIÑA

Hay en Cantabria un pájaro montés, chiquito y verdoso, liviano y artista, un canario silvestre que anida en los argomales, vive en la soledad y canta en lo más espeso del bosque y de la mies. Como no tiene nombre conocido, le distinguen con el remedo de su aguda canción, llamándole Talín.

Una niña, tan agreste como el tal pajarillo, tan cantarina y bella como él, vivía, hace pocos años, en Cintul, un pueblo de aquella comarca, de los más empinados en los alcores, camino de la hoz, frente al Escudo de Cabuérniga. La niña era pobre y no tenía madre: sin embargo, parecía muy feliz. Su padre, un buen labrador, la cuidaba con singular desvelo y entre las vecinas del barrio, afables y piadosas por lo común, había una, la más trabajadora, lista y servicial, que demostraba a la huérfana especialísimo interés. El peinado, el vestido, la merienda y el postre de la niña, corrían siempre de cuenta de Clotilde, y servirla, asearla, prever sus caprichos y sus travesuras, era para la moza como una obligación. La chiquilla se dejaba mimar, abusando todo lo posible del encanto que ejercía sobre aquella mujer, del cariño del padre, de la compasión de la maestra, de la solicitud del cura, de cuantas devociones, en fin, supo conquistar con su gracia y su picardía, nada cortas ni vulgares. Sin ser una hermosura ni un modelo de docilidad, conocía el dulce hechizo de hacerse querer. Alegre, inquieta, reidora, aparecía como envuelta en una ráfaga de candor, y tan infatigables eran sus aptitudes para correr y cantar, que olvidando su nombre, dieron en llamarla Talín, lo mismo que al avecilla montés.

Cierto que a la niña para semejarse a los pájaros no le faltaban más que las alas; tenía, como ellos, la frescura del aire donde habitan y la serenidad del sol a quien adoran; llevaba en los ojos un brillo dorado y caliente, lleno de luz, y parecía conocer los caminos trazados por la bruma y el viento: de tal manera trasponía el monte por los más inaccesibles lugares, y en frecuentes escapatorias, sin miedo a los castigos ni a las alimañas, ligera y menuda, igual que el canario silvestre.

Ya contaba diez años Talín y hacía tres que Clotilde le servía de madre, sacrificada por aquel cariño con verdadera abnegación. Hasta que las gentes, poco habituadas, también en las alturas de Cintul, a procederes demasiado finos, acabaron por decir que la moza, soltera y madura, fraguaba su casamiento con Ambrosio, el padre de la niña.

No parecía muy asequible el galán, un cuarentón de carácter independiente y retraído, atento sólo a su trabajo y al celo de la nena; hombre tan avaricioso de palabras que hasta para agradecer los favores se diría que contaba las sílabas. Pero en las obras era muy discreto y cumplidor: gozó fama de excelente esposo, y sus virtudes paternales servían de ejemplo y alabanza en el lugar. Estaba bien conservado todavía. Alto, fuerte, moreno y adusto, mostraba una repentina dulzura al sonreir a su hija, una dulzura que le hacía sonrojarse, y que Clotilde había sorprendido con turbado corazón, imaginando que Ambrosio podía ser muy bueno sin descubrir nunca en los labios una vislumbre de alegría ni en la voz una gota de miel. Cuando le halló una tarde con Talín en los brazos, absorto en besarla y divertirla, quedóse tan confusa como él, que huyó sin volver la cabeza, murmurando algunas frases impacientes, mientras la niña explicaba maliciosa:

—Le da vergüenza que le vean dar besos...

Desde entonces Clotilde sintió delante de aquel hombre una obscura ansiedad que se fué convirtiendo en rara timidez. Ella, tan despreocupada y resuelta para acudir junto a su protegida a cualquier hora, sin reparo ninguno, comenzó a evitar los encuentros con Ambrosio y a poner en sus visitas una mesura llena de precauciones y melindres, cabalmente cuando los vecinos decían que procuraba su boda con el viudo, seduciendo a la nena.

La cual, por aquel tiempo, corría a más y mejor aprovechando las tardes benignas del otoño, todavía colmadas de flores y de aromas. Eran las últimas delicias del año, y las más codiciadas por eso, aquellas de esconderse entre los maíces crecidos y maduros, bañarse en el remanso azul del ansar, despedir en el campo sirueño a las golondrinas que huyen a invernar bajo las alas del sol, y subir al monte para aprender romances de los pastores antes de que bajen con sus ganados a la derrota de la mies.

Y en el disfrute de estos arriesgados placeres demostraba Talín una admirable experiencia. No había chiquillo de su edad, en Cintul, que la ganase a descubrir atajos en las cumbres, vados en el río y escondites en el bosque. Igual saltaba la cárcaba de un huerto, que subía al gromo de los árboles. Volaban sus cabellos gozosamente en las alocadas carreras, y volaban sus pies sobre el camino, siempre dispuestos a las aventuras peligrosas y a los parajes lejanos. Nunca se caía ni se lastimaba: volvía de sus excursiones con el vestido roto y la cara sucia, llorando, a veces, para que no la riñeran, y prometiendo no escaparse más.

Pero la misma gracia y prontitud que demostraba para desobedecer y hacerse luego perdonar, le servía de estímulo en la escuela para leer y escribir como ningún otro arrapiezo y tramar un bordado y un encaje con relativo primor. Nadie como Talín para ofrecer en la parroquia las flores a la Virgen, muy peripuesta la chiquilla de vestido blanco y banda azul, con un velo pomposo sobre la frente y los bracitos por el aire, acompañando con un movimiento ritual el recitado de los versos alusivos.

Todo lo cual quiere decir que esta niña no era un marimacho ni mucho menos, sino una criatura ágil y traviesa, inteligente y audaz. Debemos añadir que tenía un carácter generoso, muy propenso a los éxtasis y a las meditaciones, muy dado a soñar y compadecer, y tan propicio a las cosas peregrinas y sentimentales, que lo mismo le inducía a vagar en la sierra, por los riscos más duros, como las aves hurañas, que a salir delante de la Custodia en las procesiones, llena de beatitud, ceñida de tules, con alas de plumas, emulando a los ángeles, los pajarillos de Dios...

II. EL TORO GILVO

Trasmontaban los pastores, ya próximo el verano en busca de los altos puertos, errantes como las tribus primitivas que fincaron la cabaña y el redil a la paz de los dólmenes y menhires, en atisbo de la civilización.

Íbanse todavía musitando romances del tiempo medioeval, originados sabe Dios en la cuna de qué bárbara cosmología, calentados en el ascua misteriosa del Cristianismo, y entrañados en España por la vena del «camino francés» que inflamaron los peregrinos extranjeros al son del Ultreya, el cantar salmódico de Santiago el Mayor.

Fiel remanso de las viejas corrientes de la vida, aún repiten los montes de Cantabria el eco de los más olvidados mitos, y con el remoto sabor de las primeras canciones del mundo, van posando, también, de uno en otro repliegue de sus cumbres, una viva membranza del arte prehistórico: son cayados y abarcas, zapitas y colodras, que reproducen de un modo inexplicable los dibujos grabados en las astas de reno y en los arcanos muros de Altamira: son atavismos sigilosos de la caverna: sagrativas ráfagas de lo pasado; mudos soplos de una humanidad infantil que traslumbra en los pastores montañeses con perfumes del antiguo candor.

Y Talín, la niña andariega de Cintul, siente un loco deseo de despedir a los nómadas igual que a las golondrinas, con una alta mirada llena de admiración para todo lo que huye y tramonta más allá de los horizontes, al otro lado de las cimas y las nieblas.

Aguijada por su antojo, ha pensado la chiquilla escaparse al invernal donde los rebaños se reúnen para la partida.

Después de comer, cuando el padre marcha con el carro a buscar leña camino del soto, la nena se escabulle recatándose de Clotilde que la vigila desde su casa, huerto con huerto, los corrales en un mismo lindazo, y por las callejas silenciosas, entre espinos y saúcos en flor, busca el regazo de la sierra cuya soledad tiene a tales horas un espléndido manto de luz.

Alborea Junio muy gentil, con todos los alardes de un precoz estío. El sol, encendido y desnudo, se recuesta sobre el campo nuevo, y las plantas, abrumadas de flores, aroman el ambiente bajo el sosiego torvo de la siesta.

Camina Talín a toda velocidad con aire fugitivo. Su paso menudo y frágil, que parece un vuelo, apenas turba el augusto reposo de la hora. Va pensando en un serroján, tan chiquito como ella, que ya veranea con el ganado en la punta de los Cabriles, al otro lado de la montaña, y conoce todas las canales de los puertos vecinos, donde viven el oso y el jabalí, el milano y el azor. Va pensando, también, un poco vagamente, que ha corrido la escuela y la reñirán mucho; quizá la castiguen a estarse de rodillas durante el recreo a la siguiente mañana; pero eso no le importa si consigue antes de que se marchen los pastores aprender todo el romance que el serroján le está enseñando: es una sarta de versos inocentes, donde se cuentan las aventuras de las cabañas emigrantes y se difunden los méritos de cada puesto, la historia salvaje de cada risco montés.

Lleva la niña la mirada siempre horizontal, plena de ensueños: el alma mecida igual que en una cuna; los labios sonrientes a una ilusión sin formas y sin nombre. Sube a un castro, fuera de la sombra que la conducía entre nogales y matas de juncia, y repite, ensoñando a media voz:

«Válgame la Soberana, válgame la Magdalena, que perdí la mejor vaca que tenía en Villanueva...»

Con el mismo rumbo que sigue Talín asoma desde lejos la cabaña de Cos, hacia Bustarredondo, para reunirse allí con los demás.

Solicitada por el soniquete de los aljaraces vuelve la niña la cabeza, cuando un toro gilvo, muy joven y retozón, corre en amenazadora actitud al reclamo del vestidito rojo que acaba de aparecer. El vestido huye como una llama conducida por el viento; grita, desaforadamente el pastor, renegando del rebelde animal, y la pobre nena, nunca, por milagro, comprometida en un peligro semejante, quiere subir la pared tosca y alta que limita el sendero y promete un refugio. Empujada por el instinto, logra encaramarse en la espinosa linde y ve que al otro lado se hunde, en pliegue brusco, el verdacho sombrío de un renoval.

El toro llega jadeante, la niña salta con los ojos cerrados, y queda inmóvil sobre la escamonda, suelto el pelito rubio en torno a la blancura de la cara.

Un instante después acude el pastor cerca de Talín, contristado y perplejo, mientras muge el animal blandamente, contemplando con mansedumbre, desde la altura de la cerca, la voladora mancha de vestido rojo, caída en incomprensible quietud.

Una alevilla suave pone su cándida nitidez sobre la frente de la nena, se oye cercano el tenue vagido de un arroyo, y canta entre los renuevos una cigarra loca de sol...

III. LA MADRE

Buen conocedor de los ambages de la sierra, el pastor llegó a Cintul en un periquete, con la niña lisiada entre los brazos. Era amigo de Ambrosio y conocía bien las travesuras de la pequeña, su vida y sus costumbres; así que, sin vacilar, llamó a la puerta de Clotilde gritando:

—¡Eh, muchacha! Aquí traigo a Talín con una patuca rota.

Y era verdad.

El pajarillo perniquebrado se rebullía gimiente dentro del vestido rojo.

Aparecióse Clotilde en el umbral, con cara de susto, y se quedó mirando de hito en hito al hombre y a la niña, demandantes y humildes a plena luz, bajo la masa ardiente del cielo.

La moza no dió gritos ni se entretuvo en inútiles preguntas. Abrió su cama y acostó con sumo cuidado a la nena, que al menor movimiento se quejaba de agudísimos dolores en la rodilla. No tenía más daño que aquél: una mancha grande y obscura y un principio de inflamación.

—Llamaré al médico—dijo Clotilde a su madre y a su hermana que allí detenían al pastor con mil comentarios sobre el percance.

—No le toca venir hasta pasado mañana—le respondieron.

—Pero yo haré que venga.

La escucharon con absoluta incredulidad y su madre repuso:

—Hoy hará la visita en los pueblos del Concejón, y ni él ni su caballo están para más trotes.

—Sólo en trance de muerte vendría—añadió la hermana.

Se miraron absortos, añorantes de un médico y un caballo más propicios, y el pastor, que ya se despedía, le propuso a Clotilde:

—Yo lo que tú llamaba a la saludadora.

—¡Es una bruja!—respondió la muchacha con desdeño.

—¡Qué ha de ser!

—¡Claro que no!—adujo la madre en son de protesta—. Curaciones como las suyas no las hace el mismo Don Julián.

—Y para las caídas y los golpes tiene manos de santa. Hace poco me curó a mí un vello despeñado, en un santiamén.

Clotilde se encogió de hombros mientras la otra joven decía:

—¿Pero comparas a un cristiano con un animal?

—Para el caso es lo mismo—aseguró el buen hombre, acabando de despedirse, escotero y veloz, en busca de la cabaña que había confiado a los serrojanes...

Quedó prendido en el silencio el llanto de la niña, más quejosa cada vez, más postrada y febril, y pasaron la tarde inquietas las tres mujeres alrededor de la cama, hasta que llegó Ambrosio con la testa greñuda, nublado el semblante y amarga la voz, preguntando por su hija y nombrando entre dientes a la saludadora.

Clotilde fué a buscarla y volvió al poco rato con una mujer que no era vieja ni sórdida como las clásicas brujas; al contrario, mostraba un porte agradable y majestuoso, muy influído por la alta categoría de su providencial ministerio. Como no había oficiado nunca en aquella casa, se creyó en el deber de advertir:

—Soy la séptima hija de honrado matrimonio, y por eso tengo en la lengua una cruz con privilegio para curar.

Nadie trató de comprobarlo, y la mujer, con solemnes ademanes, descubrió a la enferma, la examinó cuidadosamente, y no hallándole otro daño que el de la rodilla, puso allí su atención con mucha mezcla de signos, oraciones, saliva y alentadas. A mayor abundamiento aplicó un vendaje encima del golpe y dijo:

—«Esto» sanará si tenéis confianza en mi virtud... y si quiere Dios.

Puesta así a buen recaudo su responsabilidad, se fué sin admitir unas monedas que Ambrosio le ofrecía.

La nena siguió gimiendo. Le creció la calentura y empezó a delirar. Pretendía huir del toro gilvo en una carrera incesante, angustiosa, y había que sujetarla para que en realidad no huyera. Transida y ardiente, recitaba coplas, romances y lecciones; luego se adormecía en un breve sopor y despertaba otra vez, medrosa, trascordada, para repetir:—¡Madre!... ¡Madre!...—tendiéndole los brazos a Clotilde.

—¡Aquí estoy!... ¿Qué quieres? Aquí estoy contigo—respondía la moza, impregnada la voz de un vaho sentimental.

Y la dulcísima palabra se volvía a encender en los ansiosos labios de Talín como un cirio en la sombra del recuerdo:—¡Madre!... ¡Madre!...

Pasaron toda la noche Clotilde y Ambrosio al lado de la niña. Él, taciturno y aprensivo, no se atrevía a tocar a la pequeña, pero sus tímidas frases y sus gestos bruscos tenían un hondo significado de ternura en la intimidad del aposento, mientras la mujer, alerta y silenciosa, refrescaba las sienes de la niña, le hacía beber el agua de las flores cordiales, y le colgaba al cuello un escapulario milagroso.

A la mañana siguiente no estaba la enferma tranquila ni libre de dolores, pero había decrecido mucho la fiebre, y de la aguda crisis cerebral sólo le quedaba la flaqueza de llamar a Clotilde madre, con un empeño mimoso y dulce.

Cuando la quisieron disuadir de su equivocación, la interesada dijo:

—Que me llame como quiera; no la disgustéis...

Por la noche el padre se fué a su casa y se acostó, vestido y desvelado, frente a la cama vacía de Talín. Pasó el sueño volando por sus ojos, levantóse al amanecer, y ya el canto de los pájaros, que es la música del cielo, hacía la ronda de los horizontes en cálida sinfonía primaveral.

Salió Ambrosio al huerto y escuchó asombrado el nuevo lenguaje que hablaba la Naturaleza en torno suyo. Hasta los nervios de las hojas parecían estremecerse: era aquél, sin duda, el tiempo de la vida, el renacer de la tierra animada por el perpetuo ritmo vital; el resurgir de todos los amores y las esperanzas... ¡Por eso Talín había encontrado una madre!

Y el hombre, solo y conmovido, no sabiendo qué hacer, se puso a partir leña en el corral, con inesperado furor...

IV. EL SOL

A los tres días de ocurrir la aventura visitó Don Julián a la niña por empeño de Clotilde, desaparecido el vendaje de la saludadora, la cual se limitó a decir:

—No tenéis fe y la criatura no sanará...

El médico halló rota la articulación y trató de soldarla con la inmovilidad; pero aumentaron los dolores, continuó la enferma postrada y febril y al cabo de un mes diagnosticaba el doctor una artritis de carácter tuberculoso, enfermedad larga y de un resultado obscuro. Habló de los antecedentes de la niña, cuya madre había muerto de una fiebre héctica, y quiso indicar que la propensión hereditaria de Talín se hubiese manifestado, antes o después, con cualquier motivo. Recomendó a la paciente baños de sol, mucha quietud, aire puro y alimentos saludables.

Durante muchos días el caballo cansino de Don Julián se detuvo en la única ventana de Clotilde, donde la niña enferma se asomaba al campo y al aire serraniego, bajo la incansable solicitud de su protectora. Desde el camino, sin apearse, le hacía el médico la visita; se marchaba meditabundo, en una actitud parecida a la estampa de Don Quijote sobre Rocinante, y seguía la nena tendida en su banco entre almohadas, mirando al cielo y urdiendo historias en la tela invisible del espacio.

Floja y remisa para todo esfuerzo material, padecía Talín una aguda exacerbación de impaciencias espirituales, impropias de sus años.

Y acostada, rostro a lo azul, en el silencio campesino, dábase a hilvanar ilusiones con verdadero frenesí.

Ya no sentía en la rodilla el lacinante dolor que tanto la hizo padecer: sólo algunas punzadas en los movimientos bruscos, algunos latidos que la obligaban a forzosa quietud. A medio vestir, con los finos cabellos peinados en dos trenzas acabadas en un hopo rubio y lene, permanecía inmóvil desde el alba a la estrella, abiertos los ojos con extraordinario afán a cuanto fluía penígero y sutil en la gracia del viento. Pájaros, abejas y mariposas, subyugaban como nunca a la niña con sus giros y voces, la risa del éter: hasta las teruvelas y las aludas le parecían desde su postración unas criaturas maravillosas: pensamientos divinos echados a volar.

A Clotilde le daba mucha lástima ver cómo la enferma seguía el rumbo de insectos y de aves, perdiéndolos de vista en los remotos caminos de la altura; imaginaba que también la niña quería huir volando hacia Dios, como un ángel suyo, cansado de la tierra. Ambrosio pensaba lo mismo, con infinito desconsuelo, y los dos tejían una pobre corona de solicitudes en torno al pequeño sér, doliente y humilde, igual que un pajarillo alicortado.

Pero la vida era dura en el terruño. Había que trabajar de la mañana a la noche sin tregua, sin reposo, por encima del dolor y del presentimiento, y Talín se quedaba sola junto a la ventana desde el amanecer, aunque la piedad y el amor velasen por ella.

La madre de Clotilde, que desgranaba maíz en el desván, tenía cuidado con parecido esmero de lo más importante de la casa, fuera del establo y el corral: la lumbre, la olla y la niña. A menudo bajaba del caliente sotrabe para añadir garojos al fogón, sazonar el cocido y poner los ojos, observadores, en la enferma. Algunas veces la veía atormentada y sudorosa, con los párpados caídos y el aliento feble. Entonces hacía sobre ella la señal de la cruz mojando en agua bendita, en calidad de hisopo, una rama de laurel, y recobrándose Talín, se miraban las dos, mudas y cándidas, en las atónitas pupilas. Si la pequeña no quería refrescar los labios ni cambiar de postura, volvía la anciana a deslizarse, pasito, fuera de la habitación.

Al mediodía regresaban del campo los trabajadores para comer: Clotilde, siempre adelantada y presurosa; Ambrosio detrás, cada día más desvelado y tímido.

Andaban a la hierba por aquel tiempo. Solía volver la moza a su casa con un fonje coloño en la cabeza, y el vecino con el guadañil al hombro y la colodra a la cintura; ella subía de un tirón la empinada escalera del pajar y él rodeaba los huertos asurcanos para asomarse a la ventana donde Talín yacía como en un nido, esperando la salud.

Cuando Ambrosio había cambiado las primeras frases con su hija, ya bajaba Clotilde, un poco jadeante, con hilos pálidos de hierba entre el cabello obscuro, las mejillas ardientes, los ojos inquiridores. No tenía más belleza que la de su frescura de campesina y el encanto de esa bondad callada que se vierte en el silencio, como los arroyos que sin dejarse oir apagan la sed del caminante.

Junto a la niña, el hombre y la mujer hablaban unos minutos, sin mirarse apenas: él ponía sus jornales casi enteros en el regazo, infantil, y trataba de expresar a la vecina su gratitud, sintiendo que se le empapaba el corazón de una ternura misteriosa; ella, hablando y sonriendo, un poco azorada y cobarde, servía a la enferma názulas y miel, pan tostado y agua pura del monte. Ya no volvían a reunirse hasta la hora del crepúsculo, cuando brillaba en el cielo la estrella vespertina, «el chacal de la luna», expiado siempre con asombro por las claras pupilas de Talín.

Así pasaron los días florentísimos del valle, bien maduro el aroma de los huertos, rumorosos los dorados maíces en la mies, fastuosa la belleza del bosque y la montaña.

Hicieron los pastores el retorno y se llenaron los caminos con el canto de los esquilas al anochecer. El serroján, amigo de Talín, acudió al reclamo de la niña para decirle coplas y romances agrestes.

Ya la enferma no se adormecía, torpe y madorosa, en consunción letal. Sobre la bruñida tez, los grandes ojos de color turquí se abrían pensativos y audaces como en plena salud; la gracia de la sonrisa y de la voz cobraba con la dulzura antigua un nuevo encanto, una tristeza inefable llena de misterio; el canario silvestre volvía a cantar, y a menudo deshacía en los dulces labios, como un trino, las estrofas aldeanas:

No le quiero molinero porque le llaman el maquilandero. Yo le quiero labrador, que coja los bueyes y se vaya a arar y a la media noche me venga a rondar; que suba aquella montaña y corte una rama del verde laurel, y a la mi ventana la venga a poner.

Guardaba Talín en la memoria un sartal de cantares, y se los iba diciendo con ingenua exaltación a la brisa y a los pájaros, a las hojas rubias que empezaron a caer, al lucero de la tarde, que desde muy temprano comenzó a brillar.

Mientras despertaban las canciones de la nena, dormidas en las horas de dolor, iba el otoño deshojando las frondas, gemía larga y triste la quejumbre del viento, y era menester sustituir la ventana de Clotilde, abierta a naciente, por una puesta al Mediodía en casa de Ambrosio.

En esta última encontró Don Julián una mañana a la niña y a la moza, juntas y felices; una cantando, otra cosiendo, las dos con trazas de ser dueñas y señoras de aquel hogar.

Cuando el médico observó a la enferma desde la calle, según costumbre, le dijo a Clotilde, entre afable y cariñoso:

—¿Conque al fin os echaron la bendición?... Me alegro, hija, me alegro.

Ella respondió sencillamente:

—Yo tenía que cuidar a esta criatura, ¡y como en mi ventana hace ya frío!...

—Eres buena. Dios te lo premie... y que nunca te falte el sol.

—Amén—susurró Clotilde, mirando a su hija con transporte—. Y le pareció que el caballo rosillo de Don Julián, llevándose al jinete macilento, caminaba aquel día con cierta soltura y prontitud.

V. EL MAR

Cinco años después era Talín una obrerita ciudadana muy soñadora, un poco triste, que sobrazaba dos muletas y cosía ropa blanca de lujo para un gran comercio santanderino. Su larga enfermedad en Cintul dió por resultado que el tumor de la rodilla, al resolverse, dejaba en posición viciosa la articulación, inutilizando la pierna. Y los padres de la niña, desolados ante la invalidez, pusieron su última esperanza en los médicos de la ciudad. Una heroica resolución, más fuerte en Clotilde que en Ambrosio, más decidida y obstinada, les empujó fuera del terruño por caminos llenos de dificultades que parecían invencibles. Todo lo pudieron la caridad y la ternura acendradas en un recio corazón de mujer.

Y una tarde, larga y calmosa de primavera, el matrimonio y la niña salieron de Cintul, embargados a un tiempo de pesadumbre y de ilusiones. Los padres se despedían con angustia de todo lo amado y conocido; Talín dejaba atrás, con inconsciente melancolía, su infancia plena de libertad y de inquietud, con inocente cortejo de cantigas, pastores y romances: ¡su infancia pura, transida, al cabo, por el dolor!

Cuando los viajeros perdieron de vista la aldea cobijada en el enfaldo del monte, aún hallaron amigos los senderos y los valles. Y ya al anochecer, junto al ferrocarril, todavía la cumbre del Escudo se perfiló en el cielo como una mole de tinieblas, diciéndoles adiós.

La niña no había ido nunca en el tren, y dejóse llevar maravillada, imbuída por ambiciones indecibles, imaginando que volaba tan ligera como las aves, más segura que ellas en los brazos de hierro del camino.

Aumentaba esta ilusión la sombra naciente en los hondones, que trepaba por los collados hacia la serranía, amortajando a la tierra. Ya sólo quedaba sobre el paisaje una franja de claridad: se iban agazapando los pueblos dormidos en la ruta y galopaban los bosques y las mieses como espectros a los lados del convoy. A Talín, asomada a la ventanilla con muda impaciencia, le dió en el rostro un aire salado y fresco, y poco después, de la entraña misteriosa de la noche surgía el Cantábrico. La tremenda llanura, al recoger de lo alto del cielo toda la luz, brillaba resplandeciente como una sonrisa: allí, junto al coloso, estaba la nueva existencia, el progreso, la ciudad, ¡tal vez la salud!...

Pero las últimas palabras de la medicina no remediaron a la pobre Talín. Y acabadas las peregrinaciones a través de sanatorios y consultas, la niña se sostuvo entre dos muletas y volvió a andar, casi a correr.

Ambrosio trabajaba en una fundición y Clotilde en un taller de planchado. Habitaban una buhardilla en casa principal, cerca del puerto, albergue que les fué concedido mediante sus excelentes informes y el apoyo de una buena familia a quien Clotilde había servido en su primera mocedad.

Como los médicos insistían en que la inválida no podría vivir sin aire sano y mucho sol, aquel alto refugio al mediodía, junto al mar, constituyó para ellos un beneficio inapreciable. Allí la niña halló otra ventana llena de luz, abierta al ancho horizonte de la bahía, el encanto desconocido, que fué para la campesina un nuevo amor.

Al principio de su vida ciudadana, Talín pasó las tardes afinando sus conocimientos en el bordado y la costura. Con excepcionales disposiciones y la aplicación de sus quince años reflexivos, pronto estuvo dispuesta para merecer un jornal. Entonces comenzó a salir muy poco de su casa. Iba los días de fiesta a la parroquia y en contadas ocasiones a las playas y los muelles, para acercarse todo lo posible al mar. Al cabo de muchas tentativas logró embarcarse una vez con otras compañeras del obrador. Fué al Astillero en un vaporcito muy empavesado y alegre, cruzando la bahía entre grandes buques, balandros gentiles y botes diminutos, alejándose hacia donde los montes forman a las aguas marinas una cuna, casi siempre serena. La breve navegación no pudo ser más apacible y segura, y la gozó Talín como rara maravilla, con embeleso profundo: correr sobre las olas a la par del viento y las nubes le pareció el placer por excelencia, el disfrute que merecía todos los riesgos y todas las audacias.

Pero al volver al muelle, poseída de la nueva embriaguez, halló a su madre esperándola, tan angustiada y triste, que prometió no embarcarse ya nunca más sin su permiso.

Y no era fácil obtenerle. Clotilde y Ambrosio, pero ella siempre con más vehemencia en los sentimientos, recelaban del mar; le temían como a un monstruo desconocido y le miraban con admiración llena de supersticiones: sus mudanzas, sus acentos, su vida potente y misteriosa, cuanto para la niña significaba atractivo y seducción en la movible llanura, venía a ser para los padres señal de amenazas y de espanto.

Talín no volvió a embarcarse. Era ya incapaz de faltar a su palabra, se iba haciendo una mujercita dulce y seria, y guardaba con recato en su corazón el fermento de sus inquietudes. Por otra parte, el destino le ponía una cadena en los pies: la muerte le perdonaba a cambio de la libertad. Sentíase la muchacha cautiva entre los bastones que con vigilancia implacable se erguían al lado suyo. Empezaba a presumir de bonita y de mujer, y le dolía cada vez más la humillación de verse compadecida a cada instante, burlada en muchas ocasiones. Lástima o crueldad, siempre un acento amargo se levantaba al repique brusco de las muletas: nunca Talín iba por la calle tranquila y alegre como las demás criaturas. Se hizo un poco huraña: no quería salir, y su madre le traía y le llevaba la labor; dejó de tener amigas y acabó por estar sola de la mañana a la noche, lo mismo que en Cintul. Aunque a esta ventana remota no llegaban saludos ni visitas como a las de la aldea, tenía la joven a su lado un gran amigo, un deleite, una pasión: el mar. Se pasaba la vida frente a él, pendiente de su ritmo y de sus cóleras, de su hermosura y de su voz.

Admirándole al compás de la aguja, cumplió diez y siete años Talín. Era una moza de belleza enfermiza, muy inteligente, muy sensible, de carácter reconcentrado y ávida imaginación: hablaba poco, soñaba mucho, y sabía como nadie sonreir.

Llegó a hacer tales primores con los encajes y las vainicas en las holandas y el nansouk, que trabajando por cuenta propia se emancipó del taller, y ya muchas señoras trepaban al empinado albergue de la artista en busca de la gracia de sus manos, buenas aliadas del amor...

VI. EL AMOR

Llaman a la puerta con un golpecito discreto, y la bordadora, sin levantar los ojos de su labor, dice:

—Adelante.

Entra una joven de porte distinguido, sonriente, destocada. La inválida se quiere levantar y la desconocida la detiene con amable solicitud.

—No se apure, por Dios.—Luego explica:—Vivo en el principal y he subido para encargarle unas labores.

—Muchas gracias.

—Me han dicho que hace usted preciosidades.

—No tanto...

Se sienta la señorita en la silla que la ofrecen, mira a la obrera con mucha curiosidad y pasea luego la mirada por toda la habitación, una salita minúscula, resplandeciente de pulcritud, aderezada con cierto interesante cariz; hay en la mesa del centro un canastillo con blondas y otro con flores; en las paredes fotografías de paisajes; en una papelera libros y dibujos; sobre la ventana un arambel bordado en tul y una jaula con un malvís.

La dueña de aquel nido se considera rica, tiene algunos ahorros y dos solos caprichos, que no la empeñan: leer y mirar al mar. Ha hecho del trabajo un arte que adereza y pule con orgullo y devoción, y esconde el fracaso de su juventud entre cosas bellas y pensamientos limpios, con celosa dignidad, sin que nadie le haya enseñado a padecer ni a sentir. El valor con que sofrena las ansiedades y cubre las amarguras, pone un exquisito gusto en su sonrisa, y en sus ojos azules un claro brillo de corindón oriental. Tiene descolorida la tez, grande y fresca la boca, copioso el cabello rubio, ancha la frente, delicadas las manos, fino el talle. Viste de percal azul: las muletas a los lados le hacen guardia de honor.

—¿Cómo se llama usted?—pregunta de repente la señorita del principal.

Talín, para servirla.

¡Talín!... ¡Qué nombre tan raro y tan bonito!—responde, sin ocultar el asombro por cuanto ve y escucha.

—Es el nombre de un pájaro, allá arriba, donde yo nací.

—¿Es usted montañesa?—vuelve a preguntar la curiosa.

—¡Ya lo creo!—dice, con cierto empaque, la niña de Cintul.

Y la vecina, deseando corresponder a tantas averiguaciones, cuenta de corrido muy alegre:

—Pues yo me llamo Julia; soy madrileña. Mi padre tiene un destino aquí hace pocos meses, y nos hemos instalado en un piso de esta casa. Unas amigas me hablaron de usted, de su habilidad y buen gusto, y como estoy haciendo el equipo, ¿sabe?, pues dije: Voy a subir para que me enseñe modelos y ver si no me cobra muy caro...

—¡Ah! ¿Se casa usted?—interrumpió la bordadora con nostalgia.

—Sí; con un chico también madrileño, bastante buena proporción, guapo él, de una gran familia, abogado...

La charla de Julia, gozosa y ligera por demás, quedóse truncada de súbito por un alto rumor; era como si un inmenso abejorro hendiese la dulce brisa de aquella mañana suave.

—¡Un aeroplano!—dijeron las dos muchachas a la vez. Y se asomaron a mirar al cielo sobre cuyo diáfano tapiz se dibujaba el aparato milagroso como un ave colosal.

—Yo tengo un hermano aviador—murmuró Julia con repentina tristeza.

—¿Y está en Santander?

—No: pero llegará un día de estos; viene de París. Allí le han dado el título de piloto y ha hecho ya muchas pruebas arriesgadas. Es muy valiente, muy sereno... ¡más buen mozo!... Y buenísimo además. ¡Lástima de hombre!

—¿Por qué?

—Porque se romperá la crisma sin tardar mucho... Mis padres no le dejaban de ningún modo seguir esa profesión, pero, ¡tuvo un empeño tan firme!... ¡Ya se conoce que es aragonés!

-¿Sí?

—Nació en Zaragoza, estando allí empleado papá.

—¿Y cómo se llama?

—Rafael: es tipo muy interesante.

—Se parecerá a su hermana—dice Talín, seducida y halagadora.

Julia sonríe con gratitud y responde:

—Nada de eso: él es fuerte, robusto, muy grandón, y yo, ya ve usted qué menudita y frágil.

Se yergue, sin duda para desmentir un poco su modesto parecer, y en el vano de la ventana, henchido de luz, queda el perfil de una mujercita pelinegra, insinuante, graciosa.

—No me parezco nada a mi hermano—asegura la joven. Y añade:—Le voy a subir a usted algún retrato suyo.

Luego, cambiando de sitio y de expresión, con suma volubilidad, trata de sus encargos, revuelve los encajes y los patrones, ajusta precios, regatea y consigue cuanto se le antoja. Talín ha sido conquistada por la señorita del principal...

Pocos días después el equipo de Julia ha traspuesto las escaleras, confiado, con plenos poderes, a la inválida; pero la novia no cesa de subir y bajar con recaditos y consultas, muestras y cintas. Ya sabe de memoria la vida y milagros de Talín, los motivos de su dolencia, sus gustos y costumbres.

—Aquí tiene usted novelas de Julio Verne—dice, registrando los rincones de la sala.

—Sí; casi toda la colección.

—¿Es su autor favorito?

—Apenas conozco autores. Ese me gusta mucho.

—Yo le daré a conocer algunos modernos.

Y la refitolera deja los libros por un lado para revolver otra cosa.

Quiere aprender calados y puntos, y asegura que no tiene tiempo.

Clotilde, que suele encontrarla allí, se asombra y exclama:

—¡Jesús!... ¡Si parece hecha con rabos de lagartijas!

—Pero tiene buen corazón—arguye con dulzura Talín.

Y ella no sabe que en sus palabras bondadosas se esconde una fuerte simpatía hacia Rafael, aquel mozo lleno de atractivos que sube por los aires a escuchar la música de los astros y sorprender los secretos de la vida alada. La incitante devoción yace muda y sin forma en la conciencia de la joven, mientras los claros ojos se obscurecen con una sombra fugaz.

Llega Julia, muy alborotada, una tarde de aquellas, enseñando la anunciada fotografía.

—Aquí está Rafael: mírele. Acabamos de recibir su retrato, hecho después del último vuelo sobre Pau. ¿Es guapo?... ¿Le gusta?...

La costurera clava sus pupilas ansiosas en un rostro franco y varonil, un rostro alegre y dulce a la vez, lleno con el fulgor de la propia mirada. El gallardo busto de Rafael aparece bajo los élitros enormes de la monstruosa libélula, y el aviador sonríe a Talín, mirándola, mirándola de un modo extraño y luminoso, inolvidable. Ella sacude con dificultad el dominio de aquellos ojos ausentes, y responde, traspasada de inquietud:

—¡Me gusta!...

Así, en un vuelo ideal, llegó el Amor en forma de aeroplano a la humilde ventana de Talín: era el Cupido moderno por excelencia, con los ojos libres en la ruta de la inmensidad; las alas dobles y potentes, señoras de las más altas nubes; por flecha, un tren de aterrizaje, y en el pecho, enamorado de las aventuras, el estruendoso latido de un motor.

VII. EL DOLOR

Desde que Julia introdujo a su hermano en la salita de la inválida, no ha transcurrido más de un mes.

Fué una tarde abrileña y moribunda cuando el mozo se rindió, influído por las vehementes ponderaciones.

—Te aseguro que es una muchacha original, muy lista, muy mona; tiene una voz que penetra en la carne, una voz como no he oído ninguna... Está deseando conocerte: sube.

Y la novia le presentó en la buhardilla con pretexto de enseñarle el equipo.

No suponía el aviador que su hermana hubiese logrado tan feliz descubrimiento. En aquel marco de gracia y honradez, vigilada por las crueles muletas, le pareció un arcángel herido la niña de Cintul.

Ella le trataba con embelesadora turbación; hablándole parecía que sus labios tuviesen un nuevo perfume de bondad y temblaba en sus ojos la luz como una llama en el viento.

Llega Rafael cansado de fuertes emociones: la guerra, la aviación, la vida como nunca inquietante de París, le han producido una laxitud que le inclina a las cosas apacibles y dulces con verdadera sed. En el claro refugio de Talín halla un remanso de paz donde la belleza y el martirio se ofrecen al divino goce del sentimiento en el rostro de la humana flor. Y allí se queda todas las horas que puede, seducido por la niña con lástimas y ternuras sutiles, que ella traduce al mudo lenguaje de sus ilusiones.

Clotilde se alarma un poco de la asiduidad del señorito: ni los recados que de su hermana lleva y trae, ni el invento frecuente de los dibujos, le autorizan para acompañar tanto a la costurera. Aunque la madre no viene a casa más que a comer y a dormir, conoce en el semblante de su hija, abierto y revelador, las visitas del caballero. Todos los indicios se lo aseguran: la muchacha abandona la lumbre y otros domésticos cuidados; cose menos; se compone más; está inapetente; necesita otra vez dormitivos como en el período agudo de sus males. Después de algunas vacilaciones Clotilde se encara con ella y en un tono inusitado por lo brusco, le pregunta:

—¿Se puede saber a qué viene aquí el señorito del principal?

—¡Ay madre, a nada malo; por Dios, déjale venir!

—¿Tanto te importa?

La niña responde, entre lágrimas:

—¡No sé... no sé!...

Y la madre, trastornada por aquel dolor, suaviza el acento para continuar:

—Tienes diez y ocho años... Todo lo que tú haces me parece bien... pero ese joven no se ha de casar contigo...

—¡No, imposible... imposible!—murmura la enamorada. De repente añade:—Yo no me curaré nunca, ¿verdad? Ya no tengo remedio: me quedaré así, deforme, toda la vida.

—La esperanza es lo último que se pierde... Otras cosas más difíciles se han visto... Dios puede hacer un milagro...

—¡No tengo remedio!—balbucía la moza con desolación mientras Clotilde, evocando a la saludadora, présaga en Cintul, se acusaba, llena de amargura:

—¡Yo no tuve fe!

Y un inmenso pesar se desarrolla en el alma sencilla y fuerte de esta criatura que ha sido madre por el espíritu, en sublime concepción de piedades y amores. Permanece atónita ante el nuevo quebranto de su hija, incurable como la enfermedad que sufre, obscuro y desconocido para la mujer, que le siente gemir en sus propias entrañas y no le comprende. Ella no supo amar sino en forma de compasión y sacrificio, con dádivas y renunciamientos, sin una dulce ilusión para sí misma. Ella ha tenido la sola esperanza de ejercitar el bien en torno suyo, y se consume de pena junto a la irremediable desventura del más querido sér. Todos sus esfuerzos, todas sus abnegaciones, no salvan a Talín del doble yugo del dolor...

Ya Clotilde no le hace a su hija advertencias ni preguntas; la trata como a la cosa más frágil y sensible del mundo; teme que de un día a otro se le muera igual que un pájaro, se le marchite lo mismo que una flor. Anda a su lado sin hacer ruido, como en la alcoba de un enfermo; la observa a hurtadillas con punzante ansiedad, y al hablarle contiene apenas los temblores de la voz.

Ambrosio percibe de un modo vago la misteriosa pesadumbre de las dos mujeres y siente el alma llena de perplejidad. Siempre añorante de su vida de labrador, abierta al señorío de los campos, libre y ancha en su misma esclavitud, se va resignando a la disciplina estrecha del taller, y transige, hasta cierto punto, con las costumbres urbanas; pero estos días vuelve de sus tareas un poco más tiznado que otras veces, más sombrío, menos conforme.

Por su parte Rafael comienza a tener reparos cerca de Talín. No es un seductor de oficio ni lleva un mal propósito a la salita blanca de la bordadora, y se conmueve al sentir dilatarse en su alma los pensamientos de la joven con inefable expansión. Buen conocedor de mujeres, descubre en aquella, sin dificultad, la creciente pasión, con todas sus fases, distintas como las mudanzas de la luna. Y se duele de contribuir al mayor suplicio de la niña enferma, cuando gozaría en rescatarla de la adversidad. La está mirando él también, como una existencia quebradiza y expirante, que en un momento se puede deshacer lo mismo que la espuma, volar como un aroma.

Sin embargo, cuando sube a verla, se engríe al persuadirse de que es una criatura singular aquella que le ama. Encuentra siempre un nuevo encanto en sus ojos espléndidos y graves, donde la luz pone a cada hora un diverso matiz, y en su voz empañada y caliente, sobre la cual los sentimientos, al amoldarse a la palabra, rozan los sonidos con musicales vibraciones.

Todo en la niña de Cintul parece diáfano, transparente, infantil; no obstante, el hombre que hunde en ella, sediento, la mirada, sabe que hay un arcano, un enigma bajo el amor y el dolor de toda mujer...

VIII. EL AIRE

Hay en Santander un gran aviador, famoso en España, y muchos días Talín le ve pasar en su aeroplano, seguro por el alto celaje como por un camino real.

Se queda absorta la muchacha contemplando aquel punto remoto, que, abrasado de luz, parece un ave roja, una flámula viva y es alado bajel desde el cual un hombre señorea las nubes por senderos de palomas, hasta mirar de cerca al sol como las águilas.

Más despiertas que nunca sus ambiciones, Talín quisiera volar también, subir hacia Dios huyendo de sus pesares, quebrantando las cadenas de su pobre vida.

Advierte ahora que su nido tiene la trágica hechura de un ataúd; la sala se yergue sobre el tejado para que el muerto recline con holgura la cabeza, y el resto de las habitaciones se agacha con el cadáver hasta los pies. Ya no consigue borrar la tremenda obsesión, y se ahoga en la estrechez del aposento que ha sido para ella generoso refugio. Ceñida a la ventana, bajo las meditaciones más absurdas, vive con la aguja en la mano y la mirada por el aire, trasoñando quimeras, recordando su niñez libre y audaz, sus escapatorias al monte y al río, a la copa de los árboles, a la espina de las cumbres: le parece que ha sido pájaro o mariposa en una existencia anterior, y confunde su infancia con otra vida que tuvo, no sabe cuándo.

La boda de Julia se aplaza hasta el otoño, y la señorita ya no sube con tanta frecuencia a vigilar los primores de Talín, que duermen, abandonados casi en absoluto.

El que sube es Rafael, siempre con disculpas que justifiquen sus visitas, como si las considerase impropias. Un periódico, una revista, un libro para que la enferma se distraiga, le sirven de pretexto cada vez que lucha entre huir y aproximarse a la niña doliente, y acaba por ceder a la más suave tentación.

A menudo encuentra a su amiga en la postura habitual junto a la ventana, y nota que sus ojos vuelven del cielo cada día más tristes. Entonces quiere darle ánimos y resistencia, abrirle horizontes de esperanza, perspectivas de ilusión y de salud. La persuade, pensamiento a pensamiento, con habilidad y cariño, como a una criatura inocente; hasta que la sonrisa incrédula de Talín se enciende en larvas de pasión y retrocede el mozo con recelo, procurando llevar por otro camino, más noble para él, aquellas confidencias que le encantan y le mortifican.

Para lograrlo suele irse por las nubes en torno a sus aventuras de aeronauta y enumera, también, las cosas finas y elegantes, sutiles como para juguetes, que componen un aparato volador: alambres de acero, vigas huecas, lo mismo que el tubo de un instrumento musical; maderas caladas, cuerdas de piano, tela, celuloide, pintura, barniz...

—¿Nada más?—interroga maravillada la costurera.

—Sí; mucho más: nuestro pájaro de acero tiene costillas, alas, cola, pulso, corazón...

—¿Como los de carne?

—Lo mismo. Y con mucha más fuerza, mucho más poder.

—¡Quisiera volar!—dice, con antojo vehemente y antiguo, la pobre inválida.

Y el aviador, que la tutea como a una niña, promete:

—Cuando yo suba te llevaré conmigo.

—¿Va a subir usted?... ¿Aquí?... ¿Es de veras?

—Un día de estos. Vuestro campeón santanderino me presta su aparato.

—Pero ¿de verdad iré yo?

—¡Vaya!... y si tú quieres no volveremos.

—¡Ah... no volver!

—¿Te gustaría?

—¡Muchísimo!... El aire me encanta.

—Es el esposo de la Luna, el padre del Rocío, el dios del Bien... ¡Y como tú eres también una diosa!...

—¡De la Tristeza!—interrumpe la niña con un mohín.

—¿No sabes que entre el Aire y la Noche engendraron todos los seres?

—Nada sabía.

—Hasta dicen que el alma es aire.

—¡Jesús!

—Pero, escucha: ¿dónde aterrizaremos?—pregunta insinuante el aviador. Y se acerca a la muchacha que le oye con una sonrisa llena de aturdimiento:

—¡Por qué no vamos a pasar la vida en las nubes!

—¡Si pudiera ser!—exclama ella con angustia. Se deja acariciar una mano, luego la retira algo medrosa, muy conmovida, y para esconder sus emociones, habla trémula:

—Diga usted, ¿es cierto que volando sobre el mar se ven en el fondo de las aguas cosas muy bonitas?

Rafael siente en aquel instante una honda compasión por la indefensa criatura; una lástima dulce y fraternal por aquella voz, empapada en matices, que tiembla como las alas de un verso; por aquellos ojos claros y puros, donde el amor no sabe guarecerse. Se queda mirando a Talín con una serenidad comunicativa y mansa, y responde:

—Sí; volando sobre los mares se descubren muchos de sus misterios. Las algas, con los tallos fijos a las rocas, forman verdaderos bosques submarinos que se distinguen muy bien desde la altura. Eso, aquí mismo, en el Cantábrico. En otras aguas hay, además, flores rarísimas y luminosas; lirios y estrellas de mar que alumbran; plantas que son a un tiempo rosas y animales; peces con lentes o faros rojos y amarillos. Los corales, con sus desprendimientos de caliza producen playas de coral; otras veces el légano es blanco junto a los sangrientos arrecifes. Y las avenidas fluviales arrojan al mar islas enteras que se hunden en las fosas del abismo, y hay zonas cubiertas por algas de púrpura y carmín, hay fondos de arena verde y rosa; de fango rubio y azul; de arcilla gris...

—¡El mar!... ¡qué hermosura!—interrumpe la muchacha con transporte. Se vuelve a mirarle dormido en la bahía, celando el secreto de sus tesoros bajo una cándida apariencia de cristal.

—¿También te enamora?—murmura algo celoso el aviador.

—También.

—¿Tanto como el aire?

—El aire es más mío.

—¡Tuyo!...—suspira el mozo. Y se despide con una prisa brusca, mientras se desangra el sol en el horizonte marino, y sobre el alero del tejado se baña una paloma en el último fulgor de la tarde.

IX. LA SOMBRA

Guarda Talín en el más regalado seno de su memoria la promesa de Rafael, y a pesar de todos los disimulos, Clotilde vislumbra el rayo de sol que atraviesa la frente de su hija desde la guarida de los pensamientos y se asoma a los ojos en un rehilo de esperanza.

—¿Qué espera?—se pregunta la mujer llena de inquietud. Vigila en silencio, y con su claro instinto de piedad, siente cómo la joven va dejando el alma adormecida en una ilusión vacilante, y cómo aquella ilusión se extingue de repente, y se nublan los ojos y los sueños de la enamorada, en la más negra obscuridad.

Supone Clotilde, por seguros indicios, que el aviador se ocupa ya muy poco de Talín, y ve llegar a Julia acelerada con una noticia.

—¿No sabe?—le dice a la costurera—. Rafael va a dirigir mañana un aeroplano.

—¿Mañana?

—Sí; ¿se lo había dicho él?

—No le veo hace ya muchos días.

La voz y el semblante de la moza se demudan al responder, pero Julia está muy ocupada en contemplar un hermoso camisón que viste el maniquí.

—Me gusta mucho—afirma—; como este quiero media docena—luego continúa:—¡Ah!; pues no le extrañe que mi hermano no suba por aquí. Está en el aeródromo la mayor parte del tiempo, en plena fiebre de aviación y no habla más que de virajes, motores y cosas por el estilo.

—¿Le dió algún recado para mí?—trata de averiguar la niña triste, asiéndose al último jirón de su fe.

—Ninguno—responde la señorita, y sigue diciendo:—Mamá ha pedido un coche para que mañana vayamos al campo de aviación, que está por lo visto, en un lugar precioso llamado las Albricias. ¿Usted suele ir?

—Nunca—balbuce un opaco acento que sólo a Clotilde impresiona.

—Pues yo aún temo que mamá no se decida. Rafael se empeña siempre en que le veamos volar, y ella se resiste, con un miedo atroz. Ahora parece que ha consentido... Conque ya sabe: como este camisón quiero seis. Es un modelo muy elegante; aunque me gustaría el escote un poco más alto... Ya hablaremos, ¿eh?

Y con la misma prisa que trajo se marcha la señorita del principal, dejando en el pasillo y la escalera el menudo repique de sus tacones.

Clotilde prepara la mesa para comer, sin atreverse a hablar, temiendo que sus palabras lastimen el sombrío retraimiento de la muchacha. Y Ambrosio, que llega a las doce, pregunta con afán a su hija:

—Qué, ¿estás peor?

Ella mueve la cabeza negando, cada vez más pálida y silenciosa, y los padres se abruman ante el misterioso mal que vuelve sobre Talín con una clandestina premeditación, sin saber por dónde, cuando ya no le esperaban. Comen a disgusto, observando que la enferma hace esfuerzos inútiles por no sazonar el alimento con sus lágrimas.

—¡Está hética!—se dicen, lo mismo que en Cintul. La miran como una sombra que se desvanece, y el padre huye rebelándose contra el dolor de la infeliz, que él solo quisiera padecer.

Es domingo, y las mujeres se quedan juntas y solas al pie de la ventana por donde entran la descolorida luz de un cielo turbio, y una brisa que tiene, hoy más que nunca, el amargo salitre de la mar. Talín siente en los labios aquella penetrante acidez que no sabe si acude de su propio corazón. Abre un libro sobre las rodillas, y en él pone los ojos húmedos de pena, sin volver las hojas ni saber lo que dicen.

La madre cruza las manos encima de su delantal, inclina la frente, y piensa en lo lejos que está de aquel espíritu que a su lado sufre y que se le escapa, fugitivo siempre, cada día más distante y remoto. Acaso jamás le tuvo cerca, ni cuando en la casita montés buscó el alma de la niña con halagos y desvelos, hasta ofrecerse por esclava, sin reservas ni condiciones.

Clotilde lamenta, de pronto, en esta hora, el fracaso de su esterilidad; duda si para merecer el excelso nombre de madre basta un amor hondo y fuerte como el suyo, o sería necesario haber concebido la carne doliente de Talín, haber moldeado en las entrañas el corazón de la criatura mortal. No comprende por qué la niña, que le tendió los brazos en sus dolores físicos, llamándola madre, le hurta lo más sagrado del sentimiento: el espiritual dolor... Quisiera consolarla, medir su pena, saber el camino de su inquietud. Cuanto hay en ella misma de ignorado, simpatiza con el misterio y se asoma a buscarle en los ojos azules de Talín. Pero conoce que una sombra invencible le celará siempre aquel abismo nublado por unas lágrimas que no acaban de caer. Y retrocede pensando en la madre muerta, en la pobre tísica que nadie nombra, que duerme olvidada en el campo silencioso de Cintul.

—¡Hace frío!—murmura la joven, de repente estremecida. Una ráfaga de aire, aguda como un puñal, les sacude, mientras Clotilde cierra la ventana: el mudo soplo deja sobre las frentes pensativas una agorera alucinación.

Galopaban las nubes y comienza a llover, calladamente, con humilde suavidad.

Se escapa el día por todos los caminos bajo la mansa huella de la lluvia, y en la salita se rozan el murmullo de una oración y las alas de un suspiro, hasta que la noche se apaga oscura en los cristales.

Entonces las dos mujeres atribuladas, creen percibir un aciago rumor, frío como un chortal, abierto con infinita pesadumbre en el pálido corazón de la sombra...

X. EL TRAMONTO

Nace la mañana tardía, con espeso embozo de nieblas, y Talín la mira crecer bajo la suprema inquietud del que aguarda el mayor goce de su vida con la certeza de que es imposible que llegue.

Los padres se han ido a trabajar a la hora de costumbre, y la muchacha tiene delante su labor y clava con tenacidad los ojos en el espacio donde rueda turbia la luz.

—¡Volar, y volar con «él»!—se está diciendo. Por ver realizada esta promesa inolvidable, moriría gozosa imaginando que dejaba un rastro luminoso en las arenas del tiempo...

Los vellones de la niebla remontan las alturas y abren en las nubes surcos de más viva claridad; se templan los hálitos del viento y la mañana se embellece envuelta en su misma palidez.

El ala fresca de una mariposa roza en la ventana la mejilla de Talín, y al solo contacto de este beso puro, siente la joven desbordarse toda su tristeza y su pasión. Sobre el agua movible de los ojos azules pasan las emociones fulgurantes, enloquecidas, empujadas unas encima de las otras por la trémula mano del recuerdo, y la memoria es un ancho camino por donde se deslizan las imágenes de aquella breve existencia, desde los días de libertad y de salud hasta las horas obscuras de la invalidez.

Esta vida que alboreó llena de ambiciones y de cantares, se resume ahora en un ansioso atisbo del espacio y de la luz, bajo el yugo de las muletas; siempre encendido el pensamiento a la raita del sol, y siempre la realidad cautiva al borde de una ventana que sirve de cárcel y tortura. Si alguien viene a prometer la recompensa de un minuto de felicidad, ha mentido aquella voz, y la promesa traidora se convierte en un suplicio intolerable, en un nuevo y terrible desengaño.

De pronto suena el repique de un paso leve y conocido, y entra Julia, como de costumbre, apresurada y risueña.

—¿Quiere usted venir conmigo a las Albricias? Mamá a última hora no se atreve y no tengo quien me acompañe.

—¿Y Rafael?—murmura atónita la inválida.

—Está en el campo de aviación. Volará a eso de las once y son más de las diez. El coche nos está esperando. ¿Se anima usted?

—¿Sin permiso de mis padres?

—Cuando lleguen a casa estaremos nosotras de vuelta y se alegrarán de que usted haya dado un paseo.

—¡Voy!—decide Talín, y se apoya en los bastones para buscar un vestido.

—Este encarnado—elige la señorita descolgando en la reducida percha de la alcoba un trajecillo rojo.

La obrerita se le viste con precipitación, y a pesar de su aturdimiento recuerda al toro gilvo que una tarde en el monte se enamoró ciegamente de un vestido colorado.

Esta salida del hogar tiene hoy también, como aquel día funesto, un aire clandestino, el travieso cariz de una escapatoria.

—¡Será la última!—piensa la joven con un suspiro que se extiende por la sala como una despedida.

Desde la puerta vuelve los ojos Talín a este nido que hace tiempo le parece un sepulcro; le recorre todo con mirada indefinible, y bajo el peso de una emoción singular, traza con mucha reverencia la señal de la cruz...

El campo de las Albricias está cerca de la ciudad, tendido en la llanura con anchos horizontes de huertas y jardines.

Cuando llegan a él las dos muchachas, un grupo de curiosos rodea el aeroplano que fuera del hangar se dispone a subir. Es un magnífico «Moranne Saulnier» y tiene en el fuselaje el nombre como una embarcación: se llama San Ignacio III. Parece un monstruoso gavilán; bajo la nervadura de las alas el cuerpo trepida, impaciente por huir, mientras los mecánicos le celan con exquisitas precauciones. Entre ellos surge el aviador ya vestido para el viaje, bromeando con risueño desdén. De pronto vuelve la cabeza atraído por una mancha roja que oscila entre dos bastones, y se sorprende al reconocer a Talín.

—La he invitado a que me acompañe porque a mamá le entró miedo—explica Julia.

—¡Usted «no se acordó»!—insinúa con amargo reproche la costurera.

—Sí, «me acordé»—afirma Rafael—; pero huía la responsabilidad de mi convite... Huía de muchas cosas—añade con acento un poco estremecido.

—¡No es verdad!—prorrumpe obstinada la joven.

—¿No?... ¿Quieres probarlo? ¿Quieres subir?

—¡Quiero!—contesta, cálida y vibrante la voz, y arrastra el paso tullido hacia la nave, con febril ansiedad.

Rafael manda que acerquen la escalera y la muchacha pugna en los peldaños cuando el mismo aviador los sube en un instante y desde arriba transporta a la viajera hasta su sitio, con bastones y todo. Ella sonríe fascinada y la gente aplaude al darse cuenta del suceso.

—¿Pero, es de veras?—clama Julia con repentina zozobra—. ¿La vas a llevar, Rafael?

—La llevo—asegura—. Se quita el abrigo y le ciñe al cuerpo glácil de la bordadora.

—No me hace falta—dice la joven, que luce arreboladas las mejillas y los ojos ardientes.

—Arriba tendrás frío.

El aviador ocupa su puesto y concluyen las maniobras de la partida, mientras Julia refiere a su alrededor, con mucho interés, la historia triste y pura de Talín.

Alguien ofrece a la viajera una mantilla, un velo para envolver el peinado y cubrir el rostro contra el azote del aire a gran velocidad.

—No lo necesito; voy muy bien—responde—. Y mirando con orgullo al cielo que se desarrolla sobre su frente.—¡Qué lástima que no haga sol!—murmura.

—Buscaremos un boquete en las nubes para llegar a lo azul—dice el piloto.

—¿Eso es posible?

—¡Ya lo creo!

—¡Dios mío!—balbuce en éxtasis la pobre inválida, que está en camino de quebrarle al cielo su pálido cristal.

De pronto el San Ignacio resbala sobre la pista y se yergue en el viento que zumba.

—¡Adiós, adiós!—gritan, pegadas a la tierra, unas voces envidiosas.

—¡Ahora sí que soy un Talín—pronuncia, enajenada de gozo, la niña de Cintul—. Siente que, al cabo, agita las alas temblorosas y resplandecientes que siempre tuvo en el corazón, y poseída por la inefable ráfaga de libertad, arroja de la nave las muletas, que al caer se clavan en el campo, hincadas hacia la altura como dos interrogaciones.

XI. LA LUZ

La tierra huye, tendida y anchurosa, bordada de surcos y de huertos con apagados tonos de tapiz.

El aeroplano gira sobre la ciudad, y árboles, torres y edificios le apuntan en momentánea persecución, al hundirse bajo el solemne vuelo.

Se dibuja un punto, el seno turgente de los montes; después todo el paisaje se humilla, aplastado como un mapa, sin relieves ni contornos.

El viento ruge: hendido por las alas vertiginosas del aparato, se queja a voces del intruso que le corta y le vence, y que grita, a su vez, con acento poderoso.

En lo profundo del horizonte, el mar, dormido, calla el inmortal secreto de su existencia, y sobre él se remonta el avión, reflejándose en el quieto espinazo de las aguas. Al mirarle, esfumado entre la bruma, diríase que un bergantín con las velas tendidas había echado a volar.

El cabello rubio de Talín flota destrenzado como los airones de la neblina, y la muchacha, ebria de felicidad, se asoma a ver si bajo las aguas traslúcidas descubre la belleza del Cantábrico algún bosque de flores marineras, alguna playa de color de rosa. Nada distingue, porque el aviador, que ha hecho un precioso «picado» sobre la bahía, deja de pronto que la nave se encabrite, como brioso corcel, y la manda sobre las nubes que en patrullas galopan hacia lo sumo del cielo: queda el aparato mecido en un halo tembloroso de claridad; se rompe en seguida todo el velo del celaje y aparece lo azul, inflamado de sol.

La viajera, en pleno tramonto, arrebatada a las humanas ligaduras en aquel glorioso viaje, siente la vaga estupefacción de vivir, el infinito roce de la eternidad. Rechaza el abrigo que la envuelve, y se pone de pie, apoyándose con temerario impulso en el borde de la nave. Sin saber lo que dice, grita, con los ojos ciegos de llantos y de resplandores:

—¡Te quiero, Rafael, te quiero!

Su voz, transida de inquietudes, se deslíe en el aire que la sorbe y la empapa con inmensa dulzura.

El piloto, a la vanguardia del aeroplano, va sumido en las múltiples atenciones de su ciencia llena de arte y de riesgo, emuladora de la divina virtud. Lleva detrás de sí a la pasajera; entre ambos, el cristal del parabrisas, y ni la ve ni la oye, muy lejos de suponer que en aquel instante la enamorada se dobla en el vacío, al peso de su corazón.

El San Ignacio pierde bajo el envés de las alas el surco de un vestido rojo que tiembla como una lágrima de sangre, como una gota de sol, y con los brazos abiertos en una entrega brusca, Talín se hunde en el mar, hasta el mismo légamo azul...

Vuelve el avión del cielo con firme serenidad; descubre las colinas y los bosques, el caserío y los jardines, la alfombra entera de Santander, aún descolorida por el nublado, y aterriza en un vuelo insuperable, entre los aplausos del público y las muletas de la inválida, semejantes a una interrogación.

Trae el viento el aroma húmedo de la lluvia primaveral: en la linde remota de la pista, un álamo esbelto y fino, inclinándose a un lado y a otro, parece un dedo que niega.

Sin detenerse, el San Ignacio entra en el hangar como un ave que retorna al nido.

Allí Rafael quiere felicitar con orgullo a su compañera. Se levanta, sonríe, da la vuelta con las manos tendidas y queda atónito delante de un lugar vacío: ¡No vuelve Talín del viaje que emprendió!... ¡El canario montés ha volado con misterioso rumbo, más allá de las cimas que remontan los pastores; al otro lado de las nieblas y los luceros!

Ya la gente se arremolina en torno a la máquina triunfante, y el estupor se divulga ante la incertidumbre de que se haya quedado en el cielo la niña de Cintul...

Acaban de rasgarse las nubes, y en la soledad majestuosa del espacio se levanta, como en supremo altar de inmolaciones, la divina patena del sol.


Publicado el 14 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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